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Spanish Pages [209] Year 2020
EL «BOOM» AMERICANO ESTUDIOS DE CRITICA LITERARIA POR
TEO FILO A PA RICIO LOPEZ
ESTUDIO AGUSTINIANO V A LLA D O LID
19 8 0
Con las debidas licencias: P. J u l i á n G a r c í a Prior Provincial.
C
en ten o
,
O.S.A.,
ISBN 84-300-3339-4 D epósito Legal ZA 461 - 1980 Distribución: Editorial «Estudio A gustiniano» Paseo Filipinos, 7. Teléf. 22 76 78 V A LLA D O LID
Imprime: Ediciones M ontecasino - Carretera Fuentesaúco, Km. 2 - Zam ora
DEDICATORIA Dedico este libro a todos mis alumnos y alumnas, en quienes puse un día y sigo poniendo todavía mis cortos co nocimientos literarios, y a quienes ofrezco mis modestos trabajos de crítica con esperanza y con amor.
SUMARIO Págs. Una página que explica el porqué del libro y su contenido ..................................
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En torno a la novela actual Hispanoamericana .......................................................
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GABRIELA MISTRAL. Poetisa chilena y eximia escritora hispanoamericana
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PABLO NERUDA. Poeta universal ..........................................................................
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JORGE LUIS BORGES. «Gran señor de las letras, gran señor de la libertad» .
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MIGUEL ANGEL ASTURIAS. Poeta y escritor comprometido con su tiem po y con su pueblo ..................................................................................................
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: ALEJO CARPENTIER VALMONT. Un veterano de vanguardia en la nove lística am erican a......................................................................................................
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' GABRIEL GARCIA MARQUEZ. Máxima autoridad de la novelística ac tual colombiana ...................................................................................................... 117 . MARIO VARGAS LLOSA. Adelantado y puente entre la literatura españo la y la hispanoamericana ....................................................................................... 133 3 JULIO CORTAZAR. El novelista argentino de afiladísimo talento para des cubrir el misterio de la verdadera realidad......................................................... 157 . JUAN RULFO. El escritor superrealista, mágico y misterioso; de un paisaje bellamente d e so la d o ............................................................................................... 175 ERNESTO SABATO. Buscador de las perdidas causas del alma y la palabra ..
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JESUS ZARATE. El novelista colombiano vivo, después de m u e r to .................
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ROMÚLO GALLEGOS. Político y novelista de garra hispánica .......................
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UNA PAGINA QUE EXPLICA EL PORQUE DEL LIBRO Y SU CONTENIDO Alguien escribió, hace de esto ya bastante tiempo, que donde hay un español, hay en potencia un crítico literario. Pero así como al español, para eliminar equívocos, conviene añadirle, por desgracia, uno o varios adjeti vos para «asentarlo» en alguna definible o indifinible categoría, también al crítico debe exigírsele con cautela que pronuncie «sus categorías», siquiera una vez al año, para sentar las bases de su oficio. Lo prim ero —lo del español— parece que no esté todavía claro a par tir de las discusiones de estos últimos «cuatrocientos» años. En cambio, lo segundo —lo del crítico— adquiere nuevos perfiles y polémicas a medida que se va descubriendo una vitalidad oculta hasta ahora solamente en las enrarecidas páginas de los periódicos. P or lo que a mí respecta, al tiempo de presentar este segundo libro de estudios literarios, no sé, a ciencia cierta, en qué «categoría» definirme. Acaso me venga bien el dicho de Stiner de que «el crítico vive por procura ción y se alimenta de obras ajenas». Pero igual me sacrifico ante ellas para servir esa otra zona necesaria de la literatura que es la lectura y la reflexión. Y si no me llam ara, quien esto leyere, vanidoso, pondría aquí lo que recientemente se ha escrito en una revista donde se hacía una recensión de mi prim er volumen de ensayo: VEINTE NOVELISTAS ESPAÑOLES CO N TEM PO RAN EO S. «La crítica —se dice allí— no podrá sobrevivir si no es también litera tura». Y esto es lo que parece ocurre conmigo —según el censor— , sencilla mente, «porque he sabido verter en mi obra crítica y estilo; porque he sabi do asimilar y hacer sangre propia la recreación de la obra ajena». Es cierto. He tratado siempre, en una amplitud de criterio y en una mi rada generosa, acercarme con am or a las páginas del novelista, para medir, 7
así, mucho mejor su alcance y su valor literario; siempre en objetividad, sin miras interesadas —que nunca las tuve—; con rigor sincero, cuando hay al go desde el punto de vista estético o moral que no me gusta, o deja mucho que desear. Sebastián Juan A rbó nos ha dejado escrito, en un magnífico artículo, que España es el país donde el escritor ha sido menos estimado. Yo añadiría, que comenzando por los de casa, que son los que, por ese miste rio que es el hombre, menos interesados se m uestran por lo que el com pa ñero escribe. Y esto, en el mejor de los casos. La queja ha sido constante, incluso entre los más famosos de lengua española. Basta recordar, a este respecto, los nombres de M ateo Alemán, Miguel de Cervantes, Lope de Vega, M ariano José de Larra, Pío Baroja y el propio don José Ortega y Gasset, el cual decía en un momento memo rable: «En esta fecha en que escribo, sépanlo los investigadores del año 2000, la palabra más desprestigiada de cuantas suenan en la Península es la palabra «intelectual». Y eso que Ortega y Gasset gozó en su tiempo de una gran fama; fama que, por otra parte, se tenía bien merecida. Pero quizá nos equivocamos al atribuir a España la exclusiva de este desprecio. Porque Voltaire, ya en su tiempo, se quejaba de la injusticia del trato, de la corrupción existente, de la miseria del oficio del escritor. Con todo, él, en su cinismo y osadía, bien se buscaba la protección de los pode rosos. Y si no los encontraba en Francia, se llegaba hasta la Prusia de Fede rico el Grande, y la «Santa Rusia» de Catalina, la ilustrada y acogedora de los expulsados jesuítas españoles. Es posible que más de uno conozca sus palabras que pasan del cinismo y rayan con el descaro o, m ejor, con la ironía y el hum or negro: «Vi tantos hombres de letras moverse casi en la indigencia —escribe el más famoso de los ilustrados franceses— , que me propuse firmemente no form ar, como uno más, en la triste cohorte». Y es verdad que Voltaire terminó su vida famoso y rico. El escritor español aludido arriba hace una afirm ación que conmigo no va. Y lo digo como lo siento. Y digo verdad. Sostiene Arbó que pocos habrá, sobre todo en España, en la antigua y en la m oderna, que no hayan maldecido y renegado del oficio de escritor a la vista de las ganancias. Yo, cuando escribo, no entiendo de dineros. Escribo por vocación, por gusto, por estética; por salir de la m odorra cultural y espiritual en que viven muchas personas, alienadas como están por el dinero, o simplemente por un serial de Televisión, que nada enseña, a no ser inmoralidades, o los mejores métodos de robar y de matar.
Yo ya sé que, exceptuadas dos docenas de personas, el escritor ganaría mucho más dinero en cualquier trabajo de oficina que en la elaboración de un libro. Pero me atengo al refrán oriental de que el hombre no será feliz mientras no haga una de estas tres cosas: plantar un árbol, escribir un libro, o tener un hijo. Y aquí tienes, lector amigo y amable lectora, mi promesa cumplida. Prom etí dar a luz un segundo volumen de estudios literarios, en .el que fueran recopilados los trabajos que, en su día, publiqué en la revista «Reli gión y Cultura», sobre el tan decantado «boom» americano. Y esto es lo que hago ahora. Que lo prometido es deuda, y a mí me gusta quedar bien con mis amigos. Después de una introducción en torno a la novela actual hispanoame ricana, me recreo en el estudio de «Gabriela Mistral», nuestra inefable Lu cila Godoy Alcayaga, Prem io Nobel chileno, que bien se merece unas pági nas de recuerdo, antes de entrar en los García Márquez y los Vargas Llosa. Después, otro gran chileno; también Premio Nobel: el poeta universal que es Pablo Neruda; uno de los mayores que Hispanoamérica ha dado al mundo, autor de una obra vastísima, que arranca del postmodernismo y termina en un neoclasicismo, con su obra de militante político marxista. Jorge Luis Borges, el poeta, cuentista admirable y gran ensayista ar gentino, tiene lugar propio en estas páginas, al igual que Neruda. El, como pocos, sabrá acercarse a las cosas que le agraden, para evocarlas y hasta enumerarlas porque tiene miedo a perderlas. Como le tiene Miguel Angel Asturias; otro premio de la Academia Sueca y nacido en Guatemala. Escritor polifacético, será, ante todo, el autor de «El Señor Presidente», una cruda descripción del terror y la degradación.que acarrea una dictadura. Alejo Carpentier, el que se nos ha ido recientemente, o por mejor de cir, el pasado mes de abril, el novelista y cuentista cubano, cultivador de la buena música y notable ensayista, estará igualmente presente en las páginas de este libro. El barroco cubano no podía faltar. Y ahora llegan, a su debido tiempo, después de los anteriores, y here dando mucho de ellos, los del «boom» tan elogiado por unos, y tan dura mente criticado por otros. Aquí, Gabriel García M árquez, el colombiano mundialmente famoso por su novela «Cien años de soledad»; el de la co marca imaginaria de «M acondo», con sus «Coroneles» y sus «Buendía»... M ario Vargas Llosa, el peruano de Arequipa, licenciado por la Uni versidad de San Marcos de Lima y doctorado por la de M adrid, con su tiempo y su vida en Londres, París y Barcelona; y con su «La ciudad y los
perros», junto con otras novelas que han recorrido, a estas fechas, toda la Rosa de los Vientos, lo podrá ver y leer quien lo leyere. No podía faltar el argentino Julio Cortázar; el explorador de la reali dad y de las formas literarias; el escritor que, a primera vista, puede pare cer inmoral y nihilista; pero que busca, ante todo, la defensa del hom bre, denunciando todo conformismo y todo intento de instalar el campamento a media ladera. Juan Rulfo, el mexicano de Jalisco, aparece aquí con su deliciosa no vela «Pedro Páram o», que le bastó para colocarlo entre los mejores de su nación. Y Ernesto Sábato, que es Argentino, nacido cerquita de Buenos Aires, doctorado en Física, pero excelente escritor que.nos va a deleitar con su no vela «El túnel». Y para que Colombia tenga su representante en Jesús Zárate, el de Santander; Premio Planeta, con su obra «La,cárcel», muerto en 1967; lo mismo que Venezuela, con su escritor de «entreguerras», Rómulo Galle gos, político y novelista de garra, autor de «Doña Bárbara», tendrán los dos su espacio reservado y su crítica de lo mejor que escribieron. Al final, juzgarás tú, amigo lector. Puedes decir lo que quieras. Que nadie podrá quitarme este gozo del alma: el de haberme recreado en la lec tura de los más famosos y más acreditados poetas y novelistas hispanoam e ricanos; analizando su obra y tratando de ofrecerla al que guste todavía de las buenas letras; si es que queda alguno, en esta sociedad que nos muerde el alma y nos la va deshaciendo con sus slogans publicitarios, sus seriales de Televisión, sus deportes-negocio y su falsa cultura. T e ó f il o A p a r ic io L ó p e z
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EN TORNO A LA NOVELA ACTUAL HISPANOAM ERICANA
I.
¿CRISIS EN LA NOVELA?
En un artículo que leí hace tiempo y que firmaba el novelista Sebastián Juan A rbó sejlecía que la novela estaba en crisis. P o rta d a s partes s^habla^ de crisis de la novela; se escriben articiilos, se realizan encuestas,_se hacen declaraciones a la prensa > apenas hay día que no oigamos una opinión, un aviso sobre este tema Una autoridad en la materia, miembro de muchos jurados literarios, José Vergés, de «Destino», se hace eco de esta preocupación y coincide en lo mismo: La novela actual está en crisis. Y sin embargo, hoy se escriben más novelas que nunca. Esto tampoco se puede n e g a r^ C u á l será, p u e s J a causa de esta crisis, en el supuesto de que sea verdadera?... Sebastián Juan A rbó no cree que se acierte en las causas ni, menos, en las consecuencias del mal, que, según como se mire, igual resulta un bien. Es evidente que la novela como género está enferma; pero se equivoca, en general, el diagnóstico. P ara este novelista y escritor, no hay decadencia en la novela, pues nunca se han publicado tantas como ahora; v nunca ha ha bido tantos novelistas como en estos momentos. Tal vez>exista una satura ción, un exceso, una especie de inflación, debidos al gran auge alcanzado por la novela en los últimos tiempos. Este esplendor se alcanzó con la obra de los grandes maestros de la se gunda mitad del siglo pasado, de este Siglo de Oro de Europa que se mani festó en la últim a centuria y que tuvo en Rusia su centro principal, pero en el que figuraron todas las naciones. Como ocurre siempre —sigue diciendo A rbó— , el éxito atrajo a toda una caterva de ambiciosos, los cuales, deslumbrados por el señuelo del mismo y la popularidad y a veces de! dine ro, acudieron a la novela; al lado de éstos, se vio a hombres de valor excep cional acudir tam bién a ella, como el vehículo mejor para llegar al público. 11
Ensayistas natos como Huxley, sociólogos como Wells, filósofos como Sartre, pensadores como Unam uno, entre otros, y muchos más nos dieron sus lucubraciones, sus teorías, sus sueños, en form a de novela. También los poetas, a la vista del desvío del público, buscaron en la novela su medio de expresión. Toda la novelística actual sudamericana parece más obra de poetas que de verdaderos novelistas, y esto podemos com probarlo, asimis mo, en buena parte de la producción actual española. Al lado de aqúeJlos, que eran autores de valer, inteligentes y de vasta cultura —aunque no creadores—, vinieron los logreros, los del cliché y la fórmula, los que, con cierta habilidad, con talento a veces, pero, sobre to do, con sentido práctico, siempre husmeando de qué lado soplaban los vientos, construyeron tam bién su novela, o su novelita; consiguieron per miso y a veces éxitos de venta que no alcanzaron nunca los otros. Todo lo que vino con una apariencia de novedad y novedoso; todo lo raro por raro, fue alabado, propagado y vendido; todas las osadías, las lo curas, encontraron sus panegiristas. Los temas elegidos con preferencia: el erotismo desenfrenado, el homosexualismo, la prostitución, los vicios y las taras e irregularidades del hombre, y cada día se daban nuevos manjares al gusto estragado del público, al afán morboso de novedades. La crítica, desorientada siempre y arbitraria a veces, permitió que se impusieran algunas creaciones que no tenían otro mérito que el señalado y que fueron presentadas como modelos, como señeras de la nueva manera de novelar y acogidas así por la m ayoría de los lectores engañados y, tam bién, desorientados. La mitad del éxito de la nueva novela estaba asentado sobre estas ba ses. De este modo, se llegó al exceso, a la saturación, a la inflación, y como en todas las situaciones de saturación, de desequilibrio entre producción y consumo, se produjo la reacción, es decir, la crisis, que es el punto en que estamos. A juicio de Juan Sebastián Arbó, novelista de fam a y Premio Nadal, en el fondo, no existe otra cosa en esta crisis: se trata de la vuelta a la nor malidad, al retorno a los viejos cauces; se trata de una reacción saludable y necesaria, dado el exceso a que se había llegado. Porque es preciso que caigan las máscaras; que se despoje de su disfraz a los farsantes y a los logreros que han convertido el arte —y no sólo el de novelar— en mercadería. Es preciso que se hunda lo falso para dejar paso a lo auténtico, y que lo auténtico permanezca, y que, al final, quede solo en la palestra el que escribe por vocación, el artista. En esta galería pueden inscribirse todos los grandes, los que hicieron su obra, no en la espera de premios, de éxitos de escándalo, o de circunstancias; aquellos cuyo único 12
premio estuvo en la realización de la obra y no podía haber premio de más valor. Fueron los que hicieron su obra pasando hambre, sufriendo priva ciones, como Cervantes, o como Mateo Alemán; los que padecieron perse cución y destierro, como Dante, o como Quevedo; pero que entre dificulta des, miserias y persecuciones, nos dieron esplendorosa la creación del espíritu; se salvó, como decía el poeta, lo esencial, y no hubo nada que pu diera impedirlo. j' A hora lo que hace falta es que la reacción alcance a los autores y no sólo al público. Desinteresarse por un libro, no cuesta gran cosa; hacer el libro bueno ya es problema más intrincado, porque no sólo depende de la voluntad, sino del talento y de las dotes naturales que uno tenga de narra dor.
II.
LOS NOVELISTAS HISPANOAMERICANOS
A la hora de hablar de crisis de la novela y de la novela actual españo la, hemos de tener en cuenta a los del otro lado del mar que hablan y escri ben en la lengua de Cervantes. Fue Jorge Luis Borges —candidato al Pre mio Nobel— el que un día, con su famosa obra Historia universal de la in fancia rompió fronteras por donde escaparon después muchos autores de habla española, los mismos que acabaron con el monopolio que venía ejer ciendo la M etrópoli sobre el idioma de Cervantes. Fueron, entre otros muchos, Cortázar, Vargas Llosa, García M ár quez, Octavio Paz, Salvador Elizondo, Manuel Scorza, y el más clásico de todos ellos Miguel Angel Asturias, que precisamente por este clasicismo, aparte otras circunstancias políticas, consiguió en 1967 el Premio Nobel de Literatura. Es un nuevo aire que nos llega de retorno de los países americanos, co mo escribió un día Joaquín Garrigues Walker. Es el eco de nuestro propio idioma. Es el lenguaje que se renueva para no morir. Es, en frase feliz y un tanto tópica ya, el «aggiornamento» de nuestro idioma, su puesta al día, que no es sólo producto de los españoles, sino también de los hispanoame ricanos. Alguien ha dicho —el citado Joaquín Garrigues— que, hoy por hoy, con los debidos respetos, esta puesta al día lo están haciendo con más gar bo, con más estilo, con más fuerza los autores americanos que los españo les. Yo no diría tanto, aunque tampoco esté conforme con las ideas defen didas por Gironella sobre el particular en la famosa polémica entablada a 13
propósito de los novelistas actuales del otro lado del Atlántico. En esto, co mo en todo, debemos reconocer defectos y virtudes. Y los autores contem poráneos sudamericanos poseen unos y otras. En lo que sí estoy del todo conforme es en la afirm ación que hace refi riéndose al lenguaje: las lenguas —dice— avanzan, retroceden, viven y mueren como los pueblos. Las lenguas muertas, que estudiamos hoy como reliquia de nuestra historia pasada, no recibieron en su momento, como hoy el castellano, nuevos aires de renovación. Millones de americanos contribuyen hoy con nosotros a m antener vivo el idioma español. Es una labor diaria de creación, de f'cla’u oración entre el hombre de letras y el hombre de la calle. Nuevas palabras, nuevas expresiones que adquieren carta de naturaleza en nuestro común diccionario. Porque no sólo es el escritor el que «inventa» nuestro idioma día a día. Somos todos nosotros los que colaboramos para m antener vivo el patrim onio espiritual de la pa labra. Es el escritor, y lo es también el lector; pues la lectura —en expresión de Ortega y Gasset— es siempre una colaboración. La palabra, como tan tas otras cosas, se ha convertido en nuestro siglo en un producto de consu mo masivo. Transm itirla a los demás —viejo oficio artesano— es hoy una moderna y potente industria. P ara atender esa demanda ilim itada se mul tiplican las empresas intermediarias entre el escritor y el lector, como son las agencias de noticias, editoriales y empresas periodísticas. El escritor argentino Julio Cortázar ha dicho que «en literatura sufri mos, como en otros muchos casos, las desventajas de nuestras ventajas: in teligentes, adaptables, rápidos para captar los rumbos de la circunstancia, nos damos el triste lujo de no acatar la distancia elemental que va del «amateurismo» a la «profesión». Pues bien, estos autores y novelistas hispanoamericanos tienen m u chas cosas que decirnos sobre el particular. Sin entrar en la polémica, queremos resumir aquí lo que leimos hace tiempo en un periódico de pro vincia y que firm aba Renato Lar. El articulista comenzaba diciéndonos que, después del apogeo del lla mado «boom » de la novelística hispanoamericana, es decir, de los elogios prácticamente unánimes al pequeño y heterogéneo grupo de escritores a los que suele aludirse con esos términos, ha llegado la hora de las discrepancias y de tiempo a esta parte, las alabanzas amenguan y menudean los ataques Estos van desde la atribución del éxito de las figuras máximas del «boom » a un aparato publicitario, muy bien m ontado por ciertas empresas edito riales, hasta los reproches de carácter ético o político a dichas figuras. Uno de los que últimamente han destacado en el ataque a los novelis 14
tas de m oda sudamericanos es el notable escritor español Juan Benet, un ingeniero de puentes y caminos que nació en Madrid en 1927 y para las letras hispánicas en 1961, con un libro de cuentos titulado Nunca llegará nada. Juan Benet, autor de la novela Una meditación, llegó a ganar un pre mio muy cotizado por los novelistas: el de la casa editora Seix Barral. Y precisamente lo obtuvo con la novela citada, la cual ha sido considerada como una de las más im portantes de las escritas en España dentro de los úl timos treinta años. Pues bien, para este escritor, el novelista citado Julio Cortázar sólo es buen escritor cuando toca temas que puede desarrollar en pocas páginas; no en textos de largo aliento. «Su capacidad —ha dejado escrito en la revis ta cultural peruana A m a ru— es sobrenatural para escribir tres páginas sobre un pequeño suceso. A hora, para escribir, no cien, sino veinticinco, me parece que el hom bre hace agua». Es más, afirma que es «intelectual mente deshonesto», toda vez que «los problemas literarios no se los ha planteado con honestidad y ha cogido el rábano por las hojas en el sentido en que podía aprovecharlo mejor». Según Benet, Cortázar es «una especie de calculista de lo que le conviene hacer», un «inversionista de la literatu ra». No queda mejor parado de este ataque furibundo Borges. «A mí Borges no me dice nada —escribe con desenfado—. Y no me interesa este tipo de juegos seudo filosóficos sobre asuntos, digamos, de la cultura. Eso de que Borges consuma un librito breve... sobre las connotaciones filosóficas de la paradoja de Aquiles y la tortuga, o sobre la transcendencia del núme ro pi, a mí no me interesa nada. Primero, porque Borges revela una igno rancia supina sobre estos temas». Y sigue adelante Juan Benet metiéndose con el Premio Nobel Miguel Angel Asturias, al que considera «una calamidad» y «no sabe hacer la o con un canuto». El mejicano Carlos Fuentes, joven, pero indiscutible miembro del «boom » es «prototipo del escritor pedestre»; y no va a quedar de él nada, pues está haciendo todo lo posible para que no quede nada de su obra. José Lezama Lima, monumento vivo de la literatura cubana, no tiene mejor suerte. Para Benet, «es una fábrica de defectos. Primero, no tiene acento, no suena bien; suena como un carro viejo. Y luego, hay algo muy artificioso en él y algo de reelaboración. La palabra en él oculta la realidad en vez de sugerirla, de trascenderla. Y las posiciones de Lezama tienen, además, mucho artificio m ontado; es fácil ver que lo narrado es en cierto modo banal. Y luego, sí, recoge una tradición española y americana de profusión de lenguaje. 15
Hom bre difícil de complacer —escribe Renato Lar— y sin pelos en la lengua, Benet reconoce, sin embargo, la im portancia y el valor reales ad quiridos hoy por la literatura latinoamericana. Y el autor que más parece adm irar entre los vivos, su autor favorito, es Gabriel García Márquez, si bien prefiere hablar de obras y no de autores. Así, dos grandes libros son E l coronel no tiene quien le escriba y Cien años de soledad. De estos libros opina que uno es «un paisaje de la Villa Medici y el otro de Las Meninas; uno es una gran composición, un cuadro de intenciones totales y el otro un apunte hecho en un jardín. A hora que el apunte ese revela una gran canti-dad de tacto, de conocimiento y de sabiduría». Se salvan, también, M ario Vargas Llosa, o mejor, L a casa verde, no vela compleja, delicada, sinuosa, llena de entresijos, de vericuetos, de complicaciones, y dos libros de Alejo Carpentier: E l siglo de las luces y E l reino de este mundo, que es asombroso y lo mejor de él. Con todo, esos cinco libros, cree Benet que son obra de azar y nada tiene que ver con un «fenómeno colectivo que de colectividad no tiene na da», con esa «aglomeración de escritores» conocida como el «boom». Pero de ningún modo se considere que son poco, pues «¿qué hizo el pre-Renacimiento aparte de unos sonetos de Petrarca y La Divina Come dia? ¿Qué hizo la épica? ¿O es que van a tener un criterio volumétrico o nu meral? Arbitrario, deliberadamente contradictorio, Benet, en esa conversa ción con dos jóvenes escritores peruanos que publica «Am aru», aparece más saludable y alegre que la mayor parte de quienes siguen la moda «A nti boom». Y a pesar de lo mal que trata a escritores tan admirables como Borges, tan estimables como Cortázar, Guimaraes Rosa y Lezama Lima —termina el articulista— , bien puede decirse, como alguna vez Vargas Llo sa, que no hay nada inquietante en estos vaivenes de la opinión, sino todo lo contrario: que la obra de los narradores latinoamericanos contem porá neos despierte entusiasmo e irritación y que concite polémicas que desbor den los círculos intelectuales, es un síntoma de vitalidad literaria sumamen te alentador.
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GABRIELA MISTRAL Su verdadero nombre era el de Lucila Godoy Alcayaga, y había nacido el 6 (otros dicen el 7) de abril de 1889 en Vicuña, pequeña ciudad chilena del valle de Elqui. Su padre y su madre eran chilenos, de cepa española crecida en Indias, posible mente un tanto vasca, mezclada con sangre indígena procedente de alguna súbdita de los incas. Comenzó pronto a escribir en periódicos y revistas de su tierra. Fue maestra y durante muchos años se dedicó a la enseñanza en distintas escuelas e insti tutos de su Chile querido. Ganó premios y concursos literarios. Rubén Darío la lan zó a la fama de la universalidad. El gobierno de su nación le nombró «Cónsul» en distintos países europeos, entre ellos España. En 1945 recibió el Premio Nobel de Literatura. Falleció en 1957 en Estados Unidos.
GABRIELA MISTRAL Poetisa chilena y eximia escritora hispanoamericana I.
UNA VIDA EN EL YUNQUE DEL DOLOR
La ilustre escritora e investigadora portorriqueña M argot Arce, que conoció como pocos a la persona y a la obra de nuestro Premio Nobel chi leno, ha dicho de ella que no era uno de esos poetas que nos parecen próji mos de sus versos, que dan 1a- impresión de vestirse la poesía cuando les viene en gana y de desnudarse de ella como quien se quita una prenda que no le entalla. La Gabriela que nos da su obra, esa imagen que el lector va componiendo poco a poco, podía sentarse lado a lado de la real como una herm ana melliza. Solamente el observador muy atento sorprendería los le ves rasgos diferenciadores. Lucila Godoy Alcayaga, nació en Vicuña, en el valle de Elqui, «oloro sa tierra», al norte de Chile el 7 de abril de 1889. Era nieta de argentinos, y su padre y su madre eran chilenos, de rancia cepa española crecida en In dias, posiblemente un tanto vasca, mezclada con sangre indígena, proce dente de alguna súbdita de los incas. Alguien ha supuesto también que por sus venas corría sangre judía, tal vez basado en dos versos suyos: «yo nací de una carne tajada en el seco riñón de Israel», o en la afición que Gabriela M istral mostró desde joven por la lectura de la Biblia y por los temas bíblicos que estarán siempre presentes en su obra. Poca consistencia deben tener tales argumentos, aunque nuestra poeti sa nos diga «Gabriela es una mestiza de vasco». Para mí que se trata de una chilena cabal, de pies a cabeza, y dentro del campo de las letras, una poeti sa universal de habla hispana. Lucila Godoy tuvo vocación de m aestra ya desde niña. Y bien quisiera 19
recordar ahora los versos que un día, ya lejano, siendo yo tam bién niño, me recitaron de ella y que le decían, en plegaria am orosa a Cristo, que le enseñara a enseñar, que El, M aestro bueno, le enseñara a ser buena maestra de escuela. Tal vez aquella tem prana vocación le viniera del padre, aunque éste abandonara el hogar cuando Lucila tenía tan sólo tres años. El padre era maestro de enseñanza prim aria y poeta de circunstancias. Tal vez aquel hombre inyectara en la pequeña un amor y una entrega por la docen cia de que hará gala toda su vida. Maestra será, igualmente, su única hermana, Emelina, mucho mayor que Lucila y que se convertirá para ella como en una segunda m adre, confi dente y orientadora de su infancia. Carmen Conde, nuestra eximia y deliciosa Carmen Conde, gran amiga de Mistral declara que en una conversación habida con ella le oyó decir que ella nunca tuvo vocación de maestra; por el contrario, le confesó que, co mo era mala estudiante en la escuela rural, la maestra doña Petronila se la devolvió a la familia con las siguientes y expresivas palabras: —Oiga, comadre, aquí tiene la niña. H aga otra cosa con ella. Gabriela Mistral es autodidacta, independiente y soñadora. Cuando traten de enseñarle labores caseras, se negará a aprenderlas porque se decía: «En cuanto me vean útil para la casa, estoy perdida». Sea de ello lo que fuere, por vocación o por imitación, Lucila Godoy fue maestra de primaria, iniciando las tareas docentes como ayudante en la escuela de la Com pañía Baja, aldea vecina a ciudad de La Serena. En cali dad de ayudante la veremos poco más adelante en la escuela de la Cantera. Aquí conoció a un joven ferroviario, con el que parece m antuvo un idilio amoroso de corta duración, aunque m añana, en la vida de la poetisa, sea musa e inspiración de muchos de sus poemas elegiacos, cuando el apuesto galán se suicide y en uno de sus bolsillos se encuentre una tarjeta amistosa enviada por nuestra jovencita y bella maestra. ¡Joven y bella! Los que la conocieron y trataron nos dicen que era por aquel entonces —años 1906 al 1909— una m uchacha alta, delgada, blanca, ligeramente rubia, de facciones agraciadas, como puede com probarse en dibujos de la época de cuando colaboraba en revistas como, por ejemplo, la titulada «Familia». Tenía los ojos verdes y las manos tan poco campesi nas, que alguien las com paró con un lirio. H abrá que creer al eminente escritor chileno Julio Saavedra Molina, que es quien nos extrema este detalle, toda vez que las fotografías que nos han quedado más tarde de Gabriela Mistral no le favorecen demasiado, a no ser precisamente sus ojos, que se me antojan un poco, por lo claros y tristes, a los de nuestra Rosalía de Castro. 20
El mismo Saavedra M olina nos dirá que «en cuanto a seducción, más bien esfinge que ninfa». Y creo que acierta plenamente. Sin embargo, Lucila Godoy amó y amó apasionadamente. Cuando Dulce M aría Loynaz, cuyo talento lírico es tan grande como su talento analítico, en sentir de Carmen Conde, estudie y analice con cierto rigor a nuestra poetisa, tendrá que reconocer que muchos años después de aquel primer am or y del suicidio de Romelio Ureta, «surgió otro hombre en su vi da, al que amó intensamente y también desdichadamente. Estaba ella en la treintena, que es cuando las pasiones alcanzan plenitud en nuestro pecho; pero estaba además en su camino, en el que era ya su verdadero rumbo. Y el hombre no la dejaba andar, no la quería allí, tenía celos del glorioso des tino de su amada. Aquello había que acabarlo, y Gabriela lo acabó. Esta vez fue ella mis ma, con sus manos, quien rompió el nudo que pretendía nada menos que am ordazar el canto de los pájaros, el bram ar del torrente. Bien roto estuvo, pues... Dios se lo pague». P ara aquel entonces «Desolación» se había hecho famoso en el mundo y Lucila Godoy se había convertido en Gabriela Mistral. Mientras tanto, ella irá recorriendo, como maestra, distintas escuelas rurales y distintos li ceos de Santiago, Traiguén, A ntofagasta y de la ciudad de Los Andes, ciudad cordillerana en el camino de la Argentina. Gana la «Flor Natural» con tres de sus «Sonetos de la Muerte» en los Juegos Florales celebrados en la ciudad de Santiago el año 1914. Colabora en revistas, como la denomi nada «Elegancias», de la que es director, en París, Rubén Darío, que le im pulsa a la fam a pues, hasta entonces, era poco conocida. «Yo, Rubén, soy una desconocida —escribirá en una de las cartas que escribe al poeta nicaragüense— ; yo no publico sino desde hace dos meses en nuestros «Su cesos»; yo, m aestra, nunca pensé antes en hacer estas cosas que Vd., el ma go de la Niña-Rosa, me ha tentado y empujado a que haga. ¡Es Vd. cul pable de tantas cosas en el campo juvenil! ¡Si supiera, si supiera!». El prestigio de nuestra escritora y poetisa se afianza y, de los años 1915 al 1918, su producción es abundante. De esta etapa conservamos el testi monio vivo de M argot Arce: «En 1918 va Gabriela a Punta Arenas, en el Estrecho de Magallanes, como directora del Liceo de Señoritas. Permanece dos años en aquella tierra inhóspita, en voluntario destierro, huyendo de los lugares en donde había vivido el terrible dram a de su amor. Acosada por recuerdos crueles, desolada, sangrando aún de sus heridas, vuelca sobre el nuevo paisaje su dolor y su apetito de muerte». Este es el mom ento en que diarios y revistas del Continente y de Espa ña reproducen los poemas ya conocidos de Gabriela Mistral y algunos 21
otros nuevos. Este es, también, el momento en que desarrolla una gran ac tividad epistolar y de correspondencia con poetas im portantes hispanoame ricanos, como Amado Ñervo, Enrique González M artínez y José Vascon celos. Es la Gabriela Mistral «alta, eurítmica, evocadora de la Roma m atronal. Se dijera form ada para portar la noble y amplia elegancia de la túnica inmaculada, tal y como nos la describe Fernando García Oldini. Es la Gabriela Mistral, antes de rostro blanco y ahora tostado al sol y al viento trigueño, tocado de rosas. La Gabriela Mistral de ojos verdes, mansos, ojos buenos, húmedos y de dulzura como los debió tener Jesús, ojos por donde se asoma y parla suavemente, con sonrisa fraterna y sedosa, un alma nutrida de dolor. La Gabriela Mistral de nariz algo encorvada al estilo de un pico de águila. Labios acentuadamente caídos en la comisura; trazo de sufrimiento; amarga cicatriz que la uña enorme de la vida dejara en el rostro al clavar sus venganzas insondables. Y ante todo, un alma de mujer, clara y fresca como un vaso de agua fresca y clara... Ahora son muchas las personas que se disputan el mecenazgo de nuestra escritora. Es don Pedro Aguirre Cerda, el político influyente, a quien, agradecida, dedicará su primer libro de versos «Desolación». Y son algunas ilustres damas, flor y nata de la sociedad chilena, las cuales, hechi zadas por el trato de Gabriela Mistral, por sus dotes espirituales y sus afi ciones teosóficas, contribuyen a abrirle la vereda de rosas y la gloria por donde discurrió luego su vida literaria, que no su vida de mujer. Y será, igualmente, el citado José Vasconcelos, el culto ministro mexicano, que, de regreso de Río de Janeiro y a su paso por Chile, se entrevistará con nuestra poetisa, invitándola a pasar una larga tem porada en México para colaborar en la creación de numerosas bibliotecas populares y en la reform a educa cional de aquel país, adonde partió en junio de 1922. En México le agasajan los poetas reunidos en un almuerzo en el bos que de Chapultepec. Los escolares cantan en alegre estudiantina sus ron das. Ella, Gabriela, residirá en una quinta de San Angel, en los alrededores de la capital del antiguo imperio azteca. Se inaugura la escuela que lleva el nombre de «Gabriela Mistral», escuela-taller cuyas alumnas tenían de quince a treinta años. Cuando la poetisa chilena ocupe la cátedra, hablará del «don de las almas, el mayor que ve la luz». Por su parte los amigos neoyorquinos, por medio del profesor don Fe derico de Onís, de la Universidad de Columbia, en la ciudad de Nueva York, el cual eligió a Gabriela Mistral como tema de una conferencia que dio en el Instituto de las Españas, quedaron tan impresionados con la hon dura y obsesionante belleza de sus poemas, de los versos que citaba a lo lar 22
go de su charla, que sintieron grandes deseos de conocer mejor la obra de esta mujer extraordinaria. Y ved de qué modo tan sencillo y a la vez tan amoroso nació «Desola ción». Todavía en México publicaría, por medio de la Secretaría de Educa ción Pública, un libro titulado «Lectura para mujeres», y que no es otra cosa que una recopilación de obras en prosa y en verso de varios autores, y también de obras propias, unas ya publicadas y otras inéditas, precedidas de una exposición doctrinal. Cumplida su misión en este país, viaja por Estados Unidos y por va rias naciones de Europa, entre ellas España, donde, de residencia en M adrid, publicó «Ternura», un librito a base de poemas publicados ya en «Desolación» y de otros nuevos e inéditos. Estamos ahora en el 1925. Gabriela Mistral regresa a Chile donde es acogida en olor de m ultitud y cálidamente homenajeada. El Gobierno, por no ser menos que la Universidad que le había nom brado «profesora del Es tado», la jubiló con su mayor renta, en homenaje a sus obras. La gloria de Chile entra a form ar parte del cuadro de los políticos de su momento y de la política de su nación durante la presidencia de Juan E. M ontero, ocupando el cargo de cónsul de Nápoles y de M adrid el año 1933, en pleno auge y descalabro de la segunda República Española. De Madrid, sin mucho éxito en el siempre difícil campo de la diplomacia, pasó a ser cónsul también en Lisboa, donde vivió, si bien un poco en lejanía, la dolorosa e irrestañable experiencia de la guerra civil española. Quizá la viviera más de cerca, poco después, en París y por el año 1937, cuando tuvo oca sión de tratar con muchos españoles del exilio forzado o voluntario. Es de nuevo M argot Arce la que nos cuenta que su habitación del H o tel M ontpensier era el punto de reunión de los españoles que estaban en París en aquellos trágicos días. Y cómo de sus preocupaciones y desvelos salió el magnífico donativo de su hermoso libro «Tala» para la residencia infantil de Pedralbes, en Barcelona. ¡Qué delicadeza y qué ternura en las sencillas palabras que puso al frente de la dedicatoria que suena así: «Alguna circunstancia me arranca siempre el libro que yo había dejado para las Calendas por dejadez criolla. La prim era vez, el M aestro Onís y los profesores de español en los Estados Unidos forzaron mi flojedad y publicaron «Desolación»; ahora entrego «Tala» por no tener otra cosa que dar a los niños españoles dispersados a los cuatro vientos del mundo. Tomen ellos el pobre libro de mano de su Gabriela, que es una mestiza 23
de vasco, y se lave «Tala» de su miseria esencial por este ademán de servir, de ser únicamente el criado de mi am or hacia la sangre inocente de España, que va y viene por la Península y por Europa entera». Ya lo vemos. Gabriela Mistral, corazón de madre, alma generosa y se ductora, ha «rodado tierras» hasta saciar el ideal del perfecto chileno, des cendiente de los más andariegos conquistadores y habitante de unos valles y escondrijos pintorescos, pero situados en la periferia del mundo civiliza do. Pero, como escribe bellamente Julio Saavedra Molina, el chileno es también criatura que está siempre quejosa de su suerte, de su país, de la vi da o de cualquier cosa. Por eso a nadie sorprendería que Gabriela Mistral estuviera quejosa del lote que le había cabido de penas y placeres. La Segunda Guerra mundial le sorprende en Niza. Viaja entonces al Brasil, siempre en calidad de cónsul, y recorre varias repúblicas sudameri canas. Los últimos años de su vida los pasa en Estados Unidos. En 1945, muy delicada de salud, recibe el Premio Nobel de Literatura y todavía tiene hum or y valor para viajar a Estocolmo. La muerte le acecha. Pero aún tiene tiempo de publicar en Santiago de Chile otro hermoso libro de versos, «Lagar», continuador de la veta de «Tala». Y en 1957, un 10 de enero invernal, muere en el Aospital de Hampstead, pequeña ciudad industrial del Estado de Nueva York. Ella deseó que sus restos mortales descansaran en la pequeña población chilena de M onte Grande, donde la universal poetisa pasó los mejores años de su infancia, y allí están esperando la resurrección de los muertos, mientras sus poemas, y ella misma como poeta, siguen vivos, inmortales y eternos. Cuando, m uerta ya y viva a la vez para las Letras Hispanoamericanas, se descubra su testamento, allí volveremos a encontrarnos con cosas íntimas y deseos para la posteridad de nuestro Premio Nobel. Ante todo, su Chile querido. Para él la «M edalla de Oro y el Pergam i no» que le fueron otorgados por la Academia Nobel de Estocolmo. La O r den de San Francisco sería su custodio mejor. Después, los niños —los ni ños de la inmortal m aestra que fue Gabriela— ; los niños pobres del pueblo de Monte Grande, del valle de Elqui, para los que deja «todos los dineros que se me deban o que provengan de la venta de mis obras literarias en la América del Sur... Dichos dineros deberán ser pagados a la referida Orden de San Francisco, la que los recibirá y distribuirá..., sin tom ar en cuenta el credo religioso o cualquier otra afiliación de cualquier niño o niños». Carmen Conde —de la que no me resigno a no escribir un ensayo sobre su vida y su obra— ha tratado muy de cerca a nuestra Gabriela Mistral y ha dicho cosas muy bellas de su entrañable amiga. La vio apare cer en España con el andar reposado y la estatura procer de su ascendencia 24
vasca y aymará, toda sonrisa blanca sobre la tez dorada, con el alma en los ojos, unos ojos magníficos a flor de agua profunda. La vio luego y trató mucho en M adrid, cuando vivía en un piso alto de la avenida Menéndez Pelayo, desde cuyos balcones se asomaba ella muchas veces; por la m añana tem prano, para oler la tierra m ojada de sus macetas; para recibir la caricia del aire fresco cuando el exceso o la insistencia de las visitas consulares, o ligeramente amistosas, la abrumaba. Carm en Conde recuerda a pocas personas de las muchas que acudían a este piso madrileño donde vivía Gabriela. Pero sí recuerda a Palma Guillen, la amiga mexicana, muy querida, que luego se casó con un gran catalán. Y recuerda mejor todavía a aquella jovencita de entonces, estu diante ella, y que se llam aba Concha Zardoya, escritora y poetisa singular, y por añadidura profesora de nuestras Letras en universidades norteameri canas. Como recuerda sus paseos por el Retiro y por la Casa de Fieras; pa seos que a Consuelo Berges se le antojaban, para Gabriela, enferma, de nostalgia de trópico, aterida de frío en pleno mes de junio madrileño, como un mínimo trasunto de sus climas preferidos. O acaso su franciscanismo, tan verídico, gustaba de mezclarse allí, en aquella hora lavada de impure zas urbanas por el rocío y por el sueño, con los animales y los niños, criatu ras elementales de Dios. Carmen Conde la recuerda allí, en su despacho, que tenía una ventana lateral al citado Retiro, fumando infatigablemente. P or momentos callaba o hablaba lento, mientras la amiga la escuchaba como a un oráculo. Fue entonces cuando nuestra insigne escritora y novelista, hoy Académica de la Lengua, supo de la chilena universal cosas que sólo se cuentan en la mayor intim idad y secreto a los amigos de verdad. Tuvo dolorosas noticias de su corazón y aprendió a quererla como se quiere a un ser humano insusti tuible, cuando ya la adm iraba como a un poeta de primerísima sangre divi na.
II.
UNA OBRA PO ETICA QUE ES DOLOR, TERNURA Y ESPE RANZA
Cuando Gabriela comienza a entrar en el mundo de las letras, estaba de moda el movimiento modernista de Rubén Darío, que lo llevó a sus más altas cimas. El crítico hispanoamericano Julio A. Leguizamón quiere ha cernos ver que este movimiento renovador no se debía a influencias france sas, ya que, si es verdad que en Francia romanticismo, parnaso y simbolis 25
mo fueron fases sucesivas e incompatibles de su evolución poética, en His panoamérica coexistieron armónicamente las tres formas. P ara él, en la li teratura modernista de habla española —no obstante sus influencias— pre valece la form a hispánica de la crisis universal del espíritu y las letras que inició hacia el año 1885 la disolución del siglo XIX. Sin embargo, esto no es del todo exacto. Rubén Darío recibió, en un principio, influencias varias de los poetas españoles del XIX; pero más tar de, siempre en busca de nuevos caminos, volvió la vista a los poetas france ses parnasianos y simbolistas, de modo especial a Verlaine, por el que sentía verdadera adoración. El ejemplo más claro lo tenemos en «Prosas profanas», libro en el que predom ina la nota sensual y los ritmos de origen francés. No hay duda de que Rubén Darío influyó en Gabriela M istral. El Ru bén Darío a quien se volverían los ojos de nuestro Premio Nobel cuando en su pluma se hizo ya palabra la voz que al pasar del tiempo sería suya y sólo suya; que nada tendría que ver con nadie. Hasta muy entrado el siglo XX, Rubén y sus seguidores —escribe C ar men Conde— continuaron escribiendo como lo que eran, los autores de la plenitud del modernismo. La muerte interrumpió la repetición de su obra. En 1910 estaban ya todos consagrados y casi agotados. Un pozo poético se les estaba secando a los modernistas: el del parnaso, con sus bellos exte riores, visuales, de museo artístico. A este propósito, nuestra insigne académica cita un ensayo de Anderson Imbert, el cual asegura que algunos «bom beaban del pozo simbolista un agua honda, fresca, serena. Otros eran exploradores de nuevas fuentes de juventud verbal y se rejuvenecieron al rodearse de la admiración de los jóvenes. Los jóvenes, sin embargo, no se dieron por satisfechos: a ellos les estaba reservada la tarea de hacer triunfar la incoherencia. Rubén Darío, a pesar de su culto al misterio, había sido un poeta claro. ¿No había sido in teligible (todo lo hermético, todo lo difícil que se quiera, pero en el fondo inteligible) la poesía de 1850 a 1880, aun en Baudelaire, Verlaine y Mallarmé?». P or lo que a nuestra Gabriela M istral se refiere, no parece guardar un parentesco cercano con los virtuosos del modernismo; y sin embargo, sus m etáforas tienen ésa costumbre de la familia simbolista que consiste en sal tar al abismo con una antorcha en la mano y en ilum inar en la caída lo si nuoso y escabroso de la vida interior. Gabriela M istral, postm odernista, no se preocupó de ser elegante en la form a y era inmensamente apasionada. A juzgar por lo que dice el crítico arriba citado, la incomparable poetisa chi 26
lena estuvo más cerca de los románticos que de los modernistas; ya que si ellos, inform aron su cultura inicial poética, pronto se desprendió de su influencia —que fue leve y pasajera— para abocar a un estilo austero, re cio, desaliñado al parecer, pero que la vertía íntegramente en la verdad. La realidad transform ada por el ensueño y conservando de ella la sangre ca liente de la vivencia absoluta. Ella comienza a escribir cuando el modernismo ha dicho todo cuanto tenía que decir. Comienza su obra a la luz de aquel estilo; pero un tremen do acontecimiento hum ano irrumpe en su poesía: el dolor que, como una poderosa palanca, va a desgajar a nuestra poetisa de un ambiente que podría haberla condenado a la mediocridad. Y por el dolor accede al clima lírico que, año tras año, acendra hasta exhaustarla, ya que es su propia vi da la que va comunicando a su poesía. Los críticos estudiosos de Mistral han visto en ella influencias del cita do Rubén Darío y de este otro poeta hispanoamericano que se llama Var gas Vila. Pero la clarividente M argot Arce dirá que la poesía de Gabriela Mistral quedará siempre como una reacción frente al rubendarismo: poesía sin form a atildada, sin virtuosismos verbales, sin evocaciones de épocas ga lantes o aristocráticas; poesía de un alma campesina, primitiva y fuerte co mo la tierra, y de un acento muy puro donde faltan los ecos supercultos de Francia, achaque de modernistas. Es más, frente a la literatura hispano americana, im itadora en tantas ocasiones de los modelos europeos, esta poesía tiene el mérito de la originalidad cabal, de la voz propia, auténtica, lograda con voluntad consciente. La afirmación en ella del yo íntimo, aje no a lo extraño, la hace profundam ente hum ana, y por hum ana, de valor universal. De la misma M argot es la expresión de que Mistral tenía para la América hispana la misma significación que Unamuno para la España mo derna. Representaba lo esencial y lo típico de la raza hispano-americana, como U nam uno lo típico español. En su sangre se mezclaban lo vasco y lo indio: por el espíritu rebelde e individualista era muy española; muy india en los silencios como abismos y en la actitud hierática de ídolo de piedra. A este valor representativo racial se suma el gran valor de su obra literaria, docum ento incomparable por lo que revela de su persona, por el inconfun dible acento americano. Bien podemos decir y sostener que nuestra Gabriela es distinta a las otras grandes poetisas hispanoamericanas. Como Am ado Ñervo y como el mismo Rubén, ella es «cosmopolita». De ahí que su castellano no sea el de Chile, ni siquiera el de Castilla, ni el de América. «Es un sedimento am on tonado sobre el lecho primitivo por aguas de todas las vertientes: personas, libros, gustos, teorías. Es «su castellano». Y bien lo sabía ella. Y no lo 27
ocultó nunca. Porque ha sido en ella misma en quien ha tenido que obser var en primer término la lucha de que habla en su artículo «Sobre el chileno Torres Rioseco»; lucha entre el chileno que pugna por salvar su castellano y el ambiente extranjero que lo absorbe». Como todas las personas de rica vida interior, Gabriela Mistral es si lenciosa, fría y hasta taciturna; y ha vivido, como ella misma lo expresa «muy sola en todas partes», escribiendo «como quien habla en la soledad». De su obra, lo más conocido, son sus poemas y de modo especial, sus libros «Desolación», «Tala» y «Lagar». Pero hay que convenir en que escribió, igualmente, muchos artículos y ensayos en prosa en los principa les diarios de América hispana. Artículos de temas varios, siempre intere santes, con finas y sustanciosas observaciones; de modo especial, sobre los niños y la familia. En este sentido, las «Canciones de cuna» de nuestra uni versal chilena son tan conocidas como «Platero y yo» del tam bién poeta universal y Premio Nobel, Juan Ramón Jiménez. «Alma tremendamente apasionada, grande en todo —ha escrito don Federico de Onís— , después de vaciar en unas cuantas poesías el dolor de su desolación íntima, ha llena do ese vacío con sus preocupaciones por la educación de los niños, la re dención de los humildes y el destino de los pueblos hispánicos. Todo esto en ella no son más que otros modos de expresión del sentimiento cardinal de su poesía; su ansia insatisfecha de m aternidad, que es a la vez instinto femenino y anhelo religioso de eternidad». La publicación en 1922 de su primer libro de versos «Desolación» es uno de los hechos im portantes en la historia m oderna de la poesía hispano americana. La nueva voz —escribe M argot Arce— revela al punto su origi nalidad al destacarse sobre el coro de otras voces femeninas que logran en el momento del postmodernismo, según observación de Onís, la afirm a ción plena de su individualidad lírica. Es curioso observar cómo el mismo año 1922 en que apareció «Desola ción» se publicó también «Lenguas de diamante» de Juana de Ibarbouru. Espléndida, sensual, coronada de mirtos, las gentes se arrobaban con su canto, que era también un canto nunca oído, una estrenada melodía en la flauta de Pan. Esto escribe y suena dulcemente Dulce M aría Loynaz. Júzguese ahora el impacto que va a producir, al lado de aquel lirismo fresco y semipagano, los versos austeros, recios, salitrosos y quemantes de Gabriela Mistral. La citada escritora tendrá una comparación bíblica y acertada: «Tham ar frente a la Sulamita; Noemi junto a las rosas de Sarón». Efectivamente, fue así. La alegría pagana y resplandeciente de la poesía am orosa de la incomparable Juana de Ibarbouru aparecerá al lado del dramático acento bíblico, de la voluntariam ente desprendida de música 28
y miel que era la voz inolvidable de Gabriela Mistral. También los españo les echaron su cuarto a espadas al tiempo de aparecer «Desolación». Don Manuel de Monteliú escribía en agudo e interesante artículo refiriéndose al libro de versos de Mistral: «Su expresión se caracteriza por su violencia vol cánica y por su enorme fuerza sintética; su verso surge candente todavía de la fragua interior de la emoción en que largamente se ha forjado, y circuido de las llamas de un pensamiento en ignición perpetua. Es uno de esos poetas que llevan un mundo interior inmenso y profundo, que les dicta es pontáneam ente la ley de la belleza externa de sus creaciones, y en los cuales la fantasía, el pensamiento, la sensibilidad física y espiritual, forman una sola y misma cosa con la emoción, siempre palpitante, de vivir en medio de un misterio sagrado e inefable. Se comprenderá que un poeta así dotado, ha de poseer una enorme fuerza lírica». El lirismo de Gabriela Mistral hunde sus raíces en una tragedia vivida y en los sentimientos derivados. De tal manera que es difícil separar en su obra la parte de hechos vividos por la poetisa y la parte de situaciones ima ginadas. Nuestro Premio Nobel chileno, sin aclarar demasiado el drama amoroso que motivó sus desolados poemas, nos dice que en ellos queda sangrando un pasado doloroso, en el cual la canción se ensangrentó para aliviarla. Pero vividos o imaginados, los temas principales —escribe Carmen Conde— form an un tejido auténtico y único en el alma de la autora y tra duce ciertos momentos de la neurosis cuya curva asciende, primero, hasta la crisis trágica; luego desciende hasta devolverle la salud, hacia 1919 y los treinta años de edad, acto final del drama en que la resignación y nuevas ansias de vida, cortadas por recrudescencias del mal, le dictan los últimos poemas publicados. M argot Arce sostiene que los versos de «Desolación» no son «puros», ya que hunden sus raíces en lo biográfico y muestran en carne viva la escon dida llaga donde la hebra del canto se aguza, se hace delgada y firme. Y es cierto. Los poemas en que M istral manifiesta su desolación corresponden a un período determinado de su vida. Se trata de unos poemas que no han si do escritos por simple recreación o por mera enseñanza moral; sino que responden a trozos de una vida en dolor y desolación. P or esto mismo, y a pesar de los defectos formales que los más exigentes encuentran en esta obra, a pesar de la ausencia de arte, en el sentido de la cosa labrada por un artífice y maestro, los poemas de este libro se han hecho adm irar —dice Saavedra M olina— por aquellos que aprecian la sinceridad en las obras de belleza y valoran el diamante, aunque sea en bruto, de la expresión genuina 29
de la pasión, del dolor no aprendido y, en una palabra, del sentir sincero transpuesto en hallazgos verbales. Ningún poeta había expresado antes el dolor de la esterilidad como lo va a hacer en «Desolación» Gabriela Mistral. P or lo que este libro no es, como tantos, un libro de versos sin m ateria dramática. Al revés; es mucho la vida de su autora; de sus amores frustrados; sus esperanzas fallidas; de una muerte invocada y que no acude a cualquier llamada; de unos años que pasan estériles, sin hijos: «¡Un hijo, un hijo, mío! Yo quise un hijo tuyo y mío, allá en los días del éxtasis ardiente, en los que hasta mis huesos tem blaron de tu arrullo y un ancho resplandor creció sobre mi frente. Decía: «¡Un hijo!», como el árbol conmovido de primavera alarga sus yemas hacia el cielo. Sus brazos en guirnalda a mi cuello trenzados; el río de mi vida bajando hacia él, fecundo...» Gabriela no tuvo la suerte de ser madre de un hijo nacido de sus entra ñas. Y lo echó de menos: «La mujer que no mece un hijo en el regazo, cuyo calor y arom a alcance a sus entrañas, tiene una laxitud de mundo entre los brazos; todo su corazón congoja inmensa baña». Pero a Gabriela Mistral le cupo la suerte y la gloria de descubrir la veta de una poesía propiamente femenina, con el dolor hum ano a cuestas y con una cristiana simpatía. En este sentido, los «poemas de las madres» son una delicia, y ella misma nos diría sobre los mismos: «Aquí quedan estas prosas humanas, dedicadas a las mujeres capaces de ver que la santidad de la vida comienza en la m aternidad, la cual es, por tanto, sagrada». P or lo que los escribe con intención casi religiosa. Y luego su otro libro de versos «Tala». A rriba hemos escrito cosas de él: cómo surgió y cuándo lo escribió. Libro hermético —dicen que es_, que intriga al lector desde la portada, tal vez por los profundos cambios que se han operado en la vida de nuestra insigne poetisa chilena. Libro enigmático hasta en el título. Sabemos, sin embargo, que nació de un movi miento de am or hacia los niños españoles, «carne inocente», peregrina por los cuatro vientos del mundo en los años de la guerra civil. Libro de versos que se dan como una cosecha, «como pedazos cercenados de la entraña vi va, que dejan aún muñones y raíces. El acto de la creación se realiza para li 30
berarse, y entre el regazo de los troncos queda latente la promesa del bos que nuevo». . «Tala» no se parece en nada a «Desolación». Consta también de va rias secciones: M uerte de mi madre, Alucinación, Historias de loca, M ate rias, América, Saudade... Pero se le une y parece en las canciones de cuna, en «los juegos con albricias», en los paisajes, en el esoterismo que ya apare ce en «Los sonetos de la Muerte» y en otras composiciones. En este libro está presente la muerte de la madre —«ella se me volvió una larga y sombría posada»— , y señaló, al mismo tiempo, la paz que siente esperan do la vida futura en la paz de Cristo. En este libro hay poemas llenos de ter nura, y también épicos que nos recuerdan las odas del divino Herrera; poemas graciosos y sencillos; algunos de ellos vigorosos y aun complejos. Y es que, como vuelve a decirnos Carmen Conde, el dominio de la autora en su mundo poético ha crecido, y adquirido volumen y mayor den sidad si cabe. Es más objetivo, y ha tom ado un contacto más directo con la realidad. Con sus manos nobles tom a el mundo que ve y siente, para dár noslo en regalo espléndido de belleza y verdad. Pasarán bastantes años hasta que Gabriela Mistral publique un nuevo libro de versos. Será éste «Lagar», aparecido en 1954. M argot Arce recuer da a este propósito, que nuestra poetisa llamó a la paz «palabra maldita». H abía pasado por el mundo la Segunda Guerra Mundial, la guerra de Co rea, la guerra fría, la delación fom entada y retribuida, las persecuciones, los campos de concentración, los refinamientos de la tortura física y sicoló gica, los éxodos forzosos y en masa, la inseguridad, el recelo, el miedo, la histeria, las bombas termonucleares... Una subversión de valores tan abso luta que la paz se convierte en eso, en «una palabra maldita», y a los que quieren la paz, en sospechosos y perseguidos. Asco y náusea. Pero Gabriela M istrál, achacosa, enferma, desilusionada por tantas cosas, sigue andando su camino. Viaja y viaja sin descanso. Y su nuevo libro de versos «Lagar» recoge todas estas impresiones de viaje. Por eso im porta aquí lo anecdótico, si bien «recatado tras un velo de alucinación y ensueño». Pero im porta, sobre todo, el Lagar, el ancho lagar de la muerte, imagen del N octurno de «Desolación». Es el lagar de la vida y de la muerte que recibe el zumo amargo de la misma vida de nuestra poetisa; de su con ciencia hum ana y lírica. La soledad de una larga vida: «Soledades que me di, soledades que me dieron, y el diezmo que pagué al rayo de mi Dios dulce y tremendo». 31
«Lagar», en cuanto al estilo, representa el término de una evolución dentro de la cual se va depurando cada vez más el lirismo, para quitarse sus resabios románticos y modernistas, ganando en objetivación y desnudez. M argot Arce llega a decirnos que en este libro la voz poética de Mistral contiene un ardor seco, crujiente, que recuerda al Salmista y a los Profetas deL Antiguo Testamento. El vocabulario conserva arcaísmos y particularis mos americanos y modismos de origen popular y local, pero ya reducidos. Una voz, en fin, que se entrega a los quechuas y mayas, salvando distancias de razas, épocas y credos. Y aquí está y aquí queda nuestra Gabriela M istral, nuestro eximio Pre mio Nobel chileno. Con su vida, con sus versos, con sus ideas, sacadas de la Biblia, del Dante, de Tagore, de Tolstoi y de U nam uno... Y tam bién de José M artí, al que en sus poemas seguirá pagando lo mucho que le debe y del que dirá exquisiteces en algunos de sus artículos y conferencias. Una poesía, la de Gabriela, que ha de ir evolucionando desde una posición casi coincidente con el modernismo de m oda hasta una depuración tem ática y formal que culmina, como hemos visto, en «Lagar». En este camino de de puración progresiva, nuestra poetisa encuentra a la naturaleza y al hombre americano, cuya fuerza aparece con profundidad en «Tala», su obra segu ramente cimera. Lo que fue, en principio, dulzura y suavidad, rem ata en austera visión de una cultura cuya perdida grandiosidad se pretende des cubrir. En su vida, también lo hemos visto, su predilección por los pequeños y desamparados es patente; y los protege con esa seguridad y firmeza que la caracteriza: El novio suicida por el que hay que pedir perdón al Cristo do lorido del Calvario; la mujer herida en su futura m aternidad, o en su m a ternidad frustrada; el indígena indefenso; el niño descalzo y de m anitas pe digüeñas... En fin, Gabriela Mistral, poetisa chilena y máxima escritora hispano americana; de poesía intensa, a la vez que contenida; recia, mas no dura; apasionada siempre, pero no menos suave y delicada. '
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PABLO NERUDA En realidad, se llamaba Ricardo Eliecer Neftalí Reyes Basoalto. Había nacido en Parral, Chile, el año 1904 de padre ferroviario. El pseudónimo de «Pablo Neru da» le viene probablemente de Paúl Verlaine y de Jan Neruda, escritor checo. Mu rió el 1973 en Santiago de Chile. Nuestro poeta chileno es uno de los mayores que Hispanoamérica ha dado al mundo y figura principal en la poesía del siglo XX. Autor de una obra vastísima, que arranca del postmodernismo en sus poemas juveniles, pasará por una etapa so ñadora y erótica, por otra surrealista, para terminar escribiendo en un neoclasicis mo en su obra de militante político marxista.
