Etica Y Creencia Religiosa En Wittgenstein

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Cyril Barrett

Ética y creencia religiosa en Wittgenstein Versión española de Humberto Marraud González

Alianza Editorial

Título original: Wittgenstein on Ethics and Religious Belief. Esta obra ha sido publicada en inglés por Basil Blackwell, Ltd.

© Cyril Barrett, 1991 © Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1994 Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15; 28027 Madrid; teléf. 741 66 00 ISBN: 84-206-2787-9 Depósito legal: M. 30.910-1994 Impreso en Lavel. Los Llanos, C/ Gran Canaria, 12. Humanes (Madrid) Printed in Spain

ÍNDICE

Agradecimientos ........................................................................

10

Abreviaturas ...............................................................................

11

Prefacio ......................................................................................

13

Primera Parte: E l pkimer WriTGENSTEiN 1. Lo decible y lo indecible .......................................................

25

2. Ética .......................................................................................

55

3. La voluntad ética ..................................................................

87

4. Lo místico .............................................................................

109

5. Dios .......................................................................................

134

S e g u n d a P a r ie : E l se g u n d o W ittg e n s te in

6. Juegos de lenguaje y formas de vida.....................................

157

7. Relativismo..............................................................................

198

8. Discurso religioso...................................................................

220

9. El fundamento de la creenda religiosa ........ ....................

238

10. Las creencias de los pueblos primitivos, ............................

275

11. Wittgenstein sobre la predestinadón ................................

287

12. ¿Qué pasó con la ética? ......................................................

297

13. Condusión ..........................................................................

320

Bibliografía .................................................................................

336

índice analítico ..........................................................................

343

«Un pensador religioso honrado es como un funámbulo. Casi siempre parece que estuviera andando por el aire. Su soporte es el más tenue que quepa imaginar. Y sin embargo puede andarse sobre él.» Wittgenstein, Culture and Valué (Cultura y valor), p. 75. «E t vae tacentibus de te quoniam loquaces muti sunt» (Aún los que hablan mucho de Vos se quedan.tan cortos como si fueran mudos) S. Agustín, Confesiones 1,4.

AGRADECIMIENTOS

Tengo que agradecer a los profesores A. Phillips Griffiths, Terry Penner y W. Mathews, S. J., su ayuda y ánimo en lo que resultó ser una empresa más ardua de lo que había previsto. También tengo que dar las gracias a los críticos anónimos que contribuyeron a depurar el ori­ ginal, a Meg Davies que compuso el índice analítico, y al equipo de Ba­ sil Blackwell, y en especial a Valerie Mendes.

ABREVIATURAS

BB CSE CV EPR IF NB OF

The Blue andBrown Books (Los cuadernos azul y marrón)* «Lecture on Ethics» (Conferencia sobre ética)* Culture and Valué (Cultura y valor) Lectures and Conversations (Estética, psicoanálisis y religión)* Philosophical lnvestigations (Investigaciones filosóficas) * Ñotebooks 1914-1916 (Diario filosófico 1914-1916) Remarks on Frazer s «Golden Bough» (Observaciones sobre «La rama dorada» de Frazer)* PAS Proceedings o f the Aristotelian Society PG Philosophical Grammar (Gramática filosófica) PR Philosophical Remarks (Observaciones filosóficas) PRv Philosophical Review SC On Certainty (Sobre la certeza)* TLP Tractatus Logico-Philosophicus* WWK Wittgenstein and the Vienna Circle (Wiener Kreis) (Wittgens­ tein y el Círculo de Viena) Z Zettelr Nota del autor: En general, al dtar, he seguido las traducciones publicadas. Cuando, por una u otra razón, me ha parecido conveniente dar mi propia versión, así se indica. En casi todos los casos, eso se hace para aproximar la traducción al original. Donde hay desacuerdo, se discute en una nota al pie de página. Nota del traductor: Las citas de las obras que aparecen en el listado anterior con asteris­ co, se hacen por la traducción española relacionada en la bibliografía final.

PREFACIO

El objeto de este libro, como su título indica, son las ideas de Witt­ genstein sobre la ética y la creencia religiosa. Su estudio adoptará la for­ ma de un detallado comentario y crítica. No pretendo proponer en este libro más ideas propias que las que puedan emerger de mis críticas. De entrada hay que decir que si bien difiero de Wittgenstein en va­ rios puntos importantes, comparto su enfoque básico tanto de la ética como de la creencia religiosa. Con ello puede que esté en desacuerdo con algunas formas tradicionales de filosofía de la religión, por no de­ cir nada de las «ortodoxias» teológicas. Es parte de mi tarea mostrar que en muchos casos son esas «ortodoxias», y no Wittgenstein, las que andan desencaminadas, y que él tenía una comprensión mejor del ob­ jeto de la ética y de la creencia religiosa que muchos de los llamados «ortodoxos». A lo largo del libro, se irá viendo en qué consisten esas «ortodoxias». Sí me gustaría decir ahora, sin embargo, que no se trata exclusivamente de «ortodoxias» religiosas o sectarias; hay «ortodo­ xias» ateas o agnósticas, lo mismo que «ortodoxias» teológicas. Tam­ bién me propongo mostrar que, por muy heterodoxas que puedan pa­ recer las concepciones de Wittgenstein, están firmemente enraizadas en una teología y filosofía de la religión tradicionales. Lo que considero mi tarea principal es mostrar que esas considera­ ciones, el interés de Wittgenstein por los valores, sean éticos, religiosos o estéticos, no fueron accesorias en su pensamiento, sino centrales. Lni-

cialmente, Wittgenstein fue visto, en concreto por Russell, el Círculo de VIena y jóvenes filósofos ingleses como Ayer, como lo que daría en llamarse un «positivista lógico», es decir, como un empirista o positivis­ ta que había dotado al empirismo y al positivismo de una articulación lógica de la que hasta entonces había carecido, o, por ser más precisos, de una articulación aparentemente más sólida, si es que esto no es un veredicto demasiado severo sobre Hume y MiE. Con su teoría del len­ guaje, según se pensó, había clavado de una vez por todas la tapa del ataúd de la metafísica que Kant había construido con su método críti­ co. Buena parte de lo que Wittgenstein decía en Tractatus Logico-Philosophicus confirmaba esa impresión, en especial k s últimas entradas (TLP 6.53-4; 7):«... y siempre que alguien quisiera decir algo de carác­ ter metafisico, demostrarle que no ha dado significado a ciertos signos en sus proposiciones... De lo que no se puede hablar es mejor callarse». La corriente principal del libro parece llevar al positivismo lógico, a lo que A.J. Ayer llamaría después «la eliminación de la metafísica». La distinción de Wittgenstein — de nuevo en las últimas entradas del Tractatus— entre lo que se puede decir, que, desde un punto de vista filo­ sófico corresponde a las proposiciones de la ciencia natural, que no tie­ ne nada que ver con la filosofía, y lo indecible, el sinsentido, aquello so­ bre lo que hay que callar, que incluye al propio Tractatus, se tomó como la eliminación definitiva délas afirmaciones metafísicas, éticas, estéticas y religiosas del dominio del conocimiento. Wittgenstein alentó esta in­ terpretación al decir en su prefacio que consideraba la verdad de los pensamientos expuestos en el libro intocable y definitiva. Russell, y eso le honra, se dio cuenta de que la cosa no era tan sim­ ple. Aún más, sospechó que ver el Tractatus como la definitiva elimina­ ción de la metafísica, pese a las aparentemente abrumadoras pruebas en contra, podía ser malinterpretarlo e incluso malinterpretarlo com­ pletamente. Al final de su introducción critica la noción wittgensteiniana de lo inexpresable, que denomina «lo místico», que abarca la ética, la estética, la creencia religiosa, la metafísica y la filosofía que no sea filosofía natural o ciencia, incluida la filosofía de la lógica. También le ofrece a Wittgenstein una descripción alternativa que Wittgenstein rechazó decididamente. Esa descripción, en opinión de Russell, ayu­ daría a Wittgenstein a responder a sus (de Russell) objeciones a la inexpresabilidad del lenguaje sobre el lenguaje. Pero no le sería de ayuda, como advirtió el propio Russell, con otras instancias de lo inex­ presable, como la ética y la estética. Russell es muy humilde en todas

estas cuestiones. No atribuye demasiado alcance a su hipótesis alterna­ tiva. No obstante, pensó que, si fuera defendible, daría el golpe defini­ tivo a lo místico. Todo esto se discutirá más adelante. En lo que quie­ ro insistir ahora es en que Russell creyó que su hipótesis alternativa no afectaría sino a aquello en lo que Wittgenstein insistió más. «Aunque esta hipótesis tan difícil pudiera sostenerse, dejaría intacta una gran parte de la teoría de Wittgenstein, aunque posiblemente no aquella parte en la cual insiste más.» (TLP 197). Russell se dio cuenta, aunque no con toda claridad, a diferencia de Waismann, Ramsey, Neurath y Ayer, que las cuatro ultimas páginas del Tractatus (TLP 6.4-7) constituían posiblemente el clímax y la culmina­ ción del libro, y no un mero apéndice y aberración a ignorar o expli­ car de otro modo. En su reciente libro sobre Wittgenstein, Ayer reconoce que junto con otros jóvenes filósofos ingleses, adoptó la interpretación del Trac­ tatus del Círculo de Viena. Se dio cuenta de que era malinterpretar a Wittgenstein, pero siguió aferrándose a su idea de que las afirmaciones éticas, estéticas y religiosas no son fuentes de conocimiento. Son, bajo su punto de vista, combinaciones de enunciados de hechos y expresio­ nes de emociones. Dice que la pulla de Ramsey, «Lo que no se puede decir no se puede decir ni silbar» no iba dirigida expresamente a Witt­ genstein, pero fue sin duda aceptada como la glosa final de la última fiase de Wittgenstein. Neurath fue más explícito. Su comentario de la última frase fue: «Aunque sin duda hay que callar, se puede hablar de cualquier cosa.» Ayer aún está satisfecho con esta interpretación. Los comentaristas ulteriores, con algunas excepciones, sobre todo Elizabeth Anscombe, han tendido a seguir la exhortación de los últi­ mos párrafos, omitiendo las últimas páginas del Tractatus. O no las en­ tienden o les incomodan. Es cierto que no interesan a todos los estu­ diantes, pero los estudiantes son muy libres de elegir lo que quieran de un autor. De los comentaristas se espera algo más, sobre todo desde la publicación, en 1967, de una carta de Wittgenstein a Ludwig von Ficker (recogida en el apéndice del compilador a las cartas de Wittgens­ tein a Paul Engelmann) y de las memorias del propio Engelmann. Del Tractatus dice Wittgenstein: El libro tiene un sentido ético. En una ocasión pensé en incluir en el pre­ facio una frase, que finalmente no añadí, pero que voy a transcribirte porque quizá sea una clave (del libro) para ti. Entonces quise escribir: mi trabajo cons­

ta de dos partes: la que aquí se somete a consideración y la formada por todo lo que no lie escrito. Y es precisamente esa segunda parte la más importante... Te recomiendo leer el prefacio y la conclusión, puesto que constituyen la expre­ sión más inmediata de su sentido *.

Wittgenstein también advirtió que aunque el libro dice mucKo de lo que el mismo Ficker quiere decir, éste podría no ver lo que en él se dice. Sea lo que sea lo que Wittgenstein quería decir con que la parte más importante del libro es la no escrita y que lo que no está escrito en el libro sin embargo está dicho en él, está daro lo que el Tractatus sig­ nificaba para Wittgenstein. Para él no es ante todo un trabajo de lógi­ ca y lenguaje; es un libro de ética. Un reconocimiento creciente de que ese es d modo en que Witt­ genstein nos ofreció d Tractatus está llevando a otros comentaristas a centrarse en d aspecto ético de su obra. El resultado ha sido que, en algunos casos, este aspecto dd pensamiento de Wittgenstein, siendo importante y central, ha sido llevado a su extremo. Aunque es difícil interpretar su pensamiento, algunos comentaristas han ido en sus in­ terpretaciones mucho más allá de lo que Wittgenstein pudiera haber dicho o de lo que quepa considerar que apuntó sin decirlo. El propósito de este libro, por tanto, no es sólo tratar de interpre­ tar esa parte dd pensamiento de Wittgenstein que d consideró cen­ tral, y explicar por qué pensó que un libro que aparentemente trata d d lenguaje y la lógica trataba de hecho de ética. También es delimitar la interpretación de este área, dusiva y central, de su pensamiento. A esa empresa puede objetarse que intentar interpretar d pensa­ miento de Wittgenstein es proponerse algo perverso y equivocado. La tazón por la que Wittgenstein calla acerca de lo más importante para d y por sí mismo es que no se puede hablar de ello. Si lo que tenía que decir pudiera ser dicho de modo distinto a aqud en que d lo dice o lo calla, así lo habría dicho d. Así es fútil, presuntuoso ^ perverso inten­ tar hacer lo que d no se propuso hacer, y de lo que dijo que no podía hacerse. Esa objeción sería insalvable si se tomase una interpretación como una traducción o paráfrasis dd pensamiento de Wittgenstein, o, peor todavía, como un sustitutivo dd mismo. Sería buscar un sustitutivo 1 Lettersfrom Ludwig Wittgenstein, with a Memoir (Cartas de Ludwig Wittgens­ tein, con una biografía), pp. 143-4.

verbal para una pieza de música o un sustituüvo en prosa de un poe­ ma. Y con todo aún ofrecemos interpretaciones de la música y la poe­ sía. Cuando menos podemos hablar de esas cosas de manera esclarecedora para el oyente. Podemos hablar de esos temas, sugerir enfo­ ques, rechazar confusiones, ayudar al oyente o al lector a establecer conexiones que le faciliten la comprensión. Eso es lo que intentaré ha­ cer. Me ocuparé del pensamiento del primer Wittgenstein como un crítico de arte de una obra artística o literaria. Hablo de su «primer pensamiento» porque hay una marcada diferencia, no sólo entre sus ideas anteriores e inmediatamente posteriores a la publicación del Tractatus y las que vendrían una década después, sino también en su presentación. Aunque el estilo de sus últimos escritos no puede califi­ carse sino de elusivo, dejando al lector que colme las lagunas y esta­ blezca las conexiones necesarias, esas lagunas no son demasiado ex­ tensas ni las conexiones demasiado difíciles de hacer. Es posible, por tanto, discutir su pensamiento como el de cualquier otro filósofo, sin exponerse al reproche de malinterpretarlo o de tener la audacia de empezar por proponer una interpretación. Los primeros escritos de Wittgenstein, sin embargo, presentan otros problemas, en concreto por su descripción de la ética y la creen­ cia religiosa. En los años 30 abandonó parte de lo que había dicho so­ bre el lenguaje en el Tractatus, concretamente en relación con la lla­ mada «teoría del lenguaje como representación figurativa», y adoptó nuevas ideas y nueva terminología: «juegos de lenguaje», «formas de vida» y «gramática lógica». Como veremos, la teoría del lenguaje como representación figurativa sirvió para distinguir entre lo que puede y lo que no puede decirse: esto es, las proposiciones de la cien­ cia (y del sentido común), por una parte, y las proposiciones o más bien expresiones de la lógica, la teoría del lenguaje, la metafísica y los valores, por otra. Entre los valores se incluían las expresiones de la ética, la estética y la creencia religiosa. Surge entonces la siguiente cuestión: Cuando Wittgenstein abandonó la teoría del lenguaje como representación figurativa, ¿abandonó también la distinción tajante entre proposiciones de la ciencia y expresiones de valor? Si nó estaba lógicamente obligado a hacerlo así, ¿en qué basó o pudo basar esa distinción? Esas cuestiones son vitales. Cualquier exposición del pensamiento de Wittgenstein sobre la ética y la creencia religiosa depende de la res­

puesta que se dé a esas cuestiones. Uno tiene que decidir si hubo un cambio radical en la descripción del valor antes y después de los años 30;.si fue radical, cuán radical; si no fue radical, cómo puede reconci­ liarse la primera descripción con la posterior. El problema es que se dispone de pocos elementos de juicio. Wittgenstein no discute la cues­ tión en ninguna parte. Eso admite interpretaciones contrapuestas. O no dijo nada porque no había nada que decir —sus concepciones bá­ sicas no cambiaron—, o no lo consideró necesario porque era obvio a partir de lo que dijo después que había habido un cambio funda­ mental. La cuestión aún se complica más por la asimetría entre la atención prestada a la ética y la creencia religiosa en el primer y segundo perío­ do. El primer período está dominado por la ética. De las tres fuentes para este período, Notebooks 1914-1916, Tractatus y «Lecture ón Ethics» («Conferencia sobre ética») (c. 1929), hay escasas referencias a la creencia religiosa en los Notebooks, algunas referencias oblicuas en el Tractatus y una mención en la lección. Es cierto que mucho de lo que dice de la ética puede aplicarse a la creencia religiosa, pero de lo que trata formalmente es de ética, especialmente en la conferencia — de ahí el título que le dio el compilador. Por otra parte, la información de que disponemos sobre el pensamiento del segundo Wittgenstein sobre los valores se refiere principalmente a la creencia religiosa y la estética. Lo que se dice de la ética, aparte de una discusión con Moritz Schlick, que puede situarse en cualquiera de los dos períodos, aparece en observaciones incidentales, referidas en su mayoría a la éti­ ca práctica. No es sorprendente qué los comentaristas, cuando por lo menos se ocupan de la cuestión, se resistan a tomar una posición definitiva. Janik y Toulmin, que se cuentan entre los primeros, si es que no son los primeros, que plantearon la cuestión, se inclinan a considerar que las ideas iniciales de Wittgenstein sobre la ética y la creencia religiosa no eran defendibles en el último período2. W. D. Hudson, por otra par­ te, no está seguro3. Sin embargo, no tiene empacho en interpretar las ideas expuestas por Wittgenstein en sus clases sobre la creencia reli­ giosa a la luz de su filosofía del segundo período. Otros, como R. Bhees y D. Z. Phillips, no advierten apenas cambios en las ideas de 2 'Wittgenstein’s Vienna (La Viena de Wittgenstein), pp. 232-8. 3 Wittgenstein and Religious Belief (Wittgenstein y la creencia religiosa), passim.

Wittgenstein. Pasan tranquilamente de un período al otro4. Pese a re­ conocer que no hay elementos de juicio concluyentes y que el abando­ no de la teoría figurativa dañó a su concepción inicial, estoy dispuesto, con todo, a pronunciarme. Estoy dispuesto a afirmar incluso que Witt­ genstein no abandonó sus concepciones iniciales de la ética y la creen­ cia religiosa con las nociones ancikres de lo místico, lo trascendental, lo inefable y la contemplación sub specie aetemitatis. Quiero decir, en primer lugar, que no hay ninguna razón de peso para asumir un cam­ bio radical de su punto de vista y, en segundo lugar, que todas las ca­ racterísticas de su descripción inicial pueden acomodarse en el nuevo entramado de juegos de lenguaje y formas de vida. Al adoptar esta postura, sé que me estoy privando de una posible herramienta polémica. Puede alegarse que un teísta podría buscar la alianza de Wittgenstein manteniendo que en su segundo período abandonó las nociones de lo ético y la creencia religiosa como algo «inefable» y «sin sentido», términos que había usado para describir las expresiones de valor en su primer período y que los positivistas lógi­ cos y otros adoptaron para rechazar y ridiculizar cualquier forma de discurso ético o religioso. Al rechazar esas nociones y asentar los dis­ cursos ético y religioso como dominios autónomos del discurso, esto es, juegos de lenguaje con sus reglas y formas de vida independientes, la ética y la creencia religiosa serían debidamente expresables, e inmu­ nes a los asaltos de la ciencia y la filosofía atea. Aunque esta línea pue­ de ser tentadora para un apologeta, a mí no me lo resulta. Parece con­ traria al pensamiento de Wittgenstein. Además, si el pragmatismo fue­ se un factor a tener en cuenta al tomar postura, podría aducirse que mi postura es mejor para un apologeta que la sugerida. Alguien podría preguntar por qué estoy tratando la ética y la creencia religiosa conjuntamente y en pie de igualdad, por así decir. Podría responder que, sea cual sea la relación entre ellas, es legítimo compararlas. Es cierto que en su primer período, Wittgenstein se ocu­ 4 G. E. Moore en su artículo «Wittgenstein’s Lectores 1930-33» (Las lecciones de Wittgenstein, 1930-33), publicado en Mind, 1955, p. 14, cita á Wittgenstein diciendo que quería decir algo sobre la gramática de la expresión ética, o, por ejemplo, de la pa­ labra «Dios». «Pero de hecho», dice Moore, «dijo muy poco de palabras como “Dios” y muy poco de las expresiones éticas.» De hecho Wittgenstein dijo algo, aunque no mu­ cho, sobre Dios en lecciones posteriores (de las que, presumiblemente, Moore no tenía noticia) y un poco sobre la gramática de la ética, como veremos en capítulos posteriores.

pa de la ética sin apenas referirse a la creencia religiosa, y que en su se­ gundo período, de la creencia religiosa, sin referirse aparentemente a la ética; sin embargo, por lo menos en su primer período, ambas están tan intrínsecamente ligadas que es imposible tratar de una sin la otra. Además, incluso en sus últimos escritos, Wittgenstein establece a veces conexiones entre la ética y la religión. En una entrada de su cua­ derno de notas de 1946 (CV, p. 48) discute la dificultad de entenderse a uno mismo. La dificultad proviene de la posibilidad de realizar ac­ ciones semejantes por motivos contrapuestos. Una misma acción pue­ de realizarse por motivos buenos y generosos o por cobardía e indife­ rencia, por genuino amor o por trapacería y falta de corazón. Conclu­ ye: «Sólo si pudiera sumergirme en la religión podría acallar esas dudas. Porque solo la religión podría destruir la vanidad y penetrar en todos los vericuetos.» Pero, se podría objetar, si la ética se incluye en un libro sobre las concepciones de Wittgenstein de la creenda religiosa, ¿por qué no la estética? En un pasaje del Tractatus (TLP 6.421) Wittgenstein llega a decir que ética y estética son lo mismo. No hay duda de que es muy di­ fícil entender algunas de las cosas que Wittgenstein quiere decir sobre la ética sin referirse a lo que dice de la estética. Soy plenamente cons­ ciente y, cuando es necesario, me refiero a la estética. Pero no lo discu­ to en pie de igualdad con la ética y la creenda religiosa por varias ra­ zones. Aunque la ética y la estética estaban estrechamente ligadas en el primer período, la estética se trata por separado y con derto deteni­ miento en sus últimos escritos y frases que se recuerdan. Por ello, re­ queriría un tratamiento separado en un libro sobre los valores. Y si el libro versase sobre los valores, ¿por qué exduir la metafísica? Así, aparte de vasto, el libro devendría inmanejable. La ética, la estética y la creenda religiosa tendrían que ser tratadas por separado para estudiar después sus reladones mutuas. Si la estética tuviera que ser tratada sa­ tisfactoriamente, habría que darle d lugar de honor, en detrimento de la ética, la creenda religiosa y, posiblemente la metafísica, que única­ mente serían mendonadas en rdadón a aquélla. Siempre que la esté­ tica se traiga a coladón cuando sea necesario, la ética y la creencia re­ ligiosa pueden ser tratadas conjuntamente de manera satisfactoria. Podría preguntarse, sin embargo, si es necesario ocuparse déla éti­ ca y la creenda religiosa en toda su extensión cuando hay amplias áreas en las que no están interconectadas. Es cierto que existen esas

áreas, pero cuando están interrelacionadas no es fácil discutir sus rela­ ciones sin haberse ocupado antes de cada una de ellas por separado pon cierto detenimiento. Además, hay áreas dudosas en las que su mu­ tua relevancia no se descubre de inmediato. Por ejemplo, al discutir la aparente ausencia de cualquier tratamiento de la ética en el segundo período, hay que remitirse al tratamiento más completo posible en el período anterior. El programa, por tanto, es mostrar que (a) lo que Wittgenstein te­ nía que decir sobre la ética y la creencia religiosa era para él de la ma­ yor importancia, si no lo único importante; (b) sus puntos de vista so­ bre esas materias no experimentaron alteraciones radicales a lo largo de su vida, pese a las apariencias en contrario, y (c) lo que Wittgens­ tein dice de la ética está estrechamente interconectado con lo que dice sobre la creencia religiosa.

Primera parte EL PRIMER WITTGENSTEIN

1. LO DECIBLE Y LO INDECIBLE

Wittgenstein nos dice en el prefacio del Tractatus que el propósito del libro es trazar unos límites al pensar, «o, más bien, no al pensar, sino a la expresión de los pensamientos» (TLP, p. 11). (Para trazar los límites del pensamiento tendríamos que ser capaces de pensar ambos lados de ese límite, y tendríamos por consiguiente que ser capaces de pensar tanto lo que se puede pensar como lo que no se puede pensar.) En otras palabras, podría decirse que el Tractatus trata de lo que se puede decir y de lo que no se puede decir. Se ha dicho que el Tractatus nació a resultas del intento de Wittgens­ tein de encontrar una explicación satisfactoria del modo en que signifi­ can las proposiciones elementales, o de encontrar un concepto general de proposición que dé cuenta tanto de las proposiciones elementales como de las complejas. El 29 de septiembre de 1914 creyó, como reco­ ge en sus Notebooks 1914-1916, que había encontrado la solución: El concepto general de proposidón conlleva un concepto muy general de la coordinación de proposición y situación: la solución a mis preguntas tiene que ser extremadamente simple. En una proposición una palabra es puesta experimentalmente con otras. (NB, p. 7) > .

La solución ha sido bautizada como «teoría figurativa de las pro­ posiciones». Hay un atisbo en una anotación del 20 de septiembre:

«Para un observador sin prejuicios está claro que una proposición es una representación lógica» (NB, p. 5), y en otra del 27 de septiembre: «Una proposición sólo puede expresar su sentido como representa­ ción lógica del mismo» (NB, p. 6). Pero, volviendo a la anotación del día 29, el pasaje continúa hablando del modo en que en los tribunales de París se usan modelos a escala de vehículos y peatones para recons­ truir accidentes automovilísticos *. Eso, afirma Wittgenstein, tendría que haberle desvelado la esencia de la verdad si no hubiera estado cie­ go. Y entonces pasa a explicar cómo funciona la analogía pictórica. «Pensemos en la escritura jeroglífica en la que cada palabra represen­ ta aquello por lo que está», dice Wittgenstein (NB, p. 7). A continua­ ción da como ejemplo el de dos monigotes con espadas (p. ej., tirado­ res de florete), A y B, A a la derecha

y B a la izquierda. Dice al respecto: el todo puede afirmar, p. ej., «A está practicando la esgrima con B». La pro­ posición representada pictóricamente puede ser verdadera o falsa. Tiene sen­ tido con independencia de su verdad o falsedad. Tendría que poderse deter­ minar lo esencial considerando este caso.

La teoría figurativa del lenguaje consta de los siguientes ingredien­ tes esenciales: a. La yuxtaposición de los dos jeroglíficos puede, de algún modo, «afirmar» que A y B están haciendo esgrima.

1 NB, p. 7, habla de un accidente automovilístico representado por figuras de jugue­ te (Puppen). Von Wright habla de una imagen «esquemática» de un accidente automo­ vilístico que Wittgenstein vio en una revista mientras estaba en las trincheras (Malcolm, 1958, pp. 7-8); aunque, si hay que creer a Engelmann, Wittgenstein no estaba en las trin­ cheras cuando hizo la anotación en sus Notebooks (29.9.14) sino en el Vístula sin hacer nada. Por tanto, parece haber confundido sus recuerdos. Eso puede carecer de impor­ tancia, pero las figuras de juguete sustentan la interpretación del modelo más que la de la imagen.

b. Esa afirmación puede ser verdadera o falsa —quizá estén ac­ tuando en una representación o ejecutando un baile o haciendo otra cosa con las espadas que no tiene nada que ver con la esgrima, aunque, por otra parte, también pueden estar practicándola. c. Sea verdadero o falso lo representado por la imagen, ésta tiene lo que Wittgenstein llama sentido (Sinn). El sentido es independiente de la verdad o falsedad; es la posibilidad de la verdad o la falsedad. Esta yuxtaposición de jeroglíficos puede representar una situación real, esto es, dos personas haciendo esgrima, del mismo modo que los modelos a escala de vehículos y peatones pueden representar el modo en que se produjo un accidente. Si efectivamente estaban haciendo esgrima o si el accidente ocurrió como lo representan los modelos a escala es algo que no afecta al sentido de la representación, a su posibilidad de ser verdadera o falsa. d. Finalmente, está la convicción de Wittgenstein de que esa ana­ logía puede determinar cuanto es esencial para analizar la naturaleza de la proposición, y por tanto, del lenguaje y del pensamiento. Esta descripción preliminar de la teoría figurativa deja varias cues­ tiones sin respuesta y mucho trabajo por hacer. ¿Cómo, por ejemplo, representa una representación figurativa? ¿Cómo engarza con la reali­ dad? ¿Cuál es la analogía con una proposición en la que, por ejemplo, la oración «A está haciendo esgrima con B» no se parece en nada a dos monigotes dispuestos de un cierto modo? Esas preguntas se contestan plena y elegantemente en el Tractatus, principalmente en las secciones 2 y 4. El meollo de lo que allí se dice es como sigue: a. Los trazos (formas, colores, etc.) de una pintura, o los modelos a escala, representan objetos, son los elementos de la pintura (TLP 2.131). b. Esos elementos, sean trazos sobre el papel o modelos a escala, están interrelacionados de un cierto modo; esa relación es la que, se­ gún Wittgenstein, representa el modo en que las cosas pueden estar relacionadas entre sí (TLP 2.15). A esa relación entre los elementos la denomina «forma de la representación» (Form der-Abbildung). c. Una representación figurativa puede representar cualquier cosa que tenga la misma estructura o forma representacional que ella (TLP 2.11). La forma de la representación es la posibilidad de que las cosas puedan estar relacionadas del mismo modo (TLP 2.151)— de que la

gente pueda hacer esgrima, de que un accidente ocurriera de un cier­ to modo. d. Una representación figurativa tiene que tener algo en común con lo que trata de representar (sea un combate o un accidente) (TLP 2.16-161). e. Pero puede concordar o no con la realidad (con los hechos, con lo que es el caso); puede ser una representación verdadera o falsa, co­ rrecta o incorrecta (TLP 2.21). f. Por sí misma una representación es indiferente a la verdad o la falsedad, la corrección o incorrección. (TLP 2.22: «La representación figurativa representa lo que representa, independientemente de su verdad o falsedad, por medio de la forma de representación.») Repre­ senta un posible estado de cosas. (No estoy seguro de que esto sea del todo correcto. El dibujo de un niño de un perro que parece más bien una oveja puede representar un estado de cosas posible, pero no re­ presenta, ni verdadera ni falsamente, ni correcta ni incorrectamente, el pretendido estado de cosas que el niño tiene in mente) g. «Lo que la representación figurativa representa es su sentido (Sinn)» (TLP 2.221, las cursivas son mías). El sentido es independien­ te de la verdad o falsedad. Se refiere a la estructura de la proposición. Hasta aquí por lo que hace a la naturaleza de la representación pictó­ rica y sus presupuestos. La siguiente cuestión —más importante— es el modo en que engarza con la realidad. ¿Qué quiere decir que una re­ presentación figurativa A representa un objeto o una situación o un evento B? Se ha establecido que debe darse una identidad de disposi­ ción,.algún tipo de similaridad y equivalencia de estructura y conteni­ do. Pero, ¿basta con eso? Al llegar aquí, Wittgenstein se toma algo metafórico. Dice que por tener forma figurativa (la posibilidad de que las cosas se combinen en­ tre sí como los elementos de la representación figurativa (TLP 2.151)) «la representación figurativa está enlazada así con la realidad; llega hasta ella (es reicht his tu ihr)» (TLP 2.1511. Las cursivas son mías). Compara entonces una representación figurativa con una escala o pa­ trón (Masstab) que es «aplicada (angelegt) a la realidad» (TLP 2.1512). Sin embargo, sólo los puntos extremos de la línea graduada tocan el objeto (TLP 2.15121). Es importante la existencia de una correlación entre los elementos de la representación figurativa y la realidad: «la re­ lación de representación consiste en la coordinación de los elementos

de la representación figurativa con cosas» (TLP 2.1514). «Estas coor­ dinaciones», dice Wittgenstein, «son, por así decirlo, los tentáculos (Fühler) de los elementos de la representación figurativa con los cua­ les la representación toca la realidad» (TLP 2.1515; cursivas del autor). Como dirá después, esos vínculos con la realidad no son. establecidos por la misma representación, sino por la persona que la usa. Por ejem­ plo, lo que es puesto en correlación no es el color o el tamaño relativo y la delgadez de los monigotes, sino su forma, posición, relación espa­ cial y, acaso, otras cualidades. También hay que decir que esa vincula­ ción con la realidad se refiere únicamente a Imposibilidad de que haya un estado de cosas real que corresponde a la representación figurativa, y no a su existencia efectiva. Wittgenstein es bastante liberal en su uso de la noción de represen­ tación figurativa. Además de dibujos, cuadros y representaciones tridi­ mensionales, incluye diagramas y, sorprendentemente, partituras mu­ sicales y, todavía más sorprendente, los surcos de los discos. Ahora bien, mientras que de un diagrama o de un mapa puede decirse que representa un circuito eléctrico o la disposición de las calles, edificios, parques, ríos y canales de una ciudad, o las habitaciones, puertas, ven­ tanas o plantas de una casa, no se ve muy bien qué podría representar la notación musical y menos aún los surcos de un disco. Olvidándonos de los surcos de los discos, lo que Wittgenstein dice de la notación mu­ sical es importante para el siguiente paso entre representaciones figu­ rativas y proposiciones. En TLP 4.014 dice Wittgenstein: El disco gramofónico, el pensamiento musical, la notación musical, las on­ das sonoras, están todos entre sí en esa relación figurativa interna que se da en­ tre el lenguaje y el mundo. A todos ellos les es común la factura lógica.

Algo que tienen en común esas cuatro cosas (disco, pensamiento, notación y ondas sonoras) es que ninguna de ellas es audible. (El pen­ samiento musical y las ondas sonoras tampoco son, además, visibles.) De las cuatro quizá sea el pensamiento musical lo más significativo. Es un pensamiento, un pensamiento complejo, con una estructura inter­ na similar a la de los sonidos en una interpretación musical. Así «re­ presenta figurativamente» las relaciones internas de los sonidos —en­ tendiendo por «internas» las relaciones que guardan entre sí y con nin­

guna otra cosa (como el canto del cuco o el sonido de un cañón). Tan­ to en el Tractatus (TLP 4.011) como en las posteriores Investigaciones filosóficas, Wittgenstein compara el sentido de una proposición con la comprensión de un tema musical (PI527). Wittgenstein aún hace otra observación sobre la representación fi­ gurativa en cuanto tal, en cuanto distinta del aspecto figurativo del len­ guaje, vital para lo que viene a continuación. Una representación figu­ rativa no puede representar su forma figurativa, aunque la muestra (TLP 2.172). La razón es que «una representación figurativa repre­ senta su objeto (Objekt) desde fuera» (TLP 2.173) y, por tanto, no puede situarse fuera de su forma de representación (Form der Darstellung) para representarse a sí misma (TLP 2.174). Esto es crucial para lo que sigue. Exactamente del mismo modo que una representación fi­ gurativa no puede representar su forma de representación, una propo­ sición tampoco puede decir qué es y qué hace cuando, representa la realidad. Puede, empero, mostrarla o ponerla de manifiesto (aufweisen), pero sólo eso. En la sección 4 se explica en qué sentido cabe de­ cir que una proposición representa la realidad. Tendiendo un puente, hay que señalar las siguientes características de las representaciones figurativas, entendidas al modo de Wittgens­ tein: a. representan hechos (Tatsachen). (TLP 2.1) b. presentan un estado de cosas (Sachlage) (Pears y McGuinness lo traducen por «situation») en el espacio lógico, es decir, la posibilidad de la existencia o inexistencia de un estado de cosas (Sachverhalten) o situación («State of affairs» —Pears y McGuinness). (TLP 2.11) c. son representaciones cuya forma figurativa es una forma lógica. (TLP 2.181). Éstas, presumo, son de la forma «salida —>» o «aRb». d. pero todas esas representaciones figurativas tienen en común con lo que representan una misma forma lógico-figurativa. (TLP 2.2). «Toda representación figurativa es también una representación lógi­ ca.» (TLP 2.182) Desde este aspecto de k forma lógica de la representación figura­ tiva no hay mucho a la forma figurativa de la proposición. Wittgens­ tein, sin embargo, pasa de una a otra a través de los pensamientos. (TLP 3ff.) TLP 3 enuncia que un pensamiento es «una representación lógica de hechos». Esto se desarrolla (TLP 3.001) diciendo que decir que un estado de cosas es pensable, es decir que podemos tener una

representación de él. Por consiguiente, «La totalidad de los pensa­ mientos verdaderos es una representación figurativa del mundo» (TLP 3.01). El tránsito del pensamiento a la proposición se efectúa en 3.1: «En la proposición, el pensamiento se expresa perceptiblemente por los sentidos.» Esto se desarrolla en las siguientes entradas: 3.11 Nosotros usamos el signo sensiblemente perceptible de la proposi­ ción (sonidos o signos escritos, etc.) como una proyección de un posible esta­ do de cosas. El método de proyección es el Pensamiento del sentido de la proposición. (Cursivas del autor.) 3.12 Llamo signo proposicional al signo mediante el cual expresamos el pensamiento. Y la proposición es el signo proposicional en su relación proyectiva con el mundo.

Esta descripción de la proposición podría dar la impresión de que "Wittgenstein está haciendo una distinción y separación, que suelen ha­ cer los filósofos, entre pensamiento, proposición y signo, como tres entidades distintas: la proposición que tiene un sentido, el pensamien­ to que comprende el sentido y el signo que lo expresa. Bajo esta inter­ pretación, habría un pensamiento que consistiría en la comprensión de la proposición (su sentido), expresado por varios signos preposi­ cionales— «Está lloviendo», «It is raining», «llpleut», «Es regnet»— con el mismo sentido. Nada más lejos de la idea de Wittgenstein. Como veremos, con el desarrollo de su noción de la relación del len­ guaje con su uso, su rechazo de esa sugerencia casi llegó a ser violento. Puede establecerse una distináón entre proposición, pensamiento y signo, pero la idea de que son entidades separadas era anatema para Wittgenstein2. Buena parte del resto de TLP 3 está dedicada a una discusión de los signos y los símbolos. Aunque no es directamente relevante para este libro, no está de más un breve resumen. Lo que Wittgenstein en­ tiende por signo (Zeichen) es una marca sobre el papel, un sonido o algo perceptible (un toque, un olor o un sabor, quizá) que por sí mis­ 2 Wittgenstein distinguía, sin embargo, entre signo y símbolo. Como lo dice en TLP 3.32: «El signo es lo sensorialménte perceptible en el símbolo». El símbolo da al signo su significación; el mismo signo puede ser común a diferentes símbolos; pero si los mo­ dos de significación son diferentes, el signo común no indica una característica común. (TLP 3.321-2).

mo carece de significación. La significación (sentido, significado) se la da el uso qué de él hace un ser inteligente. A un signo usado así lo de­ nomina «símbolo». Un signo es un símbolo en tanto que perceptible (TLP 3.32). Un mismo signo puede ser común a más de un símbolo. El signo «banco» (un ejemplo de Wittgenstein) puede significar bajo que se prolonga en una gran extensión en mares, ríos y lagos navega­ bles; establecimiento público de crédito, o asiento de madera, piedra u otra materia en que pueden sentarse varias personas, y variantes de esos objetos, como el asiento de los galeotes y demás remeros en las embarcaciones de remo. Si, como sucede, los «modos de significa­ ción» son diferentes, los símbolos no están relacionados por ninguna característica común, y podrían usarse signos diferentes. (En alemán se usan Bank y Ufer; en turco banka, kenar, bayir y yigin) 3. Para reco­ nocer un símbolo por su signo, dice Wittgenstein, «debemos tener en cuenta si se usa con significado» (TLP 3.326, las cursivas son mías). «Si un signo carece de uso, carece de significado (bedeutungloss). Este es el sentido del principio de Occam» (TLP 3.328). En la sección 4 (TLP 4.01) Wittgenstein llega por fin al núcleo del Tractatus con esta escueta afirmación: 4.01 La proposición es una representación figurativa de la realidad. La proposición es un modelo de la realidad tal como la imaginamos. (Cursivas del autor.)

Aquí hay algo que llama la atención: ¿Por qué «tal como la imagina­ mos»? ¿Por qué no «tal como es»? «Imaginar» (sich verstellen) no sig­ nifica lo que puede significar en castellano, a saber, fantasear, suponer, conjeturar o concebir mentalmente. Es mucho más riguroso y signifi­ ca «poner ante la mente»; en este caso, una imagen o un modelo de lo que uno cree que es la realidad. Aquí no hay vacilación alguna. Y el pa­ saje prosigue:

4.011 A primera vista no parece que la proposición —tal como está impre­ sa en el papel— sea una representación de la realidad de la que trata. Tampo­ co la notación musical parece a primera vista una representación figurativa de 3 Otro ejemplo interesante es «vice». Tiene, por lo menos, tres significados en inglés: un instrumento de carpintero (tomo de banco), un defecto moral (vido) y sustituto (vice). Que hayan llegado a compartir el mismo signo en inglés se debe a la semejanza (en su pronunciación, presumiblemente) de sus raíces latinas: vitís, vitium y vice.

la música, ni nuestra escritora fonética (las letras) parece una representación figurativa de nuestro habla. Sin embargo, estos símbolos demuestran, bien que en el sentido ordinario de la palabra, que son representaciones figurativas de lo que representan. 4.012 Es daro que nosotros perdbimos una proposidón de la forma «¿zRb» como una representadón figurativa. Aquí el signo es daramente un tra­ sunto de lo significado.

«aRb» significa que en ciertas proposiciones, un sujeto (a) está en una relación determinada (R) con un objeto (b), y que en la proposición es­ crita, el sujeto está normalmente a la izquierda de la expresión relacio­ na! y el predicado a la derecha; o, en una proposición oral, el sujeto precede a la expresión relacional y el predicado la sigue. Así, en la pro­ posición «Jack ama a Jill» el sujeto («Jack») precede a (está a la iz­ quierda de) la expresión de identidad cualitativa («ama») y el objeto («Jill») la sigue (está a su derecha). Wittgenstein lo veía como un jeroglífico. Dice: Para comprender la esencia de la proposidón pensemos en la escritura je­ roglífica, que representa figurativamente los hechos que describe. Y de efla, sin perder lo esencial de la representadón figurativa, surgió la escritura alfabé­ tica. (TLP 4.016)

Como afirmación sobre el origen de la escritura es cuestionable4, pero, dadas las amplias nociones wittgensteinianas de representación figurativa y gráfica, es aceptable. No tiene importancia que la escritura alfabética provenga o no de la jeroglífica. Una transcripción alfabética representa un sonido por lo menos en el sentido de que las letras de la combinación «bata» son distintas y lo parecen de las de la combinación «gata». Lo que importa es que una proposición sólo puede ser expresada o transmitida por medio de un signo percepti­ ble, aunque ese signo debe tener alguna afinidad con la proposición y, en última instancia, con el pensamiento que transmite. En ese sen­ tido, debe ser jeroglífico. Lo esencial es que una proposición es ex­ presada por algo perceptible, un signo, que representa figurativa­ 4 Wittgenstein parece asumir-'que todos los jeroglíficos son pictogramas. No es así. Son pictóricos, es derto. Pero los descifrados por Champollion eran alfabéticos y silábi­ cos —un león para la «1», una boca para la «r» y una lechuza para la «m»— aunque se usaron en combinadón con pictogramas o signos determinantes.

mente lo que significa, en un sentido lato de «representación figura­ tiva». En TLP 4.021 Wittgenstein hace,otra observación aún más importante. Dice: «La proposición es tina representación figurativa déla realidad: Pues conozco el estado de cosas que representa si com­ prendo la proposición. Y comprendo la proposición sin que me haya sido explicado su sentido»- (cursivas del autor). Esto presupone que uno sabe lo que es una representación, un modelo, un diagrama, un signo ilustrativo, que conoce su modo de significación, las convencio­ nes de representación. (Un dibujo medieval de una ciudad no tiene el mismo aspecto que el que una ciudad habría tenido para un medie­ val, quien sin embargo no tendría ninguna dificultad en verlo como una ciudad.) Lo mismo vale para la proposición. Para entenderla hay que saber en qué lenguaje es expresada y conocer la estructura gra­ matical del lenguaje. Una vez conocidas esas cosas, el sentido de la proposición no requiere explicación. Si el sentido de una proposición requiere explicación es que uno no lo ha entendido. Si uno lo entien­ de, cualquier explicación es innecesaria. Para quien no sabe turco, la proposición Ariza vararabada necesitaría de una explicación; para un turco que no la hubiera oído antes, por ejemplo, un campesino, que no hubiera visto nunca un automóvil, pero que estuviera familiariza­ do con los carros, su significado («La transmisión de mi coche está averiada») sería perfectamente inteligible. Además, si no hubiera pro­ posiciones que pudieran ser entendidas sin explicación, la explica­ ción misma sería imposible. Nos las habríamos con un regreso ad infinitum. La razón por la que no necesitamos proposiciones explicadas (en lenguajes que nos son conocidos) es, como dice Wittgenstein, que «la proposición muestra su sentido», «si es verdadera, muestra cómo son las cosas» (TLP 4.022). Sí puede ser verdadera, por tanto, tiene senti­ do. Si tiene sentido, manifiesta o muestra (representa figurativamente) una situación posible o un estado de cosas en la realidad. Este puede, como si dijéramos, ser extraído de la proposición del mismo modo en que puede reconocerse el tema de un cuadro a partir de sus elementos y su estructura. Está meridianamente claro que una proposición mues­ tra su sentido mostrando lo que pudiera ser una situación o estado de cosas real. Pero Wittgenstein dice a continuación: «Y dice que las co­ sas son así» (TLP 4.022). Que una proposición muestre algo es bastan­ te plausible, pero que diga (en el sentido de «afirme») algo es, literal­

mente, dudoso5. Una proposición por sí misma no dice nada. Es usa­ da para decir algo cuando es aseverada (Bejahung), como dice Witt­ genstein en TLP 4.064, en donde señala que el sentido de la proposi­ ción no puede provenir de su aseveración: el sentido de la proposición «es precisamente lo que afirma» (las cursivas son mías). Lo afirmado dice simplemente que el sentido de la proposición ''corresponde a como son las cosas6; no dice cómo son. Esto es el sentido de la propo­ sición, que no puede venir dado ni verse afectado por su aseveración o negación. Así, decir es algo que le sobreviene al sentido. Podría de­ cirse que proyecta la proposición sobre el mundo real y la fuerza a ser verdadera o falsa. Porque que una aseveración «dijera» lo que está di­ ciendo, esto es, su sentido, sería como un cuadro que pintase su pro­ pio modo de figuración. La proposición representa su sentido y de lo que representa se dice que lo representa correcta o incorrectamente; pero en la proposición misma no se dice nada de lo que representa. Eso se muestra. Así, la proposición «llueve» muestra una situación o estado de co­ sas posible (eso es su sentido) y (cuando es aseverada, de palabra o por escrito) dice que así es, que la situación o estado de cosas se da. Si es negada bajo la forma «no llueve», su sentido se altera. Lo que se dice es que la situación no se da7. Y lo que se dice es verdadero o falso. Como hemos visto, su verdad o falsedad depende de que la situación representada se dé o no. (En el caso de la negación, la verdad o false­ dad de la afirmación depende de que la situación deje de darse o no.) Aquí hay que hacer dos distinciones: por una parte entre lo que puede decirse y lo que puede proferirse, y, por otra parte, entre propo­ siciones genuinas y proposiciones aparentes o seudoproposiciones. Puede proferirse prácticamente cualquier cosa. Los niños y los lunáti5 Cfr. Black, M., A Companion to Wittgemtein’s Tractatus (Un comentario al Tráctatus á e Wittgenstein), p. 165. «Uno podría sentirse inclinado a igualar «dedr» con “afirmar” o “asertar” —pero para observaciones como 4064... la respuesta ha de buscarse en 4.461a (una proposición muestra lo que dice) que interpreto como dicien­ do que “decir” es parte del —o mejor un aspecto del— sentido, no algo que se le sobrea­ ñada». Es una interpretación plausible de lo que dice Wittgenstein. Una proposición que «dice» y también «muestra» su sentido tiene que ser, por consiguiente, una propo­ sición fáctica que puede ser afirmada o asertada. 6 Cfr. TLP 4.0621: «Pero es importante que los signos “p ” y “~p” puedan decir lo mismo. Porque ello muestra que en la realidad nada corresponde al signo 7Cfr. TLP 4.0641. •

eos lo hacen todo el tiempo. A veces esas preferencias adoptan la for­ ma de una proposición («El verde-vaca es más dulce que d cuadrado de la hipotenusa»). Esas proferencias no-tienen sentido y, por tanto, aunque en un sentido no técnico «se dicen», de hecho no dicen nada, esto es, nada se ha aseverado: las palabras sólo han sido proferidas. Las proferencias, sin embargo, pueden tener sentido y aún así no ser di­ chas. Un ejemplo obvio es el uso de oraciones en clases de idiomas. Cuando el profesor dice: «¿Cómo se dice “No lloverá esta tarde” en francés?», no está informado del tiempo, no está diciendo nada del tiempo en su localidad. Sin embargo, la proposición podría ser verda­ dera o falsa; es una proposición genuina. Pero también hay, según Wittgenstein, seudoproposidones. Aunque parecen decir algo, de he­ cho no dicen nada, sea porque no pueden decir nada, únicamente mostrarlo, sea porque ni siquiera hay nada que mostrar. No represen­ tan nada, aunque parecen representar algo, e incluso algo profundo. Puesto que no representan nada, y por consiguiente carecen de senti­ do, no pueden ser aseveradas (ni negadas). No pueden ser dichas; son lo indecible. Wittgenstein es muy preciso a este respecto (incluso demasiado preciso y restrictivo en lo que considera decible). «La totalidad de las proposiciones verdaderas es la totalidad de la ciencia natural» (TLP 4.11). Está claro que llegó a esta conclusión siguiendo el camino que acabamos de recorrer: representar —representar figurativamente po­ sibles estados de cosas— tener la posibilidad de ser verdadero o falso, {Sinn o sentido) según concuerde o no con lo que es el caso —lo que es el caso como hechos acerca del mundo, lo que puede ser o puede no ser el caso (nada apriorí) en el mundo. Esto se reitera en la antepe­ núltima entrada del Tractatus (TLP 6.53): «El método correcto de la filosofía sería propiamente éste: no decir nada más que lo que se pue­ de decir, o sea, proposiciones de la ciencia natural... este método sería el único estrictamente correcto.» Así las únicas proposiciones genuinas, las que realmente dicen algo o, mejor aún, las únicas que pueden decir algo, bien verdadero, bien falso, son enunciados de hechos empíricos, de lo que es o no es el caso. Es más bien restrictivo limitarlas a las proposiciones de la ciencia na­ tural, en su acepción usual. Seguramente, observaciones banales como «Está lloviendo», por no hablar de informes históricos o registros geo­ gráficos, arqueológicos o biológicos, que suelen clasificarse como «his­ toria natural», son fácticas, es decir, susceptibles, hablando con pro­

piedad, verdaderas o falsas y, por consiguiente, decibles. La palabra que usa Wittgenstein es Naturwissenschaft, aunque 'Wissenschaft (aprendizaje, estudio) o, aún mejor, Wissen (conocimiento) hubieran expresado mejor lo que quería decir. Sin embargo, Wissenschaft (lo concerniente a la Naturwissenschaft) es más amplio que «ciencia» en castellano, como lo evidencia la proposición de Wittgenstein «Todas las rosas son amarillas o rojas», que difícilmente usaría un botánico (TLP 6.111). Lo que importa, empero, es que «Todas las rosas son amarillas o rojas» es una proposición auténtica o real porque lo que representa puede ser verdadero o falso. Es decible, aun cuando, en este caso, no resulte verdadera. Difiera de una tautología en que no podría ser autoevidente, aun cuando fuera verdadera. Seguiría siendo una repre­ sentación figurativa de un posible estado de cosas, dependiendo su verdad de que ese fuera el caso. Eso es en esencia lo que es toda proposición real] citando las notas dictadas a G. E. Moore en Noruega en 1914, «Toda proposición real muestra algo, además de lo que dice, del Universo» (NB, p. 107). Hay, sin embargo, de acuerdo con las ideas de Wittgenstein, otras proposi­ ciones, a las que ya nos hemos referido, que son seudoproposiciones (Scheinsatze), que nada dicen porque nada pueden decir. Wittgenstein usa tres palabras distintas para describir las proposi­ ciones aparentes: bedeutungslos («sin significado»), sinnlos («sin senti­ do») y unsinnig («sinsentido»). Las proposiciones bedeutungslos no pueden ser consideradas propiamente seudoproposiciones. En TLP 3.328 y 5.47321 Wittgenstein habla de signos sin significado. Si un sig­ no carece de uso, no tiene significado. La máxima de Occam compor­ ta que no hay que multiplicar innecesariamente las entidades. En TLP 5.4733 Wittgenstein da el ejemplo siguiente: Así, «Sócrates es idéntico» no dice nada porque no hemos dado a la pala­ bra «idéntico» ningún significado en cuanto adjetivo. Porque si aparece como signo de igualdad, entonces simboliza de un modo-y manera totalmente dis­ tintos.

Tautologías y contradicciones no dicen nada; son sinnlos. No tie­ nen condiciones de verdad: una tautología es incondicionalmente ver­ dadera; una contradicción no es verdadera bajo ninguna condición (TLP 4.461). No son representaciones figurativas de la realidad, no re­

presentan situaciones posibles. Una tautología es compatible con cual quier situación posible. La tautología «Está lloviendo o no está llovien­ do» no dice nada del tiempo: Una contradicción no es compatible con ninguna situación: no puede ser verdadera en ninguna circunstancia. («Llueve y no llueve al mismo tiempo en el mismo lugar» puede valer como ejemplo.) (TLP 4.462). Las tautologías y las contradicciones no son, sin.embargo, sinsentidos (unsinnig): son parte del simbolismo, lo mismo que «0» es parte del simbolismo de la aritmética (TLP 4.4611). Hay otros tipos de proposiciones que son sinnlos. Hada d final dd Tractatus. Wittgenstein enumera algunas. En primer lugar están las proposidónes de la lógica. Son tautologías, no dicen nada (TLP 6.1-6.11). Como con todas las tautologías, su verdad puede aprehenderse dd mero simbolismo «y este hecho contiene en sí toda la filosofía de la ló­ gica» (TLP 6.113). En cuanto que tautologías, las proposidones de la lógica muestran las propiedades formales, esto es, lógicas, d d lenguaje y d mundo. Describen o más bien representán d «andamiaje» dd mundo. Presuponen que los nombres tienen significado y las proposi­ dones dementalés sentido. Esa es su conexión con d mundo (TLP 6.124). Las proposidones de la lógica no tienen que decir nada puesto que muestran su sentido —no son sinsentidos (unsinnig). E intentar dedilo por ellas hablando de cosas como las «leyes de la inferenda», como hacen Frege y Russell, es, de acuerdo con Wittgenstein, superfluo y carente de sentido. Representar cómo podemos hablar d d mun- do, sér una imagen especular (Spiegelbild) dd mundo en un sentido formal, es d dominio de la lógica. En este sentido, como dice Wittgens­ tein, la lógica es trascendental (TLP 6.13). No se aplica a ningún hecho concreto dd mundo y sin embargo puede aplicarse a cualquiera. El siguiente grupo de proposiciones a las que Wittgenstein se refie­ re como seudoproposiciones son las de la matemática. «La matemáti­ ca es un método lógico», dice, aunque muestra la lógica dd mundo no por medio de tautologías, sino de ecuaciones. Como las proposidones de la lógica, no dice nada de la vida real. Dice: utilizamos la proposición matemática sólo para deducir de proposiciones que no pertenecen ala matemática otras proposidones que tampoco pertenecen a ella. {TLP 6.211)

Si bien son sinnlos (indedbles) y, por consiguiente no dicen nada acerca d d mundo, ayudan, estableciendo ecuaciones y, por ende,

cálculos (en el sentido de Wittgenstein), a contrapesar la imagen espe­ cular lógica del mundo. Con el siguiente tipo de seudoproposiciones pasamos de lo tauto­ lógico a otro dominio de lo indecible. Este incluye, en primer lugar, los principios a priori de la ciencia. Estos incluyen la ley física de causali­ dad, que no es propiamente una ley, sino un esquema'de ley, del mis­ mo modo que en mecánica hay «principios mínimos» como la ley de la mínima acción (TLP 6.32-6.321). Difieren de la llamada «ley de.in­ ducción» por ser leyes lógicas a priori (enunciando lo que tiene que ser), mientras que las leyes de la inducción sólo gobiernan lo que pue­ de o podría ser, lo accidental (TLP 6.3-6.31). Son presupuestos déla ciencia, sin los que las ciencias naturales no serían posibles. Después de lo que ya se ha dicho de la decibilidad de las proposi­ ciones de las ciencias naturales, puede resultar sorprendente que los principios más fundamentales de las ciencias naturales sean indecibles. No tendría que sorprendemos mucho. Una breve reflexión bastaría para darse cuenta de que Wittgenstein está siendo plenamente cohe­ rente. Aunque las proposiciones de las ciencias naturales son decibles, esto no quiere decir que los principios, asunciones y presupuestos en los que se basan sean decibles. Wittgenstein preguntaría, y de'hecho pregunta, qué recursos expresivos permitirían decirlos. El núcleo de su posición está en TLP 6.3432-6.361: 6.3432 No debemos olvidar que la descripción del mundo mediante la me­ cánica es siempre enteramente general. En ella nunca se trata, p.ej., de puntos materiales determinados, sino de puntos cualesquiera. 6.35 Leyes como el principio de razón, etc. tratan de la red, no de lo que la red describe. 6.36 Si hubiera una ley de causalidad podría rezar así: «Hay leyes natura­ les». Pero, por supuesto, tal cosa no puede decirse; se muestra.

¿A qué j;ed se refiere Wittgenstein? Wittgenstein la describe, en TLP 6.341. Es una analogía de la ciencia. Lo que hace la ciencia es reducir las irregularidades de la naturaleza a regularidades suficientes para üh propósito determinado. Así, si se tiene una superficie moteada irregu­ larmente en blanco y negro, se puede describir la posición precisa de . cada uno de los puntos tolocando sobre ella una malla o red tan fina como haga falta e indicando sus posiciones. Si bien la red —sea el principio de razón o la ley de causalidad, que, de acuerdo con Witt­ genstein, pueden considerarse leyes de la Naturaleza— nos ayuda a

describirlos acontecimientos naturales de manera ordenada y racional, no puede ser descrita. Así, (a) las ciencias naturales descansan sobre asunciones relativas al mundo que la ciencia no puede ni justificar ni refutar con sus métodos, por la sencilla razón de que esos métodos de­ penden de ellas; (b) esos presupuestos no son parte de la ciencia natu­ ral, del mismo modo que la malla o red no es parte del dibujo que in­ tenta formalizar, y (c) aunque no sean descriptibles, su presencia, fun­ ción y necesidad es evidente: se manifiesta por sí misma. Como las tautologías, las contradicciones y las proposiciones de la lógica, los principios a priori de la ciencia no son sinsentidos (unsinnig). Nada dicen del mundo, de cómo son las cosas. No dicen nada. Pueden ser expresados de formas que sugieren que se está diciendo algo. Pero, ¿de qué? El principio general según el cual cada evento tie­ ne una causa no dice nada de los eventos o las causas. Puede ser tra­ ducido sin pérdida al simbolismo: «si p entonces q» o «p —» q». En esa medida tienen sentido y representan figurativamente la realidad, pero sólo la estructura formal de la realidad, y no hecho concreto alguno y menos aún la totalidad de los hechos. Su sentido reside en su simbo­ lismo y lo muestran por medio de su simbolismo. Hay no obstante otras seudoproposiciones que son sinnlos y unsinnig a la vez. Carecen de sentido, no pueden decir nada, son indecibles, y también son sinsentidos. No representan figurativamente nada. No representan nada; no muestran nada, ni siquiera el simbolismo, es de­ cir, un signo con significado. No puede atribuirse significación alguna a sus signos, y por tanto éstos no pueden ser símbolos (TLP 3.32, passim). Son «sin sentidos». No son, sin embargo, sinsentidos, es decir, absurdos en su acepción más corriente, como lo son los galimatías o las proposiciones sin significado (bedeutungslos). Se manifiestan a sí mismas (zeigt sich) (TLP 6.522). Lo que eso quiera decir tampoco está muy daro. Quizá no pueda clarificarse y eso forme parte de su natura­ leza. Por el momento hemos llegado a la conclusión de que las seudo­ proposiciones «sinsentido» no representan figurativamente nada y menos aún dicen algo del mundo. Pero manifiestan algo, pese a su in­ capacidad p aíi decir algo. El unsinnig del que Wittgenstein se ocupa con cierto detenimien­ to (y que tampoco es mucho) corresponde a las proposiciones de la fi­ losofía y las expresiones valorativas, que constituyen nuestro principal interés.

De la filosofía dice (TLP 4.003) que la mayoría de las proposicio­ nes y cuestiones sobre materia filosófica no son falsas, sino sinsentidos. Surgen de errores de comprensión de la lógica de nuestro lenguaje. Wittgenstein reconoce que Russell hizo algo útil: mostró que la forma lógica aparente de una proposición no tiene por qué ser su forma real (TLP 4.0031). Puede serlo o no. Como dice Wittgenstein en TLP 4.003, parece una cuestión empírica. Puede que algunas délas cuestio­ nes y proposiciones filosóficas sean de este tipo, o puede que lo sea la mayoría o que no lo sea ninguna. Lo que no dice Wittgenstein es que lo sean todas. E incluso si lo fueran, serían, en el peor de los casos, ca­ rentes de significado (bedeutungs) o de sentido y finalidad (sinnlos). (Y no sería exclusivo de la filosofía. Algunas cuestiones y proposiciones de la ciencia y de otras formas de discurso surgen de errores de com­ prensión de la lógica de nuestro lenguaje.) Con todo, en las últimas entradas del Tractatus (TLP 6.53-6.54) Wittgenstein pronuncia su veredicto final sobre la filosofía como tal. Dice que el método correcto en filosofía es no decir sino lo que se pue­ de decir. Lo que se puede decir es coto exclusivo de las ciencias natu­ rales (sean lo que sean). ¿Qué pasa entonces con su obra, el Tractatus Logico-Philosophicus? Por ser filosófica no dice nada ni del mundo, ni de la lógica y el lenguaje, sus supuestos temas. Wittgenstein lo conce­ de. Admite que su obra es ton sinsentido. Pero entonces bien podría preguntarse: ¿Por qué se molestó en escribirlo y dedicar entre 75 y 95 páginas (según la edición) a no decir nada? Su respuesta en la penúlti­ ma entrada del libro es elegante y algo misteriosa (TLP 6.54): Mis proposiciones esclarecen porque quien me entiende las reconoce al fi­ nal como carentes de sentido, cuando a través de ellas —sobre ellas— ha sali­ do íuera de ellas. (Tiene, por así decirlo, que arrojar la escalera después de ha­ ber subido por ella.) Tiene que superar (überwinden) estas proposidones; entonces ve correcta­ mente el mundo.

Wittgenstein está diciendo aquí dos cosas importantes. La pri­ mera es que la filosofía (que en la entrada previa (TLP 6.34) parece identificar con la metafísica, y con razón) muestra algo que es un sinsentido, que es tratar de decir lo que no se puede decir, traspasar los límites del lenguaje. Pero, en segundo lugar, lo que dice puede servir para ver el mundo, la lógica y el lenguaje correctamente. No es un andamiaje para edificar una imagen del mundo, a diferencia de la

lógica; Tampoco es una malla, red o entramado para aprehender la realidad, a diferencia de los principios de la ciencia natural. Es una

escalera a la que subimos para ver el mundo (incluidos lógica y len­ guaje) correctamente. Algunos comentaristas, como Max Black, han objetado a Ja idea de retirar o echar por tierra la escalera que el Trao tatus contiene mucho material filosófico valioso. Esta ,objeción no entiende en absoluto lo que Wittgenstein está diciendo. Black y otros comentaristas de la misma cuerda, querrían aferrarse a los pel­ daños de la escalera, como los israelitas que hubieran preferido que­ darse en el desierto a llegar a la tierra prometida- Están en su dere­ cho (Wittgenstein tiene cosas importantes que decir sobre el lengua­ je y la lógica, en concreto sus críticas a Frege y Russell, por no mencionar herejes menores), pero se les escapa el sentido del Tracta­ tus como un todo. La cosa es que la metafísica, la filosofía del len­ guaje y la filosofía de la lógica no, nos dicen nada de cosa alguna. A lo sumo hacen dos cosas: (a) nos muestran que es un sinsentido inten­ tar hablar de eso, que hablar de esas cuestiones es un sinsentido: no representan ni dan imagen alguna de lo que es el mundo real; (b) al hacerlo así muestran (manifiestan) cómo habría que interpretar- las aparentes proposiciones de tipo, filosófico, esto, es, como indicado­ res, flechas, peldaños de una escalera, pasos de una ascensión, que señalan una.intuición de.algo que no puede enunciarse, como deci­ mos: «Mira, un árbol.» Podría parecer una visión ingenua de la filosofía. Pocos, son los fi­ lósofos de fama, si es que hay alguno, que han creído estar describien­ do hechos acerca del mundo, acerca de cómo son o eran las cosas. Pue­ de que sea así, pero muchos, si no todos, dan la impresión de estar ha­ ciendo eso. Y así fueron interpretados, Wittgenstein insistió no sólo en que esa visión de la filosofía es un sinsentido, sino también en que la filosofía por su propia naturaleza es un sinsentido (unsinnig}. No nos dice nada del mundo, de cómo son las cosas o de por qué son como son. Lo que sí hace —indirectamente y tras mucho hablar— es mos­ trar el tipo de aparato que se precisa para entender el mundo, y decir algo de él. Esa es también, según Wittgenstein, la función de las expresiones valorativas, básicamente las de la ética, la estética y la creenda religiosa. Por expresiones valorativas entiende Wittgenstein lo que común­ mente se denomina «valor cultural»; lo qué es valioso por sí mismo, y

no por la gananda utilitaria o pecuniaria que pueda derivarse de dio. Wittgenstein dice como prefacio a sus observaciones que todas las proposidones tienen d mismo valor (TLP 6.4). Si son verdaderas, tie­ nen d mismo valor, d de ser verdaderas y no falsas. Decir: «Alemania acaba de invadir Polonia», la mañana d d 1 de septiembre de 1939, ha­ bría sido enunciar un hecho. Decir que d mismo día d viento tiró dd tendedero la ropa de la Sra. Jones en Bangor, Gales septentrional, si fuera derto, tendría d mismo valor como proposición. También- enun­ cia un hecho. Así, enundar hechos, que es la fundón de las proposi­ ciones (reales, propiamente dichas, genuinas) tal y como Wittgenstein. las condbe, es algo que nada tiene que ver con d valor, sea cual sea la importanda de lo que se está diciendo o d modo en que se diga. Las proposidones versan acerca de los hechos, de lo que acaece, lo acddental. Los valores —y aquí Wittgenstein está pensando en los va­ lores éticos, aunque, como veremos, lo que dice se aplica igualmente a los valores estéticos y religiosos— no tienen (directamente) nada que ver con los hechos, con lo que acaece, con lo acddental. «La ética es trascendental» (TLP 6.421). Tienen que ver con lo que Wittgeiistein denomina « d sentido dd mundo» (der Sinn der Welt). El sentido dd mundo no puede estar en d mundo, no puede ser un hecho entre otros hechos que componen d mundo, no puede ser algo acddental. El sen­ tido del mundo tiene que quedarfuera del mundo, como dice Wittgens­ tein (TLP 6.41). En el mundo todo es como es y sucede como sucede; en él no hay ningún valor.

Wittgenstein añade a continuadón, de manera un poco retórica, aunque quizá tfectiva: «en él no hay ningún valor, y si lo hubiera care­ cería de valor...». No obstante, prosigue con derta cautda: Ha de residir fuera de todo suceder y ser-así. Porque todo suceder y serasí son casuales. Lo que los hace no-casuales no puede residir en el mundo; porque, de lo contrario, sena casual a su vez. Ha de residir fuera del mundo.

Está daro, por lo que Wittgenstein entiende por quedar «fuera dd mundo» en otros lugares, que quiere decir: coextenso con d mundo, que abarca toda su extensión y se extiende más allá de ella, permitien-

do contemplarlo en su totalidad desde una posición privilegiada. Pero, ante todo, quiere decir necesario y absoluto, no accidental y relativo (como lo es lo accidental). Uno puede mat-ar a alguien accidentalmen­ te, pero no puede asesinarlo accidentalmente. Si se toman en cuenta las connotaciones de «asesinar» —intención, premeditación, malevo­ lencia—, no puede ser accidental. No puede acontecer que alguien ase­ sine a otro. Asesinar, como todo lo trascendental, queda fuera del mundo. Es decir, no es un hecho acerca del mundo ni algo que acaece en él. Es algo —una opinión, un juicio, una valoración— que impone­ mos al mundo y su acaecer. Se objetará que el asesinato es un hecho del mundo y un aconte­ cimiento en el mundo. Como cualquier otro hecho acerca del mun­ do es accidental: podría y no tendría por qué haber ocurrido. «Hay tantos asesinatos cada día.» Si ayer una mujer no hubiera vuelto an­ dando a su casa a altas horas de la noche, ¿podría no haber sido ase­ sinada? Podría no haber muerto, sí, pero, ¿asesinada? ¿Qué pasa si la muerte no fue intencionada, si fue un auténtico accidente? Si lo fue, no fue un asesinato. Pero aunque fuera intencional, un acto vo­ luntario y consciente (y por tanto un asesinato), ¿no sería un hecho que el asaltante tenía esa intención? La idea de matar estaba en su cabeza. En algún momento tomó la decisión de matar a su víctima. ¿No son éstos hechos, cosas que sucedieron y que podrían no haber ocurrido, y por ello accidentales? Aún aceptando que sean hechos, aún queda el elemento de malevolencia que es esencial para estable­ cer que un acto de dar muerte es un asesinato. No siempre que se mata deliberadamente se trata de un asesinato,, aunque en algunos barrios es popular considerar asesinatos a las ejecuciones. La male­ volencia no es ni un acto físico ni un acto mental. No es un acto de ningún tipo. Ni siquiera es una cualidad, aunque puede caracterizar a algunos individuos. Pero entonces es una actitud mental que les penetra por completo, no un acto incidental como pensar en algo o decidir hacer algo. Podría objetarse que aunque la malevolencia quizá no sea un acto, sino algo que sobreviene a ciertas acciones, sí es un hecho que algunos individuos son-malévolos, lo mismo que pueden ser obstinados, irasci­ bles, avariciosos o ambiciosos. Además, la malevolencia no es un esta­ do habitual. Una persona puede actuar con malevolencia sólo un par de veces en toda su vida, y llevar el resto del tiempo una vida normal, sin sobresaltos. Por consiguiente, si alguien se comporta malévola­

mente o si es una disposición mental permanente son sin duda hechos acerca de esa persona y, por tanto, hechos como cualesquiera otros. Retomaré esta discusión más adelante. Por el momento sólo pue­ do decir que no era ese el modo en que Wittgenstein concebía lo con­ cerniente a los valores, fueran éticos, estéticos o religiosos. El valor no es una cuestión de hecho, no era algo que ocurriese (o.se diese), no era accidental porque no podría ser de otro modo, estaba fuera del mun­ do, no en él. La razón por la que las expresiones valorativas, en opinión de Wittgenstein, no tratan de hechos, acontecimientos y accidentes es que (a) en todos estos casos se trata de particulares (aunque el propio mundo no sea sino la totalidad de los particulares —«E l mundo es la totalidad de los hechos» (TLP 1.1)— puede ser visto holísticamente, como una totalidad limitada) y (b) pueden acaecer o no acaecer. Pue­ den por ello ser representados figurativamente por una proposición genuina que puede tener un valor de verdad. Lo que puede ser repre­ sentado por una proposición se muestra como posible, y se enuncia (dice) la proposición y dice lo que de hecho sucede, es verdadera; si dice algo que no sucede, es falsa. De acuerdo con Wittgenstein, pues­ to que cualquier tipo de valor queda fuera del mundo y no es un he­ cho del mundo entre otros, no puede ser representado figurativamen­ te. Por ello no puede ser expresado en una proposición genuina como algo posible,'T$i aseverado (con verdad o falsedad) como algo que de hecho ocurre. De aquí se sigue que los enunciados o expresiones valorativas no dicen nada, no nos dicen nada del mundo ni de cosa alguna en él, de lo que acaece, puede acaecer o no acaece. Son sinsentidos (unsinnig). Probablemente, se objete que eso mismo es un sinsentido, o, en terminología wittgensteiniana, carece de sentido (bedeutungslos). Se­ guramente los juicios de valor pueden ser verdaderos o falsos, lo mis­ mo que las aseveraciones históricas o científicas. Es de seguro falso de­ cir que el asesinato es bueno, que Shakespeare era un poeta mediocre o que la idolatría debería practicarse más y más a menudo, lo mismo que la brujería. Ya hemos hablado del asesinato como concepto que lleva anexa la evaluación del acto y hemos concluido que es difícil li­ garlo a los hechos. Ahora se nos pide que consideremos una evalua­ ción opuesta —y de carácter universal. Los hechos físicos y mentales son lo mismo, como nuestras observaciones sobre ellos y nuestras in­ ferencias a partir de ellos. ¿En qué sentido, por tanto, se dice con ver­

dad que el enunciado «El asesinato es bueno» es falso? Si ud. no está de acuerdo con una opinión moral, dice que es errónea o mala o per­ versa. Puede calificarla de «falsa» en el sentido en que se habla de di­ nero falso o del fondo falso de una caja; pero, al menos de acuerdo con Wittgenstein, este uso de «falso» no tiene nada que ver con el valor de verdad. Puede que tenga que ver con el acuerdo o desacuerdo, la aprobación o la desaprobación, la aceptación o el rechazo. Que algo sea bueno o malo moral, estética o religiosamente, no tiene nada que ver con la posibilidad (o, en este contexto, con la probabilidad), con lo que puede ser o no ser el caso, con lo qu&puede suceder o no. Así pues, no puede tener valor de verdad alguno en sentido lógico. O es acepta­ ble plenamente y en cualquier circunstancia o ha de ser rechazado en cualquier circunstancia. Su estatus lógico recuerda al de las tautologías y contradicciones, que han de ser verdaderas o falsas en cualquier cir­ cunstancia, y, por consiguiente, no desempeñan ningún papel en una tabla veritativo-funcional. Así, en términos 'wittgensteinianos, si uno dice que es falso que el asesinato sea bueno, no está usando «falso» en el sentido que tiene cuando dice que es falso decir que los romanos conquistaran Hibernia. Podrían haberlo hecho, pero no lo hicieron. Esto no puede decir­ se del asesinato, de Shakespeare o de la idolatría. De esas cosas no puede decirse que podrían haber sido buenas pero no lo son; o que fueron buenas alguna vez pero ya no lo son, o que podrían llegar a ser buenas algún día. O son buenas o no lo son. Si lo son, son buenas eter­ namente, sin que les afecten los acontecimientos del mundo. Tampo­ co los cambios de gusto y moda (que han de considerarse aconteci­ mientos) (a) cambian el mundo mismo, salvo como eventos históricos en él, o (b) afectan a los principios generales morales, estéticos y de­ más principios en los que efímeramente se basen. Volveremos sobre ello en un capítulo posterior. Volvamos a las expresiones de valor y su carácter de sinsentidos. No son sinsentidos porque no tengan nada que decir, como sucede con las tautologías, o porque no puedan decir nada, como sucede con las contradicciones. Tampoco son sinsentidos al modo de las proposi­ ciones de las matemáticas y la lógica, que muestran la estructura posi­ ble del mundo pero no dicen absolutamente nada de él. Se parecen a las proposiciones de la filosofía. No representan figurativamente ni re­ flejan el mundo y sus hechos en modo alguno. Sus signos —o algunos de ellos— carecen de significado (TLP 6.53). Nos ayudan a «tener la

justa visión del mundo». Pero al tratar de hacerlo, tratan de ir más allá de los límites del lenguaje. Ahí reside su sinsentido. Wittgenstein no usa la expresión «ir más allá de los límites del len­ guaje» o «intentar decir lo indecible» en el Tractatus, aunque esta no­ ción se desprende de lo que dice. La expresión aparece por primera vez en su «Lecture on Ethics», impartida hacia 1929, una década des­ pués de la conclusión del Tractatus. Aparece hacia el final de la confe­ rencia, cuando está hablando de lo milagroso, de lo absolutamente milagroso, del milagro mismo, esto es, no en relación a alguna otra cosa, como en una fuga «milagrosa» (es decir, afortunada) o un «mi­ lagroso» golpe de suerte (CSE, p. 43). Según Wittgenstein, una carac­ terística de lo milagroso es que es inefable. De lo milagroso no puede decirse nada, no puede decirse qué es ni por qué acaece. En el Tracta­ tus Wittgenstein había descrito el ejercicio de la voluntad, buena o mala, atribuyéndole la capacidad de alterar sólo los límites del mun­ do, no los hechos, «no lo que puede expresarse mediante el lenguaje» (TLP 6.43. Las cursivas son mías). En la conferencia elabora más esta noción. Dice que una característica de lo milagroso en sentido absolu­ to es que no puede ser dicho ni expresado con el lenguaje: «cuanto he dicho es una vez más que no podemos expresar lo que queremos ex­ presar y que cuanto digamos de lo absolutamente milagroso será un sinsentido» {íbid.). Wittgenstein plantea entonces una objeción a lo que acaba de de­ cir. Podría suceder que la razón por la que lo absolutamente milagro­ so no es expresable fuera que el modo correcto de expresión, el análi­ sis lógico adecuado para algo de valor absoluto aún no hubiera sido hallado. Así las expresiones de valores absolutos podrían no ser sinsentidos. Una experiencia de un valor absoluto podría ser «un he­ cho como cualquier otro», siempre y cuando pudiera encontrarse su co­ rrecto modo de expresión. A esto replica inmediata y vehementemen­ te Wittgenstein: Siempre que se me echa esto en cara, de repente veo con claridad, como si se tratara de un fogonazo, no sólo que ninguna descripción que pueda imagi­ nar sería apta para describir lo que entiendo por valor absoluto, sino que re­ chazaría ab initio cualquier descripción significativa que alguien pudiera qui­ zá sugerir, por razón de- su significatividad. Es decir: veo ahora que estos sinsentidos son sinsentidos, no por no haber hallado aún las expresiones co­ rrectas, sino porque su falta de sentido es lo que constituye su misma esencia. (CSE, p. 43)

Tratar de decir algo de los valores absolutos, de la realidad o del mundo como un todo es tratar de decir lo indecible, de traspasar los límites del lenguaje. El pasaje antes citado,prosigue: Porque lo único que pretendía con ellas Gas expresiones de valor absolu­ to) era precisamente ir más allá del mundo, y eso es lo mismo que ir más allá del lenguaje significativo. Mi único propósito, y creo que el de cuantos han tratado alguna vez de escribir o hablar de Etica o Religión, es arremeter con­ tra los límites del lenguaje. (PRv, p. 11)

Este intento de decir lo que no se puede decir, de usar el lenguaje para fines para los que no está concebido, de hablar sin sentido, en la especial acepción wittgensteiniana de «sinsentido», lo describe tam­ bién como «arremeter contra las paredes de nuestra jaula». Waismann cuenta una conversación que tuvo con Wittgenstein en casa de Moritz Schlick en Viena, el 30 de diciembre de 1929, en la que Wittgenstein conectó sus ideas con las de Heidegger y Kierkegaard. Puedo entender muy bien lo que quiere decir Heidegger con Ser y Angst. Los seres humanos tienen una tendencia a chocar con los límites del lenguaje. Piense, por ejemplo, en el asombro de que exista algo. Ese asombro no puede expresarse en forma de pregunta y tampoco hay ninguna respuesta. Todo lo que podamos decir es a priori un sinsentido. No obstante, arremetemos con­ tra los límites del lenguaje. Kierkegaard también veía ese impulso e incluso lo describió de manera muy parecida (como lanzarse contra la paradoja). (WWV, p. 68) .

