EL ESPEJO DE CASANDRA

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ÍNDICE

Preámbulo

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1ª parte: Antecedentes

…………………………...……………………. 6

2ª parte: El viaje

…………………………...…………................. 14

El palacio de Príamo

……………………………………....………… 15

Los alrededores de Troya

…………………………………….................... 27

Periplo insular

…………………………………..…………….. 51

A través de la península

……………………………….………………... 56

Desciframiento del código

………………………………………………...

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Epígonos

………………………………………………… 78

El código de Apolo

………………………………………………… 80

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«Nadie los reconoció, sino sólo Casandra, semejante a la áurea Afrodita». Homero, Iliada, XXIV, 671 ss.

Preámbulo

N

unca olvidaré el primer viaje, la alucinante sensación que me produjo atravesar el cristal de aquel enigmático espejo, y el fascinante mundo que descubrimos al otro lado. Luego vendrían otros viajes, una larga lista de incursiones al pasado, a diferentes lugares y épocas de la Historia; pero el primero fue particularmente memorable porque provocó una seria y definitiva revolución en mi mente (ya de por sí revuelta en aquella época de mi adolescencia), en mi forma de ver la vida y en mi manera de pensar. Gracias a aquel enigmático espejo pude comprender cosas que un libro no es capaz de enseñar. Gracias a aquel enigmático espejo pude visitar lugares a los que hoy no podría acceder ni en sueños. Gracias a aquel enigmático espejo llegué, incluso, a entender la forma de actuar de ciertos personajes que la Historia había tratado de déspotas, tiranos o genocidas, aunque no quiero con estas palabras justificar sus acciones. También me confirmó la bondad, la sabiduría o el coraje de muchos otros. Si algún día llega a ustedes este relato, sé que mucha gente que lo lea (sobre todo la sesuda comunidad científica de nuestra época) no dará crédito a las historias que me dispongo a contar. Pero lo crean o no, así fue cómo ocurrieron y por eso me limitaré a describir, con la mayor objetividad posible, lo que le sucedió a un puñado de adolescentes, estudiantes de Secundaria, en aquel curso del 2000, un año que a nosotros nos parecieron siglos, milenios, casi una eternidad, pues viajamos en el tiempo hasta épocas que ni siquiera la Historia se ha atrevido a detallar en sus libros. Como el destino de nuestro primer viaje: Troya y el fabuloso mundo de los mitos. Ya les contaré. Cada cosa a su tiempo.

A lo largo de mi juventud leí muchos libros relacionados con los viajes en el tiempo. A esa edad era normal que los jóvenes nos interesáramos por estos temas tan poco habituales desde un punto de vista racional; eso al menos decían en aquella época (esa época de ustedes) algunos pedagogos del instituto en el que yo estudiaba. No daré nombres, por si acaso. Aunque desde la distancia en que escribo ya todo me da igual. Según estos personajes de la moderna educación, ―los adolescentes tratan de evadirse de la realidad que los circunda buscando mundos alternativos‖. ¡Toma ya! De esta forma tan soberbia y sabia, los adultos educadores de mi adolescencia trataban de dar respuesta a problemas como las drogas o el alcohol. La misma definición podría darse —pienso yo— de un astronauta, de un artista o de un pirado, que también se evaden de la realidad que los circunda buscando mundos alternativos. La búsqueda de mundos

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alternativos… En fin... ¿Qué quieren ustedes que yo les diga? Ahora desde la lejanía del tiempo y del espacio lo veo todo mucho más claro, incluido el dichoso tema de las drogas. Aunque de joven nunca me fumé un canuto ni me emborraché. Todavía hoy sigo conservando esta rara costumbre de minorías. No todo el monte es orégano... O maría. En aquella vida que acabo de dejar atrás en el siglo XXI, mis drogas habían sido diferentes, unas drogas mucho más duras, más flipantes si cabe. Una de ellas, la literatura. Pero también lo fue el teatro y mi afición a la música y a la danza. Formé parte del grupo de teatro del instituto durante el tiempo que estudié allí. Hoy, con treinta y seis años a mis espaldas, todavía sigo considerándome alumna de aquel centro educativo, porque la distancia espacio-temporal desde la que escribo ahora mismo me obliga a ver la realidad de otra manera, me hace rememorar aquel segmento de mi vida, de mi feliz y aventurera adolescencia. Permítanme que utilice en adelante el pretérito para contar esta historia, porque les escribo desde el pasado, un pasado al que he regresado, después de veinte años sin viajar en el tiempo, para quedarme definitivamente. En mi época de instituto fui una estudiante del montón. Lo que realmente me gustaba era el arte: quería ser una artista. Pero el arte tal como lo concebían los clásicos hace muchos años. Tantos años, que la gente ya se ha olvidado, desafortunadamente, de quiénes eran los clásicos. En mi interior se congregaban los espíritus de las nueve musas de la mitología griega. Me gustaba el teatro, la danza, la literatura, la música… Mis asignaturas favoritas eran la Historia y las Ciencias Naturales, sobre todo la Astronomía. Ya les digo, el mismísimo espíritu de las musas griegas poseyendo a una adolescente de dieciséis años. Aunque no era una buena estudiante, traté de pervivir lo mejor que pude en aquel sagrado recinto escolar, un microcosmos en el que luchábamos diariamente cientos de adolescentes tratando de buscar nuestro lugar, como los héroes buscan en el combate una gloria que no apague su memoria. Allí me gané cierta fama de rebelde entre el profesorado y de bicho raro entre la mayoría de mis compañeros. Es por eso que no sentiré ninguna vergüenza ni reparo al contarles las hazañas que viví en aquella época con mis compañeros de clase. Sí, hazañas, gestas, proezas... Como las de los héroes de la Antigüedad; aunque Hermes, nuestro profesor de Cultura Clásica, prefería llamarlas irónicamente ―visitas pedagógicas al pasado‖. Cosas de Hermes y de la terminología didáctica al uso entre los pedagogos. Ya les hablaré de Hermes más tarde. Lo único que deben saber por ahora es que su verdadero nombre era Hermenegildo. Sí, Hermenegildo. ¿O es que acaso pensaban que su nombre tenía algo que ver con la divinidad griega, mensajera de los dioses? Pues no. Aunque desde ahora tengo que confesarles que en nuestro primer viaje al pasado Hermes actuó como tal. Pero ya les hablaré de eso más tarde. No tengan prisa. Apenas llevamos un par de minutos de relato. Regresemos al espejo y a los viajes en el tiempo. En aquella lejana época en que vivía no hace mucho, los viajes en el tiempo eran teóricamente posibles. Pero sólo en la estricta teoría. En la asignatura de Física, por ejemplo, nos habían hablado de un tal Albert Einstein y cómo el mundo (científico) había cambiado desde el planteamiento de su famosa Teoría de la Relatividad y la formulación de aquella simple ecuación ( E mc 2 ), en apariencia inofensiva, que tantos quebraderos de cabeza produjo a unos cerebros adolescentes como los nuestros, todavía verdes. Pedro, nuestro profesor de Física, nos había explicado en una de sus ingeniosas clases que la Teoría de la Relatividad de Einstein había abierto las puertas a un nuevo universo donde casi todo era posible; como, por ejemplo, recorrer el Cosmos a la velocidad de la luz o brincar de galaxia en galaxia a través de un agujero negro. Pero lo más importante: viajar al pasado superando los trescientos mil kilómetros por segundo

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en un bólido estelar. Aunque no se lo crean, nosotros, unos simples estudiantes de Secundaria, tuvimos la oportunidad de conocer personalmente a aquel estrafalario científico de pelo cano y mostacho blanco como la nieve en uno de nuestros viajes pedagógicos al pasado. Einstein mismo nos contó que de niño había sido un pésimo estudiante; lo cual abrió de par en par las puertas de la esperanza a alguno de nosotros que ya le había cogido el gustillo a eso de repetir curso. Por cierto, ¿saben cómo apodaban a Albert Einstein en la escuela? ¿No lo saben? Pues lo apodaban El Mudo. Eso es, el Mudo. Y todo porque el padre de la Física Moderna no aprendió a hablar hasta los tres años. Ya les contaré algún día la verdadera historia de Albert Einstein, la historia que nos reveló nuestra particular máquina del tiempo. Porque espero que este relato que ahora escribo llegue algún día a ustedes. Confío en las ondas electromagnéticas que estoy enviando al espacio desde mi ordenador portátil. Espero que dentro de unos tres mil años alguien pueda captarlas y decodificarlas para que puedan leer este relato de mi vida que es como mi memoria final de curso, una memoria que quiero legarles a todos ustedes antes de despedirme definitivamente. Pero, bueno, no nos pongamos sensibleros tan pronto. Ya habrá tiempo de caer en las simas de la emotividad. Regresemos de nuevo a la máquina del tiempo, ese mágico artefacto que me ha conducido por última vez al pasado de esta época legendaria: mil setecientos cincuenta y seis años antes de Cristo, según el código de Apolo. El año de nuestro primer viaje. Efectivamente, hubo quien fabricó en aquellos tiempos que ustedes viven ahora (el siglo XXI) algunas de esas máquinas, pero sólo en la ficción. Aunque a estas alturas de mi relato no me extrañaría nada que alguna superpotencia mundial guardara ya en su bélico arsenal uno de estos fatales artilugios. Sería el arma definitiva. Ya verán por qué lo digo. Sin embargo, las máquinas a las que yo me refería pertenecen al imaginario arsenal de la literatura. Me bombardean ahora mismo la memoria La máquina del tiempo, de H.G. Wells; Un yanqui en la corte del rey Arturo, de Mark Twain; o algunos relatos de Isaac Asimov, como Un guijarro en el cielo. Pero en la práctica, en aquella época lejana de mi adolescencia, la Humanidad seguía estando en puros pañales tecnológicos para llevar a la práctica este tipo de proyectos. Era una fantasía imposible, relegada a los sótanos de la ciencia ficción, hasta que Hermes, nuestro profesor de Cultura Clásica, nos reveló la existencia de aquel engendro maravilloso: un espejo temporal al que bautizamos con el nombre de El espejo de Casandra. Esos viajes en el tiempo se hicieron, entonces, realidad. Y yo fui testigo de esas expediciones al pasado junto a otros seis compañeros de 4º de Secundaria que nos hacíamos llamar Los Hermenautas, en homenaje a nuestro distinguido profesor y mentor. La historia arranca en el equinoccio de primavera del año 2000...

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1ª PARTE:

Antecedentes

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T

odos los miembros del grupo estábamos frente al espejo, preparados y nerviosos (yo tenía unas ganas tremendas de orinar), con nuestras mochilas cargadas a la espalda, como si lleváramos dentro un presente que nos resistiéramos a dejar atrás. Algunos llevaban sus cámaras fotográficas colgando del cuello, yo llevaba mi discman en la cintura y Ulises, cómo no, su ordenador portátil metido en su particular bandolera, bien provista de un surtido de potentes baterías compradas a bajo precio en el mercado negro de Internet. Ni siquiera en un viaje al pasado, el lumbreras de Ulises podía prescindir de su juguetito. Más tarde daríamos gracias de que lo llevara consigo, pues la información que guardaba en el disco duro de su ordenador nos resultaría de vital importancia. Sobre todo para el desciframiento del código de Apolo. Eran las 14.36 del 20 de marzo del año 2000 y el equinoccio de primavera estaba a punto de entrar en el Hemisferio Norte de la Tierra con la intención de dividirla en dos mitades. Como un bisturí de fuego que pretendiera mantener separadas dos zonas del planeta que no se pueden mirar a la cara. Faltaban apenas dos minutos. A las 14.38 se abriría ante nosotros una puerta temporal que nos conduciría a algún lugar de la antigua Troya. Eso, al menos, había prometido Hermes a sus alumnos de Cultura Clásica, cuando a finales del curso pasado nos habló en el salón de actos del instituto, junto a otros profesores que trataban de vender sus asignaturas como último recurso para conservar cierta estabilidad laboral en aquel centro de enseñanza secundaria que ahora añoro desde mi juventud lejana. El próximo curso haremos un viaje maravilloso a la Grecia de la Época Micénica, en el cual podremos observar in situ cómo vivían los miembros de una de las civilizaciones que más ha influido en nuestra cultura. ¿Y en qué haremos ese viaje interrumpió alguien del público con descaradas ganas de cachondeo : en la máquina del tiempo, en una alfombra mágica o a través de un túnel interdimensional? Nada de eso respondió Hermes, muy serio . Lo haremos a través de un espejo. Y entonces todos los que estaban en aquel salón salvo yo y unos pocos incrédulos más, que luego nos convertiríamos en sus alumnos estallaron en una escandalosa carcajada a la que se sumaron inmediatamente todo tipo de ruiditos y onomatopeyas degradantes. El pobre Hermenegildo no aprende acerté a oír que comentaba un profesor que estaba sentado justo detrás de mí . Cada año se inventa algo nuevo para llamar la atención. Ahora se ha buscado un espejito... Je, je, je...

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Sí asintió, con cierta resignación, Javier, mi antiguo profesor de Matemáticas, un tío bastante plasta y engreído, que estaba sentado junto al otro incrédulo que estaba poniendo a parir a Hermes , pero todos los años consigue al puñado de incautos que necesita para dar la asignatura. Entre ese puñado de incautos, obviamente, me encontraba yo y otros seis compañeros de 4º de la ESO que nos disponíamos a marcharnos de viaje de estudios a la época de Paris, Helena, Héctor, Ulises y tantos otros héroes griegos y troyanos con los que pretendíamos encontrarnos tras el mágico velo cristalino de aquel espejo que, según Hermes, había adquirido en uno de sus frecuentes viajes a Grecia, en la tienda de un viejo anticuario turco.

¿Qué precio tiene este espejo? El viejo anticuario miró al joven que se interesaba por uno de los espejos de la tienda y luego se miró él mismo en la luna, algo polvorienta y desvaída. Desde el lugar en que estaba sentado, el anticuario vio reflejada su propia cara que asomaba por encima del mostrador como la caricatura de un muñeco de guiñol al que alguien le había encasquetado en la cabeza un fez rojo y raído por el paso del tiempo. La edad de aquel muchacho que le había preguntado por el precio del espejo debía rondar los treinta y lucía una barba incipiente y algo rala, de aventurero salido de una película, al estilo de Indiana Jones. Esa imagen de arqueólogo intrépido le trajo a la memoria una foto, que todavía hoy conservaba, de otro arqueólogo europeo para el que había trabajado su padre entre 1870 y 1890 antes de emigrar con su familia a Grecia. Esta foto la guardaba junto a otros muchos recuerdos de su infancia en un baúl que decoraba una de las esquinas de la tienda. En aquella foto se asomaban su padre y el famoso arqueólogo, de apellido Schliemann, esgrimiendo una sonrisa bobalicona junto a las ruinas de la antigua Troya, en la colina de Hissarlik, al noroeste de la Península de Anatolia (Turquía). El espejo no está en venta. Es un recuerdo de familia. De entre todos los objetos que abarrotaban aquella pequeña tienda oscura, el joven había puesto los ojos precisamente sobre lo único que no estaba en venta: un espejo de pie de unos dos metros de alto y un metro y medio de ancho, que estaba adornado con un marco bastante recargado de imágenes que representaban distintas especies animales, reales e imaginarias. Además, la decoración se completaba con unos símbolos o signos confusos, algunos de ellos borrosos o deteriorados, que parecían la escritura desquiciada de algún alucinado miembro de una civilización antigua. Me interesa, sobre todo, el marco precisó el joven . Parece ser muy antiguo. De época micénica, diría yo. Efectivamente el viejo anticuario parecía sorprendido por la precisión con que aquel individuo había fechado el espejo . ¿Cómo lo ha adivinado? No lo he adivinado —precisó el joven con cierta autoridad académica—. Lo he deducido a partir de las figuras y de los relieves. Yo diría que fue tallado en alguna parte de Turquía, en lo que antiguamente se conocía con el nombre de Asia Menor. Se nota la gran influencia del arte oriental, los motivos exóticos y todo eso. Luego están esos signos que acompañan a los grabados. Me resultan familiares… Parecen componer algún tipo de escritura. Sí. No va mal encaminado…

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Yo diría el joven no dejaba hablar al viejo anticuario, que ya se había levantado de su mesa y se había colocado frente al espejo, junto al joven que pudo ser encontrado en alguna localidad de Lidia o de Frigia… Quizás, en Troya. No me extrañaría nada. ¿Quién es usted? A Hassed le sorprendió la precisión con que había ubicado la procedencia del espejo, estaba asombrado de los conocimientos artísticos de aquel muchacho. Efectivamente, el espejo era de origen troyano. Fue desenterrado durante las excavaciones que durante el siglo XIX se habían efectuado sobre el terreno en que el arqueólogo alemán Heinrich Schliemann auguró que estaba la legendaria Troya. Ese espejo, una pieza arqueológica de un valor histórico incalculable, le fue legado a su padre tras la muerte de Schliemann, con quien había pasado diez años de su vida tras las huellas de una civilización que hasta entonces sólo podía ser localizada en el plano ficticio esbozado por Homero en su magistral obra la Iliada. Mi nombre es Hermenegildo. Aunque me llaman Hermes. Soy español. De las Islas Canarias. Mi nombre es Hassed hizo una pausa y ambos se estrecharon la mano . ¡Conque es usted de las Islas Canarias…! prosiguió : ¡El Jardín de las Hespérides…! ¡Las Islas de los Bienaventurados…! ¡Las cimas de la Atlántida…! Veo que está usted bastante puesto en Mitología Clásica. He leído algunas cosillas... se quitó el gastado fez y prosiguió, abrumado: Usted también me ha sorprendido con sus conocimientos de Arte. ¿Es acaso coleccionista o marchante? Cualquiera lo diría a su edad… Tengo treinta y dos años y soy catedrático de Lenguas Clásicas, Licenciado en Historia Antigua y aficionado al Arte de aquella época. Todos los años vengo a Grecia a comprar alguna antigüedad. El viejo Hassed miraba pensativo a aquel extraño joven, pasándose el fez nerviosamente de una mano a otra. Mientras tanto, sin quitarle ojo al espejo, Hermes continuaba contándole cosas acerca de su prematura afición al Arte Antiguo. Le habló de la relación con su abuelo, un conocido historiador de cierto renombre en su país; su precoz afición a la lectura de cualquier papel que tratara sobre civilizaciones perdidas; sus estudios de Filología Clásica e Historia Antigua; su trabajo en el Instituto de Secundaria donde era considerado un bicho raro entre sus alumnos y entre sus propios compañeros por su tozudez en la verificación de los mitos… Porque Hermes, al igual que el arqueólogo Heinrich Schliemann, pertenecía a esa rara especie de estudiosos de la Antigüedad que pensaba que los relatos mitológicos se referían a una etapa histórica olvidada y convertida en leyendas a través de la tradición oral. Una vez más, no va usted mal encaminado el viejo Hassed, que se había vuelto a enfundar la cabeza con el deshilachado fez, interrumpió la exposición de la biografía de Hermes. ¿A qué se refiere? Hermes parecía no comprender las palabras del anticuario. Me refiero a que, efectivamente, los mitos son historias tan ciertas como que usted y yo estamos ahora aquí hablando de ello… Hermes, sorprendido, enarcó las cejas con tanta fuerza que a punto estuvieron de escapársele del rostro, abandonando aquella oscura tienda por la única ventana que apenas iluminaba la habitación. No daba crédito a lo que estaba oyendo. Hasta ese momento no había conocido a nadie que coincidiera con él en sus disparatadas teorías ni sus infructuosas investigaciones acerca de la existencia real de todo aquel enjambre de mitos que había transitado por las calzadas de la cultura a lo largo de siglos. Pensaba

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que él era el único loco que recorría el mundo empeñado en contar historias legendarias como si fueran las últimas noticias publicadas en la prensa. Los mitos continuó el viejo Hassed no son más que parte de una prehistoria que el hombre se resiste a reconocer como cierta, son historias antiquísimas que se han perdido en la memoria del tiempo. Lo que ocurre es que muchos de aquellos acontecimientos no pueden ser corroborados, debido a la falta de fuentes y por la torpeza de los actuales métodos de investigación… ¿Qué quiere decir? Interrumpió Hermes, aunque estaba de acuerdo ¿Que personajes como Zeus o Afrodita en realidad existieron y que todos los dioses y héroes antiguos eran seres de carne y hueso? Sí, más o menos. Los dioses clásicos son seres antropomórficos, es decir, se los describe con forma de seres humanos, con sus defectos y sus virtudes… Pero, ¿por qué no podríamos pensar en la relación inversa? ¿A qué se refiere? Pues que en lugar de dioses antropomórficos, se tratara de seres humanos divinizados por la tradición oral. ¿Y cómo puede usted justificar eso? Hermes intuyó que el viejo Hassed se guardaba algún as en la manga con el que demostraría su disparatada teoría. El rostro del anticuario parecía estar pidiéndole a gritos que le dejara mostrar sus cartas. Hassed se miró en el espejo como si tratara de descubrir en su desaliñado aspecto algún rasgo que lo transportara a una juventud ya extraviada hace milenios y, al fin, dijo: La respuesta la tienes frente a ti.

Aquel curso del 2000 no había sido más que la excusa para el viaje que todos los años organizaban los alumnos de 4º de Secundaria en colaboración con sus profesores de asignaturas optativas. A tan alto grado de desarrollo pedagógico había llegado la enseñanza en aquella época que las principales atracciones de las asignaturas eran la organización de viajes a lugares recónditos y la promesa de no hacer exámenes escritos, entre otros disparates. Aquel curso, por ejemplo, los que habían asistido a las clases de Procesos de Comunicación iban a visitar en Madrid la sede de una importante empresa privada de telecomunicaciones; los alumnos de Itinerarios de la Naturaleza viajarían al Sahara a estudiar su vegetación (no sé qué vegetación se puede encontrar en medio del desierto); mientras que quienes nos habíamos matriculado en Cultura Clásica íbamos a realizar un viaje fantástico a la Grecia Antigua. Yo pensé que aquella propuesta de excursión temporal no era más que una metáfora con la que Hermes trataba de disfrazar un viaje imaginario a aquellas regiones de la Antigüedad, lejanas en el espacio y en el tiempo. Sin embargo, después de seis meses de clases y preparativos —pero sobre todo después de observar cómo se iluminaba extrañamente aquel espejo que Hermes tenía en un rincón de su sala de estar— pude comprobar que ese alumbramiento que nos había propuesto seis meses atrás era totalmente cierto. Lo que vendría después de atravesar aquel cristal refulgente, que nos tragó con la urgencia de un azogue que lleva siglos sin escupir la imagen de un mortal, terminaría por hacer trizas nuestra incredulidad. Tras realizar un juramento que nos comprometía a no desvelar el secreto (aparte de catearnos la asignatura sin más contemplaciones), Hermes nos había llevado a su casa varias veces durante el Curso para que viéramos el espejo y nos fuéramos familiarizando con la idea de un pasaje a través de aquel cristal que estaba flanqueado 12

por un marco bellísimo. En aquel marco estaban representadas distintas especies animales y otros fabulosos seres de la Mitología Clásica. Aquellos monstruos, que parecían surgir del cristal con dudosas intenciones, me hicieron recordar algunos mitos que Hermes nos había contado en clase. Allí estaba el Can Cerbero, un gigantesco perro de tres cabezas que guardaba las puertas del Hades impidiendo el ingreso o la salida de todo aquel que no tuviera el salvoconducto de la muerte. Allí estaba también la Hidra, otro fabuloso animal de múltiples cabezas con forma de tentáculos. Recuerdo la leyenda de Hércules y sus famosos Doce Trabajos y cómo el héroe no fue capaz de destruir aquella feroz criatura que asolaba una región griega que ahora mismo no recuerdo, tal vez la misma en la que me encuentro ahora escribiendo para todos ustedes. Con cada certero tajo de la espada de Hércules volvía a surgir una nueva cabeza y así sucesivamente hasta que se le ocurrió quemarlas. Al principio veíamos a Hermes como un tipo medio loco que hablaba de mundos imposibles con la convicción de quien realmente ha vivido en ellos. Hermes nos había hablado también de sus frecuentes viajes a Grecia cada verano, adonde acudía con el fin de investigar acerca de la existencia en el pasado de los personajes que nos describía en sus historias mitológicas. En uno de esos viajes había conseguido este espejo mágico que, según Hermes, era el testimonio definitivo que confirmaba sus disparatadas teorías. Aquel espejo, que custodiaba la heroína Casandra, a la cual conoceríamos también en nuestro viaje, se lo había regalado un anticuario turco después de regatear el precio acorde a una pieza histórica de valor incalculable. El anticuario, un tal Hassed, era aficionado, al igual que Hermes, al mundo de los mitos y había pasado media vida visitando la Antigüedad y siendo testigo directo de los acontecimientos que tuvieron lugar durante un tiempo cercano al de la Guerra de Troya. Allí había conocido a los más famosos héroes griegos y troyanos, así como a los dioses que los patrocinaban y que no resultaron ser más que otros tantos visitantes del futuro que, como nosotros, habían llegado hasta Troya a través de este mismo espejo. Con el paso del tiempo, llegamos a descubrir, incluso, que existían otros espejos como el de Hermes, regados por el mundo y la Historia. Todos ellos estaban conectados con el espejo de Casandra.

