El perdón. La soberanía del yo 8449301416

ClearScan with OCR JFAG

164 69 1MB

Spanish Pages [139] Year 1995

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD PDF FILE

Recommend Papers

El perdón. La soberanía del yo
 8449301416

  • 0 0 0
  • Like this paper and download? You can publish your own PDF file online for free in a few minutes! Sign Up
File loading please wait...
Citation preview

1

1

cl68 Biblioteca del Presente

el eídón la soberanía del yo

El perdón

Paidós Biblioteca del Presente

1. VícTOR GóMEZ PIN La dignidad 2. ENRIQUE GIL CALVO - El destino 3. JAVIER SÁDABA - El perdón -

Javier Sádaba

El perdón La soberanía del yo

d.�

e 1c10nes

PAIDOS Barcttlona

Buenos Aires México

Colección dirigida por Manuel Cruz Cubierta de Martín + Gutiérrez

7 .ª

edición,

7 995

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del "Copyright", bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

© de todas las ediciones en castellano, Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona y Editorial Paidós, SAICF, Defensa, 599 -Buenos Aires ISBN: 84-493-0141-6 Depósito legal: B-18.018/1995 Impreso en Hurope, S.L. Recaredo, 2 - 08005 Barcelona Impreso en España - Printed in Spain

Para todos y todas, con perdón

Sumario

Nota previa Introducción . l. La ética: una exposición inicial 2. Breve historia del perdón . 3. La justicia del perdón 4. El perdón y la compasión . 5. Egoísmo y altruismo 6. El perdón y el amor 7. Una nota teológica . 8. Hegel, siempre Hegel 9. La práctica del perdón

9

II 13 27

65 73 93 99 rn7 117 1 23 129

Nota previa

Notará enseguida el lector que el texto no va acompa­ ñado, como sucede habitualmente, de citas. Escribía un co­ lega inglés, al cual en otras ocasiones me he referido tam­ bién , que las anotaciones a pie de página, además de ser feas, son incómodas para la lectura. Desde entonces mi convencimiento de que el colega en cuestión está en lo cierto no ha hecho sino aumentar. No es ésta, sin embargo, la única razón por la que el texto carece de tales referen­ cias. Me ha parecido más auténtico y directo escribir a modo de exposición compacta, propia, lo más personal po­ sible . Por todo ello el texto, aunque introduzca, en más de una ocasión, palabras de otros autores, las recoge como se recogen en una conversación, como si pertenecieran a los supuestos comunes que forman el sustrato de la comunica­ ción. En cualquier caso, la nobleza me obliga a dar cuenta de tres libros que, por razones distintas, han estado presen­ tes, de manera especial, en lo escrito . Son éstos: Forgi,veness and Merey, de J. G. Murphy y J. Hampton, El perdón, edita­ do por O. Abel y Vorlesungen über Ethik, de E. Tugendhat. Mi reconocimiento a este último autor y amigo debo hacerlo explícito aunque será claro para cualquiera que esté fa­ miliarizado con la filosofia moral de dicho filósofo. Mi concepción de la moral está atravesada, de arriba a abajo, por la suya. En este sentido quiero añadir también una cier­ ta preocupación. La primera parte del libro , al estar dedi­ cada a la ética en cuanto tal, puede parecer más académica y menos cercana al problema supuestamente más palpitan­ te del perdón. Efectivamente , eso es así. De ahí que podría 11

E L PERDÓN ser una tentación recomendar al lector impaciente que em­ piece, directamente , por lo que se titula «Breve historia del perdón». Es una tentación fácil pero no desearía caer en ella. Lo que se dice en la primera parte es esencial para en­ tender el resto por mucho que después se repitan concep­ tos anteriormente tratados. Más aún , el libro tiene una es­ tructura determinada y al autor le gustaría que se respetara tal estructura como se respeta el ritmo de una novela. Se comienza con una presentación general de la ética y se aca­ ba, en una especie de aterrizaj e forzoso , en la necesidad del perdón en nuestros días. Más concretamente , en la impor­ tancia moral , social y política del perdón en aquellos luga­ res -piénsese Euskadi- en donde el final de la violencia exige no sólo soluciones políticas sino cambios en la es­ tructura de la sociedad y, por tanto , en las actitudes más bá­ sicas de las personas. El libro , por eso, está ideado no tanto como un filme sino como una carrera en la que se empieza lentamente para esprintar al final. Para acabar, quisiera ci­ tar a dos amigos y colegas, Enrique López Castellón y José Luis Velázquez. Nada de lo que yo escriba en el libro, sobre todo si es un fallo o un error, ha salido de ellos. Pero las dis­ cusiones, las conversaciones, las anotaciones bibliográficas y una atmósfera de larvada pero efectiva polémica estoy se­ guro de que ha influido no poco en lo que a continuación expongo.

12

Introducción

Perdón , en principio, no es una palabra llena de miste­ rios. La usamos con tanta profusión que la consideramos familiar, un útil a mano que sirve , diariamente , no sólo a la comunicación sino para calmar o equilibrar estados de áni­ mo . No ocurre lo mismo con la palabra «religión». Muchos se han quejado de que dicha palabra proceda, precisamen­ te, de uno de los pueblos menos religiosos de la tierra. Es un término tan legalista que , por eso mismo , no encuentra sinónimos en griegos, celtas o indios; es decir, en aquellas familias humanas que , en el orden religioso, han sido más originales y creadoras. No es ésta, repito, la situación a la hora de tratar con el «perdón » . Si rastreamos sus orígenes chocamos con significados que oscilan entre la alabanza, la ayuda o el favor. Pero las oscilaciones son propias de cual­ quier término. Su significado latino (perdonare) nos ha lle­ gado como una pieza de borrador, un medio para saldar una deuda. Para favorecer, en suma, a otros de manera gra­ tuita, limpia, elegante y hasta magnánima. Lo dicho, siendo como es cierto, puede , no obstante, generar confusión. Porque nosotros hemos manoseado la palabra «perdón». Ha llegado a perder tantas aristas o a pertenecer a tantas iglesias que la sencillez inicial comien­ za a tomar un tono distante, inasible, desconcertante. Por­ que la palabra «perdón» se usa, por ej emplo, con vulgari­ dad. Se usa con profusión. Se usa, muy frecuentemente , a modo de comodín, como si tuviera el don de la ubicuidad o la magia de la transformación. Como si pudiera desdo­ blarse y desaparecer. Como si sirviera, en suma, para todo y 13