PABLO NERUDA Poeta universal I.
EL HOM BRE
En Parral, un valle de viñedos en el centro de Chile, nacía el 12 de julio de 1904 Ricardo Eliecer Neftalí Reyes, que a los catorce años habría de cambiar su nom bre de pila (o m ejor, sus nombres de pila) por el de Pablo Neruda. El nom bre de Neftalí se lo impusieron en homenaje a su madre, la m aestra Rosa Neftalí Basoalto, que murió a los cuarenta y cinco días de darlo a luz, cuando aún no se había cumplido ni siquiera un año del día fe liz en que contrajo matrim onio con José del Carmen Reyes. Allí, en Parral, donde el campo es la vida —escribe Miguel Angel Flores— vive el pequeño Neftalí Ricardo Eliecer Reyes, el pequeño Pablo Neruda, sus años de inocencia jam ás recobrados. Esos años en que todo: el campo, el sol, la mies, la vida entera le entra por los ojos, por los oídos, por las manos. Esos años en que todo es receptividad insatisfecha. Esos años de las mil preguntas, de los mil descubrimientos. Esos años en que ya empezaba a nacer el Pablo Neruda que Neftalí Ricardo Eliezer Reyes lleva ba dentro. El padre —nos lo contará Neruda en su libro Infancia y poesía—, José del Carmen Reyes, era «un mal agricultor y un buen conductor de trenes». Trasladado a Temuco, en el sur del país, para ser conductor de un tren lastrero, de los que hacían la posible comunicación con la región austral, se volverá a casar con Trinidad Candía Malverde, que le dará dos hijos: Laura y Rodolfo. Trinidad Candía Malverde será para el futuro Premio Nobel su «Ver dadera madre». Jam ás la llam ará «m adrastra». El, que apenas contaba un mes cuando murió su auténtica m adre, quiso encontrar en doña Trinidad una segunda madre. Y así la llam aba «mamadre», como si lo fuera dos ve ces. La devoción filial que Pablo sentía por ella queda irreversiblemente 35
justificada con un poema que Pablo ya escribió cuando sólo contaba diez años y que durante mucho tiempo ha permanecido inédito. Un verso infan til que escribió para regalárselo a su «m amadre» el día de su cumpleaños: «De un paisaje de áureas regiones yo escogí para darle, querida mamá, esta humilde postal. Neftalí». En Temuco, el espíritu de Pablo Neruda quedaría marcado por la na turaleza desmesurada de bosques, m ontaña y mar, de vientos destructores y lluvia incesante de la región. También allí, en Temuco, conoce de cerca, aunque no en profundidad, la vida de los indios. Temuco es la tierra de los indios mapuches —ningún pueblo indio resistió tan ferozmente a los españoles—, indios peremnizados en «La Araucana», honda raíz histórica del poeta. Tenía sólo trece años cuando el todavía Ricardo Neftalí Reyes publicó su primer artículo en «La M añana», de Temuco. Fue el día de la alegría incontenida, de la primera satisfacción. Porque no hay satisfacción mayor para el que escribe que ver su obra impresa, domeñada por la tinta y por el papel. Y el trabajo, el empeño, el ansia de aprender, de llegar, sigue diciendo Miguel Angel Flores. «Como un avestruz, yo tragaba, sin discriminar, tres libros por día», confiesa el joven poeta. Necesitaba leer, para poder escri bir; sentir, para dar rienda suelta a un caudal de sentimientos. Tenía que escribir, seguir la vocación primera, aun venciendo la negativa paterna. Y he aquí el porqué de Pablo Neruda, el porqué de Pablo, el porqué de Neruda. Para que sus padres no descubrieran sus pecados literarios, Neftalí Ricardo Eliecer Reyes, a los catorce años, decide emplear otro nombre en su vida literaria. Nombre que legalizaría veintiocho más tarde. Un día vio en una revista la firma del gran poeta checo Jan Neruda. Acaso sin saber a quién correspondía tal apellido, Neftalí se entusiasmó con él y lo adoptó. Sobre la adopción del nombre de Pablo ha habido varias ver siones. Parece la más acertada la del periodista Luis Alberto Ganderats, que la publicó en el dominical de «El Mercurio». El nom bre de Pablo pu diera haber nacido de la admiración que Neftalí sentía por la clásica pareja de amantes Paolo y Francesca. Dos pruebas avalan la teoría. A los amantes se refiere Neruda en «Crepusculario». Aún más: algunos poemas de juven tud fueron firmados con el nombre de Paolo Neruda. El propio poeta 36
escribirá sobre el particular: «Tuvo la culpa mi padre. Era un hombre estu pendo, pero estaba en contra de los poetas en general y contra mí en parti cular. Tuve ocasión de presentarme a un concurso; iba a m andar uno de mis poemas y no me atreví a ponerle mi nombre. En una revista encontré un cuento firm ado por el checo Jan Neruda. Tomé Neruda y elegí el nombre de Pablo. Creí que esto no duraría más de dos meses». Pero el pseudónimo ha quedado inmortalizado en la historia de la literatura. «La canción de fiesta», poema premiado en los juegos florales de Maulé, en 1919, será el que estimule las crecidas ansias literarias de Pablo, presidente del ateneo de su instituto y prosecretario de la Asociación de Es tudiantes del Cautín desde el año 1920. Este es el año en que conoce a Gabriela M istral, quien llega a Tamuco como directora del Liceo Femeni no. Sobre aquel encuentro con el otro Nobel chileno escribirá Neruda: «Conocí a Gabriela Mistral cuando tenía quince años. Era directora de la escuela donde yo estaba. Nos hicimos muy buenos amigos porque yo era muy tímido y probablemente también ella lo era. Ella me prestó los prime ros libros de los novelistas rusos que yo conocía, Dostoievski y Andreiev, por ejemplo. Por su parte, la gran poetisa chilena, al recibir en 1945 la dis tinción de la Academia Sueca, declaró: «Si el Premio Nobel tenía que honrar a mi país, creo que debía haberse otorgado a Pablo Neruda, pues él es nuestro mayor poeta». ' El quehacer poético acumulado de Pablo Neruda verá la luz en San tiago de Chile, adonde va en 1921 para lograr el título de profesor de fran cés, carrera que no terminará, decidido como estaba a dedicar su vida a la literatura. Cuenta diecinueve años y publica su primer libro: Crepusculario. Un año más tarde lanza aquel otro con el que su nombre se inmortali zará: Veinte poem as de am or y una canción desesperada, del que ya se han vendido en el transcurso del tiempo más de un millón de ejemplares. De es te libro dirá el propio autor: «Muchas veces me he hecho la misma pregun ta: ¿cómo un librito que había escrito entre la angustia y el amor, concebi do en momentos tan turbios de mi adolescencia, de mi juventud, cómo ha podido este libro adaptarse de tal form a a las corrientes y a las genera ciones sucesivas? He tenido infinidad de sorpresas durante mi vida con este libro, porque continuam ente han venido a verme gentes que me dicen: «So mos felices gracias a usted, nos hemos casado o somos amantes, nos quere mos gracias a su libro». El misterio de los Veinte poem as de amor conti núa, y yo no puedo desvelarlo». Efectivamente, en estos veinte poemas se esconden detrás del velo de la inspiración dos mujeres, los dos amores más importantes de Pablo en aquella época suya de estudiante. Una de ellas es Teresa Vázquez, una 37
muchacha sureña bajo cuya musa compuso N eruda la mitad de esos veinte inmortales poemas. Versos y cartas que dedicó a Teresa m urieron pasto del fuego. Su madre los quemó. La otra am ada era Albertina Azocar, que más tarde casó con el poeta Angel Cruchaga Santa M aría. Ella fue para N eruda «un amor atolondrado» en sus años de estudiante en el Instituto Pedagógi co. En 1927 —veintitrés años de edad en el poeta— es nom brado cónsul honorario de su país en Rangún (Birmania). Residirá luego en Colombo (Ceilán), en Batavia (Java) y en Singapur (Malasia). Países exóticos, perdi dos en la lejanía, en los que el poeta descubrirá nuevos horizontes poéticos, renovadas fuentes de inspiración y nuevos amores. «En estos grandes períodos de mi vida —escribe N eruda— volví a encontrar la naturaleza, co mo la de Ceilán, increíble. Conocí a mucha gente. Conocí incluso al padre de Nehru, que se llam aba el Pandit M ottilal Nehru. Conocí a Ganhdi y a Rabindranath Tagore». Nuevos amores. En Java conoció a M aría A ntonieta Haagenar Vogelzanz. Era el año 1930. En el mes de diciembre se casaron. M aría A ntonieta le dio a Pablo una hija, su única hija, Malva M arina Trinidad, que m oriría años más tarde. Unicamente una breve remembranza en su poema «Itine rarios» dedicó N eruda a su prim era mujer. Cuando el poeta regresa a Chile condiciona su consagración como poeta a su venida a España. Lo consigue en 1934, fecha en que llega a Bar celona como cónsul de su país. H abía mediado el escritor español José M a. Souvirón, por aquel entonces en Chile. Este escritor y poeta español, falle cido poco antes que Neruda, recordará en un artículo su estancia en Chile, su amistad con el futuro Nobel chileno, sus esfuerzos por unirle al otro gran poeta de la tierra, Vicente Huidobro, con el que estaba enemistado. Recordará a N eruda como «un mozo cenceño y de aspecto melancólico, pero alegre de sucesos, hedonista, ameno apenas entraba en confianza, re suelto en sus filias y sus fobias, incrédulo pero respetuoso, buen bebedor y gozador de la vida, y más bien refractario a toda determinación de carácter político». José M a. Souvirón recordará su situación angustiosa en aquellos días del 1937 en que se decidió regresar a la España sangrante y desgarrada. Justam ente una semana antes de salir de Santiago de Chile hasta Burgos había llegado N eruda a su nación. Ambos poetas, por distintas ideologías, se llamaron «cobardes», se retiraron el saludo y la antigua am istad quedó rota para siempre. En España, Nerudá conoció a la grabadora argentina Delia del Carril, a quien los amigos llamaban «la hormiguita». Pronto le unió una gran amistad a esta mujer de cuarenta y cinco años, quince más que él, activa, 38
interesante y sensible. En 1943 se casó con ella en Méjico. La vida entre ambos se desarrolló a un alto nivel intelectual. Su unión fue famosa en los medios literarios y artísticos. Quince años duraría este matrimonio. Exac tam ente hasta que el poeta conoció a Matilde Urrutia. Todavía en España, es ésta la época de su amistad con la llamada «ge neración del 27»: Gerardo Diego, Aleixandre, Alberti, Cernuda, Leopoldo y Juan Panero, Rosales, Miguel Hernández, Guillén, Salinas, García Lorca. A juicio de Neruda, fue una época en España «de grandes movimientos espirituales, de gran vitalidad en la creación en todos los órdenes. La gene ración del 27 pone de inmediato a España a la altura más grande de Euro pa. Es una generación de im portancia cultural mundial. Fue una época de oro de la poesía española». Separado de Delia del Carril, Pablo Neruda se unió con Matilde U rru tia, en 1956. La unión quedaría legalizada once años más tarde en Chile. Muchos coinciden en que, desde su unión con esta mujer, la vida del poeta cambió notablemente. Neruda encontró en Matilde U rrutia la estabilidad de un am or profundo, la salvaguardia de la tranquilidad, la secretaria per fecta en sus horas de trabajo, la compañera ideal para el tiempo de ocio. Después, la vida de Pablo N eruda —nos dirá el citado escritor Miguel Angel Flores— sufre, sentimentalmente, poéticamente, una estabilización. Son años serenos que dedica el poeta a construir su casa de Isla Negra y a cantar a la naturaleza y al amor. Cien sonetos de amor y Navegaciones y regresos aparecen en 1959. Una casa de arena se conoce en España en 1966. La obra recoge la intimidad del poeta en el declinar de su vida, donde el mar, la arena, el viento, las ágatas, las plantas, los recuerdos de la infancia, la casa, los amigos ya perdidos y su esposa vuelven a ser tema de inspira ción y donde hay también una velada presencia de la muerte. Esta invisible protagonista cierra el libro Las piedras del cielo, en 1970. Justam ente en este mismo año vendría la embajada de París. Y en 1971 el Premio Nobel de Literatura «por ser autor de una poesía que con la acción de una fuerza elemental da vida al destino y a los sueños de un conti nente». Por fin, la muerte. La muerte que acaeció en la m adrugada del 24 de septiembre de 1973. Con Pablo Neruda moría, a la vez que uno de los ma yores poetas de la lengua castellana, el cantor de una América Latina que aún no ha podido encontrar su destino. Las campanas del mundo civili zado suenan por Neruda, esas mismas campanas tan presentes en sus poemas, como le dijo en una ocasión el gran poeta soviético Ilya Ehrenburg: «Hay tantas campanas en tu poesía, tantas campanas recién nacidas... No comprendo lo que quieres decir...». 39
II.
EL POETA UNIVERSAL
Si ha habido, si hay poetas universales en el idioma español —ha escri to Luis Alberto Sánchez— , Pablo Neruda es uno de ellos. Su extraordina ria tensión poética, lírica, era capaz de darle la ilusión de la epopeya. Este hombre tosco y tierno (nuez andante, puerco-espín enamorado) era tan introvertido que olvidaba lo exterior. Desmañado, pesadote, nasón y na sal, dejaba que los versos se le escaparan de la boca amarga, los perpetuaba con sus ojos bovinos, en su ademán sacerdotal y en su risa de infante sorprendido. Pese a la pertinaz elocuencia de la anáfora, Neruda había conseguido crearse un tono en gerundio mayor, suerte de com paración en ovillejo, ululante, envolvente, desesperada. Con razón M artín Descalzo dirá, a raíz de la muerte del poeta chileno, que su obra es más que el fruto de una inteligencia; es obra de un «trozo de mundo», con tierra, ríos, fuego, todo junto y revuelto. No era N eruda un poeta, sino un verdadero torrente: un torrente de vida, de imaginación, de fecundidad. A pocos poetas se les pudo aplicar con tanta razón el nom bre de «creador». Como buen torrente, hay en su poesía mucha escoria, muchos «baches poéticos». Pero sería grotesco valorarle por esos momentos de bazofia —casi siempre, ¡ay!, causados por su militancia política— ; y hablo, es cla ro, de escorias estéticas cuando ese torrente era una verdadera fuerza de la Naturaleza. A fe que no ha de pasar el tiempo sobre la obra de Neruda. Y que quedará en la historia de la literatura castellana. Cerca de 500 ediciones en 27 lenguas le convierten no sólo en la más im portante de Chile, sino en una de las que ha de ocupar la primera línea de las Letras hispanas, de la poesía universal. Cuando el poeta, em bajador en París, se entere del galardón concedido a su obra —«una sorpresa largamente esperada y tantas veces rechazada»— dirá: «El premio recae en todo el pueblo chileno, en mi pe queño y lejano país, en toda la América hispana». Fue el reconocimiento de toda una vida consagrada a la noble tarea de dar a los demás o de dar porque sí toda la fuerza del sentimiento lírico que llevaba dentro. Su obra queda bajo la im pronta alta y total del Nobel, galardón que llena de or gullo a las Letras hispanas. Miguel Angel Asturias nos ha dejado escrito sobre el «compañero del alma, ahora desaparecido», que su poesía es, en mundos abiertos, la poe sía que más objetos contiene, que más cosas canta, y si no canta, dice. Los poemas de otros poetas, por lo general, son desoladores. En ellos, la pa labra es misterio, enigma, sustancia poética, y nada más. U na poesía en el 40
alto vacío. En Neruda, no. La poesía está llena de todo lo que existe. ¿Es que el poeta, como un niño, quiere nom brarlo todo? ¿Es que no se confor ma con sólo mirarlo, contemplarlo, tenerlo en las manos, olerlo, gustarlo, sentirlo fuera de su poesía? ¿Por eso lo traslada, valiéndose del vocablo, de sus características, de sus símbolos, a sus campos verbales? ¿Qué son las «Odas elementales», como su nombre lo dice, sino elementos naturales lle vados a la poesía? No será fácil, en el futuro, hacer un inventario de todo lo que rodeaba, en un momento dado, a Pablo Neruda, en su país natal, o bien en los lugares en que ha vivido. Porque en su poesía está, existe, es lo que la puebla. No la palabra sin razón de ser, o la palabra que llena, como un ripio, un vacío en un verso, no; sino la palabra puesta en función de existencia poética. Es el poeta que vive con las cosas por las cosas, y que las proyecta a veces colindando con la prosa, dejando el campo áureo del poema. Pablo Neruda, «poeta habitado, planeta habitado». En Estocolmo, al recibir el Premio Nobel —sigue diciendo Miguel Angel Asturias—, lo expresó así: «Cada uno de mis versos quiso instalarse como un objeto pal pable: cada uno de mis poemas pretendió ser un instrumento útil de traba jo; cada uno de mis cantos aspira a servir en el espacio como signo de reunión donde se cruzaron los caminos, ó como fragmento de piedra, o de madera en que alguien, otros, los que vendrán, pudieran depositar los nuevos signos». La poesía del habitado poeta, del poblado planeta, habitado, poblado por todas las cosas de la tierra, del mar y del cielo, además de esta apro piación, por la poesía, de lo real, de lo que la hortaliza tiene, no sólo el jardín, y tiene la piedra, el pedregal, no la piedra preciosa, además de esta nom inación mágica que las hace suyas, de su poesía, se instala como una señal de caminante ilusionado, en medio de las infinitudes planetarias, co mo él mismo dice de nuestra América. Mis poemas han sido hechos, parece decir, con «las aportaciones de la tierra y el alma». El alma aquí ya es otro elemento, yo lo llamaría elemento captador, porque a los aportes terrígenos, el poeta une que su alma capta más allá de lo visible, en ese invisible que rodea todas las cosas, y las hace de fácil transposición a la poesía. No solamente las aportaciones de la tierra, sino las del alma, las del interior del poeta, las que él adivina, las que él conjuga, las que le dispensan el poder de crear, con las cosas de que su mano dispone, que toca, que mira, que oye, un universo plural, cosmogó nico. Luego, otro de sus postulados, es el de la poesía como comunicación hum ana. «El poeta, dice Neruda, debe aprender de los demás hombres. No 41
hay soledad inexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de lo que somos. Y es preciso atravesar la soledad y la espe ranza, la incomunicación y el silencio para llegar al recinto mágico en que podemos danzar torpemente o cantar con melancolía; mas en esa danza o en esa canción están consumados los más antiguos ritos de la conciencia: el de la conciencia de ser hombres y creer en un destino com ún...». O tra razón de ser de la poesía nerudiana. La onomástica, muy bien, amonedar en versos delgados como columnas, los nombres jam ás dichos por otros poetas, los sencillos, lo«? humildes nombres de las cosas jam ás cantadas; pero además de la onomástica, el que el poema sirva de vínculo, que no limite, sino amplíe, que no encierre, sino abra los caminos del hombre para la relación con los otros hombres. Y es así, como en sus poemas hallan lugar las piedras de Chile, los pá jaros y todo el misterio y el enigma de los antiguos peruanos, en ese glo rioso poema «Alturas de M achu-Pichu», lleno hasta desbordarse, de todas las resonancias mudas que encierra, para el que sabe oír, aquella ciudad hecha de piedras estelares. A poco de serle concedido el Premio Nobel a Pablo Neruda, Antonio Blanch, director de la prestigiosa revista «Reseña», le dedicaba un breve, pero enjundioso, artículo titulado: «Pablo Neruda, poeta universal». Para mí —escribe— Neruda es esencialmente un poeta de la universalidad. U ni versales son su m irada y su voz. Toda la tierra entra en su canto, toda la Historia; las regiones más distantes, las culturas más remotas, los seres más diminutos y las realidades más ciclópeas. El Universo es su patria, la sus tancia de sus años. Su lenguaje es abundante como el agua, directo, vehe mente, arrollador, repetitivo y circular como los ciclos universales. P or su léxico común y su voz de sentimientos elementales, evoca y pone en com u nicación a todos los seres del universo. Esta universalidad de Neruda es evidente desde sus primeras obras. Refiriéndose a sus dieciocho años, él mismo nos confiesa: «Quise ser un poeta que abarcara en su obra una unidad m ayor..., englobar al hom bre, la naturaleza, las pasiones, los acontecimientos mismos... en una sola uni dad». Muy pronto dará a uno de sus libros el título significativo de Tentati va de hombre infinito. Esta tendencia a la universalidad contrastará unas veces con su inclinación al ensimismamiento y otras con su partidism o, con sus odios y rencores personales; pero, a la larga, la tentativa ira engloban do, superando sin disolverlas, las contradicciones más estridentes. Su pa sión unificadora crecerá dialécticamente gracias precisamente a esas divi siones y complejidades internas. 42
La difícil universalidad de Neruda incluye sin concordarlos el realismo más exaltado (a lo W alt Whitman) y el realismo de un naturalista clasifica dor de pájaros y plantas (Piedras de Chile, A rte de pájaros), el pesimismo de las dos primeras Residencias y el optimismo fraternal de las Odas ele mentales, la inm oderada tendencia autobiográfica (Yo soy, M emorial de Isla Negra) y el tono épico del narrador-cronista, la obsesión del pasado más rem oto (preadámico, precolombino) con el goce del instante fugaz. «Os amo, idealismo y realismo; como agua y piedra sois partes del m undo, luz y raíz del árbol de la vida». P or dos caminos principales llega el poeta a realizar esa tentativa de totalización —sigue diciendo el director de «Reseña». Dos caminos de pe netración obstinada en la mesa física del mundo y en la masa compacta de la hum anidad. Dos contactos prolongados, intensos, salvadores; dos abra zos desesperados para escapar al dolor de la discontinuidad; dos presiones concretas y reconfortantes, lejos de la unificación abstracta de hegelianos o estoicos. La búsqueda de la unidad y del todo coincide en Neruda con la bús queda (acarreada tam bién inconscientemente) de lo continuo y lo compac to. Su experiencia es el gozo de la comunicación con toda la rumorosa sus tancia física de la existencia. El mismo nos comunica haber descubierto esa maravilla en Quevedo —su m ejor maestro español—, esa form a inmensa mente física de vivir la metafísica. Neruda poeta físico. Poeta táctil y carnal, el de las cosas y de las fuer zas de la naturaleza; poeta geológico y telúrico, poeta de las rocas y de los océanos; poeta que se compenetra con la madera hasta hacerse madera; poeta que acumula objetos en enumeración caótica para convivir con todo lo creado y exorcisar la tierra de los objetos-fetiches artificiales; poeta, por último, del am or físico y de la comunión vegetal. Su segundo fundam ento lo descubre en la aglomeración apretada de los seres hum anos, en el adensarse de las generaciones, de las que vive y de esa ilimitada masa fósil de las generaciones muertas, en el acompañamien to militante o simplemente cordial con las gentes anónimas que trabajan y sufren, los que soportan en sus espaldas el pedestal de unos pocos persona jes célebres que pretenden haber hecho la historia. También llega Neruda a esa segunda comunión universal a través de una difícil victoria sobre el ego centrismo y sobre la crispación partidista. 43
Así, Pablo Neruda, gracias a ese su obstinado deseo de contacto uni versal con la m ateriá y el hombre, nos ha dejado una obra en donde la Física y la Política acceden a las altas regiones del canto y son desde ahora una necesidad de la Poesía. Esto es lo propio y definitivo en el poeta chile no.
III.
LA OBRA DE PABLO NERUDA
En la obra de Pablo N eruda existe una gran riqueza de influencias que enseguida va asimilando, haciendo lenguaje propio y poesía propia. La poesía se hace, así, palabra y Neruda crea una retórica nueva y personal fundiendo en su molde chileno la sonoridad del poeta nicaragüense, Rubén Darío, el barroquism o español, la clave surrealista, la greguería ram oniana y la filtración de todas las escrituras plásticas, pues N eruda es, antes que nada, un poeta de exterioridades, un lírico objetivo que, cuando da lo con fesional, lo hace siempre a través del mundo de las cosas. Luis Rosales —el gran humanista, para N eruda— ha dejado escrito que, aunque a primera vista no lo parezca, Pablo N eruda fue un poeta su mamente consciente, en posesión de una técnica rigurosa y segura. No lo parece porque sus condiciones artísticas naturales —y desde luego las vo luntarias más bien ocultan este carácter. Creo que quien lo ha destacado por vez primera es Saúl Yurkievich en su estudio: «La imaginación m itoló gica de Pablo Neruda», que está lleno de aciertos. Digamos sus palabras: «Este naturalism o llevará a Neruda a adoptar una actitud francam ente an tiintelectual, a cortar toda reflexión estética, a negar toda teoría, a postular una poética candorosa que oculta el trabajo de producción textual, la es forzada resolución de problemas técnicos bajo la apariencia del irrepri mible y oscuro dictado de las fuerzas sobrehumanas». De acuerdo, dice Rosales. Me gustaría añadir que yo he visto trabajar a Neruda en muchas ocasiones y sé cómo trabaja. Tiene una técnica meti culosa que no aventura nada. Se plantea muchos problemas de expresión. Escribe, o escribía,, con lápiz para borrar con facilidad. T rabajaba como escritor, generalmente por las mañanas. Recuerdo, por ejemplo, que le vi traducir «El canto a sí mismo», de W hitman. Su acierto en la elección del giro definitivo sólo era com parable a su paciencia para lograrlo. Nunca buscaba la expresión literaria, sino ese tipo de expresión pegada al hueso que nos puede producir al oírles el estupor de un hundimiento. Paladeaba las palabras, mas sin quedarse en su fruición: sometiéndolas a dominio. 44
Nadie más exigente consigo mismo al escribir. Nadie más alertado, con su cuadernillo de notas y su memoria existencial. Leía en voz alta, incluso pa ra sí mismo, y su recitación tenía un carácter salmodiado y casi ritual. En la lectura de un poema le hacía enfermar una palabra inadecuada. Contra lo que pudiera suponerse, nadie más demorado, más gozoso, más vivo que el autor de la segunda «Residencia en la tierra». Blanco, pero no pálido; avi zor, pero no suspicaz; redondeado, pero no grueso, se movía como un gato parsimonioso y ágil. Al m irar se enganchaba en las cosas como si las tu viera que devolver y su m irada fuese un legado: el mercado de Argüelles donde escogía, litúrgicamente, la guindilla y el apio, la fruta y el ají; la calle de la Princesa de anochecida y de retorno de la cervecería Correos; los al corques recién regados y la estación obligada en Casa M anolo, donde ya deberían haber puesto una lápida conmemorativa; luego, la Casa de las Flores, la risa de boca en boca, las jarras de cristal tintineante que contenían dos litros de vino tinto, la colección de máscaras orientales, la voz de Dalia en la penum bra, tan inteligentemente frágil; la vida inaca bable y el gorrioncito alegre y sabelotodo al que llamaba don Ramón. Como más arriba queda anotado, ya en 1923 Pablo Neruda publicaba Crepusculario. Los crepúsculos de Santiago de Chile, el amor, la naturale za del ser son los temas principales abordados en este libro de juventud. «Era mi juventud un ala viva y turbia y pavorosa ala de anhelo. Era primavera sobre los campos verdes, Azul era la altura y era esmeralda el suelo. Ella —la que am aba— se murió en primavera. Recuerdo aún sus ojos de paloma en desvelo. Ella —la que me am aba— cerró los ojos. Tarde, Tarde de campo, azul. Tarde de alas y vuelos. Ella —la que me am aba— se murió en primavera. Y se llevó la primavera al cielo». Veinte poem as de am or y una canción desesperada es su segundo libro, que aparece en 1924, y que le va a dar fam a universal. En estos veinte poemas se esconden dos amores, dos mujeres, Teresa Vázquez, y la muchacha sureña, Albertina Azocar, que más tarde casaría con el poeta Angel Cruchaga Santa M aría. Dos amores, dos mujeres en la vida del estu diante chileno. Dos amores «atolondrados» en sus años de estudiante en el Instituto Pedagógico. Oscar Luis M olina escribió hace exactamente diez años un bello co m entario a Veinte poem as de amor. Son veinte encuentros de amor ator 45
mentados. El propio N eruda los calificó así expresamente. Pero encuentros no sólo con una mujer —escribe Oscar Luis M olina— , sino con todo lo existente. Aquí no se hallan encuentros de am or, poemas de amor, rela ciones de amor con sólo una mujer. Los encuentros van mucho más lejos. No son solamente el fruto de un romanticismo adolescente y de un fracaso por imposibilidad de comunicación. En este libro, Neruda supera la postu ra romántica y va más lejos, es decir, se acerca a situaciones que coinciden con los problemas que acosan al hombre de este tiempo nuestro. La expli cación fundamental, a nuestro juicio, de que este libro de 1924 tenga hoy plena y creciente vigencia reside en que estos poemas están fundados en una experiencia personal, en un tiempo vivido, en una historia personal honda y asumida con todas las características existentes en el ám bito de 1924, y transform ada en poesía utilizando una palabra suficientemente adiestrada ya y m adura. Es un caso más de vaticinio y, como siempre, debi do a que el poeta se adentró en su propio presente, en su propio tiempo. Y no, claro, porque se tratara de un ser especial con cualidades carismáticas para adentrarse en el futuro. En los cuatro poemas iniciales se presentan los cuatro protagonistas del libro: un hombre, una muj^r, un viento. El hombre se nos manifiesta solo, triste, agresivo. La mujer, sola, triste y agredida. Pero, además, apa rece insistentemente identificada con la tierra (cuarto personaje, siempre latente en todo el libro), situada en «una hora de muertes» y con la noche en su interior. Todos los personajes están descritos en términos de lucha, en términos que, por lo menos, suponen una tensión casi guerrera. El hombre «forja» a la mujer como un «arm a»; ella —instrum ento y víctima— es heredera del día destruido; el viento posee una lengua «llena de guerras»; la tierra es combatida, las espigas se doblan. No sabemos claramente todavía quién sea el agresor de todo este territorio habitado. Sólo nos cabe una sospecha: que sea el viento —por lo menos es él quien combate a la tierra y es, ade más, guerrero y tem pestuoso— . Pero su rasgo fundam ental es otro: se nos muestra ajeno al mundo de hom bre, mujer y tierra, pero interviniendo pa ra combatirlo y en extraña relación con él al mismo tiempo. Veinte poem as de am or... es el libro de la soledad en el que el poeta es el ser «desesperado, la palabra sin ecos, el que perdió todo y el que todo lo tuvo». «Aquí te amo En los oscuros pinos se desenreda el viento. Se fatiga mi vida inútilmente ham brienta. 46
Amo lo que no tengo. Estás tú tan distante. Y como yo te amo, los pinos en el viento quieren cantar tu nombre en sus hojas de alambre». El poema veinte es el último destello más tranquilo. Como un postrer esfuerzo de calma antes del final desesperado. Es un poema dedicado íntegramente a la am ada, al am or perdido. Nada más que a ella. Por eso es más tranquilo. Un último homenaje. Luego viene el final angustiado. El desenlace que alude a la totalidad del encuentro. «Emerge tu recuerdo de la noche en que estoy. El río anuda al mar su lamento obstinado. A bandonado como los muelles en el alba. ¡Es la hora de partir, oh abandonado! Todo te lo tragaste, como la lejanía. Como el m ar, como el tiempo. ¡Todo en ti fue naufragio! Hice retroceder la muralla de sombra, anduve más allá del deseo y del acto. Ah, más allá de todo. Ah, más allá de todo. Es la hora de partir. ¡Oh abandonado!». Postrer abandono que no es sólo abandono de la mujer. Se trata, sin duda, de un abandono mucho más total. No se trata del abandono y la so ledad sentimentales del romántico, se trata de una soledad más honda, hoy muy presentida por muchos. No es el abandono y la soledad del hombre ro mántico, incomunicado, un ser que se considera aparte, especial, indivi dualmente solitario; es abandono y soledad vividos solidariamente, existi dos en cuanto hum anidad. Es la tercera soledad, la profunda. No es nuestro propósito, por supuesto, enumerar una por una todas las obras nacidas de la pluma del gran poeta chileno; sino reseñar y resaltar aquellas que juzgamos más importantes, que m arcaron una pauta en la vi da del poeta y que más fam a le han dado en la posteridad. Citemos solamente Tentativa del hombre infinito, El habitante y su es peranza, Anillos, E l hondero entusiasta, todas ellas aparecidas por el año 1926; poemas y prosas donde apunta ya Residencia en la tierra, obra esta últim a fundam ental en la poesía de Neruda. Posiblemente en este libro en contremos los versos más expresivos. No es un libro de poesía hermética, es un libro de poesía subrealista, como muy bien dice Rosales. Esto suele olvi darse, pero es notorio. No hay por qué complicar lo que está claro, y lo esencial de su expresión artística es la creación de un clima propio: todos los componentes del poema han de adaptarse a él. No se sujetan, ni podrían someterse a otras leyes, pues la clave común entre ios movimientos 47
1e vanguardia es la ruptura de toda ley. Cada técnica artística obedece a unas orientaciones: no hay que buscar en este libro lo que no puede haber en él. Téngase en cuenta que si el mundo de Neruda es adánico y originario, también tiene estas mismas características el m undo de «Poeta en Nueva York»: ambos parecen surgir de la nada. Todos los elementos que los in tegran carecen de pasado. Diríase, y es cierto, que con circunstancias, ante cedentes y absolutos, pues ni siquiera podría pensarse de ellos que renacen en el poema: están recién naciendo, están originándose continuamente: son la aurora de la creación. A unque la semejanza entre la poesía de García Lorca y la de Neruda obedecen a razones más hondas es evidente que am bos poetas coinciden en el carácter de su expresión, que está a medio cami no entre lo que solía llamarse vanguardismo de manera genérica y lo que de manera específica solía llamarse surrealista o subrealismo. Pues bien, estos movimientos tenían una característica común, tan im portante y radical que ha dado origen a una nueva definición de la poesía. Necesitaban crear un mundo nuevo y mágico en el que todos los elementos y los objetos constitu yentes no tuviesen más realidad que su expresión poética. «Me piden lo profético que hay en mí, con melancolía, y un golpe de objeto que llaman sin ser respondidos hoy, y un movimiento sin tregua, y un hombre confuso». De 1937 será España en el corazón, un libro de versos en el que Neruda estampa su experiencia e interpretación de la guerra española. U na poesía de contrastes, en donde luchan un am or y un odio: el am or a España y el odio que la tiene porque la ve enzarzada en una guerra en la que la victoria sonríe al que entonces es su enemigo. Contra España escribirá más adelante Canto general. Es un poema épico sobre la historia de ayer y de hoy del continente hispanoamericano. La «Leyenda Negra» le ciega, en esta obra, el corazón. No comprende a los conquistadores españoles. Leopoldo Panero, su amigo durante su estancia en la patria de Alonso de Ercilla, se lo hará ver en versos también inm orta les. De 1953 es el libro Todo el amor, que es, en resumen, como una antología de toda su poesía am orosa escrita hasta entonces: «Te recuerdo como eras en el último otoño. Eras la boina gris y el corazón en calma. En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo y las hojas caían en el agua de tu alma. Apegada a mis brazos como una enredadera, las hojas recogían tu voz lenta y en calma. 48
H oguera de estupor en que mi sed ardía. Dulce jacinto azul torcido sobre mi alma. Siento viajar tus ojos y es distante el otoño; boina gris, voz de pájaro y corazón de casa hacia donde emigraban mis profundos anhelos y caían mis besos alegres como brasas. Cielo desde un navio. Campo desde los cerros: Tu recuerdo es de luz, de humo, de estanque en calma. Más allá de tus ojos ardían los crepúsculos. H ojas secas de otoño giraban en tu alma». En 1959 publica Cien sonetos de amor, con una dedicatoria a Matilde, su esposa, que es todo un poema: «Señora mía amada, gran padecimiento tuve al escribirte estos mal llamados sonetos y harto me dolieron y costa ron, pero la alegría de ofrecértelos es mayor que una pradera. Al proponér melo bien sabía que al costado de cada uno, por afición electiva y elegan cia, los poetas de todo tiempo dispusieron rimas que sonaron como platería, cristal o cañonazo. Yo, con mucha humildad hice estos sonetos de m adera, les di el sonido de esta opaca y pura substancia y así deben llegar a tus oídos. Tú y yo cam inando por bosques y arenales, por lagos perdidos, por cenicientas latitudes, recogimos fragmentos de palo puro, de maderos sometidos al vaivén del agua y la intemperie. De tales suavizadísimos vesti gios construí con hacha, cuchillo, cortaplumas, estas madererías de amor y edifiqué pequeñas casas de catorce tablas para que en ellas vivan tus ojos que adoro y canto. Así establecidas mis razones de amor, te entrego esta centuria: sonetos de m adera que sólo se levantaron porque tú les diste la vi da». Unos sonetos, ya lo ves, lector, de amor; «sonetos de madera» que lo contienen todo. Un todo m anifestado con una suerte de sensualidad casta y pagana: el am or como vocación de hombre y la poesía como su tarea. «M atilde, nombre de planta o piedra o vino, de lo que nace de la tierra y dura, palabra en cuyo crecimiento amanece, en cuyo estío estalla la luz de los lim ones...». «Am or, cuántos caminos hasta llegar a un beso, qué soledad errante hasta tu compañía! Siguen los trenes solos rodando con la lluvia. En Taltal no amanece aún la prim avera...» «Pero tú y yo, am or mío, estamos juntos, 49
juntos desde la ropa a las raíces, juntos de otoño, de agua, de caderas, hasta ser sólo tú, sólo yo juntos. Pensar que costó tantas piedras que lleva el río, la desembocadura del agua de Boroa, pensar que separados por trenes y naciones tú y yo teníamos que simplemente amarnos, con todos confundidos, con hombres y mujeres, con la tierra que im planta y educa los claveles». Una casa en la arena, de 1966, nos describe la casa del poeta, solitario, junto al mar, al lado de Valparaíso, «Isla Negra»: «...M atilde, el tiempo pasará gastando y encendiendo otra piel, otras uñas, otros ojos, y entonces el alga que azotaba nuestras piedras bravias, la ola que construye, sin cesar, su blancura, todo tendrá firmeza sin nosotros, todo estará dispuesto para los nuevos días que no conocerán nuestros destinos... Es tarde ya. Tal vez sólo fue un largo día color de miel y azul, tal vez sólo una noche, como el párpado de una grave m irada que abarcó la medida del mar que nos rodeaba, y en este territorio fundamos sólo un beso, sólo inasible am or que aquí se quedará vagando entre la espuma del m ar y las raíces». Con razón dirá Juan Pedro Quiñonero que la obra de Neruda es una de las grandes convulsiones que han agitado, en los tiempos m odernos, la poesía escrita en lengua castellana. De hecho, oscila entre el acto de sabota je y el aliento geológico. En su seno, las escuelas son devoradas por la escri tura; para encontrar referencias a su texto, es necesario recurrir a la terminología de las ciencias naturales, al seísmo, al huracán, al torrente, al oleaje marino. No es un azar el que Neruda, con Saint John Perse, sea de los únicos poetas que, en la edad contem poránea, han emprendido el cami no original del relato de las cosmologías, haciendo protagonistas de su escritura a los accidentes de la naturaleza, los ritos solares y meteorológi cos. Es necesario rem ontarse a los clásicos griegos y latinos para rastrear una aventura similar. Su vigencia es tan honda —escribirá, por su parte, Diego Jesús 50
Jiménez— que ya queda instalada entre los mejores hallazgos de la lengua, a un nivel de maestro. Torrencial y humana, su poesía barre tópicos inúti les y estilismos adelgazando su hermosa retórica en remansos de cristalina delicadeza.
IV.
NERUDA Y ESPAÑA
Ese buen escritor y excelente periodista que es Luis M aría Ansón, con ocasión de encontrarse en Chile pronunciando un ciclo de conferencias, se llegó hasta la residencia de Neruda —«allí donde nace la lluvia, entre aguas marinas y sal»— y arrancó de su alma bellas frases para España. El poeta :om unista que cantó con tremendos versos de bronce a Stalingrado; Pablo Neruda, que en su Canto general comete el desatino de la incomprensión para los conquistadores españoles, emitiendo juicios implacables, tan implacables como injustos, dice ahora, en presencia del joven periodista es pañol, que España es un país lleno de fuerza, de empuje, de vida. Y que desearía volver a ella. Desearía sentir a España. Pasear por las viejas calles conocidas, descubrir otra vez rincones olvidados. Cuando otro reportero de garra y jefe de reporteros, muy conocido hoy en los medios de comunicación social, Tico Medina, logró visitarlo, tras un gran empeño, en la em bajada chilena de París, al preguntarle cuán do vendría a España, Neruda le contestó: —No soy yo el que dirige mis pasos, es España la que tiene la palabra. Cuando me pidan que vuelva por allá, estaré por allá. Y cosa curiosa: al tiempo de tom ar la mano del periodista que le trae «recuerdos y cosas de España», entre las suyas —«blancas manos, como de obispo»— , dijo en alta voz que no había conocido español más alto y más preclaro que Alonso de Ercilla, autor, como es sabido, de la Araucana. Es paña —dirá entonces el Premio.Nobel— «nos ha dejado el idioma, nos de jó una leyenda de lucha encarnizada entre españoles conquistadores y araucanos. Nos dejó una figura maravillosa que se llamó Alonso de Er cilla, que escribió el primero y más grande de los poemas épicos en el idioma español. Sobre todo nos dejó la herencia humanística de su gran personalidad, que no se vertió, como se usaba por los poetas cortesanos de aquella época, en el elogio del vencedor y del conquistador, sino en la comprensión hum ana del heroísmo de los araucanos. Ese espíritu revelado en Ercilla y el reconocimiento de la inmensa lucha de la araucana por su in dependencia tiene mucho que ver con nuestro espíritu chileno actual. ¿Era sincero Pablo Neruda? ¿Estaba de vuelta, al cabo de los años, y 51
sintiéndose enfermo anhelaba volver a España, la España tan am ada y tan odiada de otros tiempos? ¿Sentía la nostalgia de aquel M adrid de antes de la guerra, pero en ebullición, casi en guerra y luego en guerra, con el re cuerdo de Federico García Lorca, «el poeta anim ador», y de la casa de Vi cente Aleixandre, «allá en Cuatro Caminos», del Rastro; del Café de la Gran Vía y de la taberna que frecuentaba de la esquina de la Casa de las Flores? ¿Deseaba, de verdad, verse de nuevo con el poeta Luis Rosales, «el gran humanista» vivo, ya que no podría hacerlo, ahora sin rencor, con Leopoldo Panero, o con José M aría Souvirón?... No lo sabemos. Y ya no lo sabremos nunca, pues se ha m uerto sin po der realizar aquel viaje a la madre patria. Con todo, no podemos olvidar que fue precisamente en España —como escribe el P. Félix García— donde el poeta encontró su centro de gravitación poética en aquella bien o mal lla mada generación del 27, de la que surgieron tantos valores excepcionales que dieron a la poesía española rumbos e impulsos inusitados, comparables a los mejores momentos de la poesía española y universal. Aquí fue donde Neruda dio el gran aletazo de su segunda voluntad de «Residencia en la tierra», y echó a planear por los más altos y seguros cielos de la creación poética.
V.
HOM ENAJE POSTUMO
Al conocerse la noticia de la muerte de Pablo N eruda, m enudearon, como era de esperar, las manifestaciones de pesar en los medios literarios. José García Nieto, que califica de colosal la obra del Premio Nobel chileno, nos dirá que «con él se cierra para la vida quizá la voz más alta que teníamos en español ante el m undo. A hora, terminados los azares de la vi da, lo único que im porta para la poesía es la salvación de la palabra y creo que Pablo Neruda tiene una palabra poética eterna y una influencia sobrecogedora que ahora empezamos a valorar». H asta la Junta M ilitar de Gobierno chileno emitió una declaración ofi cial lamentando la muerte del poeta. El texto decía exactamente: «El Go bierno de Chile y su pueblo lam entan la muerte, después de una larga en fermedad, del poeta nacional Pablo Neruda, que en la descripción de nuestras bellezas, el espíritu de la raza y los sentimientos hum anos alcanzó la consagración dentro del arte. Merecedor, después de la insigne poetisa Gabriela M istral, del premio Nobel de literatura, es y será uno de los m oti vos de orgullo de nuestra cultura nacional». 52
José Luis P rado Negueira dirá sin ambages que Neruda «es el primer poeta de habla castellana, un verdadero hispanófilo. Su voz ha experimen tado una larga trayectoria desde la hermosura de sus primeros poemas has ta la complejidad de sus obras finales, de madurísima claridad, que supo nen una vuelta a la limpieza inicial de sus «Veinte poemas de am or y una canción desesperada». Su muerte es una pérdida irreparable personalmente hablando. Pero la poesía castellana cuenta ya con la herencia de Neruda. Con ella habrá ganado una experiencia fructífera y múltiple que abre muchos caminos». Luis Jiménez M artos diría entonces que Neruda «es un extraordinario poeta que ha resumido y potenciado hasta el máximo una serie de tenden cias confluyentes muy de la época, como, por ejemplo, el surrealismo y la poesía social. De una parte, influyó en la trayectoria de nuestra poesía, a la altura de la generación del 36, y, por otra, recibió, asimismo, la influencia de nuestros clásicos, Quevedo entre ellos, y aun el de poetas del momento, como Lorca. La poesía castellana pierde una gran voz, inequívoca e incon fundible». Vicente Aleixandre recordará al amigo y dirá que su desaparición «la -cera en primer lugar el corazón de sus amigos y transpasa simultáneamente el centro mismo de la poesía. Como estallido planetario se nos aparece su lírica, y como un generoso ánimo entregado el que él rendía a la amistad. Así le evoco con honda emoción en los años de la inolvidable compañía es pañola. Y contemplo al gran poeta cuyo fin disminuye el latir de la lengua, y siento su desaparición, precisamente hoy, elevada a la categoría de símbolo». P o r su parte, José García Nieto dirá que con Pablo Neruda «se nos ha ido acaso la figura más alta con que contaba hoy la poesía castellana. A bundante, encendido, se diría que inspirado hasta la saciedad, hablador sobrehum ano, contador de las tierras y de los mares, investigador de todo lo que el m undo tiene de misterio en sus caras ocultas, de él se podría decir que tenía esa fe y esa seguridad de tom ar lo que los demás no vemos. Em pieza ahora su gloria como poeta. Ya queda atrás el hombre con sus afa nes, sus vicisitudes, siempre su tragedia de hombre entre los demás hombres. A hora la fuerza de su palabra será un ejemplo para muchos de los que toquen la poesía». Terminemos con palabras del propio Neruda: «A menudo expresé que el m ejor poeta es el hom bre que nos entrega el pan de cada día: el panadero más próximo que no se cree Dios. El cumple su majestuosa y humilde faena de am asar, meter al horno, dorar y entregar el pan de cada día, como una obligación com unitaria. Y si el poeta llega a alcanzar esa sencilla con 53
ciencia, podrá también convertirse en parte de una colosal artesanía, de una construcción simple o complicada, que es la construcción de la so ciedad, la transform ación de las condiciones que rodean al hom bre, la entrega de su mercancía: pan, verdad, vino, sueños. Si el poeta se incorpo ra a esa nunca gastada lucha por consignar cada uno en manos de los otros su ración de compromiso, su dedicación y su ternura al trabajo común de cada día y de todos los hombres, el poeta tom ará parte, los poetas tom are mos parte en el sudor, en el pan, en el vino, en el sueño de la hum anidad entera. Sólo por ese camino inalienable de ser hombres comunes llegare mos a restituirla a la poesía, el anchuroso espacio que le van recortando en cada época, que le vamos recortando en cada época nosotros mismos». «Necesitamos colmar de palabras los confines de un Continente m un do y nos embriaga esta tarea de fabular y de nom brar. Tal vez esa sea la ra zón determinante de mi humilde caso individual; y en esa circunstancia mis excesos, o mi abundancia, o mi retórica, no vendrían a ser sino actos de los más simples del menester americano de cada día. C ada uno de mis versos quiso instalarse como un objeto palpable: cada uno de mis poemas preten dió ser un instrumento útil de trabajo; cada uno de mis cantos aspiró a ser vir en el espacio, como un signo de reunión donde se cruzaron los caminos».
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JORGE LUIS BORGES Poeta, cuentista y ensayista argentino, nacido en Buenos Aires el 1899. Estudió en la ciudad de Ginebra, y por los mismos años de su juventud tomó contacto con los poetas ultraístas españoles, haciendo amistad de modo especial con R. Cansinos Assens y Guillermo de la Torre, el cual será luego su cuñado, al casar con Norah, hermana de nuestro poeta. Borges regresó a la Argentina y colaboró en revistas, traduciendo al mismo tiempo a poetas alemanes. Viajó más tarde por Europa, para volver a la patria y asistir a los días de la dictadura de 1944-55, en los que «le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir». Borges es un poeta universal, rico en metáforas, que sabe acercarse a las cosas que le agradan, a las que enumera y evoca, con temor a poderlas perder. Por eso, su poesía se resume como «una poesía que no sólo obedece al estímulo personal, sino también a la continua búsqueda metafísica». Pensando siempre y anhelando de continuo el «premio Nobel», no acaba de llegarle. Pero sin que, tal vez, lo esperase le llegó en 1979 el «Premio Cervantes», nuestro Nobel español, que ha compartido con Gerardo Diego.
JORGE LUIS BORGES «Gran señor de las letras, gran señor de la libertad» INTRODUCCION Jorge Luis Borges, poeta y escritor argentino, comentador y antologo de Dios, de la naturaleza y de los hombres, ha sido recientemente noticia. Noticia desagradable para los amantes de las buenas letras españolas. En un mes de julio, al tiempo que los aires políticos hablaban y comentaban sobre los incidentes y primeras andaduras de un ministerio joven, de acele ración de reform as y de «maremagnum» de partidos políticos, toda la prensa se hizo eco de unas declaraciones sorprendentes: A Borges no le gus taba la literatura española, comenzando por el poema del «Mío Cid», por que es muy pesado y de escasa imaginación, com parado con el aliento he roico que hay en «La chanson de Roldand». Pero resulta que tal opinión figuraba en un libro cuyo autor se llama Fernando Sorrentino, el cual recoge «siete conversaciones con Jorge Luis Borges» y ha sido editado en Buenos Aires. En el periódico matutino bo naerense «La Prensa» hacía un juicio muy duro sobre este parecer del gran escritor argentino, afirm ando que era lamentable que un hombre de su talla y tan prestigioso, que escribe en español, tenga en tan poca estima la lengua y literatura de donde procede el instrumento que le permite ser lo que es. Porque a lo que no hay derecho es a que Borges diga que «El Cid es realmente un poem a muy lento, hecho con una gran torpeza»; y que el A r cipreste de H ita no es autor im portante en la literatura; y que la literatura española del siglo XVIII «no vale nada»; y la del XIX «es realmente una vergüenza». Los disparates no quedaban aquí. Los había, a nuestro juicio, mayo res. Por ejemplo, que Calderón de la Barca es solamente una invención de los alemanes; y lo mismo puede decirse de todo el teatro español, en el que 57
no se distingue un personaje de otro y hay demasiado mecanismo teatral, incluido el mismo Lope de Vega, aunque a éste lo vea como a un admirable poeta. Tampoco le gustan a Borges Azorín —«escritor absolutamente delez nable»—, ni Ortega; y nienos García Lorca, que le parece un poeta menor, meramente pintoresco, y de cuyo teatro solamente conoce «Yerma», una pieza que no pudo ver hasta el final, porque se aburrió tanto, que se tuvo que salir del teatro. Pero resulta que la cosa no quedó ahí. La polvareda que se armó quedaría patente en días posteriores e inmediatos a estas declaraciones. Jorge Luis Borges se sintió ofendido por todo aquello y declaró abierta mente que había sido vilmente calumniado por el citado Fernando Sorrentino. Más reciente todavía, Francisco Cerecedo, enviado especial de la revis ta «Cambio 16», le hizo una entrevista, al final de la cual no pudo evitar la depresión «porque toda la escena le pareció tan fantástica e irreal como las más memorables páginas del viejo dandy del sur. Allá, en el sexto piso de la calle Maipú, n. 994, alternando la astuta humildac£*¡-«soy una enciclopedia de ignorancia, nada m ás»— con el astu to orgullo —«Perón jam ás oyó hablar de mí en su vida, estoy seguro»— , Borges, gloria de la literatura universal y varias veces candidato al Premio Nobel, tuvo unas nuevas manifestaciones sobre su particular modo de ver el mundo y el actual momento político que duda mucho de su sinceridad, o acaso que padece la enfermedad de la «senectud»... El caso es que, Borges, con setenta y siete años encima, casi ciego, conservador, conoce a muy poca gente y tiene muy pocos amigos persona les, aunque cabe que tenga muchos admiradores de su obra. Yo me cuento entre estos últimos. Quizá un poco por todo esto piensa que el peronismo «es la bestia negra» de la Argentina; y que, concretamente, Perón fue «un personaje ridículo» y, además, «un ladrón rodeado de la hez de la canalla». P or lo que hace a la hasta hace poco tiempo prim era dam a de la na ción y hoy ex-presidenta de la Argentina, M aría Estela de Perón, por de cencia y discreción nos resistimos a transcribir el parrafito que le dedica Borges. El lector se lo supone, asegurándole que se queda corto en los cali ficativos que le ponga. Volviendo a España, no recuerda muchas cosas de nuestra patria. Re cuerda, eso sí, las tertulias en M adrid con Cansinos Assens, totalm ente ol vidado aquí y a quien reverencia mucho; un año muy grato en Valdemosa; y una estancia en Santiago de Compostela, «que es la ciudad más linda del 58
mundo». A García Lorca lo vio una sola vez y nunca le interesó ni él ni su poesía. Le parecía un poeta menor. Tampoco conoce a Miguel Hernández; ni sabe si vive todavía o se ha muerto ya Alberti, con el que jam ás tuvo con tacto en su largo exilio en Argentina. Sea de ello lo que fuere, Jorge Luis Borges, siempre actualidad, lo ha sido m ucho más en días pasados y bien vale la pena ocuparnos de él, como hombre, poeta, narrador y el más grande de los literatos actuales sudameri canos. I.
