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Para citar este libro: http://dx.doi.org/ 10.30778/2018.48
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COLECCIÓN ÁGORA
EL TIEMPO DEL LENGUAJE
Oskar Gutiérrez Garay
UNIVERSIDAD DE LOS ANDES FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES
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Gutiérrez Garay, Oskar El tiempo del lenguaje / Oskar Gutiérrez Garay. – Bogotá: Universidad de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Psicología, Ediciones Uniandes, 2018. 120 páginas; 17 x 24 cm. – (Colección Ágora) isbn
978-958-774-729-4
1. Novela colombiana – Siglo xxi 2. Filosofía del lenguaje – Novela I. Universidad de los Andes (Colombia). Facultad de Ciencias Sociales II. Departamento de Psicología. Universidad de los Andes (Colombia). Tít. cdd
863.5
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Primera edición: agosto del 2018 © Oskar Gutiérrez Garay © Universidad de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Psicología Ediciones Uniandes Facultad de Ciencias Sociales Calle 19 n.° 3-10, oficina 1401 Carrera 1.ª n.° 18A-12, bloque G-GB, piso 6 Bogotá, D. C., Colombia Bogotá, D. C., Colombia Teléfono: 3394949, ext. 2133 Teléfono: 3394949, ext. 5567 http://ediciones.uniandes.edu.co http://publicacionesfaciso.uniandes.edu.co http://ebooks.uniandes.edu.co [email protected] [email protected] isbn: 978-958-774-729-4
isbn e-book: 978-958-774-730-0
doi: http://dx.doi.org/10.30778/2018.48
Corrección: Nicolás Pernnet Diagramación: Luz Samanda Sabogal Diseño de cubierta: Magda Lorena Morales Impresión: Panamericana Formas e impresos S. A. Calle 65 n° 95-28 Bogotá, D. C., Colombia Teléfono: 4302110 Impreso en Colombia – Printed in Colombia Universidad de los Andes | Vigilada Mineducación Reconocimiento como universidad: Decreto 1297 del 30 de mayo de 1964 Reconocimiento de personería jurídica: Resolución 28 del 23 de febrero de 1949, Minjusticia Acreditación institucional de alta calidad, 10 años: Resolución 582 del 9 de enero del 2015, Mineducación Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
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Aunque no han nacido, aunque aún no tengan nombres, aunque no los he visto y los toco e imagino a través de su madre, les quiero dedicar este libro a mis hijos. Si sus nombres coinciden con algunos de los de este libro no se preocupen, no significa nada, solo que me gustan sus nombres. El lenguaje puede definir una relación pero jamás el destino. No dominamos el tiempo, solo dejamos que discurra y vivimos conforme a su naturaleza. No pude esperar hasta verlos para dedicarles el libro, pero no importa. Tampoco es necesario que el tiempo defina el amor por lo abstracto, lo imaginado y lo deseado.
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5:22 a. m. El hombre abre los ojos por primera vez en el día. Estoy arrinconado en la cama. Acalambrado, reconozco los espacios que se abren entre la oscuridad. Su cama, otrora fortín individual y terreno infranqueable, está habitada ahora por dos seres más. El hombre dividido, múltiple. 5:24 a. m. El hombre se acurruca un poco para desentumir sus miembros. El hombre renuncia a su comodidad, ya no cree en dioses de los transitorios ni de los eternos. El hombre no es ateo. No creo en la religión que predica el éxito. Resalto la espiritualidad del fracaso, de la persistencia, del esfuerzo. Me interesa una educación que resalte a los fracasados, a los raros, a los par ticulares. El hombre aboga por los que permanecen en pie ante las dificultades. Y los que se arrodillan, ellos están muy bien con los predicadores. 5:27 a. m. El hombre piensa en la educación. Estanislao Zuleta sostenía que la educación es un ejercicio democrático, no de mayorías. La educación brinda y garantiza la voz de las minorías; es un susurro divergente, de empoderamiento del ser humano que se posiciona frente a la adversidad y lo corriente. La educación guía el alma a la seducción de lo libre y lo profano, de lo anormal, de lo inesperado. El hombre es profesor. Yo soy profesor. Zuleta era todo y no estudió nada. Yo soy nada y he estudiado todo. Trato de enseñar. 5:30 a. m. Suena la alarma. Doy un manotazo. El hombre por fin está plenamente despierto. Soy libre del sueño, esclavo ahora de las obligaciones del día. 5:32 a. m. Respiro. 5:35 a. m. El hombre socializa. Los otros seres de la cama me dan buenos días. Uno me da un beso, el otro me muerde y ronronea.
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5:40 a. m. Estoy algo melancólico. Producto del alcohol, supongo. 5:41 a. m. Primo Levi al salir de Auschwitz escribió uno de los libros más hermosos que he leído: Si esto es un hombre. En él muestra cómo los hombres le arrebataron su humanidad, pero uno le ayudó a rescatarla, a que jamás olvidara la clase de hombre que era. La depresión es un estado en el que la humanidad se cierra a sí misma. El sujeto pierde la proporción de su dolor, lo desborda, la savia de su espíritu se drena y, en su soledad, se torna egoísta con su propio ser. El reto con un sujeto depresivo no es levantarle el ánimo, es recuperar su humanidad a través de la delicadeza del lenguaje, de la contundencia del contacto. 5:41 a. m. La humana junto al hombre se levanta y el gato va tras ella. El hombre vuelve a recuperar algo de los terrenos perdidos. Se estira cuan largo es. Pero el hombre sigue disgregado. Es uno, es otro, es muchos. No es nadie aún. 5:41:32 a. m. Tanto el académico como el actor o el ciudadano común debe alejarse de la urgencia por sobreactuarse. Hacerlo no contribuye al acto ni a la productividad ni a la emergencia y solo incrementa la percepción aversiva hacia un pendejo puro y de categoría mundial. 5:42 a. m. Ya comienzo a ser alguien. 5:43 a. m. Malinowski, Levi-Strauss y Bourdieu ven lo cultural como un hecho del lenguaje que da sentido a la existencia. Es un conjunto de aparatos, símbolos y signos, atravesados por la historia y la memoria, que dota de significado las relaciones y las actuaciones sociales que establecen reglas y normas. La cultura, igual que la historia, se transforma, evoluciona y se pierde. Al ser una forma de representación y reproducción, la cultura no puede ser objetiva ni plenipotenciaria. De ahí que algo no es bueno, ni se legitima únicamente por ser histórico o cultural. La verdad objetiva genera vértigo, una náusea que condena al ser humano a un momento estacionario antinatural. La cultura no es un imperativo, es sustancia, lenguaje y transformación, capaz de fluir y evolucionar con el sujeto mismo. Buen comienzo para alguna clase, ¿o muy académico? ¿Muy edulcorado para decir que somos pendejos que a veces nos aferramos al pasado y que las cosas no necesariamente siempre son así porque sí?
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5:44 a. m. La cabeza me da vueltas. Tengo mal aliento y me hormiguean las sienes. Cojo el celular de la mesa de noche y lo prendo. 5:45 a. m. This video is no longer available. 5:45:02 a. m. El video que trato de ver desde el celular no está disponible ya. Prometía algo, como la vida misma, como los créditos, como los productos para adelgazar. Promesas que ya no están disponibles. 5:46 a. m. Soy profesor. Doy una materia que se llama Lenguaje y Cultura. Ayer una compañera se me acercó para charlar, luego de terminar una reunión. Estaba furiosa, rabiaba con todo. Quería renunciar, mandar todo a la mierda, pero no podía. Ustedes entienden… esa sensación que cae de vez en cuando. Me iba desesperando porque le daba alternativas, planteaba soluciones que a mi modo de ver eran factibles, pero voy comprendiendo, poco a poco, que cuando alguien cae en el foso de la desesperanza no vale la pena tratar de explicarle racionalmente la cuadratura del círculo que le haría salir de él. La palabra presume la razón, pero la emoción desbordada requiere la caricia, la escucha sin límites, la fortaleza del silencio, el amor de la entrega, lo vivo del diálogo. Si esto es un hombre. El lenguaje a mi edad se sigue desarrollando. Lo siento en la sangre. Muchas de las estructuras gramaticales a esta altura ya se han aprendido, algunas se corrigen, otras se olvidan. En determinado punto el lenguaje tiende a regularse a sí mismo con los elementos aprendidos, transforma y es capaz de transformarse. Vamos de lo simple a lo complejo. En determinado punto sabes que hablar no es la solución, y escuchas, y el silencio es algo que también tiene su gramática particular. Noam Chomsky dice que nacemos con predisposición al lenguaje. Lo llama teóricamente lad. Es un dispositivo de
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adquisición del lenguaje y el silencio también debe tener su dispositivo para que, con las determinadas contingencias, también aprendamos a afinar la sintaxis del silencio. En cierto punto nos callamos no porque carezcamos de argumentos; todo lo contrario, a determinada edad nos callamos porque el argumento ya tiene músculo y forma: obliteramos la arrogancia y aprendemos… y seguimos aprendiendo mientras saboreamos el tiempo de la sangre. 5:47 a. m. El cuarto está oscuro aún. El blackout, comprado en un gangazo en el Home Center de la vía a Cajicá, deja colar por la parte inferior un hilo
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horizontal de luz, que parece subrayar algo, una obligación, un mandato que me expulsa de la cama. 5:48 a. m. La experiencia me generó una escisión que partió mi vida en dos: la psicología que me dio el sentido y la comida, las formas y los contenidos; y la literatura, que me regaló la libertad y la elegancia. ¿Y el lenguaje? El lenguaje tendió un puente entre los dos hemisferios. Hoy es uno de esos días para reconocer la reconciliación de mis mitades. 5:48 a. m. El gato adormilado se estira para terminar de despertar. La humana lo sigue con movimientos distintos pero con el mismo propósito. El viento se cuela por la ventana y hace un sonido digno de una película de terror. Pienso en el viento. Cuando arrecia, el viento destruye. Cuando tiene la consistencia adecuada, fortalece las raíces. Se despoja del ego y permite la vida sin la necesidad de ser conscientes de él. La grandeza del viento se define desde su silencio. 5:49 a. m. La humana se mete al baño. El gato va detrás de ella. Es el ritual de todos los días de los últimos dos años. 5:49:51 a. m. La sílaba no es el verbo, mucho menos el adjetivo. La sílaba es la unidad, pero necesita a las demás como todos nosotros. Es la codependencia necesaria para dotar de sentido a la existencia. 5:50 a. m. En el piso hay una botella de agua. Una de esas botellas elegantes que me robé del restaurante Kapadocia. No la lavo muy seguido. La botella a veces se recubre de una película grasosa en su interior. No me molesta. A la humana le genera un poco de curiosidad y al gato también, él la olisquea cuando la dejo abierta. 5:51 a. m. Saber no capacita necesariamente para enseñar. El saber afirma, ordena y categoriza; la enseñanza duda, pregunta, se cuestiona, dialoga con otredades y contrarios. Enseñar transforma la realidad y el texto porque devela el subtexto. Subvierte, controvierte, divierte también, pero no afirma categóricamente. El alimento del saber es la enseñanza, el saber plenipotenciario, el saber por sí mismo excluye lo desconocido y cierra las puertas para lo que no se sabe aún. Por eso enseño, porque no sé, pero quiero hacerlo. 5:52 a. m. De un solo envión me acabo el agua que queda en la botella. Siento alivio. Siempre hay algo que queda atorado en la noche. Quizás este
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sea uno de los pocos placeres auténticos que me queda. No necesitas artificios para disfrutar de un buen chorro de agua enfriado por el piso de baldosa y por los rigores de la madrugada. 5:54 a. m. Somos humanos y de eso parece no haber escapatoria, por lo menos no pronto. La nostalgia es una luz que se cuela entre la sombra de dos montañas. Si la mecánica de la vida es la persecución de la felicidad a cualquier precio, la raíz de la nostalgia salvará a la humanidad. Una nostalgia madurada reviste respeto e intimidad. Alimenta la soledad necesaria que prepara al espíritu para dejar ir lo que ya no volverá y permite recibir con serenidad y gratitud lo que tiene que llegar. 5:55 a. m. Voy a la cocina. Preparo un espresso con la Bialetti. Pongo tres cucharadas que hacen un pequeño monte en el recipiente que filtra el agua. La pongo a fuego bajo y espero. El sentido de un acto debe ser total, no valen los miramientos: el sexo sin medias, el café negro como el corazón de las tinieblas, la carne roja y jugosa para sentir palpitar el corazón del animal a través del paladar. El tiempo de la sangre… 5:57 a. m. En un libro de Claudio Magris que recién leí, este reedita el mito de Orfeo y Eurídice, y le da voz a ella mediante un monólogo que explica cuánto ama a Orfeo, todo lo que significa para ella, su historia como pareja y por qué, por gracia de la rutina, no quiere volver al reino de los vivos para pesar de su amado, que ha hecho todo lo indecible para traerla consigo, de saprovechando así el permiso que tanto le ha costado obtener. Es una versión bastante tácita del amor: la persecución de una ilusión imposible que se balancea con un continuo desencanto. La lingüística del amor es el deseo signado por la decadencia. Le tomé una foto a un aparte del libro. Reviso el celular y leo una y otra vez la frase que el autor escribe: “no es el poeta quien crea las palabras, es la palabra la que se le echa encima y lo hace poeta”. No es el sujeto el que ama, es la imposibilidad de conciliar la desilusión con el deseo la que le da bríos a su emoción y lo hace cultivar la esperanza que a la larga lo hace sujeto, lo hace humano. 5:58 a. m. La cafetera parece ir a su propio ritmo. No tiene prisa por darme el café. La llama de la estufa es hipnótica. Hay manchones de comida y grasa en partes del acero inoxidable alrededor de la llama que en un rato serán limpiados.
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5:59 a. m. Dice Boris Cyrulnik que el sentido, al introducir la ausencia en la presencia, puede sumergirse en un pasado cuyos límites no percibimos, al igual que tampoco discernimos los del porvenir. Para él, el habla modifica nuestra biología. El símbolo penetra en el signo y permite que nuestro pensamiento vuele más alto que una mariposa. Por eso, gracias al lenguaje, vivimos una vida sin vivirla, perdonamos lo imperdonable, creamos el significado a partir del vacío. Veo la cafetera y ya sé qué esperar. Lo que no sé es exactamente cuánto. 5:59:59 a. m. ¿Qué es el perdón? Es la capacidad de los cuerpos celestes de reconocer en el propio error la transformación de la energía, que introduce a su vez la presencia en la ausencia, la materia en el vacío. 6:00 a. m. Pienso en la humana que estaba al lado de mi cama, en lo mucho que a veces me excita y en la forma en que la conquisté. Ensayo y error; con ella y con las que estuvieron antes de ella. Pienso en unas lecciones para decirme cómo podría ser más fácil y rápido llegar hasta ella. 6:01 a. m. Lecciones para liberar el deseo sexual reprimido: toma el deseo como un caucho, estíralo lo más que puedas y suéltalo. Pero cuidado, no te olvides de soltar la parte que es, no vaya y sea que quedes como el idiota al que le estalla el caucho en la cara por sujetar el lado que debía soltarse. 6:02 a. m. Segunda y última lección: el pretérito pluscuamperfecto, típico de las lenguas romances, indica una acción pasada ocurrida antes de otra también pasada. La afirmación más que perfecta: “antes nos habíamos amado”, que podría indicar distancia y olvido, puede aseverar de dientes para afuera algo que seguramente no es cierto de manera implícita. El enamoramiento, el gusto, el desamor son diametralmente imperfectos, al contrario de las lógicas casi perfectas del lenguaje. Por eso las palabras, por más que quieran y por más gramaticalmente correctas que sean, jamás podrán ocultar la complejidad de los sentimientos que luchan por desenredarse de las prédicas exactas y los razonamientos lineales. Dado el carácter incidental y casual de las relaciones, jamás escogemos a quién le partimos el corazón. 6:03 a. m. Sirvo el café en su tacita correspondiente. Compré el juego de cuatro tacitas en una tienda italiana llamada Campania Mercato, cerca de acá, por la calle 82 con 20. La vi junto a la Bialetti y compré ambas. La que
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traje de Roma se la di a mi exesposa. Me gusta ir al Mercato por vinos y quesos. No he ido en dos meses, pienso que tengo que volver. Al servirlo el café se escurre y chorrea el mesón. Siempre olvido servirlo sobre el lavaplatos. Cojo un chiro absorbente y repaso la superficie sin mucho esmero. Son solo un par de manchas de café que salen rápido. Meto la nariz lo más que puedo en el café casi hasta tocar la superficie. Abro las aletas nasales y me siento mejor. En dos sorbos me tomo el espresso. 6:06 a. m. Tengo dos grandes defectos: el primero es la falta de especificidad y el segundo está seguido del primero.
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Paréntesis Soy Juan Román Kanter. Soy profesor. Llevo enseñando veinticinco años. De esos llevo dictando veintiún años la materia Lenguaje y Cultura. He dictado otras pero siempre he investigado el tema. Tengo cincuenta y dos años. Tengo una hija, Silvana; una exesposa, Ana María; una relación con una chica veintidós años menor que yo, Mónica, con la que tenemos un compromiso para formalizar la unión en tres meses; y un gato. No soy de la ciudad. Provengo de un pueblo al suroriente, pero ya habrá tiempo para contar eso. Vine con el propósito de huir y estudiar y lo logré. Me quedé enfrascado en un par de universidades en las cuales sigo, esta es una forma segura de pasar los días si a uno se le da lo de enseñar y está dispuesto a soportar instituciones que hacen del trabajo arduo e inmisericorde un estilo de vida decente y bien visto. Ya estoy pensando en el retiro. Pienso en la etapa final, ese retiro sosegado y maravilloso para recuperar el tiempo perdido y hacer todas las cosas locas que se me pasan por la mente, sentado en mi silla de siempre, investigando frente al computador que cambian religiosamente cada tres años en la universidad, pero sobre todo haciendo los informes absurdos de siempre. Nunca se nos prepara para posicionarnos como el trasto viejo que seremos, ni tampoco para comenzar a rogar, menos para someternos al inexplicable entramado de las leyes y tipos de pensión que se renuevan con la presidencia y la administración de turno. Tengo cincuenta y dos pero ya pienso como un
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viejo al cuadrado, como si necesitara pensar como alguien de sesenta y dos o sesenta y cinco. El trabajo nunca nos prepara para vivir sin el trabajo, y la institución, apenas en el ocaso, se interesa al poner un par de ceros en un cheque y tentarnos para renunciar y quitarse el peso de la carga pensional. Previendo todo esto, una vez hube organizado mis finanzas, luego de que Silvana se graduó de la universidad, compré un par de lotes y apartamentos en remate para vivir con algo de holgura ante la inminencia de mi futura salida. Llegará la torta, una copa de vino en un vaso de plástico, gorritos y serpentinas y ta’luego. Después me dedicaré a quejarme, un poco al alcohol, a hacer los trámites de la pensión, a solidificar lo rutinario en mi próximo matrimonio, luchando con bríos por no conseguir novia, y a escuchar a los otros pensionados y sus teorías sobre complots internacionales para acabar con la pensión y la vejez misma. Tengo también mucho que leer. Según muchos amigos en unos años ya nadie se pensionará. Puede que tengan toda la razón, por eso mis planes de retiro anticipado, pero ¿para qué pensar tanto en el futuro? No me importa, ya hice lo mío y vivo relativamente bien. Le dejé algo a mi hija, algo a mi ex, algo a una fundación como buen ser humano clase media alta que no quiere hacer un esfuerzo considerable para cambiar realmente a la sociedad, pero se siente un poco agradecido con la vida y por eso monta una fundación o dona algo de dinero sin que su estilo de vida se vea considerablemente afectado. La mayoría de mis conocidos son miserables y se quejan del trabajo, del trabajo académico, de lo que hacen, de lo que no hacen y de la forma como se ha venido legislando la pensión para ir desestimulando y arrinconando al empleado y a los que están próximos a pensionarse. No creo en las conspiraciones mundiales para acabar específicamente con la pensión. Todo se va a acabar y ya. A los que trabajaron treinta y cinco años les llega un salario mínimo. Los gobernantes se pensionan con más de quince millones mensuales y los fondos privados de pensiones se llevan todo el botín y terminas agradeciéndoles por haberte dejado algo. Otros se conforman con las migajas que les tiran mes a mes hasta que mueren. Hice cálculos por más de un año y si me compraba un apartamento y lo arrendaba, iba a recibir más ingresos que los que iba a recibir del fondo
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por el reconocimiento de pensión. Estos cálculos ya los hemos hecho muchos de los que estamos en las mismas: teoría evolutiva darwiniana aplicada, adáptate o muere orinándote en tus pantalones y viviendo de la caridad de los que ahora te cuidan de mala gana. Creo que sigo siendo útil, cognitivamente me siento regio, pero uno no termina de medir el nivel de impacto hacia el futuro sino hasta cuando salen las hemorroides y el sedentarismo ha hecho lo suyo. Casi todo mi trabajo lo hago sentado en un escritorio, frente a un computador, frente a unos libros, y eso termina por pasar factura. A esta edad uno cree que los celos son cosa del pasado. Pero no. Mónica me ha terminado varias veces y no ha mostrado ningún signo de dolor. Con su conducta me recuerda constantemente que así como llegó se puede ir. En su ausencia sentía detritos de plomo recorrer mis venas. Me metí al gimnasio, me fajé, compré ropa pensando que así la iba a recuperar más fácil. La relación finalmente maduró y nos comprometimos. Sé en el fondo que ella puede conseguir cientos de tipos y que la aventura conmigo ha pasado. Queda lo sólido, lo concreto, la gramática de lo cotidiano. A mí, creyendo estúpidamente que el dinero y la madurez hacen todo, se me pasó el pequeño detalle de que yo estaba con el último cuarto de hora. La subestimé. Luego comprendí que las cosas más temprano que tarde comienzan a pasar una última vez. “Casémonos”, me dijo. En esos momentos sientes el peso de los años con más fuerza. Nadie te lo explica o, si lo hacen, años atrás, no prestas suficiente atención. Soy un cliché ambulante y trato de ocultarlo a toda costa. Mónica lo sabe, mi hija lo sabe, mi exesposa lo sabe perfectamente, por eso todas ellas se van de vez en cuando con un frío adiós. Las calles están que arden; viejos rencores engendran nuevas venganzas, y yo acá disfrutando el último cuarto de vida, un poco aburrido, chocho, sin ninguna inquietud social, haciéndomelas de adolescente despreocupado e interesante. El momento más duro para mí es en la ducha. Trato de meter la panza pero todo está irremediablemente flácido. Soy un fofo carismático que se baña con rapidez para no confrontar la realidad. Lo que uno busca a esta
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edad es hacer lo que nunca pudo hacer de joven: ejercitarse, moverse, generar ideas o nuevos negocios, explotando ese potencial reservado que pernoctó en un escritorio y en un aula de clase tantos años. Mis actividades físicas se resumen en caminar dentro de la universidad, gimnasia pasiva, un poco de pesas, caminar a la hora del almuerzo (dentro de la universidad o en la caminadora de la casa de mi ex), una faja que me ayudó a comprar mi exesposa, ya que me dio pena, y montarme al carro con la dificultad que supone tener algo que te aprieta las tripas y limita tus movimientos un 33 %. Sigo adaptándome a las nuevas tecnologías. No sé del todo cómo funciona el celular ni los servicios hiperconectados de la biblioteca de la universidad y del gran hermano académico. Chuzo la pantalla con violencia, cuando es mi ignorancia la que la bloquea. Uso el celular ahora para reciclar nostalgias. Nunca se aprende del todo a separarse de alguien y menos se puede enseñar eso. Te aferras a pequeñas cosas, partes del cuerpo: unos labios, unas piernas, cada uno de los dedos de los pies, hasta que aprendes a querer esas partes imperfectas, despedazando tu deseo y, claro, las rutinas, los momentos… recuerdas algo que pasó, que quieres que siga pasando y que ya nunca volverá a pasar. ¿Qué hago? Miro fotos, las paso una y otra vez, miro conversaciones viejas, hago algo de ejercicio y sigo… seguimos intentando encontrar otro propósito. Estoy contento, aunque no pleno, por casarme en tres meses con Mónica. A veces pienso que su indiferencia y su facilidad para alejarse se deben a una férrea voluntad de manipularme y casarse conmigo. Puede ser, puede que no. Cuando llega la tristeza me afecta el sueño y la concentración. Como una mancha de óxido grabada en la porcelana que está ahí para recordarte algo, algo que ni te imaginabas que existía, que tratas de restregar. Usas productos químicos. Dañas la porcelana pero el óxido sigue ahí y aprendes a convivir con la mancha, alejas la mirada y simpatizas con el dolor ajeno sin llegar a dramatismos innecesarios. Cuando se fue Mónica por dos meses me levantaba más de diez veces en la noche y daba vueltas. Me levantaba con una imagen o la pregunta de qué haría. En mi separación con Ana María pasó, con mi hijo pasó, en el trabajo pasaba seguido.
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Intentas todo: terapias de respiración y medicamentos, ejercicios y un sólido convencimiento en libros motivacionales, pero las cosas que quieres te dejan siempre a mayor velocidad y son más poderosas. No hay terapia milagrosa, solo mucho esfuerzo y resignación; el tiempo es el mejor de todos. Lo malo es que superas una cosa y llega otra, nunca te acostumbras si no la afrontas. Las quejas y remordimientos no pasan, solo se actualizan. Sientes que estás deprimido (pero tampoco llegué hasta allá). En los peores momentos iba al baño sin que nadie se diera cuenta. Me pasó con Silvana cuando nació, con la enfermedad y muerte de mi hijo. Todo está bien, vas paso a paso, luchas minuto a minuto y haces que las técnicas funcionen con aguante. Bastaría con todos los vaivenes emocionales para pasarla lo suficientemente mal. Pero lo que en verdad es peor es el deterioro físico: hipertensión, problemas cardiacos… Pienso que si lo físico y lo emocional se deterioraran al mismo tiempo no habría tanto problema. Pero tu mente y tus sentimientos van más rápido que tu cuerpo. No es envejecimiento propiamente dicho, es una cuestión de diferencia en los tiempos de madurez. Cada año hay que esperar que todo no empeore: dolores de cabeza, el estómago, la próstata; la próstata sobre todo. No puedes comer las mismas cosas de antes. Los riñones, cuidar el azúcar… Es una victoria cuando sales del médico y este dice que todo está normal, y ese normal son unos cuantos achaques aquí y allá, no la sentencia definitiva de un par de meses, a lo sumo un año. Me ima gino que ya al final lo físico y lo emocional vuelven a encontrarse, aceptas lo irremediable y estás listo para partir. En mi caso, aún no estoy listo. Reseteo el aparato y sigo luchando. Con Silvana estamos superando la etapa de maldito-papá-que-abandonó-a-mamá-y-sale-con-una-persona-casi-de-mi-misma-edad, y estamos en la transición en la que me convierto en un amigo maduro, transición que ya va para ocho años. Ahora soy el objeto de sus burlas y su compasión. Ya pasó la etapa de tratar de abrirle los ojos para que no cometa los errores que yo cometí. Sabe lo suficiente de la vida para hacerse por lo menos cargo de sí misma. Ya le dije que la amaba, la abracé, me metí en sus cosas y salí rápidamente. Como va, pienso que va a cometer los mismos errores que yo,
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comenzando por el de querer emplearse y hacer carrera. Le dije de todas las formas posibles que era mejor que tuviera un negocio y fuera empresaria, que yo le ayudaba, pero, presa de la misma independencia y terquedad de su mamá, hizo lo que le dio la gana y terminó obedeciéndole a alguien más. Cierre de paréntesis
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6:05 a. m. Tomo el cepillo de dientes con la mano cambiada. Soy diestro. En el fútbol la derecha se asocia con la técnica, la precisión, incluso la clase. Pero la zurda… la zurda siempre tendrá la magia. Me miro en el espejo y sigo ahí, todo sigue igual que el día anterior. Un poco cascado, pero el sueño siempre tendrá un deterioro reparador. La cabeza me duele. Tomé ayer con mi exesposa. Cuando subí a la habitación, Mónica, que nos acompañó un rato, ya estaba dormida y hoy parece no estar molesta. 6:07 a. m. Dentro de un tamal está todo lo que hay que saber de la vida. Por fuera de sus hojas, con la forma de unos labios verdes color esmeralda, se erige una fortaleza superpuesta que resguarda un tesoro que necesita un único código para abrirla; similar a unas piernas. En el interior se reconcilian las proteínas y las grasas en un balance perfecto, capaz de equilibrar los excesos de la noche anterior. Lo que parece un ataque de carbohidratos al hígado resulta una maravillosa alquimia indescifrable de calorías y pecadillos. El Señor, en su cumpleaños, aunque pudiera cerrar una puerta, siempre termina abriendo un vestido, un brassière y un tamal. No me gusta el tamal, pero es lo único que me quita el guayabo. Hortensia, la señora que nos ayuda de vez en cuando, antes de entrar a la casa intuye si algo está mal. Vive relativamente cerca y su entusiasmo por madrugar resulta ridículo. Es como uno de esos animales que huelen el miedo y anticipan los movimientos de la presa con sigilo y presteza. Sin decir nada, aspira el ambiente, se guía por la ubicación del sol, mide las huellas sobre la tierra, calcula la distancia con una operación mental de recorrido por tiempo por velocidad, y llama a pedir un tamal donde una vecina que los hace tres veces a la semana. Deja haciendo el chocolate y en tres zancadas va a la panadería de la esquina y pide cuatro mil de pan: dos mil de blandito y dos mil de rollo.
