El Palacio de Justicia: una tragedia colombiana [1 ed.] 9789518461069

El M-19 invade el Palacio de Justicia en noviembre de 1985 y toma como rehenes a cientos de civiles, entre quienes se en

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Spanish Pages 362 [181] Year 2009

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Table of contents :
Contenido

Prólogo

Parte I
Capítulo 1 Antecedentes
Capítulo 2 La Corte sitiada
Capítulo 3 La búsqueda de rehenes
Capítulo 4 El contraataque
Capítulo 5 Nadie llama al magistrado
Capítulo 6 La radio
Capítulo 7 El otro Palacio
Capítulo 8 El Palacio en llamas
Capítulo 9 La noche
Capítulo 10 Pesadillas y fantasmas
Capítulo 11 Los emisarios
Capítulo 12 El personaje
Capítulo 13 Otra página de gloria
Capítulo 14 Operación Limpieza

Parte II
Capítulo 15 El pacto de silencio
Posdata El Palacio de Justicia, octubre de 2009
Epílogo
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El Palacio de Justicia: una tragedia colombiana [1 ed.]
 9789518461069

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de Justicia

«ComO en una película de suspenso, Corrigan nos lleva paso a paso por estos trágicos sucesos, Conoceremos pues por primera vez las verdades desde aden­ tro. (ion una nueva investigación de fondo hasta 1009, el libro llcgu a Colom­ bia como una historia apasionada y objetiva a la vez». -Herhükt Tien Braun, autor de Mataron a Cartón, catedrático de la Universidad de Virginia, rejuu,

P A R R IP

eModista y escritor ES8N 978-951 8461-06-9

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ANA CARRIGAN »■

--------------------------------------------------------------------------- ----- — —

A

EiPalacio de Justicia UNA TRAGEDIA COLOMBIANA Traducción de Clorinda Zea Epilogo de Constanza Vieira

icono Título original:

The Palote of)ustice: A Colombutn Tragedy ©í99j. 1009. Ana Carnean ©De la traducción: Cloríndi Zea ©Del Epílogo: Constanza Vieira De esta edición: O Icono Editorial Lula. Carrera 10 A No. 70-61 Teléfono: J«7 *905 TclFax: (571) 1*7 8898 Bogotá, D.C., Colombia www.iconoeditoriaJ com Diseño;

Nancy Cruz

Foioiluafración de cubierta: Gerardo Marutanda Fotografías: Voz, Instituto de Medicina Legal, archivo» (amillaro Agradecimientos especiales a: Cnlombian Sfudirs Instituto Latin Amrman and Caribbcan Ccnter Florida Intcmatmnal Unívcrsity, por la gestión y obtención de recursos para la traducción de este libro.

Este libro está dedicado a los desapareados de la cafetería del Palacio: Carlos Augusto Rodríguez Vera. el administrador casado, su mujer esperaba una niña Estudiaba Derecho Fue visto saliendo con vida del Palaao de Justicia. Cristina Guarin Cortes.

la cajera sustituía: hay video que la muestra saliendo con vida Tenia 26 años y era licenciada en Cienaas Sociales David Suspes Celia. el che/, era casado y tenía una niña Bernardo Bel irán. barman y mesero tenía 24 años. Luz Mary Pórtela León. ese día reemplazaba a su madre que se encontraba enferma Tenia 26 años Héctor Jaime Bel Irán. tenía 30 años, casado y con cuatro niñas Gloria Stella Lizarazo. llevaba tres años mane/ando el autoservicio Era madre de cuatro niños Ana Rosa Casliblanco. tenía 38 años y un embarazo de ocho meses Es ¡a única de los desapareados que ha sido identificada porforenses del equipo argentino de Antropología Forense en una fosa común de Bogotá, el 7 de julio de 2001 También recuerda a los que siguen

C*N: 978 958 8.|6l 06 9

Impreso en Colombia

Pnnted m Colombio

Todo» loa derecho» reservado». Prohibida la reproducción roed o parcial de esta publicación, medíanle cualquier sillona,

Norma Constanza Esguerra, proveedora de pastelería y graduada en Derecho Internacional y Diplomacia. Tenia 28 años. Gloría Anzola de Lanao. abogada y madre de un niño, ese día -como todosestacionaba su carro en el parqueadero del Palacio de Justicia Lucy Amparo Oviedo de Arias. esa mañana tenía cita con el magistrado Alfonso Reyes Fechandía y, como estaba ocupado, lo esperaba en la cafetería.

un previa automación escrita de la editorial

Y saluda y recuerda a todos los familiares de todas las víctimas

Agradecimientos

Este libro debe mucho a mucha gente A Gustavo, el editor que todo escritor sueña y a los miembros de su equipo A Cdorinda y a Constanza que tanto contribuyeron. A mis amigas, amigos y colegas: Adriana, Ana María, Rosario, Nubia, Fabio, Rene, Rafael, Felipe y Gabriel, gracias a todos por hacer que este libro existiera

Esta casa aborrece la maldad, ama la paz, castiga ¡os delitos, conserva los derechos, honra la virtud. hoairaúN ai

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PLL ANTICUO PALACKJ OH ¡USTIOA

Contenido Prólogo

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Parte i Capítulo 1 Antecedentes

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Capítulo i La Corte sitiada

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Capítulo 3 La búsqueda de rehenes

m

Capítulo 4 El contraataque

12)

Capítulo 5 Nadie llama al magistrado

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Capítulo 6 La radio

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Capítulo 7 El otro Palacio

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Capítulo 8 FJ Palacio en llamas

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Capítulo 9 La noche

>93

Capítulo 10 Pesadillas y fantasmas

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Capítulo 11 Los emisarios Capítulo iz El personaje Capítulo 13 Otra página de gloria Capítulo 14 Operación limpieza

Prólogo «9 BOGOTÁ, MARTES 9 DE ABRfL DF. 1991. Mi primera noche de regreso M3

a Bogotá después de cinco años. Esa fragancia en el aire: la mez­

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cla de eucaliptos y tierra roja de los Andes en el enrarecido aire de las montañas. Inconfundible. Con los ojos vendados y los oídos tapados, podría decir en cinco segundos dónde me encuentro. I le

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Los andenes de entonces eran más limpios y también más seguros, l^is mujeres indígenas llegaban por la mañanita con sus burros cargados de frutas y verduras y se detenían a la sombra a

Parte II Capítulo 15 El pacto de silencio

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Posdata El Palacio de Justicia, octubre de 2009

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Epílogo Por Can %tanza Vtetra

conocido esta fragancia única de Bogotá desde c|uc era una niña pequeña. Al aspirarla aluna me remonto no cinco años atrás, aran­ do mi última visita, sino a mi primer encuentro de niña con el país de mi madre.

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vender sus productos. «¡Aguacate, papas, fríjoles frescos...!». Si cierro los ojos todavía puedo escuchar las cadencias de sus gritos llamando a las cocineras de las casas en la calle donde vivía mi tía. Recuerdo que por la noche llegaron músicos a tocar bajo la venta­ na de mi madre, festejando su regreso a la ciudad natal que había abandonado hacía tantos años para casarse con un novio europeo. La tradición impedía que encendiéramos la luz o miráramos hacia afuera; así que, en la oscuridad, la ficción del anonimato de sus admiradores se preservaba estrictamente y, acurrucadas debajo de la ventana abierta, escorábamos las primeras notas rítmicas de las guitarras, seguidas de voces masculinas que se alzaban en la­ mentos apasionados de corazones desgarrados, amores perdidos, sueños rechazados. Esos vozarrones, esas guitarras fluidas en la noche bogotana trajeron otra cultura, otro mundo de romance y misterio a mi niñez. ¿Alguno vez fue así? Yo lo creía. ¿Y en qué momento se transformó? ¿Desde cuándo un país rico, sofisticado, de vastos recursos naturales y culturales se convirtió en un lugar donde una población de 45 millones parece condenada a tambalearse convul­ sivamente de un trauma al siguiente?

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AnaCajuw.au

PBrtt.OGO

De casualidad, en 1985 yo estaba en Bogotá durante una de esas convulsiones, una tragedia cuyas consecuencias han afee lado la vida de Colombia. Una mañana de noviembre de ese año, 35 guerrilleros fuertemente armados del movimiento revoluciona­ rio M-19 invadieron el Palacio de Justicia en d corazón de la his­ tórica plaza de Bolívar. El Ejército colombiano respondió de in­ mediato con un asalto militar con tanques, vehículos blindados,

era un desafío para el que estaban bien preparados. Hoy en día, muchos aspectos de la versión oficial, en particular el central acer­ ca de la participación de la mafia de las drogas, han sobrevivido casi intactos. Es raro que un solo evento pueda arrojar luces sobre toda una época. Pero así fue la tragedia del Palacio de Justicia; en los años siguientes, desde el fondo del palimpsesto de la invención y la distorsión impuesta sobre los hechos por los promotores insti­ tucionales, han venido saliendo a la luz pedacitos de la historia no contada: rasgados, desconectados, petrificados, como los fragmen tos de una pesadilla viva y caótica; estos breves vistazos sobre la verdad de lo que ocurrió siguen persiguiéndome. I loy he regre sado a Bogotá por segunda vez desde el asalto al Palacio en busca de una verdad que todavía se me escapa.

explosivos, bombas y más de mil soldados. Mientras el combate que se libraba dentro y fuera del Palacio de Justicia, a tres cuadras, el Gobierno de entonces, reunido en d Palacio Presidencial, se hizo a un lado. Cuando los guerrilleros atacaron había más de trescientas personas atrapadas en la imponente edificación, sede de la Corte Suprema de Justicia y del Consejo de Estado. Estaba allí la casi totalidad de la jerarquía jurídica «.leí país y tu personal. El comba­ te entre el Ejército y la guerrilla duró 17 horas sin interrupción y terminó a las 2:30 de la tarde siguiente. Más de cien personas -entre ellas once magistrados de lu Corte Suprema- murieron, incluyen­ do un teniente del Ejército y ocho policías, algunos víctimas del fuego cruzado de la propia fuerza pública. Asimismo, un descono­ cido número de personas «desapareció», y el interior del Palacio de Justicia quedó reducido a ruinas debido al fuego y a los explo­ sivos. Cuando terminó todo, como ha pasado siempre aquí, se cons­ truyó la «versión oficial» de lo sucedido y se divulgó con rapidez a los medios nacionales e internacionales. En el proceso de reescribir la historia de esos días de no­ viembre fue necesario tejer múltiples eufemismos en tomo a como ocurrieron los acontecimientos, clavados en un tiempo real; en una ubicación física concreta; en el corazón de la capital del país; con cadáveres verdaderos, con desaparecidos y sobrevivientes; y con los restos incinerados del otrora gran edificio. El que a lo largo de los dos días que duró la batalla los he­ chos se presentaran bajo el brillo de los reflectores y las cámaras de televisión, se constituyó en un reto especial para los guionistas del escenario oficial. No obstante, como lo demuestra la historia.

Bogotá, MIÉRCOLES 10 DE abril DE 1991. Almuerzo con un hom bre que conoce bien el tema del Palacio de Justicia: hijo y nieto de dos ex presidentes colombianos, Juan Manuel López Caballe­ ro es miembro de la élite histórica del país. Ha vivido en Europa durante varios años y, cuando regresó a Bogotá en 1986, pocos me­ ses después del ataque de lu guerrilla del M 19 al Palacio, encon­ tró que todos los miembros de la «clase dirigente» que lo rodea­ ban estaban comprometidos con tapar y distorsionar lo que había pasado. A Juan Manuel el clima de negación y represión local le resultaba sofocante. Se obsesionó por descubrir y clarificar la ver­ dad. Los resultados del ataque no eran cuestionables; pero la ver dad de lo que en realidad ocurrió minuto a minuto dentro y alrede­ dor del Palacio de Justicia sitiado -mientras el edificio y muchos de sus más ilustres ocupantes eran inmolados por los proyectiles y las bombas-, esa verdad sólo se podría descifrar en los detalles. Y fue­ ron precisamente esos detalles los que se habían vuelto misterio­ sos. insondables y ojalá irreconociblcs por obra de los escribanos de la versión oficial de estos acontecimientos. Juan Manuel dice que le tomó ocho meses escuchar todas las cintas, explorar todos los videos, leer rodos los informes pe­

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Ana (.ajochan

PHOujco

riodísticos y las entrevistas y estudiar todos los discursos oficia­ les: los del presidente Bdisario Bctancur en la Catedral Primada

del presidente de la Corte, el primer blanco en el que enfocó su indignación fue justamente esa transmisión de cuatro minutos por

y en el Senado, y los de los ministros de Defensa, Justicia y Go biemo. Dedicó semanas a estudiar los debates del Congreso y a sumirse* en los interminables testimonios que los soldados y los sobrevivientes dieron a los investigadores del Tribunal Especial de Instrucción. Pero fue sólo cuando escuchó la cima con la voz del presidente de la Corte Suprema de Justicia, el magistrado Al fonso Reyes Echandía, hablando por teléfono en transmisión en vivo por la radio desde su oficina en la Corte apenas horas antes de su muerte, que Juan Manuel descubrió el alcance de las man i pulaciones de la «versión oficial».

radio. El recuerdo de esa voz seria y urgente -que ya no podrían ni silenciar, ni borrar de la memoria de todos quienes la oyeron-

La voz del magistrado, cuando la oí -dice-, no era la voz tic un cobarde gritando auxilio, como me lo habían des crito. El hombre era magnífico. Su voz, su mensaje eran la esencia misma de la racionalidad. Yo tampoco logro olvidar el impacto de esa voz. Al igual que la población de Bogotá esa tarde del 6 de noviembre de 1985, escuchaba los reportajes radiales en vivo desde la escena de la con­ tienda. cuando el presidente de la Corte Suprema de Justicia, ha­ blando por teléfono con un reportero desde su oficina del cuarto piso en el epicentro mismo de la batalla le contó a la nación pa­ ralizada que no había podido contactarse con el presidente de la República y que, a menos que alguna autoridad le diera la orden al Ejercito de detener el fuego para permitirle negociar con la gue­ rrilla que lo tenía como rehén, iba a haber una masacre. Y com­ prendo ajilan Manuel porque tampoco olvido cómo me conmovió el control y la innata cortesía de esa voz del magistrado Alfonso Reyes en aquel momento tan desesperante. Y también me acuerdo que sólo dos días después de su muerte, cuando el establecimiento estaba reagrupándose en tomo

tenia que ser distorsionado, desacreditado. Sí. me acuerdo de la frustración de aquellos bogotanos empeñados en que el mundo entero aceptara la versión oficial de la masacre. ¡Ay! ¡Qué horror! -se deciún unos a otros-. Un magistrado de la Corte Suprema... ¡Ay, pobre hombre...!, ¿te imagi ñas? ¿Para que un juez estuviera tan histérico? Por supues­ to, ¡estaba enloquecido! Si es obvio que esos «animales» tenían una pistola apuntándole a la cabeza... Lo obligaron a decir lo que dijo.

Se me dificulta encontrar a la gente. Al parecer, tenias las perso­ nas que necesito ver han cambiado sus números telefónicos. Al­ gunos se han mudado a edificios más seguros. Muchos ya no están en sus mismos empleos. Un buen número de los periodistas mejor informados c independientes que me ayudaron cuando vine en mayo de 1986 lia tenido que salir del país. Desde Nueva York veía sus nombres aparecer en las macabras «listas de la muerte», que comenzaron a circular poco después de la toma. Desde entonces han sido asesinados cuatro candidatos a la Presidencia y los co­ lombianos ya se han acostumbrado a utilizar la palabra «maguí cidio» para señalar la matanza de sus grandes hombres o de quie­ nes hubieran podido llegar n serlo. Aquellos que salen al escenario

al presidente Bctancur que inventaba excusas por no haber toma­ do el teléfono para responder los repetidos llamados de auxilio

público a ofrecer un soplo de esperanza personifican de inmedia­ to ese fenómeno colombiano cuya expresión refleja García Már­ quez. Entran a hacer parte de las filas de «muertes anunciadas», esos asesinatos a punto de ocurrir, como en la novela que lleva

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Ana O rucan

PRDHX*»

ese título. Inevitablemente sus «muertes anunciadas» están al acedio. pese a las cuadrillas de guardaespaldas, las puertas y las ven tanas blindadas, las salidas con barricadas en sus hogares y ofici­ nas. Toda la fútil parafemalia de la seguridad.

ex guerrillera, me señala con sus uñas rojas una silla distante y me dice con frialdad «espérese allá». Es igual de arrogante y apática que cualquier otro funcionario público bogotano.

reciente hombre del momento de Colombia»-, su secretaria, una

Navarro viene a la puerta. Detrás de unas gafas a la moda, sus pálidos ojos grises no dejan entrever nada. Bajo su liderazgo, la transformación del M 19 desde la clandestinidad ha sido más fácil de lo que hubiera soñado, y Navarro mismo ha logrado con aparente desenvoltura la transición de líder de una guerrilla derro­ En la casa de un primo hay una fiesta para darme la bienvenida. Siento las olas de aprehensión c incomodidad que circulan en este ambiente familiar. -¡Por Dios! ¿Por qué te interesas en el Palacio de Justicia? -preguntan-. ¡Una historia tan terrible! -Entiendo que es un asunto de drogas -dice uno-. Fulano de tal estaba en el Palacio Presidencial en ese momento y sabe todo lo que pasó. Parece que a esos bandidos de! M-19 les pagó la mafia para entrar y asesinar a los jueces debido a los casos de extradición. Otro me pregunta si he oído esta versión, y agrega que «suena muy probable». «Sí», le contesto, «sí la lie oído». Por supuesto. Es la versión que ha sido vendida por el Go­ bierno, por el Ejército, por la Embajada y el Departamento de Es­ tado de los Estados Unidos desde el primer momento cuando ter­ minó la batalla para arrebatar el edificio de manos de la guerrilla. Sin embargo, me sorprende que seis años más tarde gente sofis­ ticada como la que asiste a esta reunión todavía lo crea. Ni siquie ra el Tribunal Especial de Instrucción designado por el presidente pudo encontrar prueba alguna de participación de la mafia, y así lo afirmó.

BogotA, jueves 11 de ABRIL DE 1991. Mientras espero una reunión con Antonio Navarro Wolff -ex líder de la guerrilla del M-19, ac­ tual coprcsidente de la Asamblea Nacional Constituyente y el «más

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tada a personaje del poder. De las ambiciones del M-19, él sim­ plemente comenta: No estamos hablando de agitación. 1 lablamos tic la tntnsíc renda de una parte del poder. De participación. Hablamos de abrir las juntas directivas de las instituciones financieras de este país a fuerzas nuevas. Sin embargo, ante la mención del Palacio de Justicia, Na­ varro se pone nervioso. Ahora que su agenda ha cambiado inclu­ so más de lo que lo desea el Ejército, el M-19 quiere que todo el episodio quede sepultado en el olvido. No obstante, al contrario de algunos de sus seguidores. Navarro, quien integraba el Mando Central del movimiento revolucionario cuando el ataque tuvo lu­ gar, no se desgasta en tratar de justificar la toma del Palacio. «Un inmenso error», dice con desdén. Navarro estaba fuera del país en el momento en que se concibió el ataque, recuperándose en un hospital cubano de un atentado contra su vida. No obstante, solidario con los líderes muer­ tos que planearon el atentado y ejecutaron «el error», dice con cautivadora honestidad que si hubiera estado presente en aquel momento, está seguro de que «los compañeros me hubieran per­ suadido de secundar el plan». La Alianza Democrática-M-19 representa un nuevo fenó­ meno en la política local. Una moderada versión colombiana del sandinismo. Pero en esta cínica ciudad pocos la consideran com­

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Ana Cakugan

Panuioo

prometida con los ideales de la izquierda y muchos dudan de su prosclitismo por la democracia. En las oficinas de la Fundación

dores, así se proyectaron en escena, con esa convicción contagiosa. Durante un tiempo corto, muchísimos colombianos les creyeron. Antes del Palacio de Justicia, al parecer medio mundo era adicto

para la Paz y la Reconciliación -el frente de relaciones públicas del M-19- pregunté u la joven encargada cómo explicaba el contraste entre la experiencia reciente del EME y la suerte fatal de la Unión Patriótica. Estaba mal preparada para su respuesta: Esa gente de la Unión Patriótica era estúpida -declaró-. Cada vez que abrían la boca insultaban al Ejército. ¿Qué espera­ ban? jUno no tiene que andar por ahí con una cruz pintada en la espalda y un letrero que dice «mátenme»! Hasta ahí la reconciliación y la solidaridad revolucionaria. No obstante, el M 19, que había sido reducido a ochocientos hom­ bres y mujeres armados antes de las negociaciones de 1989 que le valieron el manto de amnistía y la participación política legal, apren­ dió mucho de la experiencia de la Unión Patriótica. Cuando deci­ dieron abandonar la «lucha armada» se dirigieron directamente al Ejército, y sus negociaciones se iniciaron no con el Gobierno sino con los generales. El M 19 no confiesa qué arreglos se hicieron, qué garantías se dieron, pero así reconocieron implícitamente la com­ pleja red de complicidad que une la autoridad civil con la militar y que asegura, o mejor, garantiza, todo poder civil en Colombia. Mis primeros contactos con los círculos del M-19 tuvieron lugar durante el primer semestre de 1986. La revolución es una fiesta -dada Jaime Batcman, fundador y comandante del M i?-. La revolución no significa solamen­ te tener suficiente para comer, significa poder comer lo que queremos. «Ya no somos los apóstoles. El M-19 es Colombia y Co­

al EME: los conductor» y los choferes; las sirvientas de las casas grandes y los jardineros; los guardias de seguridad, los meseros y los empleados de banco; las secretarias y los funcionarios ptibli eos; los mediáis y las enfermeras, y por supuesto los estudiantes. «Nos encontramos en el meollo de las contradicciones en­ tre la oligarquía y d pueblo». Recuerdo cuando Rafael -bien plan lado, de barba y anteojos, la imagen misma del reflexivo revolucio nano latinoamericano-, me explicaba entre vehementes palmadas en la mesa de Sanborns. un restaurante de comida rápida en Gudad de México, el destino que les esperaba. Era mayo de 1986 y yo investigaba la historia del Palacio de justicia para The Neto York Times. Desde Bogotá, alguien había comisionado a Rafael para in­ vestigarme antes de permitir reunirme con algunos compañeros, de nuevo clandestinos, en la capital colombiana. Ese fin de semana Rafael me invitó a su casa llena de libros, de música, de pintura y equipos electrónicos de comunicación. Tomamos café colombiano y cerveza Doble XX y él habló durante horas enteras. Sus manos, sus ojos, todo su cuerpo comunicaba entusiasmo y energía, convicción y pasión, todo por la causa de la democracia colombiana. Las ruinas del Palacio de Justicia yacían, oscuras, entre no­ sotros. Y algo menos concreto, más difícil de definir, algo que tenía que ver con el fin, los medios y las consecuencias. La mentira en el meollo de la óptica del mundo del M-19 era distinta a las men­ tiras de sus antagonistas en las élites, pero no por eso era menos fatal. La de ellos era la mentira de los puros de corazón, de los ver­ daderos creyentes, dueños de todas las respuestas, de los hombres que practican una fuga de la realidad distinta pero que compar­ ten con su enemigo una misma prioridad que lo abarca todo: la búsqueda del poder.

lombia es d M-19». No recuerdo cuál de los comandantes dijo esto, pero sí que cuando salieron de la clandestinidad por primera vez en 1984 y llenaron las plazos de Colombia con sus exaltados segui

En mi cuaderno de apuntes de ese fin de semana en Gudad de México encuentro esta cita de Umberto Eco:

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Ana Cauugan

Punce >co

Muye de iodos los profetas, de todos los que están dispucs tos a morir por la verdad, pues ellos también proporciona­ rán la muerte de muchos más, ames de la suya propia.

sías exóticas. Muchos colombianos le perdonaban al M-19 cierta

Un epitafio medieval, apropiado para el Palacio de Justicia.

incoherencia gracias a esa imagen. Pet o en noviembre de 1985 el M-19 tenía serios problemas. Su regreso a la «guerra total» contra el gobierno dd presidente Betancur fue mal recibido en rodo el país. Aún sus propios segui­ dores culpabun a la intransigencia del M-t9 y a su mal criterio por el fracaso de la tregua que había firmado con expectativas irrea les en agosto del año anterior. Le urgía producir pruebas de su inocencia, desenmascarar la perfidia de un Ejército que usaba tác­

John Agtidelo Ríos, el abogado conservador que lideró las nego­ ciaciones de paz con el M-19 en nombre del presidente Betancur en 1984 y 1985, decía que ninguno de los líderes que conoció jamás llegó a ser adulto. También, que no había dos líderes del M-19 que compartieran una ideología política común. Había hombres de derecha y había marxistas, había anarquistas y algunos pocos y solitarios sodaldemócratas, y nunca se podían poner de acuerdo sobre un programa. Ni un largo transitar por las instituciones políticas, ni años de guerra de guerrillas en montañas lejanas fueron jamás el estilo del M -19. Desde el momento en que irrumpieron en escena en ene­ ro de 1974 con el robo de una de las posesiones más valiosas de la nación -la espada de Simón Bolívar- hasta la incautación de va­ rias toneladas de armamento de la sede de la famosa Brigada XIII de Bogotá durante la noche de Año Nuevo de 1978-1979 o la toma en 1980 de la Embajada de la República Dominicana el día de la independencia de ese país, su especialidad fue siempre «el golpe revolucionario publicitario» diseñado para causar la máxima dcsestabilización del sistema. El M-19 tuvo buena prensa por parte de los periodistas colombianos, desesperados por encontrar una alternativa con la

ticas de guerra sucia en su contra y exponer al presidente que había traicionado el espíritu y la letra de su pacto. Entre la espada y la pared, separados do otras fuentes de información más objetivas y más escépticas, la toma del Palacio de Justicia por el M -19 fue concebida como un «golpe publicita­ rio» diseñado para rectificar la historia, impugnar al presidente y su Gobierno y proyectarse al poder en medio del clamor popular que necesariamente se levantaría enseguida. La realidad de esos días turbulentos era más compleja. La relación entre los miembros de los altos mandos militares y los ti viles en el Gobierno colgaba de un hilo tenso e inseguro. Desde la perspectiva de los militares, negociar la paz era traicionar la Cons­ titución. Y no era sólo el Ejército el inconformc; también la iradicional derecha colombiana enfurecida por las políticas dd Gobierno, esa derecha tundamentalista dispuesta a incitar a los desmoraliza dos líderes militares. Sin embargo, ninguno de estos factores jugó un papel en las deliberaciones dd M-19. Una mañana, a comienzos dd año 1986, el teléfono me des pertó en mi cuarto de hotd. Escuché una voz que me dijo: «Ha­ bla Migud’ [los nombres ficticios llevan asterisco]. Estoy estado nado dd otro lado de la calle. Si puede, venga ahora mismo». Me vestí rápidamente y caminé a través dd lobby solitario, consciente de la mirada sospechosa del portero nocturno que me

cual pudieran identificarse; y para muchos partidarios de la clase media, su falta de seriedad revolucionaria tenía un atractivo par ticular. Combinaba dos imágenes veneradas por las sociedades latinoamericanas: el macho rebelde y el playboy tejedor de fanta­

perforaba la espalda mientras cruzaba la calle hasta donde estaba estacionado un antiguo Volkswagcn. Migud no era miembro dd

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M-19 pero su padre participó en el ataque al Palacio, y durante dos

Ana Cajwh.an

Pao» 000

semanas me habí* estado prometiendo que me organizaría tina entrevista con alguien de las directivas. Sin embargo, desde el ase­ sinato del comandante Alvaro Fayad cu una casa en Bogot;i unas

dad y la democracia nos tomamos el Palacio de Justicia [... J no para atacar a) tribunal de justicia ni a sus representan tes. Nunca hemos atentado, ni lo haremos jamás, contra los trabajadores de la justicia. Por el contrario, fuimos ahí como tribunal de honor y de leyes, porque [...] la Corte Suprema y el Consejo de Estado habían actuado con conciencia y dignidad.

semanas atrás, todo contacto con d M-19 clandestino se había sus* pendido. «Ahora», dijo Miguel. «las directivas han cambiado». Querían hablar conmigo. Nos desplazamos durante media hora dando vueltas por los sectores más pobres del interior de la ciudad, hasta que Mi­ guel estuvo seguro de que no nos seguían. Entonces, parqueó frente a un lote vacío y comenzamos a caminar por una calle estrecha y empinada, que a esa temprana hora estaba desierta. Después de cuatro cuadras Miguel se detuvo y tocó el timbre de una casa que parecía abandonada. Finalmente, d sonido de alguien jugando con una cadena rompió el silencio y un hombre hosco y abotagado, todavía soñoliento, entreabrió la puerta. -Venimos a ver a Rosa -le dijo Migud, y el hombre abrió la puerta apenas lo suficiente para que pudiéramos entrar. -Tendrán que esperar; no ha llegado todavía -murmuró y nos hizo señas para que subiéramos por una escalera que salía del sudo vestíbulo hasta una alcoba fría y húmeda en el segundo piso. Veinte minutos más tarde oímos susurros en el corredor y un joven moreno que se presentó como Pedro, miembro del Man­ do Central, entró al cuarto. Me entregó una copia de la declara­ ción que había emitido el M-19 una semana después de la trage­ dia: Buscábamos, ante este tribunal de honor, exponer nuestras razones y enjuiciar públicamente la violación de los acuer­ dos de tregua y reformas sociales. Demandábamos a este régimen por la violación de la Constitución nacional, la en­ trega de la soberanía económica y jurídica, y por defraudar la esperanza nacional. t- J Llegamos ante la Corte Supre­ ma de Justicia invocando el derecho que nos rige, porque como Ejército del pueblo abrazamos la defensa del cuerpo constitucional y luchamos por su vigencia. [...] Por la ver­

il

Seguía más de lo mismo. Por «razones de seguridad», dijo Pedro, él no podía responder a ninguna de mis preguntas cti ese momento. Lo importante era que yo comprendiera que todo lo que yo había oído o leído sobre el ataque eran mentiras; ej M-19 nunca concibió la toma del edificio como una operación para la toma de rehenes; toda su gente había muerto protegiendo las vidas de los magistrados y otros civiles inocentes, todos ellos masacra­ dos deliberadamente por el Ejército y los asesinos dentro del go­ bierno de Belisario Betunenr. «Por la verdad y la democracia...». Sentada en ese peque­ ño cuarto sucio, cara a cara con el fanatismo, con la miope auto­ suficiencia moral que había llevado al EMíí a la tragedia del Pa lacio, me sentí abatida. Pensé en las terribles muertes que el M-19 Ies había causado a hombres y mujeres que representaban lo mejor de la justicia colombiana; en las familias de las víctimas inocentes de esa puja inútil por el poder cuyas vidas y ambiciones de felici dad habían sido destrozadas en aquellos días terribles de noviem bre; en la angustia de las familias de los jóvenes empleados de la cafetería de la Corte que habían «desaparecido» en las celdas de la Inteligencia Militar después de escapar de la batalla. Y me sentí abrumada por la sórdida realidad de que esta patética reunión con el emisario del M-19 no era otra cosa que un intento más de relacio­ nes públicas. Ellos también tenían sus guionistas, desesperados por vender su versión de los hechos y me sentí defraudada y también estúpida. No tenía natía que decirle a Pedro. No se me ocurrió ni una sola pregunta. Nos fuimos tan rápido como pudimos. Me sentí apenada e incómoda por Miguel. Él también era otra victima Miguel era

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^

AmaCamksan

Panuira

inteligente, muy joven, muy serio, un estudiante de Arte cuya vida había sido arruinada irrevocablemente por la participación de su padre en el atentado al Palacio. Había hecho grandes esfuerzos para ayudarme y yo sabía que abrigaba la esperanza, nunca for­ mulada. de que de alguna manera yo respaldaría las acciones de su padre. El hecho de que ese deseo nunca fuera directamente pro­ nunciado me hizo sentirlo más fuerte. Miguel necesitaba desespe­

seis meses después de que se hubiera agotado la última munición del M 19, después de que las armas se silenciaran finalmente, des­ pués de que los tanques del Ejército se retiraran. A diferencia de mucha gente que quería que la historia se divulgara, y al contrario de todos los que no lo deseaban, Felipe no tenia ningún interés personal en ello. No le habían incinerado o desaparecido a ningún amigo cercano ni a algún miembro de su familia. No llevaba ins

radamente creer que la muerte de su padre no había sido ni crimi­ nal, ni carente de sentido. BcxíOTÁ, VIERNES 12 DE ABRIL DE 1991. Por fin he localizado a Fe­

micciones del M-19 o del Gobierno. Pero, como patólogo al ser­ vicio de la morgue de la ciudad, vio y estudió las víctimas que trajo el Ejército cuando todo había terminado.

lipe'. Ahora tiene un nuevo empleo, trabaja en uno de los más gran­ des y saturados hospitales de Bogotá, el que queda en el sur; el hospital para los pobres. Felipe me miró por encima de sus gafas (nuevas) con una sonrisa irónica. «Así que has regresado», dijo, y luego continuó. «Saliste de Bogotá un poco apurada la última vez». Sentí que la tensión de los últimos días se desvanecía. Es­ tuvo bien haber regresado; |xxlía recuperar nuestra amistad jus­ to donde la habíamos dejado en esa mañana de mayo hacía cinco años, cuando apareció de la nada en la sala de embarque del aero puerto de Bogotá para despedirme. Felipe es clave para esta historia. Es su conciencia. Siem pre lo veo como lo vi la primera vez, de pie en la lluvia, bajo el arco de la entrada de atrás en la morgue de la ciudad. El anden nos se­ paraba mientras yo esperaba un taxi; no sé cuánto tiempo estuvo parado allí, con esa mirada inquisidora que con el tiempo llegué a conocer tan bien. Fumaba un cigarrillo y su cabello, largo para lo que se usaba en Bogotá, se enroscaba sobre el cuello de su bata blanca de médico; lo que me impresionó de él inmediatamente fue su capacidad de mantener la tranquilidad. Ese día de mayo de 1986, cuando Felipe ingresó ul centro de estas investigaciones trajo consigo un fresco sentido de urgencia

Lo que detectó en los restos humanos de la catástrofe con tradccía los elementos clave del relato transmitido al país y al mun­ do. A Felipe le preocupaba sobremanera la historia enterrada de su país y estaba decidido a que por lo menos esta vez el relato no se distorsionara del todo para servir los intereses personales de los «de siempre». I ras la tragedia del Palacio, el sesgo oficial sobre «la democracia» y «la defensa de las instituciones» lo había asqueado. Aportó a la tarea que se había asignado a sí mismo un compromi so inquebrantable. Alimentado por la experiencia de una vida en lera como agudo observador del escenario colombiano. Por esta vez, aunque fuera por esta única vez, él necesitaba que se dijera la verdad. Felipe quería justicia: para las víctimas, para sus fami­ lias y para su país. La morgue está ubicada a ocho cuadras del Palacio de Jus­ ticia. Durante dos días y una noche, Felipe había escuchado el caos homicida que se desató dentro de la fortaleza. A la medianoche del 6 de noviembre el Ejército lanzó un nuevo asalto, masivo, sobre el edificio sitiado, y a las 2:30 de la mañana del 7, Felipe y un colega se subieron al tejado de la morgue para ver el resplandor que ilu­ minaba el ciclo sobre el Palacio en llamas. «Tiene que ser el fin», se dijeron. Pero estaban equivocados. Los cadáveres habían empezado a llegar alrededor de las siete de la noche del 7, y de inmediato la morgue se militarizó. Felipe vio a los agentes secretos del Departamento Administrad

a la tarea de desenmarañar los misterios escondidos en los escom­ bros de la Corte Suprema de Justicia de Colombia. Esto ocurrió

vo de Seguridad (DAS) escupir el cuerpo de una de las guerrilleras

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Ana Cakjugan

Pbouko

atando lo entraban y los oyó decir, «esta es la perra que estaba disparando la ametralladora». Luego, el patio de la morgue se con­ virtió en un espectáculo surrealista: «Era como un coctel», dice. La morgue de la ciudad era d sitio para estar esa noche: parejas elegantes, miembros de la sociedad bogotana, ministros de Gobier­ no y sus esposas -algunas mujeres ataviadas con vestidos de fiesta y joyas- se empujaban entre las hileras de cadáveres dispuestos en filas en sus desoladas bolsas de plástico, tratando de identificar víctimas destacadas y «echando gritos al cielo». -¿Que gritaban? -pregunté. -Pues lo de siempre: «¡Qué horror! ¡Qué brutalidad! ¡Qué

ni las cintas de audio, piratas, con las comunicaciones del Ejérci­ to y la Policía durante el ataque. Desde esos mismos días de no­ viembre, los lincamientos de la estrategia de una guerra sucia di­

fanatismo! ¿Qué animales pudieron hacer algo así?». Mientras tanto, a las familias de los muertos no las dejaron entrar y el personal de la morgue no podía trabajar. Y llegaron los agentes de Inteligencia. Personal de la Bri­ gada XUi que había liderado el contraataque, policías y personal de todos los servicios de Inteligencia, el F-2, el B-z, la DrjfN y el DAS, y los especialistas en contrainsurgencia del Batallón Charrv Solano. Los agentes secretos vigilaban y tomaban notas; muchos que no eran parientes de los magistrados fueron sacados para in­ terrogarlos. Finalmente, cuando Felipe y otros forenses pudieron empezar a realizar las autopsias de los cuerpos, desaibrieron un sinnúmero de inconsistencias en los procedimientos torpes lleva­ dos a cabo por los jueces militares que supervisaron la remoción de tas víctimas del sitio donde habían aparecido muertas. Esa tarde que nos encontramos por primera vez. yo había venido a la morgue para ver al director. Seis meses después del evento conocido ahora en Bogotá como «El holocausto del Pala­ cio de Justicia», todo lo que terna que ver con el relato del Pala­ cio seguía cubierto de misterio y mentiras. Ni siquiera era posible obtener la respuesta a una simple estadística: ¿cuántas personas habían muerto? Pasaban los dias y me estaba desesperando. Las «fuentes impecables» no cumplían las citas. Las llamadas telefóni­ cas nunca llegaron; las presentaciones tampoco, ni el acceso prome­ tido a los videos de los noticieros que resultaban incriminatorios;

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rigida a todo el que cuestionaba la versión oficial de lo ocurrido dentro del Palacio durante el combate, habían salido claramente a luz. Ya para mayo de 1986 y a partir del asalto al Palacio, dos­ cientos activistas de la Unión Patriótica habían sido asesinados. En Bogotá se respiraba temor. Los magistrados sobrevivientes de la Corte Suprema y el Consejo de Estado que habían hablado li­ bremente a la prensa en las primeras horas después de su salida, hasta el momento se rehusaban a recibirme. Cuando apareció Fe lipe, mi frustración llegaba a ese punto en que la paciencia parece cobardía y está a pumo de sobrevenir la temeridad. En la almendra del proceso investigar ivo llegan situaciones de intensa presión, cuando uno se enfrenta con la decisión de si debe confiar o no en alguien totalmente desconocido. La puerta que se abre, la voz que invita a lanzarse a territorio inexplorado y peligroso en compañía de un extraño, da emoción y miedo al mismo tiempo. De pronto el riesgo ya no es una abstracción so­ litaria; súbitamente, el riesgo compartido y sin mapa adquiere una dimensión muy distinta: vulnerable y humana. Y así sucedió cuando Felipe me hizo señas para que lo si­ guiera por la calle cerrada detrás de la morgue. Comprendí que esta curiosa figura de bata blanca no quería que lo observaran des­ de las ventanas de la morgue conversando conmigo. Lo seguí. Y casi de inmediato descubrí que teníamos un amigo común que lo había alertado sobre mi visita. «¿Es verdad que Tbe New York Times publicará lo que usted averigüe?», preguntó. «¿Qué quiere saber?». Le hice una lista de mis problemas. Le expliqué que realicé un tour oficial por las ruinas del Palacio de Justida y estuve dentro del baño que había servido como último baluarte de la guerrilla; que vi los muros salpicados de sangre, los lavamanos destrozados, los múltiples impactos de bala en los cubículos de los sanitarios. Pero le expliqué que nada de todo eso me había ayudado a com­

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Ana Cajwjgan

prender lo que allí paso. I labia oído demasiadas versiones encon­ tradas sobre quién era el responsable del baño de sangre en ese recinto y que para mí era esencial comprender exactamente lo que había ocurrido durante las últimas horas de la toma. También le dije que, de acuerdo con varios informes que había oído en los días inmediatamente subsiguientes al asalto, el esposo de una ami ga mía, un abogado del Consejo de Estado llamado Carlos Hora­ cio Urán, ha debido estar todavía vivo cuando los combates dentro del edificio terminaron. Pero Carlos Urán apareció muerto en cir­ cunstancias extrañas 24 horas más tarde. Tenía el palpito, dije, de que si pudiera descubrir lo que le había sucedido a Carlos sería posible ubicar otras piezas del rompecabezas. Felipe me escuchó. La firmeza de su mirada no se alteró. Finalmente dijo: Estoy trabajando en algo un poco difícil. Una reconstruc­ ción de las ultimas horas en el Palacio. Lo estoy haciendo para uno de los jueces investigadores del Tribunal Especial de Instrucción. Tal vez nos podamos ayudar mutuamente. Hicimos una cita para reunimos más tarde esa noche en un pequeño café bar cerca de la plaza de toros. «Este proyecto es un esfuerzo de equipo», dijo. «Trataré de conversar con los otros para ver si están de acuerdo en traba­ jar con usted». Esa noche trajo a los demás miembros de su equipo -y es­ tos por supuesto tampoco son sus verdaderos nombres-: Juan’, un experto en balística elegantemente vestido, un hombre tran­ quilo y cauto que escuchaba en silencio mientras formulaba mi propuesta de compartir sus conocimientos con el «Sunday Magazine» de The New York Times, y Mauricio’, un impaciente joven topógrafo de ojos brillantes e intensos que brincaban de cara en cara, observando la reacción de sus compañeros. Los dejé para que tomaran una decisión. Acordé llamar a la casa de Felipe desde un teléfono público; «no use el teléfono de su habitación en el hotel»;

Pboloco

me había dicho, «el Ejército rutinariamente chequea las comuni­ caciones de los reporteros que están de visita». Este libro no hubiera existido sin el trabajo de Felipe y su equipo. Sin los días y las noches que pasamos juntos, revisando horas y horas de videos, estudiando y comparando los resultados oficiales de los post rnortem con la evidencia balística de las pruebas que Juan les había practicado a las armas de la guerrilla. Estudia­ mos minuciosamente los dibujos detallados y los modelos tridi­ mensionales de Mauricio; revisamos y volvimos a revisar sus cálcu­ los frente a las diapositivas y los videos que Felipe había tomado en las minas y con los testimonios orales de los sobrevivientes; es­ cuchamos horas de cintas de audio de las comunicaciones entre los comandantes militares y la Policía, grabadas durante la bata Ha por un radioaficionado. Una semana más tarde, cuando regresaba a Nueva York, no podía encontrar a Felipe para despedirme. Salí del hotel preocu­ pada, triste, consciente de lo fácil que era para mí venir, lograr lo que buscaba gracias a sus esfuerzos y luego volver a ini vida se­ gura en una ciudad donde nadie me iba desaparecer si salía de noche a comprar una botella de leche en la tienda de la esquina. Mientras que él, junto con Juan y Mauricio, se enfrentaba a un fu turo sin ninguna certeza ni protección en una ciudad donde mucha gente que pensaba como él ya había muerto o estaba desaparecida. Cuando de pronto, estando ya en la sala de embarque del aero puerto, lo vi entrar. «Mira la prensa colombiana en las próximas tres semanas», dijo, «terminamos de escribir nuestro informe hace una hora. Juan está haciendo las copias para entregarlas al juez ahora por la ma nana». Estaba extenuado y eufórico. Nervioso también: sus ojos continuamente revisaban la sala de embarque buscando algo, no sé bien qué. Me había traído la cinta final de las comunicaciones internas del Ejército durante el curso de la batalla y estibamos am­ bos algo temerosos de que a último momento yo no lograra tomar el avión con la evidencia, las cintas, los dibujos, las copias de los

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Ana CarxM'An

PfcOUDGO

informes de autopsias y mis propias notas, todo en el maletín que llevaba bajo el brazo.

ción tenía que figurar con sus nombres completos. «¿Qué querían? ¿Que nos suicidemos?», dice. 1 lablamos largamente.

De regreso en Nueva York, en el curso de las siguientes semanas, busqué en vano cualquier referencia al informe de Fe­ lipe en la prensa colombiana. Luego vi en El Tiempo una referen cía a un artículo del periódico español El País -una corta decla­ ración del ministro de Defensa: «Ficción total y mentiras», dijo el general Vega Uribe; «el reportero ha debido estar soñando». Encontré el artículo de El País: un informe de primera página con datos que sólo podían provenir de Felipe. Pero cuando apareció el informe oficial del Tribunal Especia! de Instrucción un mes des pues de la fecha prometida, no sólo ignoró los hallazgos de la in­ vestigación de Felipe sino que algunas partes del documento pare­ cían redactadas para contradecirlo.

*•****

En esa noche de abril de 1991, casi cinco anos exactos más tarde, Felipe y yo salimos de su oficina en el hospital y nos fuimos a to­ mar una cerveza. Después de todo, él sí ha cambiado: no se trata tan sólo de sus nuevas gafas o de las canas en su pelo ahora corto. No es simple agotamiento, porque nunca lo vi sin que estuviera «1 límite de sus fuerzas. Algo más ha cambiado en estos cinco años. Ha perdido su pasión, su sentido de misión. La convicción de que podía hacer la diferencia que lo sostenía en su intensidad y daba un resplandor de vitalidad a su entorno, eso se había desgastado. «Todo nuestro trabajo fue inútil», dice ahora, «dudo de que alguien siquiera lo haya leído. Me imagino que lo botaron a la ba­ sura». Después de que los detalles más importantes de su informe se filtraron a El País, Felipe intentó convencer a uno de los princi­ pales jxrriódicos de Bogotá de publicar la información en su tota­ lidad. Pero los editores insistieron en que el equipo de investiga­

Yo desistí de mi trabajo en la morgue, porque |>crdí toda esperanza de lograr algo. Trabajar por los derechos huma nos en este país es un absurdo. Lo que los investigadores averiguan es tan aterrador que desisten. ¿Dónde están los detenidos por los asesinatos de la Unión Patriótica? ¿Se le va a pedir cuentas a alguien por sus muertes? ¿Quien mató a los candidatos presidenciales el año pasado? j Y ahora se atreven a hablarnos de paz. cuando han entregado el país a la mafia, y han llenado los cementerios con nuestros muer tos! Caminamos por la calle juntos, buscando un taxi. Al des pedimos, Felipe me dice, con esa manera suya, informal y des­ preocupada: Ten un poco de cuidado. Tu tema todavía es muy delicado para ellos. Te estuvieron siguiendo la última vez. Recibí in dicacioncs de que estabas haciendo demasiadas preguntas. No necesito preguntar quiénes eran «ellos». Ni preguntaré quién se dirigió a él para advertirme.

BOGOTA, DOMINGO 14 DE ABRI!. DE 1991. Anoche, sentada a la mesa en el pequeño apartamento de Felipe, con Juan, Mauricio y la es­ posa de Felipe, al revisar las diapositivas que tomó Felipe dd in­ terior del Palacio de Justicia destrozado y examinar otra vez los dibujos a escala de Mauricio que reproducen el camino recorrido por los tanques del Ejército y los ángulos tic los disparos, de nue­ vo me sentí sobrecogida por su coraje. Juan y Mauricio no han cambiado. Juan es tan elegante y tan de bajo perfil como lo ha sido siempre; Mauricio, tan vital y ansioso como antes.

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Ana Carduzan

Trajeron evidencia fresca, reportes de autopsias más deta liados. Repasamos el nuevo material y la información adicional que había resultado en los últimos cinco años. Todo ello sustenta sus hallazgos originales. La orden del juez de reconstruir la escena llegó casi cuatro meses después del evento; entretanto, el Ejército había retirado todo lo que se pudiera mover del edificio. Así que al visitar las ruinas acompañados jxir tres sobrevivientes de la to ma y un fotógrafo, cuando penetraron al baño donde la guerrilla resistió hasta el amargo final, había muy poco que los iluminara. Sólo los chisguetes de sangre en el techo y en los muros, los impac tos de bala y los lavamanos, y sanitarios rotos. Es probable que las diapositivas y los dibujos que estamos observando sean los únicos documentos que puedan proporcio­ nar un análisis visual coherente de las últimas horas del ataque. Estos pedazos de papel y esta caja de diapositivas puede que sean las únicas pruebas existentes que demuestran la mentira de la ver sión oficial de los eventos dentro de los muros del Palacio. Com prender esto es justamente lo que me pone nerviosa. Al mirar la habitación en la cual cada centímetro de espacio disponible está cubierto de papeles y dibujos a escala, el pequeño apartamento de Felipe me pareció absurdamente vulnerable.

Bogotá, LUNES, 15 DE ABRIL DE1991. En las oficinas del viccfiscal

Jaime Córdoba -delgado, trigueño, intenso, con su fina cortesía y gentileza de otra época- me da una descripción vivida de los mapas y los modelos tridimensionales construidos por Mauricio, de las pruebas de balística realizadas por Juan y las diapositivas toma­ das por Felipe. Jaime se refiere a estos materiales que yo conozco tan bien como «el informe de la morgue». Así que, finalmente descubro que la reconstrucción realizada por Felipe y su equipo no fue rechazada sino que proporcionó la evidencia básica utili­ zada por la Procuraduría para formular cargos en 1989 contra dos de los oficiales principales del Ejército involucrados en la loma del Palacio.

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PROLOGO

No obstante, después de que el vicefiscal formuló su acu­ sación contra el general Arias Obrales de la Brigada XIII -al man do del ataque- y contra el coronel Sánchez Rubiano de la Inteli gencía del Ejército -quien realizó los controles de seguridad de los sobrevivientes-, muchos de Jos archivos del caso, -incluidos el úni co modelo tridimensional de Mauricio y los originales de sus di bujos a escala de la reconstrucción del ataque final- fueron roba­ dos de la caja fuerte de su oficina. «Todo lo que me queda», dice con tristeza, «son las diapo­ sitivas originales dd interior. Mire, déjeme mostrarle». Pero alan­ do va a buscarlas en la biblioteca donde las vio «hace unos pocos días», también han desaparecido. Manda llamar a su secretaria, quien las busca frenética e inútilmente. Un «topo» ha infiltrado la oficina del vicefiscal.

BíXfOTÁ, LUNES 15 DE ABRIL DF. 1991, NOQIE. Mañana por la ma­

ñana me reuniré con el ex presidente Belisario Bctuncur. El hom­ bre que presidió la tragedia del Palacio de Justicia. L.as preguntas que quena hacerle a Bctancur en 19#6, cuan­ do se negó a recibirme, son las mismas. Pero, mañana tampoco tendré oportunidad de formularlas. El ex presidente le ha ordena­ do a nuestro contacto mutuo informarme que él ha dicho iodo lo que tiene que decir sobre el Palacio de Justicia y el tema queda prohibido. Desde el primer pronunciamiento que hizo en televi­ sión. sólo siete horas después de concluir los combates en el Pala­ cio de Justicia, Bctancur ha quedado prisionero de las consecuen­ cias de su propia declaración: Esa inmensa responsabilidad la asumió el presidente de la República, que para bien o para mal suyo, estuvo tomando personalmente las decisiones, dando las órdenes respecti­ vas, teniendo el control absoluto de la situación...

Ana Carkigan

CAMARA DE REPRESENTANTES

En su momento nadie creyó sus afirmaciones de respon­ sabilidad personal en el contraataque del Ejercito. Pero en Bo­ gotá, n mucha gente le pareció un consuelo que hubiera asumido Id responsabilidad. Un grupo de senadores describió su afirma ción como «de mucho carácter y dignidad», cuando lo absolvieron

COMIIIttN OK ACUIAQION

del cargo formulado por el procurador de haber violado la Con­ vención de Ginebra y las leyes de protección de civiles en momen tos de guerra. Otros colombianos estaban consternados porque, mediante esta grave mentira, Betancur hubiera distorsionado la verdad histórica para protegerse a si mismo, a su gobierno y a los generales. Su versión de la verdad ha sido ampliamente documen­ tada. Los expedientes del Palacio de Justicia sumaban ya más de 50.000 folios, pero la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes archivó la investigación contra él y contra su mi

DECLARESE OUR NO HAY LOBAS A INTENTAR ACUSACION AJrrt KL SENADO OS LA REPU1LICA CONTRA EL PRESIDENTE DOCTOS ¿CLISA*XO MTANCUA CUARTAS Y SU KINISTRO DE DEFENSA GENERAL MIGUEL VEGA ORIAS, POS SACON OS LOS HECHOS OCURRIDOS DURANTE LOS OIAS I Y 7 OS NOVIEMBRE OS 1»SS EN RELACION COR LA TOMA POR PASTE DEL H-lt DEL PALACIO DI JUSTICIA, Y EN CON

nistro de Defensa sólo 25 días después de que el procurador ge­ neral Carlos Jiménez Gómez presentara la respectiva demanda ante esta célula el 22 de junio de 1986. La Comisión declaró que legalmente no podía cuestionar un acto típico de Gobierno que había sido ejecutado únicamente por las personas autorizadas para actuar. En el afán por restaurar las credenciales democráticas del presidente, d establecimiento pretendía recuperar las propias. El emperador había perdido su traje y se precisaba todo el ingenio y la creatividad de sus acólitos para volver a vestirlo. También se­ ría necesaria la intimidación. Bdisario Betancur fue un muchacho pobre de provincia, pero tuvo la suerte de recibir educación. Un patrón importante y miembro del Partido Conservador local le abrió las puertas clave. Ambicioso y trabajador, llegó en 1945 a la Asamblea de Antioquia de la mano del conservatismo y, en tiempos de La Violencia, al Congreso; se volvió un hombre rico; en 1962 ingresó al Gobierno como ministro de Trabajo. Fue en ese cargo que el futuro presidente revelaría hasta dónde estaba dispuesto a ir. En febrero dd año siguiente, enfren-

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▲ Facsímil de la decisión de la Comisión de Acusaciones dd Congreso de Colombis que sbsudve de toda culpa al presidente Betancur y al ministro de Defensa, general Vega Uribe.

Asa Cajíeu.an

fado n la huelga de Cernemos El Cairo, en Santa Bárbara, Amia* quia, presidió una de las peores masacres de trabajadores desde el ataque de 1928 en las bananeras de la United Fruir, en Ciénaga. Tropas del Batallón Lanceros enviadas por el Gobierno para sacar a la fuerza el cemento de la fábrica dispararon contra una muche­ dumbre inerme de ifo trabajadores y sus familias. Trece personas murieron, 39 resultaron heridas; la huelga, una protesta patética que no tenía ni tres semanas, se terminó En este país afligido de amnesia nacional, casi nadie re­ cuerda esa masacre de febrero de 1963. Diecinueve años más tarde, Betanctir llegó al poder en una avalancha de exuberancia popu lista. Pero los líderes del M-19, ellos sí la debieron haber recorda­ do. Quizás así hubieran reflexionado ames de invadir el Palacio de Justicia. Aunque tal vez no. Tal vez creyeron que eran épocas distintas; o que el Belisario Betancur de 1982 era otro del de 1963; o quizás pensaron que el sistema colombiano había cambiado, que de alguna manera la civilidad había adquirido autonomía y auto ridad, tal como está consignado en su Constitución, ese documen to tan lindo, tan ignorado por los Gobiernos de turno. En 1982, Betancur prometió paz y transformación social a un país cansado de décadas de conflicto civil y miseria social. Se­ dujo a los ingenuos jóvenes del M -19 que vieron en sus gestos de amistad sólo lo que querían ver. Su análisis de las causas de la vio­ lencia colombiana era el eco de su propia retórica. Su visión de una democracia pluralista prometía una puerta por la cual el po­ der. que habían sido incapaces de conquistar por las armas, podría llegarles por las vías legales. Era un momento embriagador. «Si usted logra el 30 por ciento de lo que prometió durante su campa­ na lo acompañaremos a las plazas de Colombia a defender su Go­ bierno», le dijeron en 1983 los ilusos del M19, en su primer encuen­ tro con el nuevo presidente en Madrid. Al presidente Betancur le fascinaba brindar por sus inicia­ tivas de paz con los líderes resolución a ríos. Pero era pésimo poli tico. Su idilio con los líderes del EME estaba condenado al fracaso, y el legado de amargura, la sensación de traición que dejó para am­

PnOüogo

bas partes desembocaron directamente en los horrores del Pala­ cio de Justicia. El histórico encuentro entre el presidente y la gue­ rrilla en España, y otro posterior en Ciudad de México, tuvieron lugar a espaldas de los militares colombianos. Más tarde cuando Betancur inició negociaciones serias, los miembros de su Comi­ sión de Paz fueron tlcspachados a reunirse secretamente con los líderes guerrilleros en sus escondites clandestinos de las monta­ ñas. Una práctica que en varias ocasiones casi causó la muerte de uno que otro comisionado, atrapado sin salvoconducto entre la guerrilla y el Ejército en una tierra de nadie. Betancur jamás se enfrentó a los opositores de su política de paz ni se tomó el tiempo para construir alianzas con otros lí deres políticos. A la vez falló por completo en construir sus defen­ sas contra la feroz resistencia u sus planes de reforma, aunque la oposición vino de las fuentes más predecibles. A medida que la polarización de la sociedad se intensificaba, el presidente se ais laba más. Viejos amigos, como Gabriel García Márquez y un nú­ cleo de partidarios de la paz, lo siguieron apoyando. Pero eran marginales en una cultura política dominada por fuerzas tradicio­ nales. (iiiando d M-19 finalmente depuso sus armas y buscó d gran diálogo nacional que se le había prometido, no encontró a nadie en d Gobierno con quién hablar. El programa de reformas no exis­ tía. ni tampoco el compromiso para implantarlas. Cuando los lí­ deres guerrilleros buscaron apoyo, Betancur y sus mediadores se volvieron inalcanzables. Frustrados, los guerrilleros del M 19 se fueron a las calles. Y se intensificó la polarización. El proceso de paz y toda discusión de reformas económi­ cas y sociales naufragaron cuando tanto la izquierda como la de­ recha entendieron que el «presidente de la paz» -que había lan­ zado una política innovadora de inmenso significado y potencial histórico- no iba a poder desarrollarla. Mucho antes de su explo­ sivo fin en el Palacio de Justicia, cuando el presidente, el estable­ cimiento político, el M 19 y el Ejército se mostraron todos en su carácter más autentico, la Presidencia de Belisario Betancur ya se había convertido en un cascarón vacío. Entre acusaciones mutuas

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Ana Carrk.an

de traición, acosada por una guerra sucia conducida por elemen­ tos del Ejército, de la Policía y por los nuevos aliados de éstos, los paramilitares de la mafia de la droga, en medio de una ola de asesinatos de líderes de la guerrilla, la tregua, que apenas llevaba diez meses, colapso. Ese ilía de 1991 cuando finalmente logro hablarle, el ex pre­ sidente cuenta de su fallido proceso de paz. Identifica u sus ene­ migos: «Esos fundamentalistas, todos los Khomeinis del mun­ do...». Y cita filosofía: «Descartes compara la paz con una casa, la paz es una especie de casa del espíritu humano...». Una casa a través de cuyas puertas los fundamcmalistiis colombianos de los dos partidos dominantes no entran.

Ponuxx*

ticia?». Y yo les dije: «Hijas mías, tal vez esto sea excesivo para personas de mi edad, pero lo hago, hago ese acto público de re­ conciliación pensando en ustedes y en sus hijos. Esto es, pensando en el futuro. El futuro de nuestro país sólo se puede construir so­ bre la base de la reconciliación». Y ellas preguntaron: «Pero papá, esto tiene que ser muy difícil para ti; ¿tienes que hacer un gran esfuerzo?». Y yo Ies respondí: «No, no tengo que hacer un gran es­ fuerzo. En mi corazón tengo gran abundancia para la reconcilia­ ción». Eso fue lo más cerca que llegó al tema del Palucio de J ticia en nuestra conversación.

-Ay -suspira el ex presidente-, así es la naturaleza hu­ mana.

BcxkjtA, DOMINGO 5 DE JULIO DE 2009. 1 lace 24 años, aquella te­

Poco a poco, de la paz de entonces a la paz de ahora, co­ menzamos a hablar del M-19.

rrible noche del 7 tic noviembre de 1989 regresé tarde al hotel Te qticnduma y encontré una nota en la recepción. Era un mensaje escrito a mano de alguien a quien escasamente conocía, a quien había visto por primera vez el domingo anterior en la tarde, tomán­ dome un trago en el apartamento de Carlos Urán y su esposa Ana María Bidcgain. La nota decía:

-Señor presidente -le pregunto-, mucha gente dice que la única diferencia que hubo entre el M 19 y usted es que ellos portaban armas. Se dice que el programa de ellos era esencialmente «Belisario con armas». ¿Quisiera comentar? -En efecto -responde-, no hay grandes diferencias que me separen de ellos. Ahora todo el mundo lo ve. El EME ha pro­ ducido un programa para una nueva Constitución que en gran parte yo puedo aceptar sin problema.

Carlos Urán ha desaparecido. Lo hemos buscado en iodos los hospitales y clínicas, lo hemos preguntado en todas las estaciones de Policía y en los cuarteles militares, inclusive en la morgue. Pero no hemos encontrado rastro de el. Por favor, ¿le puede pedir a la prensa internacional que nos ayu­ de? Creemos que salió del Palacio de Justicia vivo. Cree mos que si la prensa extranjera le pregunta al Ejército por él, eso puede ayudar.

-Entonces -le pregunto-, ¿cómo le parece que algunas de los mismas personas que invadieron el Palacio de Justicia ahora comparten el poder con los partidos tradicionales y están ayudando a redactar una nueva Constitución? Betancur se anima. -Cuando Carlos Pizarro [candidato presidencial del M-19 asesinado en 1990] y Antonio Navarro vinieron a verme, aquí en esta misma habitación, hace apenas un año, Pizarro se sentó don­ de usted está ahora, hubo muchas escenas televisadas de nosotros tres, abrazándonos. Mis hijas me dijeron: «Papá, ¿no es excesivo que te abraces con toda esa gente que se tomó el Palacio de Jus­

me la habían presentado a ella con relación a un proyecto de inves(igación que me había traído a Bogotá hacía 10 días y el domingo anterior me había invitado a tomar un trago con unos amigos en su apartamento.

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Yo no conocía bien a Carlos y Ana María; recientemente

Ana Cakmgan

Prologo

Esa noche me puse en contacto con CBS y con los otros pe­ riodistas de la televisión estadounidense en el hotel; también me comuniqué con un amigo en Nctvsweek. Todos j>cnsaron que yo estaba loca. El Ejército, me dijeron, ya estaba demasiado empro blemado como para desaparecer a un juez. Comprendí que ellos y yo estábamos recibiendo diferentes lecturas del escenario pos terior a la toma. Pero a las nueve de la mañana del día siguiente, el cadáver de Carlos ya había aparecido en la morgue. Gradaban rumores en ese momento de que las circunstancias en las cuales lo habían encontrado eran sospechosas. Éstas normalmente se debe­ rían haber investigado, pero ese día no tenía nada de normal. El sufrimiento de Ana María era abrumador; habría un entierro ín­ tima al día siguiente, solamente con presencia de lu familia. Yo re­ gresaba u Nueva York ese fin de semana. Pero no podía dejar de pensar en la nota que había recibido en el hotel. Decidí que tenía que regresar a Bogotá para averiguar, si podía, qué le había pasa­ do a Carlos Urán. Y fue así como seis meses más tarde estaba de regreso a investigar la historia del Palacio de Justicia para el «Sunday Magazine» de The New York Times. Cuando el diario rehusó publicar mi artículo, este libro se convirtió en inevitable. Hace i8 años desde que regresé a Bogotá en mayo de 1991, para seguir la investigación iniciada en abril de 1986, la cual cul­ miné con la publicación en 1993 de este libro en inglés en Nueva York. Hoy, para que este texto salga por fin en Colombia en su versión española, he vuelto de nuevo a Bogotá para revisarlo a la luz de tanta cosa nueva que ha acaecido a lo largo de estos años. ¿Por dónde empezar? Me escribe un amigo:

tendré que haceT mi catarsis propia, pero primero tendría que

.. .esa tarde de la toma del Palacio jamás en la vida la he po dido superar [.. J sobrevivimos tan pot os u eso, y quedamos tan perdidos ahora, dominados, controlados y anegados en medio de lo que entonces creíamos un deber patriótico, po­ lítico, social y personal, denunciar que unos tipos porque tenían mucho dinero, querían comprarlo todo, y exterminar a quien se les opusiera l.. ] y perdimos, perdimos todo. Yo perdí mi vida, y que bien lo conoces [... ] Algún día también

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ver al país pensando en lo que pasó, pasa y vendrá a pasar... Leo su nota y me pregunto, ¿cómo volver a excavar otra vez en medio de tanto dolor y tristeza? ¿Será retiñiéndome con viejos amigos, recordando juntos esa historia compartida, cuando éramos más jovenes y más optimistas, cuantío todavía creíamos que los libros podían cambiar la realidad? ¿Será también buscan do a gente nueva, a gente que no conocí en 1985.1986 y 1991? Se­ guramente será leyendo la historia, la que quedó entenada du­ rante años de silencio bajo tantas capas de mentiras, pero que ya -gracias a la investigación asombrosa y valiente de la fiscalía so­ bre el destino de las personas que «desaparecieron» sin rastro en aquellos días de noviembre- ha empezado a surgir de manera sor­ prendente y dramática. Tras el vigésimo aniversario, la Corte Suprema creó la Co­ misión de la Verdad del Palacio, integrada por tres magistrados. Los resultados de su investigación, que se esperan para este vigcsimocuarto aniversario serán, para muchos, nuevamente la última palabra, como en su momento lo fue el informe del Tribunal Es­ pecial de Instrucción. A la cabeza de la lista de la gente con quien me quiero reu­ nir está Rene Guarín. No conocí a Rene cuando estaba escribiendo este libro. Nos encontramos por correo electrónico. De todas las vidas que han sido alteradas para siempre por la toma del Palacio de Justicia, la de Rene simboliza la lucha solitaria de un buscador, obstinado y obsesivo por la verdad y la justicia en una sociedad controlada por gente que no quiere ni la una ni la otra. Desde el 6 de noviembre de 1985 -Jice René-, la vida se me partió en dos: no hay más que un antes y un después del holocausto del Palacio de Justicia. I labia de los largos años de esfuerzos y riesgos, y de los po­ cos resultados:

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Ana Carrk.an

Pnóiooo

...ha sido importante mi terquedad y la de atgunos fami­ liares que no aceptamos vivir en medio de la ignominia. Mi vida en Colombia está llena de amores y odios, de certezas esquivas, de luchas constantes l... J es una pelea entre desi­ guales. es todo un Estado que enfrenta al anónimo hermano a desaparecida durante un cuarto de siglo.

que muy seguramente ellos habían sillo objeto de desapa

1985. una semana después de la tragedia en el Palacio de Justicia, llegó a la oficina de Eduardo Umaña Mendoza -el más nombrado defensor de derechos humanos de su generación-, un joven desconocido: era Rene Guarín, el hermano menor de Cris tina del Pilar Guarín Cortes, la muchacha que trabajaba como ca­ jera sustituto en la cafetería dd Palacio de Justicia. Rene fue ese día a ver a Umaña cu busca de su ayuda profesional, ya que su her­ mana Cristina no halda aparecido desde el día de la toma dd Pa­ lacio. Cristina era licenciada en Ciencias Sociales y tenía una beca para ir 11 estudiar un posgrado en Ciencias tic la Educación en la Universidad Complutense de Madrid. Aquel día fatal, Cristina, para ganarse un poco de dinero antes de via­ jar a España, reemplazaba como cajera en la cafetería dd Palacio a una amiga que estaba en licencia de maternidad. Veinticuatro años más tarde, desde d exilio, Rene recordó ese primer encuentro con un hombre cuya per­ sonalidad y compromiso con la búsqueda de la verdad y la justicia le marcarían la vida.

rición forzada. Durante los 12 años y medio que siguieron bastit su asesi­ nato en abril de 1998, José Eduardo Umaña adoptó la causa de las familias de los empicados desaparecidos de la cafetería y de una joven que vendía sus empanadas al personal del Palacio de Justicia. Para mí -me acríbe René- José Eduardo fue como un papa. Las enseñanzas de él marcaron mi vida. He tratado de po­ nerlas en práctica. Sobre todo la enseñanza que encierra la frase que me dijo dd ex presidente de Italia, Sandro Pcrtini: «En la vida hay que saber luchar no sólo sin miedo, sino también sin esperanza». Esa frase es realista, y mues­ tra que uno debe estar preparado para no esperar natía de la justicia ni de la Comisión de la Verdad, ni dd Estallo co­ lombiano. Nos hace mucha falta. En un momento como el actual, el dúo de trabajo Fiscalía Umaña hubiera sido vital para llegar a la verdad con justicia y a la recuperación de los cuerjx». El 18 de abril de 1998 un grupo de sicarios, haciéndose pa­ sar por periodistas que venían a entrevistarlo, llegaron a la casa de Eduardo Umaña. Era un sábado por la mañana. Su esposa y su hijo de 12 años estaban esperándolo para salir a almorzar. El porte­ ro dejó entrar a los visitantes. Eran tres: una mujer joven y dos hombres; entraron a su oficina y cuando él rehusó salir con ellos, lo mataron. Sobra decir que todos saben quiénes fueron sus ase­ sinos y su muerte quedó en la impunidad. A mí también Eduardo Umaña me hace una falta terrible. Fue de los colombianos grandes que he conocido; fue un Quijote, un seguidor de sueños y utopías. A la vez, realista. Al igual que muchas víctimas de muerte violenta

Después de buscar a Cristina en Medicina Legal y no en­ contrarla, y después de ver que no aparecía entre los vivos, llegue a la oficina de José Eduardo Umaña. en d centro de Bogotá, y me encontré con alguien que era algo más que un abogado, era un apóstol del Derecho; era alguien muy humano y de carácter fuerte. Le dije que no solamente no aparecía Cristina sino casualmente toda la gente de la ca­ fetería y tres visitantes ocasionales del Palacio; y él me dijo

en Colombia, Eduardo Umaña sabía que no iba a sobrevivir. Hay que vivir, decía, «sabiendo que en cada momento que pasa se aca-

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■■

i

Ana Gahkioan

Prologo

ba la vida, y que cada momento que usted está viviendo, es una ganancia contra la muerte».

