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Spanish; Castilian Pages 216 [214] Year 2020
EL MÉXICO AUSENTE EN OCTAVIO PAZ José Clemente Carreño Medina
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Nexos y Diferencias Estudios de la Cultura de América Latina 63
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nfrentada a los desafíos de la globalización y a los acelerados procesos de transformación de sus sociedades, pero con una creativa capacidad de asimilación, sincretismo y mestizaje de la que sus múltiples expresiones artísticas son su mejor prueba, los estudios culturales sobre América Latina necesitan de renovadas aproximaciones críticas. Una renovación capaz de superar las tradicionales dicotomías con que se representan los paradigmas del continente: civilización-barbarie, campo-ciudad, centro-periferia y las más recientes que oponen norte-sur y el discurso hegemónico al subordinado. La realidad cultural latinoamericana más compleja, polimorfa, integrada por identidades múltiples en constante mutación e inevitablemente abiertas a los nuevos imaginarios planetarios y a los procesos interculturales que conllevan, invita a proponer nuevos espacios de mediación crítica. Espacios de mediación que, sin olvidar los nexos que histórica y culturalmente han unido las naciones entre sí, tengan en cuenta la diversidad que las diferencian y las que existen en el propio seno de sus sociedades multiculturales y de sus originales reductos identitarios, no siempre debidamente reconocidos y protegidos. La Colección Nexos y Diferencias se propone, a través de la publicación de estudios sobre los aspectos más polémicos y apasionantes de este ineludible debate, contribuir a la apertura de nuevas fronteras críticas en el campo de los estudios culturales latinoamericanos.
Directores Marco Thomas Bosshard (Europa-Universität Flensburg) Luis Duno Gottberg (Rice University, Houston) Oswaldo Estrada (The University of North Carolina at Chapel Hill) Margo Glantz (Universidad Nacional Autónoma de México) Beatriz González Stephan (Rice University, Houston) Gustavo Guerrero (Université de Cergy-Pontoise) Jesús Martín-Barbero (Bogotá) Andrea Pagni (Friedrich-Alexander-Universität Erlangen-Nürnberg) Mary Louise Pratt (New York University) Patricia Saldarriaga (Middlebury College) Friedhelm Schmidt-Welle (Ibero-Amerikanisches Institut, Berlin)
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Iberoamericana • Vervuert • 2020
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«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)»
© Iberoamericana, 2020 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2020 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-123-3 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96456-944-8 (Vervuert) ISBN 978-3-96456-945-5 (e-book) Depósito legal: M-14690-2020 Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro Impreso en España
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A México, mi nación sin bandera, mi patria sin fronteras.
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Nosotros [los mexicanos] luchamos con entidades imaginarias, vestigios del pasado o fantasmas engendrados por nosotros mismos. Esos fantasmas y vestigios son reales, al menos para nosotros. Su realidad es de un orden sutil y atroz, porque es una realidad fantasmagórica. (Octavio Paz, El laberinto de la soledad) [L]a identidad es un inquietante campo minado, en el doble sentido de ser un lugar atravesado por galerías subterráneas o sembrado de artefactos explosivos. (Roger Bartra, Anatomía del mexicano)
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Índice
Agradecimientos...................................................................... 13 Capítulo I. Introducción. Pueblos originarios de México: más allá de la posmodernidad.......................................
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Capítulo II. La violencia del mestizaje.....................................
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A. Subalternidad y representación: el silencio del indio....... 37 B. América Latina: entre la civilización y la barbarie........... 43 C. México revolucionario: del mestizaje a la modernidad... 54 Capítulo III. Octavio Paz: de norte a sur, de este a oeste..........
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A. Poesía y revolución: de Contemporáneos a El laberinto..... 65 B. Oriente: la sombra de Occidente................................... 78 C. Juana Inés: la voz del delito........................................... 84 Capítulo IV. La Malinche y el tlatoani: la búsqueda del presente...
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A. Octavio Paz: entre la historia y el mito........................... 95 B. La Malinche y la Chingada: los mitos precolombinos en Octavio Paz.............................................................. 106 Capítulo V. Octavio Paz: entre la libertad y el compromiso..... 119 A. Octavio Paz: un socialista libertario................................ 119 B. México bárbaro: los estragos de la modernidad............... 128 C. EZLN: la revolución de las palabras.............................. 134
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Capítulo VI. Octavio Paz: entre la máscara y el pasamontañas... 147 A. Vuelta: el juicio de los intelectuales................................ 147 B. Marcos: “Como un dolor de muelas”............................. 152 C. México zapatista: entre la resistencia y la utopía............. 158 Capítulo VII. Conclusión. La ruptura de la tradición.............. 171 Bibliografía.............................................................................. 181
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Agradecimientos
La culminación de un proyecto de esta envergadura no hubiera sido posible sin la participación y el esfuerzo de mucha gente. Quiero agradecer especialmente a mis profesores y colegas de la University of Missouri-Columbia, quienes desde la gestación de las primeras páginas me alentaron con su entusiasmo y rigor académico. Mi eterno agradecimiento a Erick Blandón, quien me enseñó a pensar. De la misma manera, este libro no estaría en sus manos sin el esmero de Iván Reyna y Michael Ugarte, cuyo vasto conocimiento en los estudios literarios y culturales latinoamericanos alumbraron las constantes dudas que acometieron la mente del autor. Hago extensiva mi gratitud a Joaquín Maldonado Class, Matthew Tornatore, Sergio Escobar, Óscar Sendón y Stacy Davis, colegas en Truman State University, por su apoyo absoluto. El mismo agradecimiento va para Álvaro Ramírez del Saint Mary’s College of California, gran estudioso de la literatura y cultura mexicana. Todos ellos enriquecieron este libro a través de mesas redondas en conferencias, polémicas en aeropuertos o debates de café. Finalmente, agradezco a mis padres, José Clemente Carreño Sánchez y Soledad Medina Gallegos (†), y a mis hermanos, Clareth, Víctor, Marisol, Mario y Hazel, quienes desde la distancia nunca han dejado de creer. A todos ellos debo mi gratitud incondicional.
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Introducción Pueblos originarios de México: más allá de la posmodernidad
En México la nación, como el pueblo, no son homogéneos culturalmente, y sólo pueden entenderse en su heterogeneidad (Leonel Durán, Cultura popular y mentalidades populares)
La crisis política y económica que ha azotado a México en los años recientes nos recuerda que entre sus principales víctimas se encuentran los pueblos originarios. La reconfiguración de los poderes políticos y económicos que en los últimos lustros han venido aconteciendo tanto en México como en los Estados Unidos, han renovado el interés de la crítica por el ensayo de identidad nacional. No obstante, este interés no ha subrayado lo suficiente el rol activo que las culturas indígenas contemporáneas han cumplido en la conformación de la siempre
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irresuelta mexicanidad. El posmexicano que Roger Bartra articula ha logrado escaparse de su melancolía nacionalista, de su laberinto a la manera de Octavio Paz, fraguado por las élites en el poder para su control político y cultural a partir de la construcción del “mito genial del mestizo”, siguiendo a Pedro Ángel Palou, cuyos paradigmas ideológicos han servido como estandarte para legitimar un imaginario nacional volcado hacia el exterior.1 Bartra concluye en su análisis que México debe “construir formas postnacionales de identidad” (Anatomía 306). Para autores como Jorge G. Castañeda y Heriberto Yépez, sin embargo, el mexicano es un ser distinto a su supuesta condición posmexicana. Para Castañeda, por un lado, es una realidad social tangible que, debido a atributos culturales como el individualismo y la incapacidad de emprender acciones colectivas, no logra acceder a la modernidad que representa la creciente clase media. El mexicano que vive en los Estados Unidos, en cambio, es la prueba de que se puede ser moderno si se cuentan con instituciones democráticas lo bastante desarrolladas como las que existen en los Estados Unidos, por lo que solo un mexicano eximido de su propia tradición política, impulsará el surgimiento de un ciudadano globalizado, ya despojado de su carácter nacional. El mexicano “del otro lado” es, pues, el arquetipo a seguir.2 Por otro lado, para Yépez el mexicano, incluso el chicano, aún sigue atrapado en la jaula psíquica de su origen, es decir, aún se identifica con la nación de sus ancestros, puesto que continúa compartiendo los elementos culturales más emblemáticos del “alma mexicana” que se privilegiaron desde la consolidación del México posrevolucionario, a pesar de su inevitable americanización, lo que lo convierte al mexicano en “una bomba de tiempo” a punto de estallar (226-251). De manera que, para Yépez, ser mexicano es un sinsentido; de ahí que proponga superarlo y crear un hombre nuevo: otro mexicano.3 Estos puntos de vista, a veces discordantes, corroboran que el tema de la identidad nacional, aunque problemático, continúa alimentan-
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Véase Palou (El fracaso 13-14). Véase Castañeda (373-405). Véase Yépez (23-31).
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do el debate a pesar de que el discurso del mestizaje que lo sustenta haya ignorado que las diferencias y desigualdades sociales no se justifican a través de una tradición cultural estable e inmutable, sino, como apunta con razón Homi Bhabha, a través de una actitud crítica de revisión y reconstrucción de la realidad política del presente (El lugar 19). En este sentido, la labor del indigenista contemporáneo —señala Mauricio Tenorio— ya no será defender el México “real”, indígena, vs. el México fraude, el México criollo; no buscará forjar patria, sino lograr ciudadanos aunque para ello tenga que violar la frontera, históricamente limitante, de ser mexicano. Dedicado a la solución de problemas, quizá este indigenista del siglo por venir tendrá más vínculo con grupos y comunidades extranjeras que buscan la solución de problemas similares a los de los grupos indígenas de México, y apelará menos a los lugares comunes del colectivo “nación mexicana”. (265)
Más allá del añejo debate sobre la mexicanidad que proliferó con la promulgación de la Constitución Política de 1917, la inmensa comunidad de mexicanos y mexicoamericanos que viven en los Estados Unidos es, como lo constatan Castañeda y Yépez, la prueba de que el conflictivo ser del mexicano es un asunto vigente y transfronterizo.4 El mestizaje ha sido el motor de arranque que ha impulsado a generaciones de políticos e intelectuales para ejecutar proyectos modernizadores que, lejos de democratizar al país, han causado su estancamiento político y económico, deviniendo en una cruel modernidad.5 Nuestra democracia —apunta Carlos Alberto Montaner— no ha sido más que una “farsa que casi siempre termina en tragedia” (15). A pesar de la ineficacia del discurso del mestizaje, las élites políticas y letradas lo han enunciado como la expresión más elaborada de la identidad mexicana para imponer su contenido ideológico por medio
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Véase Van Delden (“El ensayo” 84-86). El emblema de la modernidad, a la que la mayoría de los Estados latinoamericanos se afilian, ha deshumanizado sin escrúpulos a los sectores sociales más vulnerables. Véase Franco (Cruel Modernity 247-248).
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de su ocultamiento.6 No obstante, la deficiencia de los proyectos de mestización en México, como en gran parte de América Latina, se debe a la no admisión de la presencia de modernidades distintas a la modernidad occidental imperante (Bosshard 11). Resulta esencial, en consecuencia, conquistar nuevos espacios que garanticen la presencia activa en la vida pública de los pueblos originarios y demás sectores sociales que no se identifiquen con los valores fantasmagóricos enunciados por el discurso totalizante de lo nacional. Una fantasmagoría, según lo entiende Marx, es una ilusión óptica, una imagen engañosa que oculta la enajenación social que generan los medios de producción dentro de las estructuras capitalistas. Benjamin y Adorno también entienden la mercantilización de la obra de arte y su pérdida de valor en el mundo moderno como una fantasmagoría.7 Sin embargo, aquí utilizo el concepto para referirme a la imagen deshumanizada de los pueblos originarios y demás minorías que el discurso del mestizaje ha articulado para alienar tanto su participación política como su producción cultural múltiple en favor de un imaginario nacional estable, marcadamente represivo e intolerante, que usurpa sus dispositivos legítimos revistiéndolos con un ropaje falso e ilusorio (Bosshard 92). En el pensamiento paciano, empero, esas fantasmagorías exaltan y niegan simultáneamente la heterogeneidad étnica y cultural de los pueblos originarios. En este sentido, lo que aquí propongo es elaborar un análisis histórico de los paradigmas que han justificado los proyectos modernizadores a partir de una crítica poscolonial y transmoderna; ambas aproximaciones buscan desarticular las categorías étnicas y culturales que el discurso del mestizaje ha privilegiado como cimiento de una conciencia nacional fundada en la modernidad occidental.
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Slavoj Žižek explica que se está “dentro del espacio ideológico en sentido estricto desde el momento en que este contenido —‘verdadero’ o ‘falso’ (si es verdadero, mucho mejor para el efecto ideológico)— es funcional respecto de alguna relación de dominación social […] de un modo no transparente: la lógica misma de la legitimación de la relación de dominación debe permanecer oculta para ser efectiva” (15; énfasis en el original). Véase Zamora (129-151).
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De acuerdo con Marco Thomas Bosshard, la crítica poscolonial no busca erradicar la diferencia, sino ratificarla a través de la desarticulación de discursos homogeneizadores como los del mestizaje que desconocen una realidad cultural compleja y heterogénea (59). Asimismo, Enrique Dussel argumenta que la descolonización del pensamiento hegemónico debe gestarse alejada de los centros políticos y culturales de poder, es decir, desde la periferia, desde la transmodernidad, la cual asume la racionalidad que ha justificado a la modernidad y a su crítica posmoderna, pero que va contra las propuestas de filósofos como Hegel y Habermas, por tanto, una filosofía que articule el pensamiento de los sectores más desprotegidos (Filosofía 42). El pensamiento transmoderno es, pues, la respuesta de América Latina hacia la crítica posmoderna, aún eurocéntrica, que no ha logrado desarticular los paradigmas con los que Occidente justifica su hegemonía sobre lo no occidental, a pesar de su auge entre los académicos.8 Su propuesta hace una relectura, un contradiscurso de la ideología que ha construido la modernidad como un espacio inmóvil, absoluto y universal. Esta tendencia homogeneizadora resulta un equívoco, puesto que la civilización occidental no comenzó su proceso de modernización sino hasta los siglos xvii y xviii, es decir, “Occidente fue Occidente mucho antes de ser moderno” (Huntington 80). Por tanto, la crítica poscolonial y transmoderna brinda las herramientas teórico-filosóficas para imaginarse activamente en espacios descentralizados, que, en el caso de México, significa traspasar la frontera de la mestizofilia, la cual puede entenderse, según lo explica Agustín Basave Benítez, como la idea de que el discurso del mestizaje se vincula con la mexicanidad, con
8 Los estudios posmodernos contemporáneos en América Latina buscan ser una crítica radical de las epistemologías y los proyectos gestados del pensamiento moderno a partir del cuestionamiento cultural hegemónico que le ha negado al sujeto subalterno su derecho de representación. Véase Rodríguez (“Reading” 1-2). Asimismo, la crítica posmoderna “es absolutamente abierta, y se entiende en parte como una relectura creativa y transformadora de discursos establecidos en la tradición. No solamente recurre a la tradición filosófica de la época moderna, sino a la tradición occidental en su totalidad” (De Toro 446).
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la búsqueda de la identidad nacional (13, 14).9 El mestizaje ha sido, entonces, la bandera civilizadora que las élites políticas e intelectuales han adoptado en México como sinónimo de modernidad a partir de las últimas décadas del siglo xix y principios del xx. Octavio Paz abrazó los paradigmas de un mestizaje fortalecido con el triunfo de la facción vencedora de la Revolución mexicana, la cual alcanzó su legitimación en 1929 con la fundación del Partido Nacional Revolucionario (PNR), que luego en 1938 se refundaría como Partido de la Revolución Mexicana (PRM), hasta que en 1946 se constituyera como Partido Revolucionario Institucional (PRI), a pesar de que este se haya revelado “como una fuerza más poderosa que los antiguos imperios y como un amo más terrible que los viejos tiranos y déspotas. Un amo sin rostro, desalmado y que obra no como un demonio sino como una máquina” (“El ogro” 318). El PRI se convirtió en un mito indestructible porque desde su fundación ha ejercido el poder con fuerzas inalcanzables para el resto de los partidos políticos (Meyer 75). Pero las élites políticas de los últimos treinta años se convirtieron en un ogro de dos cabezas: el PRI y el Partido Acción Nacional (PAN); juntos, llevaron hasta sus últimas consecuencias los modelos del libre mercado formulados por Adam Smith, David Hume, John Stuart Mill y Max Weber, cuyos sistemas económicos privilegian la libertad y el bienestar individual soslayando el interés común. Sin embargo, la adquisición y el control del capital es solo uno de los mecanismos del proceso de modernización que han reducido los espacios políticos y culturales de los sectores sociales que osen desarticular el discurso de lo nacional. En México, la aplicación del llamado Enlightenment Project articulado por Jürgen Habermas ha controlado la generación de capital, la movilización de recursos, el desarrollo de la fuerza de producción, al igual que el incremento de la productividad laboral; se ha encargado, en consecuencia, de centralizar el poder político para fomentar una
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El paradigma ideológico del mestizaje propone, en esencia, que el indígena evoluciona biológicamente en la historia de México hasta devenir mestizo. Véase Saldaña-Portillo (407).
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conciencia de identidad nacional (The Philosophical Discourse 2).10 Octavio Paz, sin haber sido un liberal en materia económica, sí defendió el liberalismo político que el PRI y sus aliados han representado, pues estaba convencido que la democratización de México tenía que venir del partido heredero de la Revolución. Paz, a la manera de Thomas Hobbes, vio en el Estado priista el aparato rector que conciliaría las querellas y discrepancias de los mexicanos. En eso radicaba su razón de ser, porque de no existir estas diferencias no habría necesidad de un poder común para resolverlas.11 Esto explicaría sus duras críticas al Estado y a su aparato burocrático, al que se debía confrontar, pero que finalmente representaba a la Revolución maderista y zapatista de la que él se sintió heredero. De acuerdo con Soledad Loaeza, Paz vio el Estado como un infortunio que había que contrarrestar para evitar su intromisión en el espacio de la vida privada (“Octavio Paz” 117). Paz se equivocó; el PRI no ha podido democratizarse porque no fue diseñado para ese fin.12 La democracia que se proclama en los discursos políticos —nos recuerda Giorgio Agamben— se ha convertido en un concepto vacío de significado porque denota tanto el aparato legal de leyes públicas como las técnicas políticas para gobernar. En ambos casos su interpretación resulta difusa y ambigua (“Introductory Note” 1). De ahí que resulte esencial repensar toda la estructura política del Estado científico mexicano a partir del reconocimiento y recuperación de los espacios de representación heterogéneos que la mestizofilia ha subvertido en nombre de un imaginario nacional. El “Estado científico”, según señala Anthony Smith,
10 La “identidad —comenta Carlos Monsiváis—, entre otras cosas, es el consuelo de muchos, la resignación compartida ante las carencias, la solidaridad de la frustración” (“La identidad nacional” 301). 11 De no haber querellas o conflictos sociales, no habría necesidad de un gobierno civil, pues no habría ningún conflicto que resolver. Véase Hobbes (5). 12 Contrario a lo que ha sucedido con los partidos políticos en otros países latinoamericanos con gran diversidad étnica, en México, la población indígena ha votado históricamente por el PRI, a pesar de que no es, ni ha sido, un partido indígena, dirigido casi exclusivamente por blancos y mestizos. Véase Madrid (1).
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El México ausente en Octavio Paz representa una forma política que pretende homogeneizar con fines administrativos la población que se encuentra dentro de sus fronteras y utiliza las técnicas y métodos científicos más modernos para una mayor “eficacia” […] El “Estado científico” es, pues, un poderoso disolvente del orden tradicional, en particular en un contexto poliétnico. (369, 375)
En México, el mestizaje ha sido ese poderoso disolvente implementado para la homogeneización cultural; los pueblos originarios no han tenido una presencia activa en los discursos nacionales precisamente por su resistencia a abandonar sus lenguas y formas de vida ancestrales. El mestizaje ha impuesto una camisa de fuerza que ha sofocado la realidad intrínseca de un México multicultural y heterogéneo.13 John Beverley nos recuerda que la multiculturalidad supone el respeto a las diferencias sin buscar una homogeneización o síntesis (“The Im” 57). El multiculturalismo, sin embargo, ha constituido un obstáculo para los intereses del Estado, puesto que estos se encuentran desvinculados de las preocupaciones particulares de los pueblos originarios; preocupaciones de orden étnico, político y de género, principalmente, que contradicen el discurso de un proyecto totalizante. Asimismo, para Jesús Martín-Barbero el monolingüismo y la uniterritorialidad ocultaron el afán de multiculturalidad que conforma lo latinoamericano y las delimitaciones que delinearon lo nocional (23).14 Alejarse de los intereses del Estado en favor de los particularismos heterogéneos, no obstante, significaría darles la espalda a las versiones fallidas tanto del liberalismo como del neoliberalismo político y económico que han sustentado la modernidad mexicana. De ahí que el cuestionamiento de sus límites sea determinante, porque significaría una revisión exhaustiva de sus valores universales y pondría al descubierto que es, de acuerdo con Ileana Rodríguez, una filosofía particular que ha logrado homogeneizar la política mundial (Liberalism 5). El resurgimiento de los pueblos originarios debe darse, pues, a 13 El paradigma del mestizaje —señala Antonio Cornejo Polar—, “pese a su tradición y prestigio, es el que falsifica de manera más drástica la condición de nuestra cultura y literatura” (“Mestizaje” 867). 14 También véase Kymlicka (8-11).
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partir del cuestionamiento de los valores de la modernidad imperante, por lo que la búsqueda de nuevos mecanismos en la implementación de políticas sociales, distanciadas de paternalismos populistas, resulta crucial, como lo han demostrado grandes sectores de la sociedad civil que en los últimos años se han movilizado para detener la violencia y el ataque feroz del modelo neoliberal, cuyas políticas excluyentes han ayudado muy poco al crecimiento económico del país.15 El mismo Carlos Salinas de Gortari afirmaba en 2010 que, en el contexto interno de México, los adversarios políticos eran tanto las ideologías neoliberales como las neopopulistas, además de los factores externos como el control de la dinámica de pagos y capitales desde el extranjero, así como “el amago sobre los energéticos mexicanos” (39). Una de las razones de por qué los pueblos originarios han rechazado el proyecto neoliberal que les ha sido impuesto, es su escasa participación activa en el escenario político. Su intervención significaría, en esencia, retomar los principios democráticos que permitan la desarticulación de los discursos coloniales que han impedido la implementación de políticas que favorezcan la diversidad cultural y el respeto a los derechos humanos entre los pueblos originarios. Hay que tomar en cuenta que en regiones del sur de México —señala Roger Bartra— se han implementado con ideas posdemocráticas “gobiernos supuestamente indígenas, basados en los llamados ‘usos y costumbres’, los cuales no son en realidad más que restos de formas políticas y religiosas de la época colonial” (Anatomía 310). Resulta imperativo, entonces, repensar el actual aparato político y promover legislaciones que resguarden los espacios geográficos habitados por los pueblos originarios. De lo contrario, el despojo sistémico de sus territorios continuará siendo una práctica amparada por el Estado que atenta contra sus culturas ancestrales. José Álvarez Junco explica que el rasgo fundamental que diferencia las naciones de las etnias es que estas no poseen un territorio, requisito indispensable para la formación de la conciencia
15 Los movimientos contemporáneos de protesta cuestionan no solo la exclusión social y económica, sino también la concepción misma de ciudadanía y democracia. Véase Rice (5).
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nacional y para la participación política, lo que obligaría a retomar, según el pensamiento iluminista de Rousseau, el contrato social, el cual defiende los intereses comunes de los individuos.16 El contrato social que históricamente el Estado mexicano ha privilegiado, no obstante, está lejos de salvaguardar los intereses de la mayoría, y más lejos aún de resguardar los intereses de los pueblos originarios. Si los intereses comunes no son respetados por el Estado, comenta John Crowley, el contrato social pierde su razón de ser, de ahí la importancia de custodiar la continua renovación del contrato, es decir, la perpetuación de un gobierno cimentado en el interés común (285). El iluminismo alemán, teorizado por el romántico Herder, privilegia la libertad natural del hombre frente a la nación.17 Sin embargo, sus paradigmas deben ser igualmente cuestionados, pues se trata de una perspectiva antinómica y, por lo tanto, problemática. Habría que reimaginar, entonces, la nación-contrato y la nación-genio en el contexto mexicano para evitar cualquier intento de homogeneización y exclusión, sin perder de vista que se trata de una construcción artificial e imaginada, y no de una doctrina inmutable sin revisión periódica.18 En este sentido, Daniel Bensaid afirma que el contrato social siempre está sujeto a revisión, por lo que el derecho a la insurrección está dentro de la legalidad (29). No sin razón, Ortega y Gasset rechazó la idea de una sociedad contractual, puesto que esta no se forma con base en acuerdos si previamente no ha existido ya esa sociedad. Sería como “poner la carreta delante de los bueyes”, porque, sin una convivencia 16 De acuerdo con Álvarez Junco, “la territorialidad es el principal requisito […] la reivindicación nacionalista evoluciona inevitablemente desde lo étnico hacia lo territorial […] una vez triunfante la exigencia territorial del nacionalismo, la diferencia cultural —razón de ser de la reivindicación inicial— pasa a un segundo plano” (13). 17 La idea revolucionaria de nación heredera del iluminismo francés —explica Renaut— “se inscribe en el fondo bajo la idea de libertad; la idea romántica bajo la idea de naturaleza; de necesidad, pues, o de determinismo” (51). 18 Hay que considerar, no obstante, que, donde las identidades étnicas no están polarizadas, los partidos políticos étnicos tienden a utilizar discursos multiculturales incluyentes, lo cual no sucede cuando existe tensión y exclusión étnica. Véase Madrid (5).
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previa (sociedad), no puede haber acuerdos (contrato) (13).19 En el caso del México contemporáneo, no sin tropiezos y caídas, existe una sociedad cada vez más consciente y crítica de sí misma que, paulatinamente, ha venido mostrando su capacidad de organización en contra de la opresión del Estado. Octavio Paz fue afín al iluminismo alemán de Herder, por lo que favorece la idea de lo nacional, siempre y cuando el Estado (el contrato social) no transgreda el derecho humano de pertenencia natural (Herder 83). De ahí que su defensa del Estado mexicano haya sido a través de la crítica. Para Gil Delannoi, empero, la visión de Herder representa a naciones que conviven en armonía porque el individuo, en principio, goza de mayor libertad que el individuo de Rousseau, por lo que debe de ser protegido de cualquier imposición política proveniente del Estado (35). Pero el romanticismo de Paz —explica Enrico Mario Santí— está más en deuda con los poetas románticos alemanes (Goethe, Hörderlin y Novalis) que con las doctrinas filosóficas (“Diez claves” 615). La degradación del discurso iluminista ha devenido en un liberalismo opresor y antiiluminista que, paradójicamente, el mismo Paz ayudó a construir con su crítica y participación activa en el servicio diplomático hasta su ruptura con el partido oficial en 1968.20 Xavier Rodríguez Ledesma explica que, a pesar de su alejamiento oficial del PRI, Paz siempre estuvo cercano al poder. Basta recordar sus relaciones con algunos presidentes como Carlos Salinas de Gortari, a quien ayudó a legitimar su triunfo en los comicios presidenciales de 1988 al descalificar la disputa promovida por el Frente Democrático Nacional para esclarecer los resultados de la elección (“Modernidad”
19 De acuerdo con José Ortega y Gasset, “uno de los más graves errores del pensamiento ‘moderno’ […] ha sido confundir la sociedad con la asociación, que es aproximadamente lo contrario a aquélla. Una sociedad no se construye por acuerdo de voluntades. Al revés: todo acuerdo de voluntades presupone la existencia de una sociedad, de gentes que conviven, y el acuerdo no puede consistir sino en precisar una u otra forma la sociedad como reunión contractual” (13-14). 20 Para un análisis detallado de la trascendencia del año 1968 en la vida pública de Octavio Paz, véase González Torres (70-75).
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49), de manera que la crítica a su participación activa en el poder sea legítima, puesto que cuestiona la voluntad represora del Estado priista con el que Paz colaboró.21 En este sentido, la propuesta de los estudios subalternos que críticos como Ranajit Guha defienden aún resulta pertinente porque hace un llamado a desencadenar la razón crítica de la tutela del Estado (45). El reconocimiento político y cultural de los pueblos originarios, así como la restructuración total del sistema político mexicano, resulta esencial para aspirar a una genuina democratización de México. Para lograrlo, Dussel sugiere retomar “la filosofía del omeyotl (la “Dualidad originaria”), que se enseñaba en el calmecac (escuela de la sabiduría náhuatl) […] Los aztecas, al pensar dos (omé) como el dialectico origen de todo, podían inmediatamente pensar en la pluralidad (los “cuatro” Tezcatlipocas) sin el paso irracional del pensamiento griego posterior” (Filosofía 25-26). La implementación de propuestas discordantes al neoliberalismo todavía imperante como las de Dussel, requeriría que el discurso de una sociedad plural y multicultural dejara de ser letra muerta y fachada democrática de una insignia estéril que hoy limita la convivencia pacífica, la participación activa y el debate. La modernidad puede, en esencia, siguiendo a Marshall Berman, unificar a la humanidad, atravesando las fronteras geográficas, étnicas, sociales, religiosas y de ciudadanía (15). Sin embargo, la palabra democracia se ha convertido en un sistema simbólico en el que se puede criticar lo que se quiera sobre políticas sociales o crisis económicas, siempre y cuando, explica Alain Badiou, se haga en nombre de los valores democráticos, los cuales han devenido emblema, una palabra sin contenido que deja las estructuras de poder intactas (6). Este pensamiento colonial se encuentra enraizado en todas las estructuras políticas que ostentan el poder, lo que ha impedido la participación de los sectores
21 Gabriel Careaga entiende que “[l]os intelectuales siempre han estado ligados al poder ya como ideólogos que describen y orientan los símbolos del poder, o bien como actores en los movimientos revolucionarios del siglo xviii y xx” (36). En el caso de Octavio Paz, ambas categorías podrían describir su labor como crítico cultural. También véase González Torres (151-158).
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más desprotegidos en los proyectos modernizadores de México.22 La democracia ha sido, pues, el pretexto que ha obstaculizado el progreso político y económico de los sectores más vulnerables, como los pueblos originarios, quienes han resistido estoicos los embates de la élite política que los ha relegado a lo que los estudios literarios y culturales latinoamericanistas en la academia estadounidense han definido como subalternidad. John Beverley justifica el estudio de América Latina desde la perspectiva subalterna puesto que revalora el resurgimiento de las comunidades indígenas con sus propias costumbres y formas de vida, además de otros grupos minoritarios como un elemento activo en la vida política del continente (Subalternidad 17). Una de las tareas fundamentales de los estudios subalternos consiste, según José Rabasa, en escribir las historias de las insurgencias indígenas como manifestaciones culturales en las que la modernidad y las tradiciones no occidentales coinciden (Without History 57). De ahí que Rabasa sostenga que América no fue encontrada sino invadida, lo que posicionó al hombre europeo en el centro de la nueva configuración mundial del siglo xvi.23 Europa pasó de la periferia con relación a Oriente al epicentro cultural; dio un salto de la subalternidad a la hegemonía. La llegada de Cristóbal Colón al continente marcaría el inicio no solo de la destrucción de la realidad americana, sino de un prolongado proceso de desconocimiento que, de acuerdo con Beatriz Pastor, determinaría para siempre la historia contemporánea de los pueblos americanos (3). La presencia indígena en América fue la justificación añorada del europeo renacentista para corporizar el mito del hombre salvaje, el cual había alcanzado su conceptualización
22 Aníbal Quijano entiende la colonialidad como un modelo global de poder basado en la superioridad racial europea, cuyo origen se remonta al siglo xvi, con la conquista, y se prolonga en América Latina hasta la actualidad. Véase “Colonialidad del poder” (201-246). 23 Para José Rabasa, el término “invasión” es más apropiado que el de “encuentro” porque muestra la violencia de los colonizadores. El término “encuentro” sugiere una relación de poder igualitaria y pacífica entre ambas culturas. Véase “Writing Violence” 51.
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más detallada con Rousseau en el siglo xviii.24 El filósofo concibe al hombre natural como un ser inferior que debe asumir y respetar el contrato social para que la justicia reine sobre el instinto.25 El mito se materializó con el arribo de Colón al Nuevo Mundo, en el que el Homo sylvestris americano cobró vida y dejó de ser una representación imaginada.26 Esta imagen comienza a gestarse a partir de la llamada cuna de la civilización europea, es decir, la Grecia clásica. Roger Bartra explica que el salvaje es un hombre europeo, y la noción de salvajismo fue aplicada a pueblos no europeos como una trasposición de un mito perfectamente estructurado cuya naturaleza sólo se puede entender como parte de la evolución de la cultura occidental. El mito del hombre salvaje es un ingrediente original y fundamental de la cultura europea. (El salvaje 13)
A partir del Siglo de las Luces el mito pasa del folclore medieval a la esfera culta gracias a que el Romanticismo ensalzó la función del poeta como redentor de la barbarie del hombre.27 Fueron los filósofos y poetas de ese periodo los primeros que bebieron de las aguas del mito, porque su discurso diluye las fronteras entre la emoción individual y la realidad. Los poetas románticos se convertirían en los nuevos
24 Américo Vespucio pensaba que los habitantes de las tierras recién descubiertas vivían en armonía con la naturaleza, lo que los hacía más instintivos que virtuosos. Véase Franco (“Criticism” 2). 25 En palabras de Rousseau, “el hombre pierde su libertad natural y el derecho ilimitado a todo cuanto desea y puede alcanzar, ganando en cambio la libertad civil y la propiedad de lo que posee” (53). 26 Pablo González Casanova entiende que desde el siglo xix este discurso mítico ha estado operando en los “instrumentos y técnicas propios [que] se incrustan y operan en las ideas, en las constituciones, y las hacen tener una vida simbólica, civilizada-salvaje, occidental-tropical, que va desapareciendo conforme nos apropiamos de nuestra propia existencia, conforme nos desarrollemos” (15). 27 El artista, el poeta romántico, debía vivir con sus contemporáneos para proveer lo que estos necesitaran, ayudándoles a conquistar la realidad y la naturaleza a través del triunfo del arte. Véase Schiller (582).
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sacerdotes seculares que conducirían los destinos de su sociedad. De ahí que Octavio Paz viera a los especialistas y sus disciplinas académicas dedicadas al estudio del arte como una contaminación: “El crítico contemporáneo se apoya, para juzgar una obra, en las llamadas ciencias sociales y humanas; desde ellas imparte sus juicios seguro de que sabe más sobre la obra que el autor mismo. La sociología le otorga un saber omnisciente; el psicoanálisis y la lingüística hace de cada profesor un mixto de Aristóteles y Merlín” (“Las contaminaciones” 494). Paz rechaza las aproximaciones críticas sobre asuntos literarios o estéticos que no se corresponden con su paradigma de arte moderno porque el Romanticismo se vuelve, de acuerdo con Antonio Cornejo Polar, en “el sentido común de la modernidad” (Escribir 12). Los románticos se convierten, entonces, en productores de sujetos estables y homogéneos; de ahí que la admiración de Paz por las culturas de los pueblos originarios se sustente en su poética romántica. Sin embargo, también está consciente del reduccionismo cultural que dicho discurso propone: “Las sociedades indígenas de América […] no eran realmente primitivas. Algunas de ellas eran plenamente y altamente civilizadas; los mayas, por ejemplo, habían descubierto el cero” (“La democracia” 19). Pero su romanticismo reduce las culturas indígenas a una uniformidad étnica y cultural que ha servido como contraparte del mexicano contemporáneo: el mestizo. El resultado ha sido una dualidad cerrada con la que Paz entendió el devenir histórico y cultural de México. A partir del siglo xix con el nacimiento de las naciones americanas, la mestizofilia modificó los paradigmas y las relaciones étnicas que existían durante la Colonia. Siguiendo a Federico Navarrete, los mestizos se convertirían en la encarnación de la identidad nacional, mientras que sus identidades múltiples y dispares también les serían negadas (15-17). El mestizo logra posicionarse como la etnia hegemónica portadora del espíritu nacional, a pesar de que el blanqueamiento étnico y cultural de México sería visto como la ruta hacia su modernización. Esa ruta se dirigía hacia los Estados Unidos y Francia, pues abriría las puertas a las promesas del liberalismo político y económico. El “colonialismo cultural —escribe Augusto Roa Bastos— no es sólo imposición sino también fascinación. Deslumbramiento.
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Ansiedad incoercible de imitar las formas, las normas prestigiosas, señoriales, imperiales. Ser dominados culturalmente es ser seducidos. A veces violados” (207). Esta fascinación motivó a los intelectuales mexicanos de la Primera República (1824) a construir un proyecto nacional afiliado al liberalismo. En ese contexto caótico, después de consumada la Independencia con la firma del Plan de Iguala por Vicente Guerrero y Agustín de Iturbide en febrero de 1821, México enfrentaba el reto de consolidar su independencia. Las diferencias entre liberales y conservadores fueron el común denominador en el ambiente político de ese siglo. En medio del desorden, Centroamérica se separa del Imperio mexicano, lo que atemorizó a las élites encabezadas por Guadalupe Victoria, Vicente Guerrero, Anastasio Bustamante y Lucas Alemán. Frente al peligro de la fragmentación del territorio, se creó el Estado mexicano.28 México nace a partir del caos. En este contexto decimonónico se forjaron los cimientos del México independiente que soportarían los muros de la ideología del mestizaje a través de la dominación epistémica de los pueblos originarios, lo cual se diferencia de lo que sucedería en ambos extremos del continente americano con las culturas locales. El nacionalismo norte y sudamericano surgió gracias a que los criollos no tenían que temer a la exterminación física, como sucedió con el imperialismo europeo. Después de todo eran blancos, cristianos y de habla inglesa o española (Anderson 191). En los años previos a la Revolución mexicana, Octavio Paz, gracias a su doble herencia ideológica —la liberal de su abuelo y la socialrevolucionaria de su padre—, conoció de primera mano los problemas históricos que aquejaban al campesinado indígena que se sumó
28 Josefina Vázquez escribe: “El nuevo congreso se instaló en noviembre de 1823 con una mayoría federalista pero dispuesta a mantener la unión. De esa manera, el acta del 31 de enero de 1824 constituyó los Estados Unidos Mexicanos y, después de largos debates, para septiembre tenía listo el texto de la Constitución de 1824 […]. En ella se establecía una república representativa, popular y federal formada por 19 estados, cuatro territorios y un Distrito Federal; mantenía la católica como religión de Estado, sin tolerancia de otra, y un gobierno dividido en tres poderes” (151-152).
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a la insurgencia de Emiliano Zapata (1879-1919).29 Paz mamó desde la cuna familiar su afiliación al poder político, que nunca abandonaría a pesar de su pasión crítica. En entrevista con Julio Scherer, Paz comenta: Mi padre y mi abuelo eran muy distintos […]. Mi abuelo —periodista y escritor liberal— había peleado contra la intervención francesa y después había creído en Porfirio Díaz […]. Mi padre decía que mi abuelo no entendía la Revolución mexicana y mi abuelo replicaba que la Revolución había substituido la dictadura de uno, el caudillo Díaz, por la dictadura anárquica de muchos: los jefes y jefecillos que en esos años se mataban por el poder. (Paz y Scherer 63)
Asimismo, Paz se pregunta en 1992 sobre el proceso histórico en la formación cultural de México y sus diferentes proyectos nacionales: ¿Cuántas veces ha nacido México? […] ¿Se puede hablar de nación mexicana al hablar de los mayas, los zapotecas o los aztecas? O más cerca de nosotros, ¿Nueva España en el siglo xvi era ya una nación? ¿Nacimos en el siglo xvii con el patriotismo novohispano de Sigüenza y de Sor Juana o en el siglo xviii con los jesuitas o en el xix con Hidalgo y Morelos? Si lo último, ¿la independencia fue un comienzo absoluto, un verdadero nacimiento, o una vuelta a los orígenes, un regreso a Tenochtitlan? Si lo segundo, ¿qué lugar ocupan en nuestra historia las sociedades y culturas anteriores o rivales de Tenochtitlan, como Teotihuacán y Tula, Monte Albán y Palenque? […] ¿La Reforma liberal de 1857 no fue otro nacimiento, ya que consistió en la instauración de un proyecto nacional radicalmente distinto al de Nueva España? ¿Y la Revolución no fue otro nacimiento? Estas preguntas provocan en mí una suerte de vértigo intelectual. (“El tres” 551)
Paz no responde de manera definitiva a sus interrogantes en su ensayo, sin embargo, sí es posible encontrar varias respuestas, algunas de ellas contradictorias, a lo largo de su obra ensayística. En la mayoría
29 Octavio Paz justifica su doble herencia iluminista y romántica al abrazar ambas causas. Véase Van Delden (“Essays” 473).
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de sus reflexiones, Paz solo toma en cuenta los pueblos originarios a través de fantasmagorías que exaltan su pasado precolombino. En el ámbito político, no obstante, no procura un diálogo igualitario con ellos por no considerarlos modernos.30 Podría decirse que, al igual que Nietzsche, Octavio Paz fue “un perfecto europeo”.31 El eurocentrismo de su vasta obra poética y crítica lo posicionó en el centro cultural de México y América Latina hasta convertirse en un punto de referencia obligado tanto para sus contemporáneos como para futuras generaciones de intelectuales. Escritores tan diversos como José Vasconcelos, Julio Cortázar, Charles Tomlinson, Fernando del Paso, Mario Vargas Llosa, Juan Goytisolo, Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis y Harold Bloom, entre muchos otros, han dedicado páginas valiosas a la obra del poeta.32 Por su parte, críticos como Enrique Krauze, Guillermo Sheridan, Anthony Stanton, Yvon Grenier y Enrico Mario Santí han hecho estudios fundamentales sobre dos de los pilares que sustentan la obra paciana: la poesía y la
30 Paz, a la manera de John Locke, pensaba que el estado natural del hombre debía ser gobernado por la razón para aspirar así a la igualdad e independencia de todos (Locke 60). 31 Más allá de su aversión hacia Alemania por su origen polaco, Nietzsche afirma: “Soy mi propio sosie, mi doble yo […]. Mi origen ya me autoriza a mirar por encima de todas las perspectivas puramente locales, puramente nacionales. No me cuesta ningún trabajo ser un ‘perfecto europeo’” (Ecce Homo 22). Para Jorge Aguilar Mora, no obstante, “Paz renunció muy pronto a Nietzsche, para quien sentía una gran afinidad al principio de su camino literario, allá por 1938; si no se hubiera olvidado vitalmente de él, podríamos decir que esta vida que no aspira a la inmortalidad, sino a la constante superación de sí misma, es la descripción poética de un concepto clave en el pensamiento nietzscheano: el superhombre” (“Es como si” 40). 32 Otros críticos que han hecho estudios indispensables sobre la obra de Octavio Paz son Saúl Yurkiévich, Hugo Verani, Guillermo Sheridan, Guillermo Sucre, Alfredo Roggiano, Emir Rodríguez Monegal, Luis Mario Schneider, Héctor Tajonar, Ramón Xirau, Manuel Durán, Jean Franco, Alberto Ruy Sánchez, Danubio Torres Fierro, Eliot Weinberger, Fernando Savater, Jorge Aguilar Mora, Christopher Domínguez Michael, Fernando Vizcaíno, Enrique González Rojo, Xavier Rodríguez Ledesma y Armando González Torres, entre otros.
