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Gabriel Marcel
EL MUNDO QUEBRADO
GABRIEL MARCEL
EL MUNDO QUEBRADO PIEZA EN CUATRO ACTOS
PUBLICACIÓN TEATRAL PERIÓDICA DIRIGIDA POR
FERNANDO L. SABSAY Título original: LE MONDE CASSÉ Traducción de la versión original definitiva de: BEATRIZ GUIDO
IMPRESO EN ARGENTINA - PRINTED IN ARGENTINE Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723. Copyright by Ediciones Losange. Bs. Aires, 1956.
EL MUNDO QUEBRADO PERSONAJES LAURENT CHESNAY ANTONOV HENRI BRAUNFELS GLLBERT DESCLAUX AUGSBURGER
CHRISTIANE DENISE FURSTLIN NATALIA GENEVIÈVE FORGUE JUME
Gabriel Marcel
ACTO PRIMERO Un saloncito. Moblaje muy moderno. Al foro derecha un piano de cola. Son las dos de la tarde. LAURENT fuma un cigarrillo sentado en su sillón, CHRISTIANE habla por teléfono. ESCENA I CHRISTIANE y LAURENT CHRISTIANE. — No olvide, señorita, si surgiera alguna dificultad, que Claude no es... hay que entenderle... le ruego que nos lo escriba simplemente. O bien si tiene usted la impresión de que siente nostalgia... Yo comprendo. Ahí en el chalet los niños tienen todo cuanto pueden necesitar. Pero de todos modos... ¿Verdad, señorita? Y procure también, por favor, que nos escriba a menudo. LAURENT. — Sus últimas cartas eran un espanto. CHRISTIANE. — ¿Cómo? Perdón, mi marido me está diciendo algo. LAURENT. — Un espanto. CHRISTIANE. — Mi marido me recuerda que sus últimas cartas estaban horriblemente mal escritas. ¡Y qué ortografía! ¿Tendría usted escrúpulos en leerlas? Pero sí, claro. Por otra parte, ¡Dios mío! mientras sea feliz y esté sano... Adiós, señorita. ¿Cómo? ¿Dice usted que él puede venir al teléfono? LAURENT. — Una tercera comunicación. CHRISTIANE. — Se lo agradezco, pero quizás no sea necesario. Podría tomar frío. Béselo por nosotros, ¿no? (Cuelga. Pausa.) LAURENT. — En resumen, ¿qué resultó ser esa indisposición? CHRISTIANE. — Un enfriamiento y un pequeño trastorno gástrico como consecuencia. LAURENT. — Estoy convencido de que les hacen comer demasiado. CHRISTIANE. — Es que se siente un apetito allá arriba. Pude comprobarlo cuando lo llevé. LAURENT. — ¿Y el trabajo? CHRISTIANE. — Claude acaba de estar enfermo. LAURENT. — No hablo de estos últimos ocho días. ¿Tendrá que pasar a sexto en octubre? Además, siempre se le ha tratado como a un enfermo. (Suena el teléfono. Atiende Christiane.) CHRISTIANE. — ¡Hola! ¿Es usted, Henri? Sí, regresé esta [7] mañana. Muy bueno el viaje. Sí, agradable. No, no mucha gente. En fin, es decir, el hotelito estaba lleno. Muy recomendable. Sobre la costa vasca. Mil cuatrocientos con baño privado. No le voy a decir que sea regalado, pero estuve realmente muy bien atendida. ¿Quién? ¿La pequeña de Brucourt? Si, estaba. Ciertamente, muy simpática. No baila bien, en fin, no me parece... Sí, dos o tres veces, con Philippe, con Bertrand... No, con Amadeo no. ¡Es mi tipo! No se haga el tonto. (Con tono diferente.) ¡Ah! sí, estuvo un poco enfermo, el pobrecito, figúrese. No, no, nada importante. Muy bien, gracias. Está a mi lado... Eso es, venga a conversar un rato. Estoy un poco cansada, y no saldré en todo el día. Hasta luego. (Cuelga. Un silencio. Mira a su marido.) No tienes buen aspecto. ¿Mucho trabajo este último tiempo? LAURENT. — Preparar ese famoso reglamento de administración pública. CHRISTIANE (Cortésmente). — ¡Oh!... ¿Haces bastante ejercicio? (Laurent ríe un poco duramente.) ¿Qué pasa? LAURENT. — Nada. CHRISTIANE. — ¿Al menos, te alimentó bien Paulina, durante mi ausencia? LAURENT. — Sabes que generalmente, despachaba las comidas en diez minutos. CHRISTIANE. — ¿No tienes... preocupaciones? LAURENT. — En lo más mínimo. CHRISTIANE. — ¿En el Consejo? LAURENT. — Se espera de un día a otro la muerte del Presidente Clary. (Suena el teléfono.) CHRISTIANE. — ¿Serías tan amable de atender? LAURENT (descuelga). — ¡Hola!, ¿de parte de quién? ¿Señor? ¿Cómo? ¿Está seguro que no se equivoca? (A Christiane.) ¿Quieres venir, por favor? Es para ti, un nombre extranjero que no recuerdo -7-
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haber oído. CHRISTIANE (tomando el teléfono). — ¡Hola!, buen día, señor; ¿cómo le va desde el otro día? No, todavía no; llegué esta mañana. Primero tengo que hablar con mi marido, usted comprende. Puede haber alguna objeción en la que no hubiera pensado. Le escribiré en seguida. Sí, sí, entendido... Un momento, tomo papel y lápiz. (Escribe.) Al cuidado del príncipe Arcade, como arcada ¿no es cierto? Ignatiev, 106, avenida Mozart, entendido. ¿Cómo? Naturalmente, estaré muy contenta de volver a verlo, pero le prometo que tendrá mi respuesta mañana o pasado a más tardar. ¿Cómo? (Duda un instante.) No, no está en este momento, acaba de salir... Sí, sí, estoy bien. Pero tenga paciencia todavía durante veinticuatro o cuarenta y ocho horas, ¿quiere? Eso es. ¿Y la primera audición de Foudre en Pleyel es siempre para el veintisiete? Me alegro. Evidentemente, nuestros directores... debería dirigir usted mismo la or-[8]questa... Eso espero... Eso es, hasta muy pronto. Adiós. (Cuelga.) LAURENT. — ¿Quién es? CHRISTIANE. — Antonov, te escribí... LAURENT. — Sé que estaba en el hotel "Vagues", como Amadeo, como el cantor rumano, por no hablar de Gilbert, de Bertrand, de Lucien y otros "gigolos". ¿Y qué quiere de nosotros, ese señor? CHRISTIANE. — Una idea que tuve. A lo mejor no vale nada, tú dirás. Antonov y su mujer están en un hotel. Muy mal instalados, y creo que pagan mucho. Es imposible que él tenga su piano de cola en esa habitación minúscula. Había pensado que podríamos alojarlos arriba, ya que el departamentito está desocupado. LAURENT. — ¿Alojarlos en qué condiciones? CHRISTIANE. — Eso se vería. Para empezar sería gratuitamente. Pero las circunstancias pueden cambiar. LAURENT. — Sin embargo estaban en Biarritz. CHRISTIANE. — Invitados por los Goldberg. LAURENT. — ¡Y yo creía que ese individuo era célebre! CHRISTIANE. — ¡Para lo que significa la celebridad para un músico! LAURENT. — ¿Es bolchevique? CHRISTIANE. — No creo que se ocupe de política. LAURENT. — Muy bien... ¿Sin embargo, no dio conciertos en Moscú, el verano pasado? CHRISTIANE. — ¿Y eso qué prueba? LAURENT. — Esa música sádica tiene todo lo que hace falta para gustar a la gente de por ahí. CHRISTIANE. — ¿Por qué sádica? Yo la encuentro llena de salud, de vigor. LAURENT. — Si el fracaso es una prueba de fuerza, evidentemente... CHRISTIANE. — Algo anuncia. LAURENT. — A no dudarlo: la destrucción de todo lo que hemos amado. CHRISTIANE. — ¿Hemos? ¿Quiénes? LAURENT. — Yo y otra persona que creí que eras tú. CHRISTIANE. — No era yo, no creo. LAURENT. — Era alguien a quien todavía no le gustaban ni Biarritz, ni el jazz. CHRISTIANE. — Pero tú comprendes... LAURENT (firmemente). — No. O en todo caso... (Se ha levantado y pasea a su alrededor una mirada inerte.) CHRISTIANE. — Sabes bien que si Lévy Kauffmann no hubiera insistido tanto, no hubiera ido a Biarritz. LAURENT. — Seguro, también está la medicina. CHRISTIANE. — ¿Por qué también?... LAURENT. — Sé muy bien que París te intoxica. CHRISTIANE. — ¿Por qué también, Laurent? [9] LAURENT. — Además, Biarritz no era una imposición. Podías elegir. CHRISTIANE. — Para una vez que tuve la ocasión de ir a algún lado con Denise. Por otra parte, tú no hiciste ninguna objeción. LAURENT. — En lo más mínimo. -8-
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CHRISTIANE. — Entonces, ¿a qué recriminar ahora? LAURENT. — No recrimino. CHRISTIANE. — No me parece delicado de tu parte. LAURENT. — Sabías muy bien a qué atenerte respecto a mis sentimientos. CHRISTIANE. — ¿Qué sentimientos? LAURENT. — En primer lugar, respecto a tu compañera de viaje. CHRISTIANE. — Es la única amiga de la infancia. LAURENT. — Una palabra encantadora que huele a primavera. ¿Qué quieres? Esa persona que se pavonea con su amante a sabiendas de su marido. CHRISTIANE. — ¿Preferirías que se lo ocultara? LAURENT. — En este momento se trata de ti. Se podría admitir tu ignorancia al respecto si lo ocultara. CHRISTIANE. — ¡Por favor, no me digas eso!... LAURENT. — Me resulta penoso comprobar que afectas tanta indiferencia por una conducta que repruebas en el fondo. CHRISTIANE. — Te equivocas. Yo no juzgo a Denise. LAURENT. — Sí, ya sabemos que es tu amiga de la infancia. CHRISTIANE. — Se ha decepcionado de su marido; cometió un error al casarse con él; ella misma lo reconoció; considera que no tiene derecho a divorciarse por su hijo, al que Max quiere profundamente. ¿Qué quieres que haga? LAURENT. — Es admirable. Entonces, ¿tú en su lugar...? CHRISTIANE. — En la vida, uno no puede ponerse en lugar de otro, por eso no hay que juzgar, jamás. LAURENT. — ¿Entonces la moral? CHRISTIANE. — No es más que una norma que cada uno debe inventar para sí. Están los que saben hacerlo... y los otros. Pienso que a mí, esa norma no me convendría. LAURENT. — Es tranquilizador para mí. CHRISTIANE. — ¿Tienes necesidad de que te tranquilice? (Laurent no responde. En otro tono.) ¿Entonces, qué le respondemos a Antonov? LAURENT. — ¡Caramba! CHRISTIANE. — ¿Cómo? LAURENT. — Busco la asociación de ideas. CHRISTIANE. — Me costaría trabajo decírtela.[10] ESCENA II Los mismos. DENISE. AUGSBURGER. DENISE. — Buen día, querida... ¿Qué tal? Buen día Laurent. (A Christiane.) Encontré a tu papá en la escalera. AUGSBURGER. — Vengo jadeante... Tu ascensor está descompuesto otra vez. Es periódico. CHRISTIANE (a su padre). — Iba a telefonearte. AUGSBURGER. — No he almorzado en casa. Lo hago raras veces, ahora. LAURENT. — Se va a echar a perder el estómago. AUGSBURGER. — ¿Por qué? No voy al restaurante. Y dime, ¿te resultó Biarritz?, ¿sí? Todavía te encuentro bastante flacucha. DENISE. — Pero no, está espléndida, no es cierto, Christiane? AUGSBURGER. — Yo, aunque me pagaran, no iría. Me recordaría demasiadas cosas. LAURENT. — ¿Penosas? AUGSBURGER. — Demasiado agradables. El hotel "du Palais" en mil novecientos ocho, nueve, por ahí. ¡Qué sociedad! La más selecta... No se dan ustedes idea. Eso ya se acabó. CHRISTIANE. — Bien que se aburría mamá, mientras jugabas al golf. -9-
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AUGSBURGER. — ¡Qué esperanza! Estaba encantada, adoraba el lujo. CHRISTIANE. — Ella misma me lo dijo. AUGSBURGER. — Lo que decía en los últimos años, no cuenta. Y en Saint-Moritz, y en Cannes... en fin todo eso. (Hace un gesto que significa: terminó, no pensemos más en ello. A Denise, mostrándole a Christiane.) ¿Y ésta en Biarritz, despertó muchas pasiones? DENISE. — No lo dude. Por lo menos... tres... cuatro... cuatro y media. AUGSBURGER. — Me intriga la media. DENISE. — Una joven brasileña que conocimos en el Casino... Deslumbradora. (Christiane, riendo, protesta.) LAURENT (que se ha levantado bruscamente). — Ustedes disculparán... debo echar una carta urgente en el correo. CHRISTIANE. — Pero no se podría... LAURENT. — No, no, prefiero ir yo mismo. Adiós padre. (Saluda a Denise y sale.) ESCENA III CHRISTIANE (a Denise en tono de reproche). — Sabiendo cómo es... DENISE. — ¿Cómo? ¿Qué pasa? Son los amores de Dolores. .. CHRISTIANE. — En primer lugar, no estamos seguros...[11] AUGSBURGER. — La verdad... Estoy un poco viejo para estas cosas. Estas mujeres están perturbadas; buena presa para un manicomio. DENISE. — Son tan normales como tú o yo. CHRISTIANE. — Sin embargo, no estoy tan segura de ello. DENISE. — Además, normal, ¿qué es lo que puede significar? AUGSBURGER. — En mis tiempos, por lo menos, se ocultaba uno. (A Christiane.) Estoy seguro que tu pobre madre ha muerto sin saber que existían tales cosas. (A Denise.) Un carácter tan simple. No hablo de los últimos años... DENISE. — Sufrió mucho. En el fondo, su enfermedad comenzó casi en seguida que te casaste. AUGSBURGER. — Hasta último momento tuvo miedo de que Christiane se casara con un correligionario. A mí tampoco me hubiera gustado, ¡para qué negarlo! Para los hijos, son preferibles los matrimonios mixtos. Pero para Matilde era una obsesión, una idea fija... Era nacida en Coblentz, pero no sé... con los años se había vuelto antisemita. (Riendo.) Tal vez el contacto conmigo... CHRISTIANE. — Papá... DENISE. — En resumidas cuentas, si se le ocurrió llamarte Christiane. AUGSBURGER. — ¡Ah! No señor, fui yo quien eligió el nombre. CHRISTIANE (secamente). — Todo esto no tiene mayor interés. (Un silencio.) DENISE. — Durante nuestra ausencia, Max compró montones de discos; hay algunos estupendos, ¿sabes? Para empezar, unos "blues" extraordinarios. AUGSBURGER (con tono desaprobatorio). — Ah, la la... DENISE. — Un concierto de Mozart, ejecutado por el pequeño Menuhin. Y después, todos los que fueron grabados en Solesmes. (Christiane, hace un pequeño movimiento de rechazo.) AUGSBURGER (riendo). — ¡Qué ensalada! DENISE. — Tienes que venir a escuchar estos de Solesmes en nuestro nuevo fonógrafo eléctrico. CHRISTIANE (firmemente). — No. DENISE. — A ti que te gusta tanto la música de iglesia... CHRISTIANE. — En las iglesias; no entre un "blue" y un tango. AUGSBURGER. — Saben, esos discos... creo que se exagera. Por mí, mientras pueda ir el sábado al ensayo del Conservatorio y el domingo a Lamoureux... CHRISTIANE. — ¿Cómo han permitido grabar en Solesmes, una abadía? DENISE. — Supongo que han visto en ello un medio de propaganda. AUGSBURGER. — Y además, eso produce. (Hace un gesto [12] vulgar con la mano derecha.) Es como - 10 -
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el Bénédictine en su tiempo... DENISE. — Debe ser lo principal a los ojos de esos buenos religiosos. CHRISTIANE (con tono ambiguo). — ¿Te parece? AUGSBURGER (a Christiane). — Quisiera pedirte un consejo. (A Denise.) No estorba usted, querida señora. Una amiga quisiera consultar a Lévy Kauffmann. ¿Siempre sigues contenta con él? CHRISTIANE. — Me parece muy serio. AUGSBURGER. — ¿Y sus precios... no son muy exorbitantes? CHRISTIANE. — Quinientos francos la visita, mil si va a la casa. AUGSBURGER. — No es regalado. Pero supongo que por un tratamiento se podría obtener un precio global. CHRISTIANE. — No lo sé. AUGSBURGER. — ¿No lo podrías averiguar? CHRISTIANE. — Me resulta difícil. AUGSBURGER. — En fin, ya hablaremos... Y el pequeño, ¿va bien? ¿Tienes buenas noticias? (Levantándose.) No te molestes, querida, estás cansada, sí, efectivamente, estás un poco flacucha. (A Denise.) Adiós señora. (Sale.) ESCENA IV CHRISTIANE. DENISE. DENISE. — Una señora amiga... Dime, ¿es siempre la misma? CHRISTIANE. — Creo que sí, desde hace tres años. DENISE. — ¿Crees que se casarán? CHRISTIANE. — Lo dudo; me parece que están muy contentos así. DENISE. — ¡Qué tono empleas! CHRISTIANE. — ¡Qué quieres...! Papá... ¡Ah! no, hablemos de otra cosa. DENISE. — Después de todo tu padre lleva una vejez agradable, a pesar de sus pérdidas de dinero. CHRISTIANE. — Seguramente. DENISE. — No es malo. CHRISTIANE. — Cierto. DENISE. — ¿Entonces? CHRISTIANE. — No sé qué me ha pasado. DENISE. — Fue desde que hablé de esos discos de Solesmes. CHRISTIANE (nerviosa). — ¡Estás loca! DENISE. — En efecto, no veo muy bien... Oye, creo que Max tiene una amiguita. Ayer por la tarde, recibió una carta muy perfumada, y esta mañana una postal. Le hubiera gustado que yo le pidiera verlas. Pero me hice la discreta. Al fin y al cabo es lo mejor que podría ocurrir. Esas [13] casas a las que iba de vez en cuando no le resultaban; ya lo había notado. Le hace falta regularidad. Y además, para nuestra buena relación... Me veía obligada alguna vez... Mientras que ahora... (En respuesta a una protesta que presiente.) Sí, ya sé que todo esto es lamentable. ¿Pero, qué puedo hacer? Mientras Bertrand lo soporte... CHRISTIANE. — Sí. DENISE. — ¿No te ha dado la impresión de que está cambiando? CHRISTIANE. — ¿Cómo? DENISE. — Sí, en fin, su actitud hacia conmigo... Habéis conversado bastantes veces en Biarritz. Muy... ¡Oh! No es un reproche. CHRISTIANE (molesta). — Así lo espero. DENISE. — Solamente, habrás podido notar algo, ¡qué se yo! CHRISTIANE. — Nada, te lo aseguro. DENISE. — ¿Cierto? Me pareció, en algún momento, que la pequeña de Brucourt no le disgustaba. CHRISTIANE. — Ella me pareció bastante dispuesta a echársele encima. DENISE. — ¡Ah! - 11 -
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CHRISTIANE. — Es bastante atrevida. DENISE. — Justamente, a Bertrand le horrorizan esa clase de mujeres. CHRISTIANE. — Entonces... DENISE. — No, en resumen, no hay nada de inquietante en todo esto. ¿Qué quieres? Hay que adaptarse. Estamos todos en la misma situación. En otro estilo, es también tu caso. CHRISTIANE. — Para mí, es muy diferente. Para empezar, no amo a nadie. DENISE. — ¿Estás segura? CHRISTIANE. — Tanto como se puede estar. DENISE. — No es mucho decir. La víspera de mi partida, cuando volviste tan tarde de Espelette con el pequeño Desclaux, te confieso que me pregunté si no... CHRISTIANE (de buen humor). — El miserable, se lo imaginó bien. Tuvo sus razones para no cambiar los neumáticos. Pinchamos siete u ocho veces. ¡Niñerías! DENISE. — Con todo... es agradable... ¿no? CHRISTIANE. — No lo niego. DENISE. — No eres muy sincera contigo misma. CHRISTIANE. — Yo creo que sí. DENISE. — Es un muchacho al que me parece que yo no hubiera resistido. Tan alegre, tan simple... CHRISTIANE. — Nadie es simple. DENISE. — Todo el mundo es simple. La complicación forma parte del decorado, de las apariencias, ante sí y ante los demás. CHRISTIANE (profundamente). — ¿Tú no tienes la impre-[14]sión, a veces, de que vivimos... si esto puede llamarse vivir... en un mundo roto? Sí, roto como un reloj. El resorte no funciona más. En apariencia nada ha cambiado. Todo está en su sitio. Pero si uno se lleva el reloj al oído... no se oye nada. ¿Comprendes?, el mundo, lo que llamamos el mundo, el mundo de los hombres... hace tiempo debía tener un corazón. Pero se diría que ha dejado de latir. Laurent prepara reglamentos, papá está abonado al Conservatorio y mantiene, con tacañería, a una damita; Henri se prepara a dar la vuelta al mundo... DENISE. — ¡Ah! No lo sabía. CHRISTIANE. — Antonov hace ensayar su poema sinfónico... Cada uno en su rincón, su pequeño negocio, sus pequeños intereses. De pronto se encuentran, se entrechocan, con un ruido de chatarra. DENISE. — ¿Cómo podría ser de otro modo? CHRISTIANE (siguiendo sus pensamientos). — Pero ya no hay más centro, más vida, en ninguna parte. DENISE. — ¿Y tú, a todo esto? CHRISTIANE. — Yo... digamos que escucho. DENISE. — ¿En el vacío? CHRISTIANE. — Tú lo has dicho, en el vacío. DENISE. — ¿Y el resto del tiempo? CHRISTIANE. — Supongo que... vivo. Soy lo que se llama una mujer ocupada. DENISE (ásperamente). — Me horroriza esa literatura. En el fondo todo esto quiere decir... CHRISTIANE. — No irás a recomenzar, Denise. DENISE. — Si por lo menos quisieras reconocer... CHRISTIANE. — Lo lamento, pero seguramente no te daré ese placer. ESCENA V Los mismos. HENRI. HENRI (entra con un ramo de rosas en la mano). — Buen día, Christiane. CHRISTIANE. — Buen día... Estas rosas té son maravillosas, ¡qué amable! (Henri estrecha la mano de Denise.) HENRI. — Y ¿qué hay de nuevo? CHRISTIANE. — ¿Qué puedo contarle? - 12 -