En estos últimos años, cada vez que el caso de la Fiscalía contra los militares por los desaparecidos progresaba, la presión

B< X tOTÁ, LUNES 6 üt JULIO üt. 2009. Desaytino con Rene en un café de la Séptima. Sale esta noche para exiliarse en Francia. Yo sabía que durante los últimos tres años había recibido amenazas

sobre Rene aumentaba. I la sido objeto de seguimientos alrededor de su casa y de la casa de su madre, por parte de personas extra ñas que se movilizan en un campero blanco. Ha recibido llama das amenazantes a su celular personal y, una semana antes de mi llegada, dos desconocidos le pusieron una cita en un café céntrico

con intervalos regulares, pero siempre es un shock. Las amenazas vienen a raíz de sus pronunciamientos públicos contra varios de los militares acusados en la investigación de la Fiscalía por secues­ tro. tortura y desaparición de los jóvenes trabajadores de la ca­ fetería; también es odiado por lu lucha abierta y obstinada que sigue a través de la prensa para obtener la verdad, la justicia y los huesos de su hermana; y porque él ha movilizado a la gente. Él

de Bogotá; cuando Rene acudió a la cita, dos hombres se levanta ron, se le acercaron, le entregaron un sufragio y se fueron. «También», dice Rene, «me entregaron una hoja en la que decían que ya no molestara más con el caso». Después de 24 años René se ha convertido en el pararrayos de la ira de la misma gente que desapareció a su hermana.

es el corazón valiente y fuerte de la lucha de una parte de las fa­ milias; él no acepta que se ignore y se olvide ni a los desaparecidos ni n sus parientes. Por eso está hoy en el exilio, porque no le per­ donan su liderazgo.

A Cristina dd Pilar Guarín sale del Palacio de Justicia cargada en hombros ilc un soldado dd Ejército colombiano, de acuerdo con esta imagen captada por un camarógrafo de TV Española.

Decidí salir del país -dice-, pero el exilio es otra forma de

A KrnéGuarín. frente al Museo ile la Resistencia y la Deportación (Grenoblc, Francia).

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muerte. Muerte política, jurídica, destierro, invisibilidad, abandono y olvido, y eso tampoco yo lo voy a aguantar. Es un dilema difícil de resolver. En cierto sentido, todo es par­ te de la lucha: la marcha, la pancarta, la denuncia, la ame

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Axa Cammm*an

naza, el exilio, el retorno, la angustia, la exigencia de la ver dad, el miedo f...] todo es parte de 14 años de lucha. Para mí d Palacio de Justicia es una tragedia que relata muy bien lo que es Colombia. Veinticuatro años de impunidad, de mentiras sostenidas como que no hay desaparecidos. Una verdad conocida pero que ha estado refundida.

Bogotá, VIERNES 10 DE JULIO DE 2009. Hago listas y más listas. Listas de nombres y listas de teléfonos, y a decir verdad me sien­ to abrumada. Asediada por la combinación de información nue­ va, por un lado, y por tamos recuerdos de los tiempos pasados, por el otro. No sé por dónde arrancar. Cuando llamo al magistra­ do Jorge Valencia A mugo para pedirle una cita, se muestra poco dispuesto a conversar conmigo. -¿Qué quiere saber? -me pregunta. -Algo sumamente importante -le contesto-, pero le pro­ meto que no son sino dos o tres preguntas, no más. -Pues venga y« -dice, y me doy cuenta de la renuencia en su voz-. Pero que sus preguntas sean bien concretas. Le puedo dar 15 minutos, no más. Le dije que estaba bien. Quince minutos serían suficientes. Era cierto. O por lo menos así lo creía. Lo que quería de él era tina verificación de la realidad, para que me ayudara a enten­ der cómo era posible que hubiera tantas versiones contradicto­ rias sobre lo que había ocurrido en el baño del Palacio durante el asalto final del Ejercito. Vo no dudaba de la investigación original que Felipe y su equipo de investigadores habían compartido con­ migo hacía 24 años; ni había perdido fe en el valioso relato que me había entregado Gabriel* tantos años atrás, en el que me había narrado lo ocurrido durante todas las 27 horas de la batalla dentro del edificio, con un enfoque particular en las últimas horas den­ tro del baño y el ataque final del Ejército. Pero las pesquisas recientes que había hecho sobre Carlos Urán arrojaban alguna información que no conocía. Dentro dej

PftJUXAl

marco de la nueva investigación realizada por la Fiscalía sobre su desaparición y muerte el 7 de noviembre de 1985, en testimonio ante la Unidad de Fiscales Delegados ante la Corte Suprema de Justicia el 22 de febrero de 2007, Ana María Bidegain de Urán declaró que en los primeros días posteriores a la muerte de Car­ los la había invitado a su casa el magistrado Samuel Buitrago, del Consejo de Estado. Como Buitrago le había mandado razón de que tenía información importante sobre la muerte de Carlos, Ana María fue a su casa acompañada por un amigo. Samuel me contó su versión -le dijo Ana María a la Corle-, y en ese momento fue la que creí. ¿Cómo no le iba a creer a Samuel Buitrago? Yo me aferré al testimonio de Samuel Buitrago porque también yo sentía que había como muchas interpretaciones. [...] La única que me dio seguridad fue la de Samuel. I... 1 La cosa concreta que yo entendí es que hicieron un hueco en el baño y en ese* momento [los solda­ das] dijeron que salieran los rehenes, y que inmediatamente se pararon Manuel Gaona, Montoya Gil y Carlos Florado (Uránl y algunos otros, y los mataron [el EjérdioJ. En esos días hubo otras versiones de la muerte de Carlos, que contradecían la versión de Samuel Buitrago. Pero Ana María Bidegain no estaba en posición de investigarlas. A los pocos días, la secretaria general de la Procuraduría General la lúe a ver y le recomendó que por su propia seguridad y la tic sus hijas, deberían abandonar el país. Y así lo hirieron, tres semanas después de la muerte de Carlos. Según instrucciones del procurador general, Carlos Jiménez Gómez, Ana María y sus cuatro niñas fueron es­ coltadas por la Policía Judicial hasta las sillas de su avión. En el curso de los últimos dos años, los resultados de la in­ vestigación de la Fiscalía sobre la desaparición y muerte de Car­ los Urán han borrado todas las demás versiones. Ahora tenemos hechos: sallemos que Urán salió del Palacio vivo; que fue asesina do por tina bala de 9 mm, un tiro de gracia disparado a quemarropa

PkOmxx) Ana Cakucan

a su cabeza, y que su cadáver fue regresado al interior del Palacio para que pareciera que había muerto en el fuego cruzado cuando salía del baño. Pero Buitrago no es el único que inventa sobre el final del asalto al baño; ha habido varias versiones. Mientras más se acercaba la tragedia a su horrendo clímax, aparecían más nía tripulaciones de una realidad oscura y siniestra. Por ejemplo, es de destacar que como la versión deJ magistrado Buitrago incluye a otros magistrados, su ficción supuestamente pudo desviar otras posibles investigaciones, como las de las muertes de Manuel (iaona Cruz y Horacio Montoya Gil. Por ello mi urgencia de consultar con el magistrado Vulen cia Arango. Porque, según mi conocimiento, el es el único sobre viviente entre los magistrados del Consejo de Estado que ha sido completamente consistente en su crítica a todos los protagonistas de la tragedia del Palacio de Justicia. Jorge Valencia y un pequeño grupo de magistrados del Con sejo: Carlos Bctaneourt Jai amillo, Enrique Low y Julio César Uri be, nunca estuvieron en el baño: quedaron en sus oficinas del tercer piso, tras puertas cerradas, durante todo el primer día de la bata lia y lograron escapar del edificio con la ayuda de algunos solda­ dos alrededor de las once ese miércoles por la noche, justo antes de que las llamas del incendio se tragaran sus oficinas. Pero, los guerrilleros habían agrupado a la mayoría de los amigos y colegas de Valencia y los habían llevado al baño del cuarto piso tempra no, después de la entrada de los tanques al patio del Palacio. Algu nos de ellos habían muerto, dentro o afuera del baño. Entonces, al día siguiente de la tragedia, el viernes 8 de noviembre, a las 9:30 de la mañana, Jorge Valencia invitó a todos los sobrevivientes a to­ mar café para que le contaran lo que habían vivido, y como juez investigador que era, los interrogó hasta estar satisfecho de que su relato era el verdadero. Yo sabía de esa reunión organizada por el magistrado Va­ lencia el viernes 8 por la mañana y quería enterarme de si los tes­ timonios contradictorios acerca de lo sucedido en el baño -y que formaban parte desde entonces de la versión oficial- diferían de

u

los relatos que Jorge Valencia había recibido de los sobrevivien tes esa mañana de noviembre o no. Su respuesta a mis preguntas fue la siguiente: Todos en esa reunión J//o sin excepción, fueron testigos de que Almarales se había manejado muy bien con ellos. Les decía: «Tranquilos magistrados, el Gobierno no los va a matar. De aquí salimos». Todos estaban de acuerdo. In­ cluso, Almarales les dio comida de la que tenían para la gue­ rrilla. Todos -dijo- contaran la misma historia: en el baño la guerrilla no le disparó a nadie. Todos los muertos y he ridos fueron por parte del Ejército. Su relato fue unánime. Pero contó que después, al salir el informe del Tribunal Especial que creó por decreto Belisarin Bctancur, vio que esos mismos colegas suyos sostenían todo lo contrario. Esto lo hirió. Lo hirió profundamente que sus propios colegas mintieran bajo juramento. Le pregunté qué Ies habría pasado y me contestó con tristeza que todos habían sido intimidados. Dijo que al final él fue el único magistrado que declaró en contra del Ejército. Por su­ puesto, lo siguieron amenazando durante más de tres años. Hasta el día de hoy, dijo no atreverse a ir a cinc o a comer por la noche en un restaurante. Dio otro ejemplo: uno de los magistrados auxi­ liares que estaba herido en el baño fue llevado al Hospital Militar, inconsciente, y cuando despertó un oficial del Ejército lo amena­ zaba con matarlo a menos que siguiera las instrucciones castren­ ses cuando hablara con la prensa.

BotarrA, MIÉRCOLES 15 DE JULIO DE 1009. El tiempo se acaba y pronto debo salir de Bogotá nuevamente, pero antes de irme, hay alguien más a quien debo ver. Nicolás Pájaro Peñaranda era ma­ gistrado auxiliar de la Corte Suprema en 1985. Lo había oído nom­ brar y lo había buscado, pero en 1986 estaba fuera del país. Por razones que permanecen en el misterio, cuando se acabó la ínter

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PtÓUKO

Ana Cajuui.am

minuble batalla, Nicolás se encontraba entre quienes el Ejército -al parecer- consideraba sospechosos, Lo habían herido en ei ba­

El cirujano, viejo amigo de Nicolás, Ic salvó la vida.

ño, así que cuando salió del edificio lo recogió la Cruz Roja y lo llevó al hospital. Ese día, y durante varios después, los hospitales

El médico que me operó fue el doctor Mario Navarro Sán­ chez. Y cuando yo estaba bajo los efectos del Pcntotal un soldado intentó penetrar a la sala de cirugía. El médico tuvo que exigirle que se retirara de la sala de cirugía, porque po­ día infectarla. «Ese es un guerrillero», deda el soldado. El médico le dijo: «Mire, ese no es ningún guerrillero. Hágame el favor y se sale de aquí de la sala».

de Bogotá estaban atestados de soldados y policías. El Ejército continuaba su búsqueda frenética de quienes luego denominaron en ciertos documentos de la época los «sospechosos» y «especia­ les». En otras palabras, esa esquiva quinta columna que estaban tan decididos a descubrir y eliminar; en consecuencia, designaron a los hospitales como cotos de caza. Según el doctor Mario Navarro Sánchez, cirujano de tur­ no de la Caja Nacional de Previsión Social, cuando la Cruz Roja llevó a Nicolás Pájaro, el hospital era un caos completo. A veces había más militares que parientes -dijo-. Había una congestión demasiado grande en la sala de urgencias y como no podtamos sacarlos de la sala de urgencias -no podíamos sacarlos porque no querían salir-, entonces eso creó caos. Cualesquiera que fueran las órdenes bajo las cuales fundo naban los soldados en el hospital, desde el momento en que vie ron a Nicolás en la sala, se mostraron decididos a arrestarlo y sa cario de ahí. Lo acosaban. El traslado del servicio de urgencias a la sala de cirugía, eso fue como si fuera un desfile militar -dice su medico-, por que Nicolás estaba rodeado de policías uniformados por lado y lado. Para subir al ascensor, era un ascensor grande, entonces ahí estaban Nicolás, los enfermeros, camilleros y los policías estaban metidos por todo el tiempo que lo llevá­ bamos. Nunca lo abandonaron completamente. Estuvieron pendientes todo el tiempo basta impedir que se realizara la cirugía. Los soldados estaban absolutamente convencidos de que era un guerrillero.

L.J Después de que salí de la cirugía -contó Nicolás-, yo em­ pecé a decir que el Ejército era el que había incendiado el Palacio, el Ejército era el que había matado a todo el mundo ahí dentro del Palacio, a los magistrados y a todo cJ mundo (...] bueno; después supe por un médico que eso había lle­ gado a conocimiento de las Fuerzas Armadas y llamaron a la Caja Nacional de Previsión Social a decir que si yo seguía hablando así me iban a matar en la sala de cuidados inten­ sivos. Entonces, los médicos resolvieron esconderlo. Lo sacaron de cuidados intensivos y lo mantuvieron en una habitación que nadie sabía ni cuál ni dónde era. Porque temían que de pronto se presentaran los soldados y pudieran matarlo. Fue tanto el peligro que sintieron. Ese día con Nicolás hablamos largamente. Hablamos de las personas que aceptaron cambiar la histo­ ria y asi terminaron traicionando a las víctimas del Palacio. Decía Nicolás que él creía que mucha gente se dedicó a decir mentiras. No sé si dijeron mentiras por temor. O si lo hicieron por congraciarse con el Gobierno y con las Fuerzas Armadas. Pero, desafortunadamente -y digo desafortunadamente por que me puede costar la vida- yo no tengo ningún interés en congraciarme con nadie. Además, muchas personas que eran subalternas de algunos magistrados también dijeron

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Ana Cajqut.an

Phúlogo

sus mentí ras. cuando rindieron declaraciones. Tenían que repetir lo que deda el jefe. Esa es una cosa obvia.

del Palacio, con un disparo de 9 mm en la cabeza a ras de piel». Yo me quedé frío. Mi esposa se preocupó mucho; me

Hablamos también de Carlos Urán, que estuvo con él en el baño hasta el final.

dijo: «Nicolás, déjate, [...] fíjate que ya se constituyó ahí una prueba de que Urán no quedó desaparecido, sino que 11 Urán lo mataron. Entonces, es un problema para ri».

A mí en una ocasión -afirmó- me llamaron por teléfono de un noticiero de televisión, pañi que diera declaraciones. Dije que yo no doy declaraciones asi no más. Porque siento te­ mor. Entonces me dijeron: no doctor, no es para que usted vaya a hacer ningún relato, sino es para ver si usted reco­ noce a algunas personas. Le vamos a mostrar un video.

UJ Entonces los del noticiero me mostraron un video. Me pre­ guntaron: ¿usted ve ahí a Urán? Yo estaba saliendo del Pa­ lacio. Yo estaba herido, pero logré caminar. Yo les «lije: «Ese que va ahí, ese es Urán. Urán, mire, va delante de mi. Ese es Urán, y fíjese que va sin camisa». Eran como las 3045, z.40 de la tarde del segundo día. más o menos. «Urán va sin ca­ misa», les dije, y ellos dijeron: sí. ahí va Urán, sin camisa. Y vi también en el vídeo que a Urán lo recogían en una ca­ milla de la Cruz Roja, como después me recogieron a mí, en una camilla de la Cruz Roja. Y se lo llevaron. 1 Lista allí llegó mi declaración. Me despedí. Por la noche miré el programa de televisión. Yo me sorprendí, porque yo ni siquiera sabía qué había sillo de Urán. A mí me preguntaban: ¿qué pasó con Urán? y yo decía, «No sé. ¿Lo desaparecieron, o qué posó? No sé». Pero después de ver ese video, yo dije: «Urán salió». El noticiero me causó impacto. Urán salió; lo recogieron en la camilla, la Cruz Roja; y la periodista de Noticias Uno dijo: «Curiosamente. Urán, después de haber sitio recogi­ do, como a las dos horas apareció adentro, muerto, dentro

Y hablamos también de quien fue su amigo, el magistrado tan joven y brillante que era Manuel Gaona. Yo fui casi uno de los últimos que salió sa de Carlos Urán, Ana María Bidcgain de Urán, a Marina de Gaona le dijo d Ejército que su marido esta­ ba herido y que lo habían llevado al Hospital Militar. Cuundo las

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i i

Ana Ojuuc.an

PHÓLOCO

dos mujeres llegaron, las llevaron juntas a una habitación apartada donde esperaron solas y angustiadas hasta que alguien les comu­

Ahora viene otra camilla, esta vez cargada por gente ves tida de civil. El muerto que llevan es Manuel Gaona Cruz, magis ti ado de la Corte Suprema, el que tenía a su cargo un proceso de inexequibilidad relativa al Tratado de Extradición con Estados Unidos por crímenes de droga, y por tal razón, el hombre más ame nazado por Pablo Escobar y Los Extraditablcs en toda Colombia. Estas fotografías salieron en las páginas de una edición es­ pecial del periódico Voz, dedicado al holocausto del Palacio de Justicia. La edición apareció en la tarde del 14 de noviembre, y el entonces director del periódico y luego el senador de la Unión Pa» triótica, Manuel Cepeda Vargas, envió una copia a la casa de la familia Gaona con un breve mensaje escrito n mano que decía: «El profesor Gaona salió vivo». ¿Pero de dónde aparece el cadáver de Manuel Gaona? ¿Y a dónde lo llevan? ¿Y por qué lo cargan por la calle, si los cuerpos de los muertos del Palacio de Justicia han permanecido adentro, entre las ruinas, controlados por miembros de la Policía Judicial quienes, bajo órdenes de jueces militares, los están empacando en bolsas plásticas negras y apilándolos en camiones para enviarlos directo a la morgue? ¿Cuál es la historia detrás de esta fotografía? ¿Dónde murió Manuel Gaona Cruz? ¿Quién lo mató? ¿Quiénes lo llevan por la calle? ¿Cuál fue el motivo de su muerte?

nicó que había habido un error, sus esposos no estaban en el hos­ pital. Posteriormente, como Gados Urán, Manuel Gaona también «desapareció» hasta el día siguiente, cuando su cuerpo apareció en el pequeño cuarto aislado en la morgue donde fue encontra­ do acompañado por los de Carlos Urán y Andrés Almaralcs; como ellos, su cuerpo había sido desnudado y lavado cuidadosamente; como dios, había muerto por un tiro de gracia a quema ropa en la cabeza. Y hay varias fotografías que reflejan lo sucedido. A la sa lida del Palacio de Justicia, en plena plaza de Bolívar, un hombre yace en una camilla. Su expresión es apacible. No obstante, es la paz de la muerte. ¿Qué pasó con su camisa? La camilla la llevan unos soldados, soldados jóvenes fuertemente armados; se ven muy estresados. La cámara los ha captado de frente cuando se apresuran quién sabe adonde y están rodeados por una muchedumbre, en­ tre civiles y militares. Adonde sea que se dirigen, van presionados, apurados.

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AnaCammoan

Una íría y penetrante lluvia caía sobre Bogotá en esa tarde del 6 de noviembre de 1985, cuando el destino del Palacio de Jus­ ticia y sus habitantes se selló. Esa tarde la gente sabía que algo catastrófico sucedía en el centro de la cuidad, pero era imposible averiguar que pasaba. Después de la transmisión radial de la con­ versación telefónica del magistrado Reyes con un reportero, todo cubrimiento en vivo de la escena de la batalla se cortó. A las ocho de la noche, de acuerdo con lo prometido, comenzó por televisión la transmisión de fútbol desde el estadio El Campín de Bogotá. Más larde, una serie de explosiones masivas estremecieron el centro de la ciudad, y el inmenso edificio empezó a incendiarse. Desde mi habitación en el piso 18 del hotel Tequendama, apenas a catorce cuadras de distancia, vi cómo un resplandor naranja y púrpura se extendía por d délo nocturno encima del magnífico Palado herido de muerte.

Parte i

Capítulo i Antecedentes

I

El séptimo hijo de un campesino bananero sin tierra, oriundo de Id costa Caribe de Colombia, vta/a a Bogotá, la capital del país, donde se convierte en un exitoso abogado laboralista, un congresista po­ pular y, en su madurez. en uno de los fundadores y lideres guerri­ lleros del movimiento revolucionario M-¡9.

Poco ames de las siete de la noche del manes 5 de noviembre de 1985, Andrés Almaralcs entró a afeitarse el bigote en el baño del pequeño apartamento que compartía con su compañera. Sus objetos personales ya estaban empacados: tíos mudas de ropa in­ terior, medias y un par de camisas limpias. La vestimenta era im­ portante para Andrés: tenía clara la intención de estar bien pre­ sentado frente a las cámaras de televisión en los días históricos que se avecinaban. María e Iván -hijo del primer matrimonio de An­ drés- iban camino al parqueadero a traer el automóvil de Iván En media hora se encontrarían en una esquina detrás de su edificio para dirigirse al lugar donde los compañeros estarían esperándolo. Allí cambiaría de vehículo y seguiría para encontrarse con el resto de la fuerza de asalto del M 19 en la casa que les servía de escon dite y donde pasarían la noche antes de la invasión al Palacio de Justicia la mañana siguiente. Salvo alguna eventualidad, la suene estaba echada. Ya era demasiado tarde para dudar. No obstante, todavía recordaba la cuchillada de miedo, la sensación de vado en el estómago cuando Alvaro Payad, comandante supremo del M 19. Ic había hablado de su plan de tomar como rehenes a los miembros de la Corte Suprema de Justicia y del Consejo de Estado dentro del Palacio tlejustida, además de pedirle que panidpara en el asalto. Había

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Ana CAMBAN

Hi. PALAI K» Dfc jlMKJA: ÜNA TRM.TIHA CULOMBIANA

sido incapaz de negarse. Fayad le explicó que el M 19 necesitaba de su presencia allí, porque su reputación y su idoneidad como el más importante estadista de la organización serían decisivos en el desarrollo de la acción política más ambiciosa que ningún mo­ vimiento revolucionario colombiano hubiera intentado jamás. La

sido un desastre. El sueño de un diálogo nacional entre el Go­

operación del Palacio de Justicia requería del peso y la rcspctabilidad de los mejores cerebros legales y políticos del M-19 -había dicho Fayad-, porque una vez los guerrilleros capturaran y ase­ guraran el edificio, el éxito de su empresa dependería de la habi­ lidad y la sofisticación de sus abogados y representantes. Todo el mundo sabía que Andrés Alma rales era uno de los mejores nego­ ciadores, y el M-19 y la nación lo necesitarían para liderar las pos­ teriores conversaciones con el Gobierno. Por eso Andrés había dicho que sí, a sabiendas de que ca­ da instinto de su ser le indicaba que la idea estaba condenada al fracaso. Pero se rehusaba a seguir la voz de alerta de su cabeza. Esa voz -se decía- no es más que la cobardía inaceptable de un hombre que envejece. Y fuera lo que fuera, Andrés Almaralcs no era cobarde. Era un berraco, un revolucionario, un comandante del M-19. Y aunque a veces se sintiera como el abuelo de esos jó­ venes a quienes les brillaban los ojos ante la perspectiva de un enfrentamiento cinematográfico con el Gobierno colombiano, en realidad el sí tenia una misión crucial en este asunto. Los compa­ ñeros lo necesitaban. La causa a la que había dedicado toda su vida lo necesitaba. Además, nunca lo puso en duda. Ni siquiera había tratado de jugar el papel de abogado del diablo porque sabía que Fayad y los demás miembros del Comando Superior no lo iban a escu­ char. Cinco meses atrás, cuando había tomado partido contra el rompimiento de la tregua y suplicado a sus compañeros por per­ manecer dentro del proceso de paz y mantener el diálogo abierto con el Gobierno, fue derrotado en la votación. Ahora estaba de

bierno y los rebeldes amnistiados del M19 nunca se materializó. Las reformas prometidas nacieron muertas. Los lideres del M-19 que habían confiado en el hombre que ocupaba el Palacio Presi­ dencial fueron manipulados y traicionados. En el proceso perdie­ ron a algunos de sus miembros más valiosos, asesinados a sangre fría por los escuadrones de la muerte del Ejército cuando salieron de la clandestinidad. También habían perdido una gran parte de sus seguidores, porque -sin importar cómo se disfrazara el hccbo­ la amarga verdad era que hasta sus partidarios echaban la culpa del fracaso dd proceso de paz al movimiento mismo. Ahora el M19 tenía que luchar por su supervivencia polí­ tica, y a nadie se le ocurría una idea mejor. Si las cosas salían de acuerdo con su plan -había dicho Fayad-, después dd ataque al Palacio de Justicia el M 19 saldría liderando un país nuevo y trans­ formado. Además, Antlrés quería a Fayad. Le gustaba su audacia, su coraje y su locura inspirada. Andrés Almaralcs no podía defrau­ darlo, no lo defraudaría nunca. Mientras se afeitaba su bigote negro, estilo Zapata -que lo había acompañado durante tantos años en los cultivos de plá­ tano de su nativa tierra Caribe-, la cara que le devolvía la mira­ da desde d espejo, despojada de su característica más distintiva, lucía disminuida, como si hubiera una conexión interna entre la mata de pelo agresiva e incontenible y su ostentosa vitalidad, tan características de su personalidad. El reflejo que ahora lo con­ frontaba era el rostro de un campesino desarraigado de $3 años, perdido hace ya tiempo en la maleza de la política radical colom­ biana. Por lo menos eso fue lo que sostuvieron sus amigos y ad­ miradores más tarde, cuandooycron las noticias. «Andrés perdió contacto con U realidad de este país», se decían con tristeza, al

acuerdo, porque no tenía otra alternativa. El M-19 estaba contra la pared y, por primera vez en su vida, Andrés había perdido con fianza en su propio criterio. No tenía respuestas. La tregua había

ver la imagen de la cara desnuda que los miraba, desconsolada, desde las primeras páginas de los diarios nacionales. Eso mani­ festaron todos sus antiguos compañeros, veteranos de organiza ciones de camjxrsinos sin tierra y trabajadores urbanos en las déca

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Ana Caudt.an

Ei Palacio nr Justicia: Una tvaghxa colombiana

das del cincuenta y sesenta; también sus colegas parlamentarios que habían compartido pupitre y escuchado pacientemente su retórica apasionada y algo pasada de moda en el Congreso de los años setenta. Todos sacudían la cabeza con doloroso desconcierto ante su comportamiento irracional y luego seguían con sus asun

de los años sesenta. Pero Andrés no era una persona con quien se pudiera mantener una relación a distancia, y el matrimonio -así

tos. Ante la prueba incontrovertible de que este ex congresista y abogado laboralista había ayudado a liderar uno de los actos de terrorismo político más absurdos y peor concebidos de la historia reciente, se comentaban entre ellos que Andrés había perdido el norte, que se había vuelto incoherente, en fin, que había enloque­ cido. Esa era la manera fácil de desechar las razones que lo lleva­ ron a participar en la fatal toma dd último símbolo del Estado colombiano que el todavía respetaba: el Palacio de Justicia, sede de la Corte Suprema de Justicia y dd Consejo de Estado. Por ello no habría post mortem dolorosos. Andrés Almarales, sus compañeros de lucha y quienes compartieron el inten­ to frustrado de desarrollar un partido político alternativo, huye­ ron. Era comprensible; sus propios condiscípulos también habían muerto, víctima* de la represión oficial desatada sistemáticamente durante los últimos treinta años. Las suyas fueron esas «muertes anónimas» cometidas por «asesinos anónimos», esas muertes de «trabajadores humildes» cuyos cuerpos fueron hallados al lado de una carretera y sobre las que casi no se informaba en las pági­ nas de la prensa nacional debido a un «acuerdo de caballeros» fraguado con las autoridades para no alarmar a la ciudadanía. El asesinato anónimo -ese hecho fatídico de la vida cotidiana en Co­ lombia- era un silenciador tanto para los fallecidos como para los que quedaban vivos. Sólo los más cercanos de Andrés, quienes lo habían ama­ do y conocido íntimamente, se atrevían a hablar del significado de su vida y de su muerte: personas como su esposa Marina, una mujer calmada y reflexiva, aún hermosa en 1986. En ese entonces tenía una modesta vivienda en las afueras de Bogotá, gradas a un empleo burocrático en la Procuraduría. Ella no teme hablar sobre el padre de sus hijos. Para protegerlos se distanció de él a finales

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interrumpido- se acabó. No obstante, cinco meses después de su muerte en el Palacio de Justicia, y a casi dieciséis años de su sepa ración, ella recordaba su primer encuentro con una emoción tan grande que ni el tiempo ni la zozobra por su incursión final en el campo de batalla equivocado -a favor de una causa condenada a! fracaso- pudieron borrar. El día que nos reunimos, Marina Gocnaga de Almaralcs evocó las emociones de una época en la cual las ilusiones de juventud, inspiradas por el ideal de hacer de Co­ lombia un país más feliz, con una sociedad más justa para todos, todavía estaban vivas. Marina era una joven y atractiva abogada radical, recién egresada de la facultad de Derecho, cuando el minúsculo partido socialista en Bogotá le pidió que ayudara a un joven que langui­ decía en la cárcel por andar organizando marchas de campesinos desposeídos que protestaban a favor de una reforma agraria en la zona bananera de la costa. Era recordaba ella casi treinta años después- como una es­ cena de película. Allí estaba, sentado sobre su ruana en el piso de la celda, acompañado de una admiradora a quien le dirigía discursos sobre sus teorías políticas y sociales. Ese era Andrés. Ese era su cuento. Me anunció que tenía tres días para sacarlo de allí; si no. se iba a escapar. Marina lo sacó de la cárcel y continuó ayudándole en sus campañas de reforma agraria. Andrés -dice ella a manera de explicación- tenía una facili­ dad de palabra extraordinaria; era un educador y un nego­ ciador excepcional. Esa era su gran fortaleza. Podía persuadir a la gente de cualquier cosa, incluso a sus enemigos. Si le permitían hablar, podía conven eríos de va- las cosas a su manera. Y lo sabían. Por eso siempre recurrían a la vio-

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AnaCauugan

Icncia en su contra. Un día, pues, me echó tantos discursos que finalmente le dije, «muy bien, me quedare y te ayu­ dan*». Era el año 1957. El lugar: Ciénaga, sitio de la masacre de los huelguistas de las bananeras en 1928 y pueblo que vio nacer a Andrés, el séptimo hijo de un ex trabajador «le la United Fruit Company. Su padre tuvo que huir de ahí para escapar de la persecu­ ción a los testigos luego de la masacre. Un año después había par ticipado en la ola de invasión «le tierras que asoló la región mando los campesinos desposeídos y los trabajadores dcscmplcados de las bananeras se tomaron las propiedades abandonadas por la Uni* ted Fruit Company al retirarse hada terrenos menos disputados. Andrés nació en 1932 en una finca ocupada ilegalmente y creció a la sombra de esa barbarie tropical, ahora poco recordada por unas gentes que, en realidad, no podrían olvidarlo jamás porque les había trastornado y desfigurado sus vidas para siempre. Des­ de su más temprana infancia, Andrés era lo que llaman los colom­ bianos un niño «inquieto»; temía el alma agitada. De chico se re­ beló contra el trabajo ingrato del campo y su feroz determinación por educarse llevó a su padre a entregar la finca a sus hijos mayo­ res y regresar con los más pequeños a Ciénaga. Allí, Andrés asis­ tió a la escuela, en una dudad con calles sin pavimentar, sin acue­ ducto público y con el espíritu destrozado. Los fantasmas que rondan el agitado medio siglo que abarca la vida de Andrés Almarales son fáciles de identificar: la Ciénaga de 1928; el asesinato 20 años después del gran líder liberal Jorge Eliécer Gaitán en Bogotá; el sueño de un sindicato independíente lo sufidentemente jxxleroso para crear la base de una tercera fuer za política, «lestrozado por los primeros escuadrones de la muerte en los años sesenta; las elecciones del 19 de abril de 1970, cuando el candidato a la Presitlenria de un movimiento populista, con un millón de vot«>s de ventaja, se «iejó sobornar y d candidato del Partido Conservador fue instalado en el Palacio Presidendal por

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El Palacio ot Justicia Una TXAc.totA «1 ai minan a

el presidente liberal saliente. Ese día desencadenó la conformación del M-19: M por movimiento, 19 en conmemoradón de la fecha de las elecciones robadas; ese día le cerró las puertas a cualquier esperanza de lograr el cambio mediante la política electoral. Cuando mataron a Gaitán, Andrés cursaba bachillerato, tenia 16 años y «iesde ese entonces tomó al héroe y mártir asesina «lo como su modelo. No estaba solo en su devoción por d líder sacrificado. A comienzos de la década de los ochenta, en ent revis las con la prensa colombiana, los líderes del M-19 -en su mayoría niños cuando fue asesinado el líder liberal- señalaron el momento exacto de su despertar político con las palabras: «El día que ma taron a Gaitán...». Como la Masacre de las Bananeras, la muerte «le Gaitán es otro hito en la historia nacional dd siglo XX. Su impune homi«*idio el 9 de abril de 1948, perpetuado por «un pistolero descono cido» cuando salía de su oficina a almorzar, produjo, además de motines violentos en Bogotá, la única insurrección espontánea y de carácter nacional en la historia «le Colombia. Pero sin líder, la ira y la desesperación que alimentaron la revuelta fueron manipu­ ladas y dirigidas hacia una sangrienta guerra civil entre los segui­ dores de base de los dos clanes dominantes. Durante nueve años -un periodo conockk» simple y gráficamente como La Violencia-, unos 200.000 campesinos pobres, entre liberales y conservadores, se mataron en nombre «le pasiones feudales, partidistas, casi reli­ giosas, que nada tenían que ver con las condiciones miserables de sus propias vidas o el futuro de sus niños hambrientos. En 1953, cuando la dinámica de este desangre indiscrimi­ nado amenazaba con adquirir un carácter ideológico al «rmerger la primera guerrilla de inspiración comunista -los antecesores de la guerrilla campesina de las Farc hoy-, el liderazgo político tradi­ cional se asustó. Entonces, los partidos, los empresarios y la Iglc sia católica hicieron las pnces y enviaron al Ejercito a que arreglara las cosas, y siguió el único periodo de Gobierno militar en Colom­ bia: los cuatro añ«» de dictadura del general Gustavo Rojas Pinillu, quien fue ascendido al poder con el respaklo r* JumriA Una thaí . ri na culombiana

tregua reivindicaría al M-19 y le probaría al país y al mundo la criminalidad del Gobierno colombiano y sus agentes asesinos. Este juicio histórico, procesado por abogados del M-19 y supervisado y arbitrado por el presidente y los magistrados de la Corte Supre­ ma de Justicia, debía tumbar este Gobierno de minorías y crear una dinámica invencible para un nuevo Gobierno de mayorías liderado por el M-19. Antes de presentar su plan al Mando Central, Fayad con­ sultó a Luis Otero, el arquitecto de la toma de la Embujada de la República Dominicana. Luis se emocionó. Cuando ocurrió el ata que a la Embajada, aunque él había diseñado cada detalle estra tégico de la operación, en el último momento Jaime Bateman le había entregado su esquema a otro comandante para que llevara a cabo la ejecución. Jaime le negó a Otero todo papel en el ataque, argumentando que éste no tenía el temperamento para ser líder cuando había tanto en juego; pura Luis fue un golpe que nunca pudo superar. Ahora, al pedirle Fayad que estudiara la factibili­ dad militar de invadir y sitiar el Palacio de Justicia, vio su oportu­ nidad de probar que el gran Jaime Bateman se había equivocado. Fayad quiso saber cuánto demoraría en elaborar el plan militar del ataque y seleccionar y entrenar la unidad de asalto. Ocho, 10 se­ manas máximo, le respondió Luis. Con el compromiso entusiasta de Otero, Fayad presentó su plan a los demás miembros de! Mando Central. Tollos lo aco­ gieron con fervor. Nadie pensó poner en tela de juicio el acierto de elegir a Otero para liderar tal empresa; nadie señaló que había

su Gobierno. Un pedido de cuentas público por el colapso de la

una diferencia fundamenta] entre la protección internacional de la que gozaron los embajadores de diecisiete países soberanos en el momento de la toma de la Embajada de la República Domini­ cana y la vulnerabilidad de los magistrados colombianos, cuyos juicios recientes los habían puesto en confrontación directa con los altos mandos militares. Los matices jamás fueron el fuerte del M-19. Evocando a uno de los rebeldes colombianos más populares del siglo XVIli, Amonio Nariño, el Precursor, pionero de la lucha por la independencia, apresado por el virrey español de la época

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gos de traición a la voluntad popular por la paz y por haber roto las disposiciones de los acuerdos de tregua firmados con ellos por

Ana Cahugan

El Palacio de Justicia Una trac «una < uummana

por haber traducido y publicado d texto de Los derechos del hom­ bre, Fayad bautizó al asalto Operación Antonio Naríño por los Derechos del Hombre. En honor a la memoria de su comandan te en jefe recientemente abatido, d grupo de asalto se denominó Compañía Ivon Marino Ospina. La plancación dd ataque arrancó. Con Otero al mando de los aspectos militares de la ope­ ración, Fayad delegó la responsabilidad de los aspectos políticos y legales de su proyecto a Andrés Almarales y Alfonso Jacquin. Ambos eran miembros de la comandancia del FAIE, ambos tenían experiencia legal y eran conocidos y respetados a nivel nacional. Jacquin tenía unos cuarenta y pico de años, era moreno, delgado, de cabello ensortijado prematuramente encanecido y gafas. Igual que Almarales, era abogado de la costa y formaba parte del grupo original de congresistas de la AnAPO que se habían unido a Jaime Bateman para fundar el movimiento revolucionario M-19. Luego del robo de las armas del Cantón Norte en 1979, Jacquin, jumo con Andrés, fue arrestado y permaneció en la cárcel durante los dos años siguientes hasta la amnisua. Igual que Andrés, tenía mínima experiencia en el conflicto armado, pero durante la tregua, su pre­ sencia nerviosa e intensa había sido reconocida por los televiden­ tes en Colombia. Durante los meses del debate nacional sobre el proceso de paz, Jacquin surgió como uno de los voceros más elo cuentes sobre el programa y los objetivos del M-19. Ahora, explicó Fayad, estos dos antiguos congresistas iban a tener la responsabi­ lidad de preparar el proceso contra d Gobierno. En las semanas siguientes, mientras los jóvenes competían por el honor de participar en el asalto, Andrés Almarales. Alfon­ so Jacquin y Alvaro Fayad dedicaron largas horas a estudiar los

bía realizado un exhaustivo estudio de cada brote importante de violencia durante la tregua y. hasta la fecha, el Gobierno había re­ husado repetidamente publicar sus hallazgos; ahora los publica­ rían. El M-19 estaba confiado en que esos informes tendrían que

documentos de los acuerdos de paz con la ayuda de abogados ci­ viles quienes, sin sospechar sus planes, les ayudaron a analizar su contenido para apuntalar el caso legal contra el Gobierno. Los asaltantes del M-19 llevarían consigo al tribunal los documentos de los acuerdos de paz y los textos relacionados con el diálogo na­ cional con el fín de presentarlos a los magistrados. También iban a exigir la publicación de los resultados de las investigaciones de la Comisión de Verificación oficial. Ésta ha

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fundamentar su caso y su transmisión pública sería lo primero por tratar, una vez el grupo tuviera el edificio del Palacio de Justicia bajo su control. Cuando el juicio se iniciara. Ies correspondería a Jacquin y a Almarales llevar el caso dd M-19 contra el presidente o su de legado. El país entero, con la participación de los medios, se con­ vertiría en «jurado» de este bizarro evento. Patriotas -declaraba la proclama del M-/p-, desde la hono rabie Corte Suprema de Justicia, convertida por fuerza de la historia en escenario de un juicio excepcional, el Moví miento 19 de Abril (M-19) convoca a los colombianos todos a dar el paso que corresponde ahora en el proceso de una paz con justicia social. [...] Señores magistrados, tienen us tedes la gran oportunidad tic presidir de cara al país, en su condición de gran reserva moral de la República, un juicio memorable, que habrá de decidir si estos principios univer­ sales por los que luchó y pailerió Antonio Nariño en la ccn tuna pasada, empiezan por fin a tener vigencia en nuestra patria... El folleto que contiene el texto de la proclama del M-i9 estaba impreso en papel amarillo con una reproducción mimeografiada del Palacio de Justicia en la carátula. Contenía treinta páginas de análisis político radical del escenario contemporáneo colombiano y se lo debían entregar a la prensa una vez se hubiera lanzado el ataque. «Que los periodistas contribuyan a recoger y difundir estas demandas para que la verdad se constituya en pilar fundamental de la paz, porque derrotar la mentira es también de­ rrotar la guerra». A la vez, se trataba de propaganda. «El golpe revolucionario publicitario», como el M-19 concibió la toma del

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Ana < "-arrician

El Palacio i*. Jirtxja: Una trauldia colombiana

Palacio de Justicia, pretendía obtener Ja máxima publicidad para su causa. Un día a comienzos de octubre Jos colombianos que sinto­ nizaban una de las principales estaciones de radio de Bogotá oye­ ron, entre los avisos de las próximas atracciones, el siguiente bre­ ve anuncio. «En los próximos días», dijo una voz pregrabada, «d M-19 va a realizar algo tan sensacional, que ;cl mundo entero ha­ blará de nosotros!». El M-19 vivía haciendo escándalo. Los bogo­ tanos. cansados de sus amenazas rimbombantes, simplemente hi deron caso omiso. Al principio estaba planeado hacer coincidir el ataque al Palacio de Justicia con la visita de Estado de Franjéis Mittci rand, a mediados de octubre, pues la presencia del presi­ dente Iranees en la capital andina garantizaba un contingente de periodistas internacionales. Al EME le gustaba la idea de realizar

A las 7:30 de la noche del martes 5 de noviembre. Andrés Aliñara Ies salió de su apartamento. Se dirigió a la cuadra donde su hijo y María lo esperaban en el Volkswagen azul claro de Iván, se subió al asiento delantero y comenzó la primera parte de su jomada ha­ cia el Palacio de Justicia. Era una noche lúgubre y oscura; la lluvia era tan persistente como sus propias premoniciones pesimistas. Mañana a estas horas si todo salía de acuerdo con el plan, el mun­ do entero sabría del proceso judicial del M-19 contra los lacayos asesinos de este Gobierno traidor. Mañana a estas horas, d futuro de Colombia habrá cambiado irrevocablemente. Andrés estaba convencido de que ésta era la última, la mejor oportunidad. Si el M 19 ganaba esta vez, ganaba bien -como lo habían hecho en la Embajada de la República Dominicana hacía cinco años. Saldrían a la cabeza de un nuevo país. Este era el sueño al cual estaba afe­ rrado, el que había nutrido todas sus luchas a lo largo de su vida. No podía fallarle a ese sueño ahora. ¿Qué significaba la muerte para un hombre, para un luchador, comparado con lo que estaba en juego en las próximas 24 horas? Pero la muerte rondaba por su mente. «Dime, María», le dijo, «si una bala me atrapa entrando mañana, si las cosas salen mal. tú te las arreglas para arrebatarles mi cuerpo de sus garras, ¿no es cierto? Tú sabes con quién pue­ des contar para que te ayuden». Era lo que mis temía. Que sus enemigos lo echaran como el cadáver de un animal muerto a una fosa común municipal. Cuan­ do llegara el momento, un entierro decente con la presencia de sus amigos era muy importante para Andrés. El tráfico en Bogotá era suave y llegaron con cinco minu­ tos de antelación a su destino, a la esquina donde la calle 19 ínter ccpta la avenida Caracas. Iván sugirió que condujeran otra vez alrededor de la manzana, pero Almaralcs dijo que esperaran. Pa­ sados 10 minutos de la hora fijada, aún no llegaban los compañe­ ros. -Vayámonos para la casa -dijo María-. Algo debió pasar. -Todavía no-respondió Andrés-. Démosles cinco minutos

su «espectacular» acción ame una audiencia cautiva de medios in tcrnacinnalcs. La prensa francesa siempre había sido simpatizante tic las guerrillas latinoamericanas y ahora que había mermado el brillo en los medios locales, su entusiasmo era precisamente lo que se necesitaba. Los líderes del M-19 se imaginaban exponiendo sus puntos de vista en las páginas de Le Monde. con fotos de página completa, a todo color, en el Alouvel Ohservatcur y París Match. Pero el 16 de octubre, apenas 24 horas antes de la llegada de la delegación francesa, en una redada rutinaria de la casa de algunos partidarios del M-19 en Bogotá el Ejército encontró documentos que describían el plan de Luis Otero para atacar al Palacio tic fus ticia. Tendrían que esperar. El asalto fue aplazado. La celebración del dia de Todos los Santas el 1 de noviem­ bre significaba lina vacación de tres días, «un puente», como se le llama en Colombia. Nadie trabajaría el lunes, y cJ martes tam bien sería un día lento. Luis Otero escogió la mañana siguiente, el miércoles 6 de noviembre, para lanzar el ataque.

más.

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Ana Gakmjuan

Se hizo silencio en el auto. Cada uno estaba sumido en sus propios pensamientos. Millonees, justo en el momento en que Iván iba a arrancar, llegó un segundo auto y casi sin que su familia se diera cuenta. Andrés Almaralcs se había marchado. Desde esa te­ rrible despedida de Marina y sus hijos en Cali, detestaba decir adiós.

El Hala»m ncJifsnriA. Una TRAr.miA cuuimnana

• John Aguddo Ríos, presidente de la Comisión tic Paz del pre­ sidente Betancur y uno de los principales negociadores con el M-19 en 1983 y 1984; • Ramón Jimeno. escritor, periodista inves ligativo, editor de re­ vistas y autor dd «Informe sobre las Ameritas» para el Congreso ñor teamcricano sobre América Latina y dos informes analíticos sobre historia po!írica contemporánea de Colomhia, durante el primer año de la Presidencia de Bdisarío Betancur [«Colombia. Anothcr Thrcat

Notas (Las personas entrevistadas, cuyos nombres se han cambiado para proteger sus identidades, figuran con seudónimos seguidos de un asterisco.) El material para el «Prólogo», este capítulo y la sección sobre el M 19 y el proceso de paz del presidente Betancur durante los prime­ ros tres años de su Presidencia se basa en entrevistas de la autora con Rafael** -miembro de la dirección nacional del M-19 durante las nego­ ciaciones que llevaron a la tregua de 1984 y también en el momento ilcl ataque al Palacio de Justicia- en Ciudad de México en abril de 1986. y en Bogotá en abril y mayo de 1986. También está basado en las entrevistas que liizo en abril tk* 1991 con: • Marina Gocnaga, esposa de Andrés Almaralcs; • María, su compañera; • Iván Almaralcs, hijo de Andrés y Marina; • Eugenio Almaralcs, hermano menor de Andrés; • Orlando País Borda, autor y analista político, antropólogo y editor en la década dd setenta del diario Mayoría s de la AhaPO, para el cual también trabajó Andrés Almaralcs; • Germán (lastro Cayccdo, autor de EJ Kanna (Plaza & Janes,

tn thc Caribbean?» (scpt./oct. de 1982) y «Colombia: Whose Country is this Anyway?» (mayo/jun. de 1983)]. Ramón Jimeno también es­ cribió Noche de lobos (Bogotá, 1988). una primera crónica de la toma dd Palacio de J usticia; • Magdalena', hermana de un miembro de la fuerza de asalto dd M-19 cn el Palacio de Justicia. información sobre el M-19 y el proceso de paz de 1983-1984, y la tregua está basada en entrevistas con Olga ficharen Ciudad de México en abril de 1986. Bchar es autora de Las guerras por la paz (Bogotá, 1985), una historia oral de este proceso de paz y Noches de humo (1989), un recuento de la toma de dos días del Palacio de Jus­ ticia, relatado por la única sobreviviente del M 19, Clara Enciso. Tam­ bién está basada en la entrevista con Antonio Navarro Wolf, d últi­ mo miembro sobreviviente del grupo de fundadores dd M-19. Otra fuente que aportó una amplia y rica visión de esa época fue Historia de una traición (1986), publicado más tarde con el título His­ toria de un entusiasmo {1998), de la escritora y periodista Laura Res­ trepo, miembro de la comisión negociadora de aquel esfuerzo por traer la paz a Colombia. Una fuente importante de información de los antecedentes de Bclisario Betancur es Sí se puede (Bogotá, 1982), cn d cual d ex presi­ dente afirma su filosofía y su programa político como candidato in­ dependiente a la Presidencia. Las precisiones sobre la reunión de la comandancia del M-»9 en

julio de 198)). libro de investigación sobre la más grande y fallida im portación de armas de Europa a Colombia por parte del M 19 y el primer periodista secuestrado en Colombia por la guerrilla con el fin de obligarle a hacer una entrevista en televisión con el fundador dd M 19 y líder guerrillero Jaime Batemon; • Juan Guillermo Ríos, periodista ¡nvestigativo y representante de relaciones públicas para la Alianza Democrática-M-19 (1990-1991);

como de una entrevista o un ex integrante de la Comisión de Vcrifi-

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febrero de 1985 provienen de entrevistas con d historiador Darío Villamizar y datos recabados a través de dos ex miembros del M-19, así

Asa Cajuucan

catión de ios acuerdos de paz entre el Gobierno de Belisario Betancur y el M 19, cuyas identidades se guardan por discreción. Acerca de la cifra tic muertes durante la época de La Violencia. verGuzmán, Fals, Umañu, La Violencia en Colombia Estudio de un proceso social, (acuitad de Sociología, Universidad Nacional de Co­ lombia, Bogotá, 1962. p. 262. En este texto sostienen que d gran total de muertos seria de 180.000 personas entre 1949 y 1958. y que: .. .se puede calcular en 200.000 los muertos hasta 1962. [...] No parece, pues, posible la cifra tic 300.000 muertos por la violencia entre 1949 y 1938. que ha venido apareciendo en diversas publicaciones dentro y fuera del país. Esta cifra tu­ vo su origen probablemente en la estimación hecha por las directivas del Partido Liberal y en especial por el ex presi­ dente Alfonso López en 1953, cuando se calculó en 240.000 los muertos por la violencia política entre 1946 y 1953.

Capítulo 2 La Corte sitiada Veinticuatro horas después de la misteriosa desaparición de los guar dias armados de la Policía en el Palacio de Justicia, en el corazón del centro de Bogotá, capital de Colombia, un comandante del M 19. un tal Luis Otero, asalta el edificio que alberga la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado.

Llovía en Bogotá la mañana del miércoles 6 de noviembre, Agua ceros helados y borrascas traídas por los vientos de las montañas circundantes bajaban por las estrechas calles de la parte antigua de la ciudad conocida como La Candelaria. Sólo los artistas, la gen te pobre y algunos extranjeros aventureros viven en estas calles desperdiciadas que suben hacia el oriente desde el centro por una pendiente pronunciada hacia los cerros en una de cuyas cimas es­ tá la Virgen de Guadalupe. En los días de buen clima, la Señora, desde su alto mirador, observa con benevolencia a los habitantes de este extenso paisaje urbano y plano. Pero, en esa mañana hú­ meda, la montaña estaba oculta por las nubes. En el centro, donde las calles pendientes, mal mantenidas, con sus maltratados vesti­ gios de arquitectura colonial llegan finalmente a terreno plano a la altura de ia carrera 7 con calle 11, os decir, en la esquina nororícntal de la plaza de Bolívar, los edificios que albergan las jerar quías judicial, religiosa y legislativa de Colombia están unos fren­ te a otros. Pero esa mañana gris de noviembre, la plaza de Bolívar estaba barrida por ios vientos y la lluvia y no se veían por allí los habituales ociosos. Para los magistrados y el personal de la Corte Suprema y del Consejo de Estado que llegan a pie a sus oficinas del Palacio de Justicia ese miércoles por la mañana, la plaza desierta es un es-

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Ana Cakmgan

El Palacio ot Justicia. Una tiaczua a»¿majuana

pcctáculo inusitado. I lacia unas semanas d Ejercito había allana­ do un escondite del M 19 y, según los informes de prensa de todos los grandes diarios de ese momento, bahía encontrado planes para llevar a cabo un asalto al edificio de la Justicia. Un destacamento de veinte policías armados con fusiles Galil. montaba guardia alre­ dedor del edificio amenazado. Durante las últimas tres semanas,

Ld moderna sede del sistema judicial colombiano es una impo­ nente y estéticamente alienante estructura, acompañada por todos

los miembros y empleados dd tribunal mis alto del país se habían acostumbrado a la presencia de los patrulleros, quienes revisaban la identidad de todas las personas que ingresaban por la imponen­ te entrada principal, ubicada sobre la plaza. Pero, desde la víspera la Policía se había retirado. Las cosas habían regresado a la norma­ lidad; al subir por las escaleras de la entrada, uno de los magistra­ dos le comentó a un colega: «Bueno pues, veo que han decidido darle vía libre a los guerrilleros». Los dos hombres se rieron y en­ traron rápidamente por las inmensas puertas de bronce, detenién­ dose para mostrar sus carnés de identificación al único guardia de seguridad privada sentado en el escritorio del vestíbulo. Solitario y aislado en el centro de la plaza que lleva su nom bre, encima de las escaleras de piedra que rodean su estatua, lugar habitual de descanso para los amantes y empleados bogotanos que comparten su receso de media mañana con una bandada de pa­ lomas, la figura de Simón Bolívar domina la plaza vacía. Bolívar, como todo lo valioso de esta ciudad, mira al norte. Reflexivo, des­ cansa en su espada su mano derecha y en la izquierda sostiene un folio enrollado. Al frente suyo, sobre el portal de la fachada del Palacio de Justicia, está grabada la severa advertencia de su eter no rival, el segundo presidente de Colombia, el general Francisco de Paula Santander: «Colombianos: las armas os han dado la in­ dependencia. Las leyes os darán la libertad». Desde cuando se incendió la decimonónica estructura ori­ ginal durante El Bogotazo que siguió al asesinato tic Gaitán en 1948, el Palacio de Justicia es el único edificio de la plaza que disuena de la arquitectura armónica del siglo XIX a su alrededor. Ocupa

lados de la herencia colonial colombiana: al oriente está la Cate­ dral Primada, al occidente la Alcaldía Mayor do Bogotá y las ofi ciñas administrativas del Consejo de Estado, mientras que al sur, en el extremo opuesto de la plaza, se enfrenta al imponente Capí tolio, el edificio del Congreso de la República de Colombia. Después de los motines de 1948 nunca fue posible que el Gobierno del momento pudiera restaurar en su estilo original las ruinas calcinadas del Palacio de Justicia, simado por entonces una cuadra hacia el oriente. Con la seguridad como preocupación prio­ ritaria, el nuevo Palacio dejusticia en el marco de la plaza parecía una fortaleza medieval. Todo el complejo -incluyendo la magnífi­ ca biblioteca de derecho con los archivos legales más importantes, los innumerables despachos de abogados, los salones de confe­ rencias, los tribunales y una cafetería donde el personal servía al­ muerzos diariamente a unos 150 empleados y visitantes de la Corteestaba empotrado dentro de una sólida pared de granito. Esta estructura, semejante a una muralla, ocultaba una especie de fo­ so, de cuatro metros de ancho, que separaba el edificio del mun­ do exterior. Tras este escudo protector los despachos ubicados en cuatro pisos bordeaban un amplio patio interior a cielo abierto. Todas las salas y oficinas de los pisos superiores daban a un corre dor a manera de balcón, que recorría la circunferencia de cada nivel y daba al patio interior y a las secciones del primer piso. Con apenas dos puntos de acceso desde la calle -la entrada principal que daba sobre la plaza y una segunda entrada por el parqueadero, en el sótano- el nuevo Palacio de Justicia era considerado impe­ netrable. En noviembre de 1985 los magistrados de la Corte Suprema dejusticia y el Consejo de Estado necesitaban de esa protección.

una manzana entera, desde la carrera 7 al oriente hasta la carrera 8 al occidente, y desde la calle 12 al norte hasta la calle 11, al sur.

Después de que en junio de ese año fracasó la política de paz del presidente Betancur, la amenaza de violencia acechaba a la Corte y a sus miembros más respetados desde varios ámbitos. Irónica­ mente, entre los menos temidos estaba la guerrilla. Ser magistrado.

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AxaCamcx.an

Fj Paiacjo «Justicia: Una txac.liha colombiana

un buen magistrado en Colombia, es una oaipación ingrata y con

la muerte de su ministro, Betancur lo promulgó y desde entonces

frecuencia muy peligrosa. Los miembros de la rama judicial del poder público provienen de la despreciada clase media y, en con­

el cartd dedará una guerra abierta contra los tribunales. Para fina­ les de 1985, una serie de cuestiona míen tos inspirados por la mafia sobre la constitucionalidad dd nuevo Tratado de Extradición ha bía llegado a la Corte Suprema. En la medida en que los magis­ trados estudiaban la decisión de la cual dependía el futuro de este controvertido tratado, nadie ponía en duda que las vidas de los

secuencia, juegan un papel menor en las estructuras sociales de la élite. Son intelectuales y, por tanto, subvalorados de manera ver­ gonzosa y mal remunerados. Para sobrevivir en la rama judicial de Colombia se requieren calidades especiales: integridad e idea­ lismo, en un país donde la violencia es de uso normal en los círcu­ los del poder como herramienta de la política. Por ello los magis­ trados y fiscales necesitan tener una fuera moral y un coraje sin tregua, La misma dedicación al listado de Derecho que lleva a los magistrados, fiscales y jueces a la cima de su profesión, inevitable­ mente los expone al mayor peligro. Para 1985 los magistrados dd tribunal más alto de la nación se enfrentaban a dos de los sectores más poderosos dd país. Por razones hondamente arraigadas en la política de la guerra contra la insurgcncia, que el presidente Betancur había intentado termi­ nar sin éxito, varios altos oficiales militares y comandantes de la Policía habían establecido vínculos estrechos con la mafia de las drogas. Esta colaboración criminal se reveló durante una inves­ tigación judicial dirigida por el procurador general de la nación en 1983, la cual estaba relacionada con asesinatos, desapariciones, tortura y secuestros en Mcdcüín. En esa época, pocos colombia­ nos estaban dispuestos a creer en la existencia de una alianza no santa entre la mafia y el Ejército y, en consecuencia, las acusacio­ nes del procurador general fueron desacreditadas. Pareciera que ciertos mitos tienen vida eterna y el mito del honor y la virtud de las Fuerzas Armadas de Colombia era, y aún lo es, uno de ellos. Por otro lado, todos comprendían y aceptaban la obvia y ampliamente difundida amenaza a los magistrados por parte dd jefe de la mafia, Pablo Escobar, y su cartel de Medellín. Año y me­ dio antes de la toma del Palacio, d ministro Rodrigo Lara fue ase­ sinado por haber ejercido presión sobre d Gobierno dd presi­ dente Betancur para que promulgara un Tratado de Extradición con Estados Unidos para dditos de narcotráfico. Al otro día de

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miembros de la Sala Constitucional y d Consejo de Estado corrían peligro de muerte a diario. En los meses recientes, cinco magistrados de la Corte Su­ prema de Justicia, incluyendo su presidente, Alfonso Reyes, habían recibido gráficas amenazas de muerte. Llegaban por correo y por teléfono a sus hogares y a sus despachos. Venían a veces acompa­ ñadas de grabaciones de conversaciones privadas de los familia­ res de los magistrados, prueba de que los sicarios de los carteles de las drogas eran capaces de interceptar impunemente los teléfo­ nos de las residencias de los magistrados. En su mayoría, las misi­ vas se originaban en Medellín, sede de Pablo Escobar, y frecuente­ mente eran firmadas por Los Extraditablcs. Amenazaban las vidas no sólo de los magistrados, sino también de sus esposas c hijos. No te hemos escrito ames -rezaba una nota típica recibida por Carlos Medellín, miembro del Consejo de Estado- por­ que pensábamos equivocadamente que actuarías con sen­ sibilidad, con nacionalismo y en forma imparcial y jurídica con el asunto de las demandas del Tratado de Extradición [...] pensamos que con las llamadas telefónicas sería sufi­ ciente. Pero no. Te convertiste en socio de quien encabeza la lista de futuros aspirantes a propietarios de fosas en los Jardines de Paz f...] Si el Tratado de Extradición no cae de­ rrumbaremos la estructura jurídica de la nación, ejecutare­ mos magistrados y miembros de sus familias. Estamos dis­ puestos a morir [...], preferimos una tumba en Colombia a un calabozo en los Estados Unidos [... J Si actúas con inte­ ligencia, con silencio [...] no posará nada. Seras el respon­

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AnaCauduan

Ei Palacio »: Juan* w Una tsacedia cnu mmhana

sable de tu propio futuro y del futuro de lu propia familia [...] no estamos jugando. No todos nuestros enemigos pue­ den gozar del privilegio de la notificación y del aviso [...) Actuamos de sorpresa.

cur apoyó al procurador, mientras se esforzaba por calmar a los altos mandos con varios miles de millones de dólares adicionales para el presupuesto de Defensa. Por su parte, los mandos solicita­

Los problemas de los magistrados con los militares se re­ montaban a una serie de investigaciones indicíales enfocadas en su brutalidad, después del robo de las armas por parte del M-19. Otros casos más recientes estaban relacionados con actividades de la guerra sucia, en cuanto al manejo militar de la lucha contra la subversión. Además, la Corte se había opuesto sistemáticamen­ te a la legislación que transfería muchas categorías de ofensas cri mínales cometidas por miembros de las Fuerzas Armadas de la jurisdicción de tribunales civiles a las cortes militares. Bajo el lide­ razgo del presidente actual, Alfonso Reyes Echandfa, la Corte Su­ prema era la única rama del poder que demostraba lu voluntad de cuestionar, con fundamentos constitucionales, el creciente aumen­ to de la militarización de la vida colombiana. Por tamo, la Corte tenía muy pocos amigos entre los generales y coroneles de línea dura. Muchos de ellos consideraban u los magistrados como obs­ táculos entrometidos en una guerra ineludible, dirigida contra todos aquellos que, por su filiación, los militares consideraban traidores potenciales de las modalidades culturales y sociales de la restrin­ gida democracia colombiana. Las relaciones entre los magistrados y los militares se ha­ bían deteriorado drásticamente bajo el mandato del presidente Betancur, mientras el Ejército criminalizaba la campaña contra la insurgencia. A comienzos de 1983 el Gobierno tenía pruebas de que, en su lucha contra la oposición en Mcdcllín, el Ejército ha­ bía formado una alianza con el más temido de los escuadrones de la muerte entrenado y financiado por la mafia, el MAS (Muerte A Secuestradores). El procurador de ese entonces, Carlos Jiménez Gómez, tomó la precaución de enviar a sus hijas fuera del país antes de dar a conocer los nombres de sesenta oficiales y solda­ dos acusados de tomar parte en los asesinatos, torturas, desapa

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liciones y secuestros del MAS. Públicamente, el presidente Bctan-

ron a todos los oficiales que contribuyeran con un día de sus suel­ dos a un iondo para la defensa de los «miembros de la institución» anisados y no dudaron en condecorar al acusado de más alto ran­ go, un coronel que asistía a un curso especial en Washington para oficiales latinoamericanos de alto nivel. Pero d caso que había dramatizado más claramente el con­ flicto entre los magistrados y los generales era todavía más reciente. En junio de 1985, una sentencia del (xmsejo de Estado sin prece­ dentes había condenado al ministro de Defensa del momento, el general Miguel Vega Uribe; al presidente anterior, Julio César Turbay Ayalu; a su ministro de Defensa y al entonces procurador ge­ neral por la tortura de una joven médica y su hija menor de edad, arrestadas después del robo de armamento por el M -19. En 1979 el general Vega Uribe, que en ese entonces era coronel, comandaba la Brigada XUI de Bogotá, el cuartel del que se robaron las armas y en el que supuestamente tuvo lugar la tortura. Enfrentados a la evidencia de torturas sistemáticas por parte de las Fuerzas Arma­ das, los magistrados no se quedaron cortos en palabras. Fueron más allá del caso individual de la joven médica y ampliaron su mandato judicial así: .. .las torturas padecidas por todas las personas, en su ma­ yoría profesionales y estudiantes, que cayeron en las redes de la Inteligencia Militar de la época y que no evitaron ni d presidente de la Rcpúldica como jefe supremo de los Fuer zas Militares, ni d procurador general como supremo fiscal de la nación [...J resulta inadmisible, contrario a derecho, que para mantener la democracia y d Estado de Derecho, el Ejecutivo utilice métodos irracionales, inhumanos, san donados por la ley. rechazados por la justicia y proscritos mundialmente por todas las convenciones de derechos hu-

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Ana Camucan

El PAiacio 1*. Justicia: Una traccima < jmommana

manos y que ninguna concepción civilizada del ejercido del poder podría autorizar, o legitimar.

de Defensa, general Miguel Vega Uribc, se le entregó una nota so bre los planes del M 19, el general ordenó al director general de

Sólo el M-t9 y los defensores de derechos humanos cele­ braron este insólito fallo de la Corte. En los círculos de la clase dirigente, la decisión fue duramente criticada por sus efectos «desestabiiizadorcs», y hubo escasa solidaridad con los asediados ma­ gistrados de la Corte Suprema. En una comunicación de octubre destinada al magistrado de la Sala Penal que lideraba la investi­ gación de las amenazas de muerte anónimas dirigidas a los magis­ trados por Los Extraditablcs. el presidente de la Corte Suprema. Reyes Echandía. incluyó como medida adicional la más reciente amenaza anónima. Titulada «Réquiem para el Consejo de Esta­ do», rezaba: Después que haya sido entregado el fallo del Consejo de Estado sobre tan mentado caso de tortura a Olga López y su hija volvemos a la realidad para verlo desde otra pers­ pectiva. Pero se reafirma siempre la primera impresión, de que el Consejo de Estado es una corte llena de títeres ex­ tranjeros. Títeres estos, que en su gran mayoría no resisten una somera consideración. Ahora bien, si nos resistimos a creer que los magistrados colombianos pasan por un mo­ mento muy crítico y decadente, habría que preguntar si este catastrófico resultado -fallo- no es en buena parte debido a la intervención y a la manipulación comunista que se le ha dado al caso.

la Policía disponer de guardias armados para el edificio «de inme­ diato y hasta nueva orden». También ordenó a su propia Inteli­ gencia Militar que infiltrara informantes dentro de la sede de la justicia; el Ejército dispuso alerta permanente en las unidades mi­ litares de la ciudad, incluyendo la división de tanques de la Brigada XIII. Si se llegara a materializar algún ataque al Palacio de Justicia «en esta o en cualquier otra fecha», el Ejército no estaría dormido. Todas estas decisiones de medidas especiales para prole ger a los magistrados de las amenazas de la mafia implicaron una serie de reuniones y consultas entre miembros del Gobierno, mi litares, la rama judicial y la Policía. No obstante, cuando los mugís tnulos regresaron a sus despachos después ilel «puente», en la ma­ ñana del martes 5 de noviembre, la Policía que montaba guardia en el edificio había desaparecido. Nadie supo quién había dado la orden de su retiro o por qué se tomó la decisión de quitarles la pro tección a los magistrados; a nadie en el Ministerio de Justicia se le había consultado, ni informado. Simplemente, el día del asalto el Palacio de Justicia amaneció sin ninguna protección. Más tarde, quienes se complacen con las teorías de cons piración sospecharon que el traslado de la protección policial del edificio, durante el largo fin de semana que precedió el ataque de la guerrilla, fue una maniobra originada en cJ Ministerio de De­ fensa para atraer a los líderes del M-19 a una trampa. Luego de la tragedia, tales teorías cobraron peso debido a los resultados de una investigación interna oficial. Cuando el ministro de justicia. Enrique Parejo, exigió que se investigara quién había dado la or

el Tratado de Extradición. El 16 de octubre, cuando al ministro

den de retirar la seguridad del Palacio y con qué motivo, el mi­ nistro de Defensa dio la orden de investigar. El 12 de noviembredos coroneles de la Policía reportaron por escrito el resultado de sus «pesquisas»: afirmaban que la orden de retirar la fuerza de se­ guridad del edificio había sido dada por el difunto presidente de la Corte en una reunión en su despacio del Palacio de Justicia la tarde del viernes anterior a la toma. Este intento de trasladar la

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Con este telón de fondo, el descubrimiento por pane de los militares a mediados de octubre de los planes del M-19 para asaltar el edificio y tomar como rehenes a los miembros de la Cor­ te ocurrió en un momento en el que altos funcionarios del Go­ bierno ya estaban concibiendo protección especial para aquellos magistrados que se hallaban a punto de anunciar su decisión sobre

Ana Cukk.an

El Pai-auo di Justicia: Usa tkagcixa colombiana

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responsabilidad al magistrado muerto tuvo que ser abandonado cuando se reveló que d magistrado Reyes Echandía se encontraba fuera de Bogotá dando una conferencia pública en Bucaramanga el día y en las horas precisas en que los coroneles afirmaron haber recibido instrucciones de parte suya. Y hasta allí llegó la «inves­ tigación». Por su parte, voceros de la guerrilla han sostenido siempre

bre, un gmpo de siete jóvenes profesionales bien vestidos, cuatro mujeres y tres hombres con maletines de ejecutivo, llegaron a la plaza ele Bolívar por el costado sur. (laminaron rápidamente cuan

que su decisión de atacar el 6 de noviembre, tres semanas más tar­ de de lo que se había planeado originalmente, en nada se vio afec­ tada por esta crítica alteración en las medidas de seguridad alrede­ dor del Palacio la víspera dd ataque, l ista afirmación no convence, por la forma como la fuerza de vanguardia de la invasión logró infiltrar el edil icio la mañana siguiente; aunque si se consideran la irracionalidad y la falta de seriedad que acompañaron toda la operación del M-19 ese día, bien ha podido ser cierta. Igualmcn te, dudu la incompetencia que caracterizó todos los aspectos de la

do cruzaron la plaza hacia la entrada principal dd Palacio de Jus ticia y se confundieron con los demás visitantes que subían por las escaleras. Alcanzaron el umbral de las majestuosas puertas de bronce y entraron al vestíbulo, donde uno por uno presentaron sus cédulas de ciudadanía al guardia de segundad privada que estaba sentado ante una mesa en la entrada. Se dispersaron jwr el edificio; uno tenía cita en un desjjatho de un piso superior, otro necesitaba consultar un expediente en la biblioteca del primer piso. Dos eran abogados que venían a hacer investigaciones rela­

respuesta de las Fuerzas Armadas, es también posible que el retiro tle la protección policial del Palacio de justicia el martes 5 de no­ viembre fuera simplemente el resultado de un error administran vo y no de un complot maquiavélico para atraer a la guerrilla al edificio y así acabar no sólo con el M 19 sino también, de paso, con la cúpula judicial del país que resultaba tan antagónica para las ambiciones y los proyectos futuros de los altos mandos. Sea cual fuere la razón, ese martes 5 de noviembre los vein tidós policías annados asignados para vigilar los accesos al Pala do de Justicia regresaron al cuartel; los agentes de inteligencia

cionadas con un caso particular. ()tros iban a encontrarse con un amigo para tomarse un tinto en la cafetería del primer piso. Todos estos visitantes del Palacio de Justicia en esta húmeda mañana tenían dos cosas en común: llevaban documentos de identidad falsos y estaban armados. Cada uno cargaba un revólver escondi­ do. A los 10 minutos de su ingreso, la vanguardia de la fuerza del M-19 había infiltrado con éxito el Palacio de Justicia y se había ubi­

Militar nombrados para mantener la vigilancia dentro del ediftdo siguieron en sus puestos dentro del complejo, y los tanques y otras unidades del Ejército en toda la ciudad permanederon en estado de alerta. Veinticuatro horas después, cuando la fuerza de asalto del M-19 atacó el Palacio de Justicia, el edificio y lodos sus ocu­