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política.33 Más allá de la interpretación mítico-histórica que proponen ensayos como El laberinto de la soledad (1950) y Posdata (1970), gran parte de la crítica ha puesto poca atención a los dispositivos teóricos con los que Paz articula el mestizaje cultural, cuyos paradigmas han homogeneizado las identidades múltiples de grupos minoritarios como el de los pueblos originarios de México.34 Miguel León-Portilla se preguntaba al respecto: ¿Interesó realmente a Octavio Paz ese otro universo cultural, a la vez lejano y cercano, de los pueblos indígenas de México? Y, si en verdad lo atrajo, ¿hasta qué grado se propuso conocerlo y cuáles fueron las consecuencias de ese empeño? […] Exponer y valorar cuanto expuso Octavio acerca de la historia, el arte y la literatura de Mesoamérica, y también de la influencia que de ello recibió, implicaría escribir un libro. (“Los rostros” 67-68)
Apenas indagar en la tarea monumental que León-Portilla propone, fue la primera motivación para escribir estas páginas.35 La segunda 33 Otra vertiente indispensable sobre la vida y obra de Octavio Paz es la biografía. Guillermo Sheridan ha hecho uno de los estudios fundamentales en el género. Asimismo, Enrique Krauze ha compuesto una genealogía intelectual de Paz, en la que las influencias liberales de su abuelo Ireneo y las revolucionarias de su padre fueron determinantes en el futuro intelectual y poeta. Christopher Domínguez Michael ha escrito una de las biografías más recientes de Paz. Anthony Stanton ha trabajado la vertiente política en Paz sin desatender su quehacer poético, al igual que Jorge Aguilar Mora, Enrique González Rojo, Yvon Grenier y Enrico Mario Santí. 34 Aquí se usará el término pueblos originarios, según lo entiende las Naciones Unidas. Sin embargo, es necesario considerar, como lo sugieren Michael Hardt y Tony Negri, que el concepto de pueblo, a diferencia de multitud, denota una reducción de la identidad (véase Multitud War and Democracy xiv-xvii). Por otro lado, pueblo también posee una amplia variedad de significaciones con las que se representa a un todo abstracto que termina por no representar a nadie. Véase Merino (151-156). 35 Guillermo Marín ha analizado el eurocentrismo de Octavio Paz con respecto al mundo precolombino. Marta Piña Zentella, por su parte, ha estudiado la interpretación teórico-literaria con la que el poeta abordó el mundo precolombino en México. Asimismo, Luz Palomera Ugarte ha abordado el discurso de Octavio Paz ante el levantamiento armado en Chiapas en 1994.
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surge frente al agudo deterioro del sistema político mexicano, cuyos sistémicos escándalos de corrupción han incrementado de forma despiadada la impunidad y la violencia en todos los sectores sociales del país, haciendo eco a los acontecimientos de 1968, 1988 o 1994. Este ensayo se divide en siete capítulos, incluyendo la presente introducción, en la que se han expuesto tanto las aproximaciones teóricas como la contextualización histórica de la mestizofilia imperante y su relación con el poder político y letrado. En el segundo capítulo se analizan las dificultades de la autorrepresentación política de los pueblos originarios en América Latina. Se estudia el caso de Rigoberta Menchú en Guatemala y la polémica entre académicos con respecto a su testimonio. Asimismo, se abordan los debates decimonónicos en América Latina sobre el blanquimiento cultural, político y étnico que se proponía para el continente en aras de alcanzar la modernidad. Finalmente, se revisa el papel que juega la Revolución mexicana en la conformación del nuevo Estado nacional sustentado con los discursos del mestizaje. El tercer capítulo se centra en la visión poética que Paz elabora a partir del concepto de revolución, el cual determina tanto su poesía como su futura obra ensayística. Por otro lado, se analizan las influencias de las culturas de Oriente en su pensamiento, además de la importancia que tuvo en su imagen como poeta e impulsor de la modernidad la figura de Sor Juana Inés de la Cruz. El cuarto capítulo se ocupa de la interpretación mítico-histórica de la historia de México que Paz construye para explicar la soledad del mexicano contemporáneo. Igualmente, se estudia el mito negro de La Malinche que Paz arraigó como un elemento constitutivo de la identidad mexicana. El quinto capítulo expone la polémica relación que Paz sostuvo con la izquierda mexicana e internacional desde sus años de juventud hasta el enfrentamiento de palabras con intelectuales que apoyaron la insurgencia del EZLN en 1994. En este sentido, el sexto capítulo revisa las diferentes luchas culturales que las élites letradas nacionales e internacionales emprendieron a raíz del levantamiento zapatista en Chiapas. Paz, a través de su revista Vuelta, jugó un papel determinante en el campo de batalla para condenar la insurgencia y enumerar los peligros que, desde su perspectiva, amenazaban la estabilidad nacional. En el séptimo capítulo, a manera de conclusión, se resumen las ideas cen-
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trales del ensayo para concluir con una reflexión sobre la imperante necesidad de incorporar al debate público la participación activa de los pueblos originarios y demás grupos minoritarios. Entre las obras ensayísticas del poeta que abordo a lo largo de estas páginas, y que a mi parecer construyen fantasmagorías y colonialidad epistémica, destaco El laberinto de la soledad, Postdata y Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe. Además, he tomado en cuenta varios ensayos publicados en otros libros, así como artículos de revistas difundidos primordialmente en Plural y Vuelta, la mayoría recopilados en sus Obras completas y otras antologías. Este libro propone, en consecuencia, una lectura de la historia política y cultural del México contemporáneo a través de la obra ensayística de intelectuales como Octavio Paz, quienes, respaldados por su autoridad discursiva, han definido la identidad nacional, constatando otras lecturas sobre la filosofía de lo mexicano, la modernidad y el pensamiento paciano.36 El México ausente en Octavio Paz trata de visualizar, en suma, la construcción de espacios culturales descentralizados en los que los pueblos originarios, así como otras minorías, retomen el control de su propia representación más allá de un discurso nacionalista promotor de una identidad monolítica y homogénea.
36 Entre los libros fundamentales que abordan la identidad mexicana, además de El perfil del hombre y la cultura en México (1934) de Samuel Ramos, y El laberinto de la soledad (1950) de Octavio Paz, destacan La jaula de la melancolía (1987) y Anatomía del mexicano (2002) de Roger Bartra, así como los de más reciente publicación, como La increíble hazaña de ser mexicano (2010) de Heriberto Yépez, y Mañana o pasado: El misterio de los mexicanos (2011) de Jorge Castañeda. Para una lista detallada de los autores “clásicos” que han abordado el estudio de lo mexicano, véase Castañeda (17).
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Entonces viene el bautizo. Hacen un compromiso. Que los padres tienen que enseñarle al niño […] que aprenda a guardar todos los secretos, que nadie pueda acabar con nuestra cultura, con nuestras costumbres (Rigoberta Menchú y Elizabeth Burgos-Debray, Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia)
A. Subalternidad y representación: el silencio del indio Toda relación humana está cimentada en el poder. Desde la Conquista en el siglo xvi, hasta los primeros lustros del siglo xxi, los pueblos originarios han devenido objeto de uso y desuso de intelectuales y gobernantes que controlan con sus discursos el destino verdadero de la nación. La verdad —afirma Michel Foucault— no se encuentra fuera del poder ni carece de este, es decir, no hay verdad sin poder (Truth 1668).
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Desde la llegada de Hernán Cortés y otros conquistadores, pasando por los franciscanos como Fray Bernardino de Sahagún,1 el debate entre Fray Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda en 1550,2 las guerras de Independencia en 1810, las disputas entre conservadores y liberales que alcanzaron su clímax en 1854,3 la Revolución mexicana en 1910 y el levantamiento en Chiapas en 1994, los indígenas han estado en la boca de todos, han sido representados por otros. ¿Cómo puede el indio ser moderno? Tal interrogante es la que han tratado de responder varias generaciones de virreyes y presidentes, de líderes partidistas e ideólogos liberales y conservadores; en suma, todos los que han ostentado el poder político y cultural. Siguiendo a Gayatri Spivak en su clásico ensayo “Can the Subaltern Speak?”, surge la siguiente pregunta: ¿puede el indígena hablar a través de los discursos producidos por las élites hegemónicas? La
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De acuerdo con Luis Villoro, Sahagún observa en su Historia general de las cosas de Nueva España que al entrar el Nuevo Mundo al curso de la historia universal, “[e]l ser indio adquiere una dimensión maligna […] pues […] va en contra de la dirección de la Humanidad regida por Dios mismo” (Los grandes momentos 80). El paradigma colonial europeo señala al indio como poseedor de una cultura maligna; esa maldad se hace visible cuando Europa lo incluye en la historia universal. Fray Bartolomé de las Casas se opuso a justificar la explotación de los indios a través de su conversión cristiana. El teólogo y jurista Juan Ginés de Sepúlveda pensó lo contrario. Para María del Refugio Cabrera Vargas, Ginés “partía del principio cristiano: ‘id y predicad a todas las criaturas’, entre las que el fraile incluyó a los indios por considerarlos criaturas de Dios […]. El asunto central de la discusión era si la fuerza debía ser o no ser empleada para la conversión de los indios” (19). Ginés de Sepúlveda consideró, basando sus interpretaciones en San Agustín y Aristóteles, que los indios eran naturalmente destinados a la esclavitud. Iván Gomezcésar Hernández analiza la problemática que causó la presencia indígena a la clase política mexicana después de la Independencia en 1810. Tanto liberales como conservadores vieron necesaria la desaparición del indio y sus comunidades para consolidar el nuevo proyecto nacional. De acuerdo con Gomezcésar, “en el periodo 1820-1854 existe ya lo que podría llamarse líderes intelectuales de ambas corrientes: del lado conservador, Lucas Alemán, y por los liberales el doctor José María Luis Mora. Es de destacarse la impronta profundamente aristocrática y antiindígena de ambos pensadores” (79).
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respuesta es contundente: los subalternos no tienen voz; sus historias han sido enunciadas por aquellos que ostentan el poder discursivo y determinan su contexto colonial (Spivak 2203). Eso no significa, sin embargo, que el indígena no posea memoria histórica ni pueda formular proyectos políticos. De acuerdo con José Rabasa, la continuidad y resistencia de los pueblos originarios se sustentan en el rechazo del pensamiento europeo como medio para alcanzar su reconocimiento (“Thinking” 71). Las formas indígenas de hacer historia nunca se han correspondido con las de Occidente, de ahí que algunos intelectuales desconfíen de la autenticidad de sus testimonios orales. John Beverley explica que el testimonio es y no es una forma “auténtica” de cultura subalterna; es y no es “narrativa oral”; es y no es “documental”; es y no es literatura; concuerda y no concuerda con el humanismo ético que manejamos como nuestra ideología práctica académica; afirma y a la vez deconstruye la categoría del “sujeto” […] el testimonio está situado en la intersección de las formas culturales del humanismo burgués, como la literatura y el libro (o la desconstrucción académica), engendradas por y relacionadas con las prácticas del colonialismo y el imperialismo, y esas prácticas culturales subalternas que a menudo constituyen su “contenido” narrativodescriptivo: es una variante de lo que se solía llamar “dialéctica de opresor y oprimido” […] de la época de las luchas anticoloniales. (Beverley y Achugar 10)
Las buenas intenciones de los defensores de los grupos subalternos enmudecen aún más sus voces, pues al querer hablar por ellos no hacen sino reproducir el discurso colonial que los ha marginalizado. ¿Es verdaderamente posible, entonces, representar las voces subalternas desde el conocimiento académico sin reducirlas a un mero objeto de estudio? La interrogante no es fácil de responder, ya que varios sectores de la academia han visto de soslayo la reticencia de los grupos marginados al recibir la mediación de los intelectuales para interactuar con el Estado, pues pudiera darse el caso de que sean ellos los que han decidido no participar del discurso hegemónico para legitimar así su autonomía frente al poder. En este sentido, Spivak ha mostrado su desconfianza ante la intervención de cualquier sujeto político-intelec-
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tual que pretenda representar y hablar por un sujeto subalterno. Sin embargo, algunos intelectuales, a quienes Beverley llama neoarielistas, sin embargo, rechazan la propuesta crítica de los estudios subalternos porque se resisten a emplear “modelos teóricos identificados con los Estados Unidos” por su ansiedad de reafirmar la autoridad de la tradición literaria y cultural latinoamericana (“Dos caminos”). En el contexto mexicano, gran parte de los intelectuales han colaborado con el poder desde el siglo xix; han representado al otro traicionando muchas veces sus propias alianzas y convicciones políticas.4 Históricamente, la función de los intelectuales ha sido doble: 1) diferenciarse del resto de la sociedad debido a su mayor nivel y conocimiento cultural, y 2) legitimar la hegemonía política e ideológica del Estado a través de la propaganda o la crítica.5 Para Octavio Paz, no obstante, “los intelectuales han sido y son el gran fermento político y moral de la Edad Moderna, desde el siglo xviii. Sin ellos se puede ganar votos pero no cambiar a una nación” (“Ante un presente” 509). Los intelectuales cercanos al poder han funcionado como un organismo productor de sujetos subalternos. En el caso de los pueblos originarios, el Estado les ha negado la posibilidad de su propia representación, pues solo en la subalternidad las élites han aceptado su alteridad porque necesitan de ella para justificar su hegemonía. Los pueblos originarios han carecido de representación, puesto que los intelectuales que la han asumido lo han hecho desde afuera de sus identidades múltiples, es decir, se han negado a renunciar a su hegemonía
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El caso de Andrés Molina Enríquez es significativo: “Acucioso observador del porfirismo […] se encontraba sensatamente preocupado por la suerte del régimen, y comprendía que el arreglo de una transición política pacífica era impostergable […] decidió dar su apoyo a Bernardo Reyes como eventual sucesor de Díaz […]. No obstante, cuando el reyismo recibió el golpe de gracia del dictador, Molina optó por ser institucional como su excandidato y, a diferencia de sus correligionarios, aceptó la postulación de Corral […]. Mas el levantamiento popular avanzó y el ex reyista pronto se volvió ardiente y sincero revolucionario, tanto que el proyecto político de su amigo Madero le pareció insuficiente o, más bien, inadecuado” (Citado en Basave Benítez 45). Véanse Brunner, Cosío Villegas, Careaga y Blanco.
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cultural en favor de la estabilidad del proyecto nacional. Durante el siglo xix —advierte Basave Benítez—, las constantes rebeliones indígenas habían convencido a la “intelligentsia mexicana, empeñada hasta entonces en soslayarlos, de que el compartir una ciudadanía republicana no había creado lazos de identificación entre los grupos étnicos ni mucho menos una verdadera conciencia nacional”, lo que demuestra que, desde la perspectiva de la cultura letrada, el indígena se resistía a ser moderno (23). El caso de Rigoberta Menchú ha sido uno de los más debatidos por la academia estadounidense sobre un sujeto subalterno latinoamericano. Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia es el testimonio de una mujer indígena que relata las atrocidades que el ejército guatemalteco cometió contra varias comunidades originarias de aquel país centroamericano. Sin embargo, la polémica surgió cuando el antropólogo David Stoll cuestionó en su libro Rigoberta Menchú la veracidad del testimonio de Rigoberta. Algunos de los pasajes de la narración, según Stoll, carecían de objetividad porque la testigo (Rigoberta) no estuvo presente cuando los hechos acontecieron, dando como resultado un relato ficcionalizado o literario.6 El episodio de la muerte del hermano de Rigoberta a manos del ejército es uno de los pasajes principales que Stoll pone en duda.7 Beverley sugiere que las interpolaciones en el testimonio funcionaron como un relato colectivo y no como una narrativa autobiográfica (Subalternidad 114). La narración colectiva, empero, es uno de los elementos centrales de la oralidad con que los pueblos originarios han contado para la transmisión de sus memorias. El emisor funciona como un portavoz del discurso que silencia su propia voz para que se escuche la voz comunitaria. Beverley explica que a pesar de esa metonimia textual que equipara en el testimonio historia de vida individual con historia de grupo o pueblo […] el narrador no es subalterno como tal, sino más bien algo así como un “intelectual orgánico” del
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Véase en Stoll el capítulo “Rigoberta’s Secret” (189-200). Véase en Beverley el capítulo III, “¿Nuestra Rigoberta?”, de Subalternidad y representación (103-126).
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El México ausente en Octavio Paz grupo o la clase subalterna, que habla a (y en contra de) la hegemonía a través de esta metonimia en su nombre y en su lugar”. (Beverley y Achugar 9)
Roland Barthes lo llama la muerte del autor y el triunfo del discurso. Son los lectores, los oyentes en el caso de la comunidad de Rigoberta, los que lo contralan.8 En este sentido, Foucault se pregunta: “¿Qué importa quién habla?”,9 por lo que resulta necesario considerar, que, aunque la voz emisora del discurso narre un relato colectivo, esta lo ejecuta desde su propia memoria o subjetividad (Ricoeur 18). De ahí que académicos como Stoll no hayan reconocido el testimonio de Rigoberta como fuente legitima porque la oralidad colectiva no se ajusta a sus parámetros historiográficos en los que la identificación del autor es crucial para la explicación del discurso.10 El punto central del debate entre académicos como Beverley y Stoll no fue la veracidad o ficcionalización de algunos de los pasajes del testimonio, sino quién tenía la autoridad para narrarlos. Desde la perspectiva de Stoll, Rigoberta estaría únicamente autorizada a compartir su experiencia trágica, mas no a ser el intelectual orgánico que representara a todos los indígenas. Para Beverley, sin embargo, aceptar el argumento de Stoll significaría admitir la tesis de que el subalterno solo puede hablar a través de la autoridad que emana de los intelectuales, quienes, al fin de cuentas, son los que legitiman la autenticidad de su testimonio (Subalternidad 120). El caso de Rigoberta Menchú en Guatemala es un ejemplo de cómo el debate sobre la representación subalterna ha sido fecundo entre los intelectuales.11 Académicos como 8
Una vez que el texto ha sido narrado, la función del autor deja de ser imprescindible. Véase Barthes (1466). 9 Véase “What is an Author” (1629). 10 El crítico no puede cantar victoria hasta que sea capaz de explicar el texto. Véase Barthes (1469). 11 El testimonio de Rigoberta entre los intelectuales, explica Joaquín Maldonado Class, “produjo la entronización de la literatura testimonial como el instrumento ideal que tenían los grupos subordinados para incorporarse dentro del discurso literario oficial […] comenzaron a surgir los diversos sistemas taxonómicos que privilegiaban el modelo testimonial rigobertiano como la norma literaria que canonizaba el testimonio como género independiente” (352-353).
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Stoll, no obstante, desconocen la verdad narrativa del testimonio y sustentan su autoridad a través del reconocimiento explícito del sujeto emisor del mensaje. La representación que las élites políticas y letradas han ejercido sobre los pueblos originarios se remonta a los inicios de la Colonia. De acuerdo con Basave Benítez, “apenas 11 años de que Colón tropezara con América, en 1513, el gobernador Ovando recibió en Santa Domingo la instrucción real de procurar el casamiento de españoles con indios a fin de que éstos se transformaran en ‘gente de razón’” (17). Pero fue en el siglo xix, después de las guerras de Independencia, cuando, en el caso de México, adquirieron mayor preponderancia en la conformación del nuevo orden cultural y político que se disputaban liberales y conservadores. El problema indígena fue visto por pensadores como Lucas Alemán como una oportunidad, si bien problemática, sí factible para favorecer un arquetipo de ciudadano más inclinado al hispanismo. Por otro lado, los liberales buscaban la igualdad racial que, al menos en la letra, se inscribió en la Constitución de 1824.12 Pero estas disputas entre conservadores y liberales, así como la inmensa distancia entre la legalidad de la pluma y la compleja realidad social que padecían los pueblos originarios, se agudizarían con el avance del turbulento siglo xix.
B. América Latina: entre la civilización y la barbarie El pensamiento decimonónico hispanoamericano se bifurcó en dos vertientes: civilización vs. barbarie. Domingo Faustino Sarmiento, siguiendo el modelo liberal estadounidense, confronta la visión grecolatina e hispanista defendida por Andrés Bello.13 La primera se propuso blanquear los territorios americanos de los bárbaros nativos, sustituyéndolos por inmigrantes europeos que pondrían a los países hispa-
12 Véase Basave Benítez (21-25). 13 Para un análisis detallado sobre la formación de los hombres de letras en América Latina desde el siglo xvi hasta finales del siglo xix, véanse Altamirano y Myers.
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noamericanos a la par de los Estados Unidos.14 La segunda fue una reivindicación de la herencia cultural y lingüística hispana en América Latina en contra del rápido expansionismo norteamericano. Se quería, siguiendo a Leopoldo Zea, “ser otro del que se es” (Fuentes 7). Ambas rutas eran las opciones propuestas por las oligarquías para alcanzar el progreso y la modernidad en las antiguas colonias españolas. Las ideas de la Ilustración y de la Independencia norteamericana fueron adoptadas por gran parte de la intelligentsia porque acelerarían el proceso civilizador del continente. Para el Octavio Paz de los años ochenta del siglo pasado, el modelo heredado del Siglo de las Luces era el más adecuado, puesto que “en la tradición propia no existía un pensamiento político que pudiese constituir la justificación intelectual y moral de su rebelión” (Sor Juana 29).15 La visión emanada del positivismo, a la que varios pensadores latinoamericanos se afiliaron, no permitió ver la realidad cultural heterogénea del continente como un elemento civilizatorio por no ser una imagen del mundo preconcebida como la europea. Europa, a diferencia de América, era ya un libro escrito que tenía que leerse y repetirse. Edmundo O’Gorman señala en La invención de América que el nuevo continente fue una recreación de Europa y no un descubrimiento. Cristóbal Colón no
14 Para Mariátegui, el “concepto de las razas inferiores sirvió al Occidente blanco para su obra de expansión y conquista. Esperar la emancipación indígena de un activo cruzamiento de la raza aborigen con inmigrantes blancos, es una ingenuidad antiescolástica, concebible sólo en la mente rudimentaria de un importador de carneros marinos” (86). 15 La obra de fray Servando Teresa de Mier se considera una de las más ilustradas del siglo xviii por su inteligencia aguda y espíritu crítico ante el régimen colonial, que le valieron el exilio y varios encarcelamientos. Su polémico sermón sobre la aparición de la Virgen de Guadalupe en diciembre de 1794 causó el malestar de las autoridades virreinales. El sermón sugería que la presencia de la Virgen, y por lo tanto de Dios, no fue traída por los españoles sino por el apóstol santo Tomás. Teresa de Mier se defiende: “Está claro que mi intento era sólo excitar una discusión literaria para afianzar mejor la tradición, y que, mientras, presentaba yo el medio que me parecía conducente” (195). De ahí que el sermón y la obra de Teresa de Mier se consideren precursores de la Independencia de México.
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vio a las culturas recién descubiertas como una civilización diferente a la suya debido a los horizontes epistémicos de la época.16 El almirante pensó América a priori sin ningún fundamento empírico; sus pobladores fueron la materialización de los mitos europeos y la justificación idónea para realizarlos. El encuentro de dos civilizaciones antagónicas se inicia con el monólogo. Edmundo O’Gorman observa que el principal elemento que ha caracterizado la relación entre Colón (Europa) y lo indígena (América) desde el siglo xv ha sido “la idea preconcebida” de una Hispanoamérica que no es lo que se piensa de ella (La invención 32). América debía imitar el árbol-raíz europeo para civilizarse; mientras que todo lo que no se ajustara a ese modelo preconcebido, todo lo que fuera, en palabras de Deleuze y Guattari, rizomático, como lo gaucho, lo africano o lo indígena, debía eliminarse porque se pensaba que el fracaso de las instituciones democráticas en las repúblicas americanas recién independizadas se debía a la inferioridad racial.17 Pero estas teorías raciales decimonónicas, de acuerdo con Aline Helg, fueron acogidas por las élites hispanoamericanas hasta los años veinte del siglo pasado (38). Los pueblos originarios de México, empero, poseen esta cualidad rizomática de adaptación para combatir los ataques sistémicos de la ideología hegemónica del México contemporáneo. El blanqueamiento de América significó borrar de tajo todo lo que no representara los paradigmas europeos en el continente. Se debía eliminar el pasado colonial en el que se cimentó el mestizaje étnico y cultural porque se pensaba que no había beneficiado en nada al desarrollo económico y cultural latinoamericano; por el contrario, había creado una raza todavía más servil que contrastaba con el prestigio de la raza blanca en la América anglosajona, lo que motivó la persecución del gaucho en Argentina. Sarmiento se mostró a favor del
16 Véase Maldonado Class (31-40). 17 Deleuze y Guattari explican que “el rizoma sólo está hecho de líneas: líneas de segmentaridad, de estratificación, como dimensiones, pero también línea de fuga o de desterritorialización como dimensión máxima según la cual, siguiéndola, la multiplicidad se metamorfosea al cambiar de naturaleza” (25).
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modelo estadounidense de colonización que promovía el exterminio de las culturas locales de América del Norte, exceptuando a los colonos descendientes de los conquistadores, porque ellos, a diferencia de lo que hicieron los españoles durante el proceso de colonización de sus colonias, no crearon “un monopolio de su propia raza, que no salía de la Edad Media al trasladarse a América y que absorbió en su sangre una raza prehistórica servil” (“Conflicto” 407). La importación de los modelos liberales, principalmente estadounidenses, generaron una reacción prohispanizante en pensadores como Andrés Bello y José Enrique Rodó, quienes los vieron como nuevas cadenas para América Latina porque no se correspondían con su realidad histórica ni con la tradición grecolatina. En este sentido, Octavio Paz afirmaría, en el contexto mexicano, que los “liberales vencieron a la Iglesia pero no pudieron implantar la verdadera democracia sino un régimen autoritario enmascarado de democracia” (“México” 450). El prohispanismo de Bello y Rodó se opuso a la visión de Sarmiento de “borrón y cuenta nueva” y pedía, en cambio, la independencia de pensamiento en la América Latina para que esta no se dejara arrastrar ciegamente por la Europa liberal ni por los Estados Unidos. No obstante, el imperialismo del país del norte “no ha sido ideológico y sus intervenciones han obedecido —escribe Paz— a consideraciones de orden económico […] los Estados Unidos han sido uno de los mayores obstáculos con que hemos tropezado en nuestro empeño por modernizarnos” (“América Latina” 472). Bello y Rodó pensaron, sin embargo, que con un mestizaje terso, cimentado en el arte y la alta cultura grecolatina, se alcanzaría la modernización sin la influencia ideológica del norte. La aspiración del continente hispanoamericano debía enfocarse en el desarrollo del pensamiento clásico para alcanzar un nivel de civilización similar al de Europa. Se trataba, pues, de defender la verdadera democracia a través de los preceptos del ideario estético de Ariel.18 Los clásicos grecolatinos se
18 En la comedia de Shakespeare La tempestad, Ariel es el espíritu del aire que representa el conocimiento y la civilización, cuyas características se contraponen a las de Calibán, quien representa al hombre de la tierra, al salvaje. En el Ariel
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convertirían en la herramienta esencial para la educación política y cultural de Hispanoamérica porque impulsarían el fortalecimiento de una democracia antimaterial y antiimperialista alejada de la versión estadounidense.19 Rodó enseñó a la juventud letrada, a través del sabio maestro Próspero, a no imitar el modelo utilitarista del norte, puesto que enajenaría al hombre hispanoamericano de su herencia moral grecolatina. La visión de una América deslatinizada era consecuencia, según Rodó, del “utilitarismo que es el verbo inglés, los Estados Unidos pueden ser considerados la encarnación del verbo utilitario” (101). El pensamiento del crítico uruguayo tendría una gran influencia en las futuras generaciones de intelectuales. Octavio Paz fue uno de los que atenderían su llamado, pues ya desde sus primeros textos mostraba una importante inquietud por los acontecimientos históricos y sociales de América Latina (Pastén, “Elaboración” 74). El Ariel de Rodó inspiró el idealismo grecolatino que abanderó a la juventud intelectual frente al materialismo y consumismo de la cultura anglosajona. Para Rodó, el verdadero arte, o espíritu arielista, solo podía venir de la vitalidad juvenil, solo los niños son libres, como para él lo fue alma de la Grecia clásica.20
de José Enrique Rodó se presentan la cultura anglosajona y la democracia norteamericana como un peligro, como una amenaza para el mundo hispanoamericano. Se advierte el peligro del utilitarismo y materialismo yanqui representados con Calibán. Bajo esta advertencia, el pensador uruguayo incitó a la juventud intelectual hispanoamericana a ser como Ariel, representante de lo bello y de la estética, cuyos preceptos son esenciales para una democracia antimaterial, como se observa en la versión norteamericana. 19 Diego Alonso observa que “la prédica del arielista llama a defender la democracia de las adversidades a las que se encontraría expuesta en la sociedad de masas y a salvaguardar la legitimidad del sistema” (87). La democracia “utilitaria” estadounidense, como la llamó Rodó, habría deslegitimizado las estructuras políticas y sociales del continente hispanoamericano en la segunda mitad del siglo xx. 20 En palabras de Rodó, “Grecia hizo grandes cosas porque tuvo, de la juventud, la alegría, que es el ambiente de la acción, y el entusiasmo, que es la palanca omnipotente” (33-34).
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En su primer ensayo, titulado “Ética del artista”, Paz distingue entre el arte de tesis y el arte puro.21 Su argumento se centra en una exhortación a la juventud de América para que opte por el arte de tesis, pues “el artista pone toda su vida y su potencia al servicio de motivos extra-artísticos. Motivos religiosos, políticos o simplemente doctrinarios, como el surrealismo” (“Ética” 115). En el arte puro, por el contrario, los artistas se desentienden de los acontecimientos históricos del momento. El Paz de los años treinta del siglo xx, al igual que su generación, se debatía entre la llamada literatura comprometida y la literatura escapista, optando más tarde por una poesía alejada de los conflictos políticos.22 Paz escribe “Ética del artista” en respuesta a un ensayo de Erns Glaeser titulado “Posición del escritor en nuestra época”, publicado en la revista Crisol. La respuesta de Paz es para Guillermo Sheridan significativa porque el tema sería, en germen, uno que habría de acompañarlo el resto de su vida: la naturaleza del trato entre el poeta y la realidad […]. Sin dejar de ser partidario de las causas sociales de sus camaradas, aunque renuente a ingresar a las agrupaciones, Paz preserva en las posiciones asumidas en Barandal: no las de un moderado […] sino las de un partidario de la preservación de la poesía al margen de la política. (Poeta 133, 135)
Para Paz, la poesía era revolucionaria en sí misma porque convierte a los individuos en hombres íntegros. Si bien Paz no subordina su poesía a la propaganda comunista, sí muestra, al igual que Rodó, una preocupación por los acontecimientos políticos y sociales de México y del resto de América Latina. La herencia del pensamiento arielista confirmó el papel fundamental que había jugado la letra en la conformación del poder representado en los Estados hispanoamericanos posterior a sus guerras de Independencia.
21 De acuerdo con Enrico Mario Santí, Octavio Paz, en un ensayo publicado en Barandal en 1931, “define no sólo al joven escritor sino también […] al futuro moralista” (Paz, Primeras letras 19). 22 Véase González Torres (44-51).
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Para Ángel Rama, no obstante, la intelectualidad latinoamericana, a la que denomina la “ciudad letrada”, “articuló su relación con el Poder, al que sirvió mediante leyes, reglamentos, proclamas, cédulas, propaganda”. Según Rama, esa fue la distancia que se abrió “entre la letra rígida y la fluida palabra hablada, que hizo de la ciudad letrada una ciudad escrituraria, reservada a una estricta minoría” (La ciudad 41). Este proceso reordena los signos medievales para nombrar, o más bien reorganizar, la nueva realidad americana de culturas en el ocaso del siglo xv con el que Europa quiso culminar su sueño de modernidad que supuso el encuentro de 1492. Al igual que Rama, Walter Mignolo sugiere que, gracias a la gramática de Nebrija y sus reglas de ortografía, se logró consolidar el Imperio español en el siglo xvi.23 El control del lenguaje escrito fue lo que reordenó el nuevo significado de los signos en la legitimación del poder colonial. Con la letra, los colonizadores españoles se autorizan para reorganizar la realidad del continente americano y justificar su hegemonía a través de la violencia de la escritura.24 La implementación de nuevas leyes —de un nuevo orden, siguiendo a Foucault— solo adquiere sentido con la existencia de un lenguaje (The order xx). Para Lévi-Strauss, sin embargo, la función principal del lenguaje escrito es facilitar la esclavitud.25 Los cimientos del lenguaje colonial que han determinado la realidad cultural de América Latina a partir del siglo xvi continuarían, pues, fortaleciéndose a lo largo del xix.
23 La consolidación del Imperio español a finales del siglo xv y principios del siglo xvi se debió en gran medida a la primera gramática de la lengua española de Nebrija, además del Encuentro de América y la expulsión de los moros. Véase Mignolo (The Darker Side 29). 24 José Rabasa señala que la tiranía del alfabeto presume que solo a través de la escritura es posible preservar la memoria y la historia. Véase “Writing” (50). 25 La escritura está concebida para comunicar. Para Lévi-Strauss, no obstante, la comunicación funciona para facilitar la esclavitud. La escritura con fines intelectuales y estéticos es solo un resultado secundario. Véase Tristes Tropiques (1423-1424).
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En 1872, durante una velada literaria en el Liceo Hidalgo, se suscita en México un debate entre Ignacio Manuel Altamirano y Francisco Pimentel.26 La polémica se centró en cómo debía ser el carácter del arte y la literatura nacional. Altamirano, por un lado, consideró importante aceptar las modalidades lingüísticas propias de México en la expresión literaria para crear una literatura nacional. Pimentel, por otro lado, pensó que la literatura mexicana debía ser una rama de la española, de lo contrario, la literatura se deformaría y perdería su pureza. Ser o no ser español era el dilema a dilucidar en el ámbito literario y cultural. Una década antes, Ignacio Ramírez habría recriminado a Emilio Castelar su reclamo hacia los americanos de querer “desespañolizarse”. Ramírez escribe: “[L]a España que vd. ama, no existe ni ha existido jamás; el talento de vd. la engendra en su alma democrática […]. Americanícese vd., Sr. Castelar. Los americanos comprendemos á vd. más que los españoles, más lo amamos, más lo admiramos” (318, 321).27 Pensadores como Ignacio Ramírez, Francisco Pimentel, Vicente Riva Palacio, Ezequiel Chávez y Guillermo Prieto, entre otros, se preocuparon por definir la función del mestizaje en la conformación de la identidad nacional durante las últimas décadas del siglo xix. Para Pimentel, por ejemplo, era imperativo contentarse con fijar la vista en los puntos más notables de la civilización mexicana, y con hojear la historia de los indios, de cuyo trabajo, sí, no podemos relevarnos, porque sólo comparando al indio antiguo con el moderno podremos conocer su diferencia; sólo la historia de la raza indígena nos indicará las causas de su abatimiento, y conociendo esas causas podremos aplicar acertadamente el remedio que se busca. (7-8)
26 Esta polémica resume las dos vertientes literarias predominantes del México independiente, conservadora y liberal, respectivamente, que buscaban definir la ruta que debía seguir la literatura nacional. Véase Aguilera López (204-215). 27 Lo que Ramírez buscaba, de acuerdo con Carlos Monsiváis, era “la instrucción y la restitución de los derechos indígenas, y demanda aceptara su nación como la primera Nación” (Las herencias 230).
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Solo a partir de un conocimiento cabal del México precolombino sería posible entender su civilización, mas no para reivindicarla, sino para superarla.28 Por su parte, Vicente Riva Palacio pensaba que la civilización del México antiguo había sobrevivido gracias al encuentro con el Viejo Mundo porque “las conquistas presentaron a la humanidad una nueva fase de su existencia, salvándose así una civilización que parecía puesta a desaparecer sin dejar huellas ni rastro […]. Nuestra antigua historia se había salvado” (x). Europa le había dado universalidad al mundo indígena, universalidad a la que también se afiliaría el mestizo, es decir, el mexicano contemporáneo.29 Para críticos como Agustín Basave Benítez, no obstante, la perspectiva con la que Riva Palacio entiende el mestizaje difiere de la de Pimentel porque no se centra en la transformación del indio, sino en la formación de una identidad nacional vinculada al mestizaje, es decir, por primera vez se establecen de forma explícita los lazos entre mestizaje y mexicanidad (29, 30). Por otro lado, Guillermo Prieto entiende que la mexicanidad se sustenta a través de la construcción hagiográfica de personajes liberales como Benito Juárez y no por la exaltación de un pasado indígena elaborado que se articula a partir de un discurso mestizófilo. Prieto escribe: La fe en la patria, la inquebrantable aspiración a su progreso, el olvido del interés personal por el bien público; ésa es la genuina representación de Juárez, y por eso, no los sabios ni las clases privilegiadas, no los cortesanos del poder y la fortuna, sino el pueblo menesteroso y doliente, se lo apropia, lo bendice y ensalza como un bienhechor y como un padre. (394)
28 Ezequiel Chávez pensaba que, para “el indio, desprovisto en general de cultura y atado por viejísimos tradicionalismos […] no puede haber muchas sino al contrario bien pocas emociones […] solo llega a sentir lo que por largos años lo excita, y solo llega a querer lo que una necesidad inveterada le hace experimentar: de ahí que resulta que no concibe aún la patria Mexicana” (32). 29 De acuerdo con Aguirre Beltrán, el “mestizo, tan abominado por los pensadores europeos, en manos de los mexicanos se convirtió en la raza superior” (36).
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Prieto celebra a los héroes liberales, puesto que de ellos derivaban las herencias morales del México de fin de siglo. Después de todo, tanto para Prieto como para sus contemporáneos liberales, el tema indígena no era un asunto prioritario.30 Octavio Paz observa la Reforma liberal de 1857 como el punto de inflexión en el que el México moderno se desprendía de su pasado indígena y colonial, lo que significaba que ya no habría indios, mestizos o criollos, sino mexicanos que compartirían un mismo sentimiento de unidad y pertenencia, un sentimiento nacional. La Reforma fue —apunta Paz— “la gran Ruptura con la Madre. La separación era un acto fatal y necesario, porque toda vida verdaderamente autónoma se inicia como ruptura con la familia y el pasado. Pero nos duele todavía esa separación. Aún respiramos por la herida” (El laberinto 226). La separación trajo consigo el caos. Carlos Monsiváis explica que, en ese México caótico, representado por la figura de Antonio López de Santa Anna, los liberales de la Reforma veían cómo todo se improvisaba, pues las instituciones carecían de cimientos sólidos a pesar de las promesas del desarrollo capitalista. (Las herencias 15). Estas condiciones adversas afectaron aún más a los pueblos originarios, que veían cómo los dirigentes políticos y militares combatían entre sí, mientras ellos continuaban padeciendo el desorden de las élites.31 Asimismo, el proyecto positivista de los liberales que imperaría durante el porfiriato (1877-1911) gracias a la influencia de Gabino Barreda, resulta ser letra muerta para el México decimonónico, especialmente para las comunidades indígenas.32 Pero el discurso mestizófilo encontró sus-
30 De acuerdo con Carlos Monsiváis, para intelectuales liberales como Guillermo Prieto y Francisco Pimentel en el México decimonónico, el tema indígena es fascinante pero poco estudiado, pues “el pasado prehispánico es el principio biológico, humano, cultural, político y ceremonial de la Patria, aún no objeto del conocimiento detallado” (Las herencias 138). 31 En este contexto de transición política —explica Jesús Silva Herzog—, el “indio secularmente engañado, moría sin saber por qué en las cruentas guerras civiles” (13). 32 Era necesario aprender —escribe Barreda— “conforme al consejo de Comte, las grandes lecciones sociales que deben ofrecer a todos esas dolorosas colisiones
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tento en la propuesta de Barreda. De acuerdo con Basave Benítez, este “importador del positivismo y artífice del sistema educativo juarista […] habría de moldear varias generaciones de mexicanos […] el positivismo recuperó para Francia al México que Napoleón III había perdido. Comte logró lo que Maximiliano nunca pudo obtener: la total adhesión de los liberales, es decir, del grupo que derrocaría el velo de la historia mexicana” (24, 37). Para Octavio Paz, sin embargo, esta filosofía rompe con el pasado indígena y colonial de México y, en cambio, le otorga una representación universal de la humanidad (El laberinto 277). Pero el positivismo mexicano —explica Leopoldo Zea— era entendido “en términos de política militante” (El positivismo 26).33 La desconfianza de Paz en el proyecto positivista se debió, en gran medida, a la fascinación que le provocó el espíritu popular zapatista emanado de la Revolución mexicana. En su reseña dedicada en 1943 al clásico ensayo de Zea El positivismo en México, Paz entiende el discurso porfiriano como un feudalismo colonial disfrazado de liberalismo (Primeras letras 56). El porfiriato fue una adopción fallida del liberalismo sobre la superficie del viejo orden colonial que intentó unificar el México heredero de la Contrarreforma con la Europa afiliada a la Reforma luterana que, de acuerdo con Paz, fue determinante para la consolidación de la modernidad y su proyecto económico capitalista (Los hijos 119). No obstante, según Andrés Lira González, la construcción del nacionalismo en México desde el siglo xix se enfrentó con una contradicción: los indígenas eran la parte de la sociedad que más se oponía a la nacionalidad en cuyo nombre actuaban esos hombres públicos […] los indígenas, su pasado y su presente, debían usarse como símbolo de la legitimidad del Estado nacional. Pero, precisamente, por eso, presentaban mayor
que la anarquía, que reina actualmente en los espíritus y en las ideas […] y que no puede cesar hasta que una doctrina verdaderamente universal reúna todas las inteligencias en una síntesis común” (73). 33 Para un análisis actualizado sobre el positivismo en México, véase Leyva (La filosofía en México en el siglo xx 17-55).
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El México ausente en Octavio Paz peligro para quienes se consideraban artífices y voceros más autorizados de esa empresa. (76)
El pensamiento científico de los liberales era discordante con la cosmovisión del México indígena, de ahí que se convirtiera en uno de los principales blancos de ataque de los revolucionarios en los años venideros. La gran mayoría de ellos utilizaron el término científicos con repugnancia hasta convertirlo en sinónimo de corrupto y traidor a la patria (Lomnitz 441). Los pueblos originarios no recibieron la atención suficiente en el imaginario nacional que construyó Porfirio Díaz porque representaban solo un antecedente del periodo colonial. De ahí que la narrativa del México moderno articulada por el régimen, nos recuerda Horacio Legrás, no podía representarse con el mundo indígena (30). Pero el prestigio del que gozó el positivismo tenía las horas contadas en el ocaso del siglo xix. El debate decimonónico sobre la mestización de México continuaría en las primeras décadas del siglo xx con los miembros del Ateneo de la Juventud, cuyo humanismo grecolatino, daría el tiro de gracia al pensamiento positivista.