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HENRI. — ¿Don Alonzo? CHRISTIANE. — Se llama Pepe. HENRI. — Es demasiado feo. ¿Sigue conspirando? DENISE. — ¿Contra?... HENRI. — Contra la seguridad de nuestro amigo Laurent. CHRISTIANE. — Para conspirar hay que ser por lo menos dos. HENRI. — Bueno, pero me parece que en este caso esa condición fue largamente cumplida. DENISE. — Cuatro y media. [15] HENRI. — Contando a la pequeña brasileña, supongo. CHRISTIANE. — ¡Oh!, basta, basta, nada de inventarios, les ruego. Es abrumador. Además, quisiera que no se hablara más de esas vacaciones; ahora que se han terminado, me doy cuenta de que su recuerdo es bastante desagradable. HENRI. — ¡La ingrata! CHRISTIANE. — Cuando evoco al cabo del tiempo esa pequeña y bonita asamblea de metecos... DENISE. — ¡Qué educada! CHRISTIANE. — No me siento orgullosa en lo más mínimo, por haber experimentado el placer de frecuentar esa gente. HENRI. — Bueno, placer... CHRISTIANE. — Gilbert está de acuerdo conmigo. Hemos proyectado encontrarnos en el otoño en una pequeña playa desierta sobre la costa Cantábrica. Sí, sí, desierta. HENRI. — ¡Vean eso! DENISE. — Los dos solos ante el océano. CHRISTIANE. — Con uno o dos amigos agradables. HENRI. — ¡Ah! DENISE. — Queremos nombres... ¿Antonov? HENRI. — ¿Por qué Antonov? CHRISTIANE. — Lo ha nombrado al azar. HENRI. — ¿Estaba él incluido entre los... conspiradores? DENISE. — En realidad, ese tipo, alto, seco como un garrote, no es muy comprometedor. Además le he permitido decirme que sólo acuerda sus favores a las damas maduras y bien rentadas del barrio de la Muette. Mucho sentido práctico, tiene ese señor. Y además una carga muy pesada; cuatro niños en el instituto Jean-Jacques Rousseau. HENRI. — ¿Qué es eso? ¿No será una forma elegante de nombrar a la Asistencia Pública? DENISE. — Usted está blasfemando, querido... Es algo así como el santuario de la pedagogía moderna. HENRI. — ¿Y la señora Natalie Antonov, también será admitida en la playa desierta? CHRISTIANE. — Es una persona excelente. HENRI. — Sí, sucia como un peine. DENISE (levantándose, a Christiane). — Oye, podríamos ir juntas a ver a los Fragonard en casa de Carpentier. Háblame mañana a casa de Bertrand a eso de las tres. CHRISTIANE. — Entendido. DENISE. — Adiós. (Sale.) ESCENA VI HENRI. CHRISTIANE. HENRI. — En el fondo... no, es una tontería... Y bien, sí, con todo. La mansedumbre de Max, la resignación de Bertrand, las complacencias de Denise, ¿no comienza usted a ver todo esto un poco...? A mí me dan ganas de [16] romper algo. Cualquier cosa. Todas estas gentes están demasiado adaptadas. CHRISTIANE. — Nómbreme alguien que no lo esté: ¿Cree usted, por casualidad, que esos muchachos que reclaman a grandes voces la revolución, son capaces de hacerla? - 13 -
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HENRI. — Pero usted, Christiane, es usted lo que me interesa. CHRISTIANE. — Me pregunto por qué. ¡Al cabo de los tiempos! No, amigo mío, le ruego que no ponga usted esos ojos; además eso le da un aire idiota. HENRI. — Este regreso a su casa esta mañana. Laurent y su café con leche. CHRISTIANE (tranquilamente). — Perdón, él toma té. HENRI. — El olor a cuero y a aburrimiento que se desprende de esta casa, me impresiona ya desde la escalera. CHRISTIANE. — Resulta desagradable que piense tanto con el olfato. HENRI (sin escuchar). — ¿Por qué pues? ¿Por qué? ¿Por qué? No se da cuenta de que es absurdo, que está mal, que no tiene pies ni cabeza, que no tiene derecho, que no fue puesta en el mundo para complacer a un pequeño magistrado sin envergadura, sin gracia, sin originalidad, en una palabra: de un hombre que la cohíbe. Pero sí... basta verla cuando está con él en un concierto, en el teatro, con su inalterable y afectada sonrisa. CHRISTIANE. — Pero, ¿qué es lo que le sucede? ¿A qué viene esta salida? HENRI. — Llego al extremo de que si me vinieran a decir que es usted la amante de Gilbert, ¡bueno!, sentiría una especie de alivio. CHRISTIANE. — Basta, Henri. (Una pausa.) JULIE (golpeando a la puerta). — Es el señor Gilbert Desclaux que pregunta si la señora puede recibirlo. CHRISTIANE (a Henri, a media voz). — Acaba usted de decir lo único que faltaba para que su visita me resulte odiosa. (A Julie.) Sí, que pase. HENRI (con melancolía). — Veo que, a pesar de todo, no le ha vedado su puerta. ESCENA VII Los mismos. GILBERT. GILBERT (entra rápidamente con un ramo de claveles y besa la mano de Christiane; es mucho más galante que Henri, menos familiar.) CHRISTIANE. — ¡Qué hermosos! GILBERT. — Me alegro que le gusten. (Estrecha la mano de Henri.) CHRISTIANE. — Es una gentileza venir a verme el mismo día de mi llegada, pero ¿es que no tenéis nada que hacer, unos y otros? [17] GILBERT. — Para empezar, es domingo... Y además estoy sin trabajo. Mi editor ha resuelto reducir su personal. Estoy en la calle. CHRISTIANE. — ¡Qué contrariedad! GILBERT. — Vamos, no es para tanto. Y además tuve ocasión de hablarle unas palabras de... CHRISTIANE. — ¿A quién? GILBERT. — A mi editor, pues, a Plantier. CHRISTIANE. — ¿Unas palabras de qué? No alcanzo a... GILBERT. — ¡Vamos! bueno... de nuestro hijo. HENRI. — ¿Qué? CHRISTIANE. — Es ridículo. GILBERT (a Henri). — Querido mío, la señora Chesnay y yo somos colaboradores. HENRI (con tono picado). — Felicitaciones. GILBERT. — Una novela epistolar. Pero lo más gracioso, es que yo escribo las cartas de la mujer y ella las del hombre. HENRI. — ¡Oh!, esas inversiones no acaban de gustarme. GILBERT. — Lo lamento. CHRISTIANE. — También yo lamento decirle que en el tren he roto todas las cartas que escribí en Biarritz. GILBERT. — ¡Qué crimen! Por lo menos habrá conservado los borradores. - 14 -
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CHRISTIANE. — ¡Ah!, bueno, usted no me conoce. HENRI. — Christiane tiene el don de la improvisación en todo lo que hace. CHRISTIANE (bruscamente seria). — No critiquen mis actos, en lo posible. GILBERT. — Hay que volver a escribirlas y ya está. CHRISTIANE. — No cuente con eso. Al hacerlas me di cuenta que era una tontería. Y sus cartas... ¡Oh! no tenga miedo... no me permitiría... no, pero con todo no eran nada brillantes. GILBERT. — Sea, cambiemos los papeles. Yo seré Michel y usted Françoise. CHRISTIANE. — Encantador. No, se acabó. No tengo deseos de que usted me escriba cartas de amor, ni aún en broma. HENRI. — La novela epistolar es un género más bien anticuado, ¿no? Llevan ustedes un siglo y medio de retraso. GILBERT. — Se ha dicho eso de todos los precursores. HENRI (a Christiane). — Y mi ballet, ¿qué es de él? GILBERT. — ¿Qué ballet? HENRI. — Usted sabe que parto a fines de mayo... CHRISTIANE. — Espero mostrarle un boceto para ese entonces. HENRI. — ¡Qué broma! El boceto está hecho. Pilar llegará el veintisiete... GILBERT. — ¡Pilar! HENRI. — Y le he prometido que todo estará listo para cuando llegue. [18] CHRISTIANE. — ¡Qué aplomo! ¿Y la música? HENRI. — El Capricho de Brahms está orquestado, la soldadura con el impromptu de Schubert está hecha... CHRISTIANE. — ¡ Qué barullo! HENRI. — Será encantador. (Entretanto, Laurent ha entrado, nadie le presta atención.) ESCENA VIII Los mismos. LAURENT. GILBERT. — ¡Pero qué reservada! ¡Cuando pienso! HENRI. — ¿Acaso me ha soplado algo de la novela epistolar? GILBERT. — No se trata de eso. Y además ya ve usted que ella ha renunciado. No, no está bien. CHRISTIANE. — Vamos, Gilbert. GILBERT. — ¿Qué es exactamente ese ballet? HENRI. — Es nuestro secreto. CHRISTIANE. — Le reservamos la sorpresa. (Laurent tose.) ¿Cómo? ¿Estás ahí? Ni siquiera te he visto entrar. GILBERT. — ¿Quién es Pilar? ¿Esa mujerzuela que apareció en el "Casino de París" el invierno pasado? HENRI. — Lo único que sé es que tiene un prodigioso don de inventiva. GILBERT. — A mí, las poses plásticas me aburren. (Christiane prorrumpe en carcajadas.) ¿Qué le pasa? CHRISTIANE. — Poses plásticas... ¿Dónde ha ido usted a buscar esa expresión antediluviana? GILBERT. — La danza es un pequeño deporte agradable y sin peligro; nadie me hará creer que eso sea un arte. HENRI. — ¡Cómo! CHRISTIANE. — Mi pobre Gilbert, nos da usted pena. (A Laurent.) Creí que habías ido solamente a llevar una carta al correo. HENRI (dándose cuenta de la presencia de Laurent). — ¡Ah!, buenos días, ¿cómo le va? GILBERT (también un poco turbado). — ¡Ah!, buen día, ¿cómo está? (A Christiane.) ¿Y a qué destinan ustedes ese ballet? LAURENT. — ¿Haces un ballet, ahora? CHRISTIANE. — Henri anda en tratos con el "Casino de París", pero no sé... - 15 -
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GILBERT. — ¡Qué horror! CHRISTIANE. — ¿Sabe que hacen cosas magníficas? GILBERT (con satisfacción). — No, no lo sé. HENRI. — ¡Qué inculto! CHRISTIANE. — Habrá que educarlo. GILBERT. — No se preocupe. Me acuerdo cuando mis padres tenían un palco en la Ópera... CHRISTIANE. — ¡La Ópera! GILBERT. — Creía que el cuerpo de baile de la Ópera... [19] CHRISTIANE. — No... HENRI. — Ninguna relación. GILBERT. — En todo caso, personalmente, prefiero el circo. (A Laurent.) ¿Y usted? LAURENT (ha tomado "El Tiempo" y aparenta leer.) ¿Cómo? Perdón. HENRI (a Christiane). — ¿Lo sabía cerrado hasta ese punto? CHRISTIANE. — Es como usted para Marcel Proust. GILBERT. — ¡Ah! ¿No le gusta Proust? (Contento.) CHRISTIANE. — Se niega a leerlo. Dice que el medio más seguro de no tener que buscar el tiempo perdido... GILBERT (desdeñoso). — Ya veo. Muy sutil. HENRI (a Laurent). — ¿A usted le gusta Proust? CHRISTIANE (vivamente). — Laurent se lo ha leído tres veces de punta a punta. GILBERT. — Eso está bien... (a Christiane.) ¿No le parece que es espantoso? CHRISTIANE. — ¿El qué? GILBERT. — Que estemos tan poco compenetrados... (Señalando a Henri.) Él no aguanta a Proust, y a mí me aburre la danza. CHRISTIANE (con melancolía). — ¡Un mundo roto! GILBERT (señalando a Christiane). — ¡Pero ella! HENRI. — Lo ama todo, lo comprende todo. GILBERT. — Es inaudita. HENRI. — Y además lo sabe. GILBERT. — Me temo que ni lo dude. HENRI. — Es culpa nuestra. Se lo decimos demasiado. GILBERT. — Y le debe hacer mucho mal. (A Laurent.) Espero que usted reaccione. CHRISTIANE. — Esté tranquilo, Laurent no es hombre de cumplidos. HENRI. — Excelente; eso sirve de contrapeso. GILBERT. — Las mujeres demasiado mimadas en su casa... vea su amiga Denise Furstlin. CHRISTIANE. — ¿Es que Max la ha mimado tanto? HENRI. — La verdad es que él siempre tuvo malas costumbres. Eso no podía menos de terminar muy mal. CHRISTIANE. — Me intriga usted: ¿qué costumbres? HENRI. — Hemos tenido... no, prefiero no decir nada. CHRISTIANE (decepcionada). — ¡Oh! HENRI. — Nada; hemos tenido durante algún tiempo la misma amante. Usted sabe, entre estudiantes... se hacen economías... En estos casos el secreto profesional no existe, y recibía de vez en cuando, confidencias muy curiosas. LAURENT (muy secamente). — Le dispensamos de repetirlas. HENRI. — No pensaba hacerlo, mi querido amigo. Sólo era para decirles que el pequeño Max ha tenido siempre gustos muy particulares. [20] CHRISTIANE. — Me lo figuraba. (Laurent hace un gesto de exasperación.) Ya ves, Laurent, lo que te decía hace un rato. (A Henri.) Pero entonces, ¿por qué la toma usted con Denise? HENRI. — ¿Qué quiere usted? A mí, la publicidad no me atrae mucho. LAURENT. — La discreción parece ser, en efecto, una de vuestras cualidades dominantes. - 16 -
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HENRI (rebelándose). — Perdone usted... GILBERT. — Vamos, todo esto carece de sentido común. CHRISTIANE. — Laurent tiene razón, ¿sabe Henri?, no es muy delicado. HENRI (que se ha levantado). — Entonces, recuerde que Pilar llega el veintisiete, y me embarco a fines de mayo por seis meses. CHRISTIANE. — Lo sé, lo sé... GILBERT (que también se ha levantado). — Reflexione sobre lo que le he sugerido... Si usted escribiera las cartas de Françoise... Y además, creo que haría falta un tercer personaje. Por otra parte, tengo una idea. ¿Cuándo nos veremos? (Suena el teléfono.) CHRISTIANE (Después de descolgar el tubo). — Hola, ¡ah! ¡Es usted Dolores! (Laurent hace un gesto que significa: ¿qué es esto, todavía?) Muy bien, gracias. El miércoles a las ocho. Pero escuche, no sé. (A los tres hombres.) ¿No ven mi libreta en alguna parte? LAURENT. — Te recuerdo las bodas de plata de tío Louis y tía Alice. CHRISTIANE. — ¿Cómo? Perdón, mi marido me está diciendo algo. LAURENT. — Las bodas de plata... CHRISTIANE. — Me recuerda un compromiso de familia que cae justamente esa noche... Estoy pensando... Perdón, ¿dice que habrá?... ¡Oh!... Será absolutamente necesario... Sí, sí, arreglaremos. Usted comprende que para mí esa cena en familia... en todo caso, mi marido irá sólo, son parientes suyos. Es usted muy amable, Dolores... Ciertamente, se lo presentaré. Tiene que venir a casa. Arreglaremos la fecha. Gracias. Hasta el miércoles a las ocho. (Cuelga.) GILBERT. — Dolores la persigue, ¡es demasiado! CHRISTIANE. — Espere un segundo. Quiere que nos reunamos con los de Waricourt... usted sabe, del teatrito de la avenida Henri Martin. Han montado Fantasio de una manera deliciosa. Siempre he soñado con hacer teatro. HENRI. — ¡Ahora el teatro! GILBERT. — ¡Qué insensatez! CHRISTIANE. — Mire, Henri quién sabe si no seré capaz de persuadir a los Waricourt para que monten su espectáculo. GILBERT (a Laurent). — No tengo por qué aconsejarle, [21] pero en su lugar insistiría en que Christiane se liberara. Esta Dolores es una persona imposible, créame, querido, imposible. Una lesbiana de la peor especie. HENRI. — Puede ser que sólo sea una pose. GILBERT. — Éste, tratándose de una oportunidad de montar su espectáculo... JULIE (después de llamar). — Señora, es una dama que pide hablar con usted. Tiene acento extranjero; no he comprendido bien. Habla de un modo extraño... ¿La señora no pensará en reemplazar a la sirvienta? CHRISTIANE y HENRI (a dúo). — ¡Es Natalia! CHRISTIANE. — ¡La señora Antonov! JULIE. — Sí, es un nombre por el estilo... CHRISTIANE. — ¿Quiere decirle a esa dama que espere un instante? Hágala pasar al salón ¿quiere? JULIE. — Bien señora. (Sale.) GILBERT (a Christiane, saliendo). — Hágame un gran favor, no vaya a la casa de Dolores. HENRI. — Probablemente hará mal en ir a casa de Dolores, pero realmente, si encuentra allí a de Waricourt... CHRISTIANE. — Sí, sí, entendido. Adiós. (Salen.) ESCENA IX CHRISTIANE. LAURENT. CHRISTIANE (después de un silencio). — Un poco pesados, ¿no? LAURENT. — Como de costumbre. Harás exactamente lo que te dé la gana con esa invitación. - 17 -
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Sabes que tío Louis y tía Alice, se sentirán muy apenados si no vas, pero si te da lo mismo... CHRISTIANE. — Podría estar enferma ese día... Por otra parte, todavía no me he decidido. Si te disgusta demasiado que vaya a casa de Dolores... no tendrías más que pedirme que le mande un aviso... LAURENT. — Sabes bien que jamás pido nada. CHRISTIANE. — Y haces mal, Laurent. LAURENT. — Si tuviera que pensar en eso... CHRISTIANE. — ¿Es por discreción o por otro motivo menos honorable que tú... no me pides jamás nada? LAURENT. — No comprendo. CHRISTIANE. — ¿Digamos por amor propio? LAURENT. — Siempre he detestado que se me hagan concesiones. CHRISTIANE. — No lo considero precisamente un sentimiento loable. LAURENT. — Eres perfectamente libre de ir a cenar dos o tres veces por semana con esa lesbiana. CHRISTIANE. — Oye, nadie sabe si eso es cierto. LAURENT. — No movería el dedo meñique para impedírtelo. Dejo esa ocupación a tus amigos personales. [22] CHRISTIANE. — Con todo, si eso me comprometiera... LAURENT. — Estás en edad de pesar las consecuencias de tus actos... CHRISTIANE (profundamente). — En este momento me das pena. LAURENT. — ¡Oh!, no lo creo. CHRISTIANE. — Entonces, ¿estoy representando? LAURENT. — No, pero para vosotros... las palabras... Hace ya tiempo que habéis renunciado al patrón oro. CHRISTIANE. — ¿Qué es el patrón oro? LAURENT. — Inútil que lo defina. Sabemos que existe. ¡Oh! En tu medio, no. CHRISTIANE. — ¿A qué llamas mi medio? LAURENT. — A tus amigos personales. CHRISTIANE. — Entonces en el tuyo... LAURENT. — Yo no lo tengo. CHRISTIANE. — ¿Cómo? ¿Y tus colegas? (Laurent ríe.) ¿Por qué te ríes? LAURENT. — No, yo no tengo a nadie. Es también una de mis ventajas. CHRISTIANE. — No comprendo. LAURENT. — Ahora deberías recibir a esa persona. CHRISTIANE. — Puede esperar... Te aseguro, a veces te equivocas conmigo. No hay nada más penoso que esta forma de dejarme enteramente libre. Valdría más expresar francamente un deseo. ¿No? sería el verdadero medio de ayudarme. LAURENT. — No sabía que tenías necesidad de ayuda. Llevas la vida que te conviene. CHRISTIANE. — ¿Estás seguro de eso? LAURENT. — Si tu vida no te place, nada te impide modificarla. CHRISTIANE. — ¿Y si necesitara que me impusieran una voluntad? LAURENT. — Sí, para quejarte ante tus amigos de mi tiranía. CHRISTIANE (herida). — ¿Es ese mi modo de actuar? LAURENT. — Yo no sé nada. No tengo la costumbre de escuchar detrás de las puertas. CHRISTIANE. — ¿Crees por ventura que hablamos de ti? LAURENT. — No, jamás tuve la pretensión de proveerlos de temas de conversación. CHRISTIANE. — ¡Qué extraño eres! Es que... ¡Ah! no tienes confianza en mí... Ves, lo reconoces. LAURENT. — Esas palabras no tienen sentido. CHRISTIANE. — No me dejas llegar hasta ti. Te sustraes... LAURENT. — ¿A qué? CHRISTIANE. — A mi... ternura. LAURENT (con voz alterada). — ¡Por favor, Christiane! - 18 -
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CHRISTIANE. — Cuando veo la expresión que tenías hace un rato en su presencia, me siento... casi desesperada. [23] LAURENT. — Estás soñando. Leía el editorial de "Temps" ...Ahora, me parece que esa dama ha hecho suficiente antesala. Esto ya es una grosería. CHRISTIANE. — No sabes de qué sacrificios sería capaz por ti... Si hay entre... mis amigos... alguno cuya presencia te sea desagradable... LAURENT. — Yo lo único que puedo decirte es que, el día que me entere que has hecho por mí eso que llamas un sacrificio, ocurrirá entre nosotros algo irreparable. CHRISTIANE. — ¿Entonces? ¿La solución? LAURENT. — Donde no hay problema, ¡cómo podría haber solución! (Toca el timbre.) JULIE (entrando). — ¿La señora ha llamado? LAURENT. — Haga el favor de hacer pasar a esa dama. Te dejo. CHRISTIANE (tímidamente). — Todavía no me has besado de veras. (Él la abraza fríamente y sale.) ESCENA X CHRISTIANE. NATALIA. CHRISTIANE (yendo al encuentro de Natalia). — Buen día, querida señora. NATALIA. — Buen día, señora, a lo mejor soy inoportuna. CHRISTIANE. — Soy yo la que se excusa por haberla hecho esperar. Llegué hoy a la mañana; usted sabe lo que es eso, siempre hay gente que recibir, cuentas que arreglar. NATALIA. — Comprendo, comprendo... Vsevolod Ivanitch, teme no haber comprendido bien lo que usted ha dicho por teléfono. Detesta el teléfono. Piensa es mejor que yo hable con usted. CHRISTIANE (un poco seca). — ¿Siempre a propósito del pequeño departamento? NATALIA. — Debo decirle que está muy nervioso en estos momentos. En general, en el hotel está siempre enfermo. No puede dormir. Camina todo el tiempo. Las otras personas se quejan. Eso no puede continuar. CHRISTIANE. — Pero le he prometido contestarle lo antes posible. NATALIA (confusa). — Recibió un telegrama de Bruselas. Ofrecen una casa allá. Pero hay que responder en seguida. CHRISTIANE. — Quizás sea más inteligente aceptarla. NATALIA (molesta). — A Vsevolod Ivanitch no le gusta Bruselas. Dice que los belgas son muy pesados, que no lo comprenden. ¡La alimentación es tan indigesta! Y además están los ensayos en la sala Pleyel. El director está perdido. CHRISTIANE. — ¿Cómo? NATALIA. — Tan embrollado. Sería mejor que pudiera dirigir Vsevolod Ivanitch. Pero, si hay que ir a Bruselas... CHRISTIANE. — Veremos eso. Voy a pedir que le sirvan una taza de té. [24] NATALIA (asustada). — No, gracias. Vsevolod Ivanitch me espera en el hotel. Debo preparar el té para él. Es muy torpe. CHRISTIANE. — Pero eso no le impide tomar una taza conmigo. NATALIA. — Tengo miedo de que se impaciente. CHRISTIANE. — Déle un golpe de teléfono. NATALIA (pisándose). — A lo mejor no está en el hotel. CHRISTIANE. — ¿Pero entonces? NATALIA. — La vida no es siempre fácil con un gran artista, hay que reconocerlo. Sería mejor poder darle una respuesta. CHRISTIANE. — Usted comprende, es a mi marido a quien corresponde decidir. ¿Quiere usted verlo? NATALIA. — Pero seguramente si usted está de acuerdo, él no se negará. No se le puede negar nada a usted. - 19 -