Poco antes de las 11 «le la mañana de ese miércoles 6 de noviem­

cado estratégicamente dentro del vasto complejo. Esta vanguar­ dia estaba liderada por el abogado y ex congresista Alfonso Jacquin, impecablemente vestido para la ocasión, con un traje habano y camisa y corbata oscuras que hacían juego. Tras depositar sus documentos con la guardia de la puer­ ta, Jacquin cruzó rápidamente el patio interior hacia los ascenso­ res. ubicados contra el muro opuesto en el ala norte del Palacio y tomó un elevador hasta el cuarto piso. Salió al corredor, hizo un

pantes (unas 415 personas) estaban totalmente desprotegidos. El único que sí estaba alena, listo para contraatacar, fue el Ejército.

reconocimiento completo de la jilanta, pasó por las oficinas de la Sala Constitucional y por varios despachos de los consejeros de Estado, asi como por la oficina del presidente de la Corte Suprema; regresó a la escalera situada al lado de los ascensores, bajó por ella

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Ana Cubican

di piso inferior donde hizo el mismo rcconocimicmo y continuó, piso por piso, por el resto del edificio. Satisfecho al constatar que no ocurría nada sospechoso ni extraño en la sede de la justicia esa mañana, regresó al primer piso. No había presencia visible de la Policía; no había guardias armados acechando en las antecámaras de los magistrados o en los pasillos públicos y las escaleras; las secretarias y los oficinistas, los visitantes y el personal seguían en las labores rutinarias propias de un día atareado. Entre las ii:io y las 11:15 de la mañana, Jacquin entró a una cabina telefónica pública al lado de la cafetería del primer piso e hizo una llamada. El teléfono sonó en una casa escondite situada unas cuan­ tas cuadras al sur de la plaza de Bolívar, en la calle 6 sur con la carrera 8, donde aguardaban Luis Otero, Andrés Almarales y la unidad principal de la fuerza de asalto del M-19. Luis Otero con­ testó. «Todo está limpio», reportó Jacquin. El escondite de la calle 6 sur, donde había pasado la noche la mayor parte de los guerrilleros, era demasiado pequeño para al bergar a toda la fuerza de invasión. Por ello la retaguardia, forma­ da por cinco guerrilleros liderados por un joven comandante con el nombre cifrado de Lázaro, pasó la noche en otra casa escondi­ te a tres cuadras de la primera. La estrategia de Luis Otero para lu toma requería del ataque simultáneo por ambas entradas del edificio y precisaba de coordinación y cronometraje al segundo. El convoy de tres vehículos con la tropa principal de veintiocho guerrilleros llegaría por la vía que flanquea el borde occidental del Palacio y de la plaza de Bolívar (la carrera 8) y viraría hacia la entrada subterránea ubicada en la mitad de la cuadra, accesible únicamente a través del parqueadero en el sótano. Mientras esto ocurría, seis miembros de la retaguardia, ligeramente armados, con chalecos antibalas bajo la ropa y revólveres de 9 mm, esperarían en la esquina de la plaza de Bolívar, listos a acercarse a pie a la entrada principal para atacar, tomar y asegurar el gran portal de

El Palauu de Justicia: Una thacoma «jui ommana

que era peligroso dejar a la retaguardia en la esquina de la plaza esperando sola la llegada de los vehículos. Temeroso de que los agentes de la Policía que habitualmente patrullaban en ese lugar la pudieran identificar, a último momento cambió por completo su estrategia. En vez de llegar por la plaza de Bolívar a pie y espe­ rar allí a que llegara el convoy a la entrada del parqueadero del Palacio, Otero decidió que la retaguardia, conduciendo su propio vehículo, debería servir de guia al convoy hasta el edificio. Al lle­ gar a la carrera 8 acelerarían, pasando de largo por la entrada al parqueadero y seguirían derecho hasta la plaza. Entonces, aban­ donarían su vehículo para atacar y tomar el portal de la entrada en el momento preciso en que la fuerza principal de asalto estuviera avanzando por el parqueadero subterráneo. La mañana del ataque, Lázaro, el comandante de la unidad de retaguardia, se levantó temprano. A las siete, acompañado por miembros de su unidad, salió a buscar y robar el transpone. A las nueve ya estaba de regreso con tres vehículos, seleccionados pre viamente la víspera: una camioneta Pord de platón, otra ChcvroIet y un camión Ford grande carpado, Los entregó en el escondite de Otero en la calle 6 sur y se quedó ayudando a cargar el camión con el pertrecho hasta que llegó la hora de conducir al Palacio de Justicia a Alfonso Jacquin y a la unidad avanzada. Se despidió de ellos cerca de la plaza de Bolívar y regresó a su propio escondite a verificar que la retaguardia estuviera lista para unirse con el con­ voy principal cuando éste pasara camino del Palacio de Justicia. Luego fue a reunirse con Otero y a esperar la llamada de Jacquin. Otero estaba nervioso. «¿Tu gente está lista?», le preguntó a Lázaro. «¿Seguro? Tienen que estar en posición. Deben estar esperando listos para arrancar cuando pasemos por tu calle». Lázaro lo tranquilizó. Para Luis la mañana parecía interminable. I.¿ noche ante­ rior había transmitido las últimas órdenes a los comandantes de las

bronce. Sin embargo, la víspera del ataque, por la noche. Otero hizo un cambio en ese plan que resultó fatal. Decidió de pronto

brigadas. Durante semanas le había dedicado cada hora a la coor­ dinación hasta del último detalle del asalto. Ahora no le quedaba

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Ana Camboan

El Palaou r* JuvrtUA: Una mr.rowA uulomjhana

nada por hacer y la ansiedad de la espera comenzaba a afectarlo. La organización de una operación secreta de esta escala tenía pro­

do iba a entender que en Colombia ser del M 19 significaba algo más importante que la militancia pura; que ser EME significaba

blemas muy propios. Lo más complicado había sido la adquisición de suficiente armamento. Para completar d dinero fue necesa rio robar varíe» bancos, hallar las armas adecuadas, comprarlas, transportarlas y luego esconderlas. Desde el comienzo Luis Otero había identificado los dos

compartir una etica, una manera de ser y de pensar; ser del EME significaba gozar el amor a la vida, a la música, a la alegría y a los demás. Ser miembro del M-19 significaba pertenecer a una revo­

dementos esenciales para el éxito de la operación: suficiente po­ der de fuego para mantener al Ejército a raya durante varias horas y un sistema sofisticado de comunicaciones. Consideraba crucial obtener transmisiones seguras tamo dentro del edificio del Pala­ cio de Justicia como por fuera, para mantener líneas abiertas de comunicación entre sus propios comandantes en d Palacio y con Alvaro Payad y otros miembros de la cúpula ocultos en Bogotá. Luis les dio la rcsfxwtsabilidad de organizar un sistema de walkictálkies y radios de alta |xnencia a dos mujeres jóvenes, una de ellas ex periodista. Pero en el último momento encontró que le faltaba un tirador y tuvo que sustituir a una de ellas, una tiradora de pri­ mera, para integrarla en su primera línea de defensa. Había cal­ culado que su unidad tenía suficientes municiones para resistir al Ejército durante dnco días si fuera necesario. Las tropas estarían acompañadas de una enfermera que acababa de dejar su trabajo en un hospital de la ciudad para poder participar en el asalto. Te­ nían abundantes elementos médicos y comida altamente proteínica. Inclusive habían comprado dos cámaras de video para registrar la épica toma. En la víspera del ataque hicieron una fiesta en la casa es­ condite; la rumba fue buena. Vestidos con sus uniformes de com­ bate, los miembros de la fuerza posaron para tomarse fotos bailan­ do, tomando, abrazándose. lx*s jóvenes amantes se dieron besos para la cámara; fotografías para la posteridad de los héroes y he­ roínas de la revolución colombiana celebrando antes de pasar a la historia. Luis Otero llevó consigo al Palacio los rollos fotográ­ ficos. Su intención era circular las fotos a las revistas internaciona­ les cuando salieran victoriosos de allí; así la gente en todo el mun-

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lución que celebraba los derechos humanos, le» valores humanos y la buena vida. Catando colgó el teléfono después de la llamada de Jacquin, Otero y Lázaro, los dos comandantes del asalto que compartían la responsabilidad de tomar y asegurar los únicos accesos del com­ plejo del Palacio de Justicia desde la calle, se abrazaron v se de­ searon suerte. Lázaro se montó en su auto y arrancó a recoger a los cuatro miembros de la retaguardia. Otero ordenó a los vein­ tiocho miembros de la tropa principal que tomaran sus puestos asignados en los tres vehículos. Cuatro guerrilleros con dos ametralladoras y dos fusiles encauzaban el convoy en la camioneta Chevrolet; lo seguía el ca­ mión Ford con el grueso de la tropa invasora, catorce guerrilleros en total, incluyendo a Andrés Almarales y a Luis Otero, con todas las municiones, los explosivos, los cables, las ametralladoras y los medicamentos. El tercer vehículo, la Ford con diez guerrilleros ar­ mados a bordo, venía detrás. Cuando todos habían abordado. Luis Otero se subió de último en la parte de atrás del camión. El con­ ductor aseguró la carpa que los ocultaba a todos y, momentos des­ pués de la llamada de Jacquin, el convoy con veintiocho guerrille­ ros partió rumbo al Palacio de Justicia. La esquina donde el convoy debía recoger a Lázaro y a su unidad era el cruce de la carrera 9 con la calle 8 sur, frente a una panadería de unos amigos donde habían guardado amias duran­ te varias semanas. La casa escondite principal, sede de Otero, es­ taba ubicada una cuadra al occidente y dos cuadras al norte de allí. Lázaro esperó con su unidad afuera de la panadería a que apareciera el convoy. Pasados cinco minutos comenzó a preocu­ parse. En ese momento descubrió que nadie en su unidad tenía un

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Ana Gamoran

El. Palacio de Justicia: Una TMCMSIA colombiana

wálkie-tdlktc. No había forma de comunicarse con la casa escon

jugando cartas, se parapetearon detrás de los vehículos estaciona­ dos y dispararon contra los invasores en un intento por bloquear el acceso a la escalera y a los ascensores que llevaban al primer piso del edificio. Afuera, la unidad de Lázaro, paralizada en medio del tráfico, estaba a cuatro cuadras del Palacio cuando oyó los dispa ros. Abandonaron el auto y corrieron hasta la plaza de Bolívar. Vieron que los guardias de seguridad ya habían cerrado las gran­ des puertas de bronce de la entrada principal. Eran las 11:40 de esa mañana fría y lluviosa en Bogotá. Casi sin oposición, el grueso de la fuerza de ataque del M-19, veintio cho hombres y mujeres fuertemente armados con todo su pertre­ cho y un camión lleno de municiones y provisiones, penet raron por la entrada subterránea de una fortaleza que se consideraba inex­ pugnable. Siete guerrilleros y guerrilleras más, liderados por Al fonaojaequin, los esperaban, dispersos en cada piso del edificio. Sin embargo, con una unidad clave aislada por fuera en la plaza, toda la estrategia de Luis Otero, diseñada para asegurar v defen­ der el edificio de un contraataque militar, estaba hecha pedazos.

dite ni cómo averiguar qué había causado ia demora. Después de cuatro o cinco minutos más, decidió regresar a pie al escondite pen­ sando que, si se encontraba con el convoy, lo podrían recoger de camino a la panadería. Pero el convoy no apareció por ninguna parte. El escondite, cuando llegó, estaba abandonado. No había nada que indicara que apenas diez minutos antes el sitio estaba lle­ no de gente y de vehículos. Más tarde, la única sobreviviente del ataque -una joven que coincidencialmente estuvo encargada del sistema de comuni­ caciones- sugirió que a Luis Otero se le debió olvidar comunicarle su cambio de planes al conductor. Oculto en la parte de atrás del camión, a oscuras, Otero no se enteró de que, cuando salió el con­ voy del escondite, el conductor no giró al sur, hacia la panadería, para encontrarse con la unidad de Lázaro, sino al norte, por la ruta más corta y más lógica, directo al objetiva del M 19 en la plaza de Bolívar. Veinte minutos más tarde, el convoy principal llegó a la carrera 8, al exterior occidental del Palacio de Justicia. A mitad de la cuadra, la Chevrolet aceleró y giró con violencia a la izquierda, seguida rápidamente por el camión y por la camioneta Ford. Los tres vehículos desaparecieron por la rampa inclinada que condu­ cía al parqueadero subterráneo del Palacio de Justicia. Dos guar­ dias de seguridad privada parados al pie de la barrera automática que interrumpía la entrada al parqueadero no tuvieron tiempo de apartarse, cuando la pickup se estrelló contra la barrera. Uno de los hombres fue atropellado; el segundo cayó acribillado por una ráfaga de disparos antes de que pudiera sacar su arma. Ya todos adentro, los ocupantes del tercer vehículo cerraron la mampara de acero que separaba el parqueadero de la calle. En menos de un minuto el ataque del M-19 logró su primer objetivo. También ma taron a las dos primeras víctimas civiles del asalto. El estruendo de los disparos en el sótano del Palacio re­ percutió en la calle. Algunos conductores y escoltas de los magis­ trados, sorprendidos mientras pasaban el tiempo chismeando y

Notas Las cartas de amenazas individuales a los magistrados que se citan en este capítulo provienen principalmente del informe publicado en ju nio de 1986 por el Tribunal Especial de Instrucción Criminal sobre la tragedia del Palacio de Justicia. Las citas de la acusación por parte del Consejo de Estado al mi­ nistro de Defensa, general Miguel Vega Uribc, por tortura, provienen de Semana («Vega Uribc al banquillo», No. 166, Bogotá, julio de 1985) y también de la acusación en sí, fechada en junio de 1985. contra el ex presidente Turbay Ayala y altos funcionarios de su Gobierno, inclu­ yendo al general Vega Uribc, en ese entonces comandante de la Bri­ gada de Institutos Militares (HIM), donde tuvieron lugar las torturas a la médica Olga López Roldan y su hija. Las entrevistas tic Ia autora para este capítulo incluyen a: • Yesid Reyes, hijo del fallecido magistrado y presidente de la Corte. Alfonso Reyes Echandía (Bogotá, abril de 1986);

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AnaCajuucan

• Lázaro (nombre supuesto, Bogotá, abril de 1991); • Germán Castro Cayeedo (Bogotá, 1986 y 1991); • Manuel Vicente Peña, periodista investigativo cuyo libro Pa­ lacio de Justina luis dos tomas (Bogotá, 1986) fue la primera publica­ ción documentada sobre el ataque al Palacio; • El procurador general durante d Gobierno del presídeme Be tancur, Carlos Jiménez Gómez (Bogotá, 1986 y ¿009); • El entonces ministro de Justicia, Enrique Parejo (Bogotá, 1986

Capítulo 3 La búsqueda de rehenes Los invasores del M19 siguen el plan de ataque de su líder para asegurar el vasto complejo del Palacio de Justicia de la manera más eficaz y comienzan a recorrer los despachos del edificio en busca de rehenes entre los habitantes más ilustres de la Corte.

y *009); • Gustavo Gallón, entonces director del capítulo colombiano de la Comisión Andina de Juristas (Bogotá. 1991); • Jaime (.Córdoba (Bogotá, 1991 y 2008), fiscal general adjunto para los derechos humanos y consejero de Estado. La información acerca de las malas relaciones entre los altos mandos del Ejército y los magistrados de las altas cortes debido a acu­ saciones de violación a los derechos humanos por parte de los mili­ tares y, específicamente, a la declaratoria de tnexequibilidad cid Esta­ tuto de Seguridad de Turbay por parte de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, proviene de entrevistas en 2008 y 2009 con el consejero de Estado ¡Mínente en la acusación de tortura al ge­ neral Vega Uribe, magist rado Jorge Valencia Arango, sobreviviente a la toma del Palacio de Justicia; de las demás cnt revistas menciona­ das con anterioridad y de las realizadas con d ex fiscal general Alfon­ so Gómez Méndez y con Eduardo Umaña Mendoza ( Bogotá. 1991), defensor de las familias de los desaparecidos del Palacio de Justicia.

Ni siquiera la guerrilla pensó que las cosas resultarían como resultaron. Esperaban resistir de seis a ocho horas como máximo y luego se sentarían con los magistrados a resolver las cosas. Querían negociar. Pensaron que iba a ser como la toma de la Embajada de la República Dominicana. Dije­ ron que sabían que el presidente no dejaría que nos pasara nada. Puesto que los magistrados representaban la tercera rama del Gobierno, dijeron que esto era garantía suficiente de que habría negociaciones. Y nosotros también lo crei­ mos... Lo llamare Gabriel. El empleado público anónimo. Cuando vine a investigar la toma en mayo de 1986. fue el único rehén que sobrevivió las 27 horas del suplido y tuvo el coraje de hablar con un periodista extranjero. Se detiene un momento. Guarda silen­ cio. Desde el otro lado de la mesa sus ojos oscuros me miran con profundo desconcierto. Siento su desesperación por no poder co­ municar a nadie lo que sabe, lo que ha padeddo. Hubo un momento apenas empezaron los disparos -conti­ núa en voz baja- cuando pensamos que el Ejército o la Po­ licía iba a entrar a sacamos de ahí. Pensamos que íbamos a estar retenidos durante una hora o dos y luego se acaba­ ría todo...

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UJ

Ana Cunar, an

El Paiauode ji^TK iA Una thai.ldia coiomimana

Había estado sentado frente a mí en una mesa en la parte de atrás del casi desierto café Roma, en la avenida Jiménez, du­ rante más de una hora, hablando sin parar en un tono plano y mo­

momento para llevarse a su familia y salir del país..Por esa épo­ ca, la campaña que determinó la matanza de la Unión Patriótica ya estaba en marcha: más de doscientos miembros y militantes de ese partido político habían sido asesinados desde la matanza en el Palacio. La guerra sucia avanzaba por todo Colombia, y en Bo­

nótono, pausando sólo para que yo tuviera tiempo de tomar notas. No demostraba ninguna emoción ni en su voz ni en su expresión y la única inquietud que piule detectar cuando sus ojos se encon­ traban con los míos, era esa preocupación por la credibilidad de lo que me estaba contando; el único temor que sentí era que su historia pudiera parecer exagerada y que yo, visitante de Nueva York, de otro planeta, una (urriodista que había leído los relatos de la prensa y hablado con personas importantes, no le iba creer. Porque la verdad, su verdad (al y como la había vivido, era profun­ damente importante para él. Era la razón por la que se había arries gado a hablar conmigo. Gabriel había escogido el calé Roma, un sitie» grande, viejo, impersonal, en el centro comercial de Bogotá, apenas a dos cuadras de mí hotel. «Nos encontramos allá mañana por la mañana a las ocho, antes de que me vaya paru la oficina », me dijo el día anterior. Cuando le conté al amigo que me había ayudado a locali zarlo, sacudió la cabeza. Cometiste un error -dijo cort pesimismo-. Cuando ofreció hablar contigo le has debido insistir en encontrarse contigo allí mismo. No has debido permitir que se fuera a casa y ha­ blara con su familia o con su novia. Ellos lo convencerán. No lo volverás a ver nunca.

gotá, ai parecer, estaba enfocada en la decisión de los militares de mantener intacta la versión oficial de lo que había pasado dentro y fuera de la sede las altas cortes durante la toma y, sobre todo, durante y después del contraataque militar. Esa versión, la del Gobierno de Betaneur y de los militares, tenía que ser protegida a toda costa. Y la gente tenía miedo. Muchos de los sobrevivientes que habían dado su test tino nio espontáneo en los primeros días, lo habían cambiado por te mor, por proteger sus vidas y las de sus familias Ya no hablaban con la prensa, o si lo hacían era para mentir. En ese momento una densa cortina de mentiras amenazaba con enterrar para siempre los escombros del Palacio incinerado y la memoria de más de cien personas acribilladas e inmoladas allí. El día que me encontré con Gabriel yo llevaba más de dos semanas en Bogotá y hasta el momento no había podido encon­ trar un solo testigo de la matanza que hablara conmigo. Ese día un amigo que sabía que me estaba desesperando, había llegado a mi hotel a contarme que su tía, funcionaría de la Corte, conocía un joven oficinista que estuvo retenido durante todas las 27 horas de la toma. Quizás estuviera dispuesto a contarme su historia si le garantizaba no utilizar su nombre. Fui con mi amigo a encontrar­ me con la ría en un lujoso edificio al norte de Bogotá, vigilado por soldados, donde se habían reubicado temporalmente los despachos de la Corte; de pronto entró Gabriel a su oficina y dijo que sí, así no más. No hubo titubeos, ni necesidad de que k» persuadiera. Era un joven bajito, un poco robusto, muy cortés y reservado. Tenía apenas 21 años y sólo había entrado a trabajar a la Corte unos se­

Eran los primeros días de mayo de 1986, apenas seis meses después de lo que había llegado a conocerse como «el holocausto del Palacio de Justicia». En esos meses entre noviembre y mayo mucha gente había «desaparecido»; otros habían muerto; muchos habían recibido llamadas amenazantes o visitas de desconocidos a sus oficinas; hombres siempre vestidos de civil, de cierta edad, y de corte militar, dando «consejos», como «Ahora sería un buen

manas antes del ataque. «Hoy, no», dijo. Tenía mucho trabajo que adelantar para los magistrados; más bien al día siguiente, si la tía de mi amigo le daba permiso para llegar a trabajar un poco tarde.

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Ana Canogan

Gabriel es el único rehén sobreviviente que yo haya cono­ cido sin motivos ocultos, ni conexiones políticas, ni hijos ni espo­ sa que proteger. El testigo. El único que conocí en ese segundo trimestre de 1986 que no estuviera paralizado por el miedo. Esa mañana llegó media hora tarde a nuestra cita de las ocho en el café Roma. Lista para dejarme llevar por el pesimismo de mi amigo, yo incluso ya había pedido la cuenta y estaba prepa­ rándome para salir cuando lo vi cruzar la puerta del cafe, vestido con un traje azul oscuro perfectamente planchado que tenía to­ das las señas de ser su «ropa buena». Al principio, estaba tímido y nervioso; ambos lo estábamos. Pero pronto me di cuenta de que nada era tan importante para él como esta oportunidad que la suerte le había presentado de documentar lo que había visto y es­ cuchado durante las 27 horas que estuvo retenido con otras seten­ ta personas, muchas de las átales ya habían muerto, en la oscuri­ dad del baño sitiado del Palacio de Justicia. Mientras escuchaba su relato me di cuenta de cuánto lo había maltratado la falsedad de la versión oficial de los eventos que él había vivido. Nada ni nadie iba a desviar su determinación de contar la verdad, tal como él la había vivido. Eran aproximadamente las 11:45 de la mañana. Yo estaba en una reunión en una oficina del cuarto piso cuando oímos los disparos del primer piso -comenzó-. Corrimos al corre­ dor. pero no pudimos ver nada. Sólo se oían muchos gritos: «¡Viva Colombia!» y «¡Viva la paz!». Las voces parecían de gente joven y muchas eran de mujeres. Entonces el magis­ trado Medina dijo que debía ser la guerrilla y que era mejor que nos entráramos a las oficinas. Así que todo el mundo se encerró y apagaron las luces. Algunos de los magistrados comenzaron a llamar a sus familias por teléfono. En la ofi­ cina donde yo estaba, el magistrado Gaona colgó un pañuelo blanco en la puerta.

El Palacio i* Justicia: Una

tkacuxa c» aj xmmana

Esa mañana, cuando el M-19 invadió el Palacio de Justicia, había más de trescientos civiles en el edificio. La estrategia origi nal de Luis Otero dependía de la disponibilidad de unos cuaren­ ta hombres y mujeres armados desplegados en distintas zonas del edificio en cuatro unidades separadas. La guerrilla debía estar acom­ pañada por una enfermera y una periodista encargada del video; estas dos mujeres eran las responsables de organizar un centro médico y otro de comunicaciones, en un sitio central y seguro. No se tenía previsto que Andrés Almaralcs participara en la lucha, aunque llevaba traje de batalla c iba armado. El suyo era el papel delicado de hacerse cargo de los rehenes importantes. Sobre todo, él estaba allí para dirigir las negociaciones con el Gobierno. E11 sus planes de ocupación del edificio. Otero había sub dividido cada una de las unidades de combate en dos brigadas, con un área específica de responsabilidad. La unidad i, liderada por Lázaro y con la participación de los mejores expertos en ex­ plosivos del M-19, renía la responsabilidad de tomar y retener el primer piso. Su primera tarea era asegurar instantáneamente las puertas principales con explosivos y minas terrestres; así defen­ derían el inmueble de cualquier intento por parte del Ejército de penetrar al Palacio por la puerta de entrada principal. La unidad z, después de haber asegurado el parqueadero y d sótano y controlado los ascensores y las escaleras que lleva­ ban al primer piso por la cafetería, procedería a ocupar las escale­ ras internas que salían dd patio y llegaban al cuarto piso en el ala norte, es decir, en la parte de atrás del edificio. Allí, de inmediato establecerían sus posiciones de defensa en los descansos de la esca lera norocridemal en d segundo y tercer piso; esto les daría d con­ trol sobre la mayor parte de los espacios abiertos al patio central en d primer piso. La unidad también era responsable de trans­ portar todos los suministros -las armas y municiones, los explo­ sivos, los cables, los equipos médicos y de comunicación desde d sótano a puntos presdeccionados de distribución en ubicaciones clave dentro dd Palacio. Mientras tamo, las unidades 3 y 4, lideradas por dos de los comandantes más jóvenes, tomarían las escaleras dd ala sur dd

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AnaCadogam

l£i. Palapo nr Justicia; Una i*ai . mia

uilombuna

edificio que clan sobre la plaza, timonees, Luis Otero se uniría con Alfonso Jaequin, quien supuestamente conocía la ubicación de los

ción, puesto que el edificio pronto fue alacado por un dcstacamcn to de la Policía, que empezó a disparar indiscriminadamente a las

despachos de los magistrado» más imponantcs y juntos comenza­ rían a movilizarse por el tercer y cuarto piso. Eliminarían cualquier resistencia que ofrecieran los pocos guardias armados asignados a algunos magistrados, identificarían las figuras más sobresalientes de la Corte y las tomarían como rehenes, reuniéndolos, en lo posi­ ble, en un par de lugares clave en los pisos superiores.

ventanas del Palacio desde la plaza. En el caos y la confusión de esos 15 minutos iniciales de la ocupación, la guerrilla luchaba de­ sesperadamente por suplir la ausencia de la unidad que había que­ dado por lucra y dejó atrás cu el sótano grandes cantidades de provisiones, incluyendo todos los equipos de comunicación, que nunca podrían recuperar.

La brigada i entrará por la escalera principal del ula sur y la brigada 2 por la escalera principal del ala norte. La 1 se dirigirá al cuarto piso y la 2 irá al tercer piso. Cada brigada dejará a un hombre en el segundo piso. Así rezaba el plan de Otero para la invasión y ocupación del corazón del edificio. Pero la brigada 1 era la unidad de retaguardia y estaba pa rada, impotente, afuera en la plaza. Su ausencia y la falta tic profe­ sionalismo en el uso de explosivos plásticos no se podían subsanar. En los primeros diez minutos de la invasión toda la estrategia de Otero para la ocupación del inmenso complejo lia quedado en el caos. Cuando los guerrilleros de su propia unidad, desprevenidos, irrumpieron por la estrecha escalera del parqueadero esperando encontrarse con Lázaro, se encontraron en cambio con las balas de los alertados escoltas y guardias de seguridad que todavía con (rolaban el primer piso. En el primer ataque al sótano, las bajas del personal del Palacio, además de los dos guardias de seguridad, incluyeron a dos de los conductores de los magistrados. Los siguientes en caer cuando los atacantes avanzaron al primer piso fueron un ascenso­ rista y el administrador del edificio. En esos primeros momentos, la enfermera del M 19 y uno de los guerrilleros también murieron

No obstante, en el curso de los primeros 45 minutos, los guerrilleros lograron asegurar el sótano y tomarse el primer piso. Pusieron un par de minas caseras Clavmorc en las grandes puer tas de bronce de la entrada principal y se apresuraron a instalar su baluarte en la esquina noroccidental del edificio detrás de la escalera que iba del sótano al techo. En esta escalera pusieron las armas más poderosas que tenían -dos ametralladoras de so mm y jo mm. Ubicados estratégicamente en los descansos del segundo y tercer piso, pudieron controlar el movimiento en gran parte del patio interior y. a la vez, vigilar los accesos a los pisos superiores de las alus norte y occidente, al tiempo que controlaban el acceso a la tercera y última entrada, desde el techo. Acompañada por Al­ fonso Jaequin, una de las unidades comenzó a movilizarse por los pisos superiores, buscando rehenes entre los miembros de la Corte Suprema, fres cuartos de hora después de haber derribado la ba­ rrera ilcl parqueadero, llegaron a la oficina del cuarto piso donde estaba Gabriel encerrado con los magistrados de la Sala Consti­ tucional. «Súbitamente oímos gritos afuera de la puerta: ** ¡ Aquí es­ tán! ¡Salgan con las manos arriba! ¡Respetaremos sus vidas!”». Gabriel recuerda que la tensión en esa habitación se disol­ vió gracias a un hombre cuyo coraje y calidad humana habría de respetar y admirar durante las siguientes 27 horas. El magistrado

en el combate por tomar el control de las escaleras del sótano. Otros tres quedaron fatalmente heridos. En los primeros diez minutos, la tropa original del M 19 quedó reducida. Esto agravó la sitúa

Manuel Gaona siempre se había definido a sí mismo como «gente del pueblo». 1 lijo de padres de clase media baja, estudiante beca­ do. pagó sus estudios durante los últimos años en la facultad de Derecho con la venta de camisas en la calle 19 en un mercado al

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El Palacio de Justicia: Una tvaguxa coi i «mimana

aire libre donde algunos pobres de Bogotá compran su ropa. Gaona era uno de los magistrados más jóvenes de la Corte y también uno de aquellos cuya posición en los casos constitucionales lo había convertido en hombre «marcado» en los conflictos con el cartel

de 2009); Carlos Bctancourt Jaramillo, presidente para la fecha dd Consejo de Estado (Bogotá, octubre de 1008); Julio César Uribc, ex consejero de Estado (Bogotá, octubre de 2008); el magistrado auxi

tic las tlrogas. Para noviembre de 1985 Manuel Gaona había reci­ bido varias amenazas por parte de si canos anónimos de Los Extraditables. pero como ferviente antimilitarista había rechazado, por principio, aceptar protección del Estado. Esa mañana dd 6 de noviembre, Manuel Gaona no tenía escoltas. En ese momento, cuando la guerrilla llegó a su oficina, se levantó de su asiento, se dirigió a las demás personas en la habitación y dijo: «Bueno, han venido |X>i nosotros. Debemos irnos». Se echó la bendición, cuen­ ta Gabriel, y salió al pasillo. Gabriel y los demás lo siguieron. Salí mirando para adelante. Había un guerrillero echado boca abajo en el piso, apuntándome con su arma y dando instrucciones: «Muévase despacio. No tan rápido. Manten­ ga las manos encima de la cabeza». Aparecieron otros dos guerrilleros. Me preguntaron mi nombre y mi cargo. Me esculcaron y me hicieron sentar en d piso al lado del aseen sor con la espalda contra el muro. Desde donde estaba, po­ día ver a un guerrillero herido dentro dd ascensor. Nos que­ damos ahí durante una hora aproximadamente.

liar de la Corte Suprema, Nicolás Pájaro Peñaranda (Bogotá, octu­ bre de 2008 y julio de 2009). Los detalles del plan de ataque dd LMt provienen dd comuni­ cado de prensa «M-19 se pronuncia sobre asalto al Palacio de Justi cía» (EJ Tiempo. Bogotá. 14 de noviembre de 1985) y d plan original de combate diseñado por Luis Otero, hallado por el Ejército y publicado por d Tribunal Especial de Instrucción. También interesan los testi monios de sobrevivientes, políticos, miembros dd Gobierno dd pre­ sidente Bctancur, soldados y policías, publicados en la edición especial dd Diario OJioal d martes 17 de junio de 1986, enteramente detli cado al «Informe dd Tribunal Especial de Instrucción». Otra fuente indispensable para entender tanto la estrategia mi­ litar como los resultados, hora por hora, dd contraataque, fueron las grabaciones secretas de las comunicaciones militares y policiales lie chas por un radioaficionado en Bogotá durante la batalla para recu perar d control del edificio invadido por una fuerza de asalto dd M 19 Estas cintas fueron entregadas a la autora, así como una transcripción de sus contenidos, por un amigo periodista en Bogotá en mayo de 1986. y han sido utilizados extensamente a lo largo de este libro.

Eran las 12:30 del día. Gnco minutos antes, afuera en la plaza de Bolívar habían comenzado a llegar los primeros de diez vehículos blindados Urutú y tanques Cascabel de la división de Artillería de la Brigada XTII de Bogotá.

Notas La mayor parte de la información de este capitulo proviene de entre vistas de la autora con Gabrid (Bogotá, mayo de 1986). Otras entrevistas para este capítulo incluyen a loe magistrados sobirvivientes: Jorge Valencia Arango (Bogotá, octubre de 2008 y julio

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Capítulo 4 El contraataque El comandante de Artillería, coronel Alfonso Plazas W/ja, conduce su tanque a través de las puertas de bronce del Palacio de justicia: el comandante Andrés Almarales les enseña a los rehenes cómo so­ brevivir a la explosión de una mina; el comandante Luis Otero cam­ bia de parecer y el presidente de la Corte hace un llamado telefónico al Palacio del presidente de la República, situado a dos cuadras de distancia.

La llamada (ciclónica se recibió en el despacho del ministro de Defensa, general Miguel Vega Uribe, poco después de las 11:40 de la mañana. Quien llamaba nunca se ha podido idcntificarhablaba desde un teléfono dentro del Palacio de Justicia. Deseaba informar al ministro que el M 19 acababa de asaltar el edificio. En ese momento en la sala de esf>era del despacho del mi­ nistro se encontraba, para cumplir una cita, su yerno, el teniente coronel Alfonso Plazas Vega, que se desempeñaba en ese enton­ ces como comandante de la Escuela de Caballería -actual división de tanques de Artillería de la Brigada X11J. Cuando la recepcionista le informó al coronel Plazas las noticias del Palacio de Justicia, él llamó de inmediato a su superior, general Jesús Armando Arias Cabralcs, comandante de la Brigada XUL El general Arias le orde­ nó al coronel regresar de inmediato a su base en la Escuela de Ca­ ballería, nueve kilómetros al norte de la ciudad, y permanecer en alerta. Cuarenta minutos más tarde, el teniente coronel Plazas lle­ gó a la plaza de Bolívar a la cabeza de un batallón de diez tanques y vehículos blindados. Eran las 12:25 del día. En el otro Palacio, el de la Presidencia, el presidente de la República y su ministro de Relaciones Exteriores, Augusto Ramí-

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Ana Camucan

Ei. Pacauo uc Justicia: Una thacmxa t duimiuana

rez Ocampo, recibían credenciales a varios nuevos embajadores

su poder constitucional de comandante en jefe de las Fuerzas Ar­ madas. para hacerse responsable de la crisis. La primera comuni­

en Colombia cuando los estallidos de las primeras ráfagas de dis­ paros que venían de la plaza de Bolívar a escasas tres cuadras, in­ terrumpieron la ceremonia diplomática. Las tropas del Batallón Guardia Presidencial corrieron a asegurar todas las entradas y to­ maron posiciones para defender el Palacio Presidencial de un ata­ que. Los asesores del presidente salieron apresurados a investigar la causa de los disparos; el presidente y su ministro de Relaciones prosiguieron con la ceremonia diplomática. Quince minutos más tarde, el jefe de Protocolo volvió a aparecer, se acercó al presidente y le informó discretamente que una unidad del comando guerrille­ ro del M-19 había invadido la Corte Suprema de Justicia. El presi­ dente permaneció tranquilo; dio instrucciones al secretario general de la Presidencia, el doctor Víctor G. Ricardo, de que es­ tuviese al tanto de toda la información; ordenó a su jele de la Casa Militar de Palacio, el general Caviedes, que se pusiera en contacto con los miembros del gabinete, los comandantes militares, los jefes de Policía y las directivas de todas las agencias de seguridad para informarles lo ocurrido y dio órdenes para que se tomaran todas las medidas necesarias para «reestableccr el orden y sobre todo para evitar derramamiento de sangro». Luego, el presidente des­ pachó una unidad del Guardia Presidencial a la plaza de Bolívar para apoyar el destacamento de la Policía de Bogotá que había par­ tido de la estación de Policía local y ya estaba en la escena de los hechos. A las 12:10 del día el presidente y su ministro de Relaciones Exteriores continuaron recibiendo los credenciales al nuevo em­ bajador de Uruguay.

1^ orden de despachar las tropas del Guardia Presidencial impartida por el presidente Betancur 20 minutos después de ha berse informado del asalto del M-19 al Palacio de Justicia, fue la única orden militar dada por él durante el curso de las próximas 27 horas -el tiempo que le tomó al Ejercito arrebatarle el Palacio de Justicia a una fuerza pobremente armada de 35 guerrilleros del M-19. Es decir, fue la única vez durante el combate a muerte que

cación directa entre el presidente y su ministro de Defensa, ge­ neral Miguel Vega Uribe, se dio a las 12:30 de la tarde; a esa hora, el presidente llamó al general para solicitar su presencia urgente­ mente en una reunión del gabinete. En ese momento, diez tanques y carros blindados coman­ dados por el coronel Plazas Vega ya circulaban por la plaza de Bolívar, y las acciones militares habían comenzado 43 minutos an­ tes por pane del general Arias Cabrales, comandante de la Briga­ da XIII, y responsable del contraataque militar. Comprendían la participación de casi dos mil tropas provenientes de once bata (Iones y dos unidades de la Policía Militar, más unidades de todas las fuerzas de Inteligencia y Contrainteligencia: el B-i, el F-i, la DlJÍN, la SlJÍN, el DAS y grupos especiales, como los CoiC perte­ necientes al Batallón Charry Solano, además de las fuerzas espe cialistas en terrorismo urbano de la Policía, el GOES y el COPES. Argumentando la urgente necesidad de consultar con sus comandantes, el general Vega Uribe no acató la solicitud del pre­ sidente Betancur. El general sólo se presentó en el Palacio Presi dencial a las tres de la tarde. A esa hora, tres tanques y carros blin­ dados de guerra. Cascabel y Urutú, habían penetrado al Palacio sitiado y d coronel Plazas Vega estaba disparando sus cañones dentro del espacio restringido del edificio atiborrado de rehenes. Al general Arias Cabiales le había tomado menos de una hora allegar sus tropas a sus puestos de batalla. A las 12:30 del día, ya había instalado su cuartel de operaciones en el Musco de la Ca­ sa del Florero, un edificio colonial de dos pisos situado en la es­ quina de la carrera 7 con calle 11. en el suroriente de la plaza, dia­ gonal al Palacio de Justicia. Durante los siguientes dos días, el Museo funcionó como centro de mando del contraataque militar,

se desató a pocas cuadras de su oficina que el presidente ejerció

allí, el coronel Edilbcrto Sánchez Rubiano, director de Inteligen cia y Contrainteligencia Militar (el F-2 de la Brigada XIII), se ra dicó durante todo el conflicto; asimismo lo hizo el comandante de la Policía de Bogotá, general V argas Villegas. A lo largo de los

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Ana Cakkk.an

El Palacio nr Justicia: Una thac.iwa oxombiana

dos días del conflicto, iodos los rehenes que lograron escapar del Palacio de Justicia fueron llevados primero por los soldados al Museo, donde fueron interrogados c identificados por agentes de Inteligencia Militar antes de permitirles ir a casa. El general Arias y su personal, con la coordinación y su­ pervisión del jefe del Estado Mayor, general Rafael Samudio, y la participación del ministro de Defensa, idearon un plan militar des­

nes más importantes (el presidente de la Corte Suprema, Alfonso

tinado a arrebatarle el edificio al M-19. Su estrategia no era com­ plicada: consistía en el uso masivo e indiscriminado de un arsenal completo de guerra. Por fuera, con ametralladoras, subamctralla doras y fusiles de alto poder rodearon el edificio y disparaban por las ventanas de todos los lados; por dentro, movilizaron los tanques y carros de guerra blindados Cascabel y Urutú, para acceder al interior, donde usaban de todo: granadas de fragmentación, caño­ nes, rochéis, bombas, minas, explosivos plásticos, dinamita... lo que se necesitara para llegar a los refugios donde la guerrilla man tenía a sus rellenes. La orden era terminante: matarlos a todos. Más tarde, un magistrado que sobrevivió recordó escuchar las órde­ nes del Ejército. Oyó que gritaban: «al que vean, quiébrenlo», así, entre comillas. Eso quiere decir, mátenlo. Entre las 12:30 y la 1:30 de la tarde, el Ejército rodeó el edi­ ficio y la plaza. Los soldados ocuparon la torre del reloj de la Ca­ tedral Primada, que mira hacia el Palacio desde el costado orien­ tal de la plaza, para vigilar todos los edificios de las calles paralelas al Palacio, por el oriente, el norte y el occidente. Hacia la 1:30 de la tarde, cuando llegó el helicóptero de la Policía con las tropas de la única unidad entrenada en técnicas urbanas antiterroristas (el GoES), trataron de descolgar una brigada de fuerzas especiales en el techo del edificio. Sin embargo, era tan intenso el fuego cruza­ do de los francotiradores del Ejército que disparaban al Palacio de Justicia desde techos y ventanas de edificios aledaños sin cesar, que el piloto rehusó aterrizar y regresó a su base.

Reyes Echandía; el hermano del presidente Betancur, Jaime Bctancur Cuartas, y la esposa del ministro de Gobierno. Clara Forero de Castro), d mayor peligro para las vidas de las trescientas per­ sonas atrapadas dentro del inmenso edificio venía del incesante ataque por parte del Ejército. Gabriel, que estaba sentado en el pasillo del cuarto piso al lado del ascensor, recuerda vivamente esa primera hora de la toma: El tiroteo venía del otro lado de la calle y podíamos oír los motores de los helicópteros sobrevolando el techo. Súbi lamente una ráfaga de disparos le pegó al muro encima de nuestras cabezas. Les pedimos a los guerrilleros que nos movilizaran a un lugar más seguro y uno de ellos se fue a reconocer el terreno. Regresó para decir que el comandante quería que todos bajáramos a los baños del piso inferior. Cuando llegamos allí, el magistrado Gaona reconoció al jefe de la guerrilla. Se dirigió a él y preguntó: «¿Este caballero es el comandante? ¿Es el encargado?», c inmediatamente se presentó y se dieron la mano. El líder era Andrés Alma rales, quien nos dijo que permaneciéramos tranquilos y nos asegu ró que no habían venitlo con la intención de hacerle daño a nadie. Como los círculos políticos de Bogotá son pequeños y en dogámicos, no era sorprendente que el magistrado Gaona y el comandante guerrillero se conocieran. Aunque el magistrado era ocho años menor, los dos habían estudiado en la misma facultad, habían asistido a conferencias de los mismos profesores y pertene

Entre tanto, dentro del Palacio de Justicia, mientras la gue­ rrilla continuaba su búsqueda en las oficinas del tercer y cuarto piso de tres miembros de la Corte a quienes consideran sus rche-

cían a las mismas asociaciones profesionales. Durante un tiempo al comienzo de la década del setenta -cuando Almarales era con­ gresista-, y otra vez durante el corto periodo del proceso de paz. habían frecuentado los mismos círculos sociales, asistido a las mis­ mas recepciones oficiales y compartido muchas relaciones. En consecuencia, las bizarras circunstancias de su encuentro en ese

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Ana Canhgan

El Paiauo nr JirnujA: Una traogdia ctmommana

momento se compensaron para Gaona con una consoladora sen­ sación de familiaridad.

compartimentos de metal; frente a ellos, había una fila de lavama­ nos; a la izquierda de la entrada, en ángulo recto a los lavamanos

Para noviembre de 1985 la reputación del M-19, conside­ rado alguna vez por muchos colombianos como una fuerza inte­ resante en el panorama político, se había deteriorado a tal punto que ya poca gente lo tomaba en serio. Los muchachos dd M 19 fue­ ron siempre cercanos a la corriente dominante de su generación

y visible solamente después de pasar el muro, había dos orinales. Ahoru los rehenes lo encontraron convertido en arsenal. Dentro del estrecho espacio, los guerrilleros habían guardado todas sus

y a sus orígenes de dase media. A menos que u uno le hubieran lavado el cerebro los editoriales y reportajes de parte de la gran prensa, era difícil considerarlos como potenciales asesinos a san­ gre fría. En particular, Andrés Almarales, con su cálida y rústica personalidad, no apuremahu ser un asesino creíble. En electo, el magistrado rehén y el ex congresista guerrillero estaban compla­ cidos y aliviados por encontrarse. Almarales le aseguró a Gaona que los rehenes estarían seguros si entraban ul baño, el Jugar don­ de él había establecido su cuartel general. «Esto se acabará pron­ to», repetía, haciendo vagos gestos hacia el lugar de donde venía el ruido del combate, como si el tiroteo incesante alrededor del inmenso edificio fuera tan sólo un inconveniente temporal. Todos los baños y retretes del Palacio de Justicia estaban ubicados en una serie de mezzanines cerca de la escalera principal en el ala noroccidcntal. El baño al cual entraron los rehenes guia­ dos por Gaona estaba ubicado en el mezzantne entre el tercero y el cuarto piso. Allí, cerca de la tercera parte de las fuerzas del M-t9, bajo el renuente liderazgo de Andrés Almarales, estableció su cuar­ tel. El baño estaba escondido detrás del foso de los ascensores; el único acceso era por el estrecho pasillo que quedaba entre d exte­ rior del foso de ascensores y un muro que iba del piso al ciclo raso, que bloqueaba la vista de los sanitarios y orinales desde las esca­ leras. Vigilado por el arma más poderosa de la guerrilla, ubicada en el descanso del tercer piso directamente debajo del mezzanine, esa habitación sin ventanas y forrada en mármol parecía impene­ trable.

municiones. Cajas de granados de mano y algunas minas Claymo re («con forma de balón de fútbol americano», dijo Gabriel) esta­ ban apiladas encima de los lavamanos y los orinales; balas para sus dos ametralladoras Muele de 50 mm y jo mm; sus fusiles Galil de 7.62 mm; pistolas de 7.36 mm; f usiles AR 15; revólveres Browning de 16 mm y 9 mm, subametralladoras Uzi de 9 mm; todo ello apilado en el piso. Tres mujeres jóvenes, dos de ellas todavía con sus vestidos de calle y la tercera en uniforme de combate, opera­ ban un sistema de relevos para cargar las armas desocupadas y regresarlas a los guerrilleros en la escalera, que luchaban en un permanente tiroteo con los francotiradores que disparaban desde la calle. Aunque sus armas eran pobres, los guerrilleros habían ve­ nido preparados para la guerra si fuese necesario. Lajs guerrilleros nos dijeron que no nos preocupáramos, que pronto se acabaría, así que nos sentamos donde pudi­ mos -dice Gabriel-, en el piso, bajo los lavamanos, y espe­ ramos. Súbitamente entró un guerrillero corriendo y gri tundo: «¡Comandante, comandante! ¡ Estamos jodidos! ¡El Ejercito entró con tanques! ¡Hay tanques en el primer pi so!».

El reloj de la torre de la catedral de la plaza de Bolívar aca­ baba de dar las dos de la tarde cuando el primero de los tanques del coronel Plazas penetró en el interior del edificio. Lo siguen de cerca dos tanques más. Disparando sus proyectiles de 90 mm a corto alcance. Ies ha tomado menos de cinco minutos derrumbar las sólidas puertas de bronce. Las minas, puestas apresuradamen­ te por la guerrilla adentro de las puertas, no estallaron. En pocos

Era un espacio de tres metros de ancho por seis de largo. A la derecha de la entrada, pegados contra la pared, había cuatro

minutos, toda la situación del M19 y sus rehenes se alteró de ma­

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ñera radical; en ese momento, las tropas del Ejército, protegidas por los tanques, invadieron el patio interior, cortaron todo acceso a los pertrechos de los invasores en el sótano c impidieron cual­ quier posibilidad de comunicación futura entre las dos unidades principales de las fuerzas guerrilleras, desplegadas en puntos diamctnilmentc opuestos en el enorme edificio. La unidad más pe­ queña, con diez o doce hombres y mujeres armados y comandados jx>r Andrés Alma rales, estaba bien atrincherada en la escalera noroccidental del edificio. La otra unidad, bajo órdenes de Luis Ote­ ro, tenía su base en la esquina nororicntal del edificio, donde él, Jacquin y diecisiete guerrilleros bien armados retuvieron a los rehe­ nes más numerosos y estratégicamente más importantes en las ofi­ cinas desprotegidas del cuarto piso. Dentro del baño Almaralcs intentó tomar la ofensiva. «Tenemos que dar una muestra de fortaleza militar», de­ claró. «Tenemos qtic usar las minas». No obstante, las mechas se habían humedecido en el ba­ ño, así que para que las minas explotaran tenían que improvisar, amarrándoles granadas de mano. Pero una granada se demora cin­ co segundos en explotar después de que se 1c ha retirado el pasa dor y ninguno de los guerrilleros podía determinar cuánto demo­ rarían las minas en caer al suelo desde el piso más alto. Almaralcs nos preguntó cuánto creíamos que demoraría una mina en caer del cuarto piso al sucio. Gaona dijo que dos segundos. Entonces Andrés Almaralcs instruyó a los guerrilleros que llevaran una de las minas al cuarto piso y que contaran hasta tres después de retirar el pasador de 1a granada ames de soltarla. Luego nos mostró cómo prote­ gemos de la explosión. Nos dijo que nos acostáramos boca ahajo, que respiráramos profundamente con la boca abier­ ta llevando el aire al estómago. «Cuando yo grite, abran la boca bien abierta y respiren», indicó. Y le dijo al guerrillero que ames de soltar la mina tenía que gritar «¡Mina suelta!».

El Palacio nr Justicia: Una

toa< .i ima coujmuana

Entonces, el guerrillero se fue al cuarto piso a soltar la mi­ na Claymorc; los rehenes se acostaron boca abajo y siguieron las instrucciones de Almaralcs al pie de la letra: oyeron la adverten­ cia del guerrillero, respiraron profundo hasta el fondo de sus es tómagos y abreieron la boca como si les fuera la vida. Hubo una tremenda explosión, seguida de inmediato por un feroz tiroteo sos­ tenido. El baño tembló pero ninguno de los rehenes sufrió daño físico alguno. «Nos sentimos protegidos», dice Gabriel. «Pero más tar de Almaralcs vino a decimos que las minas fueron inútiles, que no habían servido para nada». Poco después de las dos de la tarde el Ejército controló el parqueadero, la entrada por el sótano, la entrada principal y el primer piso. En su prisa por desalojar a la guerrilla, las tropas vol­ tearon sus armas y comenzaron a disparar indiscriminadamente hacia arriba desde el patio central a las oficinas circundantes en los pisos superiores. En este punto los soldados comprometidos en la batalla contra los guerrilleros dentro del Palacio de Justicia también se encontraron en la línea de fuego de sus compañeros, que continuaron presionando el ataque al edificio desde la calle y los edificios vecinos. No existía ninguna coordinación entre los mandos militares. Entre las dos y las tres de la tarde, unos radio­ aficionados de la ciudad captaron las comunicaciones internas entre los comandantes del Ejército y de la Policía y oyeron lo si guíente: Arcano 5 [código del coronel Bernardo Ramírez comandante ad/unto de la Brigada XUl, quien habla desde afuera del Pa­ lacio al coronel Edilhcrto Sánchez Rubiana, director de ope­ raciones de Inteligencia en el centro de mando del Ejército en el Museo de la Casa ¡Horero}-. Mire, Arcano 1, están pro­ duciendo ráfagas sobre el sótano y allí está el personal de la Policía. Cambio. Arcano 2 [habla desde el centro de manilo en el Museo}: En el sótano está el personal de Acorazado. Ellos están cono­ ciendo la situación.

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Ana Camban

El Palacio de Jt «tiua: Una

tragedia cou «muíana

Arcano 5: Sí, pero allí lo que hay también es el personal de

durante los últimos 20 minutos, Luis Otero y Alfonso Jacquin ha­

la Policía y la Policía está informando que le están dispa rando. Cambio. Arcano 2: Negativo; allí en el sótano no debe haber Policía porque está bajo control de Acorazado. Cambio. ARCANO y Lo que le estoy afirmando es porque aquí l/wrl la radio nos están diciendo los policías que están en el só taño. Cambio.

bían estado encerrados con el presidente de la Corte, Alfonso Re­ yes Echandía, explicándole las razones que motivaron esta inva sión de su tribunal por parte dd M-19 y presentándole su caso para

Acero [comandante de Polida que interrumpe): Sí. Erre, erre. Ahí hay intercambio de disparos en el sótano. Es cu rrccto. ACORAZADO 6 [el coronel Plazas Vega, comandante de tan ifues, hablando desde el interior del edificio del Palacio): ¡ Ar cano 5! Que acaban de herir un personal, unidades propias desde la Séptima, disparando sobre el sector. Cambio. Arcano 5: iu\t. Repita. ACORAZADO 6: El mayor está ubicado en el segundo piso costado norte. Dicen que hay unidades que están ubicadas en la carrera Séptima y que le están dando fuego a el; hirie­ ron un soldado. Cambio. ARCANO 5: Negro. Negro. Yo creo que por ese lado no le

están disparando. Cambio. ACORAZADO 6: Si Se está disparando porque el mayor es­

tá informando lo que estoy diciendo. Él no tiene medio de comunicación y sólo tiene la línea de teléfono que es la que está usando para hablar con nosotros. Cambio. ARCANO y Vamos a verificar, necesito que d mayor nos dé

exactamente los datos de la ubicación. Cambio. Mientras tanto, todos los rehenes importantes retenidos por Luis Otero y su unidad, incluyendo el presidente de la Corte Suprema de Justicia, magistrado Alfonso Reyes Echan dia, y ocho magistrados mis del Consejo de Estado y la Sala Penal estaban atrapados en los despachos del cuarto piso, testigos del caos mili­ tar reinante en el patio central. Dentro de una de estas oficinas,

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llevar a cabo el juicio histórico al presidente Bclisario Bctancur. La noticia de que el Ejercito había penetrado al interior dd edi ficio destrozó la calma tan peculiar de esta conferencia surrealis ta entre el presidente de la Corte Suprema y sus captores. Cuando Luis Otero, el único hombre presente con experiencia de mando militar, se dio cuenta de que el Ejército había hecho trizas las de fcn&as dd M19, comprendió de inmediato que d intento de lograr un histórico «golpe publicitario» había fracasado. Como cerebro militar de la invasión. Otero también sabía otras cosas preocupantes: sabia que casi d 50 por ciento de las mu­ niciones dd M-19 se había quedado en el sótano y, por tanto, es­ taba perdido; sabía que el Ejército había dividido a su precaria tro­ pa en dos; que no tenía radios ni walkic-talhies porque también se habían quedado en el sótano, y que él y Jacquin habían perdi­ do todo contacto con Almarales. Luis Otero, sobre todo, sabía que las condiciones especiales dd diseño dd edificio de la justicia -la construcción estilo fortaleza, el foso, la falta de más de dos entra das a nivd dd primer piso- (odas las características que habían de bido ayudar a resistir un contraataque prolongado, convertían d gran edificio, en la situación actual, en una trampa sin salida. Sus tropas estaban atrapadas, estaban en una cárcd sin ninguna po­ sibilidad de escape. Luis Otero cambió rápidamente de rumbo. Explicó las rea lidades militares al magistrado Reyes y le propuso que en su ca lidad de presidente de la Corte Suprema de Justicia -un cargo que constitucionalmente tiene igual autoridad y poder que el del prc sidente de la rama ejecutiva- llamara al presidente Betancur por teléfono para solicitarle que ordenara al Ejército un cese al fuego de inmediato, para que después el magistrado y el M-í9 pudieran sentarse a negociar d retiro de la guerrilla dd Palacio de Justicia. Poco después de la incursión de los tanques, a las dos de la tarde.

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El

Ana Cjurk, an

el magistrado Reyes, con Luis Otero sentado a su lado, marcó el número del Palacio Presidencial y solicitó hablar con el presidente Betancur. La voz masculina que contestó se identificó como se­ cretario de la Presidencia; le pidió al señor magistrado que por fa vor esperara un momento y salió a buscar al presidente. 1 lubo si­ lencio en la línea. Para los dos hombres sentados trente a frente en el escritorio del magistrado, casi ensordecidos por las explosiones de las armas que reverberaban desde el patio cuatro pisos más aba­ jo, el silencio era demasiado largo para presagiar algo positivo. Finalmente, la misma voz en el Palacio Presidencial, a sólo tres cuadras, regresó al teléfono y le dijo al magistrado que el señor presidente lamenta no poder hablar con él ahora mismo; el «se­ ñor presidente» está atendiendo un Consejo de Ministros urgente en ese momento y pide que por favor el señor magistrado amable­ mente deje un número telefónico en el que se pueda comunicar y promete regresarle la llamada. El magistrado insiste con corte­ sía pero con autoridad que su llamada también es urgente, y cuelga el teléfono. Poco después de las dos de lu tarde de ese miércoles 6 de noviembre, el secretario de la Presidencia, Víctor G. Ricardo, tomó el número telefónico del magistrado con la promesa de que el pre­ sidente Betancur lo llamaría. El magistrado intentó una acción más directa; se dirigió a la puerta de su oficina y comenzó a gritar para que lo oyeran por encima del tiroteo: Por favor, ¡detengan el fuego! -gritaba-. ¡Les habla el pre­ sidente de la Corte Suprema! ¡Detengan el fuego! ¡Somos rehenes! ¡Tenemos heridos! ¡Necesitamos a la Cruz Roja! ¡Soy el presidente de la Corte Suprema de Justicia! ¡Por fa

Palacio dc IianctA

Una tragedia colombiana

Notas La información en este capitulo está fundamentada en parte por en­ trevistas dc la autora con lo« siguientes personajes: Gabriel (Bogotá, mayo de 1986); Yesid Reyes, hijo del presidente dc la Corte, Alfonso Reyes Echandía (Bogotá, mayo de 1986 y octubre dc ¿008); Juan Gui­ llermo Ríos, periodista (Bogotá, abril dc 1986), y Manuel Vicente Pe­ ña, autor dc Las dos tomas y conocedor dc la dificultad para un ex­ tranjero dc penetrar en el modelo dc la realidad bogotana. (Peña, que era un stringer para varios medios norteamericanos y había cubierto la toma al Palacio junto con periodistas visitantes para el New York Times, el Boston Globe, el Washington Post y Newsweek, fue gene­ roso con su asistencia profesional ai ayudar a la autora a localizar documentos y videos importantes (Bogotá, abril dc 1986).] El acta del Consejo dc Ministros del presidente Betancur del 6 de noviembre dc 1985 da información crítica dc la dinámica a lo largo de la toma en los más altos niveles del Gobierno civil. Los extractos aparecieron primero en la revista Zona (Bogotá, junio de 1986). El tex­ to completo 1c fue entregado a la autora por una fuente anónima dc los círculos jurídicos de Bogotá (abril dc 1991). Las grabaciones de las comunicaciones militares y policiales con­ tinúan detallando el progreso dc la toma desde el punto de vista dc los comandantes de la fuerza pública y han sido bastante útiles para com­ prender la estrategia dc los comandantes militares en el contraataque. Las entrevistas adicionales de la autora con los magistrados Jor ge Valencia Arango, Carlos Bctancourt Jaramiüo y Julio César Uribc (2008 y 2009). además del magistrado auxiliar dc la Corte Suprema, Nicolás Pájaro Peñaranda, confirmaron y profundizaron las informa­ ciones dadas por Gabriel años atrás, a la vez que aportaron una óptica y una experiencia distinta de la suya.

vor, no disparen! Pero el combate siguía igual.

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Capítulo 5 Nadie llama al magistrado El presiden te y su gabinete, reunidos en el Palacio Presidencial a tres cuadras, deciden dejar a los militares la solución del problema de la invasión de la guerrilla al Palacio de justicia; y Luis Otero, el Comandante Uno de esta malhadada invasión, ensaya otro método de llegarle al presidente, mientras los generales continúan movih zando tanques y vehículos blindados por los espacios interiores del edificio, disparando a todo lo que se mueve

-Léesele su estudio, en las habitaciones privadas del Palacio Pre­ sidencial, situado al otro lado de la plaza de Bolívar, detrás del Capitolio, el presidente Betancur escuchaba el ruido ensordece­ dor de las ráfagas, los explosivos y los cánones de los tanques. Era la guerra que había llegado a Id capital; era la guerra que se estábil librando con toda su crueldad uj>cnas a tres cuadras de su Palacio. Es esa guerra antigua que él intentó acabar, la guerra a la colom­ biana, la guerra que todos niegan, ignoran, olvidan; pero que to­ dos los días en algún lugar del país llega con su rabia y su poderío destructor a envenenar y acabar con toda posibilidad de vida bue­ na y sana. Es la misma guerra que arrasa con las posibilidades de la felicidad humana. Cuando esa guerra llega a su puerta, cuando entra la Ha mada del presidente de la Corte Suprema a su despacho, Bclisario Betancur, presidente de Colombia, todavía espera a su ministro de Defensa, el general Vega Uribc. Son las dos de la tarde y lo ha estado aguardando durante 90 minutos. ¿Qué le puede contestar al presidente de la Corte este presidente de Colombia que cons­ titucionalmente es el jefe supremo de las Fuerzas Armadas pero a quien su ministro de Defensa no le tiene el respeto dementa! para

Ana Cakmx.an

El Palacio m. Justicia: Una thageika onu mumama

acatar su solicitud de presentarse al Palacio Presidencial y asistir a una reunión urgente del gabinete? Es cierto que hace 30 minu­ tos el general lo llamó para informarle que los tanques estaban a punto de entrar al edificio. «Es la única forma de salvar las vidas de los rehenes», le

pachos por el momento. Sabía que iba necesitar cualquier infor­

dijo. «El Ejercito debe penetrar al interior del edificio». Y Belisario Betancur, a quien nunca le ha interesado lo militar, quien nunca ha conocido nada ni de estrategia, ni de ar­ mamento, aceptó lo que le dijo d general. Ya era demasiado tarde para arrepentirse. Belisario Betancur no había tratado jamás de comprender la mentalidad de los hombres que comandaban las Fuerzas Armadas de Colombia. Al comienzo de su mandato pre­ sidencial los había ignorado; cuando entendió que su actitud era un error, ya había perdido terreno. Cuando su proceso de paz se ahogó en el caos y la criminalidad de la guerra sucia y su propia Presidencia tambaleaba, se vio obligado a enfrentar la realidad. Comprendió demasiado tarde que Colombia no iba cambiar por­ que tanta gente -sus electores, la guerrilla, la comunidad inter­ nacional- estuviera de acuerdo con él en lo que se debía hacer. Su antecesor, el ü'der del Partido Liberal, Julio César Turbay Ayala, lo expresó a la perfección cuando dijo: «En Colombia, o se gobier­ na con los militares o no se gobierna». Fue Turbay quien, antes del ataque del M-19 a la Emhujada de la República Dominicana cinco años atrás, les había dado poderes extraordinarios a los militares con su Estatuto de Seguridad. Betancur revocó las leyes consagra­ das en el Estatuto, pero los militares no renunciaron al poder. Pen­ sando en Turbay. Betancur hizo una nota para llamarlo. Turbay y los demás ex presidentes que lo habían criticado a lo largo de estos años tendrían que ser convocados de inmediato. Necesita­ ría su apoyo si había de sobrevivir. Jumos con el presidente, en sus habitaciones privadas en el Palacio Presidencial, se encontraban la primera dama, los mi­ nistros de Justicia, Gobierno, Comunicaciones, Relaciones Exte­ riores, Salud, Trabajo y Educación. El presidente les solicitó a los demás miembros de su gabinete que permanecieran en sus des­

mación que ellos pudieran recoger de fuentes independientes en la ciudad. Los ministros reunidos se dedicaron a escuchar la radio para conocer lo que estaba pasando. Por este medio se enteraron que, en su afán de penetrar por la entrada principal del edificio, los tanques habían derribado las maravillosas antiguas puertas de bronce del Palacio. Los ministros negaron la solicitud del direc tor del Instituto Nacional de Radio y Televisión de transmitir en vivo desde las cámaras ya instaladas en la plaza de Bolívar. Cada vez con más pesimismo escuchaban por el sistema de altavoces de la Presidencia una cinta de uudio que llevaba la proclamación del M-19 en directo al despacho por una de las múltiples emisoras ra­ diales a las cuales les fueron entregadas copias en sus oficinas poco tiempo después de iniciado el asalto. Para Belisario Betancur, esta agresión del M-19 constituía un acto demencia!, sobre todo porque él y su Administración se habían acercado amistosamente a ellos y por ellos se habían es­ forzado y arriesgado mucho. Era a su lado que se había permitido anhelar el sueño fácil, el sueño bello de la paz. Aun después del colapso de la tregua en el mes de junio anterior, los contactos con­ tinuaban. Esa misma mañana del 6 de noviembre, un miembro de su Comisión de Paz había viajado a Cali con su autorización personal para reanudar negociaciones secretas con los líderes del M-19, con el fin de darle un segundo aire al proceso de paz. Betan­ cur entendía -nadie mejor- el precio que sus políticas de paz le estaba costado en cuanto a su pérdida de apoyo y estima por par­ te del establecimiento. Se imaginaba los titulares, los comentarios de los columnistas al día siguiente; conocía de sobra el desprecio que los altos mandos militares le tenían a él y a su política. Ahora, sentado pasivamente en su despacho mientras escu­ chaba la retórica de la proclamación del M-19, el presidente Betón cur se sintió traicionado y empezó a caer en una depresión profun­ da. Era como si le hubieran quitado toda su energía, su voluntad. Cuando la grabación del M-19 terminó con la trillada arenga de la

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Ana Cawuc.an

guerrilla: «¡Colombianos! ¡Con las armas! ¡Con el pueblo! ¡Al po­ der!», se dirigió a sus colegas con una voz de sorda resignación y desengaño: «No hay nada que aceptar. No hay nada que nego­ ciar». Así de simple, así de categórico. Esta decisión de Betancur, tomada en forma espontánea, sin vacilación, sin discusión con su gabinete, iba a definir las ac­ ciones del Gobierno durante toda la crisis. Como resultado de lo que algunos de sus colegas calificaron mas tarde como el colapso físico y moral de su jefe, no hubo entre los ministras reunidos nin­ gún análisis de fondo sobre el significado de esta determinación. Pasó de largo ese primer día de la toma, cuando todavía era po­ sible establecer contacto con algún líder de la fuerza del M-19 que -como se supo más tarde- estaban tan desesperados ¡x>r abrir un diálogo con el Gobierno como el presidente de la Corte, igualmen­ te enloquecidos por encontrar una salida a la catástrofe en que se encontraban. Pero no hubo entre los miembros del gabinete ni una sola discusión sobre las posibles opciones-bien fuera por me­ dio de la Cruz Roja o la Iglesia, o incluso por la intervención de algún diplomático internacional amigo, o mediante la propia Co­ misión de Paz del presidente Betancur- un camino por el cual hu­ biera sido posible lograr siquiera un diálogo para buscar una sali­ da de la crisis distinta a la guerra total. Durante el día ese debate nunca tuvo lugar. Según el regis­ tro oficial de las reuniones del gabinete, luego de escuchar la pro­ clama del M-19 poco después de la una de la tarde, cJ presidente y varios de sus ministros tomaron la decisión unánime de no nego­ ciar. En el acta de la reunión del gabinete para ese miércoles 6 de noviembre está escrito: Se considera que el Gobierno no puede acceder a ninguna

El Palacio or Jumo*

Una TBAT.mtA colombiana

independencia y el funcionamiento regular de los poderes públicos, por lo menos de las ramas Jurisdiccional y Eje cutiva, es decir la propia autonomía y supervivencia de las autoridades. Y punto. Salvo en la noche, una breve iniciativa para in­ tentar un diálogo entre el presidente Betancur y los líderes de la guerrilla, sugerida desde París por el ex presidente López Michclsen y Gabriel García Márquez -viejo amigo de Betancur. Sin em­ bargo, el presidente se aterró a su decisión hasta el amargo final. Los militares habían tomado de manera unilateral su decisión con respecto a la crisis, y el presidente y su Gobierno los iban a res­ paldar. No habría intento alguno de buscar una alternativa. ¿Có­ mo pensaron quienes redactaron este escrito que la «autonomía y supervivencia» de la rama judicial pudiera mantener su «inde­ pendencia y funcionamiento normal» sin comprometerlas, en me­ dio de un combate hasta la muerte? Ninguno de los firmantes de este comunicado oficial ha ofrecido explicarlo. Esa tarde, aproxi­ madamente a la una, en ausencia del ministro de Defensa, los ci­ viles del Gobier no de Betancur tomaron la decisión de dejar la suerte de los magistrados de la Corte, y de todos los demás atra­ pados en el Palacio de Justicia, en manos de los militares. En ade­ lante, el presidente Bctanair concentró todas sus energías en re­ ducir la amenaza a la supervivencia de su Gobierno. En la sede presidencial durante estas primeras horas de la crisis, el gabinete, alerta sobre la habilidad dcJ M-19 de utilizar los medios de prensa para sus propios fines políticos, discutió a fon­ do la conveniencia de establecer algún tipo de censura a las emi­ siones de radio y televisión. Como consecuencia de esta discusión, la ministra de Comunicaciones dictó d siguiente texto, enviado por telex a los directores de las estaciones de radio y televisión:

de las solicitudes que se le formulan y que, por ello, no es del caso proceder a entablar, directamente o a través de me diadores, clase alguna de negociación con los asaltantes |... J El solo intento de realizarlas comprometería seriamente la

El Gobierno nacional agradece a los medios de comunica ción la colaboración que presten ame los hechos conocidos

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14!