Hasta ahora no me había presentado. Disculpen mi falta de educación. Mi nombre es Afrodita (Frod para los amigos) y formé parte de la expedición de siete alumnos de 4º de Secundaria que en el curso del año 2000 viajamos con Hermes, nuestro profesor de Cultura Clásica, a la Troya de la guerra legendaria. Al igual que el de mis compañeros, el origen de mi nombre fue muy importante en el transcurso de este primer viaje. A poco que tengan algunos conocimientos sobre mitología, enseguida se darán cuenta de qué hablo. Por educación, empezaré presentando brevemente a mis compañeros de clase y me dejaré a mí para el final. Como vengo repitiendo a lo largo de este diario electrónico, aquel curso del año 2000 nos habíamos matriculado en Cultura Clásica siete alumnos: tres chicos (Héctor, Dionisio, a quien llamábamos Er Dioni, y Ulises) y cuatro chicas (Helena, Diana, Dafne y yo misma, que, como he dicho ya, me llamo Afrodita). Si a esto añadimos a nuestro profesor Hermes (cuyo nombre procede de Hermenegildo), aquellos ocho viajeros del espejo ostentábamos, de una u otra forma, nombres de sendos personajes de la Mitología Clásica. Así mismo nos lo hizo saber nuestro profesor el primer día de clase: Este curso, la diosa Fortuna ha provocado un particular accidente en esta clase. ¿Sabían que sus nombres son de origen mitológico? Todos... Los siete. Este año, entre

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otras cosas, vamos a hablar de mitología y tendrán la oportunidad de que sus nombres se hagan realidad. Al principio no caímos en la cuenta, no sabíamos a qué se refería Hermes con aquellas enigmáticas palabras de presentación más propias de un loco o de un poeta que de un profesor serio de instituto; pero a lo largo del curso, una vez que nos fuimos conociendo y conocimos también el origen etimológico y cultural de nuestros nombres, pudimos comprobar cómo la personalidad de aquellos seres legendarios se asemejaba en algunos aspectos a la nuestra. Luego, durante el viaje a Troya, algunos llegamos incluso a confundirnos y nos convertimos en personajes de esas historias que después de muchos años han llegado a nosotros en forma de mitos. ¡Qué curioso! Ahora que lo pienso... Unos seres del futuro viajan al pasado y se convierten en personajes de la Historia merced al nombre de unos seres legendarios. Por fortuna, aquellas aventuras que tuvieron lugar en Troya habían transcurrido en una época tan lejana que nunca pasaron a la Historia. En otros viajes posteriores, a épocas más cercanas, tuvimos que tomar numerosas precauciones para que nuestro intrusismo en el pasado no cambiara el curso de los acontecimientos. Pero me estoy desviando de nuevo de mi relato. Disculpen. La distancia me hace añorar aquella feliz etapa de mi juventud. Trataba de presentarles a mis compañeros de viaje que ahora estarán ahí, junto a ustedes, en el siglo XXI, convertidos ya en adultos a los que les he perdido la pista, mientras yo les escribo casi un par de milenios antes del nacimiento de Jesucristo. Les describiré sólo algunos detalles de mis compañeros, el resto lo deducirán ustedes de su participación en las aventuras que me dispongo a narrarles mientras duren las baterías de mi ordenador portátil. Empezaré hablándoles de Helena, la guapita del grupo, la modelo del instituto, Doña Perfecta, como la llamaba yo en aquella época. Seguro que percibirán cierto tonillo de reproche en estas palabras que acabo de anotar y, efectivamente, lo hay. Tengo que confesarles que desde que la conocí he sentido unos celos tremendos por mi compañera. Helena es una de esas chicas que encarnan la perfección: es guapa, atractiva y, para colmo, casi inteligente. Digo ―casi‖, porque a pesar de sus magníficas notas de clase, su capacidad intelectual dejó mucho que desear cuando eligió a Héctor por novio. Héctor formaba parte también de nuestro grupo de Cultura Clásica. Es un tipo alto (más de 1,90), macizo, ojos azules... Pero con una lata de sardinas por cerebro. Digo lata de sardinas, como podría haber dicho cualquier otra cosa que representara el vacío intelectual total. Además, una lata de sardinas es lo que me estoy comiendo ahora mientras escribo: uno de los pocos vínculos, junto al portátil, que me siguen uniendo al siglo XXI. Como decía, Héctor era el novio de Helena. De escaparate, eran la pareja perfecta, pero no sé cómo Helena aguantaba a aquel saco de músculos inculto. Aunque, en realidad, se lo merecía… En fin, por ahora dejaré la descripción aquí. No quiero cebarme excesivamente. Trato de describir a mis antiguos compañeros como yo los veía en aquella época del instituto. Ahora todo ha cambiado. La edad adulta ha modificado mi percepción del pasado. Luego estaba Dafne, la rebelde del grupo. De Dafne admiraba su forma de ser, su constante enfado con todo lo que la rodeaba, su inconformismo innato... Su mala leche, vamos. Cuando hablabas con ella se comportaba como un ser procedente de otro planeta que estuviera haciendo un estudio sociológico del ser humano. Y hasta el momento, Dafne no había descubierto más que basura intergaláctica. También me encantaba su radical forma de vestir. Llegamos a congeniar. Er Dioni era el puro vacilón sobre dos patas. Su nombre de pila era Dionisio y, al contrario que Dafne, era tremendamente vitalista, un viva la vida cuyo lema era el carpe diem de Horacio, un famoso poeta romano de la Antigüedad. Para Er Dioni, el ser

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humano era un chiste de la creación y él, una especie de espectador que no para de reírse de los chistes del Creador. Estaba todo el día sonriendo y bromeando, aunque a veces pecaba de inmaduro. Lo vi un par de semanas antes de este viaje definitivo que me ha conducido de nuevo a Troya. Estuvimos tomando un cortado en un bar y me contó que estaba trabajando de relaciones públicas para una empresa de seguritas. —Una contradicción total, pero qué le vamos a hacer —me espetó Er Dioni, que tenía que lidiar a menudo con armarios roperos que manejaban su porra con mayor destreza que su inteligencia. Diana era la gran incógnita del grupo, la chica enigmática. Extremadamente reservada, no podría recordar ahora mismo su tono de voz. Apenas se relacionaba con los demás, aunque era extremadamente inteligente. En Matemáticas y Física era una fiera. Fue uno de los puntales del grupo de los Hermenautas a la hora de descifrar el código de Apolo. Luego estaba Ulises, el cerebro del grupo, la mente tecnológica, el manitas. Nadie diría que aquel cuerpo insignificante (apenas 1’60 de altura y extremadamente delgado) acogiera una mente tan aguda y perspicaz. Su destreza para manejar los ordenadores y componer máquinas con los objetos más inverosímiles era aterradora. En fin, que Ulises venía a ser algo así como una mezcla de Mac Giver y Bill Gates. Ya verán de lo que es capaz. Su habilidad nos sacó del atolladero más de una vez durante nuestros viajes por la Historia. Y el grupo lo cierro yo: Afrodita. O Frod, como me llaman mis íntimos. Ustedes se preguntarán a quién se le ocurrió ponerle un nombre así a una niña. Pues la genial idea fue de mi padre. El muy cachondo, siempre me decía que me puso este nombre porque había sido fruto del amor. Luego añadía: —Aunque si le pones Afrodita a una niña, con el paso del tiempo corres el riesgo de que, por ejemplo, te salga fea. —No te pases, papá —lo amonestaba yo, pues le había cogido la indirecta. No es que yo sea precisamente una modelo de pasarela, pero soy bastante mona. —¡Baja Modesto, que sube Afrodita! Un poco gordita, para mi gusto, pero bastante mona. Mi trayectoria en el instituto fue ejemplar: repetí un par de cursos por razones que no justifican el derroche de la batería de un ordenador. Aunque me gustaban algunas asignaturas como la Historia o las Ciencias. Pero mi vida en aquella época estaba más cerca del Arte. Formé parte del grupo de teatro del instituto. Me apuntaba a cualquier sarao en el que hubiera que cantar, bailar, interpretar o lo que fuera. Durante esta época leí mucho, salvo los libros de las asignaturas que estudiaba, claro. Cuando aprobaba, lo hacía por la facilidad que tenía para entender las cosas. También hice mis pinitos con la escritura y llegué a ganar algún concursillo que organizaba el Departamento de Lengua. Para sorpresa de los profesores. En fin, esa era yo. El resto lo conocerán durante el relato de las aventuras que me dispongo a contar. Ahora sí, definitivamente.

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2ª PARTE:

El viaje

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El palacio de Príamo

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ruzamos el espejo a las 14.38 del día 20 de marzo del año 2000. En ese preciso momento un rayo de luz penetró por la ventana del salón de Hermes y se proyectó sobre una diminuta antena parabólica que giraba en la parte superior del marco del espejo. La señal luminosa recibida por la antena accionó algún tipo de mecanismo interior que encendió la luna del espejo convirtiéndola en el gigantesco flash de una cámara fotográfica. El cristal del espejo mudó, entonces, su solidez de vidrio por una puerta iridiscente de cristal líquido, como si aquel tímido rayo de luz que se había proyectado en la antena hubiera multiplicado su calor por millones de grados centígrados. A través de aquella luna encontramos un camino para viajar en el tiempo. Temblando como corderillos que van camino del degüello, atravesamos aquel misterioso cristal. Me dio la impresión de que cruzaba la puerta de una infernal macrodiscoteca. Un resplandor de luz cegadora y una música decibélicamente insoportable nos dejó durante algunos segundos con la impresión de haber sido sedados por una inyección de millones de watios de sonido y luz de la mayor pista de baile del Universo. Durante un rato nos quedamos prácticamente ciegos y un pitido estridente, que procedía del interior de nuestras orejas, apenas nos dejaba oír. Daba la impresión de que Eustaquio —ese individuo diminuto que desde que el ser es humano acampa en el interior de nuestras orejas— había cambiado su trompa por el pito de un árbitro chiflado. Cuando recuperamos los sentidos perdidos, nos descubrimos en una amplia estancia circular que debía pertenecer a una mujer, a tenor del mobiliario y la exuberancia de los arreglos florales que hacían de aquel dormitorio algo más parecido a un invernadero. En una esquina, una mujer de gran belleza aguardaba nuestra llegada. Era Casandra y lucía en su rostro una expresión entre la pena y el cabreo. Lo primero que me llamó la atención de Casandra fueron sus ojos. Casandra tenía unos ojos grandes, de un verde deslumbrante y selvático. Cara a cara, era difícil sostenerle la mirada, pues irradiaban una fuerza que venía a confirmar sus dotes de bruja y su condición de mujer tocada por la sibilina mano de la adivinación. Aquellos ojos encerraban un poder que te dejaba pasmado con sólo mirarla. Después descubrimos que no eran más que lentillas, regalo de Apolo, una especie de dios venido del futuro, de quien había recibido diversos regalos en prueba de su amor: las mencionadas lentes de contacto y el don de la adivinación, cuyo origen estaba precisamente en el espejo que nos había conducido hasta aquel lugar. Más adelante nos enteramos por boca de nuestra compañera Dafne —que había tenido un encuentro poco afortunado con Apolo cerca de Troya— quién era en realidad el dios del sol. Dafne nos reveló que Apolo era un ingeniero aeronáutico que había llegado a Troya desde el siglo XXII, época en la que por fin se había descubierto cómo viajar a través del tiempo. Apolo había trabajado en la fabricación del espejo y era el autor de un código secreto que ocultaba las coordenadas 17

temporales para viajar a cualquier época de la Historia. Al final de nuestro viaje, los Hermenautas desciframos este código con la ayuda de Hermes y de Leonardo da Vinci, el famoso pintor renacentista que participó también con nosotros en aquellas aventuras que acabábamos de inaugurar. Después de un breve interrogatorio, Casandra le confesó a Hermes que su don de la adivinación procedía de este espejo, con lo cual la leyenda de hechicera que avalaba a la heroína troyana quedaba a la altura de las suelas de nuestros zapatos (Casandra andaba descalza), pues en esas condiciones cualquiera podía ser adivino o pitonisa. Basta con sentarse delante del espejo y aguardar a que venga alguien a contarte lo que necesitas. Eso es lo que se dice ―jugar con ventaja‖. O mejor dicho, un fraude. Alguna vez le sugerimos a Hermes aprovecharnos de las posibilidades que nos ofrecía el espejo y realizar también nosotros algún fraude, como hacer un viaje al futuro y adivinar los números de la Primitiva para hacernos ricos en un pispás. Pero el viaje al futuro desde el presente no era posible en aquella máquina del tiempo. Ya lo explicaré más adelante. De haber sido posible, nos hubiéramos forrado. De esa manera tan ladina se enteraba, pues, Casandra del porvenir: a través de personajes que, como nosotros, viajábamos al pasado. Por aquella habitación habían desfilado numerosos viajeros —muchos de ellos conocidos personajes históricos de nuestra civilización, como el mentado Leonardo da Vinci—, a los cuales Casandra sacaba astutamente información acerca del futuro, información que luego usaba en su propio beneficio. Más que una heroína, la Casandra era una arpía.

La relación entre Casandra y Apolo encierra una historia de amores imposibles que la tradición mitológica nos ha transmitido de forma fragmentaria. La propia Casandra nos la narró cuando empezó a entrar en confianza. Se entiende que, la pobre, tenía una depresión de caballo. El espejo fue un regalo que le quiso hacer Apolo en reconocimiento de su amor, pues se había enamorado perdidamente de Casandra durante el primer viaje. Apolo le había enseñado cómo funcionaba el espejo e, incluso, la había llevado consigo en alguno de sus viajes de regreso al futuro. El espejo era un regalo de bodas, pero al final Casandra no accedió al matrimonio y fue encerrada por su padre Príamo —cuya relación con Apolo les contaré muy pronto— en esta estancia en donde se encontraba ahora con nosotros. Aquí recibía información de todos los viajeros del tiempo que atravesaban el espejo. Interrogaba a los extranjeros sobre aquellas noticias más recientes de su época, pues de estas noticias que traían los dioses del porvenir dependían el futuro de su familia, el de Troya y el suyo propio. Encerrada en aquella habitación, Casandra cumplía un castigo infame sólo reservado a personajes mitológicos. Casandra nos contó que en el anterior solsticio de invierno había llegado a su estancia un personaje, que se hacía llamar Dédalo, el cual le había informado que Troya iba a sufrir una gran guerra en el plazo de poco tiempo con sus vecinos los griegos, por culpa de la relación amorosa de su hermano Paris con una miss griega llamada Helena, esposa del rey Menelao de Esparta. Esta relación amorosa habría de concluir con la llegada de la adúltera Helena al palacio de Príamo y la posterior organización de una guerra larga y sangrienta que terminaría con la destrucción de Troya. La propia Casandra sería víctima de un rapto por parte de uno de los más famosos generales griegos, un tal Agamenón, rey de Micenas, cuñado de la dichosa Helena. Pero al llegar a Micenas, la esposa de Agamenón, que se llamaba Clitemnestra, muerta de celos, mataría a Agamenón y a la propia Casandra con la ayuda de Egisto, un amante que se había

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echado la reina micénica (la muy hipócrita) durante la ausencia de su marido. Un verdadero culebrón televisivo del que Casandra se había enterado por aquel hombre enigmático que se hacía llamar Dédalo. Ya les hablaré también, más adelante, de este impostor. Y toda la culpa nos confesó Casandra con un cabreo de mil demonios, después de revelarnos su futuro es de una tal Helena y de esa bruja de Afrodita que la acompaña a todos lados. Mi compañera Helena y yo nos miramos, incrédulas, tratando de reconocer en la cara de la otra a los personajes que aguardaba Casandra. Ni se te ocurra ligar con el hermano de ésta le dije, de broma, a mi compañera. —No me tientes, Afrodita. Según he leído, Paris está buenísimo —me respondió Helena, que se refería a Paris como a un ídolo recién salido de una revista rosa. Ambas soltamos una carcajada al unísono que resonó en la habitación como una premonición de catástrofe.

Cuenta una leyenda griega que la mujer más guapa del mundo fue ofrecida a un príncipe troyano como soborno en un concurso de belleza. El príncipe se llamaba Paris y fue elegido como jurado de ese amañado concurso en el que participaban tres diosas: Hera, esposa de Zeus; Atenea, diosa de la sabiduría; y Afrodita, diosa del amor. Afrodita era propietaria de un cinturón mágico que era capaz de hechizar de amor a cualquier mujer que lo ciñera en su cintura. Paris, un romántico empedernido y medio niñato, sucumbió ante la perspectiva de tener rendida a sus pies a la mujer más guapa del mundo y nombró a Afrodita Miss Universo. Las otras dos diosas tampoco se habían quedado cortas y habían propuesto a Paris sendos sobornos que no convencieron al guaperas troyano. Pero maldita la casualidad de que la mujer más guapa del mundo estuviera casada. Se llamaba Helena y vivía con su marido Menelao en la ciudad griega de Esparta. Afrodita, pues, tuvo que usar su cruzado mágico y ciñó con él a Helena, que inmediatamente sucumbió, perdidamente enamorada, a los encantos de Paris. El muy cretino pensó que había sido gracias a sus encantos, pero todo fue obra del cinturón mágico de Afrodita. Yo, que también me llamo Afrodita, no traía en mi equipaje ningún cinturón mágico que pusiera en peligro mi vida, salvo un discman que trababa en el cinto de mis vaqueros y un cederrón recopilatorio con las canciones románticas más famosas de los últimos cincuenta años (anteriores al 2000 de nuestra era, me refiero). Mientras nos ponía al día de los acontecimientos previos a la Guerra de Troya, con el augurio de la llegada a través del espejo de Helena y su mentora Afrodita, Casandra nos observaba a todos con la minuciosidad del avaro que cuenta su calderilla, reparando sobre todo en la cintura de las chicas por ver si descubría el cinturón que traería la ruina a su patria. Yo, que soy bastante rápida de reflejos y para colmo me llamo Afrodita, descolgué por si acaso el discman del cinturón que me ajustaba los vaqueros a las caderas y lo escondí en la mochila, no fuera que el famoso cinturón de la diosa de la belleza consistiera simplemente en una caja reproductora de música fabricada por una cultura occidental de finales del siglo XX. Casandra, a la que no se le escapaba un detalle de lo que ocurría en aquella habitación, vio mis movimientos y me preguntó de inmediato: ¿Qué es eso que tenías en la cintura y que guardaste en el saco?

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Para Casandra las mochilas eran sacos. Un discman. ¿Un qué? por lo que se ve, Casandra no sabía idiomas. Un discman. Es el nombre que dan en nuestra tierra a una caja para oír música me dio la impresión de que le estaba describiendo el aparato al miembro de una tribu sioux. ¿Y por qué lo llevas colgado en la cintura como si fuera una espada o un puñal? Para poder llevarlo a todas partes supuse que al igual que la espada o el puñal, si en vez de una adolescente de principios del siglo XXI hubiera sido un fornido guerrero de su época. ¿Y cuál es tu nombre? Casandra parecía decidida a desnudar mi identidad y lo que iba a oír, sin duda, no le iba a gustar. Además, en una de las paredes de la habitación colgaba una espada y un escudo de cuerpo completo, que la heroína miraba con frecuencia, como cerciorándose de que seguían allí para cuando le hicieran falta. Mi nombre es… En ese instante, Hermes interrumpió la conversación, como si él también intuyera el fatal destino de aquel interrogatorio. Aunque el nombre que yo le iba a dar a Casandra no era precisamente el mío. Por si las moscas. No creo que sea asunto de mortales dijo Hermes con una solemnidad que nos extrañó a todos conocer la identidad de los dioses como si fueran vulgar ganado. El hombre debe conocer a sus benefactores los dioses por sus acciones, siempre en consonancia con las virtudes de sus protegidos los mortales, y obrar de acuerdo a los designios de aquéllos. Hermes hablaba con una elocuencia que había aprendido, sin duda, en algún manual de retórica griega. Enseguida me di cuenta de que nosotros en aquel viaje jugaríamos a ser dioses procedentes de otra dimensión temporal. Caí en la cuenta de que, a los ojos de Casandra, todos aquellos seres mágicos que cruzaban el espejo no podían ser más que dioses, como Apolo, el ingeniero aeronáutico del siglo XXII que se había enamorado de ella, o el enigmático Dédalo, al que conoceríamos durante nuestras aventuras en esta época. Por mi mente discurrieron en ese momento los más grandes hechos de la Historia del hombre, así como los grandes inventos que hasta ahora habían marcado la vida en el siglo XX. Pero, sobre todo, me abordó la idea de que aquellos griegos, guiados por las enseñanzas de unos dioses llegados del futuro a través de un pasaje temporal abierto en un espejo, serían instruidos por la forma de pensar de una civilización posterior a la suya; y no al revés, como hasta ahora era tradición en la Historia del Pensamiento Occidental. Con lo cual se demostraba que la Historia de la Humanidad seguía siendo algo cíclico y absurdo en que las generaciones futuras aprendían de las generaciones pasadas gracias a que, previamente, las generaciones pasadas habían aprendido de las generaciones futuras. El mundo, pues, como creían los antiguos griegos, había nacido del Caos y un caos seguía siendo, pues después de aquel primer viaje de estudios yo ya no sabía si la Historia debía ser escrita en pretérito perfecto simple o en futuro imperfecto. Conque manda a abrir la puerta al guardián prosiguió Hermes y deja pasar al mensajero de los dioses y a sus acompañantes, si es que todavía, Casandra, crees en el origen divino de tu estirpe. ¡Oh Hermes, el de los pies alados! Perdona mi insolencia de mortal y disponte, junto a tu joven séquito, a cruzar el umbral de esta humilde celda en la que he sido recluida de por vida por el luminoso Apolo como castigo a mi rechazo al matrimonio.

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¡Así que el astuto de Hermes se había reservado para sí uno de los papeles protagonistas en esta historia de falsos dioses! Todos nos miramos incrédulos, pues no veíamos a Hermes en su papel de mensajero de los dioses. Más tarde, Hermes nos repartiría también nuestros papeles en aquel viaje que, por momentos, empezaba a tener visos de culebrón televisivo. A la vista de los nativos, nosotros somos algo así como divinidades procedentes del futuro. Lo de hacerme pasar por el mensajero de los dioses es una pequeña frivolité que me permito cada año en este viaje. Recuerden que vamos a estar aquí tres meses, que en cómputo real para nuestra época serán tan sólo unos segundos. Después regresaremos a casa y cada uno volverá a ser quien realmente era antes del viaje. ¿Y cómo es que Casandra te ha reconocido? pregunté yo. Supuse que cada viaje anual de Hermes a Troya supondría empezar de nuevo, pues el punto de partida temporal sería siempre el mismo. Pero no era así. Ya somos viejos amigos nos explicó Hermes sonriendo . Llevo cinco años realizando este viaje de investigación, preparando el terreno para ustedes, la primera promoción de los Hermenautas —a nuestro profesor le había gustado el nombre que habíamos inventado para el grupo, los Hermenautas o viajeros de Hermes—. Por razones que desconozco, cada año que se regresa a Troya supone para el viajero también un año en la historia de este lugar. Supongo que tiene que ver con el mecanismo que acciona el espejo, el paso de las estaciones o algo así. Más adelante, tras la decodificación del enigma de Apolo, descubriríamos cuál era realmente el mecanismo de selección de la época a la que se viajaba. Pero hasta entonces, el funcionamiento del espejo seguía siendo un incógnita para nosotros.

Los guardianes que custodiaban la habitación de Casandra nos franquearon la entrada después de descorrer varios fechillos y abrir un número indeterminado de candados que no acerté a contar con los dedos de las dos manos. Nunca, en la Historia de la Humanidad, había conocido yo tanto celo en la custodia de una mujer. Hermes le dijo algo al oído a uno de los guardianes, que parecía ser el jefe, a la vista del penacho púrpura que sobresalía de su casco como la cresta de un gallo de peleas en actitud de combate. De inmediato nos escoltó por un largo pasillo, cuyas paredes alternaban exuberantes adornos florales con tapices multicolores de gran belleza. En algunos de aquellos tapices se asomaban los rostros de unos seres que se me antojaron dioses por la majestuosidad con que nos miraban e, incluso, uno de ellos me pareció que tenía un parecido, más que razonable, con Hermes, nuestro profesor de Cultura Clásica. Al final del pasillo giramos a la izquierda y atravesamos una especie de pórtico por el que se descolgaban enredaderas y una especie de lianas que me trajeron a la mente —no sé por qué— las películas de Tarzán. El pórtico daba paso a una sala amplia, como un hangar de película bélica, la cual estaba flanqueada por columnas que me parecieron de estilo salomónico. Junto a las columnas, que parecían surgir de las profundidades de la tierra como colosales pilares que sustentaran el universo, había otras más pequeñas a modo de pedestales sobre los cuales se distinguían los bustos de sendos personajes como los que habíamos visto en los tapices del pasillo anterior. Uno de aquellos bustos era, sin duda, Hermes pues la escultura en tres dimensiones ya no daba lugar a dudas. Incluso le habían reproducido una verruga con pelos que escandalizaba su mejilla izquierda. —Joder, pero si ése es Hermes —dijo Ulises mientras le sacaba una foto con su cámara digital al busto de nuestro divino profesor.

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La misma belleza artística que nos había deslumbrado en el pasillo se multiplicaba en aquel lugar por varios enteros. Las paredes dejaban entrever, a modo de relieves suntuosos, unos caprichosos adornos dorados que se me antojaron vetas de una espléndida mina de oro que acabáramos de descubrir. Al fondo de la sala, sobre lo que parecía un altar, destacaba la imagen de un colosal Febo Apolo cabalgando sobre una cuádriga de caballos flameantes que tiraban del carro del sol sin ningún temor a achicharrarse. —Esto parece un museo —acertó a decir Héctor entre un reguerillo de baba que no paraba de manarle a través de las comisuras de los labios. —No seas bruto —lo amonestó Helena, su novia, dándole un codazo en los riñones—, estás contemplando la majestuosidad de un palacio micénico. —Con claras influencias orientales, como se puede comprobar por los motivos pictóricos y el estilo de las columnas —precisó Dafne, cuyo vestuario, a camino entre la moda punk y la hippy, iba a juego con la decoración. El guardián nos dejó en la sala y se marchó después de hacerle una reverencia a Hermes, quien nos hizo señas para que nos sentáramos en una especie de bancos o reclinatorios de mármol que estaban a los pies de aquella especie de altar en honor de Febo Apolo. Sobre aquellos pétreos asientos había unas benignas almohadillas que daban la bienvenida a las nalgas del usuario con reconfortante agasajo. —Joder, estos sillones son de mármol del bueno —dijo Héctor, de nuevo, el cual seguía flotando en una nube cercana a la cima del Monte Olimpo. —Con las riquezas que hay sólo en esta sala se podría paliar el hambre del Tercer Mundo —precisó Dafne, que a menudo sacaba a relucir su vena solidaria y reivindicativa. Hermes nos miró a todos y dejó escapar una sonrisa que ninguno de nosotros supo descifrar. —Esta es la sala de reuniones del rey Príamo. Aquí despacha todos sus asuntos de Estado. —¿Y para qué hemos venido aquí? —pregunté yo. —Vais a conocer al rey en persona. Príamo era el soberano de Troya, padre de Casandra y de los héroes Héctor y Paris, y rey de la fortaleza que mantuvo a raya a los griegos durante más de diez años de guerra. A todos se nos dibujó en la cara una expresión de incredulidad muy parecida a la que pone esa rara especie de peces que al fin muerde el anzuelo después de estar toda una vida buscando sin fortuna la carnada humana. Nosotros habíamos estudiado en el instituto a los héroes, a los dioses y a una infinidad de personajes de la mitología y de la Historia Universal. Pero eso de que fuéramos a conocer en persona a uno de esos personajes, como habíamos conocido a Casandra… Me asaltó la misma sensación que tuve cuando, siendo una niña, acudí a un concierto de Enrique Iglesias y éste me escogió entre una multitud enardecida para que lo acompañara mientras cantaba una de sus babosas baladas. —¿Por qué no nos dijiste, antes del viaje, que esto iba a pasar, Hermes? —le dije yo con la mente todavía rondando las pupilas de Enrique Iglesias. —¿Pero qué os pasa? —Hermes trataba de animarnos— Ya os dije el curso pasado que lo que ibais a ver este año sería algo sin parangón. ¿Sorprendidos? —Algo sí —dijo Diana, que hasta ahora no había abierto la boca, como era su costumbre. —¡Espabilad! Estáis estudiando la Historia in situ. Vosotros sois sus testigos privilegiados. Acabáis de hacer un gran descubrimiento: los mitos forman parte de la Historia. Habéis conocido a Casandra, ahora conoceréis a Príamo y en los próximos tres

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meses conoceréis a un montón de gente de carne y hueso que los libros describen como personajes de leyenda. —Yo siempre pensé —me aventuré a conjeturar— que vendríamos simplemente a mirar, como observadores. Pero de ahí a entrevistarnos con ellos y, encima, que nos consideren dioses. Nos estamos metiendo en sus vidas y eso podría influir en los futuros acontecimientos. Podríamos cambiar el curso de la Historia. —Tú has visto demasiadas películas, Frod —me contestó Hermes. Los amigos y la gente de confianza me llamaban Frod y Hermes parecía haber entrado en confianza después de adoptar su nuevo rol de mensajero de los dioses—. Lo que pase durante los próximos tres meses no va a cambiar en nada la Historia, porque estos acontecimientos nunca van a ser historia. Pase lo que pase, cuando volvamos a nuestra época se seguirán contando las mismas leyendas. Estamos viviendo una época donde no existen los periódicos ni los libros. Ni siquiera la escritura tal como la concebimos nosotros en el futuro. Esta gente es analfabeta y su medio de transmisión del conocimiento es a través del boca a boca… —Sí, ya… —interrumpió Helena— La famosa tradición oral. Estoy de acuerdo contigo Hermes —continuó Helena en plan reflexiva—. No vamos a cambiar lo que está escrito porque no hay nada escrito sobre esta época que no sea legendario. ¿Pero qué me dices acerca del contenido mismo de las leyendas? Con nuestra participación podemos hacer que las leyendas cambien y sean diferentes. Por ponerte un ejemplo, yo me llamo Helena y este que está aquí —señaló a su novio— se llama Héctor… —Ese soy yo —interrumpió Héctor levantando la mano derecha, dispuesto a hacerse el gracioso. Como casi siempre, casi nunca lo conseguía. Helena le lanzó una mirada muy parecida a la mirada de la Medusa, esa criatura mitológica que convertía en piedra a todo el que la miraba a los ojos. —Imagínate que nos da por ponernos en plan protagonistas en este viaje y luego resulta que Homero cuenta en su Iliada que Helena se enamoró de Héctor en lugar de enamorarse de Paris… —Eso no va a pasar —corrigió Hermes— porque nosotros llevamos seis meses estudiando mitología clásica y conocemos todos los mitos y personajes relacionados con el ciclo troyano. Nosotros hemos venido aquí a vivir los mitos, no a cambiar la Historia. Vosotros vais a ser testigos de excepción de que la Historia de Grecia la empezaron a escribir todos estos personajes que la tradición cultural ha convertido en héroes. De cualquier forma, durante estos tres meses os vais a dar cuenta también de que muchas de las leyendas que habéis estudiado no sucedieron como las aprendisteis. Por eso da igual que sea Héctor o Paris quien rapte a Helena. Veréis cómo al regresar a casa no habrán cambiado en absoluto los mitos. Porque cuando lleguemos al futuro, pase lo que pase durante estos tres meses, eso ya lo tendremos asumido. —Claro —concluí yo, que intuí por donde iba Hermes—, porque lo que nosotros ahora cambiemos del pasado, cuando estemos en el futuro, lo aprenderemos en el instituto como si hubiera realmente ocurrido así. —Eso es —prosiguió Hermes—. Yo he viajado cuatro veces a Troya. Cinco con ésta. Pero cuando regreso al futuro, cuando atravieso el espejo de regreso, es como si un Hermenegildo diferente volviera a casa. No soy consciente de lo que ha pasado, es decir, sí lo soy, pero sucede que eso que ha cambiado durante el viaje de alguna manera ya lo había aprendido cuando estudié también en la escuela. Cuando era un canijo como ustedes. Todos miramos a Hermes ciertamente ofendidos. Él no era precisamente un modelo de belleza por el que los escultores se pelearían para inmortalizar su careto. —No lo entiendo —dijo Héctor, obviamente.