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6:10 a. m. En la casa el afecto es distante, como el viento que toma porciones confusas de los ángulos de las ventanas, silbando y haciendo un ruido blanco que se confunde con la cotidianidad. Hortensia tiene un hijo que trae a veces cuando la vecina no se lo puede cuidar. El chino juega con mis cosas y me pide plata para dulces y otras chucherías. No me cae mal, creo que a Mónica sí le cae mal. No le gustan mucho los niños aunque nunca lo ha confesado. Cuando Hortensia está haciendo oficio prefiero largarme de la casa. No me agrada la idea de que muevan las cosas mientras estoy. No soporto el ruido ni la renovada entrega del hombre y su propensión por el aseo y la pulcritud. Quiero que todo esté en orden sin ser testigo del proceso. 6:15 a. m. Mónica aún se está bañando. Hortensia regresa con el pan. Aprovecho para contarle lo de la noche anterior. La razón de mi guayabo moral y físico. —Hortensia, la cagué. —Me imagino, señor. —No, en serio, esta vez sí la cagué. —Me imagino, señor. —No, mujer. Esto no es como las otras veces. Esto es de verdad. Me le insinué a Ana María. —Ay, señor… —Qué cagadón. ¿Qué dice, la llamo o mejor me quedo tranquilo? —No la llame y quédese tranquilo. Esas cosas pasan. —¿Será? —Sí, seguro. —Mmmmm. ¿Sabe qué? La voy a llamar. —Como usted quiera. ¿Quiere huevos con el tamal o así no más? —Fríteme dos, hágame el fa. El guayabo me está matando. El gato apareció por detrás corriendo. —¡Shuu! Hortensia odia al gato. Lleva seis meses con nosotros. Cuando se lo presenté, me dijo que esa cosa qué. Le dije que era el nuevo integrante de la familia y me aclaró, con su contundencia a prueba de reclamos, que nosotros le limpiaríamos las porquerías. —Venga, Hortensia, ¿la llamo o no?
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—Llámela a ver qué. —Mmmmmm. Mejor no. Ya me entró el susto. —Señor, ese gato se sube en todas partes. ¡Shuuuuuuu! Seis meses y nada que lo soporta. —Déjelo: está explorando. Cuando recién llegó el gato, Hortensia me dijo que esas cosas del demonio siempre le habían causado miedo porque supuestamente tienen una uña en la cola y traen enfermedades. —¡Ay! Hortensia, qué va… Maricadas. Más bien venga le cuento cómo salió el gatito —le conté en ese momento con pelos y señales la procedencia luctuosa, trágica y al final feliz del animal, profundizando en la reacción de Mónica, Silvana y de Ana María, en nuestra bella comunión y en la recién renovada red familiar—. ¡Ay! Qué pecadito. Pomicito. La gente sí que es mugre —me había respondido y continuó—, pero no me gustan esos animales. —Dele tiempo, Hortensia, ya verá —le respondí—. Seis meses después, ha suavizado pero el gato aún no conquista completamente su corazón. Timbraron. Son los tamales. 6:17 a. m. Hortensia llegó mucho antes que Mónica. No se embolata con nada, es diligente, me ayuda a pagar los servicios, me consiente y lo mejor es que no me reprocha, o bueno… sí lo hace, pero no de forma grosera como Ana y mi hija, ni es tan desarraigada como Mónica. Es como la mitad de ellas. Estamos hechos de la misma sustancia y nos recubre un callo, una especie de corteza demasiado oscura para ver desde afuera qué es lo que recubre. Hortensia ha aguantado muchas más cosas en la vida que yo y aunque su cara tiene un rictus de tragedia, su esfuerzo por sonreír no resulta patético, tampoco natural, es más bien honesto. No hace el sancocho de Ana María pero me cuida con frutas y verduras, sus arepas son ricas, los pandebonos también, igual que su carne desmechada. Tiene el condimento perfecto, producto de paladares quisquillosos de sus oficios en casas ajenas, que hacen que su sazón haya tendido durante años a la neutralidad. Es bueno tener a alguien en la casa, aparte de Mónica, que haga eco de lo que dices de dientes para afuera. 6:23 a. m. Llega Mónica y saluda a Hortensia. Me saluda y me pregunta sobre el guayabo. Le digo la hora en que finalmente me fui a la cama pero no
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ahondamos más. En ocasiones como estas pienso que, por más control que tenga de la situación, es imposible comenzar a definir un criterio razonable de control de daños, y me centro en la ridícula idea de cómo puedo volver el tiempo atrás. Ana María definitivamente ya salió de mi vida. Sé que nunca pude dejarla completamente, pero ya no hay amor. Hay un cariño muy grande que se está tergiversando por situaciones relacionadas más que todo con mi estupidez. Hortensia termina de preparar y servir el desayuno, mientras el gato revolotea por ahí. Se frota contra mis piernas, maúlla, Mónica lo levanta y le acaricia el morro. Espera que le sirvan la comida y le limpien la arena. Luego del ritual mañanero de la toma de pastillas y de ese desayuno que más parecía un acto de contrición y de perdón, voy a visitar a un amigo en la clínica. He decidido no llamar a Ana María y dejar que las cosas sigan su rumbo. Esta es una de esas ocasiones que requieren una actitud zen, en las cuales hay que dejar ir, aceptar y confrontar el embarazoso momento, interiorizar el ridículo, quedarse en el borde del desfiladero y mirar al vacío esperando que las cosas sigan su decurso. Pero claro, iré a almorzar a la casa de Ana María al medio día. Este tipo de cosas no se pueden aplazar para siempre. 6:25 a. m. Cuando aprendemos una palabra aprendemos el valor social de esta. Aprendemos el significado que tiene, su razón de ser. Nos apropiamos de una porción de realidad. La cultura brota. Enlazamos el sentido a la música y así fortalecemos nuestra voz. Heidegger dice que solo hay mundo donde hay lenguaje, por ello el verbo se precisa y se fortalece para que seamos en el mundo. La sustancia cultural se metaboliza en nosotros mediante reacciones químicas y eléctricas. Venimos dotados de nacimiento con la capacidad para comunicar, para entender a los otros. Hacemos la transición del lenguaje de un “yo” narciso y sin forma a un “nosotros” construido e intersubjetivo. Nuestro cerebro (área de Wernicke, área de Broca, giro supramarginal, giro angular, giro temporal superior, giro frontal inferior, opérculo frontal, fascículo longitudinal medial, la circunvolución de Heschl) codifica y decodifica estímulos, hace que nos expresemos, que
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comprendamos, que tengamos movimientos articulatorios; o hace que todo eso lo hagamos mal. Sistemas y subsistemas de percepción y procesamiento de lenguaje comienzan a intervenir para que reconozcamos las representaciones mentales como representaciones del lenguaje. Los sistemas cerebrales hacen que la palabra pueda tener precisión quirúrgica o sea farragosa y heterogénea. Una proposición puede contener un hecho pero también una proposición es libre y no contener algo definido, como un cajón vacío y sin fondo al cual le cabe todo. El cerebro hace que esto tenga alguna clase de sentido; hace que pueda romper la cuarta pared y pueda dialogar de manera intemporal con cualquier interlocutor al otro lado. Allá. 6:40 a. m. —Oye, ¿qué haría el gato si viera un elefante? —Mmmm. Creo que se asustaría y saldría corriendo. —De pronto no y trata de olerlo. —No creo. —Y si vieras un elefante, ¿tú qué harías? ¿Correrías? —No creo. Seguramente me tomaría una foto con él. —Veo. Y si tuviéramos un elefante, ¿qué nombre le pondríamos? —Mmm… Renzo. Me gusta Renzo. —Bonito. Cuando tengamos uno le ponemos Renzo-elefante. —¿Vamos a comprar uno? —No creo, pero de pronto llega como el gato. Aparece de la nada, una moto lo va a atropellar en mitad de la Séptima y habrá que salvarlo y adoptarlo. —Veo. —Gracias por el desayuno, Hortensia. —Con gusto, señora Mónica. —Gracias por el desayuno, Hortensia. —Con gusto, señor. 6:51 a. m. El gato tiene el don de reconocer a los idiotas. Cuando llega uno se esconde. Cuando llega otro menos idiota sale, se frota un poco contra sus piernas y se va. En ninguno de los casos le cae bien la persona. Solo sabe administrar su hipocresía y su odio por los demás para obtener algún beneficio.
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Debo aprender de él. La vida y el trabajo están llenos de idiotas, pero hay unos que echan la comida en el plato. 7:00 a. m. Me miro en el espejo y me digo: —Si sigues así estaré comenzando a creerte el eufemismo de tu silencio —estoy cansado pero tengo que hacer unas vueltas antes de ir a la universidad. Pasaré por donde Ana María y tantearé el terreno. Me baño nuevamente la boca y el cuerpo. 7:13 a. m. La ética capitula y la vida que envejece se rinde ante lo incomprensible. Cuando cambia la emoción cambia la conducta, cuando cambia el sentimiento cambia la relación. Las fronteras imaginarias de la comunicación están tan pobremente delimitadas que el cuerpo termina verificando lo que la boca niega, miente o trata de ocultar. Cada átomo de nuestro cuerpo tiene billones de años. ¿Por qué apenas puedo recordar lo que almorcé el jueves pasado, pero aún tengo fijo el concepto del rostro de Ana María, sus lunares, su cabello, que vi hace billones de años? Nunca nos tocamos por más que queramos, siempre existe un espacio vacío entre nuestros átomos y los de cualquier objeto que creemos tocar. Los átomos tienen una memoria relativa: olvidaron cuando fueron estrellas pero recuerdan con más facilidad la carne, y pueden ser también instancias del lenguaje. Por eso jamás podré tocarla físicamente, nunca lo hice. Jamás tocaré a Mónica. Los átomos conservan su espacio y requieren distancia, pero si la figuro y la construyo como una idea constante y deseada, por más terquedad molecular que haya siempre la alcanzaré con el lenguaje. 7:16 a. m. Me despido de Mónica. Le digo que hoy voy a almorzar por fuera. No le digo que me voy a ver con Silvana ni con Ana María. Le contaré más tarde. Bajo hasta el garaje, miro mi flamante y nuevo carro (me cuidé de parecer un cliché, por lo cual no escogí la versión descapotable). Entro y me pongo el cinturón. Lo prendo y hace un sonido agudo y categórico. El olor a nuevo es delicioso. No quiero que se vaya nunca. 7:18 a. m. Adam Smith tuvo una visión. Tomó nuestros sueños, les puso precio, nos botó un cuchillo y partió un palo en dos para que peleáramos a muerte para alcanzarlos. Mientras tanto, Milton Friedman roció todo con gasolina y los Chicago Boys rascaron el fósforo. Y ha resultado tan bonito
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ver cómo todos alcanzamos nuestros sueños… Mi sueño, mi flamante carro a cuotas a una tasa del 15,07 % efectivo anual. 7:25 a. m. Meto neutro y dejo ir rodando el carro hasta el semáforo. Un cupé blanco de unos quince años está estacionado al frente. Dejo un espacio considerable detrás del cupé y paro en seco. 7:25:30 a. m. Viene un indigente arrastrando los pies. Mide un metro cincuenta y se mueve lentamente. Va hacia mi carro. Un taxista en el lado izquierdo hace lo mismo que yo, deja ir rodando el carro y deja pasar al indigente que se va a parar al lado de mi ventana. —Una moneda. —No tengo. Al tiempo que hace eso, baja su mirada y me enseña la piedra que tiene, y que roza junto al vidrio amenazándome. —Una moneda. —No tengo. 7:26:02 a. m. Separa un poco la piedra del vidrio y le da otro toque a la ventana. Comienzo a ponerme nervioso. El semáforo no cambia y el tipo pega su cabeza también al vidrio y ya me impacienta, erigiendo, gracias a su mente obnubilada por las drogas, la arquitectura de las tinieblas que espero se desintegre muy pronto. El carro recién lo saqué del concesionario y no voy a dejar que el tipo le haga nada. Me tiemblan las piernas, tengo la faja puesta y no me puedo mover bien. Me quito el cinturón de seguridad, ladeo el cuerpo y meto la mano en el bolsillo derecho. Con dificultad saco la monedera y tomo unas cuantas monedas. —¿Quiere monedas? —Sí. Presiono el botón, bajo un poco la ventana para entregarle las monedas. 7:26:42 a. m. —Un billete. —¿Quiere también un billete? —Sí. 7:26:47 a. m. Veo el semáforo y nada que cambia. El taxista, que pensé en un momento se iba a solidarizar con mi situación, sigue en su carro mirando
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hacia otra parte. Otro carro ya se ha parado detrás de mí y no puedo dar reversa. Pierdo la paciencia. Me pongo rojo, sigo temblando, abro la puerta con un empujón y me bajo con dificultad gritando: —¡¿Quiere un hijueputa billete?! ¡Venga y se lo doy! 7:27 a. m. El indigente con su portentoso metro y medio sale corriendo insultándome, diciendo que si sigo dando boleta sí me lo va a romper, pero está más asustado de lo que estaba yo hace un minuto. Bordea el carro y se queda a una distancia prudente. No puse el freno de mano y el carro se va rodando, trato de subirme rápido, tropiezo, pero no caigo, me agarro firmemente a la puerta, dejo arrastrar los pies, surfeando un poco en el pavimento con la fuerza de las manos que ya me están doliendo y, con algo de suerte, vuelvo a meterme al carro antes de chocar al cupé de enfrente. Pongo el freno de mano y me bajo a seguir intimidando al indigente. Tengo miedo y rabia. Me acuerdo del perrero bajo el asiento. Saco el palo con dificultad, me trenzo la cinta de cuero en la mano para agarrarlo bien. El indigente probó mi sangre y yo probé la de él, pero ya se aleja insultándome. —¡Venga a ver, malparido, que acá le tengo su billete! Se voltea rápidamente y ya el semáforo ha cambiado. Me meto con dificultad, dejo la puerta medio cerrada y un corrientazo me recorre la espina al pensar que va a lanzar la piedra. Pero no pasa nada, doy un arrancón, el primero que le doy al carro, y no meto el cambio. El motor suena con toda su esplendorosa potencia. Meto, ahora sí, el cambio y chirrea un poco al engranar la marcha. Los pies me tiemblan todavía, pero me siento bien, un poco menos asustado, pero bien. No le di un billete. 8:10 a. m. Llego a la óptica, parqueo. Aún no le tengo las medidas al carro y le pego con la llanta izquierda al andén, se raspa el rin y es el primer rasguño oficial. Aguardo un poco antes de bajarme, tratando de recomponer mi lamentable rostro. Respiro hondo para recuperar el aliento. La razón que recorría mi sangre purgaba los deseos de devolverme con algo filoso y dar por finalizado mi intercambio con el indigente ese, y hacía que el miedo aliviara poco a poco mi enrojecimiento, dándome la tranquilidad que nunca debí haber perdido. —Señora Martha. —Don Juan Román.
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—¿Cómo ha estado? —Muy bien, acá trabajando mucho gracias a Dios. ¿Y usted? —Lidiando con los estudiantes. Con más tiempo libre, preparando el matrimonio. —Pero rico… Nunca se puede llegar a comprender antes, hasta que se está realmente ahí, la amargura que produce la inmovilidad de la vida y sus cosas. —No tanto como parece, pero bien. —Ah, bueno. Ya acá está su encarguito. —A ver. Me pruebo las gafas y me quedan perfectas. —¿Las puedo oscurecer? La señora Martha toma las gafas y las mete en un probador de billetes para que la luz fluorescente las oscurezca. —Pruébelas a ver qué tal. Me miro al espejo y pretendo ver a alguien que desapareció hace veinte años pero que debe de seguir ahí. Seguro algo sigue ahí. —Perfectas, señora Martha. Bien las bifocales, mejor con estas. Pago el saldo que queda y me voy con ellas. Hace un poco de sol afuera y las gafas se quedan oscuras. 8:25 a. m. Me quedo un rato en el carro, más calmado ya, mirando conversaciones viejas en el celular. Esas revisiones terminan por endulzar el abandono. La señora Martha se queda mirándome desde la entrada de la óptica, esperando con algo de impaciencia que arranque. Quizá piense que tengo algún reclamo, pero simplemente estoy sentado con calma revisando las conversaciones. En una coqueteaba con una estudiante. —Te ves hermosa en la foto. —Gracias, y ¿cómo te fue hoy? —Bien, tareas tontas, pero bien. ¡Oye! ¿Sí te has dado cuenta de que cada vez que hablamos te digo lo hermosa que eres? —Sí y ¿eso por qué? —Creo que si lo sigo repitiendo tanto de pronto ya no me vas a creer. Porque se me hace que eres hermosa.
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—Jajajajajaja, yo me creo todo lo que me digas. Me vas a hacer poner roja. —¿Todo, todo? —Sí, todo, todo. Nos mandamos por un largo tiempo emoticones con besos y gatos que tiran besos y tienen ojos de corazones y otras cosas que hacen lo mismo y corazones de colores y ya, como si en serio no tuviéramos nada más de qué hablar. —Mejor te doy besos sin una gota de alcohol, así no le puedo echar la culpa a nada sino a mí mismo. —Todo será legal. Jajajajajajaja. Otro emoticón que pica el ojo y que crea un pícaro ambiente de complicidad, como si un edificio estallara y no hubiera adentro nadie que me importara. —¿O sea que no me vas a denunciar? —No. ¿Qué dices, por qué lo haría, acaso me obligaste? —En cierta medida, sí. No quería dejar que te bajaras del carro. —Yo tampoco quería, pero tú tenías cosas que hacer. —Nos hubiéramos besado hasta la medianoche, o seguimos de largo. Me encantaron. —¿En serio te encantaron? —¿Por qué crees que no? —Pues no sé cómo te gusten los besos. Jajajajaja. —Dame más a ver si adivinas. —Jajajajaja, ya lo dijiste. Conste. —Entonces, ¿cuántos más me vas a dar? —Los que te dejes dar. El coqueteo tiene algo melancólico y constante. Creemos ser ingeniosos pero siempre llegamos a los mismos lugares, así pretendamos transitar por caminos diferentes. El coqueteo es una protolengua que pretende puntualizar los términos y las reglas como un acto colectivo, que no es más que el resultado por defecto de un sentido individual. La chica con la que coqueteaba era una completa belleza. La piel era limpia; tenía una pequeña argolla en su nariz perfecta; sus ojos caoba claro
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sentenciaban una mirada profunda; un cabello castaño con la combinación perfecta: ni muy liso ni muy rizado y que hace lo que le da la gana y siempre está arreglado como ella; 1,75 de estatura y, claro, veintitrés poderosas razones para no seguir coqueteando con un viejo como yo. Coqueteé con ella cuando Mónica me dejó. Con ella también comencé así. Es como una obra de teatro que llevan presentando treinta años después de su estreno y todavía uno lucha por conseguir silla en el palco superior. Hay algo sentimental que hace que continúes sentado repitiendo los diálogos de memoria sin importar que ya sepas el final. Igual que una película, igual que el sexo: se descubren cosas en el intermedio porque todas las promesas están claras en el preludio y el epílogo es tan indudable como la muerte misma. La chica me dijo que iba a volver con su novio de toda la vida, con el que llevaba casi cuatro años. Yo le dije que entendía. Hace doce días me volvió a contactar y le dije que me iba a casar y dejamos todo así. Fue difícil hacerlo, pero una noche Mónica me sonrió mientras recogía algo del piso, lo soplaba y se lo metía a la boca y tuve una epifanía, un deseo verdadero de no traicionarla. Decidí cortar por lo sano. La frontera entre acoso y coqueteo parece invisible pero existe. Es un hecho de percepción pero también de lenguaje. El rechazo, que es frustrante y mucho, te enseña a moderar las formas, pero también es vivificante porque aprendes no del otro sino de ti mismo; aprendes a soltar, a dejar ir. El coqueteo no es dominar a un animal, no es conquistar un territorio para plantar una bandera. Es un baile donde transformas el deseo mediante la palabra que crea y el silencio que adorna. 8:28 a. m. ¿Cuál es la diferencia entre lenguaje y comunicación? La comunicación expresa el sentimiento, es decir, podemos amar. Con el lenguaje elaboramos la idea, es decir, deducimos las excusas por las cuales lo hicimos y no deberíamos haberlo hecho. Falta el alcoholismo, falta la depresión de verdad. En sí, todo está bien. Soy demasiado indolente para caer en vicios que consuman mi carácter. 8:29 a. m. Prendo el carro y me voy, para alivio de la señora Martha. Voy a visitar a un amigo en el hospital. Luego iré a mi casa, o a la que solía ser mi casa, a almorzar donde las otras dos mujeres que me complican más la vida. 8:31 a. m. La virtualidad facilita que afloren las emociones. Ponemos barreras y estas condonan la vergüenza. Con Mónica todo comenzó con
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un coqueteo facilitado por un trabajo de investigación que su grupo tenía que entregar a final de semestre. Preguntas inocentes comenzaron a subir de tono y representaban unos esquemas sexuales que fueron cambiando de color conforme las barreras iban cayendo. Me escribió al correo electrónico de la universidad, le envié mi número de teléfono de vuelta con el pretexto de “perfeccionar la asesoría” y en un par de meses será mi segunda esposa. Brunner habla de los “fondos de conocimiento”: prácticas, habilidades, referencias y marcos de valores que todos tenemos y que son heredados por la cultura. La virtualidad es el conductor perfecto de las emociones. Ante la imperfección del deseo y la multiplicidad de esos fondos de cono cimiento, las deficiencias de la honestidad y la moral merman por un desenfreno digital impersonal aunque liberador. 8:34 a. m. Voy a visitar a un viejo compañero del departamento y quizás uno de mis únicos verdaderos amigos. Está enfermo, tiene un cáncer terminal que comenzó como unas células malignas en el colon y cinco meses después de identificadas ya colonizaron todos los rincones de su débil aunque nutricio cuerpo, replicando el ánimo expansionista, una de las cualidades distintivas y definitorias del ser humano. Siempre me ha dado miedo ese tipo de visitas y protocolos, pero me puede más la culpa de saber que si se muere y no me despido será peor. 8:39 a. m. Entro al parqueadero. Queda a las afueras del hospital. Llueve un poco y no traje la sombrilla. Es increíble que cargue el perrero y no la sombrilla. Soy proclive a la agresión más que a la protección. Salgo corriendo con mi trote inefectivo y meto la cabeza entre los hombros, creyendo que así me mojo menos. El homo habilis fabricaba una especie de caparazón como el de la tortuga para protegerse y esconderse. Al evolucionar perfeccionamos esa protección con sombrillas, gorras y techos, pero quedamos con el acto reflejo. No solo levantamos los hombros para protegernos de la lluvia; al experimentar vergüenza ese protocaparazón imaginario resguarda también nuestros más íntimos deseos, rabias y banalidades. Aunque falsa, pienso que es una hermosa explicación de todas las conductas ineficaces que carga nuestra especie. Piso charcos como un niño que en verdad lo disfruta. Yo no lo hago, solo es mi torpeza en acción.
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8:40 a. m. Entrar a la clínica es un complique. Resulta más fácil entrar a un complejo militar con plutonio enriquecido que visitar a un moribundo en un hospital de la red distrital. Está en el quinto piso y el entramado de pasillos y mostradores hace que sea complicado dar con la habitación. Afortunadamente, en la recepción me dieron un adhesivo con mi foto impresa en líneas borrosas que más parece un código de barras, que recuerdan esos viejos mensajes que se enviaban por fax y que dejaban intuir una idea, una imagen y un concepto. 8:44 a. m. Ya me sabía de memoria la clase de hoy y mientras trataba de llegar a la habitación repetía los artículos y referencias en un derroche de rutina, pero sobre todo como un distractor para no pensar en el olor del hospital. En su afán por disimularlo, se intenta tapar lo pútrido con lo pulcro, pero ningún protocolo de limpieza ni el mejor y más fuerte producto químico podrá jamás encubrir la suciedad de la enfermedad y la obviedad de la muerte. 8:50 a. m. Su mirada es melancólica pero resignada. Cuando la ves la reconoces perfectamente. Es compasiva, fría. Quieres salir corriendo, por rabia, no por miedo, pero no puedes dejar de mirarla. Sus párpados muestran cansancio, pero siempre fortaleza, sus ojos son acerados, por poco trans parentes. Esa es la mirada de la muerte, y tarde o temprano nos encuentra. ¿Para qué temerle? Es indigna pero no hay que dejarse. Hay que rabiar siempre, más al final, si no que lo diga Dylan Thomas. Verlo así de consumido me hace reflexionar sobre la necesidad de darle una primera e imperativa tarea a Silvana. Si me ve en ese estado tendrá la obligación de pegarme un tiro. ¿Cómo será peor terminar? ¿En el asilo abandonado a todo esfuerzo por ser recordado o en la clínica con una bolsa pegada al estómago que hace las veces de intestino para cagar y mear, dopado con morfina y alimentado mediante una sonda? Cabe la posibilidad de que me toque el combo agrandado y sufra las dos. Haciendo una evaluación econométrica de acciones buenas y malas en mi vida, no sería raro que me toquen ambas. Debería tener un tatuaje en el antebrazo y una pistola en el cinto, que me recordaran siempre la importancia de terminar con dignidad y de evitar la desvergüenza de dejar poco a poco de ser uno mismo.
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9:05 a. m. Bajo al supermercado de la clínica. Compro unos jugos en cajita pero ya parece que ni eso puede tomar. Hacía un par de noches había hablado con su hija y me dijo que era lo único que estaba recibiendo. Todos los moribundos son iguales ¿no?, mentiras, no lo son, es una mera hipótesis... La generalización es un recurso de bellacos, es la imposibilidad de entender lo particular y lo hermoso de la divergencia, de lo único... 9:10 a. m. Subo nuevamente por el ascensor. Veo mi reflejo en el aluminio. Ese Juan Román está borroso. Entro de nuevo al cuarto. Veo lo que antes era uno de mis mejores amigos. Una capa lechosa recubre sus facciones. Otro reflejo pálido pero aún identificable. Dejo los jugos sobre una mesita bajo un televisor que proyecta imágenes sin sonido que deben de ser incomprensibles para él. La imagen se vuelve una música instrumental lejana sin significado que acompaña la lenta pero contundente marcha de la agonía. 9:13 a. m. Dice Clarice Lispector: “Lo indecible me será dado solamente a través del lenguaje”. 9:14 a. m. El hombre ya no puede hablar. Sus labios dejan escapar pequeños silbidos que tratan de vocalizar palabras. Tan similares a los balbuceos de un bebé; tan diametralmente distantes idénticos en la necesidad de expresar lo fundamental. Vygotski dice que esa primera etapa del desarrollo es la etapa natural o primitiva. No hay conceptos, solo una imperiosa necesidad de comunicarse para poder sobrevivir. En clase explico que el desarrollo del lenguaje en ciertos casos es una enorme montaña rusa con un pico muy alto desde donde divisas todo con soberbia. La vista es magnífica, tan sublime por un breve momento, pero su magnificencia pasa como las flores. En breve comienzas a caer en picada a una velocidad incomprensible y terminas en el mismo punto. Apenas recuerdas lo que sucedió. La evolución es una elipse y no una línea recta. Tengo frente a mí a un bebé dolorido, indefenso y moribundo, incapaz de comunicar lo básico. Tiene una máscara de oxígeno que se quita varias veces, pero yo se la vuelvo a poner. —Tranquilo, viejo, todo va a estar bien. Ponte la máscara; tranquilo —el cáncer ya llegó al cerebro y por ratos me reconoce, pero las células malignas ya han comido sus entrañas y se alojan a placer, totalmente displicentes en el hollejo de su piel, felices y plácidas en la ignorancia de que la voracidad colonizadora y su afán de supervivencia terminarán por acabar
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también con ellas cuando finalmente expire el anfitrión que las hospedó con resignación. 9:22 a. m. Al pronunciar una palabra por primera vez se genera una escisión. No solo porque el significado comienza a habitar en nosotros, también porque comienza a correr un reloj que va en retroceso hasta el momento en que la decimos por última vez. Pronunciar una palabra por primera vez solo se compara con la nostalgia de escucharla una última, porque ambos momentos son irrepetibles e inmanentes. “Te amo”, “mamá” y “papá”, por ejemplo. Ese puede ser el tiempo del lenguaje. 9:24 a. m. Dos hombres cruzan por el pasillo. Ya son mayores. Tienen más de sesenta años. Uno lleva sombrero pescador y un chaleco que le hace juego. Tiene una mirada bondadosa y apacible y camina con desparpajo con las manos en los bolsillos. El otro es un señor de complexión seca, frágil, con un claro retraso cognitivo. Camina con dificultad y agarra al otro de gancho. Caminan lentamente. El del sombrero lleva al otro con una elegancia tierna. Me conmueve profundamente la escena. Salgo de la habitación y los sigo con la mirada mientras se pierden del todo por un cruce a la derecha. 9:31 a. m. Definitivamente escogí el peor lugar para encontrarme con mi amigo y hablar de la pensión. Benjamín, el que está agonizando, es un amigo en común con Julio, el que necesita una asesoría para la pensión. No me he pensionado aún y me faltan un par de años, pero ya me considero todo un experto. Nos faltan casi los mismos años pero la empresa para la cual trabaja le está ofreciendo un arreglo para que se vaya. Julio quiere saber exactamente cuáles son sus posibilidades. Lo conozco desde hace muchos años, hacemos cosas distintas, muy distintas, pero nos llevamos muy bien. Sea como sea está jodido, pensó todo muy tarde. Podría poner un negocio con lo que le den o esperar, pero no le va a alcanzar el dinero de la mesada para todos los gastos que aún tiene mensualmente. Es uno de esos tipos que ha trabajado con cifras toda la vida pero nunca ha calculado nada realmente. Yo, que me valgo de las letras, sopeso mejor una clase de numerología concreta hacia el futuro. Lo mejor es que se arriesgue, pero no es de esos. Le recomendaría la segunda opción, aguantar y recibir una miserable mensualidad y que se amarre el cinturón, pero ver a Benjamín en esa cama me hace pensar: ¿para qué tanta
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seguridad? Hay algo muy romántico en el devenir, pero no es comparable con la dulce y plena consciencia del presente. 9:45 a. m. Llega Julio. Me da un abrazo. Va a donde Benjamín y lo besa en la frente. Le dice algo que no puedo escuchar. Le deja también un paquete encima de la mesita del televisor y comienza a hablar conmigo. Estamos un rato hablando en susurros y vamos a la cafetería del hospital. 10:03 a. m. —¿Me regala dos tintos, por favor? —Con gusto, señor, ¿algo más? —Julio, ¿quiere algo más? —Una empanada de carne. —Eso, señorita. —Enseguida, señor. 10:06 a. m. Algo me dice que cuando un niño muere de desnutrición en Colombia, un funcionario pide vino para el almuerzo. No para celebrar, solo para maridaje. También algo me dice que cuando un viejo pensionado expira, el mismo funcionario da vueltas al vino en la copa con más energía para aspirar los aromas más profusamente, porque cree definirlos con más facilidad. El salario mínimo para este año quedó en 689 455 pesos. El aumento fue hecho a las malas y fue del 7 %. El aumento del precio del Transmilenio fue de doscientos pesos, lo cual representaría un 11 % con respecto a la tarifa actual, ni qué decir de la inflación, que fue la más alta de los últimos diez años. Un trabajador que gane el mínimo, si toma dos buses (solo dos), ida y vuelta todos los días, gastará 120 000 pesos al mes. Hay un subsidio de transporte que asciende a 77 500, pero el mínimo no queda en 766 955 porque hay que descontarle al trabajador el 8 %, que es su aporte a seguridad social. Es decir que a un trabajador le quedarán 646 955 pesos (menos seguridad social) para derrochar en esos placeres suntuosos y burgueses de alimentación y vivienda (menos mal que las personas que ganan el mínimo no se enferman, y si lo hacen tienen la eps, si no miren a los que se mueren haciendo fila en un sucio
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hospital. El ocio y el placer lo da Transmilenio con los cantantes urbanos, los atracadores, los abusadores y morbosos. ¿Y el estudio?). En resumen, un trabajador necesita el 18 % de su salario solo para su transporte.