(sir.) por la opinión y solicita abstenerse de transmitir por

Ana Camuóan

radio o televisión informaciones sof>rc los operativos mili tares en directo, o a través de entrevistas o comunicados, puesto que dio dificulta cualquier operación tendiente a salvaguardar la vida de las personas que ocupan el Palacio de Justicia y las zonas aledañas. Qjrclialmcntc, Noemí Sanín Posada. Las reglas de la confrontación se habían establecido: son las reglas de los tiempos de guerra. En esta, la peor amenaza a un Gobierno colombiano desde El Bogotazo de 194#, lew militares van a operar, libres tanto de cualquier interferencia gubernamental, como de la de crítica de los medios. Poco antes de las tres de la tarde el presidente se retiró a su estudio privado para hacer unas llamadas telefónicas de larga distancia a personas cuyo apoyo político sería decisivo en los días venitlcros, si él y su Gobierno iban a sobrevivir. En su mayor par­

El Palacio oe Justicia: Una toagedia culombiana

dado, quien no quiso que se diera su nombre. Muchísimos, ge ncralcs y coroneles. Pero de su presencia ese día en las habitado nes y los corredores del Palacio y de si se quedaron hasta el final de la batalla o no y la explicación que dieron por su presencia-, nadie nunca ha comentado. Como otros asuntos vinculados con las relaciones de poder entre el Gobierno y los militares, el papel que tuvo ese contingente de altos oficiales en la tragedia que se desarrollaba a tres cuadras de donde se encontraban, quedó cu­ bierto por el silencio. Mientras tanto, Belisario Bctancur finalmente logró comu nicarsc con el jefe de su propio partido, el ex presidente conserva­ dor Misad Past rana Borrero, en la suite de un hotel en Montecarlo; cuando colgó el teléfono eran las 3:45 de la tarde. Un gran núme­ ro de personas había estado tratando de comunicarse con él en nombre del cautivo presidente de la Corte. El secretario general de la Presidencia estuvo tomando todos los mensajes, y prometió entregarlos u su jefe tan pronto éste se desocupara.

te los individuos que ahora buscaba habían sido enemigos de sus políticas. Mizo llamadas a los dos líderes de los partidos tradicio­ nales -ambos ex presidentes de Colombia- y a cada uno de los demás ex presidentes que estaban vivos, todos ellos liberales; lue­ go llamó a todos los candidatos a las próximas elecciones presi­ denciales de 1986. Las llamadas tomaron tiempo, porque dos de las personas con quien estaba más descoso de ponerse en contacto se encontraban de vacaciones con sus esposas en Europa. Estaba todavía en el teléfono cuando por fin llegó el ministro de Defensa, general Vega Uribe, acompañado por su jefe del Estado Mayor, y por el director general de la Policía Nacional, general Delgado Maliarino. Curiosamente cuando llegó el ministro Vega, es decir al­ rededor de las tres de la tarde, también llegaron al Palacio Presi­ dencial otros altos mandos del Ejercito. Desde su puesto en el par­ queadero Estruco de la carrera 8, casi en frente de la entrada del Palacio, un soldado raso del Guardia Presidencial los vio llegar, uno tras otro, en sus carros blindados. Eran muchos, dijo el sol­

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Dentro del Palacio de Justicia la batalla continuaba. Entre las dos y las tres de la tarde el Ejército se reagrupó. El general Arias Cabralcs dividió sus fuerzas dentro dd edificio. Le asignó al Guar­ dia Presidencial la ocupación de los niveles inferiores dd ala occi­ dental (el parqueadero, el sótano y el primer piso) y la retoma de las alas occidental y norte. La tarea de desalojar a la guerrilla de las alas sur y oriental recayó en las unidades de Artillería bajo el man­ do dd comandante de los tanques, coronel Alfonso Plazas Vega. Poco tiempo antes, pasadas las dos de la tarde, había en­ trado una nueva fuerza a la contienda. Un par de docenas de hombres de las fuerzas dd Comando de Operaciones Especiales (COPES) de la Policía ya habían fracasado una vez en el intento de aterrizar en el techo dd Palacio. Hicieron una segunda tentativa;

AnaCmum.an

El Palaou t* Jtarx iA Una tkaouxa umommaka

de nuevo los soldados en los edificios adyacentes, quienes según un sobreviviente del COPES «disparaban a todos lados sin ton ni son», impidieron el aterrizaje de los helicópteros. Pero esta vez los helicópteros lograron descargar a los operativos de las fuerzas

Alrededor de las 2:30 de la tarde las tropas de Artillería, protegidas por los tanques, subieron disparando por la escalera

especiales; se suspendieron a unos cinco metros del techo, mien­ tras los hombres saltaban. Un teniente que aterrizó mal se rompió una rodilla. Aunque su lesión fue muy dolorosa, resultó siendo uno de los miembros de su equipo con mejor suerte. Las tropas del COPES fueron las únicas desplegadas en el contraataque militar que tenían entrenamiento en combate urba­ no antiterrorista. Sin embargo, fueron lanzadas a la batalla con hora y media de ret raso debido a la rivalidad interinstitucional con el Ejército, lo cual demuestra que todo lo concerniente a esta mi­ sión fue improvisado y, por tanto, fatal tanto para los rehenes co­ mo para las mismas tropas. Aterrizaron en el techo del Palacio sin comunicaciones de radio; sin los explosivos que necesitaban pura derribar las entra­ das del techo; sin municiones para las armas |resudas provistas por el Ejército; y, tal vez lo más grave, sin ningún plano del edificio. Fueron expuestos en el techo desprotegido del Palacio de Justicia bajo un aguacero violento: las fuerzas especiales se dedicaron du­ rante horas a esquivar el fuego «amigo» de sus camaradas. Cuan do por fin lograron derribar una puerta, descubrieron que no con duda al interior del Palacio sino u una habitación que contenía la unidad de ventilación del edificio. Entre tanto, dentro del Palacio de just icia, debido a la ubi­ cación estratégica de sus únicas armas importantes (dos ametra­ lladoras Mack de 50 nim y jo mm), la guerrilla siguió controlando el acceso crítico a las escaleras prindpales del norte y occidente del edificio. En esa zona también siguieron dominando el segun­ do y tercer piso. Disparaban a través del espacio abierto del patio, las mismas ametralladoras del M-í9 que controlaban las escaleras del ala sur que daban a la plaza de Bolívar, mientras que los rehe­ nes retenidos bajo el mando de Almaralcs continuaban resguarda­ dos en el baño del mezzamrte.

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principal a la derecha de la ent rada. Llegaron al segundo piso, don­ de rescataron a cerca de 140 personas que se habían encerrado en sus oficinas cuando irrumpió la invasión guerrillera, para evitar ser tomados como rehenes. En su mayoría eran empleados de la Cor­ te: secretarias, oficinistas, asistentes de los magistrados, visitantes, miembros del personal del edificio, ascensoristas, guardias y con­ ductores. Pero no todas las personas rescatadas lograron irse a sus casas a reunirse con sus familias angustiadas. En el Museo de la Casa del Florero, donde el general Arias Cabralcs había estable­ cido su cuartel, la Inteligencia Militar, bajo el mando del coronel del B-i, Edilberto Sánchez Rubiano, buscaba dos tipos de perso­ nas: guerrilleros que pudieran tratar de escaparse vestidos de civil con identificaciones robadas a los rehenes y miembros del perso­ nal del edificio o de las cortes, de quienes sospechan haber cola­ borado con el M-19. En esa lista que manejaban el coronel Edil­ berto Sánchez Rubiano, el coronel Alfonso Plazas Vega, el general Jesús Armando Arias Cabralcs y demás altos mandos de las Fuer­ zas Armadas (Ejército y Policía) figuraban, entre otros, los traba­ jadores de la cafetería. Eran nueve jóvenes, muchachos y mucha chas que nada tuvieron que ver ni con el EME, ni con el asalto al Palacio. Pero cuando el administrador de la cafetería, Carlos Ro dríguez Vera, y los ocho miembros de su personal fueron llevados al Museo por los soldados, el coronel Sánchez ordenó a uno de sus agentes que se los trasladaran para interrogarlos. Según el tcsti monio posterior de un desertor en relación con Carlos Rodríguez Vera, las instrucciones del coronel a sus agentes del Batallón de Inteligencia y Contrainteligencia Charry Solano, eran precisas: «Llévenselo; trabájenlo; infórmenme cada dos horas». A Carlos Rodríguez lo esposaron y se lo llevaron al cuartel de la Escuela de Caballería. Ni Carlos Rodríguez, ni ninguno del grupo de jóvenes de la cafetería ha vuelto a aparecer.

Asa Carkcan

Ei. Palacio os JumOA: Una tragedia colombiana

Pero Yesid no estaba convencido. Él tenía clientes en las

En su despacho del cuarto piso, el presidente de la Corte Suprema, acompañado de Luis Otero, Alfonso Jacquin y ocho magistrados más de la Corte y del Consejo de Estado, esperaban la prometida llamada del presidente Bctancur, De pronto, Luis Otero decidió que habían mantenido la línea telefónica abierta suficiente tiempo.

cárceles de Bogotá, criminales de poca monta, pero con «contac tos», y recientemente había escuchado j.hu parte de uno de ellos los rumores que circulaban por ese bajo mundo donde la política, el crimen y las drogas se cruzan, rumores que hablaban tic un inmi­ nente ataque al Palacio de Justicia por parte del M 19. Desde la muerte de su madre unos años atrás, Yesid, soltero, vivía con su padre y la noche anterior, mientras comían juntos, lo había con

El humo del incesante tiroteo de las ametralladoras, de los tanques y de las granadas de mano subía poi el edificio y había empezado a filtrarse en la hacinada oficina. El ruido y la humareda bloquean el pensamiento; era cada vez más complicado respirar; inclusive era difícil ver debido al ardor en los ojos. Otero decidió que había llegado la hora de una nueva iniciativa. Eran las 2:30 de la tarde cuando sonó el teléfono en la ofi­

vencido de aceptar una invitación reciente para asistir a una gira de conferencias en Europa. Esa noche del $ de noviembre, el ma­ gistrado Reyes acogió el consejo de su hijo y acordó que seria pru­

cina en el centro de la ciudad de Juan Guillermo Ríos, influyente periodista conocido por todos los líderes del M 19.

ría a salvo, fuera de Colombia. Hoy en día, Yesid comprende que sus esfuerzos llegaron

Habla el Comandante Uno -dijo la voz desde el Palacio de Justicia-. Por favor, llame al presidente y dígale que si or­ dena un cese al fuego, podremos arreglar este problema. En la oficina de Juan Guillermo cuando entró la llamada de Otero, estaba presente Ycsid Reyes, el único hijo del presidente de la Corte. Para Yesid, el asalto guerrillero al Palacio de Justicia era la materialización de una pesadilla largamente temida. Yesid, también abogado, había tomado muy en serio las continuas ame­ nazas a la vida de su padre. Justo el día anterior al asalto se había

dente salir de Colombia durante algunas semanas luego del unun rio de la decisión de la Corte sobre la constitucionalidad tlel Tratado de Extradición. Esa noche Yesid se acostó aliviado, calmado ;»or la posibilidad de que en una semana más o menos su padre esta­

tarde. Había ido a ver a Juan Guillermo Ríos porque creía que era la persona que mejor le podía dar una lectura precisa de la natu raleza de esta demencial confrontación que había estallado sobre la cabeza de su padre. Así, cuando la secretaria irrumpió en la ofi­ cina de su jefe para anunciar una llamada del Palacio de Justicia, del Comandante Uno, Yesid logró hablar directamente con su padre. Cuando el magistrado Reyes tomó el teléfono de la mano de Luis Otero para hablar con su hijo, lo primero que oyó Yesid fueron las ráfagas de los disparos. Parecía como si las armas fue­ ran disparadas a su oficina. No te preocupes -lo tranquilizó su fiadre , las cosas en mi

reunido con el hombre directamente responsable de la seguridad del magistrado, el director de la Policía Nacional, general Víctor Delgado Mailaríno, para quejarse de que la protección otorgada a su padre no era suficiente. El general de la Policía, viejo amigo personal de la familia Reyes, le había asegurado a Yesid que sus temores eran exagerados, que los escoltas asignados a su padre eran los más expertos de la fuerza policiva de Bogotá.

oficina están calmadas; ninguno de los que está conmigo está disparando. Pero luego vino la mala noticia. He tratado de hablar con el presidente, pero no ariende mi llamada. Haz lo que sea para hacerle saber que es urgente ordenar un cese al fuego inmediato; si no, aquí va a haber una ma­ sacre. Tenemos que tener un cese al fuego para poder hablar.

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AkaCaubgan

El Palacio ot Justicia Una tHAoriHA colombiana

Habta dos teléfonos en el escritorio del magistrado Re>*cs. Durante toda la tarde usó uno para llamar al mundo exterior y

No teníamos ni siquiera un minuto de reposo. Porque de unos bombardeos de una tanqueta sobrevenía otro dispa­ ro, y otro, y otro de la tanqueta. Era el terror. Nosotros sentíamos la destrucción total del Palacio. Lo que percibí [...] es que sentíamos el bombardeo del cuarto piso. Era un bombardeo mucho más fuerte que el que teníamos en el

mantuvo el otro libre para recibir la tan esperada llamada del pre­ sidente Betancur. Se comunicó con un viejo amigo, el director de la Policía, general Delgado Mallarino; habló con el director de la Policía secreta (DAS,) el coronel Maza Márquez. Ambos le asegu­ raron que transmitirían su solicitud de ceso al fuego. Cuando Ycsid volvió a llamar unos momentos más tarde,

Debe ser que la orden aún no le ha llegado a la tropa que

tercero. Tanto, que la sensación que experimentábamos era que de pronto el cuarto piso se nos venia encima. Sentíamos un estrepito tan grande; los ruidos de las tanquetas. Inclu­ sive, yo llegue a saber cuándo las tanquetas iban a disparar a las oficinas, porque producían un ruido especial, como

lucha dentro del edificio -Jijo el rnagtsíraJo-. Manten la presión desde tu lado y yo continuare tratando de comu­ nicarme con miembros del Gobierno desde aquí.

de matraca: trmriiiT... tnrrirr... y ¡prah! Cuando yo sen­ tía ese ruido, yo temblaba y sudaba frío, del terror que ex­ perimentaba allí dentro.

su padre estaba tranquilo.

Luego, cada cinco minutos sale a la puerta de su despacho y repite la letanía de ruegos ai Ejército. Más tarde, la gente atra pac la en oficinas del tercer piso dio testimonio de haber escuchado su voz por encima del ruido de los fusiles, de los tanques, cuando les gritaba a los soldados que detuvieran el fuego, que enviaran a la Cruz Hoja a evacuar a los heridos, que rescataran a dos traba­ jadoras embarazadas que se habían unido al grupo en su oficina atestada de gente. Pero en el curso de la tarde no hubo ninguna mengua por parte del Ejército en su incesante ataque; ni hubo ninguna lla­ mada del presidente Betancur. En el curso de la tarde, el Ejercito comenzó a usar gases en el edificio.

Notos La entrevista concedida (Bogotá, julio de 2009) por Nicolás Pájaro Peñaranda a la autora ilustra la situación por la que pasaban tanto los guerrilleros como los rehenes durante el cuntaataquc dd Ejército al Palacio de Justicia:

N8

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Capítulo 6 La radio El presidente de la Corte, magistrado Reyes Ecbandia, obtiene la ayuda del presidente del Senado, quien habla con el presidente de Colombia, Misario Betancur. quien no habla con el presidente de ¡a Corte; el magistrado se comunica con un reportero radial; y los ciudadanos de Bogotd se enteran de algunos de los hechos que su­ ceden dentro del Palacio de Justicia.

El Ejército disparaba gases; los gases subían por los tubos de ventilación al baño. Eran de color blanco uzuloso, muy densos, y la gente se estaba enfermando; algunas de las mujeres comenzaban a desmayarse; los gases quemaban los ojos, la boca, las narices y los oídos. La voz de Gabriel no varía en el tono. El café Roma está muy tranquilo, casi vacío; es la hora muerta entre el desayuno y las «mediusnueves» (el tradicional café bogotano de las n de la mañana). Gabriel ha estado hablando con su voz monótona y baja durante casi dos horas. Durante casi dos horas he estado tomando notas, demasiado ocupada y concentrada para notar que detrás de él está sentado un hombre solo, frente a una taza de café desocu­ pada, fingiendo leer el periódico de la mañana. ¿‘Paranoia bogot a na? No lo sé, pero el miedo hace concentrar la mente con rapidez y comienzo a fijarme en él por encima del hombro de Gabriel. Man tiene el periódico muy quieto. No está leyendo. «Los guerrilleros se quitaron sus chaquetas, las empaparon con agua y las pusieron sobre los orificios de los lavamanos.. Gabriel está de nuevo en el claustrofobia) baño atestado con más de setenta civiles, guerrilleros y municiones; la gente vo-

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Ana Caiuugan

mitaha y las mujeres se desmayaban; todos trataban de ayudarse unos a otros, mientras afuera no cesaba el ensordecedor ruido de las armas. Todo había sucedido seis meses atrás, pero en sus ojos atri­ bulados veo que para él sucedió anoche y todas las noches; que no puede olvidar y que todavía no ha logrado escaparse de ese cuar­ to. No puede parar de hablar y, sin embargo, debo detenerlo. No quiero alarmarlo pero debo hacerlo por su propio bien. Debo in­ terrumpir su relato porque este idiota que esta escuchando pue­ de ser un informante que trabaja |>ara d F*i o el B-i o el S-2 o el DAS o la SlJÍN o el BINO o quién sabe qué otra agencia de Inteli­ gencia o Contrainteligencia, o Policía secreta o agencia de segu­ ridad del Ejército que pueblan a Bogotá. También puede ser un

El.

Palacio nr Jt sucia: Una that.uma t uluauuana

No obstante, como primer paso indispensable debía haber un cese al fuego. El presidente de la Corte le pedía al presidente que por favor le ordenara al Ejército que detuviera el ataque. Era urgente. Las vidas de los magistrados de la Corte, de los conseje­ ros de Estado y de muchas decenas de personas dependían de que el Ejercito suspendiera el tiroteo. El senador Villegas le dio al pre­ sidente el número telefónico en el que se podía comunicar con el magistrado. Betancur anotó el número, le agradeció al presidente del Senado por su ayuda, colgó el telefono y continuó con sus lla­ madas interrumpí Jas a los ex presidentes, a los jefes de los par­ tidos y a los candidatos presidenciales.

simple curioso, o un periodista de las oficinas de El Tiempo que quedan a pocos metros, o un hombre que espera a su novia que está demorada... y no hay manera de saberlo. «Por favor, Gabriel», le dije. «(Discúlpame, pero ¿te moles­ taría que fuéramos a mi hotel? Es más tranquilo allí». Eran las tres de la tarde del 6 de noviembre, llovía. En el otro lado de la plaza de Bolívar, desde las ventanas de su despa­ cho en el edificio del Congreso que dan directamente a la fachada del Palacio de Justicia, el presidente del Senado, Alvaro Villegas Moreno, tenia puesto de primera fila para observar la batalla. A las tres de la tarde entró un secretario a la oficina y le entregó un mensaje con el número de telefono en el que podía comunicarse con el presidente de la Corte. Villegas marcó el número y para su alivio el magistrado respondió de inmediato. Ixk dos hombres ha­ blaron en forma breve, sucinta y en pocos momentos el presidente del Senado llamó al Palacio Presidencial, donde el secretario que monitoreaba todas las llamadas lo transfiere de inmediato al pre sidente Betancur. El senador le repitió al presidente, textualmente, lo que le acaba de decir el presidente de la Corte Suprema. La si tuación de los rehenes era en extremo peligrosa, fiero los coman dantes del M-19 estaban con él en su oficina esperando iniciar con­ versaciones encaminadas a su retiro total del edificio.



En el despacho del presidente de la Corte en el cuarto piso del Palacio de justicia, las esperanzas de los ocupantes, que habían aumentado brevemente durante el curso de la llamada del presi­ dente del Senado, se esfumaron. A medida que el Ejército conti­ nuaba su implacable ataque desde abajo, la vanguardia de las tro­ pas de Artillería que avanzaba por las escaleras amenazaba con avasallar las posiciones de delensa de la guerrilla en el tercer piso. Luis Otero miró a los jueces en la habitación. Vio los rostros de nueve hombres, quienes en circunstancias normales, en cualquier país del mundo, exigirían respeto. «¿Ninguno de ustedes conoce a nadie que tenga el poder de detenerlos?», preguntó. «¿No entienden que van a morir to­ dos?». Es una pregunta absurda que merece un silencio despee tivo. La idea de que él mismo tenía en sus manos el poder de salvar la vida de los rehenes ordenando al M-19 entregar las amias de manera unilateral no entró en los cálculos de Luis Otero. La guerrilla colombiana vive según una regla dorada: no se rinde nun­ ca. Pueden enfrentar la derrota, el fracaso, la muerte, pero morirán

Ana Camíoan

El Palmjo oa Juma* Una tkaguxa colombiana

combatiendo. La alternativa, la capitulación, la entrega de las ar*

Un poco antes de las cuatro de la tarde, después de dos ho­

mas y de sí mismos al enemigo no es una opción. Con demasiada frecuencia eso termina con ejecución extrajudicial o muerte por tortura. Así que la idea de no asumir hasta las últimas consecuen­ cias de sus acciones no estaba en juego. Otero y Alfonso Jacquin también querrían vivir, pero si tienen que hacerlo, están prepa­

ras de lucha incesante en las escaleras, el Ejército llegó al tercer piso y la guerrilla se replegó al pasillo que quedaba afuera del des

rados a morir por «la libertad», por «el pueblo», listos para caer luchando por «Ja historia». No estaban listos para lidiar con la rea­ lidad que enfrentaban en forma demasiado concreta y vulnerable los hombres y las mujeres que estaban atrapados entre sus armas y las de su enemigo mortal, el Ejército colombiano. Esa tarde del miércoles, Luis Otero y sus compañeros en­ caraban una dura elección moral. La opción que compartía con ellos la habitación tenía los rostros concretos e individuales de sus rehenes. Pero no hay evidencia de que alguno de ellos se detuviera a pensar en esa posibilidad ni por un instante. Ni hay evidencias de que al menos fueran conscientes de ello. Así como los oficiales del Ejército que dirigieron el ataque, como los miembros del Go­ bierno del presidente Bctancur, desde hada mucho tiempo los lí­ deres del M-i9 habían cerrado sus mentes a cualquier asunto más allá de la realización de su propia agenda. Luis Otero, el Coman­ dante Uno, debía resistir. Cuando llegara el momento enfrentaría la muerte, arrastrando a los jueces con él. Cuando ese momento

pacho del presidente de la (x>rte. Desesperado, el magistrado Re­ yes llamó al presidente del Senado; Villegas Moreno estaba en el recinto del Senado, pues había convocado a una sesión especial para redactar una resolución pública que apoyaba al Gobierno en esta hora de grave crisis nacional. No obstante, había dejado ins­ trucciones de que se le llamara sí había alguna palabra del presi­ dente de la Corte o del presídeme Bctancur, y en cinco minutos devolvió la llamada al magistrado. Esta vez, cuando el magistrado levantó el teléfono, el se­ nador oyó las descargas de las armas que explotaban al lado del auricular. Esta vez había una nota de angustiada incomprensión mezclada con urgencia en la voz del magistrado. No -le dice-. El presidente Bctancur no ha llamado. Esta­ mos en el cuarto piso y los soldados están en el tercer piso. Estamos rodeados. Estamos bujo las armas de los invasores y nos han anunciado que si la tropa llega al cuarto piso nos matarán a todos. ¡Nos van a matar a todos, Villegas! ¡Por amor a Dios, haga algo!

llegara es posible que los demás guerrilleros y él se convencieran de que luchaban por defender las vidas de los rehenes contra un enemigo común.

Luego arrebataban el teléfono de las manos del magistrado y Alfonso Jacquin grita histéricamente:

Pero ames, había otro cambio de táctica. Otero y Jacquin comenzaron a llamar a la prensa, a las estaciones de radio y tele­ visión.

¡Dígale al presidente que si siguen disparando volaremos el Palacio de Justicia! Tenemos suficiente dinamita en d só­ tano para hacerlo. ¡Qué importa que todos muramos; pero dígaselo! ¡ U rgen temen te!

Si el Gobierno no retira el Ejército, masacraremos a los magistrados, uno por uno, y lanzaremos sus cuerpos por la ventana a la plaza -anuncian-. Que el presidente y el Ejér­ cito sean responsables por la muerte de los rehenes.

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Al otro lado de la plaza, en su estudio privado en el Pala­ cio Presidencial, el presidente Bctancur acababa de hablar con el jefedd Partido Conservador, Misad Pastrana Borrero, en Montecario y comenzaba a recibir el primer informe del ministro de De­

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Ana Camucan

Ei Palauo de Justicia: Una dlaoiiha oüujmiuana

tensa y del director cíe la Policía sobre el progreso de la batalla por el rescate de los rehenes. Acepte') responder la llamada de Villegas Moreno. ¿El presidente de la Corte? Betancur dice que no ha ha blado con él todavía. De hecho, trató de comunicarse pero ese número telefónico que dejó el senador debía estar desconectado porque no contestaron.

El don del consejo -Jijo-, para quienes tienen la fe es. ade­ más, el don del Espíritu Sonto, y yo soy un hombre de fe. Infortunadamente, este don del consejo es muy raro, pero sí existe, y los caballeros que son nuestros ex presidentes lo tienen. No obstante, como lo señalaron varios comentaristas más tarde, había algo impreciso en esta descripción del presidente. Pri­

Por el contrario -afirmó VillegasAcabo de colgar el telé fono, acabo de hablar con él en ese número y está esperando su llamada ahora mismo. Y el senador le da al presidente el repone del presidente de la Corte, como testigo presen cial de la situación en el cuarto piso del Palacio de Justicia.

mero, su decisión de no negociar y de darle vía libre al Ejército en la conducta de la operación la tomó él solo, mucho antes de pe­ dirle consejo a nadie. Segundo, de acuerdo con los informes de algunas de las personas con quienes se comunicó, el consejo que 1c dieron fue, en efecto, diferente y conflictivo.

Betancur escuchó con tranquilidad y luego, para asombro del senador, le confió su decisión de no negociar.

Si alguien en Colombia estaba calificado para dar consejos, era el ex presidente liberal Julio César Turbay Ayala. Su Go­ bierno fue el que manejó con éxito la anterior aventura del M 19

Esto queda entre nosotros -dijo Betancur-. He consultado con todos los señores ex presidentes, con el ex presidente Alfonso López en París y con el ex presidente Misad Postrana en Mantecado, con los ex presidentes Alberto Lleras, Ciarlos Lleras y Julio César Turbay Ayala y también con to­ dos los candidatos presidenciales. Mi decisión es terminante. No voy a intervenir. A lo largo de toda mi vida he tenido la constante costumbre de solicitar consulta y consejo. Antes de cualquier decisión de importancia trascendental, siem­ pre trato de escuchar... Así explicó el presidente más tarde al Tribunal Especial de Instrucción que investigaba los eventos del Palacio de Justicia, el motivo y el significado de las llamadas que hizo a los líderes políticos la tarde del 6 de noviembre, mientras la lucha de vida o muerte entre la guerrilla y el Ejército amenazaba las vidas de por

con la loma de rehenes en la Embajada de la República Domini­ cana en 1980, sin una sola baja. Turbay declaró más tarde que cuando el presidente lo llamó, él le dijo que... ...era mi impresión que si se le permitiera [a los guerrille ros] tener un poco de tiempo para reflexionar, no actuarían en la forma criminal que había caracterizado hasta entonces su ataque ul Palacio. Si la gente tiene tiempo para pensar generalmente vacila antes de arriesgar su vida, y todo el asunto se puede concluir satisfactoriamente como ocurrió en la Emhajoda, cuando ellos misinos simplemente se en tregaron a cambio de sus vidas y de su libertad. Y también, el ex presidente olvidó agregar, a cambio de un millón de dólares en efectivo.

lo menos un centenar de rehenes al otro lado de la plaza de Bolí­ var.

Otro líder liberal, Luis Carlos Galán, candidato presiden­ cial del disidente Nuevo Liberalismo, había aconsejado que «so­ bre todo» el Gobierno no debe precipitar ninguna acción que pue­ da poner en riesgo las vidas de los rehenes». Pero el consejo que el

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AnaOomn

presidente Betancur evidentemente consideró más afín provino del líder de su propio partido, el ex presidente conservador Mi­ sad Pastrana Borrero, quien le dijo: Por mi parte, lo que está en juego aquí no es simplemente un Gobierno, o un sistema, ni siquiera el futuro de nuestra sociedad, sino todo el sistema de valores que es parte in trínscca de todas nuestras tradiciones y de la civilización cris­ tiana de la cual formamos parte; eso es lo que está en riesgo aquí. El presidente Betancur estaba en el teléfono hablando con el ex presidente Pastrana cuando el ministro de Defensa entró a su despacho. Un momento, jxir favor, Misael -le dijo al ex presidente y líder del Partido Conservador-, Si le paso al general Vega ai

telefono, ¿usted tendría la bondad de repetirle a él lo que me acaba de decir a mi? Me gustaría que el oyera en sus pro­ pias palabras lo que me acaba de decir. Y por si acaso el recién llegado ministro de Defensa tuvie­ ra algunas dudas sobre la posición del presidente en ésta, la más grave tic las crisis nacionales, Belisario Betancur le pasó el auricu­ lar al general Vega Uribe.

******

La siguiente persona que llamó al presidente de la Corle fue su hijo Yesid. Desde la oficina del periodista Juan Guillermo Ríos había estado tratando de comunicarse con el presidente o con cual­ quiera que tuviera autoridad. También había estado escuchando continuamente los informes de radio y se le ocurrió una idea.

I j FaL.V

!

K !A; Una tvaguma UHjüMUANA

«Pregúntale al comandante», le sugiere a su padre, «si pien­ sa que pueda ser útil si logro que tú hables por la radio». La res­ puesta del comandante retumbó: «¡Síí». Entonces a las 4:30 de la tarde Yesid llamó al director de noticias de Caracol Radio y le dio a la emisora el número del telé­ fono en el que se podían comunicar con su padre. En América Latina la radio es el medio de comunicación más barato y menos censurado y, en consecuencia, el más popular y el más influyente. En Bogotá, a lo largo de esa tarde del miér­ coles, era como si toda la población de la ciudad se hubiera afe­ rrado a la radio como a una línea de salvación. Nunca hubo duda de que el ataque al Palacio de Justicia finalmente encontraría su lugar en los libros de historia. Así que desde el primer disparo cu­ yo eco retumbó por los espacios abiertos de la plaza de Bolívar, los ciudadanos interrumpieron el ritmo normal de sus vidas y su trabajo y se agruparon en bares y cafés, en tiendas y oficinas c in­ cluso en buses y en la calle, donde los peatones agarraban sus tvalkman o se agolpaban en las esquinas en la fría lluvia de noviembre alrededor de cualquiera que tuviera un radio transistor. La magia de lo radio consistía en que era el único medio que les llevaba información en la cual ellos habían aprendido a confiar: la decla­ ración desprevenida, el intercambio escuchado, los detalles mi­ nuciosos, que más tarde en la intimidad de sus mentes, recorda­ rían y saborearían mientras luchaban para retener pedacitos de verdades reconocibles, en un clima que se ahogaba entre mentí ras. Así sucedió, a las 4:30 de esa tarde. Este público embelesa crga la Corte Suprema del país? ¿Qué posible ventaja pueden tener los proyectiles de 90 mm, disparados a corta distancia contra el edificio en una operación cuyo objetivo declarado es salvar la vida de los rehenes? ¿Quién está encargado de esta matanza? Dentro del salón del gabinete en el Palacio Presidencial na­ die se hizo estas preguntas. Nadie se sentía con autorización para hacerlas. Las preguntas mismas estaban vedadas. Era un «asunto militar». No era tema para políticos civiles, que en cualquier caso habían propiciado esta desgracia que les caía a ellos y a sus com­ patriotas al haber alentado a la guerrilla. No obstante, el consenso inicial del Gobierno de no hacer nada, originado en el sbocJe inicial del ataque del M19, comenza­ ba a debilitarse. Los nervios se crispaban. Algo en la desesperación 1 169

Ana Camuuan

que habían escuchado en las palabras y la voz del presidente de la Corte flotaba tercamente en la atmósfera claustrofóbica de es te enclave protegido en el cual los ministros se sentían atrapados cada vez más en su impotencia. Y la tensión del optimismo de los generales no lograba disipar; se intensificaba. Los generales la sen­ tían. El presidente Betancur también. Algunos miembros del gabinete discutían entre ellos la di­ ferencia que implicaba perseverar con la línea de «no negociar» y abrir un espacio «para el diálogo» con los líderes del M-19. El ministro de Justicia. Enrique Parejo, estaba particularmente afli­ gido por el tono de la conversación entre el jefe de Policía y Luis Otero. Parejo, como la mayor parte de los intelectuales colombia­ nos de su generación, tenía contacto frecuente con la gente del M-19 y sabía que el director de la Policía era la última persona a quien le habían debido delegar la conversación con Luis Otero. Parejo conoció a Jaime Bateman y era amigo de Andrés Almarales. Los dos eran paisanos, oriundos de la misma ciudad costera de Ciénaga, donde de niños se sentaron juntos en la misma aula tropical. Mas tarde, a la manera colombiana en la que los antece­ dentes y las lealtades locales sobreviven a todo menos a la traición personal o a la falta de honor, siguieron siendo amigos. Durante el proceso de paz, a lo largo de todas sus discrepancias, continua­ ron frecuentándose. Ahora Parejo, apoyado por las dos mujeres del Consejo, la ministra de Comunicaciones y la ministra de Educación, lideraba los retos a los militares. Más tarde ellos no le perdonarían esta tentativa de independencia, ni su resistencia a dejarse intimidar, ni la valiente declaración que hizo al Tribunal Especial de cómo vivió los hechos en el salón del gabinete ese miércoles por la tar­ de. Si lograba comunicarse con Andrés Almarales por el teléfono, quizá podría hacerlo entrar en razón. Almarales era un hombre razonable. Escucharía. Es más, confiaría en la palabra de Parejo de que el Gobierno respetaría d acuerdo que el presidente le ofrecía u la guerrilla. Luego de casi treinta minutos de discusión, Enrique Pare­ jo persuadió a algunos miembros del gabinete a que lo acompa­

so

El Palacio dg Justicia: Una hkat^jha r las vidas de muchos de sus ami­ gos atrapados en la batalla entre el Ejército y el M-19, cuando eran cerca de las 5:50 de la tarde y el general Delgado Mallarino vol­ vió a entrar al salón del gabinete todavía con su tvalkie-talkie para anunciar que los comandantes del Ejército en la escena se acaba­ ban de comunicar con él para decirle que las tropas del Goes ha­ bían dinamitado la puerta del Palacio de Justicia que daba al te­ cho y en ese momento estaban tomando posesión de todo el cuarto piso, Parejo explotó. Ame la mirada horrorizada de sus colegas volcó toda su frustración y su ira sobre Delgado Mallarino y acu­ só a los militares de «despectiva indiferencia de un acuerdo hecho con el Consejo de Ministros con la aquiescencia del presidente». Afirmó que el Ejército se había burlado del Gobierno y dijo que ahoru comprendía por qué no había respuesta en ninguno de Jos teléfonos del cuarto piso. El ingreso intempestivo del Ejército al cuarto piso -sostuvo-, al sitio mismo donde tenían retenidos a los magistrados, probablemente costó la vida de todos. El presidente Betancur no presenció el estallido tic Parejo, puesto que se había ausentado de la habitación hacía algunos mo­ mentos para tratar de comunicarse con d único ex presidente con quien no había podido hablar. Alfonso López Michclscn. López, de vacaciones en París, estaba cenando esa noche con un amigo mutuo de él y del presidente Betancur. Gabriel García Márquez. Era medianoche en París y Betancur. sabiendo muy bien que los

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El general Delgado Mallarino, agraviado, se retiró ante la andanada de Parejo para averiguar con los miembros dd Ejército que sabían de los rehenes. Regresó a los cinco minutos; no había necesidad de preocuparse, dijo. Los temores del ministro eran in­ fundados. El Ejército le acababa tic informar que cuando la tropa irrumpió en el cuarto piso, no encontraron a nadie ni muerto ni vivo. Parece que los guerrilleros habían trasladado a todo el mun­ do a un baño en alguna parte, en un piso más abajo. Inmensamente aliviado, Enrique Parejo se tranquilizó por el momento. El am­ biente en el salón del gabinete se calmó. Le tomó un tiempo al Gobierno descubrir que el Ejército mentía, que la batalla por el cuarto piso apenas comenzaba, que el comandante dei Ejercito, general Arias, y el comandante de la Policía de Bogotá, general Vargas Villegas, en ese mismo instante estaban incitando a las tropas de Artillería a que subieran por las escaleras surorientales -a la Policía y a las fuerzas especiales del Goes que entran por el techo en el suroccideme- en un esfuerzo desesperado por desalojar a los guerrilleros. El M-19, lejos de re­ tirarse a un baño en otro piso, había abandonado el despacho del presidente de la Corte para consolidar su posición en el salón de conferencias en la esquina nororiental del cuarto piso. Desde esta habitación, donde unos treinta rehenes se encontraban atrapados, atrincherados detrás de muebles de oficina y archivadores, Luis Otero y quince o diecisiete guerrilleros se preparaban para su re sistencia final. Desde esta habitación, una hora más tarde, el ma­ gistrado Reyes hizo su últ ima llamada telefónica antes de que todos los teléfonos dd edificio se cortaran. El presidente de la Corte habló por última vez con el se­ nador Villegas Moreno esa nod>e a las 6:15. El senador Villegas fue muy preciso en cuanto a la hora de la última llamada dd magistrado Reyes, porque esta entró después de que el senador había salido

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AkaGmougam

de su despicha pura presidir la votación del Congreso de una resolución de apoyo al manejo de la crisis por parte del presidente Betancur. La sesión pienarin del Congreso comenzó a las siete de la noche y poco después llegó un asistente a la cámara del Senado a decirle al senador que el presidente de la Corte Suprema de Jus­

El PALACIO i*. Juam* IA; Una tvagfoia culombiana

Esta conversación con el senador Villegas ocurrió una hora después de la llegada de las fuerzas especiales del GOES al cuarto piso del Palacio de Justicia y es la primera evidencia que se reci­ bió en el Palacio Presidencial que contradice la información que había suministrado el general Delgado Mallarino una hora ames.

ticia necesitaba hablar con él urgentemente. En su carta a los ma­ gistrados que presidieron el Tribunal Especial, el presidente del Senado escribió:

Al tiempo que tenía lugar esta conversación entre el minis­ tro y el senador Villegas, en otra habitación de Palacio, el presi­ dente Betancur le estaba dando una imagen de la situación en el Palacio de Justicia muy diferente al ex presidente Alfonso López,

Quedó presidiendo la sesión el primer vicepresidente [...] subí al segundo piso [...] y marque el número telefónico que previamente me había indicado el señor presidente de la Corte; me contestó su secretaria; hablé con el; estaba alte­ rado. descompuesto; me dijo que no había sido posible aún que el presidente le pasara el teléfono pese a que él lo había llamado en muchas ocasiones, que los iban a matar, que por favor consiguiera un alto al fuego, que en nombre de ellos

con quien finalmente había logrado comunicarse en París. Con el correr de la noche no hubo cambio en la decisión del presidente Betancur de no interferir ni cuestionar ningún aspecto del «ope­

actuara. Le dije que inmediatamente lo haría; llame al Pala cío, y no fue posible hablar con el presidente. Estaba en una sesión del Consejo de Ministros. No obstante, el presidente del Senado no colgó. Logró ha blar con el ministro de Relaciones Exteriores, Augusto Ramírez Ocampo. Pasó al teléfono y el senador Villegas le dio un informe detallado de su conversación con el presidente de la Corte. Le transmití el dramatismo de la situación; le solicité que hiciera él algo, que le comunicara al presidente lo que estaba sucediendo. Resolví roda clase de preguntas que él me hizo sobre las diferentes llamadas, pidiéndome que textualmente le repitiera lo que decía el doctor Reyes, quedando encarga­ do de transmitir al señor presidente las súplicas que hacían los magistrados por intermedio del doctor Alfonso Reyes

rativo militar en marcha para rescatar a los rehenes». Mientras tamo, alertado por el ministro de Defensa -luego de la agitación creada por la pdea de Parejo con el general Del­ gado Mallarino- de que los civiles se estaban impacientando, el general Rafael Samutlio, jefe del Estado Mayor del Ejército, envió una advertencia al jefe del Estado Mayor de la Brigada Xlll, coro­ nel Ramírez Lozano, quien a su turno la envió al comandante en­ cargado del operativo, general Jesús Armando Arias Cabralcs. La grabación de sus comunicaciones internas establece el tono del ataque intensificado en el cuarto piso del Palacio de Justicia, mo­ mentos antes de la arremetida final. PAl^DtN 6 [¿eneralSamudio]. ...que él nota que la situa­ ción se enfrió. ¡Que necesita que haya acción! (Que haya ruido! Que si necesita más munición que 1c colocan toda la que necesite, pero ¡que no los deje descansar! Que él nota que se enfrió la situación, que se está enfriando la situa­ ción. Cambio. A lo cual su interlocutor dentro del edificio, el general Arias, le responde:

Echflodía.

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El, Palacio nc Justicia: Una tkaghxa coi.owmana

Ana Garkk.an

GENERAL Arias: Erre, esa es apreciación externa a la sitúa

ción, pero aquí se está tratando de reducir a los grupos que están en los pisos dos, tres y cuatro, de llevarlos a un reduc­ to, de causarles las bajas en ese sector. De impedir mayores destrozos. Todavía hay personal ajeno a la situación que está todavía acá. CORONEL Ramírez: Él dice que le preocupa la situación De que no nos pongamos a pararnos en gastos de municio­ nes o destrozos que haya que ocasionar. ¡Se quiere que haya acción!

El general Arias accede. Con luz verde dada por sus supe­ riores, en el curso de las próximas dos horas procedió a bombar­ dear el cuurto piso del Palacio de Justicia con todo el armamento y los explosivos a su disposición.

Notas La confirmación del desacuerdo dentro del Consejo de Ministros de Colombia durante y después de la toma proviene de la entrevista de la autora al ex ministro de Justicia. Enrique Parejo (Bogotá, abril de 1986), como la otorgada por él a Adriana Echevcrry y Ana María Hansscn en su libro Holocausto en el silencio Veinte años en busca de la verdad: «El presidente no estaba dirigiendo esto» (Bogotá, octubre de 2005). El testimonio ese rito dirigido al Tribunal Especial de Instrucción por el ministro de Justicia (Bogotá. 14 de abril de 1986) y por el di­ rector de la Policía, general Víctor Delgado MsUarino en la misma época, resaltó contradicciones importantes y tensiones entre algunos de los miembros del gabinete ministerial, el presidente, y los milita­ res. Todo vestigio de inconformidad será suprimido y negado en el futuro. El testimonio del presidente del Senado, Alvaro Villegas More­ no, en su declaración escrita para los presidentes del Tribunal Es­ pecial de Instrucción, le fue entregado a la autora por una fuente en el Ministerio de Justicia (Bogotá, abril de 1991). Este testimonio ofrece

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la única evidencia de que una hora después de recibir el informe fal so por parte de los militares sobre la situación en el cuarto piso del Palacio de Justicia -y casi una hora antes del comienzo del bombar deo de la Artillería en aquel piso y dos horas antes de que d incendio arrasara con todo-, hubo por lo menos un miembro del Consejo de Ministros, el ministro de Relaciones Exteriores, Augusto Ramírez Ocampo, que habría recibido información concreta y específica sobre la verdadera situación de los rehenes atrapados en ese piso. Sin embargo, en su posterior testimonio, escrito para d Tribunal Especial de Instrucción (Bogotá, 11 de abril de 1986), el ministro de Gobierno, Jaime Castro, dio una visión del papd dd presidente Be tancur y de su gabinete ministerial durante las 27 horas de la toma, que ofreció un cariz de explicación y justificación en los siguientes términos: Sobre las órdenes expedidas por d presidente de la Repú­ blica debo decir que para mí fue claro que el siempre ejer­ ció, sin limitación alguna, su condición de comándame en jefe de las Fuerzas Militares y de la Policía Nacional que 1c otorgan las leyes, y que los jefes de éstas, como es su deber, obedecieron las decisiones del poder civil. Esa condición de comandante de las Fuerzas Armadas se manifestó, prin­ cipalmente, aiando el presídeme ordenó a la fuerza públi­ ca actuar para lograr el restablecimiento dd orden público, la liberación de los rehenes y la recuperación dd Palacio y cuando decidió no aceptar la solicitud que algunos formu­ laban de suspender o cancelar el operativo puesto en mar­ cha para alcanzar los fines señalados. También hubiera podido d presidente, como prevén las ñor mas vigentes, asumir la dirección de las operaciones que ejecutaba la fuerza pública. No lo hizo, sin embargo, en nin gún momento. Por ello la dirección dd operativo y las decisiones relativas a su naturaleza, características y desarrollos, correspondie ron a los respectivos comandantes de las unidades del Ejér­

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Axa CAKKK.AN

cito y de la Policía Nacional que tuvieron a su cargo la eje­ cución de lo ordenado. Ninguna de las decisiones por lomar era de competencia, formal y jurídicamente, del Consejo de Ministros o del «ga hinete ministerial», expresión que utiliza su oficio. Sin em­ bargo, los ministros, sin excepción, estuvimos muy cerca del presidente de la República, dada la gravedad del mo­ mento, deliberamos, opinamos, aconsejamos una u otra de­ cisión y de esa manera fuimos partícipes o autores de las decisiones adoptadas (...] O sea: que nadie nos critique. Fuimos todos, líderes civiles y militares de la Patria, leales con el presidente de la Repú­ blica, con la Constitución y con las leyes. Ha habido varías declaraciones de personas cercanas al gabi­ nete ministerial de Belisarío Bctancur que han confirmado cómo los mandos militares dentro del Palacio Presidencial sembraron los ru mores y temores de una revuelta en las calles de Bogotá y otras ciu­ dades del país, al estilo de un segundo Bogotazo. I lasta tal punto, que el argumento de la ministra tic Comunicaciones con los periodistas de la radio que resistieron la censura a su trabajo, fue el «mal ma­ nejo» de la radio de entonces el que alimentó la insurrección de ese momento. La apreciación encontrada por la autora de la situación dentro dd Palacio Presidencial a lo largo de las 27 horas que duró el contra­ ataque militar para recuperar el control dd Palacio de Justicia pro viene de retazos recuperados a través de los años, de una realidad distinta de la que habla y escribe el ex ministro de Gobierno, como son: la entrevista a la secretaria de prensa de la Presidencia, Elvira SánchezBlake con Germán Castro Caycedo, para su libro El Palacio sin máscara (Bogotá, 2008), asi como la entrevista que este mismo au­ tor hizo a un soldado anónimo, quien relató la «invasión» dd Palacio Presidencial por altos mandos de las Fuerzas Militares, de la que él fue testigo d día 6 de noviembre, a las tres de la tarde. La autora tam­ bién entrevistó al soldado, miembro dd Batallón Guardia Presiden­ cial.

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Capítulo 8 El Palacio en llamas Por el techo, las fuerzas especiales entran al cuarto piso del Palacio de justicia demasiado tarde para que sirvan de algo; el general Arias, comandante del «operativo para rescatar a los rehenes», ordena a los ingenieros del Ejército dinamitar aperturas en el techo del salón en donde están atrapados los rehenes y los guerrilleros; y finalmen­ te el incendio avanza por el cuarto piso, consumiendo todo lo que encuentra.

La participación de las fuerzas especiales de la Policía (GOÜS) en el ataque contra la guerrilla en d cuarto piso del Pala­ cio de Justicia ocurrió aproximadamente a las seis de la tarde del 6 de noviembre. Era un fiasco de comienzo a fin. Para los jóvenes que toman parte, la élite de la tropa, resulta una tragedia. El peligro que enfrentaron no provenía tanto de los gue­ rrilleros dentro del edificio, sino de los francotiradores del Ejér­ cito apostados en todos los edificios aledaños. Estos disparaban hacia el Palacio de Justicia desde todas las ventanas vecinas, sin ton ni son, a diestra y a siniestra. Como descubrieron los instructores de las fuerzas especiales de lu Policía a raíz de una investigación interna con miembros sobrevivientes de la Operación Rescate en el Palacio de Justicia, no sólo fueron los policías expuestos sin protección en el techo del Palacio quienes resultaron heridos en esa balacera de los francotiradores, sino también dentro del Pa­ lacio muchos de los soldados resultaron lastimados precisamente por ese «fuego amigo» de sus compañeros. Ya eran las cuatro pasadas de la tarde y comenzaba a oscu­ recer. Después de dos horas desperdiciadas tratando de abrir la puerta equivocada, d GoES finalmente descubrió la puerta dd te*

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Ana Cakkkían

El Palaoo nr Justicia: Una TXAcrntA oiu imhiana

cho, camuflada detrás de una claraboya. La puerta estaba cons­ truida de hierro sólido y el equipo que habían traído no servía para

por la baranda hacia el patio de abajo, todo lo que veían eran las armas de los tanques del Ejército y la Artillería que disparaban hacia ellos. «Esos vehículos blindados disparaban a lo que se movie­

romper los candados de acero. Tampoco tenían radios, o por lo menos, ninguno que sirviera; sin embargo, sí tenían un telefono de operaciones y el capitán al mando logró hacer contacto con el cuar­ tel de la Policía para pedir dinamita. La linca era mala, o tal vez la persona del otro lado no entendía; los explosivos que necesitaban con urgencia lueron depositados en el lado opuesto de la plaza de Bolívar, sobre las escaleras de Capitolio. El oficial al mando era un joven muy motivado, apodado I lalcón. quien recibió su entrenamiento |>or parte de comandos israelíes. Halcón, un capitán de apellido Talero, creía apasionada­ mente en su misión de llegar a las oficinas del cuarto piso antes que la guerrilla para rescatar a los rehenes. Mientras sus hombres se guarecían en una esquina del techo bajo la lluvia inclemente, sin poder actuar debido al continuo tiroteo que provenía de los fran­ cotiradores, Halcón se enloqueció de la frustración. Al fin tomó la iniciativa y descargó todas las municiones de su ametralladora -todas las que le dieron- en un asalto a la puerta de acero. Eran casi las cinco cuando logró derribar la puerta; seguido por tres de sus tenientes, Halcón lideró la entrada por unas escaleras dentro de un pasillo estrecho, cruzó una esquina y llegó al pasillo princi­ pal del cuarto piso, derecho a la línea de fuego de la ametrallado­ ra del M-19 que los esperaba, todavía ubicada diagonalmente del otro lado del patio en el descanso del tercer piso de la escalera noroccidental. A las 5:30 de la tarde ya estaba totalmente oscuro en el cuarto piso. La única fuente de luz que penetraba la oscuridad y el humo era un chorro que salía de una de las puertas trabadas de los ascensores y que le pegaba directo a los ojos de las fuerzas especiales que avanzaban. Los miembros de la unidad no habían recibido información alguna, ni habían visto mapas, ni dibujos

ra», recuerda un sobreviviente. Los recién llegados presumían que todo el tiroteo venía del Ejército. Acostado boca abajo, Halcón comenzó a avanzar por el pasillo hacia el norte. Cuando llegó a la esquina, volteó, levantó su cabeza y gritó: «¡No disparen! ¡Somos la Policía!». Pero sólo sus compañeros oyeron la respuesta: «¡Y noso­ tros somos la guerrilla!». El capitán ya estaba muerto, su cabeza volada por una rafa ga de la ametralladora de la guerrilla. A los 10 minutos de su pe­ netración en el Palacio de Justicia por el techo, 1 lalcón había muer to y su segundo al mando, otro capitán, estaba gravemente herido. Poco tiempo después, cuando el comandante del Ejército, gene ral Arias, y el comandante de la Policía de Bogotá, general Vargas Villegas, llegaron al cuarto piso a dirigir el ataque en persona, los sobrevivientes de las fuerzas especiales intentaron recuperar el cuerpo de su dirigente muerto. Pero uno por uno, tres miembros adicionales de la unidad cayeron gravemente heridos por la mis ma arma que mató a Halcón. El cuerpo del capitán Talero no se recuperó jamás. Luego se incendió el edificio. Gabriel recuerda cómo lo percibió su grupo de rehenes, cautivos en la esquina protegida al noroccidente del edificio, lejos de las escenas de la lucha a muerte en el cuarto piso. Pensamos que olíamos humo, pero no sabíamos de dónde venía. Almarales dijo que era el tiroteo del primer piso. En­ tonces el baño comenzó a llenarse de humo. Sentí como si fuera a sofocarme. La guerrilla no decía mucho. Llenaron

del interior del complejo del Palacio; no sabían dónde estaban, ni quien les estaba disparando, ni de qué ángulo provenía el tiro­ teo. Al tirarse al suelo y arrastrarse al borde del pasillo para mirar

baldes con agua y los pusieron en el piso y nos indicaron que nos tiráramos al sudo boca abajo con la cara contra el piso porque d humo subiría. Luego una guerrillera joven

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Ana Carrk.an

a quien llamaban Momea, entró corriendo al baño buscando

a Andrés Almamies Estaba llorando: «¡Comándame, coman dantc. incendiaron el edificio! ¡El edificio arde! ¡Quieren quemarnos vivos!». El incendio comenzó entre 5:00 y 5:30 de la tarde en la esquina nororiental de la biblioteca en el primer piso, y se regó con rapidez por toda el ala nororiental del edificio. Más tarde, el Ejército dijo que el M-19 lo había iniciado, que estaban queman­ do los archivos de sus patrones, los barones de la droga y esa ver­ sión del incendio hizo carrera. Pero más tarde los investigadores se dieron cuenta de que era imposible que la guerrilla prendiera fue­ go a la biblioteca, puesto que desde las dos de la tarde el primero y el segundo piso estuvieron enteramente controlados por el Ejér­ cito. Los resultados de pruebas efectuadas más tarde por exper­ tos en balística demostraron que una de las más probables causas pudo haber sido el efecto de los cohetes del Ejército. Demostraron que si se disparaba a siete metros de los muros enchapados en ma­ dera de la biblioteca que albergaba los archivos legales tic la na ción, el calor intenso, generado por el estallido de los cohetes, era capaz de incendiar los paneles de madera. Otra versión sostiene que en su arremetida contra el cuar­ to piso el Ejército usaba lanzallamas. El testimonio que Nicolás Pájaro dio ante la Comisión de la Verdad, cuenta que él veía rafa gas de candela que sistemáticamente eran lanzadas desde cJ pri­ mer piso al tercero y cuarto piso. Eran como lenguas de fuego que se encogían y se alargaban, lo que me hizo pensar que estaban disparando con lanza­ llamas, porque era una cuestión sistemática. No se puede decir que era el fuego del primer piso que estaba llegando al tercero y al cuarto piso. Volaban las lenguas de fuego del puro centro del edificio, y llegaban al tercero y llegaban al cuarto. Y todas las oficinas del tercer y cuarto piso eran de madera. Tenían vidrio, matiera, telas, y todo eso se incendió. Eran lanzallamas, como los que usaban los alemanes. Eso

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El Palacio de Justüa: Una tragedia colombiana

sí yo lo puedo jurar, yo veía esa candela que subía. No ve nía (legada de los pisos de abajo, sino que venía como del centro de la plazoleta. Otros magistrados atrapados en oficinas del tercer piso di­ jeron lo mismo, que vieron las llamas; algunos dijeron que eran como fuegos artificiales y otros como bolas de fuego, pero todos acordaron que subían sistemáticamente del patio central hacia las oficinas del tercero y cuarto piso. Eran alrededor de las seis de la tarde. Al subir por el edifi­ cio, la humareda llenó primero las oficinas de los pisos inferiores donde estaban todavía escondidos quienes habían tenido la suer­ te de evitar n la guerrilla durante su primera barrida por el edificio. Enfrentadas a la posibilidad de ser quemadas vivas, o de morir asfixiadas, muchas personas salieron en ese momento a los pasillos, donde los soldados que avanzaban por las escaleras hacia el cuarto piso las encontraron y las sacaron, poniéndolas a salvo. Cuando el humo penetró el baño de una oficina en el segundo piso donde Clara de Castro, esposa del ministro de Gobierno Jaime Castro, había estado escondida desde mediodía, ella abandonó la segu­ ridad relativa de este recinto y logró llamar a su esposo, a quien localizó en el Palacio Presidencial. Momentos más tarde, el Ejér­ cito empezó a buscarla. Desde su puesto en el Ministerio de De­ fensa, el coronel Ramírez se comunicó por radio con el coronel Plazas, quien dirigía el ataque de las tropas de Artillería en el cuar­ to piso. RamIki z. Llama Paladín [generalSamudto]. Que en el sec­ tor donde está Arcano 6. segundo piso suroriental, está la esposa del ministro de Gobierno, que es consejera de Es­ tado. Que se trate por medio de viva voz a fin de establecer si puede salir, si no tiene peligro, o que se trate de estable­ cer la ubicación de ella. Dígame si está QSL. Cambio. PLAZAS: ¿Dice en el segundo... ? Yo estoy en este momento acá en la parte alta, pero intentamos nuevamente. ({Pero cuál

es el nombre de ella? Siga.

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Ana Cakkk.an

RAMÍREZ; En realidad no sé, ini coronel, el nombre de ella, pero allí informaron que está Arcano 22. I labia desde el segundo piso del sector surorienral; entonces ordena Pala­

dín que se trate de establecer contacto con ella en forma verbal sin ir a precipitar ninguna situación y que si es posi­ ble que le insinúe que salga o se le dé la alternativa de ella escoger. Cambio. PLAZAS: QSL. OSE. Entendido, entonces voy a darle la orden a Arcano 22 que está en ese piso. Siga... Clara de Castro fue hallada y rescatada por los soldados. Otros no fueron tan afortunados. Poco tiempo después de esta conversación, el coronel Ramírez habló de nuevo con otro oficial en el Palacio de Justicia. RAMÍREZ: Acá llamó la señora de un magistrado Carlos Urán y dio el dato de unas oficinas en donde hay gente y dio Itts números de telefono de estas oficinas. ¿Sirve de algo?* Siga. RESPONDE {.desconocido]: Sirve. Cambio. RAMÍREZ: Oficina 313. Seis personas. Seis doctore».

Pero, los soldados jamás hicieron ningún intento por llegar a la oficina 313 donde el magistrado auxiliar Carlos Urán, el ma­ gistrado Horacio Montoya Gil y cuatro magistrados más todavía se escondían. Horas después lograron atravesar la oscuridad y el fuego para llegar con Gabriel y el magistrado Gaona y los rehenes al baño noroccidental. Ni tampoco trataron de alcanzar las oficinas vecinas (315, ji6, 317 y 318), que tenían magistrados y personal de la Corte que habían quedado aislados del combate. El Ministerio de Defensa recibió llamadas pidiendo auxilio desde todas estas oficinas pero sus ocupantes fueron sistemáticamente ignorados por el Ejército y abandonados a su suerte. En algún momento des­ pués de las 6:30 de la tarde el general Arias sintetizó para el Mi nisterio de Defensa el estado de la operación hasta entonces:

uw

El. Palacio de Justicia:

Una i ra» .ojia colombiana

GENERAL Arias: En d momento estamos evacuando apro

ximadamente a veinte rehenes que encontramos en el ter ccr piso, así que esperamos rescatarlos a todos; era una de esas situaciones donde estaban todos atrincherados [en sus oficinas). El primer piso está controlado, el segundo está controlado, en el tercer piso tenemos que terminar la eva citación y limpiar lo que queda de los subversivos; en el cuar­ to piso las cargas no funcionaron. Abrieron unos boquetes muy pequeños y por lo tanto no hemos podido. Ahí están pura|>ctados con fofas, con armarios, con archivadores, etc., y ha sido bastante difícil. Ahí se han tenido siete lesionados del GOES [Policia]... así que ahora estamos esperando ter­ minar esta evacuación para meter una sección de acero, ya que d Gols está muy disminuido en este momento por las bajas sufridas y también anímicamente. Cambio. Su corresponsal en d Ministerio de Defensa, que necesi­ taba alguna buena noticia para mantener la calma en el gabinete, presionó a Arias para que encontrara al presidente de la Corte. MINISTERIO: ¿Se sabe algo del presidente de la Corte? ¿Está

entre los veinte que están evacuando? General Arias: Negativo, negativo. Hasta ahora no sabe mos nada. Hasta ahora hemos evacuado como catorce per­ sonas y todavía quedan otras por sacar. MINISTERIO: Apenas tenga información transmítala a Pala­ dín 6 [general Samudto, /efe del Estado Mayor del Ejército) [vara que d pueda hacer contacto con Coraje 6 [general Ve­ ga Urthe. ministro de Defensa). Cambio. General Arias: QSL. QSL [o£, ok). Se le están entregando los rehenes a Arcano 2 [coronelEdilherto Sánchez, de Inteli­ gencia Militar), quien está haciendo la identificación. Pero el Ejército tenía otras prioridades, otros problemas más urgentes con los cuales lidiar. En el Museo sobre la plaza de Bolívar, el coronel Sánchez estaba muy entusiasmado con d des-

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Ana Carrk;an

El PALAUn ne Justicia: Una tracoma chjjmkana

cubrimiento de que varios guerrilleros se habían infiltrado en el último grupo de rehenes para escaparse del edificio incendiado, vistiendo ropas tomadas de los muertos o de los mismos rehenes.

guerrilla cuando invadieron el sótano y un civil muy mal herido, quien fue enviado al Hospital Militar donde los agentes de Inte­ ligencia estaban tratando de establecer «a qué grupo pertenece». Además, cuatro soldados y tres policías de las fuerzas especiales fueron heridos.

CORONEL. SANCHEZ [hablando con el Ministerio de De/en

sor el Ejér­ cito entre los escombros del cuarto piso y entregadas para su aná­ lisis a los expertos en balística de la morgue de la ciudad había sido disparada por las armas del M-19. Como ninguna de las armas de las tropas que lucharon en el cuarto piso se sometió a algún tipo de prueba, en ausencia de pruebas tangibles, los investigadores se vieron obligados a deducir que muchos de los rehenes que in­ tentaban escapar de entre las llamas probablemente murieron por disparos de las armas del Ejército. Al mismo tiempo, en el ala noroccidental del edificio, en el lado opuesto al patio del Palacio, de forma sorprendente los demás guerrilleros y sus rehenes, bajo el mando de Andrés Almarales, habían sobrevivido. Durante la noche del 6 de noviembre, desde sus emplazamientos en las escaleras entre diez o doce gue­ rrilleros, alternando pistolas y mangueras para apagar el incendio, lograron controlar todos los puntos de acceso al segundo, tercero y cuarto piso en las alas norte y occidente del edificio. Cuundo terminó el incendio, dejó destrozadas las alas sur y oriental del magnifico edificio, el Ejército reanudó su ataque. Con el objeto de «proteger las instituciones», como lo expresó el presidente Be tancur, entre las dos de la mañana, horas antes del amanecer del 7 de noviembre, y las 2:30 de la tarde de ese día, el Ejército apro­ vechó su ventaja implacablemente. Para terminar con su despreciable enemigo, recuperar su honra institucional lastimada y anticiparse a la posibilidad de que los civiles reunidos en el Palacio Presidencial por fin los convoca­

del mezzünine. oculto detrás de las fortalezas del M 19 en las csca leras. En mayo de 1986, antes de que despejaran las ruinas de lo que había sido un extraordinario edificio pata dar lugar a la cons­ trucción de la nueva versión del Palacio de Justicia (la segunda reconstrucción en cuatro años), visité ese baño. Era un espacio rectangular estrecho, sin ventanas, que medía seis metros de lar go por tres de ancho; el techo era bajo, tenía paredes revestidas en mármol y una fila de lavamanos también de mármol. En la noche del 6 y la mañana del 7 de noviembre, cuando el Ejército lo sorne rió al asalto devastador, este baño albergaba en su interior a un grupo de aproximadamente setenia rehenes; tres guerrilleros gra vemente heridos acostados en tablones sobre los lavamanos, y dos guerrilleras jóvenes cuya única función era cargar y recargar las anuas para los guerrilleros que combatían en las escaleras. Inmediatamente después de la batalla para retornar la pose­ sión de este cuarto, el Ejercito había limpiado gran parte del de­ sorden. Pero seis meses después de la tragedia cuando atravesé el umbral, aún había manchas de sangre en el ciclo raso y en lus pa­ redes, y pude contar diecisiete orificios irregulares de bala que ha­ bían atravesado las divisiones metálicas de los compartimentos de los sanitarios. Con Felipe analizamos detalladamente los planos y las es tmeturas de esta habitación y sus alrededores. Paso a paso junto con él, Juan y Mauricio se reconstruyó la batalla que tuvo lugar

ran a negociar con los terroristas, los generales y coroneles encar­ gados de «defender la democracia» siguieron destrozando el Pa­ lacio de Justicia. En vista de que la toma continuaba un segundo

dentro y fuera de todos sus rincones. Pero no fue sino hasta cuando conocí a Gabriel que entendí cómo habían podido sobrevivir, hora tras hora, setenta personas en este espacio tan estrecho, con­ servando su humanidad y lucidez intactas. La descripción real y

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El Palacio ut JusnciA: Una txutftma culombiana

discreta que hizo Gabriel de lo allí ocurrido es un testimonio del hecho de que al enfrentarse con la muerte inminente, lo que pro­

frecuencia, cuando aparecía en la puerta del baño en busca de una pistola recién cargada o a tomar agua alguno de los hombres o mujeres que peleaban en la escalera para mantener a raya al Ejér­ cito en el patio, con ansiedad Andrés le pedía noticias: «¿Dóndeestá Luís?», preguntaba. «¿YJacquin? ¿Qué pasó con los compañeros del cuarto piso? ¿Y los que estaban en el só­ tano? ¿Y los del sur?». Y siempre recibía la misma respuesta bru­ tal: «Muertos, mi comandante». De los 35 hombres y mujeres que ese miércoles en la ma­ ñana asaltaron el edificio, anhelantes de tener una confrontación de gran altura con el Gobierno colombiano, quedaba solamente ese puñado que ahora luchaba por su vida en la escalera de) ala noroccidcntal. Ahora Andrés Almuralcs, quien había venido al Palacio de Justicia para dirigir las negociaciones y que apenas sabía cómo disparar un arma, también estaba totalmente incapacitado, tanto por falta de experiencia como por temperamento, para desem­ peñar el papel que le había caído encima. A este hombre afable, de mediana edad, que contaba con un amplio grupo de amistades en todos los círculos sociales colombianos -gente tan diversa como Gabriel García Márquez y el ministro de Justicia del momento, Enrique Parejo-, le parecía del todo absurdo verse en d papel de secuestrador y guardián de un grupo de personas inocentes, la ma yoría de las cuales, en principio, respetaba y entre quienes se en centraban algunas que en otras épocas de su agitada vida fueron colaboradores suyos e, incluso, amigos. Hubo ocasiones en las que Andrés podía haberse negado a muchas de las propuestas de Alvaro Payad y de Luis Otero y de

tegió de la locura a esa gente confinada fue la solidaridad, la com­ pasión y la simple decencia. I lumanamenie -dice Gabriel recordando con el dolor visi­ ble en sus ojos-, uno tiene que sentir piedad por todos, por

esas mujeres jóvenes y por los heridos. A uno de los gue­ rrilleros le habían disparado en el estómago, tenía mucho dolor y algunas de las secretarias se turnaron durante la noche tratando de cuidarlo. Por vez primera desde que empezamos a hablar varias horas antes, Gabriel bajó los ojos y un incómodo silencio llenó el espacio entre nosotros. Sin mover un solo músculo se esforzó por controlar su emoción mientras yo resistía el impulso de romper la tensión haciéndole alguna pregunta. En ese momento sentí que Gabriel se hallaba muy lejos de esta habitación impersonal de ho­ tel, donde estaba sentudo en el borde de la silla con una taza de café que no Había probado y se enfriaba frente a él. Se había ido sin darse cuenta y nuevamente estaba en el hueco infernal de ese baño, frente a frente con la muerte. V no había nada que decir. Nada. Todo eso se queda con uno -murmuró finalmente entre dientes-. Muchas veces cuando estoy solo en casa o en d tra­ bajo, regresan a mi mente y me persiguen escenas completas de lo que sucedió allí. Trato de imaginar alguna solución diferente f...] Ni siquiera la guerrilla llegó jamás a pensar que eso terminaría como terminó.

zar. se encontraba tan aislado como lo estaban los rehenes. Con

los compañeros del comando nacional del M-19. Como el día en que descubrió que la entrega de los cohetes antitanque de Pana­ má, prometidos a través del cartel de Medellfn, no se había ma­ terializado. En ese momento, desde su campamento clandestino en la profundidad de las montañas, Payad, el comandante supre­ mo del M19, había enviado un mensaje a Bogotá que decía: «No hagan ningún movimiento sino cuando reciban los cohetes que nos prometieron Los Extraditables».

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Al caer la noche del 6 de noviembre, para Andrés Almarales, en ese momento el único comandante del M-19 que aún sobrevivía al ataque, la situación era una pesadilla. Para comen­

Asa Cajo*.*n

Ij Palmjo na. Justicia: Una ttlv.ltxa culombiana

«Al diablo con los cohetes», había dicho Otero, «lisa gen­ te no tiene intenciones de ayudamos. Fabricaremos nuestros pro­ pios explosivos. Sabemos cómo hacer una mina Claymorc». Andrés estaba consternado, pero guardó la calma. Luis ha­ bía previsto que el tiempo máximo que necesitarían para enfren­

nicran con él detrás dd edificio del Congreso, en d extremo opuesto de la plaza de Bolívar, con el objeto de revisar su estrategia. Que ría planear un asalto final coordinado al último fortín de resisten­

tar y rechazar un ataque del Ejercito serían cinco horas y todos estuvieron de acuerdo. Decían que al caer la noche el presidente y el Gobierno estarían rogándoles que negociaran. Un gran e his­

lencio, después dd bombardeo brutal de las últimas 11 horas con­ secutivas. el estado de ánimo colectivo de los rehenes se animó y en la habitación sucia, llena de humo y atestada de gente, empezó a circular la primera leve esperanza. A lo largo de las interminables horas de su cautiverio, en­ tre los rehenes surgió un hombre que se convirtió en d líder. El magistrado de la Corte Suprema, Manuel Gaona. Él, un hombre

tórico debate nacional, difundido por todos los rincones del país, estaría próximo a comenzar. El país ya nunca volvería a ser el mis­ mo. La conexión de intercambio de drogas por armas entre Pa ñama y Medellín falló. Las minas Claymore que Luis había insis­ tido podían detender el edificio de cualquier ataque que empren­ diera el Ejército resultaron inútiles. En ese momento Andrés se encontraba en medio de la oscuridad, con el agua basta los tobillos, en el sofocante calor y humo de ese miserable baño que con cada hora que pasaba se parecía más a una trampa mortal. La descrip­ ción que hace Gabriel de él, menguado, de pie en la puerta, evoca la imagen de un hombre silbando en la oscuridad para darse valor. Les dijo a los rehenes que no se preocuparan. Insistió en que su posición, protegida por el fuego de la ametralladora que arre­ metía en las escaleras justo encima de la entrada del baño, era físi­ camente infranqueable. Repitió el credo del M 19: el que dice que más temprano que tarde el presidente tendría que capitular y or denar al Ejército detener su ataque, porque ningún Gobierno co­ lombiano puede permitir que los soldados del Ejército nacional asesinen a los principales magistrados de la nación. Pero la retó­ rica, las palabras tranquilizadoras, no convencieron a nadie. Esa noche del 6 de noviembre, entre las 11:00 y las 11: jo de la noche, casi doce horas después de que los primeros tÍrmeos en el sótano retumbaran por todo el Palacio alertando a los emplea dos de la Corte del asalto del M-19, poco a poco disminuyeron los disparos de los soldados y luego cesaron por completo. El coman­ dante, general Arias, convocó a todos los oficiales para que se reu-

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cia del M-19 en el Palacio de Justicia. Dentro del baño, en medio del súbito y sorprendente si­

cuarentón que había llegado a ese cargo gracias a su propio es­ fuerzo. Venía de provincia, conocía su país y a sus paisanos, y era un hombre realista. Sabía que a pesar de toda la retórica de los políticos acerca de la «nobleza de las instituciones» y d «carácter sagrado del Estado de Derecho», la verdadera actitud que habían tenido sucesivamente los Gobiernos colombianos hacia los miem­ bros de su profesión era de una indiferencia apenas disimulada. Por consiguiente, desde el primer momento en que el M-19 inva­ dió el Palacio de Justicia esa mañana, Manuel Gaona se dio cuen ta de que, al equiparar la situación de los magistrados de la Corte Suprema deJusticia colombiana con la de los diplomáticos extran jeros que vivieron una experiencia semejante en la Embajada de República Dominicana, el M-19 había cometido un error político fundamental. Gaona sabía algo que debían haber sabido los líde­ res del M 19: que en aquella ocasión sólo la presencia de diploma ticos estadounidenses y europeos dentro de la Embajada evitó la misma respuesta militar salvaje que explotó ese día sobre d Pala­ cio de Justicia y todos sus ocupantes inocentes. Cuando comenzó la toma, Gaona sintió alivio al saber que alguien como Andrés Almarales estaba a cargo. Durante las pri­ meras dos lloras del combate entre d E’ército y el M-19, los rehe­ nes dedicaron mucho tiempo a discutí 1 entre sí los diversos es­ cenarios amenazantes por medio de los cuales la guerrilla lograría

Ana Camogak

Ei Palacio » Justicia: Una ikai.ijiu culombiana

forzar al Gobierno a someterse a la serie de exigencias «no nego­ ciables» que habían traído al Palacio. Pero a medida que transcu rría el tiempo y aumentaba el contraataque del Ejército, cambió el enfoque de sus preocupaciones. Tras permanecer encerrado va­ rias horas con Andrés Almarales y un grupo de hombres y muje­ res jóvenes y cultos, ya casi nadie estaba muy preocupado por su seguridad en manos de sus captores. El espectro de rehenes ase­ sinados, sus cuerpos lanzados uno por uno desde las ventanas del Palacio como táctica para doblegar al Gobierno sencillamente no se contemplaba.

tuvo muy claro que si se iba a llegar a una solución, eran los rehe­ nes quienes debían tomar la iniciativa. Ahora, en d silencio escalofriante que había caído sobre d Palacio desde el retiró dd Ejército, se dirigió a Almarales para insistir en que era preciso hallar un lugar más seguro para los rehe nes, antes de que todos los que se encontraban en d baño murieran asfixiados por d humo. Almarales respondió encargando a uno de los guerrilleros jóvenes para que buscara una alternativa, y en mi­ nutos el mensajero regresó para informar que un piso más abajo, en el mcuantnc, había un baño que ofrecía una protección similar y que allí el humo era menos denso. Cerca de la medianoche los rehenes salieron despacio del baño y uno por uno, dirigidos por el guerrillero, con Andrés en la retaguardia, empezaron a bajar en fila |x>r las escaleras. Al salir del baño donde habían estado presos durante casi doce horas, vieron por primera vez el devastador impacto dd incendio. Al otro lado del patio, hasta donde la vista lo permitía, se observaba todo el te cho en llamas. «Fue entonces», dice Gabriel, «cuando pensé por primera vez: “de aquí no saldremos con vida”». En el descanso del tercer piso pasaron junto a dos guerri­ lleros que con mangueras estaban tratando de evitar que d incen­ dio se extendiera en su dirección Luego, cuando la larga fila de gente comenzó a avanzar a rastras y a deslizarse en la oscuridad por los escalones mojados, desde el patio dispararon de repente en su dirección.

