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Spanish; Castilian Pages 269 [274] Year 2001
EL PACIENTE Y EL ANALISTA
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Joseph Sandler Christopher Daré Alex Holder
EL PACIENTE Y EL ANALISTA Las bases del proceso psicoanalítico Edición revisada y aumentada por Joseph Sandler y Anna Ursula Dreher
PAIDOS Buenos Aires Barcelona México
Título original: The patient and the analyst. The Basis of the Psychoanalytic Proccss Karnac Books, Londres © 1992 by J. Sandler ISBN 1-85575-008-2
Traducción de Leandro Wolfson Cubierta de Gustavo Macri 2a. edición revisada y aumentada, 1993
Impreso en la Argentina - Printed in Argentina Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723
© Copyright de todas las ediciones en castellano by Editorial Paidós SAICF Defensa 599, Buenos Aires Ediciones Paidós Ibérica SA Mariano Cubi 92, Barcelona Editorial Paidós Mexicana SA Rubén Darío 118, México, D.F.
La reproducción total o parcial de este libro, en cualquier forma que sea, idéntica o modificada, escrita a máquina, por el sistema “multigraph”, mimeógrafo, impreso por fotocopia, fotoduplicación, etc., no autorizada por los editores, viola derechos reservados. Cualquier utilización debe ser previamente solicitada.
ISBN 950-12-4037-1
INDICE
Prefacio de la primera edición......................... Prefacio de la segunda edición......................... 1. Introducción................................................ 2. La situación analítica............................... 3. La alianza terapéutica.............................. 4. Transferencia.................................... ........ 5. Otras variedades de transferencia........ 6. Contratransferencia.................................. 7. Resistencia .................................................. 8. La reacción terapéutica negativa.......... 9. Acting out.................................................... 10. Interpretaciones y otras intervenciones 11. Comprensión intuitiva.............................. 12. Elaboración.................................................. Bibliografía........................................................... Indice analítico....................................................
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PREFACIO DE LA PRIMERA EDICION
Hace unos tres años comenzamos una intensa investiga ción sobre los conceptos psicoanalíticos básicos. Sentimos la necesidad de llevarla a cabo a raíz de las dificultades con las que nos habíamos encontrado para enseñar la teoría psicoanalítica en centros de psiquiatría para graduados, aun a los estu diantes más capaces; dificultades que obedecían en no escasa medida, según pudimos advertir, a la falta de claridad de los conceptos mismos. Afortunadamente, la elucidación de ciertas ideas fundamentales constituía una tarea de investigación acor de con la labor que entonces desempeñábamos en el Instituto de Psiquiatría. En este libro presentamos los resultados de nuestro trabajo de un modo que, así lo esperamos, aclarará el significado y evolución de los conceptos clínicos básicos del psicoanálisis. Creemos también que puede servir de base para aplicar con propiedad y suficiencia los conceptos psicoanalíti cos a otros campos conexos, como la psicoterapia de orienta ción analítica y la asistencia social individual. Confiamos en que este libro contribuya a disipar en parte la mística que aún rodea a las ideas psicoanalíticas. En nuestro carácter de estu diosos y de docentes del psicoanálisis, mientras realizábamos esta tarea pudimos comprobar que nuestras propias ideas en esta materia se volvían mucho más precisas y en muchos ca sos se modificaban. Abrigamos la esperanza de que la obra resulte valiosa para todos los que se están formando en insti tutos psicoanalíticos o enseñan en ellos. Estamos en deuda con sir Denis Hill, profesor de psiquia9
tría en el Instituto de Psiquiatría, por el particular empeño que puso en brindarnos la oportunidad y los medios adecua dos para efectuar nuestro trabajo, así como por su aliento permanente. El doctor Eliot Slater puso en peligro su reputa ción como jefe de redacción de The British Journal of Psychiatry al aceptar una serie de diez artículos que incluían gran parte de lo que se expone en este libro, tras haber visto sólo los dos primeros (esos diez trabajos eran Sandler, Daré y Holder, 1970a, 1970b, 1970c, 1970d, 1971; Sandler, Holder y Daré, 1970a, 1970b, 1970c, 1970d, 1970e; se extrajo algún material adicional de otros dos artículos: Sandler, 1968, 1969). Por ello, y por su apoyo afable y tolerante, le estamos muy agradecidos. Varios colegas —en particular los doctores Max Hernández y Robert L. Tyson y la señora Anne-Marie Sandler— leyeron los manuscritos de este libro en diversas etapas de su prepa ración y nos hicieron llegar sus útiles comentarios. El Fondo de Investigación de los hospitales Maudsley y Royal Bethlem, de Londres, así como la fundación para la Investigación en Psicoanálisis de Los Angeles, contribuyeron económicamente. Agradecemos en especial a Lita Hazen y al doctor Ralph R. Greenson, de la mencionada fundación. Deseamos testimo niar nuestra gratitud por la autorización que nos concedieron Sigmund Freud Copyrights Ltd., el Instituto de Psicoanálisis de Londres, Alix Strachey y Hogarth Press Ltd. para citar The Standard Edition of the Complete Psychological Works of Sig mund Freud, revisada y editada por James Strachey. Londres, marzo de 1971
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PREFACIO DE LA SEGUNDA EDICION
Han transcurrido más de veinte años desde que se publica ron los trabajos reunidos en El paciente y el analista. En este lapso hubo varios avances muy significativos en el pensamiento psicoanalítico, en parte como consecuencia de la “ampliación de los alcances del psicoanálisis” de la que se fue tomando conciencia desde la década de 1950. En los últimos años, en particular, se ha reparado en la participación del analista como uno de los “asociados” en la situación analítica, y se fue abandonando la metáfora clásica del analista como espejo. Se alcanzó una mejor comprensión de las dimensiones de la trans ferencia y la contratransferencia, y virtualmente todos los con ceptos de los que trata este libro han experimentado en las dos últimas décadas una notoria ampliación de su significado. Como resultado de ello, había sobrados motivos para pre parar una segunda edición de este libro, y agradecemos a los autores originales habernos permitido revisar y aumentar una obra que ya se ha ganado merecidamente el título de clásica. Hemos actualizado el texto original y le hemos hecho adiciones sustanciales. Se agregaron un nuevo capítulo y al rededor de 250 referencias bibliográficas, con lo cual el pre sente volumen es casi un cincuenta por ciento más extenso que el de la primera edición. Desde luego, no ha sido nuestro propósito incluir toda la literatura existente sobre los con ceptos clínicos del psicoanálisis, ya que habría constituido una tarea imposible. Hemos procurado, sin embargo, ofrecer un panorama completo dando referencias específicas cuando 11
ello era posible, de modo tal que el lector interesado pueda abrirse camino por sí solo en la espesa jungla de los escritos psicoanalíticos actuales. En las citas de obras publicadas en inglés, nos hemos to mado la libertad de uniformar en lo posible la grafía de ciertos términos. Algunos autores tal vez se alarmen al ver que sus “s” se convirtieron en “z” o viceversa, y que desaparecieron ciertos guiones de los vocablos compuestos. En general, al utilizar la palabra “fantasía” en inglés se lo hizo con la forma “fantasy”, aunque se conservó la grafía “phantasy” en los frag mentos extraídos de Freud y de los autores kleinianos. Espe ramos que nuestros colegas nos disculpen estas licencias lite rarias. Queremos agradecer en especial a Jane Pettit su meticulo sa corrección de pruebas y su ayuda editorial; a Paula Shop, que realizó cuidadosamente el procesamiento del texto por computadora, y a Victoria Hamilton y Bruna Seu, que colabo raron en la investigación bibliográfica. Klara King hizo una magnífica labor en lo tocante al aspecto gráfico de la impre sión del libro, que apreciamos debidamente. También estamos en deuda con el Edith Ludowyk-Gyomroi Trust, de Londres, y con la Fundación Sigmund Freud, de Francfort, por la ayuda financiera destinada a solventar los gastos de preparación de esta segunda edición. Por último, queremos agradecer a Alex Holder sus numerosas y útiles sugerencias. J. S. y A. U. D. Londres y Francfort, agosto de 1991.
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1. INTRODUCCION
Este libro versa sobre los conceptos clínicos fundamentales del psicoanálisis y su significado. Muchos de los conceptos que fueron surgiendo en psicoanálisis, en particular aquellos de los cuales nos ocupamos aquí, han ido ampliando su significa do con los años, y uno de nuestros propósitos es examinar ciertos conceptos fundamentales precisamente desde el punto de vista de esos cambios en su significado y en el uso que se les dio. No es nuestra intención que este libro constituya una suerte de diccionario o de glosario, aunque sí creemos que nuestro examen de tales conceptos conducirá a una mejor com prensión del papel que cumplen en el psicoanálisis actual. En los dos primeros capítulos comenzamos por analizar algunos términos específicos. Varios autores se han ocupado de las consecuencias filosóficas que acarrean los cambios de sentido de los conceptos cuando se los transfiere de su contex to original a otro (p. ej., Kaplan, 1964; Sandler, 1983; Schafer, 1976; Schon, 1963). En este aspecto, la teoría psicoanalítica presenta problemas que le son propios. Aunque a menudo se piensa que ella es un sistema de pensamiento totalmente inte grado y coherente, esto dista de ser cierto. No todos los concep tos psicoanalíticos han sido bien definidos, y a medida que el psicoanálisis evolucionó y se modificaron algunas facetas de su teoría, el significado de dichos conceptos cambió también. Por otra parte, en algunos casos un término ha sido usado con distintos significados incluso en un mismo momento del desa rrollo histórico del psicoanálisis, de lo cual son buenos ejem13
píos los múltiples significados de términos como .yo (Hartmann, 1956), o como identificación e introyección (Sandler, 1960b). Ya se verá cuán marcadamente los problemas a que dan lugar estos significados múltiples se encuentran presentes en los conceptos que aquí consideraremos. En psicoanálisis nos en contramos ante la siguiente situación: el significado de un concepto sólo se puede discernir cabalmente examinando el contexto en el que se lo emplea. Y esto se complica aún más por el hecho de que distintas escuelas de pensamiento psicodinámico han heredado, y modificado luego según sus necesidades, gran parte de la misma terminología básica (v. gr., en la psicología junguiana el significado de términos como yo, sí-mismo y libido es diferente del de la bibliografía freudiana). Puede considerarse que la finalidad general de este volu men es el intento de facilitar la comunicación no sólo dentro del ámbito del psicoanálisis clínico, sino también en todas aquellas circunstancias en las que es menester conceptualizar en términos psicodinámicos apropiados ciertas situaciones que omo difieren de la clásica en el tratamiento psicoanalítico las que se presentan en la psicoterapia y en algunas varieda des de asistencia social individualizada—. Esta necesidad es tanto mayor por la importancia que se le da a la formación en psicoterapia como parte de la educación psiquiátrica general. En este sentido, vale la pena recordar que la palabra “psi coanálisis” no remite únicamente a un particular método de tratamiento sino también a todo un cuerpo teórico que aspira a constituir una psicología general. Algunos de sus conceptos pueden considerarse fundamentalmente técnicos o propios de la clínica, y no forman parte del modelo psicológico general del psicoanálisis: de ellos se ocupa este libro. Entre los conceptos clínicos de esta índole se incluyen, por ejemplo, el de resisten cia, que se refiere a un conjunto de fenómenos clínicos, aun cuando también puede considerarse a la resistencia como una manifestación específica del funcionamiento de los mecanis mos de defensa (y.como tal forma parte de la psicología psicoanalítica general y puede decirse que existe tanto en las perso nas “normales” como en las que padecen alguna perturbación psíquica). Importa tener presente el distingo entre los concep-
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tos psicoanalíticos clínicos y los de la psicología psicoanalítica general (o “metapsicología”). Si bien los conceptos clínicos del psicoanálisis pueden apli carse fuera del consultorio psicoanalítico y, en cierta medida, a cualquier situación terapéutica, tal vez este empleo exija una nueva evaluación y una posible redefinición de los concep tos. De este modo, volviendo a la palabra resistencia, que fue definida en un principio en el psicoanálisis como resistencia frente a la asociación libre, no hay duda de que un fenómeno en esencia idéntico puede presentarse incluso en la farmacoterapia, por la negativa de un paciente a tomar algún medicamento que puede serle provechoso; en este caso, si bien el proceso de resistencia del paciente quizá sea semejante al que tiene ante sí el psicoanalista, ya no sería sostenible defi nir el concepto en función de la asociación libre. Todos los psiquiatras y asistentes sociales están familiarizados con el fenómeno de la resistencia en situaciones en que interviene otro tipo de comunicación y no la asociación libre. El deseo de dar una definición precisa de un concepto, par ticularmente si es de uso clínico, no puede ser totalmente satisfecho cuando se ha de emplear ese concepto en circuns tancias diversas. La tentativa de formular definiciones exac tas dio origen a dificultades e incongruencias en la exposición de los conceptos psicoanalíticos en la creciente cantidad de glosarios y diccionarios que hoy existen en la especialidad (p. ej., Eidelberg, 1968; Hinshelwood, 1989; Laplanche y Pontalis, 1973; Moore y Fine, 1967, 1990; Rycroft, 1968). Las virtudes y los defectos de estos diccionarios ponen de manifiesto que la adopción de un criterio histórico es una condición sine qua non para comprender cualquier concepto psicoanalítico, motivo por el cual aquí procederemos siguiendo un orden más o menos cronológico. El psicoanálisis se desarrolló en gran medida por obra de Freud y en el curso de sus trabajos, pero a lo largo de su evolución el propio Freud modiñcó muchas veces sus formula ciones originales, revisando sus conceptos y añadiendo nuevas dimensiones a los procedimientos técnicos. Lo mismo cabe afir mar de la evolución del psicoanálisis con posterioridad a Freud. De ahí que al referirse a tal o cual aspecto del psicoanálisis 15
sea preciso aclarar de qué época se está hablando y que sea conveniente, por eso mismo, dividir la historia del psicoanáli sis en varias etapas o fases (como hizo Rapaport, 1959), a partir de los primeros trabajos de Freud. Después de recibirse de médico en Viena en 1881 y de trabajar un tiempo como fisiólogo en el laboratorio de Meynert, Freud viajó a Francia para estudiar con el eminente neurólogo Charcot. Lo impresionó el paralelismo trazado por éste entre el fenómeno de la disociación mental inducida por hipnosis y la disociación entre una parte consciente y otra inconsciente de la mente que parecía existir en las enfermas que presenta ban marcados síntomas histéricos. Según Charcot y otros psi quiatras franceses, principalmente Janet, dicha disociación obedecía a una deficiencia, heredada o adquirida, del sistema nervioso que impedía a la mente actuar como una unidad, por así decir. Al volver a Viena, Freud comenzó a colaborar con Joseph Breuer, quien había atendido como médico a la célebre Anna O., y comprobado que los síntomas histéricos que ésta padecía mejoraban si se la dejaba hablar libremente en estado de hipnosis. Desde que colaboró con Breuer, Freud quedó per suadido de que la disociación de la mente en regiones cons cientes e inconscientes no era privativa de las psiconeurosis sino que se manifestaba en todas las personas. Consideró que la aparición de los síntomas neuróticos se debía a la irrupción de fuerzas inconscientes hasta entonces sofocadas y que no podían hallar expresión adecuada de ningún otro modo. Co menzó a ver en esta disociación un proceso activo de defensa por el cual la conciencia del individuo se protegía para no ser avasallada por sentimientos y recuerdos desagradables o ame nazadores. Esta creencia en un proceso activo de disociación siguió vigente, en una u otra forma, y ocupó un lugar central en los escritos psicoanalíticos, si bien en distintos momentos Freud y otros autores pusieron el acento en diferentes aspectos del contenido de esa parte disociada e inconsciente de la psique. En un principio (sobre todo en el curso de sus primeros traba jos junto a Breuer), entendió que el contenido inconsciente del cual el sujeto pretendía defenderse consistía en recuerdos de un suceso traumático real, que tenían una carga emocional. 16
En el libro que ambos publicaron, los famosos Estudios sobre la histeria (1895), se postulaba que por detrás de los síntomas del paciente neurótico se hallaban ciertos sucesos traumáticos reales, y que estas experiencias habían dado origen a una “carga de afecto”. Esta última, al igual que el recuerdo del suceso traumático, había sido activamente disociada de la con ciencia y hallaba expresión convirtiéndose en los síntomas. Sobre esta base, el tratamiento debía consistir en una serie de intentos destinados a volver a traer a la conciencia los recuer dos olvidados, produciendo simultáneamente una descarga de afecto bajo la forma de “catarsis” o de “abreacción”. Puede decirse que la primera fase del psicoanálisis incluye los trabajos que Freud y Breuer realizaron juntos y se extien de hasta 1897, cuando Freud descubrió que muchos de los “recuerdos” de esas experiencias traumáticas (en especial, ex periencias de seducción) que narraban las pacientes histéricas no eran, en rigor, recuerdos de acontecimientos reales sino más bien descripciones de fantasías (Freud, 1950a (1887-1902]). La segunda fase abarca desde el momento en que Freud rechazó la teoría traumática del origen de la neurosis hasta comienzos de la década de 1920, cuando introdujo el denomina do “modelo estructural” del psicoanálisis (Freud, 1923). Esta segunda etapa refleja el pasaje del énfasis primitivo en los sucesos externos (la situación traumática) al énfasis puesto en los deseos, instigaciones y mociones inconscientes y la forma en que estos impulsos se manifiestan en la superficie. Por esta época se llegó a considerar que tales deseos inconscientes eran en gran medida de índole sexual. Fue la etapa en la que la atención se dirigió predominantemente a lo que provenía de dentro del individuo, a la forma en que se repetían una y otra vez en el presente las reacciones infantiles. La atención se des plazó, asimismo, al estudio de lo que podríamos llamar la tra ducción que hace el analista de las producciones conscientes del paciente a fin de averiguar su significado inconsciente. De he cho, Freud dijo que la finalidad del psicoanálisis era “volver consciente lo inconsciente”. En esta fase hubo, pues, un brusco pasaje (previsible si se tienen en cuenta los inevitables vaive nes del desarrollo teórico) del examen de la relación del indivi duo con la realidad externa al estudio de su relación con los 17
deseos e impulsos inconscientes. La mayoría de los conceptos clínicos que examinaremos luego en detalle fueron elaborados originalmente, como veremos, en esta segunda fase del psicoa nálisis. En 1900 Freud publicó La interpretación de los sueños (1900a). Su estudio de los sueños le proporcionó un ejemplo de la manera como, según suponía, los deseos inconscientes se abrían paso hasta la superficie. El apremio de estos deseos por hallar una expresión directa provocaba un conflicto con la apreciación que el individuo hacía de la realidad y con sus ideales. Este conflicto entre las fuerzas instintivas, por un lado, y las fuerzas represoras o defensivas, por el otro, daba como resultado la construcción de formaciones transaccionales que representaban un intento de satisfacer los deseos in conscientes de manera encubierta. Así, el contenido manifies to del sueño podía considerarse un cumplimiento disfrazado o “censurado” de un deseo inconsciente. Análogamente, las aso ciaciones libres del paciente en análisis eran vistas como reto ños disfrazados de deseos inconscientes. En la segunda fase, al igual que en la primera, Freud par tió de la base de que una porción de la mente o “aparato psíquico” era consciente y otra porción sustancial era incons ciente. En este sentido, diferenció dos clases de inconciencia: una estaba representada por un “sistema”, el Inconsciente, y contenía mociones y deseos pulsionales que, en caso de permitírseles emerger a la conciencia, constituirían una ame naza y provocarían angustia u otros sentimientos desagrada bles. Suponía que los afanes del sistema Inconsciente tendían permanentemente a la descarga, pero sólo podían encontrar expresión de un modo distorsionado o censurado. La otra clase de inconciencia le fue atribuida al sistema Preconsciente, don de residían conocimientos y pensamientos que estaban fuera de la conciencia pero que no habían sido desalojados por las fuerzas opuestas de la represión, como los contenidos relega dos al Inconsciente. El material psíquico preconsciente podía ingresar en la conciencia en el momento oportuno y no sólo sería utilizado por el individuo para tareas de índole racional sino que también podían servirse de él los deseos provenientes del Inconsciente en su empeño por abrirse camino hasta la 18
conciencia —o sea, podía empleárselo para representar tales deseos—. Suele denominarse modelo “tópico” o “topográfico” al del aparato psíquico de la segunda fase, en el cual el siste ma Preconsciente ocupaba un lugar intermedio entre el In consciente y la conciencia (siendo esta última un atributo del sistema Consciente). Según Freud, las mociones pulsionales eran “energías” que podían “investir” diferentes contenidos mentales. (En las tra ducciones de las obras de Freud al inglés, la palabra alemana Besetzung, correspondiente a esta “investidura”, fue vertida, a nuestro juicio infortunadamente, como cathexis.) Utilizó el tér mino libido para designar la energía sexual de las mociones pulsionales, y si bien más tarde concedió a la agresión una jerarquía similar a la de la sexualidad, no acuñó ninguna expresión análoga para designar la “energía agresiva”. En el Inconsciente estas energías de las mociones podían desplazar se libremente de un contenido psíquico a otro y funcionaban de acuerdo con el llamado proceso primario. Se suponía que no existían relaciones lógicas o formales entre los elementos del Inconsciente: no había en él percatamiento del tiempo, y sólo regían reglas de asociación simples y primitivas. Las mocio nes y deseos del Inconsciente operaban según el “principio de placer”, vale decir, procuraban a toda costa la descarga, la gratificación y el alivio de la tensión penosa. Los sistemas Preconsciente y Consciente se hallaban en radical oposición a todo esto; en ellos predominaban la lógica, la razón (proceso secundario), el conocimiento de la realidad externa y los idea les y patrones de conducta. A diferencia del Inconsciente, los sistemas Preconsciente y Consciente toman en cuenta la reali dad externa (o pretenden hacerlo), ateniéndose a lo que Freud llamó el “principio de realidad”. De ahí que surgieran inevita blemente situaciones de conflicto —por ejemplo, entre los de seos sexuales de carácter primitivo que habían sido reprimi dos al Inconsciente y las normas morales y éticas del indivi duo— y que se buscara algún tipo de solución que considerase a las fuerzas antagónicas. Hasta ahora nos hemos referido a las mociones y deseos instintivos como si pudiera concebírselos aislados. A juicio de Freud esto distaba mucho de ser así, ya que desde los inicios 19
del desarrollo del niño los apremios instintivos quedaban adheridos a figuras significativas de su entorno, u “objetos” —para emplear el término impersonal, poco feliz, con que los psicoanalistas describieron a estas figuras importantes desde el punto de vista emocional—. Se suponía que cada deseo in consciente tenía un objeto, y que el mismo objeto podía ser el receptor de deseos muy opuestos, manifestados típicamente en sentimientos de amor y odio hacia la misma persona. Esta am bivalencia era en sí una de las fuentes de conflicto psíquico más potentes. Freud opinaba que en las relaciones que los adultos entablaban entre sí se repetían (a menudo de un modo muy disfrazado) sus adhesiones y conflictos infantiles, y que esta tendencia a la repetición estaba con frecuencia en la raíz de muchísimas de las dificultades que le relataban sus pacientes. Entre los primeros conflictos del niño reconstruidos me diante el análisis, hubo una constelación que se estimó uni versal: el complejo de Edipo, en que el niño de alrededor de cuatro o cinco años debe enfrentar un conflicto muy intenso en sus deseos y relaciones objétales. En esencia, Freud lo conce bía como el deseo del niño pequeño de mantener relaciones sexuales con su madre, de poseerla por completo, y a la vez desembarazarse de alguna manera del padre —el anhelo de matarlo no era inusual—. Según Freud, estos deseos están en pugna con el amor que el niño siente por su padre y con el temor de que éste lo rechace o le inflija algún daño físico, en particular un daño en sus genitales a modo de represalia (la denominada “angustia de castración”). Respecto de la niña pequeña se presenta un cuadro bastante similar, aunque en este caso los roles de los padres están invertidos; sin embargo, se considera que tanto en los niños como en las niñas existen las dos constelaciones opuestas —en el varón, el deseo de ser poseído por el padre y desembarazarse de la madr< , debido a la bisexualidad innata de todos los seres humanos, sea cual fuere su sexo. Estas concepciones sobre el funcionamiento psíquico y la sexualidad infantil fueron producto de la segunda fase del psicoanálisis, período de intensos estudios acerca de las vicisi tudes de las mociones pulsionales inconscientes, en particular las sexuales (Freud, 1905d), y sus retoños o derivaciones. Si
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las hemos descrito aquí con algún detenimiento ha sido por la importancia que revisten para un examen más detallado de los conceptos clínicos que se analizan en el próximo capítulo. Si bien dentro del modelo psicológico de la segunda fase dichos conceptos pueden considerarse relativamente simples y direc tos, la evolución seguida por el pensamiento freudiano hizo que surgieran luego complicaciones, como veremos. La tercera fase puede remontarse a 1923, año en que se produjo un cambio decisivo en la conceptualización del funcio namiento psíquico por parte de Freud, quien a la sazón estaba profundamente impresionado por algo que venía viendo ope rar en sus pacientes y sólo podía concebir como un sentimien to inconsciente de culpa. Por otra parte, en la aplicación siste mática de la división “tópica” del aparato psíquico, con sus sistemas Inconsciente, Preconsciente y Consciente, comenza ron a aparecer ciertas incongruencias y contradicciones, y esto llevó a Freud a postular un nuevo modelo teórico. Quizá sería más apropiado decir que introdujo un nuevo punto de vista, ya que la nueva formulación no reemplazó por entero a las ante riores sino que más bien coexistió con ellas. A esta situación nos remitíamos antes, cuando nos referimos al hecho de que el psicoanálisis, en cuanto conjunto de conocimientos en proceso de desarrollo, no posee un modelo teórico plenamente integra do y coherente. En 1923 Freud formula, en El yo y el ello (1923b), su “modelo estructural”, o lo que ha sido denominado también la “segunda tópica” de la psique: la división tripartita del aparato psíquico en lo que él llamó ello, yo y superyó. El ello pasó a corresponder aproximadamente a gran parte de lo que antes abarcaba el concepto de Inconsciente. Puede entendérselo como la zona de la mente que contiene las mocio nes pulsionales primitivas, con todos sus elementos heredita rios y constitucionales. Está regido por el principio de placer y funciona de acuerdo con el proceso primario. Durante la ma duración y desarrollo del individuo, y como consecuencia de su interacción con el mundo exterior, una porción del ello experi menta modificaciones y se convierte en el yo. Se supone que la función primaria del yo es la autoconservación y la adquisi ción de medios para adaptarse simultáneamente a las presio nes del ello y a las exigencias de la realidad. El yo adquiere la 21
capacidad de postergar la descarga instintiva o de controlarla merced a una variedad de mecanismos, incluidos los mecanis mos de defensa. La tercera instancia psíquica, el superyó, sur gía como una suerte de precipitado o residuo interno de los primeros conflictos del niño, particularmente en relación con sus padres u otras figuras de autoridad, y de sus identificacio nes con ellos. El superyó es el vehículo de la conciencia moral, incluida la parte de esta última que se considera inconsciente, ya que Freud entendía que grandes sectores tanto del superyó como del yo y del ello operaban fuera del estado consciente. Vale la pena mencionar que en esta teoría “estructural” hay, nuevamente, un cambio de énfasis respecto de la que prevaleció en la fase anterior. Se concibe el papel del yo como el de un mediador encargado de resolver los problemas y de satisfacer en todo momento las demandas procedentes del ello, el superyó y el mundo externo. A fin de cumplir con estas exigencias a menudo antagónicas entre sí, el yo debe crear a veces las más complicadas soluciones de compromiso, y en última instancia estas transacciones pueden dar origen a los síntomas, que si bien resultan penosos o afligentes para quien os sufre, son la mejor adaptación posible que el individuo es apaz de lograr en determinadas circunstancias. Se considera que estas soluciones de compromiso pasan a formar parte del carácter y de la personalidad del sujeto, y gravitan en su elec ción de carrera profesional y de los objetos de su amor, así como en todo lo que hace de él un individuo singular. Esta fase de la evolución del psicoanálisis se extendió has ta la muerte de Freud, en 1939; no obstante, establecer esta fecha es algo arbitrario, ya que lo que denominamos la cuarta fase abarca las contribuciones de otros psicoanalistas aparte de Freud, y ya desde el primer momento en que algunos de sus colegas se asociaron a él y a su obra y se identificaron con sus concepciones, produjeron aportes importantes para la teoría y la práctica del psicoanálisis. Una línea de evolución destacable de esta cuarta fase, aun que ya evidente en la obra del propio Freud, recibió fuerte impulso con la publicación de la obra de Anna Freud El yo y los mecanismos de defensa, en 1936, y de la obra de Hartmann La psicología del yo y el problema de la adaptación, en
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1939. Anna Freud puso de relieve el papel de los mecanismos de defensa en el funcionamiento psíquico normal y extendió el concepto de defensa a fin de incluir la defensa contra los peli gros provenientes tanto del mundo exterior como de los impul sos instintivos internos. Hartmann hizo particular hincapié en el desarrollo innato de lo que él denominó la “esfera libre de conflictos” dentro del yo. Si Freud había apuntado de continuo hacia los fenómenos clínicos y había señalado de qué manera surgen en el individuo determinadas habilidades y capacida des como un medio para resolver los conflictos, Hartmann sostuvo que hay muchos ámbitos de funcionamiento psíquico normal que tienen una evolución relativamente autónoma y no son el producto de un conflicto mental. Lo que se dio en llamar la “psicología del yo” representó el particular interés de muchos psicoanalistas en situar en el centro de la atención el funcionamiento yoico normal junto al anormal. Pero como a lo largo de este libro nos ocuparemos en el momento oportuno de los aportes destacados de otros psicoanalistas aparte de Freud, no es preciso que los mencionemos aquí en detalle. Sí conviene puntualizar que gran parte del pensamiento psicoanalítico actual, sobre todo el vinculado a la situación clínica, hunde firmemente sus raíces todavía en la segunda fase del psicoanálisis. Al describir a sus pacientes, los psicoanalistas siguen haciendo uso del modelo tópico (o sea, el de la segunda fase) junto a los conceptos propios de la teoría estructural de la tercera fase —aunque algunos psicoanalistas (v. g., Arlow y Brenner, 1964) han hecho esfuerzos heroicos por formular la teoría psicoanalítica basándose exclusivamente en los concep tos de la teoría estructural. Desde la década de 1960 en adelante, la psicología del yo, que había arraigado en Estados Unidos, comenzó a ceder paso en cierta medida ante una serie de nuevos avances, que se examinarán en los capítulos que siguen. Mencionemos, entre otros, la “psicología del sí-mismo” de Heinz Kohut y el enfoque de las “relaciones objétales” propuesto por Edith Jacobson, Hans Loewald y Otto Kernberg. Las concepciones de este últi mo pueden considerarse un producto tanto de la psicología del yo como de los puntos de vista de Melanie Klein. En Gran Bretaña la escuela kleiniana tuvo enorme influencia, así como
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la obra de los teóricos británicos de las relaciones objétales, como Ronald Fairbairn, Michael Balint y Donald Winnicott. En los últimos años se ha valorado la importancia de los escri tos de Wilfred Bion, y las controvertidas opiniones de Jacques Lacan han desempeñado un significativo papel en la concep ción del psicoanálisis vigente en ciertos círculos intelectuales. Para muchos, la obra de los psicoanalistas evolutivos, iniciada con Margaret Mahler y continuada por los llamados “observa dores de bebés”, como Daniel Stern y Robert Emde, tiene fun damental importancia para la comprensión psicoanalítica del desarrollo humano. La teoría psicoanalítica de la mente ha sido objeto de ela boraciones sustanciales desde la época de Freud, y la brecha que separa las diversas teorías de su aplicación práctica se ha ido ampliando en forma permanente. Por lo tanto, se ha vuelto más necesario aún examinar y reexaminar los conceptos clíni cos del psicoanálisis.
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2. LA SITUACION ANALITICA
Los conceptos clínicos utilizados para describir, compren der y explicar el proceso del tratamiento psicoanalítico surgie ron en distintos momentos de la historia del psicoanálisis. Términos cuyo sentido original cobró forma en el contexto de una de las fases de esa historia siguieron empleándose en las fases sucesivas, dando lugar así al tipo de repercusiones a las que ya aludimos y de las que nos ocuparemos luego. En este capítulo trataremos de describir el desarrollo del encuadre para el tratamiento psicoanalítico en relación con esas diver sas etapas del psicoanálisis (véase el capítulo 1). La primera etapa (en esencia prepsicoanalítica) se exten dió hasta 1897 y se caracterizó fundamentalmente por la apli cación del método hipnótico a pacientes histéricas. Al atender a individuos que padecían otras perturbaciones (v. gr., tras tornos obsesivos), Freud vio que sus procedimientos eran ade cuados para tratar las “psiconeurosis” (lo que hoy llamaría mos neurosis). En la primera fase del psicoanálisis, el encua dre empleado fue el habitual en esa época para la inducción de la hipnosis en el consultorio del médico. Se lo llevaba a cabo en privado, a diferencia de las demostraciones públicas de espe cialistas como Charcot; el paciente se acostaba en un diván mientras el terapeuta, sentado detrás de él, le provocaba el estado hipnótico. Freud se decepcionó de los resultados obte nidos con la hipnosis (confesó además que no era muy bueno para producirla) y más adelante intentó fomentar el recuerdo de los sucesos olvidados apelando a otros métodos. Uno de
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ellos consistía en aplicar presión con la mano sobre la frente del paciente, acompañando este acto con la sugestión de que esto traería los pensamientos a la mente, tal como se mencio na en el caso de Frau P. J. (1950a [1887-1902]). Estas técnicas fueron más tarde sustituidas por la “asocia ción libre” del paciente, no obstante lo cual se mantuvo la estructura de la situación de tratamiento propia de la primera fase. Como diría Freud años después (1925d): Mis pacientes no podían menos que “saber” todo lo que de ordinario sólo la hipnosis les volvía asequible, y el aliento y las seguridades que yo les daba (...) debían tener el poder de esforzar hasta la conciencia los hechos y nexos olvidados. Por cierto parecía más trabajoso que hipnotizar al enfermo, pero acaso fuese más instructivo. Abandoné, pues, la hipnosis, y sólo conservé de ella la indicación de acostarse sobre un diván, tras el cual me sentaba, de suerte que yo veía al paciente, pero no era visto por él. En el capítulo 1 señalamos que en 1897 Freud abandonó la teoría del origen traumático de la neurosis y pasó a otra en la que asumía suprema importancia el papel del conflicto en torno de la expresión de los deseos instintivos inconscientes. Este cambio de perspectiva coincidió aproximadamente con el énfasis técnico en desentrañar el significado de las produccio nes conscientes del paciente, en particular de sus sueños, que en los inicios de la segunda fase fueron tenidos como la parte decisiva del material del paciente y aún son considerados por muchos psicoanalistas la fuente más importante de material inconsciente. Ciertamente, los sueños tienen especial signifi cación para todos los analistas. Gran parte de la labor analíti ca de Freud apuntó en los comienzos al arduo análisis de los sueños, asistido en esa tarea por las asociaciones que tenía el paciente ante los diversos fragmentos que podía recordar. El análisis de los sueños le sirvió a Freud como base para com prender los procesos psíquicos en general, aunque a medida que avanzaba la segunda fase la comprensión del significado inconsciente de las producciones del paciente se hizo extensi va a sus asociaciones libres, y en la técnica psicoanalítica pasó a desempeñar un papel fundamental el análisis de la transfe26
renda, sobre todo de las resistendas transferendales. Duran te la segunda fase, que duró como vimos hasta 1923, se esta blecieron el encuadre básico del tratamiento psicoanalítico y los conceptos clínicos a él vinculados. Si bien en etapas poste riores del psicoanálisis hubo grandes cambios teóricos, la si tuación “clásica” de tratamiento permaneció en esencia igual que en la segunda fase. Para la época en que Freud escribió sus artículos “técnicos” sobre el psicoanálisis (1911e, 1912b, 1912e, 1913c, 1914g, 1915a), la técnica psicoanalítica ya había sido formalizada. Cabe señalar, empero, que en esa época se pretendía que el paciente concurriese a sesión seis veces por semana, y las sesiones duraban una hora completa. Unos años después, en su Presentación autobiográfica (1925d), Freud comentó lo siguiente: Acaso parezca sorprendente que este proceder de la asocia ción libre con observancia de la regla psicoanalítica funda mental rindiera lo que se esperaba de él: aportar a la concien cia el material reprimido y mantenido lejos de ella por medio de resistencias. Pero debe repararse en que la asociación libre no es efectivamente tal. El paciente permanece bajo el influjo de la situación analítica aunque no dirija su actividad de pen samiento a un tema determinado. Se tiene derecho a suponer que no se le ocurrirá otra cosa que lo relacionado con esta situación. Su resistencia a reproducir lo reprimido se exterio rizará ahora de dos maneras. En primer lugar, mediante aque llas objeciones críticas a las que está dirigida la regla psicoa nalítica fundamental. Pero si obedeciendo a la regla él supera esas coerciones, la resistencia halla otra expresión. Consegui rá que al analizado nunca se le ocurra lo reprimido mismo, sino sólo algo que se le aproxima al modo de una alusión, y mientras mayor sea la resistencia, tanto más distanciada de lo que uno busca estará la ocurrencia sustitutiva comunicada. El analista, que escucha en una actitud de recogimiento, pero no tensa, y a quien su experiencia en general ha preparado para recibir lo que acuda, puede emplear de acuerdo con dos posibilidades el material que el paciente saca a luz. O logra, en caso de que la resistencia sea pequeña, colegir lo reprimido mismo a partir de las indicaciones, o, si la resistencia es más intensa, puede discernir en las ocurrencias que parecen dis tanciarse del tema las características de esa resistencia, y
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comunicarlas al paciente. Ahora bien, el descubrimiento de la resistencia es el primer paso para su superación. El “modelo básico del psicoanálisis” (Eissler, 1953) puede describirse así: por lo general, el paciente sólo conocerá unos pocos datos personales acerca del psicoanalista. Este procura mantenerlo en esa relativa ignorancia, pero en cambio lo alienta a referir con la mayor libertad posible (asociación libre) sus pensamientos a medida que le acuden a la mente durante las sesiones diarias, por ilógicos que parezcan, o por más que se los crea desvinculados en apariencia de todo lo que se dijo antes. Stone (1961) ha hecho una minuciosa y excelente des cripción de la situación analítica. El analista aplica además, en la medida de lo posible, la “regla de abstinencia", según la cual el tratamiento analítico debe estar organizado de modo de asegurarse de que el paciente encuentre la menor cantidad posible de satisfacciones sustitutivas para sus síntomas. Esto implica que el analista se rehúse, por principio, a satisfacer sus demandas y a cumplir los roles que el paciente tiende a imponerle. En ciertos casos y en determinados momentos del tratamiento, la regla de abstinencia puede formularse explíci tamente en la forma de una advertencia acerca del comporta miento repetitivo del paciente que obstaculiza la tarea de re cordar y elaborar (Laplanche y Pontalis, 1973). Normalmente, la sesión psicoanalítica es de 50 minutos de duración, cuatro o cinco veces por semana. El analista suele limitarse a formular preguntas tendientes a elucidar el mate rial que presenta el paciente, y a hacer interpretaciones, con frontaciones y reconstrucciones (capítulo 10) que constituyen las principales intervenciones terapéuticas. En el curso de sus asociaciones, el paciente comenzará a eludir ciertos temas y mostrará signos de resistencia (capítulo 7) ante la manifesta ción de ciertos pensamientos y ante el procedimiento psicoanalítico, aunque tal vez no se dé cuenta de ello. El psicoanalis ta supone que, tarde o temprano, el material del paciente con tendrá referencias explícitas o implícitas a ideas y sentimien tos sobre el psicoanalista, que se caracterizarán por una dis-
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torsión de la realidad a la que se denomina transferencia (ca pítulos 4 y 5). Estas deformaciones son el resultado de la mo dificación de las percepciones y pensamientos actuales del pa ciente al añadírseles elementos específicos derivados de sus deseos, experiencias y relaciones del pasado. Suelen diferen ciarse dichos fenómenos transferenciales de la relación de tra bajo entablada entre paciente y analista, la cual se basa, entre otras cosas, en el anhelo del paciente de recuperarse y de cooperar para ello con el tratamiento. Se considera que esta relación de trabajo, llamada alianza terapéutica (capítulo 3), incluye, como factor esencial, la motivación del paciente a continuar en análisis pese a sus resistencias. A veces el pa ciente no expresará verbalmente los sentimientos pasados y presentes que le van surgiendo, sino más bien en la forma de conducta y actos que también pueden manifestarse, por des plazamiento, fuera del consultorio. A menudo se considera esto último como un aspecto del acting out (capítulo 9). Entre las exigencias que el procedimiento psicoanalíticc impone al analista se incluyen, naturalmente, sus intentos conscientes por comprender el material que trae el paciente a fin de realizar sus intervenciones. Además, debe explorar sus propias reacciones ante el paciente con el objeto de determi nar sus bloqueos en la evaluación del significado de sus comu nicaciones. Esta exploración de sus sentimientos y reacciones le permite obtener una ulterior comprensión de lo que le ocu rre al paciente merced a esa autoevaluación de sus respuestas emocionales. Estos aspectos de la reacción del analista se han conceptualizado con el nombre de contratransferencia (véase el capítulo 6). Si el paciente es capaz de lograr y conservar una comprensión de los nexos existentes entre sus tendencias cons cientes e inconscientes, y entre el pasado y el presente, se dice que ha adquirido cierto grado de comprensión intuitiva o insight (véase el capítulo 11). Por más que las interpretaciones del analista parezcan au mentar dicha comprensión del paciente, no siempre producen de inmediato un cambio significativo. Debe transcurrir un pe ríodo de elaboración (capítulo 12) durante el cual se examina rán y ampliarán tanto las interpretaciones como el material sobre el cual versan. A veces, cuando el paciente parecería 29
haber hecho un avance importante, le sobreviene una especie de recaída paradójica, que puede ser manifestación de una reacción terapéutica negativa (capítulo 8); inicialmente ésta fue atribuida a la acción de un sentimiento inconsciente de culpa (Freud, 1923b) vinculado a la significación que tiene para el paciente esa mejoría que percibe. Es obvio que la “situación prototípica” que hemos descrito no se aplica a todos los tratamientos psicoanalíticos, y de tan to en tanto hay que introducir ciertas alteraciones particula res en los procedimientos técnicos. A estas modificaciones se las denominó “parámetros de la técnica” (Eissler, 1953), pero desde el punto de vista del modelo básico del psicoanálisis la incorporación de dichos “parámetros” (p. ej., que el paciente permanezca sentado en vez de recostarse en el diván, o los cambios en la frecuencia de las sesiones) se considera un expe diente temporario. En este aspecto, se han contrapuesto los métodos psicoanalíticos con otras variedades de psicoterapia, en las que se hace uso amplio y regular de los “parámetros”. Durante la cuarta fase del psicoanálisis han cobrado especial prominencia las adaptaciones de la técnica psicoanalítica a fin de tornarla adecuada a determinadas clases de trastornos. La escueta y simplificada descripción que hemos hecho en este capítulo y el anterior tiene como propósito servir de intro ducción a un examen más minucioso de algunos de los concep tos clínicos a los que hemos aludido. En los próximos capítulos examinaremos las vicisitudes históricas de cada uno de éstos dentro del marco clínico del psicoanálisis. También veremos los significados múltiples y ambiguos que a ellos se han atri buido en ese marco, y exploraremos en qué medida es posible aplicarlos a situaciones que difieren de la del tratamiento psicoanalítico clásico. Una característica del proceso analítico que merece men ción especial es el fenómeno de la regresión. Si bien dentro de la teoría psicoanalítica este término ha sido utilizado con va rios sentidos distintos, aquí nos interesa uno en particular, a saber, el surgimiento de tendencias del pasado, a menudo infantiles, que representan la reaparición de modalidades de funcionamiento psíquico ya abandonadas o modificadas. Re gresiones de esta índole se presentan como parte integral del
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proceso analítico, pero el mismo fenómeno puede observarse fuera de él. Basta reparar en los niños de dos o más años que de pronto dejan de controlar sus esfínteres en el período de tensión posterior al nacimiento de un hermanito, o en el exa cerbado apego o las demandas de un niño (o adulto) hacia las personas que lo rodean cuando cae enfermo. Dichas regresio nes, que pueden afectar cualquier aspecto del funcionamiento de la personalidad, son leves o graves, temporarias o más permanentes. Es previsible que se produzcan en las fases crí ticas del desarrollo de un individuo y puede considerárselas normales, a menos que se prolonguen demasiado o revistan particular gravedad (A. Freud, 1965). En el tratamiento analítico, una de las funciones de la situación analítica consiste en permitir o favorecer la regre sión dentro de ese encuadre. A medida que surgen en el análi sis los fenómenos transferenciales, tales tendencias regresi vas se aprecian con mayor claridad, evidenciadas en la reapa rición de deseos, sentimientos, modalidades de relación y fan tasías infantiles, así como en la conducta que se tiene para con el analista. Sin embargo, si bien constituyen un vehículo esen cial para recoger del pasado, de un modo convincente y signifi cativo, datos y formas de funcionamiento importantes, a veces estas regresiones pueden presentar un aspecto más obstructivo y perjudicial. Ello ocurre, en particular, cuando se tornan muy intensas o prolongadas en pacientes que de por sí tienen ten dencia a la regresión, y que por ende tal vez no puedan reco brar fácilmente la capacidad de autoobservación y de com prensión que es parte indispensable de la alianza terapéutica (capítulos 3 y 11). Parece probable que algunos psicoanalistas alienten más que otros (de manera consciente o inconsciente) las tendencias regresivas de sus pacientes. Como consecuencia de la regresión analítica normal, es muy común que en alguna etapa del análisis el paciente exija del analista cada vez más amor, afecto y muestras de estima, y aun que desarrolle hacia él sentimientos hostiles. La forma como surgen dichos sentimientos y actitudes puede consti tuir una fuente importante de comprensión de la relación tem prana entre el paciente y su madre, por ejemplo, a la que quizás él vivenció como una persona retraída, indiferente, ca31
riñosa o complaciente. Esta información puede ser esencial para entender las dificultades y problemas actuales del pa ciente, pero si las demandas o la hostilidad de éste pasan a ser el foco de sus comunicaciones, y si el analista no puede rever tir esta tendencia mediante interpretaciones u otras interven ciones apropiadas, quizá se dificulte la labor analítica o se torne imposible. Esto es evidente en ciertas variedades espe ciales de transferencia (capítulo 5). Varios autores han señalado el valor de la capacidad para experimentar una regresión, dentro y fuera de la situación psicoanalítica. Por ejemplo, Kris (1952) ha examinado el papel de la capacidad para realizar una regresión controlada y tem poraria dentro del ámbito de la creatividad artística. Balint (1934, 1949, 1965, 1968) y Winnicott (1954) han subrayado la importancia de la regresión del paciente como medio de acce der a un material que de otro modo no estaría disponible. El concepto de “ambiente de sostén”, de Winnicott, y su examen de los fenómenos transicionales (1951) han llevado a diversos autores a especular con la idea de que la situación analítica proporciona un “espacio transicional” en el que el paciente, sintiendo segura su relación con el analista, puede sobrellevar una regresión, experimentar con nuevas ideas y tratar de re solver sus problemas internos (véase Adler, 1989; Giovacchini, 1987a). A esto Balint lo ha denominado “regresión al servicio de la progresión”. Debe señalarse que si bien el término “re gresión” fue empleado con varios significados distintos en los escritos de Freud, en este capítulo nos ocupamos de la regre sión formal, “cuando modos de expresión y de figuración pri mitivos sustituyen a los habituales” y de la regresión tempo ral, o sea, “el retroceso a formaciones psíquicas más antiguas” (Freud, en un fragmento agregado en 1914 a La interpretación de los sueños, 1900a). No obstante, no debe verse forzosamen te en la regresión una “vuelta al pasado”: también puede ser una suerte de fenómeno de “liberación”, por el cual tendencias inconscientes actuales se manifiestan, en determinadas cir cunstancias, en la situación analítica. Entre éstas se encuen tran diversas formas de “exteriorización” de procesos y rela ciones internos basados en la proyección y la identificación proyectiva (véanse los capítulos 4, 5 y 6).
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Si bien es cierto que la regresión puede ser el camino para el surgimiento de material útil para el análisis, no debe con fiarse en ella como si fuese por sí sola un agente terapéutico; tampoco hay que suponer que la regresión es capaz de sacar a la luz aspectos de la muy temprana relación madre-hijo que de otra manera serían inaccesibles para el analista. Según la concepción de Balint, la regresión facilitaría un “nuevo co mienzo” para el paciente, pero muchos analistas piensan que el papel de la regresión como agente terapéutico ha sido sobrestimado (véase, por ejemplo, Anna Freud, 1969). Modell (1989) lo expresa acertadamente al decir: “No cuestiono la validez de las observaciones clínicas realizadas por Balint y Winnicott. Es indudable que ciertos aspectos de la temprana relación madre-hijo pueden recrearse en la transferencia. Lo incorrecto en este caso es el uso de la regresión como medio explicativo de la acción terapéutica que tiene el encuadre ana lítico”. En el capítulo 3 examinaremos el papel de la alianza tera péutica en el análisis y consideraremos ciertos aspectos del aporte del analista al procedimiento empleado. Entre ellos debe mencionarse la función de “sostén” que cumplen tanto el analista como la situación analítica, o sea, el hecho de propor cionar una atmósfera que lo haga sentir al paciente seguro y “contenido” aun en casos en que experimente una regresión grave (v. gr., Balint, 1968; Khan, 1972; Modell, 1984; Spitz, 1956; Winnicott, 1954, 1965, 1971). La descripción de la situación analítica que hemos hecho hasta aquí puso el acento en lo que se requiere del paciente; hemos dicho que el papel del analista es el de alguien que procura comprender los procesos inconscientes que tienen lu gar en el paciente y transmitirle esta comprensión. Sin em bargo, en los últimos años se ha prestado creciente atención a la gran importancia de los aspectos interpersonales del proce so analítico (p. ej., Bleger, 1967, 1981; Kohut, 1977; McLaughlin, 1983; Modell, 1988, 1989; Spruiell, 1983), haciendo hinca pié en la relación analítica. Consecuentemente, ha sido cada vez más cuestionada la idea de la “neutralidad” del analista (véase Leider, 1984). En este sentido, Modell (1988) sostiene que “tenemos que admitir que el proceso de resistencia y de
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defensa no sólo ocurre intrapsíquicamente sino además en el contexto de una relación entre dos personas. Por este motivo, hay que prestar atención al proceso de la comunicación y a la forma en que se da esa relación”. Es sumamente importante que el analista sea capaz de proporcionar un clima apropiado. El tratamiento psicoanalítico no es simplemente un proceso por el cual se vuelve cons ciente lo inconsciente, o se procura otorgar mayor fuerza y autonomía al yo del paciente. Es vital que el analista brinde un marco en el cual sea viable el proceso analítico y puedan volver a establecerse conexiones con los aspectos escindidos del sí-mismo. Rycroft (1985) ha subrayado que la capacidad del analista para brindar dicho marco depende no sólo de su destreza para formular las interpretaciones “correctas” sino además del sostenido interés que sepa manifestar por sus pa cientes y de la relación que entable con ellos.