E L PERDÓN no valiera para nada. La palabra «perdón » , en efecto, es de las más utilizadas en cualquier idioma. Pertenece al con­ junto básico de expresiones de una lengua. Pero , al mismo tiempo, muestra una extensión semántica tan amplia que se hace inalcanzable. Por ejemplo: todos los días perdona­ mos a todo el mundo a modo de saludo o de exclamación semiculta. Nos dirigimos a alguien pidiendo perdón. Nos disculpamos ante cualquiera pidiendo perdón. Inmediata­ mente , sin embargo, podemos dar un salto mortal y consi­ derar que hay actos que son imperdonables. Es como en el Evangelio en donde , de la misma manera que está escrito que habrá que perdonar setenta veces siete , se añade que existen pecados contra el Espíritu que no los perdonará ni el Padre Celestial. Y en nuestros días, retrocediendo unos años, en medio de una Europa supuestamente civilizada, no fueron pocas las voces que defendieron, frente a deter­ minados crímenes, la necesidad de no perdonar. Incluso si lo hicieran las leyes. O mejor, incluso si perdonar fuera fa­ cultad de las leyes. Sin ir hacia atrás en el tiempo o tan lejos en el espacio nos encontramos con familiares de víctimas del terrorismo , de una y otra parte , que no sólo se niegan a perdonar. Desean que la negación del perdón se haga letra. Y se cumpla. El perdón, por tanto, cuando empieza a ense­ ñar su rostro entero, se hace cambiante , ambivalente, leja­ no y oscuro . Nada digamos si de los usos en el lenguaje habitual pa­ samos a los contextos en los que vive. El perdón cristiano, por ejemplo, es un concepto básico en la religión domi­ nante de nuestra cultura. Un concepto, además, que ha ejercido una influencia considerable en nuestros hábitos teóricos y prácticos. El perdón de un laico, sin embargo , no es el perdón teológico. Al menos quiere nacer de otras fuentes. Nuestro hombre secularizado cambiará su corazón respecto al enemigo por piedad, porque siente lástima de la familia del condenado, porque sus sentimientos le abru14

INTRO D U C C I Ó N man o incluso porque su ética, precisamente , s e apoya en algún especial sentimiento. El perdón, así, recorre distintos terrenos semánticos, milita en campos que pueden ser riva­ les y se escurre , de nuevo, con el desdén de quien sabe que nunca desaparece del todo . É sa es la razón de que el perdón tenga, a su vez , tantos parientes. La misericordia, la gracia, la clemencia y un sin­ número nada despreciable de conceptos se consideran tér­ minos de la familia del perdón. Por no hablar de la amnis­ tía o el indulto. Todos sabemos que los lazos de parentesco encubren, no obstante, diferencias fundamentales. Y no hace falta ser experto en la cuestión para afirmar, por ejem­ plo, que no es lo mismo un caballero pidiendo perdón a una dama que un soberano haciendo uso de su clemencia o un Dios poniendo a prueba el atributo de su infinita bon­ dad. Séneca dejó escritas excelentes páginas sobre la cle­ mencia aunque no creo que sean muy útiles en cualquiera de las discusiones actuales sobre el perdón. La misericordia o la caridad suenan con tanta fuerza a «Sangre de teólogo » (acéptese la expresión nietzscheana sin , por ello , tener que seguirle en su idea de que el teólogo es la encarnación de lo falso ) que poco pueden ayudar a quien, racionalmente , confronte la justicia con el perdón. Y la amnistía, como el indulto , son fórmulas que adquieren su significado dentro de un sistema de normas jurídicas. Normas que no tienen por qué mirar al perdón ni de reojo. Todavía más. Incluso allí donde podría tener su casa más acomodada, su refugio y lugar de claridad semántica, el perdón actúa como un verdadero perturbador. Me estoy refiriendo a la moral. Pocos conceptos como el de perdón causan tanta desazón en la ética. Nada tiene de extraño, por tanto , que el perdón se despache como nimiedad o subproducto que no afecta a la sana investigación ética. Pero el perdón no perdona. Desde que Butler propuso su conocida definición, y según la cual el perdón es la supre-

EL PERDÓN sión del resentimiento , el dilema del perdón no ha hecho sino dar dolores de cabeza a los filósofos morales. Si el per­ dón es merecido, entonces no hay perdón sino justicia. Y si no es merecido, entonces lo que tenemos es injusticia. El perdón, en consecuencia, o desaparece reducido a la justi­ cia o se le expulsa por inmoral. El perdón, sin embargo, acecha. Nos persigue no sólo como problema teórico sino como necesidad práctica. Por un lado, perdonamos muchas veces. Por otro , deseamos que se nos perdone . Un mundo sin perdón, pensamos, se parecería a un mundo sin color. Fue Hegel quien en La Fe­ nomenología del Espíritu hizo del pedir perdón un momento central para la reconciliación de los espíritus y, más con­ cretamente , de los ciudadanos. Al margen de la gravedad hegeliana o de la trivialidad cotidiana en su abuso de la pa­ labra, no es exagerado afirmar que si el perdón se nos pega como una tela de araña es porque no podemos prescindir de él. Una sociedad sin capacidad de perdón es impensa­ ble . O está muerta. Necesitamos dar y recibir perdón. Ne­ cesitamos comprendernos como seres que perdonan y a los que se les perdona. Y existen circunstancias en las que el perdón desciende si no como ángel salvador sí como mano tendida que agarra, con fuerza y con ternura. Aunque la vista perciba sólo un perfil borroso. Por todo lo dicho , un estudio del perdón exige , necesa­ riamente , un rodeo por la ética. De ahí que la primera par­ te del libro la dediquemos a exponer, con una condensa­ ción que en algún momento podrá sonar a dogmatismo, qué es la moral y cuál es nuestro punto de vista moral. Ha­ blar de moral es h ablar de un todo muy complejo en el que se entrecruzan sentimientos, normas, justificaciones e ideas antropológicas. Por eso, reducir la moral a «una re­ flexión sobre la libertad», como escribía Foucault, o senten­ ciar, como Goethe, que «la felicidad es de plebeyos» , no pasa de sugerentes indicaciones. De la misma manera que 16

INTRO D U C C I Ó N u n juicio rotundo sobre una acción concreta, por impor­ tante que sea, no es una teoría moral. A lo sumo la supone . De ahí la necesidad, en fin, de ofrecer un cuadro, lo más completo posible, que muestre las relaciones de los ele­ mentos que componen la conducta moral. Una conducta, reconozcámoslo, siempre bordeada por la incertidumbre y d silencio. El rodeo por la ética se exige , en cualquier caso, porque defenderemos que el perdón es una virtud moral. Por eso vamos a decir, ahora, dos palabras tanto sobre la ética como sobre el perdón como virtud. Lo haremos a modo de su­ mario. Conscientes de que nos repetiremos después. O me­ jor, de que deberemos extender y completar lo que aquí ex­ ponemos a modo de sumario. Comencemos por la ética. La ética es un modo de existir. Un modo de existir que , en sus dos extremos, puede ser más auténtico y humano o más inauténtico e inhumano. La existencia menos auténtica o inhumana consiste en el mero vivir, en permanecer, inerte­ mente, en la existencia. La actitud auténtica, por el contra­ rio , supone que nos afirmamos a nosotros mismos con se­ riedad y responsabilidad. Pero para eso se necesita una vida que merezca vivirse. Y algo merece la pena, si vale. Por ello, cuando el existir tiene valor se vive con responsabilidad. De esta manera, estimar o valorar a uno mismo y a los demás (¿qué tengo yo que no tengan los otros? ) es el supuesto de la afirmación auténtica. Ahora bien, la autoestima o la valora­ ción de todos es una experiencia. No cae del cielo. Tal ex­ periencia, genéticamente , comienza por el amor y conti­ núa con la amistad. La experiencia es valorativa y, por tanto, moral cuando se valora a la persona en cuanto per­ sona. De ahí la diferencia entre respeto y estima. Se respe­ ta la existencia sin más. Se estima un valor: el de la persona. De donde se sigue que un amor o una amistad, para ser au­ ténticos, suponen una valoración previa moral. Desde lo que acabamos de exponer, podemos entender tres aspectos

