El Espíritu ora en nosotros [Primera edición] 9788427703711, 8427703716

Por lo menos una vez en la vida ha de hacer el cristiano una experiencia profunda con su bautismo. En lo más hondo de sí

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Spanish; Castilian Pages 144 [74] Year 2000

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Table of contents :
Índice

Presentación…7
Introducción…9
¿Orar hoy?…11
¿Con qué orar?…17
La oración de Jesús…27
Palabra viva…45
El salmo como respuesta a la Palabra…63
El Verbo hecho carne…75
Ofrenda de la oración…119
El tañedor de laúd…141
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El Espíritu ora en nosotros [Primera edición]
 9788427703711, 8427703716

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Andre Louf

André

Louf

El Espíritu ora en nosotros

NARCEA, S. A. DE EDICIONES MADRID

Despues de varios anos agotado, volvemos a reeditar este libro quc en su momento tuvo muy buena acogida por parte de los lectores, quienes obligaron entonces a la Edi­ torial a imprimir varias reediciones. A pesar de los anos pasados, muchas son las personas que echan de menos El Espíritu ora en nosotros de Dom Andre Louf, monje cisterciense; nacido en Lovatna en 1929, ingreso a los veinte anos en la abadia cisterciense de Mont-des-Cats de la que fue elegido abad en 1963. Ordenado sacerdote en 1955, estudio en la Universidad Gregoriana y en el Instituto Biblico de Roma. Es autor de libros de espiritualidad en los que se deja ver su conocimiento practice de la oracion y su amplia experiencia en tareas de acompanamiento espiritual. En esta misma coleccion ha publicado el libro A merced de su gracia.

Indice

Pags. Queda rigurosamenle pmhibida sin uutorizacidn escrita de los tilu/ares del Copyright, hajo las sanciones estahleeidas en las (eves, la reproduc­ tion total o parcial de esta ohra por cualquier medio o procedimienlo. comprendidos la reprografia y el tratamiento informatico. y la distribucion de cjemplares de ella mediante ak/uiler o prestamo publico.

NARCEA, S. A. DE EDICIONES. 2000 Dr. Kederico Rubio y Gali, 9. 28039 Madrid narcea(tt}i nfomet.es www.narceaedictones.es ©' Uilgeverij Lannoo, Tielt en Utrecht Titulo original: Heer, Leer ons Bidden Traducción: Monjes de San Isidro de Duenas (Palencia) Cubierta: P. Boxy I.S.B.N.: 84-277-0371-6 Deposito legal: M. 32.999-2000 Impreso en Espafta. Printed in Spain Imprime LAVEL, S. A. Pol. Ind. Los Llanos. 28970 Humanes (Madrid)

Presentacion.............................................................

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Introduction..............................................................

9

^Orar hoy?................................................................

11

^.Con que orar?.........................................................

17

La oracion de Jesus

................................. 1 Palabra viva...................

27

El salmo como respuesta a la Palabra..................

63

El Verbo hecho came...............................................

75

Ofrenda de la oracidn...............................................

119

El tanedor de laud....................................................

141

45

Presentacl6n

Este libro quiere ser una respuesta al hambre de oracion que se hace patente en nuestra epoca y una ayuda para la vida diaria. Aunque no faltan estudios sobre la oracion, los testimonies personales son mas raros. Sin embargo, quien se interroga sobre el sentido de la vida inmediatamente se ve impulsado a escrutar la esencia de las cosas. Pasa de la admiracion al re-conocimiento. El autor, Andre Louf, nacio en Lovaina en 1929. En 1947 entro en la abadia cisterciense de Santa Maria del Monte (Francia) y despues de su ordenacidn sacerdotal, curso estudios teologicos y biblicos en Roma. Su contacto cotidiano con las Escrituras y los maestros espirituales de Oriente y Occidente se transparenta en cada linea del libro, donde la anecdota, la frase adecuada y la experiencia per­ sonal se entremezclan en un lenguaje atrayente. Andre Louf, sin embargo, no se contents con repetir, aunque sea en un lenguaje moderno, lo que otros ya dijeron. Es un contemplativo, un maestro cuya personalidad renueva lo que toca, es un hombre silencioso que abre nuevos espacios a la Palabra.

A mi padre y a ml madre, a quiertes, con frecuencia, vi orar y de quienes aprendi la oracidn. A mis padres y a mis hermanos en Jesucristc que me enseharon el camino hada mi corazon.

lntroducci6n En todas partes los hombres tienen hambre de oracidn. No es que carezcan de estudios teoldgicos sobre la oracidn porque los hay excelentes. Pero, iddnde encontrar testimonies? A nadie le gusta hablar de sf mismo. Ademds, la oracidn procede de una zona interior de la que se habla poco: la mayoria todavia no ha bajado a esa profundidad. Sabemos tan poco de nosotros mismos, tan poco de nuestro cuerpo, y menos todavia de la vida invisible en nosotros. Vivimos en nuestras proplas fronteras, en Ja superficie, a nivel de la propla epidermis. Mientras que en nuestras profundidades todo un terreno insospechado queda sin cultivar. Del celibato Jesus dijo: «El que pueda entender, que entienda.» De la oracidn tambidn habria que decir: nadie puede comprenderla, si no le ha sido concedida. Nadie puede conquistarla. No se la compra como una mercancia. No se la comunica como un saber. Es como tratar de explicar el sabor del mango a quien jamds lo ha saboreado. Hablar de la oracidn, supone que se testimonia de ella. El testimonio no prueba nada, ni refuta nl convence. El testimonio hace, o no, Impacto. No tiene alcance mds que si halla eco en el otro, si hace brotar en dl algo asi como un armdnico. Este llbro quislera ser un testimonio. Durante mucho tiempo, el autor ha escuchado a hombres de oracidn, de 9

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antes y de ahora. Ha intentado reunir el cogollo de su ex­ periencia y de traducirla a un lenguaje sencillo y actual. ¿Dirá algo nuevo, inédito? Quizá, pero en todo caso, sin cesar se apoya en los datos de una larga tradición. Apenas se encontrará el vocabulario usual de los últimos siglos, pero los antiguos autores monásticos se citarán con abun­ dancia porque el autor es un monje. En un contacto cotí diano con la biblia, palabra de Dios, y con los Padres de la Iglesia, el monje vive simplemente de oración. Trabaja, duerme y come como todo el mundo. Pero todo cuanto hace está orientado Hacia la plegaria. Si vive en la soledad y en el silencio, es por la oración. Trata, con sobriedad, de pro­ veer a su subsistencia y todo el tiempo libre que le queda lo consagra a la oración, a buscar sin cesar la faz de Dios. Aquí está su único descanso. También aquí radica su tarea esencial. Unicamente en la oración el monje es perfecta­ mente él mismo: hombre-para-los-hombres y hombre-paraDios. Hombre-en-nombre-de-los-hombres y hombre-ante-la* faz-de-Dios. Tú eres un hombre de buena voluntad. Escucha este testimonio. En la tierra que tú eres, la Palabra puede ger­ minar. A no ser que los cardos la ahoguen, puede dar el treinta, el sesenta, el ciento por uno. Es un fruto que per­ manece para siempre. En torno nuestro, la oración vocal parece caer en desuso, cuando no en descrédito. Sin embargo, se vuelve con apa­ sionamiento a la interioridad del hombre. Cada vez estamos más interesados en todo tipo de técnicas de recogimiento y de contemplación. Al escribir tenemos constantemente ante los ojos este aspecto de la búsqueda actual de la oración y con toda sencillez queremos aportar la respuesta de los antiguos maestros a nuestros modernos interrogan­ tes. En aquéllos, técnicas de oración, oración vocal y ple­ garia interior convergen en un todo armonioso: En nosotros, el Espíritu Santo no cesa de obrar en el mismo sentido. El tiempo libre que necesité para acabar este libro per­ tenecía a mis hermanos, que me lo cedieron de buena gana. Por ello les debo una profunda gratitud. 10

¿Orar hoy?

¿Qué sabemos de la oración? Muy poco. Es un misterio cuyo espacio debe estar escondido en algún lugar, pro­ fundamente enterrado cerca de las fuentes de nuestro corazón. Y de otros misterios de la vida humana, como el naci­ miento de un nuevo ser, el amor que brota y florece, la prueba que culmina en la muerte, el más allá de la muerte, ¿qué sabemos? Todo esto suscita en el ser humano sentimientos entre­ mezclados, alternativas de deseo y de temor, de empuje y de respeto. Mientras que estos valores no sean integra­ dos, asimilados, como algo consustancial, el hombre per­ manece dividido; es a la vez atraído y rechazado. Sobre todo hoy, ¿qué decir de la oración? En tanto que el hombre no la haya captado como su centro misterioso y más profundo, no podrá hablar de ella con exactitud. Si está entusiasmado con ella, sus palabras sonarán a falso y vacío. SI la critica violentamente, esta misma violencia traicionará la profundidad de la herida incurable que lleva su corazón. La Iglesia de nuestra época se ve reflejada en esta dialéctica. Tanto más atacan unos la oración, cuanto más otros la reclaman. Tensión normal y sana, que prueba, al menos, dos cosas: en primer lugar que no sabemos rezar todavía y, después, que por fin, somos conscientes de ello. 11

André Lout

Antonio, un anciano monje de los primeros siglos, plan­ teaba un día a sus discípulos una pregunta difícil. Todos se esforzaban por contestarla. Cuando le tocó el turno al últi­ mo, dijo: «No sé». El anciano alabó a este discípulo; había dado la respuesta verdadera. ¡Cuántas veces tratamos de encontrar una respuesta fácil a las preguntas que la vida nos plantea! Para salvar las apariencias o para ahogar nuestra conciencia, decimos algo que no es la verdadera respuesta. Nos contentamos demasiado aprisa. El discípulo de este anciano expresaba la verdad: no sabía y confesaba su ignorancia. La verdadera respuesta consiste en el respeto humilde ante el misterio. También para nosotros, la primera verdad, la más funda­ mental sobre la oración es saber que no sabemos orar. «Señor, enséñanos a orar.» Crisis En otras épocas—no hace tanto tiempo—se sabía orar. Se vivía de certezas. En la iglesia, las estructuras eran muy coherentes, las prescripciones, los mandatos, hablaban un lenguaje claro, hasta el punto de que uno se podía sentir dispensado a veces de pensar porque otro pensaba por nosotros. Pero desde hace unos años, se va dibujando una evo­ lución. La iglesia parece un lugar donde se trabaja febril­ mente. El concilio ha sacudido los espíritus. Las palabras actualización, experiencias, renovación han repicado en nuestros oídos. El aspecto comunitario del cristianismo tiende a eclipsar su dimensión personal. La ayuda al pró­ jimo, la fraternidad humana, reclama toda la atención. Entonces ¿para qué sirve la oración? ¿Se puede orar to­ davía? Antes se preguntaba, ¿qué es Ia oración? Actualmente se pregunta de golpe ¿oramos todavía? Antes no se dudaba de la oración en cuanto tal; orar era un ejercicio prescrito, incluso descrito según todas las reglas del arte. Había mé­ todos de oración, muchos métodos y cada cual era fiel, con auténtica generosidad, a lo que él llamaba insistiendo más 12

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o menos en el posesivo, su meditación. Calificándola de «conseguida» o de «fallada», se hablaba de ella como de un ejercicio en el que intervenía, al lado de la gracia, mucho de destreza y habilidad. Hoy, repentinamente, todo ha cambiado. No sabemos ya si oramos, ni incluso si la oración es todavía posible. Antes era, quizá, demasiado fácil, pero hoy nos parece increíble­ mente difícil. En consecuencia, la persona que le gusta razonar todo se pregunta: la oración de antes ¿era en rea­ lidad oración? Y hoy, ¿cómo orar?, ¿dónde orar? ¿Era en realidad oración? Las fórmulas, los métodos, las rúbricas que estaban en vigor hace treinta años o han caído en desuso o han sido radicalmente modificadas e incluso sustituidas. Ya no se rezan oraciones, se desconfía de tex­ tos totalmente hechos, «recitados exteriormente», «forma­ listas». Pero también se sospecha de la llamada oración interior. La mayoría de la gente no tiene absolutamente nada de tiempo para dedicarle. Lo tendrían en cuanto llegasen a la paz del corazón. Cuando ven un temperamento silencio­ so y aislado que se equilibra y se encuentra pacificado en esa quietud interior, se preguntan con desconfianza e iro­ nía ¿qué conseguirá cuando cree que ora? ¿Los muros helados de su propio aislamiento? ¿Las tempestades de un corazón frustrado? ¿El objeto, siempre huidizo, de necesi­ dades y deseos proyectados hasta el infinito? ¿Una escasa consolación cuando no se tiene ya el valor de sufrir y asi­ milar como los demás y con realismo la vida diaria? ¿Una resignación a bajo precio cuando las cosas y los hombres aplastan? ¿La oración será, pues, un refugio en lo irreal, el sueño, la ilusión o el romanticismo? A decir verdad, hoy no lo sabemos. Hemos perdido todo rastro de oración, hemos fracasado en el punto muerto de una ilusión. Estamos en el punto cero. ¡Gracias a Dios! Así se puede volver a empezar desde cero, volver a partir de una hueva base. Esta es la gracia del momento, en nuestra iglesia actual. Los andamiajes se han hundido. Se ve que queda poca cosa de la fachada. Ahora es cuando el Señor puede reconstruirlo todo y radi­ calmente. Casiano, en sus Colaciones, nos ha conservado 13

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esta profunda sentencia de un anciano: «La oración no es perfecta todavía cuando el monje es consciente de ella y sabe que ora.» Una cosa es cierta: es que pocas personas se arriesgan aún a creer que saben orar. Lo cual ya es un fruto de la gracia. Hambre de plegaria Como paradoja diremos que una crisis puede ser fe­ cunda. Ahora se abandonan las prácticas de oración, pero el hambre de orar jamás fue tan grande, especialmente en ios jóvenes. La mutación cultural que vivimos ha despertado algo —no sabría decir qué—que suscita una aspiración, un ham­ bre de experiencia interior. No podemos seguir sentados pasivamente; es necesario encontrar algo, una respuesta. ¿Será la droga quien la dé? ¿Producirá liberación una amplia concepción de la sexualidad? La monotonía de los días pronto ha puesto al descubierto el carácter efímero de estas experiencias. Pasan como una mosca nacida a la salida del sol y muerta al atardecer. Pero el hambre permanece, un hambre que cada vez roe con más fuerza. Los jóvenes experimentan esta tensión de un modo muy especial. Tensión que con frecuencia se traduce en una búsqueda de lo exótico. En lo nuestro, por lo menos a su parecer, no encuentran ya respuesta. Entonces se ponen en camino y fácilmente se les puede reconocer en las carre­ teras. Van a Taizé, donde plantan su tienda y oran espon­ táneamente con los hermanos y donde se cuentan sus experiencias. Progresan de experiencia en experiencia; ol­ vidando lo que queda detrás, van siempre adelante. En este mundo existen lugares donde la oración lo es todo. Todavía hay hombres que oran igual que respiran. Quien ha sudado bajo el sol ardiente del monte Athos, nunca olvidará a los monjes que encontró allí, hombres de oración de rostro como una llama y mirada de fuego, penetrante hasta lo más hondo y, sin embargo, tan infinita­ mente dulce y tierna; hombres que de las más hondas pro­ 14

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fundidades de su ser se acercan a las cosas y a los demás alcanzando el fuego secreto, el «núcleo escondido», el cen­ tro más profundo, en un amor y en una comprensión sin límites. Alguien más que los solitarios comulgan en la plegaria. En Rusia, en Rumania, los oficios nocturnos reúnen a jóve­ nes y viejos en las iglesias repletas. También, a veces, el hambre de oración envía a personas que buscan hacia el Extremo Oriente. Centenares de jó­ venes occidentales viven temporalmente en los ashrams hindúes o japoneses, para ser iniciados, bajo la dirección de un gurú, en la técnica de la contemplación. En nuestro hemisferio occidental, técnicas como el zen y el yoga des­ piertan un gran interés. No se ahorran ni esfuerzos ni dinero por llegar a ser dueño del propio cuerpo y del pro­ pio espíritu. Se desea una liberación para recibir la expe­ riencia espiritual. Estas técnicas son una forma de ascesis que trata de desviar la atención de lo superficial y de lo inútil para concentrarla en el núcleo de las cosas. Primero y antes que nada, en el núcleo más profundo del mismo hombre. El fin es llegar a una armonía con este yo más íntimo y, al mismo tiempo, con los demás hombres, con el mundo entero y, finalmente, con Dios. En esta experiencia se llega verdaderamente a ser uno mismo. Pero es más bien rara. Se la puede comparar a un nuevo nacimiento. En el zen se la llama iluminación y confiere una cierta mirada interior, contemplativa, que se clava en la realidad partiendo de un nuevo punto de vista. Sin ningún género de duda, esta ascesis natural tiene una gran utilidad; demuestra cuánto se influyen mutua­ mente el cuerpo y el espíritu. Pero, ¿esto es ya oración? ¿No nos es otorgada la oración por Dios mismo en Jesu­ cristo? La oración del Cristiano penetra, sin duda, mucho más hondo: con el Hijo invoca a! Padre, con Jesús da gracias a Dios Padre, le canta, le alaba. Liberados por la ascesis, cuerpo y espíritu se expresan con espontaneidad. Repentinamente, el hombre experimenta, desde dentro, ha­ cia quién está vuelto con todo su ser. Como por sí mismas, las palabras le suben a los labios. No sabe de dónde vienen. 15

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pero las reconoce como sus propias palabras. También puede quedarse, sin más, en silencio, en un silencio que no es carencia de palabras, pero que se extiende por enci­ ma de las palabras, que es una nueva forma de diálogo, en el que solamente se sabe que toda la persona está allí presente. Con una presencia en el sentido más fuerte del término, presencia en el amor que proporciona el conoci­ miento real del otro. De este silencio puede, finalmente, brotar el grito que el Espíritu nos inspira. Nuestro corazón estalla y grita. jAbba, Padre!

¿Con qué orar? Orar, e incluso hablar de la oración, parece difícil. ¿Por qué? El hecho es que no sabemos muy bien con qué debemos orar. Con los labios recitamos fórmulas; con la inteligencia reflexionamos y meditamos; nuestro espíritu y nuestra alma se elevan hasta Dios. Pero ¿qué significan, qué encie­ rran esas fórmulas? Exactamente, ¿con qué oramos? El lugar de la oración: nuestro corazón Todo hombre recibió del Creador un órgano que es ef lugar de la oración. El relato de la creación cuenta cómo Dios creó al hombre infundiendo en él su espíritu vital y—añade san Pablo—el hombre fue hecho alma viviente. Adán prefiguraba al que debía venir, Jesús, segundo Adán, a imagen del cual el primer hombre había sido hecho. Se sigue de aquí que la relación con la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, es algo que pertenece funda­ mentalmente a nuestro ser. El espíritu vital de Dios es en nosotros el manantial de la oración. A lo largo de los siglos, según la variedad de las cul­ turas y de las lenguas, este lugar de la oración recibió nombres muy distintos, aunque, de hecho, todos apuntan a la misma realidad. Convengamos en llamarla aquí con el apelativo más antiguo, que ocupa en la Biblia un lugar cen16

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tral: corazón. En el Antiguo Testamento, el corazón designa el interior del ser humano. El Nuevo Testamento desarrolla­ rá y perfeccionará esta misma noción. El Señor escudriña el corazón y los riñones (Jr 11.20). nada hay escondido para El. -Señor, tú me sondeas y me conoces; tú conoces cuándo me siento y cuándo me le­ vanto... Escudríñame, Dios mío. examina mi corazón; son­ déame y conoce mis pensamientos» (Sal 138,2.23). Se desea con el corazón. Dios colma los deseos del corazón. También según la Biblia, eí carácter propio de cada individuo está localizado en ese centro: del corazón salen los pensamientos, los pecados, las tendencias buenas y malas, envidia y celos, alegría, paz y misericordia. También puede el corazón expresar a toda la persona. Josué, cuando tomó posesión de la tierra prometida, ordenó a los israeli­ tas: «Tened gran cuidado de poner por obra los manda­ mientos y las leyes que Moisés, siervo del Señor, os ha prescrito: que améis al Señor vuestro Dios, marchando por todos sus caminos, guardando sus mandamientos, apegán­ doos a El y sirviéndole con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma» (Jos 22,5). Sin embargo, una parte del pueblo elegido no escuchó la llamada y apartó su corazón del Señor: «Este pueblo se me acerca sólo de palabra y me honra sólo con los labios, mientras que su corazón está lejos de mí» (Is 29,13). «A los israelitas se les ha endurecido el corazón» (Ez 2,3). Sin descanso Dios suscita profetas que no cesarán de denun­ ciar esta apostasía: «Ahora todavía resuena la Palabra del Señor: convertios a mí de todo corazón en ayuno, en llanto y en gemidos. Rasgad vuestros corazones, no vuestras vestiduras» (Jl 2,12), pues el Señor no puede sufrir esta infidelidad. El, que ama a Israel con un amor eterno, es un Dios celoso. Oseas nos hace ver cómo también el corazón de Dios se vuelve y cómo su misericordia (piedad-del-corazón) se despierta. Su amor jamás se apartará de su pueblo: «Por un breve momento te abandoné, pero con gran miseri­ cordia te tomaré para mí. En un rapto de cólera oculté de ti un instante mi rostro, pero con amor eterno me apiadé de ti. dice el Señor, tu Redentor» (Is 54,7-8). Cuando el 18

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pueblo judío se encuentra en la más profunda aflicción, en la época de la cautividad de Babilonia, el profeta Ezequiel anuncia una nueva alianza: «Os rociaré con agua pura y os purificaré de todas vuestras impurezas, de todas vuestras idolatrías. Os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo; os arrancaré ese corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi Espíritu» (Ez 36,25-27). Solamente un corazón de carne puede latir de veras, puede dar vida a todo el cuerpo. Unicamente a un corazón así puede bajar el Espíritu; el corazón antes cerrado a la abundancia de la gracia se abre de nuevo a su designio de amor, a su voluntad, a su palabra, a su espíritu. Aquel de quien Moisés escribió en la Ley, así como los profetas, Jesús, el hijo de José de Nazareth, nos ha traído esta nueva alianza. Dios mismo intervino para romper los sellos del corazón del hombre y abrirlo a la acogida de su palabra. Ascendido al cielo, El nos envió otro paráclito que consuela, fortalece y anima, la unción que nos lo enseña todo, el Espíritu Santo que nos recuerda todo lo que Jesús nos dijo. «Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor y creyeres en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rm 10,9). Corazón y labios, sumisión interior y confesión exterior se unen ya aquí en idéntico ritmo. Pronto en este lugar va a nacer la oración. Las bienaventuranzas resumen en pocos versículos la ley espiritual de la nueva alianza: «Bienaventurados ios pobres de espíritu..., bienaventurados los que lloran..., bien­ aventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,3-12). Cuando nada oscurece ya nuestro cora­ zón, puede abrirse totalmente a la luz, porque Dios es amor y Dios es luz. Ahora está más claro que el corazón, en la antigua acep­ ción del término, no se identifica con la inteligencia dis­ cursiva con la cual razonamos, ni tampoco con la sensi­ bilidad con la cual nos volvemos hacia el otro, ni con la afectividad superficial que llamamos sentimentalismo. El corazón se halla en nosotros a un nivel mucho más pro­ fundo, es el núcleo más íntimo de nuestro ser, la raíz de 19

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nuestra existencia o, si se quiere, su cumbre, lo que los místicos franceses llaman «la punta aguda del alma» o «la cima del espíritu». En la vida diaria, nuestro corazón permanece, de ordi­ nario, escondido. Apenas emerge a nivel consciente. Vivi­ mos, casi continuamente, inmersos en nuestros sentidos exteriores, nos perdemos en nuestras impresiones y senti­ mientos, en todo aquello que nos atrae o que se opone a nosotros. Incluso si queremos vivir a un nivel más profundo de nuestra propia persona, habitualmente nos desviamos hacia lo abstracto: sopesamos, componemos, sacamos con­ clusiones lógicas. Entre tanto nuestro corazón duerme y no late al ritmo del Espíritu. Con frecuencia Jesús nos lo ha reprochado: nuestro corazón está ciego, endurecido y cerrado, es lento y pere­ zoso, lleno de tinieblas, se ha embotado en los placeres y las preocupaciones. Nuestro corazón necesita ser cir­ cuncidado. «Circuncidad vuestros corazones para amar al Señor vuestro Dios y servidle con todo vuestro corazón, con toda vuestra alma» (Dt 10,12-22). El amor a Dios y al prójimo será su fruto, pues de un corazón bueno proceden los frutos buenos. Volver a encontrar el camino que con­ duce al propio corazón es la tarea más importante del hombre. En busca de un espacio interior todavía descono­ cido, el hombre es un peregrino en busca de su corazón, de su ser más profundo. Cada cual lleva en sí, según la admirable expresión de san Pedro en su primera carta, «el hombre oculto del corazón». En él radica nuestra reali­ dad más profunda: nosotros somos eso, sin más. Allí Dios nos encuentra, y sólo a partir de allí podemos nosotros encontrar a los hombres. Allí Dios nos habla, y partiendo de allí podemos nosotros también hablar a los hombres. Allí recibimos de El un nombre nuevo, misterioso todavía, que sólo El conoce y que será nuestro nombre por toda la eternidad en su amor; y sólo partiendo de allí podremos nosotros inmediatamente pronunciar el nombre de otro en el mismo*amor. Pero todavía no estamos allí. Estamos sola­ mente caminando hacia nuestro corazón. El maravilloso mundo que allí nos espera merece un esfuerzo valeroso. 20

El Espíritu ora en nosotros

En estado de oración Pues nuestro corazón se encuentra allí ya en estado de oración. La oración la recibimos, al mismo tiempo que la gracia, en nuestro bautismo. El estado de gracia, como suele llamársele, a nivel del corazón significa estado de oración. En lo más hondo de nuestras profundidades, esta­ mos en continuo contacto con Dios. El espíritu de Dios se apoderó de nosotros, tomó posesión de nosotros comple­ tamente: El se ha hecho aliento de nuestro aliento, Espíritu de nuestro espíritu. Por así decirlo, remolca nuestro cora­ zón y lo vuelve hacia Dios. Es el Espíritu que, según.Pablo, habla sin cesar a nuestro espíritu y da testimonio de que somos hijos de Dios. En efecto, constantemente el Espíritu grita en nosotros «Abba, Padre». Suplicando y suspirando con palabras que nadie sabría traducir, pero que, sin em­ bargo, no cesan. Siempre llevamos con nosotros este estado de oración, como un tesoro escondido, del que somos muy poco cons­ cientes, e incluso nada. Nuestro corazón respira en pleni­ tud en algún lugar, pero no lo notamos. Somos sordos a nuestro corazón en plegaria, no gustamos el amor, no vemos la luz en la que vivimos. Nuestro corazón, nuestro verdadero corazón, duerme y hay que despertarlo, progresivamente, a lo largo de toda la vida. Orar no es verdaderamente difícil. La oración nos ha sido dada ya hace mucho tiempo, pero raramente se es consciente de la propia oración. Las técnicas de oración no tienen otra finalidad que hacernos conscientes de lo que ya hemos recibido, enseñarnos a sentir, a discernir, en la plena y tranquila certeza del Espíritu, la oración que en nuestras profundidades echó raíces y no cesa de trabajar. Esta oración debe subir a la superficie de nuestra concien­ cia, impregnar y tomar posesión progresivamente de todas nuestras facultades: espíritu, alma y cuerpo. Nuestra mis­ ma psicología y nuestros miembros deben vibrar al ritmo de esta plegaria y desde el interior ponernos en oración, de la misma manera que un tronco de árbol, echado al fuego, se inflama al instante. Un anciano decía enérgica­ mente que «la ascesis del monje es hacer arder la madera». 21

André Louf

La oración no es otra cosa que ese estado de oración inconsciente que con el tiempo llega a ser consciente de un modo total. La oración brota de ia abundancia del cora­ zón, según la expresión del evangelio, «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34; Le 6,45). La oración es un corazón que desborda de alegría, de eucaristía, de alabanza y de gratitud. Es la superabundancia de un corazón muy despierto. Despertarse Porque, efectivamente, la condición es que nuestro co­ razón se despierte. Mientras duerma, buscaremos en vano el lugar de la oración. Será Inútil imaginar, porque se caería en la distracción. Inútil excitar un sentimiento reli­ gioso, porque se cae pronto en el sentimentalismo. Si la inteligencia toma la delantera, consiguiendo ideas claras, la oración se hace fría y seca, perdiendo finalmente ia vida. Ciertamente, imaginación, sentimiento e inteligencia no son inútiles. Pero estas facultades no pueden dar fruto a menos que, en nosotros mismos y a mayor profundidad, nuestro corazón despierte y las facultades, devoradas por la llama del fuego espiritual, terminen por arder. Cualquier método de oración tiende al único objetivo de encontrar el corazón y despertarlo. Todo método debe ser una especie de vigilancia interior. Jesús mismo ha rela­ cionado vigilancia y oración. La fórmula «velad y orad» se remonta a E!. Solamente una atención profunda y pacífica puede ponernos en el camino de nuestro corazón y, por él, en el de la oración. Por consiguiente, es necesario velar y comenzar por encontrar el camino de nuestro corazón a fin de despejarlo y desembarazarlo de todo lo que lo obstruye. Nuestra con­ versión no tiene otra finalidad que hacernos entrar de nuevo en nosotros mismos, hacernos volver al verdadero centro de nuestra persona, volver al corazón, como se decía en la Edad Media. En el corazón, cuerpo y espíritu se reúnen, porque es el punto central de nuestro ser. Llegados a él, vivimos a un nivel más profundo, donde reposamos y esta­ 22

El Espíritu ora en nosotros

mos en armonía con todo y con todos, y en primer lugar con nosotros mismos. Este retorno es retorno en si. Engendra recogimiento e interioridad; penetra hasta nuestro yo más profundo, la imagen de Dios en nosotros. Apunta al núcleo ontológico donde constantemente brotamos de la mano creadora de Dios y de donde refluimos a El. La oración nos enseña a vivir de la vida que hay dentro, en el interior de nosotros mismos. Todo hombre de oración, como se ha dicho de san Bruno, posee un cor profundum, un corazón insondable­ mente profundo. La parábola del hijo pródigo--ha sido ex­ plicada en este sentido por algunos padres de la Iglesia. El hijo más pequeño reclama su parte de la herencia y va a malgastarla al extranjero con una vida de desenfreno. «Cuando lo hubo gastado todo, sobrevino una fuerte ham­ bre en aquella tierra y comenzó a sentir necesidad... En­ tonces entró en sí mismo (literalmente: se volvió sobre sí mismo) y dijo: ‘jCuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia!'» El Papa san Gregorio Magno aplica el texto a san Benito, el padre de los monjes de Occidente, cuya vida eremítica describe: «Si, pues, el hijo pródigo es­ tuvo consigo mismo, cómo volvió en sí. Por eso decía yo que este venerable varón (Benito) habitó consigo, por cuan­ to que, teniendo constantemente fija la mirada en la guarda de sí mismo, mirándose de continuo ante los ojos del Crea­ dor y examinándose sin cesar, no alejó fuera de sí el ojo de su corazón.» Este texto muestra bien que Benito no encontraba su descanso en una fuga al exterior o en un activismo que le hubiese apartado de su verdadera tarea, es decir, en el combate contra todo aquello que aparta del único bien. Así vivía, según Guido I Cartujano, quietus Cbristo, tranquilo y pacificado ante Cristo, con la única preocupación de conservar su corazón libre bajo la mirada de Dios. Dios era su sostén y le hacía el don del amor. Sobre esta ascesis—especialmente sobre las vigiliascomo técnica de oración volveremos más tarde. Baste aquí subrayar que ia oración le fue dada a nuestro corazón, aun­ que de modo escondido. ¿Cómo no evocar a este propósito la comparación del tesoro escondido en el campo? 23

André Lout

«¡Qué tesoro de buenas obras, escribe Guerrico de Igny en su sermón I para la Epifanía, qué abundancia de frutos espirituales hay escondida en el campo del cuerpo humano y cuánto mayor en su corazón, con tal que sea cavado y trabajado! No quiero afirmar, con Platón, que el alma antes de habitar este cuerpo haya poseído el conoci­ miento y que éste, sepultado bajo los sentidos, sea liberado por la lectura espiritual (disciplina) y por la ascesis (labor). Quiero decir que la razón y la inteligencia, que son pecu­ liares del ser humano, pueden llegar a ser ayudadas por la gracia, el origen de todas las buenas obras. Pero es necesario que os volváis sobre vuestro corazón, y dominéis vuestro cuerpo. Por tanto, no desesperéis hasta encontrar allí tesoros que valen la pena.» Sí, hay un tesoro escondido en el campo del corazón y, como el mercader del evangelio, hay que venderlo todo para comprar el campo y desenterrar el tesoro. A veces, Dios nos concede vislumbrar como un brillo de ese tesoro. Con gran trabajo, habrá que trabajar el campo. No sólo roturar el suelo material—ésta es tarea confiada por el Creador al primer hombre y que se impone siempre—, sino también, con el sudor de nuestra frente, roturar nuestro propio interior, cultivar esta tierra en bar­ becho. Seremos recompensados de nuestras fatigas; este trabajo espiritual constituirá en sí mismo un gozo, nos pro­ curará la verdadera paz. El hombre cuyo corazón ha quedado así libre puede ponerse a escuchar, porque el corazón ora ya sin que lo sepamos. Podemos sorprenderle como en flagrante delito de oración. El Espíritu de Jesús es el primero en balbucear en nosotros la oración. Para entregarnos a esa oración, basta que nos renunciemos a nosotros mismos y que no levantemos un muro entre nuestro corazón y nuestro yo. No somos aquella imagen de nosotros mismos que hemos construido con tanto esfuerzo. Cuando nos hayamos quitado ante Dios esa máscara, descubriremos nuestro verdadero yo. Estupefactos, pensaremos cómo no habíamos sospecha­ do nunca lo que éramos en realidad y lo que Dios había escogido para nosotros, cuán bella es nuestra verdadera imagen, aquella que Dios lleva siempre en él y que desea 24

El Espíritu ora en nosotros

revelarnos. En su amor, respetó nuestra libertad y prefirió esperar. Esta imagen está hecha a semejanza con su Hijo, quien de antemano vivió para nosotros la verdadera filia­ ción, obedeciendo la voluntad del Padre hasta la muerte en la cruz. De su oración, de su lucha, de su vida y de su muerte, nosotros aprendemos la oración. Pero vayamos más lejos en el camino de la plegaria. Siempre se trata de la misma técnica: liberar nuestro co­ razón de su ganga, escuchar allí donde ya ora, entregarnos a esa oración hasta que la voz del Espíritu en nosotros llegue a ser nuestra propia oración. Como enseñó Hesiquio de Batos, monje bizantino de la Edad Media, en sus Centurias: «Quien vela cuidadosamen­ te sobre su corazón y prohíbe la entrada de cualquier otra imagen o fantasía, observará pronto cómo su corazón, por naturaleza, irradia luz. Como un ascua arde, como el fuego enciende el cirio, así Dios hace arder nuestro corazón con vistas a la contemplación, él, que desde el bautismo habita en nuestro corazón.» Un monje de nuestros días se ha valido de otra compa­ ración para decir lo mismo. Se trata de un hombre muy interior a quien la oración ha invadido totalmente y que le ocupa de continuo. Se le preguntaba cómo había llegado a ello. Respondió que difícilmente podía explicarlo. «Hoy. dijo, tengo la impresión de que desde hace años yo llevaba la oración en mi corazón, pero no lo sabía. Era como un manantial que estaba tapado por una piedra. En un momento dado, Jesús quitó la piedra y entonces la fuente se ha puesto a manar y sigue manando continuamente.»