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—Vamos a ver, cariño —trató de explicarle Helena colocando los brazos en una postura muy parecida a las asas de un jarrón de figuras geométricas que estaba junto al altar de Febo Apolo—. Tú sabes que Paris raptó a Helena, ¿verdad? —Sí. —Pues imagínate que nosotros dos, ahora que estamos aquí en Troya, hacemos algo, que lo dudo, y cambiamos la leyenda y, en vez de Paris raptar a Helena, es Héctor quien rapta a Helena, que lo dudo. ¿Lo vas cogiendo? —Creo que sí —contestó Héctor en actitud simiesca, mientras se rascaba la cabeza con el dedo índice de la mano derecha. —Pues vale —intenté concluir yo la explicación de Helena—. Cuando volvamos a casa, tú tendrás grabado, en ese cerebro de mosquito que tienes, que Héctor raptó a Helena, porque así te lo habrá enseñado Hermes en su clase de Cultura Clásica antes de hacer el viaje. —Y, entonces, no te parecerá, cacho de carne con patas —apuntilló Dafne—, que algo haya cambiado en la leyenda. —Vale, está bien, lo cojo —concluyó Héctor sin molestarse un ápice por nuestros insultos, pues no estaba a la altura de comprender nuestras adjetivaciones. —En resumen… —trató Hermes de poner fin al debate filosófico sobre la naturaleza del hecho histórico— debemos actuar conforme al conocimiento de los hechos que tenemos sobre esta época. Eso es lo que realmente nos convierte en dioses. Para la gente de esta época somos dioses porque sabemos lo que les va a ocurrir. Aquellas palabras de Hermes se me quedaron grabadas para siempre. Tenía toda la razón, aunque no se lo manifesté públicamente para que no se consintiera más de lo que ya estaba en su papel de mensajero de los dioses. El conocimiento de los hechos, el saber, es el arma más poderosa que puede tener el ser humano, por encima incluso del dinero y las riquezas. —Eso es lo que en Homero se conoce con el nombre de Destino —concluyó Héctor con cierto retintín en la voz y todos nos quedamos con la boca abierta. —Vaya, hombre —dijo Helena, que se había puesto colorada como el penacho del guardián que llegaba en ese preciso momento a la sala, arrastrando tras su estela a otro personaje, más anciano, que debía ser el rey Príamo—, menos mal que se te ha pegado algo bueno. El dúo mitológico se acercó a nosotros y Hermes nos hizo una señal con la cabeza para que nos levantáremos, al tiempo que se llevaba el dedo índice a los labios para sugerirnos silencio. Príamo se adelantó y, bajando la cabeza en una postura de sumisión total, le dijo a Hermes: —Bienvenido seas, Hermes, el de los pies alados, y bienvenidos sean tus jóvenes acompañantes. Príamo giró la cabeza hacia nosotros y se quedó mirando a Héctor durante un instante como si lo conociera de algo. Luego volvió a bajar la cabeza para dirigirse a Hermes: —Me ha dicho mi súbdito que traes un mensaje de nuestro padre Zeus, portador de la égida. Aquel Príamo se parecía mucho al Príamo de las leyendas, no sólo físicamente — un hombre más o menos anciano, pero que conservaba cierta robustez atlética que evocaba un antiguo pasado heroico en el frente de batalla—, sino también en su forma de hablar. Parecía un personaje extraído de la Iliada de Homero, un personaje que se había aprendido su guión a la perfección. Incluso aquel epíteto de Zeus (portador de la égida) aparecía en la obra de Homero.

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—Así es, Príamo, hijo de Laomedonte, soberano de Troya, la criadora de caballos —Hermes no le iba a la zaga a Príamo en el manejo del epíteto—. Te traigo un mensaje del gran padre Zeus, que todo lo ve. Este último epíteto no recuerdo bien si viene en Homero o se lo había sacado Hermes de la manga. —¿Y a qué debo tal honor? —Respondió Príamo. —El gran padre Zeus me ha enviado para que acojas en tu reino a estos jóvenes dioses que vienen a conocer Troya y sus alrededores. Te ruega que les prestes todas las comodidades a tu alcance durante el tiempo que estén en la ciudad. Así mismo me ha pedido que, en fecha no muy lejana, equipes una velera nave que nos conducirá en embajada hacia la tierra de Pélope, a la patria del Atrida, rey de hombres, porque ya ha llegado el momento de que griegos y troyanos firmen la paz. Mientras oía hablar a Hermes de aquella manera tan aparatosa y rimbombante, creí entender lo que pretendía nuestro profesor de Cultura Clásica con aquel supuesto mensaje de Zeus. Su intención era llevarnos a Micenas, ciudad del Peloponeso (la tierra de Pélope) donde se encontraba el palacio de Agamenón (el Atrida), general en jefe de los ejércitos griegos (rey de hombres) en la expedición que marchó a la guerra de Troya. El itinerario de nuestro viaje estaba claro, cosa que luego discutimos cuando Príamo se hubo marchado y nos quedamos de nuevo a solas en aquel magnífico salón presidido por la colosal efigie de Febo Apolo. Estaríamos unas semanas en Troya y luego partiríamos en barco hacia el Peloponeso, donde conoceríamos Esparta, Micenas y Olimpia (cuna de los famosos juegos atléticos), entre otras ciudades. El viaje en barco hacia el Peloponeso nos llevaría cuatro o cinco días, en caso de que el viento nos fuera favorable. Después de la visita al Peloponeso, regresaríamos a Troya para coger de nuevo el espejo de regreso a casa. No había tiempo para más. Me hubiera gustado subir hacia el norte y cruzar el istmo de Corinto para visitar Atenas, pero caí en la cuenta de que en aquella época Atenas no era todavía la capital cultural y artística que sería en el siglo V a.C. Me hubiera gustado contemplar la majestuosidad del Partenón antes de que se convirtiera en ruinas. Pero no era cronológicamente posible. A lo sumo hubiera conocido a Teseo, el héroe que cruzó el Egeo hacia Creta para conocer a Ariadna y matar al Minotauro. Pero no había tiempo para tanto mito. En verano se abriría de nuevo el pasaje del espejo y deberíamos volver a casa. Ese era el libro de ruta que los Hermenautas teníamos previsto para este viaje. Sin embargo, nuestros planes cambiarían mientras navegábamos hacia el Peloponeso. —Por cierto, Hermes —le pregunté a nuestro divino profesor mientras caminábamos hacia nuestras habitaciones después de repasar nuestro itinerario en aquella época—, ¿se puede saber quién es ese Zeus que te ha enviado con el mensaje? —En realidad da igual quién es Zeus, si existe Zeus o no. Es tan sólo una frase hecha, como muchas veces aparece en los textos épicos. Para los nativos existe y es el padre de todos los dioses. Yo no lo conozco en persona, nunca lo he visto. En un viaje anterior, alguien me dijo una vez que era un tipo que había venido de la misma época que Apolo y que se había traído con él varios artefactos de su época con el que controla a los humanos. Hay quien dice que el rayo con el que fulmina a los mortales no es más que un arma de fuego propia de su época, una especie de pistola láser. Dicen que vive en una especie de palacio (o, más bien, guarida) en lo alto del Monte Olimpo, desde donde vigila a los mortales. No me extrañaría nada que tuviera algún sistema de seguimiento que desconocemos, al estilo de los GPS de nuestra época. Algunos cuentan que entre Zeus y Apolo existe una antigua (o futura, según se mire) enemistad que se originó en la época de la que proceden.

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Después de haber oído todas esas historias que Hermes nos había contado acerca de la verdadera identidad de los dioses, todo el conjunto de los mitos me estaban empezando a resultar un fraude. Aunque en realidad daba lo mismo, pues, salvo para algunas personas de nuestra época con cierta sensibilidad, eso era precisamente lo que representaban los mitos: un fraude de la Historia.

El rey Príamo nos alojó en unas habitaciones para invitados que superaban con creces en comodidad a las suites más caras del hotel más caro del mundo que, dicho sea de paso, no tengo ni idea de dónde se encuentra. Obviamente aquellas habitaciones no disponían de televisión, antena parabólica y todas esas chorradas tecnológicas que el ser humano considera comodidades. Héctor, por ejemplo, echaba de menos su playstation, aunque pudo aplacar el vicio echando unas partiditas a los juegos de moda de nuestra época en el ordenata portátil de Ulises. Sin embargo, tumbada en aquella habitación de superlujo artístico que me había tocado compartir con la poco habladora Diana, empezaba a experimentar algo cercano al placer divino. Me empezaba a sentir como una diosa. Estábamos rodeadas de todo tipo de riquezas. El mobiliario estaba fabricado con suntuosos materiales como el oro, el mármol, el marfil… A eso se añadía la seda de las cortinas y las pieles de animales que cubrían las camas como edredones salvajes. Hasta la piedra de las paredes segregaba ya ese valor incalculable de reliquia arqueológica que sin duda tendrían estos muros cuando este mismo palacio fuera descubierto, ya en ruinas, por Schliemann en el siglo XIX de nuestra era. Aquel placer que estaba yo experimentando, tumbada boca arriba sobre lo que parecía la piel de un oso, era algo así como el placer estético por excelencia que, como acabo de decir, debe ser un placer sólo al alcance de los dioses. Después de ponernos cómodos en nuestros reales aposentos, quedamos de nuevo con Hermes en la sala de recepciones presidida por Febo Apolo para planear la estrategia que íbamos a seguir en adelante y repasar el cometido que cada uno tendría en esta aventura, como así lo habíamos previsto unos meses antes durante la preparación del viaje en nuestras clases de Cultura Clásica. —Sobre todo tengan en cuenta —nos advirtió Hermes— que podemos encontrarnos con otros viajeros del tiempo como nosotros. Por los datos que he podido recabar en mis anteriores viajes, existe más de un espejo. No me pregunten a quien pertenecen porque no tengo ni idea. Sólo sé que esos espejos están repartidos por diferentes lugares del planeta y en épocas históricas diferentes. Todos esos espejos están conectados al espejo de Casandra. El conocimiento de la existencia de otros espejos nos serviría para futuros viajes en el tiempo, una vez que resolvimos el enigma del código secreto de Apolo y, con ello, el funcionamiento del mecanismo de programación. —Muchos de esos viajeros del futuro se han establecido en esta época —continuó Hermes—. Así que no les extrañe si nos encontramos con otros dioses en nuestro camino. Muchos se han aprovechado del desarrollo científico de su época de origen para ejercer de magos, adivinos, alquimistas, dioses que todo lo saben y pueden. —O sea, que de dioses nada —concluyó Dafne—. En esta época lo que hay son un puñado de listillos aprovechándose de la situación. —Más o menos —le respondió Hermes. —Joder —interrumpió Er Dioni con una sonrisita malévola en la boca—, entonces va a resultar que no es casualidad que el dios del vino y de la fiesta se llame Dionisio.

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Er Dioni había encontrado un paralelismo entre él mismo y Dionisio, dios del vino, al que la Mitología Clásica le había otorgado la reputación de promotor de borracheras. —No es casualidad que el dios de la fiesta se llame Dionisio —precisó Hermes, que captó por donde iban los tiros de Er Dioni—, siempre y cuando Dionisio no tome vino. Te recuerdo que eres menor de edad y que por muy Dionisio que te llames no te voy a permitir que bebas alcohol. —Joder, Hermes, eres un plasta. Y qué pretendes que beba… ¿Agua? Si ni siquiera en esta época se ha inventado la Coca Cola. —Toma un hidromiel que es el refresco de moda por estos lares. Y si no, zumo de frutas. De esta forma, Er Dioni vio truncadas sus expectativas de convertirse, con todas las de la ley divina, en el dios del jolgorio y las merluzas. Los demás Hermenautas rumiamos también en silencio las expectativas que prometían nuestros nombres.

Pasamos una semana en el Palacio de Príamo ejerciendo de divinidades por aquel recinto y sus aledaños. Conocimos a la familia real de Príamo: a su segunda esposa, Hécuba, y a sus hijos Héctor, el primogénito; Paris, Creúsa, Laódice, Polixena, Casandra, la guardiana del espejo; y otros retoños más que sobrepasaban la veintena. Si a eso añadimos los hijos que Príamo había tenido con sus concubinas, la lista se hacía interminable. Por lo que se ve, los sistemas de prevención de embarazos en la Antigüedad brillaban por su ausencia, sobre todo porque, teniendo la pasta que tenía Príamo, daba igual los hijos que tuvieras que alimentar. Ulises había consultado en su base de datos del portátil que a Príamo se le atribuían unos cincuenta hijos. —Por ejemplo, Apolodoro, —leyó Ulises de la pantalla—, gramático ateniense del siglo III a.C., le reconoce cuarenta y siete. Pero después de las semanas que pasamos en palacio, puedo afirmar, sin riesgo a equivocarme, que los hijos de Príamo sobrepasaban la centena. Y eso que nos marchamos. Porque, si no, a día de hoy estaríamos conociendo todavía retoños de Príamo. Nos topábamos con hijos de Príamo por cualquier rincón. De todos los tamaños y edades. Aquel palacio parecía el gran hotel de los hijos del rey de Troya. El tal Príamo era un semental. También nos sucedieron algunas anécdotas dignas de relato durante los días de estancia en palacio. Príamo había cogido una fijación especial por nuestro compañero Héctor que, según el rey de Troya, le recordaba mucho a su propio hijo cuando era un infante. Tuvimos la ocasión de conocer al Héctor legendario y puedo decirles que el parecido entre ellos dos era asombroso. —¡Qué desgracia mitológica! —exclamó más de un Hermenauta al cotejar aquellas dos gotas de agua. Príamo empezó a pregonar por palacio que su hijo Héctor había sido creado a semejanza de aquel basto dios procedente del futuro que era nuestro compañero Héctor. Bueno, no lo dijo exactamente así. Lo de ―basto dios‖ fue de mi cosecha. Otra de las anécdotas provocó que yo interviniera en mi papel de diosa todopoderosa. Durante algunos días, Paris estuvo colgado de nuestra compañera Helena, a la cual seguía a todas partes. Hasta ese punto la leyenda no hubiera sufrido cambios (Paris se enamoró de una tal Helena), pero hubiera llevado al traste el origen de la Guerra de Troya. Helena zanjó el indicio de romance de forma expeditiva: ejerciendo de

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adivina, una especie de Pitia, como la médium que pronosticaba oráculos en el santuario de Delfos, a la cual conoceríamos también durante el viaje. —La Helena de la que te tienes que enamorar no soy yo, mísero mortal —le dijo Helena. Todo el mundo en aquel lugar había empezado a cogerle el tranquillo al lenguaje homérico, especialmente a los epítetos—. Está cercano el día en que conocerás a una mujer, de extremada belleza, de nombre también Helena, de la cual te enamorarás perdidamente. Esta mujer es griega y vive en Esparta. —Eso es imposible, divina Helena —le contestó Paris—. Sé quien es esa tal Helena, hija de Zeus y Leda. Es una mujer casada, esposa de Menelao, y, por lo tanto, no es carne de mi devoción. La conocí en las bodas de Tetis y Peleo, en las que fui elegido para formar parte de un jurado en un concurso de belleza. No es tan bella, como proclamas, la hija de Zeus y Leda. Además, los griegos son nuestros enemigos. El afán conquistador de los Atridas es de gran popularidad en todo el Egeo, como es popular también que aspiran a anexionarse Troya. Llevamos varios años guerreando con ellos por esta causa. La cosa se estaba poniendo fea. Helena no le gustaba al remilgado de Paris. La leyenda del origen de la Guerra de Troya estaba en peligro, aunque no la guerra en sí, por lo que había dicho Paris acerca de los generales griegos y sus deseos imperialistas. Sin embargo, no sé por qué me marqué como objetivo personal de aquel viaje que Paris se enamorara de la verdadera Helena, hija de Zeus y Leda. Esa era mi intención al principio. Al menos haría algo para que se propagara esa noticia. Soy una persona muy romántica (y obstinada) y me gusta que se conserven determinadas tradiciones, especialmente las literarias. No sé cómo iba a conseguir que Paris se enamorara de Helena, pero no me marcharía a casa sin dejar zanjada la verdadera causa de la Guerra de Troya: el rapto de Helena por parte del príncipe Paris. Desde aquel momento, me propuse actuar como una verdadera diosa.

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Los alrededores de Troya

Después de una semana en palacio, cruzamos los muros de la ciudad con el fin de conocer los alrededores antes de nuestro embarque hacia el Peloponeso. No habíamos venido de viaje al pasado para quedarnos metidos en un palacio, por muy cómodo y maravilloso que éste fuera. Recogimos nuestros divinos bártulos y Hermes habló con Príamo para decirle que estaríamos una semana fuera. Al comienzo de la siguiente, debía tener preparada la velera nave para transportarnos a la tierra de Pélope. Del mismo modo debería estar preparada la embajada que, en son de paz, debería acompañarnos para pactar con los griegos. Príamo no puso objeción alguna y le aseguró a Hermes que todo estaría dispuesto para entonces. Dejamos atrás las puertas del palacio de Príamo y nos aventuramos por los rincones de Troya. Nada más salir por las puertas, Hermes sacó de su mochila un estrafalario sombrero de ala ancha y todos nos echamos a reír. —¿De dónde sacaste esa pamela, Hermes? —se burlaba Er Dioni mientras él sacaba de su mochila una gorra con el logotipo de algún equipo de fútbol de moda en nuestra época. —Muy gracioso. Pero éste no es un sombrero cualquiera —rectificó Hermes—. Se trata de una reproducción exacta del famoso pétasos, el sombrero que distinguía al mensajero de los dioses. Nuestro profe de Cultura Clásica estaba en todo. Efectivamente, el pétasos era un sombrero de ala ancha con que la simbología tradicional distinguía a Hermes, junto a otros atributos como las sandalias aladas y el caduceo, una vara con una pareja de serpientes entrelazadas y mirándose a la cara, que serviría también de símbolo en el futuro a la medicina moderna. —Joder, Hermes —le dije yo—. Sólo te faltan las alitas en los pies. —¿Y qué te crees que son estas Nike Air Jordan? —Hermes se levantó la pernera del pantalón y nos mostró un lustroso modelo de zapatillas que había sido diseñado por el famoso jugador de baloncesto de la NBA. También Hermes, en sus años mozos, había sido jugador, aunque no de la talla del héroe de Chicago Bulls— Con estas zapatillas vuelo hasta rincones insospechados. —Venga ya… —dijo alguien incrédulamente y empezamos a caminar. En un primer momento, nos encontramos con un grupo de inmuebles de una magnitud artística semejante a la del palacio de Príamo. Eran edificios más pequeños que debían pertenecer a los miembros de la nobleza troyana, construcciones bien cuidadas que destacaban por la policromía de sus fachadas y capiteles que combinaban armoniosamente los colores del arco iris. La imagen que nosotros teníamos de las construcciones de esta época y de la Época Clásica era otra: edificios sin color, desvaídos por el paso del tiempo y semiderruidos por el paso del hombre, de un aspecto que ponía en entredicho el esplendor del Arte Antiguo. Como el Partenón de Atenas. 29

Sin embargo, aquellos palacetes o chalets troyanos nos devolvieron la imagen de envergadura que cabía esperar de una civilización que había sido precursora de tantísimos elementos arquitectónicos que todavía en nuestra época se seguían utilizando por los arquitectos de turno. Los palacetes troyanos incluían su zona verde, bien ajardinada y cuidada por los correspondientes floricultores, que debían ser esclavos arrebatados a algún país vecino —como era costumbre entre civilizaciones guerreras— o bien algún desdichado que había contraído el mal de la esclavitud a causa de las deudas. El palacio de Príamo estaba situado en lo alto de la colina, que debía ser el cerro de Hissarlik en el que Schlimann excavaría varios milenios más tarde. A medida que avanzábamos, las calzadas de piedras bien alineadas se iban bifurcando sucesivamente dando lugar a un reticular entramado de calles, un recorrido laberíntico que comunicaba toda aquella zona residencial de los ricos troyanos con el palacio de Príamo. En aquel lugar ―todos los caminos conducían al palacio de Príamo‖, expresión que unos siglos más tarde pondrían de moda los Romanos con sus pétreas autopistas que recorrían el esqueleto de todo su Imperio comunicándolo con la gran capital, en donde residían los césares. Continuamos el descenso de la colina por una calzada principal por donde deambulaba la gente y carros con todo tipo de mercancías que subían y bajaban aquella colina en dirección a las casas de los ricos, carros tirados por bueyes que progresaban a duras penas por aquellas pendientes, humillando la cabeza por el esfuerzo y con las bocas abiertas y llenas de babas que se descolgaban reclamando un descanso o el sacrificio de una hecatombe. Al final de aquella vía principal nos topamos con una muralla. Aquellos debían ser los famosos muros de Troya que habían mantenido a raya a los griegos durante la Gran Guerra. Así se lo hice ver a Hermes, pero éste nos advirtió: —No adelantemos acontecimientos y esperad a ver lo que hay detrás de estos muros. Después se dirigió a un grupo de soldados que vigilaban dos ciclópeos portalones que nos impedían el paso. —Abrid las puertas, lacayos, y franquead el paso a esta divina comitiva. —Así sea, soberano Hermes, guardián de los caminos. A nuestro profesor de Cultura Clásica lo conocía todo el mundo en Troya. A saber lo que Hermes había hecho en sus anteriores viajes para haberse granjeado esa fama entre los nativos. Aquel epíteto de ―guardián de los caminos‖ le venía a Hermes por su condición de mensajero de los dioses, que además lo convertía en dios del comercio y de los ladrones, según la mitología al uso. Algunas de estas facetas ocultas de Hermes las descubriríamos más adelante. Al cruzar las puertas de lo que nosotros pensamos que eran los muros de Troya, nos encontramos con un espectáculo muy diferente al que acabábamos de presenciar en aquella zona residencial de los ricos troyanos. Los portalones se cerraron tras nosotros con un golpe seco que nos hizo despertar del sueño de lujo y esplendor en que habíamos vivido las últimas semanas. Miramos colina abajo y lo que presenciamos fue otro mundo diferente al que habíamos dejado a nuestras espaldas. Nos encontramos con otra ciudad diferente: la ciudad del pueblo raso, la ciudad de la pobreza y del hambre.

