El hombre que amaba los sueños: Leonardo Padura entre Cuba y España 9782807607798, 9782807608221, 9782807608238, 9782807608245

Este libro estudia la obra de Padura en el contexto de los estudios transatlánticos, que desde los primeros balbuceos de

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Índice
Prólogo. Entre Cuba y España por los mares del sur
Capítulo 1. Padura y España: el camino de ida
1.1. El boom de la narrativa cubana en España en los noventa
1.2. Habana-Barcelona (vía Madrid): ruta de palabras
Capítulo 2. A las duras y a las paduras: La Habana, cielo e infierno
Capítulo 3. Heredia que se repite: la Isla y los tiranos
Capítulo 4. Leonardo Padura y su casi alter ego policía
Capítulo 5. Cuba, punto de (des)encuentro de la cultura occidental en la narrativa de Leonardo Padura
Capítulo 6. La novela de su vida
Capítulo 7. Cine, periodismo y literatura: el sueño de una larga noche de verano
Bibliografía
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El hombre que amaba los sueños: Leonardo Padura entre Cuba y España
 9782807607798, 9782807608221, 9782807608238, 9782807608245

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Ángel Esteban

El hombre que amaba los sueños Leonardo Padura entre Cuba y España Trans-Atlántico Literaturas

P.I.E. Peter Lang

Este libro estudia la obra de Padura en el contexto de los estudios transatlánticos, que desde los primeros balbuceos de este siglo han comenzado a constituir una vía útil y fecunda para relacionar la literatura y la cultura que involucran a los dos lados del océano. Comienza el ensayo situando al narrador cubano en el contexto peninsular, ya que hacia la mitad de los noventa comenzó a viajar a la Península y a ser conocido en ella gracias al Premio Café Gijón y a la publicación de sus obras en la Editorial Tusquets. A continuación se señala cómo su obra ha evolucionado en este nuevo milenio hacia una progresiva internacionalización de sus tramas, combinando el universo netamente insular del primer Mario Conde, policía del período especial cubano, con elementos que remiten una y otra vez a España y Europa, como la Guerra Civil española, el auge de los fascismos y el estalinismo de mitad de siglo XX, o el exilio cubano a España o los Estados Unidos, para terminar con un acercamiento a la cooperación entre el cine y la literatura, donde lo transatlántico continúa siendo uno de los ejes de su poética. El contexto de la globalización ha dejado su huella en una isla que todavía se mira demasiado a sí misma pero que, a la vez, ansía desembarazarse de ese destino definido por Virgilio Piñera como “la maldita circunstancia del agua por todas partes”. Es este el primer acercamiento a la obra completa del narrador cubano que estudia no solo los recursos técnicos y elementos temáticos que pueblan sus páginas de ficción, sino también el recorrido de la recepción de la obra de Padura fuera de las fronteras de la isla.

Ángel Esteban, Catedrático de Literatura Latinoamericana de la Universidad de Granada, es uno de los principales especialistas en temas de literatura cubana del siglo XIX y XX, como lo acreditan sus numerosos estudios sobre el contexto transatlántico de la obra de José Martí, la Antología de la poesía cubana (2002), que reedita el trabajo fundamental de José Lezama Lima y añade un tomo con más de cien poetas del siglo XX, sus monografías y libros de conjunto Literatura cubana entre el viejo y el mar (2006) y Madrid habanece: España y Cuba en el punto de mira transatlántico (2011), y sus ediciones críticas de las obras de Miguel de Carrión, José Martí, Gustavo Pérez Firmat o Eliseo Diego.

www.peterlang.com

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El hombre que amaba los sueños Leonardo Padura entre Cuba y España

P.I.E. Peter Lang Bruxelles Bern Berlin New York Oxford Wien 









Ángel Esteban

El hombre que amaba los sueños Leonardo Padura entre Cuba y España

Trans-Atlántico Vol. 17

Grupo de Investigación HUM 980, “Literatura y Cultura Hispanoamericanas”, de la Universidad de Granada.

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© P.I.E. PETER LANG s.a.

Éditions scientifiques internationales

Bruxelles, 2018 1 avenue Maurice, B-1050 Bruxelles, Belgium www.peterlang.com ; [email protected]

ISSN 2033-6861 ISBN 978-2-8076-0779-8 ePDF 978-2-8076-0822-1 ePUB 978-2-8076-0823-8 MOBI 978-2-8076-0824-5 DOI 10.3726/b14139 D/2018/5678/29

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Para Yannelys, que cuando no vive en mis sueños es porque está conmigo.

Índice Prólogo. Entre Cuba y España por los mares del sur .....................  11 Capítulo 1. Padura y España: el camino de ida ...............................  19 1.1. El boom de la narrativa cubana en España en los noventa .......  19 1.2. Habana-­Barcelona (vía Madrid): ruta de palabras ..................  27 Capítulo 2. A las duras y a las paduras: La Habana, cielo e infierno .....................................................................................  35 Capítulo 3. Heredia que se repite: la Isla y los tiranos ....................  43 Capítulo 4. Leonardo Padura y su casi alter ego policía .................  55 Capítulo 5. Cuba, punto de (des)encuentro de la cultura occidental en la narrativa de Leonardo Padura ................................  75 Capítulo 6. La novela de su vida .......................................................  97 Capítulo 7. Cine, periodismo y literatura: el sueño de una larga noche de verano ...........................................................  119 Bibliografía ........................................................................................  145

Prólogo

Entre Cuba y España por los mares del sur A día de hoy, Leonardo Padura es el escritor cubano vivo más internacional, y uno de los más relevantes del panorama literario latinoamericano. Desde que publicara El hombre que amaba a los perros (2009), las ediciones de sus obras, las traducciones a numerosos idiomas, las colaboraciones en el mundo del cine, las entrevistas en medios de diversa índole, las invitaciones a conferencias, jurados de premios literarios, etc., se han multiplicado rápidamente. Desde el panorama académico se puede manifestar la misma tendencia: a partir de 2011 o 2012, los artículos en revistas especializadas, los números monográficos dedicados a él, las tesis doctorales defendidas en España, en los Estados Unidos y en algunos países de Europa y América Latina, los congresos también monotemáticos, los libros de conjunto sobre su obra, y los volúmenes que recogen sus artículos, entrevistas, ensayos, crónicas, reportajes, etc., han proliferado enormemente. Una buena demostración de que ha conseguido cierta universalidad es que ya son frecuentes los artículos sobre su obra, escritos en inglés y publicados en revistas académicas de los Estados Unidos y otros países anglosajones. Ejemplos de todo esto son el volumen 13.1, de otoño de 2015 de la revista Contracorriente: A Journal of Social History and Literature in Latin America, el conjunto The Detective Fiction of Leonardo Padura Fuentes, editado por Carlos Uxó en la Universidad de Manchester en 2006, el número especial de la revista Philologia Hispalense (vol. XXX, n.° 2) de Sevilla, coordinado por Gema Areta, en 2017, y el coordinado por Ana María Amar Sánchez and Claudia Hammerschmidt, Leonardo Padura y la poética de una nueva escritura política, en Revista Iberoamericana (2018); el libro de conjunto coordinado por Agustín García en la Editorial Verbum, Los rostros de Leonardo Padura, de 2016, o los artículos que de vez en cuando se publican en revistas que han acogido con asiduidad al autor, como Cuadernos Hispanoamericanos, Hispanic Review, Hispania, Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, Cuadernos Americanos, Revista

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El hombre que amaba los sueños

Iberoamericana, Hispamérica, Anales de Literatura Hispanoamericana, Hipertexto, etc. La editorial Verbum, de Madrid, además del texto colectivo de Agustín García, ha recogido en los últimos años las entrevistas, crónicas y reportajes de Padura en el volumen Siempre la memoria, mejor que el olvido, de 2016, y los ensayos selectos bajo el título Yo quisiera ser Paul Auster, de 2015, además de rescatar su primera novela, Fiebre de caballos (2014), la menos conocida hasta ese momento de su producción. Aparte de todo ello, Padura y sus novelas de Mario Conde han sido constantemente materia específica de ciertos libros de conjunto sobre el policial contemporáneo y temas colaterales, asunto que ha vuelto a experimentar un boom desde principio del siglo actual, sobre todo en España y en América Latina. Entre esos trabajos podemos destacar Modernism on File: Modern Writers, Artists, and the FBI, 1920-1950, editado por Claire Culleton y Karen Leick en 2008; The Contemporary Spanish-­American Novel: Bolaño and After, editado por Will Corral, Juan de Castro y Nicholas Birns en 2013; Memoria histórica, género e interdisciplinariedad: Los estudios culturales hispánicos en el siglo XXI, editado por Santiago Juan-­Navarro y Juan Torres-­ Pou en 2008; The Foreign in International Crime Fiction: Transcultural Representations, editado por Jean Anderson, Carolina Miranda y Barbara Pezzotti en 2013; Le Crime : Figures et figurations du crime dans les mondes hispanophones, Volume 2, editado por Françoise Aubès, Florence Olivier y Hervé Le Corre en 2014 y La Littérature cubaine de 1980 à nos jours, editado por Caroline Lepage y Antoine Ventura en 2011. Asimismo, han comenzado a aparecer algunas monografías de autor, bien sobre Padura exclusivamente o sobre temas más amplios que contienen estudios sobre el de Mantilla, como Aproximaciones al neopolicial latinoamericano, de Juan Armando Epple, de 2009; Leonardo Padura : le roman noir au paradis perdu, de Fabienne Viala, de 2007; (A)cercando a Leonardo Padura, de José Antonio Michelena, de 2014 y La neblina del ayer de Leonardo Padura: ou le principe d’incertitude, de Anne Gimbert, de 2010. Para que todo esto haya sido posible, además de la calidad literaria del de Mantilla y del atractivo general que poseen las tramas policíacas, abiertas a cualquier tipo de público, ha tenido mucha importancia la conexión transatlántica del autor, comenzando por España. A partir de la concesión del Premio Café Gijón y de la primera publicación en Tusquets, a finales del siglo XX, la obra de Padura se internacionalizó y, en los últimos años, la integración del autor en algunos proyectos cinematográficos de envergadura y la concesión del Premio Princesa de

Prólogo: Entre Cuba y España por los mares del sur

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Asturias de las Letras han multiplicado la presencia de su obra en los ámbitos críticos, en los suplementos literarios de los grandes periódicos y en las librerías. Esa presencia es especialmente visible en España, ya que las editoriales donde publica son Tusquets para la narrativa y Verbum para la obra ensayística y no ficcional, y las dos palabras que la definen son “pertenencia” y “gratitud”, que es precisamente el título del texto que leyó en la ceremonia de entrega del Premio Princesa de Asturias el 23 de octubre de 2015. La pertenencia tiene que ver no solo con la cubanidad o la cubanía, sino también con la lengua española. En aquel discurso ovetense Padura aseguraba que es cubano por sus 64 costados (hijo, nieto y bisnieto de cubanos), pero que, como Martí, tiene dos patrias: Cuba y “su” lengua (García 2016: 9). Y esa lengua proviene de España, con la que tiene una gratitud casi absoluta. Confiesa el cubano en su discurso los tres círculos de su gratitud con la Península: Con España tengo una impagable deuda de gratitud. Desde aquel verano de 1988 en que, como simple periodista, llegué precisamente a esta tierra de Asturias, para participar en la Primera Semana Negra de Gijón. Este país me abrió puertas cuya trasposición me ha permitido avanzar y estar donde estoy. A la literatura española que conocía por mis estudios y preferencias, se sumó la que encontré desde entonces y que mucho cambió mis percepciones. Luego, a un concurso literario español, el Premio Café Gijón de 1995, debo la posibilidad de haber podido crear un puente que condujo una de mis novelas hasta las manos de la directora de la prestigiosa editorial Tusquets, para iniciar una relación de amor y de trabajo que hemos sostenido durante 20 años y ha permitido que mis libros hayan podido ser leídos en todo el ámbito de la lengua y, a partir de ahí, en otros más de veinte idiomas. A España debo también el honor de que el Consejo de Ministros del país me concediera la ciudadanía española por el procedimiento de Carta de Naturaleza, reconocimiento honorífico que ha consolidado aún más, si eso es posible, mi relación con la segunda de mis patrias, esta lengua en la que me expreso y escribo. A los veintiún miembros del jurado que me ha concedido el reconocimiento que hoy recibo, mi gratitud infinita. Merecer este premio, todos lo saben, no es cualquier cosa. La lista de nombres que me preceden avala la magnitud de esta gratificación. Y el hecho de que ustedes me hayan elegido, es un honor que recibo con el orgullo de ser el primer escritor cubano que lo alcanza. Y como tal lo recibo: como escritor cubano y como un premio a la literatura y a la cultura de mi primera patria. (García 2016: 11)

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El hombre que amaba los sueños

A estos agradecimientos generales debemos añadir también alguno más particular, relacionado además con el género literario que ha puesto a Padura en el ojo del huracán mediático: Manuel Vázquez Montalbán y el policial. Cierto es que los maestros, en este sentido, de Padura han sido muchos: Chandler, Hammett, Sciascia, Marlowe, Poe, etc., pero el español siempre ha tenido un significado especial para el cubano, y así lo explicó en el prólogo que realizó para la edición especial de Los mares del sur dentro del proyecto 100 Books to Die coordinado por John Connolly. Padura tuvo noticias del español en 1987, recién vuelto de un año en Angola, por la creación de una biblioteca itinerante cedida por García Márquez con libros publicados por editoriales españolas. Cuando Padura descubrió El balneario, la octava novela del catalán, sintió curiosidad y recelo, como si un español fuera incapaz de acometer un buen argumento policial, ya que en Cuba solo se conocía a los ingleses, franceses y los cubanos de la revolución. El balneario no le gustó, pero al año siguiente fue invitado a la Semana Negra de Gijón, en calidad de periodista, y allí supo de la existencia de Los mares del sur, gracias a la recomendación apasionada de Paco Ignacio Taibo, que compró la novela por cien pesetas y se la regaló a Padura, y pudo conocer y entrevistar a Vázquez Montalbán. Después de leer esa segunda novela policíaca española, su opinión sobre el autor cambió radicalmente: La conmoción que entonces recibí mientras leía la novela de Vázquez Montalbán […] fue tan profunda que salí de ella con la respiración entrecortada, la boca seca y una convicción alarmante: si alguna vez yo escribía una novela policial tendría que escribirla como aquel español había escrito Los mares del sur, y si escribía esa novela y creaba un investigador, el mío tendría que ser tan vital como aquel Carvalho, tipo escéptico y cínico, que andaba a sus anchas por las páginas de Los mares del sur, pues desandaba las calles de Barcelona y las rutas de su propio tiempo histórico y humano. (Padura 2015: 161)

A partir de ahí, confiesa el cubano, tuvo una “dependencia crónica” por sus novelas, que compró y devoró en sus siguientes viajes a España, e incluso adquirió una especie de “dependencia física” con el autor: necesitaba verle, hablar con él, preguntarle detalles técnicos. Hubo desde entonces diversos encuentros, tanto en España como en Cuba, ya que en aquella época el catalán viajaba mucho a la isla porque estaba escribiendo su libro Y Dios entró en La Habana, que finalmente vio la luz en 1998, con más de 700 páginas y después de la visita de Juan Pablo II a Cuba. Un año antes de aquello, en 1997, Vázquez Montalbán presentó Máscaras en España, la primera novela de Mario Conde editada por Tusquets en la Península. El desembarco de Padura transatlántico, el retorno de sus

Prólogo: Entre Cuba y España por los mares del sur

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particulares galeones, estaba consumado. El camino había seguido las huellas del barcelonés, como él mismo reconoce: Unos meses después de aquel conmovedor descubrimiento de las cualidades de la novela policial que me aportaba la lectura de las obras de este autor, cuando al cabo de seis años de intenso trabajo en un periódico diario al fin tuve tiempo de empeñarme en una novela, uno de los nortes que me guió en aquella aventura fue el que me habían revelado como posible Manuel Vázquez Montalbán y su irreverente Pepe Carvalho. El otro camino, por supuesto, llevaba la marca de Raymond Chandler y Philip Marlowe. Porque en ambos casos la novela policial se presentaba con las potencialidades que yo buscaría en mi intento: funcionaban como empeños altamente literarios en los que la revelación de ambientes, personalidades, traumas sociales y conflictos individuales y epocales, resultan búsquedas capaces de imponerse al simple juego inteligente de la creación de enigmáticos misterios. (Padura 2015: 164)

Desde el punto de vista teórico, este libro gira sobre el eje de los estudios transatlánticos, que desde los primeros balbuceos de este siglo han comenzado a constituir una vía útil y fecunda para relacionar la literatura y la cultura que involucran a los dos lados del océano. Para ello, hemos partido del aparato crítico generado por Julio Ortega y su “Proyecto Transatlántico”, con textos como “Estudios transatlánticos”, en Signos literarios y lingüísticos,  III, 1, 2001, págs.  7-14; “Escritura colonial, lectura postcolonial: el sujeto transatlántico”, también en Signos literarios y lingüísticos, III, 1, 2001, págs. 15-32, o “Post-­teoría y estudios transatlánticos”, en Iberoamericana, III, 9, 2003, págs. 109-117, entre otros, en los que se propone que los estudios interculturales pueden garantizar nuevas perspectivas para reinterpretar o, al menos, mirar desde otro ángulo, la construcción nacional cimentada en la disparidad de los sujetos nacionales y proponer otro modo de canalizar los intercambios entre la antigua Metrópoli y Nuestra América. A partir de 2007, este proyecto transatlántico de Brown generó un nuevo aliado: el Proyecto Letral de la Universidad de Granada, que ha contribuido a expandir el eco de las idas y venidas de un lado a otro del océano, a través de diversos congresos, publicaciones, como el libro Madrid habanece: Cuba y España en el punto de mira transatlántico, de 2011, en el que tiene cabida la impronta de Padura y el eco de su obra, y la revista Letral, que también ha dado voz a la crítica sobre el escritor de Mantilla, con la entrevista al autor, de Sabine Bivort (número 10, año 2013), en la que se habla de El hombre que amaba a los perros y las conexiones europeas y americanas de la obra, del exilio cubano y el papel de España y Europa en ese particular, de los orígenes del tema policial en la obra del mantillano, etc.

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Además del material aportado por el volumen Madrid habanece y algunas obras por el estilo, hay dos artículos que se han ocupado específicamente de estudiar al Padura de las dos orillas: “Padura en España”, de Ana Gallego Cuiñas (Cuadernos Hispanoamericanos, 768, 2014, págs.  89-100) y “Padura transatlántico”, de Marilyn G.  Miller (Contracorriente, 13, 1, 2015, págs. 105-127). En el primero se repasa la relación entre la calidad literaria y el éxito comercial (valor estético y valor económico, capital simbólico y capital económico), se admite que ambos valores ascienden en paralelo en la obra del cubano, en contra de lo que sugiere Bourdieu en Las reglas del arte, y se señala a la Editorial Tusquets y al desembarco en España, además los premios recibidos, como motores del ascenso mediático y comercial, se analiza el concepto de “visibilidad” de acuerdo con las normas del mercado y se trata de demostrar por qué asimismo la obra de Padura es muy atractiva también para el ámbito académico y el territorio de la crítica especializada. Finalmente, Gallego Cuiñas sintetiza los lugares comunes en las entrevistas del de Mantilla, la imagen personal y literaria que proyecta de sí mismo, y cómo todo ello ha influido en su fortuna literaria en España y, en general, fuera de Cuba. El artículo de Miller comienza reflexionando sobre si este boom de lo cubano y del estado de gracia personal de Padura guarda relación con el hecho de que haya decidido quedarse a vivir en la isla, sin trasladarse a la Península, donde tiene su editorial, y desde donde se negocian todas las traducciones, ediciones, contratos. Es decir, si resistir dentro, pudiendo vivir mejor fuera de la isla, es un acto no solo de sostenimiento de una identidad, sino también de estrategia con vistas a una mayor inserción en el mercado, ya que podría ser considerado como un exiliado “suave”, término que se utiliza para describir a aquellos que entran y salen de la isla con facilidad, que mantienen una postura crítica pero nunca traspasan ciertas líneas rojas en su controlada disidencia. Padura ha negado en alguna entrevista esa idea, argumentando que es al revés: quienes viven fuera de Cuba y exhiben una disidencia radical son los que se convierten en best sellers por editoriales o grupos poderosos, que desean conseguir dinero fácil alimentando las morbosas polémicas políticas. A continuación, Miller repasa algunas de las incursiones transatlánticas en la obra de Padura, como el ensayo sobre el Inca Garcilaso, mitad indio y mitad español, el europeísmo de Carpentier abundando acerca de lo real maravilloso, los personajes europeos que pululan por las novelas de Padura como Trotski, o la etapa europea de Hemingway, las conexiones con España de la novela de Heredia a través de las luchas de poder y el exilio y, por supuesto, el origen europeo del tema de Herejes. Finalmente, Miller hace hincapié en lo español y lo europeo en el cine, señalando varios aspectos de Regreso a Ítaca.

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En este libro, que no pretende ser exhaustivo, aunque sí dar una visión general de lo transatlántico en el de Mantilla, vamos a repasar primero qué fue de ese boom cubano de los noventa, adjuntando también el propio testimonio de Padura. En el capítulo segundo estudiaremos el protagonismo de la ciudad de La Habana desde la época colonial, cuando era una de las joyas de la corona española, hasta su aparición, como un fantasma y como un tesoro recordado y venido a menos en la época de las novelas de Conde. Seguidamente analizaremos la novela de la vida de Heredia desde el punto de vista de ciertas constantes del “ser cubano”, que se pueden aplicar a la época de Heredia pero que también son notas propias de la sociedad cubana de hoy, estableciendo paralelismos de la Cuba española y sus tiranos (los capitanes generales o gobernadores de la isla en el XIX) y sus homónimos a partir de 1959. El capítulo cuarto se centrará en el policial cubano y su evolución a partir de los años setenta en la isla, y las diferencias con la evolución en España y algunas zonas de América Latina. Obviamente, el nombre de Vázquez Montalbán y los premios españoles, así como la editorial Tusquets tendrán cierto protagonismo en este contexto transatlántico. Seguidamente, el capítulo quinto tratará el tema más específicamente conectivo del libro: la apertura de Leonardo Padura al mundo europeo e internacional en sus novelas del siglo XXI, descentralizando la identidad cubana y haciéndola partícipe de los contactos propios que la historia ha seleccionado para ella, y convirtiendo al autor en uno más de los escritores de la época poscolonial que ha asimilado los procesos de globalización y desterritorialización inherentes a las narrativas de las últimas décadas. La penúltima sección es una entrevista que hicimos a Leonardo Padura en el contexto del ciclo permanente “El intelectual y su memoria” de la Universidad de Granada, en marzo de 2017, en la que se trataron diversos temas, muchos de ellos históricos, alrededor de la formación de una tradición literaria cubana, que parte de la colonia y tiene mucho que ver con el sustrato español en la isla. Para finalizar, se ofrece un largo apartado sobre la relación del cine y la literatura en la obra artística global de Leonardo Padura, en la que se revelan muchos elementos transatlánticos como la colaboración constante del cubano con directores de cine españoles y franceses, la inclusión de actores españoles en sus películas y la contribución de empresas españolas en la producción de algunas de las cintas del cubano. Estamos seguros de que ese intercambio transatlántico va a continuar en el resto de la obra escrita y fílmica de Padura, no solo porque tiene pasaporte español, es querido y muy leído en España y sus principales editoriales son

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españolas, sino porque, aun siendo cubano por sus 64 costados, está en contacto frecuente con el mundo europeo, con el español y, como él mismo dice, “estoy distendido en Cuba, y solo en Madrid tengo una sensación parecida.” (Miller 2015: 105) De hecho, la novela más reciente de Padura, La transparencia del tiempo, publicada justo en el momento en que este libro está en proceso de edición, es, según el de Mantilla, la más transatlántica de todas. En ella, Mario Conde tiene que investigar un robo que ha ocurrido en casa de un amigo, y en medio de esas pesquisas descubre que la talla de la Virgen negra que Bobby tenía en su casa y que también fue sustraída, no es una baratija sino una pieza llevada a Cuba desde Europa por un español que huía de la Guerra Civil, y que data de la época medieval. La novela es la historia de esa investigación, pero también la de los avatares de esa talla durante varios siglos en la Península.

Capítulo 1

Padura y España: el camino de ida

1.1. El boom de la narrativa cubana en España en los noventa La literatura en lengua española llegó a un momento culminante en los últimos momentos del milenio anterior. La mitad del siglo pasado supuso la consagración definitiva e incuestionable de la poesía y la narrativa hispanoamericanas, que a su vez contrastaban con el pobre paisaje narrativo español de posguerra. Los ochenta constituyeron un nuevo empuje para la narrativa peninsular, coincidiendo con el ocaso del fabuloso boom latinoamericano, y en los últimos años del siglo XX y primeros del  XXI asistimos a un tremendo desarrollo de todas las expresiones literarias a ambos lados del Atlántico. Las últimas obras de los escritores de mitad de siglo (Madera de boj, de Cela; El hereje, de Delibes; Los años con Laura Díaz, de Carlos Fuentes, La fiesta del Chivo, El sueño del celta, El héroe discreto y Cinco esquinas de Vargas Llosa, las memorias personales o las Memorias de mis putas tristes de Gabriel García Márquez) y las de los todavía jóvenes en los noventa (El jinete polaco, de Muñoz Molina; Mañana en la batalla piensa en mí, de Javier Marías; Un viejo que leía novelas de amor, de Luis Sepúlveda, Tuyo es el reino, de Abilio Estévez, todas las de Bolaño) tuvieron una repercusión internacional fuera de lo común, que se ha ido acrecentando en las novelas que han publicado en nuestro nuevo milenio. El caso de la narrativa cubana de la década de los noventa es uno de los más llamativos. Después de los monumentos literarios dejados por Carpentier y Lezama, y de la obra memorable de autores como Reinaldo Arenas, Virgilio Piñera, Miguel Barnet, Severo Sarduy, Cabrera Infante, etc., vivimos entonces el momento más atractivo de la narrativa cubana. Los años setenta dejaron un quinquenio gris que, por cierto, duró más de cinco años, auspiciado por el desencanto de la población cubana con respecto al régimen político y por la violencia de la censura. El mismo gobierno impulsó en los ochenta la renovación literaria, consciente de

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que el excesivo control, al modo estalinista, era nocivo para la evolución natural de la cultura del país. En los noventa hubo varias causas que justificaron el nuevo boom narrativo en Cuba: el magisterio de los autores ya citados, los signos de desintegración de un sistema político insostenible, el interés internacional por todo lo que ocurría en la isla, la opinión pública creada en torno a esa evolución, el atractivo editorial y comercial de las experiencias de los cubanos en diferentes ámbitos, las posiciones políticas enconadas que aparecían frecuentemente en las obras, la diáspora provocada por el exilio, la curiosidad cada vez más patente por elementos culturales que provenían del espacio afrocubano (santería, magia, cine negro, el son y la salsa, etc.), la supervivencia de una postura concreta después de la caída del muro de Berlín, las frecuentes crisis con repercusión internacional (el período especial, la crisis de los balseros, el hostigamiento cada vez mayor desde Miami, la ley Helms-­Burton, etc.), y sobre todo la enorme vitalidad de una literatura rica y generosa, en un territorio que apenas poseía diez millones de personas, con una aglomeración poco común de intelectuales, artistas, escritores, etc., de calidad, y una generación joven con una formación cultural superior a la de cualquier país del entorno, a pesar de que muchos de ellos comenzaron en esa década a salir hacia el exilio buscando mejores condiciones para su escritura literaria y su sostenimiento económico como escritores profesionales. Matilde Sánchez aludía en 2007, a este respecto, como causas del boom cubano de los noventa, a “la presencia temática de Cuba en los medios debido a lo que se conoce por período especial en la isla, y de algunas películas que fueron éxito de taquilla”, así como “el realismo sucio habanero, que a su vez era alimentado por el turismo sexual”. (Sánchez 2007: 29) Si bien hasta mitad de los noventa, las editoriales se fijaban sobre todo en escritores exiliados, en los últimos años del siglo empezaron a publicar fuera de Cuba, y sobre todo en España, muchos narradores que permanecían en la isla, y que no necesariamente se encontraban en una situación política privilegiada. En ese sentido, cabe destacar el cambio de dirección que tomó el gobierno cubano, al permitir salir y entrar a ciertos escritores contrarios al régimen castrista, claramente críticos en sus obras, que no optaron por el exilio. Padura fue uno de ellos, y así lo comentará en la entrevista que le hicimos para el capítulo sexto de este ensayo. Otro apoyo claro que tuvo la narrativa cubana en aquellos años fueron los premios literarios otorgados dentro y fuera de Cuba, sobre todo los españoles. El caso más nítido fue el de Eliseo Alberto (Lichi Diego), ganador, junto con el nicaragüense Sergio Ramírez, del primer

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Premio Alfaguara (1998), dotado con veinticinco millones de las antiguas pesetas, unos ciento cincuenta mil euros al cambio actual, una cantidad muy elevada para aquella época. Eliseo Alberto (Arroyo Naranjo, 1951) era hijo de Eliseo Diego, y se encontraba muy vinculado a la órbita de García Márquez. De hecho, el Nobel colombiano conoció a Eliseo Diego y a su familia en 1975, en una de las primeras visitas que realizó a la isla desde el momento en que decidió hacerse amigo de escritores y, sobre todo, políticos y militares. Más adelante, cuando Lichi quiso salir del país –García Márquez tenía ya una excelente relación con Fidel Castro–, fue el colombiano quien medió con el gobierno cubano para que se pudiera exiliar a México. Una vez allí, Gabo ayudó a Lichi a establecer contactos con el mundo de la literatura, de la televisión y del cine, para centrarse profesionalmente en alguno de esos ámbitos. Sin embargo, su entrada en el mercado español no pudo ser más casual. Después de haber publicado su primera novela en México (1992), lugar donde residió hasta su muerte, un lector entusiasta le hizo llegar a Jorge Herralde un ejemplar de La eternidad por fin comienza un lunes (título sacado de uno de los muchos versos felices de su padre) en la Feria del Libro de Buenos Aires. Este la leyó en el vuelo de regreso a Barcelona e inmediatamente llamó al editor mexicano, Diego García Elío, y le compró los derechos para España. Salió publicada en Anagrama en 1994, y Eliseo aprovechó para enviarle el manuscrito de una obra que acababa de concluir, Informe contra mí mismo, en la que hacía un repaso a su última época en Cuba, las causas de su salida hacia México y la suerte de cientos de intelectuales que, contra su voluntad, habían tenido que exiliarse en los últimos años. Herralde, en un gesto de lealtad editorial, observó que el mejor sello para ese tipo de obras, no exactamente narrativas de ficción (aunque con mucho estilo y calidad en la narración), era Alfaguara, y hacia allí se encaminó el manuscrito a través de Sealtiel Alatriste, quien lo recibió de manos de una amiga común con Eliseo. A los quince días hubo respuesta positiva y a los dos meses salió a la venta. Era el año de 1997, y la edición se agotó en muy poco tiempo. Por fin, en 1998, ganó el Premio Alfaguara con Caracol Beach, una magnífica novela sobre la locura, el miedo, la inocencia y la muerte, en la que un emigrante cubano, Beto Milanés, que vive míseramente en uno de esos lugares paradisíacos de las costas de Florida, busca la muerte a cualquier precio y, en el colmo de su locura, topa una noche con unos adolescentes que están celebrando la graduación del bachillerato. En ella, aparte de su indiscutible calidad literaria, hay muchas conexiones con el mundo del cine, algo a lo que no es ajeno Eliseo Alberto, ya que ha escrito varios guiones para películas cubanas, entre ellos el de Guantanamera. A partir del premio, Carmen

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Balcells fue su agente literario, y publicó, también en Alfaguara, La fábula de José, y en Espasa Esther en alguna parte. En esta misma hornada de cubanos que destacan en los noventa y que desembarcan en España, acompañado de premios y reconocimientos, está, por supuesto, Leonardo Padura, que viene a ser conocido en la Península a partir de 1995 pero con una producción anterior importante, de honda repercusión en Cuba y México. En 1988 publica su primera novela, Fiebre de caballos, solo divulgada en la isla, y a partir de 1991 comienza a publicar su tetralogía Las cuatro estaciones, las novelas del detective Mario Conde, cada una con un tema de fondo (la amistad, la corrupción política, etc.), y vinculada a una estación del año. Pasado perfecto (invierno), que abre la serie, vio la luz en México en 1991, y cuatro años más tarde salió en Cuba, después de ganar allí el Premio de la Crítica (Castells 1998: 21-35). Vientos de Cuaresma (primavera) ganó el Premio de la UNEAC y fue publicada en La Habana en 1994. Hasta este momento, la obra de Padura se había mantenido, a pesar de todos los galardones cosechados, en los estrechos márgenes de la isla y México, y el autor compaginaba su interés por la escritura con diversos trabajos periodísticos, editoriales e intelectuales ligados a instituciones del Estado. A partir de 1995, Padura consigue romper esas barreras hasta el punto de poder prescindir más adelante de sus anteriores trabajos para dedicarse exclusivamente a escribir. Ese año gana en España el Premio Café Gijón, que no tuvo anejo, en esa edición, el compromiso para ser publicado. Sin embargo, dos miembros del jurado, Rosa Regás y Cristina Fernández Cubas, recomendaron la obra a Beatriz de Moura y ella decidió publicarla en Tusquets. Máscaras (1997) ganó, además, el Premio Hammett 1998 (Villoria 2017: 268-287). La editorial volvió a confiar en él con su cuarta novela de la tetralogía, Paisaje de otoño (1998), que ganó en 1999 el Premio Hammett, por segunda vez consecutiva, concedido por la Asociación Internacional de Escritores Policíacos a la mejor novela del género en lengua española. Para el 2000 contrató también la edición en Tusquets de Pasado perfecto, y para el 2001, la de Vientos de Cuaresma. En 2002 publicó en España, igualmente en Tusquets, La novela de mi vida, una apasionante biografía novelada del poeta José María Heredia; en 2005 otra nueva aventura de Mario Conde, La neblina del ayer, y poco después, Adiós, Hemingway, que ya había sido publicada anteriormente en América. Sin duda, el caso más espectacular de rápida fortuna literaria en la España de los noventa fue el de Abilio Estévez (La Habana, 1954). Antes de ver la luz su primera novela, se había dedicado fundamentalmente al teatro. Algunas de sus obras obtuvieron premios importantes (el de la Crítica Cubana en 1987 o el Tirso de Molina en 1994). Su libro de

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poemas, Manual de las tentaciones, también fue doblemente galardonado, con el Premio de la Crítica Cubana y el Luis Cernuda, los dos en 1989. Durante esa época vivía en Cuba, y su relación con España comenzó cuando viajó a la Península para dar una conferencia en Barcelona, llevando consigo el manuscrito de un libro de cuentos, El horizonte y otros regresos. Por esas fechas había una fiesta en Tusquets en homenaje a Almudena Grandes, y fue invitado por Cristina Fernández Cubas. Allí conoció a Beatriz de Moura, y le presentó el manuscrito. Ella lo leyó y le dijo que lo publicaría, pero que prefería una novela, y que deseaba editar una narración larga antes que los cuentos. Abilio terminó de redactar en 1996 lo que llevaba tiempo gestando como novela y lo presentó a Beatriz. En marzo de 1997 fue aceptada y se publicó dentro de ese mismo año. Tuyo es el reino recibió en dos años los mayores elogios de la crítica especializada, como un “discurso magistral” con “incursiones a la poética y al realismo mágico”. Miguel García-­Posada llegó a afirmar que “después de los grandes escritores latinoamericanos del boom esta es la obra de más potencia creadora que se ha producido en la literatura de la otra orilla”, que “coloca a Abilio Estévez al nivel de los grandes narradores antes aludidos” (García-­Posada 1997: 7). Novela simbólica, de islas dentro de islas, de ambientes opresivos, misteriosos, oníricos y personajes curiosos, desarrolla una sensibilidad fuera de lo común, combinada con una crítica que no apaga el ímpetu lírico. Esta obra, en dos años, tuvo ya múltiples traducciones. En 1998, después de las primeras reacciones, tan positivas, de la crítica, Estévez publicó, también en Tusquets, su libro de cuentos, aquel primero con el que llamó la atención de los editores españoles. Ha vivido desde entonces en Barcelona y en Mallorca. En los 2000 ha seguido publicando varias novelas, como Inventario secreto de La Habana (2004), o Archipiélagos (2015). Quizá sea esta última su obra maestra, aunque la crítica no la elogiado del mismo modo que la primera. También hubo espacio en este boom para las mujeres. Zoé Valdés (La Habana, 1959) encarnó el proyecto comercial más claro, no siempre acompañado de calidad literaria. En enero de 1995 salió de Cuba para asistir a un congreso sobre Martí en París y ya no volvió. A partir de ahí intentó publicar lo que traía escrito y continuó escribiendo desde la capital francesa. La nada cotidiana tuvo ese año la edición francesa y la española. Tras un éxito impredecible, fue finalista del Planeta con Te di la vida entera, donde continuaba explotando dos elementos muy de best seller caribeño: el sexo en versión casi pornográfica y la crítica y sátira despiadadas a la persona de Fidel Castro y el régimen que representa. A razón de uno o dos libros por año, publicó por aquellos años Querido primer novio, Traficantes de belleza, Milagro en Miami, Lobas de mar, etc.

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Mayra Montero (La Habana, 1952) vive actualmente en Puerto Rico. Tras un volumen de cuentos, accedió muy pronto al mercado español con su primera novela, La trenza de la hermosa (1987), en la editorial Anagrama. En 1991 fue finalista del Premio “La sonrisa vertical” con La última noche que pasé contigo, circunstancia que le llevó a entrar en los planes de la editorial Tusquets, en la que publicó, además, durante los 90, Del rojo de su sombra, Tú, la oscuridad y Como un mensajero tuyo, obras que la fueron afirmando como una de las escritoras caribeñas más relevantes de aquella década. Daína Chaviano (1957) publicó, antes de abandonar Cuba, poemas, tres libros de cuentos y una novela, Fábulas de una abuela extraterrestre (1989). En 1991 salió de la isla y se instaló en Florida, donde continuó su labor literaria. En España su primera incursión fue un libro de poemas de corta tirada, Confesiones eróticas y otros hechizos (1994), publicado en Madrid, en la editorial Betania, dirigida por el poeta cubano Felipe Lázaro. Fue, sin embargo, la concesión del Premio Azorín de 1998 lo que provocó su difusión y reconocimiento en la Península. Publicada su novela El hombre, la hembra y el hambre –de tan sugestivo título– por Planeta, el resto de su obra empezó a ser conocida en ámbitos internacionales, a pesar de que, antes de salir de Cuba, algunos de sus poemas y cuentos se habían publicado en Italia, Francia, Estados Unidos, Rusia, Bulgaria, la antigua Checoslovaquia, etc. En 1999 editó una novela más, también en Planeta, Casa de juegos, que contrató con la editorial a raíz de la concesión del premio. Hay dos escritores que, a pesar de pertenecer a una generación anterior a la que nos referimos, se popularizaron en España a partir de los noventa, por diversas circunstancias, mientras que en Cuba gozaban de un prestigio claro desde hacía varias décadas: Jesús Díaz y Julio Travieso. Jesús Díaz (La Habana, 1941) fue un caso muy curioso dentro de la evolución de la narrativa cubana desde el boom hasta el comienzo del nuevo siglo. Comenzó su obra en Cuba, con un libro de cuentos, Los años duros (1966), premio Casa de las Américas, y durante esa época fue uno de los miembros más activos de su generación y de los más ligados a los aparatos del poder cultural y político, como lo demuestra la fundación y dirección de la mejor revista literaria cubana de la segunda mitad del siglo, El caimán barbudo, y la revista de ciencias sociales Pensamiento Crítico. Las tesis sostenidas en los cuentos revelaban a un autor verdaderamente comprometido con la revolución. Sin embargo, Díaz no volvió a publicar otra obra narrativa, Las iniciales de la tierra, hasta finales de los ochenta, y en España. Poco más tarde vio la luz la edición cubana de la misma novela, y Anagrama realizó una nueva edición en 1997. El argumento es altamente sugestivo porque se trata de las vivencias de un castrista convencido y activo el cual, por otro

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lado, se encuentra muy desengañado por los patentes defectos del sistema revolucionario. En 1992, después de una reunión de intelectuales en Suiza, Díaz rompió definitivamente con el régimen y llegó a España, después de pasar una temporada en Europa. Gracias a su estrecha vinculación con el mundo del cine, trabajó como profesor en la Academia de Cine de Berlín, en la Escuela de Letras de Madrid y en el programa Sources para el desarrollo del guion de cine en Europa. Instalado en Madrid, fundó la editorial Encuentro, que editó una revista, con el mismo nombre, dedicada íntegramente a la cultura cubana, que gozó desde el comienzo de un enorme prestigio por la calidad de los colaboradores y el deseo de integrar elementos dispares de la realidad cubana, tanto del exilio como de la isla. Su segunda novela, Las palabras perdidas (1992, finalista del Premio Nadal de ese año) supuso su alianza con Anagrama, y tuvo una relevancia especial por su alta calidad literaria y por el tema tratado, ya que reflejaba los momentos en que se produjo esa escisión con respecto al régimen castrista, a través de su trabajo en El caimán barbudo. Es notable la intención de dar una visión objetiva de las relaciones entre los principales escritores e intelectuales del país y los órganos del poder, desde los más disidentes que residían en Cuba hasta los más fieles a Castro. En 1996 publicó La piel y la máscara, novela que mantiene una postura muy crítica con la censura en Cuba y se adentra en el mundo del cine, hasta entonces poco tratado en su obra de ficción. En 1998 contrató la publicación de Dime algo sobre Cuba con Espasa-­Calpe (finalista del Premio Rómulo Gallegos de 1999), dando un giro a su orientación editorial. Aunque no trata directamente el tema del cine, tiene mucha relación con él, ya que la idea partió de un guion que realizó, junto con Fernando Trueba, José Luis García Sánchez y Rafael Azcona, para una película que Trueba deseaba hacer sobre Cuba. Sus últimas novelas, antes de morir repentinamente en 2002, fueron Siberiana y Las cuatro fugas de Manuel. Julio Travieso (La Habana, 1940), continúa residiendo en la capital cubana, y la mayor parte de sus obras, desde los años 60, se han mantenido fieles a las coordenadas de la revolución y se han publicado dentro de la isla. Ha recibido varios premios nacionales, con títulos como Para matar al lobo (1971) o Cuando la noche muera (1981). Su fortuna literaria y editorial aumentó considerablemente a partir de 1993, gracias a su novela El polvo y el oro, que relata la historia de una familia, a través de seis generaciones, desde la llegada de un gaditano a comienzos del XIX a La Habana, para enriquecerse con el azúcar y los esclavos, hasta los primeros momentos de la revolución castrista. Con una trama muy interesante, una documentación histórica exhaustiva, y mediante la mezcla de elementos culturales hispánicos y africanos, es una de las mejores novelas escritas en

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esa década por un autor hispanoamericano. En México ganó el premio Mazatlán y tuvo allí una edición. En Venezuela quedó finalista, junto con Bioy Casares y Álvaro Mutis, del Rómulo Gallegos. En Cuba recibió dos premios nacionales y varias ediciones y, por fin, en España, después de haber provocado el interés de editoriales como Espasa-­Calpe, firmó contrato con Galaxia Gutenberg a principio del 99, y fue publicada en junio de ese mismo año. El caso de Pedro Juan Gutiérrez (1950) fue, quizá, el que causó mayor perplejidad por la intensidad de su carga crítica, y por la frescura de sus escenas, propias de un estilo picaresco y absolutamente desinhibido. Aunque fue expulsado en los noventa de la revista donde trabajaba como periodista, continuó viviendo en La Habana e intentó sobrevivir gracias a la proyección que le brindó su alianza con Anagrama desde su primera obra. Fue vendedor de periódicos desde los 11 años, soldado durante 5, instructor de natación, cortador de caña de azúcar, obrero agrícola, dibujante, periodista, poeta. Desde mitad de los noventa intentó que alguna editorial extranjera se interesara por sus cuentos, ya que en Cuba, dada su evidente provocación política, social y sexual, iban a ser rechazados e iban a provocar conflictos irreparables. Nadie como él narra el evidente fracaso y la desastrosa desintegración del sistema castrista, con una acidez fuera de lo común. Su agente literario de aquella época, Anne-­Marie Vallat, leyó el manuscrito de su Trilogía sucia de La Habana a finales de 1997, localizó al autor en Cuba y lo presentó enseguida a Anagrama, que accedió a publicar, en 1998, los sesenta relatos cortos, divididos en las tres secciones que componen la obra. En 1999 editó, en la misma editorial, su primera novela, El rey de La Habana, que continuaba la misma temática con recursos parecidos. Y en esa línea se ha mantenido hasta la fecha con obras como Animal tropical, Carne de perro, El insaciable hombre araña, etc. En 2015 se estrenó la versión cinematográfica de El rey de La Habana, dirigida por el español Agustí Villaronga, y rodada en la República Dominicana. En la actualidad, Gutiérrez vive medio año en España y el otro en Cuba. Aparte de todos estos autores, otros fueron poco a poco entrando en editoriales españolas y contándonos su personal visión del fin del milenio isleño, como Alexis Díaz-­Pimienta (La Habana, 1966), con Prisionero de agua (Barcelona, Alba, 1998, Premio Prensa Canaria); los hermanos Abreu (1947, 1952 y 1954), con Habanera fue (Barcelona, Muchnik, 1998); Juan Abreu (1952), con A la sombra del mar (Barcelona, Casiopea, 1998), Daniel Alarcón (Benigno), con Memorias de un soldado cubano (Barcelona, Tusquets, 1998); Antonio Benítez Rojo, con El mar de las lentejas (Barcelona, Casiopea, 1999), Antonio Rodríguez Salvador (Taguasco, 1960), con Rolandos (Madrid, Olalla Ediciones, 1998), etc.

