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Vivian Gornick

Escribir narrativa personal

Título original: The Situation and the Story Originalmente publicado en inglés, en 200 l, por Farrar, Straus and Giroux, Nueva York Publicado con permiso de Lennart Sane Agency AB Traducción de Víctor Pozanco Cubierta de Mario Eskenazi

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier me­ dio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

© 2001 by Vivian Gomick © 2003 de la traducción, Víctor Pozanco © 2003 de todas las ediciones en castellano Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona y Editorial Paidós, SAICF, Defensa, 599 - Buenos Aires http://www.paidos .com ISBN: 84-493-1437-2 Depósito legal: B-27.439/2003 Impreso en A & M Grafic, S.L. 08130 Santa Perpetua de Mogoda (Barcelona) Impreso en España - Printed in Spain

Sumario

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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l. El ensayo..................................

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2. La memoria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Conclusión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145

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Tras la muerte de una destacada doctora en Medicina, un gran número de personas habló en su funeral. Colegas, pa­ cientes y activistas de la reforma de la sanidad coincidie­ ron en que la doctora había sido severa, humana, brillan­ te; estimulante y autoritaria; una profesora rigurosa, una investigadora dinámica, y una persona con una asombro­ sa capacidad para escuchar. Yo estaba sentada entre los asistentes. Todos los que intervienen me indujeron a la re­ flexión, a la condolencia e incluso al pesar. Pero sólo uno de ellos, una doctora de cuarenta y tantos años, ex alumna de la difunta, me indujo a esa evocación melancólica del mundo y del yo que dota de relevancia a la muerte de una persona. La oradora no conocía a la doctora fallecida me­ jor ni más íntimamente que los demás; ni tampoco tenía nada nuevo que añadir al retrato que nos habían dado los demás. Y sin embargo sus palabras calaron en el ambien­ te y penetraron en mi corazón. ¿Por qué?, me pregunté mientras me limpiaba las lágrimas. ¿Por qué me habían emocionadoaquellas palabras? La pregunta debió de seguir rondando por mi cabeza por­ que, por la mañana, me desperté sobresaltada ante la imagen de aquel panegírico que se desplegaba ante mí como un tex­ toestructurado. A eso se debía, me dije; a que era un texto es­ tructurado. Eso era lo que me había emocionado.

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La panegirista se había recordado a sí misma cuando era una joven doctora sujeta a la influencia formativa de la difunta. La memoria actuó como un principio organi­ zador que determinó la estructura de sus observaciones. La estructura impuso un orden. El orden moldeó mejor las frases. La modelación aumentó la expresividad del len­ guaje. La expresividad potenció la asociación de ideas. Todo ello creó un rico adensamiento de capas que fueron exponiendo la sentida descripción del aprendizaje de una joven, de sus prácticas de medicina en una época de cam­ bio social, y de los encontrados sentimientos que alberga­ ba hacia una mentora que sólo supo corregir pero nunca elogiar. Este adensamiento se llama textura. Fue la textu­ ra lo que me espoleó, lo que provocó que sintiese, con po­ derosa inmediatez, no sólo la factualidad de la mujer evo­ cada sino, incluso con mayor intensidad, la presencia de quien la evocaba. El esfuerzo de la oradora para evocar con exactitud cómo fueron sus relaciones con la difunta, su clara necesidad de darle sentido a una relación intensa pero enojosa, la indujo a decir tantas cosas que terminé por reparar en todo lo que no decía; en lo que nunca po­ dría decir. Noté intensamente la cálida y dolorosa preca­ riedad de las relaciones humanas. Y esa sensación reso­ naba en mi interior. Esa resonancia me había conmovido, exactamente igual que cuando pasamos la última página de un libro que nos ha llegado al corazón. Cuanto más pensaba en lo logrado del panegírico, con más claridad veía lo importante que había sido la propia panegirista para conseguirlo. La oradora había «compues­ to» sus pensamientos para optimizar la evocación de la alumna que fue una vez, la que se formó a través de aque­ lla intensa pero enojosa relación. A medida que hablaba la veía en presencia de su mentora, atentísima al talante y al aspecto de una profesora tan inteligente como mordaz. Y allí estaba ella, a veces ávida de saber, otras titubeante o a

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la defensiva. Retrotraerse a cómo fue una vez enriqueció su sintaxis y amplió no sólo sus imágenes, sino el coheren­ te flujo de asociaciones que conducían directamente a su propósito inmediato. Cuando más lograda era la evocación que la oradora hacía de sí misma, con más nitidez revivía a la doctora. Era un bautismo de fuego lo que nos describía. Al ver a su joven y ambicioso yo ardiendo en deseos de saber lo que su mentora sabía, no podíamos por menos que ver también a su mentora, amenazante y prometedora y, por lo mismo, compleja. La labilidad de su relación nos condujo al cora­ zón de su recuerdo. La doctora muerta se vio enredada como la discípula en el forcejeo de voluntades y de tempe­ ramentos que las tuvo unidas por la cadera como siame­ sas. En realidad la historia no era ni la de la doctora ni la de la oradora per se, sino lo que les ocurrió a ambas mien­ tras estuvieron en mutua compañía. El lugar en el que se encontraron como beligerantes con talento era el que la panegirista tenía en el punto de mira. Justamente allí se produjo la confrontación. Eso era lo que le proporcionó su equilibrado centro. Me pareció notable la excelente armonía entre la narra­ dora y su narración. La oradora no perdió nunca de vista por qué hablaba o, lo que acaso fuese aún más importan­ te, de quién hablaba. Era consciente de que de los distintos yos que tenía a su disposición (porque, al fin y al cabo ella era muchas personas a la vez: hija, novia, amante de la na­ turaleza, neoyorquina) no podía olvidar que el único yo adecuado que tenía que invocar era el que aprendió. Ése era el yo en el que residía aquella historia. Un yo -y esto resultaba curioso- que pese a que sólo alentaba para pro­ m.inciar el panegírico de la difunta en ningún momento perdía interés, gracias al vigor con que era presentado. Me pareció que esto último era crucial: el factor más determi­ nante de la asombrosa claridad de propósito que el pane,.

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gírico había evidenciado. Como la narradora sabía quién hablaba, siempre sabíapor qué hablaba.







Básicamente hay un tipo de narrativa en que el autor se imagina sólo a sí mismo en relación con el tema que abor­ da. La conexión es muy íntima y estrecha y, de hecho, vital. Con la materia prima del propio ser, sin disfraces, del es­ critor se modela un narrador cuya existencia en la página es parte integrante de la historia que se cuenta. Este narra­ dor se convierte en un personaje. Su tono, su punto de vista, el ritmo de sus frases, aquello que elige observar y aquello que opta por ignorar lo selecciona para ponerlo al servicio del tema; y, al mismo tiempo, el modo en que el narrador -o el personaje- ve las cosas es, en máximo grado, lo que vemos. Modelar un personaje a partir del propio yo no disfra­ zado no es tarea fácil. Una novela o un poema proporcio­ nan personajes inventado� o voces subrogadas del escritor. Y esas voces subrogadas expresarán todo aquello que el escritor no puede abordar directamente: anhelos inapro­ piados, actitudes defensivas ante lo que lo incomoda, de­ seos antisociales, pero que debe abordar para transmitir la realidad. En un texto de no ficción, el personaje es un per­ sonaje subrogado. A quí el autor debe identificarse clara­ mente con las mismas actitudes defensivas e incomodidades que aquellas de las que el novelista o el poeta se despoja. Es como echarse en el diván del psicoanalista en público; y esto, aunque un autor puede estar dispuesto a hacerlo, se trata de una estrategia que la mayoría de las veces no fun­ ciona. Pensemos en cuántos años se tarda en hablar de uno mismo, pero sin todas esas lamentaciones, quejas, au­ tojustificaciones y reproches que hacen del psicoanalizado un verdadero plomo para cualquiera, salvo para el psico-

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analista. El narrador no subrogado tiene la ingente tarea de transformar un interés en sí mismo de bajo perfil en la distanciada ernpatía que requiere un texto que haya de te­ ner valor para el lector imparcial. La creación de tal personaje es vital en un ensayo o en una memoria [memoir ]. Es el instrumento iluminador. Sin él no hay terna ni historia. Para conseguirlo, el autor de una memoria o de un ensayo pasa por un aprendizaje de tanto calado como el de un novelista o un poeta: el doble forcejeo para averiguar no sólo por qué habla uno sinoquién. La belleza del panegírico radicaba en la claridad de su propósito. Retrotrayéndonos a su empeño podemos ima­ ginar lo difícil que debió de resultarle lograr tal claridad. Invitada a hablar de una experiencia que había vivido du­ rante más de veinte años, la panegirista debió de pensar que la tarea era pan comido. El relato fluiría por sí solo. Luego se puso a la labor y al poco se vio atascada. Bueno. . . ¿qué hay de aquella experiencia? ¿En qué consistió exacta­ mente? ¿Y dónde tuvo lugar? A hora resultaba que la expe­ riencia ocupaba un amplio territorio.¿Córno iba a aden­ trarse en él? ¿Desde qué ángulo y en qué posición? ¿Con qué energía y hacia qué fin? La panegirista se sume en la confusión. Repara de pronto en que lo que hasta entonces ha llamado experiencia no es más que materia prima. Y entonces empieza a pensar. ¿Quién era exactamente la doctora para ella? ¿Y ella para la doctora? ¿Y qué significa­ ción tenía haberla conocido? ¿Quéquiere que ejemplifique su recuerdo? ¿o que encarne? ¿o que invoque? ¿Qué es lo que ella está queriendo decir realmente? Para un panegiris­ ta no son preguntas fáciles de hacer y mucho menos de contestar, corno demuestran conmemoraciones tan frus­ tradas como la célebre que hizo James Baldwin de Richard Wright, en la que un escritor de talento se propone honrar a su mentor muerto y termina por flagelarlo, porque no sabe cómo afrontar sus propios sentimientos encontrados.

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Ése es precisamente el ámbito en el que nuestra pane­ girista termina por encajar las piezas de su camino: sus propios sentimientos encontrados. Empieza por reparar en que los tiene. Luego se los atribuye. Después los consi­ dera como un medio de «iniciación» a la experiencia. Re­ para en que son la experiencia y finalmente empieza a es­ cribir. Penetrar en lo que nos es familiar no es de ningún modo un don sino, por el contrario, el resultado de mucho, muchísimo trabajo.







Yo empecé a trabajar en la década de 1970 en lo que en­ tonces llamaban «periodismo en primera persona», una expresión híbrida que quería significar, en parte, ensayo; y en parte, crítica social. En las barricadas del feminismo ra­ dical me pareció natural, desde el instante mismo en que me senté frente a la máquina de escribir, utilizarme (es de­ cir, utilizar mi propia reacción ante una circunstancia o acontecimiento) como un medio de darles un sentido más amplio a las cosas. Entonces, por supuesto, ésa era una ac­ titud muy compartida. Muchas otras autoras sentían un im­ pulso similar. Lo personal se había convertido en político y los titulares en metafóricos. Todos nos sentíamos implica­ dos. Todos sentíamos esa experiencia inmediata como algo significativo. Hacia dondequiera que mirase un escritor, había una línea narrativa emanante del discurso político que emergía de una manifestación, de una fiesta o de un encuentro fortuito. Tres autores que en esa época lo hicie­ ron con brillantez fueron Joan Didion, Tom Wolfe y Nor­ man Mailer. Desde el principio vi los peligros de esta clase de litera­ tura, vi hasta qué punto debía de ser notable el enfoque para mantener el conveniente equilibrio entre yo y la his-

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toria. El periodismo en primera persona ya había dado muchos· ejemplos de autores que se habían lanzado a pu­ blicar sin una idea clara de la relación entre el narrador y el tema; y los escritores caían repetidamente en el foso de las «confesiones», de la terapia en la página o del desnudo narcisismo. No sé hasta qué punto puse en práctica bien y coherente­ mente lo que empecé a predicarme a mí misma, pero inva­ riablemente me impuse la tarea de subordinar el yo narrati­ vo a la idea que me proponía desarrollar. Estaba segura de que nunca contaría una anécdota, modelaría una descrip­ ción o me complacería en especulaciones cuya razón fuese yo misma. Sólo pensaba utilizarme para clarificar mi argu­ mento, desarrollar el análisis y hacer avanzar la historia. Me pareció que mi manera de ver la cuestión era adecuada y que mi timidez suponía suficiente garantía. La fiel reportera que había en mí garantizaría la fiabilidad del narrador. Un día, un editor me planteó una idea que me interesó vivamente. Yo le había confiado el relato de la íntima amis­ tad que hice con una egipcia cuya infancia én El Cairo te­ nía mucha similitud con la mía en el Bronx. Esa similitud provocó un viva curiosidad acerca de «ellas»; y me invita­ ron a ir a Egipto para escribir acerca de los cairotas de cla­ se media. A ccedí complacida, dando por supuesto que en El Cai­ ro haría lo mismo que hacía en Nueva York, es decir, mo­ verme por el centro de la ciudad, relacionarme con distin­ tas personas, utilizar mis propios temores y prejuicios para dejar que se manifestasen como eran y luego... algo saldría de todo aquello. Pero El Cairo no era Nueva York y «periodismo en pri­ mera persona» resultó no ser exactamente una adecuada descripción de mi trabajo. La ciudad era un bombardeo de estímulos: polvorienta, atestada, ruidosa, viva y doliente; y los cairotas morenos,

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nerviosos, inteligentes; ignorantes, volubles, menestero­ sos; dados a la familiaridad, muy dados a la familiaridad -al fin y al cabo el talante de los inquietos judíos del gue­ to estaba tan lejos del tópico como el de los musulmanes de la urbe-. Me enamoré de la ciudad, la novelé e hice un misterio del ambiente y de mí misma en ella. ¿Quién era yo? ¿Quiénes eran ellos? ¿Dónde estaba yo y de qué iba todo aquello? El problema radicaba en que realmente yo no quería saber las respuestas a estas preguntas. El carác­ ter «ignoto» de las cosas me resultaba fascinante. Me atra­ jo perderme en él. Pero al enamorarse de lo ignoto, la fiel reportera corría el peligro de convertirse en una narrado­ ra no fiable. Y en gran medida, eso fue lo que le ocurrió a la reportera. Pasé seis meses trabajando mucho en El Cairo. Maña­ na, tarde y noche salía con egipcios: doctores, amas de casa, periodistas; estudiantes, abogados, guías; amigos, ve­ cinos, ligues. Me parecía que no había nada más interesan­ te en el mundo que salir con esas personas que fumaban con fruición, hablaban con apasionamiento, se alteraban con facilidad y parecían consumidas por una compulsiva ternura que prodigaban a sí mismas y a los demás. Su ta­ lante me pareció profundo y me identifiqué con él. En lu­ gar de analizar mi tema, me fundí con el tema. Los egipcios amaban su propia ansiedad, creían que los convertía en se­ res poéticos. Y yo entré en el juego, amándolo y dramati­ zándolo tanto como ellos. Todas las anécdotas reunidas en mis notas estaban contagiadas de la febril cotidianeidad de El Cairo. Pensé que el solo hecho de reproducirlas equival­ dría a contar una historia. En la escritura esa identificación tiene sus ventajas y sus inconvenientes, y en mi libro sobre Egipto la narración refleja unas y otras. Por un lado, la prosa transmite una energía asombrosa, cuajada de descripcio.nes y de recepti­ vidad. Por otro lado, a menudo. las frases son retóricas; el

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tono es jaculatorio; y la sintaxis sobrecargada. Donde bas­ taría con \m adjetivo, aparecen tres. Donde convendría lo pausado, la agitación llena la página. Egipto era un país de una expresividad indiscriminada y desbordada. Mi libro consigue algo curioso: ser un mimo de Egipto. Y ésa es su fuerza y su limitación. Durante mucho tiempo me pareció que el problema ha­ bía sido el distanciamiento: no había aplicado ninguna distancia, ni siquiera sabía que eso fuese algo importante; que, en realidad, sin distanciamiento no puede haber his­ toria. Había descripción y receptividad, pero no historia. Pese a entenderlo de esta manera, mi confusión se ahon­ daba. Mientras trabajé como periodista, la política me pro­ porcionó una situación, y las polémicas la historia. Ahora, en Egipto, me hallaba en caída libre, desconcertada por un género cuyos requisitos no entendía pero cuya fuerza no­ taba a mi alrededor. No era periodismo en primera perso­ na lo que estaba tratando de escribir, era narrativa en pri­ mera persona. Tardé años en poder sentarme frente a mi mesa con suficiente dominio de esta distinciqn para con­ trolar el material. Es decir, para servir a la situación y con­ tar la clase de historia que yo quería contar.







Toda obra literaria tiene una situación y una historia. La situación es el contexto o circunstancias y, a veces, la tra­ ma. La historia es la experiencia emocional que preocupa al escritor: la introspección, la sabiduría, lo que uno se ha propuesto decir. En Una tragedia americana la situación es la América de Dreiser; la historia es la naturaleza patológi­ ca del anhelo mundano. En la memoria de Edmund Gosse Father and Son la situación es la Inglaterra fundamentalis­ ta en la época de Darwin; la historia es la traición de la in­ timidad, necesaria para llegar a ser uno mismo. En un poe-

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ma titulado «In the Waiting Room» Elizabeth Bishop se describe a la edad de 7 años, durante la Primera Guerra Mundial, sentada en la sala de espera del dentista, hojean­ do la revista National Geographic, escuchando los ahoga­ dos gritos de dolor que su tímida tía profería desde el con­ sultorio. Ésa es la situación. La historia es una primera experiencia de aislamiento de una niña: la suya, la de su tía, y la del mundo. Confesiones, de san Agustín, sigue siendo un modelo. El autor cuenta la historia de su conversión al cristianismo. Ésa es la situación. En su relato el autor pasa de un inci­ piente sentido del ser a un coherente sentido del ser; de una existencia displicente a una existencia con una finali­ dad; de un estado de ignorancia a uno de verdad. Ésa es la historia. Inevitablemente, es una historia de autodescubri­ miento y de autodefinición. El tema autobiográfico es, siempre, autodefinición pero no puede ser una autodefinición en el vacío. El memoria­ lista, igual que el poeta y el novelista, debe comprometer­ se con el mundo, porque el compromiso fragua la expe­ riencia, la experiencia fragua la sabiduría y a la postre la sabiduría, o más bien la aspiración a la sabiduría, es lo que cuenta. La buena literatura tiene dos características, dijo una vez un buen profesor de Literatura: «Tiene vida en la página y el lector está convencido de que el escritor se ha­ lla en un viaje de descubrimiento». El poeta, el novelista, el memorialista, todos deben convencer al leetor de que poseen cierta sabiduría, y de que escriben lo más honesta­ mente posible para llegar a expresar lo que saben. Por aña­ didura, el autor de no ficción en primera persona debe convencer al lector de que el narrador es fiable. En la fic­ ción, el narrador puede no ser fiable, como en las novelas El buen soldado y El Gran Gatsby y en la serie de novelas de Philip Roth que tienen a Zuckerman como protagonista. En la no ficción, nunca. En la no ficción el lector debe creer

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que el narrador dice la verdad. Invariablemente se pregun­ ta respecto a la ficción: ¿es fiable el narrador?¿Puedo creer lo que me dice? ¿Cómo consiguen los narradores de no ficción hacerse fiables? Se trata de una pregunta que acaso se conteste me­ jor mediante un ejemplo: «En Moulmein, en la baja Bir­ mania», escribe George Oiwell en "Shooting an Elephant", «me odiaba muchísima gente: la única vez en mi vida que he sido lo bastante importante para que me sucediese algo así. Yo era oficial de la policía metropolitana. El senti­ miento antieuropeo era muy acerbo, y expresado de un modo errático y mezquino. Nadie tenía arrestos para pro­ vocar un levantamiento, pero si una europea iba sola al mercado, lo más probable era que alguien le escupiese be­ tel en el vestido. Como oficial de la policía yo era un obvio objetivo y me hostigaban siempre que creían poder hacerlo impunemente. Cuando un ágil birmano me puso la zanca­ dilla en un partido de fútbol y el árbitro, birmano también, miró para otro lado, el público prorrumpió en burlonas ri­ sotadas. Y esto me ocurrió más de una vez. A l final los sar­ cásticos rostros de jóvenes amarillos que me encontraba por todas partes, los insultos que me lanzaban cuando es­ taba a prudente distancia, consiguieron sacarme de mis casillas. Los monjes budistas jóvenes eran los peores. Ha­ bía miles en la ciudad y ninguno de ellos parecía tener otra cosa que hacer más ctue pasar el día en las esquinas y mo­ farse de los europeos. »Todo esto resultaba desconcertante y enojoso. Porque, entonces yo ya tenía claro que el imperialismo era un mal, y estaba decidido a cambiar de empleo en cuanto pudiese. Teórica - y secretamente, por supuesto- yo estaba por completo del lado de los birmanos y en contra de sus opre­ sores los británicos. En cuanto al trabajo que hacía, lo odiaba más de lo que pueda ser capaz de expresar. En un trabajo como ése, uno ve de cerca el trabajo sucio del Im-

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perio. Los desdichados prisioneros que se hacinaban en apestosas jaulas de los calabozos, los cenicientos y acobar­ dados rostros de los condenados a largas penas, las nalgas llenas de cicatrices de aquellos que habían sido flagelados con cañas de bambú, todo eso me oprimía con un insopor­ table sentimiento de culpabilidad. Pero me faltaba pers­ pectiva. Yo era joven e inculto y me había visto obligado a analizar por mi cuenta mis problemas en el absoluto silen­ cio que se le impone a todo inglés en Oriente. Ni siquiera sabía que el Imperio Británico agonizaba, y menos aún que ese Imperio era mucho mejor que los jóvenes imperios que iban a suplantarlo. Todo lo que sabía era que me en­ contraba empantanado entre el odio al Imperio al que ser­ vía y mi rabia contra aquella especie de bestias que trata­ ban de hacerme la vida imposible en mi trabajo. Parte de mí pensaba que en la India el Imperio Británico era una in­ quebrantable tiranía, algo afirmado per saecula saeculo­ rum, que sojuzgaba a pueblos postrados; otra parte de mí pensaba que la mayor alegría del mundo sería hundir una bayoneta en las tripas de un joven monje budista. Senti­ mientos como éstos son los normales subproductos del imperialismo. No tienen más que preguntarle a cualquier oficial anglohindú si coinciden con él fuera de servicio». Quien así se expresa es la historia misma que se nos cuenta: un hombre civilizado que alienta impulsos asesinos debido a las circunstancias en las que se encuentra. Cree­ mos que es así porque su manera de expresarse nos induce a ello. Párrafo tras párrafo, compuestos a partes iguales de narración, comentario y análisis, evidencian un talante re­ flexivo acerca de su propia ira con una aversión visceral pero contenida. El narrador deja constancia de su ira y, sin embargo, el texto no es iracundo; el narrador odia al Impe­ rio pero su odio no es descontrolado; el narrador rehúye a los nativos pero su repulsión está teñida de solidaridad. En todo momento, el narrador se muestra en posesión del sen-

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tido de la historia, de la proporción y de la paradoja. En po­ cas palabras: una inteligencia sumamente respetable con­ fiesa haberse visto reducida a una situación que podía inci­ vilizar a cualquiera, incluyéndoles a ustedes, los lectores. Este hombre se convirtió en personaje de Orwell en in­ numerables libros y ensayos: el involuntario narrador ve­ raz, el que se implica no porque quiera implicarse sino porque no tiene más remedio. Es el narrador creado para poner en evidencia el deshumanizador efecto del Imperio en todo aquello que está a su alcance, aquel cuya sola pre­ sencia ( «Soy quien puede explicarlo, porque estaba allí») es una acusación. Lo que Orwell tenía en el punto de mira era la política, la política de su tiempo. Ésa es la situación en la que intro­ duce a su personaje, el único que podía contar la historia que él quería contar. El propio Orwell era un hombre que a menudo estaba a merced de una mezquina inseguridad, por más que su estética induzca a creer lo contrario. No fue trigo limpio. Los biógrafos revisionistas creen que no sólo fue un sexista y un obsesivo anticomunista, sino posi­ blemente un delator. Sin embargo, el personaje que creó en sus escritos de no ficción, exponente de decoro demo­ crático, fue algo auténtico que sacó de sí mismo y que lue­ go moldeó para su propósito como escritor. Este George Orwell es una fusióll de experiencia, perspectiva y perso­ nalidad plenamente lograda y que aflora con nitidez en cada página. Y como él está tan presente, tenemos la sen­ sación de saber quién está hablando. La capacidad de ha­ cemos creer que sabemos quién está hablando es el logro de un narrador fiable. Del periodismo al ensayo y del ensayo a la memoria, el viaje emprendido por un personaje de no ficción profundi­ za y se orienta cada vez más hacia adentro. Uno de los más interesantes memorialistas de nuestro tiempo es otro inglés, J. R. Ackerley que, al morir en 1967,

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a la edad de 7 1 años, nos legó una notable obra testimonial en la que había estado trabajando durante buena parte de los treinta últimos años de su vida. Es ostensiblemente un relato de vida familiar. Era hijo de Roger Ackerley, un co­ merciante de fruta conocido durante casi toda su vida como «el rey del plátano » . Ackerley fue un hombre liberal, bonachón y generoso; comunicativo y amable, pero de conducta más que dudosa. Creció con una vocación litera­ ria y homosexual, absorbido por sus propios intereses y se­ cretos y dado a ocultar su verdadera vida a su familia. Tras la muerte de su padre en 1929, Ackerley supo que éste ha­ bía llevado una doble vida. Mientras los Ackerley crecían en el seno de una acomodada familia de clase media, en Richmond, su padre mantenía a una segunda familia en la otra punta de Londres: a una amante y a sus tres hijas. El descubrimiento de este «huerto secreto » , como rezaba el eufemismo victoriano, produjo a Joe Ackerley tal perpleji­ dad que se obsesionó en ahondar en la oscuridad de los co­ mienzos de su padre. Con el tiempo acabó convenciéndo­ se de que fue a través del amor de un hombre rico como había logrado empezar a situarse. Ésta es la historia que J. R. Ackerley se propuso contar. ¿Por qué tardó treinta años en contarla? ¿Por qué no tres? Porque lo que les he dicho no era su historia; era su situa­ ción. Fue la historia la que tardó treinta años en desvelarse. Ackerley creyó no hacer más que encajar las piezas de un rompecabezas familiar. «Todo lo que tengo que hacer -se dijo- es fijarme bien en la secuencia de los hechos y en los detalles correctos y todo encajará. » Pero nada enca­ jó. Al cabo de cierto tiempo pensó: «No estoy describiendo una presencia. Estoy describiendo una ausencia. Es el rela­ to de una relación no vivida. ¿Quién era él? ¿Quién era yo? ¿Por qué no llegamos a conocernos a fondo?». Y un poco más tarde se dijo: «Siempre creí que mi padre no tenía inte­ rés en conocerme. Y ahora comprendo que tampoco yo que-

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ri a conocerlo». Y después cayó en la cuenta de lo siguiente: «No era a él a quien yo quen a conocer, sino a mí mismo». Mi padre y yo tiene poco más de doscientas páginas. Su prosa es sencilla y lúcida, maravillosamente atractiva des­ de el principio, con su célebre frase: «Yo nací en 1896 y mis padres se casaron en 1919 ». La voz que pronun cia esta fra­ se abordará con elegancia y franqueza todo lo que sea ne­ cesario analizar. De esa voz fluirá una notable intensidad y una lúcida intelig encia, una fraseología original y una no­ table sinceridad. La sinceridad sorprende porque se consi­ gue - y esto es un pequeño milagro- desde la distancia justa: ni demasiado lejos ni demasiado cerca. Desde esa distancia todo y todos resultan comprensiblesy, por lo tan­ to, in teresantes. Y como todo y todos son interesantes, creemos que el narrador nos cuenta todo lo que sabe. A tenor de lo que he leído acerca de él, A ckerley parece a menudo un hombre desagradable o patético. Pero el A c­ kerley que habla en Mi padre y yo es un hombre f ascinan­ te, no porque se proponga ser convenientemente/h. onesto, sino porque el lector advierte que porfía por desechar la ansiedad, hasta dar con algo sólido y verdadero que se oculta bajo la amable superficie de la autocontemplación sentimental. A ckerley tardó treinta años en clarificar la voz que pudiese contar la historia, treinta años para con­ seguir la distancia y cop vertirse en un hombre honesto, en un narrador fiable. Y esos años están grabados a fuego en la obra. Pasaje a pasaje, párrafo a párrafo, frase a frase, ve­ mos resplandecer a un personaj e logrado. Puede que A c­ kerley no tuviese las facultades de un poeta, pero en Mi pa­ dre y yo tiene, sin duda, el alie nto poético. A hora mi viaje a Egipto y el libro que resultó de él me parecen una encam ación de mi propia porfía para clarifi­ car, y liberar de la ansiedad, al narrador que pudiera po­ nerse al servicio de la situación y encontrar la historia, algo que entonces no fui capaz de hacer. Porque entonces

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mis propios deseos psicológicos estaban tan revueltos que resultaba imposible obedecer a ese propósito. Yo quería clarificar y mistificar a la vez. Y este intento de componen­ da resultó fatal. El problema no radicaba en la distancia sino en que nunca supe quién contaba la historia. Y como consecuencia de ello nunca tuve una historia. 4Doce años después de aquel viaje a Egipto me dispuse a escribir una memoria acerca de mi madre, de mí misma y de una veci­ na de cuando yo era niña. Por primera vez porfié por aislar la historia de la situación.] Me enseñé lo que es un persona­ je. Y empecé a entrever la interrelación de los personajes. Esta historia -la de mi madre, mía y de la vecina- es­ taba basada en una temprana percepción de que aquellas dos mujeres habían hecho de mí una mujer. Ambas enviu­ daron jóvenes y ambas cayeron en la desesperación; una consagró el resto de su vida a la adoración del amor perdi­ do y la otra se convirtió en un putón verbenero. Daba igual. En ambos casos la lección era que el hombre es lo más importante en la vida de una mujer. Detesté aquella lección desde el principio y decidí marcharme, alejarme de aquella lección y de ellas dos. Y me marché. Pero con el paso del tiempo descubrí que no podía dejar atrás nada de lo que creí dejar. Especialmente a las dos mujeres y, sobre todo, a mi madre. Yo estaba decidida a separarme de su teatral ensimismamiento, pero ahora, conforme iban acu­ mulándose los años, veía claro que mi talante malhumora­ do y arisco no eran más que una versión de su menestero­ sa dramatización. También comprendí que, para ambas, dramatizar era un sucedáneo de la acción; que había en ambas mucha furia chejoviana que desahogar. Reparé en que no podía dejar a mi madre porque me había converti­ do en ella. Ésa era la historia que yo quería contar sin sentimenta­ lismo ni cinismo; la historia que justificaba decir verdades como puños. La luz introspectiva que me había iluminado,

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la que me hizo reparar en que no podía dejar a mi madre porque me había convertido en ella, era mi sabiduría: un relato de embrollo psicológico que necesitaba referir im­ periosamente. No tardé en descubrir que para contar esa historia te­ nía que encontrar el tono adecuado, porque el tono al que estaba acostumbrada no sexvía; rechinaba, era quejum­ broso, acusador (sobre todo acusador). Además, había que contar con la sintaxis. Mi fraseología habitual, mis frases fragmentadas, interjectivas, encabalgadas, tampoco ser­ vían. Tenía que modificarla, alterarla, controlarla. Y nada más empezar a escribir me percaté de que necesitaba re­ trotraerme hacia bastante más atrás de aquellos persona­ jes, y de aquellos hechos, hasta encontrar un lugar donde la historia pudiese tomar un profundo aliento y adoptar su propia medida. En pocas palabras: un punto de vista útil que permitiese mayor libertad de asociación, porque eso es, por supuesto, lo que he estado describiendo. En lo que no reparé durante mucho tiempo fue en que ese punto de vista sólo podía emerger de un narrador que al mismo tiempo fuese y no fuese yo. Y empecé a corregirme. El proceso fue lento, penoso y, sorprendentemente, plagado de unas dudas sobre mí mis­ ma que me atenazaban. Encontré un diario que escribí diez años atrás. Contenía información que sabía que podía serme útil. Abrí el diarid con impaciencia pero no tardé en dejarlo a un lado. Me quedé perpleja. Estaba impregnado de una infantil autocompasión («¡pobrecita!, ¡otra vez sola!») que me pareció detestable. Y más que detestable, amena­ zadora. A medida que leía me sentía absorbida hacia el ambiente del diario, incapaz de atenerme a la voz narrati­ va que tanto me esforzaba por desarrollar. Deseché el dia­ rio aterrorizada y luego me sentí confusa y derrotada. Días después volví a intentarlo, pero de nuevo me sentí impo­ tente. Y al fin prescindí del diario por completo.