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3. LA ALIANZA TERAPEUTICA
Como ya apuntamos en el capítulo 2, en los últimos años se ha dedicado suma atención al vínculo entre el paciente y el médico. Con el fin de formular los distintos aspectos de esta relación se han utilizado diversos conceptos psicoanalíticos; uno de ellos, el de transferencia, muy a menudo es tomado de su contexto original y aplicado a otros, atribuyéndole muy laxamente diversos sentidos —a veces como sinónimo de “re lación” en general—. En los capítulos 4 y 5 nos ocuparemos con más detalle de este concepto. En el psicoanálisis clínico se ha diferenciado siempre la “transferencia propiamente dicha” de otro aspecto del vínculo entre el paciente y el médico, al cual distintos autores han llamado “alianza terapéutica”, “alianza de trabajo” o “alianza de tratamiento”, refiriéndose a la alianza que deben necesa riamente establecer el paciente y el analista si se pretende que la labor terapéutica tenga éxito (v. gr., Curtis, 1979; Eagle y Wolitzky, 1989; Friedman, 1969; Gitelson, 1962; Greenson, 1965a, 1967; Gutheil y Havens, 1979; Kanzer, 1981; Loewald, 1960; Stone, 1961, 1967; Tarachow, 1963; Zetzel, 1956). Tam bién se emplearon otros vocablos además de “alianza”. Por ejemplo, Fenichel (1941) habla de una “transferencia racio nal”; Stone (1961), de una “transferencia madura”; Greenacre (1968), de una “transferencia básica”; Kohut (1971) se refiere al “vínculo realista” entre el analista y el analizando, y Zetzel (1958) expresa lo siguiente:
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Suele admitirse que, más allá de la neurosis de transferen cia, para que un análisis alcance éxito debe tener como núcleo una relación permanente y estable que permita al paciente mantener una actitud esencialmente positiva respecto de la tarea analítica cuando los conflictos revividos por la neurosis de transferencia saquen a la superficie de la conciencia deseos y fantasías perturbadores. El concepto ha sido empleado para aludir a ciertos aspectos de lo que muchos llaman el “contrato terapéutico” (Menninger, 1958) entre el paciente y el terapeuta. Esto se vincula a lo que ha sido definido como un “rapport racional y razonable, no neu rótico, del paciente con su analista, que lleve al primero a tra bajar de buen grado en la situación analítica” (Greenson y Wexler, 1969). La noción de alianza terapéutica, tal como ha ido evolucionando, no se refiere simplemente al deseo conscien te de mejorar que tiene el paciente, y no debe equiparársela con éste; volveremos sobre este punto más adelante. En lo tocante a la situación psicoanalítica, el reconocimiento de la diferencia entre la “alianza terapéutica” y otros aspectos de la interacción del paciente con el analista (como la transferencia) ha llevado a una mejor comprensión de los procesos que tienen lugar en dicha situación, en particular los ligados al éxito o al fracaso de la terapia. En el psicoanálisis (y también en otros métodos de tratamiento) es importante evaluar la capacidad para estable cer esta clase de alianza cuando debe adoptarse una decisión respecto de cuál es la modalidad de tratamiento más indicada. Si bien Freud nunca identificó la alianza terapéutica como concepto diferenciado, la idea puede rastrearse en sus prime ros trabajos; por ejemplo, en Estudios sobre la histeria (1895d) dice que “convertimos al paciente en nuestro colaborador”. En muchos otros escritos suyos hay referencias similares a esta colaboración, y aun en 1937 comentó que “la situación analíti ca consiste en que nos aliemos con el yo de la persona que está en tratamiento” (1937c), mencionando a continuación el “pac to” que debe establecerse entre el paciente y analista. En su último trabajo (1940a [1938]) escribió: El médico analista y el yo debilitado del enfermo, apunta lados en el mundo exterior objetivo, deben formar un bando
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contra los enemigos, las exigencias pulsionales del ello y las exigencias de conciencia moral del superyó. Celebramos un pacto. (...) Nuestro saber debe remediar su no saber, debe devolver al yo del paciente el imperio sobre jurisdicciones per didas de la vida anímica. En este pacto consiste la situación analítica. En contraste con la idea de un “pacto” terapéutico entre paciente y analista, lo que hoy denominamos “alianza tera péutica” fue originalmente incluido por Freud dentro del con cepto general de transferencia, sin diferenciarlo bien de otros elementos transferenciales. En sus primeros escritos sobre técnica psicoanalítica, distinguió la transferencia de sentimien tos positivos, por un lado, de las transferencias negativas, por el otro (Freud, 1912b, 1912e). Entendía que las transferencias positivas podían subdividirse a su vez en la transferencia de sentimientos amistosos o tiernos (de los que el paciente tenía conciencia) y la de aquellos otros sentimientos que represen taban el retorno de relaciones eróticas infantiles, posiblemen te en forma distorsionada. Por lo común, estos últimos no eran recordados sino más bien reexperimentados por el paciente frente al analista. Tanto las transferencias positivas como las negativas podían dar lugar a resistencias contra el tratamien to. Freud expresó que el componente amistoso y tierno de la transferencia positiva constituía “el vehículo del éxito en el psicoanálisis, no menos que en otros métodos de tratamiento” (Freud, 1912b). Poco después (1913c) hizo referencia a la necesidad de en tablar una “transferencia eficaz” para que pudiera iniciarse cabalmente la labor psicoanalítica. Declaró que había que es perar hasta que se estableciera en el paciente “una transfe rencia operativa, un rapport en regla. La primera meta del tratamiento sigue siendo allegarlo [al paciente] a éste y a la persona del médico”. El distingo esencial era el trazado entre la capacidad del paciente para entablar un rapport y un víncu lo amistoso con el médico, por una parte, y por la otra la revivencia, dentro del marco de la terapia, de sentimientos y actitudes que podrían alzarse como obstáculo para el progreso terapéutico. El hecho de que Freud emplease el término “trans ferencia” tanto para el “vínculo amistoso” como para la trans-
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ferencia en sí misma creó cierta confusión en la literatura posterior, y aun hoy ciertos autores utilizan incorrectamente la frase “transferencia positiva” para designar la alianza tera péutica. La presencia de sentimientos cariñosos o afectuosos hacia el analista no siempre indica que exista tal alianza. Probablemente la cristalización del concepto de alianza de tratamiento como algo diferente, que no puede equipararse a un aspecto especial de la transferencia, pueda ligarse al surgi miento de la “psicología psicoanalítica del yo”, posterior a la formulación del modelo “estructural” del aparato psíquico (Freud, 1923b, 1926d), en el cual se elaboró el concepto del yo como parte orgánica de la personalidad que debía hacer frente al mundo externo y la conciencia moral (superyó), así como a las mociones instintivas (ello). Diversos autores psicoanalíticos (p. ej., Hartmann, 1939, 1964; Anna Freud, 1965) sostu vieron que existían funciones y atributos del yo relativamente independientes de las mociones (en calidad de funciones “au tónomas” del yo), y gran parte de lo escrito sobre la alianza de tratamiento, en sus diversas modalidades, implica la apela ción a tales funciones y actitudes autónomas. La evolución que tuvo en otros autores la idea de la alian za terapéutica puede apreciarse en dos artículos de Sterba (1934, 1940), según los cuales el psicoanalista debe procurar que se produzca en el paciente una separación entre los ele mentos centrados en la realidad y los que no lo están. Sterba designa esto como la “división terapéutica del yo” (1934). Los elementos del yo centrados en la realidad permiten al pa ciente identificarse con los propósitos de la terapia, proceso éste que Sterba juzga como condición esencial para que la labor psicoanalítica logre el éxito. Esta opinión coincide con una referencia de Freud (1933a) a la necesidad, para que el tratamiento tenga éxito, de que el paciente aplique su capa cidad para observarse a sí mismo como si fuera otra persona. En este sentido, Fenichel (1941) aludió al aspecto “razona ble” del paciente y a lo que él denominó “transferencia racio nal”. Si rastreamos la bibliografía psicoanalítica en busca de este concepto, se nos hará evidente que a menudo se habla de la “transferencia amistosa”, la “transferencia eficaz”, los “ele mentos centrados en la realidad”, la “transferencia racional”
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y la capacidad de autoobservación y autocrítica como si fue ran cosas equivalentes, cuando en rigor es más útil conside rarlas elementos separados cuyo denominador común es la capacidad para establecer una alianza terapéutica. Pueden encontrarse comentarios útiles sobre los elementos integran tes del concepto de “alianza”, entendido en sentido amplio, en artículos de Friedman (1969), Dickes (1975), Gutheil y Havens (1979) y Thomá y Háchele (1987). A partir de un importante artículo sobre el tema de Elizabeth Zetzel (1956), los autores psicoanalíticos se han pre ocupado cada vez más por diferenciar la alianza terapéutica de la transferencia “propiamente dicha”. En los trabajos pu blicados con posterioridad prevalece una tendencia, que se pone de manifiesto en la obra de Greenson (1965a, 1967) y de Greenson y Wexler (1969), a considerar que dicha alianza tiene como núcleo una relación “real” o “no transferencial” entre paciente y médico; no obstante, no resulta del todo clara la índole de esta relación “real”. Schowalter (1976) destaca que si bien “se coincide en que para que la situación analítica con adultos sobreviva a los golpes de las resistencias engen dradas por la transferencia (...) la relación analizando-analis ta debe ser en parte no neurótica y centrarse recurrentemente en la continuación y completamiento de la terapia (...); no es tan clara la coincidencia sobre el modo de separar esta parte de los vínculos de objeto del resto de la transferencia”. En los últimos años diversos analistas, en particular Brenner (1976, 1979), han cuestionado la validez de la noción de alianza terapéutica, sosteniendo que este concepto es de hecho indiferenciable del de transferencia. Fonagy (1990) pun tualiza que si se hace excesivo hincapié en los aspectos transferenciales de la relación paciente-analista puede lle garse a una cosificación de esta última que la sustraiga al examen analítico. Como consecuencia de ello, podemos “inad vertidamente privarnos de la oportunidad de entender que se basa en el conflicto intrapsíquico inconsciente”. El rechazo total del concepto de alianza terapéutica no parece satisfacto rio, pero Curtís (1979) ha hecho reparar en “el peligro de que el foco se desplace de los conceptos analíticos nucleares, como los de conflicto intrapsíquico inconsciente, asociación libre e 39
interpretación de la transferencia y de la resistencia”. Agrega que “este peligro radica sobre todo en la tendencia a ver en la alianza terapéutica un ñn en sí mismo —el de brindar una nueva relación de objeto correctiva—, en vez de considerarla un medio para alcanzar como fin el análisis de la resistencia y la transferencia”. El concepto de alianza de tratamiento parecía relativamente simple en las diversas formas que adoptó originalmente, pero es menester que tomemos en cuenta que, cualquiera que sea nuestra concepción acerca de dicha alianza, ella tiene aspec tos tanto conscientes como inconscientes (véase Evans, 1976). Así, un paciente puede parecer hostil al tratamiento y mostrar fuerte resistencia a la labor analítica (véase el capítulo 7), pero no por ello carecer del deseo subyacente inconsciente de emprenderla. Por el contrario, puede existir lo que Sodré (1990) denomina una alianza antiterapéutica de repetir una fantasía infantil o de aferrarse a ella, no sólo por la gravedad de la psicopatología del paciente sino además porque éste desea un análisis idealizado interminable, y se genera entonces una alianza inconsciente entre él y una parte del analista que se identifica con (...) el terrible temor al cambio [del paciente] y por lo tanto evita enfrentarse a alguna faceta de la relación analítica”. Un peligro similar tiene presente Novick (1970) al seña lar que la frase “alianza terapéutica” coloca en demasía el acento en los aspectos racionales del análisis, por oposición a los irracionales. Algo semejante sostuvieron Eagle y Wolitzky (1989), preocupados por el hecho de que el énfasis en dicha alianza puede impedir la resolución de la transferencia basa da en la interpretación y la comprensión. Aducen, además, que dicho énfasis tal vez conduzca al analista a conceder un peso indebido en el tratamiento al papel de otros factores ajenos a la interpretación, y por ende llevarlo a perder sensi bilidad ante las manifestaciones transferenciales. Es cierto, sin duda, que si se otorga una importancia indebida al fo mento de la alianza terapéutica se podría generar una conni vencia con el paciente destinada a impedir que surja la trans ferencia hostil. En las técnicas propugnadas por Melanie Klein y sus parti40
darios (Joseph, 1985; Meltzer, 1967; Segal, 1964), todas las comunicaciones y conductas del paciente en tratamiento tien den a concebirse e intepretarse como transferencia de actitu des y sentimientos infantiles, o como fruto de la exteriorización, por parte del paciente, de sus relaciones objétales inter nas. No todos los miembros de la escuela kleiniana comparten este punto de vista. Bion se ha referido a la “capacidad para relacionarse con la tarea” en los grupos (1961), lo cual haría referencia a uno de los aspectos de lo que venimos examinan do bajo el rótulo de “alianza terapéutica”. Spillius (1983) ha hecho reparar en los cambios experimentados por la técnica kleiniana en los últimos años, que a nuestro juicio la aproxi man a las técnicas psicoanalíticas desarrolladas dentro de la tradición más “clásica”. Pese a que es difícil definir con precisión esta “alianza”, parece muy conveniente distinguirla de otras facetas del vínculo entre el paciente y el médico, que por sí solas no bas tan para sentar las bases de un buen tratamiento psicoanalítico (véase, p. ej., Adler, 1980). Entre estas facetas cabe incluir la revivencia de sentimientos de amor o sexuales originalmen te dirigidos a una figura importante del pasado del paciente, y que en casos extremos se manifiestan en su enamoramiento del terapeuta. Asimismo, puede incluirse la idealización del terapeuta, a quien se considera perfecto o dotado de una capa cidad suprema, idealización que puede constituir una forma defensiva de ocultar y negar sentimientos hostiles inconscien tes. A veces esta idealización se quiebra dramáticamente si el paciente experimenta alguna desilusión respecto del terapeu ta o si su hostilidad subyacente se torna muy aguda. Cabe suponer que la posibilidad de establecer una alianza de trata miento depende de cualidades del individuo que se han vuelto relativamente permanentes. Si bien el desarrollo de estas cua lidades puede vincularse a ciertos logros de las primeras rela ciones infantiles, en una medida importante son independien tes de los sentimientos y actitudes conceptualizables como “transferencia”. De este modo, es dable considerar que la alian za terapéutica
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se basa en el deseo consciente o inconsciente del paciente de cooperar y en su disposición a aceptar la ayuda del terapeuta para superar sus dificultades internas. Esto no es lo mismo que acudir al tratamiento simplemente para obtener placer o algún tipo de gratificación. En la alianza terapéutica, [el pa ciente] acepta que tiene necesidad de abordar sus problemas internos y de llevar adelante el trabajo analítico a despecho de la resistencia interna o (particularmente en el caso de los niños) externa (por ejemplo, de la familia). (Sandler y otros, 1969.) Sin lugar a dudas, el concepto de alianza terapéutica debe apoyarse asimismo en lo que Erikson (1950) llamó la “confian za básica”, una actitud del individuo hacia los demás y hacia el mundo en general que se basa en las experiencias del bebé en materia de seguridad durante los primeros meses de vida. Probablemente esto se conecte con la interiorización de una “alianza” precoz, desde el punto de vista evolutivo, entre el bebé y su objeto primario (véase Stem, 1985). Se considera que la ausencia de esta “confianza básica” impide a ciertos psicóticos, así como a otros individuos que de niños experi mentaron grandes carencias emocionales, establecer una alian za terapéutica que funcione como corresponde. Erikson lo dice en estos términos: “Dentro de la psicopatología, donde mejor puede estudiarse la ausencia de la confianza básica es en la esquizofrenia infantil, en tanto que su insuficiencia se mani fiesta en las personalidades adultas de carácter esquizoide y depresivo. Se ha comprobado que en estos casos el restableci miento de un estado de confianza es el requisito fundamental de la terapia”. (Apuntemos que la expresión “esquizofrenia infantil” empleada por Erikson no es corriente. Hoy probable mente se hablaría de “psicosis infantil" o de “autismo”, así como de los problemas graves de personalidad de los niños que sufrieron múltiples carencias. Por otra parte, el comentario de Erikson acerca de las personalidades adultas de carácter “es quizoide” parecería corresponder a lo que luego se denominó estados “fronterizos”.) Lo que es evidente es que no debe equipararse sin más la alianza terapéutica con el deseo del paciente de mejorar. Si bien este deseo puede por cierto contribuir a gestar dicha alian42
za, también puede llevar adheridas expectativas irreales y aun mágicas sobre el tratamiento, y no puede decirse que éstas constituyan aliados confiables para la labor terapéutica. Que el deseo de mejorar no basta para dar lugar a una alianza terapéutica se vuelve patente en el caso de los individuos que abandonan la terapia tan pronto experimentan cierto alivio en sus síntomas, perdiendo todo interés en explorar los facto res que provocaron su enfermedad una vez que los síntomas han menguado o desaparecido. Por otra parte, la mejoría pue de constituir una “fuga en la salud”, y si en estas circunstan cias la alianza de tratamiento sólo se funda en el deseo de superar los síntomas, no habrá buenos cimientos para conti nuar el psicoanálisis —por más que la historia del paciente le enseñe que ese alivio de sus padecimientos probablemente será temporario—. Cabe concluir que, en cierto grado, son esenciales la mayoría de los elementos mencionados por los autores psicoanalíticos que se ocuparon de este tema: la capa cidad de observarse a sí mismo como se observa a los demás, la de tolerar cierto monto de frustración, la existencia de una “confianza básica”, la adhesión a las finalidades que persigue el tratamiento, etcétera. Puede resultar difícil, sobre todo en los comienzos del aná lisis, distinguir la capacidad del paciente para establecer y mantener una alianza terapéutica, de sus sentimientos positi vos hacia el terapeuta y el tratamiento que tienen otro origen. Como hemos indicado, la consideración o aun el afecto que evidencia el paciente por el terapeuta y su disposición inicial a concurrir a las sesiones no son necesariamente indicadores de que esté dispuesto a continuar con la labor analítica. Lo ponen de relieve los casos en que un individuo solicita ayuda tera péutica a fin de calmar a un pariente o incluso a un médico clínico, así como los de las personas que se someten al psicoa nálisis porque se lo exige su formación psicoanalítica o psicoterapéutica (Gitelson, 1954). En general, resulta fundamental determinar de entrada: a) si el paciente es capaz de establecer una alianza terapéutica, y b) si podrá tener la motivación suficiente para crear durante el análisis esa alianza que le permita sobrellevar las tensiones y los momentos difíciles que el tratamiento impone. 43
La importancia de saber evaluar la capacidad de un sujeto para establecer esta alianza ha sido subrayada por autores como Gerstley y otros (1989), quienes estiman que es un indi cador importante para el pronóstico de aquellos pacientes que presentan un trastorno antisocial de la personalidad. Sea como fuere, dicha evaluación constituye a todas luces un factor de relevancia para el pronóstico en todos los casos en que se contempla el tratamiento analítico. La mayoría de los psicoa nalistas no tomarían en tratamiento a un psicótico grave, ya que es muy poco probable que éste posea la capacidad de trabajar analítica y constructivamente. Algunos terapeutas tienen incluso reservas en cuanto a trabajar con los llamados pacientes fronterizos; las vicisitudes de la alianza terapéutica en el caso de los estados fronterizos han sido examinadas por Shapiro, Shapiro, Zinner y Berkowitz (1977), y Gabbard y otros (1988). No obstante, el tratamiento puede conducirse de manera tal que desarrolle en estos pacientes la capacidad mencionada. En el pasado, los analistas solían establecer un “período de prueba” tras el cual pudieran tomar con el paciente una deci sión conjunta acerca de la continuidad del tratamiento. Esta decisión se fundaba en parte sobre lo que hoy se denominaría la capacidad del paciente para establecer la alianza terapéuti ca, tal como se revelaba en ese período de prueba. Análo gamente, Anna Freud, en sus primeros trabajos (1928), abogó por una “etapa introductoria” en el análisis de niños, en la que se inculcaba al niño la idea del tratamiento y se establecía el vínculo con el analista. Más tarde renunció a su recomenda ción de fijar una fase introductoria preanalítica específica. HoíTer (en una comunicación personal a J. Sandler) se ha referido a “seducir al paciente para que emprenda el trata miento”, y lo mismo sostiene en esencia Morgenthaler (1978). En ocasiones, los móviles irracionales de un individuo pue den contribuir al desarrollo de la alianza de tratamiento. Un ejemplo sería el de un individuo que siente gran rivalidad respecto de sus hermanos y pone particular empeño en su análisis con el fin de superar a algún colega que también se analiza. En este caso, la rivalidad del paciente hacia sus her manos, si bien es material analítico que deberá ser compren44
dido, por otro lado puede fomentar durante un tiempo el avan ce de la labor analítica. El tratamiento puede satisfacer deseos ocultos del paciente (p. ej., de dependencia, de atención y amor, y hasta de sufri miento masoquista), como consecuencia de lo cual tal vez lo continúe durante muchos años sin mostrar inclinación alguna a abandonarlo, pero sin hacer tampoco progresos significati vos. Por otro lado, hay personas de fuertes tendencias paranoides en su personalidad, que desconfían de todo, y sin em bargo son capaces de establecer algún tipo de alianza terapéu tica. En cierto sentido parecen reconocer su necesidad de ayu da y hacen con el terapeuta una “excepción”. Si bien el tratamiento puede iniciarse aunque no exista una alianza intensa, por lo común alguna clase de “contrato” terapéutico es indispensable desde el principio. La alianza de tratamiento podrá desarrollarse luego en el curso de la tera pia, y lo ideal es que así ocurra; gran parte de la labor del analista consistirá en contribuir a ello, por ejemplo institu yendo un encuadre constante y regular para las comunicacio nes del paciente. Además, deberá interpretar las resistencias de éste al posible surgimiento de una alianza apropiada, como en el caso de que su temor a un sometimiento pasivo no le permita cooperar en forma cabal. Esta resistencia puede tener muchos orígenes, pero de hecho se manifestará como resisten cia a la alianza terapéutica, aunque también podría considerársela como una resistencia contra el surgimiento de una transferencia sexual. Otro ejemplo de resistencia al desa rrollo de la alianza terapéutica es el del paciente muy temero so de la regresión a que lo incita la situación analítica. Si bien la mayoría de los individuos son capaces de soportar hasta cierto punto sus tendencias regresivas en la sesión, algunos temen que si se “sueltan” podrían caer en un infantilismo extremo y perder control de sus pensamientos y acciones. La interpretación de estos temores ayudará al paciente a trami tarlos, contribuyendo de este modo al desarrollo de una alian za terapéutica adecuada. La alianza terapéutica no es sólo función del paciente: la habilidad del analista desempeña un papel vital en su estable cimiento (véase Schowalter, 1976). Cuanto más transmita el 45
analista, de un modo significativo desde el punto de vista emocional, su tolerancia ante tales aspectos de los esfuerzos inconscientes del paciente contra los que éste se defiende, y cuanto más respete estas actitudes defensivas, más propugna rá una buena alianza terapéutica. Como resultado de ello, el paciente internalizará la actitud tolerante del analista y a su vez asumirá una mayor tolerancia respecto de aspectos de sí mismo que antes le resultaban inaceptables (Sandler y Sandler, 1984). En este sentido, cada vez se reconoce más la necesidad de que “el analista tenga una actitud básicamente amistosa o ‘humana (Stone, 1961), así como de lo que Schafer (1983) denominó una “atmósfera de seguridad”. Rothstein (citado en Auchincloss, 1989) comenta lo siguiente: “Lo importante en la etapa introductoria es la actitud del analista hacia el comporta miento del paciente, más que cualquier parámetro específico de rutina correspondiente a la situación analítica”, y más adelante añade: “Una flexibilidad que permita, en la etapa inicial, alte raciones tendientes a acomodarse a las resistencias propias del carácter del paciente puede facilitar en muchos casos que éste sea inducido a continuar la experiencia analítica. Muchos pa cientes se pierden como analizandos potenciales a raíz de la insistencia del analista en que comiencen su análisis de una manera particular". No debe suponerse que la alianza terapéutica permanece invariable a lo largo de todo el análisis, ya que aparte del hecho de que deberá establecérsela a medida que éste avan ce, suele con frecuencia debilitarse debido a las resistencias del paciente y en cambio verse favorecida por el desarrollo en él de sentimientos positivos. Manifestaciones regresivas in tensas durante el tratamiento pueden interrumpir por com pleto dicha alianza (Dickes, 1967), que también se verá men guada o desaparecerá si surge una transferencia “erotizada” (capítulo 5). Offenkrantz y Tobin (1978) señalan el papel que cumplen la pérdida de la autoestima y la vergüenza en la dificultad para establecer la alianza terapéutica: “...Hay pacientes que sienten vergüenza por su necesidad de pedir ayuda a otros. La forma en que aborden esta vergüenza será un elemento decisi7 77
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vo en cuanto a su disposición a aceptar o no una relación dependiente con el analista”. Langs (1976) introdujo el concepto de “alianza terapéutica inconveniente”, definiéndola como las interacciones conscien tes o inconscientes que se dan dentro de la relación terapéuti ca cuya consecuencia es socavar los objetivos del análisis o la psicoterapia, o bien alcanzar meramente la modificación de los síntomas en lugar de la comprensión y un cambio interno constructivo. En este mismo sentido, Novick (1980) dice que existe una “alianza terapéutica negativa” cuando la motiva ción es “el deseo inconsciente de iniciar un análisis o terapia con el objeto de hacer fracasar al analista (...) a fin de mante ner la imagen idealizada de una madre cariñosa, amada y omnipotente, mediante la exteriorización y desplazamiento sobre el analista de partes del sí-mismo y del objeto investidas negativamente”. Puede considerarse que esta concepción está ligada a la de la motivación inconsciente de ciertas variedades de reacción terapéutica negativa (capítulo 8). Vale la pena señalar que la expresión “alianza terapéutica negativa” no es muy feliz, ya que una alianza existe, en mayor o menor grado, o no existe. Lo que describe Novick puede entenderse como una “seudoalianza” que disimula la resistencia inconsciente al trabajo analítico, y que sólo puede darse con la connivencia del analis ta (Davies, 1990; Sodré, 1990). Basándose en su experiencia de psicoanálisis de niños, Sandler, Kennedy y Tyson (1980) comentan que la definición de la alianza terapéutica puede abordarse como mínimo de dos maneras. La primera consiste en concebir la “alianza” como un concepto descriptivo muy amplio y abarcador, com puesto de todos aquellos factores que contribuyen a que el paciente permanezca en tratamiento y le permiten tolerarlo durante las etapas de resistencia y de transferencia hostil. El segundo enfoque consiste en ver en la “alianza” un concepto más restringido, vinculado específicamente al percatamiento que tiene el paciente de su enfermedad y a sus sentimientos conscientes e inconscientes de que necesita hacer algo al res pecto; lo cual se conecta con su capacidad para soportar el esfuerzo y el pesar que provoca el enfrentamiento con los con47
flictos internos. Según la definición más amplia, la relación terapéutica puede persistir (aunque sólo por un tiempo) basa da predominantemente en las gratificaciones que contienen elementos instintivos, como el amor por el analista o el “ham bre de objeto”, aspectos a los que cabe considerar como los elementos instintivos o propios del ello dentro de la alianza terapéutica. Sin embargo, esta última tiene que fundarse asi mismo en los elementos propios del yo, como los señalados en la definición más estricta. En el caso ideal, el analista debe mostrarse sensible ante los distintos componentes de la alian za tal como se dan en el “aquí y ahora” del análisis, y a la forma en que varían cuando dicha alianza presenta fluctua ciones en su intensidad, composición y estabilidad. Parecería posible extender el concepto de alianza terapéu tica más allá del psicoanálisis sin introducirle modificaciones sustanciales, si bien es cierto que en diferentes situaciones clínicas rigen otros tantos “contratos” (para emplear el térmi no de Menninger). No se precisaría una alianza para un trata miento médico de emergencia de un enfermo desvanecido; en el otro extremo, esa alianza es esencial para el éxito de cual quier tratamiento de rehabilitación prolongado. En muchas circunstancias puede ser útil ampliar el concepto a fin de in cluir las capacidades y actitudes de los familiares del paciente o de determinadas instituciones de su medio. Y así como es necesaria una alianza terapéutica entre paciente y analista, es igualmente indispensable en aquellas situaciones en las que el enfermo no puede cargar por sí solo con todo el peso del tratamiento. Esto es lo que sucede, en particular, con los ni ños, en cuyo caso la alianza terapéutica con los padres se toma imprescindible. También es necesario “ampliar” la alian za en el caso del tratamiento ambulatorio de psicóticos, no importa qué modalidad terapéutica se aplique con ellos, ya que puede ser indispensable contar con la cooperación de la familia para asegurarse de que el paciente se haga tratar. Los cambios de actitud en materia de salud mental, así como la aceptación del principio del tratamiento voluntario, subrayan por fuerza la necesidad de evaluar no sólo la com prensión que tiene el paciente de su propia enfermedad sino también su capacidad de entablar con el terapeuta una alianza 48
de tratamiento. Esto es válido sobre todo para los psicóticos y para aquellos a los que antiguamente se llamaba “psicópa tas” o se decía que padecían un “trastorno grave de la perso nalidad” o un “trastorno del carácter”. Dicha evaluación, lle vada a cabo durante un período inicial de interacción médi co-paciente, de la capacidad para establecer la alianza ha de tener importancia diagnóstica en cuanto a la gravedad de su trastorno, e importancia como pronóstico en la medida en que el pronóstico se relaciona con el tratamiento que se le aplicará. Cuando esté indicada la psicoterapia, parece decisi va esta evaluación clínica de la capacidad del paciente para tolerar al terapeuta y cooperar con él en un proceso prolon gado, que insume mucho tiempo y a menudo es penoso; cobra valor entonces el concepto de alianza terapéutica o la calibración de las posibilidades de establecerla. Es conve niente que el médico que hace la derivación adopte alguna decisión en lo tocante a la capacidad y motivación del pacien te para entablar una alianza duradera; pero aun en las si tuaciones en que la necesidad de psicoterapia está fuera de toda duda, el concepto de alianza terapéutica es útil para examinar la participación del paciente en la terapia y la índole de su relación con las figuras terapéuticas en tal si tuación. Por cierto, en la asistencia social individualizada el trabajador social evalúa tácitamente el estado en que se en cuentra la alianza terapéutica establecida con él por el clien te (o por éste y su familia). Como es lógico, la alianza se ve afectada por los requerimientos de cada situación terapéuti ca y el estilo de trabajo del organismo o entidad involucrado. Por ejemplo, algunas personas pueden mantener una rela ción con ciertos organismos en tanto y en cuanto se progra men encuentros regulares, pero no podrían comprometerse en una alianza terapéutica si la iniciativa para tomar con tacto con el organismo les quedase librada a ellas. Surgen problemas especiales interesantes en el caso de las personas que se hallan en libertad condicional y deben ver con regula ridad al funcionario encargado de vigilarlas. En algunos ca sos la concurrencia compulsiva puede contribuir a la alianza terapéutica, pero en otros da origen a una “seudoalianza”.
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4. TRANSFERENCIA
Ya hemos examinado algunos aspectos de la relación entre el terapeuta y el paciente en el capítulo 3, donde puntualiza mos que el concepto de alianza terapéutica abarca ciertas ca racterísticas a las que se designa con el nombre de “transfe rencia”. Nuestro propósito en este capítulo es considerar los diversos significados de ese término. También el concepto de transferencia sólo puede apreciar se cabalmente si se tiene en cuenta su evolución histórica; en la actualidad, distintas escuelas psicoanalíticas suelen poner el acento en uno u otro aspecto de lo que se suele entender por transferencia. Para los psicoanalistas, el análisis de los fenó menos transferenciales es el núcleo de su técnica terapéutica, y fuera del psicoanálisis el concepto es asimismo muy utiliza do para comprender las relaciones humanas en general. Con el fin de pasar revista a sus aplicaciones actuales y potencia- • les, parece necesario discriminar los diferentes significados que se le han atribuido. Freud utilizó el término por primera vez al dar cuenta de su intento de provocar asociaciones verbales en los pacientes (Freud, 1895d). El objetivo de su método era que el paciente descubriera, fundamentalmente a través de sus asociaciones y reacciones emocionales, el nexo entre sus síntomas y senti mientos presentes, por un lado, y sus experiencias del pasado, por el otro. Freud partió de la base de que uno de los factores primordiales en la génesis de la neurosis era la “disociación” de las experiencias del pasado (y los sentimientos a ellas vin51
culados) respecto del estado consciente. Notó que en el curso del tratamiento se modificaba la actitud del paciente hacia el médico, y que estos cambios, que incluían fuertes elementos emocionales, podían hacer que se interrumpiese el proceso de la asociación verbal, dando origen a menudo a obstáculos in salvables para el tratamiento. Comentó (1895d) que una pa ciente se espantaba “por transferir a la persona del médico las representaciones penosas que afloran desde el contenido del análisis. Ello es frecuente, y aun de ocurrencia regular en muchos análisis”. A tales sentimientos los denominó “transfe rencia” y dijo que se producían como resultado de lo que llamó un “falso enlace” entre una persona que había sido objeto de antiguos deseos (habitualmente sexuales) del paciente, y el médico. Al surgir esos sentimientos conectados con deseos del pasado (desalojados de la conciencia) se los vivenciaba en el presente como consecuencia de ese “falso enlace”. En este sen tido, Freud destacó la propensión de los enfermos a establecer lazos neuróticos con sus médicos. En un trabajo publicado diez años más tarde (Freud, 1905e [1901]) volvió a emplear el término “transferencia” aplicado al contexto del tratamiento psicoanalítico. Se planteaba: ¿Qué son las transferencias? Son reediciones, recreaciones de las mociones y fantasías que a medida que el análisis avan za no pueden menos que despertarse y hacerse conscientes; pero lo característico de todo el género es la sustitución de una persona anterior por la persona del médico. Para decirlo de otro modo: toda una serie de vivencias psíquicas anteriores no es revivida como algo pasado sino como un vínculo actual con la persona del médico. Hay transferencias de éstas que no se diferencian de sus modelos en cuanto al contenido, salvo en la aludida sustitución. Son entonces, para continuar con el símil, simples reimpresiones, reediciones sin cambios. Otras proce den con más arte; han experimentado una moderación de su contenido (...) y hasta son capaces de devenir conscientes apun talándose en alguna particularidad real de la persona del mé dico o de las circunstancias que lo rodean, hábilmente usada. Ya no se trataría, en este caso, de reimpresiones, sino de ediciones revisadas.
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Hasta entonces Freud había considerado que la transferen cia era un fenómeno clínico capaz de obstaculizar o de presen tar una ■“resistencia” (capítulo 7) a la labor analítica, pero pocos años más tarde (1909d) señaló que no siempre era un obstáculo sino que podía desempeñar “un papel decisivo en el convenci miento no sólo del paciente sino también del médico”. Fue ésta la primera oportunidad en que mencionó la acción de la transfe rencia como agente terapéutico. Debe repararse en que Freud distinguió permanentemente entre el análisis de la transferen cia como procedimiento técnico y la llamada “cura de transfe rencia”, en la que el paciente parece abandonar todos sus sínto mas como consecuencia del amor que siente por el analista y de su afán de complacerlo (1915a). En este sentido, digamos que debe diferenciarse la “cura de transferencia” de la “fuga en la salud”, una forma algo distinta de resistencia en que si bien los síntomas desaparecen (al menos en forma temporaria), ello está al servicio de la resistencia y lleva al paciente a declarar que el tratamiento se le ha vuelto innecesario porque ya está curado. (En el capítulo 7 nos ocuparemos de la relación entre la transfe rencia y la resistencia.) Freud (1916-17) puntualizó que “desde el comienzo del tra tamiento está presente en el paciente una transferencia que durante un tiempo es el móvil más poderoso de su avance”. A la sazón, parecería que Freud abarcaba con ese término una serie de fenómenos diferentes, todos los cuales tenían en co mún, empero, el hecho de ser repeticiones en el presente de sentimientos y actitudes del pasado. En 1912 Freud había hablado de las transferencias “positivas” por oposición a las “negativas” y aun había subdividido las primeras en las que colaboraban con la labor terapéutica y las que la estorbaban. Se consideraba que las transferencias negativas eran el tras lado al terapeuta de sentimientos hostiles, y que su forma extrema se manifestaba en la paranoia; no obstante, senti mientos negativos más moderados podían coexistir con la trans ferencia positiva en todos los pacientes. Esta coexistencia per mitía al paciente recurrir a un aspecto de su transferencia a fin de protegerse contra el surgimiento perturbador de otro. Por ejemplo, podía recurrir a la hostilidad transferida al ana lista como medio de mantener a raya sus sentimientos positi53
vos hacia él. En este caso, emplearía la faceta hostil de su ambivalencia con el fin de protegerse del surgimiento de de seos positivos amenazadores (por lo común eróticos) dirigidos al analista. Por otra parte, el aspecto de la transferencia posi tiva presente “desde el comienzo del tratamiento” difiere en su naturaleza de las transferencias eróticas que emergen duran te el tratamiento (1912b). El primero puede concebirse como un elemento componente de la alianza terapéutica a que he mos hecho referencia (capítulo 3). Freud señaló que las particulares características de la trans ferencia de un paciente son el producto de los rasgos específi cos de su neurosis, y no el mero resultado del proceso analíti co. Este fenómeno es común a todos los pacientes (1912b). Los atributos propios de la transferencia de cada paciente cobra ron nuevo significado cuando se introdujo el concepto de “neu rosis de transferencia” (Freud, 1914g), con el cual se subrayó que las relaciones tempranas, componentes primordiales de las neurosis, moldean asimismo los sentimientos que predo minan en el paciente respecto del analista. Escribió lo siguien te (1914g): Con tal de que el paciente se muestre al menos solícito en respetar las condiciones de existencia del tratamiento, con seguimos casi siempre dar a todos los síntomas de la enfer medad un nuevo significado transferencia!, sustituir su neu rosis ordinaria por una neurosis de transferencia, de la que puede ser curado mediante el trabajo terapéutico. La trans ferencia crea así un reino intermedio entre la enfermedad y la vida, en virtud del cual se cumple el tránsito de aquélla a ésta. El nuevo estado ha asumido todos los caracteres de la enfermedad, pero constituye una enfermedad artificial ase quible por doquier a nuestra intervención. Es un fragmento del vivenciar objetivo, pero posibilitado por unas condiciones particularmente favorables, y que posee la naturaleza de algo provisional. Amplió más tarde (1920g) este concepto de la “neurosis de transferencia” al comentar que el paciente en análisis
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se ve forzado a repetir lo reprimido como vivencia presente, en vez de recordarlo, como el médico preferiría, en calidad de fragmento del pasado. Esta reproducción, que emerge con fi delidad no deseada, tiene siempre por contenido un fragmento de la vida sexual infantil, y por tanto, del complejo de Edipo y sus ramificaciones, y regularmente es actuada en el terreno de la transferencia, esto es, de la relación con el médico. Cuan do en el tratamiento las cosas se han llevado hasta este punto, puede decirse que la neurosis anterior ha sido sustituida por una nueva, una neurosis de transferencia. Es sumamente infortunado que Freud haya aplicado aquí una designación similar a la que empleó para toda una clase de trastornos psiquiátricos, las llamadas “neurosis de transfe rencia”, vale decir, aquellas en las que podían observarse los fenómenos transferenciales. En sus primeros escritos psicoanalíticos expuso su convicción de que era dable distinguirlas de las “neurosis narcisistas”, en las que según él no se darían con igual prontitud estos fenómenos; sin embargo, en la actua lidad la mayoría de los psicoanalistas concuerdan en que los fenómenos transferenciales acontecen en pacientes que pade cen ambos tipos de trastornos. Para Freud, la repetición del pasado en la forma de trans ferencias en el presente era una consecuencia de lo que llamó “compulsión a la repetición”, nombre poco apropiado por cuan to se lo propone como explicación del hecho observado según el cual las personas tienden a repetir una y otra vez antiguas modalidades de conducta (por lo común infantiles). Es un ejem plo de la tendencia de los psicoanalistas a dar a los conceptos descriptivos el carácter de principios explicativos. Además, la tendencia a repetir no es una “compulsión” en el sentido psi quiátrico del término, ni tampoco una “pulsión” a repetir, en el sentido en que Freud hablaba de la moción pulsional (Trieb). Sería más adecuado llamarla “presión a repetir”. A fin de ver en perspectiva los desarrollos teóricos posterio res, es menester señalar que Freud elaboró el concepto de transferencia en la época en que tanto él como sus colegas concebían el funcionamiento psíquico en gran medida como las vicisitudes de las mociones pulsionales y de las energías que las impulsaban. Para Freud, los deseos sexuales hacia
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alguna figura importante del pasado eran una investidura de energía pulsional sexual (“libido”) en la imagen de la persona en cuestión (u “objeto libidinal”). Consideraba que la transfe rencia —proceso del cual el paciente no se percataba— era un desplazamiento de la libido, que pasaba del recuerdo del obje to original al analista, convertido en el nuevo objeto de los deseos sexuales del paciente. La importancia cada vez mayor concedida al análisis de la transferencia, junto con los avances en la psicología del yo, hicieron que se ampliase el significado de la transferencia, y los autores psicoanalíticos procuraron extender y refinar el concepto a fin de alcanzar una mejor comprensión de los fe nómenos clínicos, así como integrarlo a otros desarrollos de la teoría. La historia de esta expansión del concepto de transfe rencia es un buen ejemplo de los problemas que surgen cuan do un concepto surgido en una de las primeras etapas del psicoanálisis se mantiene en su forma original aun cuando se hayan realizado nuevas formulaciones teóricas. Anna Freud, en su libro El yo y los mecanismos de defensa (1936), propuso diferenciar los fenómenos transferenciales de acuerdo con su grado de complejidad. Distinguió: 1) la transferencia de impulsos libidinales, en la que los deseos instintivos adheridos a objetos infantiles irrumpen y se diri gen hacia la persona del analista, y 2) la transferencia de la defensa, en la que se repiten antiguas medidas defensivas ejercidas contra las pulsiones (véase Sandler y otros, 1969). Un ejemplo de esta última categoría sería el desarrollo, du rante el análisis, de un actitud de rechazo beligerante del analista por parte del paciente, quien le transfiere así una actitud asumida en su niñez para protegerse de sentimientos de amor y afecto que, según teme, podrían ponerlo en peli gro. Esta formulación amplía la concepción anterior de Freud, más simple, donde la hostilidad “defensiva” no habría sido considerada una repetición de una medida de defensa infan til, de un modo de funcionamiento del yo, sino más bien la aplicación por el individuo de sentimientos hostiles actuales para protegerse contra las consecuencias de la transferencia positiva que surge en él. Anna Freud acuñó asimismo la expresión actuación trans-
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ferencial, por la cual la transferencia se intensificaba y difun día en la vida cotidiana del paciente. Por ejemplo, éste podía dirigir a otras personas de su medio los sentimientos y deseos que le habían surgido hacia su analista durante el tratamien to. El concepto de “actuación transferencia!” está próximo al de acting out (capítulo 9). Anna Freud agregó asimismo otra categoría, que consideraba una subespecie de transferencia y, a la vez, creía que debía ser discriminada de la transferencia propiamente dicha: las exteriorizaciones; un ejemplo sería el del paciente que experimenta culpa y, en vez de sentir remor dimientos de conciencia, prevé que el analista le hará repro ches. Entendía Anna Freud que esta exteriorización de aspec tos muy estructurados de la personalidad (v. gr., del superyó) era algo diferente de la repetición en la transferencia de la relación infantil del paciente, digamos, con un padre punitivo. Otro ejemplo de exteriorización sería el del paciente que abri ga la creencia (o temor) de que el analista quiere seducirlo, basada en la exteriorización —en este caso, del tipo particular de exteriorización conocido habitualmente como “proyección”— en el analista de los deseos sexuales que el paciente tiene hacia él. Lo que se “exterioriza” es el deseo sexual inconscien te y actual del paciente, que en cierto sentido es un aspecto de su “ello”, y esta exteriorización no tiene por qué ser forzosa mente considerada la repetición de un impulso libidinal o de una maniobra defensiva infantiles. Interesa señalar que tanto Alexander (1925) como Freud (1940a [1938]) aludieron al he cho de que el psicoanalista “asumía” el papel de la conciencia moral (o superyó) del sujeto, y vieron en ello una parte primor dial del proceso terapéutico. La distinción posterior entre la exteriorización de sectores estructurados de la personalidad y la transferencia “propia mente dicha”, establecida por Anna Freud, no fue adoptada de manera sistemática por los autores que la sucedieron, y de hecho diversos tipos de “exteriorizaciones” tendieron a ser asi milados al concepto general de transferencia, como veremos luego en este mismo capítulo. Ya hemos dicho que en el psicoanálisis prevaleció una fuer te tendencia a la ampliación del concepto de transferencia. En parte esto se remonta a dos orientaciones que se manifestaron
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en la llamada “escuela inglesa”. La primera procede de James Strachey (1934), para quien las únicas interpretaciones efica ces en el tratamiento psicoanalítico eran las transferenciales. Pensaba Strachey que era necesario relacionarlas con los pro cesos de proyección en el analista de las “imagos introyectadas primitivas”, las que formaban según él una porción significati va del superyó del paciente. Como consecuencia de este énfa sis puesto en las interpretaciones transferenciales, los analis tas influidos por los puntos de vista de Strachey preferían formular en la medida de lo posible sus interpretaciones en términos de la transferencia, con el fin de aumentar así la eficacia de sus intervenciones. Comentaba Strachey que si el paciente proyecta en el analista sus imagos introyectadas pri mitivas, el analista pasa a ser una persona como cualquier otra de las que encuentra en su vida diaria: un “objeto de su fantasía”. Por “imagos proyectadas primitivas” entendía las imágenes primitivas de los padres creadas en la mente del individuo como parte de su desarrollo normal y que seguían siendo elementos activos de su vida psíquica inconsciente. La segunda de las orientaciones a las que hemos aludido está representada por las formulaciones teóricas de Melanie Klein (1932), quien como consecuencia de su trabajo analítico con niños llegó a considerar que todo comportamiento poste rior era en gran medida una repetición de las relaciones que, según ella, se daban en el primer año de vida. La combinación de estas dos orientaciones dio como resultado la tendencia en algunos analistas a considerar todas las comunicaciones del paciente como indicadoras de la transferencia de relaciones infantiles muy tempranas, absteniéndose de todo comentario que no tuviera referencia directa a la transferencia. Este fenó meno fue cabalmente examinado por Zetzel (1956). Muchos otros analistas han contribuido al desarrollo de perspectivas novedosas en torno del concepto de transferen cia. Por ejemplo, Edward Glover (1937) puso de relieve que “una concepción adecuada de la transferencia debe reflejar la totalidad del desarrollo del individuo (...), quien desplaza al analista no meramente afectos e ideas sino todo cuanto aprendió u olvidó a lo largo de su desarrollo psíquico”. Algunas figuras de renombre en este primer período del psicoanálisis 58
extendieron el concepto de transferencia pero manteniéndolo siempre dentro de la situación analítica, en tanto que otros autores, aun sin aceptar que todos los aspectos de la relación del paciente con el analista deben ser entendidos como trans ferencia, opinaron que debía verse en ésta un fenómeno psico oincidiendo en esto con un comentario de lógico general Freud (1910a [1909]) acerca de la ubicuidad de la transferen cia—. Por ejemplo, Greenson (1965a) escribe: La transferencia consiste en vivenciar hacia una persona del presente sentimientos, pulsiones, actitudes, fantasías y defensas que no corresponden a dicha persona y son una repe tición, un desplazamiento de reacciones originadas en perso nas significativas de la niñez temprana. (...) Para que una reacción sea considerada una transferencia debe presentar estas dos características: ser una repetición del pasado y ser inapropiada para el presente.
Esta definición parecería abarcar algo más que lo que Freud se propuso originalmente. Por ejemplo, incluiría las maneras habituales de reaccionar ante los demás que han pasado a formar parte del carácter del paciente (v. gr., su tendencia a manifestar temor ante la autoridad), que podrían juzgarse inapropiadas para la situación presente. Este fenómeno de “transferencia de carácter” (Sandler y otros, 1969) difiere, pues, de la transferencia concebida como el surgimiento durante el trabajo analítico de sentimientos y fantasías sobre el analista que no se evidenciaban al comienzo del tratamiento, y que por ende aparecieron como consecuencia de las condiciones en que se dio este último. A raíz de su convencimiento de que la ampliación del con cepto de transferencia podría entorpecer en vez de aclarar, varios psicoanalistas han abogado por la adopción de un punto de vista más limitado. Así, Waelder (1956) sugiere que debe ría limitárselo a lo que ocurre dentro de la situación psicoanalítica clásica. Afirma: “Puede decirse que la transferencia es una tentativa del paciente por revivir y volver a ejecutar, en la situación analítica y en relación con el analista, situaciones y fantasías de su niñez. Por lo tanto, la transferencia es un 59
proceso regresivo. (...) Surge como consecuencia de las condi ciones en que se da el experimento analítico, vale decir, la situación analítica y la técnica analítica”. Algo después, en un examen muy completo de las orientaciones divergentes con referencia al concepto de transferencia, Loewenstein (1969) llegó análogamente a la conclusión de que “fuera del análisis la transferencia no puede describirse, obviamente, en los mis mos términos empleados para las transferencias que aparecen durante el proceso analítico y con motivo de él”. Loewenstein arriba a esta conclusión en la certidumbre de que los dos aspectos de la transferencia que surgen en el análisis (la trans ferencia como resistencia y como vehículo para el descubri miento y la cura) existen exclusivamente en la situación ana lítica y jamás pueden observarse fuera de ella. En nuestros días, la mayoría de los psicoanalistas no adhieren a esta con cepción restringida de la transferencia que defienden Waelder y Loewenstein. El argumento de que debe limitársela a la situación analítica es poco convincente, si bien es posible com prender los motivos que impulsan dicha restricción, a saber, la preocupación ante la creciente tendencia a una aplicación amplia e indiscriminada del término. A todas luces, los mis mos fenómenos que se presentan en el tratamiento psicoanalítico pueden ocurrir fuera de él. De hecho, Freud había sosteni do (1912b): No es exacto que durante el psicoanálisis la transferencia se presente más intensa y desenfrenada que fuera de él. En instituciones donde los enfermos nerviosos no son tratados analíticamente se observan las máximas intensidades y las formas más indignas de una transferencia que llega hasta el sometimiento... Sin embargo, la situación analítica clásica parece propor cionar condiciones que fomentan el desarrollo de transferen cias y dan lugar a que estos fenómenos puedan examinarse en formas relativamente incontaminadas (Stone, 1961). No hay duda de que en el desarrollo de la transferencia influyen factores socioculturales. Por ejemplo, el sexo del ana lista es por cierto significativo, aunque sólo sea en la determi nación de la secuencia en que han de surgir los elementos
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transferenciales. En los últimos años se ha prestado suma atención a este tema del sexo del analista, posiblemente debi do a la gravitación del movimiento feminista (véase, p. ej., Lasky, 1989; Lester, 1985; Person, 1983; Wryey Welles, 1989). De modo similar, se ha examinado el análisis entre personas de distinta raza, que según Fischer (1971) plantea problemas de significados inconscientes en múltiples planos, añadiendo que “puede haber serias complicaciones tanto si se sobrestima el factor interracial como si se hace caso omiso de él”. En este campo, mucho es lo que ha aportado la escuela de etnopsicoanálisis. En años recientes ha habido varios avances significativos en relación con el concepto de transferencia. En particular, se ha puesto en tela de juicio la idea primitiva de que la transfe rencia era una repetición del pasado. Cooper (1987a) comenta que los conceptos “históricos y relativamente simples según los cuales la transferencia es la reproducción en el presente de relaciones significativas del pasado no satisfacen adecuada mente las actuales exigencias clínicas y teóricas”, y distingue entre lo que denomina las concepciones “histórica” y “moder nista” de la transferencia. La primera, según él, es la que sostiene que “la transferencia es la reedición de una relación más temprana, y la tarea de interpretarla consiste en com prender de qué modo las relaciones infantiles tempranas de forman o perturban la relación actual con el analista, que a su vez es un modelo de las relaciones que entabla el paciente en el resto de su vida”. Por oposición a esto, la concepción moder nista ve en la transferencia “una nueva experiencia más que la reedición de una antigua; la finalidad de la interpretación de la transferencia es llevar a la conciencia todos los aspectos que integran esta nueva experiencia, incluida la coloración con que la tiñe el pasado”. Partiendo de esta diferencia establecida por Cooper entre los puntos de vista histórico y modernista, es oportuno exami nar la transición de uno al otro subdividiéndola en las seccio nes siguientes: “La controversia en torno de la neurosis de transferencia”, “La teoría kleiniana de la transferencia”, “Transferencia y exteriorización” y “Consideraciones evoluti vas en relación con la transferencia”. 61
LA CONTROVERSIA EN TORNO DE LA NEUROSIS DE TRANSFERENCIA Ya nos hemos referido en este capítulo al concepto de neu rosis de transferencia introducido por Freud (1914g), concebi da por él como una “enfermedad artificial” que reemplazaba en el análisis a la “neurosis ordinaria”. La neurosis que sufría el paciente en el momento de la consulta era para Freud una “reedición” de la denominada “neurosis infantil”, y por consi guiente la neurosis de transferencia podía entenderse como una revivencia de la neurosis infantil en el análisis, vinculada a la persona del analista. Kepecs (1966) ha puesto de mani fiesto la confusión que rodea a la frase “neurosis de transfe rencia” y con posterioridad a él diversos autores han examina do las dificultades inherentes a este concepto y han cuestiona do la idea de que sea un elemento sine qua non del tratamien to psicoanalítico (v. gr., Cooper, 1987b; Harley, 1971; Jacobs, 1987; London, 1987; Reed, 1987, 1990). Entre los que abogan por retener el concepto, ha surgido la opinión de que es preciso distinguir la transferencia, como fenó meno psíquico general, de la entidad clínica específica llamada neurosis de transferencia. Blum (1971) señala que al introdu cirse la teoría estructural, “poco a poco fueron discriminándose aspectos complejos, yoicos y superyoicos de la transferencia. Se vio que en la situación analítica la transferencia abarcaba las defensas, los afectos, las fantasías integradas, así como las acti tudes vinculadas a las relaciones objétales infantiles”. Un pun to de vista que goza de general aceptación es que el concepto de neurosis infantil tiene dos significados. Uno es “la fuente prototípica de conflicto intrapsíquico durante la fase del com plejo de Edipo”, y el segundo, el de “una construcción metapsicológica referente a la estructura y la organización interna de la personalidad infantil como resultado de dicho conflicto” (Moore y Fine, 1990). El concepto de neurosis infantil se ha vuelto cada vez más controvertido (véase, por ejemplo, Calogeras y Alston, 1985; A. Freud, 1971; Loewald, 1974). En agudo contraste con esta opinión, Brenner (1982), a quien se suele tener por un teórico conservador, declara enfá ticamente que
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el término “neurosis de transferencia” es una tautología. Este concepto es un anacronismo. Los analistas definen a la neuro sis como un síntoma o grupo de síntomas que constituyen formaciones transaccionales como consecuencia de los conflic tos. (...) las manifestaciones transferenciales son asimismo formaciones transaccionales que proceden de los conflictos. (...) Desde el punto de vista dinámico una manifestación transferencial es indiscernible de un síntoma neurótico. Llamarla “neurótica”, o decir que la totalidad de la transferencia es una neurosis, es añadir una nueva palabra que no agrega nada. Con el término “transferencia” basta. No se gana nada convir tiéndolo en “neurosis de transferencia”. (...) Con frecuencia he pensado que al hablar habitualmente de una “verdadera neu rosis de transferencia”, lo que se hace es utilizar un sinónimo de “transferencia analizable”. Coincidimos totalmente con estas declaraciones de Brenner, y quisiéramos sugerir que el concepto de neurosis de transfe rencia ya no presta la utilidad que tuvo en el pasado, en espe cial porque a menudo se lo usa como sinónimo de transferen cia en general, lo cual da lugar a confusión. No obstante, im porta advertir que la gama de manifestaciones transferenciales es muy grande, y varía desde la llamada “transferencia de carácter” a una preocupación tan intensa con respecto al ana lista que los pensamientos y sentimientos vinculados a éste ocupan una porción sustancial de la vida anímica del pacien te. Es interesante apuntar que Moore y Fine, en la primera edición de su Glosario de términos y conceptos psicoanalíticos (1968), definían la neurosis de transferencia como “la nueva ‘versión’ de la neurosis desarrollada en el transcurso del trata miento psicoanalítico”, en tanto que en su obra posterior Tér minos y conceptos psicoanalíticos (1990), no consideraron que la neurosis de transferencia mereciera tener una entrada apar te y sólo la mencionaron al pasar en la entrada correspondien te a “Transferencia”.