E L PERDÓN centrales d e toda investigación ética: las motivaciones, la moral concreta que se elige y la idea de autoconciencia. Respecto a la motivación última en moral, hay que decir que consiste en querer tener una existencia auténtica y res­ ponsable sin limitarse al mero subsistir. En lo que atañe a la moral concreta convendrá decidirse por aquella que con­ tenga el predicado «bueno» en su sentido más equitativo y universal. Y en lo que se refiere a la autoconciencia o con­ ciencia de uno mismo, debemos entender ésta no como puro reflejo de Javier o Mauricio sobre sí mismos. Es nece­ sario insertar el darse cuenta de uno mismo en algo más bá­ sico: en la relación vital con uno mismo, en la decisión que constantemente hacemos de seguir viviendo de una deter­ minada manera y cómo. Cuando esa autodeterminación es auténtica, la conciencia no es puro reflejo de uno mismo sino la consecuencia de la elección de un modo de ser. Así seremos más humanos. Y más felizmente humanos. Lo expuesto es un sumario. Por eso a más de uno le puede parecer o muy difícil o necesitado de explicación o toda una propuesta moral que se apoya en autores proce­ dentes de distintas escuelas. Todo eso es verdad. Y a pesar de ello hemos creído oportuno colocar este sumario nada más iniciar nuestro libro. Quien esté familiarizado con la ética puede sentirse espoleado a comenzar a discutir. Y quien careciendo de dicha familiaridad encuentre abstruso o precipitado lo que hemos dicho, encontrará en las pági­ nas que siguen su explicación. Entonces podrá volver, si lo desea, y guardar como síntesis la descripción de la moral que hemos hecho. Porque la consideramos en su punto. Porque creemos que resume, en las pocas líneas que lo hace, aquello que es esencial para poder hablar, adecuada­ mente, de ética. Afirmamos, no menos, que el perdón es una virtud. Una virtud moral. Se impone, por tanto , y por las mismas razones, decir algo introductorio, sin duda, y también a 18

INTRO D U C C I Ó N modo d e sumario, d e l a virtud moral. Veámoslo. L a virtud, noción aristotélica donde las haya, ha sufrido , a lo largo de la historia, alzas y bajas. En la modernidad, por ej emplo, pasará por un periodo de oscuridad. Las razones de tal re­ troceso son muchas aunque tal vez la más importante con­ sista en la primacía de la noción de deber en nuestra épo­ ca. En nuestros días, sin embargo , y con el retorno del neoaristotelismo, las virtudes han vuelto a tener un rol cen­ tral. Más aún, asistimos a una verdadera competición entre una ética de las virtudes y una ética del deber. En cualquier caso, la virtud es un modo de ser, una disposición para ac­ tuar de una determinada manera. Por eso se dice de una persona virtuosa que es una persona de carácter. Que tiene un buen carácter siempre que tomemos la virtud no como un acto aislado sino como un hábito conseguido por medio de la repetición de actos. Por eso suele definirse la virtud como disposición de las capacidades cognitivas y emociona­ les para conseguir el bien. Hasta aquí la virtud moral. Veremos, no obstante, que el perdón choca con la justicia. Y la justicia es una virtud. Una virtud fundamental. ¿En qué sentido es una virtud fun­ damental? Es ya un tópico afirmar que la justicia es la prin­ cipal de las virtudes sociales. Lo cual indica que virtudes las hay de muy diverso tipo. Las virtudes sociales, sin embargo , serían las específicamente morales, las que establecen lazos recíprocos entre los seres humanos. La justicia, por su par­ te, puede subdividirse de varias formas y dependiendo de la importancia que se dé a las divisiones en cuestión tendre­ mos una u otra estructuración de la vida político-social. Así, no es lo mismo cargar toda la fuerza de la justicia en su fun­ ción conmutativa que en su función distributiva. Pero la justicia, en su sentido más descarnado y social, es imparcia­ lidad. Si esto es así, la justicia es un criterio de actuación moral. Un criterio a través del cual podremos tener, des­ pués, normas justas. Nuestra tesis será que el perdón es una 19

EL PERDÓN virtud moral tal como lo hemos indicado. Una virtud que complementa la justicia. Es lo que hay que demostrar. Cosa nada fácil. Si lo conseguimos podremos decir que el per­ dón no sólo no nos hace parciales o arbitrarios sino que nos hace más sociales y más justos. Es lo que habrá que ver. No quisiéramos abandonar la ética, en esta exposición más que sumaria, sin añadir que la ética es eterna y actual. Entiéndase bien. Por eterna no pretendemos afirmar que sea un trozo de verdad caído del cielo o abrasado en el infierno. Nos referimos a una verdad simple: no podemos vivir como seres humanos sin ética. Nos es consustancial . Y cuando decimos que es actual nos referimos también a una cuestión que, aunque no sea fácil de probar, nos arries­ gamos a denunciar: la infravaloración de la importancia objetiva y política es un mal de nuestros días. Se objeta­ rá inmediatamente que no es así, que se e stá recurriendo constantemente a la ética en los ámbitos más diversos. Creemos que no es verdad. Se trata, en la mayoría de las ocasiones, de aspavientos. Y en otras de una investigación formal que cuando hace pie se desploma ante la pasividad, incredulidad o indiferencia de la gente. Por eso escribimos estas letras, dicho con reconocimiento sincero , con escepti­ cismo. Un escepticismo que sólo se supera con moral. Es ésta una manera de rozar el círculo vicioso, pero no hay más remedio. Porque la ética, se mire por donde se mire, es importante. Como lo es el perdón. Recordemos que hemos afirmado que el perdón es una virtud moral que complementa la justicia. En este punto, como es obvio, nos detendremos y trataremos de sacar las oportunas consecuencias. Pero decir qué es el perdón im­ plica, al mismo tiempo, delimitarlo respecto a nociones que le son bien fronterizas. De ahí que nos ftjemos también en la compasión, en el amor, en la religión o lo midamos con ideas como la de egoísmo y altruismo. Finalmente , ha­ blaremos del perdón desde un punto de vista, siquiera mí20

INTRO D U C C I Ó N nimo, jurídico . O, s i s e quiere ser más claro, desde u n pun­ to de vista especialmente práctico. No es ningún secreto que la vida política está tejida de peticiones y contrapeti­ ciones de indultos, amnistías o reinserciones e integracio­ nes. Todo ello tiene su propia legislación. Sólo que, inde­ pendientemente de la legislación concreta, existe mucho ruido. Debería existir, además de barullo e intereses, una mente más dispuesta a entender lo que sucede y un cora­ zón abierto a lo que entenderemos por perdón. No faltará una pequeña historia del perdón así como un seguimiento rápido de su etimología. Son ayudas siempre bienvenidas. ¿Cómo debería analizarse el concepto de perdón? La pregunta es una pregunta por el método. Y es una pregun­ ta que está en su sitio. Sin ánimo de extendernos en una discusión metodológica que no es pertinente , sí deseamos hacer aquellas precisiones necesarias para que se entienda cuál es el lugar desde el que tratamos de hacernos con la idea de perdón. Parece claro que la actividad intelectual, incluida la filosófica, no tiene por qué despreciar ningún método que considere adecuado. La misma filosofía no tie­ ne -no puede- tener un método ut sic; es decir, definiti­ vo , o tan ajustado y propio como lo tiene una ciencia empí­ rica. Se aprovecha de intuiciones, del estudio detallado de los fenómenos, de la historia y de lo que han dicho o tros fi­ lósofos. No obstante , el lenguaj e y la argumentación son dos instrumentos indispensables. A ellos recurriremos no­ sotros. Lo cual nos obliga a decir algo, al menos en lo que atañe al lenguaje. Hemos de recurrir al uso que se hace de una palabra (en nuestro caso el perdón) en el len guaje para saber qué es lo que significa. Naturalmente a lo ante­ rior se le suele hacer una objeción bastante elemental. Consiste ésta en recordarnos que , según Hamlet, las pala­ bras son sólo palabras. La ciencia no avanza dando vueltas sobre las palabras sino observando los hechos del mundo. ¿Qué razón hay en tal objeción? Muy poca en lo que atañe 21