Las calles y callejuelas, que atravesaban aquella otra ciudad de parte a parte, se me antojaron un complicado sistema circulatorio de venas y arterias, principales y secundarias. Pero se trataba del sistema circulatorio de un ser que estaba al borde de la agonía. Aquello era como un complicado laberinto en donde el más astuto minotauro

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hubiera muerto de inanición por la complicación que entrañaba encontrar víctimas para una comida decente. Las calles de Troya me recordaron un documental sobre Marruecos que habíamos visto en Sociales unos días antes de nuestro viaje, aquellas callejuelas sucias del centro de Rabat cercanas al Gran Zoco. Las calles de Troya estaban cubiertas por la arena procedente de algún desierto cercano y por la mugre de unos desgraciados que se apiñaban en aquellas casas como sardinas en lata. En contraste con los materiales nobles con que había sido construido el palacio de Príamo y sus aledaños, las casas de cantos rodados y adobe roñoso en que vivía la gente del pueblo raso me convencieron de que en el mundo tiene que haber mucha gente pobre para que haya un puñado de ricos. —Joder, esto está apestando —dijimos casi todos a la vez, como si fuéramos el coro de una tragedia griega que se queja al actor principal de la falta de higiene de la ciudad en que se desarrolla la trama dramática. El actor principal era Hermes y, mientras avanzábamos por una de aquellas callejuelas sucias con las narices trincadas con la pinza del pulgar y del índice, nos respondió: —Aquí la gente tira la basura y toda clase de desperdicios a la calle. No se cortan un pelo. Esto no es el palacio de Príamo, muchachos. No existen las cloacas, que es un invento de los romanos, como ya sabéis. Y la gente no tiene la costumbre de bañarse ni de usar desodorante. Al menos entre el pueblo llano. El concepto de higiene en las civilizaciones antiguas es muy diferente al nuestro. —¡Y tanto! —respondí yo con una voz que me salió gangosa porque no me había quitado los dedos de la nariz—. Esta gente no tiene concepto ninguno de higiene. —Y que lo digas —añadió la pija de Helena que había pisado algún tipo de excremento—. Esta gente se caga y se mea en la misma calle. —Todo es cuestión de acostumbrarse —aseguró Hermes—. ¿Vosotros veis acaso que yo me tape la nariz? De viajes anteriores, Hermes parecía tener ya las narices acostumbradas a la penetrante fragancia de la mugre. Dafne, previsora, había sacado una mascarilla de su mochila y se la había colocado como si se dispusiera a realizarle la autopsia a cualquiera de aquellos transeúntes que apestaba a cadáver. —Hay que estar preparada para todo, colegas —sentenció Dafne—. Si fuerais conscientes de la verdadera Historia de la Humanidad, la que ha escrito el pueblo con su sudor y sus meados —dijo mientras tratábamos de cruzar una especie de corriente de agua que bajaba por la calle principal. Aquella corriente no procedía precisamente de un manantial—, vendríais preparados como yo. En los libros de Historia convencionales no se explican estas cosas. Mucha fechita y mucho nombre propio, pero del día a día nadie habla. Dafne tenía razón: en los libros de Historia la gente no comía ni bebía ni hacía sus necesidades. En los libros no salían estas cosas que nosotros estábamos viviendo a ras de la calle. Estábamos siendo testigos de una historia diferente, una historia popular y bastante underground. La historia de los bajos fondos de la Historia. Con nuestra preocupación por la contaminación ambiental, no habíamos caído en la cuenta de que la gente del lugar nos miraba de forma rara y se apartaba a nuestro paso mientras nos señalaban con el dedo. Algunos cuchicheaban por lo bajo, asombrados quizás por nuestro atuendo que nos marcaba como extranjeros, quién sabe si como dioses. La mayoría de nosotros llevaba pantalones vaqueros. Aquella gente no sabía lo que era un pantalón, mucho menos un vaquero, prenda de uso diario en otras latitudes y épocas. Entre la vestimenta de los nativos troyanos dominaba la falda de varios tamaños

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y colores, tanto para mujeres como para hombres. Algunos llevaban una especie de calzón corto que me recordó los graciosos calzoncillos largos de mi bisabuelo. —Aquí la moda es la sábana entubada —dijo Er Dioni echándose a reír— y las sandalias de pescador. Los demás nos reímos también. Resultaba chocante ver a toda aquella gente por las calles vestida de esa manera, con sus trajes, sus faldas y sus túnicas de colores, como si acudieran todos a una fiesta de disfraces. —No seáis brutos —nos amonestó Hermes— y tratad de pasar desapercibidos. Se supone que somos dioses. Eso nos obliga a estar por encima de la gente común y evitar cualquier relación o contacto. Así que nada de llamar la atención, si no es estrictamente necesario. —¿La gente nos ve como tales dioses? —pregunté yo. —Sí, tenlo por seguro, Frod —nos aseguró Hermes— ¿O acaso crees que la gente normal se teñiría la cabeza de colorines y tendría ese mal gusto para combinar el cuero con la lycra? Esto último lo dijo señalando con la barbilla a Dafne que tenía el pelo de color púrpura y era muy original vistiendo dentro de su estilo étnico multicultural. —Así que nada de interactuar con el populacho —insistió. No sé si Hermes hablaba en serio en lo de que éramos dioses o simplemente lo decía para que no traspasáramos los estrictos límites de la observación antropológica. Sin embargo, yo estaba decidida a intervenir de forma más activa en mi papel de diosa. No me iba a quedar con los brazos cruzados ante la posibilidad de hacer lo que me diera la gana sin temor a represalias. De modo que determiné realizar una pequeña prueba de campo con uno de aquellos sucios cobayas que pululaban por las calles de la Troya mugrienta. Habíamos llegado a un espacio abierto que tenía toda la pinta de ser la plaza principal. Hasta aquel amplio rellano descendían numerosas callejuelas y el perímetro de la plaza estaba abarrotado con todo tipo de tenderetes y puestos ambulantes en los que se vendían productos de lo más variopinto. Aquello era una especie de desvencijado hipermercado a la intemperie. Había de todo: frutería, pescadería, carnicería, dulcería, puestos de especias y víveres varios, y otros con lo último en moda troyana, y hasta una fragua o ferretería en la que se podían afilar los cuchillos o adquirir una espada de bronce para luchar contra el infiel griego. Yo llevaba trabado en la cintura mi discman con un cederrón pirata que me había bajado de Internet para la ocasión, en el cual había recopilado casi una centena de baladas de la historia del pop-rock en formato mp3. Busqué en el menú del discman una cosita suave y hortera de Michael Bolton (¡qué cosas escuchaba una en su juventud!), ideal para no iniciados al pop meloso, y se la enchufé en los oídos a una troyana que estaba frente a uno de aquellos cochambrosos quioscos comprobando con el dedo gordo la madurez de un tipo de fruta que no supe reconocer. La reacción de la señora fue inesperada. Al principio se asustó un poco por aquello de entrar sin avisar, pero en cuanto me reconoció (de la forma que me miró me pareció que nos conocíamos de toda la vida), se dejó llevar como el tímido ternero lechal que acepta con indiferencia su destino en el altar del sacrificio. Le trabé como pude el discman en la cintura y le puse el volumen a la mitad y dejé que la señora oyera aquella balada en la intimidad de los auriculares. Al punto cerró los ojos como dejándose llevar por las melosas palabras del rubio cantante americano de melena larga y rizada como una cabellera griega. La mujer empezó a mover la cabeza, arriba y abajo, como asintiendo. Daba la impresión de que entendía todo lo que Michael Bolton le estaba diciendo en aquella canción en lengua desconocida. Al movimiento de cabeza se fue añadiendo paulatinamente el del resto del cuerpo, empezando por los hombros y

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bajando hasta la pelvis que movía con la sensualidad de una bailarina oriental. La mujer se movía como si un espíritu melódico la llevara en volandas, flotando en una nube armoniosa de fusas y semifusas. Con los ojos cerrados, empezó a desplazarse por toda la plaza como si siguiera un itinerario previamente establecido. La gente se apartaba ante el prodigio de aquel fenómeno provocado por mi discman, que causaba el mismo efecto que el cinturón mágico de Afrodita, que nubla el sentido. Aquella mujer estaba completamente poseída por el espíritu de la música, que para los nativos de esta época estaba representado por una musa, hija de Zeus, llamada Euterpe. ¿Quién le iba a decir a Michael Bolton que sus babosas baladas iban a causar aquellos estragos en una mujer casi cuatro mil años más vieja que él? En su bailar sin norte, la mujer regresó de nuevo al punto de partida coincidiendo casi con el final de la pista musical. Le quité de inmediato los cascos antes de que empezara la pista siguiente, no fuera que un nuevo hechizo sonoro le hiciera perder la razón por completo. La mujer se tiró a mis pies suplicándome más. Hermes, mientras tanto, me miraba con cara de pocos amigos. Había contravenido sus órdenes. Traté de arreglarlo un poco dirigiéndome a la mujer de la siguiente forma: —Oh mortal troyana, lo que acabas de oír es una divina melodía suscitada por este cinturón mágico que hechiza de amor a quien lo escucha. Ve y busca por las calles de Troya a un hombre de cabellera rubia de quien te enamorarás perdidamente y con el cual habrás de vivir el resto de tus días. Y di a quien te pregunte que este cinturón musical pertenece a la divina Afrodita. Mis palabras sonaron un poco sobreactuadas (a mi entender), pero debieron resultar eficaces porque al punto la mujer se levantó y, tras besarme los anillos de fantasía que engalanaban los dedos de mis manos, se perdió por una de aquellas callejuelas inmundas en busca de sabe Dios qué. Mis compañeros me miraban tratando de aguantar la risa. Hermes me miraba tratando de aguantar la bronca que, no obstante, me echaría más tarde. Y, mientras nos marchábamos de aquel lugar, la gente también me miraba y pude oír, incluso, que algunos repetían en voz baja el nombre de Afrodita. Me acababa de convertir en una diosa de tomo y lomo.

Seguimos descendiendo por aquella colina interminable y nos volvimos a topar con una nueva muralla, mayor y más sólida que la que protegía la ciudadela de Príamo y sus aristócratas secuaces. Una vez más Hermes actuó de salvoconducto para franquear aquellos muros. Incluso uno de los soldados le picó el ojo a Hermes, que se ruborizó. No le dimos mayor importancia al detalle. Tampoco Hermes dijo nada acerca de aquel súbito acaloramiento. Al otro lado de las murallas se extendía una amplia llanura poblada de vegetación baja, al final de la cual se atisbaba el Mediterráneo. Sin embargo, a los pies de la muralla, descubrimos primero un gran foso de piedra que debía tener una profundidad de diez metros. —Ahora me explico por qué los griegos tardaron tanto en conquistar la ciudad — comenté en voz alta una vez que atravesamos el foso a través de una rampa y volví la vista atrás. Desde aquella perspectiva, el palacio de Príamo se alzaba en lo más alto de la colina como una fortaleza invulnerable. Cualquier ejército que pretendiera llegar hasta el palacio real debía, en primer lugar, atravesar aquel foso, bien custodiado por una guarnición de soldados que se apostaba en lo alto de las murallas. Al mismo tiempo debía evitar la lluvia de flechas procedentes de los arqueros que se apostaban también

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en ese primer muro y a lo largo de la primera ciudad en torres construidas al efecto. La ubicación de Troya en aquella colina era determinante para su defensa. De superar la primera fase del asedio, el afortunado ejército debía ascender por las sucias calles, llenas de recovecos y callejones (y de mugre), ideales para una emboscada. Tras sortear este segundo obstáculo, el ejército superviviente tendría que afrontar un segundo asedio a la ciudadela de Príamo, cuyos ciclópeos muros presentaban una defensa similar o mayor (era la ciudadela de los ricos) a la de la primera muralla. Discutimos el asunto durante un breve descanso que nos tomamos antes de seguir avanzando hasta la costa. Llegamos a la conclusión de que aquella ciudad era prácticamente inexpugnable, una verdadera utopía militar. Ningún ejército con los antiguos medios de combate sería capaz de superar aquellos muros. Ni en diez años, como los griegos de la leyenda, ni en diez siglos. El asunto del caballo de Troya cobraba especial relevancia en el devenir de la guerra. ¿Habían sido los griegos tan astutos? ¿Y los troyanos, tan torpes? ¿En verdad existió el caballo? Tuve la ocasión de comprobarlo, pero no en aquel viaje. Hace poco fui testigo de la ruina de Troya. Pero ése no es el tema de este primer viaje de los Hermenautas. Lo dejaremos para otra ocasión.

Después del descanso nos dirigimos hacia la costa en busca de la playa que en un tiempo indeterminado sería testigo de uno de los mayores desembarcos bélicos de la Historia. En aquella playa de arena rubia y resplandeciente, las tropas griegas establecerían su campamento durante los diez años que se prolongó la guerra de Troya, hasta que a Ulises, rey de Ítaca, se le ocurrió la brillante idea del caballo. Pero nosotros habíamos llegado antes que los griegos e hicimos toma de posesión de aquella parte del litoral mediterráneo con la cual hubieran alucinado los empresarios turísticos de nuestra época. Me imaginé aquella playa rodeada de hoteles y plagada de guiris venidos de todas partes del mundo y al punto me arrepentí de mis pensamientos. No sé qué hubiera sido peor para el ecosistema de aquel lugar: si el desembarco de millares de soldados griegos sedientos de sangre o el desembarco de millares de turistas extranjeros sedientos de alcohol. Dejamos nuestras mochilas sobre la arena y ya nos disponíamos a desnudarnos para meter nuestros divinos cuerpos en las salobres aguas del Mediterráneo Oriental, cuando Hermes nos interrumpió. —Antes de nada vamos a montar el campamento. Esta noche nos quedaremos aquí. Se está haciendo un poco tarde. Elegimos para acampar el cobijo de una duna que nos protegía del viento, bastante fuerte en aquel lugar. Ulises aprovechó la ocasión para darnos el parte meteorológico echando mano de la base de datos que había elaborado con la colaboración de Er Dioni. Ambos se habían ocupado durante la planificación del viaje de recabar todo tipo de información acerca de la época a la que habíamos viajado. Sobre condiciones meteorológicas nos resumió lo siguiente: —Nos vamos a encontrar con el típico clima mediterráneo en primavera. No hay por qué preocuparse. Sin embargo, esta zona está a la entrada del Helesponto, el estrecho mar interior que comunica el Egeo con el Mar Negro. Este lugar es el punto de encuentro de diferentes corrientes de agua. Así que es normal que el mar esté un poco cabreado a veces. En cuanto al viento, suele ser de fuerte a muy fuerte. Ocurre lo mismo que con el mar. Estamos en una zona en la que Eolo, dios del viento, suele abrir el odre en que tiene encerrado a los vientos para que salgan todos juntos al recreo. Aunque el viento predominante es el viento del Nordeste.

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Mientras Ulises nos daba el parte meteorológico, con aquel ramalazo mitológico, montamos las casetas de campaña y desenrollamos los sacos de dormir. Sorteamos las casetas y esta vez me tocó dormir con Dafne. No me importó. Entre ella y yo existía cierto feeling. Cuando ya estábamos todos en bañador, dispuestos a sumergirnos en el mar como sirenas, vimos algo saliendo del agua. A primera vista, parecía una persona: tenía dos piernas y dos brazos y caminaba erguido, aunque algo petudo, tal vez por el esfuerzo que acababa de realizar en el medio líquido. Sin embargo, llevaba algo raro en la parte superior del cuerpo, una especie de tocado o careta que le cubría toda la cabeza hasta el rostro y le daba un aspecto batracio. Parecía un hombre-rana. Nos fijamos también en sus pies y vimos que lucía un par de aletas palmípedas. De inmediato traté de pensar en algún ser mitológico con el que comparar aquel extraño ser que se iba acercando cada vez más a nosotros. Se me ocurrió que podría tratarse de algún bicho marino de la amplia corte de Poseidón, el dios de los mares, una especie de tritón que había dejado el medio acuático para salir a dorar sus escamas al sol que, a aquellas horas del día, ya sólo calentaba tibiamente. Uno de los chicos temió por su integridad física y sacó el puñal de supervivencia de su mochila. Yo calmé a Rambo con un gesto, cuando me di cuenta de que aquel ser no tenía escamas y que las aletas eran de plástico. Además, al llegar a nuestra altura se quitó la careta de batracio y nos mostró una faz que se correspondía completamente con la de una raza humana. —Bienvenidos a Troya, extranjeros —nos saludó. El careto de aquel sujeto me resultó familiar. Se me parecía con alguien que había visto en la tele. Era un tipo flaco que debía rondar ya los cincuenta largos o los sesenta. En la cara, maltratada por el sol y el salitre, llevaba dibujadas las líneas de un mapa de los fondos marinos. Tenía la nariz aguileña y unos pequeños ojos azules. Sus extremidades me parecieron que estaban hechas con palillos de dientes, de tan flacas y frágiles que me resultaron. Aquel individuo tenía acento francés. —Por el atuendo, diría yo que proceden de finales del siglo XX —continuó después del saludo. Aquel individuo nos había auscultado concienzudamente a cada uno de nosotros para emitir aquel diagnóstico. Le miré a los ojos y en aquel preciso instante caí en la cuenta de con quien se me parecía. Aquel tipo era clavadito al comandante Cousteau, Jacques Cousteau, el de los documentales marinos que echaban por la tele. Su parecido era notable. Me encantaban los documentales de Cousteau, en casa tenía un lote de videos que mi padre había coleccionado religiosamente durante varios domingos con la compra de un periódico nacional. Me había empapado todos aquellos vídeos y había llorado como una loca cuando murió el viejo Cousteau, aunque ahora estaba allí frente a nosotros como si hubiera resucitado en forma de mito. Estuve a punto de preguntarle si él era el padre de la moderna Oceanografía, aquel viejo amable que nos había descubierto a muchos jóvenes los secretos de los fondos marinos y de sus habitantes, los animales provistos de agallas, como las que sobresalían de la careta batracia que ahora mantenía en una de sus manos. Sin embargo, me dio mosca preguntarle. No quería meter la pata y que mis compañeros pensaran que estaba alucinando. Lo que estaba claro es que el tipo no era de aquella época, por aquellos artilugios que llevaba encima y el traje de neopreno, color carne, que nos había pasado desapercibido al primer vistazo. Él mismo nos contó quién era y sus palabras confirmaron mis sospechas acerca de su identidad. —Procedo del siglo XX, como vosotros. Estoy realizando un estudio de la flora y fauna marinas de esta época para compararlo con el mismo hábitat tres mil años más tarde. Mi objetivo es tratar de confirmar la progresiva degradación de los fondos

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marinos por la acción del hombre a lo largo de la Historia. También intento confirmar la desaparición de numerosas especies animales y vegetales. Hermes le contó que nosotros estábamos en viaje de estudios, tratando de investigar acerca de la singularidad de los mitos. Hablamos del espejo de Casandra, la mágica placenta que nos había alumbrado a todos en esta época. —Perdonen, no me había presentado. Mi nombre es Nereo. Ulises, que todavía tenía el ordenata entre sus manos, consultó la base de datos. De alguna clase de Hermes, yo recordaba que Nereo era una divinidad marina que había tenido varias hijas que recibían el nombre de Nereidas. Después de consultar la base de datos, supimos que Nereo era un antiguo dios de los mares, anterior a Poseidón, que la mitología describía como un anciano de carácter afable, frente a Poseidón que era un ser irritable y colérico, instigador de tormentas y terremotos. Este Nereo tenía varios dones. Uno de esos dones era la videncia, la capacidad de ver el futuro. El otro don era la metamorfosis, la capacidad de cambiar de forma a placer. Yo no sé si el Nereo que teníamos frente a nosotros tenía aquellas virtudes de superhéroe. Algo de metamorfosis había habido en la transformación de sapo a ser humano que había sufrido al salir del agua. Y algo de metamorfosis había también en el hecho de que aquel ser se me pareciera al Comandante Jacques Cousteau. Tal vez sólo fuera el fruto de una alucinación y el tal Nereo estuviera ejerciendo sobre nosotros algún tipo de magia que nos hiciera rememorar personajes marinos anclados en nuestra memoria. Cada uno de nosotros estaría viendo a un personaje diferente y a mí me había tocado ver a Jacques Cousteau. No pregunté luego a mis compañeros para no resultar paranoica. Llevábamos apenas un par de semanas en Troya, pero los sucesos que habíamos vivido hasta el momento eran para volver loco a cualquiera. Sobre todo por la cantidad de información nueva acerca de cuestiones que yo ya creía irremplazables del disco duro de mi memoria. Nereo nos contó que había llegado al pasado a través de un espejo que se encontraba en California (Estados Unidos). Este espejo formaba parte de la colección de un rico magnate de la informática, amante de las antigüedades, que había ejercido de mecenas en numerosos proyectos de investigación de Nereo. Sin embargo, aquel tipo me seguía pareciendo clavadito a Cousteau. De nuevo estuve a punto de preguntárselo, pero desistí cuando dijo que tenía prisa y que se tenía que marchar para hacer un informe de lo que había contemplado bajo las azules aguas del Egeo, que ya empezaban a tomar una tonalidad violácea por el efecto de la puesta de sol. Nereo se marchó y nosotros metimos nuestros divinos culos en la orilla del mar. El agua estaba más fría de lo que pensábamos. Los pelos de las pantorrillas se me erizaron y me hicieron recordar que ya había llegado el fatídico momento de la depilación. Hasta las diosas criaban pelos.

Al día siguiente recogimos temprano el campamento y nos pusimos en marcha hacia el norte por la línea imaginaria del litoral, esa temblorosa raya dibujada en los mapas, la cual delimita las fronteras entre los dominios de Zeus y Poseidón. Nuestra intención era llegar al Estrecho de los Dardanelos en el que, según Hermes, nos aguardaba otra gran sorpresa. Aquel estrecho había sido motivo de variadas disputas a lo largo de la Historia de la Humanidad y, casi con seguridad, había sido el verdadero motivo de la guerra que enfrentaría a griegos y troyanos. Yo estaba allí, además, para intentar que pasara a la Historia de la Literatura el motivo romántico del rapto de Helena.

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—Este estrecho es muy goloso —nos aseguraba Hermes— porque controla el tráfico marítimo entre el Mediterráneo y el Mar Negro. Quien lo controle se puede forrar instalando una aduana que cobre impuestos a todo el que lo pretenda atravesar. Numerosas civilizaciones han organizado guerras por este estrecho. Por él han estado interesados desde los hititas a los turcos, pasando por el propio Alejandro Magno. Así que no les asombre que el imperio micénico de Agamenón trate de hacerse con el control. Este estrecho es un verdadero chollo. Nuestro peregrinar en busca de aquel chollo geográfico se convirtió casi en una odisea, adelantándonos al famoso viaje de Ulises, que también era conocido por el nombre de Odiseo. En la primera etapa de nuestro peregrinar hacia el norte nos dimos de bruces con Mr. Boreas. Daba la impresión de que Mr. Boreas no deseaba que llegáramos a nuestro destino en Los Dardanelos. Quizá tratara de impedir que descubriéramos algún tesoro oculto de su propiedad que se encontraba sumergido en el Helesponto o quién sabe si en las inhóspitas aguas del Mar Negro, infestadas de todo tipo de criaturas monstruosas según la mitología. La mitología griega tenía dioses para todo y Mr. Bóreas representaba al viento del norte, el más importante y dandy de los vientos mitológicos. Mr. Bóreas era un lord inglés (o griego) en medio de la Cámara de los Comunes de los vientos mitológicos. Mr. Bóreas tenía tres hermanos: Céfiro o viento del oeste, Noto o viento del sur, y Argesteo o viento del este. Estábamos rodeados por todas partes de mitología: Boreas, los Dardanelos, el Helesponto, todos aquellos nombres habían atravesado las barreras del tiempo y se habían instalado en nuestra cultura de origen, aunque mucha gente en el futuro lo ignoraba. Avanzábamos con cierta dificultad por la costa. Unas rachas fuertes de viento nos obligaban a parar y esperar el momento propicio para reanudar la marcha. Aprovechamos la ocasión para oxigenar los pulmones y tomar algún tentempié en forma de barrita energética. Al final sucumbimos a los empujones de Mr. Bóreas y decidimos cambiar la dirección de nuestra marcha y tomar rumbo nordeste, ligeramente hacia el interior del continente. Entonces Mr. Bóreas empezó a empujarnos por el costado izquierdo, como si el mundo se derrumbara de repente hacia la derecha, y obligó al pelotón a desplegarse en abanico según nos recomendó Diana: —En las carreras ciclistas hacen lo mismo cuando les da el viento de costado — explicó Diana con un ejemplo de Física Aplicada. Continuamos la marcha, dándonos frecuentes relevos en la cabeza del grupo para no acumular cansancio, como si fuéramos corredores escapados del Tour de Francia. Apenas unos kilómetros más tarde llegamos a los pies de un pequeño cerro —mucho más bajo que aquel en que se ubicaba Troya, pero con una pendiente bastante respetable— y decidimos subirlo para observar desde la cima el nuevo rumbo a tomar. Hermes no quería mostrarnos el camino. Aquello era una clase de orientación geográfica y nosotros debíamos ubicarnos por nuestra cuenta. Diana ejercía de guía. Le habíamos asignado el puesto por unanimidad porque era la especialista en Física y Matemáticas. —Desde la colina deberíamos otear ya el estrecho en dirección noroeste, porque nos hemos desviado algunos grados hacia el este —afirmó Diana consultando su brújula. Empezamos a escalar aquel cerro que tenía algunas rampas muy duras que nos obligaban a avanzar en zigzag. La mayoría íbamos ya con la lengua fuera. Habíamos superado con dificultad las barreras impuestas por Mr. Bóreas y ahora nos enfrentábamos al desnivel de aquella terrosa ladera con una deuda de ácido láctico bastante importante en nuestras piernas. Para más inri, el firme no lo era tanto y a

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menudo nos resbalábamos y teníamos que afrontar de nuevo la misma etapa del ascenso, como si fuéramos Sísifo, ese individuo de la mitología que los dioses castigaron eternamente a subir y bajar una ladera para ir a buscar una roca que previamente había tirado. Durante la última parte de la ascensión empezamos a notar que el aire nos llegaba cargado de un olor sulfuroso y pesado que dificultaba aún más nuestra respiración. —Joder, Dioni, te has vuelto a cagar… —dijo alguien en cuanto nos llegaron los primeros efluvios. Er Dioni tenía fama de ser un tripafloja. Su habilidad para crear ventosidades era ejemplar. La gente que lo conocía no daba crédito a aquella destreza anal, más propia de un cuerpo en estado de descomposición. —¡Estás todo el día montado en un pedo, tío! —le dijo alguien que no acerté a reconocer entre aquel pestazo a huevo podrido. Daba la impresión de que en sus intestinos se había instalado algún adorador de Hefesto, dios de los volcanes, que había abierto su propia fragua para mostrar al mundo las ventajas (o inconvenientes) de la aromaterapia. —Yo no fui —Er Dioni se dio por ofendido. Si el responsable de aquel mal olor no era Er Dioni, entonces debía ser el mismísimo Mr. Bóreas, que a buen seguro había desayunado algo que no le había sentado demasiado bien: judías negras, huevos, beicon… lo típico de un lord de los vientos como él. —Dejen al chico, tranquilo —corrigió Hermes—. Arriba descubrirán de qué se trata. Llegamos a la parte alta del cerro y allí, efectivamente, descubrimos el origen de aquel pestazo que nos traía flojas las canillas. Abajo estaba la entrada al Estrecho de los Dardanelos, que recibía este nombre por Dárdano, un antepasado de los troyanos, pueblo que también era conocido, por esta razón, con el nombre de dardánidas.

Los mitos nos demuestran, entre otras cosas, que el paso del tiempo es inapelable y que los cambios de generación son muchas veces violentos. Los hijos suceden a sus padres o a sus maestros, muchas veces a la fuerza, porque las nuevas generaciones suelen traer consigo sus propias formas de ver las cosas, sus propias formas de vida, sus propias modas. Y, muchas veces, pretenden imponerlas como sea. En la mitología griega, Urano, dios del Cielo, fue castrado por su hijo Cronos y éste, a su vez, fue derrotado en una gran guerra llamada la Titanomaquia por su hijo Zeus, que a su vez fue derrotado por su hijo Apolo, aunque éste lo hizo de una forma mucho más sutil. Lo que se estaba fraguando a la entrada de Los Dardanelos formaba parte de ese cambio generacional. Desde lo alto del cerro en que nos encontrábamos, el paisaje nos mostraba una especie de complejo industrial en plena fase de ebullición. Allí se estaba preparando algo gordo. La entrada del estrecho estaba clausurada por un dique que impedía el paso a cualquier embarcación. En medio del dique había situada una estatua de más de veinte metros de altura, con las piernas abiertas, que representaba una vez más la efigie de Apolo, divinidad protectora de los troyanos. Entre las piernas había unos portalones metálicos que se descorrían hacia un lado para dejar vía franca a la navegación por aquella azulada incisión que algún dios de la ingeniería había practicado en el continente. Gea, diosa de la tierra, estaba llena de arañazos que supuraban agua salada. Aquella estatua colosal de Febo Apolo me recordó a otra muy similar que estaba considerada como una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo: el Coloso de Rodas.