EL HOMBRE
Jorge Luis Borges nació en la ciudad de Buenos Aires un 24 de agosto de 1899. Sus primeros estudios los cursó en su país, encontrándolo luego en Ginebra por los años 1914 al 1921. En aquella ciudad entró en contacto con los ambientes culturales y políticos del momento, conociendo a Joyce, Lenin y Trotski. Al term inar la primera Guerra M undial, pasó a Londres y posteriormente a M adrid, donde conoció a Huidobro, fundador del crea cionismo, y al citado Cansinos Assens, a Guillermo de la Torre y Gerardo Diego, poetas integrados entonces en el ultraísmo. Precisamente, el primer poema que publique Borges —«Canción del m ar»—, lo hará en una revista ultraísta. Guillermo de la Torre y Cansinos serán, desde ahora, sus amigos predilectos, llegando a em parentar con uno de ellos. Pero Borges nunca será poeta ultraísta en el sentido estricto de la pa labra, aunque en sus tomas iniciales de posición literaria se colocó al lado de los poetas citados. Por lo demás, el ultraísmo, como movimiento poéti co, duró muy poco tiempo —de 1919 a 1923— y no consiguió dejar nada definitivo. Con todo, hemos de reconocer que fue un revulsivo eficaz que hizo posible la poesía de los años siguientes. Y en cuanto al escritor argenti no que nos ocupa, su enganche en la navegación de Cansinos Assens le resultaría también provechosa, como lo es siempre cualquier experiencia para un escritor de raza. H asta el m om ento en que regrese a la Argentina, Borges se da a cono cer como traductor de poetas alemanes y como colaborador en algunas re vistas de la época. En 1924 volvió a su patria. Allí difunde la poesía altruista con una entrega entusiasta y juvenil, uniéndose a Maxcdonio Fer nández, E. González Lanuza, Guillermo Juan y F. Piñero para fundar la revista «Prism a», calificada como «cartelón que ni las paredes leyeron y que fue una disconform idad hermosa y chambona». Borges, después de un nuevo viaje a Europa, se incorporó de regreso a la revista « P ro i» , y poco más adelante a la nueva que llevó el título de «M artín Fierro», escenario fe 59
cundo que promovió una generación de literatos, y de la que fue prom otor y guía el propio Borges. Luego comienzan a aparecer, periódicamente, sus primeros libros de ensayos y de poemas, donde se mezclan los temas y los nombres de Quevedo, el citado Joyce, U nam uno, Tomás Broene, Góngora, Oscar Wilde, M ilton... Cuando en España comiencen a correr vientos republicanos, Bor ges que sigue de cerca los acontecimientos de la M adre-Patria, comienza a colaborar en la nueva publicación periódica —la revista «Sur»— y de la que va a ser su director Ocampo. El 1935 es un año que marca una etapa im portante en la vida literaria del gran aspirante al Premio Nobel. Este es el año en que aparece publicado, en Historia universal de la infamia, su fa moso cuento «Hom bre de la esquina rosada», con el que se pone ya a la ca beza de los escritores argentinos en este género, uno de los más cultivados por Borges. Siguen los años de 1940 a 1950. Años de triunfos, pero tam bién de de silusiones y sinsabores. E l jardín de los senderos que se bifurcan es un libro que se presentó, y merecía, con toda justicia el Premio Nacional de Litera tura; pero no se lo concedieron. Y esto le disgustó mucho. H asta el punto de que hubo de ser desagraviado por la citada revista «Sur». Nuestro escritor argentino, que tiene y a en su haber obras como H isto ria de la eternidad, El Aleph, Ficciones y El paraíso de los creyentes, sufre las consecuencias de una dictadura en la que, como a todos los hombres, le toca vivir malos tiempos. En el año 1955 es nom brado miembro de la A ca demia Argentina de Letras y, poco después, cuando A rturo Capdevila le llama «gran señor de las letras, gran señor de la libertad», nos ofrecerá una escogida antología en prosa y en verso con su nuevo libro E l hacedor. ¿Pero cómo era y cómo es Jorge Luis Borges por dentro, como hombre del país de la pam pa, y como ciudadano de su Buenos Aires queri do? El propio poeta nos ha dejado un retrato suyo en una página magistral del último de los libros citados: «Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamen te, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noti cias por el correo y veo su nom bre en una terna de profesores o en un dic cionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los m apas, la tipografía del siglo XVIII, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un m odo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirm ar que nuestra relación es hos til; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tram ar su literatura y esa literatura me justifica. N ada me cuesta confesar que he logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo 60
bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradi ción. P or lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Bor ges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del o lv id ^ o del otro». El escritor M aurois ha dicho de nuestro gran argentino lo siguiente: «argentino por su nacimiento y su temperamento, pero nutrido de la litera tura universal, Borges no tiene patria espiritual. Crea, fuera del tiempo y del espacio, mundos imaginarios y simbólicos. Es síntoma de su im portan cia el que, al intentar situarlo, sólo vienen a la mente obras extrañas y per fectas. Se parece a Kafka, a Poe, a veces a Henry James, o a Wéils, siempre a Valery por la brusca proyección de sus paradojas en lo que se ha dado en llamar su metafísica privada». Borges, escritor y poeta universal, desde hace unos años aspirante al Premio Nobel, prim era figura indiscutible de las letras argentinas y uno de los más grandes e im portantes escritores hispano-americanos, se ha desta cado principalmente como poeta, ensayista y cultivador de la narración corta. Iniciado en este mismo ordenamiento, sobresale en la riqueza y pure za m etafórica, en el acercamiento a las cosas que le agradan y que enumera o evoca temiendo perderlas. Borges, como hom bre cabal y sincero, resulta tan controvertido como el más intrincado de sus personajes. Pablo Neruda llegó a calificarlo de «dinosaurio político». H a sido, en efecto, acusado por muchos de reac cionario; glorificado por algunos, y discutido por una inmensa mayoría. Cuando en 1973 dos periodistas le entrevistaron en una cafetería tradi cional porteña sobre la opinión que le merecía la situación política de la A r gentina, dijo con toda claridad que él abandonaría de buen grado su país; y que no lo hacía porque su madre, anciana entonces de 96 años, se encontra ba muy enferma. La razón que daba para su voluntario exilio era, en gene ral, porque su situación le iba a ser allí intolerable. Podían echarle por las buenas, o a fuerza de humillaciones, de la Biblioteca Nacional, de la que era director; era enemigó declarado de los peronistas; preveía una época de persecución... 61
Cuando le dijeron que, tanto sus defensores como sus detractores, lo consideraban uno de los mejores, si no el m ejor, escritor argentino, replicó que no estaba de acuerdo, pues, según él, hay veinte escritores superiores a Borges en aquel país. Y citaba a modo de ejemplo a Bioy Casares, M újica Laínez y el propio Julio Cortázar. Si la pregunta va dirigida a la literatura latino-americana, de la que tanto se habla últimamente, nuestro escritor elude un tanto la cuestión y dice que no cree que América latina exista. Piensa que es una especie de haraganería y de comodidad. Y lo explica a su modo: «La República Oriental de1 Uruguay, desde luego, es parte de la Re pública Argentina. Como dije alguna vez en Montevideo: Buenos Aires es un arrabal de Montevideo. Y fuera de eso, yo no sé hasta dónde tenemos algo en común con el resto de los países de América. P or lo pronto, éste es un país de clase media. P or ejemplo, Perú y Colombia son países con una gran población indígena (que aquí no existe, porque aquí m atamos a todos los indios) y una pequeña aristocracia blanca muy adinerada». Hablando de cultura, el autor de E l inform e de Brodie no cree que los españoles la transmitiesen a los indios, puesto que ellos mismos, los con quistadores, tenían escasa cultura; pero de cualquier m anera tenían más que los indios, que no tenían ninguna. Discutido, polémico, intrigante, Borges ha llegado a decir que los negros de Estados Unidos son insoportables. De hecho, un negro en Esta dos Unidos puede recorrer cualquier barrio blanco y, en cambio, un blanco jamás puede entrar en un barrio negro. Y ello, al parecer, por haberlos educado y haberles recordado que en épocas anteriores han sido esclavos. Al menos, esto piensa el escritor argentino.
II.
«GRAN SEÑOR DE LAS LETRAS»
Roberto Yahni, en el prólogo que trae a la obra Setenta años de narra tiva argentina, 1900-1970, nos dice que quizás ninguna manifestación lite raria en esta nación refleje de manera tan adecuada los cambios, las actitu des y las contradicciones del país como lo ha hecho la narrativa en estos primeros setenta años del siglo. Quizás también, por eso, sea tan difícil in terpretar y encontrar la significación satisfactoria de corrientes, autores y obras que, de manera conjunta o inconexa, han aparecido hasta ahora y que necesariamente nos obligan a plantear los problemas o las circunstan cias históricas a las cuales se hallan inscritas. A todo esto debemos agregar todo aquello que se exige y se ha exigido siempre de la narrativa como género: compromiso, interpretación, indaga62
ción, cuando no un retrato fotográfico de la realidad presuntamente descri ta en ella, según ha dejado escrito Enrique Pezzoni en «Razón y Fábula» sobre La realidad argentina y sus actuales intérpretes. Por los años en que Borges viene a este m undo, la narrativa argentina es esencialmente auto biográfica y está en manos de hombres públicos y periodistas, también me tidos a organizadores y administradores del país. Miguel Cañé, Lucio V. M ansilla y Eduardo Wilde —los tres más representativos de aquella época— no hacen otra cosa que narrar sus impresiones subjetivas. Poco tiempo después, Julián M artel y Eugenio Cambaceres comienzan a publi car novelas más largas de corte naturalista y realista, al estilo de los grandes de España: Galdós, Pereda, Clarín y la Pardo Bazán. En los primeros años del siglo XX aparece ya la fuerte personalidad de Leopoldo Lugones, con su obra fam osa Las fuerzas extrañas. Y a su lado, y siguiéndole de cerca, estará M artiniano Leguizamón con su A lm a nativa. Los escritores de los años siguientes serán ya objeto de estudio de Borges, rivales o amigos en gustos estéticos, siempre guiados de una buena fe y muchas veces desilusionados al comprobar que la Argentina soñada por ellos no responde a la realidad de sus días. Son Ricardo Güiraldes, Horacio Quiroga, Roberto Arlt, Ezequiel M artínez, Estrada, Adolfo Bioy Casares...; hasta llegar a Julio Cortázar, Rodolfo Walhs y Pedro Orgambide, más cercanos a nosotros. a)
Cultivador del cuento
Comencemos por reconocer que Borges ha sido, desde sus comienzos, un escritor misterioso, y que la clarividencia que podemos encontrar en sus narraciones proviene, en pequeña medida, de su vocación de rastreador de enigmas, de aventurero por los territorios de los grandes misterios. Guiller mo Sucre, uno de sus más agudos comentaristas y autor del ensayo «Bor ges, el poeta», trae a colación la siguiente frase que explica, en parte, este m odo de ser del autor de Ficciones: «Toda la poesía —dice Borges— es misteriosa; nadie sabe del todo lo que le ha sido dado escribir». Y en otro lugar dirá que «la creación tiene que realizarse como soñando». Sin embar go, Borges escribe, en la m ayoría de las ocasiones, con la inteligencia en vi gilia y los sentidos bien alerta. El que su literatura aparezca envuelta por un halo sonambúlico, ello no quiere decir otra cosa que Borges se vale de este ingenioso método para acercarse lo más posible al mundo del secreto. Borges es un escritor metafísico, narrador preocupado por el proble ma de la identificación del ser, de la posible situación de una serie de fi liaciones, señas y concordancias que le ayuden a descubrir qué cosa sea el 63
hombre y en qué fenómenos se apoya su conducta en el m undo social, político y religioso que le rodea. Borges siente especial gusto por las cosas inmediatas, por las pequeñas aventuras y epopeyas de barrio. Y esta ten dencia borgiana influirá notablemente en los escritores hispánicos de una generación posterior a la suya; como lo vemos hoy en García M árquez y en Julio Cortázar, preocupados los dos por levantar acta de una realidad dis tinta, de un revés de la tram pa que ayude a situar cuanto pueda al otro lado de la realidad tangible y visible, penetrando por los vericuetos de una jungla, a la que el surrealismo freudiano había puesto brillantes carteles acotadores Ficciones Este libro es uno de los que mayor fam a ha dado a Borges fuera del área cultural de la lengua castellana. H a tenido la suerte de haber sido tra ducido a ocho idiomas y de haber obtenido, en 1961, el Premio Interna cional de Literatura, concedido por editores de Francia, Estados Unidos, Inglaterra, Italia, Alemania y España, seguramente.por ser la muestra más representativa de una obra que ha descubierto insospechadas posibilidades literarias en las ciencias exactas y aun en la filosofía. En realidad, el volumen lo integran dos libros fechados en 1941 y 1944: «El jardín de los senderos que se bifurcan» y «Artificios». El prime ro de ellos está compuesto por ocho relatos, destacando de entre ellos pre cisamente el último, de temática policial y que da título a la obra. Sobre él nos dice el propio Borges que se asiste a la ejecución y a todos los prelimi nares de un crimen, cuyo propósito no ignoran, pero que no com prenderán del todo los lectores hasta el último párrafo. Las demás narraciones son de pura fantasía; una de ellas —«La lotería en Babilonia»— no es del todo inocente de simbolismo. No es Borges el primer autor de la narración «La biblioteca de Babel», otro de los bellos re latos de este libro; los curiosos de su historia y de su prehistoria pueden in terrogar cierta página del núm ero 59 de la revista «Sur», que registra los nombres heterogéneos de Leucipo y de Lasswitz, de Lewis Carroll y de Aristóteles. En otra de las narraciones, «Las ruinas circulares», todo es irreal; y en «Pierre M enard, autor del Quijote» lo es el destino que su pro tagonista se impone. La nóm ina de escritos que le atribuye el autor no es demasiado divertida, pero tam poco es arbitraria, ya que se trata de un diagrama de su historia mental. «Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas —escribe aho ra nuestro ensayista— una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos 64
minutos. M ejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofre cer un resumen, un comentario. Así procedió Carlyle en Sartor Resartus; así Butler en The Fair Haven; obras que tienen la imperfección de ser libros también, no menos tautológicos que los otros. Más razonable, más inepto, más haragán, he preferido la escritura de notas sobre libros imaginarios. Estas son «Tlón», «Uqbar», «Orbis Tertius»; el «Examen de la obra de Herbert Quain»; «El acercamiento a Almotásim»... En cuanto a la segunda parte del volumen, titulada «Artificios», sus relatos, aunque de ejecución menos torpe, no difieren de la que forman la primera. Dos de ellas, acaso, permiten una mención detenida: «La muerte y la brújula» y «Funes el memorioso», esta última una larga metáfora del insomnio. «La muerte y la brújula», historia de una tortuosa venganza, pese a los nombres alemanes o escandinavos, ocurre en un Buenos Aires de sueños: la torcida Rué de Toulon es el Paseo de Julio; Triste-le-Roy, el ho tel donde Herbert Ashe recibió, y tal vez no leyó, el tom o undécimo de una enciclopedia ilusoria. «Ya redactada esa ficción, he pensado en la conve niencia —dice Borges— de amplificar el tiempo y el espacio que abarca: la venganza podría ser heredada; los plazos podrían computarse por años, tal vez por siglos; la prim era letra del Nombre podría articularse en Islandia; la segunda, en México; la tercera, en el Indostán. ¿Agregaré que los hasidim incluyeron santos y que el sacrificio de cuatro vidas para obtener las cuatro letras que imponen el Nombre es una fantasía que me dictó la forma de mi cuento?» Publicado en 1944, nuestro eximio escritor añadió el año 1956 tres cuentos más; uno de ellos —«El Sur»— figura con todos los honores en la mejor antología borgiana y del que el propio autor ha podido afirm ar que acaso sea su mejor cuento de cuantos ha escrito. Los otros dos son «La sec ta del Félix» y «El fin». Fuera de un personaje —Recaberren— cuya inmo vilidad y pasividad sirven de constraste, nada o casi nada es invención del autor en lo que al último se refiere; «todo lo que hay en él está implícito en un libro famoso y yo h ' sido —escribe Borges— el primero en desentra ñarlo o, por lo menos, en declararlo». En «La secta del Félix», Borges se ha impuesto el problema de sugerir un hecho común —el Secreto— de una m anera vacilante y gradual que re sultará, al fin, inequívoca; pero no sabe hasta dónde le ha acompañado la fortuna.
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«El Aleph» Este libro constituye, para muchos, el nivel de plenitud de la creación borgiana. De él nos dice el propio autor que, fuera del relato titulado «Emma Zunz», cuyo argumento espléndido le fue dado por Cecilia Ingenieros, y de la «H istora del guerrero y de la cautiva», que se propone interpretar dos hechos fidedignos, todas las demás piezas corresponden al género fan tástico. Por lo que hace a la narración que da título al libro, tan fantástico co mo poético, nos habla de Beatriz Viterbo, m uerta en 1929, y a cuya casa solía llegar todos los años el protagonista del relato, en la fecha aniversa rio, para recordar a aquella mujer «alta, frágil, muy ligeramente inclina da» y en cuyo andar había como «una graciosa torpeza, un principio de éx tasis»... Hasta que un día encontró en el sótano del comedor E l Aleph; es decir, el Tugar donde están sin confundirse todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos. El libro comienza por una breve narración: «El inm ortal» que, para Borges, es la más trabajada de todas, y con una temática que es el efecto que la inmortalidad causaría en los hombres. El autor se imagina que en la ciudad de Londres y a principios del mes de junio del citado 1929, el anti cuario Joseph Cartaphilus, de Esmirna, un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos, ofreció a la prin cesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor de la Ilíada de Pope. Y en el relato aparece un tribuno, soldado en las guerras egipcias, cuando Diocleciano era emperador, y cuyos trabajos empezaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos. Trogloditas inmortales; un riacho de aguas areno sas, un Río más grande que busca el jinete porque quiere saber su nom bre... escenas puram ente imaginativas, pero verosímiles desfilan por estas páginas, por delante de Cartaphilus, el cual rem atará sus memorias diciendo que «cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras». Palabras desplazadas y mutiladas; palabras de otros fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos. «El m uerto», otro relato de este volumen, es un triste com padrito sin más virtud que la infatuación del coraje, y que se interna en los desiertos ecuestres de la frontera del Brasil, llegando a hacerse capitán de contraban distas. Azevedo Bandeira, para Borges es, en este relato, un hom bre de Ri vera o de Cerro Largo, y es también una tosca divinidad, una versión m ula ta y cimarrona del incomparable Sunday de Chesterton. Hom bre de una gran cultura, Borges, en la deliciosa narración «Los teólogos» dejará escritos párrafos tan bellos como el que sigue: «A rrasado 66
el jardín, profanados los cálices y las aras, entraron a caballo los hunos en la biblioteca m onástica y rompieron los libros incomprensibles y los vitupe raron y los quem aron, acaso temerosos de que las letras encubrieran blasfe mias contra su dios, que era una cimitarra de hierro. Ardieron palimpses tos y códices, pero en el corazón dé la hoguera, entre la ceniza, perduró casi intacto el libro duodécimo de la Civitas Dei, que narra que Platón enseñó en Atenas que, al cabo de los siglos, todas las cosas recuperarán su estado anterior, y él, en Atenas, ante el mismo auditorio, de nuevo enseñará esa doctrina». El relato concluirá, como en otros similares, diciendo que el fi nal de la historia es preferible solamente en metáforas, ya que pasa en el reino de los cielos, donde no hay tiempo. En «La busca de Averroes» asistimos a un proceso: el de una derrota. Prim eram ente piensa en aquel arzobispo de Canterbury que se propuso de m ostrar que hay un Dios; luego en los alquimistas que buscaron la piedra filosofal; luego en los vanos trisectores del ángulo y rectificadores del círculo. Pero luego reflexionó que era mucho más poético el caso de un hombre que se propone un fin que no está vedado a los otros, pero sí a él. Y es entonces cuando piensa y recuerda a Averroes, que encerrado en el ám bito del Islam, nunca pudo saber el significado de las voces tragedia y co media. Otros títulos del volumen son la «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz», que es una glosa al M artín Fierro, un poco su otro yo. «La otra muerte» es una fantasía sobre el tiempo que Borges urdió a la luz de unas razones de Pier Damiani. «Deutsches Requiem» quiere llorar el destino, trágico desti no, de una Alem ania derrotada en la Segunda Guerra Mundial; destino que no supieron llorar, ni siquiera sospechar los germanófilos argentinos que nada saben de Alemania. Borges añadió cuatro piezas más a una nueva edición de E l Aleph. De ellas, tal vez, «La espera», narración sugerida por una crónica policial que le leyó su amigo A lfredo Doblas, sea la más interesante, y en la que cambia el protagonista turco por un italiano para, de este modo, instruirlo con más facilidad. E l inform e de Brodie Nuestro autor nos dice, a propósito de esta serie de relatos cortos, que ha intentado la reducción de cuentos directos, despojados de la sorpresa del estilo barroco y del final imprevisto, prefiriendo la preparación de una expectativa a la de un asombro. Sin embargo, es fácil reconocer en todos ellos muchos de los personajes, situaciones y ambientes del resto de su 67
narrativa, como los estudiados Ficciones y E l Aleph, así como los temas y obsesiones en torno a los cuales gira su obra ensayística y poética, que más adelante hemos de ver. Dejando a un lado el último de los relatos, que da título a toda la obra, E l informe de Brodie, la técnica lineal de los diez restantes no hace sino re saltar las ambigüedades y simetrías características de las ficciones borgianas, presididas siempre por los arquetipos de la memoria: el tiempo y la eternidad. Borges no se atreve a afirm ar que sean sencillos, porque no hay en la tierra —dice— una sola página, una sola palabra que lo sea, ya que todas postulan el universo, cuyo más notorio atributo es la complejidad. El se propone simplemente distraer, o a lo más, conmover; pero nunca piensa en persuadir. Lo cual no quiere decir que el portentoso escritor argentino se encierre en una torre de marfil. «Mis convicciones en m ateria política —escribe textual— son harto conocidas; me he afiliado al partido conser vador, lo cual es una form a de escepticismo, y nadie me ha tildado de co munista, de nacionalista, de antisemita, de partidario de Horm iga Negra o de Rosas. Creo que con el tiempo mereceremos que no haya gobiernos. No he disimulado nunca mis opiniones, ni siquiera en los años arduos, pero no he permitido que interfieran en mi obra literaria, salvo cuando me urgió la exaltación de la Guerra de los Seis Días». Y es que el ejercicio de las letras es misterioso. Lo que opinamos es efímero, y por eso, Borges opta por la tesis platónica de la musa y no por la de Poe, que razonó, o fingió razonar, que la escritura de un poema es una operación de la inteligencia. Volviendo al libro en cuestión, a excepción del texto que da nombre a toda la obra, como poco ha hemos aludido, y que procede del últim o viaje emprendido por Lemuel Gulliver, estos cuentos son realistas, para usar la nomenclatura en boga. Todos ellos observan las convenciones del género, no menos convencional que los otros y del cual pronto nos cansaremos si no es que ya estamos cansados. A bundan en la requerida invención de hechos circunstanciales, de los que hay ejemplos espléndidos en la balada anglosajona de M aldon, que data del siglo X, y en las ulteriores sagas de Islandia. Borges sitúa sus cuentos un poco lejos, tanto en el espacio, como en el tiempo. De este modo, la imaginación puede obrar con más libertad. P or que, ¿quién en estos días recordará con precisión lo que fueron, a fines del siglo anterior, los arrabales de Palerm o o de Lomas? P or lo demás, nuestro insigne narrador cree que las modificaciones verbales no estropearán ni m ejorarán lo que dicta, salvo cuando éstas pueden aligerar una oración pe sada o mitigar un énfasis. Cada lenguaje es una tradición; cada palabra, un 68
símbolo com partido; es baladí lo que un innovador es capaz de alterar; re cordemos la obra espléndida, pero no pocas veces ilegible, de un Mallarmé, o de un Joyce. Es posible que estas razonables razones sean un fruto de la fatiga. La ya avanzada edad me ha enseñado la resignación de ser Borges. E l libro de arena A partir de su bella narración «El Aleph», la tarea de decantación emprendida por Borges ha evidenciado una ejemplarizante práctica de hu mildad. Un día dejó dicho que «los mejores escritores no tienen artificios; y en todo caso, sus artificios son secretos». Precisamente la cualidad específica de esta última obra narrativa que nos ocupa del gran escritor ar gentino, Libro de arena, es la aludida decantación. U na decantación que, relato tras relato, sirve para hacer más sutiles los estímulos de la sensibili dad, siempre por él proyectada hacia los enriquecimientos intelectuales. De tal modo que, acabada su lectura, bien podemos afirm ar con Claude Mauriac: «Después de habernos acercado a él, ya no somos los mismos. Nuestra visión de los seres y de las cosas ha cambiado. Somos más inteli gentes y, seguramente, más sensibles». A la manera de los grandes escrito res, que han buscado situar unos pasos hacia adelante la realidad miste riosa que disimula más allá de nuestras miradas, Borges acomete esta aven tura con un encadenamiento de metáforas significantes. A fin de cuentas, y también consecuente consigo mismo, llegó a decir que la historia es la suce sión de algunas metáforas. b)
E l ensayista
Es otra de las facetas ricas y constantes de Borges, donde se en cuentran los temas más habituales del escritor: la perplejidad metafísica, los muertos que perduran en el recuerdo del poeta, la germanística, el len guaje, la patria, la paradójica suerte de los poetas. Es verdad que, a las ve ces, se enm arañan estos temas habituales y se transform an en un verdadero laberinto de datos, citas, notas marginales, acotaciones, que hacen difícil e intrincada su lectura, cuando no desorientan el hilo conductor del relato y la columna vertebral del mismo. La temática del tiempo y de la muerte, «Los juegos con el tiempo y con lo infinito», ofrecen una rica veta de meditación y de sondeo, que no decae nunca, antes, se muestra más pujante a medida que te internas en su lectura. Puede decirse que en todos los bemoles vive una obsesión con estos interrogantes, que apuntan siempre más a una curiosidad intelectiva que a 69
una experiencia viva y transm itida. Así lo vemos en los ensayos que tratan temas del «traidor y del héroe», «El testigo» y el escritor al que más cita en sus obras «Leopoldo Lugones». Uno de los temas menos acertados y más endémicos es el tema sobre la patria. Quizá por ser un concepto perplejo, como él mismo ha dejado escri to en otros lugares, no acierta Borges a resumir en estos ensayos esa metafísica vertebral de la que hace gala en otros escritos y que tanto bu cean y tratan de esclarecer autores como Castellani, M arechal y Sábato. La patria no parece tener aquí contornos definidos de historia y de tradición, tal vez porque no cree que los tenga. El «com padrito» y el «orillero» aca paran con frecuencia su capacidad de símbolo. Sus milongas —«la flor de los cuchilleros»— lo proponen; y sus tangos —«M uraña, ese cuchillo de Palerm o»— lo exaltan, para ser exhibidos en algunos de sus relatos, tales como «El fin» y «El hombre de la esquina rosada», a los que hemos aludi do en párrafos anteriores. Historia de la eternidad Es un libro de ensayo que merece mención y examen especial. Precisa mente, porque encierra una temática del tiempo y un análisis de la eterni dad, del concepto de eternidad en su doble vertiente: la alejandrina, de raíz platónica, y la cristiana, nacida con la doctrina trinitaria de San Ireneo y formalizada después por San Agustín. Borges escribe un prologuillo al comienzo de este libro, aparecido en 1953, y nos dice que tiene pocas cosas que contar de «historia de la eterni dad», una obra de pocas páginas, pero de hondo contenido, en la que habla de la filosofía platónica. «En un trabajo que aspiraba al rigor crono lógico —escribe textual— , más razonable hubiera sido partir de los hexá metros de Parménides («no ha sido nunca ni será, porque ahora es»). No sé cómo pude com parar a «inmóviles piezas de museo» las formas de Platón y cómo no sentí, leyendo a Escoto Erígena y a Schopenhauer, que éstas son vivas, poderosas y orgánicas: Entendí que sin tiempo no hay movimiento (ocupación de lugares distintos en momentos distintos); no entendí que tampoco puede haber inmovilidad (ocupación de un mismo lugar en m o mentos distintos). «La doctrina de los ciclos» constituye, dentro de la misma obra, una penetrante e inteligente reflexión acerca de la teoría del eterno retorno, tal y como la desarrolló Nietzsche; lo mismo que «El tiempo circular», en el que analiza las principales variantes de la concepción que defiende el carác ter recurrente del movimiento histórico. El estudio de las «kenningar» 70
islandesas y un breve comentario sobre la m etáfora examinan la función de las ecuaciones sintácticas traslaticias. Finalmente, el erudito examen de las versiones clásicas de «Las 1.001 noches» sirve de motivo para algunas pe netrantes observaciones acerca de los condicionamientos culturales e histó ricos de la labor de traducción. Una glosa de la novela imaginaria —«El acercamiento a Alm otásim »— y una divertida nota sobre el «Arte de inju riar» completan las páginas de este pequeño volumen del que el propio Borges dirá que el mérito o la culpa de la resurrección de estas páginas no tocará por cierto «a su karm a», sino al de su generoso y tenaz amigo José Edm undo Clemente. E l hacedor En 1960, Borges publica este libro de ensayo del que dice, en el epílogo, que ninguno es tan personal como esta colecticia y desordenada «silva de varia lección», precisamente porque abunda en reflejos y en inter polaciones. «Pocas cosas me han ocurrido —escribe— y muchas he leído. Mejor dicho: pocas cosas me han ocurrido más dignas de memoria que el pensamiento de Schopenhauer o la música verbal de Inglaterra. Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de ca ballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente labe rinto de líneas traza la imagen de su cara». E l hacedor está dedicado a Leopoldo Lugones, el poeta argentino que murió en 1938, después de haber participado en todos los movimientos políticos de su patria, evolucionando desde un socialismo a ultranza, hasta un exacerbado individualismo y cuya violencia le condujo al suicidio. Bor ges aludirá frecuentemente en sus obras al autor de Lunario sentimental, Poemas solariegos y Romances del Río Seco, patria chica del poeta, en la provincia de Córdoba. Borges sabe que a Lugones le hubiera gustado todo esto, y que le dedicara el libro de ensayos, tal vez, porque en él hubiera re conocido su propia cara y su propia voz. Libro en prosa y en verso. Breves divagaciones literarias y filosóficas. Versos de corte clásico y barroco. Homero y Dante. Rosas y Facundo. Ob servaciones acerca de la vida cotidiana, con especulaciones sobre el tiempo y el espacio —temas fundamentales en la obra borgiana— . La singularidad privilegiada de un instante con las repeticiones y simetrías del curso históri co. La fantasía que inventa laberintos inéditos con la crónica de sucesos tri viales a los que una m irada atenta carga de insospechadas significaciones. 71
El particularismo criollo, con una universalidad histórica y geográfica que abarca tanto la simbología oriental como la cultura europea... Todo lo cual —cruce de géneros y voluntaria diversidad temática— no hace sino poner, una vez más, de manifiesto el amplio espectro de intereses, conocimientos y pasiones del gran escritor argentino.
III.
POETA, «GRAN SEÑOR DE LA LIBERTAD»
He leído, prácticamente, toda la obra poética de Borges: poemas lar gos, sonetos, milongas de guitarra y versos libres que nos introducen en un panoram a límpido y preciso por estilo y palabra. Es un verso construido —lo mismo que gran parte de su prosa— a partir de un dato filosófico, o de una conclusión lógica en donde el poeta tuviera a su cargo las premisas correctas, legítimas y conjugadas. Se trata de una poesía m arcadamente ra cional, cargada de notas eruditas, con una finalidad docente y dem ostrati va de conocimientos culturales. Borges aparece aquí como el poeta distante, incontam inado, con cuidada elegancia, rayana en k afectación, sin ensuciarse en la arcilla, en el «humus» elemental del verso. Sin embargo, hay ocasiones en que el poeta intenta meterse dentro de las cosas, del mundo de los muertos, del Junín, donde no estuvo nunca: «Soy, pero también el otro, el muerto, el otro de mi sangre y de mi nombre. Vuelvo a Junín, donde no estuve nunca, a tu Junín, abuelo Borges». Desea internarse en el mar —atracción irresistible de poeta— y pre guntar por su esencia y su ser: «¿Quién es el mar, quién soy yo? Lo sabré el día ulterior que suceda a la agonía». Y hasta puede adivinarse una tenue nostalgia en su «New England»: «...pero siento en la tarde que declina el hoy tan lento y el ayer tan breve. Buenos Aires, yo sigo caminando por tus esquinas sin por qué ni cuándo». Poesía astral, llena de luz tenue, inofensiva, pulcra, pero un tanto fría y lejana, como las estrellas. La obra poética de Borges está reunida hoy en un volumen publicado por «Alianza-Emecé» el 1972. Al menos en estas 72
páginas está el auténtico poeta argentino: el de «Fervor de Buenos Aires», «Luna de enfrente» y «Cuaderno San M artín», que son sus primeros libros de versos, revisados más tarde por el propio autor, sin otra finalidad que la de i litigar excesos barrocos, limar asperezas y suprimir vaguedades. Siguen luego «El otro, el mismo», compilación de poemas escritos entre 1930 y 1967, y que es el libro de versos preferido por Borges y el lugar de cita de todos sus hábitos. «Elogio de la sombra» aparece en 1969 y en él conviven, sin discordia, las formas de la prosa y del verso. El volumen lo completan las letras de milongas, reunidas en «Para las seis cuerdas», y un pequeño «Museo» de poemas apócrifos». Al principio de cada uno de estos breves libritos de versos, Borges trae unas notas introductorias explicativas y que contienen iluminadoras afir maciones sobre la esencia y naturaleza de la misma poesía que es —dice nuestro eximio poeta— un «ajedrez misterioso cuyo tablero y cuyas piezas cambian como en sueño y sobre el cual me inclinaré después de haber muerto». En la nueva edición de «Fervor de Buenos Aires» dejó escrito lo que apuntábam os arriba sobre la segunda labor de Borges en sus obras poéticas. «No he reescrito el libro. He mitigado sus excesos barrocos, he li mado asperezas, he tachado sensiblerías y vaguedades y, en el decurso de esta labor a veces grata y otras veces incómoda, he sentido que aquel muchacho que en 1923 lo escribió ya era esencialmente —¿qué significa esencialmente?— el señor que ahora se resigna o corrige. Somos el mismo; los dos descreemos del fracaso y del éxito, de las escuelas literarias y de sus dogmas; los dos somos devotos de Schopenhauer, de Stevenson y de Whitman. P ara mí, «Fervor de Buenos Aires» prefigura todo lo que haría des pués. Por lo que dejaba entrever, por lo que prometía de algún m odof lo aprobaron generosamente Enrique Díez-Canedo y Alfonso Reyes». Versos entrañables de su ciudad amada: «Las calles de Buenos Aires ya son mi entraña. No las ávidas calles, incómodas de turba y ajetreo, sino las calles desganadas del barrio, casi invisibles de habituales, enternecidas de penum bra y de ocaso y aquellas más afuera ajenas de árboles piadosos donde austeras casitas apenas se aventuran, abrum adas por inmortales distancias, 73
a perderse en la honda visión de cielo y de llanura. Son para el solitario una promesa porque millares de almas singulares las pueblan, únicas ante Dios y en tiempo y sin duda preciosas». Versos que nos sitúan ante la plaza de San M artín: «En busca de la tarde fui apurando en vano las calles. Ya estaban los zaguanes entorpecidos de sombra. Con fino bruñimiento de caoba la tarde entera se había remansado en la plaza, serena y sazonada, bienhechora y^util como una lámpara, clara como una fuente, grave como ademán de hombre enlutado. Todo sentir se aquieta bajo la absolución de sus árboles —jacarandás, acacias— cuyas piadosas curvas atenúan la rigidez de la imposible estatua y en cuya red se exalta la gloria de las luces equidistantes del leve azul y de la tierra rojiza. ¡Qué bien se ve la tarde desde el fácil sosiego de los bancos!». Versos que cantan al patio en el que, con la tarde, se cansaron los dos o tres colores que quedaban. Patio de cielo encauzado; patio que no declive «por el cual se derram a el cielo en la casa»; patio en el que, serena, la eter nidad espera en la encrucijada de estrellas; en el que es grato vivir «en la amistad oscura de un zaguán, de una parra y de un aljibe». Versos, que cantan a una'rosa: la la la la 74
«La rosa, inmarcesible rosa, que no canto, que es peso y fragancia, del negro jardín en la alta noche, de cualquier jardín y cualquier tarde...»;
la vuelta a la casa de su infancia: «Al cabo de los años del destierro volví a la casa de la infancia y todavía me es ajeno su ámbito. Mis manos han tocado los árboles como quien acaricia a alguien que duerme y he repetido antiguos caminos como si recobrara un verso olvidado y vi al desparram arse la tarde la frágil luna nueva que se arrim ó al am paro sombrío de la palmera de hojas altas, como a su nido el pájaro». «Luna de enfrente» es un libro que tiene algo de ostentoso y de públi co. Borges así lo reconoce, pero no quiere ser injusto con él. Quiso ser, en estos versos, moderno; pero ser moderno es —dice nuestro vate— ser con tem poráneo, ser actual; todos fatalmente lo somos. Nadie —fuera de cierto aventurero que soñó Wells— ha descubierto el arte de vivir en el futuro o en el pasado. No hay obra que no sea de su tiempo; la escrupulosa novela histórica «Salambó», cuyos protagonistas son los mercenarios de las guerras púnicas, es una típica novela francesa del siglo diecinueve. Nada sabemos de la literatura de Cartago, que verosímilmente fue rica, salvo que no podía incluir un libro como el de Flaubert. Olvidadizo de que ya lo era, quise también ser argentino. Incurrí en la arriesgada adquisición de uno o dos diccionarios de argentinismos, que me suministraron palabras que hoy puedo apenas descifrar: madrejón, espadaña, estaca, pam pa... En este libro de poemas, Borges canta a un almacén rosado, al hori zonte de un suburbio, al general Quiroga que, «ya m uerto, ya de pie, ya inmortal, ya fantasma, se presentó al infierno que Dios le había marcado, y a sus órdenes iban, rotas y desangradas, las ánimas en pena de hombres y de caballos». Canta también a Montevideo, y a Dakar que está «...en la encrucijada del sol, del desierto y del mar». El libro titulado «El otro, el mismo» es —lo hemos dicho ya— el pre ferido de Borges. Porque en él están el «Poem a de los dones», el «Poema conjetural», «Una rosa y M ilton», «El otro tigre», «Límites y Junín». Y en él están, asimismo, los hábitos del poeta platense: «Buenos Aires, el culto de los mayores, la germanística, la contradicción del tiempo que pasa y de 75
la identidad que perdura, mi estupor de que el tiempo, nuestra substancia, pueda ser compartido». Compilación de poemas, las piezas fueron escribiéndose para diversos momentos, no para justificar un volumen. De ahí las previsibles monotonías, la repetición de palabras y tal vez de líneas enteras. Curiosa la suerte del escritor: al principio es barroco —escribe Borges—, vanidosa mente barroco, y al cabo de los años puede lograr, si son favorables los astros, no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta compleji dad. Dedicado al citado escritor Lugones, en él se encuentra la célebre elegía escrita en Bogotá el año 1936: «Oh destino el de Borges, haber navegado por los diversos mares del mundo o por el único y solitario mar de nombres diversos, haber sido una parte de Edimburgo, de Zürich, de las dos Córdobas, de Colombia y de Texas, haber regresado, al cabo de cambiantes generaciones a las antiguas tierras de su estirpe, a Andalucía, a Portugal y a aquellos condados donde el sajón guerreó con el danés y mezclaran sus sangres, haber errado por el rojo y tranquilo laberinto de Londres, haber envejecido en tantos espejos, haber buscado en vano la m irada de mármol de las estatuas, haber examinado litografías, enciclopedias, atlas, haber visto las cosas que ven los hombres, la muerte, el torpe amanecer, la llanura, y las delicadas estrellas, y no haber visto nada o casi nada sino el rostro de una muchacha de Buenos Aires, un rostro que no quiere que lo recuerde. Oh destino de Borges, tal vez no más extraño que el tuyo». «Para las seis cuerdas» es el libro de las milongas, suaves y rítmicas, en las que el lector debe suplir la música ausente por la imagen de un hom bre que canturrea, en el um bral de su zaguán o en un almacén, acom pañándose con la guitarra. La mano se dem ora en las cuerdas y las palabras cuentan menos que los acordes. Borges, poeta argentino, poeta universal, gran señor de la libertad, ¿dónde estás y dónde te has ido?... 76
«Según su costumbre, el sol Brilla y muere, muere y brilla Y en el patio, como ayer, H ay una luna amarilla, Pero el tiempo, que no ceja, Todas las cosas mancilla. Se acabaron los valientes Y no han dejado semilla». No im porta, Borges: «No se aflija. En la m em oria...
MIGUEL ANGEL ASTURIAS Escritor guatemalteco, Premio Nobel 1967. Nació en la ciudad de Guatemala el año 1899. Abogado y cofundador de la Universidad Popular en su país, se trasladó más tarde a Francia y fue alumno, en la Sorbona, del profesor Georges Raynaud. Su primera gran novela, que le impulsó a la fama, fue «El Señor Presidente», cruda descripción del terror y la degradación que acarrea una dictadura. Escritor polifacético, su centro y su puesto está en la narrativa. De tal modo que su creación más valiosa es la de un pequeño universo, cuya vida, geografía y costumbres narra como ninguno: el pequeño universo y pequeño mundo de su pueblo indígena y mestizo, con sus angustias, luchas y esperanzas.
MIGUEL ANGEL ASTURIAS Poeta y escritor comprometido con su tiempo y con su pueblo I.
EL HOMBRE
Siglos antes de que Europa tuviera noticia de un Nuevo M undo, tan distinto y maravilloso que su descubridor creía firmemente haber llegado al Paraíso, iniciaba en él su poderoso desarrollo cultural el pueblo de los M a yas. Desde el siglo IV de nuestra era elevaron majestuosos templos, m onu mentos cuajados de relieves, establecieron un calendario perfecto —el fa moso calendario maya— , cultivaron las artes, la agricultura y dominaron una vasta región que hoy se reparte entre Guatemala, Méjico y algún otro país centroamericano. Precisamente en esta Guatem ala habría de nacer, el 19 de octubre de 1899, Miguel Angel Asturias. Era hijo de español con ascendencia indígena y de madre india maya. El padre era abogado —ocupaba el cargo de juez, cargo im portante en la vida del país— y la madre maestra. Por su ascen dencia, defendía el vocablo «H ispanidad» diciendo: «Hispanidad, porque somos mestizos de español y de indio». Defendió siempre en sus obras el indigenismo quizá porque de él se decía: «Es como un gran feje maya. Sus ojos están cargados de nostalgia. Es como un gran jefe al que sus gentes aguardan todavía». «Yo soy mestizo —dirá—; lo cual no significa que quisiera renegar ni de una sola gota de mi sangre india o que no esté or gulloso de ella. P or el contrario, puede estarse orgulloso de saber que por las venas de uno corre mucha sangre india. Nuestros indígenas no han de avergonzarse de su pasado». . Cuando le pregunten a su esposa qué harán los indios al enterarse de la muerte de Miguel Angel Asturias, dirá doña Blanca Amado: «Los indios rezarán el rosario en la plaza de sus aldeas y llorarán todos, porque se ha muerto su segundo gran jefe maya. Así lo llamaban, y él hacía lo que ellos: cuando se despertaba, de m añana, tenía que gritar el nom bre de Emiliano 81
Zapata, y lo hacía así: se ponía las dos manos en torno de la boca y gritaba: ¡Emiliaaaano... Zapataaaaaa! Si algún día olvidaba su invocación se m ostraba nervioso toda la jornada, y decía: «Hoy no lo invoqué». Miguel Angel Asturias quería ser el eslabón de la cadena entre la in diada y "lo español, su idioma y su mundo. P or su misma esposa sabemos que cuando pronunció unas conferencias en Tenerife, fue la prim era vez que se refirió a su obra, hasta el punto de que hizo lo que nunca se había atrevido a hacer: aconsejar a los escritores nuevos. Porque él recibía las obras de muchas novelas y cada vez que llegaba uno, decía: «¡Que sea bueno!», porque no quería sino que todos los escritores fueran genios. A pesar de su nacimiento en la capital de Guatemala, sus primeros años tuvieron que transcurrir en un lugar provinciano, Salamá. Y aquí es precisamente donde conoce mejor a los indios y estrecha lazos con ellos, con los trabajadores del campo, con las gentes que involuntariam ente con servan la herencia del lejano pasado maya. Vuelve a Guatemala. Comienza a estudiar medicina y luego se pasa a leyes. Estudiante aprovechado —nos dice Jorge Campos— , descansa de los libros en las reuniones que se form aban todas las noches en el patio de su casa. El padre, a quien la dictadura de Estrada Cabrera impidió seguir su carrera, m ontó un negocio de im portancia de azúcar y harina. Acudían los campesinos y esperaban su turno o alargaban su espera contando viejas historias que en la mente de Asturias se anudaban a las que oyera en su in fancia. Es la hora en que redacta su tesis doctoral, y el am or por las gentes humildes y desheredadas de su pueblo hace que el tema elegido sea El problema social del indio, primera expresión de su actitud social. Por este mismo tiempo se funda —Asturias es cofundador— la Uni versidad Popular, que tan valiosos servicios está prestando a la cultura y astesanía del país. Movido por esta inquietud social, pronuncia allí una se rie de conferencias que reúne después en el volumen Arquitectura de la vida nueva. Pero la vida política de Guatem ala aconseja a nuestro joven doctor a que se aleje de su patria por algún tiempo. Piensa estudiar Derecho Inter nacional en Europa. En 1923 llega a Londres. Visita el Museo Británico. Todas las culturas se muestran en él con la sorpresa de la incomparable obra de arte, o la tristeza del objeto desprovisto de vida por su alejamiento de la función para la que fue creado. Pero desde unas vitrinas el viejo m un do maya se le hace presente de nuevo con una actualidad que los siglos no han podido borrar. Pronto en París y en la Sorbona, en un París ávido de renovaciones artísticas de todas clases y en una universidad repleta de inquietudes, algo surge ante él, como si el azar quisiera indicarle un camino. El antropólogo 82
George Raynaud trabaja en la traducción de un códice maya, el Popol Vuh. Miguel Angel Asturias colabora en la empresa de verter al castellano la maravillosa y en gran parte oscura colección de mitos y creencias reli giosas de los mayas. Le ayuda en la tarea el escritor mejicano J. M. Gonzá lez de Mendoza. El texto del viejo códice da vida a los rostros conservados en las estelas y llena de pasión a las pétreas figuras de los dioses. Del pasa do surgen unas fantásticas historias que van desde la creación del mundo por los seres superiores, grandes sabios que contemplaban la nada, silen ciosa y oscura, desde un mar lleno de claridad, escondiéndose bajo plumas verdes y azules. Todo un mundo colorista y agitado encubierto por la plu ma de un transcriptor, en el siglo XVIII, cuando el mundo maya se hallaba casi tan lejano como en nuestros días. Mas para Asturias estas historias mi tológicas se iluminan a una luz distinta: la que procede del parentesco que él encuentra entre ellas y los relatos que ha oído a los campesinos de su tierra. Deslumbrado entonces por el mundo mágico quiché que le reveló Popol Vuh, semejante en estilo al surrealista, escribe Leyendas de Guate mala, que aparecen publicadas en M adrid el año 1930. El éxito es inme diato. N ada menos que Paúl Valéry, el forjador de la poesía pura, confiesa haberse quedado «traspuesto» después de su lectura. El hecho de que se presenten como narraciones en prosa no engaña al gran poeta. Percibe la gran cantidad de poesía que encierran, y algo más, ese algo no fácilmente definible que se hará más claro al conocer la obra posterior de Asturias y que le enlaza, salvando la colina de los siglos, con los olvidados mayas creadores de mitos. «Historias-sueños-poemas» es la definición que da Va léry de unos relatos que le parecen constituir un filtro, «porque este libro, aunque pequeño, se bebe más que se lee». Dos años más tarde, el libro obtendría en París el premio Sylla M onsegur a la mejor obra latino americana. Miguel Angel Asturias empieza, así, su obra de creación. La de más fam a sería «El señor Presidente». Aunque él solía decir que no le gustaba la palabra comprometido, la verdad es que el escritor y poeta guatemalteco se siente comprometido con las motivaciones de sus obras. El prefería lla mar a su literatura Invadida. Decía «invadida por la vida que rodea al escritor. Por esa vida que ha de reflejar en su obra». Siempre que se le pre guntó si era un escritor comprometido —declara uno de sus hijos— mi padre contestó que lo estaba plenamente con su tiempo y con su pueblo. En Guatem ala funda E l Diario del Aire, radiodifusor informativo, el primero de su índole en el país. Contrae matrim onio con Clemencia Am a do de la que tuvo dos hijos, Rodrigo y Miguel Angel. La revolución del 20 de octubre de 1944, que inicia un período democrático de diez años, reper 83
cute hondamente en su vida. Acepta el nuevo régimen y tom a parte activa ante la agresividad de los Estados Unidos. Viaja mucho por América del Sur, como agregado cultural de la em bajada de Guatem ala en Buenos Aires, pasando a París como ministro consejero y, de allí, a El Salvador, ya con cargo de em bajador. Pero a poco le sorprende la caída del presidente Arbenz, víctima de la intervención de Estados Unidos, y, herido en su amor patrio, no reconoce el gobierno espurio de Castillo Arm as y se exilia en Buenos Aires. Ocurría todo esto el año de 1954. Los relatos de H om bres de maíz, en 1949; la trilogía sobre la explota ción bananera del Caribe: Viento fuerte; E l Papa verde y L os ojos de los enterrados; la novela W eekend en Guatemala, ya de 1956, también de tema antiimperialista, así como numerosos artículos para diversos periódicos de América y Europa, son los hitos de esta nueva etapa, que se caracteriza por nuevos viajes: a China, Japón, varias veces a la URSS, Cuba, Venezuela, México, la misma Guatem ala y otros países. En Buenos Aires contrae nuevas nupcias con Blanca M ora y Araujo. Se establece en Génova, y allí recibe la notificación oficial del gobierno soviético que le concede el Pre mio Lenin de la Paz, en 1966. En Guatemala, entre tanto, se precipitan los acontecimientos; se suce den varios cambios de gobierno hasta la elección de Julio César Méndez Montenegro, 1966, quien le nom bra em bajador en París. La aceptación de este nombramiento provoca reacciones de protesta en varios círculos inte lectuales, debido a que el nuevo gobierno guatemalteco representa los mis mos intereses nacionales y extranjeros que han creado las condiciones en que vive el pueblo que él retrata en sus novelas y cuentos. Sin embargo, su prestigio no cesa, culminando con la concesión del Premio Nobel de Litera tura en 1967. Después de la concesión de este premio, la fam a de Asturias se extien de por el mundo. En su vejez, plena de creación, publica muchos artículos para distintos periódicos, entre los que destacan los que hemos leído en el diario madrileño ABC —el último de ellos aparecido el mismo día de su muerte en el suplemento dominical—, y escribe una autobiografía que aho ra recobrará mayor valor. En París preside, como em bajador, la misión diplomática de su país. Miguel Angel Asturias era un gran amigo y adm irador de España y de lo hispánico, aunque Santiago Oliveros Aguaron cree que no tiene buen concepto del español y que se aprecian en sus obras viejos resabios y pre juicios trasnochados de la leyenda negra cuando, de paso, nos juzga a tra vés de sus personajes. Como lo prueba con el ejemplo de sus dos obras más importantes: E l señor Presidente, netamente política, y H om bres de maíz, 84
novela social. En esta segunda aparece un tipo de sacerdote rebotado con ascendencia española por parte del padre e irlandesa por la madre. Es un personaje secundario de la novela. Se llama don Casualidón y es escolásti co, filibustero o las dos cosas. Miguel Angel Asturias nos le retrata como «m ontado en un caballo careto. La cabezada, el freno, los estribos sarrace nos, todo muy bueno. Los ojos claros de caramelo ensalivado, las alas ale teantes de su sombrero; se contaba que era un cura arrepentido y sí tenía el aire eclesiástico bajo su fieltro, con la americana oscura hasta el cuello, las guedejas rubias tras las orejas y la cara fresca a pesar de los años». Luego nos cuenta su historia: Era don Casualidón cura párroco de una población hermosa, pero pobre. Sus feligreses, un tanto ladinos y letrados, se portaban con él admirablemente, llenándole su mesa de manjares. Con ello, con sus buenos libros, sus tertulias y sus juegos, don Casualidón pasa ba dulcemente la vida en una buena casa, bien amueblada y con toda clase de ayudas y colaboraciones. Pero he aquí que se entera de que un compañe ro suyo que tenía otra parroquia de indios que trabajaban en lavaderos de oro, por razones de salud, pensaba renunciar a su parroquia. Se encendió la ambición de don Casualidón. Escribió al párroco de los indios, hipócri tamente, como si quisiera hacerle un favor por estar enterado de su enfer medad y le propuso perm utar sus parroquias. El de los indios, que por ser además indígena conocía muy bien a sus feligreses, le advirtió honestamen te de las malas condiciones de su parroquia en todos los sentidos: de la pobreza e indiferencia de aquellas gentes. Pero don Casualidón insistió y el otro dejó en sus manos hacer lo que quisiera. Don Casualidón marchó inmediatamente a la capital y consiguió de la autoridad eclesiástica la perm uta que en mala hora deseara. En su enorme codicia, en los informes de su compañero, que le había mostrado la verdad desnuda, él sólo veía exageraciones. Le parecía que por indiferentes que fueran los indios de su nueva parroquia, que sumaban más de cincuenta mil, muchos irían a misa dominical con su pepita de oro. Cuando Asturias se refiere a este sacerdote, siempre le nom bra como «el español». Don Casualidón, al llegar a su nueva parroquia, habiendo dejado en la anterior una casa muy cómoda, bien amueblada y con luz eléctrica, ve la desolación de los indios, y el autor de H om bres de maiz dice que «la bestia española se resistía a doblar las rodillas, igual que un toro herido, y bufaba yendo de un lado a otro con los ojos enrojecidos brasosos». H abla luego de «las regaderas de sudor frío en sus espaldas vencidas», de sus lágrimas ante la larga penitencia que le esperaba y que, por fin, no soportó abandonando los hábitos. Los indios, a juicio del Premio Nobel, eran «una gente pegada a la 85
tierra, a la cabra, al maíz, al silencio, a la piedra, y despreciadores de las pepitas de oro». Sin ambiciones, sometidos, «se vengaban de sus verdugos poniéndoles en las manos el metal de su perdición». No se preocuparon ni mucho ni poco de la llegada de su nuevo párroco. Entonces a don Casualidón «se le subió el más duro conquistador a la cabeza y trepó al cam pana rio por una escalera brujeante. Un repique violento, igual que alarm a de in cendio, anunció su llegada». Pero aun así, se extrañó de que no fueran a saludarle, a darle la bienvenida, a ver qué se le ofrecía. Y es entonces cuan do recorre las oscuras calles y llama de puerta en puerta dando voces y des pertando a los indios. Estos, como raza vencida, dorm ían en sus casuchas extendidas en las hondonadas y en los rincones. Ante el desesperado llamar y petición de auxilio, en algunas casas abrían y asomaban caras cobrizas que saludaban sin afecto y sin odio. Vivían pobres, lejos de la civilización, con sus familias numerosas. La riqueza del oro que pasaba por sus manos en los lavaderos y en los trabajos del campo no era suya. Al parecer, si alguna virtud tenía don Casualidón, se la debía a su madre irlandesa. Por parte de su padre era «españolísimo»; y Miguel Angel Asturias carga aquí el acento de los vicios y defectos del m alaventurado sa cerdote, soberbio, sobre todo, y ambicioso de oro, que term inaría por fin girse enfermo para que lo transportaran «como uno de los reyes muertos camino del Escorial»; y una vez en la ciudad, tom aría un caballo y no volvería más a su parroquia colgando los hábitos. Estamos seguros de que Miguel Angel Asturias no pensaba así en los años de madurez. Estos juicios y prejuicios son enfermedad de juventud, de la que se han escapado pocos escritores de allende el Atlántico. Miguel Angel Asturias sabía muy bien que era adm irado y querido en España, donde se han publicado sus artículos y novelas, donde siempre tuvo una buena prensa y nadie protestó cuando le dieron el Premio Nobel, aun pen sando que algunos autores de la «M adre patria» le tiene bien merecido; lo que no ocurrió cuando se lo otorgaron a Juan Ramón Jiménez, al que al guien llamó «poeta borriquero». Miguel Angel Asturias, reconciliado, amigo de verdad de España, am aba con amor entrañable a M allorca. Baleares me gusta mucho —dirá— porque me recuerdan a Centroamérica, la luz mezclada con el sol, las m on tañas, todo esto me recuerda mucho a Guatemala. Próxim o a morir, Guatemala, su familia, la preocupación por acabar su últim a novela y el agradecimiento a cuantos se preocuparon por él, presidieron los últimos momentos de su vida, según ha declarado uno de sus hijos, justam ente el que lleva su nombre. La novela a la que alude llevaba por título «Dos veces bastardo» y era como continuación de «Viernes de Dolores», esta última 86
sobre el ambiente estudiantil de Guatemala durante su época de estudiante. La continuación trataría de la vida de los personajes que creó en la prime ra. El propio Miguel Angel Asturias, en una entrevista celebrada con el popular reportero Tico Medina, había dicho que en Viernes de Dolores hacía recuento de sus años de estudiante, por lo que esta novela era un po co autobiográfica. No muy amigo de hacer autobiografía, sin embargo, el viernes anterior al Viernes Santo empezó a hacer recuerdos de los años veintidós, veintitrés y veinticuatro, y salió esta novela que recoge toda la form a cómo en esa época se preparaba esta festividad, pero de todos mo dos, era el estudiante el que se echaba a la calle con carrozas, con todo su aspecto político, su aspecto de lucha por la gente pobre; en fin, era una fiesta estudiantil, pero con mucha política. Y eso es lo que cuenta en su no vela: algo que recoge ecos de una época. Miguel Angel Asturias murió el 9 de junio de 1974. Los elogios, tanto al hom bre como al escritor, no se harían esperar. El periódico argentino «La razón» dirá en una extensa nota, publicada a tres columnas, que Astu rias es una de esas grandes personalidades de la narrativa del continente americano —como Borges, como Juan Rulfo, como Alejo Carpentier, cu yo prestigio fue anterior al tan mentado «boom» de la literatura latino americana, pero a quienes éste, paradójicamente, contribuyó a hacer cono cer. A pasionado cantor del pueblo guatemalteco y, al mismo tiempo, crítico acerbo del imperialismo, Miguel Angel Asturias se enorgullecía de su prosapia española e india, esta última debida a su madre. Por su parte, el poeta colombiano Jorge Rojas escribirá que con la muerte del Premio Nobel desaparece uno de los grandes novelistas de la lengua castellana, que creó un idioma de colorido que tiene mucho de la flora y la fauna tropical. Coincidiendo con lo que anteriormente tenemos dicho, Rojas afirma que en Asturias se puede decir que existen dos grandes facetas: una, que es la de una literatura de denuncia. Un individuo que clama contra todos los impe rialismos, que inicia una lucha por las libertades del hombre americano, defendiéndolo de una segunda o tercera conquista, puesto que este hombre siempre ha sido carne de conquistados. Por otro lado, tiene la faceta con todas sus leyendas de Guatemala, todo el folklore, que está lleno de magia y cuyas obras están traducidas a todos los idiomas. M ario de Gaudio, en «II Messagero» de Rom a asegurará que el gran mérito de Asturias ha sido el haber dado una dignidad a la literatura hispanoamericana, el haber hecho comprender los problemas del subcontinente. No hay duda de que, con la muerte de este gran escritor, desaparece un símbolo del país guate 87
malteco y de toda la América hispanoparlante. Finalmente, el periódico francés «Le Fígaro» ha calificado al novelista fallecido como un hombre que, por la escritura y el corazón, ha querido aportar siempre un poco de paz y de fraternidad a los hombres.
II.