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Nunca hasta ese momento habíamos disfrutado de tanta y tan buena literatura del Caribe, con esa instintiva combinación de elementos humorísticos, irónicos y críticos que saben dar respuestas positivas o, al menos resignadas, a una situación histórica difícilmente soportable. En la entrevista que hicimos a Leonardo Padura y que se recoge en el capítulo sexto, hay una reflexión histórica que ayuda a entender el porqué de los continuos y extensos momentos de esplendor de la literatura cubana durante el siglo  XX, que culminaron en el de los años noventa. En primer lugar, la creación de una tradición literaria cubana inexistente, inventada por un grupo de independentistas de la primera mitad del siglo XIX, liderados por el poeta Domingo del Monte, historia que se cuenta en La novela de mi vida. En segundo lugar, la coincidencia de tres de los mejores poetas en lengua española en el espacio cubano del XIX: José María Heredia, el primer romántico hispanoamericano, y Martí y Casal, dos de los mejores exponentes del modernismo. Después, habría que añadir la confluencia de figuras de una talla enorme, de los treinta a los cincuenta del siglo XX, en el grupo Orígenes, liderados por José Lezama Lima, que constituyeron uno de los fenómenos más relevantes del panorama literario en lengua española a ambos lados del Atlántico, con una importancia similar o incluso superior, en algunos casos, a la que tuvieron grupos de la misma época como la generación del 27 española, Sur en la Argentina de Borges, o Contemporáneos en México. Gracias a todo ello, las distintas promociones literarias de los años de la revolución, en autores que residieron en la isla y en el exilio, han dado como resultado una concatenación de generaciones de un nivel literario muy elevado que, en los noventa, debido también a la coyuntura política y económica de la isla, tuvo como consecuencia un nuevo boom literario. A continuación, el mismo Leonardo Padura cuenta su periplo peninsular en la edad de plata de la literatura cubana.

1.2. Habana-­Barcelona (vía Madrid): ruta de palabras Leonardo Padura Cualquier escritura de la historia del libro cubano, de sus ediciones e impresiones (historia que de alguna manera es también la de los avatares de una literatura y de sus creadores), exige un necesario entendimiento de las relaciones políticas y culturales entre Cuba y España, pues desde su origen hasta la actualidad la literatura cubana ha tenido en impresores y editores españoles una recurrida vía de concreción.

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Aunque la fecha de 1723 marca el nacimiento de la tipografía en la isla con el establecimiento en la capital de la colonia de la primera imprenta (la de Carlos Havrés, de la que salió el famoso folleto Tarifa general de precios de las Medicinas), no creo posible hablar de un libro propiamente cubano y, por ende, de una cultura también cubana hasta un siglo más tarde, cuando la generación del poeta José María Heredia, el ensayista José Antonio Saco y el novelista Cirilo Villaverde (entre otros ilustres) marcan el nacimiento definitivo de la cubanía, siete décadas antes de que Cuba fuese un país independiente de España. Esta precisión, más cultural que técnica, no quiere decir que la Cuba del siglo XVIII –también hay imprentas en Santiago desde finales de la centuria– no fuese un importante y competente productor de libros, como lo demuestra, mejor que ningún otro ejemplo, el tratado de Antonio Parra titulado Descripción de diferentes piezas de historia natural, el famoso y cotizado “Libro de los Peces”, que se publicara en 1787. Esta obra, la primera de carácter científico impresa en la isla, cuenta con casi doscientas páginas y 75 láminas y es, al decir de Ambrosio Fornet, el mayor conocedor de este proceso, “un verdadero alarde técnico y científico que no volverá a intentarse en medio siglo”. Su impresor: Blas de los Olivos, quien abrió su tipografía habanera en 1754. La existencia de varias tipografías en la Cuba del XVIII no excluyó lo que hasta entonces había sido la práctica más común: que muchos libros escritos o preparados en Cuba (reglamentos militares y ordenanzas civiles, por ejemplo) fueran impresos en establecimientos de la metrópoli o, también se daba el caso, de México, donde ya la imprenta tenía una larga historia. La irrupción de la cultura cubana, entre la tercera y cuarta décadas del siglo XIX, tuvo en las imprentas habaneras un importante soporte y aunque resulta imposible contabilizarlo, es indudable que una cantidad considerable de obras de ese período se estamparon en la capital de la isla y en las otras ciudades importantes (Santiago, Matanzas). Es curioso, sin embargo, seguir el rumbo editorial de algunas figuras imprescindibles de ese período genésico, como las arriba citadas, y constatar la diversidad de posibilidades de impresión de que disfrutaron o a las que se vieron empujados por circunstancias casi siempre políticas. José María Heredia, por ejemplo, apenas publicó en Cuba un “suelto” con un poema, en 1820, pues su obra poética sería impresa cuando ya estaba en el exilio político y es editada primero en Nueva York (1825) y luego en Toluca (1832), una edición corregida, aumentada y valorada por el hecho de que fue tipografiada por el propio poeta. El resto de su obra (panfletos, discursos,

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etc.) serían publicados en México, la tierra que lo acogió y donde murió en 1839, a los 34 años. Similar en destino, pero diferente en cantidades es la relación editorial de Cirilo Villaverde: sus primeras novelas, fundadoras de ese género en Cuba, fueron editadas en La Habana (El espetón de oro en 1838, la primera versión de Cecilia Valdés en 1839 y La joven de la flecha de oro en 1841), pero a partir de su exilio norteamericano son las imprentas neoyorquinas las que estamparán sus obras, incluida la versión definitiva de la mayor novela cubana del XIX, la Cecilia Valdés de 1882. José Antonio Saco, por su parte, quizás por ser el más prolífico y polémico de estos autores fundadores, exhibe en su lista de editores prácticamente todas las posibilidades a su alcance: ediciones habaneras (sobre todo para sus primeros textos), norteamericanas, madrileñas y parisinas. Con su exilio catalán (¡cuánto exilio, cuántos destinos!), Saco incluso practica una novedosa solución: la coedición, que se concreta en su imprescindible trabajo Historia de la esclavitud de la raza africana en el Nuevo Mundo…, cuyos tomos fueron impresos en Barcelona y La Habana en 1879 y 1893. No obstante, los impresores madrileños y habaneros cargan con el peso de la mayor cantidad de títulos escritos en Cuba y se da el caso, incluso, de que autores peninsulares radicados en la isla dieran sus textos a tipografías cubanas antes que a las peninsulares, lo cual apenas significaba que el libro era estampado en una ciudad de una provincia española, solo que en este caso de ultramar… y especialmente rica y próspera. Ya en la segunda mitad del siglo XIX los dos más relevantes poetas cubanos de la época, José Martí y Julián del Casal, vuelven a mostrar esa diversidad de opciones que, en muchas ocasiones por causas políticas, provocaba también la dispersión de la bibliografía cubana. Así, mientras Martí publica casi toda su obra fuera de Cuba (Madrid, New York, México), Casal se mantenía apegado a los editores e impresores cubanos, marcando la tendencia más recurrida que, a partir de entonces, dominaría en la relación entre autores cubanos y editores: la publicación de sus primeras ediciones en Cuba. En consecuencia, la gran mayoría de la bibliografía cubana de las primeras seis décadas del siglo XX se imprimió en la isla, a pesar de que se tiene la visión de que el país era un páramo editorial. La más notable excepción de la tendencia fue, sin duda, Alejo Carpentier, quien desde su primer título (Ecué-­Yamba-­O, Madrid, 1933) hasta la última novela (El arpa y la sombra, México, 1979) únicamente publicará por primera vez en Cuba el folleto con el relato Viaje a la semilla, edición habanera de 1944.

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Aunque la opción de buscar editores fuera de la isla dependía más del hallazgo de mejores condiciones económicas para la estampa que de preferencias culturales o políticas, también la necesidad de insertarse en un mercado más propicio subyacía en la decisión de los escritores a la hora de hacer su selección. En este sentido, un elemento extraliterario que no puede obviarse es que Madrid, la históricamente más recurrida alternativa editorial, entró en crisis a partir del inicio de la Guerra Civil, en 1936, y se mantendría en un estado de letargo poco favorable durante las dos décadas siguientes, las más férreas del franquismo –que aplicó un activo sistema de censores para las ediciones. Además de La Habana fueron entonces México y Buenos Aires las alternativas más visitadas por algunos autores cubanos. El triunfo de la revolución cubana, en 1959, provocó en el mundo del libro y de las publicaciones dos consecuencias que se mantendrían inalteradas por tres décadas: el crecimiento geométrico de las capacidades de publicación y difusión de las obras en la isla y, por otro lado, la salida de un grupo importante de escritores que, al irse al exilio, perdían toda conexión oficial con su país de origen y debían buscar su editores donde los encontraran: y muchos los hallaron en un Madrid que se recuperaba y, muy pronto, en la emergente y competitiva plaza de Barcelona. Salvo casos aisladísimos y contadísimos –Carpentier por vía oficial, Reinaldo Arenas por vías no aceptadas– casi toda la literatura cubana escrita en Cuba se publicó en las nuevas editoriales cubanas (primero fue la Imprenta Nacional y luego se creó el Instituto del Libro y otras editoriales como la de la Unión de Escritores y Artistas), confiriéndole a la difusión de la literatura nacional un sentido de coherencia y una relación con sus lectores naturales que antes nunca tuvo de igual modo. Mientras, los autores exiliados –desde escritores “históricos” hasta figuras activas como Guillermo Cabrera Infante o Severo Sarduy– daban sus obras a casas editoriales españolas (ya específicamente catalanas), iniciando una corriente que se extendería hasta hoy. Lo más interesante, sin embargo, resultó que en España incluso se fueron creando editoriales dedicadas por entero (o separando alguna colección) a la difusión de autores cubanos, por lo general de la diáspora: entre esos sellos han estado Playor, Colibrí, Verbum, Betania, Aduana Vieja, Linkgua, Ediciones Hispanocubanas y la ya desaparecida Casiopea. La lógica que dominó el proceso editorial cubano entre 1960 y 1990, se quebró en esa última fecha cuando, entre sus estertores, la URSS canceló el envío de papel a Cuba y comenzó la llamada “crisis del papel”, la primera de las muchas crisis de esa extraña década finisecular. El cierre casi total de las editoriales de la isla provocó que los autores no tuvieran la tradicional

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respuesta nacional que sostenían sus pretensiones de publicación. La única alternativa viable, entonces, fue buscar en la cercana Ciudad de México y en el complicado y muy competitivo mundo editorial español, las arterias para dar salida a las obras que, curiosamente, nadie dejó de escribir. La crisis económica que afectó a México en 1994 fue sentida por los escritores cubanos como propia. Varias de las editoriales que (en algunos casos con intereses comerciales y en otros con fines solo artísticos y hasta solidarios), dieron cobijo a obras de autores de la isla, enfrentaron de pronto una contracción notable y la “ruta” mexicana prácticamente se cerró. Al mismo tiempo se estaba produciendo por esos años una diáspora de artistas cubanos, incluso más nutrida que la de los primeros años de la revolución. Decenas de escritores salen de la isla hacia México, Ecuador, Venezuela, España, Estados Unidos, Argentina, República Dominicana, no solo por la situación de parálisis editorial del país, sino por la necesidad de buscarse la vida, tener con qué alimentarse y escapar de apagones y la amenaza de una llamada “Opción Cero” que, según lo planificado, nos retrotraería a todos los cubanos al estadio de los aborígenes precolombinos, dedicados a la agricultura y la pesca… Las editoriales españolas se presentaban, diría que para todos los escritores cubanos, como la meta, y penetrar el mercado de la península de la mano de Tusquets, Planeta, Alfaguara o Anagrama como el sueño dorado… Lo cierto es que por primera vez en tres décadas se produjo una apertura de las más importantes para la cultura cubana: la posibilidad de la libre contratación de los autores y sus obras con editoriales extranjeras. Es necesario recordar, en este punto, que hasta más allá de 1990 era imposible (prohibido) para un autor cubano tomar esa opción. Solo la Agencia Literaria Latinoamericana (ALL), que de oficio y por decreto nos representaba a todos los escritores cubanos en nuestra relación con el mundo, tenía la potestad de contratar ediciones y –lo más duro– cobrar unos dineros que eran inmediatamente convertidos en pesos cubanos pues, como se sabe, la posesión de cualquier divisa en Cuba, por un ciudadano cubano, era un delito penado por la ley. Por esa puerta que se abrió –más por la presión natural de una literatura que se acumulaba y necesitaba vías de escape que por voluntad burocrática–, se comenzó a producir una nueva relación entre autores cubanos radicados en la isla con editoriales comerciales españolas. Mientras algunos de los que se sumaron a la diáspora conseguían cupos en esas casas (Jesús Díaz, Eliseo Alberto, Daína Chaviano, etc.) y otros se acercaban a las editoriales

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“para cubanos”, los que permanecimos en Cuba tuvimos un camino más errático, de tanteos, entre otras razones por la distancia pero, sobre todo, por la falta de experiencia en la relación con editoriales y agencias y, en última pero más importante instancia, por no existir demasiada literatura cubana con suficiente proyección universal y gancho comercial como para atraer a los editores españoles. Desde entonces, en virtud de esa posible relación de los autores de la isla con casas editoriales españolas, se debió comenzar un aprendizaje de la relación del escritor con el mercado, con las editoriales comerciales, con las agencias y con la promoción que, de alguna manera, ha marcado algunos de los rumbos más visibles de la literatura cubana, ha permitido la publicación de una cantidad importante de obras y ha decidido, incluso, el prestigio internacional de algunos de sus autores. Acceder al catálogo de una editorial española de primer nivel fue el sueño de casi todos los escritores cubanos y, sin excepción, de todos los novelistas en activo en la década de 1990. Esa pertenencia no solo garantizaría la ansiada publicación de las obras que no tenían salida en Cuba por falta de papel, sino que además implicaba la entrada en un mercado editorial potente (aunque despiadado, como sabríamos después) que podía servir de trampolín para otras ediciones europeas. Por alguna razón que todavía no he logrado dilucidar –por su prestigio de editorial literaria, por la belleza de sus diseños, por la calidad de su catálogo– fue Tusquets Editores la casa española en la que muchos de esos autores pusieron la vista y fundaron sus esperanzas. No miento si confieso que yo nunca tuve esa pretensión. Escritas y ya publicadas mis dos primeras novelas de la serie de Mario Conde –Pasado perfecto salió en México en 1991 y Vientos de cuaresma en Cuba, en 1994, gracias a que tenía “asignado” papel por su condición de Premio UNEAC de Novela– acariciaba muy pocas esperanzas de encontrar editor en el intrincado mercado español. Como muchos otros autores cubanos en aquel momento, la única posibilidad de penetración en España que me parecía factible era la participación de algún concurso, por supuesto no de los más importantes (ya se sabe el lastre de compromisos establecidos que arrastran esos premios, y más cuando son creados por las editoriales) y, si tenía la suerte de ganar, ver el libro publicado por alguna pequeña editorial, las más de las veces marginales. Con esa ambición envié mi novela Máscaras al concurso Café Gijón de 1995… que falló el 13 de enero de 1996 y me cambió la vida con el premio que me concedió el jurado.

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Muy pronto tuve las previsibles noticias de una pequeña editorial de Valencia o Alicante que, con la subvención que pagaba la Caja de Asturias, promotora del certamen, me proponía la publicación de la novela. Y me sentí feliz y recompensado con aquella posibilidad de tener un libro impreso en España. Pero unos días después recibí una llamada telefónica que me puso a temblar, pues quien estaba del otro lado del hilo era nada más y nada menos que Beatriz de Moura y me llamaba para proponerme la edición de Máscaras… ¡por Tusquets! La historia de cómo se interesó por mi novela la mítica editora, una de las más reconocidas de España y de todo el mundo, tuvo un camino muy simple: dos de las jurados del concurso que me premiara, las escritoras Cristina Fernández Cubas y Rosa Regás, amigas por muchos años de Beatriz de Moura, le habían recomendado que leyera aquella novela policial cubana que no parecía una novela policial pero que era definitivamente cubana y que, sin duda, parecía un libro perfecto para el catálogo de Tusquets. La relación editorial, comercial y humana que inicié con Tusquets Editores entre la primavera y el verano de 1996 fue la que realmente me cambió la vida y mi destino como escritor pues, desde el primer encuentro, los responsables de la editorial me ratificaron que les interesaba no solo la novela premiada con el Café Gijón, sino las otras dos ya publicadas y las que en el futuro yo pudiera escribir. Por primera vez, además, tuve la sensación de que era un escritor. En contra de lo que algunos suelen pensar –y la mía es la misma experiencia de Abilio Estévez, que muy pronto también entraría por la puerta grande en el catálogo de Tusquets con Tuyo es el reino, e incluso es la de otros cubanos que han publicado algunas obras con ellos, como Arturo Arango o Mayra Montero, radicada en Puerto Rico–, la relación con la editorial catalana más que apoyar mitos sobre el funcionamiento del mercado del libro en España, los demuele. Tanto Beatriz de Moura como el inolvidable Antonio López Lamadrid, el director comercial de la empresa, jamás han hablado con los autores de la calidad o cualidad de una obra en función de sus posibles ventas. Todo lo que se hace en Tusquets cuando se trabaja el nuevo libro de un autor está dirigido, primero, a que el volumen alcance la máxima calidad que el escritor sea capaz de conseguir (y para ello cuenta con excelentes editores de mesa) y, segundo, a que su difusión sea la más amplia que ellos puedan alcanzar y que la obra merezca. En mi caso, como en el de Abilio Estévez, la editorial española nos ha servido de puente para penetrar en el resto de Europa, algo muy difícil de

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conseguir desde Cuba (precisamente por la inexistencia de un mercado del libro) e incluso a partir de México o Buenos Aires. Gracias a mi experiencia personal puedo pensar que la difusión internacional de la obra de los novelistas cubanos contemporáneos ha dependido de su relación con las diversas editoriales españolas que los han acogido. Además de Abilio Estévez, también se han visto propulsados por sus casas españolas escritores como Pedro Juan Gutiérrez, Jesús Díaz, Daína Chaviano, Eliseo Alberto, Wendy Guerra, Alexis Díaz Pimienta, entre otros. Caso aparte es el de Senel Paz, cuya proyección ha sido llevada más que por una editorial, por una agencia, también española, y la más potente de todas: la de Carmen Balcells. De la misma manera una parte importante de la ensayística cubana que se ha escrito y se escribe fuera de la isla ha tenido su espacio de promoción y difusión en editoriales ibéricas, algunas de ellas más o menos centradas en la literatura de la isla –y ahí están desde autores más jóvenes como Rafael Rojas e Iván de la Nuez hasta Roberto González Echevarría o el maestro Manuel Moreno Fraginals autor de un libro que de muchas maneras complementa este tema: Cuba-­España, España-­Cuba: Historia común, publicado por Crítica de Grijalbo Mondadori. La poesía, incluso, ha abierto sus márgenes en territorio español y autores como José Pérez Olivares (ganador de algunos premios importantes en España) y Ramón Fernández Larrea, entre los más notables, han establecido la continuidad de su obra en editoriales de la península. Resulta evidente que, aun cuando algunos traten de satanizar el mercado –y elementos de juicio nunca faltarían para ello–, el mercado del libro español, con sus bases en Barcelona y en Madrid, ha sido un importantísimo elemento de concreción de una parte esencial de la literatura cubana de las tres últimas décadas. Y también es palmario que dentro de ese mercado la obra de los cubanos ha logrado abrirse un espacio promocional que incluso incide en Latinoamérica y se proyecta hacia el resto de Europa. La vieja filiación cultural, editorial y literaria entre la isla y la península mantiene su pulso, forjado por la historia, la comunidad lingüística, la cercanía espiritual y la capacidad de los escritores cubanos de encontrar su espacio allí donde esté: en La Habana, en Santiago de Cuba, en Madrid o en Barcelona… e incluso más lejos.

Capítulo 2

A las duras y a las paduras: La Habana, cielo e infierno En la tetralogía policíaca de Leonardo Padura, la ciudad de la Habana no aparece únicamente como telón de fondo, escenario del crimen o mosaico de pistas para esclarecer los hechos. Su personalidad le da un papel protagonista, que responde a la imagen que proyectan de ella la mayoría de las novelas cubanas de los últimos años. La ciudad, sujeto literario, es escrita, pero también comienza a ser leída en la época contemporánea (Álvarez-­Tabío 2000:  15). Hasta el romanticismo, la ciudad suponía más bien un elenco de signos, y no tanto una realidad física. Cuando La Habana pasa a ser escrita y leída, y adquiere una entidad real en el texto, reclama una interpretación para cada par de ojos que se posa ante el discurso-­ciudad. (Díaz 2015: 63-80) Aunque este proceso es aplicable a muchas de las villas latinoamericanas, en la región del Caribe, y más concretamente para la capital cubana, la historia de su carnalización tiene unas notas muy peculiares. Siguiendo las ideas de Alejandro Losada sobre la regionalización, a la hora de examinar el desarrollo literario de América Latina sobre la base de factores históricos y socioculturales, y atendiendo a las teorías de Benítez Rojo sobre la cultura caribeña como un espacio diferenciado de los sistemas continentales, resulta evidente que La Habana literaria tiene mucho que ver con su historia pasada y reciente, y con su situación central en la zona de las Antillas. La antigua Habana del XVI, con sus edificios oficiales de piedra, y sus viviendas de madera en el interior de la bahía en torno a la primitiva fortaleza militar, se completa en siglos posteriores con la construcción de edificios defensivos, institutos fundados por órdenes monacales, y bellas casas de estilo mudéjar construidas por los ciudadanos más ricos. A lo largo del XVIII esta fisonomía se transforma debido a la actividad de la aristocracia azucarera. Aparecen palacios rodeados de parques en el Cerro, fuera del recinto amurallado. La nueva burguesía copia las instituciones europeas: el teatro, la academia de pintura, la biblioteca, un bulevar y un jardín botánico (Phaf 1990: 61-62). La ciudad se divide en dos, Habana Vieja y Habana centro, y en medio, el Paseo del Prado. En el XIX nuevos

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barrios se van añadiendo a la estructura metropolitana. La relación con los vecinos de Regla y Guanabacoa, al otro lado de la muralla, es, con el paso del tiempo, más intensa. La inmigración desde España es cada vez mayor, y esas clases bajas se concentran en la parte antigua, mientras la aristocracia se mueve hacia el otro lado de Prado, creándose así un nuevo centro comercial. Ya en el siglo XX la zona residencial de los ricos se traslada más al este, al Vedado, que se puebla de estupendas casas con jardín (Esteban y Aparicio 2011: 58-62). La moderna metrópoli se pone en marcha después de la crisis mundial del 29. La población urbana crece considerablemente mientras el campo se despuebla. Nacen los suburbios y los barrios periféricos. Además, la intervención norteamericana de esa época contribuye a cambiar aún más la imagen de la ciudad. Machado hace construir una especie de Capitolio y aparecen los primeros rascacielos en la zona limítrofe del Vedado. Un nuevo barrio residencial, Miramar, se convierte en el refugio de las grandes fortunas, y se imita el modo de vida anglosajón debido a la proliferación de instituciones de ocio como el campo de golf, el casino o los clubs náuticos. Es el momento en que la zona vieja de la ciudad se va deteriorando, por la mala conservación de las casas antiguas y la acumulación de inmigrantes de baja condición social y económica. Con Batista se trasladan los edificios gubernamentales a la zona del Vedado, se construye el túnel hacia Miramar y otro bajo la bahía. La narrativa que habla sobre la ciudad evoluciona conforme ella misma se metamorfosea. En el XIX nace una tradición de novelas de costumbres, publicadas en revistas, que describen las vicisitudes de la población criolla citadina. La crítica en ellas es mínima, porque se trata de meros retratos de sociedad, donde no hay lugar para la ironía. Además, el marcaje férreo de la censura, en una isla que no ha conocido la independencia, dificulta la lucha escrita contra el poder de las instituciones estatales. Por eso, obras como Petrona y Rosalía, de Félix Tanco, o Francisco, de Anselmo Suárez, que son escritas en los años 30, no se publican hasta finales del XIX. Únicamente después de la proclamación de la República, en 1902, es posible encontrar narraciones citadinas que planteen problemas incómodos, como las de Carrión, Loveira o Serpa, que trasladan el elemento crítico propio del naturalismo del XIX al contexto cubano de las primeras décadas del XX. (Esteban y Aparicio 2013: 54-78) A partir del triunfo de la Revolución de 1959, las circunstancias de la ciudad y de la narrativa acerca de ella van a cambiar radicalmente. El hecho diferencial no es la pertenencia al Caribe, a los pueblos del mar, no lo es tampoco su corta vida como capital de una nación independiente, ni

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la huella que el imperialismo ha dejado en la época de Batista, ni siquiera la conciencia de una cultura nacional que ha madurado el sentimiento de un tiempo detenido. Por último, tampoco es un hecho decisivo y determinante el giro copernicano, en lo económico y en lo social, que confiere al país el establecimiento de una dictadura de cuño marxista. Son, en conjunto, todas esas circunstancias, las que configuran una ciudad absolutamente diferente a las del resto de América Latina, la singularizan y reverberan en la escritura y la lectura de la ciudad. Las capitales latinoamericanas se habían convertido, a partir de la Segunda Guerra Mundial, en zonas metropolitanas que funcionaban como centro catalizador de las relaciones del casco urbano con los barrios o suburbios periféricos, poblados estos por las sucesivas oleadas de inmigrantes que provienen de zonas rurales de todo el país, y que contrastan, por la pobreza y el hacinamiento, con la holgura y la opulencia de los barrios céntricos tradicionales. En opinión de Ineke Phaf, “en el espacio caribeño de este siglo, La Habana hasta 1959 y Kingston a partir de la Segunda Guerra Mundial, son los ejemplos más llamativos de este tipo de metrópolis subdesarrolladas” (Phaf 1990: 43). Hacia 1959, La Habana forma, según apunta Sègre, una “configuración urbana polinuclear”, que se caracteriza por una “desproporcionada extensión del hábitat” (Segre 1970: 145), es decir, una ciudad excesivamente grande para la población que tiene, ya que hay mucha distancia entre los barrios periféricos y los céntricos, separados unos de otros por una gran cantidad de jardines. Además, hay en ese momento dos culturas urbanas fundamentales, que coinciden con las actividades de los extranjeros, como si la vida habanera respondiera a las necesidades del turista. De ese modo, Miramar significa el estilo de vida norteamericano y el Vedado y Habana Vieja la vida nocturna donde los dólares vuelan de mano en mano, entre prostitutas y traficantes de droga. Acodado en uno de los pliegues que comunican el Vedado y la Habana Vieja, un pequeño oasis: la universidad y unas cuantas librerías y cafés de estilo europeo. (Alba 2004) 1959 marca un antes y un después. Si hasta la mitad del siglo, la evolución de La Habana tiene sus peculiaridades, aunque el proceso puede compararse al de otras metrópolis latinoamericanas, con la llegada de la revolución la ciudad inicia una andadura en solitario. Desaparecen los dólares, al menos de la circulación oficial (Whitfield 2008), los grandes edificios calculados para el lujo norteamericano se convierten en centros aprovechados por la revolución popular, el mobiliario urbano y los carteles de propaganda solo exhiben imágenes de los líderes de la revolución y sus consignas, la población crece pero en un orden de cifras mucho menor, y la estratificación social adquiere un rumbo uniformizador: las clases

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altas emigran o pierden sus posesiones, y entre los intelectuales, políticos y artistas hay quienes se exilian paulatinamente y quienes permanecen, mientras que los que llegan a la ciudad siguen siendo personas de ambientes rurales con pocos recursos económicos. En las décadas finales del siglo, la falta de capital privado para remozar las viviendas de la mayoría de los barrios, la lentitud y escasez de las ayudas estatales en la conservación de la arquitectura de la ciudad y el hundimiento del bloque del Este convierten a la reina del Caribe en una antítesis del paraíso que siempre significó. En palabras de Iván de la Nuez, “La Habana aparece como una ciudad devastada. Una capital que, aunque no ha vivido una guerra vive en el estado físico de la posguerra […], destruida no por las bombas, sino por el efecto demoledor del discurso. Desplomada no ya por la batalla de las armas sino por la guerra de las palabras”. (Nuez 1998: 69) Esta es la ciudad, antiguo cielo y nuevo infierno, que se encuentra Mario Conde, el detective de Leonardo Padura, en su quehacer diario para resolver los casos que se le presentan (Battaglia 2014: 54-66). Una ciudad que poseyó una de las primeras líneas de ferrocarril del mundo, en 1837, y que en la primera mitad del XIX experimentó la modernización tecnológica de la industria azucarera, pero que en la crisis finisecular posmoderna se revela no como una capital posindustrial sino más bien poscolonial. Así lo ha explicado Emma Álvarez-­Tabío: Capital de un Estado revolucionario la ciudad, sin embargo, parece un intento grandioso de detener el tiempo: los cambios sociales, en definitiva, no fueron acompañados por una modernización de las instituciones y las estructuras urbanas. De este modo, el conflicto entre tradición y revolución, entre subdesarrollo y modernidad, que atormentaría a los intelectuales cubanos desde finales del siglo XIX […], aún se representa vívidamente en la ciudad. Una opulencia arquitectónica que, por otra parte, se revela bastante ruinosa cuando se examina de cerca, circunstancia que magnifica la sensación de extrañamiento del observador. Producidas por décadas de olvido y abandono, estas ruinas ubicuas y persistentes, sin embargo, parecen haber formado parte de la propia constitución de la ciudad. (Álvarez-­Tabío 2000: 17)

Ciudad fantasma que sigue alimentando el mito, a pesar de los esfuerzos del todopoderoso Eusebio Leal y de la no menos todopoderosa UNESCO, a finales del siglo pasado y primeros años del actual, para frenar lo que el paso del tiempo no pudo detener. Existe un sentimiento de dislocación y anacronismo debido al contraste entre la opulencia y belleza de los edificios y su estado ruinoso (Camejo 2016: 64-66). Por eso, en la narrativa de los últimos autores, se produce un sentimiento de nostalgia casi obsesiva de la ciudad. Para Mario Conde, la ciudad tiene varios círculos, quizá

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concéntricos, quizá paralelos, que van aumentando en tamaño. Primero, su casa, donde nació; luego su barrio, donde creció y conoció el mundo, especialmente con su abuelo el gallero; luego la zona de La Víbora, donde estudió y se granjeó las mejores amistades (el Flaco, Andrés, Candito), y luego el resto de La Habana. La relación con la ciudad es, por tanto, ascendente y muy sanguínea, pues cada lugar le va dejando un sentimiento de pertenencia y una especie de deuda con lo que ve y con lo que fue ese lugar. La ciudad es para él lo que existe y lo que sabe que existió, por lo cual siente una especial nostalgia (Zamora 2011: 1-11). Hubiera querido vivir una vida anterior para conocer esa ciudad que se perdió y ya no existe, por los cambios de los últimos años. Es una nostalgia por lo oído más que por lo vivido. A la vez, experimenta un gran sentimiento de frustración ante lo que va desapareciendo delante de sus ojos. Como desahogo, imagina en ocasiones que vuelve a su infancia y el tiempo se ha parado. En Máscaras, Conde tiene que solucionar el caso de un asesinato en un parque. Un día, paseando por su barrio, observa a los muchachos de 15 años jugando a la pelota en la calle, y piensa “que si alguien como él, veinte años antes, se hubiera parado en esa misma esquina del barrio al escuchar una algarabía similar, hubiera visto exactamente lo que él veía: muchachos de todos los colores y todas las trazas, solo que ese, el que más discutía o festejaba, seguramente hubiera sido el Condesito, el nieto de Rufino el Conde. De pronto se respiraba la ilusión de que allí no existiera el tiempo, porque aquella bocacalle precisa había servido desde entonces para jugar pelota”. (Padura 1997: 14) El deseo de recuperar la infancia perdida y reconquistar el barrio de sus 15 años le anima poco después a integrarse en la maraña de muchachos y jugar con ellos, pero enseguida siente la punzada de la frustración, de la imposibilidad: “Mientras discutían la formación de los equipos, el Conde se quitó la camisa y dobló dos veces los bajos de los pantalones. Por suerte, ese día no había llevado la pistola al trabajo. Puso la camisa sobre el muro de la casa donde había vivido el gallego Enrique […], y al fin le dijeron que era del equipo de Rubén y que iba a servir al campo. Pero, al verse rodeado de los muchachos, sin camisa como ellos, el Conde sintió la evidencia de que todo resultaba demasiado absurdo y forzado: percibía en la piel la mirada socarrona de los jóvenes […]: era un extraño, con otras palabras y otras costumbres, y no le sería fácil integrarse en aquella cofradía que no lo había solicitado, ni lo quería, ni podía entenderlo” (Padura 1997: 16). La misma sensación de vacío e impotencia aparece cuando el Conde va a visitar al Flaco para contarle que quieren expulsarle del cuerpo de policía a sus treinta y cinco años, y compara el estado actual de Carlos con los recuerdos de la infancia: “El Conde miró a su amigo: una masa cada vez

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más amorfa sobre la silla de ruedas. Cerró los ojos […] y pidió: Que sea mentira. Hubiera querido que el Flaco fuera todavía flaco, y no aquel gordo que se iba escorando […]. Quería jugar otra vez en la esquina y que estuvieran todos sus amigos de entonces y que nadie pudiera excluirlo de aquel sitio que tanto le pertenecía. Y a la vez quería olvidarse de todo, de una vez y para siempre.” (Padura 1997: 120) Si la recuperación del pasado es imposible, lo que Mario Conde desea, más que el olvido, es un redescubrimiento de la ciudad. Por eso se empeña, en muchas ocasiones, en ver lo que está fuera de la altura de sus ojos, lo que los demás no ven. Es una mirada que va a lo construido, a lo físico, pero también al espíritu de la ciudad y al suyo propio, que siente mutilados. Por eso, las palabras que le dice el escritor Alberto Marqués, un alma sensible, sobre la ciudad, dejan un pozo profundo en su interior (Villoria 2017: 268-287). Hay una escena muy reveladora, en la que pasean por el Prado, la línea divisoria entre Habana Vieja y centro, en busca de los ambientes nocturnos desconocidos para Conde, en los que pueda obtener informaciones valiosas para sus pesquisas. La mirada interior contrarresta la imagen desoladora de lo que en su día fue grandioso. Dice el Marqués: —¿Sabe que este paseo es una réplica tropical de Las Ramblas de Barcelona? Los dos mueren en el mar, tienen casi los mismos edificios a los lados, aunque en una época los pájaros enjaulados que venden en Barcelona fueron aquí animales libres y silvestres. El último encanto que perdió este sitio fueron aquellos totises que venían a dormir en los árboles. ¿Se acuerda usted de eso? A mí me gustaba ver por las tardes cómo volaban esos totises desde toda la ciudad […]. Nunca supe por qué esos pájaros negros escogieron estos árboles del mismo centro de La Habana para venir a dormir cada noche. Era algo mágico verlos volar como ráfagas oscuras, ¿verdad? Y fue un acto de nigromancia su desaparición. ¿Dónde estarán ahora los pobres totises? Una vez oí decir que se fueron por culpa de los gorriones, pero el caso es que no queda ni uno por aquí. ¿Los botaron o se fueron voluntariamente? —No sé, pero puedo preguntar. —Pues pregúntelo, porque cualquier día se entera de que también desaparecieron los leones de bronce… Lástima de lugar, ¿verdad?… Pero fíjese que todavía tiene algo mágico, como un espíritu poético invencible, ¿no? Mire, aunque las ruinas circundantes sean cada vez más extensas y la mugre pretenda tragárselo todo, todavía esta ciudad tiene alma, señor Conde, y no son muchas las ciudades del mundo que pueden vanagloriarse de tener el alma así, a flor de piel… Dice mi amigo el poeta Eligio Riego, que por eso aquí crece tanta poesía.” (Padura 1997: 136-137)

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En la última narrativa sobre La Habana, los narradores ya no se comportan como simples geógrafos, historiadores o arquitectos. Los detalles físicos de los edificios y lugares ya no son metonimias de los personajes. Más bien ocurre lo contrario, “los habaneros pueden ser leídos como metonimias de las muchas realidades de una ciudad, que se vende, se disfraza, y que está físicamente envuelta en un proceso de desaparición” (Reinstädler y Ette 2000: 104). Por eso, los personajes de la obra de Padura, sus palabras y sus sentimientos suponen algo más que fichas o piezas en un puzle de una trama policíaca: son más bien signos de una ciudad y una civilización a la que remiten inevitablemente (Quezada 2014: 105-114). La novela detectivesca ha sufrido, además, un proceso de reescritura a partir de los noventa. La tutela estatal de este género desde los setenta había abocado a estas narraciones a una función didáctica muy simple y plana, que revelaba las restricciones políticas a las que eran sometidas y de ningún modo participaban en la destrucción de los mitos del socialismo cubano (Montoya 2012: 107-125). En las obras de poca calidad, las pretensiones didácticas conducían a la creación de clichés simplificados, los temas se reducían a los mismos esquemas, el suspense y el final tomaban un rumbo ya conocido y, por tanto, las novelas carecían de interés e incluso fracasaban en su afán didáctico, como veremos más detenidamente en el capítulo cuarto. Autores como Daniel Chavarría y Justo Vasco, a finales de los 80 y principios de los 90, comenzaron a cuestionar esos métodos y abrieron las puertas para una verdadera renovación de los textos policíacos. Leonardo Padura ha sido, desde entonces, uno de los autores que mejor ha escapado a la concepción maniquea y simplista de los setenta, publicando una tetralogía muy crítica no solo con los temas propios del género, sino con toda la sociedad cubana finisecular. En sus obras destila el color del desengaño de una generación joven que se enfrenta a unas estructuras sociales y políticas tan gastadas y decrépitas como la misma ciudad de La Habana. Se describe asimismo la corrupción política, la degeneración de las costumbres y las heridas que ha abierto la consciencia de pertenecer a una sociedad teóricamente sin clases, pero muy estratificada en realidad, como aclara en Paisaje de otoño: Con gentes así había convivido el Conde, en la misma ciudad, en el mismo tiempo, en la misma vida, viendo a los Forcade, los Gómez, los Bodes desde la perspectiva diminuta a la cual lo habían confinado a él y a otros tantos pobres tipos como él, ellos arriba, los otros abajo, ellos entre lámparas de Tiffany’s, cuadros de Matisse […] residencias intercambiadas […], millones potenciales y reales en sus manos y actuando como jueces implacables en los tribunales de la pureza ética, ideológica, política y social […] y esos, “otros”, maniatados y

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silenciados, sufriendo la enfermedad crónica e incurable de vivir en un solar […]. ¿Y tú, Mario Conde? (Padura 1998: 201)

La renovación de la novela policíaca tuvo mucho que ver con la metonimización de la ciudad por parte de los personajes. La prostituta, el travesti, el ladrón, el policía que se siente vacío y que está desengañado con respecto a las instituciones del estado, el político corrupto, etc., leen la ciudad finisecular cuando la viven y la sienten. No somos nosotros los que habitamos los lugares, sino que ellos nos habitan a nosotros (Álvarez-­Tabío 2000: 21). Y la construcción textual del lugar implica, casi siempre, la representación simbólica de un territorio interior. Mario Conde y sus colegas, enemigos, informantes, amantes, describen la ciudad real –el infierno–, pero leen y asumen la ciudad mítica, espiritual –el cielo–, cuando la cuentan desde el leve acomodo de su emoción y su mundo interior, sea cual sea la clave: política, económica o, simplemente, existencial.