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Un día, después de releer un montón de páginas que te­ nían lo que me pareció el tono, la sintaxis y la perspectiva suficientemente adecuados, volví a abrir el diario, lo leí un poco y me eché a reír, pero me interesó, incluso me absor­ bió y, al cabo de unos minutos, estaba tomando notas. De pronto reparé con alivio en que yo no estaba en peligro de perderme. En aquella página tenía a una, narradora lo bas­ tante fuerte para librar la batalla por míÍ La narradora era el yo que no podía dejar a su madre por haberse converti­ do en ella.!No estaba intimidada por el «otra vez sola». No. Bien pensado, estaba muy influida por el yo que era una observadora urbanita, o una divorciada feminista de me­ diana edad, o una escritora de economía inestable. A pa­ rentemente la narradora no era más que su sólido y limita­ do yo. Y dominaba la situación. Entonces comprendí lo que había hecho: había creado un personaje. La devoción esa narradora, a ese personaje, me ab­ sorbió tanto mientras escribía el libro que a diario ansiaba volver a encontrarme con ella, con esa otra que contaba la historia que mi yo cotidiano no habría sido capaz de con­ tar. Me parecía haber tenido la suerte de encontrarla ( eso fue lo que me pareció, pura suerte). No era sólo que admi­ rase su estilo, su generosidad, su distanciamiento (¡ qué gran respiro para mi verdadero yo!) , sino que se había con­ vertido en el instrumento de mi iluminación. Posteriormente, leyendo y releyendo a Edmund Gosse, Geoffr ey Wolff y a Joan Didion, entré en un trance de reco­ nocimiento del que no creo haber salido. Reparé en que su literatura y la mía «trataban» de algo muy similar. Todos poseían una capacidad de introspección que organizaba el texto, y todos habían creado un personaje para servir a la introspección./Me entusi asmé, siguiendo el desarrollo del personaje en diversos ensayos y memorias ( justamente ese entusiasmo me permi ti ó comprender que yo era una escri­ tora de no ficción). Empecé a leer a los grandes ensayi stas,

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pero no era a sus voces testimoniales a lo que yo reaccio­ naba positivamente, sino a sus veraces personajes, es de­ cir, a esa totalidad orgánica del ser de un narrador que el lector considera fiable; aquel que creemos que nos condu­ cirá a un viaje, que hará llegar la obra a su destino, que nos transportará a un aclarado donde el sentido de las cosas será más amplio que antes. Conviviendo como entonces convivía con la idea del personaje de no ficción, empecé a pensar mejor que antes acerca de la común necesidad, que alienta en todos noso­ tros, de dar un sentido más amplio a las cosas en el mismo instante en que ocurren, aunque se trate de una experien­ cia que nos desborde. Hacia dondequiera que mirase en­ tonces, encontraba un motivo para comentar que sacamos de nosotros mismos el narrador que moldea mejor que na­ die el incipiente flujo de los acontecimientos en el que nos vemos sumidos de continuo. Recuerdo que, en cierta oca­ sión, quien entonces era mi esposo, yo y un amigo común fuimos a un viaje en balsa por el río Grande, un río ardien­ te y salvaje; triste, brillante, remoto; encerrado por las al­ tas paredes de un cañón, riberas desérticas, serpientes y súbitas avenidas. A un lado estaba Texas y al otro México. Cuando llevábamos allí una semana, francotiradores del lado mexicano mataron a dos personas que también viaja­ ban en balsa. Posteriormente, los tres escribimos sobre el viaje. Mi esposo se cen"tró brillantemente en las «ratas de río» que eran nuestros guías; nuestro amigo enfocó con so­ briedad las penalidades de la inmigración ilegal; y yo, en­ fermizamente, hablé sobre el hecho de que mi esposo y yo nos hubiésemos convertido en dos extraños. Comparar los tres escritos era en sí mismo una experiencia. Todos ha­ bíamos utilizado el río, el calor y la lejanía para enmarcar nuestras historias. Y en ese contexto, es curioso lo solos que estuvimos los tres allí, sentados hombro con hombro en aquella balsa, modelando con nuestras respectivas an-

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siedades al narrador que, en mitad de toda aquella belleza y sofocante bochorno, nos haría compañía... y nos diría lo que habíamos vivido. Empecé a comprender que cuando en mi vida cotidia­ na creía haber actuado mal, de un modo beligerante, desa­ fiante o desdeñoso, era como si me viese allí en aquella bal­ sa antes de haber encontrado al narrador capaz de controlar la súbita irrupción de mi flujo interno. Cuando hacía las cosas mejor era capaz de percatarme de que ese flujo era una situación. Dejaba de debatirme a la defensiva; adopta­ ba un tono, una sintaxis y una perspectiva no totalmente mías que me permitían centrarme en... ¿en qué?; ¿en mi ma­ rido?, ¿en los guías?, ¿los inmigrantes ilegales? Daba igual. Cualquiera de esos aspectos me serviría. Entonces me in­ teresé por mi propia existencia sólo como un medio de ponerme en situación. Había creado un personaje que po­ día encontrar la historia remontando la marea en la que yo, en mi estado inmediato, me hubiese ahogado.







Al empezar este libro me propuse aportar una visión de la literatura de no ficción, pero enseguida reparé en que ésa era una labor que estaba fuera de mi alcance. La presencia en una memoria o en un ensayo de la voz narrativa veraz, del narrador que el escritor sacó de su agitado y tedioso yo para organizar un fragmento de experiencia, era práctica­ mente lo único acerca de lo que albergaba la sensación de tener algo que decir; y hacia esas obras en las que tal na­ rrador se presenta de forma vigorosa y nítida, yo me sen­ tía invariablemente atraída. Cuantas más memorias y ensayos he leído, más fácil­ mente he visto lo larga que es la historia de ese personaje de no ficción, y qué extraordinaria es su capacidad de adaptación al cambio cultural. A medida que avanzaba el

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siglo x:x, la idea de «llegar a ser uno mismo» se alteraba, tanto en la literatura como en la vida, hasta hacerse casi irreconocible. Pero tanto si ese yo se postula completo o fragmentado, real o alienado, íntimo o extraño, el perso­ naje de la no ficción, como el personaje dé las novelas y de los poemas, no ha dejado de reinventarse a sí mismo con una fuerza y unos recursos notabilísimos. Cualquiera que haya sido la historia, a medida que nos acercábamos al fin del milenio, ha habido una situación para enmarcarla y un narrador veraz para interpretarla.

1 El ensayo

Si Wi lli am Hazli tt no se hubi ese levantado todas las maña­ nas reptando dentro d e su propi a pi el, no hubi ese podi do escri bi r « O n the Pleasure of Hati ng». Si Vi rgi ni a W oolf no hubi ese teni do di fi cul tades para apegarse a la vi da no hu­ bi ese escri to «The Death of the Moth». Si James Baldwi n no llega a estar en perpetua y vi olenta lucha para controlar las luces y las sombras de su i nteri or, nunca hubi ese exi sti ­ do «Notes of a Nati ve Son». Estos textos son obra de escri ­ tores comprometi dos al más profundo ni vel con el ensayo. La propi a forma los ha dotado d e si gni ficati va i nteri ori dad. El texto no vaga por la pági na acumulando descri pci ones, descri bi endo por descri bi r, o desarrollando i mágenes i n­ dependi entes del pensami ento o complaci énd ose en el li ­ ri smo. El punto de vi sta se ori gi na en el si stema nervi oso y se concentra en la persona d e un narrador que hace que el ensayo avance equi li bradamente, i mpulsado por un ímpe­ tu i nterno que el lec tor puede detectar en la primera pági­ na. El compromi so se red uce a uti li zar el yo narrati vo sólo para modelar aquellas asoci aci ones que aporten i mpulso y conduz can a la clari fi caci ón i nterna. Estos escri tores t al vez no se « conozcan» a sí mi smos, es d eci r, tal vez no ten­ gan más conoci mi ento de s í mi smos que el resto d e noso­ tros, pero en cad a caso- y esto es algo vi tal- saben qui é­ nes sonen el momento de escribir. Saben que están ahí para

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clarificar, en relación con el tema de que se trate, y a este compromiso se ciñen. Cuando los escritores ignoran quiénes son en el mo­ mento de escribir, es decir, cuando se enfrascan en el ensa­ yo por motivos que no pueden identificar con exactitud ni se esfuerzan por identificar, la obra resultará casi siempre falsa o gravemente limitada. El ensayo de D. H. Lawrence «Do Women Change?», es uno de estos casos. Aunque se proponga ser una meditación sobre la recurrencia cíclica a lo largo de la historia de lo moderno, la obra es, en reali­ dad, una denuncia de las feministas de la década de 1 920. En mi opinión la obra resulta fallida no a causa de sus opi­ niones sino porque Lawrence no sabe qué es lo que se pro­ pone decir. Y esta ignorancia hunde la obra. «Dicen que la mujer moderna es un nuevo tipo de mu­ jer --empieza por decir en un tono sarcástico que nunca abandona-. Pero ¿lo es? Supongo y, en realidad, estoy se­ guro de que ha habido muchísimas mujeres como las ac­ tuales en el pasado [ ... ] Las mujeres son mujeres. Sólo tie­ nen fases. En Roma, en Siracusa, en Atenas, en Tebas, hace más de dos o tres mil años, existían las pelicortas, pintadas y perfumadas señoras y señoritas de la actualidad [ ... ] La modernidad o el modernismo no es algo que haya­ mos acabado de inventar. Es algo que se produce al final de las civilizaciones. Igual que las hojas del otoño son amarillas, las mujeres al final de cada civilización -la ro­ mana, la griega, la egipcia, etc.- han sido modernas [ ... ] »Vi un chiste en un periódico alemán: un chico y una chica modernos están asomados a la terraza de un hotel por la noche mirando al mar. Y él dice: "¿Ves cómo asoman las estrellas sobre el oscuro e inquieto océano?". Ella le con­ testa: "¡Corta el rollo! El número de mi habitación es el 32". »Se supone que esto es muy moderno: la mujer moder­ na por excelencia. Pero creo que en la época de Tiberio las mujeres de Capri también les decían "¡corta el rollo !" a sus

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amantes romanos o de la Campania en el mismo tono. Y las mujeres de Alejandría en la época de Cleopatra [ ... ] eran bonitas, elegantes y decían: "¡Vamos, hombre, corta ya! Mi habitación es la 32. ¡Vayamos al asunto!". »Pero el asunto, si bien se mira, es muy poquita cosa. Se le puede sacar punta, pero no da para mucho [ . .. ]. A un lápiz puede sacársele punta, y a un argumento, y a una ob­ seivación. Pero [... ] ¿a la vida? »Lo cierto es que las mujeres solían entender esto me­ jor que los hombres [ ... ] solían saber que la vida no [ ... ] es algo a lo que se deba sacar punta sino que es algo que flu­ ye. Y ese fluir es lo que importa [... ] y sólo ese fluir.» El lenguaje es vigoroso, la sensibilidad palpable y la perspectiva coherente pero, desde el principio al final, el ensayo pulsa una sola e invariable nota de reproche y acu­ sación que nunca se intensifica ni disminuye. Los males e insatisfacciones de la vida contemporánea son sistemáti­ camente ligados a la mezquina y superficial determina­ ción de las mujeres «emancipadas», cuyo comportamien­ to es considerado una emanación de algo profundamente «ajeno». No hay un solo momento en toda la obra, ni un solo párrafo ni una sola frase, en la que el narrador se iden­ tifique con el tema; es decir, en que vea a la mujer moder­ na como ella pueda verse a sí misma, que encuentre en sí mismo lo que le permitiría comprender por qué ella es como es. Esta identificación es la que crea una dinámica en la escritura, la imprescindible para estimular el movi­ miento interno. En sus novelas, Lawrence la aplica a algu­ nos de su personajes más odiosos, el más notorio el em­ brutecido padre de Hijos y amantes. Pero en su ensayo se nos enfrenta sistemáticamente a la contemplación de un mundo en decadencia a causa de unas mujeres que se obs­ tina en considerar «ajenas». Es interesante comparar a Lawrence con Hazlitt, un autor que también pudo haber escrito «Do Women Chan-

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ge?». Pero, de haberlo escrito, Hazlitt se habría implicado continuamente a través de sus propias diatribas. Reitera­ damente nos hubiese dado la línea, la frase, la imagen qu e nos revelara las ansiedades del propio Hazlitt acerca de las mujeres. Nos hubiese dejado ver el temor detrás de la ira, y eso habría sido muy distinto. Nos habríamos percatado de que el escritor porfiaba para dar sentido a unos senti­ mientos cuya complejidad reconocía. Y esa sola porfí a ha­ bría conferido vitalidad al tema. En Hazlitt la cabeza podrá estar llena de ira pero no la obra. Por neurótico que sea, cuando escribe sus ensayos domina su ira y, por lo tanto, es dueño y señor de su mate­ rial. En cambio, en ese ensayo Lawrence se muestra poseí­ do por una ira que impregna el texto, algo que no ocurre en sus novelas, en las que el antagonismo hacia lasm ujeres es igualmente visceral y beligerante, pero lo aborda de una manera tan imaginativa que no puede evitar que la situa­ ción, y todos los que intervienen, resulten humanamente comprensibles. En Mujeres enamoradas y en El amante de lady Chatterley hay reiteradas diatribas contra las mujeres modernas, aquellas que quieren ser hombres, las de férrea voluntad, aquellas que niegan la primacía de la sangre. Pero esas diatribas no dominan la obra; son, en realidad, necesarias. para que Lawrence se adentre más en el tema: la lucha conjunta de hombres y mujeres. A l final sus per­ sonajes comparten la situación y notamos su vigor tanto más porque todo el mundo est á implicado. La ficción es el género que permite que Lawrence se expanda dentro de sí mismo; prueba de que es un novelista nato pero sólo oca­ sionalmente un ensayista. Y en «Do W omen Change?» la obra se le escapa de las manos. Las mujeres se quedan en un estático «ellas». La falta de dinamismo hace que el en­ sayo sea estático y qu e se ahogue por dentro. Hay otro escritor que demuestra repetida y exactamen­ te de la misma manera q ue Lawrence que es un inspirado

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novelista pero no un autor de no ficción. La visión que V. S. Naipaul tiene de la vida es básicamente fría, falta de su­ ficiente calor humano. Sin embargo, en sus novelas la frialdad quema. El punto de vista sigue siendo desolado, pero la obra se abre como una flor venenosa; despliega una misteriosa empatía; la situación seduce y los personajes cuentan la historia. Sin embargo, en sus libros de no fic­ ción la ausencia de identificación es tan sorprendente como fatal. Un ejemplo perfecto de esta sorprendente dife­ rencia lo encontramos en la lectura de la novela de Naipaul Guerrillas en comparación con su ensayo «The Killings in Trinidad». Ambas obras proceden del mismo reportaje pe­ riodístico acerca de un loco que se convirtió en un radical líder negro sui géneris y que termina ejecutando un asesi­ nato ritual de varios de sus seguidores, incluyendo a una inglesa acomodada que había sucumbido a su hechizo. La novela está misteriosamente investida de una fuerza tan sobrecogedora y penetrante que dota a la obra de cualida­ des visionarias. La situación se convierte en metafórica. En el ensayo, los «importantes» , todos ellos víctimas y ver­ dugos a la vez, se presentan como bichos bajo un cristal: encogidos, atrapados, apocados. La piel de Naipaul repta con indisimulado asco hacia su propio tema. El asco le hace retroceder. Y este retroceso merma la eficacia narra­ tiva. Al final, el lector sólo repara en lo desagradable de los sentimientos del escritor, que se sitúa demasiado atrás para poder conseguir la distancia adecuada, la necesaria para el compromiso. En toda obra de ficción la identificación con el tema es necesaria no sólo porque sea la postura políticamente co­ rrecta o ética que hay que adoptar, sino porque la falta de identificación bloquea la mente. Sin identificación, el flu­ jo de asociaciones se seca y la obra se limita. Con identifi­ cación me refiero, simplemente, a ese nivel de comprensi­ va empatía que dota de dimensión al tema. La empatía que

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nos permite a nosotros, los lectores, ver al otro como el otro pueda verse a sí mismo es lo que dota de movimiento a la obra. Cuando alguien escribe una memoria como Mom­ mie Dearest, en la que el narrador se presenta como un ino­ cente y el tema como un monstruo, la obra resulta fallida porque la situación es estática. Para que el drama se ahon­ de, debemos ver la soledad del monstruo y la astucia del inocente. Por encima de todo, el narrador debe implicarse con el objeto de dar vida al tema. En la ficción se recurre a una serie de personajes que ac­ túan para cubrir todos los aspectos cruciales: unos verbali­ zarán la inclinación del autor; otros su oposición, es decir, que unos representan una idea del yo y otros al agonístico «otro», puesto que se les deja en libertad para decir lo que quieran, con lo que el autor consigue dotar de dinamismo al texto. En la no ficción, el escritor no puede recurrir más que a su propio yo. De modo que a quien el escritor debe buscar y encontrar para crear movimiento y lograr una di­ námica es al «otro» que alienta en sí mismo. Inevitablemen­ te, la obra se construye sólo cuando el narrador no se limita al testimonio y se aplica a esa indagación en sí mismo que dota a la obra de movimiento, sentido y tensión dramática. El autor debe implicarse. Ver cuál es su papel en la situa­ ción, ya sea de personaje asustado, acobardado o autoenga­ ñado, equivale a crear la necesaria dinámica.







Tres maravillosos ejemplos de cómo la autoimplicación puede modelar visiblemente una obra de no ficción son los ' ensayos «In Bed», de Joan Didion; «Why I Live Where I live», de Harry Crews; y «T he Courage of Turtles», de Ed­ ward Hoagland. En los tres casos la obra empieza en un tono, elegante, ufano y reflexivo respectivamente, que anuncia una postu-

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ra. A medida que el ensayo avanza el tono se modula, se sua­ viza, se hace inquisitivo o invita a la especulación. La mo­ dulación hace que se altere la postura del narrador. El pro­ ceso de alteración es el conducto a través del cual se cuenta la historia y, a la vez y en gran medida, la historia misma. En los tres casos nos hallamos frente a una mente que va enca­ jando las piezas del rompecabezas de su camino sacándolas de sus propias sombras, un camino que parte de la certeza pasiva, pasa por la reconsideración reflexiva y llega a un cla­ rificado conocimiento del yo. El acto de clarificación en el texto es parte inextricable de la metáfora. Para Joan Didion la ansiedad cotidiana suele ser un principio organizador. A partir de esa ansiedad ha creado un personaje deprimido y tembloroso que sirve maravillo­ samente a su talento, y que ha conseguido, por lo menos, una sólida novela (Play It As It Lays), así como algunos de los mejores ensayos de la literatura norteamericana. En sus novelas la ansiedad corre siempre el peligro de conver­ tirse en la historia, en lugar de servir a la historia, pero en los ensayos, en los que debe abordar un tema que va más allá del yo: la migraña, los Panteras Negras, California y el Sueño Americano, la desbordante compulsión de Didion, es objeto de un eficaz control. Su tensión existencial se manifiesta aquí con tal arte que la introspección se trans­ forma, y lo literario !\e fragua a través del uso desnudo de la incapacitación emocional de la autora. «In Bed», un cé­ lebre ensayo sobre la migraña, me parece una de sus pe­ queñas obras maestras. El ensayo empieza de esta manera: «Tres, cuatro y, a ve­ ces, hasta cinco veces por mes, pasaba todo el día en cama con migraña, insensible al mundo que me rodeaba. Casi a diario, entre estos ataques de migraña, sentía la súbita irri­ tación emocional y la presión de la sangre en las arterias cerebrales que me indicaban que amenazaba la migraña, y tomaba ciertos fármacos para evitar que se produjese. Si

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no tomaba nada, apenas conseguía funcionar con norma­ lidad un día de cada cuatro. El error fisiológico llamado migraña ha sido determinante en mi vida. Cuando tenía 1 5, 1 6 e incluso 2 5 años, solía pensar que podía desemba­ razarme de este error limitándome a negarlo, oponiei;ido la fortaleza de carácter a la química. "¿Padece usted mi­ grañas de vez en cuando? ¿Frecuentemente? ¿Nunca? -pre­ guntaban en todo tipo de cuestionarios-. Marque la casi­ lla que proceda." »Consciente de la trampa, resuelta a conseguir lo que la satisfactoria cumplimentación del cuestionario pudiera proporcionarme (un empleo, una beca, el respeto de la hu­ manidad y la gracia de Dios) marcaba una casilla. "De vez en cuando", mentía. El hecho de que, en realidad, pasase uno o dos días por semana casi inconsciente a causa del dolor me parecía un vergonzoso secreto, una prueba no sólo de una inferioridad química sino de todas mis malas actitudes, desagradables arrebatos de mal humor, errores [ ... ] Porque yo no tenía ningún tumor cerebral ni vista can­ sada ni hipertensión, no padecía ninguna afección, sim­ plemente, tenía migrañas y las migrañas. eran, como sabía todo el mundo que no las padeciese, imaginarias». Este párrafo está claramente concebido para salir al paso de la sospecha de que la narradora sea una enferma imaginaria, como se considera que son quienes padecen migrañas. La elaborada sintaxis y el elegante léxico de Di­ dion demuestran una inteligencia que inclina a pensar que es una persona equilibrada. Sus frases son cultas y el tono firme. ¿Cómo podría alguien que utiliza frases como «el error fisiológico llamado migraña» o «la súbita irritación irracional y la presión de la sangre en las arterias cerebra­ les» ser culpable de padecer una cefalea histérica? Esta narradora mentalmente sana nos dice a continua­ ción que, las personas que padecen migraña, tienen una predisposición genética. Nos da una explicación médica

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muy completa sobre cómo actúa y un detallado párrafo de descripción de cómo se siente una persona bajo los efectos de la migraña, con la misma elegancia sintáctica y termi-· nológica en la que apoya su autoridad: « La química de la migraña [ ... ] parece tener cierta relación con la hormona llamada serotonina, que el cerebro produce de manera na­ tural. La cantidad de serotonina en la sangre disminuye bruscamente al producirse el acceso de migraña, y sólo existe un fármaco que parece tener cierto efecto en la sero­ tonina [ ... ] » Sin embargo, una vez que ha empezado el ataque, nin­ gún fármaco la afecta [ ... ] Cuando estoy bajo los efectos de la migraña, soy capaz de saltarme los semáforos en rojo, perder las llaves de casa, derramar cualquier líquido que lleve, ser incapaz de fijar la vista o de formar frases cohe­ rentes [ ... ] Cuando ataca, ese dolor de cabeza produce es­ tremecimientos, náuseas, sudores, una debilidad que pa­ rece superar los límites de lo soportable. El hecho de que nadie muera de migraña le parece, a quien la esté sufrien­ do, una ambigua bendición». En otras palabras: hay fuerzas que actúan fuera del control de la narradora. De pronto, en mitad de un párrafo, hacia los dos tercios de la extensión del ensayo, encontramos un par de frases que indican un ligero cambio de perspectiva: «Todos aque­ llos que padecemos migrañas no solamente sufrimos por los ataques en sí, sino de esa común convicción de que nos negamos perversamente a curamos tomando un par de as­ pirinas, que nos enfermamos nosotros mismos, que "nos lo provocamos". Y en el sentido más inmediato, en el sen­ tido de por qué tenemos migraña este martes y no el jueves pasado, a menudo así es». ¿A qué equivale esto? A un sim­ ple indicio de complicación. Insidiosamente, el indicio se agiganta hasta convertir­ se en una sólida sospecha: « Y he aprendido a convivir con

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ella, he aprendido a saber cuándo me amenaza, a cómo contrarrestarla, a cómo considerarla si a pesar de todo me ataca, a verla más como a una amiga que a como una hués­ ped indeseable » . ¿Más como a una amiga que como a una huésped inde­ seable? ¿Adónde quiere ir a parar? Por lo visto, el acceso de migraña no es tan azaroso como se nos ha inducido a creer. Existe, por lo visto, un cierto patrón de incidencia; un patrón que no está relacio­ nado con hechos extraordinariamente perturbadores sino más bien con contratiempos corrientes, propios de la vida cotidiana. Se trata de la clase de contratiempos que dispa­ ran alarmas existenciales e inducen a algunas personas a beber, a otras a comer en exceso y a algunas [ . . . ] en fin, a la migraña: « Si se incendia mi casa, me abandona el marido, se producen tiroteos en las calles y cunde el pánico en la banca no reaccionaré con un dolor de cabeza. El dolor de cabeza no me ataca cuando libro una guerra abierta sino una guerrilla con mi propia vida, en semanas llenas de per­ cances hogareños; a causa de haber perdido ropa en la la­ vandería, de haber discutido con la asistenta, de citas anu­ ladas; en esos días en que el teléfono suena demasiado, no me quito el trabajo de encima y me agobio. En días como ésos, mi "amiga" viene sin ser invitada» . Ahora la relación de la narradora con la migraña se ahonda rápidamente. Vemos que, por paradójico que pa­ rezca, para ella la migraña es un analgésico. Aunque, cier­ tamente, el analgésico en sí es horrible. Pero cuando se le impone a la narradora la necesidad de alivio, es propensa a provocarse una clase de angustia para desembarazarse de otra: la angustia de la vida cotidiana. La situación sigue -complicándose. La narradora no sólo está dispuesta a provocar un holocausto en su cerebro sino que ahora nos dice que, en realidad, se complace bas­ tante en el holocausto. De hecho, le viene al pelo: « Cuando

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me ataca [ ... ] ya no la combato. Me echo y dejo que siga su curso. Al principio, toda pequeña aprensión se exagera, toda ansiedad se convierte en un pánico lacerante. Luego viene el dolor, y me concentro sólo en ese dolor. Ésa es jus­ tamente la utilidad de la migraña, radica en esa especie de yoga impuesto, en la concentración en el dolor». La migraña es una purga. Y cuando la purga ha surtido efecto, el mundo parece revivir y la narradora s� siente re­ nacer: «Porque cuando el dolor remite, al cabo de diez o doce horas, todo se esfuma con ese dolor, los ocultos re­ sentimientos y las ansiedades injustificadas. La migraña ha actuado como un diferencial que ha impedido que sal­ ten los fusibles. Y entonces se entra en una agradable y eu­ fórica convalecencia. Abro las ventanas y aspiro el aire fresco, como con apetito y duermo bien. Me fijo en los de­ talles de una flor del jarrón del rellano de la escalera. Y pienso en tod9 lo bueno que tengo». Estas frases finales son tan sencillas como complejas las del principio. Reflejan la postrada apacibilidad que si­ gue a la propia migraña, y el acto de la narradora de ralen­ tizarse interiormente para absorber, sin reservas, el signi­ ficado de lo que realmente se ha propuesto decir. El «ensayo» de Didion acerca de sí misma nos dice algo que todos sabemos que es cierto: que el poder de la ansie­ dad cotidiana es implacable; nos hace actuar contra nues­ tro propio bienestar, y a veces incluso nos induce a coque­ tear con la perversidad, algo que nos avergüenza y que apenas somos capaces de admitir. Y Didion conoce muy bien esta verdad: que la vergüenza es el segundo apellido de su temblorosa personalidad; una vergüenza que condu­ ce a la confesión y a la necesidad de castigo («Y ésa es pre­ cisamente la utilidad de la migraña... »). En este ensayo aplica, a una situadón que parece generada para limitar­ lo, su personal saber, llevando al lector a un viaje por dis­ tintas actitudes, del altanero desentendimiento al defensi-

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vo autoengaño y al reacio reconocimiento, que deshace un nudo emocional tan familiar como el dorso de una mano cubierta por las manchas de la edad.







El sureño Harry Crews, muy dado a la automitificación, escribe novelas y relatos ambientados en la enrarecida cul­ tura de Georgia, de la que procede. En su ensayo «Whi I Live Where I Live», utilizando su propio yo no subrogado para volver a hablar de sus dolorosos sentimientos encon­ trados acerca de su tierra, Crews indaga también en una enorme llaga de la psique común. Asimismo, en este caso el ensayo empieza con una nítida declaración del yo: «Pue­ do salir de donde vivo un par de horas antes del alba y lle­ gar a una desierta franja de arena llamada Crescent Beach, a tiempo de encender fuego, asar un trozo de carne y, al cabo de pocos minutos, echarme boca arriba, beber unos tragos de vodka y masticar un buen pedazo de ternera mientras el sol asoma por el Atlántico (algo sobrecogedor, pero que tiene una belleza mística para un hombre que no ha visto más extensión de agua que una charca hasta bas­ tante mayorcito) y mientras el sol se eleva, echarme enci­ ma de una manta, con el cerebro cantando a causa del vod­ ka y del atracón de ternera, mientras las preciosidades de la Universidad de Florida bajan a la playa en biquini, con sus suaves cuerpos rezumando cremita y la más pura cla­ se de lujuria inocente (que, por supuesto, es la clase más flagrante) bajo la luminosidad del aire. Si todo esto empie­ za a cansar (¿y qué es lo que no empieza a cansar?) puedo dejar la playa e ir hasta el final del muelle, sentarme en el Captain's Table y comer ensalada de palmitos y gambas hervidas calientes, y beber una caña de cerveza mientras el sol que vi asomar por la mañana en el Atlántico se sumerge en el cálido y encalmado golfo de México. Es una manera es-

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tupenda de pasar el uia. Pero eso no es realmente lo que vivo en Gainesville, en el centro norte de Florida». Este párrafo es una maravillosa muestra de agresiva ufanía. La agresividad radica en el ritmo (vigoroso y pro­ longado), en una descarada descripción de los propios apetitos que anuncia «Así soy yo. Lo tomas o lo dejas», que termina con una nota de retórico humor. El lector repara de inmediato en el dejo desafiante de la postura del escri­ tor, y se queda perplejo. ¿A qué viene? ¿Qué puede signifi­ car? Sólo una cosa. La inseguridad domina media obra, en forma de obser­ vaciones provocativas, de turbadas ironías, de tímidas di­ gresiones. En párrafos sucesivos el tono de la voz narrati­ va de Crews sigue siendo desafiante y burlón. Nos dice que no utiliza la biblioteca de la universidad como un erudito sino como_un buscador de pequeñas informaciones (como el aforo de los cines al aire libre de Bakersfield, California, en 1950); que está a veinte minutos andando de sus bares favoritos (lo que le libra de «esa afrenta al Señor llamada coche») y más cerca aún de la casa de una joven que le ha estado hipnotizando desde hace seis años. Pero nada de todo esto, como hace sospechar el desdeñoso final de cada párrafo, es la razón de que viva en Gainesville. Estamos en presencia de un hombre cuya incertidum­ bre se anuncia repetidamente en frases que alternan entre la insolencia («Unos se nacen psicoanalizar y yo me hago hipnotizar») y el titubeo («O, digámoslo de otro modo: cualquier otra persona que no fuese yo pensaría que la ex­ plicación no es satisfactoria»). Sea como fuere, el tono re­ vela la actitud defensiva de un hombre que claramente ne­ cesita incitarse para entrar en materia. Entonces, inesperadamente y en el pleno centro del tex­ to, a mitad de un párrafo, aborda la cuestión. Tras decir­ nos que vive en la ciudad, en una hectárea y media de te­ rreno poblada de pinos, robles y ciruelos, además de todo

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tipo de matas, y que el único espacio libre de vegetación es el estrechísimo sendero que conduce hasta la casa, porque hay muchas cosas que se niega en redondo a hacer en este mundo, y que las tres que encabezan la lista son lavar el co­ che, lustrarse los zapatos y cortar el césped, nos dice que la pared del fondo de la estancia en la que trabaja es de cristal, y « Cuando levanto la vista de la máquina de escri­ bir miro más allá de un enorme laurel, hacia un cañaveral, hasta un arroyo cuyas orillas están densamente pobladas de los helechos más verdes que Dios haya podido crear. Puedo seguir con la imaginación el cauce del arroyo hasta el lugar donde, tras un curso largo y sinuoso, se une al Su­ wannee y luego seguir las oscuras aguas del Suwannee hasta donde se adentra en la casi impenetrable frondosi­ dad de las marismas de Okefenokee. Okefenokee es una palabra de los indios creek que significa "tierra tembloro­ sa", porque la mayoría de los islotes de las marismas, mu­ chos de ellos poblados de centenares de árboles enormes, tan gruesos que sus raíces se entrelazan y entretejen tan tupidamente como una manta, flotan realmente en el agua y cuando un oso negro los cruza todo tiembla» . Ahora las frases s e desdoblan, graves, directas, firmes, desde este largo pasaje lírico que siempre me ha parecido una metáfora del nacimiento, que conduce directamente a un recuerdo sin salvaguardas. El narrador se adentra ple­ namente en su pe:Qsamiento. Prescinde de las ironías y de las digresiones. La necesidad de autoprotección ha desa­ parecido. Ya no teme al lector porque se ha olvidado del lector. Ahora dirá lo que se proponía decir: « Viviendo aquí en el norte de Florida, estoy a poco más de cien millas de donde nací y me crié hasta hacerme hombre. Estoy a la distancia justa del único lugar que ha sido realmente mío para verlo, y lo bastante cerca de las únicas personas por las que sentí un apego más profundo que el propio de los lazos de sangre».