LA TEORIA KLEINIANA DE LA TRANSFERENCIA La técnica analítica propuesta por Melanie Klein destacó desde el comienzo el carácter central de la interpretación trans-
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ferencial. Se entendía que la transferencia era un reflejo de las fantasías inconscientes del paciente, y en este sentido Segal (1981) sostuvo que en el mundo de la fantasía del analizando, la figura preemi nente es la persona del analista. Afirmar que todas las comu nicaciones son comunicaciones referentes a la fantasía del pa ciente así como a su vida externa actual equivale a afirmar que todas las comunicaciones contienen algo significativo para la situación transferencial. En la técnica kleiniana, la inter pretación de la transferencia suele ocupar un lugar más cen tral que en la técnica clásica. Otra analista kleiniana, Spillius (1988), en una reseña por menorizada de los trabajos clínicos kleinianos, pasa revista a los cambios registrados en la técnica desde fines de la década de 1940, puntualizando que en general según la concepción kleiniana la transferencia es la expresión, dentro de la situación analítica, de las fuerzas y relaciones del mundo interno. Este mundo interno es en sí mismo considerado el resultado de un proceso de desarrollo en curso, el producto de la permanente interacción entre la fanta sía inconsciente, las defensas y las experiencias vinculadas a la realidad externa, tanto del pasado como del presente. El hincapié que hacen Klein y sus sucesores en que todo está impregnado por la transferencia deriva del empleo por Klein del concepto de fantasía inconsciente, a la que concebía como algo subyacente a todo pensamiento, tanto racional como irra cional, en lugar de suponer que existía una categoría especial de pensamientos y sentimientos que son racionales y apropia dos, y que por ende no necesitan ser analizados, y una segun da categoría de pensamientos y sentimientos que son irracio nales e irrazonables, y que por ende expresan la transferencia y necesitan ser analizados. No obstante, Spillius pone de relieve que en la mayoría de los artículos kleinianos escritos en las décadas del cincuenta y el sesenta se tendía a “poner el acento en la destructividad del paciente de un modo tal que, según presumimos ahora, tenía que resultar persecutorio para el paciente. Una segunda ca-
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racterística de estos primeros trabajos es que evidentemente las fantasías inconscientes le eran interpretadas al paciente de inmediato, y en forma directa, en el lenguaje de los objetos parciales (el pecho, el pezón, el pene, etc.)”. Spillius destaca los cambios que fueron sobreviniendo poco a poco en la técnica interpretativa kleiniana. Se fue poniendo menos énfasis en la destructividad y haciendo menor uso del lenguaje de los objetos parciales, en tanto que comenzó a apli carse más explícitamente, en la interpretación transferencial, el concepto de identificación proyectiva acuñado por Melanie Klein en 1946. Cada vez se insistió más en revivir las expe riencias en la transferencia en vez de reflexionar y hablar sobre ellas, y se subrayó la presión inconsciente ejercida por el paciente para forzar al analista a intervenir. También creció el interés por el papel del pasado tal como se presenta en la relación paciente-analista actual. Señala Spillius que comen zó a pensarse que las interpretaciones formuladas en térmi nos del contenido verbal y de conducta “visto en una forma rígidamente simbólica (...) eran probablemente perjudiciales para apreciar los vividos momentos de contacto emocional [en tre paciente y analista]. Dichas interpretaciones no se basa ban en la receptividad del analista hacia el paciente sino en su deseo de descubrir en éste material que confirmase sus pre conceptos”. Una ampliación destacable de la teoría kleiniana de la trans ferencia se halla en el artículo de Joseph (1985) titulado “Trans ferencia: la situación total”, en el que la autora extiende el concepto de transferencia considerándolo “un marco dentro del cual siempre sucede algo y hay permanente movimiento y acti vidad”. Lo que ocurre en la transferencia no es la repetición del pasado sino que, por el contrario, cabe sostener que todo cuanto ocurre en el análisis es transferencia. A fin de ilustrar esto, Joseph narra la confusión experimentada por una colega que estaba trabajando con una paciente particularmente difícil. In satisfecha por la manera en que llevaba adelante el análisis, presentó el problema para su discusión en un seminario. Los asistentes al seminario sintieron asimismo que tenían dificul tades para entender lo que ella les contaba, hasta que se les ocurrió que el problema que había surgido dentro del seminario
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posiblemente fuese un reflejo de la dificultad transferencia! de la misma analista. La conclusión a la que se arribó fue que la confusión de esta última obedecía a la proyección que en ella había hecho la paciente de su propio mundo interno confuso, y que sus intentos infructuosos de interpretar las asociaciones de dicha paciente trasuntaban el sistema defensivo de ésta, con el cual pretendía “otorgar un falso sentido a lo incomprensible”. Comenta Joseph que “si se trabaja únicamente con lo verbalizado, no se toman en cuenta realmente las relaciones objé tales actuadas en la transferencia”. Un elemento fundamental de todo esto es la exteriorización de las relaciones de objeto internas a través del mecanis mo de la identificación proyectiva (Klein, 1946), de lo cual se infiere la gran importancia técnica atribuible a la capacidad del analista para contener las proyecciones del paciente y per catarse de ellas, para vivenciarlas en la contratransferencia (capítulo 6) y para devolvérselas al paciente en la forma de interpretaciones apropiadas. Vale la pena señalar que para Klein la identificación introyectiva era el proceso por el cual se incluye un objeto externo dentro del yo o sí-mismo, en tanto que la identificación proyectiva era el proceso inverso, o sea, el de depositar algún aspecto del sí-mismo en el objeto para que éste lo contuviese (véase Sandler, 1987, donde se examina detenidamente este tema). Con este enfoque técnico, el analista dirige su atención primordialmente a entablar con el paciente un contacto emo cional en el “aquí y ahora” de la sesión. Nos parece, empero, que la tentación de considerar que todo cuanto ocurre en el análisis es transferencia, y de comprender esta última basán dose en los sentimientos y fantasías contratransferenciales, puede dar origen a una suerte de “análisis contratransferencial silvestre”. Spillius (1988) da muestras de estar alerta ante este peligro cuando dice que los analistas, sobre todo los inex pertos, pueden tener la tendencia a “preocuparse en demasía por vigilar sus propios sentimientos como clave de lo que acon tece en la sesión, en detrimento de su contacto directo con el material que brinda el paciente”. En contraste con la posición de los autores kleinianos, mu chos analistas (entre los que nos incluimos) entienden que no
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todo lo que el paciente trae al análisis debe considerarse como transferencia. Anna Freud (1968), por ejemplo, ha criticado la aplicación indiscriminada del concepto de transferencia; una útil reseña de la polémica que generó esta cuestión puede hallarse en el artículo de Leites (1977) titulado “¿Unicamente interpretaciones transferenciales?”. Suponer que todo el material del paciente es transferencia constituye una concepción equivocada y harto simplista. Se diría que este punto de vista tiene su origen precisamente en que muchos analistas se centran, por principio, en los aspec tos transferenciales del material, a expensas de los no trans ferenciales. Aquéllos pueden ser por lo común examinados e interpretados de modo más directo y eficaz; en consecuencia, el papel central que cobra la transferencia es en cierta medida un artificio técnico derivado de la creencia en que sólo las interpretaciones transferenciales pueden generar un cambio psíquico. El analista no es un socio pasivo en la relación transferencial; de esto nos ocuparemos con más detalle luego (capítulo 6), pero podemos destacar desde ya que la personalidad del analista es determinante en cuanto a la naturaleza de la trans ferencia. Los que sostienen que “todo es transferencia” suelen soslayar la función del analista como persona real que partici pa en una tarea en colaboración con el paciente, y en lugar de ello insisten en las distorsiones transferenciales introducidas por el paciente en su percepción y sus fantasías sobre el ana lista (Escoll, 1983; Thomá, 1984). Greenson distingue la trans ferencia de la “alianza de trabajo” (1965a) y de la relación “real” entre el paciente y el analista (Greenson y Wexler, 1969). Szasz (1963) así como Laplanche y Pontalis (1973) han procu rado examinar las dificultades que surgen para establecer esta distinción entre transferencia y “realidad”. Si bien la formulación de la transferencia, propugnada por algunos analistas kleinianos, a partir de tal o cual forma de exteriorización de las relaciones de objeto internas es por cier to demasiado generalizadora, hoy resulta indudable que estos procesos desempeñan un papel primordial en nuestras con cepciones actuales acerca de la transferencia. De esto nos ocu paremos más adelante.
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TRANSFERENCIA Y EXTERIORIZACION Nuestro repaso en este capítulo de la ampliación que expe rimentó el concepto de transferencia ha puesto de manifiesto que hoy ha llegado a designar mucho más que la mera repeti ción de las relaciones infantiles significativas. Un factor pri mordial en esta dilatación del sentido del concepto ha sido la creciente importancia atribuida al papel de las denominadas relaciones de objeto internas en la vida psíquica. La elabora ción de las ideas teóricas vinculadas a los objetos internos condujo a visualizar la transferencia de modo tal que la “pro yección” o la “exteriorización” de dichas relaciones objétales internas desempeña en ella una función notoria. Kernberg (1987) lo expresa así: El análisis de la transferencia consiste en el análisis de la reactivación en el aquí y ahora de las relaciones objétales internalizadas del pasado. Al mismo tiempo, el análisis de esas relaciones objétales internalizadas del pasado en la trans ferencia es el análisis de las estructuras constitutivas del yo, el superyóy el ello, así como de sus conflictos intraestructurales e interestructurales. Y más adelante agrega: Tal como yo las concibo, las relaciones de objeto inter nalizadas no son un reflejo de las relaciones afectivas del pa sado sino que más bien reflejan una combinación de intemalizaciones realistas y fantaseadas (y a menudo muy distorsionadas) de dichas relaciones objétales del pasado y de las defensas levantadas contra ellas por efecto de la activación y proyección de los retoños de las mociones pulsionales. En otras palabras, hay una tensión dinámica entre el “aquí y ahora”, que es un reflejo de la estructura intrapsíquica, y los determinantes genéticos inconscientes del “allí y entonces”, derivados del pasado “efectivo”, de la historia evolutiva del paciente.
Loewald (en una mesa redonda de la que informa Valenstein, 1974) comentó en este sentido que “cuando habla68
mos de las experiencias no nos referimos a ‘hechos objetivos’. Nos referimos a las experiencias que tiene un niño, en los diversos niveles de su desarrollo al interactuar con el mundo externo, con los objetos. Estas experiencias pueden repetirse en la transferencia y uno dirá entonces que son fantasías. (...) No los hechos que advierte un observador objetivo sino las elaboraciones que el paciente hizo en su niñez, que contribu yeron a lo que ‘efectivamente sucedió’ ”. A nuestro entender, precisamente porque la representación interna del objeto y del sí-mismo se modifican mucho durante el desarrollo a raíz de procesos defensivos como la proyección, la identificación y el desplazamiento, debe hablarse de relaciones de objeto “in ternas” y no “internalizadas”. Schafer (1977) ha hecho aportes importantes para nuestra comprensión de los objetos internos. Tras relatar el análisis de un paciente varón, dice: En primer lugar, cuando hablo de “su padre” me estoy refiriendo a la imago paterna, a la que creo sólo parcialmente fiel al padre, considerado de un modo objetivo. Fue una imago mantenida prácticamente inconsciente y elaborada a lo largo de distintas fases del desarrollo psicosexual. En segundo lu gar, esta imago se definió principalmente a través de una atenta inspección de las diversas transferencias paternas del paciente y de mis reacciones contratransferenciales a ellas. En tercer lugar, si fue posible definir de algún modo dichas transferencias, sólo lo fue, evidentemente, merced a su discri minación dentro de toda una serie de transferencias mater nas, cada una de las cuales presentaba su propia complejidad evolutiva y actitudinal. En cuarto lugar, entre los datos analí ticos relevantes se incluía la amplia gama habitual de fenóme nos que abarcaban desde fantasías y puestas en acto corpora les (como constipación, masturbación e ideas arcaicas sobre la reparación del daño) hasta intentos razonables de recordar, reconstruir y ordenar con precisión de qué manera habían sucedido efectivamente esos hechos que durante mucho tiem po fueron recordados en forma neurótica. Según hemos visto, el enfoque kleiniano de la transferen cia como exteriorización suele formularse en términos concre tos, por ejemplo con enunciaciones del tipo de “depositar en el
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analista las partes escindidas del sí-mismo o ciertas partes de un objeto interno”, o con la concepción del analista como un “recipiente de contención” (Bion, 1962). Por otro lado, los auto res no kleinianos (v. gr., Bollas, 1987) tienden más bien a hablar de la exteriorización de una relación de objeto interna que de la identificación proyectiva (véase Berg, 1977). Sandler (1983) apunta lo siguiente: Para nuestra comprensión de la transferencia, puede ser importante considerar que los introyectos son exteriorizados de continuo, en cierto sentido son actualizados de modo tal que el individuo pueda relacionarse con ellos como objetos externos más que internos. Es probable que esta tendencia a la exteriorización de los introyectos sea bastante general. (...) Puede observársela, en particular, en la situación psicoanalítica, y estamos habituados a ver los intentos del paciente por presionar sobre el analista, manipularlo o seducirlo a fin de que asuma el rol de tal o cual introyecto, de manera que pueda escenificarse un libreto interno de la fantasía en el que se entabla un diálogo entre el sí-mismo y el introyecto. Cuando hablamos de transferencia, nos referimos también a esta exte riorización, y por cierto es un grave error concebir la exteriori zación de las relaciones objétales internas simplemente como el cumplimiento directo o indirecto de deseos inconscientes, antes adheridos a una figura del pasado y luego transferidos al analista en el presente de modo disfrazado.
CONSIDERACIONES EVOLUTIVAS EN RELACION CON LA TRANSFERENCIA Uno de los motivos de las críticas formuladas al concepto de neurosis de transferencia fue el hecho de advertir que la transferencia no está tan íntegramente ligada a las experien cias y conflictos edípicos como se supuso en el pasado. Antes la tendencia era suponer que cualquier manifestación transferencial que presentara rasgos preedípicos era un repliegue regresivo frente a algún conflicto edípico intolerable. Como los conflictos preedípicos fueron concebidos cada vez más como existentes por derecho propio, la atención se dirigió hacia los
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aspectos evolutivos de la transferencia (véase Escoll, 1983). Arlow (citado por Valenstein, 1974) sostiene: La evolución del análisis de niños y la observación directa de niños, así como la ampliación de los intereses y experien cias psicoanalíticos con el análisis de trastornos del carácter, perversiones, pacientes fronterizos y trastornos narcisistas de la personalidad, han subrayado cada vez más la importancia de las primeras relaciones objétales en cuanto a la forma del yo en su desarrollo (normativo o deficiente) a partir de la temprana relación madre-hijo. Settlage (citado por Escoll, 1983) comenta, por su parte: La interrupción o falla del proceso de desarrollo impone la permanente necesidad de reinstaurarlo (...) en la relación ana lítica. (...) La interpretación transferencial libera el proceso de desarrollo al diferenciar al objeto transferencial del pasa do, vinculado a la patología, del analista como nuevo objeto neutral y efectivo en el presente. (...) En la labor clínica con niños y adultos, se ha vuelto posible, en mayor medida que antes, discernir la representación en la transferencia de las estructuras y conflictos patológicos del desarrollo temprano, y descifrar sus interrelaciones con las estructuras y conflictos posteriores. También los procesos evolutivos posedípicos, incluidos los de la vida adulta, son significativos para la personalidad y la patología. Colarusso (en Escoll, 1983), refiriéndose a trabajos suyos anteriores (Colarusso y Nemiroff, 1979), puntualiza que el desarrollo adulto es un proceso dinámico en curso (...) que concierne a la evolución permanente de la estructura psíquica existente y del uso que se le da. (...) Los procesos evolutivos de la adultez están influidos por el pasado adulto del individuo tanto como por su niñez. Dentro de este marco conceptual, el pasado adulto puede llegar a ser una fuente importante de transferencias. (...) Las cuestiones evolutivas fundamentales de la niñez siguen siendo aspectos centrales de la vida adulta, pero modificadas en su forma.
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Y añade luego: La manera en que se presenta la neurosis adulta es el resultado de la predisposición infantil, de la elaboración sub siguiente y de la experiencia evolutiva actual, todo ello condensado en el cuadro sintomático que forja el aparato psíquico en el presente. (...) El marco conceptual del desarrollo adulto añade una nueva dimensión complementaria a la transferen cia. Al echar luz sobre los procesos evolutivos del adulto y vincularlos a la experiencia infantil, dicho marco conceptual influye en la actitud del analista hacia el paciente adulto me jorando su comprensión del material transferencial proveniente de todas las etapas.
Tal vez sea útil, para concluir este capítulo, hacer un resu men y comentario de los diversos sentidos en que se ha em pleado el término “transferencia”: 1. Se incluye en él lo que hemos denominado alianza terapéu tica (capítulo 3). 2. Designa el surgimiento de sentimientos y actitudes infan tiles bajo una nueva forma, que es en esencia una repeti ción disfrazada del pasado, dirigida ahora al analista, tal como lo describió Freud. 3. Abarca la “transferencia de la defensa” y las “exteriorizaciones” de las instancias psíquicas, según la descrip ción de Anna Freud. 4. Comprende todos los pensamientos, actitudes, fantasías y emociones “inapropiados” que son una revivencia del pasa do y que el paciente manifiesta (sea o no consciente de ello) respecto del analista; esto incluiría sus angustias “irracio nales” en cuanto a iniciar el tratamiento y determinadas actitudes hacia las personas, que forman parte de la es tructura de su personalidad y que también se manifiestan hacia el analista. 5. Se refiere a la exteriorización de relaciones objétales in ternas del presente que afectan la percepción que el pa ciente tiene del analista, e incluyen toda la variedad de
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mecanismos subsumidos bajo el término “identificación proyectiva”. 6. Incluye todos los aspectos de la relación del paciente con el analista; según esta concepción, cualquier aspecto de esa relación es una repetición de relaciones del pasado (por lo común muy tempranas); más aún, puede considerarse como transferencia toda comunicación verbal y no verbal y toda expresión del paciente en el curso del análisis; los analistas que adoptan este punto de vista sobre la transferencia en tienden que todas las asociaciones del paciente están refe ridas a algún pensamiento o sentimiento acerca de su ana lista. La acepción más amplia del concepto de transferencia, que engloba a todas las comunicaciones y conductas que tienen lugar en el encuadre psicoanalítico, lo despoja de todo valor en caso de querer aplicarlo fuera de dicho encuadre, ya que en tal caso se inferiría que cualquier comportamiento o relación po dría llamarse transferencial y entenderse como la repetición de relaciones del pasado. Si bien es cierto que todos los aspec tos de las reacciones del pasado, y aun de las experiencias infantiles, tenderán a repetirse en el presente en cualquier situación y relación, y que la realidad actual tenderá siempre a percibirse, en alguna medida, en función del pasado, hay otros factores que obran en contra de esta deformación. Por ejemplo, en las relaciones humanas corrientes, la persona so bre la cual se realiza una transferencia suele corregir la per cepción distorsionada a que ello puede dar lugar, negándose quizás a aceptar el papel transferencial que se le ha impuesto (capítulo 6). Sin embargo, parece probable que, en la situación analítica, la relativa falta de oportunidades para “poner a prueba” la realidad permite que esas deformaciones transferenciales suijan sin dificultad y puedan apreciarse clara mente. El analista brinda al paciente una oportunidad para la distorsión transferencial al no suministrarle una “reali mentación” sobre la realidad corrigiendo su falsa percepción, y al mismo tiempo se niega a aceptar el rol que aquél le impo ne en la transferencia, con lo cual permite la exploración de los factores irracionales que la han predeterminado. 73
Sobre la base de su examen del material proveniente del psicoanálisis de niños, Sandler y otros (1969) rechazan la idea de que pueda considerarse como transferencia todo el mate rial de un paciente en análisis, y subrayan en cambio que el hecho de entender la transferencia como un fenómeno unita rio o “unidimensional” tal vez impida comprender lo que suce de en la relación paciente-analista. Sugieren que el analista no debe limitarse a discriminar lo que es transferencia y lo que no lo es, sino que debe comprender los múltiples aspectos de las relaciones que van surgiendo en la terapia, en particu lar los que están referidos a él. Lo que se destaca es que, si se pretende comprender el concepto clínico de transferencia, es preciso estudiar las relaciones en general, ya que aquélla no es sino una manifestación clínica particular de los numerosos elementos que componen las relaciones normales. Estos auto res insisten en que las especiales características de la situa ción analítica pueden favorecer el surgimiento de ciertos as pectos de tales relaciones, sobre todo las del pasado, pero tam bién en que reviste máxima importancia teórica distinguir entre esos distintos elementos en vez de suponer que todos los aspectos de la relación del paciente con el analista son repeti ciones de sus relaciones con figuras significativas del pasado. Es esencial diferenciar entre la tendencia general de un individuo a repetir en el presente sus relaciones del pasado (p. ej., tal como se observa en rasgos de carácter persistentes como una actitud “exigente” o “provocadora”, la “intolerancia ante la autoridad”, etc.) y el proceso caracterizado por senti mientos y actitudes dirigidos específicamente hacia otra per sona (o institución) y que resultan inapropiados en la situa ción presente. Desde este punto de vista, no es forzoso consi derar como transferencia las angustias que puede experimen tar un paciente al iniciar el tratamiento, por más que sean la repetición de alguna experiencia previa importante. En cam bio, un paciente que se analiza desde hace tiempo puede sen tir temores relativos a su concurrencia a las sesiones y creer que ellos derivan de las particulares características del tera peuta, aunque tales creencias y sentimientos transferenciales tengan escaso fundamento real. En este sentido, la transfe rencia puede considerarse una ilusión específica respecto de la 74
otra persona, de la que el individuo no se percata y que repre senta, en algunos de sus rasgos, una repetición de la relación que mantuvo con una figura importante de su pasado o una exteriorización de una relación de objeto interna. Debe subrayarse que el sujeto estima que estas creencias y senti mientos suyos son perfectamente apropiados en la situación actual y ante la persona de que se trate. Schafer (1977) ha hecho un comentario interesante sobre el vínculo entre pasado y presente en la transferencia: Los fenómenos transferenciales que en definitiva constitu yen la neurosis de transferencia deben considerarse regresi vos sólo en algunos aspectos. Vistos como logros del análisis, nunca existieron en el pasado como tales; más bien son una creación lograda merced a esa relación nueva en que el pa ciente entró llevado por propósitos conscientes y racionales. (...) Parecería más bien adecuado o equilibrado concebir los fenómenos transferenciales como dotados de un significado múltiple, en lugar de ser meramente regresivos o repetitivos. Esto implica considerarlos en forma análoga a como conside ramos las obras de arte creativas. Entendemos que las trans ferencias crean el pasado en el presente, en condiciones favo rables y con un procedimiento analítico especial. En esencia, constituyen un movimiento de avance y no de retroceso. Cabe agregar que no debería limitarse la transferencia a la percepción ilusoria de otra persona, sino que ella abarca asimismo los intentos inconscientes (a menudo sutiles) de manipular a los demás o de provocar situaciones que son la repetición disfrazada de experiencias y relaciones anterio res, o bien la exteriorización de una relación de objeto inter na. Ya hemos dicho que cuando en la vida corriente se produ cen tales manipulaciones o provocaciones transferenciales, su destinatario puede negarse a aceptar el rol o bien, si así lo desea, aceptarlo y actuar en consecuencia. Es probable que esta aceptación o rechazo de un rol no se base, normalmente, en el percatamiento consciente de lo que está sucediendo, sino más bien en indicios inconscientes. En todas las relacio nes hay, en diverso grado, elementos transferenciales, y ellas están a menudo determinadas (p. ej., en el caso de la elección de un cónyuge o de empleo) por ciertas características de la
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otra persona que representan algún atributo de una figura importante del pasado. Es conveniente diferenciar los elementos transferenciales de los que no lo son, en lugar de rotular como transferencia a todos los elementos (provenientes del paciente) que aparecen en la relación. Con ello quizá se logre mayor precisión al defi nir cuáles son los elementos importantes desde el punto de vista clínico en una amplia gama de situaciones, y se contribu ya a elucidar el papel relativo de los múltiples factores que participan en la interacción entre el paciente y el terapeuta.
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5. OTRAS VARIEDADES DE TRANSFERENCIA
El concepto de transferencia, tal como lo desarrolló Freud, surgió dentro del contexto del tratamiento psicoanalítico de pacientes neuróticos. Cuando las técnicas psicoanalíticas se hicieron extensivas a una gama más vasta de enfermedades, incluidos los psicóticos, dieron origen a nuevos términos para describir formas adicionales y especiales de transferencia. En este capítulo nos ocuparemos de ciertos aspectos de la relación entre el médico y el paciente que se examinan en la bibliogra fía bajo los rótulos de “transferencia erótica”, “transferencia erotizada”, “psicosis de transferencia”, “transferencia deliran te”, “transferencia narcisista” y “transferencia en los estados fronterizos”. En el capítulo 4 nos interesamos por las formas de transfe rencia que se dan normalmente. Luego de pasar revista a las principales orientaciones que aparecen en la bibliografía so bre el tema, vimos que el concepto era entendido y aplicado de varias maneras distintas, y llegamos a la conclusión de que una enunciación conveniente sería la siguiente: “La transfe rencia puede considerarse una ilusión específica respecto de la otra persona, de la que el individuo no se percata y que repre senta, en algunos de sus rasgos, una repetición de la relación que mantuvo con una figura importante de su pasado o una exteriorización de una relación de objeto interna. Debe subrayarse que el sujeto estima que estas creencias y senti mientos suyos son perfectamente apropiados en la situación actual y ante la persona de que se trate. (...) Cabe agregar que
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no debería limitarse la transferencia a la percepción ilusoria de otra persona, sino que ella abarca asimismo los intentos inconscientes (a menudo sutiles) de manipular a los demás o de provocar situaciones que son la repetición disfrazada de experiencias y relaciones anteriores, o bien la exteriorización de una relación de objeto interna”. La bibliografía en tomo de las formas especiales de trans ferencia que examinaremos en el presente capítulo sobreen tienden, casi siempre, que los fenómenos descritos constitu yen algún tipo de repetición de situaciones o relaciones psico lógicas del pasado, que acontecen en el transcurso del psicoa nálisis o de psicoterapias de orientación psicoanalítica, y que por consiguiente pueden considerarse una transferencia. Em pero, presentan características que merecen una designación particular. Los autores que se ocupan de estos temas por lo común ven en tales fenómenos transferenciales “especiales” la consecuencia de la revivencia regresiva de relaciones primiti vas, que según se supone son el resultado de la psicopatología del enfermo o derivan de la regresión fomentada por las parti culares condiciones de la situación analítica (o son el producto de ambos factores). No obstante, como apuntamos en el capí tulo 4, en los últimos años se ha hecho hincapié en la exteriori zación de las relaciones objétales internas como aspecto inte gral de la transferencia, y esta ampliación del concepto es tan pertinente para los fenómenos “especiales” descritos en el pre sente capítulo como para las llamadas transferencias “ordina rias”. Suele aceptarse que el tratamiento psicoanalítico crea por lo común condiciones apropiadas para la regresión. Algunos analistas (p. ej., Waelder, 1956) vinculan el desarrollo normal de la transferencia a dicha regresión, y entienden que el grado de esta regresión, así como la forma que cobra en determina dos tipos de pacientes, conduce a variedades especiales de transferencia. Muchos suscriben la opinión de que a las per turbaciones psiquiátricas graves, en particular las psico sis, puede concebírselas como repeticiones graves, revividas regresivamente, de estados infantiles, y algunos (p. ej., Klein, 1948) consideran que estos estados tempranos pueden deno minarse “psicóticos”. Otros psicoanalistas (p. ej., Arlow y
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Brenner, 1964, 1969) opinan que el importante papel de los procesos regresivos en la producción de los estados psicóticos no se explica por la reproducción de estados infantiles sino más bien por el efecto que causan en los sectores más organi zados de la personalidad, vale decir, en el yo y el superyó. Rechazan, pues, la noción de estados psicóticos infantiles. Arlow y Brenner lo dicen de este modo: La gran mayoría de las alteraciones en el funcionamiento del yo y el superyó que caracterizan a las psicosis son parte de los empeños defensivos del individuo en situaciones de conflic to interno y están motivadas por la necesidad de evitar el surgimiento de la angustia, tal como ocurre en los conflictos de las personas normales y de los neuróticos. En la psicosis, las alteraciones defensivas de las funciones yoicas son a me nudo tan amplias que quiebran gravemente la relación del paciente con el mundo que lo rodea.
TRANSFERENCIA EROTIZADA En 1915, Freud describió ciertos casos de “amor de transfe rencia” en los que la paciente en tratamiento analítico decla raba estar “enamorada” del analista (1915a). Si la transferen-' cia erótica “ordinaria” puede constituir un suceso normal y controlable en el análisis, algunas pacientes la experimentan a tal punto que se rehúsan a llevar a cabo la tarea habitual del tratamiento, rechazan las interpretaciones que relacionan sus sentimientos presentes con el pasado y no se interesan por esclarecer el significado y la causa de los síntomas que en un principio las llevaron a acudir a la terapia. Utilizan las sesio nes para expresar su amor, gratificándose con la presencia de su amado, y suplican al analista que corresponda a su amor. Freud no suponía que estas pacientes padecieran por fuerza perturbaciones neuróticas particularmente graves, ni tampo co que el surgimiento de este tipo de transferencias fuese una contraindicación inevitable de la terapia analítica; no obstan te, sugirió que a veces podría ser necesario un cambio de ana lista. Dijo que estas pacientes poseían un “apasionamiento elemental” y que eran “criaturas de la naturaleza”. 79
Cuando la transferencia “apasionada” es tan intensa que la demanda de gratificación es muy grande y cesa el trabajo analítico productivo, puede suponerse que hay una grave psicopatología. (A veces se emplea el término “transferencia sexualizada”, pero como éste abarca una gama mucho más amplia de fenómenos que la transferencia erotizada, debe evi tarse su uso como sinónimo de esta última expresión; véase al respecto Coen, 1981. En cuanto a la frase “transferencia eróti ca”, debe reservársela para las transferencias positivas acom pañadas por fantasías sexuales que el paciente sabe bien que son irreales.) Alexander (1950) ha hecho reparar en el proble ma del paciente dependiente que exige amor y a la vez anhela darlo. Blitzsten (en observaciones inéditas recogidas por Rappaport, 1956, y por Greenson, 1967) fue el primero en haber ligado la actitud sumamente erótica en la transferencia con una patología grave. En su extenso examen del tema, Rappaport (1956) comenta que “Blitzsten advirtió que en una situación transferencial se ve al analista ‘como si’ fuese uno de los progenitores, en tanto que en la erotización de la transfe rencia ‘es’ ese progenitor —un tipo de aseveración exagerada nada inusual en la literatura psicoanalítica; en este caso, pro bablemente lo que se quiso decir es que el analista es tratado en forma muy semejante al progenitor, sin ese carácter de lo ‘como si’ presente en otros pacientes—. El paciente ni siquiera reconoce el ‘como si’ ”. Las dificultades que plantea esta for mulación son obvias, y volveremos a ocuparnos de ellas más adelante. Rappaport declara que los pacientes que muestran un in tenso componente erótico en la transferencia “insisten inequí vocamente desde el principio en que quieren que el analista se conduzca hacia ellos como [lo habría hecho] el progenitor”, y estos deseos no los avergüenzan ni les provocan ninguna inco modidad. Más aún, expresan abiertamente su ira si el analis ta no se somete a sus demandas. Rappaport establece una correlación entre estas exigentes reacciones, intensamente sexuales, en el análisis y la gravedad de la patología del pa ciente: “Esta erotización de la transferencia se corresponde con una grave perturbación del sentido de realidad y es un índice de la gravedad de la enfermedad. Estos pacientes no
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son neuróticos sino casos 'fronterizos' o esquizofrénicos ambulatorios”. Comenta más adelante que “si bien la situa ción analítica es particularmente pasible de una distorsión de esta índole, estos pacientes tratan de convertir a cualquier persona significativa para ellos en un progenitor”. Rappaport coincide con Blitzsten en que para estos pacien tes el analista es el progenitor, pero no supone que deliren o alucinen, a tal punto que realmente crean que el analista es el padre o la madre real; su transferencia posee, decididamente, una característica particular. No la esconden sino que más bien “el paciente proclama a gritos su deseo de que su fantasía se convierta en realidad”, en la suposición de que puede en contrar en su analista al progenitor anhelado (presumible mente, alguien que será y actuará como el progenitor real en la vida del paciente). Se pierde así su consideración del analis ta como tal. Podría aducirse que tales deseos y sentimientos no son en modo alguno una transferencia. En 1951, Nunberg postuló que todo intento de un paciente por transformar al analista en su progenitor no constituye una transferencia. Se refirió a una paciente cuya “particular fijación al padre creó en ella el anhelo de hallarlo reencarnado en la persona del analista, y como ese deseo de transformar a éste en una persona idénti ca a su padre era irrealizable, todo intento de establecer una transferencia operativa fue vano”. Si esta paciente hubiese proyectado en la persona del analista imágenes inconscien tes de los objetos de su pasado, estaríamos, según Nunberg, ante una transferencia; pero “ella no proyectó la imagen del padre en el analista, sino que procuró cambiar a éste para que concordara con dicha imagen”. A todas luces, Nunberg alude a fenómenos semejantes a los que luego describió Rappaport. Por otra parte, en el capítulo 4 nos hemos referi do a la repetición “disfrazada” en la transferencia de expe riencias y relaciones tempranas, y hemos dicho que el pa ciente no se percata de que está repitiendo el pasado en el presente. Si bien esto llevaría a soslayar el uso del término “transferencia” para designar los fenómenos a que alude Rappaport, es igualmente posible que un paciente tenga una transferencia erotizada de esta naturaleza sin advertir que 81
está repitiendo el pasado. El tema fundamental del trabajo de Rappaport de 1956 se vincula al manejo de los pacientes que desean entregar su amor sexual al terapeuta o recibirlo de éste. También Menninger (1958) se ocupó de la cuestión del manejo de estos pacientes, y sostuvo que la transferencia erotizada era una manifestación de la resistencia que se sin gularizaba por exigencias de amor y de gratificación sexual dirigidas al analista y que el paciente no juzgaba impropias ni ajenas (o sea, que las sentía “acordes con el yo”). En un trabajo de Saúl (1962) también ocupan un lugar central las consideraciones técnicas. Este autor vincula la trans ferencia erotizada, más específicamente que Rappaport, a una frustración real en las relaciones de la vida temprana, sugi riendo que la hostilidad y la ira generadas por dicha frustra ción pueden repetirse frente al terapeuta. Además, el amor extremo sería en parte un medio de proteger al médico de los sentimientos agresivos. Otros autores han señalado asimismo la hostilidad y destructividad presentes en tales pacientes (v. gr., Greenson, 1967; Nunberg, 1951). Greenson relaciona la trans ferencia erotizada con la perturbación existente en otras esfe ras y comenta: “Los pacientes que padecen la llamada transfe rencia ‘erotizada’ son proclives a un acting out muy destructi vo. (...)Todos ellos muestran resistencias transferenciales que proceden de impulsos subyacentes de odio. Lo único que pro curan es descargar estos sentimientos, y se oponen a la labor analítica”. Refiriéndose a su propia experiencia con estos ca sos, agrega que “acuden a sesión ansiosos, no por hallar escla recimiento sino por disfrutar de la proximidad física. Mis in tervenciones les parecían irrelevantes”. Algo en esencia simi lar sostiene Swartz (1967) al aludir a la expectativa del pa ciente de que el analista corresponderá de hecho a sus senti mientos. En general, los pacientes que desarrollan una trans ferencia erotizada no se avienen al tratamiento psicoanalítico clásico, ya que no pueden tolerar las exigencias propias de él (Greenson, 1967; véase también Wexler, 1960) y son incapa ces de mantener una alianza terapéutica adecuada. En 1973 Blum ofreció una amplia reseña de la situación en la que estaba el concepto de transferencia erotizada hasta ese momento. Destacó la necesidad de distinguirla de la transfe-
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renda erótica —distingo éste al que adhiero plenamente—. Blum describe la transferencia erotizada como una preocupación erótica intensa, vivida, irracional por el ana lista, que se caracteriza por francas demandas de amor y de satisfacción sexual, en apariencia acordes con el yo. Al pacien te estas demandas pueden no parecerle en absoluto irrazona bles o injustificadas. La frecuente invasión de fantasías eróti cas puede proseguir en su vida cotidiana o ser desplazada a situaciones externas al análisis. (...) La intensidad y tenaci dad de la transferencia erotizada, la resistencia a las interpre taciones y el intento permanente de seducir al analista para consumar entre ambos un acting out conjunto, así como la frecuente actuación de dicha transferencia con algún sustitu to del analista, confirman que en estos pacientes hay compli cadas reacciones infantiles. No se trata de las reacciones ordi narias propias del amor de transferencia; estos pacientes pue den parecer “adictos al amor” intratables. Su transferencia erotizada es apasionada, insistente y apremiante. (...) Su te mor consciente no es a la regresión o al castigo sino a la decep ción y la amarga angustia que conlleva el amor no correspon dido. A través de la proyección y la renegación, pueden llegar a suponer que su analista en verdad los ama. Blum subraya, en consonancia con otros autores (v. gr., Lester, 1985; Swartz, 1967; Wrye y Welles, 1989), el papel de los factores pregenitales y de las experiencias muy tempranas en la génesis de la transferencia erotizada. Alude a la seducción sexual en la niñez, en especial durante la fase edípica; la hiperestimulación pulsional carente de una protec ción y apoyo párenteles apropiados para esa fase; el conflicto masturbatorio intenso; la tolerancia familiar de conductas incestuosas u homosexuales en el dormitorio, el cuarto de baño, etc.; la revivencia y repetición de una precoz actividad sexual incestuosa en la adolescencia, y continúa diciendo que estos pacientes con frecuencia participaron en juegos infanti les de seducción, como el “jugar al doctor”, los jugueteos y bromas grupales en el dormitorio de los padres o de los abue-
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los, etc. Pueden considerar al análisis como un agradable y peligroso ^juego” de seducción. Hay en ellos un daño y fragili dad narcisistas asociados a la falta de sensibilidad y de empa tia de sus padres. La erotización suele enmascarar el trauma provocado por la repetida seducción e hiperestimulación, con la consecuente desconfianza y sadomasoquismo. Aunque Blum no aboga por un retorno a la teoría de la seducción como génesis de la neurosis, destaca empero el pa pel patógeno de la seducción y del trauma en la producción de esta clase de transferencias, así como la preeminencia en es tos pacientes de necesidades narcisistas evidenciadas en sus fantasías de ser los “favoritos” y en el deseo de ser tratados de manera muy especial. Tales necesidades narcisistas “pueden disimularse en el afán erotizado de congraciarse [con el ana lista] a fin de conservar su frágil autoestima”. Concluye di ciendo que la transferencia erotizada tiene múltiples determinantes y si gue un curso variable. Se diría que es una forma distorsiona da, una exageración vehemente, de la transferencia erótica previsible. La transferencia erótica es una fase recurrente del análisis relativamente universal, aunque de variable intensi dad. Hay toda una gama que abarca desde el afecto hasta la fuerte atracción sexual, desde los ubicuos deseos sexuales in conscientes hasta la preocupación consciente, acorde con el yo, erótica en la transferencia. Es la exigencia insistente, cons ciente y erótica en la transferencia lo que caracteriza a la transferencia erotizada “propiamente dicha”. En su mayoría, las transferencias erotizadas del tipo que acabamos de describir se han relatado para pacientes femeni nas que se atienden con analistas de sexo masculino. Lester (1985) indica que, con la posible excepción del artículo de Bibring-Lehner (1936), no hay en la bibliografía casos de pa cientes varones que hayan desarrollado una transferencia erotizada con analistas mujeres. Esta autora señala que “la expresión de fuertes apremios eróticos a una analista mujer por parte de un paciente masculino es inhibida en cierto grado por la fantasía de la avasalladora madre edípica. En contraste con ello, la paciente femenina expresa plenamente tales senti84
mientos eróticos”. (Véase también Person, 1985; Wrye y Welles, 1989.) Si bien esto es válido en muchos casos, no lo os por cierto en todos. Aunque numerosos autores ponen el acento en los elemen tos que trasuntan la repetición del pasado en la transferencia erotizada, a nuestro juicio son extremadamente importantes los aspectos defensivos, en especial la función de la defensa contra el surgimiento del afecto depresivo.
TRANSFERENCIA PSICOTICA Y TRANSFERENCIA EN ESTADOS FRONTERIZOS Los trabajos de Rappaport (1956) y Greenson (1967) sobre la transferencia erotizada parecerían referirse a formas de transferencias intermedias entre los casos examinados por Freud y los de transferencia psicótica o psicosis transferencial descritos por autores como Rosenfeld (1952, 1954, 1969) y Searles (1961, 1963), cuando en la relación del paciente con el terapeuta se manifiestan rasgos francamente psicóticos. Ya apuntamos (capítulo 4) que en opinión de Freud (1911c, 1914c) no había transferencia en lo que él llamó las “neurosis narcisistas” (psicosis funcionales). Creía que la psicopatología psicótica constituía un retorno, en parte, a un nivel muy anti guo de funcionamiento psíquico, en el cual aún no se había desarrollado la capacidad de relacionarse con los demás como seres distintos de uno mismo, y de amarlos. Consideraba que el retiro del interés por el mundo externo propio del psicótico era el resultado de una regresión a ese antiguo nivel “narcisista”. También Abraham (1908) sostenía que en la esquizofrenia estaban ausentes los fenómenos transferenciales. Como Rosenfeld (1952,1969) mostró, un número creciente de psicoa nalistas —a partir de Nunberg (1920) y sus observaciones sobre los fenómenos transferenciales en una esquizofrenia catatónica— han puesto en tela de juicio la afirmación original de Freud y han afirmado que existe transferencia en los psicó ticos; cabe destacar, erttre ellos, a Sullivan (1931), Federa (1943) y Rosen (1946). Desde distintos puntos de vista teóri cos, diversos autores (Balint, 1968; Rosenfeld, 1952, 1965a,
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1969, y Searles, 1961, 1963) rechazaron la idea de que en los primerísimos estadios del desarrollo psíquico (que, según to dos ellos, se sintetizaban en ciertos aspectos de los síntomas de los esquizofrénicos) no existía una investidura emocional en otras personas. Así, Rosenfeld (1952) comenta lo siguiente: “Aquí estamos no ante una falta de transferencia sino ante el arduo problema de reconocer e interpretar los fenómenos transferenciales de los esquizofrénicos”. Atribuía esta dificultad al hecho de que “tan pronto el esquizofrénico se aproxima a cual quier objeto con amor u odio, parece confundirse con dicho objeto... [lo cual] arroja alguna luz sobre la dificultad del bebé para distinguir entre lo que es ‘parte de mí’ y lo que es ‘distin to de mí’. La noción de que las falsas identificaciones y las ideas delirantes surgen dentro de la relación del psicótico con su médico fue ampliada y elaborada por Little (1960a), Searles (1963) y Balint (1968). De todos ellos, Balint parece haber sido el único que se mostró alerta ante los peligros inherentes a reconstruir el funcionamiento psíquico temprano sobre la base de considerarlo exactamente análogo a la conducta de adultos con trastornos en la terapia psicoanalítica. Es legítimo aplicar el concepto de transferencia a ciertos aspectos de la interacción del psicótico con el terapeuta. Aun el esquizofrénico catatónico más retraído, una vez que recupe ra su racionalidad, muestra signos de una percepción notable de sucesos que involucraron a otras personas en el momento en que estaba enfermo. Por otra parte, es indudable que cier tas conductas perturbadas surgen como reacción ante las per cepciones que el paciente tiene de las actitudes conscientes o inconscientes de los demás. (En este sentido son significativas las encuestas de psiquiatría social llevadas a cabo, verbigra cia, por Brown, Bone, Dalison y Wing, 1966.) Tanto los médi cos como el personal de las salas de hospital pasan a formar parte del contenido de los procesos de pensamiento trastorna dos. Con su minuciosa exposición de casos, Searles, Rosenfeld y otros (v. gr., Fromm-Reichmann, 1950) han procurado seña lar que tales procesos de pensamiento representan repeticio nes de relaciones interpersonales más antiguas. Refiriéndose al esquizofrénico crónico, Searles (1963) apunta: “Su funcio namiento yoico es tan indiferenciado que tiende a suponer no
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que el terapeuta le recuerda a su madre o padre (o cualquier otra persona de su vida temprana), ni que se les asemeja, sino que su manera de obrar hacia el terapeuta se funda en la premisa incuestionada de que el terapeuta es su madre o pa dre”. Pero luego agrega, coincidiendo en esto con Rosenfeld, que una de las razones principales para subestimar el papel de la transferencia en los psicóticos “es que puede necesitarse un largo período para que la transferencia se tome no sólo lo bastante diferenciada sino también lo bastante integrada y coherente como para identificarla”. Así como Freud consideraba (1914c, 1920g) que en el trata miento de los pacientes neuróticos los problemas internos que provocan la neurosis se concentraban en el tratamiento a modo de “neurosis de transferencia”, así también Rosenfeld y Searles suponen que es dable discernir una “psicosis de transferencia” correspondiente. Searles (1963) enuncia cuatro variedades de psicosis de transferencia: 1. Situaciones transferenciales en las que el terapeuta se siente desvinculado del paciente. 2. Situaciones en las que se ha establecido un vínculo defini do entre paciente y terapeuta, y éste ya no se siente desvinculado de aquél, pero el vínculo es profundamente ambivalente. 3. Casos en que la psicosis del paciente representa, en la trans ferencia, un esfuerzo por complementar la personalidad del terapeuta o por coadyuvar a que el “terapeuta-progeni tor” pueda afianzarse como persona separada e íntegra. 4. Situaciones en que un paciente crónico gravemente afecta do intenta que el terapeuta piense por él, pero al mismo tiempo procura escapar de esa relación íntima. Searles subraya que las percepciones contratransferenciales del médico sirven como base para evaluar el tipo de perturba ción psicótica (véase el capítulo 6). Relaciona cada uno de los tipos de psicosis de transferencia con pautas familiares efecti vamente nocivas, aunque quizá mal percibidas o mal interpre tadas por el paciente. En esto adhiere a los “teóricos de la familia" que han estudiado la esquizofrenia (Bateson, Jack-
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son, Haley y Weakland, 1956; Lidz, Fleck y Comelison, 1965; Misher y Waxler, 1966; Wynne y Singer, 1963). Rosenfeld señala que lo que se reproduce durante el tratamiento no es una situación real entre el progenitor y el hijo sino una ver sión de ella, deformada por la fantasía del niño —lo cual se asemeja a lo que acontece en las neurosis. A nuestro entender, no parece haber pruebas suficientes de que el contenido de la transferencia psicótica sea propio o característico de la psicosis. Hay abundante evidencia de que el psicótico puede vincularse a la gente (aunque de manera psicótica), como también de que en el contenido de la transfe rencia aparecen aspectos de las relaciones infantiles, ya sean reales o fantaseados. Tampoco hay motivos para dudar de la observación según la cual el vínculo del psicótico con el tera peuta puede ser sumamente intenso. Lo que parecería distin guir a la transferencia de los pacientes psicóticos es su forma, una forma que está estrechamente ligada al estado psíquico del psicótico. Un deseo transferencial al que el neurótico quizá se resista o que formulará de manera disfrazada (sujeto a las formas de la realidad) encontrará expresión en el psicótico en una convicción delirante. Desde el punto de vista psicoanalítico, estas diferencias podrían atribuirse a un funcionamiento deficiente de la parte controladora y organizadora de la perso nalidad (el yo), en particular de las funciones conectadas con el distingo entre lo “real” y lo “imaginario”. Para decirlo en términos simples, todo lo dicho respecto de la forma de la transferencia en el psicótico es atribuible a las características generales de la psicosis. Si el esquizofrénico conserva relativa mente intactas ciertas partes de su personalidad, cabe supo ner que también se mantendrán intactos los aspectos de su conducta y de sus actitudes ligados a dichas partes. Esto, al parecer, sería la base de la capacidad de ciertos psicóticos para establecer alguna clase de alianza terapéutica, capaci dad que tal vez exista únicamente ante determinadas formas de tratamiento, con lo cual inevitablemente gravitaría en la elección del método terapéutico. El hecho de que en los pacien tes psicóticos haya transferencia, de que sea interpretable y de que el paciente sea capaz de reaccionar ante tales interpre taciones ha conducido a algunos analistas (v. gr., Rosenfeld y Searles) a sostener que los pacientes psicóticos pueden ser
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tratados con más eficacia mediante los métodos psicoanalíticos que por otras técnicas. En nuestra opinión, las pruebas de que el análisis puede traer una mejoría permanente por sí solo es poco convincente, aunque parecería válido suponer que el contacto diario estrecho con un terapeuta es capaz de provocar dicha mejoría en un psicótico crónico. En esta sección hemos abordado los conceptos de transfe rencia psicótica y de psicosis de transferencia como varieda des de la transferencia que aparecen en los pacientes psicóticos, pero en la bibliografía nos encontramos también con otro uso, totalmente distinto, de la expresión “psicosis de transfe rencia”. En 1912, Ferenczi describió síntomas psicóticos o cua si psicóticos transitorios que se manifestaban en la sesión en pacientes que no eran, por lo demás, psicóticos. En algunos casos poco frecuentes, incluían auténticas alucinaciones. En 1957, Reider publicó un trabajo sobre las “Psicosis de transfe rencia” en el que daba cuenta de la aparición de rasgos psicóti cos y delirantes en la transferencia de un paciente no psicóti co. Wallerstein (1967) hizo una buena síntesis de la literatura sobre el tema, limitando la aplicación del término, al igual que Reider, a “los pacientes de quienes se estimaba que, por su estructura de carácter, pertenecen cabalmente a la gama neu rótica, considerándose apropiado recomendarles un análisis clásico, pero en los que se da una reacción desestructurante de intensidad psicótica en la transferencia”. Los síntomas que se mencionan con más frecuencia son la hipocondría delirante (Atkins, 1967), las fantasías “delirantes” (Wallerstein, 1967) y los estados delirantes paranoides (Romm, 1957). Si bien es dable atribuir la aparición de estos rasgos psicóticos a la re gresión inducida por la situación analítica, lo cierto es que sólo surgen en ciertos pacientes y no en otros. Aquí puede resultar conveniente el concepto de una “postura” psíquica psicótica transitoria (Hill, 1968; Sandler y Joffe, 1970), entendiendo por “postura” la particular organización o constelación de fun ciones yoicas y de mecanismos de defensa que adopta el pa ciente para hacer frente a una circunstancia que le resulta extremadamente peligrosa o dolorosa. Por lo común será re gresiva, o sea que habrá un retorno a modalidades previas de funcionamiento del yo, y al desaparecer el estado penoso o la 89
amenaza, el paciente será capaz de retomar una “postura” mental más adulta. Little (1958) y Hammett (1961) recurren a la expresión “transferencia delirante” para designar aquella situación en la que se presentan gruesas anomalías en la relación pacien te-terapeuta; entienden que lo que entonces se observa es una recapitulación deformada, pero reconocible, de aspectos de las relaciones muy tempranas entre la madre y el niño. Ya hemos aludido a los problemas que plantea el supuesto (adop tado por varios autores) de la existencia de varias fases de una “psicosis infantil” para explicar las creencias de tipo psicótico que surgen durante el análisis; estos problemas fue ron examinados por Frosch (1967), quien en una obra más reciente (1983), donde realiza una excelente reseña del tema, sostiene que “en los casos en que se han empleado las expre siones ‘psicosis de transferencia’ y ‘transferencia delirante’ para designar la aparición, durante el análisis, de fenómenos psicóticos o cuasi psicóticos (...) tales fenómenos deben dife renciarse claramente de una transferencia psicótica, o sea, fie las manifestaciones transferenciales en que el paciente simplemente extiende su sistema psicótico para abarcar den tro de él al analista”. Frosch contrasta esta opinión con la de Rosenfeld (1952) y Searles (1963), quienes avalaban el uso de “psicosis de transferencia” cuando el psicótico incluye al analista dentro de su sistema delirante. Añade Frosch: “En gran medida, la elección de terminología depende de cómo se defina la transferencia”. Coincidimos con esta última opinión, ya que la idea de que la transferencia incluye la exteriorización de ciertos aspectos del sí-mismo y del objeto concuerda con las observaciones so bre la manera en que los psicóticos se vinculan a los demás. Queda en pie, sin embargo, un problema conceptual. Tales exteriorizaciones no sólo se dan en la terapia sino también fuera de ella, y esto nos lleva a preguntarnos si las intensas actitudes delusorias que puede desarrollar un psicótico hacia el terapeuta pueden ser consideradas verdaderamente como una transferencia, puesto que la exteriorización de aspectos primitivos del sí-mismo sobre el analista no entraña un desa rrollo de la transferencia. Lo importante en este contexto es la 90
crítica distinción entre el llamado “despliegue de la transfe rencia” y la extensión del sistema delusorio ya existente. Varios analistas, entre ellos Winnicott (1954, 1955), Khan (1960) y Little (1960a, 1966) han aconsejado que, en el caso de ciertos pacientes, el analista permita el desarrollo de un com portamiento dependiente infantil perturbado (y perturbador), así como de los intensos sentimientos primitivos que le están asociados. Sugirieron (lo mismo que Balint, 1968) que sólo en tales estados es dable revivir, y por ende subsanar, las fallas tempranas en los cuidados maternos. Algunos han entendido que el fomento activo de dicha regresión es una versión mo derna de la llamada “experiencia emocional correctiva” (Alexander y French, 1946), y como enfoque técnico no goza de amplia aceptación. El gran interés despertado por la transferencia “psicótica” o “delusoria” en la década de 1960 cedió paso, en gran medida, al examen de las manifestaciones transferenciales en los casos de patología fronteriza o narcisista. Luego de la introducción del concepto de estados fronterizos por Knight en 1953, fue creciendo el interés por las llamadas afecciones o trastornos “fronterizos”. Esto se vio estimulado, sobre todo, por la obra de Kernberg (1967, 1976a, 1976b, 1980b) y algu nos otros autores (v. gr., Abend, Porder y Willick, 1983; Gunderson, 1977, 1984; Masterson, 1978; Meissner, 1978; Stone, 1980). En una de sus acepciones, el término “fronteri zo” alude a un estado que se produce en el proceso de avance hacia la organización psicótica, en tanto que en otra se refiere a un tipo de organización de la personalidad y de trastorno de la personalidad. Estos estados no indican de suyo que el indi viduo esté por convertirse en psicótico. Por lo común, al sujeto con una organización fronteriza de su personalidad o que pa dece un trastorno de la personalidad fronterizo se lo describe tomando en cuenta la vulnerabilidad específica de sus fun ciones yoicas y su tendencia a recurrir a defensas primitivas. Kernberg estimaba que un problema central y característico de la personalidad fronteriza era la difusión de la identidad (Erikson, 1956; Kernberg, 1967, 1975), que entraña una defi ciencia en la integración de los conceptos del sí-mismo y del objeto. Junto con otros autores, propone la psicoterapia de 91
orientación psicoanalítica como tratamiento apropiado a es tos casos. En esta terapia es esencial el desarrollo de la trans ferencia, y en la técnica de la psicoterapia expresiva propug nada por Kemberg se observa la aparición de transferencias primitivas, basadas en imágenes múltiples y contradictorias del sí-mismo y del objeto. Estas transferencias surgen rápida mente en la sesión y necesitan una no menos rápida interpre tación en el “aquí y ahora”. Las transferencias obran a modo de resistencias y a menudo van acompañadas por graves acting out; pero Kernberg afirma que su elaboración es posible y que transferencias “neuróticas” más típicas pueden ocupar enton ces su lugar. También Adler y Buie (Adler, 1981, 1985; Adler y Buie, 1979; Buie y Adler, 1982-83) han puesto el acento en una de sus obras en la exploración, análisis e interpretación de la transferencia, que conduce a la mejoría a través de la intemalización del “introyecto de sostén”. Por su parte, Rinsley (1977, 1978) y Masterson (1972, 1976, 1978) ponen menos énfasis en la interpretación transferencial y más en el fomen to activo de una alianza terapéutica (véase el capítulo 3). A despecho de los numerosos intentos que se han hecho para aclarar el diagnóstico de “fronterizo”, éste sigue siendo poco preciso; al mismo tiempo, es evidente la necesidad de dicha categoría diagnóstica y de una mejor indagación acerca del papel que desempeñan la transferencia y las interpreta ciones transferenciales en el tratamiento de los pacientes in cluidos en esta categoría.