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CHRISTIANE. — Además, no sé si ese pequeño alojamiento les servirá. No lo han visitado. NATALIA. — Es decir Vsevolod Ivanitch sí. Él dijo que venía de parte de ustedes. Le pareció bastante bien. Sólo quería preguntar si los vecinos no hacen mucho ruido. CHRISTIANE. — Hay un señor y una señora de edad... y muy tranquilos. NATALIA (con temor). — A lo mejor tienen radio. CHRISTIANE. — Sí, seguramente. NATALIA (apasionadamente). — Vsevolod Ivanitch teme la radio. Según él, no es tanto por el ruido; dice que las ondas lo enervan y no puede trabajar. CHRISTIANE. — Con todo, no se puede... NATALIA. — El portero dijo que esos señores pasan muchos meses en el campo... Entonces no sería tan terrible. CHRISTIANE. — Ya lo ve. NATALIA. — Pero también dice que la señora está enferma, morirá tal vez... CHRISTIANE. — Creo que hace diez años que está enferma. NATALIA (con vehemencia). — Es necesario que no muera en la casa; en general, Vsevolod Ivanitch no puede soportar la muerte. Un día en Berlín, una persona se mató en la habitación de al lado. Vsevolod Ivanitch estuvo un mes sin poder trabajar. CHRISTIANE. — Todo esto es muy complicado. JULIE (entrando). — Señora, el señor Antonov. CHRISTIANE. — Hágalo pasar. ESCENA XI Los mismos. ANTONOV. ANTONOV. — Buen día señora. (Besa la mano de Christiane. A Natalia.) No comprendía lo que estás haciendo. (A Christiane.) Perdone, señora, debo decidir. Mi amigo Dortchenko acaba de enviarme un telegrama desde Ginebra. CHRISTIANE. — Había comprendido Bruselas. [25] ANTONOV (irritado). — De Ginebra. En general, mi mujer no es precisa, confunde. NATALIA. — Habías dicho Bruselas, de eso estoy segura. ANTONOV. — Pero nunca. CHRISTIANE. — En fin, no tiene importancia. ANTONOV. — Señora, le ruego me diga... Si el señor no está de acuerdo, sería para mí muy desagradable estar ahí. NATALIA. — ¿Su esposo también es músico? CHRISTIANE. — Conoce muy poca música contemporánea. Se ha detenido en Wagner. ANTONOV (con inquietud). — ¿Y lo interpreta? NATALIA (en voz baja). — Vsevolod Ivanitch no lo soporta. CHRISTIANE. — Mi marido no toca ningún instrumento. ANTONOV (mostrando el piano). — Pero quizás usted... CHRISTIANE. — Esté tranquilo, muy raras veces... Y desde ahí arriba no oirá usted nada. ANTONOV. — Entonces, usted está de acuerdo. CHRISTIANE. — Pero otra vez... ANTONOV. — Usted ha dicho que no oiría nada..., por consiguiente, quiere decir que lo da por hecho. NATALIA. — Más tarde, su casa tendrá una placa. CHRISTIANE. — No se imagina lo indiferente que me resulta la placa. NATALIA. — Eso no. Los biólogos de Vsevolod... ANTONOV. — Biógrafos, Natalia. NATALIA. — Hablarán de usted; tal vez publiquen su fotografía en los libros. Hay que decirle a Volodia; es un gran crítico; está escribiendo un libro sobre Vsevolod Ivanitch con muchas... ¿cómo - 20 -
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dicen ustedes? ANTONOV. — Reproducciones. NATALIA (con tono de letanía). — Vsevolod Ivanitch de un año, Vsevolod Ivanitch dos años; la nodriza de Vsevolod Ivanitch, el marido de la nodriza, el hijo del marido de la nodriza... No existió nada de eso, pero son hermosas fotografías. Un lindo libro, ¿sabe? Aparecerá primero en América... ANTONOV. — Volodia no dice más que tonterías. NATALIA. — Pero es para la propaganda. (Durante este tiempo Julie ha servido el té.) Hace falta mucha propaganda hoy en día. CHRISTIANE. — Desgraciadamente. ANTONOV. — No se debe decir desgraciadamente. El arte y la publicidad, no son dos cosas, sino una cosa. CHRISTIANE. — Voy a prevenir a mi marido. (Sale.) ANTONOV. — Yo había dicho Ginebra. NATALIA. — Comprendí Bruselas. ANTONOV. — Eso no es cierto. Espero que no le habrás dicho que visité el departamento. NATALIA. — Naturalmente que sí... ANTONOV. — ¡Idiota!... [26] CHRISTIANE (entrando con Laurent). — Creo que ya conoces al señor y a la señora Antonov. (Se saludan.) ANTONOV. — Decía que el arte y la publicidad no son dos cosas, sino una sola. El arte es, por así decirlo, la publicidad que se ha vuelto loca; un compatriota ha dicho que es la publicidad que ha devorado su objeto. NATALIA (a Christiane, a media voz). — Creo que el compatriota es él. (Ríe a carcajadas.) ANTONOV. — No digas tonterías, Natalia, es Boris Mikhailovitch, quien ha dicho eso. NATALIA. — Yo no conozco a ese Boris Mikhailovitch, pero él tampoco. ANTONOV. — ¿Terminarás? Esta noche te muestro su retrato. NATALIA. — Puedes decir lo que quieras, no te creemos. CHRISTIANE (con seriedad aparente). — Pero sí, por supuesto... Boris Mikhailovitch... en resumen, ¿por qué no? Estoy dispuesta a profesar mi simpatía a Boris Mikhailovitch. ANTONOV. — ¿Por qué, señora? CHRISTIANE. — Estoy segura de que no rechaza jamás los favores que se le demandan. ANTONOV (prorrumpiendo en carcajadas). — Tiene razón, no se niega jamás... Entonces, ¿cuándo podemos venir? LAURENT (sonriente). — Admite usted, por consiguiente... NATALIA (haciendo una reverencia). — Es decir, si usted está de acuerdo, señor. LAURENT. — ¿Y si digo que no? ANTONOV. — Entonces nos vamos. CHRISTIANE. — A Londres, si mal no recuerdo. ANTONOV. — ¿He dicho Londres? CHRISTIANE. — A menos que sea Ginebra... o Bruselas. (Ríen.) NATALIA (enjugándose los ojos). — Hace meses que no me reía así. En París, la gente no es tan alegre como en Rusia. Es decir, antes de los bolcheviques. ANTONOV. — No sabes cómo es ahora con los bolcheviques. Tú no estuviste allí. CHRISTIANE. — ¿Usted dio conciertos en Moscú, el verano pasado, no? NATALIA. — No ha visto nada; ni siquiera ha ido a visitar a mi mamá a Perm. ANTONOV. — Tres días de ferrocarril... y cuando uno sale, ¡ay... ay...! (Lleva la mano a la cabeza y como si fuera a rascarse.) NATALIA. — Dice que le contaron que mi mamá había muerto... pero ella me escribió una carta. ANTONOV. — Te lo dije; esa carta no era de tu mamá. NATALIA. — Es seguro que era de mamá, reconocí la letra. ANTONOV. — Pedía que le enviara azúcar y chocolate y [27] no sé qué más... Yo le dije que no - 21 -
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había necesidad de mandar. NATALIA. — Pero yo lo envié lo mismo. Si está perdido, perdido está. Alguien lo comerá. Puede que haya llegado a un bolchevique, eso es cierto. ANTONOV. — No quiero engordar a ningún bolchevique. NATALIA. — ¿Por qué no? Tú también eres un bolchevique. Él dice, que ahora deberíamos regresar. Pero yo no quiero. Han sido fusilados tres hermanos y cinco sobrinos. ANTONOV. — No se sabe. NATALIA. — Tuve un sueño profético ¡Ah!, no se ría, señora. CHRISTIANE. — No me río en absoluto. NATALIA. — Cuando uno ha tenido un sueño profético... (Durante ese tiempo, Antonov ha abierto el piano, toca algunas notas.) CHRISTIANE. — Hace tiempo que no lo afinan... ANTONOV. — Está desafinadísimo, en efecto, pero es un buen piano. Quizá venga algunas veces a trabajar, si usted me lo permite. CHRISTIANE. — Yo creí que usted tenía un piano de cola. ANTONOV (golpeándose la frente). — Está acá, el piano de cola. Lo tendré algún día, pero por ahora... Quiero alquilar un piano para componer. Pero cuando trabaje en mi concierto vendré aquí. Así que, muchas gracias, señor, señora. Queda todavía el asunto económico. Pero se arreglará, ¿no es cierto? Estoy seguro, no se arrepentirán... NATALIA. — Ya le he dicho a la señora, más tarde tendrá una placa. (Sale con Antonov, Christiane los acompaña y vuelve en seguida.) ESCENA XII LAURENT y CHRISTIANE LAURENT. — Ese bufón no me disgusta del todo; por esa clase de bárbaros nos hemos dejado colonizar. CHRISTIANE. — No creo del todo que sea un bufón. La mujer, todo lo que quieras, pero él... LAURENT. — ¡Ah! CHRISTIANE. — En todo caso es extraordinariamente inteligente. LAURENT. — ¿Cómo te das cuenta? CHRISTIANE. — Me parece que salta a la vista. Sólo con lo que ha dicho del arte y la publicidad. LAURENT. — Despropósito o lugar común. CHRISTIANE. — No soy de tu opinión. LAURENT. — Entonces, explica. CHRISTIANE. — Es una idea original. LAURENT. — ¡Eso es, una idea! Ustedes toman una retahíla de palabras por un pensamiento. Yo agrego que es [28] la indiscreción hecha hombre; eso nunca corre pareja con una gran inteligencia. CHRISTIANE. — Lo que tú encuentras indiscreto, yo diría que es una ausencia total de convencionalismo. LAURENT. — El egoísmo infantil de alguien para quien el prójimo no existe. CHRISTIANE. — Para ti, la inteligencia consiste en acumular en sí y alrededor de sí las mayores molestias posibles. LAURENT. — ¿Cómo es eso? CHRISTIANE. — Sí, de contratiempos. Pero me parece que la inteligencia debería liberarnos. LAURENT. — ¿De qué? CHRISTIANE. — Para empezar, de nosotros mismos... Antonov no está molesto consigo mismo. LAURENT. — Se contenta con molestar a los demás. CHRISTIANE. — Es decir que es algo fuerte, qué sé yo, real. Por eso me gusta su música. LAURENT. — Su música se parece a él. Se lanza sobre uno. CHRISTIANE. — Seguramente que no para abrazarnos. - 22 -
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LAURENT. — Más bien para castigarnos. CHRISTIANE. — Más bien. (Pausa.) ¿Por qué sonríes? LAURENT. — No lo sé, mi querida. CHRISTIANE. — ¡Vaya! Es la primera palabra un poco tierna que me has dicho desde mi regreso.
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ACTO SEGUNDO El decorado es el mismo. Diez o doce días más tarde. Son las diez de la noche. ESCENA I ANTONOV y JULIE ANTONOV (junto con Julie en el umbral. Antonov viste una "robe" escarlata). — ¿Y no sabe cuándo vuelve la señora? JULIE. — La señora cena afuera; pero puede ser que vaya luego al teatro, si siente deseos. ANTONOV (gimiendo). — ¡Al teatro! ¿Qué es lo que puede hacer en los teatros? JULIE. — No sé si debo aconsejar al señor que espere. ANTONOV. — De todos modos voy a tocar un poco el piano. Pero ¿no se podría telefonear a donde cena la señora? JULIE. — No sé el número. El señor está en una cena de familia. ANTONOV. — Telefonee al señor. JULIE (victoriosa). — El tío del señor no tiene teléfono. [29] ANTONOV. — Es terrible... Ahí arriba creí volverme loco. No me habían dicho que esos dos viejos bailaban. JULIE. — Reciben a sus nietos una vez por mes. ANTONOV. — ¿Cuántos nietos tienen?... Yo creí que los parisinos no querían ya tener hijos... ¡Una vez por mes!... No tendré tiempo de reponerme de una vez a la otra... Si usted fuera a decirles que hay una persona muy enferma. Mejor una dama; digamos una dama. Por lo demás, la señora Antonov, en general, no está bien. JULIE. — El señor podría decírselo él mismo. ANTONOV. — No, es desagradable. Si no quieren parar, ¿qué hago? Es terrible. Ahora será mejor que me deje. Es mejor apagar las luces. JULIE (tímidamente). — La señora no me ha dejado instrucciones. (Antonov abre la puerta y da vuelta al interruptor; la criada, sale. Antonov se dirige, entonces, al piano, enciende un cigarrillo y comienza a ejecutar una música muy violenta, del tipo de la sonata de Stravinsky. Al cabo de algunos instantes se oyen, fuera, algunos ruidos.) ANTONOV. — ¿Qué es ese ruido? Esta casa es imposible. (Se levanta y va a la puerta.) ESCENA II ANTONOV, HENRI y JULIE JULIE (a Henri, que todavía no es visible). — El señor está en la casa de su tío, estoy segura; en cuanto a la señora, no lo sé. HENRI (apareciendo). — Sí, pero yo sí sé. JULIE. — Está ese señor ruso. ¿Puedo preguntar al señor si se trata de una surprise-party? HENRI. — No, mujer, no, nada de eso; eso ya no se usa. Páseme la guía, ¿quiere? Voy a telefonear. (A Antonov.) Buenas, señor; discúlpeme por haberlo interrumpido. Por lo demás, todo esto es insensato. ANTONOV (alegre). — Este señor telefonea a la señora. (Henri, después de consultar la guía, hace maniobrar el automático.) Me parece que lo he visto en casa de la señora Morgenthaler, señor. HENRI. — En efecto... Perdón... Hola, ¿con la casa de Dolores de Polvoredo? ¿Podría hablar con la señora Chesnay? Gracias, espero... En efecto, señor, nos hemos encontrado en la casa de esa mujer inaguantable. ANTONOV. — ¿Por qué inaguantable? ¿Tendrá a bien pasarme después el aparato? HENRI. — Un instante, por favor. ANTONOV (a Julie). — Ve usted, es fácil. HENRI. — Hola, ¿es usted, Christiane? Sí, soy yo, Henri. Estoy en su casa. ¿Se divierte? ¿Lo ve? ¿Qué le dije? Y los de Waricourt, ¿están? No, naturalmente. Escuche, ha ocurrido algo muy inquietante. - 24 -
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No, no, nada de acciden-[30]tes. Nada respecto a Claude. Ni a su papá. Pero, muy desagradable. He encontrado a Denise, está furiosa; y creo que va a venir en seguida. JULIE. — ¿La señora Furstlin va a venir también, señor? HENRI. — Alguien me está hablando. ¿Qué? ¿Por qué está todavía acá? ¿Qué es lo que dice? JULIE. — Si la señora Furstlin va a venir también, ¿no debería preparar oporto con bizcochos? HENRI. — Guárdese bien de hacerlo. Sería un error terrible. (En el teléfono.) Julie me pregunta si debe preparar una comida. Le he dicho que bajo ningún concepto. ANTONOV. — Quisiera decir algo. HENRI. — En todo caso le voy a dar un consejo: invente alguna jaqueca y véngase en seguida. De todas maneras, y por lo demás, es lo mejor que puede hacer. ¿Tenía razón? Entendido. Otra vez, trate de escucharme, mi pequeña Christiane... Hasta luego. (Va a cortar, Antonov se precipita.) ANTONOV. — No cuelgue, señor. HENRI. — Estará aquí dentro de algunos minutos. Entonces le presentará sus quejas. Pues me doy cuenta de que usted tiene algo de que quejarse. Mientras tanto, pequeña Julie, vaya a acostarse. No la necesitaremos. JULIE. — ¿El señor está seguro? HENRI. — ¡Insiste! Le digo que no habrá la menor "surprise-party". Lo que sí va haber dentro de un rato son unos insultos violentísimos, si se empeña en saberlo. JULIE. — ¿Si la señora se encuentra mal, en algún momento? ... HENRI. — Esté completamente tranquila. Eso tampoco se usa ya. JULIE. — Está bien, señor. (Sale a disgusto.) ESCENA III ANTONOV y HENRI HENRI. — Tengo la impresión de haberle molestado cuando procedía usted a una ejecución capital, señor. (Mostrando el piano.) Si le place, continúe. ANTONOV (glacial). — No comprendo bien, señor. HENRI. — Sí, eso tenía el aire de un diálogo entre guillotinador y guillotinado. ANTONOV. — El ambiente es imposible, señor; no se puede hacer más música aquí. HENRI. — ¡Ah! Yo podría muy bien. (Se acerca al piano.) ANTONOV (interponiéndose). — Le suplico. Puesto que nos hemos visto ya en la casa de la señora Morgenthaler, ¿puedo permitirme una pregunta, señor? Es decir, usted es banquero, señor, supongo. HENRI. — Se equivoca. Mi padre lo fue por mí; eso me basta. [31] ANTONOV. — ¿Sabe usted, por casualidad, si esta dama es solvente? HENRI. — ¿Cómo? ANTONOV. — Me encargó un ballet para una persona... Pretenden que es compatriota. Ese Séviatsine no me interesa, pero mi ballet, sí, y también los cien mil francos que la señora Morgenthaler me ha prometido. Por eso le pregunto: ¿es solvente? HENRI. — Sé que acaba de sufrir enormes pérdidas. ANTONOV (dolorosamente). — ¿Quién aconseja a esas mujeres? HENRI. — Sobre eso no puedo informarle. ANTONOV. — Y yo, en general, ¿qué debo hacer? HENRI. — Debe terminar ese ballet como sea. ANTONOV. — Jamás. Recibí un adelanto: veinticinco mil francos, y he escrito una cuarta parte. Así, está bien. Pero si continúo, pierdo. HENRI. — La pobre mujer tiene derecho a esa cuarta parte. ANTONOV. — ¿Cree que habrá alguien que quiera continuarla? HENRI. — ¿Formar una pequeña cooperativa? Eso hay que pensarlo. ANTONOV. — ¿Quién es el señor Chesnay? HENRI. — Usted lo conoce. - 25 -
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ANTONOV. — No; a la señora, sí, la conozco; pero al señor, si me lo encontrara en la calle, quizá no lo reconocería. HENRI. — No funde sus esperanzas en él, créame. No tiene nada de mecenas. ANTONOV. — ¿De qué se ocupa? HENRI. — Consejo de Estado. ANTONOV. — De eso también tuvimos en Rusia. HENRI. — Creo que no se parece en nada. ANTONOV. — La señora es muy amable, se ve en seguida; pero el señor, ¿lo es acaso? No lo sé. HENRI. — Vea, puede que sea un buen muchacho, pero no es lo que yo llamaría un simpático muchacho. ANTONOV (con desdén). — Es muy fino, pero demasiado sutil, demasiado decadente. HENRI. — En fin, le puedo asegurar que jamás le dará a usted un céntimo. ANTONOV. — ¿Pero si se lo pide la señora? HENRI. — Creo que la señora no se lo pedirá. ANTONOV (con malicia). — Puede ser que ella le pida... a algún otro. HENRI. — No, eso tampoco. Ella es muy amable, tiene usted razón, pero no de esa manera. ANTONOV. — ¿Con quién es amable? HENRI. — Bueno... un poco, con mucha gente. Muy amable, con nadie. [32] ANTONOV. — ¿Por qué? Cuando la conozca un poco mejor, se lo preguntaré. HENRI. — No se lo aconsejo. ANTONOV. — Es necesario. HENRI. — ¿Por qué es necesario? ANTONOV. — Debo comprender. ¡Oh! No crea que... No, he tenido ya demasiados problemas, en Alemania, con la mujer de un general. Généralin von Weber. No volveré a las andadas. Y, además, la señora Chesnay es demasiado fantasiosa; eso es agradable para tomar el té. Pero en la cama, me gustan las personas tranquilas, en fin... HENRI. — Sí, sin imaginación. ANTONOV. — Natalia era así. Ahora ya no se nota. Es como una vieja pelerina... De todos modos, un día le preguntaré. Si no, estoy nervioso... y no puedo trabajar más... HENRI. — Pero no, hay que pensar en otra cosa... ANTONOV. — Estoy muy molesto porque la señora Morgenthaler haya perdido tanto dinero... Había pensado que, tal vez, me casaría con ella. HENRI. — ¿Y la señora Natalia? ANTONOV. — Si yo me divorcio, ella hace venir sus hijos, supongo que está contenta. Ríe y llora por cualquier cosa. Así que... ¿Qué edad tiene la señora Morgenthaler? HENRI. — Vea, es una amiga de mi madre, una amiga un poco más vieja. ANTONOV. — Eso no me asusta. La llamaré mamá, como decía vuestro Jean-Jacques, y estará contenta. Pero si está arruinada... no hay caso. HENRI. — Posee una encantadora villa en la Cote d'Azur, en Cap Martin. Un bosque de pinos quitasol, un rosedal admirable. ANTONOV. — Delicioso... La atmósfera es nuevamente más musical; si quiere, puedo tocar. HENRI. — Alguien llega. (Entreabre la puerta.) Es Christiane. ESCENA IV Los mismos y CHRISTIANE CHRISTIANE. — ¿Quién está con usted, Henri? ANTONOV (yendo a su encuentro). — Señora, perdone. ¿Por qué no me dijo que se baila en la casa de esas personas de ahí arriba? ¡Y qué bailes! Waldteufel... Creí volverme loco. CHRISTIANE (muy fríamente). — Lo lamento enormemente. ANTONOV. — Podría usted decirles algo... Explicarles que hay una dama enferma; o algo - 26 -