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Lo chévere del salario mínimo es no ganarlo; lo bueno de la venta de las compañías de servicios públicos es que seguimos regalando los recursos naturales para hacer carreteras de cuarta generación, cuando no hemos hecho las tres generaciones anteriores, y sí vamos a pavimentar la candidatura de una hiena a la presidencia. Desde el regalo de Panamá, hemos vendido cuanta proveedora de servicios públicos hay: telecomunicaciones, gas, petróleo, luz, agua, salud; privatización de los fondos de pensiones… Colombia se volvió la trastienda de Chile, Canadá, España, Estados Unidos, Sudáfrica y de cuantos tengan la plata para comprar lo que se esté feriando en esta venta de garaje. Lo bueno de gravar los libros con iva es que ahora nadie va a leer y nos vamos a dedicar exclusivamente a comentar memes. Lo bueno de las redes sociales es que se está democratizando la voracidad y estupidez de nuestros gobernantes, pero seguimos permitiéndola, porque nuestras acciones son tan efectivas como un disparo con la mano. Lo bueno de vivir en Colombia es su sistema de salud y pensión… 10:09 a. m. En los noventa con la llegada del internet imaginábamos que para este año estaríamos ya explorando los confines del universo, andaríamos en carros voladores, tendríamos una globalidad más humana, más conciencia ambiental y mayor calidad de vida. Ahora tenemos más viejos, muchos de ellos aburridos, que hacen fila hasta que mueren, y retos como comer jabón y canela frente a una cámara, o echarse agua helada, o matarse. Tenemos redes sociales a las que quieren acceder los viejos para darle algún sentido al aburrimiento, o adolescentes que se bloquean y desbloquean una y otra vez o que les echan pullas a sus exparejas, aderezadas con una visibilidad falsa y concomitante con la depresión y el ridículo (todos sabemos que no somos tan bonitos, ni tenemos vidas tan excitantes, ni somos tan felices); memes (el mejor pasatiempo de la humanidad) y videos de gaticos (el segundo mejor hobby de la humanidad). ¡Qué época! 10:13 a. m. En el trabajo nunca nos enseñan a bajar el ritmo. Nunca nos enseñan a aburrirnos sin complejos. Tampoco se preocupan por que comencemos a cuidar de nosotros mismos y a hacer cosas que nos gusten. En el trabajo está prohibido pensar en uno; es impensable. Lo peor no es solo la irresponsabilidad de las empresas. Lo peor viene con las gestiones para comenzar a recibir la pensión.
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En Colombia, según la Ley 100 de 1993, la edad de jubilación es cincuenta y cinco años para las mujeres y sesenta para los hombres; estas se modificaron recientemente, aumentaron dos años para hombres y mujeres, cifra que seguramente en unos años cambiará (pobre Silvana), y aumentará porque el sistema seguirá siendo insostenible. Las personas que tenían treinta y cinco y cuarenta años, según fuesen mujeres u hombres, respectivamente, al momento de publicarse la Ley 100, tal como aquellos que llevaban un total de quince o más años de servicios cotizados, resultaron cobijados por la ley anterior, bajo la figura del artículo 36 de la Ley 100 del 93. En Colombia se incrementa anualmente en ochenta mil el número de personas mayores de sesenta años. En el 2025 el incremento anual será cuatro veces mayor y en el 2050 sobrepasará a los menores de quince años en cerca de un millón de personas. El aumento de la expectativa de vida ha golpeado terriblemente el acceso a pensiones y ha aumentado más el hueco fiscal. Cada vez habrá más viejos, pero menos pensionados (pobre, pobre Silvana), y si se ganan la lotería con una pensión, será una miseria. Y eso en la ciudad. Se asocia el retiro con una especie de estatus sin rol, llevando con frecuencia el mensaje implícito de que al pensionarse llega finalmente la libertad y vamos a hacer lo que nos dé la gana: de todo menos trabajar, lo cual es falso. Las personas se retiran o dejan el empleo, pero no necesariamente el trabajo, tanto por la viscosidad de la rutina, de la cual casi nadie se desprende, como por pura y básica supervivencia. La diferencia entre lo que gana una persona y lo que le llega de pensión es abismal. Ese es el caso de Julio, y eso es lo que le estoy explicando ahora. —Si ganas X, generalmente gastas X y Y. Cuando llega la pensión estás endeudado en X, Y y Z, pero ganas menos X… —Mierda. 10:17 a. m. Julio tiene cara de tragedia. Solo veo sus ojos chiquitos por encima del vaso del que sorbe. Ya se ha acabado su empanada y pide otra. Lo acompaño en esta. Me dice que los nervios le dan mucha más hambre. No ha considerado ni la mitad de lo que le digo y de verdad está preocupado. Según estudios que he leído e investigaciones hechas al respecto, en el retiro laboral se debe tener en cuenta a todos los miembros de la familia. Los
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cambios, ajustes o desajustes no solo afectan a quien se retira, sino a todos los miembros de la familia. Tener a alguien que estuvo activo, que casi no se veía, que nunca tenía tiempo para nada, que traía dinero para compensar sus carencias emocionales y afectivas y así demostraba su “amor”, pero que ahora es incapaz de lavar un pocillo o barrer un piso y que queda libre después de desayunar y bañarse, termina por joderlos a todos. Hablé con muchos de mis compañeros de departamento cuando se pensionaron. Si no se ha ahorrado, si no se tiene una entrada adicional, su categoría pasa de miembro fastidioso pero útil a estorbo. Todo ello contribuye a que la cotidianidad de la vida familiar se transforme, y nadie te prepara para ello. Estar casado puede ser un apoyo para llevar mejor el tránsito al retiro laboral. Julio, siete años mayor que yo, está soltero. Nunca pudo congeniar con nadie. Solo vive para su mamá (una señora que es un vademécum, que no sé por qué aún sigue viva si congrega casi todas las enfermedades conocidas) y por uno que otro “amigo especial”. La teoría (una de las múltiples cosas que están ahí pero que no tienen una concreción exacta) dice que las personas casadas, especialmente los hombres, suelen tener, tras la jubilación, una mayor satisfacción moral y vital, mejor salud física y psicológica y mayor apoyo social porque pueden compartir con su pareja actividades de ocio. ¿Qué dirán los estudios de los casados que son infelices, de los pensionados que se separaron y andan detrás de jovencitas, de los gais que viven con su mamá y andan en busca del tiempo y la juventud perdidos? ¿El ocio será mayor, así como la satisfacción? Malditos estudios. Nunca han servido para nada. Todo lo que dicen los estudios no sucede. No le digo nada de esto a Julio, que ya va por su cuarta empanada. Nadie habla de los que se matan, de los casados que se separan tras años y años de matrimonio, de los que mueren lenta o “accidentalmente” embutiendo cuanta pepa consiguen. En la vida real a las mujeres les va mejor en la jubilación. Las profesoras me dan un parte de tranquilidad. Los profesores me preocupan más. Uno de mis maestros murió a los dos meses de jubilado. Omitiendo el hecho de que somos una sociedad cochinamente machista, las mujeres salen del trabajo y siguen con su vida normalmente. Conservan su rutina, no se les cae un dedo si lavan un pocillo porque ¡vienen lavándolo toda su vida! Hacen mandados, arreglan la casa,
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son más vitales, salen con sus amigas, tienen negocios particulares, administran mejor la plata. Como hombres, creemos que por hacer oficio se nos va a gangrenar una mano. Acá están nuevamente las generalizaciones. Pero no me puedo abstraer de ellas. Así tal cual se las digo a Julio. Llegan los dilemas, el peso existencial de sentirse inútil porque ya no le estamos haciendo plata a alguien que nunca vimos, mediante una cadena infinitesimal de acciones innecesarias y burocráticas que nunca entendimos realmente, pero que aprendimos a seguir y hasta a querer. 10:19 a. m. Pienso en Juan José Morosoli: “Esto da fatalmente un hombre recio pero sin reposo, sin la gracia de lo que está en su ámbito. Un tipo de pupila dura que ignora la gracia de contemplar porque otea y no mira, penetra y no acaricia. Y da el lenguaje que acomoda. Frases cortas y punto. Adjetivo y punto y silencio. Y otra vez el silencio, al que desciende y hurga, y revuelve y revisa. Buscando encontrar la verdad dura de la palabra. Asombra la conversación de estos hombres por la sobriedad angustiosa de palabras y la profundidad de sus silencios. Tras la palabra cae el silencio, que el que oye une a la palabra y penetra y descifra, encontrando recién el pensamiento desnudo como si este siguiera a aquella como sigue la raíz al tallo tironeado. El silencio es la caja de resonancia de su pensamiento”. 10:20 a. m. Adjetivo y punto y silencio. 10:20:03 a. m. Frases cortas y punto. 10:20:07 a. m. Tras la palabra cae el silencio. 10:20:09 a. m. El 10:20:10 a. m. Silencio 10:20:11 a. m. Es 10:20:12 a. m. La 10:20:13 a. m. Caja 10:20:14 a. m. De 10:20:15 a. m. Resonancia 10:20:16 a. m. De 10:20:17 a. m. Su 10:20:18 a. m. Pensamiento. 10:22 a. m. Julio ya no quiere escuchar más. Se desconcentra y mira hacia la ventana. Me pregunta por mi hija y por Mónica. También por Ana María
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y su nuevo esposo. Le respondo a todo con la urgencia que brota de sus ojos para no seguir hablando más del tema. Espero que le vaya bien en unos años. Lo veo muy solo. Pero puedo equivocarme, casi siempre lo hago. Los problemas en la jubilación están asociados a condiciones específicas: poca salud, problemas económicos y períodos de jubilación asincrónicos cuando la pareja no se jubila al mismo tiempo, y mientras uno jode el otro sigue con su vida (pobre, pobre Mónica). Estos problemas son temporales y se resuelven poco tiempo después del retiro: en la muerte. Le he presentado amigos a Julio, pero nada le ha cuajado. Casi siempre está solo pero trata de divertirse, ahora lo hace menos. Lo insto a que cuidemos más nuestra salud. Hace seis años dejé por completo el tabaco. No fumaba cigarrillo sino únicamente habanos, preferiblemente puritos. Los extraño aún, pero quiero dejarle de verdad algo a Mónica. Estoy un tris más bajito, más barrigón, más cachetón, más calvo, aún no he tenido la desgracia de usar boinas, pero quizá lo haga más adelante. Sería injusto con ella dejarle a alguien, aparte de todo lo anterior, anclado a una bala de oxígeno y con una tos que ya hace parte de su sintaxis. Mientras con Julio tratamos de proyectar el futuro de nuestro bienestar, a pocos metros Benjamín suspira los últimos vestigios de su función simbólica. La lógica, la consciencia y la razón escapan de sus poros como gases. Millones de cosas todavía pasan en su cerebro, pero todas esas experiencias traducidas bioquímicamente se pudren sin decoro. 10:25 a. m. La familia y la vida misma en la jubilación, supongo, deben de estar atravesadas por una historia de modelos o formas hegemónicas de conformación perfecta, que contrastan con esa historia singular e irregular, esa propia organización llena de relatos, desavenencias, peleas y arreglos. No soy plenamente feliz… o, bueno, soy feliz como solo un escéptico en tierra de creyentes puede serlo. Es una felicidad refinada y parcial, producto de transacciones momentáneas que alegran la miseria, con el beneplácito del azar, por períodos cada vez más largos. Cuando nos retiramos se espera una especie de perfecta intimidad subjetiva, de construcción de identidades, de cimentación de proyectos conjuntos, de procesos de individuación que rejuvenezcan la esperanza de vida porque ya vemos el fin más cerca, pero entramos en una especie de negación transitoria que hace ese fin más bonito
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y más humano. Me falta bastante, eso creo. Pienso que el fin se prolongará un poquito más, pero para bien. Y ahí es donde ataca más duro la incongruencia: cuando piensas que todo está bien y puede ir mejor. 10:27 a. m. Pagamos lo de la cafetería y nos vamos a despedir de Benjamín. Julio va un poco adelante, callado y mirando al piso y yo voy detrás grabando su pesadumbre. Conscientemente, he decidido dejar de joder tanto para evitar que Silvana termine metiéndome en un geriátrico. Con los años nos vamos perdiendo en los recovecos de la mente. A amigos míos y maestros de más edad cada vez les cuesta más volver de esos lugares de su memoria. Más pronto que tarde ya no encontrarán el camino de regreso y se quedarán allá, para pesar y rabia de los que tienen que cuidarlos y gastar enormes sumas de dinero y tiempo. Se difuminarán, por eso la instrucción a Silvana será clara: “me pegas un tiro, pero no me metes en un lugar de esos”. 10:28 a. m. Entramos al cuarto. Ya está la hija mayor de Benjamín, que está ayudando a la enfermera a acomodarlo. Cuando termina y se aleja de la cama, la saludamos de abrazo y nos quedamos en silencio. Está cansada, más resignada que el propio moribundo. Sus ojeras hablan, su cara apergaminada, frágil como signos de cristal, se puede quebrar en cualquier momento. Mira a lo lejos, atraviesa nuestros ojos, las paredes del cuarto, el hospital mismo y se dirige lo más lejos de ahí. El éxito en la vejez y la jubilación es como esa hermosa palabra japonesa shoganai, que significa “no se puede evitar, ¡qué le vamos a hacer!”, es como aceptar algo que está fuera de nuestro control. 10:32 a. m. La visión de nosotros mismos como personas altamente efectivas puede transformarse en un sesgo hacia la inutilidad, cosa que nos empuja a la desesperación y a la locura. El trabajo nos ha definido por años. Todos los proyectos importantes se asumen ya no solo con resignación, sino con entereza, y dan la sensación de dirección y propósito. Mientras tanto, Benjamín ya ha perdido el egocentrismo. Ha llegado a una fase carente de intelectualidad. Puedo llegar hasta a envidiar su inconciencia, pero este pensamiento es una total majadería. 10:37 a. m. Nos despedimos y salgo con Julio. Le digo: —En Colombia la mayoría de empresas no preparan a sus empleados para la jubilación y los mismos trabajadores tampoco buscan orientación
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para iniciar una adecuada transición. Todo en la pensión parece estar hecho de silencio y vacío. Si no, miremos el fracaso gubernamental para atender de manera efectiva el sistema pensional. Todo por la cochina corrupción. No me dice mucho. Solo finge sonreír. Creo que ya es hora de cerrar la boca. Cuánta razón tenía Wittgenstein en el último aforismo del Tractatus: “De lo que no se puede hablar, es mejor callarse”. 10:38 a. m. Leí en internet, por lo que podría no ser cierto, que no hace mucho la directora del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, dijo: “Los ancianos viven demasiado y eso es un riesgo para la economía global; ¡tenemos que hacer algo ya!”. Hay dos cosas graciosas en la declaración. La primera es que parece (o le doy el beneficio de la duda y no sé por qué a mi edad aún lo hago, sabiendo que la mayoría son unos hijueputas) que fue interpretada fuera de contexto y se refería más a políticas responsables que ayudaran a dignificar el proceso de la vejez; o la segunda, que efectivamente hablaba de un proceso eugenésico de matar uno a uno a los viejos, a la antigua, para que la todopoderosa economía no sufra. El sistema es inviable si la masa de contribuyentes es menor que la de los subsidiados. No nos digamos mentiras: un pensionado a la larga solo es un incómodo pasivo-subsidiado que debería morir lo más pronto posible. Quizás hay dos detalles más graciosos aún, y es que si uno mira a Lagarde, es una vieja que se ve peor que yo y que tipos como Bernanke y Paulson (viejos igualmente) y todas las demás porquerías de Fannie Mae, Freddie Mac, Merril Lynch, Bank Of America y Leheman Brothers, que nos enseñaron en el 2008 que les importaba un comino la gente, por lo menos la gente del común. 10:40 a. m. Solo en mi mente sigo hablando. Bajo en silencio con Julio. Parece molesto, triste quizás o indignado por la indolencia de hablar del futuro delante de un moribundo, o de pronto porque acaba de caer en la cuenta de que está jodido con todos los honores, heráldicas y títulos posibles. Dice el gran Frank Bascombe, aquel personaje entrañable de Richard Ford: “las palabras pueden ser los emisarios más inadecuados de nuestros sentimientos”. 10:41 a. m. Antiguamente en Colombia había algo que se llamaba la Caja Nacional de Previsión Social (Cajanal), que por problemas de gestión (corrupción) que amenazaron la prestación eficaz y eficiente del servicio público
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de la seguridad social en pensiones, y para evitar mayores contingencias fiscales para la Nación, se suprimió y se liquidó en junio del 2009, según el Decreto 2196. En el 2006 se habían empleado algunas medidas en torno a Cajanal, según el Decreto 3902 del 2006, pero la situación no fue solucionada, e inclusive la Corte Constitucional le metió la mano dado el gran volumen de solicitudes de reconocimiento y reliquidación de pensiones sin atender. Tres años después el Gobierno nacional decidió liquidarla definitivamente. Anticipando la debacle definitiva de Cajanal, el Gobierno, mediante la Ley 1151 del 2007, creó Colpensiones y ordenó la asunción de las funciones del Instituto de Seguros Sociales, iss, por parte de Colpensiones y se decidió la liquidación del iss, otro golpe nefasto para los viejos que habían ahorrado y vieron (aún hoy no se han solucionado algunos casos) esfumarse sus mesadas pensionales o un gran porcentaje de ellas. Mediante el Decreto 2013 del 28 de septiembre del 2012, se suprimió definitivamente el iss. Con el tiempo este régimen ha tenido varios fracasos, como Cajanal y el iss, pero hay otras perlas como Foncolpuertos, Fonprenor y Caprecom, solo por citar algunos ejemplos de que la sugerencia implícita de Lagarde fue anticipada y acatada de manera precisa por el Gobierno nacional. 10:42 a. m. Julio —le sigo diciendo en mi mente—, es más fácil abrazar la cobardía de la rabia, que enfrentar con amor y compasión el dolor de la ausencia por el largo adiós a la vida como la conocemos. 10:43 a. m. En la actualidad existe la Unidad Administrativa Especial de Gestión Pensional y Contribuciones Parafiscales de la Protección Social (ugpp). Según el Gobierno, esta será la que posibilite lograr las metas de eficiencia operativa de las cuales depende la garantía de los derechos de los asegurados. Patrañas, ya sabemos cómo va a terminar esta también… Y eso en lo público. En lo privado la cosa es peor. Yo aconsejo seguir en Colpensiones, así sea una mierda. Es una menos espesa, apestosa, pero, al fin y al cabo, mierda. Actualmente en Colombia hay veintidós millones de trabajadores, de los cuales 7,7 millones cotizan o ahorran activamente en el Sistema General de Pensiones. Este básicamente tiene dos regímenes: Régimen de Prima Media
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(rpm) y Régimen de Ahorro Individual Solidario (rais). De estos, en la situación actual, con los mejores pronósticos, solo se van a pensionar dos millones. Es decir que las tres cuartas partes se quedarán por el camino. La migración entre los diferentes regímenes es impresionante, pero no se preocupen, van a terminar igual de jodidos. El sistema es insostenible socialmente porque no logra cubrir ni siquiera a la mitad de la población que se encuentra en condiciones de pensionarse. La baja cobertura responde a la informalidad laboral que no permite que los trabajadores cumplan los requisitos de tiempo y monto, que actualmente se conoce como contrato de prestación de servicios. Entre las paradojas más grandes de este tipo de contratos, aparte de que los empleadores te pueden sacar cuando se les dé la gana y que se tiene que cumplir horario y subordinación cuando no se debería, es que para obtener el primer sueldo tienes que haber certificado antes el pago de salud y pensión; es decir, tienes que pagar para que te paguen. Además, los trabajadores formales, por circunstancias de su vida laboral, tampoco logran pensionarse. Solo 1 de cada 10 colombianos consigue una pensión. Cuando el sistema colapse volveremos a las ideas odiosas, radicales y efectivas y vamos a dejar atrás el sofisma de los decretos, de los contratos legales e injustos de hambre y de los fondos y cajas y del Gobierno, que muta de piel cada diez años, y se destaparán las cartas con cámaras de gas, inyecciones letales, somníferos. Hay que recordar: el sistema siempre será más importante que las personas que lo mantienen. Le recité a Julio una serie de decretos para que revisara: (a) Decreto 36 de 1998, (b) Artículo 262 de la Ley 100 de 1993, (c) Artículo 189 de la Constitución Política. Todo se ve bonito en la Constitución, en las leyes, en los proyectos. No tanto cuando se ejecutan y la ingeniería social y el brutal darwinismo hacen de las suyas. Repasando todo esto que le dije a Julio y que yo había memorizado, seguramente por su cara de desagrado, siendo que nada de esto de vivir, trabajar y dejar de trabajar es realmente mi fuerte, mucho menos trabajo en el tema, y quizá tengo el mismo miedo que él, entiendo su molestia y su tristeza.
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10:49 a. m. Julio, como decía Javier Marías: “mañana en la batalla piensa en mí”. Despedirme es difícil, nunca lo he hecho bien. Abrigo en mí la esperanza, la parcialidad del adiós. ¿Le digo eso o solo lo pienso? No lo sé. Mañana en la batalla piensa en mí cuando estés luchando sin tregua por aquello que te mereces y que te niegan con mezquindad. 10:52 a. m. Me dirijo a la taquilla del parqueadero y pago un precio exagerado por menos de dos horas. Me esculco, encuentro la billetera y miro con odio al encargado. No me despido y me meto en el carro. Ya no llueve y eso es bueno. No quiero llegar oliendo a perro mojado a la casa de Ana María. Fue suficiente con lo de anoche. Recuerdo que en la guantera tengo un poco de colonia que me regalaron de muestra. Me aplico un poco en el cuello. Julio va hasta su carro y desaparece de mi vista sin voltear. Entiendo su molestia. No lo culpo, solo lo entiendo. No hay que perder los estribos por que le hagas un favor a alguien y no te agradezca. Es la vida. 11:15 a. m. El tráfico es lento. Afortunadamente mi casa, es decir la casa de Ana María, está relativamente cerca. Pongo algo de música. Estoy prevenido por lo del loco de la piedra. Trato de tranquilizarme. En el semáforo bajo el volumen del radio y aguzo los sentidos. Miro a todos los lados. No pasa nada. 11:24 a. m. Dejo el carro en la calle y entro. Un chino con un peto reflectivo ya gastado por el salitre y la lluvia se acerca y me hace un gesto de asentimiento. Le digo que no me demoro, que lo cuide bien. —Severa nave, patrón. Vaya fresco que yo le echo ojo. El lenguaje y la mutabilidad del signo lingüístico… 11:36 a. m. Cuando uno está con mujeres muy cercanas todo es susceptible a críticas, hasta el más pequeño detalle, más si son tu exmujer y tu hija, que tiene cuatro años menos que tu novia. —¿Y esa pinta? —Hola, mi vida, ¿cómo vas? —Bien, pa, ¿y tú? —Muy bien, mi amor, gracias. ¿Te gustan mis nuevas gafas? —¡Ay, pa! Más bien, ¿cómo te fue en el médico? ¿Cómo sigue el guayabito? ¿Ya te aprendiste la canción de Don Tomate ahora sí? Se ríe. Me pongo un poco rojo y trato de cambiar de tema. Siento la mirada de Ana María desde el segundo piso. Todavía tengo vergüenza.