C. México revolucionario: del mestizaje a la modernidad La Revolución mexicana fue el hito histórico que consolidó el mestizaje como el paradigma identitario del México moderno. El mexicano revolucionario irrumpió en la historia como heredero de un rico pasado precolombino, pero sin el yugo ancestral que continuaban padeciendo los pueblos originarios. Además de su vasto poder mitológico, el proceso revolucionario fue, siguiendo a Enrique Krauze, un amplio reacomodo histórico en el cual la fuerza del pasado corrige el hostigamiento liberal del porfirismo (Biografía 16).34 Pero la Revolución
34 El poder mítico de la Revolución es inmenso. Arnaldo de Córdoba nos recuerda las palabras de Jesús Silva Herzog en uno de sus ensayos: “Los mexicanos tenemos dos deidades: Nuestra Señora la Virgen de Guadalupe y Nuestra Señora la Revolución Mexicana” (“La mitología” 21).
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mexicana, lejos de solucionar el conflicto étnico con la narrativa del mestizaje, lo agudizó. Manuel Gamio fue en un principio optimista; pensó que el mestizaje sería un proceso armonioso porque tocaba a los revolucionarios de México forjar los cimientos de la patria recién nacida (6). Pero el pulido mestizaje que Gamio vislumbró pronto se corroyó, a pesar de que su preocupación por el bienestar de los pueblos originarios era un tema central en su argumento (Basave Benítez 126). Sin embargo, la ideología del mestizaje, según lo apunta José Rabasa, no logró estrechar los lazos de solidaridad con los pueblos originarios; más bien terminó por negar sistemáticamente sus raíces idealizando su pasado precolombino (Without History 48). La vuelta a los valores comunales, así como a la repartición equitativa de la tierra que defendía el zapatismo, pronto entró en conflicto con el liberalismo maderista. La Revolución, en su facción zapatista, no rectificó la historia de México como lo pensó Paz: “El movimiento zapatista tiende a rectificar la Historia de México y el sentido mismo de la nación, que ya no será el proyecto histórico del liberalismo. México no se concibe como futuro que realizar sino como regreso a los orígenes” (El laberinto 288-289). El zapatismo ha sido una de las edificaciones míticas más fecundas en el pensamiento paciano a causa de su delimitación geográfica y étnica, la cual contrasta con la movilidad de la insurgencia villista.35 La pluralidad del fenómeno revolucionario ha sufrido un reduccionismo debido a la vasta generalización y la omisión de detalles particulares. De acuerdo con Alan Knight, la crítica debe contextualizar y regionalizar su análisis sobre la Revolución y transgredir la noción reduccionista de lo nacional (“Weapons” 27). Las revoluciones buscan la vuelta a una edad de oro utópica en la que el hombre se libera de la alienación, como teorizaron Marx y Engels. Pero la Revolución mexicana, en su versión maderista, no tuvo, en apariencia, una inspiración marxista sino una propuesta liberal ar-
35 Jorge Aguilar Mora explica que, a diferencia del villismo, “el zapatismo parecía encerrado en su zona de origen muy exclusiva geográfica y racialmente” (El silencio 18).
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ticulada en el Plan de San Luis que no logró romper la enajenación del campesinado indígena ni impulsar con éxito la reforma agraria.36 No fue hasta la presidencia del general Lázaro Cárdenas (1934-1940) en que se intentó implementar un proyecto socialista, especialmente en la educación. Al concluir la lucha de facciones, se generalizó la creencia de que la izquierda estaba en el poder debido a que la Revolución gobernaba y que, por lo tanto, la derecha había sido derrocada. De acuerdo con Soledad Loaeza, esta creencia se propagó ampliamente a través del muralismo y de la educación pública, así como por intelectuales cercanos al régimen posrevolucionario (“El mito” 71). La utopía revolucionaria se convertiría en el estandarte del Estado que incluso se rebautizó el partido oficial como Revolucionario Institucional (Volpi, La imaginación 29). Para Octavio Paz, sin embargo, “la educación socialista era una trampa en la que sólo cayeron sus inventores […]. El conflicto entre la universalidad de nuestra tradición y la imposibilidad de volver a las formas en que se había expresado ese universalismo no podía ser resuelto con la adopción de una filosofía que no era, ni podía ser, la del Estado Mexicano” (El laberinto 300-301). Paz observa la Revolución con ojos de poeta: el levantamiento armado libera a México de sus máscaras ideológicas y revela por primera vez su verdadero rostro. Paz no entiende los paradigmas revolucionarios como una filosofía aplicable a la vida social mexicana, sino más bien como motor de cambio, como una fiesta en la que todos los invitados participan, beben y se emborrachan. La Revolución es, pues, el lugar de reconocimiento. De ahí que el poeta cumpla una función primordial en la reconciliación con el otro. Al referirse al muralismo mexicano, Paz comenta: La gran revolución estética europea, iniciada a principios del siglo xix con los románticos alemanes, nos ha enseñado a ver las artes y tradiciones de otros pueblos y civilizaciones, desde las orientales y africanas hasta las
36 La Revolución mexicana y la Revolución bolchevique tenían mucho en común en sus inicios. Los intelectuales mexicanos más radicales estaban convencidos de que la Revolución propiciaría las condiciones históricas que llevarían al país a un proceso revolucionario análogo al bolchevique. Véase Hadatty Mora (250).
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de la América precolombina y Oceanía. Sin los artistas modernos de Occidente, que hicieron suyo todo ese conjunto de estilos y visiones de las tradiciones no-occidentales, los muralistas mexicanos no hubieran podido comprender la tradición mexicana indígena. (“Re/visiones” 391-392)
La herencia romántica de Paz justifica su labor de “crítico practicante”, como lo llama J. Agustín Pastén, para incorporar a México en el curso de la historia universal. Según Pastén, ya desde Primeras letras se ponían de manifiesto las primeras huellas del crítico de la poesía y, sobre todo, del moralista e intelectual universal (Octavio Paz 20). Trazar un puente entre la tradición romántica y la América española fue una de las tareas centrales a las que Paz se sintió destinado. Había que reparar la fractura que el mundo hispánico había sufrido en el siglo xvi al abrazar la Contrarreforma y segregarse de la modernidad (“México” 441, 442).37 Pero la visión romántica, apunta Carlos Altamirano, nunca fue abandonada por los intelectuales latinoamericanos, aun cuando estos, en colaboración con el Estado, rescataron las culturas ancestrales de los pueblos originarios para presentarlas como la génesis de una identidad nacional o continental (Altamirano 12). Paz critica a los artistas posrevolucionarios, en especial a los muralistas, por esta exacerbación del pasado precolombino. Rufino Tamayo, empero, es una excepción, pues de acuerdo con Paz es el único que logra expresar mejor el arte precolombino en su obra porque no estaba sujeto a los dogmas estéticos del comunismo europeo: “Rivera, gran conocedor de los estilos modernos y gran admirador del arte precolombino, revela en sus formas una visión más bien académica y europea del mundo indígena. Siqueiros estuvo más cerca del arte barroco y del futurismo italiano que del arte popular. Lo mismo puede decirse de Orozco” (“Re/visiones” 392). A pesar de la admiración de Paz por las culturas indígenas, el arte precolombino significó para él un conocimiento letrado que no con37 Octavio Paz agrega al respecto: “La Revolución norteamericana fundó una nación; la francesa cambió y renovó a la sociedad; las revoluciones de América Latina fracasaron en uno de sus objetivos centrales: la modernización, social y económica” (“América Latina” 468).
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verge con la realidad social y política de los pueblos originarios contemporáneos. Pensadores del Ateneo como Alfonso Reyes también entienden, en un primer momento, que la reconciliación con el mundo indígena sería imposible sin la conciliación étnica que supone el mestizaje a la manera de Vasconcelos. No obstante, la visión de Reyes con respecto al mestizaje se aleja, como lo explica Ignacio Sánchez Prado, “del discurso antropologizante y proto-fascista que desembocaría en la ideología de la ‘raza cósmica’” (Naciones 76). Reyes observa que la heterogeneidad cultural de América Latina se diluye hasta formar un verdadero espíritu americano, lo que llevaría al escritor a exigir el reconocimiento universal de las culturas latinoamericanas y declarar que ya “[h]emos alcanzado la mayoría de edad” (250). La misión de los miembros del Ateneo consistiría, entonces, en la restauración de la alteridad indígena por medio de una educación nacional de corte humanista.38 Por eso Pedro Henríquez Ureña señala que el triunfo de Hispanoamérica sobre la barbarie vino con la adopción de la cultura europea, destacando la labor de Sarmiento y Bello, entre otros pensadores sudamericanos, como “salvadores de pueblos, a veces más que los libertadores de la independencia” (“La utopía” 384, 386). Los ateneístas no solo habían propagado la cultura grecolatina, sino también el amor por el clasicismo helénico; de ahí la importancia de Henríquez Ureña como mentor de una generación cuya influencia no se limitó a su ensayística, sino, sobre todo, a su incitación cultural.39 Si Madero combatía por el cambio político, los ateneístas luchaban también por una nueva realidad cultural (Krauze, Caudillos 46).
38 La Revolución —explica Carlos Monsiváis— “permite y determina el surgimiento de una cultura nacional más vasta, menos sujeta a la gracia y mecenazgo de los señores feudales. Al desmoronarse las estructuras del porfiriato, al ampliarse las posibilidades educativas […] se dan condiciones para la aparición de espíritus íntegramente revolucionaros […]. Gracias a la Revolución, se hace posible la mentalidad contemporánea y, pese a su ideología conservadora y aun ferozmente retrograda, Tablada y López Velarde son, artísticamente, dos de los primeros habitantes del México Moderno” (La poesía 20-21). 39 Véase Palou (“The Ateneo de la Juventud” 236).
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El estallido de la Revolución, sin embargo, había interrumpido ese proyecto humanista que, en última instancia, buscaba homogeneizar a la población para nacionalizarla.40 De la misma manera, Carlos Monsiváis sugiere que la insurgencia buscó destruir “la parálisis de un medievo liberalizado”, por lo que los ateneístas se empeñaron en consolidar el espíritu nacional guardando distancia de la ideología positivista que se privilegió durante el porfiriato (La poesía 20). Las influencias literarias de la generación explican su distanciamiento con el positivismo: “Schopenhauer, Kant, Boutroux, Bergson, William James, Nietzsche, Schiller, Wilde, Croce y Hegel” (Careaga 49). Con este arsenal intelectual, los ateneístas se lanzaron a la construcción de un puente que uniera la herencia cultural grecolatina con la mexicana. El proyecto posrevolucionario fomentó la creación de escuelas rurales con el fin de crear una nueva generación de maestros indígenas bilingües, quienes serían los encargados de educar a los pueblos originarios, además de transmitir la propaganda política del nuevo proyecto nacional (Knight, “Racism” 82).41 Se buscó así desarraigar a las comunidades indígenas de sus herencias culturales. Justo Sierra, por su parte, consideró que la homogenización lingüística de los pueblos originarios era necesaria porque, solo a través de una lengua no indígena como el español, se podían sentar las bases de un alma nacional (86, 92). Las lenguas indígenas, aunque consideradas hoy día como nacionales, no alcanzan ni el estatus ni el prestigio del español. De hecho, en muchas comunidades son relegadas al uso doméstico y al folclore, incluyendo las diferentes variantes del náhuatl o el maya. La “diglosia cultural”, a la que alude Martín Lienhard, desenmascara la relación desigual con la que se ocultan
40 Con la irrupción de la Revolución, los miembros más importantes del Ateneo se autoexiliaron. Sin embargo, “[d]e haber permanecido en México —afirma Enrique Krauze— los ateneístas habrían seguido la ruta de fundadores de instituciones, maestros del ‘pueblo’, nuevos directores de la vida académica” (Caudillos 50). 41 Ya desde las Leyes de la Reforma, las “lenguas y las culturas occidentales —escribe Aguirre Beltrán— fueron las únicas que se consideraron valiosas y la política incorporativa en su afán por alcanzar la modernización del país, trató de imponerlas coercitivamente sobre los indígenas” (26).
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los paradigmas de aculturación, sincretismo y mestizaje que, en su esencia, postulan una fusión tersa entre la cultura occidental y las culturas que no lo son (“De mestizaje” 76). Los pueblos originarios se han visto forzados a reescribir su identidad con el español por medio de una educación bilingüe, lo que ha relegado sus lenguas a la subalternidad. Se pensaba que la democracia en México sería imposible mientras el país no resolviera su heterogeneidad étnica y lingüística. Antonio Caso preguntaba al respecto: “¿Cómo formar un pueblo con culturas tan disímiles? La democracia plena impone, como necesidad o requisito previo, la unidad racial, el trato humano uniforme, y en México esta uniformidad, esta unidad no ha existido nunca” (102). Caso no tomó en cuenta que la esencia de la democracia, sin olvidar sus límites ni el valor universal impuesto por Occidente para justificar su hegemonía, exalta la pluralidad de voces y multiculturalidad, además del diálogo y el debate de ideas heterogéneas en constante movimiento, la libertad de expresión y el derecho a la autodeterminación, es decir, experiencias que aún en México no se han logrado consolidar. El paradigma del mestizaje también se halla en la base del pensamiento de José Vasconcelos, que, junto con Andrés Molina Enríquez, se encargó de posicionar al mestizo como la raza hegemónica al equipararla con la europea. Para Agustín Basave Benítez, sin embargo, “la tesis mestizófila moliniana es un portento de sofisticación que logra integrar en un sistema globalizador la “socioetnología”, la historia, la política y el derecho […] la correlación entre raza y clase impugnada por Molina Enríquez […] persiste en buena medida en la sociedad mexicana contemporánea” (142). El filósofo oaxaqueño y Molina Enríquez son los que verdaderamente universalizan el paradigma del mestizaje en Hispanoamérica.42 Lo mestizo era ya “irreversible” en
42 Para Molina Enríquez, “[l]a necesidad de que el elemento mestizo continúe en el poder, se impone por tres razones concluyentes: es la primera, la de que es más fuerte: es la segunda, la de que es el más numeroso; y es la tercera, la de que es el más patriota” (271).
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México, por lo que había que “sacarle provecho a lo ineludible” (Basave Benítez 134).43 El lema que acompaña al escudo de la Universidad Nacional Autónoma de México, “Por mi raza hablará mi espíritu”, es, según Carlos Monsiváis, el ejemplo mestizófilo más preciso, porque legitima a los intelectuales para generar discursos de raza a través de su autoridad letrada (Monsiváis y Soler 1). Para Vasconcelos, no obstante, la raza blanca o “raza puente”, como él la llama, se impondría con la mecanización del mundo, lo que daría paso a la fusión de todas las razas: la raza cósmica.44 La gran campaña educativa que Vasconcelos encabezó durante el gobierno de Álvaro Obregón (1920-1924) consistió en la implementación de un proyecto cultural humanista irrealizable, puesto que partía de un mestizaje sin contradicciones que pronto devino, siguiendo a Pedro Ángel Palou, “discurso y política pública” (El fracaso 15). La Revolución mexicana había recuperado —escribe Enrique Krauze— “el sentido misional del siglo xvi y lo aplicó en el ámbito de la educación; ése fue el invento genial de José Vasconcelos” (La presidencia 28). Para Carlos Monsiváis, sin embargo, Vasconcelos intentó crear un proyecto en el que, a pesar de la antiintelectualidad de los gobernantes, “la educación nos [haría] libres” (Salvador Novo 23). De ahí la fascinación de Daniel Cosío Villegas, uno de sus discípulos o cruzados más destacados, según Octavio Paz, cuya vocación intelectual estuvo siempre inclinada a la democratización del Estado (“Las ilusiones y las convicciones” 343).45 Al igual que su maestro, Cosío Villegas tam-
43 Solventando las diferencias, un excelente estudio de Luis Duno Gottberg, analiza la ideología del mestizaje en Cuba, que, en muchos casos, es teóricamente aplicable al caso de México. 44 Erick Blandón sugiere que el discurso del mestizaje de Vasconcelos no tuvo un impacto determinante en Centroamérica, especialmente en Nicaragua, como lo tuvo en México, a pesar de que La raza cósmica “fue con mucho la expresión más avanzada de reafirmación de la conciencia latinoamericana. En Nicaragua, no obstante, a esas alturas, la arcadia era buscada en el pasado colonial” (112). 45 Esta generación de los siete sabios continuó el proyecto educativo ateneísta una vez que el grupo se disolvió debido al autoexilio de sus miembros más importan-
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bién entiende que el indio debía ser expuesto a la corriente universal de la educación humanista.46 En entrevista con Emmanuel Carballo, Vasconcelos comenta que Grecia fue la única civilización que produjo una literatura de alto nivel (Carballo 22). Para el filósofo, los pueblos originarios carecían del mismo nivel de desarrollo que las culturas grecolatinas, a pesar de la exaltación fantasmagórica de su pasado; error que no solo Vasconcelos y su generación cometieron, sino también los futuros intelectuales que Octavio Paz encabezaría, pero ya no desde el humanismo grecolatino, sino a partir de un discurso míticohistórico. De manera análoga a Vasconcelos, Alfonso Reyes fue el personaje público al que Octavio Paz daría continuidad como figura intelectual vinculada al poder. De acuerdo con Anthony Stanton, sus trayectorias intelectuales “son en muchos sentidos paralelas en sus respectivos tiempos. Ambos sobresalen desde el comienzo en los dos géneros de la poesía y el ensayo […]. Reyes y Paz son dos prototipos ideales de lo que el primero llamó la inteligencia americana” (Correspondencia 10). Aunque Paz no fue partidario político de Vasconcelos, sobre todo, cuando este intentó ser presidente de la República en 1929, tuvo un respeto intelectual hacia su obra por provocar el diálogo y la crítica entre los pensadores de su ge-
tes (Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña) durante la etapa más violenta de la Revolución mexicana. En palabras de Enrique Krauze, “Antonio Castro Leal y Alberto Vásquez del Mercado decidieron formar una nueva sociedad cultural que remplazara a la Hispánica. Junto con cinco compañeros de la Escuela de Derecho y Jurisprudencia, fundaron la Sociedad de Conferencias y Conciertos […]. Sus fundadores, Castro Leal, Vásquez del Mercado, Vicente Lombardo Toledano, Manuel Gómez Morín, Teófilo Olea y Leyva, Alfonso caso y Jesús Moreno Baca…” (Caudillos culturales 72). 46 “El indio y el pobre, tradicionalmente postergados —comenta Cosío Villegas—, debían de ser un soporte principalísimo, y además aparente, visible, de esa nueva sociedad; por eso había que exaltar sus virtudes y sus logros: su apego al trabajo, su mesura, su recogimiento, su sensibilidad revelada en danzas, música, artesanías y teatro. Pero era también menester lanzarlos a la corriente de la cultura universal, dándoles a leer las grandes obras literarias de la Humanidad: las de Plantón, Dante, Cervantes, Goethe” (Ensayos I 15).
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neración.47 Ese diálogo fue lo que Paz consideró más valioso en Vasconcelos porque no solo conversó con sus colegas del Ateneo, sino también con el resto de Hispanoamérica (“Las páginas” 314). El reto para Vasconcelos y los ateneístas consistió en crear una conciencia nacional a través de la educación humanista y, sobre todo, a través de la creación de un nuevo discurso político: el mestizaje.48 Pero la búsqueda de esa conciencia nacional significó ver en la Europa grecolatina el epicentro de lo verdaderamente humano, y, por lo tanto, de lo verdaderamente universal (Reyes 245-246). En entrevista con Emmanuel Carballo, Reyes comenta que el intelectual debía ser visto como un artista griego que da su arte al público, el arte entendido como una ceremonia cívica dedicada al pueblo para su propio deleite y refinamiento cultural (139). Se tenía la certeza de que los pueblos originarios poseían las mismas capacidades intelectuales que el europeo, pero era necesario exponerlos a la cultura clásica. De ahí el desconcierto de los ateneístas al observar que el indio volvía a lo que ellos llamaban sus tradiciones primitivas, aun cuando tuviera la libertad de escoger la civilización. Samuel Ramos también vio el modelo cultural de los pueblos originarios como tosco y primitivo, en contraste con el europeo, que consideraba más sofisticado y eficiente (240-241). El análisis de Ramos, a partir de una interpretación psicológica del complejo de inferioridad, consolida la imagen arquetípica de lo mexicano después de la Revolución. Se tenía claro que el indígena era apto para asimilar la civilización europea a pesar de su resistencia a abandonar sus culturas, aunque, según Ramos, no había aún alcanzado su mayoría de edad (239). Ramos y sus contemporáneos buscaron, en suma, una utopía política sustentada en el prncipio de libertad que prometía la Revo-
47 Para Enrique Krauze, “Vasconcelos era lo que se llama un intelectual, es decir, hombre de libros y de preocupaciones inteligentes […] llevó a la práctica íntegramente el programa del Ateneo” (Caudillos 101, 103). 48 De acuerdo con Ignacio Sánchez Prado, el mestizaje en Vasconcelos “surgió como un intento de darle consistencia histórica y racial al continente en la estela de la revolución mexicana […] fue una dramática ruptura del discurso nacional articulado por el liberalismo del siglo xix” (“El mestizaje” 383).
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lución, lo cual suponía necesariamente la formación de un proyecto mestizófilo que articulara las políticas culturales de lo que hoy entendemos como mexicanidad.49 La generación de Contemporáneos continuaría la empresa de sus predecesores desde una relativa posición autónoma, distanciada de una intelectualidad marxista que veía con desdén sus gustos estéticos discordantes con el espíritu nacionalista, el cual privilegiaba un arte comprometido y viril, un arte revolucionario.
49 Véase Palou (“The Ateneo de la Juventud” 233-245).
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III
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Nos buscábamos a nosotros mismos y encontramos a los otros (Octavio Paz, Claridad errante)
A. Poesía y revolución: de Contemporáneos a El laberinto Los miembros de la generación de Contemporáneos fueron determinantes en la formación intelectual de Octavio Paz.1 La también llamada “generación sin grupo” tuvo una actitud contradictoria ante la Revolución mexicana; por un lado, dependían de ella económica
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Además de la revista Contemporáneos, fue igualmente crucial la influencia de otras tres revistas extranjeras para el joven Paz: Revista de Occidente, Sur y Cruz y Raya. De acuerdo con el poeta, en ellas él y sus compañeros se enteraron “de los movimientos modernos, especialmente de los franceses, de Valéry y Gide a los surrealistas y a los autores de la N.R.F. Leímos con una mezcla de admiración y desconcierto a Eliot y a Saint-John Perse, a Kafka y a Faulkner” (“Itinerario” 9).
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y políticamente y, por el otro, se sentían alejados estéticamente. Su percepción del arte y de la cultura, proveniente de una clase social en ascenso que la Revolución deterioró, se contrapuso al nacionalismo posrevolucionario que permeó el contexto político y cultural del país después de la lucha armada.2 Los Contemporáneos se disputaron con los Virreinalistas, liderados por Francisco Monterde, y los Estridentistas, con Manuel Maples Arce a la cabeza, no solo la estética que debía ocupar la literatura en el México posrevolucionario, sino también su hegemonía dentro del “proceso de institucionalización de la cultura” (Sánchez Prado, Naciones 40). Ser modernos, pues, era el anhelo de la generación. La demagogia del discurso nacional que privilegiaron los primeros gobiernos revolucionarios no se correspondía con su visión de universalidad. La modernidad se encontraba fuera y no dentro, y solo podía alcanzarse siendo contemporáneo al mundo exterior; idea central que Octavio Paz elaboraría en El laberinto de la soledad, puesto que “toda tentativa por resolver nuestros conflictos desde la realidad mexicana deberá poseer validez universal o estará condenada de antemano a la esterilidad” (319). Si el arte, la literatura y la cultura aspiraban a ser nacionales, tenían que ser universales. Contemporáneos fue una generación aparentemente alejada de los debates políticos y sociales de su tiempo. Esto es, empero, una verdad a medias. Jaime Torres Bodet, José Gorostiza y Salvador Novo, por ejemplo, fungieron como funcionarios públicos; no pudieron librarse del mecenazgo posrevolucionario. “A partir de 1940 varios miembros de esa generación se oficializan —escribe José Joaquín Blanco—, algunos mueren, otros se callan; de tal modo que dejan de existir como la fuerza renovadora y audaz que fue en los veintes y treintas” (Crónica 158). Los Contemporáneos entendían que la poesía pura tenía que estar alejada del discurso político; era más un lujo que un arma ideológica.
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Carlos Monsiváis explica que los Contemporáneos “se destacan como un grupo polémico y cerrado. Al fin y al cabo son producto de la clase media alta, a quien la Revolución afectó en gran manera, al privarla de sus posesiones y concesiones” (La poesía 32).
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Para Guillermo Sheridan, por ejemplo, el interés poético de Contemporáneos recayó sobre su propia poesía, por lo que su revista no estuvo, a excepción de la de T. S. Eliot, lo suficientemente atenta a la poesía estadounidense y europea que se escribía en esa época (Índice 10). Para Carlos Monsiváis, sin embargo, el saber cultural y literario moderno que abrazaba la generación se encontraba oculto en el lenguaje de autores como Jules Supervielle, Eliot, Gide, Breton, Nietzsche y Baudelaire (Salvador Novo 52). El lenguaje poético que privilegiaron los Contemporáneos estaba alejado del compromiso político y social porque no vieron en el arte y la literatura una respuesta para cambiar el mundo. La razón histórica de su aparente actitud escapista que los diferenció de los ateneístas fue, en esencia, la institucionalización del proyecto revolucionario. Los Contemporáneos, en su mayoría, eran muy jóvenes hacia 1910, pero experimentaron la violencia que dejó a su paso la Revolución. Al finalizar la etapa armada, ese grupo de jóvenes entusiastas, de acuerdo con José Joaquín Blanco, tendría la responsabilidad de encabezar la élite letrada que había dejado vacante la generación anterior (Crónica 160). No obstante, fueron testigos del rápido deterioro de los ideales revolucionarios que en 1929 Plutarco Elías Calles institucionalizó con la fundación del Partido Nacional Revolucionario (PNR).3 La institucionalización de la Revolución mató las esperanzas de una literatura social y sus obras no solo fueron catalogadas de escapistas, sino que además tuvieron que soportar los agravios de otros artistas e intelectuales, como Diego Rivera, debido a la homosexualidad que los estigmatizaba. La generación vivió un exilio interior, a diferencia de los muralistas, quienes privilegiaron la esfera pública. Los Contemporáneos —señala Monsiváis— concibieron el arte como “patrimonio privado” (Salvador Novo 50). Su literatura privilegió la construcción 3
Ante la inestabilidad electoral durante el proceso electoral de 1928, se optó por la creación de una institución que regulara a todos los ex revolucionarios en su lucha por el poder: la creación del PNR solucionaría el caos. De acuerdo con Javier Garciadiego, con “esta institución partidista, con el fin de la guerra cristera y con la institucionalización del ejército terminó el periodo ‘bronco’ de la Revolución mexicana” (261).
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de mundos alternos y artificiales que ignoraban la insoportable realidad de ese México bárbaro que John Turner vio en 1909 y cuyas fachadas habían sido ornamentadas con paradigmas democráticos. En la obra de los Contemporáneos parecería no abundar el peso de lo cotidiano, no obstante, según lo apunta Paz, “se enfrentaron al hecho de vivir la crítica moral que tanta falta nos hace” (“Contemporáneos” 96). Carlos Pellicer y Gilberto Owen representan parte de esa crítica moral.4 El soneto que Pellicer dedica a la iniciación del monumento de Bolívar en México es una muestra de ello, lo que llevó a Emmanuel Carballo a definir su obra como desmesurada. En los endecasílabos del soneto se lee: Piedra que va a crecer, primera y clara, el peso de su sangre está en mis venas, hay un trueno en la entraña en que te llenas y un silencio arenal que en ti cuajara. ¡Cuanta fuerza en tus hombros se prepara! ¡Qué poderosa plenitud ya ordenas! Te oigo toda en mi ser, piedra que suenas como el cielo ante el sol que se declara. A las piedras de América les grito: pesan su fuerza junto al infinito; ¡súmenla en pedestal que el cielo aguante! Y oigo en el Continente un trueno claro que por la luz parece de diamante y por la soledad, de inmenso faro. (67)
La obsesión por el orden que tenía el poeta es una constante en su poesía; orden que ponía de manifiesto el desorden totalizante del
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La obra crítica de Carlos Pellicer y Gilberto Owen, de acuerdo con José Joaquín Blanco, es “más escasa que la de sus compañeros. Unas cuantas notas […] muchas entrevistas prácticamente idénticas […] no por ello dejan de ser críticos, puesto que su propia obra poética tiene tal actitud. Owen dejó unas páginas […] que reúnen unos comentarios sobre sí mismo” (Crónica 218).
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México posrevolucionario. Para Pellicer la exageración es un desorden carente de virtud; de ahí su admiración por Simón Bolívar, quien representó el orden en Hispanoamérica.5 Pellicer fue maestro de Octavio Paz en el Colegio de San Ildefonso, en cuyos recintos se gestaría la sensibilidad cosmopolita del joven Paz a través de los relatos y las experiencias de viajes que el poeta tabasqueño compartía en sus lecciones. Paz también conoció a Jorge Cuesta en San Ildefonso, con quien de inmediato estrecha lazos estéticos. En su primer encuentro dialogan sobre la vida y obra de autores como D. H. Lawrence y Aldous Huxley, “es decir, de la pasión y de la razón, de Gide y de Malraux, es decir, de la curiosidad y de la acción” (Paz, “Contemporáneos” 9091). Ambos buscaban la modernidad en el exterior. Cuesta fue un defensor acérrimo de la universalidad y, en contra del discurso oficial, pensó que solo se podía tener un arte, una literatura nacional, si esta era universal.6 Para José Joaquín Blanco, sin embargo, la importancia de Jorge Cuesta consistía en su habilidad como lector de poemas, en su talento como ensayista, convirtiéndose en la conciencia política de Contemporáneos “del mismo modo que Novo sería la conciencia moral, Villaurrutia la literaria, Owen la teológica” (Crónica 215).7 Cuesta, a diferencia de Paz, concibe la poesía como un bálsamo, como un escape de la cotidianidad para volver a ella críticamente. Para Paz, no
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La pasión de Bolívar fue —escribe Pellicer— “nuestra América. Su amor, sus declaraciones amatorias […] (ya sean los dos grandes discursos, la Carta de Jamaica o el prólogo a la Constitución de Bolivia) entraña un principio de orden que a mí me deslumbran” (230). Cuesta explica que “el arte es un rigor universal, un rigor de la especie. No se librará México de experimentarlo, a pesar de los imbéciles y faltos de moral que tratan de resistir a la exigencia universal del arte, oponiéndole la medida ínfima de un arte mexicano, de un arte a la altura de su nulidad humana, de su pequeñez nacional. Será la nacionalidad lo que será medido por el arte, no el arte por ella” (185). El Jorge Cuesta editor de revistas como Examen, adquiere gran notoriedad y reconocimiento, sobre todo con la publicación de su Antología de la poesía mexicana moderna (1928), la cual posiciona a Contemporáneos en el epicentro de la nueva poesía mexicana. Véase Hadatty Mora (255).
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obstante, la poesía es una construcción mítica, una estética afiliada a su visión romántica que deshistoriza los conflictos históricos. La poesía de Paz se aleja de la historia y sus pugnas ideológicas para insertarse en ella con el lenguaje ahistórico del mito.8 Salvador Novo fue uno de los miembros más polémicos de Contemporáneos. Su pluma hábil e irreverente encabeza la crítica de los años treinta. La originalidad de Novo consistió en la agudeza de su pensamiento crítico e irreverente, además de la articulación de su propio personaje como obra maestra, el cual lo posicionaría como uno de los miembros más destacados de su generación (Blanco, Crónica 202). Sus ensayos periodísticos en La Semana Pasada dan una radiografía del contexto social y político del país gobernado por el general Lázaro Cárdenas.9 A pesar de no simpatizar con el Gobierno cardenista, Novo reconoce las políticas educativas que el presidente promovió para mejorar las condiciones de miseria en las que se encontraban los pueblos originarios. De acuerdo con Novo, las campañas educativas dirigidas a la población indígena se gestaron gracias al análisis del psicólogo Pierre Janet, quien en una de sus conferencias impartidas en México, aseguró que ver el trabajo artístico en la pintura de los niños indígenas mexicanos “da derecho a creer que iguales facultades artísticas se habrían encontrado en escuelas populares libres de música, en donde casi todos los niños inscritos habían demostrado facultades maravillosas para este arte” (51). Asimismo, Novo admiró el valor cultural y artístico del indígena porque pensaba, que al igual que el resto de la población, se había situado a la vanguardia de aquellos dedicados a disciplinas culturales y científicas (49). Las preocupaciones
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De acuerdo con Ignacio Sánchez Prado, el “lenguaje de Paz es siempre la instancia de mediación entre la temporalidad mítica y el tiempo secular y el vehículo en el cual los conflictos de la segunda […] se disuelven en la reconciliación de la primera” (Naciones intelectuales 233). La Semana Pasada fue una de las revistas opositoras al cardenismo. Salvador Novo fue uno de sus principales colaboradores. De acuerdo con José Emilio Pacheco, en las columnas de Novo pocos “son aplaudidos; a los más, se les escarnece con la impiedad y el humor sarcástico que habitualmente se reservan para el diálogo en el café o la inscripción furtiva sobre un muro” (“Nota” 12).
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sociales y políticas de algunos miembros de la generación, en suma, no coinciden del todo con el escapismo que tradicionalmente se ha atribuido a su obra.10 Xavier Villaurrutia también se manifestó en contra de la exacerbación nacionalista de los años treinta. Villaurrutia señala que en el discurso posrevolucionario se venera en exceso la herencia precolombina hasta convertirla en un accesorio decorativo (“Mi pensador mexicano” 790). De ahí la importancia que el poeta le confiere a la obra de Fernández de Lizardi, puesto que no buscaba decorar, sino estudiar lo mexicano, advirtiendo los peligros que acechan a una sociedad iletrada e inculta como la que Villaurrutia y sus compañeros experimentaron en el México posrevolucionario, cuyo discurso de mexicanidad censuraba toda manifestación cultural proveniente del exterior. Pero las estéticas discordantes con el proyecto del Estado eran, precisamente, las que privilegiaron tanto Villaurrutia y su generación como el propio Octavio Paz, a quien, de acuerdo con Luis Leal, nadie aventaja como crítico de la poesía mexicana, pues “Alfonso Reyes no se interesaba en ella, o no quiso expresar sus juicios por escrito. Cuesta, y sobre todo Villaurrutia, son los críticos que preceden a Paz. De ellos desciende directamente” (242).11 Por su parte, Jaime Torres Bodet se concentra más en la esfera política y social que en la crítica literaria. En este sentido, vio en el mestizaje la respuesta al subdesarrollo de América Latina. En su ensayo “El descubrimiento del Nuevo Mundo”, con el que conmemoró el Día de la Raza el 12 de octubre de 1941, siguió los planteamientos heredados de los pensadores sudamericanos con respecto a la búsqueda de la identidad continental a partir de la Independencia. En su discurso, explica que América necesitó adaptarse a nuevas circunstancias históricas durante tres siglos; pero su prueba más grande aún quedaba 10 Monsiváis observó que en la poesía de Novo se “rinde homenaje paródico a la retórica oficial” (Salvador Novo 99). 11 La gran influencia de la obra de Octavio Paz ha eclipsado la de Alfonso Reyes debido a que la selección de sus textos se ha visto reducida a criterios editoriales arbitrarios que privilegian temáticas de corte nacional y americanista de la vasta miscelánea alfonsina. Véase Sánchez Prado (“Nuestro Alfonso” 9-10).
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pendiente: conocerse a sí misma. Según el poeta, esta tarea de autoconocimiento se inicia a partir de la Independencia y se consolida con el mestizaje armonioso enunciado por el régimen posrevolucionario. Torres Bodet afirma ante el magisterio: Si agregamos a estas circunstancias universales las que derivan de la evolución de nuestros aborígenes y si añadimos al pensamiento europeo, transmitido por los colonizadores, el patrimonio de los pobladores indígenas —cuya sangre fluye en las venas de millones de mexicanos— percibiremos lo que significa nuestra República: una síntesis generosa de anhelos y privaciones, de sufrimientos y de alegrías, de realidades y de ideales. (“Aspiraciones” 927)
Torres Bodet articula un falso sujeto homogéneo que respondía a los mecanismos legitimadores del poder hegemónico que entonces representaba. Con Torres Bodet la literatura deviene oratoria.12 Tras escribir la primera reseña sobre Raíz del hombre (1937), Cuesta invita a Paz a las tertulias del grupo. Era su graduación, o, como él mismo lo afirmaría: “Una ceremonia de iniciación” (“Contemporáneos” 93). La obra de André Gide, el comunismo y los escritores que apoyaban la República durante la Guerra Civil española, eran los temas de actualidad.13 Todas estas discusiones fueron para Paz medulares; reflexionaría en ellas años después en buena parte de su obra. Las tertulias con los Contemporáneos fueron pocas, pero su herencia cultural resultó abundante. Paz dejaría la Ciudad de México para ir a Yucatán y luego a España, ambos viajes fundamentales en su formación personal e intelectual. 12 De acuerdo con José Joaquín Blanco, a pesar de la vasta obra del poeta, “como crítico Jaime Torres Bodet fue un caso desastroso […]. Sus discursos como funcionario educativo o diplomático resultan igualmente previsibles: la literatura queda convertida en materia prima de la oratoria, la pobre poesía náhuatl sirve para que se nos recuerde que hay que ser altivos como Cuauhtémoc; el Cid nos convoca a amar y respetar las instituciones del México posrevolucionario” (Crónica 222, 223). 13 Para un estudio de la poesía temprana de Octavio Paz, véase Müller-Bergh (118-133).
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El temple de Taller, revista fundada por Paz en 1938, continuaría el legado de Contemporáneos. La generación de Taller fue más consciente de sus intereses estéticos, por lo que fue capaz de articular una poesía alejada de los debates sociales (Monsiváis, La poesía 55-56). No obstante, una de las diferencias entre ambas generaciones fue su actitud política, mucho más activa y violenta la de Taller que la de sus predecesores. Paz explica que la modernidad de su generación “no era la de los “Contemporáneos” ni la de los poetas españoles de la Generación de 1927. Tampoco nos definía el “realismo social” (o socialista) que comenzaba en esos años ni lo que después se llamaría “poesía comprometida”. Nuestros afanes y preocupaciones eran confusos pero en su confusión misma […] se dibujaba ya nuestro tema: poesía e historia” (“Antevíspera” 124). Octavio Paz es “el único poeta revolucionario —comentaría Rafael Alberti— […] porque es el único en quien hay una tentativa de transformar el lenguaje” (Paz, Sólo a dos voces 25). El halago de Alberti no solo refuerza la desconfianza de Paz hacia la poesía comprometida a la manera de Pablo Neruda, sino que además confirma su filiación romántica-surrealista, a pesar de que haya escrito algunos poemas comprometidos.14 No obstante, el romanticismo es —nos recuerda Edgardo Lander— un productor de mitologías que posibilitan la construcción de “un proyecto universal” (122). En este sentido, sin el poder totalizante del mito no se podrían entender la modernidad ni los paradigmas que han justificado a Europa como generadora de culturas modernas frente a las no europeas. Los gustos literarios exquisitos, así como el amor por la literatura angloamericana y francesa, son parte del legado que Taller hereda de Contemporáneos. Sin embargo, Paz ve con recelo su indiferencia ante las luchas revolucionarias que en ese momento representaba la guerra
14 Enrico Mario Santí observa el compromiso político de Paz en poemas juveniles “como ‘¡No pasarán!’ o la ‘Elegía a un joven muerto en el frente de batalla’ y que, en su momento, hizo el agosto de contemporáneos suyos, como Efraín Huerta, o de poetas mayores como Rafael Alberti y Pablo Neruda. Lo cierto es que durante años y en múltiples ocasiones Paz amplió y refinó la índole del compromiso abordando el tema de la presencia de la historia en la poesía, o bien a la inversa: de la poesía en la historia” (“Poesía e historia” 21).
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civil española. Para el Paz de los años treinta, la historia y la poesía —o el poeta y la revolución, siguiendo a Enrique Krauze— eran el motor social de cambio.15 En un principio, todos los miembros de Taller fueron proclives al pensamiento marxista, en gran medida por la amistad y solidaridad política con los intelectuales exiliados españoles en México.16 Pero lo que en verdad los animaba no era la ideología sino “el prestigio mágico de la palabra revolución […]. Estábamos enamorados de la violencia, palanca para hacer saltar al mundo y establecer el reino de la fraternidad” (“Antevíspera” 132-133).17 De ahí la fascinación de Paz por el surrealismo años después. La utopía revolucionaria, no obstante, se resquebrajó por amordazar a la generación, por no dejar su pluma en libertad. En esos años, la libertad del escritor consistía en la denuncia de los crímenes del régimen soviético; esto llevaría más adelante al cierre de la revista, porque “se podía profesar todas las ideas y expresarlas pero, por una prohibición no por tácita menos rigurosa, no se podía criticar a la Unión Soviética” (“Antevíspera” 139). Ya desde sus años mozos, Paz aprendía la lección: la verdadera literatura siempre es marginal, siempre es disidente. Después del cierre de Taller surgirían dos revistas que, de acuerdo con Alfredo Roggiano, son la obra más importante del joven Paz en su etapa de formación y definición artística e ideológica: En las revistas Taller (1938-1941), Tierra Nova (1940-1942), El Hijo Pródigo (1943, hasta el núm. 7), y en la selección de su poesía reunida en volumen (A la orilla del mundo y Primer día, Bajo tu clara sombra, Raíz del hombre, Noche de Resurrecciones, 1942) hay que buscar lo mejor y definitivo de la obra de Paz de este periodo, que coincide mucho más con cierto socialismo utópico y con el surrealismo que con el existencialismo, en la necesidad de descubrir una verdadera tradición revolucionaria de lo moderno en la línea de Baudelaire, Rimbaud, Lautrémont. (14)
15 Véase Octavio Paz. El poeta y la revolución, así como Redeemers, el capítulo “Octavio Paz: The Poet and the Revolution” (120-270). 16 Véase Faber (3-27). 17 Véase Xirau (Octavio Paz 17-54).