Este pasaje ha sido durante mucho tiempo piedra de escándalo para los wittgensteinianos británicos. Cuando apareció por primera vez en The PhilosophicalReview en 1965, no se incluyó la primera fra­ se referente a Heidegger. Apareció después en Ludwig 'Wittgenstein and the Vienna Circle de Waismann. Desde entonces se ha ido acep­ tando paulatinamente que Wittgenstein no sólo estaba familiarizado con los escritos de los fenomenólogos, sino que también se considera­ ba, en algún sentido, fenomenólogo8. Eso nos enseña algo acerca de lo que entendía Wittgenstein por «sinsentido», tal y como lo usaba para las afirmaciones valorativas y fi­ 8 Cfr. Gier, N., Wittgenstein and Vhenomenohgf (Wittgenstein y la fenomenolo­ gía), Nueva York, 1981.

losóficas. A diferencia de las proposiciones de la lógica y las matemá­ ticas que muestran su sentido por medio de su estructura abstracta, las proposiciones metafísicas y las expresiones valorativas muestran su sentido al intentar traspasar los límites del lenguaje, dedr lo que no se puede decir, expresar lo inexpresable —que puede empero adivinarse en el modo y naturaleza de la expresión. Fue Frank Plumpton Ramsey, el matemático y filósofo de Cambridge, quien acuñó la frase «sinsenti­ do importante» para describir ese tipo de ausenda de sentido, con iro­ nía, si no con hostilidad. Puede encontrarse en su obra postuma (mu­ rió en 1930 a la edad de 27 años) Foundations ofMathematics and other Logical Essays (Fundamentos de matemáticas y otros ensayos lógicos) (1931) en el ensayo «LastPapers of Philosophy» («Últimos ar­ tículos de filosofía»). El pasaje, que apunta prindpalmente a TLP 6.53, es como sigue: La filosofía tiene que tener alguna utilidad y hemos de tomárnosla en se­ rio; tiene que clarificar nuestro pensamiento y nuestras acciones. O de lo con­ trario es una disposición que tenemos que refrenar, y una indagación para ver que es así; es decir, la proposición central de la filosofía es que la filosofía es un sinsentido. Y también entonces hay que tomarse en serio que la filosofía es un sinsentido y no pretender, como hace Wittgenstein, que es un sinsentido im­ portante. (P. 263)

Ramsey, ¡ay!, no vivió para completar su investigadón. Quizá si lo hubiera hecho, habría llegado a darse cuenta de que Wittgenstein no pretendía que la filosofía y los valores eran sinsentidos importantes, que no estaba, como implica d pasaje, engañándose a sí mismo, y que d modo en que usa d término «sinsentido» no es reductible al sentido corriente dd término, que cubre a oradones como «Sócrates es idén­ tico» o induso «Smith y Jones son idénticos». Pero por lo menos, Ramsey se dio cuenta, como Russell en su introducdón al Tractatus, de que Wittgenstein estaba usando, o tratan­ do de usar, ese término con un sentido que no es d que sude tener. Otros pensadores de tendenda positivista lógica entendieron que Wittgenstein quería decir que las expresiones valorativas y metafísicas son sinsentidos en la acepción usual dd término. Por esa razón dieron su bienvenida entusiastasal Tractatus y tomaron a Wittgenstein por uno de los suyos. Para ellos fue un trauma descubrir a finales de la década de 1920 que d no se consideraba nada de eso. Puesto que había expre­ sado con daridad y dramatismo lo que ellos pensaban, aunque quería

decir algo muy distinto con esas palabras —es una de las deliciosas iro­ nías del lenguaje y su ambigüedad— tenían que buscar alguna expli­ cación para su pérdida de la Gracia. Ramsey sugiere que se estaba en­ gañando, que si hubiera considerado la cuestión con más cuidado, ha­ bría visto que no hay lugar en el esquema de las cosas para una acepción de «sinsentido» distinta de la comente. A. J. Ayer, en su re­ ciente libro sobre Wittgenstein, le acusa, con mucha delicadeza, de querer jugar con dos barajas. Dice: «Sus afirmaciones no pueden ser verdaderas y estar desprovistas de sentido a la vez.9» Si se toma literalmente, la declaración de Ayer es irrefutable: es in­ dudablemente verdadera, Además, como critica de Wittgenstein, por lo menos la mitad es cierta. Wittgenstein dice en el prefacio: «la ver­ dad de los pensamientos aquí comunicados me parece intocable y de­ finitiva». (TLP p. 4). Sin embargo, en el pasaje que cita Ayer, Witt­ genstein no habla de la verdad, sino del «método correcto en filoso­ fía». Puede que eso sea una sutileza, pero mi réplica a la segunda mitad de la frase de Ayer no lo es. En ningún sitio dice Wittgenstein que las expresiones valorativas o las proposiciones metafísicas estén «desprovistas de sentido». No sólo sería falso decirlo, sino que ade­ más la aserción misma estaría desprovista de sentido. Haber escrito y hecho imprimir unas veinticinco mil palabras y decir al final, con toda seriedad, que carecen de sentido, bastaría para hacer, no sólo del au­ tor, sino también del editor, un candidato al manicomio, sobre todo cuando cada oración está bien formada. No. No hay contradicción entre lo que Wittgenstein dice en TLP 6.53 y el resto del libro. En breve volveré sobre esta cuestión, pero antes quiero considerar el con’ flicto desde el otro bando. ¿Qué quiere decir que- las expresiones valorativas y las proposicio­ nes metafísicas son sinsentidos, en Ja estricta acepción de estar despro­ vistas de sentido? Siii duda no que sean ccano «El gato es más viejo que la raíz cuadrada de menos uno más cuatro», y menos aun como «Qwertyuiop asdfghjkzxcvbnm». Así que, ¿en qué sentido carecen de sentido? La única acepción de «sentido» en la que pueden no tenerlo es que no enuncian hechos veri ficables por observación de los fenó­ menos del mundo natural, es decir, la observación de las ciencias na­ turales, Pero, ¿qué truco lógico concede a las ciencias naturales, el mo­ nopolio del sentido? ¿La creencia, quizá, de que las restantes discipli9 Ayer, A. J., Wittgenstein, pp. 20 y 30,

ñas —psicología, sociología, ética, estética y religión— tienen sentido únicamente si se puede demostrar que en última instancia son ramas de las ciencias naturales? Pero, si así pudiera hacerse, ¿qué sentido les quedaría a la ética, la estética, la creencia religiosa y la metafísica? En d caso de la metafísica, ninguna en absoluto. No es un caso de sinsen­ tido tan puro como el de los ejemplos de este párrafo, y desde luego no tan divertido. Aunque un lector hostil podría encontrar alguna di­ versión en la lectura de Platón, Aristóteles, Agustín, Tomás de Aqui­ no, Descartes, Spinoza, Leibniz, Hegel y Bradley, habría que condenar a estos autores a, en el mejor de los casos, jugar elegantemente con las palabras y tejer elaboradas fantasías de prosa poética, que es como al­ guno podría decir, precisamente lo que hace Nietzsche y, en mucha menor medida, Schopenhauer. Pero, ¿qué pasa con la ética, la estética y la religión? La religión puede ir a parar al basurero del puro sinsentido junto con la metafísi­ ca o ser tratada con más simpatía, psicológica o sociológicamente, pese a ser el resultado de alguna aberración persistente del cerebro huma­ no. Su sentido puede atribuirse a un intento de gentes primitivas e ig­ norantes de adaptarse a su entorno antes del advenimiento de la cien­ cia para explicarlo todo. Su supervivencia puede atribuirse a la estupi­ dez humana, la resistencia a cambiar de ideas, a intereses creados o a otros factores psicológicos y sociológicos. Pero al final eso quiere de­ cir que su «sentido» es un sinsentido en su acepción usual. La ética y la estética son tratadas con un poco más de respeto, tampoco mucho. Su sentido consiste en (a) algunos enunciados de he­ chos no-éticos o no-estéticos, como que alguien cogió dinero de la caja o que un lienzo está cubierto por áreas azules, rojas, amarillas y blancas, delimitadas por líneas negras, o (b) que una persona o grupo de personas experimenta ciertas sensaciones con respecto a esos he­ chos. Como descripción de los enunciados éticos y estéticos resulta patético, inadecuado, prácticamente irrelevante y en las antípodas del verdadero significado de los enunciados éticos y estéticos. El enuncia­ do «El robo es malo» no expresa un sentimiento, ni siquiera de desa­ probación. Podemos sentir desaprobación ante un montón de cosas que en absoluto son inmorales, como matricular el coche un 1 de agosto, la Union ]ack o las nuevas monedas de peseta. Por otra parte, si desaprobamos el robo es porque pensamos que es malo; no pensa­ mos que es malo porque, por alguna razón, lo desaprobamos. Lo mis­ mo sucede con los juicios estéticos. A lo sumo son expresiones nega-

tívas de sensaciones, y eso indirectamente. Decir de un cuadro de Mondrian que tiene una composición lograda implica aprobación, y eso. a su vez que no le repugna por completo. Pero eso no es el signi­ ficado de su afirmación. Si le repugnase completamente, como les pasa a algunos con casi todos los cuadros neoexpresionistas, o si sim­ plemente le aburriese, también podría decir que tiene una composi­ ción lograda. Lo que hacen el moralista y el crítico de arte no es, de acuerdo con la descripción que Wittgenstein hace de su uso del lenguaje, ni princi­ pal ni, mucho menos, exclusivamente, expresar sus sentimientos hacia un modo de comportarse o hacia un objeto. Tratan de lograr, que el lector o el oyente vea una acción o un objeto de un cierto modo —como justo, injusto, bueno, malo, bello, feo, cursi o sublime. Esto no es un rasgo identificable de acciones como abrir la caja y coger la recaudación n i de un objeto como lo son su color, forma y pigmenta­ ción. El sentido de términos como «justo», «injusto», «bueno», «malo», «bello» y «feo» no puede explicarse únicamente en términos de características observables de acciones y objetos. En realidad esos ' términos no admiten ninguna explicación: sólo pueden ser ejemplifi­ cados. Los enunciados éticos y estéticos no son enunciados genuinos según Wittgenstein: no dicen como dicen los enunciados de hecho; tampoco muestran su sentido (o su carencia de él) por medio del sim­ bolismo como las proposiciones de la lógica (o las oraciones ilógicas) y las ecuaciones de la matemática. Su sentido reside en el modo en que se usan para conseguir que el lector vea el mundo, una acción o un ob­ jeto (incluidas obras literarias: un poema, etc.) como es debido. En el capítulo siguiente diré más cosas a este respectó. Todo esto está explicado en TLP 6.54, antes citado, en donde Wittgenstein dice que las proposiciones del Tractatus son explicativas o elucidatorias como atalayas a las que subir, como escaleras que se ti­ ran cuando se ha subido por ellas y puede tenerse una visión correcta del mundo. Por eso las califica Wittgenstein de «sinsentidos». No ten­ dría sentido, entendido del modo usual, intentar explicar esas propo­ siciones. Pero en virtud de su funcionamiento, no son sinsentidos en su acepción corriente. Se está transmitiendo un sentido, aunque no del modo usual. Por tanto, esas proposiciones no son ni sinsentidos, en su acepción usual, ni vehículos de sentido, en su acepción usual. ¿En qué sentido son vehículos de sentido y para quién? La respues­ ta a estas preguntas tendrá que esperar hasta el capítulo cuarto, dedi­

cado a la noción wittgensteiniana de lo místico. Sea el que sea el modo en que lo transmiten, no parece ser aquel en que se transmite el senti­ do de las proposiciones de la lógica o del propio Tractatus. Las expre­ siones valorativas no son tratadas como escaleras prescindibles que hay que tirar después de haber subido. Captar su sentido se parece más a la lectura entre líneas de un poema. Se capta lo qiíe no se ha di­ cho a través de lo que se dice. Cualquier intento de decirlo lo destrui­ ría. La carta de Wittgenstein a von Ficker a la que nos referimos en el prefacio tiene que leerse a la luz de estas aclaraciones. Allí se decía que el sentido del Tractatus es ético. Pero, y esto es todavía más importan­ te, Wittgenstein decía que la segunda parte del libro, la realmente im­ portante, no estaba escrita. Y sin embargo, allí está. Esto explicaría la desproporción del libro y la brevedad de la sección dedicada a las ex­ presiones valorativas. Después de todo, lo que no se puede decir, no se puede decir extensamente. Quizá Wittgenstein errara al usar el término «sin sentido». Difícil­ mente podría haber previsto que el Círculo de Viena y los positivistas lógicos iban a malinterpretarlo, aunque debió haberse dado cuenta de que se prestaba a malas interpretaciones —de lo contrario, ¿por qué escribió en el prefacio: «Posiblemente sólo entienda este libro quien ya haya pensado alguna vez por sí mismo los pensamientos que en él se expresan o pensamientos parecidos.» (TLP, p. 3)? Pero es difícil en­ contrar un término alternativo que no sea confundente. Acaso el me­ jor sea «inexpresable». Wittgenstein lo usa en varias ocasiones. Por ejemplo, en TLP 6.42 dice: «Las proposiciones no pueden expresar nada más alto» y en la siguiente entrada: «Está claro que la ética no se puede expresar con palabras.» Pero la noción de lo inexpresable pre­ senta tantas dificultades como las que resuelve. ¿Cómo se puede ex­ presar lo inexpresable? Tanto la filosofía oriental como la occidental están muy acostumbradas a la noción de expresar lo inexpresable y sa­ ben lo que quiere decirse con esa expresión paradójica. (En el capítu­ lo posterior diré más sobre lo inexpresable.) Usar el término «indecible» se presta a objeciones similares. ¿Cómo puede alguien decir lo indecible? Si alguien intentase decir algo que es indecible estaría diciendo sinsentidos, y así podría dar un paso más y hablar del sinsentido, como hace Wittgenstein. No obstan­ te, «indecible», aunque suene raro, me parece menos confundente y menos chocante que «sinsentido», y, por ser menos tradicional, menos

desafiante que «inexpresable». Sin embargo, los tres términos son ne­ cesarios para explicar las ideas de Wittgenstein, lo mismo que otros como «trascendental», «absoluto» y la expresión «intentar ir más allá del límite del lenguaje». Ahora tenemos que ver cómo se aplicaron a la ética.

2. ÉTICA

Engelmann, como ya hemos visto, nos informa que Wittgenstein consideraba ético al Tractatus como un todo. Cabe esperar que en le? que sigue se haga patente por qué. Quizá pudiera bastar por el mo­ mento! con sugerir una analogía con la Ética de Spinoza, Ambos libros aparentan tratar de lógica y metafísica, aunque ed de Spinoza es más claramente ético, en sus últimas secciones, (Se ha pretendida que el A tulo d d libro de Wittgenstein fue inspirado por d dd Tractatus Thecfhgico-Politicus de Spinoza.) Sin embargo, Wittgenstein se limita a ha­ cer explícito un puñado de observaciones sobre ética al final de su obra > Esas observaciones están precedidas por algunas sobre d valor en general (TLP 6.4-41), discutidas en d capítulo anterior, pp, 43-44. Allí dice Wittgenstein que todas las proposiciones tienen el mismo valor* que el valor debe quedar fuera del mundo, de lo casual («todo lo que ocurre y todo ser-así»), A continuación, abruptamente, dice en TLP 6.42: «Por lo tanto, tampoco puede haber proposiciones de ética.» Por brusco que sea, el nexo lógico está claro. Si las proposiciones re­ presentan figurativamente hechos, y hechos referentes'a lo que hay en ; Cfr. Von Wright, Prototractatus, p. 34, en donde Ogden en una carta a Russell (5.11.21) habla del «título, spjnoziano.de Moore», y McGuinness, p. 299, sugiere que el conocimiento de Spinoza de Wittgenstein podría venirle a través de Schopenhauér.

el miando, ¿qué supone su composición? Si, por otra parte, las expre­ siones valorativas no representan figurativamente lo que hay en el mundo, se sigue que no puede haber proposiciones de ética (tal y como Wittgenstein usa el término «proposición»). En la misma entra­ da (aunque parece pertenecer propiamente a la siguiente) dice: «Las proposiciones no pueden expresar nada más alto»; y en la siguiente entrada: Está claro que la ética no se puede expresar con palabras. La ética es trascendental.

Aquí aparecen tres características de lo que Wittgenstein pensaba que es la ética: (1) no hay proposidones de ética; (2) la ética es inex­ presable, y (3) la ética es trascendental. La primera de ellas se sigue lógicamente de la nodón wittgenstdniana de proposición. Para d, una proposidón no sólo puede ser ver­ dadera o falsa, sino que sólo las proposidones pueden ser verdaderas o falsas y únicamente lo que puede ser verdadero o falso es una propo­ sidón. Además, la verdad y la falsedad dependen de la concordanda con los hechos, con lo que es d caso. «L a proposidón es la expresión de la coinddencia y no-coinddenda con las posibilidades veritativas de las proposidones dementales» (TLP 4.4). La ética no trata de he­ chos. Por tanto, no hay proposidones de ética. Además, las afirmacio­ nes éticas no pueden ser verdaderas o falsas. Pero, ¿con esto no está Wittgenstein desoyendo al sentido común y al uso corriente dd len­ guaje? Desde los albores de la historia —egipdos, babilonios, hebreos, hititas— los textos orientales están llenos de proposidones de ética: «No se debe robar d burro dd vecino», «Bendito quien perdona», «Los justos están en paz». Es derto que la mayoría de las veces la ética adopta la forma de órdenes, prohibiciones, exhortadones y admonidones, pero hay sufidentes proposidones categóricas, apodícticas y asertóricas como para hacer cuestionable la idea de que no puede ha­ ber auténticas proposidones de ética. Las proposiciones que he mendonado —se podrían poner den ejemplos más— son tan verdaderas o falsas como cualquier otra. O se debe o no se debe tomar ilegalmen­ te d burro dd vecino; o es verdad o no lo es que quien perdona es bendito o que los justos están en paz. Eso es indudable. Todo d mun­ do está de acuerdo en que es falso decir que secuestrar a un niño, ase­

sinar a una anciana inofensiva, y coger dinero cuando se pueda y de

donde sea, es perfectamente admisible y digno de aplauso si puede ha­ cerse impunemente. Todo el mundo aceptaría esos hechos incuestio­ nables. La conclusión obvia es que para Wittgenstein decir que no puede haber proposiciones de etica, que los enunciados éticos no son verdaderos o falsos sino carentes de sentido, parece un sinsentido (en la acepción usual de la palabra). Estoy de acuerdo con este modo de concebir las proposiciones de ética; es decir, creo que pueden ser verdaderas o falsas, y, además, que para la ética y la moralidad es de la mayor importancia saber cuáles lo son. Quien ponga en duda la falsedad de la proposición de que los arios son una raza superior y los judíos, negros, gitanos y demás razas inferiores deben ser exterminadas, está, por no decir más, equivocado. Con todo, creo que el análisis filosófico de Wittgenstein tiene algunas cosas en su favor, aparte de estar en consonancia con su teoría de la éti­ ca y de las proposiciones. Para empezar —aunque en este punto fre­ cuentemente es ambiguo y cambiante— en lo que está pensando en su afirmación sobre las proposiciones es en una teoría ética. En la concep­ ción de Wittgenstein no hay lugar para una teoría ética. También ex­ cluiría principios generales como los de mis ejemplos anteriores. Aun cuando pudiera decirse que, en algún sentido, son verdaderos o falsos, no son enunciados verdaderos o falsos de hechos, porque no versan acerca de cómo es el mundo. En el mejor de los casos, versan sobre cómo debería ser o cómo no debería ser, pero en cuanto tales no son enunciados acerca de cómo es, esto es, enunciados de hechos. Esto está daro en los ejemplos que he dado. Una daborada descripdón, como las que podemos encontrar en los tribunales de justida, puede establecer que alguien se apropió de algo que no le perteneda. Eso puede considerarse un hecho. Pero que sea algo indebido no es un hecho dd mismo tipo. Es un juicio a propósito de esa acdón. D d mismo modo, tal vez se pueda establecer que alguien ha perdona­ do a otro, pero decir que por ello es bendito no es enundar un hecho dd mismo tipo. Que algo sea «indebido» o alguien sea «bendito» no es un hecho al modo en que ser de un gris sudo o de un blanco bri­ llante son hechos acerca d d mundo. Disponemos de técnicas para es­ tablecer si realmente son-hechos que no tenemos para establecer la maldad o bondad de los hechos. En cuanto al enundado «Los justos están en paz», ni siquiera es fácil ver cómo podrían ser hechos alguno de los términos de esa ecuadón. Sin duda puede ser un hecho que In­

glaterra suele estar en paz con Alemania, pero no es de eso de lo que se trata. Pueden encontrarse criterios para establecer si alguien era jus­ to y estaba en paz, pero no para que fuera «justo» y estuviera «en paz» en sentido moral, como opuesto al sentido psicológico o social. Así, con independencia del significado que se dé al término «proposición» y de lo que se piense con respecto a la posibilidad de atribuir valores veritativos a las expresiones de valores éticos, hay que conceder que Wittgenstein está señalando algo importante cuando dice dramática­ mente que no puede haber proposiciones de ética. Está llamando la atención a su manera sobre la peculiaridad de las proferendas éticas. Cuando Wittgenstein sigue didendo que de ética no se puede ha­ blar (ausprechen) porque las proposiciones no pueden expresar (ausdrücken) nada más devado que los hechos, sigue siendo coherente con su teoría dd lenguaje. Pero, ¿tiene algún sentido lo que dice? Aunque no pueden ser fácticas, seguramente las expresiones éticas son expre­ siones y se puede hablar de ética. Induso si la expresión «Es moral­ mente bueno ser amable» no pudiera ser ni verdadera ni falsa al modo de la proposición «Esta tabla tiene metro y medio de longitud», pue­ de por lo menos ser expresada y puede hablarse de ella. De hecho, d propio Wittgenstein habla constantemente de cuestiones éticas y ex­ presa ideas éticas. Podría replicar que las expresiones morales antes ci­ tadas no dicen absolutamente nada, no se refieren a nada. La amabili­ dad no es ni una cosa ni una cualidad de cosas que puedan señalarse, mostrarse o describirse. Lo que sea la amabilidad es algo que sólo pue­ de explicarse indirectamente, mediante ejemplos, y también'mediante contraejemplos —es decir, mostrando qué es no ser amable o ser com­ pletamente desatento. A menudo se precisan varios ejemplos, puesto que una misma acdón puede ser amable en un contexto y poco ama­ ble en otro. Puede ser amable dar a un niño una bolsa de caramdos y poco amable quitársda en determinadas circunstandas, o al revés si se está atracando hasta ponerse malo. En este caso, lo amable sería qui­ tarle la bolsa con delicadeza, asegurándole que se le devolverá des­ pués. Si es una interpretación aceptable de lo que está diciendo Witt­ genstein, visto desde fuera, por así decir, no habría inconveniente en suscribirlo. Pero una vez más voy a intentar encontrar un término me­ nos dramático y paradójico que «inexpresable». No obstante, d térmi­ no tiene la virtud de sorprendemos, pese a ser de primeras un poco ininteligible. Finalmente, está la ética como algo trascendental. «Trascender»

significa «sobrepasar, pasar o estar más allá de un límite, exceder». Sus usos filosóficos son variados. Normalmente significa ir más allá de lí­ mites perceptuales o conceptuales. Tradicionalmente, se denomina «trascendentales» a los conceptos o ideas que no pertenecen a ningu­ na categoría particular, sino que se pueden aplicar a todas: conceptos como «ser», «algo», «unidad». En el contexto de TLP 6.41, está claro que al calificar a la ética de «trascendental» Wittgenstein no está sino reiterando los contenidos de esa entrada. Lo que queda fuera del mundo, como el valor, y, por tanto, la ética, trasciende al mundo y por ello es trascendental. Antes (TLP 6.13) dice: «La lógica es trascendental». Está claro que con eso quiere decir que la lógica se ocupa de la estructura d d mundo como un todo, no de hechos, sino de la totalidad de los hechos. El carácter trascendental de la ética, la estética y la expresión religiosa no es d de la lógica y las matemáticas. No reflejan la estructura d d mundo. Tra­ tan al mundo como a un todo: trasdenden los hechos d d mundo. Son, como los trascendentales medievales, aplicables a todo y así a nada en particular, no se refieren a dases, categorías, géneros o especies que comprenda d mundo de las cosas. Como los trascendentales de Kant que no sólo trasdenden la experienda en cuanto que condiciones ne­ cesarias a priori de su posibilidad, sino que también pretenden tras­ cender d espacio, d tiempo y las categorías que hacen inteligible al mundo, los trascendentales de Wittgenstein son intentos de ir más allá de los límites d d lenguaje y de decir lo que no se puede decir. Como Kant, que dijo de los juicios sin contenido que son vados, pero contra los transcendentalistas que creyeron que podemos tener conocimien­ to de lo que escapa a toda experienda posible, Wittgenstein conside­ raba sinsentidos a esos intentos de ir más allá de los límites d d senti­ do. Y sin embargo, como Kant, que consideró necesario postular Ideas de la Razón, Wittgenstein consideró necesario concebir a la éti­ ca como trascendental. . Una entrada (TLP 6.422), en la que apenas si nos detendríamos, darifica la concepción de la ética de Wittgenstein. La ética, dice, no tiene nada que ver con premios y castigos. Las consecuendas de las acdones no son necesariamente pertinentes para su moralidad. Sin em­ bargo, está dispuesto a admitir que puede haber «consecuendas», «premios» y «castigos», en un derto sentido, pero «al menos, estas consecuencias no pueden ser acontecimientos». Lo admite porque cree que tiene que haber alguna respuesta al imperativo «Debes ha­

cer...»: «¿Y qué pasa si no lo hago?». A su entender, ese «premio» o «castigo» está en la propia acción, no es consecuente con respecto a ella. Añade que el premio tiene que ser admisible y el castigo inadmi­ sible. (Esto último está entre paréntesis, así que puede interpretarse que no es sino el significado que Wittgenstein da al premio y al casti­ go en este contexto2.) Esto excluye las formas más crasamente pragmáticas de la ética cristiana, caras a algunos elementos inconformistas y a algunas co­ rrientes del catolicismo y el protestantismo. Si la única razón por la que alguien se comporta de un cierto modo es porque sabe que si no lo hace puede ser castigado, aquí en la Tierra, por la autoridad civil (o militar), o en otro lugar, su conducta, si bien prudente —y en esa me­ dida moral— es más pragmática que moral. No puede dudarse de que los premios y, especialmente, los castigos sirven para ayudar a inculcar sentido moral, pero a este respecto no son más morales que lo que pueda serlo pegar a un perro si se porta mal y darle comida si se por­ ta como queremos. Pero, ¿qué pasa con la versión más corriente y extendida del consecuencialismo, el utilitarismo? Esta pregunta es más difícil de contes­ tar de lo que podría parecer a primera vista. Wittgenstein no era utili­ tarista. Pero la cuestión es ahora si excluye de la consideración ética todas las consecuencias de las acciones. Desde luego, excluye conse­ cuencias como ser ahorcado o ir al Infierno o recibir un título nobilia­ rio o ir al Cielo. Pero, ¿sucede lo mismo con consecuencias de nues­ tras acciones como no herir los sentimientos de nadie en la medida de lo posible, o por el contrario no preocuparse de los sentimientos de los demás y pasar por encima de ellos si se interponen en nuestro camino? Creo que a Wittgenstein, personalmente, lo último le hubiera pareci­ do abominable. Teóricamente parece neutral. En otras palabras, no parece haberle concedido mucha importancia al asunto. De lo que está seguro —y en eso está en lo cierto— es que consecuencias como los premios y castigos no tienen nada que ver con la moralidad en cuanto tal. Más adelante diré más cosas a propósito del utilitarismo. Para terminar, una cosa sobre el paréntesis. Ha sido traducido e di­ 2 Wittgenstein no sugiere en ninguna parte que las consecuencias de nuestras accio­ nes sean irrelevantes para su moralidad. El robo, el asesinato, la violación y la piromanía son malos por sus consecuencias. Las consecuencias en las que pensaba eran judiciales y externas al acto. Actuar por miedo al castigo o por la esperanza de un premio, aunque no es despreciable, es pragmático antes que moraL

versas maneras: «acceptable» y «unacceptable» (Ogden), «pleasant» y

«unpleasant» (Pears y McGuinness) y «agreeable» y «disagreeable» (yo)*. Puede que no haya grandes diferencias entre ellas, pero me gus­ taría explicar mis preferencias. Si estuviera dispuesto a morir antes que traicionar a un colega o un principio, no me resultaría ni acepta­ ble, ni grato, aunque habría que admitir que por una vez en la vida ha­ bría hecho algo loable. Hasta el último momento no podría estar con­ tento conmigo mismo y entonces sería demasiado tarde. Siendo consecuente con su afirmación de que no existen valores en el mundo, de que el valor queda fuera del ámbito de lo que aconte­ ce y es-así, fuera de lo casual (TLP 6.41), Wittgenstein dice en TLP 6.43: Si la voluntad buena o mala cambia el mundo, entonces sólo puede cam­ biar los límites del mundo, no los hechos; no lo que puede expresarse median­ te el lenguaje. En una palabra, el mundo tiene que convertirse entonces en otro entera­ mente diferente. Tiene que crecer o decrecer, por así decirlo, en su totalidad. El mundo de los felices es distinto del mundo de los infelices3.

Aquí aparecen cinco ideas nuevas: (1) el buen o mal ejercicio de la voluntad, (2) el bien y el mal alteran el mundo, (3) no, sin embargo, porque alteren los hechos, sino porque alteran los límites del mundo, (4) esas alteraciones lo hacen crecer o decrecer (en el texto alemán el orden se invierte), y (5) los hombres felices e infelices son, respectiva­ mente, los hombres de buena y mala voluntad. En efecto, sólo se han introducido dos ideas nuevas: la de la buena y la mala voluntad, o, más exactamente, la de la parte que le corresponde a la voluntad en la éti­ ca, y la noción de felicidad como criterio (o síntoma) de la buena o mala voluntad. Las restantes ideas se desprenden del hecho de que la * Tanto Tierno como Muñoz y Reguera lo traducen como «agradable» y «desagradable».? 3 Las dos traducciones inglesas del Tractatus usan «Wax and Wane» para traducir abnehmen oderzunehmen. (Estrictamente sería «Wane and Wax», pero podría sonar un poco premeditado.) Aunque esas palabras se aplican a la Luna, se usan más a menudo para ganar o perder peso. Así esa frase chocante podría traducirse como «shrink or grow» o «disminish or increase», donde la disminución o incremento lo es de valor

ética es un valor y de lo que Wittgenstein ya había dicho de los valo­ res: que están fuera del mundo y no pueden ser expresados. La idea más enigmática tal vez sea la de que la buena o mala volun­ tad altera los límites del mundo como un todo, sin alterar los hechos que lo componen. Suele pensarse que las decisiones éticas hacen eso precisamente. Las decisiones^ empíricas, es cierto, cambian el mundo cambiando algunos hechos. Estos pueden ser tan portentosos como la decisión de César de cruzar el Rubicón o tan triviales como decidir cortarse el pelo. Pero la decisión de los gángsters de tirotear a sus riva­ les en un garaje de Chicago el día de San Valentín de 1929, aunque es una decisión empírica que lleva a un hecho histórico —la matanza del día de San Valentín— también es una decisión moral de hacer el mal. Pese a todo, de acuerdo con Wittgenstein, la moralidad de esa deci­ sión, su malevolencia, no es un hecho que añadir al de la matanza y las circunstancias que la rodearon. Tampoco puede expresarse con pro­ posiciones. ¿Pero acaso no es así?, se objetará. En primer lugar, la mala volun­ tad que evidenciaron los gángsters de la matanza el día de San Valen­ tín salta a la vista: decidieron e intentaron efectuar una matanza en masa. En segundo lugar, podemos expresarlo con el lenguaje, como acabamos de hacer. Wittgenstein, sin embargo, diría que no. No es evidente que lo que hicieron los gángsters fuera malo. Lo mismo po­ dría haber sido bueno. Y lo que es más importante, su decisión de ha­ cerlo puede haber sido moralmente buena, quizá equivocada, pero aún así buena porque pensaran que en esas circunstancias eso era lo moralmente acertado. Los maquis franceses podrían haber hecho algo parecido en 1944. La bondad o maldad de la acción está/aera de la ac­ ción. Ninguna acción es buena o mala por sí misma, ni torturar o re­ trasar la muerte mediante el fuego o el hambre, ni la traición o la ex­ plotación o la discriminación o la difamación, ni ninguna de las accio­ nes que se consideran intrínsecamente malas. No se trata de que en determinadas circunstancias pudieran ser buenas acciones si resulta­ sen de buenas intenciones: se trata de que la voluntad, buena o mala, no es parte del evento. No hay eventos buenos o malos en sí mismos. Son meros acontecimientos, sucesos o eventos del mundo. Su bondad o maldad depende de la buena o mala voluntad de la persona que de­ cide realizarlos, y éste, según Wittgenstein, no es un hecho más. Pero, cabría objetar, sí es un hecho más en tanto que es una deci­ sión. La decisión de los gángsters, si fue mala, fue una decisión mala,

eso sí es un hedió. Al ser una dedsión es un hecho, en eso Wittgens­ tein estaría de acuerdo, pero un hecho psicológico. Los gángsters deddieron asesinar a sus rivales. Pero que eso fuera malo no es un hecho. Es un juicio a propósito de un hecho. Ningún criterio fáctico lleva a un juido moral. Los hechos están ahí: los gángsters disparando a sus víc­ timas, que habían sido atraídas al garaje. Pero que lo que hicieron fue­ ra una mala acción, si es que lo fue, no es un hecho más, o de lo con­ trario d trabajo de los tribunales sería rdativamente fácil. Es un juido sobre los hechos, y, en esa medida queda fuera de los hechos. Hay que reconocer, sin embargo, que Wittgenstein está bastante solo al mantener esta postura. Está a kilómetros de distanda de la éti­ ca naturalista en sus versiones aristotélica, hedonista y utilitarista, que defienden que la ética puede explicarse en términos de una tendenda al bien último (summum bonum) o al máximo de placer o al correcto equilibrio entre d placer y d dolor, para uno mismo o para los demás. Aunque Wittgenstein sería dasificado como subjetivista ético, no es dertamente un emotivista de filiadón humeana, ni, al menos en ese momento, un relativista ético. Tiene afinidades obvias con Moore y Kant. Con d primero comparte d rechazo dd reducdonismo: d bien no puede, para d no más que para Moore, reducirse a propiedades no-éticas de la acción. Pero, para Moore, d bien es aparentemente una propiedad de la acdón, si bien inanalizable, y así un hecho, algo que está en d mundo, cosa que no es para Wittgenstein. Sus ideas parecen más próximas a las de Kant, en la medida en que Kant considera a priori los imperativos morales, independientes de la determinadón de la naturaleza y sin nada que ver con d premio o d castigo. Tal vez su más estrecho aliado sea Guillermo de Occam4. Pasemos ahora a la parte más oscura d d pasaje antes dtado (TLP 6.43). Esta parte trata de la alteración de los límites d d mundo por la buena o mala voluntad y d d resultante cambio radical d d mundo, o, por así decir, de su crecimiento y mengua. Sólo puedo ofrecer especuladones sobre lo que quiere decir. Los Notebooks (NB p. 73) contie­ nen algún material, pero no resultan muy esdarecedores fuera de una 4 Occam destacó muchísimo la voluntad (siguiendo a Scoto), hasta el punto de decir que puede invalidar las conclusiones del intelecto. Las cuestiones éticas eran determina­ das por la voluntad de Dios, aunque no podía querer lo que es contradictorio. Aunque el bien y el mal dependían del designio divino, el recto uso de la razón se consideraba como una guía segura para los designios que no han sido revelados.

adición sumamente útil a la última frase sobre crecer y decrecer. La frase es: «como la adquisición o pérdida de un significado»5. Esta fra­ se nos da una pista, pero deja una pregunta sin responder. El modo en que la ética cambia el mundo y lo vuelve completamente distinto no es alterando los hechos, sino cambiando nuestra actitud hacia él. Un evento que en un contexto parece inocente, inocuo e incluso bueno, si no del todo encomiable, puede, en otro contexto o realizado por otra persona, parecer malo, vil e intolerable. La acción como hecho no ha cambiado; ha cambiado su significado. ¿En qué sentido puede decirse que el mundo ha cambiado, aunque sea en sus límites? ¿En qué senti­ do es completamente distinto? No parece demasiado difícil de enten­ der. Comer una manzana puede pasar en un abrir y cerrar de ojos de ser una ocupación inocente, e incluso digna de elogio, a ser un acto malo, comer del árbol prohibido. Su significado (Sinn) ha cambiado. La clave puede estar en que no es el mundo en su totalidad el que cam­ bia —lo que desde luego no pasa, no cambia un ápice— sino el mun­ do como un todo. Esto lo interpreto como que alguien con mala volun­ tad tiene una visión del mundo completamente diferente de la de al­ guien con buena voluntad. Esto puede ilustrarse con lo que ocurre cuando los conflictos so­ ciales desembocan en la violencia y el asesinato, como hemos visto re­ cientemente en el Líbano e Irlanda del Norte. Al principio hay distur­ bios, peleas y destrucción de la propiedad, pero nadie es asesinado. El asesinato se considera fuera de lo permisible. Un buen día, alguien es asesinado deliberadamente, a sangre fría. El hechizo se rompe. En un mundo en el que el asesinato era malo surge la idea perversa de que es permisible o por lo menos puede hacerse impunemente. Con los indi­ viduos sucede lo mismo que con las comunidades. Una persona pue­ de pasar toda su vida cometiendo pequeñas fechorías —hacer tram­ pas, mentir, sisar, encubrir—, pero la idea de asesinar está fuera de lo concebible. Pero un día se presentan la ocasión y el motivo. Pueden ser celos, codicia, deseo de venganza. Lo hace. El hechizo se ha roto. Su mundo ha cambiado: es un asesino. Puede arrepentirse y su mun­ do volver a cambiar. Puede aceptar su nuevo estatus y seguir matando, o simplemente no arrepentirse. Por supuesto puede, como suele ocu­ 5 Anscombe traduce la frase como «ascensión o pérdida de significado», una traducdón perfectamente respetable, aunque no captura la fuerza de Dazukommen oder Wegfallen, que sugiere «acumuladón o disminudón».

rrir, tratar de justificar su actitud, al menos para sí mismo, sobre todo si es un terrorista que afirma que todos los musulmanes, cristianos, ca­ tólicos, protestantes y marxistas o las personas inocentes que viven tranquilamente sin meterse con nadie son enemigos y objetivos legíti­ mos. Es una locura. Pero sigue siendo cierto que, al menos en un as­ pecto, su mundo, y para él todo el mundo, ha cambiado como un todo. Sin embargo, en cierto sentido, nada ha cambiado en el mundo. Ha habido un asesinato. Que fuera legítimo o se considere legítimo o ilegítimo no es un hecho acerca del mundo. La pregunta que queda sin responder es si el crecimiento o decre­ cimiento, el incremento o la merma, la adquisición o pérdida de signi­ ficado, se refieren a la buena voluntad (crecimiento, incremento, ad­ quisición de significado), por un lado, y a la mala voluntad (decreci­ miento, merma, pérdida de significado), por el otro. Y si es así, ¿qué quiere decir eso? ¿Es una descripción o sólo un juicio de valor? Sólo puedo tratar de adivinarlo. La razón por la que dudo es que identifi­ car el crecimiento, etc., con la buena voluntad tiene sentido, pero identificar la merma y la pérdida de significado con la mala voluntad parece considerar demasiado negativo su efecto. Sin embargo, si lo que Wittgenstein está diciendo es que el mundo del malévolo es un mundo disminuido, estrecho y miserable, mientras que el mundo del benévolo es expansivo, amplio y feliz —y creo que eso es lo que quie­ re decir—, tendría sentido. También encaja perfectamente con la si­ guiente entrada. Pero antes de llegar a eso, me gustaría hacer una su­ gerencia para la que no puedo ofrecer ningún argumento indepen­ diente. Por crecimiento y decrecimiento Wittgenstein también podría haber entendido aquello de lo que he estado hablando, a saber, arre­ pentirse y hacer el mal, un movimiento pendular del mundo. Hacer el mal —el verdadero mal, y no algo moralmente incorrecto— exige re­ chazar una actitud hacia el mundo, un modo de entenderlo, un senti­ do, un modo de ver el valor de la acción del hombre. Arrepentirse es volver a la concepción previa del mundo y reconocer el error cometi­ do al rechazarla. Pero, ¿por qué hacer el mal tiene que suponer una mengua de mi mundo y una pérdida de su significado (abnehmén oder zunehmen, Dazukommen oder Wegfqllen eines Sinnes)? Tampoco ahora puedo ofrecer más que conjeturas, aunque en mi opinión Wittgenstein está recogiendo una observación tradicional. Está diciendo que el mal (la mala voluntad) es negativo, una privación de ser y, por consiguiente,

de significado. El bien, por contra, es positivo, un incremento de ser y, por consiguiente, una adquisición de significado. El mal es asignificativo. én todas sus acepciones. Es negativo, gratuito, material y espiri­ tualmente estéril. El bien, por otra parte, no sólo es positivo, sino ade­ más significativo, y espiritual, y quizá también materialmente, fe­ cundo. Esto encaja con la observación de la entrada siguiente (TLP 6.43): «El mundo de los felices (dichosos, afortunados) es distinto del mun­ do de los infelices (desgraciados, desafortunados)». Los Notebooks (NB, en concreto pp. 73-5,77-8 y 81,2.8.16,13.8.16) dejan claro que la felicidad está consecuentemente conectada en la mentalidad de Wittgenstein con la buena voluntad y la infelicidad con la mala volun­ tad. Puede parecer obvio y banal decir que la persona de buena volun­ tad es dichosa, afortunada o feliz (glücklich) o que está contenta, pero no es tan obvio que la persona de mala voluntad sea desgraciada, infe­ liz o esté descontenta, o si es así, lo disimula bien. Afortunadamente contamos con la ayuda de los Notebooks. El lector no debe olvidar, empero, que al recurrir a ideas de los No­ tebooks no incluidas en el Tractatus puede que no esté exponiendo fielmente el pensamiento de Wittgenstein en ese período posterior, por lo que mi interpretación es tentativa aunque, creo, defendible. Expondré las observaciones aproximadamente en el orden en que aparecen en los Notebooks y bajo los siguientes encabezamientos: (1) la felicidad y la finalidad de la existencia, (2) la felicidad en relación al mundo, (3) la felicidad en relación a la muerte, (4) la felicidad en rela­ ción a la eternidad, (5) la conciencia y (6) la felicidad en relación al co­ nocimiento. Más adelante, diré más cosas sobre la visión ■wittgensteiniana de la finalidad y el problema de la vida. Aquí me limitaré a citar algunas anotaciones del 6.7.16 (NB, p. 73): Y Dostoievski tiene razón cuando dice que quien es feliz cumple con la fi­ nalidad de la existencia. O también podría decirse que cumple con la finalidad de la existencia quien no necesita de finalidad alguna fuera de la vida (misma). Es decir, quien está contento.

Ahora bien, ¿cuál es la fuente de ese contento? Ésta es la cuestión siguiente. Consiste en estar en sintonía con el mundo, lo que a su vez

consiste en estar en sintonía con una voluntad ajena, que resulta ser la voluntad de Dios. Después diré más de Dios y lo ajeno. Por ahora me contentaré con citar una afirmación: «Para vivir feliz hay que estar de acuerdo con el mundo, a eso precisamente es a lo que se le llama “ser feliz”». ¿En qué consiste ese acuerdo y armonía? Wittgenstein no pue­ de decirlo porque no hay nada que decir. Aquí hay que citar por ex­ tenso las anotaciones del 30.7.16 (NB, pp. 78-9): Siempre vuelvo a lo mismo: la vida feliz es simplemente buena y la infeliz mala. Y si ahora pregunto cuál es la razón por la que tendría que llevar una vida feliz, me parece que es una especie de pregunta tautológica; parece que la vida feliz se autojustifica, que es la única vida correcta. Todo esto es en un cierto sentido, es cierto, profundamente misterioso. Está claro que la ética no admite por su propia naturaleza ser expresada. Pero podría hablarse así: la vida feliz parece en algún sentido más armo­ niosa que la infeliz. Pero, ¿en qué sentido? ¿Cuál es el rasgo característico objetivo de la vida feliz, armoniosa? De nue­ vo está claro que no puede haber ningún rasgo descriptible. Esa característica no puede ser física, sino sólo metafísica, trascen­ dental. La ética es trascendental.

Esto parece algún tipo de intuidonismo, d d que es difícil dudar. Y es un intuidonismo realmente raro, d d que ni siquiera se puede ha­ blar. Pero, en tal caso, como dice Wittgenstein de aquello de lo que no se puede hablar en d epígrafe 6.522 d d Tractatus: «Hay, por supuesto, cosas de las que no se puede hablar. Esas cosas se muestran (manifies­ tan) a sí mismas.» Uno de los signos que Wittgenstein destaca como manifestadón de una vida feliz e infeliz es nuestra actitud hada la muerte. En anotadones dd 8.7.16 encontramos lo que sigue: «Quien sea feliz no debe te­ mer. Ni siquiera a la muerte... El miedo a la muerte es d mejor signo de una vida falsa, esto es, mala» (NB, pp. 74-5). Esto es de suma importanda para la comprensión de lo que entiende'Wittgenstein por fdiddad e infeliddad. Sabemos que le obsesionaba la muerte, espedalmente d suiddio. Pero este criterio de feliddad e infeliddad no era algo personal. Tampoco era, fen verdad, una idea original. Tiene un pedigrí más que aceptable en la literatura piadosa, por no hablar de la oratoria evangelizadora y misionera. Y tiene un fundamento bíblico: guárdate d d rico que llena su granero para que no le falte d grano, para descu­

brir que otro tipo de muerte le acecha*. Podría resultar exagerado de­ dr que la intuidón de Wittgenstein —mala voluntad=infelicidad=miedo a la muerte, buena voluntad=fdiddad=no miedo a la muerte— es profunda, pero pese a todo es una intuidón. Sin embargo, aun cuando la ecuadón fuera correcta, hay diferentes ra2ones para temer a la muer­ te y diferentes sentidos de «temeroso de la muerte». Comencemos por lo último: puede temerse el hecho de la muerte como algo que pone un final prematuro a la propia vida y aniquiladón, o como algo que lleva a vérselas cara a cara con su hacedor, con posibles consecuendas desa­ gradables. Por otra parte, se puede no temer las consecuendas de la muerte, sino el modo de morir. Esto último es compatible con la fdiddad, es decir, con ser bueno, en d sentido de Wittgenstein, como vere­ mos. Pero con respecto a lo primero —que, por cierto, propordona al­ gunas de las razones para temer a la muerte—, no parece estar necesa­ riamente conectado con la mala voluntad. Es derto que algunos modos de hacer d mal, como d robo, d fraude, d asesinato por dine­ ro, d asesinato motivado por d deseo de poder, o la mentira pata esca­ par dé la ignominia, no tendrían sentido si d sujeto no esperara sobre­ vivir. Pero no está daro que matar para vengarse o mentir por rencor impliquen miedo a morir. Sin embargo, para hacer justicia a Wittgens­ tein, hay que insistir en que lo que dijo fue que d miedo ante la muer­ te es la mejor señal de una vida falsa, esto es, mala, y no que sea una se­ ñal o síntoma infalible en cualquier circunstancia. Aún así, podemos formular la pregunta conversa: ¿Es la ausenda de miedo ante la muerte la mejor señal de una vida verdadera, esto es, buena? Una vez más he de admitir que mi interpretación es especula­ tiva. Creo, no obstante, que la ausenda de miedo a la muerte es señal de una vida buena según d modo de pensar de Wittgenstein. Este ve­ redicto se apoya en lo siguiente. En su contra puede aducirse única­ mente que hay fanáticos, matones, maníacos suicidas y sibaritas cansa­ dos d d mundo que no sólo no tienen miedo a la muerte, sino que le dan la bienvenida por servir a una causa, o porque nada les importe, o por librarse de la vida de un modo u otro. ¿Son, entonces, gente bue­ na, de buena voluntad, que lleva una vida buena? Y, además, ¿son fe­ lices? Dudo mucho que Wittgenstein lo hubiera visto así. Así, la au­ sencia de miedo a la muerte no es condidón suficiente, aunque podría ser condidón necesaria, para una vida feliz, verdadera, buena. * Barrett se refiere a la parábola del rico nedo —Lucas 12,16-21. (N. del T.)

Hay otra condición necesaria, sin embargo, que podría ser tam­ bién suficiente. Está fuera del alcance de fanáticos, matones, maníacos suicidas y hastiados del mundo. Es que se vive no en el tiempo o para el tiempo, sino en el eterno presente. Su conexión con la condición precedente es obvia. Quien vive en el eterno presente, rio tiene que te­ mer a la muerte, en palabras de San Pablo: «La muertelio tiene poder sobre él». En la anotación de 8.7.16 Wittgenstein dice: «Sólo quien vive, no en el tiempo, sino en el presente, es feliz. Porque en la vida presente no hay muerte. La muerte no es ningún acontecimiento de la vida. No es un hecho del mundo» (NB, pp, 74-75). Más adelante se discutirá lo que es la muerte en la concepción de Wittgenstein. Lo que ahora nos interesa es vivir en el presente y sus conexiones con la eter­ nidad y la ética. En este punto el Tractatus y los Notebooks coinciden. La entrada del Tractatus reza: «Si por eternidad se entiende, no una duración temporal infinita, sino la intemporalidad, entonces vive eter­ namente quien vive en el presente». (TLP 6.4311). No es unaidea ori­ ginal de Wittgenstein. Se retrotrae en la tradición a Agustín, Boecio, Tomás de Aquino y los escolásticos. También se encuentra en la litera­ tura mística y espiritual oriental. Podría preguntarse cómo puede alguien que vive en el tiempo vi­ vir también en la eternidad y, además, en el presente eterno. En un sentido es imposible. Hoy deviene ayer, mañana deviene hoy y des­ pués ayer, y así sucesivamente. Pero algunos valores sobreviven al paso del tiempo. Uno de ellos es la buena voluntad, otro una promesa a guardar, otro una deuda que nunca puede saldarse plenamente. Hay muchos otros. Son atemporales y, consiguientemente, aespaciales. La persona éticamente buena ve el mundo sub specie aetemitatis. Esto quiere decir dos cosas. Primero, que una acción no ha de ser juzgada sólo por su valor temporal y por las ventajas o ganancias temporales que pueda reportar. Robar un banco puede ser bueno por el dinero fá­ cil que reporta y todo lo que con él puede comprarse. Pero también puede ser malo por el riesgo que comporta, sobre todo si es un robo a mano armada, y por la posibilidad de una sentencia a muchos años de cárcel. Ninguna de esas consideraciones, empero, es moral. Tampoco son, por sí mismas, inmorales, como tampoco es moral ni inmoral sa­ car dinero de nuestra cuenta corriente para comprar un coche o ir de vacaciones. Cuando consideramos esas acciones moralmente no toma­ mos en consideración las circunstancias temporales, sino que las juzga­ mos como buenas o malas con independencia de esas circunstancias.

Lo que hace que una acción sea moralmente mala, una acción como la comisión de un robo a mano armada, no es el riesgo que comporta y las posibles consecuencias desagradables. Son otras consideraciones. Cuáles sean, como han señalado Wittgenstein y Kant antes que él, es difícil, si no imposible, de especificar en términos generales. Pero de seguro no son pragmáticas, no tienen que ver con las ventajas y des­ ventajas prácticas aquí y ahora. Y si entiendo a Wittgenstein correcta­ mente, la persona de mala voluntad no vive en el eterno presente. Se preocupa por el futuro, por ganancias y ventajas temporales. Este es el segundo significado de ver las acciones sub specie aetemitatis. La ac­ ción moral, en palabras del Evangelio, no tiene que preocuparse por el mañana, por el desastre venidero ni siquiera por qué ventajas puedan derivarse de una acción presente. Así retomamos a la noción de armonía con el mundo, con la vo­ luntad ajena, y con la ausencia de miedo a la muerte. «Porque en la vida presente no hay muerte» (NB, p. 75). Esto no es retórico para Wittgenstein. Obviamente no está diciendo que la gente buena no muere. Está diciendo que no les preocupa la muerte. Viven al día; cuando les llega la muerte, mueren, y eso es todo. Aquí podemos vol­ ver al Tractatus (6.4311): «La muerte no es ningún acontecimiento de la vida. No se vive la muerte». Ogden lo traduce como: «La muerte no se vive»; Pears y McGuinness lo traducen como: «no vivimos para ex­ perimentar la muerte». Las dos son traducciones adecuadas. La de Ogden causó alguna preocupación (y una obra musical de Elisabeth Luytens). Todo lo que está diciendo Wittgenstein es que uno no expe­ rimenta la muerte más de lo que experimenta quedarse dormido. Por cierto, esa frase no aparece en el Proto-Tractatus. Aparece embriona­ riamente en los Ñotebooks (NB, p. 75) como: «No es un hecho del mundo». Es interesante que Wittgenstein pudiera haberlo concebido primero como no es un hecho de mi mundo, del que, por descontado, no lo es; pero entonces se percató de que después de todo es un hecho del mundo, aunque yo sea enterrado anónimamente en una fosa co­ mún. Así finalmente sustituyó «ist keine Tatsache der Welt» por «erlebt man nicht». Lo que quiere decir sigue estando claro. La muerte le lle­ ga a la persona de buena voluntad, a la persona feliz, satisfecha: ni la teme ni la busca. Hay que aclarar algunas cosas antes de seguir adelante. En primer lugar, ni qué decir tiene que la noción 'wittgensteiniana de vivir en el presente tiene poco que ver, o nada, con la noción hedonista «come,

bebe y diviértete porque mañana moriremos», carpe diem («coge hoy lo que puedas»), incluso en su versión más sutil y seductora del poema de Herrick «A las Vírgenes, para aprovechar el Tiempo» — «Coged las rosas mientras podáis...». En realidad, es diametralmente opuesta a esta concepción. La noción hedonista de vivir al día esta inmersa en lo temporal — «El viejo tiempo sigue volando»— , y el miedo a la vejez y la muerte, que pronto llegan, es completamente opuesta a lo que Witt­ genstein entendió por vivir en el eterno presente. En su eterno presen­ te no hay necesidad de agarrarse a nada pasajero: cuanto es valioso está permanentemente presente. Pero puede objetarse que la próxima comida, la hipoteca o el alquiler, la educación de los niños, son cosas de las que hay que preocuparse y no están, así lo espero, en el presen­ te permanente. Esta es la otra cara de la moneda: cómo vivir en el pre­ sente eterno y proveer para el futuro. No sé cómo se habría enfrenta­ do Wittgenstein a este problema, pero no tendría que haberle resulta­ do difícil. Hablando moralmente, vivir en el presente y proveer para el futuro no plantea problema alguno. Es parte de vivir en el presente —en cuanto opuesto a vivir para el presente de manera hedonista— proveer para quienes dependen de nosotros y en general cumplir con nuestras obligaciones. Dando esto por sentado, aún podría preguntarse cómo puede ser feliz-una persona, estar en armonía con una voluntad ajena y vivir en el presente, sin dinero para comparar alimentos para su familia, si, en áreas de hambruna, alimentos que comprar, o sin dinero para pagar el alquiler o comprar ropa, cuando padece una enfermedad incurable, está distanciado de su cónyuge, o tiene que huir de la policía como un subversivo. Psicológicamente es bordear lo heroico. Sería excepcional, aunque puede encontrarse gente así. Sin embargo, Wittgenstein no se inmuta. Volveré sobre esto en el capítulo siguiente, cuando me ocupe de la voluntad ética. Pero antes hay que decir un par de palabras sobre la conciencia. La conciencia aparece en las anotaciones del 8.7.16 (NB, p. 75). Algunas de ellas serán discutidas en un capítulo posterior. Las que son pertinentes aquí son: Es sin duda correcto decir: La Conciencia es la voz de Dios. Por ejemplo: me hace desdichado pensar que he ofendido a esta 6 aquella persona. ¿Es mi conciencia? ¿Puede decirse: «Actúa según tu conciencia, sea la que sea»?

A esto habría que añadir parte de otra anotación que empieza: «Guando mi conciencia me desequilibra». La idea, si lo he entendido bien, es que (a) hay quienes realizan actos m'oralmente malos pero no son conscientes o no lo piensan o no se preocupan por ello. Esas per­ sonas son infelices, pero no son conscientes de su infelicidad. Además, (b) están quienes son conscientes de que se están comportando inde­ bidamente. En este caso, su infelicidad llega a ser consciente y se sien­ ten desdichados. Su conciencia les remuerde. Wittgenstein da algunos ejemplos leves, pero no triviales, de pesar por haber ofendido o insul­ tado a alguien, presumiblemente a sabiendas y queriendo. Todas estas anotaciones son tentativas, adoptan la forma de cues­ tiones, a excepción de la observación sorprendentemente apodíctica de que la conciencia es la voz de Dios. Este puede ser un buen mo­ mento para discutir algo que debe haber estado bullendo en la cabeza de algunos lectores; a saber, las distintas actitudes hacia la muerte de un creyente y un no-creyente. Un creyente, especialmente si es cristia­ no —pero también vale para quienes profesen otros credos—, tiene más razones para temer a la muerte que un no-creyente, o así parece. Mientras edno-creyente puede ser infeliz por haber actuado contra sus propias normas de conducta o las de la sociedad que acepta, y puede temer a la muerte como el final de sus deseos y ambiciones mundanas, moralmente sólo es responsable ante sí mismo; su miedo a la muerte es miedo a la aniquilación, a que su vida se acabe. Pero eso puede ser un consuelo relativo si se compara con la infelicidad del creyente cuya conciencia es verdaderamente la voz de Dios, que le recuerda que no sólo ha ofendido a un semejante, sino también al propio Dios, y que a menos que se arrepienta, le espera el castigo divino después de la muerte. Esto vuelve a poner sobre el tapete la cuestión de los premios y castigos. Si el pecador sólo se arrepiente para evitar la condenación, puede ser un acto religioso, pero ¿es un acto moral o ético? Creo que Wittgenstein hubiera dicho que no. A la inversa, ¿una persona que hace el bien y evita el mal sólo para evitar la condenación, está actuan­ do éticamente y así es feliz en sentido wittgensteiniano? Creo que no: está actuando por temor a la muerte y sus consecuencias. Si esta interpretación es correcta, aquí hay una asimetría. La perso­ na de mala voluntad, la persona infeliz, que es creyente, puede tener otras razones o razones adicionales para el remordimiento que no tie­ ne el no-creyente. Pero, en cuanto a la persona de buena voluntad, la persona feliz, no hay ninguna diferencia entre ellos. Desde'un punto

de vista ético, no importa cómo identifique la voluntad ajena, el mun­ do con el que esté en armonía, ni el modo en que conciba la muerte, ya como aniquilación total ya como algo a lo que sobrevivirá. El único hecho es que está en armonía con el mundo y con la voluntad ajena (sean idénticas o no); no teme la muerte y no actúa movido por el de­ seo de recompensa o el miedo al castigo, en esta vida o en otra. Podría ser pertinente hacer una disgresión más para discutir la concepción de la inmortalidad de Wittgenstein. Hay una larga entra­ da en el Tractatus que hay que citar entera: La inmortalidad temporal del alma humana, esto es, su eterno sobrevivir tras la muerte, no sólo no está garantizada en modo alguno, sino que, ante todo, tal supuesto no procura en absoluto lo que siempre se quiso alcanzar con él. ¿Se resuelve acaso un enigma porque yo sobreviva eternamente? ¿No es, pues, esta vida eterna, entonces, tan enigmática como la presente? La solu­ ción del enigma de la vida en el espacio y el tiempo reside fuera del espacio y del tiempo. (TLP 6.4312)6

En primer lugar, hay que decir que esta entrada hace uso de la no­ ción de que la inmortalidad resuelve cualquier problema ético. Witt­ genstein plantea unos cuantos. (1) La inmortalidad temporal no está garantizada de ningún modo. Esto es indudable filosóficamente. In­ cluso Tomás de Aquino está de acuerdo. Si sus garantías teológicas son firmes es discutible, aunque la opinión aplastantemente mayoritaria parece ser que sí. (2) Aun cuando fuera verdad filosófica y teológica­ mente, no resolvería ningún problema ético o acerca del sentido de la vida. De hecho plantearía más problemas de los que pudiera resolver. ¿En qué consistiría la vida ilimitada de un ser temporal? Los teólogos pueden responder que la existencia posmortal sería diferente de la existencia mortal. Tendría que serlo si tuviera que ser perdurablemen­ te para siempre. Pero esto no soluciona ningún problema ético, aunque 6 Traducción del autor. Difiere únicamente por tomar a Wittgenstein al pie de la le­ tra: «Si por eternidad se entiende, no una duración temporal infinita sino intemporalidad...» (TLP 6.4311). Por tanto ewing ha de tomarse como «intemporal» y no como «eterno», como hacen tanto Ogden como Pears y McGuinness. Traducirlo como «eter­ no» lleva a malinterpretar 6.fJ311 y 6.4312: «la vida eterna pertenece a quienes viven en el presente» y «la solución del enigma de la vida reside fuera del espacio y del tiempo». La-razón por la que una duración temporal infinita o una vida perpetua no resuelve el enigma es porque es más de lo mismo, de lo que planteaba el enigma inicial: vivir den­ tro del espacio y del tiempo; sólo una vida infinita sería para siempre.

mucha gente piensa que sí. Algunos piensan que si no hay vida des­ pués de la vida, no hay restricciones morales en esta vida. El adulterio, la fornicación, el robo, la tortura, el asesinato, la explotación, hacer trampas, mentir, engañar, incumplir las promesas; todo sería permisi­ ble si pudiera hacerse impunemente. Presumo que ésta es la razón por la que algunos regímenes políticos son hostiles a la religión. Piensan que la amenaza de un castigo después de la vida impone constriccio­ nes morales a la actividad de uno en ésta. Puede imponer restriccio­ nes. La gente puede abstenerse por temor al castigo divino. Pero no son restricciones morales, tal y como Wittgenstein entiende la morali­ dad. Tienen que ver con premios y castigos, (3) La ética queda fuera del tiempo y del espacio, y por tanto no tiene nada que ver con la in­ mortalidad como prosecución de- la existencia temporal. Tocamos este último punto cuando discutimos el eterno presente, pero el contexto de la inmortalidad le añade algo vía consecuencias. Primero, si uno vive en el eterno presente, no importa si vive para siempre o si vive sólo un día: el futuro en cuanto tal carece de impor­ tancia. Quizá ese sea el atractivo de la vida eterna: no tenemos que preocupamos del mañana. La cuestión es, con todo, que la ausencia de preocupación por el mañana se desenvuelve en el aquí y ahora, aunque presumiblemente con mayores dificultades. En otras palabras, para ser moral hay que estar fuera del espacio y del tiempo, tanto en esta vida como en la venidera. Así, la noción de inmortalidad no re­ suelve ningún problema moral. La inmortalidad es mucho menos im­ portante desde una concepción teológica predominante entre los teó­ logos católicos, según la cual el estatus moral de cada, uno, y, por con­ siguiente, su destino eterno, queda, como si dijéramos, congelado, en el momento de la muerte. Si alguien no estuviera viviendo, en el pre­ sente eterno en el momento de su muerte, nunca podría vivir en él, y si estuviera viviendo en él, viviría en él para siempre, Esta concepción vuelve del todo irrelevante para la ética la noción de inmortalidad, si bien sigue siendo relevante para la creencia religiosa. Una década después de acabar el Tractatus y tras su vuelta a Cam­ bridge, Wittgenstein dio una conferencia sobre ética en la sociedad «The Heretics». En ella elaboró sus ideas sobre la ética y la creencia religiosa tal y como se presentaban en el Tractatus y aparecían en los Notebooks 1914-1916. El tema central de la conferencia es la discusión del valor absolu­

to, aunque comienza con algunos intentos de definir la ética. Wittgenstein adopta inicialmente la definición de la ética de G. E. Moore como «la investigación general de lo bueno». Pero él quiere usar “éti­ ca” en un sentido más amplio que Moore; un sentido «que incluye, de hecho, la parte más genuina, a mi entender, de lo que generalmen­ te se denomina estética» (CSE, p. 34). (Esto nos recuerda a TLP 6.421 y NB, p. 77.) De hecho su definición no es tal, si se entiende del modo usual. Por una parte, se anticipa al método descrito en las In­ vestigaciones y nos retrotrae a conceptualistas medievales como Abe­ lardo y Occam7. También se parece al método de Sir Francis Galton para construir un rostro típico de una raza determinada por superpo­ sición de numerosas fotografías de individuos de esa raza. En el caso de la ética, lo que se superpone son varias descripciones sinónimas, como: la investigación sobre lo valioso, lo que realmente importa, acerca del significado de la vida, de aquello que hace que la vida me­ rezca vivirse, o de la manera correcta de vivir. «Creo», concluye Witt­ genstein, «que si tienen en consideración todas estas frases, se harán una idea aproximada de lo que se ocupa la ética» (CSE, p. 35). Es una definición amplia de la ética. Corresponde a la totalidad del modo de vivir de una persona y no se restringe a la ética deontológica, la ética del deber, o a una ética estrechamente teleológica y eudemónica u orientada a la consecución de un fin, en la que el objetivo es algún bien supremo (summum bonum) que hay que alcanzar para conseguir la felicidad. La felicidad es intrínseca al modo de vivir. Para Wittgenstein el modo ético de vivir es aquél que merece la pena vivir, la manera correcta de vivir. Informa todo lo que uno hace: una opinión con la que Tomás de Aquino hubiera estado de acuerdo, puesto que para él no hay actos moralmente neutros. Toda acción es buena o mala, y cualquier acto, por trivial que sea (limpiarse los dien­ tes o jugar a los palillos chinos), no contaminado por el mal es moralmente bueno. (Aunque Wittgenstein no lo diga así en su conferencia, hay que asu­ 7 Abelardo habla del concepto de término universal como una «imagen común y confusa de varias cosas» (Lógica «Ingredientibus» 17). Eso'está cerca de lo que dice Wittgenstein en la conferencia, pero el conceptualismo de Occam se acerca, aún más a su pensamiento posterior, en el que, como Abelardo, rechaza las esencias platónicas en favor de grupos de semejanzas, aunque discute la semejanza y las reladones extensa­ mente. Además, para Abelardo, las reladones, induida la semejanza, tienen realidad; para Occam no tienen ninguna.

mir que por valioso, importante, significativo y correcto, entiende Wittgenstein, como dice en otros lugares, que una acdón debe ser rea­ lizada por sí misma y no para obtener un premio o evitar un castigo. Esto no quiere decir que los actos que se realizan por provecho o para evitar consecuencias desagradables sean inmorales, sino que su mora­ lidad reside en la acdón hecha y no en sus consecuencias benefidosas para d agente.) Habiendo estableado su definidón o descripdón de lo que consi­ dera que es la ética, Wittgenstein pasa a discutir una de sus prindpales características; a saber, que es expresión de valores absolutos. Dis­ tingue entre lo «absolutamente bueno» y «bueno» en un sentido trivid o relativo. En sentido trivial o rdativo, se habla de medios rdativos a fines, de algo bueno para algo. Así, una buena silla es aquella que «sirve para un propósito determinado». «De hecho, la palabra “bue­ no” en sentido rdativo sig n ifica simplemente que satisface un derto estándar predeterminado» (CSE, p. 35). Decir que alguien es un buen pianista, es decir que «puede tocar piezas de un cierto grado de difi­ cultad con un derto grado de habilidad». Igualmente, si es importan­ te no resfriarse, es porque «produce dertos trastornos en mi vida», y si una carretera es la carretera correcta, «es la carretera correcta en reladón a tina derta meta». Una característica de los juidos de este tipo es que pueden reformularse como enundados de hecho. Así «Esta es la carretera correcta hada Granchester» puede reformularse como «Esta es la carretera que te llevará a Granchester en d menor tiempo». Además, en d caso de los juidos rdativos, tiene sentido decir, si uno es malo en alguna actividad, como jugar al tenis, que uno no quiere ha­ cerlo mejor. Esto no sucede, según Wittgenstein, cuando se trata de ética: supongamos que yo le contara a uno de ustedes una mentira escandalosa y él viniera y me dijera: «Se está comportando usted como un animal», y yo con­ testara: «Sé que mi conducta es mala, pero no quiero comportarme mejor», ¿podría decir: «Ah, entonces de acuerdo»? Ciertamente no; afirmaría: «Bien, debería querer comportarse mejor». (CSE, p. 35)

Dicho con otras palabras, un juido ético no es rdativo a ningún objetivo: es absoluto. No puede traducirse por un enundado de hecho más un condicional: «No debes contar una mentira escandalosa si...». La dáusula condicional no puede tener contenido. Wittgenstein no lo

dice, pero es obvio que no consideraría a un enunciado con un conte­ nido como «si quieres ser creído» o «si quieres ser respetado en socie­ dad» como parte de un juicio ético. Wittgenstein presenta así el imperativo moral de un modo novedo­ so y extrae algunas conclusiones de largo alcance. Dice, en primer lu­ gar, que si alguien escribiese un libro que describiera cuanto sucedió o sucederá en el mundo, ese libro no incluiría ni una sola proposición ética. La descripción en ese libro de un asesinato, estaría al mismo ni­ vel que la descripción de la caída de una piedra. No tendría ningún contenido valorativo. La descripción podría producir dolor y rabia (como la descripción de las matanzas de Beirut en 1982), «pero serían, simplemente, hechos, hechos y hechos, y no ética». Si fuera posible es­ cribir un libro de ética, ese libro provocaría, en opinión de Wittgens­ tein, una explosión. Puede que sea oportuno citarle extensamente an­ tes de tratar de exponer sus ideas sobre esta cuestión. Debo decir que si ahora considerara lo que la ética debería ser realmente —si existiera tal ciencia—, el resultado sería bastante obvio. Me parece evi­ dente que nada de lo que somos capaces de pensar o de decir puede constituir el objeto (de la ética)... Sólo puedo describir mi sentimiento a este propósito mediante la siguiente metáfora: si un hombre pudiera escribir un libro de éti­ ca que realmente fuera un libro de ética, este libro destruiría, como una explo­ sión, todos los demás libros del mundo. (CSE, p. 37)

Esto es materia neutrónica. La razón de Wittgenstein para una su­ gerencia tan dramática (¿o deberíamos decir «melodramática»?) es la siguiente: Nuestro uso de las palabras en la ciencia y en el discurso corriente se limita a los significados naturales y a la expresión de hechos. Eso es cuanto pueden contener. Tratar de usarlas para expresar ideas éticas es como intentar verter un litro de agua en una taza de té. Nuestras pala­ bras sólo expresan hechos. «La ética, de ser algo, es sobrenatural», esto es, no tiene que ver con los significados y sentidos naturales. Ha­ blar éticamente es como decir que existe «la carretera absolutamente correcta», aquella que, «al verla, todo el mundo debería tomar por ne­ cesidad lógica, o avergonzarse de no hacerlo». Enunciando con más cuidado la noción de «bien absoluto» o «va­ lor absoluto», prosigue Wittgenstein:

Del mismo modo, el bien absoluto, si es un estado de cosas descriptible, se­ ría aquel que todo el mundo, independientemente de sus gustos e inclinacio­ nes, realizaría necesariamente o se sentiría culpable de no hacerlo. (CSE, p.38j: '

Concluye: En mi opinión, tal estado de cosas es una quimera. Ningún estado de co­ sas tiene, en sí, lo que me gustaría denominar el poder coactivo de un juez ab­ soluto. (CSE, íbid)

Si la noción de bien absoluto y valor absoluto es una quimera, se pregunta Wittgenstein, ¿en qué estamos pensando y qué tratamos de decir cuando usamos las expresiones «bien absoluto» y «valor absolu­ to»? Replica que al intentar aclararlo, es natural que recurra á casos en los que, sin duda, usaría esas expresiones. Hacerlo sería como invitar a la audiencia de una conferencia de psicología del placer a recordar, a modo de ilustración, situaciones típicas en las que siempre han senti­ do placer. Alguien podría elegir como ejemplo-tipo la sensación de pa­ sear en un soleado día estival. Así cuando Wittgenstein quiere centrar­ se en lo que entiende por valor ético o absoluto, siempre le viene a la cabeza un ejemplo determinado. Es su primer y principal ejemplo, su «experiencia» par excellence: el asombro ante la existencia del mundo, que también se menciona en los Notebooks y en el Tractatus. «Voy a describir esta experiencia de manera que les haga evocar experiencias idénticas o similares, a fin de poder disponer de una base común para nuestra investigación» (CSE, p. 38). En un capítulo posterior, discutiré con más detalle la naturaleza de ésta y otras experiencias similares en el contexto de lo místico. Aquí li­ mitaré mi atención a su relación con el valor absoluto, el bien absolu­ to y la ética. Por razones que se expondrán más adelante, no pueden ser descritas. Wittgenstein sólo puede referirse a ellas de manera que quienes también las hayan tenido puedan reconocer lo que está descri­ biendo. Además del asombro ante la existencia de algo, Wittgenstein men­ ciona otras dos experiencias: sentirse absolutamente seguro y sentirse absolutamente culpable; no relativamente seguro o culpable, sino ab­ solutamente. ¿Cómo pueden ser ejemplos de «experiencias» del valor absoluto o del bien absoluto? ¿Y en qué sentido son experiencias?

Asombrarse, sentirse seguro y sentirse culpable son experiencias. Mas, ¿cómo experimentar el bien absoluto o el valor absoluto? Digamos que «absoluto» es algo así como una característica o atributo que se añade a esas experiencias. Así es como son experiencias. Así, asombrarse de que exista algo es absoluto en el sentido de que no es como asombrarse de que el cielo sea azul cuando podría estar encapotado. Eso sería relativo. Lo que seria absoluto sería asombrarse de que baya cielo, esté despejado, encapotado o como sea. Asimismo, sentirse seguro frente a todo, y no sólo con respecto a incendios o te­ rremotos, al hambre o a los disturbios sociales, es sentirse absoluta­ mente seguro. Y sentirse culpable, no de esto o de aquello, sino sentir­ se esencialmente miserable y avergonzado de la propia existencia es sentirse absolutamente culpable. ¿Qué tiene que ver eso con la ética? La ética para Wittgenstein, como hemos visto, es la acción vista sub specie aetemitatis, fuera del mundo y su devenir; es ver el mundo como un todo. En una conversa­ ción en casa de Moritz Schlick en 1930, Wittgenstein repitió las ideas expresadas en su conferencia. Dijo: «Las cuestiones de hecho no me importan. Pero lo que quieren decir los hombres cuando dicen 'El mundo existe’ es algo que me llega al corazón». Friedrich Waismann le preguntó si la existencia del mundo estaba conectada con lo ético. Wittgenstein le contestó: Los hombres han intuido que hay una conexión, y la han expresado así: Dios Padre creó el mundo, el Hijo de Dios (o la Palabra que procede de Dios) es lo ético. Pensar en la naturaleza divina como dividida y al mismo tiempo única, indica que ahí hay una conexión.

No sabemos cuál fue la reacción de Waismann, Schlick y los de­ más asistentes ante esta respuesta. Que la gente tiene que poder esta­ blecer una conexión entre el asombro ante la existencia del mundo y Dios Padre que lo creó, va de suyo. Asimismo, que tiene que conec­ tarlo con Dios Hijo, la Palabra que procede del-Padre, y además se en­ cuentra, literalmente en San Juan: «Al principio ya existía la Palabra, la Palabra se dirigía a Dios y la Palabra era Dios... Mediante ella se hizo todo; sin ella no se hizo nada de lo hecho» (Juan 1.1 y 1.3). Pero, ¿cuál es la conexión entre la Palabra y lo ético? Hay varias conexiones que, de inmediato, acuden a la mente. La más obvia es la Palabra en­ camada, Jesucristo, la suprema revelación de la voluntad de Dios, y

por consiguiente de lo ético. Al crear el mundo a través de su hijo, la Palabra, Dios Padre reveló su voluntad, no en el mundo, sino median­ te él, a través de él y más allá de él. Después de todo, para Wittgens­ tein la vida ética, feliz, consiste en estar en armonía con el mundo como un todo y con su devenir, y por tanto, con la voluntad de Dios. Hay así un ascenso hacia Dios desde lo ético, a través del mundo, al Hijo y al Padre. Pero esto aún deja pendiente la última frase. Que la distinción en­ tre Padre e Hijo divide, en algún sentido, la naturaleza divina está bas­ tante daro. Pero, ¿qué decir de su apostilla «y al mismo tiempo úni­ ca»? ¿Cómo indica que hay una conexión entre la existenda d d mun­ do y lo ético? Pensar de nuevo en la naturaleza divina como una no puede ser sino pensar en d Dios único dd que d Padre y d Hijo son dos personas distintas. Sospecho, sin embargo, que Wittgenstein está pensando en algo más. Ese algo más indica la existenda de una cone­ xión entre la existenda d d mundo y lo ético. Podría no ser más que esto: dd mismo modo que d Padre y d Hijo son un mismo Dios (es decir, lo ético (d Hijo) y d creador dd mundo (d Padre) son uno y d mismo Dios), así también son uno d mundo y lo ético y, en este senti­ do, mutuamente interdependientes. Maravillarse ante la existencia dd mundo es adoptar una actitud ética hada d, y adoptar una actitud éti­ ca hacia d mundo supone maravillarse de su existenda. Sea cual sea d valor de esta exégesis, d pasaje deja daro que asom­ brarse de la existencia dd mundo no es un ejemplo d d valor absoluto d d que los valores éticos son otro ejemplo distinto. Asombrarse de la existencia d d mundo, si ese pasaje tiene algún sentido, tiene que ser un ejemplo de valor absoluto o ético, lo mismo que d sentimiento de invulnerabilidad frente a las miserias dd mundo o de indignidad a los ojos de Dios. Esto hace virtualmente indiscernible de la religión a la ética de Wittgenstein. Como veremos en d capítulo quinto, sobre Dios, tal parece ser d caso. Al final de su «Conferenda sobre ética» dice Wittgenstein: Mi único propósito... es arremeter contra los límites dd lenguaje. Éste arremeter contra las paredes de nuestra jaula es perfecta y absolutamente desesperanzado. ...Lo que dice la ética no añade nada, en ningún sentido, a nuestro conocimiento. Pero es un testimonio de una tendencia del espíritu hu­ mano que yo personalmente no puedo sino respetar profundamente y que por nada del mundo ridiculizaría. (CSE, p. 43; las cursivas son mías.)

En una reunión en casa de Schlick, el 11 de diciembre de 1930, se nos dice que Wittgenstein dijo: Al final de mi conferencia sobre ética hablé en primera persona. Creo que es algo esencial. Ahí no hay nada más que decir; todo lo que puedo hacer es seguir adelante como individuo y hablar en primera persona... ¿Arremeter contra los límites del lenguaje? El lenguaje, después de todo, no es una jaula. Todo lo que puedo decir es esto: no me burlo de esa tendencia del hom­ bre, me merece todo respeto. Y en este punto es esencial advertir que no es una descripción sociológica, aunque estoy hablando de mí mismo. (WWK, 117-18)

A partir de estas citas, queda daro que Wittgenstein (a) compartía la tendenda común a arremeter contra los límites dd lenguaje; (b) hace una confesión personal de lo anterior, y (c) lo considera como la forma fundamental de hablar de ética, puesto que las expresiones de valor absoluto en general, y las de la ética en particular, no son enundados de hecho ni observaciones sociológicas. Podría preguntarse por qué Wittgenstein no trata sodológicamente d valor absoluto, por qué no se limita a informar de una tendenda que descubre en sus semejan­ tes. Dejando a un lado los valores religiosos, es incuestionable que compartía con dios los valores éticos y estéticos. Pero parece haber una razón más profunda que esa. Para d, las observadones sodológicas y antropológicas pueden ser superfidales, limitarse a tomar nota de comportamientos y tratar de dar alguna explicadón de los mismos, con derta frecuenda en términos conceptuales insensibles e inapro­ piados. Para hablar dd valor absoluto hay que haberlo experimentado y entendido desde dentro, o si no lo procedente es callarse. (En un ca­ pítulo posterior se discutirá la posibilidad de la carenda de sentido moral o «ceguera ética».) Aunque lo que se diga d d valor y d bien absolutos no tiene (ni puede tener) la objetividad de un enundado de hecho, tampoco es subjetivo en d sentido de idiosincrático o excéntrico. Pese a que Witt­ genstein no puede describir sus experiencias de lo que considera valo­ res absolutos, puede apdar a quienes han tenido esas u otras experiendas similares. En esa medida, sus confesiones son objetivas (o inter­ subjetivas, si se prefiere).? Ha sido fuente de sorpresa y asombro en dertos medios que Witt­ genstein respetara profundamente, tuviera en alta estima, y no se bur­ lara o ridiculizara la tendenda de los seres humanos a arremeter con­

tía los límites del lenguaje al hablar de los valores absolutos de la éti­ ca, o induso de la creencia religiosa. Esta actitud es expresada con considerable vehemencia por Kai Nielsen:. Si realmente cree... que ese discurso es ininteligible, ¿por qué habríamos de sentir respeto por quienes... dan rienda suelta a esa tendencia del espíritu humano?... ¿Por qué fomentar un tipo de ideología que descansa en algo in­ coherente («que está más allá del lenguaje significativo»)? ¿Por qué, podría pensarse, estimular el infantilismo del hombre?8

La escueta respuesta a estas preguntas es que 'Wittgenstein confe­ saba compartir esas concepciones «infantiles», al menos por lo que hace a la ética. Además, como vimos en el capítulo anterior, las expre­ siones éticas no son ininteligibles o incoherentes en la descripción de Wittgenstein. No versan acerca de hechos; de eso podemos estar segu­ ros. Carecen de valor de verdad en sentido estricto, esto es, no pueden verificarse mediante contrastaciones empíricas, y, en ese sentido de ininteligible, son ininteligibles. Para entenderlas, hay que compartir una experiencia personal que no puede ser descrita como se describen la forma y características de un trozo de madera. Hay que destacar que al final de su conferencia, Wittgenstein ha­ bla de «arremeter contra las paredes de nuestra jaula», siendo esa jau­ la los límites del lenguaje. En la conversación, contada por Waismann, sin embargo, Wittgenstein dice que el lenguaje, después de todo, no es una jaula. ¿Qué importancia hay que dar a esta discrepancia? Aparte de la implausible posibilidad de que las notas de Waismann estuvieran equivocadas, uno puede decir (a) que Wittgenstein se contradijo, (b) que cambió de opinión en muy poco tiempo, o (c) que se equivocó. Por mi parte, prefiero rechazar todas esas sugerencias y confiar mi caso a la breve palabra alemana ja («de§pué$ de todo», «en realidad», y, por supuesto, «sí» —Die Sprnche istja kein Kafig). Como bien po­ dría haber dicho el mismo Wittgenstein, el lenguaje es en un sentido una jaula y en otro no. Como jaula delimita e impone límites a lo que puede decirse, Arremetemos contra esos límites cuando intentamos decir lo que no puede decirse del modo en que intentamos hacerlo. Pero en otro sentido no es una jaula: usándolo oblicuamente o. arreme­ 8 An Introduction to the Philosophy o f Religión (Introducción a la filosofía de la reli­ gión), p. 63.

tiendo contra él podemos trascenderlo y hacemos entender. Con todo no estamos «diciendo» nada, aunque nos estamos comunicando y po­ demos, por tanto, ser entendidos. En la misma reunión, en casa de Schlick en 1930, Wittgenstein dis­ cutió el libro de ética de Schlick que acababa de publicarse. Puede de­ cirse que esa discusión compendia las concepciones de Wittgenstein sobre el valor y la ética. En su libro, Schlick, distingue dos interpretaciones teológicas de la bondad moral. A una la denomina en la edición alemana «la más super­ ficial» (finchere), y según ella una acción es buena si es lo que Dios quie­ re. La otra interpretación, que califica de «más profunda», es que el bien es bueno por sí mismo y si Dios lo quiere es porque es bueno, y no al revés. Wittgenstein adoptó justamente el punto de vista opuesto: Creo que la primera interpretación es la más profunda: el bien es lo que Dios ordena, porque hace innecesaria cualquier explicación de «por qué» es bueno, mientras que la segunda interpretación es la superficial, la racionalista, que procede «como si» pudieran darse razones para lo que es bueno. La primera concepción dice claramente que la esencia del bien no tiene nada que ver con los hechos y por tanto no puede ser explicada mediante nin­ guna proposición. Si hubiera alguna proposición que expresara exactamente lo que pienso, sería la proposición «El bien es lo que Dios ordena». (WWK, p. 115)9

Es un debate de gran tradición en teología moral. Schlick enuncia la escueta antítesis de las dos concepciones, pero hay un argumento mucho más sutil que las reúne. La corriente de la opinión moderna fa­ vorece la concepción naturalista de Schlick, aunque acaso no a la con­ cepción que Wittgenstein criticaba. Hay, sin embargo, teólogos mora­ les que defienden esa concepción y se dan cuenta al mismo tiempo de que sí tienen que haber imperativos morales y si no han de estar aisla­ dos e injustificados, como sucede con el imperativo categórico de Kant, tienen que ser órdenes de un tipo u otro. Un mandamiento divi­ no parece un candidato tan bueno como d que más. Ese modo de ver la cuestión mitiga de algún modo la aparente ar­ 9 El libro de Schlick Frageti der Ethik se tradujo con el título de Problems in Ethics (Problemas de ética). En el último «más superficial» desaparece y «quizá más profun­ do» es sustituido por la afirmación precedente y más segura de sí misma (p. 11). Para los comentarios marginales de Wittgenstein sobre ésta y cuestiones relacionadas, cfr. las no­ tas al texto de McGuinness, pp. 79-81. '

bitrariedad de la concepción de Wittgeastein. No está obligado a de­ cir que cualquier cosa que Dios decida arbitrariamente que es buena es eo ipso buena, como si las acciones que consideramos malas pudie­ ran volverse buenas si El las ordenara. Por otra parte, está el caso de la exhortación de Dios a Abraham a que le sacrificara a Isaac, que des­ pués fue anulada. Esto, cuando menos, huele a arbitrariedad én cues­ tiones morales. Afortunadamente, no es preciso zanjar este asunto para captar lo que Wittgenstein intenta decir. Con independencia de si Dios podría ordenar u ordenaría sólo lo que nosotros considerásemos bueno y justo, hay una importante diferencia entre derivar mis nociones del bien y el mal de las órdenes y prohibiciones de Dios y derivarlas por otros medios. La segunda postura de Schlick es más superficial que la primera, según Wittgenstein, porque implica que podemos expli­ car por qué es moralmente buena una acción, con una explicación en términos de hechos y expresada por medio de proposiciones. La única proposición que Wittgenstein aceptaría — «El bien es lo que Dios ordena»— cierra el camino a cualquier explicación de por qué es buena una acción. La tesis central de la «Conferencia sobre ética» es que el valor absoluto o ético no tiene nada que ver con los hechos, y es inexpresable y carente de sentido, a diferencia del valor prácti­ co, relativo, y el bien trivial, que se refieren a hechos y pueden expre­ sarse mediante proposiciones. ¿Todas nuestras creencias y principios éticos se derivan de las órdenes y prohibiciones de Dios? Wittgens­ tein no está obligado a mantenerlo. Sólo está diciendo que si hubie­ ra que elegir entre decir que una acción es buena porque Dios lo manda y decir que se puede explicar la bondad de algunas acciones de algún otro modo, no cabría elegir más que la primera opción. Hay que señalar que está proponiendo una hipótesis cuando dice: «Si hu­ biera alguna proposición que expresara exactamente lo que pienso, sería la proposidón “El bien es lo que Dios ordena”» (las cursivas son mías). Wittgenstein hace unas cuantas observadones interesantes acerca dd valor, que en parte se desprenden de lo que hemos estado discu­ tiendo, lo mismo, desde luego, que de mucho de lo que se dijo en d capítulo precedente. Se refieren a las nodones de teoría y explicadón. Wittgenstein se pregunta: ¿Son los valores estados mentales o formas inherentes a algunos datos de la condenda? Y responde que rechaza­ ría cualquier respuesta, cualquier explicadón de lo que son los valores,

«y no porque la explicación fuera falsa, sino porque sería una explica­ ción». Lo mismo sucede con la teoría: Si se me contara algo que fuera una teoría, diría: «No, no me interesa». Aunque esa teoría fuera verdadera, no me interesaría. Para m í la teoría carece de valor. Una teoría no me da nada. (WWK, pp. 116-17)

Wittgenstein resume su actitud hacia la teoría ética diciendo: «Si sólo pudiera explicar lo ético mediante una teoría, entonces lo ético carecería por completo de valor.» En capítulos ulteriores, discutiré las ideas de Wittgenstein tanto sobre la enseñanza de la ética como sobre su enfoque personalista del discurso ético. Baste con decir ahora que, en ambos casos, se resienten de su descripción de lo ético como lo inexpresable. Se siguen lógica­ mente de esa noción. Lo inexpresable (es decir, lo que no se puede enunciar) no puede enseñarse como se enseña carpintería, gramática o incluso lógica. Sólo puede inculcarse mediante ejemplos. Esos ejem­ plos serán inevitablemente personales, pero pueden no ser subjetivos en sentido idiosincrático. Quien dé una opinión personal de lo que es bueno y lo que es malo, correcto o incorrecto, confiará e incluso espe­ rará que sus opiniones sean compartidas por otros, que otros puedan encontrar una base común aunque no sea fáctica, y, por ende, científi­ ca, como hubiera querido Schlick. La discusión de la ética de Schlick es de suma utilidad para enfo­ car las concepciones éticas de Wittgenstein. Desde su punto de vista, la ética en cuanto tal no tiene ante todo nada que ver con los hechos, con lo que es así, con lo que acontece en el mundo como tal. Trascien­ de el mundo de los hechos y los acontecimientos, de lo que es o no es el caso. Está fuera del mundo de los eventos y los acontecimientos. No puede, por ello, expresarse mediante proposiciones, ya que tratan de lo que puede ser y de lo que es o no es, en tantoque la ética trata de lo que tiene que ser. En esa medida es inexpresable. Al hacer juicios éti­ cos no se está enunciando lo que es el caso en el mundo, sino lo que tiene o no tiene que ser el caso. Ese «tener que» no es relativo ni con­ dicional. La ética no dice que si quieren conseguir Z tengas que hacer X o Y. Es un imperativo absoluto. Muestra (pero no enuncia), median­ te ejemplos, cómo tendría que comportarse en determinadas circuns-

tandas un ser humano. Sus afirmadones, lo mismo que las de un críti­ co de arte que emite su veredicto sobre una obra de arte, buscan d acuerdo general mediante esos ejemplos;, no obstante, se expresan como opiniones personales, aunque no individuales ni subjetivas. Son tales que pueden, y en opinión d d moralista, tendrían que ser general­ mente aceptadas. La aceptadón de principios morales no requiere de pruebas en ningún sentido estricto, tiene que ver con d acuerdo, la persuasión, con que la gente vea las cosas de un derto modo. Así es como entiendo la ética de Wittgenstein, que volveré a discu­ tir en d último capítulo. Pero antes continuaré mi exposidón presen­ tando algo que es de la máxima importancia para su nodón de ética: su nodón de la voluntad ética.

