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Spanish; Castilian Pages 480 [479] Year 2014
Selena Millares (ed.) En pie de prosa La otra vanguardia hispánica
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En pie de prosa La otra vanguardia hispánica Selena Millares (ed.)
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Derechos reservados © Iberoamericana, 2014 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2014 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-822-1 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-366-1 (Vervuert) eISBN 978-3-95487-805-5 Depósito Legal: M-27308-2014 Diseño de la cubierta: Juan Carlos García Cabrera Imagen de cubierta: César Moro, “Sin título”, 1954, pastel sobre papel, 61x48 cm. Colección de E. A. Westphalen. Impreso en España Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.
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ÍNDICE
Selena Millares Umbral .......................................................................................................
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Raquel Arias Una relación literaria: de César Vallejo a Juan Larrea ....................................
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María José Bruña Maruja Mallo y el diálogo transatlántico: sintonías y discrepancias con Joaquín Torres García y Victoria Ocampo ................................................
35
Alejandro Canseco-Jerez Picasso y Neruda en París: encuentros y desencuentros .....................................
77
Belén Castro Morales Vicente Huidobro y su relato Finis Britanniae, entre la masonería y el Sinn Féin ..............................................................................................
97
Teodosio Fernández De la página al lienzo: pintores para la literatura hispanoamericana de vanguardia .............................................................................................
129
Rosa García Gutiérrez El novelista en la frontera: Jaime Torres Bodet................................................
151
Alfonso García Morales El cuento “La cena” en la Obra de Alfonso Reyes. “Acaso la Sombra del que apenas debo nombrar...”....................................................................
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Jesús Gómez de Tejada Biografías modernas buscan “almas interesantes”: “Vidas españolas e hispanoamericanas del siglo XIX” .................................................................
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Laura Hatry Cine y literatura en vanguardia ....................................................................
247
Isidro Hernández El poeta entre dos mundos. César Moro en las colecciones TEA Tenerife Espacio de las Artes..........................................................................
275
Patricio Lizama Améstica María Luisa Bombal y María Teresa León: la construcción de la artista ..........
299
Esperanza López Parada Comprimido de palabras o pequeño diccionario de un manifiesto (la prosa programática vanguardista en América Latina) ................................
325
Selena Millares Marginales y malditos de la prosa de vanguardia: Luis Cardoza y Agustín Espinosa .......................................................................................
381
Francisca Noguerol Complementarios: las modulaciones de la brevedad en José Bergamín y Carlos Díaz Dufoo Jr.................................................................................
403
María Ángeles Pérez López Eros y el poema en prosa: Cernuda, Aleixandre, Huidobro ..............................
419
Domingo Ródenas de Moya Mediaciones asimétricas entre Argentina y España: Ramón Gómez de la Serna y Guillermo de Torre ...................................................................
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Sobre los autores.........................................................................................
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UMBRAL
La historia de las literaturas hispánicas es aún una realidad que está por escribir, a causa de las fronteras artificiales establecidas tradicionalmente sobre la andadura fraterna y común de veinte países que hablan el mismo idioma. Los ensayos que componen el presente volumen quieren ser una contribución a ese objetivo necesario —una proyección transnacional y transatlántica en los estudios literarios hispánicos—, y también a otro no menos relevante: la recuperación de ese género sin género que son las prosas literarias que la vanguardia ofrenda entre sus conquistas, preteridas durante décadas por razones históricas e ideológicas y por su rareza inclasificable. Sin embargo, su venero fértil —compartido por autores de ambas orillas del idioma— está en el origen de las grandes conquistas expresivas del boom hispanoamericano, y de géneros hoy consolidados como el microrrelato, la autoficción y el prosema. Ensombrecidas por la fulgurante producción poética del periodo, las prosas de vanguardia nacen al calor de las propuestas del simbolismo, y se apropian de las estrategias de la poesía para fundar una poética del fragmento desde el ejercicio de la libertad suprema. Sus iluminaciones libres, visionarias y experimentales exploran el lado oscuro de la realidad y la conciencia, y rompen con los límites entre los géneros y las artes, para hacer de la pintura y el cine sus grandes aliadas. Esa “invención poética de la prosa”, como la nombrara José Bergamín en 1927, supone una catarsis necesaria frente al agotamiento de la novela tradicional, y no desprecia ninguna de las posibilidades que se le ofrecen, así sea la irreverencia o la blasfemia, en su necesaria quema de naves para avanzar hacia nuevas rutas de la imaginación. De este modo, la
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convención que asimila a la poesía lo oscuro, lo órfico o el viaje vertical, y a la prosa la luz de la razón, queda subvertida por una revuelta radical que lleva a la prosa a escarbar en lo más hondo para extraer sus frutos nuevos. Estas páginas se han gestado en el marco de un proyecto del Plan Nacional de Investigación, Desarrollo e Innovación (FFI 2011-26187), y en su labor de arqueología en las prosas vanguardistas de las dos orillas del idioma han colaborado especialistas de muy diversas universidades. Nuestra travesía conjunta es también un homenaje al hispanoamericanista Luis Sáinz de Medrano, que nos dejaba en los mismos días en que se iniciaba nuestra singladura: vaya este libro como ofrenda a su memoria viva. Selena Millares
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UNA RELACIÓN LITERARIA: DE CÉSAR VALLEJO A JUAN LARREA Raquel Arias Careaga Universidad Autónoma de Madrid
En 1923 César Vallejo desembarca en Europa escapando de un incierto futuro en Perú, que no le garantizaba la ansiada libertad lograda tras casi cuatro meses en prisión. Sin apenas dinero y con un conocimiento muy rudimentario del francés, su llegada a París no fue fácil: cayó enfermo de gravedad a los pocos meses y llegó a pasar por el quirófano. Desde el principio, el poeta peruano intenta por todos los medios encontrar una mínima estabilidad económica que le permita dedicarse a la literatura, un camino que había dado en su tierra natal unos frutos difícilmente comprendidos y valorados en la magnitud que habrían de representar para la literatura escrita en español durante el siglo xx. Los Heraldos negros y Trilce no habían aparecido solos; además Vallejo había dado a la imprenta un sorprendente libro titulado Escalas, conocido por el título Escalas melografiadas1, en el que se encontraban algunas de las propuestas más revolucionarias de una prosa ajena a cualquier convencionalismo, y una novela, Fabla salvaje, en la que el entorno de la sierra peruana servía de escenario al planteamiento del conflicto de identidad que tan importante sería durante todo el siglo. 1 Ricardo Silva-Santisteban explica con mucha claridad las posibles causas de esta confusión, que ha ayudado a perpetuar el nombre erróneo del libro en su edición de César Vallejo, Narrativa completa, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 1999; véanse las páginas XVI-XVII y XXXVII de su prólogo.
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El escritor que llega al Viejo Continente ha hecho ya por la poesía en español más de lo que podían suponer los pocos lectores de sus primeros libros. Pero su presencia en Europa coincide con una larga etapa de silencio poético. Si Vallejo continúa escribiendo preparando artículos, ensayos y otra novela, su poesía está llamativamente ausente de su producción literaria, al menos en lo que tiene que ver con la publicación. Como se ha señalado, será el impacto terrible de la Guerra Civil española el que despierte de nuevo el impulso poético de César Vallejo haciéndole escribir España, aparta de mí este cáliz. Luego se sabrá que no existe tal silencio y que el poeta peruano había seguido escribiendo textos que después de su muerte aparecerían con el título de Poemas humanos. Así ha planteado esta situación uno de sus amigos más entrañables desde que llega a París: Agotado psíquicamente ya, y no pudiendo llegar a tomar parte agente en la tragedia, su voluntad se identifica con ella en el modo paciente. Y he aquí que en una de las sacudidas de tan solitario y prolongado cuerpo a cuerpo, y al cabo de muchos años de silencio, se le rompe la arteria espiritual y realízase el milagro; la fuerza poética vuelve a hacerse en él y el verbo, en inesperado sobresalto, mana a borbotones de su boca. Esto ha sucedido en el otoño de 1937, en que produjo un libro entero de poemas (Larrea 1980: 24).
El poeta español Juan Larrea, responsable de las palabras citadas, se convierte, gracias a su amistad con César Vallejo, en la voz autorizada que describe el proceso vital y artístico del poeta peruano. Desde su encuentro en París en 1924, Larrea se erige en garante de la interpretación de la vida y la obra de su amigo. Esta posición se acentúa de forma considerable tras la muerte de Vallejo y se convierte en una de las líneas esenciales de la producción ensayística del escritor español exiliado tras la Guerra Civil. Entre la labor desarrollada por Larrea en el exilio destaca poderosamente su responsabilidad al frente de la revista Aula Vallejo, que difundirá actas de encuentros dedicados al poeta peruano, acercamientos a su obra, y otro tipo de polémicas suscitadas precisamente por la postura adoptada por Larrea como valedor casi único e incuestionable de cualquier análisis realizado en torno a Vallejo. En 1924 Juan Larrea se encuentra instalado en París con la firme decisión de no regresar a España. Sin embargo, circunstancias familiares le obligan
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a interrumpir momentáneamente esta opción y volver a su país. Antes de regresar, ha tenido tiempo de encontrarse con César Vallejo y construir con él una amistad sólida que durará hasta la muerte de este último en 1938. Su obligada ausencia de París es sentida profundamente por su nuevo amigo: La vida aquí sigue igual que ayer y que antier y que tras de antier. La diferencia única consiste en que tú nos faltas. La Rotonde, el Jockey, el Jipay, el Rendezvous, claman todas las noches: ¡Larrea! ¡Larrea! Voces que se unen a las nuestras, hasta el amanecer. Vente pues, breve. Haz lo posible (Vallejo 2011: 134).
Muy pronto, Juan Larrea se convierte en uno de los principales apoyos de Vallejo, incluso en el plano económico, que tanta falta le hace. Su presencia en Madrid le permite ayudar a Vallejo en el cobro mensual de la beca que le ha concedido el gobierno español, avisándole del plazo en que debe presentarse para ello o aportando él mismo los certificados necesarios. También le prestará dinero y será uno de sus estímulos más importantes desde un punto de vista creativo, como el propio Vallejo le dice en una carta de enero de 1926: “Estoy harto de aburrirme y de no hacer nada. Vente. Vente, Juan querido. Tú me vas a dar el gran impulso que me hace falta para trabajar” (Vallejo 2011: 163). Su relación se apoya en una complicidad que va mucho más allá de la vida parisina y de compartir problemas y alegrías. Será a través de la poesía como se produzca su encuentro fundamental. Como decíamos al comienzo, Vallejo llega con un bagaje poético consolidado gracias a sus libros ya publicados2. Juan Larrea, por su parte, está fascinado por el poeta chileno Vicente Huidobro y por una expresión poética en la que intuye una trascendencia nueva. Desde 1919 se vuelca en las propuestas creacionistas y reconoce tanto la influencia como la necesidad de ahondar en el camino propuesto por Huidobro: “lo que he hecho arranca de Huidobro en línea recta, pero aguardo un despertar con nuevos derroteros” (Larrea 1986: 91). La conciencia de una misma sensibilidad ha chocado hasta entonces con cierto control estilístico 2 Juan Larrea afirma al comentar los volúmenes que guarda en su biblioteca personal: “una pequeña pero densa biblioteca en el orden poético que en su gran mayoría había traído de España, la que se enriqueció desde abril de 1926 con Trilce, Los Heraldos negros y Fabla salvaje” (apud Gurney 1985b: 13).
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y respeto a normas académicas que le han impedido dar rienda suelta a una expresión poética que dé cuenta de sus verdaderos sentimientos: Veo una relación estrecha entre la manera creacionista y mi estilo antiguo, y desde luego, si hubiera escrito como sentía por completo, y me hubiera desligado del metro y de la rima como alguna vez intenté, aunque luego asustado lo corrigiera, sería una curiosa coincidencia entre los creacionistas y mi humilde persona (Larrea 1986: 91).
Así es como Larrea, fascinado ante las posibilidades poéticas, pero también vitales, que intuye en una libertad lírica nunca antes intentada, comienza a escribir una poesía que le lleva a ser considerado como “una de las grandes figuras secretas de nuestra vanguardia” (Bonet 1995: 367). El poema “Cosmopolitano” es un ejemplo claro de la influencia innegable de Vicente Huidobro, y también de la modernidad como tema y forma de expresión de la nueva poesía3. Como es sabido, Juan Larrea conoció al poeta chileno en 1921 durante una conferencia que este impartió en el Ateneo madrileño y desde entonces se estableció entre ellos una amistad y una fidelidad por parte del español a la que nunca traicionaría incluso cuando su propia obra poética comienza a alejarse del creacionismo. Como ha demostrado David Bary en sus diversos estudios sobre Larrea, la influencia que sobre el poeta español ejerce el gran maestro chileno del creacionismo acaba enfriándose por razones tanto personales como poéticas. La vanidad de Huidobro, su comportamiento sentimental y sus nuevos planteamientos estéticos, ejemplificados sobre todo en Altazor, no convencen a su antiguo discípulo: “Altazor me parecía un poema como indignificado, espúreo, y que por ello me causaba fastidio”, le escribirá Larrea a David Bary (1984: 49). Pero quizá lo más interesante de todo este proceso sea la actitud de búsqueda de Larrea, actitud que explica muy bien su acercamiento a Vallejo 3 Así lo ha destacado Juan Cano Ballesta, precisamente a propósito de este poema: “Con estos nuevos hechos, deporte y máquina, se asocian los lexemas de origen inglés, tan desacostumbrados en la poesía anterior. Ellos aportan una nota peregrina y novedosa, alejando el texto de todo casticismo local, de todo sabor decimonónico y de fin de siglo, para lanzarlo a un ambiente cosmopolita, impregnado de modernidad” (Cano Ballesta 1985: 46).
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y su deslumbramiento ante la obra del poeta peruano. En este sentido es fundamental recordar que a partir de 1932 Larrea deja de escribir poesía, algo que él mismo explica ante la dificultad de dar con el tono anhelado, inclinándose hacia otras manifestaciones que sigue considerando poéticas pero que le llevarán hacia el ensayo y el análisis literario y cultural antes que hacia la creación. Así explica el propio autor su situación: Sentía la ansiedad de escribir poemas —algunos hice— pero tropezaba con mi impotencia para lograrlo. Tenía que bogar contra la corriente de mi formación mental, con sus formas y contenidos convencionales y sin medios suficientes para librarme de ella ni del ascendente de Huidobro (apud Gurney 1985b: 176).
El conocimiento de la obra de Vallejo abre nuevas expectativas que son claramente intuidas por Larrea, aunque con un cierto aire de superioridad que su posterior silencio poético desmiente: “Por fin he leído sus libros [se refiere a Trilce y Los heraldos negros] y como me figuraba he encontrado en potencia un gran poeta original. Le ayudaré a tallarse y si lo consigo ¡qué gran voz conmoverá nuestro idioma!”, le dice a Gerardo Diego en 1926 (Larrea 1986: 197). Es posible que Larrea encuentre en la poesía de Vallejo un atisbo de lo que él mismo había anunciado a su amigo Gerardo Diego en 1919: “Y un poeta venidero, estoy por asegurarlo, nos hará llorar con las imágenes y palabras solas, sin que comprendamos la sucesión, como con sonidos dispersos. Y esta será la perfección” (Larrea 1986: 93). El tono un tanto mesiánico que utiliza el poeta español en estas cartas enlaza muy bien con la imagen que de César Vallejo irá construyendo a partir de su muerte, una imagen que insiste en lo que él considera un indiscutible misticismo de la obra del peruano. Sea como fuere, el encuentro entre los dos poetas sella una profunda amistad que servirá en buena medida de orientación a un Juan Larrea perdido en sus búsquedas ontológicas y poéticas. Quizá es precisamente su relación con Vallejo lo que pueda explicar su decisión de alejarse de Europa en 1930 para recalar precisamente en Perú, tras renunciar a un primer proyecto en las islas polinésicas (Bonet 1995: 367). Serán los hermanos Ernesto y Carlos More, amigos de César Vallejo, quienes alojarán al matrimonio Larrea en su propia casa durante los primeros tiempos de su estancia en Perú. La
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intención del viaje es mucho más que un simple acercamiento a un mundo desconocido: “Con Europa quisiera dejar todas sus viejas fórmulas de civilización. Quedarme envuelto y desnudo para encontrarme digno de bañarme en el manantial de la inocencia del mundo. Con esta mira empieza mi aventura” (Larrea 1986: 233). Durante los últimos meses de 1929 y mientras se concreta el viaje de Larrea a América, se encarga también de promocionar los libros de su amigo Vallejo en el mundo cultural español. De esta forma consigue interesar a Gerardo Diego y a José Bergamín en la publicación de Trilce en España con argumentos que demuestran la mucha admiración que siente por su autor, sin olvidar los intereses económicos de los futuros editores (véase la carta que escribe a Gerardo Diego el 15 de diciembre de 1929). La experiencia peruana de Larrea tendrá distintas vertientes, y su conocimiento de la realidad americana, desmesurada en su naturaleza tanto como en su política —“Las balas ya me suenan a taponazos de champagne. Tanto las he oído y tan cerca que cada nueva me sabe a vieja amistad renovada. ¡Rico país! ¡Maravillosa política!” (Larrea 1986: 237)— despertará de nuevo en él una veta poética que parecía agotada. Otra de las consecuencias del viaje será la obtención de una importante colección de arte incaico con intenciones más materialistas que culturales: “Me he hecho acaparador de las antigüedades incaicas del Cuzco, con las que espero resolver mi problema económico para siempre jamás” (Larrea 1986: 235). Esta colección fue donada en plena Guerra Civil al pueblo español, descartando así sacar de ella un beneficio personal, y forma parte en la actualidad del Museo de América. Además de objetos de altísimo valor, Larrea se trajo de Perú algo mucho más importante: El entusiasmo me acompaña; es increíble el sueño que he vivido y aún más lo que espero de mi contacto con Europa. Poemas, libros, ideas —¡qué sé yo!— de todo hay en mis equipajes, pero lo extraordinario es el hombre nuevo que mi yo ha conquistado, los nuevos ojos asombrosos (Larrea 1986: 239).
Sin embargo, es evidente que ese renacimiento se trunca y Larrea deja definitivamente de escribir poesía en 1932. Sin duda, se da en él una dificultad para encontrar un camino concreto en el que ahondar y experimentar. El encuentro con Vallejo es en este sentido revelador, por el interés que
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despiertan en Larrea sus versos y un más que probable reconocimiento de la incapacidad de lograr las cumbres conseguidas por el peruano en su propia obra. Es importante destacar las divergencias entre los planteamientos de ambos. Como es bien sabido, la poesía de Juan Larrea oscila en el uso del castellano o el francés, argumentando la poca importancia que el soporte tiene en los logros obtenidos4. Es una actitud que tiene mucho que ver con el creacionismo como bien ha explicado Gerardo Diego al hablar de su propia poesía y de la de su amigo: En la poética que juntos profesamos en nuestra juventud y que sigue fundamentalmente vigente para los dos, el valor poético de la palabra, del poema, no reside tanto en su piel, en su sonoridad y matices lingüísticos intraducibles, sino en su significado. Tanto nosotros como Vicente Huidobro estimábamos que lo profundo de la poesía es lo que tiene de traducible. Si un poema solo posee valores intraducibles no es poema cabal, es poema medio vacío, impotente (Diego 1970: 13).
Qué lejos de estas propuestas está César Vallejo y con qué seguridad es capaz de expresarlo en 1929 en un artículo titulado “La nueva poesía norteamericana” y publicado el 30 de julio en El Comercio: Todos sabemos que la poesía es intraducible. La poesía es tono, oración verbal de la vida. Es una obra construida de palabras. Traducida a otras palabras, sinónimas pero nunca idénticas, ya no es la misma. Cuando Vicente Huidobro sostiene que sus versos se prestan, a la perfección, a ser traducidos fielmente a todos los idiomas, dice un error. De ese mismo error participan todos los que, como Huidobro, trabajan con ideas, en vez de trabajar con palabras, y buscan en la versión de un poema la letra o texto de la vida, en vez de buscar el tono o ritmo cardiaco de la vida [...]. El poema debe, pues, ser trabajado con simples palabras sueltas, allegadas y ordenadas según la gama creadora del poeta [...]. Lo que importa en un poema como en la vida, es el tono con 4 Por su parte, Díaz de Guereñu ofrece una explicación un tanto diferente de esta alternancia entre el uso de una lengua y otra: “el uso del francés o del castellano está motivado en buena medida por las alternativas de su ánimo, entre el rechazo y la voluntad de distanciamiento de una cultura que desprecia y la ilusión esporádica de poder influir efectivamente en su transformación” (Díaz de Guereñu 1988: 150).
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que se dice una cosa, y, muy secundariamente, lo que se dice. Lo que se dice es, en efecto, susceptible de pasar a otro idioma, pero el tono con que eso se dice, no (Vallejo 1987: 371-372; también en Ly 1988: 172-173).
Es evidente que se trata de posturas encontradas y enfrentadas ante la esencia del objeto poético. Pero sus diferencias se dan también en otros ámbitos fundamentales. Al hablar antes del poema “Cosmopolitano” destacábamos, siguiendo a Juan Cano Ballesta, la introducción de la modernidad en el texto gracias a un léxico innovador que se correspondía con las nuevas realidades sociales y culturales. Existe un texto de César Vallejo que pone en jaque a toda esa vanguardia más apoyada en detalles externos que en una asunción de la verdadera novedad de la nueva sociedad que se está fraguando desde finales del siglo xix. Aunque el texto es sobradamente conocido es interesante traerlo aquí para hacer patente las diferencias o incluso oposiciones que entre ambos escritores podemos encontrar y de las que Larrea no podía no ser consciente, ya que el texto apareció publicado en la revista que ambos editaron en París y de la que se hablará más adelante: Poesía nueva ha dado en llamarse a los versos cuyo léxico está formado de las palabras “cinema, motor, caballos de fuerza, avión, radio jazz-band, telegrafía sin hilos” y, en general, de todas las voces de la ciencia e industrias contemporáneas, no importa que el léxico corresponda o no a una sensibilidad auténticamente nueva. Lo importante son las palabras. Pero no hay que olvidar que esto no es poesía nueva ni vieja, ni nada. Los materiales artísticos que ofrece la vida moderna, han de ser asimilados por el espíritu y convertidos en sensibilidad [...]. La inquietud entonces crece y se exaspera y el soplo de la vida se aviva. Esta es la cultura verdadera que da el progreso; este es su único sentido estético y no el de llenarnos la boca de palabras flamantes. Muchas veces las voces nuevas pueden faltar. Muchas veces un poema no dice “cinema”, poseyendo, no obstante, la emoción cinemática, de manera obscura y tácita, pero efectiva y humana. Tal es la verdadera poesía nueva (Vallejo 1926: 14).
Aún hay un aspecto más que también separa a Larrea y a Vallejo en sus posiciones como poetas y escritores. Tras el viaje a Perú, Larrea vuelve más volcado hacia una visión teleológica y transcendente de la poesía y de la vida humana en general. Vallejo, por el contrario, ha virado hacia un compromiso
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político que sabe que su amigo no comparte, hasta el punto de que se siente obligado a asegurarle que el cambio no es tan esencial: En cuanto a lo político, he ido a ello por el propio peso de las cosas y no ha estado en mis manos evitarlo. Tú me comprendes, Juan. Se vive y la vida se le entra a uno con formas que, casi siempre, nos toman por sorpresa. Sin embargo, pienso que la política no ha matado totalmente lo que era yo antes. He cambiado, seguramente, pero soy quizás el mismo (Vallejo 2011: 317).
Larrea era consciente de que una gran distancia se abría entre ellos: “él, tan propenso por idiosincrasia a lo absurdo, se había encasillado en un horizonte de razón, mientras que yo evolucionaba en el de la imaginación en libertad donde se organizan y desprenden sentido los azares aparentes” (apud Coyné 1988: 64). No es descabellado sostener que ante estas discrepancias Larrea no supiera mantener su criterio poético, renunciando a su propia expresión lírica. Acabó por defender a ultranza y ensalzar la figura de su amigo, convirtiéndolo tras su muerte en todo un profeta de la nueva poesía. Es interesante que haya autores que ofrezcan una interpretación muy distinta de las consecuencias de la relación entre ambos poetas, llegando incluso a sugerir que fue mucho mayor la influencia que Larrea ejerció sobre Vallejo que no al revés: “La posible influencia de Vallejo sobre Larrea (probablemente fue mucho más fuerte la viceversa)” dirá, por ejemplo Robert E. Gurney (1985b: 32). La imagen que Larrea desarrolla después a propósito de su amigo y su propio silencio parecen ser más bien prueba de lo contrario. Más acertada resulta la interpretación de Juan Manuel Díaz de Guereñu, quien afirma acerca de la visión que Larrea tiene y acrecienta a lo largo de los años sobre Vallejo: “Vallejo es el poeta al que Larrea ha dedicado una atención más esforzada y sostenida, especialmente en los últimos veinte años de su vida, hasta el punto de que podemos afirmar que Vallejo es el Poeta para él” (Díaz de Guereñu 1985: 74; la cursiva es del autor). Como veremos, no pensaba lo mismo Vallejo de la obra y la personalidad de Larrea. Pero antes de estas discrepancias, la amistad entre los dos les llevó a poner en marcha un proyecto que, muy en la línea de lo que ocurría a su alrededor, debía convertirse en una plataforma desde la que defender una poesía en la que, sin embargo, como se ha visto, no coincidían en lo esencial. Este pro-
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yecto tomó la forma de revista literaria y se llamó Favorables París Poema. Las expectativas de ambos poetas eran muchas en relación con su nueva revista, como se observa en estas palabras que le escribe Vallejo a Larrea desde París el 26 de julio de 1926: He cumplido con despachar Favorables a los cuatro puntos cardinales del mundo. A América del Norte y del Sur, a Europa y a Estambul. El número de ejemplares despachados son alrededor de 200. Así mismo he puesto a la venta en las librerías españolas de la rue Richelieu y de la rue de Bonaparte. Todos los días compro 8 o 10 periódicos de París, para ver si se ocupan de nosotros. Hasta ahora aún nada. Ya veremos. Hay que esperar. Tenemos que esperar. Ya te avisaré lo que haya (Vallejo 2011: 188).
Favorables París Poema no tuvo la repercusión que sus creadores hubieran deseado: “se nos presenta como una revista de culto casi secreto, una rareza inaccesible, [...] y quizá haya que concluir que clamó en el desierto de su década” (Castro Morales 1999: 11). Con solo dos números y las dificultades económicas que suponía y que sufragaba Larrea, no era posible mantener el proyecto mucho más5. No obstante, sirvió para publicar algunos de los escritos más significativos de ambos poetas, como el “Presupuesto vital” de Larrea, quizá el único manifiesto poético que escribió, y los inmisericordes textos de Vallejo sobre la generación anterior de poetas e incluso contra los poetas de la suya propia titulados “Estado de la literatura española” y “Poesía nueva”, ya mencionado, y que apareció en el primer número de Favorables París Poema sin título. 5 Mucho tiempo después, recordando la revista, Larrea escribe en una carta a David Bary en 1966: “La idea de publicar esta revista fue concebida por mí en Madrid en 1925. El título Favorables-París-Poema se debió a mi invención. Sin excepción alguna, todos los colaboradores fueron elegidos por mí, siendo la casi totalidad de ellos desconocidos antes para Vallejo. La fisonomía poética y formal así como la distribución interna de la revista fueron también de mi cosecha [...]. La broma de las ‘Colaboraciones rechazadas’ fue asimismo imaginada por mí, aunque su redacción fuese a medias. Por último, yo fui quien se ocupó de la imprenta y corrió con todos los gastos de impresión y distribución” (apud Díaz de Guereñu 1988: 42). En consonancia, habría que recordar la carta que le escribe en 1926 a Gerardo Diego, a quien no había gustado demasiado la revista: “En cuanto a tus reproches te diré que no eres justo porque Vallejo no tiene más que una pequeña parte en la culpa que le imputas” (Larrea 1986: 205).
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La revista pretendía convertirse en una tribuna desde la que poder expresar sus propias propuestas, ajenas a cualquiera de las sucesivas escuelas que, según ellos, no habían logrado revolucionar el panorama literario. Dirá Larrea años después al comentar las intenciones de la revista: una actitud poética de absoluta vanguardia y que al mismo tiempo fuese algo así como un acto de discriminación y repudio contra la literatura vigente en la península, cuya posición vitalmente epidérmica y como lacustre, esquivaba a mi entender, los problemas oceánicos de la mente creadora predestinados, en aquella hora tan aguda del mundo, a abrir horizontes imaginativos nuevos (apud López 2000: 107).
Entre esos horizontes nuevos estaría Pablo Neruda, que publica en Favorables su primer texto en Europa, aunque posteriormente la relación entre el chileno y el español se deterioraría profundamente6. Pero a pesar de estas intenciones, el texto que a modo de manifiesto abre el primer número, titulado “Presupuesto vital”, y que pertenece a Larrea, es mucho más impreciso, una defensa de la pasión en la creación literaria, algo que nadie podía cuestionarle, pero las propuestas no pasan de ser unas indicaciones genéricas que se sitúan en un enfrentamiento contra la línea academicista, defendiendo, por ejemplo, la imperfección como aspiración suprema. El propio Larrea lo define como un “artículo mío de alto plano vital” (Larrea 1986: 199). Los textos de Vallejo en la revista son mucho más directos y evitan la retórica un tanto ambigua del español, que da cierta ligereza lúdica al citado manifiesto. Complementaria de esta actitud iconoclasta es la lista de colaboraciones rechazadas que aparece en el segundo número de la revista, donde los editores se permiten además hacer ciertos comentarios irónicos como el dedicado a Azorín, (“su segundo trabajo está mejor, pero aún no nos satisface del todo”), o a Carlos Aguero, “en cierto modo y conservando las distan6 Es bien conocido el conflicto suscitado por un homenaje a Neruda orquestado por él mismo, según Larrea, y en el que este se negó a participar. Actitud que logró acercar a Larrea a uno de sus antiguos enemigos, el poeta Juan Ramón Jiménez, que tanto le había criticado junto a Huidobro por su amistad con Gerardo Diego. Véanse el estudio de José Luis Ferris 2009: 211, y la narración que el propio Larrea hace de su enfrentamiento con Neruda en Larrea 1979: 403-432.
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cias, imita usted a Marcel Proust”. Entre los nombres rechazados figuran sin necesidad de explicación Luis Astrana Marín, Gabriela Mistral, José Santos Chocano, Ramón Pérez de Ayala, entre muchos otros, nombres que también había mencionado Vallejo en su artículo del primer número, titulado “Estado de la literatura española”, o en otros textos con la misma intención crítica hacia la poesía que estaba triunfando en América en ese momento. Tras esta aventura frustrada, la producción escrita de Juan Larrea queda limitada a partir de los comienzos de la década de los años treinta a la prosa. Pero siguiendo a José Luis Abellán (1983: 192), es indudable que “su poesía y su prosa no son separables”. Esa producción en prosa la podemos dividir en dos secciones bien diferenciadas: por un lado, la ensayística, dedicada a establecer sus teorías tanto sobre la literatura como sobre la Historia, conceptos que aparecen profundamente entrelazados; y, por otro, las prosas de carácter más poético, sin contenido ni intención divulgativa y que guardan una deuda muy marcada con el surrealismo. Es interesante recordar, en este sentido, que en el primer libro que publica Juan Larrea se recoge precisamente este tipo de textos. Se trata del titulado Oscuro dominio y publicado en México en 1934. A partir de la aparición de Versión celeste en la década de los setenta, libro que recoge su poesía, Oscuro dominio será incorporado a este volumen y en las diversas ediciones que han aparecido estará siempre incluido. La otra manifestación de esta prosa literaria y no ensayística es Orbe, escrito durante los años anteriores al exilio de su autor y publicado mucho después. Sin entrar a analizar los muchos, variados y diversos ensayos escritos por Larrea, sí es interesante destacar lo que Abellán denomina “filosofía de la historia” que se trasluce en ellos. Los acercamientos críticos a la obra de Larrea siempre definen su pensamiento como cercano a lo místico, espiritual, teleológico siguiendo sus propias palabras. José Luis Abellán es, sin duda, quien mejor ha sabido hacer explícita la naturaleza real del pensamiento del escritor, un pensamiento sin duda más mágico que científico y que actualiza propuestas como la Cábala o el pensamiento gnóstico. Al respecto, señala José Gaos: “Larrea no califica, sin embargo, su filosofía cabalística y gnóstica de tal, sino, passim, de ‘poética’, y está muy bien; enuncia significativamente la naturaleza y el origen que la distinguen como nueva respecto a las filosofías cabalísticas y gnósticas del pasado” (Gaos 1945: 348). Esto explica en buena medida la importancia trascendental que adquiere para él la obra y la figura
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de César Vallejo. Aplica a su amigo peruano una explicación del mundo que trata de leer la realidad como una compleja clave de signos que difícilmente pueden ser descifrados y que solo a través de la poesía resulta admisible7. Los ejemplos aportados por Abellán a partir del libro Rendición de espíritu, publicado por Larrea ya en el exilio en 1943, son la prueba más clara de en qué van a parar las búsquedas de un joven Larrea siempre desencantado, siempre a la caza de algo que no puede nombrar y que acaba por hacerse claro en el lugar central que adquiere América en su concepción de una Historia encaminada a un fin: “Una filosofía de este tipo ha de tener como órgano fundamental la imaginación, capaz de calibrar cualitativamente los datos de la experiencia, para ejercer sobre ellos una lectura de significación ultraempírica” (Abellán 1983: 194). Baste un ejemplo del resultado que obtiene Larrea al aplicar este método a la Historia de España: Larrea constata cómo la Virgen se le apareció a Santiago, a orillas del Ebro, el 12 de octubre del año 40 d. de C., y cómo mil cuatrocientos cincuenta y dos años después (cifra significativa que resulta de multiplicar los treinta y tres años en que murió Cristo por el 44 d. de C., en que muere Santiago en Jerusalén) los españoles descubren América en el mismo día y mes (Abellán 1983: 198).
Los destinos de América y España quedan enlazados también en el siglo xx, como muy bien expresa una de las frases quizá más acertadas de sus escritos: “Aunque enclavada en el antiguo continente, la vida de España es pura propiedad del Nuevo Mundo, al grado de poder afirmarse que América empieza en los Pirineos” (Larrea 1980: 15). Pero será especialmente una de aquellas dos Españas que había sido convertida en víctima en 1939: 7 De ahí, por ejemplo, la advertencia que hace al lector en uno de sus libros: “te saldrán al paso perspectivas que aunque repugnen a las convicciones que ha imbuido en ti el medio en que has nacido y vivido, y que juzgas tuyas, verás, si las contemplas con serenidad, no pocas cuestiones que te parecerán dignas de ser recapacitadas y atendidas” (Larrea 2001: 23). O en su artículo para España Peregrina en 1940: “Los diversos componentes de una hipótesis de interpretación de los sucesos actuales, hipótesis basada no en un sistema abstracto de realidades económicas, sociales o políticas, sino en un orden concretamente vivo, poético, en la inteligencia de que la comprensión de la realidad en su aspecto unitario exige una videncia imaginativa por ser esta la única facultad que se conforma a la naturaleza creadora del proceso vital que se supone cognoscible. Lo real absoluto es la poesía” (Larrea 1940: 12).
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Las repúblicas que forman el Nuevo Mundo decidieron el año 1930 designar con el nombre de Día de las Américas una fecha conmemorativa. Por acuerdo general se designó el 14 de abril. Pues bien, el 14 de abril de 1931, en el primer Día de las Américas, se derrumba en España la monarquía y se proclama la República. Es decir, rimando poéticamente con aquella otra fuerte coincidencia que hizo que América se descubriera el Día de España, revalidándola por alusión, la República, el nuevo régimen político, hace su aparición el primer Día de las Américas. ¿Qué régimen? El mismo por el que se gobiernan sin excepción todos los países americanos (Larrea 1943: I, 44).
Es evidente que Juan Larrea necesita encontrar una explicación a la situación histórica que le tocó vivir. Necesita dotar de sentido al sinsentido de la Guerra Civil que le fuerza a un exilio que, sin embargo, había sido elegido voluntariamente. En América sitúa, una vez más, la tierra prometida y el futuro, pero para llegar a esta aceptación no le basta ni la tradición occidental empeñada en explicar el continente americano desde la proyección mítica ni el devenir histórico. Necesita “datos objetivos” a los que aferrarse para aceptar su propio destino. José Luis Abellán ha resumido muy bien “la mística del número cuatro” que Larrea aplica a España y sus relaciones con América8. No se olvida el 8 De esta forma reúne Abellán los datos que maneja Larrea: “Así resulta: 1) que entre el año del descubrimiento —1492— y la fecha del apocalipsis español —1936— median 444 años; 2) que Santiago miró en Jerusalén el año 44 d. de C. y que Compostela, el lugar donde según la tradición está enterrado, se halla a 44º de longitud de Jerusalén; 3) que la multiplicación de ambas cifras (44x44) nos da la fecha exacta del drama español (1936), la cual se halla a su vez a 444 años de 1492, según dijimos; 4) que la multiplicación entre la edad a que murió Cristo (treinta y tres años) y la fecha de la muerte de Santiago (44), nos da el año 1452, que es la distancia exacta que media entre la aparición de la Virgen a Santiago, el año 40 d. de C., y 1492, fecha del descubrimiento; 5) que la distancia entre Finisterre y Nueva España es de 90º de longitud, es decir, la cuarta parte de la circunferencia; 6) que si multiplicamos los 44º, que constituyen esa cuarta parte, por 1,11 km de que consta cada grado, nos da 4.444 km como distancia entre el Finisterre compostelano y la americana Nueva España; 7) que el año 1531 en que se aparece la Virgen de Guadalupe es el resultado casi exacto de sumar la fecha del descubrimiento (1492) más la de la aparición de la Virgen del Pilar a Santiago (40 d. de C.)” (Abellán 1983: 206-207). Para una comprensión cabal de las propuestas de la obra de Juan Larrea remito al lector al artículo completo de Abellán. No es de extrañar, por otra parte, que Larrea tuviera problemas en la Universidad de Córdoba en Argentina, aunque logró ser restituido en su puesto en 1966; véase Iglesia Lesteiro 1995: 20-21.
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escritor español de toda una larga tradición que viene desde el descubrimiento y de la afirmación de Colón de haber hallado el lugar donde se encuentra el Paraíso Terrenal. Abellán señala, además, que “no es, pues, ninguna casualidad que fuese Juan Larrea quien primero descubriese un texto inédito y olvidado de León Pinelo, titulado El paraíso en el Nuevo Mundo, donde con pelos y señales de toda índole se ubica el Paraíso” (Abellán 1983: 208). Si nos detenemos en estos aspectos, es para resaltar las aplicaciones muy particulares que Larrea lleva a cabo de algunas de las bases del surrealismo. Un análisis cuidadoso de la cosmovisión del escritor español entrevé en sus ensayos la existencia de una realidad que explica el mundo, lo reúne, lo interrelaciona, le da una finalidad y propone un futuro. Que ese futuro esté en América tiene mucho que ver tanto con proyecciones históricas sobre el Nuevo Mundo como con la experiencia personal de Larrea en Perú y su posterior exilio americano9. Pero es evidente la conexión que esta propuesta guarda con el surrealismo. Como afirma Andrés Morales, “aunque Larrea no pueda considerarse como un surrealista en términos rigurosos, sus concepciones y la estructuración de sus reflexiones se enfrentan al mundo desde una postura similar a la de esta vanguardia” (Morales 2003: 151). Más radical es en este aspecto Álvaro Martínez Novillo, quien llega a defender con total rotundidad: “contrariamente a lo que se suele decir en los manuales, no participó del movimiento creacionista, permaneciendo como un surrealista integral” (Martínez Novillo 1983: 62). La necesidad de dar con una verdad oculta —pero no por ello menos cierta—, la importancia concedida al lenguaje como mediación entre el conocimiento y la realidad que se resiste a ser conocida, e incluso la indagación psicoanalítica del inconsciente colectivo para dar con el “significado profundo de los mitos que anidan en su seno” (Abellán 1983: 223), nos conducen de nuevo a una pervivencia del surrealismo en la obra de Larrea, en la obra no literaria de Juan Larrea10. O dicho 9 José Luis Abellán pone en relación esta actitud con la del exilio republicano en general y lo denomina el “segundo descubrimiento de América” (Abellán 1996: 17). 10 Es interesante recordar un testimonio reproducido por Martínez Novillo al que el autor presta una comedida atención, según el cual Larrea tuvo una importancia capital en la composición del Guernica de Picasso: “la influencia que sobre el pintor ejerció en todo momento Juan Larrea, cuya obsesión por lograr de Picasso un gran cuadro surrealista le hizo convertirse en el auténtico realizador de la obra, relegando al pintor a un mero ejecutor de sus ideas...
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en palabras más cercanas a las posturas del autor, de una sensibilidad colectiva que aflora por intermedio del artista, como explica Larrea al referirse al Guernica, de Picasso: “el Guernica no es un cuadro propiamente suyo sino de España, del Verbo hispánico que se ha expresado reveladoramente a través de su pintor genial” (Larrea 1977: 92). Así, Larrea expresa su convencimiento en una realidad oculta y compartida que explicaría la verdad del mundo y su propio fin: ¿Dónde empieza y dónde acaba la psique? Es éste quizás el problema más apasionante que plantea la nueva situación, puesto que dicho cataclismo no se limita a hacer acto de deterioro en algunos procesos individuales sino que tiene lugar al mismo tiempo en todos los campos de la actividad humana. Lo mismo en física que en arte que en otros muchos sectores de conocimiento y de actuación, y lo mismo sobre todo que en la vida de pueblos y naciones y en la estructura histórica, se han desencadenado las furias infernales que han dado al traste con el equilibrio establecido. Incluso empieza a evidenciarse que los espacios geográficos y los tiempos históricos se hallan comprometidos en la personificación de los procesos, de suerte que cada vez va siendo más arduo poner en duda la existencia de una verdadera y orgánica universalidad, llevando hasta sus últimas consecuencias el postulado de que tanto la materia física como el arte son cosa psíquica o mental (Larrea 1977: 85-86).
Larrea considera su trabajo y sus publicaciones como “fruto de las exploraciones que me está siendo dado realizar en la esfera de nuestro subconsciente” (Larrea 1951: 3), y está al tanto de que su aproximación, “obligada a servirse de elementos y razones de orden lógico-poético distintos de los que solemos emplear, exige cierto esfuerzo imaginativo” (Larrea 1951: 4); o como declara para abrir su obra César Vallejo y el surrealismo: “el posible lector debiera tener presente que, aunque su texto contenga no pocos motivos de estudio y reflexión, no se ajusta a las costumbres de los ensayos normales. En realidad no es un ensayo, es un documento” (Larrea 2001: 7). María Helena López ha visto con claridad que el surrealismo tiene una importancia central en la obra del escritor y que el rechazo que expresa siempre hacia dicho Larrea le decía: ‘Pon el toro aquí...’ ‘ y el caballo allá...’ ‘no, tráelo más aquí...’, el Guernica se hizo exactamente así” (palabras de José María Uzelai; apud Martínez Novillo 1983: 64).
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movimiento tiene más que ver con “su desacuerdo con la historia externa del grupo de Breton que por disconformidad con sus planteamientos estéticos a los que, por otra parte, responde básicamente la poesía que escribe desde 1926” (López 2000: 110). En apoyo de esta opinión vienen las palabras del propio Larrea, quien en una carta a Carlos Barral en 1971 le da cuenta de la evolución de sus intereses: A partir de 1932 la energía psíquica que me impulsaba me había desorbitado, transfiriéndome de la poesía literaria de ultra dimensión, a la poesía Vida en otra potencia. Se trata, en efecto, de otra potencia imaginativa de lo real que justifica las tentativas de los movimientos literarios más avanzados y en especial la del surrealismo (apud Abellán 1996: 16).
Este reconocimiento de su acercamiento a los postulados surrealistas no olvida marcar también las diferencias: mientras los surrealistas se hallan sumergidos en búsquedas individuales, Larrea indaga en un subconsciente colectivo a través de mitos y de supuestas casualidades que se le muestran como pruebas fehacientes de una realidad oculta que, sin embargo, él ha logrado desentrañar. En cuanto a sus producciones literarias, no es difícil encontrar claros contactos con el surrealismo, quizá mucho menos contaminados que lo que acabamos de ver por la temprana época en que están escritas. Ciñéndonos a las obras en prosa, tanto Oscuro dominio (1934) como Orbe, publicado en 1990 pero escrito durante finales de los años veinte y los primeros treinta, y especialmente el relato Ilegible, hijo de flauta, novela perdida y transformada en un guion cinematográfico que nunca llegó a realizarse, pero que, al parecer fue escrita entre 1927-1928 en su versión original (Gubern/Hammond 2009: 318), demuestran claros contactos con el surrealismo. El caso de Ilegible viene además avalado por el interés que despertó en Luis Buñuel, quien trabajó con Larrea para dar forma al guion que no pudo convertirse en una película que habría estado a la altura de El perro andaluz o La edad de oro. Sin entrar a analizar el texto, un solo ejemplo es suficiente para comprender la íntima relación que la obra guarda con las bases surrealistas. Estamos ante un personaje resuelto a “dar ocasión a que el subconsciente se manifieste. Prácticamente ha decidido dormirse teniendo la pistola en la mano para que
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lo que debe suceder suceda” (Buñuel 1982: 215). Aunque referidas a la poesía, estas palabras de Luis Felipe Vivanco resumen muy bien la actitud de Larrea frente al surrealismo: “Larrea se prepara muy conscientemente, creo yo, para su entrega al inconsciente. Precisamente porque sabe que éste es el que va a decir, en cada momento, las últimas palabras” (Vivanco 1970: 29). Lo mismo sucede con las otras obras mencionadas. En Oscuro dominio es donde sin duda encontramos las prosas de Larrea más y mejor entroncadas con las vanguardias, expresión original y muy lograda de esa asimilación del extrañamiento del yo, de la alienación y del desdoblamiento. Ejemplos imprescindibles son “Dulce vecino” o “Cavidad verbal”. En cuanto a Orbe, se trata de un libro mucho más irregular, acumulación de reflexiones que pasan de lo personal a lo histórico, que analizan la obra propia y de otros autores, y que resultan más interesantes para desentrañar al propio Larrea y sus conflictivos desarreglos emocionales y psicológicos que su obra creativa. Qué lejos de todo esto se encuentran las prosas de su amigo peruano. Tanto la prosa de ficción de César Vallejo como la obra ensayística o los artículos periodísticos representan un ejemplo de una producción personal en la que la originalidad no se debe al conocimiento y capacidad de reproducir nuevas fórmulas expresivas. César Vallejo traslada a su prosa todas las búsquedas ensayadas en sus poemas; en palabras de Serge Salaün (1988), “Prosa de poeta, prolongación de la empresa de Trilce”. Ahí radica su originalidad sin concesiones a ningún movimiento en boga, su preocupación exacerbada por la novedad formal, por atacar o transgredir las pautas de la prosa aproximándola a lo poético; pero esto no resulta tan extraño si recordamos que el primer Vallejo debe mucho al modernismo. En los cuentos de Escalas hallamos descripciones y utilizaciones del léxico que concuerdan perfectamente con el preciosismo modernista. Pero también es cierto que las imágenes que se consiguen ya no son las de este movimiento. Hay en estas primeras prosas vallejianas un tono diferente, una extrañeza más profunda que el simple juego de palabras. En Escalas estamos ante un libro ciertamente desconcertante y de una riqueza y profusión estilísticas notables. Del título a la estructura, pasando por los temas, nada hay en esta obra que pueda dejar indiferente al lector. Las dos partes en que está dividido no suponen una ruptura, sino en muchas ocasiones una continuidad inquietante. En algunos casos es muy marcada, pero en otras se mantiene solo gracias a la figura del narrador. Sin
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asideros ante una realidad que no se deja fijar ni establecer, Vallejo logra como nadie transmitir la percepción subjetiva vanguardista sin que resuenen ecos de escuela o de fórmula aprendida, algo que sí se percibe en las pocas prosas creativas que dejó Larrea. Cuando Vallejo se aproxima al marxismo y escribe una novela como El tungsteno o un cuento como Paco Yunque, de nuevo nos encontramos con una aportación personal del autor que evita clasificaciones fáciles de dichas obras. Especialmente el relato sobre el primer día de escuela del niño Paco Yunque logra un retrato de todo un sistema social en el que la injusticia es la piedra angular sobre la que se asienta cualquier aspecto de la realidad, incluidas las relaciones de los niños en la escuela y con el maestro. La claridad con que se produce este nuevo enfoque sobre la realidad social abarca también la producción artística del momento; en este sentido, Vallejo es tajante a la hora de enjuiciar al surrealismo: “Breton olvida que no hay más que una sola revolución: la proletaria y que esta revolución la harán los obreros con la acción y no los intelectuales con sus ‘crisis de conciencia’. La única crisis es la crisis económica y ella se halla planteada —como hecho y no simplemente como noción o como ‘diletantismo’— desde hace siglos” (“Autopsia del superrealismo”, en Amauta, nº 30, 1930; Vallejo 2002: 415-420). La independencia de César Vallejo hace difícil poder situarle dentro de los parámetros de cualquier movimiento, pero sin duda sus intenciones se encuadran en algo que tiene que ver no con las vanguardias como son entendidas en ese momento y como él mismo las ve, sino con otra corriente española del momento, el llamado Nuevo Romanticismo, de José Díaz Fernández, y que diferencia claramente a los movimientos vanguardistas de la literatura de avanzada. En 1930 este escritor publica su ensayo titulado precisamente así, El nuevo romanticismo, donde presenta una declaración de los objetivos que según él debe tener esta literatura. Es, en primer lugar, una defensa de la “literatura de avanzada”, “la que nace de la revolución rusa y trata de organizar la vida, volviendo a lo humano”, frente a la literatura de vanguardia, interesada preferentemente por aspectos estéticos, “vinculando la literatura y toda la obra intelectual a los problemas que inquietan a las multitudes”, y donde el artista y el intelectual no pueden “permanecer indiferentes a los conflictos de la lucha individual o colectiva [...], ni a las reacciones de la vida social” (Díaz Fernández 1985: 18-25). Nada de todo esto tiene relación con
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los propósitos de Larrea, pero sí con la postura de un Vallejo cada vez más comprometido con su arte y con la Historia. En la línea planteada por José Díaz Fernández, precisamente en contra de la orteguiana deshumanización del arte, Vallejo defiende algo muy similar tanto en sus ensayos y reflexiones como en su propia obra creativa: La poesía “nueva” a base de palabras nuevas o de metáforas nuevas, se distingue por su pedantería de novedad y por su complicación y barroquismo. La poesía nueva a base de sensibilidad nueva es, al contrario, simple y humana y, a primera vista, se la tomaría por antigua o no atrae la atención sobre si es o no es moderna (Vallejo 1978: 114).
Otro ejemplo imprescindible es el siguiente: Hay un timbre humano, un latido vital y sincero, al cual debe propender el artista, a través de no importa qué disciplinas, teorías o procesos creadores. Dése esa emoción seca, natural, pura, es decir, prepotente y eterna y no importan los menesteres de estilo, manera, procedimiento, etcétera (Vallejo, “Contra el secreto profesional”, en Variedades, nº 1001, Lima, 1927).
Sin duda, se trata de una postura muy similar a la que defiende Díaz Fernández y que Francisca Vilches resume así: “rechazando el concepto de vanguardia, como elemento definitorio de los ‘ismos’, a los que consideran como los últimos coletazos del siglo xix, abogan por una concepción de vanguardia cuyas directrices estén más en consonancia con los nuevos sentimientos e inquietudes del hombre” (Vilches de Frutos 1984: xiii-xiv). Quizá sea precisamente en los textos ensayísticos donde más patente se hace la profunda distancia que media entre Larrea y Vallejo. Si el primero se lanza a defender teorías delirantes sobre el oculto funcionamiento de la Historia y de la realidad presente en ensayos farragosos y poco originales en cuanto al estilo y la estructura, Vallejo, por su parte, dejará algunos de los ejemplos más interesantes de un estilo ensayístico alternativo, alejado también de los parámetros del género y profundamente vanguardistas en el sentido más auténtico del término, es decir, adelantados a su época. Los textos reunidos en El arte y la revolución y en Contra el secreto profesional, publicados en la década de los años setenta, aunque algunos de ellos habían visto la luz
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en publicaciones periódicas y diversas revistas, nos muestran esa originalidad marcada en buena medida por el impacto que recibe el poeta tras su visita a la URSS. Colección de reflexiones sobre el papel del arte y la posición del artista, el primero de estos libros está dirigido por un acercamiento claro y explícito al materialismo dialéctico que para Vallejo será fundamental en su evolución ideológica y poética. Es interesante que la relación con su amigo español le sirva de referencia en algunos de estos textos para ejemplificar ciertas posturas. Es el caso del titulado “La obra de arte y el medio social”, que termina con la siguiente reflexión: La correspondencia entre la vida individual y social del artista y su obra, es pues, constante y ella se opera consciente o subconscientemente y aún sin que lo quiera ni se lo proponga el artista y aunque éste quiera evitarlo. La cuestión para la crítica está —repetimos— en saberla descubrir (Vallejo 2002: 397).
En una nota al final de este fragmento con el que se cierra el artículo en cuestión, escribe Vallejo: “Larrea, en su obra, se refleja su vida y la de su época: inhibición en él, defensa de su clase por la conservación de la sociedad actual” (Vallejo 2002: 397). El comentario indica la enorme distancia que mediaba ya entre ambos en su posición ante el mundo. En El arte y la revolución encontramos algunos de los planteamientos esenciales que explican la obra poética de Vallejo y su posición ante la labor del escritor, como el texto titulado “Regla gramatical”, donde defiende, por ejemplo, que la “La gramática, como norma colectiva en poesía, carece de razón de ser. Cada poeta forja su gramática personal e intransferible, su sintaxis, su ortografía, su analogía, su prosodia, su semántica” (Vallejo 2002: 410). De igual manera, pone de manifiesto las carencias que los movimientos vanguardistas no han podido superar, criticando por igual al cubismo, al superrealismo o al dadaísmo. En medio de estas críticas, reaparece Larrea de tanto en tanto: “Larrea también ve el mundo a través de sus lentes burgueses y así también juzga la historia” (Vallejo 2002: 464). Contra el secreto profesional fue el título con el que apareció un artículo de César Vallejo en el que comentaba un libro de su amigo Pablo Abril de Vivero en la revista Variedades el 7 de mayo de 1927. El artículo, toda una declaración de principios sobre lo que debe ser el papel del artista y respuesta
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tajante a Jean Cocteau y su Le secret professionel, de 1922, atacaba la visión del arte por el arte y las imitaciones de las vanguardias europeas que los escritores latinoamericanos estaban llevando a cabo para innovar sus obras. Una lectura cuidadosa de este artículo vuelve a poner a Vallejo en la línea de la postura del Nuevo Romanticismo comentada antes. Tiempo después, el autor retoma este título para agrupar bajo él algunos de sus textos más originales y algunas de las prosas vanguardistas más interesantes del momento. Destacan, por un lado, la libertad absoluta del autor tanto en la elección de los temas como en la composición de unos textos que van de la reflexión al relato, pasando por el aforismo. Vallejo se aleja aquí de una postura política tan explícita como en el libro antes comentado, sin que desaparezca del todo, como en “Concurrencia capitalista y emulación socialista”, donde critica la competitividad como criterio principal del progreso en la sociedad capitalista: “Ya nadie hace nada sin mirar al rival”; frente a esto, con la futura instauración del socialismo, “el hombre cesará de vivir comparándose con los otros, para vencerlos” (Vallejo 2002: 479). También el arte ocupa un lugar entre estas variadas propuestas y reflexiones: “Renan decía de Joseph de Maistre: ‘Cada vez que en su obra hay un efecto de estilo, ello es debido a una falta de francés’. Lo mismo puede decirse de todos los grandes escritores de los diversos idiomas” (Vallejo 2002: 497). Y además encontramos en este libro algunos de los relatos más curiosos del autor, como Teoría de la reputación o Magistral demostración de salud pública, a la altura de cualquier planteamiento vanguardista sobre el lenguaje y la mezcla de lenguas, o la narración de la insegura personalidad de la figura de Cristo en Vocación de la muerte. Son asimismo interesantes las notas conservadas que Vallejo quería añadir o expandir para este libro. En algunas de ellas, el autor retoma varios de sus textos en prosa, como la propuesta de hacer un análisis freudiano de la novela Fabla salvaje o de los cuentos “Myrto”, “Cera”, “Más allá de la vida y de la muerte” y “Muros”, todos ellos pertenecientes a Escalas. También aquí podemos encontrar al Vallejo más hermético: “No quiero referir, describir, girar, ni permanecer. Quiero coger a las aves por el segundo grado de sus temperaturas y a los hombres por la lengua dobleancho de sus nombres” (Vallejo 2002: 522). Al Vallejo poeta que sabe con qué tipo de vanguardia quiere identificarse: “Una estética nueva: poemas cortos, multiformes, sobre momentos evocativos o anticipaciones, como L’Opératur en cinema de Vertof [sic]”, (Vallejo 2002: 531). Y al Vallejo
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lúcido que había comentado en sus obras la literatura escrita en español a ambos lados del Atlántico: La incomprensión de España sobre los escritores sudamericanos que, por miedo, no osaban ser indoamericanos, sino casi totalmente españoles (Rubén Darío y otros). Lorca es andaluz. ¿Por qué no tengo yo el derecho de ser peruano? ¿Para que me digan que no me comprenden en España? Y yo, un austríaco o un inglés, comprenderán los giros castizos de Lorca y Cª (Vallejo 2002: 532).
Lo mismo ocurre con las crónicas que escribe desde París a partir de 1923 para publicaciones peruanas en su mayoría. Como muy bien ha señalado Jorge Puccinelli, es posible establecer dos etapas en esta interesantísima y apenas estudiada producción periodística de Vallejo: Una primera en que todavía se perciben los signos de su juvenil impronta modernista, etapa caracterizada por el regusto de la palabra, la búsqueda del término exquisito y refinado, “le mot rare”; por ciertos toques impresionistas; por una nota lírica, introspectiva y una suerte de monólogo interior en el que aparece a ratos, curiosamente, la crónica mirándose a sí misma (Puccinelli 1987: xii).
Un ejemplo inmejorable es la crónica que escribe Vallejo sobre la puesta en escena de El pájaro azul, de Maeterlinck: ante tal derroche de sensualismo epidérmico, montando emociones en las tablas, mis nervios se encabritan, se desorbitan, y una sensación de insólita burdez los asalta, aserrándolos a grandes molares. ¿Por qué se nos maltrata así, enterrando el color en nuestra piel hasta el pomo del vocablo? (Vallejo 1987: 9).
Como concluye Puccinelli, “[l]a escritura de todo este primer ciclo se encuentra todavía dentro de la sensibilidad de ‘Heraldos’, ‘Trilce’ y ‘Fabla’, entre el modernismo y la vanguardia” (1987: xiii). La segunda etapa, nos acerca al Vallejo de los textos antes comentados, al igual que al poeta autor de Poemas en prosa o Poemas humanos: “su juvenil preocupación por encontrar ‘le mot rare’ es reemplazada por la búsqueda de ‘le mot juste’” (Puccinelli 1987: xvi).
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La prosa del poeta Vallejo es todavía un amplio campo por explorar, tarea que permitiría tener una conciencia mucho más clara de la forma en que construía sus textos, como la nota que pensaba incluir en Contra el secreto profesional y que es el núcleo de “Masa”: “La piedad y la misericordia de los hombres por los hombres. Si a la hora de la muerte de un hombre, se reuniese la piedad de todos los hombres para no dejarle morir, ese hombre no moriría” (Vallejo 2002: 523). Frente a esta riqueza inagotable de los textos del peruano, su amigo español no consiguió construir una obra ensayística tan sugerente, amparándose por el el contrario en un irracionalismo con el que Vallejo no podía coincidir dada su propia trayectoria. Eso sí, Juan Larrea consiguió el honor de ocupar, si no un sillón, sí la Silla VI de la Real Academia Española que Max Aub imaginó en 1956 en una España que no hubiera sufrido el cataclismo de la Guerra Civil, una Academia que albergaba también entre sus miembros a Federico García Lorca, Rafael Alberti, Américo Castro, Tomás Navarro Tomás, Miguel Delibes, Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas o Agustín Millares Carlo, entre tantos otros que recibían al propio Aub el día de su ingreso, un 1 de enero de 1957 que nunca existió. Bibliografía Abellán, José Luis (1983): “Juan Larrea: del exilio de 1939 a una nueva concepción de la cultura”. En: De la guerra civil al exilio republicano (1939-1977). Madrid: Mezquita, pp. 192-226. — (1996): “Pensamiento y delirio en Juan Larrea”. En: Letras de Deusto, 70, 26, enero-marzo, pp. 11-23. Bary, David (1984): Nuevos estudios sobre Huidobro y Larrea. Valencia: Pre-Textos. Bonet, Juan Manuel (1995): Diccionario de las vanguardias en España. 1907-1936. Madrid: Alianza. Buñuel, Luis (1982): “Ilegible hijo de flauta”. En: Sánchez Vidal, Agustín (ed.): Luis Buñuel. Obra literaria. Zaragoza: Ediciones de Heraldo de Aragón, pp. 211-235. Cano Ballesta, Juan (1985): “Juan Larrea, vanguardista y cantor de la ciudad cosmopolita”. En: Díaz de Guereñu, Juan Manuel: Al amor de Larrea. Valencia: Pre-Textos, pp. 39-50. Castro Morales, Belén (1999): “Favorables París Poema y Caballo verde para la poesía: vitalismo e impureza en dos revistas de la vanguardia extraterritorial”.
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UNA RELACIÓN LITERARIA: DE CÉSAR VALLEJO A JUAN LARREA
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MARUJA MALLO Y EL DIÁLOGO TRANSATLÁNTICO: SINTONÍAS Y DISCREPANCIAS CON JOAQUÍN TORRES GARCÍA Y VICTORIA OCAMPO María José Bruña Bragado Universidad de Salamanca
1. Eclosión insólita y “dramaturgia del abismo”1: Mallo en movimiento Llamamos “geotextualidad” a ese mapa levantado entre los textos. Si Cervantes quiso mudarse a la orilla de las Indias y Sor Juana soñó con ser acogida por la Casa del Placer en la orilla portuguesa, es en sus textos, en la
1 La noción de “dramaturgia del abismo”, así como la de “radicalización de la catástrofe”, remiten, en la terminología de Jacques Rancière, como nos recuerda Esperanza López Parada, a “una iconografía específica en el retrato del infierno” propia de las vanguardias y que la narrativa de Rosa Arciniega, según el ensayo de López Parada, encarnaría en forma de presagio: “Adopta la alegoría del Maelstrom, el torbellino que todo lo devora, símbolo de la maldad sin paliativos de la literatura fantástica [...]. En Arciniega, el Maelstrom referencia todo el peligro que las vanguardias empiezan a suponer derivado de la modernidad sin cortapisas y el progreso ilimitado como única fuente de finalidad y sentido” (López Parada 2011: 566-568). De una forma similar, las pinturas de “Cloacas y campanarios” de Maruja Mallo y la serie social posterior encabezada por La sorpresa del trigo y seguida por El baile de las espigas, entre otras, muestran los despojos tras la tempestad presentida, tras el torbellino destructor inmortalizado por la Escuela de Vallecas, así como la necesidad de volver la vista a lo primigenio, la materia básica, esencial: el trigo, el alga, la piedra, el hombre.
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geografía de la grafía, donde ambos se configuran como sujetos transatlánticos Julio Ortega C’est dans l’éclosion que réside le drame essentiel, mieux que dans la mort qui n’est qu’une banale défaite Colette Vivo enteramente de esta manera. André Breton, Nadja Maruja Mallo tiene talento y después pinta. Antonio Espina
Las nuevas territorializaciones, que sugieren desde hace ya décadas los estudios transatlánticos (Ortega) y revelan las funciones emancipadoras del “hábitat cultural hispánico” en la crisis de las hegemonías y el pensamiento único, encuentran una primera brújula (hacia el sur) en los mapas culturales de las primeras décadas del siglo xx. La producción y el diálogo transatlántico actual, más allá del territorio de la nación, atravesados ambos por el triple eje América Latina-España-Estados Unidos y todas sus posibles variantes, tienen que mirar hacia la anticipatoria modernidad y su configuración “geoartística”, “geotextual”, con frecuencia también triple: Madrid-París-Buenos Aires, Madrid-París-México, Madrid-París-Montevideo y viceversa. El dibujo, no siempre voluntario, es esbozado caprichosamente por barcos y trenes, azarosamente por guerras, amigos y galerías, coyunturalmente por imperativas necesidades culturales o estéticas. La contingencia histórica trazó, pues, viajes de ida y no siempre de vuelta, pero también hizo posible un universalismo artístico que superó con creces el ingenuo cosmopolitismo y toda forma de nacionalismo cultural. En palabras de Ortega, cuando hablamos de estudios transatlánticos: [Hablamos de] una textualidad procesal, que no se resigna al museo de las nacionalidades; y se abre, con plenitud de diferencia, como un objeto no acabado, desplegado entre orillas y discursos. La idea de que un texto leído fuera de su marco local, en tensión con otros escenarios de contra-dicción y entramado, desencadena un precipitado de nueva información, parte de estas consideraciones
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de una práctica crítica des-centradora y una teoría de sistemas transfronterizos, de inclusión y debate, de pertenencia y apertura (Ortega 2006: 93-94).
No se trata, por tanto, de un mero diálogo bidireccional, ni siquiera de intercambio o influencia, sino de nuevas lecturas, reapropiaciones y procesamientos simbólicos de la información cultural en el campo de producción del conocimiento de esta nueva área geopolítica y trans o post-territorial. Las conexiones teóricas, discursivas y formales entre Maruja Mallo, Joaquín Torres García y Victoria Ocampo responden tempranamente a esta idea transfronteriza y abierta, a una mirada polifónica y multifocal que ofrece inéditas perspectivas, a una visión universalista y plural de la cultura, pese a las disensiones, pese a los distanciamientos y discrepancias. En suma, Maruja Mallo, Joaquín Torres García y Victoria Ocampo serían, entonces, incipientes sujetos transatlánticos, más allá de la nación, desde la letra, desde la plástica. Su producción se enriquece y multiplica en las orillas y se impregna de nuevas significaciones a cada paso. Examinémoslas. En la tercera entrega de la obra que Julia Kristeva dedica a la genialidad femenina, Colette —en las anteriores son Hannah Arendt y Melanie Klein las “genias”— es presentada como una audaz escritora sin fuertes convicciones políticas —curiosamente ni siquiera late en ella la inquietud feminista—, profundamente hedonista y bonne vivante hasta el punto de luchar por su bienestar, jouissance y plenitud a toda costa. En última instancia, Colette sería, según la crítica búlgara, una artista en absoluto intelectual que se aleja de toda teorización de forma consciente: Certains ont essayé de la ridiculiser pour cette joie de vivre, ce désir d’être dans la transgression, dans toujours plus de gaieté. Contre les frustrations de sa vie amoureuse et les épreuves que lui imposent la réalité sociale, et surtout la guerre, Colette s’accroche au plaisir de vivre qui est, pour elle et sans distinction, un plaisir des sens et un plaisir des mots [...]. Cet hymne à la jouissance [...] s’énonce pour la première fois au monde par la voix et sous la plume d’une femme (Kristeva 2004: 17).
Este retrato de Colette me recuerda en cierta medida al que podríamos esbozar de Maruja Mallo, una de nuestras vanguardistas más deslumbrantes, especialmente en lo que tiene que ver con la asunción del placer, la alegría y
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la energía vital como alternativas a la muerte, la guerra, la frustración. Como en el caso de Colette, ciertas voces inscritas en la convención quisieron ridiculizarla y hacerle pagar un precio por ello —demasiada osadía en una mujer—, pero Mallo no se arredró y su vida y obra son un ejemplo vivo y calculado de agencia, resistencia y reinvención —también política y teórica, a diferencia de lo que ocurre con la creadora francesa—. No es el propósito de las páginas que siguen desgranar nuevamente las cuentas del collar de la artista —por fantásticas que sean esas conchas del Pacífico que penden de su cuello—. Y no lo es porque, al lado de espléndidos y rigurosos ensayos, documentales y catálogos especializados sobre su obra —Estrella de Diego, Shirley Mangini, Fernando Huici March, María Escribano, Juan Pérez de Ayala, José Luis Ferris, Antón Reixa— e incluso al lado, si hablamos de non fiction novel, de la imprescindible biografía novelada de Ana Rodríguez Fischer, Objetos extraviados (1995), existe todavía un nutrido conjunto de estudios superfluos, de artículos y repasos meramente descriptivos —biografistas— por su trayectoria. La mayoría de estos últimos hace recensión de sus peripecias vitales, de sus travesuras vanguardistas —cosa que, en parte, hubiera encantado a Mallo, porque ella misma alimentó el mito y el personaje pintoresco, como veremos—, pero no ahonda en su pensamiento artístico, en su evolución pictórica, en la sólida conceptualización sobre la que se sustentan sus lienzos, conferencias y fotografías. Escapemos, pues, de ese registro enciclopédico, sinóptico y archiconocido de sus gestos insolentes y provocaciones —concurso de blasfemias, bacanales en la Casa de la Flores regentada por Neruda, irrupción ciclista en la misa dominical de Arévalo—, porque ni siquiera una creadora de inspiración tan medida, racional y matemática daría su aprobación sin condiciones a esta continua enumeración de boutades, por muy calculadas que estas sean, sobre todo al considerar lo perjudicado —por opacado— que sale su arte debido a la omnipresencia de la seductora imagen disidente de la artista. Absolutamente libre e irreverente gracias a un carácter seguro de sí mismo, emprendedor, y a un valiosísimo soporte familiar y sobre todo paterno —sus hermanos Justo y Cristino siguieron también la carrera en la Academia de Bellas Artes de San Fernando como escultor y pintor respectivamente, hasta integrarse el segundo de ellos como miembro de pleno derecho en la tertulia de Café Gijón mientras Maruja encontraba hermosas caracolas en Valparaíso
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e Isla de Pascua—2, Mallo nunca hizo balance sobre su capital cultural ni recapacitó de manera firme y ordenada acerca de la condición de la mujer o lo privilegiado de su caso. Tal vez porque las escritoras de 1898, como Carmen de Burgos y María Martínez Sierra, ya le habían abierto el paso y coetáneas como Margarita Nelken, Victoria Kent, María de Maeztu o Clara Campoamor se encargaban de confirmar los derechos de la mujer y concienciar de forma pública, social y política acerca de los nuevos, y tan necesarios, códigos ciudadanos (Kirkpatrick 2003: 218)3. Como persona de acción y ser libre que era, Mallo actuó como feminista, pensó y vivió como tal sin dedicar demasiada reflexión al asunto. De alguna manera negoció, representó, dramatizó el género (Butler 1990), aunque no se preocupara por teorizarlo4: Pero para poder participar plenamente de la ebullición intelectual y artística del Madrid de los felices años 20 y desarrollar la perspectiva sobre la sociedad contemporánea que le permitiese realizar su potencial creativo, Mallo tuvo que romper tabúes y enfrentarse a arraigados prejuicios culturales sobre la mujer (Kirkpatrick 2003: 223).
Sí lo hizo en cambio, sí reflexionó intensamente sobre el significado, proyecciones, sentido y lógica de su arte. Sus conferencias, escritos y entrevistas muestran ese interés por explicar sus planteamientos artísticos, en cuyo seno
2 “Nunca se valorará bastante el papel jugado por esos primeros padres, que reconocieron como ‘personas’ a sus hijas desde la infancia, franqueándoles el acceso a la polis, a la vida pública. Ya en el Antiguo Régimen, las pocas mujeres que lograron poseer un nombre como artistas estuvieron con frecuencia formadas en el taller de sus padres” (Escribano 2010: 27). 3 Dely Tejero, Francis Bertolozzi, Remedios Varo, la propia Mallo y otras pintoras ilustran revistas —nuestra protagonista nada menos que la Revista de Occidente— y modifican, sin apenas darse cuenta, la imagen femenina —recordemos, por ejemplo, los cuadros y collages cubistas de Mallo inspirados en la faceta deportista de su inseparable Concha Méndez—. Las figuras femeninas modernas, ociosas y hedonistas, frente a la mujer productiva y hogareña que defendían Marañón u Ortega, tienen esa proyección y sentido de ruptura. 4 Considero que hay en Mallo una voluntad consciente de dejar de lado el feminismo como debate teórico, aunque le interesa, porque piensa que puede perjudicar a su carrera. Voluntariosa, tenaz y deseosa de abrirse camino en el mundo del arte de vanguardias, prefiere la compañía masculina como forma de inscripción en el canon, en el campo cultural, y se considera a sí misma “uno más”.
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no palpita un corazón, sino que se aloja un motor perfectamente engrasado, un programa claro y coherente, lejos de toda inspiración espontánea o impulso-demiurgo. Pintar, para Mallo, era un “ejercicio mental” que podía, además, articular en una prosa lúcida y reveladora. Su obra no era fruto de lo irracional naïf, del delirio automático —como se solía considerar, desde reductores presupuestos teóricos conectados con la femme-enfant del surrealismo, la creación de toda mujer que despuntara—, sino de una meditación conceptual sólida y de un rigor académico aprendido en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, del que nunca iba a renegar. En efecto, Guillermo de Osma (2002) destaca, entre otras cosas, su carácter metódico y su obsesión por la técnica y composición del cuadro. Así, su extraordinaria imaginación plástica y su construcción minuciosa del lienzo vienen precedidas de su racionalización del fenómeno artístico y de su reflexión crítica sobre la elaboración del sujeto artístico o creador. En este sentido, y de un modo inteligente y moderno, como su gran amigo Dalí, se percató asimismo de la necesidad de construir un personaje original que acompañara la obra, un artefacto único que completara su creación conforme a las reglas invisibles del campo literario según Bourdieu (1995). En consecuencia, desde el principio de su carrera, que coincide, claro, con los inicios de la era de la “reproductibilidad técnica”, se vende y autopromociona hasta llegar, como Wilde, a compararse con “el jabón más vendido”. Mallo fue, pues, agente y cocreadora de su destino artístico. Correspondería, entonces, la autorrepresentación de Mallo a una segunda y paradójica bohemia sometida a las leyes del mercado. Ya Baudelaire, a la par que rechazara la vida burguesa, anhelaba el reconocimiento social (Bourdieu 1995: 101): [El artista] habrá de tomarse a sí mismo como objeto de una elaboración ardua y compleja [...]. Los dandys se esmerarán en hacerse cosa, en petrificarse en vida, en controlar cada gesto, cada movimiento, cada modo y cada manera para gustar a todos mientras que, paradójicamente, se les desagrada lo más posible (Durán 2010: 14-24).
Esta pose de una Mallo simultáneamente dandy y bohemia, que sigue adoptando a su regreso a España en 1965 —y que ahí empieza quizás a distorsionar ligeramente la proyección de su obra—, cuando los polifacéticos
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artistas de la movida la convierten en santo y seña, en icono de transgresión y posmodernidad, surge, como decimos, en la década de los veinte y treinta, pero se acentúa en la etapa “tumbofílica” y macabra, en la fase de la “poética de la impureza” que sigue a sus celebratorias, aunque ya grotescas y perturbadoras, “Verbenas”5. Ciertamente, tras una etapa colorista pero crudamente satírica —como la propia Mallo confirmó más tarde exagerando convenientemente los límites de esa sátira— que la aproxima y emparenta con la tradición de un Bosco transgresor y burlesco, de un Goya lúcido y brutal en la crítica despiadada a la “españolada”, lo castizo ancestral y “la santa Mafia”, pasa nuestra creadora a la elaboración de una mirada despojada —y surrealista— al residuo y la inmundicia. La sátira de la corrupción, la violencia y la superstición no eran nuevas en el arte español y, en este sentido, el surrealismo de Mallo correspondería más bien a un estado de conciencia o un guiño a una corriente a la que nadie pertenece, pero que es parte constitutiva del ser; su surrealismo sería una suerte de espíritu de época con el que su arte conecta, puntualmente, de forma pasajera pero importante (Estrella de Diego, Fernando Huici March). Las pinturas de la serie “Cloacas y campanarios”, las más representativas de ese surrealismo figurativo, están, además, acompañadas de fotografías tomadas en el año 1929 en Cercedilla de la Sierra por su hermano Justo. Constituyen auténticos happenings, montajes teatrales o instalaciones, composiciones metafísicas o performances inmortalizadas por la cámara, donde la artista y su objeto artístico se funden, confunden y asimilan en devastador escenario. La creadora se construye, en estos tableaux vivants, como otro resto más de esa España tenebrosa, putrefacta y decadente que enlaza, como ha señalado Estrella de Diego, con las vanitas de Zurbarán y Valdés Leal (Fig. 1).
5 Entre las “Verbenas” y la serie “Cloacas y campanarios” produce Mallo las “Estampas” populares y cinemáticas, saturadas de máquinas, ingenuos (nada siniestros) maniquíes y escenas deportivas —Elementos para el deporte y La ciclista— de las que Lorca alaba su capacidad para condensar la esencia de una época.
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Fig. 1. Plástica escenográfica, 1930. Fotografía de época, 14 x 9 cm. Archivo Maruja Mallo. Galería Guillermo de Osma, Madrid (VV. AA. 2010: 132).
El contraste de las cuatro “Verbenas” y la serie de “Cloacas y campanarios” es considerable, pues, desde un punto de vista formal —de la raigambre cubista con toque folclórico y costumbrista se pasa a un surrealismo sin matices y pleno de presagios—, pero no tanto desde una perspectiva temática, ideológica. En ambas series, la Iglesia, el tradicionalismo caduco y la miseria social constituyen el objetivo de la diana, sea desde el centro urbano pintoresco, sea desde los arrabales desahuciados que adelantan un horror inmediato. Ambas series “son la afirmación vital contra el fantasma”, en palabras de Mallo en varios documentos gráficos y entrevistas, y nacen de un espíritu iconoclasta y subversivo; ambas deconstruyen las convenciones e insisten en la no referencialidad del arte; ambas ponen énfasis en metáfora, símbolo y alegoría. Quizás la paleta desteñida y gris, la tonalidad lúgubre sumamente original de esos iniciales bodegones o naturalezas muertas de la serie “Cloacas y campanarios” compuestos en colaboración estrecha con
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los miembros de la Escuela de Vallecas —el escultor autodidacta Alberto Sánchez y el paisajista Benjamín Palencia, con los que busca inspiración en áridos campos, en desolados yermos— y Rafael Alberti, su pareja durante siete años de mutua nutrición artística y enriquecimiento humano, fuera más exportable dada la conjunción de supuesta “españolidad” oscurantista con la estética onírica, telúrica —y necrofílica, en un paso más allá de la Escuela de Vallecas— de cuño evidentemente surrealista. En el fondo, se trata de una sublimación o estetización desde lo geológico; es, como se ha dicho, un “antipaisaje” elevado desde la muerte, el extrañamiento y procesos escatológicos de descomposición —ver Grajo y excremento, Antro de fósiles, Lagarto y cenizas, El espantapeces o Espantapájaros—.
Fig. 2. El espantapeces, 1931. Óleo sobre lienzo, 155,5 x 104,5 cm. Colección particular. Cortesía galería Montenegro (VV. AA. 2010: 138-139).
Prueba de ello, de ese carácter exportable, vendible en un extranjero ávido de exotismos y clichés —sobre todo en París— es la, tantas veces citada, com-
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pra de André Breton, para su colección particular, del cuadro Espantapájaros y las innumerables propuestas de galeristas parisinos para que Mallo colaborara con ellos6. Se ha afirmado en ocasiones que si Maruja Mallo hubiera optado por la vanguardia de París y no por América es probable que su obra ocupara hoy el lugar de visibilidad que, legítimamente, le corresponde. Es posible también, sin embargo, como afirma Fernando Huici March que la artista hubiera infrautilizado su versatilidad plástica y espíritu camaleónico, que su obra se hubiera repetido, desvirtuado o pervertido en función del éxito social, de cierto encasillamiento nacional y del gusto de época —sin contar los peligros y éxodos que con seguridad hubiera experimentado dada la cercanía de los sucesivos y graves conflictos bélicos europeos—7. Con todo, no podemos dejar de lado un hecho que será trascendental para Maruja Mallo en su decisión de regresar a España desde París: el fallecimiento de su padre en 1933 (Ferris 2004: 92), lo que además de provocarle una gran conmoción, supuso una grave pérdida de 6 “La serie ‘Cloacas y campanarios’ [...] fue la época más surrealista de Maruja Mallo y la única de toda su obra que pudo ser relacionada con la España negra. Así la interpretaron los surrealistas franceses cuando la vieron en la galería Pierre Loeb en París, tres años después y cuando la artista estaba ya a punto de realizar una obra diferente. Siempre dispuestos a dejarse seducir por las pesadillas de sus vecinos, los surrealistas elogiaron aquellas imágenes de ‘la España brutal e injuriosa’ que era la que se esperaba ver una y otra vez en el arte español, e inmediatamente las asociaron con los filmes de Luis Buñuel” (Escribano 2010: 22). 7 “[...] Una revisión que pretende, además, alejar a Maruja Mallo de algunos de los equívocos que ha venido arrastrando a lo largo de tres décadas, la leyenda tejida en torno a su figura, en particular la magnificación de su episódico vínculo con el surrealismo, para acercarla al perfil de esa otra ‘Maruja clara’, en feliz acierto de María Escribano que, a nuestro entender, le corresponde en un sentido más íntimo y por entero” (Huici March 2010: introducción). En todo caso, habría que añadir que la propia Mallo incide en el misreading o deslectura, porque décadas después de la eclosión de las vanguardias históricas se sabe que el surrealismo permanecerá como una de las corrientes fundamentales del siglo. De la misma manera, Mallo repite los nombres de los colaboradores que la pátina del tiempo no ha borrado sino que ha prestigiado. Insiste en nombrar a Dalí, Lorca o incluso al antaño “bruto de Buñuel”, no tanto a Carmen Ramos, José Moreno Villa, Margarita Manso, Concha Méndez, Pepín Bello, Ernesto Giménez Caballero, Eugenio Montes e incluso María Zambrano. La historia le diría a quién citar si quería arrogarse para sí un puesto de excepción en la misma. Como dice Ballesteros García (2004), una de las claves de Maruja Mallo es haberse sabido rodear bien, buscar el círculo, los artistas entre los que podía encontrar un campo cultural adecuado para producir y crear. Por eso reafirma los vínculos con los más grandes.
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autonomía y la lógica modificación de sus prácticas culturales, de un “habitus” que parecía inmutable (Bourdieu 1995). Por este motivo —y por su ciega fe en los logros culturales de la República—, Maruja Mallo tuvo que renunciar en parte a París y a su carrera artística en esta ciudad. A continuación, opositó a la Cátedra de Dibujo y aceptó como destino el Instituto de Arévalo, en Ávila. No obstante, esta nueva (y breve) etapa como docente no interrumpiría su actividad anterior, como demuestra su participación como artista invitada en la Escuela de Cerámica de Madrid para la que hizo unos especiales diseños geométricos. En esta última exposición madrileña antes de su exilio, Maruja Mallo presentó los 16 dibujos de “Construcciones rurales” realizados durante 1933-1935 y las cerámicas que hizo en la Escuela de Cerámica de Madrid, en las que se hace eco de sus nuevas tendencias de fusión de las artes. Todo ello fue destruido o desapareció durante la Guerra Civil y parte de la obra de Mallo continúa, así, dispersa por el mundo. No faltaron tampoco en esta exposición los figurines y las maquetas que realizó con Rodolfo Halffter para el musical Clavileño —basado en El Quijote—, que se estrenó en el salón de actos de la Residencia de Estudiantes en otoño de ese mismo año, así como el cuadro La sorpresa del trigo, que presidió la muestra, y que contiene ya el germen de su futuro ciclo titulado “La religión del trabajo”, que completará en Argentina entre 1937-1939. En todo caso, Mallo hizo de lo —dramáticamente— real un ejercicio inédito y autoconsciente de libertad, como muestran también más adelante, en 1945, su serie “Naturalezas vivas” o las fotografías tomadas junto a Neruda en Isla de Pascua —de las que hablaremos en el apartado dedicado a su relación con Victoria Ocampo—, en las que la artista emerge de las aguas como una poderosa diosa marina cubierta de algas, híbrida en su ser, con una mirada de medusa que contempla y no es contemplada. La musa inspiradora ha desaparecido y dado paso a un nuevo sujeto agente de su destino, constructor del personaje artístico8. En este giro del imaginario, Maruja Mallo 8 Pero como todo gran artista —pensemos en Dalí o Lorca— su persona también inspiró creaciones fundamentales, como nos recuerda el investigador José Luis Ferris (2007). En las tertulias del Pombo, de la revista Cruz y Raya, en los encuentros en la Residencia de Estudiantes con la “Cofradía de la perdiz”, Mallo, magnética, deslumbraba, su paso imprimía carácter, marcaba, convencía. No en vano Maruja Mallo fue el detonante de dos libros fundamentales de la lírica española de siglo xx: Sobre los ángeles, de Rafael Alberti, y El rayo que no
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no estuvo sola y Remedios Varo, Norah Borges, Ángeles Santos, Dely Tejero, María Blanchard y Olga Sacharof participaron de ese ejercicio de libertad pasando, también, de ser objeto de la mirada a mirar, trascendiendo ese papel estático de musas, compañeras y esposas colaboradoras para conseguir el espacio propio y la visibilidad necesaria en el campo cultural. En definitiva, no hay más que leer “De las páginas que faltan” en las memorias de Alberti para percatarse de la importancia decisiva de Maruja Mallo como sujeto creador, como sujeto “autocreado”. No obstante, la memoria histórica y crítica se ha desleído en su caso y Mangini da la mejor explicación acerca de las razones que motivaron tal amnesia colectiva, injusta y unánime: Es de suma importancia recordar que el escándalo era el vehículo del surrealismo para desconcertar al público y para indicar que la libertad de la imaginación y el espíritu estaban por encima de todo. Mallo no hizo más que seguir las premisas del surrealismo —incluyendo la del “amor libre”, el amour fou— de ahí que fuera considerada una transgresora empedernida; dado que tenía tanto talento como ellos [...]. Quiso ser uno de ellos, cosa que la sociedad no aceptó, a pesar de ser una de las grandes vanguardistas europeas. Por eso dice Rivas que es la “gran tapada” de su época (Mangini 2001: 129).
Gloria G. Durán, en su imprescindible ensayo Dandysmo y contragénero (2010) nos daría más claves para explicar este borramiento parcial de una artista mujer. Durán destaca el discurso de negatividad sobre el que se construye la estética performativa de la dandy, y afirma que su esencia es el peligroso cuestionamiento de las cuatro polaridades o dicotomías sobre las que se estructura la normalidad burguesa: masculino-femenino, sujeto-objeto, arte-no arte y artista-no artista. En definitiva, la identidad sexual, personal o artística es una construcción social, como sabemos y como ejemplifica de forma idónea la configuración del sujeto Maruja Mallo. Amante de límites y fronteras, de lo intersticial, explota su ambigüedad de género —se la confuncesa, de Miguel Hernández. En todo caso, una ácida Maruja Mallo confiesa en la entrevista que se le realiza en el programa A fondo de RTVE en 1980 que antes que “bruja” hubiera preferido ser “sibila”, pero la peyorativa definición que los diccionarios de nuestra lengua dan del vocablo difiere tanto de las sugerentes acepciones de sus variantes francesa o inglesa, que optó por no apropiarse el término.
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de con un jovencito en los primeros tiempos de flapper o garçonne, e incluso con pájaro o bruja joven, pero además se la considera promotora del “travestí a la inversa” por usar las chaquetas de Dalí y Federico como pantalones para entrar en el monasterio de Silos—: En cuanto representación, la identidad que las dos mujeres [Méndez y Mallo] se construyeron en público contiene dos aspectos que se prestan a un análisis más profundo: el elemento lúdico y la ambigüedad en relación con el género y la sexualidad (Kirkpatrick 2003: 226).
Por otro lado, es una desclasada que decide “no pertenecer” ni formar parte de taxonomía cerrada o grupo alguno —amiga de Dalí, Buñuel o Lorca no se considera miembro del Grupo del 27, colaboradora de Alberto, Alberti y Palencia, no se piensa como paisajista de la Escuela de Vallecas, fascinada con el constructivismo de Torres García tampoco se inserta en la corriente de forma rígida—; es una transgresora, asimismo, de jerarquías sociales: [Mallo y Méndez] al ingresar en los espacios públicos vestidas como mujeres de clase alta pero sin llevar sombrero, enviaban mensajes contradictorios sobre su posicionamiento en la cuadrícula social [...]. Urch señala que ‘una mujer que se construye a sí misma en público es una artista [...] el yo performativo es una obra de arte, artificio e identidad’ (Kirkpatrick 2003: 24).
Además, se revela como ser transnacional, voluntariamente cosmopolita y “transterrado”, en terminología de José Gaos, que habita un permanente in between y necesita, sin embargo, continuamente ubicarse y reubicarse en el campo cultural: Galicia-Madrid-Canarias-París-Buenos Aires-ValparaísoMontevideo-Punta del Este-Nueva York-Río de Janeiro. Por otra parte, es evidente la ambigüedad sujeto-objeto, la ambivalencia arte-no arte en el caso del “artefacto Mallo”. Su vida y obra, pues, están atravesadas por múltiples contradicciones, seguramente insalvables y al mismo tiempo de una extraordinaria riqueza; estas paradojas se desgajan en ocasiones de los principios vanguardistas —y especialmente surrealistas— en los que se formó y están configuradas por infinitas variables que la montan y la desmontan a su antojo, como un caprichoso objeto múltiple frente a los “putrefactos”. Es un ser inaprehensible en múltiples niveles y por esa falta de inteligibilidad normativa de su propuesta,
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por su alejamiento geográfico y por su pertenencia al género femenino, fácilmente olvidable: El objetivo final, convertirse en objeto de arte, seducir a todo el mundo como una pieza artística. El dandy fue admirado como un retrato andante [...]. Al final los mismos dandys hablan de otros dandys y del mismo dandysmo en términos de artefacto, ellos son y quieren ser cosas (Durán 2010: 37).
Mallo fue una eterna flâneuse, que comenzó su deambular urbano transgresor por las ferias y verbenas madrileñas en la décadas de los veinte y treinta en compañía de Concha Méndez, y culminó su conquista de la calle con la explosión de jouissance y libertad propia de otro resurgimiento social, el de la movida madrileña de los años ochenta que celebra la vida tras la oscuridad dictatorial: Puesto que, a diferencia de los hombres, las mujeres no tenían libre acceso al espacio público como observadoras, sino solo como objetos visuales de consumo, Janet Wolff ha argumentado que no podía haber flâneuses y que, por tanto, la posición del artista/observador moderno era exclusivamente masculina. Kakie Urch, sin embargo, defiende la existencia de la flâneuserie femenina en el modernismo europeo, señalando que la flâneuse observa no solo el espectáculo abigarrado de la ciudad, sino también a sí misma como objeto consumible (Kirkpatrick 2003: 24-25).
El periplo de esta flâneuse no podría entenderse, no obstante, solo desde lo urbano, sin sus escalas en la naturaleza, bien destruida, bien espléndida, sin su absorción plena de ideas, técnicas e imágenes de una cosmovisión o percepción transatlántica mucho más amplia y de un alcance inaudito. De la ordenada y democrática polis Mallo llega al centro de la tierra para luego bucear en las profundidades del Pacífico y ascender, en vuelo estelar e interplanetario, al cosmos. Mallo: rara, lejana, genial y mujer, carne de cañón para el olvido.
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2. Mallo y Torres García: de la geometría a la vida o hacia la construcción de la armonía universal La Naturaleza es lo que comienza a atraerme: hallar un nuevo orden. El orden es la arquitectura íntima de la naturaleza y del hombre, la matemática viviente del esqueleto. En la naturaleza clarividente y misteriosa, espontánea y construida, desprovista de fantasmas anacrónicos, analizo la estructura de los minerales y vegetales, la diversidad de formas cristalinas y biológicas, sintetizadas en un orden numérico y geométrico, en un orden viviente y universal. Maruja Mallo Maruja Mallo es una inteligencia a la caza de la armonía. Sabe que un orden rige el universo y una misma ley impera en el astro, en el ser, en la flor y en la semilla. Sabe que esta ley es la del número, la ley que impone la proporción y el equilibrio. Córdoba Yturburu Nuestro norte es el sur. Joaquín Torres García
Mallo y Torres García fueron almas gemelas en su concepción artística. Pese al magisterio del segundo sobre la primera, por una cuestión cronológica, probablemente hubieran llegado a similares conclusiones teórico-estéticas, al margen de que la obra de cada uno de ellos sea totalmente personal y única. Veamos dónde y cómo confluyen sus temperamentos creadores, sus universos paralelos. Tras su fructífera estadía de un año en París en 1931, becada por la Junta de Ampliación de Estudios, como adelantábamos, y tras renunciar a continuar una carrera que se preveía cuajada de éxitos, en parte por convicción acerca del proyecto de la España republicana, en parte por la pérdida paterna (y de capital económico y social), comienza Maruja Mallo a impartir clases de dibujo tanto en el Instituto de Arévalo como en el Instituto Escuela de Madrid y en la Escuela de Cerámica. Su paso por París forjó en su talento otras inquietudes y cuestionamientos artísticos, fundamentalmente por el
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contacto establecido con el pintor uruguayo Joaquín Torres García9 y lejos ya del surrealismo, como observa Estrella de Diego: “Porque la noción internalizada de “ser surrealista” poco o nada tiene que ver con la manera de construir de Mallo [...], con su contundente pasión geométrica y esas formas que generan formas, con su adopción del segmento áureo, con el meticuloso estudio de la matemática al que se aproxima al poco concurrido círculo madrileño del uruguayo Torres García en los primeros años treinta, un encuentro fundamental para su posterior producción, como también explica Ana Vázquez de Parga; “la matemática viviente del esqueleto”, en palabras de Mallo (De Diego 2010: 80). Fernández Luccioni insiste también, como de Diego, en lo superada que estaba ya en esta época lo que para ella fue simplemente una fase puntual de su arte: el surrealismo, pese a los intentos de encasillarla en el movimiento que experimentó, sobre todo, en París. Este malentendido crítico en algunos casos es perpetuado, interesadamente, por ella misma —otra vez el deseo de aceptación en el campo cultural, en este caso en la España posfranquista—, muchos años después (Fig. 3): Claro que Maruja Mallo piensa, y piensa hasta el punto de calcular los pasos que va dando. ¿Qué clase de surrealista haría eso? ¿Quién entre los surrealistas se dedicaría a medir con un compás las caracolas y las conchas arrojadas por el mar para después llevarlo al lienzo? ¿Qué surrealista dejaría a Freud por Luca Pacioli y por Ghyka? No considero que Maruja Mallo responda a los arquetipos surrealistas, porque nuestra artista no se deja llevar por los automatismos (Rodríguez Calatayud; citado por Fernández Luccioni 2012: 54).
9 No se conocen bien los detalles de la relación de Mallo y Torres García en París porque las referencias son tangenciales y contadas en la autobiografía del uruguayo, pero obviamente coincidieron, como revela, entre otras cosas, que los dos expusieran en el mismo año 1932 en la galería Pierre Loeb de la capital francesa.
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Fig. 3. Maruja Mallo en Buenos Aires. Fotografía, 1944 (Pérez de Ayala 2002: 16)
Resulta incontestable, como afirma Huici March, que en París se produce una metamorfosis radical y sin vuelta atrás en su manera de entender el arte. El quiebre se produce cuando conoce a Torres García, pero también cuando se acerca a las teorías y ensayos sobre la proporción áurea de Matila C. Ghyka, al que Torres García había leído con denuedo: “El análisis comparado de los textos teóricos, así como el de ciertas fuentes documentales, permiten concluir que el entramado y alcance de dicha relación son de una complejidad mucho mayor de lo que hasta ahora se intuía” (Huici March 2010: 36). Sin embargo, no es Mallo una mera epígona o seguidora de Torres García, nos recuerda el crítico, y la materialización de estas ideas universalistas en su obra no tiene nada que ver con el estilo del artista uruguayo. Ahí es donde se observa el genio en ambos, pues, partiendo de lo mismo, producen obras radicalmente diferentes. Por otra parte, los trabajos de Ghyka eran muy conocidos en el periodo, sobre todo el primer libro del ensayista rumano titulado Esthétique des proportions dans la nature et dans les arts, publicado por Gallimard en 1927 y del que Mallo poseía un ejemplar que fue recuperado, pero también Le nombre d’or10.
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Para conocer en detalle los entresijos documentales y de fuentes, véase Huici March 2010.
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Entre 1931 y 1933 comienza Mallo a hacer ilustraciones para la Revista de Occidente y en ellas se perciben un brusco cambio de estética y una versatilidad inaudita para combinar lo viejo y lo nuevo. En definitiva, de París había regresado indudablemente transformada hasta el punto de renegar parcialmente de sus dos primeras exposiciones en Madrid y producir las primeras telas bajo la égida del Constructivismo. Se trata de las “Arquitecturas minerales y vegetales” y los dibujos de las “Construcciones rurales”, donde las teorías de Torres García y Ghyka sobre la consideración de la plástica como idioma universal dejan su impronta. Habría que mencionar también sus notables conocimientos de escenografía teatral, adquiridos en París, y tempranamente influidos por esa geometría, orden y rigor escultórico, como se observa en su ya mencionado proyecto para Clavileño, basado en un episodio del Quijote con música de Halffter. En 1933, ahora en Madrid, entra en contacto con Torres García nuevamente y participa en una exposición del Grupo de Arte Constructivo donde muestra su interés en el estudio de las formas de la naturaleza a través de la geometría. Declara Mangini al respecto: Había iniciado su etapa del “orden”, distanciándose del caos existencial del surrealismo. Era la época de su obra arquitectónica y geométrica, de las series llamadas Arquitecturas minerales y Arquitecturas vegetales, que se expondrían en el salón de Amigos de las Artes Nuevas (ADLAN) de Madrid en el crucial año de 1936 (Mangini 2001: 132).
Torres García se había trasladado a Madrid con toda su familia, en ese vaivén continuo que caracteriza su vida, el once de diciembre de 1932. Solo permanecerá el uruguayo año y medio en la ciudad, pero en ese tiempo imparte ocho conferencias sobre su teoría del Universalismo Constructivo o Arte Constructivo Universal en la Escuela de Cerámica, el Ateneo, la Escuela de Bellas Artes, la Residencia de Señoritas, el Instituto-Escuela, el Museo de Arte Moderno y el Salón de Otoño. No conocemos el contenido de las conferencias, pero sí sabemos que Maruja Mallo estaba entre el público asistente. El sentido arquitectural y constructivo de su pintura, que había surgido en París allá por el 1928, le acompañará siempre. Por otra parte, se organizan dos grandes exposiciones en Madrid sobre la obra del uruguayo: en el Museo y en el Patronato
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de Turismo. En la peculiar autobiografía artística del creador, escrita en una tercera persona muy sugerente, se afirma su decepción del ambiente madrileño frente al sofisticado París de la modernidad. Transcribamos un fragmento que refleje este desencanto y queja de un artista ya consagrado: Pronto advierte que ya no está en París; aquellas son otras gentes; aquel es otro mundo: gente como de provincia. Y con esto ya se ve lo que tiene que pasar. Nada de cuanto ha hecho vale; nada de cuanto dice vale [...]. Con esto ha traído todo el concepto moderno de la plástica, y un montón de ideas nuevas, un tono elevado por encima de la vulgaridad y rutina allí reinante. ¡Y nada tampoco! Son unos vivos No se habla de sueldos ni de empleos, y eso sería lo único interesante. No se pone a tono de ese ambiente de allí. Es un tonto que sueña. Y lo dejan (Torres García 1990: 229).
A continuación matiza o rectifica sutilmente tan duras afirmaciones y reconoce la amistad y el apoyo que le dieron Alberto, el escultor autodidacta amigo de Barradas, y otros artistas de la Escuela de Vallecas como Palencia, Souto, Luna y, por supuesto, Mallo que, dice, “es personalísima” (Torres García 1990: 230). También tiene elogios para García Lorca, Dalí, Altolaguirre, Moreno Villa, Guillermo de Torre, Norah Borges y Alejandro Casona. Podemos intuir, aunque no se dan muchos datos, que el lazo con Mallo era más estrecho que con otros pintores, debido a su conocimiento previo en París y a que la considera amiga y “como uno más” en sus recorridos madrileños: [...] alrededor de Torres se forma como siempre un verdadero centro de actividad. Vienen amigos: Ribera, Palencia, Alberto, Yepes, Maruja Mallo y en fin artistas y poetas como en otro tiempo allá en París. Y tal ambiente de arte se equilibra con las excursiones a campo abierto y por las visitas a los museos y curiosidades de la ciudad (Torres García 1990: 232).
En esta época Mallo comienza a fraguar su etapa revolucionaria, empapada de la atmósfera que se vive en Madrid. En la entrevista del programa A fondo (1980), confiesa que es la última manifestación del primero de mayo en esa España democrática, a la que acude con la pensadora María Zambrano, la que inspira su emblemática pintura La sorpresa del trigo, que marca el inicio de esta fase social que tan bien se aviene con los presupuestos de Torres
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García de un arte para cambiar el mundo. Colabora simultáneamente Mallo con el grupo gallego de Madrid constituido, entre otros, por Carlos Maside y Rafael Dieste en las Misiones Pedagógicas. Durante uno de sus viajes en el marco de las Misiones comienza con virulencia la guerra y decide exiliarse por convencimiento, compromiso y amor a su propia vida, pero de ninguna manera de forma clandestina. En 1934, el universalista, por su parte, había concluido también su periplo europeo —más estético que ideológico— y vuelve al Uruguay tras escuchar a Rafael Dieste hablar de su patria “en términos desconocidos para él”. La semilla de un arte nuevo que sembrara Torres García en Europa prendería con el tiempo en la sagaz y visionaria Mallo. El panamericanismo estaba también muy de moda y desde Xul Solar, antes disfrazado de bandera argentina en las calles de París, hasta Joaquín Torres García o Diego Rivera fueron partidarios fervientes del mismo. Con todo, el universalismo es una teoría del arte mucho más profunda, con mucha mayor proyección y connotaciones socio-políticas e incluso éticas. Así, la geometría, opuesta al azar y lo arbitrario, constituye a partir de entonces el camino de lo universal para nuestra pintora. Ya Ortega había advertido que tras la anarquía vanguardista llegaría un tiempo de orden, y la pintora gallega había mostrado en sus primeros tiempos cierta influencia del cubismo y del “vibracionismo” de Rafael Barradas, sobre todo en sus “Verbenas”. Además, como señala Vázquez de Parga, la perspectiva política de Torres García y su grupo era bastante afín a la noción de justicia social de Mallo: No hay que olvidar que los principios ideológicos de este grupo se basaban en la búsqueda y elaboración de un lenguaje universal, fundamentado en las verdades universales de la ciencia y la matemática, para alcanzar una sociedad igualitaria, reformada y modernizada drásticamente (Kirkpatrick 2003: 258).
Naturaleza, ciencia, historia y arte están, en su opinión, indudablemente unidos como manifestaciones, diferentes facetas o dimensiones de lo universal y tienen un fin último teleológico de mejora y progreso, de igualdad. Lo universal permanente estaría por encima de lo particular contingente para llegar al cosmos. Hay que ordenar construyendo: eso es crear. Por eso, se interesa Mallo por un arte colectivo que identifica con el arte aplicado —cerámica, escenogra-
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fía, muralismo— que basa su esencia en la geometría y la arquitectura interna de las cosas y es enormemente racional. Es el arte entendido como una composición perfectamente organizada, medida y calculada, como una composición matemática (las “Arquitecturas minerales y vegetales”, pero también las “Naturalezas vivas”). La creación constituye una búsqueda de arquetipos ideales fruto de esa cosmovisión híbrida —animales, seres humanos, vegetales, minerales, astros—. Las cerámicas, en cuyos motivos puede verse un precedente de los introducidos más tarde en las porcelanas de Sargadelos por sus amigos de Buenos Aires, los gallegos Luis Seoane e Isaac Díaz Pardo, fueron, sin embargo, duramente criticadas cuando las expuso en España en 1936, lo que dio como resultado el primer texto teórico de Mallo: una defensa de su obra publicada en Claridad al no ser aceptada por El Sol, en la que se quejaba de la crítica de Juan de la Encina como mero cotilleo condescendiente, autocomplaciente y desagradable, y lamentaba lo doloroso que era ser tratada como un espectáculo, pese al rigor de un trabajo tan realista, humanizado y comprometido, como los años requerían. El pensamiento hermético-ocultista y la indagación en el cosmos de Torres García encontraría, pues, un interlocutor de excepción en Maruja Mallo; ambos comparten, en definitiva, tanto la teoría constructivista y su materialización en el arte, como la apoyatura teórica o crítica sobre la que se sustenta y que apunta a un arte social, popular, donde se observe la fuerza lírica, creadora del hombre. En su largo exilio en América del Sur, retomaría Mallo el contacto con su admirado Torres García y viajaría a Montevideo para dar conferencias en su taller, La Escuela del Sur, y en la sede de los Amigos del Arte en la misma ciudad. Los títulos de las mismas son “Proceso histórico de la forma en las artes plásticas” —leída en abril de 1937 en la capital uruguaya y dos meses más tarde en Buenos Aires y que refleja la lectura previa del fundamental ensayo Estructura de Torres García— y “Lo popular en la plástica española a través de mi obra”. Mantuvo amistad, por otra parte, con la hija de Torres García, la artista Olimpia, y nunca se desmarcó de la preferencia por las formas geométricas como explicación alegórica del universo, pese a que hubiera cierto distanciamiento ya de las teorías del pintor uruguayo; tampoco se distanció de la visión social, política del mundo y de la función del arte en ese marco. En realidad, la tendencia ya no cambiaría una vez conocido a Torres García y a su grupo constructivista en París y una vez compartidas
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experiencias y conversaciones en el Madrid prebélico. La pintura de Maruja Mallo, insistimos, está hecha desde la razón, no desde la pasión. Así, en América del Sur pretendió aprehender, racionalizar y hacer suya la naturaleza desde la geometría. Llegará incluso a hablar del proceso biológico del cuadro, tomando como elementos básicos la forma, el color y la materia: La forma, el color y la materia, constituyen allí [en la obra] una armonía dialogante, viviente, donde la ley y el contenido integran una totalidad, una unidad. Esas leyes que rigen mi pintura le dan su carácter universal. Aspiro a que los temas también sean universales (Rodríguez Calatayud; citado por Fernández Luccioni 2012: 52).
Mallo, transatlántica, recoge, metódicamente, “la palpitación del siglo” y siente la necesidad de alcanzar un nuevo idioma plástico, universal, que exprese, también desde un punto de vista político una nueva humanidad: “la realidad triunfante de las redes y de las hoces” (Fig. 4).
Fig. 4. Mensaje del mar, 1937. Óleo sobre lienzo, 95 x 175 cm. Colección particular (VV. AA. 2010: 172-173)
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3. Mallo y Ocampo: dos formas de arte y de vida o “la alegría de vivir frente a la agonía del morir”11 Esta bandera nos custodiará algún día. Maruja Mallo Hombres y mujeres que sufrimos el destierro de América porque llevamos todavía en nosotros Europa, y que sufrimos del ahogo de Europa porque llevamos ya en nosotros América. Desterrados de Europa en América; desterrados de América en Europa Victoria Ocampo [...] andamos así, separados, muriéndonos por aquí y por allá, muriéndonos por todas partes y siempre lejos. Lejos siempre, dondequiera que estemos, lejos y solos. María Zambrano en carta a Concha Méndez El hombre se mide por la soledad que aguanta [...]. La soledad me da todo. En común con la vía láctea, la ciencia, el arte... Maruja Mallo
En textos autobiográficos y testimonios tanto Maruja Mallo como Victoria Ocampo construyen una imagen artística de sí mismas marcada por la singularidad, la excepcionalidad y la precocidad intelectual —a veces mediante el engaño, como prueban los siete años que se quitaba sistemáticamente Mallo—. Eran ambas conscientes de la necesidad del artefacto, del mito que completase la obra, y recurren, pues, a las estrategias más comúnmente utilizadas por el patriarcado hasta el momento para destacar a las mujeres de arte. Victoria Ocampo, faro de luz que ilumina ampliamente el campo estético argentino, hispánico, internacional a través de la ineludible revista Sur y uno de los referentes de la cultura del siglo xx, también posee —nos recuerda Caballero Wangüemert (2012)— las quinientas libras y el “cuarto propio” que 11 “Yo me siento más completa desde que he vivido en América [...]. En este inmenso continente que me brinda [...] la alegría de vivir frente a la agonía del morir” (Maruja Mallo, citada por Mangini 2012: 224).
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reclamara Virginia Woolf —una de sus interlocutoras, por cierto— como requisitos para la creación y el pensamiento12. Esa independencia económica, esa autonomía les otorga tanto a Mallo como a Ocampo cierto poder y seguridad en un ámbito cultural e intelectual mayoritariamente masculino —pese a que en el caso de Ocampo la oposición paterna a sus aspiraciones fuera siempre un lastre—13. El proyecto de configuración del grupo y la revista Sur sería, con el tiempo, de vital trascendencia para la historia cultural de América y del mundo. Ocampo conseguiría, con notable esfuerzo y entusiasmo ilimitado, una atmósfera lúdica e intelectual semejante a la del genial grupo de Bloomsbury en Londres, en parte porque supo convertir ese doble destierro esencial de la alta burguesía argentina constituida, como ella decía, por “almas sin pasaporte”, esa paradoja identitaria intrínseca al cosmopolitismo pero también al origen, ese estar in between de la visión transatlántica en valiosas sinergias culturales y contactos estrechos que acercaron Europa y América, pero también Asia a las dos anteriores, desde la traducción, la epístola, el ensayo. El contenido de alta cultura que Sur pretendió difundir se buscó a partir de ese intercambio originario entre América y Europa. La idea del puente entre América y Europa (y posteriormente Asia, recordemos a Tagore) sería reiterada por su directora en diferentes ocasiones: Sur ha tratado no solo de introducir en América del Sur, durante treinta y seis años, lo mejor de las letras mundiales. Ha intentado recorrer un camino inverso. Es decir, llevar lo nuestro al extranjero. Ha servido de puente entre Europa y 12 Sur es la creación autónoma de un campo cultural para una mujer fuera de los círculos. Cuando en el año 1977 Ocampo entra, por fin, en la Academia Argentina de las Letras evoca a Virginia Woolf y a Gabriela Mistral, pero también a Águeda, su antepasado guaraní. Paradójicamente pronunciaba este discurso en uno de los momentos de mayor represión y crueldad hacia lo femenino: la dictadura militar de Videla que tan trágico balance de desapariciones, asesinatos masivos y torturas nos iba a dejar. 13 El padre no la dejó estudiar teatro y lamentaba que no hubiera nacido hombre para poder estudiar una carrera. Es la obstinación de Victoria la que hace que Sur se convierta en un proyecto tan importante. Sur marca el ingreso de Victoria al campo intelectual, puesto que le permite no solo entrar en contacto de manera institucional con diversos intelectuales, sino constituir una plataforma material para publicar y difundir sus escritos y lo que ella consideraba literatura de calidad. Ocampo protagoniza un complicado desplazamiento o giro desde la alta burguesía a la gente de letras.
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nuestros escritores [...] no salvaguardar la cultura alta, sino enseñar cómo aprehenderla (Queirolo 2009: 148).
De 1930 a 1970 fue una revista de referencia a nivel mundial y la nómina de sus publicaciones y colaboraciones revela su profundo eclecticismo y su vocación universal: Eduardo Mallea, Federico García Lorca, Alfonso Reyes, Juan Carlos Onetti, Aldous Huxley, Adolfo Bioy Casares, Virginia Woolf, Vladimir Nabokov, Jean-Paul Sartre, Albert Camus, Jack Kerouac. Es interesante esta respuesta universalista en una época todavía muy preocupada por la argentinidad y el americanismo del que dan muestra José Ortega y Gasset, Waldo Frank o Herman Keyserling. Esta tensión dialéctica entre “ser” y “deber ser”, apuntada por Fernando Aínsa (2011), es de tal calibre que determina un debate sobre la identidad sudamericana que llega hasta nuestros días14. Con su carácter apasionado, obstinación, inteligencia, empeño y encanto personal Ocampo hizo lo posible por conocer a algunos de sus maestros, como Kieserlyng —encuentro fallido del que los relatos en clave humorística se multiplican en la pluma de María Esther Vázquez o la de María Rosa Lojo—, o como Ortega y Gasset y Tagore. Su generosidad extrema —de todos son conocidas las estancias de escritores en sus mansiones—, pese a las contrariedades que le trajo en ocasiones, posibilitó la amistad incluso después de dichos malentendidos. También es interesante apuntar que Victoria Ocampo era persona impaciente de arrebatos y entusiasmos espontáneos que luego, en ocasiones, se veían frustrados, defraudados de inmediato, bien por la humanidad de sus idealizados huéspedes —Kieserlyng, Caillois—, bien por el debate político que tanto rechazaba ella y que tanto satisfaría a sus invitados. Idéntica devoción y fervor que a Kieserlyng, Caillois o Tagore profesó a sus escritoras de referencia: Gabriela Mistral y Virginia Woolf —tras el desencanto al descubrir el perfil antifeminista de su admirada Anna de Noailles—, a las que perdonará desde el incorrecto spelling de su nombre hasta las generalizaciones 14 La paradoja que persigue a Victoria Ocampo, como a muchas argentinas de la época, se explica porque adquirió una formación totalmente europea —hablaba y escribía francés mejor que español, pero para ocupar un papel sumamente tradicional, doméstico y sumiso, imposición contra la que luchó durante toda su vida—. Las mujeres conocían las lenguas de cultura desde la cuna, pero no la ideología progresista que las acompañaba. Aprendían lenguas para empezar, como irónicamente decía Victoria Ocampo, “la carrera del matrimonio”.
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y tópicos sobre la identidad cultural y la idiosincrasia argentina —hablamos por supuesto de la autora de Un cuarto propio y Orlando, cuyas traducciones de Borges vieron la luz en Sur—. Ocampo era, pues, altruista, entregada, pero también extraordinariamente hedonista. Es por ello que quizás —esta es nuestra hipótesis— ese “don que no quiso darle Dios”, como ella decía en multitud de ocasiones, no fuera tal regalo vedado, y lo que hubiera detrás de esa frase fuera cierta pereza o desidia creadora, cierto deleite “improductivo” en leer, observar, escuchar, conversar, traducir15. Sus impresiones a vuelapluma en los Testimonios y la Autobiografía son magníficas y de una lucidez fuera de lo común. Quizás hoy solo por tales intuiciones fragmentarias e íntimas sí fuera considerada escritora de pleno derecho y no únicamente mecenas cultural. En todo caso, se intuye que Ocampo tuvo la vida que deseó, fue también sujeto agente de su destino y su proyecto cultural de Sur fue tanto o más relevante que una obra de ficción. En definitiva, lo que consiguió Sur no lo logró ni tan siquiera Vuelta, como Octavio Paz reconoce en múltiples circunstancias. Fue un proyecto enormemente osado y ambicioso para una mujer de su tiempo, condición y clase social. Fue un proyecto precursor de lo transatlántico, que se sitúa más allá de orillas y discursos. En esa voracidad de conocimiento, pensamiento y vida, en esa inteligencia para adaptarse a lo nuevo, para aprender, crecer y enriquecerse en la otredad, en esa adscripción a una “comunidad o nación imaginada” múltiple, fluida y transversal, más allá de los límites de la patria (Anderson 1991), Mallo y Ocampo son hermanas. Con todo, hay también sustanciales diferencias en la articulación del sujeto artístico. Mallo se correspondería más con las prácticas paródicas y poses urbanas de una transgresora y mutante Baronesa flanêuse como Elsa von Freytag-Loringhoven (1874-1927), “el terror del Greenwich Village” —recordemos los paseos “sinsombreristas” de Mallo y Méndez en Madrid—16. Ocampo, por su parte, entroncaría más bien con la 15 Beatriz Sarlo afirma en varias oportunidades que Sur era una “máquina de traducir” y supuso un puente cosmopolita entre la producción literaria argentina y la del resto del mundo. La traducción siempre como ventana al exterior y al otro. 16 “Elsa acostumbraba a pasearse con sus elaboradas construcciones corporales confeccionadas a base de detritus urbanos, siempre adquiridos de manera ilegal en sus múltiples correrías por los márgenes de la ciudad o en sus hábiles hurtos en los nuevos grandes almacenes. Se paseaba llevando a término lo que ella misma llamó free-street-performances, ‘performance
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tradición de una elegante y aristocrática Djuna Barnes (1892-1970) en esa tarea de afirmación y construcción personal. Mallo calcula de modo racional cada acto, cada palabra, cada gesto que acompaña a su creación disidente y quiere desmarcarse de la mediocridad y la convención haciendo de su vida un acontecimiento interesante —sus cuadernos y álbumes repletos de recortes de prensa con críticas, entrevistas, folletos de exposiciones, reseñas, noticias y reflexiones dan cuenta de ello y han sido fundamentales para los investigadores—: Mallo utilizó su cuerpo como un lienzo vanguardista más y así se aprecia en sus fotografías; siempre vestida de modo insólito, su cuerpo solía parecer un montaje surrealista. Y Morla Lynch, raras veces simpático en las descripciones de sus coetáneas, confiesa que Mallo “tiene talento”, pero “¡qué manera de disfrazarse! Traje rojo subido y una especie de gorra blanca de la que cuelga una pluma bastante mustia” (Mangini 2001: 120).