Capítulo 3

Heredia que se repite: la Isla y los tiranos La circularidad y la repetitividad son dos de los caracteres más sobresalientes con los que Antonio Benítez Rojo define la zona del Caribe, y por eso titula su libro La isla que se repite. La cultura acuática, esa maldita circunstancia del agua por todas partes, significa en las Antillas una peculiar disposición hacia los vericuetos sinuosos “donde el tiempo se despliega irregularmente y se resiste a ser capturado por el ciclo del reloj o el del calendario. El Caribe es el reino natural e impredecible de las corrientes marinas, de las ondas, de los pliegues y repliegues, de la fluidez y las sinuosidades. Es, a fin de cuentas, una cultura de meta-­archipiélago: un caos que retorna” (Benítez 1998: 26). Una máquina de espuma, al decir de Benítez Rojo, que eterniza y reelabora la unión entre el “discurso del mito” y el de la historia, es decir, el “discurso de la resistencia” y el del poder (Benítez 1998: 18). Porque la historia de Cuba desde la conquista se resume en la historia del poder, que provoca la construcción de un mito encarado directamente hacia la necesidad de pronunciar la protesta y la resistencia. Dos ejemplos clarísimos de esa ley son la penosa y larga historia de la esclavitud, con su eco en la literatura del XIX y el XX, y la copiosa lista de obras maestras que ha provocado el exilio, comenzando por Heredia, unos cuantos románticos posteriores, y Martí, que consolida la tradición y la proyecta. Pero esta repetitividad ha sido evocada desde el punto de vista intelectual, sin acentos políticos o existenciales, por los teóricos de Orígenes. El grupo liderado por Lezama no solo trató de reaccionar contra las excepcionalidades de la literatura vanguardista, sino que quiso cerrar el círculo, volver a los comienzos, ahogar lo original en lo originario, instaurar la repetitividad como ley general del universo cubano. El comienzo del prólogo a la Antología de la poesía cubana de Lezama no puede ser más explícito: “Nuestra isla comienza su historia dentro de la poesía. La imagen, la fábula y los prodigios establecen su reino desde nuestra fundamentación y el descubrimiento” (Esteban y Salvador 2002: I, 10-11). Historia y poesía caminan unidas, y cada obra literaria supondría una nueva capa en esa espesa madeja de manifestaciones culturales que envuelven las épocas y las

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edades desde un mismo centro. Pero también, vista así, la literatura cubana se presentaría como el producto más acabado y fiel de lo que supuso la conquista, esto es, la huella de la ideología metropolitana que subsiste en los intersticios de la vida cotidiana, sobre todo porque, dada la ausencia de inmigraciones masivas de europeos durante los dos últimos siglos y la perpetuación de unas estructuras de poder procedentes de la época colonial, “la burguesía criolla no se siente como tal, carece de conciencia de ruptura, y lo cubano se considera como un todo estático desde el inicio de la conquista. Las capas anteriores al siglo XIX no son vistas, como en las demás literaturas, como el fundamento donde, en cierto modo, se debía de asentar la nacionalidad histórica, sino simplemente como un momento más en el espacio histórico global”. (Rodríguez y Salvador 1994: 251) Es decir, la poesía cubana, para los origenistas, es concebida como un todo estático que manifiesta una conciencia histórica detenida y que conecta, sobre la base de repeticiones, los primeros textos cubanos, La Florida de Escobedo y el Espejo de paciencia (suponiendo que lo escribiera Balboa en 1608), con su misma generación, pasando por los verdaderos creadores de la tradición poética cubana: Heredia, Martí, y el resto de los románticos y modernistas. Pero no solo la poesía es signo o manifestación de circularidad o experiencia cíclica, sino la misma historia de la isla. Reinaldo Arenas, en su obra póstuma El color del verano, verifica esa ley de dos formas: mediante la estructura de la obra y por el contenido de algunos pasajes claves. Más que una novela es un conjunto de relatos al estilo medieval, muchos de los cuales no tienen otra relación con el resto que la actitud provocativa del discurso de la resistencia. Eso sí, la mayoría de los relatos se desarrollan a lo largo de toda la obra en sucesivos capítulos, mezclados unos temas con otros, significando el eterno retorno histórico de las maldiciones que horadan la integridad de la isla. Uno de esos argumentos es precisamente el de la repetitividad de los patrones de conducta política en la isla. Son cinco capítulos, el 20, 29, 44, 79 y 115, muy breves, donde la crítica a los tiranos va mucho más allá del problema concreto del autor con respecto a Fidel Castro o a la revolución. En el capítulo 29 asegura: Esta es la historia de una isla atrapada en una tradición siniestra, víctima de todas las calamidades políticas, de todos los chantajes, de todos los sobornos, de todos los discursos grandilocuentes, de las falsas promesas y del hambre sin tregua. Esta es la historia de una isla sometida al desastre de la estafa, al estruendo de la fanfarria, de la violencia y del crimen durante quinientos años. Esta es la historia de un pueblo que vivió siempre para las grandes ilusiones y padeció siempre los más siniestros desengaños. Un pueblo que tuvo

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que aprender a mentir para sobrevivir, un pueblo que tuvo que aprender a humillarse y a traicionarse y a traicionar para sobrevivir. Esta es la historia de un pueblo que un día entona un himno de alabanza hacia el tirano y de noche rumia una oración de furia y muerte contra el mismo. Un pueblo que de día se inclina y araña la tierra […] y de noche roe la tierra bajo el mar tratando de socavar la isla donde solo manda el tirano. Esta es la historia de una isla que nunca tuvo paz, que fue descubierta por un grupo de delincuentes, de aventureros, de ex presidiarios y de asesinos, que fue colonizada por un grupo de delincuentes y asesinos, y que fue gobernada por un grupo de delincuentes y asesinos y que finalmente (a causa de tantos delincuentes y asesinos) pasó a manos de Fifo, el delincuente supremo, el súmmum de nuestra más grandiosa tradición asesina. (Arenas 1999: 176)

Este grupo de capítulos titulados “La historia” tiene una gran importancia estructural porque, a pesar de que se trata solo de 5 entre 115, el último de todos, el que concluye y da sentido global a la novela de novelas, es uno de ellos. Si en el texto anterior la repetitividad viene condensada por ciertos términos (tradición, todas, todos, sin tregua, sometida durante quinientos años) y por la reiteración de expresiones o sintagmas claves, en el capítulo 115 esta impresión se multiplica: Esta es la historia de una isla cuyos hijos nunca pudieron encontrar sosiego. Más que una isla parecía un incesante campo de batalla, de intrigas, de atropellos y de sucesivos espantos y de chanchullos sin fin. Nadie le perdonaba nada a nadie, mucho menos la grandeza. Cuando alguien tenía una idea genial los demás no colaboraban para que esa idea se desarrollase, sino para apropiarse de ella. Esta es la historia de una isla que salía de una guerra para entrar en otra aún más prolongada, que salía de una dictadura para caer en otra aún más cruel, que salía de un campo de guerra para entrar en un campo de concentración. (455)

En 2002, la vida y la obra de Heredia llevaron a Leonardo Padura a delimitar los contornos de ese destino de reiteraciones, pero de un modo mucho más sibilino e indirecto que Arenas. Evidentemente, el narrador de Holguín no tenía nada que perder: exiliado, enfermo, pobre, olvidado y maltratado por la isla y por el exilio, a punto de morir a causa del sida, su única posibilidad era el grito, el discurso directo y claro de la resistencia desesperada. El caso de Padura es diferente, porque vive en la isla, pero las conclusiones a las que se puede llegar después de la lectura atenta de la obra no son muy diversas. En una entrevista realizada por Anett Ríos, Padura reconoce que se decidió a escribir la novela sobre Heredia precisamente gracias al descubrimiento de ciertos elementos circulares o reiterativos: “me surgió la evidencia, primero –asegura–, y después la idea de que

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Heredia era nuestro contemporáneo, de que a pesar de que había vivido a principios del siglo XIX, era un hombre que había tenido una vida de poeta romántico, una vida de revolucionario, una vida de hombre de su tiempo, pero también había tenido una vida en la que muchos elementos sustanciales de la cubanía, que se mantienen hasta ahora, habían estado presentes. Fundamentalmente uno, el exilio.”1 Por ello, el de Mantilla pensó trabajar el tema del exilio desde una doble perspectiva: la de Heredia y la de un protagonista contemporáneo, Fernando Terry, ligados de algún modo por un sentido de continuidad. En la quinta pregunta de la entrevista es todavía más explícito cuando aclara que “Heredia no es más que un pretexto para poder entrar en esa reflexión un poco más abarcadora sobre el destino de la poesía, la política y la vida en Cuba […]. Si yo escribía solamente la novela de la vida de Heredia, esa conexión con el presente no iba a ser tan explícita como yo quería. Por eso tiendo los puentes hacia principios del siglo XX y finales del siglo XX con el hijo de Heredia y el personaje de Fernando Terry y el círculo de amigos escritores.” De hecho, uno de los protagonistas contemporáneos, el exiliado Fernando, que se encuentra terminando una tesis sobre el poeta romántico y necesita encontrar un texto que se encuentra en Cuba, vuelve a la isla “a desenterrar su pasado, más que el de Heredia”. (Padura 2002: 207) La trama de La novela de mi vida gravita sobre tres registros: el primero consiste en la reescritura de un supuesto manuscrito en el que Heredia contaba su vida –pretexto para novelar las peripecias vitales del primer poeta y exiliado cubano–, en primera persona; el segundo narra la historia apasionante del manuscrito que va de mano en mano, desde la primera custodia en poder del hijo de Heredia, José de Jesús, hasta su desaparición hacia 1940 por parte de un descendiente de Domingo del Monte, para quien el documento podía ser peligroso para sus aspiraciones a la presidencia de la República; y en tercer lugar, el registro más complejo y ambicioso, la historia de Fernando Terry, poeta e investigador, también exiliado, que regresa a Cuba por un tiempo para buscar esos papeles perdidos de Heredia y dar fin a su abandonada tesis doctoral. La genialidad de Padura consiste, entre otras cosas, en darnos a conocer paralelamente, los datos pertenecientes a la vida de Heredia y los descendientes y masones que custodian la novela de su vida, y los datos que Fernando Terry va consiguiendo en sus entrevistas con masones vivos y familiares de todos aquellos que aparecen en las otras dos historias (Pérez 2006: 155-169). 1

Entrevista realizada a Leonardo Padura por Anett Ríos Jáuregui, titulada “El novelista de Heredia”. Ni la he visto publicada ni la he encontrado en la red. Simplemente, he recibido el texto de manos del mismo novelista, a quien agradezco su ayuda y amistad.

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Así, mientras Terry va conociendo mejor el destino de los papeles de Heredia y su contenido, el lector salta las barreras del tiempo y puede ir y venir de un siglo a otro sabiendo perfectamente cuáles son los datos que necesita Terry y cómo puede conseguirlos. Como este proceso se desarrolla paulatinamente a lo largo de la evolución de los hechos de las tres historias, la estructura constituye un alarde del oficio de Padura con respecto a los relatos policíacos, de intriga o de investigación cuasi criminal, en los que realmente es un consumado experto, a la vez que simboliza y refrenda, casi más que la misma historia, el concepto de repetitividad del que venimos hablando. Del mismo modo, si analizamos a fondo las tres tramas, ese concepto se nos presenta de un modo claro, aunque no contundente. Es obvio que el autor necesita encubrir ciertas evidencias, sortear algunos obstáculos, para evadir la censura. Nicasio Urbina afirma que, en esta biografía de Heredia, Padura “lleva a cabo una crítica descarnada contra la dictadura militar cubana, pero lo hace de una forma tan sutil y tan literaria, que los sabuesos de la censura castrista no han podido silenciarlo” (Urbina 2003: 2). Parece casi una provocación la respuesta que da Padura en una publicación oficial de la isla, cuando, a propósito de la novela y de Heredia, afirma que es “una historia sobre la fatalidad, sobre la ética y la decencia, sobre la verdad, y sobre el riesgo que siempre ha significado en Cuba ser un escritor” (Leonardo Caro 2001: 3). ¿De quién habla, de Heredia o de sí mismo? Una vez más, Heredia que se repite. En una publicación uruguaya, Padura fue más explícito: “Cuando el escritor se encuentra –dice– frente a la decisión de lo que puede decir o de lo que no puede decir, de lo que puede reflexionar o de lo que no puede, los recursos artísticos son los que lo salvan” (Acosta 2002: 1). En un libro de 2002, donde Padura y el canadiense John Kirk hacen una serie de entrevistas a intelectuales y artistas cubanos residentes en la isla, como Silvio Rodríguez, Antón Arrufat, Chucho Valdés, Pablo Armando Fernández, Leo Brouwer, Roberto Fernández Retamar, Jorge Perugorría, etc., el biógrafo de Heredia pone el broche de oro al libro con un artículo titulado “Vivir en Cuba, crear en Cuba: riesgo y desafío”, que recorre las distintas etapas de la vida intelectual cubana desde el triunfo de la revolución. Desde los primeros años de absoluta uniformidad hasta la primera gran brecha a raíz del caso Padilla, el quinquenio gris y la reactivación de los últimos setenta y ochenta, hasta los últimos años, en los que existe un ambiente creativo más abierto, Padura ofrece un panorama optimista, aunque eso no quiere decir “que los fenómenos tradicionales de la censura y la autocensura –asegura– hayan desaparecido del ambiente artístico-­literario del país. La libertad del artista en la Isla es una libertad condicionada por la realidad política y social del

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país, que impone reglas de juego aprendidas ya por los creadores” (Kirk y Padura 2002: 328). De hecho, “la tensión se mantiene y hasta se agudiza entre los que se podrían considerar disidentes y las autoridades cubanas. La opción oficial hasta ellos ha sido la misma de siempre: desconocerlos y, si es posible, alienarlos de una pertenencia cultural que, en realidad, está por encima de filiaciones políticas y de voluntades individuales”. (Kirk y Padura 2002: 330) Además, los medios de comunicación y difusión están en manos del Estado, y son instrumentos de propaganda más que de información. Por ello, en muchas ocasiones, los escritores contestatarios sufren la censura o el silencio cómplice de la prensa con respecto a la calidad o a la misma existencia de una obra o un escritor. “Pero el riesgo y la censura –declara Padura– pueden ser, también, desafíos a la imaginación” (Kirk y Padura 2002: 331). Efectivamente, así ha sido en el caso del biógrafo de Heredia. Santos Sanz Villanueva habla de una “trama a través de la cual se podía hacer una lectura oblicua del presente cubano” (Sanz 2002: 1), lo que contribuye a darnos cuenta de que estamos ante “un alegato contundente contra el presente isleño, pues describe hechos y situaciones que entroncan con la novela de denuncia. Presenta uno de los testimonios más convincentes de la deteriorada realidad del régimen castrista y de sus nefastas consecuencias sobre todo un pueblo”. (Sanz 2002: 2) Padura, por medio de esa mirada oblicua y llena de paralelismos, presenta a un Heredia “iniciador de caminos”, como bien ha sabido explicar Alejandro González Acosta en su artículo homónimo. Con una erudición fuera de lo común y un rigor analítico encomiable, González Acosta descubre los puntos principales en los que la evidencia conecta pasado con presente. El primero de ellos es “el borrado de la historia” (González Acosta 2002-2003:  284), pues la novela trata sobre un manuscrito perdido y las pesquisas para su recuperación. El extravío de la novela de la vida de Heredia no es fortuito, sino provocado por cuestiones políticas. Además, esas cuestiones son anunciadas en el transcurso de la novela, pero nunca desveladas del todo hasta el final, cuando ya sabemos que los papeles fueron quemados por un descendiente de Domingo del Monte. La intriga semipolicíaca funciona a la perfección. Este suceso se proyecta en otros como la misteriosa desaparición de algunas páginas del Diario de Campaña de Martí o las continuas confiscaciones de material publicable por parte de los cuerpos de seguridad del Estado, que obligaban, por ejemplo, a Reinaldo Arenas, a guardar manuscritos debajo de las tejas, en la parte alta de su casa, o a intentar sacarlos de la cárcel dentro del ano de un travesti que cobraba bien caro ese tipo de trabajos.

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El segundo elemento conector es lo que González llama el “síndrome de los hermanos de José” (González Acosta 2002-2003: 285), es decir, la descalificación del semejante hasta, a veces, la completa anulación del otro. También Reinaldo Arenas se ha referido a ese aspecto en el último capítulo de El color del verano aquí citado, como una recurrencia nada agradable de la historia de Cuba. González Acosta ve una clara alusión al personaje bíblico y, por tanto, al mismo tema, en la novela de Eliseo Alberto La fábula de José, pero mucho más contundente es el informe que contra sí mismo perpetra el propio Eliseo Alberto, reconociendo que él mismo fue delator/descalificador/anulador fratricida: vendió a José como los hijos de Jacob hicieron con su hermano. En la novela de Padura, el tema de la delación, el engaño, la traición, están a la orden del día, pues dos de los procesos fundamentales que convierten en vidas paralelas las de Heredia y Fernando Terry tienen que ver precisamente con la angustia sufrida por la delación: Heredia estalla en un arranque de amargura cuando comprueba lo que ya sospechaba: que su mejor amigo (según la novela) fue quien le delató por su pertenencia a una logia masónica que luchaba por la libertad y la independencia de Cuba. Asimismo, aunque el móvil de la vuelta de Fernando a Cuba es su trabajo sobre la vida de Heredia y la novela de su vida, la mayor parte del tiempo la utiliza investigando quién de sus amigos lo delató, cuando fue expulsado de la universidad y tuvo que, finalmente, exiliarse en 1980 como un marielito más. Un tema parecido se trata, como veremos en el capítulo 7, en la película Regreso a Ítaca (2014), cuyo guion corrió a cargo de Leonardo Padura y Lucía López Coll. La realidad del exilio, fruto de la delación, es un tercer aspecto. La novela cuenta la vida de dos exiliados. Fernando Terry es claramente otro Heredia, y se une a la larga y patética lista de personajes fundamentales de la historia de Cuba que han pasado gran parte de su vida en el exilio. Es curioso observar que la historia de la literatura cubana se escribe en gran medida por personas que no han vivido mucho tiempo en la isla, o que han desarrollado y madurado un buen número de sus obras capitales en el exilio. Solo de Heredia a Martí hay un grupo de nombres importantes, pero si nos acercamos a la segunda mitad del XX esa lista se multiplica. Aunque se cuenten por cientos, baste citar a algunos de los imprescindibles: Cabrera Infante, Reinaldo Arenas, Severo Sarduy, Heberto Padilla, y, por qué no reconocerlo, los grandes del exilio interior como Lezama Lima o Dulce María Loynaz. Otros puntos de contacto son el hecho de que los déspotas desprecian el mundo intelectual y principalmente a los poetas, que traten a toda costa de mantenerse en el poder, aunque el pueblo se muera de hambre, que piensen que el país es de su absoluta propiedad, que sean arbitrarios en sus

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filias y fobias, etc. En cuanto a los que sufren las consecuencias del ejercicio del poder sobre ellos, más paralelismos hay en la nostalgia del desterrado, la añoranza de la patria, el deseo de volver, el viaje como motivo literario, la conciencia de que el regreso físico, después de muchos años de ausencia, no se corresponde con otro de tipo espiritual o emocional, la extrañeza que encuentran a su vuelta, en las calles, las gentes, los olores, las historias personales, la familia y los amigos. Y aún hay otro tema nada despreciable: la autocensura. Hablábamos al principio del lenguaje sibilino, ambiguo u oblicuo, del propio Padura para eludir la censura o la represión. Para González, “Heredia y Terry en la novela son voces y escudos de Padura” (González Acosta 2002-2003: 286). Pues bien, un acto más consciente y enrevesado de esa misma actitud es la que toman los protagonistas de la novela con respecto a su propia obra, publicada o no, que consiste en la mutilación parcial en sucesivas ediciones o bien en la mutilación total, al no atreverse a publicar sus textos o a terminarlos, algo que es frecuente en los autores cubanos de todas las épocas, que en los últimos cuarenta años ha sido práctica común y que significa una verdadera tradición, con respecto a la cual Heredia, desgraciadamente, es de nuevo un iniciador de caminos. Aunque a algunos poetas como María Elena Cruz Varela se les ha obligado a comerse sus propios manuscritos, la versión más extendida es la autocensura. Padura recuerda que la edición de los poemas de Heredia de 1825 se publicó íntegra en México, pero apareció mutilada en la isla. De ella habían desaparecido los poemas patrióticos o políticos que pudieran molestar a las autoridades españolas. Dice Heredia en la novela: “Al aceptar aquella castración, tan inevitable como definitivamente cruel, estaba yo iniciando –otra vez era el iniciador– la triste modalidad de la censura en la literatura cubana, aunque presentía que mi ejemplo iba a tener, a lo largo de los años, muchos seguidores” (Padura 2002: 213). Pero peor es todavía la falsa autodelación, asimismo ligada a la vida y la obra de Heredia, y en relación con la cual el autor se considera también precursor. Llegado a México en septiembre de 1825, viaja a Jalapa, y ahí recibe la noticia de que un grupo de compatriotas le hacían “aparecer como firmante de una declaración sediciosa, con lo cual quizás inauguraba yo otra costumbre cubana: la de que alguien figure como firmante de una declaración que jamás ha visto” (Padura 2002: 222). En el caso de Fernando y su grupo hay un momento significativo: cuando Terry decide abrir el paquete que contiene la obra Tragicomedia cubana (novela teatral), de su amigo Enrique, ya fallecido, que se ha pasado varios años guardada y escondida. Ese acto, para el que Fernando ha necesitado tiempo, valor y decisión, no lleva sin embargo parejo la voluntad

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de publicar la obra. Las primeras indicaciones del autor sobre el escenario son tan elocuentes como peligrosas: “En el primer plano del espacio escénico se ven casas, de diversa arquitectura y antigüedad, dispuestas en calles estrechas y opresivas. Un cierto aspecto de abandono, de pueblo fantasma, da carácter al lugar en el que no se advierte ninguna presencia humana, aunque por todas partes se leen carteles en los que aparece la palabra PROHIBIDO” (Padura 2002: 264). Castración de posibilidades de difusión unida al otro problema: las falsedades acerca de declaraciones que pueden comprometer la seguridad de los falsos declarantes o los falsamente acusados. De hecho, Enrique muere probablemente por las consecuencias de supuestas declaraciones, y Fernando es inducido a pronunciar palabras que sin ser acusadoras pueden ser tergiversadas y utilizadas por la seguridad del Estado para eliminar a alguno de sus colegas escritores. En fin, en líneas generales, la verdad y la mentira no son cuestiones objetivas, personales o éticas, sino maniobras que los poderosos, los tiranos, ejecutan para perpetuar su orden establecido. Eso ocurrió con la falsa delación de Heredia, y más adelante, cuando el hijo del poeta reflexiona sobre la situación que le ha tocado padecer: “A José de Jesús lo tranquilizaba el convencimiento de que la historia se escribía de ese modo: con omisiones, mentiras, evidencias armadas a posteriori, con protagonismos fabricados y manipulados” (Padura 2002: 36). Qué decir, por ejemplo, de la falsa autoinculpación de Padilla, y tantas como ha habido en la segunda mitad del XX, provocadas por la tortura o la amenaza. Pero los guiños del autor, a la hora de expresar paralelismos, van mucho más allá de los temas aquí expuestos. La crítica llega a todos los rincones del sistema y de la historia cubana, aunque los temas no guarden una relación directa con los personajes o sus avatares. En los primeros compases de la novela, por ejemplo, un joven, inexperto y todavía inocente Heredia observa cómo “la industria de la prostitución prosperaba en la isla más que la fabricación de azúcar” (Padura 2002: 31). Más adelante, al hablar de Fernando VII, cuando se vio obligado a ceder y restaurar la Constitución de 1812, para ganar tiempo y retomar el estado represivo, Padura sugiere por boca de Heredia que lo que pasa hoy en Cuba es muy similar: “Tal era mi ingenuidad como para pensar que un tirano es capaz de hacer cambios que socaven su poder y aflojen las ataduras con las cuales tiene amordazados a los pueblos… Porque el rey español, como lo hicieron todos los déspotas de la historia, y como estoy seguro lo harán los sátrapas por venir, apenas realizó oportunistas cambios políticos para ganar tiempo y reparar los barrotes de su Estado opresivo y volver a segar los leves espacios de libertad concedidos” (Padura 2002: 72).

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En otro orden de cosas, el episodio en el que Fernando va a visitar al poeta cubano exiliado Eugenio Florit, reproduce los mismos esquemas de persecución a los intelectuales, nostalgia del pasado, necesidad de libertad y errancia cósmica2 que observamos en Heredia o Terry. Una errancia absoluta que en Heredia llega a la culminación cuando, al final de la novela, en su último viaje a Cuba, ve cómo todos sus amigos evitan encontrarse con él y adoptan cualquier excusa para no verlo o no acudir a su casa. En Terry también hay varios desencuentros, pero el contrapunto de esas calamidades viene dado por la ansiedad, nuevo paralelismo entre los dos, que se produce cuando a ambos les quedan pocos días para abandonar, quizá definitivamente, la isla. Una ansiedad solo calmada, nuevo contrapunto, por la presencia de la mujer: Heredia se reconcilia con su pasado al ver de nuevo al gran amor de su vida, Lola; y Terry, que siempre estuvo enamorado de Delfina, viuda de uno de sus mejores amigos, consuma el amor con ella y se plantea permanecer en la isla. Ahora bien, el nudo gordiano que da sentido a la crítica, que supone la culminación de todos los paralelismos y que demuestra la intención crítica de Padura con respecto al sistema político actual y a su líder es, sin duda, el encuentro final de Heredia con Tacón. Aunque la novela está salpicada de guiños, en ese clímax hay toda una carga ideológica que corrobora lo que hasta ese momento podrían ser nada más fundadas sospechas. Padura aquí sabe que se escapa sibilinamente de los moldes de la novela histórica ortodoxa, y lo hace conscientemente (Birkenmaier 2015:  13-25). Ese encuentro entre Heredia y Tacón se desarrolló en realidad, pero nunca se ha sabido cuál fue su contenido exacto. De ahí su importancia. Generalmente, los sucesos inventados o fantaseados en las novelas históricas son aquellos que contribuyen a entender mejor a los personajes reales descritos o a la época que se quiere dar a conocer. Sin embargo, queda fuera de esas leyes narrativas todo el material que resulta inverosímil, exagerado, fuera de lugar o absurdo. En el caso que nos ocupa, hay una serie de declaraciones de ambos que resulta difícil considerar como verosímiles, y que parecen más bien símbolos de un mensaje ulterior. Estructuralmente, y para el verdadero sentido crítico que se quiere dar a la novela, esta conversación es crucial. Afirma el crítico Eduardo González que, “según Heredia le dice a Tacón, el nombre suyo de dictador tirano será borrado de los edificios que construyó; la Historia (con mayúscula) lo escupirá. Y, yo afirmo, esa figura así denunciada no puede ser retroactivamente ni asumida ni entendida (como 2

Es decir, situación por la que el desterrado de su país no se encuentra cómodo en el país de acogida, pues allí también se siente desplazado y desatendido.

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fragmento de saber histórico y en el cuerpo textual de esta novela) fuera del plano dialéctico imantado por Fidel Castro como Gobernante Máximo y como objeto de lucha y propaganda en pro y en contra. He aquí el valor específico de la novela, ya sea para aceptarlo o para negarlo: El encuentro que nunca sucedió entre tirano y poeta es el que no puede dejar de suceder a partir de aquel insuceder ahora sucedido.”3 En palabras algo más claras, ese texto remite directamente a Fidel Castro y la situación en la que se encuentra el intelectual y el artista en Cuba durante la segunda mitad del siglo XX. Por eso, esa conversación se convierte en símbolo y profecía de lo que ocurrirá en la isla ciento treinta años después. Y es que las coincidencias entre Tacón y Castro son evidentes, y las respuestas de Heredia ante las intervenciones del tirano constituyen una teoría de la libertad de pensamiento y actuación. Cuando Heredia está a punto de aparecer ante Tacón, apunta: “De él, como suele ocurrir, se contaban historias y leyendas tan típicas de los personajes de su especie que casi no vale la pena anotar: desde que podía vivir sin dormir, trabajando noches enteras, hasta que poseía una memoria insólita y severa para recordar cada orden o deseo. De igual modo se hablaba de su potencia sexual, de sus iras incontenibles, y de su paranoia de orden y poder, así como su amor a los uniformes y los grados, de los que no se despojaba nunca.” (Padura 2002: 311) El diálogo posterior, como suceso que pudiera conectarse con la realidad, resulta inadecuado, poco probable y, en algunos momentos, absurdo: Primero: Tacón alaba al poeta por su fama literaria y le felicita por haberse retractado de su pasado independentista. Un ladino nunca engaña a otro ladino. ¿O debemos pensar que Tacón era un ingenuo? Segundo: Heredia pierde los papeles cuando Tacón nombra a su padre y a partir de ahí pasará al ataque. Tercero: Tacón reconoce e intenta justificar por qué apoya la esclavitud. ¿Cuándo un dictador tiene que explicar a sus opositores el por qué de sus arbitrariedades o conveniencias políticas? 3

Esta cita pertenece a una ponencia pronunciada por el profesor Eduardo González, de la Johns Hopkins University de Baltimore, en la Conferencia Anual de Estudios Caribeños y Antillanos, en Washington, abril de 2003. Agradezco al profesor González la copia inédita que me envió. Ya hemos sugerido que esa conversación tuvo lugar, por lo que la afirmación de González anota un dato al parecer erróneo. Sin embargo, la argumentación es válida, porque alude simbólicamente al desencuentro absoluto, general y repetido en multitud de ocasiones, en la historia de la isla, entre los intelectuales y los tiranos de turno.

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Cuarto, y más absurdo: Tacón pregunta a Heredia qué piensa de él. Nunca un dictador, que siempre se cree un ser supremo, preguntará a sus enemigos (acaso solo a sus más fieles seguidores), qué piensan de él, porque sabe que no le van a decir la verdad. Quinto: Heredia habla como un predicador y le echa en cara sus desmanes. Sexto: Tacón se justifica apelando a la prosperidad de la isla. Séptimo: Heredia, de nuevo un predicador, lanza un discurso sobre el poder y sus consecuencias nefastas cuando se utiliza mal. Octavo: Tacón se defiende humillando a Heredia, pero él, aunque reconoce que ningún poema tumba a un tirano, asegura que le puede hacer una muesca indeleble. Evidentemente, y por lo que sabemos de la historia, ningún poema de Heredia hizo muesca en el poder de Tacón. Noveno: Tacón, para terminar de humillar a Heredia, le cuenta toda la verdad acerca de la delación de su mejor amigo, Domingo del Monte. Es decir, Tacón solo recurre a la verdad cuando sabe que puede hacer daño. Así las cosas, si el planteamiento y la ejecución son cuestionables, ¿por qué Padura introduce ese pasaje, que es además una de las claves de toda la historia? Porque, en el fondo, lo que interesa está muy lejos de Heredia y de Tacón. Cuando el autor de la novela es interrogado acerca de los móviles que le impulsaron a abandonar el género policíaco y atreverse con la gran figura de Heredia, siempre contesta aludiendo al interés que suscita su figura, su lucha por la independencia, su cubanía absoluta, a pesar de haber vivido muy poco en la isla, etc. Sin embargo, un observador atento sabe que las palabras que salen de la boca de Heredia son la misma pluma de Padura, y que el mensaje no va dirigido a Tacón sino a Castro. El tema es universal, la incompatibilidad entre los intelectuales y el poder de los tiranos. Un lugar común que aquí se concreta de un modo oblicuo. Las respuestas de Heredia parecen más una moralina preparada para arengar a un grupo de personas que una contestación improvisada. Es, por tanto, una especie de alegoría, donde los personajes individuales representan posturas de ciertos tipos humanos que se repiten. Heredia que se repite, la Historia que se repite, la Isla que se repite.

Capítulo 4

Leonardo Padura y su casi alter ego policía A Leonardo Padura le gustaría ser Paul Auster, para que los periodistas le pregunten sobre temas literarios y no políticos o económicos (Padura 2015: 285). Pero a Amir Valle le hubiera gustado ser Leonardo Padura, porque el creador de Mario Conde acabó con un modelo impostado de literatura inducida y abrió nuevos espacios en los años noventa de los que todavía se aprovechan él mismo, sus compañeros de generación y los que, como Amir, llegaron después. Así lo decía el autor de Jineteras en una entrevista de 2004: A Padura le debemos la osadía, su incisiva mirada hacia ciertas zonas prohibidas de nuestra realidad social; le debemos que su calidad como escritor haya despertado el interés internacional de los editores hacia el comportamiento del género [policial] en Cuba; en lo particular, ya que ambos somos periodistas, le debo algunas claves mediante las cuales puedo convertir la realidad real que obtengo de modo periodístico en universo de la ficción literaria. Es realmente el maestro que más admiro en este género. Como decimos en Cuba, en serio y en broma: cuando yo sea grande, quiero ser como él. (Valle 2004: s/p)

Pero Padura tiene un casi alter ego que va, desde hace muchos años, ligado a su persona: Mario Conde, como Carvalho persigue a Vázquez Montalbán, Hércules Poirot a Agatha Christie o Sherlock Holmes a Conan Doyle. Y, lo mismo que ocurre con los héroes clásicos del género policial, negro o detectivesco, quizá lo que los lectores deseamos ser no se encuentra tan cerca del autor como del protagonista. En la actualidad, un lector quiere ser Mario Conde antes que los personajes tradicionales del género, y no solo porque el Conde es un contemporáneo, a caballo entre el siglo XX y el XXI. Ello es así sobre todo porque despierta una corriente de atracción y adhesión muy eficaz, porque su actitud ética es absolutamente compatible con la descripción pormenorizada del catálogo de sus defectos, miserias, errores y vergüenzas (Díaz 2015: 63-80). Este detective no es un policía ejemplar y, en las últimas novelas de la serie, ni siquiera es ya policía. Conde es de carne y hueso, vive en un país determinado, le rodean unas circunstancias sociales, históricas y personales concretas, quiere, ama,

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fracasa y odia, pronuncia constantemente malas palabras, tiene relaciones afectivas personales, no siempre exitosas o duraderas, y en ocasiones los crímenes en los que investiga le terminan involucrando de modo directo o indirecto. El Mario Conde cubano nunca se ha exhibido ambicioso, nunca se ha propuesto como modelo ético ni ha dado consejos, nunca ha llegado a altas cotas en su función pública, nunca ha escondido sus fallas y, sin embargo, soluciona a su modo una serie de casos que ponen al descubierto una clara condición ética. Los hechos en él y su actitud ante la vida mejoran la calidad moral de sus palabras. No es esta la única clave del éxito de las novelas de Padura. La coyuntura histórica ha sido también un ingrediente necesario. El escritor de Mantilla supo crear un personaje que acabara definitivamente con el mensaje, la estructura y los elementos prefabricados de la estética estaliniana anterior (Rossell 2000: 447-458). Y lo pudo hacer gracias a su pericia técnica pero también a su conocimiento de la evolución del género en Cuba, en América Latina, en Europa y en los Estados Unidos. El cubano tiene, además de cualidades innatas evidentes para la escritura literaria, una sólida formación filológica, que se complementa con el acercamiento al mundo del periodismo y la comunicación. Sus textos críticos son tan relevantes como sus novelas. Su tesis doctoral sobre el Inca Garcilaso fue publicada en 1984, circunstancia que lo sitúa antes en la investigación y la crítica que en la escritura de ficción, ya que su primera novela, Fiebre de caballos, rescatada en 2014 por la editorial Verbum, fue publicada por primera vez en 1988. Después llegarían varios libros sobre Alejo Carpentier y sobre lo real maravilloso, otro sobre José María Heredia, paralelo a su obra de ficción La novela de mi vida, y un ensayo muy completo sobre la novela policial. Asimismo, es necesario destacar la publicación de numerosos estudios en revistas especializadas o libros de conjunto, sobre diversas cuestiones de índole teórica, algunos de los cuales han sido recogidos en su volumen Yo quisiera ser Paul Auster. El motor de la construcción del personaje es, probablemente, un asunto personal, que coincide en el tiempo con la evolución de la novela policial en Cuba, y lo acompaña sugestivamente. Padura nace en 1955, el golpe de estado final de los revolucionarios se realiza el primer día de enero de 1959 y, por tanto, toda la educación del intelectual descansa en las líneas maestras que propone la revolución en los años sesenta. Como es sabido, la política cultural cubana es, desde los primeros tiempos, muy importante para el éxito del programa político y económico de la isla. Padura apenas ha llegado al uso de razón cuando comienza el proceso de radicalización del entorno revolucionario y se sientan los presupuestos que acabarán en el estalinismo más clásico. En 1961 se prohíbe la exhibición de la película

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PM, más tarde se cierra Lunes de Revolución y queda claro para todos que “dentro de la revolución, todo; fuera de la revolución, nada”. Son las primeras “palabras a los intelectuales” de Fidel Castro, pero no las únicas. En ese primer discurso, crucial para la evolución del universo cultural cubano, Castro afirma también que la revolución no puede asfixiar el arte o la cultura porque una de las metas del proceso se dirige a ese sentido de promoción de la cultura. Por ello, se asegura que habrá respeto a la libertad formal de expresión, siempre que no haya declaraciones en contra del proceso político. El artista no debe sacrificar el valor de sus creaciones ni la calidad, pero debe producir “para el pueblo” y elevar su nivel cultural para contribuir a los propósitos de la revolución. En ese sentido, lo que ocurre con PM y lo que vendrá más tarde, demuestra lo complicado que es respetar verdaderamente la libertad de creación cuando de entrada se han impuesto unos principios y se han señalado unos límites, algo que afectará directamente, como veremos, a la novela policial de los setenta y los ochenta. Después de los sucesos de las UMAP y de las derivaciones del caso Padilla, desde 1968 hasta el comienzo de la década siguiente, son muy significativas las palabras de Fidel Castro en la clausura del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, en abril de 1971. En el discurso, el dictador habla no de la cultura y el aprendizaje en general, sino de “nuestro aprendizaje”, porque en estos años “hemos ido cada día conociendo mejor el mundo y sus personajes. Algunos de esos personajes fueron retratados aquí con nítidos y subidos colores. Como aquellos que hasta trataron de presentarse como simpatizantes de la Revolución, ¡entre los cuales había cada pájaro de cuentas!”4 Es difícil no acordarse de Padilla, cuyo caso terminaría de explotar a continuación, después del período en la cárcel, la tortura y la lectura de la falsa autoinculpación a la que fue obligado, la cual tuvo lugar el 29 de abril, justo un día antes de esa disertación de Fidel. Castro asegura que ya se han abortado todos los intentos del nuevo modelo de imperialismo, que es el cultural, “que tuvo aquí algunas manifestaciones, que no vale la pena ni detenerse a hablar de eso”. En ese imperialismo estaban contemplados todos los disidentes a los que el gobierno cubano no tuvo empachos en señalar como agentes de la CIA, agentes del enemigo o agentes del imperialismo. Más adelante se dedica a desenmascarar “a los seudoizquierdistas descarados que quieren ganar laureles viviendo en París, 4

El texto íntegro del discurso, en el que se incluyen además los momentos en los que el público se ríe o aplaude, se encuentra en http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1971/ esp/f300471e.html. Visitado el 19 de marzo de 2016. Todas citas de este discurso han sido sacadas de esta web oficial de Cuba, que recoge discursos del gobierno cubano.

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en Londres, en Roma”. La siguiente frase parece dedicada a Neruda o a Vargas Llosa: “Algunos de ellos son latinoamericanos descarados, que en vez de estar allí en la trinchera de combate (APLAUSOS), en la trinchera de combate, viven en los salones burgueses, a 10.000 millas de los problemas, usufructuando un poquito de la fama que ganaron cuando en una primera fase fueron capaces de expresar algo de los problemas latinoamericanos.” Y a continuación se crece, y anuncia las prácticas estalinistas que van a imperar en el quinquenio gris: Nosotros, un pueblo revolucionario en un proceso revolucionario, valoramos las creaciones culturales y artísticas en función de la utilidad para el pueblo, en función de lo que aporten al hombre, en función de lo que aporten a la reivindicación del hombre, a la liberación del hombre, a la felicidad del hombre. Nuestra valoración es política. No puede haber valor estético sin contenido humano. No puede haber valor estético contra el hombre. No puede haber valor estético contra la justicia, contra el bienestar, contra la liberación, contra la felicidad del hombre. ¡No puede haberlo! Para un burgués cualquier cosa puede ser un valor estético, que lo entretenga, que lo divierta, que lo ayude a entretener sus ocios y sus aburrimientos de vago y de parásito improductivo (APLAUSOS). Pero esa no puede ser la valoración para un trabajador, para un revolucionario, para un comunista. Y no tenemos que tener ningún temor a expresar con toda claridad estas ideas.

Por eso, el congreso tuvo que concretar hasta los detalles más insignificantes sobre cómo debería “hacerse” la cultura en Cuba a partir de entonces. Una de sus conclusiones fue que “los medios culturales no pueden servir de marco a la proliferación de falsos intelectuales que pretenden convertir el esnobismo, la extravagancia, el homosexualismo (Villoria 2017: 268-287), y demás aberraciones sociales, en expresión del arte revolucionario, alejados de las masas y del espíritu de nuestra revolución.”5 “Demás aberraciones” como los temas religiosos, que ya no deberían volver a tocarse por los artistas e intelectuales, la música rock o, en general, música en el idioma del enemigo (Los Beatles y demás grupos anglosajones fueron prohibidos), e incluso la manera de vestir de los jóvenes, que deberían optar por la guayabera, en lugar de las modas que el enemigo estaba implantando en todo occidente.

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Las conclusiones fueron publicadas en las primeras páginas del ejemplar del 1 de mayo, día siguiente a la clausura del congreso, de la revista Unión. En concreto, estas líneas son de la página 7.