LA TRANSFERENCIA EN LAS PATOLOGIAS NARCISISTAS Ya hemos mencionado en este capítulo la opinión de Freud según la cual era dable distinguir las “neurosis narcisistas” de las “neurosis de transferencia”, como la histeria, en las que se da una transferencia analizable sobre el analista. Se ha avan zado mucho desde entonces y ya no empleamos la expresión “neurosis narcisista”; en su lugar, hablamos hoy de estados fronterizos, trastornos fronterizos de la personalidad y narci sismo patológico. Por otra parte, con posterioridad a Freud se
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ha postulado que en los pacientes con estos diagnósticos es posible el análisis de la transferencia. Desde que algunos de los primeros autores psicoanalíticos (v. gr., Abraham, 1919; Reich, 1933) estudiaron por primera vez el narcisismo patológico y su análisis, este tema pasó a primer plano con la obra de Kohut (1966, 1968, 1971, 1977, 1984). En 1971, Kohut examinó lo que él llamó transferencia narcisista, pero más adelante reemplazó esta expresión por la de transferencia del “objeto/sí-mismo” [selfobject]. Su interés se centraba en el “sí-mismo dañado” del paciente, que busca obtener “respuestas apropiadas de un objeto/sí-mismo”, bús queda que ocupa siempre un lugar central en sus experiencias durante el análisis. Respecto del sí-mismo, en la última for mulación que hizo de él (1984), Kohut afirma que consta de tres constituyentes principales o polos: el polo de las ambicio nes, el de los ideales y una zona intermedia de talentos y habilidades. Subdivide así las transferencias del objeto/sí-mis mo en tres categorías: 1. Aquellas en que el polo dañado de las ambiciones procura suscitar respuestas aprobatorias o confirmatorias del obje to/sí-mismo (transferencia especular). 2. Aquellas en que el polo dañado de las ideas busca un objeto/sí-mismo que acepte su idealización (transferencia idealizadora). 3. Aquellas en que la zona intermedia dañada, la de los talen tos y habilidades, anhela tener a su alcance un objeto/símismo que le brinde la experiencia reconfortante de su semejanza esencial (transferencia gemelar o “del alter ego”). La singular concepción del objeto/sí-mismo de Kohut es brevemente descrita en el Glosario de Moore y Fine (1990) en estos términos: Tanto las estructuras normales como las patológicas del símismo se relacionan con la intemalización de las interaccio nes entre el sí-mismo y los objetos/sí-mismos. El objeto/símismo es la propia experiencia subjetiva de otra persona que brinda al sí-mismo una función sustentadora dentro de la re lación, suscitando con su presencia o actividad la existencia 93
del sí-mismo y de la mismidad [selfhood]. Si bien en forma general el término es aplicado a las personas que participan en la relación (objetos), su utilidad primordial se da en la descripción de la experiencia intrapsíquica de diversos tipos de relaciones entre el sí-mismo y otros objetos. También se refiere a la propia experiencia de las imagos necesarias para el sostenimiento del sí-mismo. Las relaciones con el objeto/símismo se describen teniendo en cuenta esa función sustenta dora del sí-mismo que cumple el otro, o el período durante el cual dicha función fue significativa.
En la técnica analítica de la psicología del sí-mismo de Kohut tiene un cometido esencial la empatia del analista, en tendida como la manera de comprender el estado interno del paciente (véase el capítulo 11). Sobre la base de la compren sión empática, dicho estado puede explicarse en función de sus necesidades narcisistas y sus decepciones evolutivas, par ticularmente en lo tocante a los estados arcaicos del sí-mismo. En el análisis, el paciente toma conciencia de la separación que existe entre el analista y él, gracias a que el analista lo ha enfrentado con “frustraciones no traumáticas”. Esto conduce a lo que Kohut denomina “intemalización transmutadora” del paciente (su cambio estructural), como consecuencia de la cual aumenta su capacidad de asumir y llevar a cabo por sí mismo importantes funciones del objeto/sí mismo. Tylim (1978) lo expresa acertadamente al señalar que “el progreso del trata miento parece descansar en el sistemático proceso de elabora ción del lazo narcisista que, a la postre, hará que la figura del analista deje de poseer el carácter de un objeto/sí-mismo u objeto parcial y le dará el carácter de un objeto separado, dotado de realidades y de fallas propias”. Diversos autores estudiaron los problemas de la transfe rencia en la patología narcisista desde perspectivas algo dife rentes (p. ej., Hanly, 1982; Van der Leeuw, 1979). Kernberg, a diferencia de Kohut, no hace hincapié en la importancia pri mordial del sí-mismo. Entiende que la patología narcisista es el resultado del desarrollo de ciertas estructuras intrapsíquicas adaptativas psicopatológicas, más bien que de un déficit tem prano que, para Kohut, es la consecuencia de la falta de desa94
rrollo de procesos reguladores narcisistas normales. Según Kernberg, el grupo de los pacientes narcisistas se superpone con el de los fronterizos, y por ende su enfoque de los trastor nos narcisistas es el mismo que adopta para el tratamiento de los pacientes fronterizos. Si bien la obra de Kohut tuvo indudable importancia al llamar la atención sobre el modo en que debía analizarse a los pacientes con patología narcisista y al ofrecer una técnica para ello, a nuestro entender pretendió abarcar demasiado (como ha ocurrido con todas las escuelas psicoanalíticas), poniendo un énfasis excesivo en el déficit evolutivo, por opo sición del conflicto, en la génesis de la patología (véase el capítulo 10).
CARACTERISTICAS DIFERENCIALES DE OTRAS VARIEDADES DE TRANSFERENCIA En la transferencia “ordinaria” de los pacientes neuróticos y “normales” existe la capacidad de someter la ilusión transferencial a la prueba de realidad, y el paciente es hasta cierto punto capaz de verse a sí mismo como si fuese otra persona. Normalmente, entiende las interpretaciones que cobran la for ma “Usted reacciona ante mí como si yo fuese su padre” recu rriendo a su razonabilidad y su autoobservación. En tal caso el paciente posee y emplea los elementos conducentes a una bue na alianza terapéutica (capítulo 3). Por el contrario, en las variedades de transferencia de las que nos ocupamos en este capítulo tal vez no posea o utilice estos elementos de autocríti ca y autoexamen, e interesa señalar que los autores que han escrito sobre estas transferencias aluden a la desaparición de su carácter “como si”. En nuestra opinión, lo que distingue estos tipos de transferencia de las formas más habituales es la actitud del paciente respecto de su propia conducta. Un mismo contenido transferencial puede surgir en el análisis de un pa ciente neurótico y de un psicótico (aunque éste sólo lo sea temporalmente, durante la sesión), pero el primero lo traerá por vía indirecta (p. ej., relatando un sueño) y el segundo en forma más directa (tal vez como una creencia delirante). La 95
diferencia parecería residir en los aspectos formales del esta do psíquico actual del paciente. Las declaraciones según las cuales el paciente que incurre en una u otra variante de transferencia erotizada o psicótica ve y trata al analista como si fuese su progenitor real sólo serían correctas si el paciente sostuviera la creencia delirante de que de hecho el analista es su progenitor. Los casos de esta índole deben de ser sumamente raros; más bien se diría que tales declaraciones quieren significar que el paciente ha per dido de vista el papel profesional y la función que cumple el terapeuta, y no puede mantener una “distancia” normal res pecto de lo que sucede en la sesión ni tampoco comprenderlo. Por lo demás, debe señalarse que sea cual fuere la forma de la transferencia, su contenido no ha de entenderse como una mera repetición del pasado. Un paciente que desarrolla una transferencia homosexual con su analista puede reaccionar, si es un neurótico, con angustia y resistencia; si es psicótico, con delirios de persecución. En ambos casos, se estará defendien do de los mismos impulsos y deseos inaceptables. Es un hecho notable que las variedades de contenido transferencial descritas por ciertos psicoanalistas en relación con la esquizofrenia sean muy similares a las que se encuentran en psicosis de indudable origen orgánico. Esto corrobora la opi nión de que las producciones psicóticas (incluidas las manifes taciones transferenciales del tipo de las examinadas en este capítulo) no son consecuencia de la necesidad de repetir esta dos psicóticos infantiles mal resueltos. Nos parece muy admi sible que los rasgos característicos de diferentes tipos de trans ferencia se vinculen a la forma en que llegan a la conciencia los pensamientos, impulsos y deseos inconscientes, y en que son aceptados, rechazados, modificados o actuados. Es proba ble, pues, que las fallas específicas que dan origen a la psicosis y a las transferencias psicóticas radiquen en ámbitos de la personalidad como los de las funciones de control, organiza ción, síntesis, análisis y percepción. Desde luego, puede haber situaciones familiares particulares que predispongan a los su jetos al riesgo de un colapso esquizofrénico. Es por cierto ob servable el fenómeno del “doble vínculo” o “doble ligadura" (Bateson y otros, 1956), y quizás el paciente intente recrearlo 96
con el terapeuta en la relación transferencial. Sin embargo, se aprecian modalidades de relación similares en familias que no tienen ningún miembro esquizofrénico. En el capítulo anterior dijimos que el concepto de transfe rencia podía extenderse fuera de la situación analítica clásica, y que es útil diferenciar, en toda relación médico-paciente, los elementos transferenciales de los no transferenciales. Aná logamente, las diversas variedades de transferencia que he mos examinado en el presente capítulo pueden observarse fuera del psicoanálisis y a menudo rastrearse en toda una serie de otras relaciones. Hay suficientes pruebas clínicas como para sostener que la erotización de elementos transferenciales pue de darse fuera de la situación analítica, que los pacientes psicóticos pueden presentar características psicóticas y deluso rias en su relación con otras personas y que determinadas situaciones pueden producir o desencadenar reacciones psicó ticas transitorias en ciertos individuos.
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6. CONTRATRANSFERENCIA
En los capítulos 3, 4 y 5 hemos examinado los conceptos de alianza terapéutica y de transferencia, utilizados en co nexión con diversos aspectos del vínculo entre el paciente y el terapeuta. Ambos surgieron en el marco de la situación analítica y hemos explorado las posibilidades de hacerlos extensivos a otras situaciones externas a ella. Ambos ponen de relieve procesos que suceden en el interior del paciente y tienden a realzar sólo uno de los lados de la relación dual. Incluso el concepto de alianza terapéutica, que nominalmen te parecería incluir ambos roles, tendió a ser considerado desde el punto de vista de los procesos y actitudes internos del paciente. No obstante, en este sentido hubo algún cam bio, sobre todo desde la década de 1970, y se han tomado crecientemente en cuenta las actitudes, sentimientos y pos tura profesional del analista. Así como el término “transferencia” suele emplearse, en forma laxa, como sinónimo de la totalidad del vínculo del pa ciente con el terapeuta, así también “contratransferencia” suele utilizarse en un sentido general (dentro y fuera del psicoanáli sis) para describir todos los sentimientos y actitudes del tera peuta hacia el paciente, y aun para indicar ciertas facetas de relaciones que de ordinario no son terapéuticas (Kemper, 1966). Este uso es muy distinto del propuesto originalmente, y como consecuencia se ha producido cierta confusión sobre el signifi cado preciso del término tal como fue empleado por Freud por primera vez (1910d) al especular sobre las perspectivas futu99
ras del psicoanálisis. En ese trabajo, refiriéndose al psicoaná lisis, escribió: Nos hemos visto llevados a prestar atención a la “con tratransferencia” que se instala en el médico por el influjo que el paciente ejerce sobre su sentir inconsciente, y no estamos lejos de exigirle que la discierna dentro de sí y la domine. (...) hemos notado que cada psicoanalista sólo llega hasta donde se lo permiten sus propios complejos y resistencias interiores... En una carta dirigida el 6 de octubre de 1910 a su colega Ferenczi, que se había analizado con él, Freud (Jones, 1955) se disculpaba por no haber podido superar la contra transferencia que interfirió en el análisis de Ferenczi, y decía que el analista debe tener como propósito mostrarle al pacien te lo menos posible de su vida personal. Advertía a los analis tas sobre el error de comentar sus propias experiencias o difi cultades con los pacientes: “El médico debe ser opaco para el paciente, y, como un espejo, no mostrarle nada más que lo que le es mostrado a él”. También llamó la atención sobre el peli gro de “caer en la tentación de proyectar sobre la ciencia, como teoría de validez universal, lo que en una sorda percepción de sí mismo discierna sobre las propiedades de su persona" (1912e). En este mismo trabajo comentó que el analista debe volver hacia el inconsciente emisor del enfermo su propio inconsciente como órgano receptor, acomodarse al analizado como el auricular del teléfono se acomoda al micrófono. De la misma manera en que el receptor vuelve a convertir en ondas sonoras las oscilaciones eléctricas de la línea provocadas por otras ondas sonoras, lo inconsciente del médico se habilita para restablecer, desde los retoños de lo inconsciente a él co municados, eso inconsciente mismo que ha determinado las ocurrencias del enfermo. Así como al principio Freud vio en la transferencia un im pedimento para el libre discurrir de las asociaciones, así tam bién la contratransferencia fue permanentemente considera da por él como una obstrucción para la libertad del analista en su empeño por comprender al paciente. Freud (1913i) enten-
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día que la mente del analista era un “instrumento” y que la contratransferencia impedía que éste operara con eficacia en la situación analítica. No dio el paso (que sí dio respecto de la transferencia) que podría haberlo llevado a considerar tam bién a la contratransferencia como una herramienta útil del análisis. En un comentario que hizo años más tarde (1915a), al refe rirse a la conciencia que tiene el médico del amor que por él siente una paciente, se aprecia hasta qué punto era intensa su convicción de que la contratransferencia era un fenómeno in deseable: Para el médico significa un esclarecimiento valioso y una buena prevención de una contratransferencia que acaso ya esté presta a presentarse en él. Tiene que discernir que el enamoramiento de una paciente le ha sido impuesto por la situación analítica y no se puede atribuir, digamos, a las excelencias de su persona; que, por tanto, no hay razón para que se enorgullezca de semejante “conquista”, como se la llamaría fuera del análisis. Y siempre es bueno estar sobre aviso de ello. (...) Por otra parte, el experimento de dejarse deslizar por unos sentimientos tiernos hacia la paciente con lleva, asimismo, sus peligros. Uno no se gobierna tan bien que de pronto no pueda llegar más lejos de lo que se había propuesto. Opino, pues, que no es lícito renunciar a la neu tralidad que, mediante el sofrenamiento de la transferencia, uno ha adquirido. Debe subrayarse que para Freud el hecho de que el psicoa nalista tuviera sentimientos hacia sus pacientes o conflictos causados por ellos no constituía en sí mismo la contra transferencia. El propósito era que el analista funcionase como un espejo en la situación analítica, reflejando a través de sus interpretaciones el significado del material traído por el pa ciente, incluidas las distorsiones transferenciales. La contratransferencia era considerada una especie de “resisten cia” del psicoanalista hacia su paciente, debida a conflictos inconscientes despertados en el analista por lo que el paciente decía o hacía, o por lo que representaba para él. Mediante la autoobservación, el analista era capaz de darse cuenta de ta-
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les reacciones contratransferenciales y conflictos en sí mismo, que a su vez eran un indicador de que debía empeñarse en reconocer su naturaleza y eliminar sus consecuencias adver sas. Según Freud, los conflictos no eran contratransferenciales en sí, pero podían dar origen a la contratransferencia. En reiteradas oportunidades Freud destacó las limitacio nes que el trabajo analítico imponía a los escotomas psicológi cos del analista (1912e, 1915a, 1931b, 1937d). En un principio (1910d) abogó por un autoanálisis permanente, pero pronto se convenció de que éste era de difícil instrumentación a raíz de la resistencia del analista a comprenderse a sí mismo, y reco mendó que en lugar de ello se sometiera a un análisis (el “análisis didáctico”) a fin de comprender y superar las defi ciencias psicológicas generadas por sus conflictos inconscien tes (1912b). Más adelante llegó a pensar que aun esto era insuficiente y aconsejó que los analistas se volvieran a anali zar más o menos cada cinco años (1937c). Este consejo no fue seguido por muchos, probablemente debido a que los análisis didácticos se volvieron con el tiempo más prolongados y, en consecuencia, más completos. Sin embargo, no es raro que los psicoanalistas se sometan a un segundo análisis, sobre todo si perciben dificultades en su labor o si tienen problemas perso nales para los cuales requieren de la ayuda de otro analista. Freud incluía bajo el rótulo de “contratransferencia” algo más que la transferencia del analista sobre el paciente, en el sentido en que empleó este último término. Si bien es cierto que un paciente puede llegar a representar una figura del pasado del analista, la contratransferencia puede surgir sim plemente por la incapacidad del analista de abordar como corresponde aquellos aspectos de las comunicaciones y com portamientos del paciente que lo afectan en su propia proble mática. Por ejemplo, si aún no logró resolver problemas vincu lados a su agresividad, tal vez necesite aplacar al paciente toda vez que detecta en éste sentimientos o pensamientos agresivos. Análogamente, si lo atemorizan sus propios deseos homosexuales, quizá no vea ninguna asociación con la homo sexualidad en el material que trae el paciente, o tal vez se muestre injustificadamente irritado por lo que éste le dice y lo desvíe en forma inconsciente hacia otro tema, etc. En conse102
cuencia, el prefijo “contra” que forma parte de la palabra “contratransferencia” puede indicar tanto la existencia en el analista de una reacción comparable a la transferencia del paciente (en cuyo caso el prefijo estaría cumpliendo la misma función que en “contraprestación”), como la reacción que ésta provoca en el analista (como en la palabra “contraataque”). La etimología del término ha sido examinada por Greenson (1967). Con posterioridad a Freud, en la bibliografía psicoanalítica sobre la contratransferencia ha habido diversas líneas de pen samiento. Varios autores sostuvieron que el vocablo debía em plearse exactamente con el sentido con que Freud lo utilizó al principio, o sea, limitarlo a los conflictos y problemas no re sueltos que surgen en el análisis como consecuencia de su labor con el paciente y perturban su eficacia (Fliess, 1953; Stern, 1924). Fliess dice al respecto: “La contratransferencia, que es siempre una resistencia, debe ser siempre analizada”. Winnicott (1960) la describe como “las características neuróticas del analista que malogran la actitud profesional y perturban el curso del proceso analítico, tal como es determi nado por el paciente”. Otros, si bien adhieren en mayor o menor medida al concepto original, subrayan que el origen de los obstáculos contratransferenciales están fundamentalmen te en la transferencia del terapeuta sobre el paciente (Gitelson, 1952; Hoffer, 1956; A. Reich, 1951; Tower, 1956). Por ejemplo, A. Reich (1951) destaca que el analista puede simpatizar o no con el paciente, pero en la medida en que estas actitudes le sean conscientes, no tienen nada que ver con la contratransferencia. Si la intensidad de tales senti mientos aumenta, podemos estar seguros de que se han mez clado con sentimientos inconscientes del analista, con sus pro pias transferencias sobre el paciente, vale decir, con sus contratransferencias. (...) Así, pues, la contratransferencia abarca los efectos que tienen las necesidades y conflictos in conscientes del analista sobre su comprensión o su técnica. En tales casos el paciente representa para él un objeto del pasado sobre el cual se proyectan antiguos sentimientos y deseos (...); ésta es la contratransferencia en el sentido apropiado del término.
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Lamentablemente, a menudo las opiniones de los autores que consideran la contratransferencia como el resultado de la transferencia del propio analista sobre el paciente se ven des dibujadas a raíz de que esos autores no indican en qué senti do, exactamente, emplean el concepto de transferencia (capí tulo 4). Algunos parecen vincular la contratransferencia al concepto original de transferencia de Freud, en tanto que otros entienden que la transferencia se refiere a todos los aspectos de las relaciones (v. gr., English y Pearson, 1937). En armonía con este uso del término, M. Balint, en uno de sus primeros trabajos sobre la contratransferencia (1933), la equiparó con la transferencia del analista sobre el paciente, y más tarde (M. Balint y A. Balint, 1939) amplió su contenido para incluir todo aquello que pone de relieve la personalidad del analista (in cluso la forma en que dispone los almohadones en el diván). En otro trabajo posterior, M. Balint (1949) utiliza el término “contratransferencia” inequívocamente para describir la tota lidad de las actitudes y conductas del analista hacia su pa ciente. Para él, a diferencia de Freud, también incluía la acti tud profesional. Langs (1975) ha señalado que el modo de manejar las reglas fundamentales del análisis le indica al paciente en cierto grado cuál es el estado anímico del analista. En los escritos psicoanalíticos sobre la contratransferencia se produjo un gran avance cuando comenzó a vérsela como un fenómeno importante para que el analista comprendiese el significado oculto del material del paciente. La idea esencial fue que, si el analista dispone de elementos para comprender y valorar los procesos que se dan en el paciente y dichos ele mentos no son de inmediato conscientes, puede descubrirlos si inspecciona sus propias asociaciones y sentimientos mientras lo escucha. Esta idea se halla implícita en la descripción que hizo Freud (1909b, 1912e) del valor de la actitud neutral del analista y de su “atención parejamente flotante”, pero su pri mera formulación explícita se debe a Heimann (1950, 1960) y fue más tarde ampliada por otros autores (v. gr., Little, 1951, 1960b). Heimann partió de la base de que la contratransferencia abarca todos los sentimientos que el analista experimenta ha cia el paciente. El analista, según esta autora, debe “conservar 104
los sentimientos que se suscitan en él en lugar de descargarlos (como lo hace el paciente), con el fin de subordinarlos a la tarea analítica, en la cual funciona como reflejo especular del paciente”. La premisa fundamental de esta autora (1950) es que “el inconsciente del analista comprende al inconsciente del paciente. Este rapport en el plano profundo sale a la su perficie en forma de sentimientos que el analista advierte en él como reacción ante el paciente, en su ‘contratransferencia’ Afirma que el analista debe apelar a esta reacción emocional (su contratransferencia) como clave para la comprensión del paciente. De este modo, su percatamiento respecto de sus pro pias reacciones ofrece un camino adicional de intelección so bre los procesos psíquicos inconscientes del paciente. Esta am pliación del concepto de contratransferencia se asemeja al cam bio que sobrevino en los puntos de vista de Freud acerca de la transferencia, primero considerada sólo como un impedimen to y luego como una ventaja para la terapia (capítulo 4). La obra de Heimann sobre la contratransferencia tiene importancia sustancial. Aunque a la sazón esta autora tenía una orientación estrictamente kleiniana, no ligó la con tratransferencia con el concepto kleiniano de identificación proyectiva (1946), vínculo este último que fue establecido por Racker en una serie de artículos (1953, 1957, 1968) en los que postula que la contratransferencia del analista es una res puesta frente a las identificaciones proyectivas del paciente (capítulo 4). Racker diferenció además las identificaciones con cordante y complementaria del analista como resultado de las proyecciones del paciente. Dicho en términos simples, “la contratransferencia basada en una identificación concordante se produce cuando el analista se identifica con la representa ción fantaseada que en ese momento tiene el paciente sobre su propio sí-mismo; la contratransferencia basada en una identi ficación complementaria se produce cuando el analista se iden tifica con la representación del objeto en la fantasía transferencial del paciente” (Sandler, 1987). A. Reich (1951) puntualizó que “la contratransferencia es un requisito fundamental del análisis. Si no existe, faltarán el talento y el interés necesarios. Pero debe permanecer en el trasfondo y en la penumbra.Un punto de vista similar expre105
saron Spitz (1956) y Little (1960b), quien sostuvo que “sin una contra transferencia inconsciente no habría ni empatia ni ha bría análisis”. Money-Kyrle (1956) se refirió a la empatia como una contratransferencia “normal”. Una temática recurrente de la literatura psicoanalítica es la de que los fenómenos contratransferenciales son concomi tantes esenciales del tratamiento. Una de las más claras enun ciaciones de esto fue la hecha por Sharpe (1947), quien comen ta: “Decir que un analista (...) siempre tendrá complejos, escotomas, limitaciones, equivale a decir que seguirá siendo un ser humano. Cuando deje de serlo, dejará de ser un buen analista”. Y agrega: “A menudo se habla de la contratrans ferencia como si ella implicase una actitud amorosa. La contra transferencia que probablemente ocasione trastornos es la in consciente del analista, ya sea una contratransferencia infan til negativa o positiva, o alternadamente una y otra. (...) Nos engañamos si creemos que no tenemos contratransferencias. Lo que cuenta es la índole de ésta”. Como acontece con otros conceptos psicoanalíticos, el hecho de atribuir al término “contratransferencia” un significado adicional al que tenía llevó a una menor precisión en su uso. Sin duda, para quienes investigan la relación médico-paciente en diversas situaciones, todos los sentimientos del terapeuta hacia el enfermo pueden ser objeto de interés; pero debemos preguntarnos si es útil ampliar el concepto de contratrans ferencia hasta abarcar todo lo que se experimenta ante el paciente. En su mayor parte, la bibliografía psicoanalítica sobre la contratransferencia de las décadas de 1950 y 1960 trasunta la adhesión a una de las dos posturas principales a que hemos aludido, o sea, la de que la contra transferencia es un obstácu lo para la labor analítica o bien un instrumento valioso. Desde época relativamente temprana se vislumbraron los problemas derivados de estas concepciones opuestas (v. gr., Orr, 1954). Hoffer (1956) fue uno de los primeros en intentar aclarar la confusión a que había dado lugar el concepto distinguiendo entre la transferencia del analista a su paciente y su contratransferencia; pero, como es típico, relaciona la primera con la falta de humanidad del analista y su insuficiente valo106
ración de las necesidades reales del paciente, en tanto que la contratransferencia se vincularía a las reacciones intrapsíquicas del analista, incluidas sus limitaciones para com prender el material. En una reseña de los trabajos sobre contratransferencia, Kernberg (1965) puntualizó que la extensión del término a fin de incluir todas las reacciones emocionales del analista origi naba confusión y hacía que perdiera su significado específico. No obstante, refiriéndose a las críticas formuladas contra la antigua concepción de la contratransferencia como “resisten cia” o “escotoma” del analista, señaló que esa apreciación pue de desdibujar la importancia de la contratransferencia al juz garla como si fuera algo “equivocado”; sostenía que esto puede fomentar en el analista una actitud “fóbica” respecto de sus propias reacciones emocionales, limitando de este modo su comprensión del paciente. En consonancia con las opiniones de otros autores (v. gr., Winnicott, 1949), expresaba Kernberg que el uso cabal de la reacción emocional del analista tiene particular valor diagnóstico en lo tocante a la evaluación de la analizabilidad de individuos con trastornos profundos de la personalidad o de otros pacientes psicóticos o muy enfermos. Las intelecciones adquiridas en el tratamiento psicoanalítico de pacientes fronterizos y psicóticos, así como de delin cuentes, a raíz de la llamada “ampliación de los alcances del psicoanálisis”, poco a poco fueron cobrando aplicación más general. Esto se advierte en forma notoria en lo que respecta a la comprensión y utilización de la contratransferencia den tro del contexto interpersonal entre paciente y analista. Así, Kernberg (1975), refiriéndose al tratamiento de pacientes fronterizos, indica que las relaciones objétales primitivas in ternalizadas por el paciente movilizan, por vía de la identifi cación proyectiva, relaciones objétales primitivas semejan tes en el analista, quien vivencia de modo subjetivo los as pectos proyectados del sí-mismo del paciente. Desde el ángu lo de éste, la identificación proyectiva es una manera de manejar sus partes proyectivas controlando al analista, a quien vivencia como poseedor de los aspectos escindidos y proyectados de su propio sí-mismo. La empatia del analista con el paciente obedece al hecho de que también en él hay 107
relaciones objétales primitivas que pueden ser movilizadas por las proyecciones del paciente. Grinberg (1962) llamó “contraidentificación proyectiva” a las reacciones del analista ante sus propias respuestas contratransferenciales inconscientes. Esta idea hace reparar en la importancia de considerar la contratransferencia en su más amplia acepción, incluyendo las reacciones defensivas del analista contra los sentimientos que le despierta el paciente. Por ejemplo, puede defenderse contra los sentimientos eróti cos que éste le provoca experimentando desagrado u hostili dad hacia el paciente. Ya hemos trazado (en el capítulo 4) la evolución de la teoría kleiniana de la transferencia, con su énfasis particular en la identificación proyectiva, considerada como fenómeno normal o patológico. A esto se vincula la tendencia de los analistas kleinianos de los últimos tiempos a poner especial acento en el uso constructivo de la contratransferencia; para Joseph ésta ofrecía la vía principal hacia la comprensión e interpretación de la transferencia. Según Bion (1959, 1962), el funcionamien to de la identificación proyectiva en la situación analítica guar daba un paralelismo con la forma en que el niño, al llorar, proyecta su congoja en la madre, quien lo “contiene” y es capaz de responder entonces de manera apropiada. Esa congoja pro yectada es sometida luego a lo que Bion denomina el “ensue ño”, o sea, la labor de evaluación y manejo correcto del proble ma por parte de la madre. El analista cumple la misma fun ción: “contiene” las proyecciones del paciente en un estado de “ensueño” y responde con interpretaciones apropiadas (véase Hinshelwood, 1989). Segal (1977) señala que esta función de contención de las proyecciones del paciente puede verse afectada de diversas maneras: Hay toda una zona de patología del paciente (...) que pro cura específicamente perturbar esta situación de contención, ya sea invadiendo la mente del analista de un modo seductor o agresivo, creando confusión y angustia o atacando los nexos que se establecen en la mente del analista. Debemos volcar en nuestro favor esta situación y, a partir del hecho mismo de que nuestra contención se haya visto afectada, extraer ense108
ñanzas acerca de nuestra interacción con el paciente. Esas perturbaciones en la capacidad de funcionamiento del analis ta son las primeras en ofrecernos un indicio sobre tales proce sos psicóticos. Conviene apuntar que, según la concepción kleiniana, en todas las personas se dan procesos psicóticos. Si bien la evolución de la teoría y la técnica kleinianas constituye una tendencia primordial dentro del desarrollo de las concepciones acerca de la contratransferencia, también otros psicoanalistas, provenientes de posturas teóricas muy distin tas, han subrayado la perspectiva interpersonal de las inter acciones transferenciales-contratransferenciales. Loewald (1986) lo expresó muy bien al indicar que no es posible tratar por separado la transferencia y la contratransferencia: “Son las dos caras de una misma dinámica, que tiene sus raíces en el entrelazamiento inextrincable con los otros que da origen a la vida individual y que persiste, con innumerables elabora ciones, derivaciones y transformaciones, a lo largo de toda la vida. Una de estas transformaciones se manifiesta en el en cuentro psicoanalítico”. Como afirma McLaughlin (1981), cada vez se hace más evidente que ambas partes se hallan inmersas en un campo comunicativo de sensibilidad y sutileza increíbles, donde los matices transferenciales y contratransferenciales participan con una intensidad afectiva enorme, y en este campo la posibilidad de dar o recibir un comentario neutral o catalítico es en verdad remota. Análogamente, Langs (1978) utiliza el concepto de “campo bipersonal” y concibe la contratransferencia como un producto de la interacción. Define el campo bipersonal como el campo físico-temporal dentro del cual tiene lugar la interac ción analítica. El paciente es uno de los términos de esta pola ridad; el otro es el analista. El campo abarca mecanismos interactivos e intrapsíquicos, y cualquier suceso que en él se produzca recibe vectores provenientes de ambos partícipes. A su vez, este campo es definido por un encuadre —las reglas 109
fundamentales del psicoanálisis— que no sólo delimitan sino que además contribuyen, en no escasa medida, a conferirle sus propiedades comunicativas, así como al sostén que el ana lista pueda brindar al paciente y la contención que dé a sus identificaciones proyectivas. Sandler (1976), en un trabajo sobre la contratransferencia y la capacidad de respuesta al rol, expone la opinión de que el paciente procura efectivizar, o provocar en la realidad actual, la interacción entre el sí-mismo y el objeto representada en su fantasía de deseo inconsciente predominante, interacción que supone un cierto rol para el sujeto y otro para el objeto (la llamada “relación de roles”). Tenderá a hacerlo manipulando al analista en la transferencia mediante rápidas señales in conscientes (incluidas las señales no verbales). Esta presión del paciente para provocar o suscitar una determinada res puesta en el analista puede dar lugar a experiencias contratransferenciales o incluso a una puesta en acto contratransferencial del analista (como reflejo de su “capacidad de respuesta al rol”). Cabe considerar a estas “puestas en acto” como soluciones de compromiso entre el rol que el paciente pretende imponerle al analista y las propensiones de éste. La conciencia que tenga el analista de estas respuestas suyas ante los distintos roles puede ser vital para entender el con flicto transferencial prevaleciente y las fantasías transferenciales asociadas al paciente. En este sentido, Sandler introduce el concepto de “capacidad de respuesta flotante” del analista, la que por lo común se mantiene dentro de los límites bien definidos que fijan las reglas fundamentales de la situación analítica. Moeller (1977a, 1977b) ha subrayado que el analista necesita “captar ambas facetas de la relación de rol, la del sujeto y la del objeto; o sea, tiene que aprehen der intrapsíquicamente la relación en su conjunto antes de estar en condiciones de comprender cuál es la situación del paciente”. En su intento de diferenciar la contratransferencia de otras reacciones del analista, Chediak (1979) señala que aquélla es sólo una de varias contrarreacciones, como él las denomina, del analista frente al paciente. Postula que estas contra
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rreacciones provienen de distintas fuentes dentro de la rela ción entre ambos, y sugiere la utilidad clínica de diferenciar las. Divide las reacciones del analista del siguiente modo (la primera de ellas no es considerada como “contrarreacción”): 1. La comprensión intelectual, basada en la información que proporciona el paciente y en los conocimientos intelectua les que posee el analista. 2. La respuesta general ante el paciente como persona, que es la contrapartida de lo que destaca Strupp (1960) al referir se a la reacción del paciente ante la personalidad del ana lista. 3. La transferencia del analista sobre el paciente, o sea, su revivencia de tempranas relaciones de objeto parciales, tal como es provocada por determinadas características del paciente. 4. La contratransferencia del analista, que es su reacción ante el rol que le es asignado por la transferencia del paciente. 5. La identificación empática con el paciente. La contratransferencia, sea cual fuere la forma que cobre, es inevitable. Silverman (1985) indica que es así “a raíz de la naturaleza misma del proceso psicoanalítico y de la imposibi lidad de que el analista logre en su análisis didáctico una comprensión y un dominio tan cabales de sus propias inclina ciones inconscientes, como para ser completamente impene trable frente a los empeños de sus analizados de hacerlo ac tuar sus conflictos neuróticos, en vez de analizarlos”. Conse cuentemente, los analistas deben “estar muy atentos al surgi miento de reacciones contratransferenciales, para poder ana lizarlas y superarlas”. Jacobs (1983) vincula la contratransferencia del analista a su actitud acerca de los objetos de la vida pasada y presente del paciente. Estas respuestas son “el producto de interaccio nes complejas entre los impulsos, afectos, fantasías y defensas que suscitan en el terapeuta las representaciones psíquicas que se ha forjado de tales objetos”. Algo similar sostienen Bernstein y Glenn (1988) en relación con el análisis de niños, donde el analista puede experimentar sentimientos muy in111
tensos hacia ciertos miembros de la familia del niño (véase también Racker, 1968). Los acontecimientos de la vida del analista pueden afectar profundamente la contratransferencia (véase van Dam, 1987); por ejemplo, si padece una enfermedad, puede incurrir en la renegación, en cuyo caso la contratransferencia tal vez adopte un cariz defensivo inconsciente (Dewald, 1982). Abend (1982) lo expresa bien al decir: Sostengo que la importancia primordial de los poderosos elementos contratransferenciales movilizados por la experien cia de una seria enfermedad en el analista radica en que tien den a influir en su técnica analítica. Esto implica, entre otras cosas, que la contratransferencia somete a presión (...) precisa mente el discernimiento clínico sobre el que se apoya para eva luar las necesidades específicas de los pacientes; en ninguna otra circunstancia es menos probable que sea objetiva y confia ble su valoración de este problema técnico. Las reacciones contratransferenciales afectarán la percepción, comprensión, capacidad de control instintivo y discernimiento del analista en formas sutiles, y a veces no tan sutiles, y bien pueden matizar su opinión sobre las necesidades y aptitudes del paciente. En la bibliografía se describen otros elementos particula res de la contratransferencia en relación con el análisis de determinados tipos de pacientes. Así, P. Tyson (1980) llama la atención sobre la influencia que tiene el sexo del analista en la transferencia y contratransferencia del análisis de niños, en ciertas etapas del desarrollo de éstos. Asimismo, ha sido seña lada (King, 1974) la tendencia de los analistas que trabajan con pacientes mucho mayores que ellos a equipararlos con sus propios padres, manifestación contratransferencial que “no es puesta en el analista por el paciente” (véase también Wylie y Wylie, 1987). McDougall (1978) comenta que las ideas, fanta sías y sentimientos de pacientes que sufrieron traumas en una precoz etapa preverbal pueden discernirse en primer lu gar en la contratransferencia; esta autora añade: En estos casos es dable deducir la secuela de tempranos traumas psíquicos, que exigirán un manejo particular en la
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situación analítica. En primera instancia, este “discurso encu bridor”, impregnado de mensajes que nunca fueron elabora dos verbalmente, sólo se capta merced a la activación de un afecto contratransferencial. Vale la pena destacar que la empatia, parte tan esencial de la técnica psicoanalítica, no es equivalente a la contra transferencia (véase Beres y Arlow, 1974; Arlow, 1985; Blum, 1986). Fliess (1942, 1953) ya había señalado bastante tiempo atrás que la capacidad de empatia del analista se basa proba blemente en el intento de identificarse con el paciente, y que refleja su actitud para colocarse en el lugar de los demás. También Knight (1940) vincula la empatia a los procesos proyectivos e introyectivos que contribuyen a la “identifica ción intentada”. La capacidad de empatia es vista por algunos como un requisito previo para el uso constructivo de la contratransferencia (Rosenfeld, 1952), pero las reacciones contratransferenciales pueden hacer que ella fracase en el análisis (Wolf, 1979). Se diría que entre empatia y contratransferencia existe una relación dual, que trasunta el doble aspecto de la contratransferencia como vehículo para conocer los procesos inconscientes del paciente, por un lado, y como impedimento para la comprensión empática, por el otro. Abend (1986) dis tingue, en este sentido, la “empatia benéfica” de la “con tratransferencia desventajosa”. A todas luces, los aspectos más sutiles e inconscientes de la contratransferencia son impor tantes, sobre todo porque el analista puede racionalizarlos y camuflarlos. Jacobs (1986) sostiene que “aun hoy, para mu chos colegas, la contratransferencia es sinónimo de acciones manifiestas y de un acting out identificable del analista”, y añade que “son precisamente las sutiles reacciones contratransferenciales, a menudo apenas visibles, tan racio nalizadas como parte de nuestros procedimientos operativos corrientes y tan fácilmente pasadas por alto, las que en defini tiva pueden tener mayor repercusión en nuestro trabajo analí tico”. No obstante, la conciencia que adquiere el analista de sus propias reacciones corporales (movimientos, posturas) pue de darle un indicio sobre su contratransferencia (Jacobs, 1973).
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Otra corriente de pensamiento sobre la contratransferencia está vinculada a los avances de la psicología del sí-mismo como consecuencia de la obra de Kohut. En el capítulo ante rior ya mencionamos la concepción de la transferencia en la psicología del sí-mismo, e hicimos particular referencia al pa pel del analista como “objeto/sí-mismo”. También él tratará a su paciente como un objeto/sí-mismo y dependerá de que el paciente lo convalide; si no reacciona en tal sentido, quizá sienta que ha fallado como objeto/sí-mismo tranquilizador y comprensivo (Adler, 1984). Con anterioridad, Kohut (1971, 1977) había examinado la estimulación en el analista de sen timientos primitivos grandiosos en la contratransferencia a raíz de la transferencia idealizadora del paciente (véase el capítulo 5). Por otra parte, aquellos analistas cuyo propio de sarrollo se caracterizó por una grandiosidad arcaica pueden sentir ira y rechazo como consecuencia de la activación de sus deseos grandiosos. Análogamente, el paciente puede reaccio nar con rabia, o con retraimiento, frente a un analista que no funciona adecuadamente para él en la transferencia especular (véase el capítulo 5). Como vemos, con los años el concepto de contratransferencia ha experimentado una ampliación hasta incluir varios signifi cados diferentes, con lo cual ha disminuido en forma inevita ble la precisión con que fue empleado en los comienzos. En el uso actual cabe discernir los siguientes elementos o significa dos principales (algunos de los cuales fueron enumerados por Little, 1951): 1.
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Las “resistencias” del analista a raíz de la activación en él de conflictos internos, que perturban su comprensión y su manera de conducir el análisis, generando “escotomas" (Freud, 1910d, 1912e). Las “transferencias” del analista sobre su paciente, en las que éste se convierte en un sustituto actual de una figura importante de la niñez del analista (v. gr., A. Reich, 1951, 1960; Brenner, 1976, 1985); también deberían incluirse aquí las proyecciones del analista sobre el paciente. Como consecuencia de la exteriorización o de la identifica ción proyectiva del paciente, la reacción del analista en la 114
que éste pasa a ser el vehículo de un aspecto del sí-mismo del paciente o de un aspecto del objeto (v. gr., Racker, 1953, 1957, 1968; Bion, 1959, 1962; Kernberg, 1975; Sandler, 1976, 1990a, 1990b; Segal, 1977). 4. La reacción del analista a las transferencias del paciente (Gitelson, 1952) y a sus propias respuestas contratransferenciales (Grinberg, 1962). 5. La contratransferencia como producto interactivo del “cam po comunicativo” en que participan tanto el analista como el paciente (Langs, 1978; McLaughlin, 1981). 6. La dependencia del analista respecto de la “convalidación” del paciente (Kohut, 1971, 1977; Adler, 1984). 7. La perturbación de la comunicación entre analista y pa ciente a raíz de la angustia que le provoca al primero la relación entre ambos (Cohén, 1952). 8. Características de la personalidad del analista o sucesos de su vida (p. ej., una enfermedad) que se reflejan en su tarea y que pueden provocar o no dificultades para la terapia (v. gr., M. Balint y A. Balint, 1939; Abend, 1982; Dewald, 1982; van Dam, 1987). 9. La totalidad de las actitudes, conscientes e inconscientes, del analista hacia los pacientes (v. gr., Balint, 1949; Kemper, 1966). 10. Limitaciones específicas en el analista provocadas por de terminados pacientes. 11. La reacción emocional “normal” o “apropiada” del analis ta frente al paciente, que puede constituir una importan te herramienta terapéutica (Heimann, 1950, 1960; Little, 1951) y servir de base a la empatia y a la comprensión (Heimann, 1950, 1960; Money-Kyrle, 1956). Es evidente que si se restringe el concepto clínico de contratransferencia a la transferencia del analista sobre el paciente, su definición resulta harto limitada y demasiado ligada al significado particular que se le atribuya a la transfe rencia (capítulos 4 y 5). Por otro lado, ampliar el concepto hasta abarcar con él todas las actitudes, conscientes o incons cientes, del analista, y aun sus rasgos de personalidad, despo ja al término prácticamente de sentido. En cambio, parece 115
conveniente tomar en cuenta los aspectos de las reacciones emocionales del analista ante el paciente que no generan en el primero “resistencias” o “escotomas” sino que pueden ser utili zadas por él —en tanto y en cuanto los vuelva conscientes— como medio de comprender mejor el significado de las comuni caciones y conducta del paciente merced al autoexamen de sus propias reacciones (véase el capítulo 11). De esto se sigue que una concepción útil de la contratrans ferencia consistiría en referir el término a las respuestas espe cíficas, de origen emocional, provocadas en el analista por las particulares características del paciente. Así se excluirán los rasgos generales de la personalidad del analista y de su es tructura psíquica (que colorearán o afectarán su labor con todos los pacientes), con las consecuencias siguientes: 1. Existen respuestas contratransferenciales en el analista a lo largo de todo el tratamiento. 2. La contratransferencia puede causar dificultades en el aná lisis o conducir a un manejo inapropiado de éste, si el ana lista no se percata de ciertos aspectos de sus reacciones contratransferenciales o, por más que se percate, no logra superarlos. 3. El examen permanente por el analista de las variaciones que presentan sus sentimientos y actitudes hacia el pa ciente puede llevarlo a adquirir una mejor comprensión de los procesos que se dan en éste. Quisiéramos sugerir algo que no se ha destacado, en estos términos, en la bibliografía, y es que la actitud profesional del terapeuta, al permitirle “tomar distancia” respecto del pacien te sin dejar por ello de seguir en contacto con él y sus senti mientos, es de enorme ayuda en la conducción de la labor analítica. Arlow (1985) habla de la “postura analítica”. Es pertinente mencionar en este sentido el “yo operante” del ana lista (Fliess, 1942; McLaughlin, 1981; Olinick, Poland, Griggy Granatir, 1973). Estrechamente asociado a la actitud profe sional y al “yo operante” del analista está el ejercicio efectivo de su capacidad de autoexamen y de autoanálisis. Al respecto, Kramer (1959) se ha referido al uso de una “función 116
autoanalítica” (véase R. L. Tyson, 1986). La postura profesio nal del analista (que no equivale en absoluto a una actitud de indiferencia) es uno de los factores que le permiten compren der el material que le presenta un paciente aun cuando no haya sido suficientemente analizado en su propio análisis di dáctico, ni tampoco asimilado como corresponde durante su formación. Es asimismo uno de los factores, aparte de la com prensión intelectual, que habilitan a ciertos terapeutas no ana lizados para practicar correctamente la psicoterapia, sobre todo si lo hacen bajo la supervisión de un analista. Al exponer estas ideas deseo subrayar al mismo tiempo que no subestimo la importancia del análisis personal en la formación del psi coanalista, ni de las resistencias contratransferenciales que surgen en él a raíz de sus conflictos internos no analizados. El concepto de contratransferencia puede fácilmente ha cerse extensivo a otros ámbitos fuera del tratamiento psicoanalítico, y la toma de conciencia acerca de la contra transferencia, constituir un elemento provechoso en cualquier relación médico-paciente o terapeuta-paciente. De esto se in fiere que para el clínico puede poseer un valor potencial vigi lar sus propias reacciones ante los enfermos, y aun conocer la reacción de otros miembros del personal médico que integra una institución terapéutica. Por ejemplo, Main (1957, 1989) ha relatado el caso de un grupo de pacientes que suscitaba un tipo particular de reacción en el personal médico y de enfer mería de un hospital psiquiátrico, sugiriendo que si bien dicha reacción podía vincularse a los problemas y conflictos internos generados por los pacientes en el personal, era asimismo ma nifestación de un área psicopatológica de los propios pacien tes. La observación de las reacciones contratransferenciales puede tener, pues, importancia diagnóstica.