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Allí abajo había montado un tinglado de mucho cuidado. Desde las alturas, aquello parecía un frenético hormiguero en el que numerosas obreras trabajaban para una reina que debía llamarse Príamo. Acertamos a medias. Hermes nos explicó: —Este tinglado lo llevan a medias entre Príamo y Apolo, el ingeniero aeronáutico del siglo XXII. Príamo pone la mano de obra y Apolo aporta sus conocimientos divinos, que en realidad no son más que conocimientos de ingeniería demasiado avanzados para esta época. Han organizado una zona arancelaria y lo que sacan lo reparten a medias. Por este estrecho pasan semanalmente cientos de embarcaciones a las cuales se les impone una tasa equivalente al diez por ciento de las mercancías que transportan. Si tenemos en cuenta que por aquí no sólo pasan víveres, sino todo tipo de metales nobles, sedas de oriente, especias y grandes tesoros de imperios recién derrocados, saquen la cuenta. —Joder —se lamentó Dafne—, ahora entiendo la opulencia del garito que tiene montado Príamo en su palacio. —Y ahora entiendo —añadí yo— por qué los griegos quieren Troya. —Se rumorea —aclaró Hermes— que los griegos están juntando un ejército sin precedentes para invadir estas tierras. Al frente de todos ellos está Agamenón, que ha conseguido también su propio divino aliado. —¿De quién se trata? —pregunté yo, aunque lo supuse. —Nada más y nada menos —respondió Hermes— que de Zeus, una divinidad venida a menos. —El otro día nos dijiste —continué yo— que Zeus procedía también de otra época. —Eso es. Según he oído, porque no lo conozco en persona, se trata de un individuo que procede de la misma época que Apolo. —En la mitología, Apolo es hijo de Zeus —interrumpió Diana ciertamente preocupada, porque según la mitología Apolo tenía una hermana gemela que se llamaba Diana como ella—. ¿Se sabe algo de la relación de estos dos personajes actuales? —Descuida, Diana, que no tiene nada que ver contigo. No tienes por qué preocuparte. Creo que la relación que los une a ellos es la misma que los une a nosotros, es decir, el espejo. Apolo y Zeus trabajaron juntos en la creación de la máquina del tiempo. Ese proyecto los enemistó y ahora están los dos aquí en el pasado para justificar esas rencillas del futuro. —Menuda panda de cabritos —añadió Dafne, que en fechas no muy lejanas habría de conocer a Apolo en persona—. Aquí tenemos la típica disputa de poder de toda la vida: occidente contra oriente, capitalismo contra comunismo, cristianismo contra islamismo… Lo de siempre, la gente no cambia. Griegos y troyanos llevaban ya algunas décadas enfrentados por una guerra que tenía su justificación en el negocio que tenían montado en aquel estrecho. Los griegos estaban respaldados por Zeus, mientras los troyanos jugaban en el equipo de Apolo. Y nosotros íbamos a viajar a Micenas, en son de paz, en un barco troyano en nombre de Zeus. Si Zeus y Apolo no se llevaban todo lo bien que nos había contado Hermes, nos estábamos metiendo en la boca del lobo y dudo que Hermes no se hubiera dado cuenta. Por si acaso, se lo recordé: —Le dijiste a Príamo que veníamos en nombre de Zeus para acompañar una embajada troyana a Micenas en son de paz. ¿No te parece que eso no concuerda con lo que nos acabas de contar y que nos jugamos el cuello? —No te pongas nerviosa, Frod —intentó tranquilizarme Hermes—. Conozco a Apolo en persona, nos hemos hecho buenos amigos. Tenemos salvoconducto para movernos por donde queramos. Mientras no nos metamos en sus negocios, no

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tendremos problemas. Lo nuestro es un viaje de estudios. Como dioses que somos — Hermes nos picó el ojo— tenemos libertad para movernos por donde queramos. Eso sí, les recomiendo que no metan las narices donde no deben. Por eso les decía el otro día que intentáramos interactuar lo menos posible con los nativos. —Permíteme, Hermes, que discrepe —interrumpió Dafne—. Creo que le estamos siguiendo el juego a Apolo. —¿Por qué? —Hermes preguntó desconcertado y yo intuí en aquella intervención de Dafne un problema disciplinario en ciernes. —Está bien que la gente venga a esta época de turismo o viaje de estudios, como se supone que venimos nosotros — el ―supone‖ lo dijo Dafne con cierto retintín—. Pero de eso a tratar de aprovecharse de las circunstancias y tratar de crear un imperio a costa de esta gente ignorante, va un abismo. Dafne estaba ciertamente molesta y malhumorada por aquella situación. En el instituto siempre había sido una chica defensora de la injusticia y ahora estaba descubriendo en el pasado otro motivo más por el que luchar. —Vamos a ver, Dafne —Hermes le habló en un tono conciliador, suave y casi paternal—. No nos llevemos a engaño. Es verdad que conozco a Apolo por las circunstancias que sean. Soy, como él, un viajero del tiempo. Pero eso no quiere decir que comulgue con sus ideas ni que esté de acuerdo con lo que está sucediendo aquí. Lo que sí tengo claro es que soy responsable de la vida de siete jóvenes que me he traído de viaje al pasado sin permiso de sus padres… Y no me voy a meter en problemas. Veníamos sin permiso de nuestros padres porque en realidad se supone que no estábamos de viaje. Cuando regresáramos a casa, en tiempo real de nuestra época no habrían pasado más que unos segundos: los que se tarda en entrar y volver a salir por un espejo. Así funcionaba la máquina del tiempo de Hermes. En otras circunstancias, de conocer nuestros padres este viaje no nos habrían dejado venir. Así que entendía lo que quería decir Hermes: nosotros éramos responsabilidad suya. Aunque también entendía a Dafne, pues lo que se estaba organizando en esta época no tenía nombre. Más adelante volví a pensar sobre este tema con mayor frialdad y, en realidad, me daba lo mismo lo que pasara en este pasado olvidado por la Historia y relegado a la categoría de leyendas. Me daban igual las razones por las que Zeus o Apolo eran dioses todopoderosos. También nosotros nos estábamos aprovechando de la situación y eso nos estaba empezando a crear ciertos conflictos de carácter moral y ciertas disidencias en el grupo que iban a costarnos más de un problema.

Dos días después, Dafne desapareció misteriosamente. O tal vez no fue tan misteriosa su desaparición, cuando fuimos con la noticia a Hermes y éste nos dijo: —Anoche discutí con ella. Quería volver a casa cuanto antes. Le dije que no era posible. Habíamos venido de viaje juntos y regresaríamos todos juntos. Además, el espejo no se abrirá hasta el solsticio de verano. Insistió en que le daba igual, que en cualquier caso regresaría al palacio de Príamo y aguardaría allí hasta nuestro regreso al futuro. Le dije que lo pensaría y que dentro de un par de días volveríamos al palacio y ya entonces veríamos. Obviamente, Hermes no quería dejarnos solos en ningún momento. Ni siquiera en el palacio de Príamo, encerrados en una lujosa habitación. Aquel viaje entrañaba sus riesgos y Hermes no quería dejar ningún cabo suelto. Pusimos en marcha el plan de emergencia. Una empresa de la talla de un viaje en el tiempo debe tener siempre un plan de emergencia para posibles imprevistos. Nosotros

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teníamos nuestro propio plan. Todos llevábamos un chip de localización para el caso de un posible extravío. Este chip emitía una señal eléctrica que podía ser captada por el ordenador de Ulises en un radio de veinte kilómetros a la redonda, una distancia en principio ridícula para una civilización del siglo XXI que tenía vehículos que superaban la velocidad del sonido, pero no tan ridícula para otra civilización (en la que nos encontrábamos ahora) donde el medio terrestre de transporte más rápido era el caballo y el más frecuente, los propios pies. Con suerte, Dafne se habría marchado a pie o tal vez estuviera oculta más cerca de lo que pensábamos, rumiando en silencio su cabreo hasta que al fin se arrepentiría y volvería al redil. En el mejor de los casos, se habría marchado a pie en la oscuridad de la noche. Así parecía confirmarlo el hecho de que se había llevado la mochila con todas sus cosas. Es cierto que en nuestro equipaje llevábamos linterna, pero con linterna y todo, de noche, un lugar desconocido… Dafne estaría vagando por alguna zona cercana a la que nos encontrábamos ahora. Así que nos abandonamos en los brazos de las tecnologías del futuro. A tenor de lo visto hasta entonces, una de las principales virtudes para ser un dios en esta época. El Ulises era una fiera en esto de las maquinitas y había equipado el ordenador con un hardware y un software especial de rastreo. —Si se sube a un lugar más elevado que la ubicación de la persona que se está buscando, el radio de acción se puede multiplicar por dos —nos aclaró Ulises que de esto sabía un rato más que nosotros. —Pon a funcionar ya ese aparatejo —lo apremió Hermes seriamente preocupado. Salimos al exterior porque aquel lugar provocaba interferencias o zonas muertas en la transmisión. Estábamos viviendo en plena época del Bronce Tardío y el bronce era un metal que se llevaba muy mal con las ondas eléctricas. La mayoría de utensilios, armas, etc., de esta época se fabricaban de bronce y el lugar en que nos habíamos quedado estos días estaba lleno de instrumentos de bronce o de latón. No obstante, durante los días que habíamos pasado en el estrecho, descubrimos que Apolo les había enseñado a los indígenas la forja del hierro, metal que según la Historia había sido introducido en Grecia por las tribus dorias procedentes del interior de Europa, un par de siglos más tarde. El uso anticipado de la metalurgia del hierro no iba a suponer, en principio, un trauma demasiado grande para la Historia. No creo que este anacronismo introducido por Apolo tuviera repercusión en los libros de Historia del futuro. Apolo había construido cerca del puerto una especie de altos hornos o fragua de grandes dimensiones en las que forjaba, sobre todo, armas para luchar contra el griego invasor. Aquella noticia nos hizo reflexionar posteriormente sobre la influencia que podría tener la introducción del hierro en fechas cercanas a las de la Guerra de Troya. Un ejército armado hasta los dientes con armas de última generación, era un ejército temible y prácticamente invencible. No teníamos más que echar la vista adelante y ver lo que estaba ocurriendo en nuestra época. Esta innovación tecnológica en el armamento sí podía decantar la victoria del lado troyano. El hierro era un metal mucho más ligero que el bronce, lo cual suponía armas más ligeras y también ejércitos más ligeros y devastadores. Esta podría ser otra de las razones, junto a las murallas, que podrían explicar por qué Troya estuvo tanto tiempo sitiada sin que los griegos pudieran doblegarla. Pero la leyenda contaba que al final los griegos lograron vencer a los troyanos. ¿Qué ocurrió entonces? ¿Descubrirían también los griegos la fabricación y manejo del hierro? ¿Qué tenía que ver en todo esto la historia del caballo? Seguían surgiendo nuevas incógnitas, algunas de las cuales no llegamos a despejar en este primer viaje de los Hermenautas.

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Subimos a la cima del cerro desde el que divisamos los últimos dedos de la aurora hundiéndose en las turbias aguas del Mediterráneo. Continuaba amaneciendo. Desde aquella altura tendríamos un radio de acción mucho más amplio para localizar a Dafne. No se divisaba en el lejano horizonte ningún accidente geográfico que pudiera impedir la transmisión. Ulises puso a funcionar el ordenata, conectó una pequeña antena parabólica, que parecía la réplica enana de una de verdad, y empezó a mover sus dedos sobre el teclado con urgencia. —¿Tú crees que con esa mierda de antena cogerás algo? —le dijo Er Dioni entre bromas y veras. De Er Dioni nunca se podían conocer sus intenciones. —Tranquilo, colega —le contestó Ulises sin retirar la vista de la pantalla ni dejar de pulsar el teclado—. Con esta antena cojo hasta la televisión local de Micenas — obviamente era una broma de Ulises. En la ciudad de Agamenón, que nosotros supiéramos, no había ninguna televisión local. Aunque no nos hubiera extrañado nada, con lo que habíamos visto hasta ahora—. Este cielo está limpio de interferencias. Es el cielo ideal que persigue cualquier astrónomo. Mejor que el cielo de Canarias, que ya es decir. Ulises confiaba plenamente en la capacidad de aquel aparatejo para encontrar personas perdidas. Después de un rato aporreando el teclado con la inquietud de un desquiciado, pudimos observar en la pantalla una serie de líneas quebradas que formaban un plano que Ulises denominó mapa topográfico. —He tenido que reprogramar la base de datos —nos instruyó Ulises mientras continuaba ejecutando su sinfonía informática para teclado y ratón en Sol Menor—, he introducido una nuevas coordenadas de acuerdo con los datos que he tomado durante las pateadas de estos días y alguna cosilla más... Y aquí la tenemos. Sobre aquel mapa vertiginoso que había trazado Ulises en cuestión de segundos, aparecían más de media docena de puntitos rojos. —La jodimos —dije yo instintivamente—. Ahora resulta que tenemos a un montón de gente perdida. —Estos puntos que tenemos aquí —dijo Ulises señalando el mapa— somos nosotros. Se me cayó el mundo encima de la vergüenza. Me había olvidado que nosotros llevábamos también nuestro chip. Así que todos aquellos puntitos rojos pertenecían a nosotros, salvo uno que estaba distanciado un palmo a la derecha del mapa. Para confirmar que éramos nosotros, Ulises tocó una tecla y sobre los puntitos rojos apareció una etiqueta con nuestros nombres. —¡Joder, Ulises, qué pasada! ¿Cómo lo has hecho? —exclamó Helena que no se creía que se pudieran hacer aquellas cosas con un ordenador—. Esta que está aquí soy yo —añadió señalando su nombre en el mapa. —Es muy fácil. Los chips están codificados. Cada uno tiene un código que lo hace personal e intransferible. Y a cada uno le he asignado su nombre. Efectivamente, aquel puntito de la derecha llevaba encima una minúscula etiqueta que ponía Dafne.

Durante todo el día perseguimos aquel puntito en el mapa que parecía una pulga doméstica huyendo de unos familiares caníbales. Los troyanos nos proporcionaron un carro tirado por dos caballos que parecían fuertes y dispuestos para la persecución. Sin embargo, nos extrañó una cosa: el punto rojo de Dafne se alejaba de nosotros a la

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misma velocidad que nosotros nos acercábamos a Dafne. Eso no podía ser. Si Dafne marchaba a pie, no podía ir tan rápido. —A no ser que ella también vaya en un vehículo similar al nuestro —puntualizó Diana que ya había estado echando sus cálculos matemáticos antes de empezar la persecución y auguraba un par de horas teniendo en cuenta la diferencia de velocidad de los puntitos rojos y el espacio que mediaba entre ellos. Pero ahora la cosa cambiaba. Con Dafne huyendo de nosotros a la misma velocidad, la captura era físicamente imposible. Aquellos puntitos, moviéndose en el mapa, me hicieron recordar aquellos ridículos problemas que yo intentaba resolver en las clases de Física, problemas del tipo: ―dos trenes salen de estaciones diferentes a horas diferentes y a velocidades diferentes. ¿Cuánto tardarán en encontrarse?‖. Nunca aprendí la manera de resolverlos, pero allí con nosotros estaban Ulises y Diana dispuestos a enderezar aquel entuerto de trenes. —O a lo mejor la han raptado —Er Dioni abrió la puerta a una nueva posibilidad que no nos hizo ninguna gracia. Sin embargo, no iba muy descaminado: que nosotros supiéramos, Dafne no sabía montar a caballo ni conducir carros y en las cuadras troyanas tampoco se echaba de menos ningún vehículo ni animal de tiro.

Cuando estaba a punto de anochecer, llegamos a un bosque en el que decidimos parar. El puntito rojo de Dafne había continuado alejándose de nosotros durante todo el día a la misma velocidad. —No hay nada más que hacer por ahora —nos tranquilizó Hermes—. Mañana por la mañana continuaremos con la búsqueda. Descansemos esta noche. —Esa tía es una niñata —Helena, que no se llevaba muy bien con Dafne, estaba empezando a perder los nervios—. Está poniendo en peligro el viaje. —Vamos a relajarnos todos y a preparar las tiendas —Hermes trató de serenar a Helena. Acampamos junto a un riachuelo de aguas cristalinas en el cual se empezaba a asomar el rostro salpicado de viruelas de Selene, diosa de la luna. Empezaba a caer la noche. Hicimos un fuego y cenamos algo. Después de comer, me acerqué a la orilla del riachuelo para llenar de agua la cantimplora y calmar la sed que me había provocado una lata de sardinas. Mientras llenaba la cantimplora, creí oír el llanto entrecortado de un niño al otro lado del riachuelo. No le di mayor importancia y terminé el avituallamiento. Cuando me disponía a volver al campamento, volví a oír el llanto, esta vez mucho más fuerte y estremecedor. Sentí curiosidad y crucé el riachuelo tras improvisar una pequeña obra de ingeniería con unos cantos rodados para no mojarme las botas. Me adentré en un bosque espeso. La linterna iba construyendo un camino de luz en medio de la oscuridad. Caminaba orientada por los quejidos lastimeros de un ser que se me empezaba a antojar un cochino en vez de un niño. ¿Y si me topaba con el Jabalí de Calidón, ese jabalí descomunal de colmillos como sables, que sólo Hércules pudo doblegar? La oscuridad me movía a recrear ilusiones con forma de monstruo mitológico. Intenté tranquilizarme: no estábamos en la región de Calidón. Al fin llegué hasta el origen de aquellos chillidos. Descubrí una canastilla a los pies de un árbol de tallo sarmentoso como el de una higuera, el cual destilaba un olor bastante agradable y una especie de resina que resbalaba por su tallo como un llanto vegetal, como si los quejidos provinieran de aquel árbol lastimero. Retiré unos ropajes que no dejaban ver el contenido de la canastilla y

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descubrí el cuerpo trémulo de un recién nacido que, sin duda, había sido abandonado a la suerte de las alimañas del bosque. —¡Ajó, ajó…! —traté de comunicarme como pude con aquel ser diminuto y lo cogí entre mis brazos, envuelto en aquellos harapos, para que no cogiera frío. El bebé era extremadamente bello. Tenía una cabecita redonda salpicada de tirabuzones rubios como espigas de trigo; sus ojos eran azules y su nariz, apenas dos surcos en medio de la cara, vibraba de placer ante la dulce fragancia que le llegaba de aquel árbol aromático. El bebé parecía hambriento, pujaba por descubrir un pecho debajo de mi chaqueta aislante, pero yo no llevaba encima más que la cantimplora de agua y el discman en la cintura. Acercando la cantimplora a su boquita, le di a beber agua y el bebé chupó con fruición. Además de hambriento, estaba muerto de sed. De repente, como si se hubiera materializado ante mis narices, surgió una mujer de detrás del árbol del olor que me dio un susto de mil demonios. —¿Qué haces tú aquí? —me preguntó con cara de mala leche—. ¿Qué haces con ese bebé? Estremecida por la facha de aquella mujer, que parecía recién salida de las entrañas de la tierra, le expliqué lo que había ocurrido. —Tranquila, muchacha, no voy a hacerte daño —me serenó la mujer cambiando de actitud. Ella me contó, entonces, la historia de aquel bebé y la de su madre, cuyo cuerpo acababa de enterrar hacía unas horas justo debajo de donde nos encontrábamos, entre las raíces del árbol del olor. Murió después de dar a luz al niño continuó diciendo . Se llamaba Mirra… Entonces recordé el mito de Mirra que, según la leyenda, se había convertido en el árbol oloroso del mismo nombre cuando era perseguida por su padre, que la quería matar por haber hecho el amor con él sin su consentimiento. Recordaba bien aquel mito porque en él intervenía Afrodita. Mirra había sido hechizada por Afrodita y obligada a acostarse con su padre Tías, rey de Siria, para castigar su desprecio hacia la diosa. Pero éste se dio cuenta de la treta y persiguió a su hija para darle muerte. Mirra, invocando la protección de los dioses, fue metamorfoseada en el árbol que recibió su nombre y de la corteza de ese carbol nació un niño. El niño fue recogido por Afrodita sin duda estábamos viviendo en aquel preciso instante ese pasaje exacto del mito y entregado a la diosa de los Infiernos. Eso quería decir que me encontraba ante Perséfone, que según la mitología era la diosa de los Infiernos, esposa de Hades. Y aquel niño tan bello debía ser Adonis. Puesto que yo conocía el mito (es decir, la Historia antes de ser vivida) se me ocurrió una idea. Tú debes de ser Perséfone. ¿Cómo sabes mi nombre? contestó sorprendida. Porque yo soy Afrodita, la diosa del amor, y conocía muy bien a Mirra. Así que tú eres Afrodita... Perséfone me miraba con una sonrisa socarrona asomando entre sus dientes . ¿Y de qué época vienes? Yo soy del siglo XIX. La treta no dio resultado. Perséfone era otro de los viajeros del tiempo que habían llegado a esta época a través del espejo de Casandra. Vengo de finales del XX —le contesté yo ruborizada. Perséfone me explicó que era la mujer de un arqueólogo alemán de cierta fama en su época. El hecho de que su marido fuera arqueólogo le había dado la idea para ponerse este nombre relacionado con el mundo que, según las leyendas, se oculta en el subsuelo. Perséfone procedía de Grecia y su esposo había descubierto las ruinas de la civilización que ahora teníamos ante nuestros ojos. Perséfone me contó las batallitas de su marido, pero evitaba pronunciar su nombre por algún tipo de escrúpulo o desengaño. 44

Sin embargo, sospeché de quién se trataba cuando empezó a abundar en detalles. Aquel personaje lo habíamos estudiado en clase de Cultura Clásica. Era Heinrich Schliemann. Tú debes ser la mujer de Schliemann me aventuré a afirmar. Veo que sabes mucho de nuestras vidas Perséfone hablaba con cierta resignación . Mi marido debe ser famoso en tu tiempo. Efectivamente. Gracias a él me encuentro yo también aquí. Le conté a Perséfone toda la historia de nuestro viaje y ella me relató la suya. Se había perdido durante el segundo viaje que su marido había hecho a través del espejo. Perséfone llevaba más de cinco años tirada en Troya. En ese tiempo había empezado a dudar de la fidelidad de su marido, que no se había preocupado en regresar a buscarla en los siguientes cambios de estación. O bien le había sucedido alguna desgracia que le había impedido el rescate. —El caso es que he tenido que buscarme la vida por mi cuenta —continuó Perséfone resignada. En ese preciso momento me acordé de Dafne, que también debía encontrase sola o retenida por algún indeseable y temí que la perdiéramos definitivamente y corriera la misma suerte que Perséfone. La noche descansaba ya sobre nosotros con su panza negra descolgándose del cielo como una celulitis de estrellas. Le propuse a Perséfone que se uniera al grupo de los Hermenautas y regresara a nuestro tiempo. —¿Para qué? Ya me he acostumbrado a esta época. En tu tiempo sería otra extraña. Además —añadió esbozando una sonrisa picarona—, he conocido a otro hombre. Perséfone me contó que llevaba un año viviendo con un tal Hades (los mitos se seguían cumpliendo), el propietario de una mina de carbón que había llegado desde mediados del siglo XX. Pero sí me gustaría quedarme con Adonis —me suplicó alargando los brazos con el temor de quien se encuentra frente a una verdadera diosa. Me había olvidado del bebé. La conversación me había hecho olvidar que tenía un recién nacido entre los brazos que se había dejado dormir por el efecto adormidera de aquellas biografías que nos habíamos intercambiado a modo de relatos casi legendarios. Este hecho me confirmó que contar historias había sido siempre el remedio infalible para dormir a los niños. —¡Qué hermoso es! —dijo Perséfone, contemplando la pinta de aquel pequeño, cuya belleza hacía honor a su nombre. Pensé en el mito de Adonis y le entregué el niño a Perséfone. Yo lo tenía muy claro: mi objetivo en esta época era que se cumplieran los mitos a rajatabla. Y Perséfone se quedaba con el niño al final de la película. Tras despedirme de Perséfone, regresé al campamento y les conté a mis compañeros aquella extraña historia que me había sucedido. Todos me miraron un poco raros, como los miembros de una comuna hippy a quienes se le aparece en medio de la noche la imagen de un santo venerable. Yo también me empezaba a sentir algo rara. Tal vez fuera producto del olor que despedía la mirra. Me metí en el saco de dormir, colocada como un erizo.

A la mañana siguiente el puntito rojo de Dafne estaba parado en el mapa del ordenata de Ulises, como si se tratara del malo de un videojuego que se rindiera ante la evidencia de

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que, tarde o temprano, el bueno lo iba a atrapar y no valía la pena seguir esforzándose para nada. —Está a unos diez kilómetros de aquí —calculó Ulises. Recogimos el campamento todo lo rápido que pudimos y partimos sin desayunar, no fuera que el malo del videojuego se arrepintiera de su condición de víctima. Nos habíamos levantado con un dolor de cabeza tremendo. La culpa era de aquellos vapores que exhalaba el árbol de la mirra que nos había producido tal resaca que daba la impresión de que nos habíamos fumado la mitad de aquel bosque en que habíamos acampado. El dolor de cabeza era insoportable. Un grupo de cíclopes enanos habían tomado al asalto nuestras cabezas y estaban martilleando en el yunque de nuestros cerebros, forjando unas cefaleas de caballo. Nos tomamos la dosis pertinente de aspirinas y partimos en el carro. El dolor fue remitiendo a medida que nos íbamos acercando a Dafne que permanecía parada, reducida a un puntito rojo por una tribu de pigmeos digitales. Cuando ya estábamos cerca de nuestro objetivo, el dolor de cabeza había desaparecido por completo y nos sentíamos con las fuerzas renovadas y el indicador de energía al máximo. Atravesamos una zona de matorral bajo que nos condujo al lugar en que debíamos encontrar a Dafne. Durante todo aquel tiempo, el puntito rojo no se había movido. —¿Dónde está Dafne? —preguntó, histérica, Helena. —Se supone que debía estar detrás de ti. —respondió Ulises mientras consultaba el mapa informático. Todos miramos, pero allí no estaba nuestra compañera. Hermes se acercó y encontró el chip de localización tirado entre la hierba. La situación se ponía fea. —¿Y ahora qué hacemos? —Helena volvió de nuevo a quejarse—. A esta tía se la ha comido una bestia salvaje y no ha dejado rastro de ella. Todos nos derrumbamos en el suelo, agotados por la persecución y desesperados por la posibilidad de una tragedia. Habíamos perdido a nuestra compañera en manos de no se sabe qué o quién. —Vamos a ver … —Intervino Hermes mientras manipulaba el chip de Dafne como si intentara sopesar la situación— No perdamos la calma y pensemos un poco. No pudo ser una fiera salvaje porque no se observan rastros de violencia. Habría sangre, restos de ropa, la mochila… algo. Aquí ha ocurrido otra cosa. El chip está intacto, como si lo hubiera dejado adrede en el suelo para que nosotros lo encontráramos. Dafne sabe que la estamos buscando. Aquello último lo había dicho Hermes para tranquilizarnos más que por convicción, —¿Y entonces qué ha pasado? —preguntó Helena. —Creo que alguien se la ha llevado. La han raptado y el autor o los autores no pueden estar muy lejos. Examinamos mejor el escenario del crimen trazando un perímetro de seguridad como en las películas policíacas. Descubrimos las marcas de las ruedas de un carro que terminaban en aquel mismo lugar. A Diana se le ocurrió comparar aquellas marcas con las del carro en que habíamos venido nosotros. —Son iguales —concluyó Diana. Helena y Héctor encontraron la mochila de Dafne tirada unos cien metros al sur de donde nos encontrábamos. Estaba intacta. Daba la impresión de que Dafne estaba huyendo de alguien y había dejado la mochila atrás para aligerar peso. Esto último se le ocurrió también a Diana, que se había convertido en el detective jefe de nuestras pesquisas.