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La consolidación intelectual de Octavio Paz había comenzado.18 En 1949 se publican las primeras ediciones de Libertad bajo palabra y en 1950 El laberinto de la soledad. El laberinto catapulta a Paz como ensayista al primer plano cultural en México.19 Samuel Ramos habían iniciado en 1934 los estudios sobre el carácter del ser mexicano basados en el modelo psicológico de Alfred Adler.20 El laberinto no es, sin embargo, una continuación de El perfil del hombre. Su análisis propone que la soledad del mexicano es solo soportable con la crítica de la historia y del nacionalismo imperante. Si el mexicano no puede escapar de su soledad, al menos puede experimentar la compañía de otras soledades.21 En entrevista con Claude Fell, Paz considera que, a diferencia de lo que Ramos propuso, él intentó escribir “un libro de crítica social, política y psicológica […] un libro dentro de la tradición francesa del ‘moralismo’ […] una descripción de ciertas actitudes […] y un ensayo de interpretación histórica” (“Vuelta” 421). Para J. Agustín Pastén, no obstante, ensayos como El laberinto revelan sus esfuerzos por consolidarse no solo como el poeta más importante de México, sino como el crítico literario y cultural más sobresaliente, que, a la postre, convertiría su obra en un canon.22 Paz explora en El laberinto su concepción del mexicano dentro de un contexto histórico, político y mítico. El laberinto analiza
18 Véase Pastén (“Elaboración” 72-86). 19 Con la publicación de El laberinto, se consolida el triunfo de la literatura sobre la filosofía. De acuerdo con Ignacio Sánchez Prado, “mientras la filosofía quedó confinada a los ámbitos académicos, la obra de Octavio Paz marca la consolidación de la literatura como un discurso operativo en la esfera pública” (Naciones 225). 20 Puesto que el sentimiento de inferioridad y de vergüenza es generalmente visto como un signo de debilidad en una persona, existe una tendencia natural a ocultarlo. Véase Adler (2). 21 Roger Bartra ha hecho una compilación de los ensayistas mexicanos más representativos (desde Ezequiel Chávez hasta Carlos Monsiváis) que han estudiado el tema de lo mexicano. Véase Anatomía del mexicano. 22 Para J. Agustín Pastén, la “composición de estos textos no se podría entender, si primero no se examinan las diferentes facetas de la elaboración de una poética en los ensayos que el joven poeta publica entre 1931 y 1943, estadio formativo de su carrera crítico-literaria” (Octavio Paz 30-31).
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—comenta Enrico Mario Santí— “la vergüenza de ser mexicano, la conciencia de la fiesta como ritual sagrado, la cortesía como simulación, el necesario rescate del pasado histórico y el legado religioso, la postulación de una futura revelación” (Paz, El laberinto 28). El regreso a los orígenes es otro de los temas centrales que Paz aborda en El laberinto; pero el origen visto como desarraigo, como la búsqueda de interrogantes pretéritas de sus tempranas experiencias con la soledad (Itinerario 13). De ahí que haya observado la Revolución mexicana como un intento fallido del aún mancebo México independiente por conocerse a sí mismo; El laberinto fue, en suma, la respuesta a su soledad histórica (Krauze, “Octavio Paz. De la revolución” 684). En este sentido, el poeta mexicano explica que el proceso revolucionario intentó liquidar el régimen feudal, transformar el país mediante la industria y la técnica, suprimir nuestra situación de dependencia económica y política […] instaurar una verdadera democracia social. En otras palabras: dar el salto que soñaron los liberales más lúcidos, consumar efectivamente la Independencia y la Reforma, hacer de México una nación moderna. Y todo esto sin traicionarnos. (El laberinto 321)
Los liberales mexicanos desde Benito Juárez, empero, habían negado el pasado prehispánico y el orden novohispano. La generación de Juárez que llega al poder en 1858, a pesar de su origen indígena, provocaba al mismo tiempo admiración y temor entre sus partidarios y opositores. Agustín Basave Benítez se repite la interrogante que se hacían los contemporáneos de Juárez: “¿Quién podía entonces subestimar la sangre que en mayor o menor medida corría por las venas de los Juárez y Ocampo o de los Ramírez y Altamirano? […] Cierto, se trataba de indios y mestizos criollizados, que de sus antepasados autóctonos sólo conservaban lo que no podían quitarse de encima” (24). La Revolución, en su vertiente maderista, retomó los ideales liberales porque eran los únicos horizontes que las élites gobernantes y letradas vieron como factibles para el progreso de un México en ruinas. De haber buscado adentro, habrían tenido que tomar en cuenta políticamente a los pueblos originarios. Desde el punto de vista social y eco-
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nómico, la situación tampoco resultó alentadora para las comunidades indígenas, pues la Revolución no alteró el sistema económico que privilegiaba a los grandes terratenientes, más aún, aminoró sus gastos operativos entre los que se encontraban las contribuciones sanitarias y de salubridad, así como las cuotas para la manutención de escuelas en las haciendas (Benítez, Los indios 579). Sin embargo, en el ámbito cultural los pueblos originarios han servido como piedra angular en la construcción del discurso fundacional de la identidad nacional que, al fin de cuentas, ha devenido proyecto político. La edificación de un mito nacional es, precisamente, lo que el pensamiento romántico de Paz propone, pues es labor del poeta moderno justificar la realidad histórica con un poema, con el lenguaje mítico: “El pensamiento romántico se despliega en dos direcciones que acaban por fundirse: la búsqueda de ese principio anterior que hace de la poesía el fundamento del lenguaje y, por tanto, de la sociedad; y la unión de ese principio con la vida histórica […] —cada sociedad está fundada en un poema” (Los hijos 89). Paz vio en el Ulises criollo de Vasconcelos la representación de la travesía espiritual del viajero que vuelve a casa para redescubrirla (Paz, El laberinto 30). Paz preparaba el camino para encarnar ese personaje mítico que vio en las memorias de Vasconcelos y así convertirse en el poeta que regresa a sus orígenes, en el héroe que revela lo que hay detrás de sus señas de identidad, lo que hay detrás de las máscaras mexicanas.23 El rostro indígena fue una de las revelaciones que Paz experimentó con su tentativa poética. En su viaje a Yucatán en 1937, alejado de la Ciudad de México, Paz padeció una soledad que lo trascendía, una soledad colectiva. Este cambio se dio con el poema Entre la piedra y la flor, donde el poeta evoca en tono inquisitorio el desamparo mexicano
23 La voz narrativa de Vasconcelos reflexiona en el prólogo de El desastre sobre ese héroe abatido que se exilia: “[L]a verdad no puede ser serena, debe ser agitada como la tempestad y luminosa como el relámpago, firme como el rayo que derriba las torres de la soberbia del mundo […]. Igual que otros amores, también me fué infiel, me traicionó con rufianes, hasta que la patria misma, impotente y deshonrada, me vio salir de su territorio entre las maldiciones de los ignorantes y las risas de los malvados” (8, 9).
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como consecuencia no solo de la belleza inconmensurable del paisaje yucateco, sino también como una imagen del vacío interior. La soledad de aquel paisaje desolado reveló a Paz su soledad histórica, incitándolo a la búsqueda de una comunión con el México indígena, pero sin renunciar a enunciaciones míticas que no se corresponden con la realidad apremiante de los pueblos originarios que el poeta observa. “El HOMBRE contemporáneo —explica Paz— ha racionalizado los Mitos, pero no ha podido destruirlos. Muchas de nuestras verdades científicas, como la mayor parte de las concepciones morales, políticas y filosóficas, sólo son nuevas expresiones de tendencias que antes eran míticas” (El laberinto 360; énfasis en el original). Para Mario Santí, empero, muchos de los malentendidos de la crítica hacia el moralismo del libro se deben a que El laberinto es un ensayo multidisciplinario que aborda la moral, la filosofía de la historia, la antropología y la autobiografía, es decir, “el laberinto es un ensayo literario cuya retórica no se ajusta a la lógica del ensayo histórico o filosófico” (“Diez claves” 607, 610). Mario Santí tiene razón; aunque ciertamente la interpretación del mexicano que Paz elabora ha relegado a los pueblos originarios al desamparo y la miseria debido, en buena parte, al escaso reconocimiento político de sus comunidades más allá de construcciones fantasmagóricas. Si bien es cierto, según lo confiesa Paz, que la modernidad y la democracia han sido los grandes temas de su ensayística a partir de la publicación de El laberinto de la soledad (Claridad 68), también lo es que los pueblos originarios y sus culturas ancestrales aún continúan padeciendo los estragos de ese proyecto modernizador y sus discursos mestizófilos, los cuales se enunciaron desde la cúspide triunfante de la pirámide social que se edificó con la Revolución mexicana.
B. Oriente: la sombra de Occidente El vínculo entre Europa y Oriente se ha establecido a partir de una relación imperialista. La alteridad con la que Occidente ha mirado el mundo oriental ha tenido diversos efectos en la esfera política, económica y cultural. Un sinnúmero de obras producidas por artistas euro-
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peos, angloamericanos e hispanoamericanos han tenido como fuente de inspiración e imitación a Oriente.24 Tal es el caso de Yeats, Pound y Eluard. En suma, Europa inventó a Oriente (Said 1). El interés moderno de Europa por las culturas orientales se inició en Francia en el siglo xix y en los Estados Unidos en el siglo xx, después de la Segunda Guerra Mundial. En Hispanoamérica los modernistas soñaron con Oriente desde la década de los ochenta del siglo xix. De acuerdo con Octavio Paz, “el primer [periodo] fue ante todo estético; encuentro entre la sensibilidad occidental y el arte japonés produjo varias obras notables […]. En el segundo periodo la tonalidad ha sido menos estética y más espiritual o moral” (El signo 115). La influencia moral que las religiones y filosofías orientales dejaron en los artistas occidentales tuvo un gran efecto en el propio Paz. Su estancia en la India, como miembro del cuerpo diplomático mexicano (19621968), fue el momento de mayor fascinación y repercusión de Oriente en su estética. Para Emir Rodríguez Monegal, es su estancia en la India lo que le permite a Paz esa fabulosa maduración del pensamiento poético y de la misma poesía que hace de su obra actual la más importante de las letras hispánicas. Desde el mirador de la India, cuestionada su cultura occidental por el asalto del Oriente, escapando de aquel sueño oriental de todos los sentidos en periódicas fugas hacia la razón del Occidente, volviendo con los brazos y la cabeza cargados de libros, de teorías, de ideologías, Paz forma y transforma, hace y deshace, cambia y confirma su obra entera en un esfuerzo de metamorfosis. (“Relectura” 37)
El pensamiento asiático significó para Paz la asimilación de otras culturas; significó —advierte Severo Sarduy— “la traducción de otro mito”, el mito de Oriente (Barroco 480).
24 Eliot Weinberger hace una enumeración iluminadora sobre muchos de los grandes poetas, novelistas y artistas occidentales que han sido influenciados por la cultura oriental. Weinberger concluye su ensayo con una alusión a Pound, donde este “predijo que los poetas del siglo hallarían su ‘nueva Grecia’ en el Oriente: ahí yacía la riqueza más grande de la literatura sin traducir y un mundo antiguo a la vez casi nuevo” (309).
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En 1951 Paz fungía como funcionario de la embajada mexicana en París, ciudad a la que idolatró casi como el primer Rubén Darío de Azul, debido a la herencia porfiriana de su abuelo don Ireneo, que, igualmente, concebía a Francia como la tierra prometida. Paz piensa que París es “una ciudad más que inventada, reconstruida por la memoria y por la imaginación” (“Vislumbres” 1061). Cuando sus superiores le informaron de su traslado a la India, sentimientos de tristeza y emoción lo invadieron. La idea de abandonar la Ciudad Luz no dejó de perturbarlo. Pero la historia ancestral de la India le hizo ver su traslado con ojos esperanzadores: “Saber que se me destinaba a ese país, me consoló un poco: ritos, templos, ciudades cuyos nombres evocan historias insólitas, multitudes abigarradas y multicolores, mujeres de movimiento de felino y ojos obscuros y centelleantes, santos, mendigos…” (“Vislumbres” 1062). El Oriente, que fue tan caro para los modernistas hispanoamericanos, significó volver al lugar del mito en el que vida y poesía convergen. La India significó un regreso al México precolombino, un retorno a los orígenes. La fascinación que Paz tuvo por las culturas y las religiones de la India se podría explicar por el paralelismo con los mitos prehispánicos. Shiva y Páravit podrían ser Quetzalcóatl y Tezcatlipoca, dos de las deidades principales de la cultura mesoamericana que representan la vida, la sabiduría, la fertilidad, el conocimiento y la guerra; dioses duales y antagónicos. Paz vio a las divinidades de la India como las “encarnaciones sexuales del pensamiento más abstracto, dioses a un tiempo intelectuales y carnales, terribles y pacíficos” (“Vislumbres” 1071). La India significó, si no una respuesta, sí un punto de referencia en su búsqueda de lo mexicano. Al describir Bombay en su primer encuentro, pareció experimentar con asombro algún lugar de la provincia mexicana. Paz hace un recuento de su experiencia en la India y su conexión con México: “Imposible no recordar, ante aquel paisaje, a ratos desolado y siempre con esa monotonía que es uno de los atributos de la inmensidad, otro viaje de mi infancia, no menos largo, hecho con mi madre de la ciudad de México a San Antonio, Texas” (“Vislumbres” 1071). La primera impresión de la India lo trasladó al México revolucionario, a la violencia de ese suceso histórico que lo hechizó, según lo escribe en El laberinto. Pero no fue solo la Revolución
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y su poder mitológico lo que animó el interés por la India y su mitología, sino además el México precolombino y sus mitos fundacionales. Sin el conocimiento de la cosmogonía prehispánica —explica Manuel Durán—, Paz no habría asimilado con plenitud la vasta riqueza de la cultura hindú (“La huella” 97). La India fue el complemento de su formación iluminista; gracias a su herencia romántica, experimentó aquel país como ese otro que ya había reconocido en México. La India fue la alteridad que buscó en sí mismo y que encontró en los mitos precolombinos y orientales. Con el binomio cuerpo y no-cuerpo Paz explica las relaciones de los signos que existen dentro de una civilización y su relación con otras. Hay culturas que manifiestan estos signos como la azteca: “El sadismo de la religión azteca —escribe Paz— y su puritanismo sexual, la institución de la ‘guerra florida’ y el carácter riguroso de las concepciones políticas de los tenochas son expresiones de una disyunción exagerada entre los signos cuerpo y no cuerpo” (Conjunciones 759). Esta relación se conservó como una lucha constante. El carácter metafórico de la guerra florida se manifiesta en no-cuerpo porque representa la guerra cósmica, pero también se convierte en cuerpo porque implementa la guerra como medio de conquista y sometimiento de otras ciudades. Paz compara la civilización occidental con la oriental en sus dos mitos fundacionales: Cristo y Buda. El Buda representa un hombre, un cuerpo desencarnado. Representa el no-cuerpo, mientras que “las vírgenes, santos y ángeles de las catedrales e iglesias medievales, a un dios encarnado, el Cristo” (Conjunciones 761). Oriente significó para Paz la oportunidad de encarnarse y desencarnarse, de ser cuerpo y nocuerpo, de ser un poeta occidental y, al mismo tiempo, sumergirse en el vacío de la dualidad masculina y femenina que representan las divinidades de la India. Paz observa una interdependencia entre ambas civilizaciones. Europa necesitó de Oriente para definirse culturalmente al igual que ha necesitado de América. La relación de Occidente con Oriente se ha fundamentado en términos de poder, lo mismo que con el vínculo entre Occidente y los pueblos originarios de México. Paz asimiló la cultura oriental como si fuera propia. No fue solo un exotismo lejano como el de muchos poetas: Darío y Neruda en Hispanoamérica y Ezra Pound y T. S. Eliot en el mundo anglosajón. “Lo
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oriental no es en Paz —explica Manuel Durán— una ‘afición’, un ‘hobby’, sino más bien parte […] de un esfuerzo encaminado a definir al hombre, al hombre del presente y de la historia […] el Oriente le da armas y recursos para comprender mejor la situación del hombre occidental” (“La huella” 108). La influencia de Oriente en Paz se revela en su interpretación mítica del mundo tanto en su ensayística como en su poesía. “Piedra de sol”, uno de los poemas más reconocidos del poeta, es la obra maestra de Octavio Paz, señala José Emilio Pacheco (“Descripción” 135). Escrito de manera circular, el poema está compuesto de quinientos noventa versos, haciendo un paralelismo con el calendario Azteca. El tiempo se detiene; no hay tiempo, el presente y el pasado se funden en un futuro que se desvanece. Todo es presente, todo es ahora. El poema comienza y termina con los mismos versos: un sauce de cristal, un chopo de agua, un alto surtidor que el viento arquea, un árbol bien plantado más danzante, un caminar de río que se curva, avanza, retrocede, da un rodeo y llega siempre… (“Piedra” 33-34)
Sin embargo, es en Ladera este y en Blanco donde mejor se representa la huella de Oriente en la poesía del poeta. En el poema “El balcón”, el poeta dibuja su experiencia ante la noche en Delhi: Quieta en mitad de la noche no a la deriva de los siglos no tendida clavada como idea fija en el centro de la incandescencia Delhi Dos sílabas altas rodeadas de arena e insomnio
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En voz baja las digo Nada se mueve… (“Ladera” 164)
En Blanco, poema de poemas, el poeta muestra el flujo inconsciente de su voz. La aglomeración de los encabalgamientos y la omisión de los signos de puntuación crean una imagen de pergamino oriental que se desenvuelve verso a verso a través de su lectura: No y Sí juntos dos sílabas enamoradas Si el mundo es real la palabra es irreal Si es real la palabra el mundo es la grieta el resplandor el remolino No las desapariciones y las apariciones Sí el árbol de los nombres Real irreal son palabras aire son nada […] Tu cuerpo derramado en mi cuerpo visto desvanecido da realidad a la mirada. (“Blanco” 328-330)
En el prólogo de Renga o poema-juego titulado “Centro móvil”, Paz afirma que en “este momento de su historia, Occidente se cruza en varios puntos con Oriente […]. Uno de esos puntos es la poesía. No una idea de la poesía sino su práctica. Y el renga es ante todo una práctica” (El signo 136). En el mismo prólogo Paz señala que la importancia del experimento radica en que “[n]uestro siglo es el siglo de las traducciones. No sólo de textos sino de costumbres, religiones, danzas, artes eróticas y culinarias […]. Para nosotros traducción es
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trasmutación, metáfora: una forma del cambio y la ruptura; por tanto, una manera de asegurar la continuidad de nuestro pasado al transformarlo en diálogo con otras civilizaciones” (El signo 135-136). La tradición oriental reforzó el análisis mítico-histórico con el que Paz entendió la soledad del mexicano contemporáneo, cuyas cadenas han impedido sus ansias de ser moderno. Su estancia en la India enriqueció sus conocimientos de aquella cultura milenaria; sin embargo, ahí tampoco observó a sus habitantes de carne y hueso, pues se aproximó a ellos desde la modernidad occidental, desde el cuerpo y no-cuerpo poético, desde la óptica de un poeta romántico.25
C. Juana Inés: la voz del delito El estudio que Octavio Paz dedica a Juana de Asbaje y Ramírez Santillana Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe es, como lo ha reconocido gran parte de la crítica, uno de los más importantes de su ensayística. En su análisis, Paz restituye la obra de la poeta y se explica a sí mismo como heredero de la tradición moderna que, según el poeta, Sor Juana inicia.26 La restitución de la obra de Sor Juana es la tesis central del libro, pues todo el argumento —comenta Enrico Mario Santí— “es de nítido corte judicial, ello consolida su esfuerzo restituyendo a Sor Juana a nuestro presente histórico, y en especial al presente histórico de América Latina, a la que la vida y obra de la monja se refieren más directamente” (“Sor Juana” 271-272). Para Juan Goytisolo, no obstante, la restitución que Paz hace de Sor Juana es sobre todo verbal, es decir, una restitución de signos (527-539). Paz entiende que la corte virreinal fue el centro cultural de la Nueva España. Enfatiza que sin ella no se podrían entender ni la vida ni la 25 Ramón Xirau sugiere que “la unión del cuerpo y no-cuerpo se dan en esta eternidad ‘henchida’ que es el poema. El Hombre (‘uno’ y ‘otro’) se realiza en el poema: en las palabras, en las imágenes, en los mitos que el poema designa y hacia los cuales apunta” (“El hombre” 32). 26 Para otros estudios indispensables sobre la obra de Sor Juana, véanse Nervo, Buxó, Trabulse, Alatorre, Glantz y Moraña.
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obra de Sor Juana, puesto que “ejerció una doble misión civilizadora: transmitió a la sociedad novohispana los modelos de la cultura aristocrática europea y propuso a la imitación colectiva un tipo de sociabilidad distinto a los que ofrecían las otras dos grandes instituciones novohispanas, la Iglesia y la Universidad” (Sor Juana 43). El estudio sugiere la construcción de un paralelismo entre la vida de la corte del siglo xvii, en la que Sor Juana fue su figura intelectual, y el aparato político que ha representado el PRI, del que Paz también lo fue a pesar de su distanciamiento del poder político en 1968. El paralelismo que Paz propone en su estudio muestra a una Sor Juana cortesana, amante de ese mundo estético que le dio la oportunidad, como a él se la dio el mundo diplomático, de experimentar el espíritu civilizador de Occidente. Paz sitúa a Sor Juana en un contexto europeo al que critica, como él al PRI, pero sin intentar traspasarlo. Paz construye, en suma, una Sor Juana a la imagen de la universalidad europea que él mismo heredaría tres siglos después.27 Según Antonio Gramsci, el intelectual orgánico tiene una participación activa en los asuntos públicos y políticos con el claro objetivo de ejercer una persuasión sistémica (14). La élite hegemónica busca así afianzarse en el poder y mantener su supremacía económica, política e ideológica. Estos intelectuales no toman el poder directamente, pero participan de él para protegerlo y propagarlo. Paz sería el pensador más emblemático del poder posrevolucionario representado por la figura mítica del presidente.28 Para Paz, no obstante, colaborar de forma activa con el poder emanado de las instituciones culturales no significa, necesariamente, contribuir con el poder del Estado (Rodríguez Ledesma, El pensamiento 48). De ahí que su crítica al partido y
27 Para algunos críticos, la coincidencia de Paz con Sor Juana se da principalmente en su poesía. Véase Castro López (46-53). 28 Para Jorge Hernández Campos, el mito presidencial que se había gestado con Lázaro Cárdenas “a partir de Tlatelolco empezó a desintegrarse con velocidad creciente hasta desaparecer del todo en los seis años del 88 al 94 […]. Carlos Salinas de Gortari ya no fue otra encarnación del Ogro Filantrópico, sino un presidente envuelto en un vértice de reformas y polémicas, intensificado al final por sucesos atroces: una rebelión y dos magnicidios” (“El fin” 37).
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al presidencialismo, representado en 1968 por Gustavo Díaz Ordaz, haya sido con el propósito de reformarlo mas no erradicarlo, pues la legalidad de la institución que representa el presidente es intolerante a cualquier cuestionamiento que amenace el poder que ejerce.29 Al fin de cuentas —escribe Paz—, hay que agradecer a los dirigentes políticos “casi todos los cambios que ha experimentado el país en los últimos años” (“Remache” 470). Paz pensó que el PRI podía democratizarse, incluso antes de las protestas estudiantiles que culminaron con la masacre en la plaza de Tlatelolco en 1968, a pesar de su inherente tradición antidemocrática. El proyecto nacional que el PRI ha representado creó un potente aparato ideológico en cuyo seno se han alternado tanto paradigmas liberales como socialistas. Paz defendió ese proyecto ante cualquier peligro político que lo amenazara, aun cuando estuvo consciente, como lo demuestran sus agudas críticas, de su deterioro. No podía ser de otra manera: negar el PRI habría significado negar la Revolución mexicana de la que él se sintió heredero. Paz, según explica Enrique Krauze, “se había vuelto reformista. Pero no era liberal, sino un peculiar socialista libertario” (Octavio Paz 181). Para Paz, no obstante, el deterioro de las sociedades democráticas ha sido el tránsito del antiguo sistema de valores fundados en un absoluto, es decir, en una metahistoria, al relativismo contemporáneo […]. En las sociedades democráticas modernas los antiguos absolutos, religiosos o filosóficos, han desaparecido o se han retirado a la vida privada. El resultado ha sido el vacío, una ausencia de centro y de dirección. (“Itinerario” 52, 53)
El PRI representó para Paz ese centro, ese custodio de la vida pública nacional, aun a costa de la democratización del país. Paz observó la obra de Sor Juana como la manifestación cultural más elaborada del periodo colonial, debido a la actitud crítica de la 29 “Toda institución —advierte Mabel Moraña— implica una legalidad que debe ser resguardada. Todo poder se afirma en la idea de que existe una zona infranqueable, que no admite interpretación” (148).
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poeta frente al poder eclesiástico. Asimismo, observa en Sor Juana un antecedente intelectual suyo, pues la poeta defendió a la élite cortesana hasta ser derrotada por la otra poderosa intelectualidad orgánica de esa misma élite social: la Iglesia. En esto radica el vasto estudio que Paz le dedica a la monja y a los tres siglos del México virreinal. “[T] oda restitución, como práctica —explica Mario Santí— es suplementaria: al enmendar una omisión, termina excediendo al original en lugar de restaurarlo únicamente […] dicho exceso es lo que realmente cuenta en la construcción de esa otra persona” (“Sor Juana” 262). La Nueva España es para Paz el lugar histórico en el que se funda el futuro México independiente dentro de la tradición europea en su versión católica. Durante el Virreinato, las fronteras entre el catolicismo y la política se confunden hasta diluirse; una no se explica sin la otra (Monsiváis, Las herencias 160). Sor Juana es el mejor exponente de ello porque su obra fue una variante del estilo de la poesía del Siglo de Oro español que representaba el espíritu de la época (Paz, Sor Juana 14). De ahí que para entender el México contemporáneo, sea necesario explicar tanto el precolombino como el novohispano. En esto radica la importancia de la obra de la poeta, que ya en 1910 Amado Nervo rescataba con motivo del centenario de la Independencia de México, y que luego Paz restituiría con su fundamental ensayo.30 Paz niega que el México prehispánico esté más cerca del moderno que del virreinal; se había querido idealizar ese pasado indígena porque la Conquista fue el “gran corte” que significó no solo un cambio de orden social y político, sino un cambio de civilización (Sor Juana 25). Desde las guerras de Independencia se había intentado trazar un puente que uniera la civilización mesoamericana con el México contemporáneo como si no hubiera una brecha entre ambos momentos históricos: La prueba es que nuestra reacción ante el mundo indio no es muy distinta a la de los novohispanos. La Nueva España, sobre todo en los siglos
30 Véase la indispensable introducción que Antonio Alatorre dedica al estudio de Nervo Juana de Asbaje.
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El México ausente en Octavio Paz xvii y xviii, se interesó por la recuperación del pasado precolombino, no sin someterlo antes a una curiosa idealización […]. El México independiente, especialmente el del siglo xx, surgido de la Revolución Mexicana, ha continuado ambas tareas. (Sor Juana 25)
El interés de Paz por restituir el periodo colonial resulta esencial para integrar el México contemporáneo a una de las venas de Occidente, si bien no la vertiente moderna inaugurada por la Reforma luterana o la guerra de Independencia estadounidense y la Revolución Francesa, sí la de la Iglesia católica y la Contrarreforma, cuya estrecha relación política entre la Iglesia y la corona revelan su profundo carácter antimoderno (Sor Juana 49). José Vasconcelos alabó el rescate del periodo colonial que Paz había hecho desde El laberinto. Para el filósofo oaxaqueño, Paz señala con lucidez los tropiezos y caídas inherentes a toda civilización, pero, al mismo tiempo, revela las “excelencias” que solo en una sociedad como la novohispana se habrían podido gestar (“Pensar” 573). El sincretismo es una de esas excelencias que pensó Vasconcelos. El Virreinato brindó al indio la posibilidad de olvidar su orfandad espiritual causada por la Conquista a través del bautismo. El sacramento, de acuerdo con Paz, “le abría las puertas de ingreso a la nueva sociedad y, al mismo tiempo, las del regreso al antiguo mundo de lo sagrado” (Sor Juana 52). El sincretismo serviría un siglo después a los criollos para justificar su liderazgo en la Independencia porque se consideraban herederos de dos imperios: el indígena y el español. Sin embargo, el patriotismo criollo resultaba contradictorio: sentían amor y añoranza por la tierra de ultramar y, al mismo tiempo, amor por su nueva patria americana. El mestizo es la gran novedad de la Nueva España: son los verdaderos vencedores de la Independencia. Los mestizos —explica Paz— “[n]o eran, como los criollos, unos europeos que deseaban arraigarse en una tierra nueva; tampoco, como los indios, una realidad dada, confundida con el paisaje y el pasado prehispánico” (Sor Juana 54). El prejuicio aristocrático de los criollos no permitió ver a los pueblos originarios ni su realidad presente más allá de las construcciones míticas o fantasmagóricas del pasado precolombino. Los criollos, siguiendo a
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Paz, no pudieron “ver en los indios vivos a los descendientes de México-Tenochtitlán; para ellos el Imperio azteca había sido una sociedad de guerreros gobernada por monarcas sabios y prudentes” (Sor Juana 57). Paz advierte esta recepción idealizante del mundo indígena; pero él mismo fue, no obstante, su continuador. Al analizar la producción artística precolombina, el poeta sugiere que el “descubrimiento y la asimilación de las artes y las literaturas no occidentales se inician en Europa en el siglo xviii, cobra ímpetu con el romanticismo y culmina en la primera mitad del siglo xx. Los cambios de la sensibilidad estética europea nos abrieron a los mexicanos modernos las puertas de la comprensión de las artes y de la poesía prehispánica” (Sor Juana 71). Paz valora, en suma, el arte y la literatura de los pueblos originarios a partir de los horizontes que propone la tradición romántica, pues la recepción de un texto siempre está determinada por las experiencias literarias que posee el lector.31 El catolicismo en la Nueva España significa para el México contemporáneo un santuario en el que el mexicano y el indio novohispano se refugiaron. Paz señala, en entrevista con Enrique Krauze, que el “cristianismo penetró profundamente en la conciencia de los mexicanos. Fue fértil. Y si negó el mundo indígena, también lo afirmó, lo recogió, lo transformó y creó muchas cosas. Fue muy fecundo en el campo de las creencias y de las imágenes populares” (“Octavio Paz” 678). Una de las representaciones religiosas que más se arraigaron en el imaginario colonial fue la sustitución de Tonantzin (Nuestra Madre), una de las divinidades principales de los aztecas, por la Virgen María, dando como resultado la representación más elaborada del sincretismo religioso novohispano: la Virgen de Guadalupe.32 El sincretismo —apunta Néstor García Canclini— se entiende como “la adhesión simultánea a varios sistemas de creencias” (21), los cuales 31 Hans Robert Jauss sostiene que “[e]l comportamiento respecto al texto es siempre a la vez receptivo y activo. El lector sólo puede convertir en habla, es decir, convertir en significado actual el sentido potencial de la obra en la medida en que introduce en el marco de referencia de los antecedentes literarios de la recepción su comprensión previa del mundo” (77). 32 Véase Lafaye (211-230).
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encontraron representación en el discurso independentista de México precisamente con la imagen de Guadalupe-Tonantzin.33 Carlos Monsiváis sugiere que las apariciones de la Virgen han sido un punto de encuentro y desencuentro entre algunos autores sobresalientes como fray Servando Teresa de Mier y Joaquín García Icazbalceta, empero, el papel de la Iglesia ha sido fundamental en la veneración multitudinaria de la Virgen de Guadalupe por ser el principal instrumento de mexicanización del catolicismo (Las herencias 149). La Virgen pondría fin a la orfandad del mestizo novohispano; su vientre daría a luz al futuro mexicano. En palabras de Paz, “Guadalupe/ Tonantzin es la transfiguración de sus antiguas divinidades femeninas; la de los criollos porque la aparición de la Virgen convirtió a la tierra de la Nueva España en una madre más real que la de España; la de los mestizos porque la Virgen fue y es la reconciliación con su origen y el fin de su ilegitimidad” (Sor Juana 63-64). El sincretismo religioso y cultural que Paz sugiere, no obstante, no vino por la ruta de la crítica, de la modernidad heredera de la Reforma protestante. Los jesuitas fueron la principal compañía religiosa que aspiraba a la universalidad y que influyó decisivamente en el movimiento independentista de las colonias hispanoamericanas. Paz advierte que el sincretismo de los jesuitas del siglo xvii podría compararse con la política de San Pablo: el Apóstol universalizó la doctrina de Jesús cortando el cordón umbilical que unía a la Iglesia de Jerusalén […]. El cuchillo de San Pablo fue el helenismo. El sincretismo de los jesuitas también fue un intento de universalización —cuyos instrumentos fueron— las antiguas creencias y prácticas de India, China y México. (Sor Juana 56)
La perspectiva jesuita se habría contrapuesto a la de los franciscanos, quienes veían el reino de Dios como la meta primaria. Los jesui-
33 Félix Báez-Jorge sugiere que la Virgen de Guadalupe ha sido la mediadora “entre Dios y los hombres, entre el rey y los americanos, y entre los criollos, mestizos e indios, Guadalupe-Tonantzin se constituyó en el necesario referente político para vincular una sociedad heterogénea con base en una vieja devoción compartida” (141).
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tas no enfocaron sus esfuerzos en el reino de los cielos sino en el terrenal, en la historia universal, en “la historia profana” (Sor Juana 61). Críticos como John Beverley entienden que el Barroco se ha convertido en el punto de referencia cultural tanto en España como en América Latina debido “a que representa un impase relativo en la transición del feudalismo al capitalismo” (Una modernidad 25). Esto se corresponde con lo que Yvon Grenier señala con respecto al pensamiento político y estético de Paz como un hombre heredero del Renacimiento en el ámbito intelectual, así como su filiación estética al Barroco y a la vanguardia (“El hombre” xi). El Barroco, en suma, se convierte en sinónimo de modernidad de la que el crítico eurocéntrico desciende. La actitud crítica de Sor Juana es otro de los aspectos esenciales que Paz enfatiza en su estudio. Paz destaca el pensamiento irreverente de la poeta en un siglo hecho por y para hombres en el que la crítica no era tolerada. La poeta “no se mira —escribe Paz— para admirarse sino que, al admirarse, se mira y, al mirarse, se explora” (Sor Juana 94). Esta actitud autorreflexiva la separa de los otros poetas del siglo xvii, lo que sugiere que el pensamiento crítico de la monja fue lo que la llevó a redactar la Carta atenagórica como respuesta al sermón del padre portugués Antonio Vieyra, pues, impedida de decir sermones, los criticaba (Sor Juana 83). De la misma manera, Paz considera moderna la obra de Quevedo, de quien Sor Juana heredó lo que Paz heredaría de la monja: soledad y comunión.34 Paz elabora un paralelismo entre las discusiones que Sor Juana sostiene en el siglo xvii con sus tertulias y cartas teológicas, con las que él mismo protagonizaría en el siglo xx con sus poemas y ensayos. De acuerdo con Enrico Mario Santí, “Paz restituye a Sor Juana al identificar las causas y efectos de su complicidad, como escritora, con la
34 De acuerdo con Anthony Stanton, la “gran originalidad de la lectura de Paz [sobre la obra de Quevedo] consiste en haber identificado en [sus] poemas varios aspectos sumamente modernos. En primer lugar, la presencia de una escisión psíquica que se expresa como un sentirse enajenado de la divinidad” (“Octavio Paz” 191).
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ortodoxa burocracia de su tiempo” (“Sor Juana” 260).35 En el siglo de la poeta, la teología era vista en realidad como una máscara de la política: tuvo en el siglo xvii la misma función polémica que tuvieron las ideologías en el siglo xx. Si Sor Juana fue desde muy temprano atacada y al final silenciada por cuestionar con su pluma la legalidad del poder de una sociedad masculina y represiva (Moraña 148), Paz, en cierto modo, también padeció del mismo mal, pero sin ser derrotado como Sor Juana.36 Muchos de los ataques que recibió se debieron precisamente a su actitud crítica frente al marxismo a lo largo del siglo xx. Sor Juana, por su parte, se enfrentó al poder discursivo de la Iglesia que terminó por aplastarla.37 Paz polemizó críticamente con la ideología marxista, la cual no tenía en México la fuerza política que tuvo la Iglesia. De manera que el materialismo histórico estaba en desventaja con respecto a Paz, quien hablaba desde el poder simbólico que él mismo representaba. Guillermo Sheridan observa las afinidades de las infancias de ambos poetas. Destaca, sobre todo, la ausencia de la figura paterna: “El párrafo de Paz sobre sor Juana Inés de la Cruz es sobre sí mismo (cambio sólo el género del sujeto). La transferencia entre el biógrafo y su objeto es, en este caso, evidente. Como el de sor Juana, su padre también es un desaparecido, un fantasma. Y, como el de sor Juana, su abuelo es un reemplazante sin tribulación (Poeta 26). Paz no solo restituye la figura de Sor Juana, sino que hizo de ella una verdadera apropiación que regenera la tradición poética (Stanton, “Octavio Paz” 209). Paz no toma en cuenta, sin embargo, que la cosmovisión neobarroca de Sor Juana no provenía de la crítica iluminista del siglo xviii, sino de la transgresión neoplatónica. El Barroco es subversivo porque transgrede la circunferencia-círculo que la tradición idealista
35 Enrico Mario Santí observa las diversas recepciones y los esfuerzos que se han hecho por rescatar la vida y obra de Sor Juana: “Ya sea bajo los auspicios de una ortodoxia católica, un liberalismo político, o las más recientes políticas feministas” (“Sor Juana” 261). 36 De acuerdo con Ramón Xirau, “todo es precoz en Sor Juana, incluso la muerte” (Genio 25). 37 Véase Maldonado Class (67-74).
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supone normal; el Barroco representa, pues, no el trazo de la línea recta del pensamiento moderno sino la deformación del círculo, la elipse (Sarduy, Barroco 99-100). Esto convierte a Sor Juana en una escritora desequilibrada, sospechosa de las verdades divinas (Dios) y su representación terrenal (la Iglesia). Paz no toma en cuenta que Sor Juana era una mujer subversiva —si se quiere, una voz subalterna a la manera de Spivak—, que cuestionó el círculo oficial. En este sentido, Irving Leonard señala que el ambiente medieval del México del siglo xvii donde las mujeres no podían soñar con una vida independiente, donde era axiomática su inferioridad intelectual y en donde eran poco más que utensilios de sus padres, hermanos y esposos, la curiosidad intelectual en las personas del sexo de Sor Juana, era indecorosa y aun pecaminosa […]. En resumen, su sabiduría pudo parecer más laica que eclesiástica. (261, 263)
Más que experimentar la universalidad europea como lo propone Paz, la Nueva España representó para Sor Juana una sociedad cerrada en la que su inteligencia fue vista como subversiva para las ideas neoplatónicas de la época que aún no se encontraban verdaderamente amenazadas por un pensamiento crítico, un pensamiento iluminista (Leonard 264). Sor Juana formaba parte de un pequeño grupo de pensadores o tertulios, como los llama Margo Glantz, conscientes de filosofías anticlericales como las de Descartes, que atentaban contra las ideas del poder colonial. Para Glantz, la universalidad de Sor Juana es portátil, fabricada por ella misma, trabajada a domicilio, hecha de correspondencias […] y está compuesta de todas sus experiencias escolares, las infantiles en la Amiga, las de la pubertad en la biblioteca de su abuelo, las de la cortesanía en la ciudad de México […] a pesar de haberse graduado, Sor Juana cae dentro de la categoría de los Tertulios, aunque se trate de un caso de un tertulio extraordinario. (Sor Juana 34)
Más que asimilar la tradición católica que le daría universalidad al México independiente como lo propone Paz, Sor Juana luchó contra ella desde un punto de enunciación propio, a veces abiertamente con esa voz del “delito”, como lo afirma Josefina Ludmer, puesto
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que la poeta no sabía “cómo hablar desde una posición subordinada” (“Tricks” 88).38 De este cuestionamiento epistémico nace su Respuesta a Sor Filotea y, sobre todo, Primero sueño, poema que Paz observa como uno de los ejemplos más notorios de la poesía moderna.39 La actitud crítica de Sor Juana no fue, en suma, el resultado de un pensamiento iluminista sino de una conciencia subversiva dentro de un contexto barroco de contraconquista.40
38 Para Josefina Ludmer, “el delito en la ficción [se entiende] como un instrumento (teórico, si se quiere) que sirve para trazar límites, diferenciar y excluir, una línea de demarcación que cambia el estatus simbólico de un objeto, una posición o una figura. Si está de un lado del límite la figura puede ser sublime; si está del otro, cae y se degrada” (“Mujeres” 781; énfasis en el original). 39 Para una aproximación detallada del Primero sueño, véanse Sánchez Robayna y Trabulse. 40 Véase Celorio (15-26).
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La fusión del principio solar (fuego) y el terrestre (agua) se convirtió en el emblema de la nación azteca […]. México nació de la unión del fuego y el agua. Vive por esos elementos y por ellos, varias veces, ha estado a punto de perecer (Octavio Paz, México: ciudad del fuego y del agua)
A. Octavio Paz: entre la historia y el mito La modernidad comienza con la tradición de la ruptura. La tradición moderna “está hecha —explica Paz— de irrupciones y en la que cada ruptura es un comienzo […]. La tradición de la ruptura implica no sólo la negación de la tradición, sino también de la ruptura” (Los hijos 15). El tiempo cíclico precolombino y la elipse barroca se interrumpen; la modernidad los lanza en línea recta hacia un porvenir incier-
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to.1 La modernidad gestada con la llegada de Colón y otros navegantes a tierras americanas en el ocaso del siglo xv se consolida en Europa a partir del siglo xviii porque, de acuerdo con Paz, “es la primera que exalta al cambio y lo convierte en su fundamento. Diferencia, separación, heterogeneidad, pluralidad, novedad, evolución, desarrollo, revolución, historia: todos esos nombres se condensan en uno: futuro” (Los hijos 34-35). Los mitos con los que Paz analiza la historia de México exploran los cambios que han determinado la identidad y el carácter moral del mexicano contemporáneo. La influencia de Nietzsche fue determinante. Obras como Sobre la utilidad y el prejuicio de la historia para la vida,2 Ecce Homo,3 y La genealogía de la moral, han dejado eco en el pensamiento paciano. En La genealogía, por ejemplo, Nietzsche afirma que “necesitamos una crítica de los valores morales, hay que poner alguna vez en entre dicho el valor mismo de estos valores, y para esto, se necesita tener conocimiento de las condiciones y circunstancias de las que aquellos surgieron, en las que se desarrollaron y modificaron” (13; cursivas en el original). El laberinto es, precisamente, una crítica del comportamiento moral del mexicano a partir de la historización de sus mitos.4 Ernst Cassirer, al analizar el pensamiento del antropólogo Max Müller, entiende que el mito no es ni la transformación de la historia en leyenda fabulosa ni una fábula aceptada como historia; y tampoco surge directamente de la contempla-
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La idea de modernidad solo podía concebirse dentro de un tiempo específico o tiempo histórico, es decir, un tiempo irreversible y lineal. Véase Calinescu (13). En el prefacio del libro, Nietzsche sugiere que solo se puede servir a la historia si esta sirve a la vida, hacerlo más allá de este fin sería una mutilación de la misma vida. Véase On the Use and Abuse of History for Life (3). Nietzsche, al igual que Paz, valora la soledad como una cualidad crucial para la actividad intelectual: “Uno de los primeros mandamientos de la buena gestación intelectual es el emparedamiento, el amurallamiento de nosotros mismos” (Ecce Homo 45). Paz construye arquetipos históricos sustentados en el discurso mítico, es decir, “propone una estética […] una imaginación pública que, con la venia del Estado, incrementará su enfoque en los mitos y estereotipos en detrimento de la historicidad puesta en juego por el existencialismo mexicano” (Sánchez Prado, Naciones intelectuales 226).