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Con Silvana tenemos una relación respetuosa y afectiva. Su respeto se alimenta de ironía, pero con cariños y cuidados. Los reproches nunca faltan pero tampoco sobran. No me comparte mucho de su vida, pero me siento tranquilo porque quizás hay inquietudes y demandas que a esta altura no sabría cómo explicarme ni qué postura tomar. Una de ellas tiene a Ana María de los pelos. Ayer estuve en el médico. Cómo comentarle a mi hija que tengo un extraño engrosamiento en la cola del epidídimo derecho y que en el examen el radiólogo me hizo cogerme el pipí, estirarlo hacia arriba mientras me aplicaba un gel frío y revisaba las güevas como si yo fuera una embarazada, buscando un tumor que afortunadamente no apareció. Todo fue, para ella, una simple revisión de la próstata. —Bien, todo normal. Tienes papá para rato. Y lo tiene, a menos que llegue algo tan imprevisto y arrollador como lo de Benjamín. Me besa en la mejilla y sube a seguir haciendo sus cosas. 11:45 a. m. El nuevo esposo de mi exmujer es un tipo que se pasa de bueno. Hace un tiempo me trató de introducir al ciclismo y a la natación. Es cordial, se acuerda siempre de mi cumpleaños, me ha presentado amigos suyos. Cuando tuvimos la separación momentánea con Mónica me presentó un par de señoras tibias, arrolladoras y frustradas. Me regala cosas y es el ser humano que mi ex siempre quiso que yo fuera. Mónica y Silvana lo aman. Al principio, como cabría esperar, tenía mis recelos. Con el tiempo supe que su bondad es natural, sin artificios ni pretensiones y, aunque no me alegra del todo, sí fue bueno que se quedara con Ana María. He tomado un par de veces con él, lo he sacado en hombros, pero le he cogido cariño. —Hombre, Juan Román, ¿cómo estás? Pese a que ya estoy acostumbrado a su afabilidad, aún no me acostumbro a sus abrazos. Cierro mi cuerpo un poco pero dejo que sea feliz, que emulsione su candidez con la viscosidad de mi vida cotidiana. Tiene algunas mañas desagradables como sacarse en la mesa la carne de los molares con la uña del meñique derecho, aclararse la garganta con una prosodia teatral y un raro concepto de “vestirse bien” que a Silvana y a Ana
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María les parecía torpe y encantador, pero que habían hecho todo lo posible por cambiar. Su estrategia radica en la constancia de su bondad; tarde o temprano uno termina cediendo a su inagotable energía positiva. Él es el resultado que anhela cualquier vendedor de libros de autoayuda, la metamorfosis de un desengaño y, aunque pudiera resultar hostigante su dulzura, se hace querer como un perrito de la calle. —Juan R., ¿qué piensas? Se debe preparar con algo de tiempo una frase memorable si a uno le disparan. No decir algo como “me dispararon”, algo como… mmmm… déjame ver, algo como, no sé. Podría ser: “no deberías haberme disparado, me deberías haber besado”. Algo más elegante que simplemente decir cualquier burrada. ¿Qué dirías, Juan Román? —Pero te están disparando. —No importa. En ocasiones la hermosura yace en la profundidad del silencio. —Debí haber entrenado mejor mis reflejos. 11:52 a. m. Su risa es otra de las cosas que Silvana considera “torpemente encantadoras”. Hemos hablado un par de veces de que su carácter es estridente como su dulzura; la conozco mucho mejor que él y esa cara que hace cuando él se está riendo dice todo lo contrario a lo torpemente encantador. Lo miro mientras se carcajea y golpea la mesa. Soy solidario con su risa y hago una mueca; levanto un poco los hombros para que vea que simpatizo con mi propio chiste. Pero no simpatizo, soy un mal comediante metido en una ocupación cómica. La mente me absuelve. Si afino el vacío pervierto el silencio. Las conversaciones del bueno del esposo de mi ex son inofensivas. Es partidario de la centro-izquierda, es proaborto y pro matrimonio gay, come carne pero simpatiza con los vegetarianos, ama a los niños, incluida mi problemática y quisquillosa hija (todo un logro de su parte que hizo que se ganara definitivamente mi cariño). Las esquinas de sus argumentos son romas, pero siempre sorprende con algo nuevo e inútilmente interesante. Dios lo bendiga siempre. Baja mi exmujer. Destila por su frente perlas de sudor que estallan contra una toalla que toca con delicadeza su cara. Me da un beso en la mejilla, no
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me mira con reproche sino con mucha tranquilidad, como si mi estupidez se fundiera con mi piel, y me dice el menú del almuerzo. Le ha ido bastante bien con unos negocios que tiene. Se mantiene ocupada, saludable, vigorosa, hace también consultorías, montó todo un gimnasio en la parte superior de la casa y no parece abrumada por las cosas que a mí me abruman. —¿Te suena el almuerzo? —Me suena. Es exactamente lo que comí por más de dieciséis años; no había nada nuevo, no había novedades gastronómicas excitantes, pero me sonaba. Siempre me sonó. —Están raras tus gafas. —¿Te gustan? —Están raras. ¿Van a venir con nosotros a la finca el fin de semana? Nuestras emociones después del sólido desprecio y las acusaciones mutuas de rigor, habituales en cualquier separación, estuvieron luego a merced del viento, y ahora se cristalizaron nuevamente en un cariño respetuoso. De “el esposo” había pasado a ser “el hijo de perra”, luego al “conocido”, luego al exesposo, padre de su hija, y ahora era como un hijo más, un hijo inmaduro, un par de años más viejo que su actual esposo, lo que muestra que la regla de la vida en familia es que todo, por más que te resistas, cambia conforme pasan los años. Nos invitan con Mónica a casi cualquier plan, pero me gusta disfrutar de su compañía, no la considero ni opresiva ni extraña. —Empaca algo para abrigarte que está haciendo frío en la finca. No se te olvide decirle a Mónica que lleve algo grueso y las botas. Mi ex y sus acostumbrados buenos consejos que yo permitía de mala gana y de dientes para afuera. Aún siguen siendo necesarios. ¿Qué haría sin ellos? ¿Tomar finalmente las riendas de mi vida? Al inicio de nuestra relación fui infiel varias veces. Justificaba mi comportamiento con una ilusoria transitoriedad que duraría hasta que se solidificara la relación. Nuestro matrimonio nunca llegó a esa fase donde finalmente convives pacíficamente y haces lo que te toca. En esos primeros años hay una tensión clara entre emanciparse, vivir sin ataduras, a lo que dé el día, y las chicas excitantes y las aventuras con alcohol y drogas; volver a hacer lo
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que a uno le da la gana sin pensar que puede herir a alguien, y por otro lado la tranquilidad que da la solidez de contar siempre con una persona así hagas cosas que no quieres, visites gente que no te agrada, sonrías cuando no te apetece. Lo cierto es que nunca hubo solidificación de la relación, ni siquiera cuando llegó Silvana. Tampoco hubo emancipación libertina. Tus testículos siempre permanecen firmemente agarrados por hilos invisibles y terminas rindiéndole cuentas a alguien, así sean jefes mediocres, feos y aburridos compañeros de trabajo en tomatas o cenas asépticas, o viejas con las que te acabas de acostar y que no quieres volver a ver, que creen que adquieren por medio del sexo el derecho a joderte con exigencias vinculantes, sutiles pero contundentes, y vuelven detestable el único placer que creías daba sentido a tu vida. 12:13 p. m. —¿Quieres un tinto? —Sí, gracias. No sé cuántas veces Ana María me ha servido tinto. Es nuestro ritual vedado para facilitar cualquier charla que supere lo cotidiano. —Oye, qué pena por lo de ayer, Ana. Estaba tomado. —No te preocupes… Pero no lo vuelvas a hacer. No puedes ser un idiota toda la vida. Me preocupa Silvana, está muy estresada, y ahora esa idea loca de tener un hijo. —Déjala, seguro se le pasará. Mi falsa despreocupación frente a las cosas que ignoro o que no puedo confrontar se manifiesta con esa misma respuesta en un número que seguramente resultaría similar al de los tintos servidos. Va siendo hora de llamar al nuevo esposo de Ana María por su nombre: Tomás. Curiosamente, aunque nunca le he resaltado a ella el hecho, Tomás era el nombre del hijo de dos años que perdimos con Ana María, por una larga enfermedad que copó prácticamente toda su corta vida. Hacerle caer en la cuenta de que el hombre que me remplazó (eso suena micromachistamente altanero) lleva el mismo nombre del hijo que perdió con su ex quebraría irremediablemente la frágil estabilidad emocional y el civismo familiar que hemos construido pacientemente por años. Aunque me ha perdonado cosas
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terribles, incluida la de ayer, pienso que decirle esto me alejaría de ella. Quizá peco de ingenuo y ella sabe perfectamente esa “casualidad” y sigue adelante. Por eso hace muchos años no hablamos de Tomás. Tomás, el nuevo esposo, revolotea por ahí, queriendo formar parte de la preocupación por Silvana con todas sus energías. Me hago el que no lo veo, enfocando todas mis energías en ignorarlo y concentrándome en Ana María, para que Tomás entienda de una vez por todas, pese a que sus intenciones son claramente buenas, que no es bienvenido en esta conversación. Pero ajusta una lámpara, se amarra los zapatos y se acerca. Ana María tampoco quiere que él sepa y baja la voz. Finalmente, Tomás comprende de una manera casi milagrosa que esto es entre los dos y se va a otra parte a seguir haciendo lo que él tan efectivamente hace: representar su parodia: un circunloquio de bondades y lugares comunes. —¿En serio no te preocupa que de un momento a otro aparezca Silvana embarazada y criando un hijo sola? —Pues claro que me preocupa, pero seguro si le digo algo, le doy el último empujoncito que le falta para hacerlo. ¿No has hablado con ella? —Le dije que lo tenía que pensar, que era muy joven para tener hijos, menos sola, que estaba comenzando su carrera, pero le dije por los laditos. —Si tú no eres capaz de decirle y confrontarla, ¿cómo crees que yo lo voy a hacer? —Pues eres su papá… —¿Pero no ves cómo me trata? —Pero en el fondo te respeta. —Muy en el fondo… Trataré de hablar con ella. Pero no quiero meterme, es su vida. Debería adoptar… —¿Adoptar? ¿Estás loco? ¿Es que no estás escuchando lo que te digo? —Sí, pero es mejor, imagínate un niño sin padres, abandonado por ahí… sería mucho mejor… —¿Sabes qué?, mejor no le digas nada. —Pero… Me fulminó con la mirada. Mucho más que ayer cuando le dije explícitamente que nos volviéramos a acostar. Siempre que vengo a esta casa termino
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regañado por un lado o por el otro. Pese a eso sigo viniendo, me la paso en esta casa más que cuando vivía en ella. Extrañamente, el único que me trata con algo de compasión y cordialidad está en otra parte, adornado con su bondad y preocupándose por ser él. El tinto vale la pena, las cosas que hacen por mí valen uno que otro regaño por las imprudencias que cometo y no comprendo. Aunque tengo algunas reservas, no entiendo la reticencia de Ana María ante la idea de Silvana. Ser abuelo no me parece tan mala idea, nunca hay una situación perfecta para serlo, la única ideal es cuando se quiere, punto. Los tiempos cambian y si ahora te ahorras la parte chévere de tener hijos y vas directamente a un laboratorio a hacerlo por tubos y sondas, no está del todo mal. Silvana es una joven madura, con prejuicios y una delicada arrogancia funcional que la hace creer que sabe más de lo que realmente sabe; un poco soberbia, pero perfectamente aterrizada en la realidad y en sus dificultades. Sus últimas tendencias a exaltarse como mujer menstruadora, orgullosa de su feminidad, enarbolando un poder frente a su padre que no quiere oír ni saber nada de eso, me dan cierta seguridad y tranquilidad sobre su futuro Me siento como un papá progresista, dispuesto a darle mi apoyo total a Silvana, aunque me gustaría que se casara y formara una bonita familia. ¿Pero a quién emular? ¿A mí? 12:24 p. m. El tinto está servido en un pocillo diminuto lleno de arabescos y un par de dragones repujados con contrastes azul aguamarina y verde esmeralda. Mis dedos no caben en la oreja por lo que la prenso con el índice y el pulgar para poder agarrarlo y dar sorbos pequeños. Ana María deja el tinto un poco más caliente que el punto tibio, y por eso nunca me acostumbré a las cosas hirviendo. Siempre reposaba todas mis bebidas calientes antes de servirme y nunca perdió la costumbre. El pocillo debe de tener unos treinta años pero está bien cuidado. Es, supongo, de una de las vajillas que su mamá compraba en los viajes a la costa. A la señora le gustaba comprar chucherías, algunas las desempacaba y otras reposaban por ahí guardando polvo y años. Diferente a su mamá, Ana María se quitó esa maña de que las cosas hay que usarlas “solo para la visita o en ocasiones especiales”. 12:34 p. m. Ana María se pone a hacer el almuerzo antes de una reunión que tiene a las cuatro de la tarde. Yo tengo clase a las tres. Acodo mi cuerpo
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contra el mesón de la cocina, enfilando esfuerzos para que se calme un poco y no vaya a cortarse con el cuchillo, pero cierra y abre las puertas con energía, corta con bríos y tira las cosas en las ollas. El silencio siempre fue mi aliado, y puedo decir que Tomás lo aprendió perfectamente. —No puedo creer que le vayas a meter más cucarachas en la cabeza. Ella no dimensiona lo que es criar un hijo. —… —Siempre te pones de su parte, ¿por qué es tan difícil que le digas que está mal, ah? —… Como haciendo equilibrio en una cornisa, aguanto la respiración hasta terminar sano y salvo del otro lado; sea cual sea ese otro lado. —¿Y no vas a decir nada? Por Dios, Juan Román, es tu hija… —Sí, es mi hija, pero ya sabes cómo se pone con eso de llevarle la contraria. —Debes decirle algo, es tu deber, ya bastante he tenido yo criándola estos años para que no hagas nada. Cedo cuando llega el chantaje emocional: los reproches y reclamos por el tiempo que no pasaste y que no podrás recuperar, el silencio ya no es una opción. —Está bien, tranquila, hablaré con ella. —Finalmente entraste en razón. Y nada de que adopte… ¡no termines de embarrarla por favor! —No lo haré. 12:45 p. m. En esas baja la princesa de la casa, una especie de Isabel I, rebelde e impetuosa que se hará coronar cuando fallezcamos como la reina virgen de estos dominios; la última Tudor y la primera Kanter; la mujer que criará sola un pequeño, cuya mitad genética provendrá de las entrañas de quién sabe quién… —¿Por qué me miran así? Ana María me hace la mirada de que es hora de tomar el control, de que me apersone de la situación y ponga los puntos sobre las íes. —Tenemos, ejjj, mmm —carraspeo para aclarar mi autoridad—, tengo que hablar contigo.
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—Tú, ¿y eso qué? ¿Ana María te puso a hablar conmigo? Ana María era conocida como su mamá, mami o ma, pero la emancipación a medias cambia los títulos y la nobleza de los motes. Yo, por extrañas circunstancias, seguía siendo pa la mayoría de las veces y, cuando no, simplemente Juan Román. —No, ella no me dijo nada. Quiero hablar contigo, ¿cuándo tienes tiempo? —¿Es por lo de que quiero tener un hijo? —Sí, eso y otras cosas. —Mira, Juan —ya viene esa oleada que me revolcaría por la playa. Mi mente es una yema de huevo crudo que se esparramaría apenas la ola tocara mi cabeza, ya el “Juan” sentencia toda pérdida de autoridad. Ya la perdí con esas dos palabras. Qué rápido cambian los roles en un par de años—. No me vengas a decir nada. Tú eres el que sale con una muchachita casi de mi edad así que no tienes ningún derecho… Debo de haber hecho una cara terrible, no de rabia sino de tristeza profunda. Se calla y baja la guardia. En estos momentos el silencio vuelve a aliarme con su lástima. Deja de decir lo que iba a decir y cierra la conversación con una disculpa. No es una maldita, todavía quedan vestigios en ella de la niña que alguna vez consideré la de mis ojos. —Lo siento, pa, pero está decidido. Ana María ya lo sabe. Me estoy haciendo los exámenes y ya no hay vuelta atrás… Ana María mira atónita y con rabia pero no dice nada. Ha aprendido algo de mí, por lo menos. —¿Y si adoptas? Ahora la que me taladra con la mirada es Ana María… coge el limpión como pensando en mi cuello. Yo soy terco y ella persistente, pero, ¿qué más decir? No puedo sacar una de esas peroratas intelectuales, porque Silvana me demolería en dos frases con su consumado feminismo hipermoderno y mi perorata intelectual se iría a morir junto con mi autoridad como padre, que en paz descansa desde el siglo pasado. Nos da un beso a cada uno y sale quién sabe adónde. Ana María no alcanza a preguntarle si va a almorzar. Sale a sus exámenes, a su trabajo, a sus proyectos y a convivir siempre inconforme con la vida que ahora es completamente suya.
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—Tú sí no… qué cosita… te digo que no digas nada y es lo primero que haces. —Lo siento… pero, ¿qué más decía? —Te dije que no le dijeras lo de la adopción y es lo primero que haces. —Pero, Ana, en serio. Le digo que no lo haga y mira: exámenes. Me preo cupa ahora sí. No estoy preparado para ser abuelo. —Tampoco estás preparado para ser padre… Este tipo de cosas son a las que me refiero. Un hombre a los cincuenta y tres y aguantándose comentarios descalificadores cada tanto. Lo que uno hace por un plato de comida casera. 12:52 p. m. Las descalificaciones son inherentes a la visita. Llevo recibiéndolas mucho tiempo, pero uno no se termina de acostumbrar. De vez en cuando unas duelen más que otras, pero mi cara de perro regañado, cejas levantadas, ojos vidriosos y pesarosos, nervio zigomático poniendo las comisuras lo más abajo posible, todavía funciona. Somos criaturas de rituales y costumbres. Ellas tienen su desprecio moderado; yo tengo mi generador patentado de lástima. 12:57 p. m. Dice el cuento que en cada barco hay un marinero que no sabe nadar y esa es la clave: es el que no dejará hundir el barco. En la paternidad, en el proceso pensional, en mi vida en general, parece que nadie sabe nadar, ni hacer nada, van de un lado para otro tropezando, haciendo los amarres flojos, levando el ancla cuando no es, navegando directo al arrecife y esperando que el barco enderece el curso por sí solo. 1:08 p. m. Creo que al pensionarme la relación con mi familia se afectará, pero para bien, porque habrá más tiempo para dedicarles, interactuar más, ir en busca del tiempo perdido. No sé si tengo una familia o solo un par de miembros desperdigados por diferentes casas. Siento que ahora les he dedicado más tiempo, las visito más, llamo más, salgo con ellas en una extraña quimera de familia, con cabezas por todas partes, con corazón, totalmente funcional. Somos más familia que hace diez años cuando me separé de ellas y espero que al retirarme en unos años esto mejore aún más. 1:10 p. m. Ana María termina como puede el almuerzo y sube a bañarse y arreglarse. Nunca le gustó cocinar y luego quedar con el olor de la comida
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en la ropa y en el cabello. Así que prefiere bañarse después de casi terminar el almuerzo, así se haya bañado antes. Deja todo casi listo. Me siento en el sofá a leer un poco. Tomás anda haciendo sus cosas. 1:45 p. m. Ana María baja y trata de recomponerse. Respira y mira con rabia. Imagino que el baño no le sirvió mucho para el tema de Silvana. Saca todo de la olla exprés, salpicando como si las presas y guarniciones fueran una extensión de su rabia. Ellos tienen una señora que les ayuda por días en los oficios de la casa pero no nos gusta cómo cocina. Los tres nos sentamos a la mesa. En esa nueva figura familiar yo sería el hijo menor que depende alimenticia y emocionalmente de ellos. La que se encarga de eso es Ana María y, aunque no es muy hábil en la cocina, su sazón conserva el sabor a familia. Tomás intenta animar la mesa con referencias a las eliminatorias para el mundial de fútbol y al buen desempeño de Colombia, pero ella sigue apesadumbrada por los deseos grávidos de nuestra hija. 1:47 p. m. Siempre separo el seco del caldo del sancocho. En un plato aparte comienzo a cortar la res y el pollo, la papa, la yuca, el plátano y el arroz, en la tercera parte de la venganza del carbohidrato de esta semana. Ningún sancocho queda mejor que el de ella, así luego de comerlo uno quede con ganas de echarse bajo el sol a hacer la digestión por seis horas. La discapacidad, producto de la cantidad, vale la pena, pero este sancocho salió a las patadas y comerlo no resulta agradable, aunque va liquidando los últimos vestigios del guayabo. 1:54 p. m. Aniuska, Annie, Mariocha, Anisaurio, preciosa, fea, Animofles… ya no me acordaba de todos los apodos que le había puesto estando casados. Saussure y la arbitrariedad del signo lingüístico; esa relación que une a un concepto con una imagen acústica siempre tiende a ser arbitraria. Con los años, ese monumental y complejo concepto que representaba ella, todo su ser, forma y alma, mutaba en conceptos completamente arbitrarios. No hay una relación intrínseca figurativa entre esas sucesiones de sonidos con las que la llamaba, con lo que representa su humanidad. Esta falta de motivos para todos sus nombres, para todas las formas cariñosas y los diminutivos empleados era una secuencia sonora cuyo enlace arbitrario acordamos desde nuestro cariño. La cosa es más formal ahora, mucho más con esas
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ásperas e intrincadas diferencias que manteníamos con respecto a la madurez de Silvana y que comenzaron con la muerte de Tomás. En el momento que más deberíamos haber estado juntos fue cuando comenzamos a separarnos. Nuestra primera separación fue lingüística. Ana María se quedó, a secas. Punto. —Ana María, está rico el sancocho —lo piadoso de las mentiras se man tiene aunque estés hablando con la persona que en la última hora te ha echado veinte vainazos sobre lo mal padre que eres. —Con gusto. 2:02 p. m. Shakespeare escribió en Romeo y Julieta: “Lo que llamamos rosa exhalaría el mismo grato perfume aun cuando de otra forma se llamase”. Ellos murieron en el silencio del veneno. Nosotros matamos el amor a punta de palabras... y seguimos viviendo. 2:14 p. m. Poco a poco se suaviza la relación. Tomás, el vivo, mantiene su conversación privada-pública. Todo paulatinamente vuelve a la normalidad, mientras llega la consciencia plena de la situación o mientras llega Silvana. En esta situación, en el triángulo poco amoroso, en esta mesa de roble con un mantel de flores bordadas a mano con punto de cruz, con un salero y un pimentero de madera con formas de mariposas, ¿qué es el bienestar familiar? Implica comunicación, sinceridad, descanso, cooperación, normalización de las escaladas agresivas; apoyo… todo lo teníamos en estos momentos en mezclas y dosis diferentes. Qué bonito bienestar familiar. —¿Quieren ir a conocer el carro? —¡Claro! ¡Fantástico! Ana María no dice nada. Dibuja media sonrisa y el bueno de Tomás repite tres veces “fantástico”. 2:25 p. m. Salimos, le entrego las llaves a Tomás, que está tan entusiasmado como un niño chiquito. Tiene el dinero para comprarse tres de estos o dos de los que yo jamás compraría, pero había decidido entregarse a la beatitud, la simpleza y la caridad. Ana María había escogido bien. Tomás lo mira por todas partes, mueve botones y palancas, abre y cierra el sunroof y parece que en verdad le interesa. Ana María está al lado mío. Me toma de gancho y pone su cabeza en mi hombro. Con un suspiro dice: —¿Qué vamos a hacer?
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No le respondo, solo le doy dos toques en la mano mientras vemos al otro niño de la familia, el infante putativo atrapado en el cuerpo de un viejo millonario que mi esposa acogió cuando su primera esposa murió de cáncer de seno, jugar y hacer onomatopeyas con mi carro nuevo. Paréntesis Destapé una botella de vino. Estaba feliz y quería celebrar que me había ido bien en el médico. Tenía un engrosamiento inofensivo en el epidídimo, pero nada de qué preocuparse. Ana María y Mónica aceptaron. Les agradecí la compañía y rápidamente los vinos comenzaron a subirme a la cabeza. En menos de dos horas íbamos por la tercera botella. Mónica se disculpó, se despidió de nosotros y subió a dormir. Le pedí a Ana María que se quedara un ratico más para tomarnos la cuarta botella. Miró con algo de recelo pero aceptó. Yo me estaba emborrachando más de la cuenta, sin embargo, quería seguir hablando con Ana María. La nostalgia es como un imperio que comienza a colonizar tu cuerpo desde el centro hacia la periferia. Ya había colonizado los días con su memoria y ya estaba invadiendo los territorios de la noche, impulsándome a hacer cosas que jamás debería volver a hacer, ni siquiera pensar. Con el alcohol la niebla que cubre el deseo se difumina, hace que perdamos el filtro, nos impulsa a sacar al hombre primitivo que habita en nosotros, nos despoja de la ropa y de la moral. Cometemos errores no porque tomemos malas decisiones, sino porque hacemos exactamente aquello que queremos. —Oye, Ana María, ¿y si volvemos y nos echamos uno, por los viejos tiempos y la cosa? Su sonrisa fue de compasión, la peor que puede haber. Me tocó la cara con su delicado poder, como el viento que guía una hoja seca a su viaje final antes de que se desintegre en miles de partículas. Fue algo bondadoso pero definitivo. Llamó a Tomás para que la recogiera y se puso la chaqueta. Mi espalda constató que, mientras se sentaba a esperar su carruaje, la compasión que salía de su rostro penetraba mi carne hasta pegar contra la pared que estaba delante de mí. No volteé. Subí a mi cuarto y cerré la puerta.
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El olvido es una especie de sabiduría madurada por acción de los desplantes. Es un tributo a la suficiencia del alma, a la dignidad del sujeto. Es la forma más elegante y contundente del vacío y a esta altura de mi vida no conozco a alguien con más dignidad que Ana María. Me fui a dormir, pero dormir a esta edad cuesta. Hay días en que sientes sueño todo el día y no puedes dormir más de tres horas en la noche. Se alborota la apnea y vienen los tratamientos para que no se te olvide lo importante que es respirar. Tengo apnea leve pero aún no he hecho el examen del sueño, así que es una suposición basada únicamente en lo que he leído y lo que me cuentan mis conocidos. Una que otra noche me despierto ahogado pero no es nada preocupante. Logro conciliar el sueño con algo de dificultad. En ocasiones se torna pesado, pero en términos generales duermo bien cuatro o cinco horas. Un amigo tiene uno de esos cpap que empujan aire a presión con violencia. Antes no dormía por la apnea y ahora no lo deja dormir la presión alta; literalmente se ahoga con tanto aire. Me dice que se está dando por vencido y en cualquier momento mandará el aparato a la basura. Con una historia así hacerse el examen parece una pérdida de tiempo. Mónica dormía profundamente. Mientras miraba al techo escuché salir a Ana María por la puerta principal, directo hacia el carro de Tomás. ¿Cuántas veces había recogido yo a Ana María? ¿Merecía yo estar con ella todavía? No, quizá tampoco quería. La saqué de mi vida amorosa pero no de mi vida sentimental. No la extrañaba propiamente a ella; era más la seguridad prefigurada que ella representaba en mi vida. Me dio a Silvana, me daba cosas que me mantenían a flote y con mi egoísmo paternalista nunca imaginé lo mucho que extrañaría esas pequeñas cosas. El gato dormía en una cajita al lado de la cama. Se subió luego a la cama, no sin antes arañarme el brazo y el cuello, y se acostó a ronronear en mi pecho. Después de todo, la vida no es tan mala. El ronroneo retumbaba por la habitación junto con la respiración profunda de Mónica. Ambos sonidos acompasaban mi insomnio y la borrachera. Transformarse es ser capaz de desintegrar hasta su más mínima expresión la esencia del dolor. Cuando sueltas algo, sigues un ciclo que se ha
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repetido desde siempre. Al fluir con las circunstancias, aceptas la temporalidad del dolor, de lo inevitable. Sigues adelante, curas tus heridas, elaboras los duelos y comprendes que elementos como el viento son invisibles pero indispensables. El dolor muta, madura y finalmente llega el momento en que ya no te da miedo perder. Y todo vuelve a comenzar... quizá muy tarde. El ego es la cima de la vanidad y el problema de la vanidad es que es una esencia precisa y delicada que se administra con gotero en una represa a la que no se le conocen límites. Había caído en el pozo del ego con Ana María. El ego potencia las pasiones, vivifica el odio y cosecha el rencor. Cuando sueltas el ego comprendes lo esencial. Si por nuestros huesos y nuestra sangre transita la sustancia de destrucciones cósmicas que sucedieron hace millones de años, ¿en qué clase de organismos nos transformaremos cuando volvamos a formar parte de manera integral de esa totalidad universal? ¿En qué clase de persona me convertiré cuando finalmente suelte a Ana María? El hierro es un componente fundamental de la sangre. Sin la sangre no puede haber memoria. Por eso el hierro es el elemento principal del recuerdo. Fui hasta el armario. Guardaba en una caja de zapatos recortes de periódicos y cartas, algunas de ellas mensajes que le escribí a Ana María hace muchos años. Me senté en el piso a ojearlas. Recordé una canción que Ana María le cantaba a Silvana.
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Don Tomate está muy triste porque no pudo ir a comprar un gorrito que le hace falta para poderse casar. Si no tiene su gorro puesto, Doña Pera se va a burlar pues no tiene ni un pelo en la cabeza y así le da vergüenza que lo vean los demás.
Ana no sabe cantar. Siempre me burlé de ello, pero su canto me enternecía, la forma exagerada de pronunciar ciertos acentos. Nunca cogía el ritmo de nada, se adelantaba o se atrasaba en las estrofas, pero Silvana comenzaba a reír. La pequeña Silvana reía a carcajadas que me henchían de ternura. Mamá
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e hija compartían una intimidad con Don Tomate que yo miraba desde una prudente distancia, sin querer hacer parte de ese momento, solo grabando en mi memoria, con nostalgia y dulzura, la escena que extraño más que de costumbre. La música infantil es el lenguaje de la inocencia. El tiempo muta, pero la melancolía permanece inmutable, no cambia de la noche a la mañana. En su ensayo Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres, Walter Benjamin esboza lo inmediato de cada comunicación espiritual. Ese problema de la inmediatez es el problema originario del lenguaje: pero es su magia. Esa magia dota al lenguaje de infinitud, pero es condicionada por la inmediatez. El lenguaje humano no puede medirse desde el exterior, por lo cual el lenguaje no solo se ejerce sino que se vive. Cada lengua tiene su propia y especifica infinitud y la mía, sentado en el piso del armario, arropaba el pasado de mi esencia espiritual. Eso es lo que define los confines de aquello que nos hace demasiado humanos. Las relaciones humanas, como un error esparcido por los siglos, nos enfrentan a dilemas de los que afloran cualidades insospechadas, pero de cuyo interior brota la misma sustancia. Es como la caja de arena del gato. Por más que tapes, solo con escarbar un poco ya encontrarás la misma porquería compactada. Cuando cangrejeas, a ese nuevo intento con tu ex se le puede aplicar la cuarta ley de la termodinámica que dice: “la materia disponible se degrada de forma continua e irreprensiblemente en materia no disponible de forma práctica”. Es decir que durante el reciclaje relacional siempre hay una parte de la materia que se degrada y que es imposible recuperar. Llamé a Silvana. —Hola, amor. —Hola, pa, ¿cómo estás? —Muy bien, amor. Oye, Silvana, ¿tú te acuerdas de la canción de Don Tomate? ¿La que te cantaba tu mamá? —¡Juan Román! —pronunciado con una erre bien marcada, anticipando un cálido regaño—. ¿Estás borracho? ¿Qué son esas preguntas a esta hora? ¿Estás bien? —Sí, sí estoy bien, y no, no estoy borracho. Es que no recuerdo cómo termina, ¿por qué Don Tomate estaba triste por el sombrero?…
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Sí, estaba borracho, los rápidos vinos hicieron que estuviera preguntando por el destino de Don Tomate a mi hija adulta a la una de la mañana. —Hjmmmm —hizo su sonido de viejita, de mamá regañona. Una especie de bufido que le daba cuarenta años más de los que tenía. Sabía que estaba tomado, pero no preguntó más—. ¿Estás bien? —Sí, estoy bien, solo quiero saber cómo termina. —Mmmm, déjame ver. Don Tomate… —comenzó a tararear y a mugir para sus adentros, recabando en su memoria el desenlace de la tribulación de Don Tomate—. Ya, sí, llega Don Apio —y con la misma entonación y los errores de su madre, con la misma voz chillona, chistosa y exagerada, comenzó a cantar en voz baja:
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Cuando el apio llegó a la boda, encontró esta revolución, puso fin a todo el problema, y le puso una peluca de algodón. Se casaron y vivieron muy felices, Tomatico es apreciado en toda la región. Y tuvieron una nueva familia de frutas y verduras en toda la región.