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La oración de Jesús En el corazón de los discípulos se alzó el deseo de orar cuando vieron orar a Jesús. Su oración les estimuló: «Señor, enséñanos a orar» (Le 11,1). Las ocasiones no les habían faltado. El Nuevo Testamento se hace eco de ello: Jesús debió orar con mucha frecuencia. Incluso, a veces, pasó toda la noche en oración (Le 6,12), completamente solo en la soledad de una montaña. El evangelista muestra cómo, antes de cada acontecimiento Importante de su vida pú­ blica, Jesús pasaba primero un espacio de tiempo orando. Sobre todo, el evangelio de Lucas insiste en esto. Recuerda que Jesús, antes de instituir como apóstoles a los doce discípulos, se preparó con la oración. En otra ocasión, Jesús escogió tres discípulos a los que iba a revelar su gloria. Les llevó a una montaña, lejos de la agitación de este mundo y allí, juntos, entraron en la soledad (Le 9,28-3&). La plegaria de Jesús no sólo ocupa una parte conside­ rable de su tiempo. En sí misma, su oración es ya un acontecimiento extraordinario e inefablemente nuevo. Ja­ más un hombre supo orar como Jesús oró. Por primera vez, una palabra humana encuentra un sentido pleno en labios humanos. También por primera vez, el Padre ha es­ cuchado, de la boca de un hombre que era realmente el Hijo de su sangre, una palabra que respondía plenamente a su amor sin límites, sin dejar de ser palabra plenamente humana. 27

André Louf

En efecto, la plegaria de Jesús no puede comprenderse al margen del hecho de que Jesús es a la vez Dios y hom­

bre, que en El, el Verbo se ha hecho carne. En su plegaria humana debe, por tanto, expresar algo de aquello que vive en la Santísima Trinidad: el inefable vínculo que armoniza al uno con el otro, al Padre y al Hijo, palabra y respuesta, amor y retorno de amor, don y retorno del don. El Hijo que brota de la fuente original del Padre, sin cesar perma­ nece en el seno del Padre (Jn 1,18) y de nuevo siempre refluye a esta fuente. En la plegaria de Jesús, esta realidad divina está pre­ sente de un modo único; es el amor que lleva a la plenitud, la voluntad del Padre que es su único alimento, el Espíritu Santo que recibe del Padre. Hasta la venida de Jesús, nece­ sariamente la oración permaneció encerrada en un horizon­ te muy limitado; estaba como sin voz. En Jesús, puede ahora expresarse y alcanzar de golpe su más alto cumplimiento. Pero esto no ha sido tan fácil como parecía a primera vista. No sólo porque las palabras humanas de suyo son defectuosas y porque era difícil crear un lenguaje apro­ piado a esta inexpresable realidad divina, sino también por­ que la dificultad era mucho más profunda. La naturaleza humana de la que Jesús se revistió experimentaba todavía las huellas del pecado. La lengua que de niño aprendió a balbucear llevaba también la huella del pecado. No era pura como es puro el Verbo de Dios, «plata depurada en un crisol, siete veces purgada de tierra» (Sal 11,7), con aquella pureza en la que toda oración restaura las palabras humanas. De la misma manera que Jesús debió conquistar su per­ fección humana sobre nuestro pecado, así también debió arrancar su oración de nuestra repulsa, por medio de pala­ bras humanas todavía inadecuadas. Como hombre tuvo que aprender a orar. Y no pudo hacerlo más que donde se acercó más a nuestro pecado, en la tentación. La tentación Es imposible escribir sobre la oración sin hablar del pe­ cado y de la tentación, pues ninguna otra oración puede 28

El Espíritu ora en nosotros

nacer en el hombre que la que «grita desde lo hondo» de la debilidad, una oración que es tangente al círculo del pe­ cado. Tangente, porque toca el pecado, en el punto mismo en el que rompe las cadenas y escapa de su circuito, en un impulso de confianza y de amor hacia el único Señor que tiene poder para librarle. «Velad y orad, dice Jesús, para que no caigáis en tentación.» Esta advertencia la pronunció en el mismo momento en que acababa de escapar a la tentación más terrible de su vida, aquella que preludiaba su muerte. Ciertamente que Jesús no era pecador. Incluso, no po­ día pecar porque era Dios. Pero, en cuanto hombre, pese a todo, tuvo que vérselas con el pecado porque, inevitable­ mente, el cuerpo humano que había asumido era todavía una «carne de pecado». No podía ser de otra manera. Efecti­ vamente, la humanidad entera esperaba a Jesús para ser rescatada de este estado de pecado. Por esta razón Jesús debía hacer un trozo del camino con los hombres hasta hacerse muy cercano al pecado. Solamente el misterio del «grandísimo amor» de Dios, según la expresión de san Pablo a los efesios, explica un poco la locura de semejante aventura. La teología más an­ tigua del Nuevo Testamento intentó iluminar este misterio gracias a la imagen del siervo de Yavé tomada del deutero Isaías. Por amor, Jesús se abaja, en un vertiginoso movi­ miento de descenso, entre los hombres y hasta los peca­ dores. Así se revela el amor de Dios. El mismo toma los rasgos del siervo. Lleno de paciencia y de humildad, Dios marcha con nosotros hasta la frontera del pecado. En Jesús, se vacía de sí mismo y se hace como pecador con los pecadores, aceptando ser contado entre ellos. El más antiguo vocabulario cristiano debió buscar pala­ bras apropiadas para expresar de algún modo este misterio. El Nuevo Testamento habla de kénosis (vacío, anonada­ miento), de humillación, de abajamiento. Así, por ejem­ plo, el himno cristológico del capítulo 2, versículos 5 al 8 de la epístola a los filipenses, que se piensa que proviene de un texto litúrgico anterior a Pablo. Jesús era la imagen de Dios, de nacimiento poseía la forma de Dios, pero se despojó de ella, se vació (ékénósen). Así se ha convertido 29

Andró Lout

en siervo, el siervo de Yavé. Hecho hombre, descendió aún más. Exteriormente se hizo hombre, pero se humilló más profundamente todavía haciéndose obediente hasta la muerte, y hasta la muerte de cruz. Por eso Dios lo ha ele­ vado de modo inefable y le ha dado el nombre que está por encima de todo nombre. En este momento preciso, Jesús tuvo algo que ver con nuestro pecado. No queremos decir que hubiera en El algún pecado—la epístola de Juan dice: «en El no hay pecado»—, sino que tomó sobre sí el pecado, en el doble sentido del verbo llevar, en hebreo, en griego y en latín (nasa, airein, tollere): soportar y quitar. Cargó con el pecado para echarlo fuera. Pablo usa un juego de palabras más audaz: «al que no tenía que ver con el pecado, por nosotros le cargó con el pecado, para que nosotros, por su medio, obtuviéramos la rehabilitación de Dios» (2 Cor 5,21). Aquí el juego de palabras recae sobre el doble sentido del término griego pecado (hamartía). a (a vez pecado y víctima de expiación por el pecado. El sentido es, aunque no fue pecador, el Padre lo hizo ofrenda expiatoria por el pecado. De todo esto se desprende que Jesús también tenía que combatir el pecado; que él estaba de algún modo ligado al pecado. De esto podemos deducir que su oración también se si­ tuará de algún modo en la tangente del pecado y de la misericordia, es decir, entre nuestros pecados, con cuyas consecuencias él, hombre, cargaba, y la misericordia del Padre de la que era, en su humanidad, la revelación plena. Así, la oración de Jesús se identifica totalmente con su tarea de redentor, él es el segundo Adán. Es decir, que hom­ bre entre los hombres, con su propia humanidad y con todos los hombres necesita encontrar el camino hacia el Padre. En este camino que el primer Adán rehusó abrir y cuyo paso está impedido por el ángel con la espada lla­ meante, ahora Jesús va a entrar. Allí donde Adán fracasó. El romperá la barrera. Así, Jesús es verdaderamente el jefe {Heb 2,10), el guía que va delante. Es el precursor (Heb 6,20). el pastor (1 Pe 2,25), el que marcha a la cabeza (literalmente, el que vela), el primogénito (Ap 1,5). En el sentido pleno del tér­ mino, es el primero, como le llama el Apocalipsis (Ap 1,18), 30

El Espíritu ora en nosotros

el primero sin más. El primero de la nueva creación de Dios, primogénito de su asombroso amor. Desde este mo­ mento Jesús también nos precede en la oración y en el combate que el hombre debe mantener para volverla a en­ contrar. Es el primer orante verdadero, y solamente de él podemos aprender a orar. Por consiguiente, debe, él pri­ mero, enfrentarse con la tentación. Para volver a abrir a la humanidad el camino hacia el Padre, debe andar como precursor ese camino. Es el «camino de toda carne», el camino de nuestra naturaleza humana y de la carne de pecado. Debía ser enteramente semejante a nosotros; como los padres de la Iglesia repiten constantemente desde san Atanasio: «lo que no asumió, no lo rescató». Por eso entra en el mundo del pecado. Toma sobre sí un cuerpo humano, sobre el que reina el pecado, con todas sus consecuencias. Su finalidad es vencer al pecado en su propio terreno. Esta doctrina está admirablemente expuesta en el ca­ pítulo segundo de la carta a los hebreos: «Por eso, como los suyos tienen todos la misma carne y sangre, también él asumió una como la de ellos, para con su muerte reducir a la impotencia al que tenía dominio sobre la muerte, es decir, al diablo.» En la carne y en la sangre de su humani­ dad, Jesús debía enfrentarse con el diablo hasta la muerte, precisamente sobre el terreno donde reinaba el diablo en persona. Así, Jesús debía pasar por la gran tentación de la muerte para triunfar del diablo gracias a su muerte y resca­ tar a los hombres. En Jesús, la muerte aniquilada se abre a la vida. En adelante ya no será una muerte para la muerte, al menos para quien cree en Jesús, sino una muerte para la vida eterna. El camino hacia el Padre está abierto de nuevo, pues Jesús mismo, en su cuerpo resucitado, es ahora el camino. Nadie va al Padre sino por él. Se comprende que se haya hecho hombre y no ángel. Un hombre totalmente ordinario como los demás hombres y, por tanto, como ellos rodeado de flaqueza. Así es como se enfrenta con la tentación para llegar a ser un pontífice compasivo y misericordioso que ha experimentado en sí mismo la prueba y que es capaz por eso de ayudar a los que, a su vez, deben pasarla también. «Porque no tenemos 31

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un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno probado en todo igual que nosotros, excluido el pecado» (Heb 4.15). Toda la vida de Jesús fue una tentación y un enfren­ tamiento con el «principe de este mundo». Las innumera­ bles curaciones que obró, las resurrecciones de muertos que obtuvo de su Padre o los demonios que expulsó de los posesos son otros tantos signos de su combate contra el mal. Igual que su oración, que a veces se prolongaba duran­ te noches enteras, y en la que podemos suponer que no cejaba. «Hay demonios que no pueden ser expulsados sino por la oración y el ayuno», aseguraba Jesús a sus discí­ pulos (Mt 17,21). Este combate contra el diablo vio su cumbre en las grandes tentaciones que enmarcan la vida pública de Jesús: la tentación de los cuarenta días de ayuno en el desierto y la última tentación en el centro mismo del misterio pascual, con sus dos etapas, la del huerto de los olivos y la muerte en la cruz. Ahora tratemos de penetrar más profundamente en el misterio de estas tentaciones. Jesús les hizo frente orando: su combate, su misma agonía, fue un combate de oración. Su abandono a la voluntad del Padre, al término de toda tentación y, por consiguiente, su obediencia, fue una obe­ diencia de oración. También el sacrificio que ofreció como pontífice en la tentación y en la victoria fue un sacrificio de oración, el mismo que siempre celebra en el cielo, pues en este mismo instante él está «siempre vivo para interce­ der» (Heb 7,25). Obediencia de oración Es imposible hablar de oración sin hacerlo de la obe­ diencia. Por obediencia no entendemos aquí la obediencia sociológica que afecta a todo grupo, sea cual fuere su carácter. Con vistas a promover el bien del grupo, cada miembro está moralmente obligado a obedecer ai respon­ sable que, en comunión con los demás, pero de un modo especial, debe proponer el bien del grupo y traducirlo en órdenes concretas. Nada hay que repetir sobre una obe­ diencia de este tipo, cuya necesidad salta a los ojos allí

El Espíritu ora en nosotros

donde un grupo, incluso un grupo religioso, quiere sobre­ vivir y actuar con éxito. Con el término obediencia apuntamos aquí al despojamiento de nuestros propios deseos y anhelos—mi volun­ tad—ante la voluntad de otro—tu voluntad—, aquí, con­ cretamente, ante la voluntad del Padre. Este despojamiento de sí, esta renuncia a los propios deseos en beneficio de otro, pone a quien obedece en una relación nueva con el otro. La obediencia es lenguaje y signo. También obra algo en quien obedece. Entrega la vida propia al querer de otro y la vincula a él; más todavía, crea una vida nueva. Al despojar a uno de su propio querer en beneficio de otro, le cambia en ese otro 1 en el sentido más profundo del término. La obediencia es un estilo de vida original, según el cual un hombre puede liberarse cada vez más de sus propios límites para alcanzar la riqueza de otro y compartir­ la con él. a condición, claro está, de que la obediencia sea libre y espontánea y que jamás se desnaturalice en escla­ vitud. Por las dos partes, una obediencia así exige un amor purísimo y muy grande. Jesús estaba absolutamente seguro del amor de su Padre. Por tanto, en su persona divina no cabe ninguna vacilación ante la voluntad del Padre, pues él es el amén, como le llama el Apocalipsis, lo que equiva­ le a decir: «Sí, Padre». Con todo su ser se adhiere al amor de su Padre. Así puede decir que aquí abajo no tiene otro alimento que cumplir la voluntad del Padre, pues para eso se ha hecho hombre. Hay aquí una dificultad: el Padre dio un cuerpo como dote a su hijo para que éste pudiera obe­ decer también con su humanidad, cosa que, desde Adán, el hombre no podía hacer. Esta obediencia que Jesús debe vivir a través de su cuerpo de hombre se convertirá en el sacrificio por excelencia de la nueva alianza. Según la carta a los hebreos, a su entrada en el mundo, Jesús dijo: «No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has pre­ parado un cuerpo. Heme aquí que vengo para hacer tu voluntad» (Heb 10,5-7). Para Jesús, esta experiencia será muy dolorosa, pues la redención consistirá precisamente en que su obediencia 1 En holandés ver - Anderen (cambiar) viene de Ander (otro). El mis­ mo juego de palabras que entre alterídad y alterar. (N. del T.)

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-orno Dios toma una forma humana en un cuerpo y en una ^sicología marcada por el pecado. Jesús zozobrará en este drama: morirá y resucitará. Desde que intentó vivir esta obediencia en su naturaleza humana estalló la crisis. Su cuerpo le abandonó, sudó sangre y agua, murió. Solamente el Padre puede librarle de esta muerte y revelar así la significación profunda de toda obediencia. El Padre le llama a la vida. Reviste su cuerpo de su propia gloria. Esta confrontación sangrienta con la voluntad del Padre en un cuerpo humano traspasó su oración: «¡No mi volun­ tad. sino la tuya!» Jesús llevó a término este combate orando y asi fue escuchado más allá de la muerte. Su oración no podía hacer otra cosa que proclamar su obe­ diencia y ésta era el objeto único de su plegaria. En Jesús. !a voluntad del Padre coincidía profundamente con su in­ clinación por ía oración. En su actitud íntima frente al Padre. Jesús mismo, en el centro de su persona, era, por otra parte, obediencia de oración. También volvemos a en­ contrar esta obediencia en una de las fórmulas más usua­ les de oración tal y como él mismo la dictó a sus discí­ pulos: que se haga tu voluntad en la tierra como en el cielo. Para penetrar más profundamente todavía en la obe­ diencia de Jesús y en el misterio de su oración, detengá­ monos en esta voluntad del Padre ante la que Jesús renun­ cia a la suya propia. ¿Comprendemos con exactitud lo que la volúntad del Padre significaba para Jesús? El concepto de voluntad de Dios suscita hoy una oposición, sobre todo si se le emplea en relación con la obediencia. En nuestras lenguas modernas se ha usado esta expresión durante años, en una óptica un poco limitada que no se aplica más que con dificultad a la noción bíblica de obediencia. En nuestros días la voluntad designa en el hombre una fa­ cultad que no se identifica ni con la inteligencia, ni con la sensibilidad. Cuando se habla de fuerza de voluntad, se designa la coacción que puede regir nuestros sentimientos y necesidades, no sin cierta tensión interior. También evoca para nosotros otra cosa: una decisión. «Yo quiero*, en boca de un superior signffica «yo lo he decidido». En :al contexto, era fácil deslizarse inconscientemente hacia 34

El Espíritu ora en nosotros

una noción deformada de la voluntad de Dios que sería como una fuerza misteriosa, que yugulase más o menos mi inteligencia y mis sentimientos, obrando incluso en al­ gunos casos contra ellos: como, por ejemplo, una decisión arbitraria o una orden que debo ejecutar de grado o por fuerza, incluso aunque no esté de acuerdo, aunque me sea extraña y no me concierna en absoluto. Cierta espiritualidad del siglo pasado cultivó una noción de la voluntad de Dios, convertida en una espada de Damocles. amenaza­ dora y arbitraria, colgada encima de la cabeza de los hom­ bres, a la que no podrían escapar y que debería herirles en el momento menos previsible. La noción bíblica de voluntad de Dios está muy lejana de este modo de hablar. Lo que la Vulgata tradujo por voluntas y beneplacitum remonta al griego théléma o eudokia. Ambas palabras vienen del hebreo rasón (a veces también hps). Ahora bien, el sentido de estos términos es totalmente distinto: aspiración, deseo, amor, alegría. Tam­ bién estas mismas raíces designan el estado de un enamo­ rado y el deseo sexual que impulsa al hombre hacia la mujer. El amor (voluntad) de Dios reposa sobre el pueblo que se escogió en su beneplácito. El profeta Isaías canta con los mismos términos la salvación de la montaña de Sión: «Serás en la mano de Yavé corona de gloria, diadema real en la palma de tu Dios. No te llamarán más ya la ‘Desamparada’, ni se llamará más tu tierra ‘Desolación* No, te llamarás ‘Mi complacencia en ella', y a tu tierra ‘Desposada’. Porque en ti se complacerá Yavé, y tu tierra tendrá esposo. Como mancebo que se desposa con una don­ cella, así el que te edificará se desposará contigo. Y como la esposa hace las delicias del esposo, así harás tú las delicias de tu Dios» (Is 62,3-5). «Mi complacencia» traduce el término hebreo que la Vulgata vierte corrientemente por voluntad. Esta voluntad de Dios significa, pues, aquí, la alegría que el Señor experimenta por su pueblo, el gran amor que siente por su elegido. Tal es su voluntad, su théléma: que él ama al pueblo judío, pese a sus innume­ rables infidelidades. La plenitud de este mismo amor reposa ahora en Jesús. El es el deseo y el amor de su Padre, su felicidad. En 35

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El Espíritu ora en nosotros

él reposa el Padre. Tal es, a ciencia cierta, el sentido de la palabra, casi la única que pronuncia el Padre en el Nuevo Testamento. Esta palabra estaba destinada a Jesús. La oyó con ocasión de su bautismo y, de nuevo, en la transfigu­ ración. En esta palabra, el Padre dice todo cuanto tenía que decir. Las palabras restantes se las dejó a Jesús. La volvemos a encontrar, con algunas variantes, en Mt 3,17 y 17,5, en Me 1,11, en Le 3,22 y en la segunda carta de Pedro 1,17. La traducción dice: «Tú eres mi hijo, mi amado, en ti está mi amor». El verbo griego eudokein traduce aquí, sin lugar a duda, el término semítico rasón (traducido tam­ bién por théléma-voluntad). Por tanto, el Padre da testimo­ nio del hecho de que la plenitud de su voluntad—en el sentido de amor, deseo, alegría—reposa en su hijo amadí­ simo. Así, Jesús mismo es el lugar por excelencia donde Dios se revela, el hombre en quien el théléma, el deseo, el amor y la voluntad del Padre se hacen manifiestos. Jesús es la epifanía de la alegría de su Padre. ¿Podía ser de otra manera? ¿No ha nacido antes de los siglos del seno de su Padre, de su deseo más profundo y de su amor superabun­ dante? Ahora, en la plenitud de los tiempos, el hijo amado se unió al hombre. Ahora el hijo debe expresar a modo humano su generación por el Padre y eso constituye su obediencia. El amor del Padre debe invadir y transir todo su ser humano, debe tomar total posesión y ocupar su cuerpo y su psicología. Así el amor del Padre despliega toda su amplitud hasta en la humanidad. Allí donde el pri­ mer hombre había dicho no, Jesús, el hombre nuevo, dirá sí. Se apropiará totalmente de la voluntad del Padre. Será el primer hombre en quien la plenitud del amor de Dios pueda desplegarse sin obstáculo. Su obediencia era esto, y también su muerte; ambas expresan su amor. Es de sub­ rayar que en el bautismo y en la transfiguración, la palabra del Padre era una respuesta a una plegaria de Jesús. Según su costumbre, Lucas anotó con cuidado este detalle. Mien­ tras Jesús oraba, el cielo se abrió y se oyó la voz del Padre. Nuevamente estaba en oración cuando de repente su ros­ tro se transfiguró y su vestido se volvió blanco como la nieve. Su oración era abandono amoroso a la voluntad de

su Padre, a medida que la voluntad del Padre se manifes­ taba más en la plegaria. El enfrentamiento más doloroso con la voluntad del Padre tuvo por escenario el huerto de Getsemaní. Oración y lucha hasta sangrar. En muchos manuscritos antiquísi­ mos, los versículos más realistas de esta perícopa de Lucas (22,43-44) han sido omitidos con todo cuidado. Más de un copista habrá vacilado ante la imagen de tal an­ gustia, pero la autenticidad del pasaje omitido no admite duda seria. Para Jesús fue un momento duro, el ángel de Yavé tuvo que intervenir, como lo hada en el Antiguo Tes­ tamento, en los momentos decisivos de la historia de Is­ rael, sobre todo en los campos de batalla. En su oración, Jesús libra un combate: «Lleno de una mortal angustia, todavía oraba con más instancia.» El término agonía con­ serva aquí su doble significación: angustia, aflicción, aba­ timiento y también combate. Ninguno de estos dos sentidos puede ser soslayado. Jesús avanza a una lucha decisiva en medio de una gran angustia hasta la muerte. Combate de la obediencia, sí, pero también de la oración. Orando. Jesús recibirá la obediencia de su Padre y, por así decirlo, la arrancará a su cuerpo. Porque su cuerpo también está im­ plicado en ello. A medida que su oración se hace más fer­ viente, el sudor de sangre gotea hasta el suelo. Jesús se ha empeñado en este combate con su corazón y con su cuerpo, aprendiendo en sí mismo cuán débil es la carne del hombre, aun cuando el espíritu sea ardiente y fuerte. De este combate decisivo, el Nuevo Testamento ha conservado otra descripción, que no es menos realista, donde se vuelven a encontrar codo con codo el combate, la obediencia y la oración, aunque hay un nuevo elemento importante: en el centro de su oración y de su combate, Jesús es ungido pontífice. El texto se encuentra en la carta a los hebreos (5,7-10): «Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamo­ res y lágrimas a Dios que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su piedad. Y aunque era Hijo de Dios, apren­ dió por sus padecimientos la obediencia; consumado en la perfección y proclamado por Dios pontífice según el orden 37

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de Melquisedec, ha venido a ser para todos los que le obedecen causa de salvación eterna.» En este texto reconocemos el vocabulario sacerdotal de la carta a los hebreos. Jesús ha ofrecido oraciones (prosferein). Su obediencia y su muerte en la cruz han sido un sacrificio, el gesto del pontífice. Más aún, ha sido en el centro de esta obediencia y del sacrificio de oración donde ha sido consagrado sacerdote (téleiótheis) según el senti­ do especial de esta palabra en toda la carta, y como tal también ha sido proclamado por el Padre. Todo esto se ha verificado en el sufrimiento y en la tentación. Porque ha sufrido, ha aprendido la obediencia, dice el autor, aunque fuese el Hijo de Dios. Hombre sin embargo, le era necesario arrancar esta obediencia a nues­ tro pecado. Otro tanto podemos decir de la oración. En la tentación Jesús ha aprendido a orar. Solamente ahí es donde, hombre también, El arrancó su oración de aquies­ cencia a nuestra repulsa. Tuvo que aprenderla del abati­ miento, de la aflicción y de la muerte. Sólo un gran clamor y lágrimas excavó en el hombre Jesús esos abismos in­ sondables de abandono y de obediencia en los que la volun­ tad de Dios, que es también amor del Padre, por fin ha podido realizarse en plenitud. Esta tentación fue peligrosa y Jesús triunfó por muy poco. Esto se puede deducir del grito de abatimiento que con el salmista dejó escapar de sus labios: «Dios mío Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» De repente Jesús experimenta el absurdo de su muerte y de la incompren­ sible ausencia de su Padre. Aquí la tentación es de deses­ peración. Los soldados no comprendieron este grito y cre­ yeron que llamaba a Elias. Muy pocos habrán sospechado lo que entonces pasaba en él. ¿Tal vez nuestra Señora al pie de la cruz y san Juan el discípulo que él amaba? Sin embargo, no invocaba a Elias, preguntaba a su Padre por qué le dejaba solo. Esta es la pregunta sombría que no cesa de subir a los labios de la humanidad, desde la negativa del primer hombre. Por medio de la voz de Jesús, tomaba la palabra la desespera­ ción de Adán, aquella desesperación cuya posibilidad Jesús 38

El Espíritu ora en nosotros

llevaba en su cuerpo de hombre y que de repente amena­ zaba vencerle frente a una muerte sin salida. ¿Verdaderamente dudó Jesús del amor de su Padre? Los evangelistas no han puesto en sus labios esta duda, pero podemos nosotros adivinarla tras la refinada burla que los sacerdotes y los escribas le han lanzado desde el pie de la cruz: «Ha puesto su confianza en Dios; que El le libre ahora, si es que le quiere. Puesto que ha dicho: soy el Hijo de Dios» (Mt 27,46). Este ultraje fue el más hiriente y esa tentación la más grave. En la cruz, Jesús acecha de nuevo la única palabra que el Padre le ha dirigido aquí: su declaración de amor. Pero en este momento resuena en los labios de sus propios enemigos, como un reproche y como un desafío. Y, sin embargo, el Padre le salvará, pues Jesús cree, contra toda humana esperanza, que el Padre, pese a todo, le ama. No sin la muerte, ni escapando a la muerte, sino a través de ella, para una vida nueva. He aquí lo que el sufrimiento y la muerte deben enseñarle. Que el Padre le ama, hasta en la muerte, para la vida eterna. Finalmente, no es más que en la muerte donde el hombre Jesús pudo captar hasta qué punto el Padre le amaba. En esta prueba sin límites, al borde de una desesperación así, la plegaria de Jesús pudo pronunciar el sí a la voluntad del Padre. So­ lamente allí pudo obedecer, pero muriendo: «Padre, en tus manos entrego mi espíritu.» Estas palabras están tomadas del mismo salmista. Sig­ nifican que Jesús se desprende de sí mismo, que se aban­ dona y que se deja deslizar a la muerte. El moribundo tien­ de siempre a aferrarse a lo que él cree ser la vida. También Jesús experimentó esta crispación inevitable y casi ontológica que en todo hombre es como un rastro del pecado que le impide ir a la vida nueva que debe nacer en la muerte. En un abandono total, sin resistencia alguna, sin ver, sin saber, dándose cuenta de que zozobra y que la muerte le traga, Jesús acepta perder pie y se deja llevar... en las manos de su Padre. No desemboca en la muerte, sino en el amor. Y entrega a su Padre su propio espíritu, es decir, su ruah, la parte más íntima que el hombre ha recibido de Dios, su aliento 39

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vital. Lo que un ser humano comunica a otro en un beso de amor, Jesús lo entrega a su Padre al expirar, en un último abrazo. De golpe encuentra la respuesta a la decla­ ración de amor de su Padre: «Tú eres mi hijo, mí amado, en ti está todo mi amor.» Jesús necesitó toda su vida hu­ mana para penetrar hasta la médula de estas palabras. Sólo ahora sabe, sólo ahora puede verdaderamente orar, sólo en la muerte podrá pronunciar el sí, largamente ma­ durado, de su propio amor al Padre. Lo dirá en su plenitud, en paz, más allá de, la desesperación y de la duda. Su plegaria es un beso de amor en el que exhala su último aliento: «Padre, en tus manos entrego mi espíritu.» Si Jesús hubiese sucumbido a la tentación, nosotros permaneceríamos para siempre en la muerte y el camino hacia la oración estaría cerrado para siempre. Ahora este camino está abierto y es libre; El mismo es el camino... y la vida. «Siempre vive para interceder» En esta frase de la carta a los hebreos 7,25 se resume la tarea de Jesús como pontífice de la nueva alianza, me­ diador entre su Padre y la humanidad pecadora: abrió el primero el acceso al santo de los santos. Abrió el camino y él mismo lo recorrió. Como el gran sacerdote judío, una vez al año, penetraba más allá del velo en el santo de los santos, así también Jesús, una vez por todas, entró más allá del velo del nuevo templo. Este velo era su propia carne, observa el autor de la carta a los hebreos (10,20). Lo atravesó muriendo y resucitando. Su cuerpo, resucitado de entre los muertos, se ha convertido así en el camino, «nuevo y vivo», por el que ahora todos tienen acceso ai santuario. La tienda de la alianza y el santuario son ahora dife­ rentes de lo que fue su prefiguración en la liturgia del Antiguo Testamento. Son «mayores y más perfectos, no hechos por mano de hombre». El santuario es el mismo cielo y el trono del Padre, a la derecha del cual nuestro pontífice se coloca para ser nuestro intercesor por toda 40

El Espíritu ora en nosotros

la eternidad. El sacrificio de plegaria—sacrificium laudis— que comenzó en la obediencia y en la muerte, ahora lo celebra para siempre en el cielo. Está «vivo para siempre para orar por nosotros». Es ahí donde Jesús reza ahora, en ese ahora sin límites de la eternidad que nuestro tiempo creado no puede fijar n¡ alcanzar a no ser en la oración. Jesús es así para siem­ pre el hombre de la oración, nuestro pontífice que interce­ de. Así es y sigue siendo siempre el mismo «ayer y hoy, y por toda la eternidad». Allá arriba, en Jesús resucitado, se halla también el manantial perpetuo de nuestra oración de aquí abajo. Gracias a la oración estamos cerca de él, su­ perando los límites del tiempo; respiramos lo eterno, man­ teniéndonos ante la faz del Padre, unidos a Jesús. Para llegar allí, es necesario que aquí abajo hagamos el mismo camino que Jesús: el de la cruz y la muerte. No hay otro. La misma carta a los hebreos observa cómo Jesús soportó su muerte fuera de las puertas de la ciudad. Por tanto, los cristianos deben también «salir, ir a su encuentro en el campo descubierto y cargar sobre sí mismos su des­ honra», a saber, la ignominia de su cruz. Todo bautizado lleva el deseo de este éxodo al encuentro de Jesús. «Pues no tenemos aquí abajo ciudad permanente, sino que busca­ mos la ciudad futura», allí donde Jesús ya está presente. También nosotros estamos allí en la medida en que por la oración habitamos en El. «Ofrezcamos, pues, a Dios un sacrificio para siempre: el fruto de nuestros labios que confiesan su nombre.» El cristiano que anda tras las hue­ llas de Jesús ofrece como El un sacrificio de alabanza. Sin cesar confiesa e invoca su nombre. En el amor también comparte todo con sus hermanos, como el mismo autor dice más abajo: «De la beneficencia y de la puesta en co­ mún de vuestros recursos no os olvidéis; pues en tales sacrificios Dios se complace.» Este extracto del capítulo 13 de la carta a los hebreos que acabamos de citar describe la doble liturgia que todo cristiano debe celebrar sin interrupción. Una y otra encuentran su origen en el sacrificio de Jesús y en la litur­ gia que, sacerdote-para-nosotros, celebra constantemente 41

André Loir

ante su Padre. Por una parte, el sacrificio de la oración, por el cual invocamos sin descanso su nombre e interce­ demos por todos los hombres; por otra, el sacrificio de! amor en el que compartimos con todos nuestros hermanos los dones recibidos del Padre. Tal es, pues, la nueva litur­ gia de aquellos que, como Jesús, han tomado el camino de la obediencia hasta la muerte y, más allá de la muerte, hasta la vida. Esta vida y esta gloria se dejan ya atisbar un poco en el cuerpo de Jesús, durante su vida en la tierra pero sólo en raras ocasiones. El ejemplo más llamativo es el de la transfiguración, que como ya hemos observado, sucede en la soledad, en una montaña, cuando Jesús esta­ ba orando. Repentinamente, la realidad profunda de su ora­ ción toma forma visible, hasta en su cuerpo y en sus ves­ tidos, e incluso en la naturaleza de alrededor. La nube significaba cuán cercano estaba Dios, y la voz de! Padre enseñaba hasta qué punto su amor descansaba en él. En Moisés y Elias, representando a la ley y a los profetas, el Antiguo Testamento se hacía presente para reconocer al mesías prometido. Hablan con Jesús del éxodo que debe llevar a cabo pronto en Jerusalén: su muerte y su resu­ rrección. También la Iglesia está implicada en el misterio de la oración de Jesús, está presente, en el Tabor, en los tres discípulos preferidos a los que el suceso les llena de temor y respeto, al mismo tiempo que desata en ellos una inmen­ sa nostalgia, el irresistible deseo de prolongar esta intimi­ dad, de quedarse para siempre cerca de Jesús glorificado Sin duda alguna, el reflejo de Pedro traiciona esta hambre de oración, pero a la vez se trataba de un reflejo de éxodo El deseo que Pedro se atreve a formular, en nombre de los tres, contiene una alusión transparente al éxodo y ai ritual de la fiesta de los Tabernáculos con la que los judíos cada año lo conmemoraban litúrgicamente. Se levantaban tiendas para todos los participantes, en recuerdo de las tiendas en que el pueblo de Dios había habitado en el desierto. También Pedro quiere levantar tiendas, una para Jesús, otra para Moisés y otra para Elias. Porque «es bueno estar aquí»; espontáneamente entra con Jesús en el éxodo. 42

El Espíritu ora en nosotros

Tal es siempre también el profundo deseo de la Iglesia hoy, sobre todo, cuando en la oración contempla a su Señor y se siente ya cerca de El. Hasta en el cuerpo de Jesús su oración resplandece, en el sentido más literal de esta palabra. Su rostro irradia la gloria de Dios, aquella misma gloria que había recibido de su Padre, antes dé todos los tiempos, como unigénito. En él todo lo humano, hasta las vestiduras, está impregna­ do del resplandor de su divinidad. Se muestra revestido en ia luz y el fuego, pues Dios es luz y fuego consumidor (Heb 12,29). A veces, desde esta vida efímera, un hombre en oración puede irradiar la gloria que recibirá de la resu­ rrección, ya que la encarnación de Jesús y el poder de su gloriosa resurrección están ya actuando plenamente en nuestro mundo. Ciertamente, esta fuerza está todavía es­ condida, como la levadura en la masa, pero desde ahora puede irrumpir a través de lo efímero y revestir a un hom­ bre del resplandor de la vida futura. «Un hermano vino a la celda del Abba Arsenio. Esperó a la puerta y vio al Abba como encendido totalmente por el fuego,» La oración que ardía en el corazón de Arsenio, según los Apotegmas, transía y consumía su cuerpo como el fuego. Era ya un reflejo de la gloria que brilla sobre e! rostro de Jesús, una participación en la luz increada que es el mismo Dios.