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A partir de ese momento el tono cambia de continuo y lo mismo ocurre con el equilibrio entre la turbación del es­ critor y el libre flujo de su reflexión. Ahora se produce el fe­ nómeno más interesante. La solemnidad y la inseguridad intercambian su lugar. Una se impone a la otra. La insegu­ ridad no ha sido vencida, sólo subordinada. Vuelve la tur­ bación y también la actitud defensiva, pero muy atenua­ das. El escritor está tan volcado en su introspección que aborda sin salvaguardas aquello, tan profundo y sencillo, que le ha costado toda una vida comprender: «Intenté tra­ bajar, es decir, escribir, en Georgia, pero no podía. Incluso en el entorno más favorable (en la granja de mi madre, por ejemplo) todo me desbordaba. Estaba demasiado sumer­ gido en todo, demasiado cerca para poder utilizarlo, para sacar algo en claro. Ni siquiera mi memoria parece funcio­ nar cuando escribo en Georgia. Es como si no pudiese re­ tener ninguna historia en la cabeza. Escribo una página y, al cabo de cinco más, lo que antes he escrito ha empezado a desenfocarse. Si esto es sintomático de un malestar más profundo no quiero saberlo y, desde luego, no quiero en­ tenderlo. »Vivir aquí en Gainesville parece proporcionarme la distancia geográfica y emocional que necesito para escri­ bir. No puedo escribir si me alejo demasiado. En cierta ocasión intenté escribir una novela en Tennessee y, des­ pués de dos meses desastrosos, desistí desesperado. En otra ocasión pasé cuatro meses cerca del lago Placid, en una preciosa casa que me alquiló un amigo, el lugar per­ fecto para escribir; y no hice más que rumiar y mirar a las montañas por la ventana». En otras palabras: si uno no sale de casa, se ahoga; y si se marcha demasiado lejos, le falta oxígeno. El ensayo se convierte en un ejercicio acerca del signi­ ficado y valor de ver cómo un escritor supera el amena­ zante temor a expresar su saber. Sólo lentamente, como en

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la propia vida, Crews ha podido conseguirlo. Haciendo que el ensayo refleje sus dificultades para afrontar lo que le violenta, y aterrado por admitirlo, Crews nos conduce gradualmente a una introspección más profunda: la desga­ na con la que todos llegamos a entendernos a nosotros mismos. En la imitación de esa desgana situamos el valor metafórico de la obra. El modo en que un narrador se es­ cribe a sí mismo es aquello acerca de lo que escribe. Lo uno es un reflejo de lo otro.







El ejemplo más absorbente de los tres ensayos antes cita­ dos, por lo que se refiere a cómo utiliza la no ficción el «otro» en uno mismo, lo encontramos en «T he Courage of Turtles», de Edward Hoagland, una obra de autoexplora­ ción disfrazada de ensayo sobre la naturaleza. No suelo leer ensayos sobre la naturaleza porque apenas los entien­ do. La metáfora siempre se me antoja forzada y la sensibi­ lidad ajena -esa acallada y beatífica «quietud» de la voz narrativa-. Pero «The Courage of Turtles» es una obra del naturalista norteamericano más urbano. Al final de esta obra la «quietud» de Hoagland termina por parecer clara­ mente inquietante. El narrador de este ensayo, un hombre que ronda los cincuenta, creció en el campo y tuvo que ver que sus ado­ rados bosques se convertían en una urbanización. Recuer­ da cómo creció el mundo que le rodeaba a la vez que cre­ cía él, desde un estanque de una hectárea que estaba al otro lado de la carretera a otro más grande, situado a me­ nos de dos kilómetros y a otro con la extensión de un lago, montaña arriba hasta que lo deformaron: «Durante mu­ cho tiempo no aparecieron por allí las inmobiliarias, has­ ta que la sequía de mediados de la década de 1960 [... ] con­ venció a la compañía de aguas local de que [Mud Pond] no

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era una verdadera necesidad como embalse [ ... ]; de modo que abrieron un boquete con los buldózer en el dique, derri­ baron los muros de la presa para llenar el fondo y canali­ zaron el curso de agua como un arroyo inglés para pro­ porcionar una bucólica vista a las casas que se proponían construir. La mayoria de las tortugas pintadas de Mud Pond, inaccesibles cuando tomaban el sol en las rocas, aca­ baron en cajas en los armarios de los chicos en cuestión de días. Las huellas que dejaban en la hojarasca las delataban al vagar desoladas. Los snappers 1 y las pequeñas tortugas lo­ cales,2 que sólo abandonaban el agua una vez al año para poner sus huevos, excavaban en el barro reseco para pasar otra temporada de tiempo cálido, como estaban acostum­ bradas a hacer siempre que el nivel del estanque era muy bajo. Pero en esta ocasión el nivel seria bajo para siempre y el barro se coció encima de ellas enterrándolas lentamente». Así empieza un ensayo cuyo tono apacible es su carac­ terística más sobresaliente. Y en ningún momento la voz narrativa varia este tono, desde el pausado comienzo has­ ta la sorprendente última línea no lo abandona en ningún momento; avanza con suavidad, adensándose bajo una su­ perficie tan uniforme que casi llega a convencer al lector de que el narrador se ha distanciado tanto que parece poco menos que indiferente. Pero más tarde nos enteramos de que, al trasladarse a vivir a la ciudad, decidió que las tor­ tugas representasen á todos los animales que nunca volve­ rían a ser accesibles para él cotidianamente. ¿Por qué las tortugas? Veámoslo: «Las tortugas tosen, eructan, silban, sisean y tienen actitudes sociales. Acercan sus cabezas de un modo bastante amigable, pero luego una hace retroce­ der a la otra tan súbitamente como dos perros que hubie­ sen estado conversando en un tono de voz demasiado bajo 1 . Peces comestibles del golfo de México. (N. del t. ) 2 . Las llamadas musk turtles , del género Sternotherus . (N. del t. )

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para que los presentes los oigan. Se orinan de miedo cuan­ do las atrapan por primera vez, pero se comportan con arrojo y optimismo al tratar de escapar, recorriendo cente­ nares de metros dentro de los límites de su encierro, trans­ portando su pesado y engorroso caparazón sobre sus pa­ tas, cuya posición no puede ser más cruel para caminar. No tienen la sensación de que su lucha sea desigual; siguen avanzando, rolando como espíritus marinos, cabeceantes, vacilantes, como una briosa fuerza de pies marinos, dete­ niéndose de vez en cuando a estudiar la configuración del terreno. Por lo menos para mí, consiguen abarcar al resto del mundo animal. Pueden estirar el cuello como las jira­ fas [ ... ] erguirse [... ] amenazadoras como un hipopótamo [ ... ] ramonear [ ... ] como las vacas [ ... ] Están alerta como los pingüinos y, cuando se ponen de puntillas, su comple­ xión semeja a la de los brontosaurios. Luego se encorvan y arremeten pesadamente como un oso pardo». Los placeres de las crías de las tortugas son extraordi­ narios: a menudo mueren jóvenes, pero mientras viven son «como cachorrillos [ ... ] un puzzle geométrico [ ... ] como piezas arquitectónicas inteligentes, apuntalándose entre sí en diferentes disposiciones, hasta culminar la torre», como esas tortugas wood, 3 que parecen esculpidas, del propio Hoagland, que miran al suelo al pasar con ojos y pico de halcón, atacan como una mangosta, y trepan hasta su re­ gazo para comer pan o huevo duro. Estas descripciones, que contrastan con la distancia­ da voz de Hoagland, son un gozo para el lector. La inten­ sidad con que el narrador observa a las tortugas nos con­ vence de que, oh, sí -¡qué alivio!- al fin y al cabo sí tiene sentimientos, sólo que se siente más cómodo hablando con una voz despojada de emoción (ya saben ustedes cómo suelen expresarse muchos hombres). Pero no cabe 3 . Tortuga mexicana del género Rhinoclemmis . (N. del t. )

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duda de que siente apego por las tortugas, que son su «co­ nexión». De ahí que la obra avance con desenvoltura, y que el tiempo pase (en la ciudad, en el narrador). Al fin, la dis­ quisición sobre Hoagland y las tortugas remite; se consu­ ma a sí misma, por así decirlo, y llegamos a la secuencia final: «Iba caminando por la Primera Avenida cuando re­ paré en un cesto de tortugas vivas frente a una pescadería [ ... ] Miré y me conmovió descubrir que parecían tortugas wood, que son mis favoritas, y compré una. Al llegar a mi apartamento la examiné mejor y me percaté de que en rea­ lidad era una emido, cuyo caparazón semeja las facetas de un brillante, lo que era un mal asunto [ ... ] Bebía con avidez de sediento pero no comía y no tenía ninguna de las cor­ diales y receptivas características de las tortugas wood. Era morosa, de color más pálido y más plana [ ... ] Lo sentí por ella, pero su estática presencia terminó por resultarme exasperante. La llevé, forcejeando dentro 'de una bolsa de papel, por toda la ciudad hasta Morton Street Pier, junto al Hudson [ ... ] Se sorprendió mucho cuando la lancé al agua. Y creo que, por primera vez desde que nos conocíamos, se asustó. Parecía asustada al asomar del agua mirándome desde unos tres metros [ ... ] Entonces me percaté de que debía de haber cometido un error [ ... ] El río era algo salo­ bre pero también muy profundo; el oleaje era demasiado fuerte para ella y estaba subiendo la marea, que la lanza­ ban con el pilotaje bajo el muelle. Comprendí demasiado tarde que no podría nadar hasta una apacible cala de Nue­ va Jersey, aunque supiese en qué dirección debía nadar. Pero como salvo zambullirme para repescarla no podía hacer nada, me alejé». Eso es todo. No hay más. La obra ha llegado adonde quería llegar. La primera vez que leí este ensayo me quedé mirando la última línea pensativa y me dije que, en realidad, trata-

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ha de Hoagland y de las mujeres: «Me la encontré en la ca­ lle. Era justo mi tipo. Me la llevé a casa. Oh. Cometí un error. Una equivocación. Que vaya a bambolearse a otra parte. Pero, ah, cometí otro error. No sabía nadar. Una pena. Pero ¿qué podía yo hacer?». La segunda vez que la leí pensé: «Trata de la pérdida de sensibilidad de todos nosotros a medida que la presencia de la naturaleza se atenúa». La tercera vez pensé que trataba de ambas cosas. Una vez que se absorbe, esa última línea resuena en toda la obra. El lector se percata de que el hombre que está utilizando las tortugas como un símbolo de las relaciones humanas ha estado ahí desde el principio. Nos lo dice con toda claridad: había crecido amando a todos los animales, esperando vivir en armonía con todas los seres vivos. Pero se interpusieron los urbanistas. Y la vida de aquel hábitat había quedado enterrada en el barro. Pero él, igual que la tortuga, había sobrevivido: trío, tranquilo, alerta, con la re­ ceptividad justa para no ser tachado de inhumano. La complejidad de Hoagland, la intensidad de su obser­ vación unida a la elegancia de su retirada, es lo que da a su ensayo su vida interior. Sus contrapuestos sentimientos pro­ porcionan la textura y el dramatismo. Pacientemente, y «apaciblemente» nos conducen hacia la rotundidad del so­ lipsismo. Las tortugas han enseñado al narrador que nada que esté fuera de sí mismo le r�ulta bastante real. Esta metáfora es digna de Thoreau, otro autoexamina­ dor frío y brillante que viaja de un lado para otro del es­ tanque, y que también escapa por los pelos de ser tachado de inhumano.







A veces, en un ensayo, la simple introducción de un yo fracturado se convierte en una tesis, en virtud de la hábil

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insistencia del escritor de que la confesión por sí sola tie­ ne un valor existencial que merece nuestra atención. Sey­ mour Krim es un fervoroso partidario de este recurso. Krim es como una Joan Didion judío. Su obra encama las alegrías y las desdichas que concurren en la organiza­ ción de la propia ansiedad del escritor al escribir. En una nota introductoria que no tiene desperdicio. Phillip Lopa­ te señaló que en la década de 1950 Krim creó un persona­ je escritor de ensayos, «el del neoyorquino por antonoma­ sia: un ducho urbanita, neurótico, ambicioso, que se ríe de sí mismo, maniático a la vez, deprimido o abatido», y a tra­ vés de este personaje construyó una identidad con sus pro­ pias ruinas, sus anhelos y su envidia de aquellos que ha­ bían alcanzado el éxito mundano, muy al estilo de los grandes excéntricos ingleses del siglo XIX, autores de ensa­ yos (Lamb, Hazlitt, etc.) que también crearon ardorosas, dolientes y ensimismadas voces narrativas que nos habla­ ban con vigorosa y prolija facundia. La capacidad de estas voces para materializarse en monólogos que entretienen e instruyen, en lugar de aburrir y cansar, constituye un logro extraordinario. En la época en que Krim escribía, en la década de 1950, la época de El hombre del traje gris y de la generación beat, la suya era una voz imbuida a la vez del anhelo bohemio de liberarse de las cortapisas de la clase media y del malestar psicológico que imposibilitan afirmar la propia voluntad. En sus mejores obras conseguía que su escisión interna pareciese emblemática de una fatal fragmentación de la propia América. El fracaso, tanto el suyo como el del sue­ ño nacional, se convirtió en un tema básico de Krim, a tra­ vés del simple expediente de las incesantes lamentaciones de su propio yo ensoñado y deprimido. Sin embargo, en muchas de sus obras -demasiadas- la noble lamenta­ ción se le escapa de las manos y el texto queda reducido a una desmañada diatriba, tediosa y patética. Pero cuando

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la controla, la obra de Krim se convierte en un deslum­ brante ejemplo de lo que la literatura norteamericana pue­ de aportar en el ámbito del ensayo personal. En «For My Brothers and Sisters in the Failure Business», la domina con un vigor poco frecuente. Veamos unos pasajes de su ensayo: «A los 5 1 años, créa­ se o no, o créase y compadézcaseme, si es usted joven y lis­ to, sigo sin saber de verdad "qué quiero ser". He publicado varios libros serios. Ocupo un par de líneas en el Who s Who in America. Enseño en lo que llaman una universidad respetable. Pero, en esa surtida charcuteiia de mi azotea, estoy tan abierto a cualquier posibilidad aventurada como cuando tenía 13 años, pese a que incluso yo sé que las pro­ babilidades de hacerlas realidad disminuyen con cada la­ tido de mi corazón. »Eso se debe a que soy de América, que debe ser donde se rompe el molde de la incubadora por antonomasia de no saber quién es uno hasta que lo averigua. Yo nunca lo he averiguado, y supongo que el resto de mi vida será una larga búsqueda para dar con mi definitivo yo. No me enga­ ño pensando que esto sólo me ocurre a mí, ni mucho me­ nos, y dudo que llegue el gran día en que logre atrapar con mi mano a mi yo acabado y diga, ya te tengo, felicidades. Me refiero, básicamente, a la expresión de ese yo en el mundo, a la forma que adopta, al perfil con el que vibra, a la "labor" que hace. »A veces podemos pensar que, en la actualidad, todo el mundo vive instalado en la horquilla del principio del pla­ cer, salvo uno mismo. No es usted el único, amigo. Yo es­ toy sometido a las mismas presiones. Pero su trabajo o su papel será lo que en definitiva le permitirá definirse en nuestra sociedad; y los miles y miles de personas que creo que son como yo, son aquellas que nunca han encontrado la piel profesional que encaje en la exuberancia de sus al­ mas. Muchas no la encontrarán nunca. Creo que lo que

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tengo que decir aquí hablará por algunas de sus vidas se­ cretas y por esa otra triste América de la que no se oye ha­ blar mucho. No se trata tanto de una presunción como de una voz llena de cicatrices y estrellas. 4 Yo lo he vivido y, probablemente, lo seguiré viviendo hasta que se me lleven la salchicha. » [ ... ] América fue mi feria a una edad más temprana que para la mayoría, y quería ser todo aquello que me en­ tusiasmaba. Democracia significa también democracia de la vida fantaseada, y no hay policías apostados en los pasi­ llos del cerebro [ ... ] Sin embargo, aquellos de nosotros que nunca lo hemos conseguido, que nos hemos pasado la vida de entusiasmo en entusiasmo, de un nuevo proyecto a otro, incluso de revolución de la personalidad a revolución de la personalidad, también tenemos un secreto [... ] » [ ... ] Nuestro secreto es que seguimos teniendo un an­ helo épico de ser más de lo que somos, de multiplicarnos, de integrar todas las identidades y fantasías que hemos experimentado, sobre todo para seguir experimentando con nuestras vidas durante el trayecto hasta Forest Lawn [ ... ] Permítanme que lo diga con toda claridad: nuestros verdaderos proyectos han sido en última instancia noso­ tros mismos. Es como si hubiésemos interpretado al pie de la letra la horterada del viejo lema "Tierra de oportuni­ dades" y lo hubiésemos asociado a nuestro ser, en lugar de al espacio que nos rodea; como si nos hubiésemos encan­ dilado con el entusiasmo de llegar a ser, incluso con la ilu­ sión de llegar a ser y, de pronto, se nos cayesen los panta­ lones y dejasen ver nuestros calzoncillos sucios y nuestras piernas canijas. La risa duele, créanme, pero no nos detie­ ne por mucho tiempo. Nos "enganchamos" a muy tem­ prana edad. 4. El autor dice li teralmente scars and stars en clara paráfrasis alusiva a la bandera de las bars and stars (barras y estrellas). (N. del t. )

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»[ ... ] Lo que nos une [a mí y a todos los que son como yo] es que nunca supimos encontrar, salvo de modo muy fragmentario, una expresión total, valorada por los demás, con la que poder desembarazamos de los desmesurados y contradictorios deseos que albergamos. El país era dema­ siado rico y desconcertante para renunciar a nada de lo que se nos ofrecía. Fuimos víctimas de nuestra enorme apreciación de todo ello. »[ ... ] Era un anhelo hermoso que cortaba el aliento, por toda la vida que éramos capaces de albergar, capa sobre capa como una barra de helado [ ... ] Eso es lo que esta de­ mocracia fue para nosotros, un enorme supermercado de material humano, en el que podíamos tomar un trozo por aquí y un trozo por allá para formar nuestra personalidad a nuestro gusto, en lugar de conformarnos con lo que se nos dio al principio. » Pero para algunos de nosotros esta encantadora idea fue una tragedia o, por lo menos, una terrible confusión con la que no contamos al principio [ ... ]. »Entonces yo vivía en Europa [ ... ] cuando la sucia pala­ bra norteamericana "fracaso" cruzó el charco y me golpeó donde duele [ ... ]. Puede qu,e nunca haya tenido alternativa, y que hubiese hecho mal cualquier cosa que me hubiese propuesto, pero mi decisión de apuntar alto fue conscien­ te y así se valoraba en esa escala del hombre corriente que viene a decir: "Hazlo o calla la boca" [ ... ] » Pero si en esta sociedad somos unos orgullosos e in­ quisitivos "fracasados" y nos acogemos irónicamente al consuelo de tontos de que somos centenares de miles, es aconsejable y honorable saber lo que nos proponíamos, y por qué somos vulnerables a los golpes de aquellos que, una vez, nos vieron investidos del relumbrón de nuestra vi­ sión y que, en cambio, ahora sólo ven una cama deshecha y unos vasos sucios encima de una desnuda mesa de ma­ dera en un día gris».

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El placer y el provecho de la lectura de esta obra radican en la rica y firme velocidad del lenguaje; un lenguaje que ca­ balga al paso del rápido bobinado hacia adelante de los giros, modismos y jerga norteamericanos, de la sabiduría urbanita del argot que refleja la obsesión por la juventud, tanto la de Krim como la de América. La jerga lingüística siempre se siente joven -en cualquier idioma hace que suba el nivel de la adrenalina- pero en ninguno tanto como en el «america­ no». Incluso su eufonía es joven. Y Krim utiliza esa eufonía como nadie.Veamos de qué modo tan hermoso la utiliza: esa surtida charcutería de mi azotea en la horquilla del principio del placer la exuberancia de sus almas una voz llena de cicatrices y estrellas hasta que se me lleven la salchicha no hay policías apostados en los pasillos del cerebro durante el trayecto hasta Forest Lawn toda la vida que éramos capaces de albergar [ . . . ] capa sobre capa como una barra de helado la sucia palabra norteamericana «fracaso» cruzó el charco y me golpeó donde duele en esa escala del hombre corriente que viene a decir: «Haz­ lo o calla la boca» . [aquellos que ahora ven mi vida como] sólo [ ... ] una cama deshecha y unos vasos sucios encima de una desnuda mesa de madera en un día gris

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Un prosista norteamericano de mediana edad clama con voz eternamente joven: «¡Ya no soy joven!». En este ensayo, en el ritmo y en la estructura de su in­ trospección jergática, apreciamos el movimiento de la pro­ funda inmersión del anhelo de Krim, y el agridulce frena­ zo. Es el hombre que todo lo ve y todo lo comprende, que ha estado por encima de ello, por debajo y alrededor in­ contables veces, y, sin embargo, no consigue aprehender su propia experiencia. Al igual que la propia América, él está obnubilado cotr la «autocreación». Tanto para el hom­ bre como para la cultura, esto se traduce en un anhelo ado­ lescente de que la vida siga llena de vagas promesas. Al igual que los norteamericanos, insiste Krim, sentimos nos­ talgia de la promesa incluso cuando somos jóvenes: como si naciésemos con el romántico impulso de empezar de nuevo. Nuestra literatura está ciertamente saturada de ello, desde Walt Whitman a Raymond Carver. Y aquí está Seymour Krim, como iluminado desde dentro, con su per­ sonaje prosista, como una rica encamación de la propia condición. A través de su voz narrativa, la extraordinaria energía del «fracaso al estilo norteamericano» nos rodea, nos penetra y, desenvuelta y exultante, apunta directamen­ te al corazón.







Mientras leía «For My Brothers and Sisters in the Failure Business», conocí la obra de Jean Améry, un periodista europeo que, en la década de 1960, escribió una serie de notables ensayos sobre el envejecimiento. Améry era un superviviente del Holocausto que después de la guerra se instaló en Bélgica con la intención de escribir. Empezó a trabajar como periodista (por una temporada, pensó él) pero resultó que estuvo veinte años haciendo un trabajo que despreciaba. Luego, ya cincuentón, escribió una me-

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moria de la guerra que tuvo bastante éxito y dejó el perio­ dismo para escribir lo que siempre quiso. Sin embargo, se encontró con que la edad pesaba alarmantemente en su es­ píritu. Envejecer, se dijo, era peor que Auschwitz. El terror del campo de concentración, dijo, no producía tanto «ho­ rror y angustia internos como el del hecho de envejecer». Y el horror y la angustia se convirtieron en su tema. En estos ensayos Améry aborda la minuciosa descrip­ ción de lo que siente, aunque con una frialdad que bordea el nihilismo. La idea consiste en mirar sin parpadear los aspectos más importantes de un estado que sólo puede ser entendido por quien pase por él. Pero Améry se convier­ te en nuestro Marco Polo, que regresa de una tierra extra­ ña a la que todos tendremos que viajar para informarnos de lo que nos aguarda. Y ese informe transmite la certi­ dumbre de una derrota inevitable. Por lo pronto, nos dice, hay que contar con el factor tiempo. Cuando somos jóvenes nos hallamos en el centro del espacio y del tiempo, pero a medida que envejecemos nuestro sentido del espacio desaparece y sólo el tiempo se adensa en nosotros y se convierte, de hecho, en una carac­ terística de la experiencia cotidiana. Pensamos continua­ mente en el tiempo. Luego nos convertimos en extraños para nosotros mis­ mos. Nos miramos al espejo sorprendidos, cuando no alar­ mados, por el rostro qu,e nos devuelve la mirada. Y nunca nos recobramos de esa impresión, que seguirá con noso­ tros día tras día (la gran ironía es que, hasta ese momento, no nos hemos visto realmente con claridad). La naturaleza también nos parece ajena. ¿Quién va a desear contemplar una montaña a la que ya no puede su­ bir?, ¿o nadar en unas aguas que nos niegan la temperatu­ ra conveniente? Peor aún es lo que Améry llama envejecimiento cultu­ ral. Ya no nos sentimos en sintonía con el mundo que nos

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_rqdeé!, Las nuevas tendencias artísticas, en política y en la moda nos dejan perplejos, nos enfurecen o nos incomo­ dan. No podemos ver nuestra propia experiencia reflejada en ellos. Y por ese tenor prosigue Améry. Implacablemente, plantea una repetitiva y despiadada visión de la edad como un castigo de los dioses: «A. [que se mira al espejo todas las mañanas, incapaz de seguir al paso del rostro que le de­ vuelve la mirada]: lo que presencia en su ritual matutino [el cambio en el rostro del espejo] tiene poco o nada que ver con [ ... ] su anterior yo, ni siquiera con el de sus mejo­ res días recientes [ ... ] Puede que el ingrediente más pode­ roso del hastío sea esa alineación de sí misma, esa discre­ pancia entre el yo joven que ha estado con ella a lo largo de los años y el yo de la envejecida mujer del espejo. Pero en el mismo instante le resulta obvio, si persevera frente al es­ pejo y no desvía la mirada [ ... ] que ella [ ... ] está ahora más cerca de sí misma, con su hastío y su íntimo reconoci­ miento, de lo que lo estuvo nunca, y que frente a la imagen del espejo, que ahora es una extraña para ella, está conde­ nada a ser ella misma de un modo cada vez más opresivo [ ... ] Este descubrimiento del encaje entre la alineación de sí misma y de un creciente sentido del yo [ ... ] es la expe­ riencia fundamental de todas aquellas personas que enve­ jecen y que, simplemente, tienen la paciencia de perseve­ rar frente al espejo, capaces de armarse del valor suficiente para no dejarse ahuyentar [... ] que no interiorizan los con­ vencionalismos de los demás ni se someten a ellos [ ... ] Lo que A. está descubriendo es la ambigüedad del envejeci­ miento y en ella se afirma [ ... ] »Somos, de continuo, presa de la ambigüedad entre la alienación y la familiaridad respecto del yo; entre el hastío que nos produce el yo y la búsqueda del yo. Lo primero siempre sofoca inicialmente a lo segundo, en el punto de inflexión en el que el pensamiento se verbaliza: "¿Ése soy

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yo?", se preguntan quienes están hartos de enjevecimiento y hartos de estarlo de esa manera, siempre que se miran al espejo o reparan una y otra vez al caminar, correr o subir por una cuesta que el mundo se está convirtiendo en su ad­ versario, que su cuerpo, que los ha estado transportando a ellos y a su yo, se está convirtiendo en un corpus que les pesa por dentro y que es, en sí mismo, un peso exterior [... ] que en el envejecimiento el cuerpo se hace cada vez más masa y menos energía. Esta masa [ ... ] se erige en resisten­ cia del viejo yo, que ha sido preservado por el tiempo y se ha ido constituyendo en tiempo, como un hostil nuevo ego que nos resulta ajeno y, literalmente, odioso [... ] » El envejecimiento no es "un estado normal" para quien envejece [ ... ] En realidad es prácticamente una enferme­ dad y, desde luego, una forma de sufrimiento de la que no cabe esperanza de recuperación [ ... ] El envejecimiento es una enfermedad incurable y puesto que es una forma de sufrimiento, está sujeto a las mismas leyes fenoménicas que cualquier otra grave penalidad que nos aflija en un de­ terminado estadio de la vida [ ... ] »La ambigüedad que representa la alienación y la fami­ liaridad respecto de uno mismo en el envejecimiento, en la que no podemos olvidar ni por un momento que el envejeci­ miento es una forma de sufrimiento y que lo experimenta­ mos como tal, no consiste sólo en la percepción de nuestro cuerpo como un caparazón mortal que, sin embargo, arrai­ ga cada vez más en nosotros, sino que se manifiesta también en la contradicción de nuestro ego social con todo aquello que se forma a partir de nuestro cuerpo doliente, del ego cor­ poral que es, a la vez, nuestro vestido y lo que vestimos [... ] »La alienación de uno mismo_ se convierte en aliena­ ción del ser, por más fielmente que cumplamos con nues­ tra jornada, hagamos la declaración de la renta o vayamos al dentista. En definitiva, al envejecer el mundo se con­ vierte en nuestra negación [... ]

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»Durante varios años, A. estuvo preocupada por lo que una vez llamó hipersensibilidad respecto del paisaje [ ... ] Concretamente, en la naturaleza se concienciaba más que en la ciudad de que el mundo, que aún poseía como parte de su persona, se había convertido en la negación de esta persona [ ... ] Los demás escalaban montañas, nadaban en los lagos y paseaban por los valles. En cambio ella se sen­ tía rechazada y reducida a sí misma [ ... ] A. interpretó la hostilidad del paisaje como una hostilidad hacia su perso­ na. Y empezó a evitar la naturaleza. Ahora está compleja­ mente alienada de ésta y se retira a donde el desafio del mundo, que ha terminado por ser su negación, ya no la hu­ milla hora tras hora: a su habitación [ ... ] » También podíamos haber dicho perfectamente que ya estamos a punto de ser la negación de nuestro yo; negán­ donos mutuamente día y noche en pleno crepúsculo [ ... ] »En la vida de todo ser humano hay un punto de infle­ xión en el tiempo [ ... ] en el que cada uno descubre que no es más que lo que es. De pronto, nos percatamos de que el mundo ya no nos concede crédito para nuestro futuro, que ya no se digna a vernos en términos de lo que podríamos llegar a ser [ ... ] Descubrimos [ ... ] que somos seres sin po­ tencial. Ya nadie nos pregunta: "¿Qué proyectos tienes?" [ ... ] El envejecimiento, cuyos logros pasaron ya a beneficio de inventario, ha sido condenado. Han perdido aunque ha­ yan ganado, aunque su existencia social [ ... ] tenga una alta consideración en el "mercado de valores". Ya no se con­ templan altibajos en su horizonte». Como hombre que había leído mucho, y que tendía a fi­ losofar, Améry aporta a estos fragmentos la concreción pe­ riodística, la introspección literaria y el análisis de la his­ toria. La voz es seca, paciente, reflexiva y muy europea. Es una voz, de Montaigne a Céline, que hemos oído desde hace cientos de años: una voz de egocéntrico «realismo», de esa clase que se desliza fácilmente hacia lo surreal.