3. LA VOLUNTAD ÉTICA

En el capítulo precedente se planteó y se pospuso la cuestión del si se puede ser feliz (el estado moralmente bueno) viviendo en la miseria. Se pospuso para situarlo en el contexto del tratamiento wittgensteiniano de la voluntad ética, o, para ser más precisos, de la parte que desempeña la voluntad en los asuntos éticos y qué voluntad es la que interviene. Wittgenstein distingue entre la voluntad psicológica de la que somos conscientes al desear, decidir, negarnos a actuar y cosas pa­ recidas, y la voluntad metafísica (aunque no la llama así), la Voluntad, de la que no somos directamente conscientes: «De la voluntad como soporte de lo ético no cabe hablar. Y la voluntad como fenómeno sólo interesa a la psicología» (TLP 6.423). Pero primero! hemos de volver a la cuestión de ser feliz viviendo en la miseria física o psicológica. Wittgenstein hizo la siguiente anotación en sus Ñotebooks el 13 de agosto de 1916 (mientras estaba sirviendo en Galitzia y siendo conde­ corado por su valor en un regimiento de artillería): Supongamos que el hombre no pudiera ejercer su voluntad y tuviera que sufrir todas las miserias de estg mundo, ¿qué le haría entonces feliz?¿Cómo puede ser feliz el hombre si no puede rechazar la miseria de este mundo? Gracias a una vida de conocimiento.

La buena conciencia es la felicidad que preserva una vida de conocimiento. Una vida de conocimiento es una vida que es feliz pese a la miseria del mundo. La única vida feliz es la vida que puede renunciar a las comodidades del mundo. Para ella los gozos del mundo son otras tantas gracias del destino.

Estas observaciones se hacen eco de ideas que pueden encontrar­ se en las filosofías orientales y en la filosofía occidental desde Platón. Reiteran la noción ascética de que es posible superar la adversidad me­ diante el conocimiento. Wittgenstein, como suele hacer, no cita sus fuentes, pero aquí su ética está muy cerca de la de Schopenhauer e, in­ directamente, de la de Spinoza. Schopenhauer escribió, en E l mundo como voluntad y representación, del hombre moral, feliz: Ya nada puede alarmarle, nada puede excitarle, puesto que ha roto con los mil lazos de la voluntad que nos atan al mundo, y que bajo la forma de los ape­ titos —miedo, envidia, rabia— nos arrastran una y otra vez con constante dolor.

Spinoza dedica la mayoría de la Parte V de su Etica al mismo tema. Su propósito, como nos dice en Be intellectus emendatione (Tratado sobre la corrección del entendimiento) era descubrir si existía algo que pudiera manifestársele de tal manera que disfrutara de una «felicidad continua, suprema e interminable». La encontró en lo que denominó el tercer tipo de conocimiento («el amor intelectual a Dios») que nos lleva a comprender que cuanto^ sucede tenía que su­ ceder «determinado por una cadena infinita de causas a la existencia y a la acción» (Prop. vi). Para Spinoza, una vez que caemos en la cuen­ ta de que las vicisitudes de la vida ocurren con necesidad, de que no podemos influir en ellas, dejamos de temerlas, de enfurecemos o ape­ namos por ellas; así estamos felices y en paz. Es, en último término, una versión del estoicismo, aunque no es preciso retroceder tanto en el tiempo. Hay, sin embargo, una diferencia importante entre Spinoza y Schopenhauer. Spinoza afirma saber qué tipo de conocimiento nos hará felices. Es el conocimiento de la cadena —la cadena infinita— de causas que lleva a acciones y estados de cosas. En lo que está pensan­ do Schopenhauer no es tanto en el conocimiento como en una actitud mental hacia las vicisitudes de la vida. Podría, aunque no es necesario,

incluir la creencia de que cuanto sucede tenía que suceder en cual­ quier caso. Para Schopenhauer, y desde luego para Wittgenstein, en mi opinión, la «vida del conocimiento» no se refiere al conocimiento de que lo que sucede tenía que suceder, y por esa razón no tendría que perturbamos lo que suceda, permaneciendo así felices y contentos. Es una actitud de despego, renuncia y desafío tanto ante las miserias de la vida como ante sus alegrías y consuelos. Así como las miserias son inevitables, así también las alegrías y consuelos de la vida tienen que ser vistas como golpes de fortuna, como gracias o favores que recibi­ mos del destino. Esto parafrasea una anotación anterior, del 11 de ju­ mo de 1916 (NB, p. 73): No puedo dirigir los acontecimientos del mundo según mi voluntad; soy completamente impotente. Sólo puedo hacerme independiente del mundo —y así en cierto sentido dominarlo— en la medida en que renuncie a cualquier influencia en los acon­ tecimientos.

Ahora bien, aparte de la dificultad para actuar como Wittgenstein describe, ¿no está exagerando o abogando por alguna forma de fatalis­ mo? Sencillamente, no es verdad que no podamos evitar la miseria del mundo, que no podamos dirigir los acontecimientos del mundo y sea­ mos completamente impotentes. No sólo podemos, sino que lo hace­ mos continuamente. Sembramos para evitar el hambre, nos vestimos con ropas adecuadas para evitar mojamos, construimos casas para te­ ner refugio y calor. Por supuesto, casi nunca tenemos un control pleno de los acontecimientos del mundo. El exceso de lluvia, las heladas y la sequía pueden arruinar las cosechas, los terremotos pueden destruir nuestros hogares, podemos vemos envueltos en guerras y desórdenes públicos, y sufrir todas las enfermedades a las que la carne está expues­ ta. Pero aunque no tengamos control pleno de nuestro destino, tampo­ co estamos completamente indefensos. Si hubiera que tomar literal­ mente a Wittgenstein, la raza humana no habría sobrevivido. No pien­ so ni por un momento que Wittgenstein esté defendiendo el pesimismo •—aunque su concepción del mundo está teñida del pesi­ mismo de Schopenhauer-^- o el fatalismo, que llevan a la indolencia y la desesperación. Más bien, nos está previniendo en contra de una ac­ titud estúpida, egoísta y egotista frente al mundo, y lo está haciendo de manera dramática y retórica. Está proponiendo la actitud correcta tal y

como él la ve, el estado éticamente bueno, el estado de la persona feliz. A la vista del análisis de Wittgenstein de nuestras actitudes frente a las miserias del mundo y sus acontecimientos, lo malo, lo infeliz, po­ dría manifestarse de dos maneras distintas. Por una parte, hay quien vive sólo para las alegrías y distracciones de la vida, quien teme sus mi­ serias, y en especial la desgracia última de la muerte, y lucha por todos los medios para evitarlas. Dado que nunca puede evitarlas, es perpe­ tuamente infeliz y está perpetuamente frustrado. En el extremo opues­ to está quien se siente abrumado por las miserias del mundo, reales o imaginarias, predecibles o impredecibles —es difícil decir cuáles son peores— y como consecuencia es infeliz, metafísicamente si no psico­ lógicamente. Estos dos tipos de persona son dos caras de la misma moneda. Ambos están encerrados en la temporalidad, en los aconteci­ mientos del mundo y sus consecuencias para ellos. Uno está resentido por las miserias de la vida y considera como derechos propios las ale­ grías y distracciones de la vida, y no como golpes de buena suerte; el otro está tan preocupado con lo que le sucede y puede sucederle que su apego a los dones de la fortuna es débil y mirado con recelo. Pero la persona que considera como gracias y favores de la fortuna las co­ modidades y distracciones, y adopta una actitud de despego, renuncia e incluso siente desconfianza hacia las miserias y las comodidades y distracciones del mundo, y está preparada, al menos mentalmente, a privarse de las segundas si fuera necesario, será sin duda feliz, metafí­ sicamente feliz, es decir, en lo más hondo de su corazón. Se habrá libe­ rado de las contingencias, de los avatares. Vivirá en el eterno presente, sin temer la adversidad, la muerte, la decepción iii ninguna otra cosa. Si es posible vivir así es una cuestión empírica. Es más pertinente pre­ guntar si, para vivir moralmente, este grado de ascetismo, que raya lo monástico, e incluso, en opinión de algunos, lo heroicamente ascético, no hay que ser un fanático. En verdad, cabría preguntar si esto es éti­ ca tal y como suele entenderse. Antes de habérmelas con estas preguntas me gustaría detenerme en dos cuestiones más. La primera tiene que ver con lo que Wittgens­ tein llama el «estado de gracia». Aparece en el Tractatus 6.374 de un modo ligeramente distinto, aunque no desconectado de su uso en los Ñotebooks. El pasaje reza: Y aunque todo lo que deseamos sucediera, esto sólo sería, por así decirlo, una gracia del destino, dado que no hay conexión lógica alguna entre voluntad

y mundo capaz de garantizar tal cosa, ni nosotros mismos podríamos querer la hipotética conexión física. (TLP 6.374)

Esto recapitula lo que en los Notebooks se decía de las alegrías y distracciones del mundo como gracias y favores del destino. Podemos desear que ocurran y, en su sentido comente, «querer» que ocurran, pero no hay ninguna conexión lógica entre nuestra voluntad y su ocu­ rrencia. Uno puede esforzarse para que sucedan, trabajando duro o mediante prácticas retorcidas y oportunas. Pero —y Wittgenstein lo sabía mejor que nadie— la buena suerte escapa claramente al dominio de nuestra voluntad: haber nacido en una familia rica o aristocrática, gozar de las ventajas de una buena y prometedora educación, tener unos padres dotados, crecer en un medio ventajoso. Pero no se acaba aquí. Esas son ventajas superficiales. También está la buena suerte mo­ ral, reconocida por Aristóteles y Agustín, que se dieron cuenta de que la persona buena es aquella que ha tenido la suerte de no encontrarse en circunstancias moralmente desfavorables — «Pero por la gracia de Dios, ahí está John Bradford». Para Wittgenstein, el hombre de buena voluntad, el hombre feliz, es el que reconoce cuán afortunado ha sido al tener una vida cómoda. El segundo punto es más sombrío, pero se sigue de lo que estamos discutiendo. Tiene que ver con una de las obsesiones de Wittgenstein: el suicidio. Los Notebooks terminan dramáticamente con las llamati­ vas aserciones (NB, p. 91): Si el suicidio es permisible, todo es permisible. Si algo no es permisible entonces el suicidio no es permisible. Esto arroja alguna luz sobre la naturaleza de la ética. Porque entonces el suicidio es, por así decir, el pecado elemental. Y cuando alguien lo investiga, es como si investigara el vapor de mercurio para comprender la naturaleza del vapor.

¿Cómo puede ser así? En la concepción wittgensteiniana de la ética es perfectamente obvio y lógico. Pero podría alegarse que quien se quita la vida muestra no sólo valor, sino también desprecio y no miedo a la muerte. Dejando aparte a quienes se matan para no traicionar un secreto vital, para poner fin a un sufrimiento inútil y sin esperanza, o como resultado de desarreglos mentales, el suicidio, aunque puede re­ querir valor, no es desprecio a la muerte, sino lo contrario. Es una for­ ma extrema de miedo a la muerte: un intento de anticiparla y acelerar­

la. Es el ejemplo más neto de la frustración por no ser capaz de con­ trolar los acontecimientos del mundo, por no ser capaz de adaptarse a las miserias del mundo, por vivir en el tiempo y no en el eterno presen­ te. En realidad, por añadir una variante a la analogía química de Witt­ genstein, es la prueba del papel reactivo de la ética. En su concepción, la persona de buena voluntad, la persona feliz, es la que no recela de las miserias del mundo y está dispuesta a privarse de las comodidades del mundo, la que puede renunciar al mundo y, así, hacerse indepen­ diente de él. El suicida es su opuesto. Ha roto con la situación ética en­ tendida al modo de Wittgenstein Tras esta disgresión, volvamos a la cuestión: ¿Es esto ética tal y como suele y ha solido entenderse? El mismo Wittgenstein no estaba seguro. Empecemos por donde lo dejamos, el suicidio. Se pregunta: «¿O acaso el suicidio no es ni bueno ni malo?» (NB, p. 91). En la ano­ tación del 8 de julio de 1916 (NB, p. 74) escribe: «O soy feliz o no lo soy, eso es todo. Nadie puede decir que no hay ni bien ni mal». A lo largo de ese mes se plantea preguntas de todo tipo. Primero se pregun­ ta si uno puede querer el bien, querer el mal y no querer nada en ab­ soluto. Entonces se pregunta si no podría ser la persona feliz la que no quiere nada. Luego complica la cuestión preguntándose por desear a otros el bien o el mal o no desear nada en absoluto. Concluye que pa­ rece depender de cómo se desee. En medio de toda esta especulación Wittgenstein observa: «Aquí sigo cometiendo crasos errores. No hay duda» (NB, p. 78). No deja de sorprender, por tanto, que no haya nin­ guna mención de todo esto en el Tractatus. A la buena y mala voluntad se refiere sólo una vez (TLP 6.43). También hay que hacer notar que en los pasajes que acaban de citarse del Tractatus, Wittgenstein está ha­ blando de querer bien o mal más que de tener buena o mala voluntad. Aunque puede parecer un detalle, no carece de importancia. Si lo bue­ no es no desear nada a tu prójimo, ni bueno ni malo, lo que sorpren­ dentemente considera Wittgenstein «acorde con la noción general», desear el bien a tu prójimo podría ser un caso de mala voluntad. Lue­ 1 McGuinness (1988, p. 254) sugiere que la objeción de Wittgenstein al suicidio proviene de Schopenhauer, que rechazaba el suicidio como el acto supremo de autoafirmadón de la Voluntad, o como lo enuncia McGuinness en «The Mystidsm of the Tractatus» (El misticismo del Tractatus) (pp. 317-8): «Wittgenstein dice que el suicidio es el pecado elemental, y creo que su idea es que es la forma última de no-aceptación de lo que sucede». Moran dice que Wittgenstein «constituye la última desobediencia», la última burla a la autoridad (1973, p. 48).

go, una vez concedido que generalmente se asume que es malo desear la infelicidad de alguien, se pregunta si eso es correcto, si es peor que desear su felicidad. Esto, en los términos de Wittgenstein, no es tan extravagante como podría parecer. No está sugiriendo que sea mejor desear querer mal y desear la infelicidad del prójimo que querer lo me­ jor para él. Lo que parece preocupar a Wittgenstein es que al desearle algo, bueno o malo, se está tratando de influir en los acontecimientos del mundo. Lo hace explícito cuando se pregunta un poco antes: «¿Puede alguien desear y no ser infeliz si el deseo no es satisfecho? (Y esa posibilidad siempre existe)» (NB, p. 77)2. Es, así, coherente en sus ideas éticas. No es sorprendente, por consiguiente, que Wittgenstein pregunte si existen el bien y el mal morales, si el suicidio es bueno o malo. Para Wittgenstein la ética se ocupa de nuestra actitud hacía el mundo o ha­ cia la vida. Alguien es feliz o infeliz, está de acuerdo con el mundo o en estéril desacuerdo con él, o lo desafía y se mantiene distante, desde­ ñando sus comodidades y sin que le afecten espiritualmente sus mise­ rias o persigue inútilmente sus comodidades, tratando desespe­ radamente de someterlo a su voluntad para prevenir sus miserias, o está inmerso en la temporalidad o vive en la neutralidad del eterno presente3. No hay duda de que la descripción wittgensteiniana de la ética es minoritaria; entre sus compañeros filosóficos, probablemente se con­ taran los pitagóricos y con toda seguridad los neoplatónicos, los cíni2Anscombe traduce la pregunta así: «But can one want and yet not be unhappy if lie want does not attain fulfiknent?». Las palabras que usó Wittgenstein son wünschen y Wunsch, que normalmente significan, en su forma verbal y en su forma nominal, «wish, desire, longjng for, aspiring towards». «Want» es una traducción menos frecuen­ te {brauchen, willen y notig haben son más comunes). «Want» connota carencia o nece­ sidad (OED). Quizá eso esté contenido en lo que dice Wittgenstein, pero lo que quiere afirmar se expresa fácilmente usando «wishing». «Wishing» no comporta nada más, no más que «wanting»; pero «wish» puede referirse a cosas que no necesitamos, a diferen­ cia de «want». Un náufrago puede wish, (desear) una compañía femenina, pero lo que want (necesita) son alimentos y agua. (Por supuesto, want no excluye wish, también de­ sea alimentos y agua, y su deseo puede ser tan ineficaz para asegurárselos como su otro deseo.) 3Esto está muy influido de manera evidente por Schopenhauer, e.g. E l mundo como voluntady representación sec. 2. cfr. Black, p. 311. Sin embargo, mientras para Schopenhauer el mundo es mi voluntad, y es malo, para Wittgenstein mi voluntad se opone al mundo y es independiente de él: y el mundo es ajeno más que malo. En tanto que es, es bueno y mi felicidad depende de ser uno con éL

eos y Schopenhauer. Lo que está proponiendo no es tanto una teoría de la ética tal y como suele entenderse, como un análisis de un cierto modo de vivir que decide llamar ético. De hecho es un análisis de la vida ascética. Por tal no entiendo una vida de penurias, de ejercicios penitenciales como el ayuno y otras formas de mortificación, o de apartamiento del mundo, oculto en un monasterio o en la cueva de un eremita. Antes bien, se trata de una actitud hacia el mundo que podría describirse como un prerrequisito para cualquier forma de moralidad. De lo que Wittgenstein está hablando —aunque podría no estar de acuerdo— es de las condiciones necesarias, no para que algo sea ético, sino para que alguien se comporte éticamente. ¿Qué diferencia hay entre ambas cosas? Una diferencia es que al­ guien puede creer que sabe cuál es el modo correcto de comportarse en una circunstancia dada pero, por tener una actitud errónea hacia el mundo y sus acontecimientos, no seguirlo cuando se presenta la oca­ sión. Así alguien puede saber que es malo mentir y hacer trampas o que tiene la obligación de socorrer a quien se encuentre en peligro, y hacer lo primero sea por cobardía moral, sea por desear las comodida­ des de la vida (confiando en quedar impune), o dejar de hacer lo se­ gundo porque podría incomodarle. Si eso es ética o no quizá sea una cuestión de elección. Después de todo, ¿qué es la ética? Con una amplia comprensión de la ética, el análisis de Wittgenstein cae bajo ese concepto. Sus consideraciones son, bajo cualquier criterio, consideraciones éticas. Lo que choca es que tras las dudas de los Notebooks, condescienda a hablar del bien y el mal en el Tractatus. Dudo si considerarlo meta-ética. Ni en este mo­ mento, ni tampoco en el período posterior, se interesó Wittgenstein demasiado por lo que el hombre de la calle o los otros filósofos con­ sideraban que era la ética. Se ocupa poco de cuestiones concernientes a la obligación, la libertad y demás conceptos a los que dedican sus pensamientos la mayoría de los filósofos éticos. Su noción de la ética no es ni la bienaventuranza de Spinoza, basada en una adecuada comprensión de la naturaleza de las cosas, ni la autenticidad de Sar­ tre y otros, que insisten en que actuemos libremente, siempre que procedamos de buena fe. No obstante, la ética de Wittgenstein com­ parte los defectos de esas dos doctrinas éticas. Lo mismo que ellas — y lo mismo podría decirse de Kierkegaard— asume que la ética es siempre asunto de elección, disyuntiva: o eres feliz o eres infeliz, bie­ naventurado o esclavo de las pasiones, libre y auténtico o malévolo. Si

es así como lo ven Wittgenstein y los otros, mejor para ellos. Podrían replicar diciendo que eso es lo que significa comportarse moralmen-, te. Lo que sucede en la práctica es una cuestión empírica. Pero con eso no basta. Si alguien actúa bien o mal es una cuestión empírica, pero como dice el mismo Wittgenstein, si son buenos o malos no es una cuestión empírica. No basta —al menos no basta como descrip­ ción de la ética entendida del modo usual— con decir que los actos del hombre feliz son buenos y los del hombre infeliz malos. ¿No hay nada fuera de su actitud hacia el mundo que les haga buenos o ma­ los? Para hacer justicia a Wittgenstein hay que decir que habla de ética en términos más tradicionales cuando habla de premios y castigos. En TLP 6.422, habla de enunciar una ley ética de la forma «tú debes...». No es que ignore la ética tradicional, es que no le interesa porque bajo su punto de vista es un intento fallido de decir lo indecible. No creyó que fuera posible teorizar sobre la ética (como tampoco sobre la reli­ gión, la estética o la lógica), ni explicar proposición ética alguna. En el mejor de los casos, la ética sólo puede mostrarse mediante ejemplos. Si la otra persona no capta el significado del ejemplo, peor que peor. No se puede hacer más. Hablar no servirá de ayuda. Hasta ahora hemos estado discutiendo la actitud de nuestra volun­ tad hacia las visicitudes de la vida, de cómo sobreponemos o sucum­ bir a sus miserias, y, por otra parte, aceptar sus favores como gracias del destino y no como resultado de nuestra volición. Ahora tenemos que considerar, más en general, la descripción de Wittgenstein de la voluntad en relación a la ética. En TLP, 6.432, ha­ bla de la voluntad como «soporte de lo ético» y dice: «De la voluntad como soporte de lo ético no cabe hablar». Tanto Ogden y Kichards como Pears y McGuinness traducen «Trager» como «sujeto». Acepto esa traducción y en lo sucesivo me referiré a la voluntad como sujeto ético, entendido como la voluntad en tanto que soporte de lo ético. Como acabo de decir, de acuerdo con Wittgenstein ese sujeto no pue­ de ser conocido, sólo puede ser postulado. Sin embargo, es preferible al pensamiento (o, en términos schopenhauerianos, al sujeto de la re­ presentación, tan querido por Descartes), del que Wittgenstein dice que es inexistente: «El sujeto pensante, representante (vorstellende) no existe» (TLP 5.631). Esto recoge una observación de los Ñotebooks

(p. 80,5.8.16) en la que se dice que el sujeto representante o pensante es un mero engaño o ilusión (Wahn) 4. Pese a su interés, esta idea no nos concierne. Lo que nos concierne es el sujeto ético, la voluntad, el soporte de la ética. En los Notebooks (p. 80), continuando la observación antes citada, dice Wittgenstein: Si la voluntad no existiera, tampoco existiría ese centro del mundo al que llamo «yo», y que es el soporte de la ética. Lo que es bueno o malo es esencialmente el yo, no el mundo. El yo, el yo es lo que es profundamente misterioso.

No cabe duda de que el yo es profundamente misterioso, sea el yo metafísico, el yo ético o aun el yo empírico. Pero lo que está claro es que sólo la voluntad, el sujeto ético, puede ser la fuente del bien y el mal. El mundo es moralmente neutral. Es extraño que esto no encuen­ tre acomodo en el Tractatus. Hubiera hecho TLP 5.621-6332 y 6.423 más inteligibles. Unos pocos días antes, Wittgenstein había hecho unas anotaciones más notables. Dice que la religión, la ciencia y el arte surgen «única­ mente de la conciencia de la unicidad de mi vida» (p. 79,1.8.16). Pro­ sigue (2.8.16): Y esa conciencia es la propia vida. ¿Podría haber ética alguna si no hubiera otro ser vivo más que yo? Si se supone que la ética es algo fundamental, podría. Si estoy en lo cierto, para el juicio ético no es suficiente con que se dé un mundo. Luego el mundo por sí mismo no es ni bueno ni malo.

Pasando por alto la primera afirmación, que dice poco más que la única forma de vida digna de ese nombre es la vida consciente que puede generar religión, ciencia y arte, el resto extrae las consecuencias de la neutralidad moral del mundo. No basta con asentar la ética, la 4 De nuevo, aunque Wittgenstein extrae los ingredientes de sus ideas de Schopenhauer, no están diciendo lo mismo. Ambos están de acuerdo en que el sujeto que quie­ re y el sujeto pensante no pueden ser objetos del conocimiento, pero Wittgenstein va más allá y dice que el sujeto pensante es ilusorio. El único sujeto es el sujeto que quiere, pero es mi voluntad individual no la voluntad del mundo schopenhaueriana.

ética es más fundamental. La única afirmación controvertible es que la ética no requiere de la existencia dé n in g ún ser vivo fuera de mí mis­ mo. No es una idea que compartan muchos filósofos. La mayoría con­ cibe la ética como una relación entre seres racionales y, posiblemente, entre ellos y otros seres vivos. Para ellos la idea de una moralidad uni­ personal sería incomprensible. Sin embargo, dada su peculiar concep­ ción de la ética, para Wittgenstein es perfectamente consistente y lógi­ co. Siempre que haya un mundo con respecto al cual tener una acti­ tud, es suficiente. Pero volvamos a la neutralidad moral del mundo. Esta idea se elabora en la siguiente anotación. Porque ha de ser indiferente, en lo que concierne a la ética, si hay vida en el mundo o no. Y está daro que un mundo en el que no haya vida no es en sí mismo ni bueno ni malo, así que un mundo en el que haya vida tampoco será en sí mismo ni bueno ni malo.

Que la naturaleza inanimada no puede ser buena o mala, pese a las ideas animistas que sobreviven en metáforas como «mar cruel», «mon­ tañas traicioneras» u «orillas hospitalarias», es una proposición fácil de aceptar. Las virtudes o vicios morales que se atribuyen a la vegetación —«bosques invasores», «mala hierba tenaz», «lirios inocentes»— tam­ bién pueden desestimarse como animismo o uso metafórico. Con los animales las cosas no están tan claras, aunque sí lo bastante claras. Los animales hacen lo que hacen —cazar para comer, protegerse y proteger a sus crías, a menudo ayudarse mutuamente— por un impulso natural. Aunque su conducta puede describirse como virtuosa o viciosa, los tér­ minos se usan metafóricamente. A veces resulta difícil no describir así la conducta de los animales, como la matanza «gratuita» de un zorro en un gallinero, la «fidelidad» de los perros, o el «sádico» comportamientosde los gatos con los ratones, pero ninguna persona sensata diría que sean estrictamente actos buenos o malos. El mundo de lo inanimado e incluso el de los seres animados has­ ta el reino animal no es ni bueno ni malo. Pero, ¿qué sucede con el hombre, esa otra especie animal? Es un ser vivo y si a algo pueden atri­ buirse el bien y el mal, puede atribuirse a este tipo de seres. ¿Hay que decir que lo que Francisco.de Asís, Pedro Claver, la madre Teresa, José Stalin, Adolfo Hider e Idi Amín hicieron en el mundo no fue ni bue­ no ni malo? Wittgenstein diría que lo que hicieron en el mundo no fue ni bue­

no ni malo. Es lo que hicieron fuera de él, o, por usar sus palabras, en los «límites del mundo», lo que hizo buenas o malas a sus acciones. Por tal entiendo que quiere decir que en sí mismo —y subraya esto— distribuir bienes a los pobres, cuidarse de los esclavos en Cartagena y socorrer a los indigentes en Calcuta son meros eventos, ni buenos ni malos moralmente, lo mismo que fusilar a la gente, dejar que se mue­ ra de hambre, enviarla a morir en Siberia o en la cámara de gas, o tor­ turar y asesinar al propio pueblo tampoco es en sí mismo ni bueno ni malo. En una sociedad adecuadamente organizada, los pobres y los in­ digentes recibirían atención, no habría esclavos que cuidar, y podría no haber santos. A algunos les ocurre que son fusilados, exiliados, se les deja morir de hambre o se les fuerza a morir de hambre, son ejecu­ tados o torturados. En sí mismos esos eventos no son ni buenos ni ma­ los: son meros hechos, acontecimientos. ¿Qué es entonces lo que les hace buenos o malos? Según Wittgenstein es la actitud del sujeto de esas acciones. «El bien y el mal» dice «sólo aparecen por medio del sujeto. Y el su­ jeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo» (NB, p. 79). Es una observación interesante. No sólo aclara lo que quiere de­ cir Wittgenstein cuando dice que el bien y el mal no son parte del mundo, sino también la noción más bien oscura de fuera y límite del mundo, y de que la buena o mala voluntad altera únicamente los límites del mundo, no los hechos (TLP 6.43). El sujeto, como Witt­ genstein lo concibe, es más bien como un director que supervisa cuan­ to se hace pero, excepto supervisar, no hace nada. Todo puede atri­ buírsele y sin embargo, nada de lo que sucede, sea en una fábrica, un comercio, un teatro, un estudio cinematográfico'o una orquesta, tiene por qué haber sido hecho por él. No ha cambiado o producido perso­ nal y físicamente nada. Está fuera de la acción, como suele decirse, más allá de sus límites, y sin embargo, desde su ventajosa posición, puede alterarla totalmente, adoptar una política diferente, una con­ cepción diferente. La analogía no es perfecta, porque si un director puede por medio de su dirección conseguir que las cosas cambien, el sujeto de Wittgenstein no puede. Lo único que quiero ilustrar aquí es la separación del sujeto de cuanto sucede y por qué querría Wittgens­ tein esa separación. Otra cuestión. Habla d d sujeto como un límite dd mundo (eine Grenze), sugiriendo que hay otros límites, otros sujetos. Después de esto, al intentar designar al sujeto ético, Wittgenstein se vudve un poco desconcertante. Tras decir de manera schopenhaue-

riana que el mundo de la representación (ideas) no es bueno ni malo, sino que es el sujeto de la volición el que es bueno o malo, declara que es consciente de la total falta de claridad de estas proposiciones. Final­ mente dice que la esencia del sujeto está completamente velada y sin embargo se dedica a hablar de ella hasta casi el final de los Notebooks. Todas estas observaciones, por desandadas que puedan parecer y pese a su aparente carácter tentativo, son de hecho firmes y consistentes, como vamos a ver. Sin embargo, pronto sale con una anotación ligera­ mente sorprendente: Así como el sujeto no es parte del mundo sino un presupuesto de su exis­ tencia, así también el bien y el mal son predicados del sujeto y no propiedades que estén en el mundo. (NB, p. 79)

Que el bien y el mal no son propiedades (Eigenschaften) del mun­ do es algo claro en la filosofía ética de Wittgenstein, pero ¿qué decir del sujeto como presupuesto de la existencia del mundo? De esta afir­ mación puede darse cuenta fácilmente en términos wittgensteinianos. Puesto que la presencia de un ser consciente como el ser humano es una condición para la existencia del mundo entendido a la manera de Wittgenstein, el sujeto consciente es un presupuesto de la existencia del mundo. «Yo soy mi mundo» (TLP 5.63; cfr. TLP 5.641). Conver­ samente, «El yo hace su aparición en el mundo por ser el mundo mi mundo» (NB, p. 80,12.8.16). Todo eso se confirma en las anotaciones de los días 7, 11 y 12 de agosto de 1916 (NB, p. 80). Esto explica la falta de claridad de sus proposiciones sobre el sujeto volente y por qué está esencial y comple­ tamente velado. Dramático como siempre, sólo hace una anotación el 7.8.16: «El yo no es un objeto». Esto se desarrolla algo en las anotacio­ nes que siguen: Me enfrento objetivamente a cada objeto, pero no al yo. Así existe realmente una manera en la que puede y tiene que hablarse del yo en un sentido no-psicológico en filosofía. El yo hace su aparición en la filosofía por ser el mundo mi mundo.

Esto no se enuncia con tanto detenimiento en el Tractatus (5.641). Las escuetas afirmaciones de que el yo no es un objeto, de que el yo se enfrenta objetivamente a todo objeto salvo el yo mismo, se pierden. Pero hay una adición útil:

El yo filosófico no es el hombre, ni el cuerpo humano, ni el alma humana, de la que trata la psicología, sino el sujeto metafísico, el límite —no una par­ te— del mundo5.

El mensaje, sin embargo, es el mismo: el sujeto filosófico, metafísico, no puede ser observado como un hecho más en el mundo. Es como el ojo en el campo visual, que no es visible y cuya existencia no puede inferirse de nada que esté en el campo visual, lo que presumi­ blemente incluye espejos, lentes de cámaras y las propias gafas (TLP 5.633-6331; cfr. NB, p. 80,12.8.16). Aunque la analogía no sea perfec­ ta, es adecuada para lo que se pretende. El yo ético y metafísico no es parte del mundo, lo mismo que el ojo no es parte de su campo visual. (El oído podría ser una analogía mejor. ¿Quién, oyendo, ha oído a su oído oyendo?) Pero aunque esta analogía ayuda a clarificar lo que está diciendo Wittgenstein, deja por resolver algunos problemas. Si (a) nada en el mundo demuestra la existencia de un yo metafísi­ co como tampoco hay nada en el campo visual que demuestre la exis­ tencia del ojo, y (b) si el sujeto volente no puede influir en los aconte­ cimientos del mundo, ¿qué razón hay para creer que hay un sujeto me­ tafísico al que puedan atribuirse predicados éticos? La respuesta de Wittgenstein, ya mencionada, es simple y literal, si bien no comprensi­ ble de inmediato. Es que el «mundo es mi mundo» (TLP 5.641 y NB, p. 80, 12.8.16. Las cursivas sólo están en el segundo). Esto quiere de­ cir que en lo que me afecta sólo existe el mundo del que soy conscien­ te; tanto si puedo influir en él como si no, tanto si las cosas suceden sin más como si siguen un patrón rígido independiente de mí, es mi mun­ do y no hay otro. Pero yo, como sujeto metafísico, filosófico y ético, no soy parte de él. Soy, en cierto sentido, un espectador de algo pasajero. La fuerza del argumento de Wittgenstein es la siguiente. Hay prue­ bas materiales de la existencia de un yo psicológico, ya sea el hombre, ya el cuerpo humano, ya el alma humana (TLP 5.641), que puede in­ fluir de manera limitada en los acontecimientos del mundo. Wittgenstein imagina un libro titulado E l mundo tal como lo encontré (TLP 5.631), en el que se informa de qué partes de mi cuerpo obedecen a mi voluntad y cuáles no. Se trata de la voluntad psicológica. Pero las par­ tes sobre las que la voluntad psicológica no tiene influencia siguen 3 Traducción del autor, quien prefiere «I» a «self» y «boundary» a «limit» por razo­ nes que da en otros lugares, en contra de Pears y McGuinness.

siendo partes de mi mundo y yo soy el sujeto de ellas, aunque como su­ jeto no soy mencionado en el libro. El libro es «un método para aislar al sujeto o, más bien, para mostrar que en un sentido relevante no hay sujeto: de él solo, en efecto, no cabría tratar en este libro». No obstan­ te es mi mundo. Por tanto, tiene que haber algún sujeto7,algún yo dis­ tinto del yo psicológico, que esté conectado de algúif modo con el mundo que es su mundo. Esto, con todo, plantea tantos problemas como los que resuelve. En primer lugar, parece una forma de solipsismo. En segundo lugar, parece una manera muy pobre, si no totalmente ineficaz, de explicar los conceptos éticos. En tercer lugar, raya lo incomprensible cuando dice en TLP 5.631 «en un sentido relevante no hay sujeto» mientras en TLP 5.641 dice que existe realmente un sentido en el que puede ha­ blarse de un yo no-psicológico. En primer lugar, el solipsismo. Wittgenstein está dispuesto a admi­ tir que en cierta medida mi mundo es solipsista. En TLP 5.62, inme­ diatamente antes del pasaje que hemos estado discutiendo, dice: Esta observación ofrece la clave para resolver la cuestión de en qué medi­ da es el solipsismo una verdad. En rigor, lo que el solipsismo entiende es plenamente correcto, sólo que eso no se puede decir, sino que se muestra. Que el mundo es mi mundo se muestra en que los límites del lenguaje (del lenguaje que sólo yo entiendo) significan los límites de mi mundo.

Esto no puede ser cierto. No puede ser que el solipsismo sea «ple­ namente correcto» (ganz richtig) y que todo cuanto es erróneo es que no puede ser expresado en lenguaje proposicional, por medio de un enunciado de hecho o más. Lo que encierra de correcto es meramen­ te que para mí (a) el único mundo que existe es lo que podría conocer, tanto si lo conozco como si no lo conozco, y (b) que nunca podré co­ nocer plenamente (e incluso es difícil de imaginar) los mundos de otras personas, vivas o muertas. Quizá sea esto todo lo que Wittgens­ tein quiere decir. Esto es lo que muestra —y que he sido estúpido al tratar de enunciarlo. No obstante, se tome como se tome, no es solip­ sismo propiamente dicho —es decir, la creencia rio sólo de que nada prueba que exista algo distinto de uno mismo, sino de que tal es el caso. Berkeley y Leibniz escaparon del solipsismo por los pelos. Tuvieron que admitir que había áreas de su mundo, el mundo de-los espíritus individuales y las mónadas, sobre las que no tenían ningún control y

otras sobre las que sí lo tenían. Acertadamente concluyeron que aun­ que su mundo era suyo, no era sólo suyo para hacer lo que les plugiese. Aún más, no estaban solos en su propio mundo aunque fuese su propio mundo. Wittgenstein llegó a la misma conclusión por otro ca­ mino un poco diferente. Distinguió entre el sujeto metafísico, filosófi­ co (ético, estético, religioso) y el sujeto que actúa en el mundo o que fracasa al intentar influir en él, el sujeto empírico, el sujeto que contro­ la algunos de mis movimientos corporales, que es parte del mundo y objeto de estudio psicológico. Concluye: Aquí puede verse que el solipsismo, cuando se siguen estrictamente sus implicaciones, coincide con el realismo puro. El yo del solipsismo se reduce a un punto sin extensión, con el que está coordinada la realidad.

Si interpreto bien a Wittgenstein, su argumentación discurre como sigue. Si se sigue rigurosamente la noción de solipsismo, tiene que lle­ garse a la conclusión de que no eres parte de tu mundo. Tú no eres ob­ servable, salvo como agente empírico en la pequeña porción del mun­ do que observas. Pero ese no es el yo filosófico, metafísico, que no es parte de tu mundo de ningún modo. Por consiguiente, el «tú» solipsista se desvanece, como si dijéramos, y todo cuanto queda es el mun­ do. En otras palabras, realismo puro. Por supuesto, tienes una visión limitada y en ese sentido es tuya. Wittgenstein desarrolló esta idea en los Notebooks (NB, p. 82, 2.9.16): ¿Qué tiene que ver conmigo la historia? Mi mundo es el primero y el único. Quiero contar cómo encontré el mundo. Lo que otros en el mundo me han contado de él es una parte muy peque­ ña y casi desdeñable de mi experiencia del mundo. Yo tengo que juzgar el mundo, medir las cosas.

Esto no es solipsismo, es realismo. Un realismo con dos caras, por decirlo así. En primer lugar, admite la existencia de otros seres, cons­ cientes o no. En segundo lugar, admite el hecho indudable de que la mayor parte de nuestro mundo procede de nuestra experiencia y no de lo que se nos cuenta (verdadero o falso), aunque eso también for­ ma parte de nuestro mundo. Alguien que haya nacido en una tribu africana verá el mundo de manera muy diferente a la de alguien naci­

do y criado en el Bronx, y ambos lo verán de manera muy distinta a la de alguien nacido en una familia aristocrática en Italia. No se trata exactamente de que sus experiencias directas e inmediatas vayan a ser diferentes: todo cuanto saben del mundo, pasado y presente, será di­ ferente en mayor o menor medida. Todo eso configura su mundo. Uno de ellos podría llegar a figurar en el mundo de otro, aunque es poco plausible. Si lo hiciera podría aparecer de tal manera que resul­ tara irreconocible para el mismo, como puede suceder con el modo en que un negro aparece en el mundo de un afríkaner. Sin embargo, cada uno de ellos tiene un lugar en el mundo de los demás. Y el mundo de cada uno de ellos está cambiando continuamente con nuevas expe­ riencias, nuevo conocimiento y nuevas actitudes. Wittgenstein añade algunas observaciones más que merecen ser anotadas. Dice que su cuerpo y todos los demás cuerpos humanos son parte del mundo junto con otros cuerpos: animales, plantas y piedras. Resuenan ecos de Wordsworth: «Un sueño hizo mi impronta espiritual:/rodó en el curso diurno de la tierra,/con rocas, piedras y árbo­ les». No sólo eso. Ni mi cuerpo ni ningún otro cuerpo humano tiene un lugar preferente en el universo. Cualquiera que se dé cuenta de esto, verá a los seres humanos como «muy ingenuamente» similares entre sí y perteneciéndose unos a otros. Aunque es una concepción atractiva, en este contexto Wittgenstein está hablando del cuerpo hu­ mano, no del yo, sea empírico o metafísico. Es una distinción impor­ tante. Como cuerpo seré quemado o enterrado, del mismo modo que se dispone de un material de desecho; aún en vida ocupo un espacio, ejerzo presión y causo una obstrucción, como cualquier otro cuerpo. Ni el yo empírico ni muchos menos el yo filosófico y metafísico hacen ninguna de esas cosas. Wittgenstein continúa sus reflexiones sobre la relación entre los se­ res humanos y otros miembros de los reinos animado e inanimado (NB, pp. 84-5). Aunque sería encantador seguirle en su recorrido por esos verdes parajes, sólo citaré su última anotación, que resume todo lo que hemos estado discutiendo: Este es el camino que he recorrido: el idealismo singulariza al hombre como único en el mundo, el solipsismo sólo me singulariza a mí, y al final veo que también yo copertenezco al resto del mundo, y así nada queda fuera de un lado y en el otro, como único, el mundo. De este modo, el idealismo lleva al realismo si se piensa con rigor. (NB, p. 85)

Es obvio que se requiere una buena dosis de pensamiento riguro­ so para recorrer el camino del idealismo al realismo, puro o mitigado, a través del solipsismo. En primer lugar, parece como si en el idealis­ mo el ser humano fuera único pero separado del mundo. Pero, ¿qué tipo de idealismo es éste? ¿Berkeleyano, kantiano, fichteano, hegeliano, bradleyano? ¿Y cómo hemos de entender «único»: dentro de un género, como un género entre otros o como una clase con un único miembro? ¿Y qué es ese «mundo» del que está separado el ser huma­ no? Presumiblemente es el mundo fenoménico que está frente a no­ sotros, haya o no una sustancia tras él. Afortunadamente, Wittgens­ tein apartó al idealismo de su itinerario filosófico en el Tractatus (5.64). La ruta es ahora directa del solipsismo al realismo puro. Pero sería imperdonable no destacar el elegante equilibrio entre el carác­ ter único del ser humano en el idealismo y el carácter único del mun­ do en el realismo, con el solipsismo como fiel de la balanza, como si dijéramos. Además, « nada queda fuera» y «el mundo es único» re­ quieren alguna explicación. Mi explicación es la siguiente. Si hubiera que tomarse en serio el idealismo, y especialmente el solipsismo, poco quedaría fuera para formar el mundo. Yo sería el mundo, el yo. Pero si hay algo más, no sólo hiera de mí, sino también fuera de los demás seres humanos —si hay un «mundo fuera» y si el yo se reduce a un punto inextenso, entonces cuanto te rodea es el mundo (por tanto realismo) y el mundo es único en el sentido de ser todo lo que es. Habiendo salvado el obstáculo del solipsismo, nos acercamos a otro, a saber, si Wittgenstein está hablando de la ética tal y como sue­ le entenderse. La visión general es: (a) hay algunas acciones o formas de comportamiento que son buenas o malas, (b) en cuanto acciones buenas o malas son acontecimientos del mundo; es decir, hechos, o, si se prefiere, su bondad o maldad es un hecho, (c) esas acciones buenas o malas son voluntarias. Wittgenstein parece negar las tres cosas. Así que, una de dos, o está diciendo que son erróneas o no está hablando de ética tal y como suele entenderse, en cuyo caso puede estar acerta­ do o desacertado. Alguien que piensa que está «claramente equivoca­ do» es su albacea literaria, Elizabeth Anscombe. Su argumento es que «lo que sucede» incluye las acciones a las que pueden aplicarse los predicados «bueno» y «malo». Pero en el Tractatus Wittgenstein dice que sólo existe «la “voluntad” quimérica que no afecta a nada en el

mundo, sino que únicamente altera los “límites” del mundo»6. Anscombe reconoce que en los Notebooks "Wittgenstein «hizo considera­ ciones más razonables», aunque hizo un revoltijo de cosas, en su opi­ nión, hacia el final de la anotación (quizá la más difícil) del 4 de no­ viembre de 1916 (NB, pp. 86-8). Bajo su punto de vista enderezó la nave en las Investigaciones filosóficas, p. ej. IF, 644: «¿Su intención no estaba en lo que hice? ¿Qué justifica la vergüenza? Toda la historia del incidente.» Entraré a debatir con Anscombe dos cuestiones. Primera, que Wittgenstein estuviera claramente equivocado. Segunda, que rechaza­ ra sus consideraciones razonables. La cuestión de si sus tesis en las In­ vestigaciones son radicalmente diferentes de las del Tractatus y los No­ tebooks lo dejaré para más adelante. Examinemos primero esas «con­ sideraciones razonables» de los Notebooks. No las discutiré todas. Algunas son tradicionales, como que la voluntad tiene que tener un objeto y una idea que la guíen. No puede quererse en general. La cues­ tión es cómo funciona la voluntad —otro problema tradicional muy querido a los ocasionalistas. Es decir: (a) ¿Cómo sé que moví mi bra­ zo cuando decidí moverlo? ¿No fue meramente coincidente con mi decisión de moverlo? y (b) ¿Puede una decisión mía de mover el bra­ zo resultar necesariamente en su movimiento o siquiera accidentalmen­ te (como cuando se da un golpe a una máquina para que se ponga en marcha)? Esto es, ¿puede una decisión mía afectar en absoluto al mo­ vimiento de mi brazo? Aunque sean cuestiones fascinantes, hay que dejarlas en suspenso. Sospecho que Anscombe se estaba refiriendo a las, en mi opinión, anotaciones más tratables que comienzan (NB, p. 87): El acto de la voluntad no es la causa de la acción, sino la acción misma. No se puede querer sin actuar. Sí la voluntad tuviera que tener un objeto en el mundo, ese objeto podríá ser la acción perseguida misma.

Wittgenstein dice a continuación que la voluntad tiene que tener un objeto para tener un vínculo con el mundo. Esa es la diferencia en­ tre querer y desear. Un,deseo no encierra nada. Querer que algo ocu­ 6Anscombe, G. E. M., An Introiuction to Wittgenstein’s Tractatus (Una introduc­ ción al Tractatus de Wittgenstein), pp. 171-2.

rra sig n ifica llevarlo a cabo; mover mi brazo cuando quiero. Pero no puede quererlo todo. ¿Qué supone decir, se pregunta, «No puedo querer eso»? ¿Puedo entonces intentar querer cualquier cosa? Porque cuando se considera la volición parece como si una parte del uni­ verso me fuera más cercana que otra (que sería intolerable). Pero, por supuesto, es innegable que en un sentido coloquial hay cosas que hago y otras que no hago. De este modo, la voluntad no se enfrentaría al mundo como su igual, algo que ha de ser imposible.

No cabe duda de que es un pasaje chocante. Algunas partes están claras. Está claro que hacemos algunas cosas, pero no otras que po­ dríamos o no podríamos haber hecho. También está claro lo que quie­ re decir Wittgenstein con que las cosas que hacemos en el mundo pa­ recen más cercanas a nosotros que aquellas que no hacemos, que están fuera de nuestro control, y por consiguiente son en algún sentido más lejanas. Pero, ¿por qué tendría que ser esto intolerable? Es intolerable porque la voluntad ética no se ocupa de ésta o aquella parte del mun­ do, sino del mundo como un todo: queda fuera del mundo. Debe es­ tar enfrentada al mundo como un todo, como su igual. Por tanto, si es una voluntad ética, metafísica, filosófica y trascendental, es imposible que meramente quiera esto y no eso. Aquí puede ser útil una distinción, tradicional en teología moral, no sólo entre desear y querer, sino además entre querer y actuar. Como dice Wittgenstein, «El deseo precede al evento, la voluntad lo acom­ paña». El cumplimiento del deseo es fortuito. No acompaña al evento como lo hace la voluntad. El jugador que apuesta por un caballo desea que gane; el jockey que lo guía en cabeza en los metros finales quiere que gane. Pero podría haber querido que perdiera, faltándole fuerza o habilidad para frenarlo. Suponiendo la moralidad de las carreras de caballos y que es inmoral tratar de hacer que un caballo pierda, la filo­ sofía moral tradicional diría que el jockey que ganó la carrera a pesar de querer/intentar que su caballo perdiera estaba actuando inmoral­ mente. Ciertamente había acción en sentido físico por su parte: trata­ ba de mantenerlo atrás tan disimuladamente como podía. ¿Qué decir, sin embargo, de la persona que quiere e intenta matar a alguien a tiros, pero falla porque en el último minuto una furgoneta se interpone en­ tre ellos y cuando se va la pretendida víctima ya no está allí? No se ha producido ningún evento, pero el potencial asesino es tan culpable de

asesinato como si hubiera matado o herido a su pretendida víctima. Esto puede ayudar a ilustrar lo que está diciendo Wittgenstein. Admite que las acciones morales tienen lugar en el mundo: los jockeys intentan, y a menudo lo consiguen, frenar a sus caballos, los asesinos matan a la gente a tiros. Sin embargo, la bondad o maldad de sus accio­ nes no es un evento en el mundo. A menos que se mantenga que es im­ posible hacer el bien o el mal sin realizar alguna acción u ocasionar al­ gún evento o acontecimiento, hay que admitir que el bien y el mal no están en el evento, sí en la mente e intención del agente. Al menos para algunos eventos que pueden ser descritos, como matar, presuponen intención, pero no tienen por qué haber sido realizados o siquiera in­ tentados (p. ej., no disparar ningún tiro) para ser malas acciones. Ade­ más, aunque algunas acciones como sacar y apuntar una pistola pue­ den ser necesarias para establecer una aparente mala intención, no son subjetivamente necesarias. El mero llevar una pistola con intención de usarla es suficiente. Sin embargo, aun cuando la acción última no ten­ ga lugar, sí es necesaria alguna acción. Salir a la calle con intención de darle un tiro a alguien, pero sin arma alguna, sugeriría o despiste o au­ sencia de un genuino intento. El problema, sin embargo, es que, dado que el valor ético de una acción no es parte del evento mismo, que es neutro, ni bueno ni malo, pero con todo querido por mí, ¿cómo puede recibir su valor ético por estar fuera del mundo, concerniendo al mundo como un todo y cam­ biando el mundo en sus límites? De forma parecida a la objeción de Anscombe podría preguntarse: ¿Cómo puede un acto individual de voluntad —que tiene que serlo para ser un acto moral— ser al mis­ mo tiempo equivalente al mundo como un todo y cambiarlo como un todo de mejor a peor, de ser significativo a no serlo, o de ser bueno a ser malo? La respuesta de Wittgenstein es que la acción no es vista como una acción entre otras en un mundo de eventos, sino aislada, sub specie aetemitatis. Esto se considerará por extenso en el capítulo si­ guiente. Finalmente, está la cuestión del estatus del sujeto. Wittgenstein ha dicho que el sujeto pensante, representante, productor de ideas, no existe (TLP 5.631). Sin embargo, lo que introduce al yo en la filosofía es que el mundo es mi mundo (TLP 5.641). El yo también parece ope­ rar en partes del mundo en las que parece que yo actúo. En verdad, in­ cluso el mundo representacional está bajo mi control. Puedo cerrar los ojos o mover la cabeza o taparme los oídos o cogerme la nariz. Soy

consciente de que puedo hacerlo. Cuando lo hago seguramente soy consciente de mí mismo. Pero, ¿qué es ese yo del que soy consciente? No es nada, puesto que no puede ser descrito salvo en términos de lo que hace u observa. Pero, ¿cómo puede algo ser el sujeto al que son atribuibles bien y mal? Es precisamente porque no es nada, en el sen­ tido de nada en el mundo, por lo que puede. Es porque no es algo que pueda estar fuera del mundo y aún así relacionado con él. Pero se re­ laciona con él de varios modos: (a) como sujeto observante, (b) como sujeto que afecta al mundo y (c) como el sujeto que quiere con respec­ to al mundo como un todo. Sobre todo esto, más en el próximo capí­ tulo sobre la noción de lo místico de Wittgenstein.

4. LO MÍSTICO

En sus escritos publicados, Wittgenstein sólo usa cuatro veces el término «místico»: tres veces en el Tractatus y una en los Notebooks. En el Tractatus aparece en los siguientes pasajes: No cómo sea eTmundo es lo místico sino que sea. (TLP 6.44) El sentimiento del mundo como todo limitado es lo místico. (TLP 6.45) Lo inexpresable, ciertamente, existe. Se muestra, es lo místico. (TLP 6.522)

El término aparece en el Tractatus sin preparación, como si fuera una palabra familiar, como si fuera de esperar que todo el mundo su­ piera lo que quiere decir. De hecho es sumamente difícil entender qué significa o por qué decidió Wittgenstein usarla. Lingüísticamente, no presenta ningún problema. Das Mystiche no significa ni más ni menos que “lo místico”. Pero, ¿qué hay de místico en el hecho de que haya un mundo, de que sea, o de que sea un todo delimitado? ¿En qué sen­ tido se está usando la palabra? Difícilmente se está usando en su sentido tradicional, esto es, co­ nocimiento esotérico de y unión con Dios o con el Ser, Realidad Últi­ ma o Fundamento del Ser. Con todo, ese uso no puede descartarse sin más. La noción de lo místico está íntimamente ligada con la noción de Dios wittgensteiniana, que, pese a no ser ni tradicional ni ortodoxa,

contiene, como veremos en el capítulo siguiente, algunos elementos de la noción tradicional, tanto filosóficos como teológicos. El Oxford English Dictionary da dos acepciones principales de «místico»: Una corresponde a su acepción más restringida, tradicional y teológica. La otra es más amplia y más fácil de entender: «Espiritual­ mente alegórico; oculto, esotérico; de significado oculto; misterioso; misterioso y que inspira temor». Dejando a un lado lo espiritualmente alegórico, que se refiere a uno de los modos de interpretar las Escritu­ ras en la hermenéutica cristiana, y también lo oculto, esotérico y de sig­ nificado oculto, lo misterioso e inspirador de temor podría proporcio­ nar un punto de partida provechoso. Lo prometedor de este enfoque es confirmado por los Notebooks (NB, p. 86, 20.10.16), donde dice Wittgenstein: «La maravilla (Wunder) artística es que haya un mundo. Que exista lo que existe». Anscombe traduce este pasaje así: «Estéti­ camente, el milagro es que exista el mundo». Sin duda eso es lo que Wittgenstein quería decir, aunque no es precisamente lo que dijo. No puedo decir por qué no usó asthetische en vez de künstlerische, pero es la segunda la que usó. En cuanto a Wunder, puede significar milagro, pero parece demasiado dramático. No tiene por qué significar más que «asombroso», «sorprendente», «motivo de meditación y asom­ bro». Lo que está en todas sus acepciones es ese núcleo de asombro ante algo que no puede ser entendido totalmente. La importancia de este pasaje para una exégesis de TLP 6.44 ten­ dría que ser ya obvia. En ambos pasajes Wittgenstein se está refirien­ do a lo mismo: que el mundo es, que hay un mundo, que hay lo que hay. En el Tractatus a la experiencia de eso se le llama «lo místico»; en los Notebooks a esa misma experiencia se le llama «maravilla», «mila­ gro», «algo sorprendente», conectándolo prácticamente con el arte y la estética. Pero la interconexión entre todas esas líneas tendría que haber sido establecida ya. Sugeriría, por consiguiente, que, en primera instancia, se interpre­ te lo místico como maravilloso, extraordinario, inexplicable, sin poner más énfasis en ello. Lo que hace al mundo extraordinario y misterioso, y, por tanto, origina un sentimiento místico hacia él, es, en primer lugar, una cierta sospecha de que cuando todas las preguntas científicas han sido con­ testadas, aún queda una pregunta por responder: ¿Por qué es todo eso? Las teorías físicas, como úBigBang, la teoría cuántica, las teorías biológicas, como la de la hélice del ADN y la supervivencia darwinia-

na del mejor adaptado, las teorías psicológicas, como las de Freud, Jung y Piaget, pueden ir encaminadas de algún modo a explicar por qué el mundo es como es, o', en términos de Wittgenstein, cómo es el mundo, cómo llega a ser como es. Pero no explican por qué es, por qué es este mundo y no cualquier otro. Ésta no es una pregunta que pue­ da responder la ciencia y, por tanto, para Wittgenstein," tampoco una pregunta que pueda hacerse. Se dice de diversas maneras: La solución del enigma de la vida en el espado y en d tiempo reside fuera dd espado y d d tiempo. (No son problemas de la denda natural los que hay que resolver). (TLP 6.4312) Cómo sea d mundo es de todo punto indiferente para lo más alto. (TLP 6.432) Los hechos pertenecen todos sólo a la tarea, no a la soludón. (TLP 6.4321)1 Respecto a una respuesta que no puede expresarse, tampoco cabe la pre­ gunta. El enigma no existe. Si una pregunta puede siquiera formularse, también puede responderse. (TLP 6.5) Sentimos que aún cuando todas las posibles cuestiones científicas hayan redbido respuesta, nuestros problemas vitales todavía no se han rozado en lo más mínimo. Por supuesto que entonces ya no queda pregunta alguna; y esto es precisamente la respuesta. (TLP 6.52) La soludón dd problema de la vida se nota en la desaparidón de ese pro­ blema. (¿No es ésta la razón por la que personas que tras largas dudas llega­ ron a ver daro d sentido de la vida, no pudieran decir, entonces, en qué con­ sistía tal sentido?). (TLP 6.521)

Estas citas pueden verse reforzadas por otras de los Ñotebooks: La soludón al problema de la vida hay que verla en la desaparidón de ese problema. (NB, p. 74)

Y, sobre todo, por el cuarto uso de la palabra «místico»: 1 Traducción del autor: «The facts all contribute only to setting the problem, not to its solution». Pears y McGuinness traducen TLP 6.4321: «The facts all contribute to the setting of the problem, not to its solution». (Como puede comprobarse la traducción castellana de J. Muñoz e I. Reguera corresponde aquí a la de Barrett.) Ni esta anotación ni la frase «para lo más alto» de la anotación previa aparecen en el Proto-Tractatus.

El impulso hacia lo místico proviene de la insatisfacción de nuestros de­ seos por la ciencia. Sentimos que aun cuando todas las posibles cuestiones científicas hubieran recibido respuesta, nuestro problema no se habría rozado en lo más mínimo. Por supuesto que en ese caso, ya no quedaría pregunta al­ guna; y esa es la respuesta. (NB, p. 51)

Aunque esta anotación no es reproducida en toda su extensión en el Tractatus (6.52), remacha la cuestión. De todo esto emergen los siguientes puntos: 1 Lo místico, a diferencia de lo científico, no tiene nada que ver con preguntas y respuestas, con ejercicios de libro de texto. «¿Por qué hay un mundo?», «¿Cuál es el significado de la vida?» pueden parecer preguntas de libro de texto, pero no lo son. Y no son preguntas por­ que no tienen respuestas a la manera en que preguntas de libro de tex­ to como: «¿Cómo propagan los organismos su especie?», «¿Por qué se mueve el planeta Marte en una elipse?», sí la tienen. 2 Sin embargo, estas seudopreguntas son problemáticas en el sen­ tido de que tenemos un sentimiento de que cuando todos los proble­ mas científicos hayan sido respondidos, la pregunta más importante (o seudopregunta) no habrá sido respondida; a saber, «¿Por qué hay algo —una galaxia, una hélice ADN, un reino animal, una raza humana?», «¿Qué sentido tiene?», por no decir nada de «¿Qué propósito cum­ ple?». 3 Lo que resulta problemático en esto es que no puede resolverse como se resuelve un rompecabezas o se responde una pregunta. Uno tiene que ver que las cosas tienen que ser así, que el problema es un seudoproblema, que su «solución» es verlo así. 4 Esta no es una cuestión de razonamiento sino de sentimiento. El sentimiento tiene poco que ver aquí con la emoción. Tiene que ver con el presentimiento o la intuición. 5 La «solución» de este seudoproblema es su disolución, su des­ aparición, verlo como un seudoproblema. 6 Esto es la maravilla, el milagro, lo asombroso (das Wunder), la experiencia mística, entendida al modo de Wittgenstein. Lo místico es inexpresable, no puede ser dicho aunque puede ser mostrado. Hay, sin duda, cosas que no pueden expresarse con palabras. Se hacen manifiestas por sí mismas. Son lo místico (TLP 6.522) \ Esto no es más que la otra cara de la moneda. Si lo místico no es la respuesta de 2Prefiero mi propia traducción: «There is indeed, the unexpressible. This shows it-

una pregunta científica, entonces no puede expresarse en el lenguaje. Sólo los enunciados de hecho, según Wittgenstein, pueden ser expresa­ dos en el lenguaje, y los enunciados sobre lo místico no son enunciados de hecho, si es que realmente se les puede llamar «enunciados». Lo que Wittgenstein está diciendo puede ser paradójico, pero no es contradictorio. Esto queda claro en TLP 6.54. En TLP 6.53 Witt­ genstein está tratando de corregir una confusión acerca de la filosofía en general y de la metafísica en particular. La creencia general, o una creencia general y tradicional, es que la filosofía y/o la metafísica es una especie de superciencia, una ciencia generalizada que no trata de los fenómenos físicos, orgánicos, fisiológicos, psicológicos o sociales, sino del Ser, de lo que es, puede ser, tiene que ser y no puede ser. Witt­ genstein dice, como ya había dicho Kant antes que él, que no puede existir semejante ciencia. La ciencia trata de cuestiones empíricas, con­ tingentes y verificables. La metafísica no trata de cuestiones contin­ gentes, empíricas o verificables. Trata de lo que es absoluto y necesa­ rio. Pero el lenguaje no está preparado para enfrentarse con lo absolu­ to y lo necesario. Como dice Wittgenstein, en una proposición metafísica algunos signos carecen de significado. Como veremos en el capítulo siguiente, esto se le presentó a Wittgenstein como una revela­ ción. Pero no concluyó, como hizo Ramsey, que eso desarticulara a la metafísica. Únicamente, que su articulación es diferente de la de la enunciación de los hechos científicos y de sentido común. Pero si el lenguaje místico no se usa para hacer enunciados de he­ cho, ¿para qué se está usando? ¿Cómo muestra lo que no puede enun­ ciar o expresar? Lo hace como se describió en el capítulo uno. Sus proposiciones, o, más bien, oraciones, sirven como peldaños de una escalera que llevan al lector a «ver el mundo correctamente». Para en­ tender esas oraciones tiene que tener o haber tenido las experiencias descritas. Al hacerlo así aprehende lo que quiere decir el lector o escri­ tor y, al mismo tiempo, se da cuenta de cuán inadecuado es el lengua­ je para expresarlo. La siguiente pregunta es: ¿Todo lo que no puede ser expresado, sino únicamente mostrado, es místico? Me parece que la respuesta es que sí. ~ • self; it is the mystical.» (que corresponde a la traducción castellana de J. Muñoz e I. Re­ guera). Está más próxima a la de Ogden, pero sobre esta importante cuestión me aten­ go a la traducción aceptada.

Responder a esa pregunta en detalle sería innecesariamente tedio­ so. Todo lo que hay que decir es que hay un entramado de conceptos que ligan lo inexpresable que se muestra por. sí mismo a lo ético, lo re­ ligioso, lo estético y lo metafísico. El asombro por la existencia de algo, el ejemplo primero y explícito de lo místico, está directamente ligado a la ética y la estética, y por implicación a la experiencia religiosa. Todo eso pertenece a lo «más alto», todo eso supone ver el mundo como un todo limitado y sub specie aetemitatis. La metafísica es mística por la contigüidad de TLP 6.522 y TLP 6.53 y por diversas razones muy obvias. El único candidato restante al estatus de lo místico por ser inexpresable pero mostrarse a sí mismo es la estructura o forma de las proposiciones en un lenguaje, es decir, la lógica. Considerar una experiencia mística a la comprensión de la ló­ gica de un lenguaje puede parecer excesivo. Quizá lo sea. Desde luego no encaja con la noción tradicional de lo místico. Sin embargo, si Zeman tuviera razón y Dios fuera la forma general de la proposición, es­ taría en total concordancia con la noción tradicional: sería una expe­ riencia de Dios3. McGuinness ha argumentado hábilmente que la comprensión de la estructura lógica, que representa a la estructura de la realidad, sus posibilidades, lo que puede, no puede o tiene que ser el caso, es una experiencia mística. Dice que «no hay ninguna diferen­ cia entre “existe algo”, que es la experiencia presupuesta por la lógica, y “existe un mundo”, que es lo místico». Se está refiriendo a TLP 5.552, en donde dice Wittgenstein: La «experiencia» que necesitamos para comprender la lógica no es la de que algo se comporta de tal y tal modo, sino la de que algo es; pero esto justa­ mente no es ninguna experiencia. La lógica está antes de toda experiencia —de que algo es así. Está antes del cómo, no antes del qué.

Pero para que esta interpretación fuera válida, Wittgenstein ten­ dría que haber entendido por experiencia mística algo distinto de cualquier otro tipo de experiencia. Eso es precisamente lo que hace al decir que esto no es ninguna experiencia en el sentido usual, ninguna ■ 3 «Wittgenstein’s Philosophy of the Mystical» (La filosofía de lo místico de Witt­ genstein), pp. 359-75 de Copi, I. M. y Beard, R. W., Essays on Wittgenstein’s Tractatus (Ensayos sobre el Tractatus de Wittgenstein), Roudedge & Kegan Paul, Londres, 1966.

experiencia de algo (como viajar en tren a 150 kms/h o enamorarse): es el prerrequisito de cualquier experiencia normal. De ahí el entreco­ millado «experiencia». Pero si nuestra comprensión de la lógica es una «experiencia» mística y, además, común a cuantos tienen experiencias y usan el len­ guaje y sus proposiciones aún en «su forma no analizada», ¿en qué sentido es mística? Volveré sobre esta cuestión en una sección poste­ rior: Aquí he de contentarme con decir que es mística en la medida en que (a) es inexpresable, pero se muestra por sí misma, y (b) se refiere al «qué» y no al «cómo» de los hechos que constituyen el mundo. Para ilustrar lo que creo que piensa Wittgenstein, tomemos dos o tres expresiones lógicas básicas: p & p, p —» q, y p —» p. De la primera, de­ cimos que es imposible, de la segunda que si es verdadera, entonces dado p tiene que darse q, y de la tercera que es autoevidente, tautoló­ gica y redundante. ¿Cómo lo sabemos? ¿Y cómo podemos demostrar a quien dude de esas afirmaciones que son verdaderas? No podemos. No es como enseñar a un niño o a un gato que si pone su mano o su pata en un hornillo al rojo se quemará. Las expresiones lógicas de este tipo son condiciones de la demostración. Ellas mismas no admiten demostración. Hay que captar su verdad viéndolas funcionar, y ver, aun oscuramente, que si no son verdaderas, nada es verdadero. Esto, como ya he dicho, puede no sonar místico, pero desde luego suena a metafísica. Aunque lo anterior, y las restantes experiencias, pudiera ser des­ crito como «místico», ¿qué hay de místico en lo inexpresable? Hay varias ocasiones en las que nos encontramos sin palabras. Por ejem­ plo, uno no puede expresar su rabia, disgusto, amor apasionado, odio profundo o devoción plena, pero puede mostrarlo. ¿Son expe­ riencias místicas? Y sí no lo son, ¿por qué? No lo son y puede expli­ carse por el hecho de que lo místico tiene que ver con lo más eleva­ do, con ver el mundo como un todo limitado y sub specie aetemi. Las otras experiencias inexpresables mencionadas antes no son inexpre­ sables por esta razón, ni se muestran necesariamente en preferencias verbales. Es mejor tomar conjuntamente las ideas de que lo místico supone ver el mundo como un todo limitado y sub specie aetemi, puesto que ' se complementan mutuamente, como deja claro TLP 6.45: La visión del mundo sub specie aetemi es su visión como-todo-limitado.

El sentimiento del mundo como todo limitado es lo místico ■*.

Ya hemos discutido la noción wittgensteiniana del mundo como un todo limitado o acotado —simplificando, como «un todo». Aquí hemos de preguntar qué hay de místico en ella. Ver el mundo como un todo, como la totalidad de los hechos, de lo que puede ser el caso, es trascender los hechos individuales. Es místico al menos en el sentido de que experimentar el mundo de esta manera, si es una experiencia real, no encaja en ninguna otra categoría. Ciertamente, no puede ex­ presarse en proposiciones, puesto que representar figurativamente he­ chos, y la totalidad de los hechos o el mundo (o la realidad —cfr. TLP 2.063) no es un hecho acerca del mundo como tampoco el espacio es un objeto, y menos aún un objeto en el espacio, ni nuestro espacio vi­ sual es un objeto en él. Experimentar el mundo de esta manera es, en cierto sentido, trascender el espacio, aunque Wittgenstein no fuera ex­ plícito en este punto. Es mucho más explícito con respecto al tiempo. Contemplar algo sub specie aetemi es contemplar el mundo fuera de su contexto tempo­ ral. Es mirarlo en el eterno «ahora», y no como parte de una secuencia de eventos pasados y futuros, como ya se discutió en relación a la éti­ ca y la estética (TLP 6.4311, TLP 4.312, NB, pp. 74-5, 8.7.16, NB, p. 83, 7 y 8.7.16). Ahora bien, puesto que lo que percibimos son objetos de proposiciones existentes en el tiempo, que pertenecen a una se­ cuencia temporal, sólo podemos hacer enunciados temporales sobre ellos. No podemos hacer enunciados eternos. Hay, empero, un senti­ do en el que un enunciado como «Julio César cruzó el Rubicón en el año 49 a.C.» es eterno: es decir, siempre ha sido y'siempre será verda­ dero puesto que ese evento ocurrió, supuesto que así fuera. Pero es un sentido lato de «eterno». El evento ocurrió en el tiempo: fue un even­ to, fue temporal. Lo místico no se ocupa de lo «eterno» en este senti­ do. Expresiones como «fue», «será» o «es actualmente» no le son aplicables. Lo que se dice de ética, estética, metafísica, de Dios y de ló­ gica no está determinado temporalmente de ningún modo. En la me­ 4 Mi traducdóri cüfiere (aparte del estilo) en traducir begrenzten por «bounded» en vez de por «limited». La anotadón no aparece en el Proto-Tractatus, ni sub specie aeterni está subrayado (para destacar su importanda). Sin embargo, este pasaje ha de tomar­ se junto con NB, p. 83: «La manera normal de mirar a las cosas ve a los objetos como desde entre ellos, la visión sub specie aetemitatis desde fuera...»

dida en que esas proferendas sean inteligibles, tienen que ser lo que Wittgenstein llama “místico”: se muestran por sí mismas. Puede establecerse una interesante conexión entre d mundo como todo limitado y la contemplación sub specie aeterni. Son mutuamente dependientes. Es imposible contemplar d mundo sub specie aeterni sin verlo como un todo limitado, y uno no puede verlo como un todo limitado a menos que lo contemple sub specie aeterni. Tomar los even­ tos como un todo es verlos fuera d d tiempo, esto es, sub specie aeterni\ para verlos sub specie aeterni uno no puede mirarlos como parte de una secuencia temporal (cfr. Ñotebooks, p. 83,7.10.16) sino junto con d espado y d tiempo. Finalmente «místico», tal como Wittgenstein usa d término, des­ cribe un sentimiento o una experiencia (das Gefühl, die Erfahrung), pese a que en TLP 5.552 Wittgenstein dice que «no es ninguna experienda» y entrecomilla «experienda». McGuinness las llama «cuasiexperiencias»5. Sin embargo, a pesar de TLP 5.552, a lo largo de la Conferencia sobre ética Wittgenstein se refiere a ellas como experiendas — «una experiencia particular», «mi experienda par excellence», «experiencias idénticas o similares», «otra experienda» (todas, salvo la última, en la página 38) y así sucesivamente. Esto no tiene por qué contradecir lo dicho en TLP 5.552. Después de todo, estaba dando una conferencia pública en la que sutilezas como «cuasi-experienda», «experiencia» (moviendo los dedos para trazar unas comillas) o, pero aún, «experienda que no es ninguna experienda» habrían desconcer­ tado a su audienda y la hubieran distraído de lo realmente impor­ tante. Dudo mucho que quien haya tenido una experiencia mística -wittgensteiniana, tal y como han sido descritas antes, dijera que es algo idiosincráticamente subjetivo. No deja de ver lo que está ante d. No «ve» lo que no está ahí. Tampoco interpreta lo que hay de un modo que sea ininteligible o inaceptable para personas razonables, aunque a otros respectos pueda tener prejuidos. No todo d mundo puede com­ partir su «experiencia». Pero aunque alguien no comparta su expe­ rienda, y en esa medida no pueda entender d d todo de qué está ha­ blando, no puede decir que contradiga ningún dato sensorial o que lo 5 p. 311.

McGuinness «The Mystícism of the Tractatus», Philosophical Review, 15, 1966,

que dice es manifiestamente contrario a algún dato disponible del tipo que sea. En esta medida, si bien personal, no es subjetivo en el sentido en que he usado el término en el último párrafo.

¿Se trata entonces de una experiencia objetiva? Preguntarlo es presuponer que hay una dicotomía perfecta entre lo subjetivo y lo ob­ jetivo. Es como decir que lo que no es negro tiene que ser blanco. La experiencia mística tal y como Wittgenstein la entiende no puede ser descrita ni como objetiva ni como subjetiva. No es subjetiva por las ra­ zones ya apuntadas. No es objetiva en tanto que (a) con las posibles excepciones de la experiencia de los principios fundamentales de la ló­ gica y la metafísica, no es (puede no ser, no tiene por qué ser) una ex­ periencia universal, aunque es discutible, y (b) no hay controles inde­ pendientes para validarla. Si alguien dice que no ve nada problemáti­ co en el mundo, que no ve motivo de asombro en la existencia de algo, que no ve nada maravilloso o místico en ello, no hay ningún criterio in­ dependiente por el que pueda establecerse que está en lo cierto o se equivoca. En este sentido, la experiencia mística descrita al modo de Wittgenstein no es una experiencia de una realidad objetiva, tal y como suele entenderse el término. Tampoco es intersubjetiva en su acepción más estricta. Una experiencia intersubjetiva, de las que las más típicas son éticas y estéticas, contiene un elemento de universalidad, aunque no hay cri­ terios independientes que obliguen a aceptarla so pena de incoheren­ cia lógica o semántica. Así, aunque no hay incoherencia lógica en de­ cir que atracar a pensionistas de edad avanzada es una ocupación res­ petable o que Miguel Angel es un artista de escaso mérito, no cabe esperar que quien considere seriamente los argumentos y pruebas en favor de esas proposiciones (si es que son tales) se las vaya a tomar en serio. En una acepción estricta de prueba, no hay manera de probar que sean erróneas —no ha incurrido en ninguna blasfemia lógica o científica— pero atendiendo a los criterios aceptados, que no son fáci­ les de definir, lo que dice carece de sentido. No es irrazonable pensar que cualquier persona que piense correctamente tiene que rechazar esas dos proposiciones. Hay aquí cierta objetividad, cierto consenso orientado a una verdad. Ni siquiera se puede reclamar este grado de objetividad para la experiencia mística de Wittgenstein. Uno puede compadecer a quien no la tiene, pero no puede decir que se equivoque ni siquiera en el sentido en el que puede decir que considerar la obra de Miguel Ángel carente de valor es una equivocación.