EL PERDÓN a lo que por lenguaje entendemos en nuestro trabajo. Para mostrar esto, nada mejor que recurrir a algún ejemplo . Su­ pongamos que llegamos a la conclusión de que el afroasiá­ tico, el áltico y el protoindoeuropeo proceden de otra len­ gua más antigua, el nostrum. Aquéllos serían los abuelos de nuestra lengua y éste el tatarabuelo. Es una hipótesis cien­ tífica como lo es la de la posible extinción de los dinosau­ rios por hambre para el paleontólogo. ¿Cómo se deben resolver tales hipótesis? En el primer caso, estudiando empíricamente la formación y cambios de las lenguas. En el segundo, estudiando empíricamente los rastros que, prehistóricamente, están a nuestra disposición. ¿Por qué hemos de estudiar empíricamente tales hipótesis? Por la sencilla razón de que quien pregunta por el origen de nuestra lengua o por la extinción de los dinosaurios indica ya, en la misma pregunta, que la respuesta debe ser un con­ junto de datos empíricos. Porque ha usado, en fin, un len­ guaje que es el que se usa para avanzar -o retroceder- en el conocimiento de los hechos. Supongamos ahora que nos encontramos con la palabra « algoritmo». Suele definirse dicha palabra en cualquier diccionario como cálculo. La palabra, a pesar de su apariencia, no es de origen griego sino el nombre de un matemático árabe que se ha conver­ tido así en fuente de un término fundamental en matemá­ ticas. Conocemos, por tanto, su etimología. Y conocemos su significado en matemáticas. Las dos cosas las sabemos empíricamente aunque en este caso no nos refiramos a un hecho como puede ser un dinosaurio o el salto de un elec­ trón de una órbita a otra. ¿Qué es lo que nos indica que la palabra « algoritmo» tiene la procedencia árabe en cuestión y el significado matemático de cálculo? El estudio tanto de la etimología como de la historia de las matemáticas. Estu­ dios ambos que son empíricos. ¿Por que hemos de estudiar empíricamente tales cuestiones a pesar de que en este caso hablamos de formalidades, de cálculos y no de dinosaurios 22

INTRO D U C C I Ó N o electrones? Porque e n l a misma pregunta s e indica que la exigencia es una exigencia sobre la investigación de unos hechos pertenecientes a un campo determinado de nues­ tra experiencia. La pregunta en sí misma es un criterio que hemos de seguir si no queremos dar al traste con todo nuestro lenguaje y con la comunicación correspondiente. Vayamos a la palabra perdón. Es también un hecho em­ pírico, y que responde a los criterios vistos, afirmar que «per­ dón » , como «SÍ», «no», «gracias» es una de las primeras pala­ bras que encontramos en cualquier idioma. Lo descubrimos observando el funcionamiento de varios o muchos idiomas. Incluso si recurrimos a una cierta lógica heterodoxa, sujeta a fuertes objeciones, podríamos definir algún tipo de perdón como superrogatorio, es decir, como lo que está a la altura del heroísmo o de la santidad. La fórmula, en honor a los pu­ ristas, sería ésta: Sp=df. Bp-,Ep (que debe leerse así: lo su­ perrogatorio [el perdón] , aunque es bueno, no se exige) U na vez más es el lenguaje quien nos ha indicado que si pre­ guntamos por una definición lógica la respuesta no puede ser sino lógica. La cuestión, sin embargo, se complica si da­ mos un paso más y nos preguntamos, ahora, por el significa­ do del perdón. Y es que los significados ni son hechos del mundo ni son leyes lógicas. No están a nuestra disposición como lo están, por ejemplo, los paraguas. Más aún, y como ha solido afirmarse con razón, no tiene sentido preguntarse por el significado correcto de una palabra puesto que no hay algo así como el significado correcto o verdadero. El signifi­ cado , más bien, habrá que buscarlo en el uso concreto de una palabra. El significado adquiere vida, como se ha dicho más de mil veces, en la praxis lingüística. De ahí que no sea el mismo significado de perdón el que le dé el teólogo que el que le dé el filósofo moral. Pero esto mismo nos sugiere ya que la mejor manera de introducirse en un concepto es hacer las precisas distinciones lingüísticas. Y desde ahí sacar su significado concreto. 23

EL PERDÓN Se podría objetar a lo dicho que es o paleoanalítico o excesivamente wittgensteiniano. Y que ambos h an sido su­ perados por otras concepciones de la filosofia y del lengua­ je más interesantes. La obj eción arrecia señalando que no existen en puridad ni significados ni representaciones. Los postanalíticos nos instan a estudiar, sin prejuicios, el mun­ do y dej arse de dar vueltas alrededor de las palabras y sus posibles significados. Los postwittgensteinianos nos seña­ lan que el lenguaj e no es un medium o esquema que nos ponga en contacto con la realidad. Independientemente del valor de las objeciones y de las teorías en las que se sus­ tentan, conviene decir que , por nuestra parte , ni nos aga­ rramos a significados como si nos colgáramos de una per­ cha ni recurrimos a esquemas como si de canales se tratara para llegar hasta el mundo. Nuestra tarea es más simple. Aunque no por eso menos importante. Para nada entende­ mos el lenguaj e como depósito de significados o filtración de representaciones. Sólo hablamos de cómo podemos en­ tendernos cuando nos comunicamos entre nosotros. Y esto no implica que tengamos que aceptar una viej a y dura teo­ ría del significado. Sostenemos, eso sí, que para introducir­ nos en el perdón conviene que nos preguntemos qué es lo que se quiere decir cuando se habla de perdón. Esto nos parece insoslayable . Es cierto que la filosofía lingüística pasó por un periodo que , peyorativamente, podríamos llamar de moda. Hoy no se lleva eso. Una vuelta a la colección, contrastación y de­ puración de hechos e intuiciones ha tomado el relevo. Pero sería conveniente preguntar, por nuestra parte , si no puede también peyorativamente convertirse en moda. Un ejem­ plo que tiene que ver con la ética. El «equilibrio reflexivo» de Rawls consiste , dicho muy sintéticamente, en ir combi­ nando, como en un puzzle, las intuiciones habituales con los descubrimientos de las ciencias. El método tiene no poco de recomendable, pero puede quedarse corto para 24