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7. RESISTENCIA
Si el concepto de alianza terapéutica (capítulo 3) y algunos aspectos de la transferencia (capítulo 4 y 5) se vinculan a tendencias internas del paciente que propenden a la preserva ción de la relación terapéutica, el concepto de resistencia se relaciona con los elementos y fuerzas del paciente que se opo nen al tratamiento. Aunque este concepto, más clínico que psicológico, fue descrito originalmente en relación con el tra tamiento psicoanalítico, puede extenderse con facilidad a otras situaciones clínicas sin someterlo a una modificación funda mental. Como concepto clínico, la resistencia surgió en los primeros intentos de Freud por suscitar recuerdos “olvidados” en sus pacientes histéricas. Antes de la creación de la técnica psicoanalítica de la asociación libre, cuando Freud aún empleaba la hipnosis y la técnica de la “presión sobre la frente” (capítulo 2), concebía a la resistencia como todo aquello que en el pa ciente se oponía al afán del médico por influir en él. Según Freud, esta oposición era el reflejo, en el tratamiento, de las mismas fuerzas que habían generado y mantenido la disociación (represión) de los recuerdos penosos desalojándo los de la conciencia. Al respecto comentó (1895d) que: una fuerza psíquica (...) había eliminado originariamente de la asociación a la representación patógena, y ahora contraria ba su retomo en el recuerdo. Por tanto, el no saber de los histéricos era en verdad un... no querer saber, más o menos
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consciente, y la tarea del terapeuta consistía en superar esa resistencia a la asociación mediante un trabajo psíquico. Entendía que la resistencia se presentaba no sólo en la histeria o la neurosis obsesiva (las “neurosis de defensa”) sino también en otros estados patológicos, como los psicóticos. Al relatar un caso de paranoia crónica (1896b) destacó que partió de la premisa de que en la paranoia, como en las otras dos neurosis de defensa con que yo estaba familiarizado, había unos pensamientos inconscientes y unos recuerdos reprimidos que, lo mismo que en aquéllas, podían ser llevados a la con ciencia venciendo una cierta resistencia. (...) Lo peculiar era que la mayoría de las veces la paciente oía o alucinaba inte riormente, como sus voces, las indicaciones que provenían de lo inconsciente. En el examen que hace Freud de este caso se pone de manifiesto que para él la diferencia entre las producciones del psicótico y las del neurótico eran de forma más que de conteni do. Lo que en el neurótico puede surgir como fantasía o en un sueño, en el psicótico aparece como creencia (véase nuestra discusión de la transferencia psicótica en el capítulo 5). En 1900, Freud pudo afirmar que “todo lo que interrumpe el pro greso del trabajo analítico es una resistencia”. Consideraba que el motivo de esa resistencia era la ame naza de la activación de ideas y afectos displacenteros. Sos tuvo que las ideas reprimidas (que se resistían a ser recorda das) eran “todas ellas de naturaleza penosa, aptas para pro vocar los afectos de la vergüenza, el reproche, el dolor psíqui co, la sensación de un menoscabo” (1895d). No hubo en el concepto de resistencia ningún cambio esencial cuando el psicoanálisis ingresó en lo que hemos denominado su segun da fase (capítulo 1) y se reconoció la importancia de los im pulsos y deseos internos (a diferencia de las experiencias penosas reales) en la causación del conflicto y la génesis de la defensa. No obstante, comenzó a considerarse que la resis tencia estaba dirigida no sólo contra la rememoración de recuerdos displacenteros sino también contra el percatamiento de impulsos inaceptables. En un artículo sobre 120
“El método psicoanalítico de Freud” (1904a), que él mismo escribió, enuncia que este factor de la resistencia ha pasado a ser uno de los funda mentos de la teoría. A las ocurrencias que suelen dejarse de lado con toda clase de pretextos (...) Freud las considera reto ños de los productos psíquicos reprimidos (pensamientos y mociones), desfiguraciones de estos últimos provocados por la resistencia que se opone a su reproducción. Cuanto mayor es la resistencia, tanto más vasta es la desfiguración. En este enunciado se aprecia la incorporación de un nuevo elemento: ya no se concibe a la resistencia como la sofocación total de un contenido psíquico inaceptable, sino como la cau sante de una desfiguración de los impulsos y recuerdos in conscientes, de modo tal que éstos aparecen disfrazados en las asociaciones libres del paciente. En este sentido, la resistencia operaría exactamente igual que la “censura” del sueño (Freud, 1900a), o sea, su finalidad sería impedir que se vuelvan cons cientes los sentimientos, pensamientos o deseos inaceptables. El nexo entre el fenómeno clínico de la resistencia y tales procesos de “desfiguración” o de “censura” condujo natural mente a la formulación de que la resistencia no era algo que aparecía de manera esporádica durante el análisis sino que estaba presente siempre en el curso del tratamiento. El pa ciente “no debe perder de vista que un tratamiento como el nuestro es acompañado en su devenir por una resistencia cons tante” (Freud, 1909b). También comentaba, en este mismo artículo, la satisfacción que extraían los pacientes de su pade cimiento —punto éste que luego amplió, y al cual volveremos en el presente capítulo, al ocuparnos de la gratificación obte nida por vía del sufrimiento y de la satisfacción de una necesi dad de castigo. En el capítulo 4 mencionamos ya la importancia que adju dicaba Freud a la relación entre transferencia y resistencia. Según él, las llamadas “resistencias transferenciales” eran los obstáculos más poderosos que se oponían al tratamiento psi coanalítico (1912b, 1940a [1938]. Ideas y sentimientos relati vos al terapeuta pueden surgir como consecuencia de la incli nación del paciente a revivir antiguas actitudes, sentimientos 121
y experiencias reprimidos, en vez de recordarlos, o sea que vuelven a presentarse en el aquí y ahora de la situación analí tica. En lo inconsciente, el surgimiento de estas transferen cias de figuras del pasado del paciente sobre el analista puede resultar extremadamente peligroso. Sobre esto, Freud comen tó lo siguiente (1912b): Quien haya recogido la impresión correcta sobre cómo el analizado es expulsado de sus vínculos objetivos con el médico tan pronto cae bajo el imperio de una vasta resistencia transferencial; cómo luego se arroga la libertad de descuidar la regla fundamental del psicoanálisis, según la cual uno debe comunicar sin previa crítica todo cuanto le venga a la mente; cómo olvida los designios con los que entró en el tratamiento y cómo ahora le resultan indiferentes unos nexos lógicos y razo namientos que poco antes le habrían hecho la mayor impre sión; esa persona, decimos, sentirá la necesidad de explicarse aquella impresión por otros factores (que) resultan, también ellos, de la situación psicológica en que la cura ha puesto al analizado. FUENTES Y VARIEDADES DE RESISTENCIA Hacia 1912, en lo tocante a los orígenes de la resistencia en los pacientes que estaban en tratamiento psicoanalítico, Freud había establecido sólo una diferencia fundamental: la existen te entre la resistencia de transferencia y la resistencia de re presión. Esta última era inherente a la estructura psíquica del individuo y se oponía al percatamiento de sus impulsos y re cuerdos penosos o peligrosos. Las resistencias transferenciales pueden a la larga desaparecer y ser sustituidas por vínculos afectivos que refuerzan la alianza terapéutica, mientras que las resistencias de represión han de concebirse como una fuer za interior siempre presente (aunque fluctuante) que se opone a las finalidades perseguidas por el tratamiento. La tercera fase del psicoanálisis, iniciada a partir de la “teoría estructural” de la psique tal como fue descrita en El yo y el ello (Freud, 1923b), introdujo un cambio sustancial en la noción de resistencia. En una importante obra posterior, Inhi122
bidón, síntoma y angustia (1926d), Freud puntualizó que no sólo las mociones instintivas presentan peligros para el yo, sino también el superyó y el mundo externo. Propuso entonces su segunda teoría de la angustia, considerada como una señal de peligro para el yo, y no, como originariamente él había pensado, una transformación de la libido resultante de la re presión de un impuso sexual. Según esta nueva teoría, la se ñal de peligro podía aprontar una actividad defensiva en el yo, dando origen a su vez a una resistencia contra el análisis. Freud estaba ya en condiciones de diferenciar cinco tipos y orígenes principales de la resistencia (1926d): 1) La resistencia de represión, entendida como la manifes tación clínica de la necesidad del individuo de defenderse con tra los impulsos, recuerdos y sentimientos que, en caso de acceder a la conciencia, provocarían un estado penoso o ame nazarían con provocarlo. Esta resistencia de represión puede asimismo concebirse como un reflejo de la llamada “ganancia primaria” de la enfermedad neurótica, frase que alude al be neficio que conlleva la resolución de un conflicto intrapsíquicc penoso mediante la formación de un síntoma neurótico. En caso de que los mecanismos de defensa no puedan hacer frente al conflicto, se crea el síntoma como una “formación de última instancia”, tendiente a tramitarlo y a proteger al sujeto del percatamiento consciente de su contenido psíquico doloroso. Durante el análisis, el proceso de la asociación libre genera de continuo este peligro potencial, a raíz de las incitaciones que brinda a lo reprimido. Esto, a su vez, promueve la resistencia de represión. Cuanto más cerca de la conciencia se encuentre el material reprimido, mayor será la resistencia, y la tarea del analista consiste en facilitar, mediante sus interpretaciones, el acceso de dichos contenidos a la conciencia de un modo que el paciente pueda soportar (capítulo 12). 2) La resistencia de transferencia, en esencia similar a la resistencia de represión, pero dotada de la particular caracte rística de que refleja la lucha contra los impulsos infantiles surgidos, de manera directa o modificada, en la relación con el analista (capítulo 4). La situación analítica reanima el mate rial reprimido o tramitado de algún otro modo (p. ej., canaliza123
do en un síntoma neurótico) bajo la forma de una desfiguración de la realidad. Esta revivencia del pasado en la relación psicoanalítica puede provocar la resistencia de transferencia. También en este caso el analista debe ayudar con sus inter pretaciones a que surja en la conciencia el contenido de la transferencia de un modo tolerable. Las resistencias transferenciales incluyen la coartación consciente por el paciente de pensamientos acerca del analista, así como su reflejo en pensamientos transferenciales inconscientes contra los cua les se defiende. 3) La resistencia puede derivar del beneficio de la enferme dad (beneficio secundario). Si bien en un primer momento el individuo puede experimentar el síntoma como un “cuerpo extraño” indeseable, a menudo se da un proceso de “asimila ción” del síntoma en la organización psíquica. “El yo se com porta —dice Freud (1926d)— como si se guiara por esta consi deración: el síntoma ya está ahí y no puede ser eliminado; ahora se impone avenirse a esta situación y sacarle la máxima ventaja posible.” Estos beneficios secundarios provenientes de los síntomas nos son bien conocidos: son las ventajas y gratifi caciones que nos produce el hecho de caer enfermos y de que los demás nos cuiden o compadezcan, o la satisfacción que nos da descargar nuestros impulsos agresivos o vengativos en quie nes se ven forzados a compartir nuestro padecimiento. La ga nancia secundaria puede derivar asimismo de la satisfacción de una necesidad de castigo o de tendencias masoquistas ocul tas. Ejemplos groseros serían los de los pacientes con “neuro sis de compensación”, o los de aquellos individuos que enfer man por los beneficios sociales que ello les trae (v. gr., si el subsidio por enfermedad supera lo que podrían ganar traba jando). Durante el tratamiento, esta forma particular de resis tencia se manifiesta en la negativa inconsciente del paciente a renunciar a las ganancias secundarias de su enfermedad. 4) La resistencia del ello obedece a la resistencia que ofre cen los impulsos instintivos a todo cambio en su forma o mo dalidad de expresión. Sostuvo Freud (1926e): “Cabe imaginar que las cosas no dejarán de ofrecer dificultades si un proceso pulsional que durante decenios ha andado por cierto camino debe de pronto marchar por uno nuevo que se le ha abierto”. 124
Esta variedad de resistencia exige para ser eliminada la “ela boración” (capítulo 10). A nuestro entender, puede considerar se que esta resistencia al tratamiento es parte de la resisten cia psíquica más general a renunciar a hábitos y modalidades de conducta adquiridos, a “desaprender lo aprendido”. Una faceta de la “elaboración” consistiría en la adquisición de nue vas pautas de funcionamiento y aprendizaje que inhiban a las antiguas, más arraigadas. Se supone que este proceso consti tuye una parte importante de la tarea analítica. En algunos escritos psicoanalíticos se ha atribuido la resistencia del ello a la “inercia”, “adhesividad” o “viscosidad” de la libido. 5) La resistencia del superyó procede del sentimiento de culpa y de la necesidad del paciente de recibir un castigo. Para Freud era ésta la de más difícil discernimiento y tramitación por parte del analista; trasunta la presencia de un sentimien to inconsciente de culpa (1923b) y da cuenta de la reacción, en apariencia paradójica, del paciente frente a cualquier avance del análisis que represente la consumación de algún impulso contra el que se ha defendido obedeciendo a las instigaciones de su propia conciencia moral. Así, un individuo con fuertes sentimientos de culpa debidos, por ejemplo, a su anhelo de ser el hijo más querido y de vencer a sus hermanos, puede reaccio nar con resistencias ante cualquier cambio que amenace pro ducir una situación en la que nuevamente triunfe sobre cier tos rivales. O bien un sujeto con intensos sentimientos de culpa inconscientes provocados por sus deseos sexuales reac cionará con fuerte resistencia cuando el proceso analítico los libere. Un ejemplo de resistencia superyoica sería el del indi viduo que se permite pensar algo que lo hace sentir culpable, luego reprime ese pensamiento, y acude a la sesión con un malestar que, a la larga, resulta ser producto de esa culpa que le mueve a resistirse al análisis. La forma más intensa de estas resistencias superyoicas se aprecian en la reacción tera péutica negativa, de la que nos ocuparemos en el capítulo 8. Según Freud, los fenómenos clínicos de la resistencia esta ban íntimamente (aunque no exclusivamente) ligados a toda la gama de mecanismos de defensa de los pacientes; no se vinculaban específicamente a la represión, aunque a menudo 125
empleó el término “represión” como sinónimo de defensa, en general. Los mecanismos de defensa surgen y se utilizan para abordar situaciones de peligro (en especial, las que se presen tarían si se permitiera la libre y franca expresión de sus de seos inconscientes, sexuales o agresivos, en la conciencia o en la conducta), e incluyen la protección, la anulación retroacti va, la intelectualización, la racionalización, la identificación con el agresor, la formación reactiva, etc. Freud (1937c) co mentó que “los mecanismos de defensa frente a antiguos peli gros retornan en la cura como resistencias al restablecimiento. Se desemboca en esto: que la curación misma es tratada por el yo como un peligro nuevo”. Ya había hecho referencia anteriormente al vínculo exis tente entre el tipo de resistencia que manifiesta un individuo y la índole de su organización defensiva subyacente. Por ejem plo, describió las particulares distorsiones que sufre la asocia ción libre en el caso de los neuróticos obsesivos (1909d). Empe ro, si bien entendía que las diversas clases de resistencia eran indicativas de ciertos aspectos de la psicopatología del indivi duo (1926d), en lo fundamental eran para él obstáculos que se oponían a la labor analítica. En 1936, Anna Freud, en su obra El yo y los mecanismos de defensa, subrayó que las resistencias pueden proporcio nar abundante información acerca del funcionamiento psí quico del paciente. En la medida en que reflejaban un tipo determinado de conflicto y de defensas empleadas contra él, pasaron a ser entonces objeto del estudio psicoanalítico. En esencia, el análisis de las resistencias equivaldría al análisis de los aspectos defensivos del paciente que pasan a formar parte del desenlace patológico de sus conflictos. De ahí que el “análisis de la defensa” realizado a través del análisis de la resistencia llegara a desempeñar un papel cada vez más des tacado en la técnica psicoanalítica (A. Freud, 1965; Glover, 1955; Hartmann, 1951; Sandler y A. Freud, 1985). Refirién dose al análisis de los sueños, Gillman (1987) afirmó que desde cierto punto de vista todos los sueños son “sueños de resistencia”, por cuanto su contenido encubre material in consciente contra el cual el individuo se defiende; al mismo tiempo, el sueño es “una ventana abierta a un material que 126
de otro modo resultaría inaccesible”. Gillman continúa di ciendo que los sueños trasuntan las defensas características de los pacientes para apartar de la conciencia el contenido psíquico displacentero. Reich puso de relieve en varias obras importantes (1928, 1929, 1933) que ciertos individuos desarrollan rasgos de ca rácter fijos como resultado de sus procesos defensivos del pa sado, y que esos rasgos se revelan tanto en la personalidad como en el proceso psicoanalítico, a manera de “actitudes fi jas” características. A estas actitudes, Reich las englobó con el nombre de “coraza del carácter” (Charakterpanzerung). Si bien sostuvo que las resistencias producidas por esos rasgos “fijos” de la personalidad tenían que ser en un comienzo el foco de la labor analítica, Anna Freud (1936) opinó que sólo debían po nerse en primer plano del análisis cuando no se detectaran huellas de un conflicto presente que comprometiera al yo, las pulsiones y afectos. Este punto de vista fue ampliado más tarde por Sterba (1953). En 1937, Freud publicó su “Análisis terminable e intermi nable” (1937c), donde examinó diversos factores que podían limitar el éxito de la labor analítica. Entre ellos se hallaban la intensidad constitucional de las pulsiones, que contribuían a establecer en la personalidad del individuo lo que él denominó una “roca sólida” inmodificable. Otro era la imposibilidad de acceder a conflictos latentes que no aparecían revividos en la transferencia y por ende no eran analizables. Freud sugirió además que la movilidad o viscosidad de la libido, y ciertas fuentes de conflicto biológicamente determinadas (p. ej., la envidia del pene en la mujer y la pasividad constitucional del varón), contribuían a la resistencia al cambio. Poco después, Deutsch (1939) propuso una triple clasifica ción de las variedades de la resistencia: 1) las resistencias intelectuales o “intelectualizadoras”; 2) las resistencias transferenciales, y 3) las resistencias que surgen a raíz de la necesidad del paciente de defenderse contra la rememoración de material infantil. Examinó por extenso el primer grupo, comentando que los individuos que presentan estas resisten cias intelectuales procuran reemplazar el experienciar en el análisis por una comprensión intelectual. Estas resistencias 127
aparecen en sujetos muy intelectualizados, en los neuróticos obsesivos y en pacientes “con afectos bloqueados o perturba dos, quienes, habiendo reprimido el aspecto afectivo de su vida, retuvieron el aspecto intelectual como único medio de expresión (...) de su personalidad”. Pese al nexo estrecho que existe entre resistencia y defen sa, se ha destacado a menudo que no son sinónimos (Brenner, 1981; Gero, 1951; Laplanche y Pontalis, 1973; Loewenstein, 1954; Lorand, 1958; Stone, 1973). Blum (1985) afirma acerta damente: El concepto de defensa es más amplio que el de resistencia, dado que este último es una función del tratamiento que cobra significado a partir del proceso analítico. Habitualmente se considera cómo influye la resistencia en la asociación libre y en la cooperación del paciente con la alianza terapéutica, pero también es posible definirla y describirla desde muchos otros puntos de vista: la resistencia transferencial, la resistencia del superyó, la resistencia del ello, la reacción terapéutica negativa, las tendencias a la repetición y a la regresión, etc. En un sentido amplio, la defensa impide la comprensión, y ésta permite tomar conciencia de las operaciones defensivas que operan como resistencia en el proceso analítico, y supri mirlas. Si las defensas son parte integral de la estructura psíquica de los pacientes, la resistencia representa su tentativa de pro tegerse contra las amenazas que impone el procedimiento ana lítico a su equilibrio psíquico. Como sostiene Greenson (1967): “Las resistencias defienden el statu quo de la neurosis del enfermo, oponiéndose al analista, a la tarea analítica y al yo razonable del paciente”. Ajuicio de Rangell (1985), puede con siderarse a la resistencia como un segundo estrato defensivo activado por el yo cuando las defensas existentes resultan demasiado débiles. Stone (1973) ha llamado la atención sobre otra faceta al señalar que los fenómenos de la resistencia son en gran medida, si no exclusivamente, de tendencia conservadora y autoprotectora. Dado que sus objetivos son por lo común irracionales en cuan128
to a su derivación, y en buena parte desacordes con el yo, estos fenómenos se avienen a la labor analítica. Debe recordarse que la finalidad subjetiva de su existencia es proteger los as pectos inconscientes insertos dentro de la personalidad, y, re cíprocamente, proteger la personalidad del adulto de las inva siones y exigencias potencialmente disociadoras de contenidos hasta entonces inconscientes. Y luego añade: “El aspecto infantil del yo [del paciente] vivencia desde el comienzo al analista como una amenaza”. Esto es un reflejo del punto de vista según el cual el encuadre analítico incita a la regresión, y su resultado es intensificar un deseo o impulso previamente reprimido, con lo cual aumenta el conflicto y cobra mayor vigor la resistencia. Si se examina la bibliografía psicoanalítica posterior a Freud, se aprecia que el concepto de resistencia ha permanecido en esencia intacto en el psicoanálisis, pero en cambio se han descrito con detalle las múltiples formas que puede adoptar, y sin lugar a dudas, la sensibilidad ante los signos sutiles de resistencia es conside rada, en general, como una parte cada vez más importante del bagaje técnico del analista. Interesa diferenciar entre: 1) el concepto de un estado psíquico interno de resistencia, que no es observable de modo directo, y 2) los signos observables de dicha resistencia, que a menudo se designan con el sustantivo en plural: las “resistencias” El hecho de no establecer este distingo ha dado origen a grandes confusiones, ya que la se gunda categoría de “resistencias” es el producto de un estado interno de mayor resistencia (en el primer sentido), y el ana lista debe abordar la causa de este último más que sus mani festaciones concretas (aun cuando no tiene que soslayar di chas manifestaciones).Vale la pena apuntar que ciertas con ductas que habitualmente se consideran señales de resisten cia del paciente (como el guardar silencio o quedarse dormido) pueden ser entendidas, en determinados momentos del análi sis, no sólo como una resistencia sino como formas de expre sión no verbales de deseos, fantasías o recuerdos reprimidos (véase Ferenczi, 1914; Khan, 1963). Puede resultar útil aplicar la diferenciación descriptiva que hizo Glover (1955) entre las resistencias “obvias” o “graves”, por un lado, y las resistencias “discretas”, por el otro. Las 129
primeras incluyen la interrupción del tratamiento, las tardan zas o ausencias reiteradas a las sesiones, el silencio persisten te, el uso de circunloquios, el rechazo automático o el malen tendido ante todo cuanto dice el analista, la adopción de una actitud de presunta ignorancia, la abstracción como modali dad sistemática del pensamiento o el quedarse dormido en la •/ sesión. Las resistencias menos llamativas, más discretas, se disimulan detrás de un aparente acatamiento a los requisitos que impone la situación analítica. Pueden manifestarse en la coincidencia con todo lo que dice el analista, en el aporte de material (v. gr., sueños) en el cual, según supone el paciente, el analista tiene particular interés, y en muchas otras formas. Como señala Glover, “en general, la característica de estas resistencias discretas es justamente que no dan lugar a esta llidos, no quiebran superficialmente la situación analítica ni la desbandan, sino que más bien se infiltran en ella, la im pregnan o, para decirlo de otro modo, en lugar de ir contra la corriente se dejan llevar por ella como esos troncos semisumergidos que estorban el paso”. Fenichel (1945a) ha distinguido las resistencias “agudas” de las formas más encubiertas, que se manifiestan principal mente en el hecho de que no se producen cambios en el pacien te, por más que el trabajo psicoanalítico parecería proseguir sin dificultades. Una importante diferenciación clínica (sobre todo en el contexto del denominado “análisis del carácter”) es la que se ha establecido entre las resistencias acordes con el yo y las desacordes con el yo (Dewald, 1980; Gilí, 1988; Reich, 1933; Stone; 1973). Las segundas son aquellas que el paciente siente que entorpecen la labor analítica; a las acordes con el yo, por el contrario, no las siente como resistencias sino como reacciones apropiadas en dicha situación. Las expresiones “acorde con el yo” y “desacorde con el yo” son anteriores a la teoría estructural de Freud (1923b) y debe entendérselas como “acordes con la conciencia” y “desacordes con la conciencia”. En fecha más reciente, Stone (1973) y Dewald (1980) han abogado, con argumentos semejantes, por la diferenciación entre resistencias “tácticas” y “estratégicas". Dice Dewald: Las resistencias estratégicas serían las operaciones psí130
quicas inconscientes nucleares o básicas a través de las cuales el paciente sigue buscando satisfacción a las mociones pulsionales infantiles o de su niñez temprana y a sus retoños, así como las elecciones de objeto y las operaciones psíquicas adaptativas o defensivas. (...) Las resistencias tácticas son las pautas de conducta intrapsíquica e interpersonal superpues tas en diversas jerarquías de organización, mediante las cua les los pacientes se defienden contra el percatamiento cons ciente de las resistencias estratégicas nucleares y de los con flictos con que se entretejen. (...) Su comprensión y elabora ción en el proceso analítico es un modo importante de acceder al análisis del yo y de conocer sus operaciones de síntesis, así como la forma general en que se preserva la organización psíquica característica del individuo. Si bien toda tentativa de clasificación de las formas de resistencia tiene la naturaleza de un ejercicio académico, los ejemplos clínicos pueden ser sumamente útiles (Boesky, 1985; Boschán, 1987; Frank, 1985; Gilí, 1988; Gillman, 1987; Lipton, 1977; Vianna, 1974, 1975). La gama de formas que puede cobrar la resistencia es probablemente infinita, y parecería más provechoso investigar sus distintas fuentes, más limita das en número, así como indicar la motivación de cada tipo de resistencia y la función que cumple en un momento determi nado. Como indica Dewald (1980), “las manifestaciones de la resistencia son proteicas y muy variables en los diferentes pacientes, así como en un mismo paciente en diversos perío dos de su análisis”. En lo que atañe a las fuentes de la resistencia, las señala das por Freud (1926d) siguen formando el eje de la teoría de la técnica psicoanalítica, aunque es preciso ampliarlas y modifi carlas a la luz de aportes posteriores. Esto es lo que intentare mos hacer a continuación, pero advirtamos de entrada que las categorías expuestas se superponen en gran medida. 1) Las resistencias resultantes del peligro que el procedi miento psicoanalítico y sus objetivos representan para las adap taciones particulares que ha hecho el paciente. En este con texto empleamos el concepto de “adaptación” para referirnos a la adaptación del sujeto a las fuerzas provenientes tanto de sí mismo como del mundo externo (Hartmann, 1939; Sandler y 131
JofTe, 1969). En esta categoría puede incluirse la resistencia de represión, caso específico de lo que podríamos llamar “re sistencia de la defensa", ya que hay otras defensas, además de la represión, que pueden originar una resistencia. A su vez, es dable concebir a los mecanismos de defensa como mecanismos adaptativos esenciales para el funcionamiento normal del in dividuo y no sólo involucrados en los procesos patógenos (A. Freud, 1936). 2) Las resistencias de transferencia, tal como en esencia las describió Freud. Stone (1973) ha resumido así el vínculo existente entre la resistencia y la transferencia: En primer lugar, está la resistencia a percatarse de la trans ferencia, y su elaboración subjetiva en la neurosis de transfe rencia. En segundo lugar, la resistencia ante las reducciones dinámicas y genéticas de la neurosis de transferencia [Stone se refiere aquí a la disección del conflicto transferencial y la com prensión de su desarrollo], y en definitiva ante el propio vínculo transferencial, una vez que se lo ha establecido en la concien cia. En tercer lugar, la presentación transferencial del analista a la parte del yo del paciente “que vivencia”, como objeto del ello y como superyó exteriorizado simultáneamente, junto con la alianza terapéutica entre el analista, en su función real, y la porción racional y “observadora” del yo del paciente. Stone (1973) apunta que “lo más importante, empero, es establecer un concepto científico y operativo viable de la resis tencia ante el proceso terapéutico como manifestación de un conflicto intrapsíquico reactivado en el nuevo contexto interpersonal”. Interesa recordar que en 1934 James Strachey ya había escrito que “una de las características de toda resisten cia es que surge en relación con el analista; por lo tanto, su interpretación será inevitablemente una interpretación transferencial”. Desde entonces hubo avances sustanciales en nues tro conocimiento de la relación entre transferencia y resisten cia. Tanto Stone (1973) como Gilí (1982) distinguen entre la “resistencia a percatarse de la transferencia” —o sea, la nega tiva del paciente a hacerse consciente de sus sentimientos y actitudes transferenciales— y la “resistencia a la resolución de la transferencia”. 132
El acento puesto en los últimos años en la perspectiva in terpersonal de la situación analítica llevó, como es natural, a examinar el papel de los factores propios del analista que pueden contribuir a la resistencia del paciente. Stone (1973) señala que “a veces una actitud de rechazo, hostil o refractaria del paciente, [suscita] reacciones antagónicas espontáneas en el médico”, y a esto lo llama “contra-resistencia” del analista, la cual puede ser inconsciente y proyectarse sobre el paciente (Vianna, 1975), generando en él como consecuencia directa una resistencia. Anna Freud (1954) sostuvo que con el debido respeto que nos merecen el necesario manejo y la interpretación más rigurosos de la transferencia, aun así creo que deberíamos dar cabida al entendimiento de que el analis ta y el paciente son además dos personas reales, parejos en su condición de adultos, que han establecido una relación perso nal real entre ambos. Me pregunto si el descuido (a veces total) en que tenemos a este aspecto de la cuestión no es el causante de algunas de las reacciones hostiles que se dan en nuestros pacientes, que tendemos a atribuir únicamente a la “transferencia genuina”. Advierte Anna Freud que estas ideas “son técnicamente subversivas y deben manejarse con cuidado”. Thomá y Háchele (1987) afirman que a menudo sólo se menciona al pasar la influencia del analista y de su técnica de tratamiento en el desarrollo de transferen cias negativas y erotizadas (...) pese al reconocimiento general de que las transferencias fuertemente negativas (y lo mismo puede decirse de las erotizadas) dependen en alto grado de la contratransferencia, la técnica del tratamiento y la postura teórica del analista. 3) La resistencia derivada de la ganancia secundaria de la enfermedad, tal como fue examinada por Freud. 4) La resistencia del superyó, como la describió Freud. Avan ces posteriores, sobre todo los propulsados por la obra de Fairbaim sobre las relaciones objétales y la resistencia, lleva ron a los teóricos de las relaciones objétales a pensar cada vez menos en función de la teoría estructural freudiana y a conce133
bir esencialmente la vida intrapsíquica a partir de las relacio nes objétales internas. Según ellos, la resistencia del superyó se vincula a la interacción con una figura internalizada críti ca o persecutoria. Fairbairn (1958) ha tratado bellamente el tema de las relaciones objétales internas y su conexión con el tratamiento psicoanalítico, puntualizando que “en cierto sen tido, el tratamiento psicoanalítico se reduce a la lucha que libra el paciente para consolidar su relación con el mundo interno por intermedio de la transferencia, y a la determina ción del analista de abrir una brecha en ese sistema cerrado fijando las condiciones en las que, dentro del marco de la relación terapéutica, el paciente puede ser inducido a aceptar el sistema abierto de la realidad exterior”. Kernberg (1985) declara algo similar al decir, refiriéndose a la comprensión del carácter del paciente, que las relaciones objétales inter nalizadas conflictivas pueden reactivarse en la transferencia, en cuyo caso las defensas del carácter se convierten en resis tencias transferenciales. Sin duda, el amoldamiento recíproco entre el sí-mismo y sus objetos brinda un sentimiento de seguridad, por más que sea a la vez causante de dolor. Consecuentemente, la existen cia misma de relaciones internas organizadas puede ser el origen de una resistencia al cambio que el análisis propone (Sandler, 1990a, 1990b). 5) La resistencia derivada de procedimientos equivocados o medidas técnicas inapropiadas del analista. Si tanto éste como el paciente admiten tales fallas, dichas resistencias pueden abordarse en el curso normal del tratamiento; de no ser así, bien pueden llevar a una interrupción del mismo o a que se lo continúe en forma espuria (Glover, 1955; Greenson, 1967). 6) Las resistencias debidas al hecho de que los cambios que el analista produce en el paciente le provocan dificultades concretas en su relación con las personas importantes de su medio (Freud, 1916-17; Gilí, 1988; Stone, 1973). Así, una espo sa servil y masoquista tal vez se resista a la comprensión y al cambio porque ello podría poner en peligro su matrimonio. 7) Las resistencias causadas por la amenaza de curarse y la pérdida consiguiente del analista. Muchos individuos per manecen en análisis a raíz de las gratificaciones ocultas que el 134
método y la relación analítica les procuran. Esto ocurre con más frecuencia cuando el paciente ha llegado a depender del analista como figura importante de su vida. Quizá lo vivencie a éste como un padre protector o una madre nutricia, y su resistencia a curarse refleje su temor a abandonar tal rela ción. Estos pacientes pueden empeorar cuando comienza a hablarse del final del tratamiento —lo cual no equivale a una reacción terapéutica negativa (véase el capítulo 8). 8) Las resistencias provocadas por la amenaza que consti tuye la labor analítica para la autoestima del paciente (Abraham, 1919). Esto es particularmente importante en los pa cientes cuya principal motivación para la actividad defensiva que despliegan es el sentimiento de vergüenza, los cuales pue den tener dificultad para aceptar los aspectos infantiles de sí mismos que surgen durante la terapia porque los consideran vergonzosos. Ya en 1919 Abraham aludió al problema que presentaban algunos pacientes que evidenciaban su resistencia constante al análisis a través del control de sus asociaciones. Dotados de una personalidad esencialmente narcisista, ocultaban su re chazo al análisis disimulándolo bajo la apariencia de un ansio so afán de ser analizados. Según Abraham, la labor analítica se veía obstaculizada por el hecho de que su amor narcisista no encontraba satisfacción y, por ende, no podía establecerse una transferencia positiva. Con posterioridad a Abraham, se prestó cada vez mayor atención al análisis de la resistencia en pacientes narcisistas y en los afectados de graves trastornos de la personalidad con patología fronteriza (véase Vianna, 1974; Boschán, 1987; Kemberg, 1988). Particularmente significati va en este sentido fue la obra de Melanie Klein (1946, 1957), Rosenfeld (1965b, 1971) y Kohut (1971, 1977, 1984). Rosenfeld señaló que en el paciente narcisista las resisten cias sólo pueden abordarse “mediante un análisis minucioso y meticuloso de la agresión y la envidia en la relación transferencial analítica, por ejemplo mediante la interpretación de las angustias persecutorias conexas que se proyectan en el analista" (en Vianna, 1974). Kernberg (1988) ha rastreado las ramificaciones de los impulsos narcisistas desde el punto de vista de las relaciones objétales, y refiriéndose al análisis de 135
las resistencias de los pacientes con trastornos narcisistas de la personalidad dice que el surgimiento en la transferencia de los diversos rasgos pro pios del sí-mismo grandioso patológico y de las representacio nes correspondientes del objeto admirado, desvalorizado o te mido con recelo puede permitir la elucidación gradual de los elementos de las relaciones objétales internalizadas que lleva ron a la condensación del sí-mismo grandioso sobre la base de las representaciones que lo constituyen: la del sí-mismo real, la del sí-mismo ideal y la del sí-mismo objeto ideal. Muchos analistas sostienen hoy que no debe oponerse el narcisismo a las relaciones objétales, sino que más bien debe concebírselo en función de tipos específicos de relaciones objé tales internas, incluida la relación del individuo con su símismo. 9) La resistencia a renunciar a soluciones que resultaron adaptativas en el pasado (incluidos los síntomas neuróticos) y que deben ser “desaprendidas” o extinguidas. Este proceso de extinción lleva tiempo y forma parte integral del proceso de elaboración (capítulo 12). Esto abarca la llamada “resistencia del ello” y también elementos de resistencia al cambio prove nientes de modalidades de funcionamiento propias de aspec tos más organizados y controladores de la personalidad (o sea, el yo y el superyó). En los últimos años se ha hecho hincapié cada vez más (p. ej., Stone, 1973; Thomá y Kachele, 1987) en que la resistencia se dirige contra “la integración de la experiencia, más que con tra los aspectos explícita o exclusivamente infantiles o contra el pasado” (Stone, 1973). Esta opinión se vincula a la de Erikson (1968), para quien hay una “resistencia a la identidad” fundada en la renuencia a perder los sentimientos de identidad ligados con la representación del sí-mismo. Cuanto menos organizado se encuentre el sí-mismo de un paciente, mayor será la amena za para él, y por lo tanto mayor también su resistencia. Análogamente, Ogden (1983) ha estudiado de qué manera el paciente se resiste a modificar las relaciones objétales internas frente a sus nuevas experiencias. Además, el paciente puede recurrir a la resistencia como un modo de controlar la “distan136
cia” que hay entre él y el analista, con el fin de impedir el descontrol y así la pérdida de su seguridad (véase Sandler, 1968; Thomá y Káchele, 1987). Aunque en la actualidad la mayoría de los analistas no considerarían viable el concepto de “resistencia del ello” (p. ej., Fenichel, 1941), otros autores (p. ej., Frank, 1985; Stone, 1973; Thoma y Káchele, 1987) entienden que éste puede trasuntar las variaciones cuantitativas en la intensidad de las mociones pulsionales. 10) Las resistencias de carácter, como las descritas por Reich (1928,1929,1933), resultantes de la naturaleza “fija” de los rasgos de carácter que pueden persistir después de haber mermado o desaparecido los conflictos que primigeniamente les dieron origen. Estos rasgos le resultan aceptables al indivi duo porque no le ocasionan desazón. Boesky (1985) ha mani festado, empero, que debe abandonarse por completo la noción de una resistencia del carácter, y que es “equívoco sugerir que las denominadas resistencias del carácter deben tratarse de un modo diferente de cualquier otra resistencia”. Por otro lado, Kernberg (1980a) ha abogado por el mantenimiento de dicho concepto, y subraya la importancia de evaluar tales resisten cias cuando se desea establecer la analizabilidad. Sin lugar a dudas, las resistencias derivadas de los aspec tos inmodificables de la estructura del carácter de un indivi duo son de gran importancia en el análisis. Sandler (1988) emite la opinión de que la “roca sólida” inalterable a que alu día Freud (1937c) puede considerarse “un basamento rocoso biopsicológico específico, que compromete en gran medida las estructuras establecidas durante el desarrollo específico del individuo, en su relación recíproca específica con su medio —particularmente como consecuencia de la interacción entre el bebé y la persona que lo cuida—. Esto fija un límite, por cierto, a lo que el análisis puede lograr. (...) No es una técnica apropiada pasar por alto tales factores y considerar que todo es ‘analizable* ”. Es oportuno mencionar aquí el concepto de “restricción del yo” enunciado por Anna Freud (en Sandler y A. Freud, 1985): La restricción del yo actúa sobre el afecto displacentero suscitado por una experiencia interna. La idea es que una vez 137
que el niño ha tenido la experiencia de que ese afecto puede surgir, para él lo más sencillo es no dejar que se presente la misma situación. Esto no constituye en modo alguno un meca nismo neurótico, sino que es en realidad uno de los mecanis mos que contribuyen a que podamos edificar nuestra persona lidad diferente de las demás. Desde la más temprana edad existe una evitación más o menos automática de lo displacen tero, y después de todo, ¿por qué tendríamos que soportar experiencias desagradables? El yo siente que hay otras cosas para hacer. El papel de la resistencia en el análisis de niños ha sido discutido en detalle por Sandler, Kennedy y Tyson (1980), quienes observan que en tal caso “hay que atender a las resis tencias que se oponen a la comunicación o a la cooperación, en general, más que a las resistencias que se oponen a la asocia ción libre verbal”. Aunque las dos últimas variedades de resistencia a las que nos hemos referido están vinculadas entre sí, y hasta podría considerárselas como formas de “ganancia secundaria”, tienen una base distinta de la que habitualmente se atribuye a ésta. Se ha dicho que una solución adaptativa —ya se trate de un síntoma neurótico, un rasgo del carácter o alguna otra modali dad de funcionamiento psíquico— se ve reforzada si su dispo nibilidad o predecibilidad incrementan el sentimiento de se guridad del individuo, y por ende ofrece resistencia al cambio una vez que ha desaparecido la “ganancia primaria” original (Sandler, 1960a). Como describieron Sandler y Joffe (1968) con respecto a la persistencia de las “estructuras” psíquicas que moldean el comportamiento, algunas estructuras pueden evolucionar a fin de resolver un conflicto actual, pero quizá persistan y se recurra a ellas para conservar el sentimiento de seguridad, por más que ya no operen igual que antes los impulsos originales que contribuye ron a su formación. Es probable que estas últimas estructuras sean las que más se avengan a un cambio a través de una terapia de la conducta. Así, por ejemplo, un síntoma neurótico (y las estructuras en que se apoya) puede estar dirigido a resolver un conflicto en curso entre un deseo pulsional y un patrón interno tsuperyoico) del individuo, pero más tarde pue138
de operar como método que produce seguridad, y si se dispone de otros métodos para alcanzarla, se creará y empleará una solución distinta, más cómoda, y quedará inhibido el empleo de la antigua estructura sintomática. (...) Todos los sistemas y técnicas psicoterapéuticos (incluida la terapia de la conducta) brindan abundantes soluciones alternativas potenciales para lograr seguridad, que el paciente puede adoptar. Hay general acuerdo entre los psicoanalistas acerca de que una parte importante del proceso analítico es que el analista haga consciente al paciente de sus resistencias y trate de que las vea como obstáculos que debe comprender y superar. Esta tarea puede ser ardua, ya que a menudo el paciente hará cuanto esté en sus manos para justificar y racionalizar su resistencia, y la considerará apropiada dadas las circunstan cias. Quizá ve inconscientemente como una amenaza al segu ro equilibrio neurótico que ha alcanzado la perspectiva de que la labor analítica tenga éxito. Y si se siente muy afectado por esta amenaza, podría incluso manifestar su resistencia me diante una “fuga en la salud”, e interrumpir el tratamiento dando como excusa la desaparición momentánea de sus sínto mas. Su temor a lo que el análisis podría provocar parecería ser tan intenso como para contrarrestar los beneficios prima rios y secundarios del síntoma. En nuestra opinión, los meca nismos por los cuales se llega a esta “fuga en la salud” todavía no se han comprendido bien, pero parece probable que el pro ceso se dé cuando la ganancia secundaria de la enfermedad ha desempeñado un importante papel en el mantenimiento de los síntomas, una vez que mermó o desapareció la ganancia pri maria. Debe diferenciarse la “fuga en la salud” de la renega ción de los síntomas, que puede formar parte de la justifica ción del paciente para poner fin al tratamiento cuando las resistencias suscitadas desbordan la alianza terapéutica. Originalmente, pues, la resistencia se concibió como una resistencia a la rememoración y a la asociación libre, pero el concepto pronto se extendió hasta incluir todos los obstáculos que se levantan en el paciente contra las finalidades y proce dimientos de la terapia. En el psicoanálisis y en las psicotera pias de orientación psicoanalítica, las resistencias son supera das merced a las interpretaciones y otras intervenciones del 139
analista (capítulo 10). Por otra parte, se ha llegado a ver en la forma y el contexto de la resistencia una fuente útil de infor mación para el terapeuta. Esto permitió hacer extensivo el concepto a otros tipos de tratamiento; en la práctica médica corriente vemos manifestaciones de la resistencia en el olvido de la fecha en que se concertó la entrevista con el profesional, la comprensión equivocada de sus instrucciones, la racionalización de los motivos para interrumpir el tratamien to, etc. Distintos métodos de tratamiento pueden estimular resistencias de diverso origen, y a ello se debe quizá que un método tenga éxito con cierto paciente allí donde fallaron otros. Más aún, el éxito de determinadas terapias puede obedecer a que soslayan ciertas fuentes de resistencia, aunque no es me nos cierto que otros procedimientos fracasan por no haber tomado las debidas precauciones para el manejo apropiado de las resistencias que suscitaron. En todas y cada una de estas diferentes situaciones, las resistencias pueden constituir un medio de información útil.
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8. LA REACCION TERAPEUTICA NEGATIVA
Si hemos incluido en este volumen el concepto de reacción terapéutica negativa, ello obedeció a varias razones. En pri mer término, a que ha tenido una importancia particular den tro de la historia del psicoanálisis, pues es el fenómeno clínico elegido por Freud (1923b) para ilustrar la operación de un “sentimiento inconsciente de culpa” e indicar la existencia de lo que él concebía como una instancia psíquica aparte: el superyó. Además, ese concepto ha sido muy utilizado en el psi coanálisis clínico y desde la época de la formulación origine de Freud se escribieron sobre él importantes trabajos. A dife rencia de conceptos como el de transferencia (capítulos 4 y 5) > el de acting out (capítulo 9), no ha tenido gran empleo fuera del psicoanálisis clínico, lo cual puede considerarse llamativo, dado que a primera vista se diría que es posible aplicarlo sin mayores modificaciones a una amplia gama de situaciones clínicas. Como hemos dicho, Freud fue el primero en describir y explicar el fenómeno de la reacción terapéutica negativa en el tratamiento psicoanalítico (1923b): Hay personas que se comportan de manera extrañísima en el trabajo analítico. Si uno les da esperanzas y les muestra contento por la marcha del tratamiento, parecen insatisfechas y por regla general su estado empeora. Al comienzo, se lo atribuye a un desafío, y al empeño por demostrar su superiori dad sobre el médico, pero después se llega a una concepción más profunda y justa. Uno termina por convencerse no sólo de 141
que estas personas no soportan elogio ni reconocimiento algu no, sino que reaccionan de manera trastornada frente a los progresos de la cura. Toda solución parcial, cuya consecuencia debiera ser una mejoría o una suspensión temporal de los síntomas, como de hecho lo es en otras personas, les provoca un refuerzo momentáneo de su padecer; empeoran en el curso del tratamiento, en vez de mejorar. Freud conectaba esto con el funcionamiento de un senti miento inconsciente de culpa procedente de la conciencia mo ral del sujeto (un aspecto de su superyó). En estos casos puede considerarse que la enfermedad cumple, al menos en parte, la función de aliviar o reducir dicho sentimiento de culpa. Los síntomas tal vez representen una necesidad de castigo o de padecimiento, un intento de apaciguar a una conciencia moral exageradamente rigurosa y crítica. De ello se desprende que el restablecimiento, o la promesa de restablecimiento, es para estos pacientes una amenaza particular, a saber, la de vivenciar sentimientos de culpa intensos y tal vez insoportables. Se ha sugerido que en estos pacientes liberarse de sus síntomas pue de constituir la consumación de deseos infantiles inconscien tes cuya gratificación sienten prohibida. Freud vinculó inequívocamente la reacción terapéutica ne gativa a un sentimiento de culpa inconsciente, y si bien dijo que, hablando con propiedad, no podría decirse que un senti miento es “inconsciente” (1923b, 1924c), entendía que los mis mos factores que producen los sentimientos de culpa conscien tes pueden operar fuera de la conciencia y que la expresión “sentimiento de culpa inconsciente” resultaba útil pese a las objeciones filosóficas o semánticas que pudieran hacérsele. En “El problema económico del masoquismo” (1924) añadió que en ciertos casos el sentimiento de culpa inconsciente que da origen a la reacción terapéutica negativa puede verse reforza do por una tendencia masoquista encubierta (Loewald, 1972, examina el papel del llamado “instinto de muerte” en el con texto del masoquismo y de la reacción terapéutica negativa), dando lugar a que se extraiga un nuevo beneficio del sufri miento que la enfermedad provoca, con el aumento consecuen te de la resistencia a recuperarse. Dice Freud que;
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el padecer que la neurosis conlleva es justamente lo que la vuelve valiosa para la tendencia masoquista. También es ins tructivo enterarse de que, contrariando toda teoría y expecta tiva, una neurosis que se mostró refractaria a los empeños terapéuticos puede desaparecer si la persona cae en la miseria de un matrimonio desdichado, pierde su fortuna o contrae una grave enfermedad orgánica. En tales casos, una forma de pa decer ha sido relevada por la otra... En ese mismo artículo señalaba la dificultad para explicar el sentimiento de culpa inconsciente a los pacientes y sostenía que de hecho el concepto no era psicológicamente correcto; apuntó que la idea de una “necesidad de castigo” parece dar cuenta apropiada de las observaciones. En 1923 había comen tado que si la reacción terapéutica negativa se funda en un sentimiento de culpa “prestado”, por decir así, podían lograrse brillantes éxitos terapéuticos; entendiendo por sentimiento de culpa “prestado” el que se tomó de un objeto de amor identifi cándose con la culpa de éste. La dinámica de este fenómeno fue más tarde examinada por Levy (1982). Así pues, Freud empleaba la expresión “reacción terapéuti ca negativa” tanto de modo descriptivo como explicativo. Por un lado, la utilizó como descripción de un fenómeno clínico particular, a saber, el empeoramiento del estado del paciente luego de alguna experiencia alentadora en la cura (p. ej., el hecho de que el analista manifestara su satisfacción por el progreso del tratamiento, o de que el propio paciente advirtie ra sus avances en la elucidación de algún problema), empeora miento que viene a reemplazar al alivio que normalmente se esperaría en tales casos. Por otro lado, la consideraba una explicación de un fenómeno clínico atendiendo a su mecánica psicológica, o sea, la reacción consistía en sentirse peor o em peorar efectivamente en vez de mejorar, con el fin de reducir los sentimientos de culpa promovidos por dicha mejoría. Freud pensaba que esta reacción era característica de un cierto tipo de pacientes, e interesa destacar que unos años atrás había descrito un mecanismo esencialmente análogo en un contexto por entero distinto. Al referirse a “Algunos tipos de carácter dilucidados por el trabajo psicoanalítico” (1916d) hizo especial mención de “los que fracasan cuando triunfan”. 143
Partiendo de la base de que la neurosis se origina en la frus tración de un deseo libidinal, comentó en esa oportunidad: Tanto más sorprendidos y aun confundidos quedamos, en tonces, si como médicos hacemos la experiencia de que en ocasiones ciertos hombres enferman precisamente cuando se les cumple un deseo hondamente arraigado y por mucho tiem po perseguido. Parece como si no pudieran soportar su dicha, pues el vínculo causal entre la contracción de la enfermedad y el éxito no puede ponerse en duda. Citaba como ejemplo de su tesis el caso de una mujer que había convivido muchos años con su amante, un artista, y sólo parecía requerir, para que su dicha fuese completa, la legali zación del vínculo; cuando finalmente se casaron, ella sufrió un quebrantamiento total y al fin contrajo una enfermedad paranoide incurable. También mencionó el caso de un profesor universitario que durante años había abrigado el anhelo de suceder a su maestro, el que lo había introducido en la ciencia; cuando de hecho lo nombraron su sucesor empezó a intimidarse, se declaró indigno del puesto que se le confería y cayó en una melancolía que persistió durante varios años. (Freud cita tam bién como ejemplos a Lady Macbeth y a Rebecca West, prota gonista de Rosmersholm, de Ibsen.) “El trabajo analítico nos muestra fácilmente —afirmaba— que son poderes de la con ciencia moral los que prohíben a la persona extraer de ese feliz cambio objetivo el provecho largamente esperado” (1916d). En los comienzos del psicoanálisis se escribió mucho acerca de la reacción terapéutica negativa. Wilhelm Reich (1934) opi naba que ella se debía a una falla en la técnica analítica, relacionada particularmente con el análisis de la transferen cia negativa, y en un artículo de Feigenbaum (1934) se relató un fragmento clínico significativo. Sin embargo, dos impor tantes trabemos publicados poco tiempo después ampliaron el concepto original de Freud hasta subsumir en él varios meca nismos diferentes (Homey, 1936; Riviere, 1936). En su artículo de 1936, Riviere puntualizó que la reacción terapéutica negativa, tal como había sido descrita por Freud, no implicaba necesariamente que el individuo fuese inana lizable: las personas que la manifiestan no siempre interrum144
pen el tratamiento, y es dable provocar en ellas, merced a un adecuado trabajo analítico, los cambios que las lleven a prose guirlo. Riviere añadía: “No obstante, el rótulo utilizado por Freud para esta reacción no es muy específico; también podría llamarse reacción terapéutica negativa la de un paciente que no aprovecha el tratamiento”. Con un enfoque al parecer más amplio que el de Freud, Riviere incluyó dentro de la reacción terapéutica negativa varios tipos de resistencia severa al aná lisis, así como ciertas variedades de resistencias en las que el paciente rechaza, explícita o implícitamente, las interpreta ciones del analista; en esto otros autores posteriores coincidie ron con Riviere (p. ej., Rosenfeld, 1968), gran parte de cuyo examen del tema se vincula a lo que aquí hemos denominado la resistencia provocada por el peligro que representa el tra bajo analítico para la autoestima del paciente, así como por los rasgos de carácter “fijos” (capítulo 7). Otros aspectos se rela cionan con la falta de una adecuada alianza terapéutica en el caso de ciertos pacientes (capítulo 3). A diferencia de Riviere, Homey (1936) comenzó por afir mar que no puede considerarse, indiscriminadamente, como reacción terapéutica negativa cualquier deterioro del estado del paciente, sino sólo aquellas desmejorías en situaciones en que lo razonable era suponer que se iba a producir una mejo ría. Continuaba diciendo que, en muchos casos de reacción terapéutica negativa de hecho el paciente suele sentir netamente esta mejoría, pero al poco tiempo reacciona como se ha descrito, o sea, con un incremento de los síntomas, desaliento, deseo de abandonar el tratamiento, etc. Parecería darse una secuencia definida de reacciones. En primer lugar, el paciente experimenta un neto alivio, y a ello le sigue un repliegue ante toda perspectiva de mejoría, la decepción, las dudas (sobre sí mismo o sobre el analista), la desesperanza, el deseo de interrumpir y la enun ciación de frases del tipo de “ya soy demasiado viejo para cambiar”. Sugería Homey que la reacción terapéutica negativa se instaura en personas con un tipo particular de estructura masoquista de la personalidad. En tales individuos, según ella, 145
podían encontrarse cinco clases de efectos de una “buena” in terpretación del analista (o sea, una interpretación que el pa ciente siente correcta), que no siempre están todos presentes ni se dan con igual fuerza, sino que pueden presentarse en variadas combinaciones: 1) Estos pacientes reciben una “buena” interpretación como un estímulo para rivalizar con el analista, resentidos de su presunta superioridad. Horney entiende que en estos indivi duos, que son extremadamente ambiciosos, hay además un grado de competitividad y de rivalidad superior al promedio: su ambición se añade a un monto de hostilidad fuera de lo común, y a menudo expresan esta hostilidad, y su sensación de derrota, subestimando y ridiculizando al analista o empe ñándose en vencerlo. En este caso el paciente no reacciona ante el contenido de las interpretaciones sino ante la habili dad con que el analista las formula. 2) También es posible que el paciente considere que una cierta interpretación es un golpe contra su autoestima, si le revela que no es perfecto, o que tiene angustias “comunes y corrientes”. Sintiéndose reprochado, tal vez reaccione en for ma negativa para invertir la situación, formulándole por su parte reproches al analista. 3) A la interpretación puede seguirle un sentimiento de mejoría, aunque sea esporádica, y el paciente reaccionará como si la solución alcanzada significase un avance hacia el resta blecimiento y el triunfo. Esta reacción parece incorporar a la vez el temor al éxito y al fracaso. Por un lado, el paciente siente que si triunfa provocará en los demás el mismo tipo de envidia y de furia que él siente por el éxito ajeno; por otro lado, teme que si procura lograr metas ambiciosas y falla, los demás lo aplastarán como lo haría él con ellos. Estos individuos se sustraen a todo objetivo que implique una competencia y se autoimponen un control e inhibición continuos. 4) La interpretación se siente como una acusación injusta y el paciente ve permanentemente en el análisis un enjuicia miento. La interpretación refuerza sus sentimientos de autorreproche y reacciona acusando al analista.