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Estos ensayos se prestan mucho a la polémica. Para al­ gunos su lectura revela un sobrecalentado existencialismo; para otros, la verdad que revelan es muy parcial. Personal­ mente, hay muchas conclusiones que no acaban de con­ vencerme. Yo soy ahora más vieja de lo que lo era Améry cuando escribía y no comparto ninguna de sus conclusio­ nes. Sin embargo, en estos ensayos veo alentar el espíritu de la persona. El negativismo que entrañan es tan intenso, tan insistente que, por lo pronto, me siento penetrada por la fuerza de su visión. El tratamiento de Améry, como el del cinc con ácido, penetra a fondo en la placa de la expe­ riencia. Es como un científico que examinase a través del microscopio una célula a la que no le encontrase sentido, mientras una epidemia mortal lo acechaba por la espalda. Adopta una postura que dudo que yo adopte nunca. Pero eso no me impide advertir su vigorosa presencia, ver cómo mira al vacío. La profundidad de su concentración, pese a la presión a la que se ve sometido, es lo que seduce. Y más que seducir, produce un entusiasmo que resulta sorpren­ dente. Me induce a pararme en seco y pensar. Me hace comprender mejor por qué me ha seducido. Aunque Améry estuviese entonando su medido «noso­ tros» europeo yo no dejo de escuchar el clamor del «yo» de Seymour Krim. Algo vital unía a aquellos dos atípicos auto­ res. Al margen del tumulto interior congénito del nortea­ mericano y de la dramática historia infligida al europeo, todo hombre, al llegar a la mediana edad, parece desborda­ do por la comprensión de no haber hecho el trabajo nece­ sario para conseguir la libertad interior (eso es, por supues­ to, lo que induce a la obsesión de Améry con la edad), el trabajo al que Lawrence se refería cuando dijo: «El hombre sólo es libre cuando hace lo que su yo más profundo desea hacer, y saber lo que desea el yo más profundo, ah, eso exi­ ge ir muy al fondo». Tanto para Krim como para Améry lo básico es que ambos se consideraban a sí mismos un fraca-

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so porque ninguno de ellos, a su juicio, había llegado a sin­ tonizar y comprometerse con su yo más profundo. Eran dos hombres muy alejados por la cultura, la geografía y el enfoque y, sin embargo, ambos se sentían acechados por la incapacidad de afrontar sus propias ansiedades de juven­ tud, por no haber llegado al fondo de sí mismos. De ahí que me impresionase que ambos consiguieron convertir su común aflicción en ensayos muy medidos, sa­ cando de sí mismos un personaje en plena sintonía con el más profundo lugar común de su propia cultura: la preo­ cupación del Krim joven por el éxito, tan norteamericana; y el proustiano ejercicio de Améry sobre «lo perdido» , tan europeo. Ambos prestaron una atención específica a la factualidad de su propia experiencia, al mismo tiempo que la enmarcaban en la fecunda estructura mental de la cul­ tura en la que maduraron. Poco después de leer a Krim y a Améry, leí un par de en­ sayos sobre el matrimonio -también en este caso uno de un norteamericano y otro de un europeo- que me tocaron en la misma fibra sensible. Ambos utilizan una narradora que habla estrictamente para sí misma y, al mismo tiempo, desde un entorno que está en plena armonía con la cultura en la que ha nacido la escritora. En mi opinión, estos ele­ mentos forman un rico compuesto idóneo para ejemplifi­ car lo fecundo que puede ser el arte de la autoimplicación. Lo que sigue no es más que la esencia de ambos ensayos.

For better and worse 5 de Lynn Darling

Me casé hace diez años y salí de casa de mis padres un tó­ rrido día de enero, con un vestido que me hizo mi madre, S. « Para lo mejor y para lo peor. » (N. del t. )

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con la misma alegre ceguera con que un aficionado se lan­ za al «puenting». Tenía 34 años; no era un novia joven pero eso era más o menos normal en mi estrecha franja del mundo: era un producto del boom de natalidad que se produjo entre los últimos años de la Segunda Guerra Mundial y los primeros años sesenta, una profesional liberal, intensamente cen­ trada en mí misma. Las mujeres de mi estrato social no se casaban jóvenes. Cuando nosotras éramos veinteañeras el matrimonio era casi tan informal como un picnic [ . . . ] te­ níamos 20 años [ ... ] Me casé con el hombre que me casé porque me gustaba más la versión que él tenía de mí que la que tenía yo de mí misma. Me casé con él porque lo amaba; porque con él me sentía más real de lo que me había sentido nunca con na­ die [ ... ]; me casé con él porque le gustaba leer a Ford Ma­ dox Ford; porque preparaba unos martinis perfectos, por­ que podíamos pelearnos sin echar la casa abajo; porque se sentía más cómodo siendo hombre que cualquier otro hombre que hubiese conocido; porque asumía las respon­ sabilidades con engañosa facilidad; y porque era capaz de llorar por las penas y alegrias de la gente sencilla. No creo que mis razones para casarme fuesen mejores ni peores que las razones al uso. Tales decisiones penden de un hilo; de un espejismo; de un instante; de la apre­ miante llamada de un corazón tornadizo y errante [ ... ] El primer día de san Valentín después de casarnos mi esposo me regaló toallas de baño. Eran unas toallas rojas, de ésas que se venden de tres en tres al precio de dos, con hilos sueltos y otras taras que las relegan a los estantes de los saldos. Había un arco de Cupido en la bolsa que rega­ laban con la compra. Recuerdo que lloré al desenvolverlas. Estaba furiosa. Las toallas eran una metáfora que desha­ cía todo el encanto, que proclamaba a voz en grito la resig­ nación ante una rutina que se acrecentaba poco a poco. En

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aquel romántico cenit, en aquel hito emocional de nuestra historia, acababa de pillar a mi esposo tristemente en pre­ cario. Pero yo diría que entonces no estábamos realmente casados; seguíamos en una especie de romance de adoles­ centes -en eso de «me quiere, no me quiere»- todavía in­ mersos en el intenso dramatismo y emoción del cortejo y de la pasión, en el que una simple mirada, al pasar, puede desencadenar un súbito peligro emocional. Lo que ya no recuerdo es por qué estaba tan furiosa. Pero debí de hacerme la siguiente composición de lugar: lo he apostado todo a este hombre, y no es lo que pensaba; no es de los que llora al leer a Ford Madox Ford. Me he defi­ nido a mí misma en términos de esta elección, de este hombre, y ésa es la clase de hombre que es: un tipo que te regala toallas. Ahora sonrío al recordar esta anécdota, inscrita en la fase en la que el matrimonio es todavía un espejo que sólo refleja la propia vanidad tan cuidadosamente cultivada como quebradiza. Desde entonces mi esposo me regala toa­ llas todos los años en el día de san Valentín y todos los días de san Valentín me echo a reír. Se ha convertido en par­ te de nuestra mitología. Pero esa risa equivale a un mordaz reconocimiento de cómo han cambiado las cosas, de cómo hemos cambiado ambos, sobre cómo las dos personas que se ríen de esa humorada están indeleblemente manchadas por las mutuas expectativas y desilusiones, por el hecho de que quienes somos es un compuesto de quiénes pudimos ser refractado por la lente de aquel con quien nos casamos. La risa es una venda que cubre los golpes que nos hemos asestado, las cicatrices dejadas por las diversas operacio­ nes que nos hemos practicado mutuamente, por los entu­ siasmos que hemos sofocado para que pudiese emerger una pareja [ ... ] Cuando era soltera equiparaba el matrimonio al nau­ fragio: tu identidad desaparecía, tu intimidad era invadí-

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da, tu yo sumergido. Después de casada, descubrí que es­ taba en lo cierto. Lo que ignoraba era hasta qué punto yo podía ser anfibia [ ... ] Todos los matrimonios son como prendas remendadas. En el matrimonio uno no consigue que todo sea mejor sino sobrellevarlo. Al casarse, Robert Louis Stevenson advirtió: «Has introducido voluntariamente un testigo en tu vida [ ... ] y ya no puedes cerrar el ojo de la mente a lo que te incomo­ de sino afrontarlo y llamar a las cosas por su nombre». Porque, de lo contrario, lo hará ella [ ... ] [ ... ] Hacer el amor con el cónyuge implica una intimi­ dad inigualable. Y sin embargo, la idea de hacer el amor con la misma persona durante el resto de la vida puede ha­ cer que se te encoja el corazón. De modo que, ¿adónde nos conduce esto, aparte de a mirar al techo a las tres de la ma­ drugada o mirarnos el uno al otro sobre los restos del re­ volcón? No lo sé. El matrimonio, cuando funciona, es un misterio hecho de un flujo y reflujo tan complejos, de afec­ to, admiración, crispación, ritual y de una gradual com­ prensión que, siempre y cuando hayamos encontrado a la persona adecuada, no es en absoluto un mal modo de vida. Pero si significa renunciar al ardor y a los primeros besos, resulta poco más que un pequeña muerte. De modo que no queda más que una simple alternativa: la abnegación o la traición, la resignación o el éxtasis, la tierra o el fuego, la esposa o la amante. La mayoría de nosotros optamos por no arriesgarnos a la vez que dejamos abierto el lazo, de manera muy similar a mi perseverancia en no fumar sólo porque pretendo no haber fumado aún mi último cigarrillo [ ... ] Pero entonces llega un domingo por la tarde. Mi espo­ so y yo jugamos al Monopoly con nuestra hija. Los sones de la trompeta de Chet Baker llenan el salón. Yo detestaba el jazz cuando era soltera, pero ahora nuestro matrimonio está impregnado de esa música, de mi nuevo talante y de

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las cosas que he dado en saber, de exasperación y delicade­ za, de la poesía de la rutina, del solaz de la mutua compa­ ñía. Me percato de en cuántos aspectos me salvó mi espo­ so y yo le salvé a él. Los espectrales miembros amputados en la formación de este matrimonio siguen doliendo pero, en ese momento, la pérdida se antoja una parte llevadera del trato. Sólo veo el coraje y la amabilidad que el matri­ monio potencia, no el coste. Me parece que nos da nuestro única oportunidad de ser héroes. Y no quiero que la melo­ día que interpreta Baker termine nunca.

Él y yo

de Natalia Ginzburg Él siempre tiene calor y yo siempre tengo frío. En verano, cuando el calor aprieta de verdad, él no hace más que que­ jarse del calor que tiene. Se irrita si me ve ponerme un jer­ sey por la noche. Él habla varios idiomas bien y yo no hablo ninguno bien [ ... ] Él tiene un excelente sentido de la orientación y yo ca­ rezco de él por completo [ ... ] A él le gusta el teatro, la pintura, la música, sobre todo la música. Yo no entiende nada de música, la pintura no me dice gran cosa y el teatro me aburre. La única cosa que adoro y que entiendo en este mundo es la poesía [ ... ] A él le gusta viajar, ir a exóticas ciudades del extranjero, a los restaurantes. Y a mí me encantaría quedarme siem­ pre en casa. Pese a ello lo acompaño en muchos viajes. Voy con él a los museos, a las iglesias, a la ópera. Incluso asisto con él a conciertos, aunque me duermo [ ... ] Él no es tímido y yo sí. Sin embargo, a veces se cohíbe. Por ejemplo, con un agente de tráfico cuando se le acerca

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al coche con el bloc de multas y el bolígrafo en ristre. En­ tonces se muestra tímido, temeroso de haber cometido una infracción. Y también cuando no cree haber cometido una infrac­ ción. Creo que le tiene respeto a la autoridad establecida. Yo temo a la autoridad establecida, pero él no. Él la respe­ ta. Ésa es la diferencia. Cuando yo veo a un policía acer­ carse para multarme, lo primero que pienso es que me va a llevar a la cárcel. Él no piensa en la cárcel, pero por puro respeto se muestra tímido y educado [ ... ] A él le gustan los tagliatelle, el cordero, las cerezas y el vino tinto. A mi me gusta la minestrone, la sopa de pan, las tortillas y las verduras. Él suele decir que no entiendo nada de comida, que soy como uno de esos orondos monjes que devoran la sopa de verduras en la oscuridad de sus monasterios; en cambio él, oh, el es refinado y tiene un paladar sensible [ ... ] A mí me cuesta una enormidad hacer cualquier cosa; todo lo hago con gran dificultad e inseguridad. Soy muy perezosa y, si quiero terminar algo, me resulta imprescin­ dible pasarme horas echada en el sofá. Él nunca está ocio­ so, siempre está haciendo algo. Cuando va a echarse un rato por la tarde, siempre se lleva pruebas para corregir o un libro lleno de notas. Quiere que vayamos al cine, luego a una presentación, después al teatro, todo el mismo día. En un día consigue hacer -y consigue que haga yo- un montón de cosas diferentes, y vemos con las personas más diversas. Si estoy sola e intento actuar �orno él no logro ha­ cer nada, porque me quedo empantanada toda la tarde allá donde sólo pensaba estar media hora, o porque me pierdo y no consigo encontrar la calle, o porque la persona más aburrida o la que menos hubiese deseado encontrar consi­ gue llevarme al lugar que menos me apetece ir. Si luego le cuento cómo me ha ido la tarde, me dice que ha sido una tarde completamente perdida, se ríe de mí y se

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pone de mal humor; y dice que en cuanto no está conmigo soy una inútil. Yo no sé cómo organizar mi tiempo, él sí [... ] Él sabe bailar y yo no. Yo no sé escribir a máquina y él sí [ ... ] Yo soy muy desordenada. Pero, a medida que me hago mayor, empiezo a echar de menos el orden y, a veces, me da un arranque y ordeno todos los armarios [ ... ] Mi orden y mi desorden están llenos de complejos sentimientos de culpabilidad y de tristeza. En cambio, su desorden es fe­ cundo. Está convencido de que, para una persona estudio­ sa como él, es propio y legítimo tener la mesa del despacho desordenada. Él no me ayuda a superar mis momentos de indecisión, ni mis titubeos a la hora de hacer cualquier cosa, ni mi sen­ timiento de culpabilidad [... ] Y a veces, incluso hace la com­ pra para demostrarme lo rápido que la hace [ ... ] De modo que, más que nunca, tengo la sensación de ha­ cerlo todo mal. Pero si en alguna ocasión reparo en que él ha cometido un error, se lo echo en cara una y otra vez hasta que consigo exasperarlo. A veces puedo ser muy chinchona. Sus arranques de mal humor son imprevisibles y cre­ cen como la espuma de la cerveza. También mis ataques de mal humor son imprevisibles, pero a él se le pasan pronto mientras que, en mí, dejan una incordiante y ruidosa este­ la que imagino muy molesta, como el quejumbroso gemi­ do de una gata. A veces, cuando él se enfurece, me echo a llorar, y en lu­ gar de apaciguarlo y hacer que sienta pena por mí sólo consigo que se enfurezca más. Dice que mis lágrimas no son más que pura comedia, y acaso tenga razón. Porque mientras yo lloro y él sigue furioso, permanezco completa­ mente tranquila. Cuando me siento realmente desgraciada, nunca lloro

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Cuando él era joven, estaba delgado, era apuesto y tenía un buen cuerpo; y no llevaba barba sino un suave y largo bi­ gote. Se parecía al actor Robert Donat. Así era hace veinte años, cuando lo conocí. Recuerdo que solía llevar una ele­ gante camisa de franela estilo escocés. Una tarde me acom­ pañó a la pensión en la que yo vivía. Fuimos paseando por Via Nazionale. Yo ya me sentía vieja, había pasado mucho y cometido muchos errores, y él me parecía un niño, a años luz de mí. No recuerdo de qué hablamos aquella tarde mien­ tras paseábamos por Via Nazionale; supongo que no debió de ser nada importante, y la idea de que pudiésemos llegar a convertirnos en marido y mujer también estaba a años luz de mi pensamiento. Luego perdimos el contacto y, al volver a encontramos, ya no se parecía a Robert Donat sino más bien a Balzac. Seguía con sus camisas de franela que, lleva­ das por él, parecían más bien prendas para una expedición polar. Se había dejado barba y llevaba un ridículo gorro arrugado de lana. Todo su aspecto te hacía pensar en un in­ minente viaje al Polo Norte. Porque, aunque siempre se que­ je del calor, tiene la costumbre de vestirse como si estuviése­ mos rodeados de nieve, de hielo y de osos polares; o se viste como un plantador de cafetales brasileño. El caso es vestir­ se de manera diferente a los demás. Cuando le hablo de aquel paseo por Via Nazionale dice recordarlo, pero sé que miente y que no se acuerda de nada; y a veces me pregunto si fuimos nosotros, aquellas dos personas, hace casi veinte años, las que estábamos en Via Nazionale, dos personas que conversaban tan educa­ damente, mientras se ponía el sol; que charlaban de todo un poco, sobre temas más o menos intrascendentes; dos amigos charlando, dos jóvenes intelectuales que habían ido a pasear; tan jóvenes, tan educados, tan desenfadados, tan prestos a juzgarse mutuamente con amable imparcia­ lidad; tan dispuestos a despedirse para siempre, al poner­ se el sol, en la esquina de la calle.

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Es fácil observar la dife rencia entre estos ensayos. El nor­ teamericano es obra de una periodista que entrevera la ob­ servación social y el testimonio personal, y que proyecta la experiencia de su matrimonio hacia su s coetáneos; una re­ finada voz urbanita impregnada del anhelo de lo que pudo haber sido, en un tono a la vez irónico y lírico. El ensayo de la italiana es el de una novelista que refiere una serie de detalles ( su argumento se apoya en «él hace esto, yo hago lo otro») , en un monocorde tono minimalista, directo y que, aparentemente, no juzga, sino que ahonda en la fac­ tualidad. Pero bajo la ironía y la resabiada nostalgia, el en­ sayo de Darling se aden sa con singu lar solemnidad; y bajo la pose de un desnudo realismo, Ginzburg avanza hacia un final que deja al lector mirando al vacío. En sus párrafos fi­ nales vemos a dos extraños, grabados en la memoria, que tienen poco o nada que ver con las personas en las que «él y yo» se habían convertido; extraños que se habían unido por azar, como también por azar pudieron haberse aleja­ do. Pero no lo hicieron; y de ahí que el azar fraguase en his­ toria y se convirtiese en matrimonio. En ambos casos la autora descubre el misterio de lo que nos resulta familiar. Tras fij ar la mirada en una expe­ riencia acerca de la que todas las personas de este mundo tienen opinión, ella se percata de ser protagonista de un idealizado estado acerca del que alberga muy serias dudas. Y como protagonista, también repara en que es cómpli­ ce. Y esa complicidad es, también en ambos casos, la que centra la atención de la autora y la induce a seguir inda­ gando. Y cuanto más indaga, más se sorprende, y se queda perpleja ante lo que en realidad significa estar casada. En ambos ensayos, la perplejidad es básica en el desarrollo de la obra. Qué extraordinaria es, si bien se mira, esa impe­ riosa necesidad de adaptam os, de racionalizar las mutuas

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concesiones, de sobrellevar una-mezcla de gratitud y anta­ gonismo que nunca podremos disociar, todo con el objeti­ vo de poder ser una pareja. La amplitud de nuestras miras se ensancha a medida que cede la rigidez del doble lazo. Ahora reparamos en que el carácter aleatorio es lo que en ambos ensayos traza la línea de influencia que discurre con vigor bajo la superficie de la prosa; su impacto, la lu­ cha de toda una vida para justificarlo, explicarlo y darle sentido: ¿por qué él?; ¿por qué no el anterior?; ¿o el poste­ rior? Y bajo la aleatoriedad, en el corazón del enjuiciador «yo» de cada ensayo, una tenue pero claramente percepti­ ble irritación en la voz impregna el aire que ambas obras respiran. Esta irritación afecta a todos los matices, a todas las inflexiones, a los más mínimos cambios de tono. Y a través de esa voz el lector oye la primigenia expectativa apenas consciente -que sigue alentando en la perplejidad que subyace en la sofisticación- de llegar a ser uno. Am­ bas obras reflejan la esencia de los personajes; su irrita­ ción y su ansiedad. De no haber leído primero a Darling, después a Ginzburg, y luego de nuevo a Darling, creo que no hubiese visto la profundidad y la complejidad de senti­ mientos que impulsan a ambas obras. Como en el caso de Krim y de Améry, el personaje de una escritora me clarifi­ caba el de la otra, y viceversa. Comprendí que estaba experimentando un placer que me resultaba familiar'en un marco que no lo era: el placer de la lectura en un contexto literario: lo que uno suele sen­ tir al leer poemas o novelas, pero de lo que rara vez suele ser consciente, creo yo, al leer ensayo. En cuanto abrimos un libro de ficción o de poemas, de inmediato surge un paisaje literario en la pantalla de la mente del lector. Tanto los grandes como los pequeños autores se asientan en ese paisaje, muchos de ellos vinculados a un leitmotiv vivido: Colette y el amor erótico; Stendhal y el anhelo mundano; Willa Cather y la vida no vivida. Tanto si leemos un libro

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dominado por la pasión, la política o la callada desespera­ ción y tanto si somos conscientes de ello como si no, más allá del momento de la lectura -o más bien dentro, deba­ jo o por encima- flotan, se ciernen, irrumpen Colette, Stendhal, Cather. Su compañía es el contexto en el que nuestra lectura se enriquece invariablemente. Comprendí que cuando leía a Améry y oía a Krim reso­ nar en mis oídos, empezaba a percatarme de que los ensa­ yos podían ser leídos como los poemas o las novelas, en el mismo tipo de contexto, ése que ensancha la r.elación en­ tre la vida y la literatura. Pese a Tolstoi, Flaubert y H. G.Wells nunca volveré a pensar en el matrimonio sin pen­ sar en Lynn Darling y en Natalia Ginzburg. ■





«Él y yo» es más un ensayo que una memoria, porque la autora se utiliza como personaje para explorar un tema distinto del de sí misma: en este caso, el matrimonio. De haber sido una memoria, el enfoque habría sido inverso. Ginzburg habría utilizado el matrimonio precisamente para explorarse, iluminarse, definirse a sí misma. Ésa ha­ bría sido su intención. Su simple intención, podríamos añadir. Un perfecto puente entre el ensayo y la memoria es «Notes of Native Son», de James Baldwin, una obra en la que el escritor toma un profundo aliento, inhala la expe­ riencia de sí mismo en el mundo, que luego exhala a través de un punto de vista de intencionalidad tan compleja que la intersección entre el yo y el mundo es de una armonía casi perfecta: sin que uno sea utilizado a expensas del otro, de tal manera que se explora el tema y se persigue la auto­ definición al mismo tiempo. Los párrafos iniciales del fa­ moso ensayo de Baldwin ilustran perfectamente lo que quiero decir: «El 29 de julio de 1943 murió mi padre. Y

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aquel mismo día, unas horas después, nació su último hijo. A lo largo del mes anterior, mientras concentrábamos todas nuestras energías en aguardar estos acontecimien­ tos, se produjeron, en Detroit, algunos de los más san­ grientos disturbios raciales del siglo. Horas después del fu­ neral de mi padre, mientras se hallaba de cuerpo presente en la capilla de la funeraria, estallaron disturbios raciales en Harlem. En la mañana del 3 de agosto, llevamos a mi padre al cementerio pasando frente a las lunas destroza­ das de los escaparates [ ... ] »No había llegado a conocerlo muy bien [a mi padre]. Nos llevábamos mal, en parte porque, cada uno a su modo, pecábamos de ser obstinadamente orgullosos [... ] Él había vivido y muerto con una insoportable amargura de espíri­ tu y me asustaba, mientras lo conducíamos al cementerio a través de las asoladas calles, percatarme de lo poderosa y desbordante que aquella amargura podía ser, y compren­ der que ahora aquélla era mi amargura». Lo que _tenemos aquí es un narrador que nos va a refe­ rir la historia de la mañana del 3 de agosto de 1943 -Har­ lem en plena Segunda Guerra Mundial- exactamente tal como él la percibió, creando un logrado retrato que conce­ de igual peso a su paisaje de infancia en la América negra y a las figuras concretas que lo poblaban. Hace aflorar esta complejidad con tal maestría que consigue que veamos a través de sus ojos. Lo v,emos y lo sentimos todo tal como él lo vio y lo sintió entonces; lo entendemos tal como él aho­ ra lo entiende. Para lograr este bicéfalo punto de vista -el de su propio yo y el de la negritud, con la que tanto se iden­ tifica- debe urdir una trama, una trama que empieza con el hombre en el féretro, el adusto padre predicador que, se­ gún se nos dice, era un hombre apuesto: «Apuesto, orgu­ lloso y recrecido por dentro "como un uñero", dijo alguien [ ... ] Podía resultar escalofriante en el púlpito, indescripti­ blemente cruel en su vida personal y era, sin duda, el hom-

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bre más amargo que he conocido nunca; y sin embargo, hay que reconocer que había algo más en él, enterrado en él, que era lo que le confería su tremenda energía e, inclu­ so, un encanto demoledor. Creo que tenía algo que ver con el hecho de ser negro (era muy negro), con su negritud y con su belleza, y con el hecho de saber que era negro pero que ignoraba que era hermoso [ ... ] [todo esto] a veces aflo­ raba en su rostro cuando intentaba, aunque sin ningún éxito, que yo supiese, sintonizar con cualquiera de noso­ tros [ ... ] En todos aquellos años no recuerdo que alguno de sus hijos se alegrase de verlo volver a casa». El aislamiento interior del padre se hace extensivo al mundo: «Prodigó una enorme energía y consiguió, para nuestra desdicha, un éxito nada desdeñable en mantener­ nos alejados de la gente que nos rodeaba, personas que ce­ lebraban fiestas desmadradas que escuchábamos cuando debíamos estar durmiendo, personas que maldecían, bebían y sacaban navajas en la avenida Lenox [... ] [En cuanto a los blancos, innecesario es decirlo] hacían cualquier cosa para humillar a los negros [... ] Lo mejor era tener el menor trato posible con ellos». Baldwin detestaba y se dolía de la soledad del padre; lo consideraba equivocado respecto al mundo -el mundo no podía ser tan malo-, y optó por experimentarlo por sí mis­ mo en un lugar libre de su deformante influencia. El día que cumplió 18 años salió de Harlem por primera vez y fue a trabajar a una fábrica de armamento de Nueva Jersey, y entonces, para su horror, vio el mundo de los blancos de ma­ nera muy similar a como lo vivió su padre: «Aquel año [.. . ] vive en mi mente como si fuese el año durante el que [ ... ] por primera vez contraje alguna espantosa y crónica enferme­ dad, cuyos persistentes síntomas son una especie de fiebre ciega, un terrible dolor de cabeza y un horrible ardor de es­ tómago. Una vez se contrae esta enfermedad, a uno nunca deja de preocuparle, porque la fiebre puede atacar en cual-

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quier momento sin previo aviso. Puede destrozar cosas más importantes que las relaciones raciales. No hay ningún ne­ gro que no tenga esa rabia en la sangre. Y no cabe más al­ ternativa que sobrellevarlo conscientemente o rendirse a ello. En cuanto a mí, esta fiebre me ha atacado recurrente­ mente, me sigue atacando, y me atacará hasta el día de mi muerte. »[ .. . ] [Aquel año] sólo vi clara una cosa: que mi vida, mi verdadera vida, estaba en peligro, y no a causa de lo que los demás pudiesen hacer sino del odio que yo albergaba en mi corazón». A medida que avanza el verano de 1943, la familia Bald­ win entra en un período de horrible espera: la inminente muerte del padre y el último parto. El narrador ve que el mundo que le rodea también se halla en tensa espera: « Todo Harlem parecía estar infestado por el virus de la es­ pera. Nunca lo había visto con una calma tan explosiva [ ... ] Nunca había sido tan consciente de la presencia de la poli­ cía [ ... ] por todas partes [ ... ] ni de los corrillos. Estaban en los portales, en los porches, en las esquinas. Creo que lo más sorprendente era que no parecían estar hablando [ ... ] y la abigarrada diversidad de la gente que formaba esos grupos [ ... ] orondas, respetables y beatas matronas de pie en los portales o en las esquinas con el pelo recogido, jun­ to a una chica con vestido de percal y la cara marcada por la ginebra y la navaja; tipos fornidos, toscos y estúpidos, junto a los más indeseables y fanáticos agitadores; y a esos mismos agitadores junto a delincuentes callejeros, y a és­ tos junto a las beatas [ ... ] Se palpaba que, increíblemente, todos habían tenido la misma visión, y en cada rostro pa­ recía haber la misma extraña y amarga sombra». Aquello que todos habían visto era el sufrimiento del que habían oído hablar por las cartas que llegaban a Har­ lem, de amigos y parientes enviados a campamentos de instrucción del ejército en el sur. Y lo que ahora todo el

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mundo sentía en la calle era una enorme impotencia, uni­ da a «ese pánico que difícilmente se puede dominar cuan­ do uno sabe que no puede estar junto a un ser querido que se halla en peligro». Tan lacerante era esa sensación (acer­ ca de los soldados negros que estaban en los campamentos del sur) que la mayoría de la gente, aquel verano en la ave­ nida Lenox, experimentó «un curioso alivio al saber que sus muchachos embarcaban desde el sur para combatir en ultramar [ ... ] [como si] la parte más peligrosa de un peli­ groso viaje ya hubiese pasado y [... ] ahora, aunque encon­ trasen la muerte, la encontrarían con honor y sin la com­ plicidad de sus compatriotas. Tal muerte sería, dicho en pocas palabras, un hecho que uno podía llegar a asimilar y soportar». El párrafo siguiente empieza así: «Fue el 28 de julio, que creo que era miércoles, cuando visité a mi padre du­ rante su enfermedad y por última vez en su vida. En cuan­ to lo vi, supe por qué había estado demorando tanto aque­ lla visita. Yo le había dicho a mi madre que no quería verlo porque lo odiaba. Pero no era cierto. Era sólo que lo había odiado y quería aferrarme a este odio». La singular introspección de este ensayo queda, pues, establecida en estos términos: ellos nos odian y nosotros nos odiamos. Las cartas que llegan desde los campamentos de instrucción del sur; los disturbios de Detroit; los corrí� llos en las esquinas; el padre del narrador que agoniza solo, con «aquella insoportable amargura de espíritu». A través de nuestras fibras más sensibles comprendemos que todo es uno y lo mismo, definido por su interrelación. Y bien: ¿dónde deja esto al narrador? ¿En odiar a los blancos y en desearles la muerte a todos? Por supuesto que no. «Para odiar de verdad a los blancos --comenta luego-­ uno tiene que despojarse de tantas cosas de la mente (y del corazón) que eso mismo se convierte en un actitud agota­ dora y autodestructiva. Pero, por otro lado, eso no signifi-

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ca que sea fácil amarlos: el mundo de los blancos es dema­ siado poderoso, demasiado ufano, demasiado proclive a humillar gratuitamente y, por encima de todo, demasiado ignorante e inocente pese a ello. Uno se ve forzado a hacer continuos juicios de valor y las propias reacciones entran en una contradicción que hace que se anulen entre sí. Y esto es, realmente, lo que ha enfurecido a tantos, blancos o ne­ gros.» En este punto sentimos intensamente la alienación in­ herente al racismo, y vemos con claridad que nuestro na­ rrador no tiene intención de perder la cabeza. Por el con­ trario, ha estado escribiendo para aclarar sus ideas: para que su mente funcione; para que influya. Entretejida con este apasionado testimonio, con un sentido de la factuali­ dad muy propio del novelista, se halla la polémica que el mejor Baldwin mantendría consigo mismo en sus obras a lo largo de los años venideros: «Empezaba a parecer que uno iba a tener que albergar en la mente para siempre dos ideas aparentemente contrapuestas: primero la acepta­ ción, la aceptación, totalmente libre de rencor, de la vida tal como es, y de los hombres tal como son [ ... ] La otra idea tenía una fuerza semejante: que, a lo largo de la vida, nun­ ca tenía que aceptar estas injusticias como algo corriente, sino que debía combatirlas con denuedo. Pero como esta lucha se origina en el corazón, tenía que aplicarme para mantener mi corazón libre de odio y de desesperación. Esta intimidación me encogía el ánimo, ahora que mi pa­ dre era irrecuperable, y deseaba que hubiese estado a mi lado para poder buscar en su rostro las respuestas que ahora sólo podría darme el futuro». · Esa ingeniosa dinámica que Baldwin desplegaba en «Notes of a Native Son», un vaivén entre el nosotros y el ellos, entre el blanco y el negro que alentaba en sí mismo, la consiguió activar con los grandes bloques del edificio de su pensamiento, así como en la propia estructura de sus

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frases. Dentro de la elástica tensión de esta estructura fra­ seológica, Baldwin descubrió que podía ser todo aquello que tuviese que ser: racional, humano y sanguinario, todo al mismo tiempo. Y no por nosotros sino por él. Al final de «Notes of a Native Son», cuando Baldwin dice que se siente empantanado entre dos ideas contra­ puestas, reparamos en que aquello de lo que habla es una carga para la civilización: ser civilizado. También nos per­ catamos de que ésta es la verdadera preocupación del en­ sayo y que se refleja en el mismo: en el notable equilibrio de su tono, su férreo control de la retórica, la ausencia de sentimentalismo. A medida que escribe, el narrador se convierte en aquello que escribe: se está autocivilizando. Su tono porta el mensaje; más que portarlo, se convierte en el mensaje. El tono del narrador es, de hecho, el verda­ dero tema de la obra. Los ensayos «Shooting an Elephant» de Orwell y «No­ tes of a Native Son» de Baldwin tienen una poderosa ca­ racterística común. Ambos abordan la cuestión de la raza, ambos entretejen continuamente lo personal y lo político, y ambos están dominados por una voz asesina que dice la verdad: el narrador se utiliza a sí mismo para demostrar que nadie está libre de los deshumanizadores efectos del racismo. Al mismo tiempo, en ninguno de los dos ensayos el texto se ve sometido a las emociones que realmente im­ pulsan a éste. Asimismo, Orwell, que redacta párrafo tras párrafo con una medida prosa, y analiza y comenta de ma­ nera que el texto refleje una y otra vez el calor de una reac­ ción controlada, domina el relato a través de la clara y civi­ lizadora voz que asumía sin titubeos, en la que «civilizar» era la palabra clave. Igual que en otros ensayos escritos en primera persona, aquí la historia es la significación que el escritor extrae de su participación en la situación. Pero en estos ensayos el equilibrio entre el mundo y el yo va m4s allá de la equipa-

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ración para volcar al narrador a indagar profundamente en su ip terior. Tanto en «Notes of a Native Son» como en «Shooting an Elephant» la prosa está impregnada de una rara profundidad de indagación sobre el yo. Y esta profun­ didad de indagación conduce la narración en primera per­ sona desde el ensayo a la memoria.