EL PREM IO NOBEL
Miguel Angel Asturias gozab?. de renombre universal como narrador inimitable y como poeta mucho antes de que se le concediera el Premio N o bel de Literatura. Su voz de poeta y cantor de los valores de su tierra nativa despierta ecos en los más altos cantores, hasta el punto de que uno de ellos, Gerardo Diego, ha dicho que su obra de novelista pudo escribirla gracias a su no abandonada vocación poética. Miguel Angel Asturias es un mágico cincelador del español y él se re conoce heredero directo de Quevedo. Es magnífico articulista y en España le hemos conocido como tal a partir de la fama alcanzada con el Nobel de Literatura, y por los artículos que ha ido publicando en periódicos y revis tas; de modo especial, en el diario madrileño ABC, en los que abordaba los problemas del hombre actual planteados en su aventura del pensamiento, de las letras, del arte y de su existencia misma. Yo recuerdo uno de esos artículos, aparecido en el citado periódico y firmado en París en 1968, a propósito de E l arte en la sociedad actual, que me llamó la atención y que hizo leyera después con asiduidad cuantos iban cayendo en mis manos. Decía allí y entonces nuestro Premio Nobel que li berarse del pasado no basta; como no es suficiente con romper los cánones. Hay que purificarse. Y éste, el empeño vigoroso de todos los creadores de formas nuevas que fueron definidos como «hambrientos de conciencia». La propia experiencia, su lucha a brazo partido con sus demonios y con sus ángeles, les ayuda no sólo a liberarse, sino a limpiarse de escorias, recha zando las salidas falsas o facilonas. Esta lucha contra la mentira en arte; es ta purificación candente, permite revalorizaciones rigurosas, implacables. O tra dé las características del arte actual. Crear nueva escala de valores. Y para ello, es necesario no reducirse a una de las artes, sino invadir las otras. Suprimir las fronteras que las separan, vitalizándose con múltiples expe riencias, del autom atism o al conocimiento profundo. Y no sólo las fronte ras entre las artes se borran, sino también aquellas que separan el arte de las ciencias. El artista actual no puede conformarse con sólo el uso del ins trum ental antiguo, ahora que la técnica le permite m anejar la electricidad,
la óptica, la cinética, con lucidez de ojo de mosca de miles de puntitos mi radores para sorprender secretos irrevelados. Del Olimpo cae el polvo de los dioses destruidos —dirá con frase bella Miguel Angel Asturias— , y en lugar de cegar al artista actual, le aviva las pupilas. Todas las formas de expresión, mas nueva luz y color, luz y soni do, luz y movimiento, cine y televisión, son campos de acción. Cada día se amplía más y más el ámbito del arte contemporáneo, a tal punto que ni los críticos ni el público se sorprenden. Se han connaturalizado, como si fuera un signo de los tiempos, con esa búsqueda angustiosa de los creadores de belleza, no a través de un mundo plácido, sino de un mundo desesperado que se juega su destino. El poeta no sabe qué hacer en medio de ese mundo que se deshace. Sin el universo como unidad, sus versos giran como agujas de brújulas enlo quecidas. Antes, cuando el universo poético surgía de la existencia ordena da de las cosas, el poeta no tenía más trabajo que el de dar voces. Los ecos le respondían y con esas voces componía sus poemas. Hoy el poeta debe empezar por construir su mundo de resonancias, su caja de música, su alta voz de maravilla. Luego ha de reunir los elementos dispersos del mundo fragm entado que le rodea, del hombre triturado, despedazado, y darle un orden en su poema. El empeño no es fácil, difícil la realización y por eso la poesía se ha convertido en una calle sin salida. Poesía-impasse que obliga a buscar formas literarias más en consonancia con la existencia del hombre actual, géneros literarios, como la novela, en los que pueden hacinarse los restos de un universo que se destruye. Imagen de esa disociación de todo, de esa crisis de potenciales, de esa autodestrucción del mundo, es la novela actual. Ningún otro género literario lo refleja mejor. Y de aquí también el divorcio entre la novela anterior a nuestro tiempo y la novela contem porá nea, sin entender por tal el subproducto del «nouveau román». La aventura del arte en el m undo de nuestro tiempo es apasionante. Es el arte en la calle. Aquel que —a juicio de Asturias— ha dejado de pertene cer a una clase social elevada, que ha dejado de ser privilegio de unos cuan tos aristócratas, burgueses o nuevos ricos. A hora la obra de arte camina y anda por la vía pública, se confunde con las multitudes, vive con ellas. Ya de por sí la calle misma es una obra de arte. Los semáforos, que son como los móviles. Las combinaciones de colores y formas de los avisos de neón. La iluminación con reflectores sobre catedrales y palacios. Los automóvi les, que, vistos por detrás, semejan torrentes de glóbulos rojos. Los acuarios de las vitrinas donde nadan maniquíes fantásticos. Mujeres de pe los de zargazos. Perros que juegan a ser juguetes, desperrizados, casi auto máticos. Y luego el museo por todas partes, al alcance de todos. ¡Una 89
buena copia mejor que un «falso» verdadero! Es el grito de ese que nos ofrece por centavos reproducciones de Picasso, Chagal, M oner, Klee... La música en discos, en cintas magnetofónicas, la sinfonía en las radios tran sistores con las mejores orquestas, el cine y la televisión en colores, los fres cos mexicanos en los frontis de los edificios todo creación y recreación del arte que en este gran cambio del mundo ha sido fiel a la peripecia hum ana, según una de las conclusiones, la más im portante de las XXI jornadas ginebrinas que nos ha glosado maravillosamente el gran escritor guatemalte co. Entre las dudas, las negaciones, el desplomarse de los valores antes re conocidos como inmutables, el desquiciamiento de la ética, los viejos prin cipios y las condiciones de existencia, el arte se convierte en un elemento di námico que crea sobre el instante y para el instante, sin preocuparse de la supervivencia de las obras. Las etapas se queman, las escuelas se siguen, los «ismos» nacen y mueren en una sola generación, devenir artístico que no hace sino acoplarse a los grandes cambios de la historia. No son modas o caprichos los que inducen a los artistas a buscar lenguajes nunca oídos, es la exigencia de ser auténticos, de sentirse consciente o inconscientemente parte de una época que m arcará profundam ente la m archa de la evolución humana. Al llegar aquí, en nuestro trabajo, pensamos que la cita haya podido resultar demasiado larga. Sin embargo, la creemos muy conveniente para que el lector se haga idea de cómo es y cómo piensa —o pensaba— y cómo escribe Miguel Angel Asturias sobre temas de ayer y de hoy; temas de siempre que evolucionan según los tiempos en que vive porque la historia, después de todo, gira alrededor del hombre y se hace con el hombre. En la obra de Miguel Angel Asturias han dejado su im pronta nuestros clásicos, aunque él los mencione pocas veces. Como escribirá, en sus Obras escogidas, José Ma-Souvirón, en ella se aúnan los elementos españoles y las calidades americanas, autóctonas, mediante una segura maestría. Arte completo, de intensa vitalidad, donde se combinan los elementos originales de dos fuerzas para lograr un excelente equilibrio. Una de las impresiones más definidas que produce la obra de Miguel Angel Asturias es la de su profunda americanidad. Junto a esto, la de su in negable contacto con la tradición española. Ambos elementos, en justa combinación, ceden a sus novelas —y diríamos que a todos sus escritos— el difícil equilibrio, el vehemente y fecundo equilibrio que caracteriza lo clási co. No es sólo el citado Popol- Vuh lo que suministra fuerza vetusta al escri tor guatemalteco, sino el conocimiento de la otra fuente hispánica, el ele 90
mentó que dom ina por encima de lo telúrico: la tradición llegada desde el viejo m undo. Es indudable que la obra poética de Miguel Angel Asturias no tiene la altura y el valor de su obra novelística. Sin embargo, como ha dejado escri to Rosales, Sien de alondra —tal vez lo mejor que ha escrito en verso— , es un libro que tiene un gran interés. Como poeta, Asturias no ha tomado nunca una actitud demasiado vanguardista, pero sin someterse excesiva mente a las reglas tradicionales. Esto le ha dado un equilibrio hacia la bús queda de algo nuevo, pero sin romper los cauces. Ahí estriba precisamente el interés de su poesía. Cuando el poeta aparece en toda su magnitud es cuando habla de los temas queridos, como los trabajadores del campo, los indios. En ellos están los mejores aciertos de este libro de poemas. En el momento actual no deja de ser sorprendente y es justo recordarlo aquí, este bello terceto: «La ¡lagrimable, Postum o, no mira, ni escucha, ni habla. Sorda, ciega, muda, espera al que, de pronto, no respira». Pero digamos, con verdad, que no es la poesía su dimensión mayor, aunque en ella su nivel es alto; nivel que se ha movido de manera ascenden te al ritm o de la excitación temática. En el libro citado y escrito en 15)48 — Sien de alondra—, recoge los poemas escritos desde los días de su juven tud. Allí su poesía es vernácula; la patria actual y la ancestral del PopolVuh le proporcionan la esencia am orosa que satura sus poemas. El círculo temático se ensancha al convertirse en desterrado viajero, como consecuen cia de la contrarrevolución de 1954. En Buenos Aires escribe, entre otros poemas, A lto es el Sur, canto de exultación a la República Argentina, y la oda Bolívar, obras nacidas de una conciencia que ya está inmersa en Amé rica. Clarivigilia prim averal es su esfuerzo poético más sostenido y más ex tenso, inspirado en la naturaleza, historia y vida de Guatemala. Es un poema saturado del surrealismo del Popol- Vuh, una orgía de imágenes y m etáforas, el barroquism o surrealista, exaltado. Poeta inspirado, Miguel Angel Asturias escribió poemas que están ya en los libros escolares: «Arcángel amoroso, detrás de ti, la hora de mi muerte, ¡Reténla! ¡Soy dichoso! No la dejes pasar, arcángel fuerte». Miguel Angel Asturias es un magnífico e inimitable autor de cuentos y de leyendas. P ara Juan A ntonio Zunzunegui, la mejor obra suya es preci91
sámente la que se refiere a esta temática. Paúl Valéry —lo hemos escrito arriba—, en una carta que'escribe a su amigo Francisco de M iomandre, después de agradecerle el haberle permitido la lectura de Leyendas de Guatemala, le dice que esta obra le ha dejado traspuesto. Y nada le ha pa recido más extraño —extraño a su espíritu, a su facultad de alcanzar lo inesperado— que estas historias-sueños-poemas donde se confunden tan graciosamente las creencias, los cuentos y todas las edades de un pueblo de orden compuesto, todos los productos caprichosos de una tierra poderosa y siempre convulsa, en quien los diversos órdenes de fuerzas que han en gendrado la vida, después de haber alzado el decorado de roca y humus, es tán aún amenazadores y fecundos, como dispuestos a crear, entre dos océanos, a golpes de catástrofes, nuevas combinaciones y nuevos temas de existencia. Este libro, contra lo que pudiera pensar el lector, es lo más opuesto al género —«leyenda», tal como lo pusieron en boga los románticos del pasa do siglo y que también en la América hispana floreció en multiplicidad de cultivadores, siguiendo al más insigne de todos ellos, al peruano Ricardo Palma, autor de sus famosas Tradiciones. En aquellas obras, lo im portante era la anécdota y la habilidad del escritor para recrearnos con un bello con torno histórico. En el Premio Nobel guatemalteco, por el contrario, la cap tación de lo mágico está por encima de lo anecdótico y el ambiente que le interesa es el que hace posible que las cosas que cuenta puedan pasar. No trató de escribir unas nuevas leyendas a la manera de los viejos hechiceros, o sacerdotes, o sabios, o como queramos llamar a los ignorados y lejanos creadores de mitos que llenaron el espíritu de los constructores de los templos que aún asombran en las selvas de Centroamérica o cultivadores de maíz con que se m antenían. Lo que hizo fue crear —como nos afirm a el prologuista Jorge Cam pos— sus propias leyendas. Nacen de él mismo. Y lo que ha salvaguardado su recuerdo, o lo que le han provocado el esfuerzo creativo al tratar de interpretar y hallar claridad en las cosmogonías o los mitos es la persistencia de lo maya. De más reciente publicación es su obra E l espejo de Lida Sal. Se trata de un librito de solas 150 páginas que recoge nueve relatos, cuentos o leyen das, sin que sepamos a ciencia cierta dónde encuadrarlos, pues el mismo autor no sabe cómo llamarlos. El título está sacado de la prim era leyenda, la más tradicional de todas, la más clara y la más sencilla también. Se trata de una m ulata, Lida Sal, que quiere enam orar a cierto joven el cual no le hace caso. Podrá conseguirlo —le dicen— si se las arregla para dorm ir con un vestido de fiesta patronal que el muchacho habrá de llevar en una festi vidad venidera. P ara que la magia tenga efecto, Lida Sal tiene además que 92
mirarse con el traje puesto en un espejo de cuerpo entero; pero es pobrecita y no tiene donde verse. He aquí que todo está a punto de echarse a perder, cuando se le ocurre una solución: en una noche de gran luna se desliza quedamente hacia la laguna, y desde lo alto de una roca puede contemplar se de cuerpo entero en el agua. Sin revelar el desenlace inesperado del cuen to ya se entiende cómo vino aquel lago a denominarse «El Espejo de Lida Sal». Otros relatos recogidos en este libro fueron publicados en revistas. La Leyenda de la máscara de cristal tiene que ver con un escultor que se retiró a los montes después de la llegada de los hombres «de piel de gusano blan co». Allí en una caverna esculpía dioses, guerreros y gigantes en la roca vi va. Pero un día las figuras colosales que él había tallado, héroes, flecheros, juglares, cobraron vida, se agitaron contra él, y a golpes lo m ataron. Todo ello como un eco del Popol-Vuh donde las piedras, los trastos, los animales domésticos, quejándose del mal trato de sus dueños, se lanzaron contra los hombres y los aniquilaron. U na leyenda muy bella, tal vez la más bella de todas, es la Leyenda de las Tablillas que Cantan. En ella se trata de un poeta cantor, un Mascador de Luna, llamado Utuquel, el cual vive en una gran ciudad maya, de la que solamente quedan hoy ruinas. De camino a un certamen poético, en que puede hallar una gran desilusión si no es premiado, va reflexionando y co mo hablando consigo mismo: «Crear es robar, robar aquí, robar allá, ro bar en todas partes en grande y en pequeño, cuanto se necesita para la obra de arte. No hay, no existe obra propia ni original...; todas las obras de arte son ajenas, pertenecen al que nos las da prestadas desde el interior de no sotros mismos; por mucho que digamos que son nuestras, pertenecen a los ocultos ecos, ya las lucimos como propias, prestadas o robadas, mientras pasa el siglo». Un tem a abordado por el autor en otros libros y que está aludiendo claramente a la creación más que artística o literaria, a la psico lógica, que surge del inconsciente del artista, nutriéndose en parte de su propio inconsciente personal y adquirido, como sostienen los freudianos, pero aún más de lo que Jung llama el inconsciente colectivo, o sea, la expe riencia, los instintos, los arquetipos primordiales que heredamos como par te de nuestra naturaleza hum ana, secretos colectivos, ocultos en el profun do interior de todo hombre, y que sólo la sensibilidad del artista sabe reve larnos. Relatos de Miguel Angel Asturias que, escritos en prosa, son pura poesía, al igual que las Leyendas de Guatemala. ¿Hasta dónde llega lo que ha recogido y dónde empieza lo que es, o puede ser, invención suya? El escritor guatemalteco ha salido al encuentro de la vieja tradición maya para 93
restituirle brillantez y colorido original, pero no con el remiendo del res taurador ni la purpurina que sustituye el color del oro perdido, sino hacién dola brotar de nuevo, poniendo los pies allí donde los puso el viejo cantor, queriendo hacer oír la voz como él lo hacía, soñando con los ojos abiertos, dejándose llevar por la intuición de estar acertando, entrando en la magia, conociendo la realidad de los seres y los tiempos que hoy se ocultan en las sombras del relato, al anochecido, y que en otro tiempo brillaron en las suntuosas ceremonias del imperio de los hombres de maíz. Tal se expresa el citado Jorge Campos sobre estos relatos que nos presentan un m undo tan diferente y exótico que el leer uno de ellos de por sí no basta para em papar se del ambiente nuevo, y es mejor saborearlos todos juntos para ir acos tumbrándose a la paradoja de la realidad irreal y mágica en la cual nos introducen. Y nos queda por referirnos, en nuestro trabajo, a su labor, la labor de Asturias, como novelista, la más im portante de todas. Tenemos que afir mar que Asturias es, ante todo, un gran novelista. Determ inar luego qué clase de novelas son las suyas, resulta un tanto difícil, ya que por ellas corre un caudal que fecunda muy diversas zonas: lo histórico, lo social, lo satírico, lo costumbrista. Su creación más valiosa es la de un pequeño uni verso, el de su pueblo indígena y mestizo, con sus supersticiones, angustias, luchas y esperanzas. Es el dolor de una raza oprimida, la pintura de horro res dictatoriales y del agro nacional con sus trabajadores explotados por empresarios nacionales y extranjeros. Es la protesta contra la intervención política norteamericana y a la vez la expresión del regocijo de quien con su creación sirve a su pueblo y a los pueblos hermanos. El idioma que m aneja Asturias en sus novelas nos recuerda a otro grande de la literatura hispanoamericana: Alfonso Reyes. Es la expresión de Asturias de gran riqueza y plasticidad, de barroquism o deliberado, co mo lo será la del excelente novelista cubano Alejo Carpentier; un barro quismo que gusta de los términos arcaicos, de las palabras olvidadas. Se advierte en el estilo de nuestro recién fallecido Premio Nobel una riqueza verbal que, no obstante, le es a veces insuficiente para expresar la mayor exuberancia de su fantasía, y de ahí la elaboración de palabras compuestas que proporcionan verdadero deleite. El período es entrecortado, nervioso, ágil, medido; y de ahí también su ritm o, ya que no deja de estar presente como poeta en todo cuanto crea, hace y escribe. Guillermo D íaz-Plaja dirá que en el estilo de Miguel Angel Asturias, como en el paisaje de su G uate mala natal, hay volcanes de fuego y espejos de agua; y aquella cálida policromía inolvidable que el viajero descubre en la plaza mayor de Chichicastenange. Es decir, que Asturias es un barroco consustancial, un barroco 94
desde dentro y que tenía del barroco la luz caliente y centelleante. Es un po co nuestro Valle-Inclán, pero con la vertiente indígena que nunca abando na. H asta el color tiene un sentido simbólico en la obra del Premio Nobel. Como expresará él mismo, no ponemos blanco, negro o azul porque sí, si no porque dice algo, por su símbolo. Y entre todos los colores, el verde. Es posible que el cénit de su producción sea H om bres de maíz, suma de sus va lores artísticos y sociales. El mito está en la base de esta novela, cuya tram a es esotérica, y que, por eso, parece un retablo de episodios y escenas, gene ralmente dram áticos, ligados íntimamente dentro de una interna unidad. El realismo mágico de que hace gala en sus escritos el autor tiene aquí su mejor expresión. De esta novela dirá el em bajador de Guatemala en M adrid, A. A rturo Rivera, que con ella la personalidad de Miguel Angel Asturias hacia lo universal se acrece, por haber sabido rescatar los valores indígenas, tra sp la n tá n d o lo s a este hermoso libro, que es eminentemente social, y al que siguieron otros, como E l papa verde, Viento fuerte y Los ojos de los enterrados. De su otra novela, Torutumbo, escribirá Baltasar Porcel que es un relato extenso, de colorir1o recargado, sobre el cual gravi tan símbolos míticos, muy enraizado racialmente, lleno de referencias so ciales. Pero es E l señor Presidente la obra que marcó un hito en la vida de As turias, su obra cumbre, que más que novela es un poema épico. Es la obra sociológica en la que describe al tristemente famoso dictador Manuel Estrada Cabrera y a todo su régimen de veintidós años de dictadura, tiranía y despotismo. Nos ofrece un retrato exacto de toda una época. Usando un lenguaje poético y hasta pictórico, donde, a veces, las palabras juegan de un m odo violento su propia danza descomunal ante los sucesos narrados, el argum ento se desarrolla ante dos potentados políticos: el citado dictador y el General Canales al que se le persigue, no sólo en su persona, sino tam bién en su propia hija Camila, raptada por Cara de Angel, siniestro guape tón a las órdenes del señor Presidente. De esta novela se ha dicho que im porta mucho distinguir claramente su aspecto humano-social-político de su aspecto artístico. En lo que a sus valores artísticos se refiere, ella sola resume el estilo de Miguel Angel Astu rias, y que H ernán Rodríguez Castelo, apropiándose de una acertada frase de Valéry: «Señor del sueño y m alabarista mágico del pensamiento», con un solo cambio, sintetiza así: «Señor del sueño y m alabarista mágico de la m etáfora». Sueño y m etáfora. Sobre todo, m etáfora. La m etáfora alcanza un grado de plenitud en esta novela. M ejor, diríamos, supera todo grado. La m etáfora enlaza, une, aproxima dos mundos: el m undo de la realidad 95
cotidiana, al parecer prosaica, y otro m undo, a veces tam bién real, pero le jano, con el fin de iluminar la belleza del mundo ordinario. Asturias busca sus alusiones iluminadoras en el mundo oscuro, laberíntico y alucinante del sueño. «Señor del sueño», que dijo Valéry. Y con esta m etáfora, en la cual unas veces predom ina lo onírico y otras lo lírico, nos va presentando tipos, costumbres y ambientes del más puro sabor americano, en páginas antológicas como la pintura del am ane cer en la ciudad, la de la noche, los recuerdos de familia de Camila. Puesta luego al servicio de un relato que avanza, la m etáfora se convierte en recur so eficaz de emoción, en mágico adensador de ambiente. En muchos luga res de la obra es la m etáfora la explicación últim a del intenso patetismo. E l señor Presidente nos sitúa en alguna ciudad de América, donde un tirano acosa a un enemigo político. Complica ese acoso una peripecia novelística: el favorito del tirano se enam ora de la hija del perseguido. Ese am or es la raíz de su desgracia y su muerte. U na historia de oscuro fatalis mo, presidida por la sombría figura del tirano. Ambientes cerrados; con junto de horrores que, como lo ha notado muy bien Rodríguez Alcalde, al canza su clímax en el capítulo XX II. «La tum ba viva». Los personajes se mueven por entre ese mundo de horror como muñe cos —la novela nos recuerda mucho a Tirano Banderas de Valle-Inclán— , pero aquí y allá una reflexión, un gemido, un ansia, nos recuerda que son hombres. También el tirano, que en alguna ocasión hasta nos llega a des cubrir su vida interior, ruda, m orosa y resentida de un pasado duro. En cuanto al contenido social y político, E l señor Presidente es docu mento y alegato en la medida en que puede serlo el esperpento y la caricatu ra. Esperpento y caricatura pueden ser formas de alegar por una.causa ver dadera. La caricatura, adoptando hirientes trazos de hipérbole, y el esper pento recargando tintas oscuras y afeando fealdades, nos presentan muchas veces lo absurdo y lo ridículo, lo cruel e injusto de seres y si tuaciones que en su atuendo cotidiano pueden pasar inadvertidos. En E l se ñor Presidente es el caso de una tiranía; de un régimen de barbarie, atro pello de la dignidad hum ana, inseguridad individual. Todo ello sobre un fondo oscuro de atraso y miseria colectiva, de pobreza, pesimismo y desa liento. ¿H a existido en América un tirano como el presentado por A stu rias en esta novela? Se pregunta Castelo. Es un tem a complejo, inte resantísimo, al que la pasión política mantiene aún inédito. Es un tem a no desbrozado aún de maleza, puesto que todavía existen mentes obcecadas que se empeñan en reducir al mismo común denom inador de «tirano», lo mismo a García M oreno, m andatario genial por su visión, audacia y fuer 96
za, que a vulgares tiranuelos o déspotas resentidos como el que se ha hecho esperpento en E l señor Presidente. Digamos, para term inar, con Ram ón J. Sender, que Miguel Angel As turias fue el primero, después de los de la época modernista, que abrió el nuevo campo por el que luego han seguido gran cantidad de escritores his panoam ericanos, algunos de los cuales, como Vargas Llosa, viven aquí, en España. Y con José M aría Pem án, el cual afirm a que estamos ante una reali dad existencial que hace que la muerte de Miguel Angel Asturias no se sien ta dram ática como una ram a que se arranca de nuestro tronco. Sino apa cible y emocionádamente como un duelo común de familia. El vuelo del águila sigue extendiendo las dos alas. Y casi no sabe en su vuelo discernir si ha perdido una plum a, ese ala o aquella, porque las dos son una misma co sa cuando se emplea en la luminosa operación y tarea de volar.
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ALEJO CARPENTIER VALMONT Novelista y cuentista cubano, cultivador de la buena música y notable ensayis ta. De ascendencia galó-rusa, nació en La Habana el 1904 Ton verdadera vocación de escritor, abandonó los estudios de Arquitectura y comenzó a publicar artículos en periódicos y revistas de las que fue cofundador. Emigrado a París en 1928, entró enseguida en relaciones con el grupo «surrea lista» parisino; y de este modo, siguió colaborando, vanguardista él, en revistas comprometidas. Carpentier, como novelista, es barroco, y la temática fundamental de sus obras la constituyen las relaciones espirituales profundas de Hispanoamérica y Europa, de modo especial, Francia. Carpertier se nos acaba de ir de este mundo. Murió en París en la noche del 24 al 25 de abril próximo pasado.
ALEJO CARPENTIER Un veterano de vanguardia en la novelística americana I.
INTRODUCCION BIOGRAFICA
Es indudable que el escritor y novelista cubano Alejo Carpentier, ju n to con Jorge Luis Borges y Miguel Angel Asturias, ocupa un lugar destaca do en la narrativa hispanoamericana actual. Nacidos a principios de siglo, son los veteranos de la vanguardia, los primeros rebeldes contra el acade micismo y el regionalismo localista. En ellos comienza para América Lati na algo muy im portante: una form a de novelar más m adura y completa, más autóctona y universal, que ha dado ya resultados sorprendentes en es tos últimos veinte años. Alejo Carpentier nació en La H abana el año 1904, de padre francés y de madre rusa. A unque la profesión del padre era la arquitectura, sus afi ciones más íntimas le llevaban a cultivar la música y a entregarse a la lectu ra de los grandes autores de la literatura universal. Alejo hereda ambas afi ciones y todavía muy joven, comienza a devorar libros de aventuras en francés y en español, pues desde niño sabía por igual entrambos idiomas. A los doce años tiene ya escritos algunos cuentos y novelas cortas. Se interesa también por la cultura y costumbres de los negros cubanos. Por los años veinte colabora con el poeta Nicolás Guillén en la promoción del arte afro-cubano y ambos fundan la «Revista de avance» en defensa de las corrientes estéticas de vanguardia. Participa, además, en movimientos de resistencia a la dictadura de M achado y denuncia públicamente la explota ción que las grandes compañías azucareras están realizando no sólo de los esclavos negros, sino también de la pequeña burguesía criolla. Sus escara muzas políticas pronto le llevan a la cárcel y, años más tarde, al destierro voluntario. H astiado por la situación política de su país, Carpentier se traslada a París, llevando en su equipaje los borradores de la novela «Ecue Yamba-O», sobre las prácticas mágicas de los negros. 101
II.
UN BARROQUISMO DE CUÑO M ODERNO
Dentro de la gran tradición del arte latinoamericano de todos los tiem pos, Alejo Carpentier cultiva un estilo decididamente barroco. «Nuestro arte siempre fue barroco —nos dirá él mismo en uno de sus ensayos— : des de la espléndida escultura precolombina y el de los códices, hasta la mejor novelística actual americana, pasándose por las catedrales y monasterios coloniales... No temamos el barroquism o, arte nuestro, nacido de árboles de leños, de retablos de altares, de tallas decadentes y retratos caligráficos y hasta neoclasicismos tardíos; barroquism o creado por la necesidad de nom brar las cosas, aunque con ello nos alejemos de las técnicas en boga...». En los libros de Carpentier domina la descripción extrovertida, la abundosa presentación de los fenómenos y formas de la naturaleza, la ebullición de la vida colectiva en la que se anegan las individualidades. Su prosa es densa, compleja, exuberante, al compás del entusiasmo exhibitorio, las frases se desarrollan y encrespan en deslumbrantes arabescos de imágenes o en sinfonías donde las notas de evidente cromatismo entran en armonía con otras más misteriosas que sugieren la presencia de realidades menos palpables. El barroco de Carpentier es de cuño m oderno, es decir, profundam ente afectado por las técnicas exploratorias del surrealismo. No se vaya a creer, con todo, que este barroquismo queda explicado con una simple estética. Tiene raíces mucho más profundas, que conviene señalar para ir entrando en el mundo novelesco de nuestro autor, aunque esta pri mera característica no sea propia y exclusiva suya, sino común a otros muchos escritores de aquel Continente, desde Gallegos y Asturias hasta Marechal y Vargas Llosa. Antonio Blanch escribirá que una prim era razón de ese m onum ental despliegue de energía es la íntim a comunión con la vida tropical que se da en estos autores. La vida tropical, con su exhuberancia y exotismo, con sus maravillas y sus amenazas, con sus continuas metam orfosis, entrecruzamientos y simbiosis en el orden vegetal, animal y cósmico, es un soporte fundamental de la fe en la existencia que estos hombres tienen y la fuente continua de su inspiración y entusiasmo. En el fondo, late un vitalismo de tipo mucho más romántico que barroco.
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III.
CONTEXTO EPICO Y M AGICO EN LA NOVELA DE CARPEN TIER
A esta prim era razón vital hay que añadir otra de tipo más técnico, que el propio Carpentier ha explicado en su teoría de los «contextos», cuando comenta en su ensayo sobre la «problemática de la actual novela la tinoam ericana» los contextos raciales, económicos, étnicos, políticos, bur gueses, de distancia y proporción, de desajuste cronolól ico, culturales, cu linarios, de iluminación e ideológicos. Carpentier inspirándose, sin duda, en la teoría fenomenológica de Sartre, insiste en que la novela no puede contentarse con ser un simple documento naturalista-costumbrista, sino que debe intentar establecer el mayor número posible de relaciones para dar a sentir la vida integral de cualquier acontecimiento. N ada ocurre aisla damente, sino inserto en un tejido de circunstancias: circunstancias de la vida colectiva urbanas o rurales, conscientes o subconscientes, culturales, raciales, políticas, geográficas, climáticas... Estos diferentes planos entrecruzados, que constituyen un apretado tejido de datos, herencias e in tenciones, form an los contextos de la realidad. El complicado espíritu barroco de Carpentier está técnicamente motivado por una constante ela boración de estos contextos en orden a crear la obra de arte como una cons trucción de relaciones lo más sustancial y trabada posible. Y es que el autor está convencido de que sólo entram ando lo telúrico y lo étnico con lo político, lo espacial y lo hum ano, se llegará por fin a escribir la gran novela americana que tanto se echa de menos, o al menos se echaba hasta hace po cos años. Dentro de estos contextos destacan, por un lado, el que podríamos lla mar el contexto épico, y por otro, el contexto mágico. La novela de Car pentier no analiza casos aislados, sino grupos humanos en movimiento co mo portadores de fuerzas y aspiraciones colectivas. Los argumentos de sus narraciones están concebidos como la trayectoria de un pueblo, en el que se reagrupan las energías hereditarias, las pugnas por conseguir algo nuevo, la entrada en una nueva época histórica, la experimentación e integración de todo lo que la civilización ofrece hoy, am ontonando todo ello en una cama de fermentación en donde se ha ido acumulando el poso de treinta siglos. Se establece así la solidaridad con el presente y el pasado más antiguo; la le yenda convive con la historia en un constante desajuste cronológico que in funde a los tiempos nuevos y al alma colectiva un soplo épico magnificador de acontecimientos. Nada es trivial para el metafísico Carpentier; todo tiene un más amplio sentido en lo cósmico natural o en el «epos» colectivo. 103
Lo prim itivo, lo ancestral y mágico, la negritud, frente a la diosa ra zón, la raza blanca y su colonización; la naturaleza como fuente de energía, frente al cansancio de la civilización; la fatalidad y el eterno retorno frente al tiempo en la libertad, las evasiones idealistas y el arte; la libertad del hombre nuevo, revolucionario, frente a la esclavitud del egoísmo, los inte reses comerciales y el terror... constituyen la temática dom inante de las obras principales de Carpentier; obras que vienen señaladas con los si guientes títulos: E l reino de este mundo, L os pasos perdidos, Guerra del tiempo y E l siglo de las luces.
IV.
EL REINO DE ESTE MUNDO Y SU MUNDO
E l reino de este m undo es la primera gran obra del novelista cubano. La acción transcurre en Haití a finales del siglo XVIII. Con la revolución francesa se cierra estruendosámente una época que en el relato está perso nificada en Lenormand de Mazy, colonizador aristócrata francés de la mencionada isla. Lenorm and representa la civilización blanca en un estado de franca decadencia y debilidad: racionalismo a ultranza, latines sin senti do, ensoñaciones rousseaunianas, alejandrinos y arias de salón. En el café Tívoli de la ciudad colonial, el desorden, la licencia y la fiesta artificial to man cuerpo en la persona de una actriz ajada y sin capacidad de am ar o de ser amada. La acción novelística tiene dos etapas bien marcadas. Prim eram ente, asistimos a la insurrección de los esclavos negros, que acaban con el dom i nio de los señores franceses. El cabecilla de la insurrección —M ackandal— es un hechicero que acaba por envenenar a personas y animales convirtien do la isla en una llanura hedionda de cadáveres. Los esclavos se refugian en las montañas hasta que triunfa la revolución. Los negros tom an el poder y proclaman jefe de Haití a Henri Christophe, un personaje histórico que pretende instaurar un boato parecido al de los destronados soberanos de Versalles. Esta aventura irónica y descomunal constituye la segunda parte del relato. Henri Christophe —que parece haber existido históricam ente— , para construir sus palacios, se transform a en un tirano mucho más im pla cable que los antiguos colonos. Explota cruelmente al pueblo esclavizado; hace trabajar sin descanso a todo el mundo para su propio provecho y glo ria, y acaba suicidándose solemnemente —como otro Nerón— al constatar el fracaso de todos sus sueños. El título de esta novela nos recuerda aquella otra frase: «Mi reino es de este mundo», que Camús escribió con evidente referencia de contraste a la 104
sentencia evangélica. Alejo Carpentier, como Albert Camús, afirm a enfáti camente la salvación del hom bre por el hombre y rechaza la intrusión de los dioses. P ara Camús esta salvación sólo es posible por la clarividencia y la rebeldía; para Carpentier, los resortes humanos en defensa de la dignidad se enraizan en zonas menos transparentes, en los estratos más primitivos de lo mágico y de lo ancestral. La razón había colocado en los tronos de Euro pa «soberanos cübiertos de pelos ajenos —escribirá el novelista cubano—, que jugaban al boliche y sólo sabían hacer de dioses en los escenarios de sus teatros de corte, luciendo am aricada la pierna al compás de un rigodón», mientras que los antecesores negros, guiados en energías secretas de la na turaleza, habían resultado héroes invencibles. Frente a Lenorm and de Mazy, Carpentier nos presenta con mucho re lieve la figura de Ti Noel, esclavo negro liberto de la servidumbre del aris tócrata francés. Ti Noel representa la más firme tradición negra primitiva. Es un personaje —escribe el citado Antonio Blanch— hasta cierto punto marginal, una especie de testigo de la acción, que sobrevivirá a la catástrofe para poderla contar y para poder transm itir la vida a pesar de todo. Ti Noel representa lo más grande de la vida elemental hum ana, la capacidad de sufrir y de resistir para m antener vivo el afán de la subsistencia. Esta es la gran fuerza renovadora del primitivismo que Carpentier contrapone a la ci vilización tantas veces debilitada y estéril por la hipertrofia de la razón. He aquí cómo nos le describe su autor: «Ti Noel tuvo un supremo instante de lucidez. Vivió, en el espacio de un pálpito, los momentos capitales de su vi da; volvió a ver a los héroes que le habían revelado la fuerza y la abundan cia de sus lejanos antepasados del Africa, haciéndole creer las posibles ger minaciones del porvenir. Se sintió viejo de siglos incontables. Un cansancio cósmico, de planeta cargado de piedras, oía sobre sus hombros descarna dos por tantos golpes, sudores y rebeldías..., comprendía ahora que el hom bre nunca sabe para quién padece y espera. Padece y espera y trabaja para gente que nunca conocerá y que a su vez padecerán y esperarán y tra bajarán para otros que tam poco serán felices... Pero la grandeza del hombre está precisamente en ver m ejorar lo que es. En imponerse Tareas. En el Reino de los cielos no hay grandeza que conquistar, puesto que allá todo es jerarquía establecida, incógnita despejada, existir sin término, im posibilidad de sacrificio, reposo y deleite. Por ello, agobiado de penas..., el hom bre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este M undo».
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V.
LOS PASOS PERDIDOS, NOVELA AUTOBIOGRAFICA
Otra de las grandes novelas de Alejo Carpentier es L os pasos perdidos. En ella narra la historia de una búsqueda. Un musicólogo francés viaja por las selvas del Orinoco en busca de instrumentos músicos primitivos. Su amante, francesa, Mouche, le acompaña, pero pronto se hastía y se m archa porque su sensibilidad occidental no logra adaptarse a ese nuevo m undo tan insólito. El protagonista, desligado así totalm ente de la civilización burguesa, se adentra en la selva, acom pañado ahora de una mujer indígena, el adelantado, un fraile y un buscador de diamantes de origen griego que evoca continuamente pasajes de la Odisea. El relato tiene bastante de autobiografía. Carpentier había hecho un viaje parecido: «La tierra venezolana —escribe— fue para mí una tom a de contacto con el suelo de América, y meterme en sus selvas fue conocer el cuarto día de la Creación. Realicé un viaje al Alto Orinoco y allí conviví unos meses con las tribus más elementales del Nuevo M undo. Entonces surgió en mí la primera idea de L os pasos perdidos...». H asta tal punto es esto verdad, que el relato está escrito en primera persona y muchas veces se asemeja a un diario de ruta. Abundan las descripciones de la naturaleza tropical en todo su esplendor genesíaco. Las peñas gigantescas, los árboles y las plantas junto con los animales, desde los más grandes a los más pe queños, form an un abigarrado contexto de vida en que todo se m etam orfosea: los vegetales cobran vida anim ada y el hombre se aproxima a la vida instintiva de los animales. Este extraordinario escenario envuelve y cautiva al hombre civilizado y le transfunde nuevas energías, sobre todo cuando se trata de un hombre como nuestro protagonista, desencantado por la civili zación occidental decadente. Frente a esa civilización cansada, roída por «el gusano de la m áquina y del número», la Naturaleza es descubierta y celebrada como madre y virgen que devuelve a sus amantes —prófugos del artificio— una nueva fe en la existencia y una nueva inocencia. Lo trágico es que esta recuperación original no siempre es posible. Pe ro la naturaleza virgen no sólo ofrece las luminarias del Génesis, sino tam bién los negros antros donde se fabrica el rayo o se incuban los gérmenes de la muerte. La selva puede ser terrible para el hombre, sobre todo para el ci vilizado, demasiado celoso de su ciencia y del poder de su voluntad. «El adelantado me llamó a poca distancia de donde habían atracado las ca noas para hacerme mirar una cosa horrenda: un caimán m uerto, de carnes putrefactas, debajo de cuyo cuero se metían por emjambres, las moscas 106
verdes. Era tal el zumbido que dentro de la carroña resonaba que, por mo mentos, alcanzaba una afinación de queja dulzona, como si alguien —una mujer llorosa, tal vez— gimiera por las fauces del saurio. Huí de la atroz escena, buscando el calor de mi amante. Tenía miedo. Las sombras se cerraban ya en el crepúsculo prem aturo y apenas hubimos organizado un campamento somero fue la noche. Hubo como gritos de pavo real, borbirimos errantes, silbidos que subían y bajaban, cosas que pasaban debajo de nosotros, pegadas al suelo; cosas que se zambullían, martilleaban, crujían, relinchaban en la cima de los árboles, agitaban cencerros en el fondo de un hoyo. Estaba aturdido, asustado, febril». El miedo paraliza al hom bre en su camino hacia los orígenes. Las mis mas tribus primitivas con las que convive, acaban por aterrorizarle por su desprecio ante la muerte, por sus ritos y furores, sus prácticas mágicas, a veces cruentas y espantosas. El musicólogo aventurero, todavía fascinado, pero presa ya de la enfermedad y del miedo, tiene que regresar, volver a la civilización mecanizada que acude a su rescate en un avión norteamerica no. Y con el avión, son las noticias difundidas por los medios de comunica ción sobre la «sensacional» aventura de nuestro héroe. En realidad, ha sido una derrota; su paso por la selva fue como la visita de un ser prestado, un extranjero que pretendiera forzar las puertas de un terrible paraíso que ya no le pertenece. Con este relato —termina el comentarista de «Reseña»— tan deslumbrante en sus descripciones de la naturaleza, Carpentier parece querernos decir: el hom bre occidental contemporáneo ha dejado perder y deteriorarse la vida —lo más sagrado que existe— entre sus propias manos excesivamente utilitarias y codiciosas, y cuando quiere reencontrarlas en un esfuerzo heroico, ya es imposible, pues ha perdido la inocencia y la dispo nibilidad para vivir una existencia auténtica en directa comunión con la creación. Este sentimiento de futibilidad del esfuerzo hum ano —me lancolía, fatalism o— es muy típico de Carpentier y creemos es herencia del espíritu del modernismo americano.
VI.
GUERRA DEL TIEM PO Y UN PROTAGONISTA FRACASADO
Guerra del tiempo es otro de los libros más destacados del novelista cubano. El protagonista de L os pasos perdidos había fracasado en el inten to de independizarse de su propia época. Este será el tema dom inante en los cuatro relatos recogidos en este volumen. Se trata de una guerra siempre victoriosa que la fatalidad de los hechos declara a las gloriosas escuadras de 107
ilusiones que el hombre se forja a cuenta de su propia tem poralidad. £,n ca da una de estas narraciones cortas, Carpentier ensaya técnicas diversas pa ra traducir una misma e implacable fatalidad. En el primer relato, E l camino de Santiago, la trayectoria es circular. Un indiano, atraído por las riquezas de las Indias Occidentales, parte para el Nuevo M undo, en donde corre innumerables aventuras, hasta regresar al punto de partida, todo desilusionado. Pero no im porta. Otros aventureros le seguirán, y todos ellos sueñan en las mismas quimeras. Todos cometen los mismos errores; todos caen en misma desilusión. El segundo de los relatos lleva el título de Viaje a la semilla. Es un rela to compuesto m archa atrás. Los relojes dan las cinco y luego las cuatro y media. Es entonces cuando don Marcial, marqués de Capellanías, al borde de la tum ba, vuelve a soñar y reconstruir toda su vida. La mansión ruinosa que habita se reconstruye y adorna. Luego va a la iglesia con su m ujer ves tida de novia para casarse. H asta que llega el día en que recobra su minoría de edad. Y así, regresivamente, el hom bre va desandando su vida, hasta lle gar a la semilla de donde salió. «Ham bre, sed, calor, dolor, frío ... Retirado el bautismo, con su sal desagradable, no quiso ya el olfato, ni siquiera la vista... Entonces cerró los ojos que sólo divisaban gigantes nebulosos y pe netró en un cuerpo caliente, húmedo, lleno de tinieblas, que m oría». Todo se m etamorfosea, regresando a su condición primitiva. El barro vuelve al barro y don Marcial es hallado muerto en su lecho a la m añana si guiente. U na vez más, Alejo Carpentier insiste sobre la inutilidad de la es capada a los orígenes. El hombre se ilusiona con unos tiempos prim or diales, soñando «contra reloj» en unas maravillas que no nos fue dado aprehender cuando estuvieron a nuestro alcance; ahora «las horas que cre cen a la derecha de los relojes» son las que más seguramente nos llevan a la muerte. Esta misma sensación de fatalidad y de frustración están presentes en los otros dos relatos del mismo volumen: Semejante a la noche y E l acoso. En el primero, el enfoque del tem a es mucho más universal, y lo mismo tra ta de la guerra de Troya, que de las Cruzadas o la conquista de América. Un soldado, testigo y protagonista de los hechos. La idea dom inante es también el desencanto. Todas estas hazañas bélicas se desencadenaron para defender el honor y la patria; pero en realidad los intereses de los que los promovieron eran mercantiles y económicos. Se trata de una elegía a la futilidad de las gestas del hombre. Tantas energías gastadas, tantos sacrificios acumulados, y nunca se ha conseguido lo que profundam ente la hum anidad anhelaba. Las guerras, como la 108
noche, siembran oscuridad por todas partes, pero sin cambiar en nada la realidad. Todavía es más angustiosa la sensación de fatalidad en la novela corta E l acoso. El protagonista es un hombre perseguido que se refugia en una sala de conciertos, donde se está interpretando la «Sinfonía heroica» de Beethoven. La música le lleva a recordar, en un monólogo interior, las diferentes etapas de su vida: peligros, crisis, errores, crímenes. H asta que, cuando más a salvo se creía, muere justam ente al terminar la sinfonía. La música —escribe A ntonio Blanch—, que había podido ser la ilusión de una liberación, no fue más que un último momento de acoso que consuma la caza del hombre.
VII.
EL SIGLO DE LAS LUCES Y REVOLUCION FRANCESA EN EL CARIBE
E l siglo de las luces es otra de las grandes obras del novelista cubano. Es una obra épica y simbólica, en la que apenas cuentan los personajes y sí las épocas y las colectividades. Carpentier nos sitúa y hace revivir el mundo del Caribe a fines del siglo XVIII, es decir, en el momento de la Revolución Francesa, en que todo se convulsiona. La novela es un canto a la revolución, concebida como el tránsito de la esclavitud a la libertad. No es un libro político que pudiera inducir a la agi tación subversiva; es una obra poética en que los grandes sustantivos van escritos con inicial mayúscula para señalar su alcance universal y su dimen sión espiritual casi sagrada. Resumir una obra extraña y compleja es una injusta obligación del com entador, sólo excusable por suponer en sus lecto res el conocimiento directo de la novela o por esperar que con estas breves palabras les invita a ello. Cuatro etapas capitales distingue el citado director de la revista «Rese ña» en el desarrollo de esta obra: iniciación, revolución, descenso a los in fiernos y recuperación. La iniciación se realiza sobre todo en el capítulo prim ero, en la persona del adolescente Esteban, protagonista de toda la no vela. Este muchacho, enfermizo y mimado, de la alta burguesía de La H a bana, despierta de repente a la vida. Recupera sus energías viriles gracias a los sortilegios de un hechicero; pasa de la inconsciencia a «las luces» gra cias a la intervención de un extraño viajero francés, Víctor Hugues, que se encariña de él para hacerle participar en sus actividades ambiciosas de ne gociante y político. Víctor Hugues lleva al muchacho a Francia para que vi 109
va la exaltación revolucionaria. En París y en Burdeos asiste al nacimiento de una nueva humanidad y colabora para que la Revolución llegue a Espa ña y a América. Se inicia en las ciencias nuevas, se ayuda de la prensa y de la propaganda para difundir las ideas, entra en contacto con las sectas. Con Víctor Hugues, que ha sido investido del título de Comisario de la Convención, Esteban regresa al Caribe y asiste, en la isla de Guadalupe, a la derrota del antiguo régimen y a la liberación de la esclavitud. Pero esta transform ación no puede hacerse sino de un modo cruento. Víctor Hugues llega a América como un nuevo conquistador, llevando como signo de vic toria no la cruz, como los conquistadores españoles, sino la guillotina. P a ra conseguir sus fines, Víctor Hugues tiene que convertirse en un segundo Robespierre e instaurar la época del Terror. A las batallas sangrientas, su ceden las decapitaciones y torturas. A la victoria altruista en favor de los esclavos, sucede una nueva esclavitud y luego la piratería. Finalmente, la deportación y los trabajos forzados en la G uayana francesa, de cuyo horrendo penal Víctor Hugues es nom brado director. Esteban es testigo de ese infierno de atrocidades y venganzas, en donde los revolucionarios se convierten en lobos devoradores de seres humanos. Y entonces Esteban cri tica la Revolución, se rebela contra ella y huye. Es muy notable esta reacción crítica de Carpentier en su novela épica de la Revolución. Es un distanciamiento efectivo de la guerra en el que ve mos, una vez más, el idealismo nostálgico del autor que quisiera ver ocurrir los grandes cambios sociales de un m odo abstracto, como si desdeñara lo histórico en lo que tiene de cruel y fútil. Es una crítica la de Carpentier que se dirige no precisamente contra el espíritu revolucionario, sino contra los excesos de toda acción revolucionaria; lo que es, por otra parte, muy difícil de evitar, como sabemos por la verdadera historia de la hum anidad. Esta es la ironía del destino histórico: que los hombres de la revolución cometen los mismos errores que los hombres de la opresión derrocada. La línea del «progreso», tan cacareada por los ilustrados del siglo XVIII —«el siglo de las luces»— se cierra sobre sí misma en un círculo de fatalidad. Esteban, iniciado en esta nueva era, se ve trágicamente acorralado por estos círculos infernales. Esteban, nuestro protagonista, «se sentía ajeno a la época; fo rastero en un mundo sanguinario y remoto, donde todo resultaba absurdo. Las iglesias permanecían cerradas, cuando acaso las habían vuelto a abrir en Francia. Los negros habían sido declarados ciudadanos libres, pero los que no eran soldados o marinos por la fuerza, doblaban el lomo de sol a sol como antes, bajo la tralla de sus vigilantes, detrás de los cuales se pintaba, por añadidura, el implacable azimut de la guillotina...». La única form a de liberarse de esta fatalidad es mantenerse en contac 110
to directo, intenso e inocente con la Naturaleza, como si su energía vital al estado puro limpiara al hom bre de las manchas que la historia iba dejando inevitablemente. P or aquí empieza la recuperación del protagonista de la novela. Una recuperación que es la más simbólica y mística, pero también la que m uestra un naturalism o más lírico y apasionado, al mostrarnos a Es teban como a un nuevo Ulises gozando de todas las bellezas de la tierra y del m ar. Parece como que Carpentier acudiera de nuevo al mito del nuevo Adán, para indicarnos cuál debe ser la verdadera libertad que la Revolu ción pretende conseguir. Junto a Esteban está otro personaje, éste femenino, su prima Sofía. Sofía va a repetir la vida de Esteban justam ente cuando éste vuelve, cansa do y hasta derrotado, a su casa de La H abana. La mujer escapa en pos de una imagen utópica de la Revolución y va luego quemando etapas en su vi da entre el erotismo y la ilusión, convertida pronto en decepción y desenga ño. Desilusionados los dos, huyen juntos a la España de sus antepasados y en esta España, enfrentada ahora con la Francia invasora, mueren en las calles de M adrid aquel memorable e histórico «2 de mayo de 1808», ayu dando a los patriotas a defender su libertad. Según hemos podido observar, toda la obra de Carpentier, aunque re cale frecuentemente en el viejo mundo y en gran medida se remonte a épo cas pasadas, es un vasto intento de dar palabra —racionalidad y cauce histórico— al mundo actual latinoamericano y más concretamente al área del Caribe.
V III.
EL DERECHO DE ASILO, O LA TIENDA DE TITERES DE LA PO LITIC A LATINOAM ERICANA
Alejo Carpertier ha vivido y es testigo de revoluciones que han aboca do casi siempre a dictaduras sangrientas. En la novela arriba estudiada Los pasos perdidos describe de un modo genérico el golpe de Estado y el si guiente gobierno de Pérez Jiménez en Venezuela. La prosa de la novela, existencial al principio y más tarde cada vez más estática, se adelgaza en es te episodio que tom a caracteres de fino y un poco distante guiñol, aunque con su muerte, muerte también de guiñol y casi esperpéntica. Pues bien, este mismo episodio se repite en el último gran libro que co nocemos del veterano escritor cubano: E l derecho de asilo, con la diferen cia de que aquí ya no se da esa «pasión inútil», puesto que ya pasaron los primeros años sesenta y ya no están de m oda en América Latina ni las revo 111
luciones, ni el existencialismo. Estos compañeros de ayer que son ame trallados, serán apenas en la novela una visión fugaz prontam ente enjuga da por las caricias de la em bajadora. Pedro Trigo, el crítico literario de la revista citada, nos dice que al igual que en otras novelas contemporáneas se impone el juego, hay que corromper el tono, la estructura narrativa, se tiene que ver que es una nove la violada para que no conforte a los consumidores que buscan héroes así sean frustrados y aunque sean enemigos ideológicos. P or eso ese tono me nor de farsa lorquiana, porque no da más el asunto. En la tienda de titiriteros, que es para Carpentier la política latinoam e ricana, el vivir se convierte en un juego de sorpresas —como la lotería de Babilonia que inventó Borges—, en un cajón de sastre de donde pueden sa lir sucesivamente los figurines más contrapuestos para el camaleón integral que es el viejo político latinoamericano, demasiado joven aún por desgra cia. En un país de espejismos —sigue diciéndonos Pedro Trigo— , encalla do entre el arcaísmo de las viejas costumbres y objetos sin sentido y el consumismo alienado, resaca del imperialismo yanqui, la revolución de turno no cabe que sea sino una revuelta que se inaugura con los mismos engaños, represiones y robos de siempre, en la que vuelven hasta las prostitutas. Y todo es viejo: las personificaciones —en la novela: presidente, em bajador, nacionalidades— son sólo máscaras de un carnaval representado sin gracia y de memoria, pero avariciosamente, y que cuando es sangriento no les sal pica porque «los arsenales latinoamericanos nunca tuvieron sino clientela de pobres». Sería la literatura que se merece la hora, no ya la magia de Los pasos perdidos, ni la angustia de E l acoso, ni la vasta contemplación de E l siglo de las luces, sino una obrilla menuda donde no aparecen las fuerzas de la luz y de la vida, tan acalladas en estos años, donde todo podía haberse escrito muchos decenios atrás, pero donde es nuevo el tono, ese desapego, esa vanalización en este novelista tan «interesado» siempre en su obra, ese esquematismo paradojal y burlón, ese hum or fino, esa distancia sentimen tal en un escritor de porte serio, grandilocuente, intelectual, barroco. Todo esto es nuevo en Alejo Carpentier. Como es nueva la brevedad de la novela, lo conciso de sus episodios, la relativa sobriedad sintáctica, el empleo de un lenguaje más incisivo y coloquial. Incluso el empleo de la pri mera y segunda persona es nuevo en este escritor de corte clásico que ha usado siempre con preferencia la tercera persona. Ello nos lleva a conside rar en Carpentier ese escritor fino y sensible, hum orista y dram ático a la 112
vez, que sabe convivir, familiarizarse y estar presente en la problemática de nuestros días, en aquello que más preocupa y vive la generación actual. Sin embargo, como anota acertadamente el escritor citado, aunque adelgazados, perviven los rasgos típicos del autor cubano. Es verdad que han desaparecido los sustantivos en mayúscula —como en alemán— que tanto suenan en el novelista cubano; pero queda el gusto por la enumera ción, la golosina de las cosas, de las superficies y formas, tanto como de las palabras. A unque de breves proporciones, también aparecen los remontes históricos. De su afán emblemático quedan las disquisiciones sobre la eter nidad, impostadas en dos versos latinos de la liturgia católica, en el arcaísmo de los enseres modernos de una ferretería-quincalla criolla, y en el Pato Donald de unos almacenes de una gran cadena gringa. En este entor no del personaje está resumido todo el anquilosamiento de la cultura na cional, la supresión de la historia sustituyéndola por lo repetible e inter cambiable. Queda, sobre todo, el conocimiento, la inmediatez de ese mun do caribeño, tanto, que se puede ahorrar casi la anécdota, dejarlo todo apuntado, casi abstracto y, sin embargo, tan real y concretísimo. Es posible que en estos momentos 1 Carpentier —a sus setenta años— nos esté preparando y deparando una grata sorpresa; y que, no tardando, podam os quedar enterados de la vida en Cuba, en la Cuba actual, la de Fi del Castro, pero que intenta comunicarse ya con los Estado Unidos, sin romper, por supuesto con Rusia, ni aun con la China de Mao; la Cuba ac tual que admite la entrada a representantes de la Santa Sede —un gran paso para la Iglesia en aquella hermosa y rica isla del Caribe—; que trata de abrir sus puertos y sus playas a una serie de pueblos, hasta ahora oficial mente no reconocidos, y de cuyos productos viene, sin duda, beneficiándo se desde bastante tiempo. Nos gustaría, entonces, leer y escribir sobre Carpentier. Seguir nueva mente su trayectoria y com probar la gran distancia que le separa de El reino de este mundo, y no digamos de Ecue Yamba-O!, muy anterior a aquella y que fue considerada por el propio autor como «un intento fallido por el abuso de m etáforas, de símiles mecánicos, imágenes de un aborre cible mal gusto futurista y por esa falsa concepción de lo nacional» que tenían entonces los hombres de su generación. Porque Carpentier era un hom bre que creía aún en un proceso de liberación y de libertad colectiva. De ahí que sus novelas promuevan y exalten una gran reserva de energía 1. Cuando se escribían estas líneas, su autor estaba muy lejos de la noticia de la muerte del novelista cubano, acaecida en la noche del 24 al 25 de abril próxim o pasado, com o queda anotado arriba.
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hum ana todavía sin explotar que se oculta en las grandes masas hum anas y en los fabulosos paisajes del Continente americano. En este sentido, el no velista cubano, como tantos recientes escritores de América, es un profeta de una revolución inédita. Ultimamente, le he visto y leído en Concierto barroco, una novela que nos recuerda la pasión del autor por la buena música, la clásica, la barroca, la de Vivaldi, Hándell y Scarlatti; que nos recuerda, hasta por el mismo título, lo barroco de la producción carpenteriana. Y otra vez el tem a Amé rica; ahora en los personajes claves de un rico burgués mexicano y un ser vidor suyo que se preparan para hacer un viaje a Europa, con destino a la Italia de ayer y de siempre —clásica y barroca— , pero pasando primero por una H abana diezmada por la peste, a la que sucumbe el criado, el cual va a ser sustituido por un negro experto en el arte del ritm o y la declama ción; pasando por un M adrid triste y decepcionante, hasta llegar a una Venecia al tiempo en que los carnavales le auguran mayores alegrías. Y ya en Venecia, disfrazado el indiano de M oztezuma y con su negro criado se encuentra en una taberna con personajes misteriosos: un fraile pelirrojo, un ocurrente sajón y un joven napolitano. Ellos han de ser los músicos arriba citados en el llamado «Ospedalle della Pietá», donde unos niños hospicianos le darán el más tremendo «concierto grosso» que pu dieran haber escuchado los siglos, ayudados por la febril batería del negro. Cuando apunta el alba del día siguiente, amo y criado y com parsa de músicos yacen descansando junto a la tum ba de Stravinsky. Vivaldi, en la conversación, se interesa por la conquista de México como posible tem a de una ópera, y a cuyo ensayo asistirá el amo que, lleno de nostalgia por su América querida, se m archa dejando al criado a la escucha de un recital de Louis Astrong, con lo que tendríamos un nuevo Concierto barroco y dos siglos que han transcurrido desde que comenzó la novela hasta su epílogo final. El meollo de la novela venía m adurándose de tiempo atrás. N ada me nos que desde el año 1936 en que el novelista cubano se enteró por medio del músico italiano, Francisco Melipiero, de que el gran Vivaldi había com puesto una ópera de tem a americano. Digamos que en este libro de Carpentier está presente la música; como está presente el barroco, en la exuberancia retórica del lenguaje, en el des bordam iento de las precisiones sensoriales y en la movilidad zigzagueante de la acción; y como lo está América, si bien más difum inada que en sus libros anteriores. Concierto barroco es una gozada de su autor. Carpentier se goza en la brillantez lujosa de las descripciones, en la agudeza de los diálogos, y en la 114
irrespetuosa insolencia con que los Vivaldi, Hándell y Scarlatti son traídos a la acción y a la palabra cotidiana. Se goza y se recrea en la Venecia liberti na y dieciochesca, en la frescura del erotismo, en el desenfado burlón de las apostillas críticas, en la música y en la cultura barroca de que hace gala nuestro escritor cubano. Al fin y al cabo, esto sería volver a su conocida definición e idea que tiene de la novela: un relato destinado a causar placer estético en los lecto res, al tiempo que define, fija, critica y muestra al mundo que le ha tocado en suerte vivir. Al final, un rico indiano que siente nostalgia por su Améri ca, tan mal conocida y peor historiáda, y un criado negro que deserta de su país de origen porque allí le llaman simplemente «el negrito Filomeno» y en París le llam arán —todo un brillante batería— Monsieur Philomene.
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GABRIEL GARCIA MARQUEZ Este famoso novelista colombiano nació en Aracataca en 1928; pero ha vivido casi siempre fuera de su país ya desde la temprana edad de los doce años. Sin embargo, sus principales relatos tienen lugar en «M acondo», una comarca imaginaria, especie de transfiguración fantástica de su pueblo de origen, aldea mito lógica perdida en la geografía colombiana, tanto como en las regiones del sueño y verdadero «axis mundi» hispanoamericano. Su novela más conocida, y hasta ahora la mejor, su obra cumbre, es la titulada «Cien años de soledad».
GABRIEL GARCIA MARQUEZ Máxima autoridad de la novelística actual colombiana I.