Ocampo, sin embargo, mucho más visceral, más apasionada y menos reflexiva, es consciente de que su tarea no es tan individual —pero sí más altruista— y consiste en esa apertura, desde la lectura, el diálogo, la traducción o la intuición de ciertas sintonías, del campo cultural de la mujer de su tiempo. Convencida feminista, no es hasta 1970, sin embargo, que la revista Sur dedicaría tres números a las mujeres: 326, 327 y 32817. Frente a lo programática que es Mallo cuando crea —la medición de caracolas muestran su modus operandi—, Ocampo privilegia la pasión y el placer en el hecho artístico y así se confiesa, por ejemplo, una common reader de Virginia Woolf, lejos de toda teorización o abstracción de los textos. La comparación anterior de Mallo y Ocampo con Elsa von Freytag-Loringhoven y Djuna Barnes puede parecer atrevida, pero no es gratuita porque las
callejeros gratuitos’ [...] la reina dadá se adelantó a muchas, si no a todas, las expresiones artísticas contemporáneas” (Durán 2010: 67). 17 La revista Sur mantuvo una regularidad casi trimestral entre enero de 1931 y julio de 1934. A partir de julio de 1935 fue una publicación mensual hasta enero de 1951, momento en que se convirtió en una revista bimestral hasta el año 1970. Luego, continuaron apareciendo más esparcidamente números especiales —el dedicado a la mujer fue uno de ellos— hasta los años ochenta.
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concomitancias de estas mujeres modernas a la hora de encontrar su lugar en el campo cultural, y pese al diferente contexto geográfico, son múltiples. En el caso de la “Reina Dadá”, colaboradora y artífice de varios de los ready-made de Duchamp, como declara Durán: Considerará que todo lo despreciado por la sociedad de los tenderos atiborrados, esto es, todo el mundo, será digno de ser tenido en cuenta, precisamente por ese ser despreciados por la masa común. Empleará lechugas, bolitas de té, sellos caducados, cubos de zinc, espirales, plumas, cascos de aviador, cucharitas de mostaza, juguetes birlados, perejil, decoración de navidad, chapas, anillos oxidados, borlas de cortina... todo será susceptible de ser transformado en arte (Durán 2010: 76-77).
No podemos sino recordar el collage entre lo kitsch y lo camp —que todavía debe mucho a la estética de la Escuela de Vallecas— que combina estropajos y desperdicios en la cocina de Mallo en el Madrid de los ochenta, collage “de sí misma” del que Estrella de Diego se confiesa testigo accidental y privilegiado y que revela que su arte trascendía los límites del caballete, e incluso los del muro, la cerámica y la escenografía teatral: Bastantes años más tarde, un día en que Maruja me pidió que la acompañara a un programa de radio, subí un momento a su casa, una casa pequeña, con una cocinita casi invisible a la entrada y allí vi, pegados a un mueble o una pared —lo recuerdo vagamente—, objetos de la vida corriente —estropajos de plásticos multicolores, bolsas..., componiendo un extraño collage en el cual, como sucede en los mejores, igual que las conchas y las hortensias del periodo chileno, la artista trabajaba a partir de lo que había [...]. En aquel momento pensé que la inusitada “naturaleza viva” de la pared de Maruja era el collage en sí misma (de Diego 2002: 18-19).
Muchas décadas antes, la materia prima se había asomado ya a sus cuadros surrealistas para denunciar una civilización excesiva, peligrosa, caduca y absurda18.
18 “¡Aquel Madrid! Nos íbamos [Lorca y Alberti, entre otros] con Maruja Mallo, la pintora gallega, por los barrios bajos buscando las casas donde venden esparto y esteras, buscando las calles de los toneleros, de los cordeleros, de todas las materias secas de España, materias que trenzan y agarrotan su corazón” (Neruda 1983: 166).
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En ocasiones, Ocampo me recuerda, además de a una Djuna Barnes en permanente diálogo con T. S. Eliot, extranjerizante e hipersensible, a una Zenobia Camprubí que se refugia en la alta cultura y la escritura de la intimidad del mundo y sus golpes, que prefiere contemplar un bello paisaje, escuchar música o traducir a tomar partido y decir la verdad al poder en sus múltiples formas: Zenobia Camprubí representaría, entonces, otra vertiente de la lucha femenina menos activa, menos militante y más volcada a lo “menor”, o lo “interior” desde una mirada aristocratizante o elitista. No en vano, su labor siempre estuvo vinculada a lo institucional o cultural y había sido, antes de la guerra, la primera secretaria del Lyceum de Madrid mientras ejercían como presidenta María de Maeztu y como vicepresidenta Victoria Kent. Es lógico pues su movimiento hacia la “alta cultura” y no tanto hacia el combate. Educada y culta, no olvidaba su adscripción a la clase burguesa y afirmaba que solo la música y el paisaje de la isla de Cuba lograban hacerle olvidar el horror. No se trataba para ella de subvertir los roles en una sociedad injusta, como para Connie [Constancia de la Mora]; más bien pretendía compensar el orden de cosas mediante la adopción de “un niñito vasco”, jugando a la lotería por España y teniendo en su recuerdo a los refugiados en campos de concentración franceses. Esta labor era también necesaria y Zenobia la ejerció con dignidad (Bruña Bragado 2009: 264).
De modo similar a la esposa de Juan Ramón Jiménez, Victoria Ocampo no quiere subvertir el orden social, únicamente desea abrir un espacio a la mujer y a la cultura de excelencia. Ambas fueron magníficas gestoras culturales, editoras, archiveras, traductoras y generadoras de sinergias intelectuales, aunque la política les fuera un tanto ajena. En suma, Mallo sería partidaria de un arte social y político en última instancia, mientras que Ocampo prefiere el arte puro, el arte por el arte cuyo único requisito es la calidad y reduce su preocupación política casi exclusivamente a la “cuestión femenina”19. 19 Mallo prefirió encarnar ella misma las demandas políticas del feminismo: igualdad, libertad, autonomía antes que militar o teorizar sobre las mismas. Ocampo, por su parte, no participó en ninguna organización feminista desde un punto de vista político, pero mantuvo contactos con algunas de sus líderes y manifestó siempre que los problemas de las mujeres eran prioritarios. “La mujer, sus derechos y sus responsabilidades”, uno de los ensayos de Ocampo que La Nación publicó en junio de 1936, se difundió a lo largo de toda la campaña
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Tras esta breve introducción y repaso por las semejanzas y diferencias intelectuales y humanas de estas dos “genias”, exploremos a continuación cómo se conocieron Maruja Mallo y Victoria Ocampo, y cómo fue su relación personal y artística. Es Gabriela Mistral, que ocupa un cargo diplomático en Portugal en ese momento, quien las pone en contacto tras el estallido de la Guerra Civil española. Mistral y Ocampo, tan diferentes, iban forjando, sin embargo, una inquebrantable amistad. Se habían conocido en 1930 por mediación de María de Maeztu y en ese encuentro Mistral había reprochado tres cosas a Ocampo: haber nacido en la sociedad más cosmopolita de América, su afrancesamiento y haber descuidado a Alfonsina Storni (Vázquez 2002: 191). En 1937 Mistral da asilo en Portugal a la pintora gallega que estaba con las Misiones Pedagógicas en Vigo cuando estalla la contienda y la embarca rumbo a Buenos Aires, una vez que recibe el apoyo de la intelectual argentina. Antes de partir al exilio, Maruja Mallo realiza dibujos geométricos de pescadores en su famoso Cuaderno de Galicia, claramente relacionado con la pintura de su etapa argentina. En el Alcántara, el barco con el que arriba a América, lleva consigo su cuadro La sorpresa del trigo. De la generosa labor de gestión y ayuda a los refugiados republicanos españoles que realizara Mistral queda constancia en esta misiva: Cara Victoria: Allá les llega Maruja Mallo. Ojalá pudiesen ir por el mismo barco los demás profesores que habría que poner a salvo, en bien del día de mañana de su país. Yo sé que Ud. le confortará el alma acongojada bajo su sonrisa que ella lleva. Qué bueno es que su Argentina sea lo bastante grande para sí misma y para los que la necesitan en estos trances. México, a Dios gracias, va a llevar diez, nada menos que diez, profesores en poquito más. Yo todavía no saco nada de mi tierra, pero esto de México, logrado desde este Portugal, por Ministro amigo, me aliña la conciencia americana (Horan/Meyer 2007: 57).
contra la derogación de los derechos civiles. Se imprimió como un opúsculo que se vendía en las calles. En la década de los treinta, actuó, además, en defensa de los derechos civiles y políticos de las mujeres a través de la Unión Argentina de Mujeres, institución que presidió entre 1936 y 1938.
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En las cartas sucesivas no se menciona a Maruja Mallo más que una vez más, el 19 de mayo de 1940, en relación con la situación delicada de Victoria Kent en Francia en plena guerra mundial: Mira, estoy muy preocupada por Victoria Kent. Dudo de que la dirección que de ella tengo sea válida todavía. Hoy dice la prensa que el Gobierno francés ha dicho a los emigrados o refugiados que se vayan lo más pronto posible [...]. Piensa, Votoya, qué puedes hacer por tu tocaya. Los españoles creen siempre que van a acabar o a salvar el mundo. Yo le dije hasta el cansancio de venirse. No me hizo ningún caso [...]. Dios te pague lo que hagas por lograr que llegue una palabra tuya a Victoria. Maruja Mallo tal vez tenga alguien en París que sea capaz de buscarla en la horrible confusión que vendrá, Votoya (Horan/Meyer 2007: 115-116).
Un Buenos Aires próspero y estable desde un punto de vista político recibe a Mallo. Los medios sociales y de comunicación le hacen entrevistas y conoce al círculo de intelectuales y artistas gallegos inmediatamente. Pinta Mensaje del mar y La red incluidos en “La religión del trabajo”. No solo Mistral las une, sin embargo. La vieja amistad de Mallo con Ramón Gómez de la Serna y José Ortega y Gasset, así como la acogida exquisita de Alfonso Reyes, embajador de México, que le encarga decorado y vestuario para un homenaje a Lorca interpretado por Margarita Xirgu, son el salvoconducto en los primeros años del exilio20. Pese al recibimiento espléndido no fue tan fácil abrirse paso en el Buenos Aires más bien filofranquista y desconfiado de la época, ni en el sofisticado y cerrado círculo de los intelectuales de Sur que mantienen todavía su posición política “neutral”: En Argentina, el gobierno no solo no favoreció la llegada de los republicanos, sino que sus representantes se inclinan más bien por el triunfo del franquismo sin grandes problemas de conciencia: no rompieron relaciones con los usurpado-
20 Recordemos que Ortega y Gasset había dado el impulso definitivo a Maruja Mallo al exponer su obra, siendo esta todavía muy joven, en los salones de la Revista de Occidente. En todas sus entrevistas recordaría, una sagaz y automitificadora Mallo, este particular. También integran la tertulia del Tortoni gallegos como Luis Seoane, Carmen Muñoz, Eduardo BlancoAmor y Rafael Dieste.
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res y aceptaron inmediatamente la instalación oficial de la embajada del nuevo régimen (Pasternac 2006: 996).
Esta postura ideológica de Sur, basada en una mezcla peculiar de cristianismo social y en consideraciones espirituales, morales y estéticas —nada más alejado, por cierto, a la visión de Mallo sobre la “santa mafia y la jodida mística”—, se iría modificando sutilmente para alejarse abiertamente del fascismo y del comunismo —especialmente durante el drama de la Segunda Guerra Mundial—21. Los intelectuales de izquierda reprocharían ya siempre a Ocampo y sus compañeros haber pertenecido a la oligarquía y esa neutralidad inicial. Aunque el propósito inicial de Sur era, como hemos avanzado, defender la cultura, las circunstancias internacionales cada vez más graves y apremiantes obligaron al grupo a ponerse a la altura de los tiempos. Así, acorde con este giro a favor de los aliados, la revista publicará también cada vez más a los intelectuales españoles exiliados. De todos modos, hemos de reconocer que puntualmente ya lo había hecho desde 1930: en 1938, por ejemplo, se había publicado en el número de abril de Sur el texto de Maruja Mallo “Lo popular en la plástica española a través de mi obra”. América se volvía a erigir, una vez más, como futuro, tierra de promisión y refugio. En cualquier caso, ese silencio relativo fue el distintivo del grupo Sur, pero ¿puede el silencio ser elocuente como la palabra y significar un posicionamiento determinado?, ¿puede constituir una forma de resistencia o intervención política? Este interesante, aunque controvertido, argumento es el que defiende Sitman (2003: 16) al analizar tan delicado periodo histórico. Pese a la discreción general en clave política, Mallo sigue, no obstante, su tarea republicanista en Argentina, Chile y Uruguay, y publica su texto más reivindicativo, “Relato veraz de la realidad de Galicia”, en La Vanguardia. Continúa, asimismo, teniendo relación con los represaliados gallegos y colabora asiduamente con los exiliados. La intención de Maruja Mallo había sido escapar de las masacres que la guerra estaba produciendo en Galicia —Tui fue uno de los enclaves más afectados dentro de la región (La Vanguardia, 14/08/1938)—, así como volver a España cuando la República venciera la guerra. No fue
21 Remito en este punto a los punteros trabajos de Nora Pasternac, investigadora que ha analizado en detalle y con inteligencia esta transformación ideológica de la revista Sur.
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posible, como bien sabemos. Así, aunque Buenos Aires, en principio, la recibe con entusiasmo y publica incluso dos libros suyos con apoyo del editor Losada, poco a poco tendrá que buscar su propio camino. A nivel artístico, como acabamos de ver, explora la veta del orden, la armonía, la simetría, la proporción para encontrar las formas de lo real que había descubierto a través de Torres García y Mathila Ghika22. El camino sigue estando iluminado. En definitiva, parece probado que Mallo y Ocampo se distanciaron por motivos políticos en primer lugar; por diferencias en personalidad, sensibilidad y talante, en segundo término. Estas cuestiones de carácter no son, como pudiera parecer, menores e indudablemente separarían a una mujer que tomaba con precisión británica su té con scones a las cinco de la tarde y una Mallo siempre peculiar y excéntrica, siempre libre de imperativos espaciales, temporales o morales. Mallo, como Nadja, vive como una surrealista y acaba por no distinguir arte y vida llevada por un “azar objetivo”. Amour fou y sordidez a partes iguales porque la cercanía a lo sublime y la lucidez extrema tiene su precio terrible que, en el caso de Mallo, fue la condición siempre subalterna. Les uniría, eso sí, una concepción abierta de la vida, donde se funden Oriente y Occidente cada vez más, donde la naturaleza, los astros y las personas acaban formando un todo. El cosmopolitismo de Ocampo se parece en cierta manera al universalismo de Torres García y al panteísmo y visión global nada maniquea de la artista gallega. Respecto al paulatino enfriamiento de esta amistad entre Mallo y Ocampo tenemos algunos textos particularmente hirientes de María Rosa Oliver, mano derecha de la intelectual argentina en Sur. Diría incluso que son textos gratuitamente agresivos en ese exceso de cinismo legitimado por una supuesta superioridad espiritual e intelectual que muestra así, de forma rotunda, el revés más oscuro y cuestionable del grupo en torno a Sur: La pintora que al promediar la guerra llegó a Buenos Aires precedida por cierta fama; muchos de los dibujos y viñetas de la Revista de Occidente eran obra suya. Movediza y garrula, al verla pensé en un grillo [...] por las facciones bien marcadas,
22 La medición de caracolas en las playas chilenas hacia 1945 muestra esa incesante búsqueda del número y el resultado de esa nueva pasión oceánica es excelso: las Naturalezas vivas, según Huici Mach probablemente su serie cumbre.
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apretadas en la cara estrecha, recordaba vagamente un coleóptero de esos que, por sus alas córneas, parecen inmunes al tiempo. Porque conversar la deleitaba, lo primero que hizo, no bien ganó lo suficiente ilustrando libros infantiles, fue irse a vivir a un departamento nuevo en el que podía pintar e invitar a sus amigos, uno por vez y previa advertencia de que le serviría un solo plato (“el plato único” era privativo de los franquistas) y éste muy sencillo (Mangini 2012: 250).
No solo hay un elitismo de clase evidente y un menosprecio personal materializado a través de la parodia y trivialización del sujeto Mallo caracterizado como “vulgar”, “charlatán” y “mezquino”, sino que en el fragmento se perciben duros juicios de valor a su indiscreción, propia, sin más, de un carácter expansivo e incluso a la profesionalización de una artista que debía trabajar para vivir. Más adelante se critica incluso su aspecto físico y estilo de vestir y se la llama “bruja”: “Según Oliver, Mallo parece un Goya, pero no la hermosa Maja, sin más bien una figura de los Caprichos, en los que los personajes son caricaturas de seres humanos” (Mangini 2012: 250). La talla moral y humana de Oliver queda, en mi opinión, en entredicho, además de evidenciarse, por otro lado, una escasa destreza prosística en la que solo destaca la tonalidad satírica pero sin ápice de humor. Tuvo al menos la delicadeza de no publicar estas opiniones hasta el regreso de Mallo a España en 1965. Sorprende, sin embargo, que el miembro más concienciado políticamente, más socialista del grupo Sur, tenga nula empatía, mínima generosidad intelectual y una también limitada comprensión histórica de las duras condiciones físicas y psíquicas en las que tuvieron que vivir los republicanos exiliados. Solo Luis Seoane y el artista y gestor cultural Isaac Díaz-Pardo, figura fundamental de la diáspora gallega, mantuvieron el contacto más adelante con esta Mallo cada vez más solitaria y replegada sobre sí misma que encuentra en el Pacífico, junto a su viejo amigo Pablo Neruda, una nueva ilusión creadora: Me maravillaba de vuestras playas. Las había azules, doradas, blancas. Las miraba y no lo creía. Me frotaba los ojos temiendo ver desaparecer la ilusión; pero permanecían y eran realidad. Y luego, las caracolas: ¡qué profusión de belleza, qué armonía de formas, qué deslumbradora arquitectura de acabada geometría! (Pérez de Ayala 2002: 387)
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Con todo, en especial a partir de 1945, son las razones de índole política las que separan a Victoria Ocampo y Maruja Mallo, tras las colaboraciones iniciales en la revista, los encuentros y las invitaciones a la finca de San Isidro por parte de la escritora argentina. El peronismo constituye el obstáculo insalvable ya para continuar la relación, aunque desde el inicio, desde la llegada de Mallo a Buenos Aires en 1937, como apuntábamos, era notoria la brecha ideológica existente entre una Ocampo apolítica y en absoluto militante de nada más que de la música, la literatura, el feminismo y la filosofía de calidad, una Ocampo que sostenía con vehemencia la necesidad de mantenerse alejados de la política inmediata y partidaria y una Mallo reivindicativa, profundamente herida por los dolores de la guerra civil, inevitablemente traumatizada por un país deshecho y que reprocha, por ejemplo, en agrio tono a un periodista argentino que se le pregunten cosas estúpidas y banales sobre su infancia y no sobre cómo escapó del horror bélico. La irreverencia y militancia de Mallo no podían ser más ajenas a la refinada y torremarfilista Ocampo. Nada podía desagradar más al grupo de intelectuales de Sur que una afirmación como la que sigue: [...] parapetados en el nacionalismo, fusilan, matan y asesinan al pueblo desarmado, al mismo tiempo que destruyen España. Invaden Galicia las hordas extranjeras, desfilando por las calles y carreteras alemanas, el Tercio, los moros, los portugueses, y por sus puertos desembarcan armas italianas (Rodríguez Fischer 1995: 158).
Cuando, entre 1940 y 1944, Maruja Mallo empieza a decorar, en lo que constituye un lucrativo negocio para la artista, mansiones, muebles, joyas y vestuario de nuevos ricos peronistas, colabora institucionalmente con el gobierno con la pintura de la cúpula del céntrico cine “Los ángeles” y no mantiene una posición de silencio o tácito rechazo de este populismo creciente, Ocampo decide desligarse paulatinamente de la pintora gallega. La brecha definitiva se produciría en 195223. Es curioso y paradójico que diez 23 Victoria Ocampo distinguía entre élite intelectual y élite social: mientras la primera se definía a partir de la calidad, el talento y los trabajos cumplidos, la segunda lo hacía por la fortuna y la situación social heredadas gracias al nacimiento. En este sentido, no pudo sino repudiar la cercanía de Mallo a la élite social peronista.
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años después de mostrar una indiferencia inicial hacia el conflicto español, los intelectuales del grupo Sur exijan, de forma implícita, un repudio directo del nazismo, toda forma de fascismo y, por supuesto, de la política de Perón, cuyo injusto rigor sufrió Ocampo en carne propia. Por otra parte, como ha estudiado Shirley Mangini, probablemente Maruja Mallo llegó a la Argentina con un trastorno de estrés postraumático no diagnosticado y necesitaba recuperar su vitalidad, su hedonismo, su alegría de vivir. Este momento de una Mallo recuperada, renovada, intensamente terrenal coincidió con los años cuarenta y cincuenta, con la Segunda Guerra Mundial, con el gobierno de Perón. ¿Podemos reprochar a este ser escindido por el dolor y la muerte un mayor compromiso en tiempos urgentes? ¿Era criticable su pasión incipiente por las temporadas de lujo en Punta del Este junto a su amiga la escritora Silvina Bullrich, su fascinación con un bienestar material que nos la devuelve a la vida? Dice Bourdieu que “[los intelectuales preocupados por su independencia] pueden conseguir de la protección de los poderosos los medios materiales e institucionales que no pueden pretender del mercado” (Bourdieu 1995: 86). De la misma manera que en el Madrid o el París vanguardista Mallo se protegía del escándalo escandalizando, Mallo se defendía de la agresión agrediendo, lo que implica un inteligente mecanismo de defensa para conseguir la ubicación sociocultural a la hora de pertenecer a un grupo, la artista se adapta a las reglas del mercado y la sociedad argentina sin dilación y ocupa un espacio de “aristócrata de salón”, más a lo Flaubert que a lo Baudelaire: En aquellos años, Mallo también frecuentó la ciudad costera más de moda del litoral atlántico uruguayo, Punta del Este, donde el cielo y el paisaje le recordaron las islas Canarias y donde conoció a mucha gente adinerada. También permaneció mucho tiempo en la capital uruguaya, Montevideo [...]. Fue su periodo de mayor actividad social y la Maruja que aparece en las fotografías irradia felicidad durante esta etapa en que se codea con la alta sociedad. Cuando no en la playa, la vemos en las fotografías con abrigo de pieles, su indumentaria habitual a partir de ese momento (Mangini 2012: 222).
Es Maruja Mallo una suerte de Perséfone que ha vuelto de los infiernos. Dejémosla, pues, disfrutar de su primavera, de su joie de vivre. Más aún si tenemos en cuenta que durante su temporada en los infiernos, no tuvo tantos compañeros de viaje y pronto iniciaría, como afirma Mangini, una etapa de
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aislamiento, retirada y alienación definitiva en su país de origen. En efecto, entre 1952 y 1959 la bonanza económica ya no era tal y su trabajo como decoradora y diseñadora no era posible. Por otra parte, el peronismo comienza la represión de intelectuales liberales, entre otros, de Victoria Ocampo, encarcelada durante un mes en 195324. Lejos de ser dogmática, sino simplemente una superviviente, Mallo declararía, a quien quisiera escucharla, que Perón había acabado con Argentina. Por otra parte, no es inocente considerar que la llegada de Rafael Alberti y María Teresa León —extraordinaria escritora pero que erró al exigir excluir a Mallo de las memorias del poeta, como confiesa él mismo con posterioridad—, aceptados con fervor por el grupo Sur, distanciara todavía más a la pintora del mismo. El arte plástico de Maruja Mallo no estaba de moda, además, su momento había pasado y la alternativa más plausible era el regreso a España. En Madrid se había olvidado —hélas!— a esta vanguardista genial —en la calle la llegan a confundir con La Pasionaria— e, infatigable, se ve forzada a construir una nueva imagen desde la anécdota y la extravagancia, con el apoyo de los artistas de la movida que la redescubren. José Vázquez Cereijo, artista con el que colabora en las últimas décadas de su vida, afirma que no le obsesionaba en absoluto vender obra, pero sí ser reconocida en España como lo había sido en los años veinte o treinta, o posteriormente en América. Y sigue creando, volcándose ahora en una cosmogonía esotérica y universalista con personajes del espacio que insisten en el equilibrio, el número y la armonía. En el año 1993 el Centro Galego de Arte Contemporánea de Santiago de Compostela diseñado por Álvaro Siza organiza una gran exposición, único momento en que hemos podido ver casi toda su obra expuesta a la vez. En la inauguración estuvieron Eugenio Granell e Isaac Díaz-Pardo, figura capital para entender el exilio cultural gallego y al que no se le ha reconocido suficientemente su labor altruista, como nos recuerda Carme Vidal. Ambos la arropan y redescubren la grandeza de su arte.
24 “Ocampo fue una decidida defensora de la democracia, debido a lo cual el dictador argentino Perón la encarceló en 1953, falsamente acusada de participar en un bombardeo mortal en la Plaza de Mayo. Su encarcelamiento causó la indignación internacional, lo que obligó a Perón a ponerla en libertad a las pocas semanas. Ocampo creó un centro cultural en sus casas y protegió las artes hasta su muerte” (Mangini 2012: 354-355).
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Maruja Mallo, volcánica y coherentemente programática, voz teórica racional y artista de espléndida originalidad en la consecución de sus teorías, inteligente, rara en todas las acepciones del adjetivo ‘raro’, “genio de la heterogeneidad”, como la llamara Gómez de la Serna, “exploradora del abismo” en un viaje sideral en el que Torres García y Ocampo fueron compañeros parciales de ruta, pero también Alberti, Dalí, Méndez, Palencia, Hernández, Breton, Ortega; expansiva y secreta, fabuladora y visionaria, sujeto transatlántico, universal y universalista cuando el género femenino se resignaba a lo local y a encarnar lo nacional pintoresco con todas sus limitaciones, bruja que quiso ser sibila y aunó ciencia y conciencia para transformar la tierra. Las catorce almas de Maruja Mallo siguen en Isla de Pascua, como “ojos que miran las estrellas” (Fig. 5).
Fig. 5. Maruja Mallo con manto de algas, Chile, hacia 1945. Fotografía retocada por la artista, 23,8 x 16,5 cm. Archivo Maruja Mallo. Galería Guillermo de Osma, Madrid (VV. AA. 2010: 180)
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PICASSO Y NERUDA EN PARÍS: ENCUENTROS Y DESENCUENTROS Alejandro Canseco-Jerez Université de Lorraine / Metz
Hace ya cuatro décadas, a pocos meses de morir, Pablo Neruda concedió su última entrevista1. Curiosamente fue él, que era muy a menudo asediado por los periodistas, quien la solicitó para rendir homenaje a Pablo Picasso. El célebre pintor había fallecido, el 8 de abril de 1973, y la prensa chilena apenas había mencionado la noticia. El preludio al golpe de Estado acaparaba los medios de prensa que daban cuenta del clima insurreccional que sacudía el país. La tensión social anunciaba el marasmo que todos conocemos. Postrado en su cama del hotel Ducal, en Valparaíso, fragilizado por el tratamiento de cobalto que luchaba contra el cáncer, el poeta sintió el deber de rendir homenaje a su tocayo y amigo. Pero más que una entrevista se trata de un soliloquio, en el cual el vate plantea las preguntas y las respuestas. Cuando Mansilla entra en el cuarto, Neruda impone silencio a su mujer y a los amigos que le rodean y declara: La muerte de Picasso es como la desaparición de un continente, de un país con sus ríos, sus casas, su gente. Era un hombre sencillo, amable, alegre, que se creía obligado a ayudarme en las tareas domésticas, manuales. Me decía: “las manos
1 Entrevista realizada por Luis Alberto Mansilla el 11 de abril de 1973 y publicada el 15 de abril de 1972 por el diario El Siglo, en Santiago de Chile.
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de un poeta no son las de un pintor” y abría mis valijas y tomaba un martillo para asegurar un clavo que yo necesitaba poner en la pared. Era un incansable trabajador y a menudo me decía: “Me siento borracho de tanto trabajar. Es la única borrachera que puedo permitirme” (Mansilla 1973:1).
Como lo atesta Darío Oses, bibliotecario de la Fundación Neruda, la figura de Picasso siempre estuvo presente en la obra del poeta2. ¿Cuándo se conocieron? ¿En qué circunstancias se encuentran por primera vez ? ¿Cuánto duró la amistad? ¿Qué los separó? Estas preguntas afloraron en el curso de una investigación realizada hace ya casi una década, cuando nos topamos con una correspondencia, inédita, de Neruda a Picasso albergada en los archivos del Museo Picasso en París3. Se 2 En las obras completas de Neruda hay varias alusiones a Picasso. La primera es bastante curiosa, de un poema, llamado “Aquí estoy”, que Neruda escribe en Madrid, en 1935, y que nunca incluyó en ninguno de sus libros, por el tono violento en contra de sus detractores chilenos, principalmente de Rokha y Huidobro: “Y me cago en la puta que os malparió, / derrokas, patíbulos, vidobras, / y aunque escribáis en francés con el retrato / de Picasso en las verijas...”, Y más adelante pone en boca de “Vincente”, es decir, de Huidobro: “Albión me teme, seré presidente, / yo y Picasso (y un pedo se le escapa)...”. Hay alusiones algo más sustanciosas, como aquella en que compara el Guernica con la Gioconda, en un párrafo del discurso que Neruda pronuncia al ser nombrado miembro académico de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile. Hay, además, dos breves textos sobre Picasso: Vuela la paloma de Picasso, texto leído en el Congreso mundial por el desarme general y por la Paz, Moscú, del 9 al 14 de julio de 1962, y Picasso es una raza, París, octubre de 1971, texto de saludo a Picasso en su 90 cumpleaños. Carta de Darío Oses al autor del presente artículo. 3 El año 2004, con motivo de la conmemoración del centenario del vitalicio de Pablo Neruda, y en colaboración con Volodia Teitelboim, presentamos una exposición fotográfica sobre la vida y obra del vate chileno en París, Vichy y La Habana. Previo a esta manifestación iniciamos una investigación en Francia, Chile y España, con el fin de recolectar documentación y aportar material inédito a la exposición. En 2003, rastreamos la totalidad de más de cinco mil fotografías del Fondo Fotográfico de la Fundación Neruda en Santiago de Chile, procediendo a una selección de 250, que más tarde serían enriquecidas con otras treinta encontradas en La Habana. En el curso de una visita a los archivos del Museo Picasso en París, y en el marco de este mismo proyecto, descubrimos una correspondencia de Pablo Neruda dirigida a Pablo Picasso, que con las debidas autorizaciones legales procedimos a transcribir el 27 de marzo de 2003. Tratándose de un material inédito, procedimos a un primer y breve estudio que se publicó bajo el título “Neruda-Picasso / Le Faune et le minotaure”, que fue publicado en francés en el catálogo de
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trata de cuatro cartas, un poema, cuatro telegramas, una tarjeta postal y un papel con anotaciones y la dirección de un hotel en París. No obstante, no existen cartas del pintor dirigidas al poeta. Tampoco retratos ni caricaturas autentificados4. ¿Fueron realmente amigos, “compañeros de viaje”, conocidos fortuitos —en la celebridad—? Valga hacer notar que Picasso encontró en los poetas a sus interlocutores preferidos, fue a ellos a quienes confirió su mayor atención, a Guillaume Apollinaire, a Max Jacob, a Jean Cocteau, a Michel Leiris, al ruso Ilya Ehrenburg y a Paul Éluard, el más cómplice de entre todos. Picasso ya estaba asentado en Francia, como icono de la pintura moderna, cuando el joven Neruda sueña, en el Sur de Chile, con la tierra de Rimbaud, Verlaine y los Montparnasinos. París es el punto de confluencia de las vanguardias internacionales e hispanoamericanas, la urbe donde Picasso reina como maestro de la transgresión académica, preconizando una nueva estética. París es el sitio de la consagración, del reconocimiento y la celebridad y de la no menos pretendida “universalidad”. En el caso de Neruda, y desde su primera juventud, todos los caminos lo llevan a París; es su sueño, su ambición y más tarde, su objetivo. Contrariando las ambiciones de su padre, que lo veía destinado a ser “notable”, él se obstinó por estudiar francés, carrera que no acabó, pues era solo la lengua de la poesía que amaba lo que lo motivaba. En sus memorias Confieso que he vivido hay dos apartados que atestiguan el interés del joven Neruda por Francia. El primero relata su encuentro en la selva sureña de su país natal con dos viudas originarias de Avignon. Allí penetra en un universo galo, degustando sabores y añoranzas.
la exposición Neruda en Blanc et Noir (Paris, Somogy Éditions d’Art, 2004), y que luego fue traducido al castellano por Hilda García y publicado en Cuba bajo el título “El Fauno y el minotauro” (2006). Ese primer estudio se centró —esencialmente— en la relación política de los dos grandes artistas. 4 Más allá de diversas conjeturas que aseveran que Picasso habría retratado a Neruda en forma de caricatura, los herederos del pintor no han autentificado estas piezas, ni ratificado que se trate del poeta chileno.
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Bajo el título La casa de las tres viudas describe su fascinación por la cultura francesa, y su admiración por Baudelaire y Las flores del mal (Neruda 1991: 34-35). Luego, comenta el encuentro con su amigo escritor Álvaro Yáñez Bianchi, encarnación de la vida bohemia parisina que, más tarde, sería conocido como Jean Emar5. Entre la gente que me buscó estaban dos grandes snobs de la época: Pilo Yáñez y su mujer Mina. Encarnaban el ejemplo perfecto de la bella ociosidad en que me hubiera gustado vivir, más lejana que un sueño [...]. Los Yáñez me invitaron muchas veces, gentiles y discretos, sin hacer caso a mis diversas capas de mutismo y aislamiento. Me iba contento de su casa, y ellos lo notaban y volvían a invitarme. En aquella casa vi por primera vez cuadros de Juan Gris. Me informaron que Juan Gris había sido amigo de la familia en Paris. “[...] Pilo Yáñez [...] se cambió el nombre por el de Juan Emar y se convirtió con el tiempo en un escritor poderoso y secreto. Fuimos amigos toda la vida. Silencioso y gentil pero pobre, así murió”. [...] “[...] Pilo se empeñó en presentarme a su padre. ‘Te conseguirá un viaje a Europa con toda seguridad’ me dijo. El padre de Pilo era una persona muy importante, un senador (Neruda 1991: 55).
Finalmente su sueño se cumple en 1927, cuando camino al Oriente, para ocupar un oscuro puesto diplomático, pasa por París: Para nosotros, bohemios provincianos de América del Sur, París, Francia, Europa, eran doscientos metros y dos esquinas: Montparnasse, La Rotonde, Le Dôme, La Coupole y tres o cuatro cafés más (Neruda 1978: 97).
5 Álvaro Yáñez Bianchi, alias Jean Emar o Juan Emar (Santiago 1893-1964), crítico, pintor y escritor chileno, a quien, de manera póstuma, Neruda prologa uno de sus libros más conocidos: Diez (Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1971).
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En esa ocasión encuentra a algunos compatriotas, entre los cuales Emar y su mujer Pépèche6. ¿Cuándo se produce el primer encuentro con Picasso? No hay ningún dato explícito al respecto, ni en las memorias de Neruda ni en los escritos de los biógrafos del vate. No fue gracias a los poetas españoles, tales como Rafael Alberti, ni Cernuda, ni Altolaguirre, a quienes frecuentaba asiduamente en Madrid. Tampoco fue por intermedio de Bergamín, uno de los escritores españoles más cercanos a Picasso durante la época de la Guerra Civil española. Fue escuchando las atrocidades cometidas por el franquismo, relatadas por el poeta, que el pintor realiza una suerte de bande dessinée, en 1937, titulada Sueño y mentira de Franco. En 1939, durante el periodo en que Neruda es nombrado cónsul para la emigración española en Francia, tampoco consta que tuviese contacto con Pablo Picasso. Y resulta aún más curioso en cuanto que los dos hombres son radicalmente antifranquistas, y que Neruda ha publicado su magistral obra España en el corazón. Habrá que esperar casi una década, 1948, cuando se realiza el Congreso de los intelectuales por la paz en Wroclav, Polonia, para ver un primer acercamiento entre estos dos creadores. El cónclave es orquestado por Stalin con el objetivo de fundar un Movimiento por la Paz durante la Guerra Fría, para alertar a la comunidad internacional sobre el hecho de que Estados Unidos es el único país que posee la bomba atómica. Picasso llega acompañado por Paul Éluard y Pierre Daix, exdeportado y miembro del Partido Comunista Francés, que será uno de los grandes biógrafos y gran especialista de la obra del pintor español. Por primera vez Picasso pronuncia, con elocuencia y sencillez, un discurso público: Tengo un amigo que debería estar aquí, un amigo que es uno de los mejores hombres que he conocido. No es solamente el poeta mayor de su país, Chile,
6 Recuerdos de Alice de la Martinière (Paris, 1902-Bargemon, 1975), publicados en Canseco-Jerez 1989: 115-126.
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sino el mayor poeta de lengua castellana y uno de los mayores del mundo: Pablo Neruda (Teitelboim 1996: 311).
Las palabras de Picasso provocan una “enorme impresión” —según Pierre Daix—. Sin embargo, cuando el pintor dice “uno de los mejores hombres que he conocido”, podemos entenderlo en sentido figurado, ya que como hemos dicho no existe testimonio que dé fe de un encuentro. En este contexto sube a la tribuna Alexandr Alex Drovich Fadeiev, escritor y presidente de la Sociedad de Escritores de URSS, que dirigió con mano de hierro, durante más de 30 años, y que fue responsable de deportaciones masivas. Fadeiev lanza una injuriosa diatriba contra los intelectuales y escritores que él considera enemigos de la causa del proletariado, afirmando que: Si los chacales aprendieran a escribir a máquina, si las hienas supieran utilizar un lapicero, seguramente sus obras nos harían pensar en las de Miller, Eliot, Malraux y otros Sartres. La casi totalidad de los extranjeros, incluyendo a Picasso, tuvo el mismo reflejo: quitarse los audífonos como si estos no funcionaran. Fadeiev continuó leyendo mecánicamente el texto que había preparado (Daix 1995: 1043).
Esa misma noche, en la cena oficial, harto de esos ultrajes, y queriendo demostrar su inconformidad, pretextando tener mucho calor, Picasso se desnuda hasta la cintura frente a su plato bajo la mirada atónita de los convidados en traje de gala. Durante todo el congreso y ante el cinismo de los intelectuales “oficiales” Picasso y Éluard forman un grupo aparte e invitan a que se una a ellos al poeta Broniewsky7 quien había sufrido prisión en Moscú por haber escrito poemas antiestalinistas. Picasso deja claramente saber que “los escritores están hechos para escribir y los pintores para pintar” (Daix 1995: 1044). Uno de los participantes manifiesta sentimientos antisemitas, lo que de inmediato provoca la reacción de Picasso:
7 Wladyslaw Broniewski (Plock, 1897-Varsovia, 1962) fue el único gran poeta comunista de Polonia. Como consecuencia de una denuncia, pasa veinte años en una cárcel de Moscú. Fue venerado como poeta oficial en su país hasta su muerte.
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Cada vez que se ha preguntado, he dicho que soy judío. Por otra parte, mi pintura, ¿no es cierto ?, es pintura judía. Pregunten a Éluard si su poesía no es poesía judía. Y Apollinaire [...] exactamente como Max Jacob (Daix 1995: 1044).
En esos momentos Neruda termina, en la clandestinidad, su magna obra Canto general y viaja a Argentina y luego a Francia con la identidad de Miguel Ángel Asturias. El 25 de abril de 1949, Neruda hace una entrada triunfal en el Primer Congreso Mundial de Partidarios de la Paz que sesiona en París. El chileno no hace discurso sino que lee “Un canto para Bolívar”. Picasso, emocionado, sube a la tribuna y besa al poeta, y Neruda retribuye ese gesto dándole un ejemplar de Canto general. El propio Neruda comenta ese encuentro: En esos días se celebraba en París un congreso de la paz. Aparecí en sus salones en el último momento, solo para leer uno de mis poemas. Todos los delegados me aplaudían y me abrazaban. Muchos me creían muerto. Dudaban que pudiera haber burlado la ensañada persecución de la policía chilena (Neruda 1991: 262).
Picasso se ocupa personalmente de su instalación en París: Entonces surgió Picasso, tan grande de genio como de bondad. Estaba feliz como un niño porque recientemente había pronunciado el primer discurso de su vida. El discurso había versado sobre mi poesía, sobre mi persecución, sobre mi ausencia. Ahora, con ternura fraternal, el genio minotauro de la pintura moderna se preocupaba de mi situación en sus detalles más ínfimos. Hablaba con las autoridades; telefoneaba a medio mundo. No sé cuántos cuadros portentosos dejó de pintar por culpa mía. Yo sentía en el alma hacerle perder su tiempo sagrado (Neruda 1991: 262).
En 1949, entre mayo y julio, Neruda visita a Picasso y Françoise Gilot en Vallauris, encuentro del cual queda una fotografía atesorada por la Fundación Neruda.
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En ese contexto Neruda traba amistad con Paul Éluard8, el amigo más cercano del autor de Guernica. En una carta enviada a Neruda este le confiesa su admiración: ¿Cómo es posible que no estemos los dos en el mismo lado del mundo? ¿Cómo es posible? Porque cuando yo lo leo a ud. tengo conciencia de lo que es la poesía y también de lo que es un poeta [...]. Sus poemas me ayudan a vivir [...] y estaría realmente feliz y orgulloso de ser su amigo (Gateau 1988: 330).
En septiembre de1949, Neruda asiste a un Congreso en México en compañía de Éluard. Pablo Neruda era uno de los que más había insistido en que Éluard viajara a México. Allí se dio cuenta de que Éluard estaba naufragando en una depresión9, que viajaba solo para aturdirse, que los amores pasajeros lo ayudaban a pasar de un día a otro, a conjurar la angustia durante la noche (Gateau 1988: 336).
Haciendo gala de una violencia insólita, Neruda pronuncia un discurso refiriéndose a lo ocurrido en el Congreso de Polonia: Cuando Fadeiev dijo en su discurso de Wroclaw que si las hienas pudieran utilizar la máquina de escribir o el lapicero, escribirían como el poeta Eliot, o como el novelista Sartre, me parece que ofendió al reino animal (Neruda 2001: 765).
Hemingway resultó también violentamente atacado. Esas palabras provocan un profundo malestar en la asistencia. Sería inconcebible creer que tales palabras no llegaran a oídos de Picasso, ya que muchos de sus amigos participaban en ese congreso.
8 Éluard figura, junto a Louis Aragon, Alice Ahrweiler, Laurent Casanova, Fernand Léger, Carmen y Philippe Meyer y Pablo Picasso como suscriptores de Canto general, editado en México e ilustrado por Diego Rivera y David Siqueiros. 9 Éluard había enviudado de su esposa Nush, sobrenombre de la alsaciana Marie Benz (1907-1946), quien conoció primero a Éluard en 1930, y después a Picasso en 1935. El pintor, que sentía un gran afecto por esa mujer con cuerpo de niña, le hizo múltiples retratos.
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La primera misiva del vate al pintor es enviada desde la costa normanda10: Con el huevo de / Damocles11 / Nuestro cariño / Pablo / Neruda / A Pablo y / Françoise Paloma et / Claude baisers / Delia / Et affectueuses pensés d’Alice12.
El 30 de noviembre de 1950, Neruda envía un telegrama con un escueto: SALUDOS Y ABRAZOS = / NERUDA BERGAMIN / ALBERTI13.
El 27 de febrero de 1951, escribe mezclando el castellano y el francés: Querido tocayo, / También aquí pasó lo mismo. / La fourmi a vu Pablo sur / l’enveloppe, a ouvert et / c’était cette lettre pour toi / de New-York. Elle venait entre / des lettres pour moi. / Je t’envoie un recorte de / journal d’Espagne. El aviso / de la yegua es muy bueno y / enigmático. /Je ne reçois encore le Prix. / Je n’ai pas encore d’appartement. / Tout ça est triste. / Éluard va mieux. Il se léve. Nous le voyons souvent. / Françoise ne m’a pas envoyé la tête de Carnaval du / journal de Nice. / Delia et moi nous vous aimons et embrassons. / Pablo / Neruda.14
La “hormiga”15 abrió una carta destinada a Picasso creyéndola destinada a Neruda —carta de la editorial Massers & Mainstream de New York, firmada por Samuel Gillen— y Neruda adjunta la carta abierta por error.
10 Fechada el 28/8/1950 en Blosseville Sur Mer / Le manoir. Hoja manuscrita, sin timbre ni fecha, cuyo remitente es “Neruda, Hotel Bisson Quai Gd. Aug.”. 11 Se refiere a un chiste que hacía reír mucho a Picasso. Es la historia de una dama que va a ver a su médico para decirle que se siente tan nerviosa que a menudo le parece tener, suspendida sobre la cabeza, la espada de Colón. “—Hum... dice el médico... ¿La espada de Colón? Hum... ¿No será tal vez el huevo de Dámocles?”. 12 Se refiere a Alice Ahrweiler, traductora de Canto general del castellano al francés. En las transcripciones se respeta la ortografía del original. 13 Enviado a Picasso a 7, rue de Grands Augustins, probablemente desde Zakopane, ciudad del sur de Polonia. 14 En postdata, en el borde derecho de la carta, anota: “Envío el libro. Aquí va una tarjeta que hizo el Min[?] de guatemala. Es muy buen chico”. 15 Apodo familiar de Delia del Carril, la segunda esposa del poeta.
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Desde París, el 22 de marzo de 1951, despacha una carta mecanografiada a Vallauris, Alpes Marítimos: Te saludo, Pablo Picasso, y te digo lo siguiente: / Aquí ha venido el llamado Roberto Ganzo, Editor y / Escritor, el cual me ha dicho: “Yo quiero imprimir / ‘El Gran Oceáno’”. / Este hombre tiene buenas intenciones, yo le he di- / cho que no quiero molestarle con litografías pero / él ha replicado que hay un papel especial para ha- / cer estas cosas. El haría 500 en español y 500 en/francés, él dice que las Ediciones bilingües no — / gustan a nadie. El hombre Ganzo se hace cargo de — / todos los gastos y además nos pagará derechos a — / ambos. Cuando esté todo en marcha él irá para ver- / te y mostrarte el papel de la litografía. También- / Alicia te escribirá enseguida con más detalles. / Yo quiero que me digas si estás conforme con que/este hombre imprima el libro, que no será un libro/caro, y que venderemos especialmente en América. / Las ilustraciones son sobre el mar y las caraco- / las, y todo de tu invención, como tú lo quieras. / Éluard se ha marchado para la Dordoña. De allí el / 15 seguirá para San Tropez. / El Ortíz me visita a menudo. / Aquí pongo fin a mi carta con mis saludos para / Francisca y los niños, sin olvidar a Marcel y en- / viándote un abrazo muy grande, / Pablo / Neruda.16
El 27 de julio envía por mano una carta manuscrita, sin precisar el año: Querido Picasso y Tocayo: / Los amigos de NIMES fueron / extraordinarios, en ternura, / alcoholes y tauromaquia. / Estoy a punto de escribir lo / que hablamos y creo te / gustara mucho. / El portador / de la presente es Rancaño, José / María, y es el que debe traer / el paquete que tantos cuidados / te ha dado, como tiene que / ser, por desgracia. Así pues / te ruego entregárselo. Diré “a” [ininteligible] casa que no lo traiga el. / Pensamos en / ti y en Françoise tan felices / en Valauris, y los amamos / hasta morir. No hemos visto / a Paul. / Abrazos de / Pablo / Neruda17.
A mediados de 1952, Paul Éluard lo invita a almorzar a Cannes; Picasso también debería venir18. Será el último encuentro de los dos poetas. Éluard muere en París pocos meses después, el 18 de noviembre. 16
Carta dirigida a: “Sr. Pablo Picasso. / Chemin Lintier / Vallauris Alpes Maritimes”. Carta manuscrita, sin fecha, enviada por mano. 18 En ausencia de testimonios, todo hace pensar que Picasso no asiste al almuerzo. 17
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En 1953, de regreso de un largo viaje por la URSS, Neruda organiza el Congreso Continental de la Cultura, en Santiago de Chile, donde participan, entre otros, Diego Rivera, Nicolás Guillén y Jorge Amado. Neruda envía a Vallauris, el 23 de marzo de ese año, por medio de un telegrama, una invitación al pintor. Sería Importantísimo vinieras / representación espana congreso / continental cultura 26 abril iran / pasajes contestanos urgente / Neruda amado.
Fiel a su renuencia a viajar y a interrumpir su labor, Picasso no responde a la invitación. Antes de embarcarse con destino a Europa, Neruda despacha una carta con membrete de Losada, desde Buenos Aires, solicitando a Picasso cuatro ilustraciones para los Cien sonetos de amor. Querido tocayo Pablo, / voy en viaje pasando, / talvez ! por Picasso. Me gustaría vernos. La última vez fue con Paul, / hélas, en Cannes. / Por fin escribí unos / sonetos de amor y te / pedimos 4 ilustraciones / para la edición definitiva. / Ojalá lleven algo del / retrato de mi bienamada / llamada Matilde, y que / conocerás [segunda hoja]. Llego el 14 al Havre / Y te recordaré por telé- / Fono esta carta. / Mientras tanto / todos los abrazos / Pablo / Neruda / Te acompaño retrato de Matilde. / Si no se pierde / Ojalá lo recobrara. / Está en la selva chilena. 19
El requerimiento queda sin respuesta, y Neruda insiste por medio de un telegrama enviado desde París a Cannes el 16 de enero de 1960: Paso unas horas en Paris te abrazo no olvides dibujos / editor losada hasta martes proximo estoy hotel voltaire / Telefono LIT 42-91 Adios = Pablo Neruda.
El poema se publica sin las ilustraciones de Picasso.
19 Carta manuscrita, de dos carillas dirigida a: “Señor / Pablo Picasso / Ville Californie / CANNES / Francia”. El remitente del sobre dice: “EDITORIAL LOSADA S.A. ALSINA 1131 BUENOS AIRES”. Se adjunta una diapositiva de Matilde Urrutia, que aún se conserva en los archivos del Museo Picasso de París, de medio cuerpo y de perfil, delante de un muelle. Viste una blusa clara y se divisan barcos en el fondo.
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Innumerables son los retratos que Picasso ejecuta de sus amigos, Casagemas, Apollinaire, Jacob, Cocteau, Éluard y Sabartés entre tantos otros. Los chilenos que figuran en esa prestigiosa lista son Vicente Huidobro, y sobre todo Eugenia Errázuriz, a quien retrató en repetidas ocasiones. Siempre lo hacía como prueba de amistad y de forma espontánea. Nunca respondía a los “encargos”, reafirmando así su total libertad y, por qué no decir, su rebeldía innata. Picasso solía hacer los retratos a partir de fotografías y rara vez trabajaba con modelos. Neruda no puede no saberlo. Los sonetos se publicarán sin ilustraciones y sin el retrato de Matilde Urrutia. No obstante, Picasso ilustra “Toros” un poema en nueve partes, fechado en París, el 27 de octubre 1960. Allí se evoca la idea del sacrificio, el combate entre el hombre y la bestia, así como los orígenes del rito: “hacer llover sobre la árida España”20. Fue la única colaboración entre los dos artistas, cuyo mérito debe atribuirse a la tenacidad del editor. El 16 de noviembre de 1960, como consecuencia del terremoto que azota Chile, Neruda, que se encuentra en París, envía a Picasso un largo poema de 13 páginas, mecanografiado, que lleva por título “Cataclismo”. En una larga carta a Volodia Teitelboim, que se ha quedado en Chile, Neruda le revela su proyecto: Se va a publicar en edición de lujo (cien ejemplares con ilustraciones de Picasso, Dalí, Tamayo, Miró, Matta, Portinari, Siqueiros, Lam...). Los beneficios de la venta serán para las víctimas del terromoto y la reconstrucción: se trata de algunos millones [Teitelboim 2001: 402].
Este proyecto no se concreta. El poema “Cataclismo“ fue registrado en Cantos ceremoniales. Hernán Loyola no registra en las Obras completas de Neruda ninguna edición de este poema en apartado:
20 “Toros” se publica en Cannes, en diciembre de 1960. Este álbum alcanza una tirada de 500 ejemplares en papel Arches y contiene 15 ilustraciones de Picasso.
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Querido tocayo: / Aquí va el poema, / Con siempre vivo recuerdo para tí / Y los tuyos. No / Olvides el encargo de / Losada de B. Aires /40000000 de abrazos/ Pablo21
La última misiva enviada de Neruda, fechada en Moscú el 2 de abril de 1962, suena como una silenciosa despedida: Te abrazo / Pablo Neruda
El artista nunca responde a ninguna de las cartas del vate; no obstante, reúne en un sobre kraft, de formato mediano, todas las misivas enviadas por su tocayo, donde escribe, con su espesa caligrafía y con tinta roja: NERUDA. En el curso de la investigación que nos permitió encontrar esta correspondencia, una conservadora, ante una de nuestras observaciones, comentó —de manera pragmática y perentoria— que si Picasso hubiese respondido a las miles de cartas y solicitudes que recibía habría tenido que dejar de pintar. Fiel al precepto que dice “somos lo que guardamos”, algo que afirmaba ostensiblemente Picasso, él conservó celosamente todas las cartas, tarjetas postales, telegramas y fotos que le fueron destinadas. Si admitimos que el encuentro y acercamiento entre los dos Pablos fue por circunstancias políticas, debemos admitir que el distanciamiento también lo fue. El 1971 Neruda, nombrado por Salvador Allende, asume sus funciones como embajador de Chile en Francia. El poeta Louis Aragon lo espera en el aeropuerto de Orly. Ese año Picasso festeja sus 90 años. Neruda lo homenajea con un breve saludo, bajo el título Picasso es una raza: Picasso es una isla. Un continente poblado de argonautas, de caribes, de toros y naranjas. Picasso es una raza. En su corazón, el sol jamás se acuesta (Neruda 1978: 80).
Ese mismo año Neruda obtiene el Premio Nobel de Literatura. No hay mensaje ni saludo de Picasso y durante todo el periodo de la última estancia 21 Líneas manuscritas sobre hoja no numerada, adjuntas al poema “Cataclismo”, dactilografiado en 13 páginas numeradas.
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de Neruda en París, los dos creadores no se encuentran. Posteriormente, en 1973, Neruda, refiriéndose al pintor, declara: Hace ya muchos años que no lo veo. En estos últimos tiempos siempre hemos estado alejados, a causa de nuestras vidas diferentes, por las distancias (Mansilla 1973: 1).
Ilya Ehrenburg22, el amigo de Montparnasse, autor de El deshielo y defensor de Boris Pasternak, autor del célebre Doctor Zhivago, siempre tuvo las puertas abiertas chez Picasso. “Sus relaciones se basan en la confianza y se dicen sobre el comunismo todo lo que no pueden decir a otros”, afirma Pierre Daix (1995: 291). No fue el caso de Louis Aragon, el militante “orgánico” que declaraba en Les Lettres Françaises que el “partido comunista tiene una estética y esta se llama realismo”. Cuando, en 1972, el Partido Comunista Francés deja de financiar la prestigiosa revista Les Lettres Françaises, Aragon, su director, recurre a su viejo amigo y camarada para pedirle ayuda para financiar la publicación. Picasso se limita a enviarle, como única respuesta, una fotografía de él junto al violoncelista ruso Mstilav Rostropovich, exiliado y privado de nacionalidad. En esa época el eje Aragon-Neruda funciona à plein régime. Es menester recordar el rol crucial que ocupaba la política —y las ideologías— en el siglo xx, en particular en el seno de las vanguardias artísticas. Los movimientos artísticos, empezando por el Surrealismo, fueron atravesados tangencialmente por esta cuestión. La revolución era una referencia obligada en la cual todo creador, o pensador, debía posicionarse. Dentro de este contexto es cuando Picasso se adhiere al Partido Comunista Francés, y durante toda su vida lo hace más como un compromiso moral que ideológico. Era un sentimiento de familia, casi ecuménico, de révolte contra la injusticia, como lo atestan sus monumentales obras dedicadas a Guernica y la Guerre de Corée. 22 Ilya Ehrenburg (Kiev, 1891-Moscú, 1967) después de la muerte de Stalin publica El deshielo, libro que contribuye a la “desestalinización”. Siempre fue bienvenido en casa de Picasso, adonde llegaba o con su mujer o con su joven amante sueca. “Cuando Picasso se enteró de su muerte, tuvo la impresión de perder a un amigo de toda la vida, el único testigo que le quedaba de la época de Montparnasse” (Daix 1995: 291).
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En 1953, a Picasso le cuesta entender el escándalo y rechazo que provoca el retrato de Staline que publica Les Lettres Françaises, órgano de cultura oficial del Partido Comunista Francés, en homenaje a la muerte de Stalin. En una nota pública el Partido lo condena en los siguientes términos: Communication du secrétariat du Parti Comunniste Français: Le Secrétariat du Parti Comunniste Français désapprouve catégoriquement la publication dans Les Lettres Françaises du 12 mars du portrait du grand STALINE dessiné par le camarade Picasso. Sans mettre en doute les sentiments du grand artiste Picasso, dont chacun reconnaît l’attachement à la cause ouvrière, le secrétariat du Parti Communiste Français regrette que le camarade Aragon, membre du Comité Central et Directeur des Lettres Françaises, qui par ailleurs lutte pour le développement de l’art réaliste, ait permis cette publication (Gosselin et al. 2000: 143).
Si volvemos a la última entrevista del año 1973, observamos que Neruda pronuncia un nombre que jamás antes había mencionado, ni en su correspondencia ni en sus numerosos escritos. Este nombre adquiere singular relevancia en un momento tan crítico para el poeta, que sabe que el fin se aproxima y está consternado por la muerte reciente de Picasso, a quien busca rendir homenaje: Poca gente sabe la importancia que tuvo a sus inicios una gran dama chilena. Se llamaba Eugenia Errázuriz. Pertenecía a la gran burguesía del pasado siglo. Hay que decir que, a pesar de la educación francesa que recibían nuestros viejos aristócratas, nunca se distinguieron por tener buen gusto. A pesar del dinero y de sus largas estancias en París, nunca se les ocurrió comprar obras de Cézanne, de Modigliani, de Gauguin, de ninguno de grandes pintores franceses. Derrochaban miles de francos en la compra de cuadros abominables, pomposos y naturalistas, pero de moda. Doña Eugenia Errázuriz era una excepción. Las primeras obras de Picasso suscitan su entusiasmo y las compra a buen precio. Muy a menudo este dinero le permitió a Picasso sobrevivir. Al final de su vida, ya anciana, regresó a Chile y fue entonces cuando yo la conocí. Desgraciadamente murió tiempo después. Sin embargo, dejó un álbum maravilloso firmado por los mayores artistas de su época. No sé cuál ha sido el destino de los cuadros de Picasso, que ella tenía en su poder. Sería bueno que se investigara sobre eso (Mansilla 1973: 2).
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En efecto, Madame Errázuriz23, como la llamaba le tout Paris, conoció a Picasso, en 1915, a la muerte de Eva, la compañera del pintor. Se vuelven inseparables. Es en casa de ella, en 1918, en su villa de la Mimoseraie, en Biarritz, donde Picasso y Olga Khokhlova pasan su luna de miel. Es en casa de ella, avenue Montaigne, donde Satie, Cocteau, Picasso y Diaghilev se dan cita después de los ensayos del ballet Parade. Es ella quien hace compañía al pintor, rue de la Boétie, cuando él atraviesa el periodo más sombrío de su vida después de la separación de Olga. La correspondencia de ambos, los múltiples retratos, dibujos y cuadros y poemas que el artista le regala constituyen un testimonio elocuente de los quilates de esa amistad. Las palabras que Neruda escoge para concluir la entrevista, cuatro meses antes de su muerte, son capitales para entender la relación “personal” que lo unió al pintor. Picasso, que en muy raras ocasiones hablaba sobre su vida personal, había contado al poeta la relación filial que lo unía a esa compatriota. Decimos filial ya que Eugenia fue de las pocas personas que se introdujeron en la intimidad familiar del pintor. Ella conoció a las hermanas y a la madre de Picasso, doña María Picasso López, y según algunos, la muerte de doña María le confirió a la chilena una imagen maternal. Esas “confidencias” del pintor, a propósito de Eugenia, permiten apreciar la dimensión personal y humana de los lazos que, en un momento, los unieron, y comprobar que su relación no se limitó al arte y la política, sino que rozó algo más profundo. Si Neruda acaba su entrevista aludiendo a la figura de Picasso y de Eugenia Errázuriz, es —evidentemente— para recordar que lo esencial de su relación con el otro Pablo fue la complicidad.
23 Eugenia Huici Arguedas (Bolivia, 1848-Santiago de Chile, 1952) se casa con el pintor y diplomático chileno José Tomás Errázuriz, heredero de una inmensa fortuna. Eugenia vive en Francia e Inglaterra a partir de 1880. Enferma y empobrecida regresa a Chile en 1951, gracias a la ayuda de Picasso. Véanse Richardson 2001 (en particular el capítulo “Picasso’s Other Mother”) y Canseco-Jerez 2008.
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Bibliografía Canseco-Jerez, Alejandro (1989): Juan Emar: estudio. Santiago de Chile: Ediciones Documentas. — (2006): “El Fauno y el minotauro”. En: Casa de las Américas, 243, La Habana, pp. 57-67. — (2008), La mécène de Picasso. Paris: Artextos éditions. Canseco-Jerez, Alejandro/Teiltelboim, Volodia (1994,): Pablo Neruda en Noir et Blanc. Images d’une vie et d’une œuvre. Paris: Somogy Éditions d’Art. Chamudes, Marcos (1980): Picasso Arte y Libertad. Santiago de Chile: Autoedición. Daix, Pierre (1995): Dictionnaire Picasso. Paris: Robert Laffont (Bouquins). Gateau, Jean-Charles (1988): Paul Éluard ou le frère voyant. Paris: Robert Laffont. Gosselin, Gérard/Bachollet, Raymond/Daix, Pierre/Jouffroy, Jean-Pierre/ Tabaraud, Georges (2000): Picasso et la Presse. Paris: Éditions Cercle d’Art & Humanité. Mansilla, Luis Alberto (1973): “Entrevista a Pablo Neruda”. En: El Siglo, Santiago de Chile. Neruda, Pablo (1978): Para nacer he nacido. Barcelona: Seix Barral. — (1991): Confieso que he vivido: memorias. Barcelona: Seix Barral. — (2001): Nerudiana dispersa. Ed. de Hernán Loyola. Barcelona: Galaxia Gutemberg. Picasso, Marina (2001): Mon grand-père. Paris: Denoël. Richardson, John, (2001): Sacred Masters. New York: Random House. Sauret, André (1970): Picasso Lithographe. Paris: Éditions du Livre. Teitelboim, Volodia (1996): Neruda. Santiago de Chile: Sudamericana.
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Foto 1. Homenaje al Premio de la Paz. Pablo Neruda está a la derecha del micrófono junto a Elsa Triolet. París, 25 de abril de 1949. Fuente: L’Humanité.
Foto 2. Pablo Picasso y Pablo Neruda en homenaje al Premio de la Paz. París, 25 de abril de 1949. Fuente: L’Humanité.
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Foto 3. Invitación de Neruda a Picasso, 1953. Fuente: Archivos Museo Picasso, París.
Foto 4. Tarjeta postal enviada por Neruda a Picasso desde París el 29 de agosto de 1950. Fuente: Archivos Museo Picasso, París.
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Foto 5. Poema «Cataclismo» enviado por Neruda a Picasso. Fuente: Archivos Museo Picasso, París.
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VICENTE HUIDOBRO Y SU RELATO FINIS BRITANNIAE, ENTRE LA MASONERÍA Y EL SINN FÉIN Belén Castro Morales Universidad de La Laguna (Islas Canarias)
El propósito inicial de esta investigación partía de una relectura de la olvidada Finis Britanniae (1923) con el fin de establecer su carácter de relato vanguardista y de mostrar que en esta ficción anticolonialista del escritor chileno se encuentra ya el esbozo de un nuevo estilo de novelista, de novela y de lector, desconocidos en la prosa hispánica del momento1. Sin embargo, el acceso a documentos inéditos de esta época en la Fundación Vicente Huidobro (Santiago de Chile) nos abrió un horizonte insospechado y nos situó ante el desafío de integrar la lectura de Finis Britanniae en la trama de otras acciones aparentemente inconexas respecto a las narraciones biográficas que la crítica ha ido construyendo sobre el poeta creacionista2. Lo cierto es que
1 En este trabajo se cita por la 4.ª edición francesa de Finis Britannia (1923), con su título correcto, Finis Britanniae, tal como se lee en una de las portadillas y en el interior del texto. La única edición en español, Finis Britannia. Una temible sociedad secreta se ha levantado contra el imperialismo inglés, traducida por su hija, Manuela G. Huidobro de Contador, está recogida en las Obras completas de V. Huidobro (1976: I, 758-790). 2 Agradezco a Vicente García-Huidobro, presidente de la Fundación, la posibilidad de consultar el Archivo [AFVH] y su autorización para dar a conocer los documentos inéditos que se reproducen con este trabajo, así como la atención de su coordinadora Liliana Rosa y de su documentalista Macarena Cebrián. Algunos de estos documentos se exhiben desde abril de 2013 en la exposición documental de la Casa-Museo del poeta en Cartagena (Chile).
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entre 1920 y 1925 el autor de Horizon carré mostraba su máxima visibilidad en el escenario de la vanguardia parisina, pero esa actividad frenética oculta otra secuencia de acciones clandestinas no menos trepidantes: su militancia en defensa de la autodeterminación de Irlanda, que dio lugar a la publicación de Finis Britanniae en diciembre de 1923, su iniciación en la masonería en febrero de 1924, y su secuestro (que nadie creyó) tres semanas más tarde, entre el 11 y el 14 de marzo. Pasado un año viajará a Chile para irrumpir de forma impetuosa en la política nacional y presentar su “candidatura simbólica” a la presidencia del gobierno3. La integración de estos dos planos de actividad exige sincronizar esas fuentes hasta ahora excluidas y reconsiderar su activismo político como una faceta coherente con su beligerancia en el campo sociocultural de las vanguardias, donde el individualismo anarquista y aristocrático que había inspirado a Huidobro (Bary 1975: 322) e inspiraba también el antiarte Dada, empezaba a perder terreno ante el empuje del marxismo-leninismo, que a mediados de los años veinte captará la adhesión de numerosos vanguardistas y, entre ellos, la de Huidobro. En efecto, en los círculos intelectuales de izquierda la figura de Lenin y la Revolución Bolchevique de 1917 suscitaban interés, esperanzas y agitados debates a los que, por cierto, no escapó la masonería, pues las logias francesas acogían entonces a comunistas revolucionarios, a socialistas reformistas y a pacifistas, incluso después de que Trotsky ordenara depurar a los masones de las filas de la Internacional Comunista en los congresos de 1921 y 1922, e instara especialmente al díscolo PCF a expulsar de sus filas a todos los masones antes del 1 de enero de 1923 (Novarino 1996: 493-498)4. En esos años de entreguerras no es extraño que Huidobro empezara a disciplinar su rebeldía juvenil y estuviera preparando un viaje a Rusia para el verano de 1923, en vísperas de la publicación de Finis Britanniae5; o que en 1924, año de su iniciación en la Gran Logia de Francia, escribiera la “Elegía a la muerte 3 Los datos conocidos sobre Vicente Huidobro proceden de la documentada monografía de de Costa 1984. 4 Trotsky consideraba que la masonería (como la Liga de los Derechos del Hombre) era un reducto conservador y burgués que impediría el triunfo de la revolución social: “una llaga dañina en el cuerpo del comunismo francés” (citado en Novarino 1996: 498). 5 Carta a Juan Larrea, 22-08-1923 (Huidobro 2008: 149). No hay constancia de que ese viaje llegara a realizarse.
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de Lenin”, fallecido el 21 de enero de ese año. Entre las páginas autobiográficas de Huidobro se conserva en su Archivo el fragmento de una entrevista de 1932 donde el poeta, ya afiliado al Partido Comunista, narraba su evolución ideológica y aludía a una “crisis de conciencia” que coincide con el periodo que nos ocupa, ya que fue en 1926 cuando retomó sus estudios de marxismo teórico: Empecé a leer a Karl Marx en el año 1917 movido por la curiosidad y el entusiasmo que despertó en mí la revolución rusa. Lo abandoné en el año 1919. Pero seguramente sus ideas me quedaron trabajando en la cabeza. Leí a Lenin. Luego sufrí una crisis de conciencia bastante larga, una crisis algo semejante a esas crisis místicas, terriblemente angustiosa, entrecortada por periodos de pesimismo en los cuales hubiera querido aniquilarme. No sé por qué razón no lo hice, ni qué me salvó de ello. Luego poco a poco me fui serenando, empecé a ver más claro. Seguí cursos sobre Economía y Sociología, como antes los había seguido sobre Filosofía General. Volví a estudiar a Hegel, a Marx, a Engels, a Pléjanov y a Lenin. Asistí a cursos de marxismo. Debo confesar que al principio leí a los comunistas peleando con ellos, me eran mucho más simpáticas las teorías anarquistas de Bakunin y del príncipe Kropotkin que había leído en mi primera juventud. Pronto perdí esa especie de estado de rebelión contra el marxismo y me rendí ante la evidencia (Chauvet 1932: 302)6.
Simultáneamente, los movimientos de descolonización se habían avivado después de que las trincheras de la Primera Guerra Mundial engulleran a miles de soldados coloniales incorporados a filas mediante levas forzosas (Schama 2002: 409-410). Las insurrecciones en los dominios británicos como Turquía, Egipto o Irlanda aparecían a diario en los titulares de la prensa internacional, atenta a las repercusiones diplomáticas, económicas y geopolíticas que acarreaba cada revuelta colonial. Inmerso en el sentimiento spengleriano de derrumbe de los viejos valores de la civilización occidental, Huidobro se mostraba dispuesto a acelerar la demolición como un revolucionario integral: en la política y en la poesía. Así lo manifestaría en su página autobiográfica “La confesión inconfesable” de Vientos contrarios (1926), al
6 En la biblioteca de Huidobro se conserva el Manuel élémentaire du communiste (1929) editado por el Comité Central del PCF (Bureau d’Éditions de París), entre otros libros sobre Lenin y el marxismo.
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evocar esos años en que aspiraba, por un lado, a “condensar el caos” mediante su palabra creadora de poeta-dios y, por otro, a transformar aquella “era equívoca y perversa” mediante la revolución social, para hacer triunfar la aurora del tiempo nuevo. En aquel momento de su vida, “vivida a doscientos kilómetros por hora”, recordaba también su arriesgada militancia contra el imperialismo inglés (Huidobro 1976: I, 794-795). Aunque esas páginas reflejan la automitificación del poeta, su compromiso con el movimiento republicano por la independencia de Irlanda, el Sinn Féin, es un hecho documentado y, como veremos, motivó la escritura de Finis Britanniae. Por eso podemos considerar este panfleto anticolonialista como el ensayo prematuro de un proyecto doblemente subversivo —en la política militante y en la narrativa experimental—, y a su infatigable protagonista, Victor Haldan, como la encarnación del modelo de héroe vanguardista que Huidobro pretendía llegar a ser. En efecto, Haldan, descrito como “un volcan en marche” (FB 17) o “un Don Quichotte absurde d’idéalisme” (FB 22), se presenta en la primera parte del relato como un intelectual latinoamericano comprometido con los movimientos de autodeterminación antibritánicos; es el ideólogo de la Sociedad Alpha, que él mismo había fundado después de estudiar la eficacia de las logias masónicas en la organización de la emancipación americana; y, entregado a esa misión libertadora, había escrito libros y otros panfletos, había viajado por todas las colonias del imperio, desde Irlanda y Canadá hasta Calcuta, Bombay, Egipto, Turquía, Arabia, Sudáfrica y Australia, donde creó nuevas células de su sociedad secreta, consiguió apoyos financieros, presidió congresos y pronunció discursos7. Sin embargo, Huidobro era muy consciente de las dificultades que entrañaba renovar la escritura política como venía haciendo con su poesía lírica: el poeta sintético de Poemas árticos poco podía contra el peso del modelo retórico de la oratoria revolucionaria, y las arengas que Victor Haldan dirige a los 7 Huidobro esbozó su clasificación de los aventureros en 1921, según afirmó en su artículo “Espagne”, publicado en L’Esprit Nouveau, nº 18, 1923 (s/p), y la amplió en Vientos contrarios (Huidobro 1976: I, 837). También citará en esta obra un extenso párrafo de Bernard Shaw (uno de los escritores a los que dedicó Finis Britanniae) defendiendo la superioridad del “revolucionista” por desear “eliminar el orden social existente y ensayar otro” (Huidobro 1976: I, 795-796). Véanse también en esta obra “El héroe” y “Napoleón” (Huidobro 1976: I, 796-801). Cfr. Pérez López 1998: 82-83.
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representantes de los países oprimidos por el Imperio Británico en el decisivo congreso de Constantinopla de 1922, toman su fuego mesiánico en la misma barricada republicana donde la encendió Enjolras, en Los Miserables8. Por eso Huidobro puso en boca de Haldan una interesante referencia metanarrativa, referida a sus célebres panfletos y discursos anticolonialistas: “Et, cependant, je ne déteste rien plus que ce ton d’enthousiasme lyrique si nécessaire pour enflammer des peuples” (FB 22). Y por si esta advertencia pasara desapercibida, añadió como colofón al relato la nota irónica donde se distanciaba de su propia obra para diferenciarla del resto de su producción literaria: “un soir en passant près d’ici, quelqu’un se rapprocha de ces pages et il vit que l’auteur dépassait de toute sa tête le livre qu’il avait écrit” (s/p). Alguien, quizás un crítico del futuro, sabría discernir entre el excelente poeta creacionista y el autor de aquellas páginas de lucha. Sin duda, Finis Britanniae fue para Huidobro un experimento poco satisfactorio, y estas frases de autocrítica que infiltró en su propio relato lo destruyen desde dentro como obra “literaria”. Además, cuando el escritor regresó en marzo de 1924 del célebre secuestro que le ocasionó la publicación de este libro incendiario, declaró a su entrevistador, Robert Charensol: — [...] Formo parte de una sociedad secreta irlandesa y he publicado por encargo de ellos en el pasado diciembre un violento panfleto contra Inglaterra titulado Finis Britannia, dedicado a Bernard Shaw y a G. K. Chesterton [...]. — Este libro es poco conocido por mis amigos, me dice M. Huidobro. No he querido enviárselo por considerar que esta edición de propaganda está al margen de mi obra poética, pero refleja mis convicciones profundas (Charensol 1924: 4; traducción nuestra)9.
Lo cierto es que Huidobro jamás volvió a referirse a esta obra, como si de un hijo vergonzante se hubiera tratado. Del mismo modo, cuando la crítica huidobriana se ha acercado a estas páginas, ha continuado esta tradición iniciada por su autor, ya sea guardando un discreto silencio, ya atacando 8
Victor Hugo aparece citado extensamente en la primera parte del relato (FB 14-15). Esta entrevista fue concertada por la mediación de Robert Desnos, que le escribió a Huidobro sugiriéndole la posibilidad de explicar a Charensol aquel sospechoso secuestro que otros periódicos trataban con ironía e incredulidad (AFVH, nº 01762, cc 007). 9
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crudamente sus imperfecciones (Giordano 1979), o salvando algún mérito extraliterario, como su temprana denuncia antiimperialista (Araya 1981). En cambio, no conocemos otro análisis de Finis Britanniae como narración experimental (idea que sugirió en breves líneas María Eugenia Luvecce en 1957), que el del investigador chileno Benjamín Rojas Piña, quien en su tesis sobre la narrativa huidobriana vinculó este relato “al experimentalismo novelístico de Huidobro, sin desgajarlo, es cierto, del testimonio histórico y de la función informativa del periodismo” (Rojas Piña 2000: 274).
Entre Dada y la construcción (masónica) del ESPRIT NOUVEAU Durante estos años en que Huidobro se involucraba clandestinamente en la política internacional, su actividad pública como teorizador de su creacionismo y como poeta experimental era tan vertiginosa que se resiste al esquema estático (De Costa 1984: 114-118), como también ocurre con los movimientos de vanguardia que, en aquellos años de reconstrucción material y espiritual que siguieron a la guerra, sostenían en París alianzas precarias, salpicadas por polémicas y grandes rupturas. Como punto de partida para la revisión del clima vanguardista en que se gestó Finis Britanniae habría que recordar la última conferencia de Apollinaire, “L’Esprit nouveau et les Poètes” (1917), considerada como su testamento estético. El autor de los Calligrammes encomendaba a los creadores el deber de huir del sentimentalismo y de los pastiches trasnochados para expresar con un nuevo lenguaje ágil y profético el espíritu moderno, libre y racionalista de la cultura francesa, impulsando la gran corriente estética del esprit nouveau. Consideraba que la ciencia y la tecnología habían transformado la percepción de la realidad a través del cine —“livre d’images”—, de la telegrafía sin hilos, la óptica, las técnicas tipográficas o la prensa (plasmación simultánea de tiempos y espacios diversos en una sola página). Los poetas debían despertar y traducir su comprensión del mundo a una expresión sintética, mediante “un lyrisme visuel” que llegaría a integrar todas las artes10. Este legado constituyó una par10 “L’Esprit nouveau et les Poètes” fue publicado en el Mercure de France, nº 130, 1 de diciembre de 1918, pp. 385-396.
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titura abierta a múltiples versiones, y Huidobro (que ya había asimilado ideas de Apollinaire en Chile, antes de cultivar su amistad en el ambiente cubista de París), demostraba ser algo más que un audaz intérprete en realizaciones experimentales como los “poemas pintados” de la exposición Salle 14 (1922) o su novela-film Cagliostro, escrita en paralelo a Finis Britanniae11. También eran activos usufructuarios de ese testamento los escritores que frecuentó en estos años, cuando Dada empezaba a declinar ante el pujante liderazgo de André Breton, y cuando los miembros de la revista L’Esprit Nouveau (Dermée, Jeanneret y Ozenfant) aparecían en escena decididos a reorientar el sentido de la vanguardia y a dictar el estilo estético y moral de un tiempo nuevo. En este laberíntico panorama nos prestará un hilo conductor la amistad fraternal de Huidobro con el poeta y ensayista belga Paul Dermée (1886-1951), pues nos permitirá comprender su sorprendente orientación hacia un vanguardismo radical con sello masónico. Cuando Huidobro llegó a París a finales de 1916 y entabló sus primeras amistades con Juan Gris, con Picasso y Apollinaire, en torno a la revista Sic (1916-1919), Dermée ya aparecía como un inquieto vanguardista en esta publicación del “nunista” Pierre Albert-Birot, que acogió durante la guerra a futuristas y dadaístas. Desde 1917 Dermée custodiaba el concepto de surréalisme de Apollinaire, mientras desarrollaba en la revista NordSud (1917-1918) sus ideas sobre la nueva imagen poética y sobre la naturaleza autónoma —no mimética— del arte, en ensayos tan influyentes como “Quand le Symbolisme fut mort” (marzo de 1917). Pero cuando Dermée y Huidobro se apartaron de Nord-Sud por sus desacuerdos con Pierre Reverdy, se dejaron atraer —aunque no asimilar plenamente— por el movimiento Dada. Mientras Dermée ostentaba el título de “procónsul dada”, Huidobro figuraba como uno de sus numerosos “presidentes”, pues también había sido invitado a colaborar desde 1918 en algunas actividades y revistas del grupo en Zurich, Berlín y París, hasta el punto de ser considerado como un dadaísta representativo12. A comienzos de 1920 el nombre de Huidobro aparece asociado a Dermée en una rara
11 Aunque la primera edición de Cagliostro se publicó en 1931 en inglés (Mirror of a Mage), Huidobro había entregado en 1923 su manuscrito a una editorial española, que no lo llegó a imprimir (Morelli, en Huidobro 2011: 28). 12 Sobre la experiencia dadaísta de Huidobro y la huella de Dada en su obra, véase Costa 1984: 84-88.
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revista dadaísta, Z, en la que el poeta belga firmaba su programa como “dadaísta cartesiano”13. Este folleto encierra algunos indicios que atañen a nuestro trabajo, y así, en la sección “T.S.F.” (imitando las emisiones telegráficas de última hora), leemos una noticia de Dublín: “Tous les dadaïstes sont sinn-feiners” (Z 8)14; una frase ambigua que establece una afinidad política, cuando Irlanda sufría desde enero de 1919 su Guerra de Independencia en un clima de violencia extrema, y los ataques terroristas del Ejército Republicano de Irlanda (antiguo IRA) contra objetivos ingleses en la isla eran brutalmente castigados con una fuerte represión contra los nacionalistas republicanos del Sinn Féin (en gaélico irlandés: “nosotros mismos”). Pero ese mismo año, mientras se iniciaba en Madrid la insidiosa campaña contra la originalidad de la estética creacionista de Huidobro —calificada por Andrés Morales (2003: 1413) como un “rápido parricidio” ejecutado por los jóvenes ultraístas—, Paul Dermée se embarcaba en una empresa más seria como cofundador y director de los tres primeros números de la revista L’Esprit Nouveau. Revue Internationale d’Esthétique, e invitaba a Huidobro a colaborar en su primer número, que salió a la luz en octubre de 1920. Este aprovechó la invitación para redactar “La littérature de langue espagnole d’aujourd’hui. Lettre ouverte à Paul Dermée”, donde los ultraístas españoles aparecían descalificados como pésimos imitadores de su poesía. Dermée se había asociado para esta ambiciosa aventura con otros dos espíritus teóricos que indagaban en las vías de evolución del cubismo: el pintor Amédée Ozenfant y el arquitecto Charles-Édouard Jeanneret (Le Corbusier), quienes la dirigieron hasta su cierre en 192515. Con su aspiración a
13 “Paul Dermée / Dadaiste cartésien”: “Qu’est-ce que Dada!”, en Z, París, marzo de 1920, p. 1. 14 En la sección “Phrases” también se lee: “Huidobro est-il prisonnier de la bande noire? On demande de ses nouvelles d’urgence” (Z 5). 15 La revista, con su alarde tecnológico en las reproducciones de fotograbados y su promedio de 130 páginas por volumen, anunciaba en sus cubiertas la amplitud de sus intereses: estética experimental, artes plásticas, arquitectura, música, estética industrial, music-hall, cine, teatro, el vestido, el libro, el mueble, el circo, los deportes y la estética de la vida cotidiana. Aparte de los artículos principales de A. Ozenfant y Ch.-É. Jeanneret sobre estética, pintura, arquitectura y urbanismo, ofrecía secciones estables sobre libros y exposiciones por Maurice Raynal y Waldemar George, quienes firmarán en 1922 sendos textos en el catálogo de los
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ejercer la crítica cultural y a guiar la expresión contemporánea, la presentaban como “la première Revue du monde consacrée à l’esthétique de notre temps dans toutes ses manifestations” (L’Esprit Nouveau, nº 1, p. 1). Tanto su título como su propósito constructivo evocaba a Apollinaire, pues invitaban a “toutes les élites” de las artes, las ciencias y la industria a trabajar por la definición del estilo de la nueva época y por la ordenación del panorama estético (L’Esprit Nouveau, nº 1, 1920, pp. 3-4). En su nº 4 (1921) Jeanneret y Ozenfant —unidos en el doble seudónimo Le Corbusier-Saugnier— publicarán su manifiesto del “Purismo”. Las primeras aportaciones teóricas sobre literatura se deben a Paul Dermée y a Jean Epstein. Uno y otro postulaban para el lirismo una dimensión cognoscitiva superior y un nuevo lenguaje, hijo de la época: mientras Dermée reflexionaba sobre el carácter constructivo del poema, portador de imágenes surréalistes16, el escritor y cineasta polaco Jean Epstein concebía el fenómeno poético como resultado de una nueva intelección dinámica del mundo, donde la “vitesse de pensée” y las nuevas “logiques d’expression” derivadas de la teorización científica, divulgaban “nouvelles grammaires” a las que no podía permanecer ajeno el creador17. En las consideraciones de Epstein se podrán reconocer algunas de las relaciones entre la sugerente economía del lenguaje cinematográfico y la novela, que Huidobro iba a explicar en sus prólogos a Cagliostro y a Mío Cid Campeador18; y del mismo modo también ayudan a comprender la praxis narrativa de Finis Britanniae, relato que, pese a su posición marginal en el “poemas pintados” de Huidobro. A partir del nº 4 llevará el subtítulo Revue Internationale Illustrée de la Activité Contemporaine. Arts, Lettres, Sciences, Architecture. 16 Paul Dermée, “Découverte du Lyrisme”, en L’Esprit Nouveau, nº 1, pp. 29-37, 37. 17 Jean Epstein, “Le phénomène littéraire”, en L’Esprit Nouveau, nº 8, mayo de 1921, p. 857. Epstein, poeta, cineasta y filósofo, publicará en las Éditions de la Sirène La poésie d’aujourd’hui, un nouvel état d’intelligence (1921), Bonjour cinéma (1921) y La Lyrosophie (1922), donde postulaba un nuevo conocimiento poético en que se hermanaban la razón y la emoción. 18 En el prefacio a Cagliostro leemos: “He querido escribir sobre ‘Cagliostro’ una novela visual. En ella la técnica, los medios de expresión, los acontecimientos elegidos, concurren hacia una forma realmente cinematográfica. Creo que el público de hoy, con la costumbre que tiene del cinematógrafo, puede comprender sin gran dificultad una novela de este género” (Huidobro 2011: 58).
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corpus huidobriano, se aproxima al estilo esprit nouveau en su intento de reproducir la vitesse narrativa del cine, con sus elipsis, analepsis y prolepsis; con su rápida yuxtaposición de planos y sus diferentes voces narrativas, hasta el punto de ser considerado por B. Rojas Piña como un “relato cubista” (2000: 285)19. Además, la pertenencia de este relato al ámbito de L’Esprit Nouveau se refuerza al descubrir que la casa editorial y librería Jean Budry & Cie que figura en la cubierta del libro, aparecía anunciada en el nº 18 como distribuidora exclusiva de la revista20; y es más: Jean Budry distribuirá en julio de 1923 el primer libro teórico de Le Corbusier, Vers une architecture, y anunciará su aparición con una hoja volandera tan sensacionalista como la que imprimirá tres meses después para anunciar Finis Britanniae21. Huidobro también contribuyó a la teoría poética de L’Esprit Nouveau con un ensayo de gran envergadura: “La création pure (Propos d’esthétique)”, publicado en el nº 7 (abril de 1921). En esta exposición sobre su teoría creacionista, Huidobro hacía corresponder el “arte de creación” con un estado evolutivo superior que ha avanzado desde el arte mimético del “HombreEspejo” hacia la autonomía creadora del “Hombre-Dios”. El poeta, con su genialidad luciferina, ya no imitará la Naturaleza, sino sus leyes constructivas y “su poder exteriorizador”. Esta deificación del genio creador y de su poder de realización procede, como ha explicado P. Aullón de Haro, de una interpretación radical de la estética romántica (desde Kant hasta Emerson y Krause), que venía orientando el creacionismo huidobriano desde su manifiesto Non Serviam (1914). Pero en la nueva presentación de estas ideas se constata una estrecha compenetración entre el creacionismo de Huidobro y el esprit
19 Los aspectos cinematográficos de FB son palpables cuando Haldan le relata a su acompañante un sueño profético: una mano blanca escribía sobre un fondo oscuro la fecha “1929”, año en que iba a caer el Imperio Británico (FB 23-24). El recurso recuerda la profecía bíblica sobre la destrucción de Babilonia, donde una mano escribía las palabras “Mané, Thecel, Phares”, aunque también evoca el efecto visual conseguido por Wegener en su película expresionista El Golem (1919), donde el humo exhalado por la boca del fantasmal Astaroth dibujaba la palabra mágica “Aemaeth”, que le permitiría al rabino Loew dar vida al Golem. 20 En 1922 Boudry imprimió para las Éditions de L’Esprit Nouveau la recopilaciónhomenaje Apollinaire, y, años más tarde, el volumen Art, de Ozenfant (1928), entre otros libros de vanguardia. 21 Reproducido en Cohen 2008: 1 y 42.
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nouveau, pues mientras Jeanneret y Ozenfant expresaban su ideal estético en términos creacionistas, el poeta adoptaba sus metáforas e iconos científicos para figurar los aspectos de la creatividad. Ese sistema de vasos comunicantes unió también la revista L’Esprit Nouveau con la revista de Huidobro Creación / Création, donde el escritor chileno incluyó en el nº 2 (noviembre de 1921) una síntesis programática del purismo, “Intégrer”, firmada por Jeanneret y Ozenfant22. En el mismo mes de noviembre de 1921 los directores de L’Esprit Nouveau expusieron un balance y programa titulado “Ce que nous avons fait / ce que nous ferons”, con la intención de clarificar sus posiciones estéticas y morales. Jeanneret y Ozenfant declaraban que, al someter a análisis toda la actividad contemporánea, su propósito era “faire œuvre vivante et constructive en une grande époque de création” (nº 11-12, p. 1212), presentándose como una elite joven nacida de aquella época monstruosa, violenta y anómala, en una sociedad desequilibrada por la guerra y las fracturas sociales. Reclamaban ser reconocidos por la sociedad y el Estado, y asumían una responsabilidad moral como base de su trabajo crítico y creador. Por eso, en el parágrafo “Une Éthique”, declaraban la necesidad imperiosa de establecer una “disciplina moral”, dado que la obra de arte es el producto del “ser moral” que debe despojarse de viejos hábitos y de nostalgias por el tiempo ido, y establecer un orden nuevo para su obra, que nacerá de un inconsciente “voluntariamente enriquecido” para dirigirse a las regiones más elevadas del espíritu. Un año más tarde, Ozenfant insistirá en la necesidad de despojarse de viejos dogmas y creencias a favor de una actitud más relativista y abierta a la espiritualidad de la época: “Pour penser, écrire, peindre, il faut d’abord et toujours et avant tout nous travailler; c’est ainsi qu’on peut dire que l’œuvre, il faut la mériter”23. Ese sentido reflexivo de “trabajarse” al que aludía Ozenfant como el paso previo a la creación y a la acción transformadora de la sociedad, entra de lleno en el discurso masónico y en la labor espiritual de las logias, donde la iniciación del “profano” consiste en un aprendizaje libre y autónomo que utiliza la mayéutica socrática y la hermenéutica intuitiva
22 Carlos Ramos (2010) analiza detenidamente las coincidencias entre las ideas poéticas de Huidobro y los planteamientos arquitectónicos de Le Corbusier. 23 Ozenfant , “Ce mois passé”, en L’Esprit Nouveau, nº 19, diciembre de 1923, s/p.
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de los símbolos en el proceso de autoconocimiento y de despojamiento de prejuicios que permitirá su autocreación24. El libro de J. K. Birksted sobre Le Corbusier and the Occult (2009) resulta de gran utilidad para conocer en detalle la orientación masónica de L’Esprit Nouveau bajo la gran influencia del carismático maestro de origen suizo Oswald Wirth, que desde 1890 era el Venerable Maestro de la logia parisina Travail et Vrais Amis Fidèles25. Sus estudios sobre simbología esotérica, aplicados a la regeneración del ritual de la francmasonería, resultaron especialmente atractivos a estos creadores, pues para Wirth los símbolos no podían inculcar un solo sentido dogmático, sino fomentar el pensamiento libre mediante su capacidad de suscitar en cada individuo una reflexión intuitiva y asociativa personal. El estudio de Birksted también permite descubrir el punto de intersección entre la estética vanguardista y el espíritu moderno, liberal, republicano y cosmopolita de las logias francesas, donde por principio no se discriminaba a nadie por su origen, raza, religión o ideología, pero donde Wirth sí puso su mayor empeño en educar a una elite intelectual mediante el aprendizaje iniciático del “Art Royal” o “Gran Arte” de pensar, entendido como la condición básica para la forja de una selecta ciudadanía democrática, solidaria y constructiva. Por eso, en el prefacio de su Livre de l’apprenti (1923) por el que se regía la logia Travail et Vrais Amis fidèles, Wirth saludaba a “los nuevos iniciados” de su logia en estos términos: QQ ··· HH ··· [Queridos Hermanos]: Al iniciaros en sus Misterios, la Francmasonería ha querido hacer de vosotros hombres escogidos, sabios o pensadores, elevándoos por sobre la masa de los seres que en nada piensan. / No pensar, es consentir en ser dominado, conducido,
24 Aparte del trabajo de Birksted y los manuales de iniciación de Oswald Wirth, véase Ortiz-Osés/Otaola 2011. Agradezco al Arq. Germán Delgado sus orientaciones. 25 Oswald Wirth (1860-1943), que en su juventud compartió en Londres su trabajo de contable con los estudios de teosofía y magnetismo (curaba mediante la imposición de las manos), era maestro masón desde 1885. Entre 1877 y 1897 trabajó con el escritor ocultista Stanislas de Guaita (el fundador de la Orden Cabalística de la Rosacruz), que fue su maestro de cábala, alquimia y simbolismo. Aparte de sus investigaciones y manuales de iniciación masónica y de sus célebres textos sobre Tarot, fue un estudioso de la astrología.
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dirigido y tratado comúnmente como una bestia de carga [...]. Pensar es reinar. / Pero el Pensador ha sido siempre una excepción26.
El masón más antiguo del grupo de L’Esprit Nouveau era Paul Dermée, que venía trabajando desde 1909 en logias belgas y francesas, hasta alcanzar el grado 32 (de los 33 que forman la jerarquía del Rito Escocés Antiguo y Aceptado). Este activo y agnóstico “dadaísta cartesiano” publicó trabajos de contenido estrictamente masónico, aunque también pueden reconocerse alusiones masónicas en sus ensayos de estética, como el citado “Découverte du Lyrisme”, donde describía el trabajo consciente del poeta sobre la materia psíquica mediante la alegoría del escultor que talla con martillo y cincel el bloque de piedra bruta hasta convertirla en piedra cúbica27. De su mano entró en la logia Voltaire el escultor lituano Jacques Lipchitz, otro gran amigo de Huidobro28. Por su parte, Ozenfant perteneció a la logia Le Droit Humain y, desde 1925, a Art et Science (Birksted 2009: 384). Sin embargo, el caso de Le Corbusier es diferente, pues aunque estudió y asimiló el ideario moral, social y espiritual de la masonería y se le ha asociado a algunas logias, no consta su iniciación en ninguna (Birksted 2009: 303 y ss.). Como explica María Isabel Navarro, “[Le Corbusier] pertenecería al tipo del ‘Maçon sans tablier’ —masón sin mandil— que se interesa por el ideario y los métodos masónicos y comparte contactos y algunas actividades, pero no pertenece a la organización” (Navarro 2012: 12). Otro reconocido masón, el Dr. René Allendy (1889-1942), muy presente en las páginas de L’Esprit Nouveau y en sus actividades, tuvo una influencia considerable en la proyección social de este grupo29. Este polifacético mé-
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Se cita por la traducción castellana de El Libro del Aprendiz (Biblioteca Upasika, en Red). Dermée ingresó en 1909 en L’Intelligence et l’Étoile reunies, del Orient de Liège, y luego pasó a las logias Athena y Agni. Publicó trabajos en la revista y editorial masónica L’Acacia, y colaboró con Oswald Wirth en Le Symbolisme. Publicó La croyance en Dieu et le Grand Orient de France (1927) y “Esquisse d’une philosophie de la fraternité”, en L’Acacia, nº 51, 1928 (Birksted 2009: 277 y 384). 28 Lipchitz fue aceptado como aprendiz el 5 de mayo de 1922, pasó a compañero el 30 de marzo de 1923 y a maestro el 29 de febrero de 1924 (Birksted 2009: 385, n. 53). 29 Véase Birksted 2009: 385, n. 55. Allendy colaboró en la revista con artículos sobre la medicina sintética, la constitución de la materia, la mentalidad primitiva, el inconsciente, la 27
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dico homeópata y psicoanalista, estudioso —como el maestro Wirth— de tradiciones simbólicas, alquímicas y cabalísticas, frecuentaba desde 1919 la colonia de artistas de Boulogne, y reunió en su casa a artistas e intelectuales como Ozenfant, Le Corbusier, Juan Gris, Lipchitz y el mismo Huidobro. En 1922 fundó el Groupe d’Études Philosophiques et Scientifiques pour l’Examen des Idées Nouvelles, que celebraba sus sesiones en La Sorbona, donde Huidobro expuso su estética en el mes de enero de ese año (Huidobro 2003: 1339). Juan Gris, que era amigo y paciente del doctor Allendy, se inició por su recomendación en la logia Voltaire30, y participó en este foro interdisciplinar con su disertación sobre “Des possibilités de la peinture” (15 de mayo de 1924), mientras Le Corbusier lo hizo el 12 de mayo sobre “L’esprit nouveau en architecture” (Birksted 2009: 279).
Huidobro y su maestro Oswald Wirth Parece natural que Huidobro terminara iniciándose en una logia, como lo habían hecho sus íntimos amigos Juan Gris y Jacques Lipchitz, teniendo en cuenta que en ellas podía encontrar impulso y comprensión fraternal una elite internacional de vanguardia que trabajaba en lo estético, espiritual y político por el advenimiento de un nuevo orden mundial. En el caso de Huidobro, habría que analizar su predisposición a asimilar los principios de la francmasonería atendiendo al sustrato masónico que nutrió el pensamiento liberal hispanoamericano y, en particular, el que asimiló en Chile durante su formación intelectual a partir del simbolismo literario y el modernismo31. También habría
neurosis, la sexualidad, el sueño, el psicoanálisis y con una reseña sobre Totem et Tabou, de Freud. 30 Juan Gris se inició en la logia Voltaire, dependiente del Gran Oriente de Francia, el 2 de febrero de 1923; el 18 de enero de 1924 ascendió al grado de compañero y el 27 de febrero de 1925 a maestro (García-Diego 1990: 93). 31 Pudieron transmitir ideales o símbolos masónicos al joven poeta Andrés Bello, Emerson, Mallarmé, Leopoldo Lugones y su más admirado maestro, Rubén Darío. Y quizás también los poetas chilenos Guillermo Matta, romántico, y M. Magallanes Moure, del grupo “Los Diez”, ambos masones (agradezco esta información al Dr. Alfredo Lastra, curador del Museo Masónico de Chile).
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que recordar con Gutiérrez Girardot que la masonería, como el krausismo, constituyó uno de esos “saberes de redención” o “teologías subsidiarias y eclécticas” (1984: 142) que en sociedades modernas, “desmiraculizadas”, atrajeron a los espíritus ansiosos de idealismo, tan insatisfechos con el materialismo positivista como con el dogmatismo anacrónico del catolicismo32. Al conjunto de elementos esotéricos que sustentan el fondo sincrético de la filosofía masónica, asimilados por el poeta a través de sus lecturas formativas, habría que sumar los estudios sobre cábala y ocultismo que Huidobro realizó en París, o las lecturas sobre magia y masonería que devoró cuando hacia 1921 descubrió su identificación profunda con el conde de Cagliostro y ofreció una conferencia sobre este controvertido ocultista y masón, mientras escribía el guion de su película cubista33. Según consta en los archivos de la Fundación Vicente Huidobro, el escritor se inició en la logia Travail et Vrais Amis fidèles, asociada a la Grande Loge de France, donde fue instruido nada menos que por el prestigioso maestro Oswald Wirth. Con él llegó a alcanzar entre 1924 y 1925 los tres primeros grados de la francmasonería: aprendiz, compañero y maestro (los llamados “grados simbólicos” del Rito Escocés Antiguo y Aceptado). El V. M. Wirth había escrito a Huidobro el 11 de febrero de 1924, para que se presentara el 19 del mismo mes por haber sido admitido en la logia; y efectivamente, ese mismo día firmó el maestro su cartilla de aprendiz. De acuerdo con el protocolo de admisión, Huidobro habría solicitado su ingreso, presentado por dos masones relevantes, y habría superado un proceso de información y una votación. Sin embargo, no hemos podido averiguar quiénes fueron sus mentores, ni el contenido de su primera intervención oral en la tenida siguiente a la ceremonia de iniciación, aunque podría tratarse de aquella mencionada conferencia sobre Cagliostro que el poeta ofreció “ante un pequeño grupo de iniciados”, cuando un anciano lo felicitó llamándole “querido hermano” (tratamiento que se dan entre sí los masones). Reforzaría
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Véase Gutiérrez Girardot 1984 135-157. Véase, respectivamente, “La confesión inconfesable” (Huidobro 1976: I, 794) y el imaginativo prólogo inédito a su novela-film donde Huidobro relató su descubrimiento de Cagliostro, reproducido por G. Morelli en su edición de esta obra (Huidobro 2011: 22-26). Sobre la relación entre esta obra y la masonería, véase Fernández (1995: 110). 33
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esta hipótesis el hecho de que Cagliostro aparece tratado brevemente por Oswald Wirth en su Livre de l’apprenti como uno de los masones célebres en la historia de la organización (Figs. 1 y 2).
Fig. 1. Cubierta de Cartilla de Aprendiz (AFVH)
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Fig. 2. Primera página de la Cartilla de Aprendiz (AFVH)
Su lectura nos permite imaginar los pasos de su iniciación mediante una ceremonia sobrecogedora y fuertemente ritualizada donde el aspirante a aprendiz, a oscuras en la cámara de reflexión, se enfrenta solo a la muerte de su identidad para renacer purificado. La consulta de otros trabajos de Wirth como los artículos publicados en su revista Le Symbolisme o en L’Idéal maçonnique (1924), que contiene una selección de los mismos, nos dice mucho sobre su sensibilidad literaria y su preferencia por los poetas y artistas, a los que equiparaba con los masones por su capacidad para concebir y por su fuerza para realizar, así como por su especial intuición para penetrar en lo desconocido y representar lo invisible mediante símbolos elocuentes. De hecho, Wirth explicaba algunos aspectos de la iniciación del aprendiz mediante los relatos míticos de Gilgamesh, de Fausto o de la Torre de Babel (uno de los arcanos más significativos de su Tarot)34. 34 O. Wirth publicó en 1922 sus ediciones anotadas de La serpiente verde, de Goethe, y de la leyenda babilónica de Ishtar. Guiado por su maestro Stanislas de Guaita, Wirth había estudiado
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Su descripción del complejo ritual iniciático (la purificación mediante los viajes simbólicos al fondo de sí mismo, las caídas y la muerte que permiten el nacimiento del hombre adánico), poseen una intensidad literaria —“altazoriana”, podría decirse— que también evoca el relato de Huidobro sobre las durísimas pruebas de la iniciación de Cagliostro en la pirámide de Keops, en el capítulo sobre la fundación de la logia Isis en París. Para imaginar la atracción que el poeta pudo sentir hacia estos estudios, baste, como ejemplo, citar un fragmento del artículo de Wirth titulado “El descenso en sí mismo”, cuando el “recipiendario” baja los escalones de la cámara de reflexión con los ojos vendados y se prepara a morir como individuo para renacer libre de prejuicios, humanizado y consciente de su tarea creadora: Al descender en sí mismo se halla en presencia no de un pobre yo raquítico, sino de un vacío sagrado en el cual ve reflejarse la divinidad [...]. Entonces es cuando llega a comprender que todos somos dioses [...]. El hombre-dios debe completar la creación [...]. Su tarea es coordinar y construir (Wirth 1979: 27-28).
La lectura de las revistas masónicas que se conservan en la biblioteca de Huidobro ha sido de gran interés para esta investigación. El poeta guardó varios ejemplares de la revista Le Symbolisme, dirigida por el mismo Wirth35. Al leer estos artículos en su contexto encontramos el conjunto de inquietudes en las que se inscribía su oposición al nacionalismo y al imperialismo, frente a su interés por fortalecer una confraternidad pacífica y universal mediante el fomento de las conexiones con otras logias internacionales, como L’Égypte Nouvelle, o con otras que habían quedado aisladas después de la Gran Guerra, como las alemanas. También le interesó a Wirth incluir reseñas de obras de actualidad, como Les Tempéraments, del Dr. Allendy, en el nº 60 (1923), o esta reseña olvidada de Finis Britanniae, que apareció sin firma en el nº 85 (mayo de 1925), cuando ya Huidobro había regresado a Chile: a fondo la práctica adivinatoria del Tarot, y pintó una nueva versión de sus cartas basada en su simbolismo medieval. Escribió Les Tarots (1911) y Le Tarot des imagiers du Moyen Âge (1927). 35 Le Symbolisme. Organe du mouvement universel de régénération initiatique (luego Organe d’initiation à la philosophie du grand art de la construction universelle) fue fundada por O. Wirth en 1912. En el Fondo Vicente Huidobro (Tenerife, TEA) se conservan unos veinte números de los años 1913, 1923, 1925 y 1926.
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Vincent Huidobro: Finis Britanniae [...] Jeune attaché à la légation du Chili, l’auteur, qui est un poète futuriste, prédit avec éloquence l’avenir réservé à l’Empire Britannique. Il ne prévoit pas la constitution d’une société des nations anglo-saxonnes et chante la catastrophe provoquée par la révolte simultanée de toutes les races opprimées par l’altière Albion. / L’attendrissement poétique de M. Huidobro semble négliger le fait qu’une tutelle s’impose, dans leur propre intérêt, à l’égard des peuples politiquement mineurs. L’Angleterre sait fort bien émanciper ses colonies dés qu’elles se montrent capables de se gouverner ellesmêmes. Un empire basé sur la communauté des intérêts peut se maintenir, s’il est assez sage pour s’imposer des limites et pour se concilier de solides amitiés extérieures. Les Anglais sont trop positifs pour ne pas bénéficier des leçons du passé. Leur politique comporte des erreurs comme celle de tous les autres peuples ; mais ne désespérons pas de l’avenir: la paix anglaise est un bienfait, qui, comme la paix française et toutes les autres paix analogues, achemine les peuples vers la paix générale36.
Como puede verse, el autor de esta nota escribía desde una posición pacifista, en consonancia con el apoyo que las logias venían dando a la Sociedad de las Naciones, y justificaba con paternalismo los beneficios de la “tutela” colonial sobre pueblos “menores”, mostrándose más proclive a una descolonización pacífica y a las alianzas amistosas (la British Commonwealth) que a la “revolución necesaria” que pregonaba Victor Haldan en su panfleto. Huidobro debió recibirla con desagrado, y no solo por lo de “poeta futurista”, sino por tan diplomática reprimenda37. La reflexión sobre la Sociedad de las Naciones como organismo de creación masónica, impulsado después de la Gran Guerra como garante de la paz mundial, era uno de los temas de actualidad que se encuentran en L’Acacia, la otra revista donde la francmasonería se presenta como agente globalizador de un proyecto pacifista destinado a superar los enfrentamientos entre nacio-
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Le Symbolisme, nº 85, mayo de 1925, p. 140. No obstante, Huidobro abogaba por ideas pacifistas y antimilitaristas (FB 88). En el número anterior Wirth había publicado “Le sentiment patriotique”, donde criticaba el patriotismo nacionalista como fuente de guerra y destrucción, aunque justificaba una reacción defensiva frente al invasor, y consideraba el imperialismo como “antipatriótico”, ya que “falsea y destruye el amor a la patria” (Le Symbolisme, nº 84, abril de 1925, p. 89). 37
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nes38. Esta publicación incluía encartado el suplemento estrictamente masónico Sous le Triangle, dirigido por “le F... [frère, hermano] Paul Dermée, y se mostraba más beligerante al tratar aspectos de actualidad política, educativa y cultural. Entre los artículos de estos años que caracterizan su perfil editorial podemos citar el manifiesto “Aux forces de Gauche” que abre el nº 5 (1923), donde el Grand Orient de France llamaba a la unión de las izquierdas para defender las conquistas de la Revolución francesa y los Derechos del Hombre, la soberanía del pueblo, el laicismo, la equidad, la protección del trabajo y la solidaridad. Ese llamamiento aparecía expuesto como la lucha de la luz contra las sombras del clericalismo y del militarismo que volvían a alzarse en el mundo occidental, como también se aprecia en el editorial-manifiesto “Le Devoir de l’Heure” (nº 7, 1924), donde apelaba a “tomar la Bastilla” en defensa de la República, contra fuerzas reaccionarias y oscurantistas como el Vaticano y los jesuitas. En el nº 9 (1924) publicará un recuadro con la protesta del Consejo del Grand Orient de France contra el exilio de Unamuno, llegado a París en julio de ese año39.
Vicente Huidobro y Katherine Hughes, “sinn-feiners” Si en Finis Britanniae la masonería es la base organizativa que inspira explícitamente la acción anticolonialista de Victor Haldan, la lucha por la autodeterminación de Irlanda, como se ha anticipado, motivó directamente su escritura. Pese a que Haldan exhibe en la serie de sus discursos —a los irlandeses, a los hindúes, a los turcos, a los egipcios, a los sudafricanos, a los canadienses y australianos— un conocimiento general del problema, la “revolución irlandesa” destaca con mayor protagonismo y detalle. En su citada entrevista con Charensol confesó que una sociedad secreta irlandesa le había
38 L’Acacia. Revue d’Études et d’Action Maçonniques et Sociales (1902-1934), fue fundada por Charles-Mathieu Limousin. Huidobro conservó un ejemplar de 1923 y seis de 1924. 39 Durante esta estancia en París fue cuando Huidobro trató a Unamuno, que también se reunía en la La Rotonde con otros republicanos españoles, como Eduardo Ortega y Gasset, Carlos Esplá o Blasco Ibáñez, que pertenecían a la Liga de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
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encargado su publicación40; y así recordaría su aventura, con cierto distanciamiento, en un párrafo de “La confesión inconfesable”: ¿Cómo olvidar aquellas reuniones de irlandeses exaltados cuando me dio por romper lanzas contra el imperialismo inglés y aquellas caras de orientales rebeldes con ojos luminosos de profetas y las frases ardientes y los terribles juramentos? [...] ¿Cómo olvidar esos tres días en Dublín, perseguido por la policía inglesa y obligado a dormir cada noche en una casa diferente? (Huidobro 1976: I, 792)41
También su héroe, Victor Haldan, aparece vinculado a Irlanda como un destacado sinn-feiner: lleva sangre irlandesa por la rama de una abuela que había alimentado desde la niñez su “idéal de justice” con “legéndes pleines de sang, de douleur et d’espérance en une aurore prochaine de liberté” (FB 17); fue en Irlanda donde Haldan fundó su Sociedad Alpha, que luego extendió a Canadá y a otros países; e irlandesa era también la bella e inteligente Miss Mackenzie que acompaña a Haldan en el Orient Express y se muestra bien informada en la cuestión colonial. En Constantinopla, Haldan insuflará valor y esperanza al Sinn Féin, “synthèse de l’âme héroïque irlandaise” (FB 33). La importancia que tuvo para Huidobro el problema de Irlanda también se hace visible en la estructura del relato, ya que la primera y la última de sus alocuciones van dirigidas a los republicanos irlandeses y a sus mártires, y así la serie de los discursos queda enmarcada entre la más extensa y trabajada del conjunto: el “Discours aux irlandais”, dedicado al “héros sans ésperance” Terence Mac-Swiney (FB 27), y la página visionaria “Un jour...”, dedicada “A Éamon de Valera. Le martyr infatigable. Celui qui n’acceptera jamais las comédies de la liberté” (FB 79-80). Estas arengas tienen como referentes históricos la Guerra de Independencia, la firma del Tratado anglo-irlandés
40 En el pie de imprenta de FB también consta el nombre —de resonancias masónicas— de las Éditions “Fiat Lux”. En las bibliotecas francesas no existe ningún otro registro bibliográfico de la época con ese pie de imprenta, aunque Fiat Lux es el lema del escudo de The Grand Lodge of Ireland, de orientación republicana. Sin embargo, no hemos podido confirmar esta hipotética relación. 41 En una carta del 30-IV-1924 Huidobro le cuenta a Juan Larrea que ha estado en Irlanda e Italia. Este viaje, no documentado por ahora, puede situarse entre finales de marzo y mediados de abril, poco después de su secuestro por agentes ingleses (Huidobro 2008: 175).
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(diciembre de 1921) y la Guerra Civil (junio de 1922-mayo de 1923), que estalló a consecuencia de la división del Sinn Féin en dos bandos irreconciliables: los partidarios del Tratado y los “antitratado”, con el presidente Éamon de Valera y una facción del IRA dispuestos a no dejar las armas hasta conseguir la completa autodeterminación de Irlanda. Según se nos advierte en una nota del editor (FB 91), Finis Britanniae tenía que haber salido de la imprenta en enero de 1922 (poco antes de la firma del Tratado y de la Guerra Civil entre las dos facciones del Sinn Féin), pero no salió hasta diciembre de 1923, es decir, cuando Éamon de Valera había conseguido pactar una tregua que, sin embargo, no logró detener la represión de la policía inglesa contra los republicanos, y este se encontraba preso en la cárcel inglesa de Clare42. Al indagar cómo Huidobro pudo llegar a implicarse realmente en esa causa, comprobamos que el caso irlandés era un tema de palpitante actualidad, tanto en la prensa diaria como en numerosas publicaciones informativas y de propaganda, que llevaban la firma de G. Bernard Shaw y de Chesterton —a quienes Huidobro dedicó Finis Britanniae— o la de Ricardo Baeza, el cronista del madrileño El Sol43. Además, la ciudad de París se había convertido en un centro diplomático y de propaganda del Sinn Féin (Fennel 2011: 53), y fue la sede de dos grandes acontecimientos relacionados con la delicada situación irlandesa: uno había sido la Conferencia de Paz de París (19191920), en la que ni los franceses ni los estadounidenses se atrevieron a apoyar la independencia de la isla por el perjuicio que hubieran podido sufrir sus relaciones exteriores con Inglaterra; y el otro fue el Irish World Race Congress, que se celebró en enero de 1922, justamente cuando estaba prevista la publicación de Finis Britanniae. En este punto entra en escena una corresponsal de Huidobro que fue la organizadora de ese congreso: Katherine Hughes (1876-1925), la periodista canadiense, hija de una emigrante irlandesa, que trabajó infatigablemente por la república de Irlanda desde que conoció en 1914 el Irish Renaissance y el sufri-
42 Para la información histórica sobre Irlanda y el Sinn Féin, véanse Feeney 2005: caps. 4 y 5, y Ranelagh 1999: cap. 9. 43 Ricardo Baeza recogió sus crónicas irlandesas en el libro La isla de los santos. Itinerario en Irlanda (1930), reeditado en 2010.
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miento de la isla44. Huidobro debió conocerla en 1921, cuando ella se estableció en París en el mes de septiembre para organizar a las órdenes del presidente Éamon de Valera el mencionado Irish World Race Congress (enero de 1922), aunque la imprevista firma del Tratado anglo-irlandés el mes anterior desencadenó grandes tensiones entre los representantes protratado y los antitratado, y se desvirtuó la que hubiera sido una gran celebración de la identidad cultural irlandesa, con representantes de setenta países de los cinco continentes. En su libro sobre Joyce en París, Conor Fennell (2011: 51-61) reconstruye con detalle el clima de crispación en que se desarrollaron los preparativos y las sesiones, bajo el control de la policía secreta, y la forma en que Éamon de Valera logró captar la mayor atención de la prensa para hacer su propaganda. Entre los países convocados había representantes de Perú, Argentina y Chile, pues también acogían población de origen irlandés. Dado que Huidobro aparecía en estos años como agregado a la embajada de Chile en París, parece muy probable que participara activamente en este congreso, al que podía haber ofrecido su Finis Britanniae si su publicación no se hubiera retrasado. Estas hipótesis se confirman al conocer esta carta de 1924 dirigida por Katherine Hughes al poeta: 2240 Grand Concourse New York, August 4, 1924 My dear Senor de Huidobro, When I read some time ago of the publication of your interesting new book on England —“Finis Britanniae” / In talking of it to Mr. Kennaday, a literary agent of some note, he said if you had an English translation he would like to try to place it with a publisher here. He has arranged for the American editions 44 Comprometida con el Sinn Féin, Hughes se entregó desde 1917 a la organización de sociedades de irlandeses emigrados o exiliados en Canadá, en Washington (donde fundó en 1918 la Irish Progressive League), en Australia y en Nueva Zelanda. Entre 1919 y1920 organizó en Estados Unidos y Canadá el apoyo a la exitosa campaña americana de Éamon de Valera, y fundó células de la Self-Determination for Ireland League, cuyos comités se reunieron en Ottawa en 1920 (Ó Siadhail 2000: s/p). Publicó el informe English Atrocities in Ireland: A Compilation of Facts from Court and Press Records, donde el Sinn Féin aparece valorado como “la punta de lanza” en la regeneración de Irlanda, mientras documenta los abusos de la policía y la administración inglesas contra la población civil a manos de los sanguinarios Black and Tans (Hughes 1920).