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5) El paciente experimenta la interpretación como un des aire y la dilucidación de sus dificultades como una expresión de antipatía o de desdén por parte del analista. Este tipo de reacción se vincula a una gran necesidad de afecto y una sen sibilidad no menos intensa ante el rechazo. Horney se explaya en su trabajo acerca de estas reacciones a la interpretación, y si aquí las hemos mencionado con algún detalle fue por su evidente importancia clínica. Pero a despe cho de su primera descripción precisa de la reacción terapéuti ca negativa, Horney (al igual que Riviere) incluye asimismo otras respuestas “negativas”, basadas en procesos psíquicos diferentes. Si bien éstas interesan para el tratamiento de pa cientes con estructuras de personalidad narcisistas o masoquistas, no tienen la misma índole que la reacción descrita por Freud. El paciente en el que aparece la reacción terapéutica negativa empeora cuando lo previsible era que mejorase, y esto es muy distinto del caso del paciente que se siente moles to ante una interpretación “correcta” o muestra alguna va riante de “oposición” agresiva. A veces es dable obtener la confirmación clínica de la existencia de la reacción terapéuti ca negativa en pacientes con fuertes sentimientos de culpa y “necesidad de castigo” por sus reacciones paradójicas ante in terpretaciones que experimentan como un ataque, una crítica o un castigo. Sandler (1959), al describir el caso de una pacien te muy masoquista que presentaba lo que él denominó una reacción terapéutica “positiva”, apunta: Gran parte de su silencio y su dificultad para asociar te nían como propósito provocar mi ira, y como a la sazón yo era comparativamente inexperto, de vez en cuando (...) dejaba traslucir mi irritación ya sea por mis comentarios o por el tono de mi voz. Cuando esto sucedía, ella de inmediato se relajaba, y la sesión siguiente era una “buena” sesión, en la que asocia ba bien y surgía nuevo material. En ese momento yo supuse que esto se debía a que involuntariamente había satisfecho su “necesidad de castigo”. Creemos que hasta la década de 1960, los escritos psicoanalíticos sobre este tema o vinculados a él (p. ej., Arkin, 1960; 147
Brenner, 1959; Cesio, 1956, 1958, 1960a, 1960b; Eidelberg, 1948; Feigenbaum, 1934; Greenbaum, 1956; Homey, 1936; Ivimey, 1948; Lewin, 1950; Riviere, 1936; Salzman, 1960) poco agregaron a nuestro conocimiento y comprensión de este me canismo, en la forma en que lo describió Freud; lo que se hizo, más bien, fue extender el significado del concepto, aplicándolo en consecuencia de muy diversas maneras. Un trabajo parti cularmente útil es el de Olinick (1964), quien al repasar los numerosos equívocos existentes entre los analistas sobre la índole de la reacción terapéutica negativa expresa su preocu pación por esta tendencia a desdibujar los límites del concep to, y señala: “Todavía se escucha, de vez en cuando, que el término ha sido empleado para designar cualquier empeora miento del estado del paciente durante el tratamiento”. Olinick llama “falsas” reacciones terapéuticas negativas a las que son el producto de un error de táctica, cuando se formula la inter pretación de un deseo inconsciente antes que el paciente esté bien preparado para recibirla. En vez de sentir alivio, el pa ciente empeora a raíz de esta interpretación prematura, pero no se trata de una reacción terapéutica negativa en el sentido de Freud. Olinick considera esta última como un caso especial de negativismo y traza los orígenes de una actitud negativista en los primeros años de vida, ligándola a situaciones que fo mentan en el niño sentimientos de agresividad y oposición resentida. Ha habido una marcada tendencia a conceptualizar la re acción terapéutica negativa en función de las vicisitudes rela ciónales del niño en sus primeros años. Varios autores (v. gr., Asch, 1976; Lampl-de-Groot, 1967; Limentani, 1981; Olinick, 1964, 1970, 1978) han hecho reparar en una predisposición a dicha reacción, basada en el impulso regresivo del paciente a volver a fusionarse con la imagen interna de una madre depri mida, que es ambivalentemente amada y odiada. En especial, Limentani (1981) se ha referido al temor de revivenciar el dolor psíquico asociado con tempranas experiencias traumáti cas. Es probable que la culpa vivenciada ante la idea de aban donar el vínculo con la figura de la primera infancia desempe ñe un papel significativo en la génesis de la reacción terapéu tica negativa. Estos fuertes lazos internos pueden ser de índo148
le autopunitiva y masoquista, y el surgimiento posterior de una reacción terapéutica negativa quizá refleje la necesidad del paciente de reafirmar el vínculo masoquista con el objeto que lo daña (Loewald, 1972). En los últimos años el acento se ha puesto en la imposibilidad del paciente de individuarse y separarse de las figuras tempranas (Mahler, 1968; Mahler, Pine y Bergman, 1975), y varios autores recurrieron al marco de referencia de la individuación-separación al examinar la reacción terapéutica negativa (v. gr., Valenstein, 1973; Asch, 1976; Grunert, 1979; Roussillon, 1985). Asch (1976), al ocuparse de este tema, llama la atención sobre el nexo entre las primeras relaciones masoquistas y la obtención de recompensas narcisistas: Una persona que se desarrolló bajo la égida de un progeni tor que parece haber idealizado el sufrimiento en la vida y haberse rehusado a las gratificaciones, y que a su vez introyectó estos aspectos de la imago parental (amada), se resistirá a mejorar gracias al análisis, y en particular se rebelará contra las interpretaciones que tiendan a remover los obstáculos que se oponen al placer. Una vez que un sistema moral se ha integrado, el acatamiento que se le presta no sólo elimina los sentimientos de culpa sino que también produce una gratifica ción narcisista capaz de convertirse en un fin en sí. Añadiríamos que el paciente puede sentir el temor de per der la llamada “omnipotencia narcisista”, temor a dejar de ser el dueño de su propia casa, si acepta que las interpretaciones fueron seguidas por una mejoría, ya que esto implicaría re nunciar a su independencia y a su autocontrol, y como conse cuencia perder autoestima (Kemberg, 1975; de Saussure, 1979; Brandchaft, 1983). Al desarrollar sus teorías sobre la psicología del sí-mismo, Kohut postuló que el paciente con una perturbación narcisista tuvo insuficiencias en sus primeras relaciones objétales, y Brandchaft (1983), siguiendo a Kohut, remonta la reacción terapéutica negativa a la imposibilidad del individuo para desarrollar y mantener un sí-mismo “cohesivo y vigoroso”. Alu de a la necesidad del paciente dotado de un sí-mismo vulnera ble a conservar el lazo establecido con un analista al que vi149
vencia como una figura que lo frustra implacablemente, y en tiende que ésta es la raíz de la reacción terapéutica negativa. Desde 1936 en adelante, un tema recurrente en la biblio grafía es el de la aparición de la reacción terapéutica negativa en pacientes propensos a la depresión (v. gr., Gero, 1936; Homey, 1936; Lewin, 1950,1961; Olinick, 1970; Riviere, 1936). Se ha hecho notar que para algunos pacientes el éxito signifi ca, paradójicamente, el apartamiento respecto de un estado “ideal” del sí-mismo, relacionado con determinadas exigencias rigurosas de la conciencia moral del individuo. Probablemente sea el dolor asociado a la pérdida de dicho estado “ideal” el que conduce al desarrollo de una reacción depresiva (Joffe y Sandler, 1965) en las personas propensas. Según nuestra pro pia experiencia clínica, otro lazo, si bien menos directo, entre la reacción terapéutica negativa y la depresión está dado por el intento de ciertos pacientes de desarrollar síntomas psíqui cos y físicos cuyo objetivo es impedir el surgimiento de un estado depresivo. Se ha descrito la producción de estos sínto mas en conexión con el dolor psicógeno (Joffe y Sandler, 1967). Desde que Melanie Klein escribió Envidia y gratitud (1957), se ha asignado cada vez más importancia al papel de la envi dia y la destructividad conexa en el desarrollo y la patología. Se ha subrayado el papel de la envidia en la reacción terapéu tica negativa de pacientes narcisistas y fronterizos (Bégoin y Bégoin, 1979; Kernberg, 1975; Rosenfeld, 1975; Segal, 1983; Spillius, 1979). El paciente puede envidiar y resentir la capa cidad del analista para formular interpretaciones correctas y, como consecuencia, quizá necesite destruir dicha capacidad desarrollando una reacción terapéutica negativa. Es intere sante destacar que esto recuerda la opinión expresada por Homey en 1936. Kernberg (1975) menciona la necesidad narcisista de ciertos pacientes de vencer al terapeuta, así como de “destruir los esfuerzos que hacen otras personas para ayudar los, aunque ellos mismos sucumban en el proceso”. Baranger (1974) ha resumido bien las opiniones de Mela nie Klein acerca de la reacción terapéutica negativa: Melanie Klein (...) nos brinda en Envidia y gratitud inesti mables indicaciones de que en el origen de la reacción tera150
péutica negativa está siempre la envidia, ya que es precisa mente en este punto uando el analista está seguro de haber comprendido al analizado y cuando éste comparte esa certi dumbre— que surge la reacción terapéutica negativa; con ella, el analizado frustra el éxito del analista y triunfa sobre él. Es su último recurso: después de todo, aún puede hacerlo fraca sar, aunque sea al precio de su propio fracaso. En capítulos anteriores hemos comentado el creciente hin capié en los aspectos interpersonales de la situación analítica. Olinick (1970), refiriéndose a la reacción terapéutica negati va, dice que si bien puede entendérsela en términos intrapsíquicos indivi duales, requiere para su efectivización la presencia de otra persona (...); la reacción terapéutica negativa entraña la bús queda de alguien que castigue. Esto tiene obvias implicaciones para la situación analítica, donde puede suscitar en el analista reacciones contratransferenciales (capítulo 6). Olinick comenta que “la contra transferencia se produce en todos los analistas, y es particu larmente probable como respuesta ante la caracterología pre valeciente en la persona que presenta la reacción terapéu tica negativa”. Varios autores se han referido a los aspectos transferenciales y contratransferenciales de esta reacción (Asch, 1976; Brenner, 1959; Kernberg, 1967; Langs, 1976; Limentani, 1981; Loewald, 1972; Olinick, 1964,1970; Spillius, 1979). Las reacciones terapéuticas negativas pueden provocar el desaliento del analista y perturbar la neutralidad, y por ende podría considerárselas un modo de suscitar o provocar una respuesta en ellos. Langs (1976) puntualiza que normal mente, en el análisis, el paciente responde ante una interpre tación de un modo que la convalida para el analista, pero en el caso de la reacción terapéutica negativa el paciente puede proceder a anular este mecanismo negándole al analista dicha convalidación. No dudamos de que la propensión a las reacciones terapéu ticas negativas es propia del carácter del individuo, en lugar de ser una función específica de la situación de tratamiento 151
psicoanalítico; cabe suponer que estas reacciones en aparien cia paradójicas ante la amenaza de restablecimiento o de éxito pueden darse también en otras situaciones clínicas. Así, es previsible que se las detectará en toda clase de tratamientos como respuestas de ciertos individuos al progreso (o a la ex presión de satisfacción por parte del terapeuta). De ello se desprende que la historia de tales sujetos mostraría reaccio nes “negativas” similares frente a las experiencias de éxito o de logro. Varios otros motivos pueden determinar que un individuo sufra una recaída después de haber mejorado, y estas recaídas pueden ser muy distintas de la reacción terapéutica negativa como la describió Freud. Por ejemplo, no es raro que al térmi no de un tratamiento se produzca una reaparición temporaria de los síntomas. Esto también se observa en otras situaciones terapéuticas, como cuando se examina con un paciente inter nado la posibilidad de darlo de alta, o de poner punto final a su atención ambulatoria. Algunas de estas recaídas pueden con siderarse expresión de la dependencia no resuelta del pacien te respecto de la persona del médico. Análogamente, pueden constituir una manera de hacer frente al temor al derrumbe mando se interrumpa el tratamiento. La reacción terapéutica negativa es un fenómeno clínico iue no indica necesariamente una falla técnica o una inter/ención inadecuada del terapeuta. Sin embargo quisiéramos destacar que los motivos de que un tratamiento fracase pue den ser varios, y no todos deben adjudicarse a la reacción terapéutica negativa. El conocimiento de su mecánica y de la significación que tiene el tipo particular de estructura caracterológica en que se da esta reacción para el pronóstico tiene gran aplicación clínica. Por ejemplo, un psiquiatra ten drá que abstenerse de sugerir a un paciente deprimido, con fuertes sentimientos de culpa y una modalidad de reacción que se corresponde con la reacción terapéutica negativa, que se “tome unas vacaciones", ya que el paciente puede responder con una aflicción o depresión severas, incluso al punto de in tentar suicidarse. La bibliografía sobre el tema ha desarrollado el concepto de reacción terapéutica negativa en dos sentidos. En primer tér152
mino, se ha desdibujado la especificidad de la reacción, vincu lándola a tipos de resistencia más generales y a actitudes “negativistas”, o al masoquismo en sus diversas expresiones. Si bien estos aportes aumentaron nuestra comprensión de la resistencia, la reacción terapéutica negativa se caracteriza por ser un proceso que implica un “avance” de alguna índole, se guido por un retroceso. A nuestro entender, es sumamente importante diferenciar dicha reacción del concepto general de resistencia, y limitar el rótulo “reacción terapéutica negativa” al fenómeno originalmente descrito por Freud como un proce so en dos etapas. No obstante, Roussillon (1985) ha argumen tado convincentemente que la reacción terapéutica negativa comprende no dos sino tres etapas: la mejoría del estado del paciente conduce a la expresión de satisfacción del analista, y a ésta le sigue un empeoramiento. Aquí la reacción se concibe como un fenómeno transferencial. Cabe suponer que, con in dependencia de cualquier otra patología, las distintas fases de la reacción terapéutica negativa reflejan experiencias infanti les de aliento, expectativas positivas u optimismo que fueron seguidos regularmente de algún desengaño. La segunda dirección en la que se ha ampliado el concepto consistió en extender la comprensión de su dinámica y de los factores patológicos a otros elementos aparte del sentimiento de culpa inconsciente. Como hemos visto en este capítulo, las posibles fuentes de una reacción terapéutica negativa son muchas. De este modo, si bien puede conservarse el nombre “reacción terapéutica negativa” para la descripción de una reacción particular, limitar la explicación del fenómeno al fun cionamiento de un sentimiento de culpa inconsciente parece por cierto demasiado restrictivo.
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9. ACTING OUT
De todos los conceptos clínicos que examinamos en este volumen, el de acting out es probablemente el que se vio some tido a las mayores amplificaciones y cambios de significado desde que Freud lo acuñó (Atkins, 1970; Boesky, 1982; Erard, 1983; Freud, 1905e [1901]; Holder, 1970; Infante, 1976; Langs, 1976; Thomá y Káchele, 1987). Refiriéndose a la confusión a la que esto dio lugar, Blos (1966) comentó que el concepto de acting out está colmado en demasía de referen cias y de significados. Su definición, bastante neta (...) de la época en que se consideraba que el acting out durante el análi sis era una forma de resistencia legítima y analizable, se ha expandido ahora para dar cabida a las conductas delictivas y a toda suerte de (...) acciones patológicas e impulsivas. Esta expansión del concepto ha llegado ya a un punto de ruptura conceptual. Yo siento (...) como si avanzara a tientas en medio de la maleza de un concepto que creció demasiado, ansioso por encontrar un claro que me permita vislumbrar un panorama más amplio. En la actualidad, tanto los psicoanalistas como otros auto res tienden a aplicar el término a toda una serie de acciones impulsivas, antisociales o peligrosas, a menudo sin tomar en cuenta el contexto en que se producen. A veces lo emplean con un sentido peyorativo, a modo de reprobación de determina das acciones de los pacientes o aun de los colegas. El examen de la bibliografía pertinente de los últimos tiempos muestra la
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gran variedad de usos que tiene en nuestros días; el único denominador común parecería ser la premisa de que la acción que se designa con el término “acting out” tiene determinan tes inconscientes. En parte, la actual confusión en torno de este concepto deriva de la traducción al inglés del vocablo originalmente empleado por Freud. En 1901, en su Psicopatología de la vida cotidiana, utilizó el vocablo corriente alemán “handeln” (ac tuar) para describir los “actos fallidos” u “operaciones fallidas” a las que podría atribuirse una significación inconsciente. Sin embargo, cuando en 1905 relató el caso de “Dora”, empleó el verbo “agieren” (que también significa “actuar”, aunque es algo más enfático), dándole un sentido especial. “Agieren” fue traducido al inglés como “acting out" y es probable que esta elección semántica (y en especial la inclusión de la proposición “out”) contribuyera a algunos de los cambios de significado que sugirió el concepto en la bibliografía anglosajona. Bellak (1965), verbigracia, apunta que Freud empleó “acting out” por primera vez en la Psicopatología de la vida cotidiana, pero en esta mención Bellak confunde “handeln” con “agieren”; a con tinuación describe casi todas las “actuaciones” clínicamente significativas como una u otra variante de “acting out”. Tam bién Greenacre (1950) y Rexford (1966) establecen implícita mente una equiparación entre el actuar que es traducción de “handeln” y el que es traducción de “agieren”. La paciente sobre la que escribió Freud en 1905, “Dora”, abandonó el tratamiento luego de tres meses, y él más tarde atribuyó este final abrupto a una falla suya, por no haber advertido que la muchacha había transferido sobre él los sen timientos que abrigaba hacia una importante figura de su pasado. Escribió Freud (1905 [1901]): Así, fui sorprendido por la transferencia, y a causa de esa* por la cual yo le recordaba al señor K., ella se vengó de mí como se vengara de él, y me abandonó, tal como se había creído engañada y abandonada por él. De tal modo, actuó un fragmento esencial de sus recuerdos y fantasías, en lugar de reproducirlo en la cura.
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En esta obra, Freud relacionó el acting out con la transfe rencia y la resistencia, y lo consideró un sucedáneo de la rememoración. La paciente, en vez de recordar el pasado y referirse a él en sus asociaciones libres, lo ponía en acto. El examen más amplio de este concepto por parte de Freud es el trabajo técnico sobre “Recordar, repetir, reelaborar” (1914g), donde el acting out es vinculado específicamente a la situación del tratamiento analítico. Como en el caso de “Dora”, se recurre a él para referirse a las acciones con las que el paciente sustituye sus recuerdos: El analizado no recuerda, en general, nada de lo olvidado y reprimido, sino que lo actúa. No lo reproduce como recuerdo sino como acción; lo repite, sin saber, desde luego, que lo hace. Por ejemplo: el analizado no refiere acordarse de haberse mos trado desafiante e incrédulo frente a la autoridad de los pa dres; en cambio, se comporta de esa manera frente al médico. Continúa diciendo que el acting out es un modo de recordar que aparece en el análisis. Hace reparar en el hecho de que también la transferencia puede considerarse un caso de repe tición, y que transferencia y acting out coinciden cuando el paciente repite el pasado de una manera que lo involucra al médico (p. ej., cuando se enamora del analista). Sin embargo, también relaciona el acting out con la resistencia: Tampoco es difícil discernir la participación de la resisten cia. Mientras mayor sea ésta, tanto más será sustituido el recordar por el actuar (repetir) (...) si en el ulterior trayecto [del análisis] esa transferencia se vuelve hostil o hipertensa, y por eso necesita ser reprimida; el recordar deja sitio en segui da al actuar. Freud distingue el acting out dentro de la situación analíti ca del que se da fuera de ésta; ambas formas son concebidas como un resultado de la labor analítica y de la situación del tratamiento. Dentro de él, la transferencia suministra el ve hículo para el acting out, y ésta puede ser la única forma en que inicialmente los recuerdos reprimidos hallen una vía de acceso a la superficie. Fuera del análisis, el acting out conlleva 157
peligros potenciales para el tratamiento y para el paciente, aunque con frecuencia es imposible evitarlos —ni es siempre aconsejable esta clase de intervención—. Freud dice que el médico querría proteger al paciente de los daños que pudiere provocarle la actuación de sus impulsos haciéndole prometer que no tomará ninguna decisión importante sobre su vida en el curso del tratamiento, pero agrega: Desde luego que se respeta la libertad personal del analiza do en todo lo conciliable con tales previsiones; no se le estorba la ejecución de sus propósitos irrelevantes, aunque sean dispara tados, y tampoco se olvida que el ser humano sólo escarmienta y se vuelve prudente por experiencia propia. Sin duda, hay enfermos a los que no se puede disuadir de embarcarse durante el tratamiento en aventuradas empresas, totalmente indesea bles, y sólo tras ejecutarlas se volverán dóciles y accesibles para la cura psicoanalítica. En ocasiones, hasta puede ocurrir que no se tenga tiempo de refrenar con la transferencia las pulsiones silvestres, o que el paciente, en una acción de repetición, desga rre los lazos que lo atan al tratamiento. No obstante, como hoy día los análisis llevan más tiempo que en el pasado, se tendió a moderar o abandonar el requisi to de que los pacientes se abstuviesen de adoptar decisiones importantes (p. ej., contraer matrimonio) en el curso del aná lisis. Las opiniones de Freud sobre estas “actuaciones” se man tuvieron en esencia inalteradas en sus siguientes exámenes de la cuestión (1920g, 1939a, 1940a [1938]), y resulta claro que siempre consideró el acting out como un concepto clínico, concretamente vinculado al tratamiento analítico (véase tam bién A. Freud, 1936). Las desviaciones respecto de este uso del término comenzaron muy pronto en la bibliografía psicoanalí tica, lo que parece haber obedecido a diversos factores, algu nos de los cuales enunciaremos a continuación. 1) Una ampliación sustancial del concepto partió de un comentario hecho por el propio Freud —aunque tomado fuera de contexto—. Al examinar qué es lo que el paciente repetía bajo el influjo de la resistencia, Freud se preguntaba (1914g): 158
¿Qué repite o actúa, en verdad? He aquí la respuesta: repi te todo cuanto desde las fuentes de lo reprimido ya se ha abierto paso hasta su ser manifiesto: sus inhibiciones y actitu des inviables, sus rasgos patológicos de carácter. Y, además, durante el tratamiento repite todos sus síntomas. Esto no quiere decir que repetición y acting out son sinóni mos, por más que el acting out sea una forma de repetición. Por otro lado, en su formulación Freud no sustrae al acting out del contexto clínico. 2) El hecho de que en inglés se tradujera “agieren” por “acting out” (vale decir, agregándole al verbo la partícula “out”, que normalmente significa “afuera”) dio por resultado que va rios autores limitaran el concepto a lo que se “actúa fuera” de la situación analítica, y condujo a la acuñación de otro térmi no, “acting in”, para designar ciertos aspectos del acting out “dentro” del análisis, tal como los había referido Freud (Eidelberg, 1968; Rosen, 1965; Zeligs, 1957). Sin embargo, en la actualidad la expresión “acting in” está cayendo en desuso. 3) La tendencia a extender la teoría psicoanalítica con el objeto de enunciar una psicología general (Hartmann, 1939, 1944, 1964) llevó a que se reformularan diversos conceptos clínicos en un marco teórico más amplio. Por supuesto, esta tendencia se vio fortalecida por la reiterada declaración de Freud de que los fenómenos observables en el tratamiento psicoanalítico también podían observarse fuera de él. Una de las consecuencias de esta tentativa de generalización de los conceptos clínicos es que a veces pierden parte de su precisión. Ya lo hemos examinado con respecto a la transferencia (capí tulo 4), y lo mismo es válido para el acting out. 4) El concepto de acting out tuvo como contexto de origen la aplicación del método psicoanalítico a pacientes adultos pre dominantemente neuróticos, pero capaces de adherir a la re gla fundamental de la asociación libre. La aplicación del psi coanálisis al tratamiento de enfermos que padecían graves trastornos de la personalidad, así como a psicóticos, adoles centes y niños, dio lugar a nuevos problemas y a una amplia ción del concepto. A raíz de la similitud entre los aspectos impulsivos de la conducta de estos pacientes y el acting out de
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los neuróticos en análisis, fue muy fuerte la tentación de rotu lar como “acting out” cualquier comportamiento impulsivo (A. Freud, 1968). 5) Para Freud, al acting out era una manifestación particu lar de la resistencia que podía tener consecuencias indesea bles para el paciente o para el progreso del análisis. Por este motivo, parece lógico que sus colegas y seguidores lo aplicasen en mayor medida a las conductas “indeseables”, en general, que a otra clase de conductas. Algunos se vieron inclinados, como caso extremo, a designar como acting out cualquier con ducta social o moralmente indeseable, ya fuera de pacientes o de cualesquiera otras personas. Fenichel (1945b) examinó el acting out con referencia no sólo a los fenómenos vinculados al tratamiento sino también a las tendencias impulsivas arraigadas en la personalidad y la patología individuales. Vinculó la tendencia a la acción impulsiva a dificultades del primer año de vida del niño, que llevaban más adelante a reaccionar con violencia frente a las frustraciones. También señaló que las experiencias traumáticas de la infancia pueden dar origen a intentos reiterados de dominar mediante la acción aquello que se vivenció antaño en forma pasiva y traumática. Fenichel diferenció más tajantemente que Freud la transferencia del acting out, sugiriendo que la tendencia a este último era una función de cada sujeto y por ende podía exami nársela en un contexto más vasto que el del tratamiento analí tico. Los individuos proclives al acting out tienden a actuar ya sea que se analicen o no. Tienen en común una diferenciación insuficiente entre el presente y el pasado, la falta de disposición a aprender, la inclinación a obrar con ciertas pautas reactivas rígidas en vez de hacerlo con respues tas adecuadas a los estímulos. Pero estas pautas reactivas (...) no son necesariamente acciones reales: a veces consisten en meras actitudes emocionales, y las denominamos “transferen cia” si la actitud está referida a una persona definida, y “ac ting out” si se ven compelidos a hacer algo, no importa con respecto a quién. Si bien la idea central de Fenichel, según la cual ciertos 160
individuos presentan una mayor tendencia que otros a expre sar en la acción sus impulsos inconscientes, es interesante, el hecho de que haya conservado el término “acting out” para designar tales acciones impulsivas debilitó el nexo existente entre el acting out y la resistencia transferencial. Al examinar el acting out bajo esta óptica, de hecho se ocupa de otro tema, el del carácter de los individuos que tienden a poner en acto [to enact] de manera impulsiva. También para Greenacre (1950) el acting out es un fenóme no habitual que genera particulares problemas de manejo te rapéutico. Esta autora define el acting out como “una forma especial de rememoración, en la que el antiguo recuerdo es puesto en acto nuevamente, de un modo más o menos organi zado y, a menudo, apenas disfrazado respecto de aquél. No se trata de una rememoración visual o verbal claramente cons ciente, ni tampoco el individuo se percata de que esa actividad suya peculiar es motivada por el recuerdo. Su conducta le parece admisible y apropiada”. En gran parte de la bibliogra fía posterior sobre este tema se ha destacado esta última ca racterística, o sea, el hecho de que el acting out sea “acorde con el yo” (v. gr., Blum, 1976; Greenson, 1966, 1967). Greenacre examina asimismo los determinantes evoluti vos de las formas corrientes de acting out, y a los enumerados por Fenichel (1945b) les añade “un énfasis particular en la sensibilización visual, que da origen a una tendencia a la dramatización (...) así como una creencia, en gran medida incons ciente, en el carácter mágico de la acción”. Sugiere que la tendencia habitual al acting out es fundamentalmente el re sultado de ciertas perturbaciones de los dos primeros años de vida. En muchos escritos psicoanalíticos posteriores se puso de relieve el nexo entre el acting out y las experiencias preverbales, sobre todo entre los seguidores de Melanie Klein (v. gr., Bion, 1962; Grinberg, 1968, 1987; Meltzer, 1967; Rosenfeld, 1965b), aunque también otros autores subrayaron este aspecto. Blum (1976) señala que “traumas de la niñez muy temprana fomentan y fijan el proceso de acting out. Los traumas preedípicos y preverbales interfieren en el surgimiento del control cognitivo y de los impulsos y pueden forzar al in dividuo a ‘revivirlos’ (...) El trastorno evolutivo de la separación 161
individuación (Mahler, 1968; Greenacre, 1968) predispone a posteriores acting out asociados con la fragilidad del yo”. Anastasopoulos (1988) ha sugerido que el acting out, sobre todo en la adolescencia, puede expresar una regresión de la capacidad para simbolizar, que desemboca en un retardo del pensamiento abstracto. Entiende, además, que el acting out es expresión de una comunicación simbólica primitiva. En los últimos tiempos se ha robustecido la tendencia a emplear el término para aludir, de modo más o menos indis criminado, a toda suerte de acciones. Dos ediciones sucesivas de la obra Acting Out (Abt y Weissman, 1965, 1976) fueron dedicadas a examinar perturbaciones tan diversas del com portamiento como la drogadicción, el alcoholismo, la en fermedad psicosomática, la obesidad, la homosexualidad, las inhibiciones de la capacidad para el aprendizaje, etc., conside radas todas ellas como formas especiales de acting out. En el prólogo de ese volumen, Bellak (1965) destaca lo siguiente: Aun si se adopta su definición más estrecha, el acting out tiene una gran importancia social. Un trastorno de carácter constituye un problema serio, ya sea como portador de un virus emocional que se contagia dentro del pequeño grupo familiar o encamado en un demagogo en el plano nacional. El delincuente, el criminal adulto, el drogadicto, el psicótico co mún, no menos que el lunático político, son problemas de gran gravitación social que exigen una solución. Necesitamos apren der a prevenir el surgimiento de estos malos actores, com prenderlos lo bastante como para poder controlarlos terapéu tica o socialmente, y saber ya mismo (esto es lo más urgente) predecir qué individuos probablemente incurran en un acting out y en qué circunstancias. De manera similar, Deutsch (1966) ha ampliado el concep to clínico hasta convertirlo en un concepto propio de la psicolo gía general: En cierta medida, todos incurrimos en acting out, ya que nadie está libre de tendencias regresivas, de afanes reprimi dos, de una carga de fantasías más o menos conscientes, etc. Los artistas son capaces de crear sus obras de arte mediante un acting out; los neuróticos de todo tipo y grado recurren a 162
sus síntomas para el acting out; los histéricos lo hacen en sus síntomas de conversión, y a menudo en sus muy dramáticos estados crepusculares; los obsesivos en sus ceremoniales; los psicóticos en sus alucinaciones e ideas delirantes; los delin cuentes en su comportamiento asocial. Ahora bien: se diría que esta extensión del concepto lo despoja por completo de su sentido original. Es una pena qui zá que no se haya empleado sistemáticamente en la bibliogra fía en inglés un término como “enactment” [puesta en actoj para distinguir la tendencia general a la acción impulsiva o irracional del acting out vinculado al proceso del tratamiento. Por otra parte, esta ampliación del término parecería contri buir a realzar su carácter peyorativo. Fenichel comentó en una oportunidad (1941) que “debemos sopesar el llamado acting out desde el punto de vista terapéu tico. En individuos que no incurren en él como modalidad general, es un buen signo de que algo ha sucedido en el análi sis que podemos y debemos utilizar para averiguar qué proce sos inconscientes hay por detrás”. No obstante, en la literatu ra más reciente se aprecia una reacción ante el uso indis criminado del término, y algunos autores psicoanalíticos han abogado por que se lo circunscriba a la puesta en acto de apremios de origen inconsciente en el curso del tratamiento (p. ej., Bilger, 1986; Blum, 1976; Erard, 1983; A. Freud, 1968; Greenson, 1967; Limentani, 1966; Rangell, 1968). Esto ha lle vado a que se dejase de contemplar el acting out como algo indeseable, una mera manifestación de resistencia frente al proceso analítico (capítulo 7), y se lo valorara como una fuente de información y una forma especial significativa de comuni cación o expresión. En este sentido, la evaluación del concepto de acting out como fenómeno clínico sufrió un cambio similar al acontecido en el caso de la transferencia (capítulo 4) y la contratransferencia (capítulo 6), inicialmente consideradas como obstáculos que se oponían al tratamiento pero más tarde entendidas como fuentes valiosas de información. Al mismo tiempo, dejó de verse exclusivamente en el acting out una variante de resistencia, sobre todo contra la transferencia (Blum, 1976; Erard, 1983; Greenson, 1967; Khan, 1963;
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Mitscherlich-Nielsen, 1968; Rangell, 1968; Rosenfeld, 1965b; Winnicott, 1949). La ampliación del concepto clínico a fin de abarcar formas de acción que no son simples reflejos de la resistencia ha origi nado nuevos problemas en materia de definición. Así, Laplanche y Pontalis (1973) señalan: Una de las tareas pendientes del psicoanálisis es funda mentar la distinción entre transferencia y acting out partien do de criterios que no sean los puramente técnicos. (...) Esta tarea presupone la reformulación de los conceptos de acción y de actualización, así como una nueva definición de las diferen tes modalidades de comunicación. A esto apuntan las tentativas de distinguir las diversas formas de acción, como la de Greenson (1966), quien ha pro puesto que se diferencie entre revivencia, actos sintomáticos y acting out, o Rangell (1968, 1981), quien sugiere diferenciar acting out, acción normal y acción neurótica. Thomá y Káchele (1987) comentan al respecto que cualquier reconsideración de este concepto debe tener en cuenta lo siguiente: Las abreacciones y controles afectivos e impulsivos; el ac ting out ciego y la acción dirigida a una meta; la descarga motora y los actos de alto grado de organización, como el juego y la representación escénica, la estructuración de relaciones personales, los logros creativos y otros modos de resolución de tensiones y conflictos mediante movimientos y cursos de ac ción diferenciados y complejos; el acting out como resultado y resolución de las defensas y de las potencialidades adaptativas que forman parte del repertorio de un individuo en su relación con el medio. Estos autores continúan enumerando una serie de condi ciones inconscientes que pueden intensificar la tendencia al acting out: los traumas tempranos en individuos con deficiente capacidad para la formación de símbolos, dado que la memoria y el re cuerdo se conectan con la adquisición de los símbolos verbales, que a su vez generan un estado en el que el aparato de la 164
memoria posee una estructura aprovechable. (...) Las pertur baciones del sentido de la realidad, la sensibilización visual, las fijaciones en el nivel de la “magia de la acción”, son todas ellas condiciones que pueden llevar a poner énfasis en el len guaje de la acción, en contraste con el lenguaje verbal. Al mismo tiempo, las fantasías y la acción son posibles medios preverbales de resolución de problemas de comunicación. Hay amplio consenso en cuanto a que en todo análisis se producen acciones que podrían caracterizarse como acting out (Boesky, 1982). Se ha señalado que aun cuando éste se consi dera un producto de la resistencia, puede cumplir una función comunicativa (v. gr., Erard, 1983; Greenson, 1966; Langs, 1976). De hecho, en los últimos tiempos el énfasis ha recaído en la relación existente entre el acting out durante el análisis y la contratransferencia del analista. El analista evalúa al paciente teniendo en cuenta su propio sistema de valores y su personalidad (Klauber, 1981), de modo tal que una pieza de conducta que para un analista puede ser un acting out, para otro puede ser una actividad apropiada y adaptativa. La flexibilidad que posea el analista y su capaci dad de tolerar y soportar el significado inconsciente de la ac ción del paciente influye, sin duda, en su evaluación acerca de si dicha acción es o no un acting out (Bilger, 1986; Thomá y Kachele, 1987). Su respuesta contratransferencial ante el ac ting out del paciente puede constituir una fuente valiosa de información sobre la interacción de roles que el paciente pro cura establecer en esa situación (Sandler, 1976). Kluewer (1983) comenta que el intento del paciente de seducir al terapeuta para que incurra en un acting out concertado con él, vale decir, para que “inicie con él un diálogo de acción” (en alemán, “agieren und mitagierenn) puede convertirse en un medio para la obtención de nuevas intelecciones, no menos que la contratransferencia en general. En consonancia con ello, Bilger (1986) ha sugerido que cuando se designa una conducta como acting out, no se lo hace tanto sobre la base de la conducta en sí como de la presión que le impone el analista y el sentimien to de que se han transgredido ciertos límites; por lo tanto, el diagnóstico de acting out depende de la índole de la contratransferencia. Señala que el hincapié cada vez mayor 165
en los aspectos positivos, creadores, dialogales, del acting out no debe llevar al analista a desestimar sus rasgos negativos, o sea, aquellos que experimenta como indicadores de resisten cia. La comprensión de los aspectos del acting out vinculados a la resistencia puede favorecer el acceso a la transferencia ne gativa en el análisis (capítulo 4). Se insinúa hoy una tendencia a ver en el acting out un posible primer indicio del surgimiento de nuevo material de origen inconsciente (Bilger, 1986). Limentani (1966), por ejem plo, cita el caso de un paciente que acude al consultorio del analista a la hora de costumbre en un día feriado, sin recordar que ese día no había sesión. Señala que en un caso así no hay pruebas de resistencia sino que puede tomarse esa conducta como una fuente aprovechable de material analítico. Balint (1968) dice algo semejante con respecto a análisis de pacientes con una “falla básica” en su personalidad. Varios autores han subrayado los aspectos “positivos” del acting out como forma de adaptación. Blos (1963) y Anastasopoulos (1988) se refirieron a las funciones de protección y adaptación que cumple el acting out en los adolescentes, como reflejo de su necesidad de preservar la integridad del sí-mis mo. Otros (v. gr., Mitscherlich-Nielsen, 1968) han subrayado el valor que tiene el acting out como conducta “de ensayo” luego de la interpretación y de la comprensión intuitiva. Resumiendo, puede decirse que el concepto de acting out ha sido empleado en psicoanálisis en dos sentidos primordiales: 1) Para describir determinados fenómenos conductuales que surgen durante el análisis y son consecuencia de él. En este caso, el concepto alude a contenidos psíquicos (deseos, recuer dos, etc.) que se abren paso hacia la superficie como resultado de haber sido revividos en la situación analítica, particular mente como un aspecto de la transferencia, y son puestos en acto en lugar de ser recordados. En este sentido, puede consi derarse que el acting out es un resultado de la resistencia al desarrollo de la transferencia. A esta puesta en acto se la ha llamado uacting out en la transferencia”, pero el acting out incluye otras formas de “poner en acto”, relacionadas con el tratamiento o inspiradas por éste. En su sentido originario, el 166
actingout puede darse dentro o fuera de la situación analítica; la expresión “acting in" no designaría sino el acting out que se da dentro de ella. Se ha estimado que el acting out posee una función comunicativa con el análisis, función que puede co existir con la resistencia, ya que ésta puede ser significativa en sí misma y estar dotada de sentido. 2) Para describir modalidades habituales de acción y de conducta derivadas de la personalidad o la patología actuales de un individuo y vinculadas a éste más que al proceso del tratamiento. Tal vez la formulación más lúcida acerca de esta clase de individuos es la dada por Hartmann (1944): Hay (...) un gran número de personas en las que la conduc ta social activa no constituye una acción racional sino un “acting out” más o menos neurótico respecto de la realidad social. En este “acting out” repiten situaciones infantiles y procuran resolver, a través de su conducta social, conflictos intrapsiquicos. También es posible que una persona se apoye mu cho en la realidad para superar sus temores. El acting out puede tener el carácter de un síntoma, aunque no necesaria mente. Dependerá de las peculiaridades del medio social qué conflictos y qué tensiones de angustia son las que se superan mediante la conducta social. Por otro lado, a veces la modifica ción de la estructura social en un sentido que limita dicha actividad (...) origina la reaparición de tales conflictos, que habían sido temporariamente superados, y contribuye a preci pitar una neurosis. La aplicación del concepto de acting out al comportamien to que tiene lugar en contextos distintos del tratamiento psicoanalítico plantea ciertas dificultades, que no se dan si el concepto es empleado en su sentido más amplio —o sea, cuan do se lo vincula a las tendencias de la personalidad, ya que éstas existen independientemente de la situación del trata miento—. En su sentido más estrecho y técnico, surge un problema si se adhiere a la concepción según la cual el acting out es un sucedáneo del recuerdo, ya que en otras variedades de tratamiento, que apuntan a metas diferentes y emplean distintos métodos, puede no estimularse la rememoración del pasado infantil del sujeto. En cambio, si se lo utiliza en su
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sentido amplio, el concepto de acting out es aplicable también a tales formas de tratamiento. Un ejemplo sería el caso de un paciente sometido a una terapia de la conducta, en el que surgen sentimientos inconscientes hostiles contra el terapeu ta a raíz de la dependencia en que se halla respecto de él, y que quizá ponga en acto tales sentimientos frente a otra per sona. Análogamente, un internado puede provocar la re probación o el “castigo” de las autoridades del hospital como consecuencia de actos que son el producto de los sentimientos de culpa irracionales hacia su médico, fomentados por la re gresión que tuvo lugar en el hospital. La conciencia y com prensión por parte del médico de las tendencias del acting out dentro de cualquier clase de tratamiento parecerían ser valio sas no sólo para el manejo de los pacientes sino también para obtener indicios sobre su psicopatología. Desde luego, el acting out no se limita a los pacientes; también podrían designarse con ese nombre las acciones irra cionales del médico hacia el paciente, producto de la contratransferencia. Y en la medida en que las relaciones hu manas del personal de una institución asistencial pueden asi mismo fomentar actitudes infantiles en sus miembros (p. ej., ante la muerte o retiro de una figura clave en la institución), también podría llamarse acting out la conducta irracional de ese origen. Sin embargo, no hay duda de que una extensión tal del concepto a otras modalidades de tratamiento implica atri buirle un significado diverso del que se le dio en el uso psicoanalítico original.
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10. INTERPRETACIONES Y OTRAS INTERVENCIONES
En los capítulos anteriores nos hemos centrado en concep tos vinculados a las comunicaciones del paciente y a los facto res presentes tanto en el paciente cuanto en el terapeuta que ora facilitan, ora entorpecen el libre flujo de tales comunica ciones y su comprensión. En el capítulo 12, al ocuparnos de la elaboración, examinaremos entre otras cosas las intervencio nes del analista tendientes a provocar cambios perdurables en el paciente, así como la necesidad de ampliar y reforzar dichas intervenciones en forma constante. A menudo se emplea el término “interpretación”, en un sentido general, para referir se a tales intervenciones. En la edición inglesa de las Obras completas de Freud (la Standard Edition), el término alemán “Deutung” se tradujo con el inglés “ínterpretation”; no obstan te, como puntualizan Laplanche y Pontalis (1973), no hay en tre ambos una correspondencia exacta: uDeutung” parece es tar más próximo de una “explicación” o “elucidación”, y Freud declara en un lugar que la “Deutung” de un sueño “consiste en cerciorarse de su significado (Bedeutung)". En la bibliografía sobre la técnica psicoanalítica, las inter pretaciones ocupan un lugar especial. Bibring (1954) subraya que “dentro de la jerarquía de principios terapéuticos caracte rísticos del análisis, la interpretación es el agente supremo”. También Gilí (1954) destaca el papel central de la interpreta ción, aseverando que “el psicoanálisis es la técnica que, em pleada por un analista neutral, da por resultado el desarrollo de una neurosis de transferencia regresiva y, en definitiva, la 169
resolución de la neurosis apelando únicamente a las técnicas de la interpretación”. Loewald (1979) señala que “la interpre tación psicoanalítica se basa en la autocomprensión, y la autocomprensión es reactivada en el acto de interpretarle al paciente”, y Arlow (citado por Rothstein, 1983) dice que “desde los comienzos de su historia, el psicoanálisis representó una ciencia de la mente, una disciplina de la interpretación, pri mero de la psicopatología y después del funcionamiento psí quico en general (...) La interpretación es (...) considerada en general como un elemento esencial para lograr efectos tera péuticos a través del psicoanálisis (...); la formulación de in terpretaciones es la característica más saliente de la actividad del analista”. Dado que la técnica psicoanalítica es predominantemente verbal y que la formación psicoanalítica se ha vuelto tan espe cializada, quizá sea natural que se haya terminado por atri buir una cierta mística a las “interpretaciones”. Hasta hay analistas que al enunciarlas adoptan un particular tono de voz. Menninger (1958) sostiene que el término “interpretación” es algo presuntuoso, cuando se lo aplica laxamente, como hacen (algunos) analistas, a toda par ticipación verbal voluntaria del analista en el proceso del tra tamiento psicoanalítico. No me agrada este término, porque a los analistas jóvenes les da una idea equivocada acerca de cuál es su función primordial. Debe recordárseles que ellos no son oráculos, ni brujos, ni lingüistas, ni detectives, ni grandes sabios, ni “intérpretes de sueños” a la manera de José o de Daniel..., sino personas que serenamente observan, escuchan y, de vez en cuando, comentan. Su participación en el proceso que se desenvuelve entre los dos bandos es predominantemen te pasiva (...) y a su ocasional participación activa sería mejor llamarla “intervención". Esta puede ser o no “interpretar” algo, puede o no ser una interrupción. De todos modos, cada vez que el analista habla contribuye al proceso. Como ya hemos dicho, Freud ya en sus primeros escritos (1895d) se refirió a la recuperación de los recuerdos “olvida dos” de sus pacientes. A la sazón, limitaba sus propias inter venciones verbales en la situación terapéutica a las que se
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requerían para provocar la libre expresión de sus pensamien tos en el paciente. Procuró evitar las sugestiones directas, del tipo de las que habían caracterizado al método hipnótico, del cual derivó la técnica psicoanalítica. Sus comentarios y suge rencias sólo tenían el propósito de facilitar la producción del material verbal, en la convicción de que la corriente asociativa llevaría, a la postre, a la rememoración más o menos espontá nea de recuerdos cargados de afectos, vinculados a sucesos significativos del pasado del individuo. En esta primera fase del psicoanálisis se entendía que el agente terapéutico fundamental era la abreacción emocional que acompañaba dicha rememoración, pues se consideraba que los síntomas del paciente eran generados por la persisten cia de afectos coartados. Freud se fue haciendo poco a poco a la idea de que los síntomas de las pacientes histéricas también simbolizaban, sin que ellas lo advirtieran, ciertos aspectos del suceso traumático y los pensamientos y sensaciones ligados al hecho olvidado. Hacia 1897, Freud ya había renunciado a la teoría del origen traumático de la histeria y estaba aplicado al examen minucioso de los procesos de representación simbóli ca, en especial tal como se daban en los sueños. De hecho, sus primeras referencias a la “interpretación” estuvieron ligadas a la interpretación de los sueños (1900a). En este contexto, ese concepto remitía a la comprensión y reconstrucción, por parte del analista, de las fuentes y significados ocultos del sueño (su “contenido latente”), a las que se arribaba examinando las asociaciones libres del paciente frente al recuerdo consciente del sueño en sí (el “contenido manifiesto”). En los primeros tiempos del psicoanálisis, el analista transmitía y explicaba sus interpretaciones al paciente, aunque esto constituía más bien una comunicación relativamente didáctica de la interpre tación en sí misma. Al escribir sus trabajos sobre técnica psicoanalítica (191 le, 1912b, 1912e, 1914g, 1915a), Freud comentó que se habían producido cambios en lo tocante a la manera en que el analis ta exponía su comprensión de las producciones de los pacien tes: no era aconsejable que comunicase libremente sus inter pretaciones de los sueños y asociaciones libres sino que debía retenerlas hasta tanto apareciesen las resistencias. Esto su171
ponía “condenar el procedimiento que querría comunicar al paciente las traducciones de sus síntomas tan pronto uno mis mo las coligió” (1913c). A partir de entonces, distinguió de modo más o menos constante entre la interpretación en sí y la comunicación de la interpretación. Así, en ¿Pueden los legos ejercer el análisis? (1926e), dirigiéndose a su interlocutor ima ginario escribió: Una vez halladas las interpretaciones correctas, se plan tea una nueva tarea. Tiene que aguardarse el momento justo para comunicar la interpretación al paciente con probabilida des de éxito. (...) Cometería usted grave error si, por ejemplo con el afán de abreviar el análisis, espetara al paciente sus interpretaciones tan pronto las ha hallado. En “Construcciones en el análisis” (1937d) distinguió las interpretaciones de las “construcciones”: “Interpretación” se refiere a lo que uno emprende con un elemento singular del material: una ocurrencia, una opera ción fallida, etc. Es “construcción”, en cambio, que al analiza do se le presente una pieza de su prehistoria olvidada. Una construcción (ahora por lo común se hablaría de “re construcción”) constituye un “trabajo preliminar” que facilita el surgimiento de recuerdos del pasado o su repetición en la transferencia. Esta definición de la interpretación, comparati vamente tardía en los escritos de Freud, suena un tant^ oAtraña y no se la mantuvo en la bibliografía posterior. En la actua lidad no se hace hincapié en que la interpretación deba remi tirse a “un elemento singular del material”. Si al comienzo se consideraba la interpretación como un proceso que tenía lugar en la mente del analista, no podían producirse graves confusiones en caso de aplicar también el término a lo que el analista le decía al paciente, ya que aparte de las limitaciones impuestas por el “tacto analítico”, el conte nido era el mismo. Pero al advertir que era menester señalarle al paciente asimismo sus defensas y resistencias, empezó a colocarse más el acento en la forma como el analista hacía sus comentarios y daba sus explicaciones al paciente. Esto llevó, 172
en la literatura posterior a Freud, a un uso del término “inter pretación” que pone de relieve lo que el analista le dice al paciente, en vez de designar su comprensión de las produccio nes de éste. Hoy se lo emplea regularmente para describir tal o cual aspecto de los comentarios del analista. El “arte inter pretativo” que se demanda del analista ha llegado a significar el arte de efectuar una intervención verbal eficaz de un tipo particular, y no el arte de comprender el significado incons ciente del material del paciente. De ahí que Fenichel (1945a) pueda afirmar que la interpretación “ayuda a que algo incons ciente devenga consciente nombrándolo en el momento en que se empeña en irrumpir”. Parecería que este cambio en el concepto fuese un resulta do inevitable de la teoría estructural introducida por Freud (1923b, 1926d) y su alejamiento de la “tópica” anterior (véase el capítulo 1). En el campo de la técnica psicoanalítica cada vez se puso más énfasis en formular interpretaciones que fue sen aceptables para el paciente, o que fuesen eficaces en un momento dado. Fue cobrando creciente importancia discrimi nar qué cosas elegía transmitir el analista, en qué momento lo hacía y en qué forma (Fenichel, 1941, 1945a; A. Freud, 1936; Greenson, 1967; Hartmann, 1939, 1951; Kris, 1951; Loewenstein, 1951; W. Reich, 1928). Además, se hizo hincapié en los factores no verbales que forman parte de una interpreta ción eficaz. Brenner (citado por Rothstein, 1983) aclaró que “el tono y el afecto de una comunicación son aspectos importantes de toda intervención terapéutica, en la medida en que contri buyen al significado que el analista pretende transmitir y, por consiguiente, favorecen la comprensión”. Otros autores (v. gr., Gedo, 1979; Klauber, 1972, 1980; Rosenfeld, 1972) han puesto de relieve la importancia del contexto de la relación analistapaciente para que surjan interpretaciones creativas y generadoras de comprensión. Blum (según Halpert, 1984) se refiere a “la importancia de ciertas realidades concretas de la situación analítica, como los atributos del analista, su estilo y su modo de operar (así como sus posibles errores), factores extratransferenciales que tienden a activar o a efectivizar las fantasías y gratificaciones transferenciales”. A todas luces, la convicción con que el analista formule su interpretación y la 173
tolerancia que muestre hacia los deseos y fantasías incons cientes del paciente cumplirán un papel determinante en lo que atañe al efecto de la interpretación. Desde 1897 hasta 1923, las asociaciones libres del paciente fueron consideradas como retoños superficiales de deseos e impulsos inconscientes que “se abrían paso desde lo profundo hasta la superficie”. Por lo tanto, se entendía que el problema principal de la interpretación consistía en comprender el ma terial inconsciente “más profundo” a que podían dar lugar las producciones conscientes. Después de 1923, cuando la concep ción estructural subrayó el papel de la parte organizada de la personalidad (el yo) para hallar soluciones de transacción en tre las mociones pulsionales (el ello), los dictados de la con ciencia moral y los ideales (el superyó) y la realidad exterior, comenzó a verse que las interpretaciones estaban dirigidas al yo del paciente y debían tomarse en cuenta tanto la fortaleza como la debilidad del yo. El analista estaba obligado a re flexionar sobre el efecto de lo que quería transmitir. Ejemplo de esto es la anécdota de Fenichel (1941) acerca de un analista que, sin cesar, durante varias semanas, le interpretó a un paciente su deseo inconsciente de matarlo, sin obtener con ello ningún avance. Aunque la comprensión del deseo inconsciente del paciente pudiera ser correcta, según Fenichel “una inter pretación formulada en esa situación incrementa la angustia, y por tanto las defensas del yo, en vez de reducirlas. La inter pretación correcta habría sido: ‘Usted no puede hablar porque teme que le acudan a la mente ideas e impulsos que estarían dirigidos contra mf ”. Hay analistas (aunque afortunadamen te su número es cada vez menor) que siguen pensando que su tarea consiste en interpretar de continuo el material incons ciente más profundo, como si creyeran que “cuanto más pro fundo, mejor”. En la actualidad, la situación parece ser ésta: el término “interpretación” se emplea tanto como sinónimo para casi to das las intervenciones verbales del analista (e incluso, a veces, las no verbales) cuanto como una variedad particular de in tervención verbal. Ha habido ocasionales intentos en la biblio grafía de diferenciar, en el plano descriptivo, los diversos com ponentes de las intervenciones verbales. Loewenstein (1951) 174
sostiene que las intervenciones del analista que “crean las condiciones sin las cuales el procedimiento analítico resulta ría impracticable” no son interpretaciones sino más bien co mentarios cuyo propósito es liberar las asociaciones del pa ciente (p. ej., “los que lo inducen a atenerse a la regla funda mental, los que persiguen el objetivo de levantar la barrera o la censura que normalmente existe entre los procesos cons cientes y preconscientes”); para Loewenstein, las interpreta ciones propiamente dichas son aquellas intervenciones verba les que producen “los cambios dinámicos a los que llamamos comprensión intuitiva [insight]”. Excluye, pues, del concepto de interpretación las instrucciones y explicaciones, entendien do que dicho concepto debe aplicarse “a las explicaciones del analista que aumentan el conocimiento de sí mismo que posee el paciente; el analista extrae dicho conocimiento de los ele mentos contenidos y expresados en las ideas, sentimientos, palabras y conductas del paciente”. Al definir la interpreta ción sobre la base de su efecto, vale decir, de los cambios dinámicos que generan comprensión, Loewenstein introduce una cierta dificultad: es fácil imaginar interpretaciones correc tas que no sean empero eficaces, así como, a la inversa, inter pretaciones incorrectas pero que resulten eficaces (Glover, 1931). Desde el punto de vista conceptual sería más claro definir la interpretación por su finalidad más que por su efecto. Loewenstein ha hecho reparar también en que existen inter venciones que podrían denominarse “preparatorias de la inter pretación”, como el hecho de señalar similitudes en experien cias diversas del paciente que éste creía desvinculadas entre sí. Ciertas intervenciones (p. ej., las órdenes impartidas a pa cientes fóbicos) no forman parte, según Eissler (1953), del “modelo básico de la técnica psicoanalítica”, sino que son lo que él llama “parámetros de la técnica”. En ese mismo artícu lo, Eissler añade que, por el contrario, determinadas interven ciones verbales, que no son interpretaciones, sí resultan esen ciales en el “modelo básico”, como las instrucciones oportunas para algunos pacientes (p. ej., sobre la regla fundamental), así como las preguntas destinadas a aclarar el material expuesto. Eissler opina que “la pregunta, como un tipo de comunicación, es una herramienta básica y por ende indispensable del análi175
sis, que difiere en su esencia de una interpretación”. Olinick (1954) ha realizado un provechoso examen del papel de las preguntas en la técnica psicoanalítica. Greenson (1967) ha discriminado los diversos componentes verbales de la técnica analítica. Considera que “el término ‘analizar’ es una expresión abreviada, que se refiere a (...) ciertas técnicas promotoras de la comprensión”, que incluyen: La confrontación. Es el proceso de hacer que el paciente repare en un fenómeno particular explicitándolo, así como de hacer que reconozca algo que él había evitado y que tendrá que llegar a comprender mejor. La clarificación. Aunque puede suceder a la confrontación o confundirse con ésta, representa más bien el proceso de focalización en los fenómenos psíquicos con que ya se ha confron tado el paciente (y que está entonces más dispuesto a exami nar). Implica sacar a la luz detalles significativos que han de ser separados de toda materia extraña. Un distingo en esencia análogo al de Greenson fue establecido por Bibring (1954) en un interesante artículo sobre este tema. La interpretación. Supone “volver consciente el significado, origen, historia, modalidad o causa inconsciente de un deter minado suceso psíquico, lo cual por lo general requiere más de una intervención”. Aparte de estas tres categorías, que con frecuencia se en tremezclan, Greenson añade la elaboración como cuarto ele mento componente del procedimiento analítico. Para resumir hasta aquí, en la bibliografía psicoanalítica el término “interpretación” ha sido utilizado para designar: 1. las inferencias y conclusiones del analista sobre el signifi cado inconsciente y la importancia de las comunicaciones y comportamientos del paciente; 2. la comunicación por el analista de sus inferencias y conclu siones al paciente; 3. todos los comentarios efectuados por el analista (éste es el uso coloquial corriente de la palabra); 4. las intervenciones verbales específicamente destinadas a 176
producir un “cambio dinámico” por intermedio de la com prensión intuitiva. Algunos autores han mencionado las siguientes interven ciones discriminándolas respecto de las interpretaciones —aunque hay en estas discriminaciones un grado llamativo de arbitrariedad: 1. las instrucciones dadas al paciente acerca del procedimiento analítico con el fin de crear y mantener el encuadre; 2. las construcciones (o reconstrucciones) de ciertos aspectos de la vida temprana y de las experiencias del paciente, derivadas del material que trae al análisis o que pone en acto en su transcurso; 3. las preguntas tendientes a suscitar algún material o elu cidarlo; 4. los preparativos para una interpretación (p. ej., el señala miento de pautas recurrentes en distintas experiencias de la vida del paciente); 5. las confrontaciones, tal como fueron descritas por Greenson (1967); 6. las clarificaciones, tal como fueron descritas por Greenson (1967). En nuestros días ya existe un consenso bastante general en cuanto a que ninguna interpretación puede ser completa, y la mayoría de los autores psicoanalíticos (p. ej., Bibring, 1954; Klauber, 1972; Loewald, 1979; Schafer, 1983) coinciden con Greenson en que el proceso interpretativo se da en una serie de etapas. Arlow (1987) escribe: La interpretación no es una experiencia única aislada sino un proceso que se desenvuelve siguiendo una secuencia lógica. (...) El analista interpreta el efecto dinámico de cada uno de los elementos que han contribuido a los conflictos inconscien tes del paciente. Demuestra de qué manera, en distintas opor tunidades, consideraciones relativas a la culpa, el temor al castigo, la pérdida del amor, las consecuencias realistas de los actos, se opusieron a los deseos fantaseados de la infancia o en cambio se conjugaron con ellos. El analista hace que el pacien177
te se percate de que las variaciones dinámicas en sus asocia ciones testimonian la influencia de las numerosas fuerzas que están en pugna en su mente. Por lo tanto, el proceso interpre tativo puede abarcar un período considerable, a medida que el analista avanza prudentemente respondiendo a la interacción dinámica entre el deseo, la defensa y la culpa en cada plano de la interpretación. Según Arlow, la importancia de la intervención del analis ta “desborda la elucidación, clarificación, confrontación, re afirmación, o como se designe el contenido de su intervención. La atención se desplaza al proceso. La significación real radi ca en la potencialidad dinámica de la intervención, en el modo como es alterado el equilibrio entre el impulso y la defensa". Tal vez el uso más práctico del concepto de interpretación consista en abarcar con él todos los comentarios y cualesquie ra otras intervenciones verbales cuyo propósito es hacer que el paciente se percate en forma inmediata de algún aspecto de su funcionamiento psíquico del que no era consciente. De hecho, Brenner (en Rothstein, 1983), que en esto está de acuerdo con Menninger (1958), emplea la frase “intervención terapéutica" para abarcar los términos “interpretación” y “reconstrucción”. Nos gustaría sugerir que “interpretación”, en general, podría designar gran parte de lo que se ha dado en llamar “preparati vos para la interpretación”, como las confrontaciones, clarifi caciones, reconstrucciones, etc., y excluir en cambio los nor males e inevitables intercambios verbales de índole social en tre paciente y analista, así como las instrucciones que éste deba impartir sobre el procedimiento analítico. Aunque tam bién todo esto surte algún efecto sobre el paciente (p. ej., la regularidad de las sesiones puede hacerlo sentir más seguro), a nuestro modo de ver una interpretación se caracteriza por su finalidad, la de que el paciente alcance una comprensión intuitiva, más que por el efecto que pueda tener sobre él. Rycroft (1958) ha descrito elegantemente lo que a su juicio debería considerarse el elemento central de toda inter pretación: El analista invita al paciente a que le hable, lo escucha y, de tanto en tanto, habla. Cuando habla, no se habla a sí mis178
mo ni tampoco habla de sí mismo, sino que habla al paciente y del paciente. Su finalidad es aumentar el autopercatamiento del paciente haciéndole reparar en ciertas ideas y sentimien tos que éste no le comunicó en forma explícita, pero que de todos modos forman parte de su estado psíquico actual y son significativos. Estas ideas, que el analista puede observar y formular porque están implícitas en lo que el paciente dijo o en la manera como lo dijo, eran hasta ese momento incons cientes o, en caso de ser conscientes, el paciente no había advertido su pertinencia presente e inmediata. (...) En otras palabras, el analista procura ampliar el campo perceptual endopsíquico del paciente informándole acerca de los porme nores y relaciones que encuentra dentro de la configuración total de su actividad psíquica actual, que por motivos defensi vos el paciente no es capaz de percibir o comunicar. Las tentativas de circunscribir el concepto de interpreta ción ejercen secundariamente un efecto sobre la técnica inter pretativa, sobre todo si se cree que las interpretaciones son la única clase de intervenciones “apropiadas”. Este efecto es no torio cuando se valoran las interpretaciones transferenciales por considerárselas la forma “adecuada” de interpretación y, por ende, la única posible. Existe el consecuente peligro de que en tal caso se pretenda imponer a todas las interpretacio nes un molde “transferencial” (véanse al respecto los capítulos 4 y 5, así como el comentario que luego hacemos acerca de las interpretaciones “mutativas”). Con independencia de la forma que adopten las interpreta ciones, en la literatura psicoanalítica se ha prestado mucha atención a su contenido, particularmente en lo tocante a la eficacia relativa de dos diversos tipos de interpretación. En lo que sigue examinaremos algunas de las variedades de inter pretación. Con la frase “contenido de la interpretación" se designa la “traducción” del material manifiesto o superficial en lo que, según el psicoanalista, es su sentido más profundo —normal mente haciendo hincapié en los deseos y fantasías sexuales y agresivos de la infancia—. Este fue el tipo de interpretación predominante en las primeras décadas del psicoanálisis. Es tas interpretaciones sólo se ocupaban del significado (conteni do inconsciente) de lo que presuntamente había sido reprimi179
do, y no de los conflictos o pugnas internas que habían obrado para mantener inconscientes tales recuerdos y fantasías. Una idea equivocada que goza de popularidad, y que se remonta a los primeros trabajos de Freud, es que las interpretaciones del contenido constituyen el grueso de la actividad del psicoana lista, junto con las interpretaciones simbólicas —traducción del significado simbólico de los sueños, deslices en el habla, etcétera. Una variante particular del análisis de las resistencias (ca pítulo 7) es la interpretación de las defensas, tendientes a señalar al paciente los mecanismos y maniobras a los que recurre para tramitar los sentimientos penosos vinculados a algún conflicto determinado, e indicarle en lo posible cuál es el origen de tales operaciones psíquicas. Se piensa que la inter pretación de las defensas es un complemento indispensable a la interpretación del contenido, ya que ésta sería insuficiente si además no se le muestran al individuo los métodos que utiliza inconscientemente para hacer frente a sus impulsos infantiles. Anna Freud (1936) observa que “una técnica que se limitase exclusivamente a traducir símbolos correría el peli gro de sacar a la luz un material que constaría, también exclu sivamente, de contenidos del ello. (...) Tal vez uno quiere justi ficar dicha técnica diciendo que no habría ninguna necesidad real de seguir una ruta indirecta, pasando por el yo. (...) Em pero, sus resultados serían incompletos”. Se considera que las interpretaciones de las defensas poseen especial importancia para producir modificaciones en la organización psíquica del neurótico, ya que se concibe que en su caso la psieopatología tiene sus raíces, en parte, en su particular organización defen siva, o sea, en sus métodos para abordar los conflictos. Se piensa que los cambios de la organización psíquica constitu yen un elemento esencial del proceso terapéutico (capítulo 7). La idea de que algunas interpretaciones son más eficaces que otras se concretó en el concepto de “interpretación mutatiua”. Strachey (1934) sugirió que los cambios decisivos que una interpretación provoca en el paciente son los que afectan su superyó. Las interpretaciones que obran este efecto se consideran “mutativas”, y para resultar eficaces deben es tar referidas a los procesos que se dan en el “aquí y ahora” 180
inmediato de la situación analítica (Strachey entendía que sólo las interpretaciones relativas a tales procesos inmedia tos, en especial los transferenciales, poseían una urgencia y un impacto lo bastante poderosos como para generar cambios fundamentales). Esta idea contribuyó, como ya dijimos, al punto de vista según el cual el analista sólo debe formular interpre taciones transferenciales (capítulos 4 y 5), ya que ellas serían las únicas eficaces (mutativas). En rigor, no parece haber sido ésa exactamente la creencia de Strachey y tampoco concuerda con la práctica de la mayoría de los analistas, quienes apelan a interpretaciones extratransferenciales (Halpert, 1984; Rosenfeld, 1972). Desde Strachey, y sobre todo desde Melanie Klein, cobró cuerpo la tendencia a centrarse, de modo más o menos exclusi vo, en las interpretaciones transferenciales (Gilí, 1982; Joseph, 1985), pero en los últimos tiempos revivió el interés por las interpretaciones extratransferenciales. En una amplia re seña de este tema, Blum (1983) comenta: La interpretación extratransferencial es aquella que per manece relativamente ajena a la relación transferencial ana lítica. Si bien la solución interpretativa de la neurosis de trans ferencia es el ámbito central en que se desenvuelve el trabajo analítico, la transferencia no constituye el único eje de la in terpretación, ni son las interpretaciones referidas a ella las únicas eficaces y “mutativas”; tampoco son siempre las más significativas. (...) La interpretación extratransferencial po see un estatuto y un valor propios, no el de un simple procedi miento auxiliar, preliminar o suplementario de la interpreta ción transferencial. El análisis de la transferencia es esencial, pero también es necesario formular interpretaciones extra transferenciales, incluidas las interpretaciones genéricas y las reconstrucciones. (...) La comprensión analítica debe abarcar las esferas superpuestas de la transferencia y de lo extra transferencial, de la fantasía y la realidad del pasado y el presente. Adherir a la posición de que “lo único válido es la transferencia” es teóricamente insostenible, y puede conducir a una reducción artificial de todas las asociaciones e interpre taciones, vertiéndolas en un molde transferencial y en una folie á deux idealizada.