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ción de las grandes configuraciones y poderes de la naturaleza […] todo lo que llamamos mito es […] algo condicionado y proporcionado por la actividad del lenguaje; es de hecho el resultado de una originaria deficiencia lingüística, de una debilidad inherente al lenguaje. Toda denotación lingüística es esencialmente ambigua […] y en esta ambigüedad, en esta “paronimia” de las palabras, está la fuente de todos los mitos. (Mito 9-10)
Para Paz, sin embargo, el mito y la historia buscan la revelación de las cosas, la recreación del mundo. Observa el mito a través de un discurso poético en constante gestación de metáforas que revelan el devenir histórico. Insertar la poesía en el discurso historiográfico fue uno de los esfuerzos a los que Paz dedicó gran parte de su obra.5 Al prologar Quetzalcóatl y Guadalupe de Jacques Lafaye, Paz entiende que la tradición histórica de Occidente se fundamenta en la imaginación, puesto que la historia no contiene ninguna metahistoria como las que nos ofrecen esos esquémicos sistemas que, una y otra vez, conciben algunos hombres de genio, de San Agustín a Marx. Tampoco es un conocimiento, en el sentido riguroso de la palabra. Situada entre la etnología […] y la poesía […] la historia es un rigor empírico y simpatía estética, piedad e ironía. Más que un saber es una sabiduría. Esa es la verdadera tradición histórica de Occidente, de Herodoto a Michelet y de Tácito a Henry Adams. (12)
Paz analiza la historia de México con dos figuras míticas gestadas durante la Colonia: Malinche (La Chingada) y Guadalupe (Tonantzin). Esta interpretación tiene su origen en el surrealismo francés (Bloom 536); y es, precisamente, a través del lenguaje romántico-
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Enrico Mario Santí observa la influencia de poetas como Ezra Pound y T. S. Eliot en Paz, “cuya obra había logrado insertar la poesía en la historia, pero cuyas creencias políticas y culturales no le eran compatibles; y los surrealistas, cuya ética sí coincidía, de no ser por la oposición estalinista que marcó su rechazo generalizado durante los años cuarenta” (“Poesía” 25).
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surrealista como se revelan no solo los acontecimientos históricos, sino todo el conocimiento.6 Desde el siglo xviii la historia se concibe como un pensamiento distinto al matemático, teológico y científico que prevaleció en Occidente a partir de la Grecia clásica, la Edad Media y de los siglos xvii al xix (Collingwood 5). Paz observa el discurso romántico como un elemento necesario para la revelación histórica. Su visión mítico-histórica, no obstante, plantea varias interrogantes, como la confluencia entre el discurso histórico y el discurso mítico: si la historia se ha concebido como la narración de hechos verdaderos y el mito como la de hechos ficcionalizados, su interpretación de la historia carecería de valor científico. Walter Mignolo explica que en la historiografía los valores de verdad se apoyan más sobre criterios pragmáticos que lógico-semánticos […] no se establecen relaciones directas entre los criterios lógicos e historiográficos de verdad. Es por esta razón que la historiografía apoyará fuertemente los valores de verdad sobre la “causa eficiente” (el historiador) y sobre la “causa final” (el fin de la historia: magistra vitae). (“El metatexto” 369)
La verdad de la historia se construye a partir de la autoridad del historiador, es decir, a partir del discurso emitido desde el poder. La historia y la literatura comparten el mismo punto de referencia (Herzberger 3-4). Ambos discursos, aparentemente opuestos, comparten el lenguaje mítico (De Certeau 44-47). La historia y la literatura han derribado sus fronteras; han compartido el mismo lenguaje solo diferenciándose en el contenido: discurso histórico (objetivo) o narración literaria (subjetivo), mas no en la forma, en el discurso lingüístico (White 3), que siempre está determinado por la intencionalidad del historiador (Ricoeur 92), es decir, por su sub-
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W. Wordsworth afirma en su prefacio a Lyrical Ballads que la poesía es el primer y el último conocimiento por ser inmortal como el corazón del hombre. Véase Wordsworth (61). Con el mismo espíritu romántico, Percy Bysshe Shelley sostiene que la poesía es algo divino, es lo que sustenta y da forma al conocimiento. Véase Shelley (63).
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jetividad.7 No existe el historiador imparcial frente a los datos y la información que este recopile. No existe, en suma, una historiografía indiferente (Hegel 408). Mito e historia, la divina pareja, como la llama Jorge Aguilar Mora, está presente en gran parte de la interpretación histórica que Paz construye sobre México, especialmente en ensayos como El laberinto de la soledad y Postdata, en los que “Paz nunca sale de la concepción cíclica del tiempo, porque el ciclo, el regreso de las identidades, es el fundamento del mito” (La divina pareja 28). Su visión sobre la historia se entendería más cercana al mito que a la historia; no podía ser de otra manera, pues él mismo se consideraba un poeta.8 ¿Estaremos entonces frente a una visión poética de la historia? Paz comenta que al escribir El laberinto nunca aspira a ser historiador. Afirma, sin embargo, que sin poesía no hay historia, puesto que la poesía determina el devenir histórico. Paz se pregunta, en entrevista con Enrique Krauze: [¿]Qué hacía yo en este país, qué sentido tenía ser mexicano hoy, en el siglo xx [?] […] Siempre pensé que la reflexión sobre uno mismo colinda de alguna manera con la reflexión sobre la historia del país al que pertenecemos […]. Nunca he creído que haya historias nacionales; siempre he creído que la historia era universal […] no soy historiador, pero sí un hombre que vive profundamente la historia. Para los hombres del siglo xx la forma del destino, y aun de la poesía, es la historia […]. Sin visión poética no hay visión histórica. (“Octavio Paz” 676, 684)
El concepto de historia universal que Paz desarrolla está afiliado al mito eurocentrista que Enrique Dussel descentraliza. La hegemonía de Occidente logró consolidarse con la gestación de una cultura, 7
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Las autobiografías, los diarios y las cartas poseen una gran dosis de ficción, alejándolas de la verdad objetiva. No obstante, la misma subjetividad está presente en los documentos objetivos, los cuales se toman como cien por ciento confiables sin cuestionar la intencionalidad de quien los escribe. Véase Ibsch (5). Enrique Florescano entiende que el mito “es el transmisor de los temores compartidos. El conducto por donde fluyen los sentimientos más íntimos que conmueven a los diversos grupos sociales. Es el lenguaje escogido para comunicar los anhelos de felicidad, paz, armonía, justicia y buen gobierno” (Mitos 10).
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aparentemente autogeneradora y autosuficiente, soslayando el hecho de que “el helenismo no es Europa, y no alcanzó una ‘universalidad’ tan amplia como la musulmana en el siglo xv” (“Europa” 43). La enunciación mítica de la cultura grecolatina posiciona a Europa en el epicentro del poder cultural; el helenismo se convierte así en la cuna de la civilización occidental a través de la construcción del otro. Enrique Krauze observa que la interpretación histórica de Paz se basa no tanto en la realidad como en la verdad que solo la visión poética es capaz de revelar. De acuerdo con el historiador, “Paz no escribió una historia de México, pero con esa clave concibió una anatomía poética del país […]. La visión de Paz recuerda la de otro poeta, Robert Graves, enamorado de una historia cuya sustancia última es la verdad, y no necesariamente la realidad” (“Octavio Paz” 675). No obstante, la historia representa todo lo registrable, mientras que el mito es el motor que la impulsa hacia delante. Para salir del laberinto paciano, entonces, debemos enfrentarnos tanto a las vicisitudes de la historia como a los mitos que la determinan (Jaimes 273-274). Lévi-Strauss explica que antes del siglo xvii el discurso mítico se concebía como discurso histórico. Es a partir de la irrupción del pensamiento científico de pensadores como Bacon, Descartes y Newton en los siglos xvii y xviii que el hombre se aleja del tiempo cíclico para abrirle las puertas a la historia. Si la Ilustración significó la separación del hombre de la naturaleza, el mito lo devuelve a ella (Mito 26). El hombre debía deshumanizarse para ser moderno. De acuerdo con Marco Thomas Bosshard, la deshumanización del arte a la manera orteguiana remite a la fuerte tendencia antimimética presente en las poéticas respectivas del así llamado “arte nuevo” que incluía […] el conjunto de los ismos de la vanguardia internacional […] son justamente las vanguardias históricas las que, por primera vez en las Américas, tratan de crear espacios desde donde es posible articularse, luchar contra la hegemonía que sigue asumiendo, pese a la independencia política, un carácter colonial. (7, 62)
Al igual que el arte y la literatura tienden a humanizarse en América, la historia también está obligada a hacerlo a través de su constante revisión. El discurso ahistórico del mito permite su recreación a través
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del lenguaje vigente, es decir, su constante reelaboración ritual depende de las circunstancias del presente. Foucault explica con el binomio monumento-documento el uso del lenguaje (The Archaeology 7). El documento pretende ser una totalidad cerrada e intocable, mientras que el monumento está siempre fragmentado y requiere de la reconstrucción constante del sujeto que lo observa. La memoria, base del discurso mítico, está siempre en el diario vivir de las sociedades, que al mismo tiempo recuerdan y olvidan, mientras que el discurso histórico es una reconstrucción de ese tiempo siempre incompleto.9 Paz no distingue, sin embargo, entre ambos discursos para explicar la realidad política y social de los pueblos originarios contemporáneos. Para Paz, advierte Enrico Mario Santí, “la poesía confronta a la historia y a la política, y las juzga. Pero las juzga desde la poesía, desde un lenguaje poético mediado por el tono moral: la indignación de un hombre hablando con sus semejantes” (“Poesía” 35; cursivas en el original). Paz entiende al indígena como una proyección y no como una entidad independiente. Emmanuel Lévinas observa —a diferencia de las figuras herederas de Heidegger con los que Paz comparte su concepto de otredad— que el otro es una entidad autónoma. El Yo, el rico y el poderoso guardan distancia del otro, aquel que es lo que yo no soy: el pobre y el desamparado (Lévinas 83). Para Heidegger el otro es un reflejo, una multiplicidad del yo. En El ser y el tiempo señala que “[l]a relación de ser para con otros se convierte entonces en la proyección ‘a otro’ del propio ser para consigo mismo. El otro es un ‘doblete’ ‘del sí-mismo’ (129; énfasis en el original). Luis Villoro explica que en esta concepción heideggeriana el mestizo-indigenista contemporáneo intenta encontrar la comunión con el indígena; se esfuerza por diluir la distancia que los separan. El indio deviene algo propio (Los grandes momentos 222). Para Lévinas, sin embargo, el otro es un ser independiente que se contrapone al ego, pues el Yo nunca se centra en sí mis-
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La memoria solo se arraiga en sociedades vivas y está siempre en constante evolución, sujeta a la dialéctica de recordar y olvidar el presente, lo que la hace vulnerable a la apropiación y a la manipulación. La historia, por otro lado, es una reconstrucción problemática de lo que ya no es. Véase Nora y Kritzman (3).
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mo, sino que se centra en el otro, en el que está fuera de uno mismo (Kunz 34). En consecuencia, el otro busca recuperar su capacidad de representación que el discurso hegemónico le ha negado. En la narrativa cultural de la diferencia, el otro —advierte Homi Bhabha— “pierde su poder de significar, de negar, de iniciar su deseo histórico, de establecer su propio discurso institucional y oposicional” (El lugar 52). Pero, en el caso de México, lo no mestizo deviene otro. El discurso indigenista ha creado una imagen idílica del indígena que ha relegado a los pueblos originarios a la subalternidad, negándoles la posibilidad de su propia representación. El indigenismo es, según afirma Josefina Saldaña-Portillo, el mecanismo con que el Estado recupera el pasado indígena, pero no para integrarlo social y políticamente, sino para mantenerlo como pasado (“Who’s the Indian?” 408). En este sentido, para Homi Bhabha el “otro debe ser visto como la negación necesaria de una identidad primordial, cultural o psíquica, que introduce el sistema de la diferenciación que a su vez permite que lo cultural sea significado como una realidad lingüística, simbólica, histórica” (El lugar 73). Por eso, en 1968, Paz ve saludable la revuelta estudiantil porque entendía que la historia de México regresaba a su tiempo mítico, al tiempo de la Independencia y de la Revolución.10 Paz vio las convulsiones sociales de ese año como la gran oportunidad de México para consolidar su democracia. El otro México, sin embargo, había despertado solo para ser brutalmente sacrificado por el tlatoani en turno: Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970). Las peticiones estudiantiles “se resumían en una palabra que fue el eje del movimiento y el secreto de su instantáneo poder de seducción sobre la conciencia popular: democratización” (“Postdata” 377). El PRI tuvo la oportunidad histórica de cumplir con la encomienda de modernizar México sin mancharse las manos de sangre, pero prefirió la
10 El movimiento del 68 se recuerda “con emoción —escribe Gilberto Guevara Niebla—, como algo único, un cuerpo integrado de hechos, exento de contradicciones. Se evocan sus grandes elementos, se omiten los detalles; se habla de sus virtudes, jamás de sus defectos […] se le atribuye […] una dimensión trascendente, metafísica ” (81).
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violencia a cambio de la supervivencia del statu quo. Aunque Paz hace una crítica aguda y se aleja oficialmente del partido, no rompe sus lazos con su aparato burocrático. Jorge Volpi entiende, sin embargo, que incluso el mito de la sucesión presidencial que el partido oficial pregonaba nunca estuvo fundamentado en un espíritu democrático, puesto que la alternancia no era parte de su proyecto político (La imaginación 30). Para Soledad Loaeza, empero, Paz admitía “que históricamente el Estado había sido fundamental para formar a la nación mexicana e impulsar el desarrollo económico, pero consideraba que, como lo había demostrado la crisis de 1968, la sociedad de la segunda mitad del siglo xx había cambiado, era más decisiva, más compleja y más participativa” (“Octavio Paz” 175). Paz criticó el Estado priista en busca de su democratización a partir de su indignación por la matanza de Tlatelolco, pero se negó a romper con el partido porque habría significado romper con el legado mítico de la Revolución. Ese otro México reprimido pareció emerger nuevamente a la luz pública el 1 de enero de 1994 con el levantamiento zapatista en Chiapas. Ya no eran los estudiantes de clase media los que alzaban sus voces, sino los indígenas del sur del país dirigidos por un ser no menos mítico que el tlatoani azteca: el subcomandante Marcos. La aparición de la nueva insurgencia provocó una reacción ríspida de Paz por considerarlo un movimiento que venía a desestabilizar el proyecto nacional inaugurado por la Revolución. El México indio que el discurso romántico de Paz había articulado volvía al escenario público como un México múltiple y conflictivo. Los indígenas encapuchados en Chiapas no eran más una representación del tiempo mítico mesoamericano ni una representación del tiempo mágico, como lo había sugerido Enrique Florescano; el zapatismo representó la irrupción violenta del mito en la historia (Memory 28). El levantamiento en Chiapas irrumpía como una realidad inaceptable para intelectuales como Paz, puesto que su origen se debía a dos causas, unas históricas y otras contemporáneas: Las primeras se remontan no sólo a la Conquista y a la Colonia, sino más atrás, al mundo mesoamericano (por ejemplo: el estado de guerra perpetua de las sociedades precolombinas). Las contemporáneas: la caída de los precios del café, la inmigración de los campesinos de otras regio-
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nes, las sucesivas oleadas de refugiados guatemaltecos y, en fin, la plaga mayor de México, la gran piedra que tiene atada al cuello: la explosión demográfica. (“Chiapas: “¿Nudo?” D)
Ambas causas se reducían al problema demográfico contemporáneo. Pero el México indígena que Paz creía presente solo en la realidad del mito irrumpió de golpe en la historia. Para gran parte de las élites políticas y letradas de la época, el levantamiento representó un obstáculo, un muro que impedía la democratización de las instituciones y no una oportunidad histórica para reconstruir México a partir del reconocimiento político de los pueblos originarios. En El laberinto de la soledad, Paz nos recuerda en El laberinto que el mexicano está solo. Soledad histórica que debía superarse reconociendo al otro, a ese México sepultado por las diferentes máscaras ideológicas que se impusieron desde la Colonia y la Independencia. Con la bandera del progreso se mutila la identidad del México moderno que Paz recrea en 1950; mutilación que ha dificultado el reconocimiento de la civilización vencida. Paz reconoce la presencia multicultural indígena en el país, pero esta concepción se reduce a la dualidad mestizo-otro, lo que limita a ese otro múltiple e inestable a un otro homogéneo y abstracto: el indio.11 En este sentido, Miguel León-Portilla comenta que Paz “llegó a una cierta forma de conclusión. Puede decirse que hay dos Méxicos: el moderno y el sumergido y reprimido” (“Los rostros” 68). En “Notas”, un ensayo de 1937 que recogió Enrico Mario Santí en Primeras letras, Paz describe su primera experiencia con la cultura indígena en Yucatán: Con este encuentro me enfrento, por primera vez, a un hecho frecuente y diario en Yucatán: la presencia de lo indígena […]. Aquí lo indígena no significa el caso de una cultura capaz de sobrevivir, precaria y angustiosamente, frente a lo occidental, sino el de los rasgos perdurables y
11 El México antiguo nunca fue —afirma Alfredo López Austin— una unidad histórica; sus límites y fronteras han sido definidas artificialmente de acuerdo con las políticas del presente (López Austin y López Luján 3).
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extraordinariamente vitales de una raza que tiñe e invade con su espíritu la superficial fisonomía blanca de su sociedad. (Paz, Primeras letras 130)
En su breve estancia en Mérida antes de realizar su crucial viaje a España,12 Paz observó la realidad del México indígena que solo había reconocido en la Ciudad de México como un elemento vivo en los museos y en el paisaje gris de la ciudad. Paz observó por primera vez el rostro indígena desde un horizonte no letrado, desde las voces de la oralidad. La multiplicidad de los relatos orales y escritos de origen precolombino, como los compilados por León-Portilla en La visión de los vencidos (1959), han inaugurado una nueva literatura ya no solo prehispánica sino también colonial. Carlos Fuentes reconoce que toda lengua se sustenta en la imaginación gestada de la oralidad (La gran novela 9),13 pero la tradición oral se ha valido de la letra para crear una literatura alternativa que ha reflejado —según lo explica Martín Lienhard— “el traslado […] del universo oral a la escritura en un contexto que llamaremos colonial, caracterizado por la discriminación de los portadores de este universo […] los sectores marginados de ascendencia indígena o africana” (La voz 17). Paz intentó construir un puente de comunicación entre el mundo hispánico y el mundo indígena: “No hablo del mestizaje cultural […]. Agrego que el diálogo no excluye la contradicción y que la contradicción es vida” (“Salud” 60). Paz no logró, sin embargo, establecer ese diálogo igualitario con los pueblos originarios por no reconocerlos políticamente activos y relegarlos a la esfera del mito. De haberse con-
12 Danubio Torres Fierro ha hecho una selección muy completa sobre los textos y poemas de Octavio Paz dedicados a España. El viaje que Paz realiza a Valencia en 1937 fue decisivo en su pensamiento futuro. Para Torres Fierro, esta experiencia “fue central en alguien que se preocupó siempre, como parte de una estrategia vital e intelectual, por encontrar y proyectar un sentido a las estaciones de su trayecto”. Para Paz, la búsqueda del otro México indígena es paralela a su búsqueda hispánica, es decir, europea (11). 13 Jorge Volpi sugiere que Carlos Fuentes busca universalizar América Latina a través de la nueva novela hispanoamericana: “No se trata de ser iguales a los europeos, sino de encontrar un modo propio de ser occidentales” (La imaginación 55).
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sumado dicho coloquio, Paz habría visto el mundo indígena con el mismo valor cultural que el suyo, pero Paz entendía la multiplicidad étnica y cultural como una aglomeración de pueblos con diferentes niveles históricos. Su parámetro fue la modernidad estadounidense y la de algunos países europeos (Francia, Inglaterra y Alemania). No vio a los pueblos originarios como portadores de una alta civilización comparada a la que ofrecía Europa porque México había alcanzado su libertad política gracias a un acto moderno como la revolución: “Nuestra revolución de Independencia fue la revolución que no tuvieron los españoles […]. La nuestra, fue un movimiento inspirado en los dos grandes arquetipos de la modernidad [Estados Unidos y Francia]” (Los hijos 122). Aunque ciertamente Paz pareció reconocer la heterogeneidad cultural de los pueblos originarios, la imagen del indio desterrado de la historia resultó ser algo más que la proyección del mestizo contemporáneo; resultó ser el oprimido, el otro que no soy yo. Paz admitiría más tarde que el otro México representa, “una realidad compuesta de diferentes estratos y alternativamente se pliega y se despliega, se oculta y se revela” (“Postdata” 389). No obstante, continuaría observando al indígena como un ser lejano que habita en el paisaje subdesarrollado sin voz propia, con murmullos ocultos que cada mexicano apenas escucha en su interior sin reconocerlos. La interpretación mítica que Paz elabora en su pensamiento crítico, como hasta aquí se ha observado, ha descartado la múltiple representación cultural y política de los pueblos originarios en aras de la democratización de un México mestizo que el PRI nunca logró consolidar, en aras de un nacionalismo uniforme que, a pesar de los esfuerzos totalizadores del régimen, traicionó por más de medio siglo su legitimidad revolucionaria.
B. La Malinche y la Chingada: los mitos precolombinos en Octavio Paz Octavio Paz fue un ávido lector de Francisco Javier Clavijero, quizá el primero en estudiar a fondo a los pueblos originarios en el siglo xviii,
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así como de las indispensables obras de Ángel María Garibay, Miguel León-Portilla, Jacques Soustelle y Laurette Sejourné. Las investigaciones históricas de estos estudiosos de la cultura náhuatl y maya muestran un paralelismo con las interpretaciones míticas precolombinas que Paz desarrolla en ensayos como El laberinto de la soledad y Postdata. Miguel León-Portilla explica: Octavio Paz era un profundo conocedor y un enamorado del arte de Mesoamérica, en lo que a literatura indígena concierne, leyó las traducciones que preparó Ángel María Garibay K. y también las mías, que le hacía llegar. Una vez me dijo que lamentaba mucho no haber estudiado náhuatl y maya yucateco porque encontraba que en esas lenguas se habían expresado joyas de valor universal. (“Los rostros” 71)
El “valor universal” del náhuatl al que León-Portilla alude se corresponde con lo que Martín Lienhard entiende por diglosia colonial. En la América virreinal existía una la relación sui géneris entre las lenguas hegemónicas (A) y subordinadas (B). Según Lienhard, la norma A no incluía sólo el español o el portugués, sino también el latín y, en cierta medida, las lenguas generales indígenas “santificadas” por los misioneros y transformadas en idiomas de tradición escrita (náhuatl, quechua, tupí, guaraní, etc.). A la norma B pertenecían, fuera de los idiomas amerindios orales y posibles lenguajes pidgin o créole, las variantes oral-populares de los idiomas europeos. (“De mestizaje” 73)
Esto demuestra el estatus hegemónico que alcanzaron el náhuatl y el maya entre las otras lenguas indígenas. Miguel León-Portilla y Ángel María Garibay subrayan la importancia que los indígenas precortesianos le daban tanto a la memoria como a los libros en forma de códices para preservar su historia y pensamiento (Garibay 11). De acuerdo con León-Portilla, todos los códices y estelas en las culturas mayas y nahuas mostraban el uso de una naciente fonética, lo que revela sus esfuerzos por preservar su pasado (Visión xi). Más allá del valor documental, literario y mítico de esas narraciones indígenas recopiladas, Martín Lienhard las observa como el inicio de una literatura colonial (La voz 11), pues esa literatura no
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solo debe entenderse como latinoamericana, sino, sobre todo, como literatura alternativa escrita por pueblos marginados. Paz reelabora las verdades ocultas de la cultura mexicana a través de la historia y cosmogonía precolombinas. “El mito —escribe Paz— es habla, su tiempo alude a lo qué pasó y es un decir irrepetible; al mismo tiempo, es lengua: una estructura que se actualiza cada vez que volvemos a contar la historia” (Claude Lévi-Strauss 1261). Es precisamente la actualización del discurso mítico lo que determina cada aspecto del diario vivir del hombre (Jensen, Mito 54). La labor del poeta consiste, entonces, en revelar el lenguaje poético con el que se fundamenta la relación del hombre con la naturaleza; de ahí que Paz considere la poesía como el lenguaje de la modernidad. En su ensayo “El quinto sol” (1982), Paz vuelve a mostrar su visión mítica de la historia. Ahí, analiza el devenir histórico de México a través de la interpretación del calendario azteca. Su análisis entiende el mito como el vehículo con el que el hombre puede recrear su historia desde el presente: El sol está rodeado por los signos de las cuatro edades que han precedido a la edad actual, la quinta. Cada una de esas edades terminó en una catástrofe. El signo de nuestra edad es 4 Movimiento y significa temblor de tierra. Nuestra edad terminará en un terremoto. Se me ocurrió que 4 Movimiento también podría interpretarse como conmoción en general, por ejemplo: guerras, revoluciones y otros trastornos que agitan a las sociedades. Así descubrí que 4 Movimiento es el signo de nuestra época terrible. El mito me devolvió a la historia y el pasado me hizo regresar al presente. (1503)
El mito se desvela como una partitura musical porque es necesario leer cada página como un todo para comprender su significación; cada relato mítico representa una totalidad (Lévi-Strauss, Mito 78). El mito se concibe solo en su conjunto, en un discurso orgánico que forma un concepto global e indivisible opuesto a la fragmentación del pensamiento científico. La fiesta es uno de los mitos centrales con los que Paz analiza el carácter del mexicano contemporáneo. La fiesta que Paz articula es
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un ritual sagrado, un tiempo congelado que rompe la línea recta del tiempo histórico en el que pasado, presente y futuro se reconcilian y el tiempo deja de transcurrir. Es la celebración del caos que se escapa del orden de la historia. La fiesta celebra la muerte y la representa con el sacrificio azteca, con la guerra florida: “El mexicano no se divierte: quiere sobrepasarse, saltar el muro de la soledad que el resto del año lo incomunica” (El laberinto 184). Solo en la fiesta el mexicano es, por eso se entrega a ella con desenfreno. Las verdades que el mito resguarda solo se liberan en un ambiente festivo, en la anulación del tiempo lineal y el lenguaje científico (Jensen, Mito 56). La fiesta en el pensamiento paciano constituye una ruptura instantánea de la soledad. El mexicano está solo porque no reconoce su origen y es a través de la fiesta como alcanza una fugaz reconciliación consigo mismo, con un pasado que desconoce. Paz celebra las fiestas mexicanas que irrumpen con violencia en la historia. La Revolución mexicana es para el poeta el despertar instintivo de ese México indígena que había estado oculto desde la Conquista. Paz ve saludable el resurgimiento de los pueblos originarios porque no representan la vuelta al mundo precolombino, sino la puerta de entrada a la historia universal a través de un acto moderno: la revolución. La visión nacionalista de la Revolución, sin embargo, no contempló la incorporación del indio y sus culturas al nuevo proyecto político revolucionario. El olvido histórico volvía a repetirse, pues con la consumación de la Independencia en 1821 las comunidades indígenas carecieron de representación en la conformación del México independiente. En ambos reajustes históricos se construyó una mitología india generadora de identidad que daba un sentido de pertenencia al nuevo orden hegemónico por medio de un pasado común precortesiano. Con el triunfo de la Revolución se romantizó la herencia cultural de los pueblos originarios a través del sacrificio social y político de sus descendientes contemporáneos. Solo en un México mestizo se podía reconocer su historia y sus culturas como símbolos representativos del nuevo arte y cultura nacionales. Esta visión idealizada del mundo indígena llenó las paredes de los edificios públicos con los murales de Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. Nacionalismo exacerbado que Paz
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admira y critica con severidad porque “[d]esde el primer momento los pintores vuelven los ojos hacia México […] y sienten la necesidad de insertar su nacionalismo en la corriente general del espíritu moderno. Todos los equívocos posteriores, estéticos y morales, parten de esa insuficiencia de la Revolución Mexicana” (“Los muralistas” 222). La “insuficiencia” que el poeta advierte se manifiesta en la falta de una ideología propia de la que, según él, careció la Revolución, siendo más bien un levantamiento instintivo, una revuelta.14 Paz considera que uno de esos “equívocos” fue la adopción que hicieron los muralistas, como Diego Rivera, de un marxismo militante que no encontraron en la Revolución mexicana. La muerte es otro discurso mítico que Paz privilegia en El laberinto. Para Paz, el mundo precolombino no pereció por la mano de Cortés, sino por el abandono de sus dioses. Quetzalcóatl dejó huérfanos a los aztecas, su traición significó la muerte divina del futuro mexicano. ¿Por qué entonces esconderse de la muerte como el mundo cristiano? La “indiferencia del mexicano ante la muerte —explica Paz— se nutre de su indiferencia ante la vida. El mexicano no solamente postula la intrascendencia del morir, sino la del vivir” (El laberinto 193). La muerte azteca y la muerte cristiana eran productivas; había muerte porque engendraba vida. El sacrificio azteca mantenía el orden cósmico porque no había una salvación del alma individual, sino la continuación y salud del universo. La muerte cristiana, por otro lado, traía consigo la redención. Cristo se sacrificó para vencer los poderes 14 José Vasconcelos, al comentar El laberinto de la soledad, difiere con Paz en que la Revolución mexicana fue un movimiento instintivo, pues “se olvida que Madero, en el Plan de San Luis dejó un programa que ha sido después destrozado y negado, pero nunca mejorado” (“Pensar la historia” 574). Algunas de las ideas que sustentan la revolución son inspiradas por Francisco I. Madero en su libro La sucesión presidencial en 1910, en el cual, de acuerdo con Carlos Fuentes, “hizo un sencillo llamado a las elecciones libres y a poner fin a las sucesivas reelecciones de don Porfirio” (El espejo 384). Madero fue abogado y terrateniente, un miembro de la clase media alta, un mercader letrado, un hombre de ideas liberales que vio en Díaz la deformación del liberalismo que este había prometido al país sin éxito. Madero pensó que él podía llevar a México hacia la verdadera democracia y encontrar el camino que Porfirio Díaz había perdido.
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de la muerte y con su sacrificio todos los cristianos la han vencido. Las almas individuales están a salvo. Pero la “muerte mexicana es estéril, no engendra como la de los aztecas y cristianos” (El laberinto 195). La intrascendencia del mexicano contemporáneo ante la muerte se debe a su intrascendencia ante la vida, y, para trascenderla, se debe superar el pasado.15 De ahí que resulte necesario liberarse de la máscara con la que el mexicano cubre su soledad, cuyos poderes se desvanecen por un instante con la algarabía de la fiesta, con el grito instintivo que celebra la muerte. La vergüenza del origen bastardo es otro de los mitos pacianos más arraigados en el imaginario nacional. Según el poeta, el reconocimiento de ese origen lacerante es el primer paso para superarlo. Resulta esencial confrontar la deshonra de la india violada, de la madre chingada por un hombre extraño.16 Solo por medio de la crítica es posible romper las cadenas del trauma. El mexicano se encuentra atrapado en un pasado que no es capaz de trascender sin antes caminar descalzo por sus brasas ardientes, sin antes atreverse a mirarlo cara a cara. Ernest Renan lo vio con claridad al afirmar que el olvido es un factor esencial en la construcción de una nación (“Qu’est-ce Qu’une Nation?” 34). En el caso de México, no obstante, el olvido no es una opción. Los herederos del Estado revolucionario han forjado una historia idealizada y totalizante que mira de soslayo la crítica; de ahí el temor de las élites políticas a los estudios historiográficos independientes que relativizan las fantasmagorías de su discurso histórico.17
15 Emir Rodríguez Monegal también entiende la concepción de la muerte que Paz desarrolla en El laberinto de la soledad como estéril, destacando su “falta de trascendencia […] la vida y la muerte se consumen en sí mismas; no engendran nada” (“La muerte” 151). 16 Nietzsche entiende la historia como un diálogo activo entre el pasado y el presente y rompe así con la visión tradicional que la ve como un ente lejano e inmóvil. También explica que, en los momentos de estragos de una sociedad, el hombre poderoso que controla la historia la usa para la resignación del pueblo y la monumentaliza para unir el pasado distante con el presente. Véase On The Use and Abuse of History of Life. 17 Véase Bhabha (“Narrar la nación” 11-19).
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El mito negro de Hernán Cortés es uno de los que Paz considera más dañino para el subconsciente del mexicano contemporáneo. El mito representa la Conquista como un acto violento, como una penetración. Paz analiza el mural de José Clemente Orozco, localizado en el antiguo Colegio de San Ildefonso, en el que aparecen desnudos Cortés y la Malinche estrechándose las manos y los pies junto al cadáver de un indio. Paz ve esta imagen trágica porque “[l]a aniquilación del otro término, simbolizado por Cortés, ha consistido en su transformación en un mito negro: el padre se convierte en violador, el fundador en usurpador, el vencedor en asesino (“Exorcismo” 8). Paz insiste en que el mexicano debe observar a Cortés como un personaje histórico y no mítico si quiere vencer su soledad histórica. Dicha tarea corresponde a los intelectuales porque ellos son los que han creado el mito que “nos impide vernos a nosotros en nuestro pasado y, sobre todo, impide la reconciliación de México con su otra mitad” (“Exorcismo” 8). Reclamo paradójico, puesto que él fue uno de los principales promotores de la interpretación histórica a través de los mitos precolombinos que más se han arraigado en el imaginario colectivo. Para Paz resulta esencial que el mexicano se identifique como heredero, como hijo del español, para así poder integrarse a la universalidad de esa cultura. El mestizaje que sugiere no enfatiza la violencia de su gestación ni los estragos que los pueblos originarios han padecido para subsistir desde la Conquista. De ahí que el mito de la Malinche sea el más representativo con el que Paz explica la soledad histórica del mexicano moderno, que es, a fin de cuentas, el mito del mestizaje. En este sentido, el verbo chingar es una de las representaciones míticas más significativas del carácter del mexicano. Paz lo relaciona con la sumisión de la Malinche al conquistador extranjero. La Malinche es la madre chingada y, al renegar de ella, “el mexicano rompe sus ligas con el pasado, reniega de su origen y se adentra solo en la vida histórica” (El laberinto 225). La devoción a la Virgen de Guadalupe surge como contraparte a la imagen de una Malinche ultrajada. La Virgen es la consoladora del desamparado, del huérfano, del indio que se ha quedado solo sin sus divinidades y del mestizo falto de identidad. La Virgen es para el mexicano la respuesta a su falta de origen. Roger Bartra, sin embargo, analiza desde otra perspectiva el
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mito de la Malinche y hace un paralelismo con el de la Virgen María. Para Bartra, tanto la Malinche como la Virgen de Guadalupe, versión mexicana de la virgen española, tienen el mismo origen: el erótico. Cuando Hernán Cortés recibió a la Malinche junto con otras diecinueve mujeres vírgenes como tributo en las costas de Tabasco en 1519, se produjo el primer intercambio carnal, el primer mestizaje entre ambas culturas. Las veinte mujeres indígenas perdieron su virginidad al ser entregadas a los españoles, al igual que la imagen de la Virgen María perdió su pureza al ser entregada a los indígenas por Cortés. Bartra señala: “Sin duda las mujeres regaladas perdieron muy pronto su virginidad, pero lo mismo se podría decir de la imagen que recibieron los indígenas […]. Tanto traicionó la Malinche a su pueblo como la Virgen al suyo, pues las dos se entregaron y su originalidad quedó mancillada: la primera dio inicio a la estirpe de mestizos, la segunda renació como Virgen india y morena” (La jaula 193). Bartra observa en el mito la mutua influencia equitativa entre ambas culturas. Así se aproxima al concepto de transculturación de Fernando Ortiz en el sentido de intercambio, pero mestizaje al fin.18 Las dos civilizaciones, en suma, se transculturaron, es decir, se chingaron. Esta imagen se opone a la visión pasiva de la Malinche que Paz propone en su interpretación. Margo Glantz, al igual que Bartra, observa a una Malinche activa y poseedora del poder de la palabra; su función era la de faraute, la de intérprete. “Malinche ha demostrado —explica Glantz— que sabe las dos lenguas […] se ha entremetido entre los españoles y los indios y ha enseñado su calidad: es por lo tanto bulliciosa”, respetada por los indígenas al llamarla Malintzin, así como por los españoles al llamarla doña Marina (“La Malinche” 126).19 Sin embargo, Paz se esfuerza
18 Fernando Ortiz entiende que la transculturación es un proceso en el que una nueva realidad se gesta a partir del tránsito de una cultura a otra y que, equitativamente activas, contribuyen a la formación de una nueva realidad (86). En otras palabras, “es una restructuración general del sistema cultural —explica Ángel Rama—, que es la función creadora más alta que se cumple en un proceso transculturante” (Transculturación 39). 19 Véase Glantz (“La Malinche” 119-137).
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por reivindicar lo español, porque solo así el mexicano mestizo puede identificarse como heredero activo de Occidente. La mestizofilia que Paz articula, empero, ha ocultado la violencia sistémica que han padecido los pueblos originarios al impedir su inclusión activa en los grandes debates nacionales. Desde esta óptica, Paz observa sus culturas como chingadas por considerarlas abiertas y pasivas. En este sentido, Bernal Díaz del Castillo describe en su Historia verdadera que Moctezuma le ofrece a Cortés una de sus hijas usando como intérprete a la Malinche, lo que pondría al tlatoani al mismo nivel que Cortés: el de chingones.20 En el cuento “Cabeza de ángel”, localizado en la segunda sección de ¿Águila o sol? (1951), la voz narrativa del personaje principal es femenina. Este se adentra en una vieja casa en la que vislumbra el paisaje de varios cuadros y, al asomarse a uno de ellos, pierde su cabeza a manos de los moros. Después de lamentarse, se alegra cuando un “indito” le ofrece varias cabezas para reponer la suya (54-55). Resulta significativa la violencia que se le atribuye al “indito”, pues es el asesino de una niña, como si se tratase de un sacrificio conmemorativo del tiempo sagrado: la guerra florida. La voz narrativa sugiere ser la imagen de un México degollado por la espada de la Independencia o por la pólvora de la Revolución. La desvinculación de su cabeza, España o el porfiriato, la ha dejado sin saber quién es, sin conocer su origen. El “indito” le ofrece una cabeza que no le pertenece para restaurar su identidad perdida. La ilegitimidad se observa como la madre que engendra a México gracias al acto salvaje que ya no comete el conquistador (Cortés) o el dictador (Díaz), sino el “indito” que ha mutilado la identidad nacional. De ser así, el indio deviene chingón
20 En su Historia verdadera, Bernal Díaz del Castillo escribe lo que Moctezuma le dice a Cortés por medio de la Malinche: “‘Mira, Malinche, qué tanto os amo, que os quiero dar a una hija mía muy Hermosa para que os caséis con ella y que la tengáis por vuestra legítima mujer’. Y Cortés le quitó la gorra por la merced, y dijo que era gran merced la que le hacía, mas que era casado y tenía mujer, e que entre nosotros no podemos tener mas de una mujer, y que él la tenía en aquel grado que hija de un gran señor merece, y que primero quiere se vuelva Cristiana, con sus otras señoras, hijas de señores” (241).
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en la narración de Paz, con lo que restituye la figura maltratada de Hernán Cortés.21 El relato presenta un paralelismo antagónico con las narraciones de Juan Rulfo, sobre todo, en la construcción de ambientes oscuros y paisajes desolados en los que se experimenta la violencia como algo cotidiano. De acuerdo con Ignacio Sánchez Prado, a diferencia del carácter heterogéneo de las narraciones de Rulfo, “tanto en la poesía como en mucha de la ensayística de Paz […] permite[n] reconciliar elementos contradictorios y construir totalidades ahí donde debe haber diferencia” (“Juan Rulfo” 177-178). La narrativa rulfiana se resiste, en consecuencia, a la homogeneización del discurso romántico en favor de una literatura abierta a la historia. Guillermo Sheridan sugiere que la narradora del cuento es la prima de Paz, María Luisa, quien solía visitar la vieja casa del abuelo don Ireneo. Sheridan comenta: “Realidad y ajenidad, tedio y cerrazón: la casa es una oquedad que espera. Su naturaleza deshabitada es también metáfora de sus habitantes; los espacios huecos reciprocan la cansada melancolía del abuelo” (Poeta 24). La imagen surrealista de la casa bien podría representar las constantes luchas ideológicas entre el abuelo porfirista y el padre revolucionario que Paz experimenta en su niñez y que representan su doble herencia liberalromántica. Otra de las interpretaciones míticas que Paz elabora es la ilegitimidad de los aztecas con respecto a su herencia cultural tolteca y su correspondencia histórica entre el PRI y la Revolución mexicana. En Postdata, Paz elabora su famosa crítica de la pirámide, la cual no fue sino una metáfora del Imperio azteca que reapareció brutalmente con el Ogro filantrópico en 1968. Ahí, Paz sostiene que “al afirmar su filiación directa con el mundo tolteca, los aztecas afirmaban la legitimidad de su hegemonía sobre las otras naciones de Mesoamérica. Ahora aparece con mayor claridad el sentido de la correlación entre la falsificación de la historia y el sincretismo religioso” (“Postdata” 405). Miguel León-Portilla ofrece una interpretación parecida que muy
21 Véase Carreño Medina (951-962).
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probablemente Paz tomó en cuenta en su análisis. Según el historiador, los aztecas tenían la idea de que eran ellos los escogidos para preservar la vida del sol, que únicamente podría seguir existiendo, si se le ofrecía como alimento el líquido vital por excelencia: la sangre de los seres humanos. Esa idea fue el motor que los llevó a iniciar una serie de conquistas, primero entre los estados vecinos del Valle de México, después por las costas del Golfo de México, y entre los señoríos zapotecas y mixtecas de Oaxaca, llegando finalmente hasta lo que hoy es Chiapas y Guatemala. (Imagen 23)
Laurette Séjourné también observa la ilegitimidad azteca a través de la adjudicación de la herencia tolteca usada como arma no solo espiritual, sino además política y militar (28). La interpretación de la manipulación mexica de la herencia tolteca es clave para entender su derrota, que, antes de ser militar, fue moral y teológica: “Para Moctezuma la llegada de los españoles significa en cierto modo, el pago de la vieja cuenta, la antigua falta de la usurpación sacrílega” (Paz, “Postdata” 408). Con el sentimiento de culpa e ilegitimidad de sus dirigentes, en suma, se inicia la soledad histórica de México. La idea del gobernante azteca como arquetipo mítico es una constante en la cosmogonía de Paz, la cual se extiende desde el México precolombino hasta el contemporáneo. De esta forma explica el porqué de la violencia del régimen priista en 1968, como si se tratase de un sacrificio azteca efectuándose en la plataforma del Templo Mayor para perpetuar la continuidad, ya no del universo como pensaban los aztecas, sino de la Revolución mexicana usurpada por el PRI.22 Paz entiende la impunidad del partido oficial como una representación 22 Paz hace un paralelismo entre el gobernante azteca y el presidente de México Gustavo Díaz Ordaz para explicar la violencia con la que se sofocó la protesta estudiantil el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco. Paz apunta: “El tlatoani es impersonal, sacerdotal e institucional; de ahí que la figura abstracta del Señor presidente corresponda a una corporación burocrática y jerárquica como el PRI […]. El tlatoani representa la continuidad impersonal de la dominación; una casta de sacerdotes y jerarcas ejerce el poder a través de una de sus momentáneas encarnaciones” (“Postdata” 409).