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of Blasco Ibanez & other European authors. / His address is — / Paul Kennaday, / West 33 Street / New York City. / I congratulate you upon your book, and hope good fortune will attend it and all your future writings. / I was sorry not to see you again before leaving Paris, and very sorry that we could not have the honor of naming you or your friend as the Chilean delegate. But I could not do so without the permission of the men in Santiago, the head of a Ligua there, who decline all my suggestions and with his friends named those other man who would not finally act. / That gentleman has turned out to be a poor patriot as far Ireland is concerned, for he accepted the idea of a Free State. / While in Paris I was gradually moving toward a nervous breakdown from three years of intense Irish campaigning. / And for the past two years I have been ill —only now growing strong again. / Yours cordially / Katherine Hughes45.
Como puede deducirse, en agosto de 1924 Katherine Hughes no solo estaba gestionando la traducción de Finis Britanniae al inglés, en Nueva York, sino también (y esto es lo más sorprendente), se había ocupado de proponer a Huidobro como representante por Chile del Sinn Féin, aunque en Santiago prefirieron elegir a otro que resultó ser partidario del Estado Libre, es decir, del Tratado anglo-irlandés y del estatus de Irlanda como dominion británico. Tampoco prosperó la propuesta de Irlanda cuando postuló a Huidobro como candidato al Premio Nobel de Literatura en 1926 (Weiss 2003: 33). Bernard Shaw había ganado el premio el año anterior, pero el jurado encontró extraña su obra y decidió galardonar a la escritora italiana Grazia Deledda46.
En Chile, con Mustafá Kemal La conexión de Huidobro con la masonería vuelve a estar documentada en 1925. En una extensa carta sin fecha, la combativa feminista chilena Inés Echeverría Bello (Iris) le pedía al poeta que recibiera en París al presidente 45 Carta manuscrita AFVH (00621; cc215). Otras cartas del AFVH confirman que, efectivamente, Huidobro inició los trámites para la traducción de FB con Mr. Kennaday y otro agente. 46 Kjiell Espmark (2008) revela los criterios conservadores y tradicionalistas que prevalecieron en aquellos años para premiar a autores como Deledda o Gabriela Mistral, en detrimento de escritores más experimentales como Huidobro, Vallejo, Kafka, Joyce, etc.
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Arturo Alessandri Palma (que había tenido que renunciar a la presidencia) y que le presentara a Oswald Wirth. En la carta hacía alusión a su lectura de la obra de Wirth, a un atelier spirituel (sinónimo de logia) que estaba organizando en Santiago, y animaba a Huidobro en su inminente campaña política: “Te espero pronto. Ven armado para la lucha. Yo te prepararé el camino” (AFVH, cc189r). Otro documento del Archivo es una tarjeta-invitación para la conferencia polémica de Huidobro contra el automatismo surrealista: “L’Inconscient et l’inspiration artistique (normale et pathologique)”, que este iba a dictar en el anfiteatro Michelet de La Sorbona el 19 de febrero de 1925, con el anuncio de la asistencia de Alessandri Palma como presidente de honor de la sesión. No sabemos si Huidobro presentó a Alessandri (que también era masón) a su maestro Oswald Wirth, ni cuál era el propósito de la entrevista que debían sostener, pero estos documentos conectan a estas dos personalidades chilenas a las que pronto veremos enfrentadas en su país, cuando Alessandri, “sometido por la oligarquía reaccionaria”, traicionó el apoyo de Huidobro y defraudó las expectativas de la juventud chilena47. Para Huidobro se cerraba una etapa de alto protagonismo intelectual en el seno de L’Esprit Nouveau y en el círculo del Dr. Allendy, coronada con la edición en 1925 de sus Manifestes y de los libros de poesía Automne régulier y Tout-à-coup, antes de regresar a Chile en abril de ese año. Según los documentos que hemos podido consultar, Huidobro mantuvo un vínculo activo con la masonería francesa hasta 1925, cuando se le expidió un documento escrito a doble cara: en el anverso el V. M. Wirth certificaba que el “T... C... F... Vincent Huidobro” había obtenido en París su grado de maestro aquel mismo día 26 de febrero de 1925; y en el reverso, con firma en Santiago de Chile, el 4 de mayo del mismo año, se cursaba la orden del Gran Maestro de la Gran Logia de Chile solicitando que el “querido hermano Vicente Huidobro, Maestro Masón” fuera recibido en una logia asociada a la misma (Figs. 3 y 4).
47 Véase V. Huidobro, “Una ley represiva y un hombre ante la historia”, en Frente Popular, 30 de noviembre de 1936, en Huidobro 2003: 165-166.
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Fig. 3. Obtención del grado de Maestro (anverso) (AFVH)
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Fig. 4. Solicitud de traslado a una logia de Chile (reverso) (AFVH)
El regreso de Huidobro a su país coincidía con el breve mandato de Alessandri (reincorporado a la presidencia entre marzo y octubre de 1925), después de que este consiguiera la aprobación de la Constitución democrática de 1925, en la que se reconocían derechos sociales y laborales y se decretaba la separación de la Iglesia y el Estado, motivando que el obispo de la Serena, D. José María Caro, diera ese año a la imprenta El misterio de la masonería. Descorriendo el velo, contra la influencia “luciferina” de la francmasonería en la política chilena de aquellos años (en Reverte Bernal 2004: 76).
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Sin duda, el paso de Huidobro por la masonería francesa le aportó una visión amplia y progresista de la política internacional, una preparación política y, seguramente, una red de contactos que facilitó su actividad en Chile. Pero no tenemos constancia de que frecuentara una logia en su país, aunque sí se relacionó con reconocidos masones, como el joven militar de ideas socialistas Marmaduke Grove, que apoyó junto con la combativa Federación de Estudiantes Universitarios la meteórica irrupción de Huidobro en la política chilena, inaugurando así un desconocido fenómeno de activismo juvenil doblemente vanguardista: en la estética y la política (Subercaseaux 1998). En este sentido, resulta interesante comprobar la identificación de Huidobro con Mustafá Kemal, el artífice de la nacionalidad turca a quien había dedicado su “Proclamation aux turcs”, y al que invocará como modelo de gobernante joven durante su campaña política en Chile: Nuestro grito debe levantar la misma frase de los jóvenes turcos de Mustafá Kemal, aquellos jóvenes que despertaron a Turquía y han hecho el engrandecimiento de ese pueblo, tan adormilado y rutinario como el nuestro. Esa frase decía: “No queremos gobernantes mayores de cuarenta años ni admitiremos entre nosotros a ningún hombre que haya pronunciado en su vida más de cinco veces la palabra política”48.
Conclusión Suele afirmarse que Vicente Huidobro entró por vez primera en la acción política en 1925, cuando viajó a Chile para presentar su “candidatura simbólica” a la presidencia de la nación, y que hacia 1931 ingresó en el Partido Comunista Francés. Pero ahora sabemos con certeza que su activismo político se inició en París hacia 1920, en el seno de la francmasonería y de los primeros movimientos anticolonialistas que cobraban fuerza después de la Primera Guerra Mundial, donde intentó fundir su vanguardismo cosmopolita (aparentemente irresponsable) con un vanguardismo cosmopolítico de 48 Entrevista en La Patria, de Concepción (27-IX- 1925), reproducida en GarcíaHuidobro 2000: 66-67. También había propuesto para España el modelo de Kemal en “Espagne”, L’Esprit Nouveau (nº 18, noviembre de 1923, s/p).
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ideario radical, gestado en la selecta logia de Oswald Wirth y en las sociedades secretas antibritánicas. Una y otras propiciaban redes de confraternidad transnacional, donde, en una Europa de nacionalismos furibundos, los extranjeros se sentían naturalizados como parte de una polis sin fronteras, y comprometidos con problemas y anhelos ya globalizados. Esta condición cosmopolítica —en el sentido de ciudadanía militante que le otorga al término Étienne Balibar— nos ofrece una perspectiva actual sobre la arriesgada utopía revolucionaria de Victor Haldan, así como sobre las ansiosas batallas personales, estéticas y políticas de Huidobro para reinventar su identidad y destruir los viejos valores (familiares, culturales, de clase y de nación) en una incesante lucha. Su célebre fotografía de 1923, caracterizado “como Victor Haldan” era algo más que un disfraz. Con Finis Britanniae la tarea del poeta no había hecho más que empezar, y en su “novela de anticipación” La próxima (1934) veremos a Alfredo Roc luchando por realizar su utopía comunista en Angola al fundar allí una comunidad internacional de artistas bajo las directrices estéticas del esprit nouveau, mientras en Europa agonizaba una civilización exhausta bajo las bombas letales de otra guerra mundial.
Bibliografía Araya, Guillermo (1981): “En torno a Vicente Huidobro”. En: Bulletin Hispanique, 83, 1-2, pp. 163-174. Aullón de Haro, Pedro (2003): “La teoría poética de Vicente Huidobro en el marco del pensamiento estético”. En: Huidobro, Vicente: Obra poética. Ed. de Cedomil Goic. Madrid: ALLCA XX (Colección Archivos), pp. 1480-1488. Baeza, Ricardo (2010): La isla de los santos. Itinerario en Irlanda. Pról. de L.-A. Laget y E. Hernández Cano. Sevilla: Igitur. Balibar, Étienne (2008): “Del cosmopolitismo a la Cosmopolítica”. En: Revista Internacional de Filosofía Política, 31, Madrid: UAM/UNED, pp. 85-100. Bary, David (1975): “Vicente Huidobro y la literatura social”. En: Costa, René de (ed.): Vicente Huidobro y el creacionismo. Madrid: Taurus, pp. 319-328. Birksted, J. K. (2009): Le Corbusier and the Occult. Cambridge: Massachusets Institute of Technology.
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DE LA PÁGINA AL LIENZO: PINTORES PARA LA LITERATURA HISPANOAMERICANA DE VANGUARDIA Teodosio Fernández Universidad Autónoma de Madrid
La relación entre la pintura y la literatura probablemente nunca fue más estrecha que en el ámbito de las vanguardias, que fueron también ocasión para una fecunda colaboración entre España y América. Sin ánimo de volver sobre los comienzos de esa colaboración, baste con recordar el papel que el uruguayo Rafael Barradas desempeñó desde que a fines de 1917 presentara en Barcelona el vibracionismo, con su relevante actividad posterior en Madrid como cartelista, escenógrafo e ilustrador, tarea esta última de la que se beneficiaron Vltra, Alfar y otras revistas más o menos afines al ultraísmo; o el de la argentina Norah Borges, desde que en septiembre de 1919 el número 96 de Baleares incluyó su dibujo “Músicos ciegos” y la convirtió en la pintora ultraísta por excelencia, presente en Cervantes, Vltra, Reflector y otras publicaciones de vanguardia. Esos comienzos marcan la pauta de los cauces que esa conjunción de pintura y literatura había de seguir: aunque la ilustración de los libros ofrece un interesante campo de estudio, la confluencia entre artistas y escritores tuvo en las revistas su territorio preferido, y la poesía resultó el género literario más favorecido. Eso quiere decir que la prosa de vanguardia resultó también en este aspecto damnificada. Si se añade a eso tanto la dificultad para aproximar justificadamente manifestaciones artísticas tan diferentes como la literatura y la pintura, como la pretensión de que esa
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aproximación implique a escritores y artistas de España y de Hispanoamérica, cabe prever que los resultados de la investigación no vayan más allá de observaciones triviales sobre casos de escaso interés, menor cuanto mejor se ajusten a esa conjunción de factores. Esas razones me han decidido a aprovechar esta ocasión exclusivamente para recordar el papel que dos españoles, escritores y a la vez artistas, desempeñaron en territorio americano en beneficio de la vanguardia. Uno de ellos fue Gabriel García Maroto, un manchego que en 1916 había dado a conocer el justamente olvidado poemario Los senderos, ajeno por completo a sus inquietudes posteriores, para trabajar después como impresor a la vez que desarrollaba una prolongada trayectoria como pintor. García Maroto se interesó por América al menos desde 1926, cuando Demetrio Ramos Martínez, impulsor en México de las escuelas de pintura al aire libre —o “Escuelas de Acción”, por entonces en actividad en varios lugares—, llegó a España con doscientas obras realizadas por niños que se expusieron en el Palacio de Bibliotecas y Museos de Madrid, lo que habría de resultar un estímulo para las inquietudes que alentaron el trabajo de las Escuelas Populares de Bellas Artes en España. Invitado por Ramos Martínez, García Maroto viajó a México en diciembre de 1927, después de haber ilustrado Los de abajo, la novela de Mariano Azuela que ese año la editorial Biblos publicó en Madrid. Alejo Carpentier tuvo ocasión de conocerlo a su paso por Cuba, donde declaró su interés por la pintura de Barradas, Josep de Togores y Salvador Dalí, su admiración por Pablo Picasso y su convicción que el cubismo había constituido “uno de los momentos más interesantes de la historia del arte”, pero que se había de dejar atrás1. García Maroto encontró acogida en la escuela de Churubusco, en el sur de la ciudad de México, donde se aprovechaba para las actividades el edificio del antiguo convento franciscano de Santa María de los Ángeles. Allí preparó los Veinte dibujos mexicanos publicados en 1928, precedidos de un “comentario” de Jaime Torres Bodet. Ramos Martínez le había facilitado la relación con pintores y escritores, en especial con aquellos que entonces iban a aglu-
1 Véase “Maroto, viajero de tercera” (Diario de la Marina, La Habana, 15 de enero de 1928), en Alejo Carpentier, A puertas abiertas. Textos críticos sobre arte español, compilados y editados por José Antonio Baujín y Luz Merino, Santiago de Compostela, Universidad de Santiago de Compostela, 2004, pp. 91-95 (94).
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tinarse en torno a la revista Contemporáneos, entre los que Torres Bodet se encontraba. Precisamente fue Maroto quien diseñó la cubierta de esa revista, cuyo primer número salió en junio de ese 1928 y en cuyas páginas aparecerían dibujos mexicanos suyos de esa época y también otros fruto de sus viajes posteriores. No pudo sustraerse a las disputas que animaban aquel ambiente cultural: las relaciones de Contemporáneos con Diego Rivera se enturbiaron desde que en el primer número apareciera un artículo suyo donde resaltaba los logros que advertía en los murales del Anfiteatro de la Escuela Nacional Preparatoria, de la Secretaría de Educación y de la Escuela de Agricultura de Chapingo. A pesar de la admiración por su pintura que Maroto siempre había declarado, Rivera recibió mal los comentarios —quizá porque señalaban las limitaciones derivadas de convertir el arte en un instrumento político, a veces para caer en excesos ornamentales ajenos a las búsquedas realizadas por el pintor durante su etapa cubista2—, y en adelante mostró una actitud hostil que animó a los “contemporáneos” a auspiciar otras orientaciones de la pintura mexicana. Las preferencias se orientaron decididamente hacia los artistas nuevos que Xavier Villaurrutia, miembro del grupo, había destacado en febrero de ese mismo año en el número 6 y último de la revista Ulises: “Un incitador, Manuel Rodríguez Lozano; un sensual, Tamayo; un intelectual, Lazo; un italiano, Castellanos”3. El rechazo de Rivera potenciaba las preferencias por una pintura no politizada, y, aunque con excepciones, por la pintura de caballete, desdeñada entonces por Rivera y por David Alfaro Siqueiros. Aunque la relación de Maroto con México habría de ser prolongada y fecunda —volvió a finales de 1930, tras su estancia en Cuba, para permanecer hasta 1934, y encontraría allí su refugio final cuando la Guerra Civil lo obligó a dejar España en 1938—, esa temporada inicial fue de especial interés, también por la difusión de la nueva poesía mexicana que resultó de la publicación de su Nueva antología de poetas mexicanos (o Galería de los nuevos poetas de México, según rezaba en la cubierta) en Madrid, ese año 1928. Los
2 Gabriel García Maroto, “La obra de Diego Rivera”, Contemporáneos, nº 1, junio de 1928, pp. 43-75. 3 Xavier Villaurrutia, “Un cuadro de la pintura mexicana actual”, en Ulises, nº 6, febrero de 1928, pp. 5-12 (10).
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seleccionados eran Enrique González Rojo, José Gorostiza, Manuel Maples Arce, Salvador Novo, Bernardo Ortiz de Montellano, Gilberto Owen, Carlos Pellicer, Torres Bodet y Villaurrutia. A Maroto se debían los dibujos y la selección, en la que se hacía extraña la presencia del estridentista Maples Arce, quien se había distinguido desde años atrás por acusar de afeminados y de protegidos por el poder —representado en los primeros años veinte por José Vasconcelos desde la Secretaría de Educación Pública— a los escritores y artistas identificados con la opción cosmopolita que suele relacionarse con Contemporáneos y antes con Ulises. En 1929 Gabriel García Maroto se trasladó a Nueva York, donde conoció a los pintores mexicanos José Clemente Orozco y Emilio Amero, además de reencontrar a Federico García Lorca, cuyo Libro de poemas había sido publicado en Madrid, en 1921, precisamente en la Imprenta Maroto. Con él, con Ángel del Río y con Federico de Onís, colaboró en el homenaje que daría lugar a Antonia Mercé la Argentina, editado en Nueva York por el Instituto de las Españas en Estados Unidos, en 1930. En la primavera del año siguiente García Lorca y Maroto volvieron a coincidir en Cuba, invitados, como el compositor y musicólogo Adolfo Salazar, por Fernando Ortiz y la Institución Hispano-Cubana de Cultura que este dirigía en La Habana. Desde su paso a fines de 1927, Maroto era bien conocido en la isla, donde la Revista de Avance había difundido dibujos suyos de México y Nueva York4. Ahora tendría ocasión para durante tres meses realizar tareas pedagógicas de pintura a la manera mexicana en Caimito del Guayabal5, además de impartir conferencias, organizar varias exposiciones, pintar un retrato de José Martí y realizar Cuba. 20 veinte grabados en madera, portafolio que habría de imprimir en 1931 y del que en septiembre de 1930 el número 50 de la Revista de Avance había anticipado algunas muestras. Ya desde finales del año anterior trataba de aprovechar en México esa experiencia a la vez que desarrollaba otras actividades, que ocuparían su tiempo hasta que en 1934 decidió regre-
4 Un suplemento de 1928 Revista de Avance, año II, tomo III, nº 20 (“número aniversario”), publicó seis “dibujos mexicanos”, y 1929 Revista de Avance, año III, tomo IV, nº 35, junio de 1929, cuatro de Nueva York. 5 Véase Caridad Massón Sena y Miladys Blanco González, Lorca y Maroto en Caimito, Madrid, J.-M. Bernal Ediciones, 2000.
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sar a España, donde la Guerra Civil habría de llevarlo al bando republicano y luego al exilio. Como los comentarios de Villaurrutia en Ulises hacían prever, los pintores más ajustados al proyecto de Contemporáneos resultaron ser Rufino Tamayo, Julio Castellanos, Manuel Rodríguez Lozano y Agustín Lazo, quienes parecían preferir la psicología y el lirismo a la historia y a la política que caracterizaban a los muralistas rivales. La carencia de un proyecto definido en el grupo facilitaba las relaciones con García Maroto, quien conjugaba la herencia de la litografía expresionista característica de muchas de las publicaciones españolas de vanguardia y la pintura poscubista que había mostrado en Madrid —había expuesto junto a Barradas, Cristóbal Ruiz y Javier Winthuysen en 1922, en el Ateneo— con la inspiración popular que había descubierto con el arte mexicano. Esto dio lugar a un estilo personal en el que a veces, como en la cubierta de Contemporáneos, el legado del cubismo derivaba hacia la figuración, perfectamente definida ya en sus creaciones de tema mexicano, y también en las de inspiración cubana, donde la exuberancia caótica del trópico y de los temas criollos era reducida a su esencia “no solo por un proceso puramente técnico, pictórico, de eliminación y de condensación, sino también por obras de transmutación, de creación propiamente dicha”6. Esa orientación parecía encajar en imprecisas preferencias de los “contemporáneos”, cuyas soluciones fueron diversas e incluso contradictorias, pero que, entre los límites del clasicismo y de lo suprarreal, subrayaban los valores plásticos, conformando una “nueva figuración” cualquiera que fuese su origen, intención que era igualmente la de Rivera y los suyos. La época no dejó de ofrecer claves para percibir el proceso: las más útiles son tal vez las proporcionadas por Realismo mágico. Post expresionismo, el libro del alemán Franz Roh que desde su publicación en castellano fue decisivo para las reflexiones hispanoamericanas sobre pintura e incluso afectó en alguna medida a la evolución de la pintura en Hispanoamérica7. Tanto en Maroto como en buena parte de la pintura mexicana no es difícil reconocer caracteres que Roh había asignado a la pintura posexpresionista. Esta, dejando atrás el
6 Jorge Mañach, “La Exposición Maroto”, en 1930 Revista de Avance, año IV, tomo V, nº 30, La Habana, 15 de septiembre de 1930, pp. 280-282 (280). 7 Véase Franz Roh, Realismo mágico. Post expresionismo. Problemas de la pintura europea más reciente, traducción del alemán por Fernando Vela, Madrid, Revista de Occidente, 1927.
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rechazo vanguardista de la mímesis, ofrecía una realidad que no era real aunque descubriera lo cotidiano, lo personal e incluso lo íntimo, prefiriéndose las superficies de color defendidas por contornos firmes y los cuerpos inmóviles, como si el artista renunciara al dinamismo del futurismo y del expresionismo. Roh no alcanzó a incluir el surrealismo entre las innovadoras corrientes posexpresionistas, entre las cuales puede incluirse sin dificultades la nueva figuración que aportaba. La conjugación de la pintura surrealista con la prosa del mismo signo tarda en percibirse en Hispanoamérica, precisamente por lo tardío y disperso de sus manifestaciones artísticas y literarias. No conviene olvidar, desde luego, que la imbricación de esos intereses se dio ya en el grupo que operó en Buenos Aires en torno a Aldo Pellegrini y a los dos números de la revista Que publicados en 1928 y 1930, donde no faltaron prosas de interés. Poemas en prosa fueron precisamente los que Gilberto Owen reunió en Línea, libro que se publicó en Buenos Aires en 1930 y que Maroto había situado en “la frontera del sueño”8 al seleccionar algunas muestras para su Nueva antología de poetas mexicanos. Quizá nadie conjugue mejor que Eugenio Fernández Granell la conexión transatlántica con la condición de prosista y pintor ligado al surrealismo. De su prolongada trayectoria, cuya última etapa se cumplió en España, cabe rescatar por esta vez su periodo hispanoamericano, el que media entre 1940, con su llegada a la República Dominicana, y 1959, cuando fijó definitivamente su residencia en Nueva York. Miembro del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), Granell había tenido que pasar a la clandestinidad en la España republicana, ocultándose en Barcelona de la persecución desatada por el gobierno bajo la presión estalinista del Partido Comunista, y luego había conocido en Francia los campos de concentración, antes de embarcarse en el buque que lo llevó hasta la República Dominicana. En 1936, iniciada la Guerra Civil española, había tenido ocasión de conocer en Barcelona al surrealista Benjamin Péret, y eso lo animó a entrevistar a André Breton cuando este llegó a Santo Domingo (entonces Ciudad Trujillo) en mayo de 1941, camino de Nueva York, y a publicar sus declaraciones el 21 de ese mes en La Nación, periódico del que era redactor. El encuentro resultó de8 Nueva antología de poetas mexicanos, selección y grabados de Maroto, Madrid, La Gaceta Literaria, 1928, p. 66.
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terminante para Granell, cuyo entusiasmo por el surrealismo quedó de manifiesto en la atención que dedicó en La Nación a Pierre Mabille y al pintor cubano Wifredo Lam, a quienes también pudo ver en Ciudad Trujillo, y a los poetas surrealistas chilenos del grupo Mandrágora. Ese entusiasmo estimuló su dedicación a la pintura y determinó tanto las prosas que escribió para La Poesía Sorprendida como las viñetas suyas que ilustraron esa revista desde que se empezó a publicar en octubre de 1943. También se animó a hacer propuestas en contra de la pintura realista, y en favor del sueño y la invención como funciones determinantes de la creación artística, subrayando la significación del color, fruto cerebral de intuiciones espontáneas y reflexiones místicas, y su valor simbólico: esas ideas encontraban su mejor concreción en la reiterada producción de cabezas de indios a la que entonces se entregó en pinturas y dibujos. Trató asimismo de acercarse al ámbito de los sueños con algunas prosas breves que plantearon alternativas a las convenciones literarias, buscaron asociaciones insólitas y potenciaron las imágenes en que los colores a veces volvían a prevalecer9. Sin duda ese entusiasmo fue decisivo para la presencia del surrealismo francés en La Poesía Sorprendida, una presencia que puede advertirse desde sus comienzos, y que se concretó en la publicación de textos de Paul Éluard, Robert Desnos, Antonin Artaud y el propio Breton, entre otros representantes del movimiento. Algunos poetas dominicanos compartían ese interés, que se puede documentar al menos desde que Antonio Fernández Spencer se acordara de la novela Nadja y de su autor en “Ah Breton”, un poema fechado el 2 de octubre de 1940. En 1944 las ediciones de La Poesía Sorprendida publicaron el poema en prosa Vlía, de Freddy Gatón Arce, considerada la primera experiencia de factura netamente surrealista ofrecida por el grupo, suficientemente confusa para integrar ingredientes relacionados con el crimen y con otros motivos o imágenes de belleza convulsiva o maldita, de un onirismo barroco en el que reaparecían las referencias a lo inefable como una aspiración y a la armonía como una posibilidad de superar el ámbito infor-
9 El humor y una imaginación sin límites característicos de las ficciones posteriores de Granell ya se manifestaron por entonces en sus relatos breves “El hombre verde” y “La moldura”, que las ediciones La Poesía Sorprendida reunió en El hombre verde, cuaderno publicado en Ciudad Trujillo en 1944, iniciando su colección Estrella en Llamas.
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me y desolado en el que sufría y se angustiaba el poeta. Vlía parecía haberse generado entre la vigilia y el sueño, en esa frontera que elude o atenúa el control de la razón, práctica creadora que Gatón Arce reiteró en las prosas y los poemas que La Poesía Sorprendida dio a conocer por entonces. André Breton volvió a la República Dominicana en febrero de 1946, esta vez mientras se dirigía desde Haití hacia la Martinica en el viaje de regreso a Francia. Fue entonces cuando Granell, interesado sobre todo en la pintura, regaló al poeta francés un pequeño óleo sobre cartón que con el título L’heure d’été (La hora de verano) habría de aparecer fotografiado y reproducido en el catálogo de la Exposition Internationale du Surréalisme celebrada al año siguiente en la galería Maeght de París10. Sus extrañas figuras humanoides, a veces dotadas de antenas, habían satisfecho el gusto de Breton, habituado a las formas biomórficas diversas de varios de los pintores a los que había dedicado su atención en El surrealismo y la pintura, y tan interesado en la obra de Granell como para escribir el 12 de enero de 1947 una larga carta en la que solicitaba su colaboración y describía minuciosamente los propósitos de la exposición que proyectaba, imaginada como un rito iniciático y místicamente orientada a captar un latente mito nuevo, impulsada por un interés por la magia capaz de conciliar los arcanos del tarot y los signos del zodíaco con el vodú y los cultos de los indios americanos. Para entonces el endurecimiento progresivo del régimen dictatorial del general Rafael Leónidas Trujillo ya había determinado que Granell abandonase la República Dominicana. En octubre de 1946 —el número 18 de La Poesía Sorprendida incluyó ese año su última colaboración— se radicó en Guatemala, cuyo ambiente literario y artístico también removió. No habían transcurrido dos meses desde su llegada cuando ofreció su primera exposición, para cuyo catálogo Péret escribió desde México un prefacio. El ambiente en la capital guatemalteca era propicio, animado por escritores como Eunice Odio, Mario Monteforte Toledo, Luis Cardoza y Aragón y Miguel Ángel Asturias, además de pintores como Carlos Mérida y Miguel Alzamo-
10 Véase Emmanuel Guigon y Georges Sebagg, “Eugenio Granell & André Breton”, en Los Granell de André Breton. Sueños de amistad, catálogo de la exposición organizada en el Museo de Bellas Artes de Santander del 10 de julio al 20 de septiembre de 2009, Santander, Museo de Bellas Artes de Santander/Ayuntamiento de Santander, 2009, pp. 9-30 (12).
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ra11. Desde allí Granell trató de hacer llegar a Breton la colaboración solicitada, en forma de diez telas cuyos títulos se referían en gran mayoría a indios y donde no faltaban los ídolos, los hechiceros, los mitos y la magia. No ignoraba que Péret, con el apoyo expreso de Breton y otros surrealistas, de 1942 a 1947 había proclamado desde México su convicción de que lo maravilloso estaba en todas partes, también en los mitos y leyendas de América, y su voluntad de recuperar la liberadora visión mágica que la ciencia había destruido. Muy lejos ya del marxismo que antes había impregnado la pretensión surrealista de cambiar el mundo, esa voluntad coincidía con las esperanzas depositadas en el poder redentor del mito que, en términos que incluían el difícil momento histórico que se vivía, el propio Breton mostró en su Arcane 17, prueba excelente de la derivación hacia el ocultismo que había seguido en los últimos tiempos, conjugada con una ya consolidada exaltación de lo femenino estrechamente ligado al deseo y al erotismo. Arcane 17 se publicó en Nueva York en 1944 y en 1947 en París, edición esta última sobre la que Granell escribió y publicó algunos comentarios en Guatemala. Mientras colaboraba con artículos e ilustraciones en revistas guatemaltecas, Granell incrementaba su colaboración con Breton. Un dibujo suyo ilustró el comentario que este dedicó a Lettres de guerre de Jacques Vaché en el número 4 de la revista Néon, en noviembre de 1948. La intermitente correspondencia entre ambos permite seguir también las dificultades que empezaron a agobiarlo desde marzo de 1949, cuando sus diferencias con los comunistas guatemaltecos atrajeron sobre él una persecución frente a la cual solo Eunice Odio, la poeta de origen costarricense, se atrevió a salir en su defensa. Una carta de Breton fechada el 3 de octubre de 1949 —la misma en que lo invitaba a colaborar en el Almanach surréaliste du demi-siècle, donde efectivamente aparecieron dos dibujos suyos— permite saber que Granell trataba de trasladarse a Puerto Rico, y ya en 1951, tras dos años sin comunicación, otra del propio Granell recordaba que pudo haber perdido la vida, como le ocurrió a su amigo Miguel Alzamora, pintor, ilustrador y escenógra-
11 Véase Eugenio Fernández Granell, Arte y artistas en Guatemala, Madrid, Ollero y Ramos, 2012. La primera edición de ese libro se realizó en Guatemala en 1949 y fue destruida al parecer antes de su distribución por presiones del estalinista Partido Guatemalteco del Trabajo, creado por entonces.
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fo que era miembro de la Asociación Guatemalteca de Escritores y Artistas Revolucionarios (AGEAR) y fue asesinado por los comunistas. La situación también se había vuelto difícil para Eunice Odio, quien buscó refugio en Cuba, así como para Mario Monteforte Toledo —presidente de la cámara de diputados y por quien Granell supo que lo buscaban para asesinarlo— y para el dirigente estudiantil Manuel Alvarado Rubio, que se trasladaron a México. Desde esos momentos Granell estrechó su relación con Breton y Péret, y la presencia de colaboraciones suyas en las actividades de los surrealistas en Francia es demasiado rica para seguirla en estas páginas, que se limitarán a recordar y comentar dos resultados literarios en relación con la pintura y con el mundo americano. Una de ellas fue Isla cofre mítico, que Granell publicó en 1951 en Puerto Rico, donde había fijado su residencia desde principios del año anterior, tras huir de los horrores de Guatemala. Era un volumen peculiar, rico en ilustraciones, y estrechamente ligado al que Breton publicara en 1948 con el título de Martinique charmeuse de serpents, elaborado con André Masson e inspirado por su estancia en esa isla cuando viajaba de Marsella a Nueva York. El fragmentario libro de Granell —prosas de carácter diverso, a veces de indudable condición poética— recordaba los encuentros con Breton y Pierre Mabille en Ciudad Trujillo, pretextos para derivar hacia consideraciones sobre la significación de la isla como escenario para el ensueño y la fábula, como espacio propicio para la confluencia de mitos evanescentes del pasado con otros nuevos dispuestos a sustituirlos —punto en el que pasado y futuro dejarían de ser contradictorios—, y también como territorio asociado a la libertad, una razón más para relacionar la condición insular con el surrealismo, al cabo una isla salvadora en el océano donde el mundo contemporáneo estaba a punto de sumergirse. Aunque esas fueran cualidades de cualquier isla, era precisamente el mar Caribe el crisol mágico donde se mezclaban “la sangre europea con la sangre africana y la sangre india de otros tiempos”, según Mabille había declarado en la entrevista que Granell había publicado en La Nación de Santo Domingo el 26 de junio de 1941 y que recordaba ahora, convencido de que las Antillas eran el “cofre del nuevo mito”12, relacionado con la libertad y la poesía: con la vida. La ocasión era propicia para exhibir notables conocimientos sobre la presencia de las islas en el arte y en la literatura, ya como generadoras de 12
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Isla cofre mítico, Isla de Puerto Rico, Caribe, 1951, p. 15.
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mitos, ya ligadas a la presencia de personalidades relevantes de la mitología y de la historia. Entre esas personalidades no podía faltar Breton, quien sintió la atracción magnética de las Antillas como antes la sintiera Cristóbal Colón, el navegante soñador que supo (sin saberlo) dónde aparecerían islas antes inexistentes, confiado en su lectura del profeta Isaías. Breton, con su sensibilidad privilegiada de poeta vidente, captaría con su pupila visionaria el resplandor de un nuevo mito, aún indefinido: no en vano también su Arcane 17 estaba ligada a una isla, la canadiense de Buenaventura, y en las islas Canarias había aparecido uno de los primeros grupos surrealistas. La red de analogías subrayaba la significación prometedora del Caribe a la vez que fluidos magnéticos ligaban sensibilidades y objetos, y Granell, empeñado en liberarse de la “cuña racionalista”13 incrustada en el cerebro del hombre contemporáneo, dejaba que el azar lo llevara del juego de cartas al juego de palabras con las letras de breton, o de la simbología de los colores a la significación del número 3: tres fueron las carabelas que llevaron a Colón hasta las Antillas, tres las islas ligadas al destino de Napoleón Bonaparte (Córcega, Elba y Santa Elena), tres las islas del Caribe (Martinica, Haití y Cuba) de las que procedían el poeta Aimé Césaire y los pintores Hector Hippolyte y Wifredo Lam, tres hallazgos de Breton, quien además había identificado en la flor enigmática del cañacoro un triple corazón jadeante en la punta de una lanza14. Además de trazar relaciones como esas, más o menos insólitas, Granell insertó momentos de prosa visionaria que, como la correspondiente al apartado “Senos de fuego”, trataba de reproducir las formas cambiantes y evanescentes de un sueño provocado por los motivos de sus reflexiones y por otros que esos mismos motivos eran capaces de generar en una incesante sucesión de imágenes movedizas donde la mujer y la isla —la “isla cofre mítico de la mujer niña”, norte desconocido hacia el que el ser humano trataría de orientarse15— aparecían con insistencia para enriquecer un atmósfera cargada de presagios.
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Isla cofre mítico, p. 18. Isla cofre mítico, p. 30. Se refería a “la grande fleur énigmatique du balisier qui est un triple cœur pantelant au bout d’une lance”. Véase “Un grand poète noir” (Martinique charmeuse de serpents), en André Breton, Œuvres complètes, edición de Marguerite Bonnet, Paris, Gallimard, 1999, vol. III, pp. 400-408 (402). 15 Isla cofre mítico, p. 60. 14
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Notable interés literario ofrecen cartas como la que el 5 de abril de 1952 dirigió a André Breton —en enero había visitado a Duchamp y a Lam en Nueva York— con su lograda descripción del consumismo propio de la vida puertorriqueña16, o la que el 28 de ese mismo mes, también desde Río Piedras, parecía reflejar, más que la realidad, el ámbito de su imaginación: Mi casa, próxima a la Universidad, da a un campo tropical cubierto de bambúes y palmeras y de millones de insectos. El viento bate continuamente contra las persianas de mi pequeño estudio. Esto me produce la impresión, mientras trabajo, de hallarme en plena y extraña navegación aérea. Como si surcase un espacio en el cual se agitasen remolinos de seres que fuesen ya de un mundo desconocido, participando a la vez de las propiedades de cada reino. Como si se tratase de aves piedras, o de hojas insectos, o de raros instrumentos vegetales animados17.
No en vano en Isla cofre mítico había dedicado especial atención al colibrí desde que en un libro de Alfonso Reyes leyó que el archiduque Maximiliano de Austria —el que años después sería emperador en México— había descubierto en el Brasil al colibrí, al que —“semejante a las imágenes del sueño, aparece cuando menos se le espera, y huye cuando más nos atrae”— describió como “la quintaesencia de los tres reinos”, como “una vida animal con forma y matices de flor fantástica y con los vivos destellos de una piedra preciosa que brillara con una luz propia y llena de misterio”18. También
16 Véase un fragmento: “Tienen aparatos eléctricos para todo: para licuar carne, para hacer jugos, para oír discos, para planchar ropa, para lavarla, para ensuciarla, para remendarla, para estropearla, para plancharla, para ponerla, para quitarla; aparatos para limpiarse el calzado, para afeitarse, para llamar al perro, para regar el jardín, para cortar la yerba, para cocinar, para ver, para leer. Pero no oyen, ni ven ni leen más que los propios aparatos. Se anuncia, además, la leche en aviones con gigantescas letras que se encienden y se apagan, variando de colores, durante la noche. Enormidad de camiones, con anuncios fluorescentes y potentes altoparlantes, le aconsejan a uno que se afeite, que se bañe, que tome tal vitamina, que pruebe tal tapadera especial de retrete, etc. Y la gente cree con tal fe en todas esas prédicas, que uno acaba por pensar si no será que está apareciendo una nueva religión de luces y de ruidos”. Véase Los Granell de André Breton. Sueños de amistad, pp. 109-117 (112). 17 Los Granell de André Breton. Sueños de amistad, pp. 119-125 (123). 18 “Pájaro Sueño”, en Isla cofre mítico, pp. 31-33 (32). Véase al respecto “Maximiliano descubre el colibrí”, en Alfonso Reyes, Norte y Sur (1925-1942), México, Leyenda, 1944, pp. 120-125.
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en Isla cofre mítico había derivado desde los pechos flotantes de Josefina de Beauharnais, isleña de la Martinica, a los del pez mujer que había encontrado en Los estragos de la luxuria del padre Antonio Arbiol, un pez del mar de las islas Filipinas que a su vez llevaba hasta “los peces paraíso ardientes como gemas”19 que Breton había visto en el mercado de Fort-de-France y que invitaban a regresar a la joya del paraíso que Maximiliano había visto en el colibrí, o bien a derivar hacia la mujer (Eva) serpiente que era el cuadro de Henri Rousseau el Aduanero titulado La encantadora de serpientes, que era la isla Martinica a la que Breton había dedicado su libro. De esa atmósfera procedían las pinturas de Granell que mostraban las “tentativas de hibridación” en las que Péret, sin dejar de insistir en la libertad imaginativa del pintor, vería seres “surgidos de un mundo por descubrir”, muestras de una fauna futura que “no dejan de evocar los seres fabulosos que reconocieron en América los primeros viajeros”20. Granell, sin embargo, parecía menos pendiente de esas supuestas referencias al mundo americano que de vindicar la libertad de la imaginación creadora, convencido de que la pintura debía ir más allá de la realidad observada o confirmada por la vista para adentrarse en la visión, única forma de lograr el conocimiento de lo nunca visto. Los propios títulos evitaban con frecuencia ofrecer explicaciones, para no reconducir al ámbito de lo razonable lo que quedaba más allá de los límites de la razón. Desde luego, los comentarios de Breton contra la pintura no figurativa que invadía galerías y revistas de arte21 no podían dejar de influir en Granell, para quien por entonces la pintura abstracta complacía “la limitada exigencia de la vacuidad imaginativa reinante” y correspondía perfectamente “a la monstruosa indigencia mental del día”22, lo que definía con precisión aquello que no quería hacer, al menos hasta que en 1957 se trasladó a Estados Unidos y pretendió acercarse a un surrealismo no figura-
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Isla cofre mítico, p. 36. Véase “E. F. Granell”, texto de Benjamin Péret para el Catálogo de su Primera Exposición Personal en París (galería L’Étoile Scellée, 1954), en E. Granell, Madrid, Fundación Cultural Mapfre Vida, 1989, p. 24. 21 Carta de Breton fechada en París el 11 de abril de 1952 en Los Granell de André Breton. Sueños de amistad, pp. 117-119 (118). 22 Carta de Granell desde Río Piedras, de 28 de abril de 1952, ibidem, pp. 119-125 (120). 20
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tivo que en su propia opinión se aproximaba al expresionismo abstracto que triunfaba allí, y que facilitaba el éxito y la venta de sus pinturas. No parece haber compartido ese proceso la otra producción literaria y la más ambiciosa de Granell, La novela del Indio Tupinamba, un prolongado relato vanguardista donde la intención política era determinante —en Isla cofre mítico no había referencias precisas a los difíciles tiempos contemporáneos, si bien en el capítulo “Senos de Fuego” podían detectarse alusiones al presidente Trujillo y a la matanza de miles de haitianos que ordenó en 1937—, aunque abordada con un registro lúdico que quedaba de manifiesto desde la absurda escena inicial, donde el encuentro del dueño de una librería y su presunto cliente derivaba en el tremolar de pañuelos blancos con que una multitud celebraba con entusiasmo y luego lamentaba con sollozos la partida de dos viajeros que no irían a parte alguna. El lector descubría pronto que el primero “era un Indio Tupinamba con el trasero al aire, como podía verse muy bien, y con una rueda de plumas de ave coloreadas puesta en la cabeza”, dispuesto a quemar los libros para alborozo del segundo, “que era nada menos que todo un Conquistador español de los de América”, pronto dedicado a cortar y reponer incansablemente la cabeza del indio23. No podía faltar el Cura, para dejar patente un anticlericalismo que permitía saltar de la conquista de América a la Guerra Civil española, ocasión para que el narrador tomara partido decididamente por el bando republicano, aunque de una manera poco usual: el Cura disimulaba su complicidad con la sublevación, transformándose en el Héroe Poeta y Campesino en otro salto que paulatinamente permitía integrar a intelectuales, militares, milicianos, jesuitas, falangistas y monjas en un mismo caos, donde las referencias directas a Lenin, Stalin, la Pasionaria o Gregorio Marañón distaban mucho de ser positivas. Sin duda Granell pretendía un ajuste de cuentas con Stalin y sus cómplices, cuya versatilidad camaleónica se adecuaba singularmente a esas transformaciones de apariencia onírica en las que no faltaban comunistas corriendo tras autodecapitarse a sugerencia del Indio Tupinamba. También había lugar para una visión grotesca del Gran Turco (Franco), del clero y de la represión que este trataba de imponer, de las crueldades perpetradas por la 23 Eugenio F. Granell, La novela del Indio Tupinamba, México, B. Costa-Amic, 1959, pp. 14-15.
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España “nacional” y hasta de la célebre actriz y cantante Imperio Argentina, así como para una interesante relación de los hechos bélicos, con el odio que los impulsó y la barbarie que los caracterizaba, e incluso con referencias a la complicidad internacional en el desenlace de la guerra. Con la libertad que las prácticas previas le habían permitido adquirir, Granell logró muestras notables de escritura surrealista, como la que en el capítulo “Speculum Belli” recreó la batalla de la Sierra Camellera, donde las asociaciones apoyadas en la contigüidad de imágenes y conceptos encontraron una expresión lingüística adecuada. Eso no impedía que el lector pudiera seguir sin dificultades el proceso de un relato que recreaba la retirada de los vencidos, la huida a la República Occidental del Carajá y la recepción que encontraron los exiliados allí, buena ocasión para dibujar con trazos expresionistas un panorama que el humor negro hacía absurdo sin perjuicio de que resultase desconsolador, incluso al referirse a los expatriados y los hermanos de América que los acogían. Entre los huidos estaba el Indio Tupinamba, quien pronto regresó a la atrasada madre patria para ser testigo de la posguerra, con las represalias, la miseria y la putrefacción en que se sumía el país bajo la represión de clérigos y militares. A esas alturas lo surrealista dejaba paso a la visión expresionista de una España atrasada y prostibularia, donde quedaba de manifiesto la necesidad que Granell sentía de agredir a académicos como Wenceslao Fernández Flórez, Ramón Pérez de Ayala, José María Pemán o Dámaso Alonso, y una voluntad de marcar distancias con los escritores españoles e hispanoamericanos que a veces determinaba la redacción de episodios poco afortunados, como el conformado por las divagaciones en torno a la Máquina Científico-Moral o Instrumento Compensatorio Físico Moral con que se pretendería reducir “la propagación escandalosa del trato carnal”24 y de la que se beneficiarían en distinta medida cuantos tuvieran alguna complicidad con el gobierno franquista. Pero los desafueros de la imaginación casi siempre conseguían imponerse, y en ese clima no era extraño que una escalerilla de hierro y una escalinata de piedra conectaran España con la Indias, donde el Indio Tupinamba reencontraba al Cura y la República Occidental de Carajá para entretenerse con el cine y otras distracciones de los refugiados, sin que esta vez faltasen, junto a las alusiones a 24
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las carencias que una España atrasada ocultaba con el auge de su industria espartera y gracias a la inclusión del vate carajeño Teddy Lincoln Zamora, referencias también críticas y disparatadas a situaciones políticas propias de cualquier bananera república americana. Un final de condición onírica trataba de integrar elementos culturales de la América indígena en su cadena de asociaciones, sin que eso significase añadir significados nuevos al relato. No los necesitaba: cualquiera que sea la perspectiva política desde la que hoy se aborde su lectura, La novela del Indio Tupinamba constituye una muestra ejemplar de novela vanguardista, de novela que se sabe novela: lo declaran las referencias “metaliterarias” incluidas, a veces en forma de alusiones al lector o a los ingredientes narrativos de otras ficciones25, en ocasiones conformadas como parodia de otros registros literarios. Lo es también por su factura, entre surrealista y expresionista, que en ningún caso impide seguir el hilo de los hechos narrados, reconocer a los personajes por insólitos que resulten y sacar conclusiones sobre la posición ideológica del autor. Cabe deducir de ello que la escritura de Granell se distanciaba del proceso hacia la abstracción que su pintura mostraba seguir, o al menos quedan patentes una vez más las dificultades y los riesgos que todo intento de relacionar literatura y pintura debe afrontar.
25 Como a propósito de “la congelación de los alquileres”: “(Este detalle podría muy bien haberse suprimido de la presente novela, y si al fin se decidió respetarlo, ha sido tan solo por el éxito que datos de esta especie han proporcionado a la obra literaria de Honorato de Balzac)”. Véase La novela del Indio Tupinamba, p. 80.
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Gabriel García Maroto. Ilustración de Los de debajo de Mariano Azuela, Madrid, Biblos, 1927.
Gabriel García Maroto. Ilustración de Antonia Mercé, la Argentina, Nueva York, Instituto de las Españas en los Estados Unidos, 1930, p. 21.
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Gabriel García Maroto. Ilustración de 1930 Revista de Avance, nº 50, 15 de septiembre de 1930, p. 281.
XIX. Hombre, en Gabriel García Maroto, Veinte dibujos mexicanos (impreso en México), Madrid, Biblioteca Acción, 1928.
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E. Fernández Granell: Poesía sorprendida, en La Poesía Sorprendida, nº 13, octubre, noviembre y diciembre de 1944, p. 12.
Eugenio F. Granell. Sonata de primavera (1948). Tinta sobre papel. E. Granell, Madrid, Fundación Cultural Mapfre Vida, 1989, p. 183.
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Eugenio F. Granell. Isla cofre mítico, Isla de Puerto Rico, Caribe, 1951, p. 45.
Eugenio F. Granell. Composición vegetal (1952). Tinta y acuarela sobre papel. Los Granell de André Breton. Sueños de amistad, catálogo de la exposición organizada en el Museo de Bellas Artes de Santander del 10 de julio al 20 de septiembre de 2009, Santander, Museo de Bellas Artes de Santander/ Ayuntamiento de Santander, 2009, p. 182.
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Eugenio F. Granell. Sin título p-73 (1958). Tinta china sobre cartulina. E. Granell, Madrid, Fundación Cultural Mapfre Vida, 1989, p. 183.
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Aquí, tras esta puerta que una invisible mano cerró súbitamente, estoy, estaré siempre Jaime Torres Bodet, “Fidelidad”, Cripta (1937)
1. Torres Bodet entre los Contemporáneos Entre los miembros del grupo Contemporáneos, Jaime Torres Bodet es, junto a Bernardo Ortiz de Montellano, el gran olvidado y maltratado por la crítica. Demasiado formal, demasiado pudoroso, demasiado ambiguo y tibio en esa rebeldía o heterodoxia intelectual, política y sexual sobre la que se ha construido el lugar del grupo en la tradición cultural mexicana, Torres Bodet cae mal. A pesar de la calidad de su poesía o de su participación vigorosa en la revista Contemporáneos, su obra literaria ha ido despeñándose, desgajándose de la cima compacta en la que brillan hoy las de Jorge Cuesta, Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen y José Gorostiza. Desde un extrarradio injusto, sus poemas y novelas reclaman una atención y sobre todo, una mirada, que no se les ha concedido. Dos décadas después, sigue vigente la paradoja con la que José Emilio Pacheco intentó activar su reivindicación en un memorable congreso organizado en 1992 en El Colegio de México
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por Anthony Stanton y Rafael Olea Franco: “Torres Bodet es hoy el ‘poeta maldito’ entre los Contemporáneos, el único del ‘grupo sin grupo’ al que no se le da su lugar en la tradición poética mexicana” (Pacheco 1994: 89)1. Sin embargo, la vida y la obra de Torres Bodet poseen los ingredientes de la leyenda, no tan maldita y posmoderna como la de Cuesta o Novo pero no menos trágica que la de Owen o Villaurrutia. Y eso aunque se la atisbe con dificultad bajo la corrección vital, el discurso de estoicismo moral, y la sobriedad y la prudencia verbal con que el autor plasmó literariamente una vibración emocional no pocas veces torturada. Nada podrá saberse ya de su quién sabe si oprimida homosexualidad —fuente de leyenda en otros Contemporáneos—, porque el señalamiento que suele hacérsele apenas ha quedado en la rumorología y admite la duda, pero no hace falta. Basta explorar el fustigante, hipnótico y sereno susurro tras una puerta cerrada que es su olvidada y excelente poesía de los años treinta, susurro que habla de un drama personal impostergable y obsesivo: el del responsable niño prodigio que a los 21 años era ya secretario particular de Vasconcelos y construyó, justificándose en una ética intelectual de responsabilidad pública, una ambiciosa carrera burocrática (en la diplomacia, en la Secretaría de Educación, en la Unesco), tentado permanentemente por un yo saturnal y visionario, inclinado a ‘lo otro’ como Fausto o Proserpina —los referentes de las novelas que estudio aquí— encerrado en un sótano luminosamente negro. El drama de un hombre que es a la vez el súcubo del sótano y el que cierra la puerta, y somete ese desgarro a observación y reflexión y a la disciplina de la escritura para saber y/o decidir cuál de los dos es y/o quiere ser. Ni el tiro que se descerrajó en la boca a los 72 años le ha valido para ganarse la leyenda, tal vez porque confesada en Destierro o Cripta, los poemarios que publicó en 1930 (Madrid, Espasa-Calpe) y 1937 (México, Loera y Chávez), pasa desapercibida en la
1 Más recientemente Gustavo Jiménez Aguirre se ha referido también a “las opiniones irreverentes” que rodearon la construcción crítica de Torres Bodet a partir de los sesenta o a la “antipatía inocultable” con que se le trata en libros consagratorios sobre los Contemporáneos como el ya clásico de Guillermo Sheridan (1985) o la conocida Crónica de José Joaquín Blanco (1981) (Jiménez Aguirre 2004: 125-127). A Jiménez Aguirre debemos uno de los poquísimos intentos de revitalización y restitución de la poesía de Torres Bodet: su edición prologada de Destierro y otros poemas en la sombra (2000).
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hermética sobriedad que logró domando el calambre con inteligibilidad2. Octavio Paz pensó que “quiso, ante todo, ser un poeta” y que “la poesía es el corazón de su obra literaria” (1994: 4), pero de una aproximación a la profunda crisis personal que enmarcan esos dos poemarios se deduce, más bien, que fue poeta a su pesar. “Resistió al vértigo del vuelo y a la fascinación de la caída. Más que estoico fue moderado y, más que moderado, lúcido” (Paz 1994: 5), pero lo que esa lucidez describe no dejó de ser una batalla interior contra la caída: la emprendida por el funcionario y humanista ejemplar que, como dice José Emilio Pacheco (1994: 94), acabó siendo vencido por su muerte de poeta. “Lo que sus Memorias callan acerca de su intimidad está en Destierro y en el libro que siguió, Cripta” (Pacheco 1994: 94), pero no solo: está también en la obra narrativa, esa que, más por pudor que por rigor estético, Torres Bo-
2 Y eso que, como dice Salvador Azuela, releerlo después del suicidio “revela una soterrada vocación trágica” (1979: 194). También Paz ha insistido en el suicidio de Torres Bodet como un acto desconcertante que obliga a revisar su literatura en busca de nuevas claves: “El misterio de su muerte corona el misterio de su vida. Conocemos al escritor y al servidor público pero el hombre íntimo se nos escapa” (Paz 1994: 9). Sobre lo inesperado e inexplicable de este acto final es interesante la reflexión de quien fuera su secretario personal, Rafael Solana (1974: 2-7). Por otro lado, pocos lectores percibieron, en el momento de su publicación, no solo el tono confesional de Destierro y Cripta sino también la naturaleza agria y tormentosa de la confesión. Del injusto “destierro” de Destierro ya se lamentó Pacheco: “La invisibilidad de Destierro ha hecho aún más difusa la imagen de su autor” (1994: 89). Aunque Pacheco cree que la culpa pudo estar en que la editorial Espasa-Calpe en que se publicó, que formaba parte del “imperio intelectual-empresarial” de Ortega y Gasset, no distribuía además de exigir a los autores el pago de los volúmenes, pudieron existir otras razones: en España se esperaba otra cosa de un autor mexicano, en la línea de la exitosa Novela de la Revolución; y en México, la dispersión de los Contemporáneos y su consiguiente astenia creativa hizo que el libro se quedara sin receptores. Como respuesta a los envíos particulares hechos por el propio Torres Bodet se conservan, sin embargo, la respuesta vía epistolar de Jorge Guillén y vía reseña de Alfonso Reyes, que sí apreciaron, como veremos, lo que de singular aportaba Destierro a la hasta entonces convencional trayectoria del mexicano (recogidas en Carballo 1968: 262 y 263). Él mismo contribuiría también al olvido de Destierro, al reducirlo a tan solo seis poemas en la autoselección que preparó para su Obra escogida. Incluso en la edición de las Poesías completas en dos volúmenes que preparó Rafael Solana en 1967 se suprime el poema final de la editio princeps. También Cripta pasó desapercibido, salvo por una extensa y comprometida reseña de Gorostiza, excelente, sobre la que volveré más tarde.
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det descartó de sus Obras escogidas. Entre los dos poemarios citados, Torres Bodet escribió casi todas sus novelas. Son novelas que marcan el tránsito del estupor enajenado que fue Destierro —la epifanía del drama— a su compleja elaboración emocional e intelectual en Cripta. En Proserpina rescatada, Estrella de día, Primero de enero, Sombras o los relatos incluidos en El Nacimiento de Venus3 asistimos al análisis de todas las variantes vitales de la dualidad, escisión o desdoblamiento humano en la carne simbólica de distintos personajes, y a un aprovechamiento consciente y muy depurado, científico casi, de las posibilidades expresivas que para ello ofrecía la narrativa de vanguardia frente al modelo realista tradicional. En esos personajes está Torres Bodet mirándose a sí mismo, y explorando hasta el fondo las estrategias, dolores, frustraciones, salvaciones, renuncias, condenas y catarsis de los enmascaramientos, ocultaciones, autojustificaciones o disciplinamientos que él mismo ejercitó para renunciar sin hacerlo del todo a la “avidez de ser otro que lleva el hombre dentro de sí” (Torres Bodet 1970: 337). En esos años de intensa escritura narrativa Torres Bodet abandonó México, el amparo de los Contemporáneos y la militante política cultural desde la que se construyeron literariamente como grupo en los años veinte, e inició una exitosa carrera al servicio del Estado, eligiendo como modelo vital un humanismo intelectual y profesional —a lo Alfonso Reyes o a lo Vasconcelos— que pronto sintió incompatible con el poeta que muy joven sintió ser. No fue un cambio fácil, y tal vez nunca fue definitiva la domesticación a la que sometió al poeta —por eso marcó su narrativa entre 1930 y 1937—, 3 Antes de Destierro había publicado, además de Margarita de niebla, La educación sentimental (Madrid, Espasa-Calpe, 1929), también claramente autobiográfica. Luego vendrían Proserpina rescatada (Madrid, Espasa-Calpe, 1931), escrita al compás de Destierro, Estrella de día (Madrid, Espasa-Calpe, 1933), Primero de Enero (Madrid, Literatura, 1935), Sombras (México, Cultura, 1937) y El nacimiento de Venus y otros relatos (México, Nueva Cultura, 1941), que incluye textos publicados en Revista de Occidente entre 1928 y 1931, con la excepción de “Retrato de Mr. Lehar”, que apareció como apéndice en el mismo volumen que Proserpina rescatada. Además, Torres Bodet publicó otros relatos entre 1926 y 1937 que no recogió en el volumen de 1941 y que Luis Mario Schneider recopiló en 1992 en El juglar y la domadora y otros relatos desconocidos (México, El Colegio de México), a lo que habría que añadir, según informa Sheridan, un proyectado libro de cuentos titulado Paracaídas, que nunca terminó.
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pero esa “soledad” que según confesión propia (Torres Bodet 1961: 368) lo puso como novelista delante del espejo, no es lo único que explica la inobjetable aportación de Torres Bodet a la prosa de vanguardia mexicana y a la hispánica. Aquella había empezado unos años antes, en su país, en el fragor militante y contagioso del grupo reunido en torno a la revista Ulises, y tuvo dos frutos contundentes: el ensayo “Reflexiones sobre la novela” de 1928, una de las mejores y más tempranas valoraciones críticas del fenómeno occidental de la renovación del género al impulso de las vanguardias; y la novela Margarita de niebla, la primera de las novelas de Ulises y un referente en el México de los veinte por el que inevitablemente hay que empezar4.
2. Las novelas-Ulises: Torres Bodet, Contemporáneo Es curioso que en los estudios sobre narrativa hispánica de vanguardia México ocupe un lugar secundario. Se olvida con frecuencia que mexicana es La señorita Etcétera (1922) del estridentista Arqueles Vela, primera novela hispanoamericana que se autopresentó como “vanguardista”, y que el corpus mexicano de textos de prosa nueva, moderna, de vanguardia, actual o contemporánea, según la terminología de la época, fue en México particularmente nutrido. En México hubo, además, una sólida reflexión teórica cimentando la novela vanguardista —especialmente, como se verá, Margarita de niebla— solo comparable a la que hubo en España en torno a la colección Nova Novorum. Y quienes la ejercieron, los Contemporáneos, no solo analizaron la crisis occidental del género sino que enriquecieron y problematizaron su reflexión con el entonces axial asunto de la cultura nacional y su expresión literaria; de hecho, si esa conciencia de grupo en torno a la novela existió fue porque se necesitaba militancia y unión para argumentar a contracorriente el sentido y la función que en pleno debate sobre la construcción de una literatura nacional podía tener el espíritu aventurero y crítico que las vanguardias propusieron para reflotar el género. Por último, también fue mexicano —Torres Bodet—
4 Fue, efectivamente, como veremos, una novela-Ulises aunque se editara en Cultura en 1927, antes de que la colección editorial de la revista empezase a funcionar. “Reflexiones sobre la novela” abrió el libro Contemporáneos. Notas de crítica (México, Herrero, 1928).
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uno de los escritores hispánicos que con mayor convicción perseveró en la esencia y los propósitos de esta propuesta narrativa. Pero opacada por la Novela de la Revolución como seña de identidad mexicana, la prosa vanguardista de los Contemporáneos se olvidó durante décadas. La recuperó Guillermo Sheridan en sus Monólogos en espiral (1982), y desde entonces su incorporación al canon general de prosa de vanguardia hispánica se ha cumplido. Prueba de ello fue el libro que en 2004 publicó Katharina Niemeyer integrando Dama de corazones, Novela como nube o Margarita de niebla en lo que ella considera una poética hispanoamericana común derivada de aplicar a la prosa los presupuestos de las vanguardias, poética que entiende como el resultado autóctono y legítimo de la polémica participación de algunos escritores hispanoamericanos, no contra sino desde dentro del contexto general de la literatura occidental, en la construcción de sus correspondientes expresiones nacionales. Más que los rasgos de esa poética (brevedad, cuestionamiento de la dicotomía ficción/realidad, carácter metaliterario, experimentación formal, disolución del yo, tiempo subjetivo, eliminación de la anécdota, aprovechamiento de técnicas poéticas y cinematográficas, gusto por lo atmosférico y nebuloso), interesa subrayar ahora que, efectivamente, entender esa novelística militante de los Contemporáneos exige atender las circunstancias político-culturales del México de Plutarco Elías Calles y del Maximato; pero también que, además del enfoque hispanoamericanista de Niemeyer, es fundamental el transatlántico que propone este libro organizado por Selena Millares, porque, al menos en el caso de los Contemporáneos, hubo una estratégica y buscada ligazón de sus novelas con las equivalentes españolas que no se puede obviar. Poetas de vocación, Torres Bodet, Villaurrutia, Owen o Novo abordaron sus novelas como un deber: el de impugnar la institucionalización en los veinte de la Novela de la Revolución como intrínsecamente mexicana y revolucionaria, y la consiguiente identificación de lo nacional con un antihispanismo supuestamente emancipador y con un indigenismo y/o costumbrismo supuestamente restitutivo de ‘la’ tradición. Como alternativa propondrían novelas vinculadas a la avanzadilla narrativa internacional; las defenderían como legítimamente mexicanas y revolucionarias a pesar de —o mejor: precisamente por— ese vínculo o diálogo con España y Europa; y argumentarían su propuesta como una solución a la condena de extemporaneidad y
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ostracismo literario que se podría derivar de esa ‘preceptiva de lo nacional’ que quiso ser la Novela de la Revolución. Sus novelas, por tanto, se imbricaron significativamente en el proceso de construcción literaria nacional, pero intentando evitar que ese proceso se descabalgase del que afectaba a la crisis y renovación de la novela occidental. A describir el sustrato, el contexto cultural y los detalles de ese proyecto narrativo dediqué un libro hace ya varios años (1999), por lo que solo mencionaré las que, sigo creyendo, fueron las claves de la narrativa del grupo: la discusión del cliché ‘Novela de la Revolución’; la reivindicación de la legítima mexicanidad de sus textos; la defensa de su derecho a participar como mexicanos en el debate internacional sobre la renovación estructural y funcional de la novela; el orgulloso abanderamiento de una voz propia en ese debate; y la argumentación de que la palabra revolución, que se legitimaba políticamente como seña de identidad nacional, debía traducirse para la literatura, no en mímesis e iconización del proceso histórico-político iniciado en 1910, sino en evolución hacia la modernidad intelectual y ruptura crítica, no con el pasado —la tradición, una tradición de la que también formaba parte España— sino con lo pasado: la subalternidad, la periferia, la dependencia cultural. 1925 fue la fecha que marcó el origen del proyecto novelístico de los Contemporáneos. Ese año se formalizó el prototipo Novela de la Revolución y fue el año de los difundidísimos La deshumanización del arte e Ideas sobre la novela, donde Ortega y Gasset sintetizó para el ámbito hispánico las claves del proceso internacional de renovación del género. La novela como problema literario moderno saltó a la palestra hispánica, y en México, a la vez, lo hizo la novela como expresión nacional. Si en este país un grupo de escritores podía sentirse interpelado por ambos y percibir sus invisibles vasos comunicantes, ese era el todavía en ciernes Contemporáneos. A 1925 lo vertebró en México una ya mítica polémica que supuso el redescubrimiento de Los de abajo y la construcción crítica, sobre la novela de Mariano Azuela, de esa propuesta de literatura capaz de traducir el sentido político y simbólico que la Revolución estaba adquiriendo como cifra de la nación, propuesta que se bautizó como Novela de la Revolución. Pero fue una preceptiva de literatura mexicana en clave antagonista: realismo vs. experimentalismo europeo; compromiso con la nación vs. autonomía del arte; épica de la Revolución y su conversión en hito definidor del país y su litera-
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tura; recuperación de la fisonomía indígena y popular frente a la española. Aunque los Contemporáneos apenas entraron en la polémica, se les aludió con sorna bajo el doblemente intencionado calificativo de afeminados. En solo un año, sin embargo, el brío político y retórico de Calles, el espaldarazo oficial a Diego Rivera y al muralismo, la irrupción de la poesía de la Revolución, la adhesión al callismo del estridentismo, y la consensuada institucionalización de Azuela como modelo, hicieron que los hasta entonces poetas se sintieran concernidos por la deriva de la novela nacional. Desde la Nouvelle Revue Française el género narrativo también les llegaba como prioridad, con el estímulo añadido de Proust y Gide, Paul Morand, Marcel Jouhandeau o Jean Giradoux; y desde España, con la colección Nova Novorum, auspiciada por Ortega y su Revista de Occidente, y los eficaces y estimulantes resultados de Pedro Salinas, Antonio Espina o Benjamín Jarnés. La distancia insalvable entre la preceptiva construida sobre Los de abajo y la renovación vanguardista significaba para los jóvenes poetas la expulsión de México del presente literario occidental, lo que los instó a unirse en torno a un proyecto —Ulises— que ya en el nombre dejó ver que, como explicaría Owen, los unió en realidad “una expulsión, un rechazo” (1979: 241), que los obligó a pilotar, desde sus diferencias, el mismo navío. ‘Expulsados’ de la norma literaria mexicana que se institucionalizaba, los Contemporáneos vieron en Ulises un símbolo del destierro en patria propia, pero también un emblema para su propuesta literaria: una propuesta de aventura y viaje por la modernidad occidental que le pertenecía a este nuevo México revolucionario, de exploración de sus posibilidades y espíritu, también de sus aporías y crisis, para regresar con ese bagaje a un México-Itaca necesitado de voz artística propia, pero también de inserción de esa voz en el concierto internacional. Ya en 1926 Villaurrutia, Torres Bodet y Owen estaban escribiendo sus respectivas Dama de corazones, Margarita de niebla y Novela como nube. Un año antes Novo había publicado fragmentos de El joven, que finalmente editaría La Novela Mexicana en 1928, año de publicación de Return Ticket; y hasta Gorostiza había empezado una novela que no terminó. La revista Ulises salió en mayo de 1927 y publicó seis números que son testimonio de un triple diálogo: con México, que exigía discusión y debate ante la normativización de los conceptos nacionalistas y antieuropeístas de identidad y literatura mexicana; con la modernidad occidental, que los
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Contemporáneos contemplaban como mapa en el que integrarse; y con Hispanoamérica para discutir un problema compartido: la relación literaria con Occidente y en particular con España, conseguida la independencia cultural. En artículos, reseñas y editoriales argumentaron la necesidad de normalizar sobre todo la relación con España como síntoma de independencia y madurez —España ya no es “maestra, dura y agostada”, sino “joven otra vez, y amiga” (Villaurrutia 1928: 90)—, defendiendo la herencia hispánica (en realidad cierta herencia hispánica) en la tradición mexicana y la pertenencia legítima a Occidente que de ella se podía derivar. Ulises fue un símbolo pero también un conjunto de estrategias para argumentar y hacer visible la propuesta. Fue revista, con todo el aparataje enjundioso y provocador de la vanguardia; fue editorial y compañía teatral; pero sobre todo, el abrigo ideológico que arropó la publicación de Margarita de niebla, Dama de corazones, Novela como nube, El joven y Return Ticket entre 1927 y 19285. Todas individualizan en sus argumentos el arquetipo ulisíaco, haciendo anécdota de esa apuesta cultural y ontológica por la aventura, la exploración y la inauguración de un presente nuevo mexicano y occidental. Y todas cultivan, con la excepción de la altamente experimentalista de Owen, un vanguardismo más reflexivo y autoconsciente que histriónico, en la línea de la Nouvelle Revue Française o Revista de Occidente. La novela como problema centró el interés de Ulises, y en ese problema que resolver México nunca dejó de estar presente: a los fragmentos testimoniales del Ulysses de Joyce, de Jouhandeau, Bontempelli, Jarnés o Antonio Espina, los Contemporáneos sumaron los suyos propios o los de La Malhora de Azuela, reconociendo en esa novela rasgos de modernidad —modernidad made in México y por el mismísimo Azuela— que justificarían la lectura contrahegemónica de Los de abajo que propusieron poco después. De esa afinidad explicitada de los Contemporáneos con la poética novelística de la Nouvelle Revue Française y Revista de Occidente, interesa aho-
5 Margarita de niebla apareció en Cultura en 1927. Dama de corazones y Novela como nube lo hicieron en la colección Ulises en 1928. Aunque se anunció en esa misma colección, El joven terminó publicándose, con el subtítulo “Novela mexicana”, en La Novela Mexicana (1928). También en Cultura aparecería Return Ticket, aunque gran parte se adelantó por entregas en Ulises.
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ra la segunda. Hasta la aparición de la colección Nova Novorum la novela vanguardista no se había presentado en el ámbito hispánico de manera tan coordinada y militante, y no se le había dado la trascendencia que adquirió al convertirse en el programa de un grupo liderado por un intelectual polémico en América pero de enorme prestigio como Ortega y Gasset. Si Los de abajo —o más exactamente la preceptiva ‘Novela de la Revolución’— sirvió a los Contemporáneos de contrapunto en su propuesta narrativa dentro del contexto cultural mexicano que la determinó, la novela “deshumanizada” española se convirtió en el referente de la discusión teórica, la propuesta desde, con y contra la que definirse, y en el puente a través del cual llevar esa voz singular y distinta de México al debate internacional. En Ulises los diálogos y hermanamientos con los Nova Novorum son constantes, pero siempre establecieron los mexicanos esos vínculos desde una posición desjerarquizada, de liquidación absoluta de la sombra colonial, y así lo subrayaron hasta la jactancia. Una sección fija y anónima de la revista, “El Curioso impertinente”, ofreció por ejemplo a los lectores bajo el nombre de “Adivinanza” un pasatiempo consistente en descubrir, entre ocho párrafos, cuál pertenecía a Salinas, Antonio Marichalar, Jarnés, Antonio Espina, Owen, Novo, Torres Bodet y Villaurrutia. En la página 25 del quinto número un redactor anónimo, presumiblemente Villaurrutia, aclaró que la intención había sido demostrar “la semejanza” —que no el discipulado— “del estilo de prosa castellana” entre los nuevos novelistas a ambos lados del Atlántico, intención que se entiende mejor si se relaciona con un artículo aparecido en el madrileño El Sol sobre Margarita de Niebla en el que se llamaba a Torres Bodet discípulo de Jarnés. En la misma página, el redactor salía al paso afirmando que lo que existía entre ambos novelistas era una “coincidencia” provocada por compartir “época”, época en la que México tenía voz particular pero protagonismo similar a España, y época en la que estaban llamados a “coincidir” con “Proust y Giradoux en Francia” y “Joyce en Inglaterra”. Aun así, en Ulises España no fue el enemigo a batir sino un aliado requerido y un argumento en su concepción de la mexicanidad. Y nada sintetiza mejor esto que la postura que mantuvo la revista ante la famosa polémica del Meridiano intelectual de Hispanoamérica desatada con el artículo homónimo de Guillermo de Torre en La Gaceta Literaria. Una postura que rechazaba
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el tutelaje que podría interpretarse en el artículo, pero que aceptaba el espacio transatlántico que también se deducía de su lectura: “Pensamos nosotros: para no admitir que un extraño imponga la ley en nuestra casa no es preciso negarlo, ni llenarlo de improperios, basta con indicarle con nuestra actitud severa, seria, cuál es su lugar con relación al nuestro” (Villaurrutia 1927: 39). La apuesta de los Contemporáneos —y lo sería de manera muy particular de Torres Bodet— era inaugurar una nueva etapa de relaciones literarias con España que cabría calificar de “hermanamiento” libre de los rencores de Martín Fierro y sobre todo de la hispanofobia desde la que se construía el nacionalismo cultural revolucionario. Hermanamiento, que no sumisión o fervor: lo que permitió a Torres Bodet discrepar respetuosa pero firmemente con Ortega y Gasset y su diagnóstico de “deshumanización” del arte moderno y destacar en él, sobre todo, un defecto esencial: el olvido de América, de “las posibilidades de arte nuevo, las reservas de ingenuidad que esconde nuestra América” frente a la decadente Europa (1928a: 126). En esa apuesta por un hermanamiento enriquecido por la emergente savia americana fue fundamental la nueva imagen de España que los Contemporáneos recibieron por diferentes vías —entre ellas, Alfonso Reyes, padrino en la distancia del grupo con el que mantenía contacto epistolar— una España nueva, moderna y abierta, intelectualmente forjada en el núcleo de la Institución Libre de Enseñanza y sus esplendorosas ramificaciones, e interesada en un hispanoamericanismo desjerarquizado al margen de la ya exangüe política de Primo de Rivera. A esa España viajaría en 1929 Torres Bodet inaugurándose como diplomático, y en esa España comprobaría hasta qué punto, salvo excepciones y a pesar de buenas intenciones y esfuerzos, la visión de la literatura mexicana seguía cautiva de los prejuicios y de las exigencias derivadas del exotismo —edénico o barbarizante— con que se fraguó, desde los orígenes, la imagen de América en la mentalidad europea. Comprobaría el desdén por su obra, sepultada bajo el aplauso febril a las novelas de Azuela y Martín Luis Guzmán, haciendo aún más aguda si cabe la crisis de vocación e identidad con que pisó suelo europeo. Aunque, salvo Torres Bodet, ningún Contemporáneo publicó más novelas después de 1928, la preocupación por el rumbo impuesto a la narrativa mexicana no decayó. Tras la fundación del PNR el dogmatismo de la política cultural fue abigarrándose hasta alcanzar su extremo en la segunda mitad
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de los treinta, pero si bien en esa época los Contemporáneos optaron por guardar un estratégico silencio que recuerda al significante callar con que Paz describe los últimos años de Sor Juana, no faltan artículos teóricos sobre la novela, sobre la narrativa europea, y en particular, sobre Los de abajo y sobre la Novela de la Revolución. En ellos, Villaurrutia, Ortiz de Montellano y Gorostiza insistieron en una misma idea: la modernidad formal de Los de abajo, su distancia real del cliché nacionalista ‘Novela de la Revolución’, y en consecuencia, la irrefutable contemporaneidad e internacionalismo de una literatura que negando su pertenencia a Occidente se negaba a sí misma. Como había anunciado taxativamente Torres Bodet en sus “Reflexiones sobre la novela”, ésta, aferrada al modelo decimonónico de los nacionalistas, era “un género de ayer” (1928: 12). Frente a la obsolescencia y extemporaneidad de la Novela de la Revolución, Ulises había querido ofrecer un modelo narrativo ‘de hoy’, un hoy occidental y mexicano que, en su esencia y razón de ser constituía una revolución strictu sensu y una conquista definitiva de madurez e independencia. Más, tal vez, que las novelas concretas —Margarita de niebla, Dama de corazones, Novela como nube, El joven o Return Ticket— esa reflexión coral y dialógica sobre los derechos, realidades y posibilidades de la novela en el México crucial de mediados de los veinte y comienzos de los treinta, mantiene hoy una vigencia que dignifica y actualiza la prosa de vanguardia de los Contemporáneos. Tampoco conviene subestimar —y el de Torres Bodet es un ejemplo concluyente— la condición de ejercicio preparatorio que estas novelas tuvieron en la fragua de los grandes poemarios de estos autores.
3. MARGARITA DE NIEBLA: Fausto, lo mexicano y el sacrificio del intelectual Lo que Torres Bodet se propuso literariamente en Margarita de niebla está explicado en el concienzudo “Reflexiones sobre la novela” con que abrió, como se dijo, su Contemporáneos. Notas de crítica. Ahí explicó las posibilidades e inevitabilidades de la novela moderna, tan nutrida en su opinión de psicologismo e idealismo filosófico. De todas, nos interesa una posibilidad: concebir la vida humana, no en su linealidad exterior sino “en anchura y profundidad”
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(1928a: 10), y en consecuencia, mejor que “hacer personajes”, “estudiarlos” (13); y una inevitabilidad: la de que el autor “interven(ga) en el espectáculo” (14) —frente a la ingenua pretensión de objetividad y asepsia de la poética realista y su narrador omnisciente—, generando novelas necesariamente autobiográficas en las que “la memoria derrama su caudal en el vaso de las formas puras y las ilumina por dentro con el color de su realidad asimilada, de esa realidad posterior que ha madurado ya toda en el espíritu y que, apenas por momentos, está viciada de existencia tangible” (14). “Novela psicológica pura”, dirá citando a Joyce; novelas que “emanan de la poesía”, dirá citando a Proust. “La mejor cualidad del novelista moderno estará, pues, en su escrupulosa fidelidad a la memoria” (14), entendiendo memoria como el ‘todo yo’ que ‘ahora’ es —suma de experiencias del pasado y de los anhelos y temores del futuro— liberado del reloj y la materia, trascendiendo y problematizando su existencia histórica. El resultado son textos —y esto se cumple rigurosamente en los de Torres Bodet— más poblados por sensaciones, pensamientos o emociones que por personas: sensaciones, pensamientos o emociones impuestos por esa “memoria” que el novelista libera y disecciona aprovechando el desdoblamiento autor/personaje para convertirlos a veces en ideas, y a veces, como veremos, en complejos y poderosos símbolos de doble rostro. Fragmentada, nebulosa en la configuración de los personajes, lírica, metaliteraria, especular en los buscadamente confusos usos enunciativos del autor y el narrador protagonista, Margarita de Niebla cumplió con los requisitos que se exigían a una novela vanguardista, y así fue leída y aplaudida por Benjamín Jarnés, Francisco Ayala, Juan Marinello, Jorge Cuesta o George Pillement6. Sheridan la califica de “filigrana sentenciosa, equilibrada, snob y altamente intelectual que se recubre con la pátina acaramelada y encantadora de nuestro cine sentimental de los años cuarenta” (1985: 309), y tiene 6 Francisco Ayala, “Margarita de niebla”, en Revista de Occidente, nº LII, octubre de 1927, pp. 133-135. Georges Pillement, “Margarita de niebla (Editorial Cultura, México), Perspectiva de la Literatura mexicana actual (Ediciones de Contemporáneos, México)”, en Revue de l’Amérique latine, nº XVII, 1929, pp. 163-164. Benjamín Jarnés, “Libros americanos: Margarita de niebla”, en La Gaceta Literaria, 15 de septiembre de 1927, p. 108. Juan Marinello, “Margarita de niebla”, en Revista de Avance, 15 de septiembre de 1927. Jorge Cuesta, “Un pretexto: Margarita de niebla de Jaime Torres Bodet”, en Ulises, nº 4, octubre de 1927, pp. 30-37.
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razón, aunque solo en parte: es un compendio casi exhibicionista de técnicas vanguardistas ejercitadas con control y explícita autoconciencia; es sentenciosa, snob y altamente intelectual; y posee, en efecto, una pátina de encanto y frivolidad, pero es un caramelo falso que engaña como la niebla del título porque el final deja un inquietante e inesperado poso de ansiedad y amargura. Tal vez la mayor originalidad de Margarita de niebla esté en el uso de las citas al comienzo de cada sección —de Góngora, Alfonso Reyes, Plotino, de Goethe sobre todo y por supuesto, como se verá—, citas que además invitan a poner en duda la literalidad del argumento. Este es hermano de los de Dama de corazones y, en menor medida, Novela como nube, pero Torres Bodet lo personalizó, singularizándose e individualizándose perceptiblemente en el paisaje compartido de la experiencia narrativa grupal. El protagonista, Carlos Borja, es un profesor de literatura mexicano que se debate entre dos mujeres: una de origen alemán, otra mexicana. Se casa con la primera, pero la novela termina en un lúgubre y gélido viaje de bodas por Europa, con el protagonista insatisfecho por la decisión. Podría destacarse la técnica para expresar el vaivén del narrador y las dudas que proyecta sobre Margarita y Paloma, cuyas imágenes zigzaguean al albur de los anhelos, temores, formulaciones intelectuales y prejuicios propios y heredados que Borja proyecta sobre ellas; el cuidado y logrado metaforismo; los recursos cinematográficos al servicio de una realidad humana no definida por actos sino por emociones, sensaciones, ideas y recuerdos que autor y narrador buscan aprehender; la penetración psicológica y el análisis del yo íntimo que aproximan el texto a la lírica, transgrediendo intencionadamente la ortodoxia del género novelístico; y las constantes referencias metaliterarias y guiños intertextuales. Pero lo inquisitivo para el lector en esta novela, aquello que lo pone en guardia, es lo sospechoso que resulta en un autor como Torres Bodet, responsable y hasta solemne en su vocación literaria y en su templada militancia vanguardista, el frívolo y tintineante argumento amoroso: una niebla adormecedora que es preciso disipar para entrever, en una segunda lectura, la verdadera naturaleza de la crisis del protagonista, el porqué de la encrucijada a la que se enfrenta, su nada ingenua nitidez bajo la bruma alegórica que la envuelve. Niemeyer plantea que lo que el texto esconde es una reflexión sobre el intelectual moderno y su “imposibilidad de encontrar un punto fijo siempre
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y cuando se emprenda la apropiación de la realidad a sabiendas de su carácter de (re)construcción subjetiva, inextricablemente vinculada a la escisión entre sujeto y objeto” (2004: 199): un ejercicio de “autorreflexión incondicional e intelectualmente sincera” que “no subraya sino la opacidad del mundo y desemboca en el reconocimiento del desarraigo y la falta de seguridad subjetiva en la interacción con la realidad” (200). Pero aunque ‘la realidad’ es, efectivamente, ‘el problema’ de Torres Bodet, y no le eran ajenas las implicaciones filosóficas modernas del concepto, el conflicto está más bien planteado en términos existenciales y, en particular, en términos que afectaban a la definición de la existencia del “hombre de letras Torres Bodet” en un momento decisivo para la cultura mexicana. Lo que el final de Margarita de niebla enuncia es el tema bodetiano por excelencia en los años treinta: la construcción de la identidad personal como elección y renuncia, como responsabilidad y deber, y en consecuencia, también como sacrificio, con el paisaje de la cultura mexicana de fondo y en intersección. En un momento en el que México buscaba fijar su identidad literaria frente a Europa, en el que el servicio a la nación se convertía en ética intelectual, y en el que se ponía en duda a los Contemporáneos por extranjerizantes y no comprometidos, el origen de las enamoradas de Borja no puede ser baladí. De entrada, sugerido por el desasosegante final, subyace a la novela un doble sentimiento que, por esos años, Torres Bodet buscaba conciliar: de un lado, la voluntad de contemporaneizar la literatura mexicana con Occidente; y de otro, ese compromiso que se le cuestionaba con una ‘singularidad mexicana’ todavía en construcción a la que, pensaba Torres Bodet, le quedaba por definir su particular modo de inserción en Occidente. Esta última preocupación había quedado expuesta en “La deshumanización del arte”, el artículo de 1926 en el que discutió algunos de los diagnósticos de Ortega y Gasset, uno en particular: la asociación del hartazgo y la decadencia europea con la emergencia del arte nuevo, y la vinculación de ese hartazgo con un solipsismo creador que deshumanizaba el arte y aislaba de la humanidad (de la sociedad, de la historia) al artista, en una nueva modulación de l’art pour l’art. La nueva literatura, pensaba Torres Bodet, podía y debía nutrirse del entusiasmo juvenil de la América emergente, legítimamente occidental como Europa pero distinta a Europa; pero sobre todo le preocupaba el concepto de libertad artística que se deducía del diagnóstico orteguiano: un aislamiento absoluto, desprovisto de
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ética o conciencia de responsabilidad pública como directriz del proceso creador. No mucho antes de leer La deshumanización del arte, Torres Bodet estaba inmerso en Dostoyevski y buscaba respuestas sobre su vocación a través de él: “La lectura de Los hermanos Karamásov volvió a revivir en mí una preocupación profunda de adolescente: el problema moral de la libertad” (1961: 298); en 1928, según explicó en Tiempo de arena, seguía firme en la convicción que expresara años atrás, en 1920, en el prólogo a su traducción para Cultura de Los límites del arte de André Gide: “El arte es siempre el resultado de una obligación. Creer que podría elevarse tanto más cuanto más libre fuese equivaldría a pensar que lo que impide subir al papalote es la cuerda que lo sostiene” (300). Entre Europa y México, entre su convicción personal y el vaticinio orteguiano transcurre la historia de amor de Carlos Borja. La boda, lejos de ser el esperado final feliz, es la amarga entrada en la madurez de Borja-Torres Bodet y como tal, significa un comienzo e implica una autodefinición. Hay dudas, desencanto y frustración en este profesor mexicano que se embarca a Europa, que mira hacia Europa como horizonte imprescindible, pero también la convicción de haber tomado, a contracorriente del México que lo mira con sospechas, la decisión correcta: la de trabajar por sumar la voz de su país al concierto occidental. Ética o responsabilidad pública rigiendo una elección vital personal con la imaginería del viaje de fondo, en consonancia con el simbolismo del héroe griego de la revista Ulises. Pero además, una lectura simbólica de Margarita de niebla casi resulta obligatoria si se tiene en cuenta que, desde el título, relee un texto mítico de la modernidad: el Fausto de Goethe que Oswald Spengler, en su difundidísimo La decadencia en Occidente —lectura clave para el Ortega de La deshumanización— había recuperado como cifra de la crisis de la cultura europea y encarnación del espíritu moderno. El nombre Margarita evoca al personaje femenino de la primera parte del Fausto, y a él remite el epígrafe que encabeza la novela: “¡Si me muevo de este sitio, si me aventuro a acercarme, no puedo verla sino envuelta en niebla!”7. Teniendo en cuenta hasta
7 Extrajo el epígrafe de la traducción de J. Roviralta Borrel, editada en México en 1924. Cuatro años antes se había publicado en España. Es una de las mejores traducciones que existe al español, hasta el punto de haber sido la elegida por Manuel José González y Miguel Ángel Vega para su edición de Fausto en Cátedra (Letras Universales).
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qué punto Fausto era desde finales del siglo xix héroe cultural y emblema de la modernidad, la discusión con Ortega y Gasset sobre la que Torres Bodet elaboró su propuesta de novela mexicana moderna, y el diálogo del primero con “lo faústico” según Spengler, es imposible pasar por alto su presencia en la novela del mexicano. Marshall Berman dedica parte de su Todo lo sólido se desvanece en el aire a argumentar porqué el libro de Goethe sobre el mito de Fausto supera a los demás: “por la riqueza moral y profundidad de su perspectiva histórica, por su imaginación moral, su inteligencia política, su sensibilidad y percepción psicológicas”. Y efectivamente por todo ello abrió “nuevas dimensiones a la moderna conciencia de sí mismo que emerge y que el mito de Fausto siempre ha explorado” (Berman 1991: 29). Por sus propias obsesiones y por su complejo papel en la cultura mexicana del callismo, es lógico que a Torres Bodet le atrajera Fausto como toma de conciencia y problematización de la modernidad por parte del intelectual, y como reflexión sobre su lugar en la misma. Efectivamente, Fausto es al comienzo del texto goethiano un pensador aislado entre libros pero insatisfecho por su desconexión del mundo, por su desencuentro con la vida exterior: por el mismo peligro que acechaba al artista deshumanizado y que, tal vez, tentaba a los Contemporáneos y al propio Torres Bodet. “Fausto anhela una conexión con el mundo que sea más vital y, a la vez, más erótica y activa”, explica Berman (1991: 33), pero esa escisión entre el cuarto de estudio y el mundo no es solo un problema personal sino un síntoma de época que obliga a una actualización personal a quien la sufre. Fausto encarna la crisis del intelectual en la sociedad moderna: el desgarro entre vida interior y compromiso exterior y los intentos de conciliación entre la historia y el yo universal que necesita trascenderla y liberarse de ella. El protagonista de Torres Bodet no emprende los ambiciosos y arriesgados caminos de Fausto en su busca de un ideal humano conciliador, pero sí formula la desgarradura que pone en marcha esos caminos y plantea cómo se actualiza en su caso particular de mexicano de la segunda mitad de los años veinte. Si en la ‘Acción’ de Fausto no hay límites, en el prudente caminar de Borja-Torres Bodet a lo largo de los años treinta habrá dos: la culpa y el miedo. Torres Bodet tomó como base de su novela la “Tragedia de Margarita”, que cierra la primera parte del Fausto. Como dice Berman, “Margarita es una figura más dinámica, interesante y genuinamente trágica de lo que general-
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mente se supone” (1991: 43), y se hace especialmente importante cuando el libro se lee como una tragedia sobre las contradicciones de la modernidad y sobre el conflicto entre el desarrollo económico, político y social y el mundo espiritual y artístico. Si la relación amorosa de Fausto con Margarita dramatiza “el impacto trágico —simultáneamente explosivo e implosivo— de los deseos y sensibilidades modernas en un mundo tradicional” (Berman 1991: 43), Torres Bodet particulariza la tragedia y la versiona en clave México vs. Europa. Margarita empieza siendo la utopía europea que marcó, en gran medida, los inicios culturales de las repúblicas independientes americanas, del mismo modo que para Fausto encarnó la nostalgia del paraíso perdido de lo natural y premoderno. En poco tiempo las dos descenderán del pedestal, y ahí Torres Bodet demuestra su comprensión de la segunda parte del Fausto, aquella en la que la configuración de la encrucijada del intelectual moderno se plasma con rotundidad: sus dudas, su difícil e insatisfactorio trayecto, las dos orillas que lo llaman, su drama. Como Fausto, Torres Bodet-Borja construye su identidad como hombre de letras sobre una ética de responsabilidad pública, pero concreta esa responsabilidad en la particular circunstancia del México de su tiempo. Elige lo que cree mejor para la cultura mexicana sacrificando impulsos y tentaciones personales, sabiendo que con ello emprende un viaje que es también un exilio. La novela termina en incógnita sobre el futuro, en dudas sobre la decisión, pero con la conciencia trágica de la desgarradura y una elección —la libertad como deber— que es también una renuncia. Esa conciencia y esa renuncia son los temas bodetianos por excelencia en los años treinta, en sus novelas y en sus poemarios. Habrá que esperar a los cuarenta para que logre poner en práctica un modelo de intelectual capaz de evitarle los rigores íntimos y la parálisis de la escisión, capaz de acallar el susurro de su otro yo detrás de la puerta: esa nueva modulación del humanismo, mezcla de valores morales y acción pública educativa y humanitaria con que asumió por dos veces la Secretaría de Educación Pública y, el poco tiempo que pudo, la dirección de la Unesco. Casi premonitoriamente, Pushkin llamó al Fausto de Goethe “una Ilíada de la vida moderna” (Berman 1991: 29) —como el Ulysses de Joyce sería una Odisea de la vida moderna—, comparación que Torres Bodet pudo conocer o al menos advertir, porque su faústico Carlos Borja es también, como se adelantó, un hombre-Ulises buscando dificultosamente el punto de conver-
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gencia entre lo occidental (Margarita) y lo nacional (Paloma), y negociando con una norma histórico-política, la del México de Calles, que lo obligaba a elegir. Así el recurso al Fausto conecta con Ulises como emblema grupal en el contexto virulento de los debates culturales sobre la expresión de la mexicanidad, y con la expulsión o desgarradura que significó para los Contemporáneos que se les negara la posibilidad de conciliar lo mexicano con lo occidental. Con el debate sobre la literatura mexicana como coadyuvante de la narrativa de Ulises, es plausible un paralelo entre Paloma y Margarita y dos tipos de cultura —la mexicana y la europea— entre las cuales el narrador se ve obligado a elegir. El propio Torres Bodet parece sugerir esta interpretación en su “Perspectiva de la literatura mexicana actual”, publicado en el número 4 de la revista Contemporáneos (septiembre de 1928), donde describe a México “semejante a Jano”, con dos rostros distintos al mundo: el de la revolución político-social, con su sello de tragedia, violencia y su lectura exterior de barbarie áspera, en la que “fulgura”, sin embargo, “una esperanza de redención”; y el de la “actual generación artística y literaria de México” que parece —solo parece— “alejada de las torturas reales” del primero, y que, no obstante, vive “su propia tragedia intelectual”, la misma que alegoriza Margarita de niebla. Torres Bodet se lamenta de que se “acuse” a la segunda de estar al margen de la primera, de que se la asocie con “un retorno a las doctrinas del arte por el arte” —la deshumanización orteguiana— y reivindica a su grupo como “miembro(s) de la renovación de su patria” reconociendo en su opción intelectual “la misma escrupulosa razón que hacía sacudir a Goethe, antes de entrar a la quietud de su gabinete de estudio, el polvo con que los afanes de la calle había blanqueado las solapas oscuras del gabán” (4). Esa lectura se hace especialmente palpable al final de la novela, cuando Borja se decide por Margarita. Desde que pide su mano se siente a disgusto y las dos últimas secciones del libro, que relatan el viaje de bodas a Europa, explican el porqué. El narrador vive su elección como un voluntario pero sacrificado exilio que remite una vez más a la simbología de Ulises: mexicanos que aceptan no sin dolor que su opción literaria los convierta en expulsados de una mexicanidad convertida en norma política y ética intelectual, una norma que obliga a Borja a renunciar a Paloma al elegir a Margarita, o a renunciar a Margarita si hubiera elegido a Paloma. En la penúltima sección, las reflexiones de Borja-Torres Bodet no dejan lugar a la duda:
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Para Margarita la cultura es algo adquirido, inesencial, una amiga tan íntima que puede descuidar su trato sin peligro de perderla. Para Paloma, la cultura es, en cambio, un propósito, el país no visitado aún que, por esto mismo, desearía terriblemente conquistar. Un libro cerrado no tendría razón de ser junto a Paloma; junto a Margarita sí. Existen por tanto dos géneros de cultura. ¿A cuál de ellos pertenece la mía? Preferiría figurar, como Margarita, dentro del grupo de los seres que emanan de un cultivo elaborado de la tradición. Pero todo me hace creer, al contrario, que mi cultura —como la de Paloma— está fabricándose en mí. Me preocupan los resultados que esta disparidad va a introducir en mis relaciones con Margarita. A cada conflicto, ella consultará en sí misma, el archivo de una raza. Yo deberé inventar mis soluciones. ¿Me habré equivocado, pues, al elegirla? ¿No dormía la posibilidad de un amor más seguro en la amistad de Paloma? (1985: I, 90-91)8
La encrucijada del autor Torres Bodet, interpuesta en el asunto doméstico de Carlos Borja, remite a su compleja condición de escritor mexicano concernido por el presente histórico de su nación pero también por el rango universal de una crisis que trascendía ese presente. Como en el Fausto, esa encrucijada se resuelve mal a pesar de tentativas y esfuerzos que conllevan siempre alguna claudicación o renuncia o insatisfacción. Es interesante que a lo largo de la novela Torres Bodet sea consciente de la diferencia entre la cultura europea y la mexicana y repita los argumentos que ya utilizó en su reseña sobre La deshumanización del arte, pero el conflicto estriba en la obligación de elegir, una obligación traumática que no se corresponde con su impulso interior de conciliación. La última sección comienza con esta cita de Plotino: “¿Cómo, puesto que los dos no son sino uno, la unidad que forman se ha vuelto múltiple?” Y puede leerse desde la reflexión sobre la cultura con que terminó la anterior, lo que vuelve a remitir a la paradoja en la que los Contemporáneos construyeron su obra: la unicidad de la cultura y el arte como edificio autónomo universalmente configurado según sus leyes propias y su propia y larga tradición, y los particularismos que esa cultura adquiere en las naciones, en los hombres y en los tiempos, un tiempo que en México era distinto del de Europa. 8 Además de la Narrativa completa que utilizo aquí, existe reedición de Margarita de niebla (México, UNAM, 2005) con un breve prólogo de Juan Coronado.
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Muchos años después, en conversación con Emmanuel Carballo, Torres Bodet salvaría su novela justamente por lo que tuvo de relectura del Fausto. Refiriéndose a “la estética deshumanizada” y a las obras que generó, recordó el artículo en el que discutió los argumentos de Ortega e hizo criba de la poesía y narrativa de aquellos años: “en un artículo publicado en 1926 o en 1927 [...] manifesté mi inquietud ante la estética deshumanizada. Han pasado desde entonces muchas obras y muchos hombres. Pero lo que aquéllas salvaron de éstos es, naturalmente, lo que representaba un valor humano: ese ‘estremecimiento’ vital que pedía el autor del Fausto, no obstante la fama de frialdad apolínea que se han encargado de hacerle algunos de sus discípulos” (Carballo 1968: 47). Como supo ver Torres Bodet, Fausto encarnó la inquietud de Goethe: “es el mago y erudito profesor, harto y desilusionado del estéril estudio de las abstractas disciplinas medievales que no conducen al verdadero conocimiento, a la ciencia positiva: al ‘conocimiento de las fuerzas internas de la naturaleza’” (González/Vega 1987: 83). Frente “al mundo teológico del verbo” y “el credo sensualista”, lo que sirve de fundamento a Fausto “para el planteamiento de la cuestión vital” es la “Acción”: “‘¡En el principio era la Acción!’ He aquí en esta exégesis goethiana la clave de la modernidad; el culto a la acción como caracterización del hombre ‘faústico’ de Spengler” (González/Vega 1987: 84). Carlos Borja renuncia a la tentación de la deshumanización, aceptando como intelectual su compromiso con lo humano como realidad histórica y buscando entrar en acción, aunque esa acción tardaría en dejar de ser tormentosa para su creador, Jaime Torres Bodet. No deja de ser llamativo que en sus memorias Torres Bodet se refiriera a su decisión de ingresar en la diplomacia en 1929, un año después de la publicación de Margarita de niebla, con estas palabras: “la tentación de ir a Europa se presentaba como un deber” (1961: 246). En España, su primer destino, logró pronto contactar con los jóvenes de su generación, trabando amistad con Lorca, Alberti, Salinas, Guillén y Benjamín Jarnés: “me agradaba sentirme entre aquellos jóvenes españoles. Todos —y cada cual a su modo— estaban edificando una patria nueva. Nada, entonces, hacía prever el desastre que acabaría por dispersarlos en la angustia, en la noche y en el destierro” (1961: 333). También él, aunque se le negara, buscaba hacer de México una patria nueva.
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La desgarradura que tan bien expresa el famoso lamento de Fausto: “Dos almas, ay de mí, viven en mi pecho”, anunciaba una lectura que en ese 1929 iba más allá del paisaje mexicano, la opción cultural de los Contemporáneos y la dicotomía misma México vs. Europa. En poco tiempo adquiriría una modulación mucho más personal: la del drama íntimo del hombre Torres Bodet del que hablamos al comienzo, y que es el tema del resto de sus novelas.
4. Torres Bodet ante el espejo: el drama de la dualidad en PROSERPINA RESCATADA Torres Bodet llegó a Madrid a comienzos de 1929 como tercer secretario de la Legación de México en España. Acababa de casarse, como era oficiosamente preceptivo para ingresar en la carrera diplomática, y tenía 27 años. Con entusiasmo, se colocó a las órdenes de su viejo mentor el poeta Enrique González Martínez, que dirigía la Legación, y se dispuso a integrarse en la vida literaria española desde el impulso y la filosofía de Ulises y con las esperanzas puestas en una recepción afectuosa. Frecuentó las tertulias de ValleInclán, conoció a los jóvenes de su generación, intimó particularmente con Salinas y Jarnés, se relacionó con mentores a la distancia de su grupo como Díez-Canedo, y frecuentó el nutrido círculo de intelectuales de Manuel Azaña, un habitual en la Legación de México y un simpatizante, como ValleInclán, de su cultura y sus reformas sociales. En ellos latía esa “patria nueva” que Torres Bodet supo ver con claridad, la España prerrepublicana, esa de la que Alfonso Reyes había dado noticias a los Contemporáneos fomentando el deseo y la posibilidad de hermanamiento a través de Ulises: la misma que el propio Reyes había contribuido a crear desde su participación activa en el núcleo intelectual emanado de la Institución Libre de Enseñanza, pero que lo miraría a él —a Torres Bodet— con desinterés y recelo. En España acababa de reeditarse con gran repercusión Los de abajo, había provocado una entusiasta recepción crítica El águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán, secretario personal de Azaña, se observaba con curiosidad admirativa el aporte singular del muralismo y la recuperación dignificadora de lo popular mexicano, y varios círculos intelectuales y literarios aplaudían las ideas político-sociales del presidente Calles, desde 1929 Jefe Máximo del Partido
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Nacional Revolucionario. De los Contemporáneos quedaba solo la tibieza con que se recibió la Antología de la poesía mexicana de Jorge Cuesta, publicada en 1928, y su versión editorial española en la Galería de poetas jóvenes de México de Gabriel García Maroto, aparecida el mismo año bajo el sello de La Gaceta Literaria y sin apenas circulación. Mientras Torres Bodet se acomodaba en su nuevo y definitivo uniforme público, Ortiz de Montellano y Villaurrutia se defendían de las acusaciones vertidas desde España: escribir de espaldas al magno acontecimiento revolucionario enaltecido por la aplaudida Los de abajo. Las consecuencias de los prejuicios y exigencias derivadas del exotismo con que se fraguó, desde los orígenes, la imagen de América en la mentalidad europea, le llegaban a Torres Bodet en forma de frío desinterés e inesperada invisibilidad. No fueron meses fáciles: González Martínez se sabía en acoso y derribo por los turbios manejos políticos de la Secretaría de Relaciones Exteriores; la ansiada recepción española se quedó, como se ha dicho, en indiferencia, aunque Torres Bodet lograra colaborar en Revista de Occidente y publicar en España varios libros, a coste propio, en Espasa-Calpe; y sobre todo, era el momento de hacerse un camino literario y vital personal y responder al “confuso deseo de hacernos, cada quien por nuestro lado, una situación de hombres, sin apoyarnos ya, en la fuerza o en la debilidad de un grupo”, un deseo que en los años de Ulises había sentido “muy oscuramente”, pero que ya en Madrid, “de lejos”, le parecía “bien claro” (Gorostiza 1995a: 234). Esbozado en Margarita de niebla, donde quedaba, todavía, en suspenso, Torres Bodet empezó a hacer ese deseo realidad en su soledad madrileña más dramáticamente de lo que esperaba. El 22 de junio de 1929 escribía a Gorostiza: He recordado mucho lo que, en una de nuestras largas conversaciones de sobremesa, en Sanborn’s, me decías respecto a la doble obligación de que los escritores somos víctimas en México: la de desarrollar una vida normal, de trabajo burocrático o de cualquier otra índole, y la de desprendernos de él, para alcanzar —en su ágil plenitud— el fantasma de las cosas superiores que los espíritus necesitan para mantenerse y que, a nosotros, se nos da siempre de tarde en tarde (Gorostiza 1995a: 233).
El fruto de ese “fantasma de las cosas superiores” que problematizó sus poco satisfactorios inicios diplomáticos fue Destierro en el que, según confesó
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en carta a Gorostiza, trabajó “con avidez” (Gorostiza 1995a: 248). Un libro de inspiración surrealista, con visiones y abstracciones funestas, verso libre y metaforismo arriesgado cuyo título, explicó Torres Bodet años después, “entrañaba una confesión”. Y añadió: “Sentí la necesidad de adentrarme todavía más en lo sustancial de mis experiencias” (Carballo 1968: 29), experiencias que remiten al grito sofocado del poeta que intuye que, en adelante, el suyo será un camino en compleja relación dialéctica con otro yo, el intachable servidor público ejerciendo incorruptiblemente su autodisciplina, pero sin dejar de mirar con nostalgia y oscura fascinación al súcubo encerrado en el sótano. Pacheco ha señalado su aire de familia con Sobre los ángeles y Sermones y moradas de Alberti, e incluso con los posteriores Residencia en la tierra de Neruda, La destrucción o el amor de Aleixandre y Nostalgia de la muerte de Villaurrutia (Pacheco 1994: 91) y, efectivamente, posee la misma impronta de dura, arriesgada y nada complaciente introspección. Casi inmediatamente después “principié un libro de versos que no habría de dar a la imprenta sino más tarde, al volver a México, en 1937” (Carballo 1968: 29). Se trataba de Cripta, el poemario en el que procuró zanjar la crisis abierta en Destierro. Muchos años después, Torres Bodet explicó a Elena Poniatowska en una entrevista que: con los años se acaba por comprender que nadie ha escrito jamás sino un solo libro: en uno o en treinta tomos [...]. Al principio atraen la diversidad, la aventura, el descubrimiento de sensibilidades y situaciones que nos parecen originales. Y todo esto está bien, por supuesto; siempre que no termine con el desasimiento de aquello que, por humilde y oscuro que sea, cada uno de nosotros tiene de propio y de intransferible (en Carballo 1968: 45)9.
Ese drama “humilde y oscuro”, “propio e intransferible” entrevisto en Destierro y cristalizado en Cripta es el territorio de las novelas y relatos escritos entre los dos poemarios. Sorprendentemente, pocos se percataron del cambio que Destierro implicaba en la trayectoria poética de Torres Bodet. Como se adelantó, entre los mexicanos solo Reyes hizo públicos su sorpresa y su aplauso al hombre
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La entrevista se publicó en el diario Novedades el 14 de septiembre de 1954.
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que parecía aparcar su exceso de prudencia, daba “un salto” y exhibía su “crisis” mostrándose “todo abierto de ventanas, cruzado de ráfagas y (solo en apariencia) deshecho”. “De disciplina en disciplina”, anunciaba Reyes no sin sorpresa, “ahora conquista su mayor libertad y acaso se somete a su más dura experiencia”; “cantar así, con ese tono de sonámbulo que tiene ahora la poesía, haciendo que cada palabra sobresalte a la que salió antes, si es la tentación mayor y aun la perdición segura para los abandonados, los laxos, los que creen que el poema ha de escurrir como una secreción del cuerpo, también tiene que ser la prueba de los que saben gobernarse” (en Carballo 1968: 262)10. También Jorge Guillén vio hasta qué punto, sin perder el gobierno de sí mismo, Torres Bodet se había asomado en Destierro a su propio precipicio, poniendo el dedo en la llaga en una carta fechada el 22 de junio de 1931: “habría muchas cosas que decir de su complejidad, de su perfección, de su elegancia constante, elegancia que no coarta ningún impulso ni elimina ningún elemento, por extraños o lejanos que parezcan [...], y, por otro lado, ¡Cuánto drama, cuánta emoción, cuántos sueños!” (en Carballo 1968: 263-4). Entre los Contemporáneos, nada más Ortiz de Montellano, el más próximo a Torres Bodet, se sorprendió: “¿qué nuevos caminos has descubierto en ti?” (Ortiz de Montellano 1999: 117), preguntaba en carta de marzo de 1931 al amigo lejano, haciéndole notar que sabía que no eran puramente técnicos o de escuela, sino de índole más profunda. “¿Qué piensas, ahora de la poesía?”, inquiría, para añadir: no se trata de orientaciones pues sé que tú como todo poeta verdadero —porque abunda el diletantismo hasta entre amigos nuestros por otra parte respetados y queridos— tienes tu problema a la vuelta de la esquina del surrealismo, de Valéry, Eliot o Forgue, como expositor de teorías. Es claro que no en un libro —el más próximo— ni quizás en los posteriores encontraremos, cada quien, resuelto el propio y terrible problema que, por otra parte, ojalá nos dure toda la vida; pero sí, en cada libro, demos un paso, visible secuencia del anterior aun cuando sea tímido y balbuceante (Ortiz de Montellano 1999: 117; subrayados del original).
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La reseña, con el título “Jaime Torres Bodet”, apareció en Monterrey en abril de 1931.
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Ortiz de Montellano confesaba estar “tratando de encontrar la relación justa entre tu obra y aquella parte de tu espíritu que creo conocer, a la luz, imaginaria para mí, de un nuevo aire y de una nueva vida” (1999: 118). Y añadía algo sobre lo que volveremos más adelante: “Desde luego está más cerca de la poesía de tus libros en prosa que de los anteriores” (118). En sus memorias, Torres Bodet contaría que durante esos años la poesía fue “un refugio abrupto, inclemente, duro”, expresión de su “soledad” (1961: 368), una soledad física pero sobre todo interior, vivida como una forma de enajenación de sí mismo. Incorporado irreversiblemente a la adultez, se presentaba ante su vida un inicio laboral que no satisfacía aún del todo su ética ideal del servicio público y una abisal pulsión poética que amenazaba con desestabilizarla. Más que un refugio, la poesía fue una reclusión, el enclaustramiento en una celda de meditación primero, y de disciplinamiento —en Cripta— después: “aquel destierro en la poesía, o, como dije en alguna parte, aquella poesía en el destierro, me fue por lo menos útil para saber desde dónde debería regresar al terreno propio” (368). La dualidad y la división, la frontera entre dos tierras está intencionadamente simbolizada en esa “lámpara de balanza” bajo cuya “luz compacta” (1961: 368) escribió, encerrado en el despacho a partir de las nueve y media de la noche, Destierro, La educación sentimental y Proserpina rescatada11. Por eso, como dice José Emilio Pacheco, “Destierro es un libro de interiores, habitaciones iluminadas por lámparas de mesa, llenas de ecos, espejos, livideces, espectros. Poesía dormida, despierta, insomne y sonámbula” (1994: 93). El poeta juega y sufre con el surrealismo, sus posibilidades y sus límites, con su atracción y su doma, logrando “una simplificada y —si uno pudiera llamarla así— racional manera surrealista” (Monguió 1946: 253). En medio de la noche y su poderosa carga simbólica, pero bajo la fría observación que permite la luz artificial, el mundo que evoca el poemario es inequívoca y tópicamente moderno: frialdad, extrañamiento, desintegración, deshumanización, alienación. Quien se mira y se observa desdoblado es el poeta en la modernidad buscando su sitio, pero es el drama de un poeta concreto lo observado: el de Jaime Torres Bodet. Si el propio título Destierro parece hablar de un hombre condenado a sentirse fuera de sí y a añorar su otra tierra —o 11 “En esta presencia amarilla —entre dos lámparas— de la noche, / en esta inmovilidad del espejo que cuenta al revés sus cadáveres”, empieza el poema “Pórtico” de Destierro (1967: 53).
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Margarita o Paloma—, nada lo confirma mejor que otro título, el de la novela escrita al compás del poemario: Proserpina rescatada. Entre Destierro y Cripta, la peripecia vital de Delfino Castro-Valdés, su protagonista, describe el rescate que finalmente Torres Bodet decidió hacer de sí mismo. Proserpina rescatada, publicada en Espasa-Calpe en 1931, no solo es el eslabón entre Destierro y Cripta y el núcleo de la decisiva crisis bodetiana de los años treinta, sino también una de las mejores novelas de la vanguardia hispánica: una summa o cifra, casi, del vanguardismo, en su estadio final12. En una breve reseña, Marcel Brion apreció la “densidad” de su prosa y sus “resonancias múltiples” y supo ver lo esencial del libro: “su título evoca ya el conocimiento de los mundos subterráneos, la introspección profunda del dolor y de las pasiones”: “todo revela en esta obra al poeta” (en Carballo 1968: 263)13. Al recurrir a la mitología clásica no fue original. Ya se había hecho en Francia, España y entre los propios Contemporáneos, pero Torres Bodet puso en práctica en su novela, con especial rigor y conciencia, y sabiendo muy bien por qué, el “mythical method” que T. S. Eliot había explicado en su conocida reseña al Ulysses de Joyce: subrayar o procurar convertir en clásico, en permanentemente vivo, lo esencial de la modernidad en permanente tránsito autodestructivo. La protagonista es Dolores Jiménez, llamada Proserpina en su círculo de amistades en evocación de la mítica hija de Ceres y Júpiter que Plutón raptó para llevarla con él a los infiernos; Ceres logró que su hija regresara a la superficie seis meses al año para de nuevo bajar a los infiernos los otros seis, argumento que es la quintaesencia del drama humano de la dualidad y, en particular, del bodetiano. Proserpina-Dolores es una brillante estudiante de medicina que disecciona cadáveres con frialdad científica buscando saber, pero que acaba abandonando la profesión para dedicarse al contacto 12 Francis de Miomandre en “Jaime Torres Bodet y Proserpina rescatada”, publicado en L’Esprit Français en diciembre de 1931, llegó a calificarla de “obra maestra”: “me encanta que los escritores reivindiquen de este modo, en plena modernidad, los sagrados derechos de la mitología. Y la obra de Jaime Torres Bodet es una obra maestra” (en Carballo 1968: 264). Una parte de la novela se dio a conocer en Revista de Occidente con el título “Muerte de Proserpina” (29, LXXXVI, 1930, pp. 177-215). 13 “Proserpina rescatada, de Jaime Torres Bodet”, de Marcel Brion, apareció en Les Nouvelles Littéraires el 12 de diciembre de 1931.
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con la muerte —con el misterio, con la otra vida— como medium y espiritista, creyente en el principio budista de la reencarnación. Más aún que la icónica Proserpina y la interesantísima relectura que propicia de las dicotomías espíritu vs. máquina y modernidad literaria vs. modernidad histórica, con Nueva York como escenario muy buscado, interesa el narrador: Delfino Castro-Valdés, por quien conocemos la historia de Dolores. María José Bustos Fernández ha subrayado la centralidad de este personaje cuyo interior marca el conflicto de la novela: “las contradicciones internas que se debaten en la interioridad de la conciencia de Delfino” (1990: 104). Castro-Valdés es y no es, como Carlos Borja en Margarita de niebla, el autor Torres Bodet. Compañero de estudios de Dolores en México y antiguo amante, asistió perplejo a su repentina desaparición (el descenso a los infiernos bajo el reclamo de Plutón) del mismo modo que años después asiste, en Nueva York, a su reaparición como medium, para volverla a amar y volverla a ver desaparecer. El presente de la enunciación se sitúa años después de ese último encuentro, cuando Castro-Valdés sale de su consulta dispuesto a pedir matrimonio a su enfermera, una mujer cómoda y conveniente. Recibe entonces la llamada de Proserpina, que agoniza en la habitación de un hotel. “Proserpina es la contracara de Delfino: su otro yo, el yo que él tratará de evitar, la posibilidad de enfrentar un mundo multifacético, subterráneo, desestabilizador” (Bustos Fernández 1990: 104). Con una inyección de morfina, el médico pone fin a esa agonía, a la insostenible voluntad de ser dos, zanjando el drama de su dualidad con una resolución vital definitiva. Matando a Proserpina, Delfino entierra una parte de sí mismo, la que sintió el mismo dolor que Fausto, el mismo que Dolores Jiménez. A lo largo de la novela hay indicios de que Proserpina es también su “otro yo”, un yo que lo tienta periódicamente y del que escapa justo cuando decide, con el matrimonio, formalizarse y responsabilizarse. Así se deduce de una de las escenas de la novela, en la que Delfino se reconoce en las divinidades duales Jano, Argos y Narciso. Proserpina es el reflejo de este Delfino-Narciso en el agua, o lo que es lo mismo, en el espejo. Esa identificación con Narciso que convierte a Proserpina en su “otro yo” se cierra al final de la novela cuando, contemplando su agonía, recuerda aquella vez que “al besarla, sentí en su boca el sabor de una boca diversa, de frío, como la boca que nos acaricia en el litoral de un espejo” (1985: I, 243). Hasta tal punto la fusión de los dos es real
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que ella puede leer el pensamiento de él. Cuando Delfino se ensimisma recordando a la joven de la que se enamoró, Proserpina, al borde de la muerte, le interrumpe: “No me rejuvenezcas. Adivino todo lo que estás pensando” (1985: I, 242). La resolución vital del protagonista parece clara: el yo social y convencional, el que apuesta por el servicio público como ética vital, se libra del súcubo que amenaza con llevarlo de tanto en cuanto a los infiernos, aunque él se convenza de que administrándole la morfina le está —se está— administrando la salvación. Al final se declara “dichoso”, “casi tranquilo”, “satisfecho de haberme recuperado” (1985: I, 245). Pero confundiéndose con el médico está Torres Bodet enmendándole la plana, dejando la puerta del sótano ligeramente entreabierta, manteniendo viva a la muerta en la novela como sugiere el mismo título Proserpina rescatada: en ella adquiere el estatuto eterno del mito, en ella lleva Torres Bodet el “mythical method” a su última y más personal consecuencia, en ella también despersonaliza el drama y se libera, iconizándolo, de él. Ese otro yo que es Proserpina tiene mucho que ver con el modelo poético que Torres Bodet se atrevió a rozar en Destierro: un modelo heredero del mito moderno de origen romántico de la poesía como vocación maldita y sagrada, como puerta hacia un lugar incontrolable del yo por la que se sale de la seguridad del aquí. “Esta / armadura yacente / de princesa dormida / de dormida despierta / poesía” (1967: II, 67), se lee en Destierro: evocación de la poesía como aristocracia espiritual y como heroísmo caballeresco que un temeroso Torres Bodet, marcado por el miedo y la culpa, mantiene en estado latente, bajo control por los efectos de la morfina, sin renunciar del todo a su amor. Si en el poemario el conflicto poesía vs. modernidad histórica revela un acto de introspección íntima, en Proserpina rescatada, por intermediación de la ficción y el mito, es además un acto de reflexión que se extiende a la casta misma del poeta y del intelectual de su tiempo: llamado por la eternidad y por la historia, dividido entre el deber para con la humanidad y la exploración sin trabas de su sentimiento de alienación. No son, obviamente, casuales, las dos referencias literarias que pone en boca de Castro-Valdés: “Me llamo Dostoievsky. Pero no se inquieten tan pronto. No soy el autor de El idiota. Todo gran apellido es soportado, en Rusia, por dos individuos a la vez. Yo soy el otro”. La variante de la emblemática frase de Rimbaud —“je est un autre”— no deja lugar a dudas.