EL HOMBRE
Gabriel García M árquez nació en Aracataca, costa atlántica de Co lombia, el 6 de marzo de 1928. A los doce años abandonó su pueblo natal y desde 1954 ha vivido fuera de su país. Sin embargo casi todos sus relatos, como hemos de ver más adelante, tienen lugar en M acondo, comarca ima ginaria, especie de transfiguración fantástica de su pueblo de origen, aldea mitológica, perdida en la geografía colombiana tanto como en las regiones del ensueño, y verdadero «axis mundi» hispanoamericano. Posiblemente, no haya escritor, dentro de la literatura contem porá nea, que haya sido tan estudiado y alabado como García Márquez. Tal vez a ello haya contribuido su obra genial y de antología, y de la que nos hemos de ocupar, Cien años de soledad. M ario Vargas Llosa ha dedicado un largo volumen al estudio del laureado maestro de la narrativa. Estudio el más im portante que se haya hecho sobre su obra y los antecedentes precisos a la misma. H abría que rastrear seriamente la propia biografía de García M ár quez, como antecedente de su obra capital, para comprender todo ese mun do que se iba a recrear en una novela excepcionalmente importante. Parte de la vida de nuestro autor transcurrió en la citada Aracataca, la pequeña ciudad que «vivía de mitos, de fantasmas, de soledad y de nostalgia». En los alrededores de este núcleo urbano había una finca platanera que se lla m aba M acondo, el nom bre que, más tarde, inmortalizaría el escritor. M ario Vargas Llosa, en su estudio: García Márquez. Historia de un deicidio, con un método meticuloso y detallista, va describiendo a cada uno de los seres de la familia de su biografiado. El abuelo revivía, para el nieto, los episodios de las guerras civiles en las que fuera protagonista. José Arcadio Buendía, uno de los héroes de su novela, debe mucho a su antece 119
sor. Por otra parte, García M árquez, al igual que otros escritores colom bianos, no fue una excepción: la violencia dejó una im pronta en su obra. La accidentada carrera de aquel personaje, periodista, agente de publici dad, casi siempre viviendo a salto de m ata, va a consolidarse con un título: Cien años de soledad, que le sitúa en un lugar de honor entre los escritores del mundo entero. El citado M ario Vargas Llosa quiere m ostrarnos, en este extenso y concienzudo estudio, junto a la idea de la génesis de la obra de García M ár quez, los diferentes rasgos de su personalisdad, con matices totalm ente des conocidos para la mayoría de los lectores y admiradores de sus novelas, subrayando aspectos como el carácter obsesivamente anecdótico, capaz de traducir en historias y en episodios sus recuerdos, merced a una m emoria privilegiada. La obra de García M árquez comienza en 1955 con su prim era novela, La hojarasca, que se convierte enseguida en «best-seller» en su país. Seis años más tarde aparece E l coronel no tiene quien le escriba, y poco tiempo después publica un volumen de cuentos, L os funerales de la M am á Grande. El mismo 1962 nos ofrece su tercera novela, L a mala hora, y ya en 1967, después de cinco años de silencio, da cima a la obra que más fam a le ha da do y que es, sin duda, la principal de todas: la citada Cien años de soledad. Toda la producción anterior de García M árquez puede considerarse, como hemos podido considerar por las recientes ediciones que se han hecho, una especie de borrador de esta memorable novela. Las intuiciones que antes desarrollara de manera fragm entaria y germinal han encontrado su despliegue sinfónico cabal en esta aventura épica y onírica, que constitu ye una de las cumbres de la actual narrativa hispanoamericana.
II.
EL ESCRITOR.
Preguntado en una entrevista García M árquez a qué eran debidas esas diferencias que aprecia el público, la crítica y aun los mismos editores entre la novela americana y la española, contradiciéndose en no pocas ocasiones y sin que exista aclaración posible, contestó llana y sencillamente que él tampoco se lo explicaba, ni podría aclarar nada, pues ni era crítico, ni de seaba serlo. Una novela es buena o mala —diría— , cualquiera que sea su nacionalidad. La calidad de la obra no requiere una patria especial. El lla mado «boom» americano es una chanza. Ni siquiera saben lo que se vende. Es absurdo decir que hay crisis en la novela española. Los críticos se están acostum brando a com parar la novela española con toda la novela america 120
na, como si comparasen un país con otro. Pero en España hay cuarenta millones de habitantes y la América de habla española tiene doscientos millones. ¿Por qué no se limitan a com parar, por ejemplo, Colombia con España, o Argentina con España, o Chile con España? Ahí se vería la dife rencia. En España hay nombres muy destacados; hay muy buenos escrito res; puedo citar cantidad de ellos. Lo que ocurre es que hemos coincidido varios nombres de varios países americanos en España al mismo tiempo. Es posible que García M árquez tenga razón. |Lo que es indudable es que las obras de este autor form an un «conjunto» bastante homogéneo y logrado, ya que sus personajes, acciones y episodios se vuelcan de un libro a otro sucesivamente y, por lo tanto, su narrativa sólo adquiere auténtica perspectiva vista como un «todo». Sobre este particular, el propio novelis ta colombiano ha confesado que Cien años de soledad tiene su antecedente en L a hojarasca, su prim era novela que necesitó nada menos que cinco años para que pudiese ser publicada. Aquello fue una experiencia como pa ra desanimar a cualquiera que no tuviera la vocación y el tesón de García M árquez; pues, cuando recién term inada, se la entregó a Losada, Guiller mo de la Torre se la rechazó. Su desilusión fue tan grande —confiesa García M árquez— , que estuvo a punto de romperla. Solamente la mano cariñosa de un amigo le disuadió de ello, publicándosela sin ser siquiera editor y sin mayores esperanzas de éxito comercial. Lo más curioso es que La hojarasca, posiblemente, no se hubiera conocido en España de no apa recer Cien años de soledad, lo mejor, sin duda, que ha salido hoy de su plu ma, y una novela que pasará a la historia de la literatura española como de antología. Recientemente han sido publicadas las obras que preceden y anuncian la gran novela. De Hojarasca podemos decir lo que el propio autor estam pa al principio del libro a modo de prologuillo: «De pronto, como si un re molino hubiera echado raíces en el centro del pueblo, llegó la compañía ba nanera perseguida por la hojarasca. Era una hojarasca revuelta, alborota da, form ada por los desperdicios humanos y materiales de los otros pueblos; rastrojos de una guerra civil que cada vez parecía más rem ota e inverosímil. La hojarasca era implacable. Todo lo contam inaba de su re vuelto olor m ultitudinario, olor de secreción a flor de los escombros de nu merosas catástrofes anteriores a ella misma, esparció en las calles su confu1 sa carga de desperdicios. Y esos desperdicios, precipitadamente, al compás atolondrado e imprevisto de la torm enta, se iban seleccionando, indivi dualizándose, hasta convertir lo que fue un callejón con un río en un extre mo y un corral para los muertos en el otro, en un pueblo diferente y complicado, hecho con los desperdicios de los otros pueblos». 121
En esta novela aparecen ya personajes y paisajes, actitudes y circuns tancias que tendrán su plena realidad en Cien años de soledad. «Después de la guerra, cuando vinimos a M acondo y apreciamos la calidad de su suelo, sabíamos que la hojarasca había de venir alguna vez, pero no contábam os con su ím petu»... «La llegada al naciente pueblecito de M acondo en los úl timos días del siglo, fue la de una familia devastada, aferrada todavía a un reciente pasado esplendoroso, desorganizada por la guerra. La guajira re cordaba a mi madre cuando llegó al pueblo, sentada de través en una muía, encinta y con el rostro verde y palúdico y los pies inhabilitados por la hinchazón»... «Tal vez el espíritu de mi padre m aduraba la simiente del re sentimiento, pero venía dispuesto a echar raíces contra viento y m area, mientras aguardaba a que mi madre tuviese ese hijo que le creció en el vientre durante la travesía y que le iba dando muerte progresivamente a medida que se acercaba la hora del parto». Otro tanto acontece con La mala hora, donde aparece ya en las prim e ras páginas la violencia, el crimen, los celos, las infidelidades de las esposas y un clima y ambiente que concurren justam ente a eso: a «la m ala hora», la hora de la desdicha del pueblo de Macondo. El P. Angel —que también aparece con este mismo nom bre en la anterior novela— párroco del lugar, lo resume cuando, escribiendo una carta, dice al amigo: «Está lloviendo otra vez. Con este invierno y las cosas que arriba le cuento, creo que nos es peran días amargos». L os funerales de la M am á Grande constituyen una serie de cuentos en los que también aparece el paisaje que conociera de niño el autor y estu diara luego de mayor. El título del pequeño volumen le viene del cuento principal. «Esta es, incrédulos del mundo entero, la verídica historia de la M amá Grande, soberana absoluta del reino de M acondo, que vivió en fun ción de dominio durante 92 años y murió en olor de santidad un martes del setiembre pasado, y a cuyos funerales vino el Sumo Pontífice». Y más ade lante, para que todos recordemos los lugares donde se desarrolla la escena, leemos: «A nadie se le había ocurrido pensar que la M amá Grande fuera mortal, salvo a los miembros de su tribu, y a ella misma, aguijoneada por las premoniciones seniles del padre A ntonio Isabel. Pero ella confiaba en que viviría más de cien años, como su abuela materna, que en la guerra de 1875 se enfrentó a una patrulla del coronel Aureliano Buendía, atrinchera da en la cocina de la hacienda». Todo ello nos llevará, como de la m ano, a la gran novela, ya tantas ve ces citada, Cien años de soledad, que tam bién nos presenta la acción en M acondo, un pueblo americano, desde ahora tan sugestivo como Itaca o El Toboso. Un pueblo telúrico —como le llama Carmelo Vilda de Ju an — 122
afincado en raíces de leyenda. Un pueblo que nació en la m añana de una noche aventurera, fruto de la voluntad alucinada de su fundador, José Arcadio Buendía. Lo cual no puede extrañar a nadie, puesto que todo puede suceder en esta «tierra de Gracia». Hoy, en el cosmos cultural latino-americano, M acondo es tan célebre como puede serlo en la geografía real las ciudades de Bogotá, Cali o Medellín. La verdad es que no ha existido nunca; pero no importa. García M árquez lo fundó y esto nos basta. Porque en M acondo van a suceder co sas tan estupendas como no registran los anales de París ni de Constantinopla. M acondo es una pobre y desolada aldea colombiana que comenzó de la nada: «Veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos». Pero en esta aldea mitológica se trabaja; y por ello crece hasta llegar a ser en poco tiempo «una aldea más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300 habitantes. Era en verdad una al dea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muer to. José Arcadio Buendía, héroe americano, petrificado entre el mito y la historia, se echa sobre sus hom bros esta gran tarea de hacer de su pueblo una im portante aldea, y sobre todo una aldea feliz. El es quien decidirá por esos años «que en las calles del pueblo se sembraran almendros en vez de acacias, y quien descubrió, sin revelarlos nunca, los métodos para hacerlos eternos». Así surgió M acondo —prosigue el colaborador de la revista «Rese ña»— luminoso, feliz, perfum ado de orégano y , alegría. El gitano Melquíades había dicho: «Las cosas tienen vida propia; todo es cuestión de despertarles el ánima». Y los Buendía, lanza en ristre, despertaron la de M acondo con su avasalladora presencia, sus grotescas campanadas y estrambóticas peripecias. Con ellos M acondo crece a empujones, a cache tadas. Como la maleza en el trópico lujuriante. «M acondo naufragaba en una prosperidad de milagro. Las casas de cañabrava de los fundadores habían sido reemplanzadas por construcciones de ladrillo, con persianas de m adera y pisos de cemento que hacían más llevadero el calor sofocante de las dos de la tarde». M acondo ve con sorpresa cómo, poco después, se instala el telégrafo; llega el tren con todo lo que éste trae consigo; y el teléfono y el cine. Un día aparece en el pueblo gente forastera. Eran los gringos que luego llevarían a sus mujeres con trajes de muselina y grandes sombreros de gasa. Estos 123
gringos harían un pueblo aparte, al otro lado de la línea del tren, con calles bordeadas de palmeras, casas con ventanas de redes metálicas, mesitas blancas en las terrazas y ventiladores de aspas colgados en el cielorraso, y extensos prados azules con pavorreales y codornices. Desde entonces M acondo se viste de fiesta. Y se nos ofrecerá desde in sólitas perspectivas entre detalles y escorzos estrangulados. Será un pueblo que vive sin autoridades; que vive la vida a panzadas, con la boca llena; donde hasta el pecado parece virtud. Todo se debe al em brujo que nos brinda cada pepita de tiempo. Por algo el aire de M acondo huele a oréga no. H asta que un día la suerte le fue traicionera. Tenía que ser así —escribe el citado Carmelo Vilda de Juan— , porque los pueblos que nacen del absurdo, de la fábula, mueren sin sentido, olvidados en las cunetas de la vida. Cuando los gringos cortaron el último racimo de la parra, se marcharon sin dar explicaciones. E ra la venganza capitalista contra un pueblo que no les había querido. Unos meses después, M acondo «estaba en ruinas. En los pantanos de las calles quedaban muebles despedazados, es queletos de animales cubiertos de lirios colorados, últimos recuerdos de las hordas de advenedizos que se fugaron de M acondo tan atolondradam ente como habían llegado. Las casas paradas con tanta urgencia durante la fiebre del banano, habían sido abandonadas. La com pañía bananera des manteló sus instalaciones. De la antigua ciudad alam brada sólo quedaban los escombros». Cuando el último vástago Buendía regrese a la aldea, después de lar gos años de ausencia en Europa, encontrará las calles polvorientas y solita rias..., el interior de las casas en ruinas, las redes metálicas de las ventanas rotas por el óxido y los pájaros moribundos, y los habitantes abatidos por los recuerdos. Así, Cien años de soledad resulta una fábula. U na fábula im postora. Una fábula que a ratos nos hace pensar y siempre reír. U na historia artifi ciosa, un rosetón surrealista pletórico de símbolos y fantasías volunta riamente absurdas y que el autor nos hace creer verosímiles. U na obra de lectura fácil y amena, aunque un tanto pareja y reiterativa de construcción, pero que responde siempre a un diseño unitario y m onum ental, consiguien do al mismo tiempo dar la impresión de un rumbo narrativo espontáneo y azaroso.fUna crónica entretenida del pueblo de M acondo a través de la fa milia Buendía, desde la fundación, hasta la muerte del último vástago, cien años después. Un libro generoso en anécdotas, fantasía, realidad y mito, humor y tragedia, cuyo flujo narrativo, de puro desmañado y libre, coinci de admirablemente con el movimiento de la realidad narrada, con la ani 124
mación interna y mágica de su propia sustancia vital. A fe que podría verse en ella la verdadera «crónica de lo real maravilloso» en que Carpentier cifraba la esencia del ser iberoamericano. Leer Cien años de soledad —prosigue el escritor arriba citado— es co mo asistir al bautismo y funeral de una estirpe imperial. Lo malo es que no se trata de emperadores. Pero M acondo vale más que un imperio. Y basta. Es una estirpe que nace para m orir. Tal es su destino. No im porta cómo se llamen. No im porta que el tronco Buendía se repita a sí mismo en la sangre y en el tem peram ento a través de cinco generaciones. Unos existen para que la presencia de los otros sea más verosímil, para que la fábula se haga histo ria, para que las risas salgan de bocas de carne. Los Buendía son una des cendencia apabullante, dinosauro trepidante, prolífico árbol genealógico por el am ontonam iento de parientes y excursiones sexuales. Son los Arcadios y los Aurelianos, macizos y voluntariosos, impulsivos, emprendedo res, enmarcados con un signo trágico: «No tienes de qué quejarte, le decía Ursula a su m arido, los hijos heredan las locuras de sus padres». Los Buendía son estrambóticos y aventureros. José Arcadio se marchó un día de casa para dejar por esos mundos de Dios el tatuaje de la estirpe. Hizo apuestas de pulso con cinco hombres a la vez. Se rifó entre diez muje res a veinte pesos el número de la rifa. Dio la vuelta al mundo cinco veces enrolado en una tripulación de marineros apátridas. Naufragó en el Japón. Se alimentó con la carne de un compañero. Venció a un dragón de Bengala. P or su parte, Aureliano, el primer ser humano que nació en Macondo, «era silencioso y retraído. H abía llorado en el vientre de su madre y nació con los ojos abiertos. M ientras le cortaban el ombligo movía la cabeza de un lado para otro, reconociendo las cosas del cuarto, y examinaba el rostro de la gente con una curiosidad sin asombro». Un día Aureliano se hace re volucionario y se proclam a Coronel de las tropas liberales. Se hace famoso y popular. Pronunciar su nom bre en la comarca de Riohacha y su D eparta mento era como amenazar a los flamencos del siglo XVI: ¡Qué viene el Du que de A lba...! «El Coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos re voluciones arm adas y las perdió todas. Tuvo diecisiete hijos varones de diecisiete mujeres distintas, que fueron exterminados uno tras otro en una sola noche, antes de que el mayor cumpliera treinta y cinco años. Escapó a catorce atentados, a sesenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusila miento. Sobrevivió a una carga de estricnina en el café que habría bastado para m atar un caballo...» Al final, se arruinaría en el consuelo de la sole dad, en la actitud negativa de no querer ver cómo fluye la vida, en no querer hacer nada, en dar la espalda a los acontecimientos. Nació conscien te y murió tam bién consciente, con los ojos abiertos, sin tinturas de angus 125
tia en el rostro, sin la sal de la am argura en sus labios. «M etió la cabeza entre los hombros, como un pollito, y se quedó inmóvil con la frente apo yada en el tronco del castaño». Por la novela de García M árquez desfila también un buen núm ero de mujeres. Ursula, la esposa del primer Buendía, que guardaba en sus pupi las toda la azarosa epopeya de Macondo. «Activa, menuda, severa, aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en ningún m om ento de la vida se la oyó cantar, parecía estar en todas partes desde el amanecer hasta muy entrada la noche. La mujer valiente a la que no la intim idaron nunca ni las armas, ni la sangre, ni las bravuconadas de los revolucionarios. Vivió muchos años. H asta el punto de que todos los hijos, nietos, biznietos y ta taranietos pasaron por sus manos y su corazón. U n ajn u jer sufrida y resig nada. En la vejez se preguntaba «si no era preferible acostarse de una vez en la sepultura y que le echaran tierra encima, y le preguntaba a Dios, sin miedo, si de verdad creía que la gente estaba hecha de hierro para soportar tantas penas y mortificaciones». Están luego las esposas, primas, amantes y hermanas bastardas de to dos los Arcadios y Aurelianos. Cada una de ellas brindando el interés de la sorpresa y del humor: Rebeca, a la que «sólo le gustaba comer la tierra hú meda del patio y las tortas de cal que arrancaba de las paredes con las uñas». A m aranta, la mujer sin gracia, estirada, víctima eterna de un am or insatisfecho. Remedios, la bella, «callada respiración de las rosas, clep sidra secreta de las polillas, vapor del pan al amanecer». Y Pilar Ternera, siempre descalza, desgreñada, un manglar de carnaza hum ana, fecundo santuario de fertilidad, lagar común donde trituraban sus pasiones herm a nos y sobrinos juntos, víctimas insatisfechas de sus mujeres. Y P etra Cotes, que también tenía carne para todos. Y Fernanda Carpió, mujer perdida en el mundo, nacida y crecida a mil kilómetros del mar, en una ciudad lúgubre por cuyas callejuelas de piedra traqueteaban todavía, en noches de espan to, las carrozas de los virreyes. M ujer fría, insípida, aristocrática, fanática, símbolo de una clase social decadente. Y Meme, otro renuevo de Buendía, que era como un escorzo de Fellini, como Fernanda del Carpió era como una «m adonna» de Boticelli, en sentir del citado Carmelo Vidal de Juan. Un cangilón más en la noria de los Buendía. Esta familia patriarcal, que sufre y goza de todas las posibilidades y experiencias humanas, estaba predestinada a la soledad y a su autodestrucción. Las mujeres sólo engendran m onstruos. Y a los hombres les da igual que sean iguanas o cerdos, con tal que sus mujeres se acuesten con ellos en la cama o en los pajares. Los hombres de M acondo son incapaces de am ar 126
espiritualmente, de unirse afectivamente, si no es por el sexo. Ursula se dio cuenta de esta lacra familiar y se avergonzó de ello. «Aureliano Buendía no le había perdido el cariño a la familia a causa del endurecimiento de la guerra —piensa Ursula— , sino que nunca había querido a nadie, ni si quiera a su esposa Remedios o a las incontables mujeres de una noche que pasaron por su vida, y mucho menos a sus hijos». Pero en la atrofia del am or hay siempre un parásito de soledad. Por eso, dice muy bien Vidal de Juan, M acondo creció sin savia genital, sin arraigo. Se hinchó como pom pa de jabón y se transparentó en un espejis mo fugaz. Quedó sin am arras, sin anclas. Macondo, la ciudad de los espe jos (o de los espejismos), sería arrasada por el viento y desterrada de la me moria de los hombres. Y esto porque «las estirpes condenadas a cien años de soledad (a cien años sin amor) no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra». La soledad de M acondo es un haz de soledades juntas, de Buendías in capaces de am ar, de corazones abrasados y esterilizados en la hoguera del parto. Los Buendía zarpaban del vientre a la vida con vocación de sole dad. Porque eran concebidos sin amor. Cien años de soledad, de fatiga as mática, de dolor entrañable. Cien años de tiempo estéril, de peripecias y andanadas sin sentido. Cien años de fábula, de existencia inconsistente. Una familia, una casa, un pueblo, una nación, un continente que no ha en contrado su punto de cristalización. Todo nace y muere. Destino de los hombres y de las cosas. Soledad de un tiempo que se desangra en raudales de sol caliente, de lluvia corrosiva, de viento nostálgico. Porque un aliento triste humedece las últimas páginas de la novela, savia babeante de un ár bol caído. Raudales de locuras, desfiles de fantoches fantasmagóricos. Vi das que se incubaron su muerte en los alvéolos de su parto. Porque no su pieron amar. Se le ha acusado a Gabriel García M árquez de inmoral. Y sin embar go, Cien años de soledad no es una novela inmoral, ni menos pornográfica. Es verdad que describe escenas fuertes, soeces, en ocasiones morbosas. Y que asistimos a contubernios abigarrados. Y escuchamos palabrotas. Pero el novelista colombiano no trata de recrearse en estas escenas. Pasa rápida mente por todo ello y su intención es meramente socarrona, irónica, con un estilo artísticamente despampanante. Hemos aludido al hum or de García Márquez. Efectivamente, existe en la novela. Un hum or negro, difícil. Cuando alguien se atreve a perturbar la soledad del Coronel Buendía y le pregunta cómo está, aquel le contesta: «Aquí, esperando que pase mi entierro». Y cuando le dicen que su padre —el fundador de la dinastía— está muy triste porque cree que su hijo se va 127
a morir, con una mueca de sonrisa, filosofa: «Dígale que uno no se muere cuando debe, sino cuando puede». A veces, el hum or, más m editerráneo, provoca la risa y hasta la carcajada: «Fernanda llevaba un precioso calen dario con llavecitas doradas en que su director espiritual había marcado con tinta m orada las fechas de abstinencia venérea. Descontando la Sema na Santa, los domingos, las fiestas de guardar, los primeros viernes, los re tiros, los sacrificios y los impedimentos cíclicos, su anuario útil quedaba re ducido a cuarenta y dos días desperdigados en una m araña de cruces m ora das». De este fino hum or no se salva ni la misma muerte, ni la política. Juega'con esa hora final del hombre: «Pilar Ternera murió en el mecedor de bejuco, una noche de fiesta, vigilando la entrada de su paraíso. De acuerdo con su última voluntad, la enterraron sin ataúd, sentada en el me cedor, que ocho hombres bajaron con cabuyas en un hueco enorme, exca vado en el centro de la pista de baile». Por lo que a la política se refiere, a García M árquez le pareció —la la tinoamericana en general y la colombiana en particular— siempre vertical y horizontalmente ridicula. «Los liberales, le decía a Aureliano su suegro, eran masones; gente de mala índole, partidaria de ahorcar a los curas, de implantar el matrim onio civil y el divorcio, de reconocer iguales derechos a los hijos naturales que a los legítimos, y de despedazar al país en un sistema federal que despojara de poderes a la autoridad suprema. Los conservado res, en cambio, que habían recibido el poder directamente de Dios, propug naban por la estabilidad del orden público y la moral familiar; eran los de fensores de la fe de Cristo, del principio de autoridad, y no estaban dis puestos a permitir que el país fuera descuartizado en entidades autónomas». Im portan poco, aquí, las ideologías. Sólo son pretexto para llenarse el bolsillo o encaramarse a los cargos y sueldos burocráticos». En el fondo, toda la novela es una burla. Una fábula con m oraleja. Como ha dejado escrito U rbano Valladares, Cien años de soledad es como una Biblia, con su antiguo y nuevo testam ento, que relata la historia del ^ pueblo escogido, M acondo, desde el Génesis hasta el Apocalipsis. p
Toda la historia y etnología colombiana —dirá de Vidal— se tuesta en la parrilla de M acondo. Mestizaje de razas a través de un éxodo cuatricentenario. Ursula y José Arcadio son mestizos. Rebeca, indígena de la G ua jira. Fernanda del Carpió, astilla de sangre virreinal caída en la maleza de una aldea paria y sin alboroto. Pietro Crespi y Gastón, emigrantes eu ropeos, remilgosos, cultos, eternos desadaptados. La m ulata P etra Cotes, y los norteamericanos intocables, de la casta de los colonizadores m oder 128
nos, descendientes de la cabeza y pecho de la fortuna. Y los catalanes, gita nos y tantarantines. Todas estas gentes dieron vida a M acondo. Los primeros años de co m unidad patriarcal fueron los de la época dorada. Luego arribaron nuevas ideologías políticas; llegaron también los comerciantes turcos, el capitalis mo yanqui, las modas de París y la cerámica italiana... Toda una historia de Iberoamérica. La pequeña y gran historia de Colombia, con sus charcos de injusticias, tropelías y m ise ria s^ De pronto, parece como que M acondo —esta pequeña y gran historia de América— va a m orir. Pero, como diría el quirom ántico Melquíades, «las cosas tienen vida propia; todo es cuestión de despertarles el ánima». M acondo fue condenado a «cien años de soledad», pero no a la muerte. Hoy nos queda un M acondo, una América Latina que se debate terrible mente para subsistir, para no consumirse en esta carrera voraz hacia el progreso y la tecnificación. Todo es cuestión de despertarle el «ánima». \ P ara completar, en lo posible, la obra que hasta hoy nos ha escrito García M árquez, refirám onos a La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada; un libro que nos confirma, una vez más, en las notas de tremendismo épico, de creciente intensificación de los acon tecimientos y de la personalidad de quienes se constituyen en protagonistas de sus relatos, hasta ayer con el absurdo. El escritor y crítico Marcelo Coldu nos dice que en esta obra encontra mos también esos personajes cuya energía portentosa les permite extralimi tarse hasta ingresar en el dominio de lo maravilloso, esa desmesura rabelesiana que les conduce a la distorsión de lo real aparente, modo seguro de ingreso —para ellos y para el lector— a las dimensiones profundas de esa misma realidad. La presente obra la constituyen siete cuentos: el más antiguo es de ha ce once años; el más reciente está fechado en 1972; uno es de 1970 y los otros cuatro de 1968. Si descendemos a estos detalles cronológicos, es por que ellos son índices que nos permiten apreciar el momento justo de un proceso en que deben ser situados para su exacta comprensión. En efecto, si pensamos toda la obra de García M árquez como una unidad en que ac tualiza, paulatinam ente, el rico potencial de su visión —escribe el crítico citado— im porta situar, del m odo más preciso, cada instante de ese de sarrollo dinámico. Se posibilita con ello tanto el establecimiento de las rela ciones que mantienen el hilo conductor básico de toda obra, como la apre ciación de las variantes que enriquecen y complican esa continuidad. Como muy bien lo supo observar M ario Vargas Llosa —quien, al publicar su obra sobre el amigo, m anejaba las ediciones de revistas de estos textos o la va129
ríante de guión cinematográfico del que da título al nuevo volumen— to dos estos escritos acusan la cercanía de la novela m ayor, reflejan sus hallaz gos, y «a veces dan la impresión de mecanizar ciertos procedimientos que no tienen en ellos la eficacia que en la novela». La intención de García M árquez fue en principio com poner un libro de cuentos infantiles, labor difícil en demasía y que pronto tuvo que aban donar: su propia responsabilidad de escritor debe haberle hecho pensar que de no hacer una literatura infantil «sobre el niño» —y no tan sólo «para el niño»—, era preferible desviar su intento primitivo hacia otras direcciones que, trascendiendo tal proyecto, aprovechara algunas de sus posibilidades: de éstas, la más abierta a un temperamento como el de García M árquez y al propósito que sostiene —velada o constantemente— todo su quehacer, era, indudablemente, el libre despliegue de la fantasía, esa misma fantasía que su abuelo contribuyera a alimentar, según ha declarado varias veces el autor, en los años decisivos de su propia infancia. La fantasía es una de las formas que asume lo imaginario, pues en el libro encontramos también otras: el milagro, la magia, el m ito, la leyenda. Todas esas formas dominan —y a veces excluyen— la dimensión de la ob jetividad inmediata de lo real, rompiéndose así el equilibrio que caracteri zaba las obras anteriores de García M árquez. Y lo imaginario sostiene seres y objetos excepcionales: el ángel caído, el ahogado más hermoso del m un do, el poderoso Mr. Herbert, poco favorecedor de pobres y desinteresado de menesterosos. Elementos todos que obran como agentes que trastuecan completamente con su presencia la cotidianidad habitual donde irrumpen. La atm ósfera que prevalece y que actúa como complemento necesario y efi caz es la de ferias populares, circos, espectáculos callejeros, con adivinos, magos, pintorescos mercachifles. P ara quien guste de los experimentalismos factuales, o los estime de condición indispensable de «originalidad» está E l últim o viaje del buque fantasma. El relato es una sola frase sin interrupción en siete páginas, que narra en un sólo aliento hechos que duran años, con un sinfín de anécdotas y múltiples personajes, frase que incluye lo descriptivo y lo dialógico. Su perspectiva múltiple, sus cambios temporales, sus mutaciones de los niveles de realidad..., dan una velocidad extrema al cuento, obligando al lector a mantener una percepción alerta si no quiere confundirse. El m arcado predominio de lo estético-literario, del artificio técnico nos hace pensar en este libro más como ejercicio, estupendamente realiza do, que como obra con la cual García M árquez haya superado los valores de su inm ortal novela Cien años de soledad. Igual este ejercicio lo necesita para su anunciada y esperada empresa: E l otoño del patriarca. 130
E l otoño del patriarca —aparte la polémica— es una novela de matiz cargadamente político. Un dictador dura cuanto dura su acción opresora. Pero es lógico suponer que el hombre que le soporta desee que un día concluya su poder. Y com oquiera que ese día no llega, se imagina que no va a llegar nunca, que el dictador es eterno. Tantas veces se rumoreó acerca de su muerte y tantas volvió a tom ar las riendas del mando, que al habitan te de su «finca» le parece incontrovertible encarnación del tiempo inaca bable. «Todo se había acabado antes que él, nos habíamos extinguido has ta el último soplo en la espera sin esperanza de que algún día fuera verdad el rum or reiterado y siempre desmentido de que había por fin sucumbido a cualquiera de sus muchas enfermedades de rey». Y term inan todos por am ar a este hombre como expediente eficaz que los oculte a sus leyes. El miedo y el amor, o el amor-miedo, hace pensar a aquellos seres hum anos de que, cuando desaparezca el dictador, habrá de saparecido un mundo, el que ellos han vivido, y que no sabrán vivir en otro, m ejor o peor. García Márquez, —escritor colombiano, sudamericano al fin, Méjico también es Sudamérica— , conoce muy bien las historias de los Zapata y Pancho Villa y de los que han vivido recientemente desde Texas hasta la Patagonia. Y sabe muy bien que todo lo que sucede en tales casos es una farsa m ontada para beneplácito del patriarca, de sus allegados o de sus si carios. Sabe que las manifestaciones de am or incondicional al dictador no son tales, sino m ascarada de comediantes bien pagados o convenientemen te amenazados. De este modo, lo que el gran novelista nos descubre en cada página es la alucinación de la dictadura, su transcurrir en un plano ahistórico, no hu mano. Y al final, todo un mundo que aparece irreal y en donde el propio individuo term ina por ignorarse a sí mismo. El crítico de literatura y ensayista que es Salustiano M artín, nos dice que para m ostrarnos García M árquez la enajenación de la dictadura, ha acudido a un lenguaje barroco, casi asfixiante, manifiestamente ahistórico. No sólo el personaje central aparece como un ente de ficción, totalmente irreal, decididamente artificioso e impensable, sino que también la misma novela es una vasta segregación sonambúlica, sin límites, sin coordenada tem poral alguna —el dictador está ya en el poder cuando llega Colón y si gue estándolo en la hora de la televisión— y sin una etapa delimitada y concretizada en la historia. El autor se pierde en anécdotas; en un m undo interior tan complejo, que nos cuesta seguirle; en un lenguaje lleno de barroquismos que hoy no nos van; en una acumulación exagerada de adjetivos y de oraciones subor 131
dinadas innecesarias. La novela E l otoño del patriarca se nace, así, fatigosa y plúmbea. Y lo que pudiera haber sido una interesante historia de la Amé rica Latina y una seria reflexión sobre el poder absoluto, se convierte en una vasta, fatigosa y repetitiva sinfonía de leprosos, mujeres de mala vida, vacas y gallinazos. Una pena, para los que hemos leído y com entado arriba Cien años de soledad. Porque esta últim a obra del escritor colombiano es un triste intento fallido desde el punto de vista histórico, político y social. La novela, esta vez, carece de garra y de vida. Sus personajes están muertos. O al menos, no tienen vida. Parecen voces de un pueblo que no es precisamente el suyo. Y es verdad, porque aquel pueblo lo ha hecho a su medida el dictador. Y así, «no había otra patria que la hecha por él, a su imagen y semejanza con el espacio cambiado y el tiempo corregido por los designios de su voluntad absoluta». Volvemos un poco a lo que apuntábam os arriba. García M árquez lle va muy dentro del alma la soledad de los «Arcadios» y «Aurelianos» Buendía. P or lo que nos encontramos de nuevo en esta novela con una reflexión sobre la soledad de un poder absoluto y unipersonal. Construido su mando y su m ando ilegítimamente, sobre la m entira y el terror, sus m a nos están irremisiblemente vacías, sin que pueda alcanzar el verdadero amor de sus súbditos, desheredados del poder, de la riqueza y de la cultura que viven en el «barrio de las peleas de perro». El poder de este hombre es un poder en soledad y es la misma soledad. A lo único a que aspira es a sobrevivir a su propia destrucción, porque sabe que, a su muerte, habrá finalizado su mundo y su obra. El propio dictador se da cuenta, aunque tarde, de que «al cabo de tantos años de ilusiones es tériles había empezado a vislumbrar que no se vive, ¡qué carajo!, se sobre vive...; y había conocido su incapacidad de am ar...; y había tratado de compensar aquel destino infame con el culto abrasador del vicio solitario del poder». Porque, además —afirm a García M árquez— , «la m entira es más cómoda que la duda; más útil que el amor; más perdurable que la ver dad. Este desasosiego va minando la vida de nuestro desgraciado héroe, y lo va reduciendo a cadáver palpitante, inservible para sí y para los demás. Su propio poder es su condena, que lo hunde en un pozo negro donde sólo yace él y donde el calor hum ano llega descompuesto y metálico. Nunca sospechó aquel dictador que pudiera haber vida en los deshere dados de la fortuna, en los pobres, en los que veían el m undo y las cosas desde distinto ángulo a como las veía él. • Una honda tristeza y un aire cargado de pesimismo corre a lo largo y a lo ancho de E l otoño del patriarca. Si esto entraba en los planes de García Márquez, esto es lo mejor que ha conseguido en su nuevo y reciente libro. 132
MARIO VARGAS LLOSA Mario Vargas Llosa es peruano y nació en la ciudad de Arequipa el año 1936. Licenciado en Letras por la Universidad de San Marcos, se doctoró más'tarde por la de Madrid. Ha residido durante algún tiempo en París y posteriormente en Londres y en Barcelona, ciudad esta última a la que tiene una especial estima. Le dio mucha fama la novela titulada «La ciudad y los perros», con la que ob tuvo varios premios literarios. Hoy está considerado como el mejor, entre los mejores, de la novelística hispa noamericana. Su obra puede resumirse en un acercamiento minucioso a la realidad peruana de los últimos tiempos, pero convirtiéndola en signo de la realidad total: del hombre universal que vive en este mundo.
MARIO VARGAS LLOSA Adelantado y puente entre la literatura española y la hispanoamericana I.
EL ESCRITOR
M ario Vargas Llosa nació en Arequipa, ciudad del sur del Perú, el 28 de marzo de 1936. Cursó sus primeros estudios en Cochabamba, Bolivia, y los secundarios en Lima y en Piura. Se licenció en Letras en la Universidad de San Marcos y se doctoró por la de M adrid. H a residido durante algunos años en París y posteriormente en Londres y Barcelona. Hombre risueño e incisivo, exquisito en la conversación, joven todavía, es sin duda el novelis ta y escritor más representativo del Perú en nuestros días. Desde su primer libro, aparecido en 1959, L os jefes, hasta Paníaleón y las Visitadoras, su última_gran novela, su obra literaria encierra títulos que ya son historia, no sólo de la literatura hispanoamericana, sino de la literatura contemporánea universal. Como hemos de ver más adelante, su carrera literaria comenzó de ver dad con la publicación de la novela La ciudad y los perros, que obtuvo el Premio Biblioteca Breve de 1962 y el Premio de la Crítica de 1963 y que fue casi inmediatamente traducida a más de veinte idiomas. En 1965 apareció su segunda obra im portante, La casa verde, que obtuvo igualmente el Pre mio de la Crítica en 1966 y el Premio Internacional de Literatura Rómulo Gallegos en 1967. Un año más tarde apareció el relato L o s cachorros, y en 1970 la novela Conversación en la catedral. Poco después, 1971, un estudio completo sobre Gabriel García M ázquez: historia de un deicidio. Final mente, la citada novela Pantaleón y las Visitadoras. La obra de Vargas Llosa es un acercamiento minucioso a una realidad, la peruana, pero convirtiéndola en signo de la realidad total, la del hombre que vive en el mundo. Y siempre con una adecuación trabajada entre la m ateria narrativa y el vehículo lingüístico. M ario Vargas Llosa, junto con 135
García Márquez —leemos en la revista «Reseña»— ha sido uno de los puentes entre la narrativa hispana y la de su continente. H asta protagoni zar lo que se ha llamado, quizá con excesiva precipitación y demasiado én fasis, d «boom de la novela latinoamericana». Desde su atalaya hum ana y literaria, M ario Vargas Llosa puede ser un excelente intérprete y, por temperamento, desapasionado intérprete de muchos fenómenos relacionados con el quehacer del escritor, especialmen te latinoamericano, además de interesarnos su juicio sobre sus propios Hbros. Y así: preguntado por uno de sus interlocutores si cuando escribe pien sa en los críticos, en algún determinado tipo de lectores, en sus colegas o li teratos amigos, M ario contesta: —No; no pienso en ninguno de los críticos, ni en los lectores tampoco. Cuando yo estoy escribiendo —considero que eso le pasa a todos los escritores—, siento la creación como algo profundam ente personal y pro fundamente egoísta en realidad: que tú trabajes exclusivamente con una materia que pertenece a tu intim idad mayor. Bueno, quizá hay una especie de permanente desdoblamiento mientras estás escribiendo; es decir, tú mis mo estás tratando de m irar con ojos objetivos lo que estás haciendo para efectuar las modificaciones, los cambios necesarios. Pero yo no creo que tú tengas presente a un público determinado o a un lector determ inado, o que utilice ciertos asuntos, ciertos estilos y ciertas técnicas con la intención precisa de alcanzar a un definido público. Claro, eso es lo que hacen los es critores profesionales de consumo, a quienes yo no considero realmente creadores. Pero, además, estimo que se equivocan tam bién porque en ese sentido yo estoy convencido de que no son los públicos los que crean los libros, sino los libros los que crean los públicos. Un libro, si es auténtico, si es im portante, si da una visión profunda, persuasiva, de la realidad, al final va a crear un público, va a crear lecto res para ese libro, y eso lo vemos en el caso de todos los buenos grandes creadores que un momento pudieron ser considerados difíciles, herméticos, y que luego, poco a poco, han ido conquistando un derecho de ciudadanía en el mundo. Un autor como Flaubert, por ejemplo, en su época fue consi derado un autor que rom pía completamente todos los cánones de la narra ción, y hoy día nosotros nos reímos si nos dicen que Flaubert es un autor difícil. Un autor como Joyce, que parecía totalm ente ilegible en su época (salvo para una m inoría de elegidos), hoy es un autor que llega á inmensos sectores del público. Entonces yo creo que la m ejor m anera de conquistar un público para un autor es siendo totalm ente auténtico, es decir, siendo 136
absolutam ente honesto consigo mismo y escribiendo sobre aquello que más profundam ente estimula. Sin embargo, es evidente que los escritores del «boom» han significa do mucho para la narrativa latinoamericana. ¿Cómo piensa M ario sobre el particular? —Lo que ha ocurrido —nos dice— es que ha facilitado el trabajo de muchos; esto es, creo, que el hecho de que hoy día haya editoriales que es tán como locas buscando autores latinoamericanos, y que sea más fácil publicar, quizá no poesías, desgraciadamente, pero sí novelas. Eso es algo que indudablemente se debe en parte a lo que se llamó el «boom», lo que también es bastante lógico. Cada nuevo autor, pues, se impone m atando a sus papás. Eso es un hecho normal. Nosotros también tratam os de m atar a los nuestros. P or otra parte, el «boom » nunca fue otra cosa que eso, es decir, una serie de escritores que más o menos se conocían, que tenían más o menos relaciones de amistad entre ellos-, pero que tenían pocas cosas en común en cuanto a escritores, salvo quizá una cierta manera de asumir la vocación li teraria. Y preguntado nuevamente qüé es lo que pasa hoy con el «boom», que tanto ha dado que hablar en los últimos años, Vargas Llosa contesta: —Pero ¿qué cosa es el «boom » exactamente? Ese es el problema. Si al guien pensó que era un movimiento literario, con una estética determinada, entonces se equivocó totalmente, porque eso no lo fue nunca. Yo creo que lo que fue el «boom » fue el descubrimiento, digamos, de una serie de escri tores de distintas edades, de distintos países, de distintos temas y formas, por un público que hasta entonces o desconocía totalm ente o desdeñaba simplemente a los escritores de América Latina, o a la literatura latinoame ricana en general. H ubo un descubrimiento, y entonces eso ha pasado, eso ha dejado de ser novedad, evidentemente. La literatura latinoamericana, por ejemplo, aquí en España, hace diez años fue realmente un descubri miento, pero hoy día no es ninguna novedad, y algunos autores latinoame ricanos .tienen acogida, y otros no. Ya se'sabe que de América Latina pueden venir buenos o malos autores, como de todas partes del mundo, y entonces ya el fenómeno ha alcanzado sus proporciones, digamos, justas. M ario Vargas Llosa es, además de un excelente novelista, un ensayista im portante. Cree que este género no ha alcanzado en este momento en una serie de autores una im portancia, una riqueza, como la que antes había al canzado la poesía, y que todavía no ha logrado el teatro; pero el fenómeno puede variar el día de m añana. M ario cree igualmente que el ensayo ha te nido una época extraordinaria; y que puede y debe volverla a tener. El 137
piensa que los grandes creadores, quizá en América Latina del siglo XIX, no fueron novelistas, ni poetas, ni dram aturgos, sino ensayistas. Por lo que al gran escritor peruano se refiere, piensa seguir escribiendo ensayos, si bien sus proyectos sobre el particular son vagos. H a publicado un estudio corto sobre Bataille, con motivo de la edición, aquí en España, de uno de sus ensayos. Le gustaría reunir una serie de trabajos sobre escri tores que, como el citado, representan una cierta m arginalidad en torno a su época. Son escritores malditos en su momento, en el sentido de que estu vieron contra la corriente que en un momento dado —en que había una es pecie de aceptación unánime de una cierta estética, de una cierta m oral, de una cierta ideología— ellos postularon exactamente lo contrario. Es decir, ese tipo de marginalidad siempre le ha resultado fascinante a M ario; fasci nante y muy atractivo. Entre otras cosas porque cree que la literatura dentro de la sociedad es un poco eso, un obstáculo a lo establecido, a lo aceptado.
II.