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Cuando ocurre todo esto, Padura es ya un adolescente contagiado por el virus del cine y la literatura, y además es consciente de que pertenece a un mundo diferente, joven, con ilusiones, a un proyecto colectivo que puede influir positivamente en el contexto internacional, a pesar de los daños colaterales de la derivación estalinista del sistema. Las bases sobre lo que deben ser la literatura y la cultura están ya sentadas, y la novela policial no va a ser ajena a las imposiciones. Desde la década de los treinta, en muchos países de habla española, va cuajando un modelo de novela policial que tiene su apogeo en la obra del grupo de argentinos de la órbita de Sur, que en Cuba responderá a las aportaciones de Lino Novás Calvo, por ejemplo, o en la novela casi inaugural de Enrique Serpa, Contrabando (1938), que tendrá continuación en los años en que nace Padura, con las obras de López-­Nussa El ojo de vidrio (1955) o El asesino de la rosa (1957), a las puertas del triunfo de la revolución. Pero antes de estos primeros ejemplos, Carpentier ya teorizaba sobre el género, cuando su obra personal había girado solo en torno a la poesía, y se encontraba en el proceso de acometer su primera experiencia narrativa. En 1931 publicó en Carteles su “Apología de la novela policíaca”, y en ella afirmaba la superioridad “filosófica” del criminal frente al detective, como sujeto creador (necesita habilidades, similares a las del artista, para cometer el crimen, desestabilizar el orden vigente y burlar el control de las autoridades). Por el contrario, el detective o policía trabaja con un orden establecido y un problema ya planteado, que impide la creatividad, y que le relega al segundo plano de la interpretación, pues “solo puede explicarnos el mecanismo, si acierta en su tarea investigativa. El detective es al delincuente lo que el crítico de arte es al artista; el delincuente inventa, el detective explica.” (Carpentier 1985: 464) Carpentier ya había manifestado por entonces ciertas afinidades con el comunismo, pues se unió al Grupo Minorista e incluso llegó a estar en la cárcel, a finales de los veinte, acusado de profesar ideas comunistas. Sin embargo, la cercanía a ese tipo de ideologías no le llevó a pensar en el carácter absolutamente instrumental del arte, como ocurriría en los setenta y ochenta cubanos. La superioridad del criminal sobre el policía significa que interesa más el aspecto formal, estructural y de creación artística que su posible utilidad práctica y social. Enseguida pensamos en el magnífico ensayo de Thomas de Quincey, El asesinato considerado como una de las Bellas Artes, de 1827, en la época de la que parte Carpentier para hablar de los orígenes del género, con Poe y los primeros maestros del mundo anglosajón, y que tuvo mucha influencia en el modo de presentar el crimen en las obras de Chesterton, el cual tuvo a su vez un influjo definitivo no solo en Borges y la estela de Sur sino en todos los hispanoamericanos que

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se atrevieron con el género en sus inicios, desde esa década de los treinta, incluido Carpentier. De hecho, Alfonso Reyes llegó a afirmar en 1945 que la novela policial “es el género clásico de nuestro tiempo”, porque es fundamentalmente forma, estructura, impacto, y permite la catarsis artística de una forma mucho más perfecta que cualquier otro tipo de novela (Reyes 1987: 152-153). Es decir, la novela policial se crea y se desarrolla antes con fines estéticos que con propósitos sociales o políticos, aunque en ella haya crítica social o política. Sin embargo, con la implantación de las políticas culturales en la Cuba de los sesenta en la que se educa Padura, la novela policial va a incorporar, más que ningún otro género literario, un sello de servicio y dependencia al sistema político caudillista y dictatorial. Es precisamente el carácter de entretenimiento, que gusta y satisface a todo tipo de clases sociales y niveles culturales, el que anima al gobierno cubano a servirse de él, a establecer sus mecanismos de propaganda y control, de lucha ideológica, para conseguir sus fines (Montoya 2012: 107-125). Einsenstein decía que el policíaco es el género más eficaz, porque es imposible desvincularse de él. Sus medios y sus planteamientos atrapan al lector más que ningún otro género. Por eso, el policíaco es el más comunicativo, puro y acabado de los géneros literarios, en el que todos los medios de comunicación se manifiestan de un modo supremo (Einsenstein 1970: 27-30). En un régimen totalitario, la difusión del género más popular trabaja con los aspectos más impactantes, aquellos en los que el lector pueda fijarse casi de modo instintivo, para que la lección implícita o explícita llegue sin matices y sin cortapisas. Castro y aquellos intelectuales orgánicos que le sirvieron para implantar sus esquemas y conseguir sus fines (“sargentos literarios” fueron llamados por Jorge Edwards en Persona non grata) siguieron unas pautas en las que el protagonista de la obra debería ser un hombre de acción y no un teórico. De algún modo, resolvieron el problema fundamental del género solucionando la tensión entre el detective y el intelectual. En la figura del detective, investigador privado o colaborador con la justicia (los CDR podrían ser un ejemplo en la sociedad cubana de la dictadura), aparece condensada y ficcionalizada, según Piglia, “la historia del paso del hombre de letras al intelectual comprometido”, puesto que, en ese tipo de obras, “el detective plantea la tensión y el pasaje entre el hombre de letras y el hombre de acción” (Piglia 2005: 86-87). Se sustituye, pues, la importancia del intelectual por la del policía. Quizá sea esa la razón por la que, en una fase más libre del policial, ya en los noventa, Padura, al romper con esa oposición sustitutoria, propone a un protagonista que es policía pero que no cumple con los cánones de perfeccionismo de los anteriores y, además, lo acerca al mundo del intelectual, por su defensa de los libros y su afición

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por la lectura. De hecho, en las obras del Conde más maduro, cada vez es menos policía, más lector e incluso vendedor de libros. Daylet Domínguez ha hablado de esa sinécdoque intelectual/policía en los setenta: Mediante la glorificación del policía se aspiró a desvanecer el lugar conflictivo que ocupaba el intelectual, al mismo tiempo que se justificaba y popularizaba la presencia del policía en una sociedad militarizada. En otros términos, el género policial en la década del 70 aspiró a resolver varias tensiones con respecto al lugar del intelectual y su relación con el poder. (Domínguez 2009: 206)

Uno de los “sargentos literarios” de la época, Roberto Fernández Retamar (Esteban y Aparicio 2015: 54-55), que ha venido ejerciendo su función represora y servil desde los sesenta hasta la actualidad, con una eficacia demoledora, llegó a afirmar en 1969 que la revolución tiene todo el derecho a hacer patentes y visibles las grandes hazañas que están ocurriendo, a través de la escritura artística, y sugerir incluso hasta la forma más adecuada para hacerlo, algo que corresponde a los técnicos en esas materias, cuando técnico significa, obviamente, experto autorizado por el sistema para ello. “Yo no propongo aquí –concluía– enmusear a la fuerza a ningún género, pero sí estar atentos a los que sean capaces de cumplir la función que se requiere de ciertas zonas de la literatura actual de Cuba. A partir de la función abordaremos los géneros, y no al revés.” (Fernández Retamar en Dalton 1969: 145) La primera obra que trató de abordar una serie de presupuestos para la nueva novela policial cubana fue Enigma para un domingo, de Ignacio Cárdenas (1971). Se publicó en un momento muy delicado para la consolidación del proyecto cultural de la dictadura, en pleno caso Padilla, bajo el eco del discurso de Fidel Castro en la clausura del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, del que ya hemos hablado, y la suspensión de la revista Pensamiento crítico y del Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana, lo que dio comienzo a lo que más tarde se llamaría el quinquenio gris, que algunos alargan hasta un decenio. Muchos escritores y artistas, presionados por el cerco de censura e imposiciones del régimen, dejaron de producir obras; otros las guardaron sin atreverse a enviarlas a las prensas y, los más acomodaticios, comenzaron a producir textos en serie, ceñidos a una normativa y a unas pautas de servicio al régimen. Buenos narradores se exiliaron o insiliaron, y mediocres plumas ocuparon los yermos predios que la censura convirtió en desiertos. En todas las dictaduras, y en los regímenes totalitarios o colectivistas de orientación marxista, funciona la premisa de que el

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ciudadano es inmaduro, incapaz y débil como un niño, y es necesario aleccionarle. Se da por supuesto que nadie sabe cómo se utiliza la libertad, y por eso el sistema represivo debe decidir por todos y cada uno de los habitantes. En Cuba, por lo que se refiere al género policial, se llegó a ciertos extremos. En 1972, solo un año después de que Cárdenas publicara la primera novela del género, el Ministerio del Interior (no existía entonces un Ministerio de Cultura) promovió un premio literario, el “Concurso Aniversario del Triunfo de la Revolución”, que debería tener una temática policial y ajustarse a una opción “revolucionaria”. Luisa Campuzano, por ejemplo, argumentaba que, a pesar de que la novela policial es un producto netamente burgués, ello no significa que no tenga cabida en un contexto revolucionario como el cubano. Lo importante es que tenga un enfoque y unos fines nuevos, como, por ejemplo, que el criminal no sea el primer motor que desencadena la trama, sino más bien un miembro descarriado de la sociedad, al que hay que recuperar para el redil (Campuzano 1982: 125-126). Fue Leonardo Padura uno de los primeros que se atrevió a elaborar un juicio acerca de las consecuencias que tiene para la cultura de un país semejante inducción (Song 2009: 234-243). Por eso, sus novelas de los años noventa, como veremos más adelante, tratan de alejarse de un modelo que impide la creatividad: El hecho de que esta literatura haya sido escrita en un país socialista y que, además, haya estado patrocinada, promovida y a veces financiada por el Ministerio del Interior bastarían para singularizarla dentro del ámbito iberoamericano, pues de esas dos circunstancias dependen muchas de las características establecidas en ella, como conjunto artístico que debía estar desligado de cualquier contaminación postmoderna […]. Tal confluencia es, por supuesto, sospechosa: ningún género nace convocado por un premio y obtiene resultados desde su primera convocatoria. Significativamente, miembros del propio Ministerio son los que acaparan las primeras distinciones. (Padura 1999: 46-47)

Las obras premiadas o publicadas a instancias de ese certamen, en los primeros años, fueron La ronda de los rubíes, de Armando Cristóbal Pérez, La justicia por su mano, de José Lamadrid Vega, No es tiempo de ceremonias, de Rodolfo Pérez Valero y Los hombres color de silencio, de Alberto Molina. Generalmente, fueron personas ligadas a los cuerpos de seguridad del estado, y no escritores, quienes recibieron el galardón, y la calidad de los textos fue mínima. Se trataba, en concreto, según los organizadores, de “dar a conocer la lucha realizada por nuestro pueblo contra sus enemigos, la estrecha relación entre de Ministerio del Interior y las masas en la lucha común y la valoración política de esta actividad en defensa de la

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Revolución” (Malinowsky 1987: 258). Las bases del premio no daban lugar a interpretaciones, ni permitían margen alguno de libertad. En ellas se especificaba detalladamente aquello que Fidel Castro había dicho muchos años antes, cuando indicó que dentro de la revolución se podría hacer todo, pero fuera de ella o contra ella, nada. Para los organizadores del evento, “todo” en la novela policial quería decir esto: 1.- Mantiene los rasgos esenciales del género, pero apunta a un nuevo sentido de la defensa social: es legal lo que es justo; 2.- Es el resultado de una transformación radical en el contenido ideológico de la literatura policial producida en el capitalismo; 3.- Entra a fondo en el terreno de la lucha ideológica, dada su eficacia como arma concienciadora; 4.- No desdeña la función de entretener, pero se propone una labor educativa al ahondar en las causas sociales y sociológicas del delito; 5.- Es la única realmente policial, pues en ella por primera vez la policía ocupa un lugar protagónico. El investigador es un hombre común, sin genialidades; 6.- Muestra un fuerte sentido colectivo en el enfrentamiento al delito, con el apoyo de la población fundamentalmente a través de los Comités de Defensa de la Revolución; y 7.- Enseña cómo en la sociedad cubana desaparecen las diferencias entre el delito común y el contrarrevolucionario. (Sánchez y Martín 2104: 178)

Uno de los sargentos literarios de la época, quizá el más comprometido, José Antonio Portuondo, llegó a afirmar que la narrativa policíaca, considerada como el gobierno cubano desea, podría llegar a expresar una visión socialista de la realidad, porque la historia del género es la dialéctica entre ley y justicia, y la novela sería la síntesis dialéctica, ya que justicia y legalidad se identifican, y es la misma sociedad, al hilo de lo que cuentan esas novelas, la que vela para que no desaparezca nunca esa fusión y el país funcione como debe. Sin embargo, el mismo Portuondo reconoció que ese proyecto podría tener consecuencias negativas, como el teque, “es decir, la exposición apologética de la ideología revolucionaria, la propaganda elemental y primaria, el elogio desembozado de los procedimientos revolucionarios” (Portuondo 1973: 131). Y vuelve a ser Portuondo el que hace referencia, en 1975, al tipo de “escritores” que se presentan al premio, ya que en un principio el galardón era ofrecido a policías, y más tarde comenzó a recaer en “civiles”, como dice este crítico. Lo que se elogia no es la pericia técnica, las cualidades literarias de Pérez Valero y Alberto Molina, sino su magnífico conocimiento de la técnica policial, siendo unos “aficionados”. (Molina 1975: 8) El proyecto revolucionario culminó hacia 1976, con la publicación de El cuarto círculo, novela de los poetas Guillermo Rodríguez Rivera y Luis Rogelio Nogueras. Resulta curioso, en primer lugar, que sean dos

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autores en lugar de uno, y resulta más chocante todavía que esos dos escritores sean fundamentalmente poetas y hayan estado ligados a los movimientos musicales de propaganda del régimen de la nueva trova cubana. La popularidad de los autores, junto con el hecho de que fueran realmente escritores y no policías, despertó el interés por la obra, que enseguida llegó a vender casi cien mil ejemplares. Para explotar el éxito y continuar adoctrinando a la población y a los posibles difusores del género, Rodríguez y Nogueras publicaron un ensayo en La Gaceta de Cuba, pocos meses más tarde, en el que sugerían un modelo de escritura “socialista”, en cinco proposiciones: 1. El asesino o criminal es realmente un enemigo del estado y no una persona contra otro individuo. Es un contrarrevolucionario, que quiere desestabilizar el sistema e incluso salir de la isla. Por eso hay que desenmascararlo. 2. El detective o investigador es parte de un cuerpo de policía que es eficaz, bien entrenado, de moral intachable, respetado por un pueblo al que representa, que trabaja con diligencia y amabilidad. 3. El policía cuenta con la colaboración ciudadana, sobre todo de los CDR 4. Además de la eficacia y la dedicación del policía, es importante el trabajo en equipo de la sociedad revolucionaria. 5. La novela policiaca no es solo un género dirigido a la diversión y el pasatiempo, sino que se revela como una indagación en las causas psicológicas y sociológicas del crimen. (Menton 1990: 914-916)

En el prólogo a la novela, el escritor Noel Navarro justificó con méritos extraliterarios (aludió nada más a la facilidad con la que se podía leer el texto) la importancia, la difusión y el éxito de la obra, dentro del contexto del premio del Ministerio, recibido por Rodríguez y Nogueras en la edición de 1976: “El cuarto círculo reúne, en fin, las condiciones exigidas en las bases del concurso de tener un carácter didáctico y ser un estímulo a la prevención y vigilancia de todas las actividades antisociales o contra el poder del pueblo, además de ser agradable y ágil lectura para todos” (Rodríguez y Nogueras 1976: 10). En el fondo, la convocatoria del premio, que llegaba a su quinto año, significaba una medida más, de origen y de tipología policial, para controlar las calles, como cualquier otra norma de carácter coercitivo, como un semáforo, un toque de queda, una reunión del CDR, una prohibición de entrar en los hoteles de extranjeros, de hacer ruidos por las noches o de poseer dólares. Se ponía al mismo nivel una actividad social cualquiera que un hecho de creación artística. Si un individuo respetaba las normas, como quien respeta los semáforos, podría

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publicar e incluso ganar premios “literarios”. Se desvinculaba, entonces, la escritura de la vocación, de la calidad literaria, de las capacidades innatas o adquiridas, para dar paso al “hombre nuevo”, el “escritor nuevo”, ducho en otro tipo de destrezas. Afloraron algunos nombres, que desaparecieron en cuanto el concurso dejó de tener vigencia. Mientras tanto, los grandes narradores de la época tomaron posiciones. Alejo Carpentier, a pesar de su connivencia con el régimen, no quiso rebajarse ni entrar en el juego, y prefirió seguir su camino personal, ligado a la historia, el barroquismo, la música, el fondo culturalista y erudito. Solo hay una excepción a esa línea, al final de la década y de su propia vida: La consagración de la primavera, novela terminal que, aunque no utilizó los temas y procedimientos policíacos, fue un homenaje innecesario y servil a la revolución y a su líder, como un todo armónico y estructuralmente útil. José Lezama Lima sufrió un profundo ostracismo en todo el quinquenio gris: sus obras fueron casi prohibidas y dejó de aparecer en la vida pública del país, quedando su última novela inédita hasta después de su muerte, que ocurrió el mismo año en que Rodríguez y Nogueras ganaron el premio de la novela policial. Heberto Padilla tuvo que sacar del país clandestinamente su novela En mi jardín pastan los héroes para que fuera publicada en Barcelona. Reinaldo Arenas, desde El mundo alucinante, que también tuvo que ser enviada al extranjero para ver la luz en 1969, no volvió a publicar hasta su salida de Cuba en 1980. De ese año datan dos obras suyas, El palacio de las blanquísimas mofetas y La vieja Rosa, mientras toda la década de los setenta la había ocupado en esconder sus manuscritos, huir de la justicia, padecer la cárcel y la persecución, etc. Virgilio Piñera también pasó un calvario memorable en los setenta, pues no publicó en esa década una sola obra, ni de ficción ni de poesía ni de teatro (su última obra publicada en vida fue el libro de cuentos El que vino a salvarme, de 1970, y su muerte ocurrió 9 años más tarde), mientras que su obra anterior había sido abundante, prestigiosa y de gran calidad (14 libros entre poesía, prosa y teatro, sin contar el de 1970). Mientras tanto, la ofensiva oficialista continuaba su labor de proselitismo. En 1978 el premio fue para Daniel Chavarría, un escritor con algo más de calidad, con su novela Joy, y también se dio a conocer el nuevo texto policial de Luis Rogelio Nogueras, Y si muero mañana, una de sus obras más aclamadas. Es precisamente con estas dos muestras cuando el género comienza a evolucionar, tímidamente, y a ofrecer un espacio de innovación, que no de disidencia, con respecto a los estrechos cánones de los primeros setenta. Hasta ese momento, casi todas las tramas parecían copiadas unas a otras, y los procedimientos se reiteraban sin pudor. Dos

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de los grandes conocedores de la narrativa de la época han concretado ciertos detalles: Las fábulas forzadas y repletas de casualidades; la aparición de personajes superficiales, simples tipos prefabricados, de los que se habla pero que actúan ante el lector; el hastío de un mundo presentado que se repite novela tras novela con muy tímidas variantes; la recurrencia de un lenguaje parejo, desconocedor en muchas oportunidades no ya del trabajo literario, sino incluso de las más palmarias construcciones gramaticales; estos y otros males provienen de un concepto errado sobre las maneras en que la literatura policial puede encarnar su función ideológica. (Fernández 1989: 205-206) La novela policial cubana ha adquirido rasgos que la asemejan al género de la fábula: los elementos del plano del sujet asumen la función de ilustrar tesis o valoraciones; las enseñanzas resultan del contraste entre dos actitudes, conductas o argumentaciones; los personajes no son figuras individualizadas, irrepetibles, sino simples portadores de ciertos rasgos típicos; y las formas básicas de manifestación de la ideología en la obra son la mencionada ilustración fabular y la declaración directa del autor o de su porte-­parole o raisonneur. (Navarro 1986: 61)

Los inicios de los ochenta iban a suponer una vuelta al didactismo plano. Se publicaron más obras, pero la calidad disminuyó, con títulos como Una vez más, de Bertha Recio, Viento Norte, de Carmen González, Asalto a la pagaduría, de José Luis Escalona, Nosotros, los sobrevivientes, de Luis Rogelio Nogueras, No hay arreglo, de Daniel Lincoln Ibáñez, Completo Camagüey, de Daniel Chavarría y Justo Vasco, o las tres novelas de principios de los ochenta de Juan Ángel Cardi. La única que consigue un nivel literario aceptable en los primeros ochenta es, quizá, Con el rostro en la sombra, de Ignacio Cárdenas. En estos años se publicaron el doble de narraciones que en los setenta, desde la institución del premio, lo que quiere decir que los criterios de premiación, de elección de textos para publicar y, sobre todo, de producir crítica sobre ellos, fueron más bien laxos. De hecho, Leonardo Padura, un joven académico y periodista que todavía no había incursionado en el género, pero que ya lo conocía a fondo, se preguntaba en 1981 qué crítica se les había hecho a las novelas policíacas de la época y si se las había analizado seria, consciente, rigurosa y desembozadamente. La respuesta era negativa, de modo rotundo (Padura 1981: 24). Y en 1984 será nuevamente Daniel Chavarría, el uruguayo instalado definitivamente en la isla desde 1969, quien renueve y eleve el panorama del género con La sexta isla, tendencia que fue continuada por Confrontación (1985), de Rodolfo Pérez Valero y Juan Carlos Reloba, La

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red del tridente (1985), de Gregorio Ortega y Primero muerto… (1986), de Justo Vasco y Daniel Chavarría. Para esas fechas ya se encuentra Leonardo Padura gestando sus primeras obras: ha escrito algunos cuentos y comienza a redactar la que será su primera novela. En 1988 se publica bajo el título Fiebre de caballos y el año siguiente ve la luz su primera colección de cuentos, Según pasan los años. Pero la llegada de Mario Conde al universo del neopolicial cubano se hará esperar un poco más. En 1991 nace este detective en Pasado perfecto, y su huella dura hasta sus últimas producciones (Herejes, 2013, y La transparencia del tiempo, 2018). Padura se encuentra en la circunstancia y en el lugar adecuados para romper con un “pasado imperfecto”. Los años noventa son los del desencanto en la sociedad cubana, y quienes más se atreven a historiarlo son las nuevas generaciones, aquellos que han comenzado a publicar a finales de los ochenta. De un lado, los escritores exiliados han tomado nuevos rumbos, han variado sus preocupaciones y, en todo caso, se enfrentan desde fuera a una Cuba que ha cambiado drásticamente desde el comienzo de la década, debido a la caída del bloque soviético en 1989 y al meteórico empobrecimiento del país. Y los narradores que han comenzado su carrera en los sesenta y setenta no se sienten capaces, en muchos casos, de cambiar su discurso, a veces triunfalista, casi siempre servil, cuando la isla se ha sumido en un período especial, donde no hay casi nada que contar, como no sea esa “nada cotidiana” que desespera a la población. Con sus novelas policíacas, con Mario Conde como testigo de una época, Padura utiliza el género para dar una visión de esa decadencia, para reflejar lo que ha sido el fin de siglo insular. Su narrativa está muy cercana, en ese sentido, al periodismo, porque la prensa cubana de los noventa y, en general, la prensa cubana de toda la historia de la dictadura, no cuenta lo que pasa, sino únicamente aquello que le interesa para mantener el statu quo. Mario Conde va a ser un observador y un cronista, además de un investigador, que va a conectar constantemente los hechos que acontecen alrededor de su vida con aquellos que vivió en su niñez, su adolescencia y su llegada a la vida adulta. Ello es necesario, entre otros motivos, porque la prensa mantiene la imagen de la isla detenida en su “presente perfecto”, como la novela policíaca inducida. Dice Padura: “No existe en Cuba un periodismo que refleje todas las contradicciones de la realidad. El periodismo cubano que se hace dentro de Cuba es un periodismo oficial porque los periódicos pertenecen al estado” (Wieser 2005: s/p). Y en La neblina del ayer, se detallan problemas como la droga, las muertes violentas entre conocidos, rivales o colegas, los robos continuos con violencia o asesinatos, la prostitución, como sucesos cotidianos. Sin embargo, “los periódicos no hablan de estas cosas…” (Padura 2005: 105).

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El protagonista de las novelas va a ser más atractivo para el lector por su condición de cronista que remite a un pasado cualquiera que fue mejor, que por conectar pistas e intuiciones para resolver los enigmas. En la narrativa de los setenta y ochenta, el protagonista era importante, pero no atractivo, porque siempre daba con las soluciones a los problemas, era un espejo del sistema, y no tenía defectos ni vida privada. Poco humano y tipo, deslizaba el interés hacia la trama, las investigaciones y el esclarecimiento de los casos. Conde es una especie de loser, que infunde más compasión que sentimientos admirativos. Sin embargo, es moralmente superior a los policías orgánicos, porque nunca se pone de ejemplo, nunca dictamina, nunca es pauta ni criterio. Además, obtiene una profundidad humana y existencial infinitamente mayor a la de los protagonistas de las novelas de los setenta y ochenta, porque está continuamente conectado con el pasado. Se entiende el presente porque se confronta lo que pasó con lo que está pasando. En las novelas de las décadas anteriores no importaba el pasado porque, en cierto modo, no existía. La revolución significa un corte con la historia (de ese gap solo se salva José Martí): es un movimiento radical, violento, acelerado, que enseguida sustituye lo anterior por una nueva forma de entender el estado y la misma vida social. En Cuba, el símbolo de ese tránsito casi instantáneo podrían ser las ejecuciones sumarias de los militares y colaboradores batistianos en los primeros meses de 1959. Huido el dictador, muerto el último esbirro, nacionalizadas las posesiones de los cubanos, las empresas, desaparecido el dólar y exiliados los más descontentos, el pasado desapareció de la isla. Todo era nuevo a partir de entonces, hasta el hombre, que fue calificado como tal por el Che, en su intento de definir la radicalidad del proceso revolucionario. Por eso, la novela “revolucionaria” partía también de cero, pues se trataba de construir, mediante la exposición de los casos delictivos, la recién creada configuración social con sus valores y con la crítica a los contravalores. A esta suspensión del tiempo pasado y permanencia en el presente contribuyó el marketing anejo al nombre del sistema político sostenido por el gobierno cubano. El término “revolución” ha permanecido en boca de gobernantes y súbditos desde 1959 hasta hoy, como si ese proceso radical, casi instantáneo, violento y transformador respondiese a la naturaleza de lo permanente, perversión semántica que el sistema cubano ha conseguido mantener como fórmula de autorrepresentación. Todas las revoluciones de todos los tiempos han sido procesos acelerados e intensos que, por su misma constitución, han durado muy poco y han dado paso a sistemas, regímenes que se han consolidado. Aunque “lo cubano” es un régimen totalitario desde hace muchas décadas,

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el uso arbitrario de “revolución” para nombrar al tipo de gobierno que impera en la isla ha sido aceptado por nacionales y extranjeros, orgánicos y críticos, expertos en historia, ciencias políticas, periodistas, simpatizantes y detractores. Por eso la narrativa inducida parte de un presente continuo, que se dirige a un futuro, como step del proceso utópico. Y en los años sesenta, esta ideología triunfalista se incrusta en el inconsciente colectivo de la población cubana. Por eso, la narrativa de los noventa, con Mario Conde a la cabeza como símbolo de un colectivo desubicado, reitera obsesivamente un sentimiento de desencanto y de vacío que es sinécdoque del estado emocional en el que se encuentran aquellos que se han criado en la utopía y han presenciado, en los primeros momentos de la vida adulta, la destrucción de unas ilusiones, por mucho que las pautas sembradas en la construcción de una nueva literatura insistieran en el monolitismo de un presente siempre saludable e inalterable (Zamora 2011: 1-11). Padura asegura que su casi alter ego expolicía representa el pasado de la “credulidad feliz”, que pareció ser mejor (Serrano 2001: 107-111). En una entrevista para La Nación de Buenos Aires, del 26 de abril de 2013, Padura recuerda su niñez, su adolescencia y su juventud, y se identifica con su personaje el Conde: Fue una época en la que creíamos en algo, o creíamos creer en algo, y pensábamos que tendríamos un futuro con premios por nuestros esfuerzos. En ese pasado –que parecía más feliz, entre otras cosas porque éramos jóvenes– hicimos nuestros estudios, forjamos proyectos, pudimos gozar algunos placeres de la vida con nuestro dinero ganado como periodistas, médicos, profesores. La mística de que vendría un mundo mejor nos envolvía y nos hacía más felices. Para un tipo tan jodido como Conde –jodido por su carácter y también por su medio, por la historia– es lógico que ese pasado parezca mejor, pues en muchas formas fue mejor para él, que en ese tiempo no sufrió demasiadas –y digo demasiadas– represiones ni mutilaciones. Pero a Conde y a toda la generación a la que pertenecemos, al entrar en la década de 1990 y lo que ha seguido después, se nos deshizo todo, incluida la credulidad, los sueños de futuro, los proyectos vitales. La nostalgia de Conde no es inocente sino causada, fruto de la inconformidad con un presente en el que tanto él como sus amigos han perdido hasta los sueños… ¿Cómo no sentir nostalgia por el pasado, aunque ese pasado no haya sido algo real sino una creación virtual, un país imposible que se deshizo como tantas otras historias, discursos, retóricas, realidades que hemos vivido y sufrido? (Brindisi 2013: s/p)

Padura eligió la novela policial como vehículo privilegiado para contagiar y describir su frustración, su desencanto, que es el de toda una generación. Por eso, no se siente un representante del género policial

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sino más bien un escritor y un periodista que quiere ser testigo de la destrucción de una utopía, y lo hace por medio de un procedimiento que le permite expresarse con nitidez, y que supone que va a ser fácil de digerir por el lector, ya que se trata de un género agradecido, capaz de seducir. No le interesa quién mato a quién, sino por qué, cómo, etc. En la nueva novela policial que él contribuye a forjar, la resolución del enigma pasa a un segundo plano porque no importa tanto mantener el statu quo, servir al mantenimiento del “presente continuo” utópico, porque no existe, como saber de dónde venimos, cómo somos, por qué hemos llegado a esta situación, etc. En la conclusión de las novelas, no hay casi respuestas, pero las preguntas se multiplican. El mundo descrito no es cerrado y comprensible, sino abierto y enigmático. En esta dialéctica entre pasado y presente, motor de la búsqueda de Mario Conde, en muchas ocasiones se subvierte, de manera radical y consciente, la estructura tradicional de la novela policíaca. El caso más extremo podría ser el de La neblina del ayer (2005), la sexta novela cuyo protagonista es el Conde, después de la tetralogía “Las cuatro estaciones” y Adiós, Hemingway. En ella, el asesinato que se va a investigar se produce en la mitad de la novela. Es decir, lo que realmente importa es algo distinto al asesinato, que no es el desencadenante de la trama, pues esta se apoya más bien en algo extraño que tiene que ver con el pasado, y que no se sabe muy bien qué es, y que influye en un presente en el que no ha pasado nada. El mismo título de la novela, como el de la primera de las “cuatro estaciones”, Pasado perfecto, delatan la importancia de la historia, de aquello que fue y que no será otra vez, pero que insiste en definirnos ahora, en nuestro presente, y condicionarnos. El pasado nos explica, pero también nos hace daño. Por eso, el narrador de La neblina del ayer dice que Mario Conde es un nostálgico empedernido y un cabrón recordador (Padura 2005: 102). Conde recuerda lo que Padura recuerda, porque son coetáneos. Dice el de Mantilla que, aunque el Conde no sea exactamente un alter ego, “sí es en muchos sentidos la forma en la cual yo veo la realidad cubana y veo incluso la interioridad de una persona” (Wieser 2005: s/p). Los años noventa fueron terribles no solo por su comparación con la época de ilusiones y utopías, sino también por las circunstancias generacionales de los que nacieron, como Padura y Conde, a mitad de los cincuenta. Dice Leonardo sobre el período especial: Pasamos hambre. Todo eso conmovió la manera de pensar de la gente en Cuba y de mi generación en particular. Porque todo eso la sorprende en un momento que era supuestamente el gran ascenso de la generación. Si yo nací en el año 55, en el 90 tengo 35 años, es decir, estoy en el momento de la plenitud de mis posibilidades porque he terminado todos los aprendizajes, pero a la vez

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soy joven todavía. Y de pronto el mundo se deshace, el mundo en general y en particular en Cuba. Afortunadamente la literatura fue mi salvación […]. Creo que la literatura fue lo que me dio una estabilidad emocional. Pero eso no evita que sintamos una nostalgia por aquel tiempo en que pensamos que las cosas iban a ser mejores. (Wieser 2005: s/p)

Además del recurso al pasado y de su nostalgia, la mayoría de los ingredientes de esa nueva novela policial remite a problemas que no están directamente relacionados con la investigación, por lo que se confirma que la trama y los enigmas son un pretexto para hacer un retrato de la sociedad cubana del fin del milenio. El policía, expolicía, vendedor de libros y, sobre todo, hombre que sufre, que sobrevive a crisis personales y generacionales, que pasa hambre y que no sabe dónde colocar el centro de su vida, será en las novelas de Padura el eje de la narración. En su artículo de finales de los noventa sobre el neopolicial iberoamericano, el de Mantilla aclara que el policía, en los países asolados por dictaduras, tiene una función, en el contexto de las novelas del género, más represiva que investigativa, “pero al desaparecer la preponderancia del enigma como motor dramático de las acciones novelescas, poco importa que exista o no una posible eficiencia policial” (Padura 1999: 42). En el caso de las novelas de Mario Conde, no solo se ha desplazado el interés desde la trama hasta el policía, sino que además este se ha llenado de una serie de connotaciones que provocan la identificación del lector con él. Al estilo del investigador Pepe Carvalho, de las novelas de Vázquez Montalbán, a quien Conde debe mucho, el cubano se muestra en las novelas con todos sus atributos humanos. Sabemos de él lo mismo que lo que podemos extraer del contacto con una persona real en la vida cotidiana, y esto es necesario para que funcione y sea creíble la crónica y la crítica sociales que son parte fundamental de la estructura del relato neopolicial. Dicen Martín y Sánchez al respecto, comparando al policía catalán con el habanero: Identificamos múltiples similitudes con el investigador barcelonés. Entre ellas, el gourmetismo de los dos protagonistas, fruto del gusto de los autores por el buen paladar –sobre todo de la cocina tradicional– y también por el buen vino. Entre sus peculiaridades cabe destacar que ambos personajes novelescos son nostálgicos, escépticos y cada vez más sentimentales a medida que transcurren sus ciclos novelescos. Además, el gusto por las mujeres es una constante en la vida de los dos investigadores. Sus filiaciones literarias […] coinciden en muchos aspectos. [Asimismo], la singular forma de ver el mundo, el comportamiento social, además del cansancio que ambos protagonistas van transmitiendo a lo largo de sus sagas novelescas. Este cansancio viene reflejado por el desencanto a medida que transcurren sus historias. (Martín y Sánchez 2006: 156)

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En la narrativa anterior había una solución maniquea en el manejo de los personajes, para destacar los aspectos positivos de los policías, su vida y su actividad casi siempre intachables, frente a las debilidades y carencias nítidas de los criminales. Al estilo de las fábulas, los buenos encarnan las virtudes que se quieren propagar, dada la visión apologética y didáctica del género, y los malos suman todos los vicios que se quieren desterrar. En las novelas del Conde hay policías corruptos, hay representantes del gobierno cubano que son delincuentes y Conde mismo es un rosario de defectos, aunque estos son, de algún modo, “entrañables”, con los que cualquier lector “llega a simpatizar. Lo fundamental es que el Conde tiene una cualidad que era imposible de alterar en ninguno de esos libros, y es su decencia. Conde es un hombre decente. Tenía que ser incorruptible porque no podía tener los defectos que tenía y además ser un corrupto, ser una persona no decente. Por eso, yo trabajé con mucho cuidado la visión ética de él de la realidad. Puede ser un borracho, puede ser que una mujer lo haya engañado, puede ser que llegue tarde a una reunión, puede ser que haga cualquier desastre, pero en lo esencial Conde es un hombre de unos principios que son inamovibles. Eso era muy importante para que él pudiera ser quien juzgara a esas otras personas aparentemente incólumes, aparentemente perfectas”. (Wieser 2005: s/p) Para poder soportar la presión de un mundo que te exige cierta perfección cuando estás cargado de deficiencias que no escondes, y para poder ser juez y parte siendo a la vez un contraejemplo, Conde debe defenderse de la agresividad del universo que lo rodea y lo supera, y al que no entiende. De ahí el humor y la ironía con los que afronta situaciones graves. Ellos le sirven para mantener sus valores intactos: su respeto por la verdad, su sentido de la fidelidad, la amistad, etc., armas que custodia con una patente necesidad vital. Estas características se van consolidando en las sucesivas entregas en las que aparece el personaje, de tal forma que podemos reconstruir su itinerario laboral y personal. En las primeras novelas es un todavía joven policía, aunque ya desencantado, que pulula por los bajos fondos de la ciudad de La Habana y se topa con toda la porquería de una urbe que hiede, desautorizando la imagen de ciudad perfecta y agradable que han impulsado no solo las novelas de las décadas anteriores, sino incluso las rutas del turismo que han subyugado a europeos y americanos durante muchos años. Esa realidad escondida ha convertido a Conde en un ser cada vez más escéptico y desengañado, y en su madurez abandona el cuerpo de policía y se dedica a investigar por su cuenta y a perseguir otros sueños, más espirituales y cultos, relacionados con el mundo de la literatura.

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Conde crece con Padura, va cumpliendo años y, si en las primeras novelas tenía unos treinta y cinco, en las últimas ya ha sobrepasado los cincuenta y su vida entra en otra dimensión. En 2013, fecha de la penúltima novela hasta la actualidad, Herejes, el expolicía tiene 54 años, ha experimentado algunas épocas de bonanza con la venta de libros, pero el esfuerzo que debe realizar por mantener el tipo, en lo económico, en lo sentimental y en lo ético, sigue siendo titánico. Cuando la historia de aquellos judíos que no pudieron quedarse en Cuba en 1939, la de sus descendientes durante todo el siglo XX, y la de aquel cuadro maldito de Rembrandt cruzando el Atlántico y desapareciendo no sé sabe dónde, está a punto de terminar, con más incógnitas que respuestas, Conde se aferra a la única certeza que le queda, antes de entrar en una edad más que madura: “ya no hay nada en que creer, ni mesías que seguir. Solo vale la pena militar en la tribu que tú mismo has elegido libremente. Porque si cabe la posibilidad de que, de haber existido, incluso Dios haya muerto, y la certeza de que tantos mesías hayan terminado convirtiéndose en manipuladores, lo único que te queda, lo único que en realidad te pertenece, es tu libertad de elección” (Padura 2013: 513). Esa es la conclusión de tantos sueños frustrados, tantas promesas revolucionarias incumplidas, tanto dolor arbitrariamente administrado por quienes se creían dueños de los cuerpos y de las almas de los cubanos. Es el más puro individualismo, al que se ha llegado, cerrando el círculo, después de soportar durante décadas un sistema colectivista que desautorizaba las actitudes burguesas. Por ese talante ético, y por esa falta de pudor en sacar a ventilar los propios defectos y los de un sistema social deteriorado, es por lo que Amir Valle y el resto de los lectores de Padura, quisiéramos ser Mario Conde, el cubano, con el permiso de Leonardo Padura, si es que todavía quiere ser Paul Auster.

Capítulo 5

Cuba, punto de (des)encuentro de la cultura occidental en la narrativa de Leonardo Padura La narrativa de Leonardo Padura ha seguido las pautas diacrónicas que le ha ofrecido la evolución de la cultura occidental desde su primera novela, Fiebre de caballos, escrita en 1983-1984 y publicada en 1988, hasta la última. También se observa en el cubano una adecuación a los ritmos de la historia de Cuba y de la personal, desde aquellos ochenta en los que, antes de la condena a muerte de Ochoa y De la Guardia y antes de los funerales de la Mamá Grande (la Unión Soviética), todavía quedaban románticos que esperaban un futuro mejor para la isla en el contexto de la economía comunista y la política de férrea dictadura, para la cual, la lucha contra el enemigo y su bloqueo justificaba la represión y la total ausencia de libertad de expresión, de asociación, de culto y de participación ciudadana en la vida política. Por eso, Fiebre de caballos es una historia de amor sin crítica social, un bildungsroman de un adolescente que se enamora, y vive en una sociedad cuyos basamentos no se cuestionan. El universo es cubano y cerrado sobre sí mismo, sobre la isla que se repite. Se trata más bien de una reflexión sobre el tiempo, al que se mira con la nostalgia y la resignación del que sabe que se le escapa y no volverá. En la última edición de la novela inaugural, de 2014, Padura explica en el prólogo esas circunstancias diatópicas y diacrónicas o, como diría Bajtin (1989), cronotópicas, y aclara que quienes la lean ahora “podrían concluir que mis personajes de entonces y sus conflictos eran complacientes con la realidad. Y puede ser una apreciación cierta; pero solo si se entiende que esa era su realidad, esos sus conflictos” (Padura 2014a: 14). De esa primera tentativa hasta su última entrega, Padura ha politizado cada vez más su actividad escrituraria, y en los noventa se ha centrado en la situación caótica y sin salida de la isla, para dejar paso en el nuevo siglo y milenio a una narrativa que se libera del círculo cerrado de “lo cubano” y conecta la identidad nacional con fenómenos culturales, sociales, políticos e históricos que sacan a Cuba del narcisismo lastimero y quejumbroso de las miserias sufridas en el periodo especial. En las novelas del presente siglo, Cuba

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sigue siendo el centro de atención, pero se encuentra permanentemente conectada con un mundo que está fuera de ella, que lo complementa, que lo explica incluso mejor que ella a sí misma, y que le da presencia en un mapa que antaño era solo un lagarto verde y en el que han aparecido, por fin, los océanos, los continentes. En su recopilación de ensayos Yo quisiera ser Paul Auster (2015), Padura da cuenta de lo que supuso, no solo para él sino para toda su generación, el hecho de que en los noventa la narrativa se centrara nada más, obsesivamente, en los propios desengaños y en las manifiestas carencias: En medio de esa nueva circunstancia nacional [el periodo especial], tal vez el mayor error de esta literatura más desenfadada o desencantada o con intenciones críticas haya sido su falta (o la incapacidad de algunos de sus creadores) de una perspectiva más universal, es decir, menos localista. La insistencia en determinados mundos sociales, personajes representativos, problemáticas específicas y modos expresivos que se tornaron repetitivos, hizo que una parte notable de esta literatura se encallara en lo inmediato, en las tan peculiares peculiaridades cubanas. (Padura 2015: 18)

Es cierto que parece estar hablando de otros escritores y no de sí mismo, pero dado su cambio de orientación a comienzos del nuevo siglo, hacia una nueva amplitud de miras, que se matiza hasta el extremo de que Mario Conde deja de ser un policía enfangado en las miserias más repugnantes de La Habana y se convierte en escritor y vendedor de libros, es claro que Padura toma nota de lo que observa y rectifica el rumbo. Esta derivación se sitúa en el ámbito de actuación de la mayoría de los escritores latinoamericanos de los últimos años, que han abandonado la necesidad de escribir sobre el propio país, desde el propio país y en el contexto de la identidad latinoamericana o nacional. Es claro que Padura nunca ha roto los lazos con las temáticas cubanas, ni ha dejado de residir en su país, por lo que no es un sujeto desterritorializado ni esencialmente globalizado, pero, en una posición intermedia a la de la mayoría de los miembros de la siguiente generación (Edmundo Paz Soldán, Fernando Iwasaki, Jorge Eduardo Benavides, Jorge Volpi, José Manuel Prieto, etc.), ha combinado la omnipresencia del origen con la apertura a otras culturas. La producción literaria de Padura en los años noventa se centró en la serie de “Las cuatro estaciones”, donde el policía antihéroe Mario Conde trataba de resolver crímenes en la Cuba de los márgenes, destruida y sin horizonte, abocada a la desesperanza (Ramone 2016: 99-118). Ese ciclo, que duró toda la década (1991, 1994, 1997 y 1998), parecía cerrado cuando se publicó la novela de la cuarta estación, Paisaje de otoño, de 1998, pero después han aparecido varias entregas más en las que Mario

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Conde vuelve a ser protagonista. La más cercana al estilo y propósitos de la tetralogía es La cola de la serpiente, publicada en 2011. Aunque está muy alejada en el tiempo de publicación respecto a las de los noventa, su entorno es más parecido al de ellas porque se trata de un relato que fue escrito en 1998, desarrollado más adelante, hasta una primera edición como noveleta en 2001, y la definitiva (corregida y aumentada) diez años más tarde. En esta novela existe, para aludir a ella desde la perspectiva que planteamos, una trama volcada en La Habana, que continúa siendo una ciudad oscura y hostil, centrada en lo cubano y en la crisis que comenzó en los noventa, ahora desde la mirada de la comunidad china que tiene, como en la mayoría de las grandes ciudades, su barrio, y que en la capital cubana está casi destruido, prácticamente en ruinas. Por ello, su fecha de publicación definitiva (2011) es engañosa, al constituir una reelaboración de un material más acorde con las preocupaciones manifestadas en las obras de los noventa. Por tanto, las novelas que nos van a interesar en nuestro propósito serán todas las publicadas en el presente siglo excepto La cola de la serpiente. De todas ellas, hay una que vuelve al planteamiento general de las de los noventa, La neblina del ayer (2005), es decir, un ambiente cerrado sobre sí mismo, en La Habana, y con una carga crítica de elevadas dimensiones. Sin embargo, hay algunas novedades que tratan tímidamente de abrir ese círculo o vorágine narcisista. Conde ya no es un policía que trabaja en casos en los que se puede rastrear la omnipresencia de la ciudad decrépita. De hecho, ya dimitió como tal en las últimas páginas de Paisaje de otoño, para tratar de convertirse en escritor de ficción, y en La neblina del ayer lo encontramos convertido en una especie de empresario que compra y vende libros por toda la ciudad, visitando casas y bibliotecas. El mundo del arte, que es universal, simbolizado en la literatura, y también en la música, remite a una realidad espiritual que rebasa los contornos de la isla. (Battaglia 2014: 54-66) Asimismo, el recurso a la Historia, que será frecuente en toda la producción narrativa del presente siglo, añade una perspectiva descentralizadora, al combinar detalles del pasado que invitan a negociar juicios sobre el presente, en lugar de emitir quejas por la situación a la que hay que enfrentarse. El verso del bolero que da título a la novela representa el conato de la globalización, ya que se trata de una canción compuesta por argentinos y cantada por decenas de intérpretes de todos los países de habla hispana, que ha sido traducida a varios idiomas y cantada por artistas famosos en varias lenguas, pero, a la vez, da estructura a la obra, que tiene una Cara A y una Cara B, como los antiguos vinilos. Partiendo de esa primera apertura, en la novela caben comentarios acerca de la música