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Destierro y Cripta son, además de títulos, palabras que se iluminan y personalizan desde esta fábula que alegoriza el drama bodetiano de la dualidad con el más fúnebre y desgarrador de los mitos. Destierro eterno de un yo que siempre se sentirá expulsado de sí mismo: o no será el poeta o no será el servidor social. Cripta en la que el segundo decide encerrar al primero. Poeta que se resarce convirtiendo ese encierro en el tema de su poesía. “Menos me hospeda el cuerpo que me entierra” es el verso de Quevedo que abre Cripta, que aunque se publicó en 1937 empezó a escribirse, como se adelantó, poco después de Proserpina. Aunque con el tiempo Torres Bodet fue disimulando la ansiedad que en esos años le supuso el cultivo de la poesía, refiriéndose a sus libros como serenos pasatiempos, una carta a Gorostiza del 8 de febrero de 1936 muestra lo contrario: “Tengo —¡horror!— un libro de poesías en cartera. ¿Lo recibirás?” (Gorostiza 1995a: 339). “En lo que me concierne”, explicaría años después a Carballo, “Cripta atestiguó una nueva actitud vital: la del ser que accede a la madurez y que se da cuenta, de pronto, del tiempo no aprovechado; la del que busca, según lo indicaba ya una de las composiciones del libro, el ‘amanecer de un alma nueva’” (Carballo 1968: 29). Tras el poemario de 1937 la vida y la obra de Torres Bodet caminaron hacia esa alma nueva definitivamente afirmada en su elección, cumplida en Fronteras (1954) y Sin tregua (1957), donde el yo se sustituye por ‘el hombre’ como categoría universal y donde, renunciando a una parte de sí mismo, logró una suerte de equilibrio: una poesía entendida como “mensaje vital, expresión concreta del hombre que, al escribirla, siente que cumple, hasta donde se lo permiten sus aptitudes, su oficio de hombre” (Carballo 1968: 42), más de humanista que de poeta: “el mejor artista, hasta en el uso de sus libertades más personales, no puede desentenderse de sus responsabilidades de hombre, intérprete y guía de sus hermanos, en su país o en el mundo entero” (Carballo 1968: 84). Al poco de publicarse Cripta, Gorostiza, que tan bien conoció a Torres Bodet, escribió estimulado por el libro un extenso ensayo que, como dice Sheridan, es su “artículo crítico más ambicioso” sobre la poesía de su generación (en Gorostiza 1995a: 353, n. 11). Invisible para todos menos para él, Cripta se le reveló como la cifra del drama de su generación en unos años en los que en México la literatura comprometida era la norma y se daba por liquidado al grupo Contemporáneos. Tituló su ensayo “La poesía actual de México. Cripta de Jaime Torres Bodet”, un título que tuvo mucho de reivindicación, de intento
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de incorporar el libro al México de entonces y reivindicarlo como ejemplo de un camino lírico a la vez heroico y vencido14. Gorostiza percibió el componente autobiográfico de Cripta, disimulado en la abstracción: “Toda la poesía de Cripta se resuelve naturalmente en alusiones a la biografía y aun a la anécdota concreta, pero tan tenues que se hace preciso buscarlas más allá de las palabras” (1995b: 168). Notó cómo Torres Bodet había desembocado allí “desde una novelística saturada de poesía”. Y entrevió en el libro de 1937 el mismo “drama” de Destierro pero ahora “objeto de una severa represión”: Hay un drama inmóvil que el poeta contempla desde su inmovilidad, no como un mundo de pasión, sino como un caos de imágenes en donde solo él, por medio de una percepción exquisita, reconoce la imagen individual, la separa, la cultiva [...]. Espectador desinteresado de su propio drama. Desinteresado, pero no franco. Porque para poder contemplarlo, no se sitúa abiertamente ante él, sino detrás de él, sino tras las puertas que lo ocultan (1995b: 168).
“Aquí, / tras esta puerta / que una invisible mano / cerró súbitamente, / estoy, estaré siempre”, aceptaba Torres Bodet en Cripta, enunciándose a sí mismo serenamente la decisión: “al cielo que pretendes, renunciaré sin ira...” (“Destino”, 1967: II, 116). Aunque en sus conversaciones con Carballo parece no responsabilizarse de la misma —“la vida me impuso otro género de deberes. Participé en la Administración”; “la poesía cobró, en mi existencia,
14 La intención de Gorostiza, sin embargo, se volvió en su contra. El artículo, que por su extensión tuvo que publicarse por entregas en El Nacional (en el suplemento dominical, entre el 20 de junio y el 4 de julio de 1937), apareció finalmente bajo el título “La poesía actual de México”, amputándose la referencia a Cripta y Torres Bodet. Este se quejó a Gorostiza — “de una manera muy delicada pero muy injusta, aludes a la supresión del subtítulo como si yo hubiese tenido parte en ello” (Gorostiza 1995a: 352) —, que se explicó así: “Yo no lo hubiera consentido, ni aun a título de transacción. Pero México se nos ha convertido de nuevo en una tierra de inquisición y de tortura. No hay el menor respeto para lo que escribe nadie y en todas las redacciones se añade, mutila y cambia el sentido de las cosas de acuerdo con la ‘razón política’. Me he enfermado de indignación, porque lo único que ha podido haber en este caso es pura pequeñez, pura miseria de no hacerle propaganda a tu libro. ¡Y pensar que este espíritu sin grandeza, esta mierda en rebeldía, es la que pretende animar la cultura de México! Ojalá que pudieras hacer publicar el artículo en Repertorio o donde mejor te parezca con su necesario subtítulo” (Gorostiza 1995a: 352). La carta está fechada el 16 de julio de 1937.
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un significado sumamente distinto: se volvió acción” (Carballo 1968: 30)— él mismo, como supo ver Gorostiza, practicó la amputación con la suficiente precisión de médico —Castro-Valdés— como para mantener al yo del otro lado palpitante en forma de reliquia —la misma función del mito en Proserpina— encerrada en una cripta que no solo fue sepultura sino también, lugar secreto de culto: Me figuro qué sed de sinceridad, qué urgencia de ser el hombre fruto de sí mismo, en completa sazón, se esconde en las renunciaciones de Torres Bodet [...]. Pero pecaríamos de indiscretos si no le advirtiésemos que no ha llegado aún al sacrificio supremo de cantar su verdad y que todo su valor puede no bastarle para conseguirlo. El mundo intelectual vive de halagos que solo la mentira le da. La verdad lo amenaza en su existencia misma, pero él sabe ahogarla en un magnífico desprecio (Gorostiza 1995b: 174).
Pero ya antes, en Destierro, Torres Bodet lo había reconocido, anticipándose al reproche: Y me levanto del sepulcro, frío, para una realidad que no me atrevo a comparar con el cadáver —correcto, intacto, simple— de mi vestido sin pecados (“Despertador”, 1967, II: 100)
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EL CUENTO “LA CENA” EN LA OBRA DE ALFONSO REYES. “ACASO LA SOMBRA DEL QUE APENAS DEBO NOMBRAR...” Alfonso García Morales Universidad de Sevilla
“La cena” es un caso singular dentro de la Obra, con mayúsculas, de Alfonso Reyes. Es su primer cuento, si no escrito sí publicado —está fechado en México en 1912 y salió en Madrid al frente del libro El plano oblicuo (1920)—, y hoy es reconocido de manera prácticamente unánime como el mejor que escribió, como un hito de la tradición fantástica mexicana, y para algún historiador incluso como la ficción que inaugura la narrativa contemporánea de su país (Domínguez Michael 1989: 526, 577). También como un notable precedente de Aura (1962), la famosa novela corta de fantasmas de Carlos Fuentes. En 2012, al cumplirse los cien años de “La cena” y los cincuenta de Aura, en México salieron ediciones conmemorativas, comentarios en prensa y blogs literarios, y algunos jóvenes escritores redescubrieron este cuentecito magistral y aún inquietante. Pero su carácter fantástico, más aún onírico, es bastante excepcional en Reyes, quien apenas le dio continuidad, y la atención que ha vuelto a recibir no hace sino poner de manifiesto el olvido en que permanece el resto de su narrativa, y el sueño de los justos (o de los clásicos) en que duerme su Obra.
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La Obra de Reyes: entre la promesa y el descontento Enfrentarse críticamente a la Obra de Alfonso Reyes es un formidable reto. ¿Cómo abordarla en toda su extensión y valorarla hoy? Posiblemente una de las claves que mejor permita entenderla sea el modelo de intelectual al que trató de ajustarse Reyes, quien ya en su tiempo fue conocido como humanista moderno y mexicano universal, títulos sin duda retóricos, desgastados por el abuso oficial, pero tal vez insustituibles y que habría que intentar repensar. Reyes adoptó esas imágenes muy pronto, durante su primera juventud mexicana, les fue dando forma a lo largo de sus estancias en España, Francia, Argentina y Brasil, y terminó de perfilarlas cuando, establecido definitivamente en México, desde su residencia-biblioteca, la Capilla Alfonsina, reordenó para la posteridad sus Obras. Son imágenes que responden a un proyecto tan ambicioso como conciliatorio: salvar y continuar, asimilándola a las circunstancias históricas y nacionales mexicanas, la alta cultura occidental, una herencia siempre amenazada, cuyo origen y superioridad radicarían en una mitificada tradición clásica grecolatina. A la muerte de Reyes, Octavio Paz escribió un ensayo muy ponderado donde trató de cifrar su actitud ética y estética con una palabra, concordia, reconociendo en ella ventajas (amplitud, curiosidad, tolerancia, bonhomía) y debilidades (falta de crítica y autocrítica radicales, indecisión, tibieza y conformismo en la vida pública, frialdad ante lo más arriesgado y sublime del arte contemporáneo) (Paz 1994: 232-233). En uno de los acercamientos recientes más válidos que conozco Sebastiaan Faber caracteriza a Reyes como un intelectual liberal, elitista, devoto de la cultura europea, más hispanista que indigenista, creyente en que el primer compromiso del intelectual es con su propio trabajo, con lo universal humano, amante de la justicia pero más aún del orden, y todo menos radical (Faber 2004: 15-49). Esta moderación explica la insatisfacción, incluso los conflictos, que él trató siempre de rehuir, por parte de quienes en su tiempo le pedían más atrevimiento, más novedad, más nacionalismo o más compromiso. Explica también su posición ante la vanguardia. Históricamente Reyes es encuadrable en lo que su gran amigo y maestro Pedro Henríquez Ureña, fundador de la historiografía literaria moderna en Hispanoamérica, llamó “la generación intermedia” entre el fin de siglo y la vanguardia, lo que se conoce también como “posmodernismo” (Henríquez
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Ureña 1978: 189-191). Perteneció al grupo mexicano del Ateneo, homologable con varios grupos representativos de las generaciones americanas del Centenario o de las generaciones europeas del 14. Esta pertenencia no condiciona necesariamente. Hubo intelectuales de esas promociones que se adelantaron o se sumaron a las revoluciones políticas y artísticas de las vanguardias nacientes. Reyes no. Se formó en el modernismo, en la última, más refinada y exigente cultura decimonónica. Pronto se topó con las vanguardias, de forma casi tan inesperada, aunque desde luego no tan dolorosa, como se topó con la Revolución en su país. Con ambas aprendió, como con casi todo, a convivir. De las vanguardias aprovechó algunas aportaciones pero no participó ni se identificó con su espíritu rupturista originario. Anthony Stanton explica que es inútil buscar en él una “idea de la poesía como aventura, acción o transgresión”, que no creyó en refundaciones violentas de las normas ni en desmesuras nihilistas o utópicas, que no problematizó el lenguaje ni se abandonó a lo irracional, y que por lo general rehusó —“La cena” sería una relativa excepción en esto— a la exploración de las capas más profundas y ocultas del ser (Stanton 1998: 109). Reyes reconoció, sí, que la realidad es en gran medida misterio, caos y discordia, pero la tarea de la cultura era para él precisamente buscar la claridad, la unidad y la continuidad, el restablecimiento del equilibrio, siempre frágil y provisional. “Respeto el misterio, pero yo me siento de otro modo”, explicó en 1924, año oficial de nacimiento del surrealismo (OC IV 450)1. Desde mediados de los años veinte no se cansó de recomendar a los más jóvenes contención, moderación y acuerdo entre modernidad y tradición. Existe, sin embargo, una cuestión más delicada y difícil a la hora de juzgar a Reyes. Este no dudó del humanismo moderno que orientó su trayectoria, pese a que este modelo intelectual sufrió un fuerte cuestionamiento con la Primera Guerra Mundial y quedó prácticamente arrumbado tras la Segunda, pero creo que sí tuvo dudas frecuentes, cada vez más profundas con el tiempo, sobre su condición de escritor y sobre el valor perdurable de su obra literaria. Dudas que también llegaron a compartir sus amigos más próximos, que se insinuaron ocasionalmente durante su vida y que se plantearon de
1 A lo largo del trabajo usaré OC para referirme a los tomos de las Obras completas de Reyes citadas en la bibliografía.
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manera más abierta y general tras su muerte. En su Historia de la literatura hispanoamericana Enrique Anderson Imbert se preguntó: ¿Por qué el autor de El testimonio de Juan Peña no nos dio la novela que prometía? ¿Por qué el autor de “La cena” no nos dio la colección de cuentos que prometía? ¿Por qué el autor de Ifigenia cruel, de Huellas, no nos dio el drama, el poemario que prometía? Esos frutos son suficientes, sí. Pero para quienes tuvimos el privilegio de ser sus amigos era evidente que Alfonso Reyes podía dar mucho, mucho más que eso en los grandes géneros de la literatura. En lo que sí acertó fue en el ensayo (1974: 141).
En valoraciones como estas sobre el Reyes “polígrafo” (otra palabra arcaica y borrosa, que lo acerca más al letrado decimonónico que al intelectual crítico moderno) han pesado las siempre incómodas cuestiones de las fronteras entre la poesía y la prosa, los prejuicios sobre las jerarquías entre géneros literarios, la indecisión genérica del ensayo e incluso la consideración incierta de este como literatura. También ha pesado y sigue pesando la cuestión del libro orgánico y, más aún, del libro culminante. Las Obras alfonsinas terminan resultando excesivas e insuficientes, y entre su infinidad de libros, demasiados de ellos agregados misceláneos, y entre su infinidad de páginas, demasiadas de ellas ocasionales y hasta de cortesía, no se encuentra el título definitorio y definitivo que lo justifique como escritor. La frustración de aquellos contemporáneos que creyeron en la enorme promesa que, desde su aparición, encarnó Reyes, se instaló en las generaciones posteriores: “Reyes no logró ese libro, ese acto de magia sintética que concentra el universo entero en el pulso de un individuo único e irrepetible. Qué angustia, él, que era el más dotado” (Hiriart 1991: 57)2. Recurro a la opinión y autoridad de Borges, cuya relación con Reyes ha sido muy recordada y algo mitificada (aunque cuidado con las opiniones de Borges, y no invistamos a su autoridad de una ortodoxia en la que él nunca creyó). Borges, quien sí afirmó la vanguardia con la misma aparente contundencia con la que la negó, manifestó con insistencia que Alfonso Reyes era el mejor prosista en español, de su tiempo e incluso de todos los tiempos. Así. También dijo que en la prosa de Reyes aprendió una lección de claridad, precisión y 2 Una interesante síntesis de las distintas valoraciones críticas de la Obra global de Reyes puede leerse en Dávila 2010: 1-38.
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eficacia que le sirvió para desprenderse de su confuso y torpe estilo juvenil. En esto creo que Borges fue esencialmente sincero y, dejando exageraciones y otras cosas aparte, pues para él alabar a alguien (Reyes) era una forma frecuente de descalificar a otros (Ortega y Gasset, por ejemplo), esencialmente acertado. Pero Borges no habló de que Reyes marcase su concepción profundamente revolucionaria de la obra literaria. De su narrativa no se dio por enterado. Apenas rozó sus poemarios, en los que no pareció encontrar más que “curiosidades”. Ante la insistencia de algún entrevistador sobre qué libro entre las decenas de los de Reyes prefería, se refirió vagamente a los ensayos, para terminar afirmando que lo mejor de este era su “sustancia”, la “impresión de conjunto”. Y si hemos de creer a Bioy Casares, Borges no se resistió a lanzar en privado la terrible paradoja: en realidad Reyes no tenía obra3. Añado que la desmitificación de Reyes como figura y como Obra no solo es inevitable sino conveniente, pero que sería una injusticia y una pérdida lamentable llegar a ella sin pasar por su lectura. A Reyes no le hace falta defensa sino lectura, decía Ramón Xirau (1981: 64); si bien Adolfo Castañón reconoce que quizá nunca, y menos todavía hoy, pese a disponer por fin de esa Obra prácticamente completa y en cómodo formato digital, sea posible leerla de cabo a rabo y solo quepa “releerla y calarla” (2012: 358). Pues bien, si emprendemos realmente esa lectura parcial y crítica, incluso si al final no nos quedamos más que con su excelsa prosa, con su sustancia o estilo, lo que no es poco, tendremos que admitir que sus ensayos fueron escritos y no pueden ser leídos más que como literatura, que son inseparables de su poesía y de su narrativa, pero que en su caso se acercan mucho más que estas a lo que llamamos “creación”. Y seguro que junto a muchísimos excelentes ensayos concretos, como Visión de Anáhuac, tal vez su más alto ejemplo de prosa poemática, exquisita y elusiva, descubriremos también cantidad de sorpresas y de relativas excepciones: bastantes textos inclasificables, varios poemas, algunos relatos, entre estos la obrita maestra “La cena”, una refinada y muy personal versión del cuento de fantasmas decimonónico, que no hubiera desmerecido en absoluto dentro de la en su tiempo revolucionaria y hoy canónica Antología de la literatura fantástica de Borges. 3 Para un reciente y minucioso repaso de la documentación y la bibliografía existente sobre la relación entre Reyes y Borges, véase García 2010.
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Años de gestación: EL PLANO OBLICUO Los años de gestación de “La cena” fueron cruciales para Alfonso Reyes, quien entre 1912 y 1920 atravesó por una durísima prueba personal e intelectual, y dio la medida de lo que podía esperarse realmente de él como escritor. Se había dado a conocer con apenas 16 años, como hijo del general Bernardo Reyes, el gobernador de Nuevo León, ministro de la Guerra y candidato a suceder a Porfirio Díaz, como miembro fundador del Ateneo de la Juventud, y como discípulo predilecto de Henríquez Ureña. El primero de sus libros, Cuestiones estéticas (1911), fue una colección seminal de ensayos literarios, donde adelantó con pasmosa seguridad varios de sus grandes temas, de la tragedia clásica y Goethe a Góngora y Mallarmé. Conviene también recordar que Cuestiones estéticas contiene algunos ensayos ficcionalizados en forma de diálogo, género sobre el que habría de volver insistentemente. Y señalar, para marcar la evolución posterior, que está escrito bajo “la lenta y difusa solemnidad del discurso académico” (Henríquez Ureña 1979: 181), que su prosa no es todavía su admirada prosa de madurez. Sus compañeros Julio Torri, Martín Luis Guzmán y José Vasconcelos acabarían con un perfil más definido como narradores, pero nadie dudaba entonces de que él era la gran promesa literaria de México. Esta consideración condicionó muchas valoraciones críticas posteriores, como hemos visto en el caso de Anderson Imbert: ¿cumplió o no cumplió Reyes con lo que todos, empezando por Henríquez Ureña y él mismo, esperaban? El mundo de Reyes pareció venirse trágicamente abajo en febrero de 1913, cuando su padre murió en un fracasado golpe militar contrarrevolucionario. Veremos, a través del cuento “La cena”, la importancia decisiva que este hecho tuvo en su vida. Huyó, primero a París y, tras el estallido de la Primera Guerra Mundial, a Madrid, donde permaneció diez años. La etapa madrileña, la más productiva y creativa de su carrera, puede dividirse en dos lustros no tajantes pero sí diferenciados por sus condiciones, objetivos y estrategias: exilio y diplomacia. Durante los cinco primeros años sobrevivió exclusivamente de la pluma, se convirtió en escritor profesional y conquistó su sitio en el renovado campo cultural español. En 1920, después de un complejo proceso político y personal, logró un acuerdo con el México pos-
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revolucionario, se reintegró en la diplomacia y se convirtió oficialmente en lo que ya era de hecho, el gran representante cultural de Hispanoamérica en España4. Reyes sintió en carne propia que con la Revolución y la Guerra el mundo elitista y eurocéntrico del siglo xix, del que él procedía, se clausuraba definitivamente y daba paso a un tiempo desconocido y desconcertante, lo que llamaba en sus cartas de París la “Etapa Asiática” del mundo (Henríquez Ureña/Reyes 1981: 315-316). También estaba convencido de que la civilización occidental debía superar la herencia caduca del ciclo anterior, cuyas mentiras y errores habían llevado a la catástrofe. Pero debía hacerlo corrigiendo, no haciendo tábula rasa. La continuidad de la cultura humanística era la única defensa frente al caos y la barbarie. Se resistió a la tentación o al riesgo vanguardista. En París, gracias a su amigo el pintor Diego Rivera, llegó a conocer algo del cubismo, pero lo interpretó como un síntoma momentáneo de la desorientación de los nuevos tiempos. Una vez en España se integró en lo que llamó el “grupo avanzado” o “céntrico”, formado por los consagrados del 98 y sobre todo por la nueva generación reformista y europeísta, homóloga a su añorado Ateneo, que sería conocida como generación del 14. Trató pero no se identificó con los primeros vanguardistas españoles, los para él “excéntricos” Ramón Gómez de la Serna y los ultraístas. Sus simpatías y diferencias con Gómez de la Serna son un ejemplo de su proximidad y aún mayor distancia con las vanguardias. A su llegada a Madrid frecuentó la tertulia de Pombo. En sus cartas empezó a referirse a Ramón como un fenómeno interesante, un escritor original, ingenioso, ocurrente pero también tosco, inculto, poco sólido. A raíz de la exposición “Los pintores íntegros” organizada por Ramón en marzo de 1915, escribió el artículo “El derecho a la locura”. En él se quejó del rechazo que la crítica más conservadora y el público madrileño manifestaron ante los cuadros cubistas de Rivera, pero su modernidad moderada, siempre conciliatoria con la tradición, le hizo señalar antecedentes de “la visión íntegra” del cubismo en el Greco, Quevedo, Góngora, Gracián y la picaresca. Y dio a entender que las “locuras” y “novelerías”, pues otra cosa no era para él el experimentalismo de 4 He intentado dar mi versión de la primera etapa mexicana y de la década española de Reyes en García Morales 1992 y 2012.
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los ismos, le resultaban saludables dentro de un orden y siempre que no se las tomara uno muy en serio. Tres años después se atrevió a decir en un retrato de Ramón: “no es escritor: carece de urdimbre y cohesión”; “sus obras perfectas no duran más allá de las siete líneas” (OC IV 187 y 189). Por su parte, Ramón, que había alabado el sutil equilibrio de Reyes entre el conocimiento del pasado y el interés por el presente, le devolvió el golpe en La sagrada cripta de Pombo, atacándole por su flanco débil, la prudencia: “Se pasa de sutil Alfonso Reyes. Teme no ser el primero de la clase, y eso le prohíbe esas torpezas, entre las que está el acierto inolvidable” (Gómez de la Serna 1986: 526). Al salir de España, Reyes hizo las primeras tentativas de ordenación de sus escritos y vino a distinguir dos grandes tipos: por un lado, los libros misceláneos, de origen erudito y periodístico, “virtuosos ejercicios de la necesidad”, que además de darle de comer, le ayudaron a madurar como prosista; por el otro, sus libros “más libres y orgánicos”. Estos están representados por una primera serie de 1917, Cartones de Madrid, Visión de Anáhuac y El suicida, una trilogía muy diferente pero unida por un tema subyacente: el trauma del exilio y la nostalgia del México de antes de la Revolución; tres libros bastante inclasificables formalmente, donde Reyes se muestra si no experimentalista, sí muy innovador, y donde su prosa brilla al mayor nivel. Su mejor valoración sigue siendo la que hizo Henríquez Ureña en 1927 al hablar de los “libros libres”, las “danzas furtivas”, los “ratos robados” de Reyes en Madrid: En Alfonso Reyes, el escritor de la pluma libre es de tipo desusado en nuestro idioma. Buscando definirlo, clasificarlo (¡vieja manía!), se le llama ensayista [...]. Sus ensayos convertían en certidumbre el dicho paradójico de Goethe: “La literatura es la sombra de la conversación”. Concepto nuevo, atisbo psicológico, observación de las cosas, comparación inesperada, invención fantástica, todo cabía y hallaba expresión, cuajaba en estilo ágil, audaz, de toques rápidos y luminosos (Henríquez Ureña 1981: 297).
Sin embargo, si se repasa el epistolario de Henríquez Ureña y Reyes se ve que ninguno de los dos estaba satisfecho. Sentían que este había caído en las trampas de la erudición y el periodismo, y que corría el riesgo de seguir siendo la eterna promesa de su generación, no la obra. En 1920, con la reincorporación a la diplomacia, Reyes se propuso más firmemente que nun-
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ca dejar tareas, concentrarse y ganar reputación de verdadero escritor. Ante todo, reputación de poeta. Se puso a trabajar, por una vez lentamente, en Ifigenia cruel, su poemario más ambicioso y complejo, que no saldría hasta 1924. También se permitió el lujo de autoeditarse El plano oblicuo (Cuentos y diálogos) (Madrid, Tipografía Europa, 1920) y El cazador. Ensayos y divagaciones, 1910-1920 (Madrid, Biblioteca Nueva, 1921), dos libros paralelos, con textos antiguos revisados y otros añadidos, “dos nuevos libros (viejos)”, como le decía a Vasconcelos (Vasconcelos/Reyes 1995: 64). Más tarde explicó que hubo páginas que estuvieron pasando de uno al otro hasta el final, lo que demuestra lo porosas que eran en él las fronteras entre el ensayo y la narrativa. En todo caso reservó para el primero los textos fundamentalmente narrativos. El plano oblicuo ha solido relacionarse con Ensayos y poemas, el libro que su íntimo Julio Torri publicó tres años antes, en gran medida gracias a su insistencia. Aunque no tan “perfecto”, exigente, depurado y nítido en su conjunto como este, El plano oblicuo es también un producto muy ateneísta, nacido de lecturas, conversaciones, experiencias y sobrentendidos cómplices entre los amigos de entonces. De hecho, el cuento “En las repúblicas del Soconusco” empezó como una colaboración con Torri, como una broma que Reyes continuó solo. Así lo cuenta este en Historia documental de mis libros (1955-1959), al que me remito, pues sigue siendo la exposición más detallada sobre la génesis y múltiples fuentes literarias del libro, del que, como de tantos otros suyos, no existen análisis concretos ni reediciones actualizadas. Algunas posibilidades de interpretación de su título abstracto e intrigante son: la dialéctica entre la fijeza y el cambio, la intersección entre el plano horizontal o prosaico y el vertical o lírico, la leve inadecuación entre la ironía y la fantasía, entre la erudición y la poesía, y lo que años después Reyes llamaría esa “zona delgada, inestable, resbaladiza” entre la vigilia y el sueño (OC XXIII 243); también la situación incómoda y ligeramente excitante que Reyes vivió en sus primeros años de Madrid, el vértigo de vivir una etapa de transición, antes de recuperar el equilibrio y volver a poner los dos pies sobre la tierra. Si se busca un principio constructivo más o menos común a las once piezas de la colección, este podría estar en los cruces, encuentros y “diálogos” (palabra repetida con variaciones en la mayoría de los títulos) entre contrarios, con sus expectativas y frustraciones, sus malentendidos, pactos y resultados insospe-
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chados. Veremos que la historia de “La cena” arranca de una cita y una conversación imprevistas, aunque en ella no se nota tanto el peso de las lecturas como en los demás textos. Dos son cuentos en segundo grado, secuelas o derivaciones directas de obras literarias anteriores. “El fraile converso (Diálogo mudo)” prolonga uno de los cabos de Measure for Measure de Shakespeare: el devoto Fray Pedro, encargado de convertir al asesino Bernardino, termina asesinándolo; la sombra de Shakespeare “baja por un tejado en declive” y “concluye que aquella es la prolongación única de las líneas que él dejó trazadas en la última escena de su comedia” (OC III 57). “Diálogo de Aquiles y Elena” continúa, esta vez corrigiéndolo irónicamente, el enfrentamiento entre lo eterno masculino y lo eterno femenino que Walter Savage Landor, mente sin duda mucho menos vasta que la de Shakespeare, planteó en “Achilles and Helena”, de sus Imaginary Conversations of Greeks and Romans. Para “La entrevista” Reyes dijo haber aplicado a las relaciones entre los ateneístas los sutilísimos análisis psicológicos de Henry James (Proust no existía aún para él y sus amigos): el narrador protagonista prepara minuciosamente la presentación de dos jóvenes que, él cree, no se conocen entre sí, pero el encuentro y la conversación transcurren por cauces que escapan por completo a su control. “Lucha de patronos (En los campos Elíseos)” recurre a la tradición, recuperada en el fin de siglo, del diálogo filosófico en la eternidad entre figuras literarias contrarias: el ingenioso Odiseo y el místico Eneas, figuras en las que Reyes se proyectó a menudo, aparecen disputándose la paternidad de Roma y dejando ver cuánto tienen en común el uno del otro. “Los restos del incendio (Fragmentos de un manuscrito salvado de la catástrofe)” es una de sus muchas variaciones sobre la amenaza de la barbarie; presenta “un imaginado cuadro humanístico” (OC XXIV 281), un verdadero mosaico de referencias literarias enmarcado por una epístola ficticia, en la que un humanista ve llegar el final de lo que ha sido su forma de entender la vida. “De cómo Chamisso dialogó con un aparador holandés” se ha solido asociar a “La cena” por su carácter fantástico, pero en él la fantasía está subordinada a la ironía y la sátira. Chamisso es una personalidad tan inteligente como miedosa y mezquina, conscientemente negada al cambio, la intimidad y el misterio, necesidades que, sin embargo, no dejan de perseguirlo. En una sobremesa con dos aburridísimos invitados —sus dobles caricaturescos: Noreñita, pianista y mecanógrafo, y Clavijero, joven de alma vieja—, la nostalgia de su infancia libre y el exceso de ron aflojan sus defensas: “enemigo
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de los caminos, de las puertas abiertas, de los terrenos en declive; yo, el ser perpendicular sobre la base horizontal de mi vida, me sentí como atraído fuera de mí” (OC III 21). En la duermevela, entre el abandono y la resistencia, termina teniendo un sueño adecuado a su carácter autorreprimido: escucha la confesión de su aparador holandés, una historia “larga y cansada”, con todos los tópicos esperables de cómo concebiría el mundo un mueble5. “La primera confesión” cuenta las reacciones desmesuradas de un niño inocente, curioso e imaginativo en un ambiente limitado de beatería, secretos y murmuraciones. “En las repúblicas del Soconusco (Memorias de un súbdito alemán)” es una caricatura llevada al absurdo del mundo de provincias y del mundo de la erudición, dos trampas de las que los ateneístas trataron siempre de huir. Los dos textos finales —“Estrella de Oriente” y “La reina perdida”— son fantasías poéticas sobre “lo que pudo haber sido”, en las que Reyes se despide melancólicamente de sus sueños de juventud.
Flor del sueño “La cena” es el primero y el más reconocible genéricamente como cuento de los textos de El plano oblicuo, y el que más fácilmente deja resumir su trama: Alfonso, el narrador protagonista, ha recibido una misiva en la que dos mujeres desconocidas, Doña Magdalena y su hija Amalia, le invitan a cenar a su casa esa noche a las nueve. Después de una ansiosa carrera, toca la puerta de la casa en el momento justo en que los relojes dan las nueve campanadas. Pese a lo insólito de la situación, la velada se desarrolla con relativa
5 En Historia documental de mis libros, donde expone sus fuentes literarias, Reyes insiste, no obstante, en negar, como habían pensado muchos de sus lectores, empezando por Unamuno, toda relación del protagonista de “De cómo Chamisso...” con Adelbert von Chamisso, autor de Peter Schlemihl, la maravillosa historia del hombre sin sombra. Solo dice que Noreñita se inspiró en un inexpresivo burócrata mexicano. El cuento está ambientado en París, época de malos recuerdos e incomunicación, en la que trató a otros intelectuales y burócratas inexpresivos de los que tal vez se burle. En todo caso su Chamisso no deja de ser un hombre sin “sombra”, y cabría relacionarlo con su tardío cuento “El hombre a medias”, en el que sí se alude al Peter Schlemihl, sobre un hombre que perdió su reflejo y que termina por entender que “también las realidades invisibles son realidades” (OC XXIII 111).
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normalidad hasta que Alfonso se contagia del nerviosismo que nota en las anfitrionas, cuyas palabras parecen girar en torno a “alguna lejana petición”. El nerviosismo crece y cuando él llega a estar absolutamente fuera de sí, las mujeres lo invitan a pasar a un jardincillo a oscuras donde cae dormido. Cuando despierta las oye hablando de la trágica historia de cierto capitán de artillería. Horrorizado, Alfonso trata de huir pero las mujeres lo retienen y terminan de contarle la historia: el capitán había viajado a Europa pero había quedado ciego antes de ver su anhelado París; y formulan entonces su petición: quieren que sea él quien le hable al capitán de París. Le muestran el retrato de este. Alfonso reconoce en él su propio rostro. Reconoce también en la dedicatoria la letra de la invitación que había recibido. Deja caer el retrato y huye por las mismas calles del comienzo. Mientras abre la puerta de su casa, vuelven a sonar las nueve, como si no hubiera transcurrido el tiempo. Sin embargo, el cuento termina: “Sobre mi cabeza había hojas; en mi ojal, una florecilla modesta que yo no corté”. Es casi inevitable empezar por esta flor del final. Representa el motivo, frecuente en la tradición fantástica, del objeto testigo o prueba, un objeto que parece dar fe material de la existencia de lo sobrenatural, de la experiencia vivida en otra dimensión. Y también es inevitable ponerla en relación con una breve, perfecta y ya famosa fantasía que Samuel Taylor Coleridge dejó entre sus cuadernos de notas. Famosa, sobre todo en español, gracias a la recuperación, traducción y comentario que hizo Borges en el ensayo “La flor de Coleridge”, de Otras inquisiciones (1952): “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces, qué?” (Borges 1989: II, 17). Haciendo uso enciclopédico de las Obras de Reyes, he buscado y hasta ahora no he encontrado en ellas la flor de Coleridge (sí reiteradas menciones a la también famosa definición que este hizo de la experiencia literaria como “suspensión voluntaria de la incredulidad”). Pero incluso en el caso de que Reyes no conociera esa invención a la hora de escribir su cuento, lo cierto es que un lector culto de hoy no puede leerlo —y así lo han notado sus críticos, desde Anderson Imbert y Mejía Sánchez hasta James W. Robb y Elena Madrigal— sin acordarse de Coleridge o, mejor aún, del Coleridge de Borges, una prueba más de cómo este vino a marcar el canon de la literatura fantástica, y del poder que sigue ejerciendo sobre nuestra forma de leer. Más
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probable es que Reyes sí hubiera leído entonces otra escena afín, también recordada por Borges en el mismo ensayo: aquella en que el científico protagonista de La máquina del tiempo (1895), el gran éxito de Wells (leído por los ateneístas y con quien Reyes llegaría a tener un breve encuentro personal en España), vuelve de su desolador viaje al futuro con las sienes encanecidas y una flor marchita. Se podrían añadir otros ejemplos no ingleses (no tan borgeanos) de este recurso fantástico, como los casos, muy posiblemente conocidos por Reyes, de “Vera” (1874), uno de los Contes cruels de Villiers de L’Isle Adam, donde el objeto prueba del más allá es la llave de una tumba, o “Lanchitas” (1878) de José María Roa Bárcena, en el que esa función la cumple un pañuelo bordado. Reyes contó varias veces que el estímulo inicial de su cuento fue una pesadilla. En “Los estímulos literarios” (1942), que forma parte de su conjunto final de ensayos sobre la experiencia literaria, dedicó una sección a los estímulos de “Tipo onírico”: Estos avisos del subconsciente, del yo que anda suelto de la censura como el diablo por San Silvestre, han sido siempre muy cortejados por la superstición; por la charlatanería de los adivinadores; por los ocultistas y espiritistas; más tarde, por la Ciencia (Dunne hasta quiere fundar en los sueños premonitorios su teoría sobre el Universo Serial y el tiempo inmóvil); por el Psicoanálisis; por la Estética Suprarrealista. Desde el bíblico José hasta Freud, pasando por Artemidoro de Éfeso y otros no menos ilustres exégetas, el hombre interroga los sueños (OC XIV 285-286).
Reyes aduce varios ejemplos trabajados por él en sus etapas mexicana y española: el Calderón de La vida es sueño, al que dedicó ensayos; Amado Nervo, de quien publicó las obras completas, y cuyo relato “Un sueño” juzga generosamente como su mejor obra de prosa; G. K. Chesterton, cuyo El hombre que fue Jueves tradujo por primera vez al español y al que caracteriza como una novela filosófica-policial “tramada en la urdimbre de una pesadilla” (OC XIV 287). También menciona otros de la tradición gótica, romántica y surrealista menos presentes en su obra, desde El castillo de Otranto de Walpole y los cuentos fantásticos de Poe, hasta los poemas en prosa de Max Jacob, que causan el efecto de ser “visiones del sueño” (OC XIV 286-287). En la lista no incluye el esperable poema onírico “Kubla
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Kan” de Coleridge o la también esperable Aurelia de Nerval. Y termina añadiendo modestamente, en nota a pie, sus propias aportaciones: “La cena” de El plano oblicuo y “Diálogo de mi ingenio y mi conciencia” de El cazador, a los que define como intentos literarios de “aprovechar la pesadilla” (OC XIV 287 n. 23). Pero en “Los estímulos literarios” también advirtió Reyes sobre la dificultad para representar literariamente los sueños: Cuando se los pretende asir con palabras, se desvanecen [...]. La técnica descriptiva del sueño no ha sido todavía resuelta del todo por la literatura, a pesar de los suprarrealistas. Las especies del sueño son evanescentes, difícilmente reducibles a la fijeza del lenguaje (OC XIV 285 y 287).
En otros momentos quiso restar algo de magia a la génesis de su cuento. En Historia documental de mis libros volvió sobre el asunto: “La cena” (1912) es una combinación de recuerdos personales, anodinos en apariencia, pero que me dejaron un raro sabor de irrealidad [...]. Por esos días, Jesús Acevedo me contó también ciertas impresiones extravagantes de su visita a una familia desconocida. De ahí salió “La cena”, y no solamente de un sueño como se ha supuesto generalmente [...]. En todo caso, la invención tuvo aquí la parte principal (OC XXIV 276)6.
Viene así a decir que los estímulos que operan sobre el escritor nunca son simples, este los somete a un consciente proceso de fabricación ficticia, los baraja, dispone y ejecuta verbalmente para provocar determinados efectos, para crear una nueva presencia, una representación que sacude la desgastada sensibilidad de los hombres y enriquece la realidad. Y viene a advertir que los estímulos de carácter onírico son especialmente delicados de tratar. “La cena” sale con éxito del intento, puede entenderse incluso
6 El arquitecto Jesús T. (Tito) Acevedo fue un olvidado ateneísta, un amigo que se unió a Reyes en los primeros tiempos de exilio en Madrid, donde, según este, languideció de nostalgia mexicana. Reyes dejó la evocación “Notas sobre Jesús Acevedo” (OC IV 444-448) sobre su figura fantasmal y melancólica; y en Historia documental de mis libros reveló que el personaje Robledo, del cuento “La entrevista”, está inspirado en él.
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que el motivo de la flor del sueño es también una metáfora de la propia escritura del cuento, que aparentemente Reyes no cortó o que apenas tocó más de lo necesario7.
Lo familiar y lo siniestro Reyes elige un narrador protagonista en el que, mediante la coincidencia del nombre, se proyecta autobiográficamente. Cuenta sin digresiones explicativas, en un orden lineal apenas interrumpido por un solo momento retrospectivo, y que, tras el clímax, termina cerrándose en círculo y anulándose. Y lo hace con un control muy preciso de la información, lo que le permite mantener la ambigüedad: constantemente se insinúa pero no se termina nunca de afirmar que todo es un sueño. Así consigue atrapar al lector, haciéndole participar de la experiencia perturbadora. Desde el comienzo vemos al narrador protagonista lanzado a un ambiente alucinante, donde las coordenadas de espacio y tiempo se desestabilizan y él se siente desorientado, sin puntos de apoyo, lleno de dudas sobre lo que está experimentando, si está dormido o despierto, si lo ha vivido ya o no: Tuve que correr a través de calles desconocidas. El término de mi marcha parecía correr delante de mis pasos, y la hora de la cita palpitaba ya en los relojes públicos. Las calles estaban solas. Serpientes de focos eléctricos bailaban delante de mis ojos. A cada instante surgían glorietas circulares, sembrados arriates, cuya verdura, a la luz artificial de la noche, cobraba una elegancia irreal. Creo haber visto multitud de torres —no sé si en las casas, si en las glorietas— que ostentaban a los cuatro 7 La metáfora de la creación literaria como flor doble de sueño y vigilia hunde sus raíces en la tradición. Reyes la usó en “La parábola de la flor”, ensayito sobre las relaciones paradójicas entre naturaleza y artificio en el arte, que termina: “Muy bien entendía el misterio del arte aquel zumbón amigo mío que, viéndome un día con una exquisita flor en la solapa, me preguntó: —Y ¿dónde te pintan a ti tus flores naturales?” (OC IV 236). En su “Arte poética” la poesía es tanto una flor, la asustadiza sensitiva, como una mujer, la mitológica Eurídice, y el poeta usa de su oficio o de su magia “para traer la Eurídice dormida / hasta la superficie de la vida” (OC X 113). Por no citar, como hizo él en tantas ocasiones, el “no le toques ya más” juanramoniano.
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vientos, por una iluminación interior, cuatro redondas esferas de reloj [...] De vez en cuando, desde las intermitencias de mi meditación, veía que me hallaba en otro sitio, y que se desarrollaban ante mí nuevas perspectivas de focos, de placetas sembradas, de relojes iluminados... No sé cuánto tiempo transcurrió, en tanto que yo dormía en el mareo de mi respiración agitada (OC III 11).
Reyes configura un escenario de dimensiones irreales, donde lo mismo es otro, donde lugares y objetos, bajo luces equívocas, aparecen, se animan y multiplican, un decorado atravesado de líneas y círculos, donde lo recto se vuelve curvo, y donde las luces de dentro y de fuera, el palpitar de los relojes públicos y el baile de los focos eléctricos se corresponden o confunden con la respiración, la agitación, el mareo y las intermitencias del recuerdo y la conciencia. Este espacio urbano inicial presenta ciertas similitudes con el interior de la casa descrita a continuación, y reaparecerá al final. En él quedan trazados el sentido ambiguo y la estructura lineal-circular que regirán la acción. La única certeza que trasmite el narrador es que su carrera o su agitación tenían como motivo un plazo inexorable: “Si las nueve campanadas, me dije, me sorprenden sin tener la mano sobre la aldaba de la puerta, algo funesto acontecerá” (OC III 11). El motivo de la hora encantada —aquí no las míticas campanadas de la medianoche, sino las más domésticas nueve de la noche— se hace coincidir con el motivo del umbral, con la puerta de una casa desconocida; ambas llevarán a la suspensión del tiempo y al ingreso en otra dimensión, al encuentro y al suceso extraordinario. Mientras parece esperar y la puerta se abre (no se dice explícitamente que toque ni si pasa tiempo alguno) el narrador hace un paréntesis retrospectivo explicando qué lo había llevado hasta allí: Por la mañana, el correo me había llevado una esquela breve y sugestiva. En el ángulo del papel se leían, manuscritas, las señas de una casa. La fecha era del día anterior. La carta decía solamente: ‘Doña Magdalena y su hija Amalia esperan a usted a cenar mañana, a las nueve de la noche. ¡Ah, si no faltara...!’ Ni una letra más (OC III 12).
Las motivaciones que aduce para acudir a la cita —su gusto por “lo imprevisto”, el “singular atractivo” del caso, “el ansia de una emoción informulable” (OC III 12)— parecen esconder una vaga expectativa erótica. “La
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cena que recrea y enamora”, el epígrafe de San Juan de la Cruz que encabeza el cuento, apuntaría a estas expectativas irónicamente frustradas. Entre las explicaciones introduce otro paréntesis, esta vez literal, donde adelanta una interpretación de la incierta experiencia que está relatando, y apuntala su verosimilitud: “a veces, en mis pesadillas, evoco aquella noche fantástica (cuya fantasía está hecha de cosas cotidianas y cuyo equívoco misterio crece sobre la humilde raíz de lo posible)” (OC III 12). Por primera vez se alude a la imagen floral que terminará siendo motivo estructurante. Hay más indicios que en una primera lectura parecen incidentales pero que cumplen una función integradora, preparando el efecto final, a partir del cual se revelará toda su significación. El dato de que la esquela estaba manuscrita o escrita a mano por un autor anónimo será clave. También resultarán significativas un par de imágenes aparentemente retóricas. En la primera, referida a la frase “¡Ah, si no faltara!..., tan vaga y tan sentimental que parecía suspendida sobre un abismo de confesiones”, se apunta ya la atracción que mueve al personaje hacia el abismo, hacia la terrible revelación que tendrán que hacerle las mujeres. En un temprano ensayo de 1908 Reyes usó esta frase de Elida, la Dama del mar, una de las protagonistas femeninas de Ibsen a las que se alude en el cuento: “Horrible es lo que juntamente espanta y atrae” (OC I 324). Y en la comparación final —“avenidas de relojes y torreones, solemnes como esfinges en la calzada de algún templo egipcio”—, además de un toque preciosista y exótico, es posible ver una referencia al mundo funerario donde el personaje va a ingresar: la casa como templo o tumba, y las mujeres como esfinges que guardan un secreto. A este respecto, una curiosidad erudita: aunque la imagen sea herencia de la egiptomanía decimonónica, en 1919, mientras revisaba El plano oblicuo, Reyes asistió a un curso sobre religión en el antiguo Egipto, sobre el que escribió, él que lo aprovechaba todo, la correspondiente serie de artículos para El Sol8. El relato que ha quedado en suspenso se reactiva con la apertura de la puerta. La escena en el umbral se resuelve con uno de los varios juegos visuales de luces y sombras del cuento. Significativamente el protagonista está
8 Cfr. “El antiguo Egipto”, El Sol, 1919, sobre el curso del egiptólogo A. Moret en el Instituto Francés de Madrid, páginas adicionales a Simpatías y diferencias, Quinta serie, OC IV 509.
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de espaldas, como queriendo evitar lo que tan poderosamente le llama: “Yo estaba vuelto a la calle y vi, de súbito, caer sobre el suelo un cuadro de luz que arrojaba, junto a mi sombra, la sombra de una mujer desconocida” (OC III 12). Por primera vez se sugiere el carácter fantasmal de los personajes. Tanto del narrador protagonista —“Pase usted, Alfonso”—, quien descubrirá al final su propia sombra, como sobre todo de la mujer: Aquella mujer no era para mí más que una silueta, donde mi imaginación pudo pintar varios ensayos de fisonomía, sin que ninguno correspondiera al contorno [...] Todo aquel ser me pareció plegarse y formarse a las sugestiones de un nombre: — ¿Amalia? - pregunté. — Sí—. Y me pareció que yo mismo me contestaba (OC III 12-13).
Pese a los intentos de Alfonso por disimularse a sí mismo lo extraño de la situación, por sobreponerse a sus decepciones con la casa y las mujeres, y a que, ayudado por el vino de la cena, llega a sentirse momentáneamente confiado, casi eufórico, terminará por invadirlo un sentimiento de angustia ante una presencia misteriosa y amenazante. Solo un año antes de El plano oblicuo, Sigmund Freud publicó su clásico tratado Unheimlich (1919), traducible como lo siniestro, lo ominoso o lo perturbador, un concepto que ha sido adoptado por muchos estudiosos de lo fantástico y que puede en parte aplicarse aquí. Freud explica lo siniestro como algo que debía quedar oculto pero que se ha manifestado, más concretamente como algo que fue familiar pero que se tornó extraño por su represión, silenciamiento u ocultamiento, y que termina retornando. También lo identifica con sentimientos infantiles o primitivos, como el animismo o la creencia en los espíritus, que el hombre cree superados y que vuelven angustiándolo (Freud 1973: 2483-2505)9. En “La cena” la presencia de lo siniestro o, si interpretamos ampliamente a Freud, de ese fantasma familiar oculto, se va a ir manifestando gradualmente a través de las mujeres y de la casa. Es notable la pericia con que Reyes co9 El concepto freudiano ha tenido amplia influencia en teóricos de lo fantástico como Roger Caillois, Tzvetan Todorov, Irène Bessière, Antoine Faivre, Rosemary Jackson, etc. Véase, a título informativo, la compilación de David Roas y la revisión y aplicación a casos de la tradición fantástica mexicana de Olea Franco 2004: 50-59.
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munica cómo en la mente de Alfonso las mujeres se identifican con la casa y se confunden entre sí. De alguna manera Amalia es el vestíbulo moderno y doña Magdalena, el salón antiguo, y de alguna manera las dos —vestidas de luto, de rostros y miradas paralelas— son una: El aire piadoso de la cara de Amalia se propagaba, por momentos, a la cara de la madre. La satisfacción, enteramente fisiológica, del rostro de doña Magdalena descendía, a veces, al de su hija. Parecía que estos dos motivos flotasen en el ambiente, volando de una cara a la otra (OC III 14).
Pero lo que verdaderamente las une es que madre e hija, y con ellas la casa, comparten un secreto que a Alfonso se le escapa. Como después se revelará, tiene que ver con esos retratos presentes desde el comienzo. En el vestíbulo él esperaba encontrar “viejos retratos” pero solo hay dos o tres gesticulantes “máscaras japonesas”. En el salón sí hay fotografías sobre el piano y un gran retrato de un señor. Paralelamente Doña Magdalena lleva al pecho “una de aquellas joyas gruesísimas de nuestros padres: una bola de vidrio con un retrato interior, ceñida por un anillo de oro. El misterio del parecido familiar se apoderó de mí. Mis ojos iban, inconscientemente, de doña Magdalena a Amalia, y del retrato a Amalia” (OC III 13). La frase sobre el “misterio del parecido familiar”, aparte de la semejanza entre madre e hija, ¿se refiere también a la persona del retrato? ¿Quién es esta? La conversación fluye alternando lo familiar y prosaico con lo inquietante y ominoso: Nunca sospeché los agrados de aquella conversación. Aunque ella sugería, vagamente, no sé qué evocaciones de Sudermann, con frecuentes rondas al difícil campo de las responsabilidades domésticas y —como era natural en mujeres de espíritu fuerte— súbitos relámpagos ibsenianos, yo me sentía tan a mi gusto como en casa de alguna tía viuda y junto a alguna prima, amiga de la infancia, que ha comenzado a ser solterona (OC III 14).
Las referencias literarias a Hermann Sudermann y Henrik Ibsen, develadores de la conciencia burguesa como Freud, tal vez apunten más lejos que a marcar un contraste entre lo extraordinario y lo cotidiano. El honor y Magda (Casa paterna), los dramas de Sudermann de moda en el fin de siglo,
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y las más perdurables heroínas ibsenianas Nora, Elena Alving o la mencionada Elida, que tanto entusiasmaban a Henríquez Ureña, plantean conflictos psicológicos y morales que obsesionaban al Alfonso Reyes de estos años: la individualidad frente a las convenciones sociales y los deberes familiares, la figura paterna, la vocación y el precio de la emancipación personal. Pero la inquietud ante lo silenciado termina enseñoreándose de todo: “Después, las cosas siguieron de otro modo. Todas las frases comenzaron a volar como en redor de alguna lejana petición. Todas tendían a un término que yo mismo no sospechaba” (OC III 14). La escena termina con la crisis nerviosa de Alfonso. Varias veces, siguiendo las miradas de Amalia, se vuelve a la pared de detrás, como esperando encontrar algo; su incomodidad interna se materializa en la mesa; las mujeres se le confunden entre sí y con objetos y luces y sombras de la casa: Yo estaba ya desazonado. Hacia el centro de la mesa, y, por cierto, tan baja que era una constante incomodidad, colgaba la lámpara de dos luces. Y sobre los muros se proyectaban las sombras desteñidas de las dos mujeres, en tal forma que no era posible fijar la correspondencia de las sombras con las personas (OC III 15).
De la desazón lo saca la invitación de salir al jardín, que inmediatamente se revela como una falsa esperanza. Reyes cuidó muy especialmente los efectos siniestros de este nuevo escenario. El jardín, tradicional símbolo del paraíso, se convierte en la mente de su personaje en un infierno. Este lo asocia a un pasaje a la enfermedad, la locura y la muerte: “Condujéronme a través de un cuarto cuyo aseo y sobriedad hacía pensar en los hospitales. En la oscuridad de la noche pude adivinar un jardincillo breve y artificial, como el de un camposanto” (OC III 15). La escena es una inversión de la conversación galante: Nos sentamos bajo el emparrado. Las señoras comenzaron a decirme los nombres de las flores que yo no veía, dándose el cruel deleite de interrogarme después sobre sus recientes enseñanzas. Mi imaginación, destemplada por una experiencia tan larga de excentricidades, no hallaba reposo. Apenas me dejaba escuchar y casi no me permitía contestar. Las señoras sonreían ya (yo lo adivinaba) con pleno conocimiento de mi estado. Comencé a confundir sus palabras con mi fantasía. Sus explicaciones botánicas, hoy que las recuerdo, me parecen mons-
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truosas como un delirio: creo haberles oído hablar de flores que muerden y de flores que besan; de tallos que arrancan a su raíz y os trepan, como serpientes, hasta el cuello (OC III 15).
Cabe poner en relación la escena con autores románticos visionarios y más aún decadentes que imaginaron jardines de flores monstruosas o mortíferas, desde Nerval pasando por Huysmans hasta llegar al Lugones de Las fuerzas extrañas (Madrigal 2007: 184). También cabe recordar que Reyes asocia frecuentemente el mundo vegetal con lo primitivo o mágico. Para él nadie conoce las hierbas, cuida las flores y entiende de drogas como los indios. Así aparecen estos en los pocos pero importantes textos que les dedicó, como el cuento “Silueta del indio Jesús”, la mencionada Visión de Anáhuac, o el también excepcional poema “Yerbas del tarahumara”. Y junto a los indios, las mujeres. Reyes no se libra de la tradicional visión vegetativa, mítica y negativa de la mujer. Octavio Paz llamó la atención sobre su poema “La amenaza de la flor”, de 1917: “En sus imaginaciones identifica a la flor (que es una flor mágica: la adormidera) con la mujer y confiesa su temor”; “la flor esconde, como la mujer, una amenaza. Ambas provocan sueño, delirio y locura. Ambas hechizan, es decir, paralizan el ánimo” (Paz 1994: 231). Las mujeres de “La cena” se asocian con la brujería y lo maligno: atraen al hombre (“serpientes de focos eléctricos bailaban delante de mis ojos”), parecen tener don adivinatorio y saber el instante preciso en que el invitado va a llegar (“Pase usted, Alfonso”), lo hechizan (“me hipnotizaron, desde los primeros instantes, con sus miradas paralelas”), se las caracteriza de aspecto alternativamente piadoso, sensual y cruel; le hablan, en un lenguaje esotérico, de las plantas, también de plantas serpientes, hasta dejarlo sin conciencia y voluntad. Extremando la interpretación: la bola con el retrato que guarda Doña Magdalena es una bola mágica; y el Chablis, el vino blanco, único ingrediente de la comida que se menciona, un filtro. Con el sueño, marcado tipográficamente por un espacio en blanco, llega el clímax, el sueño dentro del sueño, el cuento dentro del cuento, cuando Alfonso ve y oye “lo más terrible” de la noche. “Alguien” no identificado abre una ventana y, en una escena con ingredientes de metamorfosis, vuelo y astrología propias de la brujería, él ve iluminarse los rostros de las dos mujeres: “Los vi iluminarse de pronto, autonómicos, suspensos en el aire —perdidas
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las ropas negras en la oscuridad del jardín”, “eran como las caras iluminadas en los cuadros de Echave el Viejo, astros enormes y fantásticos” (OC III 16). Aclaro esta referencia. Reyes conocía la tradición decimonónica de pintores y grabadores fantásticos, desde Goya hasta el decadentista mexicano Julio Ruelas. En su ensayo juvenil sobre este último hizo una referencia al pintor simbolista Eugène Carrière, admirado por los ateneístas, con palabras que anticipan directamente las del cuento: el efecto más repetido de Carrière es desvanecer “el cuerpo en la oscuridad absoluta, para que el rostro, blanco e impávido, brille como un astro enorme” (OC I 323). Sin embargo, terminó eligiendo una referencia más antigua y mexicana, en realidad más rara, al pintor colonial Baltasar Echave, cuya obra estaba entonces siendo rescatada por intelectuales próximos al Ateneo, y con cuyo cuadro Visitación, sobre la pareja femenina de la Virgen y Santa Ana iluminada por el Espíritu Santo, tal vez habría que relacionar visualmente la escena10. Pero más que ver Alfonso oye, es obligado a oír la terrible historia del capitán de artillería que fue a Europa, cuyo anhelo era ver París, pero tuvo que pasar por allí de noche porque tenía un encargo en Alemania, donde nada más llegar sufrió un accidente y quedó ciego. Solo entonces lo llevaron a París: “Figúrese usted que pasó bajo el Arco de la Estrella: pasó ciego bajo el Arco de la Estrella, adivinándolo todo a su alrededor...”. Es entonces cuando las mujeres formulan aquella petición que habían estado guardando: “Pero usted le hablará de París, ¿verdad? Le hablará del París que él no pudo ver. ¡Le hará tanto bien!” (OC III 16). Arrastran a Alfonso al salón, como un inválido, enredados los pies por los tallos serpientes, le muestran el retrato del capitán y se produce la revelación final: Miré a las señoras: las dos sonreían como en el desahogo de la misión cumplida. Contemplé de nuevo el retrato; me vi yo mismo en el espejo; verifiqué la semejanza: yo era como una caricatura de aquel retrato. El retrato tenía una dedicatoria y una firma. La letra era la misma de la esquela anónima recibida por la mañana (OC III 16). 10 La imagen se repite con variaciones en “La primera confesión” de El plano oblicuo, al describirse las mujeres enlutadas como Parcas que entran en una iglesia: “Cuando entraba una mujer vestida de negro, era como si volara por el aire una cabeza. Señor, ¿qué sucede en este convento? Había en el ambiente algo maléfico” (OC III 31).
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El cuento termina conectando con el tema del doble, el inagotable símbolo del misterio de la identidad, de la incertidumbre de la propia esencia, de ese desconocido que es el yo, de quien siendo el mismo es otro u otros. No solo Doña Magdalena y Amalia se afantasman e intercambian sus identidades, también el capitán y Alfonso son dos y uno. En ningún momento se aclara la relación concreta del capitán con las mujeres. Estas parecen, alternativa y simultáneamente, su prometida y su viuda. Sin duda lo veneran y han invitado a Alfonso por y para él. Sí se dice que ha sido el propio capitán quien escribió la invitación, pero tampoco si está vivo o muerto. Todo insinúa que ambas cosas. Él, más que las mujeres, es el verdadero genius loci de la casa. Tal vez es ese “alguien” que abre la ventana sobre el jardín. Su presencia se concreta en los retratos. La tradición fantástica, desde la narrativa gótica a la victoriana, hizo un uso persistente del retrato encantado y del espejo mágico como proyecciones del alma humana, asociándolos a fantasmas y dobles (cfr. Ziolkowski 1980). En “La cena” no se sabe si el espejo es un objeto independiente o una simple metáfora del retrato: “Contemplé de nuevo el retrato; me vi yo mismo en el espejo”. Como tantos fantasmas, el del capitán parece que busca en Alfonso vivir de alguna forma su vida no vivida: que le hable de París. Pero este, horrorizado, lo rechaza; parece sobreponerse y romper el hechizo, deja caer el retrato y huye por las mismas calles del comienzo. Cuando alcanza la tabla de salvación de la puerta de su casa, asombrosamente vuelven a sonar las nueve. La cita terrible con su propia sombra, con la visión de sí mismo como irrealidad y fracaso, no ha ocurrido pero sí ha ocurrido, como testimonian las hojas y la flor del jardín y de su emparrado, acaso de las placetas y de los parterres, en cualquier caso del sueño y de la muerte. El final abre también la posibilidad de que el encuentro, pese al rechazo y la huida, siga repitiéndose.
La sombra del padre Puede pensarse que lo dicho hasta aquí se corresponde con la superficie del cuento, y que tras esta superficie que se deja glosar con cierta seguridad se esconde un secreto, algo que tendría que ver con la pesadilla o miedo originario a partir del cual Reyes escribió, algo a lo que solo podemos aproxi-
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marnos de manera conjetural. James W. Robb fue el primero en advertir las similitudes entre el misterioso capitán de “La cena” y el general Bernardo Reyes, y en interpretar el relato como “un sueño premonitorio” de su muerte trágica. El trauma de la muerte del padre es una potente clave biográfica y psicológica de la que es difícil prescindir a la hora de leer a Alfonso Reyes, y que sobre todo en los últimos años ha facilitado algunos de los acercamientos críticos más sugerentes a su obra. No lo explica todo pero sí mucho de lo que Reyes hizo y no hizo, de lo que escribió y de lo que no publicó o calló. Ilumina una parte de su poesía, con Ifigenia cruel al frente, que él se planteó como una catarsis de sus conflictos más íntimos. Ilumina desde luego sus textos autobiográficos, presididos por Oración del 9 de febrero, una hermosa confesión redactada en 1930 pero guardada y publicada póstumamente. Y aclara bastantes escritos dispersos, algunos de ellos recónditos, como “Plácida siesta”, sobre su regreso en 1927 al Monterrey natal, la tierra gobernada por el padre: “Acaso la Sombra del que apenas debo nombrar gusta de vagar todavía por la tierra a la que dio su aliento” (OC XXIII 41). Todos y cada uno de ellos revelan la dificultad enorme, nunca superada, que Reyes tuvo para asimilar, explicarse y explicar esa muerte. Respecto a “La cena” hay que volver sobre las fechas de composición, 1912, y de publicación, 1920. Reyes acostumbró a fechar sus escritos por el momento en que fueron concebidos o iniciados, pero admitiendo sin problemas que después los desarrolló y retocó. En cuanto a las fechas de los escritos relacionados con su padre introdujo, como advirtió Rogelio Arenas, simbolismos personales más complejos. La Oración está llena de ellos, también el Diario (Arenas Monreal 2004: 256). En este se refiere a la llegada de la Revolución como los “días aciagos”. Hasta entonces su padre era un ser de prestigio mitológico: héroe militar, héroe de la paz, gran esperanza de México. Los retratos ultraidealizadores contenidos en sus libros de memorias Parentalia y Albores, donde lo presenta hermoso, valiente, recto, culto y magnánimo, una “mezcla del Zeus olímpico y del caballero romántico” (OC XXIV 544), lleno de honrosas heridas de guerra pero no golpeado y desfigurado aún por el brutal sinsentido de la historia, no son diferentes al que encontramos en “La cena”: “Llevaba un casco guerrero, una capa blanca, y los galones plateados en las presillas como tres toques de clarín. Sus hermosos ojos, bajo las alas perfectas de las cejas, tenían un imperio singular” (OC III 17). Así hasta que
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la envidia de los dioses, la inocencia y la hybris, los malos consejeros y todas las fuerzas del destino se confabularon para la tragedia. Los partidarios de Reyes vieron llegar el año 1910, el de los grandes festejos del Centenario y el de las elecciones, como el de su triunfo seguro. Esperaban que Porfirio Díaz, que había prometido retirarse, le cediese la presidencia. Pero el viejo dictador se desdijo, volvió a presentarse, y viendo en su general a un rival, lo mandó a París con la misión oficial de estudiar asuntos militares. Don Bernardo aceptó. La gloria se le escapaba y México se sumía en la barbarie que pronto lo derribaría y arrastraría su nombre. A partir de aquí los escritos de Reyes son, pese a todos los esfuerzos, incapaces de integrar un relato coherente, de ofrecer una justificación suficiente de las actuaciones de su padre y de su hermano mayor Rodolfo. Tampoco de él mismo. Joven, indeciso, con escaso interés por la política, sin influencia real sobre sus mayores, pareció ver y prever los errores de estos, pero no supo o no pudo oponerse. En la Oración cuenta que en unas maniobras militares a las que asistió en Europa, el general sufrió un accidente en un ojo, no se cuidó y perdió la mitad de la vista. El hecho presenta clara similitud con el accidente que en “La cena” deja ciego al capitán. Reyes le concedió gran significación: a partir de entonces “aquella cara luminosa y radiante”, “aquellos ojos de incomparable atracción”, aquella “divinidad henchida de poder y bondad que no podía nunca equivocarse” (OC XXIV 544), perdió su poder y su clarividencia, y con ellos el rumbo de los complejos acontecimientos de México. Envejecido, desorientado, mal guiado, se despeñó por un camino de errores. Volvió a destiempo y en 1911 se enfrentó electoralmente a Madero. Reyes recordó la campaña electoral en la que, amenazada su familia, tenía que dormir con un rifle. Tras la derrota Bernardo Reyes intentó una desastrosa rebelión. Nadie lo siguió, tuvo que rendirse y fue encarcelado. Su imagen pública se hundió. Yo me atrevería a poner aquí ese otro retrato que el Alfonso de “La cena” ve primero: “Un retrato amplificado y manifiestamente alterado: el de un señor de barba partida y boca grosera” (OC III 13). 1912 fue el annus horribilis de la familia Reyes: el padre permanece encarcelado, enfermo de paludismo y de desesperación en Santiago de Tlatelolco, una de las hermanas muere, un cuñado es secuestrado... Alfonso, que debía estar disfrutando de su reciente matrimonio, de su estrenada paternidad y de su primer libro, vive una “atmósfera de sobresalto, de signo funesto, de ve-
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cindad de la muerte, de familia dispersa” (Arenas Monreal 2004: 21). Teme que los errores de su padre y de su hermano lo comprometan hasta arruinar sus proyectos de vida. Algunos amigos le hacen llegar una última propuesta del gobierno: si convence a su padre de que abandone definitivamente la política, Madero está dispuesto a dar al general una salida honorable y dejarlo marchar al extranjero. Pero él nada puede hacer. No es extraño que por entonces concibiera la pesadilla sobre la que habría de urdir “La cena”, en la que parece reflejarse indirecta y sutilmente lo que ha ocurrido y lo que está a punto de ocurrir. Años después, en “Los estímulos literarios” como hemos visto, y también en “La premonición total” se referirá a las teorías de J. W. Dunne sobre los sueños premonitorios y las citas con el destino: En ciertas horas privilegiadas nos “acordamos” en sueños de lo que nos va a suceder; hacemos “recuerdos del porvenir”, como en el cuento; vemos, aunque a través de una lente turbia, el porvenir, el porvenir que está allá, todo él, esperándonos (OC XXI 41)11.
El 9 de febrero de 1913 el general escapó de prisión para sumarse al cuartelazo contra Madero y cayó abatido frente al Palacio Nacional. Reyes contó en otro lugar: Alfonso “cerró los ojos ante el cadáver de su padre para solo conservar el recuerdo de su padre vivo”, siguió trabajando y atravesando “la ciudad todos los días en medio del cañoneo, para ir de su esposa a su madre [...], y logró, una vez recobrado el cadáver de su padre, embalsamarlo y hacerlo enterrar en el Tepeyac” (en Arenas Monreal 2004: 297)12. El dolor, el miedo, la impotencia, la culpa, los reproches y enfrentamientos con parte de su familia, los rostros confusos de la fidelidad y la traición, la humillación, la dificultad para aceptar y reivindicar el honor de su padre condenado por la historia del nuevo régimen, lo perseguirían siempre. El incisivo Jorge Cuesta 11 Dunne fue el ingeniero visionario al que Borges dedicaría el ensayo “El tiempo y J. W. Dunne” de Otras inquisiciones, y cuyas tesis son una de las fuentes esotéricas de su cuento “El jardín de senderos que se bifurcan”. 12 La cita pertenece a un inédito de Reyes sobre los acontecimientos, fechado en 1925 y rescatado por Rogelio Arenas Monreal en su monografía, la más completa sobre la imagen paterna en los escritos autobiográficos del escritor.
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dijo que el impulso secreto de la obra de Reyes era “esquivarse a sí mismo constantemente” (1994: 135). Esconderse de su demonio, añadió Paz (en Castañón 2012: 361). Pero ni siquiera toda su ágil prosa lograría eludir el fantasma paterno, que terminaría entrando una y otra vez por el plano oblicuo de su literatura.
La mano del narrador Reyes resumió la recepción de El plano oblicuo como “un gustoso desconcierto” (OC XXIV 282). La historia literaria ha recuperado la reseñita que en 1920 le dedicó Ramón López Velarde, quien reconoció la inteligencia de Reyes —“el parpadeo fosfórico de su estilo”, “modelo de perspicacia, de ondulación, de seso y de lectura” (1994: 552)—, pero le objetó su carácter excesivamente libresco, y aun llegó a descartarlo para el ejercicio de la poesía. Reyes nunca se lo perdonaría del todo13. Este también lamentó varias veces que Jean Cassou, “muy impresionado ante las posibles influencias del romanticismo germánico que él creía advertir en El plano oblicuo” (OC XXIV 288), no llegase a publicar la traducción del libro que preparó hacia 1923 y que hubiera resaltado sus atisbos renovadores. En 1927 Pedro Henríquez Ureña salió, pese a sus dudas íntimas, en defensa pública de la creatividad del amigo: “Al fin, el público se convence de que Reyes, ante todo, es poeta” (1981: 292). En cuanto al libro: “Entre sus cuentos y diálogos de El plano oblicuo los hay, como el episodio de Aquiles y Helena, cargados de literatura —de la mejor—; pero hay también creaciones rotundas y nuevas, como ‘La cena’, donde los personajes se mueven como fuera de todo plano de gravitación” (1981: 297). Para terminar lamentando: “¡Lástima que el cuentista no haya perseverado en Alfonso Reyes!” (1981: 298). Lo cierto es que este siguió escribiendo cuentos hasta el final de su vida, aunque espaciada y lateralmente, al margen de sus ensayos y sin la “constancia” de su poesía. Varias colecciones cerradas o en proyecto y otros textos narrativos sueltos acabaron reunidos póstumamente en el tomo XXIII de sus Obras, titulado Ficciones. Entre ellas hay arranques de novela de distintas 13
Sobre las consecuencias de esta reseña, cfr. Pacheco 2003: 25-36.
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épocas, todas sin culminar, pues como él mismo reconoció: “Necesito cortar constantemente mi narración con desarrollos ideológicos. Yo sería un pésimo novelista. Mucho más que los hechos, me interesan las ideas a que ellos van sirviendo de símbolos o pretextos” (OC XXIII 195-196). La pieza acaso más destacada y sin duda más característica es el tardío cuento-ensayo “La mano del comandante Aranda” (1949). Empieza como una divagación sobre el significado cultural de la mano, y sigue como un cuento paródicamente fantástico sobre el caso de la mano derecha de Benjamín Aranda, perdida en acción de guerra y que, tras ser cuidadosamente conservada, adquiere vida y personalidad propia. Las peripecias de la mano, a punto de dar al traste con el equilibrio de la casa, terminan el día en que entra en la biblioteca, se sume en la lectura y descubre los cuentos “La main enchantée” de Nerval y “La main” de Maupassant, los apuntes “Dos exclusivas del hombre: la mano y el tiempo” del filósofo José Gaos... El resultado es sereno y triste. La orgullosa mano independiente, que creía ser una persona, un ente autónomo, un inventor de su propia conducta, se convenció de que no era más que un tema literario, un asunto de fantasía ya muy traído y llevado por la pluma de los escritores (OC XXIII 241)14.
Desengañada, vuelve a la vitrina de la sala, se acomoda en su estuche y se deja morir. El final propicia lecturas metafísicas y metaliterarias sobre el hombre y el escritor que toman conciencia de su falta de identidad, de su carácter fantasmal, de su naturaleza ya escrita o soñada, etc. También cabe ver en la historia de la mano, esa loca de la casa finalmente cuerda, esa hija pródiga derrotada, una parábola de las complejas relaciones de Reyes con la imagen del padre, con la realidad del poder en México, y sobre todo con su propia condición —sus aspiraciones y sus limitaciones— como narrador y como escritor. “La mano del comandante Aranda” se sumó a “La cena” como las dos mejores contribuciones de Reyes a la tradición fantástica, y han estado compartiendo o disputándose el sitio en las antologías, tanto en las antologías
14 Anderson Imbert dedicó un buen artículo a la elaboración que de sus fuentes literarias hizo Reyes (1996: 808-819).
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unipersonales, alternativa inevitable a las Obras completas, como en las antologías históricas de la narrativa mexicana. El mayor acierto, originalidad y vigencia de “La cena” se podrían argumentar con el hecho de que, tres años después de la muerte de Reyes, estando este ya bastante olvidado como narrador por las nuevas generaciones, Carlos Fuentes llevó a cabo en Aura una reescritura del cuento muy osada experimentalmente y muy recargada de elementos góticos15. Aún hoy “La cena” sigue conservando en su atmósfera natural y mágica esa flor del sueño que la mano del narrador Reyes pareció no haber cortado.
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15 Fuentes dejó varias evocaciones personales valiosas sobre Reyes, pero no reconoció públicamente, que yo sepa, la deuda de Aura con “La cena”. En “Cómo escribí algunos de mis libros” (1982) recreó detenidamente la génesis de su “nouvelle”, hizo múltiples relaciones intertextuales, entre ellas con The Aspern Papers de Henry James, novelista bien conocido, como se ha dicho, por Reyes, pero no se refirió en ningún momento al cuento de este. El paralelo fue señalado por Gerald Petersen en una nota de 1970, y desarrollado por Marta Gallo, quien estudia la indudable semejanza entre las situaciones y los personajes básicos, pero también las diferencias en el tratamiento y los desenlaces de ambas obras.
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BIOGRAFÍAS MODERNAS BUSCAN “ALMAS INTERESANTES”: “VIDAS ESPAÑOLAS E HISPANOAMERICANAS DEL SIGLO XIX”*1 Jesús Gómez de Tejada Universidad de Sevilla
Hacia 1927 José Ortega y Gasset propuso a varios de los novelistas y ensayistas de su círculo más inmediato —Benjamín Jarnés, Antonio Marichalar, Antonio Espina—, a los que se sumarán una larga lista de colaboradores, su participación en la serie biográfica sobre el siglo xix español. Una de las premisas más significativas desde las que Ortega concibió el proyecto fue la de dar respuesta al vacío temático —con todas las contradicciones señaladas por la crítica posterior (cfr. Salas Fernández 2001: 78-79; Fernández Cifuentes 1982: 127-128)— detectado en el género novelesco de la España de principios del siglo xx. En opinión de Ortega la colección Nova Novorum, promovida por él mismo pocos años antes, no había resuelto este problema felizmente. Para Ortega, en gran medida la resurrección de la novela dependía de que en la ficción se focalizara más la realidad interior del personaje que la descripción
* Este trabajo ha sido posible gracias a una beca posdoctoral sostenida por el Proyecto de Excelencia de la Junta de Andalucía “Migraciones intelectuales: escritores hispanoamericanos en España (1914-1939)”, dirigido por la Dra. Carmen de Mora Valcárcel. Gran parte de la investigación fue realizada dentro de mi tesis doctoral “El negrero de Lino Novás Calvo y la biografía moderna”, dirigida por el Dr. Alfonso García Morales.
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exterior de la acción. Tras diagnosticar la impericia de los nuevos narradores para la invención de personajes sugestivos que atrajeran al público lector, recurrió al siglo xix para construir un conjunto biográfico acorde con la creciente popularidad moderna del género en toda Europa e Hispanoamérica y hallar en el nuevo diseño de vidas históricas las “almas interesantes” que la imaginación no había sabido encontrar (Ortega y Gasset 2005: III, 907).
La biografía: relaciones con la modernidad y la vanguardia ¿Cuáles son las razones que permiten incluir el análisis de esta colección de vidas en un volumen sobre la narrativa hispánica de vanguardia? En primer lugar, las dos orillas del Atlántico que el adjetivo hispánico contiene en su amplitud significativa son representadas por la misma denominación de la colección que anuncia ya la inclusión tanto de personajes históricos españoles como hispanoamericanos. Junto a la nómina de biografiados, la relación de autores evidencia una selección transatlántica. En general, la nacionalidad del biógrafo coincide con la del sujeto protagonista de la vida narrada; sin embargo, no siempre se mantiene esta correspondencia y los lazos entre ambas orillas se enriquecen en las obras donde se cruzan los orígenes de escritores y protagonistas. Este conjunto de vidas se constituye en un evidente ejemplo de relaciones transatlánticas culturales, y en un caso específico de aquellas colecciones editoriales que, junto a las revistas culturales, Claudio Maíz señala como cauce idóneo para el estudio de las redes intelectuales entre espacios transnacionales (2012: 46-47)1. No tan directa resulta la filiación del concepto de biografía con el adjetivo vanguardista. El extrañamiento que produce la unión de estos dos términos ya fue apreciado por Gustavo Pérez Firmat, que señaló que “la frase ‘biografía vanguardista’ [acuñada por él mismo] pudiera parecer un oxímoron”, puesto que la “oblicuidad creadora” de la vanguardia (es decir, su alejamiento programático de la representación mimética de la realidad asociada al romanticismo y al realismo) a priori se opone irremediablemente a la “rectitud 1 Este enfoque es el que predomina en el artículo de Jessica Cáliz Montes (2013), adelanto de su tesis sobre dicha serie.
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histórica” que se le supone a la biografía (1986: 182-183). Igualmente antitética puede entenderse la temática propia de las prosas de vanguardia española respecto a la expresa focalización de estas vidas en el siglo xix tal y como anticipa de nuevo su denominación. Evidentemente, el tratamiento del pasado histórico propio de la biografía es incompatible con los motivos más asiduos de la novela vanguardista agrupados bajo la atención incondicional hacia la actualidad de comienzos del siglo xx: el presente en sus características de dinamismo, frivolidad y cosmopolitismo. Dicho de otro modo, si se tiene en cuenta que el vanguardismo postula la irrenunciable proclamación del presente y de la novedad, frente al pasado y la tradición, ¿cómo puede presentarse lo biográfico, definido por el rescate de lo pretérito, como parte de la prosa vanguardista española de las primeras décadas del siglo xx? La respuesta a estos interrogantes se sitúa en el periodo transcurrido entre 1928 y 1936. Durante estos años se produjo en España una explosión editorial de biografías que dio lugar a la publicación de un gran número de obras y colecciones de este tipo a través de editoriales como Espasa-Calpe, Juventud o Aguiar2. Esta gran corriente de vidas escritas ha sido denominada por Andrés Soria Ortega como biografismo y compone un conjunto heterogéneo (1978: 182; cit. en Pulido Mendoza 2009: 35). En el seno de este biografismo destaca fundamentalmente la aparición de un nuevo modelo de escritura biográfica, cuyo principal rasgo es su identificación con el arte y su alejamiento de lo puramente histórico. Así esta forma de biografía se ha denominado diferentemente: biografía de entreguerras por el momento en el que surge y se desarrolla (1918-1942), biografía psicológica por su atención al interior del biografiado más allá de su vida pública, biografía literaria por su reivindicación como escritura eminentemente artística, biografía novelada por el uso de recursos propios de la novela y, según sus detractores, por permitir la entrada de la ficción, y finalmente, biografía moderna por su novedad frente a etapas biográficas anteriores que la afilian a la modernidad estética europea. 2 Existen ya varias monografías dedicadas al estudio del biografismo español de principios de siglo: Enrique Serrano Asenjo (2002) y Manuel Pulido Mendoza (2009). Junto a ellas las tesis del propio Pulido Mendoza (2007) y de Francisco Soguero García (2005) se han centrado en el asunto. También destacan los artículos de Ana Rodríguez Fischer (1991) y los ya citados de Pérez Firmat (1986) y Cáliz Montes (2013). Muy útil es asimismo la monografía de Fernández Cifuentes dedicada a la novela del 98 y la República (1982). Cfr. bibliografía.
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La biografía moderna, denominación que parece va imponiéndose entre los críticos, surge por contraste con la biografía burguesa del xix caracterizada por un supuesto cientifismo histórico conseguido por medio de la disposición sucesiva de cuantiosos datos (actitud que ha llegado a calificarse como datofagia3) como medio de representación de la vida total de un sujeto histórico. Esta biografía positivista se orientaba en general a la apología del biografiado, a la descripción de su vida pública y a la exaltación de los patrones morales burgueses. La biografía moderna tomó conciencia de la imposibilidad de retratar la totalidad de una vida, siempre múltiple e inaccesible, y se postuló como narración de interés novelesco de la personalidad de un sujeto a partir de los hechos más significativos que contribuyan a su descripción y comprensión. La biografía literaria se incorporó de modo general a la vanguardia europea —modernism— y de modo extraordinario en las realizaciones concretas de determinados autores se sumó al vanguardismo. El objetivo literario de narrar una vida desde patrones artísticos, las nuevas posibilidades que la psicología ofrecía a las perspectivas del biógrafo y la percepción del sujeto como un ser múltiple alejaron la biografía moderna de sus formas históricas y la situaron dentro de la obra de arte. La mirada oblicua del biógrafo sobre su biografiado para superar el realismo del documento y penetrar en el alma de este, más allá de la simple narración de hechos, es susceptible de ser relacionada con la representación de psicologías envueltas en sucesos banales de las novelas del Arte Nuevo. Sin embargo, solo ocasionalmente la prosa desde la que se narra la existencia de estos sujetos alcanza las rupturas formales vanguardistas identificables en algunas de las novelas deshumanizadas españolas. Tampoco el reconocimiento de la presencia de una pluralidad de yoes en el devenir del biografiado, que exige analizar “las curvas del carácter” (Jarnés 1929a: 118) y que había sido determinada desde los avances psicológicos, se acerca a los límites de adelgazamiento y fragmentación de los evanescentes personajes característicos de los nuevos modos narrativos. Es Matei Calinescu quien en Cinco caras de la modernidad (1987) habla de la “radicalidad”
3 De “incontinente datofagia” califica Ortega en “Velázquez” la incapacidad del biógrafo para sobreponerse al cuantioso volumen de archivos y trascenderlos en busca del espíritu que alienta tras los datos históricos (2005: VI, 627).
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que en el seno de la modernidad artística caracterizó a los vanguardistas (cit. en Del Pino 1995: 14). Las biografías más afines a la vanguardia reconocibles en la colección fueron escritas por autores que se habían incorporado a las filas del Arte Nuevo como son los casos de Jarnés, Espina o Marichalar. Estos escritores a pesar del paso de la novela a la biografía, como decía Miguel Ángel Hernando al hablar de la evolución narrativa de estos prosistas, han renunciado “a la indeterminación y oscuridad temática, pero conservan no pocos elementos de su reciente ejercicio de filigrana” (Del Pino 1995: 55). La recuperación que por autores como Domingo Ródenas de Moya (1998; 2009) viene realizándose de la prosa del 27, olvidada en comparación con la focalización privilegiada de la producción poética de la llamada Edad de Plata, ha propiciado la curiosidad por la escritura biográfica de estos novelistas de la vanguardia española y ha contribuido a que en su excepcionalidad destaquen por encima del conjunto de vidas modernas más acordes con el momento de la evolución del género4. De este modo las “Vidas españolas e hispanoamericanas del siglo xix” se sitúan entre la novedad amplia del modernismo estético y el rupturismo radical de la vanguardia. Junto a estas variedades, se reconocen en ella obras que responden a patrones biográficos más conservadores en los que aún es reconocible lo panegirista, la aridez documental y el exteriorismo respecto a la representación del sujeto.
La serie biográfica: rasgos principales “Vidas españolas e hispanoamericanas del siglo xix” es una colección de biografías publicadas por Espasa-Calpe, dirigida por Melchor Fernández Almagro y promovida por José Ortega y Gasset. Se inició en 1929 con la vida de El general Serrano, duque de Torre, escrita por el marqués de Villa-Urrutia, Wenceslao Ramírez de Villa-Urrutia. Concluyó en 1942 con el número 59
4 Frente a los volúmenes debidos a Jarnés, Espina y Marichalar, no han despertado igual interés otras vidas de esta colección de similares características y logros, como son las escritas por el argentino Arturo Capdevila y el español Eduardo de Ontañón (infra).
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titulado Concepción Arenal o el sentido romántico de la justicia, a cargo de Juan Antonio Cabezas. Aunque la serie se prolongó más allá de la Guerra Civil es significativo que tras 1936, año de comienzo de la contienda, solo se publicaran tres números más. Tras ese último volumen, según la crítica, el interés biográfico continuó en nuevas colecciones que, sin embargo, tuvieron como objetivo la recuperación de una España imperial que, frente a la perspectiva derrotista asociada al siglo xix, ofreciera el pasado glorioso que para el presente reivindicaba el nuevo régimen (Martínez Cachero 1985: 86). La serie se inspiró en proyectos similares nacidos años antes en Francia, donde la editorial Plon y la Nouvelle Revue Française habían dado a la luz dos series tituladas respectivamente “Le Roman des Grandes Existences” y “Vies des Hommes Illustres”. No obstante, el proyecto de Ortega adquirió singularidad precisamente por los límites geográficos y temporales en que sus biografías quedaron incluidas, es decir, el ámbito hispánico del siglo decimonono. Dichos márgenes no permanecieron invariables a lo largo de todo el proceso editorial. Originalmente y hasta el número 11 su denominación genérica fue “Vidas españolas del siglo xix”. Es a partir de la narración de la vida Bolívar, el libertador, obra del español José María Salaverría, cuando el marco geográfico se amplía para admitir algunas de las figuras históricas fundamentales de la independencia de las colonias americanas. En una de las reseñas que sobre la colección publicó el diario El Sol en aquellos años, la presencia de las dos orillas del Atlántico se explicaba como la posibilidad de ofrecer el contraste entre dos estados de ánimo respecto del siglo xix: frente al derrotismo español, el optimismo hispanoamericano; frente a la labor de construcción de América, el trabajo de contención del derrumbamiento de España (“Biografía: Lasplaces” 1934: 7)5. Más recientemente, Pulido Men5 Estas referencias justificativas y descriptivas aparecen ocasionalmente en algunas de las vidas, tanto en los textos prologales como insertas en la misma narración biográfica. A modo de ejemplo puede citarse al mexicano Alfonso Teja Zabre que en sus “Explicaciones preliminares” afirma que “Morelos y la Independencia de México ya no parecen con las modernas doctrinas de interpretación histórica como productos de un choque sangriento de razas, de partidos y de intereses políticos, sino como manifestaciones de una gran corriente vital y profunda, en ligazón entrañable con el impulso de perpetua renovación que mueve al mundo. La expresión y pleno conocimiento de estas ideas y estos hechos interesan tanto a España como a México, porque la solución del problema histórico desvanece odios y
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doza ofrece una interpretación sobre las motivaciones económicas, políticas e históricas determinantes de su aparición y de la posterior ampliación de carácter transatlántico: La colección volvía la vista al siglo xix para explorar los errores y caminos abortados del liberalismo español en un momento de crisis del sistema parlamentario liberal monárquico. España era el último territorio del Imperio en llevar a cabo la siempre pendiente revolución democrática-liberal o republicana. De ahí el enfoque bicontinental: a los intereses comerciales hispanoamericanos de las editoriales españolas, se le unía el interés político de posar la vista en los únicos modelos libertadores hispánicos con éxito. La inclusión de personajes como Bolívar, Céspedes, San Martín, Sarmiento, Artigas, Fructuoso Rivera, Martí, Juárez o Morelos, solo puede explicarse por este doble interés político y comercial asociado a estos modelos de liberalismo panhispánico y revolucionario (Pulido Mendoza 2009: 112).
Jessica Cáliz Montes aporta nueva información localizada en las cartas intercambiadas entre Fernández Almagro y Guillermo de Torre. Este epistolario recopilado por Cristina Viñes Millet (2008) proporciona las primeras noticias sobre la voluntad de incluir vidas americanas en el proyecto casi desde sus comienzos. Hacia finales de 1928 ambos coinciden en tal iniciativa y, según indica Cáliz Montes, el propio Ortega había dado ya a Fernández Almagro su consentimiento tras viajar a Argentina ese mismo año y considerar la positiva repercusión que dicho cambio tendría en el mercado de este país y en el hispanoamericano en general (Cáliz Montes 2013: 18).
prejuicios y debe encauzar por otros rumbos las energías hasta ahora gastadas en disputas estériles y siembra de rencores o en paliativos superficiales de sentimentalismo y retórica” (Teja Zabre 1934: 9). Juan Chabás, por su parte, plasma la nefasta pervivencia de las deficiencias del siglo xix a lo largo de las décadas iniciales del xx: “el espíritu de aquella centuria (su pobreza y su desorden, su anormalidad romántica unas veces, anárquica otras, miserable las más) sigue alentando aún, quemándose en la entraña de nuestro país como un residuo de angustias incurables y de cosas deformes y podridas. Hay una fuerza inconmovible que reaviva la llama de ese rescoldo en que lentamente se quema nuestra España: la constituyen, de una parte, el dinero de una aristocracia en decadencia y de una plutocracia codiciosa; de otra parte, un popular fanatismo semiburgués con mentalidad de cura de aldea” (Chabás 1935: 94; cfr. Serrano Asenjo 2002: 113).
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Al lado de una mayoría de personajes y biógrafos españoles solo aparecieron trece biógrafos hispanoamericanos (cubanos, mexicanos, argentinos, uruguayos y la peruana Angélica Palma, hija del escritor Ricardo Palma, que biografió la figura de Fernán Caballero, la novelista novelable). A estas se suman cuatro biografías de autoría española, pero ambientadas en las luchas de independencia hispanoamericana a través de las vidas de algunos de los más conocidos caudillos y militares de ambos bandos: Simón Bolívar, Valeriano Weyler, Josef Tomás Bobes y José de San Martín. En el seno de las bifurcaciones transatlánticas de la colección, la biografía del mexicano Martín Luis Guzmán denominada Mina el Mozo, héroe de Navarra (1932) se desarrolla tanto en España durante la lucha contra Napoleón, como en México, en que Mina pasa a formar parte del ejército de liberación mexicana que se enfrenta a la metrópolis española. Como se ha adelantado la naturaleza de estas biografías es diversa. Entre sus autores hay novelistas de vanguardia, novelistas jóvenes que no responden a los patrones del Arte Nuevo, novelistas de generaciones anteriores, ensayistas, historiadores, biógrafos, diplomáticos y escritores que participan de varias de estas características. Ello hace que junto a biografías más eminentemente históricas se encuentren otras de intención claramente artística, o que al lado de la narración de una vida salpicada de rasgos vanguardistas se compruebe la existencia de otras narraciones de carácter literario menos extremo. Igualmente, obras que demuestran un apego más estricto a los documentos históricos coinciden con otras donde la ficción aparenta cobrar mayor protagonismo. La historicidad del biografiado se refuerza en la colección por el conjunto de imágenes que acompañan los textos en la edición original realizada por Espasa-Calpe6. En general, se trata de la presentación de diversa iconografía relativa al protagonista: retratos y reproducciones de los espacios (casas, edificios, villas, plazas) relacionados con el ambiente en que vivieron. Pulido Mendoza pone de relieve que retratos e ilustraciones eran habitualmente insertados como refuerzo visual de la información histórica ofrecida en los
6 En ediciones posteriores de estas biografías, realizadas por Espasa-Calpe mexicana o argentina para la colección Austral, serie Anaranjada: Biografías y vidas novelescas, algunas de estas imágenes no fueron incluidas en los volúmenes respectivos.
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volúmenes biográficos editados en los años veinte y treinta. Sobre “Vidas españolas e hispanoamericanas del siglo xix” apunta que los avances industriales y técnicos en el ámbito editorial propiciaron esta práctica. Su efecto, continúa diciendo Pulido Mendoza, fue favorable para el deseo de obtener una amplia difusión entre el público, puesto que estos fotograbados potenciaban el interés de los lectores hacia el biografiado al ofrecer documentación tangible sobre su existencia real. Se conseguía así diferenciar las figuras históricas protagonistas de estas vidas de otros entes de ficción carentes por definición de toda referencia archivística (Pulido Mendoza 2009: 28-29). Los paratextos son otro de los recursos sobresalientes; si bien su uso es ocasional y no son parte de su singularidad puesto que ya habían aparecido con elevada fortuna en los textos de Strachey sobre las vidas victorianas y en el de Maurois sobre Shelley. En forma de prólogos, epígrafes, cronologías o apéndices bibliográficos se convierten en nuevas vías de fortalecimiento de la verosimilitud histórica y en canales de teorización sobre los innovadores modos biográficos. Entre aquellos proemios que podrían citarse es muy conocido el incluido por Jarnés como preliminar de su vida de sor Patrocinio, donde el autor enriquece con nuevas reflexiones su descripción de la biografía moderna: “Novela es el arte de crear un hombre, biografía es el arte de resucitarlo” (Jarnés 1971: 13). Soguero García se refiere a otro elemento que, proveniente también de la influencia de las mencionadas colecciones biográficas francesas, fue subrayado por el propio Benjamín Jarnés como característico de la serie. El “guiño anecdótico” o sobrenombre, que desde el título de la obra acompaña la recreación vital del biografiado, tuvo como función más inmediata la eficaz captación del interés del público al proporcionarle información inmediata y sugestiva sobre su trayectoria vital. Jarnés aseveró que el sintagma adjetivo con que la mayoría de los autores subtitularon estas vidas tenía como misión dotar de una aureola de significación el nombre de sus protagonistas caracterizados por la escasa entidad de su repercusión histórica. Según sus palabras, los representantes españoles del siglo xix, “infatigable productor de entes mediocres”, carecen de una “personalidad de acento intransferible” que los distinga con eficiente nitidez (Jarnés 1935: 193-194; cit. en Soguero García 2005: 155). Esta circunstancia hizo que los biógrafos se vieran urgidos a apelar a estos epítetos de intención deíctica. Además, en mayor o menor
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grado, tales motes anuncian el prisma desde el que el biógrafo recrea la figura elegida y, ocasionalmente, anticipan el tono irónico, novelesco, histórico, reivindicativo, desmitificador que marca la narración. Algunos ejemplos son: Gabriel y Galán: poeta de Castilla, Pedro Antonio de Alarcón: el novelista romántico, López de Ayala o el figurón político-literario. No obstante, la lista de títulos arroja ciertas variantes y a veces este “guiño anecdótico” se presenta como una etiqueta más amplia, si bien igualmente publicitaria: Doble agonía de Bécquer, La santa furia del padre Castañeda: cronicón porteño de frailes y comefrailes donde no queda títere con cabeza, o El cura Merino, su vida en folletín. La colección disfrutó de un amplio éxito entre el público. Esta positiva acogida se refleja en general en la larga vida de la serie, extendida a través de cincuenta y nueve números aparecidos durante trece años y específicamente en aquellas biografías que gozaron de rápidas reimpresiones y reediciones. Otra señal de éxito la constituye el proyecto de similares características auspiciado por Ortega y Gasset en 1932. Nuevamente por medio de EspasaCalpe, pero esta vez dirigida por Antonio Marichalar y con menor alcance, surge la serie “Vidas extraordinarias”, cuyo último número se publica en 1935, tan solo tres años y trece títulos después. Compuesta mayoritariamente por traducciones de biografías de autores ingleses, franceses y alemanes, destacan en el conjunto las vidas de Garcilaso de la Vega (1933), de Manuel Altolaguirre y de un tratante de esclavos de origen malagueño escrita por el gallego-cubano Lino Novás Calvo, titulada El negrero. Vida novelada de Pedro Blanco Fernández de Trava (1933), que presenta características muy diferenciadas respecto a los otros títulos y supone un precedente de algunas de las principales trayectorias de la narrativa hispanoamericana posterior, tales como el realismo mágico, lo real maravilloso, la nueva novela histórica y la novela de la dictadura.
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Los orígenes europeos El origen de la biografía moderna coincide con la publicación en Inglaterra en 1918 de Eminent Victorians de Lytton Strachey, considerado junto a André Maurois el biógrafo más significativo del nuevo modelo de vidas7. Cruciales para su exitoso devenir hasta algo más de la cuarta década del siglo fueron también los autores Emil Ludwig y Stefan Zweig. Tanto Serrano Asenjo (2002: 17) como Soria Ortega (1978: 182-183) sitúan los polos de su desarrollo entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, es decir, entre el deseo de regeneración surgido en Europa en 1918 y la desaparición de ese impulso vitalista hacia 1939. La muerte, a excepción de Maurois, de sus principales cultivadores y teóricos antes de 1950 fue otro factor determinante para la efímera duración de esta moda literaria. Strachey compuso sus retratos victorianos frente al modelo positivista dominante en la época. Como se dijo, este último era concebido como un producto textual histórico y ejemplarizante, sostenido por una ingente cantidad de datos dispuestos áridamente sin pretensión estética. Strachey postula una biografía literaria reveladora de la intimidad del personaje histórico audazmente intuida a partir de los documentos consultados. Sin renunciar a la verdad del archivo, el biógrafo moderno basa la literariedad de su obra en la selección del dato oportuno y trascendente y en la composición narrativa a partir de una perspectiva crítica y una “conveniente brevedad”: Que la pregunta sobre si la historia es un arte se haya hecho y se haya discutido con seriedad acerca de ella es en verdad una muestra curiosa de la inepcia humana. ¿Qué otra cosa puede ser? Es evidente que la historia no es una ciencia, es obvio que la historia no es una acumulación de datos, sino una relación de ellos. Solo la pedantería de los superficialmente académicos podía haber dado a luz conjeturas tan monstruosas. Los hechos relacionados con el pasado, cuando se coleccionan sin arte, son compilaciones; y las compilaciones, sin duda, pueden ser útiles, pero son tan historia como es una tortilla la mantequilla, los huevos, la sal y las hierbas que la forman (Strachey 1995: 148). 7 Otras biografías de Strachey que contribuyeron a la consolidación —más o menos efímera— de la biografía moderna fueron entre otras La reina Victoria (1921) y Retratos en miniatura (1931).
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André Maurois es el autor de Ariel o la vida de Shelley (1923), La vida de Disraeli (1927) y del principal título teórico de la biografía moderna: Aspectos de la biografía (1928). En este ensayo Maurois exige a la biografía “los escrúpulos de la ciencia y los encantos del arte, la verdad sensible de las novelas y las sabias mentiras de la historia”, es decir, rigor científico y sugestión estética (1951: IV, 1288). En “Nota al benévolo lector”, breve prefacio a Ariel o la vida de Shelley, afirma que el receptor de este tipo de biografía es tanto el erudito necesitado del dato histórico como el lector común ansioso de conocer unas vidas ajenas en cuya humanidad reconocerse o inspirarse: Se ha deseado hacer en este libro una obra de novelista más que de historiador o de crítico. Todos los hechos relatados son verdaderos y no se atribuye a Shelley ni una frase ni un pensamiento que no figuren en las Memorias de sus amigos, en sus cartas y en sus poemas; pero se ha procurado ordenar estos elementos verdaderos de modo que produzcan la impresión de un descubrimiento progresivo y de ese desarrollo natural que parece característico de la novela. Así, pues, que no busque aquí el lector ni erudición ni revelaciones, y si carece de una viva afición a las educaciones sentimentales, que no abra este libro. Los curiosos de la historia que deseen confrontar este relato con otros, hallarán, a la conclusión del volumen, una lista de las fuentes accesibles (Maurois 1951: III, s/p).
Strachey y Maurois conciben y practican un modelo biográfico caracterizado por el rechazo al prosaísmo del tono científico y el exceso documental en busca de una escritura estética cuyos recursos se adentren en el arte novelesco. Sus vidas miran hacia el interior del sujeto, hacia su verdad espiritual alejada de visiones maniqueas y propósitos ejemplarizantes. Sus bases fundamentales, que se extienden a España e Hispanoamérica una década más tarde, son la hibridación entre historia y ficción, la naturaleza artística regida por la síntesis y la composición, y la intuición interpretativa que proporciona al dato una elasticidad que, sin modificar su historicidad, revela el rasgo psicológico identificador del biografiado.
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El biografismo español Entre los biógrafos fundamentales de la época no pueden ser olvidados los nombres del doctor Gregorio Marañón y, sobre todo, de Ramón Gómez de la Serna8. Sin embargo, para la aparición de estas vidas decimonónicas adquieren una importancia más directa los nombres del fundador de Revista de Occidente, Ortega y Gasset, y de algunos de sus más cercanos colaboradores, los ya mencionados Marichalar y Jarnés, que además de firmar algunos de los más exitosos títulos de la colección contribuyeron a la teorización y comprensión del fenómeno biográfico a través de importantes ensayos aparecidos en Revista de Occidente. El devenir de la biografía moderna en España comenzó por la noticia en diarios y revistas culturales de la aparición de las obras y los autores —Strachey y Maurois principalmente— que en Europa habían propagado el fenómeno. Estos anuncios y primeras aproximaciones al análisis de sus orígenes y características fueron seguidos por la denuncia de la ausencia del género en España y la petición de obras que supliesen ese vacío. Finalmente, las mismas revistas y periódicos comentaron las biografías y colecciones surgidas en el país tratando de determinar su alcance y calidad. En este proceso destaca el papel desarrollado por los periódicos ABC y El Sol, así como Revista de Occidente y La Gaceta Literaria, que incluyeron un amplio número de artículos y reseñas sobre el asunto. Entre los más significativos de estos ensayos destacan “Escuela de Plutarcos” y “Las vidas de Lytton Strachey”, ambos debidos a la pluma siempre atenta a la actualidad literaria europea de Marichalar. Si el primero supone un comentario crítico de las series biográficas francesas editadas por Plon y Nouvelle Revue Française, la recensión de Eminent Victorians de Strachey proporciona un boceto bastante claro de los rasgos del modelo: importancia del ambiente, selección del dato decisivo e ironía distanciadora9. Jarnés tam8 El estudio de los mismos en relación con el modelo biográfico moderno ha sido abordado brevemente por Serrano Asenjo en su monografía, en los subcapítulos titulados “El extraño caso del doctor Marañón” y “RAMÓN” (cfr. 2002: 90-106). 9 Marichalar opina que el arte biográfico de Strachey consigue “poner un muerto en pie y hacerle —a nuestra vista— palpitar de nuevo”, perfectamente envuelto en las circunstancias de su época, ya que Strachey “no olvida, ni un instante, que es necesario, para que el pez viva, no sacarlo del agua” (Marichalar 1928: 355).
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bién presenta dos artículos de gran importancia en la consolidación teórica de esta biografía. Sus títulos son: “Nueva quimera del oro” y “Vidas oblicuas”. En este último, donde define la biografía como “un constante equilibrio” entre ciencia e intuición (Jarnés 1929b: 256), deja señal del ingenio pionero e incombustible de Gómez de la Serna en este campo y opina que los retratos que forman sus Efigies (1929) “son vidas al través del espíritu, de un transformador. Son otras vidas” (Jarnés 1929b: 252). En “Nueva quimera del oro” pone el foco en la figura de André Maurois y su texto teórico, Aspectos de la biografía; referencias desde las que reflexiona sobre la asimilación del género a la ciencia o al arte. Para Jarnés el biógrafo es un “poeta de la historia” y la biografía “una novela con falsilla” cuya validez debe sustentarse en el equilibro entre el dato archivístico y la estructura novelesca (1929b: 120).
El biografismo hispanoamericano La similitud entre los procesos de aclimatación de la biografía moderna entre España e Hispanoamérica se quiebra por la falta en este último ámbito de una figura claramente aglutinadora del fenómeno como Ortega y Gasset, y por la ausencia de un seguimiento sistemático en periódicos y revistas como el descrito en el caso español. Las fechas de arranque de la explosión de estas vidas literarias han sido fijadas diferentemente en distintos países. En Perú, Luis Alberto Sánchez señala 1928 y las figuras de Maurois, Zweig y Ludwig como sus detonadores originales (1976: 375). En Chile, Hernán Díaz Arrieta (Alone) sitúa en 1924 con la publicación de Ariel o la vida de Shelley el comienzo de una moda cuya eclosión y consecuencias describe con gran plasticidad: El mundo literario ha visto, entre las dos últimas guerras, brotar, crecer y difundirse para, alcanzada su altura máxima, declinar poco a poco y volver casi a su nivel antiguo —tal como los ríos desbordados— la moda de la biografía novelada [...]. Lo recordamos como si fuera ayer. Una de esas pequeñas y cautivadoras revistas francesas [...] empezó a publicar [...] un curioso relato: era la vida de un poeta inglés narrada entre histórica y fantásticamente, un cuento de género ambiguo, que parecía inventado, deleitoso en todo caso de leer, y pintoresco, y tierno, irónico, trágico.
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Quisimos traducirlo y preguntamos noticias de su autor [...]. Después, corrieron las aguas del diluvio... (Díaz Arrieta1969: IX).
La descripción laudatoria de la obra de Maurois sobre Shelley condensa los rasgos ya descritos: tensión entre historia y ficción, ciencia y arte, formas novelescas, profundización en el alma del sujeto. Por otra parte, la expresión “las aguas del diluvio” alude a la deformación del modelo por una masa de imitadores cuya producción disminuyó el valor artístico e histórico de la biografía moderna, que en Hispanoamérica, frecuentemente con connotaciones peyorativas, fue denominada en general biografía novelada. Como Alone, Jorge Luis Borges parece reducir la validez del modelo a sus dos originales promotores al denunciar que la probidad como biógrafo de Strachey fue rápidamente “remedad[a] y abaratad[a] por Emil Ludwig” (Borges 2005, 2: 905). Sin embargo, hubo voces disonantes. En su Historia de la biografía (1945) Exequiel Ortega, en la línea de Maurois, Ortega y Marichalar que rechazaron el término para sus obras, protestó contra este uso y pidió calificativos más apropiados (1945: 234). Un lustro más tarde en la revista cubana Mensuario de Arte, Literatura, Historia y Crítica, el biógrafo y ensayista Rafael Esténger publicó “El arte de la biografía” donde, a pesar de afirmar que la impostura del “biógrafo proletario” había convertido el género en una escritura escabrosa, utilizó las propuestas teóricas de Strachey, Maurois y Ortega para diferenciar la biografía moderna de la biografía novelada al aseverar una oposición radical entre ambas, solo atenuada por el uso de una forma común: respeto del orden cronológico (aunque sujeto a excepciones), narración minuciosa que presenta (no describe) al personaje y gusto por el pormenor simbólico que desnuda al biografiado (cfr. Esténger 1950)10. Dos asiduos colaboradores de la Revista de Occidente dejaron en esta y otras revistas algunas importantes reflexiones sobre el género. Torres Bodet, novelista del grupo mexicano Contemporáneos, publicó de modo temprano los ensayos titulados “¿Memorias? ¿Biografías?” (1928) y “Aspecto de la biografía” (1929), que aparecieron en la revista Contemporáneos. Posteriormente, en su artículo “Vidas españolas del siglo xix”, de 1930, el mismo Torres
10 Como señaló Luis Alberto Sánchez (1976: 377), distinguir entre biografías noveladas y novelas biográficas a menudo resulta una labor bizantina.
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Bodet realizó para Revista de Occidente un pionero análisis de los resultados de los primeros cinco números de la serie. Novás Calvo en algunas de sus reseñas para Revista de Avance, ventana cubana a la vanguardia internacional, dejó también reflexiones fundamentales que tuvieron continuación en otras recensiones para Revista de Occidente y aplicación práctica en su biografía sobre el negrero Pedro Blanco: Lo mejor en toda biografía, como en todo género de literatura, es aquello que el autor añade o quita al personaje. Es decir lo que crea. El biógrafo hace la obra que no pudo hacer el biografiado, que el biografiado ha vivido en él. Buscar un retrato fiel vale tanto como ver en la estatua la cantera de que procede en vez de la vida especial que el artista infundió a la piedra. El escritor pinta siempre de memoria y al través de tantos lentes que la luz misma entra como parte de la mezcla. Y los datos más finos pasan a darse a una modelación nueva. Es como si un muerto reviviera sin memoria: ¿sería el vivo de antes? (1930: 285).
El también cubano Félix Lizaso publicó en Revista Bimestre Cubana el artículo “Biografía”, donde diferencia la biografía crítica como práctica tradicional vinculada a la erudición de la biografía novelada de desarrollo coetáneo y rango artístico. Junto a ello señaló que la biografía moderna había reconquistado el interés del público al volver a ocuparse de elementos como el hombre y el paisaje postergados por la prosa de vanguardia11. En 1934 el peruano Luis Alberto Sánchez en el capítulo titulado “En busca del Hombre: la Novela Biográfica” de su Panorama de la literatura actual subraya como uno de las principales virtudes del género el dibujo de psicologías interesantes por medio de la captación del alma del sujeto. Jorge Luis Borges en los paratextos de Evaristo Carriego (1930) e Historia universal de la infamia (1933), y más tardíamente en algunos de sus Textos cautivos demostró sus vínculos con el modelo12. En la introducción a la Historia
11 En Cuba, en 1945, Juan José Remos Rubio titula su discurso de recepción en la Academia de la Historia de Cuba “Proyecciones de la biografía y su presencia en la literatura cubana”. En este ensayo destaca el valor espiritual y poético de la biografía moderna, y llega a vindicar la invención como instrumento científico que permite imaginar sobre el documento para aproximarse lo más posible a la verdad humana del biografiado. 12 Cáliz Montes (2013: 32) pone de relieve como Fernández Almagro pidió a Guillermo de Torre que ofreciera a Borges (ya por entonces su cuñado) colaborar en la colección.
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universal de la infamia señaló como una de sus fuentes las Vidas imaginarias de Marcel Schwob, considerado por la crítica un claro antecedente (Borges 2005, 2: 974). Mientras que en la cita de Thomas de Quincey contenida en el epígrafe y en el proemio iniciales de su biografía sobre Evaristo Carriego aludió a algunos de los recursos claves ya mencionados: el enfoque original y revelador, el enigma vital como motor de la biografía y su desvelamiento como propósito último de la misma, la subordinación del documento a la imaginación y el gusto por lo sintético (Borges 2005: 99, 101). En conclusión, concepción artística de la biografía moderna, a menudo bajo el subtítulo de novelada, que se consideró en su desarrollo —más allá de los grandes promotores que le dieron inicio— como una escritura trivializada y deformada a consecuencia de la acomodaticia sustitución del empleo intuitivo del documento por el uso de la invención falsificadora.
Las “almas” de Ortega y Gasset José Ortega y Gasset de modo mayoritario ha recibido la consideración de principal actor en la propagación y consolidación de la biografía moderna en España, debido a la influencia generalizada que sobre el país ejercía en el momento, a la concordancia de sus ideas filosóficas con el nuevo modelo biográfico y a sus frecuentes ensayos en torno a la narración de vidas. Ortega vio en la práctica biográfica un posible camino para la recuperación de la novela, que según su pronóstico estaba en un callejón sin salida. Así lo había declarado en 1925 en su libro Ideas sobre la novela (que apareció el mismo año que La deshumanización del arte). En este último describió las principales características del Arte Nuevo realizado por los vanguardistas: predominio de la metáfora, perspectiva irónica y actitud lúdica de los autores. En Ideas sobre la novela enumeró las características que, según él, esta debía tener para salir de la crisis en la que se encontraba: un hermetismo que limitara la narración al horizonte del personaje sin dejar entrar aspectos externos, una morosidad descriptiva reveladora del interior del sujeto que redujera considerablemente la presencia de la acción, creación de almas interesantes que compensara la imposibilidad de encontrar nuevos temas atrayentes, y presentación directa del personaje a través del diálogo o de mí-
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nimos hechos significativos (cfr. Salas Fernández 2001). Como parte de su proyecto para impulsar la novela entre los jóvenes prosistas que lo rodeaban creó en Espasa-Calpe la colección Nova Novorum, que se prolongó entre 1926 y 192913. El resultado de estas obras fue más afín a los rasgos estéticos descritos en La deshumanización que a los solicitados en Ideas sobre la novela. Asimismo, en “Cuestiones novelescas” (1927), Ortega juzgó las prosas de estos nuevos novelistas lejos de sus deseos no por falta de capacitación artística, sino por el uso de una prosa narcisista que “convierte en espejo todo lo que mira”, es decir, una escritura donde la presencia del autor termina ahogando al personaje y diluyendo el poder de sugestión del alma interesante (Ortega y Gasset 2005: IV, 166-167). En este trance concibió la posibilidad de ofrecer a los jóvenes vanguardistas de Nova Novorum (y a otros autores afines, e incluso a escritores más alejados de él) la oportunidad de encontrar en el pasado histórico esas almas sugerentes para ejercitar su prosa en la escritura del otro. Todo ello con el objetivo de rescatar el género novelesco a través de una biografía fuertemente artística y en lo posible recuperar para el presente el siglo xix, considerado como una época mediocre y destructiva para España, pero que aún se sentía como parte integral del ser nacional (cfr. Rodríguez Fischer 1991: 135). Probablemente el más notorio testimonio sobre el modo en que Ortega puso en marcha su proyecto biográfico haya sido el de Rosa Chacel, compañera de generación y prosas de Jarnés y Espina14. Curiosamente, Chacel, una de las que había sido nombrada por Ortega como biógrafa de la colección y encargada de la vaporosa figura de Teresa Mancha, la protagonista del poema romántico de Espronceda, “Canto a Teresa”, no apareció en la colección debido a ciertos retrasos en su redacción. Chacel anunció su obra mediante la aparición del primer capítulo en Revista de Occidente en 1929, sin embargo, no la terminó hasta 1936 y habría que esperar hasta 1942 para que 13 Cinco fueron los títulos: Víspera del gozo (1926), de Pedro Salinas, El profesor inútil (1926) y Paula y Paulita (1929), de Benjamín Jarnés, El pájaro pinto (1927) y Luna de Copas (1929), de Antonio Espina, y ¡Tararí! (1929), de Valentín Andrés Álvarez. 14 Esta autora fue una de las novelistas de vanguardia de la generación del 27. Entre sus títulos destaca Estación: ida y vuelta (1925), una novela donde, según Roberta Johnson, se “revela para el lector el pensamiento de un joven protagonista durante una serie de acciones sumamente banales” (1986: 201).
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fuese publicada con el nombre de Teresa en Argentina (Chacel 1993: 156). Como han recogido previamente Rodríguez Fischer (1991) y Serrano Asenjo (2002) entre otros, son varios los artículos donde Chacel rememoró las motivaciones de Ortega para promover la colección o el modo en que este inicialmente seleccionó biógrafos y biografiados. Además, la autora emitió en ellos un ambivalente juicio sobre el resultado obtenido. Chacel testimonió cómo Ortega de modo semejante al “maestro que hace una señal con lápiz en el libro y ordena a los párvulos rebeldes: ‘¡Mañana, desde aquí hasta aquí!’, nos dio de tarea a cada uno un alma” (Chacel 1993: 391). Es notorio que uno de los elementos determinantes del decisivo rol de Ortega dentro del devenir de la biografía moderna fue su continuada reflexión y escritura sobre el asunto biográfico. Desde muy pronto se dejó oír en sus escritos el interés por la biografía. Ya en “Adán en el paraíso” (1910) había identificado biografía y arte, pero el ensayo más significativo para el periodo tratado fue “Pidiendo un Goethe desde dentro” (1932), donde utilizó la figura del escritor alemán, tal y como lo hizo después en diversos textos con las de Goya y Velázquez, para teorizar en torno a la naturaleza de lo biográfico y proponer posibles interpretaciones sobre la existencia del escritor germano. El ensayo publicado en Revista de Occidente es extenso y enjundioso: No hay un vivir abstracto. Vida significa la inexorable forzosidad de realizar el proyecto de existencia que cada cual es. Este proyecto en que consiste el yo no es una idea o plan ideado por el hombre y libremente elegido. Es anterior a todas las ideas que su inteligencia forme, a todas las decisiones de su voluntad. Más aún, de ordinario no tenemos de él sino un vago conocimiento. Sin embargo, es nuestro auténtico ser, es nuestro destino. Nuestra voluntad es libre para realizar o no ese proyecto vital que últimamente somos, pero no puede corregirlo, cambiarlo, prescindir de él o sustituirlo. Somos indeleblemente ese único personaje programático que necesita realizarse. El mundo en torno o nuestro propio carácter nos facilitan o dificultan más o menos esta realización. La vida es constitutivamente un drama, porque es la lucha frenética con las cosas y aun con nuestro carácter, por conseguir ser de hecho el que somos en proyecto (Ortega y Gasset 1932: 9).