LA OBRA DE MARIO VARGAS LLOSA
La obra de M ario Vargas Llosa es, sin duda, como decimos arriba, la más interesante, original y atractiva de todos los escritores peruanos de la actualidad. H a alcanzado en poco tiempo resonancias universales, y hoy se la cita como antología en su género, como obra que interesa principalmen te al pueblo y a la historia peruanos, pero que abarca la totalidad del hombre moderno con la poblemática que le ha planteado la sociedad de consumo, la indiferencia religiosa, la pérdida de los valores morales y el an sia de un gozar terreno que acaba por arruinar las vidas de los que lo gusta ron. Lo primero que hemos leído del novelista peruano ha sido La ciudad y los perros. Pocas veces en los últimos años se habrá dado tal unanim idad en la crítica europea para saludar en una obra una gran novela como en el caso de ésta que ahora comentamos. Roger Caillois ha visto en ella «una de las obras maestras de la literatura en lengua española de estos últimos vein te años». Alastair Reid nos dice, por su parte, que se trata de una novela «en cuya comparación la mayoría de ellas escritas en nuestros días nos pa recen pobres y faltas de vigor». Y Salazar Bondy dirá de la misma que «es una de las novelas más valiosas creadas durante los últimos años en Am éri ca Latina». José M a. Valverde la elogia, a su vez, con estas palabras: «es una novela poética en que culmina la manera de entender la prosa narrativa entre los hispanoamericanos». 138
L a ciudad y los perros —leemos en la revista «Reseña», en su número de abril de 1964— es una obra de concepción y de movimiento faulkneriano. El entrecruzamiento del cavilar de varios personajes, la vuelta al acontecimiento pasado que proyecta su luz sobre la circunstancia presente, la sinuosidad del estilo cuando nos adentra por mundos oscuros de pasión o de conflicto, todo ello tiene sus precedentes en Faulkner. Menos grande, menos barroco, menos profundo y denso que en el norteamericano, es, en cambio, más preciso y medido en el peruano. La acción de nuestra novela transcurre en un colegio militar —el de «Leoncio P rado»— situado en las afueras de la ciudad de Lima; y se con densa alrededor, de un grupo y una situación bastante restringida, aunque ella pudiera servir de telescopio para otear más o menos ampliamente de term inada clase de adolescencia o juventud peruana. La ciudad y los perros es una novela corta, o por mejor decir, de pocas páginas, pero densa en su contenido. U na novela que se desarrolla dentro de un clima duro y sórdido que alcanza un doble campo: el de lo sexual y el de la crueldad. Lo sexual es vicio, hábito inveterado en algunos de los cadetes, obsesión en otros; tema ordinario de mil alusiones, de todos los chistes en todos. La crueldad es ca si una ley de convivencia. Las víctimas son los «perros», los novatos, suje tos a la brutalidad de los mayores por su debilidad y por disciplina militar. En muchos colegios del m undo se estila «bautizar» a los nuevos; pero en este colegio de la novela ese bautizo se convierte en ocho horas de martirio infamante. Desde las primeras páginas, comienzan a destacarse del conjunto algu nos personajes. Aquellos a quienes envolverá la tragedia: Alberto, el «Ja guar», el «Esclavo», Cava, que aparece en la novela saliendo del dormito rio por entre las dos hileras de literas para robar la tesis de un examen, hecho, al parecer, simple, y que, sin embargo, se convertirá en la raíz pri mera del conflicto inesperado; hecho que ha de pesar hasta las últimas pá ginas del relato. Este robo nos introduce en un mundo de empresas ocultas, a menudo sórdidas o brutales. Es toda una concepción de la vida colegial, así en los de arriba, como en los de abajo. Los de arriba imponen una dis ciplina rígida, militar, a base del grito, el castigo, los golpes. Los de abajo engañan sistemáticamente a los de arriba e im plantan un verdadero «gansterismo», en el que lo único que cuenta es la fuerza bruta; abusan cuanto pueden de los débiles o tim oratos, de los más jóvenes. Las escenas del colegio se alternan de modo admirable con los m onó logos, que nos descubren el interior, el alma de los muchachos, protagonis tas de las mismas y a los que vemos sumergidos en un m undo de violencias y barbarie. Tal es el caso del cadete Ricardo A rana, apodado el «Esclavo», 139
muchacho por temperamento pusilánime, débil, incapaz de rebelarse contra las violencias casi continuas de que es víctima; el dram a de su padre al que conoció tarde y nunca amó; una vida infantil de sobresalto y sole dad; una nostalgia que perdura desde entonces de vida provinciana. A lber to Fernández es, por el contrario, un muchacho burgués que hace frente a la brutalidad con hum or e ingenio —le llaman «el poeta»— chispeante; un muchacho que escribe cartas de am or y novelitas pornográficas a cambio de dinero. Su padre era un tenorio, y su madre una mujer lamentable en la mentación continua. De ahí que la vida del muchacho resulte absurda en el marco familiar; una vida, por otra parte, llena de diversiones y con am ista des más o menos frívolas e inocuas. El «Jaguar» es el hombre fuerte, el líder y cabecilla de todas las empresas del «círculo». Sin embargo, en su monólogo íntimo asistimos a una .vida abandonada durante su infancia; a una vida que transcurre por los caminos más tortuosos de burdel y de robo y hasta de incesto; pero al mismo tiempo, a una vida que contiene su lado limpio e ingenuo, como su enamoramiento de Teresa, y la búsqueda de este amor que en el muchacho es ilusión, sueño y hasta timidez con el más nítido eros de adolescente. El crítico de la revista citada se pregunta por el valor documental del relato —tenemos entendido que el propio Vargas Llosa se educó en el cole gio militar «Leoncio P rado»— ; y en el supuesto de que sea solamente fic ción, qué es lo que nos quiso decir con la pintura de un cuadro tan severo. Se ha visto en La ciudad y los perros un afán de desmentir y turbar a los que consideran la adolescencia como una edad noble y feliz, y apoya esta interpretación el epígrafe que abre la segunda parte de la novela: « J ’avais vingt ans. Je ne laisserai personne dire que c’est le plus bel age de la vie». Aunque la intención del autor quedara reflejada en esa frase de Paúl Nizan, es claro que del conjunto de la obra no se sigue ni la culpabilidad de los muchachos, ni se nos impone concluir que en toda historia de adoles centes deban ocurrir, ni ocurran de hecho, cosas semejantes. Otros han querido ver en la novela de Vargas Llosa una crítica acerba de las fuerzas arm adas y sus procedimientos disciplinares vacíos de espíritu. Pero sería injusto extender la crítica más allá de un caso particu lar, en el que lo sucedido se debe, precisamente, a falta de verdadero espíritu militar. Creemos, con el crítico de «Reseña»', que, sin negar su par te de razón a las dos interpretaciones precedentes, lo que se desprende de la novela como su lección central es el absurdo de un m étodo de form ación vacío de verdaderos valores y falto por completo de m utua comprensión. Un sistema educacional fundado por completo en la violencia, engendra violencia; la disciplina ciega y cerrada no engendra sino indisciplinas; la 140
crueldad en los de arriba engendra crueldad e hipocresía en los de abajo. Y esto no sólo en Lima y no sólo en un colegio militar. El cuadro es duro, inmisericorde; pero no inhumano. A lo largo de la novela nos encontramos con escenas de una gran ternura, y junto a lo bajo y ruin, vemos también lo noble, lo delicado, lo cálidamente humano, como criterio certísimo de hallarnos frente a la verdad del hombre y no frente a la caricatura o relato edificante. . ' Es curioso observar cómo, mientras que los muchachos, pasada la ho ra de la torm enta, van realizando sus aspiraciones —el «Jaguar» se casa con Teresa, A lberto retorna a su vida burguesa—, el único hombre que creía en los reglamentos y en las disciplinad y en la justicia —el teniente Gam boa— nos deja entrever que, a pesar de su brillante hoja de servicios, ha arruinado su vida y su porvenir en la milicia, ya que le vemos relegado a una guarnición lejana e inhóspita en Puno. ¿Será verdad la conclusión que él saca ante los acontecimientos?: «¿cómo confiar ciegamente en la supe rioridad después de lo que ha ocurrido? Lo sensato sería tal vez hacer como los demás. Sin duda el capitán Garrido tenía razón: los reglamentos deben ser interpretados con cabeza, por encima de todo hay que cuidar su propia seguridad, su porvenir». La ciudad y los perros, novela fuerte, cruda y sin concesiones de nin gún género, nos invita a reflexionar antes de condenarla precisamente por su crudeza. Y debemos juzgarla en su conjunto, acertando a ver cómo los pasajes sórdidos, obscenos y brutales han sido necesarios para crear el cli ma dentro del cual la tragedia adquirirá su carácter sombrío, y la decisión de A lberto de delatar al «Jaguar» nos sumirá en una tensa espectativa de un final en el que cabía esperar lo peor para el delator. Justam ente esta tensión final es lo que apasiona y tiene pendiente al lector a lo largo del libro. La novela de Vargas Llosa es, decididamente, un documento estremecedor, pero nunca un libro inmoral. Como escribía Spanger y lo re coge el crítico literario aludido, «en el almá hum ana yacen por debajo de las capas superiores y puras, grandes regiones inmundas. En las obras de Goethe, como en los otros elevados espíritus, se hallan excredencias de la fantasía, que el m oralista desearía borrar de la imagen del gran hombre, mientras que para el psicólogo realista contribuyen precisamente a form ar esa imagen. L a casa verde es otra de las obras que confirmó la calidad del novelista peruano. Aparecida en 1966, toca el mismo tema fundamental, pero ahora am pliando su horizonte en cuanto que abarca globalmente la vida de una zona del Perú, la desértica Piura y la selva. Es una novela que nos de 141
muestra, una vez más, que Vargas Llosa conoce perfectamente la región que describe por haber hecho en ella sus estudios secundarios. M ario Vargas Llosa, aunque residente en París y en Barcelona, no ha huido del Perú y en ningún m odo podemos decir que desconoce su tierra natal. El presente relato lo deja más patente, si cabe, que L a ciudad y los perros, pues se mueve íntegramente entre los hombres y las tierras del Perú, en su mitad Norte. En la vida elemental y fuerte de las gentes que viven en la citada región de Piura, en una zona de la Amazonia, sobre todo en la pe queña Santa M aría de Nieva, incrustada en la selva misma. Esas tres coor denadas geográficas, con algunos episodios en Iquitos y en Borja constitu yen el escenario, amplio y variado, de la novela. Vargas Llosa nos describe, con el vigor y hasta la crudeza a que nos tiene acostumbrados, un mundo primitivo, de gentes rudas y fuertes pa siones; gentes que viven lejos de la civilización, dentro de una selva inaca bable. Personajes que todos tienen su pequeña historia, sin que a ninguno podamos concederle el título de protagonista del libro. En esto quiero re cordar La colmena de nuestro magnífico narrador Camilo José Cela, en la que ocurre algo parecido. Los hilos de sus vidas tejen una inmensa madeja en el tiempo y en el espacio, se entrecruzan o corren paralelos, avanzan en los años o retroceden en el recuerdo, una selva enm arañada de vidas hum a nas, de recuerdos, vivencias y pasiones, muy afín al marco geográfico en que tienen lugar. Lo principal no es aquí el personaje, con estar éste magníficamente definido, sino la vida misma, la vida y la naturaleza —más aquélla que ésta— de estas gentes y estas razas, de ese estamento social, po pular o salvaje, que respira con fuerza, vive, lucha y muere en los subur bios de Piura, en el puesto avanzado de Santa M aría de Nieva, en los ríos y bosques de la selva. Allí donde los gobernadores son contrabandistas y los oficiales de la policía o del ejército que no son nativos, sueñan sólo con vol ver a la civilización. Tomás Zamarriego nos dirá en el artículo que dedicó, en su día, a esta novela en la revista «Reseña», que esa vida está por encima del tiempo. Se desarrolla en el tiempo, pero el tiempo apenas parece tocarla, como apenas se notan los años en el río M arañón, en sus pongos o en sus selvas. El autor no ha prescindido del antes y después, pero el lector se sentirá perdido si quiere tom ar el tiempo como apoyo para seguir el relato. Y es que en la vi da que cada hombre vive se pueden fundir en un instante el presente que vi ve, el pasado que recuerda y el futuro que espera o que teme. Y ese recuer do, ese temor y esa esperanza pueden ser mucho más intensos que el pre sente en el alma que está en ese presente. El tiempo va y viene en nuestro 142
corazón, la vida no es recta cronológica. La técnica empleada por Vargas Llosa hace que el tiempo se ciña a la vida y no la vida al tiempo. . Con todo, hemos de decir que el tiempo juega un im portante papel en el desarrollo de la novela peruana y amazónica, ya que toda ella discurre entre la juventud y la muerte —unos sesenta años— del fundador de la Ca sa Verde, don Anselmo, el creador del prostíbulo que da nombre al relato. Con su m uerte term ina la novela. Es precisamente en este personaje en el que mejor notam os el paso del tiempo; en él y en la ciudad en la que apare ce un día como un desconocido, sin origen y sin pasado: en Piura donde llueve incansable la arena del desierto. L a Casa Verde se nos antoja más joven que La ciudad y los perros. No hay en ella ningún sabor de decadencia. No hay tam poco las morbosidades de sexualidad y psicologías desviadas de aquélla, aunque no se suavicen ni en realidad ni en lenguaje la crudeza de ambientes, pasiones y costumbres. Lo que pasa es que, lo mismo que ocurría en La ciudad y los perros, se ne cesita una madurez intelectual y moral para enfrentarse con esta clase de lecturas. El que quiera encontrar fango lo encontrará, pero no acierta ni con la idea del autor, ni entiende la psicología de las gentes que describe, ni sabe situarse en la selva del'gran d o Amazonas, o en las ciudades de ¡quitos —la capital más im portante de toda la amazonia— , Piura, Borja, Santa M aría de Nieva, que no es ni siquiera aldea tal y como aquí lo enten demos. Hace falta m adurez intelectual, psicológica y m oral para enfrentar se con toda la crudeza de la vida en sus pasiones y fuerzas primitivas. Igual, como apunta el crítico arriba citado, se necesita la madurez comprensiva e indulgente del doctor Zevallos al final de su vida, cuando ya no va al prostíbulo de la Casa Verde, como en sus treinta años, para desahogar sus instintos, sino para atender al m oribundo don Anselmo. Don Anselmo. Simpático tipo. Hom bre de origen desconocido, dota do de una gran sensibilidad, de un alma sensible a la alegría del vivir; un hombre aficionado a las mujeres, al vino y a la música; capaz de un gran am or, de una inmensa ternura —recordamos hasta la seducción de la pobre m udita y ciega, la pequeña m uchacha Toñita, por el propio don Anselmo, en donde, sin justificar el acto, encontramos una ternura que lo purifica—; un hom bre comprensivo, cordial y hum ano, fuertemente pasional, jam ás cruel ni vengativo; un hom bre de sentido moral casi imperceptible, que se hacía odiar un momento y perdonar siempre. Magnífico el contrapunto dé estos dos personajes que se llaman Fushía y Aquilino. El prim ero de ellos calculador, avaricioso, cruel y car nal; hom bre sin escrúpulos y sin am or, en continua lucha por enri quecerse, sin que supiéramos que lo consiguiera, pues terminará su vida 143
ahogado en el alma y deshecho en el cuerpo por la terrible enferm edad de la lepra. El segundo, el buen barquero Aquilino, fiel como un perro a toda amistad, incapaz de tocar un céntimo que no fuera suyo, siempre al margen de la violencia y en medio, no obstante, de la misma; gran patriarca bonda doso de las aguas, que envejecerá en los grandes ríos del norte peruano. Podríam os seguir citando otros personajes masculinos que atraen la atención del lector y que simpatiza enseguida con ellos. Como el Sargento Lituma, deseoso de superar toda la indolencia picaresca de su ambiente mangache, buscador de vida seria en el servicio policíaco, pero con una raíz de aquel primer ambiente que rom perá su existencia y su destino, le compli cará en una muerte trágica y le devolverá a los «inconquistables», hecho proxeneta de su propia m ujer... Y junto a los personajes masculinos, las mujeres que, si bien en menor número, aparecen destacadas y en buen gru po en la estupenda novela que es L a Casa Verde: Bonifacia, la muchacha aguaruna, educada en un colegio de religiosas, asustadiza e ingenua, fácil mente dominable, sensual también, junto a una conciencia despierta de lo moral y religioso; la m uchacha que teme a los hombres, pero que, encarce lado su marido, Lituma, es arrastrada a la prostitución precisamente por uno de los llamados inconquistables. Lalita, la m ujer que va permanecien do fiel a los hombres que va conociendo en su vida; alma que vive al día —«años sin pensar en las cosas pasadas»— , sin preocupaciones morales, cariñosa y sensual. Y con ellas, la Chunga, la hija de don Anselmo y Toñi ta, fundadora de la segunda Casa Verde, mujer fría y cerebral, impe netrable, «más piedra que mujer, que sólo descorre el velo de sus senti mientos al morir el arpista». Y con ellas, la citada Toñita, que es un m undo aparte; la chiquita que recogieron los Quiroga, después que hubo de ser atrozmente atropellada y m utilada por unos bandoleros; la m uchacha ciega y muda, todo un m undo interior, cargado de misterio, y que nunca llegare mos a comprender del todo. Vargas Llosa, maestro de la narración y de la descripción, m aneja en esta obra las más variadas técnicas y las m aneja simultáneamente, con agi lidad y dominio sorprendentes. Y todo ello con una concisión, con una fuerza incisiva extraordinaria. El diálogo directo e indirecto sin solución de continuidad, la misma mezcla de diálogo y descripción, la yuxtaposición, sin introducción alguna, de planos temporales distintos, la alternancia de diálogos directos del presente y del pasado sin más nexo que la realidad psi cológica del personaje que habla, los dobles relatos simultáneos, todo ello unido al uso continuo de la elipse, dan a La Casa Verde una variedad y un dinamismo interior extraordinarios. Gran novela esta de M ario Vargas Llosa, pero, como decíamos arriba, 144
sólo apta para lectores maduros, para personas que sepan ya sonreír, aun que sea con lágrimas, ante la crudeza de la vida. Y que, como termina su acertada crítica Zamarriego, sepan ungirla con la fe en la redención interior sobrenatural, del hombre. Más reciente a nosotros es la novela corta Los cachorros, que se nos antoja, a pesar de su brevedad, novela de empeño y de mensaje. Pero segu ramente que la obra que más fam a le ha dado y la mejor de todas cuantas lleva publicadas nuestro novelista —aun contada Pantaleón y las Visitado ras, a la que nos hemos de referir más adelante— es Conversación en la ca tedral. Al tiempo de escribir sobre esta obra capital del novelista que, junto a García M árquez, representa, quizá, lo más sonado de las letras del continente de habla española, tenemos que confesar que se trata de una no vela compleja, muy difícil de captar en plenitud en una primera lectura. Como ha dicho acertadamente el mejicano José Emilio Pacheco: «de Var gas Llosa se diría que no escribe para los que van a leerlo, sino a releerlo». Tal vez el que mejor conozca la obra del novelista peruano sea el crítico y paisano suyo José Miguel Oviedo, el cual ha publicado reciente mente un interesente estudio, titulado La invención de una realidad. El ac tual director de la Casa de la Cultura de Lima comienza su tarea por la cuestión de método o enfoque del novelista. Dada su prolífera y lúcida concepción literaria y la im portante interrelación entre experiencia vital y creación, el crítico se ve en el difícil aprieto de no saber dónde ubicar cada uno de estos aspectos: biográfico, ideológico-crítico y creacional pro piamente dicho. Oviedo ha resuelto el problema dividiendo su estudio en tres partes claramente demarcadas: «La vida», «La persona literaria» y «La obra». De estas tres partes —ha escrito el periodista y crítico literario Luis Al fonso Diez— , la sección biográfica es la más decepcionante, pues se espera ba una mayor riqueza anecdótica. José Miguel Oviedo y Vargas Llosa son amigos desde hace muchos años y han compartido todas esas experiencias típicas del joven criollo y m iraflorino de la clase media limeña. Esta expe riencia se refleja, como es bien sabido, en la obra del novelista desde sus adolescentes cuentos L os jefes, hasta esa última y monumental Conversa ción en la catedral. En la segunda parte de su trabajo, Oviedo estudia las coordenadas lite rarias y estéticas de Vargas Llosa, el escritor. Hace un análisis incisivo de entronque, correspondiente a la pregunta bastante candente y polémica: ¿Cuál es la posición de Vargas Llosa en la literatura de su país? Sobre este aspecto, José Miguel Oviedo había ya escrito en una antología de cuentos peruanos: Narradores peruanos. Las mismas ideas, ampliadas, aparecen 145
aquí: Vargas Llosa —para el crítico peruano— abre y cierra una nueva ge neración novelística de su país. Ciro Alegría, críticamente superado junto a sus compañeros del criollismo social de anteguerra —Güiraldes, Gallegos, Icaza, Azuela—, y el siempre vigente y malogrado José M aría Arguedas —admirado por el propio Vargas Llosa—, pertenecen a generaciones ante riores y a una vena indigenista. Los verdaderos compañeros generacionales del autor de Conversación en la catedral, como Congrains, Zavaleta, Luis Loayza y Vargas Vicuña, interesados como él en ambientes urbanos, son en realidad cuentistas, a excepción, tal vez, de Julio Ram ón Ribeyro —desconocido en España— que, además del cuento, cultiva la novela. Es to da a Vargas Llosa un carácter de «desgajado» dentro del contexto gene racional, como lo fue —nos dice Oviedo— Arguedas con respecto al grupo del citado Ciro Alegría. La carecterística que quizá ha dado a Vargas Llosa su innegable posi ción carismática con respecto al grupo de grandes novelistas continentales, es el haber sido desde sus inicios lo que Oviedo llama «una mentalidad teórica, un crítico muy dotado». Este aspecto del novelista ha contribuido poderosamente a la imagen pública que hoy posee: escrito opinante en lo político y social; gran propagandista de las excelencias de sus herm anos de letras en el Continente, y, sobre todo, rigurosamente autocrítico. Ser autocrítico —dice Luis Alfonso Diez—, desarm adoram ente since ro en cuanto respecta a su obra, pudo ser una peligrosa arm a de dos filos que el novelista convirtió en algo muy positivo. P ara los críticos, especial mente, cada nuevo pronunciamiento sobre sus obras ha significado cuanto menos una ayuda poderosa de acercamiento y comprensión. Recuerdo a es te respecto las dificultades terminológicas que plantearon ciertas formas novedosas de estructura y técnica en La ciudad y los perros. Dudo aún que hubiéramos llegado a soluciones satisfactorias para definir el punto de vis ta narrativo de Boa a la cuestión de niveles de realidad y su interacción si no hubiéramos contado con las coherentes explicaciones del propio nove lista. Otro tanto cabría decir sobre sus ascendencias literarias y todo lo que concierne a su «donnée» de escritor. En cuanto a aquellas, el citado crítico confiesa que cundió hace algún tiempo un cierto escepticismo crítico sobre los encendidos elogios con que Vargas Llosa se refirió siempre a la Novela de Caballerías. La aparición de su certero estudio a una reciente versión de Tirant lo Blanc, con el título Carta de batalla p o r Tirant lo Blanc, despejó muchas de estas dudas. A la luz de este estudio no es difícil cotejar una se rie de correspondencias entre L a Casa Verde y las técnicas y enfoques que él aprecia en la magna novela de Martorell. 146
Un punto más controversible, y ampliamente examinado por Oviedo, es el de la influencia sartreana en Vargas Llosa; y más concretamente aún la cuestión del «determinismo ambiental», como se concibe en los escritos de J. P. Sartre y opera en los personajes del novelista peruano. Si hubiéramos de referirnos a una sola directriz que presida todo el quehacer novelístico de Vargas Llosa, nos suscribiríamos con J. M. Oviedo al «afán totalizante» que se insinúa temáticamente en sus primerizos cuen tos L os jefes, irrum pe ya en la primera novela, se hace módulo cardinal en La casa verde, para estallar en deslumbrante logro aglutinador en Conver sación en la catedral. Ciento sesenta y pico de páginas dedica J. M. Oviedo al estudio de los cinco libros de Vargas Llosa; y vienen presididas por esta constante totali zadora que es, en definitiva, ambiciosa síntesis de todo un devenir novelístico. Desde el autor de Tirant lo Blanc y Cervantes, a los novelistas malditos y alucinados del siglo XVIII; desde el realismo científico de la gran corriente decimonónica, al genio experimental de Henry James, Proust y Conrad; del «M odern Movement» anglofrancés y la «Lost Generation» norteam ericana, al «Nouveau Román», hay todo un proceso de gestación cuya ininterrum pida dominante se llama dualismo realidadficción. En Vargas Llosa la novela asciende a nuevas cimas al someterse es te dualismo a un exhaustivo reexamen. El gran valor de este estudio de Oviedo radica precisamente en ese escrupuloso y concienzudo indagar en las raíces de esta obsesiva preocupa ción de Vargas Llosa por todos los aspectos concebibles y realizables de la realidad, y su evolutiva asimilación a los «fantasmas» de su singladura vi tal. Refiriéndonos concretamente a la última y más lograda de sus obras, Conversación en la catedral, Oviedo nos traza, bajo el título «Pirámide de voces y contextos políticos», los rasgos esenciales, y también los secunda rios, de esta «conversación» que con caudal de saga se adentra en los más sombríos corredores del poder y la corrupción que el poder engendra en ciertos sistemas. ¿Se trata de una novela política? Para el critico peruano, no. La gigan tesca narrativa, que en algún momento llegó a alcanzar mil quinientas pági nas, rebasa lo político para allegarse a los aspectos más dispares de la vida peruana. Sin embargo, como nos advierte el mismo J. M. Oviedo, esta no vela no puede ocultar que su interés está puesto en el cruce de los compor tamientos sociales y las conductas privadas, en la indagación de cómo los avatares políticos de un país se reflejan fatalmente en un amplio número de seres hum anos, desde los ministros hasta las artistas frívolas. 147
Luis Alfonso Diez se inclina plenamente al juicio de este escritor pe ruano cuando considera Conversación en la catedral como el esfuerzo más ingente de Vargas Llosa. Opinión que comparte José M aría Valverde, el cual decía: «no hace falta que alargue todavía esta carta com entando mi preferencia por Conversación... En ella he vuelto a sentir toda la emoción directa, en la boca del estómago, que encontré en La ciudad y los perros; pero ahora a escala de un país entero, y un país para el que, siendo español, no puedo ser lector extranjero. Es un país entero, y no una escuela, y el protagonista es toda una generación estudiantil; y el escritor aplica toda la sabia riqueza de La casa verde, todo su poder hipnótico, para sumergirnos en una realidad vuelta pesadilla». No es posible, pues, negarle a Vargas Llosa, y a la nueva novela hispa noamericana, sus palpables logros, como insinuaba no ha mucho Rodrigo Rubio desde las páginas de un periódico de provincias, o como lo hiciera Gironella desde otras tribunas. Uno se detiene a pensar ya en la misma dedicatoria, tom ada de un pa saje de Pequeñas miserias de la vida conyugal de Balzac, y que dice así: «Es preciso haberse metido en toda la vida social para ser un verdadero novelis ta, ya que la novela es la historia privada de las naciones». Y entonces comprende bien que no va a novelar Vargas Llosa sobre un cuadro pe ruano, ni siquiera sobre el tem a del país querido, sino sobre la nación ente ra, tom ando un período histórico de la misma, y haciendo la historia que puede construir un novelista. Tomás Zamarriego, crítico de la revista Reseña, la resume magní ficamente y nos dice que Vargas Llosa centra su relato de m anera preferen te sobre el período del m andato presidencial del general O dría — 1948 1956—, pero la acción, la conversación, el comentario o el recuerdo se desflecan hacia Bustamante en el pasado y hacia los tiempos de Manuel de Prado y Belaúnde, después de Odría. La novela narra el entram ado político y la vida nacional cotidiana, el trabajo y el vicio; describe las clases socialmente acom odadas, las clases medias y el m undo de los oprimidos y los marginados; se mueve en las acciones individuales y en las acciones de grupo, nos da sobre todo la vida de Lima, pero nos habla tam bién de A re quipa, Cuzco, lea, Pucalla, Trujillo, Cam aná, etc. La acción mezcla a los blancos, los cholos y los negros. Estamos, pues, ante una novela de ám bito nacional. En ella, como dos componentes fundamentales, juegan la historia y la intrahistoria, los acon tecimientos significativos y el quehacer cotidiano y menudo de los ciudada nos. U na novela con evidente aspiración de fresco político-social tenía que deternerse necesariamente, como lo hace, en las fuerzas políticas en juego 148
—los apristas, comunistas y adriístas—, en los grupos de poder o de interés —el ejército, la oligarquía económica, la presión extranjera— , por un la do, y el vasto mundo de la sociedad, por otro: negocios, periodismo, uni versidad, diferencia de clases... Es significativo en el primer aspecto la mi nuciosidad con que se narran los procedimientos de opresión política y po licial, el amplio espacio dedicado a lo largo de la novela al mundillo inte rior de la Dirección y el Ministerio de Gobierno, eso que de alguna manera correspondería en España a la Dirección General de Seguridad y al Ministe rio de la Gobernación. P or ello uno de los principales personajes del relato es Cayo Bermúdez, director y ministro de Gobierno, sucesivamente, que acaba sabiendo retirarse impune y con los bolsillos llenos. Pero no será Cayo Bermúdez el protagonista de la extensa novela. Tampoco lo serán los personajes cuya acción y cuyas vidas se desarrollan en torno suyo: el negro Anselmo, la sierva Amalia; las prostitutas H orten sia y Queta; el periodista Carlitos; don Fermín y su mujer Zoila; personajes que, por otra parte, constituyen de por sí un pequeño mundo y una novela en pequeño. «Porque la novela —escribe textual Zamarriego— no está hecha tanto de reflexión, cuanto de seres vivos que trabajan, gozan, aman, sufren, con una personalidad definida y concreta. En una novela de totali dad lo psicológico no es lo fundam ental, pero existe y cuenta también co mo uno de sus componentes principales». El protagonista es Santiago Zavala o Zavalita, reflejo individualizado y consciente de esa pregunta que Vargas Llosa quiere dirigir a toda la na ción en su ser mismo: ¿En qué momento se ha hundido el Perú? Porque es ta nación es como una sociedad cancerosa y asfixiante —«uno se defendía del Perú como podía»— , una sociedad sin solución. Considerada desde este punto de vista, Conversación en la catedral nos resulta una novela pesimista y que refleja la angustia de todo un pueblo, salvo media docena de familias acomodadas, ante la inseguridad y la incertidumbre de su porvenir. El negro Ambrosio lo va a reflejar muy bien: ¿Qué piensa el negro Ambrosio de su porvenir?... «T rabajará aquí, allá, a lo m ejor dentro de un tiempo había otra epidemia de rabia y lo llam arían de nuevo, y después aquí, allá, y después, bueno, después ya se m oriría, ¿no, niño?». Zavala es como el Perú. En algún momento de su vida se ha hundido. Pero ¿en cuál?... Esta pregunta atorm enta al protagonista a lo largo de to da la novela. Y cuanto más se pregunta, más se reconoce frustrado y fraca sado. ¿Ocurrirá esto mismo en el Perú?... Mario Vargas Llosa, al final de su libro, nos presenta las caras de las gentes como distintas, como esperan zadas; pero el ambiente es el mismo, como son los edificios y, por lo tanto, 149
las perspectivas del futuro. La vida de Zavalita es, así, una especie de problemática nacional en diminutivo: «hace sus pinitos revolucionarios y no rem ata su entrega a la revolución; quiere ser universitario y no acaba de darse al estudio. Su vida es una medianía, producto de una frustración constante en la que tiene evidente parte su voluntad. Pero una vida así es un fracaso estéril. Zavalita ni siquiera desea tener hijos. Cuando pudo te ner uno, sintió el miedo del compromiso social y vital e hizo abortar a la que iba a ser su mujer. En vez de hijos, tiene un perro llamado Batuque». Es posible que Vargas Llosa quiera ir más lejos en su novela. Y por medio de su protagonista, quiera seguir haciendo preguntas reflexivas a su patria. Porque resulta que Zavalita es un inconformista: Se hizo revolu cionario en su juventud; se escapó de casa; odió la posición, el dinero y la manera de actuar de su padre. No quiere ir a la boda de sus herm anos, ni pactar nunca con el poder ni con el dinero. ¿Es este inconform ismo —se pregunta el crítico de Reseña— una levadura que bien hecha y bien aplica da podría salvar al hombre y a la nación? Hay un momento en Conversación en la catedral que nos da la clave de todo el argumento. Es aquel en que el negro Am brosio tiene una larga charla, de cuatro horas, con Zavala en una tasca de suburbio. El inconfor mista Zavala trata de arrancarle una serie de respuestas a preguntas que son fundamentales en su vida; preguntas que lleva mucho tiempo hacién dose a sí mismo y que, hasta el momento, no se ha sabido responder, y na die le ha contestado. Zavalita quiere saber de su padre. En Lima es voz co mún que fue un marica. ¿Será verdad? ¿Había sido el inductor de un cri men horrible? «Hablemos con franqueza de la Musa (Hortensia), de mi pa p á... ¿El te m andó?... Ya no im porta, quiero saber. ¿Fue mi p apá?...». Muy poco o nada sacará en limpio de aquella conversación con el negro Ambrosio; pero en torno a la misma van surgiendo, por relación te mática desarrollada de modo diferente, todos los personajes y las acciones de la novela. Para Tomás Zamarriego, entrelazada con esta conversación que da título a la obra, hay, en realidad, a lo largo de toda ella una segunda entre el protagonista y Carlitos, la cual.sirve de hilo conductor de episodios, per sonas y sucesos. ¿Cómo se dispone, en torno a esos retazos de conversa ción, la narración novelística? La respuesta a esta pregunta nos colocaría a caballo entre los problemas estructurales y los de estilo. Si Vargas Llosa ha sido siempre un artífice exquisito de elaboración novelesca, aquí llega a una conjunción y variedad de técnicas y recursos, que hacen imposible pro fundizar en ellos en el marco de un somero tratam iento. La novela está di vidida en cuatro partes; y éstas, a su vez, en capítulos o espacios num era 150
dos. Dentro de cada uno de esos capítulos, existe una narración fundam en tal y una serie de secciones narrativas, que se combinan entre sí teniendo como centro uno de los personajes principales de la obra: Cayo Bermúdez, Amalia, Hortensia, A m brosio... Se da, asimismo, una temática principal, eje de toda la novela, y una serie de temas, de segundos planos que hacen relación a personas y asuntos varios. «El problema del tiempo es especial mente im portante en la consideración de la estructura o de estilo. Los sal tos temporales son continuos. Los planos dialogales o narrativos pertene cen muchas veces a momentos temporales asincrónicos. En relidad, la no vela empieza por la situación que temporalmente es la última y vuelve a enlazar con ella al final. A través del relato se percibe la perfécta interrelación que tienen no sólo los diversos estadios de una vida entre sí, sino las si tuaciones de personas distintas en momentos diferentes. Pasado, presente y futuro no aparecen con la simple claridad lineal de una sucesión porque tampoco son así psicológica y vitalmente». Esta es la gran novela de Vargas Llosa, la novela contemporánea que refleja admirablemente —a veces crudamente en algunas descripciones— la vida del Perú de nuestros días, la vida de un pueblo que quiere caminar, pe ro que no acierta a encontrar definitivamente su camino. Y este es el escri tor y novelista peruano, al que, aparte polémicas, no se le' pueden negar va lores como novelista de vanguardia y dotado de mil recursos. Y vayamos a la últim a de las grandes obras que ha aparecido y que he mos leído: Pantaleón y las Visitadoras. Ella nos recuerda mucho, en am biente y paisaje, a la estudiada La casa verde, y sus orígenes se rem ontan a aquellos viajes que hizo a la selva amazónica y de los que recogió copiosa docum entación —nos consta que gran parte de ella Le fue facilitada por un amigo y compañero nuestro, aficionado a las buenas letras, excelente mi sionero, residente en la ciudad de Iquitos, pero que se ha recorrido gran parte de la selva y conoce a la perfección a aquellas gentes— para estas dos grandes novelas. El propio Vargas Llosa nos lo declara con estas palabras: «La primera vez —año de 1958— pasamos por uná serie de pueblos y en todas partes se nos quejaban los soldados de las guarniciones de frontera que los días de salida se em borrachaban y abusaban de las mujeres. Violaban a las herma nas, a las tías, a las novias, a las esposas... Y el 1965, al pasar por los mis mos pueblos, vimos que las quejas eran ahora distintas. El ejército, en vista de que el problema había adquirido grandes proporciones había montado un servicio, que no sé si existe todavía: el servicio de las visitadoras». Fue entonces cuando debió surgir la idea de escribir un relato sobre es ta anécdota central, pero teniendo como centro narrativo, no precisamente 151
las visitadoras, que serán.un puro transfondo, sino el cerebro adm inistrati vo, la mente organizadora —como leemos en un artículo de Luis Alfonso Diez— que hizo posible este proyecto. Pantaleón y las Visitadoras guarda, así, cierta afinidad con L os cachorros, un relato intermedio entre dos vas tas novelas y en el que se parte de un hecho real y m onstruoso sacado de una nota reporteril: la emasculación de un muchacho por un perro danés. En torno a esta arm azón anecdótica, Vargas Llosa construyó una parábola de la castración espiritual y colectiva de un grupo juvenil de la clase media limeña. En Pantaleón y las Visitadoras se parte igualmente de un aconteci miento harto desagradable, el burdel am bulante al servicio del ejército y el bienestar colectivo, para delinear una historia apasionante y fascinadora en torno al oficial elegido por sus superiores para organizar este servicio con estricta discreción personal y disciplina castrense. La gran novela de Vargas Llosa es una farsa y un apólogo. Utilizando recursos nuevos en su novelística —con la sustitución de las técnicas indi rectas por la presentación del material bruto: cartas, documentos oficiales, diálogo, yuxtapuestos en un mismo plano significativo— , construye a lavez una espléndida sátira y una reflexión moral: Pantaleón, estricto cumplidor del deber que le ha sido asignado, termina, llevando el celo a sus últimas consecuencias, por pulverizar el engranaje que ha puesto en movi miento. Básicamente, la dificultad que el autor se plantea aquí es trenzar dos niveles anecdóticos de m anera que I q s lectores no echen de menos to dos los puntos de nuestro interés a una sola baza, restando así escabrosidad al tema prostibulario central. Para ello, ha añadido una segunda vertiente argumental a la anécdota medular de Pantaleón y su servicio de visitado ras. Esta vertiente subsidiaria que se va entreverando con la principal, es la historia de una fanática secta que revuelve el sector amazónico peruano de Iquitos con una epidemia de crucifixiones. Son los seguidores del herm ano Francisco —el que se crucificó para anunciar el fin del m undo— , que se van entremezclando con todo el proceso de gestión y organización del ser vicio de visitadoras para «Guarniciones Puestos de Frontera y Afines». El curso de ambas historias es mucho menos ostentoso que en las novelas an teriores de Vargas Llosa. Más bien se trata aquí de crear una impresión de coincidencias. El progreso de la fanática secta y sus cruentos sacrificios animales o humanos va dejando una estela de escándalos y curiosidad his térica que de algún modo habrá de influir en las vidas y ocupaciones de los habitantes de la misma zona selvática. Así, al tiempo de elegir P an to ja su centro de operaciones, no duda en escoger un barracón en el que los fanáti cos se reunían para sus sacrificios. Y al tiempo de pensar en el reclutamien to por los antros burdelescos de la ciudad de Iquitos, se entera de que la 152
mayoría de las muchachas se han ausentado para escuchar las prédicas del herm ano Francisco. Más adelante, el dram a del capitán y la tragedia del herm ano se hacen más y más confluyentes, hasta conectarse, en las últimas páginas del relato, con la anécdota que causa la muerte de «la brasileña», visitante favorita de P antoja. De aquí, el subsiguiente homenaje que éste, en su celo castrense, la rinde como heroína de la patria, provocando su caída en desgracia y su redención familiar. Es acertado decir con el crítico arriba citado que en Vargas Llosa, más que en otros colegas de la presente novela hispanoamericana, se produce una pugna sorda entre el ideal heroico y las exigencias del realismo, entre su pregonada fruición por Montecristos, Artagnans, Amadises o Tirants y las amargas realidades de su mundo latinoamericano. El delineamiento de sus personajes reincide en aquellas características del «antiheroico héroe» analizadas por Raymond Giraud y ajustadas a sus propias determinantes criollo-burguesas. Según Giraud, en la tradición literaria que despunta en Rousseau y se consolida en Stendhal «el antiheroico héroe es un inadapta do en la sociedad m oderna debido a sus contradicciones: ser demasiado burgués para lo heroico, demasiado insolidario y sensitivo para ser bur gués». Esta ambivalencia de lo burgués-heroico puede aplicarse a la obra glo bal de Vargas Llosa, incluso al Puchula Cuéllar de L o s cachorros y a cier tos juveniles personajes de su igualmente juvenil colección de cuentos Los jefes. Pero es a sus novelas donde tendremos que remitirnos para analizar una cualificación muy especial que este escritor imprime en lo burguésheroico de sus caracteres. Esta nota vargasllosiana es, por falta de mejor término, la organización. Boa en L a ciudad y los perros, el conocido Ansel mo de nuestros lectores —el arpista— en L a casa verde, Cayo en Conver sación en la catedral son variantes de una misma preocupación y tesitura que, en Pantaleón P antoja del nuevo relato, adquirirá su pináculo de de sarrollo. Todos los citados personajes proyectan un afán organizador, una fiebre empresarial que se apodera de ellos y los lleva a situaciones extremas de triunfo o fracaso, de satisfacción y am argura, de popularidad y de olvi do. Pero lo que les señala y distingue de sus contrapartes en otras literatu ras es que su habilidad organizadora se canaliza hacia terrenos de dudosa respectabilidad o de abierta depravación. . En el último análisis emerge una dialéctica de la fábrica socio económica de países como el Perú. Del angustioso caos que han perpe tuado ciertas instituciones y formas de gobierno brota la necesidad instinti va de la propia defensa o mera supervivencia. Otras veces, tratando de pa 153
liar la injusticia o de allanar los grandes desniveles, se ejerce la injusticia o se practica la iniquidad, como es el caso de las misioneras de La casa verde y las visitadoras de Pantaleón. Y entre ambas situaciones, o incluso como factor inherente de ellas, se incuba el tipo de organizador faústico que con cita la mezquindad o la corrupción, como pueden ser los «caucheros» de Santa M aría y los proxenetas de Piura en la citada y fam osa Casa verde, Cayo y su equipo de represión en Conversación en la catedral. El recuento es tan patético como el modelo mismo que inspiró estas creaciones novelísticas. Más patético y deprimente aún en el caso de este Pantaleón precisamente por haber entrado Vargas Llosa en una tónica de aparente jovial desenfado que sabe tan bien arm onizar lo «camp» y lo humorístico, sin por ello perder de vista la realidad. Es claro que en el no velista peruano tenemos, además de un gran narrador, un implacable m o ralista. Es posible que esto mismo sea lo que nos quiere decir el propio autor cuando, preguntado por los varios planos que presenta su última novela y cuáles son los que, desde su perspectiva, alcanzan en ella mayor prioridad, nos responde: —Esto me obliga a hacer una especie de reconsideración a distancia del libro, porque antes de escribirlo o mientras lo estaba escribiendo, no me había planteado jam ás los problemas de Pantaleón y las visitadoras en esos términos, sino como una historia que quería contar de la m anera más per suasiva y convincente. A hora que ya está más o menos independiente de mí esta historia, improvisando un poco, yo creo que hay en el libro un primer plano de realidad básico, que es el de mi país, o si se quiere, el de la so ciedad latinoamericana, o si se prefiere en un plano todavía más general, el de un estado social en subdesarrollo. Creo que el problema que.describe la novela es un problema que se da en una sociedad de esas características. En un segundo plano, creo que el problema central que describe Pan taleón y las visitadoras es un problema congénito o que existe potencial mente en cualquier institución jerárquica, en cualquier sociedad más o me nos verticalizada, y que, por ejemplo, sería un disparate pensar que este ti po de dram a —el dram a de Pantaleón, el dram a de las Visitadoras— es un dram a que puede surgir sólo en una institución militar, en el seno de las Fuerzas Armadas. No, yo creo que este mismo tipo de problemas se puede presentar, con características muy semejantes, en una institución jerár quica, como la Iglesia, por ejemplo, o en el de un partido único. El tem a central o el problema más profundo que puede estar descrito en el libro es el de esquematismo o el del intento del aprisionam iento de una realidad en un esquema que hace que, en un momento determ inado, la 154
realidad desborda siempre este esquema y si tú tratas de contenerla siempre ahí, lo que ocurre es que el esquema vuela en pedazos, o que tú te ves forza do a desnaturalizar tanto tu visión de la realidad que llegas al absurdo o a la simple locura. E insistiendo más adelante, continúa diciéndonos que el drama, el des garram iento en que puede verse un hombre de un sistema dado, que está profundam ente imbuido del sistema, que es una pieza del sistema, a quien ha conseguido hacer una perfecta tuerca de sí mismo, de tal form a que, en un momento dado, precisamente por su consecuencia con las reglas de ese sistema, hace volar en pedazos el sistema, porque lo lleva hasta sus últimas consecuencias, es decir, hacia un conflicto, diríamos mortal, con la reali dad, a la que el sistema ese no puede atrapar, no puede organizar de ningu na manera, porque la realidad lo rebasa, lo hace estallar. Esa historia no es nada divertida, no es nada humorística. Es una historia muy dramática y de una actualidad y vigencia terrible en este mundo contemporáneo donde los sistemas, las instituciones jerárquicas, lo burocrático, ocupa cada vez más terreno. Pero lo que pasa es que esa historia contada con gravedad habría re sultado bastante irreal por lo excesiva y desmesurada que es en sí misma. P or eso Vargas Llosa ha preferido narrarla en ese nivel risueño, jocoso, sarcástico, burlón...; lo que no ha dejado de ser para él una experiencia muy interesante porque era la primera vez que empleaba el hum or al que había sido bastante alérgico, pues apenas aparece en todo lo que ha escrito, que ya es bastante y de im portancia excepcional, desde el punto de vista de las letras peruanas.
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JULIO CORTAZAR Julio Cortázar es argentino, si bien nació en Bruselas el año 1914, justamente en los días de la ocupación de Bélgica por las tropas alemanas durante la primera Guerra Mundial. A los cuatro años volvió con sus padres a la Argentina. Cortázar es un escritor dotado de condiciones excepcionales. Explorador de la realidad y de las formas literarias para mejor expresarla, resulta inaprensible en un intento de fijación. A primera vista, puede parecer un escritor inmoral y nihilista. Pero más atentos a su lectura, se observa que trata de defender al hombre por encima de todo, denun ciando todo conformismo y todo intento de instalar el campamento a media ladera.
JULIO CORTAZAR El novelista argentino de afiladísimo talento para descubrir el misterio de la verdadera realidad I.
EL HOM BRE
Julio Cortázar, nos dice de sí mismo: «Nací en Bruselas en agosto de 1914... Mi nacimiento fue un producto del turismo y la diplomacia; a mi padre lo incorporaron a una misión comercial cerca de la legación argenti na en Bélgica, y como acababa de casarse, se llevó a mi madre a Bruselas. Me tocó nacer en los días de la ocupación de Bruselas por los alemanes, a comienzos de la Prim era Guerra Mundial. Tenía casi cuatro años cuando mi familia pudo volver a Argentina; hablaba sobre todo francés, y de él me quedó la m anera de pronunciar la «r» que nunca pude quitarme. Crecí en Banfield, pueblo suburbano de Buenos Aires en una casa con un jardín lle no de gatos, perros, tortugas y cotorras: el paraíso. Pero en ese paraíso yo era A dán, en el sentido de que no guardo un recuerdo muy feliz de mi in fancia; demasiadas servidumbres, una sensibilidad excesiva, una tristeza frecuente, asma, brazos rotos, primeros amores desesperados; Estudios se cundarios; maestro normal en 1932. Profesor normal en letras en 1935. Prim eros empleos, cátedras en pueblos y ciudades de campo, paso por M endoza en 1944-45, después de siete años de enseñar en escuelas secunda rias. Renuncia a través del fracaso del movimiento antiperonista en el que anduve metido, vuelta a Buenos Aires. Ya llevaba diez años escribiendo, pero no publicaba nada (el tom ito de sonetos, quizá un cuento). De 1946 a 1951, vida porteña, solitaria e independiente, convencido de ser un solterón irreductible, amigo de muy poca gente, melómano, lector a jornada completa, enam orado del cine, burguesito ciego a todo lo que pasaba más allá de la esfera de lo estético. Traductor público nacional. Gran oficio pa ra una vida como la mía en ese entonces egoístamente solitaria e indepen diente». 159
H asta aquí las palabras del propio Cortázar, escritas en una carta a Graciela de Sola, en el mes de noviembre de 1963. Pocos datos más sabe mos de su vida. En 1951 se traslada a París, y allí reside desde entonces. Ju lio Cortázar pertenece a esa generación de escritores que se afirmó en la postguerra con las nuevas técnicas narrativas que desintegran el orden cro nológico y espacial eliminando la perspectiva privilegiada del narrador. La primera obra de Cortázar —excepción hecha de Presencia, de 1938, y suscrita con el seudónimo «Julio Denis»— fue el poema dramático Los reyes, aparecido en 1949. Publicó luego volúmenes de cuentos fantásti cos: Bestiario, Final del juego, Las armas secretas, Historias de Cronopios y de Famas. Es autor, además, de numerosos ensayos y traducciones. Co mo novelista, destacan las obras que luego hemos de estudiar: L os pre mios, de 1960, Rayuela, que es tal vez la que más fama le ha dado; La vuel ta al día en ochenta mundos, Ceremonias, E l libro de M anuel, y la más re ciente de que tenemos noticia: Octaedro. A la hora de enjuiciar al novelista argentino, afincado en París, no sabríamos definir exactamente su ya im portante obra escrita. Como ha de jado escrito Angel Arbizelai, explorador de la realidad y de formas litera rias para expresarla, resulta inaprensible en un intento de fijación. Un estu dio sobre Cortázar tendría que ser como un viaje detrás de su valerosa guía, mejor que la pretensión de definirle o clasificarle, o incluso que dar alguna clave para acercarse a él, lo cual parece más conveniente, dadas las características de su obra. Cortázar, hay que reconocerlo, es un escritor dotado de condiciones excepcionales, en algún caso únicas, para la literatura. Hay que reconocer en él un talento afiladísimo para descubrir el misterio de la verdadera rea lidad —la interior del hom bre— y sobre todo los resultados de la cultura; lo que le permite distinguir con acierto infalible lo convencional y lo tópi co. Estas dos vertientes de su talento quizá expliquen dos aspectos de sus escritos: la sabiduría indagatoria sobre el abismo hum ano, y la denuncia de las necias rutinas hum anas, que a tantos esclavizan casi sin posibilidades de manumisión, o dicho de otra form a, sin darle el hum or que las hiciera me nos necias y más humanas. Por eso vemos cómo las más encendidas verda des sobre el destino de la vida hum ana están cercanas siempre a la brom a inteligentísima de tratar de romper esas endurecidas rutinas del vivir mal gastado en la mediocridad. Esta búsqueda divertida de luz para el misterio humano y las bromas sobre las convenciones que axfisian, por pereza espi ritual, al hom bre se dan de manera genial en la más fam osa y seguramente más im portante de sus novelas, Rayuela, como hemos de ver enseguida. Julio Cortázar, más profundo de lo que a primera vista aparece, lucha 160
por entrar y descubrir el misterio; y cuando el espanto podría paralizar sus indagaciones, él saca fuerzas de flaqueza y se ríe compasivamente de sí mis mo y de su noble esfuerzo. Es así cómo en su obra encontramos juntos la sabiduría poética y el humor; un hum or que incluye la broma sobre los de más y tam bién sobre sí mismo; un humor que libera en vez de asustar. Sabiduría, hum or y coraje literario. Cualidad esta última importante, porque gracias a ella ha recorrido caminos difíciles y ha derribado ídolos que parecían realidades inseparables del oficio del escritor. Rayuelo, como hemos de ver, es una audaz operación purificadora, para la que el autor tu vo que caminar sobre campos minados, obteniendo como feliz resultado la voladura de los pesos muertos, falsos problemas, formas estereotipadas y retóricas que tenían aprisionada a la dura profesión de escribir. Cortázar combate las convenciones cómicas, los lugares comunes y la insinceridad. Cierto que muchas de sus obras aparecen, a primera vista, in morales; y cierto también que muchos de sus personajes no acaban de en tenderse del todo. Pero hay que reconocer que el novelista argentino trata de defender al hom bre de esas convenciones aludidas, y que exige quizá de masiado para la compenetración am orosa o para la amistad verdadera. No gusta de la medianía y vulgaridad en el amor. Exige metas altas, denun ciando todo conformismo o todo intento de instalar el campamento a me dia ladera. Así es Cortázar. Veámosle en sus obras principales.
II.
EL ESCRITOR
Comencemos por L os premios. Es la primera novela de este autor que nos sorprende de verdad, pues se trata de una obra maestra y escrita por un gran novelista. La tram a es sencilla, pero cargada de una fuerza vital y de una capacidad de diálogo realmente impresionante. Un grupo de afortuna dos en la Lotería Turística se introduce, poco a poco, y después de un café porteño, en el dinamismo incierto de un viaje de recreo. Nacen a un viaje común. Es el primer encuentro con cualquier ser de nuestra tierra. Argenti na va a quedar sola con la vida ya pasada y los recuerdos escondidos y leja nos. Es un proceso calculado, la pintura vivida de la imagen misteriosa y dram ática de un universo cerrado, un m undo, el «Malcolm», un buque de la M agenta Star, el escenario donde la naturalidad de la vida «vulgar» se abre sin intenciones alegóricas o éticas. El barco se mueve, los personajes están aislados en su m undo. Comienza el intercambio de impresiones. No se perfila ningún protagonista. Aquí el protagonista son todos los persona jes embarcados, es el mismo buque que los lleva y los encierra. La dinámica 161
narrativa es el desarrollo de un plan que la vida misma abre y el autor, con la ironía del hombre que comprende, habla para el lector, en las descrip ciones sagaces, poéticas, no literarias, como dirá Paula, porque la literatu ra ahoga en su form a el fondo que los hombres presienten en su reflexión semiinconsciente, viste lo que todos saben y anhelan desnudo. Los personajes de esta novela —escribe Manuel Irusta Cerro— cami nan de un modo inconsciente hacia una cita: al encuentro con los demás. Estos personajes se preguntan si todos ellos son conducidos a un mismo destino. Es un mundo cerrado, estrecho, donde el buque lento, parado en cualquier sitio, parece detener las esperanzas de término. En este buque pa rece que aletea algo de misterio, de inseguridad y de tem or. Como que, a través de aquel vivir, palpáram os nuestra propia existencia. En aquel pe queño mundo, como en el gran mundo de los hombres, existen partidos y divisiones. Están, por un lado, los que podemos llamar conform istas, los amadores de la paz a ultranza; y por otro, la minoría que trata de enfren tarse con su propia realidad. Cada uno busca el cauce a sus costum bres —en algunos poco honestas, esta es la verdad— , pero siempre vivas y reales. Será Persio, el joven, casi niño, poeta, que recuerda en el vaivén de las metáforas el sentido de la búsqueda, lo que el autor llama «cosidad» de lo que les rodea y les trasciende al mismo tiempo. Pero el camino, como el tiempo, y según nos dijera bellamente nuestro poeta, se hace al andar. Los viajeros no conocen su destino. Parece una incongruencia. P ara los miembros de la paz siempre sucede así. Se dejan mansamente guiar como un rebaño. Esto no ocurre con los que buscan, inconformistas, e intentan un nuevo sentido, aunque no sepan cuál. De pronto, el buque se ha parado. Le preguntan al capitán, le piden explicaciones, y éste no da ninguna. Algo extraño ocurre allí. La popa es un misterio. ¿El tifus 224?... Persio trata de averiguar algo, en tanto los compañeros de viaje se van separando y dividiendo en silencio. Persio no está conforme y ahonda en el misterio de esa Argentina que anhela la terce ra mano, una tercera mano que abra la verdad del m undo y las cuerdas de la guitarra, con alusión clarísima a Picasso. El párrafo no tiene pérdida. «Oh, Argentina, ¿por qué ese miedo al miedo, ese vacío para disimular el vacío? En vez del juicio de los muertos, ilustre de papiros, ¿por qué no nuestro juicio de vivos, la cabeza que se rompe contra la pirámide de Mayo para que al fin la tercera m ano nazca con su hacha de diamante y de pan, su flor de tiempo nuevo, su m añana de lustración y coalescencia?». En popa la gente comienza a inquietarse. Se prevé la rebelión a bordo. Hay varios intentos frustrados. Son pocos los que están convencidos de 162
que exista y corra la peste por entre los viajeros. Y cuando el hombre apa sionado —sigue diciéndonos el crítico de «Reseña»— ya no encuentra ra zones que convenzan, porque hay quien siempre tiene razones para no ser convencido, no suele aparecer sino un remedio, la preparación a la violen cia. Los caminos —volvamos al poeta— se hacen, se siguen, pero no se sa be dónde terminan. En la rebelión siempre habrá víctimas. Acaso las perso nas más inocentes. A bordo del «Malcolm» será M edrano, justamente el que esperaba dar y alcanzar la felicidad. A decir verdad, todos fueron víctimas en el ataque. Incluso los de proa, que parece estaban condenados a ignorar. Sobre ellos descansa la mentira histórica, que se acom oda en los prudentes y bulle hiriente en los que buscan un destino al destino, en este caso al destino de la Madre P atria, de Argentina. Pero en este barco, en este m undo, en esta patria am ada brilla la espe ranza. Julio Cortázar, gran poeta, se expresa en estas bellas frases como no lo ha hecho, quizá, ni el propio Borges: «Una ambigüedad abisal, una irresolución insanable en el centro mismo de todas las disoluciones: en un pequeño mundo igual a todos los mundos, a todos los trenes, a todos los guitarreros, a todas las proas y a todas las popas, en un pequeño mundo sin dioses y sin hombres, los muñecos danzan en la madrugada. ¿Por qué llo ras, Persio, por qué lloras?; con cosas así se enciende el fuego, de tanta mi seria crece el canto; cuando los muñecos muerdan su último puñado de ce niza, quizá nazca un hombre, quizá ya ha nacido y no lo ves». El viaje ha sido corto, pues solamente ha durado tres días. Los pacifis tas piden condena para los rebeldes, los cuales sonríen irónicamente «con la sonrisa de los únicos carceleros». Cortázar, en esta novela, ha abierto una brecha en la conciencia dorm ida de nuestro tiempo. El ha caminado colocando sus pisadas donde había sitio. Porque pocos caminos encontra mos que sean rectos del todo. U na gran novela esta del narrador y poeta argentino. Con una técnica narrativa ágil y en cuya dinámica la paradoja se mezcla con la triste reali dad de la vida de los hombres. Es el dram a hum ano que se va hilando a tra vés de los diálogos vulgares que escuchamos junto a nosotros. Las descrip ciones, cargadas de poesía —dice el crítico arriba citado— , abren la piel de una realidad que todos reconocemos. Los soliloquios de Persio, que nos re cuerdan a Joyce, giran tras la m irada incierta en el abismo de las estrellas, del rasgueo del mar sobre el «M alcolm», sin producirse una música oída. Persio vislumbra los nuevos horizontes. Persio se ha quedado llorando cuando ha vuelto a tierra. 163
Una novela im portante esta de Los premios. Con unos perso'najes que a veces se nos antojan muñecos, al igual que los de la fam osa comedia de Benavente; pero que son en la realidad pequeños pedazos de historia, de una larga historia que envuelve en su camino lo que encuentra y va de sarrollando su contenido. Al term inar la lectura de la obra de Cortázar, ya no podremos olvidar este viaje, porque, casi sin darnos cuenta, hemos sido nosotros mismos viajeros del «Malcolm» y testigos oculares, partícipes de la pequeña aventura a bordo. Un viaje corto; lo hemos dicho; de solo tres días; pero que representa toda una vida hum ana y toda una historia de la humanidad. Tres días de viaje en un barco que no pudo llegar a su destino, mas dejando abierta la esperanza de que otros muchos seguirán en alta m ar cubriendo singladuras. Rayuelo es, posiblemente, la obra más ambiciosa, compleja y libre de la nueva narrativa latino-americana, para decirlo con palabras de Rodríguez Monegal. Con esta novela, Julio Cortázar ha revolucionado conceptos fundamentales en esto del novelar, narrar y escribir. El autor aparece en esta obra como lo que es: un novelista reflexivo, lúcido e in quieto. Y esto sobre todo, un novelista con un m odo nuevo de hacer nove la. Pretende superar al novelista romántico y al clásico, sim ultaneando al lector con el novelista, «puesto que la lectura abolirá el tiempo del lector y lo trasladará al del autor». Pretende también crear la novela cómica, al es tilo del Ulises de Joyce, en la que «al margen del acaecer trivial, presenti mos una carga más grave que no siempre alcanzamos a desentrañar». C on siga o no este ideal nuevo, lo que es indudable es que C ortázar logra una forma novelística de indudable y varia originalidad. Y por supuesto de extraordinaria calidad, como veíamos en Los premios. Volviendo a Rayuelo, diremos que se trata de una novela honda. H o racio Oliveira, el protagonista, en su vagar impenitente por ese París siempre extraño, medita las más graves y dolorosas meditaciones, y anhela, a pesar de renegar de ellas, las soluciones últimas del hombre. Anhela en centro: «No quiero escribir sobre Rocamadour, por lo menos hoy, necesitaría tanto acercarme a mí mismo, dejar caer todo eso que me separa del centro... Acabo siempre aludiendo al centro sin la m enor garantía de saber lo que digo, cedo a la tram pa fácil de la geometría con que pretende ordenarse nuestra vida de occidentales: Eje, centro, razón de ser, Am plía los, nombres de la nostalgia indoeuropea. Incluso esta existencia que a ve ces procuro describir, este París donde me muevo como una hoja seca, no serían visibles si detrás no latiera la ansiedad axial, el reencuentro con el fuste». Nuestro protagonista anhela una tierra prometida: «Kibbutz; colonia, 164
settlement, asentamiento, rincón elegido donde alzar la tienda final, donde salir al aire de la noche con la cara lavada por el tiempo». Horacio anhela cierto ser-grande y subir: «Tal vez el amor fuera el enriquecimiento más al to, un dador de ser; pero sólo malográndolo se podía evitar su efecto bum erang... M atar al objeto am ado, esa vieja sospecha del hombre, era el precio de no detenerse en la escala». De las tres partes en que está dividida la obra, la primera, titulada «Del lado de allá», es una historia del argentino en París; historia que bien se conoce Cortázar y que es un poco su vida en la capital del mundo; un París que aparece ante sus ojos y ante su vida —la que se encontró a su lle gada el autor— «como un gran laberinto». En la segunda parte «Del lado de acá»— , vemos al argentino que regresa a su patria chica. Una patria que conoció anteriorm ente, pero en otra edad y en otros días; una patria a la que encuentra cam biada y que penetra hondamente en su alma ante lo que día a día va conociendo. La tercera —«De otros lados»—, es desconcertan te, un verdadero rompecabezas con sus capítulos prescindibles para un lec tor distraído y habituado a la novela tradicional. Una tercera parte que se hace interesante, que confunde y que irrita. Aquí es donde vemos, en contraste con las dos primeras, ordenadas y magníficas, la ruptura con la form a tradicional de hacer novela. Esto es lo que ha intentado Cortázar sencillamente porque quería romper con los moldes tradicionales, porque quería rebelarse contra el orden cerrado: «Todo orden cerrado —dirá uno de sus personajes— dejará afuera automáticamente esos anuncios que pueden volvernos mensajeros». Horacio vive en París con la uruguaya Maga. Vida errante y bohemia. «Cam inar con pasos de hom bre por una tierra de hombres hacia el kibbutz allá lejos, pero en el mismo plano, como el cielo estaba en el mismo plano que la tierra en la acera roñosa de los juegos». La peripecia es simple, pero la tram a y hondura complejas. Cuando Oliveira vuelve en busca de la M a ga, a la que ha abandonado, ya no la encuentra. ¿H abrá muerto? Eso nun ca se sabrá, pero la sospecha es inevitable. En Buenos Aires, Horacio vive cerca de un amigo y su esposa. T rabaja con ellos en un circo y en un mani comio. Termina medio loco. ¿Por qué?... Teme que su amigo quiere m a tarlo. En el fondo de esta simple peripecia, encontramos la novela de la de nuncia, de la revisión total. Novela difícil de entender y sólo apta para «adultos», es decir, para hombres maduros, cultos y con un espíritu abier to a las grandes innovaciones literarias. El propio Julio Cortázar nos ha de jado escrito, a propósito de su libro, que también a él les gustan esos capítulos que los críticos han coincidido casi siempre en subrayar; como, por ejemplo, el concierto de Berthe Trepat, la misma muerte de Rocama165
dour. Y, sin embargo, no cree que en ellos esté ni por asomo lá justifica ción de la obra. No puede dejar de ver cómo, fatalmente, quienes elogian esos capítulos están elogiando un eslabón más dentro de la tradición novelística, dentro de un terreno familiar y ortodoxo. Y se suma entonces a los pocos críticos que han querido ver en Rayuela la denuncia imperfecta y desesperada del establishment de las letras, a la vez espejo y pantalla del otro estabilishment que está haciendo de A dán, cibernética y minuciosa mente, lo que delata su nombre apenas se lo lee al revés: nada. Como escribe acertadamente H ernán Rodríguez Castelo, C ortázar ha escrito con pasión insobornable la novela del hom bre que, angustiado y perplejo, busca lo esencial —que resulta oscuro, misterioso, contra dictorio—, rechazando toda solución fácil. La tragedia final estriba en que así como ha rechazado las soluciones fáciles, con igual entereza rechaza la piedad y el llamado a reintegrarse a la familia hum ana. Oliveira, al borde de la locura, rechaza la mano que le tiende Talita porque «sentía como si estuviera yendo de sí mismo, abandonándose para echarse —hijo de p... pródigo— en los brazos de la fácil conciliación». La vuelta al día en ochenta m undos es otra de las obras fundamentales de Cortázar. En ella se nos presenta el autor como viajero que, a lo largo del camino, recuerda y evoca con nostalgia días pasados, escenarios, m o mentos importantes de una vida, mundos conocidos y experiencias vividas. De ahí que «en los ochenta mundos de mi vida —escribirá el novelista argentino— hay puertos, hoteles y camas para los cronopios... Y con eso, tanto más, ochenta mundos y en cada uno otros ochenta y en cada u n o ..., tonterías, café, informaciones». A todo ello, se suma aquí «algo que no podría decir explícitamente, pero que quizá alcance a «decirse», a desgajar se de todo esto. Aludo a un sentimiento de sustancialidad, a ese estar vivo que falta en tantos libros nuestros, a que escribir y respirar (en el sentido indio de la respiración como flujo y reflujo del ser universal) no sean dos ritmos diferentes». «Este día tiene ochenta mundos; —sigue diciéndonos el autor— , la cifra es para entenderse y porque le gustaba a mi tocayo, pero a lo mejor ayer eran cinco y esta tarde ciento veinte, nadie puede saber cuántos m un dos hay en el día de un cronopio o un poeta, sólo los burócratas del espíritu deciden que su día se compone de un número fijo de elementos, de patitas quitinosas que se agitan con gran vivacidad para progresar en eso que se llama la línea recta del espíritu»... Este día, a plena luz quiere desnudar el m undo, esta compleja historia, acostum brar al lector a «ver» y «verse», comprometerlo «en mirar» y «mirarse», desmenuzar los acontecimientos e «implicarse» en ellos, analizar las circunstancias y darles un contenido sig 166
nificante. Y a pleno ritm o intenta que uno «se meta de lleno» en su dialécti ca, en las lacras cotidianas, en esa urgencia de particular de una realidad siempre imprevisible, siempre cortante, que hiera conformismos bur gueses, que duela, que angustie. Estamos ante una novela rara y todavía más compleja que las ante riores, como habrá podido observar el lector por lo que llevamos escrito sobre ella. U na novela especial. Todo en ella contribuye a que el lector par ticipe en este viaje en el que se descubren estados psicológicos y paisajes imprevistos. En un m undo tan dispar, tan saturado de mundos distintos, emerge una limpidez que es cariño, pese a la distancia —siempre la tierra argentina— , su fisonomía interna. La patria de Cortázar, una vez más, es tá presente en su obra; como lo está en la de Marechal, Castellani, Sábato, Orgambide. Está ahí, como en dolor íntimo, nostalgia y pampa, río y hori zonte, barrio porteño y Gardel al fondo; pero el Gardel símbolo, a ese que para escucharlo, «parece necesario el ritual previo, darle cuerda a la victrola, ajustar la p ú a ..., ya que es más atrás, en los patios a la hora del mate, en las noches de verano, en las radios o galena o con las primeras lamparitas que él está en su verdad, cantando los tangos que lo resumen y lo fijan en las m em orias... Los que crecimos en la amistad de los primeros discos sabe mos cuánto se perdió de «Flor de Fango» a «Mi Buenos Aires querido», de «Mi noche triste» a «Sus ojos se cerraron». Un vuelco de nuestra historia moral se refleja en ese cambio como en tantos otros». Pero el famoso cantante del tango argentino puede ser, asimismo, símbolo para un análisis psico-social: «Cuando Gardel canta un tango —escribe C ortázar— , su estilo expresa el del pueblo que lo amó. La pena o la cólera ante el abandono de la mujer son pena y cólera concretas, apun tando a Juana o Pepa, y no ese pretexto agresivo total que es fácil descubrir en la voz del cantante histérico de este tiempo, tan bien afinado con la his toria de sus oyentes... La diferencia de tono moral que va de cantar «lejana Buenos Aires, ¡qué linda que has de estar!» como la cantaba Gardel, al ululante «¡Adiós, pam pa mía!» de Castillo, da la tónica de ese viraje a que alude. No sólo las artes mayores reflejan el proceso de una sociedad». Julio Cortázar es, además de un excelente narrador, un poeta notable, como hacemos notar arriba. Es un poeta que siente el am or a los hombres, a las cosas, a la patria ausente. Por eso, en esta obra que comentamos enca ja de maravilla uno de sus poemas más logrados, escrito en París en 1955 y que inserta aquí con el título de «La Patria». Argentina, para Cortázar, que reside en París, es la patria desgarrada, «la tierra entre los dedos, la basura en los ojos, ser argentino es estar triste, 167
ser argentino es estar lejos. Y no decir: m añana porque ya basta con ser flojo ahora». Argentina es la patria que duele en el alma, porque está, anidado, co mo un tajo sin suturas, hasta el mango del puñal, carne adentro, dice muy bien Rolando Camozzi Barrios: «...m e acuerdo de una estrella en pleno campo, me acuerdo de un am ánerer de puna, de Tilcara de tarde, de P araná fragante, de Tupungato arisca, de un vuelo de flamencos quemando un horizonte de bañados». Aquí, detrás de tanta cólera —explica en una nota— , el am or está y se esconde, desnudo y hondo, como el rio que le llevó tan lejos. El critico citado ha dejado escrito que Cortázar aparece siempre como alguien que entre chacota y metafísica, «cachada» y profundidad, nos «to ma el pelo» y se divierte. H abla siempre en segunda intención, «en piola». Así, cuando se presenta con su inocente gato, cuyo nombre es ya en sorna —«Teodoro W. A dorno»— y que le sirve de símbolo y pregón, de interlo cutor ocasional, como los perros cervantinos, o como el «cuervo» es un oráculo que Pasolini utiliza en su mordaz y lírico film «pajarillos y pajarra cos». O cuando pretexta sus explicaciones a la eventual «señora gorda»; manifiesta su innegable, su «efervescente vocación de juego». Nos parece ver las «fauces bermellas» del Arcipreste de H ita, socarrón y festivo... Entronca, pues, con lo que él mismo llama «una constante del espíritu ar gentino»: el hum or. H um or que es elevada form a de «extrañeza», de «extrañamiento», de «desalteración», que hace a la esencia de la creación, a los límites conscientes del hombre, porque es un sentimiento de no estar del todo. Cortázar conoce a fondo la literatura contem poránea argentina y sus autores más destacados a los que juzga con severidad en esta obra en pince ladas maestras. «Pero seamos serios —dice— y observemos que el hum or, desterrado de nuestras letras contemporáneas (Macedonio, el primer Bor ges, el primer Nalé, César Bruno, Marechal a ratos son «outsiders» escan dalosos en nuestro hipódrom o literario) representa, mal que les pese a los tortugones, una constante del espíritu argentino en todos los registros cul turales o temperamentales que van de la afilada tradición de Mansilla, Wilde, Cambaceres y Payró, hasta el hum or sublime del reo porteño que en la plataform a del tranvía 85, más que completo, m andado a callar en sus pro 168
testas por su guarda masificado, le contesta: «¿Y qué qüerés? ¿Qué muera en silencio?». De este m odo, con esta seriedad literaria, con esta aproximación a una psicología social —termina diciendo Camozzi Barrios—, sin compromisos de escuelas ni formalidades, con habla vibrante y cálida, cotidiana y poéti ca, no exenta de un estudiado alarde, en rebeldía y disconformidad, en pro testa y creación, Cortázar nos entrega su «día» revoltoso, joven, imprevi sible de mundos diacrónicos... Y nos compromete en un retorno hacia no sotros, hacia lo nuestro, para hacer de nuestro itinerario un derrotero, un peregrinaje, una conquista..., aunque sea derrum bando molinos de viento. No es la prim era vez que una obra del novelista argentino nos descon cierta. Casi podríamos afirm ar que todas ellas, a las primeras de cambio, nos dejan desconcertados. Es un desconcierto que, reflexionando luego, nos obliga a preguntarnos de qué se trata y iios somete a una seria medita ción, siendo de este m odo intérpretes y a la vez personajes de lo que narra. Julio Cortázar nos obliga a ver y estudiar al protagonista y a nosotros con él, como participando de una «ceremonia». Con esto, estamos haciendo alusión directa a otro de sus libros, justa mente el titulado Ceremonias. Un libro que recoge una serie de cuentos en que el protagonista estará inmerso en las dimensiones conocidas de espacio y tiempo; pero que, en un determinado momento y por un azar insospecha do, comprenderá que ha entrado en el que las dimensiones se agrandan hasta el infinito, de m anera que es él y no es él, que está en su época y en otra al mismo tiempo. Sus gestos, sus acciones, adquirirán la gravedad y la solemnidad de los actos rituales. Participa de un sacrificio en el que es a la vez víctima y sacerdote, sujeto y objeto de una acción. Rafael Rodríguez Díaz analiza brevemente, y según esta pauta, cada uno de estos cuentos. Continuidad de los parques viene a ser la tram a de una novela que pone de manifiesto al personaje lo que es en realidad: lector de unos hechos en los que participa fatalmente. Este cuento, lo mismo que Una flo r amarilla, Relato con un fo n d o de agua, A xololt y L a noche boca arriba, son de corte típicamente borgiano y guardan un gran parecido con Aleph. En todos ellos encontramos una doble cara de la realidad. La pro pia historia está escrita en un libro, en una flor amarilla, en un sueño, en un pez, o en una pesadilla atávica. No hay form a de escapar de esa realidad. Son muchos los títulos que reúne este libro: N o se culpe a nadie, que refleja lo absurdo de una situación. Indiferente en sí misma, esta situación puede transform arse en decisiva: capaz de exigir una acción urgente y rápi da para ser superada. La Ménades, cuya acción está encadenada a un pasa do mítico. La m ultitud —hem bra voluptuosa— se lanza hacia los músicos 169
—el varón que la incita— en busca de una unión destructiva para ser más plena... Final del juego y L os venenos, sin duda los mejores y más valiosos de la primera parte. Un mensaje, una pluma de pavo real constituirán el hecho clave que dará todo su significado a la acción. Después que las niñas saben que son admiradas por un viajero desconocido, ponen, en el juego de las estatuas, todo su empeño. Y después que el muchacho protagonista de L os venenos sabe que Lila tiene la pluma de pavo real de su prim o, echar veneno a las hormigas se convierte para él en un medio sagrado de vengan za. Pero seguramente que Las armas secretas es el m ejor cuento de toda la colección. En Pierre, ve Michéle z\ alemán que la había violado hacía ya siete años. Y Pierre, que comprende al fin, va a m orir como el alemán, en un lecho de hojas secas. Pierre se da cuenta de que es de nuevo el violador de Michéle. Comprende por qué se vio en el espejo peinado como un galán del cine mudo; por qué Michéle repite hasta la saciedad el nombre de Enghien, y por qué él, como una obsesión, tararea una canción alemana. Hay un instante en que el protagonista advierte lo que pasa, y se lanza en la motocicleta para encontrar la muerte entre las hojas secas. Pierre vive una historia ya antes vivida. Pierre muere su segunda muerte. En este cuento, el desenlace va preparado lentamente por detalles al parecer insignificantes: los primeros versos de una canción alem ana se repi ten desde el principio como un «leitmotiv», y la creencia de que en el pa sillo había una bola de cristal nos indican que Pierre está condicionado en su acción desde su primer encuentro con Michéle. Sólo que él no lo adverti rá hasta que ya no le quede más remedio que el de term inar la historia, cuando las cosas han llegado tan lejos que ya no se puede volver atrás. Podría pensarse que el Julio Cortázar de estos cuentos está muy por debajo del Cortázar de Rayuela y de L os premios. Sin embargo, como nos advierte el citado Rafael Rodríguez Díaz, es preciso tener una visión de conjunto de la obra, y no de un solo cuento, para apreciar su verdadero va lor. Porque un análisis detallado de cada uno de los cuentos nos puede po ner de manifiesto filigranas y malabarismos del lenguaje —en Las armas secretas todo su estilo está orientado a pintarnos, con detalles magníficos, todos los pasos de una «ceremonia»— , pero una visión de conjunto, una visión sintética nos hace comprender el porqué de todo este ejercicio estilístico; sencillamente, se nos está llevando, paso a paso, a presenciar y a intervenir en una ceremonia; una ceremonia en la que, tal vez, al mismo tiempo que sacrificadores, somos también la víctima. Porque apresados en una existencia absurda, desandamos lo ya andado; volvemos a vivir lo que otros han vivido. Al final, C ortázar nos va a decir que la solución para el problema de nuestra época está en rom per con todo ritualismo inoperante; 170
deshacerse del ritual de una sociedad absurda, que necesita de una abertura de horizonte, de una esperanza que no tiene. Recientemente «Alianza Editorial» ha publicado otro libro de cuentos de Julio Cortázar: Octaedro, en el que los ocho planos —en sentir de José M a. A lfaro— insisten en la ya conocida fabulación. La contienda con el ám bito autom atizado y esclavizador prosigue. En estos cuentos predomina la maestría técnica, con lo que el juego de oscurecimientos, súbitas aclara ciones y encrucijadas de tensiones y líneas de fuerza puede seguirse como en un trasluz de desenmascaramientos y sorpresas iluminadas. El critico de ABC destaca entre todos uno en el que la destreza literaria y la finura se patentizan por medio del empleo de una manera tradicional de narrar. Este cuento se titula L os pasos en las huellas y su autor lo justifi ca como una «crónica algo tediosa —según nos dice— , estilo de ejercicio más que ejercicio de estilo de un, digamos, Henry James, que hubiera to mado mate en cualquier patio porteño o platense de los años veinte». En el fondo, en el desarrollo profundo de la acción argumental, persisten las pre ocupaciones constantes de Cortázar: planteamiento ético, reconstitución de la personalidad, intelectualización del problema del ser hum ano en la sociedad, descubrimiento de una metarrealidad más allá de los supuestos racionalistas; pero aquí están contadas con un sentido lineal, de compleji dad menos aparente. La reconstrucción de la intimidad de un poeta, de las claves de sus reacciones psicológicas, de sus embozamientos y sus envileci dos impulsos sirven de dispositivo para una lección magistral acerca de la forja de un pequeño relato, en el que se comprimen las raíces potenciales de una arborescente fábula mayor. Parecido enjuciamiento, bajo las características diferencias de tramas y asuntos —term ina José M a. A lfaro—, podrían irse haciendo de varias de las demás narraciones. En todas ellas, Cortázar se afirm a sin abdicación al guna, sin pérdida de pulso, pero más ganado —quizá inconscientemente— por el despliegue de su m adura pericia y de la riqueza de sus recursos deslumbrantes. Libro de M anuel es la última obra grande de Cortázar, publicada en Buenos Aires no ha mucho y por la Editorial Sudamericana. Aparece justa mente en un momento crucial de la historia argentina. El novelista, resi dente en París, ha seguido de cerca la evolución política de su pueblo en los últimos años y ha tom ado parte, sobre todo a través de sus escritos, de lo que Joaquín Roy llama «militancia política», que es lo mismo que decir ana tom a de contacto directo con la problemática global de Hispanoaméri ca. Julio Cortázar vuelve a ofrecernos un poco de su propia vida e historia 171
en París, si bien ahora le acom paña un grupo de hispanoamericanos. El libro tiene como dos vertientes: es a un mismo tiempo lección, mensaje e historia para las nuevas generaciones que pueden nacer fuera de Argentina, como es el caso del pequeño Manuel; y es una perspectiva y esperanza mi rando al futuro del pueblo pampero. Son dos los países que se ven retrata dos: uno es el viejo y caduco y otro es precisamente el que, andando el tiempo, heredará Manuel. Al primero le ve el novelista «viejo y cansado»; por lo que habrá que hacerlo todo de nuevo; lo cual puede parecer macana, pero es así: viejo y cansado a fuerza de esperanzas falsas y de promesas vacías. Entre este anquilosado m undo y el que se abre a los ojos de Manuel es tá el álbum de recortes de periódicos que los hombres de Argentina, cansa dos como su país, guardan para las generaciones nuevas; aunque es posible que mañana no se acuerde Manuel de tales recortes. Con todo, Manuel, es decir, la juventud argentina no ha muerto. Sigue en pie como desafiando el fin de Rocamadour de Rayuela. Porque, al fin, «Manuel comprenderá, Manuel, comprenderá algún día». El crítico de la revista «Reseña» nos dice que im porta, sobre todo, apuntar la incomunicación inicial de los personajes, que recordará a la de otros muchos seres que pueblan las narraciones de Cortázar. En Libro de Manuel, esta incomunicación se trasluce en lamentación ante el aislamiento hispanoamericano. Como, por ejemplo, en los Juegos Olímpicos de M u nich de 1972, en los que «no se oye, no se lee más que M unich. No hay lu gar en sus canales, en sus columnas, en sus mensajes para decir, entre otras cosas, Trelew». Pero esta evidente incomunicación viene suavizada hoy por la acción política. Argentina ha andado un largo camino. Aquel H oracio de Rayuela y sus amigos no militaban en ningún partido, y se inhibían ante la inseguri dad europea de los años cincuenta. En Libro de M anuel el activismo de los personajes en la capital francesa es muy vivo. El propio autor escribirá al comienzo de su novela: «Más que nunca creo que la lucha en pro del so cialismo latinoamericano debe enfrentar el horror cotidiano con la única actitud que un día le dará la victoria: Cuidando precisamente, celosamente, la capacidad de vivir tal como la queremos para ese futuro, con todo lo que supone de am or, de juego y de alegría». Tal vez estas palabras de C ortázar quieran ser algo así como la justificación de la desobediencia civil, el se cuestro de diplomáticos y la crítica al sistema establecido que sintetiza la narración. Desde el punto de vista literario, es un personaje enigmático el que ca taliza este aislamiento americano. En anteriores obras de C ortázar veíamos 172
el papel im portante que jugaba el lector. En esta última ese papel ha sido sustituido sutilmente por las andanzas de «el que te dije», mezcla de narra dor, autor y personaje. Cortázar se recrea con una fina ironía ante el papel del lector: «Yo me adentraba en el noveno capítulo de una de esas novelas francesas de ahora en que todo el mundo es inteligentísimo, sobre todo el lector», dice textual. El doble, tan frecuente en obras anteriores, se resuel ve aquí en «triángulo: figura form ada por tres líneas que se cortan mu tuamente». Talita y la Maga de Rayuelo se han transfigurado, para Andrés, en Francine y Ludmilla. Pero mientras Talita es símbolo de la M a ga en la mente de Horacio, Andrés persigue en esta última novela la bonan za de una relación triangular: «perderme en la ciudad como en la misma música, en el ir y venir de Francine a Ludmilla». Francine y Ludmilla, al mismo tiempo que son amigas de Andrés, com parten la amistad y tienen relaciones con otros, lo que, en la idea del autor, significa que la mujer, sea argentina o francesa, guerrillera que se fuga de la cárcel o estudiante que deja el internado, está totalmente libera da. Por lo que hace muy bien Lonstein abofeteando a Andrés, al tiempo que le dice: «Las mujeres también tienen su triangulito que decir». Y se ve claro aquí que no son solamente hombres los que tram an el paso clandesti no de billetes falsos a Francia, sino que se hace con la ayuda y las mañas de una azafata argentina. No son solamente ellos los que se enfrentan a la es colta de protección del diplomático que tratan de secuestrar, sino que sus compañeras tienen tam bién parte activa en la acción. Este es Julio C ortázar, el novelista argentino que gusta de producir perplejidad y cuya técnica de narrador se apoya, como hemos visto en no pocas ocasiones, en el gobierno de la sorpresa. Un escritor que escribe con el lenguaje del Río de la Plata; más todavía, con el habla del porteño; habla que emplea con intenciones no sólo de exaltación diferencial, sino como quien ejercita un magisterio artesano para com probar las aptitudes de una lengua popular. El novelista y poeta que, como ha dejado escrito José M a. Alfaro, surge de un costado del pensar, el sentir y el realizar de Jorge Luis Borges, y que hereda la tradición de Macedonio Fernández, el escritor extraño, de un vanguardismo personal y prefigurador y de quien Borges diría en el acto de su entierro, en 1952: «Aquí estamos para enterrar a un personaje a quien hemos adm irado hasta el plagio». Julio Cortázar, el no velista criollo y pam pero, que enlaza, por vivir en París y por constante vo cación, con el surrealismo francés, lo que ha de caracterizar no sólo su téc nica, sino tam bién la génesis estructural y mitológica de su obra. El escritor que ha cultivado tanto el cuento, el apunte, el relato concentrado y breve, como la novela grande, larga, simbólica y profunda. Cortázar, escritor 173
comprometido, como tantos novelistas latinoamericanos, tanto en su vida como en su obra. Lo que no niega. Antes, lo expresa claramente a Saúl Sosnowski, autor de un reciente ensayo sobre: Julio Cortázar. Una bús queda mítica, y más concretamente a Fernández Retamar, al que dice tex tual: «Mi problema sigue siendo, como debiste sentirlo al leer Rayuela, un problema metafísico, un desgarramiento continuo entre el m onstruoso error de ser lo que somos como individuos y como pueblos de este siglo, y la entrevisión de un futuro en el que la sociedad hum ana culminaría por fin en ese arquetipo del que el socialismo da una visión práctica y la poesía una visión espiritual».