—¡Gracias! —De nada. —Te amo, Silvana, duerme rico y qué pena. —Bueno, pa, con cuidado. Y cuidadito con esa muchachita con la que andas. Cui-da-di-to. —Sí, hija, tranquila, todo bajo control. Mañana te cuento lo del médico. —Dale. Nada estaba bajo control. Se me escurrieron las lágrimas, no por mi hija distante, no por mi exmujer, comencé a llorar bajito para que Mónica no me escuchara, también por la canción de Don Tomate y el tono en que ambas la cantaban, por todo eso que significaba para mí y que ya no volvería más. Cierre de paréntesis
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2:34 p. m. Voy algo tarde a la clase. Tengo que pasar antes a hacer una renovación en la biblioteca de la universidad. Podría hacerla en línea pero no he aprendido. La distancia entre la casa de Ana María y Tomás a la universidad es relativamente corta. Para agilizar tomo toda la Avenida Circunvalar. 2:47 p. m. Entro al parqueadero y me saluda el vigilante de siempre. No es que vigile mucho. Es un señor ya muy mayor pero es cordial. Lleva mucho más que yo en la universidad y aún transmite la sensación tranquilizadora de que algo nos observa y nos protege. 2:52 p. m. Llegas a una ventanilla a hacer cualquier vuelta. Haces una pregunta. La persona del otro lado, antes de que termines de formularla, te dice que primero tienes que tomar un digiturno. Es sencillo reconocer a un tonto porque le es más fácil vociferar la respuesta incluso antes de terminar de escuchar la pregunta. Volteas a mirar a la sala de espera y no hay absolutamente nadie. Le dices a la persona que no hay nadie, pero el sujeto insiste en el digiturno. Vas, tomas el maldito papelito y aguardas dos segundos hasta que te llama la persona.“¿En qué le puedo servir?”, es entonces, luego de decir eso, después de seguir al pie de la letra todo el protocolo, cuando comprendes la urgencia de la burocracia y por qué la vida está condenada al más aburrido e inoficioso de los fracasos. 2:52:58 p. m. La biblioteca en esa planta está vacía. Otro día más en el reino de los digiturnos y del lenguaje de los procedimientos estándar que garantizan la senda de la pulcritud y la eficiencia. 2:53 p. m. Renuevo los libros y el sujeto me repite una vez más la importancia de utilizar las herramientas virtuales. Me dice que lo puedo hacer por internet. Es la misma discusión de cada veinte días. La clase es a tres cuadras. Tengo que salir de la biblioteca y dirigirme a otro edificio. No me gusta llegar tarde. La universidad se ha expandido rápidamente y pronto serán dueños de toda la montaña. Por más que no quieran verlo como un negocio, este ha resultado ser el más lucrativo. 2.56 p. m. Ahora todos le apuestan a la “calidad”. Cada vez es más necesario publicar más y en “mejores revistas”. Todo se convirtió en una cuestión de visibilidad. Todo tiene que ser novedoso, grandilocuente, exitoso. En las investigaciones se exigen referencias recientes, publicaciones acabadas de
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salir, abultadas y continuas. Nada de esto es sinónimo de calidad. Walter Riso o Paulo Coelho publicaron sus últimos libros el año pasado y año a año nos deleitan con sus bodrios, cuyo único valor medio encomiable son las envidiables ventas. Juan Rulfo solo necesitó dos libros para cambiar por completo la literatura, el último de ellos, Pedro Páramo, fue publicado en 1955 y está más vigente que nunca. Fernando Pessoa solo publicó un libro en vida, en 1934, y su narrativa parece que fuera para lectores del siglo xxii. Les había dicho a los del departamento que no había que sobreactuarnos poniendo referencias bibliográficas menores a cinco años. Tenemos que volver a la historia, a la calidad, al saber puro y profundo, a ese que no necesariamente dará dinero y prestigio. 2:57 p. m. El reto de la universidad ahora es hacerle el quite a la trampa de la calidad. El imperio de la cifra les ha abierto camino a administradores de recursos e inversores que persiguen ganancias, créditos y clientes, que sacrificaron la naturaleza misma del saber, la solemnidad de la pregunta y el amor por el conocimiento. Hasta la investigación se ha contaminado con esto. Autocitarse cuando escribes un artículo científico o pedirle a alguien que te cite para mejorar en el ranquin (cualquiera de todos) en estos tiempos de visibilidad y cifras debe ser como masturbarse a mano cambiada. Puede que llegues al final, puede que te suban en el escalafón, pero nunca será igual de placentero que hacerlo con la mano que es. No es extraño ver ahora, caminando por estos pasillos, tecnócratas eficientes haciendo cálculos, subordinados a clientes y empleados infelices que obedecen reglas que no entienden y que parecen llevar a ninguna parte. Creo que me voy a jubilar en el momento oportuno. 2:59 p. m. Sufrimos de demasiada “calidad” en la universidad. Ya me aburre tanta rigurosidad, tanto control. José Carlos Mariátegui dice: “Solo los catedráticos mediocres —y en particular los que no tienen sino un título
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convencional o hereditario— se inquietan tanto por la disciplina, suponiéndola una relación rigurosa y automática que establece inapelablemente la jerarquía material o escrita”. Las instituciones familia, colegio y, sobre todo, la universidad jamás, pero jamás, deben confundir interés por el bienestar del estudiante con sobreprotección y vigilancia. Ambas son contrarias al
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ejercicio pedagógico y, sobre todo, a la formación de la autonomía y la confianza, vitales en cualquier colectivo. Entrar gritando esto a la oficina del rector supondría adelantar y ajustar dramáticamente mis planes de jubilación. Me aguanto con algo de estoicismo; no uno valeroso, más bien ese hipócrita y funcional común a todos los trabajadores de estrato tres y cuatro. 3:03 p. m. En la clase en la que hablo de la hipótesis de Sapir-Whorf siempre me acuerdo de Tomás. En algunas ocasiones lo menciono directamente. Les digo a los estudiantes que tuve un hijo que murió a los dos años y hago un artificio para explicar cómo es que el lenguaje puede influir en la forma en que pensamos. Parece difícil relacionar ambas cosas pero de alguna manera siempre sale de manera natural. La hipótesis, les digo, tiene que tomarse con pinzas. El lenguaje puede influir, pero no determina totalmente la forma en que pensamos, ejemplo de ello son los discursos nacionalistas o las traducciones que hacemos de un texto en otro idioma al nuestro. La razón de unir ambas cosas se debe al “me quiero morir” que decía constantemente luego de que Tomás murió. Repetía que me quería morir, pero en el fondo no quería y no me morí ni me fui con él, solo seguí viviendo y enfilando esfuerzos con Ana María para no hundir con nosotros a Silvana. Así fue como Tomás se quedó muerto. No vivía dentro de mí como concepto ni idea, sino que era una forma de recuerdo silencioso y constante, doloroso al principio, pero que poco a poco fue haciéndose más tolerable. La hipótesis de Sapir-Whorf podría advertirse desde el lenguaje del olvido. Diversas culturas no tienen una concepción del tiempo como la nuestra; no hay tiempos verbales en ciertas lenguas. La mía sí los tiene, pero no me remonto a la muerte de Tomás para encontrar un significado. No voy atrás para estructurar lo que va a pasar después. Tomás no murió, quizá porque nunca lo sentí completamente vivo. Su enfermedad no le permitió desarrollar un concepto, un pensamiento y un lenguaje. No vivió para él, para llegar a ser él o entenderse, y que su individualidad se filtrara a través del contacto social, por medio del lenguaje y la cultura. Eso fue un reto para los que lo sobrevivimos y seguimos tratando de encontrar una respuesta a ese recuerdo que no murió en pasado, sino que sigue muriendo como si se anclara en un eterno
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presente. Silvana no recuerda mucho, era muy pequeña. Con Ana María ya no hablamos del tema. Solo sigue pasando y ya, como si los tiempos verbales de nuestro idioma hubieran desaparecido para siempre. El lenguaje del olvido influye en el pensamiento del presente, en la nobleza de las sensaciones. Pessoa, en el Libro del desasosiego, dice que la muerte es una liberación porque morir es no necesitar del otro. El gesto y el dolor purgaban el deseo de Tomás de ser finalmente. El lenguaje del dolor es en ocasiones demasiado indolente. La dulce inmovilidad llegó cuando el dolor habitó por completo su pequeña humanidad. 3:08 p. m. Saludo a todos los estudiantes y ellos me devuelven el saludo. Son un buen grupo. Son respetuosos y a algunos verdaderamente les interesa el tema. Hoy hablaremos de los límites del lenguaje y, si alcanzamos, hablaremos del egocentrismo. 3:10 p. m. Somos egocéntricos por naturaleza. Muchas de las teorías del desarrollo del lenguaje hablan del egocentrismo humano. Este es filogenético. Nuestra especie siempre se ha considerado única y eso se refleja en nuestra forma de entender y pronunciar el mundo. A medida que nos desarrollamos vamos comprendiendo nuestra pequeñez y nuestro sitio. Para crecer, el lenguaje tiene que desatarse, para dejar de pertenecernos como si fuera únicamente nuestro. Nos superamos y nos desarrollamos plenamente cuando nuestro lenguaje se libera del egoísmo. 3:12 p. m. Unos chicos están mirando el celular; unos comen gomitas y la mayoría toma apuntes. Proyecto una presentación en un televisor de muchas pulgadas. No apago todas las luces para que no se duerman. Dejo un par de cortinas arriba que muestran una porción de montaña y neblina. Me pierdo en el paisaje un par de segundos. La presentación no es tanto para los estudiantes como para mí, para que no me olvide de nada. Soy proclive a irme por las ramas y la presentación me fuerza a no perder el hilo y terminar hablando de Tomás, de la literatura, de las imágenes, del polvo, de la discreta y tonificante vida de Mónica; del sentido de Ana y Silvana en mi vida y del lenguaje como producto y relación; de la víspera, del gato, de las noches en las que pienso en lo que voy a decir en la clase siguiente; de eso que tiene más sentido cuando está en mi mente que cuando sale y se convierte en palabras… de eso.
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La metacomunicación, y el metalenguaje, en un punto, en este preciso punto, nos permiten utilizar el lenguaje para referirnos a él mismo. Es un ejemplo hermoso. Hablar con unos chicos de veintitantos años sobre lenguaje y pensamiento utilizando ambos es un logro evolutivo soberbio. Les mandé a leer para hoy un capítulo del libro La sociedad de la sociedad, de Niklas Luhmann, y un par de hojas de Investigaciones filosóficas, de Ludwig Wittgenstein. Les dije que leyeran y respondieran: ¿Hasta dónde llega el lenguaje? ¿Cuáles son sus posibilidades y sus límites? Hago apuestas de cuántos leyeron todo, cuántos la mitad, cuántos apenas sacaron las fotocopias, cuántos ni sabían que había que leer algo. En este caso conocer la respuesta no te exime de hacer la pregunta. 3:14 p. m. —¿Leyeron, muchachos? —Sí. 3:15 p. m. Siempre hay riesgo de error. En estas épocas leer y, sobre todo, comprender es como uno de esos objetos precolombinos de gran valor. Están en los museos, sus formas bruscas e intrincadas yacen tras vidrios blindados, las personas que los visitan no entienden del todo, pero alguien más dice que son importantes, por la memoria y eso, sin embargo, nadie ahonda en el significado profundo. Frente a instrumentos como la lengua, la letra y el sonido, ante mi pregunta sobre si leyeron, más y más caras de la clase traducen compromiso parcial con la lectura de hoy. 3:15:53 p. m. Leer te hace sexy no solo por las razones de siempre: poder hablar, conocer, tener tema de conversación… Leer también te ayuda a perfeccionar los silencios y la prudencia, afina los argumentos, cabalga la ironía, atempera la irracionalidad, facilita las complicidades. Leer te ayuda a callar cuando sientes que tienes que gritar e insultar, pero no por pleitesía, sino porque tu mirada se agudiza con plomo y acero y cierra tu boca para que nadie pueda meter los dedos en ella. Y eso es tremendamente sexy. 3:17 p. m. Para Luhmann el lenguaje es una construcción histórica que consiste en una penetrante selección de sus medios para expresarse. Preferimos los medios acústicos y ópticos. El problema es que lo que se escucha no necesariamente corresponde con lo que se ve. Para entender el
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lenguaje, según Luhmann, tenemos que entender su capacidad autopoiética: esa propiedad maravillosa que tiene un sistema para producirse y generarse a sí mismo. 3:19 p. m. ¡El lenguaje está vivo! 3:19:34 p. m. Y para que esté vivo tuvo que haber muerto y haber nacido nuevamente y haberse organizado a sí mismo y mutado a una nueva forma
y así hasta nuestros días. Es imposible entender la vitalidad del lenguaje sin su tendencia a la destrucción, a la transformación. 3:21 p. m. Meto mis manos en los bolsillos. Meto la panza para que la faja se acomode un poco más y me aclaro la garganta. Abro una botella de agua mientras gestiono la incomodidad. 3:22 p. m. El lenguaje me permite distanciarme de aquello que se comunica alrededor. Según esto que plantea Luhmann puedo reflexionar; por eso puedo negar, por eso no siempre tengo que obedecer. La rebeldía y la contradicción son ejemplos de la autopoiesis del lenguaje. 3:25 p. m. ¿El lenguaje puede cerrarse? ¿Puede expresarse algo que aún no tiene expresión? Si hay algo que no puede comunicarse, el problema regresa a la comunicación misma. El sistema puede cerrarse, pero por medio del lenguaje ese desarrollo entrópico de la comunicación, que tiende hacia la incomunicación, también lo va a hacer abrirse nuevamente, dar un giro para que vuelva a la construcción de un modo de comunicación más complejo, que se apoye en lo dicho y en lo que se dirá. El lenguaje permite reflexionar sobre lo dicho. Esto es un bucle subjetivo eterno, donde lo dicho alimenta lo que se dirá, y lo que se dirá reflexionará sobre lo siguiente que se va a decir. Cada enunciación se vuelve extremadamente improbable, porque cada vez que se reflexione, cada vez que el lenguaje vuelva sobre sí mismo, aumentará el número de posibilidades. Por eso desde el lenguaje es casi imposible predecir algo; no porque se enuncie, algo no puede certificarse totalmente… 3:26 p. m. ¿Un ejemplo, Juan Román? 3:26:12 p. m. Piensen en todo lo que las culturas han dicho con respecto a la muerte. Las hipótesis de lo que podría pasar después. No hay certeza absoluta frente a ninguna de las explicaciones. Son casi tantas como culturas hay.
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3:28 p. m. Les comento lo de Tomás. Todos guardan silencio. Hay algo en la muerte que sume a todos en la solemnidad. Bueno, hay un par de hijos de perra que siguen sin prestar atención, pero la gran mayoría se deja atravesar por la historia. Si la muerte de Tomás casi me destroza la vida, al menos debe tener un significado pedagógico; un recurso generativo. 3:30 p. m. El lenguaje trasciende y atraviesa el tiempo, traspasa esa realidad temporal y cardinal. El lenguaje existe de manera simultánea en varias realidades y en múltiples universos. Lo sé pero no puedo probarlo. Necesitaría a un matemático que comprobara con una fórmula el hecho. Lenguaje y tiempo se miran recíprocamente y la ecuación que explicaría su relación está vedada a mi razón, como un sueño. 3:31 p. m. En plena era digital, sigues siendo analógico, Tomás, presencial. Si fueras un número te pondría una letra, porque parecerías lógico, pero te entiendo complejo, ausente y a la vez impermanente; eres la razón contraria. La algarabía de la muchedumbre, pertinaz, trata de ahogar tu nombre, pero ni la persistencia del vacío lo logra, y tu nombre se difumina pero no desaparece. Siempre nos queda el lenguaje, siempre hay riesgo de error. Tú en el centro y yo en la periferia, camino hacia allá. 3:35 p. m. Hay caras de ternura, otras de conmoción y hay caras de hijos de perra. La insensibilidad es un recurso certero de todos los grupos humanos. 3:37 p. m. Dejo a Tomás en paz por hoy. O eso creo en este momento. 3:40 p. m. ¿Un ejemplo, Juan Román, de cómo el lenguaje se cierra a sí mismo, pero no necesariamente tiene un límite? 3:40:17 p. m. Si alguien tiene que preguntar si su pareja se vino, algo está fallando. El mal sexo es como el toreo, si tienes que argumentar por qué es un arte, no es un arte. El orgasmo no fue orgasmo si se explica o se pregunta. Lo dice Luhmann en la página 163. Revisen ahí:“El lenguaje depende de la percepción del oído, el cual exige (a diferencia del ver) una secuencia de comunicación en el tiempo, por consiguiente el establecimiento de un orden sucesivo”. El lenguaje requiere sensibilidad perceptiva. ¡Ah! y no verbalicen una pregunta cuya respuesta puede definirse por un gemido o un suspiro… 3:41 p. m. Unos ríen, otros no. Unos ríen por rebote o por impronta. Otros suspiran.
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3:43 p. m. En la primera parte del Decálogo de Krzysztof Kieślowski, un profesor de lingüística que lucha con la fe desde la razón se pregunta: ¿cómo podemos llegar a aquello que se esconde detrás de las palabras, de todo ese vocabulario, de todas esas sílabas y letras? ¿Cómo podemos llegar a conocer hasta qué punto la lengua es una herencia cultural? ¿Cómo formular conexiones históricas, políticas y culturales con nuestra vida diaria? ¿Cómo entender y establecer todo aquello que hay de espiritual en la lengua? Es un problema metasemántico, incluso metafísico, termina por concluir en su clase el protagonista. Me parece interesante una frase de la película que utiliza para contrapuntear con su argumento, que, según el profesor, es de Elliot: “La poesía es todo aquello en una lengua que es intraducible”. El tipo de la película se equivoca al creer que el lenguaje, el estilo, la estética, la creación de un texto y hasta la misma cultura pueden crearse mediante un computador. Todo esto dista de ser preciso y lógico. El lenguaje no es una ordenación computacional ni un proceso netamente matemático en el que los datos predecibles arrojan cifras y vectores que en algún punto se cruzan. La película expone cuestiones morales disyuntivas que están por encima del lenguaje pero que se comprenden y se abordan con él. El lenguaje, lo mismo que la moral, no siempre arroja respuestas de 0 y 1. El gran reto de la inteligencia artificial es programar lo impredecible y el error. Estas son las sustancias que dan vida al lenguaje. 3:45 p. m. Profe
¿el lenguaje puede definir plenamente la belleza? 3:45:12 p. m. El lenguaje no puede definir plenamente nada. Pienso que Luhmann diría que no, aunque el primer Wittgeinstein, el del Tractatus, diría que sí se puede tener una lógica formal, una proposición exacta que contenga un hecho, una sola palabra que defina toda la belleza; lo gracioso es que para el segundo Wittgeinstein no, el de Investigaciones filosóficas. Me explico. Para mí una cosa bonita y bella sería estar en el estadio el Campín en el partido de vuelta de la final de la Copa Libertadores con empate a cero en el minuto ochenta y nueve. Cosa bonita que el más tronco del equipo mande un centro desde la izquierda y un mediapunta, de esos extintos que son solo barriga y corazón, de esos que chupan la noche anterior, fuman y que no se preocupan ni por los récords ni por los premios; de esos como uno, pero que
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nacieron dotados y calidosos y hacen ver la cosa muy fácil; de esos que no hacen cien mil abdominales en la noche para el comercial de calzoncillos en la mañana; de esos que andan con las medias desjaretadas y en los tobillos. Cosa bella sería que este personaje matara el balón con el pecho y lo elevara lo suficiente para empalmarla con la zurda (todos los mediapunta calidosos son zurdos) y la mandara a guardar en el ángulo superior derecho del arco, mientras la red se infla suavemente como una sábana puesta a secar al sol en el patio de la casa de la infancia. Cosa bonita sería que saliera a celebrarlo con la hinchada sacándose la camiseta azul, dándole vueltas exactamente catorce veces para al final tirarla al cielo y que caiga suavemente como el velo de un teatro. Bonito sería que ese gol y la manera como se levantó la copa lo escribiera alguien con el talento del Negro Fontanarrosa. Algo de una belleza absoluta sería que me fundiera en un abrazo con mi hijo Tomás y que ahora él tuviera diecinueve años. Todas estas son cosas que alcanzarían la plenitud de la belleza para mí,
pero seguramente solo para mí, para nadie más; o no en la misma medida. La belleza plena es efímera, todavía más si se trata de asir desde el lenguaje. Es algo que se enuncia y se vive de manera muy propia. Si se expresa por medio de un poema, una pintura o un relato, se limita, se corta, pero esa capacidad del lenguaje hará que se busquen nuevas formas de describirse, de narrarse. No creo que haya belleza plena. Hay juegos del lenguaje que coquetean con ella. Hay también una irrefrenable necesidad humana de atraparla por medio del lenguaje… ojalá nunca la alcancemos, sería terrible dejar de buscarla. 3:55 p. m. Me quedo mirando la ventana unos segundos. Me da de repente mucho sueño. Rastros del guayabo que permanecen. El día se aclaró. Típico de Bogotá; hace unas horas llovía y ahora sale un sol radiante, como si el día, sabiendo que va a morir en unas horas, explotara con todas sus fuerzas. La relatividad del tiempo, la inconsciencia de la finitud y la creencia de que la oportunidad es ilimitada acobardan el deseo del cuerpo, ponen una sonrisa falsa en el rostro y terminan por someter la mente a los pequeños límites de lo que es el deber ser. Todos deberíamos hacer como este día: rabiar y fulgurar al final. Otra vez Dylan Thomas. Me repito un verso en la mente:
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No entres dócilmente en esa buena noche, Que al final del día debería la vejez arder y delirar; Enfurécete, enfurécete ante la muerte de la luz.
3:57 p. m. Si cuando muera van a hacer un minuto de silencio y luego van a seguir con sus vidas, mejor no hagan nada por mí: usen mejor su minuto. Arder hasta el final. 3:58 p. m. Los estudiantes están callados, esperando que diga algo. Sigo mirando la montaña. 3:59 p. m. Para definir mejor los límites del lenguaje y sus posibilidades hablemos de Wittgenstein. Como ya mencionamos en la clase anterior, tenemos que hablar del primer y del segundo Wittgenstein para definir los límites y posibilidades del lenguaje. Aunque era la misma persona, la diferencia entre lo que plantea en el Tractatus y en las Investigaciones filosóficas es notoria e interesante; una plena evolución en el pensamiento. 4:01 p. m. Ya se nota el cansancio de ellos y el mío. Tomo un poco de agua y refresco la garganta. Continuamos tratando de reconocer los límites y posibilidades del lenguaje. Un par de estudiantes hacen comentarios romos que revelan que no se han apropiado e interiorizado la esencia del autor. Podría jurar que algunos no pasaron de la segunda página de la lectura. Una chica hace un comentario interesante sobre la lógica que plantea Wittgenstein en el Tractatus. Desde ahí partimos. 4:05 p. m. Un profesor que se preocupe más por que sus estudiantes no hagan trampa y no tanto por inculcar en ellos la importancia de no hacerlo es lo que diferencia la instrucción del aprehender y es una de las razones por las cuales la sociedad le da más valor al control que a la confianza. Desde hace unos años dejé de utilizar los quizzes sorpresa para control de lectura. El miedo movilizaba pero los estudiantes no aprendían. Olvidaban con la misma rapidez con la que habían memorizado pedazos de conceptos. Ahora solo pregunto tratando de encontrar respuestas. No las fuerzo. Maduré finalmente. 4:10 p. m. Con ciertas intervenciones y preguntas que hacen los estudiantes pienso que si los libros fueran como las tetas, nos las ingeniaríamos para mirarnos a los ojos.
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4:12 p. m. Estamos saliendo poco a poco del escollo que supone el sopor de la tarde, pero, sobre todo, de la falta de rigurosidad en la lectura. La chica hace otro comentario y otros se adhieren. Comenzamos a conectar y nuestros cerebros emergen con lentitud del pantano en el que estuvieron los últimos quince minutos. 4:13 p. m. Tomo más agua para lubricar la respuesta. Acá viene… 4:13:48 p. m. Siempre he admirado ese carácter frugal de Wittgenstein. Antes de entrar en su concepción del lenguaje me gusta repasar someramente su vida. La forma en que renunció a todo su dinero, cómo se adentró en el diseño arquitectónico modernista; cómo se volvió maestro de escuela y fue feliz, cómo mandó a volar a Cambridge y a toda su solemnidad inglesa; el suicidio de sus hermanos; el sino trágico de ser judío entre guerras. Una vida hermosa e interesante, atormentada, solitaria. Claro, prefería la mía. Me sentía cómodo con mi silencio y mis limitaciones intelectuales. Tuve una infancia difícil pero nada que me bloqueara emocionalmente para siempre… o no sé. Seguro no se hablará de mí con la pasión con la que yo hablo de Wittgenstein, a menos que la buena de Silvana haga una cátedra de mis insignificantes aportes teóricos. 4:15 p. m. La indiferencia domina con la sutileza de la exclusión y del olvido, no por la fuerza. El lenguaje se ve abocado a recuperar la sensación de bienestar y seguridad; aburrida, pero necesaria. Ahí surge la autoridad en toda su magnificencia; no en la violencia del poder, no por la contundencia y la intimidación de las palabras, sino en la naturaleza del vacío producto de lo incierto, pero sobre todo del afán del sujeto por evitar sentirse olvidado e intrascendente. Aunque su aullido atemorice, el lobo conquista mediante el silencio y la paciencia. Su sonido siempre embruja y nunca deja indiferente. Su mirada es fría, precisa y profunda, y es un animal poco complaciente que se resiste a aprender trucos baratos. ¿Para qué quieres conquistar con flores que se pudren y palabras blandas, gritos y aullidos desesperados, si puedes conquistar con el silencio acerado y el estoicismo oportuno del lobo? Funciona en el amor; funciona en la academia. 4:17 p. m. ¿El silencio del lobo tendría límites? ¿Verdad que no? Ahora imaginen algo mucho más profundo como el lenguaje ¿Se puede limitar?
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4:17:51 p. m. Al unísono la mayoría dice no. 4:19 p. m. La música es el lenguaje más puro. Decía Vasili Grossman en su novela Vida y destino que la música que roza al moribundo no resucita en su alma la esperanza ni la razón, sino el milagro agudo y ciego de la vida. ¿Cuál es el tiempo del lenguaje? El lenguaje respira, llora y piensa, pero ni su tiempo ni su límite son medibles ni cuantificables. El lenguaje presenta una dicotomía funcional donde lo lógico puede ser ilógico al mismo tiempo y viceversa. Esa lógica es la gramática, las leyes y normas tanto de orden como de sentido que dotan de significado a la melodía. El lenguaje es más que signos, grafemas y fonemas que se adicionan y se colocan sin orden, sin eso no habría ritmo y la composición sería atonal. Pero también es ilógico, se mueve como un tigre en la nieve, no sabemos exactamente para dónde va, surca el territorio con cautela dejando huellas; esas huellas con el tiempo se deslían pero en su tránsito va dejando unas más frescas y definidas, y eso es lo que rastreamos. No podemos decir exactamente para dónde va pero sí sabemos de dónde vino. Es inútil decirle a un moribundo que no se muera, pero sí podemos aplacar con música el dolor, la ausencia y la nostalgia en ese presente lingüístico que es maravilloso. El lenguaje se vuelve como el aire, interiorizamos muchos de los principios lógicos que nos permiten entendernos sin saber por qué ni cómo lo hacemos, y llegamos con la edad adecuada a respirar el lenguaje con la naturalidad de la inconciencia. Ese baile lógico e ilógico, mutable e inmutable en palabras de Saussure, es quizá para mí la diferencia entre el primer Wittgenstein y el segundo. No son diferentes; son complementarios. El lenguaje no es tiempo, pero cambia por acción de este, aunque también se resiste a cambiar de la noche a la mañana. 4:24 p. m. ¿Y eso es innato?, es decir, esa propiedad que tenemos para que el lenguaje tenga lógica pero también sea ilógico, ¿viene con nosotros? 4:24:12 p. m. Según Noam Chomsky, sí. Ese es el Dispositivo de Adquisición del Lenguaje, lad es su sigla en inglés. Es nuestra capacidad biológica
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para poder desarrollar una gramática, la que sea. Hay más de seis mil lenguas y dialectos reconocidos en el mundo y con mayor o menor complejidad cada una de ellas tiene una gramática. Recuerden la distinción que trabajamos
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previamente que hace Saussure entre lenguaje y lengua. Esta última es un producto social que el individuo asimila; el lenguaje es la actividad y el proceso heterogéneo. No es innata la capacidad de aprender una lengua particular, eso depende de la cultura y de la interacción social del sujeto, lo que sí es innato es tener la capacidad para adquirir y desarrollar una gramática, es decir, el lenguaje. Hay que diferenciar también la adquisición y el desarrollo del lenguaje, esto es fundamental: lo primero es innato, lo segundo no, por eso no desarrollamos tan fácilmente el lenguaje. Es un proceso largo y exigente en el que paulatinamente nos vamos apropiando de reglas y normas de esa lengua particular. El desarrollo es mucho más azaroso; tenemos la capacidad de potenciar el lenguaje al máximo escribiendo una novela o estudiando lingüística, y utilizar el lenguaje para hablar del lenguaje, o quedarnos solo con lo básico y apenas leer una receta, pedir un domicilio, identificar el bus que nos lleva a la casa o escribir emoticones en el chat como algunos de los que ahora disfrutan aquí de tan grande logro… 4:30 p. m. Pienso y me quedo callado. Tamborileo dentro del bolsillo de mi pantalón. En las explicaciones sobre el desarrollo y la naturaleza del lenguaje, para que el aprendizaje sea significativo creo que es necesario dosificar la palabra y el silencio, solo así puede asentarse el aprendizaje, digerirse, estirarse y encogerse dentro de cada uno de nosotros. 4:33 p. m. Peco por exceso de orgullo, me confieso con la seducción, uso la inteligencia como una coartada, galopo por los terrenos escarpados del lenguaje, descanso en el silencio, le sostengo la mirada, respiro con método, camino por la línea, me condena la culpa, me limpia la persistencia, me absuelve la distancia, el pensamiento deriva, mis manos cercan el signo, el olor es jactancioso, la voluntad se disuelve, espero con estoicismo, el tiempo del lenguaje hasta ahora no me ha derrotado. 4:34 p. m. El primer Wittgenstein, cuya propuesta se basa en la filosofía analítica de Bertrand Russell, busca definir los límites y las posibilidades del lenguaje. ¿Por qué? Si definimos los límites del lenguaje, según él, podemos fijar los límites del pensamiento. El principio para sustentar esto es su teoría propositiva o figurativa pictórica. ¿Qué leyeron al respecto? Se levanta una mano tímida y responde. La mano tiene la noción pero falta pulirla. Continúo para complementarla.
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4.35 p. m. Sí, algo así. Piensen en un lugar. Ese lugar no es lo mismo que el mapa, pero este lo representa. Hay una conexión lógica entre el mapa y el territorio. Ese mapa va a representar de manera puntual ese territorio y ningún otro. El primero es la proposición, el segundo es la realidad, y lo que une ambas cosas de una manera lógica se da gracias al principio de isomorfía. Para este primer Wittgenstein la lógica de esa unión entre la preposición y el hecho es fundamental para el lenguaje. Por eso fuera de esa lógica nada puede ser pensado o dicho. El lenguaje se representa mediante la lógica, por ello puede expresar el pensamiento y este pensamiento permite reconstruir la realidad mediante estructuras lógicas. Esto ya comienza a plantear una serie de retos, ya que un lenguaje lógicamente perfecto no es posible. Imaginen que una sola palabra designe cualquier objeto simple, ¡una sola! Y lo que no es simple será expresado por esa combinación de palabras. ¿Cuál sería la correcta si tenemos presentes seis mil diferentes lenguas? En Colombia hay más de sesenta y ocho lenguas aparte del español, entre indígenas, criollas y romaní. Fonética y semánticamente ¿cuál es la lógica? En la cotidianidad, en los usos comunes y corrientes vendría lo ilógico, pero que es funcional y que hace parte natural de nosotros. Así, proposiciones simples llevarían a proposiciones complejas de manera lógica. Una lectura netamente positivista. 4:39 p. m. Saco de la maleta uno de los libros que renové. Es Paterson, de William Carlos Williams. Les leo en voz alta un fragmento:
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The language is missing them they die also incommunicado. The language, the language fails them They do not know the words or have not the courage to use them.
4:40 p. m. Es un principio funcional pero es una visión exageradamente limitada del lenguaje. Hay claramente una lógica en la forma en la cual nos
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comunicamos. Es lógico que esa ventana sea ventana hoy y mañana y pasado mañana. Y no que sea ventana hoy, mesa mañana y pasado mañana vuelva a ser ventana. O que para ti sea una ventana y para mí sea escritorio. Debe haber una conexión lógica, socialmente consensuada que una un hecho y una proposición; un significado y un significante. Ahora, para comprender conceptos más complejos tenemos que tener lógicamente la idea de la ventana. Para entender la transparencia, el aislamiento, el reflejo, la vista y todo lo que estaría asociado a la ventana, la lógica es fundamental para la comprensión de una serie de hechos por medio de su representación. 4:45 p. m. El cuerpo, lo que vemos, lo que oímos y lo que sentimos solo será eso, una representación, una unión pictórica. La poesía, la literatura o un chiste de doble sentido serían imposibles con esta concepción rígidamente lógica y lineal del lenguaje. Recuerden que el tiempo no es lenguaje, pero sabemos que transcurre por acción de él. Ahora, eso es lo que considera Wittgenstein en este segundo momento, en Investigaciones filosóficas: una concepción que no se enfoca ya en esa representación pictórica sino que da prelación al uso y a la funcionalidad. 4:47 p. m. Pienso en un niño, no es Tomás o puede ser él, no lo sé, pienso que está jugando con plastilina y esa plastilina es el lenguaje. No se ríe, solo estira y moldea la plastilina con formas que para él tienen sentido. Quiero decirles esa metáfora a los estudiantes, quiero decir que ese niño es el tiempo, la cultura, y la plastilina es el lenguaje, y esa forma tiene una idea muy precisa que otro niño no logrará copiar por más que quiera. Pero no quiero que piensen que el niño es Tomás, no quiero pasarme de cursi y decir que Tomás es el tiempo y el lenguaje. Así que dejo que cada uno se imagine el lenguaje como quiera, al fin y al cabo es un juego, no por divertido
¿Por qué es un juego entonces? 4:49 p. m. Ese segundo Wittgenstein complementaría al primero, ya que esa representación en el lenguaje deja de tener como función central y exclusiva figurar la realidad. Esta función es una más entre las múltiples posibilidades que el lenguaje puede tener. Todas esas actividades, usos y representaciones que son dinámicas y contextuales las define como juegos del lenguaje.