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del sacrificio azteca. Observa en el mito el origen de la historia moderna de México: El tlatoani, inclusive si su poder brota de la usurpación azteca o del monopolio del PRI, se ampara siempre en la legalidad: todo lo que hace, lo hace en nombre de la ley. Nuestra historia está llena de tlatoanis y caudillos: Juárez y Santa Anna, Carranza y Villa […] todos los jefes que hemos tenido, aun los más arbitrarios y caudillescos, aspiran a la categoría de tlatoani. (“Postdata” 409-410)
Las fronteras entre el discurso mítico e histórico convergen hasta diluirse. La doble tradición liberal-romántica que Paz articula es, al mismo tiempo, una negación y una afirmación del tiempo mítico porque el romanticismo significó una ruptura con el racionalismo de la Ilustración. En este sentido, “el romanticismo es la otra cara de la modernidad” (Los hijos 119). En suma, si bien es cierto que Paz expone en su análisis mítico-histórico los males de esa modernidad romántica llena de tropiezos y caídas, también es innegable que tanto sus vínculos con el poder como sus aproximaciones fantasmagóricas del mundo precolombino, han obstaculizado el derecho de representación de los pueblos originarios contemporáneos.
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Las revoluciones vienen, / las revoluciones van, / y los indios nunca / tienen pan (Carlos Monsiváis, La era del PRI y sus deudos)
A. Octavio Paz: un socialista libertario El Paz de los años treinta simpatizaba con el marxismo; estaba enamorado de la palabra revolución y su promesa de justicia social. Esto explica su apoyo incondicional a la República española durante la Guerra Civil. Para Fernando Vizcaíno, sin embargo, con poemas como “¡No pasarán!”, Paz “iniciaba así su vínculo con el poder. Ese vínculo que oscila entre servir y romper, aplaudir y condenar, crear y destruir. Asistir al poder y disentir del poder” (Biografía 64). Además de “¡No pasarán!” y “Elegía a José Boch”, son escasos los poemas comprometidos del poeta. En esa época, Paz se debate entre la libertad poética y la sumisión partidaria (Sheridan, Poeta 211). Comienza a gestarse su ale-
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jamiento como militante revolucionario. Uno de los principales desencantos que el poeta experimentó en 1937 durante su participación en el Segundo Congreso de Escritores en Valencia fue la deshumanización, la escisión del espíritu revolucionario entre la fraternidad y las disputas políticas fratricidas (Volpi, La imaginación 71). Las dudas del joven Paz sobre las virtudes del socialismo que la URSS representaba eran cada vez más profundas. En su ensayo “La verdad frente al compromiso”, con el que Paz prologa el libro de Alberto Ruy Sánchez Tristeza de la verdad: André Gide regresa de Rusia, expone la polémica de los vituperios que el escritor francés sufrió por parte de la intelectualidad comunista al denunciar los horrores de los campos de concentración. Paz confiesa: “A mí como a otros amigos de esos días —Gil Albert, Altolaguirre, Cernuda, Pellicer, María Zambrano y el mismo Serrano Plaja— nos indignó y entristeció la seña de los acusadores de Gide pero ninguno de nosotros se atrevió a contradecirlos en público” (156-157). Este suceso fue una de las culpas más profundas que acompañaron al joven Paz hasta la madurez. El poeta de “¡No pasarán!” se alejaba cada vez más del socialismo soviético, mas no de su convicción marxista.1 En 1972 —advierte Krauze— “Paz escribe para los lectores de izquierda. Son los únicos que le importan […]. Su interlocución deseada es […] la juventud de izquierda. La generación de 1968 había crecido leyendo El laberinto de la soledad y se habían iniciado en el amor recitando ‘Piedra de sol’” (Octavio Paz 178-179). No obstante, el debate que Paz y su revista Plural sostuvieron con Monsiváis y La Cultura en México en 1972 en torno a la interpretación mítica de la matanza de Tlatelolco que Paz había elaborado en Postdata, no se sustentaba tanto en su visión surrealista del sistema político mexicano
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Gran parte de las querellas que Paz sostuvo con la izquierda mexicana e internacional se debieron en gran parte —explica Héctor Aguilar Camín— “a que nadie entendió […] dentro de la izquierda ni fuera de ella, que Paz hablaba contra la revolución y contra el socialismo real con celo de antiguo creyente. Paz no tuvo el cuidado, la destreza o la humildad de ejercer su crítica contra la izquierda y contra el socialismo recordando su fervor de muchos años por la Revolución de Octubre” (“Octavio Paz” 83).
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como en el supuesto alejamiento del poeta del espíritu revolucionario que en esa década prevalece en América Latina. Las críticas de Monsiváis parecían injustificadas, puesto que “Paz no era liberal, sino un peculiar socialista libertario” (Krauze, Octavio Paz 181). Paz pensaba que, aun con todos sus defectos, el PRI había salvado a México de las dictaduras militares como el caso de Cuba y otros países latinoamericanos. Paz apelaba a la reforma antes que a la revolución. Para Héctor Aguilar Camín, empero, la explicación psicoanalítica y mitológica que Paz propone en Postdata no respondía a las demandas que esa generación agraviada del 68 reclamaba. Los estudiantes y demás sectores sociales indignados esperaban de Paz una denuncia más enérgica con datos concretos de la masacre, así como el señalamiento de los responsables políticos (“Octavio Paz” 73). En 1977 se agudizaría la confrontación entre Paz y Monsiváis. El cronista criticaba la cercanía del poeta con el poder y sus políticas imperialistas. Paz, por su parte, le reclamaba a Monsiváis su apego al marxismo ideológico que le impedía ser crítico con los regímenes socialistas y sus atropellos. Para Enrique Krauze, sin embargo, Monsiváis se acercaría con los años a las ideas centrales que Paz defendía (Octavio Paz 229). La confrontación marxismo-socialismo contra liberalismo-capitalismo era el detonador principal de las polémicas entre Paz y la izquierda. Basta recordar sus diferencias con Pablo Neruda, Carlos Fuentes, Elena Poniatowska, José Emilio Pacheco, José Joaquín Blanco, Enrique Semo, Rubén Salazar Mallén, Héctor Aguilar Camín y Roger Bartra.2 En julio de ese mismo año la policía invade Ciudad Universitaria para sofocar la huelga del STUNAM. La supuesta actitud benévola de Paz ante este acto opresor del Estado levantó una nueva oleada de críticas contra el poeta. El pronunciamiento de Paz —señala José Woldenberg— “resultó irritante, agresivo, incluso, raro […] mostraba desconocimiento de los hechos” (205). En medio de estas polémicas y disputas con sus adversarios, Paz afianzaba su desconfianza frente a las posturas de la izquierda mexicana.
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Véanse Aguilar Camín, Rodríguez Ledesma, Krauze, González Rojo y Monsiváis.
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En 1984 se produce la famosa quema de su esfinge frente a la embajada estadounidense a raíz de su discurso de recepción del Premio Internacional de la Paz de la Asociación de Libreros y Editores Alemanes en Fráncfort. El discurso se tituló “El diálogo y el ruido”, posteriormente recopilado en Pequeña crónica de grandes días. Ahí, Paz critica al Gobierno sandinista de Nicaragua al compararlo con el de Cuba: “Poco después del triunfo, se repitió el caso de Cuba: la revolución fue confiscada por una élite de dirigentes revolucionarios […]. Los actos del régimen sandinista muestran su voluntad de instalar en Nicaragua una dictadura burocrático-militar según el modelo de La Habana” (88-89). Para Woldenberg, la visión de Paz era incorrecta porque el FLSN nunca buscó perpetuarse en el poder eliminando a la oposición que representaban los partidos políticos como sucedió en Cuba (205). En el mismo discurso Paz también aludió a los males de las intervenciones estadounidenses en Centroamérica, las cuales provocaron el establecimiento de terribles regímenes dictatoriales. Para críticos como Enrique Krauze, sin embargo, la intención de Paz fue siempre la de dialogar con la izquierda, a pesar de los insultos de esta, pero el poeta no encontró eco. Krauze, en entrevista con el diario El País, explica: A él le habría gustado tener un diálogo con la izquierda, pero para bailar un tango se necesitan dos. Nunca hubo alguien que quisiera debatir con él, en este tango nadie quiso bailar con él. La izquierda mexicana y latinoamericana perdió con ello al mayor interlocutor posible. La izquierda latinoamericana no tiene todavía idea de lo que perdió al dejar de hablar con Octavio Paz. (“La izquierda”)
Estas palabras de Krauze se publicaron en el diario Reforma en 2007, lo que ocasionó reacciones como las de Arnaldo Córdoba, para quien la realidad había sido diferente. Cuando “Paz se convirtió en estrella de la televisión con sus magníficos y muy ilustrados programas jamás abrió las puertas a una polémica como él decía con la izquierda” (Córdoba, “Octavio Paz”). Roger Bartra también relata que, después de una mesa redonda en la que participaron colaboradores de Vuelta e intelectuales de la UNAM, se acordó que continuarían y se publi-
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carían los debates tanto en la revista de Paz como en El Machete, que Bartra dirigía. Paz le habría comentado a Bartra que a él no “le convendría publicar en una revista del Partido Comunista” (“Una discusión”). Más allá de las declaraciones transversales, resulta lamentable que estas polémicas no se hayan llevado a cabo públicamente, lo cual habría generado un debate abierto en favor de la tan anhelada democratización de México. En 1986 Paz escribía en Vuelta que México tenía que aprender a vivir con la clase social que dirigía el país: la burocracia del PRI: “[E] stamos ante una realidad con la que debemos contar y, sobre todo, con la que tenemos que aprender a convivir. No es fácil ni, quizá, tampoco deseable, suprimir o eliminar esta nueva realidad” (“Remache” 473). Paz lanza otra dura crítica contra el cuerpo burocrático del Ogro filantrópico, pero se resiste a proponer su eliminación porque el partido, a pesar de su autoritarismo, era el depositario de la tradición política mexicana, la cual había que resguardar ante cualquier peligro que la amenazara (“Octavio Paz en el debate” 195). No debe resultar extraño, pues Paz formó parte de esa burocracia de la que, en ese momento convulso del 2 de octubre de 1968, se alejó en busca de un pluralismo político en México. No obstante, a partir de la década de los ochenta, Paz se acerca a Televisa, lo que provocó no solo el linchamiento del poeta a través de la quema de su esfinge a manos de grupos de ultraizquierda por su discurso en Fráncfort en 1984, sino, sobre todo, un desconcierto generalizado. Héctor Aguilar Camín explica que, para un vasto número de intelectuales de izquierda, en especial los afectados por el golpe al Excélsior de Scherer, el vínculo de Paz con la televisora resultaba incomprensible y hasta indignante (“Octavio Paz” 85-86). En 1989 Paz le recuerda a Tetsuji Yamamoto en una entrevista titulada “En el filo del viento (México y Japón)”, recopilada en Pequeña crónica de grandes días, que tanto él como Cosío Villegas fueron los primeros en hacer la crítica del sistema político mexicano, desde el punto de vista de la democracia. Los otros críticos eran marxistas y querían una revolución. Nosotros éramos y somos partidarios de una evolución pacífica
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hacia formas más democráticas […]. Hoy nos llaman “neoliberales” con cierto retintín. No me siento liberal aunque creo imperativo, sobre todo en México, rescatar la gran herencia liberal de los Montesquieu y los Tocqueville […] es un pensamiento fundado en la libertad, un valor irrenunciable. (126)
Para los intelectuales de izquierda, sin embargo, la libertad a la que Paz se refería no se había experimentado en México. Los partidos políticos y sus propuestas habían antepuesto los intereses sociales en favor de un neoliberalismo financiero desalmado. Paz insistía a los intelectuales mexicanos que regresaran a las bases de la democracia para alcanzar así una mayor igualdad social y un mejor desarrollo económico: “Soy uno de los que creen que la democracia puede enderezar el rumbo de México y ser el comienzo de la rectificación de muchos de nuestros extravíos históricos. La reforma política haría posible la reforma económica y, asimismo, la de nuestra cultura; la democracia devolvería la iniciativa a la sociedad y liberaría los poderes creadores de nuestra gente” (“Remache” 474). El reformismo de Paz, sin embargo, no parece corresponderse con el proyecto político de las “izquierdas” contemporáneas aglomeradas en MORENA (Movimiento de Regeneración Nacional), principal fuerza política del país, ni con las movilizaciones civiles y estudiantiles como #YoSoy132, por ejemplo, que en el 2012 demandaron la democratización de México a través de los medios cibernéticos.3 El neoliberalismo que los principales partidos políticos, ahora de oposición, como el PRI y el PAN defienden, ha dificultado las siempre debatibles políticas de democratización del vigente Estado mexicano. El llamado “pacto por México”, por ejemplo, encabezado por el entonces presidente Enrique Peña Nieto al inicio de su administración en diciembre del 2012, significó un golpe contundente a la credibilidad del sistema partidista imperante, pues el acuerdo entre el jefe del poder ejecutivo y las demás fuerzas políticas para aprobar las llamadas “reformas estructurales”, esencialmente la energética y la laboral, no hizo más que poner al
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Véase Clif Ross y Marcy Rein (3-29).
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descubierto la ausencia de verdaderas instituciones democráticas en el país. Pero el modelo político que entonces el PRI encabezaba no se correspondía, en esencia, a lo que Paz pensaba acerca de la burocracia priista, puesto que, a pesar de su falta de democratización, había que agradecerles “los cambios que ha experimentado el país en los últimos años. Muchos de ellos han sido positivos. ¿Cómo negarlo?, pero una contradicción la mina […] está empeñada en la modernización económica, social y técnica de México; al mismo tiempo, hoy es el obstáculo principal para llevar a cabo la modernización de que dependen todas las otras: la modernización política, la democracia” (“Remache” 470). La democratización política que Paz añoró pareció darse con el triunfo del PAN en el año 2000. Sin embargo, el PAN continuó el modelo político y económico neoliberal iniciado por el PRI con José López Portillo (1976-1982) y Miguel de la Madrid (1982-1988), el cual se ha venido deteriorando a pasos agigantados frente al modelo antagónico de potencias económicas como la rusa y la china.4 En el año 2012, después de dos procesos electorales turbulentos, el PRI volvió a la silla presidencial; de ahí que la desconfianza social y los reclamos de los movimientos sociales hayan resultado necesarios. Con la vuelta del ogro al poder, el pensamiento de Paz sobre la democratización de México y de los partidos políticos recobró actualidad. El mismo expresidente priista, Carlos Salinas de Gortari, señala que un número significativo de ciudadanos se muestra inconforme con los efectos de la democracia mexicana; desconfían, principalmente, de los partidos políticos, así como de la transparencia de los comicios (23). En 1988 Paz sostenía que el partido debía reconocer que en México existían otras organizaciones políticas alejadas del pensamiento homogéneo que el PRI representaba (“Ante un presente incierto” 521). Aunque Paz reconocía las deficiencias y conductas antidemocráticas de esa burocracia, no es hasta 1985 cuando acepta que la incipiente democratización de México necesita algo más que la reforma interna del partido oficial: “Hace algunos años creía […] que el remedio
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Véase Huntington (147-349).
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sería la reforma interna del PRI. Hoy no es suficiente […] ojalá que retome en su totalidad, es decir, sin olvidar al demócrata Madero, su herencia como partido de la Revolución mexicana. Así aprenderá a compartir el poder con los otros partidos y grupos” (“Hora” 207). Las reformas neoliberales que los Gobiernos priistas y panistas implementaron en las últimas décadas, no obstante, han puesto en riesgo el futuro de varias generaciones de mexicanos. El neoliberalismo y su implementación anacrónica han beneficiado a muy pocos, ofreciendo tanto a los pueblos originarios como al resto de la población, no solo la homogeneización política y cultural, sino también la explotación y la muerte.5 Tampoco las ideologías de izquierda han favorecido a las minorías más allá de la letra y los discursos. Daniel Cosío Villegas afirmaba en 1963 que si los marxistas y los románticos se han lanzado a pintar con colores tiernos o arrebatados al paraíso autóctono, es porque los primeros sin confesarlo, y los segundos proclamándolo, añoran y lamentan la destrucción o el sojuzgamiento que de esas civilizaciones hicieron los conquistadores de España y Portugal […]. En este hecho, uno de los más lejanos de nuestra historia, parece hallarse el origen remoto de buena parte del nacionalismo del que hoy padecen, nuestros países, sobre todo, por supuesto, de aquellos en el que el pasado indígena fue importante. A ese hecho histórico, se ha sumado después, para sublimar el nacionalismo, la idealización del indio y de sus obras. (“Nacionalismo” 321)
5 El subcomandante Marcos pensó, a través de su personaje Durito, que se podía “elegir el modelo nostálgico, es decir, el del olvido. Éste es el que se le ofrece, por ejemplo, a los indígenas mexicanos […]. O también puedes elegir el modelo modernizador, es decir, el de la explotación frenética. Éste es el que se le ofrece, por ejemplo, a las clases medias en América Latina” (“Durito y una de falsas opciones” 1). Asimismo, observó el proyecto neoliberal como una torre de Babel a la inversa. Si el Dios judeocristiano había creado la diversidad, muchas lenguas, para castigar la soberbia del hombre, el neoliberalismo “intentó la misma edificación, pero no para alcanzar un cielo improbable, sino para liberarse de una buena vez de la diversidad, a la que considera una maldición, y para asegurar al Poder el nunca dejar de serlo” (“Otra geografía” 4).
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Cosío Villegas tenía razón. La esterilidad de las pugnas políticas entre el envejecido antagonismo ideológico de la derecha vs. la izquierda, así como la actual disputa entre neoliberales vs. neonacionalistas, han pasado por alto los reclamos de las mayorías. En medio de la fiesta y el griterío, los partidos y sus políticas de vasallaje se han olvidado de su razón de ser: representar y salvaguardar la pluralidad social, cultural y política.6 Los partidos políticos tradicionales, pues, han faltado a su propósito, han traicionado a México. El contundente triunfo de Andrés Manuel López Obrador y su movimiento en las urnas el 1 de julio de 2018 parecen haber dado el primer paso para la reivindicación de las comunidades indígenas con la creación del Instituto Nacional de Pueblos Indígenas bajo la coordinación de Adelfo Regino Montes. Además, en un hecho inédito, López Obrador se convirtió en el primer presidente en recibir el Bastón de Mando otorgado por los sesenta y ocho pueblos originarios y los pueblos afromexicanos en el Zócalo de la Ciudad de México. El valor simbólico y político de la ceremonia del 1 de diciembre no solo sugiere confirmar el compromiso de un nuevo pacto social que horas antes López Obrador había realizado en el Congreso de la Unión frente a la élite política nacional e internacional, sino que también insinúa sustentar su proyecto político a través de uno de los valores centrales de los pueblos originarios: “Mandar obedeciendo al pueblo”. Al recibir el Bastón de Mando, López Obrador, investido con la banda presidencial, no solo participa de una ceremonia indígena, sino que es la representación de una segunda toma de posesión, lo cual resarce las esperanzas de un reconocimiento legítimo de ese México profundo que Bonfil Batalla describió. El triunfo del presidente López Obrador parecería, en suma, el inicio de un prolongado camino hacia la democratización de México que desarticule, definitivamente, los cimientos enraizados del ogro filantrópico que, aunque herido de muerte, no perecerá sin intentar perpetuar su añeja tradición antidemocrática.
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La contienda electoral se ha convertido en un circo mercadológico en el que participan los recaudadores de fondos para las campañas políticas como las movilizaciones de los votantes. Véase Brown (47).
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B. México bárbaro: los estragos de la modernidad Octavio Paz ha expuesto muchos de los males que han aquejado a los sectores sociales más desprotegidos del país a partir de su doble horizonte liberal-romántico. Paz advierte que “las fallas y los crímenes de las democracias liberales capitalistas no disculpan ni justifican los horrores del totalitarismo […]. Lo rescatable de las democracias liberales es precisamente el germen de libertad que les dio al ser y que todas ellas contienen […] el ansia de igualdad” (“La Selva” 12). Paz tiene razón, aunque es innegable que vastos sectores sociales continúan padeciendo las secuelas de un neoliberalismo que ha servido como medio para legitimar la impunidad de las élites políticas. Los pueblos originarios se han visto especialmente marginados por la falta de igualdad, libertad y fraternidad, preceptos que inspiraron la modernidad en Occidente y que, sin embargo, no se han experimentado en México.7 Ser moderno significó ser otro; significó abrazar paradigmas eurocéntricos como modelos civilizatorios más elaborados. De ahí que haya sido en el Renacimiento donde el mito del salvaje frente al europeo civilizado adquiere, según explica Roger Bartra, “un carácter completamente espiritual, ideal y fantasmal” (El salvaje 152). Paz adopta en su pensamiento esta construcción mítica con la que, al fin de cuentas, despoja a los pueblos originarios de sus identidades múltiples, reduciéndolos a una metáfora, a un poema precolombino que explica el proceder histórico del mexicano desde la Colonia hasta el México independiente. A partir de la Revolución, empero, el culto a la mestizofilia fue impuesto al indígena desde afuera para promover su aculturación y abrazarla como algo positivo y deseado (Knight, “Racism” 86). Por eso Guillermo Bonfil Batalla reclamaba la reelaboración del proyecto nacional entonces vigente para poner fin a la sistemática desindianización del indio
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El neoliberalismo ha lanzado un ataque frontal sobre las bases de la democracia liberal, desplazando principios constitucionales como igualdad, libertad, autonomía política, etc. Véase Brown (47).
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(10).8 No obstante, la resistencia de los pueblos originarios ha demostrado a lo largo de la historia de México su incesante habilidad para adaptarse a la violencia ejercida contra sus culturas. Al igual que los rizomas resisten a las raíces de los árboles, ellos también han resistido la homogeneización que Occidente ha emprendido contra sus formas de vida. El rizoma, de acuerdo con Deleuze y Guattari, es “un tallo subterráneo [que] se distingue radicalmente de las raíces y de las raicillas” (12). En este sentido, los pueblos originarios poseen atributos rizomáticos, puesto que no se adhieren a raíces irrigadas por la uniformidad nacional. El neoliberalismo en México ha cimentado su legitimidad ocultando la relación de poder entre el capitalista y el capitalizado, entre el productor y el consumidor. La libertad de mercado ha sido el estandarte del sistema a la que solo una minoría privilegiada tiene acceso. El fenómeno globalizador propone una supuesta unificación en materia económica en la que se diluyen las fronteras entre Occidente y Oriente, Norte y Sur, Europa y América Latina. Fernando Coronil sostiene que este modelo solo oculta aún más la desigualdad social porque “la globalización neoliberal es implosiva en vez de expansiva, conecta centros poderosos a periferias subordinadas […]. En resumen, unifica dividiendo” (82). Bajo este paradigma económico, los pueblos originarios continúan siendo las víctimas más afectadas; de ahí que el pensamiento poscolonial sea una contundente llamada de atención contra las opresivas relaciones laborales que se desarrollan en el actual contexto económico (Bhabha, El lugar 23). La relación colonial entre el civilizado y el colonizado que denunció Aimé Césaire en 1950 resulta vigente en el México contemporáneo.9 Los pueblos originarios continúan padeciendo los estragos de la explotación asalariada de aquel México bárbaro que en 1909 describió John K. Tur-
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Sería imposible, empero, entender la democracia actual regida con un paradigma global sin la destrucción de los conceptos tradicionales de identidad homogénea. Véase Hardt y Negri (Multitude xv). Entre el colonizador y el colonizado solo hay espacio para el trabajo forzado, la intimidación, la degradación, etc. Véase Césaire (42).
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ner tras la participación activa del Gobierno estadounidense en favor del Gobierno de Porfirio Díaz. Se trataba de defender los jugosos beneficios económicos que generaba la producción del henequén en la península de Yucatán para los inversionistas estadounidenses. Turner se pregunta: ¿Esclavitud en México? Sí, yo la encontré. La encontré primero en Yucatán […]. Toda Mérida y todo Yucatán, y aun toda la península, dependen estos cincuenta reyes del henequén. Naturalmente, dominan la política de su estado y lo hacen en su propio beneficio. Los esclavos son: ocho mil indios yaquis, importados de Sonora; tres mil chinos (coreanos) y entre cien mil y 125 mil indígenas mayas, que antes poseían las tierras que ahora dominan los amos henequeneros. (18, 19)
Los pueblos originarios han sido sometidos no solo por las fuerzas del mercado y la economía, sino también por la colonialidad epistémica, cuya legitimación se gesta con el mito de una Europa étnica y culturalmente superior. De acuerdo con Enrique Dussel, “lo que será la Europa “moderna” (hacia el norte y el oeste de Grecia) no es la Grecia originaria, está fuera de horizonte, y es simplemente lo incivilizado, lo no-político, lo no-humano. Con esto queremos dejar en claro que la diacronía unilineal Grecia-Roma-Europa es un invento ideológico de fines del siglo xviii romántico alemán” (“Europa” 41). El sentimiento de inferioridad del colonizado se corresponde con el sentimiento de superioridad del europeo. El racismo, en suma, construye a su contraparte; nombra al otro, a su inferior (Fanon 93). El mito de la modernidad ha devenido paradigma universal en todos los proyectos colonizadores que Europa ha emprendido. Sin embargo, el mito ha entrado en crisis, primero con el pensamiento posmoderno gestado en Europa, crítica de sí misma, y luego con el pensamiento transmoderno gestado en América Latina. Ambas filosofías cuestionan dos de los discursos legitimadores de la modernidad: el de Europa como portadora de civilización universal y el de Europa como autogeneradora de este proceso.10 Estos paradigmas son los que 10 Para Lander, la crisis de la modernidad y su debate posmoderno tiene que partir “del cuestionamiento de éstos (de ambos mitos fundacionales)” (123).
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han sustentado el pensamiento moderno de Octavio Paz y su filiación a la ideología del mestizaje que reivindica el pasado precolombino desde un punto de enunciación fetichista y fantasmagórico. Paz entiende que toda “vuelta a la tradición lleva a reconocer que somos parte de la tradición universal de España, la única que podemos aceptar y continuar los hispanoamericanos. Hay dos Españas: la cerrada al mundo, y la España abierta, la heterodoxa, que rompe su cárcel por respirar el aire libre del espíritu. Esta última es la nuestra” (El laberinto 298). Paz vincula México con la España liberal porque es la que se ajusta a su propia interpretación de la modernidad. La versión homogeneizadora de ese liberalismo ha sido una continuación de la construcción eurocéntrica para perpetuar su hegemonía epistémica y cultural. La unidad que sugiere el mestizaje en todas sus acepciones legitima no solo la vida política y cultural de los pueblos originarios, sino también las literaturas precolombinas a través de un canon literario latinoamericano que las nacionaliza enmascarando su multiplicidad. Las expresiones artísticas prehispánicas solo poseen valor estético cuando son analizadas con los paradigmas occidentales. La modernidad se gesta a partir del desarrollo del arte occidental para ir más allá de este. La modernidad está íntimamente ligada con el desarrollo del arte europeo, pero no es hasta que se diluye su connotación de arte cuando entonces se vislumbra el llamado proyecto de modernidad (Habermas, “Modernity” 44-45). Octavio Paz, en el prólogo del catálogo de la exposición de Arte Mexicano en Madrid en 1977, explica que la modernidad del arte precolombino mexicano radica en su otredad con relación a Occidente. La soledad histórica con la que Paz analiza el arte mesoamericano representa, al mismo tiempo, su originalidad y su tumba, pues solo adquiere valor estético cuando Occidente le presta atención (“El arte” 46). En este sentido, Giorgio Agamben entiende que el artista es un hombre sin contenido, pero el crítico moderno se encarga de dárselo a través del juicio estético sin lograrlo, pues al intentar dotar el arte de significado lo anula, diluyéndolo en el no-arte (El hombre 77). La multiculturalidad artística de los pueblos originarios ha sido reducida a una sola: el arte precolombino. Dicho reduccionismo se acerca al proceso de transculturación teorizado por Fernando Ortiz porque
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funciona como una máscara del mestizaje que no explica la realidad multicultural y multiétnica de América Latina. El concepto del antropólogo cubano, sin embargo, ha sido “una fantasía de reconciliación de clases, razas y géneros” (Beverley, Subalternidad 81), pues supone un continente formado por sociedades modernas que ha diluido sin violencia todo lo que no se ajusta al modelo cultural europeo: lo indígena y africano. Paz pensó, no obstante, que “la tradición universal de España en América consistía, sobre todo, en concebir el continente como una unidad superior […] volver a la tradición española no tiene otro sentido que volver a la unidad de Hispanoamérica” (El laberinto 298). La unidad hispanoamericana tendría que ser pensada en términos de espacios indeterminados o híbridos, según lo propone Homi Bhabha, porque los conceptos de nacionalidad, identidad y etnicidad son espacios cambiantes que se caracterizan precisamente por la hibridación político-étnica entre los diversos sectores sociales que forman un tercer espacio (“The Commitment” 2388). La intervención de ese tercer espacio rompería la imagen de estabilidad y unidad nacional que supone la ideología del mestizaje. La participación activa de los pueblos originarios alteraría los esfuerzos homogeneizadores del Estado tanto en el campo de la cultura como también en el de la política. En este sentido, Enrique Dussel propone “pensar todo a la luz de la palabra interpelente del pueblo, del pobre, de la mujer castrada, del niño y la juventud culturalmente dominado, del anciano descartado por la sociedad de consumo, del indígena humillado” (Filosofía 264; énfasis en el original). Pero el Estado ha contrarrestado tal propuesta con la articulación de narrativas laudatorias de un pasado precolombino vacío de significado para los pueblos originarios contemporáneos. Bhabha afirma que el tercer espacio fracturaría el proyecto de homogeneización nacional porque el Estado perdería el control en la construcción de identidades.11 Las estructuras estables que soportan
11 La intervención del tercer espacio desafía el sentido de la identidad histórica de la cultura como una homogeneización, como unidad auténtica de un pasado común que se ha mantenido viva en el discurso nacional. Véase Bhabha (“The Commitment” 2396).
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el peso de lo nacional son en realidad narrativas arbitrarias que tanto gobernantes como intelectuales han elaborado para presentarlas como auténticas frente al inconsciente colectivo. La función de ese lenguaje rector sirve para legitimar la relación desigual entre los diversos grupos sociales. Néstor García Canclini define el concepto de hibridación como “procesos socioculturales o prácticas discretas, que existían en forma separada, se combinan para generar nuevas estructuras, objetos y prácticas” (14; énfasis en el original). García Canclini, al igual que Bhabha, enfatiza la imposibilidad de buscar identidades uniformes como fundamento de una identidad nacional, puesto que no existen culturas puras sino híbridas.12 Esto se opondría al análisis de Paz con respecto al proyecto de José Vasconcelos de la raza cósmica, del cual surgiría el “nuevo hombre americano que disolverá todas las oposiciones raciales y el gran conflicto entre Oriente y Occidente […] no era sino la natural consecuencia y el fruto extremo del universalismo español, hijo del Renacimiento” (El laberinto 298). La universalidad hispánica que Paz defiende se vio amenazada en Chiapas el 1 de enero de 1994. La insurgencia zapatista representó una tentativa de ruptura para el proyecto nacional gestado con la institucionalización de la Revolución mexicana. El peligro para los pueblos originarios en aceptar el universalismo español a través de la ideología del mestizaje como fuente de civilización e identidad cultural ha consistido en rechazar sus propias estructuras culturales. El nacionalismo privilegia solo los elementos que considera útiles para su interés político inmediato, elementos que usurpan la totalidad de lo nacional a pesar de su dosis de verdad que brinden a la nación (Sheridan, México 27). El indígena no ha podido dejar de serlo, de intentarlo como se ha impulsado, no solo sacrificaría
12 García Canclini afirma que “hay millones de indígenas mestizados con los colonizadores blancos, pero algunos se ‘chicanizaron’ al viajar a Estados Unidos, otros remodelan sus hábitos en relación con las ofertas comunicacionales masivas, otros adquirieron alto nivel educativo y enriquecieron su patrimonio tradicional con saberes y recursos estéticos de varios países, otros se incorporan a empresas coreanas o japonesas y fusionan su capital étnico con los conocimientos y disciplinas de esos sistemas productivos” (18).
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sus identidades múltiples y conflictivas, sino también se convertiría en un vagabundo, en un ser extraído de su heterogeneidad cultural; se convertiría, en palabras de Leopoldo Zea, en un mestizo habitando “realidades extrañas” (Fuentes 289). Desde el siglo xix las élites políticas han visto de soslayo la capacidad de los pueblos originarios para conservar sus identidades conflictivas. En respuesta, han desarrollado estrategias de adaptación o, en palabras de Deleuze y Guattari, “líneas de fuga”, las cuales “cambian de naturaleza al conectarse con otras” (14). Estas líneas rompen con la línea recta del árbol, se escapan de la raíz arraigada en el subsuelo del pensamiento hegemónico. Las líneas de fuga devienen líneas abstractas, heterogéneas y múltiples. Los pueblos originarios han logrado sobrevivir a los ataques homogeneizadores de Occidente, cuyas raíces buscan contrarrestar no solo sus identidades impulsivas, sino también las de la propia multiculturalidad occidental. En este contexto, las sociedades contemporáneas están obligadas a ser críticas con las ideologías hegemónicas, puesto que, de acuerdo con Samuel Huntington, es falso que ser moderno equivalga a ser occidental (79-84). En 1994 los pueblos originarios del sur del país sacudieron los cimientos de la frágil modernidad mexicana; encontraron tierra fértil para diseminar sus líneas de fuga en las entrañas de la Selva Lacandona.
C. EZLN: la revolución de las palabras “[L]a comprensión de la diversidad permite que los pueblos expresen su experiencia, enriquezcan las políticas nacionales y que encuentren su espacio” (“Palabras” 18). Esto decía Rigoberta Menchú en la inauguración de la semana académica Dignidad y Derechos de los Pueblos Indios, a menos de un año de la insurgencia zapatista el 1 de enero de 1994.13 El levantamiento en Chiapas, empero, comenzó a gestarse
13 La semana académica Dignidad y Derechos de los Pueblos Indios se realizó el 29 de marzo de 1993 en diferentes instituciones académicas alrededor del mundo.
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desde la Conquista. Las insurrecciones indígenas se explican debido a las condiciones económicas deplorables y la represión sistémica. No obstante, los diferentes gobiernos, desde el periodo colonial hasta los presidentes contemporáneos, han visto estas insurrecciones como consecuencia de conspiraciones o de organizaciones terroristas (Montemayor, Chiapas 12). Ya desde 1993 el Gobierno de Carlos Salinas de Gortari tenía conocimiento de las organizaciones guerrilleras que conspiraban en Chiapas contra el Estado.14 Sin embargo, el entonces presidente no calculó la magnitud de la crisis. Lo mismo aconteció con las élites intelectuales y políticas: la revolución zapatista tomó a todos por sorpresa. En 1990, cuatro años antes de la rebelión, Octavio Paz afirmaba en su discurso de recepción del premio Nobel, “La búsqueda del presente”, que el “México precolombino, con sus templos y sus dioses, [era] un montón de ruinas pero el espíritu que animó a ese mundo no ha muerto” (14-15). El mundo indígena contemporáneo que Paz vio estaba cifrado en el lenguaje mítico, por lo que la labor del escritor mexicano consistía en estar atento a lo que dicen esas voces pretéritas en el presente (15). El último Paz continuó observando a los pueblos originarios como una presencia, lo que explicaría su desconcierto ante la aparición de comunidades indígenas afiliadas al EZLN, pero ya no solo era esa presencia indígena, sino también grandes sectores sociales del país que habían vivido en la marginación. Sin embargo, Paz entendió la modernidad como el regreso a los orígenes, la reconciliación consigo mismo: ¿Qué es la modernidad? Ante todo, es un término equívoco: hay tantas modernidades como sociedades. Cada una tiene la suya […]. La
De acuerdo con Raquel Barceló, María Ana Portal y Martha Judith Sánchez, el objetivo de la semana académica y de la antología es el de presentar “la problemática indígena actual en distintos países de América Latina, que constituyan elementos para la reflexión y la lucha por la dignidad y los derechos de los pueblos indios” (11). La semana académica busca seguir la brecha abierta por Rigoberta Menchú con la obtención del Premio Nobel de la Paz en 1992 sobre la problemática de los pueblos indígenas desde la academia. 14 Véase Montemayor, (Chiapas: la rebelión indígena de México).
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búsqueda de la modernidad nos llevó a descubrir nuestra antigüedad, el rostro oculto de la nación […]. Un día descubrí que no avanzaba sino que volvía al punto de partida: la búsqueda de la modernidad era un descenso a los orígenes. La modernidad me condujo a mi comienzo, a mi antigüedad. La ruptura se volvió reconciliación. (“La búsqueda” 19, 20, 21)
El Paz del Nobel se habría reconciliado con su otredad, o más bien con su pasado revolucionario que nunca lo abandonó: Marx y Engels, Bakunin y Fourier. Asimismo, habría reconocido que la modernidad mexicana está en su pasado precolombino; de ser así, habría coincidido con la conjetura de Roger Bartra: “¿Vamos a entrar al tercer milenio con una conciencia nacional que es poco más que un conjunto de harapos procedentes del deshuesadero del siglo xx, mal cosidos por intelectuales de la primera mitad del siglo xx que pergeñaron un disfraz para que no asistamos desnudos al carnaval nacionalista?” (La jaula 17). Paz parece estar consciente de ese disfraz, según lo muestran sus escritos, y en especial el del Nobel. No obstante, ese discurso sugiere, más que una reconciliación con el otro México, una anomalía en su pensamiento, pues cuatro años después pareció contradecirlo cuando esa presencia india irrumpió en la escena pública. El México del último Paz siguió solo, sufriendo su soledad como “una llaga que nunca cicatriza” (“La búsqueda” 15). La presencia indígena a la que Paz alude en Estocolmo terminó por desquebrajar la frágil estabilidad política y social que México parecía gozar con la presidencia imperial de Carlos Salinas de Gortari.15 Un ejército de encapuchados que exigían la reivindicación de las culturas indígenas de Chiapas era discordante con el capitalismo modernizador que el país abrazaba con el Tratado de Libre Comercio (TLC). Los comandantes zapatistas demandaban la creación de un nuevo proyecto nacional, apartados de esa modernidad financiera, en
15 De acuerdo con Enrique Krauze, el “sistema nació con Calles, se corporativizó con Cárdenas, se desmilitarizó con Ávila Camacho y se convirtió en una empresa con Alemán. El empresario la dejó al contador (Ruiz Cortines), que la cedió al gerente de relaciones públicas (López Mateos), que a su vez la pasó al abogado penal (Díaz Ordaz) (La presidencia 15).
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el que los pueblos originarios y sus culturas jugaran un rol protagónico. El neoliberalismo prometió un progreso inalcanzable; ha sido la locomotora en la que, de acuerdo con Durito, personaje literario creado por el entonces subcomandante Marcos, “se llega más rápido y más cómodo, pero uno llega adonde no quiere llegar” (“Durito y una de trenes” 1).16 Es asimismo la promesa incumplida de un progreso improductivo cuyo cielo —señala Gabriel Zaid— “no acaba de llegar” (13). En un primer momento, la insurgencia parecía una respuesta revolucionaria de corte marxista-leninista contra las formas de dominación autoritaria que el PRI había ejercido.17 Pronto la revolución armada se convirtió en una guerra de palabras, como lo sugiere Jorge Volpi; su discurso se convertiría en seguida en una reivindicación ya no solo de los derechos indígenas, sino también de todos aquellos que buscaban un nuevo proyecto de nación.18 El rechazo de los zapatistas por definirse únicamente como un movimiento indígena se debe a que la ideología del mestizaje les ha negado su derecho de representación política, a la vez que ha limitado el control de sus propias identidades (Saldaña-Portillo, “Who’s the Indian?” 405). Desde la Primera Declaración de la Selva Lacandona, el EZLN se proclamó como un ejército democrático, heredero de millones de desposeídos que padecieron durante los 70 años de Gobiernos priistas. Bajo este contexto histórico de opresión y desigualdad, el llamado al levantamiento armado era la única salida. No obstante, en la Segunda Declaración, publicada el 10 de junio de 1994, el llamado ya no era al
16 En el año 2005, la Acción Zapatista Editorial Collective editó, bajo el título Conversations with Durito, cuarenta y cuatro historias que describen la visión política del EZLN en voz de este personaje creado por el subcomandante Marcos. También véase Muertos incómodos: falta lo que falta, novela policiaca que el subcomandante escribió en el 2005 con Paco Ignacio Taibo II. 17 Manuel Vázquez Montalbán advierte que el EZLN intentó “reformar las estructuras violentas de esa mezcla de autoritarismo y populismo que fue el PRI, delicado ecosistema que Salinas de Gortari dañó con la incisión del bisturí neoliberal” (23). 18 También véanse Montemayor; De la Grange y Rico; Legorreta; Tello Díaz, y Estrada Saavedra.