También para Manuel Gaona la presencia de Andrés era bastante tranquilizadora, pues demostraba que el M 19 tenía in­ tendones senas de sentarse a negociar con el Gobierno sobre sus motivos de queja. ¿Con qué otro objeto llevaron a uno de sus prin­ cipales y mejor calificados negociadores ¡1 esta incursión violenta? Gaona anticipó que las exigencias iniciales del M 19 eran excesi­ vas, pero también esperaba que se conformaran con mucho menos, liso lo habían hecho en el pasado. Por tanto, concluyendo que An­ drés Almirores estaba a la altura de la impresión que siempre había tenido de él, la de un hombre decente aunque condicionado, alguien con quien era posible discutir de manera racional, incluso en me­ dio de una crisis de tanta irracionalidad, Gaona estaba calmado, a la expectativa de lo que pasara. Durante las tensas y alarmantes horas de esa tarde del miércoles, mientras el Ejército concentraba toda la fuerza de su fuego en el ala opuesta del edificio, la sereni­ dad y la confianza de Gaona en sí mismo lo llevó a establecer una norma de disciplina y tolerancia bajo la tensión, que tuvo efectos profundos en el ánimo de sus compañeros. No obstante, con la locura que irrumpió en todo el edificio y que culminó con el inesperado desastre del incendio, la sitúa ción se deterioraba. Hora tras hora, Gaona sentía que Almarales se desorientaba y que la situación se salía de control. Atrapado en la oscuridad, casi asfixiado por el humo, y ensordecido por las in­ cesantes explosiones de las armas y d silbido de las balas que re­ ventaban contra columnas de concreto y madera astillada, Gaona

Nos paralizamos -recuerda Gabneí-. La orden nos alcanzó: «¡Deténganse! Deben hallemos visto». Durante cinco mi­ nutos esperamos en absoluto silencio. Entonces Almarales dijo que nos quitáramos los zapatos y descalzos, contenien­ do la respiración, nos arrastramos lentamente hasta d baño dd segundo piso. Una vez allí, nos sentimos un poco más calmados. Va no estábamos en la mira dd fuego, y todos, incluso los guerrilleros, nos instalamos para descansar un poco.

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Ana Caucan

El Palacm> nr Justicia: Una tracuna culombiana

Cayó un aguacero torrencial durante la noche y cerca de la una de la mañana, tras haber arrasado por completo con el ala surorienlal del edificio, el incendio empezó a amainar Desde las ventanas del Palacio Presidencial, donde el presidente y su gabi­ nete esperaban recibir al ministro de Defensa, general Vega, ha­ bían observado el pavoroso brillo, púrpura y naranja, que llenaba el cielo encima del edificio incendiado. Vega llegó a informar al Gobierno que en el lugar de los

probablemente el presidente de la Corte Suprema se encontraba entre ellos. Debido al incendio, hasta el momento había sido im­ posible entrar a los baños. Sin embargo, los ministros podían estar seguros de que el principal objetivo del Ejército era rescatar en forma segura a los pocos rehenes que faltaban. El general Vega le aseguró al presidente y a su gabinete que, al igual que los demás objetivos de la operación alcanzados hasta ese momento, éste tam bien se lograría en la primera oportunidad que se presentara. El presidente Betancur, e incluso los miembros más escép­ ticos del gabinete, se sintieron aliviados. Se acordó que ya podía disolverse la sesión de emergencia que había tenido lugar de ma­ nera continua durante las últimas 12 horas.

hechos sus comandantes estaban optimistas, confiados en que el fin de ate largo calvario estaba próximo. Dijo que hasta ese mo­ mento no había habido ninguna baja entre los retenidos. En las ultimas horas se había rescatado con éxito a la gran mayoría de rehenes y se encontraban ya seguros y reunidos con sus familias. El general insistió en que todo estaba en calma en el gran edificio. Que debido al incendio iniciado por la guerrilla en la biblioteca del Palacio, el Ejército había retirado por un momento sus tropas para permitir que disminuyera el fuego y el calor de la conflagración y que no se iba a emprender ninguna acción militar antes del ama­ necer. En vista de que no se refutó nada de lo dicho por él. el ge­ neral Vega procedió a concluir su informe con algunos datos adi­ cionales para garantizar la tranquilidad de los civiles y enviarlos a casa con un estado de ánimo más sereno. Durante la retoma del sótano, dijo, así como en el cuarto piso, los soldados encontraron grandes cantidades de municiones del M 19 que la guerrilla se vio forzada a abandonar debido a la rapidez ilcl contraataque. El Ejér­ cito tenía confianza en que el último foco pequeño de resistencia fanática, concentrado en el ala nonxcidcntal, pronto se iba a que­

Después del informe final del general Vega nos fuimos a casa para dormir un poco, tranquilos ¡il saber que no había habido victimas con la incursión del Ejército al cuarto piso del Palacio y satisfechos al ver que el final de esa espantosa situación estaba cerca -recuerda con amargura el ministro de Justicia algunos meses más tarde-. A la una de la madru dada se acordó que el Consejo de Ministros se volvería a reunir a las nueve de la mañana.

dar sin municiones. Al llegar la mañana dijo el general el Ejér­ cito esperaría terminar con éxito la operación. Algunos miembros del Consejo de Ministros presionaron al general Vega para que informara acerca del paradero del pre­ sidente de la Corte Suprema. El general dijo que en uno de los baños cerca de la escalera noroccidental aún había un número reducido de rehenes en poder de la guerrilla. El Ejército creía que

A esa hora, casi al mismo tiempo que las limusinas minis­ teriales hacían fila en la puerta del otro Palacio para llevar a los ministros a sus casas, uno de los guerrilleros entró al baño con un pequeño radio transistor en el que escuchaba el último boletín de noticias. Gabriel recuerda que las baterías se estaban acabando y recuerda también el silencio instantáneo y total en el baño don de estaban hacinados rehenes y guerrilleros que contenían el alien­ to para captar cada sílaba de la transmisión. El locutor informó que la operación militar llevada a cabo para retomar el control dd Palacio de Justicia estaba llegando a su fin. Casi toda la gente que había quedado atrapada en el edificio cuando el M-19 lo invadió, había sido rescatada con éxito y ya no quedaban rehenes con vida en el edificio que continuaba en llamas. El reportero admitió que todavía faltaba acabar con un grupo pequeño de guerrilleros, pero

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AmaCajougan

El Paiaoo me Justicia: Una tvauuma am humana

que el Gobierno tenía confianza en que la crisis estaba a punto de terminar y que por esa noche el Consejo de Ministros había sus­ pendido su sesión de emergencia. Al terminar el noticiero hubo un momento de silencio estu­ pefacto; luego, todos los rehenes, a la vez. explotaron con rabia y frustración. Muchos no podían aceptar lo que acababan de escu chai . En la habitación atiborrada miraron lodos los rostros tan conocidos -entre ellos cinco tnagistrados de la Corte Suprema y

de teléfono de la casa de media docena de personas importantes en Bogotá. Arrancó algunas hojas de la parte de atrás en las que escribía su lista, en la que incluyó al arzobispo de Bogotá, al de­ cano de la facultad de Derecho de su universidad y al presidente de la Comisión de Paz del presidente Bctancur. Almaralcs agregó los nombres y teléfonos de un par de periodistas famosos y Gaona también escribió los nombres y rangos de los miembros más im­ portantes de la Corte que se encontraban allí en calidad de rehe­ nes. Almaralcs entregó las do* hojas a lino de sus guerrilleros y lo mandó a hacer las llamadas en nombre de los rehenes. Sus instruc dones eran informar a la primera persona que encontrara la ver­ dadera situación que ocurría en el Palacio de Justicia y pedir a esa persona que pasara la información al Gobierno junto con una sú plica urgente de los rehenes para que hubiera un cese al fuego, se presentara una delegación de la Cruz Poja para atender a los he­ ridos, y otra del presidente que coordinara la salida de los miem­ bros del M 19. El guerrillero salió del baño para buscar un teléfono y re gresó cinco minutos más tarde para informar que todos los telé­ fonos estaban muertos. Ese fue uno de los peores momentos de la toma, recuerda Gabriel. «Verá usted», dice en voz baja, «habíamos empezado a te­ ner esperanza, a creer que habría una solución».

tres consejeros de Estado- y en medio de la desolación evocaron la imagen de sus familias, sentadas en casa escuchando la radio. Comprendieron el efecto dcmolcdor que tlcbió causar en los miem­ bros de sus familias y en todos los amigos cercanos la noticia que acababan de escuchar. I fasta ese momento, cada uno de los rehe nes había logrado aferrarse a una ilusión personal de que afue­ ra en la ciudad que aparentemente los había abandonado, alguna persona amada -un marido o una esposa, un hijo, una amante, un padre- estaría tocando en todas las puertas, clamando por una intervención, una acción que los favoreciera, Ahora se evaporaba esa última, pequeña esperanza de una eventual liberación. Andrés Almaralcs reaccionó en forma muy diferente. El noticiero lo sacudió de su letargo. Supo que debía hacer. 1 fasta ese momento no había perdido del todo la esperanza de que al final, el Gobierno tuviera que iniciar un diálogo para obtener la liberación de los rehenes y conducir con seguridad a los guerri llcros fuera dd edificio. Contra toda evidencia, a lo largo de las úl timas 13 horas se había aferrado a la fórmula del M 19: mientras los guerrilleros tuvieran a los rehenes, sólo era cuestión de tiempo pa ra lograr obligar al Gobierno a doblegarse. La posibilidad de que el Gobierno y el público en general estuvieran convencidos de la inexistencia de más rehenes, nunca pasó por su mente. Se dio cuenta de que de alguna manera tenían que hacer contacto con el mun­ do exterior.

Pero Abúrales rehusó dañe por venado c increpó a Gaona:

¡Tiene que hacerles saber que ustedes están aquí! Si d Ejér­ cito cree que no queda nadie vivo sino un puñado de gue­ rrilleros. será nuestro fin. Salgan a las escaleras y empiecen a gritar, den sus nombres, identifiqúense. ¡Es necesario que les digan que ustedes están vivos todavía! ¡Griten, griten lo más fuerte que puedan! ¡Es su vida la que está en juego!

por teléfono. El juez Gaona sacó su agenda y buscó los números

Así que salimos del baño -dice Gahrtel-, nos paramos en el descanso de la escalera y empezamos a gritar: «¡Somos los rehenes! ¡Hay setenta de nosotros aquí! ¡Somos los rehe­ nes! ¡No disparen, por favor! ¡Por favor, no nos maten!

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Entonces Andrés Almaralcs y Manuel Gaona sostuvieron una conferencia urgente y acordaron que intentarían pedir ayuda

Ana Caswc.an

Ei Palacio ut Justicia. Una txmj-jxa oju>mmana

¡Somos los rehenes de la Corte! ¡No disparen, por favor!».

ametralladora Mack del M-19. Alrededor de las tres de la madru­ gada, expulsados por la intensidad del calor y el humo c incapa oes de ver en la oscuridad, se retiraron los soldados. Una vez más, un menguado intranquilo silencio descendió sobre el edificio.* •

Gabriel se alza de hombros y continúa: Nos cansamos. Gri­

tábamos durante cinco minutos y luego descuajábamos cinco minutos, y todo el tiempo Almuralcs nos insistía en que continuáramos: «¡Insistan! ¡Sigan! ¡Su vida depende de ello!»; cuando nos deteníamos para recuperar el aliento, se escuchaba un silencio total. Natía se movía Entonces, media hora más tarde, recibimos respuesta. Llegó con una lluvia de balas.

Poco después de las dos de la madrugada, el Ejercito lanzo otro asalto feroz contra el Palacio de Justicia. Comenzó cuando uno de los tanques tomó posición en el extremo más distante de la plaza y desde la base de las escaleras del Capitolio disparó tres veces a la fachada del Palacio de justicia. Un proyectil perforó la pared exterior del edificio, justo al occidente de la puerta princi­ pal, abriendo un boquete en la fachada de granito, a través del cual se escapó una nube negra de humo que quedó flotando, den­ sa. en el húmedo aire de la noche. Luego, los tanques y los carros blindados, acompañados de tropas nuevas, volvieron a entrar al edificio humeante, decididos a irrumpir en la última resistencia de la guerrilla. Para ese entonces, -dijo Gabriel-, ya podíamos reconocer el sonido de los tanques y, además, todo el edificio se sacu dió con el impacto de las explosiones de los misiles y pro ycctiles. Nos refugiamos en el baño y todos los guerrilleros regresaron a seguir luchando en las escaleras.

Notas

El acta del Consejo de Ministros del 6 de noviembre le fue entregada a la autora por Ramón Jimeno en abril de 1991 en Bogotá. Gran pane de la información para este capítulo proviene dd tra­ bajo conjunto del «equipo de la morgue», como se le conoció jurídi­ camente, es decir, el equipo liderado por Felipe y que comprendía su experiencia forense, la pericia balística de Arturo’ y los planos a esca­ la del joven diseñador Mauricio. Su generosidad al companir con la autora sus hallazgos hizo posible descubrir y comprender lo acaecido dentro del pequeño cuarto de tres metros por seis, donde estuvieron retenidas setenta personas durante el incendio y la interminable ba­ talla. (Lamentablemente todas las pruebas desarrolladas a través de su trabajo y que conformaron el telón de fondo de su informe para el Tribunal Especial fueron robadas del baúl del automóvil del fiscal adjunto para los derechos humanos, Jaime Córdoba, cuando las lle­ vaba a fotocopiar.) Otras fuentes, además de las va citadas para capítulos anrerio res, son: • Cimas de video no transmitidas por la televisión colombiana que fueron proyectadas para la autora en Bogotá en 1986 y en 1991 por amigos de la prensa local. • Un material de video de la televisión española en el que sale el administrador de la cafetería, Carlos Rodríguez, que luego desapare­ ció sin rastro ni sin que la justicia colombiana se preocupara. • Las entrevistas de la autora con Gabriel (Bogotá, mayo de 1986) y con Nicolás Pájaro Peñaranda (Bogotá, julio de 1009).

El asalto del Ejército al baño antes del amanecer tampoco logró desplazar a la joven que desde las escaleras disparaba la gran

A la vez. conversaciones con amigos y amigas de la prensa bo­ gotana que le proporcionaron a la autora una comprensión tnultidimensional de lo que estaba pasando en Bogotá en ese momento.

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Capítulo io Pesadillas y fantasmas Los bogotanos enfrentan la peor de las pesadillas El ministro de Justina recordó a su viejo amigo de colegio, el líder guerrillero del Mi9, Andrés Almarales, y evocó los fantasmas de la Masacre de las Bananeras de 1928 en Ciénaga, su ciudad natal.

13ogotii. Lran las Jos de la madrugada y se iniciaba el segundo

día de la toma. De repente, el Ejercito bombardea de nuevo el Palacio de Justicia; el estruendo de los tanques en la oscuridad de la noche retumbó en las estrechas calles y por toda la ciudad las luces se encendieron de nuevo. Despertada de manera brutal por las explosiones, la gente se lanzó a los teléfonos, en busca de un amigo, una voz humana con quien compartir su terror. Todo el día y toda la noche, los bogotanos esperaron en vano una palabra del presidente Beüsario Betancur. Desde el ano­ checer se transmitieron las declaraciones de su negativa a negociar -«no hay recompensa para el terrorismo»- y los llamados al M-19 para que liberara a los rehenes, se entregara al Ejército y se some­ tiera a juicio en tribunales civiles. Pero desde el momento en que empezó la crisis, no hubo ni una sola palabra; ni un solo comu­ nicado oficial de algún vocero del Gobierno rompió el silencio siniestro que rodeó al Palacio Presidencial. En el último noticiero transmitido por televisión la noche anterior, se presentaron las es­ cenas del incendio que ya había consumido gran parte del Pala rio de Justicia -salvaje y brevemente- entre los programas depor­ tivos y el concurso de la Señorita Colombia. De manera súbita e inexplicable, el alcance de la tragedia invadió los salones de Bo­ gotá cuando una sábana de llamas serpenteantes, anaranjadas y azules llenó por completo la pantalla. Imágenes de esas llamas, ele

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AmaCahucan

El. PALACIO tit Justicia; Una tumadia a tu auuana

van Jóse por el aire sobre el techo del edificio arrasado, contrasta­ ban con el penco sobre los bomberos de Bogotá, reunidos en grupos, en silencio, con sus uniformes amarillos y anaranjados en medio de los tanques y de los cairos blindados, en la esquina de la plaza de Bolívar. Con sus enormes mangueras aún sin desen­

de la Argentina bajo la dictadura de los generales en los años se­ tenta y ochenta. Como era muy fácil recordar las pesadillas de los latinoamericanos, resultaba apenas lógico que ahora, en esta no­ che bogotana de 1985, surgieran de nuevo esos temores de un gol

rollar, con las manos ociosas, permanecen de pie, desolados junto a sus camiones a la espera de un momento de tregua en la lucha, para entrar en acción y comenzar su tarea salvavidas. Tales imágenes en la pantalla chica evocan una película de un desastre estilo Mollywood o el reporte de algún fenómeno terrible de la naturaleza, como un terremoto o la erupción de un volcán. Con la diferencia de que este maravilloso edificio que ex­ plotaba frente a las cámaras no era una constnicción simulada en un lote trasero de Los Ángeles. Este edificio era parte integral, cen­ tral de la historia y la vida cotidiana de la ciudad. En cierta forma, era sagrado para el sentido de identidad de Bogotá y, por consi­ guiente, para la mayoría de los bogotanos; todo lo relacionado con esas escenas que se introdujeron en sus hogares en medio de la noche como una anotación al margen de ese dia uelasto, era in­ comprensible. A las dos de la mañana, con el tronar de las últimas explosiones todavía resonando en su cabeza, las preguntas que rondaban en la mente de la gente, desde la dramática súplica del magistrado Reyes pidiendo un cese al f uego, quedaron sin respues­ ta... todas comenzaron a circular por las líneas telefónicas de la ciudad atemorizada. La gente se preguntaba: ¿dónde está el pre­ sidente?, ¿qué ha pasado con el Gobierno? Y por toda la ciudad empezaron a circular rumores sobre un golpe de Estado; corrie­ ron rumores de que habían llevado al presidente al cuartel del Ejército... se había arrestado al Gobierno... el Ejército se había tomado el poder... Los rumores llegaban cargados de un antiguo e histórico temor, uno que en América Latina nunca fue muy remoto cuando se trataba de seguridad. Las pesadillas de los latinoamericanos con­ temporáneos estaban pobladas de imágenes de dieciséis años de brutalidad bajo d régimen de Pinochet en Chile, de los horrores

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pe. En la Bogotá de Betancur no era ningún secreto que este pre­ sidente en particular hacia tiempo que estaba en desacuerdo con los jefes militares. Aquí en Colombia, al igual que en sus contrapartes hemis­ féricas, se pensaba que los uniformados estaban hartos del caos y la complejidad de los malos Gobiernos civiles. Durante más de treinta años, en los remotos campos colombianos, un excesivo nú mero de soldados jóvenes había muerto victima de ataques a man­ salva de las tropas insurgentes de media docena de grupos guerri llcros, en una guerra sucia, vergonzosa y no declarada contra la subversión. Ahora, como retribución a sus antiguas quejas y a las humillaciones sufridas a manos de los «subversivos», llegaba el momento para que los militares se tomaran el poder con sus tan ques, aplastando a sus odiados enemigos del M-19; convirtiendo en cenizas a la Corte Suprema para sacar del camino a sus únicos oponentes peligrosos: a estos hombres y mujeres que conocían de sus crímenes -los de la guerra y los de la corrupción a la que ha bían llegado gracias a sus amistades con los mañosos de la droga-; a estos magistrados, los únicos en esta sociedad frívola e insensi­ ble que no les temían, los únicos a quienes no se les podía silen­ ciar con amenazas, ni se les podía manipular para que cambiaran la ley a su favor. ¿Que mejor oportunidad para quitarse de encima tamo problema presente y futuro? ¿Cómo más se puede explicar o comprender lo que sucedió en la cúpula de la institución más valiosa que tenía la nación, bajo las ventanas del mismísimo Go biemo y del Congreso, en medio de un silencio oficial aterrador? Porque es de suponer también -y así dice la gente-, que es este miedo el que estaba oculto tras la timidez de los civiles, en­ claustrados en su inercia en el Palacio Presidencial; es, tenia que ser, el trasfondo de las declaraciones repetitivas de respeto y ad­ miración por el presidente Betancur que expresaban los miembros

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Ana Carjugan

El Palacio de Justicia Una txacuxa coumm ana

del gabinete- lisas declaraciones, tamo individuales como colecti­ vas de solidaridad y apoyo al líder que se rehusaba a gobernar, cons­

tares, por parte de los políticos y demás miembros dd estableci­ miento, prevalecía sobre lodo lo demás. Al caer la noche, muchos

tituyen la esencia misma del acta oficial de las sesiones de emergen­ cia del Consejo de Ministras del 6 de noviembre. Ese documento oficial es notable, puesto que revela la ignorancia del Gobierno, durante todo ese día, de lo que ocurría en la batalla entre el M-19 y el Ejército, al cual, en apariencia, había dado su apoyo con una falta total de sentido crítico.

de los miembros dd gabinete presidencial se habían convencido a sí mismos, así como unos a otros, de que la decisión del presi­

Una imagen más acertada de la atmósfera que se vivía en el salón del gabinete, y que permite dar un breve vistazo a la confu­ sión, las tensiones, la inercia y las f rustraciones de esa terrible tarde y noche, emerge de los recuentos de algunas llamadas telefónicas que miembros del Gobierno sostuvieron de manera individual con sus colegas políticos durante la crisis. Una de ellas, entre el líder del ala disidente del Partido Liberal, Luis Carlos Galán, y el minis­ tro de Justicia y miembro de su partido, Enrique Parejo, tuvo lugar alrededor de las siete de la noche dd miércoles. En d recuento del contenido de su conversación presentado al Tribunal Especial, Ga­ lán relata la descripción hecha por Parejo dd altercado que tuvo lugar en el salón dd gabinete, justo unos minutos después de que los militares sabotearan los intentos de Parejo por establecer una línea de comunicación entre el Gobierno y los líderes del M-19. De acuerdo con Galán, cuando Parejo se opuso a la inoportuna invasión de los militares al cuarto piso dd Palacio de Justicia... .. .el presidente Betancur se acercó al ministro pidiéndole que se calmara, a la vez que decía que era mejor esperar hasta que dios supieran exactamente que había ocurrido, para analizar otras alternativas. Según lo que el ministro también me dijo -continuó Galán-, el presidente había di­ cho que ya había demasiada tensión y que era mejor no agra­ var aún más la situación. A medida que el interminable primer día de la loma se fun­ día con la noche, ese temor acerca de las intenciones de los mili­

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dente de dar carta blanca a los generales era el único camino, el correcto y el necesario que se tenía que seguir. Según dijo Víctor G. Ricardo, secretario general de la Presidencia a los investigado res: Durante toda la tarde y la noche dd 6 de noviembre, al igual que en la mañana dd 7 de noviembre los líderes de las dos cámaras del Congreso, todos los miembros conservadores del Parlamento. los representantes de las asociaciones pro­ ductivas y sindicatos comerciales, acudieron al Palacio [Pre­ sidencial] para presentar sus expresiones de solidaridad y apoyo a la determinación del presidente de la República de enfrentarse a este ataque terrorista. No cabe duda: ante la amenaza a la continuidad de su ejer­ cido del poder, el establecimiento había cerrado filas. Pero cuando a las dos de la madrugada de ese jueves el so­ nido de la más reciente acometida del Ejérdto contra el Palacio de Justicia invadió las alcobas de los ministros, los hombres y mu­ jeres que hacía poco habían salido del salón del gabinete confiados en las palabras del general Vega sintieron de súbito que era difícil sostener la ilusión de que lo peor ya había terminado. A esa hora desolada y vulnerable, indicios de una verdad que los miembros del Gobierno habían tratado de evitar penetraron la privacidad de sus casas. Seis meses más tarde, hablando de su recuerdo de esa noche, Enrique Parejo se acordó de su propio espantoso deser­ tar. Aún llevaba consigo el sentimiento de traición personal y co­ lectiva, y dice que... .. .al llegar a casa encendí el radio y al escuchar el ruido de las armas del Ejército me dije: «Nos mintieron. Nosotros,

Ana Camucan

El Palaoo ot Justicia.' Una tragedia colombiana

los miembros de este Gobierno, no leñemos idea de lo que realmente está ocurriendo».

conjunto en aquella ciudad costera golpeada por la discordia, co­ mencé a comprender cómo un ministro del gabinete y un líder revolucionario colombianos habían podido mantener una amistad de toda una vida.

Habíamos estado conversando en su oficina en el Minis­ terio de Justicia durante más de una hora cuando Parejo dijo eso. Era una habitación pequeña, oscura y bastante destartalada, con montones de libros y papeles apilados, un ambiente poco usual para un ministro de Estado. Pero Parejo es un hombre poco co­ mún. Era el tipo raro del gabinete de Betancur, el único entre sus colegas que en repetidas ocasiones intentó resistirse ante las pre­ siones de los militares y quien, además, intervino ai favor de los rehenes. Más tarde, él serta el único en oponerse a las presiones para adaptarse a la versión oficia] de esas horas críticas de inacti­ vidad gubernamental. Cuando lo conocí a comienzos de 1986, el Tribunal Especial aún no había publicado su informe y Enrique Parejo estaba bajo inmensa presión para que cambiara sus pala­ bras. Presiones que incluían amenazas rutinarias e inevitables de muerte. Sin embargo, para Parejo esos riesgos no eran una nove­ dad. I labia asumido el cargo de ministro en 1983 como resultado del asesinato de su antecesor, Rodrigo Lara Bonilla y con rapidez había procedido a provocar el odio personal de los carteles de la droga al firmar las órdenes de extradición de trece de sus miem­ bros. En algunos círculos militares también era considerado bas­ tante sospechoso debido a su abierta lealtad con su amigo de in­ fancia, Andrés Almarales, a quien con frecuencia le ofreció refugio en su propia casa cuando el amnistiado líder del M-19 lo había ne­ cesitado, en esos confusos y peligros días que llevaron a Ja ruptura de la tregua. Ese día Parejo habló mucho acerca de Almarales, mencio­ nándolo con calidez y respeto espontáneos, lo cual me tomó por sorpresa. «Mi compadre», dijo refiriéndose a sus orígenes comu­ nes en la pequeña ciudad de Ciénaga y revelando con ese termino intraducibie a otros idiomas cuán profundo puede llegar a ser ese lazo de esa tierra natal entre quienes crecen juntos en alguna al­ dea o municipio distante. Al escuchar sus recuerdos de ese pasado

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Siempre tuve una gran admiración y respeto por Andrés -Jijo Parejo na noche-. I le admi nulo y respetado siempre el valor y la honestidad de quienes han luchado por sus con­ vicciones cuando no veían otra opción, porque honradamen te creían que esa era la única forma de hacerlo. Siempre que nos encontrábamos en algún lugar, y durante la tregua nos vimos muy frecuentemente, nos abrazábamos con cariño. También me inspiraba mucha curiosidad la gente que lo rodeaba; algunos de ellos eran personas muy brillantes y sos teníamos largas conversaciones acerca de sus ideas y de los objetivos del M-19. Seguramente eran una pareja dispareja: este hombre mo­ desto, vivaz, cortes, de piel blanca y rasgos europeos, frágil, ele­ gante y bien afeitado, que se hallaba sentado al otro lado del escri torio eligiendo con cuidado sus palabras, un hombre convencional y reservado, a quien sus críticos tildaban de tenso y malhumorado; y el otro melenudo, moreno, robusto, extrovertido, con su vitali­ dad intensa y convincente, y esa imprevisible tendencia a buscar el peligro, aquella parte intrínseca de su encamo que lo destinaría a la fatalidad y a una muerte sórdida y lúgubre. Pero en la socie­ dad de la pequeña Ciénaga, donde la familia de Parejo había ocu­ pado una buena posición, mientras que el padre de Andrés traba­ jaba todavía en las bananeras, para los dos chicos que se sentaban jumos en la escuela, el dinero y la posición social carecían de im­ portancia. Su amistad venía desde ames de la sociedad de consu mo y se había forjado en épocas de trastornos sociales. «En ese entonces todos éramos jóvenes gaitanistas», dijo Parejo evocando la perdurable influencia del gran líder de los años cuarenta, Jorge Eliécer Gaitán, cuya vida y muerte violenta dejó una influencia indeleble en la generación que lo sucedió.

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Ana Cawuc.an

Ei. Palacio ut Justicia: Una omgema colombiana

En los anos cincuenta, lo importante para un futuro mi­ nistro del gabinete y un futuro revolucionario era que habían per­ cibido hondamente el malestar de Colombia y querían hacer algo

rante la crisis y no sólo debido a que Andrés Almarales y todos los fundadores del M-19 lo hubieran adoptado como su inspiración y mentor político. En el Palacio Presidencial, siempre que surgía la tentación de ponerle fin al conflicto, aunque fuese tentativo, to­ do lo que tenían que hacer los generales en la tensa atmósfera del salón del gabinete, era evocar el espectro de un segundo Bogotá zo -como se conoce a las feroces asonadas que arrasaron a Bogotá tras el asesinato de Gañán- para meter en cintura a los ministros indecisos.

para cambiarlo. Eran individuos inquietos, compartían espíritus revoltosos y ambos habían llegado a la misma decisión de utilizar la ley como escalón para actuar politicamente y dedicar su vida a trabajar por un país mejor y más humano. Por supuesto, estos dos compadres compartían ocro re­ cuerdo que los obsesionaba. A ambos los perseguía otro fantasma de la historia de Qiiombia: el legado especifico y localizado de la tragedia que había dejado huellas imborrables en sus familias y vecinos, pero que para los demás compatriotas si acaso sobrevi­ vía tan sólo en la literatura de Gabriel García Márquez. Se había hecho tarde y un pesado silencio caía sobre la sombría oficina de Enrique Parejo, cuando comenzó a hablar con su voz queda y me­ surada, sobre la masacre de 1928. De repente se diluyeron sesenta años de historia y las víctimas anónimas de esa manifestación en un ardiente domingo en la plaza de Ciénaga compartían la habi­ tación con nosotros. Muchas de las personas que se encontraban reunidas en la plaza ese domingo no llegaron a oír nunca la orden de dis persarse antes de que los soldados comenzaran a disparar Nadie sabe realmente cuanta gente murió ese día. Mis padres me decían que durante esa noche podían escu char las carretas haladas por muías que sacaban los cadá­ veres fuera de la ciudad. Dedan que d sonido sordo de las carretas de muías, llevando a rastras su carga por las calles desiertas y silenciosas, se escuchó durante toda la noche. Casi sesenta años después de que la sangre de los trabaja­ dores de las bananeras bañara la polvorienta plaza de Ciénaga ese domingo caluroso, sus inquietos laniasmas parecían hacer com­ pañía u los trágicos eventos ocurridos en el Palado de Justicia. El fantasma de Gañán desempeñó también un papel importante du­

Notas La entrevista de lu autora a Enrique Parejo (Bogotá, mayo de 1986) abrió otra ventana hacia una comprensión más amplia del paj>cl de !n historia de la violencia del siglo XX en Cotombia; desde la Masacre de las Bananeras en Ciénaga en 1928, pasando por la muerte de Jorge Eliécer Gañan en Bogotá en 1948. hasta la tragedia inverosímil del Palacio de Justicia, parece que no pasa nada. Cito un ejemplo: en la noche del miércoles 6. mientras ardía d Palacio de Justicia, la vigilancia militar alrededor del hotel Tcquendama, en el cruce de la calle 26 con la carrera 10 -a unas 14 cuadras de donde agonizaba el Palacio de Justicia- parecía exagerada, como sí el Ejército esperara que la guerrilla realizara una segunda toma, esta vez del hotel. Sin embargo, al día siguiente se supo que la presencia de más de cien soldados y oficiales en las aceras del hotel la noche an­ terior sólo era para proveer vigilancia a un grupo de doscientas seño­ ras de oficiales activos y en retiro que estaban en una partida de bingo. La carta del difunto candidato presidencial a las elecciones de 1986, Luis Oírlos Galán, al Tribunal Especial de Instrucción (Bogo ti, 1986) dio un muestra de una verdad negada y enterrada, y creó un espacio de discusión en tomo de lo que fue de verdad el papel del Gobierno de Bctancur. La cana del secretario de la Presidencia, Víctor G. Ricardo, al Tribunal Especial de Insmicción (abril de 1986), entregada a la autora por Juan Manuel López Caballero, proporciona la información bá­ sica de la «versión oficial».

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Ana ('.amigan

Durante los chas y noches del 6 al 8 de noviembre de 1985, y en los días siguientes, conversaciones en Bogotá con abogados, periodis­ tas y con varios amigos y parientes de algunos rehenes, proporciona­ ron el telón de fondo de las descripciones contenidas en este capítulo sobre cómo vivieron los bogotanos la toma del Palacio.

Capítulo 11 Los emisarios El ciudadana más famoso de Colombia, el premio Nóbel Gabriel Car da Márquez, se convierte en emisario de su amigo el presidente, y trata desde París al otro lado del mundo de ofrecerle una salida al

impasse en el que él y su Gobierno se encuentran; la guerrilla y sus rehenes, atrapados en el baño del Palacio de Justina. también en­ vían un mensa/ero al mundo exterior para obtener ayuda

E11 la madrugada todo era desolación y ruinas. Entre los escombros yacían los restos incinerados de rehenes y guerri­ lleros; sus armas también calcinadas, a su ludo. Pocos cuer­ pos conservaban su forma humana. El aire despedía una fetidez penetrante e insoportable, el registro de la destruc­ ción de la vida humana -Del «Informe sobre el holocausto del Palacio de Justicia» del Tribunal Especial de Instrucción Criminal

Cerca de las tres de la mañana del 7 de noviembre, después de que el Ejército se había visto obligado a retirarse una vez más del edificio debido al calor y al humo asfixiante y a la gran arma de Violeta, que todavía funcionaba con eficiencia letal desde las escaleras, el silencio descendió de nuevo sobre el Palacio de Jus­ ticia. Como sólo dejaron un guardia en las escaleras de vigilante, los guerrilleros pudieron replegarse al baño para descansar. Al­ gunos de los rehenes también durmieron sentados, apeñuscados ▲ El ministro de Justicia visita las minas de la otrora monumental sede de la Corte Suprema y el Consejo de Estado.

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sobre el piso mojado. El conductor de uno de los magistrados, a quien habían herido durante el asalto inicial de la guerrilla, sin sa ber cómo, había perdido gran parte de su ropa. Hacía frío en la

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AnaCamugan

noche y comenzó a temblar, hasta que un guerrillero le dio un grueso par de pantalones de gimnasia del Ejército y un buzo ver­ de que el conductor recibió con gratitud. Durante esta primera pausa larga del combate, los guerri­ lleros y los rehenes comenzaron a hablar. La división entre cauti­ vos y captores, que ahora compartían un destino común, se des vancció. Iniciamos una discusión con Andrés Alma rales -recuerda Gabriel-. Le suplicamos que se rindiera y que no permitiera que nos mataran a todos. Pero, Almarales nos dijo que no­ sotros no entendíamos. Dijo: «Nosotros no vinimos aquí a matar a nadie». Y por primera vez comenzó a explicamos por qué habían venido a la Corte y lo que habían querido hacer. Añadió: «Vinimos a presentar nuestro caso contra el presidente y contra los militares. Queríamos que todos los magistrados actuaran como jueces». Señaló que el pre­ sidente había traicionado todos los acuerdos de tregua que el Gobierno había firmado con el M-19. Y nos dijo que es­ taban preparados pan sostener una batalla con el Ejército por un periodo máximo de ocho horas, después de lo cual aspiraban a sentarse con los jueces para exponer sus posi­ ciones. Nos di|o el nombre que el M-19 le había dado a su operación: Antonio Nariño por los Derechos del I lombre. Manuel Gaona de inmediato se enganchó con esto y comen zó un debate sobre c! concepto del M-19 de los derechos humanos. «¿Cómo se pueden llamar defensores de los de­ rechos humanos cuando hacen lo que nos están haciendo a nosotros?», preguntó. Ahí mismo -dice Gabriel- hubo una tremenda discusión. Todos atacaron a Almarales. Ha­ bía una mujer joven, muy valiente, una secretaria de pro­ vincia que le gritó: «¿Usted es un asesino! ¿Cómo nos pue­ de mantener aquí encerrados? ¡Todos vamos a morir!». Y

El PaI ACIO l»K JUSIN JA:

UMA TRAC I.DIA (DUU4RIANA

es diferente. lis distinto. No hemos matado a nadie. ¡No vi nimos a hacerle daño a nadie!». Entonces abandonó la discusión para salir c inspeccionar su área de control y volvió a reinar un silencio resignado dentro del baño. Por supuesto -recuerda Gabriel-, sabíamos que ellos nos estaban «protegiendo», como decían, porque representá­ bamos su única oportunidad de salir vivos de allí. Subíamos que nunca nos dejarían ir porque finalmente éramos su pa­ saporte a la libertad. A las cinco de la mañana la guerrillera regresó al baño con un radio transistor, le dijo a Andrés que había un nuevo anuncio por parte del Ejército. La Operación Rastrillo, el comienzo de la ofensiva final para limpiar el edificio de los últimos focos de re­ sistencia, estaba programada para comenzar a las seis de la maña­ na. Inmediatamente Almarales se agitó. Estaba sumamente nervioso -recuerda Gabriel-. Nos explicó lo que significaba la Operación Rastrillo. Explicó que era la táctica que usaba el Ejército en d campo, en los pueblos, cuando salían a buscar guerrilleros. «Significa», dijo, «que van de puerta en puerta, de casa en casa, disparando primero y pregunt ando después». Asi fue como nos lo contó. Y nos dijo que teníamos que volver a gritar. Teníamos que hacer­ les saber quiénes éramos y cuántos de nosotros había. Así que nuevamente Manuel Gaona encabezó la iniciativa. Él y otros magistrados se turnaban, yendo a la puerta del

Almarales no era capaz de dar una respuesta concreta. No podía justificar lo que estaban haciendo. Sólo repetía, «esto

baño y gritando: ¡Soy tal y tal, magistrado de la Corte Su­ prema! O ¡magistrado del Consejo de Estado! «Por favor. ¡No disparen! ¡Nos van a matar a todos!» Pero no hubo respuesta. Nada. Y finalmente nos cansamos de gritar. Nos cansamos de suplicar por nuestras vidas. Y a las 5:30 de la

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Ana Cakkk.an

mañana, cuando empezó el tiroteo otra vez, Alma rales dijo: «Si esta es la Operación Rastrillo, estamos acabados. Sim plemente entrarán y acabarán con todo lo que tengan en frente». Estábamos aterrorizados. ( Jimenzamos a discutir entre no­ sotros lo que deberíamos hacer. Y los guerrilleros se acerca ban a Almaralcs y le decían: «¡(Comandante! ¡Ya están en el segundo piso!». Entonces Almaralcs nos dijo que estaban maniobrando un tanque en posición en el patio del lado opuesto al baño del primer piso, y dijo: «¡Rápido, rápido! Tenemos que llegar al próximo piso». Así que nuevamente, y muy de prisa esta vez, corrimos escaleras arriba y llega mos todos al baño entre el segundo y tercer piso. Allí nos quedamos. Hasta el fin. A las seis de la mañana, mientras los sonidos de la Opera­ ción Rastrillo del Ejército retumbaban por las calles de la ciudad, sonó el teléfono de un destacado reportero. Cuando contestó re­ conoció la voz del ciudadano más famoso de Colombia, Gabriel García Márquez. Al reportero no le sorprendió que Cabo estuvie­ ra del otro lado de la línea. Tanto la amistad personal del escritor con d presidente Betancur como su cercanía con varios líderes del M-19 eran bien conocidas. Así como el hecho de que a lo largo del malhadado proceso de paz y las treguas, el presidente le había con fiado un papel fundamental aunque secreto en algunas de las ne gociaciones más delicadas entre el Gobierno colombiano y la gue­ rrilla. Hablando en clave para sortear la interceptación telefónica de los militares -un código que el reportero reconoció de inme­ diato-, García Márquez procedió a transmitir un mensaje urgente por parte del presidente. El reportero no cuestionó ni por un mi­ nuto la validez de la misión que se le había confiado. «Oye», dijo García Márquez, «acabo de hablar con la se­ ñora Thatcher, que me llamó en nombre de Brigittc Bardot... ¿me comprendes?» Traducción: «acabo de hablar con el embajador de Colombia en Londres, que me llamó en nombre de Belisario Betancur».

El Palacio nc Justicia: Una rkAt.uxA o hoauuana

El mensaje del presidente -a pocas cuadras del apartamen­ to dd reportero- que viajó de forma bizarra vía Londres a París y de vuelta a Bogotá, era que el presidente colombiano estaba an­ sioso de negociar el retiro de la guerrilla del Palacio de Justicia. El presidente Betancur necesitaba con urgencia que alguien se pu­ siera en contacto con la estructura de mando clandestina en Bogotá para precisar los términos de ellos para abandonar el edificio. «Te tienes que mover rápido; no hay mucho tiempo», le advirtió Garda Márquez al reportero. «Brigittc necesita una res­ puesta antes de las 10 de la mañana». Cuando el reportero colgó el teléfono a las seis de la ma­ ñana del jueves 7 de noviembre, el segundo dia de la roma, sabia exactamente cómo cumplir con la tarea que se le había confiado. Sus contactos con el liderazgo del M-19 eran eficientes. Sin em­ bargo, a las 5:30 de la mañana el Ejército había declarado estado de emergencia en toda la ciudad. Vehículos blindados, tanques y tropas vigilaban cada intersección y los agentes de Inteligencia estaban arrestando simpatizantes sospechosos dd EME» requisan­ do las casas conocidas de la gente del EME, vigilando las oficinas de prensa y las de cualquier abogado que tuviera dientes de iz­ quierda. Así que hacerle llegar el mensaje al Mando Central del M-19 en la clandestinidad no era fácil. No obstante, «siempre hay una cadena de comunicación, y yo la conocía», dijo de manera enig marica d reportero; antes de la hora límite de las 10 de la mañana, dos emisarios de la dirigencia del M-19 llegaron a su oficina con una propuesta concreta para el presidente Betancur. La fórmula dd M 19 para terminar la toma era sencilla y breve. El reportero escribió en un solo pedazo de papel cuando ellos se la dictaron. El M 19 -dijeron los mensajeros- quiere aban donar d Palacio con dignidad. Solicitaban un salvoconducto para todos sus miembros a Cuba o a Nicaragua y querían que una ddcgación acudiera al Palacio de Justicia para recibir a los rehenes y para acompañar a la guerrilla basta d aeropuerto sin peligro. En­ tre los miembros de esta delegación debían estar el arzobispo de Bogotá, monseñor Carrillo; el presidente de la Comisión de Paz,

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Ana Cawuoan

El Palacio u* Justicia: Una t*at.oxa culombiana

John Agudelo Ríos, y un reportero, «Si estas tres personas van al Palacio de Justicia», dijo el vocero del M-19, «entonces le puede decir al presidente que el problema se acabó». El reportero llamó al Palacio Presidencial. Estaba prepa­

General Arias: Ensayamos otro acceso por las escaleras,

rado para llevar a cabo su cometido de buena fe. Más aún, estaba enormemente aliviado porque, como la mayor parte de la gente de la prensa de Bogotá, él tenía amigos entre los rehenes y creía que el pedazo de papel que llevaba consigo al Palacio Presidencial era muy cercano a un reconocimiento de derrota por palle del M 19 y que, por consiguiente, el presidente lo aceptaría. Pero a las 10 de la mañana los protagonistas principales del drama ya habían adelantado sus propias agendas; cuando el reportero entregó la respuesta del M*t9 a la solicitud del presidente para una lapida resolución de la crisis, prevalecieron nuevas realidades y un clima sicológico muy cambiado.

Y a hemos lanzado cuatro granadas, pero hasta el momento ha sido imposible penetrar. I lomos hecho tres intentos de romper la resistencia ai estas escaleras, tanto desde los pi­ sos superiores, disparando hacia abajo, como desde abajo,

pero no fue posible debido a que la resistencia en esa área continúa siendo muy fuerte. Sobre todo, debido al posicionamicnio de sus armas en d descanso, están protegidos f ]

disparando hacia arriba. También atacamos con uno de nues­ tros vehículos blindados, pero desafortunadamente «a mu­ nición, debido a su poder de penetración, sólo explota des­ pués de haber pasado a través del edificio a la calle del otro lado, así que trancamos el fuego. GENERAL Samudío: Dígame una cosa, ¿dónde cree que tie­ nen retenidos a los rehenes? General ARIAS: Bueno, si es que los tienen, deben estar en

******

A las 7:30 de esa mañana, el oficial al mando dentro del Palacio de Justicia, general Arias, le había entregado el informe de la si­ tuación al jefe del Estado Mayor del Ejército, general Rafael Samudio. Noventa minutos después de iniciada la Operación Ras­ trillo, se detuvo su rápido avance por el edificio. Una vez más la puntería de Violeta, quien disparaba la gran ametralladora del M-19 con efecto mortífero, había frustrado los mejores intentos del Ejército de tomarse por asalto la escalera. Un teniente del Ejér­ cito había sido herido en una pierna y por el radio de onda corta el general Arias le confirmó al general Samudío que mientras que el Ejército habíu ocupado con éxito los pisos uno, dos y tres, y parcialmente el piso cuatro, todavía no habían logrado acercarse para desalojar la pequeña tropa de Almarales en las escaleras fue ra del baño.

el sector noroccidental, quiere decir, en algún sitio cerca de donde viene la resistencia más fuerte. Samudío no reaccionó de inmediato; simplemente instruyó a Arios para que continuara con su informe de las operaciones a la fecha. El general siguió hablando sobre las dificultades de operar en el calor abrasador y el humo; mencionó que el incendio había vuelto a surgir, que el salón de conferencias en el ala suroccidental, justo al lado de la entrada principal, estaba de nuevo en llamas y que había mandado traer la brigada de bomberos para tratar de mitigar el incendio. En el curso de este informe a su superior, cuando se refi rió al cuarto piso, el general Arias no mencionó las pilas de cada veres incinerados que sus soldados encontraron cuando llegaron al descanso de la escalera de ese piso en las primeras horas de la mañana del jueves. El testimonio subsiguiente al Tribunal Especial por parte del subteniente Orlando Ramírez Cardona, del Guar día Presidencial, que dirigió el destacamento que llegó al cuarto piso justo al inicio de la Operación Rastrillo, describió la escena:

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Ana Carkigan

El Palaoo nt Justicia: Una tragedia colombiana

PREGUNTA: Ditfalc al Tribunal, por favor, todo lo que pudo

la situación dentro del Palacio de Justicia. Se estaba cocinando una nueva iniciativa para romper el dominio militar, lanzada por los rehenes mismos. Gabriel insiste en que la idea vino de uno de

observar en el cuarto piso. RESPUESTA;

I labia cuerpos incinerados. Había muchos en

el área que daba sobre la carrera 7. También había algunos en el costado sur y unos pocos en la sección norte del Pala­ cio. Estaban más que todo apilados en montones, aunque era difícil distinguirlos, porque estaban totalmente incinera­ dos. La mayor parte de los cadáveres estaban apeñuscados juntos y donde vi la mayor cantidad de cuerpos apilados fue en la sección sobre la carrera 7. en la mitad del pasillo. Pero quiero ser claro sobre una cosa; dadas las circunstancias es completamente difícil establecer entre... corrección... establecer la diferencia entre ciertos objetos de madera y los cuerpos, porque prácticamente estaban todos fundidos en una sólida masa negra en el piso... No obstante, el general Arias limitó su reporte de la situa­ ción en este piso al descubrimiento de tres urmas del M-19 que sus tropas recuperaron de las cenizas. Luego el general Samudio regresó al tema de los rehenes. -Dígame una cosa, Arcano -le pregunta usando el nombre de código del comandante-, ¿han tenido evidencias, voces, gritos, alguna cosa de los rehenes? -No -respondió Arias, y luego agrega-: A veces esta gente grita que necesitan la presencia de la Cruz Roja, pero de inmediato la complementan con disparos. Pero de rehenes todavía no se ha escuchado nada claro. -¿Alguna otra cosa especial? -Negativo, Paladín 6.

los magistrados auxiliares, el joven asistente del presidente del Consejo de Estado. Carlos Horacio Urán. Poco después del apa­ rente fracaso de la Operación Rastrillo, cuando el Ejército pare­ as haber retrocedido otra vez. a Carlos Urán se le ocurrió un plan, el cual presentó a Almaralcs: le pidió al líder guerrillero que le per­ mitiera salir al campo de batalla y tratar de llegar al primer piso. Si lo lograba, insistiría con el oficial a cargo de las operaciones mi­ litares que llamara a un miembro del Gobierno para que viniera de inmediato al Palacio de Justicia a hablar con él. Tan pronto como hubiera podido informarle al Gobierno la verdad de lo que pasaba en el baño sitiado y que le hubiera comunicado la solici tud del M-19 de que se le permita abandonar el edificio a cambio de entregar a los rehenes, regresaría al baño para contarles a An­ drés Almaralcs y a sus colegas rehenes lo sucedido. A Almaralcs le gustó la idea, pero no le pareció que Carlos Urán fuera la persona más indicada para ejecutarla. Igual que el ministro de Justicia, Enrique Parejo, y el juez de la Corte Supre ma, Manuel Gaona, Carlos Urán y Andrés Almaralcs se conocían, aunque no se habían visto desde hada mucho tiempo. Como mu­ cha gente de su generaaón y de sus ideales sociales y democráticos, en 1974 Carlos hada parte de un grupo de gente joven que traba­ jaba en la campaña electoral de la ANAPO, es decir, en las eleccio­ nes fraudulentas de abril de ese año. Pero la subsecuente relación entre una parte de la Anapo y el M-19 le fue inaceptable; Carlos Urán era un convencido de la necesidad para Colombia de lograr

A las ocho de esa mañana, el reportero y el representante del comando del M-19 fuera del Palacio de Justicia no eran los únicos que intentaban llegar donde el presidente Betancur para romper el monopolio del control que ejercían los militares sobre

la paz por medio de la negociadón. Se retiró del partido y a la vez del mundo político colombiano, y con su esposa salió de Colom bia a estudiar en París, donde obtuvo una maestría en Filosofía del Derecho y otra en Ciencia Política. Regresó a Colombia en 1979. En d momento de la toma del Palacio, era profesor de Ciencia Po­ lítica en la Universidad Javeriana y miembro de un movimiento internacional de intelectuales que buscaba movilizar a un grupo

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Ana Ca migan

El Palacio i «Justicia: Una tragkdia culombiana

para apoyar el proceso de paz de Bclisario Bctancur. Andrés AI murales sabía que su apoyo abierto a las políticas de paz de Bctan­ cur lo había podido meter problemas con el Ejército y por eso no lo quiso enviar a encontrarse solo con los militares. Instantáneamente Manuel Gaona se ofreció como volun­ tario, pero Andrés también tenia razones para rechazarlo. Manuel Gaona Cruz había sido su profesor en la Universidad Externado de Colombia; en el momento de la toma, por ser el ponente de la decisión de la Corte sobre la constitucionalidad del tratado de ex­ tradición, era uno de los magistrados más amenazados por Pablo Escobar. Pero no era la primera vez que Manuel Gaona estaba amenazado; desde que había liderado un grupo de abogados que demandó ante la Corte Suprema una reforma constitucional im­ pulsada por el Gobierno del presidente Turbay que pretendía dar­ les más poderes a los militares, Manuel Gaona caía muy mal a los altos mandos. Luego, cuando la Corte declaró inexequible la re­ forma de Turbay, las amenazas a Gaona empezaron. Ahora, para llevar un mensaje al Gobierno pasando por los militares, Andrés estaba convencido de que se necesitaba un emi­ sario de impecables credenciales conservadoras. Cuando se ofre ció un magistrado ya de cierta edad, miembro principal del Con­ sejo de Estado, quien explicó que tenía un amigo personal que era miembro del Estado Mayor dd general Samudio, Andrés aceptó de inmediato. Así fue el magistrado Reynaldo Arciniegas quien asumió la tarea de llevar a cabo el plan de Carlos Urán. Era un ca­ ballero de cierta edad, bondadoso, algo tímido y políticamente in­ genuo, un hombre valiente y decente, pero carente de experien­ cia en las costumbres con frecuencia brutales y tramposas de los ambiciosos y poderosos de este mundo. Ilusionados por una súbita y loca oleada de esperanza, sus espíritus elevados por la expectativa de lograr al fin que su men­ saje se escuchara, los rehenes se lanzaron a la acción. Alguien sacó un pedazo de papel -recuerda Gabriely to­ dos escribimos nuestros nombres. Nombres y cargos. Allí

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Ana r.ARKK.AN

El Palacio tu Jifi.neta: Una tkacjtha ctitf >mimaxa

estaban los nombres de todos. La idea era que el pajK'l lle­ gara a manos de quien tuviera autoridad y pudiera hacer algo para detener la lucha para que los guerrilleros pudie­

dados: «¡No disparen, hijueputas!». Pero era inútil. Nue­

ran hablar con alguien. Eso era lo principal. Y también pre­ guntamos si podrían enviar a un representante de la Cruz Roja -no la Cruz Roja Colombiana sino la Cruz Roja Inter­ nacional, porque ellos son más neutrales. Y también un ne gociador del Gobierno. Carlos Urán había dicho: «Esto va a ser una masacro» y sabíamos que teníamos que llegarle a

mandante! ¡Están en el tercer piso! ¡Están disparando des­ de el cuarto! ¡Nos tienen rodeados! ¡Están encima!». Alma rales aparentaba estar calmado, pero se podía ver que se estaba desesperando. Y pasó una hora, y hora y media y Ai cinicgas no volvió.

alguien con quien Almaralcs pudiera hablar. Andrés dijo ade más que teníamos que decirles que había heridos que nccc sitaban atención medica. Y dijo que también deberíamos pedir comida. Cuando el magistrado Arciniegas estaba listo para salir, An drés dijo que debía llevar una bandera blanca. Carlos Urán se quitó el saco y su camisa y se la entregó. Y así salió del baño, llevando la camisa de Carlos Urán en una mano y el pedazo de papel con todos nuestros nombres y los mensa­ jes para el Gobierno en la otra. Podíamos escucharlo gri­ tar, hasta abajo: ¡Soy fulano de tal del Consejo de Estado! «¡Por favor, no disparen! ¡Por favor, no me maten!». Por todas las escaleras bajando muy despacio, un peldaño a la vez, oíamos su voz. Gritaba todo el tiempo: «¡Por favor, no disparen!». Entonces oímos la voz de un soldado gritan «¡Salga con las manos arriba!». Luego hubo silencio abso­ luto que duró como diez minutos. Y nuevamente, el estallido de las armas... Les gritamos a los guerrilleros: «¡No disparen! jNo retomen el fuego!». Le dijimos a Altnarales: «¡Por favor! ¡Deténga­ los! ¡Acabamos de mandar a alguien para trancar la lucha! ¿Cómo pretende que haya un cese al fuego si cada vez que

vamente el Ejército nos atacó con todo lo que tenían. Y los guerrilleros comenzaron a venir donde Almarales: «¡Co

Era alrededor de las 9:50 de la mañana cuando el magistrado Ar cinicgas llegó al primer piso del Palacio de Justicia y entregó su pedazo de papel con los nombres de todos los rehenes al coman­ dante general, Arias Calmiles. De ese papel no se volvió a saber sino muchos años después. El general y su personal escucharon el relato del magis irado y anotaron debidamente la información que él ofreció en relación con el número tic rehenes y su ubicación. Escucharon con amabilidad todas sus peticiones -la del cese al fuego, la de un nc gociador del Gobierno para organizar la retirada de la guerrilla, la de la presencia urgente de una delegación de la Cruz Roja In­ ternacional. Entonces el magistrado Arciniegas, encantado y ali viado de haber cumplido con su misión, se volteó para regresar al baño. Pero en ese momento los oficiales le explicaron con corte sía y con mucha preocupación por su bienestar que esto no era posible. No todavía. Que lo lamentaban, pero que con franqueza

ellos disparan ustedes retoman el fuego?». Y Almarales sí dio la orden. Sí les dijo que pararan. Que sólo dispararan en defensa propia, o si veían a alguien subir por Las escale ras. Y oímos a los guerrilleros gritando insultos a los sol

no podían hacerse responsables de su seguridad si se regresaba en este momento. Estaban llenos de garantías. Después de todo, el buen ma­ gistrado había cumplido su misión y ah* »ra el Ejército debía cum­ plir con la de ellos. No había razón para que él se preocupara más por sus colegas rehenes. Ahora que el Ejército sabía quiénes eran

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AnaGukKjAN

El Pm m k > w JimiOA Una tmukoia miuauuana

y dónde estaban escondidos, se haría todo lo necesario para res­ catarlos y traerlos sanos y salvos. No obstante, explicó el general, había un servicio más que el magistrado podía hacer por sus amigos. ¿Sería tan amable de dedicarle otro rato a ayudarles a los oficiales que estaban encarga­

Aún no eran las 10 de la mañana; la conferencia entre d personal del general Arias y el magistrado Reynaldo Arcinicgas todavía con

dos de su rescate? Había algunos detalles sobre la ubicación del lugar donde estaban retenidos que el Ejército no lenta claros. ¿Le molestaría al magistrado dedicarle algunos momentos al personal del general para responder algunas preguntas antes de que lo con­ dujeran a su casa a descansar? El magistrado tendría mucho gusto de poderle servir en cuanto le fuera posible. AI ser interrogado por el personal del general Arias en el cuartel temporal en la esquina de la plaza, el magistrado Arrimegas le dio aJ Ejército toda la información que le solicitaron: la ubi­

tinuaba cuando el repoiiero llamó al Palacio Presidencial y lo co­ municaron con el ministro de Gobierno, Jaime Casera. «Sí, sí, hemos estado en contacto con Gflbo», dijo Castro, «y hemos estado esperando su llamada. Enviaré mi automóvil por usted de inmediato». Pero cuando el reportero llegó en el automóvil del Minis terio y entró al Palacio Presidencial para entregar su mensaje cid M 19, algo en ese lugar, el ambiente, la atmósfera, le pareció ex traño. La reunión de gabinete del presidente Betancur de las nue­

cación precisa del baño, el número de guerrilleros que todavía com­ batían -él creía que había siete u ocho-, sus armas, la ubicación

ve de la mañana estaba terminando cuando llegó y había mucha gente -civiles y militares deambulando por los corredores y los

exacta de la ametralladora que accionaba Violeta en el descan­ so del tercer piso. Le dijo que estaba muy bien impresionado por muchos de los jóvenes del EML. Estaban llenos de idealismo y ha­ bían tratado a los rehenes excepcionalmcntc bien. También le in­ formó al Ejército que la guerrilla estaba preocupada porque se le estaban agotando las municiones. Se le olvidó por completo que debía ponerse en contacto con el Gobierno civil, a pocas cuadras de allí. No se le ocurrió pre­ guntar por qué continuaba d tiroteo dentro de las ruinas que nca

vestíbulos. 'Iodo era muy caótico, pero algo estaba pasando en el Palacio esa mañana que el reportero no lograba entender bien. Se sentía un optimismo desenfadado en el ambiente que le pareció extraño y lo preocupó. Después se enteró de cosas aún más sor prendentes. En la reunión dd gabinete que acababa de terminar d pre­ sidente Betancur había comenzado con una descripción de su visi­ ta esa madrugada aJ cuartel de la Brigada XID en el Cantón Norte de Bogotá. Había ido a las seis de la mañana a transmitir personal mente su gratitud y aprecio a todos los oficiales y soldados por su

baba de abandonar. O dónde estaba la ddegación de la Cruz Ro­ ja. O quién llegaría por parte del Gobierno civil para hablar con Almaralcs. Los oficiales con quienes venía conversando le acón sejaron llamar a su casa para que alguien lo viniera a buscar, y el magistrado Arcinicgas se fue para su hogar en los suburbios, de­ masiado retirado del centro de la ciudad para que el sonido de los explosivos y d tiroteo en el Palacio de Justicia lo inquietara. Lle­ gado a su casa, se acostó a dormir, exhausto pero contento, tran­

conducta leal en el desempeño de su peligrosa tarea. También ha­ bía visitado a las familias enlutadas de ios policías de las fuerzas especiales, muertos la noche anterior al ingresar al Palacio por el techo. Luego había mirado d amanecer sobre la ciudad y se con­ movió por el esplendor del ciclo sobre Bogotá. Según d acta de ese Consejo de Ministros de las nueve, re­ dactada por el secretario general de la Presidencia, señor Ricardo:

quilo en la convicción de haber cumplido con éxito la misión que se le había encomendado.

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Ana Camboan

El Palacio ot Juma* Una trauchia üolombana

El jefe dd Estado insistió en que el Gobierno esta haciendo lo que se debe hacer, que las Fuerzas Armadas y tic Policía

Parejo exigió esa mañana, tanto sobre las reales circunstancias de

no han comcrido ningún error y que se ha obrado con gran coordinación. Expresa así mismo que la Cruz Roja Colom­ biana ha recibido y seguirá recibiendo todas las garantías para el desarrollo de su labor humanitaria. Esta última declaración, aunque nunca se contradijo, bien ha podido sorprender a la Cruz Roja Colombiana; ni se diga cuál ha podido ser la reacción de sus colegas en el cuerpo de bombe­ ros de Bogotá. La intervención del jefe de Estado fue seguida por el mi­ nistro de Delensa, general Vega, quien presentó a sus colegas... .. .un informe detallado sobre la situación en el Palacio de Justicia y una evaluación sobre las acciones que se habrían de desarrollar, insistiendo en que las Fuerzas Armadas y de Policía han buscado en todo momento evitar que pierdan la vida los rehenes, por lo que han actuado sin prccipilud pero con firmeza. En efecto, el general Vega explicó categóricamente: «Que si no fuera éste [la protección de las vidas de los rehenesJ el ob­ jetivo fundamental de la operación militar, el Palacio de Justicia habría podido ser recuperado en cuestión de minutos». Tal vez fue el «informe detallado» del general o quizás las repetidas aseveraciones de «prudencia» lo que enervó a Enrique Parejo. Sólo se puede especular, al leer el recuento del señor Ri cardo sobre el Consejo de Ministros do esa mañana del 7 de no viembre. puesto que la única mención de la intervención del mi ni.si ro de Justicia se registró con las siguientes escuetas palabras: «El ministro de Justicia», dice Ricardo, «propone que se busque un contacto a través de la Cruz Roja para intentar el diálogo que se acordó la noche del 6. y que no se pudo realizar». No hay el más leve murmullo en esa acta oficial de las investigaciones que

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la incursión del Ejército la víspera al cuarto piso, como de las cir­ cunstancias que rodearon el retiro de la vigilancia que se había es­ tablecido por orden previa dd Consejo de Seguridad para patru­ llar y proteger el edificio de la justicia. Para tener alguna idea de lo que ocurrió en realidad en el Consejo de Ministros esa mañana, es necesario dirigirse a otras fuentes. El testimonio dd propio Parejo al Tribunal Especial cin­ co meses más tarde revela una historia diferente a aquella docu­ mentada por d secretario general de la Presidencia. El ministro de Justicia debió haber sido poco popular entre sus colegas esa mañana. En contraste con las declaraciones de apoyo con las que, al menos según d registro oficial, d resto de ministros respaldó al presidente y a sí mismos, Enrique Parejo se quejó con amargura de la falta de información que estaban recibiendo en relación con la operación militar. Les recordó a sus colegas que apenas la vís­ pera muchos de ellos habían estado de acuerdo con él. En ese mo­ mento no les habían creído a los militares cuando aseveraron que «las potentes explosiones que estábamos escuchando [...] no po­ nían en peligro la vida de los rehenes [...] porque tenían lugar en un ala dd edificio opuesta a donde tenían retenidos a los rehenes». La discusión iniciada por d ministro de Justicia fue corta­ da por el presidente que «solicita que suspenda la discusión para leer y corregir d comunicado que se entregará a la prensa». El pre­ sidente Bctancur pensaba dirigirse a la nación por tdevisión luego de la exitosa conclusión de la toma y se convino en que las cuatro de la tarde seria una hora razonable para que él se presentara ante las cámaras. Cuando la reunión retomó los asuntos pendientes de los rehenes y la gucrrillu, los ministros concentraron sus esfuerzos en decidir qué tipo de mensaje enviarle a Almarales por medio de la Cruz Roja. La meta se percibía en cómo «abrir el diálogo» con la guerrilla sin interferir con las operaciones militares en curso. Se decidió por unanimidad que la operación militar no fuera in­ terrumpida por el afán de entregar este mensaje. Más bien, mien­ tras los militares perseguían sus propios objetivos, el Gobierno

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Ana Cakrm .an

El Pai a< i ih JUSTICIA: Una thac.mha colombiana

le pediría a la Cruz Hoja que al mismo tiempo le llevara un men­

cisión al Gobierno. Si la guerrilla acepta el olrecimiento dd Gobierno, habrá un cese al fuego. Pueden tomarlo o de­

saje y un wulkit'talkie a la guerrilla. El mensaje Ies hacía saber que si se rendían, sus vidas estarían protegidas y se les garantizaría un juicio justo en tribunales civiles. A las io de la mañana, cuando se termina la reunión, se indicó a los ministros de Defensa, de Gobierno y de Justicia que redactaran el texto del mensaje que la Cruz Roja le llevaría a la guerrilla. Los ministros de Gobierno y de Relaciones Exteriores quedaron encargados de poner los roques finales a la declaración del presidente para la prensa. Se le dijo al secretario de la Presi­ dencia que le solicitara al director de la Cruz Roja Colombiana su presencia en el Palacio Presidencial.

jarlo. Volvió a coger el pedazo de papel del reportero para mi­ rar una vez más la delegación sugerida y solicitada por el M-19. -¿ Agudrto Ríos i* -di/o, nombrando ai presidente de la Comi­ sión de Paz del propio GobiernoEstá desacreditado. ¿El

arzobispo? El está más cerca de la gente del EME que de no­ sotros. No, no. El reportero dijo que había otras personas que el Gobierno podía enviar que la guerrilla respetaría; mencionó al procurador como una posibilidad.