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JUAN RULFO Juan Rulfo es mexicano y nacido en Sayula, Jalisco, en 1918. Notable ensayista y novelista de lengua hispana, vivió muchos años en una hacienda, heredad de los abuelos, donde aprendió las viejas historias que le contaban los habitantes del lugar, y que luego le serviría para tema de sus cuentos y novelas. Se hizo muy famoso con la colección de cuentos titulada «El llano en llamas», pues marcó un hito en el desarrrollo de la narración breve mexicana. Escribió una única novela que sepamos: «Pedro Páramo»; pero ella sola le bas tó para colocarlo entre los mejores de su nación, tanto por su intensidad emotiva, como por su compleja estructura. Sus cuentos tienen interés no tanto en el desarrollo de la misma fábula, cuanto ";n los personajes, ambientes y emociones que comunica.
JUAN RULFO, El escritor superrealista, mágico y misterioso; de un paisaje bellamente desolado. I.
M EXICANO DE SAYULA.
Efectivamente, Juan Rulfo, uno de los grandes novelistas hispano americanos de nuestros días, nació en Sayula, departam ento de Jalisco, un 16 de mayo de 1918. La antigua nación de los aztecas vivía entonces días cercanos a la gran revolución que llevaría a Calles al poder. La familia de Rulfo, perteneciente a una clase burguesa, sufrió los embates de aquel nuevo amanecer. A los pocos días de nacer Juan, sus padres pasaron a vivir a S. Gabriel, en una hacienda propiedad de los abuelos, llamada «Apulco». Aquí, en esta tierra de Jalisco, donde se recuerdan las más viejas le yendas, supersticiones y aventuras amorosas de sus gentes, vivió y creció nuestro futuro novelista y escritor. Y aquí, también, en esta hacienda de los abuelos, oyó contar a los mayores las viejas historias que más tarde dejará . plasmadas en un libro, corto de páginas, pero bello y capital para las letras mexicanas de nuestros días: E l llano en llamas. Juan Rulfo, de niño, estudió en un colegio de monjas josefinas en S. Gabriel. Algo debió quedarle de aquellos días. Y aun mucho de la fe de aquellas gentes tan creyentes como supersticiosas. Juan, que m añana irá buscando a un padre desconocido —«Pedro P á ram o»— en la más fam osa de sus novelas, va a perder muy pronto en su vi da real a los autores de su vida; pues el padre se le muere el año 1925, y la madre justam ente dos años después. A la muerte del padre, la familia cambia de domicilio —la hacienda de «Apulco» tiene poco que hacer sin los brazos fuertes que la cultivaban— , y se traslada a la ciudad de G uadalajara, capital del Estado de Jalisco. Cuan do Juan pierda a la madre —a los nueve años de edad— , tendrá que buscar 177
los cuidados y el cariño de la abuela m aterna, no sin antes haber pasado por las aulas del colegio de Luis Silva. De la escuela de Luis Silva, pasó a la Secundaria de G uadalajara, y de ésta a la Preparatoria. Juan Rulfo hubiera llegado, con un poco más de suerte, a ser un buen letrado en su país. Pero la huelga universitaria de 1933 truncó por completo estas ilusiones y esperanzas. Rulfo abandonó, defini tivamente, los estudios para venir a ocupar diversos puestos de trabajo. En la ciudad de México, a la que se dirigió el año 1935, se colocó en la Oficina de Migración, puesto de trabajo que m antuvo por espacio de diez años. Pero aquí, en la misma ciudad azteca, comenzó tam bién su verdade ro destino y su vocación por las letras. Todo, gracias al feliz encuentro e influencia generosa de Efrén Hernández, ya famoso narrador para cuando Juan Rulfo le presente sus primeros ensayos y cuentos a prueba. «El leyó mis primeras cosas —dice nuestro escritor—; él publicó mi primer cuento «La vida no es seria en sus cosas». A partir de 1945, Rulfo anduvo divagando por distintos quehaceres, ya en la citada ciudad de G uadalajara, ya en la capital de la República. P a sarán los años y cuando se haya hecho famoso en toda América y empiece a ser conocido en Europa, ocupará el cargo de director del departam ento edi torial del Instituto Nacional Indigenista. Esto ocurría el año 1963 y /
II.
JUAN RULFO, AUTOR DE CUENTOS.
Rulfo publicó sus primeros cuentos en las revistas «América», editada en la ciudad de México, y «Pan», de G uadalajara, esta últim a dirigida por los conocidos autores Juan José A rreóla y Antonio A latorre. Parte de estos cuentos —seguramente que los mejores— fueron reco gidos en un pequeño volumen titulado «El llano en llamas», libro que le hi zo famoso como narrador de prim era fila y que m arcará un hito en el de sarrollo de la narración breve mexicana. La primera edición de este libro es de 1953 y, a partir de esta fecha, las ediciones se han multiplicado en castellano, dando a conocer a su autor co mo uno de los cuentistas aztecas que con mayor intensidad han sabido refe rirse a la vida campesina de su pueblo, recreando nuestro espíritu con ese mundo m itad mágico, m itad realista; supersticioso, tradicional, apegado a la tierra de sus mayores, y siempre envuelto en un halo de misterio. Y todo ello con un modo de expresión, con un estilo de origen popular, pero artísticamente elaborado, muy difícil de imitar, aunque muy a tono con el modo de escribir de los modernos escritores latinoamericanos. 178
Puestos a encasillar a Juan Rulfo dentro de uno de los movimientos li terarios de su época, seguramente que habrá que situarlo en esa generación que irrumpe en la vida pública entre los años 1939 y 1954 y que será ya una generación postvanguardista. Esta es la coordenada temporal, que enlaza al argentino Ernesto Sábato con el chileno Fernando Alegría y el grupo me xicano. La coordenada espacial es México, y enlaza, esta vez con hilos de espíritu, ambiente, posturas y modos, lo mismo a Azuela que a Yáñez. Juan Rulfo pertenece, pues, al postvanguardismo mexicano, juntam ente con Revueltas, el de la angustia metafísica, Fernando Benítez, preocupado por las transform aciones sociales y Carlos Fuentes, siempre en permanente e inquieta búsqueda. Volviendo a su libro «El llano en llamas», tenemos que decir que los relatos del mismo los ha recogido tanto de su experiencia personal, como de lo escuchado en boca de los hombres de su provincia. Por eso, tiene un estilo directo, a veces de frases desgarbadas; con unos diálogos que brotan espontáneos de su pluma como espontáneo es el lenguaje de los campesinos de Jalisco, y los giros cotidianos del habla regional de su tierra nativa, so metidos a una vigilante inteligencia. El interés de E l llano en llamas no recae, normalmente, sobre el de senlace del cuento, sino en el mismo desarrollo de la fábula; en los propios personajes, que describe casi siempre en primera persona; en las emociones que comunica en el ánimo del lector; en los ambientes desolados, hostiles, en donde el hombre lucha constantemente por sobrevivir. Este ambiente, mitad mágico, mitad realista, juega un papel impor tante en toda la narrativa de Juan Rulfo. Nuestro escritor mexicano lo crea y lo recrea juxtaponiendo motivos reales y fantásticos; como pueden ser la presencia de almas en pena, el viento lleno de dolor, visible solamente cuando hay luna llena. Y junto a este encantamiento de tiempos pasados, la religión supersti ciosa de los m ayores... Quien lea a Juan Rulfo no podrá olvidar el nombre de Macario, que da título a uno de sus más famosos cuentos, una especie de «tonto de pueblo», que vive con la m adrina, pero que quiere más a Felipa porque es la que hace la comida para los tres, y la que le da de su propia leche, dulce como las flores del obelisco. M acario no se llena comiendo, por más que coma todo lo que le den. La gente del pueblo dice que está loco porque jam ás se le acaba el hambre. Tiene miedo al infierno, adonde le ha condenado la madrina porque no ha ce más que pegarse la cabeza contra el suelo. Pero viene luego Felipa y le espanta los miedos de que tiene que morir. «Felipa dice, cuando tiene ga 179
ñas de estar conmigo, que ella le contará al Señor todos mis pecados. Que irá al cielo muy pronto y platicará con El pidiéndole que me perdone toda la mucha maldad que me llena el cuerpo de arriba abajo. Ella le dirá que me perdone, para que no me preocupe más. Por eso se confiesa todos los días. No porque ella sea mala, sino porque yo estoy repleto por dentro de demonios, y tiene que sacarme esos chamucos del cuerpo confesándose por mí. Todos los días. Todas las tardes de todos los días. P or toda la vida ella me hará ese favor. Eso dice Felipa. Por eso yo la quiero tan to ...» . Macario no sale apenas de casa. Y cuando sale, es para ir con la m adri na a misa y oír al cura: «El camino de las cosas buenas está lleno de luz. El camino de las cosas malas es oscuro». Si se decide a salir alguna vez solo, en la calle sobra quien le descalabre a pedrada limpia apenas le vean. Llueven piedras grandes y filosas por todas partes. Y luego hay que esperar muchos días a que se remienden las rajaduras de la cara o de las rodillas. Y aguantar otra vez que le am arren las manos, porque si no ellas corren a arrancar la costra del remiendo y vuelve a salir el chorro de sangre. Claro que la sangre también tiene buen sabor, aunque, eso sí, no se parece al sa bor de la leche de Felipa. Macario, lo mismo que Felipa, es supersticioso. No se atreve a m atar a los grillos porque Felipa le ha dicho que los grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los gritos de las ánimas que están penando en el purgatorio. El día en que se acaben los grillos, el m undo se llenará de los gritos de las ánimas santas y todos echaremos a correr espan tados por el susto. Además de que a Macario le gusta mucho estarse «con la oreja parada oyendo el ruido de los grillos». Y eso sí, M acario es feliz cuando gusta la leche de Felipa, «aquella leche buena y dulce como la miel que le sale por debajo a las flores del obe lisco». Otro de los personajes inolvidables de Juan Rulfo es don Remigio Torrico, el de «La cuesta de las comadres», que era tuerto; pero el ojo negro y medio cerrado que le quedaba parecía acercar tanto las cosas, que casi las traía junto a sus manos. Y de allí a saber qué bultos se movían por el camino no había ninguna diferencia. Remigio Torrico, que va buscando al supuesto asesino de su herm ano, un hombre desarrapado e infeliz, que se encuentra cosiendo su viejo costal con la aguja larga que se va a incrustar pronto en el corazón del vengador. «Entonces vi que se le iba entristeciendo la m irada como si comenzara a sentirse enfermo. Hacía mucho que no me tocaba ver una m irada así de triste y me entró lástima. Por eso aproveché para sacarle la aguja de arriba del ombligo y meterla más arriba, allí donde pensé que tendría el corazón. 180
Y sí, allí lo tenía, porque nomás dio dos o tres respingos como un pollo des cabezado y luego se quedó quieto. Ya debía haber estado muerto cuando le dije: —Mira, Remigio, me has de dispensar, pero yo no maté a Odilón. Fueron los Alcaraces. Yo andaba por allí cuando él se me murió, pero me acuerdo bien de que yo no lo maté». El viejo Esteban es otro de los personajes inconfundibles y encantado res que encontramos en E l llano en llamas. Un viejo con el que hay que ha cer am istad en cuanto le oyes pronunciar sus primeras palabras de acerca miento. El viejo Esteban cuida de unas pocas vacas, a las que ordeña cada día y con las que conversa al tiempo de ordeñar. «Por última vez —le dice a la madre de un becerro crecido—, míralo y lengüetéalo; míralo como si fuera a morir. Estás ya por parir y todavía te encariñas con este grandullón». Y a él: «Saboréalas nomás, que ya no son tuyas; te darás cuenta que esta leche es leche tierna como para un recién nacido». Y le dio de patadas mientras le decía: «Te romperé las jetas, hijo de res». Y le hubiera roto el hocico si no hubiera surgido por allí el patrón. El patrón es don Justo Brambila, el cual se acuesta con una sobrina suya sin que se entere la madre de ésta y herm ana de aquél, tullidita como está y siempre en cama. El patrón, que vio aquello, corrió y agarró al viejo por el cuello y lo tiró contra las piedras, dándole de puntapiés y gritándole cosas de las que él nunca conoció su alcance. Después sintió que se le nublaba la cabeza y que caía rebotando contra el empedrado del corral. Quiso levan tarse y volvió a caer, y al tercer intento quedó quieto... Cuando el viejo Es teban se levantó, el sol estaba ya en todo lo alto del cielo. Se fue caminando a tientas, y nadie supo cómo pudo llegar a su casa, llevando los ojos cerra dos, dejando aquel reguero de sangre por todo el camino. Y luego, en la cárcel, el hom bre reflexionaba a solas: «Que dizque yo lo maté. Bien pudo ser. Pero también pudo ser que él se haya muerto de coraje. Tenía muy mal genio. Todo le parecía mal: que estaban sucios los pesebres; que las pilas no tenían agua, que las vacas estaban flacas. To le parecía mal; hasta que yo estuviera flaco no le gustaba. Y cómo no iba a estar flaco si apenas com ía... Yo no me acuerdo, pero bien pudo ser. Quizá los dos estábamos ciegos y no nos dábam os cuenta de que nos m atábam os uno al otro. Bien pudo ser. La memoria a esta edad mía es engañosa; por eso yo le doy gra cias a Dios, porque si acaban con todas mis facultades, ya no pierdo mucho, ya que casi no me queda ninguna. Y en cuanto a mi alma, pues a El también se la encomiendo». Estos son los personajes de E l llano en llamas. Y estas sus gentes. Gen 181
te primitiva, que m atan, como el viejo Esteban, sin darse cuenta de ello, o sin avisarle a uno, viendo a toda hora al asesino con «la 30» am arrada a las correas. Gentes, poseedoras de una tierra pobre. «Tanta y tam aña tierra para nada». Sólo unas cuantas lagartijas salen a asomar la cabeza por enci ma de sus agujeros, y luego que sienten la tatem a del sol corren a esconder se en la sombrita de una piedra. «Pero nosotros, cuando tengamos que tra bajar aquí, ¿qué haremos para enfriarnos del sol, eh?... Porque a nosotros nos dieron esta costra de tepetate para que la sembrásemos... Nosotros pa ramos la jeta para decir que el llano no lo queríamos. Que queríamos lo que estaba junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos ár boles llamados casuarinas y las paraneras y la tierra buena. No este duro pellejo de vaca que se llama Llano». Gentes miserables que viven en lugares donde todo va de mal en peor. «La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado cuando ya la habíamos enterrado, y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar.. Y apenas ayer, cuando mi herm ana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río...; ‘la Serpentina’, la vaca que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos... Porque mi papá con muchos trabajos había conse guido a ‘la Serpentina’, desde que era una vaquilla, para dársela a mi her mana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas las más grandes. Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas... Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente m ala... Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha m atado el río. Está aquí, a mi lado, con su vestido color de rosa, m irando al río desde la barranca y sin dejar de llo rar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera me tido dentro de ella». Gentes, profundam ente religiosas, pero con una reli gión supersticiosa, de milagrito de la Virgen y de caminatas y procesiones a santuarios. Como la Natalia, que «llora con un llanto quedito» a su marido Tanilo Santos, al que llevó un día a la Virgen de Talpa para que lo curara de su enfermedad, en com pañía de su cuñado, el herm ano de Tanilo, con el que le era infiel por las noches durante el largo camino hacia el santuario. Ahora todo ha pasado. Tanilo ha m uerto. Tanilo se alivió hasta de vivir. Ya no podrá decir nada del trabajo tan grande que le costaba vivir. Pero ahora que está muerto la cosa se ve de otro modo. A hora N atalia llora por 182
él, tal vez para que él vea, desde donde está, todo el gran remordimiento que lleva encima de su alma. E l llano en llamas, título de uno de los cuentos, el más largo de todos, y en el que unos hombres, levantados en armas, se m atan contra otros que invocan un cabecilla más poderoso. Mientras tanto, la tierra —«el llano»— sucumbe y es presa de un incendio feroz. «Desde mucho antes de llegar a San Buenaventura nos dimos cuenta de que los ranchos estaban ardiendo. De los trojes de la hacienda se alzaba más alta la llam arada, como si estu viera quemándose un charco de aguarrás. Las chispas volaban y se hacían rosca en la oscuridad del cielo form ando grandes nubes alum bradas... Era la época en que el maíz ya estaba por pizcarse y las milpas se veían secas y dobladas por los ventarrones que soplan por este tiempo sobre el Llano. Así que se veía muy bonito ver caminar el fuego en los potreros; ver hecho una pura brasa casi todo el Llano en la quemazón aquella, con el humo on dulado por arriba; aquel humo oloroso a carrizo y miel, porque la lumbre había llegado tam bién a los cañaverales. Y de entre el humo íbamos salien do nosotros, como espantajos, con la cara tiznada, arreando ganado de aquí y de allá para juntarlo en algún lugar y quitarle el pellejo». Juan Rulfo es un cuentista admirable y un poeta que sabe llenar de poesía sus relatos. «Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una espe ranza. Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca». Como en nuestro Gabriel Miró, las cosas en Rulfo cobran sentido, y los caminos andan, se siente vagar el aire vivo; ese aire que «sopla tantito antes de la m adrugada» y que se llevó los gritos de una canción, para seguir por todos lados los ladridos de los perros. Todo lo cual ocurre —bien puede ocurrir— en una noche de octubre, en las que hay «una luna muy grande y muy llena de luz». Cuando describe un paisaje, te le acerca tanto a tus ojos, que no pare ce sino que lo ves. «De los cerros altos del sur, el de Luvina es el más alto y el más pedre goso. Está plagado con esa piedra gris con la que hacen la cal, pero en Lu vina no hacen cal con ella ni le sacan ningún provecho... El aire y el sol se han encargado de desmenuzarla, de modo que la tierra de por allí es blanca y brillante como si estuviera rociada siempre por el rocío del amanecer; aunque esto es un puro decir, porque en Luvina los días son tan fríos como 18°
las noches y el rocío se cuaja en el cielo antes que llegue a caer sobre la tierra». U na tierra empinada; que se desgaja por todos lados en hondas barrancas, de un fondo que se pierde de tan lejano. Las gentes de aquel lu gar dicen que de aquellas barrancas suben los sueños; pero lo único que se ve subir es el viento, en tremolina, como si allá abajo lo tuvieran encañona do en tubos de carrizo. «Un viento que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas a la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los m ontes... Ya m irará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y sobran días en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un sombrero de petate, dejando los paredones lisos, descobijados. Luego ras ca como si tuviera uñas: uno lo oye a m añana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a rem overlos goznes de nuestros mismos huesos». Junto a este realismo de personajes, y este ambiente mágico de lugares y de cosas, el humorismo, poco frecuente en Rulfo, pero que aparece en al gunas de sus narraciones. Como ocurre en la graciosa y pintoresca de «El día del derrumbe», es decir, el día en que hubo un tem blor de tierra, y el gobernador se acercó a aquellos lugares por ver cómo les había ido. Porque «todos ustedes saben que nomás con que se presente el gobernador, con tal de que la gente lo mire, todo se queda arreglado. La cuestión está en que al menos venga a ver lo que sucede, y no que se esté allá metido en su casa, nomás dando órdenes. En viniendo él, todo se arregla, y la gente, aunque se le haya caído la casa encima, queda muy contenta con haberlo conoci do». Lo malo es que tuvieron que darle de comer. Y el pueblo se gastó con él y con su gente «así como cuatro mil pesos. Y eso que nomás estuvieron un día y en cuanto se les hizo de noche se fueron, si no, quién sabe hasta qué altura hubiéramos salido desfalcados». Pero, eso sí, la gente estuvo muy contenta. «La gente estaba que se le reventaba el pescuezo de tanto es tirarlo para poder ver al gobernador y haciendo comentarios de cómo se había comido el guajalote y de que si había chupado los huesos y de cómo era de rápido para levantar una tortilla tras otra rociándolas con salsa de guacamole; en todo se fijaron. Y él tan tranquilo, tan serio, limpiándose las manos en- los calcetines para no ensuciar la servilleta que sólo le sirvió para espolvorearse de vez en vez los bigotes». 184
III.
JU A N RULFO, NOVELISTA
De Juan Rulfo conozco solamente una novela: «Pedro Páram o»; pero ella sola le acredita, al igual que con sus narraciones breves, como uno de los mejores novelistas de la nueva generación americana, y a su libro como una de las grandes creaciones literarias contemporáneas mexicanas. Pedro Páramo refleja al vivo el tremendo dram a de las mismas gentes descritas anteriorm ente en E l llano en llamas', el dram a de unos hombres y mujeres, siempre a un paso de la muerte, entretejido en distintos planos donde la imaginación oscila del realismo a la fantasía y del relato crudo a la desleída evocación. De este modo, se descubre un mundo erigido en oscu ras preferencias, descrito con eficacia y arrastrado por el ímpetu de la fata lidad. Las técnicas narrativas que sigue Rulfo en esta novela, ambiental y realista, son las mismas también que emplea en sus cuentos. Se ha hablado de claras influencias de W. Faulkner; pero, sin negarlas, en la obra de Rul fo aparecen perfeccionadas y mejor ambientadas dentro del marco geográ fico que le vio nacer. Igualmente se han querido encontrar huellas e influencias kafkianas. También son ciertas. Pero Rulfo va más lejos de una simple impresión onírica y se introduce en un mundo superrealista americano. La distorsión del orden natural de las cosas que implica el superrealismo —ha escrito H ernán Rodríguez Castelo— , se pone en Pedro Páramo a cuenta, no de juegos estéticos caprichosos o experimentación literaria, sino de una ambientación preternatural, extraña, misteriosa, la de esas capas populares americanas donde lo religioso se ha hecho ya, o está a punto de hacerse, alucinación, m ito, conseja. Véamoslo: —«Ella me avisó que usted vendría. Y hoy precisamente. Que llegaría hoy. — ¿Quién? ¿Mi madre? —Sí. Ella. Yo no supe qué pensar. Ni ella me dejó en qué pensar... —Mi madre —dijo— , mi madre ya murió. —Entonces esa fue la causa de que su voz se oyera tan débil, como si hu biera tenido que atravesar una distancia muy larga para llegar hasta aquí. A hora lo entiendo. ¿Y cuánto hace que m urió?... —De modo que me lleva ventaja, ¿no? Pero ten la seguridad de que la al canzaré. Sólo yo entiendo lo lejos que está el cielo de nosotros; pero conoz co cómo acortar las veredas. Todo consiste en m orir, Dios mediante, cuan do uno quiera y no cuando El lo disponga». 185
Este es el superrealismo de Rulfo y, por tanto, de su novela Pedro Pá ramo: Un pueblo lleno de ecos... Unas horas llenas de espantos... Unas personas que se aparecen después muertas y conversan con las vivas... Un viento que habla lleno de dolor y de pena... Lo kafkiano existe, pero sola mente en pasajes cortos y más bien como instrum ento estético. Por ejemplo, al principio del libro, donde tiempo, espacio y luz pierden sus di mensiones y límites y nos dejan en un mundo como el de «El Castillo» o «El Proceso», donda puede ocurrir cualquier cosa y donde el que va al en cuentro de la tragedia o la aventura o la angustia es el puro hom bre, desnu do y solo. En Rulfo, ese hom bre que busca desaparecerá conform e la figu ra de Pedro Páram o vaya llenando las páginas de la novela con su recia y bien acusada personalidad de terrateniente mexicano, de patriarca rico y ti rano, coloso y hombre. Pedro Páramo es, ante todo, una de las más complejas e intensas no velas que se hayan escrito en el país azteca. El libro empieza con la llegada de Juan Preciado —un hijo de Pedro Páram o, entre muchos habidos de va rias mujeres— a Cómala en busca de su padre. Juan Preciado no encuentra lo que espera y lo que la madre le dice, o le ha dicho antes de morir. Lo que encuentra es un pueblo m uerto, lleno de murmullos y de ecos; de sombras y de misterio; de almas en pena que se aparecen a Juan y que le cuentan tiem pos y vidas pasadas; un pueblo enclavado en una región árida, sin vida ve getal ni animal. «Vine a Cómala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páram o. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo eñ un plan de prometerlo todo». Juan Preciado se fue form ando, de este modo, un m undo de esperan za que era precisamente aquel señor llamado Pedro Páram o, el m arido de su madre. P or eso viene a Cómala. Imagina ver aquello a través de los re cuerdos de la madre; de su nostalgia, entre retazos de suspiros. Porque su madre vivió suspirando siempre por Cómala, por el retorno. Pero jam ás volvió. A hora venía su hijo trayendo los ojos con que ella miró estas cosas: la llanura verde, algo amarilla por el maíz m aduro... Pero en Cómala no vive nadie y Pedro Páram o m urió hace muchos -nos. Es inútil que busque y desee encontrar niños que jueguen en las calles, llenando con sus gritos la tarde, como en Sayula, todavía ayer, a es ta misma hora. Y que mire al cielo anhelando ver en vuelo a las palomas rompiendo el aire quieto, sacudiendo sus alas como si se desprendieran del día... En Cómala ha muerto todo. Las casas están vacías. Las puertas des portilladas, invadidas de yerba. 186
Pero viven los ecos. Las mujeres que un día habitaron allí, ahora al mas en pena. Como Eduviges Dyada, que le da las buenas noches al cruzar una bocacalle, envuelta en su rebozo y desapareciendo como si no existiera. Eduviges hace ver a Juan Preciado que, aunque no había niños jugando, ni palomas, ni tejados azules, el pueblo vivía. Y que si él escuchaba solamente el silencio, era porque aún no estaba acostumbrado al silencio; tal vez por que su cabeza venía llena de ruidos y de voces. Pero en Cómala, por no haber, no hay aire siquiera. «Tuve que sorber el mismo aire que salía de mi boca, deteniéndolo con las manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir, cada vez menos; hasta que se hizo tan del gado que se filtró entre mis dedos para siempre». La mágica estilística de Rulfo sabe dar vida a Cómala. La transición de lo real a lo irreal es casi imperceptible. Los personajes tienen carac terísticas de seres vivos, pero también de difuntos. Y de no estar atentos a la lectura, no sabrías cuándo estás con uno o con otro. Esto es lo que hace que la novela sea compleja. Lo mismo pasa en el tiempo, que de presente, pasamos al pasado sin sentirlo. Y en cuanto al espacio, tan pronto estás en un escenario como en otro, sin necesidad de transiciones retóricas formales. Con todo, hay un personaje central, en torno al cual se centra la ac ción de la novela y te ayuda, de algún modo, a seguir cronológicamente la misma: es Pedro Páram o, cuyo am or hacia una mujer, Susana, siempre in satisfecho, le hace odiar todo cuanto le rodea. Es un odio que le lleva a extremos de dejar que los habitantes de Có m ala perezcan del todo. Que es lo que va a encontrar, justamente, Juan Preciado. Y tam bién lo que va a hacer vivir en su relato con una gran inten sidad emocional. Pedro Páramo es la novela de este personaje, uno de los más logrados dentro de la m oderna narrativa hispanoamericana. El núcleo de la historia —vuelve a decirnos Rodríguez Castelo—, la sustancia de un peregrinar fantasm agórico a través de imágenes distorsionadas, el hilo que une ese in terminable dialogar y m onologar de vivos y muertos es Pedro Páram o, se ñor de la M edia Luna, cacique del pueblo de Cómala. A partir de un punto, la figura de este personaje y su historia acaba por llenar el horizonte de la novela. A partir del anuncio: «El la quería. Es toy por decir que nunca quiso a ninguna mujer como a ésa. Ya se la entre garon sufrida y quizá loca». El amor apasionado, por primera vez limpio, y también por prim era vez imposible de Pedro Páram o por Susana. Tras la m uerte de la m ujer amada, el viejo cacique se abandonará hasta m orir, y su muerte será todo un símbolo: la muerte de Cómala. «Ya cuando le falta 187
ba poco para morir, vinieron las guerras esas de los «cristeros» y la tropa echó rialada con los pocos hombres que quedaban». Las circunstancias tuvieron un poco la culpa de que Pedro Páram o fuera como fue. Este personaje inconfundible e im borrable es frecuente en la narrativa americana: Se trata de uno de esos terratenientes y gamonales sin escrúpulos y abusivos, cuya violencia está explicada —nunca ju s tificada— por la violencia que envolviera su casa cuando niño: su audacia, por la necesidad que tuvo de levantarse desde muy abajo. Hasta el cura del lugar —el P. Rentería— se siente también culpable de este engendro de la sociedad. El P. Rentería que ha descrito tam bién uno de los rasgos característicos de esta novela, el tremendismo, cuando di ce a un colega del pueblo inmediato con el que se va a consolar y a confe sar: «Vivimos en una tierra en que todo se da, gracias a la Providencia; pe ro todo se da con acidez. Estamos condenados a eso»; el P. Rentería no quiere asistir en principio a los funerales de un hijo de Pedro P áram o —de Miguel— porque había violado a su sobrina A na y m atado al padre de ésta. Pero Pedro Páram o se le ha acercado de rodillas, le ha puesto un puñado de monedas de oro delante del altar y le ha pedido que le perdone. Un cura éste, P. Rentería, que se nos antoja cortado un poco por el mismo patrón que el sacerdote de «El poder y la gloria», perseguido por los revolucionarios. —«Por mí, condénalo, Señor» —dice rezando ante el sagrario abierto— . Pero tras larga lucha consigo mismo, responde: —«Está bien, Señor, tú ganas». Sin embargo, más tarde en la cama se revuelca sin poder dormir: —«Todo esto que sucede es por mi culpa —se dijo— . El tem or de ofen der a quienes me sostienen. Porque ésta es la verdad; ellos me dan mi m an tenimiento. De los pobres no consigo nada. Las oraciones no llenan el estó mago. Así ha sido hasta ahora. Y éstas son las consecuencias. Mi culpa. He traicionado a aquellos que me quieren y que me han dado sufre y me bus can para que yo interceda por ellos para con Dios. Pero ¿qué han logrado con su fe? ¿La ganancia del cielo? ¿O la purificación de sus almas? y ¿para qué purifican su alma, si en el último m om ento...? Todavía tengo frente a mis ojos la m irada de M aría Dyada, que vino a pedirme salvara a su herm a na Eduviges: —«Ella sirvió siempre a sus semejantes. Les dio todo lo que tuvo. H asta les dio un hijo, a todos. Y se lo puso enfrente para que alguien lo recono ciera como suyo; pero nadie lo quiso hacer. Entonces les dijo: En ese caso, yo soy tam bién su padre, aunque por casualidad haya sido su madre. A bu 188
saron de su hospitalidad por esa bondad suya de no querer ofenderlos ni de malquistarse con ninguno». —«Pero ella se suicidó. Obró contra la mano de Dios. —«No le quedaba otro camino. Se resolvió a eso también por bondad. —«Falló a últim a hora —eso es lo que le dije— . En el último momento. ¡Tantos bienes acumulados para su salvación, y perderlos así de p ronto !...» ¿Qué le costaba a él perdonar —sigue reflexionando el P. Rentería—, cuando era tan fácil decir una palabra o dos, o cien palabras si éstas fueran necesarias para salvar el alm a?... ¿Qué sabía él del cielo y del infierno?... Y sin embargo, él, perdido en un pueblo sin nombre, sabía los que habían merecido el cielo... Precisamente será este mismo P. Rentería, el cura de Cómala, quien nos entere de la vida de Pedro Páram o, recordando muchos años después de la noche en que la dureza de su cama lo tuvo despierto, la noche aquella en que murió Miguel Páram o. A hora, transcurrido el tiempo y después de haber pasado tantas cosas en Cómala, a la orilla del río, mirando en los re mansos el reflejo de las estrellas que se estaban cayendo del cielo, en lucha, una vez más, con sus pensamientos y tratando de tirarlos al agua, se decía: «El susto comenzó cuando Pedro Páram o, de cosa baja que era, se al zó a mayor. Fue creciendo como una mala yerba. Lo malo de esto es que todo lo obtuvo de mí: «Me acuso, padre, que ayer dormí con Pedro P ára mo». «Me acuso, padre, que tuve un hijo de Pedro Páram o». «De que le presté mi hija a Pedro P áram o ...» Siempre esperé que él viniera a acusarse de algo; pero nunca lo hizo. Y después estiró los brazos de su maldad con ese hijo que tuvo. Al que él reconoció, sólo Dios sabe por qué. Lo que sí sé es que yo puse en sus manos ese instrumento». P or todo ello, el P. Rentería tendrá que ir a confesarse con un colega —vuelvo otra vez a los recuerdos de los curas de G. Greene y de Bernanos, ahora del P. Donisan y de su com pañero—, del que debe escuchar terribles recriminaciones: —«Ese hom bre de quien no quieres mencionar su nombre ha despedaza do tu iglesia y tú se lo has consentido. ¿Qué se puede esperar ya de ti? ¿Qué has hecho de la fuerza de Dios? Quiero convencerme de que eres bueno y de que allí recibes la estimación de todos; pero no basta ser bueno. El peca do no es bueno. Y para acabar con él, hay que ser duro y despiadado. Quiero creer que todos siguen siendo creyentes; pero no eres tú quien m an tiene su fe; lo hacen por superstición y por miedo. Quiero aún más estar contigo en la pobreza en que vives y en el trabajo y cuidados que libras to dos los días en tu cumplimiento. Sé lo difícil que es nuestra tarea en estos 189
pobres pueblos donde nos tienen relegados; pero eso mismo me da derecho a decirte que no hay que entregar nuestro servicio a unos cuantos, que te darán un poco a cambio de tu alma y con tu alma en manos de ellos. ¿Qué podrás hacer para ser mejor que aquellos que son mejores que tú? No, padre, mis manos no son lo suficientemente limpias para darte la absolu ción. Tendrás que buscarla en otra parte... Tienes que ir. No puedes seguir consagrando a los demás si tú mismo estás en pecado. Después, aquellos dos colegas, ministros del Señor, sacerdotes católi cos, se pusieron a pasear por los corredores del curato, sombreados de aza leas. Sentados más tarde bajo una enram ada donde m aduraban las uvas, sentirán juntos la acidez de su cargo, la acidez de las cosas, la acidez de la vida: —«Son ácidas —se adelantó el señor cura a la pregunta que le iba a hacer el padre Rentería. —Tiene usted razón. Allá en Cóm ala he intentado sembrar uvas. No se dan. Sólo crecen arrayanes y naranjos; naranjos agrios y arrayanes agrios. A mí se me ha olvidado el sabor de las cosas dulces. ¿Recuerda usted las guayabas de china que teníamos en el seminario? Los duraznos, las m anda rinas aquellas que con sólo apretarlas soltaban la cáscara. Yo traje aquí al gunas semillas, pocas, apenas una bolsita...; después pensé que hubiera si do mejor dejarlas allá donde m aduraran, ya que aquí las traje a morir. —Y sin embargo, dicen que las tierras de Cómala son buenas. Es lástima que estén en manos de un solo hombre. Es Pedro Páram o aún el dueño, ¿no? —Así es la voluntad de Dios. —No creo que en este caso intervenga la voluntad de Dios. •—A veces lo he dudado. Pero allí lo reconocen. —¿Y entre esos estás tú? —Yo soy un pobre hom bre dispuesto a humillarse, mientras sienta el im pulso». ' A Pedro Páram o, el terrateniente sin escrúpulo y abusivo, a quien Rulfo ha querido revestir de caracteres de grandeza y misterio, conquista dor de mujeres, vencido y viejo, sentado junto a la puerta grande de la Me dia Luna, solamente le queda dorm itar y pensar mientras dorm ita, espe rando la muerte que no puede tardar. Pedro Páram o reflexiona en alta voz para que le oiga la mujer amada: —«Hace mucho tiempo que te fuiste, Susana. La luz era igual entonces que ahora, no tan bermeja; pero era la misma pobre luz sin lumbre, envuel ta en el paño blanco de la neblina que hay ahora. Era el mismo mom ento. Yo aquí, junto a la puerta, m irando el amanecer y m irando cuando te ibas, 190
siguiendo el camino del cielo; por donde el cielo comenzaba a abrirse en lu ces, alejándote cada vez más desteñida entre las sombras de la tierra...» Juan Rulfo escribe así. Este es el novelista mexicano de nuestros días. C onjunto de luces y de sombras; impresionismo y superrealismo; grandeza hum ana y miseria hum ana unidas; amor y odio; vida y muerte; fantasía y realidad; belleza y poesía de paisaje desolado y pobre... Todo muy hermo so y para ser leído y conocido.
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ERNESTO SABATO Ernesto Sábato es argentino y nacido en Rojas, cerca de Buenos Aires, el año 1911. Goza de una enorme reputación en el campo de la novela hispanoamericana. Estudió en la universidad de La Plata, donde obtuvo el doctorado en Física en 1937. Más urde, amplió estos estudios en el laboratorio «Curie» de París y en el Instituto Tecnológico de Massachusett de Boston. Su novela más famosa es la titulada «El túnel». En todas sus obras, Sábato manifiesta una mente científica aplicada a la bús queda filosófica de la existencia, con la aspiración de obtener una fe salvadora.
ERNESTO SABATO Buscador de las perdidas causas del alma y la palabra I.
EL HOMBRE
Escritor y científico argentino, nació en Rojas, pueblecito de la pro vincia de Buenos Aires, un 24 de junio del año 1911. Nació en un siglo, el siglo XX, el nuestro, y cuando todavía su país na tal se extendía desproporcionadam ente en cuanto al número de habitantes derram ados en esa larga geografía que durante años habría de llamarse «el granero del mundo». Era hijo de una familia de italianos inmigrantes, como, la inmensa mayoría de los hombres que irán poblando la pam pa húmeda, donde el abigarram iento y la falta de fe en un destino producirá, en el devenir de los tiempos, unas consecuencias históricas que van a situarse dentro de las grandes catástrofes contemporáneas. Será una sociedad deshumanizada, a la que Ernesto Sábato ha de aludir en tantas ocasiones en sus obras. Sábato pasa, de este m odo, una infancia y adolescencia triste y solita ria, dueña de una angustia permanente, que m arcarán una personalidad compleja e introvertida. El mismo recuerda con tristeza la ausencia de co municación afectiva y la soledad de aquellos días. Años más tarde y como él mismo se m irara en aquella ventana de la casa, que también se nos apare ce como una obsesión en su novela «El túnel», Sábato dirá con respecto a la fam osa controversia entre los escritores de Boedo y de Florida, aludien do a los primeros: «Del otro lado, escritores surgidos del pueblo como Rcrberto A rlt, influidos por grandes narradores rusos del siglo pasado y por los doctrinarios de la revolución, ya que nuestra inmigración fue pobre y proveniente de países con fuerte tradición anarquista y socialista; hijos de obreros extranjeros, esos futuros artistas de la calle aprendieron a escribir leyendo traducciones baratas de Gorki y Emilio Zola, de M arx y Bakunin». 195
Con los años, pasa a estudiar en el Colegio Nacional de la Universidad de La Plata, ciudad querida, llena de recuerdos, y en la que se graduaría en Ciencias Físicas. La Plata, ciudad íntimamente unida a sus afectos perso nales, lo mismo que a los desengaños y la búsqueda, más tarde, de un pen samiento en crisis, cuando literatura y matemáticas se abalanzan sobre el contradictorio espíritu del hombre. «Yo estaba en primer año —escri birá—, cuando entró aquel hombre silencioso y aristócrata en cada uno de sus gestos, que con palabra mesurada imponía una secreta autoridad». Hay en Sábato una clara vocación juvenil por las ciencias exactas. Vo cación que abandonó luego por la llamada de esas urgentes ficciones, «sus desgarramientos interiores, la suma de todas sus ambigüedades y contra dicciones espirituales», como nos confesará en uno de sus escritos cortos. Procedente entonces del mundo de las matemáticas y de un paisaje donde la naturaleza cobra form a de insostenible metafísica, como escribe acerta damente Angel Leiva, la conciencia y las devociones del espíritu del intro vertido rebelde joven Sábato irán encontrando esa pasión de todos y de na die, donde el filósofo y el narrador exhumen la fuerza poderosa que entra ñan las nostalgias. El principio y el fin por el que todo hom bre verdadero se desplaza en busca de las perdidas causas del alma y la palabra. Y fue precisamente en 1929 cuando ingresó en la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas de la mencionada Universidad de La Plata. Como escribirá en su «Itinerario», buscaba entonces en el orden platónico el or den que no encontraba en su interior. Tal vez por eso, al año siguiente co menzó su actividad política como militante en organizaciones estudiantiles de orientación anarquista, para terminar, en 1931, afiliándose al partido comunista, llegando a ser uno de los directivos entre la juventud de sus mis mas ideas y propósitos. En estos momentos, conocerá persecución y tendrá que ocultar su verdadero nombre, al tiempo que padece una enfermedad estomacal. , Sábato, activista del partido comunista, en pleno entusiasmo juvenil, veinticinco años cumplidos, es enviado como delegado del partido al Congreso que tiene lugar en Bruselas contra el fascismo y la guerra. Allí le espera una de esas crisis que marcan la vida de un hombre para bien o para mal. Una profunda crisis que le lleva a abandonar la militancia activa, re fugiándose en París, hasta su regreso a la Argentina. M omentos estos que aprovecha para doctorarse en Física y conseguir una beca para investigar sobre radiaciones atómicas en el Laboratorio Curie. Años definitivos en la vida del escritor, que recordará en su «Itinera rio» con las siguientes palabras: «Pero en el momento mismo en que las ciencias físico-matemáticas me acababan de salvar, empecé a comprender 196
que no me servían: eran un refugio en medio de la torm enta, pero nada más (aunque nada menos) que eso. No sé si el espíritu de todos o de algunos po cos es así, pero el mío parece regirse por una alternativa entre la luz y las ti nieblas, entre el orden y el desorden». El año 1943, Sábato decide abandonar definitivamente sus actividades científicas, para dedicarse plenamente a la literatura. Para ello, se retira, con su mujer y su hijo, a la ciudad montañesa de Córdoba. Poco después, en 1945, aparece su primer libro «Uno y el Universo», libro de ensayo, con el que obtiene el «primer Premio Municipal de la ciudad de Buenos Aires». A este ensayo, siguieron otros, tales como «Hombres y engranaje», que son unas reflexiones sobre el dinero, la razón y el derrumbe de nuestro tiempo. Su prim era novela como tal es «El túnel», publicada en 1948; obra que le encaramó a la fam a de los hombres de letras sudamericanos y que fue lle vada al celuloide. A partir de entonces, la carrera literaria de Ernesto Sába to ha seguido su rum bo imperturbable, alternando entre el ensayo y la no vela. Publica Sobre héroes y tumbas, la cual ha sido calificada por algunos críticos como la m ejor novela en los últimos tiempos, y que pasa por ser la más im portante de todas las publicadas por nuestro autor argentino; por lo que hoy está considerado como uno de los más positivos valores de la ac tual intelectualidad americana. Ultimamente, ha publicado Abaddón, el exterminador, libro que le ha valido un im portante premio en París, como la mejor novela extranjera aparecida en Francia el año 1976. Sábato, entretanto, ha viajado asiduamente por Europa y América, difundiendo sus ideas literarias y la metafísica de su pueblo, tan bien explicitado a través de las reflexiones que hace sobre el tango, «este humilde su burbio de la literatura argentina», y sobre la tristeza. Porque «si el mal metafísico atorm enta a un europeo, a un argentino le debe atorm entar por partida doble, puesto que si el hombre es transitorio en Roma, aquí lo es muchísimo más, ya que tenemos la sensación de vivir esta transitoria exis tencia en un cam pam ento y en medio de un cataclismo universal, sin ese respaldo de la eternidad que allá es la tradición milenaria». Y más adelante añadirá: «También aquí surgió del anonadam iento en la pam pa esa pro pensión religiosa y esa esencial melancolía del paisano que se siente es cuchando una cifra o un triste. A esto se agregó después, cuando el país abrió sus puertas a la inmigración, el sentimiento de exilio en su propia tierra, que tan patéticamente describió Hernández en su poema».
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II.
ERNESTO SABATO, ENSAYISTA
Ernesto Sábato es un hom bre que por la temática y la universalidad de su obra alcanza hoy día un lugar preferencial entre los fundamentales escri tores de este siglo. Integrante notable de una generación recordada —la generación de «los intermedios»— , Sábato se encuentra vinculado con ella a impulsos de una llamada empírico-consciente en pos del desarraigo que se fue instalan do a lo largo y a lo ancho de la realidad hispano parlante, y más espe cíficamente en un medio donde la inestabilidad socio-económica hace alar des de la política m etropolitana originada en base al pensamiento externo e interno de las clases dominantes. El escritor argentino se ha propuesto una tarea tan personal como difícil, donde la generalidad se muestra a ultranza de los modelos foráneos. Sábato, a diferencia de los escultores del mármol —fría m ateria del engaño— , reproduce desde un estertor dostoievsquiano el clima y el paisaje de su historicidad agobiada. El, como Arlt, como Güiraldes, cifra en la li teratura de la desesperanza algún camino de salida para el hom bre común, el cual es dueño de un espíritu apropiado más para el lenguaje de la calle, que para el de las especulaciones mágicas o soñadas. Sin embargo, no por esta determinación y por esta lealtad con la realidad, su lenguaje se vuelve un calco de lo inmediato. Ana M. de Rodríguez, en un excelente ensayo titulado «La creación corregida», sintetiza las ideas de Ernesto Sábato sobre el problem a de la técnica literaria. «Expuesta someramente la posición de Sábato con res pecto a la técnica —nos dice— , es la siguiente: La novela es un arte intrínsecamente im puro y como tal rechaza cualquier intento de limitación definitiva. Técnicamente, el fin justifica los medios, pero los medios no justifican el fin. Los experimentos técnicos se tornan decadentes cada vez que sé prefiere el cómo al qué». El escritor argentino se funda en el argumento que le sugieren sus vi vencias, o es el producto de largas generaciones preguntándose un quiénes somos y hacia dónde vamos. Detrás de esa figura, a simple vista huidiza, pero abierta siempre al diálogo, se esconde una voz cálida y sonora p o r donde se le escapan las ideas que mayormente le preocupan. Y otra vez su «Itinerario» nos sale al paso para decirnos sobre el particular: «la patria no es sino la infancia, algunos rostros, algunos recuerdos de la adolescencia, un árbol o un barrio, una insignificante calle, un viejo tango en un orgánito, el silbato de una locom otora de manisero en una tarde de invierno, el 198
olor (el recuerdo del olor) de nuestro viejo m otor en el molino, un juego de rescate». En otro ensayo del mismo Sábato, «H om bresy engranajes», señala la circunstancia paradógica de que «el ser humano parece encontrarse en el m undo como un extranjero solitario y desamparado». Esta circunstancia especial del hom bre y la conciencia de esta soledad insalvable en la mente paranoica de Juan Pablo Castel determina al protagonista de E l túnel al de senlace final: «tengo que ^matarte, M aría. Me has dejado solo». Ernesto Sábato, científico y matemático, pensador profundo, ahonda en las raíces de esta condición trágica del hombre y cree que se trata de una resultante de los errores del pasado, de su ciega confianza en el progreso de la Ciencia y en el poder del dinero. El hombre padece una soledad metafísica; pero esto es consecuencia, según el gran escritor argentino, de su propia naturaleza, que sólo podía serle revelada, tal como la venía sufriendo, en una sociedad poblada de signos y máquinas, una sociedad deshumanizada. La desesperanza, el tem or, los miedos ante una vida lúdica —comenta Angel Leiva— , hacen de la «nouvelle» E l túnel el escenario de la diáspora en la que el hombre ve perder su propia identidad: el pasaje entre la vida y la muerte. Una instancia que, en el ámbito de las ficciones recreadas por el escritor argentino, nos devuelve el caos, la maledicencia en la que actual mente se encuentra envuelta esa criatura que es el ser humano. P o r eso, Sábato resultará siempre un hombre polémico. Un hombre lleno de preguntas y cuyas incógnitas lo elevan a la categoría del pensador empedernido, capaz de producir fricciones hasta en el más acólito de sus ideas. No olvidemos que procede de una sociedad y de un ambiente en que el hom bre medio argentino navegaba entre la inestabilidad y una in dustrialización del país creciente y poderosa. Nuestro escritor lo va a reflejar admirablemente en las páginas de su «Itinerario». Es una época —la de Sábato— en que la Argentina se con vierte en dos bastiones: uno vocero de las clases débiles y postergadas, y otro preservador de las minorías dominantes. «Y así, junto a los inmigran tes —escribe— vinieron los capitales ingleses. La penetración incontrolada y finalmente todopoderosa corrom pió nuestra vida política... y, en fin, pu so en peligro de naufragio nuestra incipiente nacionalidad... Puede decirse que ese proceso no se detiene y que, en cierto modo, culmina a partir del año 1930, fecha que señala el fin del liberalismo y el comienzo de la gran crisis nacional que seguimos viviendo». Argentina cam inará entre bandazos hasta que lleguen los días fuertes de Juan Domingo Perón, líder político de los marginados y «cabecitas 199
negras», y en que los intelectuales, salvo contadas excepciones, m antu vieron una sigilosa pero férrea resistencia a quien había proclam ado para la salvación de sus principios: «Alpargatas, sí; Libros no». Los solitarios tra bajadores de la palabra y del arte volverán a hacer oír su voz cuando, en 1955, las fuerzas militares antiperonistas bom bardeen la Plaza de Mayo. «Escritores como yo —escribe Sábato— nos form amos espiritualmente en medio de semejante desbarajuste y nuestras ficciones revelan, de una m a nera o de otra, el dram a del argentino de hoy». Estos escritores de la generación de nuestro protagonista, en general, son marcadamente individualistas; escritores solitarios, que trabajan aisla damente, sin inscribirse a ningún movimiento estético, y seguidores históri camente a los que se form aron en torno a la revista «M artín Fierro», dirigi da por Evar Méndez, con la colaboración de Oliverio Girondo y Conrado Nalé Roxlo, entre otros; es decir, son los herederos de la línea Boedo, por un lado, y de la de Florida, por el otro. A estos hombres de la «generación intermedia» pertenece ya Julio Cortázar, con su obra característica «Los premios». Lo más im portante de todos ellos es que logran una trascenden cia en conjunto y de form a prolongada; lo que antes solamente habían con seguido aisladamente un Hernández, o un Güiraldes. Una vez más Sábato, lindando entre los herederos de Florida, «adheri dos a una literatura estetizante y evasiva de la realidad», y los de Boedo, «realistas y auscultadores de las problemáticas sociales», proclam a que pertenece a la clase de escritores que: «desgarrados por una y otra tenden cia, oscilando de un extremo al otro, t-erminó por realizarse una síntesis que es, a mi juicio, la auténtica superación del falso dilema corporizado por los partidarios de la literatura gratuita y de la literatura social. Estos últimos sin desdeñar las enseñanzas estrictamente literarias de Florida, trataron y tratan de expresar su dura experiencia espiritual en una creación que forzo samente los aleja de la gratuidad y del esteticismo que caracterizaba a ese grupo, sin incurrir, empero, en la simplista doctrina de la literatura social que inform aba el grupo de Boedo». En el fondo, filósofo y metafísico, preocupado siempre por el ser y el destino del hombre, y tam bién por los rasgos más acusados de la cultura nacional, nos ofrece una literatura que plasma las problemáticas más ur gentes del hombre; pero, al mismo tiempo, trata de expresarse a un alto ni vel artístico.