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Palabra viva'

Nacidos de la Palabra Jesús ha venido a darnos testimonio de la vida que es­ taba en el Padre para que por la fe en él podamos poseer la vida eterna. Tal es la obra de Dios, en el sentido más estricto de la expresión. Debemos creer en él y entonces nos revelará y nos explicará todo lo que ha visto hacer al Padre. Pues Jesús y el Padre son uno, incluso cuando Jesús anunciaba la Palabra sobre la tierra y cuando se sentía abandonado de todo y de todos. Durante su vida entre los hombres, siguió en comunión con el Padre, aun cuando no hubiese sido siempre consciente de ello en su psico­ logía de hombre. «A Dios nadie le vio jamás; el unigénito, que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer» CJn 1,18). Jesús es el exegeta del Padre (exégésato: ha dado a conocer). La vida que estaba en el Padre, El nos la ha contado, nos la ha puesto en claro, inteligible y acce­ sible a nuestros oídos y ojos. El Verbo ha expresado lo inefable. Por el Verbo fue creada la tierra y cuanto contiene. «En El todo ha sido creado... El universo ha sido creado por El y para El» (Col 1,16). Porque dijo Dios y se hizo. Del1 1 Recordamos que en holandés la misma palabra Woord quiere de­ cir Verbo y Palabra. (N. del T.)

André Louf

hecho que la creación es signo de Dios, se sigue que pueda llevar a él. «Porque desde la creación del mundo, ‘o invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son cono­ cidos mediante sus obras» (Rom 1,20}. Para quien sabe abrir los ojos, el libro de la naturaleza habla de Dios. También el pecado ha marcado su huella en la creación: rodo lo que irradiaba la sabiduría y omnipotencia de Dios, ahora está velado y oscuro. Mientras que en los comienzos todo hablaba de Dios, ahora Dios por su Palabra debe venir en ayuda del hombre. Interpela a la humanidad y quiere hacer con ella una alianza. Primero con Noé, después con Abraham, que creyó, lo cual le fue imputado como justicia, ilegando a ser el padre de todos los creyentes, numerosos como los granos de arena a la orilla del mar. Moisés grabó ¡as «diez palabras» en tablas de piedra, los diez manda­ mientos, que el Señor le había transmitido en el monte Sinaí. Moisés habló con Dios como un amigo habla a su amigo. Así pudo anunciar la Palabra del Señor y convertirse en el profeta por excelencia: «No ha vuelto a surgir en Israel profeta semejante a Moisés, con quien cara a cara tratase el Señor» (Dt 34,10). Tras él, los profetas continua­ ron expresando la Palabra del Señor, pusieron todo aconte­ cimiento en su verdadera luz, que es la luz de Dios. La Palabra crea y obra. «Como baja la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá sin haber empapado y fecundado la tierra y haberla hecho germinar, dando la simiente para sembrar y el pan para comer, así mi Palabra que sale de mi boca: no vuelve a mí vacía, sino que hace lo que yo quiero y cumplirá la misión que yo le confíe» (Is 55,10-11). Todo el Antiguo Testamento da testimonio de esta aspira­ ción hacia la Palabra que hará todas las demás superfluas. En la plenitud de los tiempos la Palabra es revelada y por !a predicación se extiende sobre toda la tierra, para que todos los que la oyen vengan a la fe. La Palabra se comunica de hombre a hombre, se trans­ mite de padres a hijos. Antes que la Palabra pueda ser compartida, es necesario hacerla propia asumiéndola en la profundidad donde Dios la hace resonar y desarrollarse. Cuando la Palabra es entonces expresada, se profiere algo de nuestra propia sustancia. De manera que la Palabra de 46

£7 Espíritu ora en nosotros

Dios que anunciamos se ha convertido aquí en nuestra propia palabra, entrando nosotros de lleno en el plan de la salvación: en nosotros se revela—muy poco por desgracia— la vida nueva. «En verdad, en verdad te digo que quien no naciere de: agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios Lo que nace de ía carne, carne es; pero lo que nace de! Espíritu, es Espíritu» (Jn 3,5-6). El bautismo de agua y de Espíritu Santo es este nuevo nacimiento. En los primeros siglos del cristianismo, el bautizado se sumergía en una piscina, revivía el descenso de Jesús a lo hondo de la tierra, para ascender a la vida nueva en la luz. Este rito iba acom­ pañado de la «epíclesis», oración que suplicaba al Espíritu Santo que descendiese sobre el bautizado y suscitase una vida nueva en aquel que estaba inmerso en la muerte de Jesús. Desde ese momento, el hombre se convertía en miembro de la nueva creación por el Espíritu que le había sido dado. La luz de Cristo, sabor anticipado de su gloria al fin de los tiempos, lo envolvía. También las cartas de' Nuevo Testamento con frecuencia designan a los bautiza­ dos como «aquellos que han sido iluminados» (Heb 10,32). «Despierta tú que duermes y levántate de entre los muer­ tos y la luz de Cristo te iluminará» (Ef 5,14). Renacer así del agua y de la Palabra cambia totalmente el interior del hombre. Es costumbre, hoy. celebrar el bau­ tismo cuando apenas hace unos días que el bebé ha venido al mundo. También las señales del cambio interior que se obra en el bautismo se han hecho raras. Sin embargo, todo cristiano debe, al menos una vez en su vida, vivir intensa­ mente la experiencia de esta realidad nueva y actualizar de un modo particular la gracia del bautismo. Quien hace esta experiencia, participa de la luz que viene de Cristo: él mismo y todo lo que le rodea entran en una luz nueva y recibe nuevos ojos para contemplar todo en la luz de Dios. «En tu luz vemos la luz» (Sal 35,10). La creación, los hom­ bres con quienes entra en contacto, todo viviente, los ve con una mirada sobrenatural. Todo se sitúa en el plan de salvación que Dios quisiera poner por obra. Dios sólo espera el primer paso del hombre para ayudarle con su gracia y testimoniarle un amor que le colma plenamente. 47

Andró Louf

Este nuevo nacimiento nos hace nacer «de la Pala­ bra», como lo declara san Pedro con fuerte convicción: «Habéis renacido, no de semilla corruptible, sino incorrup­ tible: la Palabra de Dios vivo que permanece eternamente» (1 Pe 1,23). El lugar de este nacimiento, donde en nosotros es fecunda la Palabra, es el corazón. La gracia del bautismo se hace realidad cuando una Palabra de Dios por vez pri­ mera interpela verdaderamente nuestro corazón. Aquí vol­ vemos a encontrar el órgano de la oración en nosotros. Para describir esta experiencia, los santos Padres emplean un vocabulario muy rico: la Palabra de Dios toca nuestro corazón, le hiere, le aguijonea, le punza, le atraviesa y le abre. La Palabra sacude nuestro corazón de su embota­ miento. «Despierta tú que duermes» (Ef 5,14). En el centro del hombre, en su núcleo, en su corazón, se levanta la nueva luz. «Porque el mismo Dios que dijo: ‘Brille la luz del seno de las tinieblas', es el que ha hecho brillar la luz en nuestros corazones para hacer resplandecer el conoci­ miento de la gloria de Dios en el rostro de Cristo» (2 Cor 4,6). Corazón y Palabra En primer lugar es preciso llegar a nuestro corazón, porque como dijimos más arriba, desde nuestro bautismo, la oración está allí sembrada, en nuestro yo más interior, donde Jesús está presente. Todo lo que se desarrolla fuera de nuestro corazón, y por mejor decirlo a su puerta, no tie­ ne otra finalidad que ayudarnos a descubrir el tesoro es­ condido en el interior. Allí se encuentra el sepulcro de Pascua y allí, también, la vida nueva. En una meditación sobre la pasión y resurrección de Cristo, un monje del si­ glo XIII se expresaba así: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Aquel a quien tú buscas ya lo posees, ¿y no lo sabes? Posees el verdadero, el eterno gozo, ¿y lloras? Está en lo más íntimo de tu ser y tú buscas fuera. Estás fuera llorando cerca del sepulcro; tu corazón es mi sepulcro y yo estoy en él, no muerto sino vivo para siempre. Tu alma es mi jardín. Tenías razón al creer que era el jardinero. 48

El Espíritu ora en nosotros

Yo soy el nuevo Adán, yo trabajo y velo mi paraíso. Tus lágrimas, tu amor, tu deseo, todo eso es obra mía. Tú me posees en lo más íntimo de ti sin saberlo y por esto tú me buscas fuera. Es, pues, fuera donde me apareceré a ti y de esta forma te haré volver a ti misma para hacerte en­ contrar en lo más íntimo de tu ser al que buscas fuera.» La mejor manera de llegar a nuestro corazón es por medio de la Palabra de Dios, a condición de que dejemos a esta Palabra que sea lo que es con toda verdad, una fuerza de Dios, y que nos pongamos a la tarea con un corazón desprendido. Es decir, que anclemos nuestro co­ razón en el reposo y la quietud y que le desembaracemos de toda preocupación, aunque sea teológica, apologética e incluso pastoral. Este encuentro de la Palabra y del corazón es muchísimo más importante. Va en ello un des­ pertar o un sueño, un nacimiento o una muerte. Por esto nuestro corazón debe exponerse desnudo a la fuerza crea­ dora y vivificante de la Palabra de Dios. Durante este tiempo, las demás facultades deben retirarse al silencio y aguardar pacientemente. «Habla, Señor, al corazón de tu siervo, para que mi corazón te hable» decía Guido II el Cartujo. Se trata del admirable misterio de la Palabra de Dios que viene de nuevo a realizarse en nuestro corazón. Durante cierto tiem­ po todavía, el corazón está adormilado, pero el espíritu de Dios está ya allí presente y, sin saberlo nosotros, grita al Padre. También este mismo espíritu está presente en la Palabra de Dios que desde fuera golpea nuestro corazón. Sin esfuerzo existe una afinidad entre la Palabra que nos interpela y el espíritu que vela en nuestro corazón ador­ mecido. El corazón del hombre ha sido hecho para acoger la Palabra y la Palabra se ajusta naturalmente a él. Uno ha sido hecho para la otra. La Palabra debe ser sembrada en el corazón, pero el corazón debe ser purificado y puesto en orden con vistas a la Palabra. Pues, ordinariamente, nuestro corazón está endurecido y nuestro espíritu cerrado. Es limitado y lento para creer, está lleno de tinieblas, fá­ cilmente se embota por los goces y las preocupaciones y desde ese momento no está en disposición de gustar el alimento espiritual que es la Palabra de Dios. 49

André Lou’

Cuando (a Palabra interpela a nuestro corazón, uno y otra pueden reconocerse recíprocamente, de repente y de un modo imprevisto por completo, gracias al único Espíritu que los llena. Entonces se tira un verdadero puente entre nuestro corazón y la Palabra. Una chispa salta desde éi hasta ella. Entre el Espíritu que dormitaba en las profun­ didades del corazón y ei Espíritu que obraba en la Palabra, se entabla un diálogo, fecundo y vivificador. Suscitado por una semilla imperecedera, el corazón renace de la Palabra Como en un espejo, en la Palabra reconocemos nuestro nuevo rostro. En ella, somos testigos de nuestro renacer en Cristo. «El hombre escondido en el fondo del corazón» (1 Pe 3.4) se despierta en nosotros. De esta manera la Palabra penetra hasta lo más profun­ do de nuestro ser. como aguda espada de doble filo, que penetra hasta la división del alma y del espíritu, hasta las coyunturas y la médula y suscita una vida nueva. La Palabra pone al desnudo nuestro corazón, y por su parte, nuestro corazón desprendido puede por fin ponerse a la escucha de la Palabra de Dios. A su vez. también él la penetra, siempre más profundamente. Palabra y corazón se miran uno en el otro y se van pareciendo cada vez más. Ahora el corazón se ve como dotado de un nuevo órgano, posee nue­ vos sentidos y una agudeza desconocida hasta ahora. «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4). La Palabra de Dios viene a nosotros de muchas maneras. Un texto leído en la iglesia durante la celebración eucarística puede preparar­ nos a recibir el pan y el vino que la fuerza de la Palabra convierte en el cuerpo y la sangre de Cristo. Esta Palabra de la Escritura se anuncia en medio de la comunidad de los hermanos, pero también la Palabra puede dárseme por un hermano o por una hermana, como Jesús, de incógnito, explicó la Escritura a los dos discípulos en el camino de Emaús. «¿No ardían nuestros corazones...?» (Le 24,32). Fi­ nalmente, la Palabra puede tener eco para cada uno de nosotros personalmente, cuando nos retiramos con la Biblia a nuestra habitación y cerramos la puerta tras de nosotros para estar solos con Jesús y su Palabra. 50

El Espíritu ora en nosotros

Lo peculiar de esta Palabra viva es que se transmite de padres a hijos. La Palabra alcanza al bautizado mediante el vínculo vivo de otros hermanos o hermanas que, antes que él, nacieron de esa misma Palabra. Con frecuencia, ésta es la tarea del sacerdote. Pero también un seglar puede ser para nosotros ese padre o esa madre espiritual por quien la Palabra nos puede llegar y que suscita en nuestro corazón la vida nueva. Esta es la vía normal para llegar al despertar del corazón y a la oración. No se apren­ de a solas, se la aprende de otro, se la percibe sobre un rostro, se la oye palpitar en un corazón, que vive, irradia vida y despierta a otros a la vida. En esta dirección espiritual, la tradición alcanza su punto culminante, pues aquí se hace con toda verdad trans­ misión existencial: Espíritu y vida engendrados en otro. Este contacto vivificante con un padre espiritual en el sentido pleno de la palabra—entiendo por tal un padre que esté él mismo llevado por el Espíritu Santo y que pueda asistir y acompañar a los otros en el Espíritu Santo—, es un momento esencial en el camino que conduce a la ple­ garia. Es, a la vez, testimonio y diálogo. Testimonio, porque el padre espiritual da cuenta al hijo de la vida que el Señor ha desarrollado en él: dice la Palabra de Dios y la transmite. También diálogo, porque el hermano, a su vez, da cuenta a su padre de sus propios deseos espirituales. Así, lenta­ mente la vida del espíritu germina y crece en el hermano más joven, apoyada en la misma vida que en el hermano mayor—el anciano, el staretz—ha llegado ya al desarrollo pleno. El padre espiritual es el lazo viviente con la tradición. A su vez, interpreta la Palabra. En la transmisión de su experiencia, la Palabra encuentra una vida nueva. En ella comprendemos nuestra vocación y la voluntad de Dios sobre nosotros. La oración queda así preservada de la ilusión. Según los antiguos textos, el padre espiritual debe ser pneumatóforo, es decir, portador del Espíritu. En el Espíritu Santo capta el misterio de la plegaria. Está fami­ liarizado en el más alto grado con las palabras de la Biblia, que para él son ya «espíritu y vida»; nos ayuda a percibir en nuestro corazón el eco de esta Palabra. Lleno de res­ 51

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peto y amor por la obra del Espíritu de Dios nos sensibi­ liza a sus instigaciones interiores y, pacientemente, las hace dar fruto en nuestra vida. A la vez es padre y madre, y también hermano, aJ mismo tiempo que el más precioso amigo, que sabe sufrir con nosotros y llevar el peso de las tentaciones, que—según la descripción de Pablo—sufre dolores de parto hasta que Cristo sea formado en nosotros. Es alguien cuya pacífica fe desata nuestras dudas y difi­ cultades; es, en fin. el lazo vivo entre Cristo y nosotros, testigo, a nuestro lado, de su amor, y a quien se aplican las palabras de Kierkegaard referentes a su propio padre: «De él aprendí lo que es el amor de un padre y así concebí la idea del amor paternal de Dios, el único dato inquebran­ table de nuestra vida, el verdadero punto de apoyo de Arquímedes.» Hoy día, muchos hombres experimentan la necesidad de recibir una palabra y buscan a alguien que pueda entre­ gársela o suscitarla en ellos. En el primer estadio de su búsqueda de Dios, el hombre no ha recibido todavía el Es­ píritu, no puede todavía comprender la Palabra de Dios, siendo todavía no-espiritual. Sólo aquel que es enseñado por el Espíritu de Dios, el hombre espiritual, conoce las cosas de Dios y comprende su Palabra. Entonces puede ejercer una paternidad-según-el-Espiritu: transmitir la Palabra y acompañar su crecimiento. No hay que subestimar la importancia de esta transmisión de la Palabra porque es la que hace llegar hasta nosotros la Palabra de la creación que dio el ser al universo entero. Ella es el eco de la primera Palabra que Dios profirió sobre el mundo, el día en que la luz de los comienzos apareció en las tinieblas. Todavía hoy es Palabra original y Palabra de! Génesis. Dichoso quien de la boca de su padre espiritual ha podido oír cómo resuena en sus propios oídos la Pala­ bra original; éste lleva ya el mundo nuevo en su corazón. Cualquiera que sea el camino por el que la Palabra nos alcanza, únicamente en nuestro corazón es donde se hace viva y llega a su pleno crecimiento. Debemos, por tanto, aplicarnos a la Palabra con un deseo inmenso. Debemos recoger la Palabra, como el maná en e! desierto, sin enco­ gernos desdeñosamente de hombros y sin preguntar: «El 52

El Espíritu ora en nosotros

maná, ¿qué es eso?** (Ex 16,15). «Efectivamente—explica el cartujo Guido II—, tuvieron la Palabra por cosa ínfima, vulgar y despreciable**, como los judíos en el Nuevo Tes­ tamento encontraron demasiado duras las palabras de Jesús acerca del pan de su cuerpo y se separaron de El. «Se han separado suspirando por las ollas de Egipto, pues todavía no conocían el secreto sabor del maná y aún no lo habían gustado.** Escuchar superficialmente la Palabra es de escasa utilidad; es necesario prestarle toda nuestra atención, recogerla con avidez y dejar que se extienda en nuestro corazón. De este maná de la Palabra de Dios nunca recibiremos bastante. «Quien había recogido más, no tenía demasiado, y quien había recogido muy poco, no le faltaba. Todos habían recogido según sus necesidades» (Ex 16,18). Dios, que es más grande que nuestro, corazón, se adapta a cada uno de nosotros. Cada creyente recibe la Palabra que necesita y en la medida en que puede recogerla y asimilarla. Pero se nos exige cierto esfuerzo, de ejercicio y de ascesis. Guido, en su Meditación 12, nos exhorta a ello: «Recoged, coged el maná y moledlo en el molino. Este trabajo es penoso, pero rico en frutos. Porque comeréis del trabajo de vuestras manos, dichosos seréis porque esto os aprovechará» (Sal 127,2). Muele en el molino del cuerpo y del alma y encontrarás el núcleo. Muele tu cuerpo por el ayuno, el trabajo y las vigilias; muele tu alma por la lec­ tura atenta de la ley divina (las Sagradas Escrituras). No permitas que esta ley huya de tu corazón: recítala (meditari), murmúrala (murmurari) de nuevo; escrútala sin des­ canso y podrás captar el sabor del maná (la Palabra). Tes­ tigo, las palabras de quien dijo: «Qué dulces son, Señor, tus palabras más dulces que la miel y que el goteo de los panales» (Sal 18,11; 118,103). Velar sobre la Palabra Cuando la Palabra y el corazón se han encontrado tratan de permanecer y de perseverar juntos. Este esfuerzo exige una gran vigilancia. Por primera vez, desde que el corazón se ha entregado de veras a la tarea, va a esforzarse por 53

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permanecer siempre en movimiento. Nosotros mismos de­ bemos tratar de habitar sin pecar en nuestro corazón, y esto no es fácil, porque constantemente nos separamos de él y caemos en la distracción, empujados por la necesidad de hacer otras cosas o de servirnos de nuestra razón dis­ cursiva, de nuestra imaginación, etc. En tanto que las demás facultades no estén todavía en perfecta armonía con nuestro corazón, no habiendo sido aún inundadas de su superabundancia, en tanto que no hayan sido asumidas e integradas en su ritmo por él, sub­ siste el peligro de separarnos de la Palabra y de nuestro corazón y de reincidir en el sueño. Oüien, pese a todo, quiere perseverar en la plegaria debe limitarse a una vela interior. Debe, dicen los ancianos, hacer guardia cerca de su corazón. Será sobrio en sus ten­ dencias. sus deseos y sus sentimientos y jamás cesará en su vigilancia. Sobre todo deberá pacificarse, encontrar la quietud en un profundo e insondable silencio. Según la observación de Evagrio, quien vive en la agitación y en las preocupa­ ciones, en el ruido interior o exterior, se parece a una bo­ tella de agua turbia que ha sido agitada. «Cuando la botella ha permanecido algún tiempo inmóvil, la suciedad se depo­ sita y el agua queda clara y limpia. Igual nuestro corazón, que cuando encuentra la quietud y un profundo silencio, refleja a Dios.» La meditación de la Palabra de Dios y el silencio están inseparablemente ligados. Porque el Verbo procede del si­ lencio profundo de la Santísima Trinidad, de «la Trinidad amiga del silencio», como la llama Adán de Perseigne, un cisterciense del siglo XII. Una sola palabra bastaba para revelarnos el secreto de la vida divina. En el misterio de Navidad, conmemoramos el silencio del Verbo hecho carne, que hasta delante de Pilatos ha dado prueba de silencio. También sobre la cruz, Jesús no abrió la boca más que para cumplir las escrituras. Dice Guerrico en su Sermón 5 de Navidad: «Nada nos lleva con tanta fuerza y autoridad al silencio, nada contiene mejor en el temor a la lengua intem­ perante, nada domina tanto las tempestades de la palabra como la Palabra de Dios silenciosa entre los hombres.» 54

El Espíritu ora en nosotros

Por una parte, la meditación de la Palabra debe ir a la par que el silencio. Sin embargo, por otra, un silencio muer­ to carece de sentido si no se impregna de la Palabra. «El silencio sin la meditación es muerte, como un vivo al que se entierra, y la meditación sin el silencio es vana y simple agitación. Pero si ambos se dan a la vez en la vida espiri­ tual, aportan al alma una gran paz y la contemplación per­ fecta». según dice Rodolfo de Camaldoli en las Constitu­ ciones. El silencio exterior y el silencio interior deben obrar lentamente uno sobre el otro. El primero, si es bien vivido, conduce al segundo. Con frecuencia el dominio de la lengua exige una larga lucha, pero una vez obtenido, lleva al silencio del corazón y éste, a su vez, se expresará en el silencio de los labios. ■ El silencio es la lengua de los ángeles, dice Isaac el Sirio, y el misterio del mundo futuro», pero el silencio tam­ bién es el lenguaje del misterio de nuestro corazón, cuando vela con temor y respeto, presintiendo el gran aconteci­ miento de la salvación que va a llevarse a cabo en él. El silencio es despojamiento, renuncia a todo proyecto, deseo, tendencia o pensamiento que no puedan integrarse en el ‘impulso del Espíritu que ora en nosotros. Olvido de todo cuanto en nosotros está todavía manchado de vanidad, egoísmo, sensualidad o angustia y que nos impide expre­ sarnos totalmente ante Dios. Este mundo extraño y desor­ denado, con el que nos identificamos con demasiada facili­ dad, debe ser vigilado constantemente. Los antiguos decían que a todo deseo que se levanta en nosotros, debemos enviarle un centinela que le interrogue: «¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿A qué bando perteneces?» Con esto querían decir que todo deseo debe ser sometido a una crítica y a un discernimiento. En fin, necesitamos aprender a vivir con una cierta pobreza en deseos y en pensamientos. El silencio dejará un vacío en nosotros, pero este vacío de nuestro corazón es un abismo que hay que ahondar siem­ pre más hasta encontrar el agua del Espíritu que brota del fondo de nuestro corazón. Un anciano decía: «El corazón es como una fuente. Ex­ cavadla más profundamente y el agua será cada vez más clara. Echad basura y se ensuciará.» El silencio es excava­ 55

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ción de ese vacío en nosotros, perforación hasta una capa más profunda. Será liberado un nuevo espacio que nos permitirá alcanzar la fuente de nuestro ser. Esta fuente en nosotros es el Espíritu, y también la Palabra de Dios. Hemos nacido de esa agua y de ese Espíritu, de esa agua y de esa Palabra. La vida nueva brota en nosotros como el agua y de golpe llena, hasta los bordes, el espacio que el silencio dejó libre. Una vez que esta corriente de agua ha encontrado su cauce en nuestro corazón, la pala es superflua. Un verda­ dero silencio interior y la verdadera oración hacen, a veces, menos necesario el silencio exterior de los labios. El agua, siguiendo la pendiente de la corriente, se ex­ cava ella misma su propio cauce. «Orar, es ser el cauce de un río», escribe una poetisa flamenca1. Quien excavó en sí mismo este vacío es colmado simultáneamente por la experiencia interior del Espíritu. En su corazón brotan las aguas del silencio, las aguas de Siloé, que no corren más que en la paz (Is 8,6), la fuente que brota hasta la vida eterna. Luchar con la Palabra La vigilancia va acompañada de un combate violento y difícil. «¿Cuál es la tarea más difícil del monje?», pregun­ taron los hermanos al abad Agatón. Les contestó: «A mi parecer, es la oración. En toda obra buena que empiece, aun si le exige mucho esfuerzo y paciencia, llegará a un cierto reposo. Pero la oración exigirá de él un duro com­ bate hasta su último suspiro.» Quien está llamado a pe­ netrar en su corazón hasta el lugar del Espíritu, se enfrenta necesariamente con el mal y con el maligno en persona. Inexorablemente. El abad Evagrio, el gran maestro de ora­ ción del desierto de Escitia, describe este combate como sigue: «Cuando el coraje se te vaya, entonces ora. Ora con temor y temblor; ora con ardor, con sobriedad, con vigilancia. Ten cuidado con los enemigos invisibles que 1 Juego de palabras (N. del T.)

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intraducibie al

castellano:

bidden-bedding.