I N TRO DUC C I Ó N analizar, con exigencia y fuste , l a ética. Porque puede errar el tiro . Puede caer en la falacia que los antiguos llamaban ignoratio elenchi (permítasenos decirlo en inglés: «missing the point» ) . Y es que , en ética, no se trata de acomodar lo que ocurre con nuestras opiniones o nuestras opiniones con lo que ocurre. Se necesita, previamente , deslindar el campo de lo que es, por ejemplo, el deber. Y dicho campo no viene dado por la acumulación de experiencias y juicios sobre el deber. Nos obliga a preguntarnos no sólo por lo que es el deber sino por lo que debe ser el deber. Esto tam­ bién está en el lenguaje. En el lenguaj e como criterio de in­ vestigación. En cualquier caso, y en lo que al método respecta, pue­ de estar seguro el lector de que no absolutizaremos el len­ guaje o nos sepultará escuela rancia analítica alguna. Mu­ cho se saludará como saludable aunque nada se impondrá como inmutable . En cuestión de métodos, en filosofía, y muy especialmente en filosofía práctica, conviene ser un poco taoísta. En una de las escuelas taoístas el camino y el fin acaban siendo lo mismo . Para lo cual , por cierto, no hace falta viajar hasta Oriente. Bastaría con Machado. La fi­ losofía, como todo intento sincero de búsqueda, tiene , se­ gún indicaciones de un maestro en el filosofar, algo de no­ vela policiaca. Se avanza en zig-zag, se apoya uno tanto en evidencias como en sospechas. Y se desea, a toda costa, que la diosa fortuna tenga también su parte en el descubri­ miento, siquiera pequeüo , de una verdad. Quien escribe estas líneas quisiera, con una pizca de re­ tórica, pedir perdón. No lo hace como excusa o colocán­ donos la venda antes de una posible herida. Lo hace desde el convencimiento de que está tratando un tema importan­ te y es posible que se le escape. Porque el perdón , además de virtud moral, posee la virtud aüadida de reírse de la pro­ sa habitual. Y de seguir desafiando después de que uno cree, como el loco con el dedo, que lo ha atrapado con la

EL PERD Ó N misma mano. Esperemos, en cualquier caso, haber dicho una palabra de interés. Palabra que debe mucho (cosa evi­ dente para quien esté al día de lo que se hace en filosofía moral) al filósofo E. Tugendhat, amigo y maestro de quien escribe este libro . El libro, en fin, quiere situar al perdón en un lugar en donde se le pueda ver con un poco más de cla­ ridad de lo que es habitual. Pero desea, no menos, ayudar, en lo posible , a perdonar. Un personaje de Shakespeare de­ cía que el pecador se envalentona con el perdón. Es, sin duda, un riesgo. Preferimos, no obstante, volver la vista a Cervantes y decir con él que quien vence y perdona, vence dos veces.

I

La ética: una exposición inicial

LA CONVENIENCIA DE SER MORAL Y LOS GRADOS DE MORALIDAD Lo primero que debemos preguntarnos al hablar de éti­ ca (o de moral, pues como sinónimos los tomaremos aun­ que, en términos más precisos, la moral expresa el código concreto que se usa mientras que la ética es la reflexión que se hace sobre la moral ) es si se trata de algo tan nece­ sario al hombre como le son los pulmones para respirar. Porque podría suceder que la ética estuviera destinada a desaparecer. Los médicos han sustituido a los chamanes. La biología, por su parte, podría ser la sustituta de la vieja mo­ ral. Se objetará inmediatamente que , si esto fuera verdad, no habría forma de juzgar a los demás sin someterlos a cá­ nones morales. Y es que incluso las personas o las institu­ ciones más ajenas a la moral recurren al lenguaj e ético en las situaciones más comprometidas. Además, continúa la objeción, la ética es una cuestión vital no circunscrita al desarrollo de ésta o de aquella ciencia. Por eso, de una per­ sona ignorante en matemáticas nadie dirá que es un fraca­ sado en la vida. Sí se le considerará, sin embargo, un fra­ casado si no consigue distinguir, por ejemplo, la maldad de la bondad en la tortura o el asesinato. A la objeción se le puede responder que por muy cierto que sea lo que contraargumenta no por eso hay que tomar­ lo al pie de la letra. Porque no es menos cierto que nuestra sociedad encubre, bajo un vocabulario moral, una serie de intereses que poco tienen que ver con lo que se entiende 27

EL PERDÓN por moral. Además, aumentan, día a día, los que se suman a aquellas teorías sobre el comportamiento social humano que únicamente tienen en cuenta el cálculo egoísta de in­ tereses de cada uno de los individuos en cuestión. La é tica sería cosa del pasado. Lo nuevo , en cambio, el juego o arre­ glo contractual de intereses. Los sentimientos morales, en fin , serían residuos religiosos del pasado . Lo reconocía in­ cluso una persona tan religiosa como lo es la filósofa moral Miss Anscombe . Y es que los llamados juicios morales no se sustentarían en nada, penderían en el vacío. Porque empí­ ricamente nada es bueno o malo. La experiencia nos dice que este color es rojo pero no nos dice que este acto sea bue­ no o malo. Y si de la experiencia nos volvemos a la razón, la situación no mejora. Porque de la razón no salen sino ra­ zones y no una ley moral que diera fundamentación a la moral. A no ser que recurriéramos a algún principio a prio­ ri hoy e n día insostenible. ¿Qué decir a todo esto? ¿Cómo responder con propie­ dad a la objeción y a la contraargumentación? La respues­ ta tiene tres partes. En la primera hay que decir que la mo­ ral no es necesaria. En la segunda que es conveniente. Y en la tercera que existe siempre una zona de incertidumbre que no se puede pasar por alto. Veamos, una a una, las tres afirma­ ciones. La moral no es necesaria si tomamos la noción de necesidad en sentido fuerte, es decir, como necesario es que dos y dos sean cuatro . Tampoco lo es en un sentido más mitigado afirmando, por ej emplo, que el ser humano, sin moral, es un guiñapo, es un fantasma o es inconcebible. En el nivel más bajo de moralidad podría darse un indivi­ duo sin sentimientos y juicios morales. Un individuo que carecería de lo que se suele denominar moral sense. De la misma forma que existen individuos que , aunque sin la ca­ rencia anterior, se mueven sólo en función de los contratos o pactos que articulan en razón de sus intereses egoístas. Se podría decir que tienen una minimoral. Pero no una moral

LA ÉTICA: UNA EXP O S I C I Ó N I N I C IAL en sentido e stricto tal y como más adelante l o veremos. La moral, sin embargo, es conveniente . Es conveniente una mo­ ral que vaya más allá de las posturas anteriores e introduzca la idea de valor en las personas. En este sentido la moral nos haría más humanos. O, lo que es lo mismo, con la mo­ ral alcanzaríamos mejor nuestra propia identidad. Como la palabra identidad es conflictiva es necesario que nos deten­ gamos en ella. La palabra identidad es, sin duda, peligrosa. Existe, también sin duda, una identidad que, en principio, no plantea problema alguno en moral ni tiene por qué ser pe­ ligrosa. Así, por ej emplo ,que yo sea idéntico a mí mismo, a pesar de que ya no soy el niño que en otro tiempo fui, es una cuestión filosóficamente relevante pero no se ve en dónde radica su peligrosidad moral o de otro tipo. Como que un cuervo sea idéntico a su ser cuervo . Se trata de una identidad ontológica, en suma, que no tiene por qué asus­ tar a nadie a no ser a los que se dediquen a la ontología. El asunto se complica cuando por identidad entendemos aquello que deberíamos ser y que de momento no somos. Es un tópico, tanto filosófico como no filosófico, desconfiar de este tipo de identidades y colocarlas en la casilla de lo peligroso. Y es que una identidad forzada, una meta que sólo es objeto del deseo o una confusión entre el plano de lo que somos y de lo que debemos ser, ha sido y es causa de malentendidos, coacciones y tiranías. Existe , no obstante , otra forma de entender la identidad y es la que a nosotros nos interesa. La identidad o autoidentidad de la que hablamos y que se conseguiría a través de nuestro ser moral en sen tido es­ tricto podría evidenciarse , primero, haciendo ver en qué consiste ser un miembro de una comunidad en la que to­ dos se reconocen entre sí. Un reconocimiento que tiene lu­ gar a través de las relaciones internas que se establecen en­ tre los miembros en cuestión. Veámoslo con un ej emplo.