¿Qué hay de «objetivo» en decir que hay algo problemático acer­ ca del mundo o que es un todo limitado? Si hubiera que usar esa pala­ bra confundente, podrían decirse dos cosas. Primera, la experiencia mística es extrovertida: mira al mundo fuera de mí, casi mi mundo, y no internamente a mí mismo. Segundo, es una experiencia, que puede ser compartida: otras personas pueden ver el mundo como un todo li­ mitado y asombrarse de que exista algo en absoluto. Pero, podría ob­ jetarse, también pueden compartirse experiencias de incomprensión y paranoia. La incomprensión, quizá. Pase lo que pase con la aritmética elemental, a la mayoría de la gente le desconciertan las matemáticas su­ periores y lo último en física cuántica y teoría del campo. Esta es una experiencia negativa compartida, carece de contenido. Sí piensa que hay una vasta conspiración mundial en su contra y yo pienso que hay una conspiración mundial en mi contra, hay una importante diferen­ cia entre las dos experiencias. Usted es uno de los que conspiran con­ tra mí. Puesto que yo sé que yo no estoy conspirando contra usted, tengo razones para dudar de su sinceridad. Quizá usted esté fingiendo ser paranoico para cogerme desprevenido. Usted puede pensarlo mis­ mo de mí y, en ese sentido, compartir mi experiencia de duda. Pero la diferencia importante aún subsiste. Mientras ambos sospechamos de toda la raza humana, yo sospecho de usted pero no de mí, y usted sos­ pecha de mí pero no, presumiblemente, de usted. En esa medida, no son experiencias compartidas, mientras que las experiencias de asom­ brarse ante la existencia de algo en absoluto sí pueden ser absoluta­ mente compartidas. En el Tractatus y en los Notebooks Wittgenstein se limita a un ejemplo explícito de lo místico: la visión del mundo como un todo li­ mitado y el maravillarse de que exista algo en absoluto. Digo un ejem­ plo explícito aunque parece que la aprensión de la estructura lógica de las proposiciones y, por ende, de la realidad —esto es, metafísica— también sería una experiencia mística. En su Conferencia sobre ética Wittgenstein da dos experiencias más y desarrolla el ejemplo «par excellence», es decir, Ja existencia de algo. Hay que insistir en que, para Wittgenstein, son ejemplos. Eso deja abierta la cuestión de si-no habría otros ejemplos, y la ulterior y más controvertida cuestión de si hay experiencias místicas en el senti­ do de Wittgenstein. Las dos experiencias adicionales son: la experiencia de «sentirse

absolutamente seguro» y la de «sentirse culpable». Volveré sobre ellas. Pero antes hay que decir algo sobre el contexto en el que aparecen y también sobre el material adicional de Wittgenstein sobre el ejemplo «par excellence». Del contexto ya se ha hablado detenidamente en el capítulo dos. Brevemente, lo que está diciendo Wittgenstein es que la ética se ocu­ pa del bien absoluto, no del bien relativo. Pero el bien absoluto no tie­ ne sentido —cuanto es bueno tiene que ser bueno para algo, es decir, relativamente bueno. Por tanto, la ética es un sinsentido. Sin embargo, lo que no tiene un sentido normal puede tener un sentido extraordina­ rio; lo que no puede ser dicho puede, quizá, ser mostrado: puede ma­ nifestarse por sí mismo. A esas manifestaciones puede calificárseles de «místicas», siguiendo la terminología del Tractatus y los Notebooks, aunque Wittgenstein no usa ese adjetivo en su conferencia. Para empezar con la experiencia del valor absoluto «par excellen­ ce», el «primer y principal ejemplo» (CSE, p. 38), Wittgenstein está es­ forzándose por mostrar que los enunciados de valor absoluto son sinsentidos porque suponen un abuso del lenguaje. Son intentos de decir lo que no se puede decir en el lenguaje. Tiene sentido asombrar­ se de que algo no sea como podría haber sido —un perro más grande de lo normal, una casa que aún permanece en pie, el cielo azul y no cu­ bierto. Pero no tiene sentido asombrarse de que «el cielo sea cual sea su apariencia», azul o cubierto. Sería tanto como asombrarse de una tautología: el cielo es azul o no es azul. Eso, dice Wittgenstein, es un sinsentido: «no tiene sentido afirmar que alguien se está asombrando de una tautología» (CSE, p. 40). Según Wittgenstein, para asombrarse de algo, en su acepción corriente, hay que poder concebir que fuera de otro modo: «Decir: “Me asombro de que tal y tal cosa sea como es” sólo tiene sentido si puedo imaginármelo no siendo como es». Pero asombrarse de una tautología es asombrarse de que algo sea lo que es: de que sea o no sea lo que es, como asombrarse de si va a llover o no va a llover. Es fácil ver que sería raro asombrarse de cualquier tamaño de pe­ rro, de un edificio que ha sido demolido, lo mismo que de uno que aún permanece en pie, de un cielo nuboso lo mismo que de un cielo azul. Pero, ¿por qué no habríamos de poder asombramos de la exis­ tencia de perros, grandes o pequeños, de la de casas, presentes o pasa­ das, del cielo, azul o no? Pudiera haber sucedido no sólo que no exis­ tieran perros, casas o el cielo, sino que no existiera o hubiera existido

nada en absoluto. Claro que no hubiera habido nadie para asombrar­ se, pero e^tío es la cuestión. La cuestión es que por el criterio de uso ordinario del propio Wittgenstein, sólo puedo asombrarme de que algo sea el caso si puedo imaginar que no fuera el caso. Mi pregunta es: ¿Acaso no puedo imaginar que nada fuera el caso, y si no puedo, por qué no? Si nunca hubiera existido nada, eso, curiosamente, sería el caso, aunque nunca podría ser enunciado. Pero no estoy seguro de que éste sea el sentido que da Wittgenstein a la frase «es el caso». Ser el caso pa­ rece significar para él ser así y así, y no de cualquier manera. Así uno puede asombrarse de que el cielo sea azul en vez de su habitual tono gris, o de una manada de elefantes vagando por Hyde Park, pero no de una manada de elefantes vagando por los bosques y llanuras de Africa o de la India. Presumiblemente, uno puede asombrarse por la reaparición del dodó, pero no por la aparición de crías de elefante en África. Bajo esta interpretación, que algo sea el caso o no, no tiene nada que ver con que exista o no exista, sino con cómo exista: es gran­ de o pequeño, permanece en pie o ha sido demolido, está despejado o cubierto. Bajo esta interpretación, por tanto, para que algo sea el caso o no, algo tiene que existir. Si nada existiera no tendría sentido hablar de «algo» siendo o no el caso. Esta interpretación tiene la ventaja de ser condicional. No compromete a Wittgenstein con la idea de que algo tiene que existir, de que la no-existencia es inimaginable, tanto en particular como en general. Por consiguiente, a fortiori, no le compro­ mete con la tesis de que lo que es tiene que ser. Lo que es podría haber sido de otro modo. Con lo que le compromete —y por eso pienso que es la interpretación correcta— es con la tesis de que, cuando hablamos de la posibilidad de que no hubiera nada en absoluto, estamos hablan­ do un lenguaje diferente del que hablamos cuando hablamos de la po­ sibilidad de que en veinte años no haya elefantes. Así, desde el punto de vista de Wittgenstein, el uso de «asombrar­ se» y «existencia» cuando hablamos del asombro de que algo exista, es un abuso del lenguaje y por tanto un sinsentido. . Lo mismo puede decirse del uso de la palabra «seguro» para ex­ presar la experiencia de sentirse absolutamente seguro. Normalmente, si estamos seguros, nada puede ocurrimos —estando bajo techo nor­ malmente no puede atropellamos un autobús. Si hubiéramos pasado la tos ferina, sería improbable recaer. Por otra parte, mientras estamos absolutamente seguros, pueden sucedemos todo tipo de cosas. Pero la

cuestión es que no afectan a nuestro equilibrio. Estamos más allá, por encima y fuera de las vicisitudes de la vida. Puede atropellamos un au­ tobús o recaer en la tos ferina, pero eso no afecta a nuestra mente y a nuestro espíritu. Una vez aceptado el hecho de que estamos sujetos a esas vicisitudes, estamos a salvo de ellas. En cierto sentido nos afec­ tan, pero en otro sentido no lo hacen ni pueden hacerlo. Los hemos aceptado como accidentes de la vida, así que no pueden ni sorpren­ demos ni herimos. Es una idea oriental que Wittgenstein tiene que ha­ ber bebido a través de Schopenhauer. Pero lo liga al asombro de que sea lo que es. Es meramente un paso más: del asombro a la aceptación o renuncia del interés personal. De lo que llama «una tercera experiencia», la de sentirse culpable, la de sentir la desaprobación de Dios, Wittgenstein no dice más que que es una experiencia «del mismo tipo» que las otras dos. Con eso su­ pongo que quiere decir que es una experiencia mística e inexpresable; cualquier intento de expresarlo es un sinsentido. Esto parece bastante obvio. Quien diga que es absolutamente culpable estará usando «cul­ pable» en un sentido extraño, sin lugar a dudas. La mayoría de noso­ tros ha sido culpable de pecados por acción u omisión de diversa gra­ vedad. Pero decir que estamos en un permanente estado de culpa sin ser culpables de nada en particular no tiene sentido. Sin embargo, los místicos, las personas religiosas de cualquier tipo, e incluso filósofos como Agustín, Tomás de Aquino, Pascal, Kierkegaard y Schopen­ hauer, dicen cosas de ese tipo y quieren decirlas. En cierto sentido es tan básico para la creencia ética y religiosa como el asombro de que exista algo o el sentimiento de seguridad absoluta. Puesto que Witt­ genstein no sugiere nunca cómo podría explicarse esa experiencia, se­ ría ocioso especular sobre lo que podría haber dicho. Lo que sí dijo es que era una experiencia del mismo tipo que las otras dos, así que no resultaría ocioso especular sobre qué tienen en común además de ser experiencias místicas. Me atrevo a sugerir que el sentimiento de culpa absoluta es el inverso del sentimiento de asombro. Es darse cuenta de que, en tanto que somos hechos, cosas y estados de cosas que configu­ ran el mundo y tenemos un «yo» psicológico, somos inadecuados: ese es nuestro estatus. Caemos en la cuenta de nuestro lugar en d esque­ ma de las cosas. Es más vergüenza que culpa, aunque tampoco es ver­ güenza del todo. Nadie tendría que avergonzarse de haber nacido po­ bre, lisiado, disminuido psíquico, católico, negro, portorriqueño .o ju­ dío, y aún menos culpable — ¿qué ha hecho mal? Tampoco tendría

que avergonzarse nadie ni sentirse culpable por estar sano, ser inteli­ gente, equilibrado, rico, protestante, o anglosajón (aunque algunos lo hacen). Pero si el sentimiento de culpa (preferiría «humildad» aunque «culpa» es más fuerte), tal y como creo que Wittgenstein usa el térmi­ no, es experimentado, si alguien se da cuenta de su propia insignifi­ cancia, sin tener complejo de inferioridad, entonces está teniendo una experiencia mística en el sentido de Wittgenstein6. La siguiente cuestión puede aclarar algo que quiere decir Witt­ genstein cuando afirma que lo místico puede mostrarse, pero no enunciarse por medio de una proposición. Dice un poco pomposa­ mente: Quiero convencerles ahora de que un característico mal uso de nuestro lenguaje subyace en todas las expresiones éticas y religiosas. Todas ellas pare­ cen, prima facie, ser sólo símiles. (CSE, p. 40)7

Así, creemos que palabras como «correcto», «bueno», «seguro», «existencia», «valor», «asombro» y «culpa» se están usando de mane­ ra parecida a su uso corriente, en lo que Wittgenstein llama su sentido relativo o trivial. La forma correcta de comportarse puede parecer si­ milar al camino correcto para ir a Granchester, un buen amigo similar a un buen futbolista. Que la vida de un hombre sea valiosa puede no ser lo mismo que que unas alhajas sean valiosas, pero parece haber al­ gún tipo de analogía entre los dos sentidos de «valioso». Todos los tér­ minos religiosos según Wittgenstein parecen usarse como símiles o alegóricamente: Cuando hablamos de Dios y de que lo ve todo, y cuando nos arrodillamos y le oramos, todos nuestros términos y acciones se asemejan a partes de una gran y compleja alegoría que le representa como un ser humano de enorme poder cuya gracia tratamos de ganamos. (CSE, p. 40) 6 Cfr. CV, p. 45: «La gente es religiosa hasta el extremo de creerse no tanto imperfec­ ta como enferma. Cualquier persona que sea medio decente se considerará sumamente imperfecta, pero una persona religiosa se considera miserable. 1 Cuando Wittgenstein habla de símiles, metáforas y alegorías como «abusos» del lenguaje, no emplea «abuso» como cuando hablamos de un despropósito lingüístico o de un uso agramatícal de las palabras como un abuso. «Otro uso», esto es, un uso dis­ tinto del usual y normal se acercada más a su uso, aunque no fuera de suyo un uso ex­ traño de las palabras.

Las tres experiencias que Wittgenstein describe también se tratan alegóricamente. La primera, cree, es exactamente aquello a lo que «la gente se refería (sic) cuando decía que Dios creó el mundo». El senti­ miento de seguridad absoluta ha sido descrito como el sentimiento de estar seguro en «manos de Dios». Y el sentimiento de culpa «era des­ crito con la frase: Dios condena nuestra conducta». «Así», concluye, «parece que en el lenguaje ético y religioso estamos usando símiles constantemente» (CSE, p. 41). Pero, ¿es así?, se pregunta, y responde: un símil debe ser un símil de algo. Y si puedo describir un hecho mediante un símil, también tengo que ser capaz de abandonarlo y describir los hechos sin su ayuda. (CSE, p. 41)

En el caso del lenguaje ético y religioso no hay hechos tras los sími­ les. «Así, aquello que, en un primer momento, pareció ser un símil, se manifiesta ahora un mero sinsentido» (CSE, p. 41). No estoy seguro de entender bien lo que entiende Wittgenstein por «símil». ¿El término se aplica también a las metáforas? Es una dis­ tinción importante. La mayoría de las metáforas son meros símiles como «como si» o «como» y posiblemente algo más, que queda sin ex­ presar. Así «Capitán “Tigre” Saunders» es equivalente a la más larga: «En la batalla, el capitán Saunders es tan feroz como un tigre». Tam­ bién podría llamársele «Saunders el Feroz». Entonces, ¿por qué usa­ mos metáforas? Presumiblemente para enfatizar la forma que adopta la ferocidad de Saunders y su modo de atacar, o para hacer más vivida su imagen. Como dice Wittgenstein, en este caso podemos eliminar la metáfora o el símil y describir el hecho —la ferocidad de Saunders en el combate— literalmente. Pero no todas las metáforas (o símiles, si se prefiere) son así. Como señaló Aristóteles, hay metáforas en las que el cuarto término de la comparación sólo puede conocerse por medio de la metáfora. Esa es la razón para usarla. No es A : B (la ferocidad es a Saunders):: C : D (como la ferocidad es al tigre), sino más bien A : B: C : X o incluso A : B :: Y : X, donde X e Y son sujetos y atributos que no pueden ser conocidos directamente. Entiendo que lo que Wittgenstein quiere decir con un «símil de algo» que puede describirse sin usar el símil es que A, B, C y D pue­ den conocerse directamente. El símil no es, entonces, más que un re­ curso retórico, otro modo de decir lo que puede decirse de un modo

más sobrio, menos imaginativo, como, por ejemplo, «isleta» en vez de «salvatontos». Los términos de valor se asemejan a los símiles para algo, pero lo que sea ese algo no puede describirse en otros términos. Ser moral­ mente bueno no es como ser gastronómicamente bueno (una buena comida) o bueno para algo (un cuchillo afilado) o bueno haciendo algo (jugar al tenis, cocinar, administrar). Un hombre bueno no es ne­ cesariamente bueno para algo o en algo. ¿Por qué usar entonces el tér­ mino «bueno»? Usamos la palabra porque tiene, en común con otros usos de «bueno», una connotación de aprobación. Aprobamos ciertas acciones, actitudes y modos de comportarse por sí mismos. Por qué lo hacemos así es algo que no puede enunciarse nunca con precisión, como sí puede hacerse con los bienes utilitarios, la bondad de las rea­ lizaciones e incluso la bondad de la gratificación. Puede darse una in­ terpretación utilitarista a la moral; de esa manera ser moralmente bue­ no puede parecer como ser bueno jugando al tenis, o una buena ac­ ción como aquella que tiene efectos beneficiosos, y que en eso consiste la bondad. Pero Wittgenstein no aceptaría nada de eso, como Kant y Schopenhauer antes que él. Lo mismo vale para las demás expresiones éticas y religiosas. Po­ demos decir de alguien que es como un padre para nosotros, y los de­ más nos entenderán. Kamil Ataturk fue el padre de la nación turca, George Washington fue el padre de la nación norteamericana, de Faraday podría decirse que fue el padre del motor eléctrico y de Fielding que lo fue de la novela. No sólo crearon un estado, un invento o una forma literaria, sino que también lo protegieron y alimentaron en sus primeros años, como hace un padre con sus hijos. Del mismo modo, podemos entender expresiones como «figura paterna», «padrazo» o «paternal» por las semejanzas entre el comportamiento de aquellos a quienes se aplican esos epítetos y el comportamiento, o el comporta­ miento atribuido, a los padres. Pero cuando hablamos de Dios como Padre no estamos asemejándolo a un padre terrenal. Más bien al con­ trario; San Pablo dice que toda paternidad viene de Dios. Por tanto, no es a Dios a quien hay que comparar con los padres, sino a los pa­ dres con Dios. Y ésta es la dificultad, por no dedr el absurdo, al que se refiere Wittgenstein. Cífando se dice que Ataturk o Washington fueron los padres de sus naciones, se tiene alguna idea de la paterni­ dad y de a qué respectos puede considerarse padres a esos caballeros. Pero puesto que no conocemos a Dios ni tenemos conocimiento di­

recto de él, no podemos saber a qué se parece la paternidad divina. Si fuera como la paternidad humana a algún respecto reconocible, sería un premio extra. Aún más, podemos estar seguros de que la paternidad de Dios, sea como sea, es tan distinta de la paternidad humana que casi priva de significado al término «Dios Padre». Podría describirse como un símil invertido. No es: «Dios es como un padre» sino más bien «un padre es como Dios», salvo que como no tenemos conocimiento directo de Dios, no sabemos a qué respectos un padre es como Dios. En otras pa­ labras, por decirlo abiertamente, no sabemos de qué estamos hablan­ do. Por consiguiente, como dice Wittgenstein, nuestras proferencias éticas, teológicas y pías carecen de sentido; lo que parecía ser un símil resulta no serlo después de todo, puesto que uno de los términos de comparación es desconocido. En su discusión de la metáfora, Aristóteles sugiere que nos propor­ ciona algún conocimiento, aunque sólo por analogía. Si. alguien me pregunta a qué saben los lichis, puedo contestarle que saben como huelen las rosas aunque más dulces. Yo ya sé a qué saben, pero él no y tiene que fiarse de lo que le diga. Con todo sabe algo sobre su sabor, aunque sea en su mayor parte negativo. Del mismo modo, cuando ha­ blamos de Dios como creador, o de estar absolutamente seguro en ma­ nos de Dios, o de incurrir en su cólera pese a no ser conscientes de ninguna ofensa, hay algún significado en lo que decimos. Pero no es lo que las palabras significan normalmente. Un creador no hace cosas como las hace un carpintero o un zapatero, estar absolutamente segu­ ro en manos de Dios no quiere decir que nada pueda herimos, ni in­ currir en la cólera de Dios quiere decir necesariamente que hayamos hecho algo malo. Sin embargo, la analogía puede darse en cada caso, aun cuando pueda ser imposible decir en dónde estriba la semejanza. A continuación Wittgenstein desarrolla su argumentación. Las tres experiencias que acaban de describirse, alega, tienen que ser hechos puesto que ocurren en un momento y lugar determinados, duran un cierto tiempo y son descriptibles. Pero si son hechos, no pueden, de acuerdo con la descripción de Wittgenstein, tener un valor absoluto, intrínseco, y decir que-lo tienen es un sinsentido. Aquí usa Wittgens­ tein «sinsentido» en su acepción usual, y no en su acepción especial, e incluso podríamos decir que mística. Para agudizar la paradoja, Witt­ genstein dice: «Es una paradoja que una experiencia, un hecho, pa­ rezca tener un valor sobrenatural» (CSE, p. 41).

Wittgenstein procede entonces a exponer una manera en la que se siente «tentado de resolver esta paradoja». A primera vista, puede pa­ recer circular, pero de hecho no lo es. Involucra la noción de lo mila­ groso. Wittgenstein define un milagro como «un acontecimiento de tal naturaleza que nunca hemos visto nada parecido a.él». Así es como solemos entenderlo. Da como ejemplo que a alguien del públi­ co le saliera una cabeza de león y empezara a rugir. ¿Qué haríamos entonces? Investigaríamos científicamente el caso. Pero «en el mo­ mento en el que miráramos las cosas así, todo lo milagroso habría de­ saparecido», a menos que por «milagro» entendamos lo que todavía no ha sido explicado por la ciencia. «La verdad es que el modo cien­ tífico de ver un hecho no es el de verlo como un milagro.» Wittgens­ tein pasa a decir: «Pueden ustedes imaginar el hecho que quieran y éste no será en sí milagroso en el sentido absoluto del término» (CSE, p. 42). Así hay un sentido absoluto y un sentido relativo de «milagro», del mismo modo que hay un sentido absoluto y un sentido relativo de «bueno». Si he entendido bien a Wittgenstein, para él un milagro en sí mis­ mo, en sentido absoluto, no es un hecho. Tampoco es algo extraño e inexplicable. No es un prodigio natural, como un hombre con dos ca­ bezas o una mujer que puede vivir sin comer, como, se dice, le sucedía a Catherine Emmerich, o un ciego que recupera la vista-. Esos son, en palabras de Jesús, meros «signos y prodigios». Pueden involucrar —tienen que hacerlo— hechos, pero la factualidad de esos hechos no tiene nada que ver con su carácter milagroso. Así, el hecho de conver­ tir el agua en vino no hace de él un milagro en sentido absoluto, como no es un milagro que el papel reactivo cambie su color del azul al rojo. A lo sumo son milagros relativos: prodigios para maravillar a los niños o para que investiguen los científicos. Es el modo de ver los hechos el que los hace milagrosos. Uno puede describir la experiencia (un he­ cho) de asombrarse ante la existencia del mundo (otro hecho) dicien­ do: «Es la experiencia de ver el mundo como un milagro». Pero ver el mundo como un milagro no es un hecho en ni acerca del mundo. Para quien no lo vea así, no tiene sentido decir: «Pero mire, ¿no puede ver que es un milagro?». No es como cuando se dice: «Mírelo bien, es ver­ de oscuro, no negro». Aunque Wittgenstein dice poco de los milagros fuera de usar la palabra Wunder en conexión con la estética y en este pasaje de la con­ ferencia, está claro que para él lo milagroso y lo místico gozaban del

mismo estatus lógico o gramatical8. No está claro si eran para él sinó­ nimos. Cuesta ver cómo la experiencia de sentirse culpable a los ojos de Dios, sin ser consciente de haber cometido, o siquiera considerado, ningún acto reprobable, podría ser un milagro en el sentido usual de la palabra. Están, sin embargo, los notorios, en el sentido de bien co­ nocidos, casos de «conversión en el lecho de muerte», cuando alguien ante la proximidad de la muerte ve su vida de una manera totalmente distinta, ve los actos de comisión y omisión o simplemente un modo de vivir, que hasta entonces eran meros hechos de la vida, bajo una luz nueva: como pecaminosos. No estoy diciendo que fuera esto lo que Wittgenstein quería decir. Quería decir algo más profundo, menos in­ teligible y más próximo a lo que los teólogos, místicos y santos han di­ cho sobre el particular. Pero podría calificárselo, con un poco de es­ fuerzo, de milagroso en su sentido corriente. Antes de dejar el tema de los milagros, hay que añadir algunas ob­ servaciones más. Wittgenstein parece haber llegado al meollo de la no­ ción de milagro. Su descripción es invulnerable a los ataques de Hume a los milagros. Hume asumió que según la creencia popular y teológi­ ca, lo que convierte a algo en milagro es que contradiga las leyes de la naturaleza. Eso, según Hume, es absurdo. Su creencia en las leyes de la naturaleza le llevó a considerar más probable que los acontecimien­ tos llamados «milagrosos» no hubieran sucedido, o que hubieran sido mal descritos, o, si sucedieron y fueron precisamente descritos, reda­ men expücadones naturales, es decir, científicas, y no sobrenaturales. Wittgenstein simplemente lo evita. Para él lo milagroso puede ser por sí mismo perfectamente corriente, cotidiano y natural. Lo que lo con­ vierte en milagroso no tiene nada que ver con cómo es en sí mismo sino con el modo en que lo miremos. Sobre esto dice más cosas en sus conferencias sobre la creenda religiosa y en ulteriores observadones que consideraremos en los capítulos nueve y diez. Wittgenstein sugiere una posible soludón a la paradoja de los mi­ lagros y las experiendas místicas. Sugiere que el problema puede re­ solverse diciendo que no expresamos lo milagroso o místico en o por medio del lenguaje, sino por la existencia del propio lenguaje. Pero ad­ vierte que esto no vale. Aun cuando lo milagroso y lo místico se expre­ sasen por la existenda del propio lenguaje (sea lo que sea lo que esto quiere decir), no es sino otro modo de decir que lo milagroso y lo mís­ 8Cfr. capítulos dos y ocho, y CV, p. 56.

tico son inexpresables: «todo lo que decimos sobre lo absolutamente milagroso sigue careciendo de sentido» (CSE, p. 42). Wittgenstein también objeta que su solución no da cuenta de nuestra consciencia de «este milagro en algunas ocasiones pero no en otras». Supongo que quiere decir que si el lenguaje en sí mismo fuera una expresión de lo milagroso y místico, seríamos conscientes del milagro déla existencia del mundo en todo momento, en todas nuestras horas de vigilia y pen­ samiento. Puesto que es una solución ■wittgensteiniana que él mismo rechaza, y en mi opinión acertadamente, no es necesario extenderse sobre ella. Lo que es más interesante es el modo en que trata una posible réplica a objeciones a sus propias sugerencias. Merece ser citado en toda su extensión: A muchos de ustedes la respuesta les parecerá clara. Dirán: bien, si ciertas experiencias nos incitan constantemente a atribuirles una cualidad que deno­ minamos importancia o valor absoluto o ético, esto sólo muestra que a lo que nos referimos con tales palabras no es un sinsentido. Después de todo, a lo que nos referimos al decir que un experiencia tiene un valor absoluto es simple­ mente a un hecho como cualquier otro y todo se reduce a esto: todavía no he­ mos dado con el análisis lógico correcto de lo que queremos decir con nues­ tras expresiones éticas y religiosas. (CSE, pp. 42-3)

En el capítulo uno discutimos la respuesta de Wittgenstein a esta objeción: a saber, que las expresiones de valor absoluto, de lo milagro­ so y de lo místico, son sinsentidos porque aún no se ha encontrado una manera de expresarlas satisfactoriamente. Ninguna expresión puede expresarlas, puesto que decir de una experiencia que es mística o que es un milagro es tratar de ir más allá de los límites del lenguaje, de de­ cir lo indecible. Por su misma esencia, un lenguaje así carece de senti­ do, en su acepción wittgensteiniana. Finalmente, pasemos a la aplicación de la noción de lo místico a la ética y la creencia religiosa. La creencia religiosa sólo es mencionada brevemente en la «Conferencia sobre ética», y no lo es en absoluto ni en el Tractatus ni en los Ñotebooks, fuera de lo que se dice de Dios, de lo que nos ocuparemos en el capítulo siguiente. Pero se puede asumir correctamente que lo que en el Tractatus, y por ende en los Ñotebooks, se dice, se refiere tanto a la creencia religiosa como a la ética, puesto que son claramente emparejadas en el párrafo final de la conferencia: «Mi único propósito —y creo que el de todos aquellos que han trata­

do alguna vez de escribir o hablar de ética o religión— es arremeter contra los límites del lenguaje» (CSE, p. 43). En el Tractatus no hay ninguna mención específica de la ética en conexión con lo místico. Pero hay puentes.' La ética trata del valor; no son posibles proposiciones de ética, puesto que las proposiciones no expresan nada «más alto» (TLP 6.42); lo más alto no tiene que ver con cómo sean las cosas en el mundo (TLP 6.432); el valor queda fuera del mundo (TLP 6.41); lo místico no es cómo son las cosas, sino que existe el mundo (TLP 6.44). Por tanto, ética=valor=lo más alto=fuera del mundo=no cómo sino que el mundo existe=lo místico. Todo esto se hace explícito en los Notebooks y en la conferencia. Pero entonces, ¿por qué no fue más explícito Wittgenstein en el Trac­ tatus? Quizá pensó que cualquiera que compartiera sus ideas podría hacer las conexiones por sí mismo y que sería insultante hacerlas por él. Los demás podrían arreglárselas solos. Afortunadamente, tene­ mos los Notebooks y la conferencia para guiamos en nuestras divaga­ ciones. En los Notebooks, aunque no hay ninguna mención de lo místico como tal, hay una mención de la visión sub specie aetemitatis (NB, p. 83, 7.10.16). Estas anotaciones tienen como objeto principal el arte y la estética, aunque hay una anotación que conecta arte y ética: La obra de arte es el objeto visto sub specie aetemitatis, y la vida buena es el mundo visto sub specie aetemitatis. Esta es la conexión entre arte y ética.

Podemos asumir razonablemente que lo que sigue se aplica por igual a la ética y a la estética. El modo usual de considerar (las cosas) ve los objetos desde dentro de su medio; la consideración sub specie aetemitatis es externa. Así tienen el mundo en su totalidad como trasfondo. ¿Es algo así como: el objeto es visto con el espacio y el tiempo en vez de en el espacio y el tiempo? (Traducción del autor.)

En la siguiente anotación (NB, p. 83,8.10.16) Wittgenstein proce­ de a comparar la contemplación de una estufa entre los objetos de una habitación con su contemplación como estufa. En el segundo caso, se convierte en mi mundo y cualquier otra cosa se desvanece momentá­ neamente en la insignificancia. Concluye:

Porque puede entenderse la mera percepción presente exactamente como una insignificante imagen momentánea en la totalidad del mundo temporal, pero también como el verdadero mundo tras las sombras.

Caer en la cuenta de su insignificancia, de su falta de significado, de su temporalidad, de su fugacidad y darle significación, es verlo es­ téticamente como un objeto de suyo, fuera del espacio y el tiempo, con la totalidad del espacio y del tiempo como un mero trasfondo, una mera sombra. (Es el síndrome de la Oda a una urna griega-. «No puede marchitarse, aunque tú no tengas esa felicidad/¡Siempre la amarás y ella será dorada!».) ¿Qué tiene que ver esto con la ética? Todo. Usted puede darle dine­ ro a alguien para ayudarle, para comprar su voto, para sobornarle,para recompensarle por algún favor; porque siente lástima por él, o para que le compre un paquete de cigarrillos. En ningún caso son mo­ tivos necesariamente malos. Pero, ¿son moralmente buenos? Y. si lo son, ¿por qué? Como acciones son, como cualesquiera otras, hechos sobre el mundo, hechos físicos —tenderle el dinero— y psicológicos —irritación, ambición, astucia, generosidad, compasión o pragmatis­ mo. En cuanto tales, carecen de significación, de significado, tal y como lo entiende Wittgenstein. Desde luego, si está en lo cierto no son más que eso: hechos sobre el mundo. Así que, ¿por dónde se cuela la ética? Se cuela por donde siempre. Tomás de Áquino creía que todo acto que no sea malo es, por trivial que sea, un acto moralmente bue­ no. Scoto y sus seguidores mantuvieron que había actos buenos, ma­ los y moralmente neutrales. Limpiarse las gafas parece un buen ejem­ plo de acto moralmente neutral, sobre todo si se realiza en la intimidad del propio estudio, aunque puede tener tenues connotaciones morales de proceder a conciencia, disciplina y seriedad, en cuanto opuestas a negligencia, pereza, desaliño, falta de disciplina personal y descuido de la higiene personal. En cualquier caso, ¿qué lo convierte en moral? Los utilitaristas dirían que el factor determinante son las consecuen­ cias de la acción, y en algunos casos pueden-tener razón. Si no me preocupo de tener limpias las gafas cuando corrijo exámenes, puedo estar cometiendo una injusticia con los examinados. ¿Es esto todo lo que hay? ¿Por qué tendría que limpiarme las gafas o incluso usar una lupa para leer los manuscritos enrevesados y así ser ecuánime con un estudiante que no se siente en la obligación de serlo conmigo y escri­ bir con letra clara —y no estoy hablando de estudiantes bajo la presión

de un examen de tres horas, sino de estudiantes que disponen de me­ ses? Si adopto una postura moral y decido hacer lo justo, limpiarme las gafas o usar una lupa, estoy siendo ecuánime con el estudiante que tendría que haber escrito de manera legible. Visto sub specie aetemitatis es lo que hay que hacer, lo moralmente correcto. Pragmáticamente, podría no encajar con los intereses a largo plazo del examinado. Aquí es donde la moralidad puede ser una molestia. Por trivial que pueda ser limpiarse las gafas, puede tener una sig­ nificación ética, e incluso trascendental, si se considera no como una acción realizada en la intimidad del propio estudio (como un hecho entre otros como cambiar de silla o rascarse la mejilla) sino desde fue­ ra del mundo, en el presente eterno, sub specie aetemitatis, con la tota­ lidad del mundo como trasfondo. Aunque Wittgenstein nos dice qué quiere decir ver un objeto sub specie aetemitatis, en los Ñotebooks no da ningún ejemplo de lo que sea ver la vida o una acción dentro de ella sub specie aetemitatis. Sin embargo, puesto que tanto en el Tractatus como en los Ñotebooks dice: «Etica y estética son una y la misma cosa» (TLP 6.421) y más explíci­ tamente en los Ñotebooks (NB, p. 83, 7.10.16) que esto, a saber, ver sub specie aetemitatis «es la conexión entre arte y ética», parece justifi­ cado extrapolar de lo que dice de la estética a la ética. Antes de dejar lo místico, hay una observación sobre lo místico y Dios que Wittgenstein no hizo pero que podría haber hecho. Si la hu­ biera hecho es otra cuestión. Es ésta. ¿No podría decirse que lo que di­ ferencia a alguien que cree en Dios de alguien que no lo hace es que el primero se maravilla de la existencia del mundo, del milagro de que exista algo, de que existan las cosas, mientras que quien no cree en Dios no comparte esta experiencia? El no-creyente puede aceptar que las cosas podrían haber sido distintas de como son y que bien podría no haber existido nada. Pero que exista algo, en vez de nada, no es para él misterioso, maravilloso, algo de lo que asombrarse. Es simple­ mente como son las cosas. Si tiene algún problema se refiere a cómo han llegado a estar ahí, a cómo han aparecido. Por consiguiente, para el no-creyente el mundo no aparece como un todo limitado o delimi­ tado, sino como un conglomerado de cosas y eventos. Éstos pueden ser explicados por la ciencia o hay que dejarlos como hechos inexpli­ cables o sencillamente carecen por sí mismos de significado: no hay ni Dios ni teología para explicarlos.

Permítasenos profundizar un poco más en esta cuestión. Si hay al­ guna verdad en esto, se plantean dos preguntas: (1) ¿Es condición ne­ cesaria para creer en Dios maravillarse de que exista algo? y (2) ¿Es condición suficiente? Podría argumentarse que no es condición sufi­ ciente, supuesto que puede darse cierta amplitud a la noción de Dios. Podría decirse que quien haya tenido la experienda mística de la exis­ tencia de Wittgenstein queda cualificado eo ipso para ser al menos un panteísta de algún tipo. Pero también podría tratarse de un creyente en un Dios trascendente, en un Dios fuera del mundo. En verdad, si leo correctamente a Wittgenstein, cualquier panteísmo tendría que te­ ner un elemento de trascendencia. No puede ser mero panteísmo, creencia en la divinidad de las cosas del mundo, de las rocas, piedras y árboles. La experienda de maravillarse ante la existencia, sin embargo, parece ser una consecuencia normal de la creenda en Dios. Sería difí­ cil probar que sea una condición necesaria para esa creencia.

5. DIOS

Dios es mencionado cuatro veces en el Tractatus. Cada una de esas referencias es accesoria a la filosofía de la religión, excepto, acaso, TLP 6.432: «Dios no se manifiesta en el mundo». Volveré sobre esto. Sin embargo, esos pasajes nos dan algunos indicios sobre lo que Wittgenstein pensaba acerca de Dios por entonces. Se refieren a (a) las limitaciones del poder creador de Dios, (b) las implicaciones lógicas del acto (o actos) de creación, y (c) Dios y el Hado en relación a las le­ yes de la naturaleza. Con respecto a lo primero (TLP 3.031) dice: Se dijo en otro tiempo que Dios podría crearlo todo a excepción de cuan­ to fuera contrario a las leyes lógicas. De un mundo «ilógico» no podríamos, en rigor, decir qué aspecto tendría.

No creo que haya que hacer mucho caso de la frase «Se dijo en otro tiempo» (Man sagte einmal). Si acaso podría preguntarse qué se dice ahora. Pero no creo que Wittgenstein esté mencionando esa con­ cepción como algo desfasado. Lo interpreto como: «No sé si todavía se mantiene esa concepción. Lo fue. Si aún lo es o no, es irrelevante para lo que tengo que decir. Me estoy sirviendo de ella para formular una tesis filosófica». Esa tesis es que no puede decirse o pensarse nada ilógico, algo que nada tiene que ver con la creación. Lo que está claro

es que Wittgenstein no está haciendo una declaración teológica. Ni aquí ni en ninguna parte del Tractatus se ocupa de la teología, así que no tiene por qué revelar sus ideas sobre la creación divina. Quizá qui­ siera distanciarse, evitar comprometerse, evitar que su tesis lógico-filo­ sófica se viera oscurecida por la teología. De vuelta a la creación en el segundo pasaje (TLP 5.123). Aquí puede haber un ligero avance con respecto a TLP 3.031 en la medida en que parece, después de todo, como si Wittgenstein pudiera haber creído que Dios no podría crear nada contrario a las leyes de la lógica. Si un dios crea un mundo en el que determinadas proposiciones son verda­ deras, con ello crea también ya un mundo en el que todas las proposiciones que se siguen de ellas son correctas. Y, de modo similar, no podría crear un mundo en el que k proposición «p» fuera verdadera sin crear todos sus objetos.

De nuevo tenemos una entrada que refuerza una tesis lógica. Estatesis se refiere a los fundamentos veritativos (Wahrheitsgründe) y ala relación entre proposiciones que se siguen o se contradicen entre sí. En este contexto, la aparición de Dios es curiosa. Hablando estricta­ mente, no añade nada al argumento. Muy al contrario, lo que de él se dice es una consecuencia del argumento, casi un aparte: al menos tal y como está enunciado. La inclusión de un «incluso» habría conferido a la anotación una relevancia más obvia. El argumento sería entonces como sigue: incluso Dios está gobernado por esas leyes lógicas; es de­ cir, no podría crear un mundo en el que la proposición «p » fuera ver­ dadera sin que lo fueran, junto con sus objetos, sus consecuencias. Esto, junto con lo que dice Wittgenstein de las proposiciones con­ tradictorias en TLP 5.1241, nos llevaría a concluir que bajo esta con­ cepción Dios no podría crear nada contrario a las leyes de la lógica. TLP 5.1241 afirma: «Cualquier proposición que contradiga a otra la niega». Ahora, si Dios creara un mundo en el que la proposición «p» fuera verdadera y también todas sus consecuencias y sus objetos, y si una proposición que contradice a otra la niega (vemeint), se sigue que no podría crear un mundo en el que ambas proposiciones fueran ver­ daderas. Por tanto, incluso El está sujeto a las leyes de la lógica. Tiene que elegir entre un mundo en el que «p» es verdadera y uno en el que «no-p» es verdadera, no puede crear un mundo en el que ambas sean verdaderas. La tercera referencia a Dios está en TLP 6.372. Una vez más, Dios

es introducido en el contexto de una discusión lógico-filosófica. En esta ocasión versa sobre la causalidad y las leyes de la naturaleza. Witt­ genstein mantiene, siguiendo a los occamistas, los ocasionalistas, Hume y otros, que no hay ningún fundamente lógico del proceso de inducción y las leyes resultantes de él, puesto que no hay ningún fun­ damento lógico para la necesidad causal de la que dependen esas leyes. No hay una necesidad (Zwang) por la que algo tenga que ocurrir porque otra cosa haya ocurrido. Sólo hay una necesidad lógica. (TLP 6.37)1

Pero, según Wittgenstein: A toda la visión moderna del mundo (Weltanschauung) subyace el espejis­ mo de que las llamadas leyes de la naturaleza son las explicaciones de los fenó­ menos de la naturaleza. (TLP 6.371)

En este punto entra Dios, o más bien los creyentes en Dios, que atribuyen cuanto ocurre en el mundo a su voluntad antes que a las le­ yes naturales. Y así se aferran a las leyes de la naturaleza como a algo intocable, al igual que los antiguos a Dios y al destino. Y ambos tienen razón y no la tienen. Pero los antiguos son, en cualquier caso, más claros en la medida en que reconocen un final claro, en tanto que en el nuevo sistema ha de parecer como si todo estuviera explicado. (TLP 6.372)2

No está claro quiénes sean «los antiguos». Pueden ser precristia­ nos y premusulmanes, y probablemente lo sean. Poco importa. Lo que importa es entender lo que dicen estos pasajes. Lo que está señalando Wittgenstein es que mientras quienes creían en el destino (bien abstracto bien personificado) y en la Voluntad de Dios, disponían de un final para cualquier explicación de los fenóme­ nos naturales, por inadecuado que pueda haber sido; quienes creen que las leyes naturales lo explican todo no tienen ningún final y, por tanto, nada explican. Si usted dice que el evento B ocurrió porque Dios lo quiso o por­ 1Traducción del autor. 2 Traducción del autor. Pears y McGuinness traducen unantastbar como «inviola­ ble» mientras que su significado normal es «unimpeachable» (irrecusable, intachable). «Inviolable» es unverletdich. Quizá la diferencia no sea muy grande.

que lo ordenó el destino, con independencia de si el evento A que le precedió lo causó, ha ofrecido una explicación de la ocurrencia del evento B. Dios podría querer o el Destino ordenar que A causase B, pero seguiría siendo cierto que la ocurrencia de B se debió a una or­ den de Dios o a una disposición del Destino. Esto puede ser o no una explicación completa o adecuada, pero al menos tiene'un «término» (la expresión usada por los traductores). Pueden plantearse más pre­ guntas, como: ¿Por qué quiso Dios que los cuerpos magnéticamente cargados atraigan a los cuerpos con carga opuesta y repelan a los que tienen una carga (negativa o positiva) similar a la suya? Puede que no sea posible para los simples seres humanos responder a esta pregunta, pero eso no disminuye la capacidad explicativa de la explicación teo­ lógica, del mismo modo que la explicación de una defenestración no perdería su capacidad explicativa si alguien fuera incapaz de explicar por qué los cuerpos arrojados desde una ventana caen al suelo: la ex­ plicación es suficientemente completa tal y como está. Pero, según Wittgenstein, eso no vale para las explicaciones cientí­ ficas. En su opinión, aun si explican algo, ni explican ni pueden expli­ carlo todo. Sin embargo, que la ciencia explica o puede explicarlo todo es, según Wittgenstein, parte de las creencias colectivas de los sistemas modernos, nuevos. (No está claro dónde terminan los antiguos y dón­ de empiezan los modernos, cronológicamente.) La razón es que creen que cuando se ha dado una explicación causal, no hay más que hacer. Pero no es así. Explicar la caída de un cuerpo desde una ventana como resultado de una ley natural no. es explicar plenamente el fenómeno, puesto que no es lógicamente necesario que los cuerpos caigan en vez de subir o mantener su posición y dirección, como sucedería, presumi­ blemente, si fueran arrojados desde una nave espacial. Decir que Dios ha decretado que los cuerpos se atraigan entre sí, si es correcto, expli­ ca por qué cae un cuerpo desde una ventana en vez de elevarse o con­ tinuar en línea recta. No explica, sin embargo, por qué lo decretó Dios, pero esa es otra cuestión3. 3 Cfr. Popper, K., Conjectures and Refutations (Conjeturas y refutaciones), The Logic of Scientific Discovery (La lógica del descubrimiento científico), etc. Después de la filo­ sofía post-popperiana de la ciencia las opiniones expresadas por Wittgenstein en TLP 6.372 parecen un poco pasadas de moda, aunque puede que aún reflejen una opinión popular. Cfr. Black (p. 366): «Wittgenstein parece estar dando por sentada una concep­ ción de la explicación científica que viene de lejos». Eso en indudablemente verdadero, pero su actitud hada lo que consideró ciencia es una parte integrante de todo lo demás.

Aún hacen falta algunos comentarios más sobre esta entrada. El primero se refiere a la yuxtaposición de Dios y el Destino. Esta se dis­ cutirá más detenidamente en el capítulo once sobre la predestinación. En segundo lugar, Dios es, por así dedr, reintegrado a su puesto. Ya no se está hablando de un dios. La razón es obvia. Si hubiera una plurali­ dad de dioses, cada uno con su propia creadón y volidón, la situación sería imposible tal y como Wittgenstein la condbe. Tratar de explicar un fenómeno natural recurriendo a la Voluntad de Dios no tendría sentido. Siempre podría preguntarse: ¿Qué Dios? «Algún Dios» sería muy poco satisfactorio. O cada dios tiene un área específica de crea­ dón y volidón, como sucedía en los panteones de Mesopotamia, Gre­ da y Roma (Egipto es un poco distinto), o puede hacer incursiones en los territorios de los demás. En el segundo caso, no habría modo de sa­ ber si, partiendo de que el sol siempre ha salido por la mañana, volve­ rá a salir mañana. Acaso un dios que, por alguna razón, es contrario a la salida del sol, decrete que no habrá más salidas y puestas de sol. En addante, el mundo quedaría en perpetua luz o en perpetua oscuridad. En una situadón semejante, nuestras predicciones serían tan hipotéti­ cas como creía Wittgenstein que lo eran las de los modernos: no ten­ dríamos más fundamento para creer que d sol saldrá o que el sol no saldrá que quienes creen en las leyes naturales. Por esta razón, Witt­ genstein hizo bien al hablar de Dios y no de los dioses. En tercer lugar, y es de la mayor importanda, esta anotación ada­ ra las ideas de Wittgenstein sobre la Voluntad de Dios. Como resulta evidente a partir de lo que dice sobre Dios y la ética (capítulo dos), pa­ rece considerar omnipotente la voluntad de Dios. Está dispuesto a ad­ mitir que si Dios quiere que algo sea correcto, lo es. Pero aquí parece admitir que induso las leyes de la naturaleza podrían estar sujetas a la voluntad, de Dios. Si uno acepta el análisis humeano de las leyes de la naturaleza, d recurso a la voluntad de Dios es muy tentador. Finalmente, está TLP 6.432. Aquí por lo menos Wittgenstein hace una contribudón directa a la teología filosófica dentro de sus sistemas de pensamiento, una contribución más bien negativa. Cómo sea el mundo es de todo punto indiferente para lo más alto. Dios no se manifiesta en el mundo.. (TLP 6.432)

Aquí se está trayendo a coladón a Dios para reforzar una tesis lógico-filosófica sobre lo que Wittgenstein llama lo «más alto», a lo que

pertenecen los valores éticos, estéticos y religiosos. Pero, en esta oca­ sión, se está afirmando algo sustantivo sobre Dios: a saber, que no está en el mundo. En el pensamiento de Wittgenstein esto quiere decir que Dios no es un hecho entre otros, y menos aún una cosa entre otras. Como todo «lo más alto», Dios es trascendente. Hay que señalar (aun­ que quizá no haya que darle demasiada importancia) que la aproxima­ ción tentativa, hipotética, distante a Dios — «solía decirse», «si un dios...», «los antiguos mantuvieron...»— está ausente. Aquí tenemos un enunciado literal sobre Dios. Esto no supone que Wittgenstein cre­ yera en Dios. La oración podría parafrasearse sin alterar el significado como: «Si hubiera un dios, no se revelaría en el mundo». Sin embargo, no importa cómo se diga, esa declaración parece contradecir las enseñanzas de cualquier religión. Para el panteísta, Dios es el mundo o la Naturaleza. Para el hebreo, Dios se reveló en los eventos históricos. Para el cristiano, Dios no sólo se revela en los even­ tos históricos en general, sino también y en especial en la vida de Jesu­ cristo. Para el musulmán, Dios se revela en el mundo como Kismet o Destino. Wittgenstein no contradice nada de eso. No está diciendo que Dios no se revela, sino que no se revela como hecho, evento o estado de cosas que forme parte del mundo. Dios, por tanto, como el valor, está «fuera del mundo», no es parte de él. Dios, lo mismo que el valor, pertenece a lo más alto. Así, en la medida en que se revela, no es par­ te del mundo, del mundo de los hechos históricos y los datos científi­ cos. Incluso un panteísta como Spinoza podría aceptarlo. Aunque el mundo (Natura Naturata) sea Dios (Natura Naturans), Dios sigue sien­ do distinto de y externo al mundo por cuanto se desarrolla a partir de su naturaleza o esencia l Más adelante hablaré de cómo puede reconciliarse eso con la doc­ trina cristiana. También me gustaría hacer una observación que afecta a las demostraciones de la existencia de Dios. Hay dos tipos de demos* Esto parece ir en contra de la doctrina cristiana (o, en realidad, de cualquier otra), de la encamación divina. O Dios está en el mundo, se revela en el mundo o no es un Dios encamado. La tesis de Wittgenstein es que un cuerpo puede estar en el mundo, en el espacio y en el tiempo, y estar íntimamente relacionado con la Divinidad y lo divino; sin embargo, como divino, como Divinidad, no está en el mundo como cualquier otro hecho o evento, ni se revela en el mundo como un hecho o evento.

naciones: a priori derivadas del concepto de Dios, y a posteriori basa­ das en hechos sobre el mundo y el principio de causalidad. Suele de­ cirse —como lo dijeron Tomás de Aquino y*los tomistas, y Kant, y si­ guen diciéndolo muchos— que no puede argumentarse la existencia de algo a partir de un concepto. Por consiguiente, si hay una demos­ tración de la existencia de Dios, tiene que ser a posteriori. Atendiendo a lo dicho por Wittgenstein, eso convertiría a Dios en un hecho en el mundo —un primer motor, una primera causa incausada, aquello de lo que todo depende pero que no depende de nada, una causa ejem­ plar o una inteligencia rectora, o una combinación de esas cinco cosas. Aunque incomparablemente más elevada y de un tipo muy distinto, Dios no sería más que una parte de la maquinaria del mundo, del mis­ mo modo que un legislador autocrático es parte del estado que gobier­ na y que el ejecutivo de una gran empresa es parte de la empresa que dirige. Pero no es así como todo el mundo concibe a Dios. No estoy diciendo que la demostración a priori sea, como demos­ tración, superior a la a posteriori. La moraleja podría ser que la noción de demostrar la existencia de Dios es una ilusión, como demostró despues Wittgenstein (cfr. capítulo ocho). No obstante, el enfoque apriorístico tiene una ventaja: no convierte a Dios en parte de una cadena causal. Realmente, como el Ser Necesario, opuesto a los seres contin­ gentes, es un candidato idóneo para el puesto de Dios wittgensteiniano. Con independencia de lo que se pueda decir del Ser Necesario en tanto que revelado en el concepto de «dios», no se revele en el mundo como un hecho dentro de él. Y, además, al ser un ser no-contingente, trasciende el mundo, como es propio de «lo más alto». Sin embargo, es dudoso que Wittgenstein lo reconociera como su Dios. En línea con el escepticismo lógico, Wittgenstein dice que no hay más necesidad que la lógica. Esto se aplica sin lugar a dudas a la causalidad. ¿Se aplica también a la idea de un ser cuya inexistencia es impensable, inconcebible y, por tanto, imposible? No está claro. Pue­ de entenderse la reluctancia del lógico ante la afirmación de que un evento se siguió necesariamente de otro sin que mediara entrañamiento, aunque no dejara de ocurrir ninguna de las causas conocidas de esa secuencia de eventos. La posibilidad de una excepción es, cuanto me­ nos, una posibilidad lógica. Pero nada de ésto se aplica al Ser Necesa­ rio, si la necesidad de su existencia se sigue de su naturaleza. Parece como si su necesidad fuera una necesidad lógica: si existiera un míni­ mo atisbo de su posible inexistencia, simplemente no sería Dios.

Cuando nos volvemos a los Notebooks, Dios aparece de manera prominente. Esto ha de manejarse con cautela. Se dice que Wittgens­ tein dio instrucciones para que los Notebooks fueran destruidos, y es cierto que incorporó muy poco de ese material al Tractatus. Lo que está fuera de duda es que, aunque después repudiará esas ideas, hubo un tiempo en que las mantuvo. Es, por consiguiente, completamente legítimo discutirlas como sus ideas. No es menos legítimo preguntar por qué no las incorporó al Tractatus, y después ofreceré una respues­ ta a esta cuestión. Las anotaciones referentes a Dios fueron hechas el 11 de junio de 1916 y el 6 de julio de 1916 (NB, pp. 72-3 y 74-5). Las fechas pueden resultar significativas, aunque no son relevantes para lo que Wittgens­ tein anotó en los Notebooks5. En la primera anotación da una lista —que estoy tentado de ñamar «letanía»— de las cosas que dice saber acerca de Dios y el propósito de la vida. Son en total trece proposiciones. Sólo las cinco últimas tra­ tan directamente de Dios. Las consideraré en primer lugar. Son: Al significado (Sinn) de la vida, esto es, al significado del mundo, lo pode­ mos llamar Dios. Y ligarlo (daran knüpfen) con el símil de Dios como padre. Rezar es pensar en el significado de la vida. No puedo dirigir los acontecimientos del mundo según mi voluntad: soy enteramente impotente. Sólo puedo hacerme independiente del mundo —y así, en derto sentido, dominarlo— renunciando a cualquier influencia en sus acontecimientos6.

Esto parece, teológicamente hablando, un revoltijo: incluye a Dios, al significado o propósito de la vida, a la oración y a mi control (o fal­ ta de él) del mundo, y, en buena medida, a Dios como padre. Pero en términos wittgensteinianos tiene sentido, aunque puede resultar difícil determinar qué sentido pueda ser ese. Empecemos por la sugerencia de que el significado de la vida, el sentido del mundo, es Dios. Tendremos que tomarlo con cautela. Se divide en tres partes. Pri­ mera, ¿qué entiende Wittgenstein por «el significado de la vida»? Se­ gunda, ¿qué entiende por «el sentido del mundo», y por qué hay que 5 Cfr. McGuinness, B. (1988) pp. 262-4. 6Mi traducción, que únicamente supone cambios menores.

considerarlos sinónimos? Tercera —y más extraña de las tres— ¿por qué tenemos que llamarles «Dios»? Considero que Wittgenstein no interpreta “el significado de la vida” en un sentido teleológico. No creo que para él la vida de un ser humano, y menos aún la de un gato callejero, tuviera un sentido por realizar una función. «¿Por qué estamos aquí y qué se supone que es­ tamos haciendo?» no parece ser la pregunta que está haciendo. Tam­ poco la formularía como suele hacerse: «¿Cuál es nuestro destino? ¿A dónde vamos desde aquí y cómo se va?», ni tiene «el sentido de la vida» nada que ver con la explicación científica, sea física, química, biológica, histórica, psicológica o sociológica. «El significado de la vida» es simplemente lo que Wittgenstein dice que es: el sentido del mundo. La vida y el mundo son una y la misma cosa7. El sentido o sig­ nificado del mundo es aquello que lo hace inteligible. Ahora bien, los hechos que constituyen el mundo no son inteligibles por sí mismos: simplemente son o llegan a ser. No son autoexplicativos ni explicados por la ciencia o la historia, o si lo son, sólo lo son parcialmente. El sen­ tido del mundo, si es que tiene alguno, no puede estar en el mundo, tiene que quedar fuera de él. Hay varias cosas que quedan fuera del mundo: ética, estética, me­ tafísica, lógica e incluso lenguaje. ¿Podría ser una de ellas el sentido del mundo? Creo que lo son, según la visión de Wittgenstein, en sus diferentes formas. Dan sentido al mundo. En otros lugares he tratado de explicar cómo lo hacen. Pero, si entiendo bien a Wittgenstein, su valor explicativo no es ni exhaustivo ni completo. Se necesita algo más para una explicación plena del mundo. Y a eso le llamamos «Dios». Así, Dios da sentido al mundo o, en la terminología'del propio Witt­ genstein, es el sentido del mundo, el significado de la vida. Pero, ¿qué quiere decir eso? Podría querer decir que Dios no es un ser, sino el nombre que damos a la explicación de los hechos en un nivel superior. «Dios» es un nombre compuesto o una etiqueta común para los valores éticos, estéticos y demás con los que adornamos el mundo. Las restantes anotaciones de ese fatídico 11 de junio de 1916 con­ firman esa interpretación. Pero antes hemos de ocupamos de Dios como padre y de la oración. No es exagerado decir que nos llevamos una sorpresa cuando 7Cfr. TLP 5.621: «El mundo y la vida son una y la misma cosa».

Wittgenstein nos dice que el significado de la vida y el sentido del mundo están íntimamente ligados al símil de Dios como padre, y que la oración es pensamiento sobre el significado de la vida. Con respecto a Dios como padre, Wittgenstein podría querer de­ cir algo de gran interés. El sentido más obvio de «Dios Padre» es que El nos creó, directa o indirectamente, al crear el mundo,’*que depende­ mos de El como dependemos de nuestro padre natural, que se preo­ cupa por nuestro bienestar. No hay ninguna razón para creer que Wittgenstein rechazaría o aceptaría alguna de esas interpretaciones o todas ellas. Lo que de verdad dice es que la noción de Dios como pa­ dre está vinculada a la noción de Dios como significado del mundo y de la vida. Mi explicación de esto no puede ser sino especulativa, puesto que no hay indicios directos en los que apoyarla. Viene a ser como sigue. Algo que puede dar un padre es un sentimiento de segu­ ridad y estabilidad. Puede ser un tirano, pero aunque lo sea, y acaso precisamente por serlo, dar un sentimiento de estabilidad y, de una manera curiosa y arbitraria, producir la sensación de que, después de todo, hay un significado, un sentido, e incluso una racionalidad (si bien de tipo irracional) en su actividad paternal. Esto puede no ser un consuelo. Wittgenstein, si lo entiendo bien, sería la última persona en decir que lo es. Para él Dios no era el Padre Celestial cristiano, ni siquiera el Dios hebreo de la compasión. El Dios musulmán,. Alá, no como el misericordioso sino como el Destino, la ra­ zón por la que sucede todo, es, de entre todas las deidades, lamas pró­ xima al Dios de Wittgenstein. Acaso fuera más sencillo y preciso decir que su Dios es el de un filósofo y, en palabras de Pascal, no tiene que ver nada con el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. Esto, sin embargo, sería insuficiente. No explica el símil de Dios como padre. El Dios de Wittgenstein es un Dios religioso porque encaja en un contexto reli­ gioso de un modo en que no lo hace el de Spinoza. Esto se ve confirmado por la siguiente anotación, en la que dice Wittgenstein que rezar es «pensar sobre el significado de la vida». No es la oración entendida del modo usual —oración de petición. Pero la oración es siempre un acto religioso. Además, aunque la oración de petición o súplica está a la raíz del sentido de la plegaria, tanto religio­ sa como secular (p. ej., .‘en un cuerpo legislativo), no es considerada como la forma más elevada de oración. A decir verdad, en algunos me­ dios se la considera superstición. Hay que indicar que en el paradigma de la plegaria, el Padrenuestro, la mitad de las invocaciones no son pe­

ticiones propiamente dichas y carecerían de sentido tomadas literal­ mente. Si el nombre de Dios no fuera ya santificado, entonces no sería Dios, a menos, lo que es dudoso, que «santificado» se interprete como «reverenciado». Pero aún en ese caso, pedirle a Dios que su nombre sea reverenciado, que se haga su voluntad y que su reino venga es algo distinto de pedirle el pan de cada día. Los expertos en oración consi­ deran a la contemplación mística como la forma más elevada de la ora­ ción, y no tiene por qué haber ni el más mínimo elemento de petición en ella. Consiste en contemplar la naturaleza de Dios y estar en unión con El. Ahora bien, si Dios es el significado de la vida y el sentido del mundo, ¿por qué no habría de ser oración pensar en el significado de la vida? En una anotación hecha casi un mes después de la letanía del 11.6.16 hay otra, del 8.7.16 (NB, pp. 74-5). Ésta relaciona las conse­ cuencias de creer en Dios. Buena parte de la lista repite lo que ya se había dicho en la anota­ ción anterior, aunque lo dice más explícitamente, pero también hay material adicional. Repite lo que había dicho Wittgenstein sobre la co­ nexión entre Dios y el significado de la vida: «Creer en un dios signifi­ ca entender la cuestión del significado de la vida» y «Creer en Dios significa ver que la vida tiene un significado». Aquí usa Wittgenstein “un dios” y “Dios” indistintamente. Pero eso no tiene consecuencias, puesto que está hablando de la creenda, de lo que significa creer en una deidad, y por tanto no se compromete a creer o descreer, a ser ag­ nóstico o escéptico sobre el particular. No está diciendo qué cree, sino lo que considera que implica la creencia en Dios o én un dios. A continuación se plantea la cuestión de nuestra relación con Dios como una «voluntad ajena». Ya fue abordada en una anotación ante­ rior, en la que Wittgenstein dice: No puedo dirigir los acontecimientos del mundo de acuerdo con mi vo­ luntad, sino que soy completamente impotente. Sólo puedo hacerme independiente del mundo —y así, en cierto sentido, dominarlo— en la medida en que renuncie a cualquier influencia sobre sus acontecimientos. (NB, p. 73)

A esto añade la anotación posterior: El mundo me es dado, es decir, mi voluntad entra en el mundo desde el ex­ terior, como en algo que ya está ahí...

Por consiguiente sentimos que dependemos de una voluntad ajena. Sea como sea, somos en alguna medida dependientes, y a aquello de lo que de­ pendemos podemos llamarle “Dios”. Dios, en este sentido, no sería sino Destino, o, lo que viene a ser lo mismo, el mundo independiente de nuestra voluntad.

Esto es un desarrollo de «No puedo dirigir los acontecimientos del mundo de acuerdo con mi voluntad, sino que soy completamente im­ potente», que aparece en la anotación anterior, y contiene los siguien­ tes elementos: 1. E l «dato» del mundo. Soy, por así decir, arrojado a él. Está ahí in­ dependientemente de mí, y lo ha estado durante algún tiempo. (Po­ dría elaborarse esto refiriéndose a padres, parientes, diversas institu­ ciones, la propia tribu, clase o país, instituciones sociales o trasfondo político.) No los elegí nunca, como tampoco mi nombre. Pero eso es algo psicológico o, en el mejor de los casos, metafóri­ co. No entré en el mundo totalmente desde el exterior. Advine en el mundo. Previamente no existía. Y sin embargo, esa descripción de cómo se siente un niño cuando va creciendo es precisa. Entrar en el mundo es como ir al colegio por primera vez: uno está entrando en un mundo que ya estaba ahí, y los demás se ocupan de que los novatos no olviden que son nuevos. 2. E l sentimiento de impotenáa en el mundo. Es un hecho incues­ tionable. Induso el dictador más poderoso, de cuyas órdenes puede depender el destino de millones de personas, es impotente para con­ trolar las fuerzas de la naturaleza o que sus acólitos actuarán como él quiere, y todavía puede controlar menos las actividades de sus opo­ nentes. Todo dictador o personalidad dictatorial tendría que tener presente el dictum de Wittgenstein: «No puedo dirigir los aconteci­ mientos del mundo de acuerdo con mi voluntad.» ¿Qué decir de «Soy completamente impotente»? Sin duda es una exageración. Si fuera completamente impotente, no podría estar escri­ biendo este libro. ¿O acaso está siendo escrito .por alguien más pode­ roso, con el que mi relación es similar a la que mantengo con la máqui­ na de escribir, al modo en que algunos han concebido la relación en­ tre quienes escribieron las Escrituras y el Espíritu Santo? No creo que Wittgenstein quiera decir eso. Así que podemos dejar «vollkommen machtloss» («plenamente/completamente/enteramente impotente») en una exageración retórica. Y sin embargo, expresa una sensación: la

sensación de que la mayoría de las cosas que puedo hacer son relativa­ mente triviales. Sobre las cosas importantes que afectan a mi vida, no tengo poder alguno. 3. Dependencia de una voluntad ajena. Esto ha de dividirse en dos partes: (a) dependencia de algo, y (b) una voluntad ajena. En mi opinión, lo que dice Wittgenstein de la dependencia de Dios en la anotación del 8 de julio se sigue de lo que había dicho so­ bre la sensación de impotencia frente al mundo en la anotación del 11 de junio, y es una elaboración de esto. Dice cuatro cosas de la depen­ dencia: (i) tenemos la sensación (Gefühl) de ser dependientes, (ii) so­ mos (y subrayó «somos») dependientes en cierto sentido, (iii) pode­ mos llamar «Dios» a aquello de lo que dependemos y (iv) en este sen­ tido Dios sería el Destino o el mundo que es independiente de nuestra voluntad. Que tenemos una sensación de dependencia es incontrovertible para todos, salvo para algunos megalómanos psicóticos. Pero, ¿depen­ dientes de qué? Sabemos que dependemos de nuestros padres, amigos y jefes, del aire y de mil cosas más. Lo que es perturbador es la afirma­ ción de que somos (subrayado) dependientes «en cierto sentido». ¿Qué es ese «en cierto sentido»? ¿Comporta que somos independien­ tes en algún sentido? Creo que eso, precisamente, es lo que quiere de­ cir Wittgenstein. Y se ve confirmado por lo que viene después. Que aquello de lo que dependemos es Dios, es teología tradicio­ nal, aunque no se sigue inmediatamente del hecho de que somos de­ pendientes. Podemos decir que nuestros padres, el^tiempo o la comu­ nidad es «aquello de lo que dependemos». Podemos ampliar la de­ pendencia al estado (sobre todo quienes dependen de la Seguridad Social), la Sociedad, la Naturaleza, e incluso a cosas como la Infraes­ tructura Económica o la Historia. Aunque son entidades abstractas, podemos decir que dependemos de ellas en sus manifestaciones con­ cretas. No hay duda de que no somos dueños de nuestro destino, o que si lo somos, lo somos sólo de forma muy limitada. Somos víctimas de los caprichos de la Naturaleza (sequías, terremotos, inundaciones), de los políticos y funcionarios públicos, de nuestra herencia (riqueza o pobreza, lenguaje, cultura) y así sucesivamente. ¿Cómo se pasa de esas dependencias a la dependencia de lo que llamamos «Dios»? Podemos decir que todas esas cosas de las que obviamente depen­ demos son a su vez dependientes. No pueden modelar su propio des­

tino más de lo que nosotros podemos. Un plan agrícola quinquenal puede fracasar por la sequía o por el exceso de precipitaciones, el «curso de la historia» no se determina a sí mismo, como tampoco la Naturaleza. Eso nos lleva a pensar en algo de lo que todo depende. Puede llamárselo «Destino». Pero con eso no se dice más que que lo que tenga que suceder, sucederá. Wittgenstein evita decir eso. Dice más bien que «Dios, en este sentido, no sería sólo el Destino», donde «este sentido» se refiere a aquello de lo que dependemos y es indepen­ diente de nuestra voluntad. En parte es pensamiento teológico tradi­ cional: la teología de «la voluntad de Dios». Es algo más que el Desti­ no entendido como lo que sucederá inevitablemente: es el resultado de una voluntad, o incluso volición. Por supuesto, el resultado es el mismo, tanto si fue querido como si meramente sucedió: es lo que su­ cede, sin que podamos hacer nada para alterarlo. La segunda parte de (3) concierne a la noción de una «voluntad aje­ na». No está del todo claro en qué sentido es ajena. Podría querer decir «hostil», pero la palabra alemana fremde («externa») no tiene una con­ notación tan siniestra. «Externa» se ajustaría más al sentido que quiere darle Wittgenstein, aunque admito que «voluntad externa» suena mal en castellano. Quizá sería preferible «voluntad de un extraño». Pero «voluntad ajena» («alien will») se ha incorporado ya al lenguaje de la fi­ losofía anglófona, y siempre que se tome con la connotación de extraña o externa, y no de alienación u hostilidad, no habrá problema. Más dificultades plantea la interpretación de la frase en cursiva que viene a continuación: «Sea como sea» (Wie dem auch sei). ¿Sea lo que sea? ¿El adjetivo «ajena», el nombre «voluntad», o ambos? Lo in­ terpreto como queriendo decir que lo que es cuestionable es conside­ rar ajena una voluntad. La siguiente anotación puede interpretarse como que, en alguna medida, hay algo de lo que dependemos que es independiente de nuestra voluntad. Podemos llamarlo «Destino», «Dios» o «mundo». En anotaciones posteriores del mismo día, Wittgenstein retoma este tema. Se refieren a la vida feliz y a la conciencia. Vivir feliz, dice, es (a) estar «en sintonía con el mundo», (b) «Entonces estoy, por así decir, en concordancia con la voluntad ajena de la que parezco depen­ der», y (c) «Es decir: “Estoy, cumpliendo la voluntad de Dios”». Así, tenemos aquí los tres elementos con los que ya nos habíamos encontrado: (1) el mundo, (2) la voluntad ajena y (3) la dependencia de algo. A esto se añade la voluntad de Dios. (También está la noción

de concordancia (Ubereinstimmung) con los cuatro.) El Destino no es mencionado. ¿Es entonces gratuito concluir que el Destino ha de en­ tenderse más en el sentido de Kismet que en d de fuerzas degas de la Naturaleza o en d de «sucederá lo que tenga que suceder»? No, no lo es. Se nos invita a concebir a Dios como voluntad, benigna u hostil, una voluntad independiente de nuestra voluntad en la que, en algún sentido, no podemos influir ni desviar de sus objetivos, y en esa medi­ da una voluntad extraña a la nuestra. La breve discusión de la concienda perturbada, que Wittgenstein describe como aquella que no está «en concordanda con algo» (o, en traducción de Anscombe, «Algo») le lleva a preguntarse qué es ese algo o Algo. «Pero, ¿qué es eso? ¿Es el mundo?». Y da una respuesta parcial: «Sin duda es correcto decir: la conciencia es la voz de Dios». Así, tenemos aquí un demento más (la voz de Dios), a añadir a la Vo­ luntad de Dios. Parece como si Wittgenstein, en tiempos de guerra, estuviera tra­ tando desesperadamente de dar sentido a las expresiones religiosas tradicionales. (No hemos de olvidar nunca que estas notas no estaban destinadas a la publicación y que, además, dio orden de que fueran destruidas o eso se pretende.) Por tanto, traduce «hacer la Voluntad de Dios» por estar en concordancia con d mundo, y la «voz de Dios» por la voz que nos dice que no estamos en concordanda con algo, a sa­ ber, d mundo. Es obvio que Wittgenstein está hablando aquí de la mala condenda. La buena concienda comporta hacer la voluntad de Dios, estar en concordancia con d mundo. La voz de Dios, en tal caso, sólo se oye cuando nos desviamos dd camino. Escrituralmente tiene sentido. La voz de Dios es raramente oída para alabar lo que hacemos, pero siempre para condenar nuestros delitos. 4. La independenáa de mi voluntad. Aunque d mundo es indepen­ diente de mi voluntad, hay un sentido en d que puedo hacerme inde­ pendiente dd mundo y así dominarlo. Sin embargo, eso sólo es posi­ ble renundando a cualquier influencia en sus acontecimientos. Puede parecer extraño en boca de Wittgenstein, puesto que, según d, no po­ demos influir en d en absoluto. Hemos discutido TLP 6.37 en reladón a TLP 6.372, en donde Wittgenstein habla de Dios y d d Destino en rdación a las leyes naturales. Esto es expücitado en TLP 6.374 (que, salvo por una palabra —«misma»—- es idéntica a una anotadón de 5.7.16 de los Ñotebooks):

Si sucediera cuanto deseamos, sólo sería, por así decir, una grada del des­ tino, puesto que no hay ninguna conexión lógica entre la voluntad y el mundo que lo garantice, y la pretendida conexión física misma, a su vez, es sin duda algo que no podemos desear. (NB, p. 73)8.

Así que, ¿a qué hemos de renunciar? Parece claro que a cualquier intento o deseo de influir en lo que es independiente de nuestra volun­ tad. En tanto pensemos que podemos influir en el mundo y tratemos de dirigir sus acontecimientos, estamos condenados al fracaso. Esta­ mos dándonos cabezazos contra la pared y haciéndonos daño, sin lo­ grar independizamos. ¿Cómo nos hace independientes la renuncia? La renuncia es una de las caras de la moneda, de la que la otra es la concordancia con el mundo y la voluntad ajena. Es decir, la renun­ cia es la condición negativa de la concordancia. Es un prerrequisito para estar en concordancia con el mundo, hacer la voluntad de Dios y responder a la voz de Dios. No se puede renunciar a todo deseo o in­ tento de influir en el mundo (la voluntad ajena) sin estar eo ipso en concordancia con él: lo uno entraña lo otro. Dominamos el mundo y nos hacemos independientes de él eleván­ donos por encima de sus vicisitudes y acontecimientos. En un sentido, nos afectan —nos vemos envueltos en una guerra que no es la nuestra, acaso nos veamos amenazados por oficiales incompetentes, negligen­ tes y maliciosos, o puede que nuestra mujer nos deje por otro, o que quiebre nuestra empresa y nos quedemos sin trabajo, o que contraiga­ mos una enfermedad terminal. Frente a esto, podemos luchar ineficaz­ mente, aceptarlo pasivamente o aceptarlo activamente, reconociendo que somos víctimas del Destino, o de fuerzas sobre las que no tenemos ningún control, y reconocer que las cosas son así. Tomado en el último sentido, esas vicisitudes no nos afectan en absoluto. Nos elevamos so­ bre ellas, como mártires, prisioneros políticos o prisioneros de guerra que se elevan sobre la tortura y la muerte ementa. Lo acepta y, por consiguiente, se les escapa, privándoles de su propósito, que es poner­ le de rodillas, sojuzgarle y forzarle a arrepentirse, confesar, doblegarse o dar información. En un plano mundano, hay quienes aceptan el he­ cho de que no pueden influir en la lluvia, la nieve o el calor excesivo; aunque les afectan esas vicisitudes climatológicas, no permiten que les 8 Traducción del autor. De nuevo la diferencia reside en traducir wiinschen por «wish» y no por «want».

afecten espiritualmente. En esa medida son independientes de los ele­ mentos, les dominan, aunque no en el sentido de parar la lluvia, la nie­ ve o el. calor excesivo. Al dominarlos e independizarse de ellos están, en cierto sentido, en concordancia con ellos. No es más que lo que han estado diciendo durante siglos los auto­ res espirituales y los místicos, tanto orientales como occidentales. Piénsese, por ejemplo, en San Francisco dirigiéndose al «Hermano Fuego» cuando su ojo estaba a punto de ser cauterizado. Según 'Wittgenstein, eso sólo puede lograrse en los límites del mundo. La volición, buena o mala, no puede cambiar los hechos del mundo. Lo interpreto como que es la construcción que impone­ mos sobre los hechos —y en tal caso, elevamos sobre ellos en vez de revolvemos contra ellos o sucumbir ante ellos. En ninguno de esos ca­ sos somos independientes de ellos. Así, de acuerdo con Wittgenstein hay una cierta conexión entre Dios, el mundo, el Destino, el significado o propósito de la vida, y una voluntad ajena, algo de lo que todos dependemos. Si son sinónimos o aspectos de la misma entidad no es algo que nos concierna inmediata­ mente. Están íntimamente conectados. Lo que sí es de interés inme­ diato, a resultas de (4), es el «yo» independiente, mi voluntad en tanto que independiente del mundo y su relación con Dios. Si puedo, en algún sentido, ser independiente del mundo o del Des­ tino, entonces estoy obligado a ser reconocido junto a él. Esto lleva a Wittgenstein al notable enunciado: «Hay dos deidades: el mundo y mi “yo” independiente». (Anscombe traduce «Gottheit» como «Divini­ dad» e «Lch» como «yo». Aunque «Divinidad» puede usarse por «dei­ dad», normalmente se refiere a la naturaleza divina, y es, en todo caso, una palabra extraña en este contexto. Su rareza hace que suene como un tecnicismo, mientras que en alemán no es más rara que «deidad». Ten­ go la impresión de que Wittgenstein usó esa palabra en vez de «Gott» para evitar poner el «yo» independiente totalmente a la par con Dios.) Por extraña que pueda parecer la afirmación de Wittgenstein, se repite en algo que dijo el cardenal Newman. En última instancia sólo hay dos cosas importantes en el mundo: Dios y yo mismo9. Todo lo demás sólo es relevante en la medida en que se relaciona con esos dos 9 Apología pro Vita Sua, Everyman, Londres, 1864, p. 31: «La idea de dos y sólo dos seres supremos y luminosamente autoevidentes, yo y mi creador.»

seres. Tenemos que labramos nuestra propia salvación, ni siquiera Dios puede hacerlo por nosotros. Sartre ha expresado esta misma idea dramáticamente en Les Mouches (Las moscas), cuando Orestes se en­ frenta a Zeus y se burla de él por haberle hecho libre y, por ello, inde­ pendiente. En tanto que su voluntad es libre, es impefmeable a las fuerzas, aún divinas, confabuladas en su contra. Esto se repite en el pensamiento de otros existencialistas y fenomenólogos, y también en Nietzsche y Schopenhauer. Esto no quiere decir que el pensamiento de Wittgenstein sea idéntico al suyo, sino simplemente que no es tan inusual como sugiere su escueto enunciado. ¿En qué sentido hemos de tomar esa afirmación? ¿Qué tiene en co­ mún mi «yo» independiente con el mundo que autoriza a llamarle «deidad» o «divinidad»? Lo que tienen en común es que ambos son: a. voluntades: la voluntad ajena y mi voluntad independiente, b. trascienden el mundo, no son hechos en el mundo, quedan fue­ ra del mundo, c. dan significado al mundo. Que el «yo» es voluntad está claro por 5.8.16 («Si no hubiera vo­ luntad, tampoco existiría ese centro del mundo al que llamamos “yo”») (NB, p. 80). O más bien es el sujeto de la volición. Si mi volun­ tad es independiente de la voluntad ajena, se opone a ella, y así es, en cierto sentidoj una deidad o divinidad frente a otra. El mundo no es sin lugar a dudas un hecho en el mundo. Pero tampoco lo es el «yo» independiente que quiere, puesto que según 4.11.16 (NB, p. 87) la voluntad es una actitud o una posición que se toma con respecto al mundo. Uno está adoptando una actitud hacia él, y tiene que ser capaz de separarse de algún modo de él. Ya he demostrado que el mundo o Dios se da significado a sí mis­ mo o es el significado de sí mismo. Pero el «yo» también da significa­ do al mundo por cuanto le confiere valores y también a sus objetos: va­ lores éticos, estéticos y religiosos. Esto está claro en la anotación del 15.10.16: «Las cosas sólo (erst) adquieren significación por medio de su relación con mi voluntad» (NB, p. 84). Pero se enuncia expresa­ mente con respecto a los Calores en la anotación del5.8.16, citada par­ cialmente arriba, en la que Wittgenstein describe al «yo» como al «portador de la ética». Finalmente, que los dos están «fuera del mundo» es evidente des­

de el momento en que no son hechos en el mundo. Hay, empero, una razón adicional para que así sea en el caso del «yo independiente» como portador de la ética, puesto que la ética, como todos los demás valores, queda fuera del mundo. Si era esto lo que estaba pensando Wittgenstein cuando escribió ese enunciado queda para la especulación. Pero por lo menos es con­ sistente con su pensamiento y ofrece un marco para su interpretación. Es posible que Wittgenstein no pretendiera ser tan categórico como yo he asumido. Podría haber sido para él una mera observación es­ peculativa. Desde luego no vuelve a aparecer, aunque habría encajado fácil y misteriosamente en el Tractatus. Quizá fuera una metáfora, con un «como» elícito: «si soy independiente de Destino soy, a ese respec­ to, como Dios». Si así fuera, sería realmente una metáfora muy fuerte, porque como hemos visto, Wittgenstein juega con la idea schopenhaueriana de que su voluntad es la voluntad del mundo (NB, p. 85). En tal caso, sería realmente Dios, y no quedaría sitio para la voluntad ajena. Por consiguiente, «divinoide» sería la mejor interpretación de su afirmación, aunque posiblemente no encaje con su estilo. En todo caso, la sugerencia de que el «yo independiente» es una divinidad o un divinoide acota la descripción wittgensteiniana de nuestra relación con Dios. Dios es el mundo, la voluntad ajena, el sig­ nificado de la vida. Como significado de la vida, es objeto de contem­ plación (objeto de oración, Dios como padre). Como voluntad ajena es algo con lo que podemos estar de acuerdo. Estando de acuerdo con ella, paradójicamente nos independizamos de ella. Al independizar­ nos, la encaramos, coincidiendo o no nuestra voluntad y la suya. Esto no nos pone exactamente a la par con la voluntad ajena, puesto que no tenemos ningún control sobre ella. Nos controla ampliamente, pero sólo en la medida en que ejerzamos nuestra voluntad metafísica, y así no es un control completo. En esa medida somos independientes y divinoides. Esa simple y breve afirmación —a la luz de otras varias— encierra las ideas sobre nuestra relación con Dios que han sido expresadas por diversas religiones y filosofías a través de los tiempos. Al principio de esta sección me refería a algunas. Lo que es básico a todas ellas es que si tenemos una voluntad, somos libres, podemos decidir nuestros des­ tinos para bien o para mal. Somos divinoides. Pero, como subraya Wittgenstein, sólo podemos influir en el mejor o peor aspecto del mundo.

Finalmente, podemos preguntar cómo encaja el Dios de Wittgens­ tein en el panteón de los dioses filosóficos. Tengo que decir que bas­ tante bien. Tiene todos los atributos esenciales de un Dios monoteísta. Es trascendente. Es aquello de lo que depende todo, y en ese sentido es el creador. Es el árbitro del bien y el mal, de lo correcto e incorrec­ to. Es la voluntad ajena con la que tenemos que concordar para ser fe­ lices y estar en paz. De algún modo es, por esos atributos, un padre al que podemos rezar, aunque la oración ha de entenderse no como pe­ tición sino como contemplación; es esa contemplación la que da signi­ ficado a la vida, si es que la vida tiene significado. No puede insistirse demasiado en que esta compilación de las ideas de Wittgenstein sobre Dios ha sido tomada fuera de contexto. Los ítems han sido tomados en su mayor parte de los Notebooks: las referencias a Dios en el Tractatus son, con una única excepción, inci­ dentales. Todavía más importante, son, en su mayoría, metafísicas an­ tes que descriptivas. Pero no del todo. Nuestra fuente principal son las anotaciones de los Notebooks de los días 11 de junio y 8 de julio de 1916. Ahí no está preguntando Wittgenstein qué es Dios, sino «¿Qué sé de Dios?» (NB, p. 72) o diciendo lo que «significa creer en Dios...» (NB, p. 74). Así, en esa medida, lo que dice es descriptivo. Las obser­ vaciones contenidas en esas anotaciones nos dicen lo que Wittgenstein pensaba de Dios y sólo por esa razón merecen ser repasadas. Además, si tomamos en consideración la «Conferencia sobre ética», lo que se dice de la ética se aplica también a su discurso sobre Dios: «Mi único propósito —y creo que el de todos aquellos que han tratado alguna vez de escribir o hablar de ética o religión— es arremeter contra los lí­ mites del lenguaje» (CSE, p. 43). En pocas palabras, este capítulo ha sido un intento de expresar lo inexpresable, de decir lo indecible, y, por consiguiente, de arremeter contra los límites del lenguaje. En ca­ pítulos posteriores de la parte II consideraremos las ideas del segundo Wittgenstein sobre el lenguaje de la creencia religiosa.