Ortega parte del rechazo a las biografías solemnes y mitificadoras, donde se acumulan anécdotas sin llegar a revelar el alma del sujeto. Frente a ello
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propone una mirada desde dentro, una mirada que presente al hombre en medio del drama de sus contradicciones entre la vocación, la circunstancia (destino) y el azar. Desde esta perspectiva proclama dos tareas para el biógrafo: determinar cuál es el yo verdadero del sujeto, es decir, su vocación profunda; y precisar cómo luchó en la vida por llevar a cabo esa vocación frente a las circunstancias de su destino (Ortega y Gasset 2005: VI, 637). Según explicó Ortega, Goethe, llamado a revolucionar la literatura alemana, no pudo satisfacer su yo esencial debido a la excesiva comodidad de su vida en la corte de Weimar. Velázquez, en su opinión, no era un pintor vocacional sino un cortesano; por eso se caracterizó “por... no pintar, quiero decir, por lo poco que pinta” (Ortega y Gasset 1987: 18). Diferente signo reconoció en el espíritu de Goya, al que pintó como alguien consciente de su afán por triunfar como pintor y dedicado en su vida a cumplir ese objetivo (cfr. Ortega y Gasset 1987: 305-307; 334). En un ensayo de 1933, “En torno a Galileo”, el autor dejó constancia de la tensión entre documento e imaginación, realidad y ficción, historia y literatura, al afirmar que la ciencia es “tanto obra de imaginación como de observación”, es “interpretación de los hechos”; además Ortega defendió que los hechos no muestran la realidad, sino que la ocultan y es el biógrafo quién debe descubrir el enigma que se oculta tras las acciones del biografiado (cfr. Ortega y Gasset 2005: VI, 373-377).
La vidas españolas e hispanoamericanas del siglo xix15 El contenido de la serie aparece restringido cronológica y espacialmente al siglo xix y a los territorios hispánicos de ambos lados del Atlántico. Entre estos márgenes los personajes históricos focalizados son en su mayoría partícipes del devenir político y militar de España e Hispanoamérica —gobernantes, reyes y aristócratas, oficiales y caudillos—, si bien entre los pro-
15 En esta parte, se ha pretendido destacar algunos de los rasgos propios del biografismo español e hispanoamericano en el seno de la colección, especialmente aquellos que mejor representan y sintetizan el vínculo del nuevo modelo biográfico con las prosas de vanguardia y la modernidad hispánica. Obviamente, el análisis exhaustivo debe dejarse para un espacio más amplio.
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tagonistas no faltan artistas, religiosos e incluso alguien tan marginal como el Luis Candelas reconstruido por Espina. La homogeneidad temática no se corresponde con la diversidad de modos narrativos recogidos en los cincuenta y nueve volúmenes. Historiadores, novelistas de diversa generación y estilo, políticos y ensayistas, poetas, periodistas y biógrafos de menor o mayor trayectoria participan con vidas que oscilan entre el moderno estilo, el historizante de mayor clasicismo y aquel que se reviste de rasgos próximos a la vanguardia. Entre los prosistas del Arte Nuevo español participantes los hay de distinta suerte. Los nombres más conocidos y habituales en la órbita de Ortega y de Revista de Occidente, los citados Jarnés, Espina y Marichalar (aunque este último es más un ensayista cuyo interés por la novedad cultural europea y nacional no oculta su filiación con el arte tradicional) se barajan con otros menos sonoros hoy como Eduardo de Ontañón, Juan Chabás y Juan Antonio Cabezas16. Estos dos últimos a pesar de su acreditación como narradores de vanguardia no mantuvieron en sus incursiones biográficas los rasgos de sus prosas de ficción. Las vidas de Juan Maragall y Leopoldo Alas “Clarín”, que respectivamente reconstruyeron Chabás y Cabezas, están lejos de afanes rupturistas extremados y responden más a las directrices novedosas de síntesis, composición novelesca y gusto estético de la biografía moderna. Los rasgos vanguardistas de las biografías de Jarnés, Espina y Marichalar han sido suficientemente subrayados: inclusión de la mirada crítica e irónica llevada hasta el gesto lúdico, fuerte imaginismo, autorreferencialidad y abundancia de recursos metaliterarios que reflexionan sobre la labor biográfica 16 Chabás fue asiduo colaborador de Revista de Occidente y publicó varias prosas de vanguardias: Sin velas desveladas (1927), Puerto de sombra (1928) y Agor sin fín (1930), entre otras (cfr. Ródenas de Moya 2009: 321-356). Entre sus artículos biográficos destaca la reseña al Napoleón de Emil Ludwig donde sus reflexiones se sitúan en la línea de los postulados teóricos de Jarnés, Marichalar y Espina (1930). Eduardo de Ontañón y Juan Antonio Cabezas pusieron sus plumas al servicio del periódico El Sol y firmaron cada uno una novela vanguardista de mayor o menor calidad: Tres hermanas, tres (1931), de Ontañón y Señorita 03 (1932), de Cabezas. Ontañón publicó una segunda biografía, Frascuelo, el toreador (1935) para la serie y desde 1940 (ya en el exilio de México) fue el principal promotor de la colección “Vidas Mexicanas”, donde a lo largo de más de treinta títulos fue asignando vidas a colaboradores españoles y mexicanos (Fernández de Mata 2003: 175). Cabezas por su parte, como quedó indicado, cerró “Vidas españolas e hispanoamericanas del xix” con la reconstrucción de la vida de Concepción Arenal (supra).
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(cfr. Soguero García 2000a, 2000b, 2005; Serrano Asenjo 2002; Ródenas de Moya 2009)17. Aunque parece no haberse tenido en cuenta, muy similares características comparte El cura merino, su vida en folletín (1933), de Ontañón, donde ironía, ludismo, presencia del yo autorial, metaficción y uso de imágenes ultraístas desarrollados a lo largo de la obra eclosionan en el quimérico intercambio epistolar final entre autor y biografiado. En dos breves cartas uno y otro se dirigen reproches y disculpas respectivamente que remiten a la valoración de la figura histórica y a las fuentes populares consultadas en detrimento de la documentación estrictamente histórica. Ya se dijo que no siempre —como al parecer ocurre actualmente—, los rasgos vanguardistas han sido positivamente valorados al calibrar los resultados de estas vidas. Fernández Cifuentes en torno a Sor Patrocinio de Jarnés y Luis Candelas de Espina afirmó con contundente escepticismo que en estas vidas “fácilmente podía reconocerse a los antiguos novelistas deshumanizados” (1982: 349). Chacel ofreció una visión similar sobre la inadecuada aparición de la retórica del Arte Nuevo en las vidas de sus compañeros de generación en contraste con la evolución que su propia obra había sufrido: [Teresa] va más allá en la empresa, la que más cumple el propósito con que fueron ideadas, la que fue eliminando todo lo que se iba haciendo superfluo, y que no lo había sido antes. En un principio, la ironía, la sutil alusión, la imagen brillante amplían su misión de filtros para impedir el paso a la vieja sordidez, a la repetición de formas ineficaces; luego, una vez conseguida la depuración, todo ello tenía que reducirse, por un proceso natural. He revisado hace poco en la biblioteca de Nueva York los libros de esa colección y he comprobado que no llegaron a la meta propuesta: yo, bien o mal, llegué. Yo empecé con la ironía y el jugueteo, pero en el segundo capítulo los dejé caer y me metí en el drama, porque había brotado en mí la fe en mi personaje (1993: 111).
17 Pérez Firmat en su artículo pionero se refirió especialmente a Sor Patrocinio y a San Alejo (1934) de Jarnés, a las que denominó “hagiografías vanguardistas” (Pérez Firmat 1986: 183). Soguero García recoge la expresión para titular el capítulo de su tesis dedicado a este autor (2005: 361-514). Las otras biografías incluidas por Jarnés son Zumalacárregui, el caudillo romántico (1931), Castelar, hombre del Sinaí (1935) y Doble agonía de Bécquer (1936). Antonio Espina colaboró con una segunda biografía titulada Romea o el comediante (1935).
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Más entusiastas en la interpretación de sus cualidades y trascendencia se muestran Pérez Firmat y el principal continuador de su estudio, Soguero García, quien afirma que en ellas “la crónica vital de un personaje de carne y hueso” se conjuga con “la pulcritud artística” para reconciliar “las dos tendencias enfrentadas al filo de los treinta: la literatura vanguardista de La deshumanización del arte y la ‘literatura de avanzada’, rehumanizada de El nuevo romanticismo (1930) de J. Díaz Fernández” (Soguero García 2000a: 23). De este modo, Soguero García piensa que la biografía vanguardista es otra de las aristas de la iconoclasia innovadora de principios de siglo18. Entre las vidas debidas a autores hispanoamericanos, más allá de las recreaciones de corte histórico y en relación con el vanguardismo biográfico español, destacan las conexiones que pueden establecerse entre la obra de Jarnés sobre la monja Sor Patrocinio y el tono irónico, la mirada al mismo tiempo crítica y restituidora de la validez del personaje, y la presencia lúdica y metaliteria del autor en La santa furia del padre Castañeda. Cronicón de frailes y comefrailes donde no queda títere con cabeza (1933), de Arturo Capdevila19. Su compatriota Borges dedicó a esta vida literaria uno de sus breves Textos cautivos, donde al comentario laudatorio unió la reflexión sobre la difícil tensión entre historia y ficción inmanente al género, sin olvidar mostrar a futuros autores el camino a seguir: La biografía novelada es un género incómodo, menos quizá para el lector que para el escritor. Su problema es éste: Si faltan pormenores circunstanciales, todo parece irreal; si abundan nadie les presta crédito. La vaguedad es cosa desabrida, pero la mucha precisión huele a apócrifa. La solución es ésta: Inventar pormenores tan verosímiles que parezcan inevitables, o tan dramáticos que el lector los prefiera a la discusión. Capdevila en este meritísimo libro ejerce ambos métodos (Borges 2002: 40).
18 Es importante subrayar que Soguero García dedica numerosas páginas y especial atención a las biografías “cinematográficas” de César Muñoz Arconada, cuya trayectoria como novelista transcurrió entre los polos de la vanguardia y el compromiso social (cfr. Soguero García 2000a, 2000b, 2005). 19 Anecdóticamente llama la atención la similitud con que al final de la obra ambos autores se presentan a sí mismos como investigadores del destino de sus protagonistas dramatizando el proceso archivístico y reflexivo del biógrafo.
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La ironía es también el principal cauce artístico que emana de la recreación que el novelista de la revolución mexicana, Rafael Felipe Muñoz, realiza de Santa Anna, general y once veces presidente de la República de México. Juan Rulfo afirmó que la misma “socarronería” que caracterizó al novelista puede encontrarse en el biógrafo que reconstruyó su personaje histórico con “matices heroicos dentro de lo grotesco” (Rulfo 2010: s/p). Según Rulfo, en la escritura original de Muñoz predomina el “lenguaje satírico, el episodio farsa y dentro de todo esto, la vida serena de Su Alteza Serenísima, envuelto en el ropaje de su desfachatez y sus oscuras y personales ambiciones” (Rulfo 2010: s/p). Santa Anna es juzgado desde el comienzo. El retrato de su espíritu y de sus acciones es justificado desde las fuentes historiográficas citadas en el mismo epígrafe inicial. El tono, a través del que el biógrafo está siempre presente, es desmitificador e irónico, similar a los retratos de Strachey sobre las vidas victorianas: mediocridad, ambición y falta de heroísmo. El ensayista y ocasional narrador Jorge Mañach20 y Martín Luis Guzmán, novelista —como Felipe Muñoz— de la revolución mexicana, componen con amenidad literaria e introspección psicológica dos afortunadas biografías de estilo moderno en sus respectivos volúmenes: Martí, el apóstol (1932) y Mina, el Mozo. Ambos sin desprenderse del rigor histórico ofrecen un retrato de ameno gusto novelesco interesado en profundizar en el alma del protagonista y, siguiendo los preceptos de Ortega, determinar los impulsos y circunstancias que motivaron los cambios en el devenir de sus vidas. En el caso de José Martí, la prospección en la intimidad de su espíritu y existencia vino marcada además por el deseo político de mostrar el lado más humano del llamado padre de la patria cubana y potenciar un mayor acercamiento popular a su figura y doctrinas (Ette 1995: 109)21. 20 Como el citado Félix Lizaso, Jorge Mañach fue uno de los codirectores de la revista de vanguardia cubana Revista de Avance. 21 Rasgos abundantes de la biografía moderna pueden reconocerse también en la escritura de Angélica Palma, cuya vida sobre Fernán Caballero a pesar de renunciar a una estructura novelesca mantiene una prosa literaria de agradable lectura y no exenta de tensión dramática en su profundización psicológica de la autora de La gaviota. De factura ciertamente novelesca resulta la obra de Julio Romano (seudónimo de Hipólito González Rodríguez de la Peña), Weyler, el hombre de hierro (1934), donde también puede encontrarse un interesante prólogo en el que (como Jarnés) se expresa modestamente sobre sus condiciones como biógrafo y sobre
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Teja Zabre, Capdevila, Telmo Manacorda y Victoriano Salado Álvarez prologan sus volúmenes con paratextos que muestran diferente grado de conexión con las bases teóricas de la biografía moderna. De ellos interesa particularmente destacar los dos primeros. Teja Zabre justifica su obra a partir de su “simpatía y admiración” por Morelos, de la posibilidad de presentarlo en el marco transatlántico que ofrecía la colección, de la aparición de nuevos documentos y de su deseo de dotar al personaje histórico de “un nuevo aspecto” pleno de “rasgos tradicionales y pintorescos, tanto por alegrar el estilo, como por convencimiento de que los antiguos conceptos sobre la verdad histórica son demasiado rigurosos y fríos” (Teja Zafre 1934: 8). Todo ello sin diluir las fronteras entre historia y ficción, con el propósito de ofrecer un retrato de Morelos donde aparezca “tal vez no más alto ni más admirable”, pero sí fidedigno (Teja Zafre 1934: 8). Capdevila, que recoge al final una amplia bibliografía acompañada de una explicación sobre su justo empleo en la narración, sitúa al frente de su libro un muy significativo “Prólogo” y un capítulo inicial también de naturaleza metaliteraria22. Su proemio le sirve para refutar la opinión de Maurois sobre la necesidad de ordenar cronológicamente el relato, a la par que para subrayar la naturaleza artística de la biografía y aún de la historia: Parten límites la historia y la novela en la biografía. Mas presumo que este mi libro será tanto más histórico cuanto más novelesco parezca. Quiero decir que he avanzado sin miedo hacia la novela, en busca de la mayor verdad posible para bien de un personaje profundamente novelesco” (Capdevila 1931: 7-8).
Con “Vidas españolas e hispanoamericanas del siglo xix” Ortega trató de buscar solución a diversas cuestiones literarias, filosóficas y políticas can-
las dificultades inmanentes al género: “yo me sentía tan corto y resfriado de condiciones, que cuantas veces empezaba la tarea [...] revolviendo los despojos de la muerte para ponerles el título de ‘Vida’, tachaba lo escrito y renegaba de mi intento. Luché a menudo, por quitarme del lado este cadáver” (Romano 1934: 14). 22 En este primer capítulo, titulado “Presentación de su paternidad entre una nube de polvo”, sin deshacerse en ningún momento de su ironía, el autor justifica el tono lúdico, aclara la naturaleza periodística de sus fuentes, da una desenfadada explicación del uso del término “cronicón” para subtitular esta vida y declara su imparcialidad respecto a la valoración del biografiado (Capdevila 1934: 9-11).
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dentes en el segundo cuarto del siglo. El biografismo del momento le ofreció la posibilidad de reunir en un solo proyecto su programa de salvación patriótica: por un lado, restauración de la memoria del pasado decimonónico y corrección del presente español; por otro, aplicación práctica de sus ideas sobre la novela y sus conceptos vitalistas a través de los jóvenes autores que lo rodeaban. Su propuesta de almas interesantes arroja un bagaje que con el tiempo va incrementando la atención crítica. La gran variedad de autores que acogieron estas vidas decimonónicas, muchos alejados del Arte Nuevo y de la órbita orteguiana, e incluso del estilo literario inaugurado por Strachey, justifica que no cumplan los parámetros de hermetismo narrativo, presentación del personaje y determinación del cumplimiento de su vocación vindicados por el filósofo. Sin embargo, con mayor o menor éxito se encuentra en gran parte de ellas un deseo de deshacerse del exceso documental, de la aridez prosaica en la disposición de los datos y del juicio exterior o la intención moralizadora. Todo ello a cambio de un afán por la forma artística y la profundización psicológica que reconstruyera con amenidad el verdadero espíritu que había alentado tras las acciones, más o menos mediocres o heroicas, de estas figuras decimonónicas de alma interesante.
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El cine, como es sabido, nació en 1895 en París cuando los hermanos Lumière presentaron al público su cinematógrafo recién inventado. Esta máquina que servía de cámara y proyector a la vez fue concebida en un primer momento, según ellos mismos juzgaron, como un proyecto sin ningún futuro y mero espectáculo de feria. Sin embargo, no tuvo que pasar mucho tiempo hasta que esta invención cambiara el mundo del arte considerablemente; con arte nos referimos a todas las vertientes, incluida la literatura. El esplendor del cine mudo se sitúa en los años veinte, que precisamente coincide con los años de vanguardia; que, aunque sería un tanto absurdo hablar de un principio y un final exacto de la misma, sí se deja ubicar aproximadamente en el periodo de entreguerras. De este modo, el cine mudo y la prosa de vanguardia prosperaron juntos en un estrecho diálogo en el que los dos medios se prestaron mutuamente técnicas y recursos, y abundaron las referencias recíprocas. Aunque se ha creado un debate alrededor de la cuestión de cuál fue la primera película sonora, hay cierto consenso entre los historiadores para establecer que se trata de The Jazz Singer de Alan Crosland, en 1927. A partir de este punto empieza el auge del cine sonoro, que de nuevo tiene una gran influencia sobre la literatura y los escritores. En algunos casos, una influencia no deseada, ya que truncó proyectos de guiones que se habían concebido para el cine mudo. Tal es el caso de la novela-film de Vicente Huidobro titulada Cagliostro, que vamos a ver detalladamente más adelante y
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que se podría considerar como un ejemplo de la simbiosis de literatura y cine en la vanguardia. Este aspecto es central en un análisis de las dos artes en esta época: normalmente la crítica se ocupa hoy de la influencia o la adaptación del texto original al cine, mientras que durante la vanguardia el proceso a la inversa cobra especial importancia, ya que los escritores se dejaron influir de manera abierta por las nuevas tecnologías e incorporaron en su quehacer la experiencia visual desconocida hasta el momento. Una de las características frecuentes en el cine vanguardista, por otra parte, es su vínculo con lo poético, más acentuado que en otras épocas posteriores. Este cine poético, que se consideró en la vanguardia como dominante, será después de este momento histórico la excepción dentro del llamado cine experimental. La singularidad de la prosa poética característica de la vanguardia coincide, por tanto, con el momento poético por el que pasó el séptimo arte. En el caso de los escritores hispánicos destacan tres acercamientos centrales al cine, que en muchos de los casos se hallan entrelazados. Primero, la crítica cinematográfica, cuyos emprendedores no fueron los escritores vanguardistas sino sus predecesores. El segundo caso es el de la narrativa vanguardista que se salpica con elementos y recursos cinematográficos, y abarca el uso de técnicas fílmicas como la focalización o el tratamiento de espacio y tiempo, hasta tal punto que algunos textos son concebidos como obras visuales o incluso escritos intencionadamente para la adaptación cinematográfica aunque esta no se lleve a cabo. En tercer lugar, que en ocasiones se solapa con el punto anterior, aparecen guiones y adaptaciones, así como directores con trayectorias literarias que escriben sus propios guiones poéticos, como es el caso del célebre cortometraje de Buñuel Un perro andaluz. Veremos ejemplos de cada uno de estos acercamientos para ilustrar la estrecha relación de literatura y cine en estos años, enfocado sobre todo en la prosa vanguardista de los escritores hispánicos en las dos orillas, aunque por razones obvias de espacio no se podrá incluir a todos los integrantes de esta vertiente interdisciplinar. Como apunta Soltero Sánchez, con la aparición del cine como arte para el gran público y porque “el número de producciones cinematográficas que se realizaron y estrenaron en la década de los 20 y 30 fue tal, en cantidad y calidad” (1997: 435), se convirtió en un deber para los intelectuales “educar al público y recordar a la industria que el cine, más que artificio de entretenimiento y evasión, era arte” (1997: 435). Además, en esta época muchos
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escritores se dedicaron por razones económicas a la labor periodística, por lo que se introdujo pronto la crítica cinematográfica como una vertiente dentro de su trabajo habitual para la prensa. En 1928 se inaugura en Madrid el Cineclub Español, dirigido por Ernesto Giménez Caballero y Buñuel, con estrecho vínculo con la revista La Gaceta Literaria1. Objetivo de este tipo de asociaciones, que surgieron en Francia dentro del movimiento vanguardista, era promover el cine como arte. Ramón Gómez de la Serna2 fue uno de los promotores del Cineclub y ya en la segunda sesión presentó The Jazz Singer, que se conoce como la primera proyección de cine sonoro en España. Su libro Cinelandia (1923) será el trabajo que sobresalga de entre sus acercamientos a la crítica cinematográfica por tratarse del más literario. Vestido de novela sobre Hollywood, en términos de Fernández Romero, entreteje en él reflexiones acerca del “cine y sus posibilidades artísticas perfectamente en consonancia con la práctica y el ideario estético” (1996) del autor. El libro carece de un hilo argumental, que se sustituye por una sucesión de “visiones del mundo mágico del cine. Aparecen y desaparecen con la velocidad y el resplandor de un film” (1996) como cita Fernández Romero a Richmond. Estas visiones se componen en la forma del género literario predilecto de Gómez de la Serna, esto es, la greguería. Así configura la utopía de una ciudad falsa que recuerda a ciudades construidas por la vanguardia cinematográfica como Metrópolis: El aspecto de Cinelandia, desde lejos, tenía algo de Constantinopla, mezclada de Tokio, con algo de Florencia y con bastante de Nueva York. No eran grandes pedazos de esas poblaciones los que se congregaban en su perímetro, pero sí un barrio de cada clase [...]. ¡Extraño panorama que parecía un Luna Park inmenso! [...] Cinelandia, la gran ciudad falsa, puede ser la patria perdida e imposible de organizar. Quizás en una ciudad de tipo tan moderno se pierda el estigma y se reorganice lo imposible (Gómez de la Serna 1995: 35, 199).
1 El número 43 de esta revista, incluso, es una monografía sobre el cine en la que Guillermo de Torre, Miguel Pérez Ferrero, Benjamín Jarnés, Salvador Dalí y Rafael Alberti, entre otros, publicaron sus pensamientos acerca del tema. 2 Después de él, será la generación del 27 la que se opondrá a la indiferencia de los autores de la generación anterior (aunque algunos, como Baroja, terminarían colaborando en el cine), o, por ejemplo, el rechazo hacia el nuevo arte por parte de Unamuno.
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Fig. 1. Paisaje utópico en Metrópolis (1927) de Fritz Lang.
También Metrópolis parece una ciudad falsa, una mezcla de sitios utópicos que se basa en la modernidad y, como en el libro, hay un gran explotador. La película se hizo cuatro años más tarde, pero ejemplifica, aunque no se trate de una obra basada en la otra, la concepción de la modernidad que prevalecía en estos años en las dos artes, así como la importancia que se daba a la arquitectura moderna con tintes futuristas como signo del cambio de las artes. Jiménez Millán la define como “una alegoría de la civilización industrial desarrollada, una utopía negativa sobre el mundo deshumanizado [...] en el que la tecnología y las máquinas ejercen el dominio absoluto sobre el hombre” (2003: 278). La ciudad de Cinelandia se llena del mismo modo con personajes falsos y la noción de lo artificioso coincide con la concepción habitual de Gómez de la Serna del arte. Pero no solo describe escenarios propios del cine sino también analiza y recrea planos visuales convertidos en sus greguerías:
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Aquel enorme automóvil parecía empujar la ciudad. La racha de su empuje se llevaba por delante algunas casas. Tenía tipo de un gran cuarto de baño especial y automovilístico [...]. Todo andaba un poco a compás del enorme automóvil (1995: 45).
Esta imagen evoca la técnica cinematográfica de una cámara montada en el coche quieto por cuyos exteriores pasan paisajes y personajes de modo que se crea la ilusión de que el propio coche esté en movimiento. Se encontrarán más apuntes sobre la importancia de lo visual en el libro, unido a la fascinación por los ojos que tiene una presencia constante y larga tradición en el cine mudo. Con la cinematografía la percepción cambia y el ojo está ante una nueva realidad. Cabe recordar Un perro andaluz, en el que Buñuel mata al ojo de la novela canónica mientras que el nuevo ojo de la vanguardia es la lente de la cámara por la que experimentamos, como apunta Barrantes Martín, esta “posibilidad de acabar con la mirada secular que ya no servía al nuevo artista, así como a la posibilidad de investigar nuevos caminos epistemológicos que rearticularan los nacientes parámetros del arte y la modernidad” (2007: 28). Buñuel no será el único que aniquile el ojo antiguo, ya cuatro años antes en El acorazado Potemkin de Eisenstein pudo presenciar el espectador cómo estalla el ojo al ser ametrallado, para luego pasar a la pantalla negra que representa la pérdida absoluta de la visión, así como en 1927 el collage de ojos que presenta Lang en Metrópolis. Mucho antes que ellos, hubo otro ojo violentado en los preliminares del cine: el cohete que hiere el ojo de la luna en Viaje a la luna de Méliès de 1902 con la consecuencia de que este revienta. Esta tradición del motivo del ojo siguió obsesionando a los escritores de la vanguardia, como veremos una y otra vez a lo largo de estas páginas, y así también Gómez de la Serna lo evoca en Cinelandia: El repertorio cinelandés de ojos era extraordinario [...]. Ojos que brillan como un botón de cristal y sobre los que cae la sombra de las pestañas como sombras de agua sobre los espejos [...]. Ojos de paciencia extraviada, ojos de tartana que se aleja, ojos de puente envuelto en enredaderas, ojos de etc. (Gómez de la Serna 1995: 122).
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Fig. 2. El ojo antes de ser rajado con una cuchilla en El perro andaluz (1929) de Luis Buñuel.
Fig. 3. El ojo ametrallado en El acorazado Potemkin (1925) de Serguéi Eisenstein.
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Fig. 4. Collage de ojos en Metrópolis (1927) de Fritz Lang.
Fig. 5. Cohete que ataca al ojo de la luna en Viaje a la luna (1902) de Georges Méliès.
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El autor destaca especialmente la película de ensayo en la que a veces los protagonistas son solo “dos ojos que se mueven en obscuridades cuajadas de cosas” (1995: 136), con el resultado de que “las cosas más desunidas adquieren una pasión correspondiente en medio de las películas” (1995: 137). Esto recuerda a su propia técnica literaria de la greguería, incongruencias unidas entre sí, que dan lugar a un nuevo reflejo de la realidad hasta entonces desconocido. También para Antonio Espina la mirada como sentido que absorbe la realidad es de vital importancia, así lo revela en su defensa del cine mudo ante aquellos que lo atacaron por imperfecto porque le falta la palabra: Esta imperfección —que constituye precisamente su gran elocuencia— ha engendrado nada menos que un nuevo organismo expresivo: la palabra para el ojo. ¡Ojo! La palabra para el ojo no implica el reducido fenómeno de la dicción visual. Sino también el del verbo visual. Y, por ende, el más complejo de: la idea visual. El sonido de la palabra para el ojo se oye con el oído del ojo, o sea que: se oye racionalmente con musiquismo de fotogenia y por los ecos de la geometría (Barrantes Martín 2007: 29).
El escritor, que también nos servirá como ejemplo de los que se dejaron influir por las técnicas fílmicas en su narrativa (sobre todo por el ritmo elevado de imágenes con las que se encuentra el espectador) ve por tanto que la palabra del cine es la imagen, que no lo considera solamente un método de comunicación sino que lo eleva a una “idea visual”. Experimenta una identificación con el cine que seguramente es una de las razones por las que su crítica resultó ser tan favorable. Casi parece que enaltece el nuevo arte sobre todos los anteriores, porque este abre, según el escritor, “perspectivas insospechadas” (Del Pino 1995: 41), ya que los límites de la percepción habitual de la realidad se disuelven por las posibilidades técnicas que nos brinda la visión de la cámara: desde el mundo entero hasta el enfoque del más mínimo detalle. Al otro lado del Atlántico también se defiende el concepto de lo visual y la crítica cinematográfica prospera. Horacio Quiroga fue el primero en realizarla de un modo regular, en varios periódicos a partir de 1919. Él, en principio, no figura en la nómina de los escritores vanguardistas, pero como
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veremos más adelante también se dejó influir por el nuevo arte y sus textos adquirieron en ocasiones tintes vanguardistas. Su primera preocupación es la constatación de que los intelectuales rechazan el cine por el hecho de que compartirían esta pasión con la gente normal. Él, sin embargo, defiende el nuevo arte ante los ataques por la gran cantidad de películas malas que se producen y lo compara con la industria del libro: ¿Qué juicio del arte literario podría formarse un novicio ideal, por el primer libro adquirido al azar en una librería? No culpemos pues al arte cinematográfico de las tonterías diarias impresas en la primera pantalla que encontramos al paso. Para evitarlas se requiere una larga cultura —como para con el libro—, que no se adquiere sino devorando mucho malo (Quiroga 2007: 266).
Incluso va más allá y eleva la cinematografía sobre otras artes actuales por su capacidad de sintetizar, que da lugar a una “precisión sin palabreo ni engaño” (2007: 267). Aun así, también lo critica vehemente, por ejemplo, por la incorporación de demasiados aspectos teatrales que, aunque funcionen en este arte dramático, resultan excesivos para el cine. Justamente cuando no existe esta sobreactuación y cuando da “la impresión de realidad sin engaño” (2007: 166) es en el momento en el que para Quiroga radica la razón del gran éxito del cine en todo tipo de público por igual. Uno de los puntos de crítica más dura es el cambio repentino de algunos personajes: Lo que menos se puede exigir en un personaje cualquiera de novela, drama o film, es que responda a una determinada línea de psicología. Un cuerdo, que se nos mostró como tal en toda la cinta, no tiene por qué (y, sobre todo, al final de la obra) hacer de repente cosas de loco, ni un loco incurable puede recobrar súbitamente la razón en el desenlace, si el autor no nos ha aprestado a esta posibilidad en el transcurso del drama (2007: 49).
Por otra parte, destaca la crítica que realizan el mexicano Jaime Torres Bodet desde 1925 en artículos de Revista de Revistas y el peruano César Vallejo en textos compuestos durante una estancia en París en 1926 que se recogen en Crónicas, así como en 1927 y 1928 en sus ensayos publicados en varios periódicos peruanos. Como observa Duffey los dos coinciden al oponerse al concepto de Ortega y Gasset de la deshumanización del arte, que defiende
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que el arte nuevo carece del elemento humano, así como a la representación realista, ya que “esa ocupación con lo humano de la obra es, en principio, incompatible con la estricta fruición estética” (Duffey 2003: 38). Aunque Torres Bodet acepta que la sociedad sufría de “un incurable mal de rapidez” (Duffey 2003: 40), ve también que la velocidad fílmica ha rejuvenecido y estimulado la novela. En un artículo sobre La deshumanización del arte de Ortega, defiende que el arte para serlo tiene que mantener aspectos humanos y de ahí que haya que humanizar la velocidad y rapidez, así como lo artificioso de la modernidad para que el arte pueda seguir existiendo. En cuanto a la influencia de técnicas cinematográficas en la narrativa vanguardista, podemos hablar de lo que Sánchez-Biosca llama un “imaginario cinematográfico” (1998: 400) haciendo referencia al ámbito español, pero que, a nuestro parecer, se puede extender a todos los escritores hispánicos. Se trata de una influencia común y omnipresente a toda una generación que se compone de “los cómicos americanos, las películas musicalizantes y poéticas francesas, el expresionismo alemán y el montaje soviético” (Sánchez-Biosca 1998: 400). Las características del cinematógrafo como “el ritmo, la velocidad, la urbe en la que nació y de donde extraía su público y, sobre todo, su condición maquinística” (1998: 400) son elementos frecuentes que se traspasaron a la literatura de vanguardia. Expondremos primero algunos casos aislados para ilustrar esta importancia del cine en toda la nueva producción literaria para pasar después al enfoque de dos obras emblemáticas: por un lado, la novela-film Cagliostro de Huidobro como representante de Latinoamérica; y, por otro, el guion Viaje a la luna de Federico García Lorca como representante de España. Si bien Quiroga, como ya se ha dicho, no se incluía dentro de los escritores vanguardistas, el cine tuvo tal influencia en su quehacer literario que los textos en los que se dejó influir por este arte se acercan a prácticas de vanguardia. Encontraremos una serie de cuentos que serán las versiones ficcionalizadas de sus reflexiones de crítica cinematográfica, sirva como ejemplo “El espectro” que retoma las mismas inquietudes que sus artículos “Las cintas de ultratumba” y “Cine de ultratumba”. Sin embargo, se trata en estos casos aún de una narrativa propia del siglo anterior. Es con la aparición del libro de cuentos Los desterrados (1926) cuando cambia su narrativa y hace uso de las técnicas que hemos mencionado: aparece una mayor complejidad en el tratamiento
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de espacios y tiempos, hay representación fragmentaria, hace uso de la elipsis y de alternancias. En “El hombre muerto” relata el final como si lo estuviera observando a través de una cámara: Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tajamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla —descansando, porque está muy cansado (Quiroga 1996: 656).
El relato ofrece una dualidad de perspectiva, por un lado la subjetividad del protagonista, y por otro un punto de vista omnisciente. Cuando Quiroga propone salir de la mente del protagonista parece casi una lente cinematográfica que se distancia para recoger todo el paisaje desde una vista de pájaro y luego volver a enfocar en primer plano al protagonista, que se encuentra tendido en el suelo. Torres Bodet copia el concepto de Eisenstein de la teoría del montaje, esto es, un montaje libre en el que los personajes y los objetos aparecen y desaparecen, se unen de formas inesperadas para conseguir que el espectador tenga que reflexionar para entender qué está ocurriendo en la pantalla, y el resultado es una yuxtaposición casi aleatoria de imágenes pero que tendrán un final lógico que explica el aparente caos anterior. Un ejemplo idóneo es la secuencia de las escaleras de Odessa en El acorazado Potemkin, que de los cinco tipos de montaje que propone Eisenstein se corresponde con el montaje rítmico3.
3 La teoría se compone de cinco tipos de montaje que se clasifican por secuencia semántica y cinética. El “montaje paralelo al desarrollo del acontecimiento” coincide con el métrico, “el montaje paralelo al desarrollo de varios grupos de acción” con el rítmico, “el montaje paralelo a la percepción” con el tonal, “el montaje paralelo a la percepción y al significado” con el armónico y “el montaje paralelo a las ideas” con el intelectual, “como una nueva cualidad en el desarrollo del montaje armónico hacia armónicos significativos” (Eisenstein 2001: 12).
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Una de las versiones literarias que crea Torres Bodet siguiendo la teoría del montaje ideológico será Proserpina rescatada. En ella, cuando los dos protagonistas se detienen en Nueva York el mexicano pasea al lector por una multitud de imágenes del lugar de la modernidad y el progreso por antonomasia. Por ejemplo, usa las ventanas como pantallas para describir desde ellas el puente de Brooklyn, el Battery Park, la estatua de la Llibertad o la proa de Staten Island, similar a las imágenes rápidas de la citada secuencia de Eisenstein. Cuando el protagonista se aleja de la gran urbe y pasa por Tejas, lo que vemos por sus ojos es la descripción del paisaje desde el tren, de nuevo relatando desde la velocidad, como si se tratara de una grabación, parecido a lo que encontraríamos en una película del oeste: ¡Velocidad! Paisaje nocturno, idéntico siempre a sí mismo. Página sostenida, en ciertos renglones confusos, por los asteriscos de los postes telegráficos. Nada... De vez en cuando, en las estaciones próximas a la frontera, no se detenía ya el tren. Solo el timbre automático del guardavías anunciaba entonces, del otro lado de los vidrios, el sueño de la ciudad. Allí, en cierto rincón de la noche, dormían probablemente, como en guardarropa de Hollywood, caballos, paisajes, pistolas, idilios y sombreros de cow-boys... Vencido por esta ilusión cinematográfica, el silbido de la locomotora, al enrollarse, formaba un nudo corredizo. Lazo vaquero. Rápidamente, se estrangulaba a sí mismo (Torres Bodet 1985: 236).
En la otra orilla, encontramos también la influencia de la teoría del montaje de Eisenstein. Por ejemplo, como propone Del Pino, en el libro Pájaro Pinto de Antonio Espina, uno de los relatos, “Xelfa, carne de cera”, reúne de la manera propuesta por el director soviético imágenes y acciones aparentemente inconexas, aunque estos fragmentos, tal como lo propone la teoría, tienen “una orientación precisa hacia un determinado efecto temático final” (Del Pino 1995: 219). Espina ya introduce al lector el carácter cinematográfico en la “Antelación” al libro y explica lo que desplaza a este en un campo genérico indefinido: “traer a la literatura los estremecimientos, el claroscuro, la corpórea irrealidad o el realismo incorpóreo del cinema, la lógica de este arte, es procurarse nuevos efectos literarios, muy difíciles de situar en ningún género determinado” (Espina 2004: 91). La meta de Espina es crear, a partir de la incorporación de estos elementos, una fusión entre “el poema novelar y la cinegrafía” (2004: 91), y añade como si fuera una acotación: “Buscar una
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especie de proyección imaginista sobre la blanca pantalla del libro” (2004: 91). El resultado de usar el libro como una “blanca pantalla” será un texto experimental y fragmentado que rompe con la novela tradicional. Las reacciones en “Xelfa, carne de cera” no son sentimientos o reflexiones, sino, por ejemplo, cuando ocurre el encuentro amoroso lo que brota en el corazón de Xelfa es “una imagen” (2004: 113). La preocupación cinematográfica se verá también en uno de los subtítulos del relato que dice “El viaje. Una cinta histórica proyectada al revés” (2004: 102). Sigue una “visión del paisaje” a la que “se suma la evocación y el sueño” (Del Pino 1995: 136), propio de la narrativa y de las inquietudes de la época4. El tiempo de narración se apresura como en tantos otros casos, y evoca la ilusión de imágenes que pasan rápidamente por la pantalla: Otro imaginismo caprichoso. Los enemigos miran con un solo ojo, detrás de la esquina. De Tifaruín los trasladaron a Tetuán quince días. Después, al campo. Operaciones. Las marchas. Las acciones de guerra. Los reposos breves. Las marchas. Los combates grandes. Los heridos. Los muertos. Las marchas. Los enfermos. Un permiso —ocho días—. El descanso. Las marchas, y ¡muerto! (baja definitiva). ¡No! Una falsa alarma: un chinazo en la rodilla. Evacuado a Tetuán. Dinero. Algo de cabaret. Las marchas. “En columna volante”. Las marchas. Las marchas por los prolongados itinerarios de la estrategia. Por fin, Tetuán. Cuartel. La paz. La repatriación (Espina 2004: 101).
Este aspecto y el hecho de que todo el texto está construido de manera fragmentada son los recursos propuestos por Eisenstein. En este caso se trata del montaje de atracciones y el montaje intelectual, el último es el que ya mencionamos, mientras que el montaje de atracciones, que no se incluye 4 Según Magnien el cine es el medio que proporciona la solución para plasmar estas inquietudes ya que en él “cualquier capricho de fantasía o del sueño aparecía como viable y susceptible de realizarse en la pantalla; el mundo que el reciente arte cinematográfico creaba era el mundo de la imaginación, abierto a la fantasmagoría, pletórico de posibilidades tanto lúdicas y desenfadadas como mágicas para escapar de lo real y cotidiano; el mundo del cine era interpretado como el mundo de los sueños, capacitado para iluminar o revelar el fondo más recóndito de la psicología humana y del subconsciente” (Magnien 2005: 442). Por ello, los escritores de vanguardia se apropian de sus recursos para poder emplearlos en sus textos, que así se renuevan, con el mismo fin que expone Magnien para el cine.
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en los cinco tipos, atrae “mediante los fragmentos extraídos directamente de la realidad, el espectador [...] a la historia” (Del Pino 1995: 141), como por ejemplo el fragmento sobre la experiencia en la guerra. Del Pino anota que la ideología y el punto de referencia superior de Pájaro Pinto, que coincidirían con el efecto temático final, en este caso se encuentran “en la crisis espiritual presente de la sociedad y el arte de la modernidad” (1995: 150). Una colaboración interesante entre escritor y director presenta la de Juan Larrea con Luis Buñuel, en el texto Ilegible, hijo de flauta5. Desde las primeras líneas se respira el aire cinematográfico en el texto, tanto en cuanto a la ambientación y la exposición de la imagen como al uso de términos que hacen referencia a elementos fílmicos: “una calle en un barrio tranquilo, casi sin tiendas. Pasan algunos transeúntes. Se ve caminar a un policía [...] el arma pasa a primer plano” (Larrea/Buñuel 1999: 391). El texto, que se tiñe en estilo pero sobre todo en temática de surrealismo, da instrucciones al presunto director de cómo adaptar la historia, tanto como parte integrada en el texto como en acotaciones entre paréntesis: “el diálogo expresará, con las menos palabras posibles” (Larrea/Buñuel 1999: 394), “(Vista fija)” (1999: 402), “(Stock shot de Coney Island6)” (1999: 418). La velocidad y las ventanas/ventanillas que usan Torres Bodet y Espina como encuadres aparecen de nuevo: “mientras galopan los paisajes por la ventanilla” (1999: 402) o con explicaciones más extensas: “el relato del viajero es acompañado por las imágenes necesarias que entran en la pantalla por un costado, en vista fija, como las imágenes de una linterna mágica7” (1999: 402). También juega
5 Rodríguez Fischer (1999) expone la génesis del texto que tiene su semilla en 1927 cuando Larrea empezó a escribir el relato, después se perdió en la Guerra Civil por un registro policial, la segunda versión se elaboró en 1947 durante un encuentro con Buñuel, y la versión final data de 1957 y se publicó en Vuelta, la revista mexicana fundada por Octavio Paz. El proyecto de llevar el texto al cine nunca prosperó por opiniones distintas en cuanto a la adaptación de los dos autores, principalmente porque Buñuel vio la inclusión de la escena de los testigos de Jehová no factible (Morelli 2003). 6 Viaje a la luna de Lorca también se desarrolla en esta isla, como revela en una carta a su familia en 1929 (Rodríguez Fischer 1999). 7 La linterna mágica es un precursor del cinematógrafo, que funcionaba como una cámara oscura a la inversa: en lugar de proyectar las imágenes en el interior del aparato óptico se proyectaban al exterior.
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con el sonido que se incorporaría en el film final, “se oyen amplificados los latidos del corazón como impactos de ametralladora” (1999: 406), que debe ser manipulado y ajustado a la imaginación del autor para coincidir con el efecto querido. En cuanto a Huidobro, es tal vez el más utópico de la nómina de escritores que aquí estamos viendo. La fascinación que sentía por el avance tecnológico e industrial le llevó a abrazar la modernidad en su pensar y escribir. Entre su producción literaria habría otras obras que se pueden analizar en relación con el cine, pero por ser la más emblemática, nos centramos en la novela-film Cagliostro8, que fue concebida en un principio como guion cinematográfico, e incluso ganó, en 1927, el premio de guion otorgado en Nueva York por la League for Better Motion Pictures. Esto, sin embargo, ocurrió unos meses antes del mencionado estreno de The Jazz Singer, lo que truncó el proyecto y lo convirtió, en palabras de René de Costa, en una “reliquia del pasado” (1984: 174). Huidobro había terminado su novela-film en 1923, aunque empezó con la escritura ya por 1921. Pasarían aún ocho años hasta que el libro, que se compuso en francés, se publicara en lengua inglesa y otros tres hasta que se publicó finalmente en español en 1934. Desde el principio advierte al lector que no se trata de una novela convencional, sino de una novela visual. Explica que la influencia del cine no solo se halla en la integración de técnica y estética fílmicas sino también en los acontecimientos. Él defiende su decisión de escribir de este modo porque el público ya está acostumbrado al cinematógrafo y por tanto entenderá “sin gran dificultad una novela de este género” (Huidobro 2011: 58). En la nota del autor al lector indica: “suponga el lector que no ha comprado este libro en una librería, sino que ha comprado un billete para entrar al cinematógrafo” (2011: 61), este debe imaginarse ahora los créditos habituales de una película, un corto preliminar para situar al espectador/lector en el contexto como era habitual en las películas mudas, y finalmente abre la obra con el
8 Otra obra que destaca en la exploración literaria-fílmica por parte de Huidobro es su novela-film Mio Cid Campeador cuya escritura emprende tras haber conocido al actor Douglas Fairbanks en quien se basa el protagonista: “un Cid muy rápido y atlético, un futbolista medieval, una estrella de cine tan elástico como Fairbanks” (Duffey 2003: 40), es decir, un Cid salido de Hollywood.
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“Preludio de tempestad mayor”. Este es un capítulo descriptivo en el que recurre a una multitud de técnicas prestadas del cine. Por ejemplo, sitúa al lector-espectador físicamente delante del espectáculo: “A la derecha del lector, la lluvia y la fragua activa de la tempestad; a la izquierda, una selva de colinas” (2011: 65). Con ello lo integra en la acción y lo sumerge en la tormenta que está describiendo; unas páginas más tarde incluso relata una situación de aparente peligro para este: “La carroza llega delante de nosotros, muy cerca, a algunos metros de nuestros ojos. Mi feo lector o mi hermosa lectora deben retroceder algunos metros para no ser salpicados por las ruedas de este misterio que pasa” (2011: 66). Se entremezclan aquí los planos de realidad y relato, y el lector se hace partícipe de lo que ocurre, un espectador inmediato que convive con los personajes en lugar de observarlos meramente. A lo largo del libro seguirá haciéndole alusiones, por ejemplo pidiéndole que se imagine la mujer más bella para saber cómo es Lorenza y así no tener que describirla. Como apunta Morelli, encontramos fundidos, una técnica del cine en la que la imagen se oscurece y desaparece —fade-out— o lo contrario —fadein—. Al principio del preludio usa un fade-in, así dice: “al fondo del camino aparecen de pronto dos linternas paralelas” (Huidobro 2011: 66), el lector se imaginará la pantalla negra que empieza a iluminarse progresivamente por las linternas alejadas. El capítulo “El halo de Estrasburgo” se cierra con un fade-out cuando la marquesa emprende el viaje en carroza hacia París: “desde lo alto de aquella colina puede verse la carroza hasta el momento en que desaparece en un recodo de la ruta” (2011: 104). Es decir, el lector persigue la carroza con su mirada hasta que esta desaparece con un fundido en negro. Otra característica fílmica es el uso del zoom: En este instante se diría que todo el salón se llena con el rostro trágico de Eliane de Montvert. En el interior de la pecera la cabeza del herido se agranda, se vuelve enorme, enormemente enorme, desborda de la pecera y ocupa toda la escena. La cabeza sola, con una herida en la frente, abierta, chorreando sangre, la cabeza es como un muro ante nuestros ojos (Huidobro 2011: 84).
De este modo, el autor nos presenta un encuadre de la cabeza que llena toda la pantalla. De la misma manera que enfoca la cabeza, en otro momento
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se aleja de ella como en un zoom-out: “Leída la carta, gracias a la doble vista de Lorenza, el rostro y la cabeza del médium vuelven a su estado normal. Se reducen a la quinta parte” (2011: 93). Aparte de estas técnicas estéticas del cine, encontramos el contenido que proviene del nuevo arte tal como Huidobro lo advirtió. Las películas del cine alemán expresionista han tenido la mayor influencia, por ejemplo Nosferatu de Murnau (1922), El estudiante de Praga de Rye (1913) y, sobre todo, El gabinete del doctor Caligari de Wiene (1920). Todas estas películas del expresionismo alemán representan hechos fantásticos, además de un juego de iluminación de blanco y negro que Huidobro también recuperó en su novela-film.
Fig. 6. La mirada fija que destaca los ojos como centro del encuadre en El gabinete del Doctor Caligari (1920) de Robert Wiene.
Nos centramos en la similitud de El gabinete del doctor Caligari, que se estrenó en 1920, es decir, poco antes del comienzo de la escritura de Cagliostro. Desde la cercanía fonética, se traza una multitud de coincidencias. El motivo de los ojos también es en estas dos obras omnipresente. Así se introduce al mago Cagliostro con una descripción que recuerda a la descripción de los ojos de Gómez de la Serna: “¿Habéis visto sus ojos? Sus ojos fosforescentes como los arroyos que corren sobre las minas de mercurio; sus ojos de repente han enriquecido la noche, ellos son la única luz en el fondo de su propia exis-
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tencia” (Huidobro 2011: 67). Los ojos de Cagliostro tienen tanto poder que hasta pueden abrir una puerta solo por la fuerza de la mirada, y se convierten en leitmotiv a lo largo del libro. Igualmente, en El gabinete del doctor Caligari hay numerosos planos en los que se resaltan los ojos como centro de atención y del plano fílmico. Por ejemplo, en la primera escena, se presentan estos ojos característicos que son varias veces el foco del encuadre. Otra similitud es la de los personajes principales, los dos tienen poderes sobrenaturales: Cagliostro sabe curar enfermos y resucitar muertos, como si se tratara de un mago médico y, además, tiene una amante médium. Por otra parte, el doctor Caligari utiliza sus poderes mentales para convertir a su ayudante sonámbulo en criminal, lo que intentará Cagliostro también cuando hipnotiza a su ayudante Albios y lo manda a matar a Lorenza. Albios entonces “sale, como un autómata, caminando derecho detrás de sus ojos clavados” (Huidobro 2011: 144) con el puñal en la mano para ejecutar el deseo de su maestro, pero cuando quiere “dejar caer su puñal y clavarlo en el pecho de Lorenza, Marcival, en la calle, levanta también la mano al cielo, como si quisiera detener la fatalidad” (2011: 145), por lo que “se queda con el puñal en el aire, sintiendo su brazo amarrado al espacio” (2011: 146), con el resultado de que Albios no podrá llevar a cabo el asesinato. Mientras que en el libro es el otro médium quien interviene en el crimen, en la película el sonámbulo está sobrecogido por la belleza de la mujer y por eso no es capaz de terminar la misión. Aparte del contenido similar se puede ver en la secuencia de la película el uso de la luz y la importancia del claroscuro al que también hace referencia Huidobro, cuando dice, por ejemplo, “se levanta, apaga las bujías, dejando la sala en una penumbra con raros efectos de luz pálida” (2011: 83).
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Figs. 7 y 8. La tentativa del asesinato ambientado en un claroscuro característico en El gabinete del Doctor Caligari (1920) de Robert Wiene.
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Por último quisiera señalar la coincidencia, que destaca Paz-Soldán, de la aparición del doppelgänger que Kittler atestigua como “the film trick of all film tricks” (Paz-Soldán 2002: 161). Este truco aparece en 1913 en la película El estudiante de Praga, que podríamos ver como una prefiguración del cine expresionista alemán. El gabinete del doctor Caligari es una variación de este recurso, ya que hay dos dobles en la película: por una parte, Cesare de Caligari, al llevar a cabo los instintos y deseos de su amo, y, por otra, el doctor, que resulta ser el doble de sí mismo. Cagliostro, a su vez, se desdobla en una escena e incorpora de esta manera el motivo: “Es un espectáculo extraño y sin embargo real. Su doble espiritual se desarrolla semejante a su cuerpo físico, se desprende, se separa de él y se levanta lentamente desapareciendo en el espacio” (Huidobro 2011: 115). En España, los poetas de la generación del 27 rinden homenaje a los personajes cómicos del cine mudo, pero aunque existen muchos escritos dedicados a Charlot9, prefieren a Buster Keaton por ser más profundo y “por su poder subversivo tanto como por su actitud cómica de pena y de melancolía” (Felten 2005: 480). En el Cineclub que mencionamos al principio, Buñuel organizó una sesión sobre “Lo cómico en el cine”10 que se convertiría más bien en un “happening intermedial, un diálogo lúdico entre pintura, poesía, teatro y cine” (Felten 2005: 481). Dalí aportó el collage titulado El casamiento de Buster Keaton, y Rafael Alberti, que dedicó su poemario Yo era un tonto
9 Vallejo, por otra parte, encuentra su ídolo en Chaplin, porque, según él, humaniza y convierte la velocidad, cuya estirpe artificial condena, en dinamismo al igual que los cineastas rusos como Eisenstein. Su admiración por Chaplin, de hecho, probablemente llevó a una influencia fundamental en su poesía como descubre Fernández Retamar en el “Prólogo” a la obra poética de Vallejo: “esta poesía de lo tierno y lo grotesco, que tuerce un sombrero entre las manos y sale agarrándose los pantalones, que hace reír y llorar, y reparte palmadas en las espaldas porque al cabo a todos nos ha pasado esto de estar vivos; esta poesía nos recuerda mucho (y más que a otro poeta) a un artista a quien Vallejo admiró sin reservas: Chaplin” (Duffey 2003: 46). 10 Él mismo eleva esta encima de las otras programaciones: “A mi juicio, el mejor y más interesante programa del Cineclub es éste [...]. Los mejores poemas que ha hecho el cine [...]. Creo que esa sesión va a ser algo definitivo, y cosa absurda, no se ha hecho aún en ningún Cineclub ni cine ordinario del mundo [...]. La equivalencia surrealista se encuentra únicamente en esos films. Mucho más surrealistas que los de Man Ray” (Buñuel 1982: 180).
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y lo que he visto me ha hecho dos tontos11 a actores cómicos del cine estadounidense, recitaría su poema fílmico “Buster Keaton busca por el bosque a su novia, que es una verdadera vaca”. Por su título se sabe que los versos remiten al film Go West, en el cual el personaje opta por el animal antes que por la mujer; unas líneas que caracterizan al actor rezan: Ahora que te faltaba un solo cuerno para doctorarte en la verdaderamente útil carrera de ciclista y adquirir una gorra de cartero. [...] Compadécete del smoking que te busca y te llora entre aguaceros y del sombrero hongo que tiernamente te presiente de mata en mata (Alberti 2002: 190).
Lorca, a su vez, había compuesto ya un año antes un guion cinematográfico muy breve titulado “El paseo de Buster Keaton”, que realmente es una escena teatral. Incluye personajes varios, entre ellos animales, y también hace uso de la onomatopeya como el poema de Alberti. Es una pieza absurda, como ya se manifiesta en las primeras líneas: Gallo. Kirikikí. (Sale BUSTER KEATON con sus cuatro hijos de la mano.) Buster K. ¡Pobres hijitos míos! (Saca un puñal de madera y los mata.) Gallo. Kirikikí. Buster K. (Contando los cuerpos en tierra.) Uno, dos, tres y cuatro (García Lorca 1999: 329).
Más tarde una de las acotaciones revela cómo se contrasta el diálogo de frases escuetas con las acotaciones detalladas; igual que en el cine mudo, lo que prevalece son las imágenes y la acción, no la palabra. Además, el movimiento, el dinamismo y el cambio de la perspectiva son propias de lo que recogería una cámara cinematográfica:
11 Al contrario de Gómez de la Serna, Alberti no insiste en la artificialidad de los integrantes de la industria del cine, sino que los humaniza.
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Buster Keaton cruza inefable los juncos y el campillo de centeno. El paisaje se achica entre las ruedas de la máquina. La bicicleta tiene una sola dimensión [...]. Buster Keaton cae al suelo. La bicicleta se le escapa. Corre detrás de dos grandes mariposas grises. Va como loco a medio milímetro del suelo (García Lorca 1999: 330).
Más adelante veremos la “incongruencia y la a-causalidad de [la] encadenación surrealista de secuencias” (Felten 2005: 482), que nos remite como apunta Felten recurriendo a Higginbotham a “un montaje de choque en el que la crueldad y la inocencia, la risa y el susto se superponen” (2005: 482), similar a lo que ocurre en estos films americanos que sirvieron de inspiración. Finalmente, concluye Buster Keaton considerando que “[q]uisiera ser un cisne12. Pero no puedo aunque quisiera. Porque ¿dónde dejaría mi sombrero? ¿dónde mi cuello de pajaritas y mi corbata de moaré? ¡Qué desgracia!” (García Lorca 1999: 332); al igual que el poema de Alberti, el texto evoca el físico del personaje, no sin antes mencionar su movimiento robótico al levantar los pies. Felten resume el escrito como “baile burlesco que remite al ballet fílmico de la película de René Clair Entr’acte” (2005: 481), con lo que demuestra Lorca que se puede llegar al mismo efecto del cine mediante la palabra cinematográfica. La culminación del trabajo fílmico de Lorca, no obstante, es su guion Viaje a la luna. Lo escribió cuando llegó a Nueva York y después de ver la película 777 de su amigo Emilio Amero13, un cortometraje abstracto sobre “máquinas expendedoras” (Diers 1963: 183). Utrera Macías afirma en su estudio sobre Lorca y el cine que “Viaje a la Luna se sitúa pues entre dos épocas de su producción poética: final del neopopulismo y comienzo de la etapa surrealista; en suma, la renovación” (2001: 71). Efectivamente, se trata de un texto surrealista, compuesto por imágenes absurdas y, a menudo, inconexas, así como profundamente poéticas. El guion, que está concebido como base para una película muda, ya que carece de diálogo alguno, se compone de 71 12 Sobre el significado y las posibles interpretaciones de esta frase, véase García-Abad 2003: 189-195. 13 El pintor y director de cine mexicano le incitó a escribir el guion, consejo que ejecuta, y al terminar le regala a su amigo el texto. Sin embargo, sigue siendo una incógnita si Amero, que empezó el rodaje después de la muerte del escritor en México, lo llevó a cabo, ya que no se preserva material ni se tiene noticia sobre un estreno del mismo.
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fragmentos que constituyen las supuestas escenas14. Laffranque resume los sucesos del guion así: “choque inicial, búsqueda angustiada del amor sexual a través de tres intentos o experiencias frustradas, desilusión final y muerte” (Sánchez Vidal 1988: 144). Su división del guion es en cinco secciones de variadas secuencias: “tabús sexuales, miedo y castigo inicial; asesinato de la inocencia: el deseo manchado y ahogado; calle del desamparo: desnudez, desorientación y vacío; búsqueda y careta: impotencia, crueldad, frustración; doble desposeimiento y muerte” (Sánchez Vidal 1988: 144-145). A pesar de que ya se encontraba en la entrada a su fase surrealista, aún mantiene mucha importancia la presencia de elementos simbólicos, además de la luna y un arlequín, partes del cuerpo: ojos, piernas, manos, cabezas, vómitos; o animales como ranas, peces, serpientes o gusanos. De acuerdo con Roca Leiva, todos estos elementos remiten al lector a “un mundo en ruinas, violento y, por momentos, incluso sádico” (2010: 122). Ya desde el principio hay elementos que recuerdan a imágenes surrealistas; así dice la primera escena: “Cama blanca sobre una pared gris. Sobre los paños surge un baile de números 13 y 22. Desde dos empiezan a surgir hasta que cubren la cama como hormigas diminutas” (García Lorca 2008: 1, 307). Los blancos y negros de la época también siguen apareciendo a lo largo del guion, por ejemplo, “Pies grandes corren rápidamente con exagerados calcetines de rombos blancos y negros” (2008: 3, 307) o más tarde, “Sale un hombre con una bata blanca. Por el lado opuesto viene un muchacho desnudo en traje de baño de grandes cuadros blancos y negros” (24, 309). Utrera Macías señala que en el guion, en el que Lorca descubre el lenguaje cinematográfico más que en cualquier otra obra, fusiona lo literario con lo técnico o aclara aspectos de la planificación y del montaje; así, abunda el uso del “fundido” [la misma técnica que hemos mencionado
14 El texto no se publicó tal como Lorca lo escribió, por hallarse en propiedad de la familia Amero, sino que en un principio se partió de una traducción del inglés hecha por Bernice Duncan, aunque ahora se puede consultar el guion original en la Biblioteca Nacional de Madrid. Marie Laffranque lo publicó en español a partir de una copia que le proporcionó Amero con leves cambios. Es probable que se deba a esta compleja deriva del texto el hecho de que en algunos escritos teóricos se refiera a 72 fragmentos.
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en relación con Cagliostro] [o] de la “sobreimpresión”, donde la progresiva desaparición de una figura da paso a la presencia de la siguiente (2001: 78).
A este recurso le atribuye Ayala una especie de divinidad, ya que posibilita conversiones espontáneas hasta ahora difíciles de representar, pero propias del imaginario surrealista que buscaba métodos para transmitir estos saltos abruptos: “el cine consigue este divino escamoteo, que es la imagen con limpieza única. Convierte —sin esfuerzo— una copa en una rosa de cristal. La rosa en una mano; la mano en un pájaro” (1929: 35-36). También aquí, Lorca consigue apropiarse de ese “divino escamoteo” en su escritura, a la que integra, además, la presencia constante de una cámara, y así dice “la cámara desde abajo enfoca y sube la escalera” (García Lorca 2008: 41, 312) o “la cámara recorre hacia atrás con gran rapidez” (2008: 13, 308), o incluso se da el movimiento inverso cuando en el apartado 51 “[u]na cabeza mira estúpidamente. Se acerca a la pantalla y se disuelve en una rana. El hombre de las venas estruja la rana con los dedos” (2008: 313). Esta última metamorfosis afirma la hipótesis de Felten que se trata de una “rapsodia [que] se mueve en un intersticio entre el discurso fílmico, pictórico y poético y aspira a visualizar el sueño del despedazamiento y de la transformación del cuerpo” (2005: 485). La plasmación de este sueño15 surrealista se puede dividir, según Sánchez-Biosca, en tres grandes corrientes: la influencia de Buñuel, cuya película inspiraría las metáforas, la asimilación de las mismas por la técnicas mencionadas y “la recuperación de muchos de los sistemas irracionalistas ligados a la sexualidad que caracterizarán la poesía de Lorca en estos años” (1998: 409)16.
15 También Epstein insiste en la relación estrecha de sueño y film: “En lo fundamental, una novela, un poema, en realidad, toda obra de arte y luego, toda película, son sueño organizado. Pero el film —y de ahí su poder— guarda la mayor semejanza con el sueño original, del que mantiene la forma esencial” (García-Abad 2003: 193). 16 Aunque no se llegó a adaptar durante la época de las vanguardias, sí se atrevió a desarrollar la tarea el artista catalán Frederic Amat en 1998. Se trata de una adaptación fiel a las escenas y descripciones de Lorca pero sin que esto implique un traspaso frío sin valor artístico; muy al contrario, nos parece un homenaje adecuado a su texto. El artista resume la experiencia de la siguiente manera: “Desentrañar los diamantinos enigmas de Viaje a la luna en una recreación de sus imágenes ha sido para mí una fascinante tarea. Un empeño por
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En conclusión, los ejemplos expuestos demuestran la proposición de Víctor Fuentes de que el ojo omnisciente del narrador del siglo xix “se ve desplazado por el objetivo de la cámara que, con su continua movilidad, su capacidad de enfoque de ángulos y puntos de vista distintos, deviene el punto de focalización de la nueva narrativa” (Barrantes Martín 2007: 28). La influencia de este punto de vista cinematográfico sobre los escritores de la época cambió esencialmente su escritura, tanto en España como en Latinoamérica. Es difícil encontrar otra época en la que cine y literatura lleguen a una simbiosis similar a la que ocurrió durante la vanguardia, como lo manifiestan Cagliostro o Viaje a la luna. Los escritores de esta época, signada por la velocidad, asumieron las nuevas tendencias y la incorporaron en su narrativa, reformándola de esta manera, y siguiendo la máxima de Huidobro, que reza: “No es el tema sino la manera de producirlo lo que lo hace ser novedoso. Los poetas que creen que porque las máquinas son modernas, también serán modernos al cantarlas, se equivocan absolutamente” (1976: 744).
Bibliografía Alberti, Rafael (2002): Con la luz primera: Antología de verso y prosa (obra de 1920 a 1996). Madrid: Edaf. Amat, Frederic (1998): “Notas de Viaje a la luna”. En: Revista de Occidente, 211, pp. 189-194. Ayala, Francisco (1929): Indagación del cinema. Madrid: Mundo Latino. Barrantes Martín, Beatriz (2007): Ciudad y modernidad. En: La prosa hispánica de vanguardia. Valladolid: Secretariado de Publicaciones e Intercambio. Buñuel, Luis (1982): Obra literaria. Zaragoza: Heraldo de Aragón. Costa, René de (1984): “Novela y cine”. En: Huidobro: los oficios de un poeta. México: FCE, pp. 173-184. Diers, Richard (1963): “A film script by Lorca”. En: Windmill Magazine, 5, pp. 26-39.
destilar su esencia, siluetar su sugestión poética y dejar que el propio guión se manifieste en los distintos procedimientos fílmicos a que invita la concepción lorquiana, oscura e inexplicable como un escalofrío, pero de ningún modo ininteligible” (Amat 1998: 193).
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EL POETA ENTRE DOS MUNDOS. CÉSAR MORO EN LAS COLECCIONES TEA TENERIFE ESPACIO DE LAS ARTES Isidro Hernández Gutiérrez Conservador jefe de TEA
Muchos autores de gran relevancia en el panorama de la literatura universal han estado marcados por el estigma del desplazamiento, ya sea este un exilio de tipo geográfico —el más habitual— u otro que, a pesar de no suponer un cambio de residencia ni de nacionalidad, sí que trae consigo la misma sensación de extrañamiento y desarraigo vital. Se trata, en ambos casos, de una suerte de sentimiento de los márgenes que hace del escritor una rara avis, sin raíces en ningún lugar concreto, ciudadano —al tiempo— de cualquier parte del mundo, pues su obra poco tiene que ver con geografías, localismos, modas o tendencias puntuales. Este es el caso del poeta de origen peruano César Moro (Lima, 1903-1956), en cuya vida y obra se evidencian los dos desplazamientos: el exilio geográfico y ese otro, antes citado, al que denominaremos exilio vital, acercándose así al perfil de autores como el español Luis Cernuda, por establecer un parangón con otro nombre crucial en las letras hispánicas del siglo xx. Asimismo, el caso de César Moro posee, si cabe, mayor rareza, pues tal y como se ha señalado en numerosas ocasiones, la adopción del francés como lengua expresiva y vehículo habitual de su poesía lo convierten en un caso ciertamente peculiar. Estos tres aspectos esenciales en la vida y la obra de César Moro suponen ausencias, dificultades y diferencias que no siempre obran a favor del autor.
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Con todo, el tiempo, implacable, posee la capacidad de poner las cosas en su sitio, ordenar lo confuso y desordenado, y hacer brillar con luz propia lo que una vez quedó en la oscuridad. Y si bien buena parte de la obra de César Moro no fue conocida en vida del autor —su mejor cuaderno de poemas, La tortuga ecuestre, escrito íntegramente en español, vio la luz solo póstumamente, en 1957—, la fortuna crítica de su poesía lo ha llevado a convertirse, en estas últimas décadas, en uno de los protagonistas indiscutibles de la poesía hispanoamericana moderna1, y en una de las voces esenciales del Surrealismo, esa —en palabras de Octavio Paz— “manzana de fuego en el árbol de la sintaxis”. Una parte importante del legado de César Moro se encuentra actualmente depositada en los fondos de la colección TEA Tenerife Espacio de las Artes (Tenerife, Islas Canarias); un centro de arte que, desde su origen, se propuso no solo estudiar las tendencias actuales del arte contemporáneo, sino, muy especialmente, albergar los fondos del pintor surrealista Óscar Domínguez (Tenerife, 1906-París, 1957), y, en fin, convertirse en un centro de reflexión, análisis, estudio e investigación de las denominadas vanguardias históricas en Canarias —especialmente la generación de gaceta de arte y su época— tanto a través de la formación de una colección propia, como de los distintos acercamientos y revisiones de ese momento ciertamente relevante. En este sentido, en TEA se conserva una importante colección de obras de arte y libros de este artista, además de la de otros autores vinculados al Surrealismo como Georges Hugnet, René Magritte, Gordon Onslow Ford, Kurt Seligmann, Max Servais, Jindřich Štyrský o Raoul Ubac, César Moro y Óscar Domínguez, a la postre surrealistas coetáneos, vienen a coincidir en las salas del mismo espacio, convirtiéndose así el TEA en un punto de encuentro más
1 Con prólogo del profesor Julio Ortega, la antología poética Surrealistas & otros peruanos insulares, de Mirko Lauer y Abelardo Oquendo recogió, en 1973, una breve selección de siete escritores peruanos que figuran “entre los renovadores de la modernidad poética hispanoamericana”, cuya única coincidencia es el hecho de pertenecer a una nómina de autores que participan de una aventura vanguardista de renovación del lenguaje, “en la fundación —subraya Ortega—, y cambio en la intimidad de un idioma, en la insularidad de un mundo personal, en el riesgo y rigor creadores”. Los poetas son César Moro, Carlos Oquendo de Amat, Martín Adán, Emilio A. Westphalen, Jorge Eduardo Eielson, Raúl Deustua, Javier Sologuren, y Leopoldo Chariarse en último término. Véase en la Coleción Ocnos, Llibres de Sinera, Barcelona, 1973.
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entre dos autores que, secreta o abiertamente, compartieron algunos de sus asimétricos y extraordinarios trazos. Llámesele coincidencias, correspondencias, vasos comunicantes o azar objetivo, lo cierto es que las fechas de nacimiento y muerte de César Moro y Óscar Domínguez distan bien poco; que ambos residieron en París durante un periodo importante de sus vidas; que la primera exposición surrealista en Hispanoamérica fue en Lima, en mayo de 1935, y en el mismo mes y año se celebraba, en el Tenerife natal de Domínguez, la primera exposición internacional de Surrealismo por mediación de este. Mucho más enigmática resulta la fecha en la que se terminó de imprimir, póstumamente, el poemario La tortuga ecuestre: el 31 de diciembre de 1957, día fatídico en el que Óscar Domínguez decidiera quitarse la vida en su apartamento de París mientras lo esperaban para festejar la noche de año nuevo. Si bien todos estos “encuentros” pueden considerarse detalles de carácter anecdótico o meras coincidencias producidas por el azar mismo —aunque hay quienes cuestionan la existencia del azar, más aún cuando hablamos de surrealismo— lo cierto es que entre Lima y Tenerife, entre las vidas y trayectorias paralelas de ambos artistas pueden detectarse unas afinidades sencillamente sorprendentes. De hecho, en un movimiento como el Surrealismo, con imaginarios tan dispares y personales, pocos nombres coinciden tanto, en aspectos temáticos y vivenciales, así como en la manera de entender la creación poética y plástica. César Moro converge con Domínguez no solo en el hecho de ser copartícipes del dinamismo vertiginoso de una época de la que son estrictos coetáneos, sino también en la de haber llevado una vida escandalosa —tal y como el poeta titula una de sus composiciones— para la que el Surrealismo fue siempre su expresión innata, el canal más apropiado. Por ello, en ambos autores, la singularidad de sus respectivas obras radica en su lado subversivo, una subversión y desenfreno justificados por llevarse a cabo insistentemente, como fiel reflejo de una forma de vida, como una necesidad básica de expresión; como una manera agitada e indisciplinada, en fin, de entender tanto el hecho artístico como la vida. Y es que ambos poseyeron una inclinación natural hacia la imaginación desbordante, expresada con despilfarro y descaro, militando una eterna disidencia. Así, se les consideró —cada uno desde su ámbito específico— personajes que por su rebeldía e insatisfacción “después de cualquier revolución” no sabrían “construir un mundo nuevo” (Domingo
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Pérez Minik sobre el pintor insular); creadores con una versatilidad y una expresión artística “detonante” (Ricardo Silva Santisteban sobre el poeta limeño), bien desde el umbral de la palabra o desde los márgenes del lienzo, haciendo saltar por los aires cualquier acercamiento estrictamente racional a la obra de arte como a la vida misma. Dado que el Surrealismo pretende conmover la mirada buceando en el magma insondable del subconsciente mediante la escritura automática —eso que André Breton denominaba vuelo libre de la “pensée parlée”2— tanto la poesía de César Moro como la pintura de Óscar Domínguez siguen a pie juntillas ese dictado, logrando conciliar lo inconciliable a través de la chispa transgresora de sus imágenes. Llama la atención, en este sentido, que en ambos casos la crítica haya considerado que preexiste en ellos una actitud vivamente surrealista previa al conocimiento de las tesis del movimiento mismo, pues su forma de expresión —libre y radical, acorde con el automatismo— se nutrió, desde el principio, de una natural sobreabundancia y revelación onírica. Así, por ejemplo, la expresión de la fatalidad del amor en el caso de César Moro —único gran tema de su poesía— se formula en impulsos verbales arrolladores, vertiginosos, siempre por acumulación, y en un desgranarse continuo de imágenes que parecen inagotables. Y en ese universo prolífico, de versos largos sin cadencia posible, solo el amor —que en su poesía se muestra en su estado más destructivo, atávico e irracional— concede la llave de acceso a la realidad. Tal y como señala Ricardo Silva Santisteban, el Surrealismo fue “lo que mejor se avenía con su espíritu rebelde, libre, sin trabas”, pues todo lo que en sus creaciones provoca extrañeza “no nace de estímulos literarios sino de una honda y poderosa actitud vital que pugna por lograr una expresión que tomó cauce en su poesía y en su pintura”3. En efecto, leyendo cualquiera de sus composiciones se percibe la espontaneidad y la inocencia en el uso de las palabras, la expresión desaforada, el ritmo contundente y la 2 “En esta época, en la que yo estaba todavía muy interesado en Freud y familiarizado con sus métodos de examen, había tenido alguna ocasión de practicar sobre enfermos de guerra, y resolví obtener de mí lo que se persigue obtener en los otros, o sea, un monólogo suelto lo más rápido posible sobre el que el espíritu crítico del sujeto no incorporara ningún juicio, que no se enturbiara, por tanto, con ninguna reticencia, y que fuera lo más próximo al pensamiento hablado”. Véase en el conocido Manifeste du Surréalisme (1924) de André Breton. 3 Véase en César Moro. Obra poética, prefacio de André Coyné, edición, prólogo y notas de Ricardo Silva Santisteban, Lima, Instituto Nacional de Cultura, 1980, p. 29.
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proliferación de unas imágenes que quiebran cualquier expectativa, más proclives al desorden mental y próximas al “fonctionnement réel de la pensée” al que aspiraba la práctica del automatismo. La fatalidad crece y escupe fuego y lava y sombra y humo de panoplias y espadas para impedir tu paso Cierro los ojos y tu imagen y semejanza son el mundo La noche se acuesta al lado mío y empieza el diálogo al que asistes como una lámpara votiva sin un murmullo parpadeando y abrasándome con una luz tristísima del olvido y de casa vacía bajo la tempestad nocturna El día se levanta en vano Yo pertenezco a la sombra y envuelto en sombra yazgo sobre un lecho de lumbre4
También en el caso de Óscar Domínguez —se ha señalado muchas veces—, la inclinación puramente surreal de su pintura existe antes de tomar conciencia de lo que significó el Surrealismo como movimiento. De hecho, su amigo y crítico Eduardo Westerdahl subrayó en un conocido libro sobre el pintor la inclinación natural de Óscar Domínguez a la materia onírica que rige la gramática surreal, pues en su pintura —son sus palabras— el automatismo psíquico descorre “la gruesa cortina de la represión” y permite la entrada a un fabuloso “jardín de los escándalos”. El pintor —sostiene— vivió “en ese jardín, que había sido el de su infancia, el de su total existencia”5. En efecto, desde sus comienzos y a lo largo de toda la década de los años treinta, el pintor tinerfeño se decanta por unas pinturas absolutamente enmarcadas en la intuición onírica, obras todas ellas presididas por un espíritu surrealizante desbordado y, al igual que César Moro, ajeno a las directrices de ideario estético alguno, dado el carácter poco propicio a la reflexión del pintor —Domingo Pérez Minik lo recordaría, tras su muerte, como “un niño salvaje ajeno a toda dialéctica”6— pero, sorprendentemente, en consonancia
4 Fragmento de “Oh furor el alba se desprende de tus labios”, perteneciente a su libro La tortuga ecuestre. 5 Eduardo Westerdahl, Óscar Domínguez, Madrid, Dirección General de Bellas Artes (Artistas Españoles Contemporáneos), 1971. 6 Domingo Pérez Minik, “Óscar Domínguez y Tenerife”, en La Tarde, Santa Cruz de Tenerife. Gaceta Semanal de las Artes, nº 166, 30 de enero de 1958, p. 6.
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con la maquinaria clandestina, vertiginosa e irracional del Surrealismo. En el caso de Óscar Domínguez, es la fuerza telúrica del paisaje de su isla natal, volcánico, sorprendente y, en tantos aspectos, sobreabundante, el que condiciona los temas y motivos de su pintura, situada en aquellos escenarios donde tuvieron lugar sus juegos de infancia y adolescencia, lo que deriva en una creación pictórica turbadora e insólita. Obras como Mariposas perdidas en la montaña (1933), Recuerdo de mi isla (1934), Los porrones (1935), Le dimanche (1935) o La apisonadora y la rosa (1938) son paradigmáticas en este sentido. Igualmente nos llama la atención el hecho de que una lectura detenida de la poesía de César Moro nos revela hasta qué punto la suerte ha querido que existan vasos comunicantes entre uno y otro, entre el imaginario pictórico del canario y el poético del limeño. Si en los lienzos de Óscar Domínguez el elemento natural constituye un condicionante ineludible, una atmósfera singular —la de la isla y su exultante ecosistema volcánico— que invade e impregna buena parte de sus pinturas, dibujos y decalcomanías, en el caso de la poesía de César Moro existe un idéntico idilio con el paisaje. Los impulsos que nutren la escritura amorosa de César Moro beben de un manantial de imágenes enraizadas en la Naturaleza. En efecto, en esta poesía encontramos un aluvión de referencias que unen el destino de los amantes a las fuerzas naturales que rigen el devenir y la existencia. Hasta tal punto se produce esa identificación entre ambas dimensiones —la de la vida humana, contingente, fugitiva, y la del mundo estelar, abierto, infinito, inexpugnable— que podemos afirmar que la poesía de César Moro obedece a una concepción cósmica del amor: la tensión entre los amantes se recrea en los símbolos más exuberantes de la Naturaleza, tanto en elementos terrestres como siderales. Si en el caso de Óscar Domínguez, su pintura cósmica representaba —en palabras de su amigo e historiador del Surrealismo, Marcel Jean— inquietantes “catástrofes geológicas” en donde todo parece ser engullido por un paisaje del principio o del fin de los tiempos —ese instante fuera del tiempo en el que nada existe verdaderamente y todo está aún por ser formado—, en el caso de los poemas escritos por César Moro para La tortuga ecuestre, poemario escrito entre 1938 y 1939 —exactamente los mismos años en los que
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Óscar Domínguez desarrolla su denominado periodo de pintura cósmica—7, la presencia destructiva y a la vez fecundante de la Naturaleza se abre paso entre sus versos, a menudo de forma incontenible y abigarrada. Y el amor trasciende el mundo terrestre para adquirir, así, una dimensión y fuerza cósmicas que avanzan por encima de lo humano. En este mismo orden de cosas es en el que Emilio Adolfo Westphalen llega a subrayar que “la representación del amor en los poemas de Moro es a menudo espantable: se desencadenan cataclismos, reinan el asesinato, el incesto, las hecatombes. Se sospecha que para César Moro lo ideal sería que los amantes se devoraran mutuamente”; motivo, por cierto —el de la mantis que devora a su presa tras el acto amoroso— abordado por Óscar Domínguez en varias de sus composiciones. Asimismo, subraya: “no creo que exista en la poesía surrealista en cualquier idioma ni en otras poesías de diversa índole, un tono tan violento e igualmente tan impositivo. Uno queda después de la lectura triturado y pisoteado por las fieras salvajes del amor, desconsolado por el hálito infernal que despiden el poema, el amor y la belleza. Son los extremos demenciales requeridos para que estalle el relámpago que unirá, destruirá y regenerará a los amantes”8. Como decimos, tanto en el poeta como en el pintor, la condición de surrealistas les viene dada, en buena medida, por el raudal de imágenes que diseminan en sus obras ya desde los años treinta, procedentes de un mundo poético colmado de instintos y deseos, de una ontología propia, directa y vivencial. Vienes en la noche con el humo fabuloso de tu cabellera Apareces La vida es cierta
7 Véanse las referencias de Marcel Jean a la pintura cósmica de Óscar Domínguez en su conocido trabajo Histoire de la peinture surréaliste, Paris, Éditions du Seuil, 1959. Por su parte, el crítico del Surrealismo Patrick Waldberg, en relación con estos paisajes, escribe “hacen gravitar extraños sistemas estelares” que evocan “abismos de astros muertos en la transparencia de una luz glaciar”. Véase en el texto “Trois iris noirs pour Óscar Domínguez”, en Les demeures d’Hypnos, [Paris], Éditions de la Différence, 1976. 8 Emilio Adolfo Westphalen, Avatares del surrealismo en el Perú, Lima, Institut Français d’Études Andines, 1992, pp. 203 y ss.
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El olor de la lluvia es cierto La lluvia te hace nacer Y golpear a mi puerta Oh árbol Y la ciudad el mar que navegaste Y la noche se abren a tu paso Y el corazón vuelve de lejos a asomarse Hasta llegar a tu frente Y verte como la magia resplandeciente Montaña de oro o de nieve Con el humo fabuloso de tu cabellera Con las bestias nocturnas en los ojos Y tu cuerpo de rescoldo Con la noche que riegas a pedazos Con los bloques de noche que caen de tus manos Con el silencio que prende a tu llegada Con el trastorno y el oleaje Con el vaivén de las casas Y el oscilar de luces y la sombra más dura Y tus palabras de avenida fluvial Tan pronto llegas y te fuiste Y quieres poner a flote mi vida Y sólo preparas mi muerte Y la muerte de esperar Y el morir de verte lejos Y los silencios y el esperar el tiempo Para vivir cuando llegas Y me rodeas de sombra Y me haces luminoso Y me sumerges en el mar fosforescente donde acaece tu estar Y donde sólo dialogamos tú y mi noción oscura y vaporosa de tu ser Estrella desprendiéndose en el apocalipsis Entre bramidos de tigres y lágrimas De gozo y gemir eterno y eterno Solazarse en el aire rarificado En que quiero aprisionarte Y rodar por la pendiente de tu cuerpo Hasta tus pies centelleantes
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Hasta tus pies de constelaciones gemelas En la noche terrestre Que te sigue encadenada y muda Enredadera de tu sangre Sosteniendo la flor de tu cabeza de cristal moreno Acuario encerrando planetas y caudas Y la potencia que hace que el mundo siga en pie y guarde el equilibrio de los mares Y tu cerebro de materia luminosa Y mi adhesión sin fin y el amor que nace sin cesar Y te envuelve Y que tus pies transitan Abriendo huellas indelebles Donde puede leerse la historia del mundo Y el porvenir del universo Y ese ligarse luminoso de mi vida A tu existencia (La tortuga ecuestre)
Como se puede comprobar ni en la poesía de César Moro ni en la pintura de Óscar Domínguez parece necesario inventar nada. Más bien, basta con desandar los pasos y liberalizar o deconstruir la sintaxis del pensamiento, esa estructura marmórea y consistente que impide la asociación aleatoria entre las palabras y las cosas. En efecto, la imagen poética que alienta la obra de ambos autores surge como resultado del reconocimiento y la aproximación entre realidades disímiles que encuentran en el poema o en el lienzo un único escenario de aparición y presencia, y resulta válido como método para calcar la imaginación onírica y trasladarla a la composición. Tanto en las obras de Óscar Domínguez como en la poesía de César Moro el problema de la creación estriba en componer una obra de la misma forma que la mente estructura el pensamiento, con idéntico vértigo de imágenes y sensaciones inexplicables. La escritura automática o el automatismo pictórico —desde el décollage a la decalcomanía, el rayogramme, el brûlage, el frottage o el fumage— se erigen como el mecanismo idóneo para acceder al deslizamiento del inconsciente o del imaginario colectivo que funciona al margen del buen o mal gusto. Se
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trata de una imagen paradójica, de múltiples caras, vertiginosa en su huida de lo razonable, y quizás imposible de apresar. La definición que aporta André Breton para este concepto crucial en el Surrealismo —la imagen poética— nos sirve para explicar la naturaleza de la poesía de César Moro tanto como la pintura de Óscar Domínguez, pues en ambos casos asistimos a una obra vertebrada, de principio a fin, por cientos de imágenes: “La imagen surrealista más fuerte es la que presenta el grado de arbitrariedad más elevado, la que requiere más tiempo para traducirse a lenguaje práctico, tanto si contiene una dosis enorme de contradicción aparente, tanto si uno de sus términos está curiosamente eludido, tanto si —anunciándose sensacional— tiene el aire de desenmarañarse débilmente (si cierra bruscamente el ángulo de su compás), tanto si extrae de sí misma una justificación formal irrisoria, tanto si es de orden alucinatorio, tanto si presta con naturalidad a lo abstracto la máscara de lo concreto o, inversamente, si implica la negación de alguna propiedad física elemental, como si desata la risa”9. Así es como André Breton aborda la explicación racional de un discurso —el surrealista— que nada tiene que ver con la razón, ya que persigue fijar las claves de una pintura definitivamente divorciada de la imitación, transgresora y que inaugure el placer de una visión ciertamente nueva —el ojo en estado salvaje— capaz de hacer visible todo aquello que hasta el momento había permanecido oculto en los pasadizos de la imaginación, la locura o el sueño10. Con todo, se trata de una conquista ganada antes por la poesía que por la pintura, pues son Lautréamont, Rimbaud y Mallarmé los que crearon un mundo propio para la palabra, aislado perfectamente de cualquier cosa o acontecimiento real, de modo que las nociones “permitido”, “prohibido”, “posible” o “imposible” pierden consistencia y se desvanecen en el vacío de su propio espejismo. Asimismo, si bien existe una afinidad sorprendente entre la obra de ambos, la obra poética de César Moro bien podría encontrar entre otros representantes de las vanguardias históricas en Canarias una idéntica transgresión verbal y visual, y no pocas afinidades en lo que se refiere a la versatilidad sub-
9 André Breton y Paul Éluard, Dictionnaire abrégé du Surréalisme, Paris, Galerie des Beaux-Arts, 1938. 10 “Le Surréalisme et la Peinture”, en La Révolution Surréaliste, nº 4, Paris, 15 julio de 1925, pp. 26-30.
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versiva de una poesía que se nutre de las premisas transgresoras del Surrealismo siguiendo en muchos casos las pautas de la composición automática que inauguraron Breton y Soupault en Les champs magnétiques, como sucede con el poema Dársena con despertadores (1936), del escritor Pedro García Cabrera, cuya realización pictórica tendría en la pintura de Óscar Domínguez Retrato de la pianista Roma (1933) una de sus mejores representaciones —las manos libres, al fin, sobre el teclado, desprendidas del cuerpo, tocando una partitura sin más pautas que las dictadas por la Naturaleza—, pues quien interpreta la partitura o escribe no es más que un simple transmisor. Otras obras como Crimen (1934), de Agustín Espinosa —una de las piezas señeras del Surrealismo en las letras hispánicas—; o la narración poética onírica, pautada de incoherencias y suspensos, Enigma del invitado (1936) de Emeterio Gutiérrez Albelo, y Lo imprevisto (1936) de Domingo López Torres, sin duda alguna tienen mucho que ver con el encadenamiento de paisajes imaginarios, las formas viscerales del deseo y el afloramiento de las inhibiciones que dejan al descubierto tanto los versos de César Moro como la pintura de Óscar Domínguez. El archivo que sobre César Moro se conserva en TEA abarca la práctica totalidad de los fondos documentales que pertenecían al estudioso francés André Coyné, amigo personal y albacea del poeta peruano. Está compuesto por un conjunto importante de manuscritos, mecanoscritos, collages, pinturas sobre papel, cartas y fotografías, gran parte de ellos inéditos, hecho que incrementa su interés y relevancia. Destacan, especialmente, algunas páginas en las que coexisten palabra e imagen, como es el caso del excepcional cuaderno manuscrito Lettre d’amour (1942) —su segundo poemario y, acaso, el más conocido o difundido del poeta—, que sería publicado en 1944 en las ediciones de la revista Dyn, en la que César Moro participa de forma activa durante su estancia en México. Este manuscrito es uno de los documentos más importantes del archivo por su rareza, compuesto por un cuadernillo de cartulina negra sobre la que César Moro trazara con sencillos lápices de colores —blanco, morado, amarillo— el nombre de este breve poemario de temática amorosa, y en cuyo interior se guarda el poema escrito a mano. Llama la atención esta simbiosis entre palabra e imagen, un elemento esencial en la práctica de César Moro, y que no constituye un hecho aislado ni una ocupación ocasional. Recordemos, a este propósito, que una parte conside-
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rable de este legado de TEA Tenerife Espacio de las Artes está constituida por medio centenar de pinturas y collages realizados por Moro en diferentes épocas, algunas de ellas durante sus años de estancia en México, en su mayor parte recogidas en el catálogo de la exposición César Moro. Retrospectiva de la obra plástica11. Con todo, además de este conjunto de obras procedentes de los fondos de André Coyné, sabemos de la existencia de otra importante colección con piezas de este mismo tipo adscritas a los fondos del Paul Getty Museum (Los Ángeles) y procedentes de la colección del que fuera su amigo, el poeta Emilio Adolfo Westphalen. Tanto por el considerable número de obras plásticas como por el interés de la mayor parte de ellas, podemos concluir que estas interacciones entre palabra e imagen constituyen una sección propia dentro del conjunto de la obra del poeta limeño. Esta incursión de César Moro en el dominio de la pintura o el collage es una actividad que el poeta peruano comparte con buena parte de los autores de la vanguardia, para los que los límites entre las artes tienden a diluirse en beneficio de la capacidad visionaria del artista. La técnica no se consideraba determinante y sí la capacidad de donner à voir nuevos mundos a través de la imaginación y la creación. Así lo ponen de manifiesto las témperas, acuarelas, pasteles y dibujos realizados por el escritor peruano a lo largo de toda su trayectoria, como si la necesidad de expresarse frente a la hoja en blanco tuviese para él una doble vía de escape. Y en estas obras, el autor nos conduce hacia mundos de colores vivos que se erigen a modo de llamativos mosaicos. No crea espacios metafísicos en los que la figura humana permanece ausente, sino que, por el contrario, en estas pinturas sobre papel se perciben, a menudo, extraños personajes que remiten a escenarios entrevistos solo en las fiebres del sueño, o bustos que de una u otra manera nos remiten a la práctica del autorretrato. Junto a las composiciones pictóricas, también encontramos en este archivo algunos cuadernos de dibujos, inconclusos, que el poeta habría utilizado para realizar breves composiciones y collages, incorporando elementos gráficos, letras o palabras que vertebran la composición. Este triunfo de la transgresión visual que se opera en la obra de César Moro y de otros autores de la vanguardia como el mencionado Óscar Domínguez 11 César Moro. Retrospectiva de la obra plástica, 2-11 de julio 1990, Arequipa, Galerie L’Imaginaire/Alianza Francesa de Miraflores.
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tiene mucho que ver con la idea de lo poético como un hecho que va mucho más allá del acto verbal: la creación es un territorio abierto, libre, sin compartimentos ni márgenes ni reglas específicas, que lo mismo conduce a la expresión escrita que a la pictórica. Se trata de un acto poético que debe ser entendido como el resultado de una operación que trasciende toda limitación de género o estilo: el juego libre del espíritu toma cualquier material, cualquier motivo y cualquier cauce para ponerlos al servicio de la creación. De ahí que César Moro no haya dudado en inmiscuirse en el terreno de la creación plástica, realizando un buen número de collages y pinturas de pequeño formato12, abierto, como buen surrealista, a las posibilidades expresivas, ilimitadas, en las que se desplegó el Surrealismo, que, tal y como subraya Maud Bonneaud “como movimiento vivo y en cierto modo enciclopédico de sí mismo, siempre mezcló los géneros creativos en busca de la revelación total del ser, consciente o inconscientemente: de ahí el poema-objeto, la partitura musical-poema, los libros-cuadros, las cajas-poema-cuadro, etc. Los pintores escribían, los poetas dibujaban y practicaban la decalcomanía sin objeto [...]”13. En este mismo orden de cosas, en la trayectoria creativa del escritor peruano ambas disciplinas —la poesía y la pintura, la naturaleza sucesiva de la escritura y la simultaneidad del dibujo— permanecen unidas, desde la raíz, en un discurso irrevocable. Este fondo documental cuenta, asimismo, con un conjunto de fotografías excepcionales, que ilustran la vida de César Moro desde su infancia en Perú, pasando por sus años parisinos, hasta su periodo mexicano. En algunas tomas lo vemos junto a su hermano Carlos Quizpez Asín; en otras, con su prima y amiga la cantante y musa del surrealismo, Alina da Silva14, en los cabarets
12 En calidad de poeta-pintor se incluyó a César Moro en la exposición El poeta como artista, comisariada por Juan Manuel Bonet, una de las primeras exposiciones celebradas en el CAAM de Las Palmas de Gran Canaria y que, en buena medida, marcó una de las líneas de acción de aquel centro de arte en sus momentos iniciales, como la reflexión sobre las denominadas vanguardias históricas en Canarias y el encuentro arte-literatura. 13 Véase este texto de Maud Bonneaud en “Óscar Domínguez o la convivencia con los mitos”, texto mecanografiado sin fecha [Archivo Hugo Westerdahl, Madrid]. Recogido en Eduardo y Maud Westerdahl. 2 miradas del siglo XX, Las Palmas de Gran Canaria/Tenerife, Centro Atlántico de Arte Moderno/Caja General de Ahorros de Canarias, 2005, p. 40. 14 Entrevistado por Stefan Baciu, Rafael Méndez Dorich evoca la amistad de Alina da Silva y César Moro: “Moro colaboró, así mismo, en los manifiestos surrealistas y llevó en
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de París; la misma que, en 1928, le puso en contacto con André Breton y Paul Éluard. También merecen mención, por su ludismo y originalidad, las fotografías de Moro enterrado en la arena de una playa limeña a la manera de busto griego, junto a una planta con forma de estrella. No obstante, las copias más relevantes del conjunto pertenecen a sus años en México, donde estuvo estrechamente vinculado a Xavier Villaurrutia y a otros intelectuales de la generación Contemporáneos, así como al núcleo surrealista de la revista Dyn, fundada por el pintor austríaco Wolfgang Paalen. En ellas aparecen diversos pintores surrealistas con los que se relacionó, tales como el propio Paalen o algunas figuras míticas de la vertiente femenina del Surrealismo: Remedios Varo, Leonora Carrington y Alice Rahon. A esta etapa pertenece también una fotografía del poeta junto a la pintura Combates saturninos de Paalen, en la Exposición Internacional del Surrealismo de México (1940) organizada, precisamente, por el mismo Moro junto a Paalen y Breton, en donde obras de autores surrealistas de la primera hora comparten escenario con varios autores mexicanos. Y tampoco podía faltar en este archivo un ejemplar del catálogo de aquella exposición internacional en México, con nota manuscrita del poeta y una fotografía en la cubierta de Manuel Álvarez Bravo. Esta colección se complementa con los libros del propio César Moro. Así como otros documentos de carácter personal de enorme interés, como el carnet expedido por el servicio de migración mexicano en el que aparece de forma explícita su carácter de “asilado político” y su condición de “escritor” y “pintor”. De entre la correspondencia conservada, destacan algunas cartas de Paul Éluard, Benjamin Péret o Wolfgang Paalen que dan buena cuenta de la relación de César Moro con figuras importantes del Surrealismo, y al mismo tiempo lo sitúan a él mismo como protagonista indiscutible de aquellos años15. Francia una vida activa de poeta y polemista. Alina, pues, es testigo de excepción en las andanzas de César. Pocos amigos de Moro lo conocieron tan bien como ella”. En Surrealismo latinoamericano. Preguntas y respuestas, Cruz del Sur (Chile), Ediciones Universitarias de Valparaíso, 1979, pp. 41 y ss. 15 Sobre César Moro, su figura y su obra, la Universidad Nacional Mayor de San Marcos publicó las actas del coloquio internacional celebrado en diciembre de 2003: César Moro y el surrealismo en América Latina, edición de Yolanda Westphalen, Lima, Fondo Editorial de la UNMSM/Centro Cultural de España, 2005.
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Resulta revelador, asimismo, que el TEA cuente con el magnífico retrato que Wolfgag Paalen le hiciera a Moro en 1940, reproducido en alguna ocasión en estudios dedicados al poeta y, ciertamente, el mejor perfil que se conserva de este: con nariz aguileña y rotunda, frente abierta, labios sellados y sus característicos rizos perfectamente esbozados. Paalen supo inferir a este simple dibujo —el rostro y los cabellos del poeta, de finísimo y nervioso trazo— algo más que los meros rasgos físicos. En esa leve figura suspendida en el espacio en blanco del papel se percibe el movimiento interior, el vuelo de la imaginación y la proyección sin límites del deseo del poeta. Este perfil de Moro —adquirido por el Cabildo Insular de Tenerife para la colección TEA— quizás sea una de las imágenes que mejor nos habla del poeta y de su mundo habitado solo por ensueños y quimeras. En semejante contexto, en este intercalado de relaciones entre César Moro, Óscar Domínguez y Wolfgang Paalen, parece lógico que el importante fondo documental, plástico, bibliográfico y fotográfico del escritor y artista plástico peruano César Moro cobre una enorme dimensión y gran coherencia en las salas del TEA Tenerife Espacio de las Artes.
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Fig. 1. Retrato de César Moro, 1955. Colección TEA – Cabildo Insular de Tenerife.
Fig. 2. Retrato de Óscar Domínguez, París, 1939. Colección particular.
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Fig. 3. Wolfgang Paalen, Retrato de César Moro, 1940. Colección TEA – Cabildo Insular de Tenerife.
Fig. 4. Retrato de César Moro, Lima, 1925. Firmado y dedicado: “César Moro a Carlos Raygada, en Lima, 1925”. Colección TEA – Cabildo Insular de Tenerife.
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Fig. 5. Carnet expedido por el registro de Extranjeros del Servicio de Migración de México, el 8 de septiembre de 1941. Colección TEA – Cabildo Insular de Tenerife.
Fig. 6. Cubierta y portadilla del manuscrito Lettre d’amour, diciembre de 1942. Lápices de colores sobre cartulina negra y tinta sobre papel, 25 x 16’5 cm. Colección TEA – Cabildo Insular de Tenerife.
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Fig. 7. Cubierta y portadilla del manuscrito Lettre d’amour, diciembre de 1942. Lápices de colores sobre cartulina negra y tinta sobre papel, 25 x 16’5 cm. Colección TEA – Cabildo Insular de Tenerife.
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Fig. 8. César Moro, Sin título, cuaderno de collage (fragmento), técnica mixta sobre papel, 22 x 33’5 cm. Lima, mayo de 1937. Colección TEA – Cabildo Insular de Tenerife.
Fig. 9. Carta de Paul Éluard a la atención de César Moro, 24 de febrero de 1933. Colección TEA – Cabildo Insular de Tenerife.
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Fig. 10. Carta de Paul Éluard a la atención de César Moro, 24 de febrero de 1933. Colección TEA – Cabildo Insular de Tenerife.
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Fig. 11. Carta de Wolfgang Paalen a César Moro, de 26 de septiembre de 1953. Colección TEA – Cabildo Insular de Tenerife.
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Fig. 12. Sobre de carta de André Breton a César Moro, 18 de junio de 1932. Colección TEA – Cabildo Insular de Tenerife.
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MARÍA LUISA BOMBAL Y MARÍA TERESA LEÓN: LA CONSTRUCCIÓN DE LA ARTISTA Patricio Lizama Améstica Pontificia Universidad Católica de Chile
Escribir es un ángel que pasa. María Luisa Bombal Estoy como separada, mirándome. María Teresa León
La modernización de la sociedad española de fines del siglo xix devela profundas divisiones de clase que se hacen visibles “por las crecientes diferencias entre la España urbana y la rural provocadas por la desigual industrialización y los incipientes conflictos entre los nacionalismos periféricos y el Estado central” (Kirkpatrick 2003: 7-8). Emilia Pardo Bazán advierte que “la mujer en su reducida esfera de acción” es un “ente pasivo y enigmático”, y ello resulta un “obstáculo al progreso y un factor relevante en el accidentado ingreso de España en la modernidad” (Kirkpatrick 2003: 8). La escritora agrega en 1901 que es muy difícil “modificar nuestro criterio, propiamente musulmán, en cuanto se refiere a la mujer” (Pardo Bazán 2010: 259), y si bien se mantienen las estructuras de la sociedad patriarcal y la hegemonía del discurso moderno que relega a la mujer a una condición subalterna, en las primeras décadas del siglo xx algunas condiciones cambian. La educación pública se amplía, se reducen los índices de analfabetismo, hay mayor empleo femenino en la industria y en los servicios, y surge la mujer moderna, “nuevo modelo de identidad femenina entre las clases medias y
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altas urbanas [que] dio lugar a un nutrido grupo de mujeres intelectuales que desempeñaron un papel prominente en los avances sociales, políticos y culturales del periodo” (Kirkpatrick 2003: 9). La segunda modernidad latinoamericana iniciada a fines del siglo xix, es un periodo de crisis de la dominación oligárquica en el cual surgen “voces portadoras de visiones alternativas a los discursos oficiales que constituyeron nuestras sociedades en el siglo xix desde la perspectiva de las elites dominantes” (Salomone et al. 2004:10). Esta ruptura ideológica posibilita la emergencia de nuevos sujetos e identidades culturales y “las mujeres latinoamericanas enfrentan grandes desafíos derivados de la modernización, ingresan masivamente al mundo del trabajo remunerado fuera del hogar y acceden a una sociabilidad pública que hasta entonces les estaba vedada” (Salomone et al. 2004: 10). La inserción femenina en la sociedad permite cuestionar “la ideología de la domesticidad dominante en el siglo xix y comenzar a incursionar más allá del territorio donde la tradición premoderna las había colocado” (Salomone et al. 2004: 10-11). Las escritoras definen un marco discursivo propio “desde el cual ofrecen perspectivas otras acerca de sus particulares vivencias de la modernidad” (Salomone et al. 2004: 11), logran construir sujetos femeninos y proponer “subjetividades alternativas, aunque [...] inmersas en un devenir tensionado por el contexto que impone una cultura de diferencia sexual jerárquica” (Salomone et al. 2004: 13). Los mayores grados de inclusión en el espacio público y la creciente presencia en el campo cultural permiten a la mujer, en España y en América Latina, constituirse como sujeto artístico moderno. Su rol activo facilita el desarrollo de un trabajo contrahegemónico que pretende desarticular la imagen operante de la mujer ligada al cuerpo, la naturaleza y el terreno privado. Esta resistencia ejercida en el ámbito social se complementa con la realizada en el ámbito familiar, territorio en que las artistas se liberan de restricciones y prácticas enraizadas que las condenan a la subordinación y a la dependencia. María Luisa Bombal y María Teresa León son parte de estos escenarios, y su emergencia como intelectuales es un proceso complejo que realizan con éxito, debido al significativo capital cultural adquirido, a la inteligencia que las distingue, a la consistencia de sus anhelos artísticos y a la capacidad de reinventarse ante adversas circunstancias personales y colectivas. La destacada trayectoria de estas dos escritoras no es ajena al reconocimiento otor-
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gado por figuras consolidadas y emergentes del campo artístico, hombres y mujeres, artistas y críticos, nacionales y extranjeros, quienes con prontitud advierten primero las potencialidades literarias y, más tarde, la originalidad de cada uno de los proyectos creadores de ambas. Tracemos una biografía de comienzos para analizar cómo estas escritoras se forman como artistas, se insertan en el campo cultural —María Luisa en el chileno-argentino y María Teresa en el español—, toman posiciones y edifican allí un lugar para sus respectivas voces.
María Luisa Bombal: ETHOS y género El entorno familiar acomodado en el cual crece María Luisa transmite, por vías indirectas más que directas, “un cierto capital cultural y un cierto ethos, sistema de valores implícitos y profundamente interiorizados” (Bourdieu 1966: 326). Ella recibe en Chile una formación abierta a una pluralidad de culturas y a una polifonía de voces que le otorgan una experiencia cosmopolita y en cuanto al ethos, se educa a partir del modelo de mujer propuesto por la sociedad de carácter patriarcal. Su madre Blanca Anthes, hija de alemanes, conocedora y amante de la música, lee a sus hijas cuentos de Andersen y de Grimm que traduce directo del alemán, así que “crecimos leyendo todo lo nórdico, todo lo alemán, desde chiquitas [...] más que lo chileno, todo lo nórdico” (Bombal 1996: 322). Las hermanas Bombal ingresan al colegio de las monjas francesas de Viña del Mar donde adquieren el idioma y una educación religiosa que favorece la vivencia personal de la fe, la práctica sacramental y la moral individual. Educadas para ser esposas y madres llenas de virtudes, el aprendizaje musical no podía estar ausente y María Luisa estudia violín varios años. Los valores recibidos e interiorizados por las Bombal en la familia y en el colegio corresponden a las nociones y prácticas inscritas en el imaginario femenino de comienzos del siglo xx en Chile. La apropiación del sistema valórico es confesada por la escritora chilena en el testimonio autobiográfico y en la crónica poética, relatos elocuentes de su infancia viñamarina, trama cotidiana donde se elabora la construcción cultural de las relaciones de género y de la diferencia sexual.
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En Testimonio autobiográfico María Luisa afirma que, en verano, ella y sus hermanas Bombal van con Eugenio Dittborn a la playa. A él lo encuentran “precioso” y un día se lo “roban” y lo esconden en la casa “porque hablaba tan lindo”. En la playa, ellas hacen castillos de arena y él, aunque era más pequeño y apenas tenía cinco años, “hablaba, los inauguraba, por eso lo adorábamos” (Bombal 1996: 322). Advertimos que el hombre posee el discurso y tiene la palabra, desarrolla el intelecto y habita el ámbito de la cultura, propiedades que le dan autoridad para fundar, nombrar e inaugurar nuevas realidades y acceder a la posesión y al dominio de los espacios. La mujer, en cambio, como un otro subordinado, admira la belleza del hombre y lo secuestra para escuchar y así apropiarse del lenguaje del otro porque ella no lo posee, limitante que le impide darse una identidad y constituirse como sujeto. En silencio, marginada de la producción cultural, la mujer habita el ámbito de la naturaleza, desarrolla habilidades manuales, trabaja con materiales precarios y construye realidades transitorias e inmanentes que son para el otro. Si el hombre tiene un rol activo, controla y trasciende la naturaleza, la mujer está asociada a esta, y se visualiza desde la carencia al anular su autoridad, situarse en un rol pasivo y asumirse inferior. En La maja y el ruiseñor recuerda que las mujeres en la infancia se internan en el mar, hunden “las rodillas y muslo inseguro”, a diferencia de los hombres que avanzan orgullosos “dejándonos allí varadas”, y se sumergen hasta el pecho para continuar internándose, los muy inconscientes” (Bombal 1996: 277). Ellas regresan a la orilla tomadas de la mano, “tranquilas siguiendo la huella que nuestros inquietos pies supieran recordar”, mientras que ellos son “valientes” y “arrogantes exploradores”, son “nuestros héroes” y “nosotras los esperábamos triunfantes” regresar de la “hazaña” (Bombal 1996: 278). Los héroes no vuelven tranquilos sino empujados por las olas que los dejan “tendidos por las arenas, tiritando de susto y muertos de rabia y de vergüenza” (Bombal 1996: 279). La experiencia de género revela que los hombres son representados como sujetos superiores, destacados por valores patriarcales fundados en la fuerza física, acciones heroicas y hazañas que los hacen dignos de fama y reconocimiento. Ellos son valientes y arriesgados, asumen desafíos y enfrentan el peligro porque son héroes en función del hacer y formados para conquistar y dominar territorios. La mujer es débil y temerosa, ella misma se devalúa
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al ubicarse al interior de las jerarquías en posiciones de inferioridad. La independencia y la osadía que logran —retornan a la orilla de la playa “sin haber necesitado de compañía [del hombre] ni del apoyo galante de su brazo”— se anula de inmediato para confirmar la dependencia del centro, pues la narradora señala “el resentimiento”, “mi despecho y desahogo” por no ser ayudadas por los hombres (Bombal 1996: 278). La confesión del desengaño y el disgusto confirma la subordinación que las anula como sujetos: ellas siempre esperan. El ethos y las diferencias genéricas se advierten también en las enseñanzas de la madre. Ella sostiene que “todos los sapos son príncipes y llevan una corona en la cabeza y que, debajo de algunos caracoles, a veces se puede encontrar una sirenita llorando” (Bombal 1996: 322), memoria que inunda de melancolía a María Luisa adulta. Los hombres una vez más detentan el poder y el dominio de la realidad, son “the power in the throne”; poseen la belleza y, si no la poseen, logran transformarse y acceder a ella. Las mujeres ocupan un lugar inferior en la relación, están invisibilizadas detrás de un otro y si el llanto confirma la definición que tiene el patriarcado sobre ellas —la mujer “es puro sentimiento”, es “puro corazón”— la espera de la fortuna o de la magia que las desoculte las confirma en su pasividad y su dependencia del objeto amado para constituirse como sujeto (Bombal 1996: 338). Si en la infancia escucha cuentos de hadas, príncipes y princesas, en su adolescencia lee novelas románticas, tramas de afectos y desencuentros, de heroínas que sufren y mueren, de jóvenes maltratadas con misterioso origen como María de Jorge Isaacs, Victoria de Knut Hamsun y L’héritière de Ferlac de Marguerite Bourcet. Asimismo recuerda cuando junto a sus dos hermanas leen “en francés su primera novela rosa”, Magali, historia de “humillaciones, digna actitud y triunfo amoroso” (Bombal 1996: 289-290). ¿Qué ocurre cuando María Luisa sale del “territorio adjudicado” y traspasa los límites? La desviación es censurada por el otro que aparece en la figura del tío Roberto: “Ay, esta niñita ¿por qué no escribe sobre los copihues colorados? [...] ¡Copihues blancos! ¡Qué tontería! ¡Qué desabrido!” (Bombal 1996: 322). El acto de imaginar y de escribir acerca de una realidad fuera de lo común, es cuestionado por el adulto que resulta encarnación de la palabra santa, de la autoridad que castiga para restaurar el orden.
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María Luisa Bombal y la construcción de la artista: posición, novelas y cine El viaje de la madre y sus hijas a París consolida la formación inicial, pues ellas ingresan al colegio Notre-Dame de l’Assomption —“archicatólico, ¡dos misas por la mañana!”—, luego a otro colegio de religiosas en Neuilly y el último año María Luisa va a un liceo para poder dar el bachillerato. En 1928, María Luisa comienza a estudiar letras en la Sorbona y escribe su tesis de licenciatura sobre Prosper Merimée, de modo que aunque vive en la metrópolis donde surge la explosión de lo moderno y proliferan las tendencias del espíritu nuevo, Bombal opta por una educación certificada y se sitúa en los bordes de los movimientos de vanguardia. Lee literatura francesa: a Pascal —que “le parece muy lógico”—, a los simbolistas —Baudelaire, Rimbaud, Verlaine—, a Valéry; en cambio “todo lo moderno, no” (Bombal 1996: 327). No conoce a Breton ni “los escándalos de los surrealistas”; tampoco frecuenta a Huidobro ni a Emar ni a otros integrantes de la vanguardia hispanoamericana. Escribe en francés textos personales, cuentos y teatro, pero “nada para ser publicado”. Su nueva transgresión es estudiar arte dramático con Charles Dullin, ya que ella sabe que en esa época “meterse al teatro era lo peor”. La ruptura de las normas genera otra censura de parte de su tutor en París, motivo que obliga a la joven Bombal a regresar a Chile en 1931. En Santiago retoma el teatro, participa en la Compañía Nacional de Dramas y Comedias, comparte con Marta Brunet y Julio Barrenechea, y su vínculo más relevante es Neruda, quien afirma que ella es la “única mujer con la que pued[e] hablar en serio de literatura”. El poeta, ya casado e instalado como cónsul en Buenos Aires, al saber que su amiga tiene problemas amorosos en Chile, la invita a vivir con él a Argentina. Bombal llega en septiembre de 1933 a Buenos Aires, capital donde se consolida como artista, pues allí define su posición en el campo cultural, publica sus primeras novelas, logra la legitimación de sus pares y trabaja en el campo cinematográfico. María Luisa, a través de Neruda, se relaciona pronto con diversos actores de la vanguardia porteña. En el “grupo [...] más literario”, “de gran talento, gente vital, no gente de lámpara y vaso de agua”, destacan Oliverio Girondo, Norah Lange y Conrado Nalé Roxo, a quienes se agregan los extranjeros
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Alfonso Reyes y Federico García Lorca. Asimismo, conoce a la gente de la revista Sur como José Bianco, Borges o Victoria Ocampo, y aunque los considera “un mundo más cerrado, más intelectual”, se hace íntima amiga de Borges, con quien va al cine, conversa de literatura y comparte visita en su casa todas las semanas. El otro grupo importante para ella es el del Instituto de Filología, “mi grupo de filólogos” que incluye a “Henríquez Ureña, ¡Amado Alonso!”: allí “pasaba [a máquina] mis cosas al final de la mesa mientras ellos hacían su sesión de filólogos” (Bombal 1996: 329). Los variados vínculos le ayudan a definir, en términos relacionales, su posición en el campo artístico argentino. Ella no se interesa por la narrativa naturalista criollista, esa literatura “que es solo descripción de un existir, hechos y vicisitudes”, y “mera narrativa de hechos” como ella misma la califica. Tampoco le atrae el realismo socialista, pues no tiene una “actitud [...] comprometida con la política”, “lo social [...] ni me apasionaba, ni me indignaba”, aunque asume que “en mi literatura siempre [lo social] ha sido solo como un trasfondo, y no por ignorancia, porque lo leía todo” (Bombal 1996: 338). La propuesta del feminismo en su versión más militante no le hace sentido, “porque nunca me importó”, en cambio sí admira a Virginia Woolf “porque sus conceptos los hacía novelas y no daba sermones” (Bombal 1996: 337), respuesta que revela su acabada comprensión de la escritora inglesa. Su opción es un arte centrado en el hombre —“nos interesaba la gente”— y ella interioriza los conflictos y representa el discurrir mental, mundo de conciencia que le permite renovar los modos expresivos y dar cabida a la subjetividad femenina. En este sentido, señala que le “interesaban las cosas personales, pasionales”. Y agrega: “tenía pasión por lo personal, por lo íntimo, por el corazón, por la naturaleza y por el misterio” (Bombal 1996: 338). Su compromiso con la sociedad es “de tipo moral, no político, y en eso coincido con la actitud de Borges” (Bombal 1996: 327). El conocimiento del arte y la literatura y el diálogo con estos artistas e intelectuales, otorga a Bombal una enorme autocrítica y a la vez gran seguridad. Ella se asume como poeta que escribe prosa y le corrige versos de Residencia en la tierra, a Neruda, se ríe del entusiasmo de Guillermo de Torre por la escritura de Azorín y desconoce el consejo de Borges respecto a cómo imaginar y resolver los problemas que supone relatar la historia de La Amortajada: “me dijo que ésa era una novela imposible de escribir porque se mez-
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claba lo realista y lo sobrenatural, pero no le hice caso y seguí escribiendo” (Bombal 1996: 331). A pesar de ello, Bombal no tiene certeza de su valor como escritora, pero la respuesta la encuentra al publicar su primera novela. El reconocimiento comienza con los lugares de publicación, ya que si La última niebla (1935) es aceptada por la editorial Colombo bajo la dirección de Oliverio Girondo, La amortajada (1938) aparece en la editorial Sur dirigida por Victoria Ocampo. Amado Alonso celebra “la aparición de una novelista” de veinticinco años cuyo texto es de gran originalidad para la época y “queda extraño al de sus compatriotas” (Bombal 1941: 8), porque logra “una construcción de sentido poético” con “trazos decisivos y mínimos” y sin “descripciones informativas ni historias previas de sus personajes” (Bombal 1941: 14-15). La valoración artística continúa con Neruda, quien le escribe desde España para comentarle que junto a Lorca y a Aleixandre han celebrado su novela. Recuerda María Luisa que él le “reprochaba mucho que yo no le diera importancia a lo que había escrito”, pues le dice: “tú no sabes lo que has hecho”. Y ella agrega: “Nunca creí que iba a tener tanta repercusión” (Bombal 1996: 337). Gabriela Mistral es otra chilena que reconoce pronto su obra y le escribe desde Brasil, amistad que se prolonga cuando ambas viven en Estados Unidos. Escritores y críticos, “todo el mundo se entusiasmó”, y por ello Bombal confiesa estar “agradecida de lo bien que fueron acogidos mis libros” (Bombal 1996: 395). La resonancia que tiene La última niebla alcanza a los intelectuales del grupo Sur y permite que Victoria Ocampo le encargue reseñas de cine para la revista. A raíz de ello, el director Luis Saslavsky la invita a escribir un guion que se convierte en La casa del recuerdo, película que rompe con las tendencias criollistas y realistas en el cine argentino1. Bombal asume que el film “abrió la veta a nuevos argumentos [...] así como al canto y una música de fondo universales”, pues el tango era la única música para ese cine (Bombal 1996: 438), reflexión en línea con el planteamiento borgiano respecto a la necesidad del artista latinoamericano de superar el color local y abrirse al trabajo con el conjunto del legado de todo el mundo. 1 María Teresa León trabajó también con Luis Saslavsky y escribió el guion de La dama duende. Véase Léon 1979.