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4:51 p. m. “What common language to unravel?”. Pienso otra vez en Paterson, de William Carlos Williams. 4:52 p. m. Esa concepción pragmática del lenguaje nos permite entender, por lo menos aquí en Colombia, una expresión como “el sereno”. ¿Qué es el sereno? 4:53 p. m. Comienzan a dar diferentes definiciones, muchas de ellas burlonas, sobre el sereno y sus propiedades curativas, perjudiciales, su delicada peligrosidad, su rigor silencioso: todo aquello que les suscita la palabra. ¿Por qué no puede haber una sola definición? El lenguaje es una cavidad abierta, un túnel en forma de bucle infinito donde transitan los signos que se crean y se recrean, y en esa actividad permanente seguramente podemos decir que el número de juegos del lenguaje es indefinido. 4.58 p. m. Dentro de ocho días ahondaremos en esto y veremos las dos características que tiene esta nueva concepción filosófica del lenguaje: la descriptiva y la terapéutica. Antes de que se vayan quiero que hagan un pequeño relato con estas diez palabras, a partir de sus propios textos comenzaremos la reflexión de esta nueva capacidad ilimitada del lenguaje, partiendo de la diversidad de sus relatos, que brotarán de la imposibilidad de definir una sola forma de entender una palabra. 4:59 p. m. Atarván, chiripa, pecueca, pereque, traqueto, sumercé, perico, lambón, guayabo, fregado. 5:00 p. m. Recuerden que el texto tiene que contener las diez palabras. Un abrazo, me encantó verlos y nos vemos dentro de ocho días. Péguenle una nueva leída a Wittgenstein. 5:01 p. m. Chao. 5:01:06 p. m. Acabo de recordar que tenía también que hablar del egocentrismo. No lo hice, ¿o sí? 5:01:47 p. m. De un solo trago me bajo lo que queda de la botella de agua. Tengo los labios secos. Se acerca un estudiante. —Profe, ¿puede ponerme un trabajo adicional? Es qué estoy mal y creo que voy a perder. Es uno de los vagos que nunca participa y nunca lee. Su vida universitaria transcurre por inercia. Una vida académica de vulgaridad soterrada y delicado descaro.
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—Cuando se piden décimas o un trabajo extra para pasar la materia es como si se pretendiera aprender de sexo viendo porno. Parece una genial idea, rápida y efectiva, pero siempre resulta algo lastimero ver orgasmos fingidos y exagerados. El profesor finge ayudar, el estudiante finge aprender. Cuídate y nos vemos en el parcial. 5:06 p. m. El final de una clase siempre resultará como decía El gatopardo de Lampedusa: instantes extáticos y dolorosos en los que el deseo se volvió tormento y la represión delicia. 5:10 p. m. Me siento en el escritorio del salón. El chico del trabajo adicional me da la espalda y, supongo, me echa la madre. Un par de chicos siguen charlando y jodiendo la vida. Los miro y me río. Saco la billetera y en un pedacito de papel leo: IV. Argentinierstrasse 16 Viena 12.2.50 Querido v. Wright Mi hermana mayor murió muy serenamente ayer por la tarde. Estábamos esperando su fin cada hora desde los últimos tres días. No fue una sorpresa. Disfruto de muy buena salud. Veo a la Srta. Anscombe dos o tres veces por semana, e incluso el otro día mantuvimos una discusión que no estuvo nada mal. —Me alegró mucho saber que las clases de Geache son buenas ¡Frege ha sido simplemente el alimento adecuado para él! Por favor saluda cariñosamente a todos mis amigos Tuyo Ludwig Wittgenstein
5:15 p. m. Meto Paterson y los marcadores borraseco en la maleta y me la cuelgo. Salgo despacio. Pienso en Jean Baudrillard. Hay un éxtasis en la
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comunicación, un éxtasis obsceno donde todo es transparente y visible. Dice que la palabra es libre; yo ya no lo soy ni sé lo que quiero. Tal es la saturación del espacio y la fuerza de la presión de todo lo que pretende hacerse oír… El lenguaje es ilimitado pero también está atiborrado. El silencio no es una vanidad, es quizá lo único prioritario. 5:17 p. m. Sigo con el papelito en la mano. Soy consciente de que lo estoy arrugando y lo vuelvo a meter en mi billetera. Lo doblo y lo meto en el rinconcito donde estaba. Traspaso la entrada y libero al lenguaje por hoy. 5:18 p. m. El hombre sale del edificio C y se despide del vigilante antes de llegar a los dominios supuestamente públicos del distrito. Todo, hasta el andén, ya es propiedad no declarada de la universidad. 5:20 p. m. El hombre camina hasta el parqueadero. Saluda a un par de sus estudiantes que le tienen aprecio. Él les tiene aprecio también. Fueron tan aplicados que se permitieron bromas mutuas, chanzas, una que otra grosería, comentarios sobre fútbol con ilusiones y desencantos, un par de cervezas y afectos correspondidos. 5:24 p. m. El hombre va a la caja a legalizar el pago y la salida del automóvil. La máquina alemana, orgullo y estandarte de su madurez, yace tranquila en la planta superior. Sostiene Kanter que una bandejita plateada, de esas que pueden servir para las cenizas del cigarrillo, las salsas y dips para los pasabocas, estaba con un par de moneditas alentando las propinas y la caridad. El sueldo es malo, sostiene, por lo que deja las monedas de las vueltas y le pica el ojo al cajero. −Profesor, buenas tardes y gracias —responde el cajero. Se va sin decir nada. Se siente tranquilo, cansado o con guayabo—. Eso no sabría decirlo, sostiene Kanter. 5:30 p. m. El hombre ve que la gente se agolpa en manada en la entrada del ascensor, y se rasca la cabeza. Prefiere subir por las escaleras pese a su cansancio. Lleva dos horas de pie y los pies y el estómago le tallan. Los zapatos son relativamente nuevos y todavía le lastiman el talón. Ya quiere mandar al carajo la faja. La buena faja ha sostenido sus carnes a pesar de la gravedad, pero estas, como la naturaleza, reclaman como suyo lo perdido. 5:32 p. m. El hombre llega al piso donde está el carro. Respira con dificultad por subir ese par de pisos. Abre el carro con el dispositivo electrónico.
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¡Bip-bip! Tira el bolso en el asiento del copiloto y entra. Exhala duro y cierra la puerta. Baja el asiento hasta que queda casi horizontal y cierra los ojos. Rápidamente se queda dormido. 5:35 p. m. El personaje no se puede quitar la máscara, la máscara se quita el personaje, como si el lenguaje mismo se despojara de su creador. Algo cada vez más lejano se oye. Una puerta al cerrarse; dos chicas hablando; las llantas lamentándose contra el suelo al girar una curva cerrada para bajar a otra planta; una lata de gaseosa al caer. El hombre entra en el sueño, pero incluso ahí, como dice Pascal Quignard, para los oídos lo que retorna al alma es la significación del lenguaje y no la substancia de la palabra. Paréntesis Silvana llegó primero. Quedamos en un punto intermedio, en la esquina de la carrera Séptima con calle 72. Ella venía del trabajo y Ana María venía del norte de la ciudad, ya que estaba haciendo una vuelta con Tomás, pero él, el bueno de Tomás, se había ido a la casa con la vuelta y estaríamos los tres solitos almorzando como en los viejos tiempos. Si las circunstancias no fueran estas, si no fuera hombre y fueran otros tiempos, sin duda le pediría matrimonio a Tomás. Nos saludamos de abrazo con Silvana. Llegó afable y por algo raro estaba feliz. Le pregunté qué tenía y no me dijo nada, solo sonrió. No hubo tampoco reproches ni preguntas punzantes sobre mi nueva relación con mi estudiante. Hacía mucho sol. Desde hacía un par de meses, según los informes oficiales, por un fenómeno de El Niño extendido, el calor era insoportable. Se había superado ya tres veces el máximo histórico de temperatura registrado en Bogotá. Pero el sol, sus peligrosos rayos uv y la ola de calor de la ciudad que se extendía ya por más de seis meses no eran producto del efecto invernadero, de la contaminación ni del deterioro de la capa de ozono. Ese sol era producto del ¡progreso! Aunque en ese punto, por los edificios altos, los rayos apenas se colaban y el clima era parcialmente fresco. Tanto ladrillo atemperaba el picante clima. El sol en Bogotá tiene la propiedad de quemarte
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en pocos minutos. Trataba de cuidarme desde que a varios amigos les detectaron cáncer de piel. Estaba mirando hacia el oriente cuando Silvana comenzó a gritar: —¡Lo van a coger!, ¡lo van a coger!, ¡¡¡lo van a mataaaaarrrrr!!! Esperaba algo completamente diferente, como una balacera, algo violento, un tipo que estuviera robando y, al correr, lo fueran a atropellar. En cambio, vi un pequeño gatico en plena avenida en dirección norte-sur, paralizado y chillando. Más adelante, un Mazda blanco, detenido, cerraba la puerta trasera y salía disparado chirriando llantas. Un motociclista paró y en medio del griterío de Silvana salí corriendo, lentamente, claro está, arrastrando mis achaques y el óxido de mis articulaciones y huesos hasta la otra acera. Un carro frenó en seco, pitó violentamente pero no atendí a nada, solo al gatico que estaba paralizado del otro lado. El de la moto scooter se bajó, tomó al gatico y yo, en un ataque, se lo arrebaté. —Hijos de puta. Los de ese carro de allá lo botaron —comencé a gritar
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furioso—… ¡Malditos hijos de puta! El gatico estaba paralizado de miedo. Temí que saliera corriendo pero lo acuné en los brazos y lo monté en mi hombro derecho. En ese punto el sol me daba de lleno en la cara. Estaba sudando copiosamente. Me temblaban las piernas. El gatico solo chillaba pero sin rasguñar ni hacer nada. Llegué donde Silvana, que estaba pálida y conmocionada. No podía creer lo que había visto. —Muchos malditos, papá, son unos miserables, ¿cómo van a botar un gato en plena calle? No podía responderle, solo me concentré en él y en calmar su temblor. No se movía de mi hombro. Estaba sucio pero no me importó. Las manos me quedaron negras pero seguí acariciándolo y hablándole bajito. El saco que llevaba también se empuercó y ya tenía unas marcas de sus afiladas uñas. No las tenía todas largas, parecía que le habían cortado unas o, de tanto caminar, ya se habían desgastado. Estaba flaco pero a simple vista parecía bien de salud. Le prometí, mientras con mi dedo índice le acariciaba la cabeza, que lo iba a proteger y que nunca lo iba a botar. Silvana no era afecta a los animales y eso era herencia directa de Ana María. Les guardaba una respetuosa distancia aunque no los odiaba, menos
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para hacer algo como lo que le hicieron al gatico. Ana María, cuando estábamos casados, no me dejó tener perro ni gato. De niño siempre tuve, me acostumbré a su compañía en la finca antes de que todo pasara. Habían matado hasta a los perros y quedé con mi rayón en la cabeza pero le insistí un par de veces a Ana María, recalcándole la importancia de una mascota en el desarrollo de una niña. Insistí más cuando murió Tomás, pero no hubo nada que hacer. Decía que el pelo era malo, que le podía hacer daño a la pequeña Silvana; que aruñaba, que mordía, que tenía muchos gérmenes
y así, sus argumentos eran irracionalmente contundentes, aparte del hecho de que era un terrible esposo y quería mitigar un poco el sentimiento de culpa haciendo las cosas que a ella le gustaban y como a ella le gustaban. Cuando llegó Ana María, sin embargo, al ver al gatico tan asustado ni nos saludó y se conmovió. Era un gato de lo más criollo que se puede encontrar, pero tenía unos ojazos verdes, como el color de la pulpa de las uvas y, aunque flaco, estaba esponjado. El gato hizo su mejor cara porque Ana María iba a alzarlo. Le dije que estaba sucio y que mejor lo alzara cuando lo limpiáramos. La situación del gato, su cercanía con la muerte, el haber quedado como un papel en el asfalto y mi heroico rescate, o el hecho de que nos hacemos viejos y más sensibles a todo, me hizo ver algo que no había visto en Ana María: empatía sincera por los animales. No supe cómo decirles que iba a vivir con una estudiante. Es más, no tenía ni la menor idea de si lo que hacía era correcto. En ese momento amaba parcialmente mi soledad pero ya hacía falta alguien más en la casa. No se puede ser sensible ante lo inevitable. Solo queda ser duro. No se puede ser honesto, hay que mentir, aguantar y hacer de cuenta que todo está bien, sobre todo cuando tú eres el que la ha cagado y has pedido disculpas pero todo sigue igual. En ese momento apreté más al gato. —¿Te vas a quedar con él? —Sí, aunque no sé qué dirá Hortensia. Lo que quería decir es que no sé lo que pensará Mónica. Hasta ese momento sabía que le gustaban los animales. Pero había muchas cosas que desconocía de ella, por ejemplo si le gustaban los animales, incluidos los gatos callejeros.
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—Tendrá que aguantar. Tú le pagas. —Sí, pero se puede largar. Según lo que me ha dicho no le gustan mucho —no quise decir en voz alta que no quería que otra mujer más se fuera de mi vida, menos una que me ayudaba con el servicio y, obviamente, la otra que recién estaba llegando—. Pero sí me voy a quedar con él. Creo que lo del almuerzo se canceló. No nos van a dejar entrar a ningún lado así. Me quité el saco y envolví al gato. —Vamos a mi apartamento y pedimos algo. Ambas estuvieron de acuerdo y fuimos por el carro al parqueadero a dos cuadras de ahí. En el carro, Ana María iba en el asiento del copiloto y llevaba el gato envuelto en el saco encima de las piernas. Lo cuchicheó pero trató de no tocarlo porque estaba sucio y parecía untado de grasa. Silvana iba en el asiento de la mitad también cuchicheándolo y a la vez indignada por la clase de humanidad que es capaz de dejar un gato botado en plena calle. Yo iba callado, y aunque el orgullo es la leche agria que tomamos cuando queremos aliviar los ardores estomacales del ego y la vanidad, disfrutaba para mis adentros una sensación de orgullo y bienestar como hace mucho no sentía. Pedimos algo de comer. Silvana fue la encargada de hacerlo mientras íbamos en camino. Ordenó el pedido por celular. Yo pedí una chuleta valluna y Ana y Silvana algo más saludable: sushi, ensalada o una joda de esas. Así aprovechábamos el tiempo, calculando mientras llegábamos a mi casa para que el domicilio no se demorara. Cuando llegamos, busqué leche en la nevera y la puse en una coquita que estaba por ahí y servía supuestamente para las viandas de los invitados. Nunca la había utilizado. De soltero compras muchas cosas que no necesitas, creyendo que sí las vas a utilizar. Pronto eso iba a cambiar. Silvana dijo que, según una página, no era bueno darles leche a los gatitos y que la única buena es la de su mamá gata. Con la sabiduría popular, labrada por la televisión y las historias urbanas, pensé que los gatos necesitan leche y punto. Además, era lo único que tenía y el gato parecía tener mucha hambre. Abrí también una lata de atún y se la puse en la otra coquita. Hay cosas que terminan para siempre, pero entras en negación y te aferras a ellas como queriendo que todo el dolor, el sufrimiento y los malos
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momentos desaparezcan para estar en ese punto inicial en el que las cosas eran sencillas y salían de manera natural sin que te percataras. Pero es imposible. Ahí estaba con mi exesposa y mi hija, pegando los lazos del corazón con una especie de melaza viscosa, para volver a ese lugar donde estaban mis defectos, pero eran más importantes mis cualidades, que me hacían alguien chévere, de fiar, tranquilo y sereno. Y todo eso ya había desaparecido, pero el gato era un buen comienzo, una reseteada de todo, desde cero; un comienzo que quizá no merecía, pero necesitaba con urgencia. Traté de comer pero no pude. Estaba demasiado excitado por los acontecimientos recientes. Quería ir a la veterinaria para que revisaran al gato y luego ir a comprar todo lo que hiciera falta. Terminamos rápido y fuimos a Agrocampo. Nos sentamos en el carro como la familia que habíamos sido, en las mismas posiciones de antes y con la extensión de la conversación de antes. La veterinaria revisó al gato. Yo tenía un presentimiento de que era macho, cosa que la veterinaria confirmó. Todo estaba en orden, nada roto, nada averiado, comenzaría el plan de vacunación dentro de ocho días y al día siguiente tocaba desparasitarlo con una especie de jeringa que contenía un líquido amarillo espumoso y radioactivo. Chequeé la lista: • Comida, listo. • Arenera, listo. • Juguetes (un ratón forrado de cabuya, un palo con cuerdas, plumas y cascabeles, dos bolas de lana, una anaranjada y otra morada, oso de peluche para que descargue su ira por el abandono), listo. • Arena especial para control de olores, listo. • Comida (Hills Kitten, lo más fino que se puede conseguir en el mercado), listo. • Desparasitante, listo. • Cortaúñas (para mitigar los daños al mobiliario y hacer que Hortensia lo acepte y, posiblemente, también Mónica), listo. • Cita de hoy en ocho días para comenzar plan de vacunas, listo. • Exesposa e hija, listo.
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Todo, a excepción de Ana María y Silvana, se empacó en el baúl del carro. No fui capaz de decirles sobre Mónica. Sería en otra ocasión. Estaba listo para comenzar mi nueva aventura. Y así fue como el gato Cecilio llegó a mi vida. Cierre de paréntesis 5:46 p. m. Me despierto y me limpio la boca. He babeado un poco. Me sienta bien el microsueño. Tengo más energía para manejar. 5:48 p. m. Prendo el radio. Sintonizo mi emisora favorita. A esta hora dan noticias mezcladas con uno que otro chiste. Hay conmoción por el asesinato de tres mujeres en las últimas cuarenta y ocho horas. La presentadora dice que fueron crímenes pasionales, con causas distintas pero con el mismo resultado. Hay dos hombres y una mujer culpables. Todos están alegando enfermedades mentales para pedir rebajas de penas por la muerte de sus respectivas parejas. 5:49 p. m. Hay que desmontar eso de “crimen pasional”. No pienso que haya crímenes pasionales, ni que la violencia a la mujer sea exclusiva de enfermos mentales. Es importante aprender a despatologizar todo el comportamiento humano. Un maltratador no comete un crimen por amor o porque sea un enfermo mental, lo hace porque es un criminal o es el popular hijueputa que se rodea de un par de abogados hijueputas especialistas en rebajar las penas. Ahora, entender por qué lo hace no le quita la responsabilidad social ni penal. Puede que haya unos enfermos mentales que maltraten, pero no son lo mismo. Ya es suficiente carga tener una enfermedad mental para tener que ser señalado como un potencial maltratador y asesino. 5.51 p. m. El presentador del noticiero da la noticia con un tufillo de superioridad moral para ser lo más distante posible. ¿Quién es el que dice que entre un 65 y un 70 % de la comunicación se da de manera no verbal? Las microexpresiones faciales, las automanipulaciones, los movimientos del tronco y el torso, el timbre de la voz, las inflexiones del discurso: todo comunica, es imposible no hacerlo, como decía Paul Watzlawick. ¿Qué es objetivo? ¿Por qué todos quieren ser objetivos? ¿Por qué las noticias tratan de ser objetivas si claramente están cargadas de parcialidades y subjetividades? Tiene razón
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Jurgen Habermas cuando dice que el mundo solo cobra objetividad por ser reconocido y considerado como uno y el mismo mundo por una comunidad de sujetos capaces de lenguaje y de acción. El lenguaje da la objetividad; el consenso es solo un hecho semántico, por eso cada tanto tiempo la objetividad y los valores cambian, como cambian los conceptos que buscan contener y definir un pedazo de realidad. 5:54 p. m. Llego a un pequeño trancón. Saco el celular y reviso los mensajes. Tengo dos de Mónica y un asunto del trabajo que responderé mañana. 5:55 p. m. Te amo, hija. Con cuidado por ahí. Enviar. 5:57 p. m. El tráfico apenas se mueve. Reviso los dos mensajes de Mónica. Me dice que no la recoja en el trabajo y que mejor nos veamos para comer en un sitio. Me da dos opciones y le respondo que vayamos a Kapadocia. 5:57 p. m. Kapadocia es un restaurante modesto y de buen gusto. Dicen que es una trattoria auténticamente italiana, pero yo que conozco un par de ellas en la Toscana y sé que no lo es. Pero la comida está bien y tienen buena selección de vinos, la atención es amable, los productos son frescos y su estilo recuerda el mediterráneo. El dueño es un italiano que está hace treinta años en Bogotá. 6:05 p. m. La fila de carros se ve interminable. Por momentos se queda completamente quieta. Parece haber un accidente. Siempre el tráfico a esta hora es pesado, pero no tanto. Prendo el aire acondicionado y le subo dos puntos al volumen del radio. 6:07 p. m. Dan la cifra preciosa del día de hoy: según el estudio Desterrados: Tierra, poder y desigualdad en América Latina de la ong Oxfam, Colombia es el país más desigual de América Latina en el reparto de la tierra. Las fincas de más de 500 hectáreas (que apenas representan el 0,4 por ciento del total de explotaciones) concentran el 67,6 % de la tierra productiva. Somos el segundo país con mayor desplazamiento interno en el mundo. La cifra se ve muy diferente cuando recuerdo mi historia. Aguantamos y aguantamos, siempre es la tierra, siempre la maldita tierra. Las víctimas de la violencia nunca tocamos fondo. Nos metemos en el hueco y siempre encontramos algo más abajo; no tenemos más dinero y hundimos la mano en el bolsillo y siempre habrá algo ahí. Más podredumbre, más aguante, más impuestos,
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mayores tasas de interés, más desigualdad, más sonrisas. Nos habituamos, como lo hacemos al aire, a la corrupción y al abuso. 6:09 p. m. He olvidado el incidente de esta mañana. Llega como un relámpago y siento algo de miedo. Saco el perrero de debajo del asiento y lo dejo al lado del freno de mano. 6:10 p. m. Hay cierto tipo de plástico que, cuando lo dejas mucho tiempo guardado, comienza a desintegrarse. Cuando vuelve a oxigenarse, con solo tocarlo se quiebra en pedacitos. Así pasa en el campo. El perrero es de esa época. Le tengo cariño porque siempre me acompañaba en las caminatas de infancia y es lo único que aún conservo de esa época. Es un instrumento de defensa y para abrir camino; casi como el lenguaje. De golpe todo en mi vida cambió. Mataron a mis papás, se llevaron a mi hermano y me dejaron con mi tía porque todavía no tenía edad suficiente para cargar un rifle. Fue la constante durante muchos años en Colombia: te sacan de tu tierra y tienes que venir a mendigar a la ciudad. Comenzaba uno de los tantos ciclos de la violencia. Pero ese plástico que recubría tu vida, que se magulla un poco pero aún te protege del agua y del polvo, finalmente se desintegra y, por más que quieras recomponer las piezas, todo al final se lo lleva el viento y tu alma termina volando en pedazos. La vida se demora en enderezarse, comienzas poco a poco a crear una nueva burbuja para que te recubra. Pasas hambre, te topas con personas muy malas y con unas pocas buenas a las cuales te aferras para seguir un camino que piensas que conduce a ninguna parte. Pasas más hambre. Mi tía, una mujer silenciosa y hosca, sacó fuerzas de un lugar que terminaría también por morir, crio a un sobrino como a su hijo, cuando a su esposo también lo mataron y nunca volvió a ver a su hijo verdadero, a quien también se llevaron. Cuando pudo volver a su tierra, quince años después, fue a echarle candela a su viejo rancho, por supuesto, con ella adentro. Ahí me quedé solo, pero no por mucho tiempo. Llegó Ana María a mi vida y dejé todo atrás. Ni Ana María ni Silvana conocen mi pasado, solo soy un huérfano cuyos padres murieron cuando era un niño y le dejaron plata a mi tía para que me cuidara en un corregimiento X, ubicado en un departamento Y, y que por mis estudios terminé en Bogotá, y eso es todo. Mi hermano y mi primo desaparecieron definitivamente entre las oraciones y solo quedó la esencia
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del sentido; se convirtieron en detalles con poca importancia, innecesarios para entender todo el texto. Tengo una vida pasada poco elaborada, en la que no existe ninguno de ellos, que es poco convincente y sin aprovechamientos lastimeros. Ana María, al inicio, preguntó mucho, pero, por mi afán de establecer un nuevo discurso, nunca obtuvo respuestas satisfactorias, hasta que se cansó. A esta altura de los años me pica la garganta. Puede ser una artera estrategia, mi as bajo la manga para, en el futuro, lograr lástima y un poco de simpatía y compasión y que dejen, por lo menos mientras me muero o mientras se les olvida a ellas, de decirme con sofisticada precisión los vainazos y reproches de los últimos diez años por el mal padre que he sido, el desconsiderado exesposo que almuerza tres veces a la semana en su vieja casa y el perro dolorido que busca jovencitas para mitigar las crisis hormonales de la adultez. Es igual que cuando se lee el párrafo de un libro y se marca para leerlo después porque resulta interesante. Tiempo después lo revisas y el encanto se ha difuminado. Lo lees y te gusta pero ya ha dejado de asombrarte y el efecto se pierde cada vez que lo lees, porque el encanto es efímero pero siempre tratas de hallar ese deslumbramiento inicial. Pasa con las citas textuales, el romance, el sexo, la infancia.
Quizás algún día le cuente mi historia a Mónica. No la siento tan cercana, tal vez no la amo lo suficiente y eso puede ser bueno a la hora de abrir el corazón. La distancia protege los sentimientos igual que el pasado. Las ondas que emiten las palabras de lástima y simpatía llegan sin la fuerza necesaria para sentir condescendencia por ti mismo. Dice Boris Cyrulnik que antes de ser un contenido semántico, la palabra es una caricia, pero en ocasiones no queremos ser acariciados, solo que las palabras pasen de largo y se vuelvan eco. 6:22 p. m. Efectivamente hay un par de estrellados en la vía. Nada grave, es más, es un toque pendejo pero cualquier cosa hace que el tráfico sea imposible. 6:26 p. m. Cambio de emisora y pongo algo de música. Llamo a Mónica para preguntar dónde va o si ya llegó al restaurante. No contesta. 6:29 p. m. Comienza a lloviznar. Hay algo hipnótico en el sonido que hace el caucho del limpiabrisas al raspar sincronizadamente el vidrio templado del panorámico.
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6:32 p. m. Estoy entrando al parqueadero y escondo el perrero. No quiero que lo vean desde afuera. Parqueo. El parqueadero queda al otro lado del restaurante. Salgo corriendo y me mojo un poco. Meto mi cabeza entre los hombros. Me río entre dientes mientras paso la calle con cuidado. Saludo a la mesera y esta me lleva a la mesa. 6:33 p. m. Beso a Mónica. Le digo que la llamé y saca el teléfono del bolso. —No lo escuché. —Raro. Le doy otro beso y me pregunta cómo me fue en la clase. —No leyeron mucho, pero estuvo bien. Participaron e hicieron un par de aportes interesantes. Come pan y lo unta en una emulsión de aceite de oliva y vinagre balsámico. Luego de un rato se da cuenta de mis gafas y dice que le gustan. —¿Y cómo te fue hoy? —Bien, muchas cosas. Casi me roban esta mañana en el carro. —¿Cómo así? —Sí, un tipo se acercó con una piedra a romperme el vidrio. Le di una paliza. Le cuento una versión muy teatral, muy modificada de lo que pasó. La esencia será en estos casos siempre más importante que los detalles y esa esencia conserva mi dignidad y mi hombría. —Uy no, tú sí a veces… debes controlarte… Siento que en su reclamo hay cierto orgullo y admiración, pero solo habla mi hombría caduca. Exageré unos detalles, omití otros, particularmente el temblor y el miedo que me embargó, pero salí airoso y eso era lo importante. Mónica hace cara de reproche amistoso; una especie de semirreproche. Hay que abogar por la paz; uno no sabe con quién se mete; esa no es la forma de reaccionar, son solo objetos (es mi carro nuevo, mi consentido, y ella nunca lo podrá entender). 6:38 p. m. Resumen de la vida en pareja: amor, no lo hiciste bien, tampoco la cagaste por completo, es decir, puedes mejorar. 6:40 p. m. Me traen una carta. Pido una copa de vino tinto. Me dice el mesero que hay Barolo o Chianti. Pido la copa de Chianti y más pan.
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—Ya pedí una entrada. —Bien. ¿Ya sabes qué vas a ordenar de plato fuerte? —No, aún no. 6:42 p. m. —Hoy analizamos una película en la maestría —dice Mónica. Está haciendo una maestría en Estudios Sociales en la que hay líneas de investigación en género, inclusión, religión y cultura. Combina sus estudios con un trabajo en un centro de estudios jurídicos y sociales que se dedica a la promoción de los derechos humanos en Colombia. —¿Cómo se llama? —Jimmy’s Hall, de Ken Loach. —No la he escuchado. ¿Y qué tal? —Conmovedora. Lloré. Trata sobre otro de los innumerables atropellos de la Iglesia. Intellige ut credas; crede ut intelligas (si crees comprendes, si comprendes crees). Agustín de Hipona lo dijo y es la piedra angular de los atropellos del cristianismo y es lo que inviste de poder a las iglesias hasta nuestros días. —Mugres. Con Mónica compartimos una constante repulsión por la Iglesia. Bendita mujer, ¡cuánto me fascina! —La circularidad entre el creer y el comprender nubla la razón y el criterio y hace que las instituciones roben nuestra libertad. En una parte, el protagonista, que se llama Jimmy Gralton, dice: “Ellos nos quieren escuchar, pero quieren que hablemos de rodillas”. Nuestros derechos no le pertenecen a un grupo de fanáticos, ni la moral ni el perdón ni la reconciliación los da alguien que se atreve a hablar en nombre de Dios. ¡Yo digo, no más! —Me encanta que te apasione. —Tú sabes, Juan R., que desconfío de los religiosos. —Sí, lo sé. —Hay una líder comunitaria con la que estamos trabajando que me tiene mamada. Me tocó pararla. Se la pasa rezando. Muy bondadosa, muy correcta, una arpía total, amor. Pasa encima de todos. Le dije: “Realmente no desconfío de tu Dios, desconfío de ti y de las cosas que haces en su nombre...”.