Segunda Parte EL SEGUNDO WITTGENSTEIN

6. JUEGOS DE LENGUAJE Y FORMAS DE VIDA

Cuando se lee «Conferencia sobre ética» (cfr. 1930) resulta difícil creer que Wittgenstein había cambiado de postura sobre la ética y la creencia religiosa con respecto a lo expresado en los Ñotebooks y en el Tractatus. En todo caso, la conferencia expresaba más vigorosa y explí­ citamente las concepciones de sus escritos anteriores, sobre todo la idea de que las expresiones éticas y religiosas son sinsentidos. Se nos dice que forma parte de su esencia el ser sinsentidos. Hay que recono­ cer que no se usa el término «místico». Ha sido reemplazado por «ex­ periencia de valor absoluto». Pero el resto esta ahí y desarrollado. Si se piensa en eso, puede parecer extraño. La conferencia tuvo que ser impartida cuando ya había pasado algún tiempo desde la vuel­ ta de Wittgenstein a Cambridge. Tal y como lo veo, su vuelta a Cam­ bridge y a la filosofía fue ocasionada en parte porque ya no creía haber dicho la última palabra sobre el lenguaje y la filosofía en el Tractatus. Podría pensarse que eso comporta que ya tenía otras ideas sobre esos temas. Desde luego, hay indicios de esas ideas nuevas en la conferen­ cia. Eso aún hace más sorprendente que las ideas anteriores reaparez­ can, con más fuerza, con añadidos y ulterior desarrollo. Puede sacarse una de las tres conclusiones siguientes. O la confe­ rencia era una especie de reflujo del pensamiento anterior, aún no es­ tancado y depurado. O hacia finales de los 20 y principios de los 30, Wittgenstein aún no había dado con la descripción del lenguaje en tér­ minos de juegos de lenguaje. O, aun cuando lo hubiera hecho, seguía

conservando sus concepciones sobre el estatus lógico de las expresio­ nes de valor. Aunque un filósofo no esté satisfecho con sus ideas ante­ riores, eso no quiere decir que tenga que abandonarlas antes de haber encontrado un nuevo conjuntos de ideas. Me parece que por entonces, hacia 1930, las ideas que después se­ rían expresadas en las Investigacionesfilosóficas estaban aún en estado embrionario. Así que por el momento no era cuestión de abandonar la teoría del valor previa. Por otra parte, del hecho de que sus ideas ini­ ciales sobre el valor estuvieran siendo vigorosamente desarrolladas a finales de los 20 y principios de los 30, no se sigue que esas ideas per­ sistieran en el pensamiento wittgensteiniano hasta el final. La cuestión es: ¿Lo hicieron? y si es así, ¿cómo?, y si no es así, ¿qué consecuencias tiene eso para las ideas de Wittgenstein sobre la ética y la creencia re­ ligiosa? Aquí abordaré estas cuestiones de manera general y en capítu­ los posteriores lo haré de manera más detallada. Aquí nos encontramos con muchos problemas. De ellos el más se­ rio desde el punto de vista de la distinción previa de Wittgenstein en­ tre hecho y valor es el abandono de la teoría del lenguaje como repre­ sentación figurativa y la adopción de la teoría de los «juegos de len­ guaje». El segundo, resultante de lo anterior, es el relativismo o aparente relativismo de Wittgenstein. Los dos socavan la distinción entre hecho y valor al destruir, al me­ nos en apariencia, la distinción entre lo decible y lo indecible, entre sentido y sinsentido. Más adelante, en este mismo capítulo, discutiré la aparente destrucción de esta distinción. Por el momento, supondré que es así y discutiré sus consecuencias para las concepciones de Witt­ genstein sobre la ética y la creencia religiosa. Suele creerse que Wittgenstein abandonó la concepción del len­ guaje como representación figurativa o modelo de la realidad cuando el economista italiano Piero Sraffa, haciendo un gesto de disgusto tí­ pico de los napolitanos, se frotó el dorso de la mano bajo la barbilla y le preguntó qué representaba. No dudo que ese incidente tuviera lugar, pero sí que tuviera sobre Wittgenstein el efecto que se le atri­ buye. Sea como fuere, hacia los años 30 — es difícil precisar cuán­ do— Wittgenstein tenía conciencia, no tanto de la inadecuación de la teoría del lenguaje como representación figurativa, como délo absur­ do de una única teoría del lenguaje. Se dio cuenta de que no puede

haber una teoría uniforme del lenguaje: el lenguaje mismo no es uni­ forme. También se dio cuenta de que cuando los lógicos y los filósofos ha­ blaban del lenguaje estaban hablando de una abstracción. No hay nada malo en ello. Para hablar de algo hay que hacer abstracción. Pero al abstraer hemos de tener cuidado de no perder de vista aquello de lo que hemos abstraído. Wittgenstein llegó a ver que eso era precisamen­ te lo que los filósofos del lenguaje, incluido él mismo, no hacían. Tra­ tan al lenguaje como si tuviera existencia propia y fuera mayor que to­ dos nosotros. Es cierto que tiene una existencia que es, en buena me­ dida, independiente de la de los individuos. Pero no es independiente del género humano ni de la comunidad de sus usuarios. Es básicamen­ te un instrumento de comunicación, aunque cuando se deja volar la imaginación puede ser recomendable alejarse de eso. Entre finales de los años 20 y la década de los 40 Wittgenstein lle­ gó a ver el lenguaje como una herramienta, o, mejor, como un conjun­ to de herramientas, como algo que la gente usa para hacer cosas muy variadas. Como hemos visto en un capítulo anterior, la noción del uso de los signos como determinante de su significado está en el Tractatus (TLP 3.326: «Para reconocer el símbolo en el signo hay que atender al uso con sentido», o TLP 6.211: « “para qué usamos realmente tal pala­ bra, tal proposición” lleva una y otra vez a valiosas intuiciones»). La idea de que el lenguaje es una herramienta o una caja de herramientas parece habérsele ocurrido a Wittgenstein a su vuelta a Cambridge en 1929. En Observaciones filosóficas, pensamientos que anotó durante ese período, aparece esta observación: «Una palabra sólo tiene signifi­ cado en el contexto de una proposición; es como decir que es única­ mente el uso el que hace de una barra una palanca. Sólo su empleo lo convierte en una palanca» (PE. 14, p. 59; cursivas del autor). En la ano­ tación precedente (PR 13, pp. 58-9) compara el lenguaje con los man­ dos de una sala de control. Superficialmente parecen todos iguales, y tienen algo en común en su empleo: se accionan manualmente, se ma­ nipulan. Pero su función y manejo es diferente. Un mando puede gra­ duarse de modo continuo, un interruptor tiene dos o más posiciones, el manubrio de una bomba sólo puede subirse o bajarse. La moraleja de esta analogía es que no tenemos que tratar palabras y oraciones se­ mejantes como si cumplieran la misma función, sino que hemos de considerar el modo en que se emplean, el contexto en el que se em­ plean y la función que realizan.

La analogía de la palanca reaparece en las Investigaciones filosófi­ cas (IF 12, pp. 27 y 29) de una manera un poco más elaborada. Le acompaña una analogía igualmente elaborada con una caja de herramientas (IF 11-12, pp. 27 y 29): Piensa en las herramientas de una caja de herramientas: hay un martillo, unas tenazas, una sierra, un destornillador, una regla, un tarro de cola,, cola, clavos y tomillos. Tan diversas como las funciones de estos objetos son las fun­ ciones de las palabras... Ciertamente lo que nos desconcierta es la uniformidad de sus apariencias cuando las palabras nos son dichas o las encontramos escritas o impresas. Pero su empleo no se nos presenta tan claramente. ¡En particular cuando filo­ sofamos! Es como cuando miramos la cabina de una locomotora: hay allí manubrios que parecen todos más o menos iguales. (Esto es comprensible puesto que to­ dos ellos deben ser asidos con la mano.)

El mensaje es el mismo: no dejarse engañar pensando que palabras y oraciones que parecen semejantes o suenan parecido significan la misma cosa. Mírese el uso que se hace de ellas, mírese su función. Supuesto que las palabras y las oraciones reciben su significado de su uso, ya en el lenguaje en su uso común, ya en usos excéntricos (cfr. IF 43, p. 61), tiene, bajo el punto de vista de Wittgenstein, que estar gobernado por reglas y un orden. No es bueno para nadie que un sig­ no signifique unas cosas para una persona y algo distinto para otra, o una cosa en una ocasión y otra distinta en otra, sin ninguna razón. No obstante, el lenguaje no es tan homogéneo como para proporcionar un único conjunto de reglas. ¿Cómo enunciar reglas y preservar al mismo tiempo la heterogeneidad del lenguaje? Wittgenstein dio con una so­ lución brillante: la noción de «juego de lenguaje». La noción del lenguaje como juego puede retrotraerse a una ano­ tación en los Notebooks 1914-1916 (p. 37): También podría preguntarse lo siguiente: Si tuviera que tratar de inventar un lenguaje con objeto de hacerme entender por otro, ¿qué tipo de reglas ten­ dría que acordar con él con respecto a nuestra expresión? (Cursivas del au­ tor.)

La comparación de la sintaxis con el juego del ajedrez aparece en un informe de Friedrich Waismann de una discusión que tuvo lugar

en Viena en 1930 acerca de la naturaleza de las matemáticasl. Se dice que Wittgenstein dijo que el ajedrez no consiste en el movimiento físi­ co de las piezas de madera. Consiste en el movimiento de ciertas pie­ zas, unas con nombre (rey, reina, alfil, caballo, torre), otras variables (peones) «como la “x ” en lógica», según reglas, conforme a una gramá­ tica, una sintaxis: el alfil sólo puede desplazarse en diagonal, la torre en línea recta; «la palabra “puede” significa gramaticalmente posible. Lo que va contra las reglas es una violación de la sintaxis». En ese mo­ mento, Wittgenstein consideraba los juegos en una analogía con la ma­ temática en la medida en que consideraba la matemática en una ana­ logía con juegos como el ajedrez. Los dos suponen reglas, y sobre todo, reglas susceptibles de cálculo — «Si hubiera hombres en Marte que guerreasen como las piezas del ajedrez, los generales usarían las reglas del ajedrez para hacer predicciones». En el siguiente conjunto de observaciones filosóficas, Gramáticafi­ losófica, que comprende el período 1932-3 o algo así, Wittgenstein in­ cluye una sección dedicada al ajedrez y el lenguaje (PG, p. 49 y ss.)2. A lo largo de ella usa (aparentemente por primera vez) el término Sprachspiel, que sería mejor (y menos confundente) traducir como «word-play» o, si se quiere, «language play» pero que suele traducirse como «language game». Aparece en PG en la página 62. En la página 67 se sugiere que hay juegos que, a diferencia del ajedrez, no son «jue­ gos de cálculo». Estos dos pasos son de la mayor importancia para lo que va a venir a continuación en el pensamiento de Wittgenstein. Comencemos por Sprachspiel. Surge, muy oportunamente, en el contexto del aprendizaje infantil del lenguaje por medio de las llama­ das «definiciones ostensivas» («llamadas» porque Wittgenstein no está seguro de en qué sentido puede llamárseles «definiciones»). Seña­ lar un objeto y nombrarlo es, para un niño, una forma de jugar, un jue­ 1Waismann representó a Wittgenstein en una reunión en Kónigsberg en el verano de 1930 y leyó un escrito titulado «The Nature of Mathematics: Wittgensteins’s Stand point» (La naturaleza de las matemáticas: el punto de vista de Wittgenstein). El 19 de julio, Waismann y Wittgenstein se encontraron en casa de Schlick para discutir lo que había que decir. Esto (WWK, pp. 102-4, en conjunción con las pp. 163 y 170) estable­ ce una interesante distinción entre el ajedrez y cálculos más serios. Pero, a efectos de la discusión, el ajedrez no es diferente de un cálculo que nos divierte. 2 Cfr. PG 11, pp. 49-50, una comparación del lenguaje con (a) una caja de herra­ mientas y (b) el ajedrez: «Es como si pusiese herramientas en una caja de herramientas listas para su uso. Poder usar la palabra “amarillo” es como “Sé cómo mover al rey en ajedrez”.»

go en su más amplia acepción. Pero si para el niño puede constituir una forma de jugar, para Wittgenstein es un juego en otro sentido. Es usar el lenguaje conforme a un conjunto de reglas, en este caso, las re­ glas para nombrar objetos, un juego más bien primitivo. El juego de lenguaje es todavía muy sencillo y la definición ostensiva no tiene el mismo papel en este juego de lenguaje y en otros más desarrollados. (Por ejemplo, el niño aún no puede preguntar «¿Cómo se llama?») Pero tam­ poco hay una frontera bien delimitada entre las formas primitivas y las más complicadas.

En este pasaje Wittgenstein sigue hablando del lenguaje como un cálculo, como una aplicación de reglas estrictas, como en el ajedrez. Pero vacila. Sólo puedo describir juegos de lenguaje o cálculos; si aún queremos seguir llamándoles cálculos o no carece de importancia mientras no permitamos que el uso del término general nos haga olvidar el examen de cada caso particular que deseemos decidir.

La razón de esta vacilación sale a la luz un poco después (PG, p. 67). Comienza: «Dije que el significado de una palabra es el papel que desempeña en el cálculo del lenguaje. (Lo comparé con una ficha de ajedrez)». A continuación pasa a mostrar cómo una palabra inocua, como un término de color («rojo»), puede formar parte de un cálculo. Pero, ¿qué sucede con «¡oh!», «hurra» y «hum»? «¡O h!», dice, po­ dría describirse como un suspiro, como en «¡Oh, otra vez está llovien­ do!». Eso describiría su uso. «Pero, ¿a qué corresponde en el cálculo, en el complicado juego que jugamos...?» Esas expresiones pueden ser síntomas (p. ej., «hum» puede ser un síntoma de duda), pero no son signos («hum» no es el nombre de la duda). Por el tiempo en que empezó a escribir Investigaciones filosóficas (los dos conjuntos de notas dictadas de 19334 y 1934-5, posterior­ mente publicadas como E l cuaderno azul y E l cuaderno marrón, fueron el resultado), ésas ideas habían madurado. La noción del lenguaje como cálculo por analogía con juegos como el ajedrez, dejó paso a una noción más amplia basada en una analogía más incluyente. Tan inclu­ yente —abarca el cuatro lobitos, lanzar la pelota por encima o contra un muro— que está más cerca del juego libre que del juego gobema-

do por reglas, como denota la palabra «game». Wittgenstein nunca da una definición de lo que entiende por «juego de lenguaje». Realmen­ te, la noción nos es presentada sin ceremonias al comienzo de Investi­ gacionesfilosóficas (IF 1,7, pp. 23 y 25) en el mismo punto en el que la encontramos por primera vez en Gramáticafilosófica, eñ conexión con el aprendizaje infantil del lenguaje3. Pero se hace una adición impor­ tante con vistas a la elaboración de ese concepto por medio de la fra­ se: «Llamaré también «juego de lenguaje» al todo formado por el len­ guaje y las acciones con las que está entretejido» (IF 1,7, p. 25; cursivas del autor). Las acciones con las que el lenguaje está entretejido son la clave de la descripción madura del lenguaje de Wittgenstein. Es des­ crito como una «forma de vida» (ein Lehensform) 4. Antes de llegar a eso, hay otras cuestiones que clarificar. Fuera del hecho de que el concepto «juego» es usado por Wittgenstein como (a) un análogo del lenguaje mismo, y (b) el ejemplo primero de lo que él mismo consideraba como concepto en su uso normal (frente a otro con un objeto específico o incluso único), lo que decidió llamar «pare­ cido de familia» (de lo que poco hay que decir en el presente contex­ to), no es inmediatamente claro qué cuenta como un juego de lengua­ je. Wittgenstein no ayuda apropiándose de los términos «gramática» y «gramatical» para hablar del uso del lenguaje (es decir, de las reglas, conscientes o inconscientes, para su uso en un contexto dado) en opo­ sición al uso lingüístico de los términos aplicados a la gramática enten­ dida al modo tradicional. Pero, por supuesto, tiene razón. La distin­ ción es artificial. Sin embargo, voy a resucitar el uso tradicional en esta medida: quiero establecer una distinción entre lo que llamaré «juegos de lenguaje sintácticos», es decir, juegos de lenguaje dentro de la es­ tructura de un lenguaje, y juegos que se practican por el modo en que se usa el lenguaje. No es una distinción rígida, aunque el propio Witt­ genstein la hace. 3Cfr. IF, p. 24: «Podemos imaginamos también que todo el proceso del uso de pala­ bras en (2) es uno de esos juegos de lenguaje por medio de los cuales aprenden su lengua materna. Llamaré a esos juegos “juegos de lenguaje” y hablaré a veces de un lenguaje pri­ mitivo como un juego de lenguaje». El (2) en cuestión es un lenguaje primitivo qué invo­ lucra pasar cubos, pilares, losas y vigas de B a A a una orden de una palabra (IF, 2, p. 19). 4La noción de «forma de « d a » (lehensform) era corriente en Viena en la época de Wittgenstein (cfr. Toulmin y Janik, p. 230 y ss.). Es mencionada en PG 29, p. 65: «¿Es entonces en realidad el significado sólo el uso de las palabras? ¿No es la manera en que ese uso está entrelazado con nuestra vida? ¿Acaso su uso no es una parte de nuestra vida?»

En el Tractatus Wittgenstein se circunscribió a aserciones, a enun­ ciados de hecho y a pretendidos enunciados de hecho, a expresiones valorativas, que en su opinión no eran enunciados de hecho. Hacia los años 30 volvió su atención a otros usos del lenguaje, como las instruc­ ciones (Observaciones Filosóficas 10, p. 57) o exclamaciones como «¡oh!», «hurra» y «hum» {Gramáticafilosófica 32, p. 67). En Investiga­ ciones filosóficas da una lista más extensa y en esta ocasión esas dife­ rencias gramaticales se describen como juegos de lenguaje. La expresión «juego de lenguaje» debe poner de relieve aquí que hablar el lenguaje forma parte de xana actividad o de una forma de vida. Ten a la vista la multiplicidad de juegos de lenguaje en estos ejemplos y en otros: Dar órdenes y actuar siguiendo órdenes Describir un objeto por su apariencia o sus medidas Fabricar un objeto de acuerdo con una descripción (dibujo) Relatar un suceso Hacer conjeturas sobre el suceso Inventar una historia; y leerla Hacer un chiste; contarlo Traducir de un lenguaje a otro Suplicar, agradecer, maldecir, saludar, rezar. (IF 23, pp. 39 y 41)

Es interesante constatar que la analogía con los juegos se combina aquí con la analogía con el lenguaje como caja de herramientas. En IF 27, p. 43, llama la atención sobre la peculiaridad de nuestro uso de ex­ clamaciones como: ¡Agua! . ¡Fuera ¡Ay!

.¡Auxilio!¡Bien! ¡No!

Salvo «agua», ninguna de ellas nombra a un objeto, e incluso aque­ lla, en el contexto dé una exclamación, lo hace accidentalmente. Lo que pretende decirse con esas palabras o sonidos, su pretendida signi­ ficación, sólo puede entenderse en el contexto de su uso. «¡Agua!» puede ser un grito en demanda de ese precioso líquido en el desierto, una exclamación de horror al ser añadido al whisky de malta, o una ex­

clamación de alegría al llegar a un lago en un día caluroso. Las restan­ tes expresiones no son nombres de nada (aunque pueden darse como nombres propios a caballos o animales domésticos, y “auxilio” puede ser tanto un nombre como un verbo). «¡Ay!» es la única exclamación pura, y se une a «¡oh!», «hurra» y «hum» en la lista de las palabras que no pertenecen a un cálculo lingüístico estrictamente regulado. Esto nos lleva casi imperceptiblemente al segundo tipo de juego de lenguaje, en el que los juegos de lenguaje sintácticos desempeñan su papel, pero lo hacen en lo que llamaré ahora un «juego de lenguaje cultural». Wittgenstein, como cuestión de principios, no nos da ningu­ na taxonomía de los juegos de lenguaje, ni siquiera algún principio su­ ficientemente claro en el que basar una5. Pero sí ha indicado en qué estaba pensando. La dave de los juegos de lenguaje culturales ha de buscarse en d contexto de la forma de vida en la que es jugado. La for­ ma de vida determina las reglas; también determina d rigor o flexibi­ lidad de esas reglas y su proximidad o lejanía de un cálculo. Eso es su «gramática». Lo que llamo «juegos de lenguaje cultural» es algo inven­ tado con un propósito. Sus reglas no son autónomas (o «arbitrarias» (willkürlich), la palabra usada por Wittgenstein para expresar esa nodón, algo confundente en mi opinión), como lo son las d d ajedrez y los juegos de lenguaje sintácticos6. La gramática, tal y como sude en­ tenderse: no dice cómo tiene que estar construido d lenguaje para que cumpla su pro­ pósito, para que influya en los seres humanos de tal y cual manera... A las reglas de la gramática se les puede llamar «arbitrarias», si con ello se quiere decir que d propósito de la gramática es sólo d mismo que d dd len­ guaje. (IF 496-7, p. 331)

Los juegos de lenguaje culturales, por otra parte, tienen un objeti­ vo y propósito distintos de los d d lenguaje en cuanto tal. Cuando al­ guien que está comprando una barra de pan dice: «¿Cuánto es?», está 5C£r. PG 65, p. 107: «¿Es lo mismo que si habláramos de algo que supone la dife­ rencia entre el papel moneda y meros pedazos impresos de papel, algo que les da su sig­ nificado, su vida?» (cursivas d d autor). 6Cfr. PG 140, p. 192: «Imagine que resultase que sólo d ajedrez entretuviese y satisfadese a la gente. Entonces, las reglas dd juego no serían arbitrarias si d objetivo dd jue­ go hubiera de alcanzarse. “Las reglas d d juego son arbitrarias” significa: d concepto «juego» no se define por d efecto que se supone que d juego tiene en nosotros».

haciendo una pregunta, y en ese sentido, jugando un juego de lengua­ je sintáctico. Pero al mismo tiempo está tomando parte en un juego de lenguajé cultural: el de negociar. Si esa actividad es común a-todas las culturas (ciertamente no lo es a todas del mismo modo), es una forma de vida y una actividad cultural, y, en cuanto tal, da significado a las palabras usadas. Ese es un juego de lenguaje relativamente sencillo, como el de ele­ gir el color de una tela o una pintura de un muestrario. Otros juegos de lenguaje más complejos involucran operaciones como hacer ciencias exactas o físicas, hacer psicología o antropología, o hacer juicios mora­ les, estéticos o religiosos, moderar discusiones políticas o diplomáticas, discutir de política, ética, estética o teología, intervenir en discusiones médicas, arquitectónicas, tecnológicas, legales y económicas —la lista es interminable7. Como dice 'Wittgenstein (IF II, p. 513): «No somos conscientes de la indescriptible diversidad de todos los juegos de len­ guaje cotidianos porque los vestidos de nuestro lenguaje los igualan a todos». Pero también podemos no ser conscientes de la diversidad de juegos de lenguaje más articulados y académicos que no desempeñan un papel menos importante en la dirección de nuestras vidas. Los ejemplos considerados hasta ahora suponen hablar de algo. El lenguaje también desempeña funciones más integradas en la vida coti­ diana, mundana o más elevada. Ejemplos claros son el uso oral o escri­ to de palabras para hacer promesas o hacer contratos. Cuando la no­ via y el novio dicen «sí, quiero» no están respondiendo a una cuestión fáctica. Esas palabras les unen en matrimonio. Cuando alguien jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, adquiere un compromiso con sus palabras, y, si es religioso, pone al Todopoderoso por testigo. Las palabras están entretejidas en el ritual, sobre todo en los rituales sacramentales. En las Investigaciones filosóficas (IF 23, p. 39) Wittgenstein enumera otros ejemplos: hacer un chiste, inventar una historia (ninguno de ellos es estrictamente informativo), agrade­ cer, maldecir, saludar, rezar y lo que Anscombe traduce por «hacer teatro», en una curiosa traducción de Theater-spielen. (Hacer teatro, en el sentido de fingir o exagerar, no requiere en modo alguno el uso de palabras.) 7 Puede resultar difícil ver cómo hacer lógica, matemáticas o filosofía son formas de vida. Son ocupaciones, sin embargo; y usan el lenguaje de un modo distinto al que se usa para comprar verduras.

Aunque Wittgenstein no lo dice explícitamente, parece razonable suponer que admitiría que un juego de lenguaje más amplio incluyera una diversidad de juegos de lenguaje. Del mismo modo que bajo el término «juego» cae una diversidad de juegos, puede haber una diver­ sidad de juegos de lenguaje científicos —física, química, biología, geo­ logía, meteorología— e incluso dentro de cada uno de ellos —p. ej., en física: mecánica, termodinámica, hidrodinámica, óptica, cristalografía. (La diferencia entre juegos de lenguaje científicos está determinada por las diferentes actividades en las que participan los científicos, los métodos que emplean y los objetivos que persiguen, ya como científi­ cos, que trabajan en un campo determinado.) Cada científico partici­ pa en una actividad común, la investigación científica, de acuerdo con las reglas de su rama concreta de la ciencia. Los juegos de lenguaje no son tan dispares como para que no puedan compartir algunas activi­ dades y reglas. Del mismo modo que no hay ningún juego que no ten­ ga reglas en común con otros (en algunos es preciso tener una pelota a la que golpear, en otros a la que patear, lanzar o hacer rodar), así tam­ poco hay ningún juego de lenguaje que no comparta algunas activida­ des y reglas con otros juegos de lenguaje. Sin embargo, si un juego de lenguaje ha de distinguirse de otros juegos de lenguaje, tiene que estar caracterizado por un conjunto dis­ tintivo de actividades (con las creencias y asunciones concomitantes) y reglas. Por mucho que pueda parecerse a otros juegos de lenguaje, tiene que ser único por su combinación de actividades y propósitos, y también por el conjunto de sus reglas. Así, no sólo son, digamos, dis­ tintos juegos de lenguaje las diversas disciplinas científicas, con sus actividades y reglas distintivas, sino también la ciencia misma, en tan­ to que distinta de la ley, la política, el comercio o la práctica de la agri­ cultura, como lo son entre sí y con respecto a sus contrapartidas teó­ ricas (jurisprudencia, economía política, economía, agricultura), que, a su vez, son distintas entre sí. Uno de los mayores errores que pue­ den cometerse en filosofía y en la vida cotidiana, según Wittgenstein, es confundir un juego de lenguaje con otro y tratar de aplicarle a uno las reglas del otro. Su equivalente deportivo sería sancionar a un juga­ dor de baloncesto o de hockey sobre hielo por estar «fuera de juego» o a un jugador de rugby-por correr con el balón en las manos. En ca­ pítulos posteriores, veremos cómo se han hecho intentos de jugar el juego de lenguaje religioso con las reglas de la investigación científica. (No es un tráfico unidireccional. Basta con acordarse del incidente

galileano, y más recientemente la condena intolerantemente desviada de la teoría del poligenismo.8). En sus lecciones de estética Wittgens­ tein expone la tendencia del momento a intentar reducir los juicios estéticos al estatus de reacciones psicológicas, y someterlas a un aná­ lisis estadístico o a un análisis en profundidad. Así la creencia religiosa, la estética, y, presumiblemente, la ética y otras expresiones de valor, como la metafísica, parecen estar en depar­ tamentos estancos, ser impermeables a ataques externos. Esto no quie­ re decir que los juegos de lenguaje valorativos sean inmunes a los ata­ ques y controversias internas. Lo que sí quiere decir es que quien in­ tenta refutar un enunciado o una expresión perteneciente a un juego de lenguaje usando las reglas de otro, enteramente distinto, está come­ tiendo un error. Sí cree haber tenido éxito, el error se complica, por­ que se ha engañado a sí mismo. Esto tendría que reconfortar a astró­ logos, parapsicólogos, quirománticos y frenólogos, así como a los cre­ yentes religiosos. Por absurdas que puedan parecer sus creencias y prácticas a quienes no las comparten, sus posiciones parecen inexpug­ nables, por lo menos en términos de otros juegos de lenguaje como la ciencia (incluidas las ciencias humanas, como la antropología, la psico­ logía y la sociología), la historia, la arqueología y la ética. En capítulos posteriores consideraremos con cierto detenimiento la relación de la ciencia con la creencia religiosa, de modo que podría ser oportuno ilustrar ahora lo que se acaba de decir con respecto a la ética y la creen­ cia religiosa. A primera vista puede parecer que religión y moralidad están tan inextricablemente interconectadas que es imposible distinguirlas, por lo menos con la claridad con la que ambas se distinguen de las cien­ cias. En algunas Iglesias, especialmente en la Iglesia católica romana, existe la creencia de que la religión tiene la última palabra en cuestio­ nes morales. Desde este punto de vista no puede haber conflicto o co­ nato de conflicto entre religión y moralidad. No son dos juegos de len­ guaje separados. Lo que otros llaman moralidad no es, en efecto, sino 8 En la versión original de la encíclica Húmame Generis del Papa Pío XH, la redac­ ción era que es evidente que la doctrina paulina y tridentina del pecado original no pue­ de ser reconciliada con la teoría evolucionista de la poligenia, es decir, el origen de una especie a partir de más de una fuente parental. El cardenal Bea, jesuíta y estudioso de la Biblia, se las arregló para que se cambiara por «no es evidente cómo podría reconciliar­ se» —una fórmula lo bastante ambigua como para contentar a los dos bandos enfren­ tados.

una parte del juego de lenguaje religioso, junto con el ritual, el culto, la administración de los sacramentos, la devoción y el ascetismo. Difie­ re de las leyes y preceptos eclesiásticos que gobiernan la asistencia al culto, la recepción de los sacramentos y el ayuno y la abstinencia por­ que se afirma que residen en la naturaleza humana, en la que fueron implantados por Dios. La Iglesia no puede legislar en materia de mo­ ralidad, sólo puede declarar, en nombre de Dios, lo que es y lo que no es moral. Está daro que, bajo este punto de vista, no existe el proble­ ma de un choque de juegos de lenguaje, puesto que sólo hay un juego de lenguaje. En d otro extremo se encuentra la concepción según la cual la moralidad no tiene nada que ver con la religión. Este es d punto de vista de los humanistas modernos y, en verdad, de la mayoría de los filósofos modernos. Sartre es especialmente docuente al respecto. De hecho, en Existencialismo y humanismo lamenta induso que sea así9. Algunos de los defensores de esta idea mantienen también que la religión es una quimera, un galimatías sin ningún significado inca­ paz de sustentar o fundamentar principios morales. Puede que sea un juego de lenguaje, dirían, pero, en cuanto tal, es un verdadero juego como las charadas u otras formas de acertijo. Otros, no con­ tentos con esta actitud, tratan de refutarla sobre fundamentos mo­ rales. Esto último parece prometedor. Después de todo, una forma de comportamiento que vaya en contra de principios morales no puede ser buena y santa. Además, aceptamos o rechazamos un sistema reli­ gioso tanto por la moralidad de las prácticas que prescribe como por su doctrina. Antes de abrazar una fe tenemos que preguntamos si es moralmente correcto hacerlo, si estamos justificados moralmente al hacerlo, si con ello infringimos alguna ley moral o no. Ese parece un buen modo de proceder. Poca gente abrazaría hoy una religión que prescribiera sacrífidos humanos, caza de cabezas o asesinatos rituales. Muchos rechazarían una religión que exigiese que una viuda se arroja­ se a la pira mortuoria de su marido, que prescribiese la lapidadón como castigo para d adulterio, que sandonase la poligamia o la prostitudón ritual, o prohibiese contraer matrimonio a los divordados. Pero para los adeptos de una religión en la que se aplican esas reglas, 9 Sartre, J. P., Existencialismo y humanismo. (Edición inglesa Existentialism and Humanism de 1948), pp. 27-9, cfr. cap. 12, nota 3.

las consideraciones morales en su contra son inanes. Cuando es nece­ sario, la ley de Dios trasciende los códigos morales. Lo prescrito, pro­ hibido o permitido por Dios no puede ser inmoral, como tampoco puede serlo el mismo Dios aunque permita que sufra el inocente o predestine algunas almas a la salvación y otras a la condenación eter­ na. Esperar que Dios siga las reglas de la moralidad humana es no en­ tender el juego de lenguaje de la actividad divina y tratar de aplicarle run conjunto equivocado de reglas. Así, la distinción entre el lenguaje de los valores y cualquier otra forma de lenguaje se mantiene, y, en todo caso, se refuerza. Al ser un juego de lenguaje entre otros, tiene su propio significado interno. El hecho de que este juego de lenguaje abarque otros juegos de lenguaje distintos —ética, estética, creencia religiosa— no lo altera. Los juegos de lenguaje ético, estético y religioso pertenecen a un juego de lengua­ je más amplio de «expresiones valorativas», lo mismo que la física, la química y la biología pertenecen al juego de lenguaje de la ciencia. O más exactamente, son manifestaciones o realizaciones de los juegos de lenguaje de las expresiones valorativas y de la ciencia, respectiva­ mente. Esto puede dar un estatus más respetable a las expresiones valo­ rativas, pero quizá a un cierto precio. Las distinciones entre expre­ siones valorativas han de buscarse en obras anteriores. Aunque la creencia religiosa no es explícitamente mencionada en término de valores, salvo al final de «Conferencia sobre ética», se dice mucho de ella en los Ñotebooks, en donde se traza una clara distinción entre la ética y la estética (NB, p. 83: «La obra de arte es el objeto visto sub specie aeternitatis; la vida buena es el mundo visto sub specie aeternitatis...»). Podría parecer, empero, que se pierde la tajante distinción entre enunciados de hecho —lo decible, lo expresable, lo que puede ser representado figurativamente como un estado de cosas posible— y las expresiones de valor —lo indecible, lo inexpresable, lo que no es un estado de cosas posible, y, por tanto, no puede ser representa­ do figurativamente. Todas las variantes de otros modos de expresión se han amontonado, las expresiones valorativas están a la par con ellas, e incluso con los enunciados de hecho, ya que todos son juegos de lenguaje. Peor aún, con la desaparición de la teoría del lenguaje como re­ presentación figurativa, el estatus especial de sinsentidos del que antes disfrutaban las expresiones valorativas también parece haber

desaparecido. Podría parecer que han dejado de ser sinsentidos, que se han convertido en modos de discurso como cualquier otro, con sus propias reglas de conducta, distintas, e independientes, de todas las demás reglas de conducta. Dentro de esas reglas, lo que di­ cen es decible, por lo menos para quien esté dispuesto a aceptar las reglas. Sacar esa conclusión sería muy precipitado. Pone un énfasis equi­ vocado en la autonomía de los juegos de lenguaje y en su estatus como medio de comunicación. También malinterpreta el cambio que se ha­ bía producido en las ideas de Wittgenstein sobre el lenguaje. Había reemplazado una visión estática del lenguaje por una visión dinámica. No se había vuelto atrás con respecto a su concepción de lo decible y lo indecible. No hay razón para creer que, como juego de lenguaje o conjunto de juegos de lenguaje, las expresiones valorativas sean más decibles en el pensamiento del segundo Wittgenstein délo que lo eran anteriormente. Ganaron viveza, eso es todo. La noción de lenguaje del Tractatus es estática, porque la teoría del lenguaje como representación figurativa sugiere la imagen de un cua­ dro que cuelga de una pared, llevando una existencia autónoma, aun­ que inmóvil y carente de vida. No es más que un espejo en el que se re­ fleja el mundo, o, más bien, que refleja estados de cosas posibles: que aspecto tendría algo si existiera. Tales representaciones figurativas van desde un retrato fiel o un paisaje hasta un modelo a escala o un diagra­ ma. Así entendido, se circunscribe a hechos y estados de cosas. Pero es un modo de contemplarlos como si ellos y el modo de representación estuvieran congelados e inmóviles. El hecho de que las expresiones va­ lorativas no puedan ser descritas de esa manera, puesto que no repre­ sentan figurativamente ni reflejan nada —no hay nada que representar figurativamente o reflejar— no entra en la caracterización estática/dinámica del lenguaje. La caracterización del lenguaje en Investigaciones filosóficas es di­ námica, al estar relacionada con actividades y usos. Además, esos usos son comunes, cotidianos (IF 97-8, p. 117). «Proposición», «lenguaje», «pensamiento» y «mundo» no gozan de un estatus más elevado que «mesa», «lámpara» o «puerta». Esto reitera lo dicho en TLP 5.5563: «Todas las proposiciones de nuestro lenguaje ordinario están de he­ cho, tal como están, perfectamente ordenadas desde un punto de vis­ ta lógico. La tendencia a “sublimar” la proposición lleva a tratarla como un intermediario entre los signos proposicionales y los hechos»

(IF 94, p. 115)10. Esto lleva a otra ilusión: «El pensamiento, el lengua­ je, nos aparece ahora como el peculiar correlato, o figura, del mundo» (IF 96, p. 117). Pero, pregunta Wittgenstein, ¿para qué se usan esas palabras? Falta, un juego de lenguaje en el que aplicarlas. Podríamos haber pensado que podían usarse en el juego del lenguaje al que jugó en el Tractatus. Pero no Wittgenstein. Ese juego de lenguaje es ilu­ sorio. El error que cometió Wittgenstein fue tratar a esos conceptos como «superconceptos» al tratar de «captar la incomparable esencia del len­ guaje» (IF 97, p. 117). Aunque lo que dice aquí no descarta la teoría del lenguaje como representación figurativa, la limita. No todos los usos significativos del lenguaje son figurativos. Ya no es la tínica descripción del lenguaje. La dicotomía entre lo que puede ser representado figurar tivamente y, por tanto, dicho, es decir, lo inexpresable, ya no se aplica —o, por lo menos, ya no puede aplicarse útilmente a la diversidad de los juegos de lenguaje. Y, si los conceptos de lo decible y lo indecible, lo expresable y lo inexpresable pueden tener aún una aplicabilidad res­ tringida, ya no sirven para distinguir unívocamente expresiones de va­ lor, proposiciones lógicas y matemáticas, tautologías y contradicciones de otras formas de expresión. No todas las expresiones que no repre­ sentan figurativamente el mundo, y, por tanto, en su sentido tractariano, que no son proposiciones, son expresiones valorativas. Las expresiones valorativas no sólo han dejado de gozar en las In­ vestigaciones filosóficas de su anterior estatus exclusivo de indecibilidad, sino que también parecen haber perdido su estatus exclusivo de intentos de arremeter contra los límites del lenguaje. Replicando a la objeción de que al reconducir palabras como «ser», «objeto», «Yo», y «proposición» de su uso metafísico a su uso cotidiano parece destruir­ se cuanto es interesante, grande e importante (IF 116-18, pp. 125 y 127), Wittgenstein dice: Los resultados de la filosofía son el descubrimiento de algún que otro sim­ ple sinsentido y de los chichones que el entendimiento se ha hecho al chocar con los límites del lenguaje. (IF 119, p. 127) !0El texto alemán dice: die Sublimiemng der ganzen Dartesllung, que Anscombe tra­ duce como «the subliming of our whole account of logic» (la sublimación de toda nues­ tra descripción de la lógica). Pase lo que pase con la traducción, lo que es indudable es que Wittgenstein estaba hablando de sublimar, es decir, purificar los signos (IF 94, p. 115).

En otras palabras, no estamos destruyendo auténticos edificios, sino castillos de naipes, y estamos clarificando el fundamento lingüís­ tico en el que descansaban. Así, las expresiones valorativas no son los únicos intentos de arremeter contra los límites del lenguaje, sino que existe una gran diversidad de expresiones de otro tipo sin relación con los valores y que son intentos de hacer lo mismo. Por lo que Wittgenstein dice en Investigaciones filosóficas acerca de proposiciones que representan figurativamente hechos, está claro que ha restringido su alcance dentro del lenguaje, o, mejor, que ha ampliado su concepción del lenguaje para incluir, además de propo­ siciones de hecho y seudoproposiciones de diversos tipos, todas las variedades de juegos de lenguaje que tienen nada o poco que ver con los hechos y sin embargo no son necesariamente sinsentidos ni caren­ tes de sentido. La carencia de sentido se presenta cuando se usan pa­ labras, no precisamente contra las reglas (la gramática, en el sentido de Wittgenstein, no meramente la sintaxis), sino cuando, de hecho, no hay reglas, y, consiguientemente, no tienen un hogar, un juego de lenguaje en el que residir. Esta es la fuerza de la observación de IF 96, p. 117, en donde Wittgenstein habla de conceptos como pensamien­ to, lenguaje, proposición y mundo: «(¿Pero para qué han de usarse ahora estas palabras? Falta el juego de lenguaje en el que han de apli­ carse.)» Antes de profundizar en eso, tengo que discutir primero la des­ cripción que da Wittgenstein de la representación figurativa en Inves­ tigaciones filosóficas. Wittgenstein dista tanto de haber abandonado la teoría de la representación figurativa (excepto en su forma universal) que de hecho la desarrolla (IF 518-26, pp. 339 y 341). Distingue entre un retrato, una pintura de género y un dibujo sin sentido, por una par­ te; y entre proposiciones que se refieren a estados de cosas reales o me­ ramente posibles, cuentos de hadas, poemas absurdos y proposiciones carentes de sentido, por otra. En IF518 Wittgenstein cita dos pregun­ tas de Sócrates a Teeteto: «Y quien imagina, ¿no debe imaginarse algo?» e «Y si alguien imagina algo, ¿no debe imaginarse algo real?» (p. 339). Y continúa así: Y quien pinta, ¿no débería pintar algo? —y si alguien pinta algo, ¿no debe ser algo real?— Bueno, ¿cuál es el objeto del pintar: la figura de un hombre (por ejemplo) o el hombre al que representa la figura? (IF íbid.)

Aplicándolo al lenguaje, podríamos decir que una orden cumplida es una representación figurativa de la acción ejecutada, aunque también podríamos decir que es una representación figurativa de «la acción que debe ser ejecutada de acuerdo con ella» (IF 519, p. 339). Wittgenstein está subrayando que una proposición, o cualquier otra expresión, tiene sentido si representa figurativamente un estado de cosas posible. El ob­ jeto de una proposición no tiene por qué ser una cosa real, existente. Eso se dice literalmente en el Tractatus, y en IF 520, p. 339, repite TLP 2.1-301, y especialmente 2.151-2.171, casi al pie de la letra: Incluso si una proposición se concibe como una representación figurativa de un posible estado de cosas y decimos que muestra la posibilidad de ese esr tado de cosas, con todo, la proposición sólo puede hacer, en el mejor de los ca­ sos, lo que hace una figura pintada o plástica, o también una película... (IF 520, p. 339)

Sin embargo, Wittgenstein añade aquí algo a la noción original de proposición como representación figurativa. En primer lugar, indica que la posibilidad lógica depende en su totalidad de lo que permita nuestra gramática. No podemos servimos de cualquier construcción oracionaliforme, como tampoco sucede que toda técnica tenga una aplicación en nuestra vida. Por no considerar suficientemente su apli­ cación, los filósofos caen en la tentación de considerar proposiciones a cosas inútiles; cfr. TLP 6.53: «y entonces... probarle que en sus propo­ siciones no había dado significado a ciertos signos». En segundo lugar, dice que podemos comparar una proposición o con una representación histórica o con una pintura de género. Una re­ presentación histórica pretende representar a alguien o a algún evento que existió u ocurrió. Aun cuando no creamos que las personas que aparecen en una pintura de género tengan que haber existido o que tengan que haber estado realmente en la situación representada, nos «dice» algo (IF 522, p. 341). Lo que nos dice es ella misma. «Esto es, el hecho de que me diga algo consiste en su propia estructura, en sus formas y colores» (IF 523, p. 341). (Aquí y en IF 527, p. 343, Witt­ genstein compara las proposiciones y las oraciones con un tema musi­ cal, que también «se dice a sí mismo» por medio de su patrón sonoro.) Todo esto queda en barbecho en el Tractatus. Pero los ingredientes es­ taban allí. Las proposiciones tenían sentido si representaban figurati­ vamente un estado de cosas posible y lo conservaban aun cuando,

siendo aseveradas, resultasen ser falsas. Esto dejaba campo a la ficción, aunque Wittgenstein no lo investigó entonces. La fantasía, en la medi­ da en que trata con situaciones que, por una u otra razón, nunca po­ drían realizarse, hubiera sido probablemente rechazada (siguiendo a Platón) como falsa, o como un sinsentido. Pero en las investigaciones filosóficas no sólo se atribuyó un sentido interno que justificaba su existencia a las pinturas de tema ficticio (pinturas de género) y a las na­ rraciones de ficción, sino también a las fantasías de los cuentos de ha­ das, como la de la olla que ve, oye y habla. Frente a la sugerencia de que los cuentos de hadas solamente inventan lo que no es el caso y no dicen cosas sin sentido, Wittgenstein reacciona con cautela. Pregunta bajo qué circunstancias diríamos que habla una olla (IF 282, p. 237). Tendrían que ser, seguramente, aquellas en las que hablarían los seres humanos, porque, para ser inteligibles, tienen que conformarse a los usos primarios de conceptos como ver, oír, hablar y, en el caso de las muñecas, sentir dolor11. Tampoco un poema sin sentido, reconoce Wittgenstein, es un sinsentido a la manera del balbuceo de un niño. Así, la teoría de las proposiciones como representaciones figurati­ vas se conserva en Investigacionesfilosóficas, al tietñpo que se desarro­ llan sus implicaciones, si bien en el nuevo contexto de la gramática ló­ gica12. Las proposiciones verdaderas siguen siéndolo por representar figurativamente lo que es el caso; todas las proposiciones tienen senti­ do si, y sólo si, representan figurativamente un posible estado de cosas. En un capítulo anterior identificamos varios tiempos de sinsentido en el Tractatus. Además de las combinaciones de signos (jeroglíficos, pictogramas, grupos de letras) sin uso y, por tanto, sin significado (bedeutungslos), había proposiciones sin sentido (sinnlos), que carecían de sentido por poder aplicarse a todo (tautologías) o por no poder aplicarse a nada (contradicciones) o por ser superfinas (p. ej., las «Le­ yes de la Inferencia» de Frege y Russell), y seudoproposíciones que son sinsentidos (unsinnig) que tienen la apariencia de las proposicio­ nes aunque carecen de contenido semántico (lógica y matemáticas) o son combinaciones asignificativas de palabras (la mayoría de las pro" En varios de sus relatos cortos Kipling hace que partes de barcos y locomotoras, y no sólo animales, hablen entre ellas. Cfr. The Múltese Cat (El gato maltés). n Desde la publicación de obras intermedias como PG, PR y BB, varios comentaris­ tas han llegado a la conclusión de que la tesis de que Wittgenstein abandonó la teoría del lenguaje como representación figurativa no es tan completa como se había pensado. Cfr. Kenny (1975), pp. 224-31, Pears (1971) p. 95 y ss.

posiciones de la filosofía) o tentativas de traspasar los límites del len­ guaje. Como acabamos de ver, todos esos tipos de sinsentido aparecen en Investigaciones filosóficas. A ellos se añaden las proposiciones fan­ tásticas, como las de los cuentos de hadas, las proposiciones de ficción. que representan figurativamente estados de cosas posibles pero no reales, y el balbuceo de los niños, que incluye a mi entender las emisio­ nes oracionaliformes. Las expresiones valorativas seguirían cayendo bajo el rótulo «seudoproposiciones» y serían igualmente distintas de las proposiciones carentes de sentido, es decir, las seudoproposiciones que ni dicen ni pueden decir nada (tautologías y contradicciones) y las proposiciones que son sinsentidos por carecer de contenido semántico y, por ello, de sentido, siendo incapaces de decir algo sobre el mundo (las proposi­ ciones de la lógica y las matemáticas). Pero, en el primer ’Wittgenstein, mientras las proposiciones de la filosofía eran sinsentidos porque no podía darse significado a sus signos, las expresiones valorativas eran sinsentidos porque eran intentos de ir más allá de los límites del len­ guaje, de decir lo indecible, de expresar lo inexpresable. Podría pare­ cer por IF 116 y 119, pp. 125 y 127, que esa no es una distinción real puesto que las pretendidas proposiciones de la filosofía que usan con­ ceptos como «conocimientos», «ser», «objeto», «yo», «proposición» y «nombre» se asemejan a los chichones del entendimiento que; resultan de arremeter contra los límites del lenguaje. Esto se insinuaba en TLP 4.1272 y aún más claramente en TLP 6.53 en la cláusula «en sus pro­ posiciones no había dado significado a ciertos signos». Pero si los sinsentidos filosóficos y las expresiones valorativas tienen en común el ser intentos de traspasar los límites del lenguaje, lo hacen por razones muy distintas y con resultados muy distintos. El sinsentido filosófico —tal y como lo entiende Wittgenstein— es un intento de decir lo que no se puede decir en la creencia errónea de que sí es posible; que de­ cir «Hay objetos» es lo mismo que decir «Hay libros» (TLP 4.1272). El sinsentido filosófico es un error conceptual. Los conceptos emplea­ dos son seudoconceptos. Los conceptos usados en la ética y la creencia religiosa —bien ab­ soluto, Dios, seguridad absoluta, lo que el mundo es, la pecaminosidad absoluta a los ojos de Dios— son también seudoconceptos, aun­ que de un tipo distinto del de los usados en el sinsentido filosófico y se usan de maneras diferentes. Para empezar, no se usan equivocadamen­ te. No hay duda de que mucha gente tiene una noción equivocada de

cómo se usan y cómo tendrían que usarse (erróneamente los conside­ ran enunciados de hechos empíricos), pero las expresiones mismas no son producto de errores conceptuales (y mucho menos fácticos). Como dice Wittgenstein, para ser errores son demasiado grandes (cfr. LC, p. 62). Si bien las expresiones valorativas arremeten contra los lí­ mites del lenguaje, eso no hace chichones (Beulen) al entendimiento como sí lo hace el lenguaje filosófico. Su descubrimiento no lleva a su desaparición, como sucede con los sin sentidos filosóficos. Las expre­ siones valorativas tampoco pueden reconducirse de su uso metafísico a su uso cotidiano, como sí sucede con las seudoproposiciones del sinsentido filosófico (IF 116, p. 125). «Su carencia de sentido está en su misma esencia»; no son sinsentidos «porque no han encontrado las expresiones correctas» (CSE, p. 43). Eso es lo que dijo de ellas Witt­ genstein en su «Conferencia sobre ética», y nada hace pensar que des­ pués cambiara de opinión. No hay ningún «juego de lenguaje que sea su hogar originario». Palabras como «Dios» y «bien absoluto» no tie­ nen ningún uso cotidiano al que reconducirlas desde su uso metafísi­ co (IF 116, p. 125; cursivas del autor). Otra diferencia entre el sinsentido filosófico y la carencia de senti­ do de las expresiones valorativas es que en el primer caso, no hay nin­ gún juego de lenguaje y en el segundo sí. «Falta el juego de lenguaje en el que han de aplicarse» (IF 96, p. 117). Una observación de las Inves­ tigaciones filosóficas deja daro que Wittgenstein consideraba la ética como un juego de lenguaje. Está hablando de las dificultades con las que nos encontramos al tratar de dar con una figura nítida que «co­ rresponda» a otra borrosa, como, por ejemplo, un rectángulo. Es una tarea irrealizable. Si en la borrosa los colores se entremezclan sin indi­ cio de un límite, tanto podría trazarse un círculo o una forma de cora­ zón como un rectángulo. Concluye: «Y en esta posición se encuentra, por ejemplo, quien, en estética o ética, busca definiciones que corres­ pondan a nuestros conceptos». Y prosigue: Pregúntate siempre en esta dificultad: ¿Cómo hemos aprendido el signifi­ cado de esta palabra («bueno», por ejemplo)? ¿Á partir de qué ejemplos; en qué juegos de lenguaje? Verás entonces fácilmente que la palabra ha de tener una familia de significados. ;(IF 77, p. 97)

De la estética y las expresiones de creencia religiosa se habla como juegos de lenguaje en 'Estética, psicoanálisis y religión (que son de fina­

les de los 30 y comienzos de los 40, mientras estaba escribiendo Inves­ tigaciones filosóficas): p. ej., «En distintas edades se está jugando un juego completamente distinto» (p. 8), refiriéndose a la estética. Así, a diferencia del sinsentido filosófico, que es sinsentido porque las pala­ bras expresadas carecen de uso y aplicación, y porque no pertenecen a ningún juego de lenguaje, las expresiones valorativas, aunque son sinsentidos en tanto que intentos de decir lo que no se puede decir, pertenecen pese a todo a un juego de lenguaje con sus propias reglas específicas. A esto podría formulársele una objeción incómoda. En la descrip­ ción del significado y el lenguaje de sus últimas obras, Wittgenstein dice que el significado de una palabra hay que buscarlo en su uso en el juego de lenguaje al que pertenece (PG, p. 67; IF 43, p. 61). Si es así, y si las expresiones valorativas pertenecen a juegos de lenguaje, éstas tienen que tener un significado que puede descubrirse observando cómo se usan las palabras y oraciones en el juego de lenguaje al que pertenecen. En tal caso, no pueden ser sinsentidos. Algunos comenta­ ristas de inclinación religiosa han celebrado este desarrollo del pensa­ miento de Wittgenstein. Creen que en Investigaciones filosóficas repa­ ró el daño causado al discurso religioso en sus primeras obras, sobre todo en «Conferencia sobre ética». Esta interpretación es errónea y ha de ser rechazada si es que hay que preservar la descripción inicial, sus­ tancialmente precisa, de la ética y la creencia religiosa. ¿Cómo hacer­ lo? Además, ¿cómo distinguir las expresiones valorativas que tienen significado de las demás expresiones significativas? Un modo de responder a la objeción (para quienes la consideren una objeción y no estén dispuestos a abandonar alegremente la des­ cripción inicial de Wittgenstein de la ética y la creencia religiosa), qui­ zá el único modo o, por lo menos, un modo adecuado de suyo, es dis­ tinguir entre niveles y sentidos de significado. En el nivel verbal (el ni­ vel de las combinaciones de palabras, e incluso, excepcionalmente, del uso de palabras sueltas) todas las proposiciones y seudoproposiciones, salvo las combinaciones sin sentido de signos, de signos que no res­ ponden a ningún propósito («Sócrates es idéntico») tienen significa­ do: podemos entender lo que está diciendo la otra persona. De un nocreyente que tiene una conversación con alguien que cree en el Día del Juicio, dice Wittgenstein: «En cierto sentido entiendo todo lo que dice — “Dios”, “separar”, etc. Lo entiendo. Podría decir: “No creo en eso”, y sería verdad, queriendo decir que no ha tenido esos pensa­

mientos u otros que encajen con ellos» (LC, p. 55). Podría entender las palabras, pero no dar sentido a lo que se pretendía expresar con la creencia en un Día del Juicio. No se parecería a un eclipse, que puede predecirse, ni a ningún tipo de explosión galáctica. Aún más misterio­ sa era la creencia en un dios o en Dios. Aunque es una persona porque ve, recompensa y demás, no se parece a ninguna personarSe nos ense­ ñan cuadros de él, pero, a diferencia de los retratos de las tías, nadie ha mostrado jamás lo que retratan los cuadros de Dios. Sin embargo, no creer en su existencia era algo malo, aunque no hay nada malo en no creer en la existencia de cualquier otra cosa (LG, p. 59). Por tanto, «persona», «existe», y también «ve», «recompensa» y «juicio», no se usan del modo normal. Quien trate de interpretarlas en su sentido usual las malinterpreta. Para tal intérprete, son sinsentidos. Pero no son errores o abusos del lenguaje. Para el creyente tiene un significado que trasciende el uso ordinario del lenguaje y no puede traducirse a él. Lo mismo vale para las creencias y experiencias fundamentales de la ética. También ellas desafían la traducción al uso ordinario. De acuer­ do con el uso ordinario, si algo es bueno, lo es porque es bueno para algo (relativamente bueno). En ética, si algo es bueno, lo es porque es bueno por sí mismo, porque es una acción digna de ser hecha única­ mente por sí misma y no por alguna otra razón (es absolutamente bue­ na). Podría añadirse, con Moore, que el bien ético no puede traducir­ se a cualidades empíricas constituyentes. (El bien estético es también bien en sí mismo, algo digno de admiración por sí mismo, y no por el propósito al que pueda servir o por la función que pueda desempeñar, por bien que lo haga.) Pero, como señaló Wittgenstein en «Conferen­ cia sobre ética», hablar de valores absolutos (explícita o implícitamen­ te) es usar las palabras de un modo distinto a aquel en el que se usan en sus juegos de lenguaje originarios. Es, por consiguiente, un intento de extender los límites del lenguaje y decir lo que no se puede decir. Así, desde el punto de vista de quien se confína al uso ordinario del lenguaje, ese uso del lenguaje es un sinsentido. Si es así, entonces, ¿cómo pueden tener significado, como partes de un juego de lenguaje, las expresiones valorativas? O, como sinsen­ tidos, no tienen significado, o, como expresiones usadas en un juego de lenguaje, tienen significado dentro de ese juego. Como acabamos de ver, al menos tienen significado verbal. Pero con eso no basta. «Só­ crates es idéntico» y «Esto es un círculo cuadrado» tienen el significa­ do verbal preciso para permitimos declararlas absurdas o contradicto­

rias y saber de qué proferendas estamos hablando. Las expresiones valorativas, sin embargo, tienen significado, como vimos en la Parte I, capítulos 1 y 2, sólo que no se enuncia o dice, puesto que no hay pala­ bras para expresarlo. Es un significado silendoso, un significado entre líneas, por así decir, y, en d caso de la comunicadón no-verbal, un sig­ nificado entre sonidos e imágenes. 'Wittgenstein dio en sus primeros escritos, induidas sus cartas, indicaciones de cómo se transmite ese significado en poemas, parábolas, narradones, dedaraciones proféticas y metáforas (cfr. capítulo uno). El significado de esas proferendas no puede traducirse a o ponerse en palabras, y menos aún explicarse. Los intentos de hacerlo por parte de intérpretes, comentaristas y otros glosadores sólo pueden tener éxito en la medida en que transmitan por usos igualmente indirectos d d lenguaje algo d d significado dd original. Pero no pueden decir (expresar o enundar) lo que es ese sig­ nificado. Sobre eso tienen que callar y dejar que las palabras (y, en d caso de la música y las artes plásticas, los sonidos, ritmos, pausas, for­ mas y colores) hablen por sí mismas. Las teorías basadas en esas fuen­ tes —teologías y teorías éticas como los tratados sobre la justida— no capturan nunca, en opinión de Wittgenstein, d significado de la fuen­ te original de la expresión valorativa. Pertenecen a juegos de lenguaje diferentes en los que se da a las palabras un sentido más o menos de­ finido y un significado basado en d uso ordinario. Entendido de esta manera, d juego o juegos de lenguaje de las ex­ presiones valorativas se conforma a la descripdón dada por Wittgens­ tein en sus primeros escritos. Y la distindón entre lo que se puede de­ cir y lo que no, y entre las diversas formas de sinsentido, queda intac­ ta, pese a la restricdón y modificadones de la teoría d d significado como representadón figurativa. Sin embargo, los últimos escritos in­ troducen un nuevo uso de la analogía pictórica, muy pertinente para lo que habrá de decirse en d resto de este libro. La nodón de proposición como representación figurativa de un estado de cosas tiene algo de estática, o, como dice Wittgenstein, de odosa: Pensar en uña descripción como representadón figurativa de los hechos tiene algo de desorientador: se piensa quizá sólo en representadones figurati­ vas como las de los cuadros, que cuelgan de nuestras paredes, que sencillamen­ te parecen retratar qué aspecto tiene una casa, qué estado presenta. (Estas re­ presentadones figurativas son en derto modo odosas.) (IF 291, pp. 243 y 245)

Pero las demás funciones de las representaciones figurativas en nuestras vidas y en nuestro lenguaje, descritas en Observacionesfilosó­ ficasGram ática filosófica, Los cuadernos azul y marrón e Investigacio­ nes filosóficas, son dinámicas. Tienen que ver con la acción. Ya hemos encontrado un ejemplo de esto en IF 519, p. 339, en doride Wittgenstein describe una orden como «una representación figurativa de la ac­ ción que debe ser ejecutada de acuerdo con ella» (cfr. PG, p. 212). Aquí hay una conexión bastante estrecha entre la acción a realizar y su representación figurativa. Una representación menos específica de una acción aparece en IF 490, p. 329: ¿Cómo sé que este curso de pensamiento me ha conducido a esta acción? Bueno, se trata de tina determinada representación figurativa: por ejemplo, en una investigación experimental, el hecho de que un cálculo nos conduzca a otro experimento. Parece así —y ahora podría describir un ejemplo.

Aquí los cálculos sugieren el tipo de experimento a realizar, y el ejemplo es una representación figurativa de ese tipo de experimento. Son ejemplos de lo que hay que hacer. Wittgenstein también da ejem­ plos de representaciones figurativas de cómo hay que hacer las cosas. Alguien está respondiendo a otro, que está intrigado por cómo funcio­ na un cierto mecanismo en determinada caja. Un dibujo podría servir­ le. Podría decir: «¿Ves? Así está metido». Wittgenstein añade: «Esto ultimo, naturalmente, ya no explica nada, sino -que invita a hacer la aplicación de la figura que se me ha proporcionado» (IF 425, p. 307). Otro ejemplo, no-tan-específico, es el de las diversas posiciones de un boxeador: Imaginemos una figura que represente a un boxeador en una determinada posición de combate. Pues bien, esa figura puede usarse para comunicade a alguien cómo debe estar o mantenerse; o cómo no debe estar. (IF, añadido al pie de la p. 37.)

Ni qué decir tiene que el boxeador no se atendrá precisamente a esas posiciones durante un combate. Aún más, puede que nunca adopte ninguna de ellas exactamente como está representada. (En­ tre otras cosas porque puede no tener la complexión del boxeador de la figura.) Todo esto está resumido en Gramática filosófica, p. 163:

¿En qué sentido puedo dedr que una proposición es una representación fi­ gurativa? Cuando pienso en ello, querría decir: tiene que ser una representa­ ción, figurativa si ha de mostrarme lo que tengo que hacer, si he de ser capaz de actuar conforme a ella. Pero en tal caso, todo lo que quieres decir es que ac­ túas conforme a una proposición en el mismo sentido en que actúas conforme a una figura.

En Estética, psicoanálisis y religión Wittgenstein sugiere algunos de los usos para los que pueden servir las representaciones figurativas en la estética y la creencia religiosa. A partir de otros escritos y de los dic­ ta de Wittgenstein queda claro cómo se aplican en ética. Hay que ha­ cer notar, primero, que la noción de representación figurativa se usa de manera amplia y variada. Amplia, puesto que de todo lo que puede servir como ejemplar, por ejemplo, una pieza de música, un poema, una representación dramática o una narración, un movimiento de danza o un gesto, puede decirse que se usa como representación figu­ rativa. Variada, puesto que incluye desde los cuadros figurativos hasta las imágenes mentales e ideas sin contenido pictórico, pero pensadas e imaginadas («Imagínese en una situación embarazosa» no requiere un contenido pictórico para cumplirse). Variada, también porque, ade­ más de para representar figurativamente una acción o un conjunto de acciones (un modo de vivir), esas representaciones pueden usarse para concebir creencias e ideas. En estética, las representaciones figurativas se usan como ejempla­ res, paradigmas e ideales para establecer juicios críticos y análisis por medio de comparaciones (EPR, pp. 53-55,67-69,passim). En ética, las representaciones de cómo vivir y actuar adoptan la forma de parábo­ las, alegorías, fábulas y otras formas narrativas, de obras dramáticas, y, por supuesto, de cuadros edificantes y otras ilustraciones. En religión hay representaciones de cómo vivir y también otras usadas como me­ táforas, símbolos y analogías. Sabemos que Wittgenstein extrajo enseñanzas éticas de historias bíblicas, de los cuentos morales de Tolstoi y de otras historias, de Bunyan, Gottfried Keller y de otros escritores. Esas narraciones describen caracteres particulares y eventos ficticios, y sin embargo, representan figurativamente (al ejemplificarlo) un modo de comportamiento y así pueden servir como modelos para el modo de comportarse en circuns­ tancias similares. La parábola del buen samaritano es un ejemplo ob­ vio. Ejemplifica tanto el modo de comportarse como el modo en el que no hay que comportarse en una determinada situación. Amo y

criado de Tolstoi (uno de los favoritos de Wittgenstein) es otro buen ejemplo. Sorprendido por la ventisca, el amo espolea su caballo aban­ donando a su criado a su suerte sólo para verse de vuelta al punto de partida. Pero cuando cae la noche, el criado protege con su cuerpo a su amo, salvándole la vida a costa de la suya. Aunque las historias son específicas, las enseñanzas que representan son generales,"con un am­ plio ámbito de aplicación. También requieren de un método de inter­ pretación para lo que llama Wittgenstein. el uso para el que se propo­ ne la representación figurativa. No tenemos que esperar a un miembro desgraciado de una comunidad extraña para practicar la caridad al­ truista, valdrá cualquiera con quien no tengamos ninguna obligación personal. Análogamente, tampoco hemos de reservarla bondad heroi­ ca para aquellos hacia quienes tenemos obligaciones y se portan mal con nosotros. Este comportamiento también podría describirse como poner la otra mejilla, aunque está claro que no tiene por qué haber de por medio mejilla alguna. En opinión de Wittgenstein, este modo de presentar los principios éticos no sólo es una manera más esclarecedora de inculcarlos que la formulación de proposiciones abstractas y generales («Ayuda a tu pró­ jimo en desgracia» —pero ¿quién es mi prójimo?-— «Devuelve bien por mal»), sino también mucho más efectivo. No sólo se nos exhorta a comportamos de un cierto modo, sino que además se nos da un mo­ delo concreto de cómo hacerlo. La creencia y la práctica religiosa no sólo reclaman imágenes que nos enseñen cómo vivir, sino también para interpretar las enseñanzas re­ ligiosas. Wittgenstein. discutió esos dos usos en Estética, psicoanálisis y religión y en un puñado de observaciones publicadas en Cultura y valor. En su primera conferencia sobre la creencia religiosa, Wittgenstein habla de alguien que cree en el Juicio Final y hace que «eso guíe su vida» (EPR, p. 130). Cuando hace algo, esa imagen, la imagen del Día dei Juicio, en el que tendrá que dar cuenta de sus actos, está presente en su mente. Puede decir que tiene pruebas en las que apoyar su creencia o que tiene una fe ciega en ella. Pero su creencia se manifies­ ta por sí misma, no por medio del razonamiento o de los fundamentos habituales de la creencia, sino por el modo en que regula toda su vida. La fuerza y firmeza de su creencia reside en el hecho de que está dis­ puesto a desdeñar los placeres en su vida «apelando siempre a esa ima­ gen» (EPR, p. 131). Esa imagen le lleva a asumir riesgos que no asumi­ ría por cosas mucho mejor fundamentadas para él. La elección del Jui-

ció Final como ejemplo de vida religiosa vivida según una imagen, es especialmente afortunada. La intención que está detrás de la descrip­ ción de los Evangelios no es primariamente informar de eventos futu­ ros o aterrorizar al lector u oyente. Es, junto con parábolas como las dé los criados fieles e infieles o la de las vírgenes prudentes, una exhor­ tación a mantenerse en constante vigilancia, puesto que ignoramos el día y la hora en los que el Señor reclamará nuestras almas y nos hará comparecer ante El. Pero la descripción del Juicio Final, a diferencia de las parábolas, enuncia claramente los tipos de acciones por los que será juzgado todo el género humano y las consecuencias de un juicio desfavorable. Así quien viva según esta imagen vivirá para «no ser arrojado al fuego» (EPR, p. 135). Si éste es el más noble de los moti­ vos para actuar o no, o si es uno de los que el propio Wittgenstein aprobaba o no lo es, no afecta al ejemplo de vivir según una imagen. (Por cierto, en las iglesias medievales, para que los fieles tuviesen ante sus ojos y en sus mentes esa imagen, la escena se esculpía en el tímpa­ no de la puerta principal y en ocasiones en el muro occidental, para que la vieran al entrar y al salir de la iglesia.) En una observación anotada hacia el final de su vida en 1947, Witt­ genstein expresó la opinión de que aunque la creencia religiosa «es creenda, es en realidad un modo de vivir, o un modo de evaluar la vida» dentro de un sistema de referencia (CV, p. 64). Es como un compromi­ so apasionado con un sistema de referencia. Esto aproxima entre sí creencia, representación figurativa y modo de vida. El modo de vida y la creencia son inseparables. El modo de vida confirma lo genuino de la creencia porque, a diferencia de otros tipos de creencias, la creencia re­ ligiosa no sería lo que es si no se viviera el particular modo de vida que sustenta. Tampoco sería religioso el modo de vida sin creencia. Diez años antes, en 1937, antes de las conferencias sobre la creencia religiosa, Wittgenstein hizo una anotación importante sobre la repre­ sentación figurativa de un modo de vida religioso en los Ñotebooks, que se preocupaba más de adoptar una actitud que de realizar una acción. Tras citar la exhortación a dar gracias a Dios por lo que recibimos, sin que tengamos que quejamos como lo haríamos si un ser humano se portara alternativamente bien y mal con nosotros, continúa diciendo: Las reglas de vida se disfrazan de imágenes. Y esas imágenes sólo pueden servir para describir lo que tenemos que hacer, no parajustificarlo. Porque sólo podrían ser justificaciones si valieran también a otros respectos. (CV, p. 29)

Por ejemplo, tiene sentido considerar a las abejas como si fueran personas serviciales que hicieran miel para nosotros, pero no como personas serviciales, puesto que al minuto siguiente podrían picamos. En cuanto al modo en que las imágenes nos ayudan a representar­ nos las creencias religiosas, Wittgenstein da tres ejemplos: El primero tiene que ver con pinturas. Cita La creación de Adán de Miguel Ángel. «En general», dice, «no hay nada que explique el significado de las pa­ labras como un cuadro» (EPR, p. 147). Este tipo de cuadro se usa de un modo muy distinto al de las pinturas sobre temas bíblicos. Tiene sentido preguntar si Noé tenía el aspecto con el que le pintó Miguel Angel, pero no preguntar lo mismo de su Dios. «El cuadro tiene que ser usado de una manera enteramente distinta si vamos a llamar “Dios” al hombre con esa extraña sábana, etc.» (EPR, p. 63). La téc­ nica para usar cuadros religiosos es algo que hay que aprender. Su sig­ nificado no está en la superficie, en lo que parece o quiere decir literal­ mente. A este respecto es un símil. Un segundo ejemplo se refiere a la expresión «El Ojo de Dios lo ve todo». Wittgenstein trata ahora con mayor precisión de la técnica para usar cuadros religiosos. Esta está gobernada por las conclusiones que se van a sacar del cuadro/símil, y que determinan qué elementos del cuadro son pertinentes y cuáles no. «¿Se va a hablar de las cejas en co­ nexión con el Ojo de Dios?» (EPR, p. 160). Un tercer ejemplo se refiere a la expresión «Puede que nos veamos después de muertos», dicho por alguien que va a emprender un viaje a un país remoto del que quizá no vuelva nunca. Al decir eso, según Wittgenstein, está usando, una imagen, lo que no es lo mismo que ex­ presar una cierta actitud como «Le tengo mucha simpatía» o cualquier otra cosa por el estilo. Todo depende de las conclusiones que saque de esa imagen. (Sean las que sean, difícilmente se parecerá al tipo de en­ cuentro que tiene lugar en la vida cuando, por ejemplo, dos amigos se encuentran en un embarcadero tras una larga separación.) Wittgens­ tein añade: «Cuando digo que está usando una imagen estoy hacien­ do, meramente, una observación gramatical: (lo que digo) solamente puede ser verificado por las consecuencias que extrae o que no ex­ trae» (EPR, p. 161). (Más sobre esto en un capítulo posterior.) Wittgenstein distingue este uso de una imagen, para el que no ser­ viría ninguna otra imagen ni forma de expresión, de otros, en los que bien podría ser sustituida por otra cosa. Por ejemplo, en determinadas circunstancias, podría trazarse una proyección de una elipse en lugar

de otra. En ese caso, las dos imágenes tendrían el mismo efecto, del mismo modo que la forma exacta de las piezas de ajedrez no desempe­ ña papel alguno en el ajedrez. Por otra parte-, «Todo el peso puede es­ tar en la imagen» (EPR, p. 160). Puede suceder que las conclusiones que desea extraer una persona al usar una imagen sólo puedan sacar­ se de una imagen y de ninguna otra. Conectada con esta noción de uso de una imagen está otra noción pertinente para nuestro tema, la noción de «ver como». La discusión más explícita y completa de esta noción se encuentra en Investigacio­ nesfilosóficas II, pp. 445-479. Wittgenstein distingue primero dos usos de la palabra «veD>. Al primero podría llamársele ver lo que hay allí, verlo y a continuación describirlo o dibujarlo. El otro es ver una seme­ janza entre dos (o más) «objetos» visuales, en la que otro puede no ha­ ber reparado o podemos no haber reparado hasta entonces. A llegar a ver una semejanza lo llama Wittgenstein «observar un aspecto» (IF, p. 445). Puede tratarse de un «ver continuo» como con las imágenes que vemos continuamente, como, por ejemplo, la semejanza con un cone­ jo, una imagen cunicular. O puede tratarse de una visión repentina de otro aspecto, de otra semejanza, por ejemplo, la semejanza con un pato, como en la célebre figura de pato-conejo de Jastow13. A esto lo llama Wittgenstein el «fulgurar» de un aspecto (IF, p. 446). También pueden darse cambios de aspecto. Puede cambiar por sí mismo con el tiempo o podemos cambiarlo a voluntad (IF, pp. 475 y 477). (Y puede cambiar para siempre, cuando hemos malinterpretado un objeto vi­ sual —ver un montón de sábanas como un oso polar, por ejemplo.)

u Dastow, F., Fact and Fable in Psychology (Hecho y fábula en psicología). Houghton, Mifflin, Nueva York, 1901.

«Ver como», por consiguiente, presupone que es «sólo ver», ver un objeto como lo que es (el primer sentido de «ver» de Wittgens­ tein). Sería absurdo «tomar» la cubertería de la mesa por cuchillos y tenedores (IF, p. 449) o ver una hoja verde como verde (IF, p. 489). Los casos de «ver como» que se derivan inmediatamente-de éste son casos de errores de visión, en los que se toma algo por lo que no es a partir de su apariencia. Por ejemplo, en una noche oscura, puede verse un arbusto como un asaltante agazapado. Los demás ejemplos que discute Wittgenstein son ejemplos preparados. Una categoría in­ cluye figuras ambiguas, como el «pato-conejo», que puede ser visto ora de este modo, ora de este otro, pero que tiene que ser visto de un modo u otro. Alguien que dijera que no ve ni un pato ni un conejo, sino un caballo, nos dejaría perplejos. Hay además diagramas ilustra­ tivos que pueden verse de múltiples maneras distintas, pero que en un contexto determinado tienen que verse de determinada manera. Wittgenstein da el ejemplo de un rectángulo sólido. En distintos lu­ gares de un libro de texto puede verse como un cubo de cristal, una caja abierta invertida, una estructura de alambre o tres tablas for­ mando un ángulo (IF, p. 445). Finalmente, hay figuras y objetos que pueden verse como varias cosas distintas y de varias maneras distin­ tas, no determinadas por el contexto. Wittgenstein da el ejemplo de un triángulo rectángulo con su hipotenusa como base (IF, pp. 461 y 463). Puede verse como un agujero triangular, como un sólido, como un dibujo geométrico, como descansando sobre su base o como col­ gando de su punta, como una montaña, una cuña, una flecha, como un cuerpo caído,

medio paralelogramo y diversas cosas más. Wittgenstein lo resume su­ giriendo un criterio para «ver como»-. ¿Qué pasaría con esta explicación: «Puedo ver algo como aquello de lo que puede ser una representación figurativa»? Esto no significa sino que los aspectos son, en el cambio de aspecto, aque­ llos que, bajo ciertas circunstancias, la imagen podría tener permanentemente en una figura. (IF, pp. 461 y 463)

Además de las imágenes, Wittgenstein habla también de ver aspec­ tos de cosas, en concreto de rostros: no sólo cambios de expresión fa­ cial, sino de fisionomía. En IF 536-7, p. 345, habla de un rostro que da la impresión de timidez aunque también puede verse como valeroso, y en IF 539, p. 347, de un rostro sonriente ora como amistoso, ora como malévolo. Este tipo de rostros también pueden aparecer en imágenes. (Esto nos hace recordar el experimento de Pudovkin, en el que se yux­ taponen en una película de un rostro sin expresión, las imágenes de un niño pequeño, un ataúd y una mujer desnuda, resultando en el rostro «sin expresión» una expresión amistosa, triste y lasciva, respectiva­ mente.) Lo atractivo de «ver como» y ver ahora este aspecto, ahora este otro, es que lo que vemos parece cambiar y sin embargo, el objeto o fi­ gura mismo no lo hace. ¿Es mi percepción la que cambia? Entonces, ¿cómo ocurre que no viera ese aspecto antes? « Describo el cambio como una percepción, como si el objeto se hubiera modificado ante mi vista» (IF, p. 451). Hablamos de la percepción como si fuera una percepción nueva y al mismo tiempo de que permanece inalterada (IF,

p. 451). La verdad es que el «ver como» no es parte de la percepción, es como ver en un sentido y en otro no lo es (IF, p. 453). Es al mismo tiempo percepción y pensamiento. Al contemplar un objeto, no esta­ mos pensando en él, pero si surge algo que llama nuestra atención (un conejo corriendo), «también pensamos en lo que vemos».-

«Y por eso, el fulgurar del aspecto aparece a medias como vivencia visual y a medias como un pensamiento» (IF, p. 453). Pero, por miste­ rioso que resulte «ver algo como» o ver un aspecto que no se había ad­ vertido antes, no lo es tanto como ser incapaz de ver un aspecto que otros no han tenido dificultad en ver. Wittgenstein lo llama «ceguera para los aspectos». Plantea la cuestión de si alguien puede carecer de la capacidad de ver algo como algo. No sabe si se trataría de una incapacidad general o de una incapacidad limitada a áreas específicas de la visión. Si fuera posible algo así, ¿cómo sería y que consecuencias se derivarían de esa incapacidad? ¿Sería como el daltonismo o como la carencia de oído absoluto? Lo descarta efectivamente cuando dice (IF, p. 481) que la ceguera para la expresión de un rostro no es simplemente una cues­ tión de fisiología, sino también de vista defectuosa. Nos las habernos aquí con algo psicológico, que en este caso califica de «símbolo para lo lógico» (IF, p. 481). Está dispuesto a admitir que, si se le pidiera que indicara cruces negras, podría incluir la cruz doble (que puede verse como una cruz negra sobre fondo blanco o como una cruz blanca so­ bre fondo negro) en tanto que contiene una cruz negra, pero por sí mismo, no podría verla también como una cruz blanca. Lo más cerca que está Wittgenstein de caracterizar la ceguera para los aspectos es cuando dice que está emparentada con la falta de oído musical (que es

muy distinto de la falta de oído absoluto) o con la incapacidad de ex­ perimentar (en cuanto opuesto a la mera comprensión) el significado de una palabra (IF, p. 491). (Aquí sigue una discusión del experimen­ tar los significados de las palabras —entonación, sentimiento, uso fi­ gurativo, que aunque por sí misma es del mayor interés e importancia, no añade mucho a lo que se entiende por el concepto de «ver (o no ver) como», «ver (o no ver) un aspecto».) Aunque es primariamente psicológico (apenas algo más que un «símbolo para lo lógico»), el concepto de «ver como» o «ver un aspec­ to» proporciona un valioso esclarecimiento, no sólo de las últimas ob­ servaciones de Wittgenstein sobre los valores, sino también de lo que había dicho en sus primeros escritos sobre los valores. En TLP 6.45 encontramos: La visión del mundo sub specie aetemi es su visión como un todo —un todo-limitado. El sentimiento del mundo como todo limitado es lo místico. (Cursivas del autor.) (Cfr. NB, p. 83)

Él puede ser visto como una colección de hechos dispares, yuxta­ puestos y del mismo valor. Puede ser visto como «la totalidad de los hechos», de cuanto es el caso y no es el caso (TLP 1.1 y 1.12). Por otra parte, puede ser visto como un único todo, como un todo limitado. Verlo como una colección de hechos es verlo como es, en la primera acepción de «veD> de Wittgenstein, ver la cubertería sobre la mesa o una hoja verde. Ver esa totalidad de los hechos como autocontenida o como un todo limitado es ejercitar nuestra imaginación (como dis­ tinta de la fantasía) y ver un aspecto de esa totalidad que no es de in­ mediato aparente. La emergencia del monoteísmo ilustra este punto. Mientras el mundo fue visto como dividido en hechos («El mundo se descompone en hechos», TLP 1.2) era natural, si no inevitable, que la religión fuese politeísta, con un panteón de dioses de la fecundidad, la lluvia, el trueno, la guerra y demás. Reducir los dioses a un Dios comportaba ver el mundo como un todo limitado, único, que se rela­ ciona con Dios como totalidad. Esa totalidad, sin embargo, consta de varios elementos. Donde se rompe la analogía es en que los politeístas, y muchos monoteístas, no-panteístas, veían el mundo como una tota­ lidad de cosas, mientras Wittgenstein lo veía como la totalidad de los hechos, no de las cosas (TLP 1.1). La experiencia primordial de Wittgenstein del valor absoluto, el

sentido o sentimiento de la existencia del mundo, está conectada con lo anterior. En el Tractatus, como hemos visto, eso se describe como lo místico: «No cómo sea el mundo es lo místico, sino que sea» (TLP 6.44). Combínese esto con la siguiente entrada («El sentimiento del mundo como todo limitado es lo místico») y resultará que el asombro ante la existencia del mundo, de algo (cfr. CSE, p. 38), supone ver un aspecto del mismo que de otro modo se nos habría escapado. Pero, se objetará, es tan absurdo hablar de ver el mundo como existente como ver un cuchillo que está encima de la mesa como un cuchillo. El mun­ do existe y que lo advirtamos sirve de poco. Las cosas y los estados de cosas existen, sin duda, pero podemos dar por segura su existencia. De lo que se trata es de lo que sean, no de su existencia. Para asom­ brarse de la existencia, de que sean algo en absoluto, es necesario tras­ cender las particularidades del mundo, el esto y aquello, y verlo como un todo. Este es un aspecto del mundo que mucha gente no capta o no puede captar (¿una forma de ceguera para los aspectos?). En el capítulo cuatro comentamos el siguiente pasaje: La obra de arte es el objeto visto suh specie aetemitatis, y la vida buena es el mundo visto sub specie aetemitatis... El modo normal de mirar las cosas es ver los objetos como si se estuviera en medio de ellos, la visión sub specie aetemitatis desde fuera de ellos... ¿Se trata quizá de que bajo esa visión el objeto es visto junto con el espado y el tiempo y no en el espacio y en el tiempo? (NB, p. 83)

Es, de hecho, un ejemplo de «ver como». Los objetos y los eventos pueden verse como ocupando un lugar determinado en el espacio y en el tiempo junto con otros objetos y eventos, o por sí mismos, no diso­ ciados de su contexto espacio-temporal, sino conjuntamente con el es­ pacio y el tiempo, quedando en penumbra todo lo demás por contras­ te, no como «una imagen momentánea insignificante», sino «como el verdadero mundo (mi mundo) en las sombras» (cursivas del autor). Sobre el tema de la ética hay un pasaje en el Tractatus que puede ponerse en conexión con la noción de «ver como». 'Wittgenstein está hablando del modo en que el ejercicio de la buena o mala voluntad al­ tera o afecta al mundo (cfr. capítulo tres). Dice que'no puede alterar los hechos: sólo puede alterar los límites del mundo (algo que no pue­ de expresarse en el lenguaje). Tiene que cambiar como un todo, y, cuando lo hace, «tiene que convertirse entonces en otro enteramente diferente» (TLP 6.43). Wittgenstein añade entonces: «El mundo del

Estos casos difieren del del pato-conejo únicamente porque son más difíciles de ver, puesto que la imagen de las ramas pretende ocul­ tarlos.. Pero los rostros están ahí para ser vistos. Los diagramas geomé­ tricos, vistos en un contexto dado o libremente interpretados, se pue­ den ver directamente —una estructura de alambre, una montaña. Puede no resultar fácil ver a voluntad un arbusto como un hombre agazapado o un montón de ropa de cama como un oso polar, pero po­ demos entender en qué consistiría que alguien lo viera así, y hay ma­ neras de saber qué aspecto tiene un hombre agazapado o un oso po­ lar. Aquí se trata de la percepción visual. E incluso si pasamos a la per­ cepción auditiva —oír una frase musical como el canto de una alondra o como una alarma aérea—, tenemos la posibilidad de oír el sonido re­ presentado por otros medios. Cuando llegamos a los valores, la cuestión se complica. No hay ningún medio independiente de comprender qué es aquello como lo que tenemos que ver (oír) algo. «Ver como» casi ha adquirido un nue­ vo significado. Ya no parece acertado hablar de ver una semejanza con algo. ¿Semejanza con qué? Podría decirse que al calificar a una pieza musical de «conmovedora» o «lastimera», o a un cuadro de «som­ brío», o a un edificio de «soberbio», o a un poema de «alegre», esta­ mos viendo en él una semejanza con, por ejemplo una situación con­ movedora, un grito lastimero, una tumba sombría, o tan niño feliz y despreocupado. Hay un elemento de semejanza, ¿por qué si no usar esas palabras? Pero el uso que se hace de esas palabras en estética no corresponde a la percepción de la semejanza del dibujo del pato-conejo con un pato. Cuando se percibe el pato se acaba la historia. Califi­ car de «lastimera» a una canción no es invitar a reconocer su semejan­ za con un grito lastimero — como sí podría suceder al describir el can­ to del zarapito real. «El epíteto “triste” aplicado al esbozo de un rostro, caracteriza un agrupamierito de trazos en un óvalo... (¡Pero esto no quiere decir que la expresión triste del rostro sea parecida al sentimiento de tristeza!)» (IF, p. 4.79). Al calificar de «lastimera» a la música estamos llamando la atención sobre ciertas características de los sonidos que le confieren su cualidad particular. Lo «lastimero» de la música reside en la misma música. Cuando pasamos a términos estrictamente estéticos, como «be­ llo», «feo», «chillón» o «elegante», la semejanza se toma incestuosa. Ver algo como bello es verlo como semejante a las demás cosas bellas. Así, quien no entiende ya lo que quiere decir «bello» no puede captar

la semejanza. Hasta que no supere esa barrera, puede decirse que pa­ dece de ceguera estética para los aspectos, una enfermedad común, se­ gún parece (si no es una queja generalizada, sí al menos particulariza­ da). Un caso de este tipo de ceguera para los aspectos se me presentó una vez en Venecia. Pasábamos en el vaporetto por la'plaza de San Marcos, cuando un hombre se volvió excitado hacia su hijo adolescen­ te y le dijo: «¡Mira, hijo, mira! Mira cómo se está abriendo», a lo que recibió la siguiente respuesta quejosa: «No veo nada que se esté abriendo, papá». La persona con sentido estético puede ver el aspecto mundano y cotidiano de las cosas, y también su aspecto estético, ver los objetos como bellos, chillones o elegantes, o verlos simplemente como objetos, como cosas entre otras cosas. Tiene incluso menos sentido hablar de «ver una semejanza» cuan­ do se usan epítetos éticos. En la medida en que haya una semejanza, es espúrea y vacía aunque no del todo inútil. Para quien comprende lo que es realizar una buena o mala acción, puede resultar útil señalar que una acción que consideraba moralmente neutra o incluso buena es mala porque se parece mucho (es casi indiscernible de) a acciones que él mismo consideraba malas. Eso podría llevarle a verlas como ma­ las. Hay personas bienpensantes que están dispuestas a ver y a admitir que es inmoral ser cruel con los animales y los niños, pero que son cie­ gos ante la inmoralidad de ser duro e incluso abiertamente cruel con sus sirvientes y empleados. Este es un caso de ceguera localizada para los aspectos. Podría parecer que hay casos de ceguera moral total para los aspectos. Los psicópatas parecen caer en esta categoría, aun­ que aparentemente también puede ser autoinducida. Los terroristas, los criminales violentos y demás individuos y grupos amorales y anti­ sociales a menudo parecen haber perdido o rechazado cualquier valor moral. Cuando se llega a la creencia religiosa, hablar de ver una semejan­ za en cualquier acepción literal carece de significado. Los teólogos ha­ blan del uso de analogías al hablar de cuestiones religiosas, pero son analogías de un tipo muy peculiar. Las analogías usuales se dan entre objetos, eventos y experiencias conocidas. «Como las olas van a la ori­ lla pedregosa, así nuestros minutos se apresuran a su fin» (Shakespea­ re, Sonetos, 60). Es porque conocemos el comportamiento de las olas y el discurrir de nuestras vidas por lo que podemos juzgar la adecua­ ción o inadecuación del símil de Shakespeare. También podemos aprender cosas de algo desconocido o no experimentado de primera

mano por medio de analogías. Pero sólo podemos descubrir (a) a qué respectos se parece el análogo al analogatum y (b) si es una analogía apropiada después de haber encontrado el analogatum, sea un lichi del que se dice que sabe como huelen las rosas sólo que más delicadamen­ te, sea la excitación de esquiar o practicar el salto de trampolín en comparación con el esquí acuático. Sin embargo, la persona que usa la analogía tiene que conocer tanto el análogo como el analogatum de primera mano. Pero en el caso de las analogías religiosas, ni el recep­ tor ni el usuario de la analogía saben a qué respectos se parece al ana­ logatum, ni si es o no apropiada. Lo más que pueden saber es a qué respectos la analogía no se aplica a Dios (el Ojo de Dios no supone ce­ jas ni siquiera un órgano). Al crear el mundo, Dios no tuvo que traba­ jar. Algo puede inferirse de los efectos de la acción de Dios con respec­ to al mundo. Por ejemplo, crear un mundo como el nuestro exige in­ teligencia, pero no sabemos qué forma adopta esa inteligencia. Al no saber a qué se parece Dios, es absurdo hablar de semejanzas percibi­ das entre lo divino y sobrenatural y lo natural —por tanto, un argu­ mento en favor de la iconodasmia. Se nos dice en el Génesis que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, lo mismo que, en verdad, a toda la creación. Pero no podemos decir a qué respectos se asemeja a Dios la creación, puesto que no sabemos cómo es Dios. Podría parecer que se sigue que no podemos ver en un cuadro o una historia un aspecto divino y sobrenatural. No obstante, quien tie­ ne creencias religiosas ve las cosas de manera diferente de quien no las tiene. El mundo le parece diferente. Ve una significación religiosa y moral en la existencia misma del mundo, en sus miserias y vicisitudes, y en la vileza fundamental, aunque redimible, de la naturaleza huma­ na. También ve los relatos bíblicos no como relatos sin más, sino como expresión de misterios como la Encamación, la Redención y la Resu­ rrección. También verá los accidentes de la vida y la muerte misma bajo una luz distinta, religiosa. El mundo no ha cambiado. A él se le presenta igual que al no-creyente. Tampoco los relatos de la Creación, el nacimiento y la muerte de Jesús, y también de sus apariciones tras la muerte sufren alteración en la percepción del creyente con respecto a la narración. Se trata simplemente de que son vistos de otro modo. El nacimiento y la muerte de Cristo no son vistos como nacimientos y muertes ordinarios, ni sus apariciones como historias ordinarias de fantasmas. Pero lo que establece con mayor claridad el tipo particular de «ver como» que es la creencia religiosa es la visión de los acdden-

tes de la vida como retribuciones, como premios o castigos. (Hay que indicar que no todos los creyentes religiosos comparten esta creencia.) El no-creyente no lo ve así en absoluto. ¿Puede decirse, entonces, que el no-creyente padece de ceguera para los aspectos? En un sentido sí y en otro no. No puede ver lo que ve el creyente, y puede, por diversas razones —educación, elección de­ liberada, temperamento— ser incapaz de ver lo que ve el creyente. Como dijo Jesús a sus discípulos, el que tenga ojos para ver, que vea, y «han cerrado los ojos para no ver con los ojos... ni convertirse para que yo los cure» (Mateo 13,15). Sin embargo, lo que no ven no es, hablan­ do estrictamente, un aspecto, no desde luego en el sentido en el que la semejanza con un conejo es un aspecto del dibujo del pato-conejo o la apariencia de un figura agazapada es un aspecto de un arbusto vis­ to en la oscuridad. Hay alguna justificación para ver un fenómeno, un evento, un estado de cosas, una narración o un cuadro como lo ve el creyente. Pero su modo de verlas proviene en su mayor parte de su in­ terior. Esto explica parcialmente los desacuerdos y malentendidos que se producen entre creyentes y no creyentes, que serán discutidos en un capítulo posterior. Ya tendría que resultar evidente que lejos de alterar las concepcio­ nes de los valores propuestas en sus primeros escritos, nociones como las de juego de lenguaje y «ver como» ayudan a elaborar el pensamien­ to de Wittgenstein sobre la ética y la creencia religiosa. Ahora hemos de ocupamos de ese otro desafío a la descripción inicial, el llamado «relativismo» de Wittgenstein.