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Hace treinta años, quienes creían tener una historia que contar escribían una novel a. En l a actual idad escriben una memoria. La urgencia parece ll evar aparejada en nuestros días l a idea de un rel ato tomado directamente de l a vida, en l ugar de un rel ato compuesto por l a imaginación al margen de la vida. Para muchos, este fenómeno resul ta desconcertante. En todas partes, autores y l ectores se preguntan: ¿por qué una memoria? ¿Y por qué ahora? ¿Qué ha ocurrido en l as úl timas décadas que justifique ese cl aro cambio de interés, de un género a otro, que está rebasando el impul so común, siempre vivo en todas l as épocas, de model ar l a propia expe­ riencia a través de l a l iteratura ? ¿Qué significa ese cambio? ¿Cuánto dur ará ? ¿Hasta dónde puede ll egar? Las preguntas son re tóricas y l as resp uestas estrictamente es pecul ativas. Pero daré mi propia interpretación sobre por qué ahora domina l a memoria. Por l o pronto, el modernismo ha agotado su curso y nos ha despojado de l os placeres de l a narrativa: la l ectura te­ mática se ha hecho opresiva. Desde hace muchos años nuestras novel as han sido todo voz: una voz que nos habl a desde el interior de su propio espacio emocional , sin an­ cl aje en l a trama ni en l a circunstancia. Por supuesto esta voz nos ha refe rido la historia de n uestro tiempo - de vi-

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das subterráneas, atrapadas en la interioridad- con sufi­ ciente eficacia como para extraer significación y crear lite­ ratura. También ha canalizado el impulso narrativo subya­ cente. Ese impulso, contar una historia rica en contexto, con una situación dinámica, inyectada de acontecimientos y perspectiva, es tan fuerte en los seres humanos como la necesidad de comer y respirar: puede ser sofocada pero nunca destruida. A medida que avanzaba el siglo xx, y el sonido de la voz por sí solo se hacía menos atrayente -sus introspecciones repetitivas y su sabiduría tediosa- el anhelo narrativo vol­ vió a intensificarse, afirmando la más vieja reivindicación del corazól-1: del lector, y cuya precariedad debe ser inter­ pretada efl\!a literalidad de la reciente vuelta al «relato». ¿Qué podía ser más literal que «La historia de mi vida» que ahora cuentan todo hombre y toda mujer? Al mismo tiempo que el poder de la voz por sí solo se tambaleaba, una era de cultura de masas, paradójicamen­ te muy influida por el modernismo, ha emergido a una es­ cala sin parangón en la historia y, en la actualidad, millo­ nes de personas se consideran poseídas del derecho a afirmar la importancia del testimonio de su vida. Una vida importante es, por definición, una vida sobre la que uno reflexiona, una vida a la que uno trata de dar sentido. y acerca de la que quiere dar testimonio. Esta época se ca­ racteriza por una necesidad de dar testimonio. En todas partes del mundo, hombres y mujeres alzan su voz para contar su historia, impulsadas por la actual creencia co­ mún de que nuestra propia vida es significativa. Y en todas partes los movimientos pro derechos civiles y la cultura «psicoterapéutica» en general, se han visto inducidos a ali­ mentar esta creencia. Sólo en este país, cuarenta años de política liberacionista han producido un asombroso cau­ dal de testimonios de mujeres, negros y homosexuales. Y tras la estela de la interpretación política han llegado las

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resonantes respuesta de vidas enmarcadas en el prosaico caos: alcohol, violencia doméstica, desorden sexual, mor­ talidad infantil. Y, por lo visto, esto también es significati­ vo. En ello también hay una historijl que contar, una catás­ trofe que referir, una memoria que escribir. Pero la memoria no es testimonio ni fábula ni trans­ cripción analítica. Una memoria es una obra de sostenida prosa narrativa controlada por una idea del yo obligado de extraer de la materia prima de la vida un relato que mode­ le la experiencia, transforme los acontecimientos y proyec­ te sabiduría. En una memoria la veracidad no se logra a través de una retahíla de hechos reales, sino cuando el lec­ tor se convence de que el autor se esfuerza por comprome­ terse e identificarse con la experiencia que aborda. Lo que importa no es lo que le haya ocurrido al autor; lo que im­ porta es el amplio sentido que el escritor sea capaz de ex­ traer de lo ocurrido. Y para eso se requiere imaginación li­ teraria. Como dijo en cierta ocasión V. S. Pritchett acerca del género: «Todo radica en el arte. Vivir no otorga recono­ cimiento». La idea del yo -del yo que controla la memoria- sur­ ge casi siempre a través de una conciencia vaga que sólo muy lentamente se clarifica en la mente del escritor, e in­ tensifica su vigor y su definición a medida que el relato avanza. En una mala memoria, la línea de clarificación se queda en algo confuso, t-itubeante, indiferenciado. En una buena memoria, se convierte en el principio organizador, en aquello que aporta forma y textura, impulsa el relato y la dirección y unidad de propósito. La cuestión que clara­ mente se plantea en toda memoria ejemplar es «¿Quién soy yo? ¿Quién es exactamente este «yo» al que remite la significación de esta historia sacada directamente de la vida? Y a esa cuestión debe remitirse el autor de una me­ moria; no con una respuesta, sino con una profunda inda­ gación.

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Cuando Rousseau observa: «Sólo puedo escribir acerca de mí mismo y este yo que poseo, apenas sé en qué consis­ te», está diciendo al lector: «Iré en pos de ese yo en tu pre­ sencia. Escribiré un relato vivido tal como creo que ocurrió. Juntos veremos lo que significa y ambos descubriremos, a medida que escriba, ese yo sobre el que indago». Y ése fue el principio de una memoria tal como la conocemos. El «yo» que Rousseau tenía en la mente ha experimen­ tado grandes cambios de definición pero, durante más de un siglo, se ha parecido mucho a lo que Willa Cather aún pudo llamar en la década de 1930 «el inviolable yo», con lo que quiso decir que había un núcleo central en cuya com­ pañía respiramos con libertad, con el que no nos sentimos aislados ni exiliados ni deformados; algo que llamamos nuestro verdadero yo. Se trata de un yo que no puede ser explicado ni iluminado en términos de desastres genéricos (ventiscas, ceguera, incesto, drogadicción) ni de la contin­ gencia de lacras políticas (clases, raza, sexo). Se trata del yo al que se referían los existencialistas al hablar de llegar a ser el yo que en nuestra época llamamos auténtico. (La memoria moderna sostiene que la modelada presen­ tación de nuestra propia vida sólo tiene valor para el lector imparcial si escenifica y reflexiona suficientemente sobre la experiencia de «llegar a ser» : se propone detectar el mo­ vimiento interno, sin el dudoso recurso de que te digan quién eres a través de circunstancias contingentes, hacia la claridad que identifica con precisión los impulsos del yo que Cather llama inviolable.juna memoria de principios del siglo xx que aborda con brillantez esta tarea es Father and Son , de Edmund Gosse. Gosse nació en Londres en 1849, hijo de Emily y de Phi­ lip Gosse, miembros de los Hermanos de Plymouth, una secta fundamentalista cristiana de fanática severidad. Al nacer, fue consagrado por sus padres «al servicio del Se­ ñor». Sin embargo, se convertiría en un crítico literario de

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prodigiosa fecundidad e influencia, y en un ávido escala­ dor social que gustaba de vivir a tope la vida urbana. Ya cincuentón, fue nombrado miemJ:>ro de la Royal Society of Literature y obtuvo distinciones en el extranjero y en su país. Dos años antes de su muerte fue nombrado caballe­ ro. Pero la obra por la que Gosse recibió tantas compensa­ ciones durante su vida estaba destinada a perecer con él. Después de su muerte, dejó de interesar a un mundo re­ fractario al victorianismo que la dominaba. En 1907, cuando tenía 58 años, Gosse publicó Father and Son, la memoria con la que ganó la posteridad. Desde el principio, este libro fue considerado notable. Inespera­ damente, Gosse había producido un híbrido enmarcado en fraseología victoriana pero regido por la voz veraz del nuevo siglo. A su manera, consiguió lo que Hijos y amantes cuando se publicó en 1913, seis años después. La extraordi­ naria novela de Lawrence explotó en la conciencia con­ temporánea con un tratamiento abiertamente modernista de lo que significa -lo que realmente significa- pasar la infancia forcejeando para comprender lo que él llamaba «el yo más profundo» (es decir, el yo liberado de las atadu­ ras de los convencionalismos), a la vez que empieza a com­ prender que las limitaciones están eróticamente ligadas a un progenitor vital (en este caso, como es bien sabido, la madre). Aunque Gosse no fuese Lawrence, ni por tempera­ mento ni por misión, . también dotó de una maravillosa complejidad a su propia historia inicial con un retrato de las relaciones paterno-filiales de carácter inequívocamen­ te romántico. La historia que Gosse nos cuenta empieza con un padre (un prestigioso biólogo marino) y una madre (un escritora de tratados religiosos con bastante talento) cuya mutua devoción consiste en la lectura de la Biblia. Juntos rezan, leen y hablan de las Sagradas Escrituras durante todo el día: no porque deban hacerlo sino porque les gusta. El

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compañerismo de Philip y Emily es inusualmente fuerte. El hogar es aburrido y el ambiente austero pero, dentro de ese contexto, los padres viven en armonía entre sí y con su hijo. Pese a lo lastrada que está por su renuncia al mundo, la vida en el hogar de los Gosse no es en absoluto desgra­ ciada. Cuando Edmund tiene 7 años su madre contrae cáncer y muere. El padre llora amargamente su pérdida, descon­ solado y sumido en la oración. Su dolor destroza el corazón del niño. La tristeza y el aislamiento se ahondan en el ho­ gar, pero también la sintonía entre el impresionable niño y el sensible padre. Un sombrío pathos los envuelve. En su aflicción y confusión, ambos se aferran el uno al otro. Un año después, Philip Gosse y su hijo se trasladan a un pueblo remoto de la costa de Devon, donde Philip se con­ vierte en el líder de los Hermanos locales. Un año tras otro, a la edad de 1 O años, bajo la amable pero implacable pre­ sión de la voluntad mesiánica de su padre, Edmund es bautizado públicamente y se convierte en niño predicador en la iglesia. No haber accedido habría sido causar a su pa­ dre una congoja que el pequeño Edmund no hubiese podi­ do soportar. Sin embargo, bajo la aquiescencia se ha ido fraguando una resistencia, una resistencia que él apenas puede ver­ balizar. Lo único que sabe es que rezar le hastía; que ama la poesía de la liturgia pero no sus deducciones; que le atraen los relatos bíblicos pero no sus conclusiones mora­ les; que en la iglesia se aburre y se distrae. Él no se siente Dios (lo desea pero no se siente Dios). Lo que sí siente, y cada vez con mayor fuerza, es un creciente amor al len­ guaje y a la narrativa: el lenguaje de la imaginación, el re­ lato de las emociones humanas ocultas en la prosa. Dicho en pocas palabras, está descubriendo en sí mismo al hom­ bre de letras que llegará a ser, y lo descubre sin amigos, sin conversación, sin experiencia del mundo. Solo, en el seno

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del silencioso abrazo de su inexpresado pensamiento, a través del notable compañerismo que encuentra en su cre­ ciente propia conciencia, Gosse descubre un yo cuyas exi­ gencias lo van desbordando lentamente.' Éstos son los dos factores más importantes que organi­ zan la prosa: el descubrimiento de Edmund. de su propia conciencia y el poderoso vínculo entre él y su fanático pa­ dre. Ambos quedan situados bastante al principio de la obra; el primero mediante una de las más vigorosas des­ cripciones de la literatura inglesa acerca del descubri­ miento de la vida interior. Una mañana, cuando tenía 6 años, nos dice, él y su madre estaban solos en la estancia cuando entró su padre y les contó algo que había ocurrido en la calle: «Yo estaba de pie en la alfombra, mirándole y cuando lo explicó, recuerdo que me di rápidamente la vuelta, muy violento, y miré al fuego. Sufrí un shock como si me hubiese alcanzado un rayo, porque lo que mi padre acababa de decir "no era cierto". Mi madre y yo, que pre­ senciamos el banal incidente, sabíamos que no había ocu­ rrido exactamente como se lo habían contado a mi padre. Y así se lo dijo mi madre amablemente, y él aceptó la co­ rrección. Nada podía ser más banal para mis padres, pero para mí marcó un hito». Un par de semanas después, Ed­ mund estropea una parte del jardín de su padre y se perca­ ta de que su culpabilidad va a pasar inadvertida: «Mi padre, como una deidad, como una fuerza natural de inmenso prestigio, descendió ante mis ojos a nivel humano. En el futuro, sus afirmaciones acerca de todas las cosas no ten­ dría por qué aceptarlas implícitamente». El niño se ve arrojado a un torbellino interior. Si papá no lo sabe todo, se dice, ¿qué sabe entonces? ¿Y qué va a hacer uno con lo que sabe? ¿Cómo va uno a decidir qué creer y qué no creer? En medio de esta confusión, repara de pronto en que habla consigo mismo: «De todos los pen­ samientos que acudieron a mi tosco y poco desarrollado

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cerebro en aquella crisis, lo más curioso fue haber encon­ trado un compañero y un confidente en mí mismo. Había en este mundo un secreto que me pertenecía, a mí y a al­ guien más que vivía en mi interior. Éramos dos, y podía­ mos hablar. Es difícil definir impresiones tan rudimenta­ rias, pero lo cierto es que el sentido de mi individualidad se presentó de pronto, claramente ante mí, en esta forma dual, y es igualmente cierto que fue un gran alivio encon­ trar un simpatizante en mi propio pecho». A lo largo de aquel año, el niño que se comunicaba con­ sigo mismo se convirtió en el único amigo de su desolado padre. Y aquí está el segundo factor que Gosse sitúa: « Cuan­ do ahora me retrotraigo a aquella época trágica, mi cora­ zón sangra por él [ ... ] Mi madre, en sus últimas horas, me prometió que iba a pasar a través de una puerta hacia un mundo de luz, en el que un día nos reuniríamos con ella [ ... ] Él tenía una confianza absoluta en esa perspectiva, pero ni siquiera eso lograba contrarrestar su melancolía. Era consciente de la tristeza y de la soledad de su estado, y de lo mucho que me afectaba. Creo que entonces su cora­ zón se volcaba hacia mí con infinita ternura. A veces, cuando el crepúsculo empezaba a asomar por la ventana de su estudio y ya no podía ver bien en las profundidades de su microscopio, me hacía en silencio una seña para que me acercase y me estrechaba entre sus brazos. Yo solía al­ zar la vista hacia él, paciente e inquisitivamente, mientras se le llenaban los ojos de lágrimas. Mi entrenamiento me había conferido una capacidad de silencio sobrenatural, y podíamos permanecer así, sin decir una palabra ni mover­ nos, hasta que la oscuridad llenaba la estancia. Luego, ba­ jábamos de la mano lentamente a la sala de estar, donde encontrábamos la lámpara encendida y reparábamos en que nuestra melancólica vigilia se había terminado. Dudo que en ninguna otra época de nuestras vidas mi padre y yo estuviésemos tan unidos como en el verano de 1857. Y sin

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embargo, rara vez hablábamos de lo que alentaba con tan­ ta calidez y fragancia entre ambos» . El lector se percata de varias cosas a la vez. La voluntad del padre es opresiva pero el padre en sí mismo no es opre­ sivo; el ambiente es asfixiante, pero el niño no se asfixia; la atmósfera emocional es cerrada y el espacio limitador, pero siempre, desde el principio, queda suficiente espacio para que el niño explore en su interior y trate de desentra­ ñar las cosas. Este ambiente y este espacio los crea el flujo regular del tierno afecto del padre. La ternura resulta asombrosa. Aquí tenemos a un hom­ bre sin imaginación ni verdadera inteligencia (en la «crisis» daiwiniana, Philip Gosse cometió la insensatez de escribir un libro en el que sostenía que Dios había puesto a los fósi­ les en las rocas), un hombre consagrado a una doctrina tan asfixiante como excluyente, resuelto a que la vida de su hijo fuese un calco de la suya; y sin embargo abraza al niño para prodigarle la inagotable solidaridad de su corazón. Este pa­ dre nunca deja a su hijo al margen de la situación; ni cuan­ do muere la esposa ni cuando sufre pública humillación in­ telectual, ni tampoco cuando se preocupa por el dinero, la salvación o las torpezas de los Hermanos. En todo momen­ to estrecha a su hijo entre sus brazos. Gosse recrea esta cir­ cunstancia interior con gran vigor, para que comprenda­ mos lo mucho que hay en juego; para que entendamos la magnitud del reto de tt;ner que terminar por decirle a aquel hombre: «Yo no soy tú. Sea yo lo que sea, no soy tú». La magnitud del reto es la historia; el resto es situación. Que este hijo deba llegar a ser él mismo luchando no con­ tra un progenitor obstinado y ensimismado (aunque lo sea), sino contra uno lleno de una tierna preocupación (que también alberga) que, por sí sola, proporciona al niño la capacidad de afirmarse: esto es lo que se pretende que el lector capte; ésta es la sabiduría del n�rrador. Ser uno mis­ mo exige traicionar el amor.

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La actitud solidaria con que Gosse entra en el espíritu de la vida de su padre es el gran logro del libro; es lo que, en última instancia, le permite adentrarse · en sí mismo. Desde el principio, la memoria está impregnada de elo­ cuentes descripciones de aquello frente a lo que terminará por definirse: la devoción y el fervor del padre en la ora­ ción, su apasionada preocupación por las Sagradas Profe­ cías, el éxtasis en que se sume en sus sermones, la absolu­ tez del camino religioso, su inequívoca profundidad de carácter. Paralelamente discurre la evidencia del yo que se diso­ cia lentamente a través del ilícito descubrimiento de la lite­ ratura. Obligado a leer la Epístola a los Hebreos, el niño se ve espoleado o atraído por la misteriosa belleza del lengua­ je; al tener que estudiar latín capta el asombroso placer de la voz de Virgilio; cuando le regalan un relato de aventuras, sin otro objeto que aumentar sus conocimientos de geogra­ fía, se siente casi aturdido por la apasionante narración de Tom Cringle Log; cuando descubre a Shakespeare y a los poetas románticos, ya no los abandona. La literatura hace regulares incursiones en el muchacho, que no tarda en ren­ dir tributo a su asociación con «mi innato y persistente yo. Pese a mi docilidad y solicitud, siempre fui consciente de la profundísima característica que aprendí a captar en mis primeros años [ ... ] la existencia de esos dos en mi fuero in­ terno, que podían hablar entre sí en inviolable secreto». Al final de esta memoria no llegamos a saberlo todo acerca de Edmund Gosse, ni muchísimo menos -del Gos­ se esteta victoriano y del literario hombre de mundo, no sabemos nada-. Solamente sabemos una cosa: qué signi­ ficó para él ser hijo de su padre; es decir, conocemos al hom­ bre que refiere la lucha y el valor del disociante yo: el hombre que nos habla.

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Escrit o sólo veint e años después, Daughter of Earth, deA g­ nes Smedley, pulsa una t ecla t ot alment e dist int a en la es­ cala del «llegar a ser» , en la que la escrit ora describe un est a­ do vit al cruelment e host il a la sola idea de un yo int erior, más o menos pleno o fragment ario, y lo hace a t ravés de un na­ rrador cuya voz se convert irá en un doloroso eco del sin­ sent ido que la aut ora nos document a. Por encima de t odo es una voz plenament e ident ificada con la cult ura de la que pro cede: «Lo que yo escribo no es una obra est ét ica, crea­ da para que el lect or pueda pasar una hora agradable, ni una sinfonía para levant ar el ánimo, p� ra elevarlo por en­ cima de la rut ina de la realidad. Es la hist oria de una vida, escrit a en la desesperación[ . . . ] Escribo sobre las alegr ías y t rist ezas de los humildes[ . . . ] Llevo viviendo t reint a años, y durant e esos años he bebido de los pozos de la amargura [ . . . ] A veces [ . . . ] morir me hubiese parecido algo hermoso. Pero pert enezco a esos que no mueren por la est ét ica. Per­ t enezco a los que mueren por ot ras causas: vencidos por la pobreza, víct imas de la riqueza y el poder, luchadores por una gran causa. Pocos de nosot ros morimos desesperados por el dolor o desilusionados del amor, pero para la mayo­ ría de nosot ros " el t erremot o no hizo sino revelarnos nue­ vas fuent es". Porque pert enece mos a la t ierra y nuest ra lu­ cha es la lucha de la t ierra [ . . . ]» . A sí empieza una obra magist ral de t osco est ilo; cruda, ar dient e, direct a; de µn ágenes desnudas queforman un pa­ norama que es ant e t odo un primer plano, sin perspect iva y sin márgenes. La prot agonist a de Daughter of Earth se desplaza por un paisaje desolado, en el que la vida int erior es una avanzadilla y ella una persona que debe hacerse a sí misma con el barro de los escombros humanos. A gnes Smedley nació en 1892 en Missouri, en el seno de una familia pobre e ignorant e, campesinos que t rabajaban la t ierra de sol a sol, siempre a merced de las sequías, los t ornados y las malas cosechas. El padre era un hombre

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«con el alma y la imaginación de un vagabundo»; apuesto, inquieto, «cuentista». Su madre fue de una belleza fugaz, porque el duro trabajo en el campo como esposa de un campesino hizo que a los 30 pareciese vieja. A los pocos años de su unión, el matrimonio se enzarzaba a menudo en enconadas peleas. Él quería prosperar, hacer dinero, vi­ vir: « Sólo tenía tres o cuatro días de fiesta al año. El resto debía seguir el triste curso del arado [ . . . ] descalzo, trope­ zando con los terrones. Quería poder llevar zapatos todo el año». La madre le replica con acritud, le dice que no per­ severa en nada, que siempre se está quejando, contando patrañas y cantando en lugar de trabajar. Las disputas se enconan cada vez más. Él maldice, ella llora; él sale de la cocina con cajas destempladas y ella se queda mirando a la mesa: « Pero él acabó saliéndose con la suya, porque nos marchamos de allí. Y a partir de ese mo­ mento nos desarraigamos de la tierra y empezamos una vida errante, buscando el éxito, la felicidad y la riqueza que siempre resultaban estar un poco más allá, fuera de nuestro alcance. A partir de entonces reparé en el dicho: "Siempre creemos que la felicidad está donde no esta,, mos ». La familia se convierte en parte de la masa de desclasa­ dos del siglo XIX que fluye sin cesar hacia el Oeste, en aque­ lla asombrosa migración nacional que levantó el país por medio del incansable trabajo de leñadores, mineros y ca­ mioneros, rudos, caóticos y listillos, siempre a merced de quienes tenían el poder económico. Como miles y miles de hombres, el padre de Smedley era un perdedor sin espe­ ranza, un ignorante, un asustado fanfarrón, indefenso ante un mundo que no podía comprender, y mucho menos vencer. Con el tiempo deja de cantar y de contar patrañas; se convierte en un hombre pendenciero y borracho que pega a su mujer: « Sus lágrimas [ . . . ] ¡cómo amargaron mi vida!».

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Los Smedley no dejaron de ir de un sitio a otro durante la infancia de la autora... Kansas, Missouri, Colorado... de un campamento minero a otro... siempre trabajando como burros, siempre engañados, siempre sobreviviendo. «La existencia sólo significaba trabajo, dormir, comer lo que se podía y cuando se podía, y parir. Los hombres tenían una sola diversión: ir al saloon ; las mujeres ninguna. Un libro era una extravagancia; un periódico una rareza. Leer era un goce reservado a los ricos. » Cuando unos mineros se declararon en huelga la igno­ rancia se reveló más desesperada que la ira: «Todo el mun­ do estaba resentido, pero bajamos la cabeza y aguardamos a que pasasen los huelguistas y al final obedecimos a aque­ llos que nos pagaban el salario y que, por lo tanto, nos con­ cedían el derecho a la existencia. Decíamos "sí, señor" y "gracias, señor" porque sabíamos que era necesario [ ... ] Han pasado demasiados años desde entonces, demasiadas tormentas se han abatido sobre mi vida, para poder recor­ dar plenamente la profundidad de nuestra ignorancia. A menudo, en años posteriores, al oír el latiguillo "la gente tiene lo que se merece" pensaba en la estrechez en que vi­ vimos nosotros. "Merecer" es el verbo que quienes poseen utilizan como arma contra aquellos a quienes desposeen. La oscuridad de la ignorancia [ ... ] ¡quién va a entender lo que eso significa a menos de haberlo vivido! Quienes ha­ blan de la "gente que lo merece" son los más ignorantes. Porque el mundo del saber estaba muy alejado de noso­ tros; y nosotros, en nuestra estrechez, reaccionábamos en lugar de pensar » . El capitalismo es el inconfundible enemigo de aquellas gentes de Las uvas de la ira. Sin embargo, pese a lo terrible que es la vida para todos, tanto para los hombres como para las mujeres, la joven se percata muy pronto de que, para las mujeres, es una verdadera esclavitud. Ser independiente, respetable y, a la vez, mujer es claramente un imposible: el

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futuro sólo puede reservarle el matrimonio o la prostitu­ ción. A los 12 años, Agnes pensaba que la prostitución de­ bía de ser mejor que el matrimonio: «Cuando no iba al co­ legio, los sábados y los domingos, ayudaba a las vecinas a lavar los platos o la ropa, a hacer recados y a traer leña o carbón [ ... ] Trabajé para una recién casada que había tra­ bajado en una lavandería [ ... ] y se ganaba la vida. Pero, una vez casada, su marido le dijo que su esposa no podía tra­ bajar ¡de ninguna manera! Y la obligó a dejar su vida acti­ va e independiente, para vivir en una casa de tres habita­ ciones en la que yo hacía casi todo el trabajo cuando no iba al colegio [ ... ] »A las pocas semanas de casarse, Gladys y su esposo empezaron a pelearse. Las vecinas los escuchaban desde detrás de las persianas bajadas. Cuando ella se les quejaba, como hacían las mujeres de puertas para afuera, todas pa­ recían estar de acuerdo en que una mujer tenía que "obe­ decer" a 5.U esposo. Esto me sublevaba y las odiaba y des­ preciaba a todas por ello». Gladys anhela volver al trabajo pero su esposo dice que tendrá que pasar por encima de su cadáver. «De modo que Gladys no volvió a trabajar. Pasaron me­ ses y las vecinas sonreían [ ... ] porque, además, ahora Gladys estaba "esperando". Y las peleas con su esposo pro­ seguían. Se decían tales cosas que las tengo grabadas en mi memoria como con una daga. » "Devuélveme la ropa que te he comprado", le gritó él un día. » " ¡ Maldita sea, ¡sabes que te quiero! ", clamó ella baña­ da en lágrimas, porque era consciente de que ahora no po­ dría volver a trabajar aunque quisiera. » Dos mujeres del patio contiguo los oyeron y se echa­ ron a reír. Así se le bajarían los humos. Pero yo no reí. Aquellas palabras me produjeron tal congoja que ni siquie­ ra fui capaz de repetirlas en casa. Desde entonces, sólo una

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vez he sido capaz de repetirlas: cuando intenté detectar la fuente de mi odio al matrimonio y del asco que me produ­ cen las mujeres casadas. Aquellas dos frases resumen en mi mente la verdadera posición de marido y mujer en la re­ lación matrimonial». La implacable dureza de esta voz es la característica distintiva de Dau ghter of Earth. Es la voz de la joven que cruzará Colorado, Oklahoma y Arizona sola, siguiendo adelante a través del frío, el hambre y el peligro con un re­ vólver oculto en la ropa, teniéndoselas tiesas con los hom­ bres que la acosan, hasta llegar a Nueva York en donde, en los años previos a la Primera Guerra Mundial, se convier­ te en profesora, periodista y seguidora de los movimientos feministas, albergando un intenso odio -al «sistema» y a la desesperación por haber nacido mujer- persistente, que arde con igual intensidad al final que al principio. En sus propias palabras: «Me he convertido en un chica dura, desagradecida y antipática, pero es del único modo que sé afrontar las cosas». Ahí radica la cruda fuerza y la obvia li­ mitación en la voz de la verdadera narradora de Daughter of Earth (sin contar con la elocuencia de lo que calla). Respecto a lo que Smedley nunca se sincera es acerca de sí misma y del sexo. Es una mujer ardiente, y se odia por ello. Y ese odio hace que se revuelva contra los demás. Ni una sola vez admite el impulso sexual que alienta en ella, sino que siempre e.s un hombre (o sea, «una bestia» ) la causa de sus recurrentes «desastres». A los 19 años conoce a un hombre culto, dado a una utópica visión del amor como compañerismo, que se ena­ mora perdidamente de ella y le suplica que se case con él. Ella accede y justo porque se siente sexualmente atraída por su esposo, empieza a abusar de él. El matrimonio fra­ casa. Posteriormente, en Nueva York ella se afilia a un mo­ vimiento pro independencia de los indios. Los hombres del movimiento (los primeros seguidores de Gandhi) la

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acogen con cordialidad, gratitud y recelo. Muy a su pesar, se siente atraída por uno de ellos, un apuesto y burlón con­ quistador. Y cuando la corteja, ella sucumbe... y luego le insulta. La descripción de la seducción resulta sorpren­ dente, porque vemos con claridad su consentimiento, pero no la oímos más que despotricar contra la ruindad, la ba­ jeza moral y la tosca rudeza del indio. Posteriormente se casa con el Nelson Mandela de los indios, un hombre apa­ cible, inteligente y recto, y le miente acerca de su relación con su camarada (así como acerca de todos los demás con los que se ha acostado). También este matrimonio fracasa. Smedley sigue sin lograr ver hasta qué punto su propia ira y sus argucias contribuyen a la locura que se apodera de ella y de su esposo. Y sin �mbargo sufre -¡cómo sufre!- a causa del sexo. El castigo y el anhelo están siempre reconcomiéndola. El temor y el anhelo que siente y los reproches que se hace -la incapacidad para aceptar o renunciar- constituyen la esen­ cia del personaje de Daughter of Earth y la fragua de la me­ moria. Jo que salva al libro del didactismo es precisamen­ te la conflictiva complejidad de la relación de la narradora consigo misma. Pero aunque cerrada, dura y defensiva, la narradora deja que lo veamos todo, y el texto se adentra en una verdad en la que la falta de sinceridad de la narradora respecto de sí misma es un ingrediente vital. Lo que aquí tenemos es un Gorki norteamericano: un relato de odio, a los demás y a sí misma, referido con el tos­ co estilo de la narración oral, con una elocuencia tanto más poderosa cuanto más carente de matices y plagada de argucias. Obsesionada por los ingredientes, demasiado simplistas, de su incalificable estado, Smedley logra trans­ mitir un abandono de nítidas proporciones. De haber sido una escritora de mayor envergadura, habría podido hacer que la clase social y el sexo gravitasen en un relato de la de­ privación original: del irremediable daño interno, freudia-

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no y mítico. Pero nacida en el seno de aquellos que viven y mueren alienados de toda idea del yo, ha escrito un libro que constituye una magistral evocación de cómo se siente una persona tan desheredada, condenada a la singular so­ ledad del individualismo estadounidense.