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El gran impacto de su trabajo narrativo y cinematográfico en Argentina genera la difusión masiva de su obra a partir de la década de 1940, y los ecos llegan a Estados Unidos, donde ella reside desde 1942. Hollywood compra los derechos de La última niebla, con el objeto de hacer una película, pero le piden que haga una nueva versión que se llamará The House of Mist, novela de gran éxito en Estados Unidos2. Bombal se traslada a California para realizar el guion para la Paramount Pictures junto con el director de cine John Huston, quien dirigiría la cinta en la que actuarían Lauren Bacall y Humphrey Bogart, pero la filmación fracasa porque en 1947 estalla la “caza de brujas”, y los proyectos de Huston se congelan, incluida The House of Mist. Años más tarde, Huston intenta filmarla en México, pero otra vez el proyecto no se concreta. El afamado director norteamericano recuerda bien el aporte de la literatura de Bombal y el impacto que le produjeron sus novelas: “Me conmovió su obra; la delicadeza y humanidad de sus personajes sin embargo destruidos [...]. Ella nos enseñó la magia de la realidad cuando se integró a Hollywood” (citado en Verdugo s/f ). Agrega: Yo entendí el realismo mágico luego de leer esa obra de María Luisa, y me pareció una veta magnífica para el cine, por el desafío que significa rescatar una historia tan sugestivamente narrada [...]. Las mujeres que circulan por las páginas de María Luisa, y también por las obras de Juan Rulfo, que es mi amigo, son seres desterrados de sí mismos, destruidos o francamente muertos, como en La Amortajada y Pedro Páramo, pero que, sin embargo, siguen en pie, sostenidos por algo que a veces solo existe en su imaginación. Pienso que a partir de María Luisa Bombal, justamente, es que las letras abordaron estos seres como nunca antes se había hecho, con esas heroínas perfectamente bellas pero desoladas que ella retrata en las tierras australes, y que en verdad son mujeres únicas, que no pertenecen a nadie por la tragedia interior que llevan a cuestas, que al no tener alguien a quien amar las hacen ser de todos (citado en Verdugo s/f ).
Huston, quien confiesa que Bombal fue muy amiga suya, supo además valorar el dominio de idiomas y la capacidad para traducir de la escritora chi2 Lucía Guerra tradujo la novela al castellano (Casa de niebla, Santiago, Ediciones Universidad Católica, 2012).
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lena; le encomendó “la corrección de la traducción al español de The Maltese Falcon”, y añade que “la versión en español de mis primeras películas tiene su sello” (Verdugo s/f ). Según Huston, ella también corrigió In this our life, que adapté de una novela de Ellen Glasgow, donde iban Bette Davis y Olivia de Havilland; y Across the Pacific, donde iba también Bogart y Mary Astor. También tiene su mano Key Largo, que hice tomada de la obra teatral de Maxwell Anderson [...] iban Bogart, Lauren Bacall, Edward G. Robinson, Lionel Barrymore; el mismo equipo con el que quisimos filmar The House of Mist... De ella también es la corrección final de la traducción de los diálogos al español de The Stranger, que dirigió Orson Welles, cuyo guion escribí basado en una historia de Víctor Trivas y Decla Dunning (Verdugo s/f ).
María Teresa León: exilio y casas, memorias y heridas La infancia y adolescencia de María Teresa transcurren entre Madrid, Burgos y Barcelona. Hija de militar descreído y de noble linaje, y de una madre muy conflictuada en su matrimonio, la escritora recuerda a su padre como un hombre insatisfecho que “se cansaba de todo y pedía un nuevo destino y estaba contento unos años y luego languidecía y se iba agriando”. Su infancia es compleja, “no quiero oír mi infancia”, y debido a la vida familiar itinerante, la escritora se define como “inadaptada siempre”, con “amigas de paso” y una vida que “parecía hecha para acomodar los ojos a cosas nuevas: veraneos, parientes y luego a comparar: esto es mejor que lo otro” (León 1979: 11). Las reflexiones anteriores se encuentran al comienzo de Memoria de la melancolía y constituyen una poética de la escritora. La trashumancia permite pensar su biografía de comienzos articulada por la experiencia de un “estar fuera de”, de “el haber salido de”, y por una vida de exilio de acuerdo con lo que “parece ser la verdadera etimología de exilio: ex y la raíz el de un conjunto de palabras que significan ‘ir’; como en ambulare, exulare sería la acción del exul, el que sale, el que parte” (Nancy s/f: 4). La falta de raíces despierta la necesidad vital de buscar un arraigo y encontrar un asilo que para María Teresa es la escritura, destino ineludible para una mujer que al detenerse para revisar su vida confiesa, al inicio de sus memorias, que “escribir es mi enfermedad incurable” (León 1979: 8).
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La itinerancia dispone a la hija a la experiencia de un mundo discontinuo en el cual la historia está hecha de trozos y fragmentos; la dispone a la reiterada observación de lo nuevo y de lo fugitivo, al ejercicio de la comparación y el contraste, modos de aprehender la realidad que fundan un pensar siempre en relación, entendimiento que observamos en distintos textos de María Teresa. Los viajes y traslados, el reiterado salir, llegar y regresar, deviene en la representación de su vida tal como pasa ante sus ojos, y en la construcción de una escritura que también viaja, migra y se extravía, que se constituye en pequeños fragmentos yuxtapuestos alejados de la cronología y que explicitan la memoria discontinua de la vida relatada en Memoria de la melancolía. El continuo ver pasar, las imágenes que se le “han desordenado, encimándose unas a otras”, el desplazamiento y la mezcla donde no existe distingo entre lo central y lo secundario, pues todo es objeto de representación, otorga a su escritura una semejanza con el estilo de Joyce (Mangini 1995: 9)3. La inestabilidad hogareña se complementa con la formación recibida en el colegio del Sagrado Corazón de Jesús, ubicado en el barrio madrileño de Argüelles. A la joven le da vergüenza ir a un colegio de monjas “tan ceñido a preceptos” y como es un establecimiento para la clase media acomodada, alterna con compañeras que viven en palacios, conoce a emperatrices y duques, y la llevan en coches tirados por caballos (León 1979: 27). La hija del militar se incomoda no solo con la normas, ignorancia y fanatismo de su educación, sino también con las fisuras y contradicciones, y las apariencias y los engaños que advierte en el mundo monárquico, clerical y familiar, interrogantes que ponen en duda la legitimidad de los modelos en los que ella es formada4. El desencuentro con el mundo que la rodea y su avanzado espíritu crítico desde niña, impulsan a María Teresa a cuestionar el ethos recibido y a ir más allá del territorio adjudicado, transgresión que la inserta dentro de la ten3 Shirley Mangini señala que Memoria de la melancolía es “a potpourri of impressionistic fragments of her life” (1995: 157). 4 Las relaciones entre Felipe II, Antonio Pérez, su secretario de cámara, y la princesa de Eboli generan sospechas en María Teresa y sus compañeras, “¿con que así eran las princesas?” (León 1979: 16). El verdadero vínculo entre un obispo y una monja del colegio también genera dudas, en cambio la irrita el cumplimiento apariencial de las normas de Semana Santa por parte de los adultos: “los pescados sabían a pavo, a cerdo” porque todo estaba aderezado con “grasa, con pizquitas de jamón, de chorizo” (León 1979: 27).
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dencia divergente y contestataria de la sociedad de su época y la vincula con diferentes iconos de la modernidad española, que postulan un feminismo preocupado en particular de la educación, pero también de “los derechos civiles, la profesionalización de la mujer y el sufragio” (Mangini 2001: 93). Su Memoria de la melancolía se convierte así en “el relato de recuerdos de un sujeto público [...] cuya historia se inscribe en aquellos espacios culturales y momentos en el tiempo de una sociedad por los cuales [María Teresa] ha transitado como testigo” (Morales 2013: 15). La revisión histórica de los acontecimientos desde una óptica personal, en el caso de estas memorias, se imbrica con la referencia al desarrollo de la propia personalidad, y a la emergencia del sujeto y su incorporación al campo intelectual español en las primeras décadas del siglo xx. El inicio de los cambios experimentados por María Teresa emerge en forma de premonición, señal y mandato de un destino ineludible, pues cuando ella hace la primera comunión, le piden ir a ver a la condesa de Pardo Bazán, quien le regala la novela El tesoro de Gastón y le escribe una dedicatoria: “A la niña María Teresa León, deseándole que siga el camino de las letras” (León 1979: 26). El deseo de la consagrada escritora empieza a cumplirse con la temprana afición de María Teresa por el estudio y la lectura de libros prohibidos como los de Dumas y Victor Hugo. Las instancias decisivas de la adolescencia que consolidan su inclinación al mundo del pensamiento afloran en la memoria de María Teresa, relacionadas con casas más que con personas. La primera es la de Ramón Menéndez Pidal y María Goyri, matrimonio que tiene una hija, Jimena, prima de María Teresa. Para la escritora este lugar es tan relevante que al momento de reflexionar sobre su pasado, “cuando vuelven [...] los recuerdos de las antiguas moradas” como diría Bachelard, ella lo describe como un espacio habitado que complementa su hogar natal: “aquella casa que era como su casa era más que una casa” (León 1979: 24), universo que rememora en varios pasajes de su relato. La redundancia y la comparación revelan el apego y la importancia de este rincón del mundo que está inscrito en su vida. El sujeto de las memorias se reconforta en el acto de revivir recuerdos de protección antes de ser lanzado al mundo, pues la casa de Menéndez-Pidal y Goyri la acoge, disminuye sus sentimientos de descolocación y lejanía, le muestra modelos de mujer
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moderna y referencias del mundo del pensamiento que le permiten descubrir un territorio nuevo, elaborar respuestas a sus inquietudes más hondas y enraizarse en el arte y la literatura. La adolescente halla en esta casa una memoria de las conquistas de la mujer en el campo intelectual español de comienzos del siglo xx. La joven León participa de un ámbito familiar presidido por mujeres de amplio conocimiento que pueden dialogar con las jóvenes: “¿Ustedes se dan cuenta? había una abuela y una madre capaz de contestar a la niña todas sus preguntas” (León 1979: 24). María Teresa conoce a su tía María Goyri, modelo de mujer moderna de larga trayectoria en la defensa de los derechos de la mujer, una de las primeras en ingresar a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central y luego cursar el doctorado en Letras, espacio hegemonizado por los hombres. María Teresa escucha el relato de la vida universitaria de Goyri de labios de la madre de María, y lo rememora como una “ascensión hacia la igualdad” y una “irrupción de la igualdad de los sexos instalada en la universidad” ante la sorpresa de los estudiantes hombres (León 1979: 25). La memoria viva de los intelectuales es otro descubrimiento de María Teresa en casa de su tía Goyri. Ella se vincula con un capital cultural que se transmite por vías directas e indirectas debido a que allí hay libros, discos, cuadros, una biblioteca. A esto se suma la visita continua de poetas y profesores que ella no conocía como Francisco Giner de los Ríos, Américo Castro, Bartolomé Cossío, y los hispanistas franceses Henri Merimée y Pierre Paris. La presencia de estos intelectuales amplía los límites de su formación intelectual y asume que por “primera vez tomé en cuenta a los inteligentes y a los sabios” (León 1979: 75). La memoria del arte español es otro aporte que ella encuentra en el hogar de la calle Ventura Rodríguez: “En aquella casa aprendí los primeros romances españoles. A veces sacábamos un viejo gramófono de cilindro. Allí escuchábamos las canciones recogidas por María Goyri y Ramón Menéndez Pidal, durante su viaje de novios, siguiendo la ruta del Cid hacia su destierro” (León 1979: 75). De esta forma experimenta el contacto con la tradición oral del romancero en la voz de quienes la preservan, mundo del todo ignorado por ella: “Por primera vez oí la voz del pueblo” (León 1979: 75). El modelo para construirse como mujer es una nueva realidad que María Teresa se apropia en casa de su tía. Amalia Goyri, la abuela, le enseña los se-
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cretos del amor. La niña sostiene que “siendo yo muy pequeña, me había enseñado la primera coquetería femenina. ¡Ah, doña Amalia!”. Su compromiso afectivo es un ejemplo, “una romántica historia de lágrimas” (León 1979: 74). María Goyri le revela a la intelectual que es autora de numerosos libros y crónicas acerca de la mujer en varias revistas, y que hace clases en la Residencia de Señoritas a fines de los años diez y que es profesora universitaria. Al casarse con Ramón Menéndez Pidal, Goyri establece la posibilidad de construir un matrimonio de intelectuales, los “tíos famosos que tenía” afirma María Teresa, en que ambos se asumen como tales en igualdad de condiciones y se dedican a la enseñanza del arte y la literatura y al rescate del patrimonio cultural. Su prima Jimena Menéndez-Pidal Goyri, dos años mayor que María Teresa, representa a la joven moderna y autónoma, referente que para León resulta muy atractivo, pues recuerda que en esa casa “el encanto mayor estaba en la compañía de su prima [...] [quien] había cruzado el límite hacia la juventud y la niña dudaba que hubiera en el mundo nadie a quien se desease tanto ver” (León 1979: 24). Jimena es una joven educada en la independencia, el espíritu crítico y el pensamiento laico, en una casa con tantos libros que se podían “tapizar de sabiduría las paredes”, donde se contestan todas las preguntas “para que las niñas puedan seguir creciendo” y se asume que “todo en el mundo puede comprenderse y admirarse” (León 1979: 74). En la Institución Libre de Enseñanza asiste a las clases de Giner de los Ríos, y en la Biblioteca Nacional a las de dibujo. Ella interioriza el legado familiar y escolar, y tiene lucidez para advertir la novedad que implica su formación en la sociedad patriarcal y para entender la necesidad de ampliar los espacios y roles de la mujer en el ámbito público. Por ello, cuando una joven María Teresa no comprende bien la magnitud de lo realizado por María Goyri y pregunta por qué antes ninguna mujer había logrado ser doctora en Letras y profesora universitaria, su prima le responde airada: “Tonta, porque en España estaban tan atrasados y, además, aquí la mujer no cuenta” (León 1979: 25). El continuo “acomodar los ojos a cosas nuevas” obliga a la joven León a compararse con su prima, y así concluye: “Comprendí que los pasos de Jimena y los míos eran divergentes” (León 1979: 75). La revelación de esta diferencia y la manera de asimilarla hace visible el proceso intelectivo que activa y devela un pensamiento relacional, el cual opera como un espejo
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porque la joven logra ver su propia imagen a partir de la visión de su prima mayor. Parafraseando a Borges, la joven entiende que la otra (Jimena) no era ella (María Teresa). De esta manera, por medio de una epistemología que descubre un proceso de conocimiento intrínsecamente dinámico que se construye en relación, María Teresa elabora una identidad y accede a un entendimiento de sí misma; así lo explicita: “siempre necesitamos quien nos abra el camino del conocimiento, quien nos indique con su ejemplo dónde se han de ir colocando nuestros pasos” (León 1979: 65). Revisemos esta dialéctica autorreflexiva para esclarecer las problemáticas y las modalidades utilizadas por la joven burgalesa al interrogarse y reinventarse. La prima menor comprende el tipo de formación que ella recibe. Reconoce a Jimena como una “chica diferente, morena que andaba sola por Madrid, que iba al colegio sin acompañante, colegio sin monjas, a la que dejaban leer [...] todos los libros” (León 1979: 24). La distancia que separa a las dos jóvenes es tan grande que María Teresa reitera en otro pasaje los rasgos de la educación de Jimena: “asiste al colegio que no se llamaba colegio, sino Institución Libre, colegio laico, sin monjas reticentes que dan la señal de levantarse o sentarse todas al unísono con dos trocitos de madera golpeados” (León 1979: 74). La comparación es inevitable al saber que hay colegios en los que no se enseñan creencias religiosas y el arte no es considerado una ofensa a las costumbres: “Ella no iba a misa y yo, sí. En la Institución Libre de Enseñanza, donde se educaba, nadie le enseñaba el catecismo. No bajaban la voz para hablar del arte, aunque estuviesen llenos de desnudos los museos” (León 1979: 75). La incomodidad de María Teresa luego de esta puesta en relación con su prima es inevitable: “le avergonzaba ir a un colegio de monjas” (León 1979: 24). La seguridad que otorga la belleza a la mujer es una problemática elaborada por María Goyri y su hija, manifestaciones que desencadenan un hondo cuestionamiento en la prima León. Las señas de la modernidad femenina están inscritas en la fisonomía de la madre de Jimena cuando era una joven universitaria, belleza reconocida incluso en la casa de María Teresa: “¿por qué repetían tanto [...] que había sido muy guapa?” (León 1979: 24). El retrato juvenil de María a la última moda con pelo corto al estilo garçon el día que se gradúa en la universidad, figura andrógina que manifiesta la igualdad de género y los derechos de la mujer a modelar de otro modo su femineidad,
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atrae a la sobrina: “Y miró mejor aquella cabecita joven, con el pelo cortito casi de muchacho. ¡Y tan guapa! Y con toga, ¿no?” (León 1979: 25). La autoafirmación femenina es aún mayor en Jimena. El artista Julio Antonio hace un busto de la joven cuya decisión de posar y retratarse, de exhibir y perpetuar su imagen para permanecer más allá de la presencia física, revelan determinación y autoestima. María Teresa, “la chica pequeña que nada sabía aún pero que miraba”, al recordar el busto señala que a su prima el escultor la “había dejado inmóvil en bronce verde sobre la librería giratoria de su casa, en verde oliva como era ella, con los ojos verdes, con el halo verde de su resplandor” (León 1979: 74). El rostro de Jimena posee contornos bien marcados, frente amplia, labios apretados y larga cabellera, rasgos de una mujer que transmite seriedad y fuerza, y configura una imagen de autonomía, la cual es novedosa para su época, dado que el género femenino era retratado siempre desde la sumisión y la ternura. La expresión intensa se combina con el aire misterioso que surge de los ojos cerrados, sacrificio del ojo exterior que resulta indicio de una mirada que va más allá de las apariencias y de la percepción física de los ojos corporales. La nueva percepción se abre a los ojos interiores, a la imaginación y al espacio del sueño, a un mundo de nuevos paisajes y a una zona de realidad oculta y extraña. El encuentro con Jimena representada en el busto, resulta una verdadera experiencia iniciática: “Aquella prima mía era mi primer tropiezo con la belleza” (León 1979: 74). La contemplación de su prima en bronce verde, como si fuera un espejo, conduce de inmediato a María Teresa a compararse, y en este mirar relacional, la belleza de Jimena contrasta con la fealdad que asume poseer la prima menor: “¡Qué fea estaba yo con las trenzas rubias, repeladas en las sienes!” (León 1979: 74). La inseguridad aumenta, “creía entonces que jamás podría mirarme en un espejo”, hasta que después de un tiempo colmado de miedos, es capaz de mirarse y enfrentarse a sí misma: Tardé mucho, mucho en hacerlo como se debe, pensando el pro y el contra. Lo hice mucho más tarde, inesperadamente y estaba desnuda. De pronto pensé que no era yo. ¿Yo? Y me fui acercando despacio, despacio, a la imagen sorprendente-
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mente blanca y rubia hasta tropezar con el cristal frío y aplastarme contra él para borrarme, para quitarme aquel ansia de llorar de gozo (León 1979: 74).
El espejo de cristal que enfrenta a María Teresa consigo misma le devuelve una nueva imagen de sí. Sin proponérselo y a diferencia de lo ocurrido con Jimena, ella desplaza la mirada desde su rostro hacia la totalidad de su cuerpo y redescubre su femineidad y su belleza. La renovada visión de sí misma al verse desnuda surge luego de un largo proceso de (re)conocimiento experimentado por María Teresa5. Para lograr verse distinta, ella no solo ha debido despojarse de sus ropas, sino que antes tuvo que desprenderse de una cultura que reniega del conocimiento del propio cuerpo femenino y de una cultura religiosa asociada a la culpa y a lo pecaminoso, a una visión ligada al pecado y a una intimidad que se ignora y oculta. La nueva percepción de sí misma la sorprende y descoloca; María Teresa, liberada de viejos atavíos, duda y desconoce su propia metamorfosis hasta que borra para siempre el pasado. Lo que antes estuvo frente a ella, ahora se encuentra en la lejanía, aparece un sujeto con una nueva conciencia y en estado de plenitud y transparencia. El yo es otro, pasa al otro lado y confirma su (re)nacimiento. María Teresa logra desollarse a sí misma, descorre los tupidos velos, se quita los miedos atávicos que la cubren y se cubre con una nueva piel. La casa de Menéndez Pidal, María Goyri y su prima Jimena resulta un espacio de gran relevancia en la conformación intelectual de María Teresa. Es el hogar soñado que complementa la casa natal; es refugio y más tarde fortaleza; es un albergue que la protege y le permite soñar nuevos caminos para su vida, y por ello, un espacio que le da “razones o ilusiones de estabilidad” (Bachelard 1993: 48). En sus memorias, ella explicita la relevancia de este primer mundo: aquella “casa [la de calle Ventura Rodríguez] y más tarde la de la Granja de San Ildefonso, que no recuerdo, y, luego, la de la Cuesta del Zarzal y la de San Rafael, son las casas donde fui siguiendo los pasos de Jimena y cierto aprendizaje para mi vida” (León 1979: 75). En otro pasaje, el recuerdo aparece mezclado con la melancolía y la gratitud, con un decir
5 El proceso de María Teresa es semejante al que experimenta el personaje de La última niebla.
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lleno de intimidad y cercano a la poesía: “Algunos lugares se nos van alejando hacia el lugar donde melancólicamente se adormecen. Otros como aquella casa de la calle Ventura Rodríguez donde me aguardaba Jimena, no se han adormecido nunca” (León 1979: 74). La segunda casa relevante en la inclinación de María Teresa hacia el mundo del pensamiento, es la de un tío que vive en Aragón. Si la de Madrid es refugio y compañía, la de Aragón es terror y soledad. El tío viejo, “el loco de Barbastro”, es un antiguo militar que se convierte en civil ilustrado; enemigo de los sacerdotes, casi no sale de su casa porque lee todo el día: es un “desilusionado de todo menos de la lectura” (León 1979: 67). Lugar maravilloso “para soñar [...] para crecer”, con una enorme biblioteca, María Teresa va a esta casa durante el verano y la recuerda como “la silenciosa casa de la lectura”, pues allí lee todo sin restricción alguna (León 1979: 68). Agrega: “Sí, el contacto con los libros sucedió en Barbastro, ciudad chica de Aragón que cultivaba viñedos y olivos” (León 1979: 69). Todos los libros fueron para ella. No hubo selección para proteger sus ojos virginales. Vio estampas donde mujeres impúdicas se sentaban descaradamente en enaguas sobre las rodillas de los caballeros y vio desnudos que se llamaban Venus. Aquella biblioteca guardaba detrás de sus cristales libros en francés y en español, lenguas que la niña conocía, libros que quisiera tener hoy. A veces se aburría porque eran largas las descripciones que el autor hacía antes de llegar al amor. ¿El amor? No sabía exactamente de qué se trataba, era una investigación secreta (León 1979: 68).
La adolescente en busca del amor —el mismo interés de la joven Bombal—, descubre un mundo de lecturas y sin orientación se interna en textos muy disímiles. Intenta leer ensayos de Diderot y la novela de Laclos, continúa con Los Miserables, prefiere a Dumas y se deslumbra con Trafalgar de Peréz Galdós, el autor al que ella saluda cuando el escritor pasea por el Parque del Oeste. La casa con biblioteca es también un hogar donde viven varias hermanas de edad con una madre que las mira con lástima. Sobrinas del cardenal Juan Soldevila, asesinado por anarquistas en 1923, las hermanas son viejas y solteras, se visten de negro, no dejan abrir los balcones, siempre tienen frío, juegan a los naipes, bordan para la iglesia y llevan las cuentas de la cosecha:
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“Una de ellas no se reía jamás, la otra se reía siempre a destiempo”; “¡Ah, aquellas [...] viejecitas rodeadas de una colección de juguetes, qué juvenilmente locas estaban!” (León 1979: 69). Semejante a las casas con aire enrarecido que pueblan las novelas de José Donoso, caracterizadas por ancianas y hombres solitarios de vida metódica y apacible, detrás de la cual acecha el deterioro y la locura, el encierro y la violencia, en la casa de Barbastro, María Teresa sufre el abuso del tío: “Un día tocó a la niña sus pequeños senos minúsculos. Vamos, vamos, aún tienen que crecer”. La agresión no es suficiente para el tío; luego “la apretó contra su ropón oscuro y la besó en los labios” (León 1979: 67). La menor arranca del lugar, corre a lavarse los labios “en la fuente, se los restregó contra la yerbabuena, se quedó mirando los musgos de la gruta” (León 1979: 67). Y como si pudiera liberarse de la afrenta al desplazarla y transferirla, acto seguido besa a un adolescente retardado mayor que ella llamado Salvador que aparece por sorpresa: “¡Ay, el niño tonto no sabía que lo que regalaban tan largamente era el beso de un viejo!” (León 1979: 68). El abuso es doble. El del tío es un atentado que revela una imagen secreta y oscura de la realidad, visibiliza la existencia degradada de un sujeto adulto que, amparado en los vínculos familiares, abusa del poder al violentar el cuerpo y la sexualidad de una menor. El de la niña surge en forma espontánea debido a la conmoción provocada por el susto, porque no está preparada para tal agresión y porque, ante la sorpresa originada en la ruptura de límites, se desarticula y reproduce el atentado de poder: la agredida se descarga y se convierte también en agresora. La escena de seducción producida desde el exterior compromete a la niña María Teresa, que sufre en forma pasiva el agravio por parte de su tío. El trauma se produce en dos tiempos. El primero es el de la seducción misma, ligada en este caso al gesto de tocarle el pecho y luego besarla, lo que otorga a la escena un carácter sexual. A causa de la sorpresa y la intensidad de lo ocurrido, la niña, incapacitada para la emoción sexual, responde y se defiende al besar a un muchacho carente de juicio, quien se ríe, pues también está incapacitado para entender lo sucedido. El segundo acontecimiento, que no comporta necesariamente una significación sexual en sí mismo, evoca el recuerdo del primero.
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La reconstrucción de la herida emerge en Memoria de la melancolía a raíz de un nuevo suceso que posee rasgos asociados al primero, y es en la articulación de la memoria y en la escritura misma donde María Teresa, con la distancia y la perspectiva de mujer adulta, trata de integrar la experiencia y elaborar el trauma. El abuso es antecedido por una gradación de recuerdos insertos en un fragmento que se inicia así: “No puedo recordar algunos nombres, pero sí el surco que dejaron algunas gentes. Pasaron y marcaron [...] están ahí en esa marca que nos dejaron y a veces nos duele, nos duele haberlos dejado de ver o el no haber acertado la palabra justa para que permaneciesen” (León 1979: 64-65). El eje semántico de esta introducción se teje alrededor de la huella: surco, marca, dolor, paso, lejanía. Las dos marcas iniciales se vinculan con amigas que María Teresa ignora dónde están, pero que las recuerda porque les debe su “inclinación a lo diferente” y un primer vínculo con Alberti. La siguiente marca ya es distinta, y como si fuera acercándose de a poco al abuso infantil, María Teresa evoca a una monja de su colegio, cuya melancolía se origina en alguna “tragedia que se nos escapaba”. La explicación del “secreto” de la tragedia podía estar en la relación oculta entre la monja y un obispo de cuyo amor prohibido nace una hija. La conjetura es elaborada por María Teresa y una amiga, y es esta quien le deja la siguiente marca al acusarla a las monjas por leer libros prohibidos. La amiga le enrostra a dos causantes de esta falta: la madre de María Teresa que “te vigila tan poco [...]. Y ese tío tuyo” (León 1979: 66). Los rasgos de este nuevo acontecimiento —en particular la explícita acusación al tío, que en este caso es Menéndez Pidal— unido al recuerdo del traslado de la familia a provincia y su expulsión del colegio, le confirman a María Teresa que su “vida comenzaba a ponerse correosa, como dijo Sancho Panza” e —insiste— “[s]í, sudada y correosa se presentaba la vida de la niña” (León 1979: 66) porque “había comenzado a expiar pecados ajenos”. Llegamos así al núcleo del nuevo suceso que facilita la evocación de la primera escena: ella se traslada a Barbastro, padece el abuso del tío, este comete pecado con ella, su cuerpo de niña queda manchado, pero expía el pecado ajeno al besar al joven. Así María Teresa se quita la huella porque este se llama Salvador y carece de razón. La herida infantil se recuerda, se objetiva por medio del lenguaje y se elabora desde la memoria adulta.
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La casa de Barbastro le entrega la biblioteca —la luz de los libros— la herida —la sombra, el “doble negativo del cuerpo”6 (Cirlot 1981: 419)— y una memoria ética que se enraíza en una práctica libertaria y una conducta utópica. María Teresa señala que en esta casa, desde muy pequeña, escucha hablar a su tía María Claver y a otros parientes del sacerdote y misionero jesuita Pedro Claver. Estos conservan cuadros y reliquias relacionados con “ese bienaventurado apóstol” que vivió en Cartagena de Indias en el siglo xvii, y aunque la niña ignora lo que representan esas obras, recuerda los relatos acerca de su defensa de los esclavos negros e indígenas y su trabajo en favor de los derechos humanos. Él “había decidido entregarse al prójimo según la doctrina del amor que le habían enseñado en el colegio” (León 1979: 161). Al viajar a Colombia, María Teresa acude al convento jesuita “como quien va a visitar a un pariente”, y ante la tumba de Claver, asume que sus sueños y los del misionero son “¡ay, tan parecidos!”. Desde esta perspectiva, interpela al santo y le confiesa su deseo de que reviva para ejercer su rol profético de denuncia de “los poderosos” y “ciegos de corazón”, que se apartan del plan de Dios, y de esperanza “para los indios y para los negros y para los proletarios y para los desahuciados de amor y para los tristes y para los sin pan” (León 1979: 162). Pedro Claver y María Teresa tienen el mismo anhelo —una nueva vida para los pobres y marginados—, un interés semejante por intervenir y cambiar la historia a través de la palabra —la profecía del misionero, la poesía comprometida del poeta—, y una misma raíz evangélica que fundamenta la utopía: “todo era impulso de nuestro corazón cristianísimo” (León 1979: 92).
María Teresa León y la construcción de la artista: FEMME DE LETTRES y cola de cometa El traslado familiar a Burgos a fines de los años diez significa para la joven María Teresa vivir entre la alta burguesía. Allí también comienza a trabajar como periodista en el Diario de Burgos en 1921, labor que continúa hasta 6 No es casual que María Teresa califique al tío como “la sombra solitaria [...] que vagaba sin ruido” (León 1979: 67).
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1926 con el decidido respaldo del director Ignacio Albarellos. Su primer artículo lo firma como Isabel Inghirami, una heroína de Gabriel D’Annunzio, pues reconoce que “no se atrevió a poner su nombre”. El seudónimo que la oculta constituye el signo más elocuente de su voluntad de trasladarse “al otro lado”; ella atenta contra su propia identidad, se desprende de su verdadero nombre y se otorga otro proveniente de la ficción. Con este cambio, al crearse otro yo, se desata en forma definitiva su ambición de ser otro y de nacer de nuevo. María Teresa se borra y se enmascara, pero también se multiplica y se instala a vivir en el espacio artístico. El reconocimiento intelectual se gesta pronto: Pedro Salinas alaba los textos de “María Teresa León, tan amiga de Isabel Inghirami”, y con ese prestigio llega en 1928 a Buenos Aires, donde escribe en los diarios más importantes. En 1929 conoce a Rafael Alberti, publica sus primeros libros, se apropia de las novedades de la vanguardia y se integra con voz propia a la historia de la generación del 27, grupo de escritores junto a los cuales asumirá más tarde una nueva posición en el campo artístico: el intelectual comprometido que pone su arte al servicio y en defensa de la República. Su lugar es uno en el espacio público, y otro en el ámbito privado. “Ahora yo soy la cola del cometa. Él va delante. Rafael no ha perdido nunca su luz” (León 1979: 131). Ella asume una posición subordinada respecto al hombre, y aunque su historia personal y sus reflexiones más íntimas revelan gran autonomía —“¿para qué sirve un hombre al lado de una mujer?” (León 1979: 34)— ella se define a sí misma tomando al hombre como núcleo de referencia. Femme de lettres, mujer de letras, una junta a otra, la posición que le negaban en el colegio, letras sueltas que nunca se unieron, pero que ella construyó hasta darse un lugar relevante en el mundo intelectual. María Teresa reafirma su condición con seguridad y alegría: “nunca me he sentido más letrada”; “El dedo, la mano que hace la letra son la alegría de nuestros ojos” (León 1979: 331). María Teresa combina la aceptación de un lugar subalterno como esposa de Alberti, ser privado y con menor autoridad en cuanto mujer, con un lugar protagónico dentro de la intelectualidad republicana y más tarde en el exilio, ser público e investido de poder en cuanto escritora. Así, resemantiza el lugar asignado a la mujer en la estructura patriarcal y lo convierte en una zona de subversión intelectual y de ejercicio de la libertad.
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Palabras finales Las trayectorias de ambas escritoras son disímiles, pero existen núcleos de convergencia que las aproximan. Uno es el exilio que significa “separación de una persona de la tierra en que vive” y supone una existencia anómala, un vuelco y un trastocamiento, pues el exiliado se siente arrancado de raíz, “trasplantado, puesto a crecer en una tierra distinta de la propia” (Montejo 2001: 231). Por ello, el símbolo del árbol “conviene como pocos para ilustrar la noción de desarraigo que el destierro ocasiona” (Montejo 2001: 229-230). María Teresa León es expatriada por motivos políticos y utiliza la misma imagen para referirse al destino colectivo de ella y sus compatriotas, “este andar español sin geografía propia, este considerarse árbol sin tierra” (León 1979: 63). Su literatura es extraterritorial, escrita por una exiliada que experimenta un sentimiento de pérdida y una sensación de fractura porque, escindida entre dos culturas, se encuentra tensionada con su discurso y con su posibilidad de ubicación, lo que se percibe en su fronteriza enunciación narrativa. El desterrado evoca con nostalgia su pasado, el paraíso perdido, frente al desasosiego del presente de la enunciación narrativa. Al “entretejer el aquí y el allá, el antes y el ahora, su mundo amalgama espacios y temporalidades que afectan su identidad, lo que genera un discurso descentrado y asimétrico” (Giraldo 2008: 28), tal como se manifiesta en Memoria de la melancolía. La experiencia de María Luisa Bombal trata de otro exilio, el voluntario, interior, asociado a un destino individual. Migrante en un país extraño, ella experimenta el exilio como distancia radical y enajenación profunda, como una manera de ser y de estar que le hace sentirse ajena y expulsada del mundo, rasgos que la aproximan a la escritora española. En La Amortajada, Bombal propone una lectura de la vida humana a partir de un alejamiento respecto a esa misma existencia, la cual se plasma en una representación de la ausencia y de la lejanía. En su novela se advierte una percepción de estar “fuera de lugar” que, al igual que María Teresa León, se percibe en la fronteriza enunciación narrativa. La vivencia de “descolocación” de Ana María, la protagonista, la sitúa en un umbral, en un entre de límites ambiguos porque si bien ella está en un estado post mórtem, con una conciencia visionaria y desde este “otro lado”, percibe su entorno y narra sus experiencias. Ana Ma-
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ría se encuentra en un lugar impreciso y su identidad también es ambigua: participa de dos mundos; pero este desdoblamiento la convierte en un vidente porque el yo es otro, clave de toda poética visionaria. Esta experiencia la acerca al exilio dado que “el poeta exiliado vive y comunica un mundo que es para él, por lejano y perdido, el espacio de una realidad sentida como fantasmática” (Lastra 2008: 250). El otro núcleo que las vincula es la manera de abordar la religión. María Teresa León se casa en 1920, fracasa el matrimonio y ella retorna al hogar de sus padres en Barcelona. Al morir su padre y aconsejada por el cardenal Juan Bautista Benlloch, arzobispo de Burgos, ella regresa donde su marido, quien vive en esta ciudad. En Memoria de la melancolía, María Teresa se pregunta: ¿Por qué [ella] es débil y no dijo que no a un cardenal? Las mujeres españolas no pueden desoír esa voz. Niña, niña, le dijo el cardenal. Esta vida triste prepara la alegría de otra. Niña, niña, tienes que volver con él. Un mal marido es mejor que un buen amante. Niña, niña, regresa junto a tu hijo. Te necesita. Ninguna fuerza del mundo debe separarte de tu obra (León 1979: 84).
En 1928 el matrimonio vuelve a fracasar, y al año siguiente María Teresa conoce a Alberti y ellos no se separan nunca más. En las novelas de Bombal, la experiencia es distinta. En La última niebla, la protagonista desoye la voz de la religión, pues casada, fundamenta su vida en el recuerdo del encuentro con su amante. Por eso afirma que no importa el transcurrir del tiempo y tampoco que su cuerpo se marchite. “¡Qué importa si conoció el amor! [...] Yo tuve una hermosa aventura una vez [...]. Tan solo con un recuerdo se puede soportar una larga vida de tedio” (Bombal 1996: 70). En La amortajada, Ana María también reniega de la palabra santa, ya que rechaza el planteamiento respecto a que “esta vida triste prepara la alegría de otra”. El primer viaje funerario, el que traslada a Ana María de la casa a la cripta, concluye con la bendición del padre Carlos, quien la prepara para que acceda a la vida eterna; luego invoca a la trinidad para que reciba su cuerpo y alma y, por último, acompaña al alma de la protagonista “hasta la puerta tras la cual te encuentras Tú, Señor, esperándonos con tu bondad y misericordia infinitas” (Bombal 1996: 174). El sacerdote la deja a las puertas del cielo.
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El deseo de la protagonista, sin embargo, es quedarse “crucificada a la tierra, sufriendo y gozando”, anhelo que subvierte la creencia de su hermana, del padre Carlos y de las monjas en cuanto a considerar la vida terrena como solo un paso al “otro mundo”, donde se halla la verdadera vida. Ana María, al contrario, quiere vivir la vida en plenitud y así, mediado por el amor humano, encontrar a Dios “en este mundo”, en el aquí y en el ahora. Tal como “si hubieran cavado el fondo de la cripta y pretendieran sepultarla en las entrañas mismas de la tierra”, así también ella desfonda el cielo y lo deja caer a la tierra al decirle al padre Carlos que le “gustaría que [el cielo] fuera lo mismo que es esta tierra”, y al caracterizarlo como un lugar donde florece la vida y donde el hombre se reconcilia con la naturaleza y encuentra el amor: imagen que perturba al sacerdote y sobre todo a las monjas (Bombal 1996: 168). Este anhelo del segundo viaje funerario es el que persigue María Teresa, porque también ella desfonda el cielo y lo deja caer a la tierra. La escritora revolucionaria tiene sueños semejantes a los del misionero Pedro Claver, porque a ambos les impulsa “la obediencia, al abecedario del amor al prójimo” (León 1979: 246) y les “gustaría que [el cielo] fuera lo mismo que es esta tierra”. Ellos, uno desde la religión y otro desde la política, anhelan que la tierra sea un lugar donde florezca una nueva vida para los pobres y marginados y así postulan la posibilidad de encontrar a Dios “en este mundo”, en el aquí y en el ahora: “todo era impulso de nuestro corazón cristianísimo” (León 1979: 92). Buenos Aires es una última convergencia. “No tengo juicio claro sobre Buenos Aires ¿Cómo tenerlo si no es ahogada por una ternura inmensa?” (León 1979: 287); “Para nosotros será siempre la hermosa mañana de la amistad ininterrumpida” (León 1979: 382). Algo semejante podría decir María Luisa Bombal, quien en esta ciudad encontró una voz y un lugar en la literatura hispanoamericana contemporánea.
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Bibliografía Bachelard, Gaston (1993): La poética del espacio. México: FCE. Bombal, María Luisa (1996): Obras Completas. Comp. de Lucía Guerra. Santiago de Chile: Andrés Bello. Bourdieu, Pierre (1988): “L’ecole conservatrice. Les inegalités devant l’ecole et devant le culture”. Revue française de sociologie, 3, pp. 325-347. Cirlot, Juan-Eduardo (1981): Diccionario de símbolos. Barcelona: Labor. Giraldo, Luz Mary (2008): En otro lugar: migraciones y desplazamientos en la narrativa colombiana contemporánea. Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana. Kirkpatrick, Susan (2003): Mujer, modernismo y vanguardia en España (18981931). Madrid: Cátedra. Lastra, Pedro (2008): Obras selectas. Santiago de Chile: Andrés Bello. León, María Teresa (1979): Memoria de la melancolía. Barcelona: Bruguera. — (2009): Las peregrinaciones de María Teresa. Ed. de María Teresa González de Garay. Logroño: Instituto de Estudios Riojanos. Mangini, Shirley (1995): Memories of Resistance. Women’s Voices from the Spanish Civil War. New Haven: Yake University Press. Montejo, Eugenio (2001): “José Solanes y su estudio del destierro”. Zona tórrida, Revista de cultura de la Universidad de Carabobo (Valencia, Venezuela), 35, pp. 227-238. — (2001): Las modernas de Madrid. Barcelona: Península. Morales, Leonidas (2013): “Memoria y géneros biográficos”. En: Anales de Literatura Chilena, 19, pp. 13-24. Nancy, Jean-Luc (s/f ): “La existencia exiliada”. Disponible en: [última consulta: 15/01/2014]. Pardo Bazán, Emilia (2010): Obra crítica (1888-1908). Ed. de Iñigo Sánchez. Madrid: Cátedra. Salomone, Alicia/Luongo, Gilda/Cisterna, Natalia/Doll, Darcie/Queirolo, Graciela (eds.) (2004): Modernidad en otro tono. Escritura de mujeres latinoamericanas. Santiago de Chile: Cuarto Propio. Serrano Asenjo, Enrique (2002): Vidas oblicuas: aspectos teóricos de la nueva biografía en España (1928-1936). Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza. Verdugo, Waldemar (s/f ): “María Luisa Bombal: la abeja de fuego”. Disponible en: [última consulta: 15/01/2014].
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COMPRIMIDO DE PALABRAS O PEQUEÑO DICCIONARIO DE UN MANIFIESTO (LA PROSA PROGRAMÁTICA VANGUARDISTA EN AMÉRICA LATINA) Esperanza López Parada Universidad Complutense de Madrid
Los más recientes estudios en torno al género del manifiesto tienden a distinguirlo de modalidades de literatura panfletaria que le son próximos, estableciendo de este modo un uso muy restringido y específico del término1. Sin embargo, la vanguardia latinoamericana, que pronuncia y publica cientos de manifiestos más o menos agresivos, hace un empleo no especializado de la voz, sin entrar en distinciones retóricas con los otros modos de la escritura de proclama. Si la vanguardia no fue la primera en descubrir las propiedades propagandísticas de la prosa manifestaria, el arquetipo del género —lo que podríamos 1 La crítica, de hecho, ha procedido distinguiendo “manifiesto” de formas muy cercanas como “proclama/programa/panfleto” (Angenot). Carmen Gómez García advierte que, entre los escritos “ahora compilados como Manifeste. Dokumente zur Deutschen Literatur [...] hay muy pocos que puedan leerse como tales”, sirviendo entonces la denominación como una especie de cajón de sastre que albergue aquella categoría de textos en los que la función apelativa resulta prioritaria (Gómez García 2008: 30, 32). También es cierto que si esta consideración de género dentro de la teoría literaria es relativamente reciente (Jarillot Rodal 2010), la conciencia de tal por parte de su usuario y receptor común se hacía sentir muy temprano e incluso aparecía vinculada a la propia enunciación del alegato manifestario (Van den Berg 1998: 198).
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identificar como el “Ur-Manifest”— se produce dentro de una intencionalidad política. Pero, ni siquiera en este caso, el “Manifiesto Comunista” de Karl Marx está exento de tonalidad poética, de un comienzo teatral y una disposición dramática y efectista, hasta el punto de que Bertolt Brecht intentara versificarlo en hexámetros (Dauclev 2011: 29). Ahora bien, dentro de la reputación del manifiesto, el paso de su condición como obra menor, incluso no literaria, a pieza clave de la producción estética es la vanguardia la que lo inaugura2. Y la profusa utilización que esta hace de dicho paso permite considerarlo, junto con el fragmento, la parodia, el pastiche, el caligrama, como una de sus fórmulas, e incluso una de sus retóricas más características. Se dan manifiestos en todos los tonos, en todos los ámbitos, de todos los niveles, de todas las maneras posibles: se enmascaran bajo los versos del poema, en el diálogo de la pieza teatral, en la performance pública, sobre la superficie de la pintura coral que los grupos perpetran como seña de identidad y exposición de renovada reivindicación. Por un lado, si el manifiesto latinoamericano parece esgrimir aspectos propios como una menor agresividad (Gelado) o, en todo caso, una agresividad indiferenciada que, según Maples Arce, “quitará el sueño a los reaccionarios y afirmará todas las inquietudes de la hora presente” (Mendonça Teles/Müller-Bergh 2007: 87), por otro, comparte rasgos comunes con la producción europea en su capacidad de camuflarse bajo otros disfraces y en su imprescindible condición de uso en cuanto es un género pragmático entendido a través de su puesta en escena. Todo ello convierte el significado de la expresión manifiesto en un valor a la deriva, que extravía su dirección y multiplica sus apelaciones: un sentido nómada, diversificado, por tanto, al que la rotundidad de una única definición no puede satisfacer. Parece entonces más apropiado aplicarle, en la tarea de decir en qué consiste, el abanico de posibilidades que el modelo diccionario abre en la constelación excluyente, complementaria o simplemente yuxtapuesta de sus entradas.
2 “El texto programático ha pasado de ser una obra menor de escaso interés por sí misma, de fuerte carácter deíctico, a convertirse en una obra de arte que supuso la traslación de manifiesto o programa a una nueva regla establecida por una persona que consiguió erigirse en portavoz de un grupo” (Gómez García 2008: 35).
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Agresividad “¡Futurismo! ¡Insurrección! ¡Algarada! [...] ¡Iconoclastia! ¡Pedrada en un ojo de luna!”, vocifera Gómez de la Serna, escondido bajo el seudónimo de Tristán, en el prólogo al “Manifiesto Futurista” que Marinetti parece haber escrito exprofeso para la revista Prometeo. En medio de una conspiración de “aviadores y chauffeurs” contra el viejo estilo —contra academicismo y universitarismo, contra idilios y matrimonios, contra estatuas y religiones, contra la apatía de lo consensuado—, la arenga, publicada en la temprana fecha de 1910 y levantada sobre “un campo de pirámides”, conforma la sonoridad de la violencia vanguardista para el ámbito hispánico. En mayúsculas y exclamaciones, el “placer de agredir” se mancomuna con el “recio deseo de estatura, de ampliación y de velocidad” al ritmo de un “gran galop” que martillee su juventud eléctrica “sobre todos los palios y sobre la procesión gárrula y grotesca”, ofreciéndose así como ejemplo de lo que será el estilismo de la imprecación*. Lo importante es que la frase corta y exclamativa, la secuencia descarnada de las apelaciones escenifica en el texto el griterío mismo que evoca: “¡Movimiento sísmico [...]! ¡Rejón de arador! ¡Secularización de los cementerios! [...] ¡Intersección, chispa, exhalación”, se desgañita el vanguardista Tristán, maquillado de profeta laico. Con su exceso orador, el manifiesto se convierte gráficamente en el escenario activo donde se dramatiza la arenga con toda su mecánica gestual y su algarabía. El futurismo había hecho de los signos impresos una especie de pintura imitativa del discurso y ahora también Gómez de la Serna proclama el imperio de una voz autosuficiente que se impone más allá y sin la necesidad de su “pueril grafito”. Se trata en cambio de promover una textura más sutil, nos dice, como de “marconigrama”, de líneas de teletipo, de silabismo de radar que vuele “sobre los mares y sobre los montes”. El manifiesto se hace cargo entonces de las formas posibles de la irreverencia sonora y perfila la vanguardia como el nuevo arte de lo cacofónico —l’arte dei rumori, propugnado en 1913 por Luigi Russolo—, trasladando su furia a lo visual y perpetrando así sinestesias amelódicas y antimodernistas, vapuleos visuales, chirridos de la mirada. Romper el estrecho círculo de lo orquestado y bien avenido para incorporar el malestar de la asonancia y la
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turbulencia —sonidos repentinos de la máquina, del vapor, el gas, los metales, los motores, la orquestación discontinua de la masa3— se toma por acto manifestario y pacto de adhesión vanguardista. Se trata de molestar con toda la gama de agresiones —acústicas, cromáticas, eléctricas, físicas, idiomáticas—; de hacer ruido social y contundente con un insulto vigoroso que sabe, no obstante, dónde más duele; de gritar desde la altura del “atalayismo” o del Rascacielos, desde los ángulos del Prisma, desde estados extremos del delirio —“desvairismo”, “euforismo”, “ultraísmo”—, con la onomatopeya del chorreo mecánico —Gong, Runrun, Klaxon— convertido en la “bandera” de la disidencia, cayendo sobre el burgués como quien le lanza una piedra o le amenaza con “la extrema izquierda” y la “antropofagia” (Gelado 2008: 652). Se trata de exasperar con la acción más medidamente inconveniente, con un escándalo dosificado de consecuencias imaginadas, como la solicitud exacerbada de muerte para el cura Hidalgo con el que los estridentistas amenazan los principios básicos de la construcción histórica mexicana. Se trata en definitiva de un trabajo enérgico pero exacto, de una agresividad concreta, una fuerza que se ejerce con puntería, que mide perfectamente dónde va y que es eficazmente certera, al pronunciar “l’accusation précise, l’insulte définie”, como aconsejara Marinetti en carta al pintor belga Henri Maassen hacia 1910, consejo con que reintroduce dentro del manifiesto estético vanguardista toda la carga agonista que le fuera connatural en su uso anterior. Marinetti se deleita y encandila con esa fórmula desbocada y, sin embargo, rigurosa, con esa explosiva y medida combinación futurista, en dosis adecuadas, “de la violence et de la précision” (Lista 1973: 18-19). (Vid. GESTOS, IMPRECACIÓN)
3 Así lo propone Luigi Russolo en el manifiesto antes mencionado, L’arte dei rumori, donde pide el rechazo de toda armonía simbólica y proporciona la partitura de los nuevos ruidos urbanos, desde el traqueteo de los trenes, de las imprentas, de los pistones hasta el ondear de las banderas o el batirse de las puertas. En Intonarumori procederá incluso a su clasificación en seis categorías según la intensidad sonora de los mismos (cfr. Watkins 1988: 236).
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Alfa Al pretenderse original y originaria, la vanguardia no puede dejar en manos del azar el acto inaugural de su inicio, y prevé todos los pasos de una gestación y de un origen tan controvertidos como diseñados. El manifiesto opera ahí a título de acta de nacimiento en que la criatura se anuncia, cuando no del parto que la da a luz: certificado entonces que se celebra, que se acredita a sí mismo en la tarea hipervigilada de no dejar cosa alguna, ni su producción, a ese azar que, a la vez, se autoadjudica como constitutivo. Otra cosa viene a ser, no obstante, la materialidad siempre datable del texto manifestario, que hunde sus raíces y se tiñe de reminiscencias, sin que el artista de vanguardia pueda arrebatarle linaje, pasado y genealogía*. Pero en lo que corresponde a cada ismo, este se precia de buscarse el principio que le parece más oportuno. Si Marinetti cae con su bólido en aquel símbolo de la cuneta matriz, de cuyas aguas enfangadas resurge revolucionario e intempestivo, Alberto Hidalgo precipita el comienzo del Simplismo a partir de una visita al oftalmólogo. Su invención se fecha por tanto el día en que el poeta empezó a usar anteojos. La experiencia, que Hidalgo no puede sino narrar con su habitual sorna dentro de la “Invitación a la vida poética” (1925), consigue nimbarse, sin embargo, de connotaciones solemnes. Con las gafas recomendadas por el especialista, se corregirá el astigmatismo estético que le llevara —nos confiesa y se exculpa— a aceptar previamente un arte ya caduco. Si el problema se hubiera curado el año de 1916, “no habría escrito los versos que me ligan con el pasado”. El argumento parece defenderle “bastante bien de aquel desliz” y sirve para abrir con toda magnificencia una nueva mirada sobre las cosas, menos retórica, más nítida, más sencilla y proporcionada, por ende más innovadora. Con esta forma de comienzo, el poeta de la vanguardia se acoge al prestigio del sentido de la vista —o, más bien, de su falta— en tanto indicio de genialidad profética. Solo que el símbolo se actualiza a través de la experimental tecnología óptica y el simplista se nos presenta ahora como un remozado Tiresias con lentes. (Vid. MITO)
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Amistades peligrosas La vanguardia latinoamericana fuerza lazos con credos y argumentos que las europeas, de por sí, habían evitado. De repente, ocurre lo impensable y el manifiesto se declara, entre vítores, nacionalista, nativista, folclorista, negrista o local. Pero más allá de lo antinatural de esos pactos desde las consignas vanguardistas occidentales —que en su versión surrealista, dadá o futurista se quisieron forzosamente cosmopolitas, universales y sin fronteras—, late en cada uno de ellos el intento más importante de conceptualizar el territorio, el mapeo de la zona americana, reubicando esta y su creatividad en la totalidad artística. El manifiesto latinoamericano de vanguardia viene entonces a preguntarse directamente por su relación colonizada con el primer mundo y esbozar una respuesta “geográficamente nacional” para construir una cartografía en movimiento, que ponga en duda el diseño consensuado de los espacios preeminentes. Por eso, encontramos a indigenistas, panamericanistas, antieuropeístas o realismo-socialistas acompañando “al vanguardismo, unas veces apropiándose de sus recursos de estilo y otras simplemente participando de las mismas publicaciones”4. Entre las alianzas más difíciles, enmascarado bajo la publicación de combate que es el Boletín Titikaka de circulación continental y “polémica”, el grupo Orkopata se declara por una unión interesada de Andes y modernidad (Lauer 2012: 146). La conciencia de que renovación estética y vernacular van de la mano —especialmente enunciada en las “Confesiones de izquierda” de Emilio Armaza, entrevistado por la revista—, abre su número de diciembre de 1928. La vanguardia aparece ahí convertida en la corriente más genuina e intemporal de la producción artística latinoamericana, una especie de entraña de idiosincrasia y carácter que le es connatural, sin que el Boletín, que ampara la paradoja, alcance a detectarla. La voluntad explosiva y actualista de los ismos se entiende ahora como vocación eterna de la realidad continental, como el perfil sutil de la esencia que le falta.
4 Para todos ellos no habría contradicción en el uso de dichos recursos; al contrario, parecía una consecuencia lógica en una suerte de “fenómeno natural de las letras, perfectamente compatible con todos los estilos disponibles”, dentro de una evolución que se sentía integrada culturalmente y en absoluto conflictiva (Lauer 2001: 11-12).
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Y si su esfuerzo consiguió a veces restañar la falta de sensibilización peruana hacia lo indígena, en otras ocasiones se minimizó en puro decorado escenográfico o en ejercicio de caligrafía. La escritura manifestaria se llenaría de las /g/, /y/ o /qu/, supuestamente más genuinas, que resuenan en una recién y artificiosa grafía quechua. O pierde comas, pausas, puntos, rebaja las mayúsculas, desordena su sintaxis y aindia su expresión. Se trataba de comenzar la andinización del país por su ortografía, liberándolo de la degeneración de una pronunciación impropia; puesto que, de la batalla —que recuerda antiguos empecinamientos románticos contra la escritura imperial—podría beneficiarse sin duda la “libertad i sibilisasyon de un pweblo” alfabéticamente oprimido, “i qyen sabe si [también] la literatura propia de estos ermosos idiomas onomatopéyiqos y ejspresibos” (Chuqiwanqa 1928). (Vid. MAPAS)
Argos La expresión latina nihil novum sub sole aparece invariablemente repetida en los manifiestos que proclaman la absoluta innovación de sus propuestas artísticas como una especie de excusatio non petita —por seguir latinizando— o aviso exculpatorio de caminantes, desde el pistoletazo de salida futurista hasta el “Manifiesto de Martín Fierro” o la presentación de la Revista de Avance. Todo va a cambiar, todo se desea renovado, inédito, inaudito, aunque inevitablemente “nada haya nuevo bajo el sol” o precisamente por ello. Ese cambio prudente, deseado, y en el fondo neutralizado por la empatía continuista de todas las cosas, hace del manifiesto un discurso consciente de sus imposibilidades y de sus utopías. Y le obliga a gravitar, en cuanto al mecanismo de su modificación, dentro del modelo seriado para la renovación de las esencias que suministra el mito* de Argos frente a un sistema radical de innovaciones arbitrarias. A diferencia de Proteo, que modifica sus formas de una manera abrupta y sin relación alguna entre las naturalezas que adopta, cuando a la nave Argos le acontece algún percance, los dioses obligan a Jasón a reemplazar poco a poco las piezas dañadas sin poder nunca ni desguazar ni sustituir íntegramente el barco, de suerte que este acaba al final por ser otro nuevo “sans
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avoir à en changer le nom ni la forme”. La representación puede considerarse muy útil —según Barthes (1974: 50)—, al proporcionar la alegoría de una cirugía invasiva en la estructura, mediante alteraciones modestas que terminan modificándola absolutamente, aunque, no obstante, no la reemplacen por entero. Así desde el “Manifiesto Futurista” se perciben redundancias repetidas con variaciones, un juego de leves muescas que se van secuenciando, relacionadas y conscientes de que todo es distinto cuanto todo es suavemente igual. Se repiten con cambios, por ejemplo, la enumeración de los puntos a combatir5; la necesidad de una escenografía impactante que confirme la urgencia del cambio; los vítores a realidades nuevas, desde el “¡Viva el mole de Guajolote”, que dirían los estridentistas, hasta el “¡Viva la máquina, la llave, la aldaba, la tuerca, la sierra, el marrón, el truck, el brazo derecho, el cuarto
5 Los “Nuevos” de la República Dominicana reconvierten los once puntos futuristas en un decálogo, comprometiendo la circunstancialidad de aquellos en una irónica “declaración de principios”, esbozada con cierto sarcasmo irrepetible. Los puntos II, III, IV y VII dicen por ejemplo: “Más vale algo nuevo que mucho trivial”, “Venga con originalidad en su mente, o si no quédese en su casa”, “Si los antiguos moldes artísticos pueden salvarse con una palabra suya, no pronuncie una sola sílaba” y “Reconozca su propio mérito y el de los demás” (Mir et al. 1972: 109). Los integralistas de Puerto Rico imprimen a la enumeración un tono constructivo e identitario, en la seguridad de que “no puede existir un coloniaje del arte” según el ítem 8 o que “urge la vinculación de nuestra cultura en su totalidad con las fuentes de nuestra autoctonía, con la realidad etnográfica geográfica y telúrica puertorriqueña” en el número 3 (Hernández Aquino et al. 1966: 254). En cambio, el “Manifiesto Trascendentalista”, que también acude al inventario de acciones prescritas, no guarda apenas rastro de los propósitos irredentos futuristas. El mandamiento número 2 sostiene: “Nuestro trascendentalismo viene a ser, en su más pura y noble intención, integrador de la personalidad”. Y el 4 afirma: “Nuestro trascendentalismo no será de poesía enervante, de aparato sino de algo esencial trascendente que toque al ser en lo diáfano” (Rentas Lucas et al. 1966: 255). Por otra parte, Bartolomé Galíndez en un “Manifiesto” para la Revista de Orientación futurista de Buenos Aires se niegan a glorificar la guerra, “higiene del mundo”, para, en cambio, reclamar en 20 apartados un regreso a la tradición más pura de “Homero hasta Hugo, desde Shakespeare a Schiller, desde Plotino a Maeterlink, desde Anfión a Beethoven” (Galíndez 2009: 166), y dentro de aquella pulsión bélica originaria se pide el retroceso a la épica como combate sublimado en sus títulos más bellos, César y Rolando en primer lugar, como si, en efecto, Argos hubiera renovado su casco por completo.
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de hotel o el vaso de agua!” de los euforistas6; la emisión de frases cada vez más polémicas; la prospección de un futuro distinto7 o la imprecación* y la injuria* como marcas de estilismo por antonomasia. Pero es el versionado casi imperceptible, dentro de lo literal de su reproducción, que experimenta la frase latina con que abríamos esta entrada y con la que cada ismo excusa la repetición inevitable de contenidos, el ejemplo quizá más sutil y más comprometido de esta especie de cambio en la permanencia que el género manifestario sufre en sus realizaciones particulares. Frente a un Jorge Mañach desencantado con que a “la pretensión de los jóvenes que clamamos por un arte nuevo se opondrá siempre, con ademán poderosamente escéptico y peligrosa fuerza de simpatía, la vieja convicción de que nihil novum sub sole” (Mañach 1927: 2), encontramos en contrapartida el optimismo de los Nuevos dominicanos —“Hay mucho de nuevo bajo el Sol. Encuéntralo” (Mir et al. 1972: 109)— o la llamada de atención diepalista —“¡Cerremos nuestra memoria, máquina imitadora, loro estúpido, y abramos nuestra imaginación, a hacer cosas nuevas bajo el sol” (Palés Matos/ Batista 1966a: 227)—. El giro definitivo que hace de lo repetido una diametral manera de enunciación distinta lo cursan los magistrales líderes de Martín Fierro que “saben que todo es nuevo bajo el sol si todo se mira con unas pupilas actuales y se expresa con un acento contemporáneo” (“Manifiesto” 1969: 26). (Vid. MONOTONÍA, PROTEICO)
6 El fraseo entusiasta con que acaba el “Manifiesto Euforista” en confusa exaltación de un inventario magnífico e impensable merece su reproducción íntegra: “¡Viva la máquina, la llave, la aldaba, la tuerca, la sierra, el marrón, el truck, el brazo derecho, el cuarto de hotel, el vaso de agua, el portero, la navaja, el delirium tremens, el puntapiés y el aplauso! / ¡Vivan los locos, los atrevidos, los aeroplanos, las azoteas y el jazz band! / ¡Abajo las mujeres románticas, el poeta melenudo, los niños llorones, los valses, la luna, las vírgenes y los maridos! / ¡Madre Locura, corónanos de estrellas!” (Palés Matos/Batista 1966a: 229). 7 “Por lo que toca a la estética del futuro, ésta será amétrica, astringente y wagneriana, por no decir que será divina armonía del desorden” (Vígil Díaz 2011: 21).
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Autobiografía Es difícil separar, desde luego, el manifiesto del avatar cronólogico de su creador. A menudo este canjea su historia por la historia de aquel, hasta el punto que Xavier Abril lo arranca del dato de su propio nacimiento —“el año de 1906, en Sudámerica”—, ya que este resulta incontrovertible: “una de las cosas de que estoy más seguro es de haber nacido”. A partir de ahí, su poética vanguardista se irá completando con experiencias biológicas. El mejor retrato surge del laboratorio radiológico —en ocasiones de la disección forense*— y el arte verdaderamente válido es aquel alimentado de episodios juveniles y “venéreos”. Son los secretos de la piel y las huidas del colegio lo que separan a Abril para siempre de los parnasianos; su profesión de jockey lo que le permite convertirse en “jinete en pelo de las ideas”. El carácter de su plástica lo dictan “las piernas con malla de una compañera, [...] muy fea y muy alemana”. De viajes desordenados por las montañas del Perú obtiene una dirección de trabajo en la naturaleza; de la blenorragia contagiada por las mujeres de los puertos, un horizonte literario desorientado y de su preparación psíquica o de su conciencia cierta de loco extrae lo que legar a la poesía hispanoamericana: “el surmenage, la taquicardia, el temblor, el pathos”. Después de eso, que la Venus de Milo se quede para siempre “en el burdel del Louvre” (Abril 1931: 8-14). (Vid. SOLIPSISMO)
Cadáver (pero no tan exquisito) Inscrito inevitablemente en el tiempo al que pretende adelantarse, el manifiesto vive poco. No solo es que arrastre malamente restos de lo que deja atrás, como los difuntos Campoamor y Núñez de Arce que al puertorriqueño Evaristo Ribera Chevremont le hieden con su entierro a medias, contaminando de modernismo crepuscular los panfletos en los que se exige su inhumación8. 8 “A la poesía no le viene bien el verso métrico. Me hieden los cadáveres de Campoamor y Núñez de Arce. Me aburre el cacareo monótono de las diuturnas tarabillas de corral”, ataca
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Ocurre además que ya en el momento de emitirse, el propio manifiesto de vanguardia constata proceder “de un cuerpo muerto” (Abril 1931: 15). Puesto que somete su marcha a una continua exigencia de huida hacia delante, puesto que asume la innovación como la única permanencia, está condenado a la ruina, a lo perentorio y precario de sus mismas ansias renovadas. De ahí que, cuanto más triunfalmente proponga sus medidas, más infeliz, más melancólico resulta como discurso que conoce la condición postrera a la que todos los intentos, también el suyo, están destinados9. Cuando firmen su revista coral, los integrantes peruanos del grupo Bandera irán cambiando el título para cada edición quincenal de la misma, acompañando la nueva voz con la claudicación manifestaria y declarada de la anterior. Si la revista aparece primero, en octubre de 1926, como Trampolín, en su número siguiente ya se llama Hangar y Extrampolín-arte supra-cosmopolita. En el inmediato siguiente se publicita bajo el nombre de Rascacielos o Exhangar, revista de arte internacional y en el número 4 se hace conocer como Timonel (Exrascacielos, Arte y doctrina). En cada revuelta de esta caducifolia nomenclatura, Serafín Delmar, Magda Portal, Gamaliel Churata, Alejandro Peralta o Julian Petrovick parecen admitir lo contingente de su esfuerzo revisionista, la condición difunta de cualquier ruptura y la superación que cada una de ellas supone obligatoriamente respecto a la previa. Evidentemente nada hay más efímero que el acto de proclamarse. El manifiesto reconoce su obsolescencia —lo hace ya Marinetti en el primero de los textos futuristas (Vondeling 2000: 141)— y se congracia con los modos Ribera Chevremont en “El hondero lanza la piedra”. “Desliteraturicémonos”, “desmetriquemos y desrimemos”, insiste para, sin embargo y sin solución de continuidad, pedir en su poesía de vanguardia algunos componentes que aquellos habrían antes suscrito: síntesis, esencia, magia, sensación y “la pirámide hermana del río sagrado”, el “foco parpadeante de Sirio” (Ribera Chevremont 1966: 233, 234). 9 Una huida hacia delante —“Flucht nach vorn”— que complica por tanto la linealidad del manifiesto y de toda la vanguardia, obligándoles a analepsis o a anacolutos temporales que Paz designará para América Latina como “tradición de la ruptura”. Es Leroy quien señala la melancolía como categoría específica del manifiesto en un hermosísimo fragmento de su estudio: “So triumphal sie auch immer sein mag, die Gattung ist von Melancholie durchwoben. In der Tat haben wir es mit einem Diskurs zu tun, der als Diskursform unglücklich wirkt, ist er doch dazu verurteilt, sich angesichts des Schreiberlebnisses, dessen Inthronisierung er feiert, zu verlöschen” (Leroy 1997: 279).
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y maneras de lo que fácilmente pasa. Por eso gusta tanto de la hoja volante*, que inscribe en el aire su fecha de caducidad consecuente. En Chile, joven y no hollada “Laponia espiritual”, los poetas de la Rosa Náutica afirman desde este medio la “actualidad futura” en la que se dicen vivir para susto eterno de los viejos poetas, aquellos que con sus manos grises habitan un hoy “de hace 50 años”. Por eso también, la “Proclama” de Prisma asume la conciencia de su condición terminal frente a los momificados intentos de monumentalización de todo el arte previo: “esos señoritos de la cultura latina, gariteros de su alma [que] se pedestalizan sobre las marmóreas leyes estéticas para dignificar ejercicio tan lamentable” (Borges et al. 2009: 498). Sin embargo, los cuatro firmantes —Jorge Luis Borges a la cabeza— de esta revista mural con la que iluminan las calles de Buenos Aires creen en la “momentánea eternidad” de su acción y saludan la extinción como la estela fugacísima de una “belleza dadivosa y transitoria” (Borges et al. 2009: 499).
Camuflaje Es parte de la táctica bélica de la vanguardia y de su órgano difusor, el manifiesto, infiltrarse disfrazado en modalidades genéricas, en posibilidades escriturales varias a la manera de bomba de relojería o resorte antagónico que, desapercibido, se activa de repente, atentando contra todas las variantes estéticas, obvias y consensuadas, que le habían dado cabida. Es así que puede aparecer camuflado de poema, de novela, de exemplum, de diálogo, de ensayo, de teatro, de leyenda, de mito*. El “Non serviam” de Huidobro, pronunciado en el Ateneo de Santiago, es una fábula en perfecta contradanza, una especie de facecia con su moraleja disolvente, por la cual todas las vinculaciones miméticas del relato se defenestran y ello precisamente mediante la mímesis emulada de un cuentecillo. Podríamos pensar entonces que todos los productos vanguardistas son un disimulado discurso programático, desde los grandes juegos conjuntos, los collages, los cuadros en colaboración, los caligramas, hasta las instalaciones y
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celebraciones lúdicas, las antologías, las revistas, las imágenes improvisadas10. Pero lo que se celebra aquí es la extensión al manifiesto de un movimiento típico del arte contemporáneo que Massimo Carboni denonima el “reino abierto del qualunque cosa come tale” y que no es sino la aplicación indiscriminada de un uso impropio de las piezas, los elementos, los enseres, para descubrir que, incluso en medio de esa no pertinencia en su manipulación y esa crisis infligida en su vocación de empleo, pueden seguir generando un sentido11. El 11 de septiembre de 1914, por ejemplo, Giacomo Balla diseña el legítimo y único “vestito antineutrale”, a fin de que la declaración de afiliación al futurismo se proclame desde la ropa que se endosa el artista, aboliendo las telas estáticas, pesadas, funerarias, las rayas, los cuadrados y los grises del hábito diplomático, para brillar con el rojo, azul, verde —los chirriantes tonos día o noche— con que se adorna en cambio su mentor, el “parolibero” Marinetti. La propuesta, que ofrece una coloración y un corte distintos para la mañana y la tarde, recuerda las creaciones de los simultaneístas Robert y Sonia Delaunay, y muestra cómo el futurismo se percibe en tanto filiación que compromete en todos los aspectos de la vida, al prever conductas y modelos para cada momento de la misma12. Para ello, el manifiesto juega a camuflarse de consejo de moda y de estilismo a la última, que prohíbe lo desolador y decadente y esconde, bajo el disfraz de chaqueta futurista con su corte “a ráfagas”, una contundente declaración de intenciones (Fig. 1). 10 De hecho, la “Ligera exposición y proclama de la Anti-Academia nicaragüense”, firmada por Pablo Antonio Cuadra o José Coronel Urtecho, consiste en el anuncio de una serie de acciones programadas —que ellos califican de “empresas”— para la expansión y afirmación del movimiento, como la emisión de revistas, la creación de antologías, la puesta en escena de teatritos y performance y la apertura de un “Café de las Artes”, como “punto de reunión y de entrenamiento de todos los que sean o se sientan anti-académicos” (Coronel et al. 2009: 177). 11 “[...] da una ruota di bicicletta ad una galleria d’arte completamente vuota, da un campo costellato di parafulmini ad un corpo che compie i movimenti più banali [...]: la locuzione logorata dall’uso spesso improprio riscatta qui la sua capacità di produrre ancora un senso, perché è proprio letteralmente così, l’arte oggi si identifica in maniera strutturale con il più assoluto non-importa-che cosa, assume qualsivoglia contenuto. Si potrebbe parlare, per continuare con i cliché che si rivelano appropriati, di una crisi delle vocazione, non religiose ma artistiche” (Carboni 2007: 124). 12 Véase, para esta propuesta de “vestuario antineutral”, Perloff 1986: 100.
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Fig. 1. Giacomo Balla, “Il Vestito Antineutrale”, Manifesto futurista, diciembre de 1914.
Del mismo modo, ¿no es una subrepticia expresión de admiración mancomunada la radiografía del cerebro de Ramón Gómez de la Serna con la que Girondo sienta las bases de las sinapsias ultraístas, las circunvoluciones innovadoras, las conexiones neuronales del verdadero creador (Fig. 2)? Dos termómetros, enmarcando el dibujo, miden los niveles de intuición, fantasía, espontaneidad e ironía que le son imprescindibles, mientras los dos grandes lóbulos de Ramón, magmáticos, revueltos, efervescentes, enuncian los componentes necesarios a su genialidad. La instantánea, tomada por Oliverio, hay que mirarla entrecerrando los párpados, con lo que opera, por último, como el inmenso grabado-manifiesto que es, consignando el modus operandi para la contemplación o performance de los rasgos mentales que deben mezclarse en el líder vanguardista.
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Fig. 2. Oliverio Girondo, “Instantánea del cerebro de Ramón”, en Martín Fierro, nº 19, 18 de julio de 1925.
Canibalismo Cualquier manifiesto vanguardista podría recomendar una dieta antropófaga que pone en práctica de inmediato, puesto que digiere, incorpora, repite y fagocita. Pero es quizá el programa de la vanguardia brasileña el que mejor y más originalmente se plantea una gestión estética más cercana a digestiones pantagruélicas de la tradición occidental que a la aséptica nutrición hospitalaria. Con la prescripción de sus banquetes culturales, los antropófagos cariocas parecen diseccionar lo que Girondo, en el diminuto prólogo a la primera edición de sus Veinte poemas, llama el “estómago latinoamericano” y que esconde en el fondo un intento de caracterizar, apelando a una mastodóntica ingestión,
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los procesos de formación de la cultura continental13. Si el estómago iberoamericano es “libérrimo y ecléctico, capaz de digerir bien, tanto unos arenques septentrionales o un kouskous oriental, como una becasina cocida en la llama o uno de esos chorizos épicos de Castilla” (Girondo 2009: s/p), entonces la cultura que propicia es una cultura gigantomáquica e ingente, asimiladora y omnívora, incapaz de discriminar entre lo que se incorpora, voraz e indecisa, monstruosamente caníbal. El “Manifiesto antropófago”, redactado por Oswald de Andrade hacia 1922, ofrecía bajo la apelación a esa cruenta comida ritual que practicaban con los conquistadores europeos los indios tupíes del Brasil una teoría antropofágica acerca del modo de encarar el pasado colonial con su carga de saberes y competencias, y una manera nueva, desfachatada, irreverente y mágica de aceptar las revueltas mezclas, la extraordinaria simbiosis de capacidad estética y de surrealismo atávico que son seña de identidad del conocimiento y el arte latinoamericanos. Pregunté a un hombre lo que era el Derecho. Él me respondió que era la garantía del ejercicio de la posibilidad. Ese hombre se llamaba Gali Matías. Me lo comí (Andrade 2001: 42).
Escrito en Piratininga, el año 374 “de la Deglución del obispo Sardinha”, la proclama llamaba a la “absorción del enemigo sacro para transformarlo en tótem” (Andrade 2001: 45), a la práctica del canibalismo como la higiene verdadera contra la hipocresía, la solemnidad, la envidia de pueblos eruditos, antiguos y catequizados, y a su sublimación en tanto el lazo social más sutil, la unión filosófica mejor cimentada y el juego de imágenes que mejor podía realizar la simbiosis de los diversos registros14. Todo en medio de la gran carcajada del indígena con su collar de calaveras: “Tupí or not tupí that is 13 Para la relación entre Girondo y la poesía concreta brasileña de Andrade, relación que aquí solo puede insinuarse, cfr. Schwartz 2004: 351-372. 14 “El radical y profético espíritu de vanguardia del juguetonamente metafísico enunciado oswaldiano [...], en el que retomaba el espacio mítico de una temporalidad pre-cristiana, antes de la arribada de la historia (vista como historia occidental), a bien decirlo nunca fue superado. Fue el pasaporte para la invención de un modus de lidia con influencias, condicionantes y proyectos, que se reflejó en todas las áreas de la vida brasileña” (Costa 2012: 56).
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the question” pontifica el grito de guerra antropófago que devora la cita por antonomasia del teatro occidental para enunciar el alegato sin complejos de la verdadera diatriba identitaria carioca.
Cristalizaciones En su epígrafe de presentación, el “Comprimido Estridentista”, firmado en primera instancia por Manuel Maples Arce, dice incorporar “iluminaciones subversivas de Durán, de Marinetti, de Salvat-Papasseit” y además “algunas cristalizaciones marginales” (Fig. 3).
Fig. 3. Actual-Nº 1. Hoja de vanguardia, Comprimido Estridentista de Manuel Maples Arce.
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La misteriosa advertencia resulta difícil de desentrañar: ¿qué son o cómo se presentan esas cristalizaciones que el manifiesto dice incluir? Si se entiende por cristalizar el proceso por el cual algunos líquidos se estabilizan bajo perfiles sólidos, podríamos pensar que el texto admite albergar formas disolventes que acaban anquilosadas, necrosadas en precipitados fijos y, por ende, dogmáticos. Y no es difícil entender por tales aquellos momentos en que el manifiesto entra en contradicción consigo mismo, ya que, en su afán de derribar las leyes anteriores, suele caer formulariamente en la postulación de otras nuevas; suele incluso postular el principio dogmático de negarlas todas. La cristalización se produce entonces si, llevado de su pasión incendiaria, el manifiesto ordena la revolución permanente, propone normas para erradicar las normas o afirma las cadenas de la libertad creadora. Desde luego hay momentos de la vanguardia claramente conscientes del tejemaneje que esta paradoja supone: así Borges en “Anatomía de mi Ultra” considera la estética como la parafernalia exacta para el autoengaño, un “andamiaje” falsario de argumentos “edificados a posteriori para legitimar los juicios que hace nuestra intuición sobre las manifestaciones del arte” (Borges 1967: 493). Pero cabe a los estridentistas el honor de poner en escena esa especie de trampa reflexiva o de truco contra sí mismos. Si recorremos de nuevo su “Actual nº 1”, descubrimos una primera y flagrante cristalización cuando el manifiesto, que ha decidido mimetizarse de hoja volante con toda la fuerza apelativa de la plástica mural, emite a renglón seguido y desde la propia enunciación del panfleto la prohibición de “fijar carteles”. El bucle que de este modo traza le afecta sobremanera porque, asumiendo para sí la condición de cartel, asume igualmente la condición que le acompaña, cristaliza en la interdicción habitual que pesa sobre el graffiti, la expresividad urbana y la proclama ideológica, y pasa entonces a proscribirse a sí mismo. Las cristalizaciones no son, por tanto, sino el resultado de conducir hasta el extremo las consecuencias del proceso reivindicativo que se había comenzado abrazando. No son sino este circuito claustrofóbico, producto de asumir hasta la incoherencia y la paradoja aquella naturaleza imitativa de la que el manifiesto se había camuflado* para cumplir su fin.
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Diccionario Desde que sabemos que “Dadá no significa nada”, podemos imaginar que la naturaleza primordial de todo manifiesto es semántica y que funciona en la clave de aquella inmensa “Machine de Bons Mots” cuyo engranaje diseñara Picabia (Fig. 4).
Fig. 4. Francis Picabia, “Machines de Bons Mots”, en Poèmes et dessins de la Fille Née sans Mère, 1918.
Por lo tanto, es obligación del manifiesto decirnos qué significa el movimiento que publicita, fungiendo para ello como su tesaurus discrecional, la parcela lexicográfica que regula los usos de sentido emanados del nombre del ismo. Desde luego, el primero —el nombre— debe revelar, casi por similitud, las pretensiones estéticas del segundo, y la operación de bautizar una revolución se dirime entonces en el terreno de la lógica más evidente.
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Creacionismo, Trascendentalismo costarricense, el Postumismo de Santo Domingo —que además reclama para su propio orgullo la alusión nietzscheana—, Noísmo —que, más que rechazar, proclama la nadería de todo sentido15—, el Nuevosignismo de Guatemala, el Fatrismo en Nicaragua, el Invencionismo argentino o el Sudismo y Naturismo uruguayo reiteran, en los lexemas de su apelación, las líneas reivindicadas de sus programas respectivos, como si de una reencarnación nominalista se tratara. Más interesante, el “Manifiesto del Grupo sin número y sin Nombre”, publicado en la revista Bandera de Provincias de Guadalajara, en mayo de 1929, y firmado por Agustín Yáñez, entre otros, comprende el alto valor revolucionario que reside en toda renuncia a una nomenclatura. Y de hecho, más allá de ese primer acto expósito, el manifiesto es bastante tímido en sus demás reivindicaciones16. El nombre adquiere entonces un rol representativo, cuando no una denominación de origen o un valor de cambio, un suplemento de sentido del que Duchamp es muy consciente cuando intenta patentar como logo las cuatro letras del ismo en que milita, demasiado explotado por doquier dentro de operaciones espúreas de autoexaltación interesada. De hecho algunos colegas abusan de sus capacidades morfemáticas y combinatorias: Max Ernst se rebautiza Dadamax; Baader se autoproclama Oberdadá (el “jefe dadá”); Haussmann será Dadasophe o Dadaraoul; Heartfield se llamará Monteurdadá y Grosz, Marshalldadá o Dadaoz. Otros anagraman la expresión, la alteran, la potencian, la reconvierten y hasta pretenden colgársela del cuello en forma de amuleto17. En su Manifieste de Mon15 “El NOÍSMO no resuelve ningún problema estético, ni moral, ni social, ni político, ni económico. Estamos más allá del plano del sentido común. Desde cualquier punto de vista el NOÍSMO no significa nada. NOÍSMO es una palabra como otra cualquiera” (Quiñones et al. 1966: 242). 16 “Grupo sin número y sin nombre. Sin residencia oficial. Ha nacido en Jalisco, pero bien puede morir en cualquier parte. Por lo pronto el espacio queda en él abierto y locuaz. Pero con tendencia. Aunque no blasonemos de novedad. (Hartos estamos de borracheras románticas). / Amplio y corto programa —el de cada uno— sin escuela. Ancho el espíritu, el entendimiento, la comprensión” (Yáñez et al. 1988: 343). 17 Parece ser que, como complemento a su creación de la marca registrada Dada®, Duchamp le propone a Tzara crear un colgante alusivo para los miembros del grupo: “Duchamp ne s’y était d’ailleurs trompé lorsqu’il proposa à Tzara un projet — qui ne vit pas le jour — celui de réaliser une sorte d’amulette qui aurait repris les fameuses quatre lettres” (Bizé 2005).
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sieur Aa l’antiphilosophe, Tzara bromea con la supresión de las consonantes por cuestión de economía doméstica. “Les tarifs et la vie chère m’ont décidé à abandonner les D”. A Partir de ahí propone: Demandez partout la suppression de D, mangez du Aa, frotez-vous avec la pâte dentifrice Aa, habillez-vous chez Aa (Bizé 2005).
La famosa sílaba reforzada permite, con la simplicidad enigmática de su reduplicación, juegos fónicos o ironías gráficas; permite la apropiación, la imitación, el plagio; permite las apelaciones publicitarias o las especulaciones hermenéuticas. Puesto que parece englobar semantemas contradictorios, puede estimular de rebote todas las interpretaciones18. Dadá deviene una operación lingüística y se anuncia en sus Papillons o tarjetas promocionales (Fig. 5) como “Société Anonyme pour l’exploitation du vocabulaire”: la sensible explosión de semantismos acumulados revela su condición de todo y nada, de afirmación y negación, de sí y de no conjuntos.
Fig. 5. Tristan Tzara y Paul Éluard, “Papillon Dada”, Paris, 1919. Extraído de Archives Dada, http://archives-dada.tumblr.com/tagged/tristan-tzara (22/08/2012)
18 La explosión de interpretaciones contradictorias sobre el término forjan una manera nueva de afirmación vanguardista: para Picabia, vale por expósito, por el niño sin madre (1918: 43-44), para Hugo Ball es sí en rumano, pero también es una manera de decir asociación naif de ideas en alemán y es caballo de tiro en francés, para otros, no significa verdaderamente ninguna cosa, es una manera de indicar la no significancia (Bizé 2005).
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En la versión latinoamericana más próxima se trata de definir AGU, voz alógica, principio emocional, “primer grito de la carne”, con que encarar una lengua pura y primigenia frente a la palabra “sobajeada”, convencional y consabida. El movimiento que se ampara en esta expresión simple con la que se busca negar todo artificio nominativo, comandado por los poetas chilenos Martín Bunster y Alberto Rojas Giménez, lanza su primer manifiesto desde la revista Claridad el 13 de noviembre de 1920. Allí se reivindica la sinceridad vocativa, lo espontáneo lingüístico bajo el acto de asunción de este nombre Agu que, nos dicen sus inventores, “no necesita aprendizaje. Ni lecturas. Ni erudición”. Se trata de imitar con él los sonidos de un recién nacido, de pergeñar una forma “sin forma” en la que radicar la inmediatez de la luz, la falta de artificio de lo orgánico, “el punto vital de cada instante”. Todo lo demás resultan viejas retóricas, lunares postizos, maquillajes e imposturas. Hay que reivindicar “el sobresalto, la caricia fugaz, el mordisco [...], el juego de los músculos”. Si resulta muy interesante esta especie de limpieza idiomática en la que el movimiento hace residir los principales objetivos de su intervención, el naturalismo estético que protege, su tentativa de gesto desnudo y genuino resultan difícilmente comunicables. ¿Cómo se hace profesión de fe de la naturalidad? En el camino de la definición imposible, el manifiesto se escora en oraciones obvias, en tautologías básicas con las que contar la sencillez del arte pretendido: Fuera hilvanes!... El agua es el agua. La tierra es la tierra. El cielo es el cielo. No busquemos (Martín/Zaín Guimen 1988: 81).
Sin embargo, además de significarse a sí mismo en su proclama, cada movimiento actúa resignificando también lo real, renombrándolo o definiéndolo, cuando no postula voces, inventa palabras para sus nuevos mundos y adquiere entonces la condición de tratado onomasiológico o de ejercicio de etimología. El ejemplo más hermoso de bautismo, que permite creer en esta preferencia
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semántica de todo vanguardismo, se debe de nuevo a Huidobro, cuando explica esa versión iniciática de mundo que constituye su “Horizon carré”. Lo explica como un tendencioso lexicógrafo en carta a su amigo Thomas Chazal: Horizonte cuadrado. Un hecho nuevo inventado por mí, creado por mí, que no podría existir sin mí. Quiero, mi querido amigo, resumir en este título toda mi estética, que usted conoce desde hace algún tiempo. Ese título explica toda la base de mi teoría poética. He condensado en él la esencia de mis principios (Huidobro 2003a: 1341).
En resumen, no cabe duda de que, dentro de la vanguardia, la definición actúa como una forma poderosa de argumentación para la operación demostrativa y retórica de la literatura panfletaria.
Ebriedad Si la dilapidación es uno de los mitos* de la vanguardia, al postular el gasto sin medida como la primera de las operaciones revolucionarias contra la racanería económica burguesa, sus manifiestos deben también excederse en una especie de ebriedad programática que multiplica fórmulas. Se trata de una forma extraña de derroche preceptivo: frente a las retóricas clásicas que ahorran, la borrachera vanguardista propone la bacanal contradictoria de una normativa estimulada hasta el delirio, justo para la superación también desmesurada de toda norma. Huidobro duplica sus apelaciones y produce el “Manifiesto de manifiestos” o guía programática al cuadrado, el no va más de las producciones apelativas, en la que despliega todos sus recursos —incluidas citas imprevistas, como el Pantagruel de Rabelais (1323)—, dentro de un barroquismo del dictamen y una argumentación del despilfarro reivindicativo. El Estridentismo, por su parte, reproduce sus orgías manifestarias, generando continuas hojas “actuales” que se actualizan también unas a otras en una corriente continua, con la misma prodigalidad desorientada con que unos ismos se sustituyen por otros, unas tendencias por las siguientes, una moda por la inmediata superior.
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Vallejo comprenderá el riesgo entrañado en esta dinámica de creatividad perpetua y alertará contra ella, a su vez, en otros “manifiestos”, los más controvertidos de la producción latinoamericana. La acusará de producir una peligrosa “desagregación social” y una caída en la fragmentación19. Pero en este caso la utilización de esta forma de enunciación programática, cuya modulación se orienta al ataque, precisamente para alertar contra tales enunciaciones es parte de la marea ebria que la vanguardia desencadena: la emisión a escala, la abundancia exponencial, el crecimiento inflacionario de leyes con que prohibir las leyes, tiene el inconveniente de no percibir ni discriminar sus propias paradojas.
Forense, disección (Vid. CADÁVER)
El enemigo común El 12 de enero de 1921 Dadá se levanta contra todo y lo enardece —“DADA soulève TOUT”— de acuerdo con la hoja manifiesto que emite para declarar la muerte del Futurismo, del Cubismo, del Neoclasicismo, del Expresionismo, del Vorticismo, del Creacionismo, hundidos juntos en la repetición esclerotizada de sus propias fórmulas, sobrepasados y conquistados por la libertad convulsa, por la risa crepitante y la “idiotez pura” que en cambio Dadá reclama para sí. La dosis de panfleto que todo manifiesto alberga le obliga a conceptualizaciones dicotómicas, a una axiología distributiva por la cual, de un lado están los firmantes del nuevo ismo y, del otro, bajo un rostro sin matices, todo lo demás. Con ello, se estaría aplicando la regla maniquea del “enemigo único”, portador de una sola cabeza a abatir de un único golpe.
19 En “Autopsia del superrealismo”, en “Estado de la literatura hispanoamericana” o en “Poesía nueva” la postura de Vallejo es durísima contra la borrachera de pronunciamientos vanguardistas, que solo viven una temporada y que no generan una verdadera comunidad cultural sino formas individualistas y asociales de afirmación.
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Táctica típica de los totalitarismos, la vanguardia se deja llevar por esta impostura que permite la reunión de oposiciones bajo una amalgama indiscriminada a cuyas diferencias parece ciega. Según Marc Angenot (1982: 127), dicha amalgama constituye uno de los modos del terrorismo intelectual, un modo que, además, la vanguardia explota en cuanto le permite maximizar y sobredimensionar su propio campo de intervención. Si para el ultraísmo de Borges, la oposición a combatir la conforma una mezcla de Darío, Lugones, Pérez de Ayala, Valle-Inclán o Juan Ramón Jiménez (1990: 286), llevados por la exaltación de la condena, los Euforistas, pequeña “facción verdadera”, proscriben de un tajo la turba homogénea de adversarios entre los que son capaces de contar a Nervo, Rubén, Herrera y Reissig “que dieron al mundo una idea falsa de lo que vive en nosotros”, pero también Whitman, Ugarte, Verhaeren, el Dadaísmo y el propio Marinetti. Entre otros oponentes inmediatos se suman cosas tan variopintas como el preciosismo y la “garrulería de sentimentalismos dulzones”, “el ritmo métrico, el recuerdo y la mujer”: una composita, por tanto, de contrarios que igualan sus diferencias en la condición homogeneizante y en la amalgamada inexactitud del “enemigo común”20.
Firmas Los vanguardistas firman su adhesión al manifiesto. Este consigna entonces la pertenencia como uno de sus deberes, la registra y legisla. Por otra parte, la pertenencia es ya un valor añadido: de hecho, el manifiesto pesa lo que pesan sus firmas y la individualidad de cada uno obtiene una plusvalía de su presencia rubricada al borde o al final de lo que es el movimiento vanguardista de moda, el ismo del momento o la postura más reciente.
20 En el texto que algunos identifican de clara inspiración futurista y lo califican de “marinettismo boricua”, a pesar de esa condena explícita al artífice del movimiento, hay un primer ataque contra los poetas que forman la línea puertorriqueña dominante. Pero de inmediato esos nombres —José Gualberto Padilla, José Gautier Benítez, Santiago Vidarte, Luis Muñoz Rivera, José de Diego— quedan diluidos en la batalla general e iconoclasta contra todo lo que suene a pasado, a “moldes viejos y a tradición” (Palés Matos/Batista 1966a: 227).
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Como consecuencia inmediata, el manifiesto debe regular también la escisión, la expulsión, el castigo: proscribe, por lo tanto, exilia, discrimina. La salida de José Rodríguez Feo del comité editorial de Orígenes —por su propia decisión y con carácter irrevocable” (Rodríguez Feo et al. 1954: 66)— exige, sin embargo, a los demás origenistas reunirse para refrendar la cumplimentación de su renuncia con signatura y explicación incluidas. También los disidentes rebeldes de los mandamientos bretonianos escribirán su propia declaración manifestaria de huida, reproduciendo así un circuito de cuyo absurdo buscaban evadirse. Si están escapando de la tiranía del Papa surrealista, ¿a qué reproducir ese arma primordial de la sujeción vanguardista que es el manifiesto? Insistamos en la doble valencia con que el manifiesto funciona y por tanto la presencia en él de varias posiciones reguladoras a las que se someten voluntariamente los mismos que las perpetran. Los firmantes aseguran suscribir y obedecer el movimiento que ellos, por otra parte, comandan. La signatura al final del texto desempeña un doble papel como objeto y sujeto del acto notarial en que tiene lugar. La contradicción se percibe mejor en los pocos actos comunitarios con que los Contemporáneos en México, el grupo sin grupo, insisten en subrayar al pie su propia e irrevocable soledad, su actitud más crítica que gremial, más individual y decepcionada que socialmente constructiva, junto a una tendencia casi irrefrenable hacia la misantropía21. O en aquellos instantes en que la argentina Proa reivindica a su vez la muchedumbre de lo aislado, para reafirmar su “blasón de independencia de cenáculos y de grupos, dirigida por tres escritores [Borges, Brandán Caraffa, Bernárdez] cuyo mejor título es su individualismo conservado a través de todas las tácticas” (Borges et al. 2009: 223). Sin embargo, constituye un problema mayor del manifiesto el momento en que sus firmas, por la determinación argumentativa que adquieren, llegan a sustituirlo y habitarlo por completo. Así ocurre con la lista de adhesiones que el Estridentismo colecciona en cada uno de sus “comprimidos”: secuen21 Los Contemporáneos aparecen entonces listados en textos grupales solo para decepcionar la ilusión de una voluntad de mexicanidad mancomunada: “Es maravilloso cómo Pellicer decepciona a nuestro paisaje, cómo Ortiz de Montellano decepciona a nuestro folklore, cómo Salvador Novo decepciona a nuestras costumbres; cómo Jaime Torres Bodet decepciona a su admirable y peligrosa avidez de todo lo que le rodea; cómo José Gorostiza se decepciona a sí mismo; cómo Gilberto Owen decepciona a su mejor amigo” (Cuesta 2004: 26-27).
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ciadas a lo largo de una página y media suprimen la reflexión sobre la nueva corriente, apoyada ahora en cambio en el peso persuasivo de quienes la suscriben. Ahí están, según ellos y para su orgullo, las apelaciones a un Cansinos Assens, un Gerardo Diego, un León Felipe o un Mauricio Bacarisse —pero también a Chagall, Mondrian, Derain, Carra, Coccioni, Kandinsky— como afectos a sus propuestas (Maples Arce 1999: 11-13). Y lo que es peor, en el número 4 —aquel que se abre con un “¡Chopin a la silla eléctrica!” (23)—, cuando el movimiento empieza a institucionalizarse alentado por el gobernador de Puebla, asistimos a las contradictorias adhesiones de delegados de Derecho, de Jurisprudencia o de Leyes en los estados de Morelos, en Jalapa, en el Distrito Federal, todos ellos congraciados con nombre y apellidos en esa “renovación constructiva” que debería imponerse por sí misma, en tanto verdad universal que el manifiesto asegura anunciar (24). Ocurre de modo parecido con L’Œil cacodylate, el cuadro de Picabia que difícilmente puede tomarse por tal, en cuya superficie este, durante la enfermedad que lo encierra en casa, ha hecho firmar a sus compañeros dadaístas (Mundy 2008: 188-189). La tarea creadora queda conformada por tal gesto* de asunción personal, cuando la firma abajo de la tela, desde el discreto último plano de la representación artística habitual, la ocupa aquí por entero. Algo se pudre, entonces, en la consideración tradicional del acto estético y de la proclama manifestaria, que no transmite otro mensaje sino el acatamiento y la suscripción de los suyos (Fig. 6). Duchamp diría que lo arruinado y enmohecido, lo radicalmente putrefacto en todo esto no es sino la costumbre “retiniana” de la pintura como lugar de la ilusión de las dimensiones y del reto mimético del mundo. Ni horizonte de perspectiva ni engaño, las firmas se autoafirman en un mensaje directo en el que no se copia ni se simula. El artista se postula como único objetivo de sí mismo: un objetivo que no vale más que su letra, que las filigranas de su nombre, elevado ahora a lo condición de mirable. El garabato deshace la pura consideración de lo artístico en cuanto valor en sí, lo mina como un tatuaje caliente sobre la piel de la figuración imitativa y de la representación comunicada. Sobre el manifiesto, queda como una herida impositiva, que suplanta la argumentación de su necesidad por el apellido tiránico de sus correligionarios.
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Fig. 6. Man Ray. Fotografía de Francis Picabia, L’Œil cacodylate, Nueva York, 1921.
Genealogías Como buen producto vanguardista, el manifiesto también aspiraría a nacer de la nada, a surgir impoluto, huérfano ex nihilo, como un expósito sin apellidos y sin antecedentes. Todo manifiesto desea darse in nuce, ofrecerse en tanto el huevo cósmico del que partirá el movimiento que consigna. Él sería entonces su misma célula madre. Y cuando no lo consigue, aspira al menos a establecer y conformar su desarrollo. En primer lugar suele cuidar mucho de precisar la fecha de su emisión, de la que dependerá la primicia de su buena nueva. En una especie de carrera de autos, el manifiesto adelantará por varias cabezas cada fundación.
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Después, trata de localizar un enemigo común* contra el que reaccionar. A partir de ese momento, cada ismo diseña su genealogía, acogiéndose de este modo al prestigio que ofrece la datación de un origen y la secuencia conformadora de un linaje. La alta habilidad de la vanguardia latinoamericana para darse a sí misma una historia alternativa y una línea sucesoria constituye precisamente uno de sus elementos caracterizadores. Sin embargo, en lo que a manifiestos hispanoamericanos se refiere, estos tienen un comienzo antológico, un momento de inicio insoslayable, el instante sin precedentes en que un representante de la vieja escuela a extirpar se siente aludido y contesta como puede a la joven y violenta generación que le combate. Si Amado Nervo traduce y divulga los once puntos del manifiesto de Marinetti desde el Boletín de Instrucción Pública de México en agosto de 1909, más representativo y emblemático resulta el hecho de que Rubén Darío también lo hubiera hecho, en su caso desde las páginas de La Nación de Buenos Aires unos meses antes. Ambos reciben con escepticismo las supuestas novedades, sin dejarse asustar por toda su parafernalia de “incendios, gritos, denuestos ácratas y otras yerbas”; puesto que sospechan que, en el fondo, “todo eso acaba en los sillones de las academias, en las plataformas de las cátedras, en las sillas giratorias de las oficinas”. Si tachan de anticuado cantar unas locomotoras cuya velocidad ya habían conmemorado ellos, si deconstruyen el concepto de actualidad reivindicado por Marinetti, lógicamente en cada una de las moderneces de su ismo Darío alcanza a escuchar un precedente grecolatino y hasta una resonancia de eternidad repetida22. Por supuesto, resulta innegable el dictamen según el cual nihil novum est sobre la superficie de nuestro rotativo mundo. En cambio sonaba contagiosamente novedoso el tono propagandístico, la forma enérgica y la melodía pe22 “Pero lo más peregrino de los once artículos que he traducido es lo que los jóvenes creadores de la nueva escuela se proponen cantar. Cantarán a las locomotoras [...]. Pero ¿y no las han cantado ya, señores futuristas, más de cien poetas modernos? [...] Cantarán las fábricas, las multitudes que trabajan, gozan y se rebelan. ¡Bonita novedad! ¡pues qué otra cosa he hecho yo!, diría, al leer esto, un Emilio Zola, por ejemplo” (Nervo 1972: 179-180); “En la primera proposición paréceme que el futurismo se convierte en pasadismo [...]. Creo que muchos casos de esos están ya en el mismo Homero y que Píndaro es un excelente poeta de los deportes” (Darío 1911?: 229-230).
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gadiza e incitante de la proclama de Marinetti, que desvía el género de su uso marcial e ideológico para convertirlo ahora en expresión privilegiada de una nueva era estética. La contestación molesta y enrabietada del rey depuesto no consigue por tanto sustraerse a ese atractivo y el poeta nicaragüense, a su vez, perpetra su propio texto manifestario bajo la forma de aquella respuesta obligada. O al menos eso llegó a pensar Marinetti cuando lo incluye, traducido, en su revista Poesía de Milán23. Es difícil dilucidar si aquello fue un producto más de la típica chulería italiana, un gesto de deferencia poco bélica o una estrategia habilísima para desactivar el ataque, paralizar al oponente e incorporarlo a las propias filas. Lo que desde luego demostraba era la flexibilidad de este tipo de escritura para servirse de intereses opuestos y vehicular en su favor ataques lanzados desde la otra banda del campo enemigo. Ahora bien, si entendemos el término origen en calidad de emergencia24, si entendemos el concepto de genealogía en tanto principio de una controversia, espacio cero del que se parte pero hacia el que se conserva una profunda disidencia, la respuesta de Darío a Marinetti parece una adecuada candidata a ocupar ese lugar de arranque, guerreramente abierto. Frente a las auroras genésicas, la emergencia, tal y como la argumenta Foucault en su lectura de Nietzsche, tiene la virtud de presentar en toda su beligerancia “la entrada en escena de las fuerzas: su irrupción, el impulso por el que saltan a primer plano [...], el espacio que las distribuye y el vacío a través del cual intercambian sus amenazas y sus palabras” (1992: 37). Dentro de esta mecánica dialéctica y nunca solventada, Darío había procedido repasando punto por punto las incongruencias futuristas para imprecarlas con parecida rabia. En la medida en que quedaba subrayada la distancia entre el desahuciado modernismo y las nuevas tendencias parricidas del advenedizo, en la medida en que se mantenía operativa e irresoluble la disputa entre víctima y verdugo, entre el parvenu irresponsable y el viejo mito modernista, la respuesta de este cumple con los rasgos imprescindibles para 23 Probablemente halagado por despertar tamaña contestación, Marinetti —que lo que buscaba era verse en boca de todos— reproduce el texto y muy rápidamente, en el temprano número de agosto a octubre del mismo 1909. La dinámica era, por otra parte, muy dariana. Recordemos que lo mismo había hecho Rubén Darío con el ataque de Rodó respecto a su discutido americanismo, al incluirlo en la segunda edición de sus Prosas profanas. 24 Es decir, menos Ursprung y más en la línea nietzscheana del término Entstehung.
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ofrecerse como origen y primer paso de una posible genealogía del manifiesto latinoamericano. Incluso yendo demasiado lejos, se diría casi imposible sustraerse a la jugosa tentación de postular su respuesta en tanto grado cero de la vanguardia en América o, al menos, en tanto controvertido comienzo de toda su actividad manifestaria. (Vid. ALFA, ARGOS)
Gesto Lo que Marinetti llamaba “parole in libertà” se traduce en realidad en la combinación de mayúsculas, colores, tipos distintos o duplicación de letras para escrituras en diagonal, cortadas, repetidas y reducidas a la onomatopeya explosiva de su enfatización. De este modo, la composición Après le Marne, Joffre visita le front en auto, de 1915, ofrece un ejemplo de esta nueva dinámica de la producción textual que pretende la mimetización caligráfica del tema: en este caso el recorrido de una ruta militar, con sus síncopas, sus redobles, su marcha triunfal y sus retrocesos. Más sutil es la página que en sus Ismos Ramón Gómez de la Serna llena con la exaltación de “lo nuevo” para el arte coetáneo. Al reproducirse una y mil veces en una variante distinta, peculiar, completamente inédita de la hoja volante* o del manifiesto gráfico, el trazo o escritura de esa palabra dibujada, ampliada, repetida, cumple con las expectativas que provoca y realiza su plan de novedad en el gesto mismo y peticionario de la reclamación (Fig. 7). Pensemos entonces que el proceso de la puesta en escena de un manifiesto debe quedar recogido y previsto de alguna manera dentro del mismo con toda la fuerza de su mímica dramática y excesiva. “Arriba”, “más alto”, “duro”, “ligero” son las notas internas con que pretenden llevarse a la práctica piezas como la Ursonate del dadaísta Kurt Schwitters o su sugestiva Sonate in Urlauten de 1932, cuyos juegos fonéticos imprimen sobre el papel la irritación expresionista que la motiva25.
25 “In the programme note for the Ursonate, Schwitters’s personification of his themes parodies the descriptive language used in eighteenth- and nineteenth-century art music: the military severity of the rhythm of the quite masculine third theme in the opening movement, the
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Fig. 7. Ramón Gómez de la Serna, “¡Viva lo Nuevo!”, dibujo para Ismos, 1931.
Los rasgos, los signos y los consejos de la performance manifestaria, las indicaciones gestuales de su irrupción enunciativa se le incorporan, como si de un guion cinematográfico, de una acotación teatral o de una partitura se tratara. Por esa razón, los jóvenes cubanos de El Caimán Barbudo se aprovechan de la agresividad visual de las mayúsculas para gritar gráficamente la revolución de su pronunciamiento26. O bien, el grupo antillano de los noístas incitará al lector a unírsele con carcajadas indicadas, con vozarrones precisos, con radicales Noes en alto o con unas cuantas “palabritas dichas al
tremolous and mild as a lamb character of the fourth theme, and the accusing finale, with the question tâa” (Nancy Perloff 108). 26 “NOS PRONUNCIAMOS” es el título de la proclama firmada por Orlando Aloma, Sigifredo Álvarez Conesa, Iván Gerardo Campanioni, Víctor Casaus, entre otros (1996: 11).
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oído”. Porque se entra y se milita en el Noísmo como se va a un circo “donde se están exhibiendo fieras”; se entra en él como a una “imposición del Siglo”, nos predican desde el subrayado mimético de sus peores intenciones (Quiñones et al. 1966: 241-245). Pero no es solo que el manifiesto incluya su performance, sino que realmente se produce en el acto gestual de ser emitido. Los invencionistas argentinos lo saben bien27. No se trata de reivindicar el gesto rebelde: la cuestión radica en un nuevo arte, construido sobre la efímera producción de una gestualidad escrita en el aire de la pasión manifestaria, erigido sobre el segundo sin duración de la enunciación del manifiesto en sí. Ni más ni menos, el arte de vanguardia es pura praxis sin continuidad expositiva; dura lo que dura la acción escandalosa —y en el momento de emitirse ya anticuada— de su instante de proclamación. El arte concreto exalta el Ser, pues lo practica. Arte de acto; genera la voluntad del acto. Que un poema o una pintura no sirvan para justificar una renuncia a la acción (Manifiesto Invencionista, Bayley/Caraduje/Contreras 2009: 251).
Hoja volante (Vid. CADÁVER)
Imprecación Apelativo, fáctico, el manifiesto realiza esa función del idioma por la que este verifica la apertura del canal comunicativo y la eficacia de su recepción en el oyente.
27 Entre los grupos más interesantes, aunque tardíos, los concretistas argentinos enuncian su “Manifiesto invencionista” con ocasión de su primera exposición en el Salón Peuser de Buenos Aires, en marzo de 1946. Y lo firman, entre otros muchos, Edgard Bayley, Antonio Caraduje, Simón Contreras, Manuel Espinosa, Raúl Lozza o Tomás Maldonado.
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Además de imprecativo, el manifiesto se arroga cierta vocación perlocutiva ya que aspira a llamar la atención y en ese acto mismo realizar aquello para lo que ha sido escrito. Es decir, que apela al escándalo y lo desencadena en el gesto conjunto de apelar a él. Pertenece al orden austiniano de la más pura performación y consigue realizar lo que emite en simultaneidad ilocutiva con su emisión. Por lo tanto, haciendo de la imprecación el verdadero contenido del arte vanguardista, el Grupo Minorista quiere definirse a través de la negativa. Su naturaleza no es otra que la del enfrentamiento. En apenas un año de vida, ha hecho de la revisión, el rechazo, la reforma, la denuncia, los modos y maneras de un discurso que a través de ese planteamiento performativo adquiere una intencionalidad nítidamente activista: Interpretando y traduciendo la opinión pública cubana, ha protestado contra el atropello de Nicaragua, contra la política de Washington respecto de México, contra el allanamiento del recinto universitario y el domicilio de Enrique José Varona por las fuerzas de la Policía Nacional (Martínez Villena et al. 1988: 249).
Resulta este carácter imprecativo el punto de inflexión en el que el discurso de los ismos se escora de lo estético en lo político, de lo manifestario lúdico en lo ideológico básicamente panfletario. Pero también funciona como el lugar para insertar de manera subrayada la respuesta del perceptor en la eficacia de la nueva gestión. Evidentemente ese receptor tiene un perfil casi único de burgués doméstico con gustos estables y armonías consuetudinarias. Pero, a través de la fuerte imprecación del manifiesto, no solo se aspira a convencerle de adherirse al mismo, además se busca desorientarle, insultarle, escandalizarle, manteniendo el juego doble de cohesionar apaleando. Desde luego, en el doble ejercicio se aprecian todas las gradaciones de la desconsideración y el ultraje. Nada parece tener que ver el directo desprecio que el “Decálogo de Atalaya” ostenta frente a sus oponentes —“Empezaremos por decir que todo idiota es un antiatalayista”28— con la educada displicencia dedicada por Orígenes a la voluble audiencia que tanto puede repudiarles primero como, una década después, pretender congraciarse:
28 “[...] enemigo del movimiento mecánico actual y un ser anquilosado que si tiene narices, carece de cerebro” (Miranda Archilla 1966: 250).
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Si andamos diez años con vuestra indiferencia, no nos regalen ahora, se lo suplicamos, el fruto fétido de su admiración. Les damos las gracias, pero preferimos decisivamente vuestra indiferencia. La indiferencia nos fue muy útil, con la admiración no sabríamos qué hacer [...]. Estáis incapacitados vitalmente para admirar. Representáis el nihil admirari, escudo de las más viejas decadencias (Rodríguez Feo et al. 1954: 65).29
Injuria Por contraste con la pasión nominativa de la vanguardia y frente a la condición de diccionario* de sus manifiestos, injuriar implicaría “negar al que atacamos su nombre propio, negarse a identificarlo”. O bien, se trataría de asumirlo bajo una apelación tan insultante como inapropiada: e inapropiada precisamente en cuanto impropia, en cuanto no perteneciente a la identidad del otro refutado30. De ahí los juegos atroces con el apellido del proscrito, las minusvaloraciones con que algunos manifiestos se recrean en el arte de llamar al enemigo*. “Vicente Huidobro o el obispo embotellado” fue un panfleto que, firmado a cara descubierta por Westphalen, César Moro, Rafo Méndez o Eduardo Lira Espejo, circularía en Perú hacia febrero de 1936. La violencia de sus acusaciones incurre en todos los recursos del sarcasmo, la defenestración y la carcajada con que responder los denuestos previos que —parece ser— el mismo Huidobro les hubiera dedicado. Así pues, estamos ante uno de los cruces de palabrotas más enérgico y más inventivo de la vanguardia latinoamericana, y frente a un tipo de expresividad imprecativa que no deja de reconocer, no obstante, su tono irredento de “querella de mercado” y de “lío de comadres” (Moro et al. 2003: 2).
29 Y entonces recrudece el tono en formas de erudito desaire: “Habéis hecho la casa con material deleznable, plomada para el simio y piedra de infiernillo. Y si pasean enloquecidos dentro de sus muros, ya no podrán admirar al perro que les roza moviendo su cola incomprensible” (Rodríguez Feo et al. 1954: 65). 30 “Injurier, c’est d’abord refuser à celui qu’on attaque son nom propre, refuser de l’identifier. Très systématiquement, les polémistes de droite, les Maurras, Béraud, Daudet, soucieux d’exclure l’adversaire de la communauté nationale, ont pratiqué ce type d’outrage” (Angenot 1982: 266).
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Desde “mico que copia”, “batracio mocoso”, “histérico estreñido” o “vetusto burgués” hasta “espécimen poetario”, “podrido confusionista”, “chanteur de drapeau”, “diffamateur professionel”, “truqueur”, a Huidobro, que lleva envasado “un obispo y hasta un sacristán”, se la bautiza de todas las maneras posibles, pero se le niega sistemáticamente la identidad de líder vanguardista que él había soñado para sí. (Vid. IMPRECACIÓN)
Irradiar Es verdad que el futurismo se había articulado con una inequívoca vocación dialéctica que imprime sus dicotomías a la organización de sus batallas. Desde una primera alineación antitética contra lo caduco, la guerra se irradia y se repite como una estado de ánimo que todos los ismos afirmarán compartir desde sus manifiestos inaugurales, al menos en primera instancia. Es interesante entonces esta consideración del manifiesto como foco altamente contaminante que disemina su violencia, que inflama a sus lectores con su misma rabia. Sin embargo, más importante resulta el papel que con ello se arroga no tanto de producto generado por la vanguardia como de gestor de esta, de proceso en marcha llamado a engendrarla. El manifiesto es un “proyector internacional”, un virus inoculado que difunde contestación y renovación, una marcha febril que camina por propagación y contagio, nos recuerdan Fermín Revueltas y Maples Arce desde la portada de su peculiar revista Irradiador.
Mano Las dos voces latinas que entran en la composición de la palabra manifiesto ligan dentro de esta forma discursiva dos de sus posibles componentes que, además de configurarlo lexemáticamente, imprimen códigos precisos en su dinámica de acción31. Festus, fastos, fiesta introduce en el término todo el carácter 31 “La palabra manifiesto, según se lee en Retórica do silêncio I, de Gilberto Mendonça Teles, ya existía en latín y está ligada a manus, la mano, y a festus (por fastus), lo sagrado, lo
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sagrado y ritual que se le supone a una proclamación ideológica: hay algo sacro y mágico en anunciar un nuevo tiempo, en proponer un nuevo sentido. Mano impone en cambio la noción de manumitir, el gesto de liberar, la emisión que compra libertad y libra en este caso al esclavo de sus anticuadas cadenas estéticas. También es, al contrario, la mano dictatorial que refrenda con su expresividad impositiva las leyes de una tiranía nueva —recordemos la mímica futurista con que Mussolini adereza la oratoria de sus proclamaciones masivas—, la mano retórica entonces de la política más panfletaria. La mezcla precisa de esos dos componentes —política y sacralidad— aligera las consecuencias semánticas de cada uno de ellos. La transcendencia sacra del rito queda disminuida en juego, la dimensión ideológica se reduce a comedia. Sobre la portada del libro Manifestes que, en edición de la Revue Mondiale, Huidobro publica en París en 1925 (Fig. 8), se decide imprimir la palabra de su título bajo la forma compositiva con que se conjuraba el Abracadabra de los sortilegios, recordando el siniestro triángulo descendente de la vieja hechicería32. La práctica mágica de inaugurar un movimiento de vanguardia queda aludida gráficamente pero, a la vez, con la transposición de los términos del conjuro, consigue reconvertir en lúdica su tenebrosa referencia.
festivo, indicando desde el inicio el carácter ‘sagrado’ y festivo de una proclamación, de un texto programático, hecho (escrito) por quien desea mostrar al pueblo y al público especial de determinada clase (generalmente política, artística y literaria) el sentido ‘sagrado’ y la importancia de sus nuevas ideas” (Mendonça Teles/Müller-Bergh 2007: 16). 32 “Muchas frases y palabras de rituales, talismanes y pantáculos tienen sentido simbólico, bien por sus modalidades de empleo o, en sí, por sentido fonético y, con mayor frecuencia, gráfico. Esta palabra [Abracadabra] fue muy utilizada durante la Edad Media con fines mágicos, y proviene de la frase hebrea abreq ad hâbra, que significa envía tu rayo hasta la muerte. Solía escribirse dentro de un triángulo invertido, o constituyéndolo ella misma, a base de suprimir una letra cada vez: la primera de la línea superior, hasta terminar por la A” (Cirlot 1981: 50).