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extranjera que estuvo prohibida en Cuba en los años sesenta y setenta, que se propone además como contrapunto a la música oficial de la revolución por aquellos años, la “Nueva Trova Cubana”, con sus dos máximos exponentes, Silvio Rodríguez y Pablo Milanés. El círculo de amistades de Conde no recuerda nada de estos últimos, pero si se refiere con asiduidad a Los Beatles, Chicago, Los Creedence, y algunos latinos no cubanos como Fórmula V o Los Pasos. Esas elecciones pueden tener un marcado sesgo político, que apuntala la crítica al presente (2003, el momento en el que se desarrolla la acción), mediante el recuerdo ominoso del pasado represivo. Así lo ha visto Néstor Ponce: “La ausencia de alusiones a dicho movimiento [La “Nueva Trova”] repercute en un texto en que los boleristas, los roqueros e incluso los jazzistas son objeto de continuas menciones. El silencio textual corresponde a los silencios de la música, se prolonga en el silencio político: si Pablo Milanés o Silvio Rodríguez no son citados, tampoco lo son las principales figuras de la Revolución” (Ponce 2011: s/p). Algo parecido ocurre con el constante recurso a la literatura. En primer lugar, el nuevo oficio de Conde nada tiene que ver con el servicio a la patria que suponía su anterior dedicación. Es más bien un asunto de cultura, que navega peligrosamente en las aguas del negocio privado imposible en la isla, y que se instala además en un territorio pantanoso para el que lo acomete en el universo de las dictaduras. En segundo lugar, Conde y sus amigos se refieren constantemente a la época en la que los escritores dejaron de ser intocables y se convirtieron en el blanco más vulnerable del ejercicio absoluto del poder. El caso Padilla y el quinquenio gris, es decir, desde 1968 hasta 1976, marcan las pautas definitivas de lo que va a ser la posición oficial con respecto a la literatura y el arte. Aquel “Dentro de la revolución, todo; fuera de la revolución, nada” de 1961 cobró triste y radical realidad al final de esa década y comienzos de la siguiente. Valga como botón de muestra el discurso de Fidel Castro en la clausura del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, de abril de 1971, días después de la detención y la tortura de Padilla. Castro criticó duramente a los intelectuales burgueses, y sobre todo a aquellos seudoizquierdistas que preferían frecuentar los salones de París que arrimar el hombro con su trabajo, su esfuerzo e incluso con su participación en la lucha armada, como ya hemos visto en el capítulo anterior. Así, no es un detalle banal que Padura haya elegido esa época para su reflexión especular con el presente (Colin y Miller 2016:  34-44), haciendo pública además la nueva faceta de este cambiado Mario Conde, que ha dejado de ser un policía socarrón y se ha convertido en un culto vendedor de libros y en aspirante a escritor refinado, cuyo punto de mira

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se ha elevado de lo marginal habanero hasta los confines de la literatura universal, libre, y la música que traspasa cualquier tipo de frontera. A pesar de esa evolución en La neblina del ayer en comparación con el espacio habanero cerrado de los noventa, son el resto de las novelas del siglo XXI las que proponen más explícitamente una reflexión sobre la historia, la política y la cultura cubanas en un contexto más universal: Adiós, Hemingway (2001), La novela de mi vida (2002), El hombre que amaba a los perros (2009) y Herejes (2013). En cada una de ellas hay un momento crucial de la historia occidental que se cruza con la historia de Cuba, y convierte a la isla en protagonista vicaria del destino de la civilización contemporánea. Y, a la vez, esa confluencia sirve para el autoesclarecimiento cubano. No es común que un escritor cubano acuda a agentes externos a la isla para indagar en la identidad cubana. Los grandes teóricos de la identidad cubana han seguido las huellas de Martí en Nuestra América, para quien el gobierno de un país debe nacer del país, y para explicar a un país hay que hacerlo con el lenguaje y los elementos propios del país. Asimismo, para que un país se desarrolle, debe buscarse el progreso alrededor de los sujetos y relaciones de los que conforman el país, sin imitar fórmulas foráneas que, quizá, han sido muy útiles allá donde se han implementado, pero no tienen por qué funcionar igual en nuestra tierra. Hasta tal punto llegaba la confianza de Martí en lo autóctono, que aseguró, en forma de sentencia: “El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino!” (Martí 1975: VI, 15). A partir de Martí, la gran mayoría de los intelectuales han estudiado la cubanía partiendo de lo autóctono y permaneciendo en ello. La tesis de Lezama, que une historia y poesía en el comienzo de la conciencia de la cubanía en el siglo XVI, lleva la idea martiana al inicio de la historia: la isla se funda dentro del mundo de la poesía, que ya es cifra de la cubanía, y ella define al cubano, sin hacer mención siquiera al sustrato español. Cintio Vitier, en Lo cubano en la poesía, no dista mucho de la tesis de su maestro Lezama, y un ensayista tan brillante y lúcido como Fernando Ortiz no duda en emular a Martí utilizando productos de la tierra para ubicar la identidad: el tabaco y el azúcar definen al cubano, en sus cualidades espirituales, mejor que cualquier otro elemento, porque son los productos más genuinos de la isla y poseen los mismos rasgos que el carácter del cubano. Con las novelas del siglo XXI, Padura supera esa tendencia y pone al mundo contemporáneo transatlántico a negociar la identidad cubana con la misma isla. En Adiós Hemingway, Mario Conde comienza su aventura preguntándose en la primera página del relato qué estaba haciendo en Cojímar y cuál era la razón verdadera por la que se encontraba envuelto en aquella investigación, mientras recordaba cómo conoció a

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Hemingway cuando tenía 5 o 6 años. Y esa reflexión, que es necesidad de autoesclarecimiento, termina en desazón, pues debe aceptar “la maligna evidencia de que debía vivir con más interrogantes que respuestas” (Padura 2006: 15). Poco más adelante, en la primera conversación con Juan Tenorio, el director del museo de Hemingway, este le habla de los “hemingwayanos cubanos”, y se establece la siguiente conversación, sobre la pregunta de Conde acerca del colectivo: —¿Los hemingwayanos cubanos? ¿Qué es eso, una logia o un partido? —Ni una cosa ni la otra: somos gentes a las que nos gusta Hemingway. Y hay de todo: escritores, periodistas, maestros y amas de casa y jubilados. —¿Y qué hacen los hemingwayanos cubanos? —Pues nada, leer a Hemingway, estudiarlo, hacer coloquios sobre su vida. —¿Y quién dirige eso? —Nadie…, bueno, yo un poco organizo a la gente, pero no los dirige nadie. —Es la fe por la fe, pero sin curas ni secretarios generales. No está mal eso –admitió el Conde, admirado por la existencia de aquella cofradía de crédulos independientes en un tiempo de incrédulos sindicalizados. —No es fe, no. Es que era un gran escritor y no el ogro que a veces pintan. Y usted, ¿no es hemingwayano? El Conde debió meditar un instante antes de responder. —Lo fui, pero devolví el carnet. —¿Y es policía o no es policía? —Tampoco. Es decir, ya tampoco soy policía. —¿Y entonces qué cosa es? Vaya, si se puede saber. —Ojalá lo supiera… Por lo pronto estoy seguro de lo que no quiero ser. Y una de las cosas que no quiero ser es policía: he visto demasiada gente volverse hijos de puta cuando su trabajo debía ser joder a los hijos de puta. Además, ¿ha visto usted algo más antiestético que un policía? (Padura 2006: 23-24)

La obsesión por el autoesclarecimiento es nítida: un expolicía que aborrece su vida anterior y no sabe lo que es, se encuentra acuciado por la pregunta acerca de la identidad en el contexto del “ser hemingwayano”. Esto ocurre en las novelas del nuevo siglo, pero a la vez existe la posibilidad del camino contrario. ¿Puede la historia de Cuba, individual y colectiva, ofrecer respuestas identitarias al mundo occidental? ¿Es posible que, por encima del ensimismamiento y el ostracismo de la cultura y la sociedad cubanas, existan momentos de la historia en los que los insulares hayan ofrecido pautas de comportamiento o protagonizado procesos que pudieron

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cambiar el rumbo de la cultura y la civilización occidentales? Padura se lamenta en su ensayo (2015) del deplorable estado de desinformación del escritor y el intelectual cubano que vive en la isla sobre lo que se está escribiendo en otras latitudes, que no es un mal de los años en los que él ha escrito, los noventa y los dos mil, sino de muchas décadas atrás. Incluso aquellos más inquietos, enterados y con posibilidades de cierto contacto con el mundo exterior, tienen una formación y una información aleatorias, dependientes “no de sus necesidades sino de sus posibilidades de comprar o encontrarse con determinados autores y obras que, en ningún caso, se publican o distribuyen en el país” (Padura 2015: 19). De ahí la necesidad, en los últimos años, de relacionarse con el exterior no solo de una manera física, sino cultural e identitaria. Todo esto nos lleva a plantearnos nuevas preguntas: ¿Cuándo y por qué decidió el de Mantilla derivar su narrativa hacia esa apertura? Y, lo más importante, ¿fue una decisión plenamente consciente, o más bien se trató de seguir las pautas que los escritores más jóvenes de Europa y América comenzaban a diseñar? Quizá haya un poco de todo en esa decisión o evolución, pero lo que está claro es que en 2005 ya hacía apología de la “mezcla” como un valor contemporáneo, una implicación muy positiva de nuestro tiempo, como una “celebración de la identidad”, que ha ocurrido siempre, pero de modo especial en estos momentos, y que se concreta en la capacidad del hombre “de conocer al otro y, llegado el momento, de mezclarse con el otro, para que nazca lo nuevo, que casi siempre es mejor” (Padura 2015: 177). En el origen de su evolución narrativa personal pudo intervenir una circunstancia aleatoria, no pensada ni decidida conscientemente. Hacia el cambio del siglo y del milenio fue invitado por sus editores brasileños a participar en una serie de publicaciones bajo el título de “Literatura o muerte”, en la que debería unir el nombre de algún escritor famoso con el género negro. La elección, dice Padura, fue inmediata, pues con Hemingway ha tenido durante mucho tiempo una relación encarnizada de “amor-­odio” (Padura 2006:  10). Enfrentarse a él fue el modo de exorcizar sus demonios, pasando todas sus obsesiones a Mario Conde, quien las soportaría como un enorme fardo durante toda la novela. El texto funciona en el nivel de las cuentas que el protagonista debe arreglar con el Premio Nobel, pero también desde una mirada más elevada. Hemingway simboliza, en la cultura de los Estados Unidos, un eterno inconformista; tanto, que él mismo terminó con su vida. Por un lado, denota una peculiar actitud en el grupo de la Generación Perdida, por sus polémicas con Faulkner y su literatura absolutamente experiencial, basada en una vida aventurera y arriesgada. Por otro significa, en el contexto de la revolución, un desafío al imperialismo de su país. Hemingway vivió más de veinte años en

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Cuba, y aunque en los comienzos de 1959 saludó con optimismo la acción revolucionaria que terminó con la caída del dictador Batista, más tarde sufrió las consecuencias del acoso a la propiedad privada por parte del nuevo gobierno. No obstante, para Cuba es un ejemplo de un estadounidense que entendió las ventajas de la vida apacible en un pequeño pueblo de pescadores frente a las servidumbres del desarrollo del norte. Cuba sería, en ese sentido, la toma de conciencia de la posibilidad de “otro tipo de vida”, en contacto con la naturaleza. El viejo y el mar sería la cifra de esa propuesta: el hombre no lucha contra un estado o una sociedad que oprimen, en una tarea descomunal e inútil, sino contra la misma naturaleza, en un enfrentamiento noble que posibilita la heroicidad. Demostrar, entonces, que Hemingway no mató al hombre que estaba enterrado en su finca es también recuperarlo para esa visión idílica del mundo natural alejado de los centros. En eso abunda el artículo de Padura dedicado a los desencuentros de Hemingway con Hoover y con el FBI, agencia para la que el Nobel trabajaba desde Cuba, pero con la que nunca llegó a tener una relación coherente con su posición dentro de ella, porque era muy crítico con sus procedimientos y fines (Moddelmog 2008: 53-72). Padura sugiere además que Hemingway estaba escribiendo un libro sobre el FBI en el que se explayaba describiendo sus métodos de presión, vigilancia, ocultamiento de datos y chantaje (Padura 2015: 225), y que Hoover hizo todo lo posible por propagar la imagen de un Hemingway borracho, indisciplinado, inútil, patético y proclive a ideas comunistas (Padura 2015: 225). El Nobel estadounidense, que aceptó trabajar en el FBI para informar sobre actividades de la Falange Española y nazis radicados en la isla, llegó incluso a estar involucrado con el famoso suceso del barco lleno de judíos que no pudo dejar a sus pasajeros en La Habana y que ha inspirado la novela Herejes, de Padura. No parece, por tanto, muy aleatoria la elección de Hemingway para una novela de encargo, cuando el de Mantilla se está planteando salir del mundo cerrado de Cuba y valorar esas interacciones que amplifican la visión de una isla que posee un protagonismo primordial en ciertos episodios cruciales de la historia occidental. En las cuatro novelas que estamos considerando, política y literatura (o arte) son los dos ejes que posibilitan esa mirada, la de un protagonismo histórico que termina para siempre con el tópico de Cuba como una isla donde nunca pasa nada, donde el tiempo se ha detenido y solo cabe en las imágenes de sus costas paradisiacas, sus palmeras y sus mulatas. En la siguiente entrega, La novela de mi vida, nuevamente confluyen historia, política y literatura en el encuentro de Cuba con el mundo occidental. La mayoría de los muchos críticos que han escrito sobre ella concuerdan en el propósito identitario: Padura trata de indagar en la cubanía a través de la figura del primer gran escritor romántico cubano,

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José María Heredia, la reflexión sobre el independentismo y la extensión de una serie de paralelismos, definidores de lo cubano, de esa descripción en varias generaciones siguientes, hasta la época contemporánea. Esas pautas que se repiten, en la isla que se repite (Benítez 1998:  15-46), son el exilio, la nefasta costumbre de la delación, la envidia que lleva a desear y procurar el mal al amigo o colega –idea desarrollada también en su artículo “Los horrores del mundo moral: los profesionales del odio” (Padura 2015: 270-273) a propósito de Domingo del Monte y José María Heredia–, la censura y la autocensura, el exilio y el universo de los dictadores, como hemos visto en el capítulo tercero. Todo esto es cierto, pero muy pocos han reparado en el modo con el que Padura trata de ir más allá de una indagación sobre los ciclos de la historia cubana que condenan a la isla a un destino fatídico de repeticiones malditas. Pensamos que la novela explica a Cuba, pero explica también el diálogo que establece la isla con todo el subcontinente en el periodo más importante de toda su historia: el paso del sistema colonial al republicano, a través del sangriento y complicado proceso de las independencias latinoamericanas. Las primeras décadas del siglo XIX son las que inauguran una conciencia de continente imposible de obtener durante los tres siglos de la Colonia, porque la pertenencia a España impedía los regionalismos, que ni siquiera coincidían con las divisiones virreinales, e impedía asimismo la mirada desde el interior en busca de una autodefinición continental. Las colonias eran España antes que América, del mismo modo que en el norte las colonias eran España, Francia, Inglaterra, Holanda, etc. La percepción eurocentrista de la situación de las “cuatro partes del mundo” proviene de una movilización a escala planetaria que impone el concepto de expansión (Gruzinski 2000: 52), lo que significa que los movimientos identitarios “oficiales” van siempre de Europa a América y no al revés. Solo en el siglo XIX esta situación experimenta un viraje, y aparece la obsesión por la identidad continental, desde el discurso de Bolívar hasta el de Martí, y la obsesión por las identidades nacionales. Lo paradójico –y eso se deja entrever en la novela de Padura– es que precisamente un lugar como Cuba, que no se independizará hasta el final del siglo, ofrece una de las visiones más completas y complejas del proceso alrededor de la figura de uno de los intelectuales, políticos y artistas más complejos y completos del XIX, José María Heredia. Su obra escrita y su labor política dan cuenta de que su estatura y su protagonismo en la historia del continente están a la altura de los próceres más celebrados, como sugiere José Antonio Portuondo: Bello y Heredia son ejemplos eminentes de americanismo militante: ambos llevan su pasión creadora más allá de sus tierras nativas y se integran a la

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vida mexicana o chilena haciendo conciencias como antes Bolívar levantaba naciones. El movimiento independentista había esparcido escritores y guerreros por todo el continente, contribuyendo a propagar la esencial unidad ideológica latinoamericana, fundada en la básica identidad de sus problemas económicos, políticos y sociales […]. Hay un afán desmedido por precisar las fronteras nacionales, mientras la letra común descubre la unidad de conciencia americana. (Portuondo 1988: 402)

Además, Heredia está unido a los independentistas latinoamericanos del momento por otro factor, no menos importante que el anterior: sufrió igualmente desencanto en la tarea que había comenzado a llevar a cabo. Podría ser que el suceso más sorprendente de la vida de Heredia, la carta que escribió a Tacón diciendo que se arrepentía de todo lo que había hecho, con el fin de que lo dejara entrar en la isla para ver morir a su madre, que ya agonizaba, no haya sido bien interpretado por los historiadores. Siempre se ha dado por supuesto que Heredia nunca se arrepintió de su pasado independentista, y que esa confesión tuvo el único fin de poder ver a su madre viva antes de su fallecimiento. Padura dedica una extensa sección a la conversación, que al comienzo tiene un interesante diálogo, sobre la base de algunas ironías de Tacón, el Capitán General y Gobernador de la isla, muy conocido por su férreo y tiránico ejercicio del poder: —¿Lo han tratado mal en Cuba? Mire que di órdenes estrictas… —No, no, solo me han recordado que estoy aquí por su voluntad, y que su voluntad podía cambiar. —Nada más lejos de mis deseos. Para mí era muy importante que usted viniera a Cuba. —Ya sé… Soy como un trofeo de guerra, ¿no? —Usted siempre ha sido un mal ejemplo, y sus poemas… Heredia, que usted haya claudicado es una victoria para mi gobierno, para la corona española. —Mi claudicación, como usted le llama, mucho tiene que ver con motivos personales. —Sí, por supuesto. ¿Encontró bien a su señora madre? —Afortunadamente. —Cuánto me alegro… –y me miró directamente a los ojos–. Pero en su carta usted me hablaba de otras cosas. Me decía que ya no estima que lo mejor para esta isla sea la independencia. —He visto lo que ha ocurrido en México. Se lo que sucede en Colombia, y no es alentador. —Eso se veía venir hace años. Yo llegué a América en 1809, como gobernador de Popayán, y sabía que todo terminaría así. (Padura 2002: 312)

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Lo que el novelista recoge es la versión oficial de lo ocurrido en esos años treinta, pero no aclara si realmente Heredia estaba arrepentido de su independentismo anterior. La clave de este episodio y, en ese caso, también de la interpretación de la novela en un contexto continental en el que Heredia sería un “iniciador de caminos” (González Acosta 2002-2003: 283-295), quizá nos la podría dar Rafael Rojas en su libro Las repúblicas de aire. Utopía y desencanto en la revolución de Hispanoamérica (2009). Heredia sería uno de esos ocho fundadores –letrados y estadistas– que intervinieron como verdaderos protagonistas en los procesos de independencia de América Latina. Los otros siete son los venezolanos Simón Bolívar y Andrés Bello, los mexicanos Fray Servando Teresa de Mier y Lorenzo de Zavala, el cubano Félix Varela, el peruano Manuel Lorenzo de Vidaurre y el ecuatoriano Vicente Rocafuerte. Pero hay otros próceres de las nuevas naciones que se relacionan con los anteriores en un mismo aspecto. Francisco Miranda, José de San Martín, José Artigas, Bernardo O’Higgins, Miguel Hidalgo y José María Morelos, entre otros, tuvieron cierto protagonismo en los primeros pasos de las nuevas repúblicas, pero pronto dejaron de ser líderes, por diversas circunstancias, y engrosaron, como los ocho primeros, una larga lista de desencantados por el tenor que los gobiernos republicanos estaban imprimiendo a los países recién independizados. Poderes locales, caudillismo despótico, crisis económicas, ausencia de planteamientos democráticos, crímenes políticos de muy baja catadura, incapacidad para el diálogo y para aceptar las opiniones del pueblo o de las mayorías y corrupción generalizada, además de numerosas guerras civiles y entre los nuevos países, fueron los ingredientes de la historia de los años veinte y treinta del siglo XIX. En el caso de Heredia, no es de extrañar que, en verdad, él estuviera decepcionado de lo que estaba ocurriendo en México, donde participó activamente en la política del joven país, durante su largo exilio. Tanto Padura como Rojas parecen sugerirlo. La novela de Gabriel García Márquez dedicada a Bolívar, El general en su laberinto, es uno de los textos más representativos y simbólicos de lo que constituyó el final de las guerras de independencia y el comienzo de las nuevas repúblicas. Aquel que fuera el líder más importante de los procesos revolucionarios terminó siendo un perseguido por sus propios adeptos, un hombre enfermo, decrépito, marginado, que se quedó fuera del juego del poder, y que pudo ver amargamente durante algún tiempo en qué habían quedado aquellas utopías de libertad, respeto, crisol pacífico de razas y culturas, que él y otros líderes habían procurado para la nueva andadura independiente del continente latinoamericano. El guiño de Padura al creador de Macondo es más que posible.

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Pero Heredia no es solo uno de los símbolos de ese desencanto continental, que comparte decepción con las figuras más representativas de la época más importante de los cinco siglos de historia de América Latina; es también el primer romántico en el mundo hispánico, como afirmó Manuel Pedro González (1955) en su ensayo de rectificación histórica. Fue quien encendió la chispa del siglo literario. La centuria de la independencia fue también la del romanticismo, que se alargó hasta los últimos años del siglo, conviviendo con el modernismo y el naturalismo. En ninguna otra tradición literaria, ni siquiera en la alemana, el romanticismo duró tanto tiempo, y el tiempo político se unió al literario, o se acoplaron los dos, de un modo mucho más armónico que en otras zonas. En Alemania, por ejemplo, desde el Sturm und Drang hasta la unificación pasó un siglo. Sin embargo, en América Latina, la literatura de Bello y Bolívar fue paralela a las independencias, y el romanticismo quedó como testigo y como valedor, escrutador y guardián del proceso durante todo el XIX. Solo las segundas revoluciones, simbolizadas en la mexicana de 1910, que tenían como fin conseguir una segunda independencia, al decir de Martí, acabaron de verdad y de un modo definitivo con el espíritu del romanticismo y crearon una “vida moderna”, que en lo literario se identificó con las vanguardias, mientras que Rubén Darío y su grupo fueron el periodo de transición entre una época y la otra. Heredia, por lo tanto, se sitúa en los orígenes de ese proceso como un iniciador, piélago del que van a beber todas las fuentes de la modernidad. Existe todavía una tercera vía que acumula méritos al cubano para establecerse como paradigma de lo que Cuba facilitó a occidente: su trayectoria en el exilio. Ya hemos hecho referencia a su protagonismo en el intento de sentar unas bases sólidas para la democracia en México, pero se debe aludir también a los frutos literarios de ese exilio. Sus dos obras más leídas, publicadas e imitadas son “En el Teocalli de Cholula” y la “Oda al Niágara”: una habla de México y otra de los Estados Unidos. No son obras de estricta cubanía sino homenajes a lugares míticos de otros países. En la primera exalta la naturaleza y la vida de los aztecas, y eso puede interpretarse como uno de los primeros homenajes modernos al universo precolombino justo en el momento de las independencias, que miran al pasado para separarse de lo español y del lastre colonial. En la segunda, el propósito continental va más allá: Heredia exalta la naturaleza del primer país que lo ha acogido en su exilio: Estados Unidos. Junto con Félix Varela, que reside en Filadelfia y mantiene desde ahí una acción política combativa en pro de la independencia, Heredia ha podido participar en actividades literarias y políticas en esa zona del noreste del país, y ha tenido la oportunidad de conocer uno de los mitos de la naturaleza del mundo

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occidental: las cataratas del Niágara. Fascinado por el lugar, pero fascinado también por la descripción que Chateaubriand había hecho del entorno en su novela Atala, Heredia se convierte nuevamente en un iniciador de caminos, pues el Niágara llegará a ser en el siglo XIX y continuará siendo en el XX un símbolo de la belleza y de la fuerza de la naturaleza, y un lugar recurrente para poetas y artistas, que lo visitan y escriben sobre él. Son relevantes el drama de los mexicanos Riva Agüero y Mateos de 1862 La catarata del Niágara, el texto dedicado por el argentino Sarmiento en su libro Viajes, en el que no solo relata su admiración por el espectáculo de la naturaleza (“el pedazo más bello de la naturaleza”, dijo) sino que constituye además una obra de profunda admiración por todo el país, en el que se quiso quedar y, como afirmó, hacerse “yankee”; el poema del romántico colombiano Rafael Pombo “En el Niágara”, el relato del naturalista chileno Alberto Blest Gana “De Nueva York al Niágara”, el poema de 1882 que le dedicó el venezolano Juan Antonio Pérez Bonalde, el extenso prólogo que escribió el mismo año Martí para el libro de Bonalde, verdadero manifiesto del modernismo, el libro de viajes del argentino Paul Groussac Del Plata al Niágara, la obra teatral del peruano Alonso Alegría, hijo de Ciro Alegría, El cruce sobre el Niágara, y un largo etcétera. El Niágara se convirtió, desde el romanticismo, en un lugar común en todo el territorio latinoamericano, tanto, que desde hace mucho tiempo se ha acuñado la frase “el Niágara en bicicleta” en Cuba y en la mayoría de los países latinoamericanos para significar que algo es muy difícil de conseguir. La tercera novela de Padura que universaliza a Cuba y le confiere protagonismo es El hombre que amaba a los perros. Aparentemente, Cuba no tiene ninguna relación con los protagonistas: Ramón Mercader es un español integrado en la estructura del comunismo internacional prosoviético y Trotski un fugitivo ruso, errante de esa estructura, perseguido por Stalin, que acabó en México, acogido por la amabilidad y el compromiso de Cárdenas. Hay dos aspectos tremendamente llamativos y cruciales en la construcción técnica de esta novela, que destacan no por su novedad sino por su intensidad: el recurso a la historia y el dato escondido que desubica las tramas al comienzo pero que cierra el círculo al final y hace que todo cobre sentido. En la nueva andadura de los dos mil, la historia será siempre el eje de la presencia de Cuba en el mundo, como ya hemos visto. Con ello se suma el de Mantilla al auge del género de la novela histórica en los últimos veinte años, tanto en la literatura de más calidad como en la del best seller. Como en las novelas anteriores, Cuba describe al mundo, pero también el mundo describe a Cuba. La infamia del estalinismo en Rusia hace pensar en el estalinismo cubano, de igual modo que la tiranía de Tacón remitía directamente a la de Fidel Castro en

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la novela anterior. Las colectivizaciones de Stalin comenzaron en 1929, en el mismo momento en que se estaba desterrando y acosando a Trotski. Las que afectaron a Cuba comenzaron en la década de los sesenta y abolieron completamente la propiedad privada, que ha sido el factor decisivo en el empobrecimiento radical de la perla del Caribe. En una entrevista con Mauricio Vicent en El País, Padura enumeraba los males que había sufrido la isla desde la imposición del estalinismo: La entronización de una burocracia siempre retardataria y cobarde; la eliminación de diversas formas de propiedad a favor de la estatal y la formación de un macro Estado que lo controla (o pretende) todo; la retórica; la verticalidad de las decisiones; la fusión de Estado, gobierno, partido único… (Vicent 2001: s/p)

En ese trueque de desgracias, imposiciones, desastres económicos y ausencia de libertad, que Cuba recibe de Stalin, la isla podrá ser nuevamente ejemplo y paradigma históricos. En una de las tres tramas que se cuentan, la más cercana a nuestro tiempo, Iván, el protagonista, coincide en Cuba con un hombre “que amaba a los perros”, como Trotski, y entre los dos van sacando las conclusiones necesarias para entender la época negra del estalinismo, pero también la época actual de la isla. Los paralelismos, cada vez más evidentes, de Mercader con ese hombre viejo, enigmático, que reside en Cuba, pero de un origen extranjero, mantienen en vilo al lector, que poco a poco va atando cabos. Que Cuba fuera el destino final de Mercader pone a la isla en el punto cenital de la historia del siglo XX: el hombre que mató a Trotski, el gran sacrificado de la revolución rusa, por las veleidades del abuso de poder del asesino más sangriento de la historia de nuestra época, termina sus días en el contexto de la revolución estalinista de Cuba, porque ni en la España franquista ni en la Rusia estalinista y posestalinista podría caber un individuo que cometió tal crimen. Pero esa conclusión se vuelve muy amarga cuando vamos uniendo, por detrás, otro tipo de cabos: el sistema y la desviación psicótica que arrastró a Mercader a integrarse en un proyecto de muertes masivas, corrupción y represión a escala continental, es decir, el proyecto de un pervertido y ególatra Stalin, tiene ciertos paralelismos, en una medida mucho menor, por el alcance político del líder, con lo que se está viviendo en la isla desde la llegada de otro ególatra obsesionado por el poder: Fidel Castro. Y es evidente que esa conclusión la debe sacar el lector, porque un cubano que reside en la isla jamás podría proponer claramente tal ecuación. De ahí el interés del cubano por esconder el mensaje en el envoltorio sutil de la técnica: confluencia de varias historias aparentemente dispares, que

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van uniéndose poco a poco, esfuerzos estructurales evidentes, claves estratégicamente reveladas en los momentos más decisivos de cada una de las historias, etc. El tema común podría ser el de la perversión de las utopías. Cuando Fidel Castro tomó el poder, gran parte de la población cubana pensó que por fin podría comenzar una nueva etapa de la historia no solo de Cuba, sino de toda América Latina y, quién sabe, del mundo occidental. Comenzaba la nueva utopía, que poco a poco se fue asimilando a la soviética, utopía que ya había dejado de serlo, a juzgar por la cantidad de desmanes que se habían producido en la etapa estalinista, quizá uno de los peores ejemplos de bestialización de la humanidad, de conculcación de los derechos humanos y la dignidad más básica del habitante del globo terráqueo. La asunción del estilo del camarada Stalin y sus consecuencias en la población cubana fueron minando poco a poco la confianza del pueblo. Al final de la novela, Padura propone la reflexión sobre lo que ocurre cuando las utopías caen en el pozo de la perversión. Ya se ha analizado narrativamente la vida y la traición de Mercader, que se hizo pasar por trotskista y entabló una relación íntima con una trotskista cercana al desterrado en México, con el fin de tener acceso fácil al entorno de la víctima. Se ha analizado asimismo la vida y la maldad intrínseca de Stalin, para quien las vidas humanas, contadas por millones, eran solo peldaños sucesivos para satisfacer su paranoica obsesión por el poder. Se han puesto a la luz algunos de los problemas graves que atañen a la vida de los cubanos en la época actual, fruto de la aplicación de un sistema que recuerda bastante a lo reflejado en las historias anteriores y, finalmente, todos los protagonistas han desaparecido de la escena. El amigo de Iván lo recuerda, después de su desaparición, revisa sus escritos y contempla cómo, a través de ellos, Iván representa a la masa, “a la multitud condenada al anonimato, y su personaje funciona también como metáfora de una generación y como prosaico resultado de una derrota histórica” (Padura 2009: 569). En esa reflexión, el amigo de Iván se pregunta si todos aquellos protagonistas de la historia, incluido Trotski, que se creían nuevos mesías o pensaban que podían decidir por los demás, o bien que los destinos colectivos justifican la subordinación de las personas individuales a la masa, eran capaces de entender la libertad. Esas interrogaciones son claves para entender el sentido final de la novela, y el papel del cubano medio, que con sus preguntas está cuestionando, o más bien condenando, las decisiones erradas de algunos que han destruido las vidas de millones de personas en todo el siglo XX a lo largo de los cinco continentes:

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¿Y las personas, qué? ¿Alguno de ellos pensó alguna vez en las personas? ¿Me preguntaron a mí, le preguntaron a Iván, si estábamos conformes con posponer sueños, vida y todo lo demás hasta que se esfumaran (sueños, vida, y hasta el copón bendito) en el cansancio histórico y la utopía pervertida? (Padura 2009: 570)

En varios lugares de la novela el narrador manda al carajo a Trotski por su fanatismo obcecado y su complejo ser histórico, que no creía en las tragedias personales, a pesar de la que él mismo vivió, sino solamente en los cambios de las etapas sociales y suprahumanas. La interpretación de la historia desde la base del marxismo anula la libertad individual y condena al hombre a ser arrastrado por las decisiones colectivas. Si estas son equivocadas (son siempre equivocadas), el hombre medio, mediano, mediocre, nada puede hacer contra el aparato del Estado, que decide por él hasta en los más mínimos detalles. En la nota de agradecimiento que sigue al final de la novela, Padura –y no el narrador– toma la palabra y revela las claves de la decisión de escribir sobre Trotski y la ideología que subyace a todos los regímenes comunistas (léase también Cuba): Al enfrentarme a su concepción, más de quince años después, ya en el siglo XXI, muerta y enterrada la URSS, quise utilizar la historia del asesinato de Trotski para reflexionar sobre la perversión de la gran utopía del siglo XX, ese proceso en el que muchos invirtieron sus esperanzas y tantos hemos perdido sueños, años y hasta sangre y vida. Por eso me atuve con toda fidelidad posible […] a los episodios y la cronología de la vida de León Trotski en los años en que fue deportado, acosado y finalmente asesinado. (Padura 2009: 571)

En la novela Herejes se analiza otro de los grandes problemas de la historia del siglo XX. Si el exterminio estalinista fue el que más víctimas acarreó, el nazi no se quedó muy lejos. Y, nuevamente, en el centro de la reflexión sobre el problema de la diáspora judía, el racismo y la proyección en una gran zona de Europa de la locura, la ambición de poder y la ausencia total de respeto por la dignidad humana, la isla también se encuentra involucrada, esta vez por la llegada al puerto habanero de un barco cargado de judíos que escapaban del horror de la Alemania nazi (Unruh 2015: 128-149). Pero la ambición de esta novela trasciende la misma historia contemporánea: desea ser un tratado sobre la libertad. Lo coyuntural no desaparece, se limita a ser metonimia de lo universal. Se trata, hasta el momento, de la culminación, hasta la fecha, de un proyecto que comenzó, como venimos diciendo, al terminar la tetralogía de “Las cuatro estaciones”. Nunca se desintegra lo cubano, pero queda asimilado y subsumido por las indagaciones en los recovecos más interiores de la

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misma naturaleza humana. Asegura Padura que una novela se escribe (eso lo dice para justificar el tema y el proceso de composición de Herejes) para “comprender la vida”, pues todas las novelas “se alimentan de la naturaleza humana” (Padura 2014b: 26). Y continúa puntualizando que, en la mayoría de las ocasiones, las novelas insisten en lo peor de esa condición: “el odio, la locura, el rencor, la exclusión del otro, la violencia, los fundamentalismos políticos o religiosos y, por supuesto, el placer de provocar miedo y el horror de sufrirlo” (Padura 2014b: 26). En el caso de Cuba y de América Latina –matiza–, los dos temas que más han preocupado a los escritores, también a él mismo, han sido la figura del dictador y las manifestaciones de violencia que han permeado la sociedad latinoamericana desde su fundación hasta el momento presente. (Padura 2014b: 27) En Herejes, además de estos dos temas, había una obsesión que se interconectaba con ellos: “la dosis de herejía que, en distintas sociedades, momentos históricos y vidas individuales podía revestir la pretensión de poner en práctica un libre ejercicio del albedrío individual”, o lo que es lo mismo, “el natural deseo de ejercitar la libertad que […] solo los seres humanos tenemos la posibilidad y la capacidad de buscar conscientemente” (Padura 2014b: 5). Esa obsesión nacía de haber sido una persona criada en un país socialista, donde el individuo se disipa y disuelve en el concepto de “masa”. Aportando una experiencia muy cubana, millones de individuos de diversas épocas y naciones podrían sentirse identificados, ya que los estragos de los sistemas socialistas con la libertad han sido comunes, a la vez que penosos, en los últimos dos siglos de historia. Porque lo más importante de esa novela no iba a ser su adecuación a la historia “real”, oficial (la tragedia del barco Saint Louis en las costas de La Habana en 1939, que tuvo que volverse a Alemania porque nadie concedió el permiso para desembarcar, o las peripecias de alguno de los cuadros más representativos de Rembrandt durante siglos), ni el protagonismo de Cuba en ciertos episodios cruciales de la historia contemporánea, relacionados con el exterminio provocado por el nazismo o la conservación del patrimonio cultural de la humanidad, sino la posibilidad de que las anécdotas de la Historia, contadas como una historia particular de una familia judía enraizada en La Habana, otra historia sobre la mala fortuna económica y social de Rembrandt en ciertas fases de su vida, otra sobre las andanzas de la familia de un cubano corrupto en la Venezuela de Chávez, y otra sobre un expolicía cubano reubicado en el negocio de la compraventa de libros, pudieran convertirse en reflexiones abstractas sobre la idea de la libertad. Al explicar Padura cómo se planteó presentar al joven cubano de familia judía que arrastraba el peso familiar de las consecuencias del fracaso del Saint Louis, apuntaba lo siguiente:

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Si quería asomarme por encima de lo coyuntural y contingente, de lo doméstico y singular, debía levantar la mirada hacia un horizonte más abierto que la específica encrucijada cubana, y entregarle a mi pretensión una capacidad de funcionar en lo permanente y global. Fue al adquirir esa convicción cuando la persecutora obsesión me complicó la vida de la mejor manera de las posibles, pues me obligó a la ambición de universalizar el conflicto de ese joven cubano, para hacerlo históricamente trascendente y sacarlo de su coyuntura específica, pero sin que ese traslado perdiera su carácter típico que tanto me interesaba (el de un joven cubano de hoy), aunque conectándolo con un deseo (la libertad) que desde hace mucho acompaña al hombre. (Padura 2014b: 6)

En uno de los momentos más decisivos de la investigación de Mario Conde acerca de la desaparición de Judy, la hija del cubano corrupto con un pasado turbio en Venezuela, el expolicía conversa con la profesora de literatura de la chica, quien le cita un párrafo de una novela que Judy había comentado por escrito, donde hay un canto a la libertad mediante la crítica de los papeles, permisos, salvoconductos o pasaportes necesarios para moverse de un lugar a otro desde Cuba. Conde admite que el texto le es familiar, pero no recuerda el autor y la obra. Se establece entonces el siguiente diálogo: —Ahora mismo… Me suena, pero no, no sé. –Conde se sintió superado. —Carpentier. El siglo de las luces. Publicado en 1962… —Parece que está escrito para ahora mismo. —Está escrito para siempre. También para ahora mismo. Judy sabía para qué sirve la literatura… Porque agregó esto –dijo y volvió a leer–: “Si un país o un sistema no te permite elegir dónde quieres estar y vivir, es porque ha fracasado. La fidelidad por obligación es un fracaso.” (Padura 2013: 401-402)

Todos los personajes protagonistas que están conectados por el asunto principal de la trama (el cuadro de Rembrandt que pudo servir como salvoconducto para una familia judía que se encontraba en el Saint Louis) en diferentes espacios (La Habana, Londres, Países Bajos, Miami) y tiempos (la época de Rembrandt, todo el siglo XX y comienzos del XXI), tienen en común la búsqueda de la libertad, de la autenticidad, frente a las convenciones o las imposiciones políticas o religiosas. Es evidente que, en la superficie de la historia, o de las historias, llama la atención la crítica al holocausto y a la dictadura cubana, pero la mirada del autor va mucho más allá de lo coyuntural. La literatura, sobre todo la buena literatura, universaliza la anécdota, convierte en global lo local. Y no es casual que Padura haya elegido a Carpentier para elaborar la dialéctica de lo uno en lo diverso, pues el genio de las letras cubanas fue uno de los primeros en

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aludir a esa problemática, desde los años de la revista de vanguardia Avance y de su primera novela, ¡Ecué-­Yamba-­Ó!, en la que ya intentó elevar a la categoría de mito universal el contenido de las creencias y costumbres del mundo negro afrocubano. En el prólogo a una edición de 1977, Carpentier explicó lo difícil que fue llegar a una solución a comienzos de los treinta, pues las novelas de la época invitaban al localismo, al nacionalismo (las novelas de la tierra, regionalistas, como Doña Bárbara, La vorágine, Don Segundo Sombra y, en Cuba, las de Carrión o Loveira) mientras el espíritu de la vanguardia exigía la originalidad, el alejamiento de las tradiciones y el abrazo del cosmopolitismo cultural. Así lo recordaba: Había, pues, que ser “nacionalista”, tratándose, a la vez, de ser “vanguardista”. That’s the question… Propósito difícil puesto que todo nacionalismo descansa en el culto a una tradición y el “vanguardismo” significaba, por fuerza, una ruptura con la tradición. (Carpentier 2010: 153-154)

La etapa de mayor madurez de Carpentier, desde 1949 hasta sus últimas novelas, corrobora con plenitud lo que fue un experimento y un deseo en su primera obra. Y de eso sabe mucho Padura, que en 2002 publicó un extenso ensayo sobre la narrativa carpenteriana, en relación con el surrealismo y lo real maravilloso. En Herejes, Judy adopta la actitud de los emos para buscar la autenticidad, para librarse de las mentiras de su familia, para protestar contra la falta de libertad de un sistema político que la oprime y, en definitiva, para sentirse independiente y libre. Asimismo, Daniel Kaminsky, el muchacho judío cubano que no pudo ver nunca a sus familiares porque el Saint Louis desanduvo el camino, recorre varias veces el sendero del judaísmo al cristianismo y viceversa, y el de la creencia al escepticismo, para tratar de explicarse el sentido de su historia, pero también el sentido de la Historia y de la vida. El problema de la libertad, que ha sacudido el meollo de las investigaciones del expolicía, termina por instalarse en las entrañas del mismo Conde: la reflexión sobre los impulsos que llevaron a los investigados a tomar decisiones extremas, descubiertas por él, modelan poco a poco su existencia mediocre y escéptica. Cuando todos los datos sobre el cuadro, sobre la saga de cinco generaciones de los Kaminsky, sobre la desaparición de Judy y sobre el destino multisecular del cuadro de Rembrandt encajan como en un puzle, lo único que queda es la reflexión. El narrador omnisciente detalla con sus palabras los pensamientos de Mario: Solo vale la pena militar en la tribu que tú mismo has elegido libremente. Porque si cabe la posibilidad de que, de haber existido, incluso Dios haya muerto, y la certeza de que tantos mesías hayan terminado convirtiéndose en

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manipuladores, lo único que te queda, lo único que en realidad te pertenece, es tu libertad de elección. Para vender un cuadro o donarlo a un museo. Para pertenecer o dejar de pertenecer. Para creer o no creer. Incluso, para vivir o para morirte. (Padura 2013: 513)

La vida personal del expolicía se parecía mucho a todas esas historias de otros que él trataba de poner de pie. Su relación con Tamara, intermitente y sin demasiados compromisos, estaba a punto de acabar en matrimonio. Ya le había comprado el anillo y se lo había entregado. Sin embargo, algo le impelía a no dar el paso definitivo, a no establecer una relación “contractual”, además de la sentimental. Conde necesitaba sentirse libre, y el matrimonio podría, quizá, establecer un nudo de implicaciones perjudiciales para lo que, hasta el momento, había sido esa relación. Así lo insinúa el narrador: Una vez que la mujer se convirtiera en su esposa la relación sufriría la merma de una de las pocas cosas que todavía le pertenecían: su libertad. La de emborracharse o no, compartir la cama con un perro callejero, comprar o no comprar libros, morirse de hambre o comer, no decidirse a escribir, vivir como un paria, ponerse melancólico sin necesidad de darle explicaciones a nadie…, hasta invertir su tiempo buscando a una emo que a su vez andaba en busca de un Dios resucitado y, al parecer, tenía esperanzas de encontrarlo. (Padura 2013: 485-486)

Esa misma disyuntiva es la que se plantea en la película Regreso a Ítaca (2014), que estudiaremos a fondo en el capítulo siete, basada en una de las líneas argumentales de La novela de mi vida, con un guion adaptado por el mismo Padura. Los cinco protagonistas, que se encuentran en una terraza de La Habana, después de que uno de ellos haya pasado más de quince años fuera de Cuba, malviviendo en España, relatan sus respectivas vidas durante ese periodo, airean su particular lista de agravios y piden explicaciones por conductas que, aparentemente, tienen poca justificación. Poco a poco, cada uno da cuenta de lo que ha sido su uso de la libertad, y las consecuencias de ese uso, en un contexto de un régimen político autoritario que les ha dejado poco margen de maniobra. Solo hay un ingrediente en esta película que se añade al panorama existencial de Herejes: el miedo. Los cinco protagonistas confiesan en algún momento del diálogo que, si algo ha definido sus decisiones, ha sido el miedo, un factor que regula, tantas veces desde la inconsciencia, los vericuetos de la libertad. De ese modo, el escritor cubano logra una vez más universalizar un tema muy específico de la cultura de la perla del Caribe, para convertirlo en una indagación sobre la naturaleza humana. De ese modo, lo que Cuba puede

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ofrecer al mundo occidental no solo tiene que ver con los temas en los que Padura ha incursionado en sus novelas del siglo XXI, que delimitan los contornos de un flujo de relaciones del Caribe hacia el resto de América y hacia Europa, sino una tensión existencial en la que puede verse retratado cualquier ser humano, como en las preguntas universales de Hamlet, don Quijote o la Biblia. Hay todavía una reflexión más acerca del juego que se establece en el espacio entre lo local y lo global, lo personal y lo universal, lo nacional y lo cosmopolita. En la película Regreso a Ítaca, Amadeo, el exiliado que acaba de llegar a La Habana, asegura que ha vuelto, entre otras razones, porque no ha podido escribir desde que se fue. Necesita estar en Cuba para continuar su carrera literaria, interrumpida durante los 16 años de exilio. Del mismo modo, Leonardo Padura ha continuado viviendo no solo en Cuba, sino en el mismo barrio a las afueras de La Habana y en la misma casa de siempre. El cubano, que posee también la nacionalidad española desde hace años, que tiene una situación económica desahogada y que podría vivir “mejor” en otros países, nunca ha pensado en trasladarse a otro lugar. Padura es muy crítico con la ausencia de libertad en Cuba, con la dictadura, con los problemas económicos, etc., pero ha decidido continuar en la isla porque, además de sentirse muy cubano y estar apegado a sus raíces, necesita vivir, sentir lo cubano a diario para escribir sus obras, tanto las estrictamente cubanas de los noventa como las que en el nuevo siglo combinan la cubanía con la apertura al mundo occidental. Cuba será siempre la base de sus creaciones, porque su narrativa es siempre experiencial. Padura inventa sobre lo vivido o lo conocido; por eso, a la materia de lo cubano sentido y entendido en primera persona, siempre añade los herrajes de una profunda investigación histórica, literaria, geográfica, artística, etc., de unas épocas y lugares determinados, como corresponde a su formación universitaria, a la ansiedad por la pesquisa y el rigor académicos. El resultado es una impresión absoluta de verosimilitud. Creer en lo que dicen las novelas de Padura no es difícil: las preguntas básicas sobre la existencia humana están arraigadas en un modelo de historias en las que los personajes son hombres y mujeres con vidas corrientes, grandes derrotados con sus virtudes y sus vicios, héroes mediocres que sienten lo mismo que los hombres y mujeres que pueblan la faz de la tierra.