£1 Espíritu ora en nosotros

llevan al mal y que, en el momento de la oración sobre todo, nos acechan con sus lazos.» Quien deja subir la plegaria del Espíritu hasta la super­ ficie de su corazón pronto se ve ante un dilema, del que los demás están libres. Debe consentir o renunciar a la oración. Se trata de una elección entre la vida y la muerte, entre el Espíritu y la carne, entre la voluntad de Dios y nuestras minúsculas voluntades propias, entre el amor sin límites del Padre y nuestros pequeños deseos limitados. En este combate, el Espíritu está de nuestra parte y también la Palabra de Dios con el nombre todopoderoso de Jesús. Pero al mismo tiempo, todavía llevamos las huellas del pecado en nuestro corazón. Para despegarnos del pecado, debemos aferrarnos cada vez más a Jesús en nosotros. En la vida ordinaria de cada día, esta elección no es tan deci­ siva, pues se juega sobre la superficie de las cosas y de nosotros mismos. Es parcial y provisional. En la oración, al contrario, esta misma elección se sitúa a nivel del corazón, en la raíz de las cosas y de nosotros mismos. Allí, parece un combate verdaderamente cósmico, donde el bien y el mal, Jesús y Satanás, el cielo y la tierra, nos ponen en juego. Quien combate en su oración está armado de la Palabra de Dios y del nombre de Jesús. Como decían los antiguos, debe lanzar este nombre a la cabeza del diablo. Con él los demonios se dispersan como polvo al viento. La continua invocación de Jesús se convierte poco a poco en el arma más poderosa contra el enemigo y la tentación, pues la oración es en sí misma el arma de su propio combate. Este combate de la oración implica tentaciones propias: aridez, desánimo. Frente y contra todo, hay que perseverar en la oración y en la Palabra. A veces la fuente se hace esperar, o parece seca, la luz tarda en levantarse, nuestro corazón parece adormilarse de nuevo. Sólo el amor puede enseñarnos la vigilancia paciente. El amor sabe cómo abrir­ se, lleno de deseo, y contentarse con el escaso alimento que se le concede; el amor enseña a perseverar. Entonces llega el momento de una oración sin luces en la noche, adhesión a Dios contra toda esperanza humana; una plegaria de fe, no mayor que el grano de mostaza, pero 57

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bastante grande para que Dios renueve en ella sus mara­ villas. Una especie de oración a la inversa, donde la gracia trabaja en nosotros, invisible pero poderosísima, y donde el fondo de nuestro corazón, de modo imperceptible pero seguro, se ahonda y amplía. Esta es la ascesis más difícil, que implica un combate que pasa inadvertido, que purifica desde el interior, más y mejor que cualquier otra ascesis corporal, aun cuando el cuerpo tarhbién tenga que ser poco a poco implicado. Así se desarrolla una acción recíproca entre ascesis y oración. ¿Se lleva a cabo la ascesis con la esperanza de encontrar la oración? O bien, ¿es el estado de oración el que por la ascesis nos hace morir al pecado? En otras palabras: ¿es la muerte a) pecado quien obra la oración en nosotros? O bien, ¿es la corriente de la plegarla la que lava nuestro corazón de las huellas del pecado? A seme­ jante pregunta no puede responder quien Dios llevó hasta el estado de oración, pues le basta con que de su corazón despierto brote una vida nueva, que pueda escuchar a Dios y hablarle en su corazón. Por esta vida, ha renunciado a todo y al tener esta vida, se ha entregado plenamente a ella. Ahora, es su única tarea, la obra de su vida. Incluso ya no es obra suya, es la obra de Dios en él, opus Dei, en el sentido más antiguo de la expresión. ■Mecer y masticar» la Palabra Palabra y corazón, por tanto, se desarrollan a la vez. unidos entre sí. La Biblia dispone de un vocabulario muy matizado para describir cómo la Palabra de Dios se apodera del corazón del hombre, cómo el corazón se apropia de la Palabra y. convertido él mismo en Palabra de Dios, expresa e interpreta su plenitud: ante los hombres en la predica­ ción, ante Dios en la plegaria, la alabanza, la eucaristía y la acción de gracias. El corazón toma la Palabra para sí. la come y la digiere (Ez 3,1-3). Esconde la Palabra en su corazón (Sal 118,11), se la oculta en el propio seno (Job 23,12), se aferra uno a ella (Le 8.15). se une y se adhiere uno a ella (He 16,14). 58

Ei Espíritu ora en nosotros

se la vuelve y se la revuelve en el propio corazón (Le 2,19), se la murmura día y noche (Sal 1.2). Se acaba por perma­ necer en la Palabra como en la propia casa (Jn 8,31), de la misma manera que la Palabra permanece en nosotros y nos habita (Col 3,16). La Palabra de Dios y el corazón del hombre están, uno en el otro, en su propia casa. Cuanto más resuena la Pala­ bra, más despierto permanece nuestro corazón, y cuanta más vigilancia y atención pone el corazón en escuchar la Palabra, tanto más profundamente penetra en los misterios del Espíritu. El corazón se alimenta cada vez más por la Palabra de Dios. Cuanto más se fortalece de este modo, más se ilumina la Palabra de Dios, más límpida se hace y más descubre sus tesoros a quien la escucha. Esta confrontación interior entre la Palabra y el corazón se llama meditatio en los textos antiguos. No pensemos en la meditación-reflexión en el sentido racional de este voca­ blo, sino en su significado primitivo que evoca la repetición continua, la rumia paciente de las mismas palabras. Casiano la llama volutatio coráis, el balanceo del corazón, semejan­ te al cabeceo de un barco, mecido por ia marejada de! Espíritu. Así el corazón da vueltas en él a la Palabra de Dios para apropiársela lentamente. En ¡a Edad Media se desig­ naba este acto con una imagen sorprendente pero muy sugestiva: ruminari, rumiar la Palabra, pensando en la pa­ cífica e interminable rumia de esas vacas que han ido a recostar su ensueño a la sombra de un árbol, en cualquier rincón. La comparación es un tanto trivial, pero expresiva. Evoca el reposo, la quietud, una concentración total, una asimilación paciente. Este es un momento muy importante, que directamente preludia la oración. En efecto, la Palabra que vuelvo y re­ vuelvo en mi corazón no es una palabra humana, muerta y sin energía. Es la misma Palabra de Dios y. por tanto, una se­ milla de vida que puede echar raíces y germinar, un ascua ardiente que purifica y calienta, una chispa que basta para' incendiar el corazón como un almiar de heno seco. Procuremos no desviarnos hacia el análisis intelectual de alguna verdad referente a Dios, porque en ese momento cualquier esfuerzo de pensamiento racional señalaría no so­ 59

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lamente una desviación, sino que daría un golpe mortal a la vida nueva que estaba a punto de brotar en nosotros. Pues aquí, en el fondo de nuestro corazón y en los orígenes de nuestra existencia, estamos expuestos sin defensa alguna al amor de Dios, a la fuerza del Espíritu y a la consumadora omnipotencia de su Palabra. Efectivamente, ¿qué ocurre cuando en la escucha de la Palabra de Dios, en la liturgia pública de la Palabra o duran* te una lectura en privado me encuentro repentinamente afec­ tado por una determinada palabra? Mi corazón ha sido heri­ do, atravesado—literalmente: compunctus—por esa Palabra. Ahora yo no la suelto ya porque en ella me voy a parar, a re­ trasar, a hacer guardia. La tomo, la repito lentamente en el silencio de mi corazón, la balanceo en ese espacio interior de mí mismo, la rumio, la dejo que impregne mi corazón de arriba abajo. En el sentido más literal de la palabra se trata de un lavado del corazón. Lo que toda palabra bíblica puede obrar en el corazón es válido, en primer lugar, para la Palabra por excelencia, resumen de todas las palabras de la Biblia; para el nombre que está por encima de todo nombre, el nombre de Jesús. Se llama oración-de-Jesús la paciente repetición de este nombre en el corazón. La estructura de esta plegaria es siempre igual. El nombre de Jesús despierta nuestro corazón y, recíprocamente, la continua invocación de Jesús nos ayu­ da a descubrir su presencia y a realizarla siempre más. «Así—escribe Hesiquio de Batos—, vigilancia y oración-deJesús van siempre a la par. Se apoyan y complementan recí­ procamente. La atención favorece la oración continua y. a su vez. la oración favorece la vigilancia y la atención.» «Un hermano preguntó al abad Macario: ‘¿Cuál de las obras del monje es la más agradable a Dios?’ Macario res­ pondió: ‘Dichoso quien persevera en el bendito nombre de Nuestro Señor Jesucristo, sin cesar y con un corazón con­ trito. La vida monástica no conoce obra más agradable a Dios que ésta. Este dichoso alimento debe ser rumiado constan­ temente, como una oveja rumia su hierba, para gustar toda su dulzura hasta que el alimento bien desmenuzado baje a lo más profundo del corazón y desde allí difunda dulzura y unción en el estómago y en las entrañas. Mira cómo las 50

El Espíritu ora en nosotros

mandíbulas de la oveja resplandecen de alegría por la dul­ zura de lo que su boca ha rumiado. Que Nuestro Señor Jesu­ cristo nos conceda la gracia de gustar su nombre, tan dulce y lleno de unción.» Más adelante volveremos a tratar de esta oración-deJesús. La sobreabundancia del corazón Ya estamos en el dintel de la oración. Nuestro corazón se ha despertado. Ve a Jesús, oye su voz, goza de su Pala­ bra. Esta Palabra ha dado vueltas y más vueltas en nuestro corazón. Nos ha purificado y nos hemos familiarizado con ella. Incluso quizá estamos empezando a parecemos a ella. Ahora puede echar raíces y dar fruto. Ahora en nosotros también el Verbo de Dios puede tomar carne. Por mucho tiempo que nos ocupemos de la Palabra de Dios en nuestro corazón estaremos en los comienzos. Llega un momento en el que transmitimos la Palabra de Dios al Espíritu en nosotros. Entonces la plegaria nace de nuestro corazón. Entonces también, solamente entonces, la Palabra de Dios se hace nuestra. Hemos encontrado nuestra más profunda y verdadera identidad y la realizamos. El nombre de Jesús se ha convertido también en nuestro nombre. Y con Jesús, con una misma voz, podemos llamar a Dios, ¡Abba, Padre! La oración es la sobreabundancia del corazón. Lleno hasta el borde, desborda de amor y de alabanza, como en otro tiempo María cuando el Verbo echó raíces en su cuerpo. Así nuestro corazón está en un magníficat. La Palabra ha terminado su «gloriosa carrera»: salió de Dios y fue sem­ brada en la buena tierra del corazón. Después de haber sido rumiada y asimilada, es engendrada de nuevo en el corazón, en alabanza de Dios. Ha enraizado en nosotros y en este momento da fruto. Por nuestra parte, proferimos la Palabra y se la devolvemos a Dios. Nos hemos convertido en Pala­ bra, somos oración. Así, la oración es el fruto más precioso de la Palabra. Nos la hemos apropiado de un modo tan completo y ha que61

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dado inscrita tan profundamente en nuestro cuerpo y en nuestro psiquismo. que ahora es nuestra propia respuesta al amor del Padre. El Espíritu continúa balbuceándola en nuestro corazón sin que nosotros tengamos que intervenir porque brota, corre, se difunde como un agua viva. Incluso no somos ya nosotros quienes oramos, es la misma oración quien ora en nosotros. La vida divina de Cristo resucitado susurra dulcemente en nuestro corazón. El lento trabajo de la transfiguración del cosmos ha co­ menzado en nosotros. Toda la creación esperaba este mo­ mento de la revelación de la gloria .fie los hijos de Dios y esta revelación tiene lugar en lo secreto, con toda humil­ dad. pero ya en espíritu y en verdad. Todavía estamos en el mundo, pero ya vivimos con Jesús junto al Padre. Aún vivi­ mos en la carne, pero ya el Espíritu se ha apoderado de nosotros por completo, pues ha caído el velo de nuestro corazón y con el rostro descubierto reflejamos la gloria y el esplendor de Jesús, mientras que nosotros mismos somos recreados a su imagen, de gloria en gloria, por el Espíritu Así. la Palabra de Cristo habita en nuestro corazón con toda su abundancia. En ella nos enraizamos, sobre ella somos fundamentados, a ella se conforman nuestros hechos y ges­ tos y sin cesar desbordamos en alabanza y en acción de gracias. Esta eucaristía se ha convertido ahora en nuestra vida, la sobreabundancia de nuestro corazón, la liturgia del mundo nuevo, que ya celebramos en lo más profundo de nuestro ser, porque somos templos del Espíritu.

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El salmo como respuesta a la Palabra

El proceso descrito en el capítulo anterior, y que se des­ arrolla entre e) corazón y la Palabra, desde hace muchísimo tiempo ha rendido sus frutos en los salmos. En el presente capítulo, el estudio sobre el origen y sobre la oración de los salmos nos lo va a ilustrar. Responderemos también a una pregunta cuya respuesta se ha hecho difícil en nuestros días: ¿podemos todavía hoy rezar los salmos? Desde la iglesia primitiva, los salmos ocupan un lugar privilegiado en la oración de los fieles, ya sea la oración litúrgica o la plegaria en privado. Esta predilección por los salmos pasó sin dificultad del judaismo al cristianismo atra­ vesando muchos siglos. Incluso en el breviario renovado, los salmos siguen ocupando un lugar importante. Pero este pri­ vilegio no es una contestación, porque muchos experimen­ tan al rezar los salmos dificultades tan intensas que ven en ello el problema más grave del oficio actual. Con toda certeza se puede hablar de una crisis que se ha hecho inevitable desde el momento que tenemos dificultad en sentir la fuerza espiritual contenida en las palabras de ios salmos. Mientras recitábamos los salmos en latín, la dificultad no era evidente con toda inmediatez. Tras el telón de la lengua muerta quedaban ocultas muchas cosas. 63

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Con la irrupción de la lengua viva, e! telón se ha levan­ tado y el salmo de repente ha despertado, al menos, en par­ te. en la rudeza bastante bruta! de su palabra humana. El salmo se nos ha restituido como una cosa nueva y esta inesperada novedad nos ha ofuscado. La lengua vernácula sorprende muy poco, las imágenes tienen un sonido extraño o anticuado, los sentimientos resultan muy primitivos y gro­ seros. De la Iglesia no se habla, del Espíritu muy poco y nada en absoluto de Jesús y de su resurrección. Para familiari­ zarse de nuevo con la plegaria de los salmos no basta adap­ tar las palabras, las imágenes y el lenguaje a las normas de hoy, aunque esta adaptación sea muy deseable, porque sería quedarse en un arreglo superficial, en un retoque del aspecto exterior de la Palabra. Sería quedarse agarrado al «ropaje de la letra», con peligro de dejar escapar el aliento vital de la Palabra, de su pneuma. Se trabajaría con la cás­ cara. mientras que la almendra quedaría fuera del alcance.

Una palabra viva Toda palabra humana es una palabra viva. El término más humilde, proferido por un ser humano, nace de una experien­ cia vital y sigue inspirado por el aliento de quien la pronun­ ció. Así es elástica y flexible. El mismo término puede ex­ presar matices distintos e interpelarnos a varios niveles. En e! lenguaje ordinario, y sobre todo en el lenguaje cientí­ fico, cada palabra evoca una sola significación concreta y circunscrita. Pero en sí misma, por su propia naturaleza, cada palabra es insondable. Posee una profundidad que no puede ser explorada y comunicada más que progresiva­ mente. Sin embargo, en la mayoría de los casos esta profundi­ dad escondida tiene poca importancia. Para mayor claridad, es deseable incluso que las tonalidades inconscientes del término vibren lo menos posible. Pero en otros casos se impone lo contrario. La palabra debe volver a encontrar su riqueza plena. No llena su función, casi se diría su vocación, más que sorprendiendo al oyente con todos sus matices po­

El Espíritu ora en nosotros

sibles, conscientes o inconscientes. El oyente debe ser asal­ tado por la palabra, debe dejarse afectar e interpelar a todos los niveles de su ser. Este caso se da por excelencia en la poesía, en que cada palabra alcanza la plenitud de su fuerza vital. Está cargada hasta estallar del soplo de una experiencia humana que testimonia y transmite. No se trata de interpretar o pesar conceptos. La palabra cargada de vida es, efectivamente, capaz de suscitar una vida nueva en cualquiera que le preste una silenciosa docilidad. El poeta es un verdadero hacedor, en el sentido etimo­ lógico de la palabra, un creador. Está muy cerca del Crea­ dor. Dios creó por su palabra, y todo poeta, dando a cada palabra humana su pleno vigor, está llamado a acabar la creación de Oíos en las cosas de las que habla o en los hombres para quienes habla. Porque toda palabra humana tiene alguna relación con la palabra creadora, todo poema está cercano a la plegaria. «Quisiera amar las palabras tan profundamente que cada una de ellas se me convirtiese en una plegaria» (Píerre Emmanuel). El fruto último, el fruto más maduro de una palabra, más allá de cualquier poema, es la plegaria.

Una palabra de hombres Las palabras de los salmos maduraron en un corazón humano y nacieron en labios humanos. Los sentimientos que despiertan no nos son extraños aun cuando el lenguaje de imágenes en que están expresados no sean inteligibles •de modo inmediato. Pese a todo, es el hombre quien se re­ vela allí con toda su poesía; el hombre más allá de las razas, de las fronteras, de las épocas; el hombre eterno que dor­ mita en nuestro, corazón y que sólo dejamos subir a nuestra conciencia progresivamente, y solo en parte. Por otra parte, aqui reside la tuerza misteriosa de !a pa­ labra poética de los salmos que capta al hombre con tanto ímpetu. No se dirige solamente a la parte consciente dei hombre, sino que en el plano del inconsciente puede remo­ ver tierras todavía inexploradas de su personalidad mas

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profunda, hasta donde el ser humano se expresa libre, pero todavía inconscientemente, frente a los demás hombres y frente a Dios. Por eso mismo no aceptamos todo lo que el salmo sacude en nosotros y despierta a la vida. El sal­ mista es un hombre herido por el pecado y que clama su sufrimiento y su desesperación ante Dios. Grita su angus­ tia. su desesperanza, su cólera, su odio; visiblemente, no experimenta ningún deseo de disimular esos sentimientos. Veinte siglos después, el lector, generalmente, no es cons­ ciente de que su corazón abriga todavía esas pasiones. Cuan­ to más se identifica con las normas corrientes del grupo en que vive—sobre todo si son normas evangélicas—, tanto más experimenta la dificultad de reconocerse en esos sen­ timientos paganos. Si raramente ha confesado su pecado ante Dios, se le harán muy insoportables esas palabras de­ masiado humanas que queman sus labios. El malestar que el lector moderno experimenta al rezar algunos salmos se sitúa, en parte, a ese nivel. Cada genera­ ción tiene sus tabúes propios, que cambian con regularidad. La irritación con la que el hombre medio reacciona ante de­ terminados temas de oración en los salmos también cambia. La pregunta que se plantea es saber si el procedimiento de rechazar esos sentimientos, y en consecuencia suprimir su expresión en los salmos, es psicológicamente sano. La dinámica interna que se expresa en los salmos quizá no debe perderse. ¿No sería mejor orientarla e incluso servir­ se de ella en beneficio de un crecimiento sano y un desarro­ llo positivo del hombre? Ciertamente, esos sentimientos revelan primero el pecador que cada unq ve en sí mismo y con el cual se debe reconciliar. Pero una vez obtenida esta reconciliación entre el hombre y su yo. también entre el hombre y Dios, ¿no se podría desviar y orientar la dinámica de esos sentimientos hacia el bien? En caso afirmativo, las antiguas palabras de los salmos, que antaño expresaban sentimientos demasiado primitivos, pueden evolucionar con el hombre y adquirir un sentido nuevo y pleno. Por otra par­ te. lo que el poeta humano canta en el salmo no es su última palabra, pues el aliento vital que le inspira le viene, a fin de cuentas, de otro lado y de alguien más grande que él. 66

El Espíritu ora en nosotros

Una Palabra de Dios En su literalidad humana y desnuda, los salmos son a la vez poesía y oración; oración, sin duda, pero bajo la forma de poema. Sin embargo, su fuerza vital no viene sólo del hombre. Dios mismo se sirve de la palabra del salmo y la profiere. No sólo es inspirada por el soplo vital de un hom­ bre. aunque sea un poeta genial, sino por el soplo de Dios, que es Espíritu creador. La experiencia que traduce y comu­ nica finalmente, es la experiencia que Dios mismo crea en los corazones que le escuchan y que se abren ante él. Así, más que toda palabra, más que toda poesía huma­ na, la Palabra de Dios es insondable e inagotable. Quien intenta sujetarla no puede más que reducirla a aquello que él es capaz de percibir. Pues la Palabra de Dios se eleva por encima de todo cuanto el hombre puede captar hoy. Tiene su vida propia y su historia. La Palabra de Dios sólo puede ser medida en la plenitud de los tiempos. No cesa nunca de acompañar el amor de Dios por el mundo y de llevarlo a cabo de nuevo. Por esta razón, el significado de la Palabra de Dios no puede ser establecido de una vez para siem­ pre. Esta Palabra está llena de una vida que se engendra en quien la escucha. En su Palabra, Dios está creando constan­ temente. En cada liturgia construye su Iglesia convocada en torno a la Palabra, en cada creyente que le abre su corazón y su espíritu excava un abismo insospechado de conoci­ miento y amor. En este proceso, los salmos ocupan un lugar excepcional En las Escrituras. Dios dirige su Palabra al hombre. En los salmos, por el contrario. Dios pone en la boca del hombre la palabra que éste le responderá. Pero no son nunca pala­ bras nuevas ni extrañas. Miradas de cerca, son las mismas palabras de la Biblia elevadas a( nivel de la poesía y de la oración. Por ejemplo, la Biblia contiene libros históricos, pues hay también salmos históricos; libros sapienciales y salmos sapienciales: libros proféticos y salmos profés­ eos. Se puede encontrar toda la Biblia en los salmos, pero como poesía y plegaria. En la palabra de los salmos, la Biblia alcanza una cumbre de viviente actualidad y de fuerza crea­ 67

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dora. Al abad Filemón, de quien la Filocalia 1 ha conservado el Logos asketikós (1,241-252), se le preguntaba por qué encontraba más gusto en el libro de los salmos que en cual­ quier otro texto de la Escritura. El respondió: “Puedo ase­ guraros que Dios ha impreso en mi pobre corazón la fuerza de Jos salmos, como le ocurrió a) profeta David. Sin la dul­ zura de los salmos no podría vivir, ni sin la contemplación sin límites que los salmos encierran. Los salmos contienen toda la Sagrada Escritura.» Sí, los salmos contienen toda la Sagrada Escritura. No son solamente un resumen: son respuesta viva del hombre a la Palabra de Dios. Una respuesta que no procede sola­ mente del hombre, sino que es suscitada en su corazón por la misma Palabra de Dios. La «carrera gloriosa» de la Palabra El capítulo precedente describe el circuito de la Palabra tal como se realiza entre Dios y el corazón del hombre a la escucha. El lugar predilecto del salmo en esta «gloriosa carrera» (2 Tes 3,1) es de evidencia inmediata. Efectiva­ mente, el salmo brota en el mismo momento en que el co­ razón del creyente a la escucha, habiendo captado la Pala­ bra de Dios, la expresa de nuevo en forma de oración. Este proceso no se lleva a cabo a nivel de la inteligencia, sino a un nivel mucho más profundo del corazón, donde el centro de nuestra personalidad escucha y se acerca a Dios. «En el corazón», la Palabra es escuchada, recibida y asi­ milada. Allí volverá a nacer como salmo y como oración. El salmo procede de la Palabra, rezada en el corazón del hombre. La palabra del salmo es una Palabra de Dios, que en su origen ya está cargada del Espíritu de Dios y como tal ha sido enviada al hombre. Es escuchada y acogida por el espíritu del hombre para cumplirse y enriquecerse en diá­ logo, del espíritu al Espíritu, en una nueva experiencia de ' La Filocalia es un conjunto de escritos ascético-místicos orienta­ les. Existe una traducción española, con breve introducción, bajo el titulo Textos de espiritualidad oriental. Patmos, núm. 95. Rialp, Ma­ drid, 1960.

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fe. Así, pues, a través del corazón humano, puede volverse a expresar y volver, finalmente, a Dios como canto de ala­ banza y de acción de gracias. El salmo es, más que en cual­ quier otra parte de la Biblia, a la vez Palabra de Dios y pala­ bra humana, sobreabundancia de ia Palabra y del corazón: una morada de amor donde el Espíritu de Dios y el espíritu del hombre están muy cercanos. El punto de contacto entre ambos es la plegaria interior, diálogo recíproco entre Dios y el hombre, liturgia silenciosa que se celebra sin cesar en todo corazón humano. Las fórmulas principales de esta li­ turgia interior se encuentran en los salmos. En el Antiguo Testamento, este proceso ha engendrado el Salterio. Ha encontrado su coronación en Jesucristo, Pa­ labra de Dios hecha hombre, piedra angular de ambos tes­ tamentos y de la Biblia. Jesús hizo su propia oración de los salmos. En su muerte y en su resurrección, los salmos al­ canzan su significado más profundo. Hasta Jesús, no eran más que un resumen del Antiguo Testamento. En Jesús, han sido transformados de agua en vino, pasan de la letra al espíritu. Desde Jesús, cantan también la Buena noticia, des­ de el evangelio hasta el Apocalipsis. El Señor resucitado es para siempre el único salmista, vivo e intercesor: allá arri­ ba, ante la faz de su Padre; aquí abajo, en la liturgia que celebra su Iglesia. En el Señor Jesús, la palabra del hombre es siempre Pa­ labra de Dios. Lo que Jesús predica coincide con lo que él canta; lo que lleva a cabo, con lo que ora. El mismo es, por excelencia, la Palabra viviente y, por la misma razón, es el salmo que no se acaba jamás de recitar y de rezar. Por consiguiente, todos los sentimientos humanos que afloran en el salmo han encontrado ya en Jesús su acaba­ miento. La tristeza no va ya jamás sin la alegría, el pecado y el arrepentimiento han obtenido ya el perdón, la desespe­ ración es el primer paso hacia la confianza, el odio es el reverso de un gran amor, eros designa la fuerza irresistible de ágape, la muerte anuncia ya la vida. Lo cual no quiere decir que el aspecto profundamente humano de estos senti­ mientos sea rechazado o negado. Al contrario. Se van pro­ fundizando y se hacen más auténticos porque el Espíritu ios desprende del caos de la letra y de la carne. En Jesús han 69

André Louf El Espíritu ore en nosotros

encontrado el más poderoso resorte de su dinamismo. En él coinciden con la Palabra de Dios, su propia palabra crea­ dora. En adelante no hablan más que de la venida del Reino de Dios, de! admirable poder y de las señales que lo acom­ pañan. El Espíritu en que Jesús oró y recreó los salmos ha sido derramado en cada bautizado. Este puede ahora, en el mismo Espíritu y como Jesús, apropiarse el salmo y can­ tarlo de nuevo. También para él, se hacen vivas y se cum­ plen las antiguas palabras. La Palabra se despliega en nue­ vas dimensiones, en el Espíritu, toma hondura y se dilata. Vibra con todos sus armónicos. También es necesariamente palabra poética, aunque supere a toda poesía creada. Pues la Palabra no es solamente ajustada al pneuma, al aliento vital de un hombre limitado, sino al Pneuma del mismo Dios, que suscita'.y'hace surgir la vida y que conduce la historia de la salvación a su acabamiento. Tampoco es posible ya leer, y todavía menos rezar, los salmos según la letra. Rezarlos según la letra sería, en el sentido más estricto de la palabra, una contradicción de los términos. Un salmo sólo puede ser salmo—y no un do­ cumento arqueológico—en la medida en que vive, es decir, en la medida en que el Espíritu lo reza de nuevo en nuestro corazón. Palabra y Espíritu Rezar un salmo no puede hacerse más que pneumatikós, es decir, en el Espíritu. También el significado de cada salmo depende del espíritu con que es leído u orado. Como toda Palabra de Dios, cada salmo tiene su propia vida; co­ mienza como una pequeña semilla, germina, se hace grande y se desarrolla. De suyo, su futuro es ilimitado. En el Anti­ guo Testamento, el salmo no cantaba más que un esbozo del Reino de Dios; con las palabras del mismo salmo, Jesús habla del Reino ya presente en su persona, y el Espíritu Santo lo utiliza todavía hoy en la Iglesia para sostener su espera. La Palabra no será agotada más que cuando Dios sea todo en todos. 70

Así, el salmo está en estrecha relación con la historia de ia salvación: desde el primer Adán, con la venida de Jesús, segundo Adán, hasta su vuelta al fin de los tiempos. Puesto que la Palabra está inspirada por el Pneuma de Dios puede, durante el camino, significar cada vez mejor ia creciente realidad del pueblo de Dios. Al ritmo del Espí­ ritu, cada Palabra se hace mayor con relación a la historia de la salvación que progresa. Esto ocurrió por primera vez, en una ocasión decisiva y definitiva, cuando Jesús rezaba los salmos. E! mismo pro­ ceso se prolonga cada día en el creyente que acoge la Pala­ bra en sí mismo y la canta de nuevo por medio del salmo Para quien no vive de Jesús y del Espíritu, o vive muy poco, el salmo está muerto y pertenece al Antiguo Testamento: no podrá penetrar más allá de la letra grosera y humana. Pero para quien vive del Espíritu comunicado por Jesús, el salmo es algo vivo. Con quien crece en este mismo Espíritu, también el salmo crece; para esta persona se abren pers­ pectivas siempre nuevas en el horizonte de la Palabra Los límites se distienden y se quiebran Jesús y su Reino están ya cerca de él. Por tanto, no hay que temer que nos acostumbremos a los salmos. No suscitarán ningún fastidio, si se crece al ritmo de su dinamismo interior, con el Espíritu que los ins­ pira y los conserva vivos Esto supone que uno se abre cada vez más al Espíritu y que se entrega a él. De la misma ma­ nera que el hombre exterior disminuye en nosotros de día en día. según el hombre interior crece, así la letra del sal­ mo se borra para nosotros, como una corteza que se hace superflua, mientras que su pneuma. su fuerza espiritual, se experimenta cada vez de un modo más claro Ambos des­ arrollos son correlativos. Uno depende del otro y. a ia vez, actúa sobre él. Quien vive según la carne y cuando las obras de la carne matan el Espíritu, no encuentra en el salmo más que la carne y permanece cerrado en la letra de su palabra humana Quien vive en el Espíritu, vuelve a encontrar el Espíritu en los salmos, sin violencia ni esfuerzo, lejos de la acrobacia artificial de algunas sutiles aplicaciones. 71

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Del espíritu al Espíritu En consecuencia, ia manera de rezar los salmos es in­ dicio revelador del estado de nuestro corazón. El salmo es verdaderamente el barómetro de nuestra vida en el Espíritu y demuestra oración. Efectivamente, el salmo y el corazón son, cada uno a su efe tilo, un lugar de oración, un suelo de donde brota la plegaria. El salmo no puede ser rezado más que «con el corazón». A su vez, el corazón es fecundado por la oración y alimentado por el salmo, que es, en retorno, fruto de la oración y semilla de una nueva plegaria. Quizá ahora nos damos más cuenta del trágico malenten­ dido, cada vez mayor, entre los salmos y el cristiano actual que va en busca de oración. Rezar la Palabra de Dios supo­ ne toda una antropología. Porque la plegaria es antropolo­ gía vivida, existencia): un hombre es invadido progresiva­ mente por el Espíritu, en su cuerpo y en su corazón, y así es transformado del espíritu al Espíritu, a la imagen de Dios en Jesucristo. Si no nos acercamos a los salmos más que con la idea de tomarles prestada cierta experiencia religio­ sa, no damos ninguna oportunidad a la vida y a la fuerza propias del salmo. Hay que exponerse al dinamismo del salmo con todo nuestro ser de hombre, para entregarse así a su pneuma. Este pneuma es, en primer lugar, el pneuma del poeta que. en cuanto hombre, compuso el salmo. El espíritu del hom­ bre conoce lo que vive en el corazón del hombre, penetra hasta el fondo de toda experiencia humana, y por esa razón, el salmo tampoco evita el pecado en nosotros. Lo pone todo al desnudo: desamparo, angustia, rencor, venganza. Al hacer esto, el salmo nos ayuda a tocar nuestra rea­ lidad humana, y lo hace con una finalidad concreta: salvar­ nos, a ese nivel de pecado, por el Espíritu de Dios. Pues el pneuma del salmo es también Pneuma divino, y las pala­ bras humanas están allí para ofrecerse a la inspiración de la Palabra de Dios. Así. con un mismo impulso, el salmo nos lleva a las últimas profundidades del corazón de Dios. El salmo nos descubre a Dios en Jesús: amor, misericordia omnipotencia, victoria. Todo esto supone, según la expre­ sión de Pablo, «que rezamos los salmos con nuestro cora­ 72

zón. llenos del Espíritu» (Ef 5.18-19). Atentos para escuchar, pacientes para acoger, susurrando sin cesar los salmos con amor, asimilados por ellos, vibrando al unísono con ei es­ píritu del salmista y con el mismo Espíritu de Dios. Al hombre de hoy. con su formación científica, le es bastante difícil familiarizarse con esta técnica espiritual o técnica en el Espíritu. Está habituado a mantenerse fuera del texto y a utilizarlo como objeto de discusión o de examen Todavía es mucho más difícil aceptar la realidad espiri­ tual que se dibuja en el salmo para cada uno de nosotros personalmente: primero el salmo manifiesta el carácter re­ lativo de nuestros sentimientos humanos, con el cual nos reconciliamos con dificultad: después nos revela las subi­ das exigencias del Espíritu, que constantemente nos acosa. Sin embargo, un pneuma no va sin el otro. El pneuma del hombre llama al Pneuma de Dios El estado del hom­ bre pecador pide la purificación por el Espíritu de Dios. El aneuma humano del poeta aspira a ser asumido en el Pneu­ ma de Dios Así. en ei salmo, se prolonga un diálogo in­ cesante del espíritu al Espíritu y se establece una tensión fecunda en la que la revelación se alimenta de nuevo. Este diálogo se inscribe en el corazón en plegaria que, to­ talmente a la escucha, se entrega a esta tensión. Así se revela a nuestro espíritu cuán grande era el pecado y cuán indeciblemente mayor es el amor de Dios en Jesucristo. En cada salmo, el Espíritu de Dios da testimonio a nuestro espíritu de que él ha sido derramado en nuestro corazón por Dios, de que somos verdaderamente hijos de Dios y de que Dios es amor (1 Jn 4,8).