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Fig. 8. Vicente Huidobro, portada de Manifestes, Paris, Revue Mondiale, 1925.
De igual forma, en una performance fabulosa grabada en el Parque del Retiro de Madrid hacia 1928 bajo la dirección de Feliciano Vítores, Ramón Gómez de la Serna nos muestra “la mano convincente” que asegura calzarse para pronunciar discursos. Es uno solo de sus recursos como orador, pero quizá el más desmesurado y el que mejor ironiza la mecánica aseverativa de la enunciación oral pública. Con el inmenso guante de látex que viste en la derecha como una especie de prótesis sofista, el escritor se asegura de imprimir fuerza a las inflexiones de sus enunciados, exaltar a la audiencia o apaciguarla, remarcar una frase o enarbolar las “cinco razones” de la persuasión más conflictiva, subrayándolas en alto con los dedos de goma de su apósito. El efecto del conjunto es diametralmente opuesto al de la imposición de la ley. Y el espectacular episodio, uno de los mejores de la vanguardia española, consigue entonces reducir a comicidad la insinuación implícita de autoritarismo artístico que subyace a toda enunciación de un manifiesto.
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Mapas Un manifiesto es también un mapa, el dibujo a escala que recorre la localización efectiva del vanguardismo. Puesto que este cree en formas artísticas eminentemente espaciales, no puede no tener en cuenta la condición locativa de la proclama que emite y del modo tan situacional con que esta, al diseñarse con todos sus accidentes, condiciona y altera para siempre el hábitat inmediato del creador latinoamericano. Los grupos de Boedo y Florida, nucleados en torno a los nombres de esas dos calles emblemáticas de la diversidad social argentina, entendieron claramente que una distribución estética de espacios de gestión conlleva la inmediata —y consecuente— distinción ideológica de los mismos. Si el surrealismo rehace la cartografía de las zonas del orbe como un juego, en función de su mayor o menor “energía surrealista”, en América Latina el ejercicio supera la condición de desafío lúdico para convertirse en reivindicativamente esencial, quizá precisamente porque lo periférico de la condición latinoamericana obliga a soñar vínculos de pertenencia. Por eso, en 1935, reinstalado en Montevideo, el artista Joaquín Torres García publica su conferencia “La escuela del Sur”, acompañándola de un plano del continente donde las coordenadas aparecen invertidas. El ejercicio de insolencia cartográfica implica violentar la dirección tradicional de la representación artística para, a través de ese bamboleo desestabilizador, insistir en la fuerte presencia del foco de emisión condicionando la emisión misma, y proclamar así una nueva orientación de la brújula vanguardista (Fig. 9). Al girar el mapa 180 grados, Torres anuncia su convicción en una inversión radical de los esquemas modélicos, de las fórmulas consensuadas, para producir un arte diferente, dado también él la vuelta y, sobre todo, para operar una urgente, imprescindible reubicación del sujeto uruguayo: Porque el Norte ahora está abajo. Y levante poniéndose frente a nuestro Sur está a nuestra izquierda. Esta rectificación era necesaria; por esto ahora sabemos dónde estamos (Torres García 1942: 213).
Lejos de desvanecer el lugar, este se vincula de modo nítido a la construcción de la identidad sureña. Pero lo más interesante del “manifiesto-carta de navegación” de Torres García reside en el servicio que, por su intermedia-
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ción, habrá de prestar a dicha identidad la novedad vanguardista, convertida en una operación de contextualización y resemantización de la historia y del territorio rioplatense, un acto de inaugural ubicación en una geografía que se diseña ahora con parámetros propios33.
Fig. 9. Joaquín Torres García, América invertida, dibujo (“La escuela del Sur”, 1935).
33 La conciencia de que sería la vanguardia la que daría una identidad nacional al país a través de los productos innovadores literarios que este genera parece especialmente aguda en el caso uruguayo que motiva una ingeniosa descripción de Murilo Mendes: “O Uruguay é um belo país da América do Sul, limitado ao norte por Lautréamont, ao sul por Laforgue, a leste por Supervielle. / O país nâo tem oeste. / As principais produçôes do Uruguai sâo: Lautréamont, Laforgue, Supervielle. / O Uruguay conta três habitantes: Lautréamont, Laforgue, Supervielle, que formam um governo colegiado. Os outros habitantes acham-se exiliados no Brasil visto nâo se darem nem com Lautréamont, nem como Laforgue, nem com Supervielle” (Mendes 1972: 99). Para el mapa invertido de Torres García, véase Achugar 2000: 327-329.
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Monotonía En contradicción con lo proteico* de sus formas, el manifiesto resulta algo monótono y se parece lamentablemente a otro manifiesto: de hecho, se diría que sus ejemplares son intercambiables, a pesar del carácter original, individual y único con que cada movimiento pretende emitirlo. La obsolescencia de la prosa manifestaria es tan inminente e imparable como la rabia que lo inspira y la pequeña célula comparativa con que el futurismo coagula su revolución se reitera de vanguardia en vanguardia, de reivindicación en reivindicación, repitiendo una y mil veces la proclama de su superlativa novedad. La hermosura extrema del coche de carreras, por encima de lindezas clásicas y museísticas, sobrevive más allá de su primera enunciación; la encontramos redundantemente iterativa, presente en unas y otras proclamas, enarbolada como una primicia, con toda la energía de una imposible primera vez. Firma Clemente Soto Vélez en su Manifiesto Atalayista: Odiamos la belleza anémica creada por espíritus enfermos, porque ésta no solo contagia, sino que destruye. Encontramos más belleza en un cuadro donde fusilan a cien rebeldes que en uno donde se nos presenta un desnudo de mujer. Amamos más el vértigo que nos produce una rosa abierta de velocidad que el que nos produjera el contoneo de una flapper mesalínica. Pedimos con altivez de emperadores la destrucción de todo aquello que extenúe o que amilane. Un descarrilamiento de trenes es diez mil veces más bello que los éxtasis de Santa Teresa. Creemos que una ciudad ardiendo contiene más belleza que todos los museos del mundo (1966: 246).
(Vid. ARGOS)
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Metalenguaje Documento para el estudio de cada movimiento y ejemplo vivo de sus propuestas poéticas, en el manifiesto se mezclan creación (lenguaje) y crítica (metalenguaje). Ambas se funden en distintas proporciones para la conformación de un texto nuevo, fragmentario o discontinuo que constituye en sí mismo un ejemplo de la renovación creativa impulsada desde dentro del propio manifiesto. Por lo tanto, este organiza ese arte nuevo y se ofrece en tanto precipitado más logrado del mismo: es esa condición doble lo que le distingue diametralmente de usos previos de la prosa programática. De hecho la novedad, para Marjorie Perloff, de la proclama futurista es su capacidad de estilización y su comprensión icónica del acto de pronunciamiento de grupo que, adelgazado en representación, “puede tomar el lugar de la obra de arte prometida” (1986: 169). ¿En qué medida el manifiesto es ya ese objeto deseado que la vanguardia debe producir al mismo tiempo que la legisla? Los dadaístas sabían que ellos creaban cosas y que su contribución a la estética de la vanguardia polemizaba con el estatuto de lo artístico, de tal manera que el Manifeste Dada 1918, además de anunciar un nuevo tiempo de producción, ponía en pie el nuevo producto anunciado. Por lo tanto, el manifiesto venía a constituirse como el resultado de la gestión de la vanguardia por excelencia “en la medida en que articula una propuesta estética crítica (el antiarte) y es, al mismo tiempo, su praxis (gesto polémico y contestatario)” (Gelado 2008: 650). Por eso el manifiesto vertical de Guillermo de Torre elige una perfecta simbiosis forma-fondo, adorna con imágenes de Norah Borges su pretensión climática y construye desde la radicalización espacial de sus enunciados una perfecta relación artística con las normas que emite (Figs. 10 y 11). Las frases y proposiciones del manifiesto, orientadas de acuerdo con índices ascendentes, trazan trayectorias que las catapultan de “Cenit a Nadir”, que las “espiralizan en agros zodiacales” y las proyectan en “acrobacias líricas”. Todo tiene algo de aéreo y de rítmico, de ímpetu y de asteroide: el manifiesto mimetiza, con su expresividad de cohete y su perspectiva encumbrada, la verticalidad de los grandes panoramas ultraespaciales que él mismo invoca.
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Fig. 10. Norah Borges, Manifiesto Vltraísta Vertical (grabado). Madrid, noviembre de 1922.
Fig. 11. Guillermo de Torre, “Perspectiva Meridiana”, en Manifiesto Vltraísta Vertical (fragmento). Madrid, noviembre de 1922.
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Mitos Entre las fábulas de camuflaje* que el grupo de los Contemporáneos enarbola como signo identitario se encuentra la parábola neotestamentaria del hijo pródigo. Solo que ellos la prefieren en la versión de André Gide que Xavier Villaurrutia traduce: versión que cambia el final de la historia como también Cocteau lo había hecho en su Orfeo, como ellos mismos repetirían en las imágenes de Proserpina o Ulises. Esos cambios en la dirección de un mito por parte de la vanguardia constituyen en sí mismos un gesto* programático. Veamos hacia qué dirección este podría orientarse. En principio, el hijo pródigo ofrece a la representación conductual del hombre el modelo moral del “licencioso”, del irresponsable, falto de escrúpulos burgueses, que lleva para sí y su entorno una vida loca sin réditos. Este desgaste como norma de comportamiento interesa a Villaurrutia en cuanto propuesta estética, pero además combina muy bien con todo el snobismo de su grupo y con la ebriedad* de la vanguardia misma. Con ella los Contemporáneos estarían postulando la dinámica extravagante de la pereza, de la imprevisibilidad, del diletantismo, elevándolas a prácticas vitales, políticas y hasta a la condición de una economía alternativa de la prodigalidad. Por lo tanto, frente a la praxis revolucionaria y al oportunismo propiciado en ciertos ámbitos, el hijo pródigo conformaría, por un lado, un perfil errático de poeta apátrida. Y por otro, como actitud manifestaria, ofrecería la única forma de oposición posible al statu quo, gracias a su ética disipada, sus hábitos desaconsejables, su historia de hechos consumados y de “rentas consumidas”. Desde luego, en términos de Cassirer, todo mito reivindicado no es más que una propuesta social o política, pero se trataría ahora de saber qué añade a esta línea tan conveniente la variante de André Gide. Recordemos que su texto modifica el final consabido de la parábola cuando el antihéroe, desencantado y vuelto al hogar, decida impulsar a su hermano menor a emprender su mismo periplo. El resultado será igual o parecido, aunque ahora la experiencia del mayor se eleva a acción educativa. Su viaje frustrado no concluye con la moraleja divina, sino en el consejo de esta actuación repetitiva y básica para cualquier adolescencia, en tanto aprendizaje fundacional para nuevas generaciones de perezosos errantes.
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El héroe de Gide, lúcido, desencantado, arrepentido, es, sin embargo, insobornable. Volver al redil y mantener una sorda, oscura rebeldía —una rebeldía no evidente— constituyen, gracias a él, dos actitudes ya no contradictorias sino cooperantes. Se puede ser un disidente del sistema y comer a su costa, se puede incluso asumir la condición de destinatario de su conflictivo legado. De esta manera, el hijo pródigo de Gide modificará el mitema para introducir la ambigüedad en tanto actitud consciente y lícita, ambigüedad en la que los Contemporáneos, que aceptarán puestos en la administración estatal, se amparan obteniendo —ahora sí— dividendos. Su antiejemplo sirve por tanto a la implícita representación manifestaria de las relaciones que los poetas del Grupo sabrán mantener con la nación posrevolucionaria. Preposiciones Además de descarado y revolucionario, un manifiesto debe ser preposicional y conectivo. Digamos incluso que toda su argumentación se reduce a un juego bien llevado de preposiciones. La propuesta base que lo coagula viene a ser tan simple como que si usted simpatiza por ejemplo “con Martín Fierro”, debe colaborar “en Martín Fierro”, debe suscribirse “a Martín Fierro” (Sarlo 1969: 26). En ese combinado de actos introducidos por con, en, a reside la solidaridad y gestión del ismo, en algo tan decisivo como un triunvirato de posibles locuciones prepositivas. Por otra parte, es lógico que, desde el momento en que su credo se sitúa siempre a favor o en contra, necesite del concurso de estas partículas de disidencia, de dirección, de movimiento o de ofensiva. Son su principal instrumento de estilo, el arma básica para la enunciación de sus dogmas, la imposición de sus leyes o la encarnizada oposición a sus detractores. Cada una de sus verdades es dialéctica y combativa y solo puede proponerse respecto a lo que no es, contra lo que no quiere, desde lo que se repudia, por lo marginal que le es afín, tras y para el escándalo, hasta y hacia lo que escandaliza, ante los escandalizados, frente “a la impermeabilidad hipopotámica del honorable público”, de acuerdo y según los escandalosos martinfierristas34. 34 Y el “Manifiesto de Martín Fierro” continúa expresándose y declarándose “frente a la funeraria solemnidad del historiador y del catedrático”, “frente al recetario que inspira las
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Cualquier manifiesto ofrece entonces una perfecta lección de gramática preposicional y de praxis perlocutiva: un carácter de la vanguardia más morfemático y sintáctico que semántico que intuye claramente Macedonio Fernández, al proponer su ismo particular, el cionismo, basado en la operación lingüística que permite en este caso el juego de los sufijos en español, escuela literaria que “propugnaría la profusión escasamente decorosa de sustantivos coronados por el sufijo -ción” (Prieto 2002: 107). Arbitraria y descarada, la tendencia se crearía para ir en contra y burlarse de aquello mismo que la bautiza y constituye. Los ismos de vanguardia crecen sobre el empleo indiscriminado de la sufijación, amparándose en las leyes de la “ordenación”, “transmisión”, “conspiración” que también engendra enunciados. El cionismo no es sino otra variante de esta manía morfológica vanguardista que delata con su parodia el baile de “formación” de cada nueva estética. Y la gramática, que es formularia, ofrece esquemas operacionales que la escritura puede aplicar a su vez para su propia fecundidad. De ella y de la “imitación” de sus mecánicas, la “creación” obtiene una especie de esquema para la “producción” de enunciados que como recurso será de eficacia probada en el arte contemporáneo, a partir precisamente del estímulo vanguardista35.
Proteico (Vid. CAMUFLAJE)
elucubraciones de nuestros más bellos espíritus”, “frente a la ridícula necesidad de fundamentar nuestro nacionalismo intelectual”, “frente a la incapacidad de contemplar la vida sin escalar las estanterías de las bibliotecas” (Sarlo 1969: 26). 35 Muy interesante para esta idea de la gramática como distribuidora de nuevas fórmulas creativas, a través de la imitación de sus esquemas operacionales, cfr. Perloff 1997: 83 y ss.
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Solipsismo Dentro del espejo eficaz que es todo manifiesto, el poeta vanguardista asiste “al espectáculo de sí mismo” —en palabras del ecuatoriano José Antonio Falconí, militante único de su estética— puesto que aquel, bien cortado y pulido a medida, le devuelve su imagen exacta y esto “sin cobrar tarifa”. La autosuficiencia de este juego en redondo es propiedad inequívoca de la vanguardia latinoamericana, que abunda en rebeldes solitarios y soberbios, de Huidobro a Hidalgo, y que culmina en la explosión egocéntrica del manifiesto “Yo”, con que el primero sostiene la proclama creacionista de un trabajo solo disfrazadamente común. Señala Huidobro: Odio la rutina, el cliché y lo retórico. Odio las momias y los subterráneos de museo. Odio los fósiles literarios. Odio todos los ruidos de cadenas que atan. Odio a los que todavía sueñan con lo antiguo y piensan que nada puede ser superior a lo pasado. Amo lo original, lo extraño. Amo lo que las turbas llaman locura. Amo todas las bizarrías y gestos de rebelión. Amo todos los ruidos de cadenas que se rompen. Amo a los que sueñan con el futuro y solo tienen fe en el porvenir sin pensar en el pasado (1976: 651).
El “querer” y “no querer” de la secuencia —como después lo hará también el “Me gusta”, “No me gusta” de Georges Pérec para OuLiPo— ordena en pulsiones personales la normativa del movimiento y decide la pertenencia al creacionismo guiándose por la axiología discriminatoria del gusto propio. El manifiesto se articula como lista de preferencias a través de las cuales el poeta eleva sus desafectos y apetencias a ley general del ismo y aspira a forjar gobierno general de la autocracia. Pero el ejercicio demuestra una vez más la flexibilidad del género que de exposición programática ordenancista deriva en retrato de autor, en escritura privada para el retrato más íntimo. (Vid. AUTOBIOGRAFÍA)
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MARGINALES Y MALDITOS DE LA PROSA DE VANGUARDIA: LUIS CARDOZA Y AGUSTÍN ESPINOSA Selena Millares Universidad Autónoma de Madrid
El surrealismo tuvo un instante interminablemente bello. Su sueño fue lluvia bajo el mar. Luis Cardoza y Aragón ¿Se burla Artaud de la revolución? —se me preguntó—. Me burlo de la vuestra, no de la mía, respondí al dejar el surrealismo, puesto que el surrealismo también habíase convertido en partido. Antonin Artaud Cuando, después de esta próxima gran guerra, me ponga las piernas de goma que toda gran guerra inventa para sus mejores soldados, me preocupará, sobre todo, no saber con qué clase de calles me condecorarán los nuevos zapatos nuevos. Agustín Espinosa
La actitud reticente de las letras hispánicas frente a la revolución surrealista fue manifiesta desde el comienzo del seísmo parisino, por razones muy diversas. Entre ellas, las ideológicas no son menos relevantes que las estéticas, por la obsesiva necesidad —al sur de los Pirineos y al sur de Río Bravo, como lo ha recordado Zea1— de recuperar un espacio de relieve en el devenir histórico, 1 “[...] una al otro lado de los Pirineos, la otra al otro lado del Río Bravo. La España en Europa y la España en América preocupadas por definir su identidad frente a la civilización al otro lado de su territorio. Ambas considerándose marginadas, vistas como bárbaras [...]. Dos
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tras el derrumbe y fragmentación de lo que otrora fuera un territorio unido por su lengua y cultura durante siglos. La búsqueda de una definición identitaria que fortaleciera a esos territorios no casaba bien con la asunción de modelos ajenos, y la respuesta a aquella eclosión artística fue controvertida: centrípeta en el espacio español, que se acorazó sobre su memoria y halló los antecedentes de ese movimiento en su propia historia cultural; centrífuga en el Nuevo Mundo, que, ya desde el modernismo, buscó en el sincretismo cultural de modelos propios y foráneos una afirmación de su identidad y diferencia. Así, ambas orillas confluyen, por distintos caminos, en una actitud común: la apropiación. Las derivas oníricas y grotescas de Goya o Quevedo son argumentos poderosos para hablar de prioridades en las conquistas estéticas de la vanguardia; en su estela se instalan las tempranas exploraciones de Ramón Gómez de la Serna en la España negra, o la formidable propuesta de Ramón del ValleInclán con sus esperpentos2, que habrán de imprimir un sesgo específico a las sucesivas aportaciones surrealistas españolas: lejos del juego intrascendente, tenderán a una inquietante exploración en lo funéreo. En el lado americano cabe recordar las también tempranas propuestas de Alfonso Reyes, que en la segunda década del siglo, desde Cartones de Madrid, recuerda los modelos desrealizadores de autores como El Greco o Góngora para hablar de la afinidad hispánica con el arte nuevo, y pide que Madrid se abra a esa nueva locura3. Es inevitable aquí recordar además el espléndido ensayo lorquiano sobre el duende, leído en Buenos Aires en 1933, y donde el poeta evoca también los antecedentes goyescos y quevedescos para referirse a la singularidad definitoria del arte español, que él vincula con los sonidos negros, con el misterio que la filosofía no puede explicar, con lo que habita en “las últimas
expresiones de una misma España en búsqueda de lo mismo; luchando contra los mismos obstáculos internos y externos” (Zea 1988: 18-19). 2 “Mi estética es una superación del dolor y de la risa, como deben ser las conversaciones de los muertos, al contarse historias de los vivos”, dice Don Estrafalario —álter ego de ValleInclán— en el prólogo a Los cuernos de don Friolera (Valle-Inclán 1982: 68). 3 “Madrid no quiso recibir la comunión de la locura. ¿De suerte que en la tierra de Goya el delirio está hoy prohibido? [...] Inventad un nuevo escalofrío. ¡Ea! ¡Valor de locura, que nos morimos!” (Reyes 1986: 67-69). Es sintomático también que el propio Reyes califique su libro El plano oblicuo en el prólogo a Las vísperas de España como “libro de suprarrealismo ‘avant la lettre’” (1986: 41).
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habitaciones de la sangre” (1993: 128), “que agota, que rechaza toda la dulce geometría aprendida, que rompe los estilos, que se apoya en el dolor humano que no tiene consuelo, que hace que Goya [...] pinte con las rodillas y los puños con horribles negros de betún” (1993: 138). Del lado americano, lo maravilloso y lo onírico ofrecen por su parte valores vigentes frente a la artificialidad del arte mágico que se propugnaba desde París. La presencia de hispanoamericanos y españoles en el fragor parisino (Vallejo, Huidobro, Buñuel, Picasso...) alimenta esa polémica de las prioridades, y también la cuna uruguaya de precursores como Laforgue y Lautréamont. Pueden recordarse, como muestra de todo esto, los comentarios de José Bergamín en el prólogo a la segunda edición de Trilce, en el Madrid de 1930: “Hacia la fecha de aparición de Trilce apenas si se había iniciado en España la renovación o reacción lírica que pronto adquiriría, marginando influencias francesas circunstanciales, el sentido tradicional y radical de nuestra poesía más pura” (Vallejo 1930: 10-11). O el siguiente comentario de Agustín Espinosa, mucho más incisivo: Todo buen español debe sentirse regocijado de que Francia reguste una cosa tan española como la poesía de Lautréamont. De que sean estos delicados vecinos nuestros quienes quieran sentir la literatura de una manera tan española. Que sean ellos precisamente los que miren hacia el Sur, ahítos de exquisiteces del norte. Si el conde de Lautréamont vino hace ochenta años a París fue en huida solo de América. Que es lo mismo que para conservarse en español. Se salvó así de América, por el camino de París. Para París cantó hispánicamente, sobreponiéndose a su natividad americana. (Lo blasfematorio de la poesía de Lautréamont es lo español. Lo ateísta, francés. Lautréamont posee la gran blasfemia española [...]) (Espinosa 1980: 66).
En definitiva, la incorporación hispánica al surrealismo es heterodoxa y desigual, y tras las guerras civil y mundial su proceso se quebranta brutalmente. La consideración de la prosa como un género con deberes cívicos hace que las propuestas surrealizantes sean rechazadas por todos los bandos: unos las consideran arte degenerado, y otros, arte escapista. A veces, son los mismos escritores los que obliteran, de un modo directo o implícito, su producción de esos años. A toda esa problemática se suma la difícil taxonomía de las prosas vanguardistas, herederas de los Pequeños poemas en prosa de Baudelaire: no son narrativa o poesía convencionales, y generan desconcierto en las expectativas
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de editores y lectores. Valga el ejemplo de Horacio Quiroga, consagrado cuentista cuya producción poética inicial apenas se recuerda: en su libro de poemas Los arrecifes de coral, de 1901 y casi inencontrable, se incluyen algunas valiosas prosas que ya anuncian al gran fabulador que será Quiroga, pero su inclusión en un poemario las ha relegado al olvido. Y si son poco conocidas las prosas vanguardistas de los escritores consagrados, más remotas aún resultan para el conocimiento del gran público las de los más periféricos.
Algunas calas en la periferia de la vanguardia Muchas son las manifestaciones valiosas que han ido quedando en la cuneta de la historiografía literaria al uso, y hay olvidos clamorosos como los que envuelven a las prosas vanguardistas del costarricense Max Jiménez, del peruano Xavier Abril o del chileno Rosamel del Valle; también del tinerfeño Agustín Espinosa y del guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, a pesar de que estos dos últimos podrían considerarse como autores del alfa y omega de la prosa surrealista hispánica. En el caso del polifacético Max Jiménez, la invisibilidad endémica de la propia literatura costarricense en el marco hispanoamericano puede estar entre los factores que explican su marginalidad. Las ediciones que le dedica Alfonso Chase a partir de 1973 han contribuido al rescate de su figura, pero su proyección sigue sin apenas trascender sus fronteras nacionales, y eso que vivió en muy diversos países y publicó sus obras en ciudades como París, La Habana, Madrid o Santiago de Chile. Su primer libro narrativo, la novela experimental Unos fantoches (1928), supuso un escándalo en su tierra natal por su caricatura de la hipocresía social a partir de un triángulo amoroso, hasta el punto de que Jiménez hubo de retirarlo de las librerías, y hoy resulta casi inencontrable. Ese mismo año publica un interesante volumen titulado Ensayos, constituido por prosas dispersas no clasificables en los géneros al uso, y que Chase ha definido como “un aparte importante, y fragmentario, que viene a explicar su obra como cuentista, poeta o pintor”, una “colección de pensamientos ingeniosos, experiencias propias y ajenas, agrupadas por temas” (1973: 13). En 1936 da a la luz la novela El domador de pulgas, en Cuba, ilustrada con veinte xilografías suyas. Desde las estrategias desreali-
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zadoras de la vanguardia, el autor nos ofrece ahí la historia de ese extraño personaje que da título a la obra, y que antecede al célebre protagonista de Candilejas, de Chaplin. Se trata de una figura que de algún modo se asimila a la de Cristo, al ofrendar su sangre para redimir a los otros, en este caso esos diminutos insectos cuyo microcosmos se hace espejo de la sociedad humana. Finalmente, en El jaúl, publicada en Santiago de Chile en 1937, Jiménez parodia el costumbrismo narrativo que enaltece el mundo rural, y pone en tela de juicio los estereotipos sublimadores de una realidad falseada por la tradición literaria. El caso del chileno Rosamel del Valle es también singular, dada la desproporción entre la alta temperatura estética de sus escritos y el silencio que lo ha rodeado durante muchas décadas, y que lo ha convertido en un autor legendario y de culto. Neruda habló de su “esplendor sumergido” (2001: 443), y Humberto Díaz Casanueva ha escrito que pocas veces en América ha existido un creador con mayor fuerza alucinatoria, empeñado en su exigencia de ser hombre, nada más que hombre, rozando el delirio, testimoniando lo vulnerables que somos frente a crueles potestades, absorbiendo la sustancia terrestre, en una rebelión constante, y escribiendo, escribiendo, como si la poesía fuera un acto sacramental que se cumpliera al impulso de sus sueños oraculares para atisbar la totalidad huidiza de una existencia que siempre ha de requerir de redención (Valle 1976: 10).
La antología que preparan Humberto Díaz Casanueva y Juan Sánchez Peláez en 1976 comienza a romper ese maleficio, pero habrá que esperar al año 2000 para poder disponer de la obra poética completa de Rosamel del Valle, esta vez en edición de Leonardo Sanhueza. Sus prosas tempranas de País blanco y negro, de 1929, se inscriben en ese género fundacional de la prosa de vanguardia; también Eva y la fuga —escrita en 1930, dos años después de la Nadja de Breton, y publicada póstumamente en 1970—, que ha sido calificada como novela surrealista por Hernán Castellano Girón (1985); son textos que han permanecido en la sombra, en una oscuridad que el propio autor buscaba4. La vocación por lo órfico y hermético de Rosamel del 4 Comenta Fernando Burgos: “El análisis de su producción literaria ha sido tardío y por lo general con un marcado interés en su obra poética. Su obra en prosa ha sido raramente
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Valle en el plano de la creación no supone un correlato torremarfileño en su plano biográfico; su actitud fue de compromiso directo en la lucha por las libertades, como lo testimonia su participación en la defensa de la República Española, o en la fundación de la Alianza de Intelectuales de Chile5. País blanco y negro constituye una nouvelle metaliteraria o especular, que refleja el propio proceso de escritura a través de una anábasis onírica. En ella el autor se instala en la desrealización, el sueño y la poesía desde el comienzo: “En primer lugar, qué sentido tienen mis ojos...” (2000: 57). Su prosa sincopada, interrogante, se aleja de cualquier proceso narrativo convencional: “De ninguna manera la aventura, sino la noche despoblada. La noche con un solo ojo y un sonido de violín” (2000: 58). En ese umbral del sueño —al que hace alusión el título, relativo a la ausencia de colores de las imágenes sómnicas—, la videncia establece su imperio, y se presenta desde una suerte de stream of conscioussness: “El corazón se me dobla de infinitos olvidos. Almirante de escuadras y mares invisibles, de qué manera se duerme entre el sonido de las olas [...]. Y he aquí el primer árbol solo y verde de sueño rompiendo el cielo. Los suspiros náufragos de mis venas suben por sus ramas como lagartos” (2000: 61-62). La trama de toda la obra será mínima: se suceden personajes vislumbrados, pensamientos y visiones, y el final queda diluido en un interrogante sin respuesta. También voluntario es el alejamiento del peruano Xavier Abril en relación con sus prosas vanguardistas, a pesar de haber vivido muy intensamente ese seísmo desde su epicentro parisino. Durante los años veinte reside en París, vinculado a los surrealistas y a Cocteau, pero después se entrega a la causa
estudiada a pesar de que es parte integral de toda su trayectoria literaria; comienza en la fase vanguardista con dos importantes novelas, País blanco y negro, publicada en 1929, seguida de Eva y la fuga, escrita en 1930, pero publicada cuarenta años más tarde; continúa con los relatos Las llaves invisibles en 1946 y finaliza con un bellísimo, elaborado legado de narrativa poética, El sol es un pájaro cautivo en el reloj, de 1963” (1991: 283). 5 Un testimonio de esa actitud lo da la carta que le dirige Vicente Huidobro desde París el 31 de julio de 1931, donde se hermana con su compromiso en el proceso de movilizaciones en su país. Termina con estas palabras: “Uds. juntos con los estudiantes y con los obreros son los llamados a crear el futuro y de Uds. depende que sea grande o mezquino. Si yo soy necesario y puedo ayudarlos algún día, estaré en el acto con Uds. Reciba mi mejor recuerdo y un gran abrazo. Vicente Huidobro. Paris 16 rue Boissonade” (Biblioteca Nacional de España, MSS/22987/5).
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política, a través de la revista Octubre y la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura. A 1931 corresponden las prosas que componen Hollywood (Relatos contemporáneos), un título que ya es una declaración de principios estéticos en torno al nuevo arte cinematográfico. Los mecanismos del extrañamiento rigen el libro, publicado con una cubierta de Maruja Mallo que representa una vorágine de edificaciones y dunas, y un maniquí sin cabeza ni miembros junto con un banjo. Sus pasajes fragmentarios se disponen en cuatro apartados, fechados entre 1923 y 19276, y a menudo muestran una vocación greguerizante: “El esqueleto de la música es de agua” (Abril 1931: 173). La obra comienza con una “autobiografía o invención” de tono burlesco, que pone en solfa ese género, y donde se entreveran pasajes metaliterarios: “mi poesía se ha inspirado en la calle” (1931: 18); “todavía en mis poemas se puede conocer la línea de los palotes” (Abril 1931: 19). Explica también Abril su conversión poética: “hice un viaje a Europa. Asistí al debate del Surréalisme; pero a mi vuelta al Perú (1928) me ganó la revolución, el marxismo, en la prédica de Mariátegui” (1931: 21). En sus páginas caben cantos a ciudades o a artistas como Josefina Baker, en una bitácora con estética de bazar, caótica y dominada por la desrealización: “si pudiera abrir mis venas, el aire y el cielo del mar me llevarían de viaje” (1931: 95). Dedica prosas al mar, al mirlo, a los sanatorios o a las moscas: Las patas de las moscas son más delicadas que la sonrisa. Las moscas se comportan deliciosamente en el diálogo con la miel. Esto lo han aprendido en las tiendas de té en Irlanda. El pensamiento de las moscas es mucho más sutil que la telegrafía sin hilos [...]. Con sentimiento sonámbulo podría aventurar la tesis de que las moscas proceden del sueño negro de nuestras pestañas (1931: 151).
En 1935 la editorial Plutarco publica las prosas de Xavier Abril tituladas Difícil trabajo (Antología 1926-1930), y se excusa porque el libro debió publicarse en 1932 y supone una etapa ya superada por su autor. Desde su prólogo, E. A. Westphalen celebra su autenticidad y la “impúdica y desconcertante creación, indiferente a lo ya hecho y digerido y muerto”, y lo
6 “Prosas para una dama de Europa”, Paris, 1927; “Poemas turistas. América y Europa”, 1926 y 1927; “Bulevar. Madrid”, 1926; “Pequeña estética”, 1923-1926.
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relaciona con la estirpe de los iluminados y los alucinados, como Rimbaud, Jarry o Ducasse. En una crítica que recuerda mucho a la que después hará Carpentier al surrealismo —en el célebre artículo que prologará El reino de este mundo—, Westphalen enaltece la obra de Abril y la contrasta con el “burgués e inútil estetismo” de Jean Cocteau, al que critica porque “en su literatura todo se convierte en truco, es truco, hasta Orfeo no certifica sino del truco de la muerte” (1935: 19). A su “preciosismo, falsedad, ridícula perversión” le opone “la pujante voz desgarrada y sexual, de terribles tensiones, honda, dolorosa, de Rafael Alberti, o la insistente, amanecida, reveladora, atormentada de Xavier Abril” (1935: 20). Estructurado en tres secciones, el volumen se abre con “Taquicardia”, de 1926, prosas fragmentarias entre las que destaca “Forma de la niña muerta”. Le sigue “Difícil trabajo”, de 1929, también prosas, sembradas de hallazgos poéticos como “Muerte” o “Historia del geranio”: “Antes de la lluvia, mucho antes de la aparición del ángel, el geranio había nacido en los ojos de los locos...” (1935: 117). Finalmente, el libro se cierra con una sección poética titulada “Crisis” (1928-1929): prosas y poemas quedan así aunados, en una consideración que implica su común estirpe.
Alfa de la prosa surrealista: MAELSTROM de Luis Cardoza y Aragón Podría considerarse La flor de Californía, del malagueño José María Hinojosa, como el primer libro surrealista del panorama español: se publica en 1928, pero su escritura comienza a partir de 1926, según reza el colofón de sus primeras secciones. Por su parte, Ernesto Giménez Caballero se jactaba de haber sido él el autor de las primeras narraciones superrealistas españolas con su Yo, inspector de alcantarillas (Epiplasmas), publicado también en 1928. Sin embargo, él mismo data en 1927 la concepción de la obra en el folleto autobiográfico que publica en 19527. Más tarde, en el “Anteprólogo” para la reedición de Edward Baker, en 1975, reitera que fue una obra intuida en
7 Se titula Curriculum vitae, y en él presenta su historial de méritos e incluye la defensa de esa pieza, tras lo cual informa de la bendición de Pío XII a toda su obra el 16 de abril de 1941. Hay un ejemplar en la Bibliothèque Nationale de France, con la referencia 16-Z GUY - 498.
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1927, y que “padeció el influjo freudiano muy de moda hacia 1928” (Giménez Caballero 1975: 3)8. No obstante, el que podría considerarse primer libro de prosa surrealista en lengua española es Maelstrom. Films telescopiados, del guatemalteco Luis Cardoza y Aragón. Escrito en París en pleno fragor del movimiento, en 1925, fue publicado en la misma ciudad en 1926, en la editorial Excelsior. Lo abría un espléndido prólogo de Ramón Gómez de la Serna, después incluido como reseña en Alfar (octubre de 1926); también hubo mención del libro en el número 2 de la breve y mítica Favorables Paris Poema, de Vallejo y Larrea, y reseña de Benjamín Jarnés en el volumen XIII de Revista de Occidente (julio-septiembre de 1926)9. El Maelstrom de Cardoza tiene por tanto un valor fundacional: inaugura la prosa surrealista en castellano, y acoge en su espiral de tiempo y de palabras la saludable iconoclastia del movimiento, así como su diálogo con las estrategias del cine y la pintura. Su gran sumidero vital se asocia con la vocación por lo órfico, por la indagación en lo abisal que caracteriza al surrealismo, y lo hace desde una actitud de absoluto desenfado, lejos de las oscuras aproximaciones que realizarán, en un crescendo, los españoles José María Hinojosa, Ernesto Giménez Caballero y Agustín Espinosa10. En su prólogo, Gómez de la Serna incita a “desollar el mundo, revolverle, mostrarle tumefacto para despertar su verdadera idea”, “fumigar la naturaleza con imágenes nuevas”, porque “todo aprendizaje hay que hacerlo a la sombra de los crímenes”, y “el arte es lo que va siendo” (Cardoza y Aragón 1926: 9-10). Aplaude su recuperación de lo somático y lo feísta —en suma, lo humano—, y concluye que “es un libro derrochador y colgado de corbatas nuevas en que veo a Cardoza sonreír como heroico capitán del terremoto, como su epicentro” (1926: 14). 8 Añade que ese libro “está más en la línea de la mística castellana [como en su Prefacio ya se advierte] que en la de cualquier mímesis alógena”, e insiste en su defensa, al recordar que “del abono excremental de las ciudades, derramado sobre los campos bajo el cielo, brota luego el Pan. Pan que, al ser bendito, se eucaristiza” (Giménez Caballero 1975: 6). 9 Más que de reseña, puede hablarse de comentario literario donde se amalgaman la paráfrasis y las citas, tanto de Cardoza como de Gómez de la Serna, en un texto que a su modo parece querer ser otro maelstrom como el que se presenta. 10 No abundo aquí en lo ya anotado en mi edición Prosas hispánicas de vanguardia (2013).
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Maelstrom comienza con la muerte grotesca del protagonista, Keemby, asesinado por un personaje de la pantalla cinematográfica, suceso que no es óbice para que continúe sus aventuras vertiginosas y disparatadas. Estas tienen algo de chaplinesco, y también de la fantasía de los dibujos animados; incluyen la creación de mundos ficticios y metamorfosis delirantes como en el antecedente de Lewis Carroll, en este caso con su Pompierlandia, cuyos habitantes aceptarán la bandera que les lleva Keemby, una tela picassiana que ha de enseñarles “el santo deber de estremecerse” (1926: 31). En sus capítulos sucesivos asistiremos también a la “natividad de nuestro señor el clown”, donde se parodian tabúes religiosos sin alcanzar los extremos escarnecedores de Buñuel, Giménez Caballero o Espinosa. Cardoza permanece en una actitud de humor distendido, frescura y desenfado, mientras desencadena su imaginación desbordante, y en esa vorágine se incluyen numerosas reflexiones sobre la propia obra, y sobre arte y literatura en general. Así, leemos por ejemplo un homenaje poético a Laforgue, “pobre payaso triste” (1926: 47), que “redimiste a la luna tatuándole tu corazón en la mejilla” (1926: 48), y se nos habla de la proyección de la película de la Creación, en cuyo entreacto Dios lamenta su creación. Las imágenes se suceden a un ritmo frenético: la luna de Nueva York “no coincide con la hermosa medusa de los trópicos, ni con la luna tonta que se clava, a veces, en el pararrayos de la Torre Eiffel, bailando como un huevo en un chorro de agua” (1926: 60); “la noche, electrocutada a medias en los arcos voltaicos, huye hacia occidente descolgando sus trapos ahumados de los muros” (1926: 61). Ese sumidero que todo lo traga incluirá la autofagia, con menciones al propio autor por parte de Keemby —que es a veces su álter ego—: “Y por matar el tiempo, / vestido de arlequín, / yo me entretengo / jugando con las barbas de los dioses” (1926: 67). En el proceso vital de Keemby tendrá también importancia la vivencia amorosa. Primero con Mazda —es decir, Ormuz, la sabiduría, que parece anunciar la Sofía de El siglo de las luces, libro donde Carpentier evocará a Ormuz y Ahrimán—. A su fracaso, le sigue la original y disparatada historia de amor con un hermafrodita transformista llamado Paisaje, un personaje en continuas e inesperadas metamorfosis que sólo tiene un temor: encontrarse con una kodak que con su disparo lo fotografíe, esto es, lo asesine... El conjunto de la obra supondrá un divertido viaje de conocimiento y autodestrucción creadora.
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La atención prestada a Maelstrom por la crítica ha sido mínima, a pesar de haber sido reeditado en 1977. Sin embargo, supone un eslabón fundamental para comprender el proceso del surrealismo hispánico, y también el itinerario del propio autor, que escribe sobre ese periodo de su vida: “buscaba mi voz en el torbellino de la posguerra, de la revolución de Lenin (dadaísmo, cubismo, surrealismo, abstracción), a mi edad, con mi imposible desarraigo” (1986: 247). Cardoza es muy joven cuando publica ese libro —tiene sólo 22 años—, aunque ya antes —con sólo 19— ha dado a la luz un poemario de aliento vanguardista: Luna-Park. Poema instantánea del siglo 2X. Entre sus versos se explica la singular grafía del título: “Siglo xx [...] Es siglo de misterio. / ¡Cómo vamos a definirle / teniendo dos incógnitas! / Siglo xx” (Cardoza y Aragón 1924: 35). Se trata igualmente de una pieza de bibliófilo, y sus coordenadas espaciotemporales son confusas: en su cubierta figura como lugar y fecha de edición “Paris. xx”; el prólogo de José D. Frías está firmado en París en marzo de 1924; en su última página leemos “Berlin 1923” —supuestamente lugar y fecha de escritura—; en el colofón se detalla que el ejemplar se ha impreso en “l’imprimerie Sainte-Catherine à Bruges, Belgique”, con una tirada de 50 ejemplares numerados, y existe una segunda edición, idéntica pero con un colofón nuevo que nos informa de la nueva tirada, ahora de 70 ejemplares también numerados11. El carácter irrevente y lúdico de Luna-Park es anunciado ya por la ilustración de cubierta, una caricatura del autor realizada por Toño Salazar, que lo presenta con algo de arlequín y de marioneta, y un rostro adusto y un tanto grotesco, casi asimilado al de un insecto. Su gesto parece invitarnos a entrar a ese parque de atracciones imaginario, sobre cuyos poemas comenta José Emilio Pacheco: “escrito en el Berlín de posguerra, revela aquella sensación de levantarse entre las ruinas, el deseo de sacudirse el pasado que sepultaron el lodo y la metralla” (Cardoza y Aragón 1977: 10). La obra muestra una madurez insólita del autor a sus 20 años, y a través de sus páginas se canta a la locura, la velocidad y el vértigo —“alas en los hombros, cadenas en los
11 En la Biblioteca Nacional de Madrid se encuentra un ejemplar de la primera edición, dedicado por el autor a Enrique Díez-Canedo en 1924, y en la Biblioteca de la AECID de Madrid se encuentra otro, dedicado igualmente por el autor, también en 1924, esta vez a José María Chacón y Calvo. Este último es “deuxième édition”, según reza el colofón.
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pies” (Cardoza y Aragón 1924: 25)—, entre imágenes que hablan también de la deshumanización de la gran ciudad —“Vagabundos / en derredor de los muelles, / crucificando sus almas / en los mástiles de los barcos que se van” (1924: 25)—, y que no esconden un trasfondo ideológico: “Dios oirá / sólo las plegarias / dichas en inglés” (1914: 27). La melancolía se impone ante esa torre de babel con enormes cubos fríos, imperio del dolor que ya acusara Rubén Darío, aquí homenajeado incluso con citas literales. Luna-Park y Maelstrom son el testimonio de la inmersión de Cardoza en el fragor vanguardista parisino, donde entabla amistad con grandes artífices del arte nuevo como Tzara, Breton, Artaud, Desnos y Éluard, y donde, en palabras de Pacheco, “el surrealismo en su etapa más virulenta le enseña la libertad” (Cardoza y Aragón 1977: 9). La deriva biográfica llevará al autor después a La Habana —donde colabora con Marinello y otros editores de Revista de Avance, y donde entabla estrecha amistad con Lorca—, y también a México y numerosos países, en esa dolorosa diáspora que el devenir político de Guatemala ha provocado durante muchas décadas. De todo ello dará cuenta en El río. Novelas de caballería (1986), de nuevo prosa inclasificable —entre lo memorialístico, lo ensayístico y lo poético—, donde afirma que “la memoria del pájaro está en sus alas” y “la poesía es la muerte de la muerte” (Cardoza y Aragón 1986: 44), y donde se presenta de nuevo como maestro del retrato y la caricatura literarios, género en que ya mostró su maestría con Maelstrom. En sus páginas nos habla de su amistad con César Vallejo —“con articulaciones de insecto, como si bajo la ropa vieja llevara armadura” (1986: 206)—; Ramón Gómez de la Serna —“parecía dedo gordo. Ovoidal como las figurillas lastradas que se tambalean y se enderezan. Al hablar chupaba las palabras como espárragos” (1986: 210)—; Alejo Carpentier —“tenía aspecto de clown con la cara recién lavada” (1986: 328)—; Picasso —“dibujaba, se reía como el mar” (1986: 666), “un toro capaz de raptar a Europa cuantas veces se le antoje” (1986: 667)—; Larrea —“su exigencia diamantina, su amojamado rostro de trasijado y suspenso monje de Zurbarán” (1986: 572)—; o Neruda —“aun en sus escombros hay riqueza” (1986: 695)—. Particular afecto proyecta Cardoza en la presentación de Antonin Artaud, al que conoce en París y reencuentra en México; ya en 1962 le dedicaba un encendido homenaje al prologar un libro suyo:
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[...] era delgado, eléctrico y centelleante. Vino a México en busca de su esperanza. Expulsado de todas partes, vivió desangrándose [...]. Le veo con la colilla de cigarro pegada a un rincón de la boca, un pañuelo anudado en la cabeza, escribiendo su desesperación para librarse de ella. Los ojos, azules y rojizos, hieren con el fulgor frenético de la tensión de su espíritu [...]. Tiene los ojos de Lázaro después que ha vuelto sin esperarlo, y no se aclimata al aire que le ofende. Vive como una cuchillada (Artaud 1962: 7).
Al evocarlo en El río, años después, lo retrata como “llaga que gime, que vocifera en su agonía por comunicarse”, “un demonio en el cielo o un ángel en el infierno” (Cardoza y Aragón 1986: 227-228). Anotará más tarde: “He hecho el elogio de su locura y de su razón. Cuando estuvo loco, si alguna vez lo estuvo, fue un diamante negro con camisa de fuerza” (1986: 397); “vivió hastiado de la obscenidad de toda estética” (1986: 398). Memorables son también las páginas que dedica a Federico García Lorca, “tan dulcemente incandescente, que muchas veces pudimos percibir en La Habana tu esqueleto de ángel” (1986: 332). El poeta granadino le dedica a Cardoza el “Pequeño poema infinito” de Poeta en Nueva York, del que este conserva la primera versión, titulada “Pequeña canción china”, fechada el 10 de enero de 1930 y también incluida en el libro (1986: 342-343). De la constante exploración estética y poemática de Luis Cardoza y Aragón habrá aún una muestra relevante en su producción, una pieza escrita en Nueva York y Londres entre 1929 y 1932: Pequeña sinfonía del Nuevo Mundo. La dictadura de Ubico en Guatemala llevó a Cardoza a regresar de Londres —donde trabajaba en el consulado de su país— a París, y su Pequeña sinfonía habrá de esperar hasta 1948 para su publicación, hecho que la ha excluido de los anales de la vanguardia histórica a la que pertenece por derecho propio12. Sobre el libro comenta José Emilio Pacheco:
12 Cardoza sufre avatares afines a los de otro guatemalteco exiliado, Miguel Ángel Asturias, y su emblemática novela El Señor Presidente, finalizada en París en 1933 y publicada para el gran público en 1948. Es más, la Pequeña sinfonía es un antecedente indudable del libro de Asturias Tres de cuatro soles, de 1971; este también supone un regreso a la vanguardia a través de visiones y sueños con los que se representa el proceso de la creación, y su protagonista es igualmente un niño, álter ego del creador.
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Es una desgracia que la Pequeña sinfonía del Nuevo Mundo se editara tanto tiempo después de haber sido escrita: en la prosa de juventud de los vanguardistas españoles e hispanoamericanos [...] no hay una obra que muestre tan decidido impulso renovador ni la intensidad lírica mantenida a lo largo de ciento cincuenta páginas en la Pequeña sinfonía del Nuevo Mundo. No es “prosa poética” [...] sino “prosa en poesía”. Cardoza y Aragón gusta de repetir con Shelley que “es un error vulgar la distinción entre poetas y escritores en prosa”. Tentativa de realismo absoluto y de movimiento perpetuo, la Pequeña sinfonía del Nuevo Mundo responde a la obsesión de Flaubert: hacer un libro sobre nada que únicamente se sostenga por su escritura (Cardoza y Aragón 1977: 13).
La Pequeña sinfonía está vertebrada por un intenso onirismo y construida en su totalidad con estrategias afines al stream of consciousness. En sus páginas se disuelven los conceptos de tiempo y espacio: conviven en él el presente vertiginoso de las grandes ciudades modernas —Nueva York, Brooklyn...— y la memoria de otras de evocaciones legendarias o míticas: Troya, Pompeya, Antigua Guatemala, Jerusalén. Las aguas del río Hudson son las estigias y las del Nilo, y en ese inmenso mural, donde todo se simultanea como en las pictografías mayas o las imágenes cubistas, se anula la evolución lineal del tiempo: podemos encontrar a Cristophorus Columbus “ciego en su obsesión, doblegado por su destino que le hizo descubrir el Nuevo Mundo” (1977: 43), o los Cruzados de las hazañas medievales, o los persas y griegos de las Termópilas13. Todo es uno, y el poeta vive y revive su propia muerte y mira con ojos de resucitado; es Lázaro, y es también el sacrificado de los ritos indígenas precolombinos que ve su corazón ofrendado a los dioses. Ese corazón se ve después convertido en una estrella roja que se vuelve a nombrar al final del libro, como un emblema de esperanza, al igual que en la biblia maya —el Popol Vuh— los héroes ascienden al cielo como estrellas que inmortalizan su gesta, con una lectura plural que no excluye la política, en ese instante histórico de los años treinta del siglo xx. Su viaje órfico se asimila al descenso dantesco en su Infierno, en una nueva búsqueda de conocimiento, a partir de la ensoñación de un niño cuyo nombre es precisamente Dante. El libro es introducido por elocuentes epígrafes de 13 La misma transgresión temporal, con coordenadas afines, incluirá después Carpentier en su relato “Semejante a la noche”, de Guerra del tiempo (1958).
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Nerval y Chirico, que hablan de la importancia del sueño y de la autonomía del arte, y comienza con un diálogo insólito entre el pino y la nieve, en medio de la sinfonía del viento, voz de la naturaleza. La obra tiene como leitmotiv el tema de thanatos, a través de incesantes variaciones: en este primer pasaje, las imágenes y asociaciones visionarias imbrican los féretros, de pino, y el palor y frialdad níveo, de lo inerte. Los cementerios, ahogados, suicidas, resucitados o náufragos pulularán por toda su extensión. El sueño —trasunto de la muerte— será también hilo conductor, a través de un desbordante onirismo que traduce la desolación de las postrimerías con los habituales membra disjecta del surrealismo: “¿Qué pianos y siemprevivas, qué guantes olvidados y prematuras muertes, qué desnudo corazón abstraído, qué ciegos lagos y árboles paralíticos, qué recién nacido con las manos amputadas comprendían la voz del pino?” (Cardoza y Aragón 1969: 15). También abundan las mutaciones y metamorfosis propias de las visiones sómnicas, y de su traducción surrealista: el sacerdote vestido de oro es una salamandra, un pez fosforescente; los hipopótamos se transforman en golondrinas; los cactus dan lirios. Todo el caos aparente de esta correntada poética reproduce ese mundo del subconsciente, donde late la memoria humana; su fluido caótico insiste en ese maelstrom que signaba el periodo vanguardista del autor, como en el cierre de un círculo perfecto, y se hace trasunto del magma confuso de la creación, del caos primigenio en ese gran sumidero universal que puede ser el mar con su representación de muerte y eternidad. Los diálogos confusos, las voces entremezcladas de origen desconocido, quedan en el aire de la página envolviendo imágenes de ciudades así desrealizadas, más allá del tiempo: Las largas avenidas de casas iguales aparecían translúcidas, hechas con bloques de piedra lumbre. Las casas flotaron con gracia de anémonas y medusas. Sobre la pizarra de los techos estaban tendidos los cocodrilos con sus esqueletos luminosos y su carne suavemente transparente. Algunos resbalaron lentos por los declives y se quedaron dormidos sobre los sauces, sin pesar sobre ellos. Árboles de lluvia y botones de nácar, con sus ramas brillantes de navajas, recibían sin doblegarse a los saurios enormes (Cardoza y Aragón 1969: 23).
Las imágenes visionarias se multiplican, rondando la omnipresencia de thanatos con su representación marina: barcos que arden, cráneos de pizarra,
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la ciudad con su cementerio de casas —“su largo lamento verde flotando sobre las alcantarillas” y la noche como “pez dormido de sombras en acezo, iluminado su fino esqueleto de neón” (1969: 26)—, un magma en el que se incluyen referencias religiosas católicas, y también mayas. Aparecerá así en esa atmósfera de pesadilla el escenario del infierno católico, y la figura de “Cristo boqueando como pez en el fondo de una barca” (1969: 76), o el Papa muerto con su catafalco flotando entre medusas. También los santos asociados con la idea de la mutilación, como Santa Águeda con sus senos seccionados, o Santa Lucía, que en asociación onírica ve en sus ojos anidar los discos rojos de la mutilación de Santa Águeda, y también los corazones de doncellas recién sacrificadas. El niño contempla el constante ir y venir de buzos que descienden al subsuelo, a ese trasmundo visible para su mirada trascendente, mientras el mar lo inunda todo con su poderosa carga de siglos. El final de su viaje alucinatorio llega con el amanecer de un nuevo día simbólico: “Sentado al borde del Hudson, Dante ve la ciudad incendiarse por el grito de la muchedumbre [...]. Un meteoro raja el cielo y se ven las albas amontonadas en sus entrañas [...]. La estrella roja se levanta” (1969: 167).
Omega: el CRIMEN de Agustín Espinosa Este breve cabotaje por las geografías más recónditas de la prosa de vanguardia no puede concluir sin dedicar una estadía a las prosas deslumbrantes del tinerfeño Agustín Espinosa, con hitos como el inclasificable Lancelot, 28º-7º, de 1929, con su fabulación cubista y poética, definida como Guía integral de una isla atlántica. O las prosas también experimentales y fragmentarias de Media hora jugando a los dados, conferencia sobre el pintor José Jorge Oramas leída el 20 de abril de 1933 en el Círculo Mercantil de Las Palmas: “Vamos a jugar esta tarde un rato a los dados. Perdonad, señoras y señores, que sea yo el cubiletero y vosotros los que ganéis o perdáis” (Espinosa 1999: 70). Valga una de sus secciones para mostrar su calibre poético:
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La fiesta del alcohol Una taberna, y otra, y otra, y otra, y otra. Una larga procesión de tabernas, con su farol rojo en cada puerta, y su mesa triste, y su mostrador irremediable, y su hondura fatal, y su tenebrosa cadencia. Un cuerpo, no se sabe si de mujer, de hombre o de perro. Un cuerpo derrotado y lento. Náufrago de cada ocaso sin hogar, de cada víspera sin cita. Tropieza en cada obscena luz, resbala sobre cada escupitajo, quiebra cada sombra con la suya propia: una sombra —la suya— que se agarra angustiosa a todo lo que a sus lados se mece; que llora y se desgarra a sí misma, y pide soles fríos, y sueños de encadenado, y lechos para buscadores de la muerte (Espinosa 1999: 74).
El latido poético y experimental de la escritura de Agustín Espinosa se extiende a toda su producción, sea literaria, académica o periodística, consecuente con la ruptura de la frontera entre el arte y la vida que propone el vanguardismo más visceral. Su inmersión plena en el surrealismo se da en París, donde permanece algunos meses de 1930 y entabla amistad con Breton y Péret, mientras colabora con el también tinerfeño Óscar Domínguez; este ilustra la cubierta de su obra maestra, Crimen, de 1934, con la firma “oscar x”. Después Espinosa organizará, como director del Ateneo de Santa Cruz, la Exposición Internacional Surrealista de 1935, pero a partir del golpe militar de 1936 caerá en una espiral de infortunios —persecución, cárcel, etc.14— hasta su temprana muerte en 1939. Recuerda al respecto José Miguel Pérez Corrales que ya Domingo Pérez Minik definió la obra como un descenso a los infiernos, y anota: “poema oracular por el que Espinosa sufrió en vida tres años de condena ignominiosa, se erige como una pieza de perpetuo escándalo porque es convulsivamente bella y ardientemente liberadora” (Espinosa 2007: 195)15. 14 El expediente de depuración de Agustín Espinosa se halla en el Archivo General de la Administración (Alcalá de Henares) con las siguientes referencias: Sección Educación, caja 32/16749, expediente nº 18469-30 y Sección Educación, legajo 18649, topográfico 32/60. Ahí se incluyen las incisivas acusaciones contra su conducta, por publicar Crimen y por intentar “representar en los cines de Las Palmas una película inmoral y sacrílega en la que se representaba la purísima Persona de Jesucristo en un cabaré” (02-IV-1937), es decir, la Edad de Oro de Buñuel. 15 “El caso de Crimen se une al de una infinidad de intervenciones surrealistas que acarrearon para sus autores persecuciones legales, entradas en listas negras, encarcelamientos y muertes
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Crimen se habrá de convertir en el canto de cisne del surrealismo hispánico, y con ella culmina además, como lo anota Eugenio Padorno, “el asesinato de una vieja y burguesa concepción de la literatura” (Espinosa 1999: XVII). Adelantada por su autor con la publicación, en 1930, de “Triálogo del muerto” en La Gaceta Literaria, la obra supone una exploración sin ambages por lo más oscuro del subconsciente humano. Signada por el orfismo tan característico de las prosas de la época, constituye un relato visionario muy distante del ludismo del entorno bretoniano, y nos ofrece una serie de variaciones sobre el amour fou a partir del diario de un demente asesino. Su comienzo demoledor, que relata una escabrosa escena sexual, es ya una bofetada brutal a todas las convenciones, y a partir de ahí se ponen de cabeza los tópicos y expectativas de cualquier lector, en una fabulación onírica donde no falta el humor macabro. La violencia es el agente catalizador de la belleza poética, y también de la consecuente catarsis —a través de las cuatro estaciones que a su modo homenajean las sonatas de Valle-Inclán— para interpretar una necesaria quema de naves en el panorama literario. En su juego de muñecas rusas se incluyen además referencias metaliterarias a los adelantos de la obra en entregas previas, y se despliega una fulgurante imaginería: “Yo ya sólo vivo para un estuche de terciopelo blanco, donde guardo dos ojos azules, encontrados por el guardagujas la menstrua alba de mi crimen” (Espinosa 1990: 27). En su atmósfera de pesadilla se desencadena una sucesión de visiones y vueltas de tuerca que impiden cualquier inercia narrativa. Seremos espectadores de metamorfosis inesperadas y escenas delirantes, grotescas o cruentas en sucesivas iluminaciones que evitan el lugar común, desde que en su luna de miel el protagonista amanece crucificado en su lecho, mientras un ejército de moscas, sapos y otros seres inmundos asciende por su cuerpo. Las ensoñaciones de cada sección hilvanan el lirismo, el sueño, la profecía y la brutalidad por igual, e incluyen recurrencias obsesivas del surrealismo, como los mencionados ojos arrancados, o la mano mutilada, y también evocacio-
(ocho componentes del grupo surrealista La main à plume, por ejemplo, fueron asesinados en Francia por los nazis). Benjamin Péret, encarcelado en tres países diferentes, y autor del más violento alegato contra las glorias políticas, militares y religiosas de Francia (Je ne mange pas de ce pain-là), dice de Espinosa que ‘se levanta como una montaña de espuma sobre una plaza pública’, y nadie lo ha retratado mejor” (Pérez Corrales, en Espinosa 2007: 173).
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nes del paraíso de la infancia, un asidero que se revela como inútil, mientras el protagonista se abisma en la locura. El controvertido proceso contra el autor, y su muerte temprana, no solo truncaron su actividad creadora sino que la sumergieron en un olvido de muchas décadas. La edición en 1980 de sus Textos (1927-1936) por parte de Alfonso Armas Ayala y Miguel Pérez Corrales contribuye a alumbrar su figura y tarea, y nos muestra a un poeta de la prosa, incluso de la periodística. Se recupera ahí, por ejemplo, “El traje de novio”, relato publicado en 1929 y que supone una semilla inaugural de Crimen: 12 de abril de 1929. Miss X aparece en mi vida. Desde hoy iré más seguro por el mundo. Tengo dos linternas celestes, para las emboscadas del diablo. Tengo un mar de oro, donde naufragar con fortuna como príncipe de los cuentos. Tengo una novia, novia de un metro doce centímetros, que podré guardar en el baúl de camarote cuando quiera viajar solo (Espinosa 1980: 43).
También se reproduce la desconcertante y provocadora “Oda a María Ana, primer premio de axilas sin depilar de 1930”, prosa poética publicada en la revista —de número único— Extremos a que ha llegado la poesía (Madrid, 1931). Ahí aparece de nuevo la protagonista de Crimen, y también el humorismo absurdo y el intenso erotismo de la novela, así como ese sujeto esquizoide que narra la historia y se identifica con el propio autor: “Agustín Espinosa, alcantarillero de sueños adversos. / Agustín Espinosa, coleccionador de azucenas innumerables” (82). Su imaginería explora en lo inusitado: las axilas de la joven son bellos erizos asustados, estrellas negras, huecos rosa y caoba, nidos, fuentes o rosas. En cuanto a la naturaleza poemática de la prosa periodística de Espinosa, véase como ejemplo su evocación de Bécquer; o la de Unamuno, de 1934: Iberia en harapos, descamisada, trágica. Siguiendo, cara al mar, rutas de nube o estrella. Siguiendo, cara al cielo, rutas de humo o de vela. Subiendo por seis ríos caudales, ritmo de océano hasta parado yermo. Una espada de luz, una lanza de fuego hostil, un surtidor de astros, huyendo por un laberinto de montes, páramos, bosques, ríos y ciudades. Galopando sobre una península en llamas que mana sangre a los mares.
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Iberia mal herida, hambrienta de eternidad, ebria de Dios, de sueño extremo y de pereza. Iberia crucificada en cruz que a la vez le abarca y embarga, abraza y abrasa. Desde Vasconia marcha sobre Castilla un cristo español, de pies de rata, ojos de corneja, manos de cisne y cabeza en perenne uso de fiesta [...]. Lleva su propio corazón en las manos... (Espinosa 1980: 256-257).
Coda En el proceso de gestación de las historias de la literatura tiene un peso indiscutible el canon de cada época, normalmente asociado al devenir de las grandes metrópolis culturales. Sin embargo, su intrahistoria —en términos unamunianos— es esencial para tener una perspectiva de conjunto integral y ponderada, imposible sin la consideración de las aportaciones periféricas, que no por lejanas tienen una importancia menor, aunque su proyección pueda ser menos visible o más tardía. Así ocurre con grandes valores que fueron en su momento preteridos, como los autores aquí recordados, muy especialmente esos dos poetas de la prosa que son Luis Cardoza y Aragón —que con su Maelstrom funda la narrativa surrealista hispánica— y Agustín Espinosa —que con Crimen construye su canto de cisne—: más allá de centralismos, olvidos y visiones parciales, ambas propuestas han dejado una huella innegable y decisiva en el itinerario de la vanguardia histórica hispánica.
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LUIS CARDOZA Y AGUSTÍN ESPINOSA
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COMPLEMENTARIOS: LAS MODULACIONES DE LA BREVEDAD EN JOSÉ BERGAMÍN Y CARLOS DÍAZ DUFOO JR. Francisca Noguerol Universidad de Salamanca
Un escritor debe detenerse y comenzar con cada nueva frase. Walter Benjamin
La presente reflexión pretende destacar la importancia de los autores excéntricos —también denominados “raros” o “atípicos”1— en la prosa de entreguerras escrita en español. Estos escritores, defensores de la “literatura del no” —lo que explica su interés por el fragmento, la miniatura y su rechazo de fronteras genológicas y artísticas—, se caracterizan por observar las veleidades del mundo parapetados en un escepticismo teñido de melancólica ironía, lo que les hace huir de abstracciones y defender quietud y sensualidad como claves de vida. Extremadamente cultos pero enemigos de escuelas y banderías, encontramos una estupenda expresión de su Weltanschauung en Epigramas (1927), del mexicano Carlos Díaz Dufoo Jr., y en El cohete y la estrella (1923) y La cabeza a pájaros (1934), del español José Bergamín. 1 Estos creadores, que ocupan un lugar imprescindible en la tradición literaria moderna desde la publicación de Los raros (1896) por Rubén Darío, han sido analizados como colectivo por Wilfrido H. Corral —“¿Teoría de los raros?” (2001)—, por Noé Jitrik —compilador del volumen Atípicos en la literatura latinoamericana (1997)— y, para el caso de uno de los autores que me interesan, por Gabriel Wolfson en “La construcción de Carlos Díaz Dufoo como un raro canónico” (2009).
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Dedicaré las siguientes páginas a estos títulos, complementarios entre sí y tan interesantes como, desgraciadamente, poco atendidos por la crítica, a pesar de que en ellos encontramos la base de géneros que concitan enorme atención en nuestros días como el microrrelato, el aforismo o la tuiteratura. Para recalcar el valor de esta apuesta literaria, nada mejor que comenzar con unas líneas extraídas del ensayo “También los raros”, incluido por Sergio Pitol en El mago de Viena, y donde el mexicano diferencia el escritor “vanguardista” del “raro”: Los “raros”, como los nombró Darío, o “excéntricos”, como son ahora conocidos, aparecen en la literatura como una planta resplandeciente en las tierras baldías [...]. Son los pocos autores que hacen de la escritura una celebración [...]. La vulgaridad, la torpeza, los caprichos de la moda, las exigencias del Poder y las masas no los tocan, o al menos no demasiado y de cualquier manera no les importa [...]. La especie no se caracteriza solo por actitudes de negación, sino que sus miembros han desarrollado cualidades notables, conocen amplísimas zonas del saber y las organizan de manera extremadamente original. [...] Hay un abismo entre el escritor excéntrico y el vanguardista [...]. El vanguardista forma grupo, lucha por desbancar del canon a los escritores que le precedieron por considerar que sus procedimientos literarios y el manejo del lenguaje son ya obsoletos, y que su obra, la de ellos, dadaístas, futuristas, expresionistas, surrealistas, es la única y verdaderamente válida [...]. Racionalizan, discrepan, crean teorías, firman manifiestos, emprenden combates con la literatura del pasado y también con la contemporánea que no se acerque a la suya. Por lo general, eso no les sucede a los excéntricos [...]. Escriben de la única manera que les exige su instinto. El canon no les estorba ni tratan de transformarlo. Su mundo es único, y de ahí que la forma y el tema sean diferentes. Las vanguardias tienden a ser ásperas, severas, moralistas; pueden proclamar el desorden, pero al mismo tiempo convierten ese desorden en algo programático [...]. En cambio, la escritura de un excéntrico casi siempre está bendecida por el humor, aunque sea negro [...]. En fin, un escritor excéntrico es capaz de marcarle la vida de varias maneras a los lectores para quienes, casi sin darse cuenta, definitivamente escribía (Pitol 2005: 124-127).
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Radicales en sus posturas y discípulos confesos de Nietzsche2, tanto Díaz Dufoo (1888-1932)3 como Bergamín (1895-1983) demostraron la exigencia de sus ideas y su “incómoda postura” ante el mundo en sus trayectorias vitales. Así, mientras el primero se suicidó a los cuarenta y cuatro años de edad, el segundo vivió una existencia marcada por la derrota de sus ideales republicanos, el exilio durante un largo periodo de su vida, sucesivos y fracasados retornos a España y un final ostracismo provocado por su afinidad con el independentismo vasco, que lo llevó a pedir ser enterrado en Fuenterrabía “para no dar con sus huesos en tierra española”. Su adscripción a un grupo literario resulta, asimismo, conflictiva. Mientras Díaz Dufoo es integrado tanto en la generación del Ateneo mexicano como en la de los Contemporáneos, Bergamín aparece sin empacho en la nómina de la generación del 14 y en su continuadora del 27. Y ello, porque a ambos les importó sobre todo la amistad de unos cuantos elegidos, tan “atípicos” como ellos mismos, con los que compartieron amistad y literatura. Es el caso de Julio Torri, Alfonso Reyes y Xavier Villaurrutia, para Díaz Dufoo, y de Miguel de Unamuno y Juan Ramón Jiménez, para Bergamín. 2 Díaz Dufoo continuó la estela del alemán, que pregonó la necesidad de escribir con sangre, en uno de sus más conocidos epigramas: “De los libros valen los escritos con sangre, los escritos con bilis y los escritos con luz” (1981: 78). De hecho, Christopher Domínguez Michael destacó sobre él: “Nietzscheano, depura su pensamiento de toda cosmética finisecular, eliminando exageraciones líricas y oropeles heroicos [...]. Sus Epigramas son fragmentos sincopados donde la imposibilidad de una generación para profundizar en el pensamiento aparece como examen y consecuencia de la vida” (1996: 534-535). En cuanto a Bergamín, la impronta nietzscheana —entre muchas otras— fue detectada por Guillermo de Torre en una de las primeras reseñas a La cabeza a pájaros: “No solo Unamuno, sino mentes tan diversas como Pascal, Nietzsche, Valéry y Cocteau pudieran señalarse entre los antecesores ilustres de la manera bergaminiana. Como aquéllos, José Bergamín acierta a encontrar su equilibrio en la cuerda tensa de la contradicción. Que no es el eclecticismo, sino todo lo contrario: la última medida de la verdad” (1934: 8). En la misma línea se encuentra la siguiente afirmación de Nigel Dennis: “Sus aforismos —como los de Pascal o Nietzsche o Juan Ramón Jiménez— reflejan fielmente el ‘proceder por iluminaciones’ del pensamiento mismo: relampagueante y asistemático, de una intensidad que solo se traiciona a sí misma desarrollándose en forma discursiva” (Dennis, en Bergamín 1998: 18). 3 A partir de ahora, lo nombraré prescindiendo del Jr. que lo diferencia de su padre, el escritor homónimo Carlos Díaz Dufoo (1861-1941), conocido especialmente por sus cuentos decadentes y fantásticos.
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La difusión de su obra y el éxito literario tampoco les preocupó especialmente. Así, mientras Díaz Dufoo publicó un único volumen, costeado por él mismo y aparecido en París en una edición de lujo —destinado sobre todo a ser regalado a los cómplices estéticos y consciente de su carácter “extraño” por reunir aforismos, fragmentos cercanos al ensayo o al microrrelato y diálogos de diverso signo4—, Bergamín practicó las brevedades misceláneas a lo largo de toda su vida, comenzando con El cohete y la estrella (1923) y La cabeza a pájaros (1934), continuando con Aforismos de la cabeza parlante (1983) y finalizando su periplo con Las ideas liebres: aforística y epigramática (1935-1981) (1998). En estos títulos se aprecia cómo su autor fue ahondando en el sentimiento de duda ante todo lo establecido, hecho que explica que en la sección “Derrotero paradójico” —incluida en Aforismos de la cabeza parlante— añadiera signos de interrogación a muchos de los textos publicados en los años veinte y treinta, con lo que el sentido de las frases cambió completamente. Y es que estos dos autores se erigen en defensores del segundo tipo de lectura defendido por Roland Barthes en El placer del texto: [...] Hay dos regímenes de la lectura: una va directamente a las articulaciones de la anécdota, considera la extensión del texto, ignora los juegos del lenguaje (si leo a Julio Verne voy rápido: pierdo el discurso, y, sin embargo, mi lectura no está fascinada por ninguna “pérdida” verbal, en el sentido que esta palabra puede tener en espeleología); la otra lectura no deja nada: pesa el texto y ligada a él lee, si así puede decirse, con aplicación y ardientemente, atrapa en cada punto del texto el asíndeton que corta los lenguajes, y no la anécdota (Barthes 1974: 22).
Un tipo de lectura equiparable al “arte termita” preconizado por el crítico de cine Manny Farber en el famoso artículo “White Elephant Art vs. Termite Art” (1962), que llevó a Enrique Vila-Matas a escribir:
4 En una carta de julio de 1919, Xavier Icaza refiere a Julio Torri que Díaz Dufoo cuenta, después de un largo periodo de gestación, con material para concluir un libro, definiendo sus páginas como “pequeñísimos ensayos con impresiones personales, críticas, deseos de los que se desprende la personalidad íntima de Carlos. Es una especie de diario, sin las cosas que los diarios encierran. No definirá nada, pero habrá un ritmo que deje una sensación de que algo se persigue” (Icaza, en Zaïtzeff 1995: 65).
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[...] El arte elefante blanco está relacionado con esa manera que tienen algunos de tratar sus obras como un espacio potencial para una creatividad digna de elogio, de aplauso académico y premio, sobre todo de premio: ese esforzarse en ser grande, en tratar temas importantes, etcétera. Me quedo, sin dudarlo, con el arte termita. Algunos ejemplos de termitismo ligero para quien quiera planificar su verano: No leer, de Alejandro Zambra [...]. ¡Ah, el mundo de las diminutas termitas que pacientemente corroen la tarima sobre la que se apoya el voluminoso y admirado elefante blanco! (Vila-Matas 2012).
Los orígenes de estos textos voluntariamente “menores” y nómadas, que unen conocimiento afectivo y cognitivo, taxonomía y caos, razón e imaginación, se encuentran en la Modernidad, apareciendo en el Romanticismo preconizado por el círculo de Jena, ensayándose en el Modernismo hispánico, consolidándose en las vanguardias históricas y generalizándose en nuestros días. De ahí declaraciones como las de Simón Marchán Fiz, para quien la fragmentación es “la categoría más mimada de la Modernidad” y, por este motivo, “la historia de la modernidad podría interpretarse a la luz de la fragmentación” (Marchán Fiz 1987: 70); acertados títulos como Montajes y fragmentos: una aproximación a la narrativa española de vanguardia (1995), de José María del Pino; o declaraciones como las de María Victoria Utrera Torremocha en Teoría del poema en prosa: La libertad que V. Hugo proclamaba como necesaria para el artista y que pusieron en práctica algunos poetas románticos se cumple, desde luego, en este tipo de escritura, cuya sola denominación es la mejor muestra por parte del autor de no servir a ningún género previo. El fragmento en sí mismo no es nada desde el punto de vista formal y por esa misma razón puede responder más fielmente a las expansiones de su autor, a todo tipo de impresiones [...]. El fragmento lleva hasta el extremo no solo la crisis del verso sino la naciente crisis de la prosa narrativa, cuya unidad argumental queda rota en este tipo de textos (Utrera Torremocha 1999: 56).
Veamos la opinión sobre estas creaciones de tres autores muy cercanos a la poética de Díaz Dufoo. Si Julio Torri afirmaba en 1913 que “escribir hoy es fijar evanescentes estados del alma, las impresiones más rápidas, los más sutiles pensamientos” (Torri 1964: 126), Reyes reconocía en 1920 la posi-
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bilidad de elaborar “un libro hecho con las astillas del taller de un escritor, y algunos papeles y cuadros de su pequeño museo privado” (Reyes 1956: IV, 21), continuando la idea en otro ensayo, al declarar que “ya no hay quien no escriba para el público artículos de dos o tres líneas [...]. El mundo se desmenuzará en papelitos llenos de escritura abreviada” (Reyes 1956: III, 104-105). En la misma línea, Genaro Estrada explicaba, en el prólogo a La linterna sorda, de Jules Renard, que se trataba de un volumen constituido por “pequeños apuntes, minúsculos rasgueos, puntas secas de una parvedad increíble, observaciones apenas moduladas, miniaturas de dibujante; pero precisas; pero hondas; pero completas; pero casi siempre punzantes y no pocas veces feroces” (en Renard 1920: 11). Asimismo, y atendiendo a los modelos de Bergamín, Unamuno remarcó en el enjundioso artículo “Cuentos y novelas”, publicado originalmente en la revista montevideana El Siglo (1900): “El escritor que hoy quiere ser leído ha de saber fabricar píldoras, extractos, quintaesencias” (1967: 1275); por su parte, Juan Ramón Jiménez apuntaba por los mismos años: “Soy amigo de la síntesis. Por eso prefiero la rosa a la rosaleda, el ruiseñor a la ruiseñorera, el aforismo a la monserga ensayística, la lírica a la épica” (1990: 19). La síntesis se revela, pues, como el procedimiento en la base de las figuras retóricas preferidas por numerosos autores modernos —paradoja, antítesis, oxímoron, hipálage, metáfora, parábola o sinestesia—, tropos que superponen planos de la realidad y que facilitan, desde su misma esencia, los cruzamientos intergenéricos, interdisciplinarios e interartísticos. Así lo supo ver André Jolles en su esencial estudio Formes simples, publicado por primera vez en 1930, y así lo recalcó Pedro Salinas en “Los aforismos de José Bergamín”: Ha habido en el siglo xx en toda Europa algo como un cansancio de las dimensiones normales, una busca de velocidades y de ritmos que se apartaran de la andadura del siglo xix. Ese anhelo se ha expresado por dos caminos: uno de ellos, lo hipertrófico, el desmesurado extenderse de una obra artística, como en el caso de Proust, Joyce, entre otros. La contraria es la fragmentación del pensamiento, el quintaesencismo, la ambición de la brevedad y de la concisión para reforzar los efectos (Salinas 1970: 93- 94)5. 5 Para ahondar en el tema, recomiendo el ensayo de Domingo Ródenas de Moya “Consideraciones sobre la estética de lo mínimo” (2007).
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Esperanza López Parada recuerda que, entre los cultivadores de fragmentos, ha existido un común prurito descanonizador, como si la soltura de las notas breves fuera de la mano con la libertad para denominarlas: “ideas atravesadas para Henri Michaux y, para Queneau, textículos; epigramas en Carlos Díaz Dufoo y microgramas en Carrera Andrade; registros y rumbos en Valéry o historias rotas” (López Parada 1999: 19). A estos nombres, a los que podrían añadirse los cohetes baudelerianos o los microgramas de Robert Walser, se les pueden agregar, entre muchos otros y para el ámbito hispánico, las lucubraciones de Julio Torri, las neuronas de Abraham Valdelomar, las greguerías de Gómez de la Serna6, la filosofícula de Leopoldo Lugones, la granizada de José Antonio Ramos Sucre, los membretes de Oliverio Girondo, las girándulas de Evaristo Rivera Chevremont, los aerolitos de Carlos Edmundo de Ory, las cagarritas de Max Aub, las prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro, la varia invención de Juan José Arreola, las guirnaldas de Adolfo Bioy Casares, los artefactos de Nicanor Parra, los ambages de César Fernández Moreno, el vocabulario de Luis Loayza, los tics de René Leyva o los granos de polen, borrones, rasguños y puntos negros de Cristóbal Serra. Pero, ¿cuáles son las claves conceptuales para esta eclosión de la brevedad en sus diferentes modalidades? Sin duda, estas se encuentran relacionadas con la naturaleza eminentemente melancólica de la Modernidad, expresión de un mundo que se desintegra pero que, por esta misma razón y antes de rendirse al desastre, defiende con intensidad los momentos epifánicos de nuestra existencia. Son los días convulsos descritos por Díaz Dufoo en “Ensayo de una estética de lo cursi” (1916), publicado por primera vez en la revista La Nave: “Nuestra época es una época sensual, crítica, erudita, agnóstica y mística, de escepticismo y deseos de fe, de hondas convulsiones sociales, de bancarrota de los sistemas; una época de movimiento confuso —tendencias que mueren y corrientes que apenas apuntan—, y de la que no sabría decirse si es un término o un comienzo” (1981: 222). Así se explica también que Antonio Espina definiera El cohete y la estrella bergaminiano como paradigma del Zeitgeist de entreguerras:
6 Cfr., en este sentido, “Algunos aspectos de la proyección de la greguería en Hispanoamérica”, de Juana Martínez Gómez (1993).
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El pensamiento literario actual es algo nebuloso y disperso. El pensamiento literario actual carece de esas prestancias corpóreas y mensurables que hasta ahora han sido la novela, el teatro y el poema. Edificios literarios erigidos con su volumen y su peso en el espacio moral, como las construcciones arquitectónicas se yerguen en el espacio físico, la catedral o el molino [...]. El artista de hoy rechaza estas formas. Las rechaza por tradicionales, y por conclusas y definitivas dentro de un orden regular. Eso sí, ignora por completo con qué ha de sustituirlas. Cuál ha de ser el fundamento de lo nuevo. Porque hasta ahora, lo único en que estamos todos conformes es en lo que ya no puede hacerse [...]. El libro de José Bergamín El cohete y la estrella resulta, en cuanto ‘caso’ literario [...], típico y sintomático. El libro posible, lógico y hasta legítimo de un escritor de talento, pero joven y moderno. Moderno hasta la incoordinación. Joven hasta la arbitrariedad. Y conste que el pero apuntado no significa en este particular, como en otros, no muchos, restricción en el elogio, sino reserva en la coincidencia... Estamos muy cerca de elevar una estatua al pero. A través de El cohete y la estrella —bello título— se manifiesta con preclara unidad, a pesar de la fragmentación ideativa que impone el pensamiento suelto, un espíritu sagaz y lleno de escepticismo (Espina 1924: 125-127).
El escepticismo se convierte, así, en uno de los rasgos definitorios de estos textos llenos de aristas, que enuncian problemas, pero no los resuelven. Ya Díaz Dufoo constataba, para su época, “la posibilidad de desear todas las verdades y la imposibilidad de poseer ninguna” (1981: 237), meditación que continúa en otros Epigramas: “Hubiese dado cualquier cosa por una creencia elemental, por una afirmación biológica, por un pequeño refugio, animal y seguro” (1981: 211); “Nuestra esfinge”: “Caminante, tu destino es cruel. Mis enigmas, frutos de la duplicidad melancólica de una edad insegura, no tienen solución. Los propone el deseo, los destruye el azar” (1981: 239). En la misma línea se encuentran algunos textos incluidos por Bergamín en La cabeza parlante, volumen que cuenta con el significativo subtítulo de “Afirmaciones y dudas aforísticas lanzadas por elevación”: “Una creencia que no deja lugar a dudas, no es una creencia, sino, más bien, una supersticiosa credulidad” (1983: 25); “Para poder quitar la peluca de la cabeza a los hombres del siglo xviii hubo que quitarles también la cabeza: guillotinarlos. La guillotina fue consecuencia natural y lógica de la peluca” (1983: 31). El Nietzsche de Humano, demasiado humano parece resonar en el rechazo de ambos autores a la sistematización:
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Del mismo modo que las figuras en relieve ejercen tanto efecto en la imaginación porque parece que fueran a salirse de la pared y que de pronto se detuvieran no se sabe cómo, así la exposición incompleta, como en relieve, de una idea o de toda una filosofía es más eficaz que su completo desarrollo: se deja más por hacer a la visión del lector, se le incita a continuar la elaboración de lo que se insinúa a sus ojos con luces y sombras tan intensas, a culminar el pensamiento, a que supere él mismo el obstáculo que impedía hasta entonces el total desahogo (Nietzsche 1993: 138).
Así se aprecia en Díaz Dufoo —“La incoherencia solo es un defecto para los espíritus que no saben saltar. Naturalmente, solo pueden practicarla los espíritus que saben saltar” (1981: 54)7— y en Bergamín, quien publicó el interesante volumen El disparate en la literatura española (1936), en el que llega a afirmar que “el disparate es la forma más sincera de la literatura” (2005: 95)8. Admirador confeso de la estética barroca, el español nunca sintió recelos ante el claroscuro conceptual. Lo comprobamos en aforismos como los siguientes: “Si quieres expresar la luz, hazte cámara oscura” (Bergamín 1983: 14); “El misterio no está en la sombra: ni en la luz. Está en la duplicidad de la luz y la sombra: en el doble juego, humano y divino, de todo lo crepuscular (Herakles, Orfeo, Hermes)” (1983: 14). En esta situación, ambos autores parecen hacerse eco de la conocida lucubración de Torri, “[l]a melancolía es el color complementario de la ironía” (1964: 83), hecho que evita el estancamiento en la nostalgia y da entrada al humor negro en algunas de sus mejores creaciones. Es el caso de los siguientes epigramas de Díaz Dufoo —“En su trágica desesperación arrancaba, brutalmente, los pelos de su peluca” (1981: 229); “optimista impecable: por las noches zurce su corazón” (1981: 245)— y de Bergamín: “Una vez que creí encontrar al Diablo en un momento de sinceridad, le pedí que me dijese con franqueza quién era. Francamente —me contestó— el único amigo verdadero que tiene Dios” (El cohete y la estrella, 1981: 56). 7 Emil Cioran parece continuar este pensamiento cuando afirma: “un ouvrage de longue haleine, soumis aux exigences d’une construction, faussé par l’obsession de la continuité, est trop cohérent pour être vrai” (1995: 232). 8 Así, se muestra en consonancia con Ramón Gómez de la Serna, autor de una “Teoría del disparate” que fungió como prólogo de su libro homónimo Disparates (1921).
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En el Discurso sobre las pasiones del amor, Blaise Pascal —traducido significativamente por Torri— afirma que “hay dos suertes de espíritus, uno geométrico, y el otro que puede llamarse de sutileza” (1942: 11). Nuestros autores redundarán en esta idea. Así lo demuestra Díaz Dufoo en textos como los siguientes9: Cuidadosamente rodeado de ideas prudentes, inaccesible a los excesos, escudado por la dura barrera de las teorías, mediocre, dicta, burocráticamente, opiniones definitivas (Díaz Dufoo 1981: 232). Cuando se convenció de que había tocado un puerto seguro, al abrigo de los vientos de la fortuna, pidió prestada una teoría social, moderada y rotunda, y compró un respetable sistema religioso que resolvía, sin sobresaltos, todos los problemas (1981: 234) Tenía hábitos mentales irrefrenables. Pensaba siempre por categorías, con claridad excesiva y engañosa precisión. Se había prohibido las ideas mayores y los juicios exagerados. Era aquél un pensamiento simétrico, una templada inteligencia, tan lejana del éxtasis mental como de la brumosa y sabia inconsciencia (1981: 235).
Y de este modo lo recalca Bergamín, quien atiende especialmente a la definición de los espíritus “de sutileza”: —Estaba cargado de razón. —Por eso explotaste (La cabeza a pájaros, 1981: 95). Un cohete es un experimento; una estrella es una observación [...]. El cohete es una caña que piensa con brillantez (El cohete y la estrella, 1981: 55). Más vale un pájaro volando que ciento en la mano (La cabeza a pájaros, 1981: 103)10. 9 Díaz Dufoo se ganó la vida como profesor de Filosofía en la Escuela Nacional Preparatoria y en la Facultad de Derecho de la Universidad de México, lo que explica la especial virulencia con la que denunció la deshumanización provocada en nuestro mundo por la adoración a la ciencia y la tecnología en detrimento de las materias humanísticas. 10 Nietzsche ya habló del “vuelo de las palabras” en La gaya ciencia —“Tomé aquella idea al vuelo y eché mano de las primeras palabras que se me ocurrieron para fijarla, temeroso de
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En cuanto a su concepción estética, estos defensores del silencio11 aborrecen especialmente la idea del “gran estilo”. Así lo expresa Díaz Dufoo en uno de sus aforismos más citados: “Gastó largos años para hacerse un estilo. Cuando lo tuvo, nada tuvo que decir con él” (1981: 246). Su admirado Torri ya había señalado que “un escritor es, ante todo, un descubridor de filones” (Torri 1964: 57), frase que corroboró el mismo Díaz Dufoo cuando lanzó la consigna de que “El artista solo debe sugerir” (1919: 4)12. Bergamín parece hacerse eco de este pensamiento cuando afirma escribir aforismos por una pereza que le impide perseguir las ideas sistemáticamente, hasta agotarlas y deformarlas. Este hecho le lleva a escribir: “El saber ocupa lugar. —El valor de una inteligencia se cotiza generalmente por el cesto de sus papeles” (El cohete y la estrella, 1981: 83). O, más adelante, “Se puede no entender una palabra y entender media, cuando se es buen entendedor. Al que media palabra basta una palabra sobra” (La cabeza a pájaros, 1981: 99). En consonancia con este presupuesto se encuentra su común fervor por la miniatura, por el que los objetos pequeños y cotidianos se muestran como máxima expresión de la melancolía moderna y devienen, como bien supo expresar Gaston Bachelard, “uno de los albergues de la grandeza”: El hombre de la lupa expresa una gran ley psicológica. Nos sitúa en un punto sensible de la objetividad, en el momento en que es preciso acoger el detalle inadvertido y dominarlo. La lupa condiciona, en esta experiencia, una entrada en el mundo. El hombre de la lupa no es aquí el anciano que quiere, con unos ojos cansados de ver, leer todavía el periódico. El hombre de la lupa toma el mundo como una novedad. que se me volara otra vez. Y ahora la han matado aquellas palabras vanas, y cuelga flojamente de este guiñapo verbal, y apenas me doy cuenta de la alegría que sentí al coger aquel pájaro” (1984: 157)—, idea que parece repetirse en la acuñación del término ideas liebres —libres, que corren como liebres— por parte de Bergamín. 11 Heriberto Yépez da cuenta de este hecho en su prólogo a la edición más reciente de Epigramas: “El aplastante hecho de la cantidad reducida de páginas y su predilección por la minoría aforística nos dejan ver que en el centro de Dufoo había un no a la literatura” (Yépez 2008: 23). 12 Jaime Moreno Villarreal, uno de los mejores continuadores de este pensamiento, defenderá en Linealogía “escribir en huida, como traza en el aire un salto el pez al librarse brillantemente” (1988: 10), aseverando un poco más adelante: “la tentación de la escritura sería decirlo todo en una frase” (Moreno Villarreal 1988: 27).
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Si nos confiara sus descubrimientos vividos, nos daría documentos [...] donde el descubrimiento del mundo, o la entrada en el mundo, sería más que una palabra gastada, más que una palabra empañada por su uso filosófico tan frecuente [...]. El hombre de la lupa suprime —muy simplemente— el mundo familiar. Es una mirada fresca ante un objeto nuevo (Bachelard 1998: 204)13.
Para alcanzar la sabiduría, ninguna conducta se muestra más apropiada que observar estos objetos, dejando transcurrir el tiempo en total inactividad. Así, haciéndose eco de la máxima de Catón “Nunquam se plus agere quam nihil cum ageret, numquam minus solum esse quam cum solus esset”14, parafraseada bellamente por Franz Kafka en sus Cuadernos en octavo: No es necesario que salgas de casa. Quédate junto a tu mesa y escucha atentamente. No escuches siquiera, espera solo. No esperes siquiera, quédate totalmente en silencio y solo. El mundo se te ofrecerá para que le quites la máscara, no tendrá más remedio, extático se retorcerá ante ti (Kafka 1999: 56);
Díaz Dufoo escribirá en “Inmortalidad”: “Sin apetitos, sin deseos, sin dudas, sin esperanzas, sin amor y sin odio, tirado a un lado del camino, mira pasar, eternamente, las horas vacías” (1981: 211). Este pensamiento es mantenido por Bergamín en un conocido fragmento de El cohete y la estrella: El indio que despreciaba a los americanos porque no eran capaces de estar diez minutos seguidos sin hacer nada, tenía muchísima razón. Para hacer algo, lo
13 Este pensamiento concuerda con lo apuntado por Peter Sloterdijk para el mundo contemporáneo, prueba fehaciente de la actualidad de los autores que comentamos: “Habría que hablar de una rebelión de lo poco llamativo, de lo discreto, por la que lo pequeño y efímero se aseguró una porción de la fuerza visual de la gran teoría, de una ciencia de las huellas, que a partir de indicios poco aparentes quiso leer los signos tendenciales del acontecer del mundo. Más allá del giro micrológico habría que hablar de un descubrimiento de lo indeterminado, gracias al cual —quizás por primera vez en la historia del pensamiento— lo no-nada, lo casi-nada, lo casual y lo informe han conseguido conectar con el ámbito de las realidades teorizables” (2006: 32-33). 14 “Nunca se está más activo que cuando no se hace nada, nunca menos solo que cuando se está consigo mismo”. La traducción es mía.
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primero es no hacer nada; Dios nunca hizo nada para poder hacer el mundo. La pereza es un estado previo de incubación, madre de todo (1981: 62);
y en el aforismo “El aburrimiento de la ostra produce perlas”, incluido en La cabeza a pájaros (1981: 102). Deseando alcanzar la ataraxia epicúrea y buscando un bienestar que se les resistió a lo largo de sus vidas, tanto Díaz Dufoo como Bergamín defendieron un sensismo materialista cercano al preconizado en nuestros días por el filósofo Michel Maffesoli, quien postula para alcanzar la felicidad la plenitud del instante, la aceptación lúcida de lo efímero (Maffesoli 2000) y el culto de la “razón sensible” (Maffesoli 2005), y que pretende recuperar para el hombre contemporáneo valores hedonistas como el cuerpo, el juego, la vida improductiva y la filosofía del presente. De acuerdo con este pensamiento, el tiempo poético y erótico del ardor de los cuerpos se enfrenta al dominado por la producción y los proyectos totalitarios, como ya supo intuir Díaz Dufoo en “Epitafio”: Extranjero, yo no tuve un nombre glorioso. Mis abuelos no combatieron en Troya. Quizás en los demos rústicos del Ática, durante los festivales dionisíacos vendieron a los viñadores lámparas de pico corto, negras y brillantes, y pintadas con las heces del vino siguieron alegres la procesión de Eleuterio, hijo de Semele. Mi voz no resonó en la asamblea para señalar los destinos de la República, ni en los symposia para crear mundos nuevos y sutiles. Mis acciones fueron oscuras y mis palabras insignificantes. Imítame, huye de Mnemosina, enemiga de los hombres, y mientras la hoja cae vivirás la vida de los dioses (1981: 246);
y como subrayó Bergamín en los siguientes aforismos, claramente influidos por el misticismo clásico español: “Poca sensualidad, nos aparta de Dios; mucha, nos lleva” (El cohete y la estrella, 1981: 63); “La sensualidad sin amor es pecado; el amor sin sensualidad es peor que pecado” (El cohete y la estrella, 1981: 63). Llega ya el momento de concluir la presente reflexión, en la que espero haber demostrado la pertinencia de profundizar en la tradición de los escritores excéntricos. Estos autores encuentran excelente expresión en Carlos Díaz Dufoo y José Bergamín, individuos tan apasionados como exigentes en su concepción de vida y literatura, complementarios entre sí y antecedentes in-
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discutibles de una concepción estética capital en nuestros días, manifestada fehacientemente en géneros de la brevedad como dietarios y microrrelatos, aforismos y tuiteratura.
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EROS Y EL POEMA EN PROSA: CERNUDA, ALEIXANDRE, HUIDOBRO María Ángeles Pérez López Universidad de Salamanca
En el ámbito modernista hispanoamericano se produjo “una renovación de incalculables dimensiones para la literatura posterior”, en palabras de José Olivio Jiménez, pues los modernistas renovaron la prosa y abrieron en español los caminos que se habían originado en Francia a mediados del siglo xix, con Gaspard de la Nuit (1842), libro póstumo de Aloysius Bertrand, cuya influencia sobre los “pequeños poemas en prosa” de Baudelaire (Le Spleen de Paris: Petits poèmes en prose, 1869) ha sido abundantemente destacada por la crítica. Continúa Jiménez: Fue la suya, así, una prosa de manufactura artística y talante poético, que se esgrimía como la más enérgica reacción contra el sentido servicial y utilitario a que por lo común las anteriores generaciones literarias, con las naturales salvedades de siempre, habían reducido la práctica de la prosa1.
En el contexto vanguardista, el poema en prosa tendrá notable cultivo por parte de grandes nombres de la lírica en nuestra lengua, tal como ya ha
1 José Olivio Jiménez, “El poema en prosa y la prosa poemática”, en José Olivio Jiménez y Carlos Javier Morales, La prosa modernista hispanoamericana. Introducción crítica y antología, Madrid, Alianza, 1998, p. 343.
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abordado Utrera Torremocha en su monografía sobre la Teoría del poema en prosa, y un elemento viene a sumarse para hacer implosionar las formas de la prosa poética modernista y conducirla hacia caminos de mayor libertad verbal: la aventura surrealista. Tanto en el lado americano como en el español, podríamos nombrar numerosos cultores del poema en prosa de carácter surrealista, pero serán sin duda Luis Cernuda, Vicente Aleixandre y Vicente Huidobro tres autores imprescindibles de las dos orillas. En 1931, entre abril y junio, Luis Cernuda escribe los poemas en prosa de Los placeres prohibidos, aunque su publicación será muy posterior. Hacia marzo de ese mismo año2, Huidobro publica Temblor de cielo. Cuatro años más tarde aparece Pasión de la tierra de Vicente Aleixandre, cuyos poemas habían sido redactados entre 1928 y 1929. Como veremos, en los tres autores, el Eros transgresor, surrealizante o surrealista dinamita los límites del hecho estético y abre el poema hacia nuevos territorios, que de una parte colindan con aquellas zonas en las que se hace patente el tejido de una tupida red de relaciones intertextuales y metapoéticas. De otra, señalan su intensa singularidad.
“Límites de metal o papel”3: Luis Cernuda y la prosa poemática La producción poética en prosa de Cernuda es muy notable. Especialmente Ocnos (1942), el libro que ha merecido una atención relevante de la crítica por la densidad de su propuesta, y Variaciones sobre tema mexicano (1952). A estos dos títulos de envergadura, se suman los once poemas en prosa que habían pertenecido al proyecto íntegro de Los placeres prohibidos
2 Recoge Cedomil Goic el dato de que el 31 de marzo del 31, la editorial Plutarco anunciaba en El Sol de Madrid la publicación de Temblor de cielo. En “Fin del mundo, fin de un mundo: Ecuatorial, de Vicente Huidobro”, en Revista Chilena de Literatura, 55, (1999), p. 6. 3 Verso de “Diré cómo nacisteis”, el primer poema de Los placeres prohibidos. Salvo que se indique lo contrario, cito por la edición preparada por Francisco Chica para el Centro Cultural de la Generación del 27 y las Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, con el título Los placeres prohibidos. Versión original del texto y manuscritos, Málaga, 2003, p. 7.
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—“En medio de la multitud”4, “Estaba tendido”, “Esperaba algo”5, “Para unos vivir”, “Pasión por pasión”, “Sentado sobre un golfo de sombra”, “Tienes la mano abierta”, “Había en el fondo del mar”, “Era un poco de arena” y dos “Prosas adicionales” (el texto metapoético “La poesía para mí” y “Sentí un dolor en el pecho”)6—. Aunque la publicación de gran parte de ellos no tiene lugar hasta la tercera y definitiva edición de La realidad y el deseo, en 1958 (México, FCE), fueron escritos en la primera mitad del 31, al mismo tiempo que los poemas en verso que publica en Los placeres prohibidos e integra dentro de la primera edición de La realidad y el deseo (Madrid, Cruz y Raya, 1936). De hecho, cuando Cernuda finalmente decide incorporar a Los placeres prohibidos gran parte de las prosas excluidas hasta ese momento —en la edición del 58—, aduce que habían surgido de una misma “situación física y mental”7 que los poemas en verso del libro, cuyo título explicita su carácter transgresor, expresado en el primer poema del libro: Placeres prohibidos, planetas terrenales, Miembros de mármol con sabor de estío, Jugo de esponjas abandonadas por el mar, Flores de hierro, resonantes como el pecho de un hombre (del poema “Diré cómo nacisteis”, p. 7).
La tardía publicación de los poemas en prosa de Los placeres prohibidos ha sido explicada proponiendo que su exclusión se debió estrictamente a su forma externa8, y será el Cernuda de madurez, ya con Ocnos en la década 4 Recortó el texto al incluirlo en la tercera edición de La realidad y el deseo (1958). En la edición de Chica, p. 17. 5 Cernuda cambió el título para la edición de 1958: “Esperaba solo” (p. 22). 6 Los tres últimos textos citados —“Era un poco de arena” y las dos “prosas adicionales”— fueron descartados por el poeta y se publicaron póstumamente. 7 Citado por Chica, op. cit., p. LI. 8 María Victoria Utrera Torremocha, Teoría del poema en prosa, Sevilla, Universidad de Sevilla, 1999, p. 364. La compleja ubicación de la prosa poética cernudiana en el conjunto de su obra puede advertirse si se tiene en cuenta que su Prosa completa de 1975 (Barcelona, Barral), a cargo de Derek Harris y Luis Maristany, se subdividía en prosa poética, narrativa y crítica. La revisión que estos mismos críticos realizaron de la obra cernudiana para la edición
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de los cuarenta, el que dé plena validez estética al poema en prosa. A James Valender le debemos la más importante monografía al respecto: Cernuda y el poema en prosa (1984), donde se centra en Ocnos y Variaciones. Al abordar Los placeres prohibidos, fija la línea evolutiva seguida por el poeta sevillano: En los poemas en prosa surrealistas [Los placeres prohibidos], Cernuda meditó sobre su experiencia, expresándose con el lenguaje irracional de los sueños. En los poemas en prosa de Ocnos, Cernuda volvió a meditar sobre su experiencia, pero esta vez empleando el lenguaje racional proporcionado por las tres facultades mentales9.
En el conjunto de sus poemas en prosa, Cernuda logró los que, según Suzanne Bernard10, son sus rasgos básicos: la unidad, entendiendo el poema como un todo orgánico y autónomo; la gratuidad, pues no hay finalidad comunicativa alguna fuera de sí mismo y por tanto es intemporal; y la brevedad. También el poeta sevillano teorizó sobre el género en su muy conocido texto “Bécquer y el poema en prosa español”11, donde afirma que las razones del poeta del xix son similares a las que tuvieron sus coetáneos franceses para proponer una forma nueva y libre: [Los poetas franceses] cansados de la versificación mecánica, vacía de toda emoción o experiencia poética, que en Francia se había venido escribiendo, por lo menos durante todo el siglo xviii, era natural que tratasen de crear para la poesía un instrumento libre de las convenciones, las limitaciones, las reglas que ligaban al verso, el cual, por esas mismas razones o por otras que no nos conciernen ahora, pudo parecerles enteramente ineficaz como medio de expresión poética12. de Siruela de 1994, aportó considerables modificaciones, en particular la reubicación de la prosa poética en el volumen dedicado a “Poesía”, mientras que para la “Prosa” reservaron los volúmenes II (Prosa I, dedicado a los ensayos literarios) y III (Prosa II, dedicado a “Ensayo y crítica”, “Prosa narrativa”, “Teatro” y “Prosa miscelánea”). 9 James Valender, Cernuda y el poema en prosa, Londres, Tamesis, 1984, p. 127. 10 En su trabajo clásico sobre el poema en prosa francés, Le poème en prose de Baudelaire jusqu’à nos jours, Paris, Nizet, 1959. Resulta muy relevante su temprana afirmación de que el poema en prosa no es una forma intermedia o híbrida entre la prosa y el verso, sino un género distinto. 11 Fue publicado por primera vez en 1964 en el tomo II de Poesía y literatura (Barcelona, Seix Barral), pero su redacción se remonta a 1959. 12 Recogido en Obra completa. Vol. II. Prosa I, ed. de Derek Harris y Luis Maristany, Madrid, Siruela, 1994, p. 704.
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Continuaba Cernuda: “el poema en prosa, como la poesía en verso, no se propone nada ajeno a su propia finalidad de expresar una emoción o experiencia poética”. Será ella la que nos permita ahondar en las principales características de sus textos en prosa de Los placeres prohibidos, que podemos ejemplificar en “Estaba tendido”, de notable brevedad. Hallamos aquí una de las marcas inequívocas del poema en prosa cernudiano: como vio muy bien Octavio Paz, se da en él un “ascetismo poético” que emparenta con el del poeta francés Pierre Reverdy (dice el mexicano en “La palabra edificante” que Cernuda construye un poema con el mínimo de materia verbal porque lo hace a partir de la “reticencia”13). Así, en relación con la obra coetánea de otros poetas que cultivaron el poema en prosa, como Hinojosa, Juan Larrea o Aleixandre, sorprende, tal como ha advertido Carlos Jiménez Arribas, la brevedad de los cernudianos, más breves incluso que algunos de los poemas en verso de Los placeres prohibidos: Y se trata de un modelo de poema en prosa que presenta, además, un remedo de disposición estrófica favorecido por los sangrados. Se trataría del formato aireado, señalado por Sandras (1995: 99) en su tipología del poema en prosa, frente al compacto. Este estudioso destaca la mayor ligereza de cara a la recepción de este modelo, pero en el caso cernudiano no andaremos desencaminados si atribuimos su presentación al desenvolvimiento meditativo que el poeta opera sobre su texto14.
Para lograr esa contención expresiva, el poeta busca un lenguaje depurado o, tomando sus palabras cuando cita a Hopkins, un “lenguaje corriente intensificado”15 que, sin embargo, posee considerable textura poética: las frecuentes asonancias del texto (espaldas alas plegadas agua / brazos borraron), el predominio del imperfecto sobre el indefinido y el empleo de la frase enunciativa frente a la interrogativa, exclamativa o enfática de libros ante-
13
En Papeles de Son Armadans, 103, octubre de 1964, pp. 41-82. “El poema en prosa en Los placeres prohibidos”, en el monográfico que le dedicó la revista electrónica Babab, 15, 2002; disponible en: [última consulta: 13/01/2014). 15 “Gerard Manley Hopkins”, Pensamiento poético en la lírica inglesa (siglo XIX) (1958), en Obra completa. Vol. II. Prosa I, op. cit., p. 456. 14
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riores, dotan de cualidades líricas al texto que, como el conjunto de poemas que forman Los placeres prohibidos, apunta a la permanente tensión entre la realidad y el deseo (así lo sintetizó el prodigioso verso final del poema “No decía palabras”: “el deseo es una pregunta cuya respuesta nadie sabe”, p. 13). Sólo el amor será, para Cernuda, Aleixandre o Huidobro, tal como veremos, el que pueda transformar el mundo, y lo hará alentado por el surrealismo poético que inscribe estos poemas en una “vorágine visionaria” que ha sido calificada por Francisco Chica de “angélica y demoníaca a la vez” (p. XLV). De ahí el motivo del puñal en el poema en prosa que estamos comentando (“Como el agua continuaba fluyendo, dejé caer en ella un puñal, un ala y una sombra”, p. 19) y que conforma uno de los nudos semánticos centrales de Los placeres prohibidos: “Corazas infranqueables, lanzas o puñales, / Todo es bueno si deforma un cuerpo” (p. 7), dirá en el primer poema; “Unos cuerpos son como flores, / Otros como puñales, / Otros como cintas de agua” (p. 15) en el que se titula “Unos cuerpos son como flores”. Y en el poema “De qué país” aparece el “puñal experimentado” (p. 30). También será muy importante en el libro el motivo de la sombra, presente en “Estaba tendido”: “De mi mismo cuerpo recorté otra sombra, que sólo me sigue a la mañana” (p. 19). Leemos en el poema en prosa “Sentado sobre un golfo de sombra”: “Sentado sobre un golfo de sombra vas siendo ya sombra tú todo. Sombra tu cabeza, sombra tu vientre, sombra tu vida misma” (p. 31). Por otra parte, las prosas poéticas de Los placeres prohibidos se vinculan a las técnicas cinematográficas del cine surrealista: las manos que sangran (frente a los ojos que sangran de Un chien andalou), las flores convertidas en montañas y, en general, las metamorfosis galopantes que ha apuntado Nuria Rodríguez Lázaro16. En estas prosas, junto a la reflexión metapoética en la órbita buñueliana y daliniana, se percibe la desintegración del cuerpo (y de la materia en su conjunto): “sobre adolescentes mutilados” llueven manos, cataratas de manos —en “Qué ruido tan triste”—, y en el poema en prosa “Pasión por pasión” leemos: “Comprendí por qué llaman prudente a un hombre sin cabeza” (p. 24). 16 “Luis Cernuda y el surrealismo francés”, en Manuel Bruña Cuevas et al., La cultura del otro: Español en Francia, Francés en España, Sevilla, Publicaciones de la Universidad, 2006, p. 665.
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La crítica ya ha abordado el conocimiento que tenía Cernuda de las teorías surrealistas17. Al menos desde 1926 el sevillano había prestado gran atención a las obras de Aragon y Éluard. Por otro lado, establecería con claridad las diferencias entre la imagen creacionista y la surrealista18, porque consideraba que el creacionismo carecía de rebeldía, que era “el rasgo del superrealismo”19, pero señaló las profundas relaciones entre ambas, por su condición libre e ilógica, al tiempo que destacó que junto con dada, el creacionismo fue el único movimiento literario que se conectó directamente con el surrealismo. Para Cernuda, fue la influencia de Huidobro en Juan Larrea y en Gerardo Diego, el detonante de que el poeta santanderino tradujera del francés y publicara en su revista Carmen (1927-1928) diversos poemas surrealistas de Larrea. Fue en París, en la primavera de 1929, cuando debió comenzar Cernuda sus traducciones de L’Amour la poésie de Éluard20, con cuyos versos dialoga en relación con la visión del ahogado implícitamente cifrada en “Estaba tendido”, donde no se deshacen los nudos, deliberadamente ambiguos, acerca de si quien estaba tendido es el amado o el amante. Sabemos que el ahogado es una recurrente presencia en Los placeres prohibidos. En el poema “Adónde fueron despeñadas” leemos: “Ahórcate en mis brazos tan jóvenes, / Que con la vista ahogada, / Con la voz última que aún broten mis labios, / Diré amargamente cómo te amo” (p. 11); en “Si el hombre pudiera decir”: “Y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu / Como leños perdidos que el mar anega o levanta” (p. 14); en “Los marineros son las alas del amor”: “No quiero la ciudad hecha de sueños grises; / Quiero sólo ir al mar donde me anegue” (p. 18); en “Sudarios que algún día”: “Sudarios que algún día se reúnen / Para ahogar al hombre” (p. 26); en “Déjame esta voz”: “Me ahogué 17 En el volumen sobre El surrealismo, que editó Víctor García de la Concha (Madrid, Taurus, 1982), se recogen valiosas aproximaciones de Derek Harris —“Ejemplo de fidelidad poética: El superrealismo de Luis Cernuda” (pp. 286-292)— y C. B. Morris —“Un poema de Cernuda y la literatura surrealista” (pp. 299-302)—. 18 Luis Cernuda, “Generación de 1925. Sus comienzos”, Estudios sobre poesía española contemporánea (1957), en Obra completa. Vol. II. Prosa I, op. cit., pp. 190 y ss. 19 Ibíd., p. 191. 20 Véase de Francisco J. García Morilla, “Aproximación a la teoría literaria de Luis Cernuda: el surrealismo”, en Philologia Hispalensis, 19, 1995, p. 137.
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en fin, amigos; / Ahora duermo donde nunca despierto” (p. 29); y en el poema en prosa “Había en el fondo del mar”, está la presencia de un niñito ahogado. Por ello, concluye prodigiosamente el poema “Tu pequeña figura”: “Esa es tu vida: / Líquido lamento fluyendo entre sombras iguales” (p. 33). Pasión y muerte, Eros que conduce al anegamiento y la caída, con los que Cernuda apuntala, en palabras de Paz, el surrealismo no tanto como una lección de estilo, una poética o una escuela de asociaciones e imágenes verbales, sino como “una tentativa de encarnación de la poesía en la vida, una subversión que abarcaba tanto al lenguaje como a las instituciones. Una moral y una pasión. Cernuda fue el primero, y casi el único, que comprendió e hizo suya la verdadera significación del surrealismo como movimiento de liberación —no del verso sino de la conciencia”21. La búsqueda de la libertad la extrapoló Cernuda al contexto sociopolítico de la época, pues fue fuertemente crítico hacia la España del dictador Primo de Rivera. Y en el ámbito artístico, le llevó, entre muchos otros caminos, a prescindir de la rima y a explorar, en Los placeres prohibidos, los caminos del poema en prosa surrealista22, a pesar de que la polémica Antología de la poesía española contemporánea (1932) que preparara Gerardo Diego intentó ofrecer una visión monolítica de la poesía del momento que excluía lo surrealista o surrealizante. Más allá de características formales o temáticas específicas, el surrealismo representó para numerosos poetas de nuestra lengua el empeño de abolir la dicotomía realidad/deseo. En el caso particular de Cernuda, como ha visto
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“La palabra edificante”, op. cit. Luis Ignacio Helguera, en su Antología del poema en prosa en México, subraya “la poesía en prosa surrealista —y la entrega a los impulsos oníricos e irracionales que conlleva su experiencia—, que había practicado en Los placeres prohibidos” (México, FCE, 1999, p. 40), de donde se apartará luego en Ocnos y Variaciones sobre tema mexicano. Manuel Ramos Ortega comenta por su parte en La prosa literaria de Luis Cernuda: el libro “Ocnos”: “Sin duda es el clima de arranque juanramoniano el que más nos interesa a la hora de encuadrar la prosa poética de Cernuda. El segundo, el superrealista, aunque cultivado por el poeta sevillano en algunas de sus prosas sueltas en revistas de la época —Presencia de la tierra, El indolente, Addenda y ocho poemas incluidos en la serie de Los placeres prohibidos— es muy difícilmente rastreable en su obra y, sobre todo, de difícil parangón —a la hora de emitir un juicio valorativo— con los poemas en prosa de Ocnos” (Sevilla, Diputación, 1982, p. 20). 22
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atinadamente García Morilla, “el amor, tanto para Cernuda como para los surrealistas, era un sentimiento subversivo, socialmente inmoral; la pasión del amor, en general y no sólo del homosexual, rompe con las normas morales y las leyes establecidas de la sociedad”23. Al respecto de “Estaba tendido”, el deseo parece consumarse por la destrucción de aquello que se ama. La destrucción o el amor podría titularse ese poema en prosa, tomando el conocido título de Aleixandre. En un artículo dedicado precisamente a este, valoraba de su compatriota: “el superrealismo francés obtiene con Aleixandre en España lo que no obtuvo en su tierra de origen: un gran poeta”24, y destacaba que “para los surrealistas era el amor sentimiento avasallador y exclusivo”25. Diría de Aleixandre lo que podemos decir para él: “su obra es el resultado de una sublimación del instinto posesivo de origen sexual”26. En este sentido es en el que cobra plena importancia el Eros surrealista de Los placeres prohibidos: su función será desinhibidora, plenamente liberadora. Ya en Un río, un amor (1929), que abre la producción surrealista cernudiana, se impugnaba todo lo que impide la libre realización del amor desde una aguda percepción de ira, fracaso y vacío, pues, como ha advertido Chica, “a la adopción del lenguaje del surrealismo se suma una creencia que todos [Cernuda, Aleixandre, Prados, Hinojosa] practican por igual: el valor de la palabra poética está inseparablemente unido al poder transfigurador del amor, único terreno en el [que] es posible el verdadero conocimiento” (p. XXXIII). En conclusión, con los poemas en prosa de Los placeres prohibidos, Cernuda afianzaba aquella propuesta que, en verso, y a través de un Eros transgresor, había aspirado a hacer estallar tanto los “límites de metal” como los “de papel”.
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Francisco J. García Morilla, op. cit., p. 130. Luis Cernuda, “Generación de 1925. Sus comienzos”, op. cit., p. 193. 25 Luis Cernuda, “Generación de 1925. Vicente Aleixandre”, en Estudios sobre poesía española contemporánea (1957), op. cit., p. 230. 26 Ibíd., p. 227. 24
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Vicente Aleixandre: pasión de la tierra, pasión en la tierra Del conjunto de la obra de Aleixandre resulta de gran interés su libro Pasión de la tierra, que ocupa una posición singular y extraordinariamente significativa para las cuestiones que estamos abordando. Es el único libro aleixandrino integrado completamente por poemas en prosa, y su filiación surrealista resulta innegable. En la selección que preparó bajo el título Mis poemas mejores (1956), señalaba Aleixandre las características centrales de Pasión de la tierra, y explicaba que su título primitivo iba a ser La evasión hacia el fondo, por su carácter abismático y marcadamente rupturista. Una cita permite situar exactamente su alcance: La ruptura que este libro significaba tomó la más libre de las formas: la del poema en prosa. Es poesía “en estado naciente”, con un mínimo de elaboración. Hace tiempo que sé, aunque entonces no tuviera conciencia de ello, lo que este libro debe a la lectura de un psicólogo de vasta repercusión literaria (Freud), que yo acababa de realizar justamente por aquellos años27.