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6:45 p. m. Como dice Miguel de Unamuno: las lenguas, como las religiones, viven de herejías. 6:47 p. m. El mesero llega con la entrada. Me enderezo y mientras la están poniendo en la mesa, veo a la derecha un jayanazo de más de cien kilos. El tipo está solo. Se rasca la parte trasera de la oreja y se lleva la mano a la nariz para oler lo que queda debajo de sus uñas. Se queda ahí, oliendo fascinado y un poco asqueado. Se mira las uñas curioso y vuelve a oler. No puedo dejar de mirarlo. Él se da cuenta y sonríe. Volteo rápidamente la mirada. 6:48 p. m. Pido más pan. La entrada es carpaccio de lomo de res en abundante aceite de oliva, hojas de mostaza y láminas de queso Grana Padano. 6:48:23 p. m. —¿Ya saben qué van a ordenar de plato fuerte? —Yo quiero el risotto con setas y parmesano —pide Mónica.
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—Para mí los ravioli de plátano maduro en ragú de cordero. —Enseguida. 6:52 p. m. Trincho el carpaccio y lo pongo encima del pan. Cojo una lámina de queso con la mano y la pongo encima. Abro bien la boca. Tomo otro pedacito de pan y lo mojo en el aceite de oliva. Doy un sorbo largo al vino. 7:01 p. m. —Silvana quiere tener un hijo. —Muchachita malcriada, ¿es que no sabe en las que se mete? —No sé. El odio entre ellas es de parte y parte. Seguro más adelante pasará. No espero que se vuelvan amigas, pero por lo menos que dejen de despreciarse y de descalificarse tanto la una a la otra. Hay un avance. Si se llevan bien mi ex y mi futura esposa, ¿por qué no se pueden llevar bien Silvana y Mónica? 7:07:29 p. m. El lenguaje es un proceso, es el sistema; la lengua es el producto de ese proceso, es el armazón; el habla es la acción, la práctica humana. El lenguaje tiene unos mecanismos que hacen que funcione. La maquinaria, como la de un reloj, tiene componentes diminutos pero esenciales para el mecanismo. Hay dos engranajes fundamentales en ese reloj: la idea y la imagen acústica, el significante y el significado. Su unión siempre será arbitraria, inmotivada. La idea representa algo y esta se enlaza con un significante que,
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en apariencia, es elegido libremente, pero no, una comunidad lingüística que emplea una palabra no lo hace de manera libre sino que esta se impone. La palabra, la imagen acústica, una vez creadas, parecen tomar vida propia. Ferdinand de Saussure manifiesta que ni a la masa social ni al individuo se les consulta el significante elegido por la lengua. No puedo negociar decirle carpaccio al carpaccio, Chianti a mi vino ni copa a lo que lo contiene, es más, no pude escoger ni mi nombre, la sucesión de sonidos que me define, pero es la misma masa social la que lo crea, lo utiliza y lo enlaza de manera arbitraria. Esta contradicción la llama Saussure “la carta forzada”. Un individuo es incapaz de modificar a su antojo la elección y el significado de una palabra. No podemos negociar las palabras que aprendemos ni que utilizamos, ni la comunidad puede ejercer su soberanía sobre una sola palabra; la masa está atada a la lengua como es. El engranaje del lenguaje es contradictorio, paradójico, pero así funciona: es hermoso. La lengua es como es, pero puede cambiar, no de manera abrupta ni radical, pero cambia. Y esa convivencia entre lo lógico y lo ilógico, lo artificial, lo arbitrario con lo natural y lo caótico es lo que amo. Nunca podrá aburrirme, nunca será completamente predecible. Ha sido la pareja más estable de mi vida. Y aunque cambia, esa inmutabilidad del signo lingüístico es lo que hace tan difícil modificar el sentido y la contundencia de una emoción. La palabra cobra vida en el contacto con el aire y la realidad, y en ocasiones está por fuera de nuestra voluntad y gobierna nuestra razón y nuestra conducta. Por eso, sea como sea la palabra, por más que nos preparemos, nos puede golpear como un mazo. 7:07:08 p. m. (Segundos antes de la anterior consideración). —Aló, ¿Juan Román? Hola Juan, hablas con la hija de Benjamín. Te quiero decir que ya descansó. Murió hace poco más de una hora. 7:08:58 p. m. La palabra muerte precede al acto del vacío. 7:09 p. m. —¿Qué pasó? —pregunta Mónica. —Benjamín ya murió. —Lo siento mucho, Juan Román.
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—Gracias. Descansó. 7:11 p. m. Permanezco en silencio. En una muerte es difícil salir de los lugares comunes. Abundan los “lo siento”, “es una lástima”, “era un buen tipo”, “comparto tu dolor”, “cuentas conmigo”, “descansó”. El lenguaje no se puede abstraer de los guiones prefabricados que simpatizan con el pesar y el dolor. 7:13 p. m. Pido la tercera copa de Chianti. Llega la comida. Mañana será el entierro, pero voy soltando la muerte poco a poco. —¿Quieres que te acompañe? —Si puedes, sí, si no, tranquila. Voy a llamar en un rato a Julio. Pero me imagino que ya sabe. Estuvo más pendiente que yo de Benjamín. 7:15 p. m. Lo peligroso es el silencio cuando calla, dice Walter Benjamin. 7:16 p. m. Voy comiendo y me doy cuenta de que murió mi propio Benjamín. Con tilde en la i, pero era mío, no uno que está en fotos y en libros. Era mi colega, mi amigo. 7:19 p. m. —¿De qué te ríes? —Me acordé de un cuento de Benjamín. —Cuéntamelo. —Una estudiante le escribió hace un par de años un correo, quejándose de un trabajo que les puso. Era algo sencillo, relacionar una película que vieron en clase con la teoría de Vygotsky. Era un ensayo libre, muy literario y como un flujo de consciencia para que pensaran la teoría. Pero la muchacha, indignada, le escribió un correo que me mostró, diciendo que no le parecía, que no podía hacer el trabajo, que se le hacía el colmo, que no sé qué… y ahí mismo le escribió la respuesta. —¿Y qué decía? —La tengo en el celular. Hace poco la volví a buscar y la guardé. Déjame y te la leo. 7:22 p. m. Busco en el celular el correo. Lo guardé en favoritos. No puedo evitar reír recordando la idiotez. —Sí, acá está. 7:22:43 p. m. “Vygotsky, en su teoría sociocultural, plantea una revolución en la psicología y en la pedagogía con una postura materialista-histórico-
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dialéctica. Desde la película vemos, históricamente hablando, a Alice en la punta del Titanic, y a Lev detrás de ella, sosteniéndola y representando la noción supraperfecta de ser el rey del mundo. Antes de que llegue la inevitable colisión con el iceberg, Alice y Vygotsky comprenderán que la zona del desarrollo próximo es una posibilidad para potenciar el propio desarrollo individual, pero jamás una forma de evitar lo inevitable. ¿Ves lo fácil? Cordial saludo. Benjamín”. 7:24 p. m. Me río exageradamente y Mónica fuerza una sonrisa, quizá porque no entiende y lo hace por simpatía a mí y a mi recuerdo de Benjamín; quizá porque entiende perfectamente y sabe que es una idiotez pero tiene que reír. —¿La chica no dijo nada después? —Creo que no… o creo que se quejó con el departamento. Pero no pasó nada… fue una tontería. —Veo. Mónica pela el diente, no sé si por la historia, por la hipotética queja de la chica que no tuvo resonancia y que Benjamín trató como a una idiota, y tiene que simpatizar sí o sí con los vulnerables y los que carecen de poder, máxime si son mujeres, o porque simplemente no le gusta la comida. —Oye, me gustaría pelar el diente como lo haces tú. Te sale muy natural. Mónica vuelve a pelar el diente de manera natural y gruñe. —A ver, muéstrame tú. Trato de pelar el diente pero subo ambas comisuras labiales y hago como un pequinés. —No puedo. Es que tuve hemiparesia facial. Mónica emite una risotada burlona que trata de contener, como diciendo: “qué cagada lo de las secuelas de la parálisis fácil, pero qué cagada también no reírme cuando quiero reírme”. Me encanta tratar de interpretar el lenguaje no verbal. Si pudiera haber una lengua que pudiera ser totalmente universal, tendría que ser esta. —Lo siento —sigue riendo a carcajadas mientras yo aprieto una comisura labial con el dedo para tratar de pelar el diente del lado contrario,
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mientras gruño como un animal que está despertando, una musaraña de esas recién nacidas que producen ternura o repugnancia. —No importa, no todos podemos pelar el diente. No sabía que habías sufrido parálisis facial. Pero ahora sí entiendo. Nunca había entendido por qué a veces haces unas muecas particulares, como si una parte de tu boca reaccionara unos segundos después que la otra parte. —Fue hace muchos años pero quedé con algunas secuelas. A veces como que se me duerme ese lado de la cara. —¿Y si vamos al médico? —No es nada, solo es un poquito. 7:32 p. m. Mónica me da un bocado de su plato. Yo le doy uno del mío. Me gusta más el mío. Al risotto de ella le falta fuerza. 7:35 p. m. En la respiración entra oxígeno y sale dióxido de carbono. Es un proceso metabólico y químico supremamente complejo, sin embargo, al nacer estamos predispuestos para hacerlo. Entra y sale, entra y sale, sencillo. Nadie nos enseña a respirar, solo comenzamos a hacerlo. Con el lenguaje no pasa lo mismo. Aunque lleguemos a respirar lenguaje, no es tan innato como se cree. Desarrollarlo es demorado y demandante, depende de muchos factores, pero puede introducirse tan profundamente en nosotros y llegar a nivel molecular como la respiración misma. Lo interiorizamos tanto que ya no pensamos en él y, dado el caso, podemos pensar gracias a él. Luego del nacimiento comienza a desarrollarse la capacidad para acoplar secuencias motoras que integran los movimientos corporales con un contexto. Algo puede cauterizarse y el cuerpo puede escindirse lejos del significado consensuado y volar libre de la idea y del sentido que lo ata. Eso se conoce como locura. Luego, el cuerpo fragmentando crea una sensibilidad distinta, poética y musical, acorde con el movimiento y el sonido que brota de sí mismo, para ser y estar incluso en la nada, para al final fundirse con eso que conocemos como la consciencia. Una cura del lenguaje no es más que religar las partes fragmentadas del cuerpo que concilian lo propio y lo diverso. 7:37 p. m. Toco el salero con el dedo índice y me llevo unos granos a la boca. Mónica mira hacia la calle, la negrura fría, mermada por el alumbrado, atrae su atención mientras come. Se da cuenta de que la miro y sonríe un poco.
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Se lleva la mano al cuello y se acomoda el cabello. Toma la servilleta de sus piernas y se limpia un poco. Su mirada vuelve a la calle. Nuestros cuerpos han aprendido a disfrutar de la comodidad del silencio. Algo se ha religado en cada uno de nosotros. 7:39 p. m. Edgar Morin habla del principio hologramático, por el cual el todo está en las partes. Una célula contiene toda la información genética de un organismo. El lenguaje, como cualquier organismo pluricelular, se rige también por este principio. La sociedad está presente en nuestro interior en forma de lenguaje. Cada individuo, cuando lo desarrolla, contiene como un holograma su sociedad; se vuelve parte de su ser y de su forma de entender el mundo. Inspiramos y expiramos significados, proyectamos lo que somos, nuestros deseos y miedos, desplegamos lo que nos enseñaron, las normas que seguimos, nuestras obligaciones. El lenguaje forma parte de nosotros como nosotros formamos parte de él; lo uno y lo diverso se unen de tal forma que ya no necesitamos reparar en su funcionamiento, que llega a ser tan efectivo que lo automatizamos a tal punto que dejamos de ser conscientes de él. 7:40 p. m. Soy de aquellos hombres que están con su pareja y, para demostrar su hombría, le preguntan por lo que cree que estará haciendo la mascota y si la mascota los estará pensando. —¿Qué crees que estará haciendo Cecilio? —Debe estar maullando, tomando agua o durmiendo. —¿Y nos estará pensando? —Seguramente sí. 7:46 p. m. Dejo la comida sin terminar. Siento una especie de vacío en el estómago. —Tengo ganas de salir a tomar aire. Me siento mal. —¿Quieres que nos vayamos? —No, esperemos un segundo, solo salgo un momento. Es un poco de ansiedad, no es grave. Dame un minuto y ya vuelvo. —Dale tranquilo. Mónica me toma la mano y ahora sí sonríe de manera natural. Su sonrisa es compasiva. Me manda un beso al aire y doy la espalda cuando escucho que pide otro vino.
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7:48 p. m. Cómo desearía fumarme un tabaquito. Aún caen unas gotas y hace frío pero puedo respirar con más facilidad. Tengo las manos en los bolsillos y miro un punto fijo al otro lado del parqueadero donde está mi carro. No lo puedo ver pero miro hacia allá y me acuerdo de Benjamín. Le pongo un mensaje a Ana María y vuelvo a guardar el celular. “Benjamín ya descansó”. 7:51 p. m. Siento el celular vibrar e imagino que es la respuesta de Ana María, y más que una respuesta imagino las preguntas: ¿cómo estoy?, ¿cómo está la hija?, ¿qué pasó?, ¿cuándo me enteré?, y un largo etcétera. 7:52 p. m. El celular vibra más. Es una llamada. Contesto y es Ana María. Como quisiera, de verdad, romper seis años de ayuno de tabaco. —¿Cómo estás? —Bien, digiriéndolo. —¿Hace cuánto murió? —Un par de horas. Me llamó la hija. —Lo siento. Sé qué lo querías mucho. ¿Cuándo es la velación? Cómo quisiera ser Cecilio en estos momentos. Tener su carácter para responder las preguntas, para tramitar los sentimientos, para dejar que la memoria corrija el dolor y poder seguir lamiéndome o seguir durmiendo sin ningún problema, sin dejar de respirar, sin sentir este vacío cargado de significados. —Imagino que mañana. Yo te aviso. —Eso, vamos los dos. Me tranquiliza que vaya Ana María. Respiro mejor. 7:54 p. m. Entro otra vez al restaurante. En la entrada hay un taburete y sobre él una carta un poco gastada y con el nombre Kapadocia en letras feas que quieren ser elegantes. Nunca me había fijado en esa carta; el sentido global de los espacios, como en los textos, siempre resaltará más que los detalles. 7:55 p. m. Pido un espresso corto. Mónica me dice que ya pidió el postre. Es una torta deliciosa que hacen con trozos de almojábana y bocadillo. 7:57 p. m. Viene otra mesera y me trae el espresso en una tacita de las que me gustan. No puedo evitar clavar mi mirada en los gigantescos senos de la mesera. Son en verdad enormes. ¡Carajo! No quiero voltear a mirar a Mónica porque seguramente tiene su mirada fija en mí. Y me reprueba, y le disgusto. Pero no puedo dejar de mirarlos.
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7:57:04 p. m. Ahí está, efectivamente, ante mi deseo inadecuado: la mirada reprobatoria de Mónica. 7:57:08 p. m. El problema con estas muchachitas no es que se quieran quitar o poner tetas, el problema es la territorialización de su cuerpo como espacio para la generación de violencia, por aquello de la violación, el comercio, la propiedad, la objetivación y la hipersexualización de su imagen, especialmente la que hacemos los tipos como yo. Hemos tenido encontronazos con Mónica al respecto. Pero he cambiado, lo juro. A veces trato de disimular pero resulta peor. Soy un galán inerte que aún no comprende del todo las cuestiones de género a las que Mónica consagra su vida. Según mi hija, quiero llevar a todas mis estudiantes a la cama a costa de una cosificación consensuada. Veo el cuerpo como estética, un cuerpo que se ha vuelto el campo de batalla donde estallan y se dirimen los conflictos con sevicia. Lo peor es que la mujer, en vez de aliarse con su cuerpo, termina combatiéndolo; lo bombardea con maquillaje y toxinas botulínicas para tratar de ser alguien que nunca será. Antes, identificando ese punto débil lo aprovechaba, pero todo se revierte y, por creerme un macho alfa de siete suelas, terminaba con erecciones flojas y deseos reprimidos. El hombre maduro: una bomba de testosteronas cebadas, un colonizador que llega a negociar los términos de rendición en el territorio; el macho sin falo... Los arquetipos siguen iguales pero el pastel de los roles siempre se cubrirá con una espesa capa de chocolate amargo de insatisfacción y, al final, quedamos con una soledad en el corazón como si estuviéramos en el mismísimo centro de Plutón. 7:57:37 p. m. —Qué cosita tú, ¿no? —Lo siento, Moni. No puedo evitar ruborizarme. 7:59 p. m. El goce es altanero y Lacan tenía razón al afirmar que el inconsciente está estructurado como un lenguaje. Siento, al ver el cuerpo de la mesera, el llamado primitivo del lenguaje. 8:01 p. m. —¿Cómo crees que serás a los setenta? —Un viejo verde.
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—¿No eres un viejo verde ahora? —Me falta la graduación. Estoy entrenando. Aún puedo conseguir jovencitas como tú. Reímos. La tensión por las tetas inesperadas e inciertas se ha disipado. Agradezco al lenguaje. 8:02 p. m. Soy proclive a los sueños vívidos y a las experiencias húmedas. 8:03 p. m. ¿Qué es un sueño sino la posibilidad de reconfigurar, ajustar y defender un deseo cientos de miles de veces conforme no se realice? El sueño es el estandarte de nuestra propia estima y mide la persistencia y la madurez con las cuales nos defendemos. No sueño con un par de tetas ahora. Ya dejé de soñar con sexo; sueño con el sol, con el mar, con la soledad… eso me hace propicio para comenzar mi vida sentimental de nuevo. Creo que estoy listo para casarme nuevamente. 8:05 p. m. ¿Qué pasaría si Skinner, Freud y Marx se reunieran en un salón y hablaran de relaciones sexuales entre personas con veinte años de diferencia entre ellas? Dirían que el intercambio de sexo por conductas observables de conquista y reforzadores en su mayoría de naturaleza positiva (léase flores, invitaciones a almorzar, chocolates, cine, palabras huecas pero tiernas) le dan al deseo sexual una hipócrita, aunque tolerable, plusvalía. 8:07 p. m. El teléfono vibra. El postre ya se ha esfumado. Para balancear el dulce del bocadillo, doy el último trago de espresso. Me apuro a contestar. Es Julio. 8:07:16 p. m. Salgo otra vez a la calle. —Sí, viejo; sí viejo; no; claro que sí; mañana cuadramos; sí, es una lástima; claro, descansó; un abrazo para ti. Sí, yo le digo. Me la saludas también. Chao. 8:08 p. m. Ya saben, no hay que hacer explícitas las respuestas cuando tenemos aprendido de memoria el guion estereotipado que palea entre el pesar y el dolor. No siempre en una comunicación se necesitan un emisor y un receptor. Si el emisor pregunta y su propio receptor, uno chiquitico, terco, que vive en la mitad de su cerebro, se responde, es un efecto retroactivo que puede conducir al mismo punto. Sin embargo, en medio de las antinomias de la vida, en medio de la angustia y el sufrimiento, el diálogo franco de contrarios será la única vía de salvación, la única posibilidad de maduración, la única forma de sobreponerse de verdad a cualquier infortunio.
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Siempre será más fácil vivir la vida de los otros, pero, pese a ello, entre chisme y chisme, entre tragedia y tragedia, la gente no puede escapar de la desgracia de vivir su propia vida. 8:11 p. m. Me quedo un minuto afuera otra vez. Tengo frío pero aguanto. No recuerdo nada especifico de Benjamín. Solo puedo recordar su nombre. 8:12 p. m. En el universo nunca desaparece realmente nada, todo se transforma, se recompone a nivel molecular. La amistad de Benjamín ha sido uno de los regalos más bonitos que el universo, en su complejidad, me pudo dar. Tomo un puñado de él y lo dejo libre. Tarde o temprano mutará pero nunca desaparecerá. Si pudiera cambiar algo sería para tener la capacidad de enseñarle a mi yo futuro la paciencia para encontrarlo en cada átomo y en cada movimiento cuando lo necesite físicamente. Por ahora no puedo. Tarde o temprano aprenderé y me encontraré con Benjamín cada segundo, cada momento en que lo necesite. Decoraré mis días con su nombre, ya que él no pronunciará más el mío. 8:15 p. m. Entro nuevamente. Mónica está sentada con un vaso de agua enfrente. —Ya pagué. —Gracias, Mona. Vamos entonces. 8:20 p. m. En la caseta del parqueadero suena en un radio-reloj una canción en la que un tipo se lamenta de que se bebió lo del mercado y lo del arriendo y ahora tiene que llegar a darle la cara a su esposa. —Son seis mil quinientos pesos patroncito. Si tiene suelto, mejor. —Sí, tengo suelto. 8:20:32 p. m. El entramado de relaciones basado en el capital económico que facilita la consecución del deseo primario, que soslaya a la vez que alivia la inquietante codependencia y el aburrimiento familiar, es lo que nos ilustra el cantante cuando afirma: “Me bebí lo del mercado y me bebí lo del arriendo. Lo gasté en whisky y viejas”. El desenlace es trágico. Su relación marital se ve irremediablemente fracturada por privilegiar la inmediatez de la satisfacción por encima de la preservación del canon familiar occidental de sacrificio y fidelidad. 8:21 p. m. —Eres un idiota, Juan Román.
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—Pero tiene sentido esa explicación, es completamente lógico que se gaste lo del arriendo y lo del mercado. —Bobo. 8:23 p. m. —Mona, maneja tú. —Bueno. Nos metemos en el carro. Echo el asiento hacia atrás para quedar casi horizontal. Estoy cansado. Pero es ese cansancio profundo que pelea con el sueño. Creo que me va a costar un poco dormirme. —Deberías dejar ese palo en la casa. —Mi perrero es lo único que me defiende de los malos. —Un día te lo van a quitar y te lo van a poner en la mula por terco. Meto más el perrero en la silla del copiloto sintiendo algo de vergüenza. No por el perrero, no por mi estrafalaria y antievolutiva necesidad de defensa; es quizá porque me avergüenza inconscientemente mi infancia desarraigada y violenta. 8:27 p. m. —Me gustó el tipo de Jimmy´s Hall, el protagonista. Un churrito. —¿Sabes cómo se llama? —No, no lo sé. Lo buscaré más tarde. —Espera lo busco. Se escribe “yimis jol”, ¿verdad? Pronuncio fonéticamente en inglés el título pretendiendo una correcta escritura. Miro el celular. Me equivoco dos veces escribiéndolo. —Se llama Barry Ward. Es irlandés. —Muy querido. —¿Sabes? Pienso que hay tres estados cinematográficos del hombre. El primero es el deber ser: un hombre debería ser como Marcello Mastroianni en 8½: elegante, sofisticado, un artista atormentado que no pierde su encanto. Pero no, el hombre quiere ser un galán de éxito de taquilla que dedica Take my breath away y luce gafas Ray Ban de piloto. Es un galán medio pendejo que jura que todas caerán a sus pies. Y por lucir como el que quiere ser, termina siendo el que es… El dr. Gonzo de Miedo y asco en Las Vegas. Un abogado corrupto, drogadicto y panzón sin ningún tipo de moral. Un seboso.
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—¿Cuál eres tú? —Diría que el Mastroianni pero tú y yo sabemos que no, y seguro me dirías que soy el seboso. Así que diré que soy el seboso para que por lo menos me consideres el taquillero. —Tienes razón. Deberías parecerte a Barry Ward. Tienes un aire. Pero deberías parecerte más. Voy a tomar toda la Séptima. —Sí, mejor. 8:32 p. m. —Amor, hoy terminamos hablando de los medios y la corrupción. Es increíble, Juan Román, cómo las productoras de tv no son tan brutas como pensamos: se lucran vendiendo las narconovelas a los pobres. Si hicieran una novela sobre corruptos de cuello blanco, de esos con membresía en El Nogal, que disfrutan de los toros y que tienen casa por cárcel por desfalcos millonarios a la salud, la educación y la infraestructura, le darían un poderoso, aunque incompatible mensaje a la gente equivocada. La pobreza no va de la mano con la delincuencia a escala masiva. La ingenuidad de la pobreza jamás será compaginable con la impunidad de la corrupción. —Tienes razón, Mona. Para algunos es obligatorio mantener las cosas como están. —¡Maldito! ¡Mucho hijueputa! Mónica tiene un caso un poco preocupante de ira de carretera. Es una conductora prudente pero se transforma una vez coge el volante. Ella, por naturaleza y por formación, no tolera ningún tipo de injusticia, pero las viales de verdad la ponen mal. Baja la ventana para echarle la madre de una manera más clara al otro conductor y yo me hundo más en el asiento. —Señor, déjeme decirle que usted es un idiota —le grita—. Déjeme pasar. Desde mi postura no veo el carro contrario ni tampoco escucho la respuesta del otro conductor. Mónica pega un arrancón. —Algo que mejoraría la movilidad y la seguridad vial sería que idiotas como ese tipo no consideraran que los retrovisores y las direccionales son los aretes del carro. Sí, se ven bonitos, combinan con la carrocería, ¡pero también sirven para algo más! ¡Maldito tipo!
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8:33 p. m. La proposición “caballerosidad” contiene varios hechos caducos que es necesario significar desde un lugar distinto. De lo contrario, seguiremos con intentos pueriles, como el de darle la silla a la mujer o dejarla pasar en la vía por ser mujer, entendiendo la categoría de feminidad desde la debilidad, incluso desde la discapacidad. Ser caballero no es ser un macho, no es darle el puesto o dejarla pasar porque es mujer; tampoco es algo de fuerza o dominancia. Es un concepto que tiene que enlazarse con la equidad. Pienso esto. No le digo nada a Mónica. Quizás el tipo no nos dejó pasar simplemente porque es un hijueputa, no un machista hijueputa; porque tiene afán y le importa más él mismo (yo lo hubiera hecho), porque les da prelación a sus propias necesidades y no a las de una mujer que le grita desde otro carro (yo lo hubiera hecho); o no la dejó pasar porque la respeta realmente. En medio de todo puede ser un verdadero acto de caballerosidad: la considera un semejante, alguien común y corriente que no merece ningún trato especial ni conmiseración. Abogo por el hijueputa, lo sé. Por eso me callo. No quiero una lección poderosa, menos ahora, de igualdad y equidad; derechos y carencias. Dejémoslo en que es un hijueputa. Punto. 8:34 p. m. Disimulando la condescendencia y exaltando la simpatía, digo: —Mucho hijueputa, Mona. —Sí. 8:36 p. m. Por el radio dan una notica de esas amarillas color bilis. Los periodistas escandalizan más el suceso y hacen unos comentarios al respecto nada acertados, junto con tres opiniones de personas que van pasando por el lugar de los hechos. —Algo que podría ser característico de nosotros es la escalada que usamos y que aprendemos a desarrollar para resolver un conflicto. En su orden: la chancla (y sus primos: el fuete, la correa, la palmada), la grosería y el insulto descalificador, el cuchillo y, finalmente, cuando los anteriores no han persuadido lo suficiente, la bala. Y estando ahí, ya estará el reportaje idiota al final de la lista. —Amor, como sociedad somos propensos a la indignación, precisamente por nuestra credulidad. Y no hemos aprendido a reaccionar de manera correcta. Al estar en una era con un flujo incalculable e instantáneo de información, ya no hay tiempo para preguntarse qué es real y qué no, por eso la
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reacción es indignarse, vociferar, agredir al otro, una conducta combustible pero tan fugaz como la siguiente noticia. —Sí, Mona. Tienes razón. Me gustaría ir a alguna de tus clases. —Yo hablo con el profesor. —Ok. Siempre, desde que era mi estudiante, he admirado a Mónica. Es una mujer crítica, retadora, que no da nada por sentado. Nunca traga entero. Quizás esa fue la razón por la cual no se volvió una conquista más. El fracaso de mis relaciones fue buscar siempre personas complementarias. Con Mónica la cuestión es simétrica. Puede que se parezca a mí, o eso creo, y no hay nada que enamore más que sumergirse en las aguas del propio narcisismo. Por momentos me asusta, porque pienso que es más inteligente que yo y temo que se aburra y se vaya. A veces creo que salgo conmigo mismo. Ella no me teme ni me admira. Noté que no le gustaba como profesor sino como hombre. Jugó sus cartas y me propuso matrimonio. Dudé al principio, pero ha sido muy interesante convivir con ella durante casi dos años, incluido el tiempo en que me dejó. No me regaña como Ana María y Silvana, tampoco me protege ni me cuida como si fuera un crío. Nuestra lengua, esa que hemos definido ambos en nuestra relación, es como eso verde, eso floral, eso que contiene vida y que brota en medio de una grieta en el pavimento. 8:42 p. m. Mónica pone la caja triptónica en modo automático. Toma mi mano mientras conduce con la otra. Su mano es cálida, algo húmeda. Comienza a cantar bajito. Su voz es bonita por la fuerza. En ocasiones, para acentuar la ironía o el ridículo, pone una voz gangosa y exagerada. Se impone primeramente por su voz. Cuando canta es dulce. La voz de Mónica, su sustancia, es ese lenguaje que define Ambrose Bierce en su Diccionario del diablo: “Música con la que encantamos a las serpientes que custodian el tesoro ajeno”. 8:44 p. m. —Tengo que parar, Juan R., a comprar unas cosas. Solo un segundo, ahí en el Farmatodo. —Dale. 8:46 p. m. Mónica se baja y me quedo en el carro. No quiero esta parada, todas las paradas con destino al hogar me parecen innecesarias. Le pido que
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me compre un Alka Seltzer o algo que tenga bicarbonato de sodio, un poco de cafeína, ácido cítrico y ácido acetilsalicílico en sus justas proporciones. Una mezcla de rastros de guayabo y pesadez estomacal me anclan a la silla. Vuelven los síntomas. Nunca se fueron del todo. 8:53 p. m. Llega Mónica con un paquete. Lo bota en el asiento trasero y el sonido vacío de la bolsa cayendo sobre el cuero parece una señal inequívoca de que son toallas o tampones o gazas y pastillas para el dolor rebotando en el cartón de una pequeña caja. Espero que también esté ahí mi Alka Seltzer. El sonido de las cosas, hasta ese que se amortigua, calla y se extraña, también comunica. 8:55 p. m. Cuando ya se está poniendo el cinturón de seguridad y se está acomodando los senos, dice una grosería y gruñe como ella sabe hacerlo. —Se me olvidó el Listerine. Ya vengo. Se desabrocha el cinturón y sale expulsada como por un resorte, dando brinquitos. Con el impulso trata de cerrar la puerta pero sin fuerza. Esta queda abierta y mi única compañía ahora es el pitido estridente, como un lamento, del carro para que el humano se devuelva y cierre bien o desde adentro ajuste mejor para que no sufra un accidente por acción de las fuerzas centrífugas; o simplemente que quite la maldita llave porque está puesta. 8:58 p. m. Estoy casi seguro de que olvidó mi Alka Seltzer. Pero no lo va a admitir. Lo camufla con la excusa del Listerine. Las palabras y el habla tienen una carga profunda que no siempre estalla. No hay que hurgar hasta el fondo ya que la bomba puede detonar innecesariamente. Mónica llega con su sonrisita pícara. No puedo aguantarme. —Habías olvidado lo mío, ¿verdad? —Ji-ji-ji-je-je-je-je. La onomatopeya de lo que debería ser una risa desactiva mi interrogatorio. Es preferible agarrarla en una mentira así y no en la que descubra que se está acostando con alguien más. Hay dos opciones, seguir sin hurgar en sus cosas, como lo he venido haciendo hasta ahora, o darme a la negación heteroindulgente, por si me entero de algo. Dice Henrik Ibsen: “No se sirva pues de ese elevado término de ideal cuando tenemos para eso, en el lenguaje habitual, la excelente expresión de mentira”.