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parecido... CHRISTIANE. — Desgraciadamente, me parece que va a ser absolutamente imposible. [33] ANTONOV (dándose cuenta de que no hay nada que hacer). — Mañana hablaremos. CHRISTIANE. — En todo caso, no esta noche; estoy muerta de fatiga, perdone. (Se ha hundido en un gran sillón sin quitarse el tapado.) ANTONOV. — Entonces, hasta luego, señora; será mejor que vuelva mañana... O quizá Natalia le explique... CHRISTIANE. — Como quiera. Buenas noches. (Antonov sale confuso y furioso.) ESCENA V CHRISTIANE y HENRI HENRI. — Sáquese el tapado, mi pequeña Christiane. CHRISTIANE. — Estoy helada. A ver, ¿qué es lo que pasa? HENRI. — Pero, primero, ¿quiere contarme esa cena? CHRISTIANE. — Nada de Waricourt, nadie. Dolores, yo y una vieja tía cubierta de joyas que parece una mona disecada, y que de vez en cuando suelta una risa estridente sin ninguna razón aparente. No se ría. Una cena imposible, todo lo que Lévy Kaufmann me prohíbe. No he comido nada y sin embargo ya siento el ataque al hígado que se anuncia. HENRI. — Pero no... CHRISTIANE. — Después de la cena la tía se fue a dormir... ¡Y entonces ese "tête à tête"!... Confidencias, silencios, exclamaciones ahogadas, preguntas sobre mi matrimonio. ¿Cómo ha podido usted? ¿Cómo se puede? ¿Soy un monstruo? Etcétera, etcétera... HENRI. — Pero creo que ella estuvo casada. CHRISTIANE. — Un casamiento blanco, lo más blanco posible. Él debía ser un invertido... ¡Oh, basta! Hablemos de otra cosa... Y luego, ese "kalmuko" con sus jeremiadas. HENRI. — ¿Antonov? CHRISTIANE. — Diantre... Desde que es nuestro locatario se me ha hecho casi insoportable, como su música. La otra noche estuvo aporreando el piano durante dos horas, estaba enloquecida... ¿Y si fuera a instalarme cerca de Claude? HENRI. — Usted no soporta la altura; la montaña le da palpitaciones. CHRISTIANE. — ¿Qué hora es? ¿Cómo es que Laurent no está todavía en casa? ¡Ah! Tengo mucho calor. (Se saca el tapado.) ¿Sería tan amable de llevar esto al vestíbulo? (Henri lleva el tapado, Christiane se da vuelta, se mira en un pequeño espejo.) ¡Qué cara tengo esta noche! (A Henri, que vuelve.) ¿Y Denise? ¿Qué pasó? HENRI. — Ya el sábado, cuando fui a escuchar a su casa esos nuevos discos... Magníficos esos de Solesmes, sabe, es absolutamente necesario que se los hagan oír... Tuve la impresión de que ella tenía algo contra usted. Una o [34] dos alusiones francamente desagradables. Pero hace un rato la encontré en la plaza Iéna y me dijo rotundamente que estaba disgustada con usted y que no dejaría pasar la noche sin tener una explicación. Ella creía acordarse que cenaba usted con Dolores y se expresó al respecto con una palabra que le he devuelto crudamente. CHRISTIANE. — ¿Por qué esa prisa? HENRI. — Creo que se va mañana a la mañana en auto, no sé lo que me ha explicado. CHRISTIANE. — ¡Ah! Creo que empiezo a comprender. Bertrand me pidió de nuevo hacer mi retrato. Ya me había hablado otras veces. Ha vuelto a la carga la semana pasada. HENRI. — ¿Y usted aceptó? CHRISTIANE. — Usted sabe que ha progresado mucho. HENRI. — No se trata de eso. CHRISTIANE. — ¿Por qué había de negarme? HENRI. — En fin, Christiane... CHRISTIANE. — Parecía sumamente interesado; no hay ningún retrato mío que se pueda mirar... - 27 -
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solamente... sí, sí, es eso seguramente... Lo que ocurre es que entre Denise y él la situación se ha complicado bruscamente. HENRI. — ¿Por qué? CHRISTIANE. — Quizá me equivoque, pero me parece que es desde que Max es amante de esa pequeña actriz. HENRI. — Es evidente; si Max está enamorado de veras, Bertrand se deshará de Denise. Tendrá miedo de que Max piense en divorciarse, y que Denise le obligue a casarse con ella. Pero al querido amigo eso no le suena muy bien. En este momento está espaciando mucho sus encuentros con Denise, acomoda su vida como puede y por eso quiere hacer su retrato... CHRISTIANE. — ¡Qué carambola! HENRI. — Así es la vida. CHRISTIANE (tristemente.) — Sí, se diría que eso es nuestra vida. HENRI. — Permítame decirle tan sólo que ha cometido un gran error al aceptar la proposición de Bertrand. Siempre esa manía de jugar con fuego. CHRISTIANE. — Bertrand no sueña conmigo. HENRI. — Estoy seguro de lo contrario. Y usted también. CHRISTIANE. — ¡Henri! HENRI. — Y agrego que si él no estuviera un poquito enamorado, usted no habría aceptado... No sé, pero se diría que le produce placer bordear los pequeños precipicios, ¡oh!, no muy peligrosos, pero donde sería muy molesto dejarse caer. CHRISTIANE. — Es infame. HENRI. — Denise la molesta bastante desde hace algún tiempo, aunque usted la defiende cuando se la ataca, y no le disgusta inquietarla un poquito, siempre que pueda [35] decir que no está haciendo algo malo, que Bertrand no está enamorado de usted, pero que es una buena obra alentar a un muchacho que hace progresos. CHRISTIANE. — Entonces, ¿eso es lo que piensa de mí? HENRI. — Vea, Christiane, son las consecuencias del género de vida que usted ha elegido. CHRISTIANE. — ¡Elegido! HENRI. — De todos modos, usted tiene una gran parte de responsabilidad. CHRISTIANE. — ¡Que yo he elegido esta vida! ¡Pero si me disgusta! ¡Si me da náuseas! HENRI. — No, escuche; en este momento está hastiada, descorazonada, harta; pero, con todo, hay momentos en que se divierte mucho, y en que su existencia le resulta muy agradable. CHRISTIANE. — Esos momentos... en el fondo los detesto. HENRI. — ¡Vamos! ¡Vamos! Es decir, que podría haber llevado una vida muy diferente. Tiene usted el alma... de una gran enamorada. CHRISTIANE. — ¡Ahora frases teatrales! HENRI. — Estoy convencido, lo sé, lo siento. (Pausa.) Y entonces, esa naturaleza, esas exigencias que la vida no han satisfecho se revelan dolorosamente, y usted siente en lo hondo algo que se parece a un remordimiento, o más exactamente a un calambre. CHRISTIANE. — ¡Odioso! HENRI. — Y como le decía, le resulta asimismo agradable verse rodeada por hombres a los que gusta, que la desean; no podría pasarse sin esa atmósfera. Sólo que como no es del todo coqueta, se siente un poco molesta al saborear. .. CHRISTIANE. — ¿Al saborear qué? HENRI. — Sentimientos a los que no le es posible responder totalmente. Además, en el fondo es leal. De ahí esos cambios de humor, esas rarezas, esas incoherencias. Hay en usted una coqueta a pesar suyo. Y entonces no puedo más que repetirle lo que le he dicho cien veces: no tiene más que una solución. CHRISTIANE (profundamente). — ¡Jamás abandonaré a Laurent! HENRI. — ¿Quién le habla de Laurent? ¿Acaso le aconsejo divorciarse? Esas formalidades legales no tienen ningún interés. A mis ojos, no será usted lo que llamo una mujer honesta, más que el día en - 28 -
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que tenga un amante. CHRISTIANE. — ¡Sí, muy bien, mi pequeño Henri, déjeme decirle que no comprende nada de nada! En mi vida, no hay más que un problema, Dios mío, diría... sí, un drama. Se llama Laurent. El resto... HENRI. — A mí justamente me interesa el resto. CHRISTIANE. — El resto es un asunto entre yo y yo mis-[36]ma, y tal vez Dios, si existe, y, después de todo, usted sabe que no estoy tan segura de que no exista. Aparento ser como todos ustedes, como todos ustedes que no creen en nada, que se burlan de todo, salvo de la muerte y el sufrimiento, puesto que tienen un miedo atroz; ¡oh!, no lo digo especialmente por usted... pero en realidad hay en mí un ser que no conozco casi, y que no es seguramente... uno de ustedes... Un ser que se busca, y que se encuentra, en momentos bien diferentes del resto, en un mundo desconocido al que se diría que usted no pertenece. HENRI. — Pero, Christiane, me cree realmente tan limitado, tan bruto... Mire, el otro día escuchando esos discos de Solesmes... CHRISTIANE (violentamente). — ¡Ah! ¡Ya hacía demasiado tiempo que no se hablaba de eso! HENRI (sorprendido). — ¡Caramba! Pero, ¿entonces es cierto lo que decía Denise, que basta hacer alusión a esos discos delante de usted? ... CHRISTIANE. — Es estúpido. HENRI. — Yo que justamente le traía uno... Tanto peor, lo dejo; hará con él lo que quiera... Pero, Christiane, está llorando... Dígame, es que acaso la idea que a veces me ha pasado por la cabeza... Me acuerdo que cuando fui a verla a Cimiez, después de su enfermedad... CHRISTIANE (sin responder). — No puedo comprender que usted que me conoce tan bien me juzgue con esa dureza... HENRI. — ¡Yo la juzgo! Yo que... CHRISTIANE. — No, no, recuerdo nuestro convenio. HENRI. — Ahora, escúcheme con sangre fría. Usted dijo hace un momento: el único problema, el único drama es Laurent. Eso significa, supongo: no quiero que sufra. (Gesto de Christiane.) No puedo decir nada; en el fondo, no lo comprendo, jamás lo he comprendido. Ciertos días, se lo confieso, me ha hecho el efecto de un hombre... desgraciado. Pero puede que simplemente sea alguien que se aburre consigo mismo, y que, no sé por qué fatalidad, es incapaz de tomar contacto con los demás. CHRISTIANE (con calor). — Y bien, ¿no habrá, en efecto, algo que lo haga muy desdichado? HENRI. — Es posible, y sin embargo... ¿No se preguntó usted nunca de qué provenía ese sufrimiento? CHRISTIANE (en voz baja). — Muchas veces. HENRI. — Tengo la impresión... ¿No cree que el sentimiento más fuerte en él podría muy bien ser una especie de amor propio? CHRISTIANE. — De orgullo, más bien. HENRI. — Sea... Y entonces me pregunto justamente si la existencia que usted lleva no es la que podría avivar más esa herida. CHRISTIANE (con angustia). — ¿Qué puedo hacer? [37] HENRI— Le voy a decir algo... He pensado a veces si su conducta hubiera sido el hacerlo jugar un papel ventajoso, un papel que lo agrandara ante sus propios ojos... CHRISTIANE. — ¿Qué papel?... Y además es falso, porque no es ni vanidoso, ni sobre todo un comediante... Me ama; su amor lo siento sobre mi corazón como un peso terrible que me aplasta. Que ese amor haya concebido una alianza confusa con... su orgullo, sí, es probable. ¿Qué puedo hacer? No puedo engañarlo, no puedo abandonarlo, no puedo ser tampoco para él una compañía... Si por un sacrificio, del cual, por lo demás, no me creo capaz, hiciera el vacío alrededor nuestro, si rompiera poco a poco con los que él llama mis amigos personales, ¡y bien!, no sería tampoco una solución; no quiere que nadie haga nada por él, ¿comprende? Es como un hombre que rehusara el menor préstamo por temor de endeudarse, sí, de estar en deuda. HENRI. — Ya lo ve usted. CHRISTIANE. — Sería necesario que tuviera la seguridad de que yo lo hacía por mí misma y casi a - 29 -
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pesar suyo. ¿Qué quiere usted? No sé mentir, al menos de esa manera. HENRI. — ¿Y está usted realmente segura de que él no preferiría la separación? CHRISTIANE. — Creo que se mataría. (Pausa.) Henri, me parece que han llamado. ¿Quisiera ser tan amable de ver quién es? HENRI. — Seguramente es Denise. ¿Quiere verla? CHRISTIANE. — Quiero poner las cosas en claro de inmediato. (Henri sale y vuelve algunos segundos más tarde con Denise.) ESCENA VI Los mismos. DENISE. CHRISTIANE (Denise entra silenciosamente y se deja caer sobre una silla, con la cabeza entre las manos; es sacudida por los sollozos. Pausa. Christiane, solícita). — Escucha, Denise, Henri me ha dicho... (Denise sacude la cabeza negando.) Comprendes que esa historia del retrato es ridícula: si hubiera pensado un segundo que te causaría inquietud... DENISE (con voz inarticulada). — Se trata justamente de eso... CHRISTIANE. — ¿Cómo? Henri, creo que sería mejor que nos dejara solas. DENISE (bajo). — Puede quedarse... (Lo que sigue se pierde; se oye "un amigo de Bertrand".) CHRISTIANE. — ¿Lo has visto a Bertrand? (Denise asiente.) ¿Vienes de su casa? DENISE. — Sí. CHRISTIANE. — ¿Y? DENISE. — Todo ha terminado entre nosotros. [38] CHRISTIANE. — Vamos, vamos, ya se sabe lo que son esas peleas... DENISE (irónicamente). — ¡Se sabe! ¿Sabes tú realmente? ¿Tienes la experiencia? CHRISTIANE. — Lo imagino sin mucho esfuerzo. DENISE. — Tú "imaginas"... Durante estos dos años que han sido mi vida, no habido entre Bertrand y yo una querella, un malentendido. CHRISTIANE. — Sin embargo, recuerdo que el año pasado en Megève... DENISE. — Chiquilladas. (Bruscamente.) ¿Sabías que pensaba en la pequeña Broucourt? CHRISTIANE. — ¿Qué? DENISE. — Están casi comprometidos. HENRI. — ¿Qué invención es ésa? DENISE. — Me ha mostrado una carta de ella... y tú, tu papel en todo esto... CHRISTIANE. — En fin, Denise, veamos, es insensato. Para empezar no creo en ese noviazgo. Pero admitámoslo... ¿qué puedes reprocharme? DENISE. — En ser la mujer que eres, es bien sencillo. HENRI. — Usted está completamente loca. DENISE. — Durante los diez días que Bertrand ha pasado en Biarritz, el mal que tu presencia ha podido hacernos, a nosotros, a nuestro amor... ¡Oh!, recién ahora lo veo claramente. Además, me lo ha confesado. CHRISTIANE. — Vamos, piensa un poco... ¡todo esto es una incoherencia! Suponiendo que hubiera sentido por mí un... DENISE. — No, te aconsejo que no lo llames sentimiento. Por lo demás los sentimientos y Bertrand... La verdad es que no puede pasar cuarenta y ocho horas bajo el mismo techo con una mujer un poco... agradable, sin que su imaginación se ponga a funcionar. Eso no trae consecuencias graves. Pero lo que ha pasado esta vez, es muy diferente. Bertrand te ha visto de cerca, te ha observado (Señalando a Henri.) con él, con Gilbert Desclaux, con el pequeño Castillon, no es tan fatuo como parece, y tiene un espíritu muy... realista. La idea de engrosar la troupe de tus admiradores no le atraía precisamente... HENRI. — Ya ve usted... DENISE. — Pero tu manera de ser conmigo, con todos nosotros... es como si le hubiera instilado - 30 -
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no sé qué veneno. CHRISTIANE. — Explícate. DENISE. — Esas frases que te dijo..., ahí tienes, el otro día cuando me hablabas del mundo quebrado... No sé, esa tristeza que no tienes derecho a sentir, y menos a expresar; porque vivas como nosotros, no vales más que nosotros, no crees en nada, no... Me doy cuenta ahora, todo eso le ha hecho un mal... y casi lo ha puesto contra mí. [39] Eres tú quien ha despertado en él esa especie de inquietud, de deseos de huir... como si uno pudiera huir de sí, como si no fuera a llevarse con uno todo lo que detesta, y sin lo cual no puede estar... O, si no, sí, hay un modo de terminar, pero no hay más que uno... Mientras tanto, a través de ti él me juzga y me desprecia. CHRISTIANE. — Yo jamás te he juzgado, lo sabes bien... DENISE. — Las palabras que has dicho o dejado de decir... ¿acaso cuentan? CHRISTIANE (dolorosamente). — No, no comprendo... ¿qué intenciones pérfidas me asignas? DENISE. — ¿Quién habla de intenciones? CHRISTIANE. — Cuando evoco algunas conversaciones que he tenido con Bertrand... HENRI. — Esos exámenes de conciencia no responden a nada. CHRISTIANE. — No creo haber sido coqueta con él. No me ha hecho confidencias. No se ha hablado de la pequeña Broucourt... DENISE. — Esa... CHRISTIANE. — No veo qué me reprochas... HENRI. — Lo que menos le perdona es no tener nada que perdonarle. DENISE. — Hubo momentos en los que creí que iba a sentir celos de ti; hubiera sido menos duro. CHRISTIANE (a Henri). — ¿Usted comprende? DENISE. — Además, si hubieras sido su amante, él te hubiera despreciado... Eso lo hubiera librado de ti. CHRISTIANE (con fuerza). — Estoy segura que no me ama. DENISE (con rudeza). — ¿Es que alguien ama a alguien? (Pausa.) CHRISTIANE. — Mi pequeña Denise, ese matrimonio no se realizará, estoy convencido. Los de Broucourt son muy ricos, muy exigentes. Bertrand no tiene casi nada. Y además, en fin, su reputación... Todo el mundo sabe que se emborrachaba, que ha pasado meses en una clínica, y que la que pagaba su pensión... DENISE (llorando). — ¡Eres innoble! Es un desdichado, un guiñapo... ¿Acaso no lo sé desde el primer día? HENRI. — En el fondo, voy a decirles que, a mi entender, Bertrand es muy impresionable. Algún médico cualquiera le habrá puesto en la cabeza que no estaba bien, que debía llevar una vida regular, burguesa. Y eso le ha dado la idea de casarse con la pequeña Broucourt. Christiane no da más. Está pálida como el papel y creo que debemos dejarla descansar... DENISE. — No tenía más que decir una palabra y hubiera pedido el divorcio. Max ya no puede negármelo. CHRISTIANE. — Creo que se prepararían una existencia muy desgraciada los tres. DENISE (apasionada). — Siempre ese pesimismo, esa pa-[40]sión por descorazonarse, por quitarse el placer de vivir... ¿Qué es lo que se oculta en el fondo de todo eso? (Le toma las manos.) Si se comprendiera, si una vez consintieras en decir la verdad, puede ser... (En ese momento Laurent entreabre la puerta del fondo, mira quién está; se va a retirar sin decir una palabra cuando Christiane lo llama.) ESCENA VII Los mismos. LAURENT. LAURENT. — ¡Oh! Pero de ninguna manera quiero interrumpir este pequeño conciliábulo. CHRISTIANE. — Eres ridículo... Es una pura casualidad; Henri me telefoneó a casa de Dolores y como estaba aburrido ... LAURENT. — Y la señora Furstlin llegó por ahí... Todo eso es muy natural. ¿Por qué no visitarse a - 31 -