Desde Father and Son y Daughter of Earth a The Duke of De­ ception asistimos al extraordinario avance en el siglo pasa­ do de la memoria del «llegar a ser». Escrita a finales de los años setenta del siglo xx, The Duke of Deception es una me­ moria cuyo autor, Geoffrey Wolff, no es ni un e-reyente en un yo inviolable necesitado de liberación ni un hombre que, desde un primitivismo poético, sólo porfíe por afir­ mar que su yo es inviolable. Se trata, más bien, de un hom­ bre que se propone documentar lo que el narrador de toda obra de la literatura del siglo XX ha tenido tantas dificulta­ des en demostrar: que la labor consiste en familiarizarse con el extraño que vive en nosotros, aquel que contesta cuando nos llaman; especialmente cuando nos llama nues­ tro padre, si somos niños y nosotros quienes nos aferra­ mos a él desde nuestro primer aliento, aquel a cuya ima­ gen y semejanza creemos estar hechos. The Duke of Deception es una lograda demostración de lo que se propone un escritor cuando se dispone a escribir acerca de su padre como acerca de un colega psicológico, y lo hace tan bien que, desde la descripción inicial, consi­ gue que la íntima conexión entre quien habla y aquel de quien nos habla parezca emblemática: «Mi padre, que se llamaba Duke, me enseñó a hacer muchas cosas y buena educación; me enseñó a disparar, a conducir deprisa, a leer con respeto, a boxear, a manejar una embarcación y a dis­ tinguir entre el buen jazz y el mal jazz [ ... ] Sus normas no eran nuevas, pero eran rígidas, eran las reglas del decoro

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que prescribió Hemingway. Un caballero debía cumplir su palabra, y valorar la sencillez; un caballero medía sus pa­ labras con tanto cuidado como elegía a sus amigos. Un ca­ ballero aceptaba la responsabilidad de sus actos y celebraba la libertad de comportarse sin ambigüedades. Un caballero era un devoto de la precisión y la meticulosidad; la vida no era más que un inventario de pequeñas opciones que, juntas, formaban el carácter de un hombre. Un caballero era eso, y no aquello; un hombre hacía tal cosa y no tal otra, decía tales cosas y no tales otras. »Sin embargo, la autenticidad que mi padre trataba de inculcarme tenía miga. Había estudiado en el selecto in­ ternado de Groton y en Yale. No le importaba reconocer que lo eligieron para ingresar en los Bones, 1 y recuerdo su satisfacción cuando Levi Jackson, el capitán negro del equipo de rugby de Yale en 1948, fue honrado de manera similar por aquella sociedad secreta. Se enorgullecía de la secta Skull and Bones2 por la acogida que dispensaba a todo lo exótico. Pero, a veces, torcía el gesto al pronunciar el nombre de pila semítico de Jackson, y yo notaba que su tolerancia hacia los judíos no era total. No obstante, nun­ ca lo oí expresarse de una manera fanática, y la primera de la media docena de veces que me pegó fue por haberle lla­ mado spaghetti 3 al hijo de un vecino [ ... ] »Aunque la preocupación de Duke por el linaje era rela­ tiva, eso no lo hacía desentenderse de su ascendencia. Sabía 1 . Miembro de la secta secreta Skull and Bones. Véase nota 2 . 2 . L a secta más importante d e todas las existentes en Yale y en el país. (N. del t. ) 3 . En realidad el térm ino del original inglés es guinea, término despec­ tivo e insultante de la jerga norteamericana para referirse a los i talianos que, en español . no tiene un equivalente tan duro y que sólo se aproxima al spa­ ghetti, más risueña y burlona que ofensiva, sin duda porque la animosidad de ciertos círculos norteamericanos contra los italianos no existe en el ámbito del español. Para una ampliación sobre el término guinea, véase el dicciona­ rio de slang, de Tony Thorne, Bloomsbury Publishing, Londres. (N. del t. )

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de dónde procedía y hacia adónde quería orientarme a mí. Y me dio una palpable prueba de ello: un sello de oro que todavía llevo, grabado con leones, flora y el lema nulla ves­ tigium retrorsit ("No mires atrás", me dijo que significaba). » Después d�Yale -de la promoción de finales de los años veinte o primeros de los treinta- mi padre recorrió el país, viviendo a lo grande en Nueva York entre ex com­ pañeros del internado y de la facultad; fue piloto de prue­ bas y se casó con mi madre, hija de un contraalmirante. Yo nací un año después de que se casaran, en 19 3 7, y tres años más tarde mi padre fue a Inglaterra como piloto de com­ bate con la escuadrilla Eagle, un grupo de voluntarios nor­ teamericanos integrados en la RAF. Posteriormente, fue destinado a un cuerpo del servicio de inteligencia militar (OSS), y [ ... ] poco antes del desembarco de Normandía fue lanzado en paracaídas en la región [ ... ] » Toda una historia para un miembro de los Bones . Lo malo es que la historia no era cierta. Mi padre era un artista de la patraña. Ciertamente estuvo en muchos internados, a cual más descontento con el joven Duke, pero ninguno de esos internados fue el de Groton. Tampoco estudió en Yale, y cuando en cierta ocasión salió de una estancia al oír mencionar a la Skull and Bones, lo comprendí, y él com­ prendió que yo lo había comprendido. Como no lo admití­ an en ningún cuerpo del ejército a causa del pésimo estado de su dentadura, se hizo extraer y sustituir varias piezas, pero tanto en los ejércitos de tierra, mar y aire como en el cuerpo de guardacostas siguieron pensando que no era un candidato adecuado. El anillo que yo llevo lo hizo de acuer­ do con sus instrucciones un joyero cuyo taller estaba a dos manzanas del drugstore Schwab de Hollywood, y, además, nunca se lo pagó. El lema, grabado al revés para que se le­ yese del derecho en el lacre, está escrito en latín macarró­ nico y, en realidad, significa "no dejes rastro", pero mi pa­ dre no me creyó cuando se lo dije.

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» Mi padre era judío. Y como eso no le parecía muy con­ veniente se propuso rehacer su historia, empezar de cero, recrearse. Hasta poco antes de su muerte fue básicamente un estafador. Y aunque ahora a mí me parezca que su ver­ dadera historia es más sorprendente e interesante que su historia falseada, a él no se lo parecía. Como no podía di­ gerir su realidad, creó sus propias circunstancias y se mos­ tró indiferente a las consecuencias de su descarada patra­ ña [ . . . ] Porque algunas consecuencias fueron terribles, para otras personas y para él». Arthur Wolff nació en 1 907 en Hartford, Connecticut. Hijo de un acaudalado médico, fue un niño inteligente, querido y consentido; y en algún momento debió de sufrir un trauma que le hizo andar permanentemente a la greña con la obligación de ir por el mundo ateniéndose a las re­ glas del mismo. O sea, con la obligación de ganarse la vida; de conseguir lo mejor después de ganárselo. La resistencia a abrirnos camino es un denominador común de los humanos -todos nos dolemos de tener que hacernos mayores- pero de uno u otro modo, salvo en ca­ sos de recalcitrante delincuencia, la mayoría termina por aceptar esta exigencia. Arthur Wolff no fue capaz de acep­ tarla. Su compulsiva rebeldía a sujetarse a toda disciplina dominaba su psique. Nunca hubo nada ni nadie capaz de garantizarse su lealtad. La necesidad de tener lo mejor sin ganárselo, determinó todos sus actos hasta el día de su muerte. Se pasó la vida consiguiendo empleos a base de mentir sobre su experiencia; comprando coches, ropa y aparatos que no podía pagar; viviendo a lo grande pero sin cinco; abandonando una casa, un hotel o una finca en plena no­ che. Pero durante su exultante y audaz juventud siempre conseguía caer de pie. Una prodigiosa mezcla de encanto, inteligencia y talento innatos se alió con la temeridad de su enfermizo descaro y generó una auténtica impostura. Una

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y otra vez «las empresas lo ponían de patitas en la calle, hartas de sus deudas, de su arrogancia o de su insubordi­ nación; nunca lo echaron por incompetente». Esta mezcla, su talento innato, su insensato modo de conseguir lo que quería y su implacabilidad emocional, se­ dujo al niño que crecía abarcado por su halo. Introdujo en su sistema neivioso una inyección de entusiasmo y ansie­ dad que, inevitablemente, condicionó su formación. Esta contraposición dota al libro de complejidad, se entreteje en la prosa y aporta colorido a cada anécdota y giro de los acontecimientos, a todo atisbo de esperanza o de laceran­ te decepción. La calidad de The Duke of Deception se basa, como su­ cede en Father and Son, en la abarcadora y rica mirada que el hijo narrador dirige hacia la extravagancia emocional de su singular padre. Estamos también ante un relato de ini­ ciación a la experiencia, bajo la influencia de un hombre atenazado por sus dependencias psicológicas: ser un artis­ ta del fraude es algo tan compulsivo para Arthur Wolff como rezar cinco veces al día lo es para Philip Gosse, y también aquí vemos que la influencia se convierte en el ca­ mino real para el hombre que recuerda. Pero el talento que subyace en esta creencia radica en que nos permite ver hasta qué punto el narrador se convierte en su padre, en lu­ gar de porfiar por separ�e de él. Desde temprana edad, también Geoffrey imita el aspec­ to y el estilo de los ricos e influyentes. También desde muy joven aprende los nombres de todas las cosas emblemáti­ cas: barcos, coches, colegios; vinos, ropas, raquetas de te­ nis, y también es proclive al fraude; le encanta conseguirlo todo a cambio de nada. También siente el devastador vacío que, indefectiblemente, sigue a la obstinada búsqueda de la gratificación inmediata, lo que se quiere aquí y ahora, cueste lo que cueste. Esta pertinaz actitud sobrecoge tanto como el vacío que provoca.

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Cuando Geoffrey tenía 10 años: «Estaba colado por la hija del trapero, Margaret, que no me correspondía [ ... ] Era alta, inteligente, digna, reservada [... ] Soñaba con que viniese a cenar a casa y se quedase allí para siempre [ ... ] » Duke me escuchaba cuando le hablaba de Margaret Dean, y me daba buenos consejos [ ... ] Y, como todo aquel que pide consejo acerca del amor, yo no seguí los de mi pa­ dre. Acosé a Margaret con notas anónimas, y luego con otras que sí firmé, declarándole mi amor. Le amargué sus años del instituto. Una vez, me rozó al pasar cuando iba a almorzar y me dijo sólo estas dos palabras: "Por favor" . 4 Yo tergiversé el significado y estuve radiante todo el día. Por la noche la telefoneé [ ... ] Pero me colgó al oírme farfullar mi nombre. Luego le envié una nota. » "Ayer me dijiste 'por favor'. Te quiero." » Y en aquella ocasión sí hubo nota de respuesta: "Quise decir que, por favor, me dejases tranquila. No me gustas". »[ ... ] Por Navidad, cuando estábamos en quinto, urdí un plan. Como de costumbre me dieron 25 dólares para comprar regalos [ ... ] Y aquel año no les compré nada a mis padres ni a mi hermano. Me parecía que mi plan para con­ quistar a Margaret Dean no podía fallar. El plan consistía en hacer dos regalos, uno corriente y el otro de los que im­ presionan. El primero era un par de guantes para mi ado­ rada. Como me costaron 2 dólares me quedaron 23, que gasté en un juego de química de lo mejorcito [ ... ] No era para mí, ni para nadie de mi curso, ni para nadie con quien hubiese intercambiado siquiera una palabra. Era para el chico más majo de sexto, el más guapo y atlético y el que gozaba de más simpatías, Walter "Walky " Dean. 4. El please del i nglés, tiene, aparte del sabido, un valor de aceptac ión o aquiescencia, muy especialmente en el trato social (si te ofrecen una taza de té nunca hay que decir « gracias » , porque te quedas sin té, sino «yes, please,, o, por el isión habi tual , s i mplemente «please ,, . Es necesario explicarlo por­ que, de lo contrario, el malentendido no tiene sen tido) . (N. del t. )

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»El último día de clase antes de las vacaciones, duran­ te la fiesta que se celebraba siempre ese día, le di a Mar­ garet los guantes. Pero ella, sin leer ni siquiera la tarjeta [ ... ] tiró el paquetito a la basura. Me dolió pero no me sor­ prendió. Entonces fui hasta el fondo del pasillo, a la clase de sexto de la señorita Graves, y dejé la pesada caja con su lujoso envoltorio encima de la mesa de Walter Dean y dije: "Toma. Quiero a tu hermana. Ayúdame a que me quiera . » . El día de Navidad por la mañana «me dejaron levantar antes de amanecer para abrir los regalos y me observaron. Y creo que fue grotesco. Yo estaba entusiasmado, rasgan­ do el envoltorio del sexto paquete antes de terminar de de­ senvolver el quinto». Entre los regalos que le hicieron ha­ bía un juego de química. «Me regalaron lo mismo que yo le regalé a Walky Dean. Seguramente mi padre quiso de­ cirme algo con ello o, simplemente, hacer que me sintiese mejor. También me regalaron una cometa flexible, y aque­ lla mañana fui a elevarla a Braggart's Hill, que estaba com­ pletamente helado. Mientras maniobraba, me dio por apo­ yar la lengua en la barra de dirección que sujetaba con las manos. Se me pegó la lengua y al despegarla me sangró tanto que me tuvieron que llevar al doctor Von Glaun. » Años después, este incidente tuvo, en cierto modo, una reedición. Cuando se preparaba de mala gana en Choate para ingresar en la universidad, Geoffrey conoció a una chica de Filadelfia y se enamoró de ella. «En principio le gusté, vino a verme a Wilton y pasó un día y una noche allí durante las vacaciones de Navidad. Me habría gustado que se quedase más tiempo pero ella enseguida perdió interés [... ] [y me pidió que la acompañase a la estación]. »Aquella noche le escribí una carta larguísima, de cua­ renta o cincuenta páginas, plagadas de mentiras [ ... ] de re­ ferencias a mi intensa vida social, siempre de fiesta en fies­ ta en Boston y en Nueva York. También el verano lo tendría

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muy cargadito. Mi viejo iría como de costumbre a jugar al polo y yo tendría que jugar en el circuito de tenis de la cos­ ta Este [ ... ] Le escribí en papel con membrete del Raquet Club que mi padre se había agenciado [ ... ] y recuerdo que sellé el sobre con cera de las velas de Navidad y estampé el sello de Duke [ ... ] en la cera. » [ ... ] Mi padre encontró la carta, la abrió y la leyó. No me la devolvió, sino que la rompió y luego vino a mi dor­ mitorio y me despertó. Era un lince. Estuvo muy cariñoso. No mencionó la carta ni hizo ninguna alusión a ella. Me dijo que yo era mejor de lo que yo mismo creía, y que no necesitaba adornarme. Me dijo que yo tenía encanto; y que el encanto y la energía eran lo más importante. Que eran cosas que podían tardar en compensar pero que termina­ �an compensando; que la honestidad era lo crucial, saber quién es uno y ser quien se es. Y comprendí que tenía ra­ zón. No me pasó por la cabeza volver sus palabras en su contra, porque reparé en que se esforzaba por salvarme de algo, por hacerme rectificar. Siempre me prodigó compren­ sión, cariño, generosidad y fortaleza.» Al final, Geoffrey se sitúa, en cierto modo, por encima de su padre; y también en cierto modo, por debajo. Por en­ cima de él, porque acepta la fuerza de los hechos: somos aquello que hacemos; por debajo de él porque no ve el ta­ lante poético de quien no puede soportar vivir sólo con lo que se gana. Es un considerable logro de The Duke of De­ ception que esta distinción se imbrique en la textura de su prosa: nunca la pierde de vista, nunca nos la hurta. En 1907 Edmund Gosse pensó que tenía que dejar a su padre para ser él mismo. Setenta años después, Geoffrey Wolff comprende que no puede dejar a su padre porque se ha convertido en su padre. También Agnes Smedley com­ prende lo que ya comprende el siglo: que nos convertimos en aquello que se nos hace; no sólo se trata de que no tene­ mos una naturaleza inmutable, que aguarda en nuestro in-

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terior para ser liberada, sino de que la porfía por liberarla es muy peligrosa. En Edmund Gosse, Agnes Smedley y Geoffrey Wolff te­ nemos a unos memorialistas cuya obra testimonia una idea progresivamente cambiante del yo emergente. Pero en los tres, un haz introspectivo aclara que la idea surgió de la lucha por clarificar la propia experiencia formativa; y en los tres, la fuerza y la belleza del texto radican en el poder de concentración con el que se consigue esta intros­ pección y se convierte en el principio organizador del es­ critor. Y la acción de ese principio es lo que hace que una memoria sea literatura y no mero testimonio. ■





Tras decir que el narrador de una memoria debe ser siem­ pre fiable, que siempre se debe esforzar para llegar al fon­ do de la experiencia de que se trate, permítanme comentar ahora a dos autores que dotan a la veracidad de una prodi­ giosa complejidad. Dos de los narradores más neuróticos en los anales de la memoria son Osear Wilde y T homas De Quincey, entregados a unas febriles confesiones que testi­ monian la negativa actividad del yo no emergido, del yo permanentemente atrapado, como dijo una vez William James, en «una larga �ontradicción entre el conocimiento y la acción». Lo hacen tan magistralmente que en ambos casos el lector se queda con una inolvidable demostración de lo que impide a muchas personas sacar partido a sus dotes innatas. En De profundis la voz narrativa es afín a la del moder­ no paciente del psicólogo que repite, desesperadamente y con creciente brillantez (como si la salvación radicase en la habilidad de su descripción), una serie de introspeccio­ nes que el psicólogo no tarda en comprender que nunca le servirán de guía. En Confesiones de un inglés comedor de

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opio, la voz narrativa refiere un relato autoincriminatorio de «vida, verdadera vida» escrito por un hombre que se es­ fuerza lo indecible para no verse con claridad. Ambos autores son de una locuacidad compulsiva; ambos tienen dolorosas historias que «explicar»; y ambos se sienten im­ pulsados a mostrarse como hombres cuyos egregios su­ frimientos puede achacarse, fácilmente, a una voluntad permanentemente enfrentada a sí misma. Por lo común, semejantes narradores no harían sino despertar recelos y desconfianza. Y sin embargo, en estos dos casos la persis­ tencia con que ambos narradores nos permiten ver lo que ellos no pueden ver se convierte en una forma de fiabili­ dad, en una veracidad indirecta, por supuesto, pero vera­ cidad al fin. T homas De Quincey nació en Manchester en 1785, en el seno de una familia próspera y ordenada que no dejó de prodigarle atención ni le oprimió. En realidad -era un chico guapo, simpático e inteligente- caía bien a todo el mundo. Sin embargo, desde temprana edad se sintió aque­ jado de una persistente sensación de inutilidad que ninguna experiencia externa lograba contrarrestar. Siempre tenía la sensación de ser despreciado y prácticamente abandonado. Esta sensación lo indujo a una volubilidad que no podía so­ portar la más mínima frustración; saltaba ante cualquier nimiedad. A los 17 años era, con mucha diferencia, el alum­ no más brillante de su curso y, por supuesto, estaba bien encarrilado para hacer una buena carrera universitaria. Pero De Quincey se escapó del colegio, fue a Gales y luego a Londres, donde terminó sin un céntimo, pasó hambre y tuvo que vivir en la calle, en compañía de desdichados que eran un claro reflejo de sus sentimientos más profundos. Lo que siempre había necesitado era alivio (de sí mismo). En cuanto probó el opio (en 1804, a la edad de 18 años) se sintió libre. Al principio, sólo lo tomaba de vez en cuando. Pero en 18 12 lo tomaba una vez por semana y, al año si-

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guiente, a diario. El resto de su vida fue una larga y vejato­ ria porfía con la droga. Osear Wilde también fue un niño querido que nació en el seno de una familia acomodada y, como De Quincey, se sintió aquejado de una ansiedad del yo que lo dominó pero que él logro ocultar mucho mejor, y durante mucho más tiempo, que De Quincey. Lo que nunca consiguió negar fue el odio a sí mismo. En 1 895, a la edad de 40 años, Wilde era un hombre famoso: famoso, rico e internacionalmente aclamado. Aquel mismo año conoció a Alfred Douglas, de quien se enamoró perdidamente. Su relación fue obsesiva y desagradable: escenas en público, diversiones sórdidas, voyeurismo. Eran muy distintos en todo salvo en lo único importante: ambos palpaban en el otro el secreto sentido de inutilidad que los embargaba profundamente. Y ambos se convirtieron en el instrumento de perdición que anhela­ ban. Nada, salvo el escándalo y la cárcel, logró separarlos. Y como luego resultó, ni siquiera eso. Tanto Wilde como De Quincey escriben con el firme es­ tilo de un hombre que se dispone a describir aquello que hay tras él. Ambos logran convencer enseguida al lector de que creen sinceramente que decir la verdad en aquel con­ texto equivale a liberarse. De Quincey empieza por decir­ nos que ha sufrido, injustamente, a causa de la acusación de haberse atraído todos los sufrimientos de los que ahora quiere dar testimonio. Quiere explicarnos que empezó por drogarse sólo para mitigar un fortísimo dolor de estóma­ go, y como las experiencias de juventud que le produjeron aquel dolor fueron en sí mismas interesantes, se propone resumírnoslas, lo que nos permitirá ver hasta qué punto es comprensible que llegase a donde llegó. De profundis, una carta de noventa páginas que Wilde envió a Alfred Douglas en los últimos meses de su encarcelamiento en Reading Gaol es, a su vez, un texto escrito por un hombre que nece­ sita creer que ha logrado ver con claridad, y que ahora está

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en situación de poner en significativa perspectiva la desga­ rradora historia de la tragedia que ahora se percata de ha­ berse atraído. De profundis es notable por la velocidad y eficacia con que Wilde plantea el caso y porque consigue crear una at­ mósfera introspectiva creíble, en la que lo vemos tratar de­ sesperadamente de ver las cosas como son, de ser justo, de analizar la acusación y la introspección, de reconocer su papel en lo que percibimos. En las primeras treinta pági­ nas nos hace un deslumbrante relato de su lucha interior: «El verdadero estúpido, aquel que los dioses ridiculizan y escarnecen, es aquel que no se conoce. Yo fui uno de ellos durante demasiado tiempo. También tú lo has sido duran­ te demasiado tiempo. Cambia [ ... ] No hay mayor pecado que la superficialidad. Todo lo que se hace conscientemen­ te está bien [ ... ] » [ ... ] Aquí sentado en esta celda oscura, con ropa de presidiario, caído en desgracia y arruinado, me culpo. De las angustiadas y espasmódicas noches llenas de ansiedad, de los largos y monótonos día de dolor, sólo me culpo a mí [ ... ] por haber permitido que una amistad sin base intelec­ tual [ ... ] dominase por completo mi vida [... ] » De las increíbles consecuencias de mi amistad contigo no voy a hablar ahora. Pienso solamente en cómo fue mientras duró. Para mí fue intelectualmente degradante [ ... ] Sólo te preocupaba comer y tu estado de ánimo. Tus deseos se reducían a la diversión [... ] Me culpo sin reservas por mi debilidad. No fue más que debilidad [ ... ] Pero, en el caso de un artista, la debilidad es ni más ni menos que un delito, si se trata de una debilidad que paraliza la imaginación [ ... ] » [ ... ] Exigías sin amabilidad y recibías sin agradecimiento. Te hiciste a la idea de que tenías una especie de de­ recho a vivir a mi costa y con un lujo al que nunca estuvis­ te acostumbrado [ ... ] De las desmesuradas cenas contigo

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no queda más que el recuerdo de que se comía y se bebía demasiado. Y mi claudicación ante tus exigencias fue mala para ti [ ... ] te convirtió en una persona codiciosa [... ] sin es­ crupulos [... ] y antipática [... ] » [... ] Siempre creí que ceder contigo en pequeñas cosas no significaba nada; que, cuando llegase un momento im­ portante, podría reafirmar mi fuerza de voluntad con su natural superioridad. No fue así. Al llegar el gran momen­ to mi fuerza de voluntad me falló por completo. La verdad es que, en la vida, no hay cosas grandes y cosas pequeñas. Todas las cosas son igualmente importantes y tienen la misma envergadura. Mi hábito de transigir contigo en todo se convirtió, insensiblemente, en verdadera parte de mi naturaleza [ ... ] »A la postre, el vínculo de toda relación, tanto en el ma­ trimonio como en la amistad, es la conversación, y la con­ versación debe tener una base común, y entre dos perso­ nas de cultura tan diferente la única base común posible es la del más bajo nivel [ ... ] Sólo nos encontrábamos en el fango [ ... ] » Debo decirme que sólo yo fui el causante de la desdi­ cha, y que nadie, grande o pequeño, puede ser víctima de la desdicha más que por su propia mano [ ... ] Pese a lo te­ rrible que fue lo que el mundo me hizo, lo que me hice a mí mismo fue mucho más. terrible [ ... ] Me convertí en el dila­ pidador de mi propio talento [ ... ] Me entregué a los place­ res a mi antojo, sin reparar en las consecuencias. Olvidé que los actos cotidianos en apariencia más insignificantes son los que forman o deforman el carácter y que, por lo tanto, lo que haga uno un día en el secreto de su dormito­ rio, algún día tendrá que proclamarlo desde el tejado [ ... ] »Quiero llegar a estar en condiciones de decir, sencilla� mente y sin afectación ninguna, que los momentos decisl vos de mi vida fueron cuando mi padre me envió a estudiar a Oxford y cuando la sociedad me envió a la cárcel [ ... ]

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» El mayor pecado es la superficialidad. Todo lo que se hace conscientemente está bien [ ... ] »Negar la propia experiencia es poner una mentira en los labios de la propia vida. Es, ni más ni menos, una ne­ gación del alma». Todo esto y más dice Wilde en treinta páginas apasio­ nadas, páginas que le permiten hacerlo y serlo todo: elo­ cuente, clarividente, estoico. Lo ve todo, lo comprende todo y lo dice todo. Y luego lo repite todo de nuevo. Una y otra vez. Toda la exposición se nos da por partida triple; una mezcla de introspección, acusación y mea culpa que se en­ trelazan sin orden establecido. El texto sigue deslumbran­ do cuando la estructura se derrumba. Y convenientemen­ te. Porque, al fin y al cabo, ¿qué importa realmente -tras la segunda y la tercera vez- cuál es la primera? Estamos en presencia de un hombre que se está autoanalizando, de un hombre que nunca actúa de acuerdo con lo que sabe y que, por lo tanto, se ve obligado a seguir «sabiendo». Sin embargo, el texto tiene un vigor innegable. Nos sen­ timos más conmovidos que desalentados por la asombro­ sa demostración de impotencia humana. La exposición de Wilde refleja la angustia de la repetición compulsiva -la inteligencia se estremece, la retórica se dignifica- que re­ produce con pleno vigor la estranguladora presa de la in­ trospección en el vacío. Ineluctablemente, el objetivo se re­ duce. El propio texto se convierte en el equivalente de una vida esclavizada. La voz narrativa de De Quincey es aún más abierta y fir­ me que la de Wilde, y enseguida nos seduce el relato, pro­ digiosamente razonado, de cómo llegó a donde ahora se encuentra. Palpamos que el narrador puede estar raciona­ lizándolo, pero la voz narrativa está tan centrada, es tan in­ tensa, tan firme, que la seguimos sin esfuerzo. No obstan-

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te, bajo el ininterrumpido flujo de su retórica hemos oído sonar una nota de condenación --como en un cuento que anuncia una fatalidad inevitable- de tal manera que cuando, hacia el primer tercio del texto de Confesiones, el narrador dice: «Hace tanto tiempo que tomé opio por pri­ mera vez que, de haber sido un banal incidente en mi vida, habría olvidado la fecha: pero los acontecimientos crucia­ les no se olvidan» nos afecta, nos impresiona e incluso nos sentimos apenados por la frase. El hombre que nos habla parece de pronto un narrador de Poe, destinado a sumer­ girse en la negra noche del alma, ahogándose ante los ojos de la sociedad respetable: «Solo, solo, solo». Él no puede llegar a nosotros ni nosotros a él; solamente puede clamar desde el solitario espacio en el que se encuentra. La soledad es lo que más impresiona. A lo largo de to­ das sus aventuras: su abandono del colegio, su vagar sin un céntimo, su incesante inmersión en la vida en las calles, De Quincey está dramáticamente solo. En ningún momen­ to invoca a nadie. De su familia no dice una palabra, como si nunca hubiese existido. Escuchamos a un hombre que ha vivido siempre solo en su cabeza; y su cabeza es un caos en el que no cabe la menor compañía; un lugar que él no puede soportar ni abandonar. ¿Cómo va a invitar a nadie a visitar ese caos? Pero aguardemos, Hay esperanza. Hay promesa. Hay opio. «El placer que proporciona el vino es intenso [ ... ] el que proporciona el opio es crónico; el primero es una llama y el segundo un regular y uniforme resplandor. Pero la dife­ rencia más importante radica en que, mientras que el vino trastorna las facultades mentales el opio, por el contrario [ ... ] les infunde un delicado orden, equilibrio y armonía. El vino priva al hombre del control de sí mismo; el opio lo vi­ goriza extraordinariamente. El vino desequilibra y obnu­ bila el juicio, proporci�na una brillantez preternatural y

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una nítida exaltación de aquello que se desprecia y de lo que se admira, de los amores y de los odios del bebedor. El opio, por el contrario, confiere serenidad y equilibrio a to­ das las facultades, activas o pasivas [ ... ] El vino lleva de continuo al hombre al borde del absurdo y de la extrava­ gancia; y a partir de cierto límite, termina inevitablemente por volatilizar y dispersar las energías intelectuales, mien­ tras que el opio siempre da la sensación de remansar lo agitado, de concentrar lo disperso. En pocas palabras [ ... ] el opiómano [ ... ] nota [ ... ] el predominio de la parte más auspiciadora y divina de su naturaleza; que las afecciones morales se hallan en un estado de total serenidad; y que, sobre todo, es la gran luz del majestuoso intelecto [ ... ] Ésta es la doctrina de la verdadera Iglesia sobre el tema del opio; de una Iglesia de la que reconozco ser el único miem­ bro [ ... ] el alfa y el omega. » Fijémonos en lo que nos dice el narrador. No toma opio para ser menos responsable sino para serlo más; no para evadirse sino para aclararse. Lo toma para despertar en un estado lo bastante apacible para pensar con coherencia. Todo lo que quiere es vivir decorosamente en su fuero in­ terno. Eso es lo que quiere, nada más. A partir del momen­ to en que leemos esta descripción de los positivos efectos del opio, sabemos algo aceréa de De Quincey que él no está dispuesto a admitir: que el pacto que suscribe es de natu­ raleza fáustica. Terminará por sumirlo en un aislamiento de proporciones aún más horribles que el que ahora debe soportar. Y eso es lo que se palpa en el ambiente. Inevita­ blemente, la promesa del opio sale respondona y habrá que pagar los vidrios rotos: «Hace mucho tiempo que he interrumpido mis estudios. No experimento ningún placer en leer ni logro concentrarme [ ... ] Sigo leyendo a los poe­ tas más sublimes y apasionantes [ ... ] Sin embargo, mi pro­ pia vocación, como ya sabía yo perfectamente, era el culti­ vo del conocimiento analítico. Pero en su mayoría los

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estudios analíticos exigen continuidad, y no dedicarse a ellos de manera esporádica o fragmentaria. Por ejemplo, las matemáticas, la filosofía y las humanidades en general se me hicieron insoportables. Las rehuía con una sensa­ ción de impotencia, y de infantil debilidad, que me produ­ cía una angustia tanto mayor al recordar los tiempos en que me sumergía en ellas y las disfrutaba hasta perder la noción del tiempo». Al final, tras hacer acopio del entusiasmo intelectual que aún le queda por la economía política, y queriendo pu­ blicar sus ideas sobre el tema, que ya ha plasmado en el pa­ pel, se siente incapaz no sólo de terminar el prólogo sino ni siquiera de escribir la dedicatoria. Pasa por unos momentos en los que los sueños, los exuberantes y terribles sueños que hicieron célebre su li­ bro Confesiones, se han apoderado de sus noches. Vive en un perpetuo estado de agotamiento. Noche tras noche, los asombrosos espectáculos se desarrollan en su interior mientras duerme, pasando indefectiblemente de lo vital y hermoso a lo grotesco y sobrecogedor, de un escenario ele­ mental a otro hasta que al fin llegamos a esos sueños im­ bricados en las aguas: «Las aguas han cambiado ahora su carácter; los lagos translúcidos resplandecientes como es­ pejos, se han convertido en mares y océanos [ ... ] A partir de ahí el rostro humano surgía a menudo en mis sueños, pero no despóticamente ni con ninguna capacidad de ator­ mentarme. Surgía del oleaje del océano; el mar parecía pa­ vimentado con innumerables caras, que miraban al cielo: rostros implorantes, iracundos, desesperados, emergían a miles a cientos de miles, a generaciones, a siglos -mi agi­ tación era infinita- y mi mente asomaba y cabeceaba con el océano». ¿Quién, después de Freud, volvería a tener tales sueños? De Quincey vivió treinta años después de haber escrito Confesiones . Fue un opiómano hasta el día de su muerte.