Capítulo 6

La novela de su vida El 29 de marzo de 2017 Leonardo Padura visitó la Universidad de Granada. Primero impartió un seminario en el contexto del Máster en Estudios Latinoamericanos: Cultura y gestión, sobre el papel social y cultural del escritor en la Cuba del siglo XXI y después participó en el ciclo continuo “El intelectual y su memoria”, que organiza desde hace muchos años la facultad de Filosofía y Letras, entrevistando a personalidades destacadas de mundo de la cultura y de las humanidades. Por ese ciclo han pasado escritores latinoamericanos y peninsulares como Mario Vargas Llosa, Jorge Edwards, Rafael Alberti, José Saramago, Ernesto Cardenal, Alfredo Bryce Echenique, Luisa Valenzuela, Marco Martos, Sergio Ramírez, Leonardo Boff, Antonio Muñoz Molina, Carlos Bousoño, Juan Marsé, Juan José Arreola, José Hierro, Antonio Buero Vallejo, Luis Rosales, Manuel Vázquez Montalbán, etc. El Premio Princesa de Asturias de 2015, cada vez más relacionado con el universo cultural español, se unió a esa lista de escritores ilustres que han dejado su memoria en las aulas de esta cinco veces centenaria institución. No es la primera vez que Padura visitaba la Universidad: ya a finales de los noventa presentó en el marco del Seminario de Estudios Latinoamericanos el documental Yo soy, del son a la salsa, recién editado por aquellos años, y habló de su naciente vinculación con el mundo del cine, que explicaremos más detenidamente en el próximo capítulo. Más adelante, volvió a participar en un ciclo sobre la narrativa de los 90 en Cuba, y en 2016 formó parte del elenco de profesores del curso Literatura y cultura cubanas en tiempos de cambio, organizado por la Universidad de Granada y la Universidad Internacional de La Rioja en julio de 2016, y cuyas actas, de 2017, hemos citado en la bibliografía final, en un volumen editado por Yannelys Aparicio. En el ciclo “El intelectual y su memoria”, Padura nos contó, de algún modo, la novela de su vida, de su formación, de sus inquietudes literarias e intelectuales, de la creación de una tradición literaria cubana. Ángel Esteban: —Leonardo Padura nació en la Habana, a mitad de los 50, estudió Literatura Latinoamericana en la Universidad de la Habana y comenzó a trabajar, antes de escribir ficción, como periodista, aunque

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también escribió ensayos, algunos de ellos algo alejados de ese mundo cubano, como los que escribió sobre el Inca Garcilaso. Luego, se centró en la literatura cubana y la relación del mundo cubano con temas más específicos, más generales, de América Latina. Estudiando la imagen de Carpentier, publicó también algún ensayo sobre lo real maravilloso y cómo eso se manifiesta en el mundo más amplio de América Latina. Su labor como escritor, como narrador, comenzó en los años 80. Su primera novela se titula Fiebre de caballos y fue escrita en 1983-1984 pero se publicó en 1988. Esa primera novela pasó desapercibida porque, realmente, cuando comenzó a construir ese mundo relativo a las escenas policíacas con un protagonista, Mario Conde, es el momento en el que adquiere un largo reconocimiento que no vino de golpe, sino que se fue gestando poco a poco en la década de los noventa. Después de la tetralogía sobre Mario Conde, Leonardo Padura continuó escribiendo novelas con el mismo protagonista, aunque finalmente ya no es un policía sino un expolicía. También escribió novelas en las que conocemos otros aspectos diferentes de la vida de Cuba y, además, es muy relevante el hecho de que, a partir del siglo XXI, Padura haya empezado a relacionar el mundo de Cuba con otros aspectos de la vida intelectual, política y social de Europa y América. El hombre que amaba a los perros es, realmente, una lección de historia sobre el siglo XX casi más europea que americana. Pero hay un punto de unión interesante con Cuba que lo sabe explotar a la perfección. Esto lo había hecho también antes cuando escribió una novela sobre Hemingway y, con la excusa del policial, apareció esa figura que es tan importante para la cultura cubana y que supuso una forma muy adecuada de manera de entreverar esa ficción con la realidad histórica. Esa novela es mucho más libre que otras porque, por ejemplo, El hombre que amaba a los perros, o Herejes, están muy adheridas y solapadas a la historia. Sin embargo, en la de Hemingway, hay mucha más capacidad para la ficción en la medida en que estamos también ante una novela policíaca de pura invención, en la que solo son reales algunos personajes, ciertos lugares y muy pocos hechos. Aparte de estas novelas tengo que citar otra de 2002, La novela de mi vida, sobre la vida de José María Heredia pero que desarrolla otros momentos de la historia de Cuba y otros problemas que tienen que ver con el mundo latinoamericano, con historias del siglo XIX y del XX que alcanzan un marco internacional. Además de todas estas obras, también ha publicado libros de cuentos y ha participado en el mundo del cine. Su primera contribución es de 1996 y es un documental que se llama Yo soy, del son a la salsa que, por cierto,

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fue expuesto y presentado aquí al poco tiempo de realizarse y que formó parte del Seminario de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Granada. Ha trabajado también en la película Siete días en la Habana, de 2011, película dividida en siete fragmentos, de los cuales Padura y Lucía López Coll han elaborado dos guiones y cedido dos ideas para otros dos guiones. Después realizó el guion de la película Regreso a Ítaca, que tiene cierta relación con La novela de mi vida y que se estrenó en 2014. Y su última contribución hasta la fecha es el guion de la serie Cuatro estaciones en la Habana, de 2016. Quiero citar, para dar fin a esta breve biografía, algunos de los premios que ha recibido en su carrera artística, muchos de ellos internacionales, y de gran prestigio. Su primer gran premio que fue el Café Gijón. A partir de ahí, empezó a publicar en España y a ser mucho más conocido. Ha recibido también el Premio Hammett varias veces, el Premio Chandler, y en Francia ha recibido varios premios incluido el de La Orden de las Artes y de las Letras de Francia, en el año 2013. El último gran galardón, hasta el momento, ha sido el Princesa de Asturias de 2015. Sin más, vamos a empezar con esta entrevista. Hay un momento en la serie de Cuatro estaciones en la Habana, donde Mario Conde y Manolo, su compañero, empiezan a citar el poema más conocido de la literatura cubana (“La maldita circunstancia del agua por todas partes”) y, en ese momento, Mario Conde le dice a su colega que ese no es el poema más conocido, sino “Yo soy un hombre sincero/ de donde crece la palma”, y que el de la maldita circunstancia del agua es el segundo. El primero de José Martí, evidentemente, y el segundo de Virgilio Piñera. Vamos a empezar con esto, si te parece. Cada uno de estos versos me lleva a una reflexión. En Cuba hay muchísimos hombres, ya sean o no sinceros, de donde crece la palma, que antes de morirse echan sus versos del alma, es decir, hay una gran cantidad de escritores. Toda la historia desde el siglo XIX, desde Heredia hasta ahora, está llena de buenos escritores en una isla pequeña, en una isla con escasos recursos económicos, con una inestabilidad política tremenda desde la independencia, que ha generado un caldo de cultivo muy excepcional para el arte y, sobre todo, para la escritura. ¿Por qué piensas que países que tienen mucha más historia, más habitantes, más desarrollo, no tienen un ámbito cultural y literario como el que tiene Cuba? Leonardo Padura: —Primero, quiero agradecer a todas las autoridades de la Universidad de Granada por este encuentro. Yo debía venir acá, a la ciudad, como jurado de un concurso de micro-­relatos y cuando se lo

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comenté a mi querido y viejo amigo, el profesor Ángel Esteban, me dijo: “tenemos que aprovechar y tengo que llevarte a la universidad, así que quédate un par de días”. Esta misma tarde salgo corriendo para Cataluña, de Cataluña me voy a Londres, de Londres a Madrid, en Madrid regreso a la Habana, de la Habana a Santo Domingo y andamos en una enorme locura, pero para mí es un placer estar otra vez en esta universidad, de estar aquí con ustedes, y trataré de hacer algo que mi mujer siempre me pide: una, es no ser demasiado cubano y, la otra, ser un cubano breve y no ser un cubano extensivo. Y, sobre todo, con esta primera pregunta que me hace Ángel, tengo que tratar de no ser demasiado cubano, porque es una pregunta que, por supuesto, pone a flor de piel el orgullo cubano de una pertenencia. Creo –lo digo y lo he dicho siempre– que Cuba es más grande que la geografía de la isla. Es un país pequeño en el Caribe que hasta el siglo XVIII no tuvo cultura literaria, cultura artística. Hay un libro que les recomiendo del gran profesor Manuel Moreno Fraginals que se llama Cuba/España, España/Cuba: historia común6 donde él hace un recorrido por la cultura colonial cubana y queda todo muy bien establecido, porque la cultura cubana hasta el siglo XVIII fue una cultura fundamentalmente práctica, pragmática, una cultura de servicio. Se escribían libros sobre la navegación, sobre el comercio, se construían fortalezas, libros sobre la construcción de barcos pues, en la Habana, había un importante astillero. Además, la Habana era el centro de la isla por una razón geográfica fundamental y es que estaba en el centro, en la boca del golfo, y era el punto de reunión de toda la flota del imperio español que venía de América, lo que hizo que la ciudad tuviera un crecimiento. Hay un elemento que denota hasta qué punto esa cultura práctica, marinera, militar fue importante en Cuba y es que las iglesias cubanas dan pena, dan vergüenza. Cuando uno mira con respeto las iglesias de Lima, de México o de Guatemala, las nuestras son unas iglesitas con cuatro piedrecitas y una crucecita y, sin embargo, las fortalezas militares de la Habana son enormes. Se decía que Carlos III una vez preguntó que cuándo se iba a terminar la fortaleza de la Cabaña –por lo que estaba costando– y el consejero le contestó que ya estaban acabando. Entonces, Carlos III miró por una de las ventanas del palacio 6

Nota del entrevistador: Manuel Moreno Fraginals (1920-2001), escritor, catedrático, historiador y ensayista cubano. Su obra más conocida es El ingenio, complejo socioeconómico cubano, publicada en La Habana en 1964. Treinta años más tarde, en pleno período especial, pidió asilo político en Miami y en 1995, solo unos meses después, publicó otra de sus magnas obras, Cuba/España, España/Cuba: historia común, en Barcelona, Editorial Grijalbo.

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y le dijo que seguro que en algún momento la iba a ver por la ventana de lo grande que iba a ser. Y, realmente, ese era el mundo cubano hasta el siglo XIX. De pronto ocurre –como otras muchas veces en la historia, que las desgracias de unos pueden ser los beneficios y virtudes de otros– la revolución haitiana, la revolución independentista en Haití. Haití, que era la gran productora de azúcar del Caribe, queda inmediatamente devastada a consecuencia de la revolución, una revolución brutal en ese sentido. Todavía Haití está pagando los precios de lo que ocurrió en aquella revolución, que se forma como eco de la Revolución Francesa acá, en Europa. Con esto, Cuba se convierte en el gran productor de azúcar de América y, con esa posición tan favorecida, comienza un proceso distintivo de Cuba con respecto al resto de la América Hispana y es que –otra vez– a veces, algunos beneficios traen determinadas desgracias o determinadas contradicciones o circunstancias. El hecho es que Cuba, cuando el resto de la América Hispana se hace independiente del imperio español, de la Corona española, Cuba no va a la independencia, Cuba no lucha por la independencia y la razón fue, precisamente, el elemento que proporcionaba la riqueza a Cuba y que fue el negro. En el año 1820, en Cuba, había un 52 % de población negra y los ricos cubanos, la burguesía cubana, los patricios cubanos –pues los patricios lideraron las independencias latinoamericanas– decidieron que no podían mover aquella situación porque el resultado podía ser exactamente el mismo que había ocurrido en Haití. Esto crea un país diferente porque ocurre algo, que Moreno fundamenta muy bien en este libro que he mencionado y que vuelvo a recomendar porque se lee con la prosa esa que tenía Moreno Fraginals que parecía que uno está leyendo una novela cuando uno lee la historia de estas familias patricias cubanas, que se la llamó la “sacarocracia” cubana. Cuba se convierte en el territorio más rico de lo que quedó del imperio español, tan rico que estos patricios cubanos tenían la posibilidad de que, cuando llegaba un Capitán General español a la Habana y a ellos no les gustaba mucho este Capitán español, ordenaban dos maletas de dinero y enviaban un representante a las Cortes, y ese representante empezaba a comprar diputados y cambiaban al Capitán General. Es decir que, de alguna forma, manejaban la política del país. Pero hicieron un proceso mucho más complicado, interesante y creo que es único. Este último del que les hablé es corrupción pura y dura. Este que les voy a hablar es decisivo y, a lo mejor, hablando de esto nunca llegamos a hablar de mis libros, pero es que me parece muy interesante, y yo lo cuento en La novela de mi vida desde la perspectiva de un personaje, y me centro en algunos aspectos de esta historia. El patricio

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cubano, esa “sacarocracia”, es quien crea la cultura cubana, crea la imagen de Cuba. Existe, como suele ocurrir, el famoso “electrón suelto” que fue, precisamente, la figura de José María Heredia, un joven que apenas vivió en Cuba y que decidió ser cubano, masón, independentista, tener que irse al exilio y, entre los dieciocho y veinticuatro años, escribir la gran poesía romántica de la lengua, pues es el gran romántico de la lengua española. Después vendrán Bécquer, Espronceda, pero el gran romántico de la lengua, de ese aliento de la naturaleza americana, es, sin lugar a dudas, Heredia. El poema más importante de la literatura cubana lo escribe este hombre con veinte años, y es la obra “Niágara”. Está la obra poética de Martí, de Julián del Casal, Eliseo Diego, de Lezama Lima, Nicolás Guillén, pero el gran poema de la literatura cubana es la “Oda al Niágara” de Heredia pues es el primero que le canta a la patria como una entidad independiente y funda la poesía cubana, el sentimiento de amor por Cuba. Heredia, aunque tuvo que irse al exilio, pertenecía a un grupo de jóvenes intelectuales entre los que había un señor que estaba muy cerca de esas familias ricas, tan cerca que se casó con una de las herederas de esas familias tan ricas. Domingo del Monte era un mal poeta, pero era un hombre con un conocimiento de la cultura muy grande. Tenía una biblioteca mucho mejor, posiblemente, de la que tenemos hoy nosotros en el siglo XXI, todos los libros posibles que se publicaban en el mundo le llegaban a la Habana. Estaba emparentado con esta alta burguesía, vivía en un palacio burgués que es, posiblemente, el palacio más bello de toda América Latina al punto que el dueño, el señor de Aldama, quiso tapizar el suelo de su despacho con monedas de oro, y tuvo que pedir un permiso a la Corona para poder hacerlo, y el rey Fernando VI le dijo que sí pero solo si ponía las monedas de canto, porque si las ponía acostadas pisaba la imagen del rey y, como con las monedas de canto necesitaba un mayor número, decidió hacer el suelo de madera noble. Pero hasta este punto –y también en lo real maravilloso– podían llegar este tipo de cosas. Pero Domingo del Monte reúne a un grupo de escritores y se da a la tarea de fundar la literatura cubana. Es un programa construido, pensado, meditado porque ellos decidieron que había que construir, primero, el país, para luego construir la nación independiente esperando a que las situaciones políticas, económicas y demográficas cambiaran. ¿Y qué hacen? Deciden construir la cultura cubana. Y es realmente impresionante cómo este señor, Domingo del Monte, con este grupo de jóvenes escritores –y teniendo ya la obra de Heredia como precedente, pues todo esto pasa entre 1820 y 1840, años en los que Heredia escribe sus grandes poemas y se crean algunas instituciones cubanas importantes a principios de los 30– en las tertulias que celebraba, primero, en su casa de Matanzas y, después,

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en este palacio burgués habanero, reparte papeles a los escritores para que cada uno de ellos fuera escribiendo lo que se necesitaba para formar la imagen de la Habana y del país. De ahí salen, por supuesto, poemas, obras teatrales, pero sobre todo se crea una narrativa. La fundación de una nación necesita de una narrativa y esta narrativa fue inducida, creada y dirigida por Domingo del Monte con estos escritores. Es la época en la que se escribe la primera versión de la novela clásica cubana del siglo XIX, Cecilia Valdés, que es una novela que explica qué es Cuba. Cecilia Valdés7 es una novela romántico-­costumbrista que cuenta la historia de una mujer mulata, una mujer de color, pero que parece blanca, como Cuba. Es una mujer mestiza, que parece blanca, es hija ilegítima, como Cuba, es la mezcla de dos razas, dos orígenes. Además, tiene una relación incestuosa con su hermano blanco. Con lo cual, creo que de pronto, a nivel simbólico, se había forjado lo que era el espíritu cubano, esa mezcla, ese carácter de ser y parecer o no ser y no parecer o creer ser o creer parecer. Pero lo más interesante de esa novela es que se llama Cecilia Valdés o la Loma del Ángel. La Loma del Ángel es una locación de la Habana donde se reunía toda la sociedad cubana. Allí había negros esclavos, negros libertos, había una iglesia y, en esta iglesia, estaba esta burguesía que tenía sus almacenes muy cerca del puerto de La Habana por donde se exportaba el azúcar. Y en esa novela se crea una imagen de Cuba. Pero se escribe también una novela sobre los esclavos, sobre los campesinos, sobre el origen de la Habana, que se llama Antonelli8 y que cuenta la historia de cómo se construyó la primera gran fortaleza de la Habana, el Castillo del Morro. Hay un documento que es también importantísimo: la autobiografía de un esclavo9 que tenía facilidad para escribir poesía y para el que Domingo del Monte, y este grupo de escritores, hacen una recolecta con el fin de comprar su libertad e inducirlo a que escriba su autobiografía. Esa autobiografía fue, por supuesto, transcrita por estos jóvenes escritores para que dijera lo que ellos querían que se dijera sobre la esclavitud y, sobre 7

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Nota del entrevistador: El autor de la novela, Cirilo Villaverde (1812-1894), frecuentaba las tertulias de Domingo del Monte, y era declaradamente independentista. Por esa razón, en 1948 fue detenido y al año siguiente salió para el exilio, huyendo hacia los Estados Unidos. Murió en Nueva York. Comenzó su novela en 1839 y no la publicó hasta 1882. Nota del entrevistador: Antonelli (1839) fue escrita por José Antonio Echeverría, y se trata de la primera novela histórica cubana, que cuenta la llegada y la estancia en la isla del arquitecto Juan Bautista Antonelli, que arribó a Cuba en la segunda mitad del siglo XVI, enviado por el Rey de España, Felipe II, para construir la fortaleza del puerto de La Habana. Nota del entrevistador: Se refiere a Juan Francisco Manzano (1797-1854).

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todo, sobre la trata, porque el problema no era tanto cómo terminar con la esclavitud sino cómo terminar con la trata para que no entraran más negros en Cuba. Esto –me aparto un momento y ahora vuelvo acá– tuvo después una derivación que fue cuando el negocio de la trata se hace muy difícil de sostener y, sobre todo, los tratados entre España e Inglaterra. Inglaterra estaba opuesta a la trata porque quería introducir maquinaria en las plantaciones azucareras porque había hecho su revolución industrial, revolución que no había hecho España. Los que vienen a Cuba a trabajar la caña son chinos porque hacía falta mano de obra, pero esa mano de obra se va a buscar a otro lugar y se trata de blanquear la sociedad cubana. Pero este grupo de escritores –volviendo al tema anterior– hace algo más allá. Yo creo que escriben el Espejo de paciencia. El poema fundacional de la literatura cubana es, posiblemente, la consecuencia de buscar versos perdidos en un archivo por parte de este grupo de escritores y la decisión de escribir la obra épica que le da origen a la cultura cubana. Y lo creo, primero, por una razón práctica y es que ese manuscrito estaba en manos de ese bibliófilo empedernido que se llamaba Domingo del Monte y de un poeta y novelista muy importante que se llamaba José Antonio Echeverría. Ellos, supuestamente, encontraron ese poema dentro de un libro de las memorias de un obispo de Santa Cruz, que había encartado dentro de su libro supuestamente en 1608. El poema cuenta una historia en la que aparecen todos los elementos necesarios –como también ocurre en Cecilia Valdés– pero en un ambiente histórico fundacional al punto que, el héroe épico de la historia es un negro liberto, es un negro libre. El poema cuenta la historia de un obispo que es secuestrado por unos bucaneros franceses y, finalmente, el corsario, en un combate singular, es derrotado por el negro Salvador Salomón y rescata al obispo. Hay un elemento práctico, que es el más sospechoso, más que el hecho de que aparezcan los elementos necesarios de la naturaleza cubana, el nombre de las frutas, el paisaje, o que aparezcan niños, aparezcan negros, aparezcan blancos, aparezcan criollos. Hay un elemento práctico y es el que a mí más me hace sospechar, y es que el original se les pierde a Domingo del Monte y a José Antonio Echeverría. ¿Recuerdan cuando les dije que este hombre podía tener una biblioteca mejor que la que tenemos cualquiera de nosotros hoy? ¿Se le va a perder el documento más importante de la literatura cubana, precisamente a él? Pues lo que hacen es presentar una copia que, supuestamente, había hecho a mano José Antonio Echeverría. La duda razonable de todos estos elementos más el hecho de que Domingo del Monte hubiera programado esta creación de una literatura cubana creo que hace que sospechemos de lo que pasa.

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A partir de ahí, creo que todo es posible. En el siglo XIX, de los seis o siete grandes poetas de la lengua española, tres son cubanos: Heredia, Julián del Casal y José Martí, eso es un fenómeno muy peculiar y extraordinario. En el siglo XX, en la poesía cubana, no voy a empezar a mencionar nombres porque no terminaría nunca pero siempre hay que hablar de Lezama Lima, Carpentier, Eliseo Diego, una bailarina clásica como Alicia Alonso, es decir, no le corresponde a una islita como es Cuba dar una bailarina como Alicia Alonso, así como tampoco le corresponde a una islita del Caribe dar a un campeón mundial de ajedrez. Como todos saben, los campeones mundiales de ajedrez –aunque últimamente eso se ha pervertido– eran judíos rusos, no había otros, y por eso, en la novela El hombre que amaba a los perros, es un judío ruso el que hace el juego de ajedrez para matar a Trotski, que es un juego perfecto, porque vio cuatro años antes la jugada que había que hacer para el juego definitivo. Creo que esa desproporción cubana, además, ha tenido el elemento político, una revolución en el Caribe, una revolución frente a los Estados Unidos, una revolución que ha tenido que resistir el asedio de los Estados Unidos que todavía se mantiene porque aún existen relaciones entre Estados Unidos y Cuba y, ahora, Cuba está a la espera de ver qué se le ocurre al vecino de enfrente. El hecho de que, por ejemplo, Cuba haya sido durante estos últimos sesenta años un elemento de la política doméstica de los Estados Unidos, un elemento que haya decidido la votación en elecciones, es algo totalmente desproporcionado y creo que esta desproporción está también en todo este universo del que hemos hablado. Me tocaste la fibra del orgullo cubano y el cubano que iba a hablar poco se desbocó y mira el tiempo que llevo hablando. A: —Está muy bien porque quizá alguien está esperando una respuesta más centrada en un solo aspecto y resulta que lo que relatas es totalmente diferente. Además, no es verdad que no estás hablando de tus novelas porque nos has contado La novela de mi vida de arriba a abajo. Solo te ha faltado hablar de la segunda parte, lo que pasa con el otro José María Heredia, el final del siglo XIX y lo que pasó con aquel personaje que se parece mucho a ti, que tiene que ver con tu época y al que le gusta mucho investigar sobre la historia de la literatura, sobre los comienzos de toda la literatura en general. En todas tus novelas hay mucha investigación y me parece muy interesante porque hay otras obras que parecen solo ficción, las de pura investigación policial, y también en ellas se nota que hay una necesidad de indagar, de saber, una curiosidad fatal y devoradora, insaciable.

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Ahora yo te voy a hablar sobre el segundo verso más importante de la literatura cubana, que es “la maldita circunstancia del agua por todas partes”. Junto con esta característica maravillosa, es decir, el hecho de que la literatura cubana sea tan prodigiosa, existe también algo negativo y es que, la particularidad de constituir un pedazo pequeño de tierra rodeada de agua y, además, las propias circunstancias políticas, provocan que esté o haya estado realmente aislada. Además, tiene una tradición de “malditismo” que tiene que ver muchas veces con el exilio, no solo en el siglo XX sino desde Heredia. Muchos de los grandes escritores cubanos han sido exiliados o insiliados, como Lezama Lima. Ese aislamiento también tiene que ver ahora con esa maravillosa literatura, claramente relacionada con la maldita circunstancia. L: —El elemento insular –y ya de alguna manera, en las palabras anteriores, se traslucía la importancia de Cuba como isla y de Cuba como posición geográfica– ha sido determinante en el carácter histórico, social, económico y humano de lo cubano. La insularidad en Cuba se ha vivido de muchas maneras, se ha vivido como encierro, como negación. Por ejemplo, si no es el tercero más famoso es el cuarto o quinto verso de un poema de Martí –porque prácticamente todos los poemas más famosos son de Martí– decía que “el arroyo de la sierra me complace más que el mar”. Yo no entiendo a Martí cuando dice ese verso, cómo puede un arroyito en una montaña gustar más que el mar Caribe, que es el paraíso. Yo veo el mar en Cuba y me siento completamente diferente. Y lo cuento en muchas novelas de Mario Conde porque lo pongo a mirar en un balcón, en una costa o en una playa porque el mar es la parte, posiblemente, más importante de nuestro paisaje. La cultura cubana en general, a pesar de ese carácter insular, ha tenido –y este es el elemento que creo yo muy importante– una vocación universal. Precisamente por las condiciones de carácter geográfico, económico y político pues, por Cuba, ha pasado mucha cultura desde el siglo XIX. Hay una novela de mi compatriota Mayra Montero que cuenta el episodio de lo que ocurrió con Caruso en la Habana.10 Cuba fue una isla abierta a la cultura, Federico García Lorca estuvo en la Habana. Uno de los episodios más sabrosos de la presencia de Lorca en la Habana es que, un día, iban caminando él y Barba Jacob por una de las calles de lo que hoy es la Habana Vieja, y llegan a un mesón, donde había un mozo asturiano de unos veinte años, con una camisa blanca con el cuello abierto y dice Jacob que, cuando Federico lo vio, 10

Nota del entrevistador: Se trata de Como un mensajero tuyo, de 1998, publicada por la Editorial Tusquets, de Barcelona, la misma que publica las novelas de Leonardo Padura.

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se quedó deslumbrado, no pudo evitarlo y lo cogió del pecho.11 Es decir, por Cuba pasó todo el mundo y eso influyó, y no hubo más presencia en esos momentos, creo, por razones políticas. Por ejemplo, el gobierno de Batista cometió el imperdonable error de negar los permisos de trabajo a muchos republicanos españoles que, al final de la guerra, iban a buscar refugio en América. Y esos republicanos españoles fueron, precisamente, los que fundaron el Colegio de México. Muchos de ellos iban a ir a Cuba por ser el destino más natural, más cercano, y perdimos esa inteligencia. Después, en los años de la revolución, las diferencias ideológicas, que siempre han tenido tanto peso, han impedido que muchas personas se hayan acercado a Cuba. Ha habido esa vocación universal y esa posibilidad universal. Yo creo, Ángel, que el propio Virgilio Piñera, que escribe de “la maldita circunstancia del agua por todas partes”, es un escritor absolutamente universal, es un escritor que, incluso, cuando escribe de los negros cubanos, lo hace montando la historia en un mito griego. Electra Garrigó es la primera obra del teatro moderno cubano y es una recreación del mito de Electra con negros cubanos que tocan el tambor y que visten como negros cubanos. Paradiso es la novela de la palabra en lengua española, Carpentier es un escritor absolutamente universal, tanto que muchas de sus novelas ni siquiera se desarrollan en Cuba. Entonces, siempre ha habido esa dinámica entre lo local y lo universal, muy presente en la cultura cubana. Ha habido también un elemento que creo que ha sido negativo, en cierto sentido, y es que, en los últimos años, por razones políticas, para los cubanos comunicarse con el mundo se ha convertido en algo complicado. Durante muchos años, para que un cubano pudiera viajar, necesitaba una serie de requisitos burocráticos y hasta permisos policiales. Además, ha habido un manejo absolutamente torpe de las nuevas tecnologías. Incluso, hoy en día, internet sigue siendo en Cuba un instrumento limitado, satanizado, mal utilizado y eso ha impedido que ese proceso de mirar más allá del muro del Malecón haya sido más intenso, pero no ha dejado de haber ese proceso. Creo que, en el mundo cultural cubano, la relación de la gente con los otros ha sido intensa, y con las limitaciones anteriores, la gente ha buscado una alternativa. 11

Nota del entrevistador: Porfirio Barba Jacob (1883-1942), poeta colombiano, abiertamente homosexual, que vivió una temporada en Cuba. En alguna ocasión comentó que Lorca, en una de aquellas magníficas noches cubanas, al quedarse solos por la zona del Malecón, le “entregó el alma”. La anécdota que relata Padura la cuenta Luis Cardoza y Aragón, que iba con Barba Jacob y con Lorca, y añade que también fue Porfirio Barba quien se lanzó al brazo del español y que incluso se lo mordió, lo que provocó la ira del muchacho mientras decía: “¡Fuera de aquí, partida de maricones!”.

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Lo que cuento ahora es meramente anecdótico, pero viene al caso. En Cuba hoy es posible, por ejemplo, que cuando ponen la serie Juego de Tronos en Estados Unidos un sábado por canales de pago, el lunes en la mañana todos los cubanos están viendo el capítulo de la semana de Juego de Tronos y, como esto, digo con todo lo demás porque tenemos esa alma de pirata del Caribe muy desarrollada y buscamos las alternativas. A mí, a veces incluso me ha pasado, sobre todo en Estados Unidos con mucha frecuencia, que te encuentras personas cultas de la Academia en los Estados Unidos y cuando le hablas de Al Capone, de Pasolini o de la versión brasileña de Doña Flor y sus dos maridos no tienen ni idea de que existen esas películas. Además, últimamente, las que no llegan por vía comercial llegan por estos circuitos alternativos y la gente se entera, es decir, siempre hay esa vocación de universalidad dentro de la cubanidad. A: —Hay una característica muy importante en el personaje de Mario Conde que es la nostalgia y, además, cuanto más tiempo pasa más profunda es. Mario Conde crece conforme crece Leonardo Padura. Mario Conde, en los años 90, tenía una edad en que la nostalgia es menor que la que tiene en Herejes; conforme va creciendo él, va creciendo la nostalgia, y quizá eso que le pasa al Conde es también lo que le pasa al autor. Cuando se estudia la literatura cubana, la nostalgia, muchas veces, se ha tratado sobre todo desde los escritores que están en el exilio, que están fuera de la isla y que sufren la nostalgia de su país. Sin embargo, la de Mario Conde tiene que ver claramente con los años 70. En los años 70 –me corriges si me equivoco–, que se conocen como los del “quinquenio gris”, hay un régimen en el que faltan muchas libertades y es ahí donde tú naces como escritor, y te encuentras con una época en la que existen esas carencias. Sin embargo, cuando Mario Conde –también su alter ego– está pensando en lo que ocurre en los años 90 o 2000, tiene nostalgia de todo eso, de todo ese mundo, de toda esa generación que él creía que iba a cambiar el mundo, que iba a darle la vuelta no solo a Cuba sino en general, a lo que estaba también detrás de Cuba. ¿Cómo ves tú eso? L: —Primero, veo que haces un uso muy pensado de los eufemismos, dices que Mario Conde y yo vamos creciendo. Es mentira, lo que nos vamos poniendo es cada vez más chiquitos porque nos vamos poniendo más viejos. A ver, hablaba hace un ratito ahí fuera con un periodista de aquí de Granada, y le decía que el problema de Cuba es que los ángulos desde donde tú mires te pueden variar mucho el resultado de lo que tú quieres ver. Hay miradas que han satanizado el proceso cubano y hay miradas que lo han convertido en un paraíso socialista de la sociedad cubana.

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Esos años 70 fueron terribles para la cultura cubana. Fue un momento en el que se creó un proceso de limitación de espacios, de visibilidad, de publicación, de trabajos de una cantidad de artistas por acusaciones de cualquier tipo como ser homosexuales, religiosos, no suficientemente combativos, lo que provocó la marginación de José Lezama Lima y Virgilio Piñera. Siempre pronuncio estos dos nombres porque me parece que al mencionarlos se está mencionando todo. Esos dos hombres, con su enorme estatura literaria, mueren en el 76 y en el 78, marginados: Lezama fumaba de los tabacos que le regalaba Cortázar cuando venía a Cuba y Virgilio comía pizza en una pizzería en la esquina de la calle San Lázaro para poder sobrevivir; imagínense ustedes el estado de pobreza en el que estaban. Eso es un proceso que después se fue superando paulatinamente, pero no se ha superado del todo porque sigue habiendo sospechas, límites, censuras. Mi película Regreso a Ítaca fue censurada en el Festival de Cine de la Habana; ahora, recientemente, hay una película de un joven director que se llama Carlos Lechuga, Santa y Andrés, que ha sido censurada en Cuba y que cuenta, precisamente, la historia de un poeta homosexual que tiene problemas en los años 70 en Cuba. El asunto es que la juventud es un divino tesoro –lo dijo Darío y es absolutamente cierto–. En esos años 70, yo estaba haciendo primero mis estudios preuniversitarios y, después, mis estudios en la universidad; el mundo fuera se estaba acabando, sabíamos algo de lo que estaba pasando fuera pero no nos afectaba y fue un momento en el que mi generación tuvo la posibilidad de crecer, sobre todo, espiritual y académicamente. Yo pertenezco a una generación que, los que no se graduaron en la universidad, en cualquiera de las carreras posibles, es porque eran brutos. Todos los demás estudiamos en la universidad. Ahora mismo en Cuba y fuera de Cuba –porque ha aumentado lamentablemente en los últimos años este fenómeno del exilio–, de mi generación, llegas perfectamente al hospital, y la mitad de los médicos son negros. Es la primera vez que los negros llegaron masivamente a la educación superior, y si vas a un bufete de abogados, pasa lo mismo, son negros porque en un país donde el negro nunca había tenido ese acceso a la educación, lo que estudiaban era medicina y leyes. Esto ocurre en cualquier parte del mundo porque son las carreras que más prestigio tenían. Yo siempre recuerdo cuando le dije a mi padre que iba a estudiar literatura. Él me hizo una pregunta: ¿Para qué sirve eso? Tenía toda la razón. Mi padre hubiera preferido que yo hubiera sido ingeniero, médico, abogado, un oficio que tenía una lógica para él, que fue un hombre que pudo llegar solo a sexto grado en su vida.

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Entonces, esta generación vive este momento de los años 70 en una especie de nube en la que estamos creciendo y adquirimos una confianza en un futuro posible: con tu trabajo, tu superación, con tu esfuerzo, tú podías tener un buen trabajo. Si tenías un buen trabajo, en aquella época, podías vivir de lo que te pagaba como salario el estado cubano. Si te destacabas en ese trabajo, en algún momento, podías viajar al extranjero. Había dos extranjeros, había tres extranjeros: uno, el que me tocó a mí, que casi no lo era, Angola; otro extranjero, que eran los países socialistas y “El Extranjero”, que era venir a España, a América, México, Canadá, etc. Pero, además, si eras muy bueno, incluso, te podían dar la autorización para que te compraras un auto soviético. Esa imagen de un futuro posible se nos fue creando y, sobre todo, pasó algo y es que en esa juventud que era tan homogénea –todos íbamos a la universidad, todos teníamos dos pares de pantalones y de zapatos iguales, pero todos teníamos dos, siempre, como dice Orwell– había unos que eran menos iguales que otros, pero la mayoría éramos muy iguales. Vivimos en un estado que era totalmente ficticio porque económicamente la isla se sustentaba con un dinero que llegaba de la Unión Soviética pero que nos permitió desarrollarnos académica y espiritualmente. En ese momento se crean todas esas relaciones de amistad, de conocimiento, de cercanía entre esas gentes que vivimos iguales, con experiencias iguales y ese es el mundo de Mario Conde, el mundo de la nostalgia de Mario Conde que, a partir de los años 90, es un mundo que se quiebra, que se desintegra, en el que éticamente las personas involucionan cada vez más. En la novela que estoy escribiendo ahora, que ocurre en el año 2014, Mario Conde está al borde del colapso sentimental, político, ideológico cuando visita uno de los barrios de los inmigrantes orientales en el oriente de la isla cuando llegan a la Habana; personas que viven en villas miserias, en chabolas de las peores que puede haber aquí en España o como las que existen en las afueras de Buenos Aires o como las de cualquier ciudad latinoamericana. Y se pregunta: “y todo lo que hicimos, ¿fue para llegar a esto?” Y esto le va provocando un gran dolor. Su refugio es él con sus amigos: creo que lo digo exactamente así en Herejes. Ellos han levantado una muralla, han hecho una pequeña plaza en la cual ellos tratan de que nada cambie. Oyen siempre la misma música –se oye Creedence en todas las novelas– toman el mismo ron y se dedican a lo que ellos consideran uno de los deportes más satisfactorios que puede existir entre los amigos, que es hablar mierda, se pasan la noche hablando mierda entre ellos. Protegen ese mundo porque saben que fuera hay un proceso de desintegración y ese mundo se alimenta de la nostalgia que ellos van recuperando. De ahí, ese carácter del personaje.