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la una de la madrugada? DENISE. — ¿Es la una? LAURENT (sacando su reloj). — Exactamente la una menos cuarto, te pido perdón. (Pausa.) CHRISTIANE. — ¡Qué tarde vuelves! En general de la casa de tu tío se sale temprano. LAURENT. — Salí de allí a las diez y media. CHRISTIANE. — ¿Entonces? LAURENT. — He caminado. La noche es muy hermosa. CHRISTIANE. — Denise tenía una pregunta urgente que hacerme. Por su parte, Henri... LAURENT. — Todo eso no necesita ninguna explicación. (Pausa.) Esta caminata me ha cansado, y voy a pediros permiso para retirarme. DENISE (bruscamente). — No, quédese un minuto, ¿quiere? Antes de su llegada... CHRISTIANE. — Ten cuidado. DENISE. — ¿Qué? Somos muchos los que tenemos la impresión de que Christiane no lleva la existencia que le conviene. Aun por su lado. Pero, sobre todo, por su equilibrio moral. Usted está extremadamente absorto por sus trabajos. Puede ser que no se dé cuenta. ¿Qué necesidad tenía de ir esta noche a casa de esa pequeña brasileña? ¿Y a Biarritz durante esas tres semanas, esa agitación, esa fiebre?... Henri, ¿no tengo razón? HENRI (muy fríamente). — Le recuerdo que yo no estuve. CHRISTIANE. — Eres inaudita. DENISE. — Me gusta mucho más hablarle delante de ella; tengo horror a los secretos. Si continúa viviendo así, en seis meses tendrá una depresión nerviosa. LAURENT. — ¿Conclusión? DENISE. — Le pido solamente que use simplemente... [41] Sí, de su autoridad para lograr que se vaya dos o tres meses a un lugar tranquilo, no sé, a Suiza... LAURENT. — Perdone, no he entendido bien; creí comprender que usted había venido porque tenía una pregunta urgente que hacerle a Christiane. DENISE. — Es otra cosa... Es decir... Todo se relaciona. Su manera misma de responder..., le aseguro, me inquieta. HENRI. — Todo esto carece de sentido. (Christiane se ha sentado con el aire resignado e irónico de una persona convertida en objeto). Es cierto que Christiane lleva una vida muy fatigosa, muy agitada, que tiene demasiadas curiosidades diversas, que se entrega con mucho entusiasmo a todo lo que hace... LAURENT. — Muy interesante. HENRI. — Ella siempre ha sido así. Antes de casaros recuerdo esas jornadas extravagantes que comenzaban a las ocho de la mañana en los dispensarios y que terminaban pasada la medianoche en un teatro o en un baile. DENISE. — ¿Ibas a los dispensarios? CHRISTIANE. — Renuncié cuando esperaba a Claude; los médicos me lo prohibieron, ¿recuerdas?, por el peligro de posibles contagios. HENRI. — Han hecho muy bien. DENISE. — Además no estaba de acuerdo contigo. HENRI. — En absoluto. DENISE. — Es como la época en que hacías visitas a los pobres. HENRI. — Siempre tuvo terror a eso. DENISE. — En el fondo estuviste bien contenta el día en que tu madre te rogó que renunciaras. (A Laurent.) Se inquietaba enormemente; la veía atacada, asesinada... HENRI. — Hay bastantes mujeres que se dedican a ese oficio. CHRISTIANE (con ironía). — ¿Es verdaderamente un oficio? DENISE (a Laurent). — Usted debe pensar que me meto donde no me corresponde; pero sus amigos están verdaderamente preocupados. LAURENT. — Esta solicitud nos emociona enormemente, ¿verdad, Christiane? DENISE. — Se burla de mí. - 32 -
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LAURENT. — ¡Qué idea! DENISE. — En el momento en que usted entraba le estaba diciendo a Christiane que hay en su actitud algo que no alcanzamos a comprender. CHRISTIANE. — Me parece que ya es suficiente. LAURENT. — Muy interesante. DENISE. — Quizá, no debería decirlo delante de ella, pero ya es demasiado tarde. Y, además, no hubiera tenido el [42] coraje de escribírselo; por otra parte, ella hubiera visto mi carta... LAURENT. — O bien hubiera tenido que escribirme al Consejo. ¡Qué complicado! DENISE. — Con una amiga de veinte años hay ciertos procedimientos que uno no se resuelve a emplear... Creo que hay en tu caso, mi querida... CHRISTIANE (con ironía). — ¡Mi querida!... DENISE. — Algo de lo que tú no tienes plenamente conciencia. LAURENT. — ¿A lo mejor llega su amabilidad hasta a darnos la dirección de un especialista? DENISE. — ¿Cómo? LAURENT. — ¿Qué sé yo? De un psicoanalista. Tal como la conozco —perdón, esa palabra puede ser un poco pretenciosa en presencia de amigos como ustedes— Christiane estará seguramente encantada de confiarse... CHRISTIANE. — Estás loco. DENISE. — Mire, yo creo que el psicoanálisis es un embuste. (A Christiane.) ¿Te acuerdas de Jacques Meyer Wurmser, el hermano de la pequeña Kate, que iba con nosotras a la escuela Villiers? Ha ido a trabajar a Viena después de haber intentado tres veces, sin conseguirlo, obtener un puesto en los hospitales. Todo lo que se sabe de él es que se acuesta con todas sus clientes. Me dirán que eso les hace mucho bien... Pero, con todo, es una forma muy particular de ver la Medicina. No, lo que yo creo simplemente es que Christiane tendría necesidad de descansar y de reponerse. Si pudieran ir los dos durante algunas semanas a un lugar más o menor tranquilo... Les haría muy bien. LAURENT. — Es una maravillosa idea. Christiane tiene en usted a una amiga incomparable. (Denise y Henri se han levantado.) HENRI (a Denise). — ¿Tiene usted el auto? DENISE. — ¡Qué va! Max no se separa de él. HENRI. — Entonces la llevo. DENISE. — Gracias. HENRI (bajo). — La sabía mordaz, pero no hasta ese extremo... (Salen. Christiane los acompaña y vuelve en seguida.) ESCENA VIII CHRISTIANE y LAURENT CHRISTIANE (después de un momento). — Todavía no comprendo cómo es que has regresado tan tarde. LAURENT. — Se ahogaba uno en la casa de tío Louis, tenía necesidad de tomar aire. CHRISTIANE. — ¡Dos horas caminando! ¿Dónde has estado? [43] LAURENT. — Atravesé el bosque; llegué hasta Suresnes. CHRISTIANE. — Te podían haber atacado... Hace un momento, cuando hablaste de conciliábulo, tenías el aire de creer que todo estaba concertado entre nosotros. Es absolutamente falso. ¿No me crees? LAURENT. — ¿Qué importancia tiene eso? CHRISTIANE. — Me es indispensable sentir que tienes confianza en mí. LAURENT. — Lo sé. CHRISTIANE. — Probablemente cometí un error al no ir contigo a la casa de tío Louis. ¿Te pareció que mi ausencia les daba pena? LAURENT. — Me han preguntado muy cortésmente por ti. - 33 -
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CHRISTIANE. — Esa velada en la casa de Dolores fue odiosa... Hubiera estado mucho más contenta en la casa de tus tíos. Tienen una mentalidad prehistórica pero los quiero mucho... Sólo que, comprendes, tenía que encontrarme con los Waricourt. Era una ocasión para prestarle un servicio a Henri. Y resulta que no fueron. LAURENT. — Es desolador. CHRISTIANE. — Sabes que detesto disgustar a nadie. LAURENT. — ¿Es que hay alguien a quien le guste? CHRISTIANE (a pesar suyo). — Sí, a Denise, por ejemplo. LAURENT (con asombro simulado). — ¡Ah! Pero ¿cómo?... Entonces, ¿esa solicitud? CHRISTIANE. — ¿Es que no has comprendido? LAURENT. — ¿Esa amistad de veinte años? ¡Qué fracaso! CHRISTIANE. — Sí... No... No puedo decirlo. En el fondo no es una sorpresa. ¡Y lo único que aún me asombra es que lo encuentro casi natural! LAURENT. — En todo caso esta decepción no te ha privado de tus dones de expresión. CHRISTIANE (siguiendo su propio pensamiento). — Un vínculo real... no un simple hábito... Un vínculo que el tiempo no ha contribuido a formar, y que no es tampoco capaz de romper... una amistad. En el fondo, ya ves, creo que no tengo un amigo, un verdadero amigo. Tú, Laurent, podrías haber sido un amigo para mí. Te lo aseguro, podrías todavía. Pero no quieres. El no querer aceptar de mí lo que sea, por miedo de que parezca que lo has pedido, no sabes el mal que me hace; no sólo pena, sino verdadero daño. Podrías haberme hecho mejor, menos egoísta; pero no, me dejas librada a mí misma. Y yo, librada a mí misma, no valgo nada. Y quizá me vuelvo maligna. Los reproches de Denise no eran razonables, eran casi absurdos, y en el fondo, es probable que no estuviera equivocada del todo. LAURENT. — No veo bien a qué pueden conducir todos esos razonamientos. Es tardísimo. CHRISTIANE. — Tu actitud sólo puede explicarse por un rencor tan profundo, tan arraigado, que no consigue ni si-[44]quiera... manifestarse. Porque lo ocupa todo, lo ha invadido todo. LAURENT. — ¡Cuántos secretos hay en esta casa, decididamente! ¡Cuántos armarios cerrados de los cuales nadie tiene la llave! CHRISTIANE. — Si he procedido mal contigo, lo que después de todo es muy posible, desde el fondo de mi alma te pido perdón. LAURENT. — A menos que haya cosas que ignore, no veo por qué tienes algo que reprocharte. Pero si necesitas una absolución en blanco, estoy dispuesto a concedértela. CHRISTIANE (profundamente). — No eres sincero. Sabes perfectamente lo que quiero decir. Conociendo los sentimientos que tenías para conmigo cuando me pediste en matrimonio, debía haber rehusado. En ese momento creí lo contrario. Acababa de presenciar cosas tremendas cerca de mí. Mamá era desdichada, mi hermano iba a morir. Me dije: ¿debo agregarme por egoísmo al sufrimiento que hay en el mundo? Tanto, tanto sufrimiento. Además, no te mentí, no te engañé respecto a mis sentimientos hacia ti. Pensaba que uno podía decidirse... a crédito, firmar un pagaré sobre el futuro. Me acordaba de casos en los que eso había dado resultado, razoné honestamente, te lo juro. Y ahora veo claramente que eso no estaba permitido; que el deber, si esa palabra tiene sentido, era precisamente a la inversa, que el verdadero coraje hubiera sido hacerte sufrir. En resumen, te hubiera consolado rápidamente, y fue vanidad de mi parte no admitirlo. Sí, ahora comprendo, la deshonestidad puede no estar en las palabras, pero sí en los actos. En lo que me concierne, nuestro matrimonio no ha sido un acto honesto. Por haberme casado contigo no te has curado de mí. Y por eso te pido perdón. LAURENT (sordamente). — No hay nada nuevo para mí en lo que acabas de decir, e insisto en la idea de que era inútil... CHRISTIANE. — El silencio de nuestra vida me agobia. No puedo respirar. Pero, en cambio, tú, parece que no pudieras vivir de otra manera. LAURENT. — No sé qué es lo que te falta. Me parece que en esta casa se habla enormemente. CHRISTIANE. — Si pudiéramos, no sé, hacer la cuenta lealmente... LAURENT. — ¿De nuestro haber, no es cierto? Para ciertas cosas es curioso cómo te pareces a tu padre. Tus ejemplos, tus comparaciones... Desgraciadamente, no creo en esa clase de contabilidad... - 34 -
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oficial. La Otra, la única verdadera, no figura en ningún registro. Está completamente oculta e inaccesible. Cuando evocas de una manera muy emocionante —lo digo sin ninguna ironía— las condiciones en que nos hemos casado, te atienes, a pesar de todo, a la contabilidad visible. La otra, la verdadera, está más allá [45] de las palabras. Cuando tu... tu ex amiga, hace un momento, cocinaba laboriosamente sus pérfidas alusiones a no sé qué secreto, ignoro si hablaba al azar. CHRISTIANE (con tono angustiado). — No hay secreto. LAURENT. — Yo no sé nada. En todo caso, no debe ser un secreto de teatro. Estoy seguro de que no existe ninguna persona que guarda tus cartas comprometedoras, y que puede surgir en algún momento, cualquiera de estos días, para hacerte cantar. Sin embargo, no hay más que los secretos de teatro. CHRISTIANE. — En fin, ¿es necesario que haya algún secreto? LAURENT. — Sabes bien que esas insinuaciones no me han sorprendido mayormente. No hay por qué creerme más ingenuo de lo que soy. CHRISTIANE. — Me cuidaría mucho de hacerlo. LAURENT. — Esta agitación insensata, de la que al parecer no puedes privarte, oculta indudablemente... CHRISTIANE. — ¿Qué? LAURENT. — No puedo saberlo con exactitud... una obsesión, sin duda. CHRISTIANE (se estremece, pero se recobra en seguida). — Pero recuerda que cuando nos casamos Denise estaba en Marruecos. LAURENT. — No se trata de nuestro casamiento. CHRISTIANE. — ¡Ah! Bien, muy bien. LAURENT. — Se trata del presente. CHRISTIANE. — ¿Entonces? LAURENT. — No te reprocho absolutamente nada. Todo lo que puedo decir, es que encuentro muy singular, primero, que me creas tan ciego, y después, que imagines que hay un interés cualquiera por nuestras relaciones... nuestra alianza, si te parece, en esforzarte por mantener esa ceguera pretendida. En eso veo una especie de... de temor que no te hace precisamente honor y que me parece bastante hiriente aun para mí mismo. CHRISTIANE. — ¿Entonces habría que? LAURENT. — No habría nada. Te repito que en esto como en todo, eres libre. Falta saber si utilizas sabiamente esa libertad. En realidad, veo... que me conoces mal. Si antes de ir a Biarritz, y en lugar de hablarme de tu amiga de la infancia, me hubieras dicho con toda lealtad: habrá allí alguien por quien siento atracción... CHRISTIANE. — ¡Ah! ¿Es eso lo que hubiera tenido que decir? LAURENT. — ¡Siempre esa manera de deformar mis palabras! Digo simplemente que si en ese momento me hubieras hecho una confesión sincera, valiente... CHRISTIANE. — ¿Nos hubiera acercado? LAURENT. — Está claro, nos hubiera separado menos que una mentira en la que no puedo confiar. [46] CHRISTIANE. — ¿Y a quién hubiera tenido que corresponder? ¿Henri? ¿Gilbert? LAURENT. — Sé que estás a la defensiva con esos "gigolos" sin interés. CHRISTIANE. — ¡Oh! LAURENT. — Las adulaciones ineptas que prodigan no son desagradables, entendido, pero de ahí a sentir por ellos... CHRISTIANE (con una ironía sobre la que aún no tiene dominio). — Me aclaras las cosas sobre mí misma, sabes, Laurent... Veo que no se te puede ocultar nada. LAURENT. — ¿Cómo? CHRISTIANE (más seriamente). — Henri, con el que siempre eres muy injusto, me ha hablado siempre de tu... clarividencia. Apenas hace un momento, es la verdad. LAURENT. — ¿Hablaban de mí? - 35 -
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CHRISTIANE. — Incidentalmente. Me decía... que te encontraba muy inteligente... Sí; y bien, es verdad, hubiera podido mostrarme más sincera contigo. Y puesto que Denise... Yo creí hacer bien. Y ahora pienso que estuve mal. Sí, decididamente, estuve torpe. LAURENT. — Digamos, más bien, un poco cobarde. CHRISTIANE. — Si quieres... No es demasiado tarde, felizmente. LAURENT. — Recuerda que las confidencias, los esparcimientos nocturnos, es raro que luego no se lamenten, una vez que salió el sol. Lo he notado antes... cuando tuve amigos. CHRISTIANE (con seguridad creciente). — No, no, mi querido, estoy segura de que no lamentaré nada. Sé lo que hago. Hace semanas que debí decírtelo. De pronto, me resulta tan fácil... Sí, comprendo ahora que debes ser el amigo a quien se le dice todo. LAURENT. — ¡Qué honor! CHRISTIANE. — Y que cuidándote, contemplándote, te lastimo... Sí, me ha ocurrido algo extremadamente penoso. Fue en Biarritz cuando comencé a recelar... LAURENT (muy fríamente). — Así, pues, hace un año que no somos marido y mujer. CHRISTIANE (indignada). — ¿Qué es lo que supones? ¡Laurent! Es horrible. (Pausa.) LAURENT (avergonzado). — Perdón... Además... no lo creía. CHRISTIANE. — ¿Entonces? LAURENT (con gesto vago). — Estoy... Estamos muy solos. CHRISTIANE. — Es necesario, como sea, que estemos juntos... No uno al lado del otro. Juntos. LAURENT. — Si fuera posible... CHRISTIANE. — Verás. LAURENT. — Y, ¿es para sellar esta nueva intimidad?... Bastante varadojal[sic]1, ¿no? CHRISTIANE. — Para empezar es necesario que no estemos [47] tanto tiempo cada uno delante de sí, como delante de una cosa. Me parece que tú te examinas sin cesar. LAURENT. — Siempre he sido así. CHRISTIANE. — Y yo también, cuando no me ayudan... LAURENT. — No; tú, cuando estás animada, contenta, no te ves. Para mí, es una especie de desgracia... ¿Y en Biarritz?... ¿Es alguien que has conocido allí? CHRISTIANE. — Sí... En fin, hasta ese momento no le había prestado atención. LAURENT. — ¿Y él? CHRISTIANE. — No, no más que ahora. LAURENT. — ¿Cómo? CHRISTIANE. — No creo que yo le interese mucho. LAURENT. — ¿Es un bruto? CHRISTIANE. — Es un hombre que no me resulta simpático, y con el que no tengo nada en común. LAURENT. — Entonces... ¿una atracción física? CHRISTIANE. — No puedo analizarlo. LAURENT. — ¡Pobrecita! CHRISTIANE (abrazándose a él). — Laurent, estoy avergonzada. LAURENT. — ¿Quién es? CHRISTIANE. — No, no puedo. LAURENT. — Creo que lo he adivinado. CHRISTIANE. — Imposible. LAURENT. — Cuando el otro día me preguntaste si podía venir a vivir acá arriba... CHRISTIANE (apresada). — ¡Ah! LAURENT. — ¿No es cierto? ¿Es Antonov? 1 La palabra "varadojal", que aparece en la edición original del texto aquí digitalizado, no existe (Cf. DRAE, 1992). Pensamos que se debe a un error tipográfico de imprenta. Asimismo, la palabra que más proximidad tiene, a nuestro juicio, según el cotexto de la obra es "paradójico". Por lo tanto, sugerimos leer "paradójico" donde dice "varadojal" [N. de los digitalizadores]
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CHRISTIANE (después de un largo tiempo se adapta a la mentira). — Sí, es él. (Se arrodilla cerca de Laurent y esconde la cabeza en su pecho.) LAURENT (con una dulzura sobre la cual se esconde una oscura satisfacción). — Sí, es triste, penoso. (Christiane lanza una especie de sollozo inarticulado.) Verás, creo que te ayudaré. CHRISTIANE. — Estaremos juntos. LAURENT. — Ven, dentro de una hora casi será día. (Observa el paquete que Henri ha dejado sobre una silla.) ¿Qué es esto? CHRISTIANE. — ¡Ah! Es un disco que Henri me ha traído. LAURENT. — Un disco bailable. CHRISTIANE. — ¡Oh, no, nada de eso!... Un disco de música religiosa..., un disco de Solesmes. [48]
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ACTO TERCERO El mismo decorado. ESCENA I CHRISTIANE, AUGSBURGER y LAURENT CHRISTIANE (con una cierta sequedad). — Vamos, papá, no hay que tomarse esta decepción tan a pecho. Te había prevenido que esa persona no me inspiraba ninguna confianza. AUGSBURGER. — ¡Esa persona! CHRISTIANE. — Creo que te has hecho muchas ilusiones sobre la calidad de sus sentimientos hacia ti. AUGSBURGER. — ¡Ah! ¡Ah! Siempre has sido parcial. No sé si eran celos, o qué... CHRISTIANE. — ¡Yo, celos! AUGSBURGER. — Entre mujeres... CHRISTIANE. — Los acontecimientos prueban que no tenía razón. AUGSBURGER. — Cuando pienso que si mis medios me hubieran permitido llevarla al Carlton, nada hubiese pasado. CHRISTIANE. — Un simple pretexto. AUGSBURGER. — El dinero es una peste... CHRISTIANE. — Una frase que no hubieras pronunciado en tus tiempos de prosperidad. LAURENT. — ¡Vamos, Christiane! AUGSBURGER (a Christiane). — No eres amable. Debieras recordar que quizá no tengas ya por mucho tiempo a tu pobre papá cerca de ti. LAURENT. — ¿Está usted enfermo? AUGSBURGER. — No es una enfermedad que se pueda nombrar. CHRISTIANE. — Ya ves... AUGSBURGER (con cierto orgullo). — El médico me ha dicho que tengo las arterias como un muchacho de veinte años. LAURENT. — ¡Lo felicito! AUGSBURGER. — No quiere decir nada, tengo a veces molestias. CHRISTIANE. — Todo el mundo. Yo, cuando tengo mis jaquecas... AUGSBURGER. — No es lo mismo, pasando los setenta, es una advertencia. CHRISTIANE. — Ponte a régimen. He observado que tu cocinera cocina con demasiadas grasas. AUGSBURGER. — ¡Lucie me cuidaba tan bien! Pero no diré más Lucie, no se lo merece. Y el nene, ¿está siempre bien? CHRISTIANE. — Ninguna noticia, después de nuestra partida de La Clusaz. AUGSBURGER. — Falta de noticias, buenas noticias. Pero [49] es triste para mí que pase todo el año allá. Si estuviera aquí le llevaría al circo, al cine. Sería una distracción. Cuando vuelva, quizá ya no tenga abuelo. CHRISTIANE. — Escucha, papá, no hay que personalizarlo todo. Estamos fortaleciendo su salud dejándolo en Suiza. AUGSBURGER. — En mis tiempos los niños eran más sanos que hoy en día; no se pensaba en mandarlos a la montaña, y además, en fin, eso debe costaros una fortuna. CHRISTIANE (secamente). — Sabes perfectamente que tenemos dinero en Suiza y Laurent se ha mostrado muy generoso. AUGSBURGER. — Antes de las vacaciones tu marido no hablaba más que de hacerlo ingresar en el liceo. CHRISTIANE. — Hay que creer que evolucionamos. LAURENT. — Además, Claude habría, seguramente, fracasado en su examen de ingreso. Fuera del trineo y del patinaje... - 38 -