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La suya era la desesperación de un hombre empujádo a destrozarse: el hombre que nunca conseguiría sobreponer­ se; el hombre que, compulsivamente, se hunde en una sen­ sación de abandono que tuvo su origen en la cuna. El hun­ dimiento es la fuente de la voluntad dividida: la voluntad que quiere y no quiere ser coherente, emerger, llegar a ser. Confesiones de un inglés comedor de opio es una notable obra de autoobservación. Al igual que De profundis, es un testimonio del éxtasis neurótico que se libra de la acusa­ ción de la escritura obsesiva sólo porque está muy cerca de convertirse en la cosa misma: una esencia de autoderrota, un «extracto» de exilio interior. De Quincey fue la soledad de un alma incapaz de sinto­ nizar con otra porque no podía sintonizar consigo misma. Se trata de un tema que seguirá abordándose en el siglo si­ guiente, cuando algunas de las mejores memorias se orga­ nizaron de acuerdo con un reconocimiento subyacente de la verdadera naturaleza de la soledad, relatadas por hom­ bres y mujeres que sólo sabían hablar oblicuamente de lo que sabían.







Igual que el universo que habita, el hombre es una historia de desolación . . .

Loren Eiseley dedicó cuarenta años de su vida a la an­ tropología, a analizar huesos, animales y mares, con una instintiva tendencia a aplicar la metáfora a todos sus ha­ llazgos. Su obra es notable por el singular distanciamien­ to con que aborda amplias y poéticas evocaciones de las eras geológicas, de las civilizaciones desenterradas, de la naturaleza evolutiva de todo lo vivo. En sus ensayos Eise­ ley es un viajero que sigue un estrecho rumbo que ensan­ cha progresivamente un enfoque que en ningún momento

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es visceral. Su mirada es reposada, abierta, serena, resuel­ ta a integrar todo lo que abarca. Tan pleno es el logro de esta fusión entre el narrador y el tema en estos ensayos acerca del mundo, con o sin dinosaurios, flores o estrellas de mar, que cualquier lector puede, justificadamente, con­ cluir que el escritor es un hombre que hace tiempo que ha emergido de su propio caos, y que ahora escribe en un es­ tado de equilibrio interior. Eiseley se propuso aplicar el tono de los ensayos a la memoria que completó poco antes de su muerte, en 1977. Se propuso que su obra, Ali the Strange Hours, no reflejase su protagonismo subjetivamente sino con un talante simi­ lar al que había aplicado durante toda su vida de trabajo. Tratarla de sí mismo de manera muy semejante a como tratarla a cualquier otro espécimen que pudiese extraer en su excavaciones (tanto es así que la memoria se subtitula The Excavation of a Life ). Se nos emplaza a verlo como una especie de prototípico ser vivo del planeta, en esta época y en este lugar. El libro que escribió es notable porque la es­ critura ahondó en un lugar fuera del alcance del propósito consciente, y lo rescató a él repetidamente de su propia ac­ titud defensiva. Eiseley nació en 1907 en Nebraska. Su padre era un hombre honrado que leía libros y que fracasaba en casi todo lo que intentaba. Sµ madre, que había sido una mu­ jer hermosa, padecía una acusada sordera. La sordera y la ira la condujeron a convertirse en un ser de sonidos gutu­ rales, receloso y distante. Su sola presencia creaba una sensación de soledad. En su interior, el chico se asomó al esplendor de su entorno natural, a los animales, a los fósi­ les y a los agrietados páramos de la llanura de Nebraska abrasada por el sol. Allí, en aquel silencio, no se encontra­ ba solo. El padre murió. No tenían dinero. Loren dejó los estu­ dios, se marchó de casa a los 19 años y empezó a vagar.

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«Por toda América los hombres iban a la deriva como sar­ gazos del enorme mar muerto de la arruinada industria», y entre ellos el joven Loren Eiseley. La época de la Gran De­ presión estuvo muy a tono con su propia situación. Vagan­ do sin cesar, sobreviviendo en campamentos de campesi­ nos obligados a la trashumancia, soportando la crueldad de un mundo plagado de carteles que decían PROHIBIDO DE­ TENERSE A QUIENES BUSQUEN TRABAJO. Todo esto le afirmó, ya entonces, en su creencia de que «no hay nada más soli­ tario en el Universo que el hombre [... ] Sólo en raros e ínti­ mos momentos de comunión con la naturaleza, el hombre escapa brevemente a su solitario destino». Ya casi treintañero, Eiseley se liberó de su largo ciclo de pobreza y de vagar, reanudó los estudios, se licenció en An­ tropología, mostró un gran talento de escritor y se consa­ gró a la enseñanza y a la administración universitaria. Es­ cribió muchos ensayos y libros de poemas, todos ellos tendentes a «excavar» en las relaciones entre el hombre y los animales; el hombre y los elementos; el hombre y el Universo; el hombre y cualquier cosa, salvo los demás. A lo largo de toda su vida Eiseley se sintió solo y se consideró un solitario. No importa que, en realidad, fuese un hombre casado, que tuviese amigos, colegas y alumnos en abun­ dancia. Sólo importa que así es como se veía a sí mismo: como un hombre solo entre los demás hombres. Con el paso de los años sus libros se fueron acumulando, se con­ venció de estar destinado a la compañía del Universo, no de los humanos (y eso le parecía más que suficiente). Al dispo­ nerse a escribir su memoria, creyó ser consciente de ello y lo aceptó. Sin embargo, su prosa, casi desde el principio, pulsa una nota que está en flagrante contradicción con esa mesurada actitud. Cuando apenas lleva escritas veinte páginas, Eiseley describe desenfadadamente a su madre como una mujer «paranoica, neurótica y desequilibrada», términos nada

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alarmantes para el lector de la moderna memoria, pero luego, con un inesperado estallido escribe: «No faltarán quienes, debido a su cultura de veneración hacia la madre, consideren que me expreso con acritud y amargura. Pero se equivocarán de medio a medio. ¿Por qué iba a estar amargado? Ya es demasiado tarde para eso. Hace un mes, después de muchos años, estuve frente a su tumba [ .. . ] No­ sotros, ella y yo, estábamos ahora cerca de ser uno, yacien­ do como los esqueletos de las hojas del año pasado en un rincón de la cerca. Y todo se resumía en nada; en nada, ¿entienden? Todo el dolor, toda la angustia. Nada. No fuimos sino los desechos que la vida siempre deja a su paso, como los mutilados polluelos descartados de un criadero; sólo eso. Durante un poco más de tiempo yo vería y oiría, pero ni para el mundo ni para mí, eso significaría nada». Este fragmento es sorprendente. Es tan directo que re­ sulta hiriente. Por directo y por descarnado. Ese «nada, ¿en­ tienden?» produce ese efecto. En esa trémula insistencia no­ tamos la presencia de un setentón cuya fina piel sigue aún tensa en el contorno de una herida abierta. Unas páginas más adelante Eiseley describe una cena con W. H. Auden, admirador de su obra. La cena resultó mal. El propio Eiseley reconoce que se sintió incómodo con el gran poeta, apocado ante él. Consciente del envara­ miento que se palpaba fntre ellos, Auden trata de encauzar la conversación de manera que ambos se sientan cómodos. Le pide a Eiseley, que tiene exactamente su misma edad, que mencione el primer gran acontecimiento que recuer­ de y, por su parte, comenta brevemente que, para él, fue el hundimiento del Titanic en 191 2. Eiseley, por su parte, co­ menta una ensoñación inspirada por la fuga de un preso (también en 191 2) que tuvo lugar cerca de su casa, dejan­ do que su voz adopte un tono tímidamente «poético» («Voló los barrotes con nitroglicerina. Yo tenía 5 años [ ... ] los suficientes para saber que había que huir del universo,

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sólo que no sabía adónde ir [ ... ] Había un pelotón armado [ ... ] una muerte. Nunca lo conseguimos»). El relato es lar­ go, automitificador e inequívocamente competitivo. Pero nos conmueve, no nos incomoda porque ya nos ha dado a probar el descarnado interior del hombre. En gran medida, todo el libro es una clarificación cada vez más profunda de estos dos pasajes que, cada uno a su manera, resultan lacerantes. Uno es una transparente ne­ gación del dolor persistente; el otro es un anhelo afín al do­ lor que no se atreve a expresar abiertamente. Aunque los títulos de los capítulos sean «La rata bailarina», « Hombres y sapos» o «La llegada de las avispas gigantes», lo que nos seduce es el hombre que nos dijo más de lo que él creyó decirnos al clamar: « Nada, ¿entienden?», y que luego nos refiere la anécdota de su cena con Auden. Lo que este hom­ bre aborda es la experiencia que esta memoria quiere mo­ delar. En los capítulos sobre sus años errantes empezamos a conocer al hombre que se identifica con la naturaleza, no con las personas, y notamos el peso y las consecuencias de su aflicción. En uno de los mejores libros de la época de la Gran Depresión, Eiseley evoca el desesperante antagonis­ mo de ese tiempo: una especie de nube hambrienta y ase­ sina que se desliza sin cesar desde el centro de un mundo de pautadas relaciones sociales. Entonces, en cierta ocasión, un irascible guardafrenos trata de echarlo de un tren en marcha: « Me dio un puñeta­ zo en la cara y me empujó -escribe Eiseley-. Y un fila­ mento candente como el de una bombilla empezó a brillar en mi cerebro... "¡ Mátalo, mátalo!", clamaba el "cable", rojo de ira. "¡ Quiere matarte! "». Horas después, en un campa­ mento de campesinos itinerantes en busca de empleo, uno le pregunta qué le hé;l pasado en la cara. Cuando Eiseley lo explica el hombre que se lo ha preguntado le dice, como si parafrasease a Steinbeck: « Mira: ten esto claro. Los capi-

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talistas pegan a los hombres para meterlos en cintura. ¿De acuerdo? Los comunistas pegan a los hombres para meter­ los en cintura. De acuerdo también, ¿verdad? [ ... ] Los hombres pegan a los hombres. Eso es lo que hay. No lo ol­ vides, muchacho». Acerca de esta conversación, Eiseley comenta con cierta ironía: «Aquel hombre, cuyo nombre no llegué a saber [ ... ] me hizo ignorar de por vida a las ma­ sas y a todos sus movimientos; me dejó con una libertad que sólo tiene lo que se halla en estado salvaje y solitario». Pero la verdadera conclusión de la historia se produce cuando Eiseley comenta acerca de sí mismo que, a menu­ do, a lo largo de los años, al tratar de expresar lo que sabe, ha sentido que «la historia que proponía contar [ ... ] se ha­ bía perdido en la incoherencia de una personalidad escin­ dida, la del asesino que no había asesinado pero que tenía un filamento incandescente en su cerebro». De este hombre, el civilizado escritor que sigue tenien­ do un filamento incandescente en su cerebro, habla sólo rara e indirectamente. Hacerlo indirectamente lo sume en turbias aguas: «Los hombres deberían descubrir su pasado. Lo reconozco. A ello me he consagrado. Sólo así podemos conocer nuestras limitaciones y llegar a tiempo de soportar la vida con compasión. No obstante, ahora creo que hay ocasiones en las que [ ... ] hurgar en el pasado, incluso en el propio, es activar ese resbaladizo y deslizante horror que gira en tomo a todo lo que hemos hecho, inalterable, y que sin embargo permanece oculto en la mente viviente [ ... ] [y que nos] convierte en personas increíblemente solas». El comentario surge al hilo de lo que refiere acerca de los inesperados resultados de unas excavaciones mundial­ mente célebres, pero, por supuesto, no es de eso de lo que nos habla. Hasta aquí he llegado, dice el texto. No más allá. A medida que Eiseley se acerca al presente, de pronto parece que el hecho de que jamás ha tenido intimidad con nadie es importante. En el funeral de su madre suplica in-

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coherentemente a su esposa de 40 años -una mujer a la que se refiere tres veces de pasada, y sólo una vez por su nombre- que le diga que realmente tuvieron una vida en común. Ella hace lo que se le pide, pero a él sus palabras no le sirven de nada. Ahora la ansiedad impulsa al lengua­ je, inflándolo hasta hacerlo adoptar proporciones alegóri­ cas: gatos hablantes, avispas gigantes, luchas míticas en una primitiva y cegadora nieve. Bruscamente se rehace. En un saquito que su madre le dejó, encuentra un enorme hueso olvidado de sus prime­ ras excavaciones, la pata delantera de un bisonte de la era de las Glaciaciones, que ahora está encima de la mesa de su despacho. Él deja el hueso, medita sobre él y, en el últi­ mo momento, nos dice que al margen de cuáles hayan sido los conflictos, por lo menos sabe una cosa: «Las definicio­ nes taxonómicas no me importaban, ésa era la verdad. No me importaba ser un hombre, sólo un ser vivo». Esta frase es un grito del corazón que resuena en el lec­ tor. Hemos pasado las trescientas últimas páginas en com­ pañía de un hombre cuyo intento de «excavar» el horror humano que subyace en la frase no ha podido ser más arrojado. Ahora se deja caer exhausto y nos dice: «Por más que excave, no puedo llegar directamente a ello»; y nos conmueve, porque hemos asistido a la profundidad de su esfuerzo. Y ese mismo esfuerzo le convierte en un narra­ dor fiable. Loren Eiseley fue un hombre que, casi todas las maña­ nas de su vida, se despertó sumido en un honda y vaga de­ presión. Tendió, como todo el mundo, a hacer de su propia impotencia una verdad universal ( «un relato de desolacio­ nes», ciertamente). Sin embargo, también todas las maña­ nas dejaba colgar las piernas por el lado de la cama, se le­ vantaba, cruzaba el dormitorio, se sentaba frente a su mesa y empezaba a trabajar. Bastaba eso para equilibrar­ lo; le ayudaba a tratar de no dramatizar. Eiseley quiere mi-

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tificar su solitario estado, definir la propia existencia como una encarnación de la soledad, pero en algún lugar de su fuero interno -y eso es a lo que no se siente capaz de mirar directamente- sabe que el aislamiento surge de una autogestación. En esta memoria, su hábito profesional de nombrar las cosas con precisión porfía con la necesidad de poetizar lo que apenas entrevé. Esta lucha caracteriza a su personaje, al narrador cuya singular voz narrativa propor­ ciona a Ali the Strange Hours su integridad y su fascina­ ción. ■





La memoria de Eiseley es emblemática de una creciente preocupación por el aislamiento humano, manifestada a lo largo de los últimos cien años, y del problema que se le ha planteado a la memoria, en tanto que género. Cuando esta preocupación emerge a través del narrador en prime­ ra persona en la ficción moderna, el lector nota de inme­ diato el abierto artificio de la voz narrativa: «Estoy solo. Siempre he estado solo. Solo es como estoy... »; y con la ,misma inmediatez la acepta como auténtica. Esa voz re­ sulta muy familiar. Desde Dostoyevski a Beckett transmite el mensaje del siglo a través de la fuerza de una ficción que se expresa con veracidad. En la literatura de no ficción, por supuesto, tal artificio es inaceptable. El narrador sería visto como un obstáculo, como un ingenuo, como una voz estúpidamente automiti­ ficadora. En la memoria, lo de «otra vez solo» no funcio­ naría. De hecho, se requiere justo lo contrario. Si la sole­ dad del yo es el verdadero tema, los memorialistas suelen hacerlo mejor cuando hablan a través del filtro de un tema que queda mucho más allá de sí mismos: una solución de­ rivada de la comprensión, trabajosamente conquistada, de que hablar de otra manera es correr el riesgo de caer en la

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retórica o en la abstracción. Tales memorias suelen adop­ tar una postura a través del personaje narrativo, similar a la del periodista literario: «Aquí no hago sino informar de una parte de la empresa del mundo. No trato de mí mis­ mo». Cuando, en realidad, es precisamente de «sí mismo» de lo que trata. Tres memorias significativas, escritas a lo largo de un período de cincuenta y tantos años, me parecen admira­ blemente representativas de este enfoque, eminentemente práctico, de un problema literario inabordable de otro modo: Al oeste con la noche, de Beryl Markham ( 1942); El amante, de Marguerite Duras ( 1984); y Los anillos de Sa­ turno, de W. G. Sebald, ( 1995). La primera es una memo­ ria de África; la segunda de una iniciación sexual; y la ter­ cera de un viaje por la costa Este de Inglaterra. En estos libros, lo básico no es el personaje sino el tono. El primero se apoya en una lejanía dignificadora; el segundo se sume en la anomia; y el tercero logra la serenidad o apacibilidad religiosa. Da igual. Cada uno está poderosamente marca­ do por la comprensión de la soledad humana, expresada con tal riqueza y tal originalidad que se convierte en el per­ sonaje a través del que habla el memorialista. Beryl Markham fue con su padre a Kenia en 1906, cuando tenía 4 años. Su padre era uno de aquellos británi­ cos de África más parecidos a T. E., Lawrence que a lord Mountbatten. Inteligentes, apasionados, dotados de un gran arrojo físico, aquellos hombres y mujeres montaban a caballo y cazaban con una destreza casi genial y, a me­ nudo, profesaban una mística acerca de África. Sin embargo compartían los prejuicios de su clase y de su raza: podían solidarizarse con los nativos pero rara vez eran antiimpe­ rialistas, y aunque África liberase sus sentidos, no alentó en ellos el valor de la sintonía con los demás. Muchas de estas personas fueron espíritus tempestuosos, fríamente inmaduros, consagrados a las aventuras más desenfrena-

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das. Amaban a África porque África les había dado lo me­ jor de sí mismos que era, precisamente, ese amor a África, como lo fue en el caso de Beryl Markham. La autora nos dice que África «fue el soplo vital de mi infancia. Sigue albergando mis más oscuros temores, la cuna de los misterios siempre intrigantes, pero nunca del todo desvelados [ ... ] Es tan implacable como cualquier mar, más inflexible que sus propios desiertos [... ] sin me­ sura en sus inclemencias ni en sus favores. No da nada, pese a lo mucho que ofrece a tantos hombres de todas las razas [ ... ] Pero el alma de África, su integridad, el pulso inexorablemente lento de su vida, es tan suyo y de ritmo tan singular que nadie que no se haya sumido, desde la in­ fancia, en su incesante y regular latido puede aspirar a ex­ perimentarlo, salvo como un espectador pueda experi­ mentar una danza guerrera de los masai, sin saber nada de su música ni del significado de sus pasos». Con estas palabras, Markham se adentra tan plena­ mente en la memoria viva de África: los animales, los nati­ vos, la propia tierra, que, cuando describe a un caballo o un perro que se sienten orgullosos, animados o deprimi­ dos o a un cazador nativo burlando a un león o a un lago volcánico con centenares de miles de flamencos que se po­ san en la superficie, nos sentimos en presencia de un tem­ peramento tan perfeetamente adaptado o su entorno que sabemos, apenas al empezar el libro, que la utilización que hace de «África» penetrará hasta lo más profundo de la prosa. Su padre tenía un don para manejar a los animales que transmitió a su hija, una chica salvaje de férrea voluntad y largas piernas que siempre se sintió más a gusto entre los caballos que entre las personas. Los caballos; y luego los aeroplanos y el peligro. En 1930, Markham aprendió a pi­ lotar, y entre los años 193 1 y 1935 trabajó repartiendo co­ rreo, llevando pasaje y avistando elefantes para los caza-

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dores blancos (entre ellos, los hombres de la vida de Isak Dinesen, Bror Blixen y Denys Finch Hatton). En 1936 se convirtió en la primera persona en cruzar sola el Atlántico de este a oeste, desde Lo1:1dres a Nueva Escocia. A lo largo de los años cuarenta vivió de su celebridad en Londres y en California. En los años cincuenta volvió a su tierra, donde se hizo adiestradora de caballos a gran escala, entrenando a muchos vencedores del Derby durante los diez o quince años siguientes. Se casó y se divorció tres veces. Murió en Nairobi en 1986, de vuelta a la única África que conocía, donde se sentía en vital sintonía con los animales, no con las personas; con los animales y con los aviones. Éstos eran los dos factores básicos para aquella mujer fría, hermosa y amante del peligro, que no podía sentir la paz interior en ningún otro lugar del mundo. Aquí describe el envío des­ de Inglaterra de un semental que adorará: «Llegó a pri­ mera hora de la mañana, descendió por la rampa desde el ruidoso trenecillo con el paso lento de un regio exilia­ do. Llevaba la cabeza erguida por encima de aquellos que lo conducían y olisqueaba la tierra desconocida y la fina atmósfera de los tierras altas. Era un olor desconocido para él. » Tenía una mancha blanca en forma de estrella en la frente; sus ollares eran anchos y de color carmesí, como las lacadas fosas nasales de un dragón chino. Era alto, es­ tilizado, pechifino y de patas fuertes y lustrosas como el mármol. »No era castaño; no era marrón ni alazán. Era un caba­ llo bayo cuya imagen se recortaba trémula, bañada por una luz de color dorado rojizo. »Comprendió que aquello significaba volver a ser libre; que la oscuridad y el _aterrador cabeceo del barco, que ha­ bía agarrotado sus patas y golpeado su cuerpo contra unas paredes demasiado juntas, se había terminado definitiva­ mente.

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» Seguía llevando la redecilla ajustada a su cabeza, el largo ronzal que había aprendido a seguir y el bocado que no podía morder. Pero a esto sí estaba acostumbrado. Po­ día respirar, y notar la firmeza de la tierra bajo sus pezu­ ñas. Podía menear el cuerpo y ver que allí había un gran espacio por el que podría correr a sus anchas. Abrió sus ollares y olió el calor y la inmensidad de África; llenó sus pulmones y exhaló el aire con un lento y ondulante mur­ mullo». Luego nos la encontramos a bordo del avión: «El fin de un vuelo a través de la oscuridad produce una sensación de absoluta culminación. El artilugio con el que se ha con­ vivido intensamente durante horas, entre un ruido ensor­ decedor en un elemento totalmente al margen del mundo, cesa de pronto. El aeroplano pica el morro, las alas se ajus­ tan al firme colchón del aire, las ruedas tocan la superficie y el motor calla. El sueño del vuelo desaparece de pronto ante las realidades habituales de la hierba que crece y del polvo que se arremolina, del paso cansino de los hombres y de la inagotable paciencia de los enraizados árboles. La libertad se nos vuelve a escapar, y las alas que hace unos momentos eran poco menos que las de un águila, y aún más rápidas, vuelven a ser madera y metal, inertes y pesa­ das [... ] »Bajo de la cabina y miro hacia un franja de pequeñas figuras que se acercan con las vacilantes llamas de las an­ torchas [ ... ] Se oye arrancar el motor de un viejo automó­ vil, de pistones y engranajes gastados, que suena como re­ dobles de tambor. El caliente viento de la noche irrumpía por las hojas quebradas y la leleshwa que rodeaba el claro. Transportaba el olor de los marjales, el aroma del lago Vic­ toria, el aliento de las algas, de las salobres llanuras y de los enmarañados arbustos. Agitaba las llamas de las antor­ chas y azotaba el fuselaje del avión. Pero llegaba cargado de soledad, errático, como si su paso no fuese más que un

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deber estéril sin ni siquiera la promesa de una lluvia bene­ ficiosa». Estos pasajes son emocionantes evocaciones de una le­ janía interior entretejida en toda la narración, tanto más conmovedora en virtud, por un lado, de su clara identifica­ ción con el caballo; y, por otro lado, de su libertad de juicio respecto a mundo en el que tan incómoda se siente. Mien­ tras vuela, la narradora se ve aliviada de su alienado esta­ do; al aterrizar vuelve a sumirse en él. Sin embargo, al to­ car tierra no desprecia al mundo sino que se apiada de él: de la soledad y de su despropósito. Nos hallamos en pre­ sencia de un distanciamiento magnánimo. La voz que concentra todo esto es un compuesto de convencionalismos de clase y de la imprevisibilidad del temperamento. Es la voz de alguien que valora el decoro (ni en sueños se plantearía hablar testimonialmente), que hace honor a un código de comportamiento que exige so­ portar en silencio las heridas de la vida; que considera la búsqueda de aventuras como una prueba de valor. Sin em­ bargo, acumulándose bajo la superficie de esta insularidad tan excepcionalmente adaptada, se encuentra una inteli­ gencia emocional que no se oculta de sí misma en absolu­ to sino que se hace cada vez más reflexiva, avanzando gra­ dualmente hacia una clara comprensión de lo que subyace en la necesidad de la inexpugnable autoprotección: « Uno puede vivir durante toda una vida y, al final de ella, saber más acerca de los demás de lo que pueda saber acerca de sí mismo. Uno aprende a observar a los demás, pero nun­ ca nos observamos a nosotros mismos porque luchamos contra la soledad. Si leemos un libro o barajamos un mazo de naipes, o cuidamos de un perro, estamos eludiéndonos. El aborrecimiento de la soledad es algo tan natural como el deseo de vivir simple y llano. De no ser así, los hombres jamás se habrían preocupado por crear un alfabeto, ni mo­ delar palabras a partir de lo que no eran más que sonidos

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animales, ni habrían cruzado los continentes [ ... ] para ver qué aspecto tenía el otro. »Estar sola en un aeroplano, aunque sólo sea durante un día y una noche, irremediablemente sola, sin nada más que observar que los instrumentos y tus propias manos en la se­ mioscuridad, sin nada más que contemplar que la enverga­ dura del propio valor, sin nada más que preguntarse que acerca de las creencias, los rostros y las esperanzas arraiga­ das en tu mente: semejante experiencia puede impresionar­ te tanto como reparar, de pronto, en un extraño que camina a tu lado en la noche. Tú eres el extraño, o la extraña». Al final caemos en al cuenta de las muchas veces que aparece la palabra «soledad» en estas páginas, y ahora sa­ bemos quién las utiliza: la mujer que, queriendo enfren­ tarse cara a cara con su desoladora frialdad, pero cons­ ciente de que no lo conseguirá, se refugia brillantemente en «África». Su semisecreto conocimiento de sí misma en­ rique la voz narrativa; y este enriquecimiento es lo que ahonda la belleza descriptiva de Al oeste con la noche. Su África se convierte en nuestra África: comprendemos por qué el calor es vital y el vacío es nutriente. Ernest Hemingway conoció bien a Beryl Markham, que avistó elefantes para él, pero Al oeste con la noche le asom­ bró. Y la elogió en todas partes. Sabía capt� el sonido de una voz verdadera cuando lo oía -acaso una voz más real que la suya- y oyó atrapada en la de ella un anticipo del frío porvenir: la larga celebración literaria que aguardaba más allá del frío interior.







A los 1 5 años yo ten{a el rostro del placer y, sin em­ bargo, no conocía el placer [. . .] Pero así es como em­ pezó todo para mí, con el flagrante y exhausto ros­ tro, con las ojeras, anticipándome a la experiencia.