EL PERDÓN Supongamos que A hace una promesa a B. O supongamos que A ayuda a B. En el primer caso A puede cumplir la pro­ mesa porque tiene en cuenta que si no lo hace se pervier­ ten las relaciones entre A, B, C, D, etc. En términos de la teoría de juegos diríamos que es un óptimo que A o B o C cumplan las promesas. Es razonable , en suma, maximizar los mínimos. En el segundo caso , y en el que A ayuda a B , puede también ocurrir que A l o haga porque piense que en otro momento será él quien necesita ayuda de B. O porque simplemente le gratifica dado que posee, entre otros, los sentimientos de simpatía o de compasión . Hasta el mo­ mento las relaciones de las que hemos hablado son relacio­ nes externas. ¿Cómo serían las internas, las específicamente morales? En este caso A cumple la promesa o ayuda a B porque , en el primer supuesto, respeta a B y en el segundo, además de respetarle, le estima o valora. A reconoce, para decirlo de manera que no deje lugar a dudas, en B a toda la humanidad. A ha colocado a B, C, D, etc . , en una línea en la que cada uno de los miembros tiene un valor que , en tér­ minos de la tradición, llamaríamos absoluto y que no signifi­ ca sino que considera a los miembros de referencia como seres dignos que merecen un reconocimiento en sí mismos. Ahora bien, ¿por qué la relación interna citada nos otorga una identidad mayor? ¿Por qué afirmamos que las relaciones internas son superiores a las externas de modo que nos da mayor contenido humano? La respuesta no puede ser una respuesta absoluta. Tiene mucho de reto, de propuesta y de incitación a que desde la misma vivencia moral todos los miembros de la serie humana se encuen­ tren más crecidos en moralidad. En buena parte , lo que después y más concretamente expongamos a través del per­ dón, nos servirá para ir dando si no pruebas sí indicaciones de que eso es así . De momento, limitémonos a decir que en una relación interna debo dar a las personas derechos en cuanto personas. Y que en ese juego de donaciones recí30

LA ÉTICA: UNA EXP O S I C I Ó N I N I C IAL procas de derechos todos nos reconocemos como valores no instrumentales. Nos reconocemos como sujetos y no como objetos. Nos reconocemos, en fin, como personas. Y tal re­ conocimiento sólo se consigue no midiéndose competitiva­ mente sino viendo en el otro lo que también existe en uno mismo. Intercambio que únicamente se logra cuando se ponen en movimiento las estimas o valoraciones recípro­ cas. Me estimo a mí porque estimo a B y B se estima porque me estima a mí. La diferencia entre una seudomoralidad y una moralidad es la diferencia entre un mundo de astutos y un mundo de personas.

Monvos Y CAUSAS Si ser moral es una posibilidad de los seres humanos y es algo conveniente, se entiende que la pregunta de por qué hay que ser moral se distinga, al menos formalmente, de cuál es la moral en su concreción más adecuada. Es ob­ vio, sin embargo, que la respuesta que demos a la primera pregunta condiciona ya la segunda. Así, sería absurdo afir­ mar que uno queda disminuido como ser humano si no es moral y decide después organizar su vida según una moral en la que lo único que prevalezcan sean los intereses más egoístas. Pero no habría que olvidar tampoco que en la vida práctica, como en la vida en general , lo claro o lo oscuro son situaciones límite. Importan los grados. Por eso no es lo mismo en moral ser utilitarista que ser tradicionalista o ser contractualista. Para el primero , lo que importa es la consideración de las consecuencias de las acciones. Para el segundo, lo relevante es una verdad que la tradición nos entregaría bien porque provenga de Dios o bien por la constatación darwiniana de un supuesto progreso. Para el tercero , lo que interesa es el pacto que subyace implícito en las relaciones humanas y sin el cual no habría forma de or31

EL PERDÓN ganizar la convivencia humana. Naturalmente , el utilitaris­ mo, el tradicionalismo y el contractualismo son mucho más que eso. Pero también son eso. En los tres casos no nos en­ contramos, por otro lado , con un amoral, alguien que re­ chace de plano cualquier discusión o disposición moral. Aunque tampoco estamos ante una moral fuerte, una mo­ ral en la que se valore a las personas tal y como lo acabamos de exponer. Para hacer más claro por qué las tres morales concretas descritas no son una moral fuerte como la que sustentamos, vamos a recurrir a la distinción entre motivos y causas . Distinción, por cierto , que será fundamental cuan­ do, en su momento, hablemos del perdón. Observa el filósofo Flew que dicha distinción, por sim­ ple que pueda parecer, es la madre de cientos de confusio­ nes tanto en la vida ordinaria como en el campo más sofis­ ticado de la filosofia. Veamos la distinción con un ejemplo. X puede tener motivos para que le guste Y Así, Y tiene unos ojos que le hacen ver el mundo de otra manera, una mane­ ra maravillosa a X. X, sin embargo, tendría todas las razo­ nes del mundo para alej arse de Y y no enamorarse de ella. Así, Y sólo busca en X su dinero para estafarle en cuanto sea posible. Todavía habría que añadir otro término para que el tratamiento de la cuestión sea completo. Es la noción de causa. La causa no es un motivo ni es una razón. La causa de que X se vea afectado con tanta fuerza por los ojos de Y radicaría en la herencia genética de X, por ejemplo. Apli­ quemos lo dicho a la moral. Y para ello nada mejor que imaginar una discusión con un amoral, alguien carente de moral sense. A dicho amoral únicamente podríamos con­ vencerle de que se decidiera a ser moral recurriendo a mo­ tivos y no a razones. Es posible que a más de uno tal distin­ ción le parezca artificial. Y no es así. Volvamos de nuevo al caso del amor. Tenemos, por ejemplo, razones para pensar que María será mejor compañera de Pedro que Juana por­ que Juana se ha casado cuatro veces y ha envenenado a sus 32

LA ÉTICA: UNA EXP O S I C I Ó N I N I C IAL cuatro maridos. Pero, ¿ tenemos razones, por el contrario , para decir a Pedro o a Pablo que hay que enamorarse? Es posible que más de uno responda afirmativamente. No obs­ tante, incluso si más de uno respondiera así, es evidente que ya no estamos ante razones semejantes a las que usába­ mos para decidirnos por María en vez de por Juana. Y es que una razón es universalizable mientras que es más que dudoso que uno universalice (por complicada que sea la universalización de una razón) la supuesta bondad del ena­ moramiento. Como es difícil dar razones para que todo el mundo decida tomar en serio su libertad. O no suicidarse. En estos casos no hay más remedio que recurrir a los moti­ vos. A quien no desee vivir no se le puede argumentar como se argumenta a favor de un buen vino. Tendríamos que limitarnos a recordarles todos aquellos aspectos que puedan moverle a seguir viviendo. Tenemos la impresión de que todo el mundo se mantendría en vida sin darse muerte si los aspectos en cuestión son expuestos con habi­ lidad ante los oj os del suicida. Tenemos la impresión igual­ mente de que nuestro amoral dejaría de serlo si lográramos hacerle ver todos los bienes que se derivan de decidirse a ser, realmente, moral. Pero no tenemos argumentos, razo­ nes universales que valgan igualmente para todos. ¿Por qué esto es así? La respuesta más inmediata es que los individuos son autónomos; es decir, deciden lo que quie­ ren y no quieren hacer. Ser autónomo, más concretamente, es usar tal capacidad para relacionarse con los otros seres autónomos. La autonomía, en cualquier caso , establece una separación radical entre los hombres. Sólo así podemos hablar de individuos libres, que eligen su modo de existen­ cia. Y sólo así podemos, naturalmente , hablar de un mundo coordinado moralmente en el que cada uno de los indivi­ duos es capaz de verse a través del resto de los seres huma­ nos. Si esto es así, tendremos que usar los motivos para con­ vencer a quien no desea ser moral de que es mejor serlo. Y 33