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En una mesa redonda sobre “El valor de la interpretación extratransferencial” (de la cual informa Halpert, 1984), Stone señaló que “hay situaciones en las que pueden darse espontá neamente, en la vida inmediata del paciente, las transferen cias mismas, sin que exista un procesamiento notorio de ellas en la situación analítica, y la interpretación de estas transfe rencias puede constituir un aporte significativo al proceso psicoanalítico, más allá de sus efectos terapéuticos directos”. Leites puntualiza que “no todo lo que el paciente dice se vincula siempre, en forma latente, con el analista. (...) Los sentimien tos hacia las personas primordiales de su pasado, reactivados por el análisis, pueden transferirse de modo directo sobre otras personas de su vida, y estas transferencias no siempre repre sentan desplazamientos de la transferencia sobre el analista”. Sea como fuere, existe hoy acuerdo casi general acerca de la importancia capital de las interpretaciones transferenciales, y, como dice Gray, “cuanto más se centre el análisis en los datos analíticos tal como surgen dentro de la situación analíti ca, más eficaz se vuelve la interpretación”. Kohut y la escuela de la psicología psicoanalítica del símismo han prestado particular atención a la técnica específica diseñada para el análisis de pacientes narcisistas o fronteri zos. Ornstein y Ornstein (1980) sostienen lo siguiente: La psicología psicoanalítica del sí-mismo ha originado una expansión clínica y teórica de nuestros conceptos centrales de la transferencia y la resistencia, y al mismo tiempo ha produ cido un doble y decisivo cambio en nuestra manera de formu lar y enfocar nuestras interpretaciones clínicas. Este cambio consistió en: a) abandonar los enunciados interpretativos ais lados en favor de reconstrucciones más amplias, o, como las llamaríamos ahora, en favor de interpretaciones recons tructivas, y b) abandonar una modalidad de observación y de comunicación basada predominantemente en la inferencia para adoptar otra basada predominantemente en la empatia. No resulta claro por qué razón los psicoanalistas que sus criben la psicología del sí-mismo podrían ser más empáticos que otros analistas; de todos modos, lo cierto es que conside ran que la empatia del analista es uno de los atributos im182
portantes que deben transmitir las interpretaciones. Por lo demás, como esta escuela acentúa la importancia de los défi cit de la experiencia temprana del niño (en lugar de destacar los conflictos), para ellas las interpretaciones empáticas y reconstructivas “son el método esencial de análisis, indepen dientemente de que la psicopatología del paciente se base por naturaleza en el conflicto o en la deficiencia” (Ornstein y Ornstein, 1980). Pese a este énfasis en el papel que cumple la empatia del analista, Kohut (1984) ha dicho que la empa tia de los que adhieren a la psicología del sí-mismo no difiere de la que poseen los analistas de otras corrientes, aunque añadió: “Sé que varios de mis colegas que suscriben la psico logía del sí-mismo no coincidirán con esta opinión mía nega tiva”. Es evidente que la estructura y contenido de las interpre taciones dependen en alto grado del marco de referencia psicoanalítico propio de cada analista. A medida que la teoría psicoanalítica fue desarrollándose y modificándose con la ex periencia clínica, llevando a poner el acento en otros puntos, también cambió la índole de las interpretaciones. Así, en la actualidad es posible que éstas apunten en mayor medida que antes (y, en algunos círculos, casi con exclusividad) a la trans ferencia y al modo como se manifiestan en el presente los tempranos procesos y conflictos evolutivos preedípicos. Desde ya que si para el analista son los “déficit”, y no los conflictos, los que tienen importancia central, esto ha de gravitar en sus interpretaciones (Wallerstein, 1983). Varios autores se han ocupado de la relación existente en tre el éxito terapéutico y la formulación de interpretaciones “correctas”. Por ejemplo, Glover (1931) sugiere que aun inter pretaciones inexactas, imprecisas o incompletas pueden dar origen, en determinadas circunstancias, a un avance terapéu tico. Cree que este efecto deriva de que se le suministra al paciente un sistema de organización alternativo capaz de ope rar como “nuevo producto sustitutivo” (en lugar del síntoma), un producto que “es ahora aceptado por el yo del paciente”. Isaacs (1939), en su examen del proceso de interpretación, sostiene que el buen analista, en virtud de su formación, em plea las interpretaciones a manera de hipótesis científicas con183
cernientes al funcionamiento psíquico del paciente. Declara que a veces se llama “intuición” a este percatamiento sobre el significado profundo del material del paciente. Y prefiero evi tar este término a raíz de sus connotaciones místicas. El pro ceso de comprensión puede ser en gran medida inconsciente, pero no es místico; sería mejor describirlo como una percep ción. Percibimos el significado inconsciente de las palabras y la conducta del paciente como proceso objetivo. Nuestra capa cidad para ello depende (...) de todo un caudal de procesos que se dan en nosotros mismos, y que son en parte conscientes y en parte inconscientes, pero se trata de una percepción objeti va de lo que hay en el paciente, basada en datos concretos. Rycroft (1958) ha puesto en tela de juicio este énfasis en “la percepción objetiva de datos objetivos”, señalando que lo que hacía Freud no era explicar un fenómeno de manera causal, sino comprenderlo y conferirle un sentido, y el procedimiento por él empleado no era el procedimiento científico de elucidación de las causas, sino el procedimiento semántico de otorgarle un sentido. Más aún, puede decirse que gran parte de la obra de Freud fue en realidad una labor semántica, y que el suyo fue un descubrimiento semántico revolucionario, a saber, el de que los síntomas neuróticos son comunicaciones significativas disfrazadas, pero a raíz de su formación científica y de su adhesión a la ciencia, formuló sus hallazgos tomando el marco conceptual de las ciencias físiconaturales. Sin duda, la afirmación de Isaacs, para quien la percepción del significado inconsciente por parte del analista es un proce so objetivo, resulta muy controvertible, como mínimo; pero por otro lado, no es menos discutible el contraste que establece Rycroft entre lo “científico” y lo “semántico”. Una concepción intermedia parecería ser la de Kris (1956a), quien se refiere a el hecho bien conocido de que la reconstrucción de sucesos infantiles puede versar (y creo que de ordinario así ocurre) sobre procesos de pensamiento y sentimientos que no “exis tían” necesariamente en el momento en que el “suceso” tuvo 184
lugar. Tal vez nunca accedieron a la conciencia, o tal vez lo hicieron más tarde, en el curso de la “cadena de sucesos” a la que se ligó la experiencia original. A través de las interpreta ciones reconstructivas, suelen pasar a formar parte del con junto escogido de experiencias que constituyen el cuadro bio gráfico del individuo que, en los casos favorables, emerge en el curso de la terapia analítica. Balint (1968) señaló que el particular lenguaje y marco de referencia analíticos de un psicoanalista determina inevita blemente cómo se ha de comprender el paciente a sí mismo. Desde este punto de vista, parecería que el cambio terapéutico producido por el análisis depende en alto grado de que se le proporcione al paciente un marco conceptual y afectivo estruc turado y organizado, en el cual pueda situarse y situar su experiencia subjetiva de sí mismo y de los demás (véase Novey, 1968). En los últimos años se ha cuestionado cada vez más la concepción del análisis como una suerte de expedición arqueo lógica al pasado del paciente, cuya finalidad sería recobrar los recuerdos reprimidos a fin de comprender las raíces psíquicas inconscientes de su carácter y patología. Se ha puesto en duda la posibilidad de descubrir la llamada “verdad histórica”; Michels (mencionado por Compton, 1977; Schafer, 1979, 1980, 1983 y Spence, 1982, 1986), por ejemplo, han expuesto opinio nes bastante radicales acerca de la reconstrucción psicoanalítica. Michels señala que toda interpretación es un mito, vale decir, brinda un principio organizador para comprender la propia experiencia, integran do el pasado a un contexto de significado al que antes no se tenía acceso. Toda interpretación es un mito en el sentido de que toda historia lo es. Las interpretaciones no son verdade ras o falsas. Hay muchos mitos congruentes con una determi nada serie de “datos” referidos al pasado. No se descubre una verdad histórica sino que se crea sentido, aunque sin dejar de tener en cuenta ciertas limitaciones. Schafer (1983) postula que el análisis es una transacción narrativa. “De hecho —afirma— el analista considera lo que le dice el analizado y sus propias intervenciones como una
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especie de acción narrativa, o sea una manera de contar o describir sucesos de la vida pasada y presente.” Y agrega: Si se concibe que el analizado participa en una acción na rrativa, se entenderá que sólo refiere uno de un gran núme ro de relatos posibles sobre sucesos de su vida. En rigor, según nuestro punto de vista, jamás se puede acceder a tales sucesos sin alguna mediación, ya que ellos sólo existen dentro de rela tos que el analizado o el analista han desarrollado con distin tos propósitos y en diferentes contextos. (...) Cabe sostener que el analista participa en actos que son una reformulación o una revisión narrativa (...) siguiendo determinadas líneas ar guméntales acerca del desarrollo personal, las situaciones con flictivas y la experiencia subjetiva que son características de su teoría y su enfoque analíticos. (...) Por lo tanto, podría decirse que la interpretación analítica, lejos de desenterrar y hacer revivir experiencias antiguas y arcaicas como tales, cons tituye y desarrolla nuevas versiones de dichas experiencias, versiones vividas, verbalizables y verbalizadas. Sólo entonces puede asignarse a estas nuevas versiones un lugar seguro dentro de una historia de vida psicoanalítica continua, cohe rente, convincente y actualizada. Spence (1982) puntualiza que nunca puede conocerse real mente la verdad de una interpretación o reconstrucción. El analista construye una “historia” que satisface ciertos crite rios estéticos y pragmáticos, e interpreta ateniéndose a una tradición narrativa en la que cuentan la coherencia, la con gruencia y el poder de persuasión del relato. En lugar de la verdad histórica, la verdad narrativa crea un modo de explica ción y comprensión de los hechos del pasado y proporciona una certidumbre aparente en lugar del conocimiento que es imposible alcanzar. Sin duda, las formulaciones de Spence y de Schafer ponen el acento en un aspecto importante de la reconstrucción. El enfoque de estos autores coincide con el de Balint y con el de Wallerstein (1988), quien comenta que: todas nuestras perspectivas teóricas —las kleinianas así como las de la psicología del yo y todas las demás— no son sino metáforas explicativas que hemos escogido porque nos son 186
útiles desde el punto de vista heurístico, teniendo en cuenta nuestra variable adhesión a ciertos valores intelectuales, para la explicación, o sea, para conferir sentido a los datos clínicos primarios que surgen en nuestros consultorios. Y agrega luego: Dicho de la manera más simple, esta conceptualización transforma todas nuestras grandes teorías generales (y nues tro pluralismo en materia de teoría general) en un conjunto escogido de metáforas. No obstante, esta postura de Wallerstein puede acarrear la discutible consecuencia de considerar de igual valor a todos los sistemas interpretativos, con tal de que satisfagan deter minados criterios. Obviamente, el concepto de interpretación no se circunscri be al encuadre psicoanalítico ni a las diversas variantes de psicoterapia psicodinámica. Puede conceptualizarse como una interpretación toda verbalización que haga un clínico general acerca de los temores no manifestados de un paciente sobre su estado de salud, así como el intento de ampliar su compren sión exponiéndole algún aspecto de sus sentimientos o de su conducta del que antes el paciente no se había percatado. Por supuesto, de esto no se infiere que un tipo de interpretación válida en cierta situación sea oportuna también en otras.
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11. COMPRENSION INTUITIVA
El concepto de “comprensión intuitiva” [insight] es amplia mente utilizado en psicoanálisis, así como en los sistemas psicoterapéuticos derivados de éste y en la psiquiatría diná mica en general. Su significado suele darse por sentado, aun que un estudio atento pronto revela que dista de ser claro. Como apunta Zilboorg (1952), “entre las cosas poco claras que tienen máxima importancia clínica y provocan las mayores confusiones está el término ‘comprensión intuitiva’. Surgió de la nada, por decirlo así. Nadie sabe quién lo empleó por prime ra vez, ni con qué sentido”. Y Poland (1988) señala: “La com prensión intuitiva (...) no encontró jamás un lugar apropiado entre las conceptualizaciones analíticas”. Esta opinión parece reflejar también la de Bamett (1978), quien se lamenta de que “nuestros conceptos acerca de la comprensión intuitiva se han vuelto tan difusos y se han ampliado tanto que a menudo los intentos que efectuamos por abarcarlo todo dentro del planteo de una terapia eficaz que haga uso de la comprensión intuiti va nos dejan con un sentimiento de futilidad y frustración”. La relación entre el significado psicoanalítico y el psiquiá trico de este término parece ser compleja. En psiquiatría, se lo introdujo para designar “el conocimiento a que llega el pacien te de que los síntomas de su enfermedad son fenómenos anor males o mórbidos” (Hinsie y Campbell, 1970). Con este sentido se lo empleó desde los primeros años de este siglo, y sigue dándosele este significado particular. Jung, refiriéndose a los psicóticos con grave deterioro intelectual y emocional, señaló 189
que podían presentar “signos de poseer una comprensión in tuitiva más o menos amplia de su enfermedad” (1907). Si guiendo a Kraepelin (1906), Bleuler (1911) y Jaspers (1913), la “falta de comprensión intuitiva” suele asociarse fundamen talmente con los estados psíquicos psicóticos. Pero al hacer extensivo el término de la psiquiatría al psicoanálisis, este significado específico se perdió. Vale la pena mencionar que, en el uso que se le dio al comienzo en psicoanálisis, no era un término especializado. No figura en el índice de la Standard Edition de las obras de Freud, aunque de hecho, en un sentido corriente, Freud em plea en varios lugares la palabra alemana correspondiente, “Einsicht”, que al igual que la inglesa “insight” es relativa mente coloquial. Parecería que en algún momento de la histo ria del psicoanálisis ambas fueron elevadas a la condición de concepto técnico. El Oxford English Dictionary indica que “la idea original parece ser la de una ‘visión interna’ [in-sight], vale decir, la de los ojos de la mente o el entendimiento”, y da las siguientes acepciones: “visión interna; visión o percepción mental; discernimiento, el hecho de penetrar con los ojos del entendimiento en el carácter o naturaleza interiores de las cosas; vislumbre o visión que penetra más allá de la superfi cie”. El uso actual, más o menos coloquial, de este vocablo parece haber sido influido por el concepto técnico psicoanalítico, de modo tal que a veces su sentido guarda correspondencia con la acepción que el Oxford English Dictionary rotula como “obsoleta”, a saber: “comprensión, inteligencia, saber”. Sea como fuere, en la acepción más especializada con que hoy se lo emplea en psicoanálisis, parece arraigar firmemente en las formulaciones freudianas sobre los procesos de cambio que llevan a la “cura”. En Estudios sobre la histeria (1895d), Freud escribió: Descubrimos, al comienzo para nuestra máxima sorpresa, que los síntomas histéricos singulares desaparecían en segui da y sin retornar cuando se conseguía despertar con plena luminosidad el recuerdo del proceso ocasionador, convocando al mismo tiempo el afecto acompañante, y cuando luego el enfermo describía ese proceso de la manera más detallada po190
sible y expresaba en palabras el afecto. Un recordar no acom pañado de afecto es casi siempre totalmente ineficaz. Algo semejante había dicho en una oportunidad anterior (1893h): Si se consigue llevar al enfermo hasta un recuerdo bien vivido, él verá las cosas ante sí con su realidad efectiva origi naria; uno nota entonces que el enfermo está totalmente go bernado por un afecto. Y si se lo constriñe a expresar en pala bras ese afecto, se verá que, al par que él produce dicho afecto violento, vuelve a aparecerle muy acusado aquel fenómeno de los dolores, y desde ese preciso instante el síntoma desaparece como síntoma permanente. En la primera fase del psicoanálisis, Freud hizo hincapié en el elemento de saber “cognitivo” (“el recuerdo del suceso”) dentro del contexto de la liberación del afecto. Vinculó el resta blecimiento del enfermo por la descarga de afecto bajo la for ma de la abreacción con la idea de un suceso traumático con creto, que era el agente patógeno en afecciones como la histe ria. Ese concomitante emocional de la recuperación de recuer dos reprimidos está próximo a lo que muchos analistas actua les llaman “comprensión intuitiva emocional”. La nueva concepción freudiana de la patogénesis (desde 1897) como consecuencia del pasaje del suceso externo trau mático a las vicisitudes de las mociones pulsionales, así como el creciente interés que desarrolló Freud por la interpretación de los sueños (1900a), parecen haber relegado a un segundo plano el elemento emocional. La comprensión intuitiva del analista fue equiparada, poco más o menos, con su compren sión intelectual del significado de las producciones del pacien te, y lo que le comunicaba a éste era dicha comprensión, a menudo recurriendo a explicaciones y argumentaciones. No obstante, la paulatina toma de conciencia acerca de la impor tancia que revestía el análisis de la transferencia y de las resistencias transferenciales llevó, una vez más, a advertir el relevante papel del contexto emocional en que se insertaba la comprensión intelectual del paciente. El propio Freud dijo (1913c): 191
Es verdad que en los tiempos iniciales de la técnica analíti ca atribuíamos elevado valor, en una actitud de pensamiento intelectualista, al saber del enfermo sobre lo olvidado por él, y apenas distinguíamos entre nuestro saber y el suyo. Conside rábamos una particular suerte obtener de otras personas in formación sobre el trauma infantil olvidado (...) y nos apresu rábamos a poner en conocimiento del enfermo la noticia y las pruebas de su exactitud, con la segura expectativa de llevar así neurosis y tratamiento a un rápido final. Serio desengaño: el éxito esperado no se producía. Aparentemente, en inglés el término “insight” no fue utili zado en el título de ningún trabajo psicoanalítico con anterio ridad al de French (1939), llamado “La comprensión intuitiva y la desfiguración en los sueños”. French declaraba allí expre samente que lo había tomado de W. Koehler (1925), el psicólo go de la Gestalt, quien había descrito que en condiciones expe rimentales un animal podía encontrar súbitamente, mediante la comprensión intuitiva, la manera de resolver un problema práctico. Entendía French que en el psicoanálisis esa com prensión constituía un fenómeno análogo, o sea, “la ‘captación práctica’ de la situación conflictiva”. No suponía que la com prensión intuitiva obrase como agente terapéutico per se, sino como condición previa para la ulterior “resolución del proble ma”, que podía llevar a la curación. La principal dificultad, tal como se plantea en la bibliogra fía psicoanalítica posterior a Freud, parece radicar en la nece sidad de definir, por un lado, los atributos que caracterizan a la comprensión intuitiva “auténtica” o “emocional”, y por el otro los que caracterizan a la comprensión intuitiva “intelec tual”. Hay consenso entre los psicoanalistas de que esta dife renciación es factible y reviste decisiva importancia desde el punto de vista de la técnica analítica. A todas luces, el mero conocimiento intelectual psicoanalítico de los orígenes de un trastorno psíquico no es útil, pues de lo contrario el paciente podría curarse con sólo darle a leer algún texto de psicoanáli sis. Parecería que, en lo que respecta a la terapia, algún tipo de experiencia emocional es un concomitante indispensable de lo que se considera una comprensión intuitiva eficaz. Sin em bargo, muchos autores se han debatido con los problemas que 192
presenta la definición precisa de lo que constituye una com prensión intuitiva “auténtica”, “emocional” o “eficaz” (v. gr., Barnett, 1978; Blacker, 1981; Bush, 1978; A. Freud, 1981; Hatcher, 1973; Horowitz, 1987; Kerz-Ruehling, 1986; Kris, 1956a; Kubie, 1950; Martin, 1952; Michels, 1986; Myerson, 1960, 1963, 1965; Poland, 1988; Pressman, 1969a, 1969b; Rangell, 1981; Reid y Finesinger, 1952; Richfield, 1954; Segal, 1962; Silverberg, 1955; Valenstein, 1962; Zilboorg, 1952). Una de las dificultades en esta búsqueda de una definición adecuada ha sido la tentación de caer en una tautología: si la comprensión intuitiva no es eficaz para producir un cambio, entonces no es una “auténtica” comprensión intuitiva; ergo, toda comprensión intuitiva que produce un cambio sería au téntica. Si queremos evitar esa tautología, parecería necesario divorciar el concepto de comprensión intuitiva del concepto de “cura”, ya que aquélla no es forzosamente seguida por cambios terapéuticos progresivos en el paciente. Richfield (1954), así como Reid y Finesinger (1952), procu raron, en su empeño de aclarar este problema, aplicar un análisis filosófico. Estos últimos autores recurren a la expre sión “comprensión intuitiva dinámica” para designar la varie dad eficaz, y citan en tal sentido a Kubie (1950): ...la comprensión intuitiva sólo comienza a tener un efecto terapéutico cuando conduce a la apreciación de la relación existente entre diversas experiencias y los conflictos incons cientes, que da origen tanto a los elementos neuróticos de la personalidad como a los propios síntomas neuróticos. Por su parte, Reid y Finesinger intentan distinguir la com prensión intuitiva “neutral” de la “emocional”; la primera im plicaría que “ninguno de los términos que intervienen en la relación cuya significación se capta mediante la comprensión intuitiva es una emoción; el acto de la comprensión intuitiva tampoco es mediador o liberador de una respuesta emocional en la persona que la tiene”. En cuanto a la comprensión intui tiva “emocional”, en ella, “la emoción forma parte del conteni do que el paciente comprende, o, dicho con más precisión, interviene en la relación cuya significación capta mediante su comprensión intuitiva”. Otra manera de entender la compren193
sión intuitiva “emocional” o “de eñcacia dinámica” es que “vuel ve consciente al paciente de un hecho, que puede o no ser una emoción, pero que libera o desencadena una respuesta emocio nal”. Esta definición de la comprensión intuitiva no la vincula necesariamente a ningún criterio de lo que es “correcto” o lo que promueve el “cambio terapéutico”. Pese a que se acepta que los elementos “intelectuales” de la comprensión intuitiva no son por sí mismos eficaces, se ha cobrado cada vez mayor conciencia del papel de los procesos cognitivos que participan en ella (Bamett, 1978; Bush, 1978). Barnett comenta que el conocimiento se convierte en una verdadera comprensión intuitiva sólo cuando es acompañado por un cambio significa tivo en el funcionamiento psíquico del paciente y sus procedi mientos para ordenar la experiencia. Nuestra preocupación por la comprensión intuitiva debe encaminarse hacia el modo como se reestructuran y remoldean los métodos de conoci miento del paciente, como puente que une la comprensión intuitiva con el cambio terapéutico. Junto a esta renovada inquietud por los aspectos cogniti vos de la comprensión intuitiva, los analistas de niños han prestado atención al desarrollo de la capacidad correspondien te. Kennedy (1979) se refiere a la evolución de la comprensión intuitiva destacando los cambios que sobrevienen en esta fa cultad desde el preescolar hasta el adolescente y el adulto. La capacidad para la comprensión intuitiva evoluciona desde “el percatamiento transitorio que tiene el bebé de los estados que le producen sensaciones placenteras o penosas hasta la autoobservación objetiva y desapegada del adulto, cuya focalización intrapsíquica, junto con las funciones integradoras del yo, hacen operar la comprensión intuitiva en contextos psíqui cos útiles”. Y agrega que en el análisis de niños nuestro propósito no es reconstruir para el niño un cuadro verdadero y “objetivo” de su pasado sino centramos en el examen de su adaptación ante las presio nes que, según él lo siente, operan en el presente sobre él. (...) Las intervenciones del analista organizan y articulan la expe riencia del niño. Toda vez que le interprete y exprese su “com194
prensión intuitiva” en términos que el niño sea capaz de en tender, tendrá lugar alguna nueva integración. (...) Debemos suponer que la “comprensión analítica” de los niños se incor pora a una matriz general de la experiencia. Otro analista de niños, Neubauer (1979), subraya que el análisis de niños debe apuntar a las fases de la organización cognitiva. (...) Esto pone de relieve el papel de la autoobservación como uno de los componentes principales de la compren sión intuitiva. Otro requisito de esta última es la capacidad para diferenciar las representaciones del objeto y del sí-mismo en el contexto de una organización temporal y espacial esta ble. Estos diversos elementos integrantes de la comprensión intuitiva son todos ellos significativos para entender el come tido que ella cumple en el psicoanálisis.
Anna Freud (1981), repasando la evolución de la capacidad para la comprensión intuitiva en la niñez, examina su presen cia y su falta como un factor del desarrollo normal y afirma que la adolescencia le brinda en este aspecto una “segunda oportunidad” al niño que no pudo desarrollar una compren sión intuitiva adecuada. El logro de la comprensión intuitiva es un fenómeno nor mal del desarrollo. Michels (1986) señala que una teoría psicoanalítica de la comprensión intuitiva debería admitir que el desarrollo psíquico no es sólo la cróni ca de las apetencias organísmicas, los temores, las relacio nes, las pautas del funcionamiento moral, la percepción de uno mismo y de los demás, y la comprensión del mundo, sino también la de la evolución y variación de importantes com prensiones y percatamientos acerca del sí-mismo. El desa rrollo psíquico no se detiene en todo el ciclo vital, y en dife rentes épocas de dicha evolución unas perspectivas pueden ser más útiles que otras para organizar la comprensión. Un período relativamente “latente” desde el punto de vista de las pulsiones puede ser decisivo desde el punto de vista de la comprensión intuitiva.
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Según Gray (1990), cada nuevo logro en materia de com prensión intuitiva por parte del paciente “es acompañado por una importante comprensión intuitiva obtenida a través de la experiencia acerca de esta realidad: (...) que el yo adulto es de hecho capaz de manejar conscientemente, a voluntad, la con tención o descarga de (...) la vida instintiva. (...) Este aspecto de la acción terapéutica es una forma de aprendizaje sobre su capacidad en materia yoica, a través de la experiencia del ejer cicio gradual y autónomo de su control de los impulsos recla mados”. Apunta Gray que “en ciertos momentos oportunos, y empleando palabras que le resulten aceptables, invito al pa ciente a observar junto conmigo lo que ha sucedido”. Mangham (1981) pone de relieve la importancia que tiene, para alcanzar la comprensión intuitiva, el restablecimiento de un temprano lazo afectivo con la madre y la restauración del sentimiento de omnipotencia infantil. Amplía así lo enunciado en un trabajo clásico sobre el tema por Kris (1956b): “En la comprensión intuitiva los ‘elementos cognitivos’ se mezclan con una clase particular de seguridad”. El trabajo de Kris fue discutido luego por Abend (1988) a la luz de los avances poste riores. Blum (1981) subraya la importancia de que se cree en el analizado “un ideal de comprensión intuitiva” y comenta: La comprensión intuitiva psicoanalítica de los procesos y contenidos inconscientes entraña la transformación paulatina de las interdicciones e ideales internos, por vía de la toleran cia de una curiosidad y un conocimiento que antes estaban vedados. El proceso analítico depende de que se relaje la cen sura y se analicen los motivos y modalidades de la autocrítica y el autocastigo. Otros autores se refirieron al papel de la comprensión in tuitiva en la interacción entre paciente y analista (p. ej., Joseph, 1987; Mangham, 1981; Neubauer, 1979; Segal y Britton, 1981). Shengold (en una mesa redonda de la que informa Blacker, 1981) considera que dicha interacción y la situación analítica en sí estimulan el proceso de comprensión intuitiva. Análogamente, Anthony (en esa misma mesa redonda) subra ya la relevancia de la comprensión intuitiva del analista res196
pecto de sus contrarreacciones ante el paciente y su conoci miento cada vez mayor de la vida interna de éste. El análisis sería un juego mutuo intermitente entre las comprensiones intuitivas del analista y las del paciente. Anthony (al igual que Blacker, 1981; Hatcher, 1973; Horowitz, 1987; Poland, 1988; Rangell, 19S1) destaca que a la comprensión intuitiva analítica debe entendérsela como un proceso. Horowitz (1987) puntualiza que este proceso de descubri miento y comprensión puede proseguir y ampliarse después de haber concluido el análisis. Escribe: Si tenemos en cuenta el éxito obtenido en ciertos análisis, parecería ser que las respuestas a las interpretaciones que llevan a una comprensión intuitiva útil permanecen en elabo ración continua tanto durante el análisis como una vez termi nado éste. Esa elaboración continua permite al paciente hacer sus propios descubrimientos, y se liga con sus recuerdos y reconstrucciones biográficos. En una mesa redonda sobre “Cambio psíquico” (Naiman, 1976), Sandler señaló: La obtención de una comprensión intuitiva a través de las intervenciones del analista genera una reintegración, creando nuevos aspectos en la organización psíquica. Como consecuen cia de la elaboración, esta comprensión intuitiva puede volver se “automática”, o sea, llevar a la inhibición preconsciente de las modalidades previas de funcionamiento y al uso de otras más apropiadas. En este contexto, el logro de la comprensión intuitiva da lugar a “estructuras de comprensión intuitiva”, vale decir, a series duraderas de relaciones internas que pueden aplicarse para modificar y controlar modos de funcionamiento adquiri dos con anterioridad —incluyendo los cambios en las relacio nes objétales internas. Citemos finalmente el valioso comentario de Poland (1988) sobre la comprensión intuitiva analítica: La comprensión intuitiva conecta el pasado con el presen te, el contenido con el proceso, en una unidad psíquica que se 197
halla bien representada por el razonamiento lógico y la teoría. El análisis clínico da vida a fuerzas interiores dentro de un contexto diádico singular que torna significativos los significa dos implícitos de manera inmediata, permitiendo así que los hechos históricos lleguen a ser verdades personales. (...) Un analista no puede “brindar” una comprensión intuitiva; sus interpretaciones podrán ofrecer nuevos conocimientos, su in teracción con el paciente le proporcionará a éste nuevas expe riencias emocionales, pero para convertir dichos conocimien tos o experiencias en una comprensión intuitiva, el paciente mismo tendrá que asimilarlos. Creemos que la noción de una comprensión intuitiva “co rrecta” da lugar a numerosas dificultades (véase en el capítulo anterior nuestro examen de la verdad histórica y la verdad narrativa), y que el concepto de una comprensión intuitiva “eficaz” puede desembocar en una argumentación tautológica. Quizá la mejor manera de abordar este problema sea diferen ciar los aspectos “intelectuales” de la comprensión intuitiva de aquellos otros que liberan emociones o que incluyen, como parte de dicha comprensión, algún tipo de “estado emocional”. Esto sería congruente con la opinión expresada en el capítulo 10: “El cambio terapéutico producido por el análisis depende en alto grado de que se le proporcione al paciente un marco conceptual y afectivo estructurado y organizado, en el cual pueda situarse y situar su experiencia subjetiva de sí mismo y de los demás”. Ello nos permitirá entender por qué diferentes puntos de vista psicoanalíticos o psicoterapéuticos, tal como se reflejan en las interpretaciones que se formulan al paciente, pueden resultar a veces igualmente eficaces en lo que atañe a sus resultados terapéuticos.
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12. ELABORACION
El tratamiento psicoanalítico comparte con otras varieda des de psicoterapia la finalidad de provocar cambios durade ros en el paciente. En común con las demás terapias que recurren a la “comprensión intuitiva”, la psicoanalítica hace uso de interpretaciones y de otras intervenciones verbales (capítulo 10). Si bien el propósito de éstas es en parte volver conscientes los procesos inconscientes del enfermo, desde las primeras épocas del psicoanálisis se ha sostenido que, de ordinario, no basta con “volver consciente lo inconscien te” ni con la obtención de una comprensión intuitiva para provocar un cambio fundamental. En contraste con los pro cedimientos que emplean la hipnosis y la abreacción masi va (catarsis), el método psicoanalítico basa su éxito en algu nos elementos adicionales. En los capítulos previos hemos examinado unos cuantos de ellos, en particular la alianza terapéutica (capítulo 3), la transferencia (capítulos 4 y 5) y el análisis de la resistencia (capítulo 7). Nuestro objetivo en el presente capítulo será pasar revista a otros factores de la situación analítica que han sido agrupados bajo el rótulo de elaboración. En sus primeros escritos psicoanalíticos, de 1895, Freud había empleado términos como “gasto psíquico” y “repaso”; más aún, el término “Durcharbeitung” (elaboración) aparece ya en los Estudios sobre la histeria (1895d), aunque con un sentido muy distinto del que más adelante Freud le dio al concepto clínico, introducido en el artículo “Recordar, repetir, 199
reelaborar” (1914g).* Allí señalaba que, en la primera fase del psicoanálisis, el objetivo del tratamiento había sido la rememoración del suceso traumático patógeno que, según se suponía, era la raíz de su neurosis, así como la abreacción del afecto contenido que estaba asociado a dicho suceso. Al renun ciar a la hipnosis, la tarea terapéutica pasó a ser la recupera ción de contenidos psíquicos olvidados significativos y de sus afectos asociados a través de las asociaciones libres, lo cual exigía un “gasto de trabajo” del paciente, a raíz de sus resis tencias para develar lo reprimido. Cobró prioridad, respecto de esa rememoración de recuerdos significativos, la repetición inconsciente de ellos bajo la forma de la transferencia y del acting out (capítulo 9). Comenzó a considerarse que la labor analítica estaba encaminada en gran medida a la interpreta ción de las resistencias del paciente, así como a mostrarle de qué modo se reproducía el pasado en el presente. No obstante, por más que el analista pudiera revelar su resistencia, esto por sí solo no llevaba a un avance en el tratamiento. Al respecto apuntó Freud (1914g): Es preciso dar tiempo al enfermo para enfrascarse en la resistencia, no consabida para él, a fin de elaborarla, vencerla prosiguiendo el trabajo en desafío a ella y obedeciendo a la regla analítica fundamental. Sólo en el apogeo de la resisten cia descubre uno, dentro del trabajo en común con el analiza do, las mociones pulsionales reprimidas que la alimentan y de cuya existencia y poder el paciente se convence en virtud de tal vivencia. (...) Esta elaboración de las resistencias puede convertirse en una ardua tarea para el analizado y en una prueba de paciencia para el médico. No obstante, es la pieza del trabajo que produce el máximo efecto alterador sobre el paciente y que distingue al tratamiento analítico de todo in flujo sugestivo. Si bien más adelante Freud distinguió diversas fuentes de la resistencia (capítulo 7), vinculó la necesidad de la elabora* Como en todas las demás obras de Freud, mantenemos el título de las Obras completas de la edición de Amorrortu, que emplea “reelaboración’ para lo que aquí hemos traducido como “elaboración". [T.j
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ción a la variedad particular derivada de la “compulsión a la repetición” (1920g) y a la denominada “resistencia del ello” (1926d). En esto puede verse un reflejo de la “oposición” que ofrecen las mociones pulsionales a que se las desprenda de sus objetos y modos de descarga previos (1915a, 1915f). Asimismo, tomando en préstamo una expresión de Jung, Freud (1918b [1914]) se refirió a la “inercia psíquica”, y a la “viscosidad” (1916-17) o “estasis” (1940a [1938]) de la libido como fuerzas que se oponían a la recuperación. Todos estos términos trasuntan que concebía a las mociones pulsionales como ener gía ligada a determinadas representaciones psíquicas, en par ticular las de los objetos de amor infantiles. Esta conceptualización de las pulsiones como energía que puede investir a un objeto fue puesta en tela de juicio de manera creciente y cada vez más convincente. En 1937 Freud relacionó la “inercia psí quica” con factores constitucionales específicos y con el enve jecimiento (1937c). A la sazón suponía que la edad avanzada del paciente tornaba menos eficaz el proceso psicoanalítico y era una contraindicación para el tratamiento, punto de vista que hoy ya no es avalado por muchos. Para Freud el trabajo de elaboración era el que tanto el analista como el paciente debían realizar para superar las resistencias al cambio, debi das primordialmente a la tendencia de las mociones pulsio nales a adherirse a las modalidades habituales de descarga. La elaboración constituía una labor analítica adicional a la que tenía por finalidad develar los conflictos y las resisten cias. Se pensaba que la comprensión intelectual, sin dicha elaboración, no era suficiente para cumplir el cometido tera péutico, ya que dejaba en pie la tendencia de las modalidades previas de funcionamiento a repetirse según los patrones acostumbrados Tiene interés histórico el hecho de que Fenichel (1941), al comentar el libro de Ferenczi y Rank, The Deuelopment of Psycho-Analysis (1925), haya puesto de relieve el hincapié que hacían los autores en la revivencia de las experiencias emocio nales dentro de la transferencia, diciendo que “en su énfasis en el experienciar, se convirtieron en admiradores de la abreacción, del acting out, y por ende la elaboración queda perjudicada”. Para Fenichel (1937, 1941) la elaboración cons201
tituye una actividad del analista, no del analista y el paciente, y se refiere a ella como “un tipo especial de interpretación”. Señala que el paciente mostrará reiterada resistencia a perca tarse del material inconsciente que se le ha interpretado, y que la labor de la interpretación tiene entonces que repetirse, por más que ahora el proceso pueda avanzar más rápida y fácilmente que antes. En ocasiones, reaparecerá en el pacien te un cuadro exactamente igual al anterior; otras veces, habrá variantes en diversos contextos. “Siguiendo a Freud, se deno mina ‘elaboración’ ese proceso necesario de demostrar al pa ciente una y otra vez lo mismo, en diferentes momentos o en diversos contextos”. Aunque Fenichel circunscribe el concepto de Freud al equi parar la elaboración con un tipo de interpretación, por otro lado lo amplía, pues lo relaciona con la resistencia al cambio tanto del yo como del superyó. Además, lo compara al proceso del duelo, como más tarde hicieron también otros autores (p. ej., Parkin, 1981). Dice Fenichel (1941): Una persona que ha perdido a un amigo debe volver a aclararse a sí misma, en todas las situaciones que le recuer dan a su amigo, que éste ya no existe y que es menester que renuncie a él. La idea de ese amigo encuentra representación en numerosos complejos de recuerdos y deseos, y la desvincu lación del amigo debe tener lugar por separado en cada uno de dichos complejos. Según Fenichel, la elaboración daba por resultado la libe ración de pequeñas cantidades de “energía” ligada a la repre sentación, con lo cual era parecida a la abreacción —aunque era lo opuesto a una abreacción única masiva—. Al mismo tiempo, sostenía que la interpretación tepía por efecto “educar al paciente a fin de que produjera retoños cada vez menos desfigurados” (1937). A partir de Fenichel, no se prestó dema siada atención a este aspecto de la elaboración que podríamos denominar “micro-abreacción”. Por el contrario, pasaron a pri mer plano los aspectos vinculados al “aprendizaje” y el “desaprendizaje” (Ekstein, 1966; Schmale, 1966; Thomá y Háchele, 1987). Para la elaboración es fundamental rastrear las ramifica-
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ciones del conflicto en diferentes ámbitos de la vida del indivi duo (proceso por momentos muy laborioso). Como escribe Fromm-Reichmann (1950): Cualquier comprensión, cualquier percatamiento ganado gracias a la elucidación interpretativa, debe ser reconquistada y puesta a prueba de nuevo una y otra vez en nuevas conexio nes y contactos con otras experiencias entrelazadas, que en sí mismas pueden o no tener que abordarse interpretativamente. En 1956, Greenacre subrayó la importancia de la elabora ción en los casos en que un suceso traumático infantil ejerció amplios efectos en distintas esferas de la personalidad: Pronto se reconoció que si los recuerdos infantiles eran recobrados demasiado rápidamente, o eran actuados en la transferencia sin una interpretación adecuada, por más que la abreacción fuera apreciable en ese momento, sus efectos no serían muy duraderos. En tales casos, no parecía que la elabo ración fuese indispensable para recobrar el recuerdo, pero ahora se lo considera esencial para que el efecto terapéutico sea per durable —no con el fin de disminuir la resistencia y acceder al recuerdo, sino para mostrarle una y otra vez al paciente la forma en que operan sus tendencias pulsionales en diversas situaciones de su vida. Comenta esta autora que “el conflicto defensivo permanece más o menos estructurado si no se lo trabaja reiteradamente y en conexión con sus repercusiones en distintas situaciones”, y sugiere que el mayor énfasis puesto en el análisis de los meca nismos de defensa llevó a “admitir la necesidad de operar de manera consistente con las pautas defensivas. (...) A esto se ha asimilado gran parte de lo que antes se denominaba elabo ración”. Ese mismo año, Kris (1956a) sostuvo que la labor interpre tativa conduce a la larga a la reconstrucción del pasado del paciente, y que uno de los aspectos de la elaboración consiste en aplicar tales reconstrucciones a ámbitos y niveles muy dis tintos del material del paciente. A esto se liga una observación más general de Loewald (1960), para quien el análisis es un proceso destinado a provocar en el paciente modificaciones
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estructurales. (En la bibliografía psicoanalítica, el término “es tructura” ha sido empleado para referirse específicamente a la tríada yo-ello-superyó, pero en la actualidad se lo utiliza de un modo más general, para designar las organizaciones psíquicas que cambian con lentitud.) Dice este autor que el analista estructura y articula (...) el material y las produc ciones que brinda el paciente. Si la interpretación de su sig nificado inconsciente es oportuna, éste reconoce en las pala bras con que se expresa dicho significado una manifestación de lo que él vivencia. Organizan para él lo que antes perma necía desorganizado y así le permiten tomar “distancia” res pecto de sí mismo y ver, comprender, poner en palabras y “manejar” lo que antes no era visible, comprensible, verbalizable, tangible. (...) El analista opera como representan te de un estadio superior de organización y como mediador de dicho estadio para el paciente, en la medida en que su comprensión se amolda a lo que necesita organización, y a la manera en que lo necesita. Esta formulación de Loewald acerca de este aspecto de la función del analista nos da pie para considerar el marco teóri co y las técnicas que éste emplea, no desde el punto de vista de lo que es “correcto” o “incorrecto” sino de lo que es útil, en el sentido mencionado. Novey (1962), en un concienzudo examen de la elaboración, pasa revista a las dificultades que rodean a este concepto y sugiere que la relación entre el analista y el paciente incluye factores que el psicoanálisis tiene en común con otras tera pias, y que promueven la elaboración. Dichos factores (las técnicas de apoyo, etc.) parecen indispensables y operan más allá de que las interpretaciones formuladas sean o no correc tas. La elaboración se da también fuera de la sesión: “Gran parte de lo que llamamos elaboración en sentido propio es el tiempo que se le dedica efectivamente a la vivencia y revivencia intelectual y afectiva para producir un cambio constructivo”. Algo semejante sostiene Valenstein (1962) respecto del “tra bajo” que prosigue una vez finalizado el análisis: “A medida que la elaboración continúa durante esa fase interminable del trabajo autoanalítico que sigue a la terminación del análisis 204
formal, esas nuevas pautas de acción, pensamiento y afecto cobran un grado creciente de estructuración”. Tanto Stewart (1963) como Greenson (1965b) adhieren a la opinión de Freud según la cual la elaboración se dirige sobre todo contra la “resistencia del ello”; sin embargo, la definición que da Greenson se centra en torno de la comprensión intuitiva y el cambio: Para nosotros el trabajo analítico sólo es elaboración des pués que el paciente ha logrado la comprensión intuitiva, no antes. La meta de la elaboración es tornar eficaz dicha com prensión, o sea, provocar en el paciente cambios significativos y duraderos. (...) La elaboración consiste en el análisis de las resistencias que impiden que esa comprensión intuitiva pro mueva el cambio. A ella contribuyen tanto el analista como el paciente. (...) En esencia, la elaboración es la repetición, profundización y ampliación del análisis de las resistencias. Agrega Greenson (1965b, 1966) que “al trabajo analítico que lleva a la comprensión intuitiva podría denominárselo t ‘trabajo analítico propiamente dicho’, en tanto que el que lleva de dicha comprensión al cambio de conducta, actitudes y es-, tructuras es el trabajo de elaboración”. Enumera los elemen tos que compondrían este último: 1. La repetición de las interpretaciones, en particular el aná lisis de las resistencias transferenciales. 2. La discriminación o aislamiento de los afectos e.impulsos respecto de las experiencias y recuerdos. 3. La ampliación, profundización y generalización de las in terpretaciones, develando las múltiples funciones y deter minantes de los diversos antecedentes y derivados de un fragmento de conducta. 4. Reconstrucciones del pasado que sitúan dentro de una pers pectiva viviente al paciente y a otras figuras importantes de su entorno, incluyendo las reconstrucciones de la ima gen de sí en distintos períodos del pasado. 5. La facilitación de modificaciones en las reacciones y com portamientos, que permitan a un paciente antes inhibido arriesgarse a acometer nuevas modalidades de reacción y
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de conducta respecto de impulsos y objetos que hasta en tonces consideraba peligrosos. Lo habitual es que el pa ciente pruebe primero la nueva conducta en la situación analítica y luego en el mundo externo. Ese nuevo compor tamiento será un retoño algo menos desfigurado de su pa sado infantil. Shane (1979) abogó por un enfoque evolutivo de la elabora ción, poniendo énfasis en que el proceso es análogo al que se da en el desarrollo normal infantil. Asevera que “la interpre tación es una construcción necesaria pero no suficiente para dar cuenta del cambio terapéutico. (...) El proceso de elabora ción no sólo consiste en la interpretación reiterada de las re sistencias y contenidos presentes en las numerosas y variadas experiencias del analizado sino también en un proceso, no menos importante, de desarrollo”. Entiende que este desarro llo promueve el cambio estructural, que es el resultado de una serie de pasos posteriores a cada interpretación correcta, pa sos que conforman la elaboración: 1. Recepción y asimilación de la nueva comprensión intuitiva (incluida la superación de las resistencias que se le opo nen). 2. Aplicación de esa comprensión intuitiva a la adquisición de nuevas capacidades (comienzo del desarrollo estructural). 3. Concepción diferente de sí mismo a raíz de esas nuevas capacidades (continuidad del desarrollo estructural). 4. Duelo y superación de la pérdida del sí-mismo antiguo y, a menudo, de antiguos vínculos con objetos (consolidación del desarrollo estructural). Como ya hemos dicho, algunos autores psicoanalíticos de las primeras épocas (v. gr., Fenichel, 1941, 1945a; Glover, 1955) suponían que la elaboración la realiza fundamental mente el analista, no el paciente; tal es, asimismo, la postura de algunos de los seguidores de Melanie Klein. Así, Pick (1985) escribe: La esencia del análisis es la proyección constante que el paciente hace sobre el analista; cada interpretación apunta a
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apartarlo de la posición esquizo-paranoide para llevarlo a la posición depresiva. Esto no sólo es válido para el paciente, ya que también el analista necesita, una y otra vez, de la regre sión y la elaboración. Me pregunto si la verdadera diferencia entre una interpretación profunda y una superficial no radica rá, más que en el nivel al cual se dirige, en el grado en que el analista elaboró internamente el proceso al formularla. (...) La cuestión es de qué manera se permite el analista vivir la experiencia, digerirla, formularla y comunicarla como inter pretación. Esto concuerda con los conceptos de Bion (1962) sobre el “ensueño materno” y la función de “contención” de las angus tias y zozobras del individuo que cumple la madre (y el analis ta). Barande ha apuntado (1982) que el enfoque kleiniano parecería implicar para el analista un trabajo muy duro y dramático, así como una incesante vigilancia de su parte. En contraste con ello, otro analista kleiniano, O’Shaughnessy (1983), puso de relieve el trabajo que debe efectuar el paciente: ...a medida que el paciente se siente comprendido por las pala bras del analista (las interpretaciones mutativas), poco a poco se percata mejor de sus modalidades primitivas de relación, hasta que, a la postre (...) se vuelve capaz de expresar con sus propias palabras la comprensión que ha adquirido de sí mis mo. Esto promueve el cambio estructural y hace que se retome el desarrollo del yo, constituyendo un momento mutativo. En suma: las interpretaciones mutativas no son, en sí mismas, los agentes del cambio: colocan al paciente en condiciones de cambiar. Pero él mismo tendrá que realizar la elaboración activa, mutativa, con sus propias palabras. Otros autores (p. ej., Stewart, 1963; Valenstein, 1983) en tienden también que la elaboración es un trabajo del paciente. Sedler (1983), por ejemplo, en un amplio examen del concepto, señala: El psicoanálisis ha definido con claridad el problema de la neurosis, pero no puede resolverlo: cada individuo tiene que hacerlo por sí mismo. La situación analítica está especialmen te estructurada para facilitar dicha resolución (...) y el analis-
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ta, su capacidad técnica, y los acontecimientos transferenciales son factores indispensables todos ellos en el proceso global. (...) La elaboración se refiere al aspecto de dicho proceso que, en definitiva, más estimable le es al analizado, pues significa su propio triunfo —no el nuestro— sobre las fuerzas clandesti nas que operan en la vida neurótica. El desarrollo de la psicología del sí-mismo por parte de Kohut llevó a una reevaluación del concepto. Para este autor, la finalidad de la elaboración es que el individuo retome su desarrollo, en el sentido de que su sí-mismo vuelva a estar en condiciones de ejercer una interacción empática. Kohut se re fiere a la interacción que tiene lugar entre el sí-mismo de cada persona y su “objeto/sí-mismo” (véase el capítulo 4). En el análisis —afirma Kohut (1984)—, “se vuelve a movilizar la corriente de empatia entre el analista y el analizado abierta a través'de la transferencia originalmente establecida con el objeto/sí-mismo. El sí-mismo del paciente es entonces susten tado una vez más por una matriz de objetos/sí-mismo que armonizan empáticamente con él”. Así pues, para los psicólogos del sí-mismo, la elaboración consiste en la superación de las resistencias que se oponen al establecimiento de las transferencias narcisistas arcaicas. Muslin (1986) comenta: Desde la perspectiva de la psicología del sí-mismo, lo mejor es concebir la elaboración como el trabajo analítico que se lleva a cabo al disolver las resistencias que levanta el paciente para ingresar en una nueva relación entre el sí-mismo y el objeto/sí-mismo. Estas resistencias son intentos de preservar lazos infantiles arcaicos que, si bien detuvieron hasta enton ces el crecimiento, brindaron hasta ese momento el tipo de seguridad primaria que esos individuos conocen. En esencia, el concepto de elaboración propio de los psicólo gos del sí-mismo no difiere del tradicional; al parecer, la dife rencia estaría en lo que se elabora más que en la índole misma del proceso. Así. K*»hut * 1984) sostiene: La psioilugia del si-mismo se basa en los mismos instru mentos que el análisis tradicional (interpretación seguida de
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elaboración, en una atmósfera de abstinencia) para producir la cura analítica, pero considera bajo una luz diferente no sólo los resultados alcanzados sino también el papel que des empeñan en el proceso analítico la interpretación y la elabo ración. Desde un ángulo psicoanalítico muy distinto, Brenner(1987) repasa los diversos significados atribuidos a la elaboración y a su relación con la labor propia del análisis, y llega a la siguien te conclusión: En suma, todos los autores que escribieron acerca de este tema consideraban que, para que el análisis tuviese éxito, debía elaborarse lo que cada uno de ellos entendía que cons tituía su esencia: la voluntad de recordar, acciones así como palabras, la relación real entre paciente y analista, la madu ración y el desarrollo, etc. De este modo, todos dijeron lo mismo, a saber: “Analizar a un paciente me llevó mucho tiempo. El análisis es una tarea lenta. Los pacientes no se curan con una sola interpretación, por profunda y correcta que ella sea”. Y luego agrega: La elaboración no representa una lamentable demora en el proceso de la cura analítica: la elaboración es el análisis. La labor interpretativa es lo que, según escribió Freud en 1914, conduce a una comprensión intuitiva verdaderamente válida y a un cambio terapéutico duradero y confiable. (...) Lo apro piado sería llamar elaboración al análisis del conflicto psíqui co en todos sus aspectos. Parecería que la confusión que rodea a este concepto pro viene en parte de que muchos autores psicoanalíticos no esta blecen un claro distingo entre la elaboración como descripción de una faceta importante de la labor terapéutica y los procesos psicológicos que la hacen necesaria, la acompañan y la suce den. La “ardua tarea” del sujeto y la “prueba de paciencia” para el analista (Freud, 1914g), al tener que volver una y otra vez sobre los mismos temas y rastrear las modificaciones de los impulsos, conflictos, fantasías y defensas inconscientes,
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parecerían constituir la esencia misma de la elaboración. Es probable que la mayoría de los psicoanalistas aceptasen esta descripción, aunque tan pronto se amplía el concepto surgen las divergencias. Ellas reflejan las diversas orientaciones teó ricas presentes dentro del psicoanálisis, así como el énfasis en distintos aspectos del funcionamiento psíquico en otros tantos momentos de su historia teórica. Freud puso cuidado en dife renciar entre la elaboración, los factores que, según suponía, la tornaban indispensable (en particular, las resistencias del ello) y los resultados a que podía dar lugar, o sea, cambios más permanentes que los obtenidos por la mera sugestión o la abreacción. Resulta claro que la evolución sufrida por la teoría psicoanalítica después de Freud afectó a este concepto de muy diver so modo, hasta hacer que se perdiera en parte su simplicidad descriptiva original. De hecho, Novey (1962) habla de “nuestro fracaso en comprender el proceso de elaboración”, opinión de la que se hace eco Sedler (1983). Por su parte, Bird (en Schmale, 1966) manifiesta que a su juicio no hay ninguna necesidad de conservar el término. Sin embargo, se lo sigue empleando y considerándolo, en forma bastante general, como un concepto clínico o técnico básico del psicoanálisis. Abarca la labor tanto del analista como del paciente y se vincula a la necesidad de superar resistencias de todo origen. Por supuesto, que el pa ciente no cambie después de una interpretación o una com prensión determinadas puede obedecer a otros factores, más allá de su resistencia. El concepto de resistencia es otro ejemplo de un concepto descriptivo al que se le confirió poder explicativo. Subrayamos antes la necesidad de distinguir entre las variedades y las fuentes de resistencia, y respecto de estas últimas, hemos su gerido que la llamada “resistencia del ello” es un caso especial de la resistencia más general a renunciar a las soluciones adaptativas del pasado (incluidos los síntomas neuróticos), a raíz de la necesidad del “desaprendizaje” o la extinción. En este sentido, es pertinaz mencionar la necesidad del refuerzo y la recompensa para que se produzca el aprendizaje (aun el que se alcanza mediante la comprensión intuitiva) y para la for mación de nuevas estructuras y la inhibición o extinción de las 210
antiguas. Tal modificación de la estructura mediante el apren dizaje no sería parte de la elaboración sino una consecuencia de ésta. A modo de conclusión, vale la pena destacar que hay con senso entre los autores psicoanalíticos en cuanto a que, si bien la elaboración puede ser una parte esencial del proceso analítico, la interpretación del contenido psíquico inconsciente y de las repeticiones transferenciales, así como la obtención de una comprensión intuitiva, son elementos no menos vita les para su éxito. Ninguna técnica que se abstenga de em plear estos elementos puede considerarse auténticamente psicoanalítica; pero ello no equivale a decir que la elabora ción no pueda también desempeñar un papel en otros tipos de terapia, en especial las que implican un factor de “reinstrucción” o “reeducación”.