7. RELATIVISMO

El relativismo se presenta de muy diversas formas. Antes de discu­ tir la variedad del relativismo de ’Wittgenstein, o, mejor, su supuesto relativismo, hemos de discutir algunos de los principales tipos de rela­ tivismo. Pero antes una palabra sobre el contexto en el que se dice que encaja el relativismo en los últimos escritos de Wittgenstein. Dada la diversidad de juegos de lenguaje basados en la correspon­ diente diversidad de formas de vida, y dado también que esos juegos de lenguaje y formas de vida parecen ser mutuamente excluyentes (aunque en algunos casos pueden solaparse y, en cualquier caso, un in­ dividuo puede participar de varias formas de vida diferentes, y jugar diferentes juegos de lenguaje), no sorprendería que alguien concluye­ se que Wittgenstein estaba comprometido con algún tipo de relativis­ mo. En verdad, las declaraciones y observaciones del propio Wittgens­ tein hacen plausible esa opinión. La cuestión es: ¿Con qué forma de relativismo, si con alguna, lo comprometen sus nociones de juegos de lenguaje.y formas de vida? Hay formas de relativismo triviales y populares que permiten a cada cual tener su propia opinión, sea en cuestiones de hecho, de creencia general o de valores. A eso se le da una espuria respetabilidad filosófica diciendo que las opiniones de la gente están condicionadas por su temperamento, educación y entorno social y cultural. Se hace un poco más interesante y respetable cuando se afirma que los indivi-

dúos de una cultura o educación están tan condicionados que no pue­ den entender las opiniones de los individuos de otras culturas o edu­ caciones. Una afirmación semejante es hecha por B. Whorf en Language, Thought andReality (Lenguaje, pensamiento y realidad) \ En gene­ ral, Whorf mantiene que el lenguaje organiza nuestra experiencia lo mismo que la expresa. Nos vemos así abocados a un nuevo principio de relatividad, que afirma que no todos los observadores llegan a la misma imagen del universo partien­ do de la misma evidencia física, a menos que sus trasfondos lingüísticos sean semejantes o puedan calibrarse de algún modo. (P. 55)

Davidson resume las objeciones a esta línea de razonamiento en Truth and Interpretation cuando señala que Whorf considera la meta­ física del lenguaje de los indios hopi tan ajena a la del inglés que no pueden calibrarse, aunque «usa el inglés para transmitir el contenido de muestras de oraciones hopi2.» Esta noción de ausencia de calibre o, como suele llamársele, de «inconmensurabilidad» adopta diversas formas, unas más extremas que otras. Kuhn, por ejemplo, en The Structure of Scientific Revolutions (La estructura délas revoluciones científicas) mantiene que «des­ pués de una revolución, los científicos trabajan en un mundo diferen­ te» (cursivas del autor) e incluso los datos mismos cambian3. Lo ilus­ tra recurriendo a la ley de Dalton, según la cual los átomos se combinan en proporciones simples, como 1:1,1:2, etc. Dalton «puso en orden la naturaleza». «Como resultado, los químicos pasaron a vi­ vir en un mundo en el que las reacciones se comportaban de una for­ ma completamente diferente de como lo habían hecho antes» (cursivas del autor). Incluso la composición porcentual de compuestos bien co­ nocidos pasó a ser distinta: «los datos numéricos de la química comen­ zaron a cambiar» (p. 210). No obstante, como señala Davidson, Kuhn usa el lenguaje posrevolucionario para describir cómo eran las cosas 1 «The Punctual and Segmentative Aspects of Verbs in Hopi» (Los aspectos pun­ tuales y segmentativos de los verbos en Hopi) en Selected Writings o f Benjamín Lee Whorf, ed. de J. B. Carroll, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1956. 1 Inquines into Truth and Interpretations (Investigaciones sobre la verdad y la inter­ pretación), Oxford; 1984, p. 184. 3 The Structure o f Scientific Revolutions (La estructura de las revoluciones científi­ cas), Chicago, 1962, p. 135.

antes de la revolución (op. cit., p. 184)4. Feyerabend en Scientific Ex­ planaron (La explicación científica) mantiene que las teorías y puntos de vista obsoletos incompatibles con los nuevos son eliminados. «Esto lleva asimismo», añade, «a la eliminación de los antiguos significados» (p. 82). Pero en Beyond the Edge (Más allá del límite) expresa la opi­ nión de que esquemas en contraste pueden ser comparados desde un puntó de vista exterior al sistema o lenguaje (p. 214). En contra de esta forma de relativismo conceptual argumenta Davidson en Actions and Events (Acciones y eventos) partiendo de la idea misma de que la propia noción de una multiplicidad de esquemas con­ ceptuales, o de «esquemas conceptuales o marcos de referencia suma­ mente distintos», o la noción de Whorf de lenguajes «radicalmente in­ conmensurables», es incoherente. Si los esquemas conceptuales fue­ ran tan radicalmente distintos entre sí como dicen Whorf, Kuhn y Feyerabend, entonces no podríamos saber nunca de su existencia, puesto que resultarían ininteligibles. Para ser inteligibles tendrían que formar parte de nuestro propio esquema conceptual. «Nunca pode­ mos comparar o contrastar inteligiblemente esquemas divergentes», dice Davidson (p. 243), ni siquiera hablar de uno, puesto que no po­ demos entender más que uno. Un esquema conceptual pertenece a todo un lenguaje. Eso no quiere decir que no haya, o pueda haber, conceptos o conjuntos de conceptos irreducibles y que entren en con­ flicto entre sí dentro del lenguaje «y que, sin embargo, puedan ser esenciales para dar sentido a algunos, o a todos, de los demás»5. Esto pide una distinción entre lo que forma parte de mi bagaje conceptual, por así decir, y la parte de él que estoy dispuesto a aceptar y a creer. Otra distinción útil es la distinción entre enunciados en pri­ mera y tercera persona sobre esquemas conceptuales. Hay una ambi­ güedad en la noción de esquema conceptual. Sugiere homogeneidad y multiplicidad. Si, como dice Davidson, mi esquema conceptual es coextenso con todo lo que puedo decir (y presumiblemente pensar), en cuanto esquema conceptual no puede ser homogéneo, y si es hete­ rogéneo, eso sólo tiene sentido si hay conceptos o conjuntos de con­ ceptos en conflicto dentro del esquema único. Esto podría expresarse diciendo que esos conjuntos de conceptos podrían formar parte del 4 Scientific Explanation (La explicación científica), Minneapolis, 1962. 5 Essays on Actions and Events (Ensayos sobre acciones y eventos), Oxford, 1980, p. 243.

esquema conceptual de otro sin entrar en conflicto. Mientras no tiene sentido (según Davidson) Hablar de un esquema conceptual que no forme parte en modo alguno del propio, puesto que de lo contrario no podría ser conocido o entendido, sí tiene sentido hablar de una multiplicidad de esquemas conceptuales, refiriéndose a aquellos de otros que no son idénticos al mío. En todo esto está implícita la noción de conciencia reflexiva o autoconciencia o del surgimiento de la conciencia, una noción que se en­ raíza en la Fenomenología del Espíritu de Hegel. La idea central es que cuando los seres humanos, colectiva o individualmente, progresan (en el sentido de pasar de un estado de desarrollo físico, experiencia! o in­ telectual a otro, aunque no necesariamente mejor), adquieren concien­ cia de rasgos del universo y de cuanto hay en él (incluidos ellos mismos) de los que ni ellos ni sus predecesores habían sido autoconscientemente conscientes hasta entonces. Eso no les confiere necesaria­ mente una superioridad moral sobre su yo anterior o sobre el de quie­ nes les precedieron, aunque sí una perspectiva ventajosa, como la de alguien situado en un piso más alto. No hay razón para creer que ha­ brán de perder la limitada conciencia de las «sociedades tradiciona­ les» (antes llamadas «pueblos primitivos»), contra lo que parecen su­ gerir Kuhn y Feyerabend. Pero una de las consecuencias de una con­ ciencia desarrollada y reflexiva o autocondencia es que no puede ser oscurecida. No hay vuelta a la edad de la inocencia, la ignorancia, y de una autocondencia más limitada. Puede que algo de la condenda pri­ mitiva se pierda para siempre (sobre todo cuando no subsisten regis­ tros escritos u orales), pero que se pierda toda es empíricamente falso. Lo que Quine denomina «término de masa», «una reliquia, en parte vestigial y en parte adaptada», nos da una idea de «una fase preindividuativa de la evoludón de nuestro esquema conceptual» (Ontological Relativity [La rdatividad ontológica], p. 40). Feyerabend sugiere que pueden compararse esquemas conceptua­ les contrapuestos desde un punto de vista externo al sistema y al len­ guaje. Esto, como señala Davidson, es paradójico. «Puede hablarse de puntos de vista diferentes», dice, «pero sólo si hay un sistema de coor­ denadas común en d que ubicarlos; sin embargo, la existenda de un sistema común desmiente la dedaración de dramática incompatibili­ dad» 6. 6 Op. cit., p. 245.

Pero la prueba crucial para el relativismo conceptual es la posibili­ dad o no de la traducción. Porque si los esquemas conceptuales y los lenguajes son inconmensurables, la traducción es imposible, y si la tra­ ducción tiene éxito, y es por tanto posible, ¿en donde reside y en qué consiste la inconmensurabilidad? (Lo dicho se aplica por igual a la tra­ ducción dentro de un mismo lenguaje natural y a la traducción entre lenguajes.) No sorprende, entonces, que los relativistas de todas las tendencias cuestionen la posibilidad de cualquier traducción, a no ser de un tipo muy tosco. Algunos asumen que si tuviera que realizarse una traducción mínimamente precisa, tendría que hacerse a través de algo común y neutral que caiga fuera, y sea común a todos los esque­ mas. Puesto que no existe nada semejante, hay que concluir que la tra-ducción precisa es imposible. Davidson lo concede y dice que aun cuando existiera, no podría ser el tema de la contrastación de lengua­ jes (Truth andInterpretation [Verdad e interpretación], p. 190). Otra asunción es que las teorías pueden compararse por medio de un vocabulario ligado de manera aproblemátka a la naturaleza, inde­ pendiente de la teoría. Kuhn cuenta que él y Feyerabend han argu­ mentado que no existe semejante vocabulario, puesto que las palabras cambian su significado o sus condiciones de aplicación sutilmente en traducciones de una teoría a otra. Aunque después de una revolución científica pueden seguir usándose los mismos signos —p. ej., «fuerza», «masa», «elemento», «compuesto», «célula»— , los modos en que es­ tán ligados a la naturaleza han cambiado de alguna forma. «Así, teo­ rías sucesivas son inconmensurables» (Criticism and Growth ofKnowledge [La crítica y el desarrollo del conocimiento], p. 267), Podría denominárselo un «fallo parcial» de traducción. Un fallo total de traducción es algo sobre lo que, según Davidson, no podemos pronunciamos. Para hacerlo, tendríamos que tener una ontología co­ mún («conceptos que individualizan los mismos objetos», p. 192). En­ tonces podríamos decir que el lenguaje X no tiene el predicado (a). Pero si la traducción es del todo imposible, bien por no haber ningu­ na ontología común, bien por no saber si la hay o no, entonces es im­ posible hablar de fallos de traducción, lo mismo que el conocimiento de si estamos tratando con otro lenguaje. En cuanto a fallos parciales, tampoco hay ningún principio general que nos diga si nos enfrenta­ mos a diferencias en nuestros conceptos o en nuestras creencias. Tam­ poco podemos apelar a los hechos para resolver la cuestión. Por citar el ejemplo de Davidson, si dos personas discrepan acerca de si el bar­

co que ven es un yate o un cutter, puede tratarse de una diferencia con­ ceptual —podemos considerar que todos los barcos pequeños de re­ creo con dos mástiles son cuiten— o puede ser que no consideremos que la diferencia de tamaño de los mástiles o la distancia del segundo mástil a la popa no es lo bastante grande como para qué pueda llamár­ sele «yate». Sin embargo, Davidson nos advierte que no hemos mos­ trado cómo es posible la comunicación entre personas con esquemas conceptuales diferentes sin un fundamento común o sin un sistema de coordenadas común. Asimismo, nos equivocaríamos si afirmáramos que todo el género humano comparte un esquema y una ontología co­ munes. «Porque si no podemos decir inteligiblemente que los esque­ mas sean diferentes, tampoco podemos decir inteligiblemente que sea siempre uno» (Trutb andlnterpretation, p. 198). Davidson, Kuhn y Feyerabend se interesan principalmente por los esquemas conceptuales científicos. Más próximo a nuestro tema es el trabajo reciente en antropología y ética, en donde ha habido un resur­ gimiento del relativismo. En antropología B. Bames y D. Bloor han propuesto una forma muy radical de relativismo (el llamado «progra­ ma fuerte» ) 1. Bames y Bloor afirman, en trabajos realizados conjunta­ mente y también por separado, la naturaleza social de todo el conoci­ miento, incluido el principio de contradicción. No puede llevarse más lejos la inconmensurabilidad. También niegan la posibilidad de una traducción adecuada, admitiendo únicamente traducciones muy tos­ cas para propósitos pedestres. Bloor intenta encontrar respaldo en sistemas matemáticos alterna­ tivos, en ejemplos de soluciones obtenidas por métodos diferentes de los nuestros (las soluciones algebraicas de Diofanto), o conclusiones consideradas verdaderas que en nuestro sistema serían consideradas falsas (acerca de la división en pares e impares de los números en la teoría griega de números, en la que 1 no es tratado como un número)8. Pero, en el primer caso, hay una diferencia de método, pero no una contradicción. En el segundo caso, hay una mera diferencia de defini­ ción. No apoya la validez de la lógica deductiva bivalente. En su inten­ to de ilustrar la relatividad del principio de contradicción dentro de la 7 «Relativism, Rationalism and the Sodology of Knowledge» (Relativismo, raciona­ lismo y sociología de la ciencia) en Holüs, M. y Lukes, S Rationality and Relativism, Oxford, 1982, pp. 21-47. 8 Knowledge and Social Imagery (Conocimiento e imágenes sociales), pp. 97-8.

lógica misma, Bames y Bloor recurrieron a ejemplos familiares de lo que tomaron por sistemas alternativos de lógica: «sí y no» es una res­ puesta a determinadas preguntas, y variantes .como «lo era y no lo era» o el uso de la frase «hay algo de verdad en eso» y el enunciado aparen­ temente contradictorio «El todo es mayor que sus partes». Pero si esas afirmaciones se tratan como abreviaturas de enunciados más extensos, como « ‘sí’ en ciertas circunstancias (enunciándolas) y ‘no’ en otras (enunciándolas)», no aparece contradicción alguna. Bames y Bloor harían mejor en volverse hacia Reichenbach y su lógica infinivaluada, en la que, entre verdadero y falso, hay una infinidad de probabilidades en una escala entre 0 y 1. Pero, aunque la lógica multivalente puede so­ cavar la tajante distinción entre p y no p admitiendo estados interme­ dios para «puede que p » y «puede que no p», no tolera «p y no p». Además, (a) la lógica multivalente es artificial y no está enraizada de forma natural en la sociedad, y (b) está sujeta al principio de contra­ dicción. Un enunciado no puede tener al mismo tiempo una cierta probabilidad y no tenerla. Lo que Bames y Bloor, y quienes piensan como ellos, pasan por alto es que, aunque los ornamentos de la lógica pueden ser convencionales y arbitrarios (no abstraídos de la experien­ cia), la lógica procede conforme a leyes inexorables e inviolables, de las que el principio de contradicción es la primera9. El programa fuerte del relativismo tampoco tiene más éxito en su ataque a la posibilidad de una traducción apropiada, que es la prueba crucial para el relativismo extremo. Según la tradición racionalista, la traducción apropiada es posible si partimos de una cabeza de puente de anclajes: es decir, si asumimos percepciones y juicios empíricos co­ munes en situaciones simples (culturalmente no complejas)l0. Bames y Bloor niegan la existencia de semejantes percepciones y situaciones. Están afectadas por las convenciones específicas de los individuos cuyo lenguaje se quiere traducir. Dicen que el aprendizaje incluso los términos más elementales es un lento proceso que supone la adqui­ sición de las convenciones específicas de la cultura. Esto convierte a palabras empíricas aparentemente simples en algo no diferente de otras que están cul­ turalmente influidas de manera quizá más obvia. No hay «situaciones percep5 Cfr. Lévy Bruhl, Les Fonctions mentales dans les sodetés inferieures (Las funciones mentales en las sociedades inferiores), París, 1910. m Hollis, M., «The Limits of írratíonalíty» (Los límites de la irracionalidad), European Journal ofSodology 7,1967, pp. 208 y 215-16.

tuales simples» que suministren al investigador «significados standard» no complicados por variables culturales. {Relativism, Rationalism and the Sociology o f Knowledge [Relativismo, racionalismo y sociología del conocimiento], p. 38).

Mencionan el descubrimiento de Bulmer de que los Karam de Nueva Guinea usan la palabra «yakt» para pájaros y murciélagos, aun­ que no para el casuario. Este descubrimiento, dice, se hizo no apren­ diendo a traducir la palabra «yakt», sino aprendiendo las convencio­ nes del Karam. Pero, pregunta Margaret Archer en Culture and Agency (Cultura y acción local) (pp. 122-3), ¿cómo pudo Bulmer descubrirla convención de aplicar «yakt» a los murciélagos pero no a los casuarios si no fue usando su propio lenguaje para obtener una correspondencia aproxi­ mada entre «pájaro» y «yakt»! Aun cuando entre los Karam sea una convención no aplicar «yakt» a los casuarios y sí a los murciélagos (no del todo sin razón, puesto que los pájaros y los murciélagos vuelan, pero los casuarios no), es una convención que sólo puede aprenderse por ostensión y corrección en situaciones perceptuales. El relativista no dispone de otro modo de aprenderla. Bames y Bloor replican que puede aprenderse a la manera de los hijos de los hablantes nativos. No lo aprenden traduciendo, ni pueden hacerlo así. Por tanto, la traducción no puede ser «un ingrediente ne­ cesario del aprendizaje subsiguiente» (op.cit., p. 37). Por plausible que pueda parecer, no cuadra con los hechos. Si nos encontramos con un lenguaje nuevo ya equipados con el nuestro propio, no podemos tirar­ lo y empezar desde cero. Con nuestro lenguaje poseemos un esquema conceptual que no podemos remover para liberamos de conceptos como si fuéramos niños. Si ese desnudarse conceptual («strip-tease», lo llama Archer) fuera posible, no tendríamos ningún medio para comu­ nicar creencias ajenas o conceptos adquiridos posteriormente (y que serían nuestros), lo mismo que los nativos hasta no haber encontrado un lenguaje ajeno y haberlo aprendido por medio de la traducción. El relativismo ético no es tanto una cuestión conceptual como una cuestión de juicio o evaluación de la bondad, maldad, corrección, in­ corrección, permisibilidad u obligatoriedad de una acción o un curso de acción. También está más profundamente arraigado en una cultura o forma de vida que las teorías científicas. Una forma extrema de rela­ tivismo ético, como la que propuso Edward Westermack, mantiene

que (a) los criterios con los que operan los juicios éticos en una socie­ dad determinada se originan dentro de esa sociedad o cultura, (b) cul­ turas distintas emplean criterios distintos, (c) no hay ningún conjunto de criterios absolutos que permitan decidir entre criterios incompati­ bles, y (d) no hay, por consiguiente, razón alguna para que los adeptos a un conjunto de criterios rechacen o excluyan los de otra cultura. En esta posición están implícitos otros dos elementos: (e) una cultura ad­ quiere sus criterios morales a través de algún proceso determinista, y, lo más extremo de todo, (f) por consiguiente, es imposible que alguien que ha crecido en una cultura adquiera los criterios de otra n. Esto úl­ timo es similar al argumento de Whorf referente a nuestra capacidad de entender a los indios hopi, aunque no se limita a tribus remotas. Se­ gún una concepción popular, hay una barrera moral culturalmente condicionada entre las diferentes clases sociales, hasta el extremo de que los miembros de una clase no pueden ni siquiera entender, y mu­ cho menos adoptar, la ética de otra. Esto puede llevar o no a lo que Bemard Williams llama «relativismo vulgar», que equivale a una tole­ rancia universal no-relativista que comporta estar «igualmente bien dispuesto hada las creencias éticas de cualquiera» (Ethics and the Limits of Philosophy [La ética y los límites de la filosofía], p. 159). Sin embargo, del mismo modo que el relativismo conceptual no puede dar cuenta del principio de contradicción, el relativismo ético no puede reducir el principio moral básico de bien y mal, correcto y equivocado, a convenciones sociales, de forma que los términos mis­ mos varían su significado de una cultura a otra. Gomo dice Williams: «es implausible suponer que las concepciones éticas de lo correcto y lo incorrecto tengan una dependencia lógicamente inherente de una sociedad dada» (p. 158). Una cultura puede determinar a qué tipo de comportamiento tienen que aplicarse esos términos, y en eso puede diferir de otras culturas, pudiendo no haber ningún medio para re­ solver el desacuerdo. Pero esto no quiere decir que las culturas difie­ ran acerca de si calificar á una acción de «buena» o «correcta» impli­ ca aprobación y de «mala» o «incorrecta» implica desaprobación (donde puede mostrarse que «aprobación» y «desaprobación» signi­ fican cosas parecidas en las culturas en cuestión). Hay cierta ambi­ güedad en decir que lo que es bueno y correcto en una cultura pue­ 11 Ethical Relativity (La relatividad ética), Kegan Paul, Trénch and Triibner, Lon­ dres, 1933.

de ser malo e incorrecto en otra. Si en una cultura existe la creencia de que ofrecer sacrificios humanos es una acción buena, loable, mientras en otra cultura quitar la vida a un ser humano inocente es tenido por incorrecto y malo, eso no implica ninguna diferencia con­ ceptual acerca de qué sea una acción buena y correcta y qué sea tina acción mala e incorrecta. La diferencia reside en qué acciones juzga buenas y correctas, y cuáles malas e incorrectas, cada cultura. Puede añadirse que las razones para esos juicios divergentes son irrelevan­ tes. Alguien que crea que quitar la vida a un ser humano inocente es siempre malo puede admitir que otro podría justificar satisfactoria­ mente los sacrificios humanos dentro de su marco de referencia. Con todo, el primero tendría que decir que lo que hace el otro es malo. No está bien para él. Incluso es malo para él, del mismo modo que un enunciado falso «no puede ser verdadero para los Nuer y no serlo para nosotros» (Archer, p. 244). Williams aduce que para hablar siquiera de relativismo tiene que haber una confrontación real entre puntos de vista divergentes, de modo que en un momento dado esos puntos de vista presenten opcio­ nes reales a un grupo de personas. Esas personas pueden conservar su propio punto de vista o extenderlo para dar cuenta de la otra opción. O pueden pasarse a la otra opción, adaptarse a ella y considerar que es correcta. El abandono de la esclavitud es una buena muestra. Esto descarta el relativismo, puesto que una u otra de las opciones deja de ser tratada como una opción real. Retrotrae a lo que Williams llama una «confrontación nocional». La confrontación nocional se produce «cuando algunos individuos saben de dos puntos de vista divergentes, pero al menos uno de ellos no representa una opción real» (op. cit., p. 160). Aquí puede intervenir el relativismo, pero ya no se refiere al jui­ cio. El juicio queda suspendido. Ya no se trata de un conjunto de creencias éticas que es alternativo a otros. Es lo que Williams llama «el relativismo de la distancia» en el espacio contemporáneo, en el pasado y en el futuro. Es un relativismo sin conflicto, excepto, acaso, para al­ gunas sociedades tradicionales supervivientes. Es relaciona! del modo en que son relaciónales las diferencias perceptivas. Dada una cierta cultura, no resulta sorprendente, aunque tampoco es inevitable, que ciertas creencias éticas -^-poligamia o monogamia, sin cuarteles o in­ violabilidad de los prisioneros, respeto o desdén de los derechos de propiedad— prevalezcan, del mismo modo que es plausible que el agua a temperatura ambiente parezca caliente a una mano fría y fría a

una mano caliente. No hay nada dramático en eso. Que no haya nin­ gún criterio absoluto por el que resolver esas cuestiones no significa que no puedan adoptarse y mantenerse posiciones firmes frente a creencias enfrentadas. Como Williams lo expresa, Aun cuando no haya ningún modo de hacer converger creencias éticas di­ vergentes mediante la indagación independiente o la argumentación racional, ese hecho no implica el relativismo. Cada punto de vista puede seguir hacien­ do afirmaciones que pretenden aplicarse a todo el mundo, y no sólo a la parte que constituye su «propio» mundo. (P. 159)

Finalmente, está el relativismo religioso. El relativismo religioso si­ gue en buena medida las mismas líneas que el relativismo ético. Hay un relativismo religioso vulgar que está igualmente bien dispuesto ha­ cia las creencias religiosas de cualquiera, a una tolerancia universal norelativista. Además hay una forma radical de relativismo social que se aplica a la creencia religiosa. De acuerdo con esta concepción, la for­ ma que adopta un conjunto de creencias religiosas está determinada por el medio social que refleja (una sociedad fragmentada será poli­ teísta y así sucesivamente). Su función, según Durkheim, es ayudar a mantener unida la sociedad (por lo menos en las sociedades primitivas o tradicionales). Según algunos relativistas, las creencias religiosas cambian con las condiciones sociales. Este tipo de relativismo, al igual que el relativismo relacional en sus variantes fuerte y modificada («re­ lativismo de la distancia»), está expuesto a los mismos ataques que se vieron para el relativismo ético. Hay, sin embargo, algunas diferencias entre los relativismos ético y religioso. En primer lugar, y a diferencia de lo ético, nadie está bajo ninguna compulsión para adherirse a un conjunto de creencias religiosas, y me­ nos aún a un conjunto específico de creencias. Ciertos cuerpos religio­ sos insisten en que todo el mundo tiene la obligación de buscar a Dios, pero esa obligación no puede imponerse a quienes no comparten sus creencias. Por supuesto, frente a una creencia religiosa hay que adop­ tar alguna actitud, pero puede ser la indiferencia o el agnosticismo, que no son creencias religiosas. Si el ateísmo puede.ser considerado como una creencia religiosa o sólo como una posición filosófica (o teo­ lógica) no es una dicotomía como verdadero o falso, correcto o inco­ rrecto. Si alguien afirma que dispone de un argumento irrefutable para establecer que un ser divino, como en el que creen muchas per­ sonas sofisticadas, es algo imposible, podemos decir que está adoptan­

do una posición en cuestiones de creencia religiosa. Pero la razón por la que no cree en Dios o en ningún Dios es que encuentra el término vacuo, y por tanto carente de significado. Cuesta ver cómo podría de­ cirse que adopta algún tipo de posición en cuestiones religiosas. Se ha salido del juego de lenguaje de la creencia religiosa. En segundo lugar, como sucede con la ética, no hay criterios abso­ lutos para decidir entre conjuntos distintos de creencias religiosas, ni para decidir entre las razones para creer y para no creer. Además, no es fácil concebir qué forma podrían tener esos criterios o cómo po­ drían aplicarse. Si excluimos el deísmo, no hay ninguna religión que haya afirmado fundarse en los principios de la razón. Si la religión ha de ser tenida por irracional por ello será discutido en un capítulo pos­ terior. Pero, por lo que respecta a las creencias en los milagros, la reve­ lación y los misterios, en tanto que trascienden (o se esfuerzan por trascender) la razón y la experiencia, es imposible concebir algún tipo de criterio racional que pudiera servir de fundamento a un credo par­ ticular, y menos aún que sirviera para decidir entre creencias distintas. En cuanto a los criterios para decidir entre creencia y descreencia uni­ versal en lo divino y sobrenatural, la sugerencia misma es absurda. Se­ ría como intentar demostrar que algo es absolutamente impensable. Pero, podría decirse —y ésta es la tercera diferencia entre ética y creencia religiosa— los criterios éticos podrían servir para decidir en­ tre varias creencias religiosas e incluso para eliminarlas todas. No se niega que la religión puede ser vista como una incrustación en el terri­ torio de la ética, puesto que sus creencias implican, o al menos inclu­ yen, un modo de vida. Algunas de esas prácticas —quizá la m ayoríaserán literalmente prácticas morales, como socorrer al necesitado o la fidelidad conyugal, llevadas a cabo por motivos religiosos, sin embar­ go. Otras serán compatibles con la ética secular, si bien es implausible que sean impuestas o tan sólo sugeridas —perdonar a nuestros enemi­ gos, ayudar a los marginados sociales, soportar las ofensas e injurias sin buscar venganza. Pero normalmente habrá otras que chocarán con la ética secular con más o menos fuerza —los sacrificios humanos, la fla­ gelación, la inmolación de las viudas en la pira funeraria de sus mari­ dos, la caza de cabezas, la prostitución ritual y otras prácticas simila­ res. Estas pueden chocarícon las creencias éticas y valores tanto de las personas seculares como de las religiosas (personas que no comparten las creencias de las que se derivan esas prácticas). En verdad, un crite­ rio negativo, una razón para rechazar un conjunto de creencias religio­

sas, podría ser el rechazo de esas prácticas sobre un fundamento mo­ ral. Pero eso no probaría por sí mismo que las prácticas religiosas fue­ ran incorrectas o que las creencias que las; sustentaban fueran falsas. Quienes aceptasen esas creencias junto con las prácticas que prescri­ ben podrían decir que las consideraciones éticas han de supeditarse a las consideraciones más elevadas de la religión, que la voluntad de Dios prevalece sobre las conclusiones de la razón humana. Conversa­ mente, las consideraciones éticas por sí mismas pueden no ser nunca suficientes para justificar la adhesión a una fe religiosa, por laudables que sean las prácticas éticas que inculca. Si tiene que ser una religión verdaderamente sobrenatural y trascendental, algunas de sus doctri­ nas tienen que desafiar la credulidád y la racionalidad meramente hu­ manas hasta un punto en el que sea difícil dar una justificación moral para adoptarlas. (Más sobre esto en un capítulo posterior.) Finalmente, hay algo personal (subjetivo, si se quiere) en la creen­ cia religiosa que la diferencia de las creencias y valoraciones éticas. Se desprende de su naturaleza trascendental y suprarracional. Tiene senti­ do esperar que los demás suscriban los mismos principios morales que nosotros. Realmente, sería raro que fuese de otro modo. Si alguien cree que un cierto curso de acción es el moralmente correcto y que la acción moral es una acción racional, sería chocante para él admitir que un cur­ so de acción opuesto, que considera irracional, es igualmente correcto. Pero con la creencia religiosa no es así. Precisamente porque la religión (fuera del deísmo) no es ni entera ni significativamente racional, un cre­ yente no puede decir que todo el mundo ha de aceptar las creencias re­ ligiosas que él acepta. Esto no quiere decir que no tenga que tratar de atraer a otros a su manera de creer. Pero el mejor modo de hacerlo es el ejemplo personal. En última instancia, aceptar una fe es algo que cada cual debe hacer por sí mismo. Como dice Kierkegaard, la fe es un salto a ciegas, y cuando uno salta a ciegas, salta solo. En vista de lo dicho, estamos ya en disposición de preguntamos dónde está Wittgenstein. ¿Es relativista o no? Si es relativista, ¿qué tipo de relativista es? ¿Extremo o moderado, esto es, no más de lo que nadie salvo un absolutista radical e intransigente (Platón, por ejemplo) podría ser? ¿Losjuegos de lenguaje, las formas de vida, la gramática profunda, el rechazo de los enfoques esencialistas platónico y aristoté­ lico de los términos generales, y demás ideas tardías, implican una po­ sición relativista? La tesis más fuerte según la cual es un relativista radical («progra­

ma fuerte») tiene que basarse seguramente en las nociones de juegos de lenguaje y formas de vida. Parecen implicar que el significado de­ termina la referencia. En sí misma es una propuesta bastante inocente, y en muchos casos correcta. Todo depende de cómo entendamos «sig­ nificado» y «determina». Para saber a qué se está refiriendo alguien, el oyente o lector tiene que conocer el significado de las palabras usadas y el sentido en el que se están usando. Si no estamos familiarizados con el argot londinense, será imposible saber a qué se está refiriendo al­ guien cuando usa expresiones como «little fisb», «dawn raid», «Chíne­ se watt», «dink» o «yid». En ese sentido, el significado determina la re­ ferencia. Pero los juegos de lenguaje y las formas de vida de Wittgenstein van mucho más allá en una dirección determinista. Primero, la extensión del uso de una palabra (sus posibles referen­ tes) está determinada por los juegos de lenguaje que pueden jugarse con un término particular. Así en el listado de juegos de ’Wittgenstein, se incluyen los juegos infantiles junto con los juegos Olímpicos porque se está usando el mismo término con el mismo significado. Pero este uso de «juego» borra la diferencia existente entre los juegos competi­ tivos y los meros juegos. Esto es relativamente inofensivo. Podemos extender la palabra «juego» para cubrir todos los ítems de Wittgens­ tein. Pero eso puede no ser universalmente posible, y ésta es la segun­ da cuestión. De acuerdo con Wittgenstein, el juego de lenguaje en el que se usa la palabra «juego» está determinado por juegos de lenguaje más primi­ tivos, los juegos de lenguaje aprendidos en la infancia cuando aprendi­ mos a hablar. Construimos sobre esos juegos de lenguaje primitivos. Son cada vez más complejos y sofisticados, hasta llegar a la poesía, la literatura mística, la profecía y todas las variedades de formas esotéri­ cas de discurso. Pero sean los que sean los orígenes primitivos de un juego de lenguaje desarrollado y sofisticado, ha de ser capaz de aco­ modarse a otros juegos de lenguaje sofisticados de distinto origen pri­ mitivo, y su usuario de comprenderlo. Pero esta posibilidad parece bloqueada por la restricción de las formas de vida. Los significados de las palabras están determinados por la forma de vida en la que se juega el juego de lenguaje. Esto es especialmente cierto para los juegos dejenguaje primitivos en los que se basan los juegos de lenguaje posteriores. Las formas de vida diferirán de cultura a cultura y de época a época; darán paso a y servirán de base para jue­ gos de lenguaje más elaborados y sofisticados, con sus correspondien­

tes formas de vida. Ahora bien, si las formas de vida que determinan los juegos de lenguaje básicos y primitivos son tales que hacen imposi­ ble pensar de otro modo o reconocer los significados ajenos de otros juegos de lenguaje, entonces Wittgenstein es un relativista radical. La cuestión es: ¿Está Wittgenstein comprometido con esa posi­ ción? ¿Está comprometido por sus nociones de juegos de lenguaje y formas de vida con un relativismo radical? A lo que esto se reduce en último término es, paradójicamente para un relativista, a cuán absolu­ to es el juego de lenguaje básico y primitivo. Esta es la cuestión crucial; para abordarla hay que hacer algunas distinciones. En primer lugar, te­ nemos que distinguir entre el juego dé lenguaje básico como (a) una condición necesaria para hablar cualquier lenguaje, y (b) la base invio­ lable e incorregible de lo que el hablante de ese lenguaje podrá dedr después. Lo primero es obviamente verdadero, lo segundo es con mu­ cho más problemático. Si, como parece decir Wittgenstein, es imposi­ ble dudar de nuestras sensadones externas o internas (de que vemos algo rojo, olemos d aroma de almizde o sentimos un dolor punzante), entonces frente a oponentes como Goodman {«Sense and coherence» [Sentido y coherencia]), Wittgenstein termina siendo un relativista. Pero eso supone que las cuestiones concernientes a la sensadón no son incorregibles, que, por ejemplo, como afirma Goodman, es posi­ ble dudar de si estoy viendo algo rojo, oliendo d aroma d d almizde o sintiendo un dolor punzante. (Aquí estamos hablando de un primer, no un tercer, partido, que puede dudar con daridad de la correcdón de las afirmaciones sobre sensadones. Esa duda se basaría en d com­ portamiento d d declarante [en d caso d d dolor] o en algún criterio objetivo [en d caso dd color.12) Si Wittgenstein ha de ser considerado un rdativista radical sobre K Estoy en deuda con el profesor Teriy Penner por hacerme muchas sugerencias útiles, algunas de las cuales he incorporado al texto. Una de las más importantes fue que diera algún ejemplo de juego de lenguaje primitivo. Eso resultó demasiado difícil. El ejemplo en el que él pensaba era el aprendizaje del significado del término «sueño». Malcolm mantiene que aprendemos el significado de «sueño» por referencia a historias que contamos al despertar. No importa cuán sofisticadas sean, no equivalen a recordar un sueño, puesto que no disponemos de ningún medio para verificar nuestro sueño. Eso es contestado por Dement, Kleitman y el propio Penner. PenneF piensa que eso convier­ te a Malcolm en un relativista extremo y determinista. No está claro —por decido del modo más suave— que Wittgenstein hubiera seguido a Malcolm, pero continuar este debate (que no puede ser eludido) en este libro lo hubiera convertido en algo diferente. Por consiguiente, mi posición queda como se enuncia en el libro.

esa base, entonces pertenece a un grupo muy numeroso de filósofos y a un grupo aún más numeroso de no-filósofos. Los ejemplos dados pa­ recen tan básicos y universales en la naturaleza humana que difícil­ mente puede considerarse relativismo cultural a este tipo de relativis­ mo. Además, como dicen Goodman y otros, aun si fuera'posible para alguien afirmar que no está teniendo una sensación cuando la mayoría de la gente diría en una situación similar que la está teniendo, es decir, pudiera usar «dolor» o «rojo» o «aroma de sándalo» de una manera muy peculiar, eso no marcaría con un hierro candente (si es que es la expresión justa) a la persona que lo dice como relativista. Wittgenstein, como veremos, discute la noción religiosa de una vida después de la muerte. La encuentra, tal y como está formulada, ininteligible y su­ giere que se use otra palabra o frase en su lugar. Pero no tiene dificul­ tad en discutir la cuestión y explorar los modos de usar la expresión, pese a que él mismo no la usaría por sí mismo, puesto que no creía en una posvida. Análogamente, Whorf discute animadamente el lengua­ je de los indios hopi, aunque no comparte su juego de lenguaje primi­ tivo y no adaptaría el inglés a él. Tampoco diría Wittgenstein más de lo que diría Whorf que el juego de lenguaje que él no juega es necesaria­ mente incorrecto. Pero Wittgenstein, por lo menos a veces, se toma la libertad de hacerlo. Y en Sobre la certeza, admite la posibilidad de una conversión, lo que podría equivaler a admitir que el juego de lenguaje primitivo propio era a algún respecto incorrecto. Esto no parece rela­ tivismo radical. En cuanto a las otras nociones, la gramática profunda y el rechazo de la noción platónica de esencia, aunque tienen un regusto relativis­ ta, no implican más relativismo que las nociones de juego de lenguaje y forma de vida. La gramática profunda está tan íntimamente relacio­ nada con las formas de vida que no hace falta una discusión detallada. El rechazo de la noción platónica de esencia es más difícil de valorar. Lo que está rechazando Wittgenstein no es exactamente el realismo platónico, la noción de que hay formas de clases de cosas eternas, ab­ solutas e inmutables, así para los seres humanos; los animales y las ca­ mas, a las que corresponden y se refieren los términos generales. Con su teoría del «parecido de familia» Wittgenstein sugiere que los térmi­ nos más generales reúnen=grupos de personas, objetos, actividades u organismos basándose en ciertas semejanzas, y dan nombre al grupo. Cada cultura y subcultura puede agrupar a los miembros del grupo como considere apropiado y excluir lo que considere que no encaja,

por mucho que pueda parecerse a los miembros del grupo (la «fami­ lia»). Así, los Karem excluyen a los casuarios de la categoría de los pá­ jaros (yakt) basándose en que no vuelan, y,sin embargo, incluyen a los murciélagos, que no son pájaros (tal y como entienden las especies los ornitólogos), porque tienen alas y vuelan. Otras personas aún dan ma­ yor alcance al término «pájaro», para incluir no sólo a los murciélagos, sino también a algunos insectos e incluso, en algunos casos, a los avio­ nes. Son todas cosas que vuelan. Esto puede comportar alguna arbitrariedad en la elección de qué semejanzas clasificar bajo un término general. Pero no es completa­ mente arbitrario. Tiene que haber semejanzas objetivas, sóbrelas que el clasificador no tiene control. Así, aunque puede haber un cierto de­ mento de relatividad en la elección de semejanzas, no hay inconmen­ surabilidad. Todos podemos entender lo que los Karem entienden por «yakt» y otros por su concepto omnicomprensivo de pájaro como criatura voladora. Incluso un angloparlante puede admitir que Witt­ genstein incluya los solitarios, los acertijos y el corro (Reigenspiele) en la categoría de «games», puesto que en alemán caerían bajo el rótulo spiel (que corresponde más a «play» que a «game»). No hay, por tanto, nada que implique el relativismo radical que comporta la inconmensurabilidad en la comprensión entre culturas o incluso individuos en ninguno de los últimos escritos de Wittgenstein. Al hablar de los valores, sin embargo, da una (falsa) impresión de re­ lativismo. En sus lecciones de estética habla de una manera muy pare­ cida a un relativista radical. De las culturas contemporáneas distantes, dice que la apreciación de la escultura negra del escultor Frank Dobson, era «totalmente diferente de la de un africano educado. ...La apreciación del negro y la de Frank Dobson son totalmente diferentes» (EPR 38, p. 48; cursivas del autor). Y de las culturas distantes en el tiempo dice: Ustedes hablan en términos totalmente distintos del manto de coronación de Eduardo II y de un traje de vestir. ...Ustedes lo aprecian de una manera en­ teramente distinta; su actitud hada él es enteramente distinta de la de una per­ sona que vivía en la época en que fue diseñado. (EPR 31, p. 50; cursivas del autor.)

También parece creer que el gusto de un período está culturalmen­ te determinado. Para describir lo que se entiende por gusto cultivado, hay que describir toda una cultura. «Un juego enteramente distinto se

juega en épocas distintas» (EPR 25, p. 47). Pertenece al juego de len­ guaje de toda una cultura. Así, el gusto musical aristocrático en la Vie­ na del siglo xvm se describe en términos del modo en que la gente vi­ vía entonces; cuando se trata de los círculos burgueses, cambia: las mujeres cantaban en coros. En una cultura como la nuestra, más acti­ va y menos flamígera que la del siglo xvm, la vestimenta, los peinados y la arquitectura son más simples (EPR34, p. 51). Por esta razón pien­ sa Wittgenstein que suele ser más provechoso comparar entre sí a ar­ tistas contemporáneos que practican artes diferentes que a artistas de épocas distintas que practicaron el mismo arte (EPR, pp. 92-3) u. Si tomáramos a Wittgenstein al pie de la letra cuando dice que cuando un europeo del siglo xx-aprecia una escultura de arte africano o el manto de coronación de un monarca medieval, está haciendo algo totalmente distinto de lo que harían un africano educado o un corte­ sano medieval, entonces estaría expuesto a la objeción de Davidson a Whorf. No sería capaz de decir eso, no podría saber que los actos eran diferentes. Pero conociendo el uso que hace Wittgenstein de la expre­ sión “enteramente diferente”, es más razonable suponer que, como sucede tan a menudo, no está sino advirtiendo a su audiencia que no asuma que personas de culturas sumamente diferentes que parecen es­ tar haciendo lo mismo estén haciéndolo realmente. Sin embargo, lo que dice Wittgenstein del gusto de los períodos y su relación con la totalidad de la cultura a la que pertenecen, huele a relativismo cultural. Parece como si estuviera diciendo que las condi­ ciones culturales determinan los valores estéticos y que los valores es­ téticos cambian con las condiciones culturales. De hecho no está di­ ciendo más de lo que hay que decir: a saber, que para comprender los gustos de una cultura determinada tenemos que considerar esa cultu­ ra en su totalidad. Esto no es decir que el valor estético mismo esté de­ terminado por la cultura, no más de lo que lo esté el valor ético. Tam­ poco supone negar que algún miembro de esa cultura pueda rechazar su gusto, al menos parcialmente. Wittgenstein dice explícitamente que un compositor puede cambiar las reglas, aunque no todas a la vez (EPR 16, p. 42). Qué tipos de obras y objetos se consideren estéticau Cfr, EPS, p. 93, , no «Habrá un Juicio Final porque lo vi en un sueño». (Análogamente, alguien podría dar como explicación de su creencia de que va a llover que soñó que la fiesta en el jardín iba a ser un fracaso, sin ofrecerlo como elemento probatorio.) Esto convierte a la creencia religiosa en algo más bien personal y así es como lo veía Wittgenstein. La creencia, para él, suponía un com­ promiso personal con un modo de vida. No era un mero compromiso intelectual, como podría serlo con las teorías del big bang o de la se­ lección natural. Por especulativas que sean esas teorías, esperamos que estén respaldadas por la experiencia, por contrastaciones y experi­ mentos cruciales, o, al menos, esperamos que puedan ser contrastadas por medio de algún experimento crucial, aun cuando por el momento no podamos decir en qué consistiría. Pero en el caso de la creencia re­ ligiosa, ni se esperan ni se exigen semejantes contrastaciones o experi­ mentos, semejantes elementos de prueba. Wittgenstein lo ilustra con varios ejemplos, adornados con su argumentación indirecta. Un ejemplo se refiere a la creencia en la existencia de Dios. Dice: Si recordara siquiera vagamente lo que se me enseñó acerca de Dios, po­ dría decir: «Sea lo que fuere creer en Dios, no puede ser creer en algo que po­ demos comprobar o encontrar medios de comprobar». Ustedes podrían de­ cir: «Esto carece de sentido, porque la gente dice que cree en base a elemen­ tos de prueba o dice que cree en base a experiencias religiosas». (EPR, p. 141)

Wittgenstein replica: Yo diría: «el mero hecho de que alguien diga qué cree en base a elementos de prueba no basta para autorizarme a dedr ahora si puedo afirmar de la oradón “Dios existe” que vuestros elementos de prueba son insatisfactorios o insufidentes». (EPR, p. 141) *

Esto es muy sutil. Asumo que lo que básicamente quiere decir Wittgenstein es que lo que puede recordar de lo que se le enseñó de

Dios es que la creencia en Dios no es algo que pueda comprobarse. Por tanto, si alguien dice que tiene elementos de prueba —presumi­ blemente de la forma de las cinco vías de Santo Tomás— o apela a la experiencia religiosa, Wittgenstein estaría en un callejón sin salida. Si dice que son elementos de prueba insuficientes, estará admitiendo que constituyen,elementos de prueba de algún tipo. ¿Por qué, entonces, no dice que de acuerdo? Una respuesta a esta pregunta se sugiere a sí misma. Puede ser que aunque Wittgenstein no considere el testimonio de la experiencia reli­ giosa o algún otro «elementos de prueba» como una prueba, en senti­ do científico, lo acepte cómo una descripción de por qué cree alguien que Dios existe. En ese caso querría saber más sobre el particular —más, es decir, que la mera aserción de que alguien tuvo ese elemen­ to de prueba o esa experiencia— antes de poder decir si es satisfacto­ rio y suficiente o insatisfactorio e insuficiente. Pero en tal caso, tanto si lo declarara satisfactorio como insatisfactorio, suficiente o insuficiente, no estaría usando «elementos de prueba» en su acepción científica. Sería más bien un «testimonio aceptable». Si esta interpretación es co­ rrecta, entonces Wittgenstein muestra aquí una sensibilidad y modera­ ción excepcionales en cuestión de creencia religiosa manteniendo al mismo tiempo un equilibrio adecuado. Excluyendo acertadamente cualquier cosa que se parezca a los elementos científicos de prueba, está dispuesto a respetar, si no a aceptar incondicionalmente, el testi­ monio («prueba») del creyente. Teológicamente es irreprochable. Otros ejemplos se refieren a apariciones de muertos y a seudomilagros. Una de esas «apariciones» es la de Smith, que había muerto en combate. Alguien dice que Smith está en Cambridge: lo vio de lejos en Guildhall. Su afirmación de que lo vio no es suficiente para probar que Smith esté en Cambridge, sobre todo si hay «un conjunto acepta­ ble de elementos de prueba de que fue muerto». Nadie más lo vio. Y no volvió a aparecerse de nuevo. Además, sería imposible, según Witt­ genstein, averiguar quién pasó a las 12.05 por Market Place hada Rose Crescent. (No estoy seguro de por qué es aquí tan categórico Witt­ genstein. Alguien que conocía a Smith podría haber estado allí a esa hora y ser capaz de decir que nadie, o, por el contrario, alguien que respondía a la descripción de Smith, pasó por allí hada las 12.05.) Si no cupiera esperar una corroboradón semejante, y la persona siguiera

manteniendo que Smith estaba allí, Wittgenstein estaría en su perfec­ to derecho a sentirse extremadamente perplejo, por no decir más. Este ejemplo merece que se profundice un poco más. En primer lugar, Wittgenstein habla de un conjunto aceptable de elementos de prueba de que Smith miirió en combate. Si se le vio cáer tiroteado, y su rostro y cuerpo eran fácilmente identificables, y fue oficialmente declarado muerto y enterrado en una tumba identíficable, sería algo más que un conjunto aceptable de elementos de prueba: son elemen­ tos de prueba abrumadores. Si, por otra parte, «su» cuerpo fue muti­ lado por una explosión de algún tipo, de manera que hasta los distin­ tivos de su regimiento desaparecieron, los elementos de prueba de que Smith y no otro había resultado muerto no serían tan abrumadores. Si, dando un paso más, desapareció, presumiblemente muerto, los ele­ mentos de prueba aún serían más débiles, y, aunque podrían ganar peso con el paso del tiempo, esto no bastaría por sí mismo para recha­ zar la afirmación de que había sido visto en Cambridge. Ahora consideremos esos casos desde el punto de vista de la per­ sona que dice haber visto a Smith. Considerando la reconstrucción más favorable del incidente —Smith desaparece y se le da por muerto (en Dunkerque, por ejemplo)—, el declarante no dispondría pese a todo de elementos de prueba suficientes, tal y como describe Witt­ genstein el incidente. Si hubiera estado más cerca del supuesto Smith, o, mejor aún, si le hubiera hablado, tanto si el supuesto Smith le hu­ biera respondido como sí hubiera huido aterrado, habría dispuesto de elementos de prueba más sólidos, puede que incluso suficientes, para creer que había visto a Smith (aun cuando nadie más lo hubiera visto y no hubiera vuelto a aparecer). Lo mismo podría decirse en el segun­ do caso —Smith despedazado por una explosión. Pero el primer caso plantea problemas, sobre todo por la insistencia del declarante frente a elementos de prueba abrumadores en contra. Como dice Wittgenstein, la persistencia en la creencia que desde­ ña una evidencia abrumadora en contra es extraña, sumamente extra­ ña. Tan extraña que sólo se dispone de unas pocas explicaciones. Una es que la persona se equivocó pero que es demasiado orgullosa o terca para reconocerlo. Es una irracionalidad leve. Una segunda es que esté psicológicamente perturbada y «vea cosas». Una tercera es que haya visto un fantasma. Una cuarta es que realmente Smith haya vuelto de entre los muertos. Al llegar aquí puede resultar útil comparar la irracionalidad o no

racionalidad de Jones (llamémosle así) con otro tipo de creencia basa­ da, no en elementos de prueba insuficientes, sino en ningún elemento dé prueba, y que corresponda a los tres casos descritos. Consideremos tres viudas. Al marido de la primera se le dio por desaparecido, y pre­ sumiblemente muerto, veinte, treinta, cuarenta años antes, pero ella si­ gue creyendo que un día volverá a casa; le está esperando. El marido de la segunda viuda se supone que fue despedazado por una explo­ sión, pero ella cree que era algún otro, y que algún día volverá a casa. La tercera, cuando se le contó que su marido fue muerto y enterrado en una tumba identificada, no la visitó porque cree que algún día vol­ verá a casa. Ninguna de ellas dispone de elementos de prueba para su creencia, a menos que se considere como tal cierta convicción sin fun­ damento: «Creo porque siento que aún vive». Pero mientras la prime­ ra viuda no tiene ninguna prueba concluyente en contra de su creen­ cia, y las que hay en contra de la creencia de la segunda, sin ser abso­ lutamente concluyentes, no se basan más que en un asomo de posible duda, la creencia de la tercera viuda contradice pruebas concluyentes. Frente a ella, la creencia de la tercera viuda es una muestra de inesta­ bilidad mental. Las otras dos viudas también pueden ser mentalmente inestables: desde luego son irracionales. Jones, como he dicho, es, en el peor de los casos, levemente irra­ cional. Al menos dice haber visto a Smith, más de lo que cualquiera de las viudas puede decir de su marido. Eso es un elemento de prueba. Puede ser insuficiente y no tener peso alguno frente a pruebas abru­ madoras en su contra, pero constituye un elemento de prueba de al­ gún tipo. La creencia que engendra no se basa meramente en la con­ vicción de que los elementos de prueba contrarios pueden ser recha­ zados. Aparte de la posibilidad de que Jones está equivocado y haya tomado a otro por Smith, y simplemente se está mostrando terco —en cuyo caso su «ver a Smith» no es una prueba de que Smith haya esta­ do en Cambridge— las otras posibilidades merecen un poco de aten­ ción. Si Jones «veía cosas», su testimonio de que vio a Smith formaría parte de los elementos de prueba para él. A menos que viera alguna aparición parecida a Smith, no podría haber visto visiones. Pero, por supuesto, eso no constituiría una prueba de que Smith estuviera en Cambridge el día en cuestión (o de que no estuviera). Del mismo modo, si vio un fantasma de Smith, su testimonio de que vio a Smith probaría que vio algo, pero no que Smith estuviera entonces en Cam­ bridge, a menos que se crea que los fantasmas son reencarnaciones de

personas fallecidas. Esto me lleva a la cuarta posibilidad: que Smith haya vuelto de entre los muertos. Como hemos visto en un capítulo previo, Wittgenstein discute la noción de supervivencia y resurrección en el contexto del significado de palabras como «muerto» y «vivo». Aquí tratamos de los elementos de prueba. Podría preguntarse, ¿qué contaría como una prueba de que alguien ha vuelto de entre los muertos? Wittgenstein no lo discute di­ rectamente, pero parece daro por su tratamiento d d inddente de Smith que no cree que nada pueda contar como un demento de prue­ ba para esa creencia. Parece adoptar la línea de razonamiento de que, puesto que no disponemos de dementos de prueba regulares y sufidentes de que la gente vudva de la muerte, nada puede contar como una prueba sufidente, o induso como una prueba, de un evento seme­ jante. La presunción tiene que ser una de las otras tres posibles explicadones dadas arriba, o posiblemente alguna otra. ¿En dónde queda entonces la creenda en la resurrecdón de los muertos, y en particular la Resurrecdón de Jesucristo? ¿Qué hay que hacer con d sepulcro vado y las afirmaciones de los apóstoles y discí­ pulos de que habían visto al Señor Resudtado? Wittgenstein no lo dis­ cute, lo que resulta un poco sorprendente. Esa discusión habría pro­ porcionado un excdente contexto para tratar tanto con las afirmacio­ nes de historicidad de los apologistas como con la tesis d d propio Wittgenstein —consonante con la teología ortodoxa— de que la creenda religiosa tiene poco o nada que ver con dementos dentíficos de prueba. Se piense lo que se piense de la controvertida cuestión d d sepul­ cro vado, lo que es seguro es que, históricamente, no ofrece ninguna prueba de un Cristo Resudtado. Un sepulcro vado no entraña que su ocupante redente haya resudtado de entre los muertos, ni tampoco cabe inferirlo a menos que no haya ninguna otra explicadón posible, lo que no es d caso. Tampoco cabe inferirlo de las dedaraciones de los apóstoles y disdpulos, induido San Pablo, y posiblemente de otros vi­ sionarios y místicos, de que vieron al Señor Resucitado, de que en ver­ dad d Señor ha resucitado. Esos hechos y testimonios contribuyen a la creenda en la Resurrecdón, pero no constituyen ninguna prueba de ella. Induso d contexto teológico total que rodea a la creenda en la Resurrección de Cristo —sus enseñanzas, la tradidón d d Antiguo Tes­ tamento, los dichos de los profetas, las consecuendas teológicas y filo­ sóficas extraídas por San Juan y San Pablo— si bien constituye un fun­

damento para la creencia, no equivale a una prueba científica de la misma. Sin embargo, esas consideraciones teológicas diferencian la creencia en la Resurrección de Cristo del regreso de Smith de entre los muertos. El regreso de Smith no tieneurdimbre o apoyo teológico alguno. Si hubiera sucedido, sería un mero suceso entre otros sucesos, que requeriría el tipo de elementos científicos de prueba que pedimos para la existencia de OVNIs o la interferencia de seres extraterrestres en los asuntos de la Tierra. La creencia en la Resurrección de Cristo es de un tipo enteramente diferente. Otro ejemplo de aparición clarifica la primera a varios respectos. Aquí la gente forma un corro un día determinado —presumiblemen­ te el día de San Juan— y entonces cada uno dice ver a sus parientes fa­ llecidos. No está daro si ven a sus parientes colectivamente, esto es, si cada uno ve sólo a su pariente o si ve a los de los demás o a los parien­ tes comunes. Presumiblemente lo último, al menos, puesto que si dos de ellos tienen un primo común falleddo, por ejemplo, y los dos le ven, tienen que ver a la misma persona. («Ahí está d bueno de Jorge», «Así es») aun cuando las visiones sean diferentes. Pero aunque esto plantea problemas por sí mismo, no es importante para lo que tiene que decir Wittgenstein. Aquí no se pretende que los parientes estén vi­ vos (por lo menos no permanentemente): se reconoce que son parien­ tes falleados. Su aparidón sólo sucede una vez al año en un día deter­ minado, con ocasión de una fiesta y sus ritos específicos. Y la apari­ dón es rdatada como una experienda: «He tenido una experienda que podría expresar diciendo: “Vi a mi primo falleddo”». Wittgenstein pregunta si eso se dijo con dementos de prueba insufidentes. Su respuesta es que si bajo dertas circunstandas suena «un poco absurdo», diría que los dementos de prueba eran insufidentes, pero en circunstandas en las que suena «totalmente absurdo», no lo diría. Presumiblemente diría que no había ningún demento de prue­ ba. Sería interesante saber en qué circunstancias diría Wittgenstein que la afirmación era sólo un poco, no totalmente, absurda. Además, no está daro si hay dementos de prueba insuficientes para la afirmadón de haber visto a un primo fallecido o de haber tenido una expe­ riencia expresable didendo «Vi a mi primo falleddo». Como descripdón de una experienda, si es predsa, no puede ser descrita como «un poco absurda»; como «extraña» sí, o como «absurda» en sentido co­ loquial, aunque no en sentido lógico: no hay dé por medio ninguna contradicdón o falada lógica. Una experiencia no puede ser un

«poco» contradictoria. Sin embargo, si la afirmación no era simple­ mente que el participante en el rito creyó haber visto a un primo falle­ cido sino que realmente, aunque sólo momentáneamente, lo vio, y es­ taba convencido de ello, entonces rayaría realmente en lo absurdo. Describirlo como «un poco absurdo» es muy caritativo. Pero puede que Wittgenstein quisiera decir que incluso decir que creyeron ver a un primo fallecido es un poco absurdo. No es lo mismo que alguien diga que creyó ver a un primo (vivo) en las carreras, algo improbable habi­ da cuenta de la actitud de su primo hacia los entretenimientos banales: implausible pero en modo alguno absurdo. No obstante, las conse­ cuencias de todo esto están claras. No hay más elementos científicos de prueba para la creencia en la Resurrección de Cristo, en la supervivencia después de la muerte o en la reaparición en forma corpórea de alguien muerto que los que hay para Smith paseando por Guildhall en Cambridge o el primo fallecido en Midsummer Common. Pero mientras, si lo segundo no puede veri­ ficarse y la creencia en eso varía desde lo equivocado hasta lo total­ mente absurdo, pasando por lo ligeramente-absurdo, la creencia reli­ giosa en la Resurrección no puede estar equivocada o ser absurda del mismo modo o por el mismo tipo de razones. Pertenece a un juego de lenguaje diferente. Tiene una significación de la que carecen las otras creencias. Pertenecen al dominio de los fenómenos naturales; las creencias religiosas cristianas trascienden lo natural y pertenecen al dominio de la redención y la salvación. «Está muerto y descompuesto. En ese caso es un maestro como cualquier otro y ya no puede ayudar­ la fe es lo que necesita mi corazón, mi alma, no mi inteligencia especu­ lativa... Quizá pudiéramos decir: sólo el amor puede creer en la Resu­ rrección.» Amor que lleva a confiar en la palabra del Redentor, y, por tanto, a la creencia. Éste es el camino que lleva ala creencia cristiana. Como elemento de prueba, la palabra del Redentor no puede por sí misma cargar con el peso que, en términos de un modo de vivir, des­ cargado sobre ella. Pero, cabría objetar, ¿los milagros no se realizaron como pruebas en favor de las creencias cristianas? Ya hemos considerado las ideas de Wittgenstein sobre los milagros. No los considera como prueba de la veracidad de la creencia sino más bien como un modo de contemplar los eventos con los ojos de la fe. Aquí consideraremos el contraste que establece entre milagros y fenómenos anormales. Adopta; la poco usual, aunque consistente, posición de que aunque podría considerar

crédula a una persona que contemplara ciertos fenómenos anormales, no podría considerar ridicula a una persona que creyera en un desca­ rado seudomilagro. Wittgenstein toma como ejemplo los milagros de Lourdes. (Pare­ ce confundir las curaciones con la licuefacción de la sangre de San Ge­ naro —«sangre que sale de algo».) Podemos, por ejemplo, imaginar a una persona crédula, que acabase de ver llevar a los baños a un hom­ bre infestado de cáncer y salir curado, exclamando: « Ahí lo tienes Wittgenstein, ¿cómo puedes dudar?» En circunstancias normales, dice Wittgenstein, sugeriría que el evento puede explicarse de otras maneras, sin recurrir a lo milagroso. «¿Sólo puede explicarse de una manera?», pregunta, «¿No puede ser esto o eso?... ¿No debería uno, después de todo, considerar el caso?» Yo diría: «Vamos, vamos». «En circunstancias normales Wittgenstein trataría de convencer al crédulo de que no ha visto nada de importancia.» Y añade: «Yo trataría el fe­ nómeno tal como trataría un experimento de laboratorio que conside­ rara mal realizado» (EPR, p. 203). Pero musita: «M e pregunto si haría eso en todas las circunstancias.» Lo que no está daro es en qué circunstancias dejaría de rechazar Wittgenstein un suceso aparentemente milagroso como nada de im­ portancia o como un experimento mal realizado. ¿Rechazaría al pa­ ciente infectado de cáncer que sale de los baños —y no es un caso in­ ventado, me encontré con esa persona— como nada de importancia o como un experimento de laboratorio mal realizado? Creo que sí lo ha­ bría hecho. En ese caso no habría estado sino reiterando su posición sobre la creencia religiosa: a saber, que no puede ser una cuestión de prueba como piensa su crédulo compañero. (Incidentalmente, creo que por «crédulo» entendía Wittgenstein «dispuesto a creer» más que el coloquial «dispuesto a creer cualquier cosa».) Aquí Wittgenstein no está más que repitiendo las palabras de Cristo: «Vosotros si no veis prodigios y milagros no creéis» (Juan 4.48). Si éste es el caso, me deja un poco perplejo que se moleste en su­ gerir explicaciones alternativas d d fenómeno «milagroso». Al hacerlo está jugando d juego d d hombre crédulo. Está asumiendo que la creenda d d hombre crédulo de que d fenómeno ocurre por intervendón directa de Dios es una explicación de cómo ocurrió d fenómeno, cosa que no es. Un candidato al estatus de milagroso puede tener o no una expücadón accesible a la rienda contemporánea. Que no se dis­ ponga de ninguna explicadón científica en la actualidad no lo convier­

te eo ipso en un milagro, ni siquiera en algo milagroso. Una fuga con­ tra toda probabilidad puede ser descrita correctamente como milagro­ sa, aunque no necesariamente como un milagro, y sin embargo podría explicarse por medio de las leyes de la ciencia natural. Lo que lo hace milagroso no es que sea inexplicable para la ciencia del momento, sino que ocurra contra casi toda probabilidad. Wittgenstein viene a concederlo cuando dice: Podría imaginar que alguien mostrara una creencia extremadamente in­ tensa en tal fenómeno y que en modo alguno podría yo encarar su creencia di­ ciendo: «Esto también podría haber sido producido por tal y cual cosa», por­ que él pensaría que estoy blasfemando. (EPR, p. 143)

Pero no creo que lo conceda completamente. Aún seguimos, a sus ojos, en el dominio de los elementos de prueba científicos o seudodentíficos. Por otra parte, cuando recoge una supuesta observación: «Es po­ sible que esos sacerdotes hagan trampa, pero sin embargo en un senti­ do diferente allí ocurre un milagro» parece retroceder a un cierto equilibrio. Sigue didendo: Tengo una estatua que sangra determinado día del año. Tengo tinta roja, etc. «Usted es un tramposo, pero sin embargo la Divinidad lo utiliza. Tinta roja en un sentido, pero no tinta roja en otro sentido.» (EPR, pp. 143-4)

Aquí parece que Wittgenstein está dando su aquiescenda a un fraude. Por otra parte, podría estar tocando d auténtico meollo de la naturaleza de los milagros. Lo que distingue a los milagros de lo me­ ramente extraño, improbable o monstruoso, es que tienen una significadón religiosa. Esto es verdad de todos los milagros atribuidos a Jesús. Dijo haber venido a redimir, a curar las almas, a ofrecer una nueva vida a la humanidad, a iluminar nuestras tinieblas. Así que curó a los enfermos, normalmente a los que paderían de enfermeda­ des «incurables»; se le atribuye haber devudto la vida a los muertos, la vista a los degos, haber convertido d agua en vino, haber multipli­ cado los panes y los peces, haber caminado sobre las aguas revudtas, y así sucesivamente. Suponiendo que esos eventos ocurrieran como han sido descritos, podrían no haber sido sino trucos de ilusionismo sofisticados que algunos de nuestros ilusionistas más destacados po­ drían llegar a dominar algún día. Pero eso no les privaría de su signi-

ficadón religiosa. Esto puede arrojar alguna luz sobre lo que quiere decir Wittgenstein con las circunstancias en las que podría aceptar un fenómeno como un milagro y la trampa como «no tinta roja en un sentido». Sin embargo, en d siguiente párrafo dice: Cfr. Flores, con un rótulo, en una sesión de espiritismo. La gente dijo: «Sí, las flores son materializadas con d rótulo». ¿Qué tipo de circunstancias tienen que darse para que esta dase de historias no sean ridiculas? (EPR, p. 144)

(¿El «cfr.» quiere decir compare, contraste o ambas cosas?) Sabe­ mos que en las sesiones se hacen trampas y conocemos algunos de los trucos. ¿Está didendo Wittgenstein que los «milagros» en los que las estatuas sangran tinta roja pertenecen a la misma dase que las flores que se materializan con un rótulo —ofrendas de los muertos? No está daro. ¿Qué implica la pregunta: «¿Qué tipo de circunstandas tienen que darse para que esta clase de historias no sean ridiculas?»? ¿Está siendo irónico Wittgenstein, y comparando las trampas de una sesión con d uso de tinta roja para que parezca que una estatua está sangran­ do? Está diciendo que no hay ninguna circunstancia en la que se toma­ ría las flores en serio, aunque podría tomarse la tinta roja en serio como un instrumento de la Divinidad. Esto lo liga a lo que dice acer­ ca dd modo en que habría que tratar a los milagros desde un punto de vista religioso ya cerca d d lugar de la falsedad. Un milagro es «un ges­ to que Dios hace», «una ocurrenda simbólica» que puede acompañar a las palabras de los santos (cfr. capítulo ocho, p. 222), y «tampoco im­ porta si las palabras usadas son verdaderas, falsas o sin sentido». Por consiguiente, mientras en determinadas circunstancias pueden acep­ tarse los trucos y trampas como instrumentos de los que Dios se sirve para confirmar ia creenda religiosa, bajo ninguna circunstanda pode­ mos aceptarlos para apoyar la creencia natural de que los muertos si­ guen vivos y viven entre nosotros. Los milagros, por tanto, no son pruebas para la creencia religiosa. Ciertamente no constituyen pruebas sufidentes, como se piensa popu­ larmente. Wittgenstein, por consiguiente, conduye que ni las llamadas pruebas de la existencia de Dios constituyen un fundamento sufidente de la fe, ni ningún otro argumento o demento de prueba pretendi­ do. El creyente tiene razones para su creenda. Para d-son razones abrumadoras. Pero no equivalen a nada ni remotamente pareddo a los

elementos científicos de prueba. Un rasgo esencial de la creencia reli­ giosa es que no se funda en argumentos racionales. Wittgenstein extrae de ahí algunas conclusiones concernientes a la controversia. Puesto que el juego de lenguaje de la creencia religio­ sa no se basa en el razonamiento, no da lugar a controversias como las que encontramos como moneda corriente en los juegos de lengua­ je especulativos y teóricos. En realidad, según Wittgenstein, ni siquie­ ra da lugar a contradicciones. En una de las lecciones plantea la cues­ tión de si alguien le pregunta si cree en el Juicio Final y dijera que no, eso querría decir que creía lo opuesto, que no habrá nada como lo que describe quien hace la pregunta. Su respuesta es: o no en absolu­ to o no siempre. Lo acompaña con otros dos intercambios de opinio­ nes. En el primero supone que alguien no cree que el cuerpo vaya a pudrirse y desintegrarse después de la muerte, sino que las partículas se reunirán mil años después y resucitará de la muerte. Se le pregun­ ta (a Wittgenstein) si lo cree, y dice: «No». Entonces su interlocutor le pregunta: «¿Contradice usted al hombre?», y Wittgenstein vuelve a responder que no. Así, ni cree lo que propone el hombre ni le con­ tradice. Prosigue: «Si ustedes dicen esto, la contradicción ya está ahí». El interlocutor insiste y le pregunta a Wittgenstein si dina «Yo creo lo opuesto» o «No hay razón para suponer tal cosa». La réplica de Witt­ genstein es neta: «Yo no diría ni una cosa ni otra» (EPR, p. 130). El no creyente ni cree ni deja de creer lo que cree el creyente. Por tanto, no puede contradecirle. Si le contradijera, estaría jugando el jue­ go de lenguaje del creyente. Estamos tentados a hacerlo, a decir que si alguien no cree algo, lo descree. Esto depende de la ambigüedad de «él (o yo) no cree (creo)». Eso puede querer decir (a) que descree, esto es, no cree que algo sea el caso, o (b) duda de que sea el caso, o (c) no tiene ninguna opinión sobre la cuestión. Es un error poner en el mis­ mo saco a los no-creyentes y los que creen que no, e incluso a los es­ cépticos y agnósticos. La descreenda, pese a que suena como algo ne­ gativo, es algo positivo: es la creenda de que algo no es el caso. El es­ cepticismo es la duda de que algo sea el caso. Y d agnosticismo («No sé») es una actitud abierta hada la cuestión. El no-creyente, como he dicho, ni duda, ni tiene una actitud abierta, y mucho menos cree lo contrario. Sencillamente carece de cualquier opinión sobre la cues­ tión.

Wittgenstein procede a ilustrarlo por referencia a nuestro uso de la palabra «posiblemente», ya discutida, pero que ahora se considera en un contexto distinto. Dice: Supongan que alguien fuera creyente y dijese: «Yo creo en el Juicio Final», y que yo dijera: «Bueno. Yo no estoy tan seguro. Es posible». Ustedes dirían que hay una.enorme distancia entre nosotros. Si él dijera: «Hay un avión ale­ mán sobre nosotros», y yo dijera: «Es posible. No estoy tan seguro», podría decir que estaríamos bastante próximos. (EPR, p. 130)

El no creyente puede decir que ni cree ni deja de creer, pero no «No estoy seguro. Es posible». Pero si dijera eso, queriendo decir que carece de opinión sobre la cuestión, entonces habría una enorme dis­ tancia entre él y el creyente. Sospecho que Wittgenstein opta por esta fórmula para mostrar cómo dos personas que usan la misma expresión pueden estar hablando el mismo lenguaje o lenguajes completamente distintos. Aunque el hablante que afirma que hay un avión alemán so­ bre nosotros no es contradicho por el que dice: «Es posible. No estoy seguro», no obstante no están de acuerdo. Pero su desacuerdo es un desacuerdo real: están jugando el mismo juego. «Es posible. No estoy seguro» no quiere decir: «No tengo opinión sobre el asunto». El ha­ blante tiene una opinión. Es que si bien el avión puede ser alemán, no está seguro. Quizá no suena como un avión alemán o es implausible que un solitario avión alemán sobrevuele Cambridge durante una de las lecciones de Wittgenstein. Pero por lo menos los dos están hablan­ do de la misma cosa: están «bastante próximos». Wittgenstein lo desarrolla un poco más cuando habla de los crite­ rios prácticos para la creencia religiosa; es decir, si alguien cree que puede ser arrojado al fuego del infierno y ordena su vida en consonan­ cia. «Esa», dice Wittgenstein, es en parte la razón por la cual ustedes no se ven embarcados en contro­ versias religiosas, el tipo de controversia en la cual una persona está segura de la cosa y la otra dice: «Bueno, es posible». (EPR, p. 135)

Añade: «Quienes dicen: “Bueno, es posible que pueda ocurrir y es posible que no” estarían en un plano enteramente distinto». La creen­ cia, dice, se parece más a tener constantemente presente tina imagen y ser aconsejado por ella que a pensar en una proposición o conjunto de proposiciones que pueden ser contradichas. Otras personas «simple­

mente no las usan en absoluto». Mientras se puede contradecir una proposición, es difícil ver cómo se podría contradeár una imagen y el modo de vida que inspira. Podemos rechazarla. Podemos decir que es inapropiada, confundente, absurda, perniciosa y aun falsa, y cualquier término concebible de abuso y ridículo; pero no podemos contrade­ cirla. Intentarlo es de suyo ridículo, y muestra una completa falta de comprensión de la naturaleza de la creencia religiosa, al menos tal y como la entiende Wittgenstein. Así los desacuerdos entre creyentes y no creyentes sólo pueden ser seudocontroversias y seudocontradicciones o aparentes controversias y contradicciones. No operan sobre un fundamento común suficiente para generar controversias. Están en planos enteramente diferentes. Pero sin duda, se objetará, la religión es notable por las controver­ sias: controversias que, de cuando en cuando, toman un giro repug­ nante. Toda gran religión es desgarrada una y otra vez por controver­ sias: controversias ásperas, amargas y profundamente enraizadas, y controversias que son socialmente divisorias cuando no letales. El Odium theobgicum es, para algunos, el rasgo distintivo de la religión. ¡Y aún así dice Wittgenstein que no hay lugar para la contradicción y la controversia cuando se trata de creencias religiosas! Al intentar responder a esta objeción pueden tomarse conjunta­ mente varios de los tópicos discutidos en este capítulo. Wittgenstein, quizá sorprendentemente, no lo abordó directamente, aunque su po­ sición está meridianamente clara. Para Wittgenstein la palabra opera­ tiva en la frase odium theobgicum sería incuestionablemente theologicum. Como hemos visto, la creencia religiosa y cuanto la acompaña —el ritual, una actitud y un modo de vida— es un juego de lenguaje diferente del dogma y la teología. Los segundos tratan de palabras, de fórmulas, de especulaciones y argumentos. La controversia y la contra­ dicción campan a sus anchas cuando la religión aspira a proposiciones con las que definirla. No es posible que haya una creencia religiosa que no sea una creencia en algo. Pero, para Wittgenstein, que sea ese algo se muestra en lo que hacemos antes que én lo que decimos, en la praxis más que en el dogma, la teoría y la especulación teológica. Y, por supuesto, se muestra en nuestras actitudes, que son parte de la praxis. Eso no está más claro en ningún otro sitio que cuando se intenta entender las prácticas de los pueblos primitivos que no han desarrolla­

do un sistema doctrinal elaborado. Para saber lo que creen, si se trata de creencia religiosa o de superstición, de magia o de seudociencia, te­ nemos que estudiar sus prácticas, no sus proposiciones doctrinales, que, en algunos, si no en la mayoría de los casos, no existen. Esta ma­ nifestación de la creencia religiosa fascinaba a ’Wittgenstein y le llevó a un estudio de Frazer que merece que se le dedique un breve capítulo.