Momentos más tarde, Jaime Castro, ministro de Gobierno, dejó el salón del gabinete para recibir al reportero. Lo llevó a un lado y se acomodó en una poltrona para leer la propuesta del M 19. Le tomó menos de un minuto mirar por encima su contenido. «No necesitamos hacer nada de este estilo», dijo desdeñándolo y de­ volviéndole el papel al reportero. «Dígales que todo lo que tienen que hacer es rendirse». Esto era bastante contradictorio con la supuesta reacción que le habían dado a entender al reportero que se podía esperar de un Gobierno que se presumía urgido por encontrar una solu­ ción al caos reinante a tiro de piedra dentro del Palacio de Justicia durante las últimas 22 horas. El reportero entonces trató de argu­ mentar, pero el ministro fue terminante. No hay discusiones. No hay negociaciones. -El Gobierno -afirmó- ha decidido enviar al director de la Cruz Roja al edificio con un mensaje para que AliñaraJes se

-¿El procurador? No tiene credibilidad. -Bueno, entonces llame a Gabo -insistió el reportero-. Él tendrá ideas. -Gabo -dice el ministro de Gobierno- es un charlatán. Si usted quiere ayudar, haga que sus amigos en el comando central del M-19 graben un casete con instrucciones a Al­ iñara les para que se rinda y se las enviaremos con el tipo de la Cruz Roja. Y luego le reveló una confidencia. -Le daré una chiva. En cinco minutos, a los militares les van a entregar unos gases paralizantes especiales de parte de los israelíes. Están esperándolos ahora mismo en el aeropuerto. El ministro miró su reloj. -En cinco minutos. Usted verá -afirmó, seguro de si mis nto-, todo este problema se habrá solucionado.

rinda y un walkie-taikie para que pueda comunicar su de­

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El Palacio oeJusnoA: Una rxAouxA colombiana

AnaCjuuogan

El reportero sabía de los gases israelíes. Subía que el Ejér­ cito no necesitaba pedirlos a Israel o a ninguna otra parte para obtenerlos, porque estaban permanentemente almacenados en el arsenal del Ejército. También sabía que sólo podían funcionar en un espacio cerrado, como un edificio de apartamentos o de ofi­ cinas. En los espacios abiertos del Palacio de Justicia, con su gran patio interior abierto al cielo, los gases israelíes serían inútiles. En ese momento el presidente Betancur salió a la puerta de la habitación y pidió ver el texto de la propuesta del M 19. El reportero observó mientras el presídeme, de pie en la puerta, mi­ raba brevemente el papel sobre el cual estaban escritas las con­ diciones del M 19 para retirarse; dio la negativa bajando el dedo pulgar. El presidente Betancur comenzó a entusiasmarse con la victoria del Gobierno que se avecinaba: «Vamos a acabar con ellos. Esos tipos no van a saber que les pasó. ¡No se imaginan lo que les tenemos preparado!». Meses más tarde, el reportero todavía recordaba con in­ credulidad aquella escena. Ya eran casi las 11 de la mañana cuando el reportero salió del Palacio Presidencial. Por los omnipresentes walkie-talkies se comenzaba a filtrar la noticia de una |>enet ración del Ejército a los vestíbulos y oficinas. El Ejército decía que había rescatado a vein­ ticinco rehenes. Andrés Almarales estaba herido. Almarales estaba en el primer piso. Almarales había sido capturado. -Ahora -le dijo Castro al reportero cuando este salía-, ¿cuál de nosotros tiene razón? ¿Lo ve? ¡Ya se están rindiendo! De salida, por una puerta abierta el reportero oyó la voz del ministro de Justicia. Parejo estaba agitado y el reportero lo

mitos. Mitos asesinos que bloquean cualquier posibilidad de asu­ mir las realidades del país, sus experiencias y complejidades. Pasó por la filigrana de hierro forjado a la entrada del Palacio, cruzó por el césped recién cortado bordeado por surcos de flores cuidadas con meticulosidad y acompañado por estatuas clásicas, y siguió por la salida fuertemente vigilada al pavimento deteriorado de la calle. Fue un trayecto corto, pero le reveló el abismo entre dos mun­ dos, dos realidades diametraímente opuestas. Detrás de él, en d edificio que acababa de dejar, d optimismo del presidente y de sus ministros pertenecía -por lo menos asi le pareció- a algún mundo fantástico de su propia creación. Un mundo totalmente ajeno a la realidad de este momento fatal de la historia colombiana. El pre­ sidente y su ministro de Gobierno rehusaron ver la situación real. El Estado de Derecho ya no existía, se había acabado. Ellos mis­ mos habían contribuido a su liquidación. Y el reportero se angus­ tió al pensar que, que mientras el presidente y sus ministros con­ tinuaban contándose cuentos de hadas sobre gases milagrosos y victorias gloriosas, dentro tic aquel otro Palacio a pocas cuadras un desconocido número de vidas inocentes iban a ser sacrificadas en esta guerra innecesaria y criminal, para que las autoridades co­ lombianas pudieran seguir quedando bien.* •

Notas 1) La información sobre las deliberaciones y decisiones tomadas durante el segundo día de la toma por el presidente y los miembros de su Consejo de Ministros provienen de una variedad de fuentes de las cuales las más interesantes son: • las actas oficiales de las reuniones del Consejo de Ministros

escuchó decir: «¡Llamen a Almarales! Comuníqucnme con An­ drés Almarales. Él es amigo mío».

del jueves 7 de noviembre entregadas a la autora por uno de los abogados que representa a las familias de los magistrados víctimas (Bogotá, abril de 1991).

El reportero salió del Palacio Presidencial con hondo pe­ sar. Esa mañana del 7 de noviembre sentía, como lo había sentido tantas veces antes, que este era un país atrapado en sus propios

• l~a carta del secretario de la Presidencia. Víctor G. Ricardo, ol Tribunal Especial de Instrucción (abril de 1986, ver las Notas del «Capítulo io#).

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Ana (.ABRIGAN

• La reunión de la aurora con el periodista que acmé como men­ sajero entre Gabriel García Márquez y el presidente Betancur. Esta tuvo lugar en Bogotá, en mayo de 1986. en la casa del entonces pro­ curador general, Carlos Jiménez Gómez. 1) La información sobre lu misión dd magistrado Ardnicgas pro­ viene tle las siguientes fuentes: • La entrevista de la autora con Gabriel. • El testimonio del ex presidente Belisario Betancur dado al juez de investigaciones. • El de Alfonso Triana (Bogotá. 1 de marzo de 19*7). suminis­ trado a la autora por una fuente de las oficinas dei procurador ge­ neral (Bogotá, abril de 1991). Este testimonio confirma que el pre­ sidente no sabía nada de la misión del magistrado hasta que se terminó la toma. Preguntado por el juez Triana si sabía que men­ saje o mensajes había traído el magistrado, Betancur respondió: «tNo lo recuerdo exactamente; tal vez tenía algo que ver con el cese al fuego». Preguntado si había habido alguna discusión del inci­ dente de Ardnicgas en el Consejo de Ministros, o con cualquiera de los comandantes militares, Betancur dijo que no había discutido el incidente con nadie. • Los testimonios dd general Arias ('.óbrales y dd coronel Edilberto Sánchez Rubtano a la Comisión Especial de Investigaciones (adquiridos por la autora mediante la misma fuente con respecto a la misión de Ardnicgas). De acuerdo con d coronel Sánchez, por ejemplo, la llegada del director de la Cruz Roja (Colombiana al Pa­ lacio de Justicia, con un mensaje del Gobierno para Andrés Almarales, fue el resultado directo dd «rescato del magistrado Arciniegas. j) 1.a información adirional proviene dd cubrimiento de la prensa escrita y de la televisión en su momento. En particular: «Dramático testimonio de rehén que se salvó ai buscar diálogo» (El Espectador, 14 de noviembre de 1985), «La toma del Palacio» (edidón especial de Actualidad Colombiana) y «Entrevista» tic (Carlos Martínez Sácnz con

el periodista Manuel Vicente Peña Gómez, aparcada en su libro Las dos tomas.

A El ministro Jaime Castro afirmó «En cinco minutos todo este problema se habrá solucionado».

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I

Capítulo 12 El personaje El Ejército aprovecha el beneficio del emisario de los rehenes míen tras el Gobierno decide mandar su propio mensajero a la guerrilla, y los generales, temerosos de que la orden de detener la lucha vaya a llegar, se organizan para demorar al«personaje** que lleva el men­ saje del Gobierno lo suficiente para lanzar el ataque masivo y defi­ nitivo al atiborrado baño

Los tanques disparaban más de cerca ahora, después de que salió el magistrado Arciniegas. Él tuvo que haberles dicho dónde estábamos. Tenían que saber dónde estábamos aho­ ra. Porque los tanques sonaban como si estuvieran dispa­ rando casi a nuestro lado, y con cada nuevo bombardeo todo el cuarto temblaba. La habitación del hotel estaba muy silenciosa. Gabriel de da frases cada vez más entrecortadas y, pese a la quietud de la habitación, yo tenía que esforzarme para escucharlo. Ya ni siquiera se preocupaba por buscar una reacción en tni expresión. Estaba más allá de importarle si le creía su versión de las últimas cuatro horas o no. Se sentía muy cansado y pareda haberse encogido. Pe­ queño y muy joven, estaba sentado mirando al piso fijámente. Co­ mo si la desesperación que se había apoderado de los rehenes den­ tro del baño sitiado ante el no regreso dd magistrado Ardniegas lo estuviera aplastando de nuevo. Los rehenes habían visto al magistrado Arciniegas salir de su prisión agitando con valentía el pedazo de papel blanco que lle­ vaba todos sus nombres y sus firmas en una mano y la camisa de Carlos Urán en la otra. Se fue el portador de todas sus esperanzas

▲ El general Samiuüo. jefe dd Estado Mayor dd Ejército durante eJ C iobicmo de Befancur.

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Ana Caiuugan

El Pala»jo or Justiua Una m\t;tniA colommana

de un posible rescate. La idea de que este hombre bueno y respe tado pudiera abandonarlos era inconcebible; quizás Andrés Al maralcs sí había considerado la posibilidad de ese desenlace. Los demás necesitaban creer con desesperación que su horrenda des­ gracia era el resultado de algún error espantoso -un malentendido que sólo tenía que corregirse. Pero cuando el magistrado Arcinicgas no regresó y atando en lugar de ello el Ejército intensificó su bombardeo al baño repleto de gente, los rehenes finalmente se des pojaron de sus últimas ilusiones. De allí en adelante, dentro del sucio y hacinado espacio claustrofóbico, los rehenes y la guerrilla compartieron un sentido común de soledad y traición. Antes de su conferencia con el magistrado Arciniegas, el Ejercito no sabía la ubicación exacta de los baños. Después de 12 horas de combate todavía desconocían los planos del edificio y el número de contendores sobrevivientes a los que se enfrentaba. Después de las conversaciones con el magistrado, todo esto cam­ bió. Lo que no cambió, a pesar de que el general Arias recibió en persona la lista firmada con todos los nombres de 69 rehenes atra­ pados en el baño, fueron los procedimientos operativos del Ejérci­ to para cumplir con su objetivo; a saber: la aniquilación de los úl­ timos siete u ocho guerrilleros del M-19 que todavía seguían de pie. Poco después de las 9:30 de esa mañana del jueves, luego de que el general Arias había despachado al magistrado Arcinie­ gas para que lo entrevistara el coronel Sánchez en el centro de inteligencia Militar ubicado en el Museo, el general comenzó a pedir su arma favorita. Había funcionado la noche anterior en la «limpieza» del cuarto piso. La pondría en servicio del mismo mo­ do letal para acabar con el remanente de las fuerzas diezmadas del M-19. Según las propias palabras del general, proporcionaría lo necesario para «cumplir con nuestra misión».

Con la seguridad de que «el material fTNT, dinamita y ex­ plosivos plásticos] está limpio y listo», les ordena a los ingenieros de la tropa que lo traigan al primer piso donde se deben encon­ trar con él al lado de los ascensores: «En la parte de atrás y hacia la izquierda, donde estamos teniendo el problema». Después de su conversación con Arciniegas, el primer ob­ jetivo del general era silenciar a Violeta. Ahora que sabia exacta mente dónde estaba ella con su molesta ametralladora de 50 mrn de tambor giratorio: apertrechada tras bolsas de arena en el des­ canso de la escalera del tercer piso a la entrada del baño. Dio ins micciones a los ingenieros de que abrieran un boquete en el sue­ lo del rnezzantne del cuarto piso, justo encima de su cabeza. Mien­ tras los ingenieros preparaban los explosivos para detonar la carga según las instrucciones, el jefe de Inteligencia Militar, coronel Edil berto Sánchez Rubiana, hablando excitado desde el centro de mando de Inteligencia del Ejército en el Museo, pasó al teléfono. CORONEL SANCHEZ: Para subirle la moral, según algunos

rehenes que acaban de escapar de algún lugar en el sótano (hace apenas diez minutos), dicen que en d área donde está teniendo tanto problema hay una ametralladora de tambor giratorio y allí hay un pequeño grupo de cinco sujetos y una mujer. Nos dieron su nombre. Dicen que es una dura: Vio leta Román Pácz. Y otro al que llaman d Capitán. Aparente­ mente, ese es el grupo que está comandando toda la opera ción subversiva. Es un grupo de cinco que los está demorando a ustedes. GENERAL Arias: Afirmativo, es la misma mujer que nos dio tanta guerra ayer, entre d segundo y d tercer piso. Debe ser la misma perra, porque tiene gran movilidad y agresividad... En cualquier caso, ya casi estamos listos para terminar aquí

/Hay personal allá afuera con la capacidad de poner algu nos explosivos? -pregunta el general Artas al cuartel de man­ do-. Las granadas que tenemos no sirven ni tampoco las ametralladoras de los vehículos blindados y no tenemos sufi­ ciente espacio para disparar los cohetes.

Pero liquidar a Violeta era más complicado de lo que el general había previsto. Los primeros dos explosivos plásticos fa

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arriba; los ingenieros están poniendo la carga ahora mismo.

AnaCamjcan

liaron en lograr el impacto deseado en el grueso piso de granito de las escaleras y había que hacer un tercer intento antes de que los ingenieros militares, usando grandes cantidades de dinamita, lo­ graran abrir un enorme cráter de varios metros de diámetro en el descanso del mczzantne dd cuarto piso encima de su obesa. Poco tiempo después aparecieron dos soldados en la entrada principal del Palacio de Justicia ante las expectantes cámaras de los noti­ cieros con los restos destrozados de la ametralladora de Violeta.

El Palacio o* Justicia: Una tragedia colombiana

Una vez más la voz aburrida y grave entonó el familiar «continúe». Y Arias cambió el tema; informó a Samudio que otro teniente de la Policía había resultado herido y lo habían evacuado y trataba de retirarse: «Eso es todo por el momento, Paladín 6». En ese momento Samudio reveló lo que tiene en mente y la con­ versación tomó otro giro. GENERAL Samudio: Dígame una cosa, ¿usted habló con d

magistrado A rci niegas? Siga.

******

General Arias: Afirmativo. Yo hablé con él porque lo reci­ bimos cuando bajó por la escalera y también lo envié al Dos lInteligencia Militar en el Musco -coronel Sánchez], así que el también habló con él, le dio esta información que yo

Es imposible establecer la hora precisa de esa mañana del jueves, atando el general Samadlo llamó al general Arias. Pero, en algún momento entre las 10:30 y las 11:00 de la mañana tuvo lugar la siguiente conversación. Comenzó con la acostumbrada so­ licitud del general Samudio de una actualización de la situación.

le estoy dando. General Samudio: Concretamente le pregunto, ¿él pidió

Cruz Roja? Siga. General Arias: Negativo. Él simplemente cuando salió se

le ordenó que saliera con las manos en alto. Él salió con sus

El general Arias habló sobre los distintos explosivos con los cu« les estaba experimentando y transmitió la información del coronel

credenciales. De tocios modos, su cara nos era conocida e inmediatamente dijo que era buen amigo del general Vega

Sánchez sobre «los cinco individuos que aparentemente contro­ lan toda la operación y que están vigilando a los rehenes». Cada vez que bada una pausa en su reporte, Samudio le ordenaba lacó­ nicamente que continuara. Arias obedeció. Dijo que habían ocu­ pado el segundo y tercer piso «con excepción de la apertura a la escalera y el acceso a ese mczzantne». Y continuó diciendo:

Torres, y dijo que lo habían dejado salir, que ahí en el des­ canso de la escalera estaban parapeteados unos individuos con armas automáticas que eran los que nos estaban dete­ niendo. Informó también sobre los rehenes en el mezzanine del segundo piso. GENERAL Samudio: ¿Cuántos rehenes calcula él? GENERAL Arias: Yo creo que él estaba un poquito subido

GliNERAL ARIAS: Parece que en d tercer piso, en esa misma

esquina [mezzanine de la escalera], hay una ametralladora según dice un magistrado, un tal Arciniegas. a quien resca­ tamos [JTC] hace algunos minutos. Así que en cualquier ca­ so. vamos a forzar la entrada con explosivos otra vez... para

en número porque habla de cincuenta y nosotros ayer eva­ cuamos a 148. más unos que se evacuaron esta mañana, más que todo personal de servido de aquí, nada de ninguna im portancia. No creo que haya tantos como el dice. Cambio. General Samudio: ¿Él estaba solo en algún sitio o fue que

continuar con la operación y tratar de sacar a esa gente. Apa­ rentemente hay un poco de gente encerrados en el baño tic mujeres. Cambio.

GENERAL Arias: No. Él estaba con el personal. Lo hideron

lo dejaron ir?

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bajar a donde estaba el personal que controla la escalera.

Ana ('.AKKKMN

Ei Palacio ofc. Justicia: Una tkac*i*a cixommana

Entonces ahí empezaron a gritar que necesitaban que viniera la Cruz Roja y se les dijo entonces que enviaran a alguien.

de la tragedia-. Yo di je que tenían que tener respeto por la

Dijeron que iban a enviar a un magistrado y Ies ordenamos que bajara uno por uno con las manos en alto pero el único que bajó fue él. De manera que él no habló de ningún tifio de... por lo menos mientras estuvo aquí en el área tu» habló absolutamente nada en cuanto a condiciones o exigencias. Cambio. GüNERAL SAMUDIO: Correcto. ¿Ni les dijo que necesitaban atención medica o sanitaria? Siga. General Arias: Unicamente refirió que tres de los que

estaban allí tenían heridas, en un brazo uno, en una pierna otro y el otro tenía una herida de mayor gravedad en otra pierna. Pero él no habló de eso. Ya cuando habló con Arcano 2 [coronel Sánchez Rubiana del B-2, el encargado de las iden­ tificaciones en el Musco], corno que 1c manifestó que nceesitaban un periodista y un representante de la Cruz Roja. Cambio. General Samudio: Ok. Continúe. General Arias: Esa es toda la información. Paladín 6

Fin de la conversación. Es difícil creer que el general Samudio estuviera tan mal informado sobre la misión de Arcinicgas. Según el propio testimo­ nio del magistrado Arciniegas y el del coronel Sánchez, antes de salir para el Museo la mañana del jueves, el magistrado habló con su buen amigo personal, el general Vega Torres. El general Vega Torres era a la sazón asistente personal del general Samudio; en los primeros días después de la tragedia, el magistrado Arciniegas habló con libertad a la prensa.

vida de esa gente. Les dije que la guerrilla quería que envia­ ran a un periodista y a alguien de la Cruz Roja. D¡ic que en cuanto a los rebeldes, ellos estaban muy deseosos de hablar con alguien. Ellos me contestaron que debía calmarme y que no me preocupara. Dijeron que estudiarían lo que se debería hacer. Poco tiempo después de esa entrevista, d magistrado Arci niegas siguió el consejo de su buen amigo, el general Vega Torres, de no dar más entrevistas a la prensa, ni ampliar de manera algu na información sobre sus experiencias luego de dejar el Palacio de justicia. «Lo que importa ahora es su salud personal», se informa que el general Vega aconsejó al viejo magist rado, pues el Ejército, citando «Inteligencia» relacionada con la intención del M 19 de vengarse por la muerte de Andrés Almaniles y los demás compa­ ñeros muertos, insistió en proporcionar personal de seguridad las ¿4 horas del día al juez y a su familia. Pero en esa mañana del jueves, al tiempo que el general Samudio hablaba con el general Arias, en los corredores del Pala­ cio Presidencial ocurrió un hecho que también pudo haber tenido injerencia en el agudo interés del comandante del Ejercito en el tema de la Cruz Roja con respecto al «rescate» dcJ magistrado Ar­ ciniegas. Una hora antes, ai concluir el Consejo de Ministros, la decisión del Gobierno de mandar un mensaje a la guerrilla vía la Cruz Roja puso muy nerviosos a los generales. Entre las 10 y las n de la mañana, el director general de la Cruz Roja Colombiana, doctor Carlos Martínez Sácnz, fue recibi­ do por el secretario general de la Presidencia, señor Víctor G. Ri­ cardo, en el Palacio Presidencial. A su llegada, el doctor Martínez aceptó la petición formal en nombre del presidente de llevar a cabo una «importante labor humanitaria». Debía ir al Palacio de

Yo le suplique al general -quien estaba acompañado por dos coroneles del Ejército que me conocían y había otros oficia­ les allí-, les supliqué que no mataran a esa gente inocente -le dijo el magistrado a El Espectador una semana después

Justicia a entregar -a Andrés Almaralcs en persona- una comu­ nicación del Gobierno, en la que ofrecía garantías de seguridad

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Ana Caducan

El Palacio nr Justicia Una TXAr.rniA cduimuana

personal y juicios en tribunales civiles a todos los guerrilleros a cambio de su rendición. Junto con esta carta, se le pidió al doctor Martínez que llevara con él dos walkietdlkies: uno para Andrés Almarales, para que d líder guerrillero y d ministro de Justicia se pudieran comunicar finalmente y «dialogan»; el segundo era pa­ ra él mismo, para que también se pudiera comunicar con el Go

vista al gabinete y en consideración a mis opiniones, y por otras razones, se había acordado disminuir la presión mili

biemo desde el interior de Palacio de Justicia. La tarea «humanitaria» asignada por el (íobierno ai doc­ tor Martínez Sáenz era lo más concreto que los miembros del ga bínete del presidente Bctancur llegaron a proponer como interven­ ción en el conflicto del Palacio deJusticia. Toda la evidencia indica que aun a esta hora tardía, si su iniciativa se hubiera llevado a ca­ bo con la urgencia y seriedad exigida por la situación dentro del Palacio de Justicia; si el Gobierno, o más específicamente, si el pre­ sidente Betancur hubiera en realidad deseado que la misión del doctor Martínez culminara con éxito, la tragedia que al final aplastó a los rehenes se hubiera evitado. Pero no hubo tal seriedad ni hu­ bo urgencia alguna. La evidencia es concluyente: como todas las acciones del presidente Betancur a lo largo de la crisis, la de man­ dar al representante de la Cruz Roja al Palacio «sin interferir con las operaciones militares en curso» fue esencialmente concebida como una iniciativa política, como una respuesta o esas pocas vo­ ces disidentes en el Consejo de Ministros y a las expresiones más contundentes de consternación y crítica de los líderes de la opo­ sición. En su testimonio al Tribunal Especial, el fallecido Luis Car­ los Galán declaró que había hablado con el presidente Betancur el jueves a las ocho de la mañana para manifestarle que debía ha­ ber ordenado el cese al fuego. Le di|c que aunque yo estaba de acuerdo en que el Go­ bierno no podía negociar, estaba a favor de intentar todo lo que fuera posible para salvar las vidas de los rehenes. Le dije que debería establecer un diálogo humanitario [...] El presidente rnc dijo que le había presentado mi pumo de

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tar para permitir el ingreso de la Cruz Roja al Palacio a res­ catar a los heridos y sacar los cadáveres [...] más tarde [lúe go tic terminada la reunión del Consejo de Ministros, o sea, después de las 10 de la mañana], él me dijo que se había de­ cidido pedirle a la Cruz Roja llevar un walkietalkic para intentar un diálogo humanitario con los guerrilleros. Mien tras yo esperaba noticias sobre estos acontecimientos, me sorprendió escuchar por la radio que uii alto funcionario de la Cruz Roja apenas se acercaba al Palacio Presidencial dos horas después. La afirmación del presidente Betancur a Luis Carlos Ga­ lán con respecto ¡i la decisión de «disminuir la presión militar» jamás se dio. El acta de la reunión del Consejo de Ministros de esa mañana, en la cual la decisión de involucrar a la Cruz Roja fue discutida, revela precisamente lo contrario. En esa reunión se de­ cidió que no iba a haber interferencia alguna con la operación mi­ litar; el representante de la Cruz Roja ingresaría al Palacio de Jus­ ticia y entregaría su mensaje al comandante de la guerrilla mientras el conflicto continuaba desarrollándose con todo su furor. Casi se puede escuchar al general Vega Uribc vendiéndoles a sus colegas del Consejo de Ministros este «enfoque de doble vía», la zanaho­ ria y el palo, con lugares comunes similares. Y como invitados a una fiesta grotesca del Sombrerero 1 joco de Ahcia en el país Je Ids maravillas, los ministros reunidos en (Consejo secundaron la ini­ ciativa sin protestar, sin siquiera detenerse a considerar lo ab­ surdo de las acciones que habían puesto solemnemente a funcio­ nar. Pero quizá lo más curioso, es que al parecer una vez to­ mada la decisión de enviar al director general de la Cruz Roja Co­ lombiana al Palacio, el Gobierno perdió jx>r completo todo inte rés posterior en la suerte de esa misión. En el acta de la siguiente reunión del Consejo de Ministros, a la una de la tarde, no hay ni

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Ana Guuucan

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una sola incnaón dd representante de la Cruz Roja. Tanto el men­ sajero como su mensaje desaparecieron en el humo y el ruido dd campo de batalla, para nunca más volverse a escuchar ni a nom­ brar. La iniciativa dd Gobierno en relación con la Cruz Roja ti­ pifica la profunda ambivalencia y las contradicciones paralizantes que caracterizan las iniciativas dd Gobierno dd presidente Betancur a lo largo de las 27 horas de la toma. No hay nada en las instrucciones dadas al doctor Martínez Sáenz que 1c diera la más leve clarificación del profróúto Je su papel. Cuando lo interro­ garon los periodistas, el doctor Martínez mismo no tiene una idea

llevaría a cabo, pueden hacer suponer que, así como los ministros que se la confiaron, el doctor Martínez ignoraba en buena parte lo que estaba sucediendo. Esta ausencia de interés personal o preo­ cupación puede parecer curiosa en un hombre cuyos subalternos habían estado rondando la plaza de Bolívar con un creciente sen­ timiento de frustración durante la mayor parte de las últimas 24 horas. Pero, igual que el magistrado Arcinicgas, el doctor Martínez

era un burócrata colombiano, miembro de una casta y una genera­ ción que por temperamento, carácter y educación, estaban tácita­ mente imposibilitados para cuestionar a «las autoridades». Toda una vida de servilismo al statu quo le había robado a este hombre decente la capacidad de pensar y obrar de manera independien­ te. Enfrentado a una situación tan violenta y tan controvertida po Eticamente, como lo era la tragedia que ocurría en el Palacio de Justicia, el director general de la Cruz Roja Colombiana era inca­ paz de expresar alguna opinión personal, ni de hacer reclamos o tomar cualquier acción independiente, en nombre de aquellos a quienes se le había encomendado ayudar. Como lo anotó Gabriel, cuando la guerrilla especificó que querían a un representante de la Cruz Roja Internacional «porque eran más imparcialcs», ellos sabían por que lo decían. Desde las 10:30 de la mañana dd jueves hasta casi d me diodía, el doctor Martínez esperó con paciencia en el Palacio Pre sidencid la carta dd presidente y los walkie-talkics. A los minis­ tros les tomó todo este tiempo redactar el texto de dos párrafos que luego debieron ser leídos y aprobados por el presidente. El pre­ sidente estaba muy ocupado. Según las notas dd señor Ricardo, el tenia que recibir a una de las muchas delegaciones oficiales que había venido a expresar su solidaridad y a ofrecer su apoyo por la manera ejemplar como estaba defendiendo d honor de las institu dones de Colombia. En realidad, esa mañana el presidente asistió una reunión sumamente incómoda con cuatro magistrados de k Corte Suprema que se habían salvado dd conflicto por encontrarse ausentes la ma­ ñana anterior, cuando el M 19 atacó al Pakcio. Ahora, en nombre de «los muchos jueces, consejeros de Estado y empleados de la Corte que están en peligro de muerte», habían venido a ver al pre sidente con urgencia para exigir que d Gobierno adoptara «un enfoque más flexible, dispuesto a iniciar un diálogo». Después de sus reuniones, el presidente por fin encontró tiempo para leer y aprobar d texto de k cana que esperaba d doctor Martínez. Pe­ ro surgió un nuevo problema, otra demora. El Ejército no tenía walkic-talkies de sobra en d Palacio Presidencial y tenía que man­

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clara de cuál era la función que debía desempeñar. En cambio, buscó refugio instantáneo en su propio concepto muy personal de «neutralidad institucional». -La Cruz Roja -le dice a un periodista momentos antes de ingresar al edificio ardiente- no actúa como mediadora. Nun­

ca. La Cruz Roja no puede ser mediadora en conflictos. Es neutral. En otro momento, en una improvisada rueda de prensa que dio en la plaza de Bolívar mientras esperaba ingresar al Palacio de Justicia, el doctor Martínez también aseguró que la Cruz Roja estaba del lado de las autoridades legítimas. Hasta cuando llegó el llamado que lo convocaba al Palacio Presidencial, el director general de la Cruz Roja Colombiana había permanecido notablemente marginado de la crisis. La prontitud con la que aceptó la tarea y su falta de curiosidad sobre cómo la

Ana Camiigan

dar a buscarlos. Quizá para acelerar las cosas, si el buen doctor no tenía inconveniente, ¿podría ir a la esquina de la carrera 6 con calle ti, donde un soldado se encontraría con el para dárselos? El doctor Martínez con obediencia fue a pararse en la esquina a una cuadra al oriente del Palacio de Justicia donde esperó otros 30 minutos. Mientras tanto, en el Palacio Presidencial, el ministro de Defensa se involucró directamente en una sesión tic estrategia con su personal. Ahora, por primera vez desde la iniciación del conflic­ to. ya podían ubicar con exactitud el baño; los generales pensaron en consultar los planos de construcción del Palacio de justicia. En consecuencia, se les pidió a los ingenieros de mantenimiento del edificio que trajeran un juego de planos al Palacio Presidencial. El ministro de Defensa se sentó con su personal a analizar los obstácu­ los estructurales que se encontraban entre el Ejército y su obje­

I j Paiauo m Justicia. Uva tha«.i ima colombiana

El baño no tenía puerta. La entrada daba hacia el norte, y como había sido diseñada para dar privacidad, el acceso a ese re­ cinto sólo se lograba por medio de un pasillo estrecho en forma de t. que salía del descanso del mezzantnc que daba a las escaleras. Este era el descanso, junto con el acceso al mismo desde las esca­ leras, que el puñado de guerrilleros, siete u ocho hombres y mu­ jeres. todavía lograba controlar.

tivo.

▲ Representación del interior dd baño, visto desde el sur y (parcialmente) del oriente.

El muro sur de la fachada del baño estaba completamente protegido por el grupo de ascensores que se encontraban aJ haz con él a todo lo ancho del pasillo. Al occidente estaban las esca­

A Este boceto muestra la ubicación del baño dentro del edificio y la posi­ ción de los tanques que disparaban desde el piso de la biblioteca.

leras; hacia el norte, el baño junto al muro exterior de concreto del edificio. El muro oriental, que flanqueaba el límite occidental de la otrora gran biblioteca dd Palacio de Justicia, incorporaba el

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AnaCakkk;an

El Paiaoo 1* Jlvtxia Una tkagfjha coi.omwana

duelo principal de ventilación del edificio. Por ello fue construido en dos secciones paralelas que encerraban un espacio cercano a un metro. Debido a la estructura física que rodeaba este lugar, hu biera parecido que mientras las municiones de la guerrilla dieran abasto, el baño era impenetrable. No hay tal, dijeron los genera­ les. Con su personal estudiaron los planas y concluyeron que había dos formas de llegar al enemigo. Una implicaba atacar el baño des de arriba, abriendo con dinamita su techo por el suelo del baño

Eran explosivos especiales -dijo- que no estaban diseñados para hacerle daño a nadie: generalmente el explosivo utili

del piso superior. La segunda forma implicaba romper el muro oriental desde la biblioteca incendiada. El general Arias no estaba consternado por la necesidad de demoler todo un muro medianero para poder penetrar el otro lado del ducto de aire que era propiamente el muro del baño. Diseñó una estrategia que requería de grandes cantidades de explosivos. Su lista incluía otras 6o libras de TNT, cuatro cargas de 40 libras y varías cantidades más pequeñas de plástico y PVC. Los planes del general incluían la remoción de un número de muros internos en los pisos segundo y tercero para abrir los espacios que necesitaría para los lanzacohetes. También debía remover un muro en el pri­ mer piso que estaba bloqueando el acceso de sus tanques a la bi­ blioteca arrasada. Según los cálculos del general, una vez retirada la sección externa del muro oriental, cuando se hubiera limpiado la vía para dirigir los tanques desde c! patio a la biblioteca, se po­ dían disparar proyectiles de 90 mm a quemarropa desde los caño­ nes de sus tanques contra el muro oriental del baño expuesto. Según el testimonio posterior de los soldados que partici­ paron en el ataque al baño, los primeros resultados fueron decep­ cionantes. En la versión dada al Tribunal Especial, el subteniente Ramírez Cardona describió la colocación de tres cargas plásticas en el piso del baño superior, las cuales surtieron poco efecto. Tam­ bién contó cómo uno de los ingenieros afianzó una serie completa de explosivos al muro exterior nororicntal del baño.

zado es TNT; se usa sólo para demoliciones, para derribar muros y abrir orificios; el explosivo no tiene ninguna mu­ nición. Antes de colocar estos explosivos en el muro del baño, pre­ guntó el investigador, «¿sabía usted que había rehenes adentro? ¿Sabía cuántos había?». «No sabía el número exacto», respondió Ramírez, «pero se sabía que tenían rehenes allí [... 1 No obstante», continuó, «era necesario derribar un poco de muros entre noso­ tros y el baño, y la única forma de hacerlo era con estas cargas de demolición». Entre las 11:50 de la mañana y la i:oo de la tarde, las explo­ siones retumbaron en repetidas ocasiones en Bogotá. A veces so­ naban en serie, tres o cuatro seguidas. Algunas eran más fuertes que otras. Las ondas de choque reverberaban contra los picos de las montañas circundantes. Se decía en las calles y en las oficinas de Bogotá aquella mañana que el Ejército estaba estallando ar­ senales de municiones que le habían capturado a la guerrilla del M 19. Otra teoría era que el Ejército estaba disponiendo de minas que la guerrilla había puesto para mantener a raya a los soldados. Ya nadie hablaba de los rehenes. La mayor parte de la gente en la ciudad ya no creía que todavía hubiera rehenes vivos. ¿Cómo habrían podido sobrevivir dentro de un edificio devorado por las llamas y que estaban derribando de manera sistemática mientras el Gobierno no hada nada y casi toda la población continuaba con sus quehaceres? Rúes a pesar de la aplastante presenda militar en el corazón de la ciudad, los bancos, restaurantes, oficinas y alma­ cenes permanecían abiertos. El Palacio de Justicia y los setenta rehenes restantes agonizaban, pero la vida comercial de la ciudad continuó funcionando. Desde la pérdida de Violeta y el silcndo de su ametralla­ dora, el área que la guerrilla controlaba se había reduddo en forma considerable. Todavía dominaban los accesos al baño -una esca

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Ki Paiach» nr. Jintiua Una tragedia < miímwana

lera de diez peldaños desde el nivel del mezzamne al descanso dei tercer piso y una escalera de ocho peldaños hacia el piso inferior. Pero a medida que proseguía la tarea de demolición, el Ejército pudo pasearse a voluntad, cada vez con mayor facilidad, por los

llegarle al presidente en persona. Durante pocos momentos clcc trizantes pareció que logró comunicarse cuando hizo contacto con un radioaficionado: alguien que nunca se identificó pero que les

pisos segundo, tercero y cuarto. Ya estaban tan cerca los solda­ dos que entre explosión y explosión los rehenes pudieron escu­ char sus voces con claridad, gritando órdenes los unos a los otros de piso a piso. Hay un momento, alrededor del mediodía, cuando los sol­ dados comienzan a gritar «¡Ríndanse! ¡Entregúense! ¡Están perdidos! ¡Están rodeados! ¡Liberen a los rehenes! ¡Rehe­ nes. salgan despacio con las manos en alto!». Pero Andrés Aimaralcs rehusó siquiera contemplar la rendición. Dijo: «Si salimos ahora nos matarán a todos». Y nosotros le diji­ mos. «¡salga con nosotros, saldremos todos juntos! Saldre­ mos en grupos. Grupos pequeños y lo rodearemos, lo pro­ tegeremos». Y Manuel Gaona le dijo: «Soy magistrado de la C!iortc Suprema y en mi condición oficial le garantizaré que 1c respeten su vida si salimos todos juntos, todos nosotros. ¡Tenemos que salir ahora mismo!». Pero Almarales dijo: «No». Dijo: «Es el suicidio. Salir en este momento es puro suicidio». Dijo que sería lo mismo para nosotros que para ellos. Que si salíamos en grupo, nos matarían a todos. Después del fracaso de la misión de Arciniegas, cualquier

respondió y Ies dijo que ¡mentaría hacer la conexión, que trataría de hacerle llegar el mensaje al presidente. Eso era lo único que decía Almarales. Seguía diciendo. «Te­ nemos que salir de aquí, tenemos que negociar nuestra sa­ lida. A una embajada. A cualquier parte. Sólo para evitar una masacre». Era lo unta) que decía. Eso era lo importante, lo único que importaba era que ellos escaparan dd edifi­ cio. Llegar a un refugio en alguna embajada. Lo discutían los guerrilleros. Pero era demasiado confuso. Es que todo dependía de lograr la comunicación. Y el intentó falló. Nun­ ca lograron hablar con nadie. Mientras tanto, tos militares también habían llegado a la conclusión de que había un límite con respecto a cuánto más podía demorar la intervención del Gobierno. Mientras el general Arias metódicamente prosiguió con su tarea de demoler el interior de! Palacio, las presiones sobre él de llevar el conflicto a una condu sión rápida y sangrienta se intensificaron. A media mañana, en las calles y por la radio, creció la presión pública a favor de un cese al fuego; se hizo más visible la oposición al Ejército y los nervios de los generales comenzaron a crisparse. La presión al Gobierno para que interviera provenía de dos sectores: de los activistas clandestinos dd comando central dd M-19 y, más en serio, de la comunidad jurídica, que sabía con precisión cuántos de sus colegas estaban desaparecidos, presumi­ blemente rehenes en d edificio sitiado. Temprano esa mañana, los

flexibilidad o creatividad que Andrés Almarales hubiera logrado conservar parecía haberlo abandonado. Durante esta última fase de la batalla, de acuerdo con la descripción de Gabriel, Almara­ les deambulaba sin rumbo del baño al descanso y de vuelta, como un sonámbulo. Confundido, extenuado e indeciso, se aferró a la creencia original del M-19: si lograban resistir suficiente tiempo -insistió- el Gobierno se vería forzado a intervenir. En algún mo­ mento durante la mañana se encontró un pequeño walkie-talkie y Almarales se obsesionó con lu idea de que alguna manera podían

magistrados dd alto tribunal transmitieron un llamado público al presidente, solicitándole «cortés pero enfáticamente» que en cum plimiento dd artículo 16 de la Constitución nacional, debe pedir «un inmediato cese al luego e iniciar un diálogo para garantizar la protección de las vidas de los honorables magistrados y emplca-

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Ama Caducan

Ei Palacio ot Justicia: Una iiaclou cdloaoiuna

dos que están retenidos». Liderados por colegas del presidente de la Corte en la facultad de Derecho, los estudiantes y los parientes de los magistrados rehenes convocaron a una manifestación en el centro de la ciudad al mediodía. Y el M 19 comenzó a transmi­ tir amenazas de «acciones de desviación». Para el general Arias, cuyo prestigio estaba tan comprome­ tido públicamente en esta grotesca batalla para desalojar el pu­ ñado de guerrilleros restantes, los temores de sus superiores de que el Gobierno cediera ante el sentimiento público y pidiera un cese del combate se agregaron a las presiones sobre sí mismo de termi­ nar con este embarazoso conflicto de la manera más rápida posi­ ble. La ironía más grande es que la presencia ambivalente del doctor Martínez, deambulando sin oficio entre bambalinas micn tras la tragedia avanzaba inexorablemente a su clímax, se convir­ tió en el catalizador de la erupción final de salvajismo dentro del devastado Palacio de Justicia. Porque el Ejército tenia su propia interpretación del papel del doctor Martínez. F.l Ejército estaba convencido de que una vez el representante de I11 Cruz Roja en­ trara al edificio, se convertiría en vocero del M-19.

del mediodía en el Palacio de Justicia. Si esto [la exigencia! no se lleva a cabo, comenzarán a matar a los rehenes uno por uno y a botarlos desde el cuarto piso. También dicen que si se les ataca tendrán comandos suicidas en otros sitios pa ra atacar otras instalaciones. Sean sus planes son reales o no -continúa Samudio-, nuestro objetivo debe acelerarse. Cambio.

-Tenemos información de una fuente confiable que el doc­ tor Martínez permanecerá adentro como mediador de ellos. Cambio. -Continúe. -Esas son las instrucciones adicionales. Cambio. La voz es la del teniente coronel Plazas que habla con su superior, el general Arias Cabrales, desde afuera del Palacio de Justicia -tal vez desde el cuartel de mando del Ejército en el Mu­ sco sobre la plaza de Bolívar. A partir de este momento la presión se centra en «acabar», para «lograr nuestro objetivo».

-Entendido, Paladín 6 responde Arias. -Bien -dice Samudicv-, entonces espero que tengan éxiro y les deseo suerte. Unos momentos más tarde, el general Samudio volvió a la línea telefónica, solicitando refuerzos de tropas al cuartel de la brigada para patrullar las calles. -Estos individuos tienen planes para buscar concentracio­ nes y manifestaciones de apoyo y de presión, sobre todo, de presión para que el Gobierno se vea obligado a negociar. Inclusive, han amenazado a las esposas de los magistrados y consejeros de Estallo, de que deben salir hacia el medio día a una pretendido manifestación para que ellas también colaboren con las exigencias al Gobierno para negociar. Imponga de una vez el plan de ocupación y control de la ciudad e impida concentraciones o manifestaciones públi­ cas. Siga. -Eh, desde las 5: jo de la mañana está ese plan de ocupación. Voy a alertar a las unidades sobre este último impulso. -Entonces hay que hacer demostración de fuerza y no de jar que esos cabrones tomen la iniciativa. Siga.

-Quiero decirle una cosa -le anuncia el general Samndio al general Arias-. Esos sujetos [sin] en este momento están anunciando por la nidio -los acabo de oír-, están exigiendo la presencia de Vázquez Carrizosa y Jaime Bctancur ames

No obstante, una hora después se realiza una gran maní fcstación en el Parque Santander, apenas a pocas cuadras de dis tanda del Palacio de Justicia, y en medio de los gritos de «¡ Ejcrdto asesino!» los manifestantes tiran piedras a los soldados. Se oyó la voz irritada del Ministerio de Defensa quejarse por el radio del Ejercito de que la situación se estaba complicando. Otra voz exi­

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Ana Camugan

El Paiaoo i» JusnciA. Una txagtoia cckombana

gió saber por qué la sección enviada a la escena hada más de una hora todavía no había llegado. «Los jueces», dice la voz del mi­

cuando se presentó, de acuerdo con sus instrucciones, en el cuar­ tel militar del Museo en la esquina de la plaza. Las instrucciones del general Samudio al personal del centro de mando habían sido explícitas. Cuando llegara «el personaje», debían demorarlo. Los funcionarios de Inteligencia necesitaban tomarse el tiempo para verificar las credenciales y las huellas digitales de los cinco camille ros de la Cruz Roja que lo debían acompañar al edificio. Mientras tanto, el ministro de Defensa hablaba desde el Palacio Presiden cial, pasando la voz al centro de mando de que atando el doctor Martínez llegara al Palacio de Justicia, su misión era permanecer adentro, «como mediador para ellos». Pero el general Arias toda­ vía no estaba listo para lanzar su asalto final.

nistro, «y algunos estudiantes están causando problemas». Pero es la llegada inminente al Palacio de Justicia del di­ rector de la Cruz Roja Colombiana que está causando la mayor preocupación. A las 12 del día, atando el doctor Carlos Martínez Sáenz estaba finalmente listo para presentarse afuera del Palado de Justicia, el general Samudio llamó al general Arias. General SAMUDK): Entiendo que no han llegado los de la

Cruz Roja. Por consiguiente estamos con toda libertad de acción y jugando contra el tiempo. Por favor, apurar, apu­ rar a consolidar y acabar con todo... Pero el comandante obsesionado con los explosivos toda­ vía no estaba listo para consolidar nada. El general Arias todavía se encontraba poniendo dinamita en el piso del baño de arriba. General Arias: Ya tuvimos aquí acceso al baño del cuarto

piso y vamos a utilizar una carga tratando de romper por la parte superior, por la plancha del baño para penetrar al baño del tercer piso que es donde se ha recibido respuesta de fuego y donde al parecer tienen algún personal de rehe­ nes. Cambio. GENERAL SAMUDIO: Bueno, sigue siendo crítico el tiempo pan» dar por cumplida la misión y tomado totalmente el ob jetivo, de manera que espero -yo sé que las demás unidades están comprometidas, si acaso me están escuchando-, les pido, les exijo máximo esfuerzo. Estamos contra el tiempo. Siga. El reloj en la torre de la Catedral Primada en la plaza de Bolívar acababa de tocar las 12:30 del día atando el representante del Gobierno llegó con la carta y los walkie-lalkies para Andrés Almarales. Todos los 69 rehenes en el baño estaban todavía vivos

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GENERAL Arias: Dígale [a Martínez] que usted tiene que enviarme a alguien para informarme [le ordena Arias al per­ sonal de mando del centro]. Estamos a punto de entrar y

seguimos recibiendo fuego... Así que denme más tiempo. Todavía nos están disparando y estamos preparándonos pa­ ra disparar un cohete. Los oficiales bajo el mando del coronel Sánchez recibie­ ron al «personaje» en el Museo con la mayor cortesía. El Ejército lo estaba esperando. El Ejercito tenía mucho afán de ayudar. No obstante, le explicaron, el momento no era del todo propicio, pues en este mismo momento se estaba desarrollando una operación militar de crucial importancia dentro del Palacio de Justicia. «{Qui­ zás el buen doctor sería tan amable de esperar algunos minutos? Tan pronto fuera viable, el comandante mismo vendría del Palacio de Justicia donde dirigía la operación, a llevarlo y escoltarlo per­ sonalmente adentro del edificio. El Ejército deseaba facilitar de todas las formas posibles la misión humanitaria del representante del Gobierno. El doctor Carlos Martínez estaba conforme con la espera. -Mis instrucciones fueron ponerme en contacto con los di­ rigentes militares en el área y explicarles la razón de mi pre­

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Ana CAWtk.A\

senda. Que yo estábil allí en nombre de la Presidencia de la República para llevarte un mensaje a la guerrilla -le dijo al periodista colombiano Manuel Vicente Peña algunos días después. -¿Quiere derir -preguntó Manuel Peña- que la Presiden­ cia no había hecho contacto directo con el comando mili­

El Palacio de Justicia Una

tkactxxa colombiana

mensaje a Arias para atacar frontalmenie y olvidarse de las posi­ bles bajas de sus propios hombres. ARCANO 5: No se olvide de la frase de la Biblia: «Ustedes, muertos, son mis hijos más amados en quienes tengo pues

tas todas mis esperanzas». Cambio.

tar? A lo cual, sin inmutarse, responde: El doctor Martínez se ofuscó, irritado por esta pregunta. GENERAL Arias. Ese es d corazón y el espíritu de este Ejér­

-Bueno -respondió-, pienso que le tocaba a... realmente no puedo decir nada al respecto. Es imposible, usted debe entender: Yo no le podía decir al Ejercito «¡suspendan sus operaciones})». Así que el doctor Martínez esperó con paciencia a que el general Arias enviara por él. Mientras estaba sentado en el Museo de la ('asa del Florero, el alto mando del Ejército, alarmado an­ te la perspectiva de que se pudiera materializar la orden de cese al fuego en cualquier momento, continuó presionando al general Arias para que produjera resultados. Desde el Ministerio de De­ fensa, una nueva voz se puede escuchar exhortando al comandan­ te en la escena para que realice mayores esfuerzos: ARCANO 5 [desde el Mintuerto o el centro de mando]: Bue

no, comandante, estamos urgidos de que esa situación se defina. Cambio. ARIAS: Sí, sí. Aquí estamos metiéndole todo lo que tenemos. Estamos metiéndole granadas, rockets, y acabamos de ha­ cer una buena carga. Vamos a ver que pasó. Estalló hace 30 segundos y pues parece (|uc se bajaron al segundo piso de acuerdo a lo que puede allá ubicar Antuca. Cambio. En uno de los intercambios más bizarros de toda la cinta, el hombre en el Ministerio parece estar tratando de enviarle un

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cito al que le hemos dedicado todas nuestras vidas. Su interlocutor se despide deseándole «mucha suerte, mu­ cha agilidad y mucha astucia». Finalmente era el general Samudio -respondiendo a las repetidas llamadas del ministro de Defensa- quien seguía aumen­ tando la presión. En el siguiente intercambio con el comandante de Artillería, el coronel Plazas, reveló la creciente frustración de los superiores del general Arias. Samudio*. Mire, dígale a Arcano 6 [Arias] que hace un mo­

mento hablé con Coraje 6 [ministro de Defensa, general Vega UnbeJ; también está preocupado por el tiempo. Siga. CORONEL Plazas: Estamos haciendo el esfuerzo principal en este momento, Paladín 6. estamos haciendo nuestro esfuer­ zo principa] sobre d sector donde están los rehenes. Cambio. SAMUDIO: Hay que dejar secundariamente los cadáveres y

las armas calcinadas y seguir presionando c insistiendo. Siga. El desenlace final de esta ofensiva es urgente. Coraje 6 está insistiendo. Poco tiempo después de la una de la tarde, el general Arias posición ó sus tanques en d primer piso de la biblioteca. El coman­ dante de Artillería pidió una caja de proyectiles de penetración de «90 mm para romper un muro de 50 centímetros de grueso».

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Ana ('.ajuuoan

El Palacio nc Justicia: Una tkageixa < oíommana

El general Arias envió por tropas adicionales que subieran al cuar­ to piso «urgentemente». Ahora hay tropas en cada piso del edifi­ cio cercando el objetivo. El asalto final estaba por comenzar.

antes de ingresar al Palacio de Justicia, fue exhibida para la autora por Fdipe. Las trascripciones de los testimonios de los soldados que parti­

Notas Para los detalles tic la misión dd director general de la Cruz Roja, doc­ tor Carlos Martínez Sácnz, hay una gran cantidad de información de muchas fuentes. A la autora le parece que los más interesantes son: • La transcripción de la entrevista del ex presidente Bctancur con el juez Alfonso Triana (Bogotá, 2 de marzo de 1987). • La transcripción del testimonio dado al juez de instrucción, 1 lumbeno Moyano Aguirre, por parte dd coronel Eclilbcrto Sánchez (Bogotá, 17 de enero de 1986). Ambos documentos le fueron facilitado** por una fuente de los círculos jurídicos de Bogotá, cjuc había estado cerca de las investiga­ ciones realizadas por la Procuraduría en 1990 y que dieron como re­ sultado la formulación de cargos contra el general Arias y el coronel Sánchez. La transcripción del testimonio del general Arias también fue significativa. Todos estos documentos oficiales promovieron la versión oficial idéntica, a saber: la misión de la Cruz Roja fue expul­ sada dd vestíbulo dd Palacio por «los fanáticos mesiánicos» de la rebelión. En 2009. una nueva entrevista de la autora con d ex minis­ tro de Justicia, Enrique Parejo, produjo información nueva relacio­ nada con una conversación de él con el director general de la Cruz Roja. Las cintas de las intercomunicaciones de los militares duranre d periodo que antecedió a la llegada dd «personaje» (el director la Cruz Roja Colombiana) a la pinza de Bolívar, proporcionan antecedentes fácticos indispensables. El texto de la entrevista con d doctor Marrínez, citado por la au­ tora, fue proporcionado por d doctor Martínez a los pocos días de la tragedia a Manuel Vicente Peña y publicado en Bogotá en su libro La.1 dos toma1. La videocinta jamás transmitida de ia rueda de prensa improvi­ sada que dio d doctor Martínez a los periodistas en la plaza de Bolívar,

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ciparon en la Operación Rastrillo y que dieron sus testimonios a los investigadores dd Tribunal Especial de Instrucción, fueron facilita­ das a la autora (Bogotá, abril de 1991) por un abogado que representa a la familia de un magistrado muerto: estas sirvieron para confirmar las acciones militares individuales ejecutadas ¡x»r los soldados en re­ lación con la visión estratégica general revelada a través de las comu­ nicaciones entre los generales Arios y Samudio.

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Capítulo 13 Otra página de gloria Los generales cumplen su misión de «exterminar» hasta el último enemigo perteneciente al M 19 y muchas personas inocentes mueren en el proceso.

A los guerrilleros se les estaban agotando las municiones. Las palabras de Gabriel salen precipitadas. La joven que carga­

ba y recargaba las armas repetía: «Las municiones se están acabando» y Alma rales empezó a racionar las balas y sólo recargaban tres o cuatro armas a la vez. 1 labia reunido a los guerrilleros en la entrada del baño. Había un muchacho negro, al que llamaban Negro, que había estado luchando la noche entera. Almarales le dijo: «Si vas a disparar, espera hasta que estén suficientemente cerca. Espera hasta que sepas que puedes matar a esos desgraciados». Almarales se excitaba, corría hasta el descanso de la escalera para animar­ los y les gritaba: «¡Dales. Negro! ¡No dejes ir a esos maldi­ tos! ¡Dales su merecido. Negro!». Cuando había una pausa empezábamos a gritar de nuevo. Nosotros gritábamos y los soldados respondían. Nos decían: «¡Rehenes! ¡Salgan con las manos en alto! ¡Salgan en fila!». Y nosotros respondíamos: «¡No podemos! ¡No nos dejan ir!». Gritábamos, rogábamos. A gritos decíamos: «¡Somos los rehenes! ¡No nos maten! ¡Ya no disparen! ¡Estamos atra­ pados! ¡Somos setenta los que estamos aquí! ¡No disparen! ¡No podemos escapar!». Y luego volvía otra vez el estruen­ do de los disparos, de las explosiones... y los tanques. Justo ahí afuera del cuarto...

A General Miguel Vega Uribe, ministro de Defensa durante la toma dd Palacio

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Ana Casrigan

El Paiaoo de Jiicnctfc Una wagliha colomiu ana

Eran las 12:45 de la tarde del jueves. En el elegante edificio de principios del siglo XIX en el que se encuentra la Alcaldía, ubi­ cado en el costado occidental de la plaza de Bolívar y que forma ángulo recto con el Palacio de Justicia, el general Vargas Villegas -comandante de la Policía de Bogotá- almorzaba con la esposa del alcalde cuando recibió una llamada del centro de mando militar,

nistros. Esta se inició con la lectura del texto del mensaje que pen­ saba transmitir a través de la red nacionul de televisión a las ocho

desde la esquina opuesta de la plaza: el personal a las órdenes del general Arias quería informar al comandante de la Policía de Bo­ gotá que el Ejercito ya estaba casi listo para emprender la ofen­ siva final contra el último «nido de resistencia» en el Palacio de Justicia. Desde el caótico y calamitoso ataque de la noche ante­ rior al cuarto piso, cuando casi todo un pelotón de la élite, es de­ cir, de las fuerzas especiales quedó eliminado, las relaciones entre los dos comandantes -que nunca habían sido cordiales- se ha­ bían puesto más tensas. Con el Ejército controlando el centro de mando desde el Museo de la Casa del Florero, al otro lado de la plaza, el general Vargas y sus hombres estaban a gusto con la hos pitalidiid ofrecida por el alcalde para utilizar las instalaciones de la Alcaldía. Ahora, a través de las ventanas del elegante comedor des­ de donde se dominaba la plaza y se tenía una clara visión de todo lo que ocurría en la entrada principal del edificio del Palacio de Justicia, el general Vargas pudo ver un nuevo pelotón de tropas que se amontonaba en los escalones y se preparaba para entrar al edificio presto a dar el último golpe de la operación militar que ya

de la noche de ese mismo día y, en seguida, pidió que hicieran co­ mentarios. Luego le dio la palabra al ministro de Defensa; el ge­ neral Vega Uribe informó al Consejo acerca tic lo sucedido recien­ temente en la operación militar que se realizaba para liberar a los rehenes Afirmó que poco había cambiado desde la última rcu nión de esa mañana, porque mediante el uso de explosivos espe­ cializados el Ejército intentaba abrirse paso hasta el área donde se concentraban los guerrilleros que aun quedaban. Su objetivo, ral como él lo explicó, era rescatar a todos los rehenes sin poner sus vidas en peligro. El ministro de Relaciones Exteriores dijo que tenía una de­ claración de la cual quería dejar constancia en el acta para la his­ toria. Así pues, procedió a leer un texto que contenía lo siguiente: En cuanto a rechazar la negociación o llegar a un acuerdo, la primera decisión que tomó el señor presidente de la Re­ pública con el apoyo de sus ministros, entre ellos el del mi­ nistro de Gobierno, que fue la de no negociar ni pactar se tomó en momentos en que no se conocía la suerte deJ her­ mano del señor presidente, ni de la esposa del señor minis­ tro de Gobierno, quienes se encontraban en el Palacio de Justicia. Esto demuestra el temple, la reflexión y la consulta permanente de los más altos intereses de la nación que ha regido todo el proceso de toma de decisiones en este dra mítico acontecimiento. También quiero dejar constancia de la unión de los miembros del Consejo y de su total solida ridad con las decisiones dd señor presidente tic la Rcpú blica.

había durado 25 horas. Una unidad de la Policía de Bogotá había luchado toda la mañana junto con el Ejército dentro del edificio; aunque la palabra «luchado» difícilmente parece ser la adecuada al hablar de hombres que se limitaban a buscar cualquier protec­ ción contra las incesantes explosiones que sacudían el edificio. El general, que con pesar se disculpó ante su anfitrión*, se preparó para reunirse con sus hombres y ser testigo del vergonzoso final de este trágico conflicto. La una de la tarde. En el Palacio Presidencial el presidente Betancur convocó a la segunda sesión del día del Consejo de Mi­

propuso que esa declaración del ministro de Relaciones Exterio­ res fuera adoptada por todos los miembros del Consejo de Minis­ tros. Su propuesta se aprobó por unanimidad. Es curioso, pero no

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El secretario general de la Presidencia, Víctor G. Ricardo,

Ana Camugan

existe registro de que algún miembro del gabinete hubiera mos­ trado curiosidad por saber algo con respecto a los progresos del representante del Gobierno y cabeza de la Cruz Roja Colombiana, doctor Martínez Sáenz.

El PALACIO i» Justicia-

Una

iraghma colombian a

litar de Bogotá, es decir, cerca de 2.000 hombres, se encontraban allí listos para participar en la ofensiva final contra los últimos ocho supervivientes del M-19. Al acercarse el último momento del ataque final en el ba­

QSL [presenta y listos]:

ño, no se sabe bien lo que los superiores del general Arias enten dieron acerca de los planes de su comandante. Las conversaciones entre los oficiales dentro del Palacio y los del centro de mando y

¿Acorazado? Acorazado QSL.

el Ministerio son cada vez mas enigmáticas. Hay varias solicitudes para una línea telefónica directa, pues las liases «denme una linca 500» y «necesito aquí con urgencia una 500» parecería indicar que

Atención todas las unidades de la brigada, díganme si catán

¿Acero? Acero QSL.

en cierto nivel los militares fuera del edificio mantenían discusio­ nes entre ellos mismos, que no querían que llegaran a oídos de nadie, ni que tampoco se comunicaran al general Arias. En un determinado punto de las cintas se hace referencia al hecho de que el general Samudio establecía restricciones con respecto al uso de

¿Ariete? Ariete QSL. ¿Acuario? Acuario QSL. ¿Arquitecto?

determinados explosivos. No se sabe con claridad si el general Sa­ mudio ordenó tales restricciones por impaciencia -como una tác­ tica para obligar a Arias a ir a! grano y atacar en forma directa a los guerrilleros al asaltar físicamente la escalera-, o si |x>r el contrario

Arquitecto QSL. ¿Amperio? Amperio QSL. ¿Alguacil? Alguacil QSL.

su motivación se debía a una inquietud momentánea jx>r la segu rielad de los rehenes, o si era una preocupación por evitar perdí das en la tropa, como fue el caso del bombardeo desastroso de la

¿Acre? Acre QSL.

noche anterior en el cuarto piso. Cuando el general Arias dispuso sus tanques y vehículos blindados listos a disparar proyectiles de 90 nuil contra la pared

¿Ames? Arnés QSL. ¿Azabache?

del baño, resultó que al comandante de la Artillería, el coronel Plazas, no le pareció tan buena la idea; había tal cantidad de «per sonal» en todos lados del edificio que difícilmente saldría ileso; resulta también que desde algún mando superior había llegado la orden de restringir el uso de esa arma. Sus oficiales parecían con­

Azabache QSL. ¿Arpón? Arpón QSL. Era hora de pasar lista en el Palacio de Justicia, el último preludio al ataque final. Diez unidades del Ejército, pertenecien­ tes a la división de Artillería de la Brigada Xlll de Bogotá y al Ra tallón C'.uardm Presidencial, así como una unidad de la Policía Mi

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fundidos por las intenciones de su comandante, y cuando el pelo­ tón de nuevas tropas de Artillería, solicitado por el general Arias para unirse al ataque desde el cuarto piso, entró en el edificio, tu­ vieron lugar los siguientes diálogos a través de walktc-lalkies entre el general Arias y algunos de sus subordinados.

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AnaCajuucan

El Paiaoo ni Jurioa: Una tracoma

u ju miman a

GENERAL Arias: Que no disparen d canon de 90 milímetros.

ras de 50 mm contra la pared oriental del baño, estaba a punto

En caso de que se necesite, deben disparar d de 50 milímc

de empezar el asalto final. A la 1:30 de la tarde ya habían transcu­ rrido 26 horas desde que el M 19 inició el ataque al edificio del

tros. Nos han restringido y estamos observando las resfrie ciones del cañón de 90 milímetros porque el blanco está muy circunscrito. Aparte de eso, la tropa está muy cerca. Y además, la gran capacidad de penetración de esa muñí ción nos podría causar problemas en otros sectores. Enton ces nos vamos a ceñir a, vamos a usar sólo ametralladoras. ¿Ya llegó d pdotón al cuarto piso? Una VOZ [probablemente el subordinado directo del coronel

Plazas, el mayor de Artillería h'raaca]: Parte del pelotón, sólo

parte. Estoy tratando de completarlo [la ubicación delpelo­ tón de Artillería en el cuarto piso]. Siga. CORONEL Plazas: Voy a buscar granadas para ver si se las puedo mandar. Siga.

UNA VOZ: ¿Acorazado 6? CORONEL Plazas: Mándeme una caja de granadas aquí de

inmediato y con máxima seguridad para respaldar una ame­ tralladora. La estrategia clcl general Arias era la siguiente: en primer lugar, abrirse paso a través de la pared oriental del baño con los proyectiles de 50 mm, disparados por los tanques o con cargas hue­ cas T-M72-A2, disparadas con lanzacohetes manuales ubicados en el segundo piso. Luego, cuando los que se encontraran en el baño se vieran obligados a salir, las tropas de Artillería que aguardarían en los descansos de las escaleras del segundo, tercero y cuarto pi­ sos, los atacarían con cuanto tuvieran a mano, es decir, ametralla­ doras, granadas, etc. Cuando por último las tropas de Artillería se desplegaran en el atarto piso cerca de los guerrilleros que estaban abajo, cuan­ do se entregara la caja de granadas, cuando dos soldados armados con lanzacohetes se instalaran en el segundo piso y el coronel Pía zas al mando de los tanques y carros blindados en la biblioteca de la planta baja se dispusiera a abrir fuego con sus ametrallado

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Palacio de Justicia. Gabriel dice que en el baño los rehenes empezaron a de­ sesperarse. Hubo un momento -afirma Gabriel- ya muy cerca del fi nal, cuando todos nos quedamos en silencio. 1 labia habido una gran conmoción en el baño, todos hablábamos con to­ rios, todos les suplicábamos a los guerrilleros que nos deja­ ran ir. Le dijimos a Almaralcs «todos tenemos familia». Le implorábamos, la gente le rogaba en nombre de sus espo­ sas y múridos que mostrara algún sentido de humanidad y nos dejara ir. Algunas madres lloraban por sus hijos. De pronto, todos perdimos la esperanza y nos quedamos senta­ rlos en silencio. Li a como tener la impresión de estar muer­ tos. Te sientas quieto a esperarla muerte, inclusive, Manuel Gaonu se dio entonces por vencido. «Ya no grito más», di ­ jo, «ya no digo una palabra más. Se que de aquí no saldré vivo». Y a Alma rales le dijo: «Soy una persona sencilla. Soy un hombre del pueblo. Antes de venir a la Corte yo vendía camisas en la calle 19. Me llamaron al Ministerio. Soy uno de lt»s suyos. Yo no debería estar aquí. Tengo una hija de apenas 10 meses de edad. Si usted me mata, ¿qué será de ella? ¿Que vida tendrá?». Pero Almaralcs se negó a dejar­ nos ir. Los soldados estaban casi encima cuando tomó una decisión. «Está bien», gritó, «vamos a jugar nuestra última carta» y ordenó que todos nos arrodilláramos en fila delante de la puerta de entrada al baño, en orden de importancia. Prime­ ro los magistrados de la Corte Suprema y del Consejo de Estado, tras ellos los magistrados auxiliares, luego los visi­ tantes (pues había algunos que quedaron atrapados en el edificio cuando llegaron los guerrilleros), las secretarias y

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Ana Carrigan

los conductores. Todos, hombres y mujeres, en orden de importancia. Todos protestamos. Dijimos: «No es posible, ¿cómo puede ponemos en la primera fila así, expuestos a la primera descarga?». Y nos explicó la razón: era para que en el momento en que los soldados llegaran al baño, por que no se equivoquen -dijo- «vienen y van a entrar aquí», y añadió: «lo primero que vean cuando lleguen a la puerta, debe ser a ustedes. Al verlos se darán cuenta de quiénes son y no dispararán». Luego nos advirtió: «Y griten, griten, no deben dejar de gritar». Esa fue la explicación que nos dio. Manuel Gaona dijo: «Bueno, si esa es su última carta, pues también es la nuestra; vamos a hacerlo». Y pasó a la parte delantera del baño y se arrodilló frente a la entrada; todos los demás, hombres y mujeres, tomaron su sitio junto a él, en orden de importancia. Y una vez más volvimos a gritar. Gritábamos que dejaran de disparar, llamábamos a ln (>uz Roja y de nuevo volvimos a oír que los militares respondían. Su respuesta era «¡Ríndanse! ¡Salgan con las manos en alto! ¡Caminen lentamente y formen una sola fila!». Y nosotros contestábamos: «¡No podemos! ¡No nos dejan!». Y nada. Más balas, sólo más guerra... Otro sobreviviente del asalto, el joven magistrado auxiliar de la Corte Suprema, Nicolás Pájaro Peñaranda, cuenta que en esos últimos momentos antes de que el general Arias soltara su ataque final al baño hubo hasta conversaciones entre los soldados que sitiaban este refugio desde afuera y los rehenes y guerrilleros atrapados como sardinas adentro.

ti Paiaoo ot Justicia: Una

hauedia ouombiana

«¿Por qué no desarman a los guerrilleros?». Los guerrille­ ros se reían de esa sugerencia de los militares. Inclusive les dijimos: «No sigan disparando porque los guerrilleros en tonccs nos van a matar a nosotros». Los guerrilleros esta ban de acuerdo con que dijéramos eso. Entonces, como para simular que nos estaban disparando, los guerrilleros Jispu ratón contra las paredes. Y llegó una mujer -que yo digo que las mujeres son a veces muy valientes- c increpó a los guerrilleros. Que cómo hadan eso, que una bala de esas po día rebotar y matamos a nosotros. No disparen así, les deda. Otro que se acuerda de esos intercambios entre los rehe nes y los soldados que aguardaban la orden de ataque fue el sol­ dado Rodrigo Romero. Él oyó los alaridos de los rehenes. Todos los soldados podían oírlos. En su posterior testimonio ante el Tribunal Especial, el soldado Romero dijo al juez que lo inicrro gaba: Al principio les gritábamos que deberían dejar en libertad a los rehenes y ellos en respuesta gritaban que necesitaban a la Cruz Roja. Luego, cuando vieron que el Ejército no deja ría entrar a la Cruz Roja, empezaron a disparamos porque, bueno, d Ejército dijo que no permitiría la entrada a la Cruz Roja sino hasta que ellos dejaran libres a los rehenes. Ellos no obedecieron y no dejaron de disparar contra no sotros al mismo tiempo que gritaban «¡Abajo d Ejercito! ¡Abajo las botas negras!». Y los militares volvieron a gritar­ les que salieran con las manos en alto y que así no sufrirían ningún daño, pero ellos contestaron de nuevo que seguí rían luchando hasta la muerte. Así fue como sucedieron las cosas...

Cuando estábamos en el baño del segundo piso, dábamos voces. Hubo mucho intercambio verbal con la fuerza pú­ blica -dice-. Le pedíamos al Ejército que por favor no dispa­ rara: «no disparen, no disparen, somos los rehenes». Enton­ ces un militar preguntó cuántos éramos. Y dijimos: «Somos como ochenta o noventa personas aquí en el baño. Y dice:

Dejando sólo dos hombres en d descanso de la escalera jun­ to a la entrada del baño, Almarales reorganizó sus defensas. Trajo al baño a los últimos guerrilleros sobrevivientes, ios puso en fila junto a los orinales con la espalda hacia la pared norte y con sus

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AmaCuodoan

El Palacio nr JiwnnA: Una tkagüdia coiombiana

armas apuntando a los rehenes que estaban arrodillados. Si en ese momento los soldados hubieran derribado la puerta del baño no habrían visto a los guerrilleros, ya que los orinales quedaban completamente ocultos por la pared que iba del piso al techo. Hubiera sido imposible para cualquiera que entrara al baño ver a los guerrilleros hasta que hubieran avanzado por ese pasillo protegido hasta d centro del recinto atiborrado de gente. Pero el general Arias iba por otro camino. Cuando sus hom­

En efecto el impacto del primer cohete pegó contra la pa­ red oriental, por donde estaban sentados los rehenes en ei piso debajo de los lavamanos. Ese primer impacto fue seguido casi in mediatamente de otro, y se formó tal pandemonio en el baño que ninguno de los sobrevivientes llegó siquiera a saber dónde cayó ese segundo cohete. Tampoco comprendían de dónde provenía la ráfaga de balas que penetró en el baño tan pronto como estalló el segundo cohete. Según la reconstrucción del ataque al baño que hicieron Felipe y el equipo de la morgue, cuatro meses más tarde, el primer cohete alcanzó a dar contra la pared oriental del baño, explotó al hacer contacto y penetró los ladrillos al nivel de un toallero co­ locado en la pared junto a los lavamanos. La explosión arrojó el toallero dentro del recinto y la cabeza del cohete hizo un agujero de 25 por 18 centímetros en la pared de ladrillo por la cual entra­ ron al baño fragmentos de la cubierta metálica del arma, los cuales mataron instantáneamente a uno de los rehenes e hirieron a otros. El segundo proyectil pegó en la pared del baño debajo de los lavamanos, al lado de la llave maestra del grifo principal de agua. Enseguida, un francotirador del Ejercito, que estaba afuera parado en el segundo piso, introdujo su fusil automático de 9 mm en el agujero hecho por el segundo cohete y disparó a ciegas en el baño congestionado de gente, de tal manera que la sangre de los muertos y los agonizantes salpicó todo d techo del baño. En el caos que resultó, los rehenes se precipitaron instin­ tivamente hacia la puerta.

bres estaban listos para la ofensiva final contra el baño, la sección externa de la pared oriental que ocultaba d ducto de ventilación ya estaba completamente destruida por explosivos plásticos. Sólo quedaba una pared de ladrillo de 40 centímetros de espesor entre las personas refugiadas en d baño y las ametralladoras de 50 mm de los vehículos blindados con las que d general Arias (tensaba destruir esa pared desde una distancia de entre 15 y jo metros (se­ gún el cálculo realizado posteriormente por investigadores y ex­ pertos en balística). Además, los soldados que estaban dispuestos en el segundo piso, a 25 ó 30 metros de su objetivo, sólo esperaban la orden de atacar esa pared con lanzacohetes manuales cargados con cargas huecas, es decir, las armas que los soldados llamaban «cohetes». Cuando el general Arias dio la orden, sus hombres empe­ zaron su bombardeo al baño y dispararon dos cohetes contra la pared oriental. Desde el sitio en donde yo me encontraba se dispararon rockets con el fin de hacer roto en la pared y poder sacar los

rehenes -declaró semanas más tarde, el tS de febrero ante el Juzgado jode Instrucción Criminal, el sargento Ariel Groja les Rastidas de la Escuela de Artillería de la Brigada XIII-, Yo dispare uno, la orden vino de abajo y era de mi mayor Fra-

cica, pero no disparándole a los rehenes, sino a la pared; el otro rocket no sé quién lo disparó, lo dispararon desde un poco más atrás.