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251
INDICE ANALITICO
Abend, S. M., 91,111,113-4,1156, 195-6 Abraham, K., 85-6, 92, 135 abreacción, 16,191,199-200, 210 Veáse también catarsis Abt, L., 161-2 acción — concepto de, 163-4 — formas de la, 163-4 acting in, 159-60, 167 acting out — y actuación en la transfe rencia, 56 — como adaptación, 169 — y conducta, 164-5 — variaciones en el signifi cado del término — como comunicación, 167 — concepto de, 166-7 — y contratransferencia, 164-5, 168 — acorde con el yo, 161-2 — concepto de Freud sobre el, 156-7 — y frustraciones infantiles, 160-1 — uso indiscriminado del término, 162-3
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— y resistencia, 159-60,1645, 167 — como sustituto del recuer do, 157, 167 — y transferencia, 160-1 — y resistencia transferen cia!, 160-1 Vease también puesta en acto actuación en la transferencia, 56 actualización, concepto de, 1634 adaptación como acting out, 166 Adler, G., 32,41-2,92,113-4,115 agieren, 156, 159-60, 164-5 Alexander, F., 57-8, 80, 91 alianza antiterapéutica, 40-1 alianza de trabajo, 67-8 Véase también alianza de tra tamiento alianza de tratamiento, 29, 358, 95-6, 99, 119, 199 — bases de la, 41-2 — y estados fronterizos, 434 — capacidad para la, 42-4 — definición, 47-8 — motivaciones irracionales de la, 43-5
— negativa, 47-8 — y otros aspectos de la transferencia, 41-2 — y transferencia positiva, 54 — y los pacientes psicóticos, 48-9 — y resistencia, 40-1 alianza terapéutica, Véase alian za de tratamiento alianza terapéutica inconvenien te, 46-8 Alston, T., 61-2 ambivalencia de los deseos, 1920
análisis de niños — y comprensión intuitiva, 193-5 — resistencia en el, 137-8 análisis — del carácter, 129-31 — de las defensas, 179-80 — como transacción narrati va, 185-6 — y cambio estructural, 2034 — didáctico, 102 — de la transferencia, 51 Véase también resistencia, análisis de la; terapia analista — lazo realista establecido con el, 36 — su relación con el anali zado, 36, 173-4, 195-7 — postura del, 16-7 — contrarresistencia del, 132-3 — como objeto fantaseado, 58-9 — sexo del, su papel en la transferencia, 60-1
— función de sostén del, 334 — personalidad del, 67-8 — y la alianza de tratamien to, 46-7 — yo operante del, 116-7 Véase también alianza de tratamiento; contratrans ferencia; empatia; transfe rencia analizabilidad — y edad,201 — y estados fronterizos, 434 — y capacidad para estable cer una alianza de tratamien to, 43-4 — y trastornos de carácter, 48-9 — y trastornos graves de la personalidad, 48-9 — y el “basamento rocoso biopsicológico”, 137 “Anna O.”, caso de, 16-7 Anastasopoulos, D., 161-2, 166 angustia — de castración, 20-1 — teoría de la, 122 Arkin, F. S., 147-8 Arlow, J. A., 22-3, 71, 79, 112-3, 170, 177-8 Asch, S., 148-9, 150-1 asociación libre, 100-1, 173-4 — análisis de la, 27, 28 — regla fundamental de la, 175-6 — concepto de Freud sobre la, 18, 27-8, 100-1, 119, 200 — y deseos inconscientes, 18 — uso de la, 26 aspectos irracionales de la tera pia, 40-1
254
Atkins, N. B., 89, 155 Auchincloss, E. L., 46 Balint, A., 103-4, 115-6 Balint, M., 24, 32-3, 33-4, 85-6, 91, 103, 115-6, 166, 184-5, 187 Barande, R., 206 Bamett, J., 189, 192-3 Baranger, W., 150-1 Bateson, G., 87-8, 96-7 bebé, su relación con el objeto
primario, 41-2 Bégoin, F., 150-1 Bégoin, J., 150-1 Bellak, L., 156, 161-2 Besetzung, 18 Beres, D., 112-3 Berg, M. D., 69-70 Bergman, A., 148-9 Berkowitz, D. A., 43-4 Bernstein, I., 111-2 Bibring, E., 169, 176-7, 177-8 Bibring-Lehner, G., 84-5 Bilger, A., 162-3, 164-5, 166 Bion, W. R., 24,40, 69-70,107-8, 115, 161-2, 206 Blacker, K. H., 192-3,195-6, 1978 Bleger, J., 33-4 Bleuler, E., 189 Blitzsten, 80-1 Blos, P., 155, 166 Blum, H. P., 61-2, 76, 82,83,1278, 161-2, 140, 141, 151, 158, 171 Boesky, D., 130-1,137,155,1645 Bollas, C., 69-70 Bone, M., 86-7 Boschán, P. J., 114, 130-1, 135 Brandchaft, B., 149-50
255
Brenner, C., 22-3, 39,63,79,1278, 147-8, 150-1, 173-4, 177-8, 209 Breuer, J., 16 Britton, R., 195-6 Brown, G. W., 86-7 Buie, D. H., 92 Bush, M., 192-3 Calogeras, R., 61-2 Campbell, R. J., 189 campo bipersonal, 108-10 capacidad de respuesta flotante, 110 capacidad de respuesta flotante del analista, 110 carácter — análisis del, 129-31 — coraza del, 126-8 — trastornos del, y analizabilidad, 48-9 — resistencias del, 137-8 — transferencia de, 59-60, 63 castigo, necesidad de, 143 catarsis, 16, 199 Véase también abreacción Cesio, F. R., 147-8 clarificación, 175-8 Coen, S. J., 80 Cohén, M. B., 115 comprensión intuitiva, 40-1,18998, 199 — analítica, 197 — capacidad para la, 193-5 — y análisis de niños, 193-5 — correcta, 198 — y curación, 193 — dinámica, 193 — eficaz, 192-3, 198 — emocional, 191-3
— adquirida a través de la experiencia, 196 — ideal de, 196 complejo de Edipo, 20-1, 61-2 Compton, A. 185-6 compulsión de repetición — conceptos de Freud sobre la, 55-6 — trabajo elaborativo sobre la, 201 comunicación, modalidades de la, 163-4 concepción topográfica, 173-4 conceptos psicoanalíticos, 14-5 — múltiples significados de los, 13-15 conciencia, sistema, 18-20 conciencia de culpa, 141-2 — y superyó, 21-2 conducta como acting out, 164-5 confianza básica, 41-3 conflicto preedípico, 71 contenido manifiesto del sueño, 17-8 Colarusso, C. A., 71 confrontación, 28, 175-6, 177-8 construcciones e interpretaciones en el análisis, 172-3 contención, 33-4, — quiebra de la, 107-8 contrarreacciones del analista, tipos de, 110-11 contrarresistencia del analista, 132-3 contrato — clínico, 48-9 — terapéutico, 36, 45 contratransferencia, 66-7,81-98, 99-117, 163-4 — y acting out, 164-5, 168 — concepto de, 102-8 — definición de, 29
256
— etimología del término, 102 — conceptos de Freud sobre la, 100-2 — significados del término, 115-6 — y reacción terapéutica ne gativa, 150-1 — como obstáculo, 100-2 — primitiva grandiosa, 1145 — como respuesta a las iden tificaciones proyectivas del analizando, 105-6 — su interacción con la transferencia, 108-9 Cooper, A. M., 60-2 Cornelison, A., 81-8 creatividad artística y regresión, 32-3 culpa, sentimientos de — y reacción terapéutica ne gativa, 141-2, 147-8 — inconscientes, papel de los, 20-1 cura(ción) — resistencias causadas por la amenaza de la, 135 — y comprensión intuitiva, 193 — transferencial, 53 — deseo de, 47-8 — y alianza de tratamiento, 42-3 cura transferencial, 53 Curtis, H. C., 35, 39-40 Charcot, J. M., 15, 16-7, 26 Chediak, C., 110 Dalison, B., 86-7 Davies, S., 47-8 defensa(s), 33-4
— interpretación de las, 17981 — mecanismos de, 21-3, 203 — y resistencia, 127-9 — transferencia de las, 56, 72 definición, problema de, 15 depresión y reacción terapéutica negativa, 149-50 deseos inconscientes — y sueños, 17-8 — instintivos, 26 deseos inconscientes y asociacio nes libres, 17-8 Deutsch, H., 127-8, 162-3 Deutung, 169 Dewald, P. A., 111, 115-6, 12930, 130-1 Dickes, R., 38, 46 difusión de la identidad, 91-2 disociación activa, 15-6 “Dora”, caso de, 156-7 duelo y trabajo elaborativo, 2023 Eagle, M. N., 35, 40-1 edad y analizabilidad, 201 Eidelberg, L., 15, 147-8, 159-60 Einsicht, 190 Eissler, K. R., 28, 30, 175-6 Ekstein, R., 202-3 ello, 68-9, 174-5 — definición, 20-22 — elementos del, en la alianzp de tratamiento, 47-8 — y principio de placer, 212 — resistencia del, 124-5, 136-7 — y trabajo elaborativo, 201, 210-11 — papel del, 38 Emde, R., 24
257
empatía, 94-5,105-6,107-8,1113, 182-4 — y contratransferencia, 112-4 encuadre, importancia del, 34 encuadre analítico — evolución del, 25-34 — importancia del, 33-4 encuadre terapéutico, evolución del, 25-34 energía agresiva, 18 energías pulsionales, 18-20 English, O. S., 103-4 ensueño materno, 206 envidia y reacción terapéutica negativa, 150-1 Erard, R. E., 155, 162-3, 163-4, 164-5 Erikson, E. H., 41-2, 42-3, 91, 135-6 Escoll, P. J., 67-8, 71 espacio transicional, 32-3 esquizofrenia, conceptos de los teóricos de la familia sobre la, 87-8 escuela inglesa, 57-8 esfera del yo “libre de conflictos", 22-3 estados fronterizos, la transfe rencia en los, 77, 84-92 etapa introductoria de la tera pia, 43-4 Evans, R., 27 exteriorización, 57-8 — y transferencia, 67-9, 72 factores raciales en la transferencia, 60-1 Fairbaim, W. R. D., 24, 132-3, 134 Fedem, P., 85-6 Feigenbaum, D., 144, 147-8 Fenichel, O., 35, 38,129-30,137,
160-1, 161-2, 162-3, 173-4, 201, 202-3, 206 fenómenos transferenciales esquizofrénicos, 85-6 fenómenos transicionales, 32-3 Ferenczi, S., 89, 100-1, 129-30, 201 Fine, B. D., 15, 61-2, 63, 93 Finesinger, J. E., 192-3 Fischer, N., 60-1 Fleck, S., 87-8 Fliess, R., 103-4, 112-3, 116-7 Fonagy, P., 39-40 Frank, A., 130-1, 137 “Frau P. J.”, caso de, 26 French, T. M., 91 Freud, A., 22-3, 31, 33-4, 38, 434, 56, 61-2, 66-7, 72, 126-7, 131-3, 137, 158-60, 162-3, 173-4, 192-3, 194-5 Freud, S., — y acting out, 156-7 — y el caso de “Dora”, 157 — y el caso de “Frau P. J.", 26 — y contratransferencia, 100-2 — y evolución del psicoaná lisis, 15-23 — y evolución del encuadre analítico, 25-8 — y asociación libre, 18, 278, 100-1, 119, 200 — e interpretación, 127-31 — y reacción terapéutica ne gativa, 141-4 — y compulsión de repeti ción, 41 — y resistencia, 119-22 — revisión de sus conceptos, 15 — y neurosis de transferen cia, 54-5, y 61-2
— y transferencia, 51-6, 601 — y teoría de la génesis trau mática de la histeria, 171 — y trabajo elaborativo, 2001 Friedman, L., 35, 38 Fromm-Reichmann, F., 86-7, 178, 202-3 Frosch, J., 90 Fuga en la salud — y restablecimiento, 42-3 — y resistencia, 139 — y cura transferencia!, 53 Gabard, G. O., 43-4 ganancia secundaria, resisten cias derivadas de la, 132-3 ganancia secundaria de la en fermedad, la resistencia como, 124-5 Gedo, J. E., 173-4 Gero, G., 127-8, 149-50 Gerstley, L., 43-4 Gilí, H. S., 129-37, 133-4 Gilí, M. M., 132-3, 170, 180-1 Giovacchini, P., 32-3 Gillman, R. D., 126-7, 130-1 Gitelson, M., 35, 43-4,103-4,115 Glover, E., 58-9, 126-7, 129-30, 133-4, 175-6, 183-4, 206 Glenn, J., 111 Granatir, W. L., 116-7 Gray, P., 195-6 Greenacre, P., 36, 156, 160-2, 203-4 Greenbaum, H., 147-8 Greenson, R. R., 35, 36, 39-40, 58-9, 67-8, 82, 84-5,102,1289, 133-4, 161-2, 162-3, 163-5, 173-4, 175-7, 204-6 Grigg, K. A., 116-7 Grinberg, L., 107-8, 115, 161-2
258
Grunert, U., 148-9 Gunderson, J. G., 91 Gutheil, T. G*, 35, 38 Haley, J., 88 Halpert, E., 173-4, 180-1, 181-2 Hamilton, V., 12 Hammett, V. B. O., 90 handeln, 156 Hanly, C., 94-5 Harley, M., 61-2 Hartmann, H., 14, 22-3, 38,1267, 131-2, 159-60, 167, 173-4 Hatcher, R. L., 192-3, 197-8 Havens, L. L., 35, 38 Hazen, L., 10 Heimann, P., 104-5, 115-6 Hernández, M., 10 Hill, D., 10, 89 Hinshelwood, R. D., 15, 107-8 Hinsie, L. E., 189 hipnosis, 199-200 — uso inicial de la, 25-6 hipocondría delirante, 89 histeria — y neurosis de transferen cia, 92 — teoría de la génesis trau mática de la, 171 Hoffer, W. 43-4, 103-4, 106-7 Holder, A., 12, 155 Horney, K., 144, 145-6, 146-7, 148-9, 149-50, 150-1 Horowitz, M. H., 192-3, 197-8 hostilidad y transferencia erotizada, 82 Ibsen, H., 144 idealización del analita, 41-2 identidad — difusión de la, 91-2 — resistencia de la, 135-6
259
identificación — complementaría y contratransferencia, 105-6 — concordante y contratransferencia, 105-0 — múltiples signficados del término, 14 — por ensayo, 112-4 identificación introyectiva y proyectiva, 66-7 identificación proyectiva, 32-3, 65-6, 104-5, 115 • — y contratransferencia, 107-8, 110 — y transferencia, 72 ilusión específica, la transferen cia como, 77-8 ilusión transferencia! y realidad, 78 imago paterna, 68-70 imago primitiva introyectada, 58-9 impulsos libidinales, transferen cia de los, 56 inconsciente, sistema, 18-21 inconsciente y el ello, 21-2 inercia psíquica, 201 Infante, J. A., 155 insight, Véase comprensión intui tiva intemalización transmutadora, 94-5 interpretación del contenido, 179-80 interpretación reconstructiva, 181-4 intervención terapéutica, 178 intemalización transmutadora, 94-5 interpretación extratransferencial, 180-2
interpretación, 28, 34, 40-1, 1523, 169-87, 202-3, 211 — y relación analista-anali zado, 173-4 — arte de la, 172-3 — papel central de la, 170 — y clarificación, 175-7 — y confrontación, 198 — y construcciones en el análisis, 172 — del contenido 179-80 — correcta, 183-4 — de las defensas, 179-81 — definición, 169 — de los sueños, 171 — empática, 183-4 — extratransferencial, 1802 — forma de la, 173-4 — conceptos de Freud sobre la, 170-4 — buena, efecto de una, 1457 — significados del término, 176-8 — mutativa, 180-1, 207-8 — de los factores no verba les, 173-4 — reconstructiva, 181-4 — y resistencia, 171 — de la resistencia a la alianza de tratamiento, 45 — simbólica, 179-80 — sincronización de la, 1714 — transferencial, 180-2 — y trabajo elaborativo, 2024 introyección, múltiples significa dos del término, 14 introyecto de sostén, 92 investidura, 18, 55-6
• 260
Isaacs, S., 183-4, 184-5 intervención — terapéutica, 28, 169-87 — verbal, 174-7, 199 Ivimey, M., 147-8 Jackson, D. D., 87-8 Jacobs, T. J., 61-2, 111-2, 113-4 Jacobson, E., 24 Janet, P. M. F., 16 Jaspers, K., 189 Jones, E., 100-1 Jofre, W. G., 89, 131-2,138, 14950 Joseph, B., 40-1, 65-6,107-8,1801, 195-6 Jung, C. G., 201 Kachele, H., 38, 132-3, 136, 137, 155, 163-5, 202-3 Kanzer, M., 35 Kaplan, A., 13 Kemper, W. W., 100-1, 115-6 Kennedy, H. , 47-8, 138, 193, 194-5 Kepecs, J. G., 61-2 Kemberg, O. F., 24, 91, 92, 94-5, 106-7, 115, 133-4, 135, 136, 137, 148-9, 150-1 Kerz-Ruehling, I., 192-3 Khan, M. M. R., 33-4, 91, 12930, 163-4 King, P., 112-3 Klauber, J., 164-5, 173-4, 177-8 Klein, M., 24, 40-1, 58-9, 63, 65-6, 66-7, 79, 104-5, 135, 149-50, 150-1, 161-2, 181, 206 Kluewer, R., 164-5 Knight, R. P., 91, 114 Koehler, W., 28 Kohut, H., 22-3, 33-4, 36, 92-5,
113-4, 115, 135, 149-50, 1812, 207-8, 209 Kraepelin, E., 189 Kramer, M. K., 116-7 Kris, E., 32-3, 173-4, 184-5, 1923, 195-6, 203-4 Kubie, L. S., 192-3 Lacan, J., 24 Lampl-de-Groot, J., 148-9 Langs, R. J., 46-7, 104-5, 108-9, 115, 150-1, 151-2, 155, 164-5 Laplanche, J., 15, 28, 67-8, 1212, 127-8, 141, 147 Lasky, R., 60-1 Leider, R. J., 33-4 Leites, N., 66-7, 181-2 Lester, E. P., 60-1, 83-5 Levy, J., 143 Lewin, B., 147-8, 149-50 libido, 55-6 — viscosidad de la, 201 — y resistencia del ello, 1245 — definición, 18 — múltiples significados del término, 14 Véase también impulsos libidinales Lidz, T., 87-8 Limentani, A., 148-9,150-1,1623, 166 límites del trabajo analítico, 1278 Lipton, S. D., 130-1 Little, M., 85-6, 90, 91, 104-5, 105-6, 115, 116 Loewald, H. W., 180, 22-3, 35, 61-2, 68-9,108-9, 141-2,1489, 151-2, 170, 177-8, 180, 203-5 Loewenstein, R. M., 59-60, 1278, 173-6
261
London, N. J., 62 Lorand, S., 127-8 Macbeth, Lady, 144 madre — su relación con el bebé, 32-4 — y comprensión intuitiva, 195-6 — ensueño de la, 206 — papel de la, 31 Mahler, M., 24, 148-9, 161-2 Main, T. F., 116-7 Mangham, C. A., 196 Martin, A. R., 192-3 masoquismo — y recompensas narcisistas, 148-50 — y reacción terapéutica ne gativa, 142-3, 153 Masterson, J., 91, 92 McDougall, J., 112-3 McLaughlin, J. T., 33-4, 108-9, 115, 116-7 Meissner, W. W., 91 Meltzer, D., 40-1, 161-2 Menninger, R., 36, 48-9, 81,170, 177-8 Meynert, T. H., 15 Michels, R., 185-6, 192-3,194-5 Mishler, E. G., 87-8 mitagieren, 164-5 Mitscherlich-Nielsen, M., 143, 163-4, 166 mociones pulsionales, 18-21 — sexuales, vicisitudes de las, 20-1 Modell, A. H., 33-4 modelo — básico del psicoanálisis, 28 — estructural del aparato psíquico, 18, 20-3, 38
— tópico del aparato psíqui co, 18, 20-1, 22-3 modelo básico del psicoanálisis, 28 modelo tópico del aparato psíqui co, 18, 20-1, 22-3 Moeller, A. H., 110 Money-Kyrle, R. E., 105-6, 1156 Moore, B. E., 15, 61-2, 63, 93 Morgenthaler, F., 43-4 motivación para establecer la alianza de tratamiento, 43-4 Muslin, H., 207-8 Myerson, P. A., 192-3 Naiman, J., 197-8 narcisismo, Véase neurosis narcisistas; omnipotencia narcisista; pacientes narci sistas; recompensas narcisis tas Nemiroff, R. A., 71 Neubauer, P. B., 194-6 neurosis — de compensación, 124-5 — narcisistas, 55-6 — de transferencia, 55-6 — y disociación de las expe riencias del pasado, 26 — infantil y neurosis de transferencia, 33-4 — teoría de la génesis trau mática de la, 15-18, 26 — teoría de la seducción como génesis de la, 83-4 Véase también paciente neu rótico neurosis de compensación, 124 neurosis de transferencia, 40-41, 47-48, 54, 158 — conceptos de Freud sobre la, 40-41, 47
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— ambivalencia de la expre sión en Freud, 41 — variedades de, 70-71 neurosis narcisistas, 55-6 Novey, S., 204-5, 210 Novick, J., 40-1, 47-8 Nunberg, H., 81,82, 85-6 objeto, 19 — libidinal, 55-6 — hambre de, 47-8 — primario, relación del bebé con el, 41 objeto fantaseado, el analista como, 58-9 objeto primario, relación del bebé con el, 41-2 objeto/sí mismo, 207-9 — el analista como, 113-4 — relación con el, 93-5 Véase también transferencia sobre el objeto/sí mismo Offenkrantz.W., 46 Ogden, T. H., 135-6 Olinick, S. L., 116-7, 147-9, 1501, 151-2, 153 omnipotencia narcisista, 149-50 Omstein, A., 182-3 Ornstein, P., 182-4 Orr, D. W., 106-7 O’Shaughnessy, E., 207-8 paciente neurótico e interpreta ción de las defensas, 179-80 pacientes fronterizos, 106-7,1812 pacientes narcisistas, 181-2 — resistencia en los, 135-6 pacientes psicópatas y alianza de tratamiento, 48-9 paciente psicótico, 106-7 — comprensión intuitiva en el, 190
pacto terapéutico, 37 parámetros de la técnica, 30 paranoia y transferencia negati va, 53 Pearson, G. H., 103-4 Person, E., 60-1, 84-5 período de ensayo de la terapia, 31 personalidad esquizoide adulta, y falla de la confianza bási ca, 42-3 Pettit, J„ 12 Pick, I. B., 206 Pine, F., 148-9 Poland, W. S., 116-7, 189, 192, 197-8 Pontalis, J. B., 15, 28, 67-8,1278, 163-4, 169 Porder, M., 91 preconsciente, sistema, 18-20 Pressman, M., 192-3 principio de placer, 19-20 — y el ello, 21-2 proceso — primario, 18, 21-2 — secundario, 19 procesos evolutivos posedípicos, importancia de los, 71 proyección, 32-33 psicoanálisis — modelo básico del, 28 — evolutivo, 24 — creación del, por Freud, 15-23 — fases en el desarrollo del, 18-24 — modelo estructural del, 17-18 psicoanálisis evolutivo, 24 psicología — del yo, 22-4, 38 — de la Gestalt, 192-3
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— del sí-mismo, 10, 22-3, 182-3, 207-9 psicología de la Gestalt, 192-3 psiconeurosis, tratamiento de las, 25 psicosis — y falta de confianza bási ca, 41-3 — y analizabilidad, 43-4 — infantil, 42-3 — de transferencia, 77 — y alianza de tratamiento, 48-9 psicoterapia expresiva, 91-2 puesta en acto, 110, 162-3, 166, 175 — corporal, 69-70 pulsiones Véase mociones pulsionales Racker, H., 105-6, 111, 115 Rangell, L., 128-9, 162-4, 192-3, 197-8 Rank, O., 201 Rapaport, D., 15 Rappaport, E. A., 80, 81, 82, 845 reacción terapéutica negativa, 47-8, 141-53 — y contratransferencia, 150-2 — definición, 30, 143 — y depresión, 149-50 — y envidia, 150-1 — conceptos de Freud sobre la, 141-4 — y sentimientos de culpa, 141-4, 147-8 — y masoquismo, 142-3, 152-3 — concepciones erróneas so bre la, 147-9 — y resistencia, 152-3
— y resistencia del superyó, 125 — y experiencias traumáti cas infantiles, 148-9 reacción terapéutica negativa falsa, 147-9 realidad — elementos centrados en la, 38 — principio de, 19 — y transferencia, 67-8 recompensas narcisistas y maso quismo, 149-50 reconstrucción, 28 Véase también interpretación reconstructiva recuerdo y acting out, 167 Reed, G. S., 61-2 regla de abstinencia, 28 regresión — y creatividad artística, 32 — aspectos perjudiciales de la, 31 — definición, 30-1 — temor a la, 45 — formal, 32-3 — temporal, 32-3 — y transferencia, 78-9 Reich, A, 103-4, 105-6, 115 Reich, W., 92, 126-7,129-30,137, 173-4 Reid, J. R., 192-3, 193 Reider, N., 89 relación analítica, 33-4 relaciones — exteriorización de las, 401, 67-70, 78 — y transferencia, 78 — importancia de las, 71 — internas, 40-1 — teoría de las, 22-4 — del sí-mismo, 207-9 repetición, 200
— transferencial, 211 Véase también compulsión de repetición repetición transferencial, 186 represión, 125 — resistencia de, 122, 131-2 — y ganancia primaria, 123 resistencia(s), 28-29, 33-4, 39-40, 119, 140, 163-4 — y acting out, 164-5, 167 — análisis de la, 126-7, 199 — e interpretación de las defensas, 179-80 — de carácter, 137-8 — en el análisis de los niños, 137-8 — clasificación de las, 127-8 — concepto de, 128-30 — constancia de la, 121 — y amenaza de curación, 135 — y defensas, 128-9 — derivadas de una ganan cia secundaria, 132-3 — desfiguración provocada por la, 121 — desacorde con el yo, 12931 — acorde con el yo, 129-31 — y transferencia erotizada, 81 — y fuga en la salud, 139 — variedades de, 123-5, 210 — conceptos de Freud sobre la, 119-22 — derivada de la ganancia de la enfermedad, 124-5 — del ello, 124-5, 135-7 — trabajo elaborativo de la, 200-1, 204-5, 210-11 — de la identidad, 135-6 — intelectual, 127-8 — psíquica interna, 129-30
264
— e interpretación, 171 — significados de la, 14-15 — y mecanismos de defensa, 125-7 — motivaciones de la, 11921 — en pacientes narcisistas, 135-6 — y reacción terapéutica ne gativa, 125, 152-3 — signos observables de la, 129-30 — obvias o groseras, 129-30 — fuentes de la, 29,122,125, 130-1 — de represión, 122-3, 1312 — como fuente de informa ción, 31, 139 — estratégica, 130-1 — del superyó, 132-4 — y sentimientos de culpa, 125 — táctica, 130-1 — y transferencia, 31, 92, 121 — y alianza de tratamiento, 40-1, 45 — recatada, 129-30 resistencia intelectual, 126-7 resistencia transferencia!, 122-3 127-8, 131-3, 191 — y acting out, 160-1 — análisis de la, 27 Rexford, E., 156 Richtfield, J., 192-3, 193 Rinsley, D. B., 92 Riviere, J., 144, 145-6, 147, 148, 149-50 rol — relación de, 110 — capacidad de respuesta al, y contra transferencia, 110
265
Romm, M., 89 Rosen, J., 85-7 Rosenfeld, H. A., 84-5, 87-8, 89, 90, 113-4, 135, 145-6, 150-1, 161-2, 163-4, 173-4, 180-1 Rothstein, A., 46-7, 170, 173-4, 177-8 Roussillon, R., 148-9, 152-3 Rycroft, C., 15, 33-4,178-9, 1845 saber cognitivo, 191 Salzman, L., 147-8 Sandler, A.-M., 10, 46 Sandler, J., 13, 14, 41-2, 46-7, 47-8, 56, 59-60, 66-7, 73, 89, 105-6, 110, 115,126-7, 131-2, 133-4, 136, 137, 138, 147-8, 149-50, 164-5, 197-8 Saúl, L. J., 82 Saussure, J. de, 149-50 Schafer, R., 1,46,68-9,75-6,1778, 186 Shapiro, E. R., 43-4 Shapiro R. L., 43-4 Schmale, H. T., 202-3, 210 Schon, D. A., 13 Schowalter, J. A., 39-40, 46-7 Searles, H. F., 84-5, 85-6, 86-7, 88, 89, 90 Sedler, M. J., 207-8, 210 Segal, H., 40-1, 63, 107-8, 115, 150-1, 192-3, 195-6 segunda tópica, 20-1 separación/individuación y reac ción terapéutica negativa, 148-9 sesión psicoahalítica, duración de la, 28 Seu, B., 12 seudoalianza terapéutica, 47-8, 49
sexo del analista, su papel en la transferencia, 60-1 Shane, M., 205-6 Sharpe, E. F., 105-6 Shengold, 195-6 Shop, P. 12 Silverberg, W. V., 192-3 Silverman, M. A., 111-2 sí-mismo — elementos constitutivos del, 93 — y pérdida de la autoesti ma, 46 — múltiples significados del término, 14, — psicología del, 22-3, 1823, 207-9 Singer, M., 87-8 sistemas consciente, precons ciente, inconsciente, 18-21 situación analítica, 25-34 Slater, E., 10 Sodré, I., 40-1, 47-8 somatización, Véase puesta en acto corporal sostén — ambiente de, y regresión, 32-3 — como función del analis ta, 33-4 Spence, D. P., 185-6, 187 Spillius, E., 40-1, 64-5, 65-7,131, 151-2 Spitz, R., 33-4, 105-6 Spruiell, V., 33-4 “Sr. K.", 156 Sterba, R., 38, 127-8 Stem, A., 103-4 Stem, D., 24, 41-2 Stewart, W. A., 204-5, 207-8 Stone, L., 28, 35, 36, 46-7, 60-1, 91, 112, 127-8, 128-9, 130-3, 134, 136, 137, 181-2
Strachey, A., 10 Strachey, J., 10, 57-8, 59, 131-2, 180-1 Strupp, H. H., 111-2 sueños, 95-6 — análisis de los, 26, 17-8, 171 — interpretación de los, 191 — de resistencia, 126-7,12930 — e interpretación simbóli ca, 179-80 Sullivan, H. S., 85-6 superyó, 68-9, 174-5 — y conciencia moral, 21-2 — definición, 20-2 — exteriorización del, 57-8 — y psicosis, 79 — resistencia del, 125, 1324 — resistencia al cambio del, 202-3 — papel del, 38 Swartz, J., 82, 83 Szasz, T. S., 38 tacto analítico, 172-3 Tarachow, S., 35 técnica, parámetros de la, 30, 207-8 teoría estructural, 61-2, 173-4 teóricos de la familia y esqui zofrenia, 87-8 terapeuta, Véase analista terapia — fase introductoria de la, 43-4, 46-7 — aspectos irracionales de la, 40-1 — período de ensayo de la, 43-4 Véase también análisis
266
Thomá, H., 38, 67-8, 132-3, 136, 137, 155, 163-4, 165, 202 Tobin, A., 46 Tower, L. E., 103-4 terminología psicoanalítica, cam bios en la, 13-4 trabajo el abora ti vo, 169, 176-7, 199-211 — y traumas infantiles, 2034 — definición, 29-30 — enfoque evolutivo del, 205-6 — conceptos de Freud sobre el, 200-1 — y resistencia del ello, 124, 204-5,210-11 — y comprensión intuitiva, 201, 204-6 — como interpretación, 2023 — y duelo, 202-3 — mutativo, 207-8 — y compulsión a la repeti ción, 201 transacción narrativa, 185-6 transferencia, 31, 35, 51-97, 99, 119, 141, 164, 199 — actuación en la, 56 — y acting out, 160-1 — del “alter ego”, 93 — análisis de la, 27, 191, — básica, 36 — en los estados fronteri zos,77, 84-92 — de carácter, 59-60, 63 — concepto de, necesidad de limitarlo, 66-7 — su interacción con la contratransferencia, 73 — de la defensa, 56 — definición, 29 — delirante, 77, 90-1
267
— evolución de la, 59-76 — eficaz, 38 — erótica, 54, 77, 80, 82 — y exteriorización, 67-70 — conceptos de Freud sobre la, 51-6, 57-62 — amistosa, 38 — concepciones históricas y modernas de la, 60-2 — de actitudes infantiles, 40-1 — interpretación de la, 1802 — y psicología del sí-mismo, 181-4 — teoría kleiniana de la, 638 — de los impulsos libidinales, 56 — amor de, 79 — madura, 36 — especular, 93, 115 — narcisista, 77, 92-5 — negativa, 53 — neurótica, 92, 95-6 — positiva, 37, 53 — problemas generados por la, 31-2, 20 — psicosis de, 77 — psicótica, 91, 95-6 — factores raciales y socioculturales que influyen en la, 60-1 — racional, 36, 38 — y realidad, 67-8 — y regresión, 75-6, 78-9 — papel del sexo del analis ta en la, 60-1 — esquizofrénica, 85-6 — del objeto/sí mismo, 93-4 — como ilusión específica, 73-5, 77-8
— y alianza de tratamiento, 39-41 — tipos de, 96-7 — ubicuidad de la, 58-9 — uso del término, 72-3 Véase también cura transfe rencia!; ilusión transferencial; neurosis de transferen cia; repetición transferencia! transferencia básica, 36 transferencia eficaz, 38 transferencia erotizada, 77, 7985, 95-6, 132-3 — definición, 82 — y transferencia erótica, 82 — y hostilidad, 82 — como resistencia, 81 — papel de los factores pre genitales en la, 83-4 transferencia madura, 36 trastornos graves de la persona lidad y analizabilidad, 48-9 tratamiento psicoanalítico — papel de los padres en el, 48-9 — y transferencia, 39-40,51, 72 — y deseo de curarse, 42-3 — encuadre del, evolución de los conceptos de Freud sobre el, 25-8 Véase también alianza de tra tamiento traumas infantiles, trabajo elaborativo de los, 203-4 Trieb, 55-6 Tylim, I., 94-5 Tyson, P., 112-3 Tyson, R. L., 10,47-8,116-7,138 Valenstein, A. F., 68-9, 71, 1489, 192-3, 204-5, 207-8 Van Dam, H., 111, 115-6
Van der Leeuw, P. J., 94-5 vergüenza y alianza de trata miento, 46-7 Vianna, H. B., 130-1,132-3,135, 135-6 vínculo realista en la relación analista-analizado, 36 viscosidad de la libido, 124-5, 177, 201 Waelder, R., 59-60, 78 Wallerstein, R. S., 89,183-4,187 Waxler, N. E., 87-8 Wearland, J., 87-8 Weissman, S., 161-2 Welles, J. K., 60-1, 83-5 West, Rebecca, 144 Wexler, M., 87-8 Willick, M. S., 91 Wing, J. R., 86-7 Winnicott, D. W., 24, 32-3, 33-4, 91, 103-4, 106-7, 163-4 Wolf, E., 113-4 Wolitzky, D. L., 35, 40-1 Wrye, H. K., 60-1, 83-4, 84-5 Wylie, H. W. 112-3 Wylie, M. L., 112-3 Wynne, L. 87-88 yo, 53, 152 — esfera “libre de conflictos" del, 22-3 — definición del, 20-2 — desarrollo del, 207-8 — resistencia desacorde con el, 129-31 — elementos del, en la alian za de tratamiento, 47-8 — funciones autónomas del, 38 — como mediador, 21-2 — múltiples significados del término, 14 — psicología del, 22-4, 38
268
— y psicosis, 79 — su resistencia al cambio, 202-3 — papel del, 38 — resistencia acorde con el, 129-31 — división terapéutica del, 38
269
yo operante del analista, 116-7 Zeligs, M., 159-60 Zetzel, E. R., 35, 36, 39, 58-9 Zilboorg, G., 189, 192-3 Zinner, J., 43-4
Biblioteca de PSICOLOGIA PROFUNDA
2. 4. 6. 7. 8. 9. 12. 14. 15. 16. 21. 22. 24. 25. 29. 30. 31. 35. 36. 37.
40. 42.
A. Freud - Psicoanálisis del desarro llo del niño y del adolescente. A. Freud - Psicoanálisis del jardín de infantes y la educación del niño C.G. Jung - La psicología de la trans ferencia C.G. Jung - Símbolos de transforma ción A. Freud - El psicoanálisis y la crianza del niño A. Freud - El psicoanálisis infantil y la clínica C.G. Jung - La interpretación de la naturaleza y la psique C.G. Jung - Arquetipos e inconsciente colectivo A. Freud - Neurosis y sintomatología en la infancia C.G. Jung - Formaciones de lo in consciente O. Fenichel - Teoría psicoanalítica de las neurosis Mane Langer - Maternidad y sexo Hanna Segal - Introducción a la obra de Melanie Klein W.R. Bion - Aprendiendo de la expe riencia C.G. Jung - Psicología y simbólica del arquetipo A. Garma - Nuevas aportaciones al psicoanálisis de los sueños Arminda Aberastury - Aportaciones al psicoanálisis de niños W. Reich - La función del orgasmo J. Bleger * Simbiosis y ambigüedad J. Sandler, Ch. Daré y A. Holder - El paciente y el analista (ed. revisada y aumentada) Anna Freud - Normalidad y patolo gía en la niñez S. Leclaire y J.D. Nasio - Desenmas carar lo real. El objeto en psicoanálisis
44. I. Berenstein - Familia y enfermedad mental 48. J. Bowlby - El vínculo afectivo 49. J. Bowlby - La separación afectiva 50. J. Bowlby - La pérdia afectiva. Tris teza y depresión 56. I. Berenstein - Psicoanálisis y semió tica de los sueños 57. Anna Freud - Estudios psicoanalíticos
59. O. Kemberg - La teoría de las rela ciones objétales y el psicoanálisis clí nico 60. M. Sami-Ali - Cuerpo real, cuerpo imaginario 62. W.R. Bion - Seminarios de psicoaná lisis 63. J. Chasseguet-Smirgel - Los caminos del anti-Edipo 67. Anna Freud - El yo y los mecanismos de defensa 68. Heinz Kohut - La restauración del símismo 72. I. Berenstein - Psicoanálisis de la es tructura familiar 76. L. Grinberg - Psicoanálisis. Aspectos teóricos y clínicos 78. C.G. Jung - Energética psíquica y esencia del sueño 80. S. Freud - Esquema del psicoanálisis 81. D. Lagache - Obras I (1932 -1938) 82. D. Lagache - Obras II (1939 - 1946) 83. D. Lagache - Obras III (1947 - 1949) 84. D. Lagache - Obras IV (1950 - 1952) 85. M. Balint - La falta básica 91. M. Mannoni - El niño retardado y su madre 92. L. Ch. Delgado - Análisis estructural del dibujo libre 93. M.E. Garría Arzeno - El síndrome de la niña púber 95. M. Mahler - Estudios 1. Psicosis in fantiles y otros trabajos
Biblioteca de PSICOLOGIA PROFUNDA (cont.) 96. M. Mahler - Estudios 2 • Separación • individuación 97. C.S. Hall - Compendio de psicología freudiana 98. A. Tallaferro - Curso básico de psico análisis 99. F. Dolto - Sexualidad femenina 100. B.J. Bulacio y otros - De la drogadicción 101. Irene B.C. de Krell (comp.) - La es cucha, la histeria 102. O.F. Kemberg - Desórdenes fronteri zos y narcisismo patológico 103. D. Lagache - El psicoanálisis 104. F. Dolto - La imagen inconsciente del cuerpo 105. H. Racker - Estudios sobre técnica psicoanalitica 106. L.J. Kaplan - Adolescencia. El adiós a la infancia 108. M. Pérez Sánchez - Observación de niños 110. H. Kohut - ¿Cómo cura el análisis? 111. H. Mayer - Histeria 112. S.P. Bank y M.D. Kahn - El vínculo fraterno 113. C.G. Jung - Aion. Contribución a los simbolismos del sí-mismo 114. C.G. Jung - Las relaciones entre el yo y el inconsciente 115. C.G. Jung - Psicología de la demen cia precoz. Psicogénesis de las enfermedades mentales 1 117. M. Ledoux • Concepciones psicoanalíticas de la psicosis infantil 118. M.N. Eagle - Desarrollos contempo ráneos recientes en psicoanálisis 119. P. Bercherie - Génesis de los concep tos freudianos 120. C.G. Jung - El contenido de las psico sis. Psicogénesis de las enfermedades mentales 2
121. J.B. Pontalis, J. Laplanche y otros • Interpretación freudiana y psicoaná lisis 122. H. hartmann La psicología del yo y el problema de la adaptación 123. L. Bataille - El ombligo del sueño 124. L. Salvarezza - Psicogeriatría. Teoría y clínica 125. F. Dolto - Diálogos en Quebec. Sobre pubertad, adopción y otros temas psicoanalíticos 126. E. Vera Ocampo - Droga, psicoanáli sis y toxicomanía 127. M.C. Gear, E.C. Liendo y otros - Ha cia el cumplimiento del deseo 128. J. Puget e I. Berenstein - Psicoanáli sis de la pareja matrimonial 129. H. Mayer - Volverá Freud 130. M. Safouan - La transferencia y el deseo del analista 131. H. Segal - La obra de Hanna Segal 132. K. Horney - Ultimas conferencias 133. R. Rodulfo - El niño y el significante 134. J. Bowlby - Una base segura 135. Maud Mannoni - De la pasión del Ser a la “locura” de saber 136. M. Gear, E. Liendo y otros - Tecnolo gía psicoanalitica multidisciplinaria 137. C. Garza Guerrero - El superyó en la teoría y en la práctica psicoanaliticas 138. I. Berenstein - Psicoanalizar una fa milia 139. E. Calende - Psicoanálisis y salud mental 140. D.W. Winnicott - El gesto espontáneo 142. J. McDougall y S. Lebovici - Diálogo con Sammy. Contribución al estudio de la psicosis infantil 143. M. Sami-Ali - Pensar lo somático 144. M. Elson (comp.) • Los seminarios de Heinz Kohut 145. D.W. Winnicott - Deprivación y delin cuencia
Biblioteca de PSICOLOGIA PROFUNDA (cont.) 146. I. Berenstein y otros - Familia e in consciente 147. D.W. Winnicott - Exploraciones psicoanalíticas I 148. D.N. Stern - El mundo interpersonal del infante 149. L. Kancyper -Resentimientoy remor dimiento 150. M. Moscovici - La sombra del objeto 151. J. Klauber - Dificultades en el en cuentro analítico 152. M.M.R. Khan - Cuando llegue la pri mavera 153. D.W. Winnicott - Sostén e interpreta ción 154. O. Nlasotta - Lecturas de psicoanáli sis. Freud, Locan 155. L. Hornstein y otros - Cuerpo, histo ria, interpretación 156. J.D. Nasio - El dolor de la histeria 157. D.W. Winnicott - Exploraciones psicoanaliticas 11
158. E.A. Nicolini y J.P. Schust - El carác ter y sus perturbaciones 159. E. Calende - Historia y repetición 160. D.W. Winnicott - La naturaleza hu mana 161. E. Laborde-Nottale - La videncia y el inconsciente 162. A. Green, - El complejo de castración 163. McDougall, J. - Alegato por una cier ta anormalidad 164. M. Rodulfo - El niño del dibujo 165. T. Brazelton y otro - La relación más temprana 166. R. Rodulfo - Estudios clínicos 167. Aulagnier, P. - Los destinos del placer 168. Homstein, L. - Práctica psicoanalítica e historia 169. Gutton, P. - Lo puberal 170. Shofier, D. y Wechsler, E. - La metá fora milenaria 171. Sinay, C. - Psicoanálisis. Verdad o conjetura.
Se terminó de imprimir en el mes de marzo de 1993 en Imprenta de los Buenos Ayres S.A., Carlos Berg 3449 Buenos Aires - Argentina
sta es una edición totalmente revisada y aumentada de la obra ya clásica de Sandler, Dare y Holder, que ofrece una actualización muy completa de los conceptos clínicos del psicoanálisis teniendo en cuenta los avances realizados durante los veinte años transcurridos desde la primera edición. Se han añadido los nuevos conocimientos acerca del proceso psicoanalítico, así como sobre la comprensión de la situación clínica, la alianza de tratamiento o alianza terapéutica, la transferencia y contratransferencia, la resistencia, la reacción terapéutica negativa y el acting out, la comprensión intuitiva (insight), las interpretaciones y otras intervenciones del analista, y el trabajo de elaboración. Este volumen constituye a la vez una introducción a la materia de fácil lectura y una autorizada obra de consulta. La nueva edición actualizada estuvo a cargo de Joseph Sandler y Anna Ursula Dreher. Joseph Sandler, quien recibió su formación como psicoanalista en la Sociedad Psicoanalítica Británica, es profesor de la Cátedra de Psicoanálisis en Memoria de Freud de la Universidad de Londres y director de la Unidad Psicoanalítica del University College de · Londres, ciudad donde ejerce la práctica clínica privada. Fue el primer profesor de psicoanálisis en la Cátedra Sigmund Freud de la Universidad Hebrea de Jerusalén, director del International Journal of Psychoanalysis y de la International Review of Psychoanalysis, y en la actualidad es presidente de la Asociación Psicoanalítica Internacional. Anna Ursula Dreher, formada como psicoanalista en la Asociación Psicoanalítica Alemana, trabajó en él Centro de Investigaciones sobre Psicología Social de la Universidad de Saabrücken, tras lo cual pasó seis años en el Instituto Sigmund Freud, de Francfort. Christopher Dare se formó como psicoanalista en Londres y durante veinte años combinó la práctica clínica privada con su labor como asesor de psiquiatría infante-juvenil en los hospitales Bethlem Royal y Maudsley, de Londres. Ocupa un cargo académico en el Instituto de Psiquiatría de la Universidad de Londres. ' Alex Holder, formado en Londres en el Centro Anna Freud y la Sociedad Psicoanalítica Británica, es miembro de la Asociación Psicoanalítica Alemana y dirige el Departamento de Psicoterapia Analítica de Niños y Adolescentes en el Instituto Michael Balint, de Hamburgo.
Paldós
Psicología Profunda
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Código 10037