10. LAS CREENCIAS DE LOS PUEBLOS PRIMITIVOS

Las anotaciones más extensas sobre la creencia religiosa de los Notebooks de Wittgenstein son sus comentarios sobre la obra de Sir Ja ­ mes George Frazer, The Golden Bough: AStudy in Magic and Religión (La rama dorada: un estudio sobre magia y religión) Estos han sido editados por Rush Bhees bajo el título Remarks on Frazer ’s «The Golden Bough» (Observaciones sobre «La rama dorada» de Frazer)2. Wittgenstein hizo también observaciones ocasionales no relacionadas con Frazer. En este capítulo discutiré las opiniones de Wittgenstein sobre las creencias de los pueblos primitivos, apoyándome en esas dos fuentes, pero principalmente en sus críticas a Frazer. Las observaciones sobre Frazer cubren un período que va de 1931 a 1948, esto es, hasta el final de la vida de Wittgenstein. Según el doctor Drury, Wittgenstein empezó a interesarse por Frazer en 1930. Leyeron juntos a Frazer y lo discutieron, pero no llegaron muy lejos, tal fue la ratio de discusión de la lectura. Entonces, en 1931, Witt> 1 Frazer, edición abreviada, McMillan, Londres, 1922 —la edición que leyó Witt­ genstein. 2 Publicado originalmente en alemán en Synthese, Dordrecht, Holanda, 1967. La primera edición en inglés está en The Human World, 3,1971. La edición a la que aquí nos referimos es de Rush Rhees, con traducción de A. C. Miles, y está publicada por Brynmill Press, Retford, Notts, 1979. Traducciones del autor. -

genstein empezó a anotar las observaciones sobre Frazer en su diario. Según Wittgenstein, Frazer hace que las creencias mágicas y/o re­ ligiosas de los pueblos primitivos parezcan errores. Pero el error, dice, «sólo pertenece a la opinión». «El error nace precisamente cuando la magia se expone científicamente» (OF, p. 56). ¿Estaba en un error San Agustín al invocar a Dios en cada página de las Confesiones?, pregun­ ta. ¿O está necesariamente equivocado un budista o un santón o cual­ quiera que exprese nociones similares aunque distintas? Las creencias y rituales primitivos sólo pueden considerarse equivocados si preten­ den ser ciencia, lo que, en opinión de Wittgenstein, no sucede. Si alguien incurre en un error, de acuerdo con Wittgenstein, es el propio Frazer. En su opinión Frazer malinterpretó por completo la manera de pensar de esos pueblos. Y dice sarcásticamente: Ya la idea de querer explicar una costumbre —la muerte del sacerdoterey, por ejemplo— me parece fuera de lugar. Todo lo que hace Frazer es re­ ducirla a algo que sea plausible a hombres que piensan como él. Es del todo extraño que todas estas costumbres se expongan, por decirlo de alguna mane­ ra, como tonterías. Y es que nunca es plausible que los hombres hagan todo esto por pura im­ becilidad. (OF, p. 51)

En opinión de Frazer, los pueblos primitivos tenían una visión del mundo tal que podían, mediante ritos y prácticas apropiadas, manipu­ larlo con éxito, del mismo modo que los tecnólogos, físicos y demás científicos prácticos manipulan el mundo o la Naturaleza. Así hacían danzas de la lluvia para provocar la lluvia, mataban al primogénito para asegurar la fecundidad de las cosechas, los animales y los huma­ nos, usaban encantamientos para alejar los males y desastres, y pocio­ nes y otros remedios para curar enfermedades. Las creencias en las que se basaban esas prácticas eran casi invariablemente científicamen­ te erróneas. En realidad, para Frazer y quienes piensan como él, «má­ gico» es casi sinónimo de «falsa creencia científica». Aunque esta tesis puede ser verdadera en algunos casos, Wittgenstein no la acepta. En la interpretación de Wittgenstein las prácticas rituales de los pueblos primitivos no están en absoluto basadas en opiniones científi­ cas, seudocientíficas o cuasicientíficas. «Creo», dice, «(al revés que Frazer) que lo característico del hombre primitivo es que no actúa por creencias» (OF, p. 72). O también: «Un símbolo religioso no se basa en creenda alguna. Y sólo donde hay una creencia hay error» (OF, p. 54).

No ve que las prácticas rituales primitivas difieran gran cosa de los ri­ tos practicados hoy, como el bautismo y la confesión de los pecados. De lo primero dice: «sólo hay un error si lo mágico se interpreta cien­ tíficamente». Esto no es una mera repetición de lo que ya había dicho en otros sitios. Coloca a la par el ritual primitivo y el ritual cristiano. Nadie pensaría ni siquiera por un momento que el rito del bautismo tenga algún tipo de efecto científicamente comprobado, así que, argu­ ye Wittgenstein, ¿por qué se supone que los rituales primitivos tienen que tener un objeto científico o seudocientífico? Esto no sólo parece en principio correcto, sino también sumamente esclarecedor. El coro­ lario que se desprendería es que el ritual cristiano es seudocientífico y supersticioso. No faltarán quienes digan que lo es. Pero no está claro qué es lo que se quiere decir con eso, fuera de que quienes condescien­ den con esas prácticas son crédulos. Sobre la confesión de los pecados, por lo que, presumo, entiende Wittgenstein el sacramento de la penitencia, que supone la restaura­ ción del estado de gracia, la absolución y un incremento de la gracia real, observa: «También ésta se puede “explicar” y no se puede expli­ car» (OF, p. 55). Es una cuestión interesante. En un sentido podemos explicar lo que significa el sacramento de la penitencia dentro del cris­ tianismo, o, por lo menos, de la comunidad católica romana, aunque sería una explicación prolija para cualquiera no familiarizado con esa Fe. Pero lo que señala Wittgenstein es que no sería una explicación re­ duccionista, «científica» como la que intenta dar Frazer de las actua­ ciones religiosas y vida del Sacerdote Rey. El ritual y las actuaciones es­ tán, en esa medida, a la par. Bien podría haber añadido Wittgenstein que no habría nada incongruente en revivir los rituales primitivos a la luz de la ciencia moderna (aunque podría haber otras razones para no hacerlo) puesto que la ciencia no tiene nada que ver con la cuestión. Habría, sin embargo, algo incongruente en revivir la ciencia anti­ gua. El sistema ptolemaico, los átomos de Demócrito o incluso teorías más recientes, sobre todo en medicina, se fueron para siempre. «La di­ ferencia entre la magia y la ciencia», dice Wittgenstein, «se puede ex­ presar diciendo que en la ciencia hay progreso, cosa que no ocurre en la magia. La magia no tiene dirección en su desarrollo que le sea pro­ pia» (OF, pp. 76-7). Esto es sustancial, aunque no estrictamente verda­ dero. Lo que es cierto es que un ritual puede persistir para siempre. No hay, como dice Wittgenstein, ninguna dirección en la que pueda desarrollarse. Pero puede cambiar a mejor o a peor dentro de un con­

junto específico de creencias, y puede hacerse mejor en una iglesia, co­ munidad o grupo que en otro. Los católicos romanos pueden lamen­ tar el reciente abandono del rito tridentino, como muchos pudieron deplorar la abolición del rito mozárabe o del antiguo rito galicano por el concilio de Trento, o puede darse la bienvenida a los cambios de li­ turgia, bien porque parezcan una vuelta a la pureza y coherencia de la liturgia de la iglesia primitiva (en la medida en que nos es conocida), bien porque esté más acorde con los tiempos modernos. Son cambios, no progreso. Los ritos no se han aproximado más a una meta, no más de lo que ha mejorado la poesía desde Homero. Así se señaló en el si­ glo xvn en la «disputa» entre los antiguos y los modernos, en relación a las pretensiones rivales de las artes y las ciencias. No obstante —y esto puede embotar, pero no destruir la distin­ ción de Wittgenstein— hay un sentido en el que puede decirse que hay progreso de un cierto tipo, no sólo en la doctrina, sino también en el ritual. La sustitución, por ejemplo, de los sacrificios humanos y ani­ males por la ofrenda de pan y vino como forma de adoración puede considerarse un avance en nuestra concepción de cómo honrar, apla­ car o ganarse el favor de una deidad, un espíritu o una fuerza extraña: Desde luego es moralmente más aceptable. Pero, ¿supone necesaria­ mente un avance? ¿Un avance en qué? Desde un punto de vista pue­ de parecer retrógrado. Alguien podría decir: «Hubo un tiempo en el que sacrificaban seres humanos, toros, ovejas y palomas. Ahora sólo es pan y vino. Eso no es un genuino sacrificio. Las cosas se han deterio­ rado». Si se lo convierte en una cuestión de moralidad, eficacia causal o aceptabilidad social, la fuerza mágica y religiosa puede perderse. Así, pese al prejuicio religioso —y todavía más al agnóstico o humanista—, no hay ninguna base para decir que, aparte del respaldo doctrinal, y posiblemente ni aún entonces, que hay algún avance necesario en la práctica ritual en sus elementos de lo más primitivo a lo más «sofisti­ cado». A Wittgenstein le irritaba que Frazer no sólo considerara a los pue­ blos primitivos como errados, sino también como estúpidos. Frazer dice que la magia es tan persistente porque no puede equivocarse fá­ cilmente. Por ejemplo, las lluvias llegarán tarde o temprano y cuando lo hagan, pueden atribuirse a la magia del ritual: «Una ceremonia de­ dicada a hacer que el viento sople, la lluvia caiga, o a causar la muerte de un enemigo, siempre será seguida, más tarde o más temprano, por el suceso que se pretende provocar» (The Golden Bough, p. 59). «Pero

no deja, entonces», dice Wittgenstein, «de ser extraño que los hom­ bres no se hayan dado cuenta pronto de que, tarde o temprano, llove­ rá sin más» (OF, p. 52). ¿No podría suceder que no vieran ninguna co­ nexión causal entre la lluvia y el ritual? El mismo Frazer admite que las rogativas al Rey de la Lluvia se realizan cuando las lluvias están por lle­ gar {íbid.., p. 107). Eso quiere decir, dice Wittgenstein, que'la gente no cree que el Rey de la Lluvia pueda hacer llover, o de lo contrario, ¿por qué no hacerle rogativas en el período del año en el que la tierra es, en palabras de Frazer, «un desierto reseco y árido»? Y es que si se supone que la gente ha instituido este cargo del Rey de la Lluvia por imbecilidad, es mucho más evidente que tuvieron antes la expe­ riencia de que en marzo comienza la lluvia, con lo que habrían hecho funcio­ nar al Rey de la Lluvia durante todo el año. (OF, pp. 71-2)

Lo que, por descontado, no hacen. También celebran el nacimien­ to del día justo antes de la salida del sol, pero no a medianoche. «En­ tonces simplemente encienden lámparas» (íbid.). Esos argumentos no son concluyentes en contra de Frazer. Acaso esas gentes sean más estúpidas de lo que nosotros, los occidentales, consideramos posible. Sin embargo, esos argumentos ofrecen una ex­ plicación alternativa, o por lo menos una interpretación. Como dice Wittgenstein, es un disparate (verrückt) pensar que una mujer que al adoptar un niño lo saca de entre sus ropas cree realmente que lo ha pa­ rido. Pero, para ser justos con Frazer, él no dice que lo haga. Habla de «hacer creer», que es justamente lo opuesto. «El mismo principio de hacer-creer, tan caro a los niños, ha llevado a otros pueblos a usar una simulación del nacimiento como forma de adopción» (The Golden Bough, p. 14; cursivas del autor)3. Wittgenstein, sin embargo, usa otro argumento, que por cierto también usa Merleau-Ponty, que me parece cuestionable. Es que la misma persona que se complace con lo que Frazer considera prácticas estúpidas demuestra ser muy poco estúpida cuando se trata de cues­ tiones prácticas. «El mismo salvaje que, aparentemente, para matar a su enemigo, traspasa la imagen de éste, construye su choza realmente 3 Difícilmente puede considerarse esto como un ritual mágico o religioso, aunque es una ceremonia y tiene semejanzas con la medicina homeopática o con la magia y d ri­ tual imitativos.

de madera y afila con arte su flecha, y no en efigie» (OF, p. 55)4. Frazer no sugiere que para ser estúpido uno tenga que trabajar sólo con efigies. Ni tampoco, supongo, negaría que los pueblos primitivos sean diestros e inteligentes en sus asuntos prácticos. Pero, con todo, po­ drían ser estúpidos en lo tocante a cuestiones científicas. Las personas inteligentes a menudo son estúpidas. Pero tienden a ser estúpidas en cuestiones prácticas más que teóricas. Sea como fuere, que la gente sea inteligente en cuestiones prácticas no prueba que no sea, y menos aún que no pueda ser, estúpida en cuestiones teóricas, abstractas o noprácticas. Por tanto, este argumento no tiene demasiada fuerza, y no añade nada a los contraejemplos ya ofrecidos —invocar al Rey de la Lluvia cuando de todos modos la lluvia está a punto de llegar. Lo que hace falta es una descripción más completa de aquello sobre lo que versan esos rituales, para mostrar que no son intentos de influir en el curso de la naturaleza basados en falsas creencias científicas. Wittgenstein proporciona una descripción de ese tipo. Admite que las opiniones acerca del mundo pueden desempeñar un papel en el ri­ tual — «un pensamiento (una creencia) puede ser también ritual, pue­ de pertenecer al rito» (OF, p. 63). Pero «lo característico de una ac­ ción ritual decididamente no es un parecer, una opinión, sea correcta o errónea»: Si se contempla la vida y el comportamiento del hombre sobre la tierra, sé ve que, aparte de los comportamientos que uno podría llamar animales, ali­ mentarse, etc., tienen lugar también aquellos que poseen un carácter peculiar que se podrían denominar actos rituales. Ahora bien, es un sinsentido continuar diciendo que lo característico de estas acciones es que corresponden a representaciones falsas de la física de las cosas. (OF, pp. 62-3)

¿Qué es entonces un rito y de qué creencias surge? Para Wittgens­ tein la magia (y, en realidad, la religión) es esencialmente simbólica y surge de impresiones. Una vez más cita a Frazer: «Cuando Frazer co­ mienza contándonos la historia del Rey del Bosque de Nemi, lo hace

4 No he discutido las observaciones de Wittgenstein sobre el festival del fuego Beltane, en parte porque es una descripción minuciosa que, en principio, no añade dema­ siado a los argumentos considerados en el capítulo, y en parte porque ha sido diestra­ mente discutido en artículos y ensayos consignados en la bibliografía. Sin embargo, re­ mito al lector al ensayo de Rush Rhees en McGuinness (1982), pp. 69-107.

en un tono que muestra que ahí sucede algo sorprendente y terrible» . (OF, p.53). Su significación reside en la impresión de lo terrible, lo ho­ rrible, lo trágico. Sólo puede ser descrito. No puede ser explicado. Una explicación sólo es una hipótesis, e incierta en cuanto tal. Y aquí pone de manifiesto Wittgenstein el lado sensible de su mente: Quien, por ejemplo, está intranquilo por amor obtendrá poca ayuda de una explicación hipotética. Esto no le tranquilizaráSi se coloca junto a la narración del Sacerdote Rey de Nemi la frase «la ma­ jestad de la muerte», se ve que ambas son una sola cosa. (OF, p. 54)

Lo que eso implica es que alguien impresionado por el símbolo de la majestad de la muerte puede sustituirlo por el símbolo del Sacerdo­ te Rey, del mismo modo que podríamos reemplazar una ceremonia por otra. Pero la cuestión es: no hay explicación. La alternativa de Wittgenstein se ve reforzada por la sugerencia de que apuñalar una imagen de un enemigo o quemarlo en efigie no tie­ ne por qué pretender tener algún efecto sobre el enemigo, sino simple­ mente dar satisfacción a la persona que lo hace, lo mismo que la gente quema banderas y decapita o desfigura las estatuas de los tiranos. Wittgenstein usa una analogía con besar el retrato de un ser amado: Esto obviamente no se basa en una creenda en un efecto determinado so­ bre el objeto representado en la imagen. Se propone una satisfacción y, cierta­ mente, la obtiene. O, mejor, no se propone nada: actuamos así y nos sentimos después satisfechos. (OF, p. 55)

Sería absurdo explicar esa acción y la creencia en la que se basa en términos de eficiencia causal. Se podría, sin embargo, explicar la ac­ ción diciendo que (una chica) está calmando de algún modo su senti­ miento por la pérdida de un novio muerto en la guerra o un chico por una novia de la que ha estado separado mucho tiempo. Poca gente consideraría besar los pies de un crucifijo en Semana Santa como un acto que persigue una eficiencia causal, así que no se sigue que accio­ nes similares de gentes primitivas sí lo hagan. El simbolismo en el ritual mágico y religioso es muy variado. Pue­ de ser una acción simbólica con una eficacia sobrenatural o legal, como en el caso del agua del bautismo o en el del niño sacado de en­ tre las ropas de una mujer en una adopción. O puede suponer tratar algo inanimado o no-humano como si, por ejemplo, pudiera entender

órdenes —llamarle para que venga u ordenarle que se vaya. Como ob­ serva Wittgenstein de manera divertida: en la curación mágica se le dice a la enfermedad que abandone al paciente, y siempre podría aña­ dirse: «Si la enfermedad no entiende esto, no sé cómo se lo debería de­ cir» (OF, p. 72). Lo que no está claro en las observaciones de Wittgenstein sobre Frazer es si quiere defender la tesis opuesta a la de Frazer y los reduc­ cionistas y decir que la magia, al menos, no trata nunca de afectar al curso de los acontecimientos, o sólo que no lo pretende siempre o en raras ocasiones. Si fuera lo primero, estaría en un claro error. No ne­ cesitaríamos irnos a los bosques de Africa o de Sudamérica para en­ contrar personas que lo creen. Creen que el agua de Lourdes cura nfermedades o que una medalla milagrosa mantendrá .a salvo a un sol­ dado en la batalla. Sin duda hay ritos y prácticas mágicas y religiosas a los que sus adeptos atribuyen eficiencia causal. Si la tesis de Witt­ genstein es que ese tipo de creencias no explica todos los ritos y prác­ ticas mágicas, o sólo religiosas, está sin duda en lo cierto. Si su tesis es que no explican ninguno de ellos, está claramente equivocado. Si su tesis es que al reduccionismo a la Frazer se le escapa lo que es esen­ cialmente religioso, y, asimismo, lo que es mágico en los ritos y las prácticas, de nuevo vuelve a estar en lo cierto, aunque puede ser de­ batible. También acierta en otros dos puntos. Primero, tanto si la magia y el ritual persiguen ser causalmente efi­ cientes como si no, nunca pretenden ser científicos. En otras palabras, no se basan en falsa ciencia. No son seudocientíficos, por la sencilla ra­ zón de que no tienen nada que ver con la ciencia como nosotros la en­ tendemos. Pertenecen a un juego de lenguaje enteramente diferente. Pueden (tienen) que basarse en creencias, pero no se trata de creencias sobre la naturaleza del mundo ni de teorías y opiniones sobre él. Segundo, son simbólicos. El simbolismo puede ser fácilmente inte­ ligible, como la significación de pasar a un niño por las ropas de una mujer o la quema en efigie. O puede ser misterioso, como la significa­ ción del agua derramada sobre el bautizado o las palabras de abso­ lución en el sacramento de la penitencia. Limpiar de pecados y restau­ rar la gracia son cuestiones que, en palabras del mismo Wittgenstein, caen fuera del mundo. En lo que podríamos llamar la era post-Frazer, los antropólogos han llegado a darse cuenta de eso. Han llegado a ver el aspecto esencialmente simbólico, no sólo del ritual religioso (donde

tendría que ser evidente) sino también de los ritos mágicos y las llama­ das prácticas supersticiosas. Wittgenstein, sin embargo, también puede verse llevado a conclu­ siones erróneas. Si bien subraya acertadamente la naturaleza esencial­ mente simbólica, antes que seudodentífica, de la magia, puede produ­ cir la impresión de que no es más que simbolismo, como saludar a la bandera o inclinarse ante un trono vacío. A veces eso es todo, pero otras —y puede decirse que la mayoría de las veces— persigue una efi­ ciencia causal, no basada necesariamente en teorías seudocientíficas, sino ocasional. Algunas tribus creen que atar un cordón alrededor del vientre de un niño le cortará la diarrea por el principio homeopático de que lo semejante produce lo semejante y un círculo cerrado cerra­ rá el orificio. Y está claro que los sacrificios humanos y demás sacrifi­ cios, aunque no se basan en ninguna teoría científica, se basan no obs­ tante en la idea de que dando algo a los buenos o malos espíritus, nos darán algo a cambio. Es una hipótesis, una opinión, una teoría de es­ pecies. Otra impresión errónea que pueden dar las observaciones de Witt­ genstein es el relativismo constantemente recurrente que parece impli­ car su descripción de la magia. Frazer y sus seguidores pueden habér­ selas con la magia rechazándola simplemente como seudociencia, y, sin duda, si se lo propusieran, también podrían rechazar todas las prácticas religiosas, aunque esto podría haber sido una tarea más am­ biciosa. Wittgenstein, por el contrario —y muy acertadamente— quie­ re mantener en su lugar al ritual primitivo. Pero entonces da la impre­ sión de que todos los ritos y prácticas valen lo mismo, que no hay pro­ greso al pasar de sacrificar seres humanos, ovejas, palomas y bueyes a ofrecer pan y vino. Todos son legítimos para el propósito que persi­ guen. Quizá Wittgenstein suscribiera esa opinión. Lo más que está obli­ gado a decir, sin embargo, es que la persona que practica la magia y la persona que dirige un servicio religioso no sólo actúan de buena fe, sino que la práctica o acción tiene una significación ritual. No está obligado a decir que todos los ritos, mágicos o religiosos, tienen el mis­ mo valor. Tampoco está obligado a decir que nadie-puede abandonar una forma de ritual por otra por razones morales o de otro tipo. Son iguales únicamente en cuanto actos simbólicos con una significación no meramente mundana. Hay, sin embargo, un espectro de prácticas mágicas y religiosas,

que van desde las que pretenden eficacia —orar para una curación o para que llueva o para una buena cosecha— hasta las que son meros actos de adoración —reconocimiento de la fuerza, el poder y la majes­ tad de los dioses y espíritus, o de su mera existencia. Al llamar la aten­ ción sobre los últimos, Wittgenstein destaca lo que es esencialmente religioso en esas prácticas. Son esencialmente no manipulativas, no son intentos de adelantarse a los desastres o de torcer el curso de los acontecimientos en beneficio de quien las realiza —aunque inevitable­ mente habrá algo de eso, por lo menos en el nivel volitivo. Esto es ilus­ trado dramáticamente por la práctica de rogar al Rey de la Lluvia cuando las lluvias están al llegar o de celebrar el nacimiento del día jus­ to antes de la salida del sol. Podríamos añadir la práctica de bendecir los campos para las rogativas de la Ascensión, con independencia de si ha habido mala cosecha o no, o, en el caso de la bendición de los bar­ cos de pesca, de si el año anterior la pesca ha sido desastrosamente es­ casa y hubo muchas pérdidas humanas. La significación de esas prác­ ticas reside no tanto en pretendida o putativa eficacia causal como en su reconocimiento de la existencia de un Ser o seres superiores a no­ sotros que rigen nuestro destino. Y, por supuesto, esos rituales impli­ can la creencia en la existencia de ese o esos seres, o de lo contrario esas acciones serían rutinarias y vacuas. En 1930, posiblemente mientras estaba leyendo a Frazer, Witt­ genstein leyó la Historia del pueblo de Israel de Emest Renán. Le hizo pensar en las creencias religiosas de los pueblos primitivos. Wittgens­ tein cita a Renán diciendo: «Nacimiento, enfermedad, locura, catalepsia, sueño, sueños, solían impresionar extraordinariamente a la gente, y aún hoy es así. Sólo le es dado a un número muy reducido ver clara­ mente que esos fenómenos tienen sus causas en nuestra manera de ser»5. En otras palabras, sólo una élite es inmune a esas reacciones. Eso provoca en Wittgenstein cierta animadversión hacia Renán. Sus observaciones están un poco confundidas, pero el meollo de lo que está diciendo está claro. Asombrarse por esas cosas, dice, no es primi­ tivo. Por el contrario, pensar que las explicaciones científicas hacen más grande el asombro sí es primitivo. «Los contemporáneos y el mis­ 3 Histoire ¿u peuple ¿ ‘Israel, 5 volúmenes, París, 1887-93, volumen I, capítulo 3. Winch traduce la ultima frase —leur causes ¿ans notre organisation— como «causes within our constitution».

mo Renán son los primitivos, si cree que la explicación científica pue­ de provocar ese asombro» (CV, p. 5). No está claro, empero, que sea eso lo que está diciendo Renán. Más bien parece estar diciendo lo con­ trario: a saber, que la explicación científica acaba con el misterio del nacimiento, la muerte, la enfermedad y la locura. No obstante, la tesis de Wittgenstein sigue en pie: pensar así es primitivo, puesto que tras cualquier explicación científica, el asombro, y en realidad el terror, permanece. Aunque el parto es un acontecimiento menos sorprenden­ te y más mundano ahora que hace doscientos años. Wittgenstein concluye esta anotación con las palabras: Pero no puede descartarse que personas sumamente civilizadas sucumban otra vez a ese miedo; y su civilización y su conocimiento científico no pueden protegerles de él. Desde luego es verdad que el espíritu con el que se hace cien­ cia hoy en día no es compatible con ese miedo. (CV, p. 5)

El pasaje incluye una frase memorable: «El ser humano —y, quizá, los pueblos— ha de ser despertado al asombro. La ciencia es un modo de hacerle dormir otra vez» (CV, p. 5). Son observaciones saludables. El hecho de que en un sentido limitado, «científico», entendamos el funcionamiento del mundo mejor (el «cómo», cómo funciona) no lo hace, en opinión de Wittgenstein, menos misterioso y asombroso. Aun cuando sepamos cómo ocurre el alumbramiento o cómo se produce el huracán, aún podemos sentir terror y sentir que estamos en manos de fuerzas extrañas fuera de nuestro control (por no decir nada del con­ trol de la meteorología). En esa medida seguimos siendo primitivos, y, en opinión de Wittgenstein, tanto mejor. Quien es peyorativamente primitiva es la persona que cree lo contrario: a saber, que la ciencia lo ha explicado todo. Sin embargo, casi dos décadas después, en 1948, Wittgenstein tie­ ne una anotación en su diario que parece contradecir cuanto había di­ cho en contra de Frazer y a favor de los pueblos primitivos. Reza: «La creencia religiosa y la superstición son completamente diferentes. La segunda surge del miedo y es un tipo de falsa tienda. La primera es confianza» (CV, p. 72; cursivas del autor). Es, sin duda, una concesión a Frazer. Pero, como mostró el propio Wittgenstein, no todas las prác­ ticas y creencias primitivas son supersticiosas, en éste u otro sentido. Ni tampoco, como también mostró él, la religión está libre de supers­ tición. Esa superstición se basa, si no en el miedo, sí por lo menos en

un falso tipo de ciencia, como propusieron apologistas como el Padre O’Hara. Esta es una sucinta definición de superstición y creencia reli­ giosa. La verdadera creencia religiosa no se basa en la razón —desde luego no en el razonamiento falso— sino en la confianza, confianza en la palabra del profeta, el santo, el Hijo de Dios. En qué se base esa confianza es otra cuestión. Evidentemente en el modo de vivir del pro­ feta. Esta anotación de Wittgenstein es así una especie de nota a pie de página a lo que antes había dicho sobre la creencia religiosa y la magia. En sus observaciones anteriores insistía en que la magia (y también la creencia religiosa) no tiene nada que ver con la falsa creencia científi­ ca, aunque no había destacado la parte que corresponde a la confian­ za en la creencia religiosa. Sin embargo, hay que decir muchas más co­ sas. ¿Por qué, por ejemplo, confiar en Lucas y no en el autor del Evan­ gelio según Tomás?

11. WITTGENSTEIN SOBRE LA PREDESTINACIÓN

Desde sus primeros escritos hasta las observaciones escritas poco antes de su muerte, Wittgenstein muestra una preocupación por el destino. En sus últimos escritos adopta la forma más específica de la doctrina cristiana de la predestinación. Destino y predestinación difieren en respectos importantes, como señala Wittgenstein de manera original. «El destino», dice, «es la antí­ tesis de la ley natural. Una ley de la naturaleza es algo que se quiere desentrañar y usar, pero no el destino» (CV, p. 61). El destino es arbi­ trario y caprichoso, o, en el caso de los desastres naturales como los te­ rremotos, sequías e inundaciones, aparentemente arbitrario y capri­ choso. La predestinación, por otra parte, aunque parece arbitraria y caprichosa, puede estar basada en un principio de selección bien pen­ sado, desentrañable en principio, aunque no para nosotros. Esto es, a diferencia del destino, puede estar gobernado por una ley: Si realmente Dios elige a los que habrán de salvarse, no hay ninguna razón por la que no deba elegirlos por su nacionalidad, raza o temperamento. O por la que la elección no pueda encontrar su expresión en una ley de la naturale­ za. (Ciertamente fue capaz de elegir de manera que su elección siguiera una ley.) (CV, p. 72)

Así, la predestinación no tiene por qué ser una especie de lotería

divina, como parece, puesto que las puertas de la salvación se abrieron para todas las razas. La doctrina de la predestinación consta de las siguientes proposi­ ciones: (1) para toda la eternidad Dios elige a quienes serán salvados y a quienes serán condenados; (2) a quienes serán salvados Dios les da la gracia o don de la salvación, que no pueden resistir; (3) los elegidos se salvan a través de su fe en Jesucristo, quien les redimió de sus pecados expiando por ellos en la cruz, y (4) también la fe es un don. que Dios da sólo a los elegidos. Frontalmente opuesta a esta concepción es la doctrina pelagiana de que el hombre puede salvarse por su propio es­ fuerzo, libremente y sin ayuda alguna (aunque la gracia ayuda). Por tanto, merece la salvación por sus buenas acciones y la condenación por las malas. Wittgenstein no estaba interesado en la controversia teológica, aunque estaba familiarizado con las obras de San Agustín, Pascal y de teólogos contemporáneos como Karl Barth. Lo que le interesaba eran los aspectos éticos y conceptuales de la doctrina. En la medida en que podían interesarle las polémicas del asunto, sus simpatías estaban pro­ bablemente con los pelagianos. Dice: La vida es como un sendero de montaña; a izquierda y derecha hay pen­ dientes resbaladizas por las que se resbala sin poder detenerse, en una direc­ ción u otra. Miro a personas que están resbalando así y digo: «¡Qué puede ha­ cer un hombre en una situación así!». Y a eso es a lo que se reduce «negar la libre voluntad». Es la actitud expresada en esa «creencia». Pero no es una creencia científica ni tiene nada que ver con convicciones científicas. (CV, 63)

Sin pretender ser graciosos, podemos decir que en este pasaje Wittgenstein no cae por ninguno de los dos lados. La idea clave de la observación es que si negamos o no la libertad de la voluntad es una cuestión de creencia, y esa creencia no es científica. La ciencia no pue­ de zanjar una controversia religiosa o científica. Pero por lo demás, está claro en qué lado está Wittgenstein. Consideraba aética, irreligio­ sa y en último término incoherente la doctrina de la predestinación. Antes de llegar a eso, unas palabras con respecto a las opiniones de Wittgenstein expresadas en sus primeras obras acerca del destino y la voluntad ajena que constituyen al menos un trasfondo para su actitud hacia la predestinación, si es que no forman una unidad con ella. Por ejemplo, en los Notebooks dice:

No puedo dirigir los acontecimientos del mundo según mi voluntad: soy completamente impotente. Sólo puedo hacerme independiente del mundo —y así en un cierto senti­ do dominarlo— renunciando a cualquier influencia sobre sus acontecimien­ tos. (P. 73)

Lo elabora un poco después: Aun cuando sucediera cuanto deseamos, eso sólo sería, por así decir, una gracia del destino, porque lo que lo garantizaría no es una conexión lógica en­ tre la voluntad y el mundo, y a su vez no podríamos desear la pretendida co­ nexión. (CV, íbid.; TLP 6.373-4)

No sólo no puede dirigir el mundo según su voluntad, sino que de­ pende de una voluntad que tiene sus designios para él, la voluntad aje­ na: «tenemos la sensación de depender de una voluntad ajena» (NB, p. 74). Así, desde el comienzo de su vida estaba firmemente implanta­ do en la mente de Wittgenstein que la condición humana es una con­ dición de dependencia no sólo de fuerzas que no puede doblegar con su voluntad, las fuerzas ciegas de la Naturaleza, sino también de una voluntad ajena o superior y contraria a la nuestra, sea Dios o el Des­ tino. Wittgenstein estaba dispuesto a inclinarse ante esto, a aceptar la realidad de la situación en la que se encontraba, aunque liaría cuanto estuviera en su mano por medio de la renuncia a estorbar al mundo aceptando (estando en concordancia con) los acontecimientos del mundo para, en un sentido, apaciguar la voluntad ajena. Lo que se re­ sistía a aceptar era la descripción del destino de la humanidad en tér­ minos de premios y castigos, arbitrariamente distribuidos, lo que la predestinación parece ser. A lo largo de los años, Wittgenstein enfocó la doctrina de la pre­ destinación desde varios ángulos. Su objeción primaria era su aparen­ te, si no evidente, injusticia. En éste es, a veces, poco ecuánime con los exponentes más eminentes de esa doctrina, como San Pablo, San Agustín y Calvino. Toma frases como: «Dios lo ha ordenado, por tan­ to ha de ser posible hacerlo» o «Desde su bondad les ha elegido y os castigará». De la primera expresión dice Wittgenstein: No significa nada. No hay ningún «por tanto». A lo sumo las dos expresio­ nes podrían querer decir lo mismo.

En este contexto «lo ha ordenado» viene a significar: castigará a cualquie­ ra que no lo haga. Y nada se sigue de eso acerca de lo que alguien puede o no puede hacer. Y eso es lo que significa «predestinación». (CV, p. 77).

Tanto sí eso es lo que significa la predestinación como sí no, está claro lo que entiende Wittgenstein por predestinación: ser castigado por no hacer lo que uno no puede hacer o por hacer lo que (en esas circunstancias) es imposible no hacer. Eso es algo que criados, solda­ dos, prisioneros, escolares y aprendices conocieron bien a través délos siglos. Mientras Wittgenstein duda cuando se trata de dar como equi­ valente de la expresión inicial «Te castiga aunque no podías hacer otra cosa», admite que «en ese caso el castigo es infligido en circunstancias en las que no sería permisible para los hombres infligirlo». Comienza entonces á dudar. Primero sugiere que, si se admite que en el caso de Dios el castigo es infligido en circunstancias en las que no sería permisible para los hombres infligirlo, entonces seguramente «todo el concepto de “castigo” ha cambiado». O las antiguas ilustra­ ciones no pueden usarse ya o tienen de usarse de otro modo. «Simple­ mente mira una analogía como “The Pilgrim’s Progress” I», dice, «y date cuenta de que nada es correcto —en términos humanos». Aquí el concepto de lo correcto se aplica de manera diferente. (Wittgenstein pone la analogía del reloj de una estación de ferrocarril que parece es­ 1Estoy agradecido a mi colega, profesor Phillips Griffiths, por sus reflexiones sobre lo precedente. El cree que Wittgenstein no entendió la predestinación en su forma más común y dramática, la calvinista, aunque le gustaba como devoción. Eso se ve en sus observaciones sobre Bunyan. El calvinismo es una doctrina intelectual que trata de la vocación y la elección («muchos son los llamados y pocos los elegidos»), la trascendencia de la misericordia de Dios, la inmanencia del sacrificio redentor de Cristo, etc. Wittgenstein, según Griffiths, no estaba interesado en nada de eso. Era un reduccionista, interesado no por cómo piensan las personas religiosas sino por cómo actúan y sienten: su modo de vida. Si bien estoy de acuerdo en que 'Wittgenstein no entendió el calvinismo como una doctrina religiosa, lo que no es sorprendente a la vista de su actitud hada la teología, y también en que para él el test de la fe era el modo de vida de cada uno, no obstante eso por sí mismo no hace de él un reduccionista. No dice que la creencia en la predestinación no es más que una manera de sentir y actuar, aunque se acerca peligrosamente en sus observaciones sobre Bunyan. Se presupone algún contenido y convicción intelectual Después de todo, atacó la doctrina (aunque entendiéndola inadecuadamente —lo que admitió de buena gana) por razones intelectuales. Si tuviéramos que buscar reducdonismo, no buscaríamos en el propio Wittgenstein sino en lo que Kai Nielsen llama los «fideístas wittgensteinianos».

tar parado pero que en realidad indica la hora a la que sale el siguien­ te tren)2. Si a alguien le perturban las alegorías, puede aplicarlas de otro modo o dejarlas. «Pero», concluye Wittgenstein tristemente, «hay algunos a quienes les confundirán más que servirles de ayuda». De la otra expresión — «Desde su bondad les ha elegido y os cas­ tigará»— dice que no tiene sentido. Las dos mitades de la proposición pertenecen a modos diferentes de mirar a las cosas. La segunda parte es ética, la primera no. Y tomada junto con la pri­ mera, la segunda es absurda. (CV, p. 81)

El significado aquí es evidente. Hacer una elección no es necesa­ riamente una cuestión ética, pero decidir castigar sí. Conectar el acto de elegir con la decisión de castigar (si realmente se busca un nexo ló­ gico) no tiene sentido. Sin embargo, si, como el Emir de Bujara que elegía al azar a ciudadanos por la calle y les hacía arrojar desde lo alto de una torre (su admiración por la reina Victoria como soberano dis­ minuyó cuando se le dijo que no hacía lo mismo), la elección fue ini­ cialmente para el castigo, las dos mitades podrían fundirse. Pero en­ tonces «en su bondad» se volvería irónico, blasfemo o misterioso, y, asimismo, «castigo» tomaría otro significado. Wittgenstein no juguetearía así con esas palabras. «¿Podría usted explicar los castigos del infierno sin usar el concepto de castigo?», pre­ gunta, «¿O la bondad de Dios sin usar el concepto de bondad?». Su respuesta es: «Si quiere el efecto apropiado a sus palabras, ciertamen­ te no» (CV, p. 80). El efecto en el que está pensando Wittgenstein es bastante siniestro. Sin embargo, sin introducir la noción de castigo en la doctrina de la predestinación, aún es más siniestro. Aquí está la ver­ sión «neutral» o «naturalista» de Wittgenstein: Supongamos que a alguien se le enseñara: hay ion ser que si haces esto y lo otro o si vives así y así, te llevará a un lugar de tormentos eternos después de tu muerte; la mayor parte de la gente termina allí, unos pocos van a un lugar de felicidad eterna. Ese ser ha seleccionado de antemano a los que han de ir al 2 Wittgenstein añade: «Tiene que ser posible encontrar uñ símil mejor». Pero la analogía, aunque un tanto tosca,^cumple su cometido. Si no estamos familiarizados con la función de un dispositivo 'podemos malinterpretarlo fácilmente. Asimismo, si juzgamos las acciones y propósitos divinos en términos humanos, podemos malinterpretarlos totalmente. Pero, ¿podemos acaso juzgarlos si no es en términos humanos? Este dilema obsesionó a Wittgenstein casi toda su vida.

sitio bueno y, puesto que sólo quienes han llevado un derto tipo de vida van al lugar de tormentos, también ha dispuesto de antemano que los demás vivan así. . ¿Cuál sería el efecto de esa doctrina? Bueno, no menciona el castigo, sino una especie de necesidad natural. Y si usted le presentara las cosas de ese modo a alguien, sólo podría reaccionar con desesperación o incredulidad ante esa doctrina. (CV, p. 81) Añadir la noción de castigo puede que no alivie mucho el pesimis­ mo, pero por lo menos daría un respaldo ético a la historia. Aún que­ daría el problema de ser recompensado o castigado por acciones que uno no podría evitar ni bien ni mal. Wittgenstein saca una conclusión pedagógica. Dice: Enseñarlo podría no constituir una educación ética. Si usted desea educar a alguien éticamente enseñándole esa doctrina, tendría que enseñársela des­ pués de haberlo educado éticamente, presentándolo como un misterio incom­ prensible. (CV, tbid.) Esto equivale a decir que la doctrina de la predestinación, aún con la inclusión del castigo no es algo que los mortales considerarían ético. Así, si alguien tuviera que enseñar ética a seres humanos, haría mejor empezando por hablar de justicia o virtud u otros conceptos éticos honrados por el tiempo. Sólo entonces podría introducir la predestinación como, en palabras de Wittgenstein, «un misterio in­ comprensible» que desafía a la ética tal y como la entienden los seres humanos. ¿Es sin embargo un misterio incomprensible? Para Wittgenstein lo era, pero también un dicho de San Juan de la Cruz según el cual al­ gunos han ido al infierno (zu Grunde gegangen) por no tener un direc­ tor espiritual sabio en el momento oportuno. Eso para Wittgenstein es sumamente injusto. Además, pregunta, «¿Cómo puede decir nadie que Dios no pone a prueba a los hombres más allá de sus fuerzas?». Esto es una referencia a San Pablo (1 Corintios 10.13): «pero fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino que de la misma tentación os hará sacar provecho para que podáis sos­ teneros». No está claro si Wittgenstein quería confrontar a San Juan de la Cruz con San Pablo. Sin embargo, aquí hay un claro conflicto de pareceres. Está muy claro que Wittgenstein no aprobaba el enunciado de San Juan, que, si no predestinacionista, era, al menos, agustiniano y

ampliamente aceptado. Después de todo, la noción de una vida moral­ mente buena como producto de la suerte tiene sus orígenes en la anti­ güedad. Pero Wittgenstein no lo aprobaba: «los conceptos distorsio­ nados han hecho mucho daño» (CV, p. 72)3. Concluye con indecisión: «pero la verdad es que no sé qué está bien y qué es nocivo» (íbid.). En realidad esa posición agnóstica parece haberse mantenido du­ rante toda su vida. Está enunciada muy claramente en una observa­ ción anotada en 1937: En religión cada nivel de devoción tiene que tener su forma apropiada de expresión, que no tiene sentido en un nivel más elevado. Esta doctrina, que quiere decir algo en un nivel más elevado, es nula y vacía para quien está en un nivel más bajo; sólo puede entenderla equivocadamente y así esas palabras no son válidas para esa persona. Por ejemplo, en mi nivel, la doctrina paulina de la predestinación es un ho­ rrible sinsentido, es monstruosamente irreligiosa (Irreligiositat). Por consi­ guiente no es apropiada para mí, puesto que el único uso que puedo hacer de la imagen que se me ofrece sería erróneo. Si es una imagen buena y piadosa, lo es para alguien situado en un nivel muy diferente, que debe usada en su vida de un modo completamente diferente de cualquier posible para mí. (CV, p. 32)

Esto puede oler a relativismo religioso, pero no es nada por el esti­ lo. Mientras Wittgenstein admite que la predestinación es incompren­ sible para él y, presumiblemente, para muchos otros, nunca afirma que por ello sea incomprensible en sí misma. En realidad concede implíci­ tamente que si luminarias como San Pablo, San Agustín y Calvino han afirmado entender la doctrina, eso constituye prima facie un argumen­ to para decir que es comprensible. En el.mismo período en el que escribió esa anotación, Wittgens­ tein tomó nota de la siguiente en sus Notebooks, que ya ha sido citada: Puede decirse que los símiles religiosos se mueven al filo del abismo. El de B, por ejemplo. Porque ¿qué sucede si simplemente añadimos: «y todas esas trampas, arenas movedizas y falsos caminos, fueron planeados por el Señor del Camino, y los monstruos, ladrones y salteadores fueron creados por él?» Des­ de luego ese no es el sentido del símil. Pero una continuación semejante es de­ masiado obvia. Para muchamente, incluido yo, eso despoja al símil de su fuer­ za. (CV, p. 29) J Cfr. Williams, B., Moral Luck (Suerte moral), Cambridge University Press, 1981.

Si entiendo bien a Wittgenstein, lo que está diciendo es que la doc­ trina de la predestinación hace una glosa injustificable de las enseñan­ zas de los Evangelios (sea lo que sea con San Pablo). Se esfuerza por transcribir de manera no evangélica una metáfora (o símil) sobre el modo en que Dios trata con sus criaturas humanas. La fuerza del símil estriba precisamente en no ser explícito —como sucede en realidad con otras expresiones bíblicas como «a menos que el grano de trigo muera, no fructificará...» o «Muchos son los llamados y pocos los ele­ gidos» (que es presumiblemente la fuente en que se basa la doctrina de la predestinación). Lo que hace la teología, en opinión de Wittgenstein, es tratar de explicar y justificar lo incomprensible (los misterios), mientras todo lo que puede hacer y tendría que hacer es enunciar categóricamente y describir lo que hay que hacer o lo que sucederá. Las reglas para la vida, dice, «están camufladas en imágenes» —una noción que elaboró poco después en sus lecciones sóbrela creencia religiosa. «Esas imáge­ nes sólo pueden servir para describir lo que tenemos que hacer, no para justificarlo». Puede decírsele que dé gracias a Dios por los bienes que recibe pero no que se queje del mal, como haría justificadamente si se tratara de un ser humano. Lo ilustra con la analogía de las dos ac­ titudes hacia las abejas, ya descrita. Wittgenstein concluye esta anotación con una observación notable y conmovedora. Sugiere que la doctrina de la predestinación tendría que ser tratada no como una doctrina o una teoría, sino como un gri­ to o un gemido emitido por un agonizante. Predestinación: sólo es permisible escribir así desde el sufrimiento más es­ pantoso -—entonces significa algo muy distinto. Pero por la misma razón, no es permisible que alguien lo afirme como una verdad, a no ser que él mismo esté atormentado. Sencillamente no es una teoría. O, dicho de otro modo: Si es una verdad, no es la verdad que a primera vista parecen expresar esas pala­ bras. Es menos una teoría que un gemido, o un grito. (CV, p. 30)

Esto es Wittgenstein en su vertiente más caritativa. Al final consi­ deraba la doctrina de la predestinación como, humanamente hablan­ do, una doctrina abominable. En una anotación de 1950, muy poco antes de su muerte, dice: Cómo juzgue Dios a un hombre es algo que ni podemos imaginar. Si real­ mente toma en cuenta la fuerza de la tentación y la fragilidad de la naturaleza,

¿a quién puede condenar? En otro caso, el resultante de esas dos fuerzas es simplemente el fin al que el hombre estaba predestinado. En ese caso fue crea­ do de manera que la interrelación de fuerzas le haría ganar o sucumbir (siegen, oder untermgehen). Y esa no es en absoluto una idea religiosa, sino algo más parecido a una hipótesis científica. Así, si quieres permanecer dentro de la esfera religiosa (,im Religidsen) tie­ nes que luchar (kampfen). (CV, p. 86)

Es un enunciado notable, especialmente porque tiene lugar al final de la vida de Wittgenstein, cuando incluso él sabía que no le quedaba mucha vida. Es como un grito de desesperación, como si en el último momento cayera en la cuenta de que la existencia humana es irracio­ nal y absurda en términos humanos, aunque hay que resistirse a ese pensamiento. El pelagianismo persiste en Wittgenstein hasta el final. La dignidad del ser humano lo exige. No puede aceptar que para lo bueno y para lo malo estamos a merced de fuerzas fuera de nuestro control, aun cuando esas fuerzas tengan un origen divino. Wittgenstein aceptaría la doctrina paulina (y horaciana) de que el mal que no querríamos hacer lo hacemos, y el bien que querríamos hacer no lo ha­ cemos 4. Pero no puede aceptar que vayamos a ser castigados por lo primero y por no hacer lo segundo, si tomamos en cuenta la debilidad humana. Eso, en términos humanos, no es justicia. En otros términos es una tosca justicia. Es posible imponer reglas que la gente no puede cumplir y des­ pués castigarles por haberlas incumplido. Aunque puede que sea una manera de mantener en calma a la gente, no es justicia. El propio San Pablo lo admite cuando dice que Dios no permitirá que seamos tenta­ dos sobre nuestras fuerzas y nos dará la gracia (nos ayudará) a superar­ lo 5. Wittgenstein parece haberlo pasado por alto. ¿Quién puede cul­ parle? Los predestinacionistas también lo hicieron. Sin embargo, su observación más importante es: «Y esa no es en absoluto una idea re­ ligiosa, sino algo más parecido a una hipótesis científica.» La importancia de esta observación radica en el énfasis que pone en la libertad de la voluntad en cuestiones religiosas. Para Wittgens­ tein la religión era un encuentro de voluntades, la voluntad ajena y la propia, en acuerdo y conformidad, o, si la mía es mala voluntad, en confrontación y desacuerdo. Si las acciones de una persona, buenas o 4Romanos 7.19. 52 Corintios 12.

malas, están determinadas por las circunstandas, entonces no puede haber ningún encuentro con una divinidad. Lo más que cabe esperar es que ocurran ciertas acciones y, si son aceptables, la persona sea re­ compensada, y si no lo son, sea castigada. Es como decir que si llueve, el suelo se humedecerá y crecerá la vegetación, pero si no llueve, el suelo seguirá seco y la vegetación morirá. Hace de las consecuencias de la acción humana (o de la inacción) una hipótesis científica. Wittgenstein ve la acción humana y sus consecuencias como una cuestión de elección, no de decreto predeterminado. Por esa razón se opuso durante tanto tiempo y tan vehementemente a la doctrina de la pre­ destinación. Por esa razón, también, se anima (y a cualquiera que pu­ diera leer sus observaciones) a luchar, a pelear, a hacer un esfuerzo para permanecer dentro de la esfera religiosa no aceptando la doctri­ na de que nuestro destino último escapa a nuestro control, pace San Pablo, San Agustín y Calvino. Así, aunque las ideas de Wittgenstein sobre la predestinación pue­ den parecer periféricas con respecto a sus ideas sobre la ética y la creencia religiosa, son centrales con respecto a ellas. En sus observa­ ciones sobre la predestinación Wittgenstein reafirma lo que había di­ cho sobre la voluntad en Notebooks 1914-1916 y en el Tractatus. Aún más, une claramente la libre acción de la voluntad con la esfera religio­ sa. Esto es de suma importancia. En efecto, Wittgenstein está dicien­ do que si no hay libertad de la voluntad no hay ética ni moralidad. Pero todavía más importante, tampoco hay religión.

12. ¿QUÉ PASÓ CON LA ÉTICA?

Antes de concluir, hay que decir algo sobre la escasez de referen­ cias a la ética en los últimos escritos y conversaciones de las que tene­ mos conocimiento de Wittgenstein. Aparte de lo que aparece en «Some Development in Wittgenstein’s View of Ethics» (PRv, pp. 1726) de Rush Rhees y algunas observaciones inconexas en sus Notebooks, Wittgenstein tuvo poco que decir sobre la ética en el último pe­ ríodo. Eso pide alguna explicación. Diversas explicaciones surgen por sí mismas, y hay varias combinaciones de esas explicaciones. Redu­ ciéndolas a su expresión más simple, las más obvias son: 1. Wittgenstein había perdido su interés por la ética. 2. Sus ideas no habían cambiado, pero no hacía falta decirlo, puesto que ya había dicho todo lo que tenía que decir y no tenía nada que añadir. 3. Su pensamiento ético fue absorbido por sus opiniones sobre la creencia religiosa. 4. Había abandonado su descripción anterior de la ética. 5. Había adoptado una nueva descripción, relativista, de la ética, consonante con sus nociones de juego de lenguaje y forma de vida, pero no era necesario hacerlo explícito. Ninguna de esas explicaciones tomada por sí misma resiste los es­ casos elementos de prueba de los que disponemos.

Está claro que no perdió todo su interés por las cuestiones éticas, no sólo por el informe de Rush Rhees, sino también por sus observa­ ciones éticas, aunque están dispersas. Encontramos una de ellas en el último capítulo en conexión con la doctrina de la predestinación. Tie­ ne que ver con la enseñanza de la ética. Enseñar a los niños qué hay un ser que ha dispuesto que algunas personas lleven una vida que les con­ ducirá a tormentos eternos no es, según Wittgenstein, una manera de enseñar ética. Si usted desea educar a alguien éticamente enseñándole esa doctrina, ten­ dría que enseñársela después de haberlo educado éticamente, presentándolo como un misterio incomprensible. (CV, p. 81)

Aquí Wittgenstein no sólo está interesado por la ética, sino tam­ bién en una clara línea de demarcación entre ética y creencia religiosa. Mientras mantuvo firmemente que, desde un punto de vista ético (como entienden la ética los seres humanos) la doctrina de la predesti­ nación es monstruosamente antiética (o más bien monstruosa y antié­ tica), está dispuesto a conceder que es «un misterio incomprensible» tal y como lo entienden los creyentes religiosos. E implica —aunque no lo enuncia— que es aceptable en el juego de lenguaje de la creen­ cia religiosa. En otras palabras, aunque, como dice repetidas veces, la doctrina es repugnante para la ética humana —nuestro sentido huma­ no de la justicia y el juego limpio— esas consideraciones no pueden ser decisivas en cuestiones religiosas. Esta es una contribución sustan­ cial a su pensamiento ético. En una anotación posterior de 1950 hace una interesante contribu­ ción a la ética, aunque breve, al discutir los efectos de las circunstan­ cias y el entorno en el carácter ético. Pregunta: «¿Cómo podría un hombre, el hombre ético, ser coaccionado por su entorno?» (CV, p. 84). «Ningún ser humano tiene que ceder a la coacción», y sin embar­ go bajo tales circunstancias lo hará de hecho de tal y cual manera. «No TIENE por qué, puedo mostrarle una salida (distinta) —pero no la to­ maría» (íbid.). Lo desazonante de estas observaciones es que evitan muchos problemas y dejan tanto sin decir. Podríamos decir que nadie, aun si doblega a las circunstancias en cada caso, está siendo moralmente coaccionado por el entorno. «Coac­ ción moral» es una contradicción en los términos. Existen cosas como la presión moral o el chantaje moral, pero no la coacción moral. La

coacción sólo puede ser física o psicológica. Ninguna fuerza física o psicológica puede hacer que alguien altere sus opiniones morales. Sólo la persuasión y la argumentación pueden hacerlo. Existe, por supues­ to, la manipulación fisiológica, pero hace incapaz de actuar como agente al paciente, y, por consiguiente, de actuar mor'almente. Si al­ guien vive en un entorno en el que el robo e incluso d ásesinato y la prostitución se consideraran prácticas normales, puede que llegue a aceptarlas. Pero, de nuevo, no tiene por qué ser así. Sin embargo, las antítesis más importantes se dan entre estar moralmente coaccionado y cederá la compulsión. Puede que Wittgenstein esté diciendo que ceder a la compulsión lleva a persuadirse moralmente de que lo que no ha hecho es moralmente correcto, y eso equivale a una coacción moral. Pero esto no es convincente. La observación es oscura. Con todo, por lo menos muestra que el interés de Wittgenstein por cuestiones éticas duró hasta el final de su vida. Que sus opiniones sobre la ética no cambiaran, pero que no fuera necesario decirlo, y que no tuviera nada que añadir a lo que ya había dicho, es más problemático. Que no añadió nada a lo que había dicho en los Notebooks, el Tractatus y la “Conferencia sobre ética” está fuera de toda duda. Sus observaciones sobre la creencia religiosa y su noción de juegos de lenguaje y formas de vida pueden considerarse, pese a las opiniones contrarias, extensiones de sus tesis acerca de la ética. Pero es cuestionable. La tercera explicación —que en su segundo período la ética es ab­ sorbida por su discusión de la creencia religiosa y por tanto no necesi­ ta un tratamiento separado— es más prometedora. Ya hemos visto cuán estrechamente están ligadas a consideraciones éticas sus opinio­ nes sobre la predestinación. Todo su enfoque postrero de la creencia religiosa involucra a la ética en la medida en que supone un modo de vida. Eso puede no ser ética propiamente dicha (esto es, en su acep­ ción más limitada) y puede no ser justificable sobre bases racionales. Pero, sea como quiera, en esas observaciones las dos están estrecha­ mente interconectadas. Su observación fundamental, fechada en 1929, es: «Lo que es bue­ no es también divino. Por raro que suene, resume mi ética. Sólo algo sobrenatural puede expresar lo Sobrenatural» (CV, p. 3). Aquí enuncia Wittgenstein virtualmente, si no actualmente, la relación entre ética y creencia religiosa. Mi vacilación al decir que no establece actualmente la relación proviene de que aunque la ética puede ser sobrenatural, una

idea con la que estoy plenamente de acuerdo, no está daro si lo divino y lo sobrenatural han de identificarse con alguna deidad o creencia re­ ligiosa determinada. Sin embargo, lo importante es que lo bueno es di­ vino, que algo sobrenatural expresa lo Sobrenatural y que eso resume la ética de Wittgenstein. Pero hay que decir que esta observación, fe­ chada en 1929, es contemporánea de la «Conferencia sobre ética», de modo que quizá no sea una prueba de su pensamiento posterior. Hay una notable anotación de 1944, el último año de la segunda guerra mundial, que resume de un modo extraño esa relación entre ética y religión. Comienza así: La religión cristiana es sólo para el hombre que necesita una ayuda infini­ ta, solamente, es decir, para el hombre que experimenta tormentos infinitos. Todo el planeta no puede sufrir un tormento mayor que una sola alma. La fe cristiana —tal y como la concibo— es el refugio del hombre en su úl­ timo tormento. (CV, p. 4 6 )1

No sólo es un modo espectacularmente dramático de presentar el cristianismo —y, por ello, un modo veraz— sino también un modo es­ pectacularmente dramático de presentar la ética. La ética es situada firmemente en un contexto religioso. (Poco importa si es cristiano, ju­ daico, musulmán, hindú u otro: es religioso.) La observación continúa diciendo: Cualquiera que en ese tormento tiene la oportunidad de abrir su corazón, en vez de cerrarlo, acepta los medios de salvación en su corazón. (CV, íbid.)

Pero es el resto de la anotación el que es del mayor interés y signi­ ficación para la ética. Según Wittgenstein, la persona que humilde­ mente deja abierto su corazón a Dios, también lo abre a los demás. Como penitente se pone a la par con ellos. Ya no puede usar su digni­ dad, su posición oficial, su reputación o su estatus para distanciarse de los demás. Abrirse a los demás exige un tipo especial de amor, un amor que reconoce que todos somos, como si dijéramos, niños malos. Pero aunque tenemos que estar avergonzados en lo más profundo de 1 Creo que la traducción de Winch de Not como «torment» (tormento) es un pocofuerte. Preferiría «distress» (desgracia), «trouble» (problema), o, si hace falta algo más fuerte, «misery» (desdicha). Hasta derto punto, esta anotación está en consonancia con la tercera experiencia mística del valor absoluto: el sentimiento de estar moralmente co­ rrompido.

nuestro ser, no hemos de avergonzamos de nosotros mismos ante nuestros compañeros humanos. Wittgenstein saca dos conclusiones de eso que no sólo son verda­ deras, sino profundamente verdaderas, y, si no enteramente originales por sí mismas, son originales por su contexto y presentación. Son, pri­ mero, que no hay mayor miseria (Not) que la padecida por un hombre (von Einem Menschen), «porque si un hombre se siente perdido, esa es la mayor miseria» (íbid.)2. Eso concuerda con la versión moderna del infierno. El infierno está en la tierra. La persona, a solas consigo misma en compañía de otras que, por una razón u otra —orgullo, fatuidad, desprecio por sus semejantes— no puede o no se abre en humildad y penitencia como un pecador como todos los demás, está en el infierno. Sartre presentó el reverso en Huis Clos (A puerta cerrada), escrita por entonces. En esa obra tres personajes tienen, en terminología de Sartre, «mala fe». Se enfrentan y se destruyen entre sí precisamente porque cada uno de ellos quiere lo que no puede obtener de los otros. Se destruyen unos a otros con odio, un odio sin fin, puesto que están encerrados juntos para siempre. Su situación se resume en las palabras: Pas besoin de grílj l’Enfer c’est les Autres (Escena quinta: no hace falta parrilla, el Infier­ no son los demás). Para la persona solitaria cuya soledad se debe a no abrirse humildemente a los demás en amor y confianza, las otras per­ sonas se convierten en su tormento y su infierno sobre la tierra. La segunda conclusión de Wittgenstein tiene que ver con el mismo tema: el odio. El odio, dice, proviene de desligamos unos de otros. La razón para hacerlo, dice, es que no queremos que nadie vea nuestro in­ terior, porque no es una visión agradable. Pero tampoco lo es el de la otra persona. Sin embargo, en vez de abrimos y admitir que todos so­ mos por igual niños malos, la persona con odio en su corazón, trata, mediante la misantropía o la venganza personal, de descubrir las ver­ güenzas internas de los demás ocultando las propias. Así, por lo me­ nos, es como parece verlo Wittgenstein. Pero podemos ir más lejos. El odio puede llevar a algunos a correr el riesgo del desenmascaramiento personal con tal de desenmascarar al objeto de su odio. 2 Winch traduce «Einem Menschen» como «One human being» (Un ser humano). Es literalmente correcto, aunque la mayúscula de «One» parece un poco rara en inglés. Por el contexto parece más razonable hablar de un hombre sólo (einzeln) o solitario (einsam), puesto que el hombre se siente perdido (vorlorenfühlt).

Otra anotación interesante aparece dos años después, en 1946. Está vinculada a la anterior y tiene implicaciones ético-religiosas. Una vez. más, está conectada con las ideas sartreanas de la buena y la mala fe, aunque su resolución no hubiera sido aceptada fácilmente por Sartre. Tiene que ver con el análisis de los motivos propios: Es difícil entenderse correctamente a uno mismo, puesto que la misma (ac­ ción) que uno podría hacer por motivos buenos y generosos, puede hacerse por cobardía e indiferencia. (CV, p. 48; cursivas del autor.)

Análogamente, una misma acción puede hacerse por auténtico amor o por doblez y frialdad de corazón. Sartre, y Heidegger antes que él, no ofrece ninguna solución a este problema. Nos exhorta a ser auténticos y genuinos y a actuar de buena fe pero no nos ofrece medio alguno para poder evitar la mala fe y las acciones inauténticas. Su aná­ lisis del problema ético es fino, hasta donde alcanza, pero no tiene nada que ofrecer como remedio para rectificar nuestras actitudes mentales defectuosas, cosa que sí hace Wittgenstein. Pero su remedio difícilmente hubiera complacido a Heidegger o a Sartre, y, puesto que no vio la luz hasta 1977 (edición alemana) y 1980 (edición inglesa y alemana revisada), Heidegger no pudo haberlo leído (murió en 1976) y es improbable que Sartre lo leyera o fuera influido por él. La razón es que apela a la religión para resolver un problema ético. Wittgens­ tein dice: Y sólo si fuera capaz de sumergirme en la religión podrían acallarse esas dudas. Porque sólo la religión puede destruir la vanidad y penetrar en todas las hendiduras. (CV, tbid.)

Si entiendo bien a Wittgenstein, lo que está diciendo es lo que ya había dicho en otro pasaje de una anotación citada previamente (CV, p. 46), que la religión, al inducir una actitud humilde y penitente en sus adeptos, les coloca en una disposición mental favorable no sólo para abrirse a sus semejantes humanos, sino también para dejar de sondar sus propios motivos para la acción. Sin embargo, no es tan sen­ cillo como parece. En primer lugar, podemos preguntar de qué manera la destrucción de la vanidad nos cura de la ansiedad por los motivos. En segundo, ¿cuáles son las hendiduras o «rincones y grietas» (Winch) en los que penetra la religión? En cuanto a lo primero, hay una especie de vani­

dad en preocuparse por la pureza de los propios motivos. Las monjas jansenistas de Port Royal en París del siglo xvn fueron acusadas de ello. Se dijo que eran tan puras como ángeles (lo que, presumiblemente, era cierto) y tan orgullosas como demonios. Su orgullo estaba en su pro­ pia rectitud, en la pureza de sus intenciones. Pero la gente que se enor­ gullece de la pureza de sus intenciones se preocupa de si sus intencio­ nes son puras o no, si están siendo genuinamente buenos o sólo pre­ tendiendo serlo, si ni siquiera pueden ser inintencionadamente crueles al hacer actos buenos. Y así sucesivamente. Por otra parte, la persona que se sabe pecadora y básicamente un canalla no tiene esas ansieda­ des. Si sucede que sus motivos son puros, eso, como diría Wittgens­ tein, es una gracia del Destino. Hace lo que puede y espera lo mejor. Pero si resuelve descubrir sus verdaderos motivos, el sincero acto pe­ nitencial de prepararse para hacer una buena confesión (examen de conciencia) suprimirá los motivos malos y menos buenos (las hendidu­ ras, rincones y grietas del alma), puesto que no le inhibe la autoestima y está preparado para enfrentarse con el nido de gusanos que se re­ tuerce en lo más profundo de su ser. Sin embargo, decir que en su segundo período Wittgenstein subsumió su pensamiento ético en la creencia religiosa, y, por consiguien­ te, no habló o escribió de ella exclusivamente, sería falso. Es desmen­ tido por sus observaciones a Rush Rhees, por una parte. La religión (por ejemplo, las enseñanzas cristianas sobre el divorcio) es menciona­ da, pero casi de pasada. Así, si bien es verdad que en su segundo pe­ ríodo Wittgenstein insistió en la conexión entre ética y religión (implí­ cita en el período anterior), no la subordina a la religión, ni la subsume enteramente en las prácticas y modos de vida religiosos. La siguiente explicación —que Wittgenstein abandonó su descrip­ ción anterior de la ética— puede adoptar varias formas. Algunas ya han sido discutidas en el capítulos seis. Está, en primer lugar, el argu­ mento del silencio. Como hemos visto, el silencio no era absoluto. Wittgenstein discutió cuestiones éticas, o por sí mismas o en relación a la religión. Pero no discutió la ética en relación a los juegos de len­ guaje, las formas de vida y la gramática filosófica de la misma manera en que discutió la creencia religiosa. No ofreció, por ejemplo, imas cuantas lecciones sobre la ética a la luz de sus ideas post-tractarianas, como hizo con la estética y la creencia religiosa. Pero, como todos los argumentos a partir del silencio, eso prueba poco o nada. En realidad, como aduce la segunda explicación, puede interpretarse como una in­

dicación de la ausencia de cambios en sus opiniones y de que no tenía nada que añadir. Sin embargo, para alguien que lo vea desde fuera, no para uno de los primeros discípulos de Wittgenstein, parece extraño que nadie excepto Khees le hiciera abordar esa cuestión. Quizá sea de­ masiado pedir para estudiantes de licenciatura, o incluso para posgraduados, que pueden no haber tenido tiempo de aprehender el aparen­ te conflicto entre sus ideas anteriores y posteriores acerca del lengua­ je, y no estaban enterados de los contenidos de los Notebooks 1914-1916 para plantear cuestiones éticas. El argumento más serio es que, dado el abandono de la teoría del lenguaje como representación figurativa y la adopción de las nociones de juego de lenguaje y forma de vida, Wittgenstein abandonó su enfo­ que anterior de la ética o tuvo que haberlo hecho. Recapitulemos, por tanto, los contenidos de esa descripción. Los principales ingredientes eran: la ética es (a) trascendental, (b) inexpresable por medio de pro­ posiciones (fácticas), (c) ver las acciones sub specie aetemitatis, (d) tra­ ta del valor absoluto, no relativo, y (e) no es utilitaria, no trata de fines y medios, premios y castigos. De éstas, como vimos en el capítulo seis, sólo (b) y (d) son cuestionables a la luz de la nueva descripción del len­ guaje de Wittgenstein. Allí se argüyó que no por ser un «juego de lenguaje» una forma de expresión se convierte eo ipso en expresable. Puede ser un juego de lenguaje de lo inexpresable. El juego puede consistir en mostrar más que en decir, como sucedía en el período del Tractatus, como resulta evidente por su tratamiento de la estética y la creencia. No hay nada en los escritos o en las declaraciones que se re­ cuerdan de Wittgenstein que diga lo contrario. Este, como el argu­ mento del silencio, es poco concluyente, pero es algo más fuerte. Si hubiera tenido que repudiar la inexpresabilidad de la ética, no lo ha­ bría hecho mediante el silencio. Hay al menos un argumento para ex­ plicar por qué cambió de parecer. Ese argumento no fue formulado porque no podía serlo. Independientemente de lo que sucediera con la teoría del lenguaje como representación figurativa, que sustentaba la noción de la ética como inexpresable, Wittgenstein continuó mante­ niendo que las expresiones de valor no son enunciados de hecho, esto es, de estados-de cosas empíricamente verificables. Eso queda claro por lo que dijo y lo que se nos dice que dijo, como ya se ha discutido en este libro, (d), sin embargo, plantea un problema que ha de ser abordado bajo el encabezamiento de la quinta' explicación, aunque también ésta ha sido tratada ya en parte.

La quinta explicación complementa la cuarta ofreciendo una des­ cripción alternativa de la ética con respecto a la del primer período de Wittgenstein. Es la sugerencia de que, con las nociones de juegos de lenguaje y forma de vida, Wittgenstein adoptó una actitud relativista hacia la ética y abandonó la noción de ética como valor absoluto. Esto, como se ha demostrado en el capítulo seis, es insostenible. Wittgens­ tein defendió una forma moderada y razonable de relativismo ético: a saber, que cuando hay conflictos morales no hay ningún criterio o principio superior, prevalente y absoluto, en ese sentido, que decida, de una vez por todas, entre las concepciones enfrentadas. Eso es ple­ namente compatible con la tesis de que las posiciones morales han de mantenerse absolutamente. Si mantenemos que el aborto al antojo de la embarazada, sin referencia a las circunstancias (como una forma de «contracepción post factum»), es moralmente erróneo y equivale a un asesinato, podemos defenderlo de manera absoluta como la opi­ nión correcta y considerar que todas las demás están equivocadas. Y sin embargo podemos aceptar que nuestra opinión puede ser demasia­ do rígida, y por consiguiente incorrecta, aunque no seamos capaces de ver en qué podría ser incorrecta. Eso es muy distinto de decir que si Daisy aborta cuando se queda embarazada, simplemente porque no quiere tener hijos ni molestarse en usar anticonceptivos, está muy bien para ella. Wittgenstein no dice nada así, ni está obligado a decirlo por sus nociones de juego de lenguaje y forma de vida. ¿Qué sucede con las restantes características de la ética descritas en los primeros escritos: su naturaleza trascendental y su inexpresabilidad? Como ya he argüido en otros lugares, ninguna de esas caracte­ rísticas se ve afectada por las nociones de juego de lenguaje y forma de vida, ni por la versión del relativismo de Wittgenstein. Si extrapolamos lo que dijo sobre la creencia religiosa —lo que parece completamente legítimo a la vista del vínculo entre ética y religión establecido en su pensamiento posterior, debido en gran parte, podría añadirse, a su consideración a la luz de juegos de lenguaje y formas de vida— queda claro que esas dos características persisten. En el caso de la creencia religiosa, como hemos visto, eso es evidente. Su no-racionalidad se debe precisamente al hecho de que es un intento de trascender los he­ chos o los elementos de prueba y decir lo que no se puede decir en tér­ minos racionales. Se atribuye una significación a un nacimiento, una muerte y un sepulcro vacío que no se atribuiría a nacimientos, muer­ tes y sepulcros vacíos corrientes. No hay ninguna argumentación: con­

cepción virginal y nacimiento, por tanto Hijo de Dios; o muerte de un inocente por acusaciones inventadas (y la desdeñosa, aunque legal­ mente perjudicial, inscripción «El rey de los judíos»), por tanto Re­ dentor de la Humanidad; o el sepulcro vacío, por tanto resucitado de entre los muertos y viviendo entre nosotros. Si esas afirmaciones son verdaderas, su verdad trasciende el razonamiento ordinario, y, al ha­ cerlo, versa sobre lo que está fuera del mundo, no sobre lo que está en él. En ese sentido, por lo menos, es trascendental. También es inexpre­ sable porque no enuncia hechos en el sentido de observaciones empí­ ricas o teorías verificables. ¿Cómo se aplica todo eso a la ética? Después de todo, en su segun­ do período Wittgenstein nunca describió a la ética como no-racional o no basada en suficientes elementos de prueba. El argumento encaja a ambos respectos. No describió lo ético como racional, como bien po­ dría haber hecho, puesto que ese es el modo tradicional de describir la ética en filosofía: se llama «conducta racional». Puesto que guardó si­ lencio sobre la cuestión, pueden traerse a colación otras sugerencias. La mía es que si hubiera discutido la ética en sus últimos escritos del modo en que discutió la creencia religiosa, los resultados, obviamente, no hubieran sido exactamente los mismos, pero sí similares. Trataré de reconstruir lo que podría haber sido. Digamos que la cuestión es: ¿es malo matar a personas inocentes porque sean judíos, gitanos, kurdos o armenios, y en cuanto tales no encajen en nuestra cultura y ethos? Y digamos que la respuesta es que no sólo es malo, sino también vil y ruin. Suponga ahora que le pregun­ taran en qué se basa para afirmar la maldad de ese curso de acción. ¿Qué elementos de prueba podría aducir? ¿Cúál sería su reacción? Algo entre el desconcierto y la indignación, espero. ¿Pruebas? ¿Qué tipo de pruebas? ¿Que a judíos, gitanos, kurdos y armenios no les gus­ ta ser masacrados y que aflige a los supervivientes? Pero si al masa­ crarles se elimina una molestia persistente, ¿qué hay de malo en eso? Ahogamos a los garitos y cazamos a los bebés foca, ponemos trampas a los topos y envenenamos a las ratas, así que, ¿qué hay de malo en deshacemos de seres humanos que perturban nuestra manera de vi­ vir? Sea lo que sea con los animales, nuestra intuición es que es moral­ mente malo matar a seres humanos inocentes. Y sin embargo, ¿cuáles son los fundamentos raáonales para no hacerlo? Hay fundamentos pragmáticos, sin duda. Los judíos y los armenios son una molestia porque son demasiado astutos en cuestiones de negocios. Los gitanos

son nna molestia porque no se asientan —son nómadas en una socie­ dad sedentaria. Los kurdos quieren cambiar las fronteras y labrarse un estado con partes de Turquía, Irak e Irán. Todo eso es irritante, pero no es una razón suficiente para masacrar a esos pueblos. Son mo­ ralmente inocentes. Puede ser una buena razón pragmática y política, y puede llevar al final a la resolución pragmática (susceptible de cálcu­ lo) de un equilibrio entre felicidad e infelicidad (por más que eso esté justificado). Eso, sin embargo, no cuenta como una prueba de la mo­ ralidad de un curso de acción semejante, y nada cuenta como una prueba en su contra. Así la moralidad está en la misma situación que la creencia religiosa. No es racional. Nada que normalmente pudiera aducirse como elemento de prueba puede contar a favor o en contra de una posición ética. ¿Cómo podrían entonces cambiar las tesis de Wittgenstein de que la ética es trascendental (más allá de los hechos) e inexpresable (no explicable en términos de hechos)? Una vez tras­ cendental e inexpresable, la ética siguió siéndolo para siempre en la mente de Wittgenstein. Eso está claro en el único documento extenso sobre ética que sobrevive del segundo período: el informe de Rush Rhees. El informe comienza con un recordatorio de lo que Wittgenstein decía en el Tractatus y en la «Conferencia sobre ética»: lo que puede describirse como el núcleo de las primeras ideas de Wittgenstein so­ bre la ética —que no es expresable en proposiciones que puedan ser verdaderas o falsas, que no expresa valores relativos sino absolutos. Pero Rhees advierte cambios que se producen induso en la «Conferenda sobre ética». En concreto, la introducción de ejemplos. Eso, dice Rhees, era imposible cuando, en d período tractariano, Witt­ genstein estableció lo que podía y lo que no podía decirse. No puedo estar totalmente de acuerdo. Wittgenstein da un ejemplo de lo místi­ co en d Tractatus (TLP 6.44) — «que d mundo sea»— que dabora en la «Conferencia sobre ética». Rhees podría argüir que no es tanto un ejemplo como un enundado fundamental que equivale casi a una de­ finición de lo místico. Wittgenstein ciertamente se refiere a él como su experiencia par excellence y su primer y prindpal ejemplo. Y hay que admitir que Rhees tiene razón cuando dice que la conferenda «parte de ejemplos más de lo que lo hace d Tractatus» (PRv, p. 19; cursivas dd autor). De lo que no se dio cuenta Rhees es de que dar ejemplos era una

consecuencia necesaria de las concepciones sobre la ética que Witt­ genstein había expresado en los Notebooks 1914-1916 y en el Tracta­ tus. En esas obras había dicho que las expresiones de valor ético pue­ den mostrarse, pero no enunciarse o describirse como describimos el peso, la forma y tamaño de una bala de cañón. Pero, ¿cómo mostra­ mos el valor ético (y, para el caso, estético y religioso)? Con ejemplos. Con casos paradigmáticos. Nada se dice, todo se muestra, como si di­ jéramos: «Es así, pero usted tiene que descubrir por sí mismo cómo es». De ahí la acumulación de ejemplos en las obras del segundo Witt­ genstein. Hay muy pocos problemas morales en ellas, pero con que haya algunos es suficiente para nuestros propósitos. Rhees, comentando la noción anterior de Wittgenstein de juicio ético, como una reprimenda moral, como dotado de significación «más allá de cualquier circunstancia» dice que, si está justificada, po­ demos entender lo que se quiere decir por «ir más allá». Pero se que­ ja de que en el Tractatus Wittgenstein no deja claro las ocasiones o los problemas con respecto a los cuales pueden hacerse esos juicios. Aun­ que el Tractatus habla de «problemas de la vida», dice, no pregunta cuándo y en qué circunstancias hablaría alguien de los problemas de la vida. Y añade: «No siempre miramos las acciones como lo hacemos en un juicio de valor» (PRv, p. 21). Por empezar por la última observación: eso puede ser verdad o no serlo. Santo Tomás favoreció la opinión de que todas las acciones son vistas moralmente, al menos implícitamente, de manera que supuesto que no haya circunstancias que las prohíban por razones morales, ac­ ciones triviales como lavarse los dientes, comprar pan o jugar mal al te­ nis son acciones moralmente buenas. Dejando esto aparte, se trata se­ guramente del argumento de que cuando juzgamos acciones moral­ mente siempre las vemos desde el punto de vista de su valor. Pero a Rhees le interesa más encontrar algún criterio, o por lo menos algún modelo, para decidir cuáles son problemas éticos y cuáles no. Eso, dice, no lo proporciona Wittgenstein en el Tractatus. Es cierto. Pero, entonces, el Tractatus, sea cual sea su tono moral, no era un tratado de moral. Wittgenstein podía asumir que la gente sabía cuáles eran los problemas de la vida y las circunstancias en las que esos problemas se agudizan. En el Tractatus sólo le interesaba el estatus lógico de los jui­ cios de valor moral, y no buscar ejemplos de circunstancias en las que intervienen. Que en su conferencia de ética, y subsiguientemente, Wittgenstein

diera ejemplos no me choca porque le atribuya la significación que le da Rhees. Ciertamente supuso un cambio de estilo y un cambio favo­ rable, como hace notar Rhees, pero no un cambio radical. Sin embar­ go, como cuenta Rhees, no sólo proporciona elementos de prueba adi­ cionales (con respecto a los suministrados en los Notebooks) de su continuado interés por la ética, sino, como dice el título de Rhees, al­ gunos desarrollos de sus ideas sobre la ética. Lo que es del mayor interés en el informe de Rhees es una obser­ vación que Wittgenstein le hizo en 1942. Dice que sería extraño en­ contrar manuales de ética en los que no hubiera genuinos problemas éticos. Su test para problemas morales es que fueran susceptibles de solución. Se citan tres ejemplos: dos de ellos no son, en opinión de Wittgenstein, genuinos problemas morales, y uno lo es. El primer ejemplo es el asesinato de Julio César por Bruto (ejem­ plo de Rhees). ¿Fue un acto noble, como pensó Plutarco, o uno parti­ cularmente malo, como pensó Dante? El segundo ejemplo lo propor­ ciona Kíerkegaard: ¿tiene derecho un hombre a arriesgarse a que lo maten por la verdad? La razón de Wittgenstein para no considerarlos como genuinos problemas morales era que no tenemos manera de re­ solverlos, puesto que no tenemos manera de saber lo que pasó por la mente de Bruto cuando mató a César, ni lo que pasa por la mente de alguien que se arriesga a que le maten por la verdad. No sabemos cuánto se discutieron estos ejemplos antes de lo que cuenta Rhees, pero, por lo que pude recoger cuando hablé con él en 1966, no pare­ ce que se dijera nada más. Planteé la cuestión porque podría haberse dicho mucho más, aunque la conclusión de Wittgenstein podría no haber cambiado. Los dos ejemplos son similares. Tienen que ver con motivos e in­ tenciones, pero el primero, el caso de Bruto, tiene que ver con los mo­ tivos, razones e intenciones reales de un hombre, mientras que el segundo tiene que ver con los motivos, razones e intenciones de un in­ dividuo hipotético. Además, los dos ejemplos pueden tomarse de dos maneras diferentes, aunque hay buenas razones-para creer que Witt­ genstein los habría tomado de sólo una de esas dos maneras. La pri­ mera manera es la que él mismo considera: suponé preguntar por el estado mental real de un individuo real, sea Bruto, sea un posible már­ tir, alguien dispuesto a morir por la verdad. La segunda manera es preguntarse por la moralidad de la acción misma, con independencia de qué individuo sea el agente. No está claro sí Plutarco y Dante lo

consideraban de la misma manera o de maneras diferentes. Preguntar si el acto de traición de Bruto fue noble puede querer decir cosas dis­ tintas: ¿fue su acción, por trascender la amistad por el interés público, una noble acción, o lo sería para cualquiera que la realizara, fueran los que fueran sus motivos? Me inclino a decir que Plutarco pensaba en lo primero. Desde luego Wittgenstein sí. Se le atribuye haber dicho: «No sabrá en toda su vida lo que pasó por su cabeza antes de decidir matar a César. ¿Qué tendría que haber sentido para que usted dijera que asesinar a su amigo fue noble?» (PRv, p. 22, con nota a pie de pá­ gina). Es muy plausible que Dante, con su formación escolástica, lo interpretara de la otra manera y preguntara si no era malo en sí mismo para cualquiera, fueran los que fueran sus motivos, asesinar a un jefe de estado, pese a sus pretensiones totalitarias, dejando a un lado la amistad. La posición de Wittgenstein en el hipotético caso de una persona que se pregunta si es permisible arriesgarse a que la maten por la ver­ dad es más interesante. (Esto, por cierto, fue un problema que preo­ cupó a Sir Thomas More. Lo resolvió diciendo que no había buscado la muerte sino que había incurrido en ella por mantenerse fiel a sus principios.) Se nos dice que Wittgenstein dijo: «Para mí eso ni siquie­ ra es un problema. No sé a qué se parecería arriesgarse a morir por la verdad...» (tbid.). Pero, podría preguntarse, ¿qué tienen que ver nues­ tros sentimientos con la ética de lo que hacemos? En el caso de Bruto es pertinente preguntarse por su estado mental, sus motivos, razones e intenciones. Si mató a César por envidia, ambición, malevolencia ó sed de sangre, difícilmente podría presentarse como una acción noble. Pero la acción que perpetró, sean cuales fueran sus motivos, fue el ase­ sinato de un jefe de estado. Prima facie fue una mala acción. Puede ser convertida en una acción noble por circunstancias atenuantes, como las exigencias del cuerpo político, la necesidad de detener a un tirano potencial, y así sucesivamente; pero en sí misma fue una mala acción. En el caso del mártir, las circunstancias desempeñan un papel me­ nor. O es moral o es inmoral arriesgarse a que nos maten por la ver­ dad. Frente a eso, podría parecer que no hay nada inmoral en actuar así. Incluso podría parecer moralmente heroico. Sin embargo, habría circunstancias en las que este tipo de acción, por heroica que pueda ser, sería injusta para con nuestra mujer, hijos, familia y amigos. Todas esas cosas han de ser tomadas en cuenta. Decir, como hace Wittgens­ tein, «Para mí eso ni siquiera es un problema» es bastante extraordi­

nario. Aún para su criterio de solubilidad es un problema, por lo me­ nos prima facie y a ese nivel de generalidad. Sin embargo, 'Wittgenstein no veía los problemas morales de esa manera: como problemas gene­ rales ceteris paríbus. Para empezar, no creía en la formulación de prin­ cipios generales, o, como él les llamaba, en la «teoría étáca».-Para con­ tinuar, creía que los problemas morales sólo pueden surgir en situacio­ nes concretas. Cuando esas situaciones son hipotéticas y no pueden imaginarse, no puede surgir ningún problema. Wittgenstein enuncia esa posición con cierto detenimiento, y, puesto que dice tan poco .sobre la ética en comparación a lo que dice sobre la creencia religiosa, lo que dice merece ser citado íntegro. No sé cómo tendría que sentirse un hombre semejante, qué estado mental tendría, y así sucesivamente. Eso puede llegar a un punto en el que todo el problema se desvanece y deja de ser un problema en absoluto. Como pregun­ tar cuál de los dos bastones es más largo cuando se les ve a través del «resplan­ dor» del aire que sube del pavimento caliente. Usted dice, «Pero uno dé los dos tiene que ser más largo». ¿Cómo tenemos que entenderlo? (PRv, tbid.)