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—Continuemos hacia el sur —indicó Hermes y nos pusimos de nuevo en marcha, esta vez caminando. Avanzamos apenas un kilómetro y llegamos a una zona de árboles bajos, cuyas hojas desprendían un olor que me resultó conocido. —Dafne está cerca —me atreví a decir. —¿Cómo lo sabes? —preguntaron todos a la vez. —La mitología no engaña —les respondí de forma enigmática y todos me pusieron la misma cara de flipados que me habían puesto la noche anterior cuando les relaté mi encuentro con Adonis y Perséfone. —Tú estás fumada, tía… —me respondió Helena. —¿Qué quieres decir, Frod? —me interrogó Hermes. —¿Se han fijado en estos arbustos? —contesté mientras arrancaba una hoja y me la llevaba a la nariz para confirmar su olor—. Son laureles. —¿Y qué? —me increpó Helena—. ¿Qué tiene que ver eso con Dafne? —Tú lo has dicho —precisé yo—. En griego, Dafne significa precisamente eso: laurel. Me juego lo que sea a que está cerca. Yo seguía confiando en los mitos a pesar de las evidencias que, durante este viaje, me habían conducido al desengaño. Había empezado a desarrollar un sexto sentido, impelida por el temor a que todas aquellas historias maravillosas que había conocido en el futuro acerca de este pasado desaparecieran por culpa de una realidad histórica tan palpable y obscena. Me estaba enfrentando a un proceso de adaptación al medio en el cual sobrevivirían sólo los más fuertes. Y yo estaba empeñada en luchar por que resistieran los mitos al azote despiadado de la realidad. Nos ensartamos, entonces, en una discusión que traspasó los límites del debate civilizado para convertirse en gritos e invectivas que no respetaban el turno de palabra, un forcejeo verbal más propio de un tosco debate televisivo en horas de máxima audiencia. Hermes trataba de moderar sin resultado aquella controversia sobre nuestro futuro en el pasado, cuando nos dimos cuenta de que estábamos siendo rodeados por un ejército de mujeres jóvenes, equipadas hasta los dientes con todo tipo de armas arrojadizas. —Permanezcan quietos y, sobre todo, callados —se dirigió a nosotros la que parecía ser la jefa del grupo, ciertamente molesta por los gritos en que había devenido el debate. Nos quedamos de piedra. La cosa iba de mal en peor. Buscábamos a una compañera supuestamente raptada y ahora el resto del grupo había caído también en una emboscada que no auguraba nada bueno a tenor del filo de las armas que empuñaban aquellas mujeres selváticas que parecían dispuestas a meternos a todos en la gran olla caníbal para devorarnos sin miramientos de edad o sexo. Le hice un análisis rápido a una de aquellas mujeres para tratar de ubicarlas en la tradición mitológica y lo primero que me vino a la mente fue la palabra ―amazona‖. Las amazonas eran un pueblo de mujeres guerreras que vivían al margen de los postulados de la sociedad viril y patriarcal típica de las sociedades antiguas. Formaban una comunidad exclusiva de mujeres y sólo utilizaban a los hombres para la procreación y los trabajos forzados. A los varones resultantes de la procreación los mataban y sólo sobrevivían las mujeres, que seguían manteniendo viva aquella salvaje tradición matriarcal. La palabra amazona significaba, en griego, ―la sin pecho‖, por la costumbre entre estas selváticas mujeres de cortarse uno de los pechos durante la época de desarrollo para facilitar el ejercicio del tiro con arco. Mientras nos conducían a su poblado traté de fijarme en este detalle anatómico para confirmar la etimología, pero me di cuenta de que a aquellas mujeres no les faltaba

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nada a la altura del tórax. Determiné que en nuestra época no hubieran necesitado el postizo del sostén porque eran todas planas, de troncos hombrunos, los pezones levemente marcados en algún tipo de piel animal que les cubría el torso hasta la altura del ombligo. Caminaban sacando el pecho que no tenían, como esos individuos que van por la calle orgullosos del dinero que han invertido en el gimnasio y en una dieta de productos anabolizantes. Esto confirmaba la interpretación errónea que tradicionalmente se había hecho de la palabra ―amazona‖, que venía a significar ahora, por evidencia histórica, ―las sin pechos‖, pero no porque se los cortaran, sino porque apenas tenían. Pronto nos enteraríamos de cómo conseguían estas reducciones de busto. —¿Dónde nos llevan? —preguntó Hermes a la jefa, que bien podía tratarse de Hipólita, la famosa reina de las amazonas. —¡Guarda silencio, hombre! —le respondió la supuesta Hipólita acompañando la respuesta con un mandoble de su espada en las corvas de Hermes que casi lo hacen besar el suelo. Aquel ―hombre‖ pronunciado por la amazona sonaba casi a un insulto. Pero Hermes no se achicó y sacó a relucir su condición divina: —¡Soy Hermes, mensajero de los dioses, protector de los caminos y de los viajeros, y te ordeno que nos liberes inmediatamente si no quieres conocer la furia divina y ser pasto de los perros y de las aves! Las palabras de Hermes resonaron en el claro del bosque por el que avanzábamos en comitiva como el trueno de Zeus en medio de un barranco. Todos nos acojonamos, salvo las amazonas que apenas sonrieron ante aquella insulsa manifestación de prepotencia del macho divino. —Nosotras no rendimos culto a divinidades masculinas, propias de culturas incivilizadas —le espetó Hipólita a Hermes en las narices y le volvió a regalar otro mandoble, éste mucho más fuerte y con la hoja de la espada, que resonó en las corvas de nuestro profesor como un latigazo y lo obligó a humillarse ante la amazona—. Nuestra señora es Diana, diosa de la caza. A ella rendimos selvática veneración en nuestro poblado. No reconocemos otra identidad divina que la de Diana. Dirigí la vista hacia mi compañera Diana para hacerle una señal, pero avanzaba con la cabeza agachada como si no le interesara lo que la supuesta Hipólita había dicho o tal vez tuviera miedo de convertirse en personaje principal de aquella nueva aventura de los Hermenautas. Pensé que nuestra tímida compañera se alzaría de repente y se manifestaría ante las amazonas como la diosa a la que veneraban y nos sacaría de esta forma del atolladero. Pero enseguida me di cuenta de que aquella Diana que viajaba con nosotros difícilmente se erigiría en la terrible y, a veces, sanguinaria diosa de la caza. Recordé en aquel instante diferentes mitos en los que Diana había dado muestras de su fuerza y de su carácter colérico y vengativo. Desde pequeña había demostrado ya su vigor en compañía de su hermano Apolo cuando, recién nacidos, mataron con sus propias manos a un dragón que pretendía acabar con sus vidas y la de su madre Leto. O aquel episodio con el cazador Acteón, que la había espiado mientras se bañaba desnuda en un riachuelo en compañía de su séquito de vírgenes y Diana lo había descubierto y lo había convertido en ciervo para que sus propios perros lo despedazaran y lo devoraran posteriormente. Aquella diosa no se andaba con chiquitas cuando se trataba de defender su honor y su virginidad, pues Diana fue una de esas raras diosas de la mitología pagana que permaneció virgen durante toda su vida, deambulando alegremente por los bosques en compañía de una corte de seguidoras, como cabras montaraces que no necesitan de la compañía del macho. Pero a nuestra Diana no la veía yo en el papel de heroína sanguinaria defensora de su virtud.

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Llegamos al poblado en que habitaban las amazonas. Nos separaron en dos grupos (mujeres y hombres) y nos condujeron a una especie de cabañas que estaban custodiadas por un par de fornidas guerreras armadas hasta los dientes. Mientras nos dirigíamos hacia la cabaña, pude darme cuenta de que en aquel poblado sólo había mujeres, con lo cual se confirmaba que aquellas agrestes doncellas, maquilladas con pinturas de guerra, eran sin duda las amazonas. También observé a un grupo de niñas que tenían el torso desnudo y cubierto por unas vendas a la altura del tórax. Un grupo recibía instrucción de una atlética monitora que las adiestraba en el manejo del arco, mientras otro grupo repetía en voz alta una especie de letanía que les iba dictando una amazona mucho más anciana a los pies de un grupo escultórico que representaba a la diosa Diana, que había sido reproducida con su arco y su carcaj bien provisto de flechas, y dos perros lebreros husmeando a sus pies. Entre tanto, nuestra compañera Diana continuaba caminando con la cabeza agachada, como si asumiera el fatal destino que nos reservaban aquellas idólatras de la diosa de la caza. Nos encerraron a las chicas en la cabaña y cuán grande fue nuestra sorpresa cuando nos encontramos a nuestra compañera Dafne tumbada en una esquina durmiendo a pierna suelta. La despertamos y se nos abrazó. Tenía la cara y los brazos magullados. —¿Qué te han hecho esas tortilleras? —le preguntó Helena enrabietada. —No han sido ellas —respondió Dafne tímidamente y se apartó de nuevo al mismo rincón en donde estaba durmiendo.

Dafne se había fugado en cuanto comprobó que todos nos habíamos dormido. Cogió su mochila y en silencio salió de la habitación en la que nos habíamos alojado aquella noche de primavera en el estrecho. Nos habíamos quedado a dormir en una especie de residencia eventual que Apolo había construido para sus breves estancias en aquel lugar al que acudía periódicamente para comprobar la evolución de sus negocios de recaudador de impuestos. Aquel día no estaba Apolo y se encontraba al mando un lugarteniente que se hacía llamar Jacinto, un joven muy bello, de actitud amanerada, que nos confesó durante la cena que estaba enamorado de su jefe, a quien había conocido en Esparta durante la celebración de unos juegos atléticos en los que Jacinto competía lanzando el disco. Aquel Jacinto debía tratarse, sin duda, del Hiacinto del que nos habla la mitología, un joven del cual se había enamorado Febo Apolo y que había muerto después de que un disco le golpeara la cabeza. El dios solar quiso inmortalizar la belleza de aquel muchacho con atractivo de imán y convirtió la sangre que manaba de la fatal herida en la flor de la planta que lleva su nombre: el jacinto. Dafne salió de la residencia de Apolo sin llamar la atención y con ayuda de la brújula y la linterna se puso en marcha hacia Troya en medio de la oscuridad. Albergaba Dafne la esperanza de que Casandra conociera la manera de regresar a nuestra época sin necesidad de aguardar la llegada del solsticio de verano. Así que puso rumbo hacia el sur y caminó durante casi toda la noche por una vía que, según sus cálculos, debía conducir a la fortaleza de Príamo. Cuando estaba amaneciendo trató de hacer autostop con varios carros que transportaban a sus propietarios a las faenas diarias, pero ninguno de aquellos nativos supo interpretar lo que quería decir aquella joven de cabellera rojiza con el pulgar de la mano tieso señalando adelante. Al final, la recogió un individuo que se hacía llamar Apolo y que le prometió llevarla hasta los pies mismos de las murallas de Troya, a donde se dirigía para entrevistarse con el rey Príamo. Durante el trayecto, el tal Apolo le había contado que también procedía del futuro. Le dijo que su profesión en

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el mundo de donde procedía era ingeniero aeronáutico y que había participado en el colosal proyecto que dio lugar a la máquina del tiempo. Le confesó sin ningún tipo de rubor que había viajado hasta aquel lugar consciente de la superioridad que suponía pertenecer a una civilización mucho más avanzada tecnológicamente y que no había puesto reparos ni había sentido ningún remordimiento a la hora de aprovecharse de la ventajosa situación que estaba disfrutando. Imagínense ustedes cómo le sentó aquello a Dafne que ya venía rebotada precisamente por una cuestión similar. Para colmo, durante la explicación, el tal Apolo le había puesto una mano sobre las rodillas y le había empezado a masajear los muslos sin razón aparente, a no ser que pretendiera cobrarse el importe del viaje con aquel sobajeo. Dafne no se inmutó un pelo e invitó a Apolo a que parase el carro para estar más cómodos y poder disfrutar del momento con mayor intimidad. Apolo, creyéndose ante la oportunidad de una chica fácil, paró el carro nada más oír las palabras mágicas. Se hallaban en un descampado alfombrado de verde que había surgido recientemente tras la estela de Perséfone, esa diosa de las profundidades que pasaba seis meses con su marido Hades en el Infierno y otros seis meses de vacaciones en la tierra con su madre Deméter. Cada vez que subía a la superficie, Perséfone traía consigo la primavera. Cuando pusieron el pie en tierra, Apolo se abalanzó sobre Dafne sin más preliminares y ésta aprovechó que Apolo se acercaba con la guardia baja para propinarle un rodillazo en los cojones que lo dejó tumbado en el suelo, ovillado del dolor, casi sin conocimiento. Con el golpe de karate, Dafne perdió el chip sin darse cuenta, cogió la mochila del carro y salió corriendo en dirección a un bosque cercano en el que esperaba esconderse antes de que Apolo se recuperara del golpe. Sin embargo, Apolo recobró el sentido mucho antes de lo que Dafne había calculado y empezó a perseguirla mientras le recordaba a nuestra compañera, a voz en grito, quién era su madre, a qué se dedicaba y otras lindezas por el estilo. Tuvo Dafne que soltar la mochila para correr más rápido y llegar a tiempo para refugiarse en aquel incipiente bosque que olía tan bien. Con las prisas de poner a salvo su trasero, Dafne se había hecho unos cortes bastante feos en la cara y en las zonas mollares de los brazos, mientras subía a las ramas de uno de aquellos aromáticos árboles. Se agazapó entre el follaje silenciosamente, mientras Apolo no dejaba de imprecar y maldecir en una lengua que empezaba a ganar cada vez en mayor intensidad y a perder en coherencia y cohesión. Aquellos alaridos de macho en celo no correspondido debieron llegar a un grupo de amazonas que cazaba por los alrededores y que se sintieron ofendidas al escuchar el calibre de aquellos insultos que ponían a las mujeres a la altura de unas sucias alpargatas. Las amazonas pusieron en fuga al chulo machista prepotente de Apolo lanzándole todo lo que tenían a su alcance y rescataron a Dafne para llevársela a su poblado, en donde las amazonas la curaron de las heridas que le había provocado aquel laurel en que Dafne, por unos momentos, se había transformado para huir de Apolo. Algo de eso contaba también la leyenda de Apolo y Dafne que Hermes nos había relatado en nuestras clases de Cultura Clásica. Los mitos se seguían cumpliendo, felizmente para todos, como yo deseaba.

Nos tuvieron sin comer hasta la noche. Pasamos el resto del día oyendo el relato de Dafne, que parecía muy arrepentida de aquella fuga en solitario, y especulando sobre nuestro futuro en aquel poblado amazónico.

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Al caer la noche pudimos observar a través de unas rendijas en las paredes de la cabaña que todas las mujeres se habían congregado en torno al grupo escultórico de Diana y sus lebreles, y habían prendido un fuego que se dispusieron a adorar. Las amazonas empezaron a entonar unos cánticos que me recordaron aquellas letanías que había oído por la mañana a la vieja amazona que adiestraba a las más pequeñas. Danzaban en torno a la fogata como los indios en las películas del oeste, mientras bebían de unos cuencos que no paraban de rellenar. Después de un buen rato, cuando aquel brebaje selvático empezó a hacerles efecto, empezaron a desvariar y a proferir insultos en contra del macho humano que nos hicieron temer por la suerte de Hermes y nuestros compañeros de clase. Danzaban en torno a la fogata, blandiendo las armas y maldiciendo, todas ellas fuera de sí, como aquellas ménades seguidoras de Apolo que cada año se retiraban al monte Parnaso a emborracharse y a correrse unas orgías que culminaban con la depredación de animales salvajes e, incluso, con la práctica de la homofagia o ingestión de carne cruda de ser humano, a ser posible de varón. Una amazona entró en la cabaña con unas bandejas de carne cruda en las que me imaginé los miembros y vísceras de Hermes que durante la captura de la mañana le había hecho frente a la supuesta Hipólita. Aquella amazona borracha nos conminó, con un aliento de mil demonios, a participar del festín tendiéndonos la bandeja de carne para que cogiéramos un pedazo, mientras nos hacía señas con la cabeza para que la siguiéramos al descampado. Yo pretexté un repentino dolor de estómago, al igual que mis compañeras, que no estábamos preparadas para apreciar las delicias de la gastronomía amazónica. Aquella carne podía ser de cualquier animal selvático y, quién sabe, si de algún ser humano conocido. A la amazona no le sentó bien el desplante y nos miró con la cara de quien ya ha elegido su siguiente plato del menú. Nos achicamos y cogimos cada una un trozo. A mí me tocó algo que parecía una costilla, pero respiré tranquila al darme cuenta de que por el tamaño no podía pertenecer a ser humano conocido, ni siquiera al miembro de una tribu pigmea, un pueblo de enanos que según Homero habitaban al sur de Egipto. Acompañamos a la amazona hasta el lugar de la orgía. Cuando estaba mirando para otro lado, tiramos los trozos de carne cruda a unos perros volanderos que se habían sumado al banquete. Al vernos llegar, el resto de la tribu se abalanzó sobre nosotras con dudosas intenciones. Yo temí que nos fueran a devorar allí mismo sin mediar el rito del sacrificio, que se nos tiraran encima y nos despedazaran como hienas hambrientas, empezando por las orejas y las narices que son esas partes cartilaginosas del cuerpo que tanto gustan a las hienas y que les provoca esa sonrisa tan graciosa mientras mastican. Sin embargo, los arañazos y mordiscos se tornaron caricias y besos, pues aquellas tías, aparte de borrachas, estaban salidas como esquinas y empezaron a sobajarnos con intenciones de llevarnos al huerto. A mí ciertamente me molestó aquella actitud de las amazonas, pues las tortillas y la bollería no formaban parte de mi menú sexual. Sin embargo, cualquiera les decía que no a aquellas ménades en celo que ya empezaban a abrasarse unas a otras, pues de todos es conocido el dicho de que a falta de pan, buenas son tortas. Las amazonas compartieron con nosotras aquel febril mejunje que colmaba los cuencos. Yo apenas lo caté con la punta de la lengua, pero Dafne ingirió un sorbo que le pasó por el gaznate con la urgencia de un chorro de gasolina sin plomo de 98 octanos. —Con esto mismo me curaron las heridas esta mañana —acertó a decir Dafne entre gorjeos y escupitajos. Nos unimos a la comitiva festiva pues nos habíamos empezado a animar un poco y, además, por sugerencia de nuestra compañera Diana que ya había trazado un plan. —Seguidles el juego hasta que no puedan más y se vayan a dormir la mona.

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Nos pusimos a brincar y bailar como posesas, metidas por completo en nuestro papel de novicias recién ingresadas en la mística Orden de las Amazonas. Incluso a Helena se le ocurrió la brillante idea de enseñarles a aquellas desaforadas mujeres el baile de la yenka, que todas danzamos en el epílogo de la fiesta dando vueltas, cogidas a la cintura, en torno al grupo escultórico de Diana y sus lebreles.

Después del festorro, todas las amazonas se fueron a dormir la mona como Diana había pronosticado. Muchas de ellas ni siquiera se retiraron a sus aposentos en las cabañas, sino que improvisaron sendos lechos en cualquier parte del poblado. Algunas dormían abrazadas, dándose calor y algo más. Como astutos guerreros ocultos en la panza de un caballo, esperamos a que el poblado estuviera en completo silencio para buscar a Hermes y a nuestros compañeros, siempre que aquellas caníbales mujeres no se los hubieran merendado crudos en aquel festín depravado al que habíamos asistido. El silencio esperado no llegó nunca porque los gritos y risotadas de aquellas salvajes amazonas dieron paso a unos estruendosos ronquidos que invadieron la noche y nos permitieron buscar a nuestras anchas sin necesidad de evitar ruidos sospechosos. En una cabaña mayor a las demás, descubrimos a un grupo de niñas que dormían junto a la amazona anciana, completamente ajenas al festorro que sus superioras habían organizado. Advertí que las niñas conservaban todavía el torso vendado. Dafne nos explicó que aquellas vendas se las ponían a las niñas desde la infancia para evitar que sus pechos se desarrollaran y de esta manera ingeniar un cuerpo totalmente apto para la práctica del tiro con arco. Las vendas parecían bastante ceñidas al torso, prensadas como una segunda piel que les impediría convertirse en verdaderas mujeres para convertirse en guerreras curtidas y borrachuzas. Un par de cabañas más al norte advertimos a lo lejos una especie de jaulas en las que nos pareció ver a un grupo de animales que habían sobrevivido al sacrificio orgiástico de las amazonas. Aquellos animales se movían con impaciencia, como fieras enjauladas, rugiendo su cautividad a la noche. Me pareció que uno de aquellos animales me llamaba por mi nombre y, entonces, me acerqué con cautela por si acaso no fuera más que el ardid de alguna desconocida raza de depredador para capturar a sus víctimas. Sin embargo, descubrimos con gozo que quienes ocupaban aquellas jaulas no eran montaraces felinos, sino Hermes, nuestro profesor de Cultura Clásica, y nuestros compañeros de clase. Al pie de la jaula de Hermes había otra fornida amazona tumbada en el suelo boca arriba, todo dientes, roncando como una bendita, lo cual explicaba también el origen de aquellos rugidos anteriores. —Sacadnos de aquí antes de que se despierten —nos apresuró Hermes. —No os preocupéis —intervine yo–, éstas tienen para rato. Aquellas amazonas, aparte borrachas, eran demasiado confiadas y negligentes, pues incluso la carcelera se había sumado al festorro dejando las jaulas sin custodia. Aquellas salvajes mujeres, diestras en el manejo de la espada y el arco, todavía tenían mucho que aprender en cuestión de intendencia militar. No nos quedamos para explicárselo y, tras liberar a nuestros compañeros y coger los equipajes, nos marchamos como almas que lleva el diablo.

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Periplo insular

Llegamos a Troya un par de días antes de lo previsto de acuerdo con lo que Hermes le había indicado al rey Príamo. Recuperamos las comodidades y la pompa de palacio después de aquellas jordanas selváticas a la intemperie y descansamos unos días entre sábanas de seda y edredones animales que nos observaban con unos ojos que parecían aceptar resignadamente su destino en aquel suntuoso hábitat, que no estaba tan mal después de todo. Al cabo de dos semanas, que aprovechamos para recuperarnos también anímicamente de la reciente aventura, partimos hacia el Peloponeso en una velera nave en la que nos acompañaba una legación troyana con los príncipes Héctor y Paris a la cabeza. Dafne se reincorporó a la disciplina del grupo aceptando con carácter renovado las condiciones que los Hermenautas habíamos pactado antes del viaje. El episodio de Apolo y las amazonas le abrió los ojos y le hizo entender que aquel viaje era más seguro siempre que permaneciéramos todos juntos a las órdenes de Hermes. Navegamos por el Egeo con viento favorable y descubrimos la infinita geografía insular de Grecia, islas de todas las tallas y quilates que refulgían en medio del mar azul como brillantes en el expositor de una joyería. Como en el expositor de una joyería, encontramos también pedruscos de diversos tamaños: algunos pequeños y deshabitados, y otros un poco mayores y con una incipiente población que nos saludaba al cruzar frente a sus costas, como si fuéramos turistas en un viaje de placer. En la primera etapa de nuestro viaje, la carta de navegación recomendaba circunnavegar Asia en dirección sur. Pasamos cerca de Ténedos, Lesbos, Quíos y Samos, un complejo insular en el que siglos más tarde nacerían la filosofía y la ciencia griegas al amparo del cálido Noto, instigador de leyendas. Cambiamos de dirección al llegar a la altura de la isla de Cos, en donde cuenta la leyenda que se refugió Peleo, padre de Aquiles, el de los pies ligeros, huyendo de la furia de los hijos de Acasto. Enfilamos la proa hacia Naxos y esa misma noche nos sorprendió Poseidón con una tormenta que nos hizo vomitar hasta la primera papilla. Aquel barco se movía como la vagoneta descontrolada de una montaña rusa, arriba y abajo, atrás y adelante, llevados en volandas sobre la cresta de una ola que nos reducía a mera anécdota marina en medio de un gran océano. El vigía avizoró a lo lejos la costa de una isla que podía tratarse de Naxos y el piloto dirigió hacia allí el mascarón de proa, encarnado en la figura de Atenea, diosa de la sabiduría que con el tronco alongado fuera de la nave buscaba, medio bizca, el refugio de una cala bien protegida. Llegamos a la costa con el beneplácito de Poseidón que en el último tramo de nuestra zozobra había aplacado su furia merced al sacrificio de un ternero lechal que llevábamos entre los presentes para el rey Agamenón como agradecimiento a su futura hospitalidad. También realizamos unas libaciones de hidromiel que vertimos en las aguas del Egeo con la esperanza de que llegaran al húmedo gaznate del dios del mar.

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La maniobra de acercamiento se complicó a última hora por la presencia de otra nave que partía de la isla en esos momentos con unas misteriosas velas de color negro culebreando a la luz de la luna. Alguien nos hacía señas desde la otra borda, como tratando de despedirse, y respondimos con cortesía al saludo de aquel extraño. Salvado aquel escollo flotante, penetramos en una ensenada en la que se reflejaba la estampa turbia de la luna llena, mostrándonos el punto justo de atraque. La mayoría de la tripulación permaneció abordo, pero los Hermenautas decidimos bajar a tierra para investigar la identidad de aquella isla y dormir sobre la dorada arena que con la noche había perdido su brillo de tesoro en polvo. Entre tanto se estaba perpetrando en alta mar una terrible batalla entre los elementos, en aquella isla, empero, se había producido una tregua que invitaba a sus habitantes a dormir tumbados sobre el ondulado lecho de la playa, despreocupados de cualquier conflicto remoto. Entre unas rocas observamos una luz que parecía proceder de una fogata. Nos acercamos con cautela, escaldados ya por anteriores acontecimientos, y distinguimos junto al fuego la figura de una joven que, acurrucada sobre la arena, dormía plácidamente, ignorante de las batallas y desastres mitológicos que estaban sucediendo en aquel instante por toda la geografía de Grecia. La muchacha se despertó, desconcertada, y nos preguntó: —¿Quiénes sois? ¿Dónde está Teseo? Teseo: héroe ateniense, hijo de Egeo, marchó a Creta con un grupo de jóvenes atenienses, víctimas de un sacrificio al brutal Minotauro. Teseo se introduce en el laberinto construido por Dédalo, en donde estaba encerrado este monstruo, mitad hombre, mitad toro, y lo mata con ayuda de Ariadna que le proporciona un hilo que le sirve de guía para salir del laberinto. Ariadna y Teseo se enamoran y huyen juntos de Creta. Pero estando en la isla de Naxos, de noche, Teseo abandona a Ariadna. Mientras duerme la heroína, coge Teseo su barco y la deja en la isla. Al poco tiempo pasa el dios Dionisio por la isla de Naxos, se enamora de ella y se marchan juntos. Este resumen del mito de Teseo y Ariadna nos había proporcionado la pantalla del ordenador de Ulises cuando consultó el nombre de Teseo en la base de datos. Así que, si estábamos en la isla de Naxos y aquella mujer preguntaba acerca de un tal Teseo, debía tratarse de la princesa Ariadna, hija de Minos, rey de Creta. Y aquel extraño, que nos saludaba sin ningún remordimiento desde la negra velera nave que se había cruzado con la nuestra, debía ser Teseo, que ponía pies en la polvorosa mar dejando colgada a Ariadna. —Yo soy Hermes —contestó nuestro profesor de Cultura Clásica—, mensajero de los dioses, y tú debes ser Ariadna, hija de Minos y Pasifae. Olvida a Teseo —Hermes había percibido también el episodio mitológico—, pues se ha marchado dejándote abandonada. —¡Maldito ateniense! —Ariadna no parecía tan angustiada por el desplante de Teseo. Más bien, cabreada. Según la leyenda, Ariadna estaba perdidamente enamorada de Teseo. O tal vez fuera todavía víctima de los efectos del sueño—, ¡Ojalá lo hubiera matado el Minotauro! Mira que mi padre me lo advirtió: «no te vayas con ese ateniense que no me merece ninguna confianza». Debí hacerle caso y quedarme en la isla. Pero, claro, la idea de salir de Creta y conocer mundo... —Pero se supone que tú estabas enamorada de Teseo —intervine yo con la intención de confirmar los detalles sentimentales del mito. —¡Qué va! —respondió Ariadna— Llegué a un acuerdo con Teseo: si yo lo ayudaba a salir del laberinto, él me ayudaría a mí a salir de la isla y nos iríamos a recorrer mundo juntos y todo eso. El tío no está mal, todo hay que decirlo, pero los prefiero un poco menos musculosos y engreídos. El tío llegó a la isla a comerse el

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mundo: que si era hijo del rey de Atenas, que si había hecho no sé cuántos años de instrucción militar, que si era el número uno de su promoción, que si el Minotauro no le iba a aguantar un asalto... El muy chulo... Pero la realidad es que si no llega a ser por mí, ahora mismo estaría tirado en el laberinto buscando todavía la salida. Ariadna era una mujer muy joven, una quinceañera como nosotros. Tenía el cabello negro como el azabache y los ojos, igualmente negros y penetrantes como la oscuridad que procede del Tártaro. Era de mediana estatura y estaba algo gordita, según la última moda cretense, que seguía el patrón de culturas orientales y antiquísimas como la mesopotámica, en la cual se rendía culto a diosas de la fertilidad tipo Ishtar. Ariadna vestía una túnica que a la altura del vientre se abría con generosidad para mostrar una barriguita de tres meses con el ombligo tachonado con una especie de piercing de plata. Le pregunté la edad y a qué se debía aquella barriga. —Tengo quince años. Lo de la barriga es lo último en moda cretense. Las chicas del grupo hicimos buenas migas con Ariadna y nos pasamos la mayor parte de la noche hablando de nuestras cosas (la moda humana de esta época y la moda divina del siglo XXI, los chicos de ahora y los del mañana...) hasta que Morfeo, dios del sueño, nos condujo a su etéreo mundo arrebatándonos de nuestras juveniles e intrascendentes conversaciones.