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III.
ERNESTO SABATO, NOVELISTA
Ya desde su prim era novela E l túnel, que estudiaremos más adelante, publicada hace treinta años, hasta Abaddón, el exterminador, se detecta claramente que la personalidad del original autor argentino no ha padecido el flujo y reflujo, las constantes variantes y diversas posturas que se obser van en otros escritores contemporáneos sudamericanos y, más concreta mente, argentinos. La razón de ello, tal vez, nos la pueda dar la psicología especial de sus personajes: la intencionalidad de Sábato proviene de un clima más próxi mo al de la madurez que al de la improvisación y espontaneidad juveniles. La novelística de Sábato viene a ser el compendio de un país que, du rante décadas y décadas, se viene desarrollando con violencia. De form a ción intelectual independiente, Sábato alcanzó con su literatura el lugar que se merece. Sus novelas, hoy traducidas a la mayor parte de los idiomas modernos, hacen de él un escritor de mayorías, a pesar de que, alejado de la tem ática propicia al elemento de consumo, el novelista argentino ensaya, siempre por el camino de la realidad, indistintas variantes que impulsan al hombre hacia la perdida necesidad de conocimiento a partir de uno mismo y de los problemas generalmente vistos como entorno; pero, justamente, Sábato se encarga de m ostrar un nuevo sentido de unidad existente entre persona y cosa. La cosa es lo que produce el hombre. Es decir, que, sin re currir a la idea folletinesca y rosa de las novelas propias de la civilización y que nos divulgan, crea por momentos una superficie inexpugnable y sórdi da que sólo puede ser la equivalencia de ese tiempo al que nos encontramos enfrentando. Por lo que bien podemos decir que el Sábato novelista es una conse cuencia del hom bre inmerso en la problemática hum ana y en la esperanza metafísica de la trascendencia del ser. En uno de sus mejores ensayos, «El escritor y sus fantasmas», expone lo que él considera que es la novela y sus técnicas. Para llegar a hacer un ar te verdadero, el escritor debe ahondar en la problemática que sufre y que su realidad le ofrece. En el caso particular de nuestro autor, éste no puede si no construir una obra «problemática» de índole metafísica, ya que su en torno político y social posee, en definitiva, esta condición dram ática. Y de ahí que Sábato diga: «En este desorden, en este perpetuo reemplazo de jerarquías y valores, de culturas y razas, ¿Qué es lo argentino?, ¿cuál es la realidad que han de develar nuestros escritores?». Según Sábato, el novelista argentino está inmerso en una doble proble201
mática dramática. Por un lado, es partícipe de la crisis que atañe a la civili zación occidental; y. por otro, sufre su propia catástrofe como habitante de un país en el que la violencia es una diaria realidad. Y de este marco vital sólo puede surgir una literatura de tipo metafísico, ya que la consecuencia de semejante experiencia angustiante es que el hom bre se replantea, con mayor urgencia que nunca, qué es y hacia dónde va. «La literatura, esa híbrida expresión del espíritu hum ano —escribe— , que se encuentra entre el arte y el pensamiento puro, entre la fantasía y la realidad, puede dejar un profundo testimonio de este trance, y quizá sea la única creación que pueda hacerlo. Nuestra literatura será la expresión de esa compleja crisis o no será nada». . Volverá a la misma idea en «Tres aproximaciones a la literatura de nuestro tiempo», ensayo en el que afirm a tajante que la novela es la única capaz de devolver al hombre su unidad, devastada por concepciones filosó ficas equivocadas a partir de la civilización moderna. «Ya no es posible —escribe— seguir sosteniendo la absoluta separación entre el sujeto y el objeto. Y el novelista debe dar la descripción total de esa interacción entre la conciencia y el mundo que es peculiar de la existencia». Fernando Alegría, en su excelente ensayo «La novela hispanoam erica na. Siglo XX», hace a Sábato escritor «neorrealista», tratando de buscar al hombre «proyectado sobre la realidad inmediata», pues, según él, «el hombre de Hispanoamérica, no ya el ambiente, ocupa el centro de su aten ción; el hombre angustiosamente afanado en definir su individualidad y ar monizarla con el mundo que le rodea, ásperamente dividido en sus rela ciones socialds y económicas». La literatura de hoy lucha por salvar al hombre de su caos y angustia vital. El hombre está y vive angustiado en incomunicación y padece como nunca su propia soledad. De tal m anera, que el am or planteado como una comunicación, aparece en la novelística actual como un paradigm a de la in comunicación total, ya que el cuerpo es un mero objeto y el alma es inapresable. Surge entonces la desesperanza, frente a la com probación real del fracaso de toda comunicación absoluta. Y este sería el neorrealismo de Sábato, tan criticado por la izquierda por el simple hecho de haber clavado el bisturí en la psicología de casos anormales y por haber estudiado también la tristeza como un rasgo perti nente a los argentinos. Nuestro novelista se defenderá diciendo que él in tenta penetrar y revelar la angustia existencial del argentino de hoy como una consecuencia de una sociedad injusta, que no tiene en cuenta los problemas esenciales de la existencia hum ana. En cuanto a los maestros y escritores famosos que han influido en el 202
buen hacer literario y novelístico de Sábato, están ahí y son bien conocidos en el mundo actual de la narrativa: Joyce, Faulkner, Hemingway, Dostoievsky, Proust y K afka... Con estos novelistas proceres, el argentino uni versal va a descubrir la realidad de la vida, falseada en las producciones an teriores por el pintoresquismo y la belleza del paisaje que relegaba al hom bre fuera de su entorno. Junto a estas influencias, advertimos, como en la mayoría de los auto res latinoam ericanos, la cultura nacional, la fuente cultural común que nin guno de ellos puede negar: Cortázar, García M árquez, Vargas Llosa, Rul fo, Alejo Carpentier, César Vallejo, y otros muchos. Em ir Rodríguez Monegal, en su ensayo «Tradición y renovación», di ce que los escritores americanos de los años 40, con el marco histórico de la guerra civil española y la segunda guerra mundial, tienen de común la huella que han ido dejando en su obra los maestros de la promoción ante rior, todos ellos extranjeros. Y añade: «Pero no son las influencias, reco nocidas y admitidas casi siempre, las que caracterizan mejor a este grupo, sino una concepción de la novela que, por más diferencias que se puedan m arcar de una a otra obra, ofrece por lo menos un rasgo común, un mínimo denom inador com partido por todos. Si la promoción anterior habría de innovar poco en la estructura externa de lá novela y se conform aría con seguir casi siempre los moldes más tradicionales..., las obras de esta segunda promoción se han caracterizado sobre todo por ata car la form a novelesca y cuestionar su propio fundamento».
IV.
ALGUNOS TITULOS IMPORTANTES DE LA NARRATIVA DE SABATO
«El Túnel». He aquí la obra más tem prana, en la novelística de Sábato, y la que más fam a le ha dado. He aquí, sin duda, su obra fundamental. Los temas estudiados arriba: la desesperanza, el temor, los miedos ante una vida lúci da, hacen de esta obra el escenario de la diáspora en la que el hombre ve có mo se va perdiendo su propia identidad: el pasaje entre la vida y la muerte. U na instancia que, en el ám bito de las ficciones recreadas por el escritor ar gentino, nos devuelve el caos, la maledicencia en la que actualmente se en cuentra envuelta esa criatura que es el ser humano. Lo mismo que ocurre en la realidad, el pintor Juan Pablo Castell y E r nesto Sábato, o el hom bre, se confunden aquí con ese otro personaje prin 203
cipal de la novela que se llama M aría Iribarne, «especie de pesadilla que la niñez en un sitio del tiempo rememora para convertirse en algo trascenden te que nos obligue, de cara a los fantasmas del entorno, a tratar de conocer nos». Novelar el resquebrajamiento del alma es, tal vez, como una form a de explorar el universo hum ano y, de este modo, situar sobre el tapete de las realidades la mezquindad, el amor, la incomprensión, los tedios y aquel horrible sentirse solo entre las multitudes. E l túnel gira en torno a las marcas del perseguidor de lo inalcanzable. Lo inalcanzable es el regreso al país de la infancia —simbolizado en esa ventanita del cuadro— y donde el am or y la comunicación alcanzan en la memoria del hombre las cualidades de lo mítico. M aría Iribarne aparece como el pretexto de una realidad que acosa con visos enfermantes. El túnel es lo oscuro del alma; lo que el hombre pretendé conocer cOmo a la verdad. Castell —comenta Angel Leiva— analiza la razón de su miedo ante la angustia permanente. Su vida es un paisaje de infelicidad que ejemplifica al hombre de este tiempo en estado agónico entre la razón y los sentimientos. En esta novela, Sábato manifiesta, a través de la conciencia de Castell, que no hay esperanzas, que es imposible alcanzar el amor absoluto a nivel hu mano. A lo largo del libro, el protagonista lucha entre esas dos fuerzas antípodas: la razón y la intuición. Su terquedad racionalista culmina en una secuencia absurda de hipótesis que le lleva a la necesidad de m atar a M aría, para de este modo refrendar su posición. Este acto concluye con to da posibilidad de comunicación. Lo que en un principio pretendía Sábato con esta novela era contar sencillamente cómo un pintor enloquece debido a la imposibilidad de co municarse, incluso con la mujer, la única, que había llegado, según su in tuición, a comprenderle a través de su pintura. Después, el propio Sábato declara que esta primera imposición cambió de rumbo. Los celos vinieron a ocupar un primer plano a nivel psíquico y físico, y no como una problem á tica de orden metafísico. La explicación de este cambio de rum bo la en contramos en las siguientes palabras del autor: «Los seres hum anos no pueden representar —escribe en «Páginas vivas»— las angustias m eta físicas al estado de puras ideas, sino que lo hacen encarnándolas... Las ideas metafísicas se convierten así en problemas psicológicos, la soledad metafísica se transform a en el aislamiento de un hombre concreto en una ciudad bien determinada, la desesperación metafísica se transform a en ce los, y la novela o relato que estaba destinado a ilustrar aquel problem a ter mina siendo el relato de una pasión y de un crimen». De este modo, Juan Pablo Castell irá caracterizándose como un fenó 204
meno cierto de la frustración, como el espía introspectivo que asoma la ca beza para mirar desde la ventana de uno de sus cuadros el acoso de un espíritu que él necesita desterrar para-sentirse libre. Su obsesión por entre ver el rum bo imaginario de la duda se vuelve torm entosa, toda vez que los espejos no pueden ofrecerle la identidad del rostro que Castell prefiere. Y en definitiva su crimen no es sino una versión más del dram a al que cada día venimos asistiendo, aunque aquí el cuerpo de la víctima sea el de otro. Tal vez esto mismo explique que este libro o novela de Sábato haya si do calificada como «la novela de la desesperanza». El protagonista es el pintor que comienza su relato reconociéndose criminal, pues ha m atado a M aría Iribarne. Del pasado, pues, mejor sería no hablar, pero resulta que el presente es tan horrible como el pasado. Recuerda tantas calamidades, tantos rostros cínicos y crueles, tantas malas acciones, que la memoria es para él como la temerosa luz que alum bra un sórdido museo de la vergüen za. Al final, lo único que de verdad lamenta es no haber aprovechado me jor el tiempo de su libertad, liquidando a seis o siete tipos que conoce. P or que el m undo es horrible. Y esto es una verdad que no necesita de de mostración porque salta a la vista. Bastaría un hecho para probarlo: en un campo de concentración un expianista se quejó de hambre y entonces le obligaron a comerse una rata, pero viva. Juan Pablo Castell no deja de ser un hombre extraño que siempre ha m irado con antipatía y hasta con asco a la gente, sobre todo, a la gente am ontonada. Nunca ha soportado las playas en verano. Algunos hombres y algunas mujeres aisladas le fueron muy queridos; por otros sintió adm ira ción; por otros verdadera simpatía; y con los niños siempre'tuvo ternura y com pasión... Pero, en general, la hum anidad le pareció siempre detestable. Un hom bre extraño, sí; y en el fondo, perverso. Porque, después de insultar y golpear a M aría Iribarne, se encuentra en un dualismo entre pe dirla perdón, o seguir en su sadismo. Mientras una parte le lleva a tomar una hermosa actitud, la otra denuncia el fraude, la hipocresía y la falsa ge nerosidad. Mientras una le lleva a insultar a un ser humano, la otra se con duele de él y le acusa de lo que denuncia en los otros; mientras una le hace ver la belleza del m undo, la otra le señala su fealdad y la ridiculez de todo sentimiento de felicidad. Hay momentos, pocos, en que se siente feliz y correspondido. Por ejemplo, aquel día en que, sentados M aría y él sobre las rocas, permanecen los dos mucho tiempo en silencio oyendo el furioso batir de las olas abajo, sintiendo en sus rostros las partículas de espuma que a veces alcanzaban hasta lo alto del acantilado, y cuando la bella mujer le dice: — ¡Cuántas veces soñé com partir con vos este mar y este cielo! 205
Para añadir, poco después: —A veces me parece como si esta escena la hubiéramos vivido siempre juntos. Cuando vi aquella mujer solitaria de tu ventana, sentí que eras co mo yo y que también buscabas ciegamente a alguien, una especie de interlo cutor mudo. Desde aquel día, pensé constantemente en vos, te soñé muchas veces acá, en este mismo lugar donde he pasado tantas horas de mi vida. Y el libro termina por donde empezó: de pie entre los árboles agitados por el vendaval, em papado por la lluvia, Juan Pablo Castell sintió que pa saba un tiempo implacable. H asta que vio, a través de sus ojos m ojados por el agua y las lágrimas, que una luz se encendía en otro dorm itorio. Lo que sucedió más tarde, lo recordará siempre como una pesadilla; trepó hasta la planta alta por la reja de una ventana. Temblando empuñó el cuchillo y abrió la puerta. Y cuando M aría le pregunta: —¿Qué vas a hacer, Juan Pablo?, poniendo su mano izquierda sobre sus cabellos, le respondió: —Tengo que m atarte, M aría. Me has dejado solo. Es así cómo este Castell de Sábato tiene la pasta de los personajes de Kafka, Sartre y Faulkner. Y la novela en sí, un análisis argentino, una pri sión de alucinada lógica y una tragedia densa y profunda que Poe, Dostoievsky y M aupassant firm arían como suya. «Sobre héroes y tumbas» Es seguramente, si no la más celebrada del novelista argentino, sí la más profunda y radical, incluso, de toda la narrativa actual sudamericana y acaso de la lengua española, digan lo que quieran los que se atreven a hablar con cierto desprecio del «boom » latinoamericano. Novela pensada y escrita en el Buenos Aires complejo, concreto y con fuso de los 1960, rompe fronteras, se sale de su demarcación geográfica y se rem onta a esa región universal de las altas verdades que preocupan e in teresan a las gentes de todo el mundo. Escrita y pensada en y para los hombres de su ciudad nativa, se instala en esa vaga zona de los «sobresaltos de la sangre» —en expresión feliz de León Felipe—, en los sésamos cifrados de la conciencia universal, como diría también en su mom ento el crítico Carlos Muñiz Romero. Ernesto Sábato tiene sus ideas propias sobre la novela. P ara él quedó apuntado arriba— , «no existe la novela pura»; no hay arquetipo de novela. Lo único que im porta es ver si una novela cumple su misión. Pero nuestro novelista argentino hace más en Sobre héroes y tumbas. Si examinamos a fondo el largo análisis que hace sobre el m undo y sus con 206
ciencias, se verá que la palabra «crisis» hay que tom arla en una acepción más clásica. Sábato observa y juzga. Cuenta y medita. Con la maravilla de su estilo portentoso, ese aire suelto y embarcante, barroco allá en las médu las, tan distinto al decir sobón y empalagoso de muchas páginas del gran Lezama Lima o al árido desparpajo de un Vargas Llosa o a los pespuntes incandescentes de un Juan Rulfo, va creando un clima poroso y acongojan te que es algo más que la desolación de un Pedro Páram o o la soledad cen tenaria de M acondo. Es el mundo entero el que está sentado en el ban quillo, y Sábato lo ausculta, lo interroga, lo acusa y lo diagnostica, le mete el bisturí y lo deja inesperadamente visto para sentencia. Sobre héroes y tumbas es una maravillosa narración, en la que se van desarrollando dos vidas paralelas: la de M artín y la de Alejandro, en medio de un mundo enervante, en ese «Inform e sobre ciegos» que supera todos los cauces de los simbolismos de la invidencia, que se sale de madre brutal mente en la riada de cavilaciones de un tarado mental. Seguramente que el juicio mejor que podemos hacer de esta novela es emplear las mismas palabras que escribió el propio Sábato en otro lugar: «No sólo conmueve al lector, sino que lo transform a misteriosa y e n se ñablemente, purifica sus pasiones revelándole su sentido sagrado, y de este modo contribuye a la salvación del hombre. Tarea infinitamente más tras cendente en esta época, en que la criatura hum ana ha sido cosificada y deshumanizada por la ciencia, la técnica y las estructuras económicas todo poderosas». «Abaddón, el exterminador» Es la últim a novela de la que tenemos noticias de nuestro autor. Tan discutida y polémica como él mismo. Y es que Sábato no püede quitarse de encima —la lleva clavada en lo más profundo de su ser— la idea alucinante y obsesiva de la sociedad que le ha tocado vivir en su Buenos Aires querido. Abaddón, el exterminador es una novela apocalíptica y de ficción. Pe ro es tam bién la crisis y la búsqueda; la contradicción y su crítica; el arre pentimiento, la denuncia, y también la desesperación. No entenderemos nunca esta obra de Sábato, si no retrotraem os el tiempo y las horas del vivir angustioso del autor. Son los días en que vive en París, cuando se siente con vocación de «creador de ficciones»; y cuando trabaja —según hemos dejado escrito en su vida— en el Laboratorio Curie, rodeado de electró metros y medidas, y sufriendo una de las crisis más agudas que haya sufri do hasta hoy. Hoy como ayer, Ernesto Sábato sigue hondam ente preocupado por lo 207
que está ocurriendo en este siglo cruel y, al mismo tiempo, contradictorio, en el que se mata, se tortura y se muere en nombre de una libertad conti nuamente mancillada y en el que el progreso técnico y científico ha condu cido al hombre actual a la muerte más sutil, degradante y mecanizada. Y esto es, precisamente, lo que trata de explicarnos desde el pórtico mismo de su extensa novela. Una novela, al igual que Sobre héroes y tum bas, introspectiva, de reflexión, en la que el autor intenta dem ostrar que hablar y dialogar consigo mismo es hablar y dialogar con el otro, con to dos. Se repite aquí la misma idea que dejara analizada en su ensayo «Hombres y engranajes»: Uno se embarca hacia tierras lejanas —escribe textual Sábato—, indaga la naturaleza, ansia el conocimiento de los hombres, inventa seres de ficción, busca a Dios. Después se comprende que el fantasm a que se perseguía era Uno-Mismo». Y mientras tanto, ahí queda Natalicio Barragán: borracho, alucinado, anunciando una nueva catástrofe, parecida a la que ocurrió en 1955. Deses perado, sale a la calle en una noche de luna y contem pla el Dragón apocalíptico, exterminador, que se tiende como un arco am enazador sobre la ciudad de Buenos Aires oceánica y corrompida, de nueve millones de al mas, en la que están ocurriendo cosas tristes: la tortura de Marcelo C arran za, un muchacho «acusado de form ar parte de un grupo de guerrilleros»; tortura en la que vive el propio Sábato «que ha nacido con la maldición de no resignarse a esta realidad que le ha tocado vivir». El escritor argentino que es consciente de que nadie es ajeno a lo que está ocurriendo, y menos él, pero que se siente impotente frente a la barba rie: «Estoy cansado, Silvia. Son las dos de la madrugada y ando muy mal. No te puedo explicar por qué. Si logro hacer la novela de este tum ulto, en tonces podrás intuir algo de mi realidad: no la que ves en las discusiones fi losóficas». Nuestro autor está obsesionado con la idea de exorcizar a sus persona jes, a él mismo, escribiendo una novela en que ese sujeto fuese el personaje principal ya en aquel París de 1938, cuando se le apareció y trastornó su vi da. Y fue ya entonces cuando quiso adentrarse por las zonas oscuras y mis teriosas de la vida del hombre, en perjuicio de la ciencia m atemática, para él, ciencia de la luz y de la razón. Esto es Abaddón, el exterminador. Esto y mucho más. Cimatti escribía en «La fiera literaria» de Roma, a raíz de la aparición de Sobre hé roes y tumbas, lo siguiente: «La m etáfora grandiosa del inform e es la clave de la pesadilla de nuestro tiempo». La m etáfora concluye, por el momento —dice Víctor Fernández Freijanes—, en este «A baddón» poliédrico y alu 208
cinante, la barbarie, sus víctimas y responsables. En el medio: el hombre —Sábato—, perseguido y perseguidor de sus obsesiones, rata con alas, trá gico gesto de lo que continúa cotidianamente en las páginas de los periódi cos, las tertulias literarias, los campos de concentración, los stalinismos, la tristeza y todas las ciudades que (también) se llaman Buenos Aires.
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JESUS ZARATE Jesús Zárate es un escritor colombiano, que nació en la ciudad de Santander el año 1915. Cursó estudios de diplomacia y fue diplomático de altura, ocupando im portantes cargos en España, Estados Unidos, Cuba, México y también Suecia. Zárate ha cultivado con éxito el periodismo y la narración breve, publicando antes de morir una serie de volúmenes de cuentos. Pero quizá lo que más fama le haya dado ha sido su novela titulada «La cárcel», que le ha servido para ganar el Premio Planeta 1972, postumo en su vida, ya que murió en el año 1967.
JESUS ZARATE El novelista colombiano vivo, después de muerto I.
LAS LETRAS HOY EN COLOMBIA
Desde los días de la conquista española, en Colombia se habla un cas tellano limpio y puro, con ligeros matices dialectales entre los mulatos y entre los habitantes de la costa atlántica y pacífica. Yo no sé quién, pero alguien ha escrito que Colombia es país de litera tos y más concretamente de poetas. H abrá que reconocer que la literatura colombiana está llena de grandes nombres. Cuando de ellos se habla, ense guida se piensa en esa pléyade de humanistas —Rufino J. Cuervo, Miguel A ntonio Caro, Marco Fidel Suárez, Antonio Gómez Restrepo—; o en el lírico encadenamiento de una larga serie de poetas —José Asunción Silva, Porfirio Barba Jacob, Guillermo Valencia, Rafael Maya, Jorge Rojas, León de Greif, Eduardo C arranza— ; pero en cambio, se hace poco hinca pié en los cultivadores de la narrativa. Pocos son, en efecto, los que conocen a Jorge Isaacs, autor de una de las últimas novelas románticas, titulada «M aría», en la que la atropelladora belleza del valle del Cauca juega entre los sentimientos efervescentes co mo un personaje más. Pocos, también, los que conocen a José Eustasio Rivera, autor de un épico relato —«La vorágine»— , donde la selva asume el papel de*devorador protagonista. Es justam ente en este libro donde están contenidos la m ayoría de los ingredientes que caracterizan a la novelística hispanoameri cana, incluida la carga testimonial que se despliega como denuncia del duro vivir de los «caucheros». Rivera fue, en sentir del crítico literario José M aría A lfaro, un complejo escritor, típicamente colombiano, que osciló entre las tendencias literarias en boga, dejándonos un friso epopéyico de la lucha del hom bre con la naturaleza tropical. Pero son los nombres de Eduardo Caballero Calderón, escritor de lar 213
ga, varia y profunda trayectoria, y de Jesús Zárate, prem aturam ente desa parecido al tocar los cielos de la consagración, los que m ejor han seguido la tradición de la novela en lo que fuera el antiguo reino de Nueva Granada. Eduardo Caballero Calderón consiguió un im portante premio, «El Nadal» de 1965, con su novela «El buen salvaje», de la que escribí a su de bido tiempo un breve ensayo y juicio crítico y de la que dije entonces que se trataba de un libro original en su técnica y en su concepción, con un estu diante hispanoamericano como protagonista, incorregiblemente obse sionado en la estéril ilusión de escribir la gran novela que ilumine la obscu ridad de su vida y le saque de su difícil situación económica. Un estudiante, pobre estudiante americano, que es un buen salvaje, no de la naturaleza, ni de los anchos y luminosos horizontes abiertos al sol y al aire puro; sino un buen salvaje que se agarra desesperadamente a las calles, a las casas, a las personas y a los ambientes de París, donde él quiere desenvolverse y de sarrollar su personalidad y vivir como Dios le dé a entender hasta conseguir sus propósitos. Un personaje fuertemente complejo y con una m arcada personalidad a base de vivos contrastes psicológicos; que detesta la masa, el Estado, la literatura existencialista, pasada ya de moda; y que cree en el hombre, en el mundo y en Dios. Un personaje que fracasa; y recurre al amor que le hace vivir unas horas de felicidad; pero que luego se da cuenta de que no es más que un pobre vagabundo que vegeta en París agarrado al leño de sus expedientes y de sus mentiras. Fracaso rotundo y lógico el de un am or fundado en la mentira. Eduardo Caballero Calderón escribirá más tarde Siervo sin tierra, una novela en la que la perspectiva lo es todo: el argumento, los temas, los per sonajes, que en un principio pueden aparecer estereotipados y hasta tópi cos, pero que solamente se justifican considerándolos en su conjunto y des de el punto de vista de la perspectiva. Siervo es un indio de tierras colom bianas, que ha mantenido siempre la ilusión de llegar a poseer un pedazo de tierra, y que, unido a la m ujer de un bandolero, la cultivan en arriendo, trabajando incansablemente. Pero pasan los años, vienen los hijos y con ellos las dificultades. Siervo m ata a un hombre y lo encarcelan. Sale de la prisión ya viejo y cansado, pero manteniendo viva la ilusión de toda su existencia. Cuando consigue pagar casi toda la deuda y se considera ya pro pietario del terreno, caminando feliz hacia su rancho, cae desvanecido en el camino y muere poco después. Novela protesta, podemos decir. Y con verdad; ya que denuncia la opresión, el desagradecimiento, la revolución y la muerte. Y todo ello en un estilo maravilloso, hasta constituir un verdadero poema en prOsa, un nuevo canto del indio dormido. 214
También es de Caballero Calderón Caín, novela que nos presenta una m oderna versión del mito bíblico de Caín y Abel. Su personaje central —M artín— está muy logrado y con una acusada y fuerte personalidad. Es el nuevo Caín, que se ve obligado a m atar a su hermano y que pide ser comprendido; que pervivie a pesar de la maldición que pesa sobre él; que se defiende como puede de las humillaciones y desprecios de su padre; que ama y odia a la vez a su m ujer M argarita, causa de aquel crimen por su infi delidad; que se hace rebelde e inconformista, agrupándose con los guerrilleros que operan en la m ontaña; un hombre que tiene que m atar pa ra vivir, como fruto m alogrado de una circunstancia criminal y funesta; que, al final, lentamente, de manera silenciosa, se va ganando la voluntad de su mujer y la voluntad del lector porque ve en él la superación, el triunfo de la hom bría. Como asesino, debiera morir; pero su amor es tan profundo y real, que queda como justificado, desapareciendo los dos en la selva, sin que se vuelva a saber más de ellos. Gustavo Alvarez Gardeazábal es otro novelista colombiano que ha sorprendido a los lectores españoles con su libro «Dabeiba», cuyo solo nombre nos recuerda al poblado de «M acondo» de Cien años de soledad del genial García M árquez, el que mejor ha logrado captar en su obra ese fondo americanista —mezcla de razas, conflicto personal y social— y que pasará sin duda a la posteridad de las letras hispánicas como uno de los creadores de la actual novelística hispanoparlante. «M acondo» y «Dabeiba» están situados en la geografía mitológica co lombiana. P or los dos cruza una desabrochada ventolera poética, que in viste a los personajes de una especie de halo arquetípico en la untualización de su realidad. «Dabeiba» es la novela de la catástrofe, de los terrores y las premoni ciones del «milenio», centrados en un pueblo de hoy, al que batanea el fu ror de la naturaleza americana. «Dabeiba» busca juntar, bajo un embate trágico, las trom petas del Apocalipsis y la tela de araña del destino. Cuan do el éxodo se impone hay una confusión de latidos. El río amenazador no logra apagarlos con su desbordamiento implacable y rugiente. «Dabeiba» es una ciudad cercada, a la que un enemigo irresistible impone la eva cuación sin condiciones. El río ha derrotado a la ciudad, a sus abigarrados habitantes, agitando sobre ellos una especie de bíblico castigo. «Dabeiba» encuadra, a su modo, una alegórica danza de la muerte, una particular pantom im a de la tragedia, sin esqueletos cimbreantes y engalanados, ni te nebrosas trom petas del juicio final. Sus personajes tienen bastante de sim bólicos. Se diría que están movidos por un automatismo interior, una in tuición e inclinación al punitivo desastre. La superstición ocupa un lugar 215
destacado en esta novela, y el final nos hace recordar de nuevo el libro sagrado del Apocalipsis, y nos lleva, asimismo, el corazón hacia esa tierra amada de América con sus tensos, dramáticos y esperanzadores proble mas.
II.
JESUS ZARATE Y SU NOVELA «LA CARCEL»
Atrás quedan estos buenos, estupendos novelistas colombianos. Co mo pudieran quedar Manuel Mejía Vallejo, conocido por haber conse guido también el «Nadal 1965», con su novela «El día señalado». Y los nombres de Héctor Rojas Erazo y Manuel Zapata Olivella. Pero pienso que los actuales críticos literarios no han sido justos con el citado arriba Je sús Zárate, tal vez por no ser lo suficientemente conocido, o p-. rque su obra, a la que me voy a referir enseguida, es postum a y aparecida práctica mente ayer. Jesús Zárate, nacido en Santander (Colombia) en 1915 y muerto en 1967, sorprendió al mundo de las letras con su novela La cárcel, obra pos tuma, que le valió el codiciado premio «Planeta 1972». Periodista y diplomático; viajero por tierras españolas, por Estados Unidos, Cuba, México y Suecia, era ya conocido en América por una serie de narraciones breves, unos preciosos cuentos que publicó en vida en cuatro volúmenes: N o todo es así; El viento en el rostro; El día de m i muer te; y Un zapato en el jardín. Pero sin duda que es La cárcel la obra más im portante de todas cuantas salieron de su pluma y por la que se ha dado a conocer en España. Jesús Zárate, en esta novela, demuestra que es un hombre culto y que ha leído mucho. Toda ella está plagada de citas —quizás excesivas— de autores conocidos, de modo especial de los existencialistas y escritores rusos. El mismo lo confiesa con las siguientes pa labras: «Me gustan los escritores humanos que son amargos. Me gustan los platos fuertes, la carne cruda y roja a lo Dostoievsky, dice Mister Alba. A Dostoievsky le gustaba escribir sobre los presos y los criminales, y los en fermos, y los perseguidos y los idiotas». En algunos de sus párrafos, no muy extensos, y aun de escasas líneas, nos encontram os con una mezcla de autores, bien traídos a cuenta, pero que nos parecen demasiados. «Para Epicteto —escribe en un corto párrafo— , que era un filósofo, la libertad era la sabiduría. P ara Freud, que era un soñador, la libertad era el sueño. P ara D. Annunzio, que era un poeta, la libertad era la victoria...». A ve ces, le vemos emitiendo juicios críticos sobre escritores de actualidad: «El escritor de los norteamericanos completos es Sinclair Lewis. Babbitt es el 216
resultado del examen de sangre más completo que se le haya hecho a los norteamericanos. Y Calle M ayor, siendo una calle de pueblo, es la urbani zación literaria mejor acabada del colosalismo norteamericano. El mundo de Lewis es el mundo de los hombres ahitos, aspirantes a millonarios. Los cazadores de dólares de Lewis no saben qué com prar con la libertad. Entre los escritores españoles, destaca a Azorín, el escritor que ama los símbolos de la inutilidad, de la insuficiencia, de la insignificancia. El escritor que de la agricultura, prefiere la lenteja; de la humanidad, el huérfano; del arte, la miniatura; de la zoología, la pulga; del hombre, el sin trabajo; de la culina ria, la migaja; de la nación, la aldea. Para el novelista colombiano, Azorín es el apóstol de la literatura de la resignación. Azorín ve la vida con criterio de mendigo. «La historia es una sucesión de monedas», dirá. Para Azorín, el hom bre libre es un criado. Los hombres de Azorín no están presos, pero llevan dentro de sí un capellán que los amenaza con el infierno y un carcele ro que les mide los pasos. Los personajes de Azorín suspiran y llevan luto. «Yo no sé por qué suspiran tanto estas viejas vestidas de negro». P ara uno de los personajes de la novela, el más culto de todos, Mister Alba, Azorín no es un escritor para lectores. Azorín es un escritor para coleccionistas. La cárcel es, además, una novela que bien podríamos denominar clási ca. Clara en su concepción y estructura; densa en su contenido social, psi cológico y literario; muy bien escrita; de gran amenidad, y con un suspense —como ahora se dice— que mantiene la atención a lo largo de su lectura, la cual nos va introduciendo, poco a poco, en toda una problemática del ma yor interés, planteado de un modo y en un estilo brillante y atractivo. Es, nos atreveríamos a decir, una obra artística. El lenguaje es muy español. Apenas si se descubre el sudamericano. La palabra es siempre la más apta, y cuando ella sola no basta, viene en su ayuda la imagen. Así, Braulio lustra los zapatos «hasta que brillan entre sus manos deslumbrantes de os curidad». Cada pelo de la barba de Mister Alba «es un alambre telegráfico encargado de lanzar al aire el mensaje múltiple de su risa procaz». En uno de sus capítulos más bellos, hablando consigo mismo, o por mejor decir, en una de sus confidencias al «diario», escribe: «Una vez, cuando yo tenía on ce añot,, mi padre me llevó a conocer el mar. Con las gotitas de luz que lle gan y se van, esta noche casi vivo otra vez una noche junto al mar. La luna cae sobre el m ar. No se trata de que la luna haya venido a bañarse en el mar. Se trata de que la luna ha venido a vivir con el mar. Tímidos aún, an tes de fundirse, se adm iran, se aproximan, se besan. Se funden, por fin, co mo dos amantes enloquecidos. A hora el mar se ha convertido en un cuajo de luna». Resulta interesante analizar esta novela del malogrado novelista co 217
lombiano. A ntón Castán, joven de 25 años, a los tres años justos de estar encarcelado por un crimen que no ha cometido —estrangular a una mujer— se decide a escribir un diario. Zárate, como que no quiere la cosa, nos anuncia que este diario «llevará en sí mismo su propia crítica literaria. De este modo, dejará sin oficio a los caníbales que en las revistas y los pe riódicos, entre sorbo y sorbo de café colombiano, se alimentan con tiras de pellejo de los cadáveres ajenos». Además de que el diario es tam bién un instrumento cómodo para los ignorantes. El diario puede ser lá cám ara de una cinematografía popular, el apunte cotidiano de un tendero, el cuadro instantáneo de un fotógrafo ambulante, la pubertad lírica de una muchacha, la contabilidad incisiva de un muerto de ham bre... El diario es la manera más inofensiva de mentir. Antón Castán es un hombre especial. Se siente feliz con el despojo de las últimas letras de su nombre, puesto que A ntonio suena a nom bre de patricios o de santos. En la cárcel, al tocarse el cuerpo y esculcarse el alma, se siente despojado de todo menos de una convicción que sobrevive en el seno de su conciencia: la de sentirse todavía un hombre libre; lo que necesi ta a toda prueba para conservar la certidumbre de que sigue perteneciendo al género humano. Llega un momento en su vida en que no le preocupa ni siquiera la pena de muerte. Se siente socio del soldado condenado a la pena de muerte; hermano del hombre, el primer condenado a la pena de muerte. En el breve espacio que va desde el 14 de octubre, en que comienza el relato, al 26 de noviembre en que cierra su diario A ntón Castán, se suceden los hechos más importantes: el motín de los presos, el siguiente asesinato del director de la cárcel por mano de Castán y su puesta en libertad. Como en otros autores colombianos, la acción transcurre en la prisión de una ciudad cualquiera. El tiempo es el de nuestros días: posterior a 1962. La novela la divide Zárate en tres partes desiguales. La acción de la primera —«La rata»— tom a su título del roedor que dormía en los zapatos de Braulio. La describe muy bien el novelista. La rata asoma su trom pa húm e da poblada de unos dientes infantiles y chistosos. Le mira con cierta burla, irracionalmente hum ana, y de un salto se hunde en el túnel que la conduce al festín de la basura. A su manera ha descubierto que aquello es una cár cel, una zona prohibida, y que ella tiene el honor de ser com pañera de Míster Alba. Por eso se com porta como una rata excepcional, durmiendo de noche en la cárcel y merodeando de día entre los desperdicios de la liber tad. Advertimos, en esta primera parte, una serie de temas ordinarios y hasta triviales: ese com portamiento del amigo roedor; los zapatos que Braulio lustra dos veces cada día, esperando el día de su libertad y que 218
luego, al tiempo de salir, olvida ponerlos por la emoción; la vida de los compañeros de habitación, con sus resfriados, con la rosa artificial regada cada m añana; la comida, el hambre, el sueño, el insomnio... En la segunda parte, Zárate narra el motín —el título será ahora «El garrote»— de los presos, y la muerte del director a manos de Antón, o para ser más exactos, con la pierna de palo de Oscar. Y aquí, el personaje Leloya, un militar retirado, que estando en el Ejército se había hecho famoso en acciones de persecución y represalia contra los guerrilleros. Un hombre frío, despiadado, sádico, que se goza en ver cómo sufren los presos con fiados a su custodia. La tercera parte —«El proceso»— nos parece la más pobre de todas. En realidad, no fue un proceso oficial, sino la investigación llevada a cabo con formalismo jurídico por los compañeros de celda de Antón para en contrar, de este modo, los motivos de su crimen. La cárcel es una novela de un fuerte contenido social. Nos lo va a declarar el propio protagonista: es la libertad, la justicia y la cárcel lo que constituye la verdadera temática de su diario. H asta el punto de que, tal vez, pueda decir, con palabras de Jawaharlal Nehru, que en la prisión ha pasado los tiempos más fecundos y más libres de su vida. Tremenda ironía de un destino hum ano. El sociólogo, el psicólogo y el hombre de leyes en contrarán en esta novela —escribe Luis Iscla— profundidad, humor, ironía, y al mismo tiempo la nota esperanzadora en las respuestas de la cel da a cuestiones como cuál es la función de la cárcel, en qué consiste la ino cencia, cuáles son las fronteras de la libertad, qué es justicia, en qué consis te ser culpable. Porque resulta que A ntón cree en la cárcel. Los policías van a tener que buscar asilo —dirá— en la cárcel. La cárcel es el único sitio seguro que hay ahora en el país. La cárcel es la mejor defensa de la ciudad. ¿Qué sería de la libertad sin la cárcel? Pero A ntón Castán cree en la cárcel cuando es el resultado de una sentencia justa; porque la justicia y la cárcel son la suma de la libertad. P or o t n parte, hay muchas maneras de estar presos: «Los presos de afuera», y «los presos de adentro». Desde la cárcel se ve a los hombres en el café. También ellos son presos. Son presos del juego. La ver dadera libertad es cosa interna, reside en la conciencia. Por eso dirá nuestro protagonista: «Después del crimen, ya no podré ser libre con esa li bertad que proviene de la inocencia». Y, al tiempo de tom ar la pierna de palo para m atar a Leloya, dirá: «Cargando todavía el garrote homicida comprendo que, con lo que he hecho, Dios acaba de separarse de mí. Com prendo que el Señor acaba de darme la vida por cárcel». Y más ade lante dirá: «Cuando maté, me sentí libre por haber matado. A hora ya no 219
estoy convencido de haber perdido la libertad al entrar en la cárcel. A hora creo que la perdí en el momento de m atar». La agudeza y filosofía moral de nuestro novelista llega hasta decirnos estas palabras, puestas en labios del protagonista: «Llego, por fin, a la igle sia y dejo a la puerta mi carcelero de camino, el ángel de la guarda. Aquí, por fin, me siento libre. La iglesia es el único sitio donde el hombre es completamente libre y eso porque en la iglesia el carcelero es Dios». Hemos aludido antes al fino hum or de Zárate. Lo observamos, por ejemplo, al tiempo de declarar en el proceso Míster Alba y aducir un m oti vo literario para probar que Anión Castán m ató al coronel Leloya: «No sonría Su Señoría si yo aseguro que Antón m ató por un motivo puramente literario. Como los escritores de novelas que m atan en teoría para exponer una tesis, o para darle a sus libros un aire de misterio, A ntón m ató en la realidad para imprimirle a su inocencia encarcelada un poco de patetismo. Con este muerto, su libro podrá venderse más. Pido para él la pena que le imponía un tirano del Caribe a los escritores: Los dejaba publicar el libro, pero después, los obligaba a comerse el libro». El mismo hum or se advierte al tiempo de regar un supuesto rosal que los compañeros de prisión m an tienen con todo mimo en la cárcel. «Después de lavarme la cara —escribe Antón en su diario— , lo primero que hago es regar el rosal. Lo llamamos así, pero el rosal consiste en una rosa que siempre está viva, porque, siendo una rosa artificial, está destinada a demorarse en m orir. Nunca supe cómo llegó la rosa a la prisión. Lo cierto fue que llegó y que, como un tributo a la belleza del mundo, resolvimos conservarla en la celda. De todos modos, por ser espuria, era una flor apropiada para el ambiente de invernadero de la cárcel». Y poco más adelante, un poco molesto por las palabras que pro nuncia David sobre el motivo de aquel cultivo, responderá: «Se equivoca, David. No la cultivo para mí. La riego para ponerla sobre su ataúd el día en que saquen su cadáver de la celda». Este hum or se afina cuando oímos de cir a Mr. Alba que los presos no tienen derecho a resfriarse, porque el resfriado es una enfermedad de hombres libres. En aquella cueva húm eda y maloliente apenas si pueden aspirar al reumatismo. Esta sí que es la enfer medad propia de los presos. H asta tal punto que, si no fuera por las cárce les, la medicina no se habría dado cuenta de que existía el reumatismo. Examinado en conjunto el grupo que habita aquella celda, resulta tan extraño, como formidable. Juntos los cuatro hombres —A ntón, Braulio, Míster Alba y David— form an el insondable bloque del enigma. Ausente uno, se descorre el telón para conocerlo. Son cuatro hombres que viven pe gados unos a otros y, así conviviendo, se respetan y hasta se quieren. Pero ausentes, son cuatro desconocidos entre sí. Y cada día que pasa, a pesar de 220
que comen juntos y duermen unidos, son más extraños los unos para los otros. Son como secretos enjaulados, para decirlo con la bella m etáfora del novelista colombiano. La cárcel, pues, Premio Planeta 1972, merecedora del mismo, es una novela-testimonio del hom bre preocupado por los temas amargos y duros que nos ofrece en nuestro camino la vida. También —lo hemos dicho arriba— es una novela obra de arte y escrita con pulcritud y esmero. Sin duda alguna, el codiciado galardón justificó esta vez la seriedad y altura de que hace gala, pues coloca a su autor entre los primeros narradores de la li teratura colombiana actual y es en sí misma una joya, rara en nuestros días, de las letras españolas.
III.
«EL CARTERO», UNA NOVELA ALEGORICA SOBRE EL SEN TIDO OCULTO DE LA VIDA
Nos encontramos ante otra novela de Jesús Zárate, original por su tra ma y sencillez expresiva. A ntonio París, viudo y sin hijos, de carácter enco gido y u i tanto m isántropo, vive en la ciudad de Bogotá sin enterarse de lo que ocurre en la misma. Un ser extraño cuya existencia es casi vegetativa. Vive solamente con Sacra, la sirvienta fiel, en una casa que no conoce la alegría acogedora y cu ya: puertas siempre están cerrándose. No tiene amigos. Ni escribe, ni recibe carta alguna. Su única ocupa ción es la lectura rutinaria de los periódicos. En uno de estos periódicos lee por casualidad un horóscopo que le anuncia va a recibir una carta. Y era verdad; el cartero le trae una en cuyo sobre están escritas correctamente sus señas, pero confundido el nombre, o si se quiere mejor, el apellido, ya que en lugar de poner «Antonio París», pone «Antonio Madrid». Y aquí comienza la tram a, sencilla, curiosa, y entretenida de la novela. Novela de intriga, pero con escasos recursos y que, sin embargo, mantiene el interés. Una intriga en la que lo real resbala suavemente hacia una confu sa zona en la que se mezclan el humor, la irrealidad y el simbolismo. Antonio París no comprende el motivo de aquella carta y, convencido de que el destinatario vive en la ciudad (aunque bien pudiera tratarse de él mismo), indaga y anda a la búsqueda del extraño sujeto que le trae por la calle de la am argura. Fuera de eso, no le queda más remedio que seguir aguantando —y ella a él— a Sacra que no es todavía una mujer vieja, pero que tiene algo peor: que no es joven. A ntonio París no recordaba haberla visto joven jam ás, ni 221
siquiera treinta años atrás, cuando Rosa María, su mujer, la contrató para el servicio de la casa. Entre pesquisa y pesquisa y como para quitarse de encima el mal hu mor que le invade, se entretiene recordando a su esposa y los años que con ella viviera; su afición por la filatelia; lo que le produjo una sensación —viendo a su mujer adherir y despegar estampillas— que la carta había constituido para él un animal que producía sellos. El animal llegaba, Rosa M aría lo ordeñaba y el animal daba estampillas como la vaca daba leche. Leía, para distraerse, los periódicos; pero lo que más le atraía de los mismos era que podía prescindir de ellos tan pronto como los leía. Soñaba, dormido y despierto, con el cartero; el hom bre que el destino le tenía reservado para llevarle la carta era en su mente algo blando, ina sible, que no alcanzaba los contornos categóricos de la individualidad. Y hurgando muy lejos, París trataba de imaginárselo en el momento de entre garle la carta. H ablaba en voz alta; lo mismo que Sacra; y el espejo pagaba cada día los efectos desastrosos' y crónicos de aquellos monólogos insustanciales y de los insomnios irritantes. Antonio París es un hom bre raro: lo que le pasa con el espejo, le ocurre también con la lluvia cuando se moja, con los zapatos cuando se los pone, con la oscuridad cuando enciende la luz. Piensa que las cosas no es taban bien definidas en el mundo y que había que ayudarlas a encontrar su lugar. Deambulando por la ciudad —ciudad desconocida que le agobiaba y de la que, sin embargo, form aba parte— , se encontraba solo, viudo, sin hi jos, y que nunca había tenido deseos de tenerlos. Pensaba que en su vida no había construido nada que pudiera m ostrar como aporte sustancioso y sustantivo para el desarrollo de la comunidad. No había plantado un árbol, no había escrito un libro, no había tenido un hijo... La verdad era esa: no había hecho nada por nadie. E ra un zángano que se limitaba a vivir y a protestar por lo que hacían los que creaban bienes fecundos, como fábricas, escuelas, periódicos, para el bienestar y el progreso de la cultura del país. Cuando, por fin, se encuentra con el portero, al que descubre por la ventana, se lleva la gran decepción: era gordo, aunque muy joven; y con su gorra echada hacia atrás no parecía un soldado, sino un desertor. Pero lo que le interesaba de verdad era recibir la carta. Recibirla, leerla, cumplir con lo que en ella se le pidiera, si algo se le pedía. Lo único que le im portaba era que el cartero cumpliera con su deber. Y lo que le 222
hacía pensar que la carta era para él, era que venía dirigida a un hombre. En esta actitud de ánimo, el mundo y la ciudad en que habita le pare cen nuevos. Y en su caminar, ahora las tiendas le parecen brillantes de ri queza comercial, y sus gentes húmedas de mañana, todavía sin prevención y sin cansancio. H asta la basura m ostraba cierto toque de distinción: era una basura fresca, acum ulada en cubos a la puerta de las casas, en espera del carro del aseo. Y en la calle se encuentra con una niña perdida que se llama Mercedes M adrid. Extraña coincidencia. El apellido lo perseguía hasta en ese inci dente de la niña perdida. Para, al fin, encontrarse con la madre que, desgreñada, descalza, la lengua afuera, como una víbora, escupiendo en el suelo, le insulta y le llama «perro inmundo», temiéndose lo peor, pues a no deternerla alguien oportunam ente, a buen seguro que la madre de Merce des M adrid hubiera hecho con él algo más que insultarle injustamente. A ntonio París vuelve a sus recuerdos de la infancia y juventud. Lo que más se destacaba en la vida de la juventud era la ausencia de familia. Hasta donde recordaba, París había aparecido en el mundo fruto de la esponta neidad de lo desconocido, sin saber quién era ni de dónde venía. Un día re sultó en la calle, caminando y pensando. Eso era todo lo que sabía de su pasado. De su matrim onio dirá tajante y desconcertante: —Nuestro m atrim onio fue un error. Por lo tanto, fuimos felices. Su problema no se lo solucionará ni el psicólogo, ni la lectura de Kaf ka que le recomienda como mensajero y como escritor cuyos personajes vivían buscando a Dios. Lo único que será provecho en su camino incierto, inseguro de todo y sin ánimo para seguir adelante en la investigación, será el conocimiento de una muchacha —precisamente la que le sirve los libros— que bien podía haber sido hija suya y de Rosa María. Pero este mismo paseo por las librerías de Bogotá hace que aborrezca escritores, libros y libreros. Sencillamente porque en Colombia la literatura nacional se ha convertido en un concurso de concursos. «Vivimos —dirá— en la cultura del caballo de carreras, que convierte al escritor en una bestia que gana concursos llegando primero. Vivimos en la civilización del indo mable Zipa, el eterno campeón de la vuelta ciclista a Colombia. Todo es cuestión de correr, em pujar y llegar». Nuestro protagonista se encontrará todavía con un sujeto raro llama do Ruiseñor, y será causa también de que el cartero sea despedido. Cuando el viento entre en el templo por todas sus puertas, zumbando entre los ban cos que llenaban los fieles en aquel domingo, sin saber explicar el impulso que lo llevó hasta allí, ya que su catolicismo se reducía a cubrir con la pa 223
labra «católico» el blanco correspondiente en los documentos oficiales, sin poder entenderse con aquel sacerdote español, de M urcia, no acierta ni si quiera a hilvanar su pensamiento. Zárate, con su personaje de intriga, va llegando al final de su propósi to. Los enigmas siguen. Y la vida de los hombres, también. U na vida va riopinta y con variopintos personajes. Una vida, a veces, complicada —lo que más le gusta de Kafka es que sus personajes son raros y hacen lo que les da la gana— ; de una enorme apatía y de incomunicación glacial. Pero una vida en la que, de igual modo, existen hombres y mujeres por los que vale la pena vivir. Antonio 7 arís piensa que uno de estos seres es la señorita Perla, aquella bella muchacha que bien pudo ser hija suya y de Ro sa María, que le atendió en la librería. Pero cuando más la necesita, Perla está de vacaciones y no volverá antes de tres semanas. «Ni siquiera Perla. Ni siquiera la voz de la señorita. Estaba seguro de que era la primera y la última vez que la llamaba. Al mismo tiempo estaba seguro de que con ese capítulo de Perla su aventura en el conocimiento del mundo no sólo había terminado, sino que no tenía sentido. Aunque, para ser justo, tenía que reconocer que tam poco le había ido mal».
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ROMULO GALLEGOS Rómulo Gallegos es un escritor de «entreguerras». Sus obras apasionaron al lector hispanoamericano en el período comprendido entre las dos mundiales. Es venezolano y nacido en Caracas el 1884. Colaboró durante escaso tiempo en la revista «La alborada», de la que fue cofundador y en la que escribió ensayos don de dejaría entrever su ideario social. La novela que le hizo famoso fue «Doña Bárbara». Gallegos, novelando, es un poco nuestro Galdós; y en lo ideológico se aproxima y quiere ser lo que fueron en su tiempo nuestra «Generación del 98». Murió en Caracas el año 1 9 6 9 /
ROMULO GALLEGOS Político y novelista de garra hispánica Rómulo Gallegos murió en un momento en que la narrativa hispano americana estaba despertando un gran interés en el panoram a literario de nuestros días. Hispanoam érica cuenta hoy con excelentes escritores, que, a su cali dad, unen la actualidad del contenido, ya que reflejan la crisis-que sufre aquel continente, sometido a fuerzas contrarias, entre la violencia y la ser vidumbre, el ansia y la necesidad de una justicia social y el abuso del poder. ' Cuando el guatemalteco Miguel Angel Asturias consiguió el Premio «Nobel» de Literatura 1967, había otros tres hombres de raza y de garra hispánica que se lo hubieran podido arrebatar ap o co que se descuidase en Estocolmo. Estos hombres eran el argentino Jorge Luis Borges, el chileno Pablo N eruda y el venezolano Rómulo Gallegos. El codiciado galardón recayó en el autor de las Leyendas de Guatema la y de E l señor presidente; pero lo mismo pudiera haber caído en el hombre que ha producido obras tan maravillosas de fondo y de contenido, tan sugestivas e interesantes, como Doña Bárbara, obra maestra del escri tor venezolano, con un fondo de naturaleza salvaje y despiadada, en medio de un marco costum brista y protagonizada por un personaje contradictorio e impetuoso, centro de una serie de problemas psicológicos de difícil solu ción. Rómulo Gallegos que es, además, autor de Cantaclaro, con un prota gonista cautivador y auténtico: el trovador y poeta de la llanura venezola na. H asta la selva rica y llena de ambiciones, cauchera, ha sido tratada por Rómulo Gallegos en Canaíma maléfico demonio que se mueve en medio de unas pobres gentes atemorizadas. / Gallegos, nacido en Caracas un 2 de agosto de 1884, profesor de Se gunda Enseñanza, conoció el exilio voluntario en España durante la dicta 227
dura, en su nación, de Gómez M oreno, permaneciendo en nuestro país has ta el año de 1935.. x Y sería en España, precisamente, donde, en un m om ento triste de su vida, tendría el consuelo de ver premiada su mejor obra — Doña Bárbara— y por un jurado de la talla y categoría de Gabriel M iró, J. M. Salaverría, Pérez Ayala, Gómez Vaquero y Díaz C a ñ e d o ^ / El político y escritor venezolano volvería a su tierra para vivir los días de triunfo —si bien escasos y comprometidos—, días de gran responsabili dad, al frente primero de la Cartera de Educación y luego, más tarde, como Presidente de la República, desde el 15 de febrero de 1948 hasta el 1959. Pero un golpe de Estado, ocurrido nueve meses después, lo derrocó tal vez para gala y alegría de las letras hispanas, antes de term inar su m andato. ^R ó m u lo Gallegos fue derribado por sus «ideas izquierdistas y libera les». Lo cual quiere decir que estas ideas pueden ser discutidas; pero lo que nunca se podrá discutir es su honradez intelectual y su posición francam en te abierta y comprometida también con los graves problemas sociales de Hispanoamérica. Como leíamos en un recorte de días pasados, «pocos hombres habrán muerto con tan clara conciencia de que su paso por la tierra no fue del todo inútil. A hora que la narrativa hispanoamericana ocupa la vanguardia de las letras españolas y de Río Grande a Tierra de Fuego soplan aires de justi cia y se escuchan palabras que prometen libertad, como escritor y político, como hombre de pensamiento y como hom bre de acción, Rómulo Gallegos puede dejarnos con la plena satisfacción del deber cumplido». También se nos recordaba entonces las frases de elogio que dedicaba a Doña Bárbara el escritor Ricardo Baeza, buen conocedor de la literatura hispanoamericana, precisamente a raíz de aquel premio que le concedieron como «m ejor libro del mes» en septiembre de 1929. «Por sus líneas genera les podría clasificarse —escribía el 14 de enero de 1930 en «El Sol»— como una novela realista; concurren en ella bastantes más elementos de los que suelen encontrarse en las novelas del género realista, y la catalogación distaría mucho de ser exacta. Realmente lo que más sorprende en esta obra y lo que constituye acaso su principal virtud, al menos desde el punto de vista técnico, es la riqueza de sus componentes y la perfecta fusión y arm onía del conjunto. Así Doña Bárbara es a la vez novela realista y nove la poemática, novela descriptiva, de costumbres rurales, y novela psicológi ca, novela de acción y novela de caracteres. En este sentido es una m ara villa de técnica, una proeza verdadera de arquitectura y de equilibrio inte rior. La im portancia del paisaje, del medio, que es en último término el ge nuino protagonista, no perjudica, sin embargo, ni resta la menor im por 228
tancia a los personajes del dram a, que nos interesan tanto por lo que son, como por lo que hacen; y sin duda no es uno de los méritos menores el fino modelado psicológico con que aparecen tratados los personajes principa les: Santos Luzardo, Marisela y doña Bárbara, y aun toda la comparsería magistralmente caracterizada, que en torno de ellos se mueve y vive. Pues todo en este libro vive y alienta: ni prosa m uerta ni figuras exánimes». Así era y así escribía Rómulo Gallegos, el político y escritor venezola no, tan íntim a y estrechamente vinculado a España, considerado como uno de los mejores narradores de lengua española; un novelista formalmente clásico, creador de una obra excepcional gracias al equilibrio y a la perfecta síntesis de sus tres elementos claves: «El arraigo de sus personajes en el paisaje centroam ericano, el dominio absoluto del idioma y el planteamien to novelesco de situaciones de ficción claramente marcadas por una ideología de signo progresista y de gran contenido social».
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