278

En ese momento todos tratábamos de huir -dice Gabriel Todos. La reacción general fue la de escapar de ahí de al guna manera. Una joven, una de las secretarias, atacó físi­ camente a Almajales. Se lanzó sobre él. lo golpeó con los puños y lo llamó asesino, criminal. Él gritaba: «¡Quietos, tranquilícense, denme tiempo de pensar! ¡Que nadie salga! ¡Tranquilos! ¡Necesito pensar!». Y en aquel instante cayó a través de la pared el segundo proyectil, seguido inmedia­ tamente por balas, explosivos, todo...

279

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Y Diagramas del baño donde estuvieron los rehenes en el Palacio de Justi­ cia, según versiones de dos de los sobrevivientes del holocausto.

INSTITUTO

DE

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BALISTICA

PLANIMETRIA Y DIBUJO

El Palacio w. Justicia: Una tkaguma cxxombiana

Ana < AIUQL.AN

Transcripción de textos de los anteriores diagramas del baño del Palacio

los dos guerrilleros que se encontraban afuera habían entrado apre socadamente al baño.

O 1.

Hernando Tapias Rocha

2.

Andrés Almarales

j. 4.

Horacio Montoya Lisandro Romero Roldan

5.

6. José Gabriel Salom 7. Gaona 8. Murcia 9. 10. 11. 12.

Luz Estela Berna! Marín Aura Nieto de Navarrete Nemesio Camacho Luis García

13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20.

Guerrillero Guerrillera Guerrillero herido (pierna) Guerrillero herido (mano) Jorge Reina Orjuela Nicolás Pájaro Aidé Anzola Carlos Urán

O Lugar desde donde 17 en compañía de 12 observó que cuan­ do abren el hueco inferior del toallero, los guerrilleros les comien­ zan a disparar. Posteriormente 17 siente que 2 se le viene encima presumiblemente muerto, lo acomoda en medio de sus piernas y se inclina con él hacia atrás tratándose de proteger con el baño. Durante esta acción 17 es herido en una pierna. Luego 17 ve a 7 abandonar el baño, así mismo 17 lo hace también hasta la entrada tic éste en donde se protege tendido en el sucio con las piernas de un compañero hasta atando cesa el estallido de granadas en el des­ canso del baño; momento que aprovecha para huir debido a que

O (-liando Almarales se entera que el Ejército estaba cerca ordena a los guerrilleros que se encontraban heridos, dentro de los baños y entre los rehenes que se acomodaran en el área corres­ pondiente a los orinales. De repente se escuchó un fuerte golpe y cayó el toallero. Luego los guerrilleros comenzaron a disparar y 6 sintió como si le hubieran entrado muchas esquirlas en las pier­ nas.

O Sitio desde donde 6 observó a 8 tirado hacia atrás, 9 y 10 heridas, 11 boca arriba con la cabeza sangrando y a 4 que le salía sangre por la oreja, luego de la caída del toallero. Posteriormente Almarales y I Ittkin [sitl] (guerrillero) co­ gen del pdo a 6 y 7 para colocarlos enfrente del hueco dejado por el toallero y luego sacarlos del baño en compañía de j. Sitio en donde 6 escucha un fuerte golpe y luego siente que 7 le cae encima. Los guerrilleros los tiran en este lugar.

Nunca se concatenaron todas la* versiones de quienes sobrevivieron de ese estrecho infierno con los hallazgos de autopsia, pHn» así obtener un retrato único científico de lo sucedido, que incluyera además las condu ¡nones de balística. Estas últimas muestran que hubo tiros dentro del baño que no pudieron ser hechos por los guerrilleros; disparos con trayec­ torias en sentidos ascendente y descendente que sugieren un asalto final sin resistencia, ya fuera porque a los guerrilleros se les bahía terminado la munición, o parque se habían rendido Por desidia, por ignorancia o con intención, todo d proceso de recons micción de los hechos fue un f iasco. El Estado nunca se preocupó por identificar a los guerrilleros que habían permanecido parapetados a la izquierda de Almarales, ni por saber cómo murieron

Ana Camoüan

De los 69 rehenes en el baño cuando el general Arias dio la orden de ataque, nadie supo con exactitud cuántos murieron -ni dónde, ni cómo murieron. ¿Fue dentro del baño? ¿O afuera en las escaleras mientras trataban de huir? Naturalmente, no se sabe cuántos habrán sido desaparecidos o asesinados en el cunto de la Operación Limpieza que empezó una vez terminados los comba­ tes. Algunos informes aseguran que entre los rehenes hubo die­ cisiete víctimas; otros estiman que fueron veinte. El Ejército -que se hizo cargo de recoger c identificar los cadáveres, en contraven­ ción de todas las leyes que rigen el levantamiento e identificación de quien mucre en un sitio público- logró cubrir con una corti­ na de humo tan densa todos los aspectos de los últimos momen tos de la operución militar en el baño y sus alrededores, que cuatro meses después, cuando el Tribunal Especial les pidió a Felipe y a sus colegas tic la morgue que reconstruyeran lo sucedido allí, ni sus más esmerados esfuerzos fueron capaces de lograr más que un resultado parcial. La pregunta que les hizo el juez investigador era si «las heridas que causaron la muerte de varias personas en el baño [... 1 las provocaron quienes se encontraban afuera del baño o, de no ser así, ¿quién las provocó?». En su informe los investigadores de la morgue se vieron obligados a responder: No es posible dar una respuesta definitiva acerca de si los disparos que mataron a algunos e hirieron a otras se hicic ron fuera o dentro del baño, puesto que en la mayoría de los casos no sabemos dónde estaban las víctimas al morir o al recibir heridas. No obstante, trabajando en circunstancias supremamente restringidas, bajo permanente oposición y amenazas, el equipo in­ vestigador logró recrear a grandes rasgos lo acaecido en el baño y llegó a algunas conclusiones referentes a la muerte de dos ma­ gistrados de la Corte Suprema y cuatro magistrados auxiliares del Consejo de Estado que, aun si no fueran correctas en todos los

204

El

Palacio r». Justicia: Una ntu.tiXA too «miman a

casos, sí expusieron las consecuencias inevitables déla estrategia militar diseñada por el general Arias. Según su análisis, al cesar los disparos, en el ataque al ba ño habían muerto por la acción del Ejército dos magistrados de la Corte Suprema (Montoya Gil y Manuel Gaona), dos magistra das auxiliares del Consejo tic lisia tío (Aura Nieto Navarrete y Luz .Stclla Berna!) y dos choferes. Según lograron recrear, con base en entrevistas con varios de los sobrevivientes. Aura Nieto Navarrete y Luz Stella Bernal habrían muerto juntas dentro del baño; por el análisis que hicieron de las heridas que se suponía mataron al magistrado Gaona Cruz, u Lisandro Romero y a Carlos Urán, es tos tendrían que haber muerto fuera del baño mientras huían por las escaleras que bajaban al primer piso. Pero fue allí donde el ras­ tro que seguían resultó en gran medida equivocado. Según la información que manejaban, Felipe concluyó que cuando pegó el segundo rocket en la pared del baño, Aura Nieto Navarrete y Luz Stella Bemal han debido estar agazapadas, una al lado de la otra, debajo de los lavamanos, justo frente al agujero creado por el impacto del proyectil que pegó junto al grifo prin cipal de agua. Ambas mujeres recibieron impactos en la espalda de la misma arma, disparada a unos 60 centímetros máximo, es decir, prácticamente a quema ropa. Un solo disparo fatal penetró a través del pecho de la magistrada Aura Nieto Navarrete, mien tras que su colega, Luz Stclla Bemal, recibió cuatro balazos; un conductor, que había estado arrodillado en el piso frente u las dos mujeres también murió por disparos de la misma arma que las mató a ellas y que fue descargada a ciegas por el boquete debajo de los lavamanos. Vi a varias personas que murieron allí -recuerda Ntenia 1 Pá jaroPorque debieron entrar balas por la tronera que que

dó en d muro. Yo vi que murió una persona adelante, tam bien una secretaria de un consejero de Estado; un secretario de la Sala Constitucional pegó un grito y dijo que Ic habían arrancado el brazo, una de la Sala Constitucional de la Corte

285

Ana Cawigan

El Palacio ue Justicia. Una tragedia cocomwana

que quedó muerta a mis píes. Y asi, muchas personas porque las balas entraban al baño. Y eso causó la muerte de mucha gente.

ron los disparos, se produjo un breve y espantoso silencio. Mas ta que Andrés Almnralcs olvidó cualquier tipo de consideración excepto detener la carnicería y ordenó a los guerrilleros que sus­ pendieran el fuego y empezaran a gritar a los militares: «¡Dejen salir a las mujeres! ¡Las mujeres se van! ¡No disparen más! ¡Salen las mujeres!». Con lentitud, caminando con respeto entre los cadáveres y los heridos, las mujeres empezaron a salir dd ensangren t a do re cinto. I labia poca alegría por su liberación; no obstante, a los ojos de sus colegas masculinos, quienes se pusieron de pie para verlas salir, esta sombría procesión de 31 secretarias, auxiliares y emplea­ das de servicio que sobrevivieron u la monstruosidad de la toma con su humanidad intacta, tenía una dignidad sobrccogcdora. Son ellas a quien se refirió general Arias, hablando con Samudio so­ bre el tema de los rehenes, cuando dijo: «son más que todo per sonal de servicio de aquí, nada de ninguna importancia». Y ahora estas mujeres, «nada de ninguna importancia», casi todas jóvenes y más bien pobres, se movieron con lentitud y dignidad en el som­ brío silencio, formando una fila, con las manos sobre la cabeza. Hubo sollozos, pero la gran muyorín ya había dejado atrás las lá­ grimas. Según cuenta Gabriel, una joven secretaria, la misma que había atacado a Andrés Almarulcs llamándolo criminal y asesino, se volteó ni llegar a la salida y lo tomó por d brazo: «Van a ma­ tarte, Andrés», le dijo. «Ven con nosotras. Ven. Sal ahora». Pero Andrés Alma rales no hace más que mover la cabeza. «Somos machos, mija», contestó. «Sólo tenemos una vida y aquí nos quedaremos, como lo machos que somos». Nicolás Pájaro también recuerda la conversación entre una guerrillera y Almarulcs.

Entre tanto, afuera del baño, varias personas murieron mien­ tras trataban de huir, bajando las escaleras que daban al primer piso. Como los guerrilleros se habían concentrado dentro dd baño, y los soldados lo rodearon con orden de disparar a «lo que se mue­ va», los investigadores llegaron a la conclusión que mientras los rehenes buscaban escapar de la matanza en el baño, fueron ataca­ dos en las escaleras por los soldados quienes, apostados en el des­ canso del tercer piso, les dispararon y les lanzaron granadas. Fue­ ron fragmentos de granadas los que supuestamente mataron al joven magistrado auxiliar del Consejo de Estado, Usandro Home­ ro y que también hirieron a Carlos Urán en la espalda y en las pier­ nas. Sin embargo, el hecho, como se supo más tarde, es que las múltiples laceraciones que sufrió Urán no fueron la causa de su muerte. La credibilidad de la versión oficial se ve afectada por las conclusiones a las cuales llegaron los investigadores en relación con otras muertes en las escaleras. En especial, el caso de la muer­ te de Manuel Gaona. 1 lay muchas indicaciones que relacionan la forma criminal como murió Carlos Urán con la muerte igualmente violenta dd magistrado Manuel Gaona. Lo que de manera inevita ble ha afectado la certeza de cómo, dónde y cuándo murió Gaona. En fin de cuentas, por las pocas evidencias que sobrevivieron a las operaciones de encubrimiento ctcl Ejército y la Policía en los sitios donde murió la gente, resultó imposible afirmar quienes murieron en las escaleras, quiénes en el baño y quiénes, como Carlos Urán, pudieron encontrar la muerte en otro sitio y de otra manera. Lo único que se puede sostener con seguridad es que aún no se sabe, dónde, ni cuándo, ni a mano de quién, ni por cuál motivo fueron asesinados con un tiro de gracia en d frente, Carlos Urán y Ma­ nuel Gaona. Dentro dd baño, cuando el francotirador con un arma au­ tomática de 9 mm la retiró del agujero debajo dd lavabo y cesa­

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Dijo textualmente en un lenguaje muy propio de la gente de la costa, «es que las mujeres no tienen por qué morir en esta vaina». Esa guerrillera que tenía el pdo pintado tic ru bio le dijo al comandante guerrillero que estaba en el suelo: «Comandante, yo me voy». El comandante guerrillero esta­ ba tendido en el piso herido en una pierna, con una ametra

287

Ana Cakrk.an

Dadora, y se quedó mirándola. Le dijo: «¿Usted se quiere ir?». «Si comandante. Yo me quiero ir». «¿Usted no quiere morir aquí?». «No comandante. Yo no quiero morir aquí». Él repitió: «Bueno. Las mujeres no tienen por qué morir en esta vaina». Cuando la guerrillera se iba. él le dio un nom­ bre de mujer, y le dijo, como una o dos veces: «Dígale a [fulana] que yo la quiero mucho. Dígale a [fulana]...». No recuerdo el nombre, cualquier nombre que yo le diga es una invención. Así las dos guerrilleras se unieron a la lila de rehenes que abandonaron el lugar. Salieron al descanso, vestidas con las mis­ mas ropas de civil que llevaban puestas cuando llegaron al Pala­ cio de Justicia con Alfonso Jaequin, hacía 17 horas. Y allí las es­ peraban los militares. Entonces Andrés Alma rales decidió que salieran los rehe­ nes heridos. Todos los que pucdicran tenerse en pie o arrastrarse por el piso y salir del baño. Cuatro rehenes que no podían hacer­ lo solos fueron llevados por sus propios colegas a la puerta y saca­ dos al descanso de la escalera. «Y es así como salen todos», dice Gabriel. Al principio, cuando Andrés Almaralcs llamó para evacuar a los heridos, había dicho: «Los demás, los hombres que no esta­ mos heridos nos quedamos aquí y moriremos como machos». Pero ya nadie lo oía. «Yo pensé*», dice Gabriel, «me voy. Si me quedo aquí me harán pedazos. Yo me voy, me voy, me voy...». De manera que Gabriel y todos los demás salieron del baño detrás de los heridos. -¿Y Gaona? -le pregunté a Gabriel. Él nunca había perdido de vista a Manuel Gaona; recuerda verlo salir poco después de que el segundo cohete alcanzara la pared del baño. -Vi al magistrado Gaona salir después del segundo pro* yectil -dice-. Aún estaba vivo al salir del baño. Lo vi irse. Lo vi cruzar la puerta.

2*8

El Palacio dc Juvrna.v Una tvaokdia golomnana

-¿Y Urán? ¿Carlos Urán? -le pregunté-. ¿Qué pasó con él? -Él también estaba vivo -contesta Gabriel . Estaba con nosotros en d baño hasta que llegó d final. Pero una vez más, no sé qué pasó con él. No volví a verlo. Hay muchas versiones encontradas de lo que pasó en el baño. En los días y semanas después, varios de los sobrevivientes dieron declaraciones a la prensa, y muchos dijeran que quienes mataron a los rehenes fueron los guerrilleros. Pero, Nicolás Paja ro dice que él no vio que los guerrilleros mataran a nadie. Nicolás es muy clara en sus recuerdos y está frustrado también, porque no le gusta que los muertos sean utilizados con fines políticos o porque alguien quiere pasarse por héroe. Dicen que a Manuel Gaona lo mataron ahí dentro. Yo a Manuel lo conocía. Fue amigo mío dc la universidad. Y hu bo un momento en que en el baño estuvimos sentados en el piso; los guerrilleros nos hicieron sentar en el piso. Y Manuel Gaona quedó sentado al lado mío, y nos recosta mos. Yo no vi que mataran a Manuel Gaona. Es que yo no vi que los guerrilleros mataran a nadie dentro del baño. He escuchado versiones dc que Manuel Gaona se arrodilló, y que decía que tenía una hija chiquita. JAMÁS escuché yo eso. Y si hubiéramos visto que los guerrilleros fusilaron a alguien dentro del baño, tenga la seguridad de que d horror de to dos hubiera sido sumamente grande. Creo que hasta nos hubiéramos muerto dc la impresión, del susto. Yo vi gente que moría ahí, en el baño. Pero por balas que llegaban de afuera. A mí me pegó una bala y me atravesó. Entró por el glúteo y todavía la tengo. Pero yo no vi que mataran a Ma­ nuel Gaona. Lo que yo estoy diciendo y lo que ya dije a la Comisión de la Verdad y a la Fiscalía, es la verdad histórica -afirma Nicolás Pájaro-. Yo les dije: esto que estoy diciendo yo es la verdad histórica. Lo que yo digo no lo quiero con­ frontar con el dicho dc nadie. Porque no me interesa con­ frontarlo con el dicho dc nadie. Si ustedes me lo quieren

Ana ( AJUUt.AN

creer, créanlo. Y si no. tengan la seguridad de que me im porta un pito, asi Ies dije. Cuando Jos rehenes empezaron a llegar al centro de man do en el Museo de la Casa del Horero, d señor Martínez, director general de la Cruz Roja, estaba todavía esperando que le autori­ zaran ir al Palacio de Justicia para entregar el mensaje que el pre­ sidente Bctancur le enviaba a Andrés Almarales. «Ahora», dijo el coronel Plazas, que viene a buscarlo, «el comandante en jefe, general Arias, puede recibirlo ahora. Lo es­ pera en el Palacio de Justicia». Agarrando el trnlkic taUc/e para Andrés Almarales y la car­ ta que el presidente Bctuncur enviaba a los guerrilleros, acompa­ ñado por cinco camilleros de la Cruz Roja el doctor Martínez se prepara para cumplir su «misión humanitaria». Era la 1:50 de la tarde y ya había esperado cerca de hora y media con paciencia en el Museo.

El

Palauo

nt Justiua; Una

mlm.uha

erahumana

doctor Martínez y a su personal hasta la entrada principal del Pa­ lacio de Justicia; ahí se estrecharon la mano. Le informaron que el general Arias esperaba recibirlo en el tercer piso y lo dejaron en­ trar en las ruinas oscuras solo. «Me dijeron que ahora la responsa­ bilidad era únicamente mía», dijo el doctor Martínez pocos días después a un periodista, y agregó que «el éxito de mi misión de pendía exclusivamente de que los ocupantes del Palacio dejus ticia la aceptaran». En su testimonio, presentado varias semanas más tarde, el doctor Martínez insistió en que al entrar al edificio había utilizado un megáfono para anunciar su presencia a «los ocupantes atrín chorados» y advertirles que era portador de un mensaje enviado por el Gobierno. La única respuesta que recibimos a esa invitación -ve quejt) entonces- fue una ráfaga de ametralladoras, lo que nos obli­

En su testimonio ante el Tribunal Especial, el doctor Mar­ tínez no presentó ninguna queja por tan prolongado y fatal re­ traso. Por el contrario, declaró:

gó a buscar refugio [. . ] Quiero dejar perfectamente ai claro -dijo para terminar su testimonio- que mi interés sincero al llevar a cabo mi misión se vio completamente obstaculi zado porque los ocupantes en ningún momento quisieron

.. .se me dieron todas las garantías, encontré total apoyo de las Fuerzas Armadas que me pidieron tener un momento

aceptar el mensaje del Gobierno, así como tampoco los ele mentos [los walkietalkies] ni los suministros médicos en viados para los magistrados.

de calma antes de intentar entrar al edificio, ya que en ese momento se llevaba a cabo una importante operación que Ies impedía movilizar cualquier tipo de personal. AI mismo tiempo, se me informó que el comandante de la brigada, general Arias, que dirigía las tropas que trataban de entrar en el edificio, ya tenía noticia de mi presencia, y había con­ firmado la orden que se me daba para esperar un momento más prudente.

Esta versión del fracaso de su «misión humanitaria» coin cide con la versión publicada en la prensa por los portavoces del Ejército inmediatamente después de terminar la batalla, llene tam­

De modo que cuando el Ejército logró su objetivo, dos ofi­ ciales del más alto rango (el coronel Plazas Vega y el comandante de la Policía tic Bogotá, general Vargas Villegas) acompañaron al

bién en común muchos aspectos del testimonio del coronel San chez, el mismo oficial que, junto con el coronel Plazas Vega, había retrasado la entrada «del equipo de rescate» en el centro de man­ do del Museo de la Casa del Florero por cerca de hora y media, mientras el general Arias terminaba de exterminar al enemigo en el baño sitiado. Dos meses después, al declarar bajo juramento an te el juez investigador, cuando al coronel Sánchez se le pidió que dijera todo lo que sabía acerca de la misión dd magistrado Arci-

no

291

Ana Carkk.an

ruceas, él se las arregló para concluir que la visita del doctor Mar lineas ni Palacio de Justicia fue el resultado directo de la respuesta positiva que el general Arias dio a la misión del jucas. Según el co­ ronel, el doctor Martínez llegó al Palacio de Justicia «aproxima Jámente hora y media» después de que el magistrado Arciniegas abandonara el edificio: ...para ponerse en contacto con los subversivos f... 1 para mediar en alguna forma un pacto para poner fin al problema. Él y sus colaboradores fueron al Palacio de Justicia c inten­ taron entrar, pero desgraciadamente la respuesta de ksa lubversivos fue recibirlos con disparos, con lo que impidieron que se llevara a cabo la misión encomendada al doctor Mar

Ej. Palacio oe Justicia:

Una tragedia colombiana

el presidente había acordado en Consejo de Ministros «disminuir la presión militar para permitir el ingreso de la Cruz Roja», nadie en el Palacio Presidencial dio la orden para que los militares en el Palacio de Justicia colaboraran con el director de la Cruz Roja para permitirle cumplir con su misión. En entrevista al día siguiente, el viernes 8 de noviembre, con el periodista Manuel Vicente Peña, el doctor Martínez reco­ noció que fue enviado «a una misión a ciegas». Peña le preguntó si al encontrarse en el Palacio el ministro de Defensa, éste en algún momento de un cese al fuego para facilitar el diálogo con testó:

Cuando Manuel Presidencial con le había hablado la guerrilla, con­

tínez. Más tarde regresaron, trataron nuevamente de entrar y una vez más no consiguieron hacerlo y se vieron obliga Jos a retirarse.

Que yo recuerde nosotros no hablamos nada de eso. Ni de la táctica, ni de la mecánica. Natía de esas cosas en abso­ luto [... J Para mí, la misión era un poco a ciegas (.,.] Pero yo comprendo muy bien que hubo una acción planeada,

Por su parte, el general Arias declaró que «la agresividad y la forma en que los subversivos deciden responder» con dispa­ re» a la delegación de la Cruz Roja hizo imposible que el doctor Martínez pudiera llevar a cabo su misión. Pero los verdaderos problemas que tuvo el doctor Martí­ nez para entrar en el Palacio de Justicia a tiempo de evitar la ma tanza que avanzaba inexorablemente hacia todas las personas atra paulas en el baño, no tuvieron nada que ver con esta versión acatada

estudiada, de Estado Mayor, en que se da la orden de cum­ plirla y se cumple hasta su terminación. Entonces, mal podría

por todos y propagada a grandes titulares por la gran prensa. En primer lugar, fueron los mandos militares, el general Arias y el coronel Plazas, quienes lo hicieron esperar casi hora y media en el centro de comando del Museo, mientras el general Arias hacía los preparativos para el asalto final al baño. Después, fue el com­ bate para penetrar en el baño, no la guerrilla, el responsable de recibir al representante de la Cruz Roja con ráfagas de balas. Pero el problema de fondo que frustró esta última oportunidad de sal­ var las vidas de todos los atrapados en el baño vino del hecho de que, a pesar del testimonio de Luis (Jarlos Galán, según el cual

ir yo a interrumpir o a dar una orden por encima de los man­ dos superiores. Otra vez, como el caso catastrófico de la misión dd magis­ trado Arciniegas, otro hombre decente, sumiso a la autoridad mi­ litar, cayó víctima de las agendas secretas y oscuras de los pode­ rosos. Poco antes de su llegada, d general Arias había llamado al general Samudio para decirle que... .. en el baño del mezzaninc donde se encuentra el conflicto ya sólo quedan siete guerrilleros... de manera que, según lo que dice aquí la gente, ya no tenemos problema sino con los guerrilleros.

Ana Cajuüt.an

Dicho en otras palabras, a los rehenes que habían servido de escudo humano a la guerrilla, aquellos que sobrevivieron a la toma del Palacio ya se les había escoltado fuera del edificio. Ya no había más impedimentos para «cumplir con nuestra misión». Cuando el doctor Martínez llegó al Palacio de Justicia, adentro todo cstabu oscuro. En uno de los pisos superiores rugió un combate implacable. A pesar de las instrucciones impartidas por el general Samudio para «asegurar la seguridad del persona­ je», cuando el doctor Martínez entró en el edificio acompañado por su equipo, el general Arias dejó que se encontraran solos en el camino hasta el tercer piso, donde el esperaba con impaciencia que terminara la «liquidación» del último guerrillero. Buscando a tientas el camino en la oscuridad, subiendo por la escalera sur, casi ensordecidos por el mido de los disparos que retumbaban en­ tre las minas, el doctor Martínez y sus cinco compañeros final­ mente llegaron al tercer piso, donde se encontraron con el gene­ ral Arias. Ahí, uno al lado del otro en la oscuridad, el director de la Cruz Roja Colombiana y el comandante de la Brigada XITI es­ peraron a que terminara el conflicto. A gritos, para hacerse oír a pesar de los disparos, el doctor Martínez le dijo al general Arias: «Usted sabe que traigo un mensaje del presidente de la República para esos caballeros». Y también a gritos, rl general le respondió: «Sí, cómo no, ¿pero cómo va a meterse usted allá?», señalando la feroz batalla que tenía lugar en el meuanine. Rasaron 20 minutos antes de que el M-19 disparara su úl­ tima bala y los soldados entraran al baño. Al entrar, vieron que los guerrilleros sobrevivientes trataban de esconderse, en cucli­ llas, dentro de los cubículos de los inodoros, en un intento fútil de protegerse detrás de las maltratadas puertas metálicas de los com­ partimentos. lira la hora de la masacre final. En un último espas­ mo de carnicería, los soldados levantaron sus armas por encima de los cubículos, y frenéticos y enceguecidos, descargaron la última balacera en los inodoros. Los soldados también encontraron a An­ drés Almaralcs caído en el piso junto a la pared norte al lado de los orinales. Estaba herido, pero aún seguía vivo.

294

El Hala* jo di¡ Justicia Una imcoxa mu imiuana

Unos meses más tarde, el 14 de febrero de 1986, el oficial que estuvo al mando de la unidad de Artillería que ingresó al baño después de que los guerrilleros agotaron sus municiones, capitán Luis Roberto Vélcz Bedoya, dio testimonio para d Tribunal Espe­ cial y fue interrogado |>or el juez de instrucción. Sin embargo, el 16 de marzo de 1986 se apartó del guión oficial, lo cual arrojó algo de luz sobre los asesinatos que tuvieron lugar dentro dd baño una vez terminado el combate. En su primera sesión, la dd 14 de fe­ brero, el capitán Bedoya declaró bajo juramento: Sí, logré reconocer a Andrés Atmarales, que no tenía bigote [...] llevaba una camisa verde y estaba sentado, reclinado a la izquierda de la entrada al baño, cerca de los orinales, y había otro [guerrillero] a su lado, también bajo arresto

▲ El cadáver de Andrés Almaralcs en la morgue deja ver la herida de la bala que lo mató (foto publicada por cortesía de loa investigadores de la morgue).

295

Ana Ohikían

Kl Palacio r* Justicia: Una tragedia ciuoniuna

Cuando el juez lo volvió a llamar el 16 de marzo, el capitán Bedoya contradijo su testimonio anterior. En la segunda ocasión sostuvo que la taquígrafa del Tribunal debió maiinterprctar lo que había dicho la primera vez, puesto que, según explicó entonces, «todos los guerrilleros murieron durante el combate...» Ahora bien, de acuerdo con d informe de la autopsia realizada en la mor­

Quiero interrumpirlos un minuto para expresarles un saludo de felicitación personal a nombre de todos los comandantes

gue, lo que mató a Andrés fue una bala de 9 mm, disparada a que­

marropa, en la sien derecha. Luego, aiando terminó la matanza un batallón de solda­ dos exhaustos subió por la escalera para reportar a su victorioso comandante en jefe: «Misión cumplida, mi general». Parado a su lado, y dada la imposibilidad de entregar a la guerrilla el mensaje del Gobierno, el doctor Martínez sacó del bolsillo de su chaqueta la carta dd presidente Bctancur y la puso en manos del general Arias. El general tomó la carta, la abrió y leyó: El Gobierno desea recordarles a todos aquellos que aún perseveran en su objetivo de ocupar d Palacio de Justicia de la oferta hecha ayer al señor Luis Otero, de que lu Fuerza Pública, como es su deber, respetará la integridad personal y las vidas de todos aquellos que desistan tic sus acciones militares y les garantizarán un juicio de acuerdo con la ley. Si algún miembro de la organización del M 19 deseara ob tener detalles precisos sobre esta oferta renovada, puede hacer uso del equipo telefónico que está a su disposición, al otro lado del cual [sit;] encontrarán al ministro de Justicia. Mientras doblaba la carta y la guardaba en un bolsillo, el general Arias hizo un lacónico comentario: «Que lástima que no quede ni uno solo vivo para aceptar esta oferta». Eran las 1:20 de la tarde. «Este personal está totalmente fumigado. Se acabó».

y el Estado Mayor Conjunto, a todo d personal, sin exeep ción -de sus brigadas, de sus unidades subalternas- por el éxito de la operación, demostrando a Colombia y d mundo el profesionalismo y d espíritu de servicio de nuestro Ejér cito, de! cual nos sentimos todos, particularmente yo, muy orgullosos. Lamento la muerte dd subteniente Villamizar y los heridos que han marcado con su sangre una página más de gloria para las armas de Colombia. Muchísimas gracias. Felicitaciones de nuevo.

Notas Los detalles de las últimas horas dentro del baño fueron descritos ¡ni ciulmcntc por Gabriel a la autora en mayo de 1986. Sus recuerdos subjetivos fueron confirmados c iluminados por subsiguientes con­ versaciones de la autora con Felipe, Mauricio y Juan en mayo dr 1986 y de nuevo en abril de 1991, cuando compartieron con la autora copias de (oitos los materiales de fondo los informes de autopsias, los di bujos topográficos a escala, las diapositivas, los análisis de balística que originalmente ellos le habían suministrado a la comisión de in vestigacioncs como soporte de sus hallazgos y conclusiones. Todos los datos específicos a los que se hace referencia en el informe -las di­ mensiones del muro del baño, el tamaño de los boquetes abiertos en este muro, los detalles de! armamento utilizado, las distancias desde donde los soldados dispararon los lanzacohetes, la posición de los tanques dentro de la biblioteca arrasada- provienen de la información recogida en estos documentos. Conocidos colectivamente como «el informe de la morgue», forman la base de la reconstrucción del asalto final al baño.

Momentos después d general Arias presentó un informe a sus superiores y d tono serio de la voz del ministro de Defensa se oyó en el sistema interno de comunicaciones.

Los términos de referencia de este trabajo de reconstrucción que Felipe y sus colegas llevaron a cabo para la comisión de investigacio­ nes fueron establecidos por el juez de instrucción Luis Antonio Uzarazo en su orden No. 088 del5 de marzo de 1986. Esencialmente lo

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Ana Carrigan

F.i Palacio ot Justicia: Una tkacíelma uicumiuana

que buscó el magistrado cuatro meses después tic la masacre íue un análisis técnico y científico de toda la evidencia disponible que pu­ diera contestar la pregunta fundamental: «¡quién mató a los rehenes en el baño?, ¿fue el Ejército o fue la guerrilla? Para hallar la respuesta era necesario averiguar primero, por qué método, usando cuáles anuas o explosivos había logrado el Ejér­ cito abrir dos boquetes en el muro oriental de esta habitación; segun­ do, ¿era posible, dadas las dimensiones y la ubicación de los orificios en este muro que alguien desde afuera pudiera disparar directamente adentro de la habitación?, y tercero, ¿en qué sitio murieron los rehe­ nes? ¿Dentro del baño? ¿O mientras intentaban escapar escaleras abajo? Utilizando todas las herramientas de la ciencia forense -infor­ mes de autopsias, análisis de balística, recreaciones topográficas que trazan el ángulo de los disparos, exámenes minuciosos de las marcas y manchas de sangre que quedaron en la piedra de las escaleras de­ bido al impacto de las granadas y sopesando todos estos hallazgos, al compararlos con los testimonios de sobrevivientes y soldados y con el registro visual de algo más de cuatrocientas diapositivas tomadas en el sitio, Felipe y sus colaboradores lograron reconstruir los hechos básicos. El acceso de la autora a sus documentos proporcionó la base para comprender el final brutal y sangriento de la toma. Esto es particularmente cierto con respecto al registro visual, integral y meticuloso, realizado por Mauricio para la comisión es pedal de investigación. Su serie de dibujos topográficos a escala que recrean la ubicación de los tanques y los lanzacohetes, en relación con la destrucción del muro oriental de! baño, fueron muy útiles para darle a la autora una comprensión visual de lo que allí ocurrió. Estos dibujos también ubican la posición de los soldados que dispararon a las escaleras afuera del baño, con respecto a las heridas fatales sufrí das por dos magistrados que trataban de escapar; también incluyen recreaciones meticulosas de los ángulos y el alcance de los disparos de las armas de los tanques del Ejército cuando atacaban el muro del baño; y finalmente, definen el área blanco del rifle automático que se introdujo al cuarto por el orificio en el muro del baño debajo de los lavamanos, después del segundo bombardeo.

Adkionalmente, cabe decir que 23 años más tarde, en 2009, en­ trevistas adicionales con el magistrado sobreviviente de la Corte Su­ prema. Nicolás Pájaro Peñaranda, y con d magistrado Jorge Valencia A rango, del Consejo de Estado, confirmaron los hallazgos de Felipe

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y su equipo en relación con la pregunta clave: ¿quién mató a los rehe nes dentro del baño? Es de anotar que el magistrado Valencia no es­ tuvo en el baño, pero como miembro del Consejo de Estado, al día siguiente de la toma se reunió con todos sus colegas que habían so­ brevivido dentro del baño, y los interrogó sobre lo ocurrido allí. Siguen unos documentos importantes: 1) «Lo que el Tribunal y el procurador desconoció - Informe de Medicina Legal», revista Zona (1 de julio de 1986): revela la existen cía del informe de la morgue a los colombianos y establece el hecho de su supresión por parte del Tribunal Especial de Instrucción. 2) La transcripción del testimonio del subteniente Ramírez Car­ dona dado al juez Lizarazo V. el 21 de febrero de 1986 por uno de los soldados que colocó los explosivos plásticos en los muros adjuntos al baño, y quien también fue uno de los dos soldados que disparó los lanzacohetes desde el segundo piso al muro oriental del baño. Esta transcripción fue facilitada a la autora por una fuente de la oficina del procurador general en abril de 1991. 3) La transcripción del testimonio del soldado Rodrigo Romero dado al juez de instrucción Gustavo Vega Aguirre en Bogotá d 20 de febrero de 1986, que proviene de la misma fuente y confirma el cono­ cimiento del Ejército de la existencia de la población rehén en el baño antes de y durante su ataque a esta habitación.

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Capítulo 14 Operación Limpieza El Ejército, el Gobierno, el Congreso, los medios masivos de comu­ nicación y la Iglesia se unen para poner fin al desorden c iniciar la tarea de establecer una versión aceptable y oficial de lo ocurrido.

Cuando cesaron loe disparos de la guerra entre el Ejército y el M 19, el coronel Alfonso Plazas Vega salió del destruido Palacio de Justicia dest ruido y ante los periodistas que aguardaban en la plaza anunció la «total aniquilación de los terroristas». Los solda­ dos surgieron de las puertas rotas, bajaron los escalones de piedra y, cuando llegaron al pavimento, alzaron las armas por encima de sus cabezas c hicieron signos de victoria ante las cámaras. Enton­ ces, el coronel subió a su tanque y, como el héroe de un combate épico, abandonó triunfante la plaza de Bolívar para iniciar su pro­ pio desfile victorioso por las calles de Bogotá. Sin embargo, tales demostraciones de satisfacción provo­ cadas por el éxito de la misión realizada por el Ejército al vencer al M-19, no duró. Muy pronto, tanto los superiores del coronel Plazas como sus contrapartes civiles debieron volcar toda su aten­ ción en controlar los danos de su imagen. Dentro del cascarón del edificio destrozado, en las ruinas todavía humeantes; en el centro de mando del Musco de la Casa del Florero lleno de gente y en el salón del Consejo de Ministros del Palacio Presidencial, las priori­ dades inmediatas se percibieron de manera distinta. No obstante, el objetivo que se persiguía era el mismo. Los eventos de las últi­ mas 27 horas habían desenmascarado los principales actores de un drama que dejaba al país atónito. Llegaba el momento de correr las cortinas, de ocultarse entre las sombras; ya era hora de usar las mentiras de siempre e inventar otras nuevas: era el momento de contar los cadáveres.

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AnaCauugam

El Palacio ut Justicia. Una rtACiiMA o humwana

No fue fácil, pese a que en la tarca que se avecinaba el Go­ bierno contaba con el apoyo casi unánime del establecimiento. Entre otros, tenía a su disposición las fuerzas más poderosas de los medios. Poco importaba que los periodistas hubieran estado pa­ rados en la plaza presenciando la agonía del Palacio de Justicia a lo largo del combate ni que tuvieran una visión mucho más real, más aguda y crítica de lo acontecido que sus jefes en las oficinas ejecutivas. No importaba que los fotógrafos y los camarógrafos tuvieran las pruebas gráficas de una realidad que en nada corres­ pondía a la versión que se vendió aJ público colombiano y al mun­ do todopoderoso de los aliados internacionales -esos umigos leales de la ficticia demoemeia colombiana. Nada de lo real contaba. Durante los días venideros, entre la tarde del jueves 7 de noviembre y el domingo 10 de noviembre, sucedió lo siguiente: tan pronto como cesó la lucha, el Cjobterno pidió al Ejercito que bus­ cara al presidente de la Corte Suprema. El Ejército fue incapaz de encontrar huella alguna del magistrado Reyes, ni vivo ni muer­ to. A pesar de que los soldados lo habían buscado entre los escom­ bros -y de que en el centro de mando los agentes de Inteligencia habían intentado obtener alguna información de parte de los tes­ tigos que lo vieron por última vez entre los sobrevivientes-, el in­ forme al (Consejo de Ministros y a los medios de comunicación daba cuenta dd rescate de todos los rehenes y que los magistrados se encontraban a salvo. EJ general Delgado Mallarino, director de la Policía, llamó a Ycsid, d hijo dd magistrado Reyes, pura prepararlo para d in­ minente retomo de su padre; también se hicieron otras llamadas a las esposas de otros magistrados para decirles que se mantuvie­ ran u la espera. Pero instantes después, a las tres de aquella tarde, la transmisión radial desde la plaza de Bolívar se interrumpió in­ tempestivamente con la noticia de que había habido «un terrible error». Un periodista corrigió, apesadumbrado, sus anteriores bo­ letines y anunció «la vil muerte dd presidente de la Corte Supre­ ma». El Ejército acababa de saber que d magistrado Reyes Echandía «murió asesinado en forma miserable, a sangre fría, a manos de Andrés Almarales, comandante de la guerrilla».

Cuando llegó la noticia de la muerte dd magistrado Reyes Echandta y de otros diez magistrados de la Corte Suprema y dd Consejo de Estado al Palacio Presidencial, los ministros estaban reunidos con el presidente, agrupados al retidlor de la radio, tra tando de averiguar qtic pasaba. Se sentían muy solos al borde dd vacío. Supieron demasiado tarde que los militarcs-quicncs hasta hace poco poblaban los salones y corredores, entraban y salían, hablando en clave por sus waUcte talktcs- los habían traicionado con su optimismo y sus promesas; habían manipulado su ignoran­ cia y sus temores. Los ministros tomaron la única decisión que les quedaba: cerraron filas contra un mundo hostil. El ministro de GobiernoJaime Castro, el hombre fuerte del grupo ministerial, brevemente estableció las pautas que se debían seguir en d futuro: Anoche -admitió- me permití hacer ciertas observaciones que no voy a repetir ahora, pero fui muy claro al advertir que eran internas. No era mi intención hacer ninguna crí tica institucional. Me faltó decir que si llegara a ser nccesa rio un debate, lo que seguramente ocurrirá, debemos ser muy claros. Estamos obligados a defender la misma posición y evitar cualquier cosa que pudiera crear elementos de dis­ cordia. Lo que es necesario aluna es que todos actuemos con absoluta solidaridad. De acuerdo con la advertencia del ministro, sus «observa cioncs» al Consejo de Ministros de la noche anterior, 6 de noviem­ bre, se eliminaron de las actas registradas. No obstante, no es de­ masiado difícil adivinar la identidad de la «institución» a la cual se dirigían sus palabras. De cualquier modo, esas palabras encuen­ tran eco entre sus colegas. No sólo ahora, sino también en los di­ fíciles días y semanas venideros, toda contribución oficial que se hiciera al debate pública y a la investigación judicial futura iba a ser un modelo de «claridad» y «solidaridad». Con una única excepción predecible: Enrique Parejo cap tó la tremenda dimensión de la tragedia. Entonces, cuando el gabi-

Ana Ohucan

El Palacio tJS Justiua Una TKAr.miA cr m omiuana

nctc en pleno recibió por radio In noticia de la muerte de Reyes Echandía, no era la solidaridad gubernamental lo que más le prc ocupaba. Por el contrario, alarmó a sus colegas con una critica a la operación militar. la cual -aseguró- mantuvo al Consejo de Mi­ nistros «insuficientemente informado a lo largo del evento». In­

Otros expresaron esta interpretación de la tragedia en fra­ ses como estas: «Se perdieron las vidas de los magistrados, pero el sistema judicial se lia fortalecido» (ministro de Comercio); «Ase­ diado por el clamor de la batalla, el puís mantuvo su marcha ha

sistió en su anterior solicitud de realizar una investigación a fondo y advirtió que el país nunca iba a poder recuperarse de la perdida de semejante número de sus más brillantes y comprometidos pen­ sadores c intelectuales de la rama judicial. La historia -dijo el ministro de Justicia- juzgará estos acon­ tecimientos con absoluta severidad. Como lo hará también la opinión pública en todo el país, y sobre todo en la rama judicial, que indudablemente culpará al Gobierno por su falta de previsión en el manejo de esta crisis.

cia adelante» (ministro de Obras Públicas); «Toda guerra tiene su precio... [icio ganamos una batalla en defensa de las institucio­ nes y dimos una lección que tendrá un valor tlefinitivo» (ministro de Hacienda y Crédito Público), y asi sucesivamente. «Una vez más», recordó intencionalmcnte a los civiles el ministro de Dcíen sa Vega Uribc con la mirada fija en Parejo, «las Fuerzas Armadas apoyaron al Gobierno legítimamente constituido». I>cspués de oír a sus ministros, el prcsuicnte Betancur cerró la sesión con una plática estimulante: El mayor enemigo de la humanidad -dijo según su ama nueme, el señor Ricardo-, es decir, el terrorismo, se ha enea

Al fin de cuentas, el ministro de Justicia era el único a quien le había tocado de cerca el terrible abandono de sus colegas, igno rados por todos, por el Gobierno, el Congreso, los medios, la Igle sia, aun por las sindicatos. Fueron dejados para enfrentar la muerte en una soledad absoluta. Por tamo, como lo confesó en una entre vista posterior, se culpó por su pasividad a lo largo de las 17 horas de combates sin tregua, en las cuales, con excepción de un intento de intervención saboteado por los militares, había sido un espec­ tador impotente. Loa colegas de Parejo prefirieron acoger la insinuación del presidente Betancur, quien pulió realizar «un acto heroico de se­ renidad, reflexión y meditación», y los ministros manifestaron In convicción colectiva de que finalmente todo se había resuelto en los mejores términos. Era la hora tic las palabras de consuelo. El ministro de Relaciones Exteriores, Augusto Ramírez Ocampo, ha­ bló en nombre de todos cuando dijo: «Tengo la honda convicción

rado de una manera ejemplar. La autocrítica es siempre difícil, pues uno siempre se ve a si mismo con buenos ojos. Y es por ello que cuesta trabajo reconocer los propios erro­ res. Algunas veces, como en el poema de Carranza «Oigo voces que vienen de lo Alto», me es necesario mirar el cié lo. Permítanme decirles, mis queridos ministros, que este horrible drama debe unirnos todavía más. No únicamente en bien del Gobierno, sino del país, por nuestra bienamada patria. Porque la pama es una amante que exige mucho y que nos necesita ahora. Seamos inclusive más valientes, más unidos y demostremos que somos capaces de una mayor solidaridad.

de que todo lo sucedido ha sido en provecho de la patria... Estoy convencido de que hemos ofrecido un magnífico homenaje a la

Tras recibir el aplauso de su gabinete, d presidente de la República se retiró a sus habitaciones privadas en compañía de sus asesores para volver a redactar el texto de su próximo discur so por televisión. Una vez más, este se debía reprogrumar y final mente Bdisario Betancur se dirigió a la nación a las nueve de la

democracia».

noche.

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AmCuwüan

El Palacio ot Justicia: Una trauuma «jcomihana

Durante esa tarde trágica, mientras el presidente escribía la alocución que iba a presentar al pueblo colombiano por la no­ che, en las ruinas del campo de batalla, el Ejército continuaba con

ve personas de la cafetería podría ser. En consecuencia, los lleva­ ron a todos a torturarlos. Pero los de la cafetería no eran los únicos que les preocupaban. La paranoia de los altos mandos referente a la capacidad del M-19 para infiltrarse en muchos niveles de la sociedad hizo que sus sospechas incluyeran a determinados ma­ gistrados; en particular, se enfocaron en un grujió: los jóvenes ma gistrados auxiliares que trabajan con el Consejo de Estado. Cuando cayó la tarde, una vez el Ejército terminó sus opc

la Operación Limpieza y el general Arias se empeñaba en la des­ trucción de las evidencias. Aunque la batalla por retomar reto­ mar el control del Palacio de Justicia culminó con una victoria, los militares aún no estaban listos para abandonar el sitio. Su opera­ ción todavía no terminaba. En las horas que aún quedaban de esa tarde, tras la cortina creada por las barricadas y los retenes del Ejér­ cito y la Policía, las muertes continuaron. Aquella tarde todos los guerrilleros del M-19 que se en­ contraban heridos dentro del edificio, como los tres jóvenes que se habían mantenido a salvo en el baño a lo largo de la toma, fueron ejecutados. Orea tic las 4:30, miembros del Cuerpo de Bomberos de Bogotá recibieron orden del general Arias de recoger los ca­ dáveres regados entre los escombros y bajarlos al primer piso. En testimonio al Tribunal Especial, dijeron haber oído disparos ais lados y una larga descarga de ametralladora -cerca de diez según dos de disparos que retumbaban en diversas secciones del devasta do edificio hasta casi las seis de la tarde. Algunos soldados jóvenes, inocentes y aturdidos, con los rostros llenos de sudor y todavía en­ negrecidos por el humo, al salir a la plaza y verse rodeados por pe riodisias, admitieron -eso sí, un poco avergonzados- que sí. que sí era cierto que habían recibido órdenes de no tomar prisioneros. No obstante, los asesinatos de la Operación Limpieza no se limitaron al exterminio de los sobrevivientes y heridos del M-19. Desde el principio de la toma el Ejército sospechaba la presencia de una quinta columna dentro del Palacio de Justicia y la empezó a buscar. Desde temprano sus sospechas se enfocaron en los jó­ venes del personal de la cafetería. Los militares pensaron que en los días anteriores al ataque había habido, por lo menos, dos em­ pleados de la caletcria quienes, jumo con las entregas de alimen­ tos, habían ingresado de forma clandestina cajas de armas, explo­ sivos y municiones. Naturalmente, el Ejército no estaba seguro, y en caso de haber algún culpable, no sabían cuál, de entre las nuc-

raciones de limpieza dentro del Palacio en ruinas, el general Arias enfocó su atención al manejo del tema de los cadáveres. Colombia tiene leyes muy específicas acerca del traslado de muertos de un lugar público a la morgue de la ciudad; esa es una tarea que debe realizar el personal profesional capacitado bajo la supervisión de luí juez y acompañado por un represéntame de Medicina Legal, institución que responde por la administración y el funcionamien­ to de la morgue. Antes de poder trasladar un cadáver, es preciso documentar un registro detallado de los entornos físicos, incluido un registro fotográfico. Sin embargo, todas estas leyes se irrespetaron. Como el Ejército sabía que el ministro de Justicia buscaría una investiga ción judicial del manejo de la exitosa recuperación del Palacio de Justicia, urgió el encubrimiento rápido y eficaz de la cvitlcncia de crímenes que atentaran contra los derechos humanos. El general Arias, con el conocimiento y autorización de sus superiores, delegó la supervisión del levantamiento de los muer tos a los oficiales del Ejército designados para desempeñar la fun­ ción de jueces militares. Muchos cuerpos se encontraban tirados en las ruinas en diferentes partes del edificio y el sótano, pero el mayor número de cadáveres estaba en el cuarto piso y en el baño. Arias envió allí al Cuerpo de Bomberos de Bogotá y a miembros de la Cruz Roja Colombiana a recoger los cadáveres y llevarlos al pa­ tio central para alinearlos y llevar a cabo su identificación. No to­ maron fotografías en el sitio donde cayeron las victimas. Más tarde cuando los investigadores trataron de reconstruir cómo y dónde fue que murieron, ninguno de los participantes pudo ni siquiera

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Ana (ahkican

lj Palacio ch¡ Justicia. Una tbat.ema coiombiana

recordar cuántos cadáveres habían encontrado en el baño cuando

que empezar por examinar las largas hileras de cadáve­

llegaron allí; ni cuántos se encontraban fuera del baño, ni en las escaleras; ni de los cadáveres que encontraron en el baño, cuán­ tos eran guerrilleros. En pocas palabras, no existe ningún registro oficial que pruebe cómo o dónde más de un centenar de personas encontró (a muerte. Esa tarde, tan pronto llegaron los bomberos, el general Arias les ordenó lavar todos los cadáveres con manguera para encubrir los asesinatos de heridos y guerrilleros en el baño. Muchas veces

res. .. Sólo unos pocos se reconocían como seres humanos.

los encargados de esta labor les quitaron la ropa empapada en sangre y la dejaron en el piso del baño, y así, los muertos desnu­ dos fueron cuidadosamente lavados antes de ser empacados en bolsas de plástico para enviarlos a la morgue. El grupo más grande de cadá veres corresponde a las 58 víc­ timas del combate en la noche del miércoles, en el cuarto piso.

Esos cuerpos se encontraban tan quemados que eran ¡rreconocibles. De acuerdo con el testimonio posterior de varios empleados de la morgue, resultó que cuando los cadáveres en bolsas llegaron a su destino, algunos de los ya identificados como hombres resul­ taban ser mujeres; mientras algunas bolsas contenían los restos de dos o más cuerpos diferentes, otras sólo llevaban partes de cuer­ pos; y, en todos los casos, las pertenencias personales (como un reloj de oro, una medalla, una pluma), pequeños objetos que hu­ bieran podido ayudar a que los familiares identificaran a sus seres queridos, habían desaparecido -por pérdida, por robo o porque habían sido enviados en distintos contenedores. El jueves, ya pasada la medianoche, llegó una mujer a la morgue en busca de su esposo. Más de cinco años después inten­ ta describir lo que vio y no puede. No existen palabras para explicar lo que era aquello -dice-. (litando se busca a alguien que uno ama y se tiene dentro de si la imagen de esa persona, uno se guía por su rostro, por el color de su pelo, por la forma que le crecía. Para encontrar a mi esposo en medio de un completo caos tuve

HM

A esa hora tardía sólo pocas víctimas del cuarto piso del Palacio habían llegado a la morgue y a la magistrada Amalia Man­ tilla, esposa del asistente del presidente de la Corte, se le dijo que regresara al día siguiente. Sin embargo, ella decidió primero bus­ car el cuerpo de su esposo en el interior del Palacio de Justicia. A las nueve de la mañana del viernes 8 de noviembre, gra­ cias a su carné de identidad de burócrata oficial, Amalia Mantilla fue la única persona Intimamente relacionada con la tragedia que logró entrar a las ruinas del edificio estando éste todavía bajo el control del Ejército. Por donde se mirara, en cualquier dirección era una zona de guerra -dice-. Todo el cuarto piso estaba destruido. No quedaba nada. No había una sola pared divisoria que que­ dara en pie, el piso estaba cubierto con una capa gruesa de cenizas, escombros, vidrios rotos y en algunos sitios que­ daban restos de la conflagración todavía encendidos. Haciendo «memoria de cómo eran las cosas», Amalia lle­ gó al sitio donde cree que debió estar la oficina del magistrado Reyes y ahí, amontonados vio algo que parecía ser un grupo de ocho cuerpos, hombres y mujeres, quemados a tal punto que era imposible reconocerlos. Nunca olvidaré cómo estaban ahí los cadáveres -dice anco años después-. Era todo tan extraño; parecía como si hubie­

ran caído uno sobre otro, en dos filas rectas. Orno si hu­ bieran estado de pie uno junto al otro cuando la muerte los sorprendió a todos al mismo tiempo en forma instantánea, y no hubieran podido moverse. Yacían todos allí, uno jun to a otro, muy, muy juntos.

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AnaCaiutun

El Palacio Dt Justicia.- Una rxACKMA colombiana

Había mucha gente deambulando por ahí aquella mañana en la devastación del cuarto piso: policías y militares uniforma dos o vestidos de civil, algunos funcionarios de la Procuraduría General de la Nación e incluso empicados de la morgue. Ahora, al empezar a buscar pistas para la identificación de los restos cal cinados de aquellos cadáveres, Amalia recuerda una escena.

Yo lo vi -idice Amalta-. No exagero. El piso, en una exten sión de dos o tres metros, estalló en llamas que envolvieron

Como un macabro bazar persa. «Mire», decía alguien, «este reloj me recuerda» a tal persona o «definitivamente yo reconozco ese lapicero». Se encuentra una joya pertene­ ciente a una mujer que pueden identificar como la asis­ tente del magistrado Reyes. Luego identifican el cadáver del presidente de la Corte Su­ prema de Justicia, el magistrado Reyes, por su lapicero de oro y por su carné de la facultad de Derecho que misteriosamente se había salvado de la conflagración. Doblado dentro del bolsillo de su chaleco había quedado protegido de alguna forma por el peso de su cuerpo que yacía boca abajo contra el entablado del piso. Quienes fueron testigos ile lo que sucedió después han es tado demasiado atemorizados pura hablar de ello, pero cinco años y cinco meses después de los acontecimientos, el día que conocí a la magistrada Mantilla, ella hizo memoria para contar por pri­ mera vez lo sucedido. Yo no sé -me dijo- si algo me va a pasar por hablar ahora con usted. Quiero, sin embargo, decirle lo que ocurrió aque lia mañana en el cuarto piso del Palacio de Justicia. Es algo que ile todas maneras es preciso que se sepa. Tomaron d cuerpo del presidente de la Corte Suprema de Justicia y lo alejaron de los demás, en un lugar solamente para él. Luego apareció un hombre vestido de civil con una pequeña jarra en la mano. Mientras Amalia miraba, el hombre alzó la jarra y de­ rramó el contenido sobre d cadáver del magistrado Reyes. En un instante el cuerpo quedó envuelto en llamas.

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el cuerpo del presidente de la Corte Suprema de Justicia. Hubo un grito de protesta. Tanto Amalia como otras per­ sonas les gritaron a los oficiales que extinguieran el luego. De mala gana lo hicieron. Sofocaron las llamas con las cenizas que había alrededor. El Ejército iba a hacer un último intento para evitar que los investigadores descubrieran cómo había muerto el presidente de la Corte Suprema de Justicia. Cuando el viernes al mediodía su cadáver llegó finalmente a la morgue de la ciudad, el jefe de Pa­ tología da instrucciones para que no se tomen radiografías de sus restos. Pero el personal de la morgue se rcl>eló: Si usted no nos permite hacer nuestro trabajo en forma correcta, bien puede entonces hacerse cargo de la morgue y hacer todo usted mismo. De manera que debidamente se toman las radiografías de lo que quedaba del cuerpo del presidente de la Corte Suprema de Justicia y se descubre así que la bala que penetró el pecho del ma­ gistrado Reyes no la disparó ninguna de las armas del M-19 que el Ejército había encontrado en el cuarto piso. Ya ve usted -dice A malta Mantilla cuando termina de con tarme su historia de lo que ocurrió en el cuarto ptso-, no es

sólo cuestión del escándalo de la toma; ese no es el único problema. Hay cosas más graves que surgen con esa trage­ dia. Lo ocurrido en el Palacio de justicia revela la verdade ra naturaleza de la clase política de este país; también nos muestra d carácter de nuestras Fuerzas Armadas, y [también] quiénes son los guerrilleros. Cuando el M-19 *c apoderó del Palacio de Justicia puso en claro que no sabe absolutamente nada de nuestra realidad nacional. Por desgracia, Colombia

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Ana Carminan

es un país que padece amnesia, sufre de olvido. Y hemos llegado a un punto tal de insensibilidad y dureza con res pccto a la vida que n la gente ya no le interesa. Ese es el le­ gado más grave que nos ha dejado el Palacio de Justicia. I-a vida no tiene ningún valor. Esa, en mi opinión, es la verda dera, la más devastadora consecuencia de lo que sucedió en el Palacio de Justicia. A lo largo de la tarde y la noche del jueves 7 de noviembre, el centro de Bogotá se llenó de personas atemorizadas que bus­ caban con creciente desesperación a sus familiares desaparecidos. Ignoradas por los líderes civiles, obstaculizadas por agentes del Ejército y de la Policía, se encontraron abandonadas, a solas con su terror, mientras siguían los rastros de falsas esperanzas y pistas equívocas en medio del caos. Presas de un pánico contagioso, si guicron ciegamente dedicadas a la búsqueda de sobrevivientes inexistentes. Corrieron a la Casa del Horero, a los hospitales, a las clínicas, a las jefaturas de Policía, a los cuarteles militares, a las estaciones de radio, a las oficinas de los diarios, a los estudios de televisión..., y de nuevo a la Casa del Florero. En muchos ca­ sos, esa búsqueda duró toda la tarde basta entrada la noche; en otros continuó hasta el día siguiente, hasta que al final, abandona­ ron toda esperanza de volverlos a ver vivos y se encontraron en medio del infierno de las innumerables filas de cuerpos incinera­ dos en la morgue, ya repleta de cadáveres. Ese recorrido lo hizo Ana María Bidegain buscando a su marido, Carlos Urán, un joven magistrado auxiliar del Consejo de Estado. (-arlos I loracio Urán y Ana María Bidegain tenían un ma­ trimonio feliz como pocos. Con sus cuatro hijas pequeñas (la me­ nor tenía 18 meses el día de la toma) compartían un hogar cálido y alegre en d cual la puerta estaba siempre abierta para amigos y visitantes. Ana María era profesora de Historia en la Universidad de los Andes, y Carlos, graduado con honores cum ImuJc en La Sorbona de París, dictaba clases de Ciencia Política en la Univer­ sidad Jovenalla y era miembro del Consejo de Estado. A Ana M¿i ría, el día que perdió a Carlos, se le partió la vida en dos.

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El Palacio m. Justicia: Una txaueima culombiana

Eran las dos pasadas de la tarde ese jueves 7 y los sobre­ vivientes del ataque final al baño estaban saliendo de las ruinas del Palacio. Corrieron enloquecidos entre los soldados y los tan ques de guerra para llegar como un chorro de gente al Museo de la Casa del Horero. A las 2:17 (así dice el vídeo) el camarógrafo del Noticiero 14 I loras captó el momento cuando salió Carlos I [ora­ do Urán. Venía cojeando entre dos soldados que lo tenían aga­ rrado de los brazos; detrás va otro apuntándole con su fusil. Son solamente ocho segundos de video, pero cuentan lo esencial. Car­ los Horacio Urán salió vivo del Palacio de Justicia. Dos periodis­ tas, parados en la plaza, lo vieron y gritaron a los soldados: «¡Él es magistrado! ¡El es magistrado!».

A Imagen tomada de un reportaje de televisión de Noticias Uno.

Cuando Carlos Horacio no apareció el jueves, temprano en la mañana del viernes Ana María salió para el ministerio de De­ fensa a encontrarse con el general Nelson Mejía -el encargado de

Ana Cajdbgan

El Palacio dc Justic ia Una t*aí;uxa ujlomhana

derechos humanos para las Fuerzas Armadas. Llevó copia del vi­ llero del Noticiero 14 I loras para mostrarle. A Ana María no le cabía en la cabeza que el Ejercito de Colombia fuera capaz de matar a un juez del Estado y aún no había perdido la esperanza de que los militares le dieran una respuesta aJ misterio de la desaparición de Carlos. Cuando luego de 22 años de silencio e impunidad Ana Ma

allí gritamos, «¡Él es magistrado! ¡Él es magistrado!», por­

ría declaró frente a la Unidad de Fiscales Delegados ante la Corte Suprema, se acordó de cómo fue esa reunión con el general Mcjta y otros oficiales aquel 8 de noviembre de 1985. «Yo le dije que no lo venía a increpar [...] Si no le pido al Ejercito de la República que me ayude a buscar a mi esposo, que era un juez de la Repú­ blica, ¿ü quien le pido en este país?», preguntó. «Yo les vengo a pedir uyuda». Esa mañana los oficiales reunidos en la oficina del general Mejía se dieron a la tarea de confundirla y convencerla de que esa imagen no era la de Carlos. Y lo lograron. La ampliaban y mo­ vían. la manipulaban y cambiaban esos ocho segundos de la ver­ dad hasta que parecía ser la de sólo un detenido más, un joven guerrillero sin camisa -que le faltaba por habérsela dado al ma­ gistrado Arcinicgas cuando éste salió del baño a buscar ayuda. Y esa mañana Ana María le comió el cuento a los militares, quienes la convencieron de que ése no podía ser Carlos. Ciarlos, le dijeron, había muerto en las escaleras del Palacio, atrapado por el fue­ go cruzado en la confusión del «rescate» final de los rehenes. Ana María les creyó. Ese día salió destrozada de su reunión con los ge­ nerales. Tres meses más tarde, en febrero de 1986, los dos periodis­ tas que habían visto salir a Urán del Palacio aquel jueves 7 de no­ viembre, rindieron testimonio en el Juzgado jo al Tribunal Es­ pecial:

que lo conocimos. Pero al Tribunal no le interesó la historia de los dos perio­ distas que cuentan cómo un magistrado auxiliar del Consejo de Estado salió vivo del Palacio de Justicia, cumulo el acta de levan tamiento del cadáver de aquel magistrado, con fecha del 7 de no­ viembre de 1985, les confirmaba que Carlos I forado Urán había muerto a las tres de la tarde de ese mismo día, en el patio interno del Palacio de Justicia. Curiosamente -aunque a esto tampoco le prestaron aten ción los magistrados del Tribunal-, este documento cuenta que a la hora de su muerte Carlos Urán llevaba una camisa de dacrón azul con rayas horizontales y una corbata roja con pintas. Cosa extraña, puesto que cuando salió de su casa a la oficina en el Pa lacio de Justicia el día anterior, el miércoles 6, Carlos Urán llevaba una camisa blanca. Y fue justo esa camisa la que entregó a Reynaldo Arciniegas. Por eso en el video estaba sin camisa saliendo vivo del Palacio. En la tarde del jueves, poco antes de la entrada de los bom beros al edificio para lavar las evidencias de las ejecuciones de la Operación Limpieza, la Policía invitó a un pequeño grupo de pe­ riodistas para hacer un recorrido rápido por los rumas, «f uentes policiales» ofrecen una información según la cual, en el apuro fi­ nal de la larga batalla y «al ver que el Ejército se acercaba», ocho de los líderes guerrilleros se encerraron en un baño y se suicida­ ron. De acuerdo con la Pálida, cuando el Ejército llegó al baño y echó abajo la puerta, todos los guerrilleros estaban muertos. La tragedia del Palacio de Justicia trajo mucha prensa in­ ternacional a Bogotá, y esos periodistas no son tan ingenuos. No

-expiraron-, Salió cojeando, dos militares lo llevaban. Ve­

era fácil mantener la versión ofidal en medio del caos y de un nú­ mero crcdentc de contradicciones. Los militares y la Poiiría se vieron en la necesidad de fortalecerla, para lo cual la Polida pro­ porcionó un rehén testigo del asesinato dtá magistrado Manuel

nía otro apuntándole, y los dos periodistas, que estábamos

Gaona Cruz, puesto que, después de lu muerte del presidente de

Fue entonces cuando vimos salir al magistrado Carlos Urán

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Ana Cusir,an

la Corte Suprema, la del magistrado Gaona era el acontecimien­ to más delicado para las autoridades. Entró en escena el testigo, Jorge Amonio Reina, identifica­ do como conductor de la Corte Suprema. El señor Reina acudió a la radio para proporcionar una descripción gráfica a los radio­ escuchas de Bogotá de cómo los guerrilleros obligaron a Manuel Gaona a tenderse en el piso y le dispararon en la frente. Reina también hizo declaraciones a la prensa extranjera y, tocándose la frente con un dedo, dijo: Al magistrado Manuel Gaona Cru2 le dispararon aquí. Hi deron que se tendiera en el piso y le dispararon a pesar de que él insistía en que debían tratar de negociar. Reina también describió una escena a los reporteros de Reu ters, Associated Prcss, Tbe Washington Post, The New York Times y Newsweek, entre otros, según la cual «los rebeldes apagaron las luces en una sala cuyas ventanas tenían cortinas y empezaron a disparar una verdadera lluvia de balas u los rehenes». Esto, afirmó Reina, ocurrió después de haber visto cómo los guerrilleros ase­ sinaban a otros magistrados de la Corte Suprema. El número de magistrados asesinados a sangre Iría que él vio en persona varía entre tres y seis, según sus diferentes declaraciones. Su versión de la muerte de los jueces rehenes de la guerrilla se transmitió en ro-do el mundo. A los periodistas extranjeros les inquietó que esta infor­ mación no se pudiera verificar de manera independíente. Circu­ laron informes contradictorios sobre el final de la larga batalla en el baño. Surgieron dudas acerca de si los guerrilleros se suicida­ ron, como insistían los oficiales, o si en realidad se rindieron y fue­ ron ejecutados ext«judicialmente. Tamo a los periodistas como a los familiares de los rehenes se les prohibió el acceso al centro de mando de la Casa del Florero, ubicada en la esquina de la plaza de Bolívar donde policías y agerúes de Inteligencia del Ejército llevaban un registro y todavía entrevistaban a los rehenes «rcsca-

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El Palmjo nr Justicia: Una tk acidia coi ¿tobiana

lados». La Policía era incapaz de proporcionar el número de so­ brevivientes que ayudó a salir de las ruinas al finalizar la batalla. Los informes transmitidos por la radio hablaban de entre j8 y 48 personas rescatadas. Pero el viernes por la noche, al imprimir los periódicos, aún no existia una cifra oficial. Entre tanto, en ese cen­ tro de mando de una batalla que terminó varias horas antes, los servicios de Inteligencia entrevistaban, investigaban e interroga­ ban a los sobrevivientes. No todos los que salieron vivos del con­ flicto llegaron sanos y salvos a su casa. «Capturamos a una guerrillera», le dijo ci coronel Sánchez del B-z (Arcano 2) al mayor Sadovnik (Arcano 5) hablando desde la Casa del Florero a eso de las cinco de la tarde aquel jueves. «Ya se le identificó, está perfectamente identificada». Y responde el mayor Sadovnik: «Bueno, usted sabe qué hacer, las órdenes son perentorias... Si no está la manga, que no aparezca el chaleco»; traducción: «Si ella muere [bajo tortura], asegúrese de tiesa parecer el cadáver». A uno de los jóvenes soldados encargados de custodiarla en el segundo piso de k Casa del Florero, ella le dijo que se lla­ maba Irma y 1c pidió que por favor la dejara llamar a su familia para decirle que estaba detenida. El vigilante de la Casa del Flo­ rero se acuerda de ella. La identificó en una fotografía publicada por la prensa para el magistrado que investigaba su desaparición. El vigilante dijo que la había visto salir de k Casa del Florero con varios hombres armados, civiles armados, especificó. También re cordaba su nombre, Irma Franco, porque por casualidad k había oído decírselo a los oficiales cuando k interrogaban en el segundo piso. Irma Franco, les había dicho, era estudiante de Derecho. Y el vigilante auxiliar de la Casa del Florero también la recuerda. Él vio a varias personas detenidas durante el contraataque en el Pa lacio de Justicia. Fue el responsable del segundo piso de la Casa del Florero y, según dijo, era ahí adonde se llevaba a los sospecho­ sos. Los encargados habían establecido su oficina en el Salón de Signatarios del Acta de Independencia e inclusive habían llevado a trabajar a algunas jóvenes, y las señoritas se sentaban en las sillas

Ana Cambgan

Fx Paijvjo i* JfvnuA Una tiagema colombiana

históricas, algo nunca antes permitido. Respondiendo las pregun­ tas del juez investigador, el vigilante auxiliar dijo que en el corre­ dor había visto a cuatro personas que estaban detenidas, tres hom­ bres y una mujer, y a otras tres, tíos hombres y una mujer, en la Sala de Nariño. Los encargados las mantenían tic pie, o a veces

joven, Marcela Sossa, habían «desaparecido», y que el Ejército los había asesinado junto con «otros siete combatientes». Lo que

sentadas en el piso, pero siempre de cara al muro. Cuando se lle­ varon a la joven de falda escocesa y botas ya era muy tarde en la noche. Lo recordaba bien, porque se encontraba parado junto a la puerta que da a la calle. Irma Franco, estudiante de Derecho y guerrillera, entró al Palacio de Justicia el miércoles por la mañana en compañía de Al fonsojaequin, en la vanguardia de la invasión del M 19. Todo el tiempo que duró la toma permaneció en el baño, dontle se ocupó de cargar y recargar las armas que los guerrilleros dispararon afue­ ra en las escaleras. Cuando Andrés Alma rales autorizó la salida de las mujeres fue Irma quien pidió permiso para salir del baño y marcharse del Palucio tic Justicia con los rehenes. Después de que la sacaron de la Casa del Morera el jueves por la noche, acom­ pañada por agentes de Inteligencia del F-2 (o del B 2), Irma Fran co desapareció. Nunca nías se le volvió a ver. La desaparición de Irma Franco está documentada por nu­ merosas fuentes. Pera, ^cuántos guerrilleras más trataron de es capar como ella? Quienes eran y qué sucedió con ellos, no se sabe. Más tarde esa misma noche del jueves, el coronel Sánchez anun ció un segundo acontecimiento exitoso: «Acabamos de capturar a otro que ya está también completamente identificado». Esta vez las instrucciones del general Samudio son más directas: «Ya sabe usted lo que debe hacer al respecto. Las instruc­ ciones son terminantex».

se sabe por las cintas de las intercomunicaciones militares y poli­ ciales es que durante los dos días que duró la toma, la Inteligen­ cia del Ejército detuvo por lo menos a diecisiete personas. Se sabe también que con excepción de Andrés Alma rales, en la morgue de la ciudad ninguno de los líderes del M m fue identificado. A las nueve de la noche del jueves, el presidente Belisario Bctancur se dirigió al país: «El Gobierno no podía negociar lo que no es negociable, la respetabilidad de nuestras instituciones». Con los ojos tristes, fijos en la lente de la cámara de televisión, hablando lentamente, el presidente describió con solemnidad a sus com­ patriotas una escena que nunca tuvo lugar. Esa inmensa responsabilidad -dijo bctancur al referirse a la defensa constitucional de la democracia y de las institucio­ nes- la asumió el presidente de la República, que, para bien

o para mal suyo, estuvo tomando personalmente decisiones, dando las ordenes respectivas, teniendo el control absoluto de la situación; de manera que lo que se hizo para encon­ trar una salida fue por cuenta suya y no por obra de otros factores que él puede y debe controlar. Esa noche en Bogotá hubo pocas personas que le creyeron y ninguna dejó de reconocer la identidad de esos «otras factores»

Una semana después, el 14 de noviembre, quienes aún for­ maban parte de la estructura de poder del M-19 emitieron un co­ municado a la prensa firmado, entre otros, por Alvaro Fayad y

de los que habló el presidente. Pero a estas horas, la credibilidad no era lo más importante. Lo importante era que, reunido frente a sus aparatos de televisión, por fin el establecimiento podía respi rar con tranquilidad. Este presidente, como todos los anteriores, «finalmente se amarró los pantalones». Ahora los militares volve­ rían a sus cuarteles. No iba a haber crisis constitucional. Pero para todos aquellos que no pertenecen a los círculos

Antonio Navarro, en el que aseveraban que los principales líde res del ataque, es decir, Luis Otero, Alfonso Jacquin, Irma Franco, Elvcncio Riiiz (segundo oí mando después de Luis Otero) y otra

que conforman las estructuras del poder de esta sociedad despia­ dada, esa noche en las tristes y deterioradas calles de Bogotá rei­ naba el miedo. Pues en ellas había tropas con armas automáticas

m

Ana Carucan

El Palacio ut Justicia: Una ntv.rniA ooijOMIUAna

que patrullaban el centro de la ciudad durante toda la noche. Em­ pezaron a circular rumores de la desaparición y arresto de algunos rehenes rescatados. Esa fue una noche de temor.

muertos (Bogotá, abril de 1991), dieron la primera indicación a la au­ tora de que los rumores de ejecuciones extrajudiciales en efecto po­ drían tener algún fondo de verdad. 4) La información relacionada con las irregularidades y violacio­ nes de la ley cometidas por autoridades militares en el proceso de retirar los cadáveres de la escena proviene de la entrevista de la autora con la juez Amalia Mantilla (Bogotá, abril de 1991). 5) Son dilucidadoras las conversaciones de la autora con el equi­ po de investigaciones de la morgue (Bogotá, mayo de 1986 y abril de 199*) y el acceso a sus documentos oficiales, asi como las conversacio­ nes con parientes de los muertos y desaparecidos durante las prime­ ras 48 horas después de la tragedia en Bogotá, en noviembre de 198). 6) En la búsqueda de información relacionada con los desapa recidos, una entrevista de la autora con la doctora María Xirnena Castilla, abogada de la familia del asesinado magistrado de la Corte Suprema de Justicia, Ricardo Medina Moyano (Bogotá, abril de 1986 y abril de 1991) ayudó a establecer el contexto de los hechos de tal ma­ nera que fue posible trabajar desde un cuadro completo de lo suce dido. Posteriormente, se descubrió información adicional con la ayuda de los abogados que trabajaban para las familias de los desaparecidos. 7) La transcripción del testimonio del capitán Luis Roberto VéIcz Bedoya, interrogado por el juez de instrucción Alfonso Triaos (14 de febrero y 16 de marzo de 1986), iluminó un poco los asesinatos que tuvieron lugar dentro del baño después dd combate (d capitán Vélez Bedoya estuvo al mando de la unidad de Artillería que ingresó al baño después de que los guerrilleros hubieran agotado sus municiones). 8) La evidencia tic las detenciones ocurridas dentro dd Museo de la Cata del Horero provienen de varias fuentes que incluyen: • Los testimonios dados ul juez de instrucción Alfonso Triana (febrero de 1986) por parte dd vigilante y el vigilante asistente dd Musco. • La transcripción dd testimonio dado al juez de instrucción Germán Enciso Uribe (Bogotá, 7 de enero de 1986) por la periodista independien te] ulia Navarrete Mosquera. • La transcripción del testimonio dd rehén sobreviviente José

Notas 1) El acta de la reunión del Consejo de Ministros del 7 de noviem­ bre (ver también capítulos anteriores) fue crucial para el entendi­ miento de la autora de lo que sucedió atando se terminó el combate. 2) El testimonio escrito del ministro tic Gobierno, Jaime Castro, al Tribunal Especial (Bogotá. 21 de abril de 1986) ofrece una elocuen­ te «versión oficial» del papel del presidente durante la totalidad de las 27 horas de la toma y tiene un cariz de explicación y justificación en los siguientes términos: Creo que lo que hizo el Gobierno durante todas las 27 ho­ ras de la toma fue consistente con la Constitución y la ley, y respondió a los reales intereses del país [...] En Colom­ bia se habla mucho del peligro a nuestras instituciones l... ] Y es cierto que la amenaza más seria a nuestras institucio­ nes en los últimos 25 años o más, tuvo lugar durante esos terribles días. El ministro Castro insistió en que: Desde mi punto de vista fue claro que [el presidente] con­ sistentemente, sin limitación alguna, ejerció su papel de jefe máximo de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacio­ nal durante todo el tiempo, y que [los jefes de las Fuerzas Armadas] obedecieron, como es su deber, a las decisiones del poder civil. >) Las trascripciones de testimonios de miembros del Cuerpo de Bomberos a los jueces de instrucción dd Tribunal Especial, fa­ cilitadas por un abogado representante de uno de los magistrados

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William Ortiz al juez Gustavo Vega Aguirrc (Bogotá, 23 de enero

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Ana Camooan

de 1986). Cada uno de estos testigos estuvo en la Casa del Florero, donde vieron a varias personas detenidas. Esta serie de testimonios fue puesta en conocimiento de la au­ tora en Bogotá, en abril de 1991, por una fuente jurídica que traba­ jaba con los abogados de las familias de los desaparecidos emplea­ dos de la cafetería. 9) La entrevista de la autora con la juez Amalia Mantilla (Bogo­ tá. abril de 1991) sirvió para confirmar y corroborar mucha de la in­ formación que hasta entonces le llega Ira desde una sola fuente, a saber, Felipe y su equipo. 10) La autora usa la transcripción de la rueda de prensa con los periodistas extranjeros y d ministro de Justicia que aparece en d libro de Manuel Vicente Peña Las dos tomas. 11) El material confirmatorio de los antecedentes proviene del artículo «El misterio de los desaparecidos» (El Espectador, 5 de no­ viembre de 1986).