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CHRISTIANE. — Le gusta mucho leer. AUGSBURGER. — Y bien, me voy a mi triste casa... Quería decirte que he hecho venir a un anticuario. El precio de la vida es tan astronómico... Hay algunos objetos por los que me ofrece una suma interesante. Quiero consultarte. Después de todo, te concierne, y no quiero, cuando ya no esté, que puedas acusarme de haberte despojado. CHRISTIANE. — ¡Muy propio de mí! AUGSBURGER. — Lo prefiero. CHRISTIANE. — ¿Es urgente? AUGSBURGER. — El hombre debe volver esta tarde. CHRISTIANE. — Pasaré por allí más tarde. AUGSBURGER. — "Bye, bye"... (Sale.) ESCENA II LAURENT y CHRISTIANE LAURENT. — Te confieso que te he encontrado un poquito dura con tu padre. CHRISTIANE. — ¿Sí? LAURENT. — Aun suponiendo que esa relación no fuera para él más que una costumbre... a su edad no deja de ser triste. CHRISTIANE (con ironía). — No te conocía ese maravilloso don de conmiseración. LAURENT. — Eres extraña. (Gesto de Christiane.) CHRISTIANE. — Papá ha tenido siempre una tendencia exasperante a apiadarse de sí mismo. Ya he sufrido bastante durante la enfermedad de mamá. No pensaba más que en él, daba la impresión de que era a él a quien había que compadecer. LAURENT. — Es humano. CHRISTIANE. — Es, sobre todo, muy masculino. En todo [50] caso lo que encuentro curioso es tu cambio hacia él. Tú que nunca pudiste soportarlo... LAURENT. — Es fastidioso, es verdad, pero hay reacciones de mal humor que tenemos el deber de dominar. CHRISTIANE. — ¡Oh! Pero vas en camino hacia la perfección, Laurent... LAURENT. — Tienes mal semblante, querida. CHRISTIANE. — Duermo muy mal últimamente, y los soporíferos ya no me hacen ningún efecto. LAURENT. — Creo que hemos cometido un error al volver directamente a París. Hubiéramos debido ir quince días a los lagos italianos. CHRISTIANE (con violencia). — ¡Gracias! (Suena el teléfono, Christiane descuelga el tubo.) Hola, sí, es aquí. (Sin ningún entusiasmo.) ¿Denise? ¿Qué es de tu vida? Es que tu teléfono anda mal, te oigo pésimamente, tu voz es irreconocible. Sí, hemos pasado algunas semanas junto al pequeño. Está magnífico. Hemos decidido dejarlo allí todo este año. Naturalmente, lo echamos de menos, ¡qué pregunta! Todo lo que él quería era quedarse en Suiza. Cada vez que nos veía llegar se ponía de mal humor, era encantador. ¡Sí, es probablemente muy natural! ¿Y tu hombrecito? ¿Ha pasado todo el verano con Max? ¿Y tú? ¿Qué has hecho? ¿Has ido a Porquerolles? Podrías, al menos, haberme mandado una tarjeta postal! ¿Has pensado que te guardaba rencor? (Con una profunda tristeza.) Sabes bien que no soy rencorosa. ¿Una pregunta que hacerme? Ven un momento si quieres, pero tendrá que ser en seguida porque tengo que salir. Hasta luego. (Cuelga.) LAURENT. — ¿Entonces? ¿Reconciliadas? (Gesto de Christiane.) CHRISTIANE. — En nuestro mundo, ya ni siquiera somos capaces de pelearnos de verdad. Una prueba más de que está quebrado. LAURENT. — No comprendo. CHRISTIANE (con ironía sorda). — Estás más adaptado que yo, Laurent. ¡Oh! No es un reproche. Por supuesto que tu confort supone condiciones, pero por poco que sean cumplidas, te sientes a gusto. Yo, por el contrario... - 39 -
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LAURENT. — ¿Quién? CHRISTIANE. — Estar a gusto. ¡Qué horror, cuando se piensa en un mundo semejante!... LAURENT (con una cierta aspereza). — Al escucharte se podría imaginar que es el espectáculo de las atrocidades presentes lo que te trastorna. CHRISTIANE. — ¡Y no me faltaría razón! LAURENT. — Sí, pero tú y yo sabemos que nuestro tormento es de un orden algo diferente. A propósito, me harás la justicia de reconocer que durante nuestra estadía en Suiza, no he hecho ninguna alusión a ese problema íntimo. Pero no tengo más remedio que reconocer que tu humor se [51] ha alterado sensiblemente desde hace algún tiempo. Por otra parte, es muy natural. Tu misma actitud hacia tu padre, sólo puede explicarse por esa obsesión. No hemos pronunciado el nombre de ese individuo ni tú ni yo durante todo este período... CHRISTIANE. — Eres inconcebible. LAURENT. — Creo que estas reticencias no son dignas ni de ti ni de lo que me he esforzado siempre por ser. Acabo de ver en un diario de Ginebra que en estos momentos está dando conciertos en Suiza. CHRISTIANE. — Me lo ha escrito. LAURENT. — ¿Te ha escrito aquí? CHRISTIANE. — He recibido una carta suya anteayer. LAURENT. — ¡Ah! (Un silencio.) CHRISTIANE. — ¿Quieres leerla? LAURENT. — De ningún modo. CHRISTIANE. — Debo tenerla en la cartera. LAURENT. — No veo por qué... CHRISTIANE. — Pero yo sí, sí. (Abre la cartera, toma una carta y se la tiende a Laurent.) LAURENT. — ¿Estás segura que esto?... CHRISTIANE (con cierta aspereza). — No nada de eso. LAURENT. — Te lo aseguro, prefiero no leerla. CHRISTIANE. — Como quieras. (Guarda nuevamente la carta y cierra la cartera.) Esta vez parece decidido a divorciarse. LAURENT. — ¿Y su mujer? CHRISTIANE. — ¿Qué puede hacer? De todos modos, no estoy muy segura de que estén realmente casados. LAURENT. — ¡Ah! CRISTIANE. — Deben haber imaginado que se les cerrarían algunas puertas si no representaban esa comedia. ¡Niñerías! LAURENT. — ¿Y entonces? CHRISTIANE. — Antes de fin de año se casa con la señora Morgenthaler. LAURENT. — ¿Ella acepta? CHRISTIANE. — Debe sentirse como los ángeles. LAURENT. — Él la va a engañar. CHRISTIANE. — Me sorprendería. Ella debe haber impuesto condiciones. LAURENT. — ¿Él conoce... tu manera de ver? CHRISTIANE. — ¿Cómo? LAURENT. — ¿Le has dicho lo qué piensas de ese proyecto? CHRISTIANE. — Era inútil. Además... ¡todo esto tiene tan poca importancia! LAURENT (con una ardiente curiosidad pronto frenada). — ¿Crees acaso?... No, nada. CHRISTIANE (para sí). — ¡Dios mío! LAURENT (con tono compasivo). — Sufres. CHRISTIANE. — No. [52] LAURENT (con una dulzura equívoca). — Un ser tan indigno de ti... sin humanidad, sin delicadeza. CHRISTIANE. — Justamente... ¡Qué liberación! - 40 -
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LAURENT. — Sin generosidad. CHRISTIANE. — ¿Quién es generoso? LAURENT. — Sin nobleza. CHRISTIANE. — Su nobleza está en su música. LAURENT. — Entonces puede uno preguntarse... Sus admiradores mismos comienzan a inquietarse... Has leído el artículo de Cyrille Tverski en la "Revue Musicale". CHRISTIANE. — Si hubiera junto a él alguien que lo comprendiera. .. LAURENT. — Sabes que no tolera ninguna crítica. Él necesita... adoradores. CHRISTIANE. — Sí, pero adorar a ojos cerrados... puede ser maravilloso. LAURENT. — No está al alcance de todo el mundo. Tú, por ejemplo, no podrías... te conozco. CHRISTIANE. — ¿Estás seguro de conocerme? LAURENT. — Había previsto lo que está ocurriendo. CHRISTIANE (con ironía disimulada). — ¿Sí? LAURENT. — Mi temor era que no tuvieras el coraje de confiarte a mí. Hubiera sido una gran pena. CHRISTIANE. — En el fondo... ¿por qué? LAURENT. — Creo que ahora te ayuda el haberme dicho todo. CHRISTIANE. — Como quieras. LAURENT. — No debe quedar entre nosotros el menor equívoco. Mira, no vacilaría en preguntarte algo que hace un momento no me atrevía... CHRISTIANE. — Hazlo. LAURENT. — ¿Antonov sospecha la clase... de interés que sientes por él? CHRISTIANE (profundamente). — ¿Qué quieres que te conteste? (Pausa.) LAURENT (con voz vacilante). — Simplemente quiero que me digas la verdad. CHRISTIANE. — Es como si de pronto vacilaras. LAURENT. — No. Aunque me enterase que le has declarado tu... locura. CHRISTIANE. — Mi amor. LAURENT. — Es la misma cosa. (Pausa.) CHRISTIANE. — Bueno, sí. LAURENT. — ¿Cómo? CHRISTIANE. — Un día... más o menos una semana antes de nuestra partida... le envié una carta a la que nunca ha contestado. LAURENT. — ¿Y en esa carta? CHRISTIANE. — Le decía la verdad. LAURENT. — Te declaraste a él. CHRISTIANE (escondiendo la cabeza entre las manos). — [53] Exactamente. LAURENT. — ¿Se han visto después? CHRISTIANE. — Dos o tres veces. LAURENT. — ¿Y él no hizo la menor alusión? CHRISTIANE. — Ni la más mínima. LAURENT. — A lo mejor... la carta se perdió. CHRISTIANE. — No. LAURENT. — ¿Cómo puedes afirmarlo? CHRISTIANE. — En la postdata le daba unas direcciones que me había pedido. LAURENT. — ¿Y? CHRISTIANE. — Sé que las utilizó. De modo que... LAURENT. — Es inaudito... Pero si hubiera respondido, en fin... CHRISTIANE. — Estaba a su merced. LAURENT. — ¿Tú te das cuenta? CHRISTIANE. — Sí. LAURENT. — Se diría que sientes no sé qué baja satisfacción. CHRISTIANE. — Sabes bien que no soy yo precisamente quien siente el placer profundamente. - 41 -
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LAURENT. — ¿Quieres decir que ese bruto?... CHRISTIANE. — Sí, de Antonov hablaba... No, no, Laurent, nada de palabras violentas. Vendrá sin duda a vernos pronto, puede que hoy mismo, y tú eres el primero en saber que lo pasaremos muy bien los tres. LAURENT (después de un momento). — No comprendo. CHRISTIANE. — Decías que me conocías bien. Pero en el fondo, Laurent, ¿te conoces tú? ESCENA III Los mismos. DENISE. CHRISTIANE (yendo hacia Denise). — Pero tienes un semblante atroz. DENISE (con voz apagada). — No tiene importancia. LAURENT. — Creí entender que tenía usted algo que decirle a Christiane; las dejo. (Sale.) CHRISTIANE. — ¿Te has hecho ver? DENISE. — Esto no tiene nada que ver con la medicina. Has sido mala profeta. Bertrand se casa con la pequeña de los Brucourt. Además... CHRISTIANE (mirándola). — Pero, Denise, tienes las pupilas dilatadas... ¿Es que acaso?... DENISE. — Sí, he probado. Me excedí, como en todo. CHRISTIANE (con cierta dulzura). — Mira, creo realmente que no te guardo ningún rencor. DENISE. — Gracias. Sólo que eso no basta... CHRISTIANE. — ¿Por qué? DENISE. — Sigamos. Creo que esta vez estoy lista. CHRISTIANE. — Me asustas. [54] DENISE. — ¡Oh!, no es más que una palabra. También Max me ha dicho que lo asustaba. CHRISTIANE. — ¿Os veis? DENISE. — Viene de vez en cuando, como amigo. No es mala persona. CHRISTIANE. — Seguro que no. DENISE. — Además, la maldad no está al alcance del primer llegado. Creo que ni tú ni yo seríamos capaces de serlo. Tal vez sea esa la razón por la que las gentes de allá empiezan a inspirar cierta preocupación. CHRISTIANE. — ¿De quién hablas? DENISE. — De los países del Este. ¡Oh! tú no puedes comprender... Tu nombre te sienta como anillo al dedo. CHRISTIANE. — Estás loca. Yo no creo en nada. De lo contrario... DENISE. — Bueno. (Pausa.) Lo que quería preguntarte... Quizás sea una indiscreción, pero me inquieta... Durante las semanas que pasé sola en Porquerolles, he pensado mucho en ti, en nuestra infancia, en lo que ha venido después. Reconozco que se trata quizás de una simple curiosidad, es casi seguro. Pero, en fin, me gustaría comprender... Ese muchacho a quien has estado viendo todo un invierno en Cimiez, Jacques Decroy... ¿ha tomado los hábitos? CHRISTIANE. — En los Benedictinos, en Solesmes. DENISE. — ¿No has sentido por él algo más, o mejor dicho mucho más que simpatía? (Breve pausa.) CHRISTIANE (con indiferencia). — Tiene una inteligencia notable. DENISE. — Sí; en fin, no quieres decirme nada. CHRISTIANE. — Porque no hay nada que decir. DENISE. — Sea. CHRISTIANE. — ¿Has venido para hacerme esa pregunta absurda? DENISE. — Era una ocasión de volver a verte... una vez más, antes de partir... CHRISTIANE. — ¿Adónde vas? ¿Qué les pasa a todos, que no pueden quedarse tranquilos en un lugar? Henri se fue la semana pasada a Chile... ya sé que tiene allí ciertos intereses... DENISE. — Yo no tengo intereses en ninguna parte. CHRISTIANE (asustada de pronto por su tono). — Escucha, Denise, ¿no querrás decir?... - 42 -
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DENISE (con tono artificial). — ¿Por qué no habría de pasar el invierno en Marruecos o en el sur de Túnez? CHRISTIANE. — ¡Ah! [55] ESCENA IV Los mismos. GILBERT. CHRISTIANE. — ¡Gilbert! Lo creía en casa de su madre, en Saint Lunaire. GILBERT. — Le explicaré. Un extraordinario golpe de fortuna. Pero habrá que tomar decisiones inmediatamente. CHRISTIANE. — ¿En qué pueden consistir esos secretos? GILBERT. — Pues, mire, he tenido ocasión de enseñarle a Demetriopoulos el pequeño guión que hicimos este invierno. Está entusiasmado. Por tanto vengo a raptarla, simplemente. Hace falta que venga usted conmigo a Saint Lunaire en donde Demetrio está aburriéndose actualmente con su familia. CHRISTIANE. — Encantadora evocación. Es una broma. GILBERT. — Hay que golpear el hierro mientras está caliente. Si usted viene personalmente a pinchar a Demetrio, marchará, es seguro. CHRISTIANE. — Perdóneme un instante. He prometido ir un momento a casa de mi padre, que vive al lado, tenga la amabilidad de esperarme. (A Laurent que acaba de llegar.) ¿Quieres hacer compañía a Gilbert algunos minutos, en tanto voy a casa de papá? Gilbert acaba de llegar directamente de Saint Lunaire; se trata de una historia de cine que me parece completamente descabellada... (A Denise.) ¿Sales conmigo? DENISE. — Tengo el auto. Te dejaré en casa de tu padre. ESCENA V LAURENT y GILBERT. GILBERT (ofrece un cigarro a Laurent que lo rechaza. Se sientan). — Se diría que mi llegada lo contraría. ¿Es que interrumpo algún proyecto? LAURENT (blandamente). — No, pero, en fin... no ha caído en el momento más oportuno. GILBERT. — Es la impresión que he tenido en seguida. ¿No está enferma? La encuentro bastante pálida. LAURENT. — Es decir que se está reponiendo poco a poco. GILBERT. — Entonces, ¿y el verano pasado en la montaña? LAURENT. — Tampoco fue gran cosa. Unas vacaciones que no le han aprovechado. GILBERT. — Imaginaba que irían a pasar algunos días en septiembre, no sé, a los lagos italianos, o simplemente al lago Annecy. El año pasado estuvimos en Talloires con mi hermana: ¡qué descanso maravilloso! Pasábamos los días en el lago. LAURENT. — A decir verdad, no me imagino a Christiane remando. GILBERT. — Seguro, con unas manos como las suyas sería un crimen... Pero... hay marineros que se alquilan. Es [56] un clima tan... (Tímidamente.) sedante. Pero dígame, si llegara a aceptar respecto a esta historia y del guión cinematográfico, ¿no nos pondría usted obstáculos? No estaría bien... Tiene tantas dotes, es tan extraordinaria. No tengo la pretensión de decirle una novedad... Entre nosotros, la idea de Demetrio sería incluso... LAURENT. — ¿Cuál? GILBERT. — La de confiarle el papel principal. LAURENT. — ¡Ah! ¡Ah! GILBERT. — Usted sabe, uno se da cuenta cada vez más que en el cine los actores profesionales... ¿No? ¿Qué quiere? Con ellos hay siempre algo que no anda del todo bien. LAURENT. — ¿Es verdad? GILBERT. — Y se explica muy bien, si usted reflexiona. - 43 -
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LAURENT. — No puedo decir que haya reflexionado. GILBERT. — ¿No le gusta el cine? LAURENT. — De tanto en tanto, un buen documental. GILBERT. — No, yo adoro el cine; pero los documentales me aburren. No me gusta sentirme en el colegio. LAURENT. — Sí, compruebo que nuestros puntos de vista son diferentes. GILBERT. — Lo fantástico, que sea verdaderamente fantástico, pero que tome cuerpo, que esté en la realidad sin dejar de ser sueño... He ahí lo que el cine puede hacer y es el único que puede hacerlo, obsérvelo. Y justamente la idea que ha tenido Christiane... Pero ella se lo explicará mejor que yo. LAURENT. — Temo que no me explique nada. Creo que sus actuales preocupaciones están a cien leguas de todo eso. GILBERT. — ¿Tiene preocupaciones? LAURENT. — Todo el mundo las tiene, usted sabe. GILBERT. — Sí, la política, ya sé, pero ella no lee los diarios, felizmente. (Pausa.) Me parece que hay algo que no marcha. Habría hecho mejor en escribir. Después de esa conversación con Demetrio, estaba tan contento... alegre como un chico. LAURENT. — Es muy amable. Christiane se sentirá muy conmovida seguramente cuando reflexione. GILBERT. — Sin embargo, es una lástima que tenga necesidad de reflexionar tanto... LAURENT. — Que quiere usted, tiene otra cosa en la cabeza en este momento. GILBERT. — ¡Cómo quisiera uno verla liberada de todo lo que le pesa, de todo lo que la entristece!... Cuando ríe, es maravilloso. Se diría que cada vez ríe más raramente. Dígame, ¿así que se ha reconciliado con Denise Furstlin? Las creía distanciadas. LAURENT. — ¡Ah!, las relaciones de Christiane son muy complicadas. No tengo tanto tiempo libre como para seguirlas al día. [57] GILBERT. — Sin embargo, es muy constante en la amistad. Le sucede como a todo el mundo que se entusiasma con el primero que llega, pero en seguida pone las cosas en su punto. ¡Tiene tanto discernimiento! LAURENT. — De todos modos, debe ser muy reconfortante para ella sentirse tan apreciada. GILBERT. — Es muy sencillo, no me imagino lo que sería de nosotros sin ella. LAURENT. — En resumidas cuentas, ¿quiénes forman parte de vuestro... pequeño grupo? GILBERT. — Henri, Bertrand, yo, Sabine Verdon, Alice Wertheimer... LAURENT. — ¿Antonov forma parte? GILBERT. — ¡Ah, no!... Yo mismo no puedo aguantar a ese pájaro... una indiscreción, una suficiencia... LAURENT. — Fíjese, he ahí un punto donde quizá falle el discernimiento de Christiane... Tal sea un defecto. GILBERT. — No lo crea, la otra noche se ha reído de él delante de mí de una manera... Es claro que admira su música, pero no se trata de eso... LAURENT. — En efecto. GILBERT. — Pero el hombre le resulta rotundamente antipático... Le aseguro. Puede creerme. (Laurent no responde; bajo la presión de ese silencio.) ¿Es que por casualidad, usted se ha imaginado?... LAURENT. — Yo no imagino nada. GILBERT. — Se equivocaría. LAURENT. — Permítame señalarle que no tengo ningún motivo particular para creerle. GILBERT. — ¿Quiere decir que alguien?... LAURENT. — Christiane misma. GILBERT (consternado). — ¿Qué dice usted? LAURENT (muy secamente). — Mi amigo, este tema me resulta muy penoso. Comprenderá que prefiero que no insista. GILBERT. — Es imposible. Es exactamente el tipo de hombre que ella no aguanta. Y creo que - 44 -
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ninguna mujer, por otra parte. Hay que decir las cosas como son, es un patán. LAURENT. — ¿Usted cree que no se puede amar a esa clase de hombres? GILBERT. — ¡Amar!... Naturalmente hay criaturas que no piden más que ser pisoteadas... pero Christiane... LAURENT. — ¿Usted no concibe que la adulación de que una mujer es objeto, pueda terminar por cansarla, por despertar en ella la necesidad de estar junto a un hombre duro, insensible, quizá cruel? GILBERT (espantado). — ¿Qué? LAURENT. — Yo no sólo lo comprendo sino que lo sé, lo sé porque así es. [58] ESCENA VI Los mismos. ANTONOV. JULIE. — El señor Antonov pregunta si está la señora. ANTONOV (entrando sin esperar la respuesta). — ¿La señora no está? LAURENT. — Mi mujer ha salido. Pero lo creíamos a usted en Suiza. ANTONOV. — Acabo de llegar en avión. Vuelvo a partir esta noche. He recibido unas noticias terribles. LAURENT. — ¿La señora Antonov? ANTONOV. — No existe. LAURENT (pasmado). — ¿Cómo? ANTONOV. — Creo que hemos estado otra vez en casa del pope, pero... ¿Aquí cómo dicen ustedes? ¿Acta de estado civil? Debo casarme con la señora Morganthaler dentro de algunos días, a orillas de un lago suizo. Ida cree en los lagos. A mí no me gustan. Hay mosquitos y se escucha "Die Iustige Wittwe" o algo que se parece. Pero hay que hacer una concesión. LAURENT. — ¿Y la señora Natalia? ANTONOV. — Uno de mis amigos, que mide casi dos metros debía llevarla a Bruselas. Le ha dicho que su mamá había llegado allí. Me parece que ella no se lo ha creído. En la estación, mientras compraba los billetes desapareció. Él ha enviado un telegrama. LAURENT. — ¿Qué ha sido de esa señora? ANTONOV. — No se sabe. LAURENT. — Es trágico, hay que avisar a la policía. ANTONOV. — Señor, si yo fuese creyente encendería una vela para que no la encuentren más. Pero el departamento está cerrado con llave. El hijo de la portera dice que ha visto humo, quizás ha quemado mis partituras. Le suplico decirme si la señora tiene otra llave. LAURENT. — ¿Y la portera? ANTONOV. — Está en el campo en casa de su madre... ¿Por qué todas esas mujeres tienen madre? LAURENT. — No debe haberse llevado la llave. ANTONOV. — El chico es idiota. Dice que no sabe nada. LAURENT. — He ahí un juicio temerario. Ese chico es corredor de bolsa; quizá; sea un futuro Edouard Herriot... ANTONOV. — Si no tiene usted la llave, hay que buscar a un cerrajero... (Señalando a Gilbert.) ¿Quizá el señor querrá ocuparse? GILBERT. — Lo siento, no conozco a nadie de ese oficio. (Antonov se retuerce las manos.) ANTONOV. — Me equivocaba. Hay que encontrar a Natalia y arrancarle la llave, pero no hay tiempo hasta la noche. [59] ESCENA VII Los mismos. NATALIA. ANTONOV (se arroja sobre ella gritando). — La llave... NATALIA. — No me toques. - 45 -