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El deseo fue la África de Marguerite Duras: un mundo básicamente despoblado, en donde ella vivió lo suficiente para aprender algo vital acerca de sí misma; más que vital, definitorio. El amante se centra en año y medio de la adolescencia de Marguerite Duras y en su primera experiencia del amor sexual. Es una pequeña y rica obra narrativa modernista, escrita por Marguerite Duras a los 70 años, tras haber con­ sagrado toda una vida al tema del deseo. Corre el año 1932, en Indochina. Una jovencita france­ sa, de quince años y medio, está de pie sola en la cubierta de un ferry que cruza el Mekong desde su barrio hasta el centro de Saigón. El río, bravo y hermoso, proyecta un tur­ bio resplandor. La chica lleva un vestido de seda ceñido con un cinturón de cuero, de hombre, zapatos de tacón alto de lamé dorado y un sombrero de hombre, de un color castaño rosado con una ancha cinta negra. En la cubierta, por detrás de ella, hay una limusina con un chófer al vo­ lante; y en el asiento trasero de la limusina está sentado un chino, delgado y elegante, mirándola. El chino baja del co­ che, se le acerca y entabla una conversación. Tiembla al encender un cigarrillo y le ofrece llevarla en la limusina a donde quiera ir. Ella acepta sin titubeos y sube al coche. El hombre se enamora de ella perdidamente al instante, por su delgado y menudo cuerpo infantil. La receptiva reac­ ción de la joven será tan arrebatada como la pasión de él (más aún). Y empiezan una relación que la marca para siempre. La relación termina cuando, a los 17 años, la en­ vían a Francia en posesión del rostro que jamás la abando­ nará. Lo que la joven ha aprendido no es sólo que es un cata­ lizador del deseo sino que también a ella la excita su capa­ cidad para-excitar a los demás. Es como un don: un don en torno al cual podrá organizar su vida. Se trata de una con­ clusión tan perversa como placentera. Y también lo es su

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situación; o, mejor dicho, sólo perversa, porque placente­ ra no lo es. El padre, un modesto funcionario, fue enviado a Indo­ china en los años veinte. Ahora ha muerto y la familia vive con suma estrechez. La madre está sumida en la depre­ sión; el hermano menor es un joven de pocas luces, y el mayor un pendenciero asesino. El asesino es el predilecto de la madre; y el de pocas luces el predilecto de la narrado­ ra que, en su nombre, se enfrenta al pendenciero. Son tal para cual, ávidos y taciturnos. El relato oscila entre la ima­ gen de la chica en el ferry y la del ambiente en su casa, has­ ta que el lector ve que la belicosidad del hermano mayor queda igualada cuando la narradora descubre su don para despertar el deseo. Igualada y luego sobrepasada. Ella es, con mucho, la más implacable. Escucha con suma aten­ ción cuando su amante chino le dice que ella nunca será fiel a ningún hombre. Sabe que él está en lo cierto; sabe ya que lo que la dominará será el poder de la excitación, no ningún hombre en concreto. Bajo el ardor que ella genera y comparte, cristaliza un frío y prodigioso distanciamien­ to. Se percata de que el deseo es su as en la manga: aquello que le permite entender profundamente el carácter instru­ mental de las relaciones humanas. Esta comprensión se convertirá en su fuerza, en su armadura, en su venganza y en su salida. El año y medio que pasa con su amante chino es el crisol en el que sé funde esta comprensión. Ésta es la historia que Marguerite Duras quiere contar. ¿Cómo la contará? Mediante la narración analítica de un fracaso eficazmente lograda a través de una voz narra­ tiva que es, en sí misma, la expresión de un fracaso: «A muy temprana edad ya fue demasiado tarde [ ... ] me hice vieja a los 18 años [ ... ] »Bien. Tengo quince y medio. »Estoy en un ferry cruzando el Mekong. »La imagen persiste durante toda la travesía.

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» Tengo quince años y medio. No hay estaciones en esta parte del mundo; sólo tenemos una, calurosa, monótona, estamos en el largo y sofocante refajo de la tierra, sin pri­ mavera, sin renovación». La imagen dominante en el libro, entretejida repetida­ mente pasaje tras pasaje, es la escena en el ferry. Todo lo importante para la narradora se concentra en ese momen­ to: la avispada pequeña virgen vestida como una putita, el exótico extranjero ofreciéndole sexo y dinero, el turbio res­ plandor, tan elocuente. Allí la tenemos, sentada frente a su máquina de escribir, en París, a los 70 años, con un cigarrillo en la boca, entor­ nando los ojos entre el humo y la distracción, mirando con fijeza a la imagen de su mente, con el sombrero sonrosado de fieltro y los zapatos de lamé dorado, el débil y sensual amante que está detrás de ella en la limusina, grande como un dormitorio con un cristal que lo separa del chófer con librea de algodón blanco. Se asoma a aquel recuerdo. Lo mira con fijeza. Se concentra. ¿Qué es lo que busca con la mirada? ¿Trata de poner de una vez las cosas en claro? «En los libros que he escrito acerca de mi infancia no puedo recordar, así de pronto, lo que he incluido y lo que he excluido. Creo haber escrito acerca de nuestro amor por nuestra madre, pero no sé si he escrito acerca de nues­ tro odio hacia ella, o acerca de nuestro mutuo amor, y de nuestro terrible odio, en esta común historia familiar de ruina y muerte que fue la nuestra, al margen de los hechos; de amor y de odio, y que sigo sin poder entender por más que lo intento; que sigue fuera de mi alcance, oculta en las profundidades de mi carne, ciega como un recién nacido. Ése es el marco en cuyo borde empieza el silencio. Lo que ocurre allí es silencio, la lenta porfía de toda mi vida. Sigo allí, observando a aquellas niñas poseídas, tan ajena al misterio ahora como entonces. Nunca he escrito, aunque crea haber escrito; nunca he amado, aunque crea haber

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amado; no he hech o nunca nada más que aguardar tras l a puerta cerrada. » El sil encio de El amante es sobrecogedor, tanto como el sil encio entre todos ell os: l a madre y l a hija; l a madre y sus hijos; l os hermanos y l a hermana; ell a y el amante. El l ibro está sumido en ese sil encio. El espacio que al berga en su int erior para el deseo, aquel en el que penetra tan profun­ damente en su memoria, no disipa el sil encio. Por el con­ trario, ell a y el amante chino yacen inhal ándol o juntos. Se trata de un sil encio con el que todos estamos famil iariza­ dos, el sil encio que rodea l a fal ta de efusión; una carencia que termina por resul tar insoportabl e y exige al ivio. Con Duras, paradójicamente, el deseo, puro, autónomo, pol i­ morfo, se erige en l a droga predil ecta: «El cuerpo de Héle ­ ne Lagonell e es[ . . . ] inocente [ . . . ] su piel tan suave como l a d e al gunos frutos[ . . . ] Te induce a querer matarl a[ . . . ] A que­ ll as formas bl ancas como l a nieve, l as ll eva inconsciente­ ment e, sin saberl o, y l as ofrece para que unas manos l a so­ ben, para que unos l abios l a devoren [ ...] Me gustaría devorar l os pechos de Héle ne Lagonell e como él devora l os míos en el dormitorio de l a ciudad china adonde voy todas l as noches para acrecentar mi conocimiento de Dios. Me gustaría devorar y ser devorada por esos pechos suyos, bl ancos como l a nieve. » Me consumo de deseo por Héle ne Lagonell e. » Me consumo de' deseo. » Quiero ll evarme a Héle ne Lagonell e conmigo a donde todas l as noches, con l os ojos cerrados, me he proporcio­ nado el pl acer que te hace gritar. Quiero entregar a Héle ne Lagonell e al hombre que me hace esto, para que pueda ha­ cérsel o a ell a. Quiero que se l o haga en mi presencia [ . . . ] Quiero que ell a se l e entregue como yo me entrego a él. A través del cuerpo de Héle ne Lagonell e, a través de él , el pl a­ cer absol uto pasará de él a mí. » Un pl acer hasta l a muerte» .

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Con todo, esta tenible ausencia de efusividad, especial­ mente en su casa, corroe a la narradora. Haga lo que haga, no tiene escapatoria: «Nunca un hola, ni un buenas tardes ni un feliz Año Nuevo. Nunca un gracias. Jamás una con­ versación. Jamás la menor necesidad de charlar. Siempre todo en silencio, lejano. Es una familia de piedra, tan pe­ trificada que resulta impenetrable. Todos los días tratamos de matarnos unos a otros, de matarnos. No se trata sólo de que no nos hablemos, sino de que ni siquiera nos miramos. Y si nos miramos no podemos mirar. Mirar es sentir curio­ sidad, sentir interés, rebajarse. Pero nadie a quien mires merece la pena. Mirar siempre disminuye. La palabra con­ versación está desterrada. Toda comunidad, familiar o de otra índole, nos resulta odiosa, degradante. Estamos uni­ dos por la fundamental vergüenza de tener que vivir». Hemos llegado al elemento que moldea la prosa de esta memoria corta y vigorosa: el descarnado reconocimiento por parte de Duras de que el deseo es un narcótico entrete­ jido con la vergüenza de necesitar sintonizar con los seres humanos. La anomia es una enfermedad del alma que em­ pieza con esa vergüenza. La mujer que escribe este libro es una prisionera hipnotizada de este conocimiento. Acapara la atención de la autora en todo momento; no la abandona nunca, ni siquiera a lo largo de un párrafo; se convierte, fi­ nalmente, en el verdadero tema, en la verdadera protago­ nista de El amante. Duras elaboró estos materiales durante treinta años con una abstracción narrativa tras otra. Una vida consa­ grada al deseo no hizo sino confirmar lo que había apren­ dido entre las cuatro paredes de un dormitorio en el banio chino de Saigón en 1932: que ella estaba sola; que siempre estuvo sola; sola es como estaba; tanto más a lo largo de su búsqueda del placer hasta la muerte. Pero hasta que no en­ contró en sí misma la voz narrativa -a través de la voz na­ rrativa de una drogadicta amoral, aquella en la que la ano-

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mia alienta como sustancia viva- no pudo decir, clara y simplemente, lo que sabía.







Cuando era joven, Wallace Stevens pensaba que afirmar­ nos en la voluntad de creer, en una época descreída, nos dejaba en libertad para sentimos a la vez aislados y espon­ táneos: una situación que él aplaudía. Hacia el final de su vida experimentó la libertad como algo que abrasase en la boca. Tanto es así que la llama nuestra «abrasadora sole­ dad», una frase que se ajusta como anillo al dedo a la obra y al temperamento de W. G. Sebald. Sebald es un alemán cincuentón que ha vivido en In­ glaterra en los últimos treinta años. Escribe obras de no ficción a menudo descritas como inclasificables, porque están impregnadas de un poder de sugestión que asocia­ mos con la ficción. Para mí, Sebald es claramente un me­ morialista, por cuanto su obra se alimenta de una voz na­ rrativa que es, sin duda, la suya propia y pertenece a un narrador que escribe, si no para componer el puzzle de sí mismo si por lo menos para aclarar una posición que lo in­ cluye en lo que, en aras de la concisión, llamaremos el mundo. Los anillos de Saturno es, en este sentido, un buen ejemplo. «En agosto de 1992 -empieza el libro-, cuando la ca­ nícula tocaba a su fin, me dispuse a viajar a pie por el con­ dado de Suffoll:c., con la esperanza de diluir el vacío que siempre se apodera de mí al término de un trabajo intenso. Y la verdad es que mi esperanza se vio recompensada, aun­ que sólo hasta cierto punto; porque rara vez me he sentido tan despreocupado como entonces, caminando durante horas cada día a través de unos parajes escasamente pobla­ dos, que se extienden tierra adentro desde la costa. Sin em­ bargo, ahora me pregunto si acaso habría algo de verdad en

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la vieja superstición de que, determinadas dolencias del es­ píritu y del cuerpo, tienden a agravarse bajo el influjo de Si­ rio. Sea como fuere, al retrotraerme a aquellos momentos me preocupó no sólo mi inhabitual sensación de libertad sino también el paralizante horror que me asaltó en varios momentos al verme ante rastros de destrucción, que se re­ montaban a un lejano pasado, evidentes incluso en los lu­ gares más remotos. Acaso se debiese a que, justo un año después de mi viaje, me llevaron a un hospital de Norwich en un estado de casi total inmovilidad. Justo entonces em­ pecé a darle vueltas a la idea de escribir estas páginas. » Mientras recorre la costa, desde una ciudad a un pue­ blo y desde éste a la costa, desde una casa a una bosque y a un parque, también el narrador vaga, en largos pasajes discursivos, desde una inverosímil asociación a otra: la búsqueda de la calavera de T homas Browne en el museo de un hospital; una finca y su esplendorosa historia duran­ te el siglo XIX; los intensos bombardeos de las ciudades ale­ manas durante la Segunda Guerra Mundial; la desolación de una población turística sumida en una decadencia sin esperanza; varios pescadores en una playa que quieren es­ tar en su sitio «donde tengan el mundo a sus espaldas y por delante sólo el vacío » ; la historia del arenque; un extenso recuerdo del vestíbulo de un hotel de La Haya; la historia de Roger Casement solapada con la de Joseph Conrad; un excéntrico caballero de testamento aún más excéntrico; un ferrocarril de vía estrecha que cruza el puente de un río que le conduce a una larga disquisición sobre la China del siglo XIX; la matanza de bosnios que perpetraron los croa­ tas en los años cuarenta; la torre de una iglesia medieval en una playa, cuyo recuerdo atrajo en otros tiempos a poetas como Swinburne a Dunwich, una población costera desa­ parecida hace muchos años. Y por este tenor prosigue Los anillos de Saturno, tejien­ do con frases muy sencillas un tapiz sin costuras de aso-

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ciaciones, elaborado y de largo alcance, que lentamente lo­ gra un texto bien trabado, aunque al lector no le resulta fá­ cil saber por qué. Por más vueltas que les demos a estas asociaciones en nuestra mente, en conjunto, en tanto que factores de la idea unificadora, no producen un patrón in­ teligib le. F inalmente nos percatamos de que el narrador es el «factor» : él es la id ea unificadora. No a través de lo que nos dice acerca de sí mismo, ni tan siquiera a través de lo que ve durante el viaje, sino a través de la manera que ve lo que ve. El carácter de la perspectiva del personaje pro­ porciona al relato su sorprendente vida interior. Caemos entonces en la cuenta de que, en cada pasaje, las imágenes más corrientes: un rompeolas, la calle de un pueblo, el vestíbulo de un hotel, inducen al narrador a co­ mentar que se siente al borde del tiempo; en el comienzo de la eternidad; en los confines más remotos del principio -o del final- ; con el mundo siempre a su espalda y el va­ cío perpetuamente frente a él. Entonces el lector repara en cuántas veces el mundo ha sido descrito como «de un co­ lor plomizo». Repetidamente se nos dice que el mar, el cie­ lo y el día tienen un color plomizo. Y también repara el lec­ tor en las muchas veces que oímos la frase «apenas se veía un alma». En un pueblo o en la calle de una ciudad, en un jardín o en un parque públicos, en una playa o en cual­ quier urbanización: apen as se ve nunca un alma. Estos co­ mentarios están introducidos como de pasada, dispersos en el texto; en una palabra, una frase, un fragmento. En lo que resulta ser el momento adecuado en el párrafo ade­ cuado, en el que asemeja una piedra que cayese directa­ mente al fondo subliminal. Cada descripción del mundo visible; toda asociación pasada, presente o futura; todo recuerdo, conjetura o es­ peculació n implican un estado carente de contacto huma­ no. En un pequeño avión de hélice que cubre la ru ta entre A msterdam y Norw ich la cuestión se concreta de pronto:

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«A nuestros pies se extendía una de las regiones más den­ samente pobladas de Europa, con interminables bloques, ciudades-dormitorio, centros comerciales y edificios de cristal resplandeciente que asemejan cuadrangulares tém­ panos que hubiesen derivado hasta este rincón del conti­ nente, en donde no queda un solo rodal de tierra que no esté dedicado a algo. A lo largo de los siglos la tierra ha sido roturada, cultivada y construida hasta que toda la re­ gión se ha convertido en una textura geométrica [... ] Y sin embargo no se ve un alma por ninguna parte. Tanto si so­ brevuela uno Terranova o el mar de luces que se extiende desde Boston a Filadelfia al anochecer, por los desiertos de Arabia que resplandecen como madreperlas, por la cuen­ ca del Ruhr o la ciudad de Frank.furt, es como si no hubie­ se nadie, sólo las cosas que los hombres han hecho y entre las que se ocultan. Vemos los lugares en los que viven y las carreteras que los comunican; vemos el humo alzarse de sus casas y de sus fábricas; los vehículos en los que van sentados, pero no vemos propiamente a las personas». Aquí, la palabra «ocultan» es la clave. Un viaje a pie por unas tierras famosas por su organización de las excursio­ nes a pie se convierte en una película futurista, anticipada desde el mismo comienzo, como ahora recordamos, cuan­ do el narrador nos dice que viajó hasta la costa en un viejo tren con locomotora diésel e:o el que los viajeros «se senta­ ba en la penumbra de los raídos asientos, todos en el sen­ tido de la marcha y tan lejos como podían unos de otros, y tan callados, que daba la sensación de que ni una sola pa­ labra hubiese salido de sus labios en toda su vida». Está claro que la desolación se origina desde dentro. Es el estado en que se encuentra la vida interior del narrador, las paredes que lo contienen, la prisión de su propia perso­ nalidad. Y desde esta prisión nos habla. Sin embargo, la cercada parcela del punto de vista ge­ nera una brillante creación debido a la profundidad y al es-

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píritu con los que Sebald se adentra en su estado interior, a la desenvoltura con que lo ocupa y lo habita. En este sen­ tido nos recuerda a Beckett, que creó una rica y perdura­ ble poesía a partir de su propia/ noche oscura del alma, adentrándose también brillantemente en ella, y aplicando lo que allí encontró de manera tan persuasiva que el lector y los espectadores que asisten a la representación de sus obras teatrales quedan exultantes a causa, precisamente, de la desolación, en vital sintonía con su propia experien­ cia y con la singularidad de su momento. Y así ocurre con Sebald. La ausencia humana en Los anillos de Saturno no pro­ duce un sensación negativa, dolorosa ni siniestra. En rea­ lidad, produce una sensación bastante natural, como si la experimentase un hombre en su elemento, alguien para quien el solitario vagar ha sido desde hace mucho tiempo la única realidad. La calma de la soledad de Sebald es in­ mensa, tanto como el universo de Loren Eis�ley, la calma y el silencio. El narrador no se siente ni repelido por este silencio ni tampoco lo abraza. Simplemente se mantiene en él, se concentra en él, sin trauma, sin resentimiento ni necesidad de alivio. A semejanza de un monje trapense ca­ paz de ir más allá de la anomia, para así redescubrir el mundo. Sebald realiza las 4sociaciones tan plenamente, con tal libertad y prodigalidad: el avistamiento de la costa desier­ ta, el centro turístico en decadencia, el relato de una masa­ cre histórica tras otra, que la propia relación se convierte en una especie de poesía, y la desolación interna en un contrapunto de la inmensidad y maravilla de la incesante forja del mundo. A través de este gran angular, de las libres asociaciones internas que brotan de un hombre que termi­ nará hospitalizado por depresión, llegamos a sentir la in­ mensidad de la existencia humana: no su pequeñez, su insignificancia ni su despropósito. Al reaccionar tan pro-

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digiosamente a lo que ve, recuerda o cavila, este narrador reposado y solitario como un peregrino realiza un peculiar acto de compasión respecto al mundo y al yo que proyecta toda una vida de esperanza. En Holanda, en el vestíbulo de un hotel, Sebald recuer­ da una visita que ha hecho recientemente a la tumba de su santo patrón en Nüremberg, «quien según la leyenda era hijo de un rey, de Dacia o de Dinamarca, que se casó con una princesa en París. Según esa leyenda, durante la noche de bodas él se sintió asaltado por una sensación de pro­ funda inutilidad. En la actualidad, se cree que le dijo a su esposa: "Nuestros cuerpos están adornados, pero mañana serán comidos por los gusanos". Y antes del alba huyó, pe­ regrinó a Italia, donde vivió en soledad hasta que notó en su interior que tenía el poder de obrar milagros [ ... ] y en­ tonces, a través de los Alpes, fue a Alemania. En Regens­ burg cruzó el Danubio encima de su capa y allí volvió a unir los añicos de un cristal roto; y en la casa de un arriero tan miserable que no quería gastar la leña, encendió un fuego con carámbanos. Esta historia de hacer que arda la sustancia congel�da de la vida me ha interesado mucho úl­ timamente, y rri; pregunto si el frío y la desolación interio­ res son una precondición para hacer que el mundo crea, a través del falso exhibicionismo, que nuestro desolado co­ razón aún resplandece». Y ahí la tenemos. La seducción de Los anillos de Satur­ no. Su extraña belleza. Este relato de la soledad humana, ancha, profunda, omnipresente, nos lo aporta ahora, en este momento de nuestra historia espiritualmente exhaus­ ta, un narrador que cree que su desolado corazón todavía resplandece. Me parece significativo de la quiebra de la ficción que Los anillos de Saturno sea reiteradamente llamada una no­ vela. Aquí Sebald realiza una vieja operación, adentrándo­ se en el yo narrativo de una manera que omite por igual el

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modernismo y el posmodemismo, tan alejada de las gar­ gantuanas y míticas abstracciones, tan empantanadas en el lenguaje de escritores de ficción coetáneos como Pyn­ chon, Powers y DeLillo como pueda permitirlo la propia li­ teratura. Sin embargo, los críticos no pueden creer que la capacidad para hacemos sentir esto, nuestra sola y única vida, como muy pocas novelas consiguen en la actualidad, proceda de un memorialista, un narrador veraz de no fic­ ción, que ha penetrado en nuestra situación común y que cuente la historia que queremos que ahora se cuente. Pero así es.

Conclusión

Este libro se ha gestado a lo largo de c¡ uince años de ense­ ñanza en los programas de la M.F.A , 1 ;d onde he aprendido que no se puede enseñar a nadie a escribid el don de la ex­ presividad dramática, el natural sentido de la estructura, de hacer que el lenguaje se sumerj a bajo la superficie de la descripción; todo lo que es innato no se puede enseñar. Pero sí se puede enseñar a leer, a desarrollar la capacidad de juicio acerca de una obra literaria, propia o ajena. Se puede enseñar a montar el puzzle de la experiencia ente­ rrado en una masa de material y ver si está siendo plasma­ do en la página; cómo detectar el vínculo entre la línea na­ rrativa y la sabiduría que lo impulsa; a preguntar ¿quién ha bla?, ¿qué dice?, ¿cuál es la relación entre lo uno y lo otro? Todo esto se pued� enseñar si eso es lo que uno pre­ fiere. Y descubrí que eso es lo que prefería yo. Desde el momento en que me vi en un aula para dar una clase sobre el género de la memoria con parte de un manuscrito en la mano, pregunté: ¿De qué trata todo esto?»; me contestaron que trataba de una familia de Cincinnati rota, y repliqué que no, insistiendo en de qué trataba; vi 1 . Master in Fine Arts (Master en Humanidades y Bellas Artes) Se orga• nizan en todas las universidades estadounidenses, para posgraduados, y sue­ len consistir en dos cursos de carácter eminentemente práctico. (N. del t. )

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que mis clases tratarian de lo que yo necesitaba que trata­ sen: de la búsqueda del contexto interior que hace que una obra literaria tenga mayor alcance que su circunstancia in­ mediata; que sitúe el pensamiento y los sentimientos del escritor; que determine la forma y revele el propósito inte­ rior; aquello que invariablemente se aborda cuando uno dice a cualquier escritor con imaginación: pero ¿de qué trata? Y no espera que le conteste: es acerca de una fami­ lia de Cincinnati rota. Desde el principio pensé que enseñar literatura era en­ señar a mis alumnos a seguir leyendo hasta que todos vié­ semos con la mayor claridad posible qué impulsa al escri­ tor. Preguntaríamos acerca del manuscrito cuál era la preocupación básica que reflejaba; ¿cuál era la verdadera experiencia?, ¿el verdadero tema? Pero no se trataba de hacer estas preguntas porque pudieran ser respondidas sino porque me parecía vital que se hiciesen. Enfocar la obra de que se trate como podria hacerlo cualquier lector no equivaldria a aprender a escribir sino -y eso es mucho más importante, con gran diferencia- aJaprender por qué escribe uno/ En estas clases, tanto yo como mis alumnos descubrimos reiteradamente que ésa era más de la mitad de la batalla. En cierta ocasión una alumna trajo a clase una compo­ sición acerca del abuelo que nunca conoció. Empezaba así: «Seguí a mi abuela por los estrechos y semihundidos escalones hasta la buhardilla de su casa en un pequeña po­ blación del Medio Oeste que, hasta no hacía mucho tiem­ po, había sido tierra de cultivo. Hacía frío y en la calle los niños se llamaban a voces a través del aire cortante. Mi abuela tenía las piernas hinchadas y las venas muy marca­ das; su paso eran cansino, pero su cuerpo se mantenía er­ guido dentro de la bata que siempre llevaba. Mi abuelo ha­ bía construido la casa hacía cuarenta años y, un día, salió a comprar cigarrillos y no volvió. Todo lo que quedaba de

CONCLUSIÓN

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él, cartas, ropa, fotografías, estaba bajo llave en un baúl de la buhardilla». Párrafo tras párrafo, escritos de la misma manera de­ sordenada y errática, las páginas se sumaban sin lograr adentrarse, cayendo repetidamente en cavilaciones abs­ tractas sobre el recuerdo, las sombras, los sueños. En clase nos esforzamos por darle sentido al texto, leyéndolo y rele­ yéndolo todo, esforzándonos por entender a qué se debía que no lograse la coherencia. Y al fin, alguien dijo: «Es que no trata del abuelo sino de la abuela». Y se nos encendió la lucecita. Y se le encendió a la autora. La semana siguiente el párrafo inicial decía así: «Seguí a mi abuela por los estre­ chos y semihundidos escalones hasta la buhardilla donde estaba almacenado mi abuelo, por así decirlo. Sus piernas hinchadas eran pesadas, lentas, remisas. Cada centímetro de su tenso y duro cuerpo exudaba la característica belige­ rancia que no se atrevía a expresar abiertamente. No en vano era la típica midwesterner amable por excelencia; de ésas de cuya boca menudita nunca salía un no. Había vivido en aquella casa como una esposa y madre abandonada du­ rante treinta y cinco años, sin mencionar ni una sola vez al hombre que se marchó un día para no volver, dejándola en la humilde población campesina adonde la había llevado. Mi madre, su hija, casi nunca venía, aunque me enviaba re­ gularmente a pasar unas semanas durante el verano. Siem­ pre tuve la sensación de que no me querían en casa; que me dejasen aquí en aquellas tristes visitas con mi taciturna abue­ la era para mí una prueba inequívoca. Pero ahora, por pri­ mera vez (tenía entonces 14 años) pedí "ver" al abuelo y, sorprendentemente para mí, mi abuela accedió». Estaba claro que el relato se había encarrilado. El solo hecho de reiterar ¿de qué trata todo esto? había conduci­ do a la autora hasta el punto de vista que le proporcionó desenvoltura y centró el tema que porfiaba por aflorar del rudimentario material.

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No tardé en descubrir que el debate que tuvimos en cla­ se parecía orillar la cuestión del oficio y situarme al otro lado del énfasis predominante en nuestro juego de «taller literario», puesto que el «oficio» era lo esencial en los pro­ gramas de M.F.A. , algo que a mí me parecía pasmoso, como lo es la concentración en los recursos que, en mi opinión, es la mayor lacra de la literatura coetánea. Un excelente li­ brito acerca del estilo clásico de la prosa, Clear and Simple as the Truth plantea la cuestión admirablemente, creo yo, al señalar que «la escritura debe conducir a los recursos, y los recursos determinan, ostensiblemente, la eficacia na­ rrativa, pero la dinámica no procede de los recursos, ni consiste tampoco en utilizarlos. La escritura es como la conversación [ ... ] Un mal conversador puede tener gran­ des recursos verbales pero hacerlo mal, al no concebir la conversación más que como un monólogo. Y por más que cultive la habilidad verbal, no logrará remediar el proble­ ma. Por el contrario, un buen conversador puede tener menos recursos verbales, pero una clara comprensión de los conceptos de reciprocidad y de giro en la conversación, esenciales para la misma. Ni la conversación ni la escritu­ ra pueden aprenderse meramente adquiriendo recursos retóricos, y todo intento de enseñar a escribir inculcando recursos, al margen de las cuestiones conceptuales subya­ centes, está condenado al &acaso». Todo intento de enseñar a escribir, podía haber añadi­ do el referido librito Clear and Simple as the Truth , al mar­ gen de todo aquello que el profesor conozca personalmente más que teóricamente, también está condenado al &acaso. A mí las teorías sobre la escritura creativa me parecen aún más perjudiciales que las cuestiones acerca del oficio. Creo que, como profesores de Literatura, nuestra única misión es dar el sentido más amplio y racional a nuestra propia ex­ periencia. Esto, por sí solo, basta para conseguir una útil extrapolación.

CONCLUSIÓN

Como profesora de Literatura descubrí que saber «quién habla, qué se dice, y cuál es la relación entre lo uno y lo otro» se había convertido en mi decidido propósito [ ... ] Eran años en los que yo, la profesora, trataba de aprender lo que yo, la escritora, no tardaría en escribir. Mi determi­ nación resultó ser una fuerza, un marco delimitador y una fuente reveladora. Esta manera de concentrar el propio pensamiento en torno a la lectura de un manuscrito era, y así lo entendía yo, sólo una entre centenares de otras vita­ les perspectivas, que otros tantos centenares de profesores podrían iluminar de manera igualmente fecunda. Pero, para mí, «consigue al narrador y conseguirás la obra» re­ sulta ser una guía incontestable sobre cómo organizan la materia prima los ensayos y las memorias. Ésa era la pers­ pectiva que me permitía proporcionar amplitud de inter­ pretación. La experiencia me enseñó algo vital sobre cómo leer. La obra literaria nos hace sintonizar con ella cuando nos proporciona una información acerca de nosotros mis­ mos que necesitamos en el momento en el que la leemos1 ¡Qué obvia parece esta idea una vez que ha sido articulada! Como en el amor, la política y la amistad, la oportunidad lo es todo. Cuando un libro de mérito es pasado por alto al publicarse, o uno de valores fugaces es puesto por las nu­ bes, no se debe a que el libro, ni en uno ni en otro caso, haya sido leído por personas adecuadas o inadecuadas sino a que ha coincidido con el momento adecuado o ina­ decuado. Un libro, por mejor que pueda ser, se hunde como una piedra en el agua porque lo que tiene que decir no se puede asumir en un determinado momento; mien­ tras que otro libro, claramente efímero, es bien acogido porque aquello que aborda está vivo -en el aquí y el aho­ ra- en la psique colectiva. Y acaso así deba ser. La vida in­ terior se alimenta sólo si obtiene lo que necesita cuando lo necesita.

I

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Al pensar en lo que he escrito, me sorprende la marca­ da parcialidad de la empresa, que se refleja en lo que he leído y en cómo lo he leído. Me veo recordando a todas las personas que, a lo largo del camino, a medida que me en­ tusiasmaba con un ensayo o una memoria, repetidamente llamaban mi atención no sólo por las diferentes clases de ensayos o memorias que ignoraba o dejaba a un lado sino por todo aquello que no abordaba en lo que leía. Y así lo re­ conocía yo sin vacilar en cada caso, como si adoptar una postura no defensiva mitigase la culpa. Pero en mi fuero interno me parece que creía que si dejaba una franja de distintas perspectivas por desarrollar, prevalecería una co­ herencia interna acorde con mi propósito. Y estaba equi­ vocada. Los límites de mi preocupación sólo son aparen­ tes. ¿Cómo extrae el autor de la narración en primera persona, de su tedioso y agitado yo, el narrador veraz que cuente la historia que necesita ser contada? Ésta es la pre­ gunta que me hice, y al tratar de contestarla enfoqué la mi­ rada hacia el texto. ¿Cómo se había plasmado, cómo fun­ cionaba, cómo se situaba en su lugar en t¡l mundo, cómo contribuía a modificar la historia literaria� Leer a partir de la propia necesidad de saber, limitada pero clarificada, concluí, era enseñarse a escribir... y a cómo enseñar a es­ cribir.