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A: —Vamos ahora con una cuestión sobre el policial. Llegan los años 70 –y tú has escrito mucho sobre eso también en tus ensayos, no solo en las novelas– y mientras el policial va por un lado en América Latina, de repente, en Cuba, hay una evolución muy distinta y, además, promocionada por el Estado, por el Ministerio del Interior. Cuando llegan los años 80, hay una serie de valientes o visionarios, o las dos cosas, que empezáis a hacer algo diferente y, en cierta manera, revolucionario con respecto a lo que se estaba produciendo, a lo que se estaba promocionando desde el gobierno. Probablemente, eso forme parte del éxito que tú has tenido, el hecho de que una serie de escritores hayáis roto con esa tendencia impuesta por el gobierno, que habéis visto lo policial desde otro punto de vista. ¿Cómo viviste tú eso, cuando todavía eras muy joven, en los años 70, en el momento en que se creó ese premio famoso para las novelas policiales, y, después, en los años 80 cuando te introduces más en profundidad en ese mundo y, sobre todo, en los 90? L: —El primer texto que yo publiqué en una revista fue en el año 1977 y fue una crítica a una novela policíaca que se llamó El cuarto círculo. Desde entonces, yo seguí muy de cerca el desarrollo de la novela policíaca cubana. La novela policíaca cubana surge en los años 70 como una reacción, como una necesidad ante un vacío que se había creado porque mientras Lezama, Virgilio Piñera, Reinaldo Arenas, Miguel Barnet, Antón Arrufat –la lista puede ser infinita; incluso, los autores de El cuarto círculo, como Guillermo Rodríguez Rivera– habían estado marginados durante esos años, el estado promovía la idea de escribir una novela policíaca que fuera muy didáctica, y a la vez una literatura para niños y jóvenes también muy didáctica y un teatro de “creación colectiva”. Incluso, los concursos que se organizan de novela policíaca los patrocinaba el Ministerio del Interior. Y, bueno, se crea esa novela policíaca en Cuba y la gente, en un primer momento, la acoge con entusiasmo. Se publican dos o tres importantes en la década de los setenta: El cuarto círculo, o una novela de Luis Rogelio Nogueras que se llamaba Y si muero mañana, etc., y se crea una expectativa de futuro, la idea de que puede haber una novela policíaca cubana con una cierta calidad literaria. Pero lo que ocurre en los años 80 es una involución, se suman cada vez más autores, pero es cada vez peor esa novela policíaca. Yo fui un poco el crítico que siguió esa novela policíaca, al punto que, en el año 88, en la primera Semana Negra de Gijón, a mí me invitan a que vaya como periodista sin tener publicadas novelas policíacas; para mí fue muy importante asistir a esa Semana Negra de Gijón. Por eso, cuando en los años 90, empecé a escribir Pasado perfecto, tenía algo muy claro: quería escribir una novela policíaca cubana, que fuera muy cubana, pero que no

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se pareciera a las novelas policíacas cubanas, porque era un modelo que se había agotado hasta el extremo, un modelo que no tenía posibilidades de evolución, estaba agotado. En ese proceso de escribir este tipo de novela policíaca cubana, yo tuve la fortuna de partir de un momento histórico y cultural diferente porque tenía otros modelos que me ayudaron a entender la posibilidad de escribir un tipo de novela policíaca de carácter social, de participación en el debate social que se pudiera generar porque había autores modelos –incluso en lengua española– como Manuel Vázquez Montalbán, Andreu Martín, Juan Madrid y otros más. Pero ya estaban los modelos de Rubem Fonseca en Brasil, de Leonardo Sciascia en Italia, escritores franceses –toda esta ola del francés posterior al 68–, autores norteamericanos que estaban escribiendo y otros escritores latinoamericanos, que quisieron hacer de los recursos de la novela policíaca, el instrumento de la expresión de su posmodernidad, que fue el caso de Juan Soriano. Y yo escribo ya desde esa otra perspectiva posible Pasado perfecto. A partir de ahí, prácticamente, la otra novela policíaca desaparece. Ocurrió algo muy simpático en esta historia y es que muchos de los escritores tradicionales de novelas policíacas que escribían las obras que se regían por las bases del concurso del Ministerio del Interior, que decían que eran unas novelas que debían resaltar la labor abnegada de los agentes del Ministerio y de la Seguridad del Estado en la lucha, se fueron de Cuba después y dejaron casi todos de escribir. Yo escribo esta novela, la mando al concurso del Ministerio del Interior, y los tres jurados deciden que es la mejor novela, pero, la noche de antes de la premiación, le tocan la puerta un señor a cada uno de los tres jurados y les dicen que la novela de Padura no puede ser el premio. Y ahí pasó algunos avatares esta novela que, al final, ocurrió como con Haití, fue favorable porque en el proceso de no tener quien me publicara la novela en Cuba –empezaba la crisis de los años 90, no había papel en Cuba– le di la novela a Paco Ignacio Taibo, el original maquino-­escrito, y la novela se publicó en México en el año 1991, es decir, que tuve la suerte de que el libro saliera con bastante rapidez, con una pequeñísima editorial mexicana pero que me permitió tener ejemplares del libro para hacer circular. A partir de ahí, yo decido escribir una serie de cuatro novelas que funcionen como cuatro grandes episodios de una sola novela y, por eso, lo concibo como una tetralogía, como una serie, incluso, a nivel de estructura, de lenguaje. Tú decías algo ahorita que es muy sutil pero muy importante y es que tú ves a partir de Adiós, Hemingway una mayor libertad en mi trabajo literario. Yo escribo Paisaje de otoño, la cuarta novela de la serie,

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sabiendo que yo necesito hacer algo distinto; pero no quería romper la unidad que existía en la otra trilogía por lo que trato de conservar la novela en el estilo, en la estructura que tienen las tres anteriores. Inmediatamente que termino Paisaje de otoño y que cierro la serie, escribo Adiós, Hemingway y La novela de mi vida, dos libros completamente diferentes en su planteamiento, en su historia, en su manera de asumir el lenguaje, la estructura, los recursos de la novela policial. Hay otra cosa importante para mí, y es que mis novelas no consideradas policiales, son posiblemente las más policiales, son las novelas en las que yo utilizo más recursos de la novela policial; primero, porque hay una investigación y, segundo, porque hay una estructura. Cómo contar la historia del asesinato de Trotski a un lector que sabe que Ramón Mercader vino con un piolet y se lo clavó en la cabeza a Trotski en 1940. Cómo puedo hacer yo que el lector se interese por esa historia; bueno, pues con una estructura propia de la novela policial, como el juego del tiempo, del lenguaje, del tempo –el tempo es muy importante porque juego con tempos diferentes a la hora de narrar–, etc.; y todo eso tiene que ver con la novela y el cine policial. Esto lo hemos visto millones de veces y lo asumimos como algo normal, cuando en una película de cine policial, de serie negra, el asesino llega a un lugar y camina muy lentamente para darnos tiempo a la emoción; esto ocurre de igual manera en la narrativa, uno narra con cierta lentitud para lograr ese efecto en el lector. Creo que, para mí, el hecho de practicar la novela policial ha sido importante, primero, porque las supuestamente “no policíacas” me han permitido hacer una crónica de la vida cubana en la que hemos ido creciendo –como tú dices– Conde y yo a lo largo de veinticinco años; y, segundo, me ha permitido también hacer otras novelas de investigación histórica en las cuales, los recursos de la novela policial me han permitido historias que resultan más o menos conocidas. Por ejemplo, Heredia, tal vez para un español sea un personaje poco conocido, pero en Cuba todo el mundo sabe que Heredia escribió la “Oda al Niágara”, que escribió el “Himno del desterrado”, que fue al exilio, que murió con treinta y seis años en México; son historias que, de alguna manera, se conocen, y, como digo, creo que el hecho de haber practicado la novela policial me ha ayudado mucho. A: —En el año 2015 se publica un libro tuyo de ensayos, con una foto de portada magnífica de Daniel Mordzinski, que se titula Yo quisiera ser Paul Auster y, poco más tarde, te dan el Premio Princesa de Asturias, que Paul Auster había recibido años antes. La casualidad de esa coincidencia me lleva a pensar: ¿por qué quieres ser Paul Auster?

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L: —Está muy claro, en ese pequeño artículo, pequeño ensayo. Ser cubano es un motivo de orgullo como dije al principio, es una responsabilidad, y voy a utilizar la palabra que en el idioma castellano utilizamos en Cuba para referirnos a una situación como esta: ser cubano es también una gran jodienda. Cuando hablas con los periodistas, ellos quieren que tú les expliques qué ha pasado en Cuba en los últimos sesenta años, que les des datos económicos y que sepas quién va a ser el sustituto de Raúl Castro al año próximo, si Fidel Castro estaba vivo o estaba muerto y, cuando estaba vivo, qué presión arterial tenía y, después, ya al final te preguntan: ¿y usted escribe además? Entonces, yo descubrí un día una entrevista a Paul Auster en la que le preguntaban sobre las tres cosas que a mí más me gusta hablar: de literatura, de béisbol y de cine. Por eso escribí este artículo, pero digo además, en ese texto, que no quiero vivir para nada la responsabilidad civil que como escritor y como cubano tengo. Yo soy una persona que tengo una cierta visibilidad, que puedo estar hoy aquí con ustedes, que estaba antes ahí fuera con un periodista y ayer con otro periodista, con una televisión, salgo en los periódicos de España, de Argentina, y en los de Cuba casi no salgo y en la televisión nunca. Pago ese precio consciente de que es ese el precio que tengo que pagar por escribir como escribo, pensar como pienso y vivir en Cuba, pues yo decidí vivir en Cuba libremente. Pude haberme ido hace ya años, pero no quise, ese es mi país, es mi pertenencia, yo necesito a Cuba para escribir, yo soy un escritor cubano y no otra cosa; y por eso pago las consecuencias de esa jodienda de estar hablando constantemente de temas políticos. Ya lo he repetido tanto que Lucía se reía el otro día en Tenerife porque los canarios, que se parecen bastante a los cubanos en su mentalidad, me empezaban a hacer preguntas y me decían: perdone, pero quiero hacerle una pregunta de carácter político; me pedían perdón al final y me hacían la pregunta política de todas maneras. Pero realmente puede ser un poco agotador y muchas veces lo que yo digo es que de las cosas que yo puedo hablar, de política puedo hablar muchas cosas, pero de las cosas que yo puedo hablar de mi literatura o de la literatura cubana o de la cultura cubana solamente puedo hablar yo, y es un desperdicio que me tengan una hora preguntándome sobre el juego político cubano y su relación con los Estados Unidos. A veces, tengo que darles la respuesta más lógica y decirles que, según lo que me han preguntado, la respuesta no la sabe ni Dios; entonces ¿cómo crees que yo la pueda saber?

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A: —¿Alguien quiere hacer alguna pregunta, aunque sea de literatura, de cine o de béisbol? 1: —Yo quisiera preguntarle si el género policíaco, como elemento subversivo, puede servir tanto como para contraponer las relaciones de poder capitalista, así como –digamos en su caso– contraponer las relaciones de poder en un sistema socialista. Si dentro de esa subversividad podría extrapolarse a otros contenidos socioeconómicos o en entornos socioculturales. L: —Yo creo que, esencialmente, la novela negra tiene una dicotomía: tiene un carácter subversivo –en el sentido que muestra el lado más oscuro de una sociedad– pero a la vez, siempre o casi siempre, también transmite un mensaje ético, que es esa lucha entre el bien y el mal que, por lo general, termina con un triunfo del bien. El detective privado, el policía, el investigador es un poco un justiciero que trata de restablecer un equilibrio que se ha roto. En la época más reciente, los recursos, la mentalidad, la filosofía de la posmodernidad han cambiado mucho de esos elementos, pero siguen estando ahí presentes y creo que el caso de la novela policial no es exclusivo de ella. Yo pienso que en general, el arte puede tener esa capacidad y se ha demostrado muchas veces, y por eso, a veces, el poder le teme tanto al arte, porque es una forma de subversión que no incita a que la gente se subleve y tome las armas, pero hace pensar al ciudadano. Creo que –y puede que ya esté desfasado– el arte sigue teniendo una función social y que esa función social puede ser importante. No estoy hablando de arte comprometido, estoy hablando de un arte comprometido consigo mismo y con la sociedad a la que representa; ya después puede haber compromisos políticos que estén más allá. A mí me querían crucificar porque decía que un periodista que pertenece a un partido y escribe en el periódico del partido, no es un periodista libre porque tiene que seguir las orientaciones del partido y la línea editorial del periódico del partido. Si eso tú, además, lo llevas a la literatura –que nunca llega con esos extremos– es algo que va en contra de la libertad de creación y en contra de ese carácter subversivo. A mí siempre me ha parecido, desde que lo descubrí, leyendo uno de los ensayos de Kundera, que, sobre el carácter del arte, la mejor definición la dio Flaubert. El francés fue atacado en su época por escribir Madame Bovary; los críticos más importantes durante la segunda mitad del siglo XIX atacaron a Flaubert. En una carta que él le escribe a Sanz, casi con inocencia y defendiéndose de la lluvia que le había caído encima

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de insultos y de críticas, dice: “yo lo único que pretendía era llegar al alma de las cosas”. Creo que ahí está la esencia del arte. A: —Todavía podemos hacer una última pregunta. 2: —A mí me gustaría saber qué le llevó a crear a Ramón Mercader y a hacer su magnífica novela El hombre que amaba a los perros. L: —Fueron Ramón Mercader, Monard o Frank Jackson: pudo ser cualquiera de ellos porque todos eran el mismo. Era el asesino de Trotski, y lo estudié porque creo que el asesinato de Trotski, el 20 de mayo de 1940, marca el punto dramático –no histórico– de no retorno de la utopía socialista soviética. Ya había ocurrido de todo en los procesos de Moscú de los años 30, todo el proceso económico de la colectivización de la tierra, la hambruna en Ucrania, diez millones de personas muertas, canibalismo incluso; se han encontrado materiales fílmicos, en los últimos años, donde se ven las condiciones físicas que padecían esos campesinos ucranianos. Ucrania –como ustedes saben–, esa parte de Ucrania y Polonia, ha sido la zona del mundo donde más guerras ha habido porque es la tierra más rica del mundo y, entonces, todos han querido tenerla y se han pasado la vida en guerra y han estado todos los imperios posibles en ese lugar. Allí, la gente se moría de hambre y se comían los padres a los hijos. Eso, en nombre de la sociedad igualitaria, la sociedad en la que íbamos a vivir en el máximo de libertad y con el máximo de democracia; proceso que ya había pervertido Stalin. Pero el asesinato de Trotski, simbólicamente, adquiere el carácter de pensar hasta dónde puedes o quieres llegar, qué necesidad hay en todo esto. Además, ocurre un elemento importante, de carácter personal, para mí, y es que, cuando yo me acerco a esta historia, me ocurre algo conmovedor: la percepción de cómo la historia nos persigue y nos alcanza. Yo soy un obsesionado con la historia, como habrán visto en las conversaciones, con todo lo que hablé de Heredia y el siglo XIX. Ramón Mercader había vivido en la Habana en la misma época en que Conde, mis amigos y yo estudiábamos en la universidad de la Habana y creíamos en un mundo mejor. Él vivió en la Habana y yo pude encontrarme con él, y era un hombre que si me lo hubiera cruzado no hubiera sabido quién era porque en Cuba era difícil, incluso, saber quién era Trotski; pero la historia estaba ahí, al lado mío, algo que para todos nosotros estaba en los libros de historia, y también en la vida real, cotidiana y actual mía y de mi país. Eso fue un elemento importante a la hora de trabajar el personaje de Ramón Mercader; personaje que, por demás, con independencia de toda la carga ideológica o política que pueda tener, es también un personaje

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absolutamente novelesco. Lo bueno que tiene Ramón Mercader, como personaje, es que en realidad no sabemos nada de él y eso permite la gran libertad que yo necesitaba en esa novela porque, mientras que de Trotski lo sabemos prácticamente todo porque incluso escribió un diario hasta el año 29, donde contaba su vida, y biografías no se sabe cuántas, de Ramón Mercader, cuando yo empecé a investigar, existía un documental y un pequeño libro escrito por su hermano Luis en el cual dice todas las mentiras que uno se puede imaginar para favorecer a su hermano Ramón. Por lo tanto, era un personaje absolutamente novelesco, que tenía esa relación con la historia, con el presente cubano pero que tenía además otro elemento que me lo acercaba y es que la persona, o una de las personas, que más ayudó a Ramón Mercader a hacer el Ramón Mercader que fue, fue su madre, Caridad Mercader, compatriota mía, cubana. A: —Lamentablemente, llegamos al final. Quiero agradecer a Leonardo Padura que haya estado con nosotros en el ciclo “El intelectual y su memoria”, de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Granada. Podríamos seguir, como veis, un montón de horas hablando, sin cansarnos además, pero es un poco tarde y tenemos que irnos. Quiero agradecer también que, en contra de lo que le aconseja Lucía, haya sido “demasiado cubano”, un cubano “extensivo”.

Capítulo 7

Cine, periodismo y literatura: el sueño de una larga noche de verano Confesaba Gabriel García Márquez que todo lo que había hecho en su vida respondía a un mismo ímpetu: la irrefrenable necesidad de contar, y que, por ello, la única diferencia entre sus aportaciones al periodismo, a la ficción narrativa y al cine, en forma de guiones, era la técnica, porque todo nacía de la misma obsesión. Por eso, uno de los libros que surgieron de la elaboración de los guiones escolares con los alumnos de San Antonio de los Baños fue titulado La bendita manía de contar (García Márquez 1998). En septiembre de 2017 estuve consultando los manuscritos, fotografías y documentos que la familia de García Márquez vendió a la Universidad de Texas en Austin, y descubrí dos carpetas con una información muy detallada sobre el proceso de corrección de varios guiones cinematográficos que el Nobel colombiano había comentado con varias alumnas. En la primera carpeta (Ransom 75.1)12 había más cien páginas bajo el título “Historia que contó Socorro”. En la segunda (Ransom 75.2) unas doscientas bajo el título “Historia que contó Victoria”, correspondientes a un taller en la Escuela de San Antonio de los Baños, del 12 y 13 de abril de 1989. Esas páginas eran una transcripción de la conversación de García Márquez con los alumnos acerca del material recibido. El Nobel repasaba cada uno de los detalles del texto y hacía sugerencias, acerca del argumento, los personajes, la estructura, etc., y animaba a los alumnos a reflexionar sobre cualquier movimiento de la trama y cualquier acción de cada personaje, para ofrecer variantes que pudieran mejorar el interés del público por la historia o su propia calidad comunicativa. En todas esas intervenciones del colombiano se observa un instinto certero que tiene su 12

Toda la documentación sobre Gabriel García Márquez se encuentra en el Harry Ransom Center de la Universidad de Texas en Austin, y consta de 79 cajas. En cada una de ellas hay varias carpetas, y dentro de cada carpeta el material está ordenado, pero sin alusiones concretas al lugar que cada documento ocupa en relación con el resto. Por eso, solo se puede hacer referencia, cuando se cita un texto, al número de caja y al de carpeta. Es decir, el documento al que aquí se alude se corresponde con la caja 75 y la primera carpeta.

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origen en la necesidad saber qué pasa, a quién le pasa y cómo le pasa, para llegar a un final que acabe con las incógnitas o, al menos, despierte más todavía la curiosidad por una suerte de desenlace. La obsesión por contar es posible si se encuentran dos ansiedades: la de saber y la de sentirse testigo, y para ello es pertinente que confluyan también dos tipos de circunstancias: las internas y las externas, las del propio comunicador y las del entorno. En Leonardo Padura –como en el Nobel– esas dos circunstancias se manifestaron en una edad temprana, por lo que el descubrimiento de la vocación de contador fue nítido y precoz. Padura entró en el mundo del cine al mismo tiempo que en el del periodismo y en el de la ficción, aunque el periodismo fue su primera ocupación laboral, que poco a poco tuvo continuación en el resto de las posibilidades comunicativas artísticas. Además, como resulta obvio leyendo las novelas y relatos del cubano y viendo las películas y documentales en los que ha participado, todas sus aportaciones a cualquier género narrativo mantienen siempre una deuda efectiva y afectiva con el periodismo de investigación. Ese tipo de necesidad intelectual recuerda en cierto modo a la actitud y la obra de Jesús Díaz, que ejerció el periodismo y que en alguna de sus novelas se encargó de historiar una de las más bellas páginas del periodismo literario cubano, como en Las palabras perdidas, y en otra de ellas, La piel y la máscara, trató el tema de la producción de una película del mismo título, con los diálogos de cuatro personajes involucrados en el filme. Asimismo, Díaz fue guionista y director de cine, y realizó tanto cintas de ficción como documentales. Su película Lejanía, de 1985, fue el punto de partida, en esa relación entre el cine y la literatura, de la novela La piel y la máscara, de 1996. Sin embargo, el itinerario que recorrerá Padura es algo diferente, ya que sus circunstancias vitales han sido bastante diversas en el momento de jugar con las interferencias especulares entre cine y literatura. Díaz realiza primero la película en Cuba, y se mantiene dentro de los cánones de lo políticamente correcto, y once años más tarde, cuando ya vive en España y es uno de los exiliados de mayor proyección internacional, escribe la novela recontando la película y poniéndola al día en relación con los sucesos vitales que han marcado la historia de su exilio y su autonomía intelectual y vital. Dice Antonio Gómez que Díaz se despoja de la estructura ideológica unilateral mediante la escritura de su novela: La piel y la máscara reproduce Lejanía (es decir, vuelve a contar la historia que contaba la película) para realizar tres operaciones al mismo tiempo. En primer lugar, reapropiarse de ese texto desde la instancia personal, con lo que la escritura de la película en la novela es principalmente una alteración del original para limpiarlo del contenido impuesto por la intervención oficial y

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llenarlo de nuevo sentido y nuevas implicaciones […]. Finalmente, al abrir el plano de lo representado para incluir el proceso de filmación, la novela está escribiendo el texto que al hablar de la película entendíamos como solo accesible vía interpretación: la historia cultural cubana. (Gómez 2013: 56)

Mientras en Díaz un texto se opone al otro, en Padura una obra es continuación o metonimia de la otra. El contenido no cambia, solo evolucionan los formatos, los géneros, porque personajes y tipos de discursos coinciden en una sola obsesión: describir el mundo que rodea a los protagonistas en lo que fue, lo que es y lo que nunca llegó a ser, con la conciencia de dar fe de lo vivido y de lo perdido. Para un intelectual y artista como Leonardo Padura, cubano y nacido en los años cincuenta del siglo XX, eso significa concretamente dar cuenta de los avatares del proceso que llevó a la consolidación del proyecto revolucionario que triunfó en 1959 y recorrió las diferentes etapas que estos sistemas que se extienden demasiado en el tiempo suelen transitar: un primer momento de euforia, una primera gran crisis que genera incertidumbre, el mantenimiento de unas estructuras de poder que dejan poco espacio a la innovación, el progresivo agotamiento de la vida de una sociedad que se anquilosa porque no evoluciona ni se regenera y, finalmente, si no existe un cambio, la resignación perpetua. El primer Padura volcado en el universo de la imagen es el documentalista, el que cuenta historias de personajes reales, que han sucedido y que son dignas de dejar huella y ofrecer una constancia perenne. Y ha sido Lucía López Coll, esposa de Leonardo, quien mejor lo ha contado, porque conoce la evolución del autor a la perfección. Ella lo ha acompañado desde siempre en todas sus facetas artísticas y profesionales y es, hasta el momento, la única que ha dado un testimonio completo de la incursión de Leonardo en el mundo del cine (López Coll 2016). Ella asegura que desde la primera vez que Padura se sentó a confeccionar un guion cinematográfico, a medias entre el documental biográfico y la obra de ficción, sabía exactamente lo que quería contar y adónde se dirigía, en la década de los ochenta (López Coll 2016: 181). De ese ímpetu inicial nació un guion casi desconocido, ya que nunca llegó a convertirse en documento fílmico. Se trata de una reelaboración del artículo “Yarini, el Rey” en forma de guion cinematográfico, sobre la vida de aquel curioso personaje de fines del XIX y comienzos del XX que quiso ser presidente de la recién fundada república cubana. Alberto Yarini (1882-1910), nacido en el seno de una rica familia, dueña de plantaciones de ingenios azucareros, fue al mismo tiempo un simpático y afable dandi, un vividor sin escrúpulos, un proxeneta, un hombre con un carácter muy fuerte, que pasaba de la

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mansedumbre a la ira más violenta sin transición, y un político oportunista del partido conservador que utilizaba su dinero y sus influencias para medrar. No pasó desapercibido para Leonardo Padura ese modelo de cubanía, relativamente frecuente en las primeras décadas del siglo XX, como bien lo describen las novelas de Miguel de Carrión o de Loveira, y trató de explicar la evolución de la sociedad en la época de la “danza de los millones”, quizá para entender mejor el porqué de los vaivenes de la política cubana del siglo XX y la proliferación de dictaduras y gobiernos fuertes. Junto a ese guion fallido hubo otro, de muy distinta índole, que sí obtuvo no solo el premio de convertirse en un documental, sino también el de la obtención de algunos reconocimientos. Hablamos de El viaje más largo, sobre la importancia económica y social de la inmigración china a Cuba, que fue elegido como uno de los documentales más significativos del año 1988 por la Selección Anual de la Crítica, en La Habana, y obtuvo el Premio Coral en el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, en aquellos primeros años de euforia cinematográfica en los que Cuba se abría a nuevas posibilidades, después de haberse creado poco antes, gracias a la iniciativa de García Márquez, Fernando Birri, Julio García Espinosa y Tomás Gutiérrez Alea, la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano y la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños, a las que ese festival lo debía todo. Dos documentales más cierran la década de los ochenta: Esta es mi alma (1988) y Una historia de amor (1990). Este último, a mitad de camino entre la ficción y el documental, es la primera incursión de Padura en el espacio transatlántico, que ya no abandonará hasta que su corazón comparta el pasaporte de los dos países a ambos lados del océano. Producido por Televisión Española, cuenta el periplo de tantos catalanes que emigraron a Cuba. Como en otras ocasiones, el guion partió de un reportaje anterior, publicado en Juventud Rebelde, titulado “Historia natural de la nostalgia” (López Coll 2016: 183). Es de suponer que algunos de esos datos históricos de catalanes que tuvieron relación con la isla pudieron haberle dado algunas pistas para elaborar, años más adelante, algunos de los pasajes de El hombre que amaba a los perros. Rigoberto López, que había dirigido El viaje más largo, fue también el responsable de la dirección del siguiente documental cuyo guion estuvo a cargo de Leonardo Padura: Yo soy, del son a la salsa, de 1996. Esta película puso al escritor en el mapa cultural cubano de un modo casi definitivo, como por esas mismas fechas las novelas de Mario Conde lo estaban haciendo no solo en Cuba sino también en el resto de América Latina y en España. Esos reconocimientos nacionales e internacionales llegaban en el momento más crítico del periodo especial, cuando apenas había papel

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para publicar, apenas había oportunidad de filmar, a no ser que hubiera alguna posibilidad de que La Fundación del Nuevo Cine colaborara con el ICAIC, o algún país extranjero se comprometiera a producir las cintas cubanas, y cuando todavía no había llegado la generosa ayuda del proyecto bolivariano de Venezuela. Yo soy, del son a la salsa también respondía a una investigación periodística de la que en 1997 nació el libro Los rostros de la salsa, una indagación sobre los orígenes del baile cubano más popular en todo el mundo, que tuvo al periodista casi una década en vilo. Veinte años más tarde de la primera edición del libro, en abril de 2017, Padura confesaba que no sabe nada de música, que ni siquiera sabe bailar, pero que se interesó por dar rostro a los protagonistas del baile más célebre del Caribe: “Solo soy un periodista –dijo– aficionado a la música y a la vida de los músicos, quizás por su carácter muchas veces novelesco” (Más 2017: s/p). Una vez más, se encontraban unidas en distintos géneros la necesidad de saber, las relaciones entre la vida y la ficción, y la obsesión por contar, como testigo, una realidad nuclear. La película no encarna una mirada insular, ni siquiera antillana o caribeña, de la evolución del género, sino que profundiza en el papel decisivo que tuvo en su difusión y en sus continuas metamorfosis el país que todo lo acepta, asimila y canaliza: Estados Unidos. De hecho, la película comienza con un paseo por las calles nocturnas de Nueva York, sobre todo por Times Square, zona en la que se concentran algunos de los mejores locales donde se difunde, se toca y se baila salsa. Acto seguido, Isaac Delgado, el coordinador de las entrevistas y el narrador del documental, explica la historia del son desde finales del siglo XIX, que llega desde Santiago a La Habana poco más tarde y ya en 1920 adquiere una forma reconocible y de notable difusión con el Sexteto Habanero y otros sextetos que nacen al calor del primero. Abunda en la obra de Matamoros y Piñeyro y enseguida se documenta, en los años treinta, el trasvase a Nueva York. Se relata la historia del mambo, con la aparición estelar de Pérez Prado, que triunfa en la Gran Manzana, y de Mario Bauzá, con su Afro-­Cuban Jazz Orchestra. A partir de ahí, el Palladium de la 53 con Broadway se convierte en el lugar de encuentro de latinos y estadounidenses en general que deseaban escuchar y ver a los astros del son y el resto de los ritmos cubanos y caribeños que comenzaban a mezclarse con músicas de origen anglo y afroamericano. Es la época de Miguel Valdés, Chano Pozo, Benny Moré, etc. Resulta especialmente interesante el periodo de los sesenta relatado por sus protagonistas, un momento en el que los ritmos cubanos y latinos están en pleno auge pero pierden vigencia frente al estallido del rock de Los Beatles, Elvis Presley, etc., y necesitan reinventarse, hecho que provoca el nacimiento de la salsa desde los ritmos anteriores, y que

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va a tener nuevos protagonistas en los Estados Unidos: Cheo Feliciano, Johnny Pacheco, Eddie Palmieri, Willy Colón, Celia Cruz, etc., y que supondrá un cambio de mentalidad también en la nueva Cuba socialista, con grupos como los Van Van, quienes mezclan la salsa con el rock, pero un rock nacional y en español, ya que las nuevas tendencias del imperio no son bien recibidas en la isla. Más tarde, Chucho Valdés significará otro hito en la historia de la salsa. Queda entonces patente que, también por lo que se refiere a la música popular, la historia de Cuba está íntimamente ligada a la de los Estados Unidos y que, cuando en 1959 los caminos políticos de los dos países se bifurcan, muchos proyectos comunes se difuminan. Sin embargo, a la absoluta separación política entre los dos vecinos no se corresponde un corte en el universo de las manifestaciones culturales populares. El lenguaje de la música está por encima de las fronteras y, aunque la evolución de la salsa fue diferente en la isla y en el continente, el entendimiento y los continuos trasvases fueron avatares comunes de ida y vuelta. El documental, realizado en los años noventa pero centrado en los logros obtenidos hasta una época anterior, ha sido punto de partida para disquisiciones posteriores, que serpentean los caminos de la salsa en los finales del siglo XX, sobre todo para poner de manifiesto que, a pesar de que la salsa es un producto netamente cubano, quizá por la peculiar situación de falta de libertad del país y por la salida de muchos músicos que a partir de los sesenta nunca volvieron a Cuba, en Estados Unidos hubo un auge más representativo y una calidad mayor. Y, a la vez, en los Estados Unidos nunca se ha considerado a los ritmos latinos como parte constitutiva de lo raigal norteamericano. Lo que demuestra que en muchas ocasiones la política desvía los cánones. Facilita la hibridez, pero oscurece ciertas notaciones en las identidades. A este respecto, declaraba Leonardo Padura en abril de 2017: La industria norteamericana de los últimos años ha dado mayor espacio al mundo latino, porque tiene mucha mayor presencia en la sociedad del norte. Pero antes y ahora, por lo general, son visiones superficiales, y cuando más, étnicas. Porque rara vez se le ve como algo integrado, algo que participa de un crisol cultural con una fuerza enorme. En Cuba, mientras tanto, la música bailable, sea la que sea, siempre ha tenido un gran espacio de presencia y difusión: es música para divertirse, alienarse de alguna forma, y es fácil promoverla. Esto no quiere decir que todo haya sido plano. Por ejemplo, la salsa solo tuvo difusión masiva en nuestro país a partir de la visita de Oscar de León en 1983. Hasta ese momento, en que ya se había hecho en Nueva York lo mejor de la salsa, se le criticó y ninguneó en Cuba. Como muchas veces ocurre cuando una política cultural es más política que cultural, se cometió

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una injusticia y mi generación disfrutó tardíamente y mal de la salsa, como antes del pop y del rock. (Más 2017: s/p)

La mirada desde la otra cara de la moneda la tienen los cubanos de la generación del uno y medio. Algunos críticos, conscientes de que la música cubana de Nueva York comenzó desde los cuarenta a recorrer sus propios itinerarios y que, además, desde antes de la llegada de Castro al poder era poco escuchada en la isla, al tratar la historia de la evolución del mambo, la salsa, etc., y recorrer la polémica de quién o quiénes inventaron ciertos estilos musicales, hablan de la necesidad estudiar la historia lineal de estas modalidades en el contexto de cierta “reterritorialización de una cultura musical” (López Cano 2009: 235). Lo cierto es que algunos “one-­ and-­a-halfer” como Gustavo Pérez Firmat, han historiado a su manera el recorrido de géneros populares como el son, el mambo, la salsa, y sus respectivas mezclas, desde una perspectiva hyphen, es decir, situándose no en el 1 cubano ni en el 2 estadounidense, sino en el guion que separa el gentilicio compuesto “cubano-­americano”, pero descrito desde el norte, es decir, desde la experiencia de quien ha nacido en Cuba poco antes del golpe final de los revolucionarios en 1959 pero ha vivido desde los nueve o diez años en los Estados Unidos. Life on the hyphen (1994), la obra más representativa del autor y de todo el grupo, es no solo una definición de lo que el subtítulo señala, “The Cuban-­American Way”, sino una teoría sobre la música popular cubana, tal como se ha manifestado en los Estados Unidos desde los años cuarenta. Y aunque Pérez Firmat asegura que “Cuban America” no solo se encuentra en los conciertos de música y en las ferias del libro, “but also, and perhaps primarily, in shopping malls, restaurants, and discotheques”, y que se expresa, además de en novelas y actuaciones, “in fashion and food, in jewelry and jacuzzis, in advertising slogans and in popular music” (Pérez Firmat 1999: 14), lo cierto es que, cuando entra a definir en profundidad la enorme huella de Cuba en la cultura popular de los Estados Unidos, apela mayoritariamente, en casi todos los capítulos del libro, a la música cubana que triunfó desde los cuarenta en Nueva York, y más tarde en Miami. Incluso cuando se refiere a la literatura de los cubanos en Nueva York insiste en el modelo musical cubano-­americano, alrededor de la novela de Óscar Hijuelos The Mambo Kings Play Songs of Love. En definitiva, la obra de Leonardo Padura, tanto el libro como el documental, nos introduce en el debate que desea provocar: cómo y por qué se ha difundido, de una manera extensa e intensa, la música popular de una isla pequeña, con pocos habitantes, y rodeada de islas similares que no han dejado la misma huella en la cultura contemporánea.

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A partir de este momento Leonardo Padura se encuentra absolutamente infectado por el virus de la ficción. Desde el comienzo del siglo presente, su periplo cinematográfico afectará a películas con tramas inventadas. Dos de sus guiones tendrán más bien una escasa repercusión. Uno para la película Malabana (2001), una historia policial con producción italiana, Hace calor en La Habana, guion en colaboración con Alex Fleites y Lucía López Coll, y una primera adaptación de la novela Paisaje de otoño. Estos dos textos nunca llegaron a convertirse en cinta (López Coll 2016: 184). Del resto de su producción caben destacar dos tendencias, cada vez más pronunciadas: en primer lugar, las películas producidas obtienen una mayor calidad técnica y logran, de un modo más certero, controlar los tiempos, los lugares y las acciones para generar interés y suspense en el espectador y, en segundo lugar, se ocupan con mayor centralidad de los problemas de la sociedad cubana del momento en el que se producen los hechos, y en ocasiones tratando de recuperar la memoria de tiempos pasados en los que se podía mirar al futuro. Por otro lado, podemos acercarnos, en esta última década, a una poética de la imagen, elaborada poco a poco por el autor, sobre la base de leves detalles, esparcidos por algunos de sus escritos y entrevistas. Por ejemplo, en la edición de Cosmopoética de 2016, Padura se consideraba adicto al cine, confesaba que le gusta escribir para el cine, y que esa pasión, ya antigua y siempre creciente, le había llevado a tolerar injerencias furtivas de los procedimientos del cine en su proceso creativo y costear con creces todas las servidumbres del arte de la imagen hacia el de la escritura literaria. Padura piensa que el lenguaje audiovisual es el más contemporáneo. Lo que ocurre es que en el séptimo arte confluyen dos ingredientes antitéticos: “por un lado –aclara– me gusta escribir para imaginar y dar forma a un guion; pero también detesto el cine porque pierdo mi libertad como escritor” (Verdú 2016: s/p). Como ejemplo, Padura citaba una reunión con el productor de uno de los episodios de las novelas de Mario Conde, basado en la novela Pasado perfecto, en la que constantemente se va del presente al pasado y viceversa, porque la tensión entre el pasado y el presente es el leitmotiv de la novela y da sentido a la investigación y a su entorno. Padura quería que su guion contemplase esos cambios, esas reflexiones, que de algún modo u otro iban a ralentizar el tiempo de la acción. El productor le obligó a suprimir todas las escenas del pasado para centrar la película en los sucesos que siguieran sin cortes la investigación policial, para ahorrar minutos y conseguir una acción lineal que hiciera más rápida la confección de la trama. El guionista no estaba de acuerdo, pero tuvo que ceder ante quien manejaba los presupuestos económicos y financiaba la ejecución del episodio. El novelista que

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entra en el mundo del cine debe tener muy en cuenta aquellas palabras de Raymond Chandler en las que aseguraba que el escritor literario de ficciones, cuando escribe para el cine debe ponerse su segundo mejor traje.13 A Padura le han comentado en muchas ocasiones que sus libros son muy cinematográficos, pero él piensa que eso no es verdad: “Mis libros son palabreros –opina–, todo ocurre en la cabeza de Conde”. Por ello, si se adaptan tal cual a la pantalla –continúa explicando–, “serían unas películas largas y aburridas. Entonces, fue necesario hacer una relectura de las novelas para llevarlas al cine. Igual, yo seguiré escribiendo como siempre: rompiendo el ritmo narrativo con reflexiones de Conde, nada cinematográficas, pero sí muy literarias.” (Padura 2017a: s/p) Padura tuvo que aprender, así, negociando minutos de espacio de cinta y secciones de trama, lo que en sus años de formación le estuvo vedado. Porque el de Mantilla, poco antes de cumplir los veinte años, decidió estudiar Historia del Arte, ya que dentro de ella existía la especialidad, en la Universidad de La Habana, de Cine, Radio y Televisión, y deseaba pasar su vida “entre cines, teatros y televisores, más que entre ecuaciones y logaritmos” (Bianchi 2016:199). Sin embargo, a pesar de tener el expediente más alto de cuantos pidieron esa especialidad, aquel año de 1975 no se ofrecieron plazas para la carrera que deseaba estudiar y tuvo que elegir alguna otra de la Facultad de Letras, llamada por entonces de “Artes y Letras” pero de la que las primeras estaban prácticamente desapareciendo. Antes de eso, en los años sesenta Padura recuerda que, desde muy niño, comenzó a recibir dos tipos de información cinematográfica. En la televisión de la primera década revolucionaria, se veían películas estadounidenses, argentinas y mexicanas de los años cuarenta y cincuenta. En aquella época vio, por ejemplo, Casablanca, Tener y no tener, las películas de indios y vaqueros, pero comenzaban a entrar las películas de samuráis, las películas de Kurosawa, como El Bravo 13

Frase repetida en muchas de las entrevistas a Leonardo Padura o reportajes con motivo del estreno de Vientos de La Habana, como en el artículo de Vivian Murcia en el Porta(l)voz del 10 de octubre de 2016 citado en la bibliografía final, donde Padura dice textualmente: “Yo digo una frase que he repetido mucho: Raymond Chandler cuando tuvo su experiencia como guionista en los años cuarenta escribió un texto que se llamaba Escritores en Hollywood y decía: ‘el escritor de novela cuando trabaja para el cine debe vestir su segundo mejor traje porque sabe que está haciendo algo en lo que sus decisiones, sus capacidades están limitadas o condicionadas por factores que pueden ser de carácter económico o estético’.” La frase que cita Padura puede encontrarse en The Raymond Chandler papers: Selected Letters and Nonfiction, 1909-1959, pág. 138, libro recogido en la bibliografía final: “The wise screen writer is he who wears his second-­best suit, artistically speaking, and doesn’t take things too much to heart. He should have a touch of cynicism, but only a touch.”