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levantamiento armado, sino una convocatoria a la lucha social y política. El desafío del EZLN en Chiapas no significaba una vuelta a las guerrillas ni al socialismo real que prevalecieron en los años setenta del siglo pasado, sino la construcción de una lucha novedosa para combatir la discriminación, la desigualdad y la injusticia que, si bien estaría al margen de las instituciones, no se opusiera a la democracia (Volpi, La guerra 396). El EZLN adscribía su legitimidad en el artículo 39 constitucional, el cual sostiene que la soberanía nacional recae en el pueblo y en su derecho de modificar su forma de gobierno. El Estado, a través de la acción militar, intentó sofocar la insurgencia en Chiapas, pero, debido a que la sociedad civil se opuso a la violencia armada, explica el Comité Clandestino en la Segunda Declaración, ambas partes se vieron obligados al dialogar. A partir de la Tercera Declaración, publicada en enero de 1995, su discurso se concentró en las irregularidades del sistema partidista y en el proceso electoral de 1994, el cual resultó ser una nueva farsa para los ciudadanos porque culminó con un nuevo fraude electoral. El Estado mostraba así su tradición antidemocrática y confirmaba la petrificación de los ideales de la Revolución.19 La incapacidad del Gobierno mexicano para resolver las demandas de la insurgencia tiene su origen en una decadencia moral, el racismo y la incapacidad intelectual de entender sus reclamos históricos (Rabasa, “Of Zapatismo” 403). Marcos comentó, en entrevista con Manuel Vázquez Montalbán, que lo novedoso del levantamiento había sido el alcance de sus demandas, las cuales reivindican por igual tanto a las comunidades indígenas como a todos aquellos que se sientan agraviados por el Estado neoliberal. El subcomandante consideró que el logro principal había sido la apertura de un canal de comunicación que incluía a todos los sectores minoritarios del país.20 El zapatismo busca —explica
19 Véase Roger Bartra (Campesinado 16-41). 20 Marcos sostuvo, en entrevista con Vázquez Montalbán, que la trascendencia de la insurgencia neozapatista se debió a la respuesta de los grupos marginados del país, pues estos eran los que respaldaban el movimiento: “En un caso, los indígenas, en otro caso, los emigrantes, los homosexuales, las lesbianas, las mujeres, los jóvenes, los desempleados. Todos los sectores que están siendo forzados a definirse como compradores o vendedores y no tienen otra opción” (153).
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Marcos— “una sociedad donde nosotros tengamos un lugar sin que eso signifique que vamos a homogeneizar a esa sociedad” (Vázquez Montalbán 148). Esto significaba crear una sociedad plural en la que todas las diferencias culturales fueran respetadas y tomadas en cuenta. Los pueblos originarios y demás sectores excluidos encontraron en el discurso del EZLN un altavoz para manifestar su inconformidad social. La cultura popular finalmente había tomado conciencia de sí misma.21 Carlos Monsiváis enumera las causas principales de la insurgencia: la desaparición del estado de derecho (notoria en Chiapas); la impunidad de finqueros, ganaderos y sus guardias blancas; la persistencia del fraude electoral y de los abusos del centralismo y el PRI, los asesinatos selectivos que diezman los liderazgos de las comunidades; la muerte por enfermedades curables de decenas de miles cada año; la falta absoluta de estímulos culturales; el saqueo de los recursos públicos y la explotación inicua de los trabajadores. (“¿Todos?”)
El zapatismo significó una estridente llamada de atención a las élites políticas, así como una denuncia contra las terribles condiciones de pobreza e injusticia en las que han vivido los pueblos originarios desde hace cinco siglos. Desde 1976, con la presidencia de José López Portillo y luego con la de Miguel de la Madrid, se impulsó el modelo neoliberal que en 1994 Carlos Salinas de Gortari reafirmaría con el TLC. Para Josefina Saldaña-Portillo, no obstante, el modelo neoliberal ya se había establecido desde los tiempos de Lázaro Cárdenas, lo que ayudó a fortalecer el mestizaje como una metáfora biológica del corporativismo gubernamental del PRI (“Who’s the Indian?” 407). Paz favoreció el tratado porque desde su perspectiva representaba el fin del discurso nacionalista exacerbado que había obstaculizado la modernización de México: La creación de un gran mercado continental sería el primer paso hacia la construcción de una comunidad de naciones americanas […]. Su fin
21 Para Carlos Monsiváis, lo popular “es la entidad carente de conciencia de sí, o la conciencia usurpada y hecha a un lado” (Aires de familia 23).
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no es únicamente económico y ni siquiera político, sino histórico. Es una respuesta al terrible reto de nuestra época, desagarrada por el renacimiento de feroces nacionalismos […] rechazarlo es resucitar antiguos agravios, alimentar rencores históricos y, en fin, sembrar tempestades. (“El TLC” 50)
El optimismo de Paz pronto se vio opacado por el levantamiento del EZLN, puesto que la insurgencia en Chiapas “sembró tempestades” que aún hoy no se disipan.22 Roger Bartra advierte que el TLC logró, en apariencia, eliminar los peligros externos, pero no los internos, los cuales fueron orquestados por la sociedad civil que empujaba con mayor fuerza por una transición política hacia la democracia (Anatomía 309). No obstante, no es hasta la Cuarta Declaración, publicada en enero de 1996, en la que se enfatiza su lucha contra las políticas neoliberales a través de una convocatoria internacional para realizar un encuentro contra el neoliberalismo. La concepción estandarizada del mundo ha excluido todo lo que no tenga valor comercial, todo lo que no se ajuste a la compraventa, cuya dinámica ha marginado a los pueblos originarios. Para Armando Bartra, sin embargo, el objetivo del TLC era erradicar el marco constitucional que garantiza jurídicamente la presencia de los campesinos. De esta manera, la política mercantil eliminaría a millones de agricultores pobres que, bajo la óptica de los tecnócratas, son un obstáculo para los grandes inversionistas (31). En este sentido, Marcos sostuvo, en entrevista con Vázquez Montalbán, que con la visión neoliberal “quedaban fuera de juego diez millones de indígenas, como si no fueran mexicanos, porque nunca habían sido tratado como tales” (146). El indígena había sido borrado del mapa
22 Ricardo Pozas Horcasitas sugiere que el TLC significó para Paz “la posibilidad de construir una de las comunidades internacionales, formada por las naciones de Norteamérica. La creación de comunidades internacionales significaba una solución racional al conjunto de los problemas que enfrentaban los Estados, como las relaciones que en su interior mantienen las diversas categorías y grupos sociales con tradiciones culturales distintas: lingüísticas, étnicas, comunitarias, religiosas y raciales” (268). Paz pensó que el TLC y el neoliberalismo reconocerían la multiculturalidad de México que el liberalismo había mutilado.
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social y solo se le consideró como un elemento idealizado que se ajustaba con la imagen de un México mestizo. Los zapatistas devinieron la voz orgánica de los pueblos originarios que, de acuerdo con el Comité Clandestino en la Cuarta Declaración, han sido obligados a escuchar, obedecer y aceptar lo que se les imponía desde el poder autoritario del Estado. No obstante, a través del Movimiento Zapatista, los indígenas han vuelto tomar la palabra. Gracias a la insurgencia en Chiapas, los pueblos originarios parecían recobrar su lugar en la historia; recobraban su propia representación. No obstante, Paz observó el levantamiento como un retroceso para alcanzar la democratización de México. Si en 1950, en El laberinto, había visto saludable el zapatismo de 1910, y en 1968 había mostrado con Postdata su indignación contra el Estado por la matanza de Tlatelolco, en 1994 consideró al EZLN una amenaza. El Paz de 1950 pensaba que las formas ahogaban al país; en 1994 defendió el orden frente a la revuelta. La ola neoliberal de los años setenta que impulsaron las grandes potencias geopolíticas terminaría por exterminar la ya débil protección que el Estado ofrecía a la visión comunitaria de los pueblos originarios. Se concesionaron las tierras y recursos naturales a las grandes trasnacionales provocando el desplazamiento de varias comunidades indígenas a las ciudades, incluso a los Estados Unidos. Soledad Loaeza explica que “desde 1978 […] el Presidente de la República Popular China, Deng Xiao Ping, introdujo las primera medidas de la liberación comercial; en 1979 llegó al poder en Gran Bretaña Margaret Thatcher y Juan Pablo II fue elegido Papa; y Ronald Reagan ganó las elecciones de Estados Unidos” (“Octavio Paz en el debate” 174). La homogeneización económica que el neoliberalismo ha impuesto con el discurso de ciudadanía ha resultado en una falsa estabilidad entre las disputas de los grupos minoritarios contra los mayoritarios. El buen ciudadano debe sujetarse a los intereses de la mayoría; debe estar sujeto a la gobernabilidad.23 De ahí que Ileana Rodríguez defina la
23 La idea de ciudadanía es, como lo señala Fernando Escalante, “una invención del siglo xviii, que tuvo su momento de más brillo durante la Revolución Francesa” (186).
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ingobernabilidad como una transgresión (“Apprenticeship” 362). Los intereses de la mayoría, empero, están determinados por la minoría en el poder que controla la información a través de la desinformación y la propaganda (González Rojo, El rey 46-47). Pero la desconfianza de Paz frente a la insurgencia zapatista radica no solo en su liberalismo literario, sino también en la amenaza del mundo novohispano que había restituido desde El laberinto de la soledad. Enrique Krauze comenta: Paz se consideraba liberal por su genealogía, por su distancia de la Iglesia, por su conocimiento de la Revolución francesa y la lectura de los Episodios nacionales de Benito Pérez Galdós, con cuyo personaje central, Salvador Monsalud, se identificaba. Pero en él, la palabra liberal […] aludía a un temple, una actitud, un adjetivo. Su liberalismo era literario más que histórico, jurídico y político. (Octavio Paz 252)
El liberalismo literario con el que Paz explica el devenir histórico de México ha justificado que la cultura nacional se apropie de la producción cultural y artística de los sectores populares para mitificarlas (Margulis 47). La autenticidad del arte, sin embargo, desaparece con la copia de una obra artística que es, en esencia, única (Benjamin 1169). El aura del arte se mecaniza, puesto que la reproducción en masa del arte indígena, así como la apropiación de sus tradiciones, ha enajenado su función mágica. La división social entre cultura popular, a la que son relegados los pueblos originarios, y cultura nacional, a la que se afilia al resto de la población, ha sido una de las formas en que el Estado ha hecho valer su poder homogeneizador. La cultura “burguesa” o “ilustrada” reafirma su hegemonía a través de autodefinirse como la cultura “oficial” (Colombres 10). Con la complicidad de los medios de comunicación, la cultura nacional se ha convertido en cultura de masas, la cual, advierte Mario Margulis, “homogeneiza, borra diferencias, genera hábitos, modas y opiniones comunes […]. La cultura de masas viene de arriba hacia abajo: puede ser representada por artífices profesionales, hábiles manipuladores, con los ingredientes que convengan. Responde a las necesidades del sistema” (43-44; énfasis en el original). La
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cultura de masas convierte a un hombre múltiple y heterogéneo en un hombre-masa homogéneo. Los pueblos originarios han subsistido a este reduccionismo gracias al autoconsumo. Su producción cultural obedece a sus necesidades diarias; no es una cultura pensada para vender o para su consumo televisivo como la cultura de masas. Los medios “irradian una cultura colonialista y alienante —escribe Eduardo Galeano— destinada a justificar la organización desigual del mundo como el resultado de un legítimo triunfo de los mejores” (95). La educación ha sido otra de las herramientas con que el Estado ha implementado la homogenización social y cultural.24 Sus propuestas educativas han incorporado a los niños indígenas a los sistemas escolares estatales con el objetivo de “la desindigenización o de la pérdida de la identidad étnica de los grupos indígenas” (Stavenhagen 33). El paradigma del mestizaje ha sido compartido tanto por la ideología liberal como por la marxista. En México, por ejemplo, se privilegiaron las políticas educativas de izquierda durante la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934-1940). Paz explica que “para los mismos marxistas el texto del nuevo artículo tercero era defectuoso: ¿cómo implantar una educación socialista en un país cuya Constitución consagraba la propiedad privada y en donde la clase obrera no poseía la dirección de los negocios públicos?” (El laberinto 300). Tanto el liberalismo como el marxismo, no obstante, proponen en sus ideologías que el indio deje de serlo para liberarlo de su explotación; de esta manera abandonaría el espacio marginal en el que había vivido. Bajo la interpretación marxista, resulta esencial que los pueblos originarios se afilien a las demandas laborales de la clase trabajadora para evitar la división del proletariado (Stavenhagen 35).25 En entrevista con Carlos Monsiváis,
24 Los gobiernos posrevolucionarios han intentado sistemáticamente desindianizar a las comunidades indígenas para integrarlas al proyecto nacional. Estos proyectos han fracasado por no tomar en cuenta las diferencias culturales y regionales de las comunidades indígenas, además de la carencia de materiales didácticos en la gran mayoría de las lenguas indígenas, así como la falta de maestros verdaderamente capacitados para dicha tarea. Véase Stavenhagen (21-39). 25 Esta interpretación marxista de lo mexicano también se observa en José Revueltas, quien entiende que la conciencia nacional no se llevará a cabo mientras
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sin embargo, Marcos afirma que “la izquierda o la derecha tradicionales lo que quieren es homogeneizar” (“Marcos”). Solo dentro del marco de una cultura y educación occidentales el indígena es tolerado, solo así se le considera mexicano. El zapatismo, empero, resucitó del olvido nacional a los pueblos originarios. Monsiváis comenta que “sin la presencia de los indios armados y sin el discurso de Marcos […] la situación de inhumanidad en Chiapas, y en el mundo indígena, jamás le habría interesado al gobierno, la sociedad y a muchos sectores internacionales, ni se habrían puesto en marcha todos los programas de ayuda gubernamentales” (“¿Todos?”). El discurso del EZLN y la imagen encapuchada de Marcos, paradójicamente, alcanzaron un nivel mítico en el esquema de consumo neoliberal. Este lenguaje se presenta al inicio y al final de la Cuarta Declaración: “No morirá la flor de la palabra. En ella vivimos. Moriremos en ella […]. Para todos todo. Para nosotros el dolor y la angustia, para nosotros la alegre rebeldía, para nosotros el futuro negado, para nosotros la dignidad insurrecta”. El mito es un regreso al estado original, es un siempre hoy solidario; y es en esa solidaridad donde se encuentra la clave del mito (Cassirer, Mito 17). De ahí que la propaganda gubernamental no lograra contrarrestar el lenguaje poético de la insurgencia, pues ya no era el discurso de un partido político ni de una aparente vanguardia tradicional, sino el clamor de los indios marginados que habían exhibido la decadencia de todo el aparato político. Solo en este contexto Elena Poniatowska podía exclamar: “¡Qué lejos está Marcos de la vieja retórica de la izquierda mexicana!” (“La CDN” 324). La disparidad discursiva se agudizó cuando en noviembre de 1996 el presidente Ernesto Zedillo negó a los pueblos originarios su derecho a la autonomía tal como lo planteaban los Acuerdos de San no se forme una conciencia de clase, mientras no se viva en la praxis. Revueltas escribe: “El México que estuvo a punto de desaparecer en 1847 y 1862, el México revolucionario de hoy, que pudo integrarse en 1910 y realizar al mismo tiempo sus reformas sociales, será el mismo que florezca sin límites, como ser nacional dentro del ser universal del hombre en el mundo socialista del mañana” (234).
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Andrés.26 En la Quinta Declaración se explica: “Una ley indígena nacional debe responder a las esperanzas de los pueblos indios de todo el país. En San Andrés estuvieron representados los indígenas de México y no sólo los zapatistas”. Sin embargo, la negativa presidencial se debió a que el otorgamiento de una autonomía a grupos minoritarios amenazaría la unidad nacional (Otero 231). Aceptar la existencia constitucional indígena, en suma, significaba truncar el proyecto modernizador del país, como lo había sugerido el propio Paz en 1994: [L]a solución del conflicto de Chiapas está íntimamente asociada al proceso democrático y especialmente en las elecciones de 1994 […] en ella los partidos políticos, inclusive el PRI, reconocen que México vive un periodo de transformación de su vida política. Si ese proceso se detuviese, la incompleta modernidad de México se convertiría, una vez más, como en los siglos xviii, xix y xx, en una quimera, un sueño de verano. (“Chiapas: ¿Nudo?” G)
El Paz de Vuelta de 1994 contradijo al Paz del Nobel de 1990 porque la búsqueda de la modernidad ya no se encontraba en una vuelta a las raíces, al origen (“La búsqueda” 21), sino en la adopción de una política financiera implacable y en el rescate de un sistema partidista fallido. El levantamiento en Chiapas no fue el único acontecimiento que puso en riesgo la aparente estabilidad del Estado en 1994. El asesinato de Luis Donaldo Colosio, candidato presidencial del PRI el 23 de marzo en Tijuana, convulsionó al país.27 Paz no vio relación entre ambos sucesos, pero sí pensó que había “reaparecido entre nosotros el 26 Los Acuerdos de San Andrés son un documento que el Gobierno de México, encabezado por el presidente de la República, Ernesto Zedillo (1994-2000), a través de la Comisión para la Concordia y Pacificación (COCOPA), firmó el 16 de febrero de 1996 para modificar la Constitución y otorgar derechos a las comunidades indígenas, así como autonomía, justicia e igualdad. 27 Según Jorge G. Castañeda, una de las hipótesis sobre las causas del asesinato —advierte Juan Villoro— es que “el presidente Salinas rompió su pacto de no agresión con los narcotraficantes para firmar el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, y el cartel de la región tomó cartas en el asunto” (139).
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elemento demoniaco de la política. En las luchas entre los hombres especialmente aquellas que tienen como centro la conquista del poder, la tragedia nunca está ausente” (“El plato” 8). La muerte del futuro presidente incrementó un mar de dudas en la opinión pública.28 Dentro de ese contexto caótico, Paz vio lógico el triunfo electoral del nuevo candidato priista, Ernesto Zedillo: “El PRI ha sido el guardián de la estabilidad y de ahí que la gente haya votado por Zedillo. La mayoría desconfió de la capacidad del PAN para realizar esos cambios sin desórdenes ni disturbios” (“Las elecciones” 301). El presidente Zedillo no solo garantizaría la paz social, sino que también continuaría la política económica de Carlos Salinas de Gortari con la que Paz había simpatizado.29 El Paz de 1994 no tomó en cuenta que el reconocimiento político de los pueblos originarios habría significado el inicio de una democracia propia, alejada de la versión decadente que la élite política había impuesto. En suma, su participación activa en los debates nacionales sería uno de los primeros pasos sólidos hacia la desarticulación de las fantasmagorías idealizantes de lo nacional a partir de nuevos imaginarios políticos y culturales.
28 Véase Krauze (“Los Idus”). 29 Véase González Rojo (Cuando el rey 9-10).
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VI
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No hay un rostro bajo la máscara: las máscaras son identidad (Juan Villoro, Safari occidental)
A. Vuelta: el juicio de los intelectuales Vuelta, al igual que Plural, fueron en su momento las revistas más influyentes en la vida cultural y política de México.1 Octavio Paz, como su director general, encabezó una dura crítica contra el zapatismo en nombre de una democracia censora como forma de gobierno.2 El mes-
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Vuelta, dirigida por Octavio Paz, y Nexos, dirigida por Enrique Florescano y Héctor Agilar Camín, representaban los dos grupos antagónicos de la cultura en México en las últimas décadas del siglo xx. Véanse Aguilar Camín (“Octavio Paz”) y Volpi (La guerra y las palabras 185-199). De acuerdo con Rafael Lemus, tanto Octavio Paz como la mayoría de los colaboradores de Vuelta entendían la democracia desde su connotación censora; es
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tizaje, aparentemente inconcluso en los estados sureños del país, había sido la causa del conflicto. Este sería el argumento central que la redacción de Vuelta sostuvo a raíz del levantamiento zapatista en 1994. Ese mismo año, en el Suplemento Extraordinario número 207 dedicado a Chiapas, Paz consideraba que la carencia de mestizaje de los pueblos originarios los había privado de la universalidad del mundo novohispano: El mestizaje cultural ha sido la respuesta de México a la singularidad india, lo mismo en el siglo xvi que en la época moderna. El elemento indígena está en todos los dominios de la cultura y la vida mexicana, de la religión a la poesía, de la familia a la pintura, de la comida a la cerámica. Pero sería mucho olvidar que nuestras ventanas hacia el mundo —mejor dicho: nuestra puerta— son el idioma español y las creencias, instituciones, ideas y formas de sociabilidad trasplantadas a nuestras tierras durante el periodo novo-hispano. (“Chiapas, ¿Nudo?” F)
En este sentido, Enrique Krauze también sugería que el mestizaje biológico y cultural no se había consolidado en la región chiapaneca como en el resto del país (“Procurando entender” L). Este pensamiento, colonial si se quiere, ha tratado de presentar las tensiones sociales como espacios pacíficos y armoniosos alejados de todo conflicto y desacuerdo (Cornejo Polar, “Mestizaje” 341). La fachada democrática de México se ha centrado en el individuo, soslayando un aspecto fundamental de la organización política y cultural de los pueblos originarios: la colectividad (Nahmad Sittón 34). En nombre de la modernidad, la violencia epistémica ha producido una máquina generadora de alteridades que ha devenido discurso racial en el continente hispano-
decir, contra la democracia crítica emanada de la sociedad. “Una democracia atenta contra la otra —explica Lemus—: la democracia como forma de gobierno está siempre amenazada por la democracia como forma de vida social de vida, y la segunda deja de existir si la segunda se establece. Para prevalecer, la democracia como forma de gobierno debe reprimir, y hasta suprimir, la política; para existir, la democracia como forma de vida social debe antagonizar incesantemente con toda policía” (207; énfasis en el original).
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americano. El discurso del mestizaje, apunta Santiago Castro-Gómez, “en nombre de la razón y el humanismo, excluyen de su imaginario la hibridez, la multiplicidad, la ambigüedad y la contingencia de las formas de vida concretas” (145). Alejandro Rossi, en el mismo Suplemento Extraordinario de Vuelta, también se manifestó en contra de la insurgencia en Chiapas. Rossi observó solo una guerrilla en la que, a pesar del discurso en favor de la causa indígena, predominaba la ideología marxista. Era la ventana idónea para muchos políticos sin trabajo que querían continuar lucrando con dicha ideología sin darse cuenta de los efectos negativos que una guerrilla y, en consecuencia, el terrorismo, traerían al país (I). Los paradigmas democráticos no se correspondían con los disparos ni con las armas, de ahí que Rossi haya visto en el EZLN una excusa de la izquierda frustrada para volver al escenario político. En el mismo Suplemento Extraordinario de Vuelta, en la sección “Escaparate. Muestrario de opiniones”, se recopilan los comentarios vertidos por varios miembros de la ciudad letrada en los principales diarios y revistas culturales del país. Carlos Fuentes consideró, por ejemplo, que los responsables eran “los malos gobiernos locales” (“¡Todo el poder!” N), es decir, el problema en Chiapas era histórico. José Emilio Pacheco, por su parte, concluyó que la raíz del conflicto radicaba en la imposición de un modelo cultural y económico homogéneo que no se correspondía con la realidad heterogénea del país. El origen del conflicto había sido la adopción del neoliberalismo sin considerar al México indígena: los mexicanos “[c]reímos y quisimos ser norteamericanos —afirmaba Pacheco— y nos salió al paso nuestro destino centroamericano […]. No se puede acabar con la violencia de los sublevados si no se acaba con la violencia de los opresores” (“Nuestro destino” N). En este sentido, Fuentes entendió que las balas que se detonaron en Chiapas, “se oyeron y retumbaron en todo el país, dieron en el blanco, nos despertaron a todos y han transformado a México” (“Fusiles” V). Elena Poniatowska también comprendió la dimensión histórica del zapatismo: “¡Qué lejos está Chiapas! Qué apartada, qué sola. Una de las matanzas más brutales de nuestra historia se está cometiendo ahora allá, se comete desde hace siglos y hasta hoy que nos damos cuenta […]. ¡Qué feos días! Mal año este de 1994”
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(“Revelaciones” O). Sin embargo, aunque grandes sectores de las élites políticas e intelectuales entendían que la violencia armada no solucionaría la injusticia social ni fortalecería la democracia, Luis Villoro ponía sobre la mesa uno de los principales cuestionamientos: “¿Hemos hecho lo suficiente para que también lo sepan los marginados, los indios que ensalzamos en discursos y en la realidad marginamos? “(“Las transferencias” O). La respuesta de los intelectuales ante interpelaciones similares abrió otro frente de batalla, la batalla de las letras. El nicaragüense Ernesto Cardenal, por ejemplo, legitimó el levantamiento. El poeta justificó la lucha contra el régimen del PRI, puesto que si “se califica de ilegítima la lucha armada del pueblo que se defiende, es igualmente ilegítima la del Ejército que lo reprime. Si se quiere abolir el uso de las armas por parte del pueblo, debe exigirse también el desarme del Ejército” (“El teólogo” R). Jorge Hernández Campos explica esta línea de pensamiento con el “síndrome de Estocolmo”, el cual es una “trasmutación psicológica por la cual un rehén empieza a identificarse con los motivos de su secuestrador, pasa luego a justificar su propio secuestro y termina amando morbosamente a quien lo apresó” (“El síndrome” T). Para Hernández Campos, el efecto del síndrome es lo que ha impedido a varios intelectuales ser críticos con el EZLN: la falta de crítica frente al secuestro del país significa una falta no solo intelectual sino moral. Héctor Aguilar Camín, por su parte, vio con cautela el zapatismo. Reconoció el gran problema del Estado mexicano: la desigualdad social, pero también tomó con desconfianza el matiz izquierdista de la insurgencia: “La leyenda de Zapata que bautiza las acciones del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, es un eje del panteón popular que la izquierda prefiere, y aparta para sí, en su memoria de la Revolución Mexicana” (“Causa” O). Asimismo, pensaba que los objetivos del EZLN de acabar con el capitalismo y su protesta contra el TLC era “moneda corriente de la izquierda periodística y partidaria de estos días […] la explosión de Chiapas parece más el último capítulo de las agotadas guerras centroamericanas que el primero de la futura inestabilidad violenta de México” (“Causa” O, P). En este sentido, Carlos Monsiváis consideró peligrosa la ideologización del levantamiento: “Su lenguaje político es rudimentario, su idea del socialismo corres-
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ponde al modo desinformado con que adoptan utopías difusas […]. Idealizarlos como muchos lo hacen, es nada más favorecer la confusión” (“Vox populi” O). No obstante, Monsiváis reconocía como justas las demandas que el zapatismo hacía sobre las condiciones infrahumanas en las que han vivido por siglos los pueblos originarios bajo el yugo de “la ortodoxia económica neoliberal” (“¿A quién?”). Arturo Warman, empero, observó una manipulación de la pobreza campesina en Chiapas para crear un movimiento político-militar: “La pobreza de la gente fue una consideración, un pretexto, una justificación, no es la raíz del movimiento […] no es la voz de los indios, simplemente alguno de ellos está presente como todas las expresiones de la vida nacional” (Q). Una medida para atacar el problema de la pobreza en Chiapas, según Fernando Benítez, consistía en “prohibir el alcohol a los indios, fundar escuelas, clínicas y talleres, siguiendo la sabia política de Don Vasco de Quiroga que nunca dio limosnas, sino que les enseñó oficios que todavía perduran” (“Hoy” N, O ). Frente este sumario de opiniones, Octavio Paz centró su interés en la posible concesión de las autonomías de las comunidades indígenas a través de la puesta en vigencia del artículo 4 constitucional, una de las exigencias centrales del EZLN estipuladas en los Acuerdos de San Andrés. Paz vio esta propuesta como un error porque dañaría la unidad nacional y comenta, en entrevista con Braulio Peralta, que se debía preservar las culturas indígenas y vivificarlas y renovarlas; las repruebo, si se pretende otorgar a grupos minoritarios un estatuto jurídico, legal y político distinto al del resto de los mexicanos. No puede haber dos leyes ni dos naciones. Sería traicionar al proyecto nacional, un proyecto que comenzó en el siglo xvi y al que las constituciones de 1857 y de 1917 le dieron plena actualidad y vigencia. (“Campesinos y ejido II” 259)
Aunque Paz reconoció la necesidad del pluralismo, este debía de someterse a leyes que promovieran la protección del proyecto imperante. Paz puso énfasis en la herencia novohispana porque ahí estaban “los gérmenes de una solución que preserve nuestra diversidad cultural sin lesionar la unidad nacional (“Chiapas: hechos” 55). Paz
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vio en la universalidad del catolicismo y del idioma español la respuesta al conflicto, soslayando la añeja resistencia que los pueblos originarios han sostenido contra la violencia sistémica emitida desde el Estado. La tesis de Paz, así como las de la mayoría de sus colaboradores emitidas en el número extraordinario de Vuelta dedicado a Chiapas, es en esencia una extensión de los discursos enunciados por el Estado para combatir la insurgencia. De acuerdo con Rafael Lemus, [l]os artículos de Paz, como los comunicados especiales, se obstinan en localizar el conflicto […] minimizar el problema […] y adjudicarlo no a una falla sistémica, lo que obligaría a reparar todo el sistema, sino a una pandilla de radicales infiltrados entre los indígenas. Más todavía: emprenden la defensa de la política social del régimen salinista y deslizan la noción, de plano racista, de que los indígenas, incapaces de organizar el movimiento por sí mismos, fueron manipulados. (222)
Más allá del mosaico de voces encontradas, volver los ojos al problema indígena ha sido una de las aportaciones más significativas del EZLN y del pasamontañas de Marcos a la vida política del México contemporáneo. Sin su presencia, la realidad social de los pueblos originarios continuaría siendo un tema exclusivo de un puñado de académicos.
B. Marcos: “Como un dolor de muelas” ¿Quién es el subcomandante Marcos? ¿Quién es ese revolucionario que se esconde detrás de la máscara? Tales interrogantes perturbaron la tranquilidad de las élites políticas e intelectuales mexicanas. Octavio Paz consideró inaceptable la figura encapuchada del subcomandante: no se podía dialogar con alguien sin rostro, no se podía dialogar con nadie. Sin embargo, varios intelectuales de izquierda mostraron su apoyo a la figura del líder guerrillero, entre ellos Ernesto Cardenal, quien le dedicó uno de sus salmos para apoyar su
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insurgencia.3 El poeta nicaragüense simpatizó con el zapatismo y con el Sup, como también se le conocía a Marcos, debido a la experiencia del poeta en la Revolución sandinista. José Rabasa propone una analogía entre Marcos y fray Bartolomé de las Casas. Marcos representa la figura del occidental que continúa la lucha por la reivindicación y justicia de los indios (Without History 56), pero la función de Marcos dentro de la insurgencia no es la de un intelectual orgánico a la manera de Gramsci, sino la de un portavoz de las propuestas indígenas. Su representación sugeriría que los pueblos originarios necesitan de la voz de un occidental para expresar sus ideas; confirmaría la tesis de Spivak de que el subalterno no puede hablar. Desde la visión colonial, no obstante, significaría la incapacidad del indio para formular teorías políticas, aunque quizá hayan sido las propias comunidades indígenas las que decidieron que las represente un occidental, puesto que históricamente se han visto forzadas a abandonar sus formas de vida para hacerse entender (Rabasa, Without History 54). Si bien Marcos ha sido considerado una voz subalterna por el pensamiento poscolonial, también es cierto que puede verse como un sujeto hegemónico que habla por el otro, lo que confirmaría que la representación de los pueblos originarios no ha sido más que una excusa para insertarse en la vida política de México. El guerrillero en el contexto mexicano ha sido, explica Carlos Montemayor, “tradicionalmente campesino, que forma parte o responde a las insurrecciones indígenas o campesinas, y que no proviene de una influencia ideológica determinada, sino que más bien canaliza, a través de una ideología dominante en ese momento, la conciencia profunda de insurrección, de libertad, de dignidad, que su comarca padece o vive” (“El guerrillero” 89). No obstante, la ideología que Marcos abrazó, en un primer momento, fue de corte marxista antes de adoptar la visión comunitaria de los pueblos originarios.
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El “Salmo 1” pertenece a la colección Salmos, publicada en 1964. Algunos cantos del poema versan así: “Bienaventurado el hombre que no sigue las consignas del Partido / ni asiste a sus mítines / ni se sienta en la mesa con los gangsters […]. Será como un árbol plantado junto a una fuente” (“Para el Sup” 15).
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Pedro Pitarch observa que la política de la identidad indígena que promovió el zapatismo no fue más que una ficción que presenta la figura indígena sin contradicción alguna (“Los zapatistas”). De ser así, el EZLN estaría continuando el mito europeo del hombre salvaje para justificar su legitimidad por medio de la representación del indio. Enrique Krauze explica que el proyecto zapatista y la figura de Marcos se apegaban más al programa marxista propuesto por José Carlos Mariátegui en el Perú que al contexto mexicano actual (Redeemers 433-448). Para el historiador, en consecuencia, el conflicto en Chiapas tenía una mayor correspondencia con la realidad histórica y social del indio en tierras incas, puesto que no habían tenido una revolución como la mexicana, por lo que el principal aporte del pensador peruano habría sido “la vinculación del indigenismo con el marxismo” (“El Evangelio”). Krauze vio en Chiapas un reflejo del contexto peruano porque desde su óptica todavía no se había solucionado el problema racial, como sí había sucedido en el resto de México por medio del mestizaje étnico (“El Evangelio”). De acuerdo con Antonio García de León, estas líneas de pensamiento trataron de reducir la insurgencia a un problema local del sur del país (14). Lo cierto es que el zapatismo, aun con todas sus contradicciones, puso el dedo en la llaga: los pueblos originarios no son un problema exclusivo de Chiapas, sino la gran asignatura pendiente de todas las esferas sociales y políticas de México. Marcos respondió a todos los que le exigían que revelara su rostro: “A nosotros nadie nos miraba cuando teníamos el rostro descubierto, ahora nos están viendo porque tenemos el rostro cubierto” (Muertos 199). La máscara no era solo un arma política y revolucionaria, sino una metáfora, un lenguaje poético que originó una nueva forma de entender la realidad. Monsiváis, en entrevista, le comenta al subcomandante que el pasamontañas había sido “[u]n elemento importantísimo en el encuentro en Catedral […] el manejo simbólico que llega a su momento culminante en la Convención de Aguascalientes” (“Marcos”). Para Paz, sin embargo, el Marcos encapuchado se aprovechó de los medios de comunicación sedientos de la nota y de la propaganda para distraer y obstaculizar el fin común: la modernización de México.
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Luz Palomera Ugarte observa que “Paz arranca a los zapatistas de la realidad al ubicarlos en el mundo del espectáculo, de la ficción, convirtiéndolos en actores de teatro, cine o novela y particularmente, de acuerdo a los tiempos, en actores de televisión” (157). En su ensayo “Primitivos y bárbaros”, Paz analiza la famosa escultura prehispánica de la Coatlicue que se exhibe en el Museo Nacional, en cuyas líneas afirma que hay dos tipos de bárbaros: el que sabe que lo es e intenta dejar de serlo a través de la búsqueda de la civilización y el que lo ignora, pues ve la barbarie como nostalgia de su salvajismo: “[Para] el primitivo la máscara tiene por función revelar y ocultar una realidad terrible y contradictoria: la semilla que es vida y muerte, caída y resurrección en el ahora insondable” (Corriente alterna 30). La interpretación mítica de la máscara cobra un sentido histórico con el pasamontañas de Marcos, de ahí el rechazo de Paz frente a los peligros de su uso como arma política, pues sería como una vuelta al primitivismo alejado de las luces de la modernidad. Marcos insistía en la necesidad de construir un lenguaje nuevo. Un lenguaje como el de los espejos, donde hubiera más de dos reflejos: pluralidad de imágenes. Buscaba romper con lo que Jacques Lacan llama “la etapa de identificación” de un sujeto con una imagen definida (1288). La imagen fragmentada que se proyecta en el espejo es la que refleja la máscara de Marcos: pluralidad de rostros. El subcomandante reprochó al Gobierno mexicano, y a todos los que le exigieron despojarse del pasamontañas, que también ellos se quitaran sus máscaras y compararan sus verdaderos rostros. Los opositores del EZLN demandaron conocer la identidad de Marcos porque fueron incapaces de destruir una imagen colectiva, un mito. Monsiváis relata en una de sus crónicas la respuesta de Marcos: “Si quieren, me la quito ahorita. Ustedes digan […]. Y la muchedumbre feliz bajo el sol se unifica […]. ¡No! ¡No te lo quites! ¡No! […] Marcos sin pasamontañas no es admisible, no es fotografiable, no es la leyenda viva” (“Crónica” 323). Para el zapatismo, empero, la importancia de la máscara no consiste en lo que oculta, sino en lo que simboliza: la marginación de los pueblos originarios. Marcos se convirtió en un mito instantáneo, lo que explica, de acuerdo con Manuel Vázquez Montalbán, “una de las bases del éxito
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de la propuesta del zapatismo. El mito es un referente simbólico de consumo, de uso” (201). El magnetismo que generó la insurgencia se debió a la creación de un nuevo espacio para el diálogo; había interlocutores más que seguidores. Su discurso apelaba a la construcción de un nuevo proyecto de nación abierto a la pluralidad cultural y política. Su resistencia parecía remediar el hartazgo de toda la sociedad mexicana e internacional reprimida por el neoliberalismo.4 El símbolo del pasamontañas ha sido doble: la versión decadente de la ideología neoliberal financiera y la añeja resistencia de los pueblos originarios. Asimismo, ha sido un instrumento necesario para ser vistos, para volver al pasado y recobrar ese el lugar de la memoria, siguiendo a Pierre Nora, que a través del tiempo convierte en símbolo todo acontecimiento hasta convertirlo en parte esencial de la memoria de una comunidad (Nora y Kritzman xvii). Pero Marcos, en entrevista con Vázquez Montalbán, afirma que no se puede “voltear hacia atrás la historia, ni con nostalgia, ni con arrepentimiento […]. Nosotros pensamos que hay que voltear atrás para retomar lo que fuimos, sin golpes de pecho, pero tampoco sin entusiasmo” (221). El cantautor español Joaquín Sabina compuso una canción con un poema que el mismo Marcos le había enviado en una de sus correspondencias. El poema se titula “Como un dolor de muelas”, el cual recoge Vázquez Montalbán en su libro aquí citado. El título del poema es quizá la imagen más clara de lo que han representado el subcomandante Marcos y su pasamontañas. La voz poética canta: Como si llegaran a buen puerto / mis ansias / como si hubiera dónde / hacerse fuerte / como si hubiera por fin / destino para mis pasos / como si encontrara / mi verdad primera / como traerse el hoy / cada mañana / como un suspiro / profundo y quedo / como un dolor de muelas / aliviado / como lo posible / por fin hecho / como si alguien / de veras me quisiera / como si al fin / un buen poema me saliera / llegar a ti. (citado en Vázquez Montalbán 273-274)
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La “resistencia cultural” del neozapatismo se canaliza en un nivel político cuando “la gente se encuentra, rompe con la incomunicación y el aislamiento, se reconoce, genera formas de comunicación, símbolos, canciones consignas ” (Margulis 61).
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¿Quién es el subcomandante Marcos? ¿Cuál es la identidad de ese revolucionario encapuchado?, reclamaban los políticos e intelectuales al inicio del levantamiento. El presidente Ernesto Zedillo, a través del procurador general de la República Antonio Lozano García, pronto reveló su nombre: Rafael Sebastián Guillén Vicente. Luis H. Álvarez explica que Marcos adoptó su nombre guerrillero de acuerdo con el que empleó Alfredo Zárate, un integrante de las llamadas Fuerzas de Liberación Nacional (FLN), impulsadas por los hermanos César y Fernando Yáñez, este último conocido después como el Comandante Germán Zárate, el primer Marcos, habría retomado el seudónimo con la idea, no exenta de cierto romanticismo, de levantar y hacer vivir nuevamente al guerrillero caído. (55)
Álvarez también sugiere que, con base en una carta que el Sup le envió a Eduardo Galeano, el nombre de Marcos proviene de una novela de Mario Benedetti en la que se “incluye entre sus personajes a un peculiar guerrillero urbano, que asume la clandestinidad el alias de Marcos” (56). Han transcurrido más de veinte años desde aquel histórico primero de enero de 1994.5 Desde entonces, la figura de Marcos ha estado en el centro del debate político, no sin grandes intervalos de máscaras y silencios, como lo sugiere Margo Glantz. En 2011 se rumoraba que el Sup habría estado luchando contra un cáncer pulmonar. No obstante, ese mismo año su actividad política se revitalizó a través del intercambio epistolar con Luis Villoro en el periódico La Jornada, en cuya correspondencia se criticó la lucha del Gobierno federal contra 5
Monsiváis hace un bosquejo del impacto de las primeras actividades del EZLN. Según el cronista, “es justo subrayar el valor y la generosidad de los grupos y personas a favor de los derechos indígenas y de la causa de la Paz en Chiapas, y capaces de movilizaciones notables: las marchas de enero de 1994, la Convención de Aguascalientes, Chiapas (siete mil asistentes), en 1994, la movilización contra la campaña de aplastamiento anunciada triunfalmente por Ernesto Zedillo el 9 de febrero de 1995, el Encuentro Intergaláctico en la Realidad en 1996, la bienvenida en la Ciudad de México a los 111 representantes del EZLN en 1997, y el Encuentro Sociedad Civil-EZLN en 1998 (tres mil asistentes)” (“¿A quién?”).
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el crimen organizado y contra el entonces presidente Felipe Calderón (“Las transferencias” 283). La ausencia de diálogo entre los diferentes gobiernos desde 1994 y el EZLN ha provocado un cierto desinterés en la opinión pública por las condiciones de vida paupérrimas en las que continúan subsistiendo la mayoría de los pueblos originarios del país. En mayo de 2014, Marcos reapareció para anunciar su muerte. Marcos ha muerto y en su lugar ha nacido Galeano. Esta metamorfosis, según él mismo lo afirma, es para honrar la memoria de un profesor zapatista asesinado en la Realidad de nombre José Luis Solís López, conocido como Galeano (Beauregard). Pero, ¿a qué se debe este paso al costado del Sup? ¿Sigue siendo el portavoz del EZLN? Para periodistas como Pablo de Llano, Marcos o Galeano, “aunque deja de ser el vocero, seguirá escribiendo y publicando con su nuevo seudónimo”. Otras versiones apuntan a que el cambio se debe a un relevo generacional o, mejor aún, a una nueva estrategia de representación teatral, según señala el mismo periodista. A más de dos décadas de la insurgencia, los pueblos originarios continúan viviendo en la miseria y el olvido. El zapatismo parecería haber fracasado con su revolución estéril, según lo sugiere el título de un artículo de Paula Chouza. No obstante, su búsqueda tenaz de una democracia desvinculada del ego neoliberal en la que se mande obedeciendo ha sido, sin duda, una de las propuestas con mayor legitimidad para la construcción de nuevos espacios descentralizados que, tanto el actual como los futuros regímenes políticos en México, deben ensayar como un precepto primordial de sus proyectos de nación.