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El Verbo hecho carne

«Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros». Al Verbo, que habitaba junto al Padre y al Espíritu, Palabra en quien y por quien el Padre creó todo, a esta Palabra, según su voluntad de salvación, el Padre la hizo hombre. El Verbo se ha convertido en uno de nosotros. En Jesús, el hombre y Dios se han abrazado. El Padre envía aquello que un pa­ dre tiene de más querido, el hijo, su imagen y su semejan­ za. En la encarnación de Dios comenzó nuestra redención. «Nosotros, los hombres, servimos las obras de la carne-, dice san Pablo a los efesios. Estábamos lejos de Dios, no estábamos en paz con Dios y difícilmente nos alcanzaba su Palabra, que apenas podíamos recibir. Pero en su amor sin par, una de las tres personas se revistió de la carne de pecado. Jesús es el cordero de Dios que carga y quita los pecados del mundo; el buen pastor salió para buscar lo que estaba perdido, lo que amaba por encima de todo. En este amor fue hasta el extremo, hasta la muerte. Después de haber librado en el huerto de los Olivos su combate de la agonía—le vino un sudor como de gotas de sangre que caían a tierra—fue clavado en la cruz y murió: el amor hasta el extremo. En el cuerpo de Cristo está clavado en la cruz nuestro cuerpo-de-pecado. En la muerte de Jesús también muere. El pecado de nuestro cuerpo es vencido y su poder en la 75

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carne se aniquila, pues la omnipotencia del Padre ha resu­ citado a Jesús de ia muerte; El lo ha revestido de un cuer­ po nuevo sobre el cual la muerte ya no tiene dominio. Ahora su cuerpo humano está henchido de la gloria de Dios, im­ pregnado del Espíritu. Si nuestro cuerpo era antes un cuer­ po-de-carne, ahora puede llegar a ser un cuerpo-de-pneuma, es decir, un cuerpo espiritual. Una vez que el Espíritu se ha apoderado de nuestro cuerpo, también en él debe brotar la fuente del agua viva. De igual modo que el cuerpo de Jesús «levantado» sobre la cruz, se hace por su muerte y su resurrección fuente del Espíritu, como la roca de donde Moisés hizo brotar el agua viva para los peregrinos sedientos del desierto, así este mismo Espíritu, en nuestro propio cuerpo, se convierte en una fuente que salta hasta la vida eterna. Pues el cuerpo es morada del Espíritu y templo de una plegaria perenne. La Palabra de Dios que escuchamos atentamente no sólo fecunda nuestro corazón, debe también derramarse por nuestro cuerpo. En nuestros miembros, el Verbo debe ha­ cerse carne. Todo nuestro ser, espíritu, corazón y cuerpo, debe ser asumido en el circuito de la Palabra. Orar con un cuerpo Por consiguiente, nuestro cuerpo desempeña un papel central en nuestro retorno al Padre, con Jesús, en el Espí­ ritu. En él. el Espíritu puede brotar; a través de él, debe ser dada a luz la oración. También toda oración, por secreta e interior que sea, se reflejará en ei cuerpo. La oración no puede existir fuera del cuerpo, ni en los principiantes ni en los más adelantados. Poco a poco, la oración y ei espí­ ritu toman posesión del cuerpo. Cuerpo y espíritu están inseparablemente ligados uno al otro. El abad Agatón, según leemos en los Apotegmas, de­ cía: «El hombre se parece a un árbol. Ei follaje representa el trabajo (kopos, labor, podvig) del cuerpo; el fruto repre­ senta la atención interior. Con vistas a ese fruto debemos aplicarnos enteramente a la atención del corazón. Pero se necesita otro tanto la protección y la fuerza de las hojas, es decir, del trabajo corporal.» Ascesis y contemplación, 76

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trabajo corporal y espiritual siempre van a la par. Brotan del mismo tronco; reciben la savia de las raíces, que se hunden en un mismo suelo que las nutre. El fruto es más importante que el follaje, y desgraciado del árbol en el que no se encuentran más que hojas. Pero el fruto no llega a madurar si el follaje no le proporciona protección y ali­ mento, pues también las hojas son indispensables. La ima­ gen empleada por el abad Agatón está cargada de una profunda sabiduría existencial. Estamos muy lejos de la di­ cotomía neoplatónica, de la que con frecuencia se acusa sin discernimiento a la tradición patrística en bloque, y que reconocía al alma un valor superior que al cuerpo. Por el contrario, en el retorno del hombre a Dios, el cuerpo tiene una tarea totalmente peculiar. Conduce al hombre a la per­ fección. donde será enteramente renovado en el Espíritu Santo. Hacia la oración y hacia ia plenitud del amor, el cuer­ po constituye un camino del cual no puede hacerse abs­ tracción. San Antonio muestra muy bien cómo el Espíritu toma posesión a ia vez del cuerpo y del alma, y confiere a uno y otra, fuerza y socorro para la santificación. Dice él que el cuerpo y el alma son como dos vertientes. La oración es la cumbre de la montaña. En camino hacia la oración, el cuerpo (primera vertiente) recibe los dones de las vigilias y del ayuno. Las pasiones del asceta se calman y vuelven a su estado primitivo, tal como Dios las pensó y creó, cuan­ do solamente el amor existía y no había aún división en el hombre. El alma (la segunda vertiente de la montaña) recibe el don de la vigilancia para llevar a cabo el comba­ te espiritual con ayuda de la Palabra de la Escritura, que cura y santifica. Así, el alma puede discernir los males del cuerpo y contribuir a su curación espiritual: «La Palabra de Dios es viva, eficaz y tajante más que una espada de dos filos; ella penetra hasta la división del alma y del espíritu, hasta las coyunturas y la médula, y discierne los pensa­ mientos y las intenciones del hombre» (Heb 4,12). Final­ mente, el cuerpo entero, tanto en el combate de la ascesis como en el reposo de la oración, será uno con el Espíritu, al servicio de la plegaría y del amor. Todos los miembros participan en ello, piensa Antonio, «de la cabeza a los pies». 77

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los ojos, los oídos y, sobre todo, la lengua, que alaba a Dios. El hombre es renovado íntegramente «por ¡a fuerza del Es­ píritu, que conduce el cuerpo entero al reposo», mientras que sus manos se levantan en señal de plegaria y se abren para hacer misericordia. ¿Todavía estamos en la ascesis? Quizá ya en la trans­ figuración, cuando la imagen de Dios comienza a brillar de nuevo en los rasgos de un rostro, cuando el cuerpo está totalmente absorto en la oración y la expresa con facilidad. Los Santos Padres llaman a este estado «la resurrección antes de la resurrección» o «la resurrección menor», y san Antonio reconoce ya en él «cierta participación en el cuer­ po espiritual, que no recibiremos más que en la resurrec­ ción universal». Entre estos dos aspectos de la vida de oración, el exte­ rior y el interior, las hojas y los frutos, no se impone elec­ ción alguna. Nunca jamás hay que conceder un privilegio a uno de ellos a expensas del otro. Ni las hojas a costa de los frutos, ni el fruto sacrificando las hojas. Todo esfuerzo exterior debe florecer y dar fruto en la eucaristía interior del corazón, y esta plegaria interior no puede ir sin la as­ cesis corporal. Esta constante interacción del corazón y del cuerpo, que los textos monásticos recuerdan en todo tiempo, es el ras­ go característico de la técnica cristiana de la plegaria, que supone una antropología particular, cuya intención no es que lo corporal se borre ante lo espiritual, o lo material ante lo inmaterial, porque en este caso la plegaria elimina­ ría el cuerpo, y con él al mismo hombre, sino que por el camino de la gracia y de la oración, el cuerpo vuelve a su estado original. En adelante ya no es «cuerpo de pecado» (Rm 6,6) o «cuerpo de anonadamiento» (Flp 2,8), ni signo de la oposición a Dios y a los demás, ni sede de un comba­ te incesante que no va más que a la muerte y a la aniqui­ lación. De cuerpo-para-ia-muerte que era, se convierte en cuerpo-para-la-vida; desde ese momento no está dominado ya por el pecado y por los gérmenes de corrupción que lle­ vaba en sí mismo. Al contrario, ahora el cuerpo puede en­ tregarse totalmente al Espíritu y dejarse invadir poco a poco por su fuerza y por la vida nueva en Jesús. 78

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Se trata oe un largo aesarrol'o Oe vigilancia y oracior que abarca toda la vida, en e¡ que la ascesis de! cuerpo v ¡ = orientación incansable del corazón hacia Dios están inse­ parablemente ligadas entre si. Junto al corazón, el cuerpo del hombre desempeña tam­ bién un papel decisivo, porque constituye el terreno en e que hasta ahora el pecado remaba como amo y en el que su influencia debe ser reducida a cero por la fuerza de Espíritu Santo. Como Jesús hizo en su muerte > en su resu­ rrección, también el cristiano debe «anular el pecado en si cuerpo» (Rm 8,3). Por si mismo no lo puede hacer: sola­ mente la fuerza pascual de Jesús lo llevara a cabo en él. En su cuerpo, el cristiano se encuentra como entregado a dos fuerzas antagónicas que quieren apoderarse de él. desple­ gando su hostilidad y convirtiéndolo en campo de batalla entre el pecado y Jesús o. como dice san Pablo, entre la carne y el espíritu. Pero de Ja misma manera que el cristia­ no lleva en sí mismo el pecado, también lleva la semilla de la gracia, depositada por el bautismo. Ha sido asumido en la muerte de Jesús y revestido de la fuerza de su resu­ rrección. Entre el bautismo y la muerte, esta maravillosa fuerza debe desplegarse cada vez más en él El signo sacramenta1 debe convertirse en una realidad operante, que toma ai hombre en su vida entera hasta su muerte. Esta realidad terriblemente seria, puede llegar hasta la sangre. «Da san gre y recibe espíritu», dice Longinos. En su cuerpo todo bautizado pasa por la muerte de Jesús, para que también la fuerza de su resurrección se manifieste más en este mis­ mo cuerpo. En efecto, en la medida en que el cristiano muere al pecado, la vida de la resurrección también florece y da fruto en su cuerpo. Una misma dinámica opera en la oración y en la ascesis. La oración es el fruto más bello y más rico de la energía pascual, de la que la resurrección de Jesús llena el mundo y el hombre. De esta manera siempre es pascua para el monje, en expresión de Evagrio, como siempre es ayuno y cuaresma, según dice la regla de san Benito. Por así de­ cirlo, la plegaria es la clave de bóveda del hombre nuevo, nacido de la pascua de Jesús. Pues a ejemplo de la muerte. 79

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e incluso más allá de la muerte, orar es «amar hasta el ex­ tremo». La oración es esta antropología-en-acto, en la que el hombre puede alcanzar su cota máxima, su total acaba­ miento. Sólo la oración puede traducir las profundidades del hombre, sólo ella posee la llave de su misterio. Por la oración, el hombre está llamado a crear el espacio y el momento en que, en un cuerpo, la carne de pecado se transforma en el espíritu de Dios. Es la pascua de Jesús, que así se renueva en el hombre, el espíritu derramándo­ se sobre toda carne, la coronación de la obra de Jesús y de su Padre. Estudiaremos más de cerca los elementos clásicos de la técnica cristiana de la oración: el celibato, la soledad y el silencio, las vigilias y el ayuno. A lo largo de veinte siglos encontramos estos elementos en la mayoría de las experiencias de oración, tanto en los textos del Nuevo Tes­ tamento como en los místicos modernos. También se en­ cuentran en la mística no-cristiana. Por tanto, es probable que esas técnicas constituyan una especie de base natu­ ral a partir de la cual la oración se desarrolla fácilmente en el hombre. Nuestro análisis tendrá en cuenta esto, pero no nos limitaremos a ello. En la oración cristiana, estas técnicas se ponen al servicio de un proceso de desarrollo cuya fuerza propulsora y su dirección provienen del Espí­ ritu Santo. Desde este momento, la orientación natural de cada técnica hacia la oración se encuentra elevada a ni­ vel del Espíritu e inserta en el misterio pascual de Jesús. Estas técnicas deben convertirse en signos y expresión de nuestra muerte con Jesús y de nuestra resurrección con El, lo que no puede resultar extraño, porque Jesús mismo no estaba casado, tenía cierta preferencia por la soledad, pasó muchas noches en oración y perseveró ayunando du­ rante cuarenta días en el desierto. Celibato y oración Cuando Pablo escribe que quien se une al Señor no for­ ma ya más que un solo espíritu con El, según el contexto, está pensando en la castidad corporal. El celibato y la vir­ 80

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ginidad están ai servicio de la oración. Igual ocurre con la abstinencia periódica de relaciones sexuales en el matri­ monio. «No os defraudéis uno al otro, a no ser de común acuerdo y por algún tiempo determinado para daros a la oración, y después volved a lo mismo juntos» (1 Cor 7,5). Pues también en la vida sexual se oculta una dinámica que debe ser liberada en beneficio del espíritu y de la oración. Según la Biblia, el hombre y la mujer están creados a imagen de Dios, en su misma especificidad de hombre y de mujer. El hombre es imagen de Dios en su masculinidad; representa el amor de Dios en cuanto que es fuerza, vigor y fidelidad. La Biblia expresa este aspecto del amor de Dios por el término emeth, veritas, verdad y fidelidad. El hombre es la imagen de esta veritas del Creador. También la mujer, en su feminidad, es imagen del amor de Dios; representa su bondad y su ternura. Es la imagen de la solicitud amorosa de Dios: hesed, misericordia. Dios es las dos cosas al mismo tiempo: misericordia et veritas, misericordia y fidelidad. El lo es en una sola natu­ raleza, identificándose en El bondad y fuerza de una manera que supera nuestra inteligencia. En nuestro modo de pen­ sar, ternura y vigor se oponen, porque nosotros no conoce­ mos el amor de Dios más que a partir de la dualidad de sexos en el que se encuentra desdoblado. En efecto, cuando Dios reproduce su imagen en el hom­ bre necesita una imagen doble, en la que una completa a la otra: el hombre y la mujer, el padre y la madre. La plenitud del amor de Dios normalmente se da y se vive en ambos a la vez. En el Señor, dice Pablo, el varón no va nunca sin la mujer, ni la mujer jamás sin el hombre (1 Cor 11,11). Para representar, de un lado, el amor fuerte de Dios y, de otro lado, su ternura, es necesario que el hombre y la mu­ jer se unan aquí abajo y sean fecundos, como fecundo es Dios en su amor. En la soledad de su ser sexuado, el varón y la mujer es­ tán inacabados. Inconscientemente, llevan en su corazón la otra mitad de la imagen de Dios. Como nos recuerda la psi­ cología, todo varón posee un polo femenino, y toda mujer un polo masculino. Este polo inconsciente lo lleva el hom­ bre como una apertura y un deseo, como una posibilidad 81

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de reconocer el otro sexo y de ser reconocido por él. de ser así consciente de su propia imagen de Dios. Normalmente, el hombre encuentra equilibrio y paz en este vínculo con el otro sexo, que es su otra «mitad* de la imagen de Dios. El varón necesita ternura y solicitud; la mujer, fuerza y solidez. La paz que todo hombre recibe en el amor va más allá que este mismo amor, que se vive «a imagen y se­ mejanza de Dios*. El amor designa a Aquel del cual expre­ sa un poco el fondo más incomprensible por medio de un signo no-ambiguo. El varón y la mujer se remontan hasta el mismo Dios, mediante esta «mitad- de la imagen de Dios en el otro. En este punto interviene la abstinencia sexual. Abstinencia provisional en el adulto que todavía no está casado; conti­ nencia periódica en los esposos; continencia definitiva en el celibato voluntariamente escogido por Jesús. Cada forma de abstinencia sexual deja disponibles las fuerzas interio­ res, movilizadas en una vida sexual normal. Esa abstinen­ cia lleva al hombre a ser signo del amor de Dios de una manera invisible, que trasciende con mucho las posibilida­ des de su propio sexo. Esto se hace más claro si por un instante fijamos nues­ tra atención en Jesús. Jesús no solamente fue un ser hu­ mano, sino también un varón, un ser humano del sexo masculino, lo cual no fue fortuito ni arbitrario; si Dios se hacía hombre, debía tomar el sexo masculino. En efecto, el varón es signo del amor de Dios en cuanto que éste con toda su fuerza se compromete para salvar. Mientras que en la mujer, al contrario, figura la humanidad escogida por Dios para ser rescatada por él. Por consiguiente, Jesús debía ser un varón. El sexo masculino llevaba en sí mismo, como di­ bujado de antemano, el misterio profundo de su ser, pues Jesús es a imagen del Padre, su amor fiel y fuerte para los hombres Llevado a este punto, el valor de signo de la virilidad de Jesús cesa. O mejor dicho, alcanza su plenitud. Dar un paso más y contraer matrimonio con tal mujer concreta aquí aba­ jo hubiera carecido de sentido para Jesús. En el misterio de su ser peculiar, el Hombre-Dios había recibido ya infini­ 82

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tamente más. El matrimonio con una mujer no podía aña­ dirle nada, puesto que es él quien da sentido y significación a todos los matrimonios humanos. Por una parte, la pleni­ tud del amor de Dios estaba en él, tanto la ternura de Dios como su fuerza, porque él mismo era Dios. Por otra parte, él era, en su doble naturaleza, como Dios y como hombre, el matrimonio insuperable, la perfecta comunión personal entre Dios redentor y la humanidad rescatada. En su divi­ nidad, él es don sin medida. En su humanidad, es acogida y eminente receptividad. Toda tensión está descartada, tan­ to en su sensibilidad como en su sexualidad, porque su amor está colmado y satisfecho con más profundidad y am­ plitud que lo hubiera podido ser en un matrimonio. Su esta­ tuto corporal de célibe es signo de esta plenitud’ También por esta misma razón Jesús debía, en cuanto hombre, permanecer virgen. En él, en materia de virgini­ dad, toda la dinámica sexuada, tanto consciente como in­ consciente, el polo masculino como el polo femenino, es­ tán al servicio de la realidad espiritual que hay en él y de la cual viene a dar testimonio: él es el Hijo del Padre y su imagen; en medio de los hombres es el primogénito de en­ tre los muertos, el hombre nuevo, o mejor, el hombre sin más. ¡Ecce homo! Esta situación única de Jesús no excluye los lazos con la mujer, con parientes, amistades, colaboradoras. Sobre todo, tenía una madre, puesto que, como todos los hombres, nació de una mujer. Hay que subrayar que la relación con su madre se desarrolló en seguida en una realidad mucho más amplia y universal, pues toda mujer, sin discusión po­ sible, era para él mucho más que la feminidad concreta y li­ mitada. Todo lo que una mujer podía ser para él, Jesús lo había recibido ya en su propia persona. Por eso María no era solamente su madre, sino más todavía, su hermana, su esposa, su hija y, finalmente, su consciencia más íntima y la madre de todos los hombres. Por consiguiente, en Jesús vemos cómo la abstinencia sexual puede expresar la realidad espiritual más profunda de una persona. Así, todo el potencial sexual queda situado en otro plano, donde encuentra desarrollo y cumplimiento, sin dejar nunca de ser masculino o femenino. Una realiza­ 83

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ción de la sexualidad humana de este tipo supera el agota­ miento pasajero de la tensión erótica. Esto no puede extra­ ñar a quien sabe hasta qué punto la sexualidad, en el hom­ bre, es precisamente la imagen de Dios. Algo análogo sucede—en una medida más reducida— cuando alguien asume voluntariamente el celibato por Je­ sús y por la oración. Entonces ocurre algo en su cuerpo y en su dinámica sexual que va a reestructurar toda su per­ sona y a favorecer de golpe la oración y el vínculo con Jesús. Si no ocurriera esto, el celibato sería un grave ries­ go, que en bastantes personas, mantendría la inmadurez afectiva. Nuestro celibato no sería posible sin el celibato de Jesús, e incluso es necesario que El mismo nos llame a él de manera muy particular. También nuestro celibato debe convertirse en signo de que la nueva creación comen­ zó y de que Dios se hizo cercano al hombre. También nues­ tro celibato tiene relación con la dinámica sexuada com­ pleta del hombre o de la mujer: inscribe en él la prueba palpable de que el amor de Dios lo colma todo. La abstinen­ cia sexual por Jesús supone una capacidad muy específica de amor, una ampliación tan excepcional que se la debe llamar carismática. Esta ampliación se produce en dos di­ recciones. Primero hacia el exterior, hacia una mayor uni­ versalidad. La virginidad crea la posibilidad de entrar en una verdadera relación de amor con todos los hombres. La familia del célibe es toda la humanidad, tanto los buenos como los malos, todos aquellos que son amados por el Pa­ dre y a los que cuida. Esta primera ampliación no exige más explicaciones. Pero la abstinencia sexual amplía también nuestro amor hacia el interior, hacia las profundidades de nuestro cora­ zón. Aquí nos encontramos de nuevo con la oración: se trata de ver cómo el celibato se convierte en una verdade­ ra técnica de oración, con la fuerza del Espíritu Santo. ¿Cómo ocurre esto? Cuando alguien renuncia a satis­ facer su necesidad de afecto respecto del otro sexo, debe encontrar otro camino para equilibrarse interiormente y en­ contrar la paz en el otro polo sexual que inconscientemente lleva consigo. Si este proceso se desarrolla en buenas con­ 84

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diciones puede ser muy fecundo, incluso a simple nivel humano. El otro polo inconsciente aflora al primer plano del tem­ peramento y allí desarrolla sus propias afinidades de un modo positivo. Así, un célibe podría, a la larga, afinarse mucho y hacerse más sensible a ciertos aspectos de la vida. Cuando este mismo celibato es profesado por amor a Cristo y en el poder del Espíritu Santo, el proceso penetra aún más profundamente en el corazón humano, hasta el punto en que el otro polo sexual constituye la otra mitad de la imagen de Dios en él. Renunciar a expresar este otro polo hacia el exterior en el matrimonio, si se hace correc­ tamente, libera en lo más íntimo de nuestro’ser el valor espiritual del que este otro polo es signo y que nos habita ya inconscientemente. Aquí penetramos hasta el núcleo más profundo de nues­ tro ser más humano, allí donde nuestro psiquismo incons­ ciente posee una estructura sexual a imagen de Dios, y don­ de Dios está presente con su Espíritu, en su dualidad supra-sexuada, muy por encima del varón y de la mujer, El, que es a la vez ternura y fuerza, misericordia et veritas. El celibato nos vuelve a encaminar aquí al otro polo inte­ rior de nuestra vida afectiva y sexual y, finalmente, a Dios mismo, con todos los componentes masculinos y femeni­ nos de su amor. El celibato puede abrir una vía hacia la oración. En su alegato en favor de la virginidad (1 Cor 7,35), Pablo la subraya como una expresión insólita que es difícil de tra­ ducir sin quitarle fuerza. Aconseja el celibato porque ofrece la posibilidad—traducimos literalmente—«de entretenerse ampliamente junto al Señor, sin separarse de él». Quizá sea ésta la mejor descripción de lo que la oración está llamada a ser. Más de un exegeta lo ha apuntado: esta ex­ traña expresión parece evocar la imagen de María sentada constantemente a los pies de Jesús para escuchar su pala­ bra, sin dejarse distraer por las múltiples preocupaciones de las tareas de casa. Quizá esta María, en el evangelio de Lucas, es el tipo más sugerente de mujer y su excepcional feminidad es un signo muy transparente de la oración. Por naturaleza, la oración del varón y de la mujer serán, 85

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por tanto, un poco diferentes, pues el sexo imprime su hue­ lla en la plegaria. Esto no debe asombrarnos si admitimos que la plegaria está estimulada por la soledad sexual, tanto del varón como de la mujer. En su masculinidad, el varón es más bien imagen del Padre que se da en su Hijo. También es la imagen del Hijo que anuncia la Palabra y que ama a la humanidad hasta la muerte. En su oración, el varón se identifica preferentemen­ te con Cristo y con la Palabra, de la que es sacerdote y liturgo en su corazón. Su plegaria es una celebración por la que se abre a la escondida interioridad de su corazón habitado por el Espíritu, donde encuentra la intimidad y el recogimiento, que son signos de este mismo Espíritu. Allí es donde escucha al Espíritu, entregándose a esa profunda interioridad, hasta percibir su voz que balbuceando le en­ seña a orar: Abba, Padre. Así se unifica en profundidad y encuentra la paz con la otra mitad de la imagen de Dios en él. La integra en él y vive de ella en una oración con­ tinua. La mujer, al contrario, es la imagen del Espíritu que es fecundo, que acoge maternalmente, que lleva el fruto en su seno, lo trae al mundo y cuida de él. Ella es la pureza que hace puro todo, es interioridad y amor que adivina la verdad de todo, la desvela y la comparte. También en su oración, la mujer, enteramente receptiva, se entregará a la Palabra, se dejará impregnar por ella, dará su fruto en lo invisible y transmitirá la vida. A ejemplo de María, conser­ vará la Palabra en su corazón y la meditará sin cesar. El hombre experimenta la oración más como una obra, como una tarea, casi como un oficio con el que se liga y en el que encuentra su identidad. La mujer, en su ser más pro­ fundo, es ya oración. En ella encuentra su personalidad profunda, la fuente de donde brota su propio ser. El varón y la mujer, a través del celibato y de la oración, encuentran así su otra mitad en Dios, esa otra tabla del díptico, ter­ nura y fuerza, que constituye aquí abajo una purísima ima­ gen de Dios, hasta que Dios sea todo en todos, tanto en el varón como en la mujer, hasta que su cuerpo sea espíritu, sin cesar jamás de ser cuerpo, pero convertido en templo del Espíritu y en casa de oración. 86

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Este es el camino por excelencia del celibato definitivo. La vocación del hombre casado o de la mujer no difieren, sin embargo, esencialmente. Sólo los signos vividos son distintos. En el matrimonio, el varón y la mujer, uno para el otro, son signos de Jesús y de la oración que todavía dor­ mita en sus corazones. También para ellos, la senda hacia la oración pasa normalmente a través de su pareja. Lo que para el célibe se despierta en la misma renuncia, el casado lo recibe primero al expresar la sexualidad en su cuerpo. Este misterio es grandísimo: habla de Cristo y de la Iglesia. Así aprenden a orar el uno del otro, y se enseñan a orar el uno al otro, el hombre, la mujer, los hijos, porque cada uno de ellos, de modo único, es para el otro signo y respuesta de Dios. Por otra parte, orar seguirá siendo difícil para quien no haya sido plenamente asumido por el otro en un amor verdadero. Incluso ciertas experiencias de oración son poco menos que imposibles, al menos desde un punto de vista humano, para quien no haya experimentado la fuerza o la ternura de un verdadero padre y de una verdadera madre. Sin embargo, el cónyuge no puede ser un obstáculo para la oración, aunque esta posibilidad existe. San Pablo acon­ seja a los esposos un ritmo de continencia periódica con vistas a la oración, pues también el otro, incluso en la car­ ne y en la sangre, debe orientarnos hacia nuestra interio­ ridad y, al final, hacia Dios, del cual es imagen en nosotros. Al mismo tiempo, el regalo más caro del hombre a la mujer, y de la mujer al hombre, consiste en que susciten uno en el otro la oración, ese fruto, el más maravilloso, del amor humano. Orar a solas en una montaña En el Evangelio, cuando Jesús va a orar, con frecuencia se aparta de los demás, buscando lugares solitarios, una montaña o un desierto. Parece que para él existe relación entre la soledad y la plegaria. Ya hemos dicho cómo la soledad y el silencio consti­ tuían el medio donde la Palabra de Dios encontraba su ple87

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na resonancia. Ahora quisiéramos esclarecer esta relación partiendo del hombre mismo en oración. ¿Cómo la soledad puede despertar en él la oración? ¿Cómo solamente la ora­ ción puede hacer soportable la soledad y cambiar el de­ sierto en paraíso? Lo que vamos a decir es válido, en pri­ mer lugar, para quien es ermitaño o está enclaustrado habi­ tualmente, pero también puede servir para todo cristiano que de alguna manera hace la experiencia de la soledad, bien entendido que es con Jesús con quien está llamado a atravesarla. Por otro lado, quien se esfuerza por orar, ge­ neralmente comienza por buscar un poco de soledad y de silencio. La soledad no se sitúa fuera del mundo, sino que participa de él como si fuese su fruto, y le es inseparable. Para vivir en soledad no hay necesidad de huir del mundo, basta evitarlo en un aspecto muy preciso y exteriormenté muy limitado. El mundo solitario y deshabitado es otra fa­ ceta de nuestro mundo. Forma parte integrante del mundodel-hombre, corresponde a algo que hay en el hombre. El hombre de hoy experimenta cierto gusto por la sole­ dad y reivindica su derecho a ella. De cuando en cuando, la mayor parte de las personas necesitan un pequeño espa­ cio de soledad y reposo para experimentar y para vivir algo de ellas mismas que sienten confusamente y que de otra manera no afloraría nunca a su conciencia. Cuando esta necesidad es demasiado exclusiva, se encuentra el hombre extraño. Sin embargo, existen ciertas categorías de perso­ nas o algunas situaciones humanas que exigen una mayor soledad. El artista, por ejemplo, o el pensador o también los enamorados. Igualmente sucede cada vez más—al menos, una vez al año, y frecuentemente en cada fin de semana— con el hombre-de-ciudad que desea tomar cierta distancia respecto del mundo en el que vive ordinariamente. Enton­ ces escoge algún lugar tranquilo donde encuentra poca gen­ te, donde la naturaleza sea hermosa y que lleve al recogi­ miento. ¿Se dirá de este hombre que huye del mundo o que se retira del mundo? Su intención no es ésta. Busca lo que él llama una zona verde, que sin vacilar sitúa en el mundo, el mundo-dehhombre, e! mundo llamado a servirle por una mejor realización de sí mismo. La soledad que le procura la zona verde le ayuda a llegar a ser más hombre. Esta ¡n88

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tención puede vivirse a niveles muy distintos. Cada cual buscará el rincón y el tipo de soledad que mejor convengan a la toma de conciencia de sus necesidades y riquezas, ya que el proyecto del hombre de negocios es distinto del proyecto del poeta. Totalmente distinto será también el en­ foque de quien busca la soledad con vistas a la oración. Esta inclinación por la soledad y el silencio desempeñó un gran papel en la historia de la oración. Sobre todo, los monjes han vivido su soledad en una relación muy particu­ lar con el mundo. Se han sustraído a algunos aspectos de la vida del mundo, han buscado otros con marcada prefe­ rencia e incluso a veces con obstinación. Además, es cu­ rioso ver cómo su pretendida fuga del mundo siempre ha quedado muy ligada-al-mundo. Por ejemplo, se han aficio­ nado a lugares o paisajes determinados: «Benedictas colles, Bernardus valles amabaí» (de Benito se decía que prefería las colinas, y de Bernardo, los valles). El cisterciense del siglo XII buscaba con ahínco las tierras vírgenes e incultas. El mayor elogio que se le podía tributar era llamarle amator loci, es decir, quien ama su monasterio y la soledad que lo rodea. Ermitaños y reclusos se encadenaban a veces material­ mente a la cabaña o al suelo en que vivían; tan orgullosos estaban de aquel pedacito de tierra donde corrían su aven­ tura espiritual. Sin hablar de los monjes peregrinos y de los monjes ambulantes, que no querían tener domicilio en ninguna parte aquí abajo, sino que de hecho recorrían el mundo entero para testimoniar que estaban en busca de la Jerusalén celeste. Su fuga del mundo era totalmente dentro del mundo. Con esto queremos decir que su actitud frente ai mundo no era de rechazo ni contraria a un amor autén­ tico por el mundo. Esta actitud hace entrar el mundo en un misterio del hombre, y al hacerlo pone más de relieve un aspecto determinado del mundo. En efecto, el mundo debe proporcionar al hombre el espacio donde pueda vivir su gracia propia y llegar a ser plenamente él mismo. A esto tiene derecho igualmente el hombre que prefiere el mundo de la soledad al mundo habitado. ¿Cómo la soledad favore­ ce a la oración? El vocabulario con que los primeros ermi­ taños describen la soledad en las antiguas lenguas del cris89

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tianismo primitivo puede ayudarnos a comprenderlo. Con frecuencia el acento se carga sobre el retiro (anachorésis, recessus) y sobre el reposo interior y exterior, la quietud, en griego, hésychia (de donde el término hesycasmo); en siríaco, shelyó (inacción); en latín, quies (descanso). Toda actividad (negotium) cesa, Se goza de tiempo libre (otium). Se está desocupando, libre, virgen de todo (vacans), en el sentido más literal del término: de vacaciones. De vacacio­ nes para Dios (vacare Deo), en una soledad que se recibe para habitar en ella con Dios, esperando que el corazón se despierte allí en oración. Toda soledad nos lanza sobre nosotros mismos y sobre Dios, sobre nuestra extrema po­ breza, sobre el amor sin medida y sobre la misericordia de Dios. Al mantenerse así exclusivamente vuelto hacia la intervención de Dios que salva en la soledad, la fe se ahonda en nuestro corazón y queda al desnudo una profun­ didad insospechada de nuestro ser: el núcleo central donde la plegaria ya se nos dio. Efectivamente, fue en el desier­ to donde el agua brotó de la roca, roca que es el mismo Jesús. ¿Cómo se debe desarrollar este proceso? Estudiar cómo han sucedido las cosas en Jesús nos ayudará a compren­ derlo. Pues Jesús también aprendió algo de la soledad. En el desierto fue donde recibió y vivió su plena medida y es­ tatura de hombre adulto. De la misma manera que el pueblo de Dios fue probado y educado en el desierto durante cuarenta años, así tam­ bién Jesús fue enviado al desierto para ser tentado y para aprender allí a no vivir sólo de pan, sino también de toda palabra que sale de la boca de Dios. Exponiéndose a la prueba en el desierto, Jesús hizo entrar el mundo solita­ rio en su misión. Allí inauguró su pascua, su victoria sobre el pecado y sobre la muerte. El evangelista Lucas precisa que el diablo le dejó hasta el tiempo determinado (kairós). Es decir, hasta el tiempo de la salvación, hasta la hora en que Jesús revelaría, en su muerte y resurrección, el sen­ tido pleno del mundo y de la humanidad. Porque en el ayuno, la soledad y la tentación. Jesús aprendió a ser hombre cabal. Ahí fue donde descendió hasta el corazón del mundo y del hombre. Pero el desierto 90

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no fue más que la prueba preliminar, un gusto anticipado de su pascua, de su muerte y de su resurrección. Tal es. en efecto, el sentido etimológico de la palabra pascua: paso del Señor; el Señor, que recorre por sí mismo y con­ quista para sí las zonas más profundas del ser humano, el sufrimiento y ía muerte, antes de resucitar de entre los muertos para una vida nueva, primogénito de una muche­ dumbre de hermanos, primicias del mundo nuevo y de la nueva creación. El pensamiento cristiano más antiguo comprendió en esta misma línea el descenso de Jesús a los infiernos. No se trata del infierno en el sentido moderno del término, sino más bien en el sentido del hebreo shéól, el interior del mundo o, como expresa Mateo con tanto vigor, el co­ razón de la tierra. «Como Jonás, el hijo del hombre estará tres días y tres noches en el corazón de la tierra» (Mt 12.40). Allí es donde Jesús hombre y Dios estableció el contacto más íntimo con nuestro mundo; allí los dos se han conver­ tido totalmente en uno, confundidos en el mismo sepulcro pascual. A partir de allí, uno y otro se han convertido jun­ tos en el origen y el manantial de una vida nueva, resu­ citada. El cuerpo de Jesús sembrado en la tierra ha fecundado el mundo para una vida nueva. Desde entonces toda la creación gime con dolores de parto. Hasta ahora solamen­ te el sepulcro de pascua da su fruto: el mismo Señor, resu­ citado en gloria. Pero pronto el mundo entero estallará y se abrirá a la resurrección y a la vida nueva. La estancia de Jesús en el desierto inauguró esta gesta y fue su primera etapa. El mundo de la soledad proporcionó a Jesús un es­ pacio para la tentación. De igual manera, también después la soledad participó en su victoria. Los ángeles bajaron para ponerse al servicio del Señor. Así, ha sido en el de­ sierto donde solamente el mundo ha quedado acabado por completo: de mundo-de-la-tentación que era. se ha cbnvertido en paraíso terrestre y en cielo nuevo, porque allí don­ de Jesús está presente, los paraísos, terrestre y celeste, coinciden. Por consiguiente, el desierto de Jesús da algo más que un anticipo. Es ya la pascua de Jesús, pero en una primera 91

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etapa, bajo una forma todavía no elaborada. El desierto contiene ya el núcleo mismo del misterio de pascua y per­ manece para siempre como su signo y sacramento. Quien se enfrenta en la fe con la soledad por Jesús, se sumerge en las energías pascuales que le empujaron a la experien­ cia del desierto y que más tarde le resucitaron del sepul­ cro. La literatura monástica compara frecuentemente la celda del ermitaño con el sepulcro excavado en la roca donde Jesús esperó su resurrección; la ermita se convierte así en un sacramental de la muerte y de la resurrección de Jesús. En este sentido podemos también decir que el desierto es como un microcosmos, un mundo en miniatura donde la vocación final del mundo está figurada y quizá vivida. Primero por Jesús en persona, y tras él por el pueblo de Dios, su Iglesia, que de muchas maneras hace la experien­ cia de la soledad en su situación de diáspora en medio del mundo, y de una manera particular en virtud de una vocación personal, por medio de los monjes y su vida so­ litaria. Cualquiera que busque la soledad, aunque no sea más que un instante, con vistas a la oración, comparte la misma gracia. Se ve, pues, su importancia. Los antiguos textos monásticos la subrayan no sin cierto humor: el monje po­ dría dejar cualquier otro tipo de ascesis con tal de que persevere en su celda. «Un monje que vivía como ermita­ ño en el desierto de la Tebaida tuvo un día esta idea: ¿qué haces tú como ermitaño? No das fruto ninguno. Levántate, ve a un monasterio donde los monjes vivan juntos. Allí da­ rás fruto. Se levantó, pues, y fue a ver al abad Pafnucio para comunicarle su idea. El anciano le dijo: ‘Vuelve a tu celda y permanece allí. Di tu oración todas las mañanas, todas las tardes y cada noche. Si tienes hambre, come; si tienes sed, bebe; si tienes sueño, duerme. Pero quédate en la soledad y no sigas esa idea.’ El monje también fue a ver al abad Juan y le contó el consejo del abad Pafnucio. Pero el abad Juan le contestó: ‘Incluso puedes dejar esas tres oraciones. No digas ninguna, pero solamente permanece en tu celda. » En otro pasaje de Apotegmas se encuentra una 92