Ariadna partió con nosotros en la velera nave. Después del desplante que le había hecho Teseo y la amistad que empezaba a unirnos, no íbamos a dejarla tirada en la playa, allí sola a merced de cualquier listillo dios del futuro. Así que convenimos con Hermes hacer una pequeña rectificación en la carta de navegación y acercarnos a Creta para devolver a Ariadna sana y salva a su padre Minos. Durante el periplo, observamos sobre la velera nave el vuelo de Eros, divinidad del amor, que auspiciaba un súbito idilio. Eros descendió sobre la velera nave e inoculó un letal filtro amoroso en los organismos de Ariadna y Er Dioni, que habían hecho buenas migas durante los dos días que tardamos en llegar a Creta. Al llegar a la isla de Minos, tuvimos que dejar a Ariadna para desilusión de las chicas y, sobre todo, de Er Dioni que le prometió a Ariadna que regresaría en un futuro no muy lejano. Tras dejar Creta, tomamos de nuevo dirección norte hacia el Archipiélago de las Cícladas, pues debíamos hacer escala en la isla de Lemnos para recoger unas mercancías que debíamos llevar a Micenas por indicación de Apolo, a quien no habíamos visto en Troya después del incidente con Dafne. Tal vez no se tratara del verdadero Apolo, sino de un impostor, como muchos de los que habitaban estas regiones, incluidos nosotros. Atracamos en Lemnos dos días después. Acompañamos a un grupo de soldados comandados por el troyano Héctor hacia el interior de la isla. Ascendimos por un sendero que conducía hasta la entrada de una gran caverna al pie de una montaña. Unos guardianes que custodiaban la entrada nos franquearon el paso sin pedirnos explicaciones ni salvoconducto que justificara nuestra presencia allí. En aquel lugar estaban muy claras las jerarquías, tenían muy claro quiénes eran dioses y quiénes mortales, y los dioses tenían vía libre para salvar cualquier barrera humana. También nos entregaron una especie de máscaras. —Pónganse esto y no se lo quiten bajo ningún concepto —nos dijo uno de los guardianes. Aquella careta era una mezcla de máscara de gas y casco minero. Nos cubría toda la cara. A ambos lados de la parte inferior había unos receptáculos que hacían las veces

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de filtro de aire. En la parte superior tenía una luz que venía a caer en medio de la frente como un gran ojo luminoso. Aquella caverna estaba completamente oscura, sin una miserable antorcha que nos mostrara el camino. Pensé que aquellas máscaras y la ausencia de antorchas podrían deberse a que en el aire había algún tipo de gas inflamable. Los soldados de Héctor abrían la comitiva como si ya conocieran el camino. Héctor marchaba tras ellos y detrás, los Hermenautas. Nuestro punto de referencia era la nuca del que marchaba delante. El suelo, al menos, parecía limpio y facilitaba el tránsito. Durante un buen rato caminamos por aquel oscuro sendero, que a veces se estrechaba o decrecía obligándonos a bajar la cabeza para no darnos contra el techo. —¡Joder, menudo tortazo! —Alguien no había bajado la cabeza a tiempo. Enfoqué con la linterna. Eran Héctor y su metro y noventa centímetros de altura. Empezamos a ver algo de luz al final del camino. Cuando llegamos al lugar de origen de aquella luz observamos una gran gruta que se abría en el interior de aquella montaña como si en realidad se tratara de una montaña de pega, de mentirijillas, hecha con cartón piedra para un decorado vacío de contenido. Por el lado derecho de la gruta, a través de un canal, fluía una masa ígnea, roja e incandescente, que iba a parar a un gran recipiente natural practicado en la misma roca de la montaña, para luego continuar fluyendo por otro canal y perderse por el lado opuesto de la gruta a modo de desagüe. Aquello era lava. La gruta tenía una iluminación natural producida por la luz que desprendía la propia lava. Observamos a un numeroso grupo de personas, protegidos con una máscara similar a la nuestra, que iban de acá para allá acarreando arena y piedras. Alguien nos hizo señas con la mano desde la otra parte de la gruta y empezó a caminar hacia nosotros. Aquel tío caminaba un poco raro, como si estuviera cojo. Cuando llegó hasta nosotros se presentó: —Bienvenidos a mi fragua. Me llamo Hefesto o Vulcano, como prefieran. Según la mitología, Hefesto era el dios del fuego, hijo de Zeus y Hera, y esposo de Afrodita. Consultamos el ordenador de Ulises para ver su relación con el lugar en que nos encontrábamos y vimos que, efectivamente, la isla de Lemnos estaba relacionada con este personaje y su cojera. Durante una discusión entre sus padres, Hefesto se había puesto de parte de Hera y Zeus lo cogió por un pie y lo lanzó fuera del Olimpo. Hefesto surcó el cielo y fue a parar a la isla de Lemnos. Al caer a tierra se torció un tobillo y se quedó cojo. —Venimos a buscar el encargo de Apolo —dijo el troyano Héctor después de presentarnos a Hefesto. Hefesto nos confesó que era un maestro vidriero de gran prestigio procedente de la Edad Media. Apolo lo había conocido y le había ofrecido el trabajo en que estaba ocupado ahora: fabricar cristales. —Hemos mejorado un poco la técnica —nos instruyó Hefesto— con respecto al siglo XII, pero nos encontramos con los problemas típicos de infraestructura. Aprovechamos esta corriente volcánica para conseguir el calor necesario para la fundición. Básicamente utilizamos arena y piedra caliza para evitar que el cristal se descomponga luego al enfriarlo con agua. Cuando la pasta está preparada la vertimos en unos moldes y fabricamos diferentes objetos. En ese momento llegaron dos porteadores con una lámina de cristal. Con aquel gran ojo luminoso en medio de la frente me recordaron a los cíclopes. No me extrañaría nada que el mito referido a los cíclopes tuviera algo que ver con estos personajes enmascarados. Según la leyenda, existían unos cíclopes, llamados ―Uranios‖, que trabajaban en fraguas. Fabricaron, entre otros objetos divinos, el rayo de Zeus.

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—¿Para qué se emplean estas láminas de cristal? —pregunté yo. —Son para espejos. Ésta concretamente es para llevarla al palacio del rey Agamenón en Micenas por orden de Apolo. Los porteadores le entregaron el cristal a dos soldados troyanos. Antes de marcharnos le hice a Hefesto una pregunta que me rondaba en la cabeza: —Si no es indiscreción, nos podría decir por qué está cojo. —No es indiscreción —me contestó mientras se levantaba la pernera de su divino pantalón—. En realidad me falta una pierna. Me la quemé en un accidente en la fragua. Fue como si me la cortaran de un tajo. Ahora llevo una ortopédica que me trajo Apolo del futuro. Camino cojo porque todavía no le he cogido el tranquillo. Los pelos se me erizaron. Traté de imaginarme cómo un miembro humano se deshace por la acción efervescente de la lava y me vinieron a la mente varios ejemplos: las pastillas de Redoxón que mi madre me obligaba a tomar de pequeña, un bloque de mantequilla sobre una sartén caliente, una colilla apagada en la piel… Regresamos al barco por el mismo camino por el que habíamos venido. Habíamos conocido a Hefesto y a los Cíclopes, aunque no tuve la oportunidad de verle la cara a aquella divinidad del fuego que en realidad era un maestro vidriero de la Edad Media. Según la tradición mitológica, Hefesto era bastante feo, dato que no pudimos confirmar porque tenía el rostro cubierto por la máscara. Siempre me habían asaltado algunas dudas acerca de su relación con Afrodita: si era feo, ¿por qué se había casado con la diosa de la belleza? ¿para nivelar sus diferencias de hermosura?, ¿nos encontramos ante un caso de justicia poética?, ¿un antecedente del cuento de la Bella y la Bestia? Y, por otro lado, ¿qué papel jugaba yo, que también me llamo Afrodita, en esta relación? En aquel viaje no tuve la oportunidad de intimar con Hefesto, aunque había algo en su voz y aquella graciosa forma de caminar que me conmovían. Quien sabe si, ahora que he regresado de nuevo a esta época, me decidiré a viajar a Lemnos para descubrir quién se oculta bajo aquella máscara de cíclope.

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A través de la península

Atracamos en el istmo de Corinto un par de días más tarde. Hicimos algunos cambios en nuestro cuaderno de navegación con respecto a la programación inicial. Al principio pensábamos que la velera nave atracaría en Laconia, al sur del Peloponeso, después de pasar junto a las costas de la isla Citera, a la que se dice que llegó Afrodita cuando nació de la espuma. Sin embargo, la legación troyana optó por el camino más corto y realizamos la entrada al continente por Corinto. Atravesamos un pasaje en el que pudimos contemplar a babor la costa de la Argólide y a estribor la isla de Egina, patria de los mirmidones, un pueblo de hombres que había surgido de la transformación de unas hormigas. Según nos explicó un heraldo que aguardaba por nosotros en el puerto, el camino principal que conducía hasta Micenas había sido acondicionado recientemente: se había ensanchado la vía por la que podían circular ahora dos carros sin la necesidad de ceder el paso y se había limpiado el camino de piedras y otros obstáculos naturales. Todas estas mejoras en la red viaria facilitarían el transporte del cristal que debíamos llevar al palacio de Agamenón. Por otra parte, desde Corinto nos quedaban a tiro de piedra no sólo Micenas, al sur, sino también Atenas, Tebas y Delfos, al norte. La legación troyana iba a permanecer en Micenas durante al menos un par de semanas, tiempo suficiente para que los Hermenautas visitáramos los santos lugares antes de regresar a Troya. Convenimos con Héctor el separarnos y reunirnos de nuevo en el palacio de Agamenón en el plazo de una semana. A la salida del puerto, encontramos el armazón desvencijado de una nave que parecía varada en tierra, como si la marea la hubiera depositado allí después de una pleamar imprevista que nunca más subió lo necesario para devolver aquel espinazo de madera a su medio original. Preguntamos a un nativo qué nave era aquella y qué pintaba fuera del mar. —Esta es la famosa nave Argo, en la que viajó Jasón a la Cólquide en busca del vellocino de oro. Lo que ven es lo que quedó de la nave tras aquel fabuloso viaje. Es una ofrenda de Jasón al dios de los mares, Poseidón. El nativo se refería, sin duda, a Jasón, el famoso héroe que en compañía de un grupo de arriesgados marineros (los Argonautas) habían viajado a las lejanas regiones de la Cólquide en busca del vellocino de oro, una piel de carnero con propiedades milagrosas. Jasón vino a vivir a Corinto con Medea, una hechicera que conoció en la Cólquide y que le ayudó a robar el vellocino a su propio padre. Salimos de Corinto y atravesamos el istmo en dirección a Tebas. A mitad del camino nos topamos en una encrucijada de caminos con una numerosa comitiva. La comitiva estaba encabezada por dos soldados a caballo que precedían una gran carroza tirada por cuatro caballos blancos con una planta y un salero envidiable entre los de su 58

raza. Uno de los jinetes portaba un estandarte verde con la figura de un extraño animal, dibujada en blanco, que no acertamos a distinguir en un principio. Un lacayo, sentado sobre la carroza, tieso como un garrote, cuidaba de que el tiro no se desbocara, mientras otra pareja iba subida detrás sobre un pescante, haciendo peso y protegiendo los flancos del vehículo de no se sabe qué ni quién. La retaguardia la cerraban otros dos soldados a caballo, semejantes a los dos de vanguardia en lo espléndido de sus vestiduras. En aquel carro debía viajar el rey de alguna ciudad cercana a tenor de la prosopopeya con que desfilaban en procesión. Nos apartamos para cederles el paso. Por aquel camino era imposible que pasaran dos carros al mismo tiempo. Al pasar el carro junto a nosotros, un hombrecillo menudo, bastante anciano, se alongó por uno de los ventanucos de la carroza y nos saludó con una sonrisa a la que le faltaban algunos dientes del piso superior y otros tantos del inferior. De las encías en que debían estar incisivos y caninos manaba un tenue reguerillo de sangre, que se iba limpiando con un pañuelo, como si acabaran de practicarle una desafortunada ortodoncia. Preguntamos a los caballeros de la retaguardia quién era aquella eminencia desdentada que viajaba en la carroza y nos contestaron, sin descomponer la figura ecuestre, que se trataba de su excelencia Layo, rey de la ciudad de Tebas, que marchaba hacia Micenas a entrevistarse con otros reyes de Grecia en el palacio de Agamenón. —¿Y se puede saber —pregunté yo— que simboliza ese estandarte que abre la comitiva? Uno de los caballeros se paró para contestarme mientras le hacía un gesto con la cabeza a su igual para que continuara. —Es una esfinge —me contestó molesto, como si él hubiera sido el autor de aquel dibujo y se sintiera ofendido por no habernos dado cuenta del detalle. Y sin mediar más explicaciones espoleó al caballo y en cuatro amplias zancadas se incorporó a la comitiva. Consultamos nuevamente el ordenador de Ulises y comprobamos que en Tebas reinaba un tal Layo que fue asesinado por un tal Edipo que pasado el tiempo se descubriría que era su hijo. Layo había sido asesinado por su presunto hijo precisamente en una encrucijada de caminos como en la que estábamos ahora. Hubo una discusión acerca de quién debía pasar primero y en la consiguiente pelea Edipo mató a su presunto padre. Con nosotros no viajaba ningún Edipo y, además, habíamos cedido gentilmente la vez en aquel camino a la comitiva de Layo, evitando cualquier indicio de enfrentamiento. Así que reanudamos la marcha sin dar mayor importancia a aquel fugaz encuentro. Unos kilómetros más adelante llegamos a otra encrucijada de caminos y hallamos a un individuo maltrecho tirado en la orilla del camino como basura viaria. A aquel tío le habían dado una paliza de campeonato mundial. Estaba tumbado boca arriba, casi inconsciente, y tenía la cara completamente amoratada, como si un candidato a peso pesado hubiera utilizado su rostro como saco para hacer guantes. De la nariz le manaba un reguerillo de sangre que taponamos con una gasa que Hermes extrajo del botiquín de primeros auxilios. Tratamos de incorporarlo para darle de beber un poco de agua, pero desistimos al oír los alaridos que profirió cuando apenas lo tocamos. Tenía varias costillas rotas. Habían practicado boxeo con su cara y jugado al fútbol con su tronco. Helena extendió su saco de dormir en la parte de atrás del carro muy amablemente. Alzamos al carro aquel saco de huesos reciclables siguiendo las recomendaciones de la medicina de urgencia para cuerpos maltrechos: improvisamos una camilla con nuestros brazos de modo que el cuerpo permaneciera recto para evitar nuevas lesiones y lo cogimos por cuatro puntos de contacto: cabeza, hombros, cintura y piernas.

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—A este tío hay que llevarlo a un hospital —dijo Héctor y todos nos quedamos mirándole, tratando de descubrir de qué zona de su cerebro surgirían aquellas geniales ideas. —¿A qué hospital lo llevamos —le contesté yo—: a uno privado o a uno de la Seguridad Social? —Me da igual —Héctor seguía en las nubes. —No seas imbécil —estalló Helena—. En esta época no hay hospitales como en la nuestra. —¿Entonces, qué hacemos? —Héctor no se daba por aludido. Nunca llegamos a saber si realmente era tonto o se lo hacía para burlarse de nosotros. —Lo único que podemos hacerle —intervino Hermes— es curarle los moretones y magulladuras y practicarle un vendaje compresivo en el tórax para inmovilizarle las costillas. Deberíamos llevarlo al pueblo más cercano y buscar algún sitio más cómodo en el que pueda recuperarse de las heridas. Hermes practicó en aquel cuerpo destartalado las reparaciones de urgencia que había previsto. Luego nos subimos todos al carro y nos sentamos alrededor del cuerpo de aquel individuo como si estuviéramos velando un cadáver en ciernes. Continuamos nuestro camino en busca de un lugar más idóneo para la rehabilitación de nuestro enfermo. Parecíamos miembros de la Media Luna Roja o de alguna ONG establecida en un país del Tercer Mundo. El traqueteo del carro, que no estaba equipado con amortiguadores de última generación, despertó al individuo. —¡Esperad, cabrones, no huyáis! —me pareció entender que balbuceaba cuando acerqué mi oído a su boca. —¿Qué dice este tío? —me preguntó Helena algo molesta, porque al hablar el individuo había girado la cabeza y unas gotas de sangre habían manchado su saco de dormir. —«Esperad, cabrones, no huyáis»… Creo. —¿A qué se referirá? —No tengo ni idea. Tal vez algunos bandidos lo asaltaron en el camino, le robaron y le metieron una tunda por plantarles cara. Unos kilómetros más adelante pudimos enterarnos de qué había pasado, pues el individuo recuperó milagrosamente la consciencia y el habla. —Mi nombre es Edipo y procedo de Corinto, en donde gobierna mi padre Pólibo y mi madre Mérope. Me crié desde pequeño con ellos, pero hace poco me enteré por terceras personas de que era hijo adoptivo. Les pregunté acerca de este rumor a los que yo creía mis padres, pero no me dieron respuesta satisfactoria. Así que marché a Delfos a consultar el oráculo, pues de todos es sabido que Apolo conoce el pasado y el futuro de todos los mortales… Estuve a punto de decirle que tenía razón y que para eso Apolo utilizaba una máquina del tiempo con forma de espejo, pero me abstuve de predicarle aquella insolencia deshonrosa para la naturaleza de las leyendas. Tampoco iba a entender mi explicación y, en el fondo, la achacaría a tejemanejes de dioses. Con lo cual todo iba a quedar igual. — …Sin embargo —continuó Edipo entre resuellos que dejaban escapar algún gemido de dolor que también eran gemidos de resignación—, el oráculo no me resolvió el problema directamente, pues de todos es sabido que sus respuestas son ambiguas y muchas veces malintencionadas. Su respuesta fue que iba a matar a mi padre y a casarme con mi madre, de modo que determiné no regresar a Corinto, por si acaso Pólibo y Mérope fueran mis verdaderos padres y cayéramos todos en fatal desgracia. Intenté llegar hasta Tebas para descansar y recuperarme del varapalo del oráculo, pero

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no pude entrar en la ciudad porque me encontré con un monstruo, que decía llamarse Esfinge, que exigía un peaje por la entrada en nombre del rey de Tebas. Yo no llevaba nada de valor encima ni tenía necesidad imperiosa de entrar en aquella ciudad, así que determiné seguir mi camino y buscar reposo en otro lugar libre de impuestos… Mientras escuchaba el relato de Edipo, la realidad me confirmó algunas dudas que yo tenía acerca del mito relacionado con este personaje, cuya identidad no parecía confirmar la biografía que nos había legado la leyenda. Según ésta, en Tebas existía un monstruo llamado Esfinge que aterrorizaba a todos los transeúntes imponiéndoles acertijos que, de no resolver, les costaba la vida. Sin embargo el mito no hablaba de ningún impuesto de paso, ni mucho menos de la implicación de Layo en aquel negocio que se había montado a las puertas de Tebas, que me hacía recordar el mismo negocio que Príamo y Apolo tenían en Troya. En este mundo que estábamos visitando se había montado un tinglado económico por parte de dioses y mortales de tal envergadura que por algún lado tenía que reventar algún día. — …Cuando me disponía a marcharme con viento fresco —continuaba Edipo—, la tal Esfinge me conminó a resolver un acertijo que, en caso de resolver, me abriría las puertas, pero que, en caso contrario, me obligaría al vasallaje durante el período de un año, a las órdenes de Layo. No me interesó la propuesta, pues soy hombre libre y sólo vasallo de mis propias acciones. Pero, aún así, la Esfinge se emperró en plantearme la adivinanza que, según ella, sólo estaba al alcance de los dioses. Le repetí que no me interesaba, pero ella insistió en plantearla, aunque mi voluntad no fuera entrar en Tebas. En aquel punto, me dio pena aquella criatura, que parecía desconsolada y aburrida por la tarea que le habían impuesto, y gastaba el tiempo en estos misteriosos entretenimientos. Así que acepté sin más explicaciones. Asistí al planteamiento de aquel enigma con poco interés por mi parte, porque ya tenía yo suficiente con el oráculo que me habían planteado en Delfos y porque soy poco diestro, por no decir inútil, en la resolución de esta suerte de artificios… —Y se puede saber —lo interrumpí— cuál era esa adivinanza. —Poco más o menos decía así: «¿qué criatura de la madre Gea posee cuatro, tres y dos patas, que cuantas más patas tiene más débil es?». Los Hermenautas nos miramos y esbozamos una sonrisa como la que esgrime el afortunado ganador de la lotería cuando se le presentan a la puerta de su casa sus acreedores, que llevan meses sin recibir la mensualidad. Aquella respuesta la sabíamos: se trataba del hombre y la variedad de patas de aquella criatura multípoda hacía alusión a diferentes edades de la vida del ser humano. A mí se me ocurrió, entonces, una idea para salvar el mito de aquella terrible realidad que estábamos viviendo. Se la conté a mis compañeros en voz baja mientras Edipo seguía con el relato de sus desventuras. —Continué mi camino, dándole vueltas al nuevo enigma, cuando me topé en una encrucijada con una comitiva que parecía ser regia por la escolta y la gala que la precedían. Yo me negué en rotundo a dejarlos pasar porque venía ya quemado de tanto enigma de reyes y de esfinges. La escolta, entonces, se puso farruca, haciendo valer el coste de sus ropajes, y un hombrecillo canijo bajó de la carroza y se me encaró amenazadoramente. Entonces liberé todas las tensiones que me poseían con un cabezazo en la boca de aquel individuo que le hizo saltar varios dientes y anegar las fauces en sangre. En mala hora tomé aquella determinación precipitada, pues se me vinieron encima seis o siete mastodontes que me inflaron a patadas y puñetazos hasta que perdí el sentido y ellos me creyeron muerto. Después me desperté y me encontré tumbado en esta carreta sobre esta piel tan cómoda. La piel tan cómoda era el saco de dormir de Helena, a la que no le hizo tanta gracia la metáfora.

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Continuamos nuestro camino en dirección a Tebas. Los Hermenautas estábamos impacientes por llegar a la ciudad y descubrir quién era aquella Esfinge que aterrorizaba a los transeúntes con enigmas y tributos. Albergábamos la esperanza de resolver aquella adivinanza y darle por las narices a la confiada Esfinge y rescatar la verdad para el reino de la mitología. Por otro lado, nos habíamos propuesto que Edipo recuperara el protagonismo que se merecía en la leyenda, al menos como alivio de la tunda de patadas y mamporros que había recibido. Según la leyenda, Edipo había vencido a la Esfinge resolviendo su acertijo y el monstruo había perecido precipitándose por un barranco como consecuencia de su arrogancia. Nuestro Edipo no tenía ni idea del significado de aquel acertijo, pero allí estábamos nosotros, los Hermenautas, para actuar como dioses todopoderosos que rigen el destino de los seres humanos, echándoles un cabo de vez en cuando. Casi a la entrada de Tebas, Edipo se nos desmayó, exhausto por el derroche de energía que había destinado a contarnos sus desventuras. En un recodo del camino observamos a lo lejos un bulto que cerraba el paso a los transeúntes. Nos acercamos y, para nuestra sorpresa, no descubrimos un monstruo mitológico sino una magnífica obra de ingeniería con forma de esfinge. Se trataba de una pasable reproducción en cartón piedra del ser que en los bestiarios aparece descrito como una criatura monstruosa con cabeza y busto de mujer, patas y garras de león, cola de serpiente y alas de pájaro. Aquella esfinge olía a imitación que apestaba. Era clavadita a la Esfinge de Gizeh que está en Egipto, esa esfinge de piedra a la que los soldados de Napoleón le partieron la nariz durante unas prácticas de tiro. Allí había gato encerrado, y nunca mejor dicho, porque del interior salió una voz que recordaba más el maullido de un gato con paperas que el rugido del supuesto león que teníamos delante. —¿Dónde vais, extranjeros? —nos advirtió la voz. A todos nos entró la risa floja y empezamos a descuajaringarnos de risa en los morros de aquel camelo mitológico, ante la mirada atónita de Hermes que no daba crédito a nuestra desvergüenza. En el fondo, Hermes se estaba aguantando también la risa, pero tenía que ponerse en su sitio, dando ejemplo a un puñado de jóvenes adolescentes que se estaban saltando a la torera los designios de la leyenda. —A ver… —intervino Er Dioni, al que le iba el cachondeo— Suelta ya la adivinanza que tenemos prisa. La Esfinge empezó a plantear el acertijo, pero su voz se iba apagando a medida que lo iba diciendo, hasta que al final se quedó callada. —¿Te quedaste sin pilas? —intervino de nuevo Er Dioni y todos nos partimos de risa y nos tiramos al suelo porque ya no podíamos aguantar más. Desde el suelo pudimos observar cómo por uno de los ojos de aquella esfinge postiza se asomaba una cabeza barbuda que nos preguntó: —¿Quiénes sois vosotros? —Dioses como tú —contesté yo. El individuo metió la cabeza para coger impulso y salir por el mismo ojo por el que se había asomado. Se deslizó por el tobogán de las patas de la esfinge y llegó hasta nosotros. —Me llamo Leonardo da Vinci —se presentó aquella cabeza barbuda que estaba pegada a un cuerpo delgaducho vestido con ropajes del siglo XV—, aunque los nativos me conocen con el nombre de Dédalo.