C. México zapatista: entre la resistencia y la utopía Durante el periodo colonial, las costumbres y tradiciones indígenas se impregnaron del catolicismo para sobrevivir al exterminio. Los pueblos originarios reafirmaban así su arraigo con la tierra. Ya desde 1521, advierte Enrique Krauze, [l]a numerosa población nativa […] constituía un tejido humano difícil de rasgar, más aún cuando en su ayuda llegó la otra vertiente de la Con-
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quista: el manto protector de la Corona. Así, en vez de la brutal colisión de dos mundos remotos, extraños y casi irreductibles entre sí, La Nueva España dispuso su vida social siguiendo la forma de un triángulo: los intereses materiales al acoso, los indígenas en la resistencia y la Corona protectora. (Biografía 77)
Después de la consumación de la Independencia, del fracaso imperial de Agustín de Iturbide (1821-1823) y de las turbulentas presidencias y guerras perdidas de Santa Anna, se adopta un liberalismo con las Leyes de Reforma sobre una base colonial aún vigente que, eventualmente, llevarían a la instauración del Segundo Imperio Mexicano encabezado por Maximiliano de Habsburgo (1863-1867), para luego dar paso al Porfiriato (1876-1911).6 Aguirre Beltrán explica que desde el marco de referencia de las comunidades indígenas, las leyes de Reforma fueron extremadamente lesivas para sus intereses; el liberalismo destruyó un número considerable de comunidades al minar su base material; la incorporación de los miembros de las comunidades a la vida nacional se hizo a base del despojo de sus posesiones, de su base de sostén y de entregarlos a la voracidad de la hacienda. (23-24)
En 1910, la Revolución mexicana, en su versión zapatista, fue un intento por volver a la visión indígena de la propiedad comunal de la tierra, pero se topó con las disputas y la guerra de facciones hasta el triunfo de Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, quien, finalmente, lograría institucionalizar el régimen revolucionario con
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Paradójicamente, durante el breve periodo del imperio de Maximiliano en México (1863-1867), la causa indígena se vio más favorecida que con la Constitución de 1857. De acuerdo con Enrique Krauze, “conforme a su efímero reinado se acercaba a su fin, perfiló a tal grado sus ideas agraristas e indigenistas que sus propios ministros lo acusaban de volver a las Leyes de Indias. Y no estaban muy lejos de la realidad. En un primer decreto reconoce a los pueblos personalidad jurídica para defender sus intereses y exigir a los particulares la devolución de sus tierras y aguas. El 16 de septiembre de 1866 expide una ley agraria que habla de restitución y dotación de tierras y que, en esencia, se adelanta cincuenta años antes a la Constitución de 1917” (Biografía 79-80).
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la fundación en 1929 del Partido Nacional Revolucionario (PNR), cuya estructura imperaría de forma ininterrumpida por más de siete décadas, a pesar de sus transiciones y cambios de nombre. Durante la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934-1940), sin embargo, se intentó repartir con poco éxito las tierras entre los campesinos y así eliminar su explotación.7 Octavio Paz pensó, no obstante, que solo un PRI reformado podría asegurar la democratización de México: “La democracia liberará las energías de nuestro pueblo. Así, la renovación nacional comienza por ser un tema político […]. Detener esa evolución sería funesto y expondría al país a gravísimos riesgos” (“Hora” 207). Pero la política de dominación que ha imperado sobre los pueblos originarios se ha hecho a través de organismos e instituciones indigenistas muy bien vigiladas por el Estado. De acuerdo con Nahmad Sittón, sus políticos más destacados en el aparato gubernamental han sido los encargados de gestionarlas (42). Enrique Florescano explica que, ya desde el siglo xix, los pueblos originarios no eran aceptados “como pueblos con tradiciones distintas a las de los criollos y mestizos y nunca aceptaron esas tradiciones como parte de la cultura y del patrimonio nacional” (Citado en Vázquez 156). De ahí que el entonces subcomandante Marcos creyera que una alianza entre los indígenas y los sectores sociales más desprotegidos facilitaría la lucha contra la desigualdad y la injusticia social. La sociedad civil sería el factor más importante en el proceso de cambio. Guillermo Bonfil Batalla observa tres mecanismos de resistencia que han hecho posible la supervivencia de los pueblos originarios: “El de resistencia, el de innovación y el de apropiación” (191). La base de su resistencia se ha fundamentado en la conservación de sus costumbres. El conservadurismo les ha permitido reforzar sus lazos de perte7
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Durante el cardenismo no se logró reducir la explotación indígena en Chiapas, pues, de acuerdo con Ericka Beckman, los hacendados chiapanecos no declinaron su poder sino hasta la aprobación de nuevas reformas agrarias en la década de los años setenta del siglo pasado, además de movilizaciones de indígenas campesinos y ocupaciones de tierras que culminaron con el levantamiento zapatista en 1994 (147).
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nencia, además de brindarles la posibilidad de conservar su derecho a la toma de decisiones así como de sus propios atributos culturales (195). La perspectiva de los pueblos originarios cobra sentido si se toma en cuenta que el Estado es el que ha decidido por medio de la educación las formas culturales que se deben practicar. De ahí la desconfianza del indígena hacia el foráneo que llega a sus comunidades. La resistencia por apropiación ha sido uno de los mecanismos más exitosos de autodefensa de sus culturas. El ejemplo por antonomasia ha sido el sincretismo religioso representado por la Virgen de Guadalupe. Ante la imposición inevitable de varios rasgos culturales de la cultura dominante, los pueblos originarios respondieron con la apropiación de esas formas para adquirir el control sobre los elementos externos y ponerlos al servicio de su comunidad. De esta manera lograron conservar su autonomía, pues, al innovar la cultura del colonizador, han podido garantizar su poder de decisión. Este ha sido el principal secreto de su larga resistencia desde la Conquista. No es exagerado enfatizar que, contra la imagen estereotipada de un México indio estancado, la movilidad y capacidad de adaptación han sido su principal arma de lucha contra los ataques homogeneizadores de las élites políticas y letradas. Desde las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado, México ha estado inmerso en una guerra de guerrillas como la que encabezó Lucio Cabañas en la sierra de Guerrero. Carlos Montemayor nos explica el contexto histórico: Una señal de que los movimientos armados de tipo subversivo seguían constituyendo un punto de atención policial en México fueron los operativos que en 1990 se desplegaron durante las 72 horas que siguieron a la aprehensión del ex rector de la Universidad Autónoma de Oaxaca, Felipe Martínez Soriano, las cuales consistieron en el cateo de más de trescientos domicilios y en la detención de presuntos miembros del Partido Revolucionario Obrero Clandestino Unión del Pueblo (PROCUP), organización que, formada a finales de 1971, fue muy cercana a la guerrilla rural que en la sierra de Guerrero sofocó el ejército hacia finales de 1974. (Chiapas 15)
El EZLN es heredero de esta tradición guerrillera que ha luchado contra las injusticias de los terratenientes y los gobiernos en Chiapas.
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El levantamiento zapatista promovió la resistencia a niveles nacionales e internacionales contra el actual orden mundial que, según sus dirigentes, sostienen todos aquellos que no tienen una invitación para el banquete que ofrece el libre mercado.8 Octavio Paz observó el conflicto en Chiapas como una fuente de “intranquilidad en la clase media y en el pueblo. Esa rebelión fue montada como un gran espectáculo pero al final provocó la inquietud de la gente; para muchos el espectáculo se convirtió en aviso de una realidad amenazante” (“Las elecciones” 300). Para el EZLN y sus defensores, no obstante, la “intranquilidad” a la que Paz se refiere surge, precisamente, por la falta de democratización que, en los últimos lustros del siglo pasado, el país experimentaba a niveles alarmantes. De acuerdo con Kara Dellacioppa, los zapatistas pusieron en entredicho los paradigmas de identidad y raza, así como el ejercicio del poder ejercido por el Estado, a la vez que desafiaron la idea de que la reorganización social de cualquier movimiento revolucionario debía tomar en cuenta las estructuras existentes del propio Estado (Dellacioppa y Weber 2). Esta visión contradecía lo que Paz defendía, porque desde su concepción liberal-romántica, el pueblo no puede estar a la par de la élite gobernante, ni mucho menos a la de la élite intelectual. Paz no apoyó insurgencias como las del EZLN, a pesar de que Marcos derrotó con palabras a Carlos Salinas de Gortari. La insurgen-
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Kara Z. Dellacioppa y Clare Weber presentan en su antología Cultural Politics and Resistence in the 21st Century una variedad de estudios sobre las organizaciones indígenas más importantes en México. Estas organizaciones son mecanismos de resistencia ante los embates del neoliberalismo representado por el Tratado de Libre Comercio (TLC) celebrado en 1994. Los temas de análisis que la antología propone van desde la mujer indígena dentro organizaciones indígenocampesinas como el EZLN, la educación popular y el zapatismo, al uso de la biotecnología del maíz, símbolo milenario del indígena y del campesino, que las trasnacionales hacen sobre este grano. La alteración en el crecimiento de este grano representa no solo el aniquilamiento económico del campo mexicano, sino la homogenización cultural. De acuerdo con Jennifer Rogers, dos de las organizaciones indígenas más representativas del país —Sin Maíz No Hay País (SMNHP) y Asamblea Popular de Oaxaca (APPO)— comparten la misma problemática. Véase Dellacioppa y Weber (114).
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cia zapatista no era —advierte Jorge Volpi— “una guerrilla común, sino una guerra preocupada por el estilo” (La guerra 209). Uno de sus objetivos centrales ha sido —comenta Marcos en entrevista a Vázquez Montalbán— demostrar “que el ingreso de México en el primer mundo se estaba construyendo sobre una mentira. No sólo una mentira para los indígenas, como lo demostró la crisis de 1994-1995, también para las clases medias y para las clases trabajadoras […]. Incluso para una porción importante del sector empresarial” (150). Pero la matanza de Acteal en diciembre de 1997 fue el detonante que diluyó la escasa confianza que los dirigentes zapatistas tenían en el Estado.9 De acuerdo con las versiones oficiales, la muerte de cuarenta y cinco personas, incluyendo mujeres embarazadas y niños indígenas chiapanecos, se debió a un conflicto religioso entre etnias. Para el EZLN la realidad fue muy distinta. Según la Sexta Declaración, fue el presidente Ernesto Zedillo quien ordenó la masacre en respuesta a aquellos que se habían rebelado contra las injusticias del régimen priista (Comité Clandestino). Este hecho fracturó las negociaciones y los diálogos con el Estado. El llamado “zapatour”, que recorrería doce estados del país hasta culminar el domingo 11 de marzo del 2001 en el Zócalo de la Ciudad de México, aglomeró a una diversidad de multitudes.10 Carlos Monsiváis describe los acontecimientos como si se tratara de los ingredientes exóticos de un dulce mexicano: Los iluminados (todavía) por la aureola de 1968, convencidos de que el 2 de octubre no se olvida, así se petrifique en la memoria […]. Los convencidos política y emotivamente del cambio democrático más allá
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El 22 de diciembre de 1997, un grupo armado supuestamente conformado por más de cien personas mató a cuarenta y cinco indígenas tzotziles: dieciocho niños, veintidós mujeres y seis hombres. Según la versión oficial, difundida por el Gobierno de Ernesto Zedillo, se atribuyó el ataque a disputas entre grupos locales tras formarse el Concejo Municipal Autónomo de Polhó. Sin embargo, la versión de los habitantes fue que su apoyo al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) provocó que el Gobierno organizara grupos paramilitares para reprimir a la población simpatizante del movimiento zapatista. 10 Juan Villoro ha escrito una excelente crónica sobre la caravana zapatista. Véase “Un mundo (muy) raro” en Safari occidental (45-62).
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del electoral, los que desde 1994 le aportan al EZLN sus esperanzas y solidaridad […]. Los jóvenes recién llegados a una causa, con el ánimo desplegado que confía en su rechazo permanente de la asimilación […]. Y, finalmente, los curiosos, los desempleados, los estudiantes de conciencia recién estrenada (insurgentes de clóset), los vecinos del Centro Histórico, los gays, los punks, los anarquistas, los meseros, los conformistas a pesar suyo, los intransigentes a pesar de sus padres, los resucitados ideológicos. (Los ídolos 312-313)
El poder de convocatoria que mostró la caravana zapatista fue inmenso. La diversidad social que se aglomeró en el Zócalo capitalino ayudó a que se escucharan varias de las peticiones de un sector importante de los pueblos originarios. No obstante, vendría lo más trascendente: ser escuchados en el Congreso de la Unión frente a los dirigentes políticos. Las reacciones negativas de los congresistas no se hicieron esperar ante la negativa del EZLN de modificar los Acuerdos de San Andrés que el Gobierno mexicano solicitaba para su aprobación. Monsiváis narra en su crónica que “Jorge Espino Reyes, presidente de la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex) […] afirma desde Tijuana: ‘Los legisladores mexicanos tendrían que estar mal de la cabeza para probar una iniciativa de Ley de Cultura y Derechos indígenas […]. El conflicto en Chiapas no es ni con mucho el problema más grave del país’”. (Los ídolos 319). Ese mismo año, el Ejército Zapatista comenzó a organizar a las comunidades indígenas con las llamadas “juntas de buen gobierno”. Estas juntas, o forma de gobierno autónomo, se basan en la concepción indígena de varios siglos de resistencia. Uno de los problemas centrales con los que se enfrentaron fue la unilateralidad en la toma decisiones. De acuerdo con la Sexta Declaración, la medida que se tomó fue “empezar a separar lo que es político-militar de lo que son las formas de organización autónomas y democráticas de las comunidades zapatistas. Y así, acciones y decisiones que antes hacía y tomaba el EZLN, pues se fueron pasando poco a poco a las autoridades elegidas democráticamente en los pueblos” (Comité Clandestino). En el año 2003, el comandante Brus Li hizo un llamado a la ciudadanía para cerrar filas en una resistencia nacional contra el mal go-
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bierno.11 El EZLN encontró en la organización autónoma una de las claves para alcanzar la verdadera convivencia social basada en la cooperación mutua e igualitaria que se gesta desde el interior de cada comunidad indígena. Fausto Bertinotti vio en el EZLN un movimiento antiglobalizador al que “no le interesa la ‘silla’ del poder, no le interesa alcanzarla y sentarse encima de ella. El objetivo es un recorrido, un camino que transforma a los sujetos del mundo” (50-55). En 2006, empero, a doce años del levantamiento armado y en año de elecciones presidenciales, se anunció la llamada “otra campaña” que, de acuerdo con la Sexta Declaración, invitaba a “las organizaciones políticas y sociales de izquierda que no tengan registro, y a las personas que se reivindiquen de izquierda que no pertenezcan a los partidos políticos con registro […] para organizar una campaña nacional, visitando todos los rincones posibles de nuestra patria, para escuchar y organizar la palabra de nuestro pueblo”. Una de las novedades de su discurso fue que rompió los prejuicios que tradicionalmente relegaban a la mujer de la acción política.12 Hay que recordar que más de la mitad de la población total de México está conformada por mujeres, siendo muchas de ellas el sostén económico familiar. Sus luchas, así como las de cualquier minoría en México, no se podrían entender sin las luchas de los pueblos originarios, pues, según lo advierte Rigoberta Menchú, es necesario “comprender una parte, para poder empezar a comprender el resto” (“Testimonio” 31). La campaña habría buscado la concientización de los grupos sociales minoritarios y marginados, puesto que los que deciden el rumbo de nuestras vidas no han sido los partidos políticos ejerciendo la voluntad popular, sino los grandes corporativos y las empresas trasnaciona-
11 A nueve años de la aparición pública del EZLN, el Comandante Li expuso nuevamente uno de los objetivos del movimiento: “Debemos organizarnos como verdaderamente rebeldes y no esperar a que alguien nos dé permiso para ser autónomos, sin ley o con ley” (3). 12 La Comandanta Kely les dice “a los hombres machitos que sí podemos y también tenemos la obligación de luchar […] porque también, como mujer que somos, no sólo somos de la cama o de la casa, nada más. No sólo obedecemos y hacemos lo que digan los hombres, también podemos poner pantalones” (6).
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les con la protección de la clase política. La solución para enfrentar la locomotora neoliberal y globalizadora encabezada por los Estados Unidos no la darían los Estados nacionales europeos más fuertes, como Francia o Alemania, sino la sociedad civil oprimida, la “rebeldía” (Rodríguez Lascano 10). Sergio Rodríguez Lascano entendió la guerra de Irak como la excusa idónea del imperialismo norteamericano para asegurar su hegemonía, recordando que la guerra es el motor de la globalización.13 El principal peligro que enfrenta la globalización es la movilización de la población excluida, es decir, todos aquellos que se identifican como marginados. A diferencia de la “identidad por integración”, en la que un sujeto se identifica con ciertos valores colectivos casi siempre tradicionales, la “identidad como recurso” se usa como estrategia, como un recurso para denunciar injusticias sociales (Dubet y Zapata 528). De acuerdo con Dubet y Zapata, el concepto de etnicidad que propone P. L. Eisenberg “[s]e trata de una identidad étnica construida a partir de la mezcla de elementos prestados de la tradición y de la vida moderna de la que el actor no hereda nada pero que decide utilizar como un estilo, encarnando una situación y una reivindicación” (528). Esto sugeriría que, para los dirigentes no indígenas del EZLN, el movimiento les ha brindado un sentido de identidad al vincularlos con la causa de los oprimidos. Pero, ¿cómo fomentar la movilización y la concientización social de la población no indígena? Javier Elorriaga sugiere que el ejemplo de los pueblos originarios de Chiapas es el que se debe seguir para lograr una convivencia más justa: hacer de la lucha de la liberación nacional una forma de vida. Para Elorriaga, esa forma de vida, o “andar colectivo indígena”, consiguió que el zapatismo no solo fuera “un verdadero ejército popular, sino algo que va más allá de una organización político-militar, de algo que desde entonces permea 13 Rodríguez Lascano explica, con una cita de Marcos, la lógica que sustenta toda empresa bélica: “A la hora que se hace la guerra, se tiene que destruir el territorio, convertirlo en desierto. No por el afán destructivo, sino para reconstruir y reordenar […]. Cuando decimos que es necesario destruir los Estados nacionales y desertificarlos no quiere decir acabar con la gente, sino con las formas de ser de la gente” (12).
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y transforma continuamente toda la vida y las relaciones sociales de dichas comunidades, y por supuesto ha influido tanto en nuestra historia presente como país” (67). Esto significaría la concientización de la mayoría de la población sobre esa forma de vida indígena donde las comunidades son las que toman las decisiones y se manda obedeciendo; solo así se podría forjar el andar colectivo zapatista. Para Elorriaga es posible lograr una “liberación nacional” si la mayoría de la sociedad hiciera a un lado la etiqueta zapatista.14 Luis H. Álvarez, como presidente de la Coordinación para la Concordia y la Paz, mejor conocida como la COCOPA histórica de 1994, contradice la supuesta apertura al diálogo con los dirigentes zapatistas en los últimos años.15 Álvarez enfatiza los esfuerzos del Gobierno federal por establecer las conversaciones con el EZLN. Sugiere que durante su gestión entabló relaciones estrechas con las comunidades indígenas de Chiapas de manera directa sin la intervención del Ejército Zapatista.16 Álvarez afirma que no todos los indígenas en Chiapas son
14 Para Elorriaga, esto se lograría si se tomara la “decisión y conciencia de luchar por la liberación nacional, conciencia de que siguiendo los lineamientos que el capital y su clase política nos imponen no hay realmente nada que hacer y que construyendo y fortaleciendo lazos comunitarios, a partir de lo que tenemos a la mano y es nuestra propia historia —la familia, el barrio, el colectivo— seguramente podremos empezar a construir un andar colectivo zapatista, aunque no sea indígena ni tenga como paisaje la Selva Lacandona” (72). 15 Luis H. Álvarez también fungió como presidente de la Coordinación para el Diálogo y la Negociación en Chiapas (CDNC) y la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) durante los gobiernos de los presidentes Ernesto Zedillo (1994-2000), Vicente Fox (2000-2006) y Felipe Calderón (2006-2012), respectivamente. 16 En la ceremonia de entrega de su ciudadanía chiapaneca, Luis H. Álvarez manifestó que desde “el inicio del movimiento neozapatista, he estado mayormente vinculado a esta noble tierra. Primero, en la Comisión de Concordia y Pacificación, la llamada Cocopa, a través de la cual buscamos un diálogo que resultara en condiciones de Paz con justicia. Luego, en la Coordinación para el Diálogo y la Negociación en Chiapas, donde tuve la oportunidad de establecer un diálogo directo con habitantes de las comunidades indígenas de la entidad […]. Escuchar a sus hombres, mujeres y niños, convivir con ellos en sus comunidades es una de las experiencias más gratificantes de mi vida” (241).
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zapatistas, y que muchos que lo fueron en un inicio, se han alejado del movimiento por no ver ninguna mejoría en sus condiciones de vida.17 De ser así, la resistencia que el zapatismo ha solicitado a los pueblos originarios contra el Estado ha empeorado aún más su pobreza y marginación, pues habrían rechazado la ayuda de los programas gubernamentales. En este sentido, Juan Pedro Viqueira tampoco favorece a las organizaciones como el EZLN para solucionar las condiciones de vida de las comunidades indígenas que representan. Los primeros diez años de la insurgencia no han demostrado mejoras sustanciales para los indígenas zapatistas, más allá de la ocupación de algunas tierras de propiedad privada (“Las comunidades”). Octavio Paz, sin embargo, no vio problemática la devolución de las tierras a las comunidades, pues, al hacerlo, se cumplirían los ideales fundamentales de la Revolución mexicana y “comenzaría su modernización” (“Campesinos y ejido I” 257). Por el contrario, sí consideró grave otorgarles sus autonomías políticas porque “significarían un regreso al mundo precolombino y a su pluralidad de pueblos en lucha perpetua unos contra otros. En México no ha habido nunca ‘reservaciones’ para indios” (“Campesinos y ejido II” 259). La concepción indígena de mandar obedeciendo, no obstante, es quizá la propuesta política más genuina de origen latinoamericano porque se gesta desde abajo, desde la periferia; un pensamiento apuesto al modelo político eurocéntrico que ha confiscado la modernidad. Si bien los pueblos originarios deben ser tomados en cuenta políticamente en la confor17 En la antología Los indígenas de Chiapas y la rebelión zapatista, editada por Marco Estrada Saavedra y Juan Pedro Viqueira, hay estudios reveladores no solo sobre la historia añeja de los conflictos indígenas en Chiapas mucho antes del levantamiento armado del EZLN en 1994, sino de los efectos que ha provocado el neozapatismo entre y dentro de las diferentes comunidades indígenas. De acuerdo con Viqueira, el interés de la antología fue presentar perspectivas diferentes del conflicto armado más allá del EZLN, pues “a pesar de la enorme repercusión que tuvo el levantamiento armado del 1 de enero de 1994 en la opinión pública […] el interés de los medios de comunicación se ha centrado casi exclusivamente en la enigmática y fascinante figura del subcomandante Marcos, quien atrajo todos los reflectores, dejando en la sombra a las bases de apoyo indígenas del EZLN” (“Consideraciones” 14).
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mación de un nuevo proyecto nacional, también es cierto que su participación debe partir de una epistemología descolonizada, alejada de las filosofías absolutistas que han suprimido al otro. “El comienzo de todo orden nuevo florece —explica Enrique Dussel— como corrupción o destrucción del orden antiguo […]. Todo momento de pasaje es agónico, y por ello la liberación es igualmente agonía de lo antiguo para fecundo nacimiento de lo nuevo, de lo justo” (Filosofía 107-108). El zapatismo renovó las esperanzas de una reivindicación nacional a través de la desmitificación de la economía y el mercado. Asimismo, mostró que los múltiples rostros encapuchados no solo eran indígenas chiapanecos, sino todos aquellos que han sido arrastrados por el tren del progreso; todos aquellos que han habitado el vagón y no la “locomotora” del provenir, según lo explica Durito. De no ser así, el temor de Octavio Paz se justificaría: “El remedio es peor que la enfermedad: las revoluciones del siglo xx fueron y son, justamente el semillero de las burocracias” (“Remache” 473). Pero el EZLN “no es una vanguardia tradicional”, afirmaba el todavía Marcos, lo que le habría ganado, si no la simpatía, sí el respeto de Paz, quien, como sugiere Jorge Volpi, vio en el insurgente encapuchado un reflejo de sí mismo en sus años mozos porque “[a]l igual que el subcomandante, en la década de los treinta, el joven Paz viajó a Yucatán decidido a convertirse en la vanguardia de la revolución a lado de los indígenas mayas de la zona. Acaso de modo inconsciente, Paz veía en Marcos el borroso reflejo de su propio rostro” (La guerra 296). En sus mensajes y discursos parecería que los zapatistas han impulsado un cambio democrático cuyo valor fundamental es el de un “permanent scandal”, siguiendo a Daniel Bensaid, una actitud de alerta hacia el poder, siempre en constante revisión y escrutinio (43). De no ser así, su resistencia estaría condenada al precipicio. La vanguardia tradicional murió por la corrupción de sus dirigentes, por haber traicionado su utopía, su razón fundamental de ser: la crítica. Pero, ¿existe Utopía? Para Carlos Fuentes la Utopía de Moro no es la sociedad perfecta. Abundan en ella rasgos de crueldad y exigencias autoritarias. En cambio, la codicia ha sido extirpada y la comunidad restaurada […]. Moro coloca los valores comunitarios
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por encima del individuo y del Estado, porque considera que estos últimos sólo son una parte de la comunidad […]. Si la comunidad es superior al individuo y al Estado, entonces nos dice Moro, la organización política debe estar constantemente abierta y dispuesta a renovarse, para reflejar y servir mejor a la comunidad. (La gran novela 51-52)
La experiencia política de México nos confirma que Utopía no existe porque aún aspiramos a ella: “Su negación es una aspiración”, nos recuerda Fuentes (“Tiempo” 260). La corrupción y la falta de imaginación de los políticos tradicionales han sido dos de los grandes obstáculos para alcanzarla. La iniciativa de la candidatura de María de Jesús Patricio Martínez (Marichuy), mujer indígena y candidata independiente para los comicios presidenciales de 2018 por el Congreso Nacional Indígena (CNI) y el EZLN, fue un primer paso, ciertamente inconcluso pero sí sólido hacia el desmantelamiento de las formas ordinarias de hacer política. Grandes sectores de la población ya han dado muestras contundentes de su poder de organización social y política en favor de los más vulnerables, de aquellos que siguen siendo víctimas de la violencia y de un modelo económico implacable auspiciado por los últimos representantes del Estado mexicano. Son ellos, los que andan a pie, los verdaderos patriotas que construyen con sus manos su propia Utopía; los otros, los de arriba, aún no.
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Conclusión La ruptura de la tradición
Asimilar el pasado, inclusive las derrotas, no es olvidarlo: es trascenderlo. (Octavio Paz, Pequeña crónica de grandes días)
A lo largo de estas páginas he tratado de exponer los procesos sociológicos y culturales del mestizaje como proyecto político a partir de los albores del siglo xix hasta los primeros lustros del siglo xxi. En este sentido, El México ausente en Octavio Paz es una tentativa de revisión histórica de los discursos mestizófilos que han definido la identidad mexicana desde una crítica poscolonial y transmoderna. La propuesta de este contradiscurso busca la conformación de nuevos espacios sociales que permitan una representación cultural y política activa que se aproxime a la realidad heterogénea y multiétnica del México contemporáneo, tomando como punto de partida ensayos imprescindibles
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de un pensador señero como Octavio Paz, cuyos agudos argumentos han continuado alimentando nuevos debates sobre los alcances y las fronteras de la mexicanidad.1 El liberalismo romántico con el que Paz privilegió su ensayística le permitió elaborar un complejo y paradójico discurso en defensa de la libertad social (liberalismo) e individual (romanticismo). De acuerdo con Yvon Grenier, “Paz fue al mismo tiempo un romántico que rechazó el materialismo y la razón, un liberal que alabó la libertad y la democracia, un conservador que respetaba la tradición y un socialista que lamentaba el debilitamiento de la fraternidad y la igualdad” (Del arte 88). Paz defendió la experiencia de la libertad del hombre, pero redujo el derecho a la autodeterminación de los pueblos originarios a la imagen de un mito. Del mismo modo, su análisis ha ocultado la heterogeneidad étnica y cultural de México a través de una epistemología colonial, siguiendo a Antonio Cornejo Polar, que ha negado a los pueblos originarios todo vínculo con sus identidades a través de su desarticulación (Escribir 13). La descolonización epistémica resulta, en consecuencia, esencial en la creación de espacios de convivencia heterogéneos alejados de fantasmagorías románticas que han imperado en el discurso del mestizaje.2
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Emir Rodríguez Monegal afirmaba que Octavio Paz no era “un escritor popular, un best-seller. Pero [era] algo más decisivo: [era] el escritor que leen quienes piensan y opinan sobre la cultura contemporánea” (“La muerte” 127). En la actualidad, gran parte de su obra se ha vuelto imprescindible y, de acuerdo con el entonces subcomandante Marcos, lo ha convertido “en el más grande intelectual de derecha de los últimos años en México” (“La derecha”). Michael Hardt y Toni Negri han analizado la constitución del nuevo orden imperial que rige al mundo. Para ambos autores, el imperio es “una nueva noción del derecho, o, más aún, una nueva inscripción de la autoridad y un nuevo diseño de la producción de normas e instrumentos legales de coerción que garanticen los contratos y resuelvan los conflictos” (Imperio 14). El nuevo paradigma político-económico centralizado pone en tela de juicio los conceptos de soberanía nacional tradicionalmente conocidos. De ahí la importancia de que en México se adopte una actitud abierta y plural para hacer frente a los embates del imperio y su poder centralizador. La nueva idea de nación, en suma, debe enunciarse desde la descentralización política, étnica y cultural.
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Conclusión
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La élite política ha mostrado una incapacidad sistémica para tener en cuenta al otro, cuyo reconocimiento político resulta esencial para concebir “un proyecto de fusión o mestizaje cultural” (Bonfil 232). Lo que aquí he propuesto, sin embargo, no es la continuación del discurso del mestizaje, sino subrayar su superación. Es imperativo pensar en modelos múltiples en los que dialoguen todos los sectores sociales dentro del contexto político y económico vigente. El neoliberalismo empobrece por igual a los pueblos originarios como a la vasta mayoría de la población desde un centro de poder ya no solo nacional, sino global. El neoliberalismo, aun en su ocaso, ha reducido a todos los hombres a mercancías, ocultando el proceso de explotación inherente a ese modelo a través del poder hegemónico de una derecha definida como un monstruo terso que violenta todos los aspectos de la sociedad (Bartra, “Monstruos”). La versión mexicana del neoliberalismo ha negado al país su multiculturalidad rizomática, siguiendo a Deleuze y Guattari, además de obstaculizar su pleno desarrollo económico y político. El mismo Paz reconoció que la “economía tiende a ignorar los particularismos y la heterogeneidad de las sociedades y las culturas” (“Itinerario” 51). Sin el reconocimiento político de los pueblos originarios y demás sectores marginados, cualquier intento de reconstruir el país sobre la misma epistemología colonial continuará la suma de fracasos que se han acumulado desde el siglo xix. Carlos Fuentes nos advierte: Los indios de América son parte de nuestra comunidad policultural y multirracial. Olvidarlos es condenarnos al olvido de nosotros mismos. La justicia que ellos reciban será inseparable de la que nos rija a nosotros mismos. Los indios de América son el fiel de la balanza de nuestra posibilidad comunitaria. No seremos hombres y mujeres satisfechos si no compartimos el pan con ellos […]. Pero ellos, al cabo parte y no todo de un nosotros, deben aceptar también las reglas de la convivencia democrática, no deben escudarse en la tradición para perpetuar abusos autoritarios, ofensas a las mujeres, rivalidades étnicas o la respuesta paralela al racismo blanco. (La gran novela 13)
Fuentes tiene razón. Pero los partidos políticos vigentes han dejado de ser una opción, como lo han demostrado de forma contundente
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los comicios del 2 julio del 2018; sus voces se han convertido en un cementerio de ideales traicionados. Los nuevos actores de la política mexicana deben aprender de los errores del pasado e implementar proyectos descolonizadores que recuperen las formas de pensamiento no occidentales. Los políticos tradicionales han roto el pacto social durante más de dos siglos, por lo que resulta imperativo imaginar modernidades propias. En el ámbito social, la ideología del mestizaje ha violentado a personas con rasgos físicos no occidentales al llamarlos “indios”. El término tiene una carga semántica peyorativa y racista que se contrapone a lo civilizado, a lo blanco o lo mestizo. Ser indio, o identificarse como tal, denota ignorancia y barbarie. Aguirre Beltrán escribía: Los ladinos en Chiapas se dicen descendientes de los antiguos pobladores españoles y procuran hacer notorios los rasgos de todo orden que los distinguen de los indios […]. Contrariamente a lo que sucede en los sectores pensantes de México, donde ser mestizo se tiene a estima y en valor social equiparable al más alto status, en otros países entraña un menoscabo en la posición que se le reserva en la sociedad […]. El mestizo […] no ha sido siempre el símbolo étnico de nuestra identidad nacional, ni es mestizo exclusivamente el producto de la mezcla del europeo y el americano. (119-120)
Sin embargo, los intelectuales herederos del iluminismo se han visto a sí mismos como una élite noble y mestiza que está acostumbrada a los privilegios sociales y ven como derecho natural el bienestar material (Grenier, Del arte 40). Los intelectuales han devenido la conciencia social y política del otro. En 1989, en su discurso de aceptación del Premio Alexis Tocqueville, Paz afirmaba que para alcanzar la modernidad era necesario “repensar nuestra tradición, renovarla y buscar la reconciliación de las dos grandes tradiciones políticas de la modernidad, el liberalismo y el socialismo” (“Poesía” 449). Paz apelaba a la memoria de la tradición occidental, en especial a la poesía, para reinventar el camino hacia la libertad del hombre. Estaba consciente de la enajenación que emana del libre mercado, pero igualmente afirmaba que el liberalismo “es el
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mejor entre todos los que ha concebido la filosofía política. No obstante, deja sin respuesta a mitad de las preguntas que los hombres nos hacemos: la fraternidad, la cuestión del origen y la del fin, la del sentido y el valor de la existencia” (446). Paz le otorga una gran preponderancia al discurso poético porque a través de la historia ha llenado el vacío moral de los modelos políticos; la poesía ha sido “el antídoto de la técnica y el mercado” (“La otra voz” 437).3 Para el Paz del Nobel, sin embargo, la modernidad significa una vuelta al pasado: “La modernidad me condujo a mi comienzo, a mi antigüedad. La ruptura se volvió reconciliación (“La búsqueda” 21). En 1993, después de finalizar la Guerra Fría, Paz vuelve a considerar que “la democracia no es un absoluto ni un proyecto sobre el futuro: es un método de convivencia civilizada” (“Itinerario” 53). Estas variaciones en sus discursos muestran a un Paz conflictivo y múltiple en el que a veces habla el poeta y en otras el crítico. El discurso del Nobel revela al Paz poeta y no al Paz crítico de la democracia mexicana y su decadencia. Paz se acerca así al pensamiento de Habermas porque ve las virtudes y no los errores del Enlightenment Project, por lo que es preferible aprender de los muchos errores de los proyectos democráticos en vez de abandonarlos (Habermas, “Modernity” 50-51). Pero el Paz liberal, el ensayista, vuelve entrar en conflicto con el Paz romántico de la otra voz. El poeta considera que una de las formas de acelerar la democratización de México sería devolviéndoles las tierras a los campesinos, porque solo así “dejarían de ser menores de edad” (“Campesinos y ejido I” 258). Sería como volver a la versión zapatista de la Revolución mexicana que legitimó al PRI en el poder durante más de setenta años. Las reformas agrarias, no obstante, aunque concedieron la ciudadanía política a los pueblos originarios, lo hicieron desplazando sus propias identidades al sustituirla por una identidad campesina, la cual les otorgó una conciencia política y económica pa-
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Para Silva-Herzog Márquez, sin embargo, Paz pone poca atención al hecho de que uno de los aspectos positivos del liberalismo es que deja de plantearse varias interrogantes, pues no responde a preguntas trascendentes como la religión. El liberalismo es ante todo una técnica; he ahí su virtud (Silva-Herzog Márquez 306).
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siva sobre su propia conciencia cultural y religiosa (Saldaña-Portillo, “Who’s the Indian?” 409). Esto demuestra que la heterogeneidad cultural de los pueblos originarios en México no es una discusión periférica, sino un asunto estructural y de fondo (Nahmad Sittón 49). De acuerdo con Mario Vargas Llosa, América Latina es mucho más que un conglomerado de indígenas, africanos y españoles (Vargas Llosa y Krauze). Sin embargo, la historia política y cultural de México ha enseñado que los diversos proyectos del Estado han reducido a los pueblos originarios a representaciones míticas sin tomar en cuenta su esencia múltiple y conflictiva. Tres figuras así lo demuestran: el águila, el jaguar y la Virgen. Paz escribe: Los dos primeros eran representaciones de la dualidad cósmica: el día y la noche, la tierra y el cielo. Sus combates crean al mundo, engendran al espacio y al tiempo, rigen la rotación de los días y los cambios de la naturaleza. Estas dos vertientes de la realidad se manifiestan de muchas maneras a lo largo de nuestra historia; por ejemplo: indios y españoles, simbolizados por el oeste y el este; norteamericanos y mexicanos, por el norte y el sur […]. En suma, la historia de México puede verse como los combates y reconciliaciones entre los dos principios, el aéreo y el terrestre, representados por el águila y el jaguar. Sin embargo, desde la antigüedad hubo mediadores. Los indios concibieron a Quetzalcóatl, que es serpiente y pájaro, es decir, un ser en el que se conjugan el principio terrestre y el celeste. En el siglo xvi la imaginación religiosa nos reveló otra figura de mediación, la Virgen de Guadalupe. Es aún más misteriosa, más profunda y plena; por una parte es mediación entre el Viejo y el Nuevo Mundo, el cristianismo y las antiguas religiones; por otra, es un puente entre el aquí y el más allá. Es una mujer que es una Virgen y que es la madre del Salvador. No sólo concilia los dos aspectos de la realidad sino los dos polos de la vida, el femenino y el masculino. (“Voluntad” 37-38)
El reconocimiento del México profundo ya no se reduce al discurso mítico enarbolado por el romanticismo que Paz enunció; de lo contrario, México no caminará rumbo a una sociedad verdaderamente moderna (Paz, “Partidos” 255). Sería un error moral y político continuar idealizando a los pueblos originarios contemporáneos a partir de una enunciación poética cuyo lenguaje se concibe, según Paz, como
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“la verdadera revolución, la que acabará con la discordia entre historia e idea” (Los hijos 157). Es crucial, pues, repensar la modernidad más allá de sus modelos tradicionales y concebirla a partir de diversas lógicas y mentalidades (Brunner, América Latina 12). Esta descentralización epistémica promovería un cambio radical en la resolución de las pugnas dentro de un contexto social disímil, por lo que México debe concebirse como un espacio en el que confluyan varios tiempos históricos para así reapropiarse con imaginación de una desvinculada modernidad (Martín-Barbero 25). Fernando Vizcaíno advierte, no obstante, que lo más importante para la construcción de una nación con bases democráticas no radica en la posibilidad del multiculturalismo ni en el resguardo de los derechos humanos, sino en la capacidad tecnológica y militar (“El nacionalismo” 173). El argumento de Vizcaíno es contundente, pero aún creo que es posible reivindicar las identidades heterogéneas de México sin la confrontación o la violencia armada, aunque sin una regeneración profunda de todo el aparato político, y un cambio radical de paradigma, la violencia es una bomba de tiempo que ya ha comenzado a estallar. De acuerdo con Agustín Basave Benítez, el rescate de lo indígena no significa volver al pasado ni destruir lo occidental (144), pero su reivindicación implicaría, necesariamente, su participación política a través de prácticas democráticas variables y en constante revisión. El reconocimiento político de los pueblos originarios, sin embargo, traería consigo riesgos a considerar. Fernando Vizcaíno explica: El primero de ellos consiste en la dificultad para delimitar […] el territorio de la comunidad, es decir, los ámbitos geográficos de su jurisdicción. El segundo es tomar en cuenta la convivencia de unos y otros pueblos indígenas, puesto que entre éstos existen diferencias de identidad y, por supuesto, rivalidades […] los usos y costumbres de algunos pueblos no siempre respetan las garantías individuales ni tampoco corresponden al reconocimiento de los derechos de las mujeres aceptados por el resto de la sociedad. (“El nacionalismo” 181)
Es innegable que sería un reto inmenso para todos, pero el reconocimiento político y cultural de los pueblos originarios sería uno de
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los primeros cimientos sólidos hacia la reconstrucción de un México descentralizado, alejado de la demagogia política de un nacionalismo caduco. La legitimación de todos los sectores sociales excluidos sería, sin duda, una piedra angular para este proceso. Sin embargo, Roger Bartra advierte que el proceso legitimador de una amplia variedad de expresiones políticas, étnicas, sexuales o religiosas […] también entroniza[n] costumbres relacionadas con la violencia, la corrupción y las formas ilegales de protesta, las cuales es preciso evitar que se generalicen. Estas costumbres son como drogas: su abuso puede llegar a generar dependencia […] y obstaculizan la consolidación de un sistema democrático y republicano de partidos políticos modernos, un sistema sin el cual resulta casi imposible pensar en una nueva legitimidad democrática. (Bartra, Anatomía 20-21)
De no superarse dichos obstáculos, México continuará siendo un espacio geográfico multicultural en su estructura étnica y social, pero unilateral y represor en su base política y económica. De ahí la necesidad impostergable de construir modelos políticos desde modernidades descentralizadas de los paradigmas imperantes. Si México aspira a ser moderno no debe buscar, como históricamente se ha hecho, una identidad nacional monolítica sustentada en el proyecto político del mestizaje. El nacionalismo no debe entenderse, de acuerdo con José Álvarez Junco, como “redes que impidan volar” a través de cadenas como la nacionalidad, la lengua o la religión (17). Será necesario repensar el paradigma de una mexicanidad homogénea que permita soñar en libertad muchos Méxicos. Ser mexicano significará, entonces, ser lo que se quiera ser sin tratar de llegar a alguna síntesis. México debe romper las trampas de su laberinto, debe romper con su (neo)liberalismo fallido y reinventarse a partir de una nueva tradición de la ruptura o, más bien, de una ruptura de la tradición, lo cual no significa el desconocimiento o el desprecio del pasado (Agamben, El hombre 173). El mexicano contemporáneo debe atreverse a ser y superar su mexicanidad escindida. Debe dejar de sufrir su historia, trascender su melancolía y, sobre todo, responsabilizarse de su porvenir sin el amparo del seno materno, de una madre patria idealizada,
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como la que el pintor Jorge González Camarena grabó en los libros de texto de educación básica del país. El mexicano debe, en suma, consumar su independencia. De no hacerlo, el mexicano, como cualquier pueblo que ose a gobernarse a sí mismo, no tendrá acceso al poder, al sueño de una democracia materializada, por lo que cualquier proyecto político que se imagine no se llamará democrático (Brown 51). Un México herido llama a la acción. De no atender su llamado, tanto indígenas como mestizos, blancos o negros, hombres o mujeres, heterosexuales u homosexuales, liberales o conservadores, todos, arrastrados por las tempestades fantasmagóricas de un pasado anquilosado que limita su propia autorrealización, devendrán otros. Todos continuarán perdiendo sus identidades conflictivas para convertirse en lo que no son: sujetos sin derecho a su propia autodeterminación; sujetos uniformes que devienen indios.
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