EL PERDÓN tendremos que utilizar buenos motivos. ¿Qué sería en este caso un buen motivo? Que merece la pena ser moral. Pero, una vez más, ¿por qué merece la pena ser moral? Y, ¿por qué sobre todo el ser moral es algo más que ser utilitarista, tradicionalista o contractualista? En una respuesta rápida y muy sintetizada diremos que ser moral añade la considera­ ción de la persona como valor en sí mismo, cosa que está ausente en, al menos, las tres teorías morales mentadas. Merecer la pena ser moral y tener buenos motivos para ello es cosa nada fácil de elucidar. Más tarde lo veremos, junto al perdón, de una manera más detallada. De momento con­ tentémonos con lo siguiente. Antes de nada, conviene oponerse a una falsa interpre­ tación de lo que estamos defendiendo. Por ej emplo, no es verdad que la moral es una opción arbitraria como podría ser la de jugar al fútbol. Si uno no juega al fútbol, se perde­ rá los placeres, y los disgustos, de dicho deporte pero difí­ cilmente se le podrá decir que ha puesto en juego valor al­ guno que atañe a la persona propia y las aj enas. La moral, por otro lado, no es dar por supuesto que existen unos fines ftj os atados a la naturaleza humana y para cuya consecución se requieren unas virtudes que, justamente, serían las mora­ les. En este último caso, motivar a alguien para que sea mo­ ral equivaldría a tanto como a decirle : si quieres conseguir lo que está a tu alcance y se inscribe dentro de tus capacida­ des naturales, no tienes más remedio que usar la moral. Es probable que sea ésta una actitud moral que, aunque repre­ sentada por filósofos bien dispares (piénsese en Ph. Foot o en el muy cristiano P. Geach) , cuente, no obstante, con bas­ tantes adeptos en nuestros días. No es eso, sin embargo, lo que queremos decir ni lo que entendemos por ser moral. Lo que intentamos explicar cuando hablamos de buenas motivaciones o que merece la pena ser moral es que somos, totalmente, de otra manera si somos morales. Que cambia­ mos de arriba a ab�jo si t;jercitamos nuestra autonomía de34

LA ÉTICA: UNA EXP O S I C I Ó N I N I C IAL cidiéndonos a ser morales; dicho de otro modo, nos rela­ cionamos con los demás como seres valiosos en sí mismos. No es que exista una orientación natural que lleve a la mo­ ralidad y, por tanto, convenga utilizar las virtudes corres­ pondientes. De lo que se trata más bien es de utilizar lo que la historia natural nos ha ido aportando de tal manera que creemos, después, un modo de vida que pasa, siempre, por la consideración de los demás como seres estimables. La moral no debe considerarse un medio para tener más ga­ nancias naturales aunque éstas se obtengan, probablemente mejor, si nos decidimos a ser morales. Como lo dicho puede prestarse a más de una confusión, vamos a detenernos en ello aprovechando lo que Wittgenstein escribió sobre la re­ ligión. También fue desarrollado por otros de sus discípulos con dispar fortuna. Nos servirá, además y de pasada, para evitar que se confunda la moralidad que defendemos con cualquier tipo de religión o teología larvadas. La interpretación que sigue , aunque antigua, ha sido renovada en los últimos años. Según dicha interpretación la disputa entre un creyente religioso y un no creyente no es una disputa entre teorías semánticas rivales, como si ambos dieran un significado diferente a los términos que usan. El contraste , más bien, se daría entre formas de vida. Y si se objeta que esa supuesta y extraña forma de vida opuesta a la habitual del creyente deberá tener, a su vez, un significa­ do diferente (inconmensurable, se diría, siguiendo la con­ cepción de la ciencia inaugurada por Kuhn) la respuesta, de nuevo, es que no se está entendiendo la actitud del cre­ yente. Porque éste se orienta en el mundo de tal manera que su decisión última, respecto a cualquiera de sus actos y creencias, está por encima y es anterior a cualquier signifi­ cado. Su creencia religiosa expresa una forma de vida total. Configura la cristalización que , a modo de criterio definiti­ vo , da un sentido final a su vida y a su muerte. Y si se obser­ va que esto es pura irracionalidad, habría que recordar que 35

E L PERDÓN esa misma persona se conduce de manera completamente racional en el orden común de la vida cotidiana. O que aquello sobre lo que ha decidido basar su forma de vivir no es algo accidental sino la vida en su totalidad. Apliquémoslo a nuestro caso y veamos dónde se dan las semejanzas y en dónde residen las diferencias. Comencemos por estas últimas. La religión no es, evidentemente , la moral. La religión, al margen del juicio que se pueda dar de ésta o aquella religión positiva, no la consideramos una posibilidad que ofrece una dimensión mayor de humanidad. Carecer de religión no es estar disminuido. Por otro lado, la decisión de ser moral no es una decisión ciega. Tiene, sin duda, mucho de incertidumbre y una incontestable parte de elección . Pero las conductas morales, incluso en los estadios previos del amor o de la amistad, anidan en la vida humana como un sustrato sin el cual nos resulta no sólo difícil la convivencia sino incomprensibles muchos actos de los seres humanos. Pero se dan también semej anzas. No hay una razón última que nos obligue a ser morales. Existen, sin embargo, muchos motivos. Por eso algunos de los seguidores de Wittgenstein han insistido en que ser moral es no tanto un medio para ob­ tener un fin sino un cambio total en nuestra existencia. Vol­ viendo a los casos antes citados de Ph. Foot y P. Geach. Para éstos vale, enunciado un tanto groseramente, el siguiente si­ logismo: si quieres ser generoso, tienes que desarrollar la vir­ tud moral que lleva a la generosidad. Es así que la generosi­ dad es un útil esencial al ser humano, luego tienes que

alcanzar, con las virtudes adecuadas, la generosidad. Para aquellos neowittgensteinianos que reflejan mucho mejor, al margen del formato en el que se expresen, la idea de moral que defendemos, el juego es otro. Se supone que A, B, C, etc., son personas con valor en sí mismas. Desde ahí se pro­ duce el correspondiente reconocimiento. O si se quiere, el reconocimiento expresa el valor de las personas. Ahora bien, la pregunta sigue en el aire: ¿por qué es me-

LA ÉTICA: UNA EXP O S I C I Ó N I N I C IAL jor, merece la pena o existen motivos superiores para elegir la segunda de las alternativas? En las páginas que anteceden hemos dado respuesta, siquiera parcialmente, a la pregunta. Porque lo contrario no da resultados satisfactorios a quien ha gustado ya de experiencias morales. Porque cualquier moral que tome al ser humano como un medio, de una u otra forma, acaba negándolo. Y negando, con ello, las expe­ riencias de amor humano, en un sentido muy amplio y que más adelante veremos, que caracterizan a la humanidad. Y porque, en fin, nuestra autoconciencia, así, no es un cono­ cimiento seco, objetivado y hasta irreal de nosotros mismos, sino la experiencia de existir con motivos fuertes para de­ sear seguir viviendo. La moral vimos que era conveniente. La moral, hemos visto, tiene sus buenos motivos.