El primer título tentativo ya apuntaba hacia el carácter abisal del libro, así como su vinculación con las zonas del subconsciente. La referencia expresa a Freud nos sitúa además en la órbita de la exploración del mundo onírico y de las pulsiones del yo, que los surrealistas indagarán con intensidad. Por ello, el libro se considera central dentro de la etapa surrealista del poeta, y al respecto, es importantísima la valoración que hacía Luis Cernuda —amigo de Aleixandre desde que se conocen en 1928—, en un artículo publicado en La Habana en 1950: Ambos, tras un primer libro de tono reticente y gesto recogido, cuya significación y alcance pocos percibieron, buscábamos mayor libertad de expresión. Supusimos que podíamos hallar ésta a través del superrealismo, entonces en su boga inicial; y en este punto no sé si mencionar, además, aunque sólo con respecto a Aleixandre, el nombre de Freud, cuyas obras recuerdo que estaban en su biblioteca. 27
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Madrid, Gredos, 1956, p. 30.
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Pero el superrealismo acaso no representó para nosotros más de lo que el trampolín representa para el atleta; y lo importante, ya se sabe, es el atleta, no el trampolín. Es posible, además, que el propio Aleixandre piense hoy acerca de esto de modo diferente. En todo caso, desde aquel momento, y tenga el arranque que tenga, la poesía de Aleixandre había de dar mayor libertad expresiva, a través de un desarrollo y enriquecimiento constantes, a las fuerzas oscuras y torturadas que tan admirablemente nos ha revelado28.
Son bien conocidos los esfuerzos de Cernuda y Aleixandre, junto a Emilio Prados y José María Hinojosa, por fundar una revista que fuera el órgano del surrealismo español y tuviera su sede en Málaga, retomando así el impulso que había tenido Litoral con anterioridad, aunque esos esfuerzos se verán frustrados. Los títulos manejados fueron Poesía y destrucción, El agua en la boca y El libertinaje. Este último, propuesto justamente por Cernuda29. Por otro lado, las prosas de La flor de Californía de Hinojosa, tempranamente publicadas en 1928, inauguran la vocación transgresora que imprime la revuelta surreal y de la que participan tanto los textos cernudianos como aleixandrinos que estamos estudiando. Tal como apunta Chica, “es desde esta convicción desde donde se produce el estallido liberador que Aleixandre adelanta en Pasión de la tierra, libro de prosas escritas entre 1928 y 1929 en el que la vertiginosa presencia del cuerpo y del instinto adquieren total primacía”30. La relación entre Los placeres prohibidos y Pasión de la tierra se torna, por ende, muy estrecha, tal como ratifica la propia cronología, a pesar de las diferencias que pueden indicarse31, y Aleixandre manifestó en reiteradas 28 Luis Cernuda, “Vicente Aleixandre”, en Orígenes, 26, 1950, pp. 9-15; en Obra completa. Vol. III, Prosa II, op. cit., pp. 205-206. 29 Véase de Francisco Chica, “Luis Cernuda y la tentación surrealista” (pp. 211-233) del libro Entre la realidad y el deseo: Luis Cernuda (1902-1963), que editó James Valender para la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales y la Residencia de Estudiantes en 2002 con motivo del centenario del poeta. 30 En la citada edición de Los placeres prohibidos, pp. XXXIII-XXXIV. 31 Como ha visto Carlos Jiménez Arribas: “Comparando esta tendencia con otras prácticas del poema en prosa, más o menos coetáneas, y pensamos en concreto en Pasión de la Tierra de Aleixandre, el contraste es singular, pues en esta última obra [...] el escapismo imagístico brindado por la fuga del subconsciente que pone en escena Aleixandre queda bien lejos del
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ocasiones su afianzada vinculación con ese poemario, del que seleccionó para la primera edición de Mis poemas mejores un solo texto, “La muerte o antesala de consulta”, que sigue convocando nuestra atención. Aunque redactado entre 1928 y 1929, no fue incorporado por el poeta a la primera edición de Pasión de la tierra (la mexicana de la editorial Fábula en 1935, que constó de 150 ejemplares numerados), sino a la segunda, la que editó ampliada Adonáis en Madrid en 1946. En el texto, acumulaciones y asociaciones insólitas se suman para ofrecer el espacio inerte de la vida vacua, aquella que sólo genera bostezo y pesadumbre, y en la que de pronto irrumpe, como un golpe, la frase poderosísima que lo vertebra: “El amor es una razón de Estado”32. ¿Se puede, de modo más contundente, abrir lo muerto hacia lo vivo, lo podrido hacia lo fresco, lo convencional —que simbolizan los sombreros y abanicos a modo de sinécdoque— hacia la autenticidad que debe ser vivir? Amar es una misión oscura frente a la negatividad de un mundo “de níquel”, por lo que el poeta reclama las entrañas y los pulsos (“Remataríamos sin entrañas si los pulsos no estuvieran en las muñecas”, p. 100). Su reclamo viene alentado por la lectura de la obra rimbaudiana —Luis Antonio de Villena ha encontrado vagas coincidencias entre “las paredes de níquel” y “Mystique” de Illuminations33— y también de Les chants de Maldoror —“el mar es amargo” proviene de “Vieil océan, tes eaux sont amères”, como ha señalado Gabriele Morelli34—, cobrando pleno significado en el último párrafo: Dónde encontrarte, oh sentido de la vida, si ya no hay tiempo. Todos los seres esperaban la voz de Jehová refulgente de metal blanco. Los amantes se besaban sobre los nombres. Los pañuelos eran narcóticos y restañaban la carne exangüe. Las siete y diez. La puerta volaba sin plumas y el ángel del Señor anunció a María. Puede pasar el primero (p. 100).
tono contenido y reflexivo cernudiano. También de la escueta longitud que presentan los textos incluidos en Los placeres prohibidos” (op. cit.). 32 Salvo que se indique lo contrario, cito por la edición de Gabriele Morelli, Madrid, Cátedra, 2000, p. 99. 33 “Vicente Aleixandre, el surrealismo y Pasión de la tierra”, prólogo a Pasión de la tierra, ed. de Luis Antonio de Villena, Madrid, Narcea, 1977, pp. 69 y ss. 34 En su edición de Pasión de la tierra, p. 100.
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En la ironía final, que convoca las formas lexicalizadas del Ángelus para expresar un lenguaje vacío y clausurado, brilla intensamente la fuerza con que los amantes se besan sobre los nombres. Su potencia transgresora obliga a la implosión del texto, a la cancelación de la muerte que ha presidido el primer párrafo como “ternura de presentirse horizontal” y que concluía en el sustantivo plural “Fronteras”, dinamitado cuando Eros sobrevuela la atmósfera mortuoria y lúgubre de esa sala de espera (la del enfermo, la del muerto en vida) para hacer presente la sangre de sus pulsos en el centro mismo de la escena. Sólo así tendrá sentido una vida, sólo así podrá perseguirse. Como ha advertido Yolanda Novo en Vicente Aleixandre, poeta surrealista, son los contrarios (macrocosmos/microcosmos, vida/muerte, lo monstruoso y lo maravilloso) los que, en su obra, “configuran un universo en el que el amor actúa como fuerza unificadora que rompe límites porque participa de esa sustancia única que induce al conocimiento de todas las realidades que la Naturaleza encierra”35. El léxico incide en el campo semántico de la frontera y del límite, verdadero eje vertebrador de todo el libro: Pasión de la tierra es así Pasión en la tierra y sobre la tierra —en juego de palabras con lo suprarreal, con el prefijo sur del ismo francés—. Se suceden frases yuxtapuestas que funcionan como mínimas unidades de sentido al prescindir prácticamente de todos los nexos y en algunos casos extremos la concisión es máxima, como ocurre con el sustantivo “Fronteras”, que constituye por sí mismo una unidad sintáctica. Fronteras de la imaginación, de la sintaxis, de la muerte, porque así lo indica el título y porque todo el poema en prosa que comentamos se construye a partir de la identificación entre vida, amor y escritura. Los amantes que vuelan masticando la luz no serían solo figuraciones de esa “vaga atmósfera surrealista” (p. 98) a la que se ha referido Morelli, sino los verdaderos protagonistas de la vida si tomáramos conciencia de ella al llevarla a enfrentarse con su contraria. Por eso, en la antesala de consulta poblada de sujetos fantasmáticos, si se abriera la puerta (la muerte, ese límite, la frontera a la que una y otra vez se alude), “todos nos besaríamos en la boca”. 35 Yolanda Novo, Vicente Aleixandre, poeta surrealista, Santiago de Compostela, Universidad de Santiago de Compostela, 1980, p. 61.
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El impulso erótico, el instinto sexual, ciego y poderoso, ajeno a cualquier límite o convención, a cualquier máscara, a cualquier intermediación impuesta, ferozmente, por la cultura, está en el centro de “La muerte o antesala de consulta” como fuerza ingente que sólo en la frontera de la vida revela su acuciosa necesidad. Así como el poeta se figura a sí mismo como serpiente que muda de piel y pierde la vieja (en el poema “Ropa y serpiente”), así en esta sala de espera aguardan los protagonistas de un orden burgués que frustra y sofoca los impulsos del vivir, la vida elemental, desnuda y oscura, pues a ella se llega tras el buceo en el caos del subconsciente, donde se expresa lo vital en su potencia irracional y donde se hace preciso un lenguaje nuevo que rompa con todas las limitaciones (incluidas las del poema en verso): “le langage par lequel s’exprime l’érotisme est obscur. On sent une même démarche dans le choix d’un langage obscur et d’un sujet poétique tabou. Pour cet objet poétique nouveau le poète veut un langage nouveau”36, ha afirmado Lucie Personneaux al estudiar la producción surrealista de Aleixandre. En el poema, y en el conjunto de la producción surrealista aleixandrina, no hay abandono del control artístico a favor de la escritura automática, pero sí la presencia de imágenes alógicas, irracionales o visionarias en las que se bucea en lo instintivo y primigenio para verbalizar el abismo interior, fuente de toda autenticidad, de la vida en su sentido pleno. El propio Aleixandre había planteado la pregunta central que alienta el debate acerca de la importancia del surrealismo en España, en el prólogo a su Poesía superrealista (1971): “Alguna vez he escrito que yo no soy ni he sido un poeta estrictamente superrealista, porque no he creído nunca en la base dogmática de ese movimiento: la escritura automática y la consiguiente abolición de la conciencia artística. ¿Pero hubo en este sentido, alguna vez, un verdadero poeta superrealista?”37. A la pregunta ya había respondido en la nota preliminar a Mis poemas mejores:
36 Lucie Personneaux, Vicente Aleixandre ou Une poésie du suspens. Recherches sur le réel et l’imaginaire, Perpignan, Éditions du Castillet, 1980, p. 165. 37 Barcelona, Barral, 1971; cit. en Ángel Pariente, Antología de la poesía surrealista en lengua española, Barcelona, Júcar, 1984, p. 34.
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[Pasión de la tierra] supuso una ruptura, la única violenta, no sólo con el libro anterior, sino con el mundo cristalizado de una parte de la poesía de la época. Algo saltaba con esa ruptura —sangre, quería el poeta—. Una masa en ebullición se ofrecía. Un mundo de movimientos casi subterráneos, donde los elementos subconscientes servían a la visión del caos original allí contemplado, y a la voz telúrica del hombre elemental que, inmerso, se debatía. Es el libro mío más próximo al suprarrealismo, aunque quien lo escribiera no se haya sentido nunca poeta suprarrealista, porque no ha creído en lo estrictamente onírico, la escritura “automática”, ni en la consiguiente abolición de la conciencia artística38.
Se afianza así la tesis inicial que vincula el empleo del poema en prosa en Pasión de la tierra, con la ruptura de los límites que el surrealismo estaba alentando como gran revolución de las mentes y del espíritu, y que encuentra en Eros su detonante. Ha señalado Diego Marín en el artículo “La idea de ‘límites’ en la poesía de Vicente Aleixandre”: Con Pasión de la tierra (1928-29), en forma de poemas en prosa, el propio Aleixandre dice que se produce una ruptura violenta con la poesía tradicional adoptando la técnica surrealista y onírica, críptica y caótica, para dar expresión adecuada a las visiones irracionales del subconsciente que desea liberar. Aunque influido por la moda surrealista del momento, como otros poetas de su generación, no fue un mero capricho estético sino necesidad de dar expresión a esa libertad total del hombre que es el resorte guiador de su creación; el afán de liberar al hombre de los convencionalismos que lo inhiben (especialmente el sexual) [recordemos aquí la homosexualidad escondida de Aleixandre] en busca de la desnudez elemental de lo natural39.
Por todo lo dicho, cobra nueva luz que sea precisamente Pasión de la tierra el libro que Aleixandre envía en 1936 a Vicente Huidobro con una dedicatoria que debemos al excelente trabajo biobibliográfico sobre el chileno de René de Costa: “Al gran poeta Vicente Huidobro, con toda cordialidad. Vi-
38
Mis poemas mejores, op. cit., pp. 10-11. En Giuseppe Bellini (ed.), Actas del VII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas (1980), Roma, Bulzoni, 1982, pp. 733-742; disponible en . 39
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cente Aleixandre”40. Aunque la documentación sobre la relación entre ambos es escasa, en una carta que envió Aleixandre a Gerardo Diego el 11 de marzo de 1932, había anotado casi al final: “Esta tarde ha estado en casa Vicente Huidobro, al que no conocía. Me ha gustado su visita”41. La otra visita del chileno no se produjo hasta 1937, en plena guerra, acompañado de Alberti. Con posterioridad42, Aleixandre afirmaría que fue nula la influencia sobre él de la obra de Hinojosa, Cernuda43, Larrea o Huidobro44, lo que en absoluto impide sostener una lectura comparatista como la que realizamos. Que el poeta español enviara al chileno aquel libro del que ha dicho que sentía, de modo paradójico, tanto proximidad como “aversión” (“por su dificultad, contradictoria de la convocatoria, del llamamiento que hacía a zonas básicas, comunes a todos”45), puede considerarse relevante. Pasión de la tierra, conjunto de poemas en prosa articulado por la fuerza alógica, instintiva46 y
40 René de Costa, “Los dos Vicentes (Aleixandre y Huidobro): al margen de Pasión de la tierra”, en Peñalabra, 30, 1979, p. 24. 41 Vicente Aleixandre. Correspondencia a la Generación del 27 (1928-1984), ed. de Irma Emiliozzi, Madrid, Castalia, 2001, p. 76. 42 Véanse al respecto la edición ya citada de Pasión de la tierra que preparó Morelli y las Prosas completas en edición de Duque Amusco. 43 Sin embargo, a Cernuda le dedica varios textos. En “Luis Cernuda deja Sevilla”, concluye con luminosa precisión el retrato del poeta de Los placeres prohibidos: “Debajo de su pisada la realidad comprobable, contra el pie verdaderamente desnudo; los ojos, altos, fijos en el lejano, en el inmarcesible, en el nunca devastado brillo reverberador del deseo” (en Prosas completas, ed. de Alejandro Duque Amusco, Madrid, Visor, 2002, p. 166). También le dedicó el texto “Luis Cernuda, en la ciudad”, con el que participó en el homenaje que le dedicó al sevillano La caña gris en Valencia en 1962. 44 “Mi generación, con excepción de G[erardo] D[iego], no tuvo afinidad con Huidobro” (en la carta que envía a Guillermo Carnero el 9 de mayo de 1968; recogida en Prosas completas, op. cit., p. 886). 45 Mis poemas mejores, op. cit., p. 30. Reproduzco la cita completa: “Pasión de la tierra, por la técnica empleada, es el libro mío de lección más difícil. He creído siempre ver en sus zonas abisales el arranque de la evolución de mi poesía, que desde su origen ha sido —lo he dicho— una aspiración a la luz. Por eso este libro me ha producido un doble complejo sentimiento: de aversión, por su dificultad, contradictoria de la convocatoria, del llamamiento que hacía a zonas básicas, comunes a todos; y de proximidad, por el humus maternal desde el que se movía”. 46 El otro título que manejó Aleixandre para el libro, tras descartar La evasión hacia el fondo, fue Hombre de Tierra.
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abismática del Eros transgresor, tenía que encontrar en el autor de Temblor de cielo uno de sus mejores interlocutores porque en ambos la pasión se inscribe, también, en la tierra.
Huidobro: el eros surrealizante y la apertura hacia el poema en prosa de larga extensión En el caso de Huidobro, la presencia en su obra del poema en prosa es notabilísima y muy temprana. Las pagodas ocultas, que edita la Imprenta Universitaria de Santiago en 1914, lleva por subtítulo “Salmos, poemas en prosa, ensayos y parábolas”. En él descuella la indagación huidobriana en diversas formas genéricas, pues aunque los textos tienden a agruparse en las categorías indicadas, se producen desplazamientos y zonas de contacto, como ocurre de modo ejemplar en los salmos, de fuerte naturaleza poemática (“Salmo del amor fuerte”, “El salmo de las mujeres desconocidas”, “Salmo a las almas que pasan”, “Salmo a la madre”), con lo que todo el libro podría considerarse un conjunto de poemas en prosa que se diferencian en el énfasis sobre uno u otro de los aspectos predominantes en cada categoría: el carácter reflexivo en el ensayo, el didáctico en la parábola y el hímnico en los salmos. Después publicará varios poemas en prosa más: el “Poema” que corresponde a la primera versión de “Panorama encontrado o revelación del mundo”, uno de los textos más originales de Ver y palpar (1941), que apareció en la revista Ariel de Santiago en 192547 y del que destaca su naturaleza surreal; el “Anuncio” de una obra inédita, La gran visión, que habría sido un vasto poema en prosa escrito alrededor de 193148, y, en opinión de Cedomil Goic49, de carácter todavía embrionario ya que en él están indiferenciados tanto Altazor como Temblor de cielo; el prefacio de Altazor (1931); y espe47 Ariel, 2, 22 de agosto de 1925, p. 3. Según afirma Goic, “‘Panorama encontrado o revelación del mundo’ es el único poema en prosa, eco de fragmentos del Canto IV de Altazor y anticipo de varios poemas de El ciudadano del olvido” (en Obra poética de Vicente Huidobro, ed. crítica de Cedomil Goic, Madrid, ALLCA XX, Colección Archivos, 2003, p. 905). 48 En la Antología que prologó y seleccionó Eduardo Anguita en 1945 para Zig-Zag de Santiago. 49 En su introducción a la edición de Archivos, op. cit., p. XXVI.
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cialmente Temblor de cielo (1931), al que volveré más adelante. Con posterioridad, pueden nombrarse también “El árbol en cuarentena (Fragmento)”, publicado en la revista Ombligo/Vital de Santiago en septiembre de 193450 y que fue objeto de una violenta polémica con César Moro sobre la originalidad del texto huidobriano, claramente deudor de “Una jirafa” (1933) de Buñuel, del que puede considerarse su reescritura51; el incendiario “¡Fuera de aquí!”, publicado primero en Buenos Aires en 1936 y después en Santiago en 193752, y que forma parte de su producción dedicada a la Guerra de España, y, por último, varios de sus poemas de El ciudadano del olvido (1941), donde el cultivo del poema en prosa se torna muy notable (“Un rincón olvidado”, “Vagabundo”, “Más allá”, “Irreparable, nada es irreparable” y “De vida en vida”53). Y ya sin tratarse de poemas en prosa stricto sensu pero en los límites del género, Huidobro cultivará en algunos fragmentos de la novela La próxima (Historia que pasó en un tiempo más) (1934) varias de las características de la prosa poemática, así como en sus “cuentos diminutos” explorará caminos inéditos para la microficción chilena que tienen considerables deudas con el conjunto de su imaginario lírico. Por ello, cuando Jesse Fernández antologa el poema en prosa en Hispanoamérica, en el plazo que va del modernismo a la vanguardia, subraya del chileno el cultivo, no tanto del poema en prosa como de “la poesía en prosa”54, pues en opinión del crítico, una gran parte de la obra huidobriana elude cualquier intento de clasificación genérica. Para Utrera Torremocha, la labor de Huidobro para con el poema en prosa es muy reseñable: 50
“El árbol en cuarentena (Fragmento)”, en Ombligo/Vital, 1, septiembre de 1934, p. 2. Véase el artículo de Sergio Vergara Alarcón, “Luis Buñuel y Vicente Huidobro: el objeto surreal y el objeto creado. Apuntes sobre dos textos de vanguardia”, en Literatura Mexicana, 1, 2011, pp. 73-89. 52 “Fuera de aquí”, Buenos Aires, Paillard, s.f. [1936]; La Opinión, Santiago de Chile, 18 de octubre de 1937, p. 3. 53 Una versión en francés de este poema se publicó en París con el título “Thermo cœur” (en Feuilles volantes, 1, 1 de junio de 1928, p. 13). 54 Jesse Fernández, “Vicente Huidobro (Chile 1893-1948)”, en El poema en prosa en Hispanoamérica: Del modernismo a la vanguardia, estudio crítico y antología, Madrid, Hiperión, 1994, p. 65. Entre las páginas 191 y 204 incluye “Anuncio”, “No ser, no ser” (fragmento de La próxima), “Un rincón olvidado”, “Vagabundo”, “Más allá,” “Irreparable, nada es irreparable” y “De vida en vida”. 51
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Vicente Huidobro y Ramón Gómez de la Serna son fundamentalmente los escritores que dan un nuevo empuje dentro de la prosa a una nueva estética basada en la imagen autónoma y sorprendente, procedente de Lautréamont y de la adaptación de los movimientos de vanguardia europeos, y en el fragmentarismo caótico y dinámico afín a tal herencia. Huidobro, cabeza del creacionismo en España e Hispanoamérica, experimenta con toda clase de modalidades literarias, entre las que se encuentra el poema en prosa55.
Especialmente relevante resulta Temblor de cielo, cuya extensión lo sitúa fuera de la contención expresiva a la que tiende el poema en prosa56 y, por tanto, en aquellas zonas de hibridación genérica que estimula la prosa poética en el periodo vanguardista, tal como ha estudiado Utrera Torremocha57. En ese magno empeño dividido en siete partes (al modo de los siete cantos altazorianos), el hombre cae sobre la mujer como la lápida sobre el cadáver. El yo lírico comienza preguntándose “cuántas veces debemos abandonar nuestra novia y huir de sexo en sexo hasta el fin de la tierra”58 (p. 841) y plantea poéticamente la fusión de Eros y Thanatos59:
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Teoría del poema en prosa, op. cit., p. 320. Para Goic, “es un poema largo en prosa, tal vez el más notable de la lengua castellana” (en la edición de Archivos, op. cit., p. 832). Sobre el poema extenso moderno, María Cecilia Graña ha propuesto definirlo, siguiendo a Paz, como una “sucesión de momentos intensos” (en la introducción a la compilación La suma que es el todo y que no cesa. El poema largo en la modernidad hispanoamericana, Rosario, Beatriz Viterbo, 2006, p. 14). 57 Teoría del poema en prosa, op. cit., pp. 293 y ss. 58 En todos los casos y salvo que se indique lo contrario, cito por la edición de Archivos, pues Goic tiene en cuenta no sólo la edición príncipe de 1931 sino la última autorizada por el poeta: la editada en Santiago en 1942 por Cruz del Sur, en la que se introducen algunas variantes. Por ello, aunque tanto la edición española del 31 como la inmediata en francés de 1932 (Tremblement de ciel en traducción de Huidobro, Paris, Éditions de l’As de Cœur) son las que habitualmente se citan —en ambas se indicaba en su portada que nos hallábamos ante un poema en prosa redactado en 1928—, han de observarse también los cambios introducidos por el poeta con posterioridad. 59 Orlando Jimeno Grendi titula uno de los epígrafes de su análisis de Temblor: “Thanatos asiste al banquete de Eros” (en la edición de Archivos, op. cit., pp. 1464 y ss.). Había profundizado previamente sobre la cuestión en su monografía Vicente Huidobro: Altazor et Temblor de cielo, la poétique du Phénix, Paris, Éditions Caribéennes, 1989. 56
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Y ese juego que habéis creído que es el juego de la vida, no es sino el juego de la muerte. He ahí al hombre sobre la mujer desde el principio del mundo, hasta el fin del mundo. El hombre sobre la mujer eternamente como la piedra encima de la tumba (p. 857).
Según señala René de Costa en su introducción a Altazor y Temblor de cielo60, tras el cataclísmico temblor, Dios muere y el hombre se libera sexualmente. La unicidad final en los motivos del sexo y de la muerte puede ejemplificarse al apuntar que la mujer es “aimant” —en la versión francesa— e “imán” —en la versión en español— que atrae al hombre tan fuertemente como la muerte61. El goce y la angustia son entonces caminos condenados a encontrarse62. Sabemos que el motivo del cuerpo femenino como imán recorre a modo de constante la obra de Huidobro. En Cagliostro (1934) la sonrisa de Lorenza será “un imán capaz de perturbar el orden de las constelaciones”63. En Temblor de cielo, habíamos leído: “Es una cuestión de sangre y huesos frente a un imán especial. Es el destino irrevocable de meteoro fabuloso” (p. 845). Por otro lado, en el Prefacio de Altazor se afianzaba la misma construcción metafórica: Mi paracaídas comenzó a caer vertiginosamente. Tal es la fuerza de atracción de la muerte y del sepulcro abierto.
60
Vicente Huidobro, Altazor. Temblor de cielo, ed. de René de Costa, Madrid, Cátedra,
1981. 61
Ibíd., p. 41. Cfr. Eduardo Anguita, “Temblor de cielo, poema de amor de Vicente Huidobro”, en “Homenaje a Vicente Huidobro”, Revista Literaria de la Sociedad de Escritores de Chile, 9, diciembre de 1960, pp. 13-14. 63 Cagliostro, ed. de Gabriele Morelli, Madrid, Cátedra, 2011, p. 111. El mago reprime su deseo para servirse de los poderes de la esposa, y será el amor la causa final de su perdición: entre los cargos que presentan contra él los tres Maestros que vienen a castigarle, figura el de no haber guardado los secretos de la logia por amor a una mujer. Como fondo, alienta la idea explícitamente desarrollada en la novela de que “el amor es peligroso” porque “hace olvidar las otras preocupaciones, aun las cosas de una importancia decisiva en la vida de los hombres” (p. 91). 62
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Podéis creerlo, la tumba tiene más poder que los ojos de la amada. La tumba abierta con todos sus imanes. Y esto te lo digo a ti, a ti que cuando sonríes haces pensar en el comienzo del mundo (p. 732).
Y más adelante, en el final del Prefacio: “Poeta, he ahí tu paracaídas maravilloso como el imán del abismo” (p. 735). De ese modo, Temblor de cielo, al estar presidido por Venus es, en cierto sentido, el desarrollo del canto II de Altazor, pues tal como apuntó Goic, cada canto representa un cielo distinto transitado por Altazor en su vuelo, y el segundo está dedicado a la mujer, a Eros en su capacidad de imantación. Propone Emiro Santos García, en “Temblor de cielo, de Vicente Huidobro: un cometa que bien pudo llamarse Altazor” la proximidad entre los dos textos: Como en Altazor, persiste la idea del ocaso del cristianismo, la muerte de Dios, el pasado de una caída, el anhelo de retorno y el ascenso, la continua aparición de cometas y figuras celestes; persiste la figura de la mujer elevada a categoría de símbolo inabarcable o dura abstracción que a veces condesciende a la materia. Podríamos afirmar así, entregándonos a una conjetural plenitud, que ambos poemas forman parte del mismo rostro, fragmentos cuyo deber es configurar la imagen de algo que intuimos y padecemos. Acaso una de las pocas distancias que existe entre Altazor y Temblor de cielo sea el no tan divergente destino del verso y la prosa64.
Esta será de naturaleza fuertemente rítmica (destacan las construcciones de tipo paralelístico y las reiteraciones de diversa índole, particularmente anafóricas, que van dando estructura musical al texto) y se sostiene sobre párrafos breves en los que cada frase funciona de forma prácticamente aislada, como imagen autónoma que remite al modo versal que ha cultivado en esos años Vicente Huidobro. Las concomitancias entre los dos textos son claras y han sido suficientemente señaladas. Y si para Altazor ha afirmado De Costa que nos hallamos ante secuencias “de textura surrealista o de apariencia surrealista”65, para Temblor de cielo resulta aún más notable dicha textura, como podemos ver en 64 65
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Literatura: teoría, historia, crítica, 2, julio-diciembre de 2011, p. 182. Altazor. Temblor de cielo, op. cit., p. 18.
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su texto inicial, en el que la presencia de lo luciferino, del hombre convertido en ángel caído subraya la vocación transgresora del texto. Los aspectos biográficos que motivan los elementos autofictivos del poema —su relación con la joven Ximena Amunátegui, con la que en París, en 1928, asiste a la ópera Tristan und Isolde de Wagner— provocan la asociación entre su joven amada y la Isolda del ciclo artúrico que encarna un idilio extraordinario y es, a la vez, emblema de la muerte y del amor, como puede verse en varias imágenes surrealistas que vertebran el texto inicial: Si se tratara solamente de degollar al capitán de las flores y hacerle sangrar el corazón del sentimiento superfluo, el corazón lleno de secretos y trozos de universo. La boca de un hombre amado sobre un tambor. Los senos de la niña inolvidable clavados en el mismo árbol donde los picotean los ruiseñores. Y la estatua del héroe en el polo. Destruirlo todo, todo, a bala y a cuchillo. Los ídolos se baten bajo el agua. —Isolda, Isolda, cuántos kilómetros nos separan, cuántos sexos entre tú y yo (p. 841).
Se suceden las imágenes mortuorias, en las que la violencia mutila, desgarra, despedaza y crucifica los cuerpos que transitan el poema, especialmente el de Isolda cuyo ojo picotea un mirlo66. En una atmósfera dominada por la enumeración caótica que conduce al absurdo y por los encadenamientos metafóricos basados en relaciones analógicas, se suceden imágenes apocalípticas —“Nosotros contaremos las calaveras que se arrastran por el campo atadas a través de una cuerda interminable a la cola del caballo sonámbulo que nadie reconoce como suyo” (p. 843)— de las que no se excluye el humor negro: “Adentro de la botella hay un obispo muerto. El obispo cambia de colores cada vez que se mueve la botella”67 (p. 842). Tal conjunto de características de raigambre surrealista conduce a la noción de subversión (que utilizaba Paz para referirse al surrealismo) o de transgresión (a propósito del cruce de
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En clara concomitancia con la escena inicial de Un chien andalou. De ahí la acre polémica sobre El obispo embotellado (Lima, 1936) de Moro y Westphalen.
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la frontera entre la vida y la muerte o entre lo divino y lo humano68) que, además, permiten imbricar dos aspectos relevantes: lenguaje y mundo, en su conexión inmediata con el imaginario surreal. Ya advertía Goic que la aparición del Primer manifiesto del surrealismo en 1924 y su desarrollo “condicionaron varias imágenes y motivos de sus libros de 1925 y de 1931”69. En su Antología de la poesía surrealista en lengua española, ha señalado Ángel Pariente la influencia del surrealismo en los poetas españoles y americanos, pues Huidobro, Larrea, Hinojosa y otros autores leyeron de primera mano y tempranamente los textos surrealistas franceses70. Que Aleixandre envíe en 1936 Pasión de la tierra a Vicente Huidobro habría podido impulsar que en 1937 el chileno, inmerso en la órbita del surrealismo, escribiera a Aleixandre solicitando su permiso para incluir textos suyos (en particular poemas en prosa) en un proyecto de antología del surrealismo que finalmente no se llevó a cabo71. El diálogo entre los dos autores, y en concreto entre Temblor de cielo y Pasión de la tierra, resulta así profundamente fecundo, porque ambos participan del imaginario surrealista que desata las potencias de Eros. Si tal como ha afirmado la crítica, Altazor puede leerse a la luz de la definición de imagen surrealista dada por Breton —“La valeur de l’image dépend de la beauté de l’étincelle obtenue; elle est, par conséquent, fonction de la différence de potentiel entre les deux conducteurs”72—, así podríamos decir para Temblor de cielo, cuya sucesión de imágenes irracionales y visionarias resulta tan notable. Ya sabemos de las declaraciones huidobrianas contra el surrealismo contenidas en Manifestes (1925) —así como contra el dadaísmo y el futurismo—. Allí polemizaba con la propuesta de la “escritura automática” que postulaba la liberación del control de la razón sobre el acto creador, pues para 68 Belén Gache, “De dioses, experimentos y transgresiones”, 2001; disponible en: [última consula: 15-01-2014). 69 En Obra poética, edición de Archivos, op. cit., p. 832. 70 En Antología de la poesía surrealista en lengua española, op. cit., p. 24. Entre los poemas que recopila de Huidobro, se encuentra el poema en prosa “Panorama encontrado o revelación del mundo”. 71 Véase el trabajo biobibliográfico de René de Costa ya citado. 72 “Manifeste du surréalisme”, cit. en Michel Ballabriga, Sémiotique du surréalisme: André Breton ou la cohérence, Toulouse-Le Mirail, Presses Universitaires du Mirail, 1995, p. 146.
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Huidobro el poema creacionista nacía de un estado de “superconciencia” que negaba la opinión de que el artista era un “aparato registrador” o mero instrumento revelador de su inconsciente, pero lo cierto es que debemos resituar su producción de la década de los treinta y cuarenta a la luz de su acercamiento a ciertos postulados surrealistas, en particular la ruptura de límites y convenciones, la violencia gratuita o como provocación, el azar objetivo y la fascinación por personajes sombríos como Gilles de Rais, protagonista de su pieza teatral publicada en 1932 precisamente a instancias de André Breton. Como ha anotado De Costa: “[Es a mediados de los años veinte el] momento en el que su escritura comenzó a adquirir una apariencia externa de espontaneidad que resultaba del viraje del cubismo hacia lo que, con el tiempo, sería lo surreal”73. En cuanto a Temblor de cielo, Huidobro era plenamente consciente de su filiación visionaria, en concreto en relación con Les chants de Maldoror y Une saison en enfer por lo que afirmaría: “Temblor de cielo es acaso más maduro [que Altazor], más fuerte, más hecho. Ha producido gran entusiasmo en mis buenos amigos tanto que me asusta; lo han puesto como una cosa enorme, por encima de Lautréamont y de Rimbaud”74. Más allá de los habituales excesos huidobrianos al enjuiciar su propia obra, sin duda Temblor de cielo merece una atención individualizada en el conjunto de sus poemas en prosa y abre una zona interesantísima de contacto con otros autores al amparo del Eros trangresor.
A modo de cierre En el breve lapso de tiempo que va de 1928 —fecha en que Huidobro data la redacción de Temblor de cielo y Aleixandre inicia la escritura de Pasión de la tierra— y 1931, en que Cernuda redacta los poemas de Los placeres prohibidos y se publica en Madrid el libro del chileno, los tres poetas abren su escritura de modo muy significativo hacia el poema en prosa, que en el caso
73 René de Costa, “Huidobro en el más allá de la vanguardia: Paris (1920-1925)”, en Revista Chilena de Literatura, 20, noviembre de 1982, p. 20. 74 Cit. en Obra poética, edición de Archivos, op. cit., p. 837.
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de Huidobro se singulariza además por su larga extensión. En todos ellos, el poema en prosa vendrá marcado por el signo transgresor del Eros surreal; Eros pasional, oscuro y turbulento, como fuerza irreductible, que socava no sólo los límites de la propia obra en cada caso, sino también los del lenguaje y las convenciones sociales que lo fijan, limitan y empobrecen. Contra la cosificación, contra el vacío inerte de la vida impuesta por las normas y reglas de una realidad contra la que se alza el deseo, los poemas en prosa de Los placeres prohibidos, Pasión de la tierra y Temblor de cielo transgreden fronteras y límites desde una lectura surrealista o surrealizante del mundo, desde la gran rebelión que el ismo encarnó para el siglo xx. Los límites del poema son también los límites del mundo. Nos hallamos ante textos que aspiraban a construir, en el territorio del poema en prosa, un nuevo lenguaje que constituye un semillero de posibilidades para la literatura posterior, y que se sitúan, fecundísimamente, del lado de las dos orillas del idioma.
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MEDIACIONES ASIMÉTRICAS ENTRE ARGENTINA Y ESPAÑA: RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA Y GUILLERMO DE TORRE Domingo Ródenas de Moya Universitat Pompeu Fabra (Barcelona)
En la crónica de las relaciones transatlánticas entre Argentina y España en la época de las vanguardias sobresalen los madrileños Ramón Gómez de la Serna y Guillermo de Torre. Los paralelismos que revela un rápido cotejo de sus trayectorias son demasiados como para desestimarlos como irrelevantes en el estudio de los intercambios intelectuales entre las dos orillas del Atlántico. Ambos fueron celebrados por los grupos vanguardistas del Río de la Plata: Ramón por sus greguerías y la epistemología lúdica que involucraban, Torre por sus madrugadores informes sobre las concreciones vanguardistas (en Cosmópolis) y, desde 1925, por el colosal prontuario Literaturas europeas de vanguardia. Tanto Ramón como Guillermo de Torre se casaron con artistas argentinas: Ramón con la escritora Luisa Sofovich y Torre con la pintora Norah Borges. Ambos fijaron su residencia en Buenos Aires: Torre entre 1927 y 1932 y, luego, de manera definitiva, de 1937 a su muerte en 1971; Ramón vivió en la capital argentina dos periodos de varios meses en 1931 y 1933, pero se estableció allí desde 1936 hasta el final de sus días, en 1963. Por último, tanto Ramón como Torre —aunque, como veremos, en especial el segundo— fueron nombres habituales en la prensa argentina desde la década de 1920. El relato de estas “vidas paralelas” podría descender a mayores pormenores y sin duda ofrecería un fascinante retrato doble de las
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suertes de la vanguardia hispánica: por un lado el inventor de la greguería, uno de los abanderados del espíritu de insumisión estética del vanguardismo europeo; por otro, el primer cartógrafo y analista de ese mismo movimiento de subversión espiritual dotado de mil cabezas. Sin embargo, estas afinidades algo más que electivas se agotan en cuanto nos proponemos examinar de qué modo ejercieron su papel de enlaces entre la vanguardia española (y extensivamente europea) y los grupos argentinos que pugnaban por renovar los moldes estéticos y transformar las formas artísticas. En la perspectiva que me propongo adoptar no se trata, por tanto, de estudiar la huella que la obra de Ramón o Guillermo de Torre dejaron en la práctica literaria de la vanguardia argentina o hispanoamericana, sino, por el contrario, de estudiar las interconexiones, nexos o mediaciones que ellos encarnaron o procuraron entre una y otra. La metáfora útil para este enfoque no es la de la huella, que supone la inscripción de una marca objetiva en las prácticas de escritura literaria (la imitación, por ejemplo, de la greguería o de la imagen múltiple ultraísta), sino la metáfora del puente, que implica la apertura de la circulación entre dos espacios mal comunicados y en ambos sentidos. Si consideramos la relación de Gómez de la Serna y Torre con la vanguardia argentina, e incluso más ampliamente con las letras americanas, pronto advertiremos una esencial disparidad entre una y otra. Mientras que la relación de Ramón fue de sentido casi único, centrada sobre todo en su propia difusión y promoción, la de Torre fue, en cambio y desde muy pronto, de auténtico intercambio bidireccional, pues si se preocupó por la divulgación en Argentina de los nuevos valores españoles, al mismo tiempo impulsó la difusión y conocimiento de las letras hispanoamericanas (no solo argentinas) en España. Podríamos decir que Gómez de la Serna fue una figura de mediación intransitiva entre España e Hispanoamérica, una figura a través de la que apenas llegó a la Península el nuevo capital humano y simbólico que bullía al otro lado del Atlántico. De los cuatro prólogos que escribió a autores latinoamericanos entre 1922 y 1926, solo uno apareció en España, el de Bazar (1922) de Francisco Luis Bernárdez; los otros aparecieron en Lima (A. Guillén, La linterna de Diógenes, 1923), Buenos Aires (A. Hidalgo, Química del espíritu, 1923) y París (Luis Cardoza y Aragón, Maelstrom, 1926). En cambio, Torre constituyó un ejemplo perfecto de mediador transitivo que operaba en dos direcciones: difundiendo en Argentina el nombre y la obra
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de la generación del Arte Nuevo y, correlativamente, poniendo de manifiesto en España la valiosa novedad de la juventud literaria americana. Hagamos un recorrido por estas dos mediaciones.
Ramón centrípeto El conocimiento de la obra singular de Ramón fue temprano gracias a los escritores latinoamericanos que viajaban a Europa y recalaban en Madrid o incluso se establecían en la capital, como ocurrió con Alfonso Reyes o con el poeta peruano Alberto Guillén. Este sentenciaba en el libro de crónicas y entrevistas La linterna de Diógenes: “Es un genio; mejor dicho es el genio de lo nimio, de lo pequeño, de lo desapercibido”; y lo elogiaba por su capacidad para ver en la realidad vulgar lo que escapa a la percepción de los demás: “Todos hemos visto lo que ve don Ramón, y, sin embargo, ¿por qué él solo lo ha visto?” (Guillén 1921: 206-207). Ese mismo año, en mayo, Alfonso Reyes (1921: 130-135) colmaba de elogios a Ramón en la semblanza que le dedicó en la revista Nosotros, pero Ramón había entrado en Argentina con el regreso de la familia Borges en 1921 y el trasplante del Ultraísmo, cuyo manifiesto, firmado por Borges, apareció precisamente en la citada revista. En México, también en 1921, era ya conocida su obra: el de Gómez de la Serna era el segundo nombre del caótico Directorio de Vanguardia con que Manuel Maples Arce remataba su cartel “Actual Nº 1”, primer manifiesto del estridentismo. En esa extensa lista, por cierto, Torre y Borges ocupaban respectivamente los lugares cuarto y quinto. Las proclamas a favor de lo nuevo de Ramón, la fórmula de la greguería, la ambición de combatir el caos de lo real con la fruición de inventariar ese caos mediante la escritura habían llegado a Hispanoamérica (y seguirían llegando) a través de numerosos artistas que, en su paso por Madrid, habían acudido al templo de Pombo, a la “meca de la greguería”, en expresión del guatemalteco Soler y Pérez. No fueron pocos; aparte de Reyes, Borges y Alberto Guillén, pasaron por allí los chilenos Vicente Huidobro, Augusto D’Halmar, la hechizante Teresa Wilms, Joaquín Edwards Bello, el cubano Alfonso Hernández Catá, el dominicano Pedro Henríquez Ureña, los venezolanos Rufino Blanco Fombona, Arturo Uslar Pietri o Pedro Emilio Coll, los mexicanos Martín Luis Guzmán, Artemio del Valle, Eusebio de la Cueva, el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo y su compatriota Francisco Soler y Pérez,
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que en 1951 publicó su propia cosecha de greguerías en Solerismos. Greguerías, o los peruanos Xavier Abril, Ventura García Calderón, César Miró y Alberto Hidalgo (Martínez Gómez 1993). En 1919 Ramón había recibido un libro de libelos procedente de Arequipa, Perú, que le había parecido “valiente, impulsivo, terrible, en que insultaba a todos los escritores, menos a mí” (1999: 369). El libro se titulaba Jardín zoológico y su autor era Alberto Hidalgo, quien, tiempo después, viajaría a Madrid y se presentaría en Pombo ante Ramón sin disimular ni su hurañía ni su arrebato, pertrechado con un nuevo libro, este de versos, Joyería. De esa visita a la tertulia pombiana dejó constancia Hidalgo en la segunda edición de Muertos, heridos y contusos (1920), donde afirmó que la personalidad genial de Ramón había creado escuela “no escuela pequeña, limitada por las fronteras de su patria”, sino “una escuela que cuenta con muchos discípulos, que ha traspuesto las fronteras españolas y ha atravesado el mar, como Colón hace cientos de años. En América, Gómez de la Serna tiene secuaces, amigos y entusiastas” (Hidalgo 1920: 112). Así era sin duda. En 1922, Ramón creyó reconocer a uno de esos “secuaces, amigos y entusiastas” en Oliverio Girondo a través de su primer libro, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922). Le dedicó un artículo en la primera plana de El Sol, el 4 de mayo de 1923, que pocos meses después recogería íntegramente en La sagrada cripta de Pombo (1999: 573-574), añadiendo un escueto párrafo para consignar la visita posterior de Girondo y reafirmar su talento. Acabo de decir que el artículo de El Sol se recogió íntegramente pero no fue del todo así. Hubo una insidiosa pregunta que desapareció en el traslado del periódico al libro y en la que precisamente Guillermo de Torre —y a través de él el Ultraísmo— fue blanco del desprecio de Ramón. Dice el párrafo, refiriéndose a “este libro interesante y revelador, que, sin necesidad de imitar como un tití o un salvaje a nadie, traza imágenes rotundas y greguerías que le pertenecen; sin que tampoco tenga que llamarlas cursilonamente ‘Hai-Kais’, y sin tener que usar el pantómetro o el papel carbón para copias. ¿Me oye el parvular Guillermín de Torre?”. Este último dardo ofensivo ocasionó el lógico enfado de Torre y las consecuentes disculpas de Ramón, que omitió la burla en el libro en curso1. 1 Queda el testimonio de una carta del 14 de mayo en la que Ramón da por zanjado el asunto (García/Greco 2007: 59). Todavía en 1925 le escribirá, tras leer sus Literaturas europeas
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Lo que importa ahora del episodio, sin embargo, es la afinidad estética que revela entre Ramón y Girondo, una compartida impugnación de la norma, el hábito, la convención perceptiva y expresiva en la que habría de sustentarse una duradera amistad (Greco 2001), como iba a suceder en breve entre Ramón y Macedonio Fernández. Ramón pudo leer a Macedonio en la revista Proa y, como él mismo contó en el espléndido prólogo a Papeles de Recienvenido, “indagué enseguida su dirección y le escribí cartas admirativas y estimuladoras” (1944: 11). Las que el argentino le remitió no lo fueron menos, puesto que el respeto y la admiración fueron recíprocos hasta la muerte de Macedonio en 1952. En el tiempo en que Ramón tuvo conocimiento de su obra, alrededor de 1924, él se había convertido en un tótem del espíritu insurreccional de las vanguardias. Sus seguidores e imitadores se distribuían por toda Latinoamérica (sin que faltaran detractores) y bastó que Ramón anunciara su visita a Buenos Aires para que los jóvenes vanguardistas de Martín Fierro le organizaran una bienvenida por todo lo alto, con número de homenaje incluido, que fue el 19, del 18 de julio de 1925. Muchos de ellos habían sido transeúntes de Pombo, como Francisco Luis Bernárdez, el dibujante Antonio Bermúdez Franco, el crítico musical Mayorino Ferraría o los poetas Alberto Ghiraldo, Alberto Hidalgo, Girondo y el propio Borges. Hacía pocos meses que Borges había publicado Inquisiciones, donde recogía una reseña de La sagrada cripta de Pombo en la que equiparaba a Ramón con genios renacentistas como el autor de La Celestina, François Rabelais, Ben Jonson o Robert Burton, el autor de The Anatomy of Melancholy. “¿Qué signo puede recoger en su abreviatura el sentido de la tarea de Ramón?”, se preguntaba al comienzo de su ensayo para contestarse: “Yo pondría sobre ella el signo del alef, que en la matemática nueva es el señalador del infinito guarismo que abarca los demás” (Borges 1994: 132-133), un signo al que años después dedicaría un memorable relato. La relación entre Borges y Gómez de la Serna databa de no mucho antes, pese a que el argentino venía leyendo a Ramón desde, por lo menos,
de vanguardia: “Mi amistad tiene que ser desde este momento más rotunda y allá lejos he de cantar a su nombre los elogios que se merece. El arrepentimiento de ciertas bromas es completo para mí” (García/Greco 2007: 79).
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19202. En su segundo viaje a Europa, desde finales de 1923 hasta octubre de 1924, Borges acudió, al parecer, a Pombo y leyó algunos poemas de Fervor de Buenos Aires que gustaron tanto a Ramón que, en abril de 1924, decidió dedicarle una reseña en Revista de Occidente. El joven Borges le devolvió el halago en el ensayito antes mencionado y también con una semblanza que apareció en la revista bonaerense Inicial. Revista de la nueva generación, nº 6, septiembre de 1924, antes incluso de su regreso de Europa. A él fue a quien anunció Ramón su viaje en octubre, creyendo que iba a hacerlo en compañía de Ortega y Gasset, y Borges publicó la carta en diciembre en la revista Proa3, donde se lee: quiero anunciarle que voy a ir con José Ortega y Gasset, en julio dispuesto a dar unas animadas conferencias en Buenos Aires. Creo que puedo ser optimista al calcular los grandes grupos de juventud y con ese optimismo y mi palabra cuento para esa ida a Buenos Aires. Abrazaré así a muchos amigos desconocidos y propalaré desde el escenario y la tribuna nuestra nueva oratoria y nuestras nuevas concepciones y paradojas (García/Greco 2007: 73-74).
En ese mismo número de Proa, Benjamín Jarnés presentaba a Ramón en un tríptico de retratos, “Los tres Ramones”, que incluía también a ValleInclán y Pérez de Ayala. Sin embargo, cuando supo Ramón que Ortega desistió de viajar a Argentina, se atemorizó y, según confesó años después, no se atrevió a lanzarse solo a un mundo que le era desconocido y pretextó una gripe. La espantada final no malogró el homenaje que los jóvenes de Martín Fierro habían empezado a organizarle en cuanto supieron de su viaje. Y no lo malogró porque con aquel homenaje realizaban un acto de política literaria, una declaración colectiva a favor del arte puro y las apuestas artísticas de riesgo, en contra del sentimentalismo y la narración realista y la prosa amazacotada, a favor de la metáfora y el humorismo. El escritor al que ellos celebraban representaba el espíritu irreverente y cosmopolita de la vanguardia europea: Ramón valía más por lo que encarnaba que por su propia y estricta producción, con todo y ser esta, en su ambición de redescribir el mundo
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Véase la carta a Maurice Abramowicz recogida en Cartas del fervor (Borges 1999: 98). Proa, nº 5, diciembre de 1924, pp. 63-64.
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de las apariencias y su tendencia a fragmentar lúdicamente el discurso, un espejo en el que mirarse. El trasfondo del homenaje de Martín Fierro fue la polémica suscitada por un artículo de Roberto Mariani, destacado miembro de la izquierda literaria, titulado “Martín Fierro y yo” y que la revista le publicó el 4 de julio de 1924. Esencialmente, Mariani acusaba a los martinfierristas de emular modas foráneas que, para más inri, encarnaban en escritores mediocres aunque brillantes como Paul Morand o Ramón Gómez de la Serna; su invectiva contenía un exhorto a abandonar el arte de remedo extranjerizante y asumir la expresión de la sensibilidad nacional argentina. Curiosamente, Mariani recurría a un proverbio de Antonio Machado para hacer su requerimiento: “¡Eso: acaben los ecos y empiecen las voces!”. La réplica llegó en el número doble siguiente, de agosto-septiembre, firmada por la redacción, una redacción compuesta “por jóvenes con verdadera y honrada vocación artística, ajenos por completo a cualquier afán de lucro que pueda desviarlos de su camino”, con “una sensibilidad lo suficientemente refinada como para responder a las sugestiones del momento y comprender y amar a escritores como Paul Morand y Ramón Gómez de la Serna” (Osorio 1988: 142). Tras esta refriega, el anuncio de que Ramón viajaría a la Argentina propició una ocasión idónea para un acto de afirmación estética a sus expensas. Que finalmente se quedara en Madrid no fue obstáculo para que en el mes de julio saliera a la luz el homenaje4. Participaron en él Evar Méndez, Girondo, Alberto Prebisch, Alberto Hidalgo, Ricardo Güiraldes, Sergio Piñero, Brandán Caraffa, Arturo Cancela, Francisco Luis Bernárdez, Jorge Luis Borges y Macedonio Fernández, quien resume el tono general de glorificación y apología al afirmar: “Es para mí la figura más fuerte en el arte literario contemporáneo”. Ortega acabaría viajando a la Argentina en el otoño de 1928, pero la presencia física de Ramón tuvo que esperar hasta 1931, cuando su relación epistolar con Macedonio ya se ha fortalecido y cuando Guillermo de Torre, desde Buenos Aires, va a facilitar muchas de las gestiones del viaje. Pero en 1931 la batalla por la nueva estética se había vuelto en buena medida obsoleta, sustituida por el debate a veces enconado entre los partidarios de una 4 Sobre el homenaje a Ramón por parte de Martín Fierro pueden verse los trabajos de Nicolás Gropp (2001: 15-19), y, para todo el viaje frustrado, Carlos García (2001: 20-27).
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literatura de intención sociopolítica (o de contenido “humano”) y quienes permanecían fieles a una literatura presidida por la experimentación lingüística, formal o imaginativa. A Ramón, que sigue siendo un icono de esta segunda tendencia, no solo se le lee ya en sus colaboraciones periódicas en el diario La Razón —donde está desde 1920—, ni en sus entregas en las revistas literarias minoritarias sino también en el diario La Nación, donde había ingresado en abril de 1928 gracias a la influencia de la condesa de Cuevas de Vera. Las cartas entre Ramón y Torre en ese intervalo ilustran muy bien cómo el segundo actuaba en funciones de eficiente embajador literario. Por tomar un ejemplo, en septiembre de 1928, Ramón le escribe para compartir su “alegrón” al ver su artículo “Augurios” en La Nación y quejarse de que su colaboraciones se espacien, puesto que si tuviera más “constancia y asiduidad iban a ir absurdeces, realidades, cuentos, fantasmagorías y las mejores greguerías que me saliesen” (García/Greco 2007: 148), pero también se extraña de que Macedonio Fernández no le haya enviado No todo es vigilia la de los ojos abiertos, y le recuerda: “No olviden que soy un realizador que cumple lo que muchos otros solo prometen”; o le pide: “Recomiéndeme al afecto del siempre invocado Jorge Luis”. A finales de 1930 volvió a plantearse Ramón la posibilidad de una gira de conferencias en Argentina. No fue ajena a esa reactivación de la idea de cruzar el Atlántico Victoria Ocampo, su amiga Elena Sansinena de Elizalde, presidenta de la Asociación Amigos del Arte, y el proyecto en marcha de la revista Sur, al que después volveré. Pero fue en Guillermo de Torre en quien depositó Ramón su confianza para las gestiones del traslado. En diciembre le escribe: “Espero su contestación sobre mi viaje. Yo no me embarco sin ese viaje en el gran barco alemán, diez mil pesetas de adelanto y la seguridad de que mi estadía durante el tiempo que me fijen ustedes tendré asegurada mi estancia en un hotel regularcillo” (García/Greco 2007: 195). Luego entra en pormenores económicos y sobre el número y lugares de las conferencias, y vuelve a hacer ostentación de sus méritos al referirse a su “nueva conferencia de maleta, de la que soy inventor”, que dio en la Residencia de Señoritas en presencia de Ortega y por la que este le auguró “un gran triunfo en Buenos Aires”. En los meses siguientes, hasta que se embarca en mayo, es a Torre a quien consulta por los locales y los públicos asistentes, a quien le ruega que solucione los problemas aduaneros que se encontrará debido a los cachiva-
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ches con que se traslada, destinados a la performance de sus conferencias. Torre fue, al parecer, quien medió en la compra de los pasajes en el Cap Arcona desde Lisboa y en el envío de un adelanto de los honorarios para que Ramón pudiera hacer frente a los gastos. Torre fue, además, quien le sugirió un plan temático para las conferencias. “Todo lo que usted resuelva en cualquier aspecto de mi viaje me parecerá bien y tendrá mi asentimiento”, le escribe Ramón (García/Greco 2007: 207). Ramón llegó a encomendar a Torre una misión más delicada, la de auspiciar una segunda edición del recibimiento que se le había organizado seis años atrás: “¿Se acuerda usted del extraordinario de Martín Fierro?”, le pregunta. “Quizá conviniese repetir mi salutación de entonces y mi opinión sobre el meridiano que tanto se destacó entre las hostiles. En aquel extraordinario de Martín Fierro también hay firmas con quienes contar para la verídica presentación de ahora” (García/Greco 2007: 210). Y le ruega que cuente con Eduardo Suárez Danero y con el uruguayo Enrique Amorim. Por último, acuerda con Torre que este irá a recibirlo a Montevideo, “en forma de Providencia”, con otras mil pesetas a cuenta de los honorarios comprometidos. La llegada de Ramón a Buenos Aires fue cubierta por la prensa local con noticias y entrevistas, la CIAP le dedicó un banquete y el Pen Club organizó una comida de recepción en la que, por cierto, el novelista Manuel Gálvez le presentó a su futura esposa, Luisa Sofovich. Tuvo éxito en las conferencias, aunque en la primera hubo de vencer la inicial frialdad del auditorio, según le contó a Ortega por carta: “este público a la defensiva reaccionó bien”. Ramón extendió su agenda de conferenciante hasta Uruguay (Montevideo), Paraguay (Asunción) y Chile (Santiago), y regresó a Madrid, meses después, complacido y feliz en compañía de Luisa. Una vez concluida la larga estancia, Guillermo de Torre volvió a intervenir a favor de Ramón, esta vez en un balance hecho desde la revista Sur en el que valoraba las recientes conferencias de Paul Morand y Ramón, llamativamente los dos nombres que habían recibido siete años antes la reprobación del nacionalista Roberto Mariani. En su “Crítica de conferencias: Ramón y Morand” (Torre 1931: 140-142), Torre resalta el don performativo de Ramón, que transforma el género de la conferencia en un espectáculo autosuficiente, sostenido en la presencia escénica, el desenfado verbal, la cordialidad contagiosa, la mímica y la voz, la ruptura de la expectativa mediante
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repentinos raudales de greguerías o con gestos clownescos (la célebre “mano de conferenciante”) y de prestidigitador (como el de cambiar el color de un pañuelo de rojo a verde). Subraya la originalidad del método expositivo de la conferencia-maleta, del que Ramón tiene la patente, según el cual el conferenciante va extrayendo de una maleta objetos dispares (y disparatados) que van orientando la ruta de su disertación. Pero Torre apunta, además, una característica de alto riego en Ramón, y es que a la vez que dicta una conferencia hace “su reverso caricaturesco”: sus conferencias acaban siendo parodias del género, inversiones burlescas de las normas que lo determinan. Un mecanismo de subversión que coincide en su funcionamiento básico con el de la reescritura de la tradición y sus convenciones que practica el arte de vanguardia. Desde 1931, Ramón entabla una vinculación con Buenos Aires que se complicará en su segundo viaje en junio de 1933, cuando acude como delegado del Gobierno republicano a la Exposición del Libro Español y vuelve a dar algunas de sus teatrales conferencias5. Algunas cosas no le salen bien: no consigue estrenar su ópera Charlot en el teatro Colón que entonces dirigía Victoria Ocampo, y lo que sí estrena, que es la pieza Los medios seres, supone un rotundo fracaso —que él achaca a las insidias periodísticas y las rivalidades literarias—, y es retirada de cartel tras la cuarta función. Por si fuera poco comprueba que antiguas lealtades como la de Alberto Hidalgo se han trocado en detracciones indisimuladas y públicas. Quizá con el propósito de halagar a sus lectores argentinos y combatir el descrédito que le había caído encima como autor dramático, Ramón publicó en La Nación tres entregas de “Greguerías porteñas”, la tercera titulada “Greguerías de despedida”6. No figuran entre sus mejores hallazgos, lo que pudo dar pábulo a Alberto Hidalgo para afirmar en su columna del diario Crisol, el 29 de junio de 1933, que, en materia de greguerías, el auténtico reinventor era Conrado Nalé Roxlo con sus “virutas”, mientras que sus verdaderos inventores pudieron ser Jarry
5 Antes había entregado una nueva remesa de greguerías en Sur, 7, abril de 1933: “Lucubraciones sobre la muerte”, pp. 69-109, y “Logaritmos de imágenes”, pp. 153-157. 6 “Greguerías porteñas (I)”, 20 de agosto de 1933; “Greguerías porteñas (II)”, 3 de septiembre de 1933; y “Greguerías de despedida”, 17 de septiembre de 1933. Las tres las reedita Martín Greco en una separata del Boletín Ramón, 10, primavera de 2005.
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seguido por Max Jacob. “Lo cierto es que cuando Ramón Gómez”, señala, omitiendo con mala fe el segundo apellido,“tenía talento y no era bufón, sistematizó la greguería. Por ese camino, habiéndolas hecho buenas al comienzo, terminó produciéndolas tontas, banales, insípidas y hasta idiotas” (apud García/Greco 2007: 252). Hidalgo, obviamente, elevaba las ocurrencias humorísticas de Nalé Roxlo para rebajar el valor de las de Ramón. Nalé Roxlo publicaba sus “gotas”, como las llamaba, en la sección “Virutas” del diario El Mundo, firmándolas con el seudónimo de Chamico. Pero aquellas endebles greguerías de Gómez de la Serna no habían sido ni el primer ni el único fruto de la inspiración argentina. Su primer viaje ya le había provocado unas “Greguerías bonaerenses” (La Nación, 4 de septiembre de 1932), y hacía muy poco que había aparecido en Espasa-Calpe su novela Policéfalo y señora (1932), ambientada en un Buenos Aires más imaginado, leído y oído que visto, pues la obra había empezado a redactarla antes de conocer la ciudad. De hecho, el germen de esa novela se encuentra en su frecuentación en París, a comienzos de 1930, de Oliverio Girondo, Leopoldo Marechal, Victoria Ocampo y la futura esposa de Pablo Neruda, Delia del Carril. De esos encuentros parisinos con argentinos sofisticados surgió un texto publicado en La Nación: “Almas argentinas en París” (2 de marzo de 1930). Estas almas argentinas que llevan una vida suntuosa y excéntrica en Europa serán las de sus Policéfalo y señora. Los protagonistas de la novela, Perfecto Tyler y Edma, su mujer, acrisolan las más diversas procedencias geográficas y orígenes raciales, el cruce de las distintas oleadas de inmigrantes, rusos, ingleses, italianos, que se superponen en ellos como una serie de potencialidades identitarias (he ahí su policefalia) dispuestas a aflorar al menor estímulo. Demasiada población en un matrimonio como para que este no acabe disolviéndose: Perfecto se separa de Emma y continúa sus peripecias de rico extravagante capaz de asimilar todas las novedades en su proteica naturaleza, entre ellas un baile bajo rayos X que se convierte en una danza de la muerte tecnológica, la fábrica de girls o el vuelo transatlántico. Lo que esa metáfora tenía de interpretación del pueblo argentino lo captó bien Guillermo de Torre, que volvió a atender la obra de su amigo en una reseña en Revista de Occidente (Torre 1933). A partir de septiembre de 1936, Buenos Aires será la ciudad de residencia de Ramón hasta su muerte, descontando una infausta visita a la España
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franquista en 1949. Fueron cerca de cuarenta años y no fueron fáciles casi en ningún momento, muchas veces por las declaraciones políticas del escritor, otras por su voluntario aislamiento, que defendió en dos ensayos sobre “La Torre de Marfil” aparecidos en momentos muy delicados, al comienzo de la Guerra Civil española y cuando su final estaba cerca, en febrero de 1937 y enero de 19397. El antiguo flâneur y gustador de ciudades tendió a recluirse en su casa y se entregó con la furiosa energía de siempre a la escritura, a las colaboraciones en la prensa y a aumentar su copiosísima obra. Eso no impidió que fuera aprendiendo el trazado urbano de Buenos Aires, sus gentes y su cultura popular, ni que se enamorara del tango. Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial pareció abrirse la posibilidad de recuperar legítimamente una práctica literaria menos ideologizada y, en alguna medida, heredera del esplendor de la modernidad. En esas coordenadas nació la revista Los Anales de Buenos Aires en enero de 1946, dirigida por Jorge Luis Borges, con una declaración de principios que no dejaba lugar a dudas: “creemos que también el placer estético, el amor al estudio, contribuyen al triunfo de la civilización porque ennoblecen la vida del hombre y lo preparan para un destino superior”. Borges cuenta con Ramón, que colabora en el número inicial con los apuntes “Matices de Buenos Aires”8, en los que hay una prefiguración del libro sobre la capital argentina en el que trabaja al mismo tiempo que termina su Automoribundia y que se publica el mismo año, 1948. Fue Explicación de Buenos Aires, una guía llena de pormenores y consejos dirigidos explícitamente a posibles viajeros españoles9 que, con buena lógica, se publicó en Madrid (Ediciones Idea). De su gusto por el tango se derivaría un ensayo breve aparecido un año después, Interpretación del tango, esta vez en Santa Fe, Argentina (Ultreya, 1949). 7 “Sobre la Torre de marfil”, Sur, 29, febrero de 1936, pp. 57-73, y “Más sobre la Torre de Marfil”, 52, enero de 1939, pp. 32-58. 8 Nº 1, 1 de enero de 1946, pp. 4-10. Colaboró con otros dos textos: “Unamuno en Salamanca”, nº 5, mayo de 1946, pp. 3-8, y “Aquí pregones fraternos”, nº 10, octubre de 1946, pp. 40-44. 9 Dice el prólogo: “He procurado dar a mis amigos y compatriotas una clave de Buenos Aires para que se paseen por sus calles y conozcan sus matices como si hubieses desembarcado en la gran ciudad, tan americana, tan madrileña y tan barcelonesa” (Gómez de la Serna 2012: 683).
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Guillermo de Torre centrífugo Como en el caso de Ramón, los nexos de Guillermo de Torre con la vanguardia latinoamericana y, en general, con Hispanoamérica, fueron muy tempranos y no solo por cuenta de su polémica juvenil con Vicente Huidobro. Pudo leerse su nombre en la revista Cosmópolis, dirigida por el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, y donde fue publicando sus puntuales crónicas de los ismos europeos desde su columna “Literaturas novísimas” (1919). Manuel Maples Arce le dirige en diciembre de 1921 una carta que busca anudar la colaboración: “A través de las páginas de Cosmópolis, he seguido su interesante labor de propaganda y divulgación de las nuevas tendencias literarias. Yo, también, como usted, soy un convencido”. En su respuesta, Torre demuestra estar bien informado del mapa de la literatura iconoclasta en América Latina, a juzgar por la carta del mismo Maples Arce en la que le agradece los contactos proporcionados y la iniciativa del madrileño de formar un comité de propaganda a favor de la literatura subversiva: He leído su muy atenta del 21 de enero. Gracias. Desde luego aprovecho las direcciones que ha tenido Ud. la fineza de enviarme, comunicándome con Borges, en Buenos Aires, y escribiendo al director de la revista VLTRA de Santiago de Chile, a quienes, atendiendo la sugestión que Ud. me hace, invito para fundar un comité directivo de propaganda insurreccional en cada una de las repúblicas Centro y Sud-Americanas. Además, escribo a José Juan Tablada en New York, con el mismo objeto (García 2004: 160).
La alusión a Borges en esa carta señala otra conexión, la de Torre con Argentina, no solo a través de los hermanos Borges —aunque sí en un primer momento—, sino gracias a amigos como Oliverio Girondo, Ricardo Güiraldes o Eduardo Mallea. Torre colabora en la revista mural Proa que funda Borges a su regreso a Buenos Aires en marzo de 1921 y para la que requiere a sus amigos españoles: Cansinos Assens, Adriano del Valle, Torre y Jacobo Sureda. En diciembre de 1921, concluida la aventura de Proa tras ver la luz tres números, Borges lanza otra revista mural, Prisma, con una “Proclama” que firman él, su primo Guillermo Juan, Eduardo González Lanuza y Guillermo de Torre, quien colabora también en el segundo número con el poema “Auri-
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culares”. No es cuestión de hacer un inventario prolijo de las colaboraciones de Torre en la prensa argentina, pero su nombre aparece con frecuencia. Lo encontraremos también en la segunda época de Proa, puesta a andar en agosto de 1924 de nuevo por Borges con la complicidad de Güiraldes, Brandan Caraffa y Pablo Rojas Paz. Borges le escribe a Torre el 11 de ese mes para pedirle no solo su contribución como crítico sino su mediación para recabar colaboraciones: Se trata de una revista de 70 páginas apuntalada de provechosos anuncios, rotulada Proa y en la cual nos secundarán la pandilla de Martín Fierro (Evar Méndez, algunos lugonistas, Oliverio Girondo...) y vos, a quien te pedimos acervo de prosa crítica sobre letras contemporáneas hispánicas. (De literatura francesa escribirá Güiraldes, que es muy amigo de Larbaud.) Asimismo haz lo que puedas para que nos envíen originales Eugenio [Montes], [José] Rivas Panedas, [Melchor] Fernández Almagro, Lorca, etc. Envía pronto lo tuyo para que vaya en el segundo número.
Torre se dio prisa porque lo suyo, un artículo sobre el Ultraísmo, ya apareció en el número 1, y continuó en los números 4 y 5, donde pasa severa revista a la crítica literaria española, con nombres y apellidos, en “El pimpam-pum de Aristarco”, y preconiza una actividad crítica acompasada a los dictados del tiempo y en simpatía con la nueva estética. En el número 12 consagra a Oliverio Girondo un análisis que lo celebra como “poeta consecuente”... La presencia de Torre en los medios vanguardistas argentinos se vuelve habitual en 1924 y 1925, y sus juicios y predicaciones teóricas toman las revistas argentinas como plataformas de difusión, incorporándose así de modo directo al campo literario argentino. El último de los artículos citados, por ejemplo, coincidía con la publicación de su “Carta abierta a Evar Méndez” en las páginas de Martín Fierro, que contenía el germen de la futura polémica del meridiano, a la que luego me referiré. Y es significativo que Beatriz Sarlo, al señalar la pobreza teórica del más importante órgano de la vanguardia porteña, afirme que Martín Fierro “fue una revista de poetas, dicen los mismos integrantes, entre quienes solo Borges, Macedonio Fernández y algunas colaboraciones de Guillermo de Torre demostraban la posibilidad de que la vanguardia escribiera en prosa” (Sarlo 1997: 242-243). Digo que es significativo porque las colaboraciones de Torre en Martín Fierro no
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fueron muchas, aunque sí relevantes, como “Objeciones y precisiones” (nº 34, 5 de octubre de 1926), donde exponía su concepto de “aire del tiempo” compartido por los creadores y críticos pertenecientes a la “juventud auténtica” frente a la “juventud apócrifa”, o las tres entregas, en 1927, de su presentación de “Tres poetas jóvenes de España” que son Lorca, Gerardo Diego y Rafael Alberti. El artículo que dedica a Lorca, a propósito de su “Oda a Salvador Dalí”, es una lúcida explicación del modo en que la vanguardia española combina, tras superar las efusiones destructivas del primer momento, lo nuevo con lo tradicional, la aventura con el orden. Esto ocurre cuando Torre es ya el autor admirado de Literaturas europeas de vanguardia (1925), vademécum de las últimas tendencias que tuvo una inmensa repercusión entre los jóvenes escritores de las dos orillas. Libro infinito y “díscola guía Kraft de las letras”, como lo calificó Jorge Luis Borges en la reseña que, en agosto, publicó en Martín Fierro. No escatimaron elogios en Buenos Aires Emilio Suárez Calimano, que lo reseñó en septiembre en Nosotros (nº 196) ni Ricardo Güiraldes, que lo hizo en noviembre en Proa (nº 13). Desde entonces, Torre iba a contar con unas magníficas credenciales como una de las mayores inteligencias críticas de la nueva generación. Antes de viajar a Buenos Aires en el verano de 1927, Torre colaboró con alguna otra revista argentina, como Sagitario. Revista de Humanidades (19251927), de la que solo salieron doce números. Pero es desde que desembarca en tierras americanas para casarse con Norah Borges cuando su nombre se multiplica en numerosos medios, como Nosotros, la revista literaria decana en Argentina, en la que ofrece el panorama “Veinte años de literatura española” en agosto-septiembre de 1927, o como Síntesis, donde al mes siguiente, en octubre, desgrana unas excelentes “Notas sobre Benjamín Jarnés”. Pero en lugar de proseguir con el activismo cultural de Torre en Buenos Aires, del que se beneficiaría Gómez de la Serna, quiero detenerme en su labor inversa, la de divulgador de las letras hispanoamericanas entre la juventud literaria española, tarea esta que compartió precisamente con Benjamín Jarnés. Ya en mayo de 1923, en la Revista de casa América-Galicia, que dirigía el uruguayo Julio J. Casal, escribió sobre “Tres nuevas poetisas argentinas”, en 1925 reseñaba las Inquisiciones de Borges en Alfar o en 1926 hacía lo propio con Luna de enfrente o Don Segundo Sombra de Güiraldes, en ambos casos desde Revista de Occidente. Pero su interés por la expresión de los
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impulsos renovadores en América iba a encontrar un escaparate ideal en la revista que Ernesto Giménez Caballero le propuso crear en marzo de 1926 y que iba a ver la luz en enero de 1927: La Gaceta Literaria. Alguna vez se ha sostenido que la vocación hispanoamericana de la revista nació de su director, Giménez Caballero, y este la traspasó al secretario de redacción, Guillermo de Torre. Es un error de perspectiva a la vista de la atención temprana que este dedicó a las letras del Nuevo Mundo. El propio Torre, al evocar a finales de los años sesenta aquel legendario periódico de letras, escribía que, de los tres subtítulos que ostentaba: Ibérica. Americana. Internacional, el primero “fue a Ernesto a quien correspondió llenar de sentido mediante la inclusión de las literaturas catalana y portuguesa”, el tercero se los repartieron los dos, allegando sus respectivas y copiosas agendas internacionales, y “respecto al de americana, en rigor he de asumir por entero la responsabilidad, no solo por mis colaboraciones firmadas” (Torre 1968: 294). Y dice “no solo” porque él se encargó de movilizar energías y curiosidades entre sus jóvenes cofrades de la Joven Literatura. Ya en el número inaugural, Torre firmaba el artículo “Veinte años + cinco de poesía argentina”, que no iba a ser una crónica aislada sino la primera de una serie destinada a trazar un panorama amplio de la poesía en la América hispana. Siguieron “Panorama de la nueva poesía uruguaya” (nº 3, 1 de febrero), “Nuevos poetas mexicanos” (nº 4, 15 de marzo), y “Esquema panorámico de la nueva poesía chilena” (nº 15, 1 de agosto). Esta campaña de difusión la amplió a otros medios. Así, en Revista de Occidente, reseñó la célebre antología preparada por Borges, Vicente Huidobro y Alberto Hidalgo Índice de la nueva poesía americana (nº 44, febrero de 1927); del peruano Hidalgo atendió además su libro Simplismo. Poemas inventados, y los Cuentos para una inglesa desesperada de Eduardo Mallea, amén de los títulos de Güiraldes y Borges mencionados. Su empeño divulgador lo llevó hasta la Revista de las Españas, una publicación impulsada por la Unión Ibero-Americana que presidía el duque de Alba y cuyo secretario de redacción era Lorenzo Luzuriaga, con el que Torre colaboraría en tareas editoriales durante el exilio de ambos en Buenos Aires. En ese medio escasamente proclive a los excesos vanguardistas, Torre mantuvo la sección “Revista literaria americana” desde enero de 1927 hasta que, en verano, se embarcó hacia la Argentina. Pero fue en La Gaceta Literaria donde la información sobre las novedades americanas
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se hizo regular, gracias a la sección “Postales americanas” que empezó a aparecer en el segundo número y tras la que se evidencia la mano de Guillermo de Torre. En la última página de ese mismo número se ofrecía una “Memoranda de Revistas Americanas” que daba puntual noticia de las revistas de Argentina, Chile, Perú y México. Firmaba Argos, que no era otro que nuestro Torre. Quizá a los lectores de su libro Hélices pudo recordarles el seudónimo la mención del gigante mítico en el poema “Pararrayos” (“Cada relámpago / Es un ojo de Argos”), o simplemente pudieron asociarlo con el crítico porque el Torre que atalayaba todos los movimientos de las letras de vanguardia era lo más parecido a Argos, el guardián de los mil ojos al que nada escapaba. Así lo vio Rafael Cansinos Assens ese mismo año en el tercer tomo de La nueva literatura, donde llama al que antaño había sido El Poeta Más Joven, “Argos de la modernidad y el Argus de la Presse, cuya mirada vigilante nada elude”. Es irónico que fuera este abanderado del diálogo transoceánico el que diera ocasión a una de las polémicas más enconadas entre las elites intelectuales de España e Hispanoamérica. Me refiero a la que suscitó su editorial anónimo “Madrid, meridiano intelectual de Hispanoamérica”, publicado el 15 de abril de 1927, que fue recibido con airado asombro y violento rechazo por los jóvenes de Martín Fierro y muchos otros en toda Latinoamérica. Como la polémica es conocida y ha sido bien estudiada (Alemany Bay 1998), no insistiré en ella, pero sí vale la pena señalar que el llamamiento de Torre a favor de un nuevo pacto de intercambio y fraternidad intelectual entre las juventudes de Hispanoamérica y España es posible avistarlo ya en la “Carta abierta a Evar Méndez”. Allí, en 1925, había preconizado unas relaciones más “directas, diáfanas y eficaces” entre los mejores de uno y otro lado, puesto que, en su opinión, la superstición de Europa como meca y venero intelectual había empezado a disiparse. Trajo a colación ahí la “Lettre à deux amis” que Valery Larbaud dirigió a Ricardo Güiraldes y su esposa Adelina del Carril desde la revista Commerce (nº 2, otoño de 1924), donde les alentaba a sustituir el prurito de conocer Europa por el de conocer tanto la América hispana como España. Este anhelo de tejer tramas favorecedoras del diálogo y tender puentes de entendimiento iba a regir la vida intelectual —y hasta laboral— de Torre siempre, pero de manera muy acusada tras su viaje a Argentina a finales del verano de 1927. Para esa tarea supo Torre que era preciso colaborar en la
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construcción de infraestructuras de difusión, tanto de diarios y revistas como de empresas editoriales, sin los que era ingenuo plantearse la promoción real del talento o la divulgación de las ideas, estéticas o de cualquier tipo. También supo que los circuitos académicos y de conferencias pueden ser un aliado en esa tarea, pero entonces aún es prematuro (solo tiene veintisiete años) para que se plantee dedicarse al mundo de la enseñanza y la investigación. A su llegada a Buenos Aires, Torre es recibido en general con simpatía y, gracias a amigos como Eduardo Mallea, el exultraísta Xavier Bóveda, Ricardo Güiraldes o Borges, se le abren pronto las puertas de la prensa literaria, llegando a ser, en 1928, secretario del suplemento literario de La Nación. El escándalo de su artículo sobre el meridiano no le había salpicado sino que, paradójicamente, lo había distinguido de los españoles que, como Jarnés o Giménez Caballero, contestaron con sorna la indignación de los jóvenes argentinos. Uno de estos, Raúl González Tuñón, añadió una postdata en una diatriba contra Jarnés que dice: “Está aquí un muchacho, indudablemente más simpático y talentoso que usted. Se llama Guillermo de Torre. Lo hemos invitado a inaugurar el monumento al meridiano desconocido” (Zuleta 1993: 19). Torre gana en la capital argentina una posición influyente en el sistema literario. Su firma y su criterio constituyen un valor, pero no menos valiosa es para los escritores porteños su directa conexión con el campo intelectual español, con La Gaceta Literaria y Revista de Occidente. Una de las revistas de Buenos Aires con la que Torre establece una asociación más estrecha es Síntesis, a cuyo Consejo Directivo se incorpora en enero de 1928 ocupando el puesto del arquitecto Martín S. Noel, que pasó a dirigir la publicación tras el cese de su fundador, Xavier Bóveda. Desde Síntesis Torre realiza una cobertura doble e infatigable de las letras más innovadoras. De un lado, él mismo brinda soporte crítico mediante ensayos y reseñas; de otro lado, con la publicación de trabajos de los escritores españoles, no todos militantes en el Arte Nuevo (ahí publicaron Gregorio Marañón, José María Salaverría o Fernando de los Ríos). En esa revista vio la luz, por ejemplo, la primera versión de su análisis comparativo entre dos espíritus revolucionarios, los de Picasso y Ramón (nº 9, febrero de 1928), que representaban modélicamente la lucha contra la esclerosis de las formas artísticas, una lucha que no podía ser evaluada sino desde una actitud de fervor crítico. El prosista de imaginación más asiduo fue Gómez de la Serna, al que siguió Giménez Caballero.
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Ramón publicó diez colaboraciones desde “Absurdidades”, en septiembre de 1927, hasta un anticipo de su biografía de Azorín en agosto de 1930, con muestras variadas de sus greguerías y sus “caprichos”, verdaderos microrrelatos de corazón greguerístico. No faltó el prosista más conspicuo de la Joven Literatura, Benjamín Jarnés, con muestras de su escritura ensayística, “Biela” (sobre el Retrato del artista adolescente de Joyce), y narrativa, “Dánae”, que era el pórtico de su novela El convidado de papel (1928). Tampoco faltaron otros nombres destacados del grupo, como Antonio Espina, que escribió sobre la categoría estética del cine, o César M. Arconada, que dio un par de ensayos, uno sobre Charlot y otro sobre la vitalidad del arte nuevo. También Ernestina de Champourcín eligió el ensayo en “Tres proyecciones”, pero con estructura cinemática, para presentar a las poetas del grupo: Rosa Chacel, Concha Méndez, Josefina de la Torre, Clemencia Miró y una jovencísima Carmen Conde. A estos ensayos, que revelaban cómo la generación joven había encontrado en la prosa de ideas un cauce óptimo para dar salida teórica a sus preocupaciones estéticas, se añadió un excelente ensayo de Gerardo Diego, “La nueva arte poética española”, que antes había sido conferencia (agosto de 1928) en la Facultad de Letras de Buenos Aires. Pero no estuvo ausente la prosa imaginativa o ficcional, y no solo por cuenta de Jarnés, sino de Juan Chabás, con el cuento “Muerte de Isabel” o de Rafael Porlán y Merlo, autor de un curioso relato con estructura de escaleta cinematográfica titulado “El arpa y el bebe (Tragedia bíblica)” (nº 28, septiembre de 1929). No cabe duda que la mayor parte de estas colaboraciones en Síntesis fueron solicitadas o gestionadas por Torre, que continuaba así su muy consciente misión de poner a disposición del público culto argentino lo más granado del Arte Nuevo español, con especial énfasis en la prosa vanguardista. Esta tarea, como he dicho, no se limitó a un solo medio sino que aprovechó todos los que tuvo a su alcance, que no fueron pocos; sin ir más lejos el suplemento literario de La Nación. A ese diario llevó en 1929 a Benjamín Jarnés, que inició su colaboración en marzo y la mantuvo de forma regular hasta el final de la guerra civil. Incluso la revista Verbum, del Centro de Estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, fue una plataforma adecuada para que Torre ponderara la obra de “Tres novelistas de la nueva generación española” (nº 70, 1928), que no son otros que los primeros autores de la colección Nova Novorum: Pedro Salinas (Víspera del gozo), Benjamín Jarnés
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(El profesor inútil) y Antonio Espina (Pájaro pinto). Las energías invertidas por Torre en difundir a los nuevos prosistas españoles fue pareja a su esfuerzo crítico por estudiarlos sin caer en la mera propaganda, situándolos en su contexto —a menudo internacional— y valorándolos de acuerdo con los principios de la moderna estética desrealizadora, irónica y eutrapélica. Con el paso del tiempo, Torre mantuvo su convencimiento sobre la relevancia de la producción en prosa de su generación, pese a las limitaciones que los intentos novelescos, como los de Jarnés o Espina, pudieron padecer por su lirismo desaforado o la atomización estructural en sus novelas. Sus lecciones polémicas de 1959 con Juan Goytisolo y de 1963 con José MarraLópez y algún otro insistieron en afirmar el inequívoco valor literario de aquella narrativa de alta ambición estética. Tanto al novelista como al crítico les recuerda que la narrativa de Jarnés, Chacel, Espina, Salinas, Ayala y tantos más no pretendía ser reflejo mimético de la realidad, pero en su concepción exploratoria de la escritura “al ritmo y a la tónica del tiempo. ¿O acaso cabe olvidar que ésa fue la década —añade— de novelas como el Ulises de Joyce; El proceso, de Kafka; La montaña mágica, de Thomas Mann; Mrs. Dalloway, de Virginia Woolf; El hombre sin cualidades, de Robert Musil; Los sonámbulos, de Hermann Broch, y otros [...]?” (Torre 1968: 106). Pero el crítico no solo trataba de corregir la visión distorsionada de los españoles, creadores o críticos, respecto al próximo pasado cultural, sino también la del gremio de hispanistas extranjeros que, a comienzos de 1961, ya habían aceptado la narración canónica sobre la generación del 27. Así, en un magnífico artículo publicado en The Texas Quarterly y titulado “Contemporary Spanish Poetry”, advertía que para adquirir una idea cabal de la generación literaria de los años veinte era necesario tener en cuenta, junto a los poetas, a “several prose writers” —no solo narradores— que compartieron con ellos revistas y periódicos en el periodo 1926-1936, de los que menciona a Jarnés, Adolfo Salazar, Fernández Almagro, Marichalar, Bergamín, Giménez Caballero, Arconada, Salazar Chapela, Ayala y Quiroga Plá (Torre 1961: 64). Pero volvamos a los años finales de la década de 1920. Paralelamente a la tarea divulgadora del Arte Nuevo español, Torre no descuida el camino de vuelta de su embajada cultural, el que lleva de América a España, y en 1928 dedica en La Gaceta Literaria una magnífica serie de artículos al movimiento literario y la actividad editorial en la Argentina. La
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inicia el 1 de junio de 1928 con un “Primer escaparate de libros” que continúa quince días después, y prosigue en julio con sendos artículos sobre los “Nuevos grupos y revistas literarias” y “De la extrema derecha a la extrema izquierda”, vistas desde las revistas en que se expresan tales posiciones. Dos entregas más en agosto se aproximan a la industria editorial rioplatense, una con consideraciones preliminares “Ante la Exposición del libro argentino y uruguayo en Madrid”, donde Torre anuncia un programa de entrevistas primero a editores y más adelante a autores argentinos. La segunda entrega supone el estreno de ese programa con una entrevista a Samuel Glusberg, dueño de la editorial Babel de actitud jactanciosa y problemático trato en la sociedad literaria bonaerense, amigo de Leopoldo Lugones y protector de Horacio Quiroga y Sanín Cano, al que considera un ensayista nacional como no tiene entonces España (nº 40, 15 de agosto de 1928, 1). Sobre Glusberg tendremos que volver. El ciclo de entrevistas a editores argentinos prosigue con Manuel Gleizer (nº 41, 1 de septiembre de 1928) y con Pedro García (nº 44, 15 de octubre de 1928), ambos inmigrantes y exitosos editores que habían empezado como libreros. Ahí se interrumpe la serie hasta que, seis meses después, en abril de 1929 (nº 55), dedica otra entrevista al delegado de Espasa-Calpe en Buenos Aires, Julián Urgoiti —hijo del propietario de La Papelera Española y la editorial Calpe, Nicolás María Urgoiti—, con el que Gonzalo Losada y el propio Torre fundarían ocho años después Espasa-Calpe Argentina y la colección Austral (Larraz 2009). Una vez cerrado el corto ciclo dedicado a la edición, Torre no continuó con las prometidas entrevistas a escritores argentinos. No obstante, del conjunto de esos esfuerzos —y del contenido de las cuestiones que planteaba a sus entrevistados— se desprende un afán constante por poner en contacto los campos literarios argentino y español, y facilitar el tránsito de libros e ideas. En ese sentido, el número de La Gaceta Literaria donde entrevistaba a Glusberg parecía el aviso de un cambio cualitativo en las relaciones de intercambio entre América y España, porque en la primera página, bajo el epígrafe “Los raids literarios”, se anunciaban las giras americanas de conferencias de Ortega y Gasset, Lorenzo Luzuriaga, Américo Castro, Gerardo Diego y Ángel Valbuena Prat. Pero la gira con la que Torre más tendría que ver no fue ninguna de estas sino la que realizó Ramón Gómez de la Serna en 1931 y a la que ya me he referido. Antes de eso hay otro episodio de gran relevancia en el papel de Torre
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como enlace y procurador entre España y Argentina que guarda relación con la génesis de la revista Sur y nos retrotrae al mes de julio de 1930. Victoria Ocampo acababa de regresar de una larga ausencia durante la que había estado meses en Europa y desde donde había viajado a Nueva York para entrevistarse con Waldo Frank. El motivo era la creación de una revista panamericana que él le había impulsado a fundar durante sus conferencias en Buenos Aires en octubre de 1929. El proyecto de Frank tenía un fuerte componente político de izquierdas y una explícita voluntad de construir una plataforma a favor de la unión interamericana. De ahí que pensara en una revista bilingüe, en español e inglés, financiada por el mecenazgo de Victoria Ocampo (que oficiaría de directora) y gobernada de hecho por el criterio intelectual del peruano José Carlos Mariátegui y la gestión administrativa del editor judío Samuel Glusberg. De este modo Frank retribuía a Glusberg los desvelos de este en la preparación de sus conferencias en Argentina (Tarcus 2001). Victoria había consultado antes de partir hacia Europa con Alfonso Reyes y Borges, tenía muchas dudas sobre la conveniencia del proyecto, pero no empezó a ser resolutiva hasta su regreso de Nueva York, de donde llegaba con la decisión de poner en marcha la revista en los términos que Frank le había expuesto: una revista americana, sí, pero sin despreciar las colaboraciones europeas. En julio de 1930 se reunió en su casa de Palermo con Guillermo de Torre y Pedro Henríquez Ureña, quizá entre otros, para consultarles su parecer. Torre dio el suyo con ambages, pero al día siguiente dirigió a Victoria una carta con una serie de advertencias y consejos que iban a ayudar a definir las características formales y la orientación de la revista Sur, que aún tenía el nombre provisorio de Nuestra América. Merece la pena reproducir la carta10: Uruguay 634 Buenos Aires, 21 de julio de 1930. Victoria: Comprendí ayer, al salir de su casa, que no habíamos conversado nada: quiero decir que no habíamos llegado a ninguna precisión. Y es que las palabras al salir de bocas tímidas dibujan más sombras que perfiles. Además, por temor a lo solemne, uno maneja los guarismos verbales —que debiera ser exactos, como cifras— con 10 Estudio esta carta y su papel en la génesis de Sur en Ródenas de Moya (2014, en prensa).
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displicencia, aproximativamente. En cambio, escribir obliga a condensar, a afinar la puntería, a pretender dar siempre en el blanco. Sobre todo cuando se escribe a máquina (perdóneme, pero Vd. no será de las personas que estiman esto poco amistoso, oficinesco), cuando se tiene la costumbre de “repentizar” sobre este teclado, como me pasa mí. Además este procedimiento tiene cierta rigidez, algo de inmodificable que anticipa ya la fijeza de lo impreso y que le obliga a uno a la expresión directa —no digo perfecta— sin balbuceos, ni rectificaciones. Vamos, pues, a ello. Desde el momento en que Vd. ha requerido mi opinión sobre Nuestra América es que en algo la estima. Ello no quiere decir, ni remotamente, que yo aspire a hacerla prevalecer. Pero sí a que ingrese en ese “coro” de opiniones —entre las leales, desinteresadas— que rodean la gestación de su revista para que Vd. deduzca de su conjunto una tónica media, cierta línea reguladora. Con toda seguridad, si Vd. llegase a hacer ese balance, extraería de él, ante todo, una franca repulsa respecto a la participación de Glusberg. Por las causas que todos hemos mencionado. Hay entre Vds. una absoluta “incompatibilidad de principios” —como diría un político. Usted está en el buen lado y él en la acera de enfrente. Salvo el hecho ocasional de la agrupación fortuita en torno a Frank no veo entre G. y Vd. la menor afinidad de gustos o tendencias —sobre todo en lo que se refiere a escritores argentinos, terreno que Vd. conoce poco y en el cual él pudiera inducirla a lamentables confusiones. G. (conste que escribo todo esto sobre él de una manera confidencial; no soy amigo suyo pero tampoco me interesa ser su enemigo activo) es hombre de una política literaria particularista, enderezada a sostener ciertos autores y tendencias —que no son las de Vd. ni las de sus amigos—. Ha estado siempre frente a los jóvenes que, naturalmente, no le pueden “tragar”. No ha desperdiciado ocasión para regatear mezquinamente la gloria de Güiraldes oponiéndole esa vulgaridad de Lynch. Está lleno de resentimientos. Trataría de utilizar la revista para sus pequeñas maniobras. Por otra parte, sería ingenuo creer —me lo decía ayer H.[enríquez] Ureña al salir de su casa— que G. iba a limitarse al papel administrativo o secundario que Vd. le asignase; literariamente —agregaba— no existe y editorialmente no ha dado tampoco muestra de una especial competencia. Luego entonces ¿por qué se empecina Vd. en sostenerle? Se lo pregunto pero ya lo sé o lo adivino. Intuyo que es Vd. un poco víctima de su bondad, de la fidelidad amistosa, de lo que Vd. cree sus compromisos. Vd. se estima atada a Frank, por el hecho de que él sugiriese la idea de la revista, y, por ende, creería una ingratitud prescindir totalmente del legado infausto que él la dejó: G. Pero Vd., para quedar libre, no tendría más que olvidar momentáneamente que fue
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Frank quien intervino en la génesis de la revista a fin de prescindir no de él, desde luego, pero sí de su aciaga herencia, recabando para sí misma todas las iniciativas y responsabilidades... ¿Le será eso factible a Vd.? Por mi parte, pienso que Vd. se basta para poner en marcha Nuestra América. Me dirá Vd. quizá que no, que eso es una tarea no pesada o difícil, pero sí algo especial que requiere un entrenamiento, una costumbre. (Al alcance de cualquiera, contesto yo. El único riesgo consiste en que puede tomársela demasiado gusto con las desventajas que para lo íntimo e individual esa extraversión en lo ajeno reporta al cabo. Hablo por mi caso que, después de diez años de estar mezclado a la confección de revistas y revistillas, y aunque ahora no participe ni tenga deseos de participar directamente en ninguna, todavía experimento sus viciosas consecuencias: dispersión de la atención, avidez periodística de la literatura, “epistolomanía” o sea correspondencia muy profusa con las gentes plumíferas de Europa y América, y, en suma, reducción de la obra propia, que es el corolario de todo lo anterior.) Y, puesto que se trata de un vicio, lo único quizá difícil es empezar... Insisto. Creo que puede Vd. sola hacer muy bien la revista. Ayudándose quizá de una persona para la cosa puramente técnica o burocrática de correspondencia, corrección de pruebas. Y asesorándose, de vez en cuando, con las personas de su intimidad que le merezcan más confianza en el trance de tomar partido sobre algún punto, resolver sobre alguna colaboración imprevista y cosas así. Pero esto sin formar ningún “consejo directivo” ni simulaciones de esa índole (como acontece en esa revista Síntesis de los Noel, en cuyo comité directivo figuramos no menos de ocho personas, sin que ninguno intervenga en realidad; y así salen los números...). Esto no quiere decir sin embargo que puesto que Nuestra América va a tener sedes en Europa y Estados Unidos y varias personas en torno a las cuales se centrará la colaboración de esos países, tal vez le conviniese incluir —tal como ahora hace Bifur y antes inició el 900 de Bontempelli— una nómina de “consejeros extranjeros”: no para lucir a Ortega, a Frank, a Ramón, a algunos más, sino para obligarles así, de modo más evidente, a prestar su colaboración, la de sus próximos y crear ambiente a la revista. Si no es un disparate esta sugestión, piénsela y tal vez le parezca utilizable. Pero insisto una vez más en que la dirección y la resolución en última instancia acerca de todo debe recaer exclusivamente sobre Vd. Piense Vd., Victoria, que está en condiciones excepcionales para ello. Tiene Vd. mucho dentro —cosas dichas y por decir— pero apenas tiene felizmente lo que se llama un pasado de actividad literaria. Por consiguiente está Vd. desvinculada de gentes, equidistante de todos, exenta de compromisos. Los compromisos son los que matan o enturbian las revistas —sobre todo en ambientes pequeños. Se halla
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Vd. en situación ideal para hacerse cargo de una revista y conducirla con toda independencia y altura. Las participaciones de dominio no conducen a nada. Repugno las dictaduras pero, en lo concerniente a revistas, la experiencia me ha demostrado que solo el dominio unipersonal, absoluto, no compartido —siempre que sea efectivo, inspirado, certero— puede dar a una publicación un alma y una dirección propias. Debiera acabar aquí. Tengo que salir. Y pienso si la estaré aburriendo. Sin embargo, quiero preguntarla esto: ¿por qué, en lo formal, hace Vd. una revista tan estrictamente atenida a la disposición de Commerce, sin hojas finales de notas o glosas breves, a base únicamente de textos largos? A mí, particularmente, esa fórmula no me convence ni satisface del todo. La revista, por muy depurada que sea, no es nunca un libro. No tiene su reposo. Ha de poseer cierta movilidad. Ha de recoger —de cerca o de lejos— un poco de la palpitación de las fechas en que aparece. Commerce, antología, reunión de textos inactuales —o supractuales— está bien. Commerce revista me parece frígida y monótona. Comienza como acaba. Y las comidas a base de platos fuertes resultan empachosas. De ahí la oportunidad de los entremets: de las glosas de actualidad, de las notas sobre libros. Claro que una revista trimestral no puede seguirlos sin retraso y más vale que los abandone. Pero, en cambio, sí puede incluir al final una serie de glosas, asteriscos, de moralidades con aire polémico, lírico, vario que le quiten rigidez. Algo como aquella “Caravane immobile” que tenía 900 y que era quizá lo más sabroso de la revista. En esa sección, por ejemplo, encajarían muy bien las “Cartas” de Vd., que debiera hacer conocer, ya que Vd. se vierte con menos recelos por vía epistolar, y sin importarle lo que dijesen respecto a seguir a la N.R.F. que publica las cartas de Gide. (Y conste que las de Vd. me parecen mejores que las del “inmoralista” —dicho esto sin adulación y, al mismo tiempo, sin impertinencia, puesto que no soy judío...). No dé Vd. importancia a mis objeciones de ayer sobre lo del mapa en la portada. Puede resultar bien. Todo es cuestión de su tamaño con relación a las letras y al blanco que debe quedar. Me preguntaba Vd. por dibujantes. Ahora me acuerdo de que [Héctor] Basaldúa sabe de esas cosas, es dócil y tiene buen gusto. Si quiere le mandaré a Vd. su dirección. Escríbame o avíseme para conversar de nuevo sobre bases ya más concretas. Cariños de Norah. Y muy afectuosos saludos de Guillermo de Torre
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La revista apareció por fin en enero de 1931, con Torre como secretario de redacción y con la obvia aplicación de casi todos los consejos. Glusberg fue apartado del equipo que puso en marcha Sur. Escribió a Waldo Frank amargas cartas de queja, pero su actitud de despecho fue tan inmoderada que acabó enojando al norteamericano: “¿Estás totalmente seguro de que no hay a menudo algo de tu actitud tras aquellos que te rechazan que hace que la gente te ignore? [...] Sé en primera instancia que Victoria Ocampo estuvo fuertemente predispuesta a tu favor. Incluso Reyes, un hombre leal como solo él, ha tenido dificultades contigo. ¿Qué pasa?” (Tarcus 2001: 215). Se constituyó un Consejo Extranjero —del que formó parte Ramón Gómez de la Serna— y se suavizó la presentación de los contenidos alejando la revista del modelo de Commerce gracias a una sección final de notas. Victoria Ocampo confió la dirección efectiva de su revista a Eduardo Mallea y Guillermo de Torre, y entre los dos publicaron los primeros seis números, hasta que el segundo, en 1932, resolvió volver a España para participar en la incitante vida cultural de la República, desde donde siguió colaborando activamente como autor y como proveedor de otras firmas. En aquellos primeros números publican en la revista sus amigos García Lorca y Jarnés, aunque el más visible es Ramón, del que escriben Victoria Ocampo y el propio Torre, como ya hemos visto. Una vez en España, Torre mantuvo una asidua correspondencia con Mallea sobre la marcha de la revista, si bien su abandono de las tareas directas de gestión contribuyó —con otros factores— a que se produjera una paralización de año y medio en la salida de Sur. La eficiencia de Torre como gestor se echó de menos y, tras el estallido de la guerra civil, ni Mallea ni Ocampo entendieron que no se reincorporase a la vida literaria de Buenos Aires, ocupándose, entre otras cosas, de Sur. Desde noviembre de 1936 Mallea exhorta a Torre a volver: “¿Qué están haciendo en Europa, en Francia?” y, en postdata añade: “Días pasados me decía Gómez de la Serna: “Qué hace Guillermo en París? ¿Por qué no se viene aquí?” Hágalo. Yo le aseguro que no se arrepentirá”11. Lo que retenía a Torre en París era el embarazo de su esposa Norah, que dio a luz en enero a su primer hijo. En febrero de 1937 Mallea le hace una oferta en firme: “Oiga, Guillermo. He hecho a Victoria una 11
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propuesta que ella ha aceptado encantada. Usted es necesario en Sur. Yo no puedo ocuparme de la Redacción de la revista con la atención necesaria pues tengo mis preocupaciones en La Nación [...]. Véngase usted y tendrá una asignación mensual de doscientos cincuenta pesos”. Mallea no sabía aún que Torre, que regresará en el mes de mayo, había propuesto a Gonzalo Losada planes editoriales que habían de concretarse en pocos meses en la creación de Espasa-Calpe Argentina y el lanzamiento, en septiembre de 1937, de la colección Austral cuyo primer título fue La rebelión de las masas de Ortega. Pero la continuación de la tarea de mediación de Torre no iba a encauzarse en Austral sino en la editorial Losada, en cuya fundación participó en 1938 junto a Gonzalo Losada y otros colaboradores del editor, como el pintor Attilio Rossi, Pedro Henríquez Ureña, Amado Alonso o el filósofo Francisco Romero. El primer título de la nueva editorial vio la luz en agosto de 1938 y fue La metamorfosis de Kafka traducida por Jorge Luis Borges. Inmediatamente, Guillermo de Torre emprendió la edición de las Obras completas de García Lorca, de las que aparecieron, antes de que acabara el año, seis volúmenes. Fue una empresa meritoria y amorosa, sembrada de dificultades para reunir los textos, que solo pudo completar en 1942 y 1946 con otros dos tomos. Pero de manera no menos inmediata creó la magnífica colección Biblioteca Contemporánea (luego Clásica y Contemporánea), en la que combinó clásicos con autores vivos y desde la que facilitó la divulgación de los escritores españoles de la diáspora o con una significación ideológica liberal o abiertamente antifranquista, como los ya fallecidos Valle-Inclán, Machado, Unamuno, García Lorca o los exiliados Alberti, Jacinto Grau, Juan Ramón Jiménez, Alejandro Casona, Pedro Salinas, León Felipe, Emilio Prados, Arturo Barea o María Teresa León. Pero, junto a los españoles, Torre incluyó en el catálogo una nutrida nómina de autores hispanoamericanos en activo como Neruda, Eduardo Mallea, Enrique Amorim, Ezequiel Martínez Estrada, Germán Arciniegas, César Vallejo, Arturo Uslar Pietri, Miguel Ángel Asturias, Ernesto Sábato, Nicolás Guillén o Roberto Arlt. No olvidó Torre a Gómez de la Serna, a pesar de la brecha que abrieron entre ellos las declaraciones profranquistas de Ramón; Torre supo siempre discernir entre el mérito literario o intelectual y la filiación o desorientación política. Publicó en 1945 el retrato que hizo Ramón de Norah Borges y posteriormente su biografía Edgar Poe. El genio de América (1953), pero sobre
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todo fue quien cuidó de la Antología con que se celebró el medio siglo de vida literaria de Ramón y que promovieron las cinco editoriales argentinas en las que Ramón había ido publicando desde 1936: Losada, Espasa-Calpe Argentina, Poseidón, Emecé y Sudamericana. Abría el volumen un ensayo de Torre titulado “Medio siglo de literatura” (1956: 61-81) que emocionó a Ramón. Este le escribió tras leerlo dos veces para agradecerle esa prueba de “la más noble amistad ponderativa hasta el exceso” y añade este párrafo evocativo: Comenzamos siendo escribidores del mismo grado —porque en aquel tiempo todos éramos igualmente náufragos que no salíamos del comienzo— y ahora acabamos reunidos fraternalmente en el mismo libro, con el mismo optimismo, con la misma fe literaria, con el mismo denuedo frente a mucha gente, pero jactándonos de nuestras ilusiones. ¡Eso sí que es hermoso! Para mí ese resumen de una hermandad que ha durado muchos años es lo que me enorgullece y me hace feliz al irme aprendiendo de memoria su sagaz y luminoso Prólogo (García/Greco 2007: 369).
Pero el antiguo adalid vanguardista, aquel al que Macedonio Fernández exaltaba en carta privada: “Usted es el mayor autor de autores de hoy y el mayor autor de la Prosa o Belarte de la Palabra o Literatura [...] de todo tiempo” (Fernández 1976: 57), estaba entonces olvidado más de lo que pudiera estarlo Guillermo de Torre, plenamente activo como crítico y ensayista y no menos como emprendedor cultural obstinado en favorecer el diálogo de las literaturas. A ese olvido aludirá Torre en abril de 1963, tras la muerte de Ramón, en los Cuadernos del Congreso para la Libertad de la Cultura (París). En su “Perspectiva y balance de Ramón” recuerda que, al preparar la Antología de 1955, sondeó la opinión de “amigos y discípulos pertenecientes a las últimas levas”. Quedó desazonado, confiesa, “al comprobar que aquellos muchachos (versadísimos, por lo demás, en otros autores y tendencias últimas) ignoraban casi por completo a Ramón Gómez de la Serna” (1967: 220). Pero Torre, rebelde ante la ignorancia y la preterición injusta, ese mismo año quiso hacer su última contribución a repararlo. En la colección El Puente, que acababa de crear él mismo en la editorial Edhasa con la finalidad de dar a conocer en España la obra de los exiliados y fuera la de los intelectuales del interior, resolvió publicar una vieja novela del recién fallecido Ramón, El secreto del acueducto (1963). Un acueducto que servía de puente, pero el
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puente que ahora tendía Torre no era ya entre la patria y los desterrados sino entre el Ramón muerto que se había consumido escribiendo y los lectores que habían empezado a ignorarlo. Su mediación se realizaba ahora entre el pasado y el presente, entre el olvido y la memoria.
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DOMINGO RÓDENAS DE MOYA
Martínez Gómez, Juana (1993): “Escritores hispanoamericanos en la botillería de Pombo“. En: Anales de Literatura Hispanoamericana, 22, pp. 187-202. Ortega, Julio (coord.) (2011): Reyes, Borges, Gómez de la Serna. Rutas transatlánticas en el Madrid de los años veinte. México: Grupo Orfila. Osorio, Nelson (1988): Manifiestos, proclamas y polémicas de la vanguardia literaria hispanoamericana. Caracas: Biblioteca Ayacucho. Reyes, Alfonso (1921): “Ramón Gómez de la Serna”. En: Nosotros, I, 144, pp. 130135. Ródenas de Moya, Domingo (2014, en prensa): “Guillermo de Torre (y Samuel Glusberg) en la génesis de Sur”. En: Vicente Cervera (ed.); Ensayismo y traducción en Sur. Murcia: EDITUM. Sarlo, Beatriz (1997): “Vanguardia y criollismo: la aventura de Martín Fierro”. En: Altamirano, Carlos/Sarlo, Beatriz: Ensayos argentinos: De Sarmiento a la Vanguardia. Buenos Aires: Espasa-Calpe, pp. 211-254. Soler y Pérez, Francisco (1951): Solerismos. Greguerías, Guatemala, Ministerio de Educación Pública. Tarcus, Horacio (2001): Mariátegui en la Argentina o las políticas culturales de Samuel Glusberg. Buenos Aires: El Cielo por Asalto. Torre, Guillermo de (1931): “Crítica de conferencias: Ramón y Morand”. En: Sur, I, Primavera, pp. 134-142. — (1933). “Una interpretación novelesca de los argentinos”. En: Revista de Occidente, 114, pp. 334-338. — (1956): Las metamorfosis de Proteo. Buenos Aires: Losada. — (1961): “Contemporary Spanish Poetry”. En: The Texas Quarterly, IV, 1, pp. 5578. — (1967): Al pie de las letras. Buenos Aires: Losada. — (1968): “Mis recuerdos de La Gaceta Literaria”. En: El espejo y el camino. Madrid: Prensa Española, pp. 293-297. Yurkievich, Saúl (1990): “Jorge Luis Borges y Ramón Gómez de la Serna: el espejo recíproco”. En: Rodríguez Lafuente, Fernando (coord.): España en Borges. Madrid: El Arquero, pp. 73-94. Zuleta, Emilia de (1993): Guillermo de Torre entre España y América. Mendoza: Universidad Nacional de Cuyo.
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SOBRE LOS AUTORES
Raquel Arias Careaga es profesora de Literatura Hispanoamericana en la Universidad Autónoma de Madrid. Es autora del libro Escritoras españolas (1939-1975): poesía, novela y teatro (2005), y de ediciones de Tristana, de Benito Pérez Galdós (2001), Cuentos, de Rubén Darío (2002) y El arpa y la sombra, de Alejo Carpentier (2008). Acaba de publicar el libro Julio Cortázar. De la subversión literaria al compromiso político (2014), y tiene en preparación la obra Cuentos y novelas de César Vallejo. María José Bruña Bragado es profesora contratada doctora en el Departamento de Literatura Española e Hispanoamericana de la Universidad de Salamanca. Se interesa por los Estudios Postcoloniales, la Estética de la Recepción y el Género como aproximaciones teóricas al ámbito poético y narrativo hispanoamericano. Ha publicado dos libros sobre la poeta uruguaya Delmira Agustini. En 2011 vio la luz la antología que coordinó junto a Valentina Litvan y lleva el título Austero desorden. Voces de la poesía uruguaya reciente. Alejandro Canseco-Jerez Bravo es catedrático de la Universidad de Lorraine, Francia. Se ha especializado en arte y literatura de América Latina. Sus últimas publicaciones son Juan Emar, Un Año – Ayer – Miltín 1934 – Diez, ed. Crítica, Córdoba (Argentina), Colección Archivos – Alción Editora, 2011; La Mécène de Picasso – Eugenia Huici Errázuriz, Artextos éditions, Paris, 2008; Cartas a Pépèche de Juan Emar, Artextos éditions, Paris, 2007; Pablo Neruda en noir et blanc, Paris, Somogy éditions d’art, 2004.
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Belén Castro Morales es catedrática de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de La Laguna. Algunos de sus trabajos sobre Vicente Huidobro son “Ver y palpar: en el hipertexto de la escritura creacionista”, en Cedomil Goic (coord.), Vicente Huidobro: Obra poética (2003); “Los horizontes abiertos del cubismo: Vicente Huidobro y Pablo Picasso”, en Anales de Literatura Chilena (2008); “Vicente Huidobro y Joan Miró: la lógica del misterio”, en J. Izquierdo y R. M. Blanco (coords.), Studia ex hilaritate: Homenaje a Alberto Giordano (2009). Es miembro del comité internacional de la Fundación Vicente Huidobro (Chile). Teodosio Fernández es catedrático de Literatura Hispanoamericana en la Universidad Autónoma Madrid. Entre sus publicaciones se cuentan El teatro chileno contemporáneo (1941-1973) (1982), Los géneros ensayísticos hispanoamericanos (1990) e Historia de la literatura hispanoamericana (1995, en colaboración), así como ediciones de Huasipungo de Jorge Icaza (1994), Teoría y crítica literaria de la emancipación hispanoamericana (1997), Amalia de José Mármol (2000), Sin rumbo de Eugenio Cambaceres (2014) y El reino de este mundo de Alejo Carpentier (2014). Es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua. Rosa García Gutiérrez es profesora titular de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Huelva. Es autora de Contemporáneos. La otra novela de la Revolución mexicana (Publicaciones de la Universidad de Huelva, 1999) y editora de la Obra poética de Xavier Villaurrutia (Madrid, Hiperión, 2006) y Los cálices vacíos de Delmira Agustini (Granada, Point de Lunettes, 2013). Ha trabajado principalmente sobre literatura mexicana durante las vanguardias, relaciones literarias entre España e Hispanoamérica en el periodo de entreguerras, y modernismo uruguayo. Alfonso García Morales es profesor de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Sevilla. Entre sus libros están El Ateneo de México (1992), Rubén Darío. Estudios en el centenario de ‘Los raros’ y ‘Prosas profanas’ (1998), José Enrique Rodó (2003), Los museos de la poesía (2007), la reedición en 2012 de la Antología de Federico de Onís y la edición de la
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SOBRE LOS AUTORES
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poesía de López Velarde, que le valió el Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde en 2012. Jesús Gómez de Tejada es profesor en el Departamento de Didáctica de la Lengua y de la Literatura y Filologías Integradas de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Sevilla. Es autor de ‘El negrero’ de Lino Novás Calvo y la biografía novelada (2013), y sus líneas de investigación fundamentales son la biografía moderna del siglo XX, la autobiografía hispanoamericana y el género policial cubano. En 2014 ha editado Vidas extraordinarias. Crónicas biográficas y autobiográficas (1933-1936), compilación de artículos de Novás Calvo. Laura Hatry es investigadora en la Universidad Autónoma de Madrid. Entre sus últimas publicaciones destacan Cine y literatura: poder, violencia y política en las adaptaciones fílmicas de obras literarias hispanoamericanas, 2014; “Violencia y resistencia en las versiones literaria y fílmica de Plata quemada”, en A. Martín Escribà y J. Sánchez Zapatero (eds.), La (re)invención del género negro, 2014; “La denuncia de la dictadura chilena por Miguel Littín en Acta General de Chile y su correlato literario”, en Del lado de acá. Estudios literarios hispanoamericanos, 2013. Isidro Hernández Gutiérrez es conservador jefe en Tenerife Espacio de las Artes y poeta. Se ha especializado en el estudio de los autores de la vanguardia en Canarias, con especial atención al Surrealismo. Ha comisariado exposiciones como Óscar Domínguez: una existencia de papel (2011) y Óscar Domínguez entre el mito y el sueño (2014); además ha colaborado en Éxodo hacia el sur: Óscar Domínguez y el automatismo absoluto (2006) y Cosmos: en busca de los orígenes, de Kupka a Kubrick (2008). Ha publicado títulos como El ciego del alba y El aprendiz (2008). Patricio Lizama Améstica es profesor de Literatura Hispanoamericana en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Es autor de numerosos artículos publicados en Chile y el extranjero, y entre sus libros destacan Notas de Arte. Jean Emar en La Nación (1923-1927), (2003), el volumen Las vanguardias literarias en Chile: bibliografía y antología crítica (co-editor, 2009), Juan Emar:
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EN PIE DE PROSA
Cartas a Guni Pirque (co-editor, 2010) y Pedro Lastra. Sala de lectura: notas, prólogos y otros escritos (editor, 2012). Esperanza López Parada es profesora de Literatura Hispanoamericana en la Universidad Complutense de Madrid, y también poeta y traductora. Entre sus títulos destacan Una mirada al sesgo: literatura hispanoamericana desde los márgenes (1999), y “Terrores vanguardistas: el miedo a la modernidad y la llamada al orden”, en Manuel Fuentes y Paco Tovar (eds.), A través de la vanguardia hispanoamericana (2012). También las traducciones de Saint-John Perse y Jules Laforgue, y los poemarios La rama rota, El encargo y Los tres días. Selena Millares es profesora de Literatura Hispanoamericana en la Universidad Autónoma de Madrid. Es autora de los ensayos La maldición de Scheherazade (1997), Rondas a las letras de Hispanoamérica (1999), Alejo Carpentier (2004), Neruda: el fuego y la fragua (2008), La revolución secreta (2010), De Vallejo a Gelman (2011) y Prosas hispánicas de vanguardia (2013). También de los poemarios Páginas de arena, Cuadernos de Sassari y Sueños del goliardo, y de la novela El faro y la noche (Premio Internacional de Literatura Antonio Machado 2014). Francisca Noguerol es profesora titular de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Salamanca. Es autora y editora de monografías como La trampa en la sonrisa: sátira en la narrativa de Augusto Monterroso (1995), Escritos disconformes. Nuevos modelos de lectura (2004), Narrativas latinoamericanas para el siglo XXI: nuevos enfoques y territorios (2010), Literatura más allá de la nación (2011) o Letras y bytes. Literatura y nuevas tecnologías (2014), en las que se dedica a los movimientos estéticos de ruptura, desde las vanguardias históricas a la narrativa reciente. Mª Ángeles Pérez López es poeta y profesora titular de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Salamanca. Se ha especializado en poesía hispanoamericana contemporánea. Ha publicado Los signos infinitos. Un estudio de la obra narrativa de Vicente Huidobro (1997) y participado y/o editado los volúmenes Páginas en blanco (2001) de Nicanor Parra, Juan Gelman: poesía y coraje (2005), Oficio ardiente (2005) de Juan Gelman, Hidrógeno
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SOBRE LOS AUTORES
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enamorado (2012) de Ernesto Cardenal y “La actualidad de la posvanguardia” (Guaraguao, 2014, junto con Geneviève Fabry). Domingo Ródenas de Moya es profesor de Literatura Española en la Universitat Pompeu Fabra. Es autor de los ensayos Los espejos del novelista (1998) y Travesías vanguardistas (2009), y de las antologías Proceder a sabiendas. Antología de la narrativa de vanguardia española, 1923-1936 (1997), Prosa del 27 (2000) y Contemporáneos (2003). Entre sus últimos trabajos figuran El ensayo español del siglo XX (2009) y Derrota y restitución de la modernidad, 1939-2010 (2011), escritos con Jordi Gracia, y la edición de Guillermo de Torre, De la aventura al orden (2013).
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