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Parte n

Capítulo 15 El pacto de silencio El viernes 8 de noviembre ¡be Washington Posi informó desde Bogotá: «Altos funcionarios del Gobierno indicaron hoy que el objetivo de los rebeldes era destruir los registros de las solicitudes de extradición hechas por los EE.UU. contra aproximadamente ochenta narcotraficantcs que pueden haber financiado las guerri­ llas». Por la tarde de ese mismo viernes < :BS Evcning Ncws informó que «aquí se especula que la toma puede haber sido un intento para bloquear la decisión gubernamental de extraditar colombia­ nos acusados de delitos relacionados con drogas hacia Estados Unidos». Tal como la expresó The Washington Post, esa «especu­ lación» se originó ai la Embajada de Estados Unidos en Bogotá. El «vínculo del narcotráfico con el terrorismo» como causa del ata­ que al Palacio de Justicia habría tenido allí su primera maniíesta ción, así como el argumento «en defensa de las instituciones». Se relaciona la conexión de la droga con el ataque al Palacio de Jus­ ticia para conseguir amplia divulgación y respetabilidad. Difun dida por la radio, esta versión se aceptó y se repelió nacional e ¡n ternacionalmenle hasta convertirla en el único «hecho» que tanto periodistas como lectores conocen o recuerdan sobre la toma del Palacio de Justicia colombiano. Esa misma mañana, El Tiempo de Bogotá, es decir, el perió­ dico del establecimiento con los vínculos más estrechos con los militares, felicitó al Ejército y al Gobierno por «la más espectacu­ lar operación realizada en estos tiempos contra la guerrilla». El Tiempo escribió acerca del rescate de «más de treinta» rehenes al terminar la batalla: .. .que habían vencido la muerte y ludan sonrientes y victo­ riosos, como la bandera colombiana que también había re­ sultado triunfante. La bandera que sobrevivió al fuego y a

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Ana Caxkkían

los disparos de cañón aún ondea, invicta y hermosa, sobre el Palacio de Justicia de Colombia.

El Palacio ut Jintm

ia

Una

tkaííkwa ccju immana

El periódico ofreció adicionales muestras gráficas, de autor anónimo, del inhumano tratamiento y de la sangre fría con que los rehenes recibieron la muerte a manos de los guerrilleros. I lubo nuevos detalles del asesinato del presidente de la Corte Suprema de Justicia cometido por Andrés Almarales. Ahora, la versión ofi­ cial se empezó a concentrar sobre bases sólidas. Por tanto. Almarales asesinó al presidente tic la Corte Suprema de Justicia incita­ do por una joven guerrillera que exigía que el Gobierno los tomara en serio. El Tiempo tuvo también otras explicaciones acerca del pacto suicida del M-19 y el titular dice: «No sobrevivió ningún guerrillero al terminar la operación». El sábado 9, temprano por la mañana, la morgue de la ciu­ dad recibió instrucciones del juez 78 de Instrucción Militar, que no tenía nada que ver con la toma del Palacio de Justicia, de en­ tregar a la Policía veintiocho cadáveres para enviarlos de inmedia­ to a la fosa común de la ciudad. Uno de aquellos cadáveres que aparece en la lista del juez es el de Andrés Almarales, pero con la ayuda del ministro de Justicia y del procurador general de la na­ ción, Carlos Jiménez Gómez, el cadáver de Andrés ya se había iden­ tificado el viernes jx>r la noche, en el pequeño cuarto que compar­ tía con Carlos Urán y Manuel Gaona, y la orden de entregárselo a su familia ya existía. Como le prometió u Andrés, María y los demás miembros de su familia lograron recuperar su cuerpo ese sábado temprano. De los veintiséis cuerpos restantes, incluidos en la orden del juez sólo nueve habían sido identificados. Sin detenerse a consultar con su jefe el ministro de Justicia, el director de Medicina Legal firmó la autorización de entrega de los veintiséis cadáveres a la Policía. A las nueve de la mañana los cuerpos se cargaron en un camión y fueron llevados hasta un paraje desolado al sur de la ciudad don­ de se descargaron en una fosa común en el cementerio municipal. Interrogado por los investigadores, el funcionario dijo que su orden le llegó por medio de una llamada telefónica del coman-

liante de la Policía de Bogotá, general Vargas Villegas, quien le informó que la Policía quería disponer de los cadáveres poique había indicios de que el M 19 podría intentar apoderarse de la morgue para recuperar a sus compañeros muertos. Parece razonable suponer que gran parte de los diecisiete cadáveres no identificados pertenecía a la lucrza dd M 19 que lu­ chó al lado de Luis Otero en el cuarto piso. Pero ya las identidades de esos cadáveres se habían perdido. Por tanto, nadie pudo saber si todos eran muertos del M-19. Cuando se les pregunta a los militares acerca de «los desa­ parecidos», ellos recuerdan esos cadáveres no identificados y su­ gieren que entre ellos «debe de haber» algunos, quizá todos los que se consideran «desaparecidos». Se sugiere también que los que no se encuentran es posible que hayan quedado incinerados por las llamas del cuarto piso. Y osí, con estos y otros métodos tram­ posos, los primeros días logran construir y establecer las bases de una versión mentirosa y falsa de lo acontecido. Todo ocurrió tan rápido, con la complicidad de tanta gente de las distintas agrupa­ ciones del establecimiento, y tantos otros miedosos del común, que los hechos reales de la tragedia, la información básica que tenía que ver con quién mato a quién, y dónde, y cómo, y por qué, se volvió confusa, misteriosa y finalmente indescifrable. Transcurrieron entonces los días y los años, y todo el sen­ tido de una verdad comprensible, la posibilidad de mirar el cua­ dro completo para apreciar y entender lo que esta tragedia tenía de humano y de salvaje, de cobarde y de corajuda, de aterradora inhumanidad, como bondad y solidaridad de personas de todas las capas de la sociedad colombiana, nada de eso le fue permitido conocer a la gente. Por encima de todo, el país desistirá de cual­ quier esfuerzo por comprender cuáles son las fallas profundas de un régimen que se ufana tanto por su talento para la democracia y que acepta que una tragedia de dimensiones tan atroces como la del Palacio de Justicia suceda sin estremecer sus bases éticas y mo­ rales ni dejar de pensar que nunca pas; nada lo suficientemente grave como para cuestionarse y reaccionar. Pero de estas cosas no se habla nunca. Porque no hay ni va a haber un potí mortem.

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Ana Caiqucan

El cuarto en la morgue, donde la médica amiga de Carlos encontró su cadáver, era pequeño y aislado. Estaba en una sección tan apartada que ni ella, que llevaba un año estudiando Medicina Forense allá, lo conocía. Había estado en la morgue buscándolo la noche anterior, pero el nombre de Carlos Urán no aparecía en ninguna parte; no figuraba en ninguna de las listas que manejaban los militares y la Policía -ni en la de vivas, ni la de heridos, ni la de muertos. Desde el día anterior a las 2:17 de la tarde, después de salir vivo del Palacio, Carlos Urán había desaparecido; esa noche, en el dantesco caos de la morgue era imposible averiguar siquiera si su cuerpo había llegado allá y la médica decidió retirarse y regre­ sar temprano en la mañana. Al día siguiente encontró a un amigo, un colega que muy nervioso le señaló dónde buscar: en un cuarto apartado que había sido designado «el cuarto de las guerrilleros». La acompañó has ta la puerta cerrada y le advirtió: «Ten cuidado. Todos los que es tán no lo son». Era cierto. Esa mañana la morgue estaba militarizada y no todos los que llevaban la bata blanca de médico forense eran mé dicos, ni forenses, sino agentes de Inteligencia Militar, dedicados todavía a desmantelar esa quinta columna. La Inteligencia Mili­ tar, los agentes del B-2 que respondían al coronel Sánchez Rubiano en el comando central, y al general Iván Ramírez en el Batallón Charry Solano, buscaban «sospechosos» esa mañana, entre las fa­ milias y los amigos que venían a buscar y recuperar sus muertos. Era temprano, tipo nueve de la mañana cuando la médica abrió ta puerta de ese cuarto y entró sola. Hoy todavía recuerda a la perfección su aspecto. Entré; era un espacio muy chiquito, y vi que habí» siete ca­ dáveres. I labia dos personas que eran claramente gente de segundad del Estado que vestían blusa blanca como si fue­ ran médicos. Y ahí estaba Cirios, junto a Manuel Gaona y Andrés Almaralcs, todos tres con la misma herida en la sien, como si fuera un tiro de gracia de revólver.

*2S

El Palacio «Justicia: Una trac,mua colombiana

Gados Urán y Andrés Almarales estaban juntos con sus ca­ bezas alineadas contra el muro opuesto, y frente a ellos estaban Manuel Gaona y Fanny González. Pudo haber otros, dice, pero no estaba segura. Como estaba acompañada por esa gente no pude quedarme mucho tiempo, ni mucho menos preguntar. Pero lo que sí puedo asegurar -insiste- es que a los cuatro [Carlos, Manuel Gaona, Andrés Almarales y Fanny González 1. a todos les habían lavado cuidadosamente el cuerpo. Los cuatro que yo vi estaban desnudos y muy bien lavados, muy limpios. Según la partida de defunción que presentó y firmó un se­ ñor Pablo Meneses el día 9 de noviembre, es decir, el sábado, Car­ los Horacio Urán murió a las tres de la tarde del jueves 7 de no­ viembre, por laceración cerebral. Es decir, cerca de 45 minutos después de que salió cojeando del Palacio, Carlos fue asesinado y su cuerpo fue devuelto al Palacio de Justicia donde, según dice la necroscopia, fue lavado y «ahumeado» para tratar de esconder la evidencia de las dos balas que lo mataron: una directo en la fren­ te y otra que penetró en su corazón. Un informe de Medicina Legal presentado al Tribunal Especial por el Juzgado 30 de Instrucción Criminal en febrero de 1986 dice: «Carlos Horacio Uran recibió un disparo a contacto, es decir, que la persona que le disparó se encontraba a menos de 30 centímetros de distancia». Pero para entonces, ninguna investigación judicial se interesaba en su caso. Entre tanto, en los Estados Unidos, el establecimiento po­ lítico de Washington siguía soñando con su imagen de un Ejér cito democrático y disciplinado, en una democracia colombiana volcada hacia la paz. El sábado 9 de noviembre Tbe Washington Post advirtió que un Ejército revitalizado podría...

.. .hacer que las Fuerzas Armadas se convirtieran en poten­ cia de mayor consideración en la reestructuración de cual­ quier proceso de paz propuesto por el Gobierno. El Post

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Ana Cakxk.ak

El Pai-acjo nr Justicia: Una tvacedia • oiombiana

dice: el golpe aplastante que se le permitió al Ejército co­

da en memoria de las víctimas de la tragedia ocurrida en el Pa­

lombiano asestar (...] ha levantado la moral de los milita res después de meses de frustración,..

lacio de Justicia, y que el Gobierno, d Ejército, y los líderes del Senado y la Cámara planeaban llevar a acabo d domingo en la Catedral Primada de Colombia. Como respuesta a tales presiones,

El sábado 9 de noviembre el Gobierno colombiano recibió la bendición del Departamento de Estudo y de la Casa Blanca; el Washington del presidente Reagan respaldó con firmeza al Go­ bierno colombiano en este momento tic dificultad. Tanto Bemard Kalb en representación del Departamento de Estado, como Larry Speakes en la del presidente Reagan, declararon que Estados Uni­ dos apoyaba el manejo que el presidente Betancur dio a la sitúa ción. Ese sábado el presidente Betancur necesitó apoyo. En Bo­ gotá. después de suspenderse los disparos, había más preguntas que respuestas en tomo a todos los aspectos del contraataque de la Fuerza Pública. Todavía no existía una declaración oficial acer ca del número ni de las víctimas, ni de los sobrevivientes. Nadie se explicaba por qué se había suspendido la protección tic la Policía 24 horas antes del ataque; nadie entendía por qué entraron los tanques en el recinto de un edificio colmado de rehenes civiles iner mes; ni por qué el Ejército continuó atacando sin tregua, inclusi­ ve después de incendiado el edificio. Dicho en pocas palabras, el Gobierno fue incapaz de proporcionar algún detalle concreto re­ lacionado con d ataque. El sábado fue cuando las familias, los colegas y los amigos de los once magistrados de la Corte Suprema de Justicia que per dieron la vida en la tragedia fueron a sepultar a sus muertos. La comunidad jurídica estaba enfurecida y amargada y rechazó acep­ tar la versión oficial que se dio sobre la muerte de sus colegas. Por todo d país los empleados de la rama judicial se declararon en hudga. Las familias afligidas le advirtieron al Gobierno que se man tuviera ajeno u los funerales. El presidente Betancur insistió en enviar coronas fúnebres a la iglesia; sin embargo, las familias las devolvieron al Palacio Presidencial. Los magistrados sobrevivientes de la Corte Suprema anun­ ciaron un boicot a la ceremonia conmemorativa oficial, organiza­

en una reunión de crisis del Consejo de Ministros que se realizó por la mañana del sábado, el Gobierno finalmente decidió dar el visto bueno a la investigación que Enrique Parejo había pedido desde d principio. El Gobierno también decidió que después de

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que el presidente y todas las eminencias hubieran asistido al ser­ vicio conmemorativo que se celebraría el domingo en la Catedral, el ministro de Justicia se reuniría con los periodistas extranjeros, quienes estaban a punto de rebelarse. Para Enrique Parejo, ser por­ tavoz y representante ante el mundo internacional de un Gobier­ no en d cual ya se sentía entrampado, lo puso en un conflicto mo­ ral sin salida y le fue muy muí. El domingo, el diario independiente El Espectador publicó un artículo de fuente anónima sobre la misteriosa desaparición del personal de la cafetería del Palacio de Justicia. Bajo el título «Desaparición colectiva», publicó el nombre de las nueve perso­ nas jóvenes desaparecidas: d chcf, d administrador, el rnaftre, los dos meseros auxiliares, la joven que atendía el mostrador de au­ toservicio, la cajera, d auxiliar de cocina y la muchacha que ven­ día sus pasteles a los empleados de la Corte durante los descansos. El informe señalaba que un aspecto muy extraño de esta dcsapari ción masiva era que la cafetería, escondida en la esquina occidental de la planta baja, justamente al lado de la entrada al estaciona miento subterráneo por donde ingresaron al edificio los guerrille­ ros, quedó casi por completo a salvo del conflicto. «Inclusive se encontraron restos de comida en las mesas», especificó El Espec­ tador.

Cuando el ministro de Justicia se encontraba con la prensa extranjera fue incapaz de comentar acerca de los rumores de de­ sapariciones y ejecuciones extra judiciales. Se esforzó en hacerlo, pero los periodistas no aceptaron la explicación que dio del por qué el presidente Betancur no contestó la llamada del presidente

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Ana Camugan

El Palacio df. Justicia: Una thacijma c otowjuana

de Id Corte Suprema de Justicia, ni tampoco pudo decirles quién dio la orden para que los tanques irrumpieran en el edificio. El ministro de Justicia ofreció a la prensa Id historia del narcotráfico. Enrique Parejo dijo que el Gobierno ya sabia que «el M-19 fue al Palacio de Justicia para destruir oficios legales y matar a los jue­ ces participantes en el proceso penal relacionado con los críme­ nes cometidos |x)r d narcotráfico». Cuestionado repetidamente por el periodista colombiano Manuel Vicente Peña, quien traducía para los periodistas de The Netv York Times y The bastón Glohe, el ministro se salió de casillas. El domingo to de noviembre, en la remota Nueva York,

Los autores de la grabación se identifican como un grupo de oficiales de bajo rango del B 2, servicio de Inteligencia del Ejér­

The New York Time* dedicó una columna editorial a la tragedia. Bajo el título «Dos tragedias en Bogotá», el editor escribió:

que se condujo de inmediato a esas doce o trece personas a los cuarteles localizados en la Escuda de Caballería, en la Brigada de Institutos Militares al norte de Bogotá.

...d presidente Bctancur se negó a negociar bajo amenaza Negociar en esas condiciones, incluso sobre peticiones razonables, sería traicionar todo lo realizado por el presi­ dente, que ha sido bueno y razonable. Con toda seguridad, ai mostrar debilidad en su cargo el presidente comprome­ tería d proceso de paz mucho más que con el baño de san­ gre sufrido. A la semana siguiente, a la oficina dd procurador llegó una cinta dirigida a «Los señores investigadores del Palacio de Justi­ cia». Las voces de la grabación estaban distorsionadas. El propósito de esta grabación es hacer público que el sép­ timo día dd mes en curso arrestaron a varios rehenes dd Palacio deJusticia y fueron llevados a las celdas de la Escuela de Caballería, al norte de Bogotá. Hasta el sábado pasado por la noche (9 de noviembre] esas personas, que parece­ rían haber desaparecido como resultado de la toma dd Pa­ lacio de Justicia, estuvieron retenidas en las celdas de la Es­ cuda de Caballería. No desaparecieron, pues sabemos dónde estaban, ya que nosotros las escoltamos hasta ahí.

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cito. Durante los dos días de la toma fueron asignados a trabajar bajo las órdenes del coronel Edilberto Sánchez en la Casa dd Flo­ rero, recibiendo y verificando las credenciales de los rehenes tan pronto salían del Palacio. Algunas de esas personas -explica la voz en la cinta-, más o menos doce, no pudieron explicar ni justificar su presen­ cia en el Palacio deJusticia. Y es por tal razón, especialmente si sus documentos no justificaban su presencia en la Corte,

Entre la docena de prisioneros a quienes los agentes disi­ dentes del B-2 aseguran haber llevado a las celdas de la Escuela de Caballería, hay sólo cuatro identificados por nombre: Carlos Rodríguez (el desaparecido administrador de la cafetería dd Pa­ lacio de Justicia), Jaime Beltrán (uno de los meseros), David Celis (d jefe) y una cuarta persona a la que identificaron como Feman­ do Fernández, lo que parece ser una mala pronunciación de Ber­ nardo Hernández, otro mesero de la cafetería, desaparecido. Los disidentes aseguran que creen que todas o casi todas las personas arrestadas, sí estaban activamente involucradas en una u otra fase de la toma dd Palacio de Justicia. Además, admiran n su superior, d coronel Plazas Vega, y piensan que la forma como dirigió d con traataque militar dentro del Palacio dio buenos resultados. Pero, les inquieta que durante tres días se hayan visto obligados a ser tes­ tigos, en sus propios cuarteles, y bajo la supervisión de su propio comandante, de la tortura de los detenidos hasta ocasionarles la muerte. La tarea asignada era sencilla: obtener de esos «subver­ sivos» toda la información posible y que no hubiera sobrevivien­ tes. No debe quedar un solo testigo de torturas en la Escuela de Caballería.

AnaCauucan

Hi. Palacio oc Justicia: Una trac luía «1 hombiana

La tortura en Colombia no es nueva. Pero para estos jóve nes, la tortura era lo que sucedía en los cuarteles de otros com­ pañeros. En circunstancias normales era practicada por unidades especialmente entrenadas del Batallón de Inteligencia y Contra­ inteligencia Charry Solano, en las afueras de Bogotá. Pero estas no son circunstancias normales. La ocasión, el número de detenidos y las presiones poco habituales a que estaba sometido el Ejérci­ to hizo que se vieran obligados a actuar rodeados de señales de controversia cada vez mayores. Frente a una posible investigación

los disidentes, ya estaban muertos, puesto que esa fue la orden. Lo único que sabían con certeza es que el domingo al amanecer,

judicial, se vieron en la necesidad de tomar precauciones fuera de lo normal; siendo d Batallón Charry Solano el sitio obvio para

a favor de los subversivos».

cuando se le ordena a la unidad del B 2 regresar a los cuarteles del grado de sargento para abajo -cerca de treinta soldados y ofi­ ciales ile bajo rango-, las celdas estiibun vacías; los prisioneros ya no estaban. Su unidad fue llevada ante sus superiores para informarles que se había lanzado una investigación entre sus filas para encon­ trar y arrestar a los «infiltrados» del M 19 que «incitan y trabajan

encontrar presos políticos, los detenidos en la Casa del Horero se trasladaron a la Escuela de Caballería. Tras ellos fueron las unida des especialistas en tortura del Batallón Charry Solano, las cuales, dicen, «son las unidades más calificadas existentes». Los que gra barón la cinta querían que se supiera que ellos no participaron

Se nos dijo que st alguno de nosotros llegara ti divulgar nues­

directamente en las sesiones de tortura; «la tortura física» fue rea­ lizada por las unidades especializadas, dicen, pero a ellos se les ordenó observar.

A la unidad se la mantuvo acuartelada hasta el martes. Entre el domingo to por la mañana y la noche del martes, cuando se les permitió volver a casa, los disidentes aseguraron haber averiguado por comentarios de algunos de sus colegas que

Admiramos a mi coronel Plazas, pero no sabíamos que accp

otros tres trabajadores de la cafetería estaban detenidos en otro cuartel. «Nosotros no los hemos visto físicamente», dicen, «pero por nuestros colegas salxrmos que se les somete a terribles inte rrogatorios». Los nombres que oyeron mencionar son Luz Mary

taba esos métodos para interrogar a los terroristas. En cuanto a esto no estamos de acuerdo [con él]. No creemos en la tortura, señores. No la a cep ta tmn Y separan cada sílaba para dar mayor énfasis. La noche del sábado 9 de noviembre, cuando salieron de los cuarteles para ir a casa, decidieron intentar detener la tortura y llamaron de manera anónima a los familiares. Les dijeron que fueran a la Escuela de Caballería a exigir ver a los detenidos. Pero el tiro se les salió por la culata. A las familias no les permitieron entrar a los cuarteles y cuando empezaron a hacer Llamadas pusie ron sobre aviso a los comandos militares. El sábado por la noche los detenidos fueron sacados de los calabozos de la Escuela de Caballería; quizás los llevaron a otros cuarteles; quizás, según dicen

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tras denuncias, o si se nos ocurría salir del país, o buscar asilo en una embajada extranjera, nuestras familias paga­ rían duramente.

o Luz María Puerta que parece corresponder a Luz Mary Pórte­ la, ayudante de cocina del chef-, Nora Esguerra -es decir, Norma Constanza Esguerra, la vendedora de pasteles- y Rosa o Margarita Castiblanco, -la asistente del chef se llama Ana Rosa Castiblanco. Antes de terminar de grabar, los disidentes prometen to­ mar de nuevo contacto, por el mismo método, si lograban cono­ cer nuevos detalles de lo que sucedía con alguno de aquellos siete prisioneros. No será fácil -advierten-. Si están muertos, quizás los baña ron en ácido sulfúrico para que no quedara la menor par

m

AkaCauk.as

El Palacio i»r Justicia. Una ntw.tDiA colombiana

lícula de sus cuerpos. Discúlpenos. Es horrible incluso ha­ blar de ello, pero eso ocurre, señores, eso ocurre. Aquí en Colombia es así como se deshacen de los «desaparecidos».

Sobra decirlo. Esta voz no se volvió a escuchar. Puede que tuviera las respuestas sobre el destino de los desaparecidos de la cafetería que sus acongojados familiares han buscado a lo largo de los últimos 14 años. O tal vez no. Al escuchar su cima parece cla­

I-a grabación termina con nerviosos ruegos acerca de la prudencia que hay que tener en el manejo de la cinta. Sobre todo, dicen que no debe caer nunca en manos de sus superiores del servicio de Inteligencia, pues ahí podrían eliminar la distorsión de las voces y lograr identificar a los autores. Dicen que somos subversivos infiltrados en el servicio. Con­ sideramos que estamos luchando por la patria, por el Es­ tado colombiano. Creemos que la tortura ofende nuestro honor nacional; que lastima nuestras instituciones demo­ cráticas. Y somos más de uno, señores, somos más de uno. Queremos defender la democracia, pero con medios justos. Queremos luchar limpiamente contra el enemigo. Devol­ viendo lo que recibimos, plomo con plomo y bala con bala. Deseamos pelear por la legitimidad de nuestras institucio­ nes. Pero queremos hacerlo legulmente, con honor. No de esta manera atroz. No con salvajismo. No de este modo bru tal y horripilante. Al final la calidad de la voz es otra. Ha perdido la convic­ ción y la urgencia que la motivaba. (jhi se puede imaginar la dis cusión no grabada de los participantes antes de llegar a un acuerdo para agregar un último mensaje. La voz que se escucha al final esta abatida y fatalista; Estamos arriesgando la vida -dter-, porque creemos que estos riesgos se justifican si nuestra información puede llegar a oídos del pueblo colombiano. Pero si no se puede comunicar al público general, no vamos a seguir tomando estos riesgos. En ese caso no volverán a oímos más. Esto es todo lo que tenemos que decir, señores. Gracias.

ro que los agentes tenían pocas esperanzas de que su relato cam­ biara cualquier cosa. Sin embargo, habían pensado que valia la pena intentar. Eran muy jóvenes. Jóvenes y valientes. Quijotes enfren tados al laberinto colombiano de silencio e impunidad. Domingo 10 de noviembre. En Bogotá repicaban las cam­ panas en la torre del reloj de la Catedral, y por segunda vez en una semana la vida de las palomas de la plaza de Bolívar se interrumpe. Elevándose desde el suelo de la gran plaza, se alzaron, cambiaron de rumbo, giraron, volvieron y tomaron vuelo de nuevo. Algunos bogotanos que llegaron a la plaza destic el sur tic la ciudad, llevan do un ramo de llores, quizás una corona de papel hecha en casa para depositarla en la acera frente al destruido Palacio de Jusli cia, se quedaron parados. Miraron, silenciosos, aterrados y tristes los grotescos y ennegrecidos restos de la Corte Suprema de Co­ lombia. Las limusinas oficiales con sus pasajeros importantes y sus conductores, muchos acompañados de sus escoltas privadas, cm pezaron a llegar temprano a la plaza para la solemne misa conme­ morativa dedicada a las víctimas de la toma del Palacio de Justi­ cia. La seguridad era rigurosa. Los miembros del Gobierno fueron acompañados de sus esposas e hijos. I-os dirigentes de los partidos políticos, también en compañía de sus esposas c hijos; los altos mandos del Ejercito y la Policía acudieron en uniforme de gala; todo el cuerpo diplomático asistió con sus esposas y no faltaron los líderes de los sindicatos, así como los de las asociaciones em­ presariales y patronales. Las familias prominentes de la oligaquía estaban, como también los directores de los medios masivos de comunicación y los artistas e intelectuales consagrados; y asistie­ ron. naturalmente, los líderes de los partidos políticos y todos los miembros del Congreso y del Senado. La televisión colombiana grabó de comienzo a fin la solemnidad del ritual, el incienso, el

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Ana CaMQUAN

coro que canta el Te Deum en latín, la homilía pronunciada por el arzobispo, la homilía del presidente Bctancur, la música. Las cámaras también demostraron a la nación, que en el sitio de ho­ nor reservado para los familiares de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, las sillas estaban vacías. Sólo la viuda de un magistrado asistió al servido oficial conmemorativo. No estaban presentes los jueces, ni los abogados, ni los profesores, ni los es­ tudiantes de Derecho para oír al presidente Bctancur cuando dijo desde el pulpito: «La tragedia del Palacio de Justicia ha fortale­ cido el principio de legalidad».

Posdata El Palacio de Justicia, octubre de 2009 Después de la balacera en el baño, en el momento de calma mientras salen las mujeres, Carlos Urán, quien evidentemente había perdido toda esperanza de escapar vivo de aquel infierno, aprovecha la opor tunidad de enviar un mensaje con su secretaria a su esposa. «Dile que la amo y que tome a las niñas y abandone este país Colombia ya no es un país donde sean posibles los valores en los que ella y yo cree­ mos». Ana María Bidegain de Urán, profesora universitaria recono cida intemacionalmente, siguió el consejo de Carlos y con sus cuatro hijas chiquitas se marchó de Colombia.

En noviembre de 1985. una semana después de la tragedia, el Gobierno del presidente Bctancur estableció un Tribunal Espe­ cial de Instrucdón Criminal para investigar el caso del Palacio de Justicia. Entre diciembre de 1985 y mayo de 1986, el personal de in­ vestigaciones del Tribunal, que constaba de diez jueces, recopilo más de 21.000 expedientes de testimonios. Estos expedientes, y la reconstrucción meticulosa de los últimos momentos del com­ bate dentro y fuera del baño del Palacio de Justicia, (al como fue investigada y realizada por el equipo de expertos de la morgue, si­ guió siendo una documentación importante sobre muchos aspec­ tos de la toma del Palacio. No obstante, atando el Tribunal publicó su informe en junio de 1986, fue considerado como un encubri­ miento en beneficio de las autoridades colombianas. Ix>s magis­ trados de la Corte Suprema encargados de los apartes publicados fueron «selectivos» en sus decisiones. En aquellas áreas clave de la investigación en las que sus propios hallazgos contradecían la ver­ sión oficial de los eventos, eligieron ignorar, o en algunos casos

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Ana Camk.an

inclusive contradecir, los descubrimientos de sus propios inves­ tigadores. Por tanto, el informe del Tribunal confirmó la versión oficial en el sentido de que la gran parte de los rehenes que murie­ ron en el baño y afuera en las escaleras fue asesinada por los gue­ rrilleros. Más grave aún, en contradicción con el testimonio reci­ bido bajo juramento de familiares, periodistas y otros, los jueces concluyeron que ninguno de los rehenes civiles había desapare­ cido. Según su informe, los nueve miembros del personal de la cafetería y las dos mujeres visitantes -también desaparecidas- te­ nían que haber muerto en el «holocausto» en el cuarto piso, y sus cuerpos, sin identificar, «seguramente» habrían ido a parar, por error, a La fosa común municipal. Sólo dos aspectos de los informes de la comisión contraria­ ron la versión oficial. La comisión no encontró vínculos narcotc* rroristas-mafia M 19 y así lo afirmaron. Y el informe confirmó la desaparición de la guerrillera Irma Franco, y solicitó que la inves­ tigación de su caso fuera rigurosamente proseguida. A la vez, re­ comendó que se realizaran más investigaciones por parte de «las autoridades competentes» -a saber, el sistema de justicia militarsobre las acusaciones de desapariciones y ejecuciones extrajudiriales entre los sobrevivientes de la fuerza de asalto del M-19. Tam­ bién solicitó que se realizaran nuevas investigaciones pura descu­ brir quién había dado la orden de retirar la vigilancia de la Policía del Palacio de Justicia 24 horas antes del ataque. El presidente Botan cu r tenía razón en estar complacido con los resultados. Con ocasión de su discurso de despedida al Senado en julio de 1986, pudo señalar que: El Tribunal Especial de Instrucción para indagar sobre el holocausro [...] ha informado, en conciencia y en la ley, lo correcto de nuestras acciones [... ] El presidente y sus aso­ ciados tienen la certeza de que él actuó en defensa de la pa­ tria, de las instituciones confiadas a él y del bienestar ge­ neral.

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El Pai aoo nt Justicia Una teat.eiha culombiana

Sin embargo, para furia y consternación del establecimien­ to político, el 20 de junio de 1986, es decir, tres días después de la publicación del informe del Tribunal Especial, el procurador ge ncral de la nación. Oírlos Jiménez Gómez, acusó al presidente Belisarío Bctancur y al ministro de Defensa. Miguel Vega Uribe, de crímenes contra las normas internacionales de derechos huma­ nos y las leyes de protección a civiles en tiempos de guerra, y envió los cargos a la Comisión de Justicia del Congreso de la Repúbli­ ca. A escasas tres semanas el Congreso rechazó por unanimidad el caso del procurador general. Asimismo, alegando incompetencia para juzgar «un acto de Gobierno», el Congreso también declaró que las normas internacionales de derechos humanos no aplicaban a las víctimas de la toma del Palacio de Justicia, puesto que la «gue­ rra» entre el Ejército y la guerrilla no era, en términos jurídicos, una «guerra formal». 1 (ablando a nombre de la nación, el Con­ greso concluyó que: «En el silencio de sus propios pensamientos, el pueblo colombiano ya ha ratificado, a su manera, la decisión po­ lítica tomada por el presidente de no negociar». Estas palabras del Congreso colombiano sentaron las bases de un pacto de silen­ cio que ha frustrado todo esfuerzo para desentrañar la verdad de lo acontecido. Cinco días después de terminada la batalla en el Palacio, en la noche del miércoles ij de noviembre de 1985, el volcán Ne­ vado del Ruiz hizo erupción y casi la totalidad de un pueblo de 40.000 personas fue enterrada bajo una avalancha de lodo, pie­ dras y cenizas. Mientras los colombianos intentaban recuperarse de esta nueva calamidad, cientos de cadáveres del área del desas tre fueron llevados a la fosa común en Bogotá, y se arrojaron en cima de los cuerpos no identificados dd Palacio de Justicia. Desde aquel día, cualquier respuesta que aquellos veintiséis cadáveres hubieran podido aportar para aclarar algunos de los «misterios» de la toma del Palacio quedó silenciada, sepultada para siempre por una orden ilegal del jefe de la Policía de Bogotá. Pero no son únicamente cadáveres sin identificar los que se han perdido. El concepto mismo de la justicia, el deseo o la vo-

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Ana Cakrk.ajm

Imitad de vivir en un Estado de Derecho, eso cambien parece que murió en el Palacio de Justicia. O quizá lo que allí ocurrió fue que para demasiados colombianos, su fe en la posibilidad de vivir en un país donde el Estado de Derecho tiene credibilidad murió. En últimas, es esta perdida el aspecto más perturbador del legado de la Tragedia en el Palacio de Justicia. La ilegalidad al más alto nivel del Gobierno no tiene nada de nuevo. Pero fue después de la tra­ gedia del Palacio que el lenómeno de la tolerancia de lo intolerable se generalizó; fue cuando el exterminio de la totalidad de un par­ tido político (la Unión Patriótica) fue aceptado por los colombia­ nos, sin que la mayoría de ellos se molestara por la evidente com­ plicidad oficial que esto significaba; fue luego de la tragedia del Palacio de Justicia que el fenómeno paramilitar, impulsado desde las oficinas de algunos altos mandos militares, fue acatado y difun­ dido por los cuarteles y las gobernaciones del país, convirtiendo extensos territorios en un cementerio de masacres olvidadas. Des­ de la tragedia del Palacio dejusticia el desprecio por la institución política y por los ideales de la Constitución colombiana salió pie namente a l.i luz. Ya la retórica, el fervor patriotero de los discur sos a la bandera, no convence a nadie. Quizá la pregunta más fundamental que planteó la trage­ dia del Palacio es esta: ¿por qué, en una democracia constitucio­ nal que tiene una tradición de elegir líderes civiles, un país cuyas Fuerzas Armadas no conspiran para dar golpes militares, por qué es éste el país donde se libra la «guerra sucia» más brutal del con­ tinente contra la oposición civil c inerme de un Gobierno que se llama «democrático»? Esa pregunta no se hace. Lo que sucedió en el Palacio de Justicia no era nuevo. Fue una repetición exacta de lo que ocurre en los pueblos y aldeas de las provincias colombianas desde los años cincuenta. El Palacio de Justicia, con sus Operación Rastrillo y Operación Limpieza, sus desapariciones, sus ejecuciones extrajudiciales y su tortura, trajo la guerra sucia a Bogotá. No había nada nuevo para el Ejcr cito en lo que ocurrió a lo largo de esos días terribles de noviem­ bre de 1985, como tampoco lo hubo para la guerrilla. Sólo hubo dos cosas que lo diferenciaron de los conflictos que estallaban todos

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El Palacio r*. Justicia: Una mcxniA culombiana

los días en alguna pane del vasto territorio de Colombia: el carác­ ter de sus víctimas y su ubicación. En la tragedia del Palacio, en lugar de habitantes de los barrios marginados o de campesinos pobres y anónimos, las víc­ timas inocentes de la guerra en el Palacio fueron las jerarquías de la rama judicial colombiana; en lugar de algún tugurio invisible, o pueblo rural lejano, la guerra explotó en el centro administrativo de la ciudad capitalina. Súbitamente, esta guerra que nadie quie­ re siquiera reconocer que existe, esta guerra que no toca nunca al establecimiento ni a la gente rica, hizo presencia en todas las pan tallas de televisión del país. Por primera vez el establecimiento, en cuyo beneficio esta guerra se libra día tras día, la tuvo que ver en sus propias casas. Por primera vez un Gobierno colombiano tuvo que enfrentarse cara a cara con las consecuencias de su in­ dolencia y complicidad. Cuando terminó la tragedia del Palacio dejusticia, esa guc rra abierta y brutal se retiró otra vez al anonimato de los pueblos pequeños y los barrios de los desplazados. Regresó al campo, a los ranchos y a las pequeñas fincas lejanas. De nuevo, la guerra se ins­ taló en las tierras de los indígenas donde no existen monumentos históricos, o archivos, o cámaras de televisión de que preocuparse. Se fue por allá lejos donde viven los pobres y las bajas son políti­ camente invisibles. Pero nada fue lo mismo. La guerra clandestina, esa que ma­ neja la Policía secreta, el DAS, y los especialistas de Inteligencia Militar del Batallón Cbarry Solano, esa se quedó. Esa guerra so terradu se instaló en Bogotá. Si no fuera así, ¿por que unios los días hay jueces y fiscales, testigos y abogados ilc derechos humanos, po­ líticos y periodistas, desplazados, y trabajadores y activistas por la paz, amenazados de muerte en la cuidad capitalina de la nación? ¿Y por qué la larga y triste cola de los exiliados políticos sigue cre­ ciendo? ¿No será que esa lista de los blancos de la guerra soterra da que asóla a Bogotá también hace parte del legado trágico del Palacio de Justicia? Y es larga aquella lista. Y crece. Londres. octubre de 2009

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Ana íIajoogan

Notas Era inevitable que el problema de la droga tomara el lugar de prime­ ra línea en la versión oficial. Lo problemático sigue siendo que nadie tiene pruebas, ni de una parte ni de la otra. Dos personas han conta do que Pablo Escobar le dio dos millones de dólares al comandante Ivon Marino Ospina, el jefe del Mando Central dd M 19 de la éjjoca: son Carlos Castaño y Virginia Vallejo; pero a Iván Marino lo asesina­ ron y a Castaño también, y tanto él como la señora Vallejo tienen poca credibilidad. Sin embargo, los hechos demuestran que los dos millo­ nes, si acaso los lrubo, no se vieron reflejados en el arsenal que el M -19 trajo consigo al Palacio de Justicia. El pertrecho militar que llevó el M 19 al Palacio sorprendió por lo pobre. Según un análisis hecho por la Fiscalía de las armas de la guerrilla recuperadas, existen, «fuertes indicaciones de que por lo menos parte de ellas fueron suministradas por el Gobierno sandinista de Nicaragua». Varios fusiles y Mió Ai vi nieron de Nicaragua -de lotes que los «andinistas habrían capturado de la Guardia Nacional Somodsta. Cuatro fusiles M16 Ai adicionales, de propiedad del Gobierno de los EE.UU. fueron enviados a las fuer­ zas norteamericanas en varias partes del mundo entre 1965 y 1968. El informe es muy preciso. Dice: «Uno de los cuatro [M16 Ai ] definiti­ vamente fue mandado al Vietnam el 24 de marzo de 1968». Mientras que las municiones capturadas en el sótano del Palacio, en la primera hora de la toma, eran de dos tipos: 7.62 para los fusiles y los M16, y 51 mm que usaba la única arma de gran potencia que tenían, la ametra­ lladora Mack, apostada en las escaleras del suroccidcnte durante la batalla. Para la autora entonces existe una pregunta: si Pablo Esco­ bar quería que el M 19 hiciera su trabajo sucio en el Palacio de Jus ticia, ¿por qué no le suministró las amias grandes que necesitaban para defenderse del Ejército? Las entrevistas con la médica que encontró el cadáver de Carlos Urán, junto con los de Manuel Gaona, Fanny González y Andrés AJmardes en la morgue, las tuvo la autora en Bogotá en octubre de 2008 y en pifio de 2009. La cinta de k» agentes disidentes del B 2 fue entregada a la auto ra por una fuente de las oficinas del procurador general en Bogotá, mayo de 1991.

El PaijIUo u» Jiktk

ia:

Una tvauiiua oduimhiana

Veintidós años después de que las voces anónimas de los jóve­ nes disidentes del B 2 grabaron esta cinta comprometedora, llegó a declarar ante la Fiscalía un miembro retirado de Inteligencia Militar. El 1 de agosto de 2007, Édgar Viüamizar dio testimonio a la Fiscalía de la misma historia de torturas hasta la muerte practicadas a un gru­ po de jóvenes que decían eran de la cafetería del Palacio de Justicia. Villamizar declaró que las torturas, de las cuales él fue testigo, tuvie­ ron lugar en las pesebreras de la Escuela de Caballería, la noche del 7 de noviembre de 198?. Ixk libros, artículos y ensayos que figuran a continuación contri­ buyeron a una mejor comprensión por parte de la autora de la pro­ blemática jurídica implicada en todos los esfuerzos realizados para establecer la responsabilidad de los crímenes cometidos en el curso de la tragedia del Palacio de Justicia: Comisión Andina de Juristas. «Seccional Colombia», Equívocos fatales Je la controversia sobre el Palacio Je Justicia, Bogotá, 1991. El EspeciaJar, «Las dos Constituciones y el rumor de la demo­ cracia callejera», Bogotá, 1 de noviembre de 1986. ___________ _ «Fuerzas Armadas no piden amnistía: min-Defensa», Bogotá, 7 de noviembre de 1986. El 6 Je noviembre, primer número de una nueva publicación jurídica dedicada a la memoria de los once magistrados de la Corte Suprema que perdieron su vida en d Palacio de Justicia. Gómez J.. Carlos, El Palana Je Justina y el Jerecho Je gentes, Bogotá, noviembre de 1986. Lemoux, Penny, «Colombia’s “Dirty War": A Society Tom Apart by Violcncc», Tbe Nailon, 7 de noviembre de 1987. López C., Juan Manuel. Palacio Je Justina. ¿ Jefensa Je nuestras instituciones? y Defensa o sacrificio Jel Estajo Je Derecho; Reflexiones sobre aspectos junJicos y políticos Je la trageJia Jel Palacio Je Justina,

Fundación Pro Esclarecimiento de los Hechos del Palacio de Justi­ cia, Bogotá, abril de 1987. Semana, «Año de silencio: el país i>olít¿co parece decidido a que se olvide lo ocurrido el 6 y el 7 de noviembre de 1985, Informe Espe­ cial», Bogotá, 4 de noviembre de 1986.

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Epílogo Por Constanza Vtetra

Quiero que entre mis brazos lenta oscura Desnuda surja la verdad del mundo —Fernando Cjiarxy Lara

Vueltas

en redondo

BOGOTA, OCTUBRE 7 DE 2009. Según la fiscal delegada ante la Cor­

te Suprema dejusticia, Ángela María Buitrago, de 144 sobrevivien­ tes del holocausto, más de cincuenta fueron amenazados en esa época. También lo fue el equipo de Medicina Legal que intentó re­ construir los hechos en marzo del año siguiente, cuando le permi­ tieron entrar al Palacio en ruinas. Las cuatro salas de la Corte Suprema de Justicia quedaron desintegradas. I«a mitad de sus miembros perecieron y tres más quedaron heridos. El magistrado Dante Luis Fiorillo tal vez mu­ rió de espanto -según el parte médico, de un ataque al corazón-, el mismo día 6, en la clínica donde estaba hospitalizado. La Sa­ la Constitucional desapareció en su totalidad. Los doce magistra­ dos sobrevivientes no hacían quorum en ninguna de las tres salas restantes. Quizá la muerte -meses después, también de un ataque cardiaco- del magistrado Luis Enrique Aldana, quien luego de la tragedia quedó como vicepresidente de la Corte, ilustra el luto y las dificultades que siguieron en el esfuerzo por recolectar las rui ñas en que quedó la tercera rama del poder. Más de 6.000 expedientes fueron destruidos en el incen­ dio del Palacio de Justicia, incluyendo procesos contra militares por violación de derechos humanos. A los magistrados de la Corte Su­ prema que se salvaron se les dio asilo, a regañadientes, en un sector de la Hemeroteca Nacional, pero durante varios días no tuvieron

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Ana Cajrkían

El Palacio iw: Justicia: Una ivacuma mi < mimana

un escritorio ni una silla, ni papel, ni máquina de escribir, ni telé­ fono; los del Consejo de Estado se alojaron en un museo destarta­ lado. De vez en cuando les avisaban que un día de estos les iban a mandar un carro blindado a cada uno. El 12 de diciembre los magistrados clamaron ayuda:

442 amenazados, 107 sufrieron atentados y 41 fueron secuestrados. El sindicato de jueces y fiscales, Asonal Judicial, reportó que has­ ta agosto de este año iban 28/ amenazados, la mayoría fiscales y peritos investigadores. A la lecha hay 62 jueces y Fiscales en el ex i lio, la mayoría desde 2006. Por lo menos tres han abandonado el

Espera la Corte que esta insostenible situación no se pro­ longue en los próximos días hábiles, cuando deberá iniciar su normal funcionamiento, al reanudarse los términos judi cíales, hoy suspendidos. Al posesionar a cinco magistrados en enero de 1986, el nue­ vo presidente de la Corte, Femando Uribc Restrepo -quien en el primer aniversario relató en once entregas para El Mundo de Medcllín, la etapa después del holocausto-, sentenció: .. .Iremos retrocedido en la historia los 100 años que ya tiene la Constitución, [...] y otro siglo más pero llamó a sus m legas a- tener siempre presentes a los numerosos jueces que

país en 2009. Ahora, al cumplirse el vigesimocuarto aniversario del asal 10 al Palacio de Justicia, los testigos que contrarían las versiones oficiales acuñadas en 1985 siguen temiendo por sus vidas. Los fa­ miliares que persisten en escarbar en las ruinas de la verdad como Rcné Guarín- están en la mira. I la recibido amenazas de manera insistente la juez María Stella Jara, que hacia mediados tic noviero bre debe dar a conocer su fallo en el juicio que se sigue contra Pía zas Vega por secuestro agravado y desaparición forzada agravada en grado de autor y coautor. La combinación ha funcionado hasta ahora, para convertir hechos dudosos en verdad pétrea: a las versiones oficiales repeti­ das adinfiniíum, se suma el miedo, que se refuerza no sólo median te amenazas sistemáticas sino también bordando puntadas aquí y

trabajan en peores incomodidades a todo lo largo y ancho del territorio patrio.

allá, una y otra vez, para que la sociedad siga aceptando las trans grestones de la ley que se dieron entonces. Hoy todavía la verdad pétrea sobrescribe los principios ele

Posiblemente la justicia, como institución, quedó herida durante una generación complet a y las cifras de la impunidad en

mentales del derecho de gentes, bajo los cuales lícita y legítima­ mente las autoridades hubieran podido proceder a la detención y judicialización de los supuestos aliados del M-19 entre esos ci viles. O enjuiciar a los guerrilleros que participaron en la toma, en lugar de ejecutarlos. Que el M-19 incendió d Palacio para quemar los expedien­ tes de extradición de narcotraficantes se contradice fácil, pero co­

los lustros siguientes lo atestiguan. Si había en ese momento unas doscientas desapariciones forzadas, hoy la Fiscalía General de la Nación tiene denuncias por 50.000. Pero el ataque a la justicia no terminó en el Palacio. El ma­ gistrado Hernando Baquero Borda fue muerto el 31 de julio de 1986 por sicarios de Los Extraditables. En enero del siguiente año, el ex ministro Enrique Parejo sufrió un atentado en Budapest. Fin 1991 murió abaleado el ex ministro de Justicia y ex magistrado so­ breviviente del holocausto, Enrique Low Murtra. Enire 1989 y no­ viembre de 2008, según el portal privado Verdad Abierta, 270 fun­

mo es una verdad sobrescrita, sigue viva. No había tales «expedientes» en la Corte. Estos los tenían

cionarios de la rama judicial fueron asesinados, 38 desaparecidos,

sidía en la Corte sino en los Tribunales Superiores. Todo el proce-

los jueces de la Justicia Penal Militar, de acuerdo con disposicio­ nes del estado de sitio, o los jueces penales de circuito, según una reglamentación por entonces reciente. La segunda instancia no re­

Ana C-ajow.a.s

El Paiaoo ot Justicia: Una trac.kiha ua mmmana

so de extradición se desarrollaba en el Ministerio de Justicia y era

tro del juicio contra Plazas Vega, a mediados de septiembre pasa do, la fiscal Buitrago expuso que en las calles del centro de Bogotá se capturaron peatones que fueron luego acusados de hacer parte de un levantamiento contra el Gobierno de Belisario Betancur.

el jefe de esa cartera quien expedía las órdenes de captura contra los ciudadanos requeridos mediante un indictmtnt de Estados Uni­ dos. El indtciment era una solicitud de dos o tres páginas con una enumeración o descripción de las pruebas y otra serie de datos formales. El documento era trasladado a la Sala Penal de la Corte y su concepto sobre aspectos de forma se remitía al presidente y a su ministro de Gobierno, quienes acogían o negaban la extra dieión. Se trata de una tramitación de carácter administrativo, y no judicial, y, por lo tanto, cualquier persona puede solicitar copias de ella, de acuerdo con las normas administrativas. El quemar los mdictments era algo inútil, porque de todas maneras esas piezas eran eminentemente recuperables.

Estos argumentos fueron expuestos el io de diciembre de 1985 por el ya fallecido representante liberal a la Cámara, Alvaro Uribe Rueda, en un debate parlamentario citado, entre otros, por el. Allí recordó que Fabio Echevcrri Correa, entonces presidente de la Asociación Nacional de Industriales, ANDI, es decir, los anun­ ciantes clave para financiar el periodismo profesional,... .. ha notificado a los medios de comunicación que deben abstenerse de dar informaciones, por verídicas que sean, o publicar reportajes que puedan favorecer a los adversarios del sistema o a cualquier sedicente posición subversiva, he­ chos cuya calificación se reserva al criterio canónico del pro pió presidente de la ANDI.

Más recientemente, como embajadora en Madrid, Noemí Sanín justificó la censura de prensa durante la batalla: es que se estaba conformando un segundo Bogotazo. Los militares le repor­ taban al Consejo de Ministros que había conatos de alzamientos en Zipaquirá y en algún barrio capitalino. En su alegato final den­

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Tras

la huella de los archivos perdidos

Ángela María Buitrago le atribuye su impresionante memoria a la música. De familia de juristas y ancestro santandereano, toca la guitarra y es de las que se saben todas las canciones. Entonces, ella se vuelve el alma de la fiesta. Eso es el único rasgo íntimo que logré sacarle en horas de entrevistas a esta fiscal que encama el mascarón de proa de la jus­ ticia en el caso del holocausto, en su ordenado despacho con un amplio ventanal que mira a los cerros de Bogotá. Ni se atreve uno a preguntarle por su vida privada, aunque se sabe que tiene un hijo. En su oficina la adoran. Prepara un doctorado y no ha dejado de dictar clases en la facultad de Derecho de la Universidad Exter­ nado de Colombia, hogar intelectual de la mayoría de miembros de la Corte de entonces, y en cuyo patio central del barrio La Can delaria se les dio la más multitudinaria, dolida, indignada, pero al mismo tiempo la más contenida y significativa despedida a los fé­ retros con los magistrados muertos Buitrago también ejerce como fiscal en los procesos contra el general (r) Jesús Armando Arias Cabrales y el coronel (r) Edilberto Sánchez Rubiano, para la época, respectivamente, coman­ dante y jefe del B 2 de la Brigada XIII, ambos absueltos en 1989 por la Justicia Penal Militar por la desaparición de la guerrillera Irma Franco; contra el mayor Óscar William Vásquez, la mano de recha de Sánchez, y tres sargentos del B-2; contra el general Iván Ramírez Quintero, entonces comandante del Comando de Inte­ ligencia y (Contrainteligencia (Cota), y dos subalternos suyos, el coronel Blanco y el sargento Arévalo. Ocho testigos de estos pro ccsos, incluyendo tres ex magistrados, han sido amenazados. A mediados de 2008, Buitrago vinculó al entonces coman dame tlcl Ejército, general Samudio Molina, pero le precluyó la in­

El Palacio r» Justicia: Una tracoma m ilomihana Ana Carrkían

vestigación. La razón: Arias, Plazas -comandante de la Escuela de Artillería- y todos los demás «le mandaron informes que no eran ciertos», le reportaron que no había detenidos en ninguna unidad. Ángela Buitragn es fiscal contra el ex director del DAS, Jor­ ge Noguera, acusado de entregar esa agencia de inteligencia al pa nmiilitarismo; y contra Guillermo Valencia Cossio, hermano del actual ministro del Interior y de Justicia, acusado tic poner la Fis­ calía Seccional de Medellín al servicio del narcotráfico. Entre un total de m casos actuales, lleva una investigación por «Farcpolítíca», de la que se exime de hablar totalmente. Tampoco contesta a Ja pregunta de si está siendo amenazada. Sólo indica que ve las amenazas como algo connatural a su oficio. Pensaba salir de la Fiscalía un mes después de que termina­ ra su período el fiscal general Mario Iguarán, el pasado }i de julio. Presentó renuncia protocolaría, pero la Corte Suprema considera «inviable» la terna de candidatos para fiscal general que el presi­ dente Uribe le puso con el fin de elegirlo, y hoy Buitrago sigue allí. Para ella, es importante precisar que «el fiscal Iguarán ha sido eminentemente humanista». En cuatro años, Iguarán amplió la Unidad de Derechos Humanos y Derecho Internacional Huma­ nitario a 102 fiscales y asignó de manera sistemática investigacio­ nes sensibles en derechos humanos. Nombró fiscales coordinado­ res para los grandes casos: Unión Patriótica, sindicalistas, deman­ das ante la justicia interamericana, desaparición forzada, crímenes cometidos por agentes del Estado, periodistas, indígenas, viola­ ción sexual como arma de guerra, niños soldados, desplazamien to forzado de mujeres, bandas criminales, funcionarios públicos vinculados con grupos armados, y crímenes contra maestros y de­ fensores de derechos humanos. En esa línea, dice Buitrago, Igua­ rán reabrió el proceso del Palacio de Justicia. Fue en octubre de 2005, en vísperas de cumplirse el vigési­ mo aniversario. El caso le correspondió a la Unidad de Derechos Humanos de la Fiscalía. Pero esta unidad, que tenía en ese mo­ mento apenas unos catorce o quince fiscales en total, pidió dcsii nar a siete fiscales de tiempo completo para asumir la investigación

global sobre el Palacio. La Fiscalía estaba en crisis |>or el bajo nú mero de fiscales, al terminar la devastadora gestión del fiscal ge neral Luis Camilo Gsorio. Iguarán optó por asignarle el caso a un fiscal delegado, que resultó ser ella. Buitrago, delegada ante la Cor­ te Suprema de Justicia, asumió la investigación el 25 de noviembre de ese mismo año. Ángela Buitrago no se planta en conjeturas, sino en pruc bas. Trabaja únicamente con un fiscal asistente, José Darío Cediel, y un investigador del Cuerpo Técnico de Investigación. (Les asig­ nan otro más, si requieren de la ayuda adicional de un especialista, como un forense o un experto en balística.) El expediente cons­ taba de unos 650 folios. En casi cuat ro años de investigación, ella y Cediel han multiplicado esa cifra unas ochenta veces. Cuando el fiscal le asigna el caso, Buitrago encuentra que «dramáticamente, no hay en ningún proceso ni uudios, ni videos». La investigación del juez de Instrucción Penal Militar «estaba mu rilada», es decir, «incompleta». Todas las grabaciones y las trans cripciones respectivas se habían esfumado. Pero Buitrago se fijó en un detalle del que no se percataron los militares: todas ellas eran mencionadas a lo largo de la investigación. Los videos y audios eran importantes para establecer, en principio, a qué horas entraron los tanques, o si salían personas sin control del Ejército. Buitrago y Cediel comenzaron por conseguir de nuevo todo ese material. La labor inició en diciembre de 2005. Los noticieros colombianos no guardan las grabaciones en bruto si acaso, las noticias tal como fueron emitidas. Así, para buscar una imagen les tocó muchas veces ver ochenta noticias sobre todo tipo de temas. Revisaron más de doscientas horas de videos en distin­ tos archivos, como los de PROMEC -productora de TV de la épo­ ca-, el Patrimonio Fílmico y la estatal Inravisión, ahora denomi­ nada RTVC Además, durante año y medio hicieron seguimiento de lodo lo hecho por la Justicia Penal Militar y las instancias de la justicia civil. A partir de esas pesquisas, la justicia volvió a tener en sus manos videos y audios que ya se conocían. Surgió material adicto-

Ana Cakkjcan

El Palacio nt Justicia; Una ihaí.i oía hmumuiasa

nal: no sólo videos sino nuevos documentos conseguidos en el pro­ ceso en los archivos del Ejército. Fue una búsqueda apasionante y extraña. La consigna ha sido buscar «todo lo que huela a Pala­ cio de Justicia», como dice Bu itrago Pero a veces ese olor estaba impregnado hasta de bazuco. Primero hicieron una inspección judicial en el archivo cen­ tral del Ejército. Encontraron que éste ya no está donde debería. Buscaron en la caja luerte, pero estaba vacía. El archivo central del Ejército estaba ahora en cuatro bodegas diferentes, bastante gran­

Pasaron varios meses metidos exclusivamente en esas bo­ degas. Hallaron preciosidades. Libros antiguos sobre historias bé­ licas del siglo XIX en Colombia; bibliotecas completas sobre gue­ rra, que los militares mandaban traer de Europa; documentos que constituirían verdaderas joyas para cualquier museo. A medida que buscaban, Buitrago y Cediel ayudaban a organizar. Un día, ya avanzada la jomada, cayó uno de esos grandes diluvios bogotanos y el agua comenzó a anegar el sótano. Todos los papeles se moja­ ron. Junto con los encargados del lugar, les tocó amontonar con rapidez todo en un sitio seco y cualquier orden que hubiera se per­ dió. AI día siguiente comenzaron de nuevo. Estando en ese trabajo, una directiva del ministro de De fensa, Camilo Ospina Berna!, dispuso «remover» los archivos del Ejército. La directiva del ministro ordenaba guardar sólo la docu­ mentación con fecha a partir de 2002. Por norma, los archivos de Inteligencia y Contrainteligencia se mantienen en el tiempo, pero aquí se dispuso desaparecerlos. Eso llevó a Buitrago a revisar en todas las unidades. «Vivimos todo el proceso de selección y ayu damos a clasificar: esto es de Caballería, esto es de Infantería, esto es del siglo XTX», recuerda Buitrago. Pero, curiosamente, 1985 era un año sobre el que no había información. Buscaban por «Brigada XJJI»; por «Escuela de Caballería»; por «E z», es decir, Intcligcn ría del Ejército. No había nada.

des, en cuatro zonas de Bogotá. Una queda en el barrio Siete de Agosto. Otra en Los Mártires, cerca de lo que fue la calle de «El Cartucho» y justo donde se ubica la actual «olla» de droga, cono­ cida como «El Bronx». Es un sótano sin ventanas y tiene sólo un extractor. Hay ácaros, cucarachas, ratas. Huele a moho, y por las rendijas entra el aroma del bazuco. Los papeles estaban arrumados en el piso y en desorden.

La instrucción era que yo podía entrar a todas panes. Pero cuando llegábamos a preguntar por 1985, nos dedan: «Con la nueva directiva sólo encuentran archivos desde 2002». Extrañamente, «encontramos muchas cosas del Palacio de Justicia, pero bajo otra fecha o nombre», relata Buitrago. Como se verá mas adelante, también Plazas Vega tenía bajo otro nombre su famoso video, que mostraba a Urán saliendo vivo. «Por ejem pío, cuando llegamos a buscar en el B 2 nos dijeron que allá no existía nada del Palacio de Justicia». Ni siquiera había un archivo ni una caja fuerte. Pero, Buitrago vio cuatro cajas con d rótulo «Cus ▲ La fiscal Ángel» Buitrago y »u asistente en el archivo central del Ejército.

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tillo de Marroquín»... «Bájeme una caja de ésas, por favor».

AnaGaoucan

Son las cosas que nadie entiende. En efecto, justo en esa caja había en la parte superior un listado con los nombres de quienes frecuentaban el Castillo de Marroquín, al norte de Bogotá, todos narcos. Pero debajo encontró una carpeta con material del Pala­ cio de Justicia. I labia referencias a los estudiantes Yolanda San todomingo y Orlando Maatson, detenidos y torturados; una lista con el número de cadáveres y de los restos calcinados del Palacio, y un overol verde, nuevo, como los uniformes que usaron los miem bros dd comando del M-19, con d rótulo de Everth Bustamante, ex dirigente dd M-19 y actual director de Coldeportes. Había tam­ bién una carpeta con información del B-2, obtenida de una mujer que lo contaba todo, acerca de las actividades dd M-19 dentro dd Palacio: quizá la guerrillera Irma Franco, a punta de torturas; la proclama dd M-19, el juicio que planeaban hacerle a Betancur. En la misma caja, carnés de Policía Judicial dd B-2; y el nombre de Bernardo Garzón, descrito como «gran funcionario de la red de 1 indigencia y miembro de las lilas dd M-19». La mayoría de documentos se encontraron por casualidad. Los militares daban por sentado que no existían. El archivo de la Escuda de CCaballería fue el único perfecto que vi. Allí el jefe de archivo me dijo: «Aquí no encuentra nada de...». Y yo le mostraba, aquí hay esto, esto y esto. Buitrago ríe cuando afirma: «Los militares me tienen pá­ nico». Por alguna razón, que ella sólo se explica porque «soy cre­ yente», y más específicamente porque la Virgen le ayuda, ella les dice «páseme esto», y a la fija encuentra algo. Le sucede con fre­ cuencia. Señalaba, en el archivo «perfecto» de la Escuda de Caba­ llería: «¿Y estas cajas?» «No doctora, esos son archivos de conta­ bilidad». Los «archivos de contabilidad» eran tres cajas. Pidió que se las bajaran dd alto aparador donde estaban. Allí apareció el do­ cumento que incriminó a Plazas Vega. Llevaba su antefirma (d nombre y d cargo, pero no la firma física que usualmente está sólo

El Palmjo ot Justicia: Una

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en original). Era el Inlormc de la Escuda de Caballería sobre el Palacio de Justicia, lechado el 11 de noviembre de 1985. Cada vez que ella lo citó o lo leyó, en el juicio contra Plazas Vega, d oficial «siempre se disgustaba mucho». En él. Plazas comienza por re­ conocer que la operación y la salida de los rehenes estuvieron bajo su «control directo». La clasificación de los archivos militares duró más de dos años. A medida que se avanzaba en d cumplimiento de la directiva, los propios uniformados que adelantaban el trabajo «nos llama ban a avisamos que “aparecieron siete u ocho cajas" o “aparede ron siete u ocho carpetas más"». «No dejamos de ir nunca», y hasta mediados de este 2009 aún Buitrago y Cedid seguían escarbando en los archivos. La prensa ha publicado muchas imprecisiones y versiones noveladas. No es cierto que el video encontrado en la casa del coronel Plazas estuviera en su mesa de noche. Estaba en su biblioteca, a la vista, bajod título «Hotd Tequendama». Es un video muy bueno, de unos cuarenta minutos. Plazas dijo que usaba mucho ese video en sus conferencias y expo sicioncs que solía dictar sobre la operación de retoma del Palacio. Entre los archivos del Ejército encontraron un cablegrama, firmado por el comandante dd E-2, que reproduce una comuni­ cado!! dd M-19 anunciando que se tomarán el Palacio el 17 de octubre. El Cok.I da el 16 una alerta de «operación inmediata» a todas las fuerzas, incluida la Policía. El comando dd Ejército or dena tomar las medidas necesarias para que en esa fecha, o en otras posteriores, se evite el hecho.

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Entre los tesoros encontrados por la fiscal Ángela Buitrago en sus increíbles pesquisas en los archivos secretos del Ejército existe-

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