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ANTONOV. — La llave... NATALIA. — Ya no la tengo... ANTONOV. — Mis partituras... NATALIA (con placidez). — Puedes elegir. Si te casas con esa vaca, no volverás a ver nunca tus partituras. Aquí no se tortura a nadie. Nadie podrá obligarme a decir dónde las he puesto. Te diré solamente que están en un lugar muy húmedo... (Alarido de Antonov.) y el papel de música no es como el de antes de la guerra, no resiste mucho tiempo la humedad. ANTONOV (a los dos hombres). — No es posible que en este país civilizado pueda suceder cosa semejante; es para hacer gritar a las piedras... GILBERT. — Querido señor, en otros países, civilizados o no, las piedras han visto cosas peores. LAURENT. — En todo caso no podemos hacer nada por usted, y le agradecería que continuara en otro lugar esta discusión cuyo carácter patético no pongo en duda... NATALIA. — Yo no me quedo sola con él. LAURENT. — Señora, póngase bajo la protección del agente de policía que está en la esquina de la avenida. Es un tipo corpulento... ANTONOV. — Señor, demuestra usted una incomprensión espantosa sobre los derechos sagrados del arte y del artista. LAURENT. — Está atrasado, señor. Ya no estamos en 1830. Nunca lo hubiera creído retrógrado. NATALIA (ferozmente). — ¡Un retrógrado! No se escribe la biografía de un retrógrado. No se pone una placa en la casa de un retrógrado... (Salen.) ESCENA VIII LAURENT, GILBERT, luego CHRISTIANE. GILBERT. — Cómo puede usted imaginar por un instante que ese grotesco... LAURENT. — Le concedo que si Christiane hubiese podido verlo hace un momento... y aún así, no sé realmente. Seguro que bastarían unos acordes tocados con ferocidad para que ese bufón recobrara a sus ojos... GILBERT. — ¡Qué locura! LAURENT. — Señor Desclaux, ¿frecuenta usted las exposiciones de pintura? ¿Se esfuerza en mirar esas mujeres-tubo, esos rostros pintados al mismo tiempo de frente y de perfil? Hay personas a quienes les gusta ese arte. La palabra "snobismo" no explica nada, créame. Asistimos a una gigantesca mudanza; una dislocación total del hombre se [60] cumple antes los ojos de una sociedad presa de pánico. Es quizás mucho más grave que el comunismo, o es lo mismo, no sé. GILBERT. — Una exposición no es un concierto, es muy distinto. LAURENT. — Es exactamente igual. Todo eso es sexual. (Con una especie de alegría feroz.) Innoblemente sexual. GILBERT. — No puede haber nada innoble en el mundo de Christiane. ¿Me permite que la interrogue? LAURENT (muy secamente). — No veo con qué derecho podría yo prohibírselo. (A Christiane que acaba de entrar.) Te has perdido un intermedio burlesco, Christiane. Tu amigo te contará. Bueno, los dejo. Sé que tienen que hablar de cosas serias. (Sale.) ESCENA IX CHRISTIANE, GILBERT. CHRISTIANE. — Parece usted totalmente desconcertado, mi pequeño Gilbert. ¿Qué ha pasado? GILBERT. — Antonov... CHRISTIANE. — ¿Qué pasa? GILBERT. — Su marido pretende... no, no puedo. CHRISTIANE. — Explíqueme más bien qué le ha dicho Demetrio. - 46 -
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GILBERT. — Cambia usted de conversación. CHRISTIANE. — ¿Que la cambio? GILBERT. — Entonces, ¿es verdad? CHRISTIANE. — ¿Qué, es verdad? GILBERT. — Su marido dice que está seguro de que ese macaco ejerce sobre usted no sé qué extraordinario atractivo. Es una idea que lo obsesiona... puesto que no ha podido evitar confiármela. CHRISTIANE (para sí misma). — Es odioso. GILBERT. — Pretende que usted misma se lo ha dicho... Christiane, ¿es verdad? CHRISTIANE (después de un momento). — No estoy segura de haber comprendido su pregunta. GILBERT. — ¿Se lo ha confesado realmente? CHRISTIANE. — Laurent es incapaz de mentir. GILBERT. — ¿Entonces? CHRISTIANE. — Sí. GILBERT. — ¿Y era?... CHRISTIANE. — No tengo por qué decirle más. GILBERT (con el rostro congestionado). — Es horrible... esa especie de bárbaro mezquino, sí, puesto que no tiene grandeza, ni envergadura, ni belleza... la ha... no, no puedo creerlo. CHRISTIANE (débilmente). — ¿Cómo quiere imaginarse lo que puede pasar en... en el cerebro de una mujer? [61] GILBERT. — Entonces está de acuerdo en que se trata de una especie de obsesión cerebral... que al menos su corazón... ¡Ah!, ni eso puedo aceptar... no puedo creerlo. CHRISTIANE. — Bueno, crea lo que quiera, mi querido Gilbert. GILBERT. — Y, además, ¿por qué se lo habría dicho? CHRISTIANE. — Siempre hemos tratado de ser sinceros el uno con el otro. GILBERT. — Sin embargo, hay muchas cosas que usted no le dice... lo he notado veinte veces. CHRISTIANE. — Detalles. GILBERT. — No sólo eso. En este mismo momento la siento molesta, turbada... míreme. ¿Por qué desvía la mirada? Yo le voy a decir cuál es la verdad. CHRISTIANE (instintivamente). — No. GILBERT. — ¿Qué la atemoriza? CHRISTIANE. — En primer lugar, usted no tiene derecho a interrogarme. No tengo por qué rendirle cuentas. Lo que ha pasado entre mi marido y yo... En fin, reflexione, es inaudito. GILBERT (profundamente). — No, porque la amo. (Pausa.) CHRISTIANE. — Gilbert, he mentido... Sí, a mi marido. Tengo de Antonov la misma opinión que usted. No me interesa. Podría morirse sin que yo tuviera un pensamiento para él. GILBERT. — ¿Pero entonces? CHRISTIANE. — Se lo juro. En cuanto al resto... no puedo explicarle nada. GILBERT. — Le pido perdón, pero... CHRISTIANE. — ¿No me cree? GILBERT (humildemente). — Si pudo mentirle a él, ¿cómo preguntarme si estoy seguro de que no me miente a mí?... Acaba de decir que usted y él siempre han... Estoy perdido... no le creo más. CHRISTIANE (emocionada). — Mi pequeño Gilbert. GILBERT. — ¿Qué motivo lo bastante poderoso?... Christiane, explíqueme. Por otra parte, a su marido no lo entiendo. CHRISTIANE. — No. GILBERT. — Su rostro ha tomado de pronto una expresión tan dura, tan extraña... CHRISTIANE. — Se equivoca. GILBERT. — Puede ser que sufra..., no sé..., pero es como si eso le produjera placer. CHRISTIANE. — ¡Qué locura! GILBERT. — Tengo la impresión de que todo lo que pasa es por su culpa. CHRISTIANE. — Es falso. Reflexione un segundo... - 47 -
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GILBERT. — Su manera misma de negarlo... CHRISTIANE. — No le permito acusar a Laurent. GILBERT. — No lo acuso. ¿Por qué habría de acusarle? [62] CHRISTIANE. — No hay nada de qué acusarlo más que de un exceso de... Duda mucho de sí mismo. GILBERT. — ¿Es por eso por lo que le mintió? CHRISTIANE. — No es difícil de adivinar, veamos... GILBERT (golpeándose la frente). — ¡Ah! ¿Era para alejar sospechas? CHRISTIANE. — Sí. GILBERT. — ¿Entonces?... CHRISTIANE. — Con todo era egoísta... Me resultaba horrible que pudiera sospechar la verdad. GILBERT. — ¡La verdad! CHRISTIANE. — Si, comprende, que pudiera... GILBERT. — ¡Christiane!... Si me la dijera, ¿no me desesperaría esa verdad? (Christiane sobrecogida por el acento angustiado y la expresión del rostro de Gilbert; queda un minuto sin responder, después como magnetizada, como cediendo a una nueva violencia, mueve lentamente la cabeza, la mirada fija en Gilbert.) ¿No?... diga, esa verdad... Pero entonces... Christiane... Christiane... ¿Debo comprender?... (Con una especie de esperanza ferviente.) ¿Es que puedo creer?... (Amargamente.) Es a mí a quien engaña ahora... no es posible. ESCENA X Los MISMOS y LAURENT LAURENT (entrando suavemente, a Christiane). — Te traigo la correspondencia que acaban de entregarme. Hay unas líneas de Claude. CHRISTIANE. — ¡Ah! LAURENT. — Vergonzosamente garrapateadas como de costumbre, con una gran mancha de tinta. Debieran haberlo obligado a rehacerlo. CHRISTIANE. — No creo que lean sus cartas. LAURENT. — Hay también una participación de duelo para ti. Me pregunto si no será un error. Un benedictino, Don Maurice. ¿Sabes de quién se trata? Muerto el 26 de julio, a la edad de treinta y tres años, en Solesmes. CHRISTIANE (penosamente). — Debe ser alguien que he conocido alguna vez. En la época en que no soñaba entrar en la orden. LAURENT (con cierta ironía). — ¿Se van precisando vuestros proyectos? CHRISTIANE (con voz opaca). — Van tomando forma. LAURENT. — Los dejo. (Sale.) CHRISTIANE (a Gilbert en un impulso). — Mi querido Gilbert, no me abandone. [63]
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ACTO CUARTO El mismo decorado. ESCENA I GILBERT, HENRI y CHRISTIANE HENRI. — ¿Qué piensa hacer Max con el chico? CHRISTIANE. — Lo va a poner en la escuela Roches. HENRI. — Es que todo el mundo sabe que Denise... CHRISTIANE. — No, se han arreglado bastante bien... se habló de una embolia. Todo el mundo creyó acordarse que ella siempre había tenido mala circulación. HENRI. — Y Bertrand, ¿cómo lo ha tomado? CHRISTIANE. — Es difícil saberlo. Partió con su mujer para Egipto. HENRI. — En cuanto a Max me imagino más o menos... CHRISTIANE. — Él goza de buena salud. GILBERT. — Ha dicho eso mirándome. CHRISTIANE. — Pero no, mi querido, se lo aseguro. GILBERT. — ¿No tengo aspecto saludable? CHRISTIANE. — Todavía no, pero le puede llegar... En todo caso, no se atormente demasiado. No hay grandes posibilidades. GILBERT. — ¿De qué? CHRISTIANE. — De que una mujer se atiborre de veronal por causa suya. GILBERT. — ¡Qué alegre! HENRI. — Esa pobre Denise... Me parece verla enloquecida en ese sillón, ¿se acuerda?, la noche de la "surprise party"... sí, yo siempre la llamo así a esa noche de abril pasado. En resumen... ¿Quién llorará a esa desgraciada?... ¿Se mató porque creyó que íbamos a llorarla, o porque estaba convencida de lo contrario? CHRISTIANE. — Sin duda por las dos razones a la vez. HENRI. — Es lógico. (Gesto de Christiane.) Esta historia es atroz. ¿Sabe? CHRISTIANE. — Me ha dejado durante seis semanas un gusto espantoso, que ya empezaba casi a desaparecer. Tanto más cuanto que debí comprender... Es como si no hubiera querido ayudarla... Hágame el favor de no insistir demasiado... Ese mal gusto podría volver. HENRI. — Como su carta dirigida a Valparaíso no me llegó, ese mal gusto lo siento yo ahora... ¡Pobre Denise! CHRISTIANE. — Parece que uno no sufriera... En el fondo... Es maravilloso. HENRI. — ¿Pero después?... Si hay un después. GILBERT. — ¿Qué es lo que pretenden buscar, ¡dioses!? CHRISTIANE (a Henri). — Sí, algunas veces he pensado que puesto que un asesinato, en general deja una obsesión en el fondo del alma de quien lo ha cometido... después [64] de todo es un asesinato; puede ser que uno que se haya suicidado quede también obsesionado... GILBERT. — ¿Eh? CHRISTIANE. — Esas ideas no son para usted, mi querido. (Estremecimiento de Henri) y preferiría que no las esboce. GILBERT. — Esté tranquila. CHRISTIANE. — Lo que me sorprende, Henri, es que usted... es delicioso; un ser sin imaginación. GILBERT. — ¿Hablan de mí y de mis argumentos cinematográficos? CHRISTIANE. — Pues claro; usted escribe argumentos, inventamos, vivimos de argumentos cinematográficos. HENRI. — Saben, soy yo el que comienza a estar un poco intrigado. CHRISTIANE. — Vamos, no tiene por qué. - 49 -
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GILBERT. — A todo esto, no me ha dicho dónde nos encontraremos mañana a la noche. CHRISTIANE. — ¡Ah! es verdad... Veamos, estaré en casa de Marie-Louise hasta cerca de las siete y media. GILBERT. — Perfecto. CHRISTIANE. — ¿Será puntual? GILBERT. — Probablemente más que usted. CHRISTIANE. — El otro día si no hubiera llegado tarde hubiera tenido que esperarlo. GILBERT. — Pero le expliqué... CHRISTIANE. — Es para molestarlo. Adiós. (Se nota que Gilbert no puede decidirse a partir.) Llegará tarde a su ensayo. GILBERT. — Si usted supiera lo que me fastidia mi ensayo. CHRISTIANE. — Pero no, estará deslumbrante ahí. GILBERT. — Si por añadidura quiere burlarse de mí... CHRISTIANE. — Yo nunca le hago burlas. GILBERT. — A lo mejor voy a buscarla a casa de la señora Clain, cuando termine la jornada. CHRISTIANE. — ¿Sabe que Laurent estará conmigo? HENRI. — ¿Su marido hace visitas? CHRISTIANE. — Es la mujer de su presidente de sección. GILBERT. — Entonces hasta mañana. CHRISTIANE. — Sí, a las siete y media en casa de Marie-Louise. (Sale.) ESCENA II HENRI y CHRISTIANE. CHRISTIANE (pausa). — Ahora cuéntelo un poco mejor. HENRI. — Le diré que ya he repetido esta historia once veces. Ha devorado totalmente mis recuerdos; lo sé de memoria, pero he olvidado todo lo que he visto. CHRISTIANE. — Es desolador. [65] HENRI. — Sigo sin entender por qué se ha matado... ¿Se había reconciliado con usted? CHRISTIANE. — Sí, después de nuestro regreso de Suiza. Al menos me lo pareció. HENRI. — ¿Pero Bertrand no había querido volver a saber nada? CHRISTIANE. — ¡Vamos! Después de su noviazgo... HENRI. — En una palabra, quizás ella ha tomado el partido más razonable. CHRISTIANE. — Su viaje no ha logrado alegrarlo. HENRI. — Reconozco que no estoy alegre... Empezando por lo que he visto... CHRISTIANE. — Sí, ya sé, el café que se pudre en los muelles de Río de Janeiro, el trigo con que se alimentan las locomotoras, mientras la gente se muere de hambre en China y en Rusia. HENRI (irónico). — Está bien enterada. CHRISTIANE. — No es necesario dar la vuelta al mundo para saber lo que pasa. HENRI. — Usted es rara... ¿Está contenta o desesperada? CHRISTIANE. — Depende del día, ya lo sabe. HENRI. — ¿En general? CHRISTIANE. — Más bien contenta... sí, contenta. HENRI. — En esa famosa carta a Valparaíso que no recibí, ¿me comunicaba usted?... CHRISTIANE. — Bueno, termine la frase. HENRI. — Ese acontecimiento... CHRISTIANE. — ¡Cómo! HENRI. — No, supongo que no; son cosas que no se escriben. CHRISTIANE. — ¿Qué acontecimiento, Henri? HENRI. — Por lo demás, lo había anhelado. En fin, había creído... anhelarlo... (Pausa.) ¿No le parece que también vale la pena mentir? - 50 -
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CHRISTIANE. — No, a usted no le mentiría. No hay razón... la vida ya es demasiado complicada. ¿Habría preferido?... ¿Me guarda rencor por eso? HENRI. — No, en absoluto... Solamente compruebo que soy horriblemente desdichado. Es una estupidez. CHRISTIANE. — ¡Henri! HENRI. — Sí, hay que creer que tampoco he visto claro en mí. CHRISTIANE. — Eso no existe. HENRI. — ¿Cómo? CHRISTIANE. — La lucidez. Y si existiera sería, probablemente, una maldición. HENRI. — ¿Usted es la que dice eso? CHRISTIANE. — Si usted supiera... HENRI (dolorosamente). — Vea, no creo que quisiera saber mucho. Lo que comprendo me basta. CHRISTIANE. — Sin embargo sería necesario que consin-[66]tiera un día... ¡Oh! no ahora... El comienzo de esta historia todavía me hace demasiado daño. HENRI. — ¿Es en verdad una historia? CHRISTIANE. — Todo lo que puedo decirle hoy, es que un día me vi obligada a confesar a Gilbert o, en fin, a hacerle creer que lo amaba... cuando todavía no era cierto. HENRI. — ¿Por qué? CHRISTIANE. — Y entonces ocurrió esa cosa misteriosa: en ese momento preciso de mi vida, la iluminación que le causó esa confesión, fue demasiado fuerte para mí; se hubiera dicho que me ganaba, como un fuego. Fui presa, invadida... inflamada. HENRI. — Lo dice tan tristemente... CHRISTIANE. — Porque es algo que mi conciencia no aceptó aún. Cuando estoy con usted, por ejemplo, trato de pensar en eso, y no lo logro. Pero cuando él está aquí, es otra cosa, y son esos los momentos verdaderos, estoy segura. HENRI. — Es espantoso. CHRISTIANE. — No, es... magnífico. HENRI. — ¿Cuándo será magnífico? CHRISTIANE. — Cuando nos hayamos ido, él y yo... para siempre... JULIE. — Señora, el señor Antonov. CHRISTIANE. — Hágalo pasar. HENRI. — ¿Todavía sigue viendo a ese pedante? CHRISTIANE. — Se casó con la señora Morgenthaler. HENRI. — ¡Vaya pues! ESCENA III Los mismos y ANTONOV. CHRISTIANE (tendiéndole la mano). — ¿De modo que volvió? No tengo necesidad de presentarle a mi amigo Braunfels. ANTONOV. — Creo conocerlo, no recuerdo... ¡Ah! sí, ya sé, ahora. (Se dan la mano.) Hemos llegado de Capri. ¡Señora, qué prueba! Es terrible. CHRISTIANE. — ¿Capri es terrible? ANTONOV. — Es decir, la temperatura es agradable, eso es cierto, ¡pero los paisajes! Uno cree pasearse por un álbum de postales en color. HENRI. — Pero el original es Capri. ANTONOV. — No se puede componer música allí, es imposible. Dolce Nápoli, Santa Lucía, he creído volverme loco. CHRISTIANE. — No es la primera vez. ANTONOV (molesto). — Ciertamente, señora, la organización nerviosa de un músico es muy frágil, no cabe duda. - 51 -
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CHRISTIANE. — Usted me envió una carta de Venecia. ANTONOV. — ¡Allí creí estar paseándome por una pastelería! [67] CHRISTIANE. — ¡Qué idea! ANTONOV. — Visité una fábrica de aviones no sé dónde; es decir, no la visité, la vi. Pero eso si lo admiré. HENRI. — Usted debe entenderse muy bien con los futuristas. ANTONOV. — Señor, usted me insulta. HENRI (se levanta). — Adiós, Christiane. ¿Hasta pronto? CHRISTIANE. — Seguramente, hasta pronto. No le acompaño. (Sale después de saludar a Antonov.) ESCENA IV CHRISTIANE y ANTONOV. ANTONOV. — Señora, esto no marcha. Puede ser yo haya cometido una falta. Sí, es probable, he cometido una falta. CHRISTIANE. — ¿Cuál? ANTONOV. — Le voy a dar sólo un detalle, pero de todos modos... Ida no ha querido aún darme la libreta de cheques. ¡Qué situación, señora, para un artista! CHRISTIANE. — ¿Qué quiere? Desconfía. De sus tres maridos sucesivos hubo por lo menos dos que han terminado en la cárcel. ANTONOV (con desdén). — Supongo que serían banqueros. CHRISTIANE. — Uno fue periodista, el otro director de teatro. ANTONOV. — ¿De qué teatro? CHRISTIANE. — El Folies o algo así... ANTONOV. — No es muy agradable ser su sucesor entonces... Además, Ida no me había dicho que hay un rabino en la familia y se ha molestado porque escribí una obra titulada Pogrom. CHRISTIANE. — ¿Qué es eso; follaje? ANTONOV. — No tiene importancia. Ella dice que si no cambio el título no pagará los coros. Es un chantage. ¿Cómo debo hacer?, dígame. CHRISTIANE. — ¿Tiene tanta importancia la opinión de ese rabino? ANTONOV (misteriosamente). — Le voy a decir. Ida, no tiene el corazón muy sólido; se sofoca a veces. CHRISTIANE. — ¿Y entonces? ANTONOV. — Me habían dicho siempre que los judíos no creían en el alma inmortal. Es absolutamente falso. Ida tiene mucho miedo de ir al infierno. Da mucho dinero para las obras de beneficencia israelitas. Y usted sabe, ¡ella no es tan rica! No es razonable. CHRISTIANE. — En resumen, amigo ¿Por qué tantas confidencias? Cada vez que usted tiene una dificultad me viene a pedir auxilio. Eso me conmueve mucho; no es necesario decirlo. ANTONOV. — Pensé que quizás usted pudiera explicar a [68] Ida. Ella la admira, quizás esté un poco celosa, pero no es nada malo. CHRISTIANE. — ¿Celosa? ANTONOV. — He sido su locatario, hace suposiciones. CHRISTIANE. — ¡Qué horror! ANTONOV (herido). — ¿Por qué? CHRISTIANE. — ¿Y Natalia, qué ha sido de ella? ANTONOV. — No tengo noticias; puede ser que no tenga con qué comprar una estampilla. Es triste, pero es agradable. Ida hace lo necesario para los niños... Usted, me hizo una pregunta que me he hecho yo mismo. Creo que usted me atrae; usted me atrae, señora. Si viviera todavía en su casa, sería enojoso; puede ser que pensara demasiado en usted, no podría trabajar. Pero vivimos en la avenida Henri-Martin, usted en la calle Lisbonne. Así es mejor. CHRISTIANE. — ¡Escuche pues!... ¡Oh! no tiene relación pero es muy extraño... ¿Sabe cómo definió - 52 -