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expresión todavía más enérgica: «Persevera en tu celda, y la celda te lo enseñará todo.» ¿Cómo puede ser esto? San Antonio nos pone en la pista de la respuesta: «El ermitaño que permanece en el desierto está liberado de un triple combate: el de los ojos, el de la lengua y el de los oídos. No le queda más que un solo combate: el del corazón.- He aquí que hemos vuelto a nuestro tema. En la soledad, inevitablemente, el corazón del hombre sube a la superficie con su ambigüedad congénita: todavía vendido al pecado y ya habitado por Dios y por la plegaria del Espíritu Santo. Pero es el pecado, sobre todo, el que, en la oración solitaria, sube el primero a la super­ ficie. Aplastante. Descorazonador. Esta experiencia es, literalmente, espantosa. La soledad separa de cualquier otra realidad y lleva a la propia nada. Ninguna apariencia puede ayudar. Ya no hay ningún apoyo superficial ni ningún sustitutivo. El hombre queda desnudo y sin defensa ante Dios en la pobreza y la debilidad que constituyen todo cuanto posee. Antes que la soledad le lleve al encuentro con Dios, le revela primero todos sus límites y su infinita insignificancia. En la literatura y en el arte, el desierto pasa por ser el terreno por excelencia de la tentación. Y con mucha razón. Los genios diabólicos que El Bosco pintó alrededor de san Antonio son las proyecciones de lo que el ermitaño descu­ bre de pecado y de debilidad en sí mismo. En cierto senti­ do, la soledad opera una secularización: libre de toda ilu­ sión y de todo mito. Enseña a ser hombre, con toda senci­ llez, un hombre débil y sin fuerzas. Los primeros ermitaños estaban convencidos de que la soledad les permitía agarrar directamente el mal y el dia­ blo. En ese cuerpo a cuerpo de donde va a nacer la oración, Dios interviene en el momento más crítico para enviar la fuerza que invade al ermitaño. Por su combate solitario, ■ ios ermitaños expulsan el mundo caduco», dejándose adi­ vinar cierto resplandor del mundo transfigurado. La sole­ dad refleja así algo de la realidad más profunda del cora­ zón del hombre en donde se desencadena ese combate; la soledad es alternativamente desierto y paraíso, tumba del pecado y seno del mundo nuevo; es pascua de Jesús. 93

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El camino de la soledad es estrecho y apretado, sobre todo al comienzo, cuando el primer entusiasmo sensible pasa y se constata hasta qué punto dormita nuestro cora­ zón y cuán poco están de acuerdo nuestras potencias con la fe. Es importante entonces no dejar la celda y perseve­ rar en esa oración, que no se aprende en los libros, sino en la misma soledad y por medio de ella, en esos momentos en los que se ha eliminado todo lo demás para hacernos disponibles a la Palabra de Dios y al impulso de la oración en nosotros, fuera y más allá de todo sentimiento. Sólo el Espíritu Santo nos puede enseñar cómo podemos encontrar nuestra paz en la soledad y el silencio, en tal medida que podamos expresar lo más profundo de nuestra persona. El espacio solitario que habitamos en el mundo debe expresar algo de nosotros mismos y de nuestra relación con los hombres y las cosas. La soledad crea una relación distinta con el mundo. Habitamos el mundo de un modo nuevo, lo que significa que tratamos de vivir sobre una base más estrecha, puesto que las actividades totalmente nor­ males están excluidas. Y esto voluntariamente. La reduc­ ción consciente de algunas posibilidades libera y profundi­ za otras, aunque esto no se hace solo. Exige un combate y reclama cierta técnica, una verdadera ascesis. A lo largo de ese camino, la soledad en la que penetramos cada vez más profundamente debe evolucionar de acuerdo con nos­ otros hasta convertirse en un signo de la nueva creación. La soledad sólo es fácil para el principiante, que está harto de la agitación y del ruido del mundo moderno que acaba de dejar. Pero el desierto no es solamente un luqar de descanso, incluso para quien busca a Dios. Sin tardar, comienza a pesar como un argolla de plomo al cuello y en­ gendra tedio. Pronto también se harta uno del desierto, que se revela inhóspito e inhabitable. Todo ermitaño llega un día hasta el punto de querer huir de la soledad y de renun­ ciar a la oración. Entonces está en el punto más crítico, de donde va a depender todo el futuro. Se trata de la clásica tentación de la acedía, del tedio, de la desolación. Esta ten­ tación sólo podemos atravesarla con la fuerza del Espíritu Santo. En ese momento, no se trata en modo alguno de fuerza de voluntad o de energía o tenacidad naturales. Al 94

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contrario. Una tensión de ese tipo en el esfuerzo llevaría al solitario, en un breve plazo, a la depresión y pondría en peligro su equilibrio psíquico. Ante todo, se trata de reposo y de quietud interiores, de ausencia de toda coacción, de profunda calma. Una flexibilidad que es fuerza, un abando­ no lleno de amor, una paz que llevamos profundamente es­ condida en nosotros y que no aflora a nuestra conciencia más que exiguamente. La menor intervención personal, la menor tensión inútil estarían de más aquí e impedirían pre­ cisamente lo que estaba a punto de producirse. Es necesario liberar una fuerza en algún lugar de nos­ otros mismos, donde hasta ahora era difícil percibirla. Quie­ tud profunda, paciencia, espera, ahora son de rigor. Cierta­ mente, esta no intervención es lo más difícil que hay. Puri­ fica nuestra necesidad de actividad hasta la frustración. Muchos pasan al lado de esta prueba y quedan parados por una generosidad demasiado inquieta o por un celo de­ masiado agitado. Sin embargo, sólo el reposo y la paz de la hésychia nos ponen en condición de entregarnos entera­ mente a una actividad muchísimo más profunda e impor­ tante en nosotros. Cuando el Señor se apareció a Elias en el desierto, no se dio a conocer en la agitación ni en el ruido, sino en el dulce murmullo de una brisa fresca. El aplastante sentimiento de frustración y de cuasi-alienación que la sociedad despierta en nosotros es aquí una ayuda preciosa. No hay que combatirlo, y menos todavía buscar una diversión. La soledad da la impresión de un desarraigo y como de un exilio. Uno se siente extranjero, peregrino, fuera del mundo de los demás y en camino hacia lo desco­ nocido. No hay que buscar una solución a bajo precio. El ermitaño debe fecundar y trabajar el rincón de soledad que obtuvo en herencia como si fuera un pedazo del mundo nuevo, una morada con Jesús y el Padre: «He aquí que es­ toy a la puerta y llamo.» «Si alguno me ama, guardará mi Palabra; entonces mi Padre también lo amará, y vendremos a él y haremos en él nuestra morada.» El Padre y el Hijo, dice san Juan, vienen a hacer en nosotros su morada. El texto original en griego emplea aquí la palabra moné, por la que, cosa curiosa, la literatura monástica designa tam­ bién la celda del solitario o el monasterio donde viven jun­ 95

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tos monjes en mayor número. Pues «habitar junto a Jesús y al Padre», «morar en él», es precisamente lo que la celda debe enseñar al monje que se esfuerza en perseverar en ella. Aquel que entra así en la soledad se hace disponible, sin condiciones, para el diálogo con Dios. Pero Dios no res­ ponde inmediatamente. O mejor dioho, como no puede unir­ se a nosotros como querría, donde nosotros le esperamos espontáneamente, debe primero desviar nuestra atención y atraerla hacia las regiones más profundas de nuestro co­ razón, hacia ese «secretior recessus conscientiae» de Gui­ llermo de Saint Thierry donde nos espera. Es a este nivel donde la soledad y el silencio deben purificar nuestra ex­ periencia de Dios. A condición de que se vele para que esta soledad sea siempre verdadera y que todas las demás salidas permanezcan cerradas por las espinas y los cardos (Os 2,a), se puede llegar, como a tientas, cerca del Señor, donde mora profundamente en nosotros. Generalmente este proceso requiere una época de se­ quedad y desolación. A veces, Dios se hace buscar largo tiempo en el desierto. No puede comunicarse más que a quien renunció a las imágenes, a los conceptos y a todas las categorías que no concuerdan con lo que es en reali­ dad, con la Palabra que nos dirige con toda su energía. No hay que extrañarse entonces si Dios, en la soledad, apare­ ce como un Dios ausente y si hay que perseverar en su búsqueda como un hambriento y un sediento cuyo deseo no es escuchado nunca del todo. Por definición, el cristiano es un buscador de Dios insatisfecho siempre. Esta incesante búsqueda de Dios, esta exploración pa­ ciente, plena de deseo, en torno al vacío dejado tras sí por ese Dios ausente, acerca de modo singular al hombre de oración a una de las experiencias religiosas más intensas del hombre moderno. Este experimenta a Dios, sobre todo, como ausente, porque las palabras y los sentimientos son demasiado limitados para captar a Dios y circunscribirlo. El creyente carece en absoluto de posibilidades para ello, por­ que debe de nuevo morir a sus ideas sobre Dios, a los re­ cuerdos que pudieran referirse a El; el creyente tiene la impresión de que Dios está muerto. Esta afirmación no res­

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ponde a la verdad más que en cuanto que da cuenta, pero a la inversa, de nuestra necesaria crucifixión al mundo y a toda concepción natural de Dios antes de poder acercarse a Dios con verdad. Porque nadie puede ver a Dios y vivir. El es un fuego consumidor. Por consiguiente, la actitud fundamental del cristiano en la soledad es la espera-en-la-fe. Mirar a lo lejos delante de él. empujado por su deseo, hasta que el Señor venga en persona y se le manifieste. Algunos autores medievales, como Guerrico en el Sermón I de Adviento, describen al contemplativo somo colgado en la espera, levantado en vilo, en suspenso, desgarrado interiormente a fuerza de esperar y acechar. Aquí la mística coincide con la conclu­ sión de un contemporáneo filósofo de la religión, Corneel Verhoeven. Al término de un análisis sobre la experiencia religiosa actual, este autor concluía; «Esperar es la única cosa que hoy podemos hacer con certeza.» Quien en su oración grita hacia Dios no dispone de medio alguno para conseguir que Dios le responda y, menos aún, para obligar­ le a ello. Ningún medio, a no ser la pura fe. Pero tampoco la fe puede producir esa respuesta por sí misma. El orante se hunde cada vez más profundamente en la soledad y en el abismo de su pobreza. De soledad que era, el desierto amenaza convertirse en desolación. De la misma manera, el mismo hijo de Dios se sintió abandonado por el Padre cuando estuvo colgado en la cruz, desamparado frente a los hombres y frente a la muerte. Esta desolación es el primer fruto de la soledad. Libera al hombre de sí mismo y de proyectos, le hace pequeño ante Dios. Constantemente le expone a la omnipotente mi­ sericordia de Dios. A fin de cuentas, el solitario en oración, a los ojos de la ternura de Dios, no tiene otra garantía que este despojamiento y esta desnudez. Es como una mano de mendigo tendida hacia Dios, dudando y confiando a la vez; una mano vacía que solamente el amor de Dios puede llenar. ¿Avaramente o hasta el borde? ¿Inmediatamente o sólo después de una vida gastada en la espera? El orante no puede exigir nada, ni quejarse de nada. Sin embargo, en esa noche de la que ignora si se hunde en la tiniebla o si se inclina ya hacia la luz, cada vez se conven­

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ce más de que Dios colma a todos, sin excepción, y a él también, más allá de lo que jamás hubiera osado pedir o sospechar. Mientras que no cesa de crecer la certeza de que su hora también le llega y que el Señor está ya muy próximo. Al mismo tiempo, antes que pueda darse cuenta de ello con claridad, el desierto da su fruto en el corazón del solitario. Desolación y profunda alegría se alternan aho­ ra al ritmo de la oración. En la hora de la prueba, es el fuego purificador de la ausencia de Dios o incluso de su muerte aparente. En la hora de su venida, es el resplandor inespe­ rado de su rostro, como una luz deslumbradora en lo más profundo del corazón. Es como sentirse, por un lado, separado de los hombres como «desecho del mundo» y, de otro, repentinamente li­ gado en profundidad con todos los hombres «en el corazón de la tierra». Es algo así como quedar dislocado dentro de sí mismo y alzado en vilo fuera de sí para perder la vida, y después volver a sí mismo y ser capaz de reconocer la propia iden­ tidad más profunda en el nombre nuevo, que sólo Jesús conoce y que susurra en nuestros oídos durante la plegaria. Así se aprende, día tras día, a poblar la soledad de la ora­ ción que lentamente se desarrolla en nosotros, tanto en la dificultad que nos despoja como en la alegría que nos col­ ma. Desde ese momento, soledad y oración concuerdan mu­ tuamente. Al final, lo están de modo total. Una exige a la otra, se emparientan. La soledad se ha convertido en la de­ coración familiar de la oración, en la que aridez y consuelo se alternan. La laboriosa tarea, pero dulcísima, del solitario es ser Mamado a recibir esta gracia y poderla conservar. Exige mu­ cha humildad, una pacífica y paciente atención, un amor grande y misterioso. En adelante, para él la soledad y el silencio representan mucho más que una simple técnica o una ascesis. Se han convertido en los signos de su morada en Jesús, el sacramento de su pascua. «A quien no haya soportado todavía una larga prueba de soledad—escribe Isaac el Sirio, uno de los más grandes maestros del hesycasmo—no le permitas comenzar por sí 98

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mismo ninguna ascesis, incluso aunque se trate de un sa­ bio o de un maestro y aun cuando fuese irreprochable su género de vida.» Pues todavía no conoce el secreto miste­ rio y la admirable fecundidad de la soledad-por-Dios, ni cómo allí todo hombre llega a su yo más íntimo. El doble abismo de su propia debilidad y de la insondable misericor­ dia de Dios, en gran parte, le sigue siendo desconocido. La oración acaba por llenar nuestra soledad, y la soledad por llevar nuestra oración, de la misma manera que el seno ma­ terno lleva su fruto, según la expresión de Guillermo de Saint Thierry en su Carta de oro. El silencio hace resonar sin límites nuestra aridez y nuestra pobreza, y este mismo silencio se sacia de nuestra alegría y vibra al unísono con la alabanza celestial. Pues, según el mismo Isaac, «el silen­ cio es el lenguaje de los ángeles». Finalmente, quien ora apenas puede ya vivir en otra parte; para él. la soledad es como el agua para el pez, el único elemento donde puede respirar. Tiende siempre a retirarse más lejos ad interiora deserti, a los más hondos lugares del desierto, en una más profunda soledad, donde pueda llegar a un nivel todavía más profundo de su propia interioridad. A través de él, el desierto da ya su fruto, pues «Dios creó el desierto para que produjera flores y frutos», como dice Euquerio de Lyon. El fruto más maduro del desierto fue Jesús mismo cuando fue allí para orar a solas; después de él, este fruto es todo hombre que orando camina sobre las huellas de Jesús. La soledad no es tanto una zona de clausura que separa del mundo-que-pasa, como una zona de acceso al mundoque-viene y que permanecerá para siempre. No es un sitio de paso, es ya morada. El solitario habita en su soledad, como habita en Jesús y en su amor, como permanece sin cesar en la plegaria. Allí está en su casa, como está en su casa junto a Dios, como un pecador convertido en cuya casa Jesús se detiene con predilección. Así, lleno de gratitud, permanece «sentado en su celda, teniendo ininterrumpida­ mente en el corazón la plegaria del publicano»: «Señor Je­ sús, ten piedad de mí que soy pecador.»

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Velar y orar Cuando Jesús se retira para orar, con preferencia lo hace de noche; vela mientras el mundo duerme. Exhorta a sus discípulos a velar y al mismo tiempo les recomienda la ora­ ción; «Velad y orad.» Estos dos gestos son inseparables en la experiencia de Jesús. Su ejemplo de pasar la noche, en­ tera o en parte, en oración marcó la vida de sus discípulos. La vigilia nocturna es un dato universal del cristianismo, ya sea vivida en común, en la liturgia, o en privado, en la ascesis personal. La antigüedad vio a los ascetas y a las vír­ genes entregarse muy especialmente a las vigilias; también los cristianos que vivían en el mundo participaban de ellas. Por ejemplo, en el siglo II, Clemente de Alejandría da este consejo a los cristianos casados; «También nosotros debe­ mos levantarnos del lecho con frecuencia durante la noche y dar gracias a Dios. Dichosos los que velan por él, porque se unen a los ángeles que llamamos vigilantes... No con­ viene dormir toda la noche, pues la Palabra (Jesús) está en nosotros permanentemente y ahí vela.» Isaac el Sirio opina que la vela es la más importante de las obras de la ascesis. «Si un monje, por razones de salud, no pudiese ayunar, su espíritu podría, por las solas vigilias, obtener la pureza de corazón y aprender a conocer en pleni­ tud la fuerza del Espíritu Santo. Pues sólo quien persevera en las vigilias puede comprender la gloria y la fuerza que se esconden en la vida monástica.» Todo cristiano está invitado a consagrar a la oración cierta parte de la noche. La duración tiene poca importan­ cia. Incluso una cortísima vela, consistente en acostarse un poco más tarde o en levantarse un poco más pronto, es obra del Espíritu Santo en nosotros y puede obrar frutos de oración. El problema que se presenta aquí es siempre el mismo. Estamos de nuevo ante una técnica de oración específica­ mente cristiana, que por tradición ininterrumpida se remon­ ta a Jesús y al Evangelio, que plantea el siguiente inte­ rrogante; ¿Cómo puede obrar sobre la oración el hecho de velar corporalmente? ¿Cómo se expresará la oración espon­ táneamente en el contexto concreto de una vigilia nocturna? 100

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Sin dificultad encontramos respuestas sencillísimas, pero que no bastan porque apenas tocan el misterio cris­ tiano de las vigilias. Con frecuencia se dice que la noche proporciona de ordinario más tranquilidad para orar, que el recogimiento nocturno de la naturaleza nos ayuda a vol­ ver a entrar en nosotros mismos, que la oscuridad oculta todo aquello que podría distraer, que el espíritu en las pri­ meras horas después del sueño todavía no está ocupado por las numerosas impresiones que pronto el día le apor­ tará. Ciertamente, estas razones tienen su valor. Es una cosa parecida a cómo el celibato dispensa de numerosas preocupaciones y cómo la soledad lleva normalmente al reposo interior. Sin embargo, estos motivos se detienen en el umbral del misterio, pues la especificidad cristiana de la ascesis exige que la técnica, por la fuerza del Espíritu San­ to, quede totalmente inserta en la dinámica de la pascua. Así se convierte en imitación de Jesús y reproduce lo que él mismo vivió como un sacramento y una anticipación de su muerte y de su resurrección. Entonces se comprende por qué una imitación de este tipo no puede ser auténtica más que cuando el efecto natural de la técnica de oración se encuentra por entero asumido en la acción del Espíritu Santo. ¿Cómo realiza esto la vela? Cuando se ha tratado de la soledad, hemos visto que ésta era una porción del mundo que servía al ermitaño para situarse en el universo. Lo mis­ mo ocurre con las vigilias. Estas son una manera particular y poco común de vivir la alternancia natural de los días y las noches. Sitúa al cristiano en una perspectiva original frente al ritmo del tiempo. De la misma manera que la so­ ledad produce el efecto preciso sobre la oración, así tam­ bién se contiene un carisma particular de plegaria en este modo no corriente de vivir el ritmo de los días y de las noches. En efecto, cada día y cada noche nos conceden dar un paso más en el tiempo; nos acercan, en cierta medida de tiempo, a la vuelta de Cristo y al advenimiento de su reino. Toda la vida del cristiano está dirigida hacia esa ve­ nida. La misma dinámica está en marcha en la Iglesia y se expresa en la liturgia. No sabemos cuándo vendrá, solamen­ te que está ya viniendo—no es el que vendrá, sino el que 101

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viene (Ap 22,20)—y que en cualquier momento puede estar a la puerta. Jesús es llamado en el Apocalipsis: «El que era, El que es y El que viene». Esta definición de Jesús implica los tres momentos del tiempo: el pasado, el presente y el futuro. Hay que subrayar que el futuro de Jesús no se expresa, como cabría esperar, por el que será, sino por el que viene. Lo único que debemos esperar es la realidad de Jesús. Jesús e*s enteramente aciventus, advenimiento, adviento, por-venir en el sentido etimológico de la palabra. Puesto que Jesús está siempre viniendo, la Iglesia debe velar constantemente. Ella es vela, vigía: «mira expectante hacia adelante» (Rm 8,19-25) para acechar a su señor y es­ poso: «Por tanto, vigilad, porque no sabéis cuándo vendrá el amo de la casa, si por la tarde, si a media noche, o ai canto del gallo, o a la madrugada: no sea que viniendo de repente os encuentre dormidos. Lo que a vosotros digo, a todos digo: ¡Velad!» (Me 13,35-37). Por consiguiente, la vigilancia se impone siempre. Nadie conoce la hora de la venida de Jesús, sino sólo que vendrá sin prevenir, como un ladrón durante la noche, repentinamente, como los dolo­ res del parto le sobrevienen a la mujer encinta. También sabemos que su venida coincidirá con una gran prueba, con la tentación por excelencia, de la que es ex­ presiva imagen la dificultad del parto, a la vez violento do­ lor e intensa alegría. También la plegaria va acompañada de esta vigilancia para no sucumbir a la hora de la tenta­ ción: «Velad y orad para no entrar en tentación.» Jesús dirigió estas palabras a sus discípulos cuando se enfrentó con el misterio de su pascua, comenzando la vigilia más decisiva que se haya celebrado jamás. Fue un rudo comba­ te, una vigilia sangrienta, una lucha a muerte, en la que formuló la plegaria más decisiva. Acababa de abandonarse a la libre iniciativa del amor del Padre para él y para toda la humanidad: «No se haga mi voluntad, sino la tuya.» La plegaria de la vela está orientada y proyectada hacia la doble realidad del fin de los tiempos: la vuelta de Jesús y la gran prueba que la precede. Por consiguiente, tiende a concretarse y a inscribirse en el ritmo de los días y de las noches, cuya alternancia es ya como un sacramento na­ 102

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tural y diario de la venida de Jesús, una prenda de lo que él traerá más tarde, pues la noche es el símbolo del pecado y del mundo perecedero que pasa, y el día es el símbolo del Señor Jesús y del mundo que viene. Todo cristiano tie­ ne la vocación particular de permanecer en vela. Porque el cristiano pertenece a Jesús, es decir, que es, según la Bi­ blia, hijo del día y de la luz. Ni la noche ni la oscuridad tie­ nen nada que ver con él: «En cuanto a vosotros, hermanos, no viváis en tinieblas, para que el día (de la venida de Jesús) no os sorprénda como ladrón, porque todos sois hijos de la luz e hijos del día. No pertenecéis a la noche ni a las tinie­ blas. Por consiguiente, no durmamos como los otros, sino que estemos vigilantes y vivamos sobriamente. Los que duermen, de noche duermen, y los que se embriagan, de noche se embriagan. Pero nosotros, hijos del día, seamos sobrios, revestidos de la coraza de la fe y del amor, con el casco de la esperanza de la salvación» (1 Tes 5,4-8). El día y la noche, la vigilia y el sueño constituyen un rit­ mo cósmico que en Jesús recibe una significación nueva. La noche designa su ausencia, el alba y el día anuncian que viene. La Iglesia, que vive en la espera del retorno de Jesús y en la certeza de su presencia misteriosa, no puede dor­ mir, sino que vela. Como Jesús, que durante su vida terres­ tre con frecuencia veló de noche, en oración con su Padre, así el cristiano está invitado a disminuir un poco el sueño para estar un poco más con Jesús. Su vela anticipa la ter­ minación de la historia de la salvación. Más todavía. Velando, la Iglesia influye el ritmo cósmico del tiempo: «Por las plegarias, llenas de esperanza, acele­ ráis el advenimiento del día del Señor» (2 Pe 3,12). En efec­ to, quien se dedica a la vigilia, se inserta de modo original en la alternancia de los días y de las noches. En su vela nocturna lleva toda la espera de la Iglesia, que en el Espí­ ritu Santo aguarda a su Señor. La fuerza del Espíritu Santo se apodera de su vigilia hasta tal punto que, de modo mis­ terioso, influirá en adelante en el ritmo cósmico del tiem­ po. Esta influencia justifica el vigor de la frase de san Pedro cuando escribe que el cristiano vejando y orando «acelera el día del Señor». Vivir así en la espera es insta­ larse en un punto de la frontera entre las tinieblas y la luz. 103

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donde Jesús está siempre viniendo. La fuerza de las vigilias reside en la fuerza,dq la oración que el Espíritu nos enseña y pronuncia en nosotros: «Maranatha, ven, Señor Jesús.» En el Apocalipsis esta oración es la de la esposa que espera a su esposo; ella vela con una vigilia amorosa. Ante Dios descubre el mundo, hiere el corazón de Dios y le inclina a descender a la tierra. De repente, a media noche, resona­ rá el grito: «¡He aquí que viene el esposo! ¡Id a su encuen­ tro!» Solamente quienes en aquella hora estén velando po­ drán entrar en la cámara nupcial. Pretender que el hombre que ora puede influir en el ritmo del tiempo y acelerar la venida de Jesús puede pare­ cer exagerado y, sin embargo, existe otro indicio de ello. Las vigilias corporales dan fruto en el corazón que se hace vigilante y que experimenta ya más intensamente el adve­ nimiento de Jesús. Cuando nuestro cuerpo reduce el sueño, nuestro cora­ zón vela más profundamente. El silencio nocturno repercute en él. No late más que para esperar a Jesús, extinguiéndose cualquier otra impresión o cualquier otro eco. Todo el co­ razón no es más que sobriedad y atención, que vela como un centinela. Tratamos aquí de nuevo de la vigilancia inte­ rior recomendada por los Padres, de la népsis (vigilancia, sobriedad) que libera en nosotros el manantial de la oración. Ahora la oración puede establecer su morada en el co­ razón. En nuestra noche poseemos cierto reflejo de la luz que viene, un primer resplandor del alba. Pues la Palabra de Dios es como «una lámpara que luce en lugar tenebro­ so, hasta que luzca el día y el lucero de la mañana se le­ vante en los corazones» (2 Pe 1,19). Velar con Jesús es siempre velar en torno a su Palabra. La única luz de que dis­ ponemos en nuestras tinieblas es la Palabra de Dios. Espe­ rando a que el día despunte, Jesús, por su Palabra, resplan­ dece ya en lo más profundo de nuestro corazón, cual lucero mañanero que anuncia el día ya próximo. Este texto es im­ portante en relación con nuestro tema, pues significa que la venida de Jesús a! final de los tiempos ya está desde ahora anticipada en nuestro corazón cuando velamos en tor­ no a la Palabra. Ese Jesús que, en el momento de la oración, resplandece en nuestro corazón, aporta un gusto anticipa­ 104

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do de la parusía; adviene en nuestro interior. En la noche de los tiempos, en la que todavía hoy vivimos, la vigilia de oración es una primera luz, todavía vacilante, que se levan­ ta sobre el mundo: el signo de que Jesús se acerca. Más todavía: para quien vela, Jesús ya ha venido. Según Isaac el Sirio, «el monje, por su vela, en poco tiempo se encuentra en los brazos de Jesús». Sin embargo, continúa velando y esperando la venida definitiva de Jesús, pues todo permanece inacabado hasta que llegue la hora del mun­ do al fin de los tiempos. Por tanto, la vigilia no puede nunca cesar y la plegaria debe crecer siempre. Más que cualquier otra forma de ascesis, las vigilias comportan ese rasgo de lo inconcluso que nosotros no podemos nunca acabar con nuestras propias manos, ni tampoco podemos reprochar a Dios. Pues nadie conoce la hora, ni aun el Hijo; sólo el Padre. La espera y la vigilia nos arrancan a nosotros mismos y nos arrojan en las manos de Dios, de quien depende todo acabamiento y que vendrá cuando quiera, cuando el mundo, a fuerza de velar, esté maduro para Dios. Lo mismo ocurre en la oración: basta entrar plenamente en la espera del mundo nuevo, con nuestro cuerpo y con nuestro corazón, velando y rogando, hasta que toda tentación sea vencida y que el mismo Jesús nos advierta: «Vengo pronto.» Cuando se vela y se ora, se vive en la frontera entre el tiempo y la eternidad. «Quien vela sube hasta el amor de Dios y se mantiene faz a faz ante su gloria.» Esta ya no es una obra humana. ¿No se ha dicho del mismo Dios que «no duerme ni reposa el que vela sobre Israel»? Y ¿no se llama, en las lenguas semíticas, vigías a los ángeles? Por esta razón, «el corazón que lucha en las vigilias—según el mis­ mo Isaac—recibirá el ojo de un querubín y contemplará sin cesar el cielo». Sin embargo, eJ que vela orando sigue enraizado en este mundo. Incluso quizá no haya otra ascesis que ligue más íntimamente al hombre con el ritmo del cosmos y le haga penetrar hasta la fuente invisible que le rige, pues también el mundo material ha sido objeto de posesión por el Espí­ ritu y aspira a su liberación. En las vigilias, el hombre se une a ese deseo de toda la creación. El Espíritu que gime 105

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en las entrañas de la tierra es el mismo que gime en su corazón. Su vela acoge la aspiración de la creación, tensa hacia su cumplimiento y hacia la venida del Señor. Sólo quien vela puede dar un sentido al mundo, por su plegaria, que traduce la espera cósmica del universo, y por su vela, donde él soporta, en su propio cuerpo, los dolores de parto del mundo nuevo. «Durante las vigilias de la noche, sus párpados llevaron el pesado sueño del mundo. Que ahora brille a sus ojos la luz sin ocaso»; ésta es una oración de las exequias de un monje, en una liturgia siríaca.