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El lenguaje, a diferencia de otra herencia, no se agota por el uso, la repetición puede ampliar los significados, incluso contravenirlos. Por eso, si una mentira se repite mucho acabará siendo verdad o tendrá un significado completamente distinto. Menos mal, por esta noche al menos, es un Listerine. Un maldito y simple Listerine. 9:05 p. m. Llegamos. Mónica parquea y subimos al apartamento. Volteo antes de tomar el ascensor y me despido del carro en mi mente. 9:07 p. m. Mónica mete su mano en el bolso para sacar las llaves. Cecilio, del otro lado, maúlla. Ella imita el sonido del gato y este le responde. —Ya va, chiquito. Entramos y alza al gato para acariciarlo. Le rasca la cabeza y se frota un poco con él. Yo también le rasco un poco la cabeza y lo saludo. —Hola, Cecilio. 9:08 p. m. Dice Thomas Mann en Tonio Kroger que el conocimiento del alma produciría infaliblemente la melancolía si los placeres del lenguaje no nos mantuvieran atentos y despiertos. Si el sentido lo aporta el tiempo, cabalgamos por él con la ilusión de un alma melancólica que insiste en sondear el lenguaje y hurgar el horizonte para tantear lo imaginario y definir lo real. ¿Cómo se imprime el tiempo en el lenguaje? Se imprime, pero disipadamente, se ensambla por capas de profundidad de manera irreversible y caótica. La definición, cualquiera que sea, es asimétrica y atemporal porque pasamos de un lenguaje determinista a un lenguaje de probabilidades. La palabra gato no se ve como un gato, no huele a un gato, ni se ve como un gato. La palabra es fractal, irregular, yace exactamente en una cuenca entre el caos, el orden y el sentido. 9:10 p. m. Hay dos tipos de personas: las que ven una bolsa con un nudo chiquitico y apretado y la rasgan con los dientes y los que tratan durante tres horas de soltar el nudo con las uñitas y terminan rasgándola con los dientes con orgullo falso y con más rabia y frustración. Mónica es de las segundas. Pero esta vez pasa directo al rasgado y entra con afán al baño.
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9:12 p. m. Voy hasta su bolso y miro si está el Alka Seltzer. Efectivamente, ahí está. Voy a la cocina, lleno un vaso de agua hasta la mitad y echo dos pastillas. Me lo bajo en tres sorbos. 9:18 p. m. Qué respondería Hegel a la pregunta: —¿Te parece que estoy gorda, Juan R.? —Ser independiente de la opinión pública (en especial de la de un hombre) es la primera condición formal para lograr algo grande. Eres hermosa. Te amo. Pero como quiere la respuesta de Hegel cuando le pregunta a Juan Román… —Un poquito, pero estás bien así. Gruñido y exhalación. Me mira y blanquea los ojos. Entra otra vez al baño. 9:21 p. m. Hay mucho de eufemismo en las miradas pero más en las palabras que tratan de explicarlas y negarlas. 9:22 p. m. Me siento en el sofá y prendo el televisor. El gato se acerca y se frota contra mis piernas. Me agacho para acariciarlo y me muerde suavemente. Le pego con la misma suavidad en la trompa. Mónica sale del baño y sube a la habitación. Vivimos en un dúplex relativamente amplio, en un octavo piso, bien distribuido, con dos balcones, uno que mira hacia el occidente y el otro que mira hacia los cerros. En el que mira a la ciudad hay un juego de sala y una mesa de centro para exteriores, el otro balcón está prácticamente vacío y es donde se la pasa Cecilio tomando el sol. Tiene una cobija, su arenera y un par de cajas. Hay también unas materas algo descuidadas. 9:25 p. m. Paso canales sin un rumbo definido. Me detengo en uno. Hablan de los manuales de Kubark, un instructivo creado por la cia para formar
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a los militares de América del Sur y el Caribe en torturas en el Instituto del Hemisferio Occidental para la Cooperación en Seguridad, mejor conocido como Escuela de las Américas. Entre sus técnicas más utilizadas estaba la motivación producto del miedo, el pago de recompensas por cada enemigo muerto, los falsos encarcelamientos, el uso de sueros de la verdad, la tortura, la ejecución, la extorsión, el secuestro y el arresto de miembros de la familia del objetivo. Todo eso se ha usado los últimos treinta años en Colombia. Mi
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familia vivió en carne propia algunas de esas técnicas. Casi la mitad desapareció y posiblemente terminaron en un hoyo sin geografía definida, o siguen bajando por un río que se extiende por el tiempo y va a desembocar en el lenguaje. Los que quedamos seguimos nuestra vida, enterrando el dolor, llorando pasito, apretando dientes o estudiando el silencio entre palabras y tratando de vivir como mejor se puede. Ni siquiera Ana María sabe la mitad de la mitad que se fue con violencia y sin decir adiós. La memoria puede cazar en manada, pero siempre preferirá alimentarse en solitario. Y las voces de las mitades asesinadas, aunque nunca van a formar una unidad perfecta, si se reúnen pueden cantar algo o armar una especie de máquina que se mueve y camina con torpeza. 9:30 p. m. Mónica baja las escaleras frotándose las manos con crema, ya en piyama, y me pregunta qué veo. —Nada. Solo canaleo. —No te vayas a acostar tan tarde. Mañana tienes un día largo. —Bueno. Se pierde por la escalera otra vez hacia la habitación. Casi veinticuatro horas antes estaba haciendo lo mismo. 9:32 p. m. Sigo cambiando canales. Llego a las extinciones masivas. Hace cuatrocientos cuarenta millones de años la Tierra viene acabándose cada cierto tiempo. Se han presentado cinco grandes extinciones: la primera, entre los períodos Ordovícico y el Silúrico; la segunda, en el Devónico; la tercera fue la ocurrida entre el período Pérmico y Triásico; la cuarta, entre el Triásico y el Jurásico, y la última, entre los períodos Cretácico y Terciario. Los glaciares se derritieron y subieron el nivel de los océanos; luego bajó la temperatura y ahora las especies murieron de frío; llegaron los asteroides, después los volcanes, y lo que mató ya no fue el frío sino el incremento de la temperatura, y todas las especies se cocinaron. Llegó a desaparecer casi el 95 % de lo que se movía en la Tierra. Si no nos mata el clima, algo más lo hará. Tanto la supervivencia como la extinción están en nuestro adn. Se reparten cronológicamente la dominancia de nuestros destinos y ¿qué nos queda? Una serie de huellas que decodificamos y transmitimos y que nos hace entender el pasado. Si la memoria es el lobo, el pasado es la
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estepa, solitaria, vieja, inconmensurable, por donde transita tratando de buscar comida. Pronto se cumplirá el mismo número de años que tenían mis padres cuando los mataron. Si uno mira todo, puede llegar a definir el dolor con cifras y tablas. Se va a cumplir esa edad y puedo decir que ya no me duelen, así vayan a cumplir el 100 % de porcentaje de ausencia. 9:38 p. m. Tengo frío. Voy a la cocina y me hago un perico. Cecilio va detrás de mí. Veo que ya casi no tiene comida y le pongo una cucharada más. Me agradece, o eso creo, dando un pequeño brinco junto a mi pierna para frotarse. Encima del mesón hay un par de facturas. Si crees que las cuentas llegan muy rápido y la quincena se demora, felicitaciones: ya comprendes la relatividad. 9:41 p. m. Espero que la leche hierva. Pienso en Silvana. Me atraviesa la idea de que probablemente, en unos meses o a lo sumo en un año, ya sea abuelo. Me da miedo. ¿Cómo puede traer una vida a un mundo proclive a la extinción? Miro la superficie de la leche abombarse y formar nata, y sigo esperando a que haga ebullición y quiebre la nata para apagar el fogón. 9:43 p. m. Pongo una cucharadita de café instantáneo en el vaso y riego encima la leche hirviendo. No le pongo azúcar. Si me paso de café tendré más problemas para dormir. 9:46 p. m. Pienso. En la próxima clase debería trabajar con los estudiantes el concepto de “dicotomía mordaz”. 9:47 p. m. Para comprender el término“dicotomía mordaz” pensemos en el cerebro y en la corteza prefrontal. Gracias a ella podemos realizar complejas actividades del pensamiento, tomamos decisiones, coordinamos acciones con base en metas que nos propongamos. Por su evolución, se han propuesto teorías, complicadas ecuaciones, y se ha tratado de explicar la realidad. También con ella decidimos aferrarnos al imbécil de siempre
y votar por Trump… o por el Brexit, o reciclar cada cuatro años el poder regalándolo al binomio liberal-conservador que ahora tiene muchas caras y colores pero sigue teniendo la sustancia del Frente Nacional; y ahora, votar por un referendo para prohibir que adopten personas que no tienen la familia tradicional (papá proveedor y golpeador; mujer sumisa, abnegada, figura plenipotenciaria de los oficios del hogar; hijos inquietos pero diligentes con las
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tareas de la escuela; una mascota preferiblemente de raza; un abuelo perdido en los retos de la viudez y un poco, solo un poco, de abuso sexual para religar las tradiciones colombianas). Adiós a la adopción para parejas del mismo sexo, personas solteras, o personas que crean que tienen una familia pero que no calza dentro del modelo familiar descrito. Esta clase de decisiones son una hipertrofia del yo que desnuda las propias carencias y las fija por obligación en la lengua del otro. ¿Qué pasará con Silvana si decide tener un hijo sola? ¿Eso no será familia? ¿Cómo tendré que referenciar de ahora en adelante a mi familia o a esa agrupación que posiblemente tendrá Silvana? En la Constitución de 1886 la Iglesia católica tenía el monopolio y el manejo absoluto de la religión y la educación en Colombia. Ojo, no era Dios, ni sus amiguitos de historia. La Iglesia católica apostólica y romana, constitucionalmente, tenía una injerencia casi total en la vida civil. Imaginemos que hace cuarenta años se hiciera un referendo para prohibir los demás cultos que profesaran la fe en Dios pero que no estuvieran bajo el amparo de la Iglesia católica, como los cristianos, pentecostales, ortodoxos evangélicos y sus variables que exaltan o contravienen algo en particular de la palabra original, y que abren locales y tiendas cada treinta y cinco minutos. Pensemos que todas estas manifestaciones fueran desterradas sin ningún miramiento por no ser del agrado de la todopoderosa Iglesia. Gracias a la Constituyente de 1991, y su artículo 19, esto cambió. En ocasiones la masa es informe, idiota y torpe; masa al fin y al cabo, por eso también se crean contrapesos de poder para no dejar cosas tan importantes como la libertad religiosa, de culto y conciencia en manos de esa masa estrecha de miras. Es muy diciente (dicotómico y mordaz) que la promotora de ese referendo sea una senadora del Partido Liberal, que fue elegida con el apoyo de cientos de miles de feligreses de iglesias cristianas, y que la señora solo tenga un ojo ya que el otro lo perdió por una bacteria que adquirió en un trasplante de córnea. Dicotómico, ¿verdad? Ojalá alguien les recuerde a los promotores de ese tal referendo los peligros de una mayoría intolerante, conveniente e iletrada, pero, sobre todo, les recuerde que alguien los defendió cuando aún eran una minoría. 9:49 p. m. Voy otra vez al sofá. Soplo la tasa de café mientras me inclino jadeando para sentarme. Todo mi cuerpo suena, como si muchas bisagras
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necesitaran algo de aceite. Estoy cansado. Tanto, que no soporto la idea ni el gasto energético necesario para quitarme la faja. En el último tramo simplemente no opongo resistencia y me dejo caer. Subo los pies y el gato inmediatamente se trepa y se acomoda en el hueco que dejan mis piernas. 9:51 p. m. El rectángulo muestra protestas en la ciudad por inconformidades con la Alcaldía. Por recortes en el presupuesto distrital, estudiantes, profesores y personas con alguna discapacidad tragan una cantidad indefinida de gas lacrimógeno. En la noticia se ve cómo las autoridades controlan la violencia de los manifestantes. En la vida real la cosa tiene un tecnicolor que la hace ver muy distinta. Un Estado, una fuerza pública, unos medios de comunicación que traten a los senadores y a las estrellas de la farándula como deberían tratar a sus campesinos, estudiantes y maestros, produce una sociedad fracasada altamente efectiva, enormemente rentable, completamente inhumana. Cambio de canal. 9:53 p. m. Hace cien años creíamos en la frenología; una“ciencia” que predecía con exactitud diferentes facultades mentales y rasgos de la personalidad mediante la medición de formas específicas y tamaños de áreas del cráneo y facciones del rostro. Hace quinientos años creíamos en la Tierra plana como centro del universo. Curábamos con electrochoques enfermedades mentales que leíamos mediante los gritos que el cuerpo profería, gritos saturados de síntomas inexplicables e intratables. El cuerpo sigue hablando, pero ahora silenciamos la voz de los síntomas con psicofármacos. Hoy creemos que alguien es o no atractivo porque es delgado o tiene las tetas y el culo de tal o cual forma. ¿Qué afirmaremos más adelante? ¿A qué verdad le prenderemos una vela? La ciencia avanza, el lenguaje avanza, pero el analfabetismo permanece estático. Somos propensos a asociar eventos con la arbitrariedad de la ignorancia para huir del devenir de lo insoportable. 9:57 p. m. La noche es fría. El viento helado y seco se percibe desde dentro del apartamento, más a esta altura en la que estamos. Estiro la mano y prendo la lámpara de pie. El lenguaje puede transmitir un sentimiento árido y rocoso, también frío; las palabras pueden situarte en un lugar, a una altura determinada, con unos personajes que hacen cosas y viven su vida, pero el lenguaje no es, en sí mismo, ni seco ni frío. No necesariamente el lenguaje es
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eso que expresa y que hace representar una idea. El lenguaje puede excluir o incluir, pero no es excluyente por antonomasia. En este punto de la noche las palabras dejan de contener los hechos y vuelan por ahí, por encima de mí, por encima de Cecilio, que ronronea, suben las escaleras y van a la habitación y acarician a Mónica antes de que se duerma. Quito el nudo al lenguaje y las palabras comienzan a hacer lo que quieren, salen desperdigadas y ocupan todos los espacios y los rincones, y sus movimientos son más aleatorios que nunca. 10:01 p. m. Silencio. En este momento alguien debe de estar fundando una iglesia, terminando de escribir sus estatutos y preparando los papeles para registrarla ante la Cámara de Comercio para que todo sea legal. En otra parte alguien estará usando las palabras: “Te respeto pero no comparto tu punto de vista”, y en otra, alguien abusará del“no-es-que-me-caigan-malyo-los-tolero-pero-no-quiero-ver-nada-de-lo-que-hacen-ni-estar-junto-aellos-cuando-lo-hagan”. 10:02 p. m. Puede sonar soberbio, pero casi todo puede llegar a comprenderse desde el lenguaje. Hasta la idiotez misma y su variante técnica y profesionalizante, ambivalente pero contundente: la dicotomía mordaz. Así debería comenzar mi siguiente clase. 10:03 p. m. Sorbos largos, sorbitos delicados; soplidos encima de la nata del café, que lo único que hace es temblar y quedarse pegada al líquido. Apago un momento la lámpara y solo ilumina la estancia la luz del televisor. Ajusto la retina y veo millones de partículas moverse por ahí, proyectadas por la imagen desenfocada del televisor que está en un segundo plano. Así se verían las palabras en un espacio si pudieran graficarse. Cada puntico, cada partícula de polvo es como un signo. 10:05 p. m. Charles Sanders Pierce, padre de la semiótica moderna, dice que un signo es una cosa que está en lugar de otra, por algo, en algún sentido o disposición. Él también lo llama representamen, y este se dirige a alguien, para crear en su mente un signo equivalente o incluso más desarrollado. El signo no es puro, se crea, y alguien más lo recrea en su mente. Esta no es una explicación según la cual el lenguaje sirve al hombre. Esta forma de entender el signo hace del lenguaje una relación del hombre con el mundo. ¿Habrá una lógica exacta para trazar el movimiento de las partículas por el aire? Esta
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noche, esas partículas, luego de quitarle el nudo al lenguaje, no conservan ya ninguna de las características inherentes al acto representativo. Si antes significaban algo específico, ya no lo hacen más. Ahora cada una puede tener la representación que quiera, y la partícula, el signo que flota y que cubre todos los lugares de mi apartamento, no transferirá a ningún intérprete las características que pueden existir en tal partícula. Son libres, están vacías. 10:07 p. m. Un pastor cristiano de cabeza rapada, en uno de los ocho canales religiosos de la parrilla de programación, afirma que Dios lo sabe todo, hasta el número exacto de cabellos que tenemos. Esa sí debe de ser fácil para Dios. 10:09 p. m. Me quedo pegado a las propagandas. Un lenguaje de clichés, seguridad económica, confianza en la manufactura y una inmaculada prestación del servicio, pero lo más destacado son los roles de género del siglo xix,
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plenamente definidos. Las propagandas manejan unos signos concretos y digeribles para que hasta personas con discapacidad cognitiva puedan interiorizarlos. Son tan básicos, tan obvios, que precisamente por eso generan recordación, se adhiere la marca con el encanto de lo estúpido y lo habitual. Quiero ir ya al baño a untarme el Speed Stick y que entren por la estrecha puerta diez mujeres de la mitad de mi edad y comiencen a hablarme de lo fantástica que es mi vida, absolutamente felices y complacientes. Quiero comprar el Old Spice para reforzar la propaganda anterior; quiero comprarle el jabón Axión a Mónica para que minimice el tiempo requerido para arrancarle la grasa a las ollas y pueda aprovecharlo para maquillarse, hacer la comida, tonificar su figura y verse más bella junto a sus otras amigas amas de casa, optimizando la crianza de los hijos entre todas; una sucesión de hechos desencadenados por el formidable poder arrancagrasa. Los signos de las propagandas seducen, los sonidos son definidos, claros. Se alcanza a detallar cómo pasan saliva, cómo mojan sus labios mientras miran a un lugar mucho más allá del deseo. Esos detalles seductores, lentos, llamativos y pegajosos aumentan la plusvalía y la sensación de bienestar. Benditos sean. 10:09 p. m. Otras dos vueltas completas a los canales y nada que me enganche. Es mejor subir y tratar de dormir.
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10:12 p. m. Apago todo y voy hasta las escaleras. Tiento un poco en la oscuridad y camino despacio mientras la pupila se habitúa. En la escalera el ambiente me es más familiar. Entre escalón y escalón hay un espacio vacío que le da una sofisticación austera a la escalera que la hace igual de necesaria pero menos notoria. Pienso, no sé por qué, que Benjamín va a estirar la mano en alguno de esos vacíos y me hará zancadilla. Su espíritu andará recogiendo los pasos y jodiendo una última vez, como solo él era capaz de hacerlo, antes de irse a otro plano dimensional para hacer no sé qué. 10:12:57 p. m. Entro a la habitación y todo está oscuro. Voy hasta mi lado de la cama y me siento. 10:13 p. m. Mi mesa de noche, contraparte de un juego vintage, algo rucia y avejentada artificialmente, está esperándome con unas cajas de omeprazol, suplementos vitamínicos con zinc y colágeno, dos ibuprofenos de ochocientos miligramos y en el piso la botella de agua del Kapadocia. Siento que la mesita me mira, junto con el teléfono fijo que ya casi no uso pero que me resisto a cancelar del todo. Prendo la lámpara, que es diferente a la de la mesita de noche de Mónica, que ya me da la espalda y ronca, rompiendo así la simetría propia de la repartición equitativa de bienes y productos de una pareja comprometida a punto de rehacerse desde el matrimonio. 10:15 p. m. Reviso una última vez el celular y lo apago. 10:16 p. m. Tengo un pequeño dolor en la espalda. Me siento al borde de la cama, me quito la faja y la panza se libera como si un brujo sacara un mal augurio escupiendo una mezcla de licor y tabaco por su boca. 10:17 p. m. Cuando llegas a tu cama, te desvistes, y te das cuenta de que llevaste todo el día los calzoncillos al revés, comprendes algo de la vida y del trabajo. Ya es demasiado tarde para ponerlos al derecho. Solo queda quitárselos, dormir en cueros y esperar hasta el otro día para volver a ponérselos mal. 10:19 p. m. Cecilio escalda por ahí. Maúlla como queriendo atrapar entre sus zarpas mi atención dispersa. Se lame las patas delanteras y hace un ovillo encima de la cobija de lana que le compré para diversos propósitos, entre ellos tratar de alejarlo de mi cama, ya que se hace en una posición tal que ya comienza a fastidiarme la cadera porque no puedo moverme y me da tristeza despertarlo. La cobija, que debería abrigarlo y soportar su cuerpo en
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su camita, ya está en nuestra cama, y ahora el gato la amasa como si fuera la panza de su mamá para estimularla y sacarle leche. Su camita ya tiene varios días guardando polvo y siendo objeto de su indiferencia gatuna. El gato tiene tres camas, una en la sala, otra en uno de los patios y la del cuarto. Cecilio tiene una voluntad férrea y caprichosa que hace frente a mis tibias órdenes correctivas. 10:20 p. m. El insomnio comienza a pegar más duro. 10:22 p. m. Veo a Cecilio y me acuerdo de una historia de Silvana cuando tenía dieciséis años; algo más, algo menos. Se encontró una gatica abandonada. Era muy temprano y no podía llevarla consigo. Esperó hasta que abrieron una veterinaria cerca al colegio, dejó lo de sus onces para que le dieran comida y se fue a clase. Llegó tarde, por supuesto, y le hicieron la anotación y el llamado de atención respectivos. A la salida de clase fue hasta la veterinaria con una amiga a la que le había comentado la situación y esta se la llevó para su casa ya que la podía tener. Silvana en ese momento estaba a punto de graduarse de bachiller y ahora quiere tener un hijo. Recordar esa historia me da tranquilidad. En un mundo lleno de pruebas, números, competencia, logros, siento que Silvana aprendió lo importante, eso que no se enseña con facilidad. El acto de aprender es un proceso profundamente humano. ¿De qué sirve el desenfreno educativo que persigue con angustia el dinero y el poder si dejamos de lado la humanidad fundamental que cimenta nuestras acciones y dota de sentido y dignidad a nuestros objetivos? Estoy tranquilo porque independiente de su decisión personal, de lo que sabe, de lo que cree saber, de lo que olvidó, de lo que hará o no hará con su vida, y me haga en unos meses abuelo, sabe desde hace años que vivir es también tratar de hacer un poquito mejor la vida de alguien más… así sea la de un gatico. 10:23 p. m. Siento ganas de despertar a Mónica y besarla para que hagamos el amor. La deseo. Quizá no es un deseo puro. Solo que quiero besarla y tal vez facilitar la consecución del sueño. Luego de los cincuenta el deseo no es animal, es un deseo inteligente, dosificado. Ya no hay que demostrar nada. Para eso está la adolescencia. 10:24 p. m. Cuando abrazas por la espalda a alguien que amas, y por sorpresa asaltas su cuello con un beso, esa caricia pasa rápidamente de ser
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significante a ser significado. Y no es arbitrario. El cuerpo del otro se conquista sin barbarie y los términos de rendición y la capitulación se dan antes de separar los labios de la piel. 10:26 p. m. Al igual que el deseo por una persona, la gravedad y la aceleración de la atracción dependen del cuerpo físico que las atraiga hacia sí. Hay unos cuerpos astronómicos que doblan el espacio-tiempo con más violencia y fuerza; otros son livianos y prácticamente ingrávidos. Si el campo gravitatorio es muy fuerte, hasta puede tragarse la luz; lo mismo que con una persona cuando la atracción es bestial: desaparecen el pudor, la ropa, la decencia, el miedo y todo lo demás. Por eso no puedes hacer casi nada. Es algo cuántico. La tensión sexual, al igual que la física, es la fuerza que impide a las partes de un mismo cuerpo separarse unas de otras cuando se halla en dicho estado. El problema es que el cuerpo puede estar solo con energía potencial cuando anhela pasar a la cinética. Lo más rico de la tensión sexual es ponerla en movimiento. Esta noche no la pondré en movimiento. Solo haré que gravite por ahí. 10:28 p. m. La fantasía de una sociedad reprimida se hace cada vez más realidad. En el conjunto de preceptos morales que subyugan el deseo por considerarlo inapropiado, vamos camino a rescatar los valores victorianos de pudorosa hipocresía. Lo considero una derrota; no aprendimos a tramitar con respeto y honestidad nuestros impulsos: aprender a pedir, saber soltar y retirarse. Por eso el gusto ahora se ve más como una agresión y el deseo se cubrirá de silencio y vivirá solo para morir con indignidad en la mente. Por lo pronto dormirá. 10:30 p. m. Cierro los ojos llamando al sueño y me volteo para que nuestras espaldas se toquen. 10:32 p. m. Lo narrativo teje redes de apoyo que se extienden por acción de la palabra y la lectura. Muchas experiencias contadas y recordadas por lo oral pueden trascender por acción de la escritura. La dificultad que supone verbalizar la muerte y el dolor puede encontrar un medio interesante en el recurso epistolar, que, por plasmarse, no queda estático. Puede que haya perdón sin reconciliación, pero la palabra vive y persiste con suavidad y sin violencia en la otredad, bloquea al olvido y, lo más importante, abre caminos
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para pensarnos como sujetos que no necesariamente estamos signados por la tragedia y la injusticia. 10:33 p. m. Querido Benjamín, el día de hoy… 10:34 p. m. Algún día quisiera volver al campo, irme a terminar los últimos años con Mónica, pero a esta altura de mi vida parece que desterré por completo el campo de mi cuerpo. Allá se quedó alguien que ya no existe, que murió junto con mi familia. De pronto quedará un familiar distante, pero hay palabras que ya se borraron y no es necesario volver a repujar para que aparezcan. En el campo lo tienes todo. Te entretienes con los animales domésticos, les das un poco de pan o las sobras de esa comida que tanto anhela tu cuerpo cuando ya no la tienes y cuyo sabor nunca se sale de tus entrañas. Hueles la hierba mojada, andas sucio todo el día, aprendes a cultivar fríjol, café, habichuela; aprendes a enjalmar las bestias, trabajas duro, pero sabes que no es un trabajo sino la vida, juegas microfútbol con los vecinos en la cancha de la escuela con muchachos de otras veredas, hacen campeonatos internos apostando la gaseosa y la cerveza; para los morados y los raspones te echas pomada verde… todo funciona a su ritmo, lento pero seguro: constante. El tiempo no pasa y el lenguaje es apenas un murmullo, solo te das cuenta del tiempo cuando la ropa te queda pequeña y cuando hay siembra, riego, fumigación y cosecha, cuando la luna cambia de forma y te guía en el ciclo de la vida. 10:36 p. m. El pliegue entre los pliegues del fondo de mi cerebro emana un fluido que hierve y que baña los ronroneos del gatito. Ya está calmado pero sigue prevenido luego de seis meses con nosotros. ¿Para qué confiar? Quizá piensa que yo también lo voy a abandonar. Nos acostumbramos a dormir con un ojo abierto, sobre todo los que hemos pasado por tanto. El flujo gris de mi cerebro, por un momento en ebullición, ha dejado de hervir con ideas idiotas, como la de acostarme con Ana María luego de incontables años de separación para volver a la normalidad y así enfriar las emociones y retornar al redil de la vergüenza y compostura necesarias en la cotidianidad. He dejado un poco libre el nombre de Benjamín. El flujo gris aún hace un poco de burbujas con la idea de Silvana. ¿Cómo escribir todo esto? ¿Cómo atestiguar este día? ¿Cómo cazar al lenguaje? La desesperación, el aburrimiento, la soberbia, la tristeza,
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el ánimo por volver el tiempo atrás, la madurez, como el parqué de un piso, se acomoda en intrincadas formas que casan perfectamente y terminan por cubrir el camino final de mis días. Se ordenan de forma natural en secuencias sincronizadas e inevitables. No puedes armar el parqué de otra forma. 10:41 p. m. Estoy a salvo en el tiempo. Escucho el segundero del reloj que tiene Mónica en su mesa de noche. Soy capaz de dibujar un reloj en el cielo y marcar los 28 800 segundos que faltan para que llegue el alba. La inconsciencia del sueño está llegando finalmente. La noche tiene muchas horas poderosas pero todo termina en mi cuerpo. Termina la oscuridad. Me fundo, la luz llega, nada la frena y todo vuelve a comenzar, hasta que se cumplan los 28 800 segundos que me separan de la mañana siguiente. Las cosas del corazón nunca dejan de pertenecer al corazón. Se enquistan, duermen, pero nunca mueren y ese es el verdadero tiempo del lenguaje.
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Agradecimientos El tiempo del lenguaje y su autor deben toda su gratitud a las siguientes mujeres, sin su ayuda este libro jamás se habría pulido y terminado: a Betty, a Angie, a Ana María, a Viviana, a Ximena, a mi querida esposa Vanessa y a su paciencia y constancia a prueba de todo, a mi querida y siempre firme prima Paula, a Ana Lucía, porque fue la primera persona que en la Universidad de los Andes le vio potencial de publicación a un texto todavía en ciernes, y a todo el equipo editorial de Ediciones Uniandes por su juicioso trabajo. Muchas gracias a todas, espero volver a molestarlas muy pronto…
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