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uno de mis amigos la impresión que experimentó, escuchando el otro día en los Campos Elíseos sus Estudios para orquesta? ANTONOV (inquieto). — ¿Qué es eso? CHRISTIANE. — Amas de casa expertas y malintencionadas sacuden al mismo tiempo y en todos los pisos, viejas alfombras descoloridas, de las que se escapan gérmenes infecciosos. ANTONOV (furioso). — ¿Por qué viejas alfombras? ¿Por qué descoloridas? ¿Qué significa infecciosos? Detesto las enfermedades contagiosas. Es mi enemigo mortal quien ha dicho eso, nómbrelo, señora, usted debe decirme... CHRISTIANE. — No, no, no. ANTONOV. — Puede ser, es usted misma. Pero es horrible. No puedo dormir si no sé quién ha dicho eso. CHRISTIANE. — Cálmese. ANTONOV. — Y pensar que a lo mejor iba a destinarle mi sinfonía de jazz. CHRISTIANE. — Confidencialmente; se dice dedicar y no destinar. ANTONOV. — Puede ser que ahora pase quince días sin escribir una nota. CHRISTIANE. — Bueno, demándeme por daños y perjuicios. (A Laurent, que entra.) Laurent ¿quisieras ser tan gentil de acompañar al señor Antonov? ANTONOV. — No es necesario... ¡Qué prueba! Nunca supuse... (Sale.) ESCENA V LAURENT y CHRISTIANE. CHRISTIANE (con un suspiro de alivio). — ¡Ah, mi amigo! ¡Qué tranquilidad! Adiviné el momento en que me iba a hacer una declaración. Perfectamente. LAURENT (desconcertado). — ¿Y entonces? [69] CHRISTIANE. — ¿Te das cuenta? Se ha puesto todavía más feo. Una de las marionetas más horribles que haya tenido ocasión de manejar jamás. LAURENT. — Debió tener el tacto elemental de no reaparecer por esta casa. CHRISTIANE. — ¿Tacto, él? LAURENT. — Lo sé. Entonces... ¿te ha dicho? CHRISTIANE. — Parece que lo atraigo. Y aún si viviéramos más cerca el uno del otro, podría ser peligroso para su trabajo. Esa confesión me decidió bruscamente a terminar y a ponerlo en la puerta. LAURENT. — Con todo, no comprendo muy bien. CHRISTIANE. — No puedo aguantarlo, esa es la verdad. LAURENT. — ¿Lo quieres tanto? CHRISTIANE (riendo). — ¿Yo? ¡Ah! no, no le hago ese honor, te ruego que lo creas. LAURENT. — Eres incomprensible. Cuando me acuerdo... CHRISTIANE. — La sabiduría consiste en no acordarse de nada. LAURENT. — No es muy fácil. CHRISTIANE. — Es un hábito que hay que formarse. (Pausa.) LAURENT. — Acabo de echar una ojeada a las últimas cartas de Claude. Es lamentable. CHRISTIANE. — El niño tiene once años. ¡Por favor! No tomemos esas pequeñeces por lo trágico. ¡Pueden suceder tantas cosas de mayor gravedad! LAURENT. — La verdad; compruebo que no sucede nunca nada. CHRISTIANE. — Tal vez porque no eres bastante observador. JULIE. — Hay una señora que quiere verla. (Tiende una tarjeta a Christiane.) CHRISTIANE (reprimiendo un estremecimiento). — Gracias. LAURENT. — ¿Quién es? CHRISTIANE. — ¿La señora dijo que tenía que pedirme informes? JULIE. — No sé, señora. CHRISTIANE. — Sí, ya veo de qué se trata. (A Laurent.) El marido de Geneviève Forgue está - 53 -
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atacado por la misma enfermedad de la que murió mamá; creo que viene a preguntarme lo que pienso del médico que la ha tratado. Me lo anunció por carta. LAURENT. — ¿Forgue? ¿Qué gente es esa? CHRISTIANE. — Son de Niza... Los veíamos a menudo cuando teníamos el chalet en Cimiez. ¿Quiere hacer pasar a esa señora, Julia ten la bondad de dejarnos solas unos minutos. Le sería penoso... LAURENT. — ¿Iremos después a la casa de la señora Clain, como habíamos convenido? CHRISTIANE (nerviosa). — Sí, creo que sí. (Geneviève en-[70]tra, introducida por Julie.) Mi marido, la señora Forgue. (Laurent sale después de haber saludado.) ESCENA VI CHRISTIANE y GENEVIÈVE. GENEVIÈVE. — He venido al azar, espero que no... CHRISTIANE. — Nada de eso... Es una gran emoción para mí verla nuevamente después de todos estos años... No me parece que usted haya cambiado. GENEVIÈVE. — Para mí también es una gran emoción, Christiane. CHRISTIANE. — ¿Su marido? GENEVIÈVE. — Siempre igual. CHRISTIANE. — ¿Está completamente inmovilizado? GENEVIÈVE. — Sí... Ha sido muy complicado traerlo. CHRISTIANE. — ¿Consultó a alguien? GENEVIÈVE. — Una vez más. CHRISTIANE. — ¿Qué le han dicho? GENEVIÈVE. — No están seguros ellos mismos del diagnóstico. En todo caso... me dan pocas esperanzas. Es casi seguro que la parálisis es... definitiva. CHRISTIANE. — Es terrible. ¿Y él lo sabe? GENEVIÈVE. — No quiere admitirlo. No puede... No podría tomar una decisión. Usted comprende, un hombre como él... CHRISTIANE. — Casi no lo he visto más que en vuestro casamiento; pero me imagino... Tan fuerte, tan activo... Es imposible aceptarlo. (Pausa. Con tono diferente.) Le agradezco que haya respondido tan pronto a mi carta. Yo que tardé tanto en escribirle. Recibí la participación en el mes de agosto. Durante semanas no tuve ánimo. GENEVIÈVE. — Sí. CHRISTIANE. — Y además, mi carta no decía nada. Usted pudo haber creído... GENEVIÈVE. — No, he comprendido. Había entre las frases un... silencio que no se me ha escapado. CHRISTIANE. — ¿Es verdad? GENEVIÈVE. — ¿No pensó nunca en ir a Solesmes, ahora que?... CHRISTIANE. — No, nunca... No soy creyente. GENEVIÈVE. — ¿Quién sabe? CHRISTIANE. — Sí, puede ser; algunas veces me lo he preguntado. Pero si usted conociera mi vida... GENEVIÈVE. — ¿La acepta usted? CHRISTIANE (turbada). — ¿Cómo? GENEVIÈVE. — Su vida, ¿la acepta? CHRISTIANE (a media voz). — Más bien pienso que la padezco. ¡Oh!, me parece, y sin embargo... Hábleme de su hermano, Geneviève... Para mí... GENEVIÈVE (con gran dulzura). — ¡Lo sé! [71] CHRISTIANE. — ¿Cómo? GENEVIÈVE. — Lo he sabido siempre. Sí, en Cimiez, cuando los veía juntos... usted no era como con los otros, era diferente... no lo puedo explicar... silenciosa, como deslumbrada ... - 54 -
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CHRISTIANE (muy bajo). — Deslumbrada..., tiene razón. GENEVIÈVE. — Y después lo que disipó todas las dudas que hubiera podido tener, fue que la vi la víspera del día en que él le dijo que pensaba entrar en la orden. Y la volví a ver al día siguiente de ese mismo. No tuvo necesidad de hacerme ninguna confidencia. Siempre guardé esas dos imágenes en el fondo de mi memoria; una era la de la alegría, de la confianza... la otra... CHRISTIANE. — Así que usted... ¡usted sola! GENEVIÈVE. — ¿Sus padres, sus amigos, no adivinaron nada? CHRISTIANE. — Veíamos poca gente en Cimiez. Mamá probablemente sospechó algo. Pero en seguida caí enferma. Sin duda esa enfermedad fue una consecuencia; todo el mundo pensó que era una causa. Todos lo creyeron; no he desmentido a nadie. ¡Ah! no puede usted imaginarse... En el preciso momento en que me dijo que iba a ser cura, yo iba a decirle que lo amaba. Con qué amor, sí, usted lo ha adivinado... Deslumbrada... Ese minuto ha helado toda mi existencia. Después, después, no soy dueña de mí... no sé ya quién soy. (Pausa.) No comprendo por qué le he revelado mi secreto; me había jurado que nadie, nunca... GENEVIÈVE. — Creo que comprendo por qué lo ha hecho. CHRISTIANE. — Es como si acabara de destruirme. Ese secreto era todavía una especie de fuerza; ya no la tengo. ¡Ah! vale más... Geneviève, déjeme, ¿quiere? GENEVIÈVE. — No, porque yo tengo también algo que decirle. Usted me dijo la verdad porque lo presentía. CHRISTIANE. — Casi no la conozco... Me da miedo... hay en sus ojos algo que me asusta, una certidumbre contra la cual me voy a estrellar. GENEVIÈVE. — Christiane, mi hermano supo de su amor. CHRISTIANE. — ¡Él! GENEVIÈVE. — Lo supo, pero más tarde, cuando esa revelación no podía ya ser peligrosa para él, porque todas las vacilaciones hacía tiempo que habían quedado atrás para él, porque ya no podía ser tentado. CHRISTIANE. — ¿Por qué lo llama tentación? Hubiéramos sido tan felices. (Prorrumpe en llanto.) No comprendo a qué ha sido sacrificado todo eso... no quiero... no puedo... GENEVIÈVE. — Mi hermano llevó su amor como una cruz durante los últimos meses de su vida, lo ofrendó. CHRISTIANE. — Es imposible... ¿Por qué habría visto de golpe, después de estar tan ciego... iba a decir: toda su vida? GENEVIÈVE. — Nunca lo sabremos exactamente. Pero lo [72] que sí puedo decirle, es que a partir de cierta fecha, sí, de un día preciso, en las notas que escribía todas las mañanas y que no tuvo tiempo o voluntad de destruir, habla constantemente de usted... Tengo la impresión de que fue consecuencia de un sueño. CHRISTIANE (con una especie de esperanza). — ¿Cuándo fue? Si se pudiera encontrar... no sé... una... una coincidencia. GENEVIÈVE. — Un sueño común, creo yo, nada semejante a una visión. Compréndame Christiane, ese sueño no lo ha perturbado, pero es como si hubiera despertado en él con respecto a usted... no sé cómo explicarlo... el sentimiento de una responsabilidad misteriosa, sí, como una paternidad espiritual. En un determinado minuto de su vida vio que el acto por el cual se dio a Dios había significado desesperación para usted... ¿quién sabe?... la perdición. No podía continuar así. Y desde ese instante rogó ardientemente para que fuera usted iluminada, para que le fuera permitido a él... CHRISTIANE (apasionadamente). — Aborrezco todo esto... GENEVIÈVE. — Christiane, ¿es que no siente que toda una parte de usted misma, la más preciosa, la única preciosa... CHRISTIANE (con ironía). — Mi alma. GENEVIÈVE. — Justamente, su alma ha habitado su vida? CHRISTIANE (como a pesar suyo). — No, ella no. Su caricatura. Una falsa caridad que no me dictó más que mentiras. Un falso amor que fuera quizás a... (Un silencio.) Es como una claridad brusca a la que - 55 -
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todavía no pudiera mirar. Geneviève, ¿es que esas cosas existen? (La mira con una especie de avidez devoradora en la interrogación.) Usted es como todo el mundo, como todas las personas que uno encuentra. No hay ningún signo en su rostro, nada más que esa expresión... que me da miedo. Me acuerdo que antes, encontrábamos que usted tenía el espíritu lento y que era demasiado paciente; como si no sintiera nada. Usted no comprendía nuestras gracias, y eso me irritaba, y Jacques reía cuando se lo confesaba. Y en el momento en que supe... la detesté, porque no había tristeza en su expresión. Y su matrimonio más tarde. Todo el mundo dijo: Geneviève se casa con un hombre guapo y presumido. Eso también me ha parecido... No se comprende nada, no se conoce a nadie... ¿Y es usted quien me presenta ahora esta especie de llama, esta verdad que podría matar y de la que hay que vivir? ¿Quién la envía, Geneviève? ¿Quién? dígamelo. GENEVIÈVE (débilmente, pero con una profunda gravedad). — El hecho mismo de que me lo pregunte, Christiane... ¿Habría formulado esta pregunta, la pobre Denise Furstlin? CHRISTIANE. — ¿Por qué habla de Denise? GENEVIÈVE. — Me he enterado de su suicidio hace algu-[73]nos días por una gran casualidad. Y sin que pudiera explicar por qué, fue eso lo que me decidió a venir a decirle lo que acaba usted de oír. Hasta ese momento vacilaba, no estaba segura de tener derecho. CHRISTIANE. — ¿Así, que habría también... alguna relación? GENEVIÈVE. — La verdad es una sola. CHRISTIANE (con aspereza). — Usted está demasiado segura; todo es simple para usted, lo siento, no habitamos seguramente la misma tierra. El mundo en que yo vivo es un mundo quebrado... GENEVIÈVE. — Es posible, pero vuestra alma no está prisionera. ¡Dijo usted una cosa... desgraciadamente! puede creerme, no soy más fuerte que usted. Si usted lo duda... (Muy bajo.) No puedo soportar la idea de los meses, de los años que nos quedan de vida... Estuve a punto de decir a mi marido la verdad sobre su estado porque estaba segura de que iba a matarse y que eso sería una liberación. Sí, he pensado eso. CHRISTIANE. — ¿Y ahora? GENEVIÈVE. — He rezado, ¡oh!, sin fervor, casi por hábito... La tentación se ha disipado. Pero estoy segura de que volverá, lo sé... Christiane, habrá que rezar por mí. CHRISTIANE. — ¿Rezar? GENEVIÈVE. — Usted tiene quien la escuche. CHRISTIANE. — Geneviève, ¿me ve él? GENEVIÈVE. — Él la ve, y en este momento usted lo sabe. (Las dos mujeres se abrazan silenciosamente.) LAURENT (entrando). — Lo siento en el alma, pero si verdaderamente tienes intención de hacer esa visita conmigo... GENEVIÈVE. — Me he demorado, le pido perdón. CHRISTIANE (con profunda gravedad). — Geneviève... procuraré hacer por usted lo que me ha pedido. GENEVIÈVE (simplemente). Gracias. (Christiane sale un momento con ella; Laurent camina de un lado al otro, nervioso.) ESCENA VII LAURENT y CHRISTIANE. LAURENT (molesto). — ¡Qué efusión! CHRISTIANE. — Me ha hecho el regalo más hermoso que he recibido en mi vida. LAURENT. — Una carpeta de cuero repujado, la veo desde aquí. CHRISTIANE. — No precisamente. LAURENT. — Decididamente, ¿vamos a ir a casa de la señora Clain? CHRISTIANE. — Me siento repentinamente muy cansada. LAURENT. — Lo esperaba. Está bien, iré solo. [74] CHRISTIANE. — Preferiría que te quedaras conmigo. LAURENT. — ¡Ah! - 56 -
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CHRISTIANE. — Telefonearé a la noche para disculparnos. (Pausa.) LAURENT. — ¿Por qué dijiste hace un rato que no tenía espíritu observador? CHRISTIANE. — ¿Te he lastimado? LAURENT. — ¿A qué se refería esa observación? CHRISTIANE (gravemente). — ¿Estás seguro que quieres saberlo? (Pausa.) Te pido perdón. En el fondo tenemos miedo a la verdad. Tú temes conocerla, yo tengo miedo de decirla. Tal vez porque decirla... es oírla. LAURENT. — No comprendo. No hablas como de costumbre. CHRISTIANE. — Es que ahora ha pasado aquí algo insólito... una especie de milagro. LAURENT. — ¡Cómo estás! CHRISTIANE. — Te lo aseguro, el término no es demasiado fuerte. ¡Qué duramente me miras, Laurent! LAURENT. — Desconfío... de los milagros. En todo caso tengo la impresión de que cometerás un error si me dices algo más. CHRISTIANE. — ¿Por qué? LAURENT. — No sé absolutamente de qué se trata, pero temo no poder apreciar ese... regalo en todo su valor, sin destruir tu placer. CHRISTIANE. — No se trata de placer. Es un pretexto que buscas... Estás atemorizado... ¿Por qué no confesarlo? Laurent, eres muy débil, y de no comprenderlo así, a lo mejor no me habría casado contigo. Tu gran falta ha sido solamente el no querer reconocerlo. Como si yo corriera el riesgo de abusar... LAURENT. — Ya he oído algunas veces ese reproche. CHRISTIANE. — ¿Has tenido alguna vez la valentía de aceptarlo? Ahí está, tu peor debilidad ¿ves? (Pausa.) LAURENT (penosamente). — Tal vez tengas razón. CHRISTIANE. — Lo que entró aquí hace un momento con esa pobre mujer... era el espíritu de la verdad. LAURENT. — ¡El espíritu de la verdad! CHRISTIANE. — Ha penetrado también en ti; de otro modo no hubieras reconocido que yo tuviera quizás razón. Ves, Laurent... LAURENT. — Hasta tu voz ha cambiado. CHRISTIANE. — Ni por un instante estuve enamorada de Antonov... LAURENT. — ¡Christiane! CHRISTIANE. — Tú mismo me has obligado... LAURENT. — Termina. CHRISTIANE. — Me di cuenta poco a poco que no me perdonabas... no sé, el agradar, el ser apreciada —y que tenías necesidad de creerme humillada. [75] LAURENT. — ¡Es falso! CHRISTIANE. — Acuérdate... ¡Oh!, no puedo decirte cómo ese sentimiento se me ha impuesto con una claridad... Pero la experiencia dio resultado. Sí, y lo terrible es que dio más resultado de lo que podía suponer. LAURENT. — Tuve... piedad de ti. CHRISTIANE. — No, no, fíjate bien. Lo que tú llamas piedad no era más que una revancha de amor propio. Mezquina. Inconfesable. Solamente de golpe, sí, tengo que confesártelo... te me hiciste odioso. La especie de ternura compasiva que me testimoniaste entonces fue como una caricatura horrible de lo que tanto había deseado. Y a partir de ese día, fue cuando por primera vez me sentí enteramente sola, sin recursos. Aún en el fondo de mí. Despreciándote ¿comprendes? me había despreciado a mí misma a la vez. Gilbert se encontraba allí en ese instante, para decirme una vez más que me amaba. En otro momento había rechazado ese amor con bromas, encogiéndome de hombros. De un segundo a otro cobró a mis ojos un valor infinito, se me hizo indispensable, no tuve más fuerza para resistirle. LAURENT (con un grito de desesperación). — ¡Ah!... - 57 -
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CHRISTIANE. — No por amor, Laurent, por nostalgia de amor. LAURENT. — No digas una palabra más, no puedo soportarlo. (Pausa.) ¡Realmente he merecido esto! CHRISTIANE. — Como yo he merecido lo que sufro en este momento. Tengo vergüenza, no solamente por mí, sino por nosotros dos. LAURENT (amargamente). — ¿Es que existe nosotros dos? CHRISTIANE. — Tu falta es mi falta; tu debilidad es la mía, mi... pecado, si esa palabra tiene sentido, tú también participas de él... LAURENT. — ¡Pecado!... Realmente esta visita... CHRISTIANE. — No estamos solos, nadie está solo... hay una comunión de pecadores, hay una comunión de santos. LAURENT. — Esta visita... ¿qué relación? ¿Qué quería esa mujer? CHRISTIANE (turbada). — No puedo explicártelo... más tarde, te lo prometo. LAURENT. — Entonces todavía hay un secreto... ¡Oh! por lo demás ahora... Estás libre... Si te place rehacer tu vida con ese individuo... no te lo impediré. CHRISTIANE (profundamente). — Laurent, soy tu mujer. LAURENT. — No lo sé... no comprendo... me has traicionado, y nunca había dudado de ti. CHRISTIANE. — Pero junto a esa confianza que te inspiraba, había otro sentimiento... ¡una especie de odio!... ¿No es cierto? ¿Te ha ocurrido desear mi muerte?... LAURENT. — Comprendes, si te hubiera perdido... hubie-[76]ra podido al menos llorar. Mi sufrimiento hubiera... respirado. Tu presencia lo ahoga. Y ahora... CHRISTIANE (con solemnidad). — Te juro que no pertenezco a nadie más que a ti... estoy liberada... Es como un sueño insostenible que se borra. No depende más que de ti... LAURENT (en una especie de visión). — ¡Ah! Es como si me hubieras sido devuelta después de tu muerte... CHRISTIANE (humildemente). — Voy a tratar de merecer ese sentimiento. TELÓN [77]
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LA PRESENTE EDICIÓN SE TERMINÓ DE IMPRIMIR EL 14 DE JUNIO DE 1956 EN TALLERES GRÁFICOS TORFANO, CASTRO BARROS 130, BUENOS AIRES, REPÚBLICA ARGENTINA
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