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o Los siete samuráis, y las comedias francesas e italianas, de Alberto Sordi, Nino Manfredi, Marcello Mastroianni, etc. En cuanto a España, comenzaron a llegar algunas de finales de los sesenta y comienzos de los setenta, como el gran éxito de La vida sigue igual, de Julio Iglesias. Recuerda el cubano que él veía gente entrar a la primera sesión de esa película y salir por la noche, después de la última, personas que vieron ese filme entre 25 y 30 veces. A partir de los ochenta el panorama cinematográfico en la isla cambió. Pasado aquel quinquenio gris o década ominosa de los setenta, comenzaron a llegar a la isla más películas y más variadas, y la televisión rebajó asimismo el nivel de la censura. A partir de los noventa, cuando Padura comenzó a viajar más frecuentemente, a ser invitado a numerosos países y a recibir sus primeros galardones internacionales, el espectro cinematográfico se amplió por completo, y el acceso al cine a través de los establecimientos de alquiler de películas, o más tarde de internet, posibilitó ser selectivo en las piezas que deseaba utilizar para su propia formación o para seguir introduciéndose en el arte de elaborar guiones. De hecho, cuando le propusieron llevar al cine su tetralogía de Las cuatro estaciones, comenzó a interesarse de un modo muy especial por el cine negro. Para escribir los guiones con Lucía López Coll, tuvo que ver detenidamente algunas de las obras maestras del género, como El tercer hombre (Carol Reed, 1949), Chinatown (Roman Polanski, 1974) o Los sospechosos de siempre (Brian Singer, 1995). Su primera aportación relevante al cine internacional de ficción se produjo con la película Siete días en La Habana (2011). La cinta está dividida en otros tantos capítulos independientes, uno por día de la semana, de lunes a domingo, y son siete historias sobre la vida en Cuba en la actualidad, dirigidas cada una por un cineasta diferente, aunque la coordinación dramática de toda la cinta corrió a cargo de Leonardo Padura. El orden y los datos de cada parte fueron los siguientes: 1. El Yuma (lunes), Benicio de Toro (director) y Leonardo Padura/ Lucía López Coll (guionistas). Un turista estadounidense llamado Teddy Atkins (Josh Hutcherson) que no habla español recorre la ciudad de La Habana en un taxi, cuyo conductor le lleva a diversos lugares para sacarle el dinero: a su casa, a un bar, a una discoteca. Finalmente, el actor se lleva una jinetera a su hotel, pero descubre que es un transexual y la despide sin tener relaciones. 2. Jam Session (martes), Pablo Trapero (director y guionista, basado en una idea de Leonardo Padura y Lucía López Coll). El director de cine serbio Emir Kusturika (él mismo es el actor) recibe un

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premio y un homenaje en Cuba, pero no quiere ir al acto de entrega oficial del galardón, y pide al conductor que lo lleve a un bar. Allí, entre gente muy humilde, todos se dedican a divertirse y tocar la trompeta. Al día siguiente Kusturika recorre diversos lugares con un taxista y su hijo mientras cantan canciones. 3. La tentación de Cecilia (miércoles), Julio Medem (director y guionista, con una idea de Leonardo Padura y Lucía López Coll). Una artista negra tiene una relación con un español que dice que se la quiere llevar a la Península para promocionarla como cantante, pero ella descubre que está casado. Se debate entre abandonar a su marido cubano, que no se fue a Puerto Rico por quedarse con ella, o irse a España para convertirse en una estrella con alguien por quien se siente atraída pero que está casado, aunque él le ha prometido divorciarse de la española y centrarse en ella. Finalmente se queda en Cuba, a pesar de que el español le había comprado ya el billete para abandonar la isla. 4. Diary of a Beginner (jueves), Elia Suleiman (director). Un extranjero (Elia Suleiman es también el actor protagonista) observa la vida de los habaneros en las calles, en la playa, como testigo, sin omitir opiniones ni interactuar. De vez en cuando vuelve al hotel y escucha discursos de Fidel Castro. 5. Ritual (viernes), Gaspar Noé (director). Una familia de negros se acerca con su hija a un lugar alejado de la ciudad para someterla a un rito de exorcismo, y así alejarla de una relación homosexual. 6. Dulce amargo (sábado), Juan Carlos Tabío (director) y Leonardo Padura/Lucía López Coll (guionistas). Una familia de blancos (Jorge Perugorría actúa como el padre de la familia), pobre, que sobrevive como puede, ha adoptado a una chica negra, que insiste en que quiere ir a ver a su padre. La madre (Mirta Ibarra), que tiene dos empleos, se dedica también a hacer dulces para llevar más dinero a casa. Pero la hija adoptada se va finalmente en una balsa, y llama por teléfono para despedirse justo antes de lanzarse al mar. 7. La Fuente (domingo), Laurent Cantet (director). Una mujer dice que se le ha aparecido la Virgen e involucra a todo el vecindario para construir un altar dentro de su casa. Cuando todo está preparado, celebran una gran fiesta dentro de la casa, con ritos sincréticos cristianos y afrocubanos. Se trata de una película muy desigual. Las historias no tienen ninguna relación entre sí, a no ser su pertenencia al ámbito local de La Habana, como

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reza el título, y quizá también el hecho de describir aspectos de la vida de aquella ciudad en los que los cubanos de hoy pueden verse reflejados. Sin embargo, la falta de unidad comienza en la huella que cada director deja en el texto fílmico, de su propia personalidad. Benicio de Toro imprime una velocidad y una fuerza –también una dosis nada despreciable de decibelios y algo de violencia–, mientras Elia Suleiman pone el acento en el plano puramente estético y técnico porque, además, el personaje protagonista de esta sección muda es el mismo director, que observa una realidad con interés, pero sin implicarse, gozando simplemente de lo desconocido, de lo exótico, de lo placentero. Lucía López Coll comenta también que, quizá, los directores no cubanos tuvieron poco tiempo para intentar “un acercamiento más profundo a esa realidad sobre la cual no tenían un conocimiento de primera mano” (López Coll 2016: 185). De lo que no hay duda es de que los mejores cortos son aquellos en los que Padura y López Coll han estado involucrados, sobre todo tres: El Yuma y Dulce amargo como guionistas, y La tentación de Cecilia como idea cedida a Julio Medem. Son los días en los que mejor conocemos la realidad cubana desde dentro y, a la vez, los cortos con una intención más social, más crítica, más reflexiva sobre los problemas concretos que afectan a una parte importante de la población cubana del pos-­período especial. El Leonardo Padura de esas tramas se asemeja mucho al de las novelas y cuentos. El Yuma refleja con intensidad ese universo cubano de la picaresca, la simpatía forzada con el extranjero que tiene dinero con el fin de conseguir lo que niegan e imposibilitan las condiciones laborales de la isla: la existencia en Cuba de un salario indigno y una enorme dificultad para generar legalmente empresas de trabajo privado. Y todo esto aderezado con la interminable plaga del jineterismo. El protagonista no solo debe rechazar el encuentro con el transexual en la última parte de la película, sino que se encontrará incómodo cuando, en la misma casa del taxista que le atiende, la hija de este se le insinúe. La misma reflexión se adivina en Dulce amargo, quizá el mejor corte de los siete, texto fílmico de gran complejidad a pesar de su escasa duración. Los guionistas de ese sábado aseguran la calidad del resultado no solo por la profundidad del guion, sino por el trabajo del director, Juan Carlos Tabío, que es cubano y es un magnífico profesional, y por el elenco de actores: Jorge Perugorría es el padre de la familia y Mirta Ibarra la madre. Estos tres personajes (director, actor y actriz) han colaborado desde hace más de veinte años en las mejores películas cubanas, como Fresa y chocolate, Guantanamera y El cuerno de la abundancia, y dan hondura al drama que se exhibe. Por un lado, vuelve a plantearse el problema económico, ya que la familia tiene que sobrevivir alrededor del pluriempleo que se organiza fuera de la legalidad, un trabajo por cuenta

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propia que no está controlado por el Estado. Por otro, y a mitad de camino entre el drama y la comedia, como le gusta a Tabío y le gustaba especialmente a Tomás Gutiérrez Alea, su maestro, colega y codirector en varias películas, las dificultades de la situación depauperada de la isla entorpecen la ejecución de esos trabajos. En este caso, se trata de los continuos apagones que han acechado a Cuba desde el período especial. Mirta realiza en su casa tartas y pasteles, pero la luz se va y todos los materiales se le echan a perder antes de terminar y vender su trabajo. Junto con esa primera trama de supervivencia, se pone de manifiesto otro de los grandes problemas de la sociedad cubana desde hace más de cinco décadas: la enorme cantidad de ciudadanos que desean abandonar la isla, por las pésimas condiciones de vida, en el terreno de las libertades y en el económico, y que se debaten entre su pasado, su familia, sus amistades y su identidad, y la posibilidad de un futuro mejor en cualquier otro lugar del mundo, principalmente los Estados Unidos. Asuntos similares los vemos en todas las novelas de Padura: exiliados que regresan después de mucho tiempo y reabren heridas que nunca podrán curarse (La novela de mi vida), gentes que viven en la pobreza (todas las novelas de Mario Conde describen sujetos, situaciones, barrios donde la gente hace lo que puede para sobrevivir), el trabajo privado clandestino (hasta Mario Conde recurre a esa opción con la compraventa de libros), etc. En cuanto al drama de aquellos que quieren salir de la isla para obtener una vida mejor, el argumento de este corto se enlaza con el de La tentación de Cecilia, la película del miércoles. Coincide también el nombre de la chica mulata que quiere salir del país: en los dos casos es Cecilia. Aquí, además, inauguramos la fecunda colaboración de Leonardo Padura con el mundo del cine español: el director de la cinta es Julio Medem, y el tema conecta con el deseo de ir a España a través de un personaje español que está en la isla y quiere ayudar a Cecilia a salir, porque desea establecer una relación afectiva duradera con ella, además de promocionarla como artista. Si el enganche del novelista con el universo literario español se dio en los noventa, tal como lo ha contado él mismo en el primer capítulo de este libro, en el cine comenzó de un modo más efectivo a partir de esta primera incursión en la ficción fílmica. Conforme han pasado los años y Padura ha ratificado su vinculación factual con el séptimo arte, las películas en las que ha intervenido como guionista han mejorado ostensiblemente. Regreso a Ítaca (2014) fue su siguiente trabajo. Para ello contó con el director francés Laurent Cantet, que ya había dirigido el domingo de los siete días en La Habana. La producción fue francesa, y se estrenó en el Festival Internacional de Venecia, ganando allí el Premio de los Días. Después fue exhibida en la

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sección de Presentaciones Especiales del Festival de Cine Internacional de Toronto y ganó también el Gran Premio del Festival de Biarritz. En general, ha tenido buenas críticas. A ello contribuyó no solo la fuerza de los diálogos y la intensidad de los problemas que salen a colación, sino la magnífica labor de los intérpretes, todos ellos de primer nivel en la isla: Jorge Perugorría (Eddie), Isabel Santos (Tania), Néstor Jiménez (Amadeo), Pedro Julio Díaz Ferrán (Aldo) y Fernando Hechevarría (Rafa). El auténtico reto de esa película fue mantener la atención del espectador sobre la base de los diálogos, durante 95 minutos, en una trama donde no hay acción alguna. El centro de la historia es la vuelta a Cuba de uno de los cinco amigos, Amadeo, desde España, después de 16 años de ausencia, quien salió al exilio sin dejar apenas rastro y sin explicar los motivos, y la reunión que mantiene con cuatro de sus grandes amigos en la terraza de la casa de uno de ellos, para contarles sus peripecias de esos años en España. Hay pequeñas digresiones locales, cuando alguno se asoma por uno u otro lado de la terraza y la cámara enfoca al vecindario, que durante unos segundos distrae la atención de aquellos pocos metros cuadrados de la azotea donde se instala la tertulia. También es importante una segunda digresión, mayor en el tiempo y en el espacio, cuando la película ha avanzado en más de la mitad de su metraje. Los amigos se han reunido por la mañana y ya es de noche; en ese momento, deciden bajar a cenar a la casa de Aldo, porque su madre les está preparando una comida muy abundante, gracias a los productos que han podido conseguir aquellos amigos que tienen dólares y manejan un presupuesto mucho mayor que el de cualquier cubano de a pie. En medio de la cena llegan Eddie, que horas antes se había retirado por un enfado tras una acalorada discusión, y el hijo de Aldo con su novia, lo que motiva unas nuevas discusiones en un entorno, en principio, más distendido y con el aliciente de la comida y sus rituales, y la simpatía y el amor de la madre de Aldo por todos ellos. En ese gran desafío –mantener la atención del lector a pesar de no haber acción ni variedad en los lugares– la cinta sale airosa, gracias a la actuación esmerada de los protagonistas y al elevado interés de las conversaciones, que fluyen entre los temas baladíes, los ajustes de cuentas más vergonzantes, las acusaciones sin tapujos de unos a otros, los descubrimientos de zonas no iluminadas del pasado de cada uno de ellos, las complicidades, la amistad, etc. En ocasiones puede haber algo de teatralidad, pero el resultado es excelente. Lucía López Coll insiste: Su mayor reto fue quizá conservar la acción dramática en los estrechos límites de un espacio casi único, manteniendo la ilusión del tiempo real, lo que

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refuerza su tono intimista, aunque alcanza una proyección universal de los conflictos de sus protagonistas. (López Coll 2016: 185)

El guion tiene un origen literario. Está basado en La novela de mi vida (Padura 2002), donde interviene también un personaje protagónico que marchó al exilio bastantes años atrás y vuelve con el fin de dar sentido a todo lo que ocurrió en el pasado, como hemos explicado en el capítulo tercero. Esa es una de las variadas tramas que se proponen en la novela y que sirve de marco para explicar a fondo la vida de uno de los exiliados más ilustres de la isla, José María Heredia, y de otros personajes históricos que guardan cierta relación con él. La novela parte de una supuesta autobiografía perdida del poeta romántico cubano, sobre la cual se organiza una investigación para encontrar el manuscrito que tal vez ha quedado guardado o escondido en algún lugar de la isla. El protagonista de la obra, Fernando Terry, después de haber pasado dieciocho años en el exilio, vuelve a La Habana un mes, para terminar sus investigaciones sobre el poeta acerca del cual había hecho también una tesis doctoral. En la novela hay sobre todo tres historias: la de Heredia (la novela perdida, que nunca aparecerá, se cuenta en uno de los niveles narrativos), la de la suerte de los escritos de Heredia, también de su autobiografía, que pasan de mano en mano a sus descendientes, y la del tiempo de la segunda mitad del siglo XX, cuando Terry vuelve a la isla y recupera el contacto con sus amigos, buscando no solo los papeles de Heredia sino también el sentido de su existencia y de su exilio, reflexionando sobre los motivos que le llevaron a abandonar el país, después de que alguien, que no sabe quién es, tras dieciocho años de inquietud e incertidumbre, le delató hasta que cayó en desgracia y tuvo que marchar al exilio. Padura recoge esta tercera historia para volver a uno de los asuntos que han provocado heridas más grandes en la población cubana desde que comenzaron los procesos de independencia de América Latina: el exilio. Y, alrededor de él, amores y odios, fidelidades y traiciones, que se plantean de un modo desgarrador tanto en la novela como en la película. En el texto escrito todo funciona con mucha fluidez, porque esta trama es solo un envoltorio especular que remite constantemente a la historia de los exilios y las delaciones en la Cuba del XIX y del XX, pero en la película es el único motivo que anima la cinta. Por esa razón, el guionista necesita compartimentar las secuencias emocionales y estructurarlas de tal modo que el espectador no sienta que el desarrollo de los hechos es lento y pesado. Esas casi 24 horas que transcurren en la película (empieza de día, anochece y termina cuando está amaneciendo nuevamente), pueden vivirse con intensidad e interés en la vida real, pero pueden ser

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insoportables en los 95 minutos que dura una película, si los elementos de ordenación del guion no son los adecuados. Por eso, Leonardo Padura y Lucía López Coll proponen secuencias antitéticas por un lado y tiempos muertos o descansos por otro. Gracias a ello, la trama se mantiene siempre viva. Las secuencias antitéticas son cambios de tema con cambios de ritmo. Por ejemplo, en el pasaje en que Amadeo está contando sus dificultades para sobrevivir en España cuando llegó y durante sus primeros años de exilio, de repente Tania cambia de conversación y le echa en cara algo relacionado con la enfermedad de Ángela. O cuando Amadeo anuncia que no quiere volver a España, que desea quedarse, porque allí no puede escribir, al instante surge una discusión muy acalorada sobre la necedad de esa decisión, o también cuando Eddie está hablando de sus deseos de ser escritor, del pasado que no volverá, y los amigos le recriminan que se haya vendido al gobierno y se haya convertido en un “dirigentico”, con todas las ventajas de ser un hipócrita servidor de un gobierno en el que no cree, lleno de viajes, dinero, vida cómoda, divisas extranjeras, lujos, ropa cara, etc.; se produce entonces una de las disputas más agrias de toda la cinta, porque todos querrían vivir como él, pero hay quienes no han querido traicionarse a sí mismos y otros no han podido hacerlo, habiéndolo deseado. En esos cambios, el espectador sufre una sacudida, porque el desarrollo de la conversación se perturba, el sonido se vuelve virulento y el ritmo se multiplica considerablemente. En cuanto a las digresiones, tiempos muertos o descansos, hemos hecho referencia a los cambios de lugar o a la mirada de la ciudad y el vecindario desde la terraza. Cuando un personaje se asoma a una de las barandillas, esquinas o muros de la terraza y observa lo que hay alrededor (una discusión entre dos personas, un mujer trajinando con las cosas de la casa, coches pasando por la vía del Malecón, una panorámica de la ciudad más bella de América Latina) o cuando todos bajan para asistir a la cena, el espectador cambia los centros de su interés: los problemas graves de la isla y sus habitantes, del gobierno y la falta de libertad, pasan a otro plano, menos visible, y nuestra mirada se concentra en los detalles, acercándose a la de Elia Suleiman en Diary of a Beginner recorriendo la ciudad como un flâneur de la segunda mitad del siglo XIX, o a la de Jorge Perugorría y Vladimir Cruz (Diego y David) en la escena final de Fresa y chocolate, poco antes de la despedida definitiva de los dos amigos, contemplando desde lo alto los edificios nobles de la ciudad en cuyo centro se encuentra el Capitolio. Otra de las digresiones memorables, y muy eficaces, es la de la música que, además, nos enlaza de nuevo al Padura guionista con España. Como el exiliado, Amadeo, viene de la “Madre Patria”, de vez en cuando suena en el

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aparato que los amigos tienen en la terraza cierta música de la Península. La primera canción, que es a su vez el tema de la escena inicial de la película, es “Eva María”, un éxito de Fórmula V, de 1973, justo en la época en que se supone que todos esos adultos eran jóvenes y estudiaban en la universidad, es decir, más o menos en la edad en que Leonardo Padura y Lucía López Coll estaban en la Facultad de Letras de La Habana. Esa canción, que supuso un éxito tan grande en Cuba como en España, tiene un significado especial en la isla, ya que hay una letra paralela, de contenido sexual, que solo entienden los que estén familiarizados con cierta terminología que se utiliza en la isla. Y de una canción festiva, de reencuentro y celebración, pasan un poco más adelante a otra muy distinta: “Aquellas pequeñas cosas” del álbum Mediterráneo, de Joan Manuel Serrat, de 1971, un tema que habla de las cosas mínimas que recordamos y nos llenan de melancolía, porque pensamos que en aquella época éramos más felices y esos tiempos ya no volverán. No es casual que salgan a colación esas dos canciones porque, cada una en su estilo, fueron iconos de una época, en los dos países: en España eran los momentos previos a la muerte del dictador, cuando el régimen había perdido la dureza de décadas anteriores y se abría un período de esperanza. Joan Manuel Serrat fue uno de los símbolos de la resistencia a la dictadura y la lucha por la libertad de los pueblos, porque es catalán y se negó a representar a España en el Festival de Eurovisión con una canción suya traducida al español. Los amigos que se reúnen en la terraza habanera hablan con frecuencia de las ilusiones perdidas, del tiempo pasado en que creían que iban a cambiar el mundo, de una época de sueños y esperanzas que recuerdan con melancolía, pero también con tristeza, porque esos tiempos no volverán, como en la canción emblemática de Joan Manuel Serrat, en la que se habla de aquel “tiempo de rosas”. En Cuba, los setenta fueron, por un lado, los años de una mayor represión del régimen dictatorial (quinquenio o decenio gris o negro), pero por otro los años en los que los universitarios pensaban que todavía el proyecto revolucionario podría cambiar la realidad de América Latina e incluso del mundo entero, como nos ha contado Leonardo Padura en la entrevista del capítulo 6, pues en los setenta comenzaron también las intervenciones militares de Cuba en Angola y otros territorios del Tercer Mundo. La vida de los cinco amigos de la terraza es la misma que la de Padura, y sus tiempos e ilusiones coinciden. De todo aquello que soñaban los universitarios de los setenta nada ha quedado, y de ahí la frustración del grupo recordando su etapa estudiantil. Es la misma generación que dibujó Lichi Diego en Informe contra mí mismo (1996) y que levantó un vendaval en el ámbito de la cultura cubana, al poner al descubierto la gran cantidad

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de artistas que en los setenta creían ciegamente en el proyecto castrista y poco más tarde se desencantaron, perdieron las ilusiones, como Lichi, y como esos cinco amigos, algunos escritores y pintores, de la película y terminaron en el exilio, el insilio o la muerte prematura, sin esperanza ni fe en el porvenir. Al final del libro, a pesar de que el balance es poco positivo, Lichi se niega a “pensar que la memoria se borre, que la mediocridad se imponga, que la mentira acabe siendo verdad, que la desilusión fusile sueños en paredones” (Diego 1996: 292). Es un grito de esperanza, pero con muy poca convicción, guiado por los deseos y los sentimientos y no por el sentido común. De hecho, las líneas que continúan a esa declaración responden a la pregunta que él mismo se hace, en relación con “lo que le pasa”, que no es otra cosa que los centenares de amigos y conocidos de su misma generación o de alguna generación inmediatamente anterior o posterior que han muerto en el exilio testificando el sinsentido de la “nada cubana”, o bien que viven fuera de la isla, incluso dentro, tratando de sobrellevar una existencia, en muchos casos, a la deriva. Son diez páginas de nombres (292-302) con tres escuetos datos de cada amigo distante: si vive o no, dónde vive y a qué se dedica (escritor/a, periodista, poeta, pintor/a, músico, actor/actriz, fotógrafo/a, cineasta, diseñador/a, editor/a, coreógrafo/a, caricaturista): todos artistas o relacionados con el mundo de la difusión cultural o artística. Una lista, según comenta Padura, “lamentablemente desactualizada” (Padura 2017b: 38), veinte años después del Informe. Hay todavía otro tema que relaciona la película con el autor del guion y con la circunstancia anterior: la necesidad de vivir en la isla para escribir. Es una constante en el desarrollo de los diferentes diálogos de la cinta, porque Amadeo, desde que salió hacia el exilio, no ha sido capaz de escribir una sola línea. Necesita sentirse entre los suyos y en su ambiente, su casa, su barrio, su país, el clima, las costumbres, aunque la realidad sea negativa, la vida dura y las condiciones de existencia penosas. Muchos lectores se preguntan por qué Leonardo Padura sigue viviendo en la isla, donde las circunstancias de la supervivencia continúan siendo muy difíciles, incluso después de haber superado el período especial, y sabiendo que su fama y el número de traducciones, ventas de ejemplares, premios internacionales, etc., crecen cada día. A todo eso ya ha contestado el escritor y guionista no solo con los personajes de las novelas y los textos escritos para el cine, sino con un célebre ensayo titulado “Escribir en Cuba en el siglo XXI”, y también en numerosas entrevistas (López 2007: 163-165). Cuando habla del periodo especial, momento crítico en la historia de Cuba, pero también la década en que Leonardo pudo convertirse en escritor profesional e internacional, asegura:

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Mi intención era ser un escritor cubano que escribiera sobre Cuba, con la mayor libertad y sinceridad posibles, un creador empeñado en reflejar los conflictos […] de mi sociedad y asumiendo los riesgos inherentes a tal empeño. Y, atado a mis pertenencias y para conseguir ese propósito literario, decidí personal, soberana y conscientemente quedarme en Cuba y, a pesar de las carencias e incertidumbres que nos tocaban las puertas a casi todos, y hasta a pesar de mis propios miedos, escribir en Cuba y sobre Cuba. (Padura 2017b: 36)

Y, al finalizar el artículo, al actualizar las circunstancias personales y nacionales que han llevado a Cuba al momento histórico que vive, veinte años después, da a entender que no solo no se ha equivocado, sino que es lo que tenía que hacer: El escritor cubano que vive en Cuba, y día con día enfrenta la realidad del país, con sus cambios, evoluciones, reacciones sociales y sueños personales realizados o frustrados, se ha convertido en uno de los más importantes recolectores de la memoria del presente que tendrá el futuro […]. Escribir sobre Cuba, sobre lo que ha sido y es Cuba y lo que son los cubanos de ayer y de hoy, con la sinceridad y profundidad que merecen esas entidades sociohistóricas y humanas, es tal vez la tarea más compleja y a la vez satisfactoria que puede enfrentar el escritor cubano que vive en la Cuba del siglo  XXI. (Padura 2017b: 43)

Lo más importante, a nuestro juicio, de la cinta de los cinco amigos en la terraza de La Habana, es que no hay buenos ni malos. Todos han realizado ciertas heroicidades, y todos han sido mezquinos, infieles o cobardes en algún momento. Amadeo no es el peor, por haberse ido, ni es “del todo” un traidor, aunque no hayan quedado muy claros, 16 años después, los motivos y las circunstancias que provocaron la huida y la desconexión posterior, incluso con su esposa. Eddie no es “del todo” un aprovechado hipócrita por haberse abrigado al calor del gobierno con el fin de vivir bien y disfrutar de la vida, poniendo entre paréntesis la conciencia crítica. Tania no es “del todo” una mujer digna por resignarse a recibir un exiguo salario mensual, siendo una doctora reputada, porque también ha realizado actividades fuera de la ley, etc. Es más, al final de la película descubrimos que Amadeo ha callado durante años una circunstancia que lo convierte en un héroe sin fisuras, en un amigo fiel, en un esposo preocupado y comprometido, a pesar del terror secreto con el que ha vivido todo ese tiempo. El ambiente creado por Regreso a Ítaca, que proviene del generado en La novela de mi vida, y que conecta con el universo de las novelas de Conde,

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llega a su culminación en la serie de ocho capítulos (dos para cada estación, dos para cada novela de la tetralogía) Cuatro estaciones en La Habana, cuyo guion ha sido realizado íntegramente por Leonardo Padura y Lucía López Coll. Y este es, sin duda, el trabajo más sobresaliente de connivencia entre el cine y la literatura que ha llevado a cabo el de Mantilla. Como producto separado de los libros ha conseguido una autonomía notable, y a la perfección técnica hay que añadirle una gran interpretación y un manejo sagaz de los tiempos, la intriga, la acción y el ordenamiento de las pistas. Sabemos que la historia de la adaptación cinematográfica de grandes obras de la literatura no siempre ha sido exitosa. Más bien, y en el caso de América Latina se repite con asiduidad, suelen resultar obras fallidas, que desencantan a quien ha leído primero el libro y luego ve la película. Eso ocurre con casi todas las versiones cinematográficas de las obras de Gabriel García Márquez, por ejemplo. Incluso en la que, por la historia y por su estructura, podría compararse con las de Mario Conde: Crónica de una muerte anunciada, de trama policial, basada en la investigación acerca de un crimen. Es cierto que son muy diferentes las historias, porque el detective de una es policía y el de otra es un amigo del fallecido y, sobre todo, porque en una sabemos desde el principio lo que pasó y quién mató a la víctima, y en la otra hay que indagar sobre la base de pistas. En el caso de Crónica, el resultado final es realmente pobre, con un manejo del tiempo poco inteligente, y una actuación, en general, bastante deficiente, a pesar de que algunos actores gozan de cierto prestigio. De todas formas, García Márquez no participó en la adaptación de la Crónica. Sí lo hizo en la de la mayoría de sus cuentos, y las películas homónimas adolecen de los mismos defectos que los de Crónica, y en muchos casos aumentados. Un ejemplo claro fue la adaptación de Eréndira, una versión cinematográfica sin interés, con actuaciones pésimas, tan lenta que es casi imposible aguantar el desarrollo de la cinta hasta el final, y demasiado extensa para la densidad de trama que soporta. La única película sobre textos de García Márquez que escapa a todas estas críticas es El amor en los tiempos del cólera, pero el autor no tuvo nada que ver con el guion. Otros ejemplos de adaptaciones pobres de buenas obras literarias del ámbito latinoamericano son El Sur, de Borges (y la mayoría de las adaptaciones de sus cuentos), La Virgen de los sicarios de Fernando Vallejo, Instrucciones para John Howell de Julio Cortázar (y la mayoría de las adaptaciones de sus obras). También hay versiones memorables de narraciones latinoamericanas, como La ciudad y los perros, Pantaleón y las visitadoras (la de 1999) o La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa, Gringo viejo de Carlos Fuentes, El cartero de Neruda de Antonio Skármeta, Mariposa negra de Alonso Cueto y, sobre todo, Fresa

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y chocolate, de Senel Paz, o El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, dos verdaderas obras maestras del cine. En el caso de Cuatro estaciones en La Habana, es tan importante la labor de los guionistas como la de los buenos actores y como la de la fotografía y las imágenes de la ciudad. Nadie duda ya de que Padura es el narrador de La Habana del periodo especial y del siglo XXI, ni de la trascendencia de la ciudad en la construcción de sus novelas, como hemos descrito en el capítulo segundo. La ciudad no es solo, para el policía, el lugar que habla al detective, que le sugiere por dónde dirigir su investigación, que visibiliza las pistas y las deja al descuido para que Conde haga su tarea. En las novelas, “se organiza un mapa mental de la urbe, que es, a la vez, un glosario posible para la lectura del entorno urbano” (Camejo 2016: 65). El protagonista conoce el terreno a la perfección, en su conjunto y en sus partes, y sabe interpretar detalles dependiendo del barrio en el que trabaje o el vecindario en el que deba remover la suciedad. La Habana es el marco en el que se instala la materia de su dedicación profesional, pero, como hemos visto en alguna de las secuencias de Siete días en La Habana y en Regreso a Ítaca, Mario Conde es además un flâneur, que observa la ciudad y la contempla, desde dos diferentes puntos de vista: el emocional y el profesional. Mario Conde, y también la voz que narra la ciudad, observan la belleza de un hábitat que fue grandioso y que ahora navega entre las ruinas. Este movimiento es paralelo al de los sueños de Conde y sus amigos, de Amadeo en Regreso y sus amigos, de Leonardo Padura y Lucía López Coll: sus deseos de cambiar el mundo, que fueron espectaculares, se han convertido en polvo y ruinas. Por eso Conde es un personaje desencantado, que funciona por unos ímpetus que ya nada tienen que ver con los de la juventud, sino con los de la inercia, la obligatoriedad de vivir. Camejo propone que hay un desfasaje que “genera continuamente desencuentros entre la ciudad deseada […] y la dispuesta a la mirada” (Camejo 2016: 65). No solo es la deseada, sino también la recordada, incluso la imaginada, la de Yarini, por ejemplo, que comenzaba a ser, en las primeras décadas del siglo XX, la ciudad más rica y maravillosa de América Latina, y una de las más desarrolladas y atractivas del mundo. Padura conoce no solo la ciudad actual de La Habana, la de los noventa, la de los setenta en la universidad, incluso la de algún año antes de la llegada de Fidel Castro, ya que nació a mitad de los cincuenta; conoce también, y a fondo, La Habana de Yarini y, de ahí, hacia el XIX, conoce La Habana de José María Heredia, y la ha descrito magistralmente en La novela de mi vida. Literariamente, la ciudad le ha dado un juego denso y amplio a Padura quien, como filólogo y periodista, conoce a la perfección textos básicos como La ciudad de las columnas, de Alejo Carpentier, La invención

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de La Habana, de Emma Álvarez-­Tabío o Novelando La Habana, de Ineke Phaf. Lo que ocurre es que La Habana leída, la inventada, la recordada, la imaginada, la histórica, ya no existen, y lo que los lectores de las novelas de Padura perciben es una ciudad dividida en varios planos, los de la narración y los de la actualidad (descripción). Una Habana que “ha dejado atrás sus comportamientos más solemnes”, y que se encuentra expuesta a una “crisis de la localización unitaria, del sujeto como emplazamiento estabilizado y escenario invariable del juego social” (Camejo 2016: 65). Por eso, la mirada de Conde, hombre culto y con sentido histórico, como Padura, a la ciudad, “se proyecta siempre ‘por encima’, hacia un más allá que le comunica un profundo afán de pasado” (Camejo 2016: 65). ¿Cómo consigue, entonces, la serie sobre las cuatro estaciones, reflejar esos matices, que competen de un modo especial al lenguaje escrito, que puede transitar con facilidad por el presente y por el pasado, por lo dicho y lo pensado, por lo deseado y lo recordado? La serie está llena de matices. Interesan los detalles que sirven a la investigación (una bolsa pequeña con droga, un corte en el cuerpo, marcas de estrangulamiento, huellas, las abolladuras de un coche, restos de comida con su simbología, etc.) pero son mucho más persistentes, intrigantes, intensos y emocionantes los detalles de la ciudad, en exteriores y en interiores y, sobre todo, las distintas miradas sobre esos detalles. El espectador valora la ciudad en varias direcciones, casi sin darse cuenta, porque los planos de paisaje urbano, en muchas ocasiones, duran poco tiempo, y se suceden en contraposición. Vamos a poner algunos ejemplos: 1. Desde dónde se mira: los personajes observan la ciudad por las ventanas y balcones con cierta asiduidad, pero a veces estamos en un edificio muy alto, como el Focsa, que tiene alrededor casas de pocos pisos, y está muy cerca del Malecón, y otras obtenemos la perspectiva de quien mira por la ventana de una casa colonial, que solo tiene un piso, y ofrece nada más la estampa de una calle con su vegetación, las casas del otro lado, la gente que pasa, etc. Algunas de las mejores imágenes y vistas de la ciudad, las que más impactan y las más originales son aquellas en las que un dron dirige su cámara absolutamente vertical hacia abajo, porque pueden verse las terrazas de las casas, los tejados, los itinerarios exactos de las calles, los edificios conocidos de un modo novedoso, y la sensación es de absoluto dominio de la ciudad, de las diferencias entre los diversos tipos de calles, edificios y barrios. 2. Cuándo se mira: se han grabado escenas relativas a todas las horas del día, por lo que la luz con la que se asimila la visión de la ciudad es

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siempre diferente: hay amaneces panorámicos, anocheceres también panorámicos, desde ventanas de edificios pero también desde drones que sobrevuelan la ciudad a cierta altura y nos dejan muchos más detalles de barrios, lugares típicos, zonas desconocidas, casas bien conservadas y de cierto lujo, calles con numerosas casas en ruinas, cuando el sol está en lo alto o en noche cerrada, que dejan entrever, y sugieren, más de lo que dejan enseñar, ya que la iluminación urbana de la ciudad es bastante pobre. La luz es un elemento muy importante, y altamente estético, para ofrecer un perspectivismo que sugiere no solo localización sino tiempo y, en muchos casos, sugiere también sensaciones como cercanía afectiva, miedo, respeto, decrepitud, desolación (por ejemplo, cuando se conjuga el tipo de luz con el efecto del viento), melancolía o tristeza (cuando se combina, por ejemplo, con la neblina de la mañana). En el juego de luces y sombras tienen mucha importancia las capturas de personajes que cruzan patios o porches con columnas, de los que solo vemos su silueta, sin distinguir colores, tipo de ropa, etc., en franco contraste con la luz, a veces casi cegadora, que anima los lugares. 3. Intensidad con que se mira: son muchos los modos de presentar los exteriores. Hemos hablado sobre todo de las panorámicas, pero hay que hacer referencia también a los primeros planos, etc. A veces se enfoca a una casa colonial de extremada belleza, con sus palmeras, columnas, paredes con segmentos lineales y curvos, decoraciones exteriores, pero otras la cámara se acerca a una esquina rota, una columna rajada, una farola con el vidrio fracturado, etc. En los patios de vecinos abiertos, las condiciones desastrosas de las calles se notan con facilidad: paredes sucias, agua estancada, escaleras con barandillas deterioradas, ascensores que no funcionan, casquillos sin bombillas. 4. Los interiores y su carga social: cuando nos adentramos en un edificio, casa, oficina, escuela, hospital, etc., hay diversas formas de proponer matices, que nos ofrecen distintos tipos de coordenadas: las locales, las temporales y las relativas a las diferentes clases sociales. Lo que más llama la atención son las casas y los apartamentos particulares. Son muchos los que aparecen en los ocho capítulos de la serie, porque los crímenes suelen cometerse en lugares cerrados, viviendas corrientes con patios de vecinos. Además, en cada investigación, los policías tienen que realizar un sinfín de visitas a domicilios de sospechosos, familiares o amigos de los asesinados. Por último, también vemos el interior de las casas o apartamentos de los protagonistas, cuando se levantan por la mañana, vuelven a casa por la noche, se reúnen para charlar, comer o tener relaciones

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íntimas. Tanto por las características del inmueble como por las pertenencias, objetos, mobiliarios y demás enseres personales, siempre sabemos si la persona que habita ese lugar vive en un barrio bueno o malo, si la casa es antigua o moderna, e intuiremos también su capacidad económica. Son muchas Habanas las que descubren las viviendas particulares, y no todas pertenecen al mundo del período especial, lo que denota que, a pesar de las condiciones materiales extremas a las que fue abocada la isla en los noventa, siempre hubo quien poseyó, del modo que fuera, recursos para sobrevivir de una forma más sosegada. Sin embargo, por encima de las reflexiones sociales o económicas, lo que indirectamente recibe el espectador es una sensación multilocal y, sobre todo, multitemporal. La nostalgia del protagonista, muy parecida a la de todos los miembros de su generación, se contagia a la visibilidad intencionada de los espacios que, como metonimia, remite al estado constante de ánimo del narrador y del policía. El director de la serie, el español Félix Viscarret, que anteriormente había ganado dos Goyas en su todavía corta carrera artística, reconocía en la presentación de la serie que La Habana es una ciudad con mucho potencial, y que para realizar las películas tuvo que tener en cuenta el tiempo porque, además de la importancia que tiene en las novelas de Padura, “en La Habana las cosas cambian a un ritmo diferente o en una dirección no siempre en paralelo con otras ciudades occidentales” (Marcos 2017: s/p). La serie fue estrenada en Netflix en diciembre de 2016, y fue el mismo Leonardo Padura quien habló brevemente de la transposición del libro a la cinta, de la presencia de la ciudad, cuando se estrenó la primera de las cuatro estaciones, Vientos de Cuaresma (la adaptación al cine se llama Vientos de La Habana), asegurando que “pocas veces La Habana se ha visto de la forma en que se ve en esta película, y además con un espíritu muy creativo en cuanto al lenguaje cinematográfico, para poder hacer que estas historias cumplieran de una manera satisfactoria ese tránsito complicadísimo, casi imposible, de la literatura al cine.” (Efe 2016: s/p) Estas han sido hasta ahora todas las colaboraciones del escritor con el séptimo arte, y estamos seguros de que van a permanecer en los años próximos. Lo importante es saber si podrá, a partir de ahora, ser libre para continuar, en el papel, con el Mario Conde que dibujó en su mente durante veinte años, desde la primera de las cuatro estaciones hasta Herejes, sin que se vea contaminado por la imagen y el acento de Jorge Perugorría (el actor principal de la serie), y sin imaginarse esa Habana de Viscarret más que la suya propia, la de todos sus libros. Él asegura que no tiene ese problema, porque “cuando estoy escribiendo no veo al actor; sigo viendo

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al personaje que es más cerebro que persona física. Sigo escribiendo mis lugares y situaciones de la manera habitual”. (Murcia 2016: s/p)

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Collección Trans-Atlántico Literaturas En el panorama actual de la investigación, especialmente en el campo del hispanismo, se afirma la presencia de un nuevo paradigma que toma en cuenta, privilegiándolos, los intercambios y la circulación de modelos. Esta nueva perspectiva ha permitido la emergencia de un nuevo campo de estudios, centrado en las relaciones trasatlánticas, transnacionales e intercontinentales, que subraya la importancia de los intercambios, migraciones y pasajes que se declinan de diferentes modos entre las culturas de los dos lados del Atlántico, desde hace más de  cinco siglos. El título de esta nueva colección Trans-Atlántico / Trans-Atlantique se propone evocar, más allá del vapor de línea que hace la travesía regular entre Europa y América, la novela homónima de Witold Gombrowicz – donde aparece justamente el guión –, y las deambulaciones del protagonista entre dos mundos así como los acercamientos posibles entre dos lugares diferentes de una misma realidad (Polonia, donde Gombrowicz nació y Argentina, lugar donde reside de manera prolongada). La collección Trans-Atlántico  / Trans-Atlantique es un espacio de publicación de obras que se centren en este tipo de abordaje de la literatura como lugar transcultural por excelencia, lugar de diálogo y de controversia entre diferentes tipos de discurso, lugar de todos los posibles donde se elaboran nuevas prácticas de conocimiento y de creación para dar sentido a lo que está afuera y que, sin embargo, la literatura comprende.

Directoras de collección

Norah Giraldi-Dei Cas & Fatiha Idmhand Comité científico Fernando AÍNSA – Écrivain et critique littéraire Zila BERND – Universidade Federal do Rio Grande du Sul y CNPQ (Conselho Nacional de Desenvolmiento Científico e Tecnológico) (Brésil)

Maria Carolina BLIXEN – Departamento de Investigaciones-Biblioteca Nacional (Uruguay) Manuel BOÏS – Traducteur Oscar BRANDO – Chercheur, critique littéraire et professeur de littérature (Uruguay) Cécile CHANTRAINE-BRAILLON – Université de Valencienne et du Hainaut Cambrésis (France) Patrick COLLART – Universiteit Gent (Belgique) Ana del SARTO – The Ohio State University-Center of Latin American Studies (États-Unis) Carlos DEMASI – Universidad de la República (Uruguay) Carmen de MORA – Universidad de Sevilla (Espagne) Geneviève FABRY – Université Catholique de Louvain-la-Neuve (Belgique) Rita GODET – Université de Rennes (France) Rosa Maria GRILLO – Università degli Studi di Salerno (Italie) Patrick IMBERT – Université d’Ottawa (Canada) Danuta Teresa MOCEJKO-COSTA – Universidad Nacional de Córdoba (Argentine) Francisca NOGUEROL – Universidad de Salamanca (Espagne) Alexis (Nouss) NUSELOVICI – Université Aix-Marseille (France) Teresa ORECCHIA-HAVAS – Université de Caen-Basse Normandie (France) Emilia PERASSI – Università degli Studi di Milano (Italie) Ada SAVIN – Université de Versailles Saint Quentin en Yvelines (France) Marian SEMILLA-DURAN – Université de Lyon (France) Victoria TORRES – Universität zu Köln (Allemagne) Abril TRIGO – The Ohio State University (États-Unis) Kristine VANDEN BERGHE – Université de Liège (Belgique) Christilla VASSEROT – Université de Paris III (France)

Títulos de la collección Vol.  17 – Ángel Esteban, El hombre que amaba los sueños. Leonardo Padura entre Cuba y España, 2018. Vol. 16 – Kristian Van Haesendonck, Postcolonial Archipelagos. Essays on Hispanic Caribbean and Lusophone African Fiction, 2018. Vol. 15 – Marie-Arlette Darbord, Outras Margens. A vitalidade dos espaços de língua portuguesa / Autres Marges. La vitalité des espaces de langue portugaise, 2017. Vol. 14 – Rita Olivieri-Godet (dir.), Cartographies littéraires du Brésil actuel. Espaces, acteurs et mouvements sociaux, 2016. Vol. 13 – Ana Gallego Cuiñas, Christian Estrade & Fatiha Idmhand (eds.), Diarios latinoamericanos del siglo XX, 2016. Vol. 12 – Fatiha Idmhand, Cécile Braillon-Chantraine, Ada Savin & Hélène Aji (dir.), Les Amériques au fil du devenir. Écritures de l’altérité, frontières mouvantes, 2016. Vol. 11 – Andrea Perdigón Torres, La littérature obstinée. Le roman chez Juan José Saer, Ricardo Piglia et Roberto Bolaño, 2015. Vol. 10 – Cécile Chantraine Braillon, Fatiha Idmhand & Norah Dei-Cas Giraldi (dir.), Théâtre contemporain dans les Amériques. Une scène sous la contrainte, 2015. Vol. 9 – Carmen de Mora & Alfonso García Morales (eds.), Viajeros, diplomáticos y exiliados. Escritores hispanoamericanos en España (1914-1939) – Vol. III, 2014. Vol. 8 – Zilá Bernd & Norah Dei-Cas Giraldi (dir.), Glossaire des mobilités culturelles, 2014. Vol. 7 – Michel Boeglin (dir.), Exils et mémoires de l’exil dans le monde ibérique (XIIe-XXIe siècles) / Exilios y memorias del exilio en el mundo ibérico. (siglos XII-XXI), 2014. Vol. 6 – Kristine Vanden Berghe (ed.), La Revolución mexicana. Miradas desde Europa, 2014.

Vol. 5 – Flores Célia Navarro, Mélanie Létocart-Araujo & Dominique Boxus (eds.), Déplacements culturels : migrations et identités / Desplazamientos culturales: migraciones e identidades, 2013. Vol. 4 – Ana Gallego Cuiñas & Erika Martínez (eds.), Queridos todos. El intercambio epistolar entre escritores hispanoamericanos y españoles del siglo XX, 2013. Vol. 3 – Oscar Brando, Cécile Chantraine Braillon, Norah Dei-Cas Giraldi & Fatiha Idmhand (eds.), Navegaciones y regresos. Lugares y figuras del desplazamiento, 2013. Vol. 2 – Carmen de Mora & Alfonso García Morales (eds.), Viajeros, diplomáticos y exiliados. Escritores hispanoamericanos en España (1914-1939) – Tomo I y II, 2012. Vol. 1 – Kristine Vanden Berghe (ed.), El retorno de los galeones. Literatura, arte, cultura popular, historia, 2011.

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