Ayunar y orar Como las vírgenes prudentes del Evangelio, también nos­ otros esperamos la venida del esposo tratando de conser* var encendidas nuestras lámparas. La Palabra de Dios es aceite para nosotros y sostiene nuestra espera. Porque el esposo no está y nosotros sólo tenemos la promesa de que volverá. ¿En qué momento? Nadie lo sabe. Esta ausencia de Jesús y nuestra perseverancia espe­ rando su venida se expresan también de otra manera en nuestra vida: «Un día los discípulos de Juan vinieron a Jesús con esta pregunta: ¿Cómo es que ayunando nosotros y los fariseos, tus discípulos no ayunan? Jesús les contestó: ¿Acaso pueden los compañeros del novio estar tristes mien­ tras está el novio con ellos? Pero vendrán días en que les será arrebatado el esposo, y entonces ayunarán» (Mt 9, 14-15). Por consiguiente, el ayuno del cristiano es el signo de que Jesús viene y de que la gran prueba que debe preludiar el fin de los tiempos está ya a la puerta. El ayuno desempe­ ñó en la vida de Jesús ese papel. En la soledad del desierto, a punto de comenzar su vida pública, la gran prueba de Jesús iba unida al ayuno, en la tentación por excelencia, en aquel verdadero cuerpo a cuerpo con el diablo del que salió victorioso por el poder del Espíritu que le había llevado al desierto. 106

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Jesús luchó en este combate armado solamente con pa­ labras de la Escritura, que manejaba como flechas contra las sugestiones del tentador, completamente solo en aque­ lla soledad, velando y ayunando, en aquel lugar inhóspito que escogió con predilección para mantenerse en oración ante su Padre. La soledad, el ayuno y las vigilias en torno a la Palabra fueron para él la escuela donde aprendió a orar como hombre en este mundo. Por esta razón también nues­ tro ayuno tiene normalmente alguna relación con la plega­ ría, y tanto el uno como la otra con la tentación y el com­ bate contra el diablo. Una variante muy antigua del texto evangélico nos precisa esta relación: «Algunos demonios no son expulsados más que por la oración y el ayuno» (Me 9,29). Aun cuando esta variante no pertenezca al texto primitivo, expresa un antiquísimo consenso de la tradición y se apoya en el ejemplo personal de Jesús. También la técnica del ayuno debe estar completamente reasumida en una dinámica espiritual para dar un fruto que no puede ser concebido más que por el Espíritu Santo, a sa­ ber, la oración. En primer lugar, el ayuno cristiano no es una especie de régimen dietético en beneficio del equilibrio físico o psicológico. Esto sería insuficiente. El hambre cor­ poral debe orientarse inmediatamente hacia otra hambre: la de Dios. Hambre corporal y hambre espiritual se alian armoniosamente en el ayuno que se vive en el Espíritu y que puede aspirar al nombre de técnica de oración. Pues quien ayuna debe experimentar en su cuerpo cómo el nombre no sólo vive de pan, sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios. Isaac el Sirio nos cuenta una anécdota curiosa, pero significativa. Un monje tenía la costumbre de no comer más que dos veces a la semana. Los demás días los pasaba en un ayuno total. Pero observó que el ayuno se hacía poco menos que imposible tan pronto como preveía que debería interrumpir la oración y el silencio en el transcurso de la jornada. Un ayuno que no podía, desde su comienzo, apun­ tar a una plegaria ininterrumpida se hacía así físicamente imposible. Según el mismo autor, otro monje hizo una experiencia análoga, pero en sentido inverso. Tan pronto como podía perseverar en la soledad y en la oración, comer le plantea­ 107

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ba problema. Debía violentarse e incluso no siempre lo conseguía, «pues estaba sin interrupción en conversación libre y espontánea con Dios sin el menor esfuerzo». El ayu­ no desemboca normalmente en la oración, y orar conduce inevitablemente a una abstinencia espontánea de beber y comer. De nuevo nos volvemos a encontrar aquí con el corazón y el cuerpo en su fecunda interacción. ¿Cómo es posible esto? Antes que el ayuno se convierta en oración y que no pueda privarse de ella, deberá excavar una nueva dimensión en el corazón humano. Pues el ayuno afecta al hombre en uno de sus ritmos más vitales: el doble ritmo de la alimentación, que se presenta como necesidad y como satisfacción. Desde los primerísimos instantes de su existencia fuera del seno materno, el ser humano está estructurado por la sucesión de estos dos momentos. Así es como puede seguir viviendo y como le es posible situar­ se progresivamente frente a las cosas que le rodean. El recién nacido tiene hambre o está saciado. Necesidad y sa­ tisfacción, hambre y saciedad, con sus características de sufrimiento y fruición, se alternan continuamente. Cuanto más se desarrolla el adulto hacia la profundización de su persona, tanto más profunda se hace la necesi­ dad y menos se satisface con el alimento material que se le presenta. Llega un día en que el hambre y la sed del Dios vivo nacen en él y, dominando a la alimentación terres­ tre, se graban en su cuerpo. «Como anhela la cierva las corrientes de las aguas, así te anhela mi alma, joh Dios mío!» (Sal 42,2). A partir de ese momento, sólo Jesús puede apagar su sed: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba... Con esto quería designar el Espíritu que recibirían» (Jn 7,37-39). El ayuno muerde profundamente al hombre. Le hiere, sin dañarle, con tal que la abstinencia corporal se orien­ te fielmente hacia una abstinencia más profunda y espiri­ tual, que le cuesta a! hombre mucho más, la ausencia de Jesús. Negarse el alimento del mundo significa que quere­ mos expresar, hasta en el cuerpo, nuestra hambre del siglo futuro y de Jesús mismo, pan bajado del cielo para nos­ otros. Cuando el ayuno se vive en esta perspectiva, desen­ cadena en el interior del hombre un proceso de maduración 108

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espiritual por el que lenta, pero con seguridad, es arrastra­ do hacia su nueva realidad existencial, hacia su ser-en-elEspíritu Santo. Notemos de pasada que el ayuno eucarístico toma desde esta perspectiva su significado y su fuerza in­ visible. La tensión ahondada por el ayuno no cesa más que por la comunión sacramental con Jesús, de la misma ma­ nera que fuera de la sagrada comunión, sólo es saciada con la intimidad de la plegaria con Jesús. El ayuno y la oración trabajan en profundidad en favor del desarrollo psicológico del hombre, pues contribuyen, hasta cierto punto, a borrar en él las huellas del pecado. También la necesidad psicoló­ gica, tan ciega y con frecuencia pesadamente cargada por la pasión, sufre en él una transformación fundamental. En efecto, no bastaría con sublimar la necesidad de alimento corporal al plano espiritual por medio del ayuno, ya que existe una gula espiritual, tan egocéntrica como la otra, que frena la libre actividad de la gracia en nosotros. Por el contrario, el ayuno exige mucho más porque se trata de re­ nunciar a cualquier apetito egocéntrico y de transformar cualquier necesidad, sea la que fuere, en un deseo pacien­ te y respetuoso del otro; porque sólo el otro, en su alteridad irreductible, puede darse a nosotros, libremente y sin coacción. Nuestra necesidad de Dios, más o menos impe­ riosa, que querría, de hecho, encadenarle a nuestros capri­ chos, por la oración y el ayuno se transforma en una aper­ tura humilde y plena de espera. No podemos invocar a Dios más que desde Io hondo, sin poder nunca poner la mano sobre El. En efecto, no podemos asir a Dios como cogeríamos con la mano un pedazo de pan. No se puede beber el Espíritu como se bebe un vaso, de agua. Por decirlo con el lenguaje propio de la psicología, el ayuno y la oración pueden ope­ rar en nosotros el paso de la necesidad al deseo. En el len­ guaje de la Biblia, esto significa que ya no nos complace­ mos con la leche que se da a los recién nacidos, sino que podemos tomar también el alimento sólido del Espíritu, af que tienen derecho aquellos que han alcanzado en Cristo la estatura del hombre adulto. Entonces la oración y el ayu­ no son la expresión de un gran amor purificado—el casto amor de los medievales—, que se traduce por un aban­ 109

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dono incondicional y la paciente espera de las maravillas que Dios, libre y espontáneamente, llevará a cabo en núes* ira vida. Como decía san Romualdo con una imagen muy exacta, el hombre en oración es «como un polluelo, conten­ ió con la gracia que Dios le concede (contentus de gratia De¡) y que no tiene nada que comer si la gallina-madre—es decir, la gracia (¡mater gratia!)—no se lo da». Cuando la necesidad inconsciente se ha transformado en puro deseo, Dios, sin interposición de medio alguno, corresponde allí con toda su misericordia. Liberalidad que nos concede sus dones gratuitamente, pero sobre la cual no tenemos nin­ gún poder: «¿No te tengo a ti en el cielo? Fuera de ti, nada deseo sobre la tierra» (Sal 72,25). Entonces el ayuno se convierte en fuente de una inde­ cible alegría. Alegría de quien come únicamente de la mano de Dios. Mientras que las vigilias nos hacen pasar más allá del tiempo, el ayuno nos hace descender en profundidad hasta los estratos inconscientes de nuestro ser, allí donde por la fuerza del Espíritu podemos enfrentarnos con todas nuestras necesidades y pasiones. En las vigilias, el hom­ bre se asemeja a los ángeles, que día y noche contemplan la faz de Dios. El ayuno le pone en condiciones de vivir en su propio ser el hambre profunda de toda la creación, ham­ bre que no puede ser nunca saciada en un cuerpo que sola­ mente el Espíritu puede satisfacer. Es el Espíritu quien confiere fuerza y finalidad al ayuno y a la oración. Orar en la vida Esta técnica de oración cala profundamente en la vida humana. La oración no consiste en decir fórmulas sin ton ni son, ni en excitar vagos sentimientos, sino en crear en el hombre un corazón nuevo. A través de su cuerpo, el hombre queda inserto en la oración con todas sus funciones vitales y según sus dimensiones: amor y comunión, alimento y sue­ ño, tiempo y eternidad. La oración es la fuerza del Espíritu que, como levadura, levanta al hombre y, a través de este hombre, alcanza al cosmos. En el centro más profundo del hombre, en su corazón, la oración es el eco y la resonancia 110

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del «deseo del Espíritu», que impulsa al mundo entero ha­ cia el siglo futuro. No sólo la resonancia, sino el latido mismo del Espíritu Santo, allí donde se hace más percepti­ ble en la creación. A una verdadera oración no se le puede reprochar nunca permanecer fuera de la vida o perderse en lo irreal. Una oración que mereciese este reproche, por esa misma razón probaría que no es ya oración. Quizá no sería más que puro formalismo o estéril introspección. Una verdadera oración se mantiene siempre «en el corazón de la tierra». Es el mo­ tor del ser. la fuerza secreta del manantial que sostiene todo en la existencia. Un alma de oración es, en el sentido más literal, el alma del mundo. Cuanto más exclusivamente vive del Espíritu de Dios, más intensamente vive del y para el mundo. En este mismo contexto se plantea la cuestión de saber si sería más conveniente hoy hablar de oración seculariza­ da. ¿No era antes la oración una actividad sacra con la que se intentaba sustraerse a las exigencias del mundo y de la vida? ¿Un pequeño refugio donde el hombre se ponía en seguridad con su Dios en medio de la agitación profana? En nuestra época, algunas formas de oración parecen, a pri­ mera vista, superadas. Se busca más bien una plegaria que brote espontáneamente de la realidad cotidiana, que toque lo real, que se agarre a los datos concretos de la vida, a las pequeñas alegrías y contrariedades de cada día, a la lucha por la vida. Se piensa que solamente allí se puede alcanzar a Dios. Las demás formas de oración con las que se creía de una u otra manera poder entrar en contacto directo con Dios, parecen sospechosas a priori o son rechazadas. De buena gana se concederá que la tendencia a la secu­ larización ha purificado a fondo nuestro concepto de la ora­ ción y lo ha desprendido de algunas nociones falsas. El Dios que no aparece en el horizonte más que para hacer la vida fácil al hombre, no puede ser más que un ídolo que hace al hombre menos hombre. Incluso una plegaria que no fuese más que la toma de conciencia y la proyección, bajo la forma de diálogo, de nuestras necesidades insatisfechas, desembocaría fatalmente en el callejón sin salida del nar­ cisismo, de la contemplación de sí mismo y de la sufi111

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ciencia espiritual. Una sana secularización siempre nos obligará a renunciar, en la oración, a nuestro falso yo y a enfrentamos con el Dios vivo, que es un fuego consumidor. Pero la secularización también puede amenazar la plegaria porque ofrece el riesgo de dar importancia excesiva al con­ dicionamiento natural de la oración. Entonces la insistencia se carga tan exclusivamente sobre la técnica en cuanto tal, que queda impedido cualquier crecimiento ulterior de la oración. La oración permanece clavada en tierra, jamás toma de veras e! vuelo, no tiene oportunidad de aprovechar a velas desplegadas el soplo del Espíritu. Esto no significa que una técnica de oración carezca de valor en sí misma, sino todo lo contrario, como ocurre con las técnicas de recogimiento y reposo interior que nos vie­ nen del Extremo Oriente. Estas técnicas pueden ponernos en la senda de la oración; sin embargo, dejadas a sí mismas, no pueden conducirnos al fin, pues primero deben superarse a sí mismas para ser asumidas en la Pascua de Jesús. Lo cual no se lleva a cabo sin más. Primero, la técnica debe bajar hasta su punto cero. Quien se aplique a ello verá que su esfuerzo se estrella en algún punto, se desmorona so­ bre sí mismo, impotente ante el don gratuito de la oración. Este abismo entre la técnica natural de la oración y el don de la plegaria hecho por Dios no puede ser franqueado des­ de el hombre. Cualquier técnica expira ante la muerte de Jesús, donde encuentra la locura de su cruz. Pero entonces puede, por medio de la fe, ser asumida progresivamente en la dinámica vivificante de la pascua. Solamente entonces queda franqueado el abismo por la gracia del Espíritu San­ to, quien de toda técnica puede hacer un sacramento de la plegaria de Jesús y de su pascua. Entonces, cualquiera que sea el carácter de esta técnica, ya no es obra humana, sino una maravilla del Espíritu, el único que puede obrar en quienes son bastante pobres y que se saben suficientemen­ te pecadores para esperarlo todo únicamente de Dios. ¿No iremos por mal camino? Esta oración-cercana-a-lavida, ¿no dejaremos que se pierda y se volatilice en la irrea­ lidad sacral? De ninguna manera, sino que, por el contrario, nos mantenemos mucho más cerca de la realidad profunda 112

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del ser, aunque ese núcleo central no pertenezca al mundo exterior y permanezca invisible al ojo humano. En resumen, podemos decir que la oposición entre for­ mas sacrales y formas seculares de oración no es satisfac­ toria. No es que hayan inventado gratuitamente esta distin­ ción, porque ciertamente existen oraciones que brotan más inmediatamente de la vida concreta, como hay otras que se conforman más con las leyes de un género determinado, pero esta diferencia no tiene tanta importancia. Toda ora­ ción, expresada o no en una esfera sacral, debe ser asumi­ da en nosotros por el Espíritu Santo. Esto es lo único que importa: que nuestra plegaria esté dirigida por el Espíritu de Jesús. El Espíritu no sacraliza nuestra oración, ni tam­ poco la desacraliza. Sea como fuere la oración, el Espíritu la purifica y hace de ella su oración en nosotros. Sólo él puede conceder que nuestro esfuerzo pase más allá del punto muerto de la técnica para desbordarse en abandono, impaciente apertura al don imprevisible y puramente gra­ tuito de Dios. Sin embargo, la oración más interior no existe sin algún vínculo con nuestra vida interior. Ahora vamos a examinar ese vínculo con un poco más de detención. Existe una interacción entre nuestra plegaria y nuestra actividad humana. En primer lugar, gracias a la oración, lle­ gamos a un discernimiento más exacto de la voluntad de Dios sobre nosotros, y en contrapartida, nuestra sumisión a la voluntad de Dios nos deja más libres para la oración. En segundo lugar, por la oración llegamos a un conocimien­ to más penetrante de los hombres y de los acontecimientos, y esta mayor transparencia de los seres nos dispone a orar mejor. Más adelante desarrollaremos este segundo aspecto cuando hablemos de la ofrenda de la oración. Detengámo­ nos solamente un instante en la relación entre la voluntad de Dios y la oración en nosotros que constituye la obe­ diencia. Antes vimos de qué manera la oración de Jesús culmi­ naba en una total inserción de Jesús en la voluntad del Pa­ dre. Por otra parte, la obediencia era el alimento, tanto de su ser como de su oración; se trata de una obediencia orante. Ocurre lo mismo con el cristiano cuya plegaria está 113

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en relación inmediata con la vida cotidiana. Quien quiere orar debe preparar un lugar en su corazón para esta «volun­ tad perfecta» del Padre y eliminar cuanto vaya contra esa voluntad, como son: los pequeños quereres personales y li­ mitados, los proyectos de corto alcance que no van más allá del estrecho horizonte del interés egocéntrico. Para mante­ nerse en la voluntad del Padre hay que desembarazarse de todo amor propio y de todo egoísmo. De esta manera, la obediencia pertenece al campo de la ascesis y entre las técnicas de oración es una de las más indispensables. Este labor oboedientiae, este trabajo de la obediencia, como dice san Benito en su Regla, es incluso la ascesis por excelencia. Para practicarla no es necesario ser súbdito, pues no se trata de obedecer a otro o al bien común de un grupo, aun cuando todo esto también haya que hacerlo. Sino que lo más Importante, en la obediencia de oración, es la renuncia a la propia voluntad desde el mo­ mento en que estamos en condiciones de percibir con cer­ teza la voluntad del Padre. Las contrariedades, las cosas imprevistas, las preferencias de los demás, todo eso que nos hiere o nos molesta, todo es señal de que estamos ape­ gados a cosas distintas de Dios y de su amor. Es la señal de que se acerca la hora en la que. como Jesús, tenemos que renunciar totalmente a nosotros mismos. Morir de esta manera a nuestros deseos liberará en nuestro corazón el espacio que necesita el enorme deseo del Padre sobre nosotros: «No se haga mi voluntad, sino la tuya». Esta vo­ luntad propia, en el sentido de nuestros menudos deseos egoístas, no es verdaderamente nuestra. Nuestra personali­ dad profunda no puede quedar expresada en ella, no depen­ de más que de nuestro yo superficial y artificial, que siem­ pre lleva la herida del pecado y reacciona con la inquietud y la necedad. Solamente quien se desprende sin descanso de estos caprichos y menudos quereres para no adherirse más que a Jesús, llegará a la paz interior. En él, la voluntad del Padre, oculta en lo más hondo, puede aflorar a la super­ ficie de su corazón. Entonces esta voluntad se convierte en su propia voluntad. Un día será su alimento, toda la fuer­ za motriz de su acción, la única obra que tenga que realizar aquí abajo. 1t4

El Espíritu ora en nosotros

La ascesis de la obediencia vuelve a dejar al hombre en aquella «sencillez ante Cristo» en la que fue creado. «Sen­ cillo» quiere decir que no hay ya más que una sola orienta­ ción en su corazón: la voluntad del Padre. Se ha convertido en un hombre nuevo, con el resplandor de la primera crea­ ción. Por eso un hombre obediente es también un hombre de oración. Tiene un corazón del que la plegaria brota irre­ sistiblemente. Según san Juan Clímaco en Escala, el obe­ diente durante la oración es «inundado de repente de luz y desborda de alegría, pues gracias a la obediencia se man­ tiene en el umbral de la oración y está totalmente impreg­ nado de ella». La oración que mana sin cesar en nuestro corazón tam­ bién nos ayuda a reconocer la voluntad del Padre en los acontecimientos y en las personas. Esta tarea siempre es difícil. En casi todas sus cartas, san Pablo exhorta a los cris­ tianos a la oración para que el Señor les revele su perfecta voluntad (por ejemplo, en Rm 12,2, o Ef 5,17). Esto supone un corazón puro que se ha desprendido de todas las adi­ ciones del egoísmo y del pecado y que puede reconocer la voluntad del Padre a través de todo; donde los demás están ciegos, él ve, discierne la realidad profunda, donde se guían unos a. otros hasta caer juntos en el hoyo. En la oración se desenmascaran las ilusiones de la vo­ luntad propia. «El corazón vigilante y sobrio—dice Hesiquio de Batos—invoca constantemente desde lo hondo a Cristo con un gemido inefable. Quien lucha así ve volar como el polvo al enemigo ante el santo y adorable nombre de Jesús, como la arena al viento.» La pureza de corazón a la que lleva el renunciamiento a la voluntad propia es el ma­ nantial mismo de donde brota la plegaria ininterrumpida. Según los antiguos, la una exige a la otra; pero si la ora­ ción jamás puede hacerse a expensas de la obediencia, es necesario a veces preferir una obediencia rigurosa al des­ canso de la oración. Este es también el parecer de san Juan Clímaco, que piensa que Dios no exige la oración sin dis­ tracciones a los que se renuncian en la obediencia. Si la oración nos hace ver mejor la voluntad del Padre, también nos ayuda a penetrar más profundamente la reali­ dad. Todo se hace transparente a un corazón bañado en la 115

André Loui

plegaria porque se le desvela el núcleo profundo del ser. En la plegaria todo designa a Dios, dice algo de su nombre, le canta sin cesar. Orar se convierte en una celebración. La plegaria pertenece a un sacerdocio y celebra un sacrificio de alabanza en el que la creación encuentra su significado profundo. Más adelante volveremos a tratar de este sacer­ docio de oración. ¿Continúa habiendo ahora diferencias entre trabajar y orar? ¿Se ha convertido mi trabajo en oración hasta el pun­ to de que pueda eventualmente dejar a un lado la oración y entregarme del todo al trabajo con el que estaría ocupado con Dios sin interrupción? El trabajo puede convertirse en ocasión continua de orar. No porque la oración sea absorbi­ da por el trabajo, sino porque el corazón del hombre en plegaria se purifica hasta el punto de que ve a través del velo que el pecado echó sobre el mundo. «Todo es puro para quien es puro- (Tit 1,15). Evidentemente, esto supone una oración verdadera por la que se baja hasta el fondo del pro­ pio corazón para morar allí velando y orando. Una oración que, en el fondo, no tendrá ya nunca término. ¿Es posible esto? Ciertamente que sí para quien sabe por experiencia lo que significa orar con el propio corazón y no sólo con los labios o con la inteligencia. Uno y el mis­ mo órgano no puede estar ocupado a la vez por dos objetos diferentes. Simultáneamente no se puede leer un periódico y una novela, ni en el mismo instante escuchar dos discos distintos. Pero haciendo todo esto se puede orar, aun du­ rante el trabajo e incluso durante el estudio. En efecto, la oración mana sólo del corazón, y solamente la plegaria pue­ de ocupar el corazón hasta su fondo más íntimo. Por eso puede convertirse en la música de fondo que acompaña al ser y al obrar, a condición de que el camino hacia esta hon­ dura permanezca libre. ¿Será imposible orar fuera de nuestro corazón? Por ejemplo, ¿elevándose a Dios a través de las cosas y de los seres humanos? ¿No sería éste otro camino hacia una ple­ garia que ya no necesitaría distanciarse de la vida concreta, sino que permanecería enraizada por completo en ella, una oración que nacería de la misma vida? De suyo, esta posibilidad existe y no deseamos excluir.116

El Espíritu ora en nosotros

la. Todo lo creado es imagen de Dios y puede ponernos en la senda que lleva a Dios. Todo ha sido creado en el Verbo y puede, en consecuencia, hablarnos de Dios, por oscureci­ da que esté la imagen a causa del pecado, por enmascarado que esté el sonido divino de las cosas con los ruidos que se interfieren. La cuestión radica solamente en saber si tal ca­ mino, sin el socorro de la técnica tradicional de oración escrita en este libro, no está expuesto a convertirse en un larguísimo rodeo sin más. Pues Dios no habla solamente en las cosas. Nos ha dado el don de su Palabra en la Es­ critura y de su propio Verbo, el Hijo, en nuestra carne hu­ mana. Una y otra Palabra nos son inefablemente próximas, mucho más cercanas que cualquier otra creatura: «Cerca de ti está la Palabra, en tu boca, en tu corazón» (Rm 10,8; cfr. Dt 30,14). Y quien cree en la Palabra de Jesús, Jesús mora en él, y él en Jesús. Sin duda alguna, éste es el cami­ no más corto, el atajo de su nombre: Jesús mismo. Este tesoro está escondido en tu propio corazón. No tienes más que pagar el precio, si las circunstancias lo exigen, de ven­ derlo todo, lleno de alegría, y la oración será tuya.

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Ofrenda de la oración

Liturgia exterior e interior Antes de ver con más detención la plegaria en su as­ pecto de celebración, vamos a examinar la relación entre plegaria litúrgica y oración interior. Esta cuestión no pode­ mos eludirla, pues ha aparecido en repetidas ocasiones, y más de una vez hemos estado a punto de plantearla cla­ ramente. Por ejemplo, en el capítulo referente a los sal­ mos. En efecto, por una parte, los salmos se usan con predilección en la liturgia. Por excelencia son una plegaria litúrgica y, por tanto, parecen pertenecer al género de la oración vocal y exterior, pero, por otra parte, también nos servimos de los salmos en privado. Muchos fieles se inspi­ ran en ellos y les hacen objeto de su oración silenciosa e interior. Esta ambivalencia del salmo se explica por su origen. De la mayoría de los salmos se puede decir con alguna certeza que se escribieron con vistas a un uso litúrgico. Y, sin em­ bargo, a cada uno de ellos en particular solamente experien­ cias personalísimas les han hecho madurar y desarrollarse. Por consiguiente, volvemos a encontrar en el salmo aquella doble polaridad de la oración cristiana. Se trata de una oración pública, y no solamente de la Iglesia, sino del mundo entero, que está implicado por el salmo. Mas sigue 119

Andró Louf

siendo siempre una plegaria personal en extremo, que tra­ duce la conexión inefable—e incomunicable—entre Dios y yo; por tanto, hacemos muy bien encerrándonos en nues­ tra propia habitación y orando a Dios en la soledad y en lo secreto, pues la Palabra de Dios es a la vez pública y pri­ vada, convoca a la Iglesia entera e interpela a cada uno de manera estrictamente persona!. Lo que se celebra en la co­ munidad debe penetrar hasta los recovecos más escondidos de cada corazón para hacerse allí realidad. Se trata de la misma y única Palabra, de una misma «gloriosa carrera», de un mismo fruto: la plegaria que no cesa jamás. En la espiritualidad occidental, no hace mucho tiempo, la frontera entre plegaria litúrgica y oración interior estaba trazada con nitidez. Para algunos no se trataba solamente de una distinción muy acusada, sino casi de una oposición e incluso, a veces, de una rivalidad. Algunos daban priori­ dad a la plegaria litúrgica, otros insistían en la necesidad de la oración íntima. En cuanto a describir con precisión la relación entre ambos tipos de plegaria apenas se lograba. Todo cuanto precede ha intentado demostrar con claridad que no hay diferencia entre ambas. Son idénticas sus es­ tructuras. Tanto en la una como en la otra, la Palabra de Dios ocupa el lugar central. La Palabra es proclamada en la asamblea litúrgica, y la misma Palabra se escucha en el silencio de la oración solitaria. En ambos casos, el circuito de la Palabra es exactamente el mismo: toca el corazón, es asumida y asimilada por él y, finalmente, vuelta a expresar o cantada en alabanza y en acción de gracias. Igual en una celebración comunitaria o privada. En ambas celebraciones, los momentos de silencio desempeñan una función tan im­ portante como la escucha de la Palabra. Gracias a la recien­ te reforma litúrgica hemos vuelto a encontrar oficialmente esos espacios de silencio bajo la forma de pausas de la plegaria, que, por otra parte, en las celebraciones de la Iglesia primitiva no dejaron nunca de estar presentes. Incluso la literatura monástica más antigua habla muy claramente de dos especies de celebración o de dos litur­ gias que se suceden día y noche. Por ejemplo, en sus Insti­ tuciones, san Juan Casiano nos ha dejado una minuciosa descripción del oficio que celebraban los monjes de Egipto. 120

£/ Espíritu ora en nosotros

El oficio de la noche, comunitario, consistía en una lectura de la Escritura, salmos y una plegaria silenciosa. Después de cada salmo, toda la comunidad se levantaba y como un solo hombre se postraba en tierra. Solamente algunos ins­ tantes, pues, observa Casiano con humor, en esta postura y a esta hora de la noche el peligro de adormilarse es muy grande. Después todos se levantaban y en pie, en la actitud clásica de otros tiempos, prolongaban la oración silenciosa. En ese momento era de rigor el silencio más absoluto. De­ bía evitarse el menor ruido inútil; incluso no podía uno so­ narse ni aclararse la garganta. Así hasta la señal del que preside; entonces uno de los antiguos, por turno, decía la oración—la colecta—que cierra un salmo e introduce al si­ guiente. Sin embargo, la vigilia no terminaba. Después de esta alternancia de lectura de la Sagrada Escritura, de salmos —doce cada noche—y de plegaria interior, los monjes se apresuraban a volver a su celda antes del alba. Allí, dice Casiano, continuaban ofreciendo en privado el mismo sacri­ ficio de alabanza. Incluso entonces, la liturgia no se terminaba. Continua­ ba celebrándose durante toda la jornada, en privado y sin interrupción, en los corazones. Al menos, ésta era la finali­ dad y en ese sentido estaban orientados el celo y el deseo del monje. Esto incluso durante el trabajo manual, que se elegiría con cuidado para que no estorbara la actividad interior. Estos textos ponen de manifiesto con bastante claridad que la estructura de la liturgia exterior y la de la liturgia interior son idénticas. Ambas son complementarias. Lo que el monje ha aprendido, con sus hermanos, en la liturgia co­ mún, debe continuar celebrándolo a lo largo de toda la jor­ nada, cada uno según su ritmo personal, en la soledad de su celda. Este es el nexo entre la liturgia en la iglesia y la liturgia del corazón. Un documento, muy poco conocido, pero importantísi­ mo, de la literatura siríaca del comienzo del siglo IV ha descrito este nexo de modo notable. Se trata del Libro de las subidas (K* tobó d^masq^tó). Según el autor descono­ cido de este escrito, la Iglesia única de Jesús está dividida 121

André Louf

en tres iglesias diferentes, que tienen cada una su propia liturgia: la liturgia visible en la iglesia, la invisible en el corazón, la liturgia celeste ante el trono de Dios. El creyente debe subir, como por escalones, de una liturgia a otra. En primer lugar, la liturgia visible que celebramos en las iglesias, de la que ningún cristiano puede dispensarse. Cada uno debe celebrar su sacrificio de acuerdo con todos los demás bautizados, ya «sea estar en pie, postrarse, ir a un sitio u otro o cantar en el Espíritu Santo». No se excluyen los instrumentos musicales, que pueden ayudar a quienes no saben todavía «cantar la alabanza por medio de sus sen­ tidos interiores». La mayoría de los fieles se quedan aquí, lo que es de lamentar, pues en realidad están llamados a penetrar más profundamente y a participar en las otras dos liturgias: la del corazón y la del cielo. «La Iglesia de aquí abajo, con su altar y su bautismo, no engendra más que niños pequeños. Beben leche hasta que son destetados. Cuando son bastan­ te mayores, hacen de su cuerpo un templo y de su corazón un altar. Entonces también comen un alimento más sólido y de mejor calidad que la leche. Así hasta que llegan a ser perfectos y pueden, con toda dignidad, alimentarse del Se­ ñor en persona... Llegarán a la iglesia de arriba, que les hará perfectos; entrarán en la ciudad de Jesús, nuestro rey, y podrán celebrar su liturgia en aquel grandioso palacio que es la madre de todos los vivientes.» Tales son, pues, las tres etapas por las que se sube de la liturgia visible a la liturgia celeste, pasando por la litur­ gia interior del corazón. A mitad del camino entre las dos liturgias, terrestre y celeste, participando de una y de otra, se encuentra efectivamente «la iglesia del corazón», donde cada fiel, de modo continuo, pero invisible, puede celebrar su liturgia silenciosa, la «obra oculta», la «ofrenda del co­ razón, la «plegaria secreta de un corazón que está encade­ nado al Señor y que sin descanso se ocupa de El». Nadie puede penetrar hasta esa silenciosa liturgia del corazón si no ha participado de antemano en la liturgia visible en la iglesia. Pero quien ha podido acceder un día al santuario de su corazón, sabe por experiencia que allí capta ya un reflejo de la liturgia que Jesús mismo preside en el cielo. 122

El Espíritu ora en nosotros

El corazón remata en el cielo. Como escribe Isaac el Sirio: «Apresúrate a entrar en la cámara nupcial de tu corazón Allí encontrarás la cámara nupcial deí cielo, pues estas dos cámaras no son más que una, y por la misma y única puer­ ta tu mirada podrá penetrar en una y en otra. En efecto, la escala que sube al Reino está oculta en lo más profundo de tu corazón.» En consecuencia, no hay que detenerse en la celebra­ ción de la liturgia exterior y contentarse con ella: «La par­ ticipación en la sagrada liturgia no abarca toda la vida espi­ ritual», observa el Concilio Vaticano II en eí número 12 de Sacrosanctum Concilium, donde dio un estatuto nuevo y muy positivo a la liturgia. Cuanto más despierto está nues­ tro corazón, con mayor ardor orará y estaremos menos in­ clinados a quedarnos en el primer grado de la liturgia. Cier­ tamente, siempre desearemos celebrar mejor la liturgia pública, pero al mismo tiempo seremos atraídos a consa­ grar más tiempo todavía a la plegaria interior. Poco a poco, la relación entre ambas se invertirá. Primero concedíamos mucho más tiempo a la liturgia visible; después experimen­ taremos la necesidad de quedar enteramente libres para la liturgia del corazón. Incluso, de modo espontáneo, busca­ mos una liturgia más sencilla, quizá menos recargada de pompa exterior, pero marcada, sobre todo por una profun­ didad e interioridad mayores. Necesitar esto es normal y sano, de la misma manera que es normal que la línea ge­ neral de la liturgia que se vive en las parroquias ni pueda ni deba colmar esta necesidad. Una liturgia demasiado so­ bria y desnuda no podrá atraer la atención del simple cris­ tiano que sólo practica los domingos. Las tensiones que este problema suscita todavía actualmente se han tradu­ cido ya en otras épocas bajo formas extremas en la historia de los ermitaños. En la antigüedad, algunos incluso se man-* tenían completamente al margen de la vida eclesial y prác­ ticamente también de la vida sacramental. A los ojos de numerosos obispos de la época esto no carecía de inconve­ nientes. Fue necesario esperar bastante tiempo antes que el episcopado de los siglos III y IV llegase a una actitud unánime respecto de estos hombres que, en solitario o en 123

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pequeños grupos, pe/o sin sacerdote la mayoría de las ve­ ces, marchaban a vivir al desierto. También existió el problema entre los mismos monjes. Algunos vivían juntos, como cenobitas, en grandes comuni­ dades, donde la liturgia pública ocupaba un espacio de tiem­ po que amenazaba con absorber los momentos que hubie­ ran debido quedar libres para la oración privada. Otros monjes, que vivían en pequeños grupos de tres o cuatro, o incluso totalmente solos, como ermitaños, no iban más que raramente a la liturgia en las iglesias; en ocasiones, una vez a la semana, el domingo; a veces incluso nada absolutamente. Aun con estos últimos, la tradición monás­ tica no vaciló. Reconocía sus oficios como verdadera litur­ gia, mas una liturgia que podía permitirse el lujo de ser mucho más sencilla, más interior y de reducirse a lo esen­ cial: a aquella respuesta elemental que, por sencilla que sea y en razón precisamente de su sencillez, no puede ser expresada en nosotros más que por el Espíritu y que nos arrastra enteramente. En una de sus cartas, cierto Juan el Profeta, recluso en Palestina en el siglo VI, compone como sigue el programa de oración de un ermitaño. Piensa que las Horas litúrgicas y los himnos de la Iglesia se adaptan perfectamente a las pa­ rroquias y a los grandes monasterios. Los ermitaños no ne­ cesitan recitar un oficio distribuido en fragmentos durante la jornada. Se deben dedicar a la plegaria continua. Esta ora­ ción silenciosa alternará con el trabajo manual e incluso lle­ gará, a la larga, a mezclarse con todo lo que hace. De vez en cuando él trabajo deberá interrumpirse y el ermitaño se pondrá en pie para orar con los brazos extendidos. Pero cuan­ do vuelva a sentarse para tejer, la oración no disminuirá. Consistirá en un continuo murmullo de salmos, textos de la Escritura o cortas invocaciones: «Cuando te pongas en pie. invoca al Señor y suplícale que te libre del hombre viejo; o bien di el padrenuestro, o ambas cosas a la vez. Después vuelve a sentarse para trabajar. Puedes prolongar tu oración hasta llegar a orar sin cesar, como pide el Apóstol, pero para esto no necesitas quedarte en pie. Pues tu espíritu debe es­ tar en oración durante toda la jornada. Cuando te sientes para trabajar, recita salmos de memoria o léelos. Al acabar 124

El Espíritu ora en nosotros

cada salmo, sigue sentado pero reza: ¡Dios mío, ten piedad de mí, miserable pecador! Si tus pensamientos cobran fuer­ za y llevan las de ganar, di: “Señor, Tú ves cuán apurado estoy ven en mi auxilio!”» Su única aspiración es recibir el don de la oración continua. Por eso no puede contentarse con la oración de las Horas. En su corazón, la liturgia inte­ rior no puede detenerse nunca. San Epifanio, obispo de Chipre, recibió de sus monjes la siguiente comunicación: «Gracias a vuestras oraciones, somos fieles a todas las re­ glas. Tercia, Sexta y Nona se celebran con cuidado y exac­ titud.» Pero Epifanio les reprendió: «¡Entonces a veces de­ jáis de rezar! ¿No pensáis en las demás horas del día? Un verdadero monje lleva la oración y los salmos en su cora­ zón de un modo constante.» Gracias a su oración interior, el más aislado ermitaño está en contacto permanente tanto con la iglesia de aquí abajo como con la iglesia de allá arriba. Su soledad está siempre poblada, dice san Pedro Damiano en Dominus vobiscum, que habla de una soledad plural. Por alejado que esté de la comunidad litúrgica, allí está él siempre muy presente, con la presencia por excelencia, según la unidad irrompible que le liga, allí donde se halle, a la iglesia. Un siglo más tarde, el cisterciense Guillermo de Saint Thierry da un paso más. En su famosa Carta de oro que escribe a los cartujos de Mont-Dieu, aplica a la relación entre las liturgias interior y exterior los términos que la teología latina utilizará para los sacramentos: la liturgia ex­ terior es sacramentum, la interior, res. La primera es signo de la segunda, y su realidad más profunda, su res, no la encuentra más que en aquélla: «La celda es el santua­ rio del siervo de Dios. En el templo y en la celda, y más en la celda que en el templo, se realizan los miste­ rios divinos. En el templo sólo alguna vez, visiblemente y en figura, tienen lugar esos misterios de nuestra fe cris­ tiana, pero en la celda, igual que en el cielo (in cellis vero sicut in coelis), la realidad misma de tales misterios se celebra sin cesar, en toda su verdad y según su propia es­ tructura. aunque todavía no en toda la majestad de su esplendor ni con toda la seguridad que únicamente puede dar la eternidad.» Notemos aquí este juego de palabras 125

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entre cielo y celda, coelum y celia. En la página precedente de su Carta de oro, Guillermo la explota para subrayar el nexo entre la liturgia de la soledad y la del cielo: «Lo que en el cielo se cela, también se cela en la celda. Lo que se hace en el cielo, también se hace en la celda... vacar a Dios (vacare Deo), gozar de Dios (fruí Deo)... Unicamente los misterios celestes se celebran en la celda. Así celda y cielo están muy cercanos... El camino de la celda al cielo no es difícil, si es que lo hay. para el alma de quien ora... Con mucha frecuencia de la celda se sube al cielo.» Por tanto, por solitario y escondido que esté, el hombre que ora nunca está solo. Su liturgia pertenece ya al cielo y sigue siendo siempre para la iglesia. Esta liturgia penetra hasta el corazón del mundo y hasta el nudo central de todo. Un fragmento de un himno siríaco inédito, de san Efrén (si­ glo V) describe este misterio según e! estilo poético que le es propio: Quien celebra, totalmente solo, en el corazón del desierto, constituye una numerosa asamblea. Si se reuniesen dos para celebrar entre las peñas, millares, miríadas, estarían allí presentes. Si tres se reúnen, una cuarta persona está entre ellos; si son seis o siete. son doce mil millares los que se han reunido, y si se enumerasen. llenarían de oración el firmamento. Cuando están crucificados sobre la roca y señalados con una cruz luminosa, la iglesia está fundamentada: cuando están reunidos, el Espíritu se cierne sobre sus cabezas. Y cuando terminan su oración. el Señor se levanta y sirve a sus servidores. Porque en la oración más solitaria y más silenciosa, el Señor está presente. El «ve en lo secreto»: es el gran sacerdote de la liturgia interior. El mismo san Efrén cita 126

El Espíritu ora en nosotros

un agrafon de Jesús, es decir, una sentencia que los evan­ gelios no han conservado pero que otros textos muy anti­ guos atribuyen a Jesús. En muchos casos, la autenticidad de tales sentencias de Jesús no-escritas tiene un alto grado de probabilidad. El agrafon de Efrén es paralelo a otra frase de Jesús que conocemos por el evangelio y que con fre­ cuencia se aplica—con sobrada razón—a la liturgia exterior. Pero la presente frase apunta sin duda a la liturgia silen­ ciosa e interior: «Allí donde un hombre está absolutamente solo, allí también estoy yo.»