RACIONALIDAD Y MORALIDAD En el individuo amoral que hemos considerado y que se situaría en el nivel cero o más bajo en una graduación mo­ ral, hablar de relación entre racionalidad y moralidad no tiene ningún sentido. Dado que la moralidad en cuanto tal está ausente, todo su modo de comportarse se regiría por la razón. Si partimos, por el contrario y en el otro extremo, de una moral que no se contenta con armonizar los distintos intereses puestos en juego, entonces la racionalidad no es suficiente . Naturalmente, afirmar que la moralidad es más que racionalidad suscita perplejidad si se supone, como por otro lado parece que hay que suponer, que no existe , además de la racionalidad, facultad o capacidad alguna que pueda denominarse moralidad. A no ser que redujéramos la moral a algún órgano sentimental o pasional, cosa, obvia­ mente, impensable cuando de lo que estamos hablando es, precisamente, de una posible relación de reconocimiento en­ tre personas. Los sentimientos, cuando existen, no están 37

EL PERDÓN dotados, desde luego, de tales virtudes. Por consiguiente , conviene que expliquemos en qué sentido la moralidad añade algo a la mera racionalidad. Antes de nada, digamos que la moralidad, en cualquie­ ra de sus formas y que no es reducción a puro sentimiento , hace siempre uso de un determinado tipo de racionalidad: de la argumentación lógica. Por eso, cuando decimos que la moralidad no es racionalidad sin más, no estamos sugi­ riendo, en modo alguno, que la moral sea ilógica. Desde Aristóteles sabemos que el razonamiento práctico acompa­ ña a la acción moral como la sombra al cuerpo . Y los inten­ tos actuales por equiparar o diferenciar la lógica de los im­ perativos, que es la lógica moral, de la lógica más común en indicativo , no son sino manifestaciones de un mismo he­ cho: la lógica es la estructura interna de ese razonamiento que , en palabras de Aristóteles para definir la argumenta­ ción práctica, acaba en la acción. Es cierto que , de entrada, la manera de argumentar en moral (o, más exactamente, en el razonamiento práctico , moral o no, puesto que una intención, por ejemplo, no tiene por qué ser moral) se apar­ ta no poco de los cánones del razonamiento habitual. Así, por ejemplo, si deseo, quiero o debo ir mañana a Portuga­ lete , y saliendo en tren el día anterior estoy a tiempo en Por­ tugalete , entonces tengo que salir en tren el día anterior. Es obvio que este razonamiento (q, si p entonces q, luego p) no es lógicamente válido. De ahí que se plantee la cuestión de si es reducible, en último término, a la lógica de las pro­ posiciones indicativas o se trata de una peculiar manera de razonar. En cualquiera de los dos casos, sin embargo, la é ti­ ca, en su argumentación, nada tiene de ilógico o irracional. Cuando decimos que moralidad y racionalidad no son equivalentes queremos referirnos a algo que , implícita­ mente, hemos afirmado ya. Para ser más claros recurramos, de nuevo , a un ejemplo. Supongamos que A, que pertene­ ce al grupo B, desea obtener un objetivo legítimo y que se

LA ÉTICA: UNA EXPO S I C I Ó N I N I C IAL concretaría en la independencia de su país. Para ello siga­ mos imaginando que A, y naturalmente B, piensan que lo más racional es crear un caos tal en el país opresor que , al final, y debido a las desastrosas consecuencias que se deri­ varían para la nación dominadora, se han logrado las aspi­ raciones de A y de B. El medio ha sido el más apto para el fin. El medio ha sido sumamente eficaz. Mucho más que to­ das las peticiones verbales, movilizaciones populares o lla­ madas a organismos internacionales. Si tras un cálculo de­ tallado y un análisis competente de las estrategias en juego se llega a dicha conclusión, la acción a seguir parece, sin duda, racional. Un utilitarista, por moderado y sofisticado que sea, tendría que acep tar la conclusión anterior. Los uti­ litaristas, es cierto , lo son de muy diversa índole y con fre­ cuencia se dan síntesis que en su complejidad hacen difícil saber si hablamos de utilitarismo o de otra versión moral. En cualquier caso , quien se negara a admitir los medios dic­ tados sólo por la razón de que lo inmediatamente efectivo será inefec tivo «a la larga» , caería en una concepción des­ caradamente utilitaria de la moral. Supongamos, por el contrario, que A considera que todo individuo, de cual­ quier país, es un ser a respetar en sí mismo. O lo que es lo mismo , que existen unos fines anteriores a todo cálculo ra­ cional, fines que se expresan en el valor de fin que poseen cada una de las personas en cuestión. En este caso A pen­ sará que ningún ciudadano, mayor o menor, puede ser usa­ do como medio por apetecible y legítimo que sea el fin. A A, en tal caso, le podrían suceder muchas cosas. La prime­ ra y más probable es que sea expulsado del grupo B. O que se encuentre ante un conflicto de deberes, cosa más im­ portante desde el punto de vista moral. No usar a otros como medio no equivale a ser tonto, débil o inactivo . Por­ que si A se encuentra, repetimos, ante el deber de salvar una vida humana y el deber de no matar, tendrá, en cir­ cunstancias apropiadas, que optar por lo primero sin rom39

EL PERDÓN per ningún principio propio de una moral en la que el res­ peto mutuo sea básico. Cuando hablamos de deberes, por cierto, podríamos hablar de derechos. Y es que a todo de­ ber, salvo en casos muy excepcionales, corresponde un de­ recho. A, y no sabemos si el grupo B, ha añadido algo bien im­ portante al mero análisis racional de los costos, los benefi­ cios, los efectos colaterales o las consecuencias. Y lo que ha añadido es el principio de que todo ser humano, en cuan­ to individuo autónomo, no puede ser tratado como depen­ diente de ninguna causa. Dicho de otra manera, el juego de ventaj as y desventaj as no pone a los individuos en la ba­ lanza. Son éstos los que usan la balanza. Hay que reconocer, no obstante , que la equiparación de moralidad con racionalidad tiene su atractivo. Atractivo que podría contemplarse desde dos perspectivas. La primera atañe a la posibilidad o no de fundamentar la moral. La otra, a la función pragmática, valga la expresión, de la ética. Comencemos por la primera. La fundamentación de la mo­ ral es una carga tan imponente que no es extraño que en­ contremos, además de lamentaciones de todo tipo, posturas extremas. Una, como es el caso de la filosofía moral kantia­ na, deriva la moral desde una especie de razón Superman. O, como es el caso del iusnaturalismo, desde la misma natu­ raleza, la cual dicta normas morales. La otra se desentiende de tal fundamentación y se dedica a recomponer aquellos elementos de moralidad que , consensuadamente, obten­ dríamos desde una conciencia moral atemperada y educada. Más aún , escarbar en la fundamentación sería para éstos tanto como dar palos de ciego. O rozar lo mítico. La justifi­ cación de una norma moral habría que buscarla en los arre­ glos efectivos de los participantes en el juego moral. En la rentabilidad, en suma, de ciertas experiencias históricas y en el ejercicio de la argumentación. Los intentos de funda­ mentación moral, en fin, acabarían absolutizando tal fun40

LA ÉTICA: UNA EXPO S I C I Ó N I N I C IAL