Un filósofo moral tradicional podría sentirse desconcertado por lo que Wittgenstein tiene que decir. Podría estar de acuerdo en que no es irrazonable examinar los motivos de Bruto para matar a César para determinar si la acción fue noble o especialmente mala. Al hacerlo es­ taríamos tratando con una noción razonablemente dara de lo que constituye una acción noble frente a una mala, y con alguna idea de lo que convierte a una acdón en especialmente mala. Pero si no hay ma­ nera de acceder a los motivos de Bruto, entonces la cuestión de si su acdón fue noble o particularmente mala, o simplemente mala, no sur­ ge. No es un genuino problema moral. A lo sumo es una cuestión histórico-moral insoluble, como preguntarse si Hider, Himmler y Goebbds fueron realmente malvados o si estaban equivocados o lo­ cos, y, por consiguiente, no eran responsables de sus actos. Cuando pasamos al caso de Kierkegaard, d filósofo moral tradi­ cional diría probablemente que, mientras no podemos dar todas las condiciones en las que es moral arriesgamos a que nos maten por la verdad y todas las condidones en las que no lo es, lo que sienta la per­ sona, cuál sea su estado mental, es irrdevante. El tradicionalista bien podría sentirse perplejo por la sugerencia de que nuestros sentimien­ tos y estado mental desempeñan algún papd en la determinadón de la moralidad de nuestras acciones como tales.

La última tentación es la mayor traición: hacer la acdón justa por la injusta razón. T. S. Elliot, Murder in the Cathedral iAsesinato en la catedral)

Es posible que alguien pueda morir por la verdad por despecho, malevolencia, o por alguna otra razón equivocada como la vanidad. Pero aunque su acción podría ser mala, contaminada por el motivo y la intención, no era en sí misma necesariamente mala: puede haber sido la acdón correcta en esas circunstandas o en cualquier circunstanda. Pero Wittgenstein está perfectamente justificado al centrar su atención en el agente y su acción más que en la naturaleza de la acción en sí misma en abstracto. Eso está enteramente en consonanda con sus ideas anteriores. En los Notebooks 1914-1916 y en el Tractatus es­ taba interesado en la voluntad como portadora del bien y el mal mo­ rales, y en el sujeto moral como hombre feliz o infeliz. Sería exagerado decir que la moralidad de la acdón misma no le interesara. Nada hace pensar, por ejemplo, que mantuviera la idea de que una mala acción realizada por una buena razón (el fin justifica los medios) hubiera con­ tado con su aprobadón. Después de todo, estaba dispuesto a decir que lo moralmente bueno es lo que Dios ordena más que lo que Dios ordena y lo único que puede ordenar es, por algún otro criterio, bue­ no. Lo que objetaba es que hubiera criterios no-éticos para juzgar va­ lores éticos (lo mismo que objetaba a la noción de usar criterios psico­ lógicos u otros no estéticos para determinar juidos de valor estético). Un modo de establecer firmemente una ética no-naturalista era insis­ tir en la voluntad, la motivadón y la intención. Eso lleva naturalmente a considerar d estado mental y sentimientos del sujeto. Una de las ventajas del enfoque subjetivista, personalista y fenomenológico de Wittgenstein es que disipa la penumbra de los juicios mo­ rales. Esto ha de aplicarse a lo judidal, en donde la justicia natural se opone a la letra de la ley, e induso dentro de la estricta letra de la ley, tiene que mantener un equilibrio razonable. En ultimo término, si hay que hacer un juido moral de una acdón, ha de hacerse a partir dd co­ nocimiento y la voluntad de la persona actuante. Alguien puede come­ ter una mala acción por una mala o por una buena razón. La razón misma no afecta al estatus moral de la acción como tal. Querer la muerte de un ser humano inocente es malo. Frente a eso, arriesgamos a que nos maten por la verdad no es malo. Asumiendo que Bruto ac­ tuara por los más puros motivos, su acdón podría justificarse (y, como

demostraron los acontecimientos, estaba justificada, puesto que el su­ cesor de César, Augusto, traicionó a la república romana y estableció un estado totalitario) sobre la base del regicidio o tiranicidio justifica­ ble. Prima facie, lo que él y sus compañeros conspiradores hicieron fue un acto malo, pero, supuesto que creyeran sinceramente que lo que César estaba a punto de hacer era una traición a la sociedad roma­ na tal y como había existido desde los Tarquinios, fue un acto justifi­ cable. Llega un momento en el que alguien deja de ser inocente, no por lo que ha hecho sino por lo que podía esperarse razonablemente que hubiera hecho. En la ley, ¡ay!, no es permisible, salvo en casos ex­ cepcionales (acciones que podrían poner en peligro la paz), actuar para prevenir el mal. Moralmente no sólo es justificable (sean las que sean las consecuencias legales) sino a veces obligatorio. En otras palabras, no tenemos que mirar en el alma de una perso­ na, que leer sus más íntimos pensamientos, su estado mental o sus sen­ timientos para juzgar la moralidad de lo que ha hecho. Podemos asu­ mir que sus motivos eran puros y juzgar su acción con arreglo a sus méritos, tomando en consideración las circunstancias en las que ocu­ rrió. De esta manera podemos resolver el problema moral que afron­ taron Bruto y Sir Thomas More, quizá no satisfactoriamente, pero sí lo suficientemente bien como para satisfacer cualquier duda razonable. Sin embargo, ese no era el modo de ver las cosas de Wittgenstein. En sus últimos años Wittgenstein se decantó por una posición ética si­ milar a la de Heidegger y Sartre3. Su ejemplo de genuino problema moral es bastante sartreano, y, a mi entender, no es en absoluto un pro­ blema moral. Es el caso ya mencionado del hombre que tiene que ele­ gir entre dejar a su mujer o abandonar la investigación del cáncer. Ese caso es similar al, hoy, clásico de Existencialismo y humanismo del joven que tiene que decidir entre dejar a su anciana madre o unir­ se a las fuerzas francesas libres mandadas por De Gaulle para liberar a su país y redimir su honor4. A diferencia de Sartre, sin embargo, Witt3 Fletcher, J., Situatíon Ethics: the New Morality (Ética situadonal: la nueva morali­ dad), Londres, 1966. La fecha de la anotadón de Wittgenstein es 1942, pronto para la ética situadonal. Sin embargo, Wittgenstein parece estar adoptándo una posidón simi­ lar a la adoptada por los protagonistas de la «ética situadonal». ' Título francés: «L ’Existentíalisme est un humanisme», París, 1946. Traducdón al inglés de P. Mairet con el título Existentialism and Humanism, Methuen, Londres, 1973. El texto corresponde a una conferenda dada en el Club Maintenant. El caso se discute en la p. 35 y ss. de la edidón inglesa.

genstein cree que es un problema genuino susceptible de solución. Sartre «soluciona» (o más bien resuelve) su problema diciendo que la solución es elegir. Eso implica que (a) no hay ninguna elección correc­ ta a priori, y (b) cualquier elección que se haga es correcta, puesto que lo correcto es elegir y no soslayar, contemporizar o esquivar el proble­ ma. Ahí está la mala fe. El factor operativo en la descripción de Wittgenstein de su caso es lo genuino de la decisión del hombre. No es un problema moral en­ tendido a la manera de los manuales tradicionales de ética, sino, como los problemas de los existencialistas, un problema de conciencia. Como Rhees lo describe, hay una dialéctica: «La actitud de un hom­ bre variará en diferentes ocasiones». Primero está lo que Wittgenstein llama la «actitud ética»; «Mira, has sacado a esa chica de su casa, y ahora, por Dios, la vas a dejar plantada». La respuesta del hombre po­ dría ser: «Pero, ¿qué pasa con la humanidad sufriente? ¿Cómo puedo abandonar mi investigación?». Al decirlo comenta Wittgenstein en el estilo de un buen confesor ignaciano: «puede estar facilitándose las co­ sas: quiere llevar a cabo ese trabajo en cualquier caso». La razón para decir eso es que otros podrían proseguir el trabajo sin él. Sin embargo, continuando esta línea, podría consolarse con la idea de que dejar a su mujer no sería fatal para ella: «Lo superará, probablemente se vuelva a casar», y así sucesivamente. Continuando su investigación fenomenológica de la deliberación en problemas morales delicados, en el sentido de mores (modo de vida) más que en el de éticas (¿qué sería ahí lo absolutamente correc­ to?), Wittgenstein dice que, aunque el hombre puede sentir un pro­ fundo amor por su mujer, podría pensar que si abandona su trabajo «no sería marido para ella». Su trabajo es su vida y, si la abandona, «la arrastraría consigo». A partir de aquí, la descripción de Wittgenstein suena rara para el filósofo moral tradicional, pero es perfectamente consistente con su propia ética. Dice primero: «Podemos decir que aquí tenemos todos los elementos de una tragedia, y podríamos decir: “Bueno, que Dios te ayude”». Eso lo convierte en un problema vital más que en un problema ético. El problema de Sartre es precisamen­ te eso. Queda sobradamente claro por lo que Wittgenstein va a decir del infortunado: Haga lo que haga al final, como vayan las cosas a partir de entonces pue­ de afectar a su actitud. Puede decir, «Bien, gracias a Dios la dejé; era lo me­

jor desde todo punto de vista». O acaso, «Gracias a Dios me quedé con ella». O puede no ser capaz de decir «Gracias a Dios», sino justo lo contrario. (PRv, p. 23)

Cómo nos sintamos a resultas de una decisión que tomamos, pen­ sando que era la decisión éticamente correcta, afectará a la-ética de la decisión. Eso parece ser lo que quiere decir Wittgenstein, puesto que dice a continuación: «Quiero decir que esa es una solución a un pro­ blema ético». Pero, ¿qué problema ético?, podríamos preguntar. Es evidente que por «ética» no entendía Wittgenstein lo que en­ tendieron Sócrates, Platón, Aristóteles, los estoicos, Agustín, Tomás de Aquino y los posteriores filósofos morales. Tiene que ver con un modo de vivir satisfactorio: la vida feliz, ser uno con el mundo, etc. Esto no excluye cumplir con nuestras obligaciones. Después de todo, incumplir nuestras obligaciones puede ser una fuente de infelicidad. Pero no incumplirlas también puede ser en ocasiones una fuente de infelicidad. Por consiguiente: «Bien, gracias a Dios la dejé; era lo me­ jor desde todo punto de vista». Esto podría llevamos a concluir que la ética de Wittgenstein no era ética en absoluto. Lo que Wittgenstein dice a continuación podría sonar como una confirmación de esa crítica. Dice: «O mejor: es así con respecto al hombre que no tiene una ética» (PRv, p. 23). Con eso no quiere decir, empero, que esas personas no tengan conceptos o principios éticos, como parece decir Sartre, sino que no están formulados como reglas de cabecera o regulaciones en un manual. Como el joven de Sartre, el científico tiene que elegir. Como el joven de Sartre, no tiene líneas maestras que le ayuden en su elección. Pero, a diferencia del joven de Sartre (o de cómo se le presenta), su elección no es ciega. Cualquiera que sea su elección, siempre y cuando no esté engañándose a sí mismo («facilitarse las cosas»), tiene buenas razones éticas para ella. Si decide dejar a su mujer, puede ser por el bien de la humanidad, porque pien­ se que es el único cualificado para avanzar, o acaso (quizá más hones­ tamente), porque si abandona su trabajo «no sería marido para día». Por otra parte, si decide quedarse con ella, podría ser porque lo con­ sidere como un deber de lealtad hacia la mujer que ha elegido, a la que, cuando era una chica, «sacó de su casa», y a la que ama profun­ damente, tanto que pesa más que su obligación para con la humani­ dad sufriente. Así cada una de esas decisiones es ética, pero no están dictadas por rígidos principios éticos. El hombre elige libre y perso­

nalmente qué principio aplicar en su caso. Su elección no viene dicta­ da por la teoría5. No estoy seguro de que ésta no sea una posición que Sartre pudie­ ra haber adoptado. Es perfectamente compatible con su noción, y también de Heidegger, de autenticidad y buena fe. Es cierto que Witt­ genstein no pone el mismo énfasis en la autenticidad y el autoengaño que los existendalistas, pero sus problemas y soludones (o resoludones) son similares. Al menos tienen en común la nodón de que, en ciertos casos, no hay soluciones disponibles para los dilemas morales. ¿Cómo podría haberlas si son dilemas? Sin embargo, la visión de Wittgenstein de lo que yo llamo filosofía moral tradídonal y él llama «una ética» o una «teoría ética», que equi­ vale a un código de conducta más que a una solución ad hoc de un pro­ blema moral, es más bien ingenua. Dice: «Si tiene una ética cristiana, entonces puede decir que está absolutamente daro: tiene que quedar­ se con su mujer pase lo que pase» (tbid.). En este caso hipotético po­ dría ser verdad, puesto que ama profundamente a su mujer y ella no ha hecho nada malo. Pero eso no valdría en todos los casos. Induso los cristianos pueden separarse de sus esposas, aunque, salvo en circuns­ tancias excepdonales, no pueden volver a casarse dentro dd código. Sin embargo, Wittgenstein está señalando algo válido e importante. Es que si tenemos un código moral, aunque sea flexible, nos ahorramos la agonía de quien no lo tiene. No estamos libres de problemas morales, pero son diferentes. Son «cómo ser un marido decente en circunstan5Las soludones a esos problemas morales (si es que son problemas morales) de Sar­ tre y Wittgenstein son muy pareadas, pero no del todo idénticas. Para Sartre lo que im­ porta sobre todas las cosas es la libertad de elecdón, la responsabilidad por las propias elecdones, la autentiddad, que da lugar a sentimientos de «abandono» (estar solo sin certezas para guiarse), y, por consiguiente, angustia y «desesperadón». Para Wittgens­ tein la cuestión es hacer lo que uno considera la elecdón correcta en las drcunstandas dadas y en ese momento. Si las cosas resultan mal —tant pis— uno lo ha hecho lo mejor que podía. Ambos estaban de acuerdo en que en ese tipo de casos no hay, en palabras de Sartre, «ninguna regla general de moralidad para decimos lo que tenemos que ha­ cen). ¿Podría decirse lo mismo de alguien que se enfrenta al dilema de ser expuesto al ridículo, humillado públicamente y encarcelado o disponer convenientemente de un testimonio, amañado? Para Wittgenstein eso no tiene por qué ser un problema moral, puesto que el curso de acdón moralmente correcto es obvio. (¿O diría que no es un pro­ blema porque no puede saber cuáles son los motivos para disponer dél testimonio?) Para Sartre, presumiblemente, no tendría nada que ver con la moralidad porque hay una regla general de moralidad que nos dice qué hacer, o, en este caso, qué no hacer.

cías tan alteradas» y así sucesivamente. Así para Wittgenstein el pro­ blema moral es cómo tenemos que actuar en una situación dada, esto es, si lo que hacemos es bueno o malo en concreto, no en abstracto. Éste es un enfoque fenomenológico, si no existendalista, de la ética, y, como tal, perfectamente válido. Y es ciertamente un desarrollo de su pensamiento ético. ¿Comporta un repudio de su anterior nodón de la ética como trascendental, inexpresable y referente al valor absoluto? Como ya he dicho, no lo creo. Pero considerémoslo con más detalle. Lo que sigue ya ha sido discutido en parte del capítulo siete, en donde se consideró el pretendido relativismo de Wittgenstein. Repi­ tiéndolo brevemente, Wittgenstein plantea la hipotética cuestión de si la ética cristiana es la correcta o no, y replica que esa cuestión no tiene sentido. Esto puede parecer extraño viniendo del hombre dd que se nos cuenta que dijo: «Sí hay alguna proposídón que expresa exacta­ mente lo que pienso, es la proposidón “Lo que Dios ordena es lo bue­ no»» (WWK, p. 115). Sin embargo, como he argüido, esa observadón tenía por objeto subrayar la rdatividad de los juicios éticos, enfatizar d hecho de que no hay ninguna regla, ningún objetivo, ningún prindpio prevalente que establezca qué sistema ético es d correcto. La ética, como la estética, la creenda religiosa y todo lo que concierne al valor, requiere juido, sopesar las razones a favor y en contra. No puede ha­ ber ningún sustitutivo para ese arto de sopesar extremadamente sutil y difícil. Wittgenstein lo dijo brevemente en 1930 y más expresamente en 1942 y 1945. Ahora puedo desarrollar lo que se resumió en d capítulo siete y em­ pezar a encaminar a una condusión esta larga discusión dd pensamien­ to ético de Wittgenstein. Sobre la cuestión de la corrección de un siste­ ma ético —la ética cristiana frente a la ética de Nietzsche (o, más exac­ tamente, a la ética como Nietzsche la describe), por ejemplo— dice: Pero no sabemos cómo sería esa decisión —cómo se determinaría, qué tipo de criterios se usarían, y así sucesivamente. Compárese con la afirmación de que tiene que ser posible deddir cuál de dos criterios de precisión es el co­ rrecto. Ni siquiera sabemos lo que pretende la persona que plantea esa cues­ tión. (PRv, íbid.) En algunos casos sabemos con exactitud lo que pretende una per­ sona que quiere un criterio de precisión, y cualquiera que fundone es

correcto. Pero lo que Wittgenstein quiere indicar (y, después de todo, sólo se nos cuenta) es que no es necesariamente el (único) correcto, ni podría serlo. Así, la analogía se da. Esto es confirmado por una con­ versación posterior, en 1945, en la que Wittgenstein dijo: suponga que alguien dice: «Uno de los sistemas éticos tiene que ser el correc­ to —o el más correcto». Bien, suponga que digo que la ética cristiana es la co­ rrecta. Entonces estoy haciendo un juicio de valor. Equivale a adoptar la ética cristiana. No es como decir que una de estas teorías físicas tiene que ser la co­ rrecta. El modo en que corresponde —o entra en conflicto— una parte de la realidad con una teoría física no tiene contrapartida aquí. (PRv, p. 24)

Esto, tal y como yo lo veo, es exactamente la misma posición que adoptó Wittgenstein en los Notebooks 1914-1916 y en el Tractatus. Allí decía que el valor ético no tiene nada que ver con los hechos. Aquí está diciendo exactamente lo mismo: Alguien puede decir: «Aún está la diferencia entre verdad y falsedad. Todo juicio ético en cualquier sistema puede ser verdadero o falso»... Si digo: «Aunque creo que esto y aquello es bueno, puedo equivocarme», no estaría diciendo más que lo que afirmamos puede negarse. (PRv, íbtd.)

A continuación vienen los pasajes, ya citados en el capítulo siete, en los que Wittgenstein dice que al decir que hay varios sistemas de ética no se está diciendo que todos sean igualmente correctos, ni que el sistema ético de cada persona sea correcto desde su punto de vista. Sólo quiere decir que cada persona juzga como lo hace. Rush Rhees concluye su relato comparándolo con lo que Witt­ genstein estaba escribiendo sobre el lenguaje y la lógica, en concreto con las notas y observaciones que se publicarían como Investigaciones filosóficas. Allí y en, por ejemplo, el Cuaderno marrón, dice que Witt­ genstein estaba tratando de descubrir en el Tractatus la esencia del len­ guaje, las características que cualquier cosa que llamemos «lenguaje» tiene en común con el resto. Estaba buscando una descripción pura, no adulterada, de lo que es el lenguaje. El lenguaje tal y como lo usa­ mos está lleno ele imperfecciones y «escoria». Lo mismo puede decir­ se de la ética. Podemos intentar descubrir cuál es la esencia pura, no adulterada de la ética, qué características (acción, juicio, actitud, pro­ blema) tiene que tener en común cuanto queramos llamar «ético» con

todo lo que describimos del mismo modo. Wittgenstein hizo justa­ mente eso en su «Conferencia sobre ética». Al comienzo de la confe­ rencia dice: Ahora, en vez de decir que «la ética es una investigación acerca del bien» podría decir que es una investigación de lo valioso... de lo realmente importan­ te... el significado de la vida... lo que hace que la vida sea digna de vivirse... el modo correcto de vivir. Creo que si piensan en esas frases se harán una idea aproximada de lo que trata la Etica. (CSE, p. 35)

Como dije en el capítulo dos, aunque es un enfoque esencialista, no es el rígido enfoque defínicional de génus y differentia. Está mucho más cerca de la noción de «parecido de familia», aunque aún no ha al­ canzado ese estado. Con todo, está la idea de que decir lo que es la éti­ ca supone hacer un listado de «los rasgos característicos que todos tie­ nen en común y que son los rasgos característicos de la Etica» (íbid.). En los años 40, Wittgenstein se dio cuenta de que esa empresa era improductiva. «No hay ningún sistema en el que pueda estudiarse en su pureza y en su esencia lo que es la ética» (PRv, p. 24). Usamos el tér­ mino «ética» para varios sistemas. Wittgenstein se había dado cuenta de que la diversidad es filosóficamente importante. Por otra parte, no abandonó la tesis de que tiene que haber «algunos puntos en común» entre los diversos sistemas éticos: «Debe haber algún fundamento para decir que las personas que siguen un sistema particular están ha­ ciendo juicios éticos: que consideran esto o aquello bueno, y así suce­ sivamente» (íbid.). Pero rechazó la noción de un último sistema ético, el sistema ético. Los teólogos morales y la iglesia de Roma, la iglesia or­ todoxa, los fundamentalistas cristianos, judíos, musulmanes y los miembros de otras denominaciones y sectas pueden discutirlo. Hacer­ lo, sin embargo, no es más que afirmar la creencia en una determina­ da fe que o bien implica un cierto sistema ético o bien está íntimamen­ te relacionado con prácticas éticas. En lugar de la búsqueda de la esencia pura de la ética, Wittgens­ tein introdujo en años posteriores lo que denominó «el método antro­ pológico». Según la descripción de Rhees, no es estrictamente antro­ pológico, sino que tiene esto en común con los estudios antropológi­ cos: que considera un sistema ético imaginario que podría seguir una tribu primitiva. El propio Wittgenstein lo puso en práctica, como he­ mos visto en el capítulo diez. Tiene por lo menos dos ventajas. Prime­

ra, nos permite explorar los límites de lo que podríamos llamar razo­ nablemente práctica y conducta ética. Segunda, no está cargado de creencias y prácticas éticas familiares. Pero Rhees ofreció un ejemplo del entorno inmediato que Wittgenstein aceptó. Fue el aforismo de Goering: «Recbt ist das, was uns gefallt» («Bueno es lo que nos gus­ ta»). Se cuenta que Wittgenstein dijo: «incluso eso es un tipo de ética» (PRv, p. 25). Y sigue diciendo que es útil para acallar objeciones a una determinada actitud. Interpreto que eso quiere decir que, por indig­ nante que sea la opinión expresada y por corrompida que sea su fuen­ te, una proferencia que se reclama ética no puede, dentro del método antropológico, ser descartada de primeras. «Y tendría que ser consi­ derada junto con otros juicios y discusiones éticas, en el estudio antro­ pológico de la discusión ética» (íbid.). Otras dos observaciones hechas por Rhees merecen ser comideradas. Ambas se refieren a la posterior convicción de Wittgenstein de que es filosóficamente más productivo buscar la versión adulterada del lenguaje y de la ética más que su esencia pura, no adulterada. La primera conecta el pensamiento posterior con el anterior de esta ma­ nera. Vuelve a la noción anterior de la ética como inexpresable y sinsentido (es el informe de Rhees y no una cita de Wittgenstein de la que se nos informa). Citando a Rhees: «Lo Etico» que no puede expresarse es eso por lo que puedo pensar en bueno y malo en absoluto, incluso en las expresiones impuras y sin sentido que tengo que usar. (PRv, tbid.\ cursivas del autor.)

Viniendo de los años 40 (se trata de una cita directa —recorda­ da— o simplemente del informe de una conversación) es notable. Quiere decir que nada se perdió en el pensamiento de Wittgenstein sobre la ética entre la década de 1910 y la de 1940. Sólo se desarrolló, y se desarrolló de maneras sumamente interesantes y compatibles. El pasaje puede interpretarse banal y literalmente como: «do ético es aquello por lo que soy capaz de pensar el bien y el mal en absoluto». Esto no nos dice más que que la ética trata del bien y el mal. Pero si añadimos «queno puede ser expresado» o «incluso en las expresiones impuras y sin sentido que tengo que usar», aparecen nuevas posibili­ dades de interpretación. Gramaticalmente, no se sigue que el parénte­ sis «que no puede expresarse» describa aquello que nos permite pen­ sar en absoluto en el bien y en el mal, pero si lo emparejamos con «in­

cluso en las expresiones impuras y sin sentido que tengo que usar», emerge algo interesante. La interpretación menos banal es ésta. Como había sido establecido en los escritos anteriores, la ética es inexpresa­ ble porque evalúa y emite juicios, y no enuncia hechos independiéntemente verificables. Es sinsentido porque, pese a no ser capaz de enun­ ciar hechos, eso es precisamente lo que parece hacer: decir lo que no és decible en el lenguaje de la calle y de los medios científicos. La ra­ zón por la que es sinsentido e inexpresable es que es lenguaje impuro, adulterado, que quedaría destruido y se convertiría en inútil si se in­ tentara purificarlo y librarlo de adulteraciones. Este es el nuevo aña­ dido. La segunda de las observaciones de Khees refuerza el final de la «Conferencia sobre ética», en donde dice Wittgenstein: «Veo ahora que esas expresiones sin sentido no son sin sentido porque no haya en­ contrado las expresiones correctas, sino porque su falta de sentido es su misma esencia» (PRv, p. 11). Khees, hablando de «las diferentes maneras de hacer cosas», de las diferentes maneras éticas de hacer co­ sas o de los diferentes sistemas éticos, dice: No les vio como otros tantos intentos torpes de decir lo que ninguno de ellos dice perfectamente. La diversidad es importante —no para fijar la mira­ da en la forma no adulterada, sino para librarte de mirarla. (PRv, p. 25)

Así, la inexpresabilidad es sustituida por la diversidad —la diversi­ dad de puntos de vista éticos, la diversidad de sistemas éticos, la diver­ sidad de juicios éticos. Lo ético sigue siendo, como al principio, inex­ presable, pero emergen nuevos aspectos de su inexpresabilidad. Para concluir. Hay que decir que la noción de ética de Wittgens­ tein, tanto en sus primeros como en sus últimos escritos, era algo ex­ céntrica, en su sentido literal de «distante del centro», aunque mucho de ella, la parte más importante, era central y subrayaba elocuente­ mente lo que es central a la ética. La excentricidad de la primera descripción reside en colocar el én­ fasis en el modo en que se considera una acción, si es vista sub spede aeternitatis o como un acto entre otros, si es acorde con la voluntad ajena o si se revela contra ella, si es el acto de un ser humano feliz o in­ feliz. El ser humano feliz es el que está en concordancia con la volun­ tad ajena, no teme a la muerte y así sucesivamente. Está muy bien así, pero presupone cuanto queremos saber, los criterios por los que juz­

gamos esas cosas: ¿cómo sabemos si estamos de acuerdo con la volun­ tad ajena? Wittgenstein no tiene respuesta para esa pregunta. En esa medida su descripción es-incompleta, aunque como metafísica de la ética es excelente. Pero no habría intentado responderlas, puesto que, para él, esas cuestiones pertenecen a lo que no puede decirse sino sólo mostrarse. Eso puede tolerarse —y, en gran parte, es correcto. Lo que es más difícil de tolerar es su posterior relativismo aparente y reduccionismo. Como he alegado, no es relativismo en un sentido incompatible con la ética como valor absoluto, aunque admite que no podemos tener la certeza absoluta de dónde se encuentra precisamente ese valor.

13. CONCLUSIÓN

En este libro me propuse hacer tres cosas. Primera, reunir las ideas de Wittgenstein sobre la ética y la creencia religiosa. Digo «reunir» in­ tencionadamente. Wittgenstein, como se han cansado de decimos sus discípulos, y él mismo nos dice de vez en cuando, no es lo que se co­ noce técnicamente como un filósofo sistemático. Prefirió presentar sus ideas en observaciones, aforismos, cuestiones, casos hipotéticos e ima­ ginarios, y otros modos inconexos de presentación. Le desagradaba todo lo que oliera a presentación sistemática o teórica. Como cuestión de presentación es aceptable. Spinoza representa el extremo opuesto y presentó la gramática hebrea more geométrico. Pero incluso su Ética, aunque pretende seguir el modelo eudídeo, no es nada comparable. Las proposidones se siguen de definidones y axiomas de manera eudídea. Sin embargo, d Tractatus pretendía hacer algo similar a la Ética de Spinoza y alcanzó aproximadamente los mismos resultados que una presentación. Los métodos posteriores de presentadón de Witt­ genstein —si es que se trataba de métodos de presentadón (puede de­ fenderse que pensaba en publicar Investigacionesfilosóficas; en cuanto al resto, Los cuadernos azul y marrón, etc., todo hace pensar que nun­ ca pensó en publicarlos)— no exduyen la posibilidad de que hubiera un sistema, al menos en d sentido de consistenda, en su pensamiento. Digo que he reunido sus pensamientos para indicar que he unido esas dos facetas dd pensamiento de Wittgenstein sobre la ética y la

creencia religiosa. De este modo espero haber mostrado que, aun cuando no han sido presentados sistemáticamente, como lo fueron los de Aristóteles y, preeminentemente, los del Aquinate, exhiben un modo sistemático y consistente de pensar. Sus -pensamientos son cohe­ rentes pero no de un modo que pudiera exhibir. Lo enuncia claramente en el prefacio a las Investigaciones filosóficas cuando dice que ha in­ tentado ensamblar sus pensamientos en un todo ordenado como ha­ bía hecho en el Tractatus: En lo que sigue publico pensamientos que son el precipitado de investiga­ ciones filosóficas que me han ocupado en los últimos dieciséis años... He re­ dactado como anotaciones... todos esos pensamientos... Mi intención era des­ de el comienzo reunir todo esto alguna vez en un libro, de cuya forma me hice diferentes representaciones en diferentes momentos. Pero me parecía esencial que en él los pensamientos debieran progresar de un tema a otro en una se­ cuencia natural y sin fisuras. (IF, p. 11)

Sigue diciendo que hizo varios intentos hasta darse cuenta de que era imposible. Una razón era que, si intentaba dar un orden a sus pen­ samientos, obligarles a seguir en una sola dirección contra su inclina­ ción natural (ihre natürliche Neigung), parecerían desfallecidos (bald erlahmten). Pero la principal razón eran los propios pensamientos y la naturaleza misma de la investigación: Como dice, la naturaleza de su investigación le obligaba a atravesar en zigzag un amplio dominio de pensamiento en todas las direcciones. Presumiblemente, si esos zigzags, esos «bruscos cambios saltando de un tópico a otro» (in raschem Wechsel von einem Gebiet zum andern uberspringend) eran nece­ sarios, cualquier intento de restringirlos u ordenarlos acabaría con el pensamiento en germen. No obstante, algo puede hacerse postfactum para poner orden en ese zigzag; he intentado hacerlo. El lector juzgará si lo he hecho bien o mal. Pero sospecho que ha­ brá quienes (¿remilgados?) objeten que lo he hecho sobre bases que, aun si he conseguido mis objetivos, habrían frustrado el propósito de Wittgenstein al presentar su pensamiento como lo hizo. (Empleo la palabra «remilgado» para indicar «reluctante a hacer lo que hay que hacer».) Por decirlo lisa y llanamente: Wittgenstein escribió y emitió observaciones dispares aparentemente (y a veces realmente) inconexas para obligar a sus estudiantes y lectores a hacer las conexiones (si ha­ bía alguna) por sí mismos. Hacer, explicitar esas conexiones —aun

cuando se extiendan sobre años y sobre una variedad de libros publi­ cados— parece si no obsceno, sí grosero de algún modo y desde lue­ go algo que no habría que hacer. Considero esa actitud hacia la obra de Wittgenstein como limitada desde el punto de vista de la erudición, fundir la organización y el ase­ sinato de las ideas de Wittgenstein. Puede tener un valor pedagógico. Pero si las ideas de Wittgenstein son coherentes —aunque no equival­ gan a una filosofía completa o consistente, y aun cuando Wittgenstein hubiera repudiado cualquier intento de encontrar coherencia en lo que escribió (algo que, históricamente, no habría hecho)— al ser co­ herentes puede hacérselas formar un conjunto coherente: pueden ser reunidas indicándose sus conexiones. Eso he hecho, no más. Por eso hablo de «reunir» sus ideas sobre la ética y la creencia religiosa antes que de su filosofía moral y su filosofía de la religión. A ese respecto me he distanciado de wittgensteinianos como Rush Rhees y D. Z. Phillips que elaboran una filosofía de la religión basada en la filosofía de Witt­ genstein pero que nunca elaboró el propio Wittgenstein. (Lo mismo han intentado en estética Maurice Weitz y otros.) No quiero decir que lo que los wittgensteinianos dicen en su nombre es necesariamente contrario a lo que el maestro habría dicho, pero tampoco admito que esté siempre en consonancia con lo que dijo. Me he limitado a lo que realmente dijo Wittgenstein o se informa que dijo sobre la ética y la creencia religiosa. Aparte de completar lo que dijo o se dice que dijo, no he desarrollado ni una ética ni una filosofía de la religión sobre lo que podrían considerarse principios wittgensteinianos. A diferencia de un verdadero cocinero, no he hecho sino preparar la comida, reu­ niendo pensamientos y dejándoles cocerse o no, según lo requiriera la noción. Lo segundo que he señalado es que, aunque se dice comparativa­ mente poco sobre el valor en el Tractatus o en las Investigaciones filo­ sóficas, o en sus observaciones en los Notebooks, aparte délas publica­ das en Cultura y valor y unas cuantas aún inéditas que añaden poco o nada a las que ya han visto la luz, Wittgenstein consideraba las cuestio­ nes de valor como las más importantes («lo más alto»). En mi prefacio di los elementos de prueba pertinente, el testimonio explícito de Engelmann y el testimonio algo reluctante de Russell. Esas fuentes no de­ jan duda acerca de los intereses básicos de Wittgenstein. Eso es confir­ mado por las observaciones publicadas en Cultura y valor, sobre todo

la observación: «Puedo encontrar interesantes las cuestiones científi­ cas, pero realmente nunca me atrapan. Sólo las cuestiones conceptuales y estéticas lo hacen» (p. 79). Que Wittgenstein dedicara la mayoría de su pensamiento y sus es­ critos, como dice en el prefacio a Investigaciones filosóficas, a temas como «el concepto de significado, de proposición, de lógica, los fun­ damentos de la matemática, los estados de conciencia y otros» no in­ valida en modo alguno la afirmación de que consideraba las cuestiones de valor como de importancia primaria. La razón para el aparente desequilibrio entre el espacio y el tiempo dedicados a esos temas y el dedicado a consideraciones concernientes al valor ha, confio, quedado aclarado. En pocas palabras, son cuestiones sobre las que hemos de guardar silencio. No pueden expresarse por medio de proposiciones y enunciados fácticos, y mucho menos explicadas teóricamente. En el mejor de los casos, pueden describirse indirectamente por medio de parábolas, analogías y metáforas, que desafían y eluden una traduc­ ción literal. Y sin embargo, esos temas, los lógicos y conceptuales, no están di­ vorciados de las consideraciones de valor. He argumentado —y espe­ ro que con éxito— que la estructura del Tractatus estaba pensada para exponer el estatus lógico de las expresiones de valor, para insistir que no son en modo alguno enunciados de hechos empíricos (aun cuando han de contener un elemento empírico para poder ser entendidas). No es tan sencillo afirmar lo mismo de las últimas obras de Wittgenstein. Pero, entonces, ¿cuáles son sus últimas obras? Están las Investigacio­ nes filosóficas. Fueron pensadas para ser publicadas, y las observacio­ nes destinadas a eso están claramente indicadas en los manuscritos. Pero no se publicaron en vida de su autor, y él dudaba: Hasta hace poco tiempo había abandonado en realidad la idea de publicar mi trabajo en vida... Por más de una razón lo que publico aquí tendrá puntos de contacto con lo que otros escriben hoy... Los entrego con dudosos sentimientos sobre su publicidad. Que este tra­ bajo, en su miseria y en la oscuridad de este tiempo, esté destinado a arrojar luz en un cerebro u otro, no es imposible; pero dertamente no es probable. (IF ,p . 13)

Las restantes publicaciones de sus escritos — Observacionesfilosó­ ficas, ZettelGramática filosófica y los demás— no sólo fueron póstu-

mos sino posiblemente no pensados para su publicación (aunque, como los Ñotebooks 1914-1916, no es improbable que se pensara en dejar su publicación a la discreción de alguien). Por tanto, no hay paralelismo en sus últimas obras entre la sección de lógica y la sección de valor. No obstante, las observaciones sobre ambas continúan. Eso me lleva a un tercer punto que he señalado: que aunque Wittgenstein pudo haber modificado y alterado sus opiniones a lo largo de los años, sus dpiniones sobre el valor siguieron siendo las mismas. Esa es mi afirmación más fuerte, y repetiré brevemente mis razones para hacerlo. En sus primeras obras —los Ñotebooks, el Tractatus y la «Confe­ rencia sobre ética»— ’Wittgenstein distinguía nítidamente entre enun­ ciados de hecho y de valor relativo (que equivalen a enunciados de he­ cho), a los que denomina «proposiciones», por una parte, y expresio­ nes de valor, por la otra. Las primeras son expresables, decibles; las segundas son inexpresables, indecibles, sinsentidos, intentos de ir más allá de los límites del lenguaje. El valor tiene otras características en las que es innecesario entrar aquí. Esta descripción del valor no aparece de esta forma en los escritos posteriores de Wittgenstein. Eso, a su vez, ha llevado a algunos comentaristas a sugerir que en sus últimos años Wittgenstein abandonó su descripción previa del valor, o, si no la abandonó, tendría que haberlo hecho. La razón es que al haber aban­ donado la teoría del lenguaje como representación figurativa y adop­ tado las nociones de juego de lenguaje, forma de vida y gramática filo­ sófica, ya no se daban las bases para la distinción entre proposiciones (de hecho) y expresiones de valor —lo expresable y decible frente a lo inexpresable, indecible, sin sentido y tentativamente transgresor de los límites del lenguaje. He argüido que las ideas de Wittgenstein sobre el valor no cambia­ ron, aunque ciertamente se desarrollaron. Mis razones para decirlo son: primera, aunque las ideas no se expresan de la misma forma que antes, y términos usados en el primer período (además de los mencio­ nados: trascendental, místico, valor absoluto, sub specie aetemitatis) no reaparecen, sus equivalentes lo hacen \ Segunda, no hay nada en la primera descripción del valor de Wittgenstein que sea incompatible con su descripción posterior del valor, ni siquiera la noción de valor ' El abandono de esos términos puede deberse simplemente a la decreciente influen­ cia de Schopenhauer.

absoluto. Tercera, no está claro que abandonara la analogía de la ima­ gen para describir las proposiciones; simplemente la usó de una mane­ ra diferente. Cuarta, no hay nada en la noción de juego de lenguaje que excluya la distinción entre lo inexpresable y lo expresable. Hay otros juegos de lenguaje además de esos dos, juegos que no involucran ni enunciados de hecho ni expresiones de juicios de valor, de modo que el contraste no es tan marcado como antes. Pero incluso en el Tractatus las expresiones de valor no eran las únicas inexpresables. Las proposiciones de la lógica, la matemática y los principios de la ciencia caían en la misma categoría. He argüido, además, que aunque Wittgenstein trata principalmen­ te cuestiones distintas de las referentes al valor, hay un número sufi­ ciente de reflexiones sobre la estética, la creencia religiosa y la ética para garantizar que seguía considerando al valor como «lo más alto» y lo que le interesaba más. Así, tampoco a este respecto, cambiaron sus opiniones2. No todo el mundo estará de acuerdo. Como vimos al principio, el Círculo de Viena interpretó a Wittgenstein literalmente, lo mismo que otros positivistas lógicos como Ayer y filósofos matemáticos como Ramsey. Entendieron que decía que las expresiones valorativás care­ cen de sentido, es decir, que son asignificativas: combinaciones vacías de palabras que no tendrían que usarse nunca, puesto que es inútil ha­ cerlo. Russell se dio cuenta de que no era eso lo que quería decir Witt­ genstein, pero se quedó perplejo, como los miembros del Círculo de Viena, cuando Wittgenstein les leyó a Tagore en vez de discutir de fi­ losofía3. Ha resultado desconcertante para algunos seguidores de Wittgenstein, aunque no para todos. Kai Nielsen, en el pasaje citado en el capítulo dos, enuncia el pro­ blema vividamente cuando dice: Si él (Wittgenstein) cree realmente... que al hablar de Dios estamos inten­ tando ir «más allá del mundo» y que ese discurso es ininteligible, ¿por qué te2K. Nielsen en An Introduction to the Philosophy of Religión, p. 56, dice: «Después, Wittgenstein llegó a repudiar las opiniones expresadas en su conferencia de ética y los fideístas wittgensteinianos también las repudian». Sin embargo, Nielsén no ofrece un ápice de elementos de prueba en favor de algunas de esas afirmaciones, como tampoco hay ninguno, como espero haber mostrado en el capítulo doce.5Ayer, A. J., Wittgenstein, Weidenfeld & Nicholson, Londres, 1985, pp. 32-3.

nía tanto respeto por quienes ceden a esa tendencia del espíritu humano?... ¿Por qué descubrirse ante quien persiste en creer... lo que... es demostrable­ mente ininteligible?4

Para empezar, Wittgenstein no dijo nunca que el lenguaje de la éti­ ca y la creencia religiosa fuera ininteligible, y mucho menos que fuera demostrablemente ininteligible. (Esa es la visión de la creencia religio­ sa del propio Nielsen, para la que aporta poca justificación.) Lo que dijo Wittgenstein no fue que la ética y la creencia religiosa fueran inin-: teligibles, sino que no tenían que entenderse de la manera en que se entienden los enunciados fácticos sobre objetos, cualidades y eventos. Sobre los juicios éticos fue explícito, como hemos visto: Si digo: «Aunque creo que esto y aquello es bueno, puedo equivocarme», no estoy diciendo más que lo que he afirmado puede negarse. O suponga que alguien dijese: «Uno de los sistemas éticos tiene que ser el correcto»... Bien, suponga que dijese que la ética cristiana es la correcta. En­ tonces estaría haciendo un juicio de valor. Equivale a adoptar la ética cristiana. (PRv, p. 24)

Lo mismo vale para la creencia religiosa. Decir que un sistema éti­ co es verdadero o falso, o que un conjunto de creencias religiosas es verdadero o falso, es no decir sino que usted lo acepta como verdade­ ro o lo rechaza como falso. No es más que eso. No hay tests cruciales o de ácidos para decidir la cuestión. No obstante, no es inapropiado describir esas creencias como verdaderas o falsas, o incluso admitir que estábamos equivocados con respecto a ellas. Pero la admisión de falibilidad posible no implica que nuestras opiniones puedan ser nega­ das sin más; también implica que sospechamos que hay buenas razo­ nes para negarlas. La mera negación no basta. Otros, incluidos wittgensteinianos como Rush Rhees y D. Z. Phi­ llips, también tienen problemas con este aspecto del pensamiento de Wittgenstein, no tanto con respecto a la ética como con respecto a la creencia religiosa. Los juicios éticos no tratan.de cosas, sino de accio­ nes; sin embargo, no son descripciones de acciones. Son juicios emiti­ dos sobre acciones. Así parecen carecer de un objeto o incluso de una cualidad como objeto. Eso no importa, puesto que tenemos la acción a la que está ligada el veredicto del juicio (del mismo modo que atri4 Op. cit., p. 63.

buimos la belleza a la rosa). Pero con la creencia religiosa es diferente. No parece haber nada de lo que estemos hablando cuando hablamos de Dios o de lo divino y sobrenatural o de la gracia. Rhees dice que el lenguaje sobre Dios se refiere ciertamente a «algo», aunque no del modo en que el lenguaje sobre objetos físicos se refiere a cosas. Sin embargo, no estando seguro de cómo sustentar esta observación, contesta con evasivas y dice que el lenguaje religioso sería significativo aunque no hubiera un «algo». (Es algo similar a la sustancia de Locke, «una suposición que no sabe que sustenta») (Essay). Phillips va más allá. Mantiene que no hay un «algo» y que sin embargo, el lenguaje re­ ligioso es significativo en términos de lo que significa para el creyente, de sus sentimientos personales, de su actitud hacia el mundo y la vi­ da, de sus prácticas y así sucesivamente. Puede encontrarse algo en fa­ vor de esta opinión en el catálogo de Wittgenstein de lo que quiere de­ cir creer en Dios en los Ñotebooks 1914-1916 (pp. 73-4). No podemos decir si el propio Wittgenstein creía que hay «algo». Tampoco es rele­ vante, puesto que su principal interés era el lenguaje de las creencias éticas y religiosas. Esto me Ueva a mi evaluación final de su contribu­ ción a la filosofía moral y a la filosofía de la religión. Quizá la mayor contribución de Wittgenstein fue discutir la ética y la creencia religiosa en términos de lenguaje•, preguntando qué quiere decir hacer preferencias éticas y religiosas, en vez de preguntar qué esla ética, qué es la creencia religiosa. De esta manera, dio un sesgo en­ teramente nuevo a esos temas tan debatidos. Hizo un enorme servicio con su distinción inicial entre lo expresable y decible frente a lo inex­ presable e indecible. Los teólogos han hablado desde los padres de la Iglesia de la inexpresabilidad de las verdades religiosas (eso mismo se ha dicho muy raramente, si es que se ha dicho alguna vez, de la ética), pero Wittgenstein lo situó en un contexto lógico más amplio, junto con la propia lógica y otros indecibles. No todos los teólogos, filósofos de la religión y filósofos morales aceptarán que la distinción de Wittgenstein arroja luz sobre la ética o la creencia religiosa. En realidad, muchos filósofos morales, desde los racionalistas a los intuicionistas, no lo aceptarían sin lugar a dudas. Los filósofos de la religión podrían etiquetar las nociones de lo indecible, lo sinsentido y no-racional como una forma de fideísmo5. Y no se debe a que Wittgenstein no discuta los fundamentos de la creencia re­ 5 Nielsen, por mencionar a uno, lo mantiene: op. dt., pp. 47-62.

ligiosa. Sólo está interesado en el lenguaje de la ética y la creencia reli­ giosa; mantiene que ninguno de ellos puede expresarse por medio de proposiciones científicas ni tampoco pueden basarse en nada que se acerque a los elementos de prueba científicos y fácticos. El racimo de conceptos relacionados con esa distinción fundamen­ tal —ver las acciones sobre el trasfondo del espacio y el tiempo antes que en ellos (sub specie aetemitatis), valor absoluto, estar fuera del mundo de los hechos y los acontecimientos (lo que es el caso)— es también de la mayor utilidad para la ética y la filosofía de la religión. Aunque puede que repitan con otras palabras y desde un punto de vis­ ta diferente lo que algunos filósofos morales y filósofos de la religión han estado diciendo durante siglos, tienen un efecto refrescante, rejuvenecedor, liberador, que no empeora la rareza de su concepción y ex­ presión. En sus escritos posteriores está el concepto de racionalidad en re­ lación a la creencia religiosa que, como si dijéramos, se sitúa a medio camino entre quienes rechazarían la creencia religiosa como irracional y, por consiguiente sin sentido, quienes piensan que es tan racional que puede pasar con éxito, o por lo menos ser compatible con, los re­ sultados de las investigaciones científicas e históricas más rigurosas. Otra noción de sus escritos posteriores que hace una útil contribu­ ción es la de imagen, especialmente la de imagen por la que guiar nuestra vida, que se relaciona con la noción wittgensteiniana de forma de vida: hay una sutil ironía ahí. Lo que realmente ayudaba a distinguir las expresiones de valor de los enunciados de hecho en el primer Witt­ genstein sustenta en su obra posterior la inexpresabilidad del valor. Una imagen por la que guiarse en la vida no dice nada ni nos cuenta nada del mundo, de lo que es y no es el caso. Además, es algo que no hay que tomar literalmente. Es simbólico, o, como diría Wittgenstein, una alegoría o símil. Los filósofos y teólogos han reconocido amplia­ mente la esencial naturaleza simbólica del lenguaje religioso, tanto si hablan de alegoría, como si hablan de parábola, analogía, símil o mito. Lo que Wittgenstein hizo fue, primero, enfatizar el elemento figurati­ vo (en su sentido más amplio) del lenguaje religioso, para ligarlo a con­ tinuación con la práctica, la conducta, con un modo de vida. Además, lo ha extendido al aprendizaje de la ética y a la práctica ética. Con esto puede no haber hecho más de lo que siempre se ha hecho, por lo me­ nos popularmente. A los niños se les enseña religión y conducta moral por medio de historias. Sólo cuando van al colegio entran en contacto

con principios morales y con proposiciones teológicas, recogidas en catecismos y en la apologética. Wittgenstein está diciendo que el mé­ todo popular de enseñanza es el único posible, que inculcar principios morales y enseñar religión en forma proposicional es contrario a la ver­ dadera naturaleza de la ética y la creencia religiosa. Una vez más Wittgenstein ha hecho aquí un servicio a la ética y a la creencia religiosa al colocar a la teoría ética y a la teología en su si­ tio. La teoría ética tiene poco que ofrecer a la práctica moral. Como disciplina filosófica tiene su lugar, y al clarificar cuestiones morales puede ayudar ocasionalmente a la gente a tomar una decisión en pro­ blemas espinosos. Pero en general es un intento de describir lo que hace la gente cuando actúa moralmente y da razones para actuar así. La teología, tanto si es teología natural como si es divina, es también una ocupación intelectual perfectamente respetable, pero tiene poco que ofrecer a la práctica real de la religión. Eso no quiere decir que los sacerdotes y ministros, por lo menos, no tengan que estar familiariza­ dos con la teología y la teoría ética como guías para el pensamiento acerca de cuestiones morales y religiosas o mejor todavía como una salvaguarda contra el pensamiento confuso. En los cuarenta años si­ guientes a la muerte de Wittgenstein, aunque no debido a una aparen­ te influencia suya, ha habido un movimiento de alejamiento de la teo­ logía en la instrucción religiosa, no sólo en las iglesias en las que tradi­ cionalmente ha florecido, sino también en las inclinadas de antemano al evangelismo. Que éste es el modo correcto de enfocar las cosas está claro por las razones dadas por Wittgenstein. Pero descuidar la teolo­ gía puede, a la larga, dañar la práctica religiosa en la que él estaba prin­ cipalmente interesado. Puede dar pie al pensamiento confuso. En tanto que su noción de práctica y modo de vivir ético o religio­ so es útil para explicar el lenguaje de la creencia religiosa, también está expuesta al abuso y la mala interpretación: puede dar lugar y ha dado lugar al reduccionismo. Wittgenstein nunca dijo que la creencia reli­ giosa no fuera más que un modo de vivir según una imagen (una narra­ ción religiosa o una parábola). Ni tampoco hay ningún indicio de que eso fuera lo que pensaba. Defendió la postura perfectamente razona­ ble de que un modo de entender lo que quiere decir la gente con sus creencias consiste en considerar el tipo de vida que lleva. Pero algunas de sus observaciones dan la impresión de que no hay nada más en la creencia religiosa que un modo de vivir y una imagen por la que guiar­ se. Y así ha sido interpretado por algunos ’wittgensteinianos, por D. Z.

Phillips en concreto. Así las creencias religiosas son reducidas a ciertas prácticas —adoración, plegaria, acción de gracias, contemplación, mi­ sericordia, amor al prójimo— que resultan de dejarse guiar por una imagen u otra. Pero eso es contrario a lo que dijo Wittgenstein o a lo que implica lo que dijo. Habla de personas que arriesgan cosas por creendas. Wittgenstein estaba, por tanto, hablando de alguien que creía en las imágenes que le guiaban, en lo que significaban y en que significa­ ban algo. Puede que él compartiera o no esa creencia, pero la recono­ ció como lo que era: una creencia. El creyente puede no aceptarlo todo en la imagen —la imagen del Día del Juicio, por ejemplo. Pero lo que el creyente religioso, en cuanto distinto de la persona ética, no está haciendo es presentar sin más una imagen —como, por ejemplo, la del buen samaritano. La imagen es algo más que una mera imagen o ejem­ plar. Es una imagen por la que guiar nuestra vida. Wittgenstein tienta a la suerte con su énfasis en las cuestiones per­ sonales de la ética y la creencia religiosa y su aparente relativismo. Lo primero huele a relativismo, a informar de lo que siente o piensa un in­ dividuo personalmente sobre cuestiones éticas o religiosas en vez de una afirmación directa sobre esas materias. No hay duda de la impor­ tancia de la opinión personal en esas materias (como en estética y me­ tafísica), puesto que nadie puede ser convencido en un sentido u otro por medio de la argumentación lógica. Pero cuestiones tan importan­ tes en ética como el aborto o la eutanasia, o como la predestinación en la creencia religiosa, no pueden reconducirse a expresiones de senti­ mientos y opiniones personales, ni a meros hechos psicológicos y so­ ciológicos. Como hemos visto, el propio Wittgenstein rechazaba cual­ quier idea de que una descripción sociológica de la ética sea una des­ cripción de la ética como tal, aunque pueda decimos quiénes, cuántos y por qué se comportaron como lo hicieron. Sin embargo, por el modo en que destacó el elemento personal en la ética y la creencia religiosa, dejó abiertas las puertas para que otros dieran una descripción reduc­ cionista y positivista de ellas. En cuanto al pretendido relativismo de Wittgenstein, ya ha sido discutido detenidamente. Mi posición es que no era más relativista que lo que tiene que serlo cualquier persona razonable. La relatividad es algo con lo que tenemos que vivir: cada uno de nosotros ve el mun­ do desde su punto de vista, perceptual o mentalmente. En ética Witt­ genstein negó de plano que cualquier sistema ético fuera tan bueno

como cualquier otro, y aunque no lo dijo así, todos los indicios hacen pensar que hubiera dicho lo mismo de los sistemas de creencias reli­ giosas. De hecho lo apuntó vagamente en sus notas sobre Frazer. Y sin embargo, por su manera de hablar podría ser tomado por un relativis­ ta rampante, y así ha sido tomado. Podría decirse que Wittgenstein es­ taba indeciso en cuestiones de creencia religiosa. Podría bien ser el caso, aunque no lo creo. Lo que es seguro es que dejó abierta la posi­ bilidad de que se le interpretara así, fueran cuales fueran sus creencias personales, cuando podría haber dicho explícitamente que para un creyente religioso no hay cuestión de que otro conjunto de creencias religiosas sea tan válido como el suyo, y, en realidad, que eso no tiene sentido. Así, aunque Wittgenstein ofreció varias intuiciones sobre el len­ guaje de la ética y la creencia religiosa, su personal idiosincrasia y sus indecisiones han dañado en alguna medida su descripción y han lleva­ do a otros a dañarlo aún más. Si somos creyentes o no creyentes es irrelevante para nuestro análisis filosófico de lo que comporta tener una creencia religiosa. La ética es otra cuestión. Estamos, como he di­ cho, forzados a tomar decisiones éticas, nos guste o no, y cometemos actos morales o inmorales. Pero aun cuando la amoralidad fuese una opción racional, como lo es el ateísmo en cuestión de religión, eso no excluiría los análisis filosóficos de lo que es ser moral y hacer juicios éticos. Wittgenstein intenta hacer esos análisis, pero sentimientos per­ sonales, aversiones, prejuicios e incertidumbres le llevan a distorsionar lo que hubieran sido descripciones persuasivas y convincentes del len­ guaje de la ética y del de la creencia religiosa, a los que atribuyó tanto valor6. Aparte de la excentricidad de algunas de las observaciones de Wittgenstein, sería confundente sugerir que contribuyó mucho a la discusión de cuestiones morales o religiosas en cuanto tales. Nunca fue su intención. Se ocupó de cómo hablamos de cuestiones morales y religiosas. Al hacerlo trató inevitablemente con lo que hace de un jui­ cio un juicio ético o una creencia religiosa. Aunque se ocupó esporá­ dicamente y con algún detenimiento de la predestinación, fue una 6 Uno puede detectar a lo largo de los escritos de Wittgenstein desde el principio hasta el final una tensión de la creencia cuando se trata de creencias y prácticas religio­ sas, e incluso, en menor medida, de creencias éticas. Eso se refleja en su imagen del hombre religioso como suspendido desde arriba mientras parece descansar en la tierra o caminando sobre un alambre donde no parece haber alambre alguno.

anomalía. Por lo demás, no tenía particular interés en cuestiones mo­ rales o religiosas. Pero el mero hecho de que se contuviera de entrar en la arena del debate moral o religioso hace más efectivas sus observa­ ciones. Al enfocar la ética y la creencia religiosa desde un punto de vis­ ta lingüístico y lógico, en concreto desde un punto de vista tan original como el de la teoría del lenguaje como representación figurativa y la descripción en términos de juegos de lenguaje, forma de vida y gramá­ tica filosófica, Wittgenstein infundió nueva vida a la ética y la filosofía de la religión, sobre todo a la segunda. Al confinarse a ese enfoque y no intentar aplicarlo en detalle (quizá inconscientemente), aumentó su impacto, dando carta blanca sin limitaciones a otros para aplicarlo a su entera discreción. (Se ha hecho mucho, como consigno en la biblio­ grafía, pero está fuera del alcance de este libro discutirlo7.) Junto con el enfoque lógico-lingüístico está el modo de expresión, la manera lla­ mativa (incluso alarmante), provocativa, sorprendente, críptica, vivi­ da, sucinta, en staccato, de comunicar sus ideas, que las hace a un tiem­ po refrescantes y poco académicas. Espero haber proporcionado material para la ulterior aplicación de las ideas de Wittgenstein sin haber embotado demasiado su impac­ to, domando su excentricidad o reduciendo su brillo. Este libro se li­ mita a sobrevolar como una libélula o algún otro insecto, inferior, la superficie de aguas profundas.

7 Estoy pensando en autores como Paul van Burén, Alan Keighdey, Stanley Cavell, Frands Kerr y Phil Shields.

14. BIBLIOGRAFÍA

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ÍNDICE ANALÍTICO

Abelardo, Pedro, 75 acción y moralidad, 131-132, 308, 309, 310, 311,312,321,322,329 simbólica, 281,282 y teoría del lenguaje como representa­ ción figurativa, 181-183 afirmación, 34-36 Agustín de Hipona, 82, 91,276,288-289, 293,296,315 alegoría, y lenguaje religioso, 220-222, 331-332 analogía, y lenguaje religioso, 195,196 Anscombe, Elizabeth, 15,104-105,107 traducción de Wittgenstein, 64 n. 5,92 n. 2,111,148,150,172 n. 10,166 Anselmo, San, 227,250 antropología, relativismo, 203-204 apariciones, 196,235,262-266 apertura a los demás, 301,302 Archer, Margaret205,207 Aristóteles, sobre la buena suerte, 91 sobre la metáfora, 124,126 ascetismo, 88-89,92-94 asombro, ante la existencia, 77-79,110,112,119-

120,132-133,190-191,222-223 y creencia primitiva, 48-49,285 aspecto, observar un, 185-197 Ayer, A. J., sobre el positivismo lógico, 14,328 sobre el Tractatus 14-15,16,49 Bames, B. y Bloor, D., 203-205 Barth, Karl, 250,288 Bea, Cardenal, 168 n. 8 Berkeley, George, 101-102 bien, absoluto, 75-76,78-79, 81,120,179 estético, 179-180 y voluntad de Dios Black, Max, 42,35 n. 5,137 n. 3 Bulmer,J.,205 Bultmann, Rudolf, 256 cálculo lingüístico, 161,162,165 Calvino, Juan, 289,293,296 castigo, y premio, 59-60, 72-73, 95, 193, 288-292,295-296 causalidad, ley de, 39-40,135-140 y magia, 281-284 Cavell, Stanley, 335 n. 7

ceguera para los aspectos, 189, 190, 191, 193,195,196-197 ciencia, y-filosofía, 113 y magia, 275-278 principios a priori, 39-40 proposiciones, 15-16, 37,51,328,330331 v. también explicaciones, juegos de len­ guaje coerción, moral, 299 comprensión de la creencia, 245 conducta, ética, 94-95,182-183 Conferencia sobre ética, 18,47,80-85,307, 319,321,327 sobre la creencia religiosa, 129, 153, 157,170 sobre el lenguaje religioso, 176, 179, 180,220,221 sobre lo místico, 116-117,119,191-192 coherencia en Wittgenstein, 323-326 conceptos, esquemas, 200-205 inconmensurabilidad, 198-199, 202, 203,214 seudoconceptos, 176-177 conciencia, 72,73,147-149 concordancia, con Dios, 147-148,152-153 con el mundo, 147-150 confianza, 242-243, 285-286; v. también fe confrontación, notacional, 207 conocimiento, y creencia, 228,244 y felicidad, 87-88, 91 naturaleza social, 203-204 conciencia reflexiva, 201 consecuencialismo, 60 contradicción, 37,46,175,176 y creencia religiosa, 270-274 lógica, 203-204,206 controversia, y religión, 273-274 convención, y ética, 206 y traducción, 205 conversión, religiosa, 246

creación, divina, 79-80,124,126,134-138 creencia, religiosa, 226-231,237 absoluta, 214 asombro ante la existencia, 132,223-224 y ciencia, 169, 251-254, 258-261, 275277,285-286,288 y conocimiento, 228 consecuencias, 144-153 criterios para, 273,329 firmeza, 239-241,243-244,264 fuentes, 17-19 fundamento, 238-274,330-331 inculcación, 244-247 y modo de vida, 184, 221, 237, 239242, 251, 261, 273, 275 n. 1, 299, 331-333 pragmático, criterio, 240-241 de los pueblos primitivos, 275-286 y teoría del lenguaje como representa­ ción figurativa, 182-186, 191-193, 195-197 cristianismo, y ética, 60, 216, 299-300, 316-317,329 Cuaderno azul, 162,323 Cuaderno marrón, 162,318,323 cuerpo, y sujeto metafisico, 103^ culpa, absoluta, 298,301 Cultura y valor, sobre la creencia religiosa, 240-243, 245-251,254-257,285,299 sobre la ética, 20-21,298,299,302,325 sobre el lenguaje religioso, 220, 222, 223,224 sobre la predestinación, 287-295 sobre la teoría del lenguaje como repre­ sentación figurativa, 183-184 Davidson, D., 199-203,215 decisión, como hecho, 63,105-106 dependencia, de Dios, 145-148,289-290 descreimiento/descreyente, 196-197,225228,237,271-272 deseo y voluntad, 92-93,105-107 destino, y Dios, 136-137,139,143,145-147 gradas del, 87-91,95,303 y predestinación, 287,289-290

Dios, 134-153 _ y conciencia, 71-73 como creador, 79, 80, 124-125, 127, 134-136,143,152,196 y destino, 136-138,139,143,145-147 existencia, 139-140,245,247-248,261263,270-271 y lo místico, 109-110 y moralidad, 170 como padre, 79-80,126,141,143,153 como significado de la vida, 142-144, 150-152 como trascendente, 138-141,152 como voluntad ajena, 67,144-145,147152 discurso, religioso; v. lenguaje religioso Dobson, Frank, 214 doctrina, cristiana, 248-249,251,274 dogma, religioso, 248-249,273-274 Drury, M. O’C., 275-276 Duns Scoto, Juan, 131 Durkheim, E., 208 Eficacia, del ritual, 281-284 ejemplo,. e inculcación de la ética, 84-85, 94-95, 182-183,308-309 y teoría del lenguaje como representa­ ción figurativa, 181-182 elección, ética como, 95, 216-217, 296, 314-315,317-318 elementos de prueba, y creencia, 228-229, 239-241, 244-245, 251-252,254,258-271,305-306,330331 y ética, 306-307 Eliot, T. S., 312 encamación divina, 139 n. 4 Engelmann, P., 15,26 n. 1,55,325 entorno, y ética, 298-299 error, y magia, 275-276,279 errores garrafales, 260 esencia, de Dios, 246-248 de la ética, 318-319 del lenguaje, 318-319 noción rechazada, 213-214

espiritismo, 235 estética, y creencia religiosa, 20-21 y ética, 75,130-133,170 y sentido, 51-52 y teoría del lenguaje como representa­ ción figurativa, 182-183, 194-195; v. también juegos de lenguaje Estética, psicoanálisis y religión, sobre la creencia religiosa, 177 sobre juegos de lenguaje, 182-183,186, 193 sobre lo milagroso, 268-269 sobre el relativismo, 214-216 sobre la teoría del lenguaje como repre­ sentación figurativa, 225-237, 240241,250-253,258,260-261,272-273 eternidad, 69-70,116-117 ética, como central en el pensamiento de Wittgenstein, 15-18,55. y creencia religiosa, 18-20,80,169-170, 208-209,225,298-299,301-303,305306 definición, 76-78, 94-95,104,319 enseñanza, 84-85,297-298,331-332 como expresión de valor absoluto, 7576 fuentes, 18 como inexpresable, 56, 58-59, 62, 6668, 85-86 método antropológico, 319-320 y predestinación, 293,298,299,300 y relativismo cultural, 206-207 y sentido, 42-43,51-52,120,178-179 situadonal, 313 n. 3 teoría, 56-57 y teoría dd lenguaje como representadón figurativa, 182-184 como trascendental, 55-56, 67, 299, 304-307,317 en los últimos,escritos, 297-322 existenda; v. Dios, existenda; asombro frente a la existencia existencialismo, 151,316 experiencia, del bien absoluto, 79, 81-82

y creencia religiosa, 245-246, 261-262, 266-267 mística, 78-79,114-115,117-124,129 del mundo, 102-103 explicación, científica, 224,269,284-285 del valor, 84-85 Falsedad, y teoría del lenguaje como re­ presentación figurativa, 27, 28, 3437,55-57 fantasía, y teoría del lenguaje como repre­ sentación figurativa, 175 fatalismo, 89 fe, buena/mala, 94-95,302,314-315 y creencia, 209-210,239-243,251,255256,267 felicidad, y conocimiento, 87-89, 91 y voluntad de Dios, 147-148 y voluntad ética, 62, 66-71, 75, 87, 9293,191-192,321 fenomenología, 48,151,317 Feyerabend, P., 200-203 ficción, y relatos bíblicos, 256-257 y teoría del lenguaje como representa­ ción figurativa, 175 fideísmo, 330 filosofía, como ciencia, 113 proposiciones, 40-42, 46, 48, 52, 175178 forma representadonal, 28,30 forma de vida, 18,19 y creencia religiosa, 162,165,166 n. 7 lenguaje como, 226-227,331-332 y relativismo, 211-212 fraude, y milagro, 269-271 Frazer, Sir James Gordon, 275-277, 278292,285,334 Frege, F. L. G., sobre la lógica, 38,175 futuro, proveer para, 71,74 Galton, Sir Frands, 75 Goering, Hermann, 320

Goodman, Nelson, 212,213 Gosse, Philip, 245,258 gramática, y fe, 241 y juegos de lenguaje, 165,175,237 profunda, 213-214 Gramáticafilosófica, sobre la creencia religiosa, 228,229 sobre el lenguaje como juego, 161,162,

178

sobre teoría del lenguaje como repre­ sentación figurativa, 181-182 Griffiths, Phillips, 290 n. 1 Guillermo de Occam, 32,37,63,75 Hamack, Adolf von, 256 hecho, y acdón, 131-132 y ética, 55-59 y milagro, 126-128 y lo místico, 113,126-127 mundo como totalidad de los, 190-191 en la teoría del lenguaje como representadón figurativa, 29,37,42-46,56-57 y valor, 4447,51,77,78,81,82,84-85, 158, 170-173, 305, 318, 326, 327, 331-332 y voluntad ética, 61-64 hedonismo, 71,72 Hegel, G. F. W., 201 Hddegger, Martin, 48,302,313,316 historiddad dd-Nuevo Testamento, 254256,265 Hudson, W. D., sobre la ética, 18,19 humanismo, sobre ética y religión, 168169 Hume, David, sobre los milagros, 128 Idealismo, y solipsismo, 103-104 imagen, y juegos de lenguaje, 170-176,180-186, 217,304-305,327 y lenguaje religioso, 235-236,294 y modo de vida, 221,237,240,273,331 y «ver como», 186-197 imperativo, moral, 63,77, 84, 85, 86 impotenda, 145,146

indecible, lo; v. también inexpresable, lo independencia de la voluntad, 149-152, 288 inexpresable, lo, 14-17,19,170-172,175176,330-332 inferencia y lógica, 38,175 infierno, 301 inmortalidad, 72-74,234 intención y acción, 104,106-107,309-312 intuidonismo, 67-68 Investigaciones filosóficas, 158, 318, 323326 sobre la creenda religiosa, 227-229 sobre la gramática, 165 sobre el lenguaje como herramienta, 160 sobre el lenguaje como juego, 162,163, 176-178 sobre papeles lingüísticos, 166-167,171 sobre la teoría del lenguaje como representadón figurativa, 171-177, 181, 192-194 sobre «ver como», 186-190 sobre la voluntad ética, 104-106 Janik, A. y Toulmin, S., sobre la ética, 18, 19 Jastow, F., 186-187 jeroglíficos, 26,27,33,34 Jesucristo, milagros, 269-270 Resurrección, 241,252,265-267 como reveladón de lo ético, 80 Juan de la Cruz, San, 292 juego de lenguaje, 18, 19, 198, 327-328, 334 básico, 210-213 dentífico, 166-167,170,259 cultural, 165-166 estético, 170,178 y ética, 169-170,177-178,217,303 orígenes de la teoría, 157-158,161-163 y relativismo, 211-212,216-217 religioso, 167, 168, 169, 176-177, 195197, 208, 217, 225-237, 243 , 267, 271-272,298 sintáctico, 164,165

valor, 167-180,197,217,304-306 Juido, Día del; v. Juido Final Juido Final, 183,184,226,240,258,260, 261 Kant, Immanuel, 140 ética naturalista, 63,70,83 y trascendental, 58 Kdghtley, Alan, 335 n. 7 Kerr, Frands, 335 n. 7 Kierkegaard, S„ 48,94,122,210,309,311 Kipling, Rudyard, 175 n. 11 Kuhn, T., 199-203 Ltibniz, Gottfried Wilhelm, 101-102 lenguaje, abuso, 122-123 concepto estático/dinámico, 171,181 como forma de vida, 162-163 como herramienta, 159-160,164 límites, 46-48, 81-82, 101, 129-130, 153, 172, 176, 177, 180, 229, 257, 327-328 religioso, 120-122, 177-178, 195-197, 220-237,248-250,294,329-332 uso, 31; v. también inexpresable, lo; teoría del lenguaje como representadón figurativa ley, dentífica, 39 Locke, John, 330 lógica, y creadón divina, 134-135 como mística, 114-115 prindpio de contradicdón, 204,206 proposidones, 38, 4042, 46, 48-49, 175-176 como trascendental, 59 McGuinness, B., 55 n. 1,114,117,141 n. 5 traducdón de Wittgenstein, 31, 61, 70, 73 n. 6,95,111 n. 1,136 n. 2 magia, y creendas primitivas, 275-284, 286 Malcolm, N., 212 n. 12 matemáticas, y esquemas conceptuales diferentes, 204

proposiciones, 38, 46, 175-176, 243, 328 mediocridad, en relatos evangélicos, 255. . 256 Merleau-Ponty, Maurice, 279 metafísica, eliminación de, 13-16, 25, 41-43, 51, 157 como mística, 113-114,119; v. también filosofía metáfora, y lenguaje religioso, 124-127 milagro, 126-128,222-223,267-271,268270 y fenómeno anormal, 127,221-222 y gesto sagrado, 222,270 como inexpresable, 47 de la Naturaleza, 222,223,224 como signo, 126-128,130 milagroso, lo; v. milagro místico, lo, 109-133,189-190 y creencia religiosa, 129-130,222-223 definición, 109-113 y ética, 130,307-308 como inexpresable, 113-116,121 como objetivo, 118-119 como subjetivo, 116-118 monoteísmo, emergencia, 190 Moore, G. E., sobre la creencia religiosa, 19 n. 4,238239,245 sobre la ética, 63,75,179 Moran, J., 92 n. 1 More, Sir Thomas, 310,313 motivos personales, 302-303,309-313 muerte, y creencia religiosa, 72-73,229-236 y lenguaje, 233-235 miedo a la, 67-69,70,90,91; v. también posvida; suicidio mundo, de acuerdo con, 148-150 como dependiente del sujeto, 98-105, 108,151 como dado, 145 moralmente neutral, 96-99 como todo limitado, 45, 114-115, 119, 132,190

como totalidad de los hechos, 45, 116, 190 música, y teoría del lenguaje como repre­ sentación figurativa, 29, 30, 32, 33, 174-175 Naturaleza, leyes de la, 39-40, 128, 135138,268,287 necesidad, 135,140 Neurath, Otto, 18 Newman, John Henry, 150,242 Nielsen, Kai, 82,290 n. 1,328-329,330 n. 5 Nietzsche, F., 51,151,216,317 niños, e inculcación de una creencia, 244245,297-298,332 no-creencia/no creyente, 196-197, 208209,225,271-272 Observaciones sobre la Rama Dorada, 275281,334 ocasionalismo, 105 Occam, v. Guillermo de Occam odio, 301-302 Ogden, D.K., 55 n. 1, 61,70, 73 n. 6, 9596,113 n. 2 O’Hara, P„ 251-255,260,286 ontología, compartida, 203 opinión, y creencias primitivas, 276, 277, 280 oración, como pensamiento sobre el sig­ nificado de la vida, 141, 142, 143, 152 Pablo, San, 266,289,292-294,295-296 panteísmo, 133,139 parecido de familia, 163,213,319 Pascal, Blaise, 122,143,288 Pears, D., traducción de Wittgenstein, 30, 61,70,73 n. 6,95-96,111 n. 1,136 n. 2 pelagianismo, 287-289,295 penitencia, 277-278,282 Penner, Terry, 212 n. 12 pensamiento, y teoría del lenguaje como representación figurativa, 30,31, 32, 33

percepción y «ver cómo», 188,191-194 Phillips, D. Z., sobre la creencia religiosa, 19,325,329-330,333 Philosophical Remarks, 159,164,326 Philosophical Review, (C. S. E) sobre la ética, 75-79, 81, 216, 307-308, 310-311,315,317-318,621,629 sobre el lenguaje religioso, 122-123, 128-130,153,176-177,220-221 sobre lo milagroso, 127,128-129 sobre lo místico, 120,191 poligenismo, 168 Popper, Karl, 239 n. 1 positivismo, 333 positivismo lógico, 14,19,50,53,328 posvida, 72-74, 185, 192, 212-213, 230236,266-268 predestinación, 170, 287-296, 297-299, 335 premio, y castigo, 59-60, 72-73, 95, 193, 288-292,295-296 presente, eterno, 69-72,72,74, 90,94 problema, ético, 308-317 proferenda, y sentido, 36 proposición, científica, 17-18,37,51,328,331 ética, 55-58,77, 85, 95,130,327 filosofía, 40-43,47,49-50,52,175-177 de igual valor, 42-44,55 matemática, 38, 46, 49, 175-176, 243, 328 real, 37,45 religiosa, 328,248-250 seudoproposidón, 36, 37, 38, 39, 40, 173,175-176 teoría del lenguaje como representadón figurativa, 25-37, 171-175, 181182,328 prueba, ontológica, 247; v. también Dios, existenda Pudovkin, V. 1 , 188 Quine, W.V., 201 Ramsey, Frank Plumpton, 15,49-50,113, 328 razón,

y religión, 208-209,228, 232-233, 251259,270-271,286,305-306,330-332 realidad, y teoría del lenguaje como representadón figurativa, 28-29, 31-34, 38,40 realismo, platónico, 213 solipsismo, 102-104 redendón, y creencia, 241-242,267 reduccionismo, 63 , 282-283 , 290 n. 1, 322,333 referenda, sistema de, 184,239 n. 2 reglas, de distintos juegos de lenguaje, 167170 del lenguaje, 159-163,165,167,173' de vida, 222 Reichenbach, Hans, 204 rdativismo, 158,198-219 conceptual, 198-205,207 cultural, 205, 206-208, 212, 215-218, 282-283 estético, 216-217 ético, 63, 205-208, 216, 298, 304-306, 316,322,333-334 extremo, 203-204,211-216 relaciona!, 208-209 religioso, 207-209,293-294,334 sodal, 207 vulgar, 206,207 en Wittgenstein, 211-219 Renán, Emest, 284-285 renunda, e independencia, 148-150,288290 representadón figurativa, teoría dd len­ guaje como, 17-18, 25-40, 158-159, 324 Resurrecdón, creenda en la, 241-242, 252,265-268 Reveladón, de Dios, 138-140 Rhees, Rush, 18-19,216,220,275,280 n. 4, 297, 303, 304, 307-309, 314, 318, 321,325,329,330 ritual, 166,276-284 Russell, Bertrarid, sobre lógica, 38,41,175-176

y positivismo lógico, 14-15,328 y Tractatus Logico-Pbilosophicus, 49-50, 325-326 Sartre, Jean-Paul, 94,151,169, 301, 302, 313-316 Schlick, Moritz, 18,48,79,81-86,248 Schopenhauer, Artur, 51, 88, 89, 92 n. 1, 93 n. 3 , 94, 95-96, 122-123, 151, 327 n. 1 seguridad, absoluta, 79, 119, 121-122, 124,126-127,192 semejanza, y «ver como», 186,194-196 sentido, y ética, 43,51,78,120 y expresiones de valor, 49-53 y teoría del lenguaje como representa­ ción figurativa, 26,27,28,31-32,3436,40,175 del mundo, 141-143,144 Ser Necesario, Dios como, 140 Shakespeare, William, 195 Shields, Phil, 335 n. 7 significado, y creencia, 226-228 como determinante de la referencia, 211-212 experiencia, 190-191 y juegos de lenguaje, 165,170,177-180 niveles, 178,179,180 signo, carente de significado, 37, 40, 46,114, 175-177 ■ preposicional, 31-33 uso, 159-160; v. también símbolo símbolo, y magia, 280-284 y signo, 31,38,40,331-332 símil, ■imagen religiosa como, 184-185, 331332 como intraductible, 221-222 lenguaje religioso como, 122-125, 142, 143, 191-192, 195-196, 220-221, 2403,294 sinsentido, y ética, 56-57, 84, 120, 157, 177, 257,

320-322 expresiones de valor como, 45-53,120, 127,170,172-173,175-180,327-328 filosofía como, 40-43,48-50,176-178 lenguaje religioso como, 47-48,51,124, 125, 127, 157, 158, 176, 256, 257, 258,330-331 sintaxis, comparada con el ajedrez, 114, 115 situacional, ética, 313 n. 3 Smythies, Yorick, 242 Sobre la certera, . sobre la creencia religiosa, 283-240, 243,246,259-260 sobre juegos de lenguaje primitivos, 213 solipsismo, 100-104 Spinoza, Baruch, y Dios, 139,143 Ética, 55,319-320 ética, 88,94-95 Spracbspiel, 161-162 Sraffa, Piero, 158 subjetivismo ético, 63 sujeto, y bien y mal, 96, 99,108 como presuposidón- de la existencia del mundo, 98-104,107-108 como voluntad, 150-151,312 suicidio, 91-93 superstición, y creencia primitiva, 282-285 y religión, 260,276-277,285 Tautología, 37-38 , 46,120,175-176 teología y creencia religiosa, 331-333 teoría y valor, 84,94-95,331-332 tiempo, y lo místico, 116,117 Tillich, Paul, 256 Tomás de Aquino, Santo, 73, 75, 122, 131,140,247 n. 4,250,262,308,315 Tractatus Logico-Philosophictis, sobre la ciencia, 39 sobre la creencia religiosa, 129 sobre Dios, 134-139,141,153,246-247 y eliminación de la metafísica, 14-16, 157-158

sobre la estética, 20,132 sobre k eternidad, 169 sobre la ética, 13-18, 4245, 50, 52-54, 56,59-66,191,308,318-319 sobre lo inexpresable, 67-68, 163-164, 172,325-328 sobre la inmortalidad, 72-74 sobre lo místico, 109-117, 119, 120, 130,189-190,223-224 sobre la muerte, 70 sobre los signos, 159 sobre el sujeto, 99-101 sobre la teoría del lenguaje como repre­ sentación figurativa, 27-38,174-175 sobre «ver como», 191 sobre la voluntad ética, 87-88, 90-96, 104-106,149,288-289,297,311-312 Wittgenstein acerca del, 18,55-56 traducción de esquemas conceptuales, 201-202,204-205 Utilitarismo, 60,125,131 Valor, 18-20, 42-53, 157-159, 175-178, 325-328 absoluto, 48, 78-82,120,180,190-191, 217-220,304,306,316,322,328 estético, 215-216 ética como expresión del, 75-85 y hecho, 4448, 51, 55-56, 158, HO­ TO, 304-305,318,327,331 relativo, 218,327 y relativismo, 216-217 y «ver cómo», 194-195; v. tambiéncreencia religiosa; estética, ética Van Burén, Paul, 335 n. 7 «ver cómo», 186-197 verdad, y ética, 82 y teoría del lenguaje como representa­

ción figurativa, 27, 28, 34-38, 4546, 55-58 verificación, del lenguaje religioso, 225 vida, después de la muerte, 72-73, 185-186, 192-193,212,230-236,265-267 objeto déla, 66,110,111,140-144,150, 224 Viena, Círculo de, 53,328 voluntad, ajena, 70,71,72,73,288-289,296,321; v. también Dios, como voluntad aje­ na psicológica, 87,100 voluntad de Dios, 37, 67, 80, 83-84,136137,146-149 volunta ética, 62-63, 87-108 y acción, 104-108,311-313 y cambios del mundo, 4748, 63-66, 107-108,191-192 y felicidad, 66-70,87-88 como soporte de la ética, 96,311-312 voluntad, libre, 296 Von Ficker, Ludwig, 15-16,53 voz de Dios, 148-149; v. también concien­ cia Waismann, F., 48,79,82,160,161 n. 1 Weitz, Maurice, 325 Westermack, Edward, 205-206 Whorf, B. L., 199,200,206,213,215 Williams, Bemard, 206-208 Winch, P., 250 n. 6, 284 n. 5, 300 n. 1, 301 n. 2,302 Wright, G. H. von, 26 n. 1 yo; v. sujeto Zemach, E., 114