El santuario interior: nuestro corazón Progresivamente el corazón se convierte en el santo de los santos de esta liturgia silenciosa, produciéndose la culminación de! proceso que nuestros capítulos preceden­ tes han descrito. El corazón, al principio todavía adormilado, ha sido solicitado primeramente por la Palabra y ha des­ pertado. Fecundado por ella, ha alcanzado su pleno creci­ miento. Ahora, asumido en la Palabra, el corazón está consagrado como un templo en el que su servicio, en el sentido más original de la expresión, se celebra sin cesar: «Liberado el corazón de todo pensamiento y movido por el mismo Espíritu Santo se ha convertido en un verdadero templo antes del fin de los tiempos. Allí la liturgia se cele­ bra según el Espíritu. Quien todavía no haya alcanzado ese estado será quizá, gracias a otras virtudes, una buena pie­ dra para Ja edificación de ese templo, pero él mismo no es el templo del Espíritu, ni su pontífice», escribe san Gregorio Sinaíta, un autor bizantino que contribuyó al renacer del monacato contemplativo en el monte Athos al principio del siglo XIV. Para describir este santuario interior, los antiguos tex­ tos recurren con frecuencia a! vocabulario de la arquitec­ tura. El corazón es una casa interior (domus interior), la tienda (tabernaculum) de la alianza, el templo de Dios en nosotros, de tal modo que Dios permanece allí para morar y nunca jamás puede abandonarnos porque no puede aban127

Andró Louf

donarse a sí mismo. También el corazón es una vivienda secreta (secretum), una habitación interior (cubile). Tiene un patio de entrada (praetorium). rincones secretos (secretior recessus) y una recóndita bodega (penetralia). En el corazón se celebra un culto completo, visible y totalmente interior, con un sacerdocio espiritual y un sacri­ ficio incruento. Este sacerdocio de la oración no debe confundirse con el sacerdocio que Cristo instituyó como sacramento, sino que se trata de una manifestación dei sacerdocio bautismal que todo cristiano puede llevar a la práctica viviendo la gracia de su bautismo. Textos que se remontan a los más antiguos monjes de Mesopotamia y de Siria desarrollan esta comparación con detalle. Las rú­ bricas y las prescripciones de esta liturgia espiritual se toman prestadas al ceremonial del culto dei Antiguo Testa­ mento, que tiene, en efecto, su cumplimiento en la ince­ sante plegaria del solitario. El himno de san Efrén, antes citado, nos ofrece un hermosísimo ejemplo de ello: Son ordenados sacerdotes por ellos mismos, y ofrecen su ascesis... Su ofrenda es el ayuno, las vigilias son su oración, penitencia y fe son el santuario. El holocausto son sus meditaciones, la víctima, su celibato. El velo del santuario es su pureza, su humildad, incienso perfumado... El pontífice es su corazón puro, el sacerdote que preside su contemplación, Sus labios ofrecen sin cesar el sacrificio: la oración que aspira al descanso. En las montañas cantan la gloría, el sacrificio perfecto ante la Majestad. La alabanza que sube de las grutas es el escondido sacrificio para Dios. En lo más profundo, su corazón es el santo de los santos, donde está erigido el altar de la reconciliación.

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El Espíritu ora eñ nosotros

Orar en el Espíritu En nosotros el Espíritu Santo asume totalmente esta liturgia interior del corazón, y la conduce. De esta manera, los rasgos distintivos de esta liturgia están claramente em­ parentados con el Espíritu y con su actividad en nosotros. Un primer signo—e importante—es la libertad. Cuanto más renunciamos a conducir por nosotros mismos nuestra oración para dejarle el cuidado de ello al Espíritu Santo en nosotros, tanto más nos hacemos sensibles a su direc­ ción interior. Los hijos de Dios «son conducidos por el Espíritu de Dios». Sobre todo, esto es válido respecto de la plegaria. AI comienzo de nuestros esfuerzos para orar, los métodos, los reglamentos, los horarios han jugado una función insustituible. Quien todavía no puede sentir al Es­ píritu—caso en el que nos encontramos la mayoría—se debe ayudar por reglas que reflejen y transmitan la expe­ riencia de los que nos precedieron, y que jamás son un fin en sí mismas. Nos ponen sobre el camino de nuestro cora­ zón, son pedagogos que nos ayudan a avanzar en la línea de la verdadera libertad. Pero cuando el corazón está despierto de veras—-y sólo entonces—ya no se tiene necesidad de reglamentos para saber cómo orar, ni cuándo, ni cuánto tiempo. La oración se ha convertido en su propia norma. Al orar se reconoce al Espíritu Santo que impulsa a orar. Para un solitario, esta libertad interior es indispensable. Debe poder entregarse al Espíritu tan pronto como éste le llama a la plegaria. En la soledad, el mismo Espíritu interviene y sustituye a los reglamentos que organizan la vida de oración comunitaria en un monasterio. En este sentido, Barsanufio, un recluso del siglo VI en Palestina, escribía: «Un hesycasta (ermitaño que se dedica a la oración) carece de regla. Imita a quien come y bebe mientras que encuentra placer en ello. Estás leyendo y te das cuenta de que tu corazón se impresiona por la lectura: continúa tranquilamente leyendo mientras puedas. Lo mismo en cuanto a los salmos. En la medida de tus fuerzas mantente con perseverancia en la acción de gracias y en la letanía. Y no temas: Dios nunca se arrepiente 129

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de sus gracias... Por consiguiente, no busques reglamentos, Dues no quiero que vivas bajo la ley, sino bajo la gracia.» Quien de esta manera ha sido llamado a la oración y se mantiene, con el corazón despierto, en el Espíritu, normal­ mente no cesará nunca de orar. De la misma manera que una fuente mana sin interrupción, así también la verdadera plegaria, siguiendo una pendiente natural, tiende a durar siempre. La oración perseverante es una pieza de la armadura del cristiano que describe Pablo en el capítulo 6 de la carta a !os efesios. Es la espada del Espíritu o también la Palabra de Dios. Se maneja esa espada «orando en todo momento en el Espíritu, bajo todas las formas posibles de oración y de súplica, velando y perseverando en la oración» (6,18). En otros pasajes. Pablo exhorta a la asiduidad en la ora­ ción (Rm 12,12), o a orar sin cesar (1 Tes 5,17). Cuando se llega a la oración de la que ya no se puede decir que se ora, porque ha tomado posesión de nosotros totalmente, nos ha invadido, y porque en el fondo de nues­ tro ser no hay ya distinción entre el corazón y la plegaria, entonces es el Espíritu quien ora continuamente en nosotros y nos arrastra siempre más lejos en su plegaria. Cuanto más llevado se es por esta corriente, más claro aparece a nuestros ojos que esta oración verdaderamente no es nuestra. Por así decirlo se ha hecho autónoma. En nosotros marcha a todo motor, por su propio impulso. Nada ni nadie puede detener este empuje. Nada ni nadie puede ya entor­ pecer esta oración. Antes era normal que el tiempo de orar estuviese marcado, pues se estaba demasiado ocu­ pado, pese a un laudable deseo de consagrar más tiempo s la oración. Ahora es ella la que ha inundado todo el tiem­ po libre. Se infiltra en el horario por todas partes como una fuerza irresistible. Antes no se pensaba disponer de tanto tiempo libre, malgastar tantas horas en bagatelas, horas que hubieran podido quedar libres perfectamente para la oración. La oración misma ahora ha despejado en la vida ese tiempo, inmediatamente lo ha captado, se ha apoderado de él. Incluso se presiente que esta oración incesante no nos deja durante el sueño. Se piense o no en ella, se sea o no consciente de ella, la oración sigue su camino en un 130

El Espíritu ora en nosotros

corazón despierto. La esposa del Cantar de los Cantares puede dormir, pero «su corazón vela». Así es aquel en quien el Espíritu ora sin cesar. Un monje muy sencillo del monte Athos lo expresaba de manera desmañada pero con vigor: «Durante el día, rezo con mi boca; pero cuando duermo, continúo orando con mi nariz.» Con seguridad debía haber seguido el consejo de san Juan Clímaco en su Esca­ la: el nombre de Jesús se pegaba a su respiración, y la oración iba y venía, entraba y salía al mismo tiempo que su aliento. Sin embargo, esta oración nunca nos impedirá dedicar­ nos totalmente a los hombres y a las cosas. Pues menos que nunca dirigimos nosotros la oración; es la oración la que nos dirige, la que nos lleva más lejos, la que sostiene nuestro obrar y nuestra palabra. En su Vida de san Martín, Sulpicio Severo emplea a este propósito una pintoresca comparación. Quien es llevado por la oración hasta en su trabajo, se parece a un herrero que con su martillo golpea un trozo de hierro al rojo sobre el yunque. El herrero marti­ llea el hierro, pero de cuando en cuando, a propósito, pega también sobre el yunque, para ajustar mejor sus golpes. De la misma manera, no se cesa de trabajar, pero de cuando en cuando, sin romper el ritmo del trabajo, se puede insertar en él discretamente una jaculatoria. Trabajo y plegarla se entrelazan para formar un todo hasta tal punto que habría que mirarlo de cerca si todavía se quisiese distinguirlo. Como este mismo autor decía de san Martín: toda nuestra vida se ha convertido ahora en opus Dei, es decir, una liturgia que no acaba nunca. Gracias a esta oración, en cierto sentido se escapa al tiempo creado y a la fragmentación de su ritmo. Desde el interior, se insinúa en nosotros una duración distinta. Algo existe ya para siempre. San Isaac el Sirio tradujo esta expe­ riencia en términos inolvidables: «La cumbre de toda aseesis es la oración que no cesa nunca. Quien la alcanza, ipsofacto, queda instalado en su morada espiritual. Cuando el Espíritu va a habitar en un hombre, éste ya no puede dejar de rezar, pues el Espíritu ora sin interrupción en él. Ya 131

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duerma o vele, en su corazón la plegaria está siempre en marcha. Ya coma. beba, descanse o trabaje, el incienso de la oración sube espontáneamente desde su corazón. En él la plegaria no está ya ligada a un tiempo determinado, es ininterrumpida. Incluso durante su sueño se continúa, muy oculta, pues el silencio de un hombre que se ha libe­ rado es ya en sí mismo oración. Sus pensamientos están inspirados por Dios. El menor movimiento de su corazón es como una voz que, silenciosa y secreta, canta para el Invisible.* Otra característica de esta plegaria interior en el Espí­ ritu Santo es su exigencia de simplicidad. Con el tiempo, la sobriedad impregna la oración. La abundancia de pala­ bras de los comienzos se reduce y muere. Se queda uno con una sola fórmula, a veces de una sola palabra, o con el nombre de Jesús sin más. Cuando Dios en persona ha­ bla en la Biblia, siempre se manifiesta sobrio en palabras, vigoroso pero conciso. Así son las palabras que el Padre dirige a Jesús, y también las respuestas de Jesús. El mismo advierte a sus discípulos que no malgasten muchas pala­ bras al orar. Unicamente los paganos lo hacen porque no conocen al Padre: que sabe ya desde mucho antes cuál es nuestra necesidad. Del mismo modo, la plegaria del Espí­ ritu en nosotros se limita a un solo grito, pero indefinida­ mente balbucido: «Abba, Padre». Esta repetición continua, rítmica, de una frase corta, la encontramos en labios de Jesús en el huerto de Gethsemaní. Muy pronto, esta oración sencilla formó parte de la tra­ dición. Los Padres la llamaban monologia, es decir, una oración compuesta de pocas palabras, o incluso de una sola palabra. El abad Macario, cuando se le preguntaba, cómo hay que rezar respondía: «Es inútil barbotear muchas palabras, basta con extender las manos y decir: ‘Señor, como te plazca y como tú sabes, ten piedad.' Si la lucha se hiciera más dura, dirás: ‘¡Señor, ayúdame!’ Pues El conoce tu necesidad y se apiadará de ti.» Esta tradición es constante tanto en Oriente como en Occidente, y con el tiempo, dio lugar a las jaculatorias que ya Casiano parece conocer: breves oraciones que exigen 132

El Espíritu ora en nosotros

poco tiempo y también poco esfuerzo, pero que son espe­ cialmente eficaces. Casiano prefería el versículo del sal­ mo 69: «Dios mío, ven en mi auxilio, Señor, date prisa en socorrerme» y describe sus ventajas con toda amplitud. Otros escogían invocaciones más breves que tomaban pres­ tadas con frecuencia al evangelio. Así, por ejemplo, san Juan Clímaco decía: «Que tu oración sea sencilla y sin muchas palabras: una sola palabra bastó al publicano y al hijo pródigo para obtener el perdón... En tu oración, nada de fórmulas rebuscadas. El simple y monótono balbuceo de un niño basta para emocionar a su padre. No seas pro­ lijo. Te distraerías buscando las palabras. Una sola frase del publicano movió la misericordia de Dios. Una sola pa­ labra de confianza salvó al buen ladrón. Las oraciones largas acumulan toda especie de imágenes en el alma y la distraen,' mientras que una sola palabra (monologia) puede condu­ cirla al recogimiento. Si, al repetir una palabra, experimen­ tas consuelo interior y te conmueves, sigue con esta única palabra, pues tu ángel entonces ora contigo.» Aquí volvemos a encontrarnos con la técnica de la lectio descrita anteriormente. También puede aplicarse a las invocaciones. Numerosas invocaciones brevísimas que la Biblia ha conservado pueden revestir nuestra oración. El evangelio y los salmos son una mina de oro. En cada mo­ mento de la plegaria cada uno puede encontrar la oración jaculatoria apropiada, escuchando al propio corazón y al Espíritu Santo que le mueve desde dentro: «Señor Jesús, creo, pero ayuda mi incredulidad.» «Señor Jesús, que vea.» «Señor Jesús, no se hagq mi voluntad, sino la tuya», etc. La serie de jaculatorias no tendría fin y cada palabra sería inagotable, en la luz y en la fuerza del Espíritu Santo. Mientras que una de estas fórmulas sostenga el movimiento del corazón, no hay que dejarla. Hay que adherirse a ella con paz, hasta que el corazón arda enteramente desde el inte­ rior, cuando plazca a Dios. También se puede ensayar a respirar según el ritmo de la invocación. Así el cuerpo se pone al unísono de los im­ pulsos de la plegaria y nuestro aliento restituye a Dios la Palabra que el Espíritu Santo ha alentado en nosotros en la Escritura. Una mística flamenca del siglo XVII, María Petyt, 133

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lo llama espiración '. Mediante la Palabra de la plegaria, nuestro propio espíritu vital se une al Espíritu de Dios. Lo que la tradición bizantina conocía con el nombre de oración de Jesús es una forma entre otras muchas. También es una oración que se ha hecho monológica, simple, en torno al nombre de Jesús y de una frase del evangelio que ha llamado nuestra atención, la oración del publicano: «¡Ten piedad de mí, pobre pecador!» Sin duda alguna, ésta es una de lasjnejores fórmulas, pues responde a lo esencial del mensaje evangélico, qire bomos pecadores y que Jesús vie­ ne a perdonarnos. En la oración de Jesús, al lado del grito del publicano. el mismo nombre de Jesús desempeña un papel importante, hasta el punto de que se puede incluso simplificar la fórmu­ la y reducirla a la simple repetición de su nombre. Pues el nombre de Jesús está cargado de una fuerza invisible e insospechada; da fuerza en la tentación y consuela a quien languidece de amor. «La repetición frecuente de este nom­ bre, escribe el beato Elredo a su hermana reclusa, hiere nuestro corazón desde dentro.» El nombre de Jesús, o la Jesu dulcís memoria, el recuer­ do dulcísimo de su nombre ocupan el lugar de la presencia misma de Jesús. Pues con su nombre, Jesús entra perso­ nalmente en nuestro corazón y hace en él su morada. Hesiquio de Batos, un autor bizantino de la Edad Media difícil de datar, ha descrito esta técnica con un amor grandísimo: «La incesante invocación de Jesús, que va a la par con un ardiente y alegre deseo de él, llena la atmósfera de nuestro corazón de gozo y paz. Todo esto gracias a una rigurosa atención interior... El recuerdo de Jesús y la invocación ininterrumpida de su nombre crean una como atmósfera divina en nuestro espíritu, con tal que no cesemos de invocar interiormente a Jesús y de que perseveremos en la sobriedad y en la vigilancia. Seamos fieles, siempre y en todo lugar, a la invocación del Señor Jesús. Clamemos ha­ cia él con un corazón ferviente, a punto para participar en el santo nombre de Jesús... Sin descanso debemos lanzar1 1 En holandés, toegheestinck. Entiéndase bien que no se trata de ia «espiración» de! Espíritu Santo en el interior de !a Santísima Tri­ nidad. (N. del T.)

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el nombre de Jesús en el espacio de nuestro corazón, come el relámpago que atraviesa de parte a parte el firmamento cuando la lluvia va a llegar... Dichosa el alma que ha sido invadida por la oración de Jesús. Dichoso el corazón en el que resuena sin cesar el nombre de Jesús, insepara­ ble de él como el aire que se adhiere a nuestro cuerpo y !a llama a! cirio. El sol, recorriendo el firmamento, crea el día: el santo nombre de Jesús que brilla en nuestra alma sin cesar engendra en ella innumerables y celestiales pen­ samientos.» Bajo esta forma, la oración de Jesús se extendió mucho más allá del Oriente cristiano. También se la encuentra con frecuencia en Occidente, aunque menos sistemáticamente que en el Oriente de los siglos XIII y XIV. Piénsese sola­ mente en san Bernardo, para quien el nombre de Jesús, según el texto del Cantar de los Cantares, es ungüento que se difunde. Como el aceite, el nombre de Jesús proporciona luz y calor, es alimento y remedio. Más tarde estos temas han sido reagrupados bajo una forma poética en el conoci­ dísimo himno medieval Jesu dulcís memoria. La invocación del nombre de Jesús nos recuerda ciertos rasgos de la comunión espiritual que fortifica y nutre. Da a Jesús en persona, que se establece más firmemente en el corazón. A fin de cuentas, el nombre de Jesús no sólo expresa nuestro ardiente deseo de él, sino que es el amor mismo de Jesús en nosotros, una luz increada, un fuego consumidor. Esta era la oración que aconsejaba Guillermo de Saint Thierry a los primeros cartujos: «Durante la ora­ ción debes mantenerte ante Dios, cara a cara, y contem­ plar la luz de su rostro. Entonces invocarás el nombre del Señor y con este nombre golpearás la piedra de tu corazón hasta que lance chispas de fuego. Continúa libando en e! recuerdo de la sobreabundancia de la dulzura de Dios, hasta que él mismo haga brotar esta dulzura en tu corazón.»

Plegaria cósmica La liturgia interior no es un asunto particular entre Dios y nosotros. El mundo entero está implicado en ella. La 135

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oración es una tarea cósmica para la que algunos son llamados a entregarse con disponibilidad absoluta. Oue tú hayas llegado a ser un hombre libre, que tu corazón se haya puesto a vivir y a cantar, que la Palabra de Dios pueda resonar, libre y clara, en lo más profundo de tu ser, es fuente de luz y de fuerza para todo ser huma­ no. Lo que te ha sucedido es un trozo de la historia de la salvación; eso mismo le ha sucedido a la iglesia y al mundo. Dios ha encontrado un espacio sobre la tierra donde puede ser él mismo, donde puede divertirse jugando con un hijo de los hombres. La humanidad ha descubierto un manantial, donde Dios puede hacer brotar el agua para todos cuantos tienen sed. Pues el hondón más profundo de tu corazón es también el abismo más profundo de la tierra. En una experiencia de oración de este tipo, las fronteras espaciales del mundo quedan abolidas. Estar lejos o estar cerca carece de sentido. Lo mismo da estar presente o estar ausente. En tu corazón todos los hombres están es­ trechamente implicados, según la enérgica expresión de Evagrio en De oratione: «Es monje quien está separado de todos y unido a todos», pues la plegaria hace habitar en el profundo corazón del cosmos. Desde este punto de vista, es típico que un pensador moderno como Teilhard de Chardin, que con todo derecho pasa por ser el pionero de la apertura cristiana al mundo, haya visto en la plegaria contemplativa la forma más intensa y fecunda de la comunión con el mundo: «En uno de sus cuentos. Benson imagina que un ‘vidente’ llega a la capilla aislada donde reza una religiosa. Entra. Y he aquí que en torno a este ignorado lugar, repentinamente vio anudarse el mundo entero, moverse, organizarse, según la intensidad y la inflexión de los deseos de la menuda orante. La capilla del convento se había convertido en el polo alrededor del cual giraba la tierra. En torno a ella, la contemplativa sen­ sibilizaba y animaba todo porque creía: su fe era operante porque su alma, muy pura, la colocaba muy cerca de Dios.» Teilhard comenta la parábola: «¿Queremos que crezca ef medio divino en torno a nosotros? Acojamos y alimentemos celosamente todas las fuerzas de unión, de deseo, de ple­ garia que la gracia nos presenta. Por el solo hecho de que

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nuestra transparencia aumentará, la luz divina, que no cesa de acosarnos, irrumpirá más» En otro texto, Teilhard describe así al hombre de ora­ ción: «Quizá, viéndole inmóvil, crucificado u orante, algunos pensarán que su actividad dormita, o que ha abandonado la tierra... ¡Qué error! Nada vive, ni obra más intensamente en el mundo que el pensamiento y la oración, colgadas como una luz impasible entre el universo y Dios. A través de su serena transparencia, la onda creadora rompe, car­ gada de fuerza natural y de gracia. ¿Qué otra cosa es la Virgen María?»1 2. Ya san Juan Crisóstomo reconocía en estas almas de oración a «los padres de toda la humanidad, que dan gracias por el mundo entero». «Rezan por el mundo y así ofrecen la prueba más resplandeciente de su amistad», pues «la in­ mensa bondad de Dios concede con frecuencia la salvación a una gran muchedumbre, teniendo sólo en cuenta a algunos justos». Todavía hoy somos conscientes de esto. Un solita­ rio a quien se preguntaba recientemente cómo, en su com­ pleta soledad, vivía su comunión con el mundo y con los hombres, respondió sin vacilar: «Cada vez que extiendo los brazos hacia Dios para orar, tengo la impresión de abrazar a un mismo tiempo al mundo entero.» Entonces vivía en Chile, sobre un pico, teniendo como única vista la cadena de los Andes. Esta plegaria cósmica no se limita a ser una oración por el mundo. Es cierto que esta intercesión es muy pode­ rosa, pero la oración actúa más todavía. Purifica los hom­ bres y las cosas, pone al desnudo su centro profundo. La oración restablece y cura la creación, la contempla a la luz de Dios y se la restituye. Así la oración está siempre empa­ rentada con la bendición y, normalmente, desborda en euca­ ristía, en acción de gracias. Porque, merced a la oración, el hombre de plegaria ha encontrado su verdadero yo en lo más hondo de su corazón, puede ahora reconocer todo lo demás. Ha recibido una 1 TEILHARD DE CHARDIN: El medio divino. Taurus, Madrid, 1967. : El medio místico, en Escritos del tiempo de ¡a guerra. Este mismo pasaje se encuentra con leves diferencias de traducción en la edición española de Taurus, Madrid, 1967, pág. 207.

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visión nueva sobre los hombres y las cosas. A partir de su propio centro, alcanza también el centro de todo cuanto le llega; es más sensible a la máscara que otros nos im­ ponen, a todo lo que impide que el mundo sea él mismo ante Dios. A esta persona los autores griegos la llamaban dioratikós, es decir, alguien que ve a través de la aparien­ cia de los hombres y de las cosas. Para él. el velo del egoísmo está levantado, lo penetra todo. Isaac el Sirio dice que «contempla la llama de las cosas». Por esta razón, él es, en realidad, el único capaz de dar gracias a Dios por la creación y de ofrecerle el sacrificio de alabanza en nombre de la humanidad. Para todo bauti­ zado, radica aquí una tarea esencial. Pablo exhorta constan­ temente a sus hermanos que «desborden de acción de gracias». En cualquier circunstancia deben dar gracias, pues tal es la voluntad de Dios. Sin cesar el hombre «cantará en su corazón... y dará gracias constantemente por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo». Inclu­ so la oración de súplica y la intercesión en favor del prójimo se expresan ante Dios «con acción de gracias». Aquí hay un nuevo'aspecto, muy importante, de la ple­ garia cósmica en el Espíritu Santo que santifica las cosas y las transforma en acción de gracias. «Porque toda criatura de Dios es buena y nada hay reprobable tomado con acción de gracias, pues con la Palabra de Dios y la oración queda santificada» (1 Tim 4.4-5). Todo lo que puede ser asumido en la acción de gradias alcanza allí su último destino y vuelve al Padre bajo forma de sacrificio de alabanza. Así todo es reconocido según su verdad, como 'puro don del Padre de toda luz, depositado en nuestras manos que no se cierran sobre este don, sino que por el contrario, se hace ofrenda de la humanidad al Padre. En nuestro corazón y en nuestros labios, se desborda y vuelve al Padre, en acción de gracias. Este es el coronamiento de la plegaría. Isaac el Sirio presta a Jesús una definición de la plegaria desconocida: «una alegría que asciende a Dios en acción de gracias». Como el primer Adán, antes de la caída, podía dar a todos los seres un nombre que traducía con precisión su

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El Espíritu ora en nosotros

identidad, así el cristiano puede a su vez, en la oración, ex­ presar algo del nombre nuevo que Jesús, el segundo Adán, da a todas las cosas. En efecto, el nombre nuevo está en­ cerrado en el nombre de Jesús que podemos poner como una bendición sobre todo cuanto pasa por nuestras manos, sobre todo ser humano que encontramos, sobre todo rostro que se vuelve hacia nosotros. Hay que tocar orando, en­ contrar bendiciendo. Así es posible reconocer, con Jesús, la nueva identidad del hombre y del mundo. Cada uno de nosotros hemos podido encontrar un día. a lo largo de la vida, un hombre de Dios que ha recibido el mismo don: su mirada nos penetró como fuego, cargada de la ternura de Dios y de su poder purificador. Quien es capaz de pronunciar sobre el mundo la plega­ ria de acción de gracias puede también, desde ahora, usar de este mundo sin dejarse tentar por él y sin perecer. A esto lo llama san Pablo: «usar del mundo como si no se usase de él». Pues, en la oración, se puede medir exac­ tamente el valor de la creación, don y reflejo de Dios, ofrenda del hombre. En ella todo florece en una acción de gracias que nunca declina. Se cuenta de un anciano, san Arsenio, que cada año, en la época de la recolección, hacía que sus discípulos le llevasen las primicias de todos los frutos: «Los cogía y se los comía en acción de gracias.» La oración del cristiano se convierte así en una celebra­ ción en la que participa la creación entera. Se desborda en fiesta de todo aquello que puede estar cerca o puede vi­ virse. Estamos abocados a aquel sacerdocio de la oración del que ya hemos hablado. Si la oración es un culto interior y una liturgia del corazón, con un altar invisible y un sa­ crificio secreto, todo hombre que ora es el liturgo de su propia plegaria, el sacerdote de su holocausto interior. Como Jesús, ante la faz de su Padre, «está siempre vivo para interceder por nosotros» y celebra un sacrificio, con­ sagrado pontífice para la eternidad, así todo cristiano debe celebrar un mismo sacrificio de plegaria: «Por él, ofrezca­ mos de continuo a Dios el sacrificio de alabanza, esto es. el fruto de nuestros labios que bendicen su nombre»

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(Heb 13,15). Este sacerdocio y este sacrificio quedan allí para el mundo entero. No podemos concluir mejor este capítulo que conce­ diendo la palabra una vez más a san Efrén. En este himno, que ya conocemos, sigue hablando de la oración de los solitarios: Han sido ordenados sacerdotes de los misterios escondidos, y borran nuestras debilidades. En lo invisible, rezan por nuestro pecado y se mantienen en pie implorando por nuestras locuras... Las montañas se han convertido en antorchas, y la multitud marcha hacia ellas. Donde se encuentra uno de ellos, cuantos le rodean son reconciliados, porque son como fortalezas en el desierto, y gracias a ellos gozamos de paz.

El tañedor de laúd ¿Es difícil orar? Un monje bizantino del siglo XIV que fue durante algún tiempo patriarca de Constantinopla con el nombre de Ca­ lixto II, responde a esa pregunta con el ejemplo del tañedor de laúd \ «El tañedor de laúd se inclina sobre su instrumento y escucha atentamente la melodía, mientras que sus dedos manejan la púa y hacen vibrar armoniosamente las cuerdas con toda intensidad. El laúd se ha convertido en música, y quien lo tañe sale de sí mismo, pues la música es dulce y arrastra.» Quien ora debe ponerse a hacerlo de la misma manera. Dispone de un laúd y de una púa. El laúd es su corazón: las cuerdas, sus sentidos interiores. Para hacer vibrar las cuerdas y tocar el laúd, necesita una púa: el recuerdo de Dios, el nombre de Jesús, la Palabra. Así el tañedor de laúd debe, con toda atención y vigilancia, escuchar su corazón y pulsar las cuerdas con el nombre de Jesús, hasta que se abran sus sentidos y su corazón despierte. Quien hace vi­ brar sin cesar su corazón al nombre de Jesús llega a hacer­ le cantar; «una felicidad inefable penetra en su alma como un río, el recuerdo de Jesús purifica su espíritu y le hace centellear con una luz divina». 1 P. G. 147, 813 s. Reproducido más tarde en la Filocalia.

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Nadie te podrá contestar a esta pregunta. Incluso ni este libro, que no es una introducción, y menos todavía una pro­ pedéutica a la oración. Juntos hemos escuchado el testimonio de una milenaria tradición de plegaria en la iglesia de Jesús; quizá se te haya revelado algo. El Espíritu de Jesús, que no cesa de orar en tu corazón, quizá se ha traicionado de repente y se ha hecho reconocer como el fruto que saltó de gozo en el seno de Isabel cuando encontró a Jesús en el seno de María. Si no ha ocurrido así, no hay razón para que te desalien­ tes; tu hora llegará más tarde. Pero si ha ocurrido así, pon en juego todo para captar más claramente en ti la voz silenciosa de Dios, pues el campo está allí, y el tesoro, escondido en él. Cuando hayas descubierto en el campo de tu corazón el tesoro de la plegaria, irás lleno de alegría a vender todo lo que posees para adquirir ese tesoro. Tuyo es el laúd y también la púa: tu corazón y la Palabra de Dios. Pues la palabra está cerca de ti, en tus labios, en tu corazón

(Rm 10,8). Es necesario que tomes la púa y pulses las cuerdas, que perseveres en la Palabra y en tu corazón, velando y orando. No existe otro camino para aprender a orar. Debes en­ trar en ti mismo, en tu ser más profundo, el verdadero, en el hombre-en-Jesús que ya eres, pura obra de la gracia. En frase de san Juan Clímaco: «Nadie aprende a ver. Se ve naturalmente. Así ocurre con la oración. La ‘oración hermosa’ no se aprende de otro. Ella es su propio maestro. Dios concede el don de la plegaria a quien ora.»

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