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—¿Y qué hace usted aquí? —le preguntó Hermes, que no cabía en su gozo, pues Leonardo era uno de los personajes históricos a quien más admiraba. Así se lo hizo saber e, incluso, le pidió un autógrafo sacando de la mochila una libretita y un bolígrafo. —He montado un negocio con el rey Layo para subvencionar mis proyectos en el futuro. Cobramos a los extranjeros por entrar en la ciudad y luego repartimos al cincuenta por ciento. He fabricado esta esfinge que, como ustedes verán, es igualita a la que hay en Egipto. La utilizamos para amedrentar a los nativos que son, por lo general, gente incauta y asustadiza. —¿Y qué sentido tiene lo del acertijo? —le pregunté yo. —Bueno, así lo cuenta la mitología, ¿no? No se olviden que en mi época soy un humanista que trata de perpetuar la tradición clásica. Y la mitología forma parte de esa tradición. Además, me estaba me estaba empezando aburrir con el hecho de sólo ganar dinero. —Pero se supone —añadí yo— que el enigma tenía que ser resuelto por Edipo. —Todavía no ha pasado por aquí. Nadie ha sido capaz de resolverlo. Todos miramos a Leonardo y después dirigimos la vista al carro donde nuestro Edipo continuaba durmiendo la mona de los apaleados. Llegamos a un acuerdo con Leonardo, que ya parecía atesorar riquezas suficientes para subvencionar los proyectos de su época y los de un puñado de inventores más: entraríamos en Tebas empujando la Esfinge y liberaríamos a todos los extranjeros, que se habían jugado su libertad a las adivinanzas, en nombre de Edipo, al cual traíamos inconsciente en el carro después del singular combate que había trabado con aquel monstruo de cartón piedra. Como pudimos comprobar al llegar a Tebas, la población de extranjeros era superior en número a la de los ciudadanos naturales, lo cual provocó un movimiento político-social en pro de la candidatura de Edipo a nuevo gobernante de Tebas, en detrimento de Layo; candidatura con la que Yocasta, esposa de Layo, tuvo que transigir hasta que regresara su marido (si es que volvía) y arreglara aquel maremagno político. Entre tanto, Edipo fue alojado en palacio junto a la que, según la leyenda, era su madre Yocasta. Aunque esas particularidades del mito las dejamos en manos del destino, pues tras dejar a Edipo en palacio y hacer una visita turística a Tebas, seguimos nuestro camino a Delfos unos días después.

Antes de despedirnos de Leonardo, que nos confesó que aquel era su último viaje al pasado, le preguntamos acerca del alcance de la identidad que había adoptado haciéndose llamar Dédalo. Con este nombre era conocido en la mitología un personaje que pasaba por ser el constructor, ingeniero y artista de innumerables obras legendarias. —Yo diseñé y construí para el rey de Creta —nos confesó Leonardo— el laberinto del Minotauro, monstruo que en realidad no era más que un toro bravo, símbolo de la dignidad y el poderío de la cultura minoica que se desarrolló en esa isla mediterránea. Le dijimos a Leonardo que en nuestro viaje nos habíamos topado con Ariadna, la hija de Minos, la cual nos había contado lo de su relación con Teseo y la ayuda que le prestó para salir del laberinto. —Bueno —aclaró Leonardo—, lo del laberinto y el Minotauro no es más que un juego macabro relacionado con un elemento folclórico de la cultura minoica: la taurocatapsia o salto del toro. No es más que el fruto de la mente sádica de Minos, que ya está medio chocho. De todos los lugares de Grecia, especialmente de Atenas, iban

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jóvenes a Creta para participar en este juego que consistía en saltar por encima del toro agarrándolo por los cuernos y catapultarse gracias a la embestida. A Minos se le ocurrió complicar un poco el juego metiendo el toro en un laberinto para añadirle más emoción. De esta manera, los participantes en la taurocatapsia no sólo tenían que saltar el toro y evitar sus mortales embestidas, sino escapar del laberinto en un tiempo récord. Si tenían la suerte de escapar a la furia del toro de Minos, luego se enfrentaban a otra prueba más complicada: salir del enrevesado laberinto que yo construí. Perecieron muchos jóvenes: unos, víctimas del Minotauro y otros, por inanición al no ser capaces de encontrar la salida. —¿Y qué pinta Ariadna en todo esto? —le pregunté yo. —Bueno… Ariadna era el premio del concurso. Minos había establecido que quien venciera al toro y saliera del laberinto en el tiempo establecido, se ganaría la mano de la princesa heredera. Y, por lo que me acaban de decir ustedes, Teseo lo consiguió al fin con la ayuda de la propia Ariadna. Otro mito que se cumple. Leonardo tenía razón: otro mito que se cumplía. Pero lo único que estaba por ver era cómo iban a ser contados esos mitos. Pero de eso se encargaría la tradición oral que todo lo maquilla y trastorna. Ahí los Hermenautas no teníamos nada que hacer, ni siquiera yo, la poderosa Afrodita, que me había empeñado en que los mitos se cumplieran al pie de la letra. Nos despedimos de Leonardo, que se dirigía a Micenas. Su intención era realizar un último encargo para Apolo que lo tendría ocupado hasta el equinoccio de otoño, época en la que regresaría definitivamente a su casa. Quedamos en volverlo a ver y tomamos el rumbo contrario en dirección a Delfos.

Tras visitar los alrededores, llegamos a la ciudad de Apolo dos días después. Pasamos la noche anterior en el monte Parnaso, en donde descubrimos la famosa fuente Castalia, en la que se dice que se purificaba la Pitia, sacerdotisa de Apolo, antes de dar sus célebres oráculos. Nosotros no veníamos a Delfos a pronosticar nada, pero nos metimos bajo aquellas frescas aguas para quitarnos el polvo del camino. Luego nos adentramos en el bosque para buscar cobijo y montar el campamento. A medianoche nos despertaron unos cánticos que parecían proceder de la fuente Castalia. Hermes dormía como un tronco, así que los Hermenautas determinamos acercarnos furtivamente a aquel concierto de voces para ver de qué se trataba. Ocultos entre la fronda asistimos a un espectáculo que, sobre todo a los chicos, les puso los pelos de punta y también algo más. Junto a la fuente vimos a nueve mujeres, completamente desnudas, que asistían a algún tipo de asamblea nocturna. —¡Joder macho, cómo están esas tías! —Dejó escapar Héctor al que se le hacía la boca agua. —Están para comérselas —puntualizó Er Dioni. —Cierra los ojos que te vas a poner malo —amonestó Helena a su novio dándole un codazo en las costillas—. Este espectáculo no es para menores. —Ni para mayores, colega —contestó Er Dioni. Lo miré y noté que el pantalón se le empezaba a abultar a la altura de la entrepierna—. Estas tías le cortan el hipo a cualquiera. ¡Menudos culos! —Mira, nene —le respondió Helena ofendida—, la pajita te la vas a hacer a otro lado donde yo no te vea. Aquellas mujeres en cueros parecían asistir a algún tipo de ceremonia artística, pues a los cánticos les sucedieron recitados poéticos y exhibiciones de danza, todo ello

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siempre en pelotas y con el aderezo de algún que otro devaneo sexual entre las más atrevidas, que se tocaban el culo unas a otras o le pellizcaban con dulzura un pezón a la más cercana con el consiguiente gemido de placer. Aquellas tórridas escenas terminaron por calentar al populacho masculino y también a Diana que evitaba pestañear para no perderse un fotograma de aquella película X en versión light para menores. Ulises parecía el más sereno de los chicos y el que cayó en la cuenta de qué mujeres podían ser aquellas. —Para mí que son las musas. —¿Tú crees? —contestó mecánicamente otro de los chicos sin prestar demasiada atención a lo que decía Ulises. —Creo que sí —continuó Ulises—. Las musas eran nueve y patrocinaban diversos aspectos del arte, como la música, la poesía o la danza. Ulises tenía razón, aquellas desvergonzadas mujeres podían ser las nueve diosas protectoras de las artes y de las ciencias que habían inspirado a numerosos poetas y escritores y que ahora estaban siendo fuente de inspiración de los deseos más morbosos de los chicos del grupo. Sin embargo, ¿serían nativas de esta época o, al igual que otros muchos personajes que habíamos conocido en nuestro viaje, procedían de otro espacio y otro tiempo distintos? No tuvimos la ocasión de interrogarlas. Las nueve mujeres habían terminado su lujuriosa reunión. Se vistieron unas a otras con unos ropajes que habían dejado junto a la fuente Castalia. Llevaban unas ropas bastante complicadas: unos corpiños férreamente ajustados en la parte superior, que les resaltaban el pecho; y unas largas enaguas debajo de unas faldas volanderas que hicieron girar en el aire moviendo la cintura, mientras se marchaban como nueve modositas muchachas que no han roto un plato en su vida. Las chicas volvimos al campamento y los chicos se quedaron un rato más junto a la fuente con la esperanza de que el espectáculo de las nueve musas fuera de sesión continua. Cuando llegamos, Hermes seguía durmiendo como un tronco, ajeno a aquella salida nocturna de los Hermenautas.

Por la mañana, los chicos se levantaron con unas sospechosas ojeras que se descolgaban sobre las mejillas como telones de una función inconclusa. Recogimos el campamento y nos dirigimos al santuario de Delfos, donde se encontraba el famoso oráculo de Apolo. Lucía un día espléndido, despejado, el sol brillaba en el cielo sin la oposición de las nubes. El santuario era un complejo sagrado delimitado por un muro que rodeaba una verde hacienda mayor que varios campos de fútbol. En un edificio principal, situado en el centro del recinto, se hallaba el oráculo. De éste partían sendas calzadas, protegidas por la sombra de una fila de laureles, en dirección a los cuatro puntos cardinales. La calzada sur conducía a una pequeña ágora en la que había varios puestos ambulantes en donde se podían adquirir diversos recuerdos y exvotos relacionados con Apolo, divinidad titular de aquel templo. En uno de los tenderetes nos encontramos con las nueve musas que habíamos espiado durante la noche anterior. Cuando nos vieron, señalaron nuestro grupo entre risitas bobaliconas y mudos comentarios que no llegamos a distinguir. Miré, entonces, a los chicos, que habían formado también su propio corro y saludaban con la manita como estúpidos, mientras comentaban algo que los hizo sonrojar. Aquellos cafres se habían quedado rezagados la noche anterior después de la erótica función en la fuente Castalia y cuando nos dormimos todavía no habían llegado. No quería ni imaginar la que se habría montado si aquellas nueve ninfas se hubieran encontrado con aquellos tres sátiros

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adolescentes. A las chicas nos dio igual, salvo a Helena que estuvo varios días sin hablarle a Héctor, hasta que éste le prometió que no había pasado nada al final de aquella velada en el monte Parnaso. Yo no estaba tan segura. Reconozco a la legua a un gallito de pelea cuando ha clavado su espolón en una víctima. Las musas se marcharon para desdicha de los chicos, que no dejaron de mirarlas hasta que desaparecieron más allá de los muros del recinto. Curioseamos entre los tenderetes y descubrimos uno en el que se vendían unos restos de piel reseca de serpiente, que según el vendedor pertenecían a la serpiente Pitón. —Esta monstruosa serpiente —nos instruyó el tendero con la labia propia de los vendedores ambulantes— asolaba la zona donde se encuentra ahora este sagrado templo. Apolo abatió a Pitón a flechazos y la desolló viva. La serpiente medía más de ocho metros de la cabeza a la cola. En recuerdo de esta hazaña, se construyo este recinto y se instituyeron los famosos Juegos Píticos. Y, ahora, queridos extranjeros, por un módico precio pueden ustedes llevarse a casa este amuleto que procede de la propia piel de Pitón. No nos dejamos embaucar por los embustes de aquel charlatán. Sobre un mostrador tenía amuletos para decorar los muros de aquel recinto. Así que nos marchamos en dirección al templo, en el cual debía trabajar la famosa Pitia. Llegamos a las puertas del templo de Apolo, que estaba custodiado por varios guardianes que impedían el paso. A diferencia de los modernos, en los templos de la Antigüedad no se entraba a rezar. Cualquier actividad relacionada con el dios debía realizarse fuera: vaticinios, sacrificios, libaciones... En el caso de las predicciones, un sacerdote salía a la puerta del templo y te preguntaba qué querías saber. El sacerdote tomaba cumplida nota y le llevaba la consulta a la Pitia, una médium que esperaba en el interior junto a la imagen del dios. La médium entraba en contacto con la divinidad a través de recursos bastante sospechosos y emitía el oráculo con una respuesta ambigua y que dejaba en manos de la interpretación del interesado. Dicen que las médium solían colocarse con plantas alucinógenas, pero la Pitia que salió a saludarnos cantaba un vaho a alcohol que tiraba para detrás. —¿Cómo estás Hermes? —aquella señora conocía a nuestro profesor de Cultura Clásica. —Bien —le contestó Hermes sonrojándose. Aquel era el día de la festividad del Macho Sonrojado—. Aquí otra vez. —¿Y quiénes son tus jóvenes acompañantes? La Pitia arrastraba las sílabas como si las palabras se le quedaran pegadas al cielo de la boca y le costara despegarlas con la espátula de la lengua. —Son mis alumnos. ¿Podemos pasar al interior? —Hola, chicos —nos saludó la Pitia—. Yo también soy maestra. Aquello que pretendía Hermes era un sacrilegio. A los mortales les estaba prohibida la entrada al templo. Pero entonces recordé que nosotros allí jugábamos a ser dioses. —Como no… Pasen, pasen… Están en la casa de Apolo, que es la casa de todos. Aquellas palabras me sonaron a la propaganda de una secta que intenta ganar adeptos a toda costa. Los guardias nos franquearon el paso y entramos en una pequeña sala, cuyas paredes reproducían diversas escenas mitológicas en las que un dios, que debía ser Apolo, daba buena cuenta de una gigantesca serpiente, que debía ser Pitón, con flechazos y mandobles que salpicaban de rojo las paredes. —Pasen al cuarto de atrás y curioseen un poco —la Pitia parecía tener prisa. Tenía algo al fuego y se le estaba quemando—. Voy a enseñarle una cosa a vuestro profesor en esta otra habitación de aquí y volvemos enseguida.

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Obedecimos a la Pitia y accedimos a la parte trasera del templo, en donde se suponía que debía estar la imagen de Febo Apolo custodiada por un altar en el que la pitonisa comulgaba con la divinidad en busca de lo que los entendidos denominaban «inspiración profética». Sin embargo, allí detrás no había ninguna imagen de dios alguno. En su lugar encontramos a un tipo tumbado sobre una especie de triclinium o reclinatorio, consultando unos libros. A su lado, sobre una mesita, había una botella con algún tipo de brebaje estupefaciente que cogía de vez en cuando para beber a morro. Nos extrañó ver libros en aquel lugar, pues nosotros sabíamos que en aquella época no se utilizaba todavía el papel. Tampoco existían las botellas, lo cual indicaba que por allí andaba cerca otra divinidad como nosotros. Le preguntamos a aquel tipo qué hacía. —Repasando estos diccionarios —nos contestó mientras se llevaba por enésima vez la botella a la boca. —¿Y de qué van esos diccionarios? —pregunté yo intrigada. —Nada importante —dijo mientras daba otro trago. Se ve que el hecho de hablar le provocaba una sed insaciable—: historias mitológicas, leyendas acerca de la gente de esta época… —¿A quién pertenecen estos libros? —seguí con el interrogatorio. —Los trajo Apolo del futuro. Con ellos realizamos las predicciones mi hermana Pitia y yo. Bueno… con los libros y con este néctar de los dioses —dijo completamente ebrio y se metió otro lingotazo entre pecho y espalda. Así que de esa forma pronosticaba la Pitia sus oráculos: a través de unos libros que manejaba su hermano, en los que ya venía escrito el destino de los individuos que venían a consultar su futuro. —¿Y si viene gente que no aparece en esos libros? —preguntó Héctor ingenuamente, pero la pregunta tenía su importancia. En los libros de mitología, que nosotros supiéramos, no venía nada acerca de la gente de a pie, esa tropa de desventurados que no alcanzaron nunca la categoría de héroes. —Esos casos se los paso a mi hermana, que tiene un don especial para inventar historias. —¿Estuvo por aquí un tal Edipo? —le pregunté yo a continuación, por ver qué fuentes había consultado. —Sí, estuvo aquí hace unos días para pedir información sobre la identidad de sus padres. Para pronosticarle utilizamos aquel ejemplar del Edipo Rey de Sófocles que está sobre la mesa. Me acerqué a la mesa y hallé no sólo la obra de Sófocles, sino otras obras de escritores griegos, como la Iliada de Homero, la Teogonía de Hesiodo y algunas tragedias de Esquilo. En las paredes había más libros, ordenados en las estanterías, con toda la literatura griega que hacía alusión a algún hecho mitológico. Incluso encontramos algunas obras de autores romanos que, según aquel ratón de biblioteca beodo, las tenían allí para contrastar versiones. —Ustedes sabrán que, en el fondo, la mitología griega y la romana son más o menos lo mismo. El mismo perro griego con distinto collar romano. A través de aquel halo alcohólico que lo arropaba como a un santo borrachín, aquel individuo dejaba entrever que sabía de lo que hablaba. Así que le pregunté su procedencia. —Trabajé en la Biblioteca de Alejandría hasta el mismo día en que César le prendió fuego en compañía de sus hordas romanas. La biblioteca llegó a albergar más de ocho mil volúmenes, algo inaudito para una época en que los libros no eran tan fáciles de reproducir como en épocas posteriores. He leído algo acerca de la imprenta y, sobre todo, de los libros electrónicos, el colmo de los colmos: palabras hechas con luz

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encerradas dentro de una cajita metálica. Eso sí qué es la obra de un dios. Lo he leído todo en esta Historia de la Escritura impresa a finales del siglo XXI —nos indicó un libro que descansaba sobre su regazo y suspiré aliviada al ver que un siglo después de nuestra época de origen todavía se seguían imprimiendo libros de papel—. Pero lo de Alejandría fue todo un récord difícilmente igualable. Tuvimos que abrir un anexo en el templo de Serapis, porque ya no nos cabían los volúmenes en el edificio principal. Unos días después del incendio, durante el solsticio de verano, se presentó en mi casa un individuo que se hacía llamar Apolo y que decía venir del futuro para llevarme al pasado con el fin de proponerme un negocio relacionado con el mundillo de la biblioteconomía. Sentí curiosidad por las palabras del aquel loco y lo acompañé. A los tres meses regresé a buscar a mi hermana, que se había quedado sola en Alejandría, y descubrí que en realidad no había pasado el tiempo. Aquel individuo continuaba hablando, ya de una forma instintiva, como si formara parte de su particular repertorio de borracho. A unos borrachos les da por maldecir e insultar, a otros les entra la vena filosófica, pero a éste le daba por recitar los versículos de la Historia del Libro, al que asistimos en silencio, sentados en el suelo, hasta que llegó Hermes con la Pitia y nos sugirió que ya era hora de marcharnos. Cuando salimos, aquel tipo seguía disertando para las paredes sobre el origen etimológico del vocablo «pergamino» y las diferencias entre una piel bovina curtida y otra sin curtir. Hermes nos llevó a casa de la Pitia y allí dormimos bajo techo durante un par de días.

Nos marchamos de Delfos para disgusto de Hermes que parecía tener una relación más que profesional con aquella médium procedente del Egipto alejandrino, la cual decía ser maestra de algo que nunca quisimos averiguar por respeto a Hermes. Partimos hacia Atenas y durante los tres días de viaje no nos ocurrió nada digno de reseñar en este cuaderno de bitácora de los Hermenautas que intentaré enviar al futuro a través de ondas electromagnéticas que saldrán de mi ordenador portátil en forma de unos y ceros, y quedarán flotando en la estratosfera hasta que llegue el momento de que una civilización desarrollada las capte, las decodifique y las convierta en lenguaje escrito legible. Yo siempre pensé que eso era imposible. Pero lo que yo pretendo es algo así como lo que ocurre con la luz que nos llega de estrellas lejanas: el brillo que observamos se produjo hace millones de años. De la misma forma, espero que este mensaje que lanzo ahora a la atmósfera llegue dentro de tres mil años a todos ustedes, habitantes de un mundo remoto en el tiempo. Llegamos a Atenas con la intención de conocer aquella ciudad que siglos más tarde se convertiría en capital de la cultura europea durante la época clásica. Nos llevamos una gran desilusión, pues en el lugar en que debía estar una gran urbe esplendorosa nos encontramos un conjunto de cochambrosas aldeas que nos recordaron el poblado miserable que había florecido a los pies del palacio de Príamo en Troya. La suciedad de las calles competía con el color parduzco de las casas hechas de adobe y también se respiraba un aire fétido procedente de los pulmones de alguna criatura monstruosa en vías de descomposición. Sólo en lo alto de una colina brillaba una lustrosa muralla, como si la acabaran de limpiar y pulir en medio de tanta inmundicia. —Esa es la Acrópolis —nos instruyó Hermes. En aquel lugar elevado debía encontrarse el palacio del rey de Atenas que, si la mitología no nos engañaba, debía pertenecer al rey Egeo, padre de Teseo, el héroe que habíamos pillado con las manos en la masa fugándose en un barco tras abandonar a

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Ariadna en la isla de Naxos. Desde allí abajo no se apreciaba la mastodóntica presencia del Partenón, el célebre santuario de Atenea, y así se lo hicimos saber a Hermes. —Ese templo, dedicado a Atenea, no se construyó hasta mediados del siglo V a. C. y es uno de los ejemplos más claros de la arquitectura doria. En él trabajaron los arquitectos Actino y Calícrates bajo las órdenes del gran Fidias. En lugar del Partenón pudimos observar otra construcción que debía ser el palacio de Egeo junto a otra más pequeña que, según Hermes, pertenecía a un pequeño templo en honor de Atenea, diosa protectora de la ciudad que prestó su nombre para bautizar aquel grupo de aldeas del Ática. Decidimos subir a la Acrópolis para visitar el palacio de Egeo y el recinto amurallado. En aquella época los pueblos solían asentarse sobre lugares elevados que eran fáciles de defender de las invasiones de otros pueblos extranjeros. La mayoría de las ciudades tenían su propia acrópolis, como la que habíamos visitado en Tebas recientemente durante nuestra estancia en la casa de la Pitia. Ascendimos por una calzada que marcaba la frontera entre el poblado cochambroso de abajo y la ciudad lustrosa de arriba. Aquella calzada estaba construida con mármol, material que facilitaba el rodaje de los carros, pero que provocaba patinazos entre hombres y bestias. —¡Joder, cómo resbala esto! —dijo Er Dioni que a punto estuvo de dar con el hueso sacro sobre el marmóreo suelo. Mientras subíamos por el lugar en el que se erigirían siglos más tarde los Propíleos (una puerta monumental con columnatas de mármol que daba la bienvenida a la Acrópolis Clásica), nos adelantaron varias carrozas similares a la de Layo, aquel viejo desdentado con el cual nos habíamos topado en nuestro viaje a Tebas. Incluso nos pareció ver entre las comitivas el estandarte verde con la efigie de la Esfinge. —¿Qué estará pasando allá arriba? —le pregunté a Hermes. —No tengo ni idea —me contestó sin más. Le preguntamos a un miembro de una comitiva que pasó junto a nosotros patinando con el caballo. —Se celebran los funerales por la muerte del rey. Según la mitología, el rey Egeo, soberano de Atenas, se había suicidado lanzándose al mar que luego recibiría su nombre. La causa de este suicidio estaba relacionada con el episodio de Teseo y Ariadna que ya habíamos vivido. Según el mito, luego desmentido por Leonardo cuando hablamos con él en Tebas, Teseo había marchado a Creta a deshacerse del Minotauro junto a una leva de jóvenes atenienses que iban a ser sacrificados. Atenas y Creta se habían enfrentado en una guerra que ganó el rey Minos, el cual impuso un tributo que consistía en entregar cada cierto tiempo siete chicos y siete chicas para ser sacrificados al Minotauro. Teseo marchó a Creta en una nave vestida con velas negras debido al funesto cargamento que transportaba. Teseo le dijo a su padre que si tenía éxito cambiaría las velas negras por otras blancas de recambio que llevaba en la bodega del barco. De esa forma su padre podría conocer el resultado de aquella empresa de su hijo. Sin embargo, Teseo olvidó cambiar el velamen y su padre vio llegar el barco a lo lejos con los paños negros ondeando en el horizonte como una mortaja y creyó muerto a su hijo. Entonces se despeñó por un acantilado y cayó al mar en donde pereció ahogado. Eso contaba el mito, aunque nosotros habíamos conocido una versión diferente de la boca de sus protagonistas y habíamos vivido algunos de aquellos episodios de la leyenda. Caímos en la cuenta de que, cuando llegamos a Naxos empujados por la tormenta, nos habíamos cruzado con Teseo, que en esos momentos partía de la isla en una nave cuyo velamen era completamente negro. Así que, por lo menos, quedaba

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confirmada aquella parte del mito. Ahora nos quedaba confirmar cuál había sido la verdadera causa de la muerte de Egeo.

Entramos en el palacio acompañados por el troyano Héctor que, en compañía de otros reyes de Grecia, habían venido a Atenas a participar en los funerales del rey Egeo. Le preguntamos a Héctor si conocía las causas de la muerte. —Existen diversas versiones —nos contó Héctor confuso—. Lo encontraron muerto a los pies de la cara oeste de la Acrópolis. Dicen que se había despeñado. En la parte superior existe un mirador con vistas al mar, en donde a Egeo le gustaba asomarse para ver la llegada de los barcos. Durante estos días esperaba la llegada de su hijo Teseo que había marchado a Creta para participar en un concurso en el que había como premio la mano de la hija del rey Minos, que ya todos conocemos. Se está especulando acerca de unas posibles alianzas del rey ateniense con los minoicos a través del matrimonio, aunque ambos pueblos tuvieron sus diferencias hasta hace poco. Sin embargo, Minos está ya bastante anciano y parece ser que Egeo pretendía ampliar su imperio anexionándose Creta, un enclave comercial bastante importante. Se especula que hay disensiones en el propio seno de la corte que pueden estar provocadas por la intervención de terceras personas que no ven con buenos ojos las intenciones expansionistas de Egeo, que pudo ser empujado al vacío por uno de sus propios vasallos. Incluso su propio hijo está implicado, pues se rumorea que desde hace tiempo está interesado en convertirse en rey. Otros dicen que simplemente se alongó demasiado, perdió el equilibrio y cayó barranco abajo. Aquellas palabras de Héctor nos dejaron estupefactos. Estábamos rodeados por la mayoría de reyes de Grecia, que asistían al funeral de Egeo, y entre ellos podría estar el responsable de aquella muerte. Nos habíamos metido en un nido de serpientes que luchaban por su supremacía en aquella zona del Mediterráneo. Junto al cadáver de Egeo estaba su hijo Teseo y a su lado otro personaje que no conocíamos pero que el troyano Héctor identificó como Agamenón, rey de Micenas. Los observé durante un rato. Agamenón no dejaba de susurrarle cosas a Teseo al oído, mientras el joven asentía. Aquella conducta me resultó sospechosa. Me recordó la escena de una película de mafiosos en las que se reúnen los capos de diferentes familias para despedir el cadáver del Don, acribillado a balazos en un restaurante de confianza. En esa misma película, el responsable del asesinato era aquel individuo que en el funeral estaba más cercano al féretro, lamentándose ante la familia. El cadáver de Egeo fue incinerado en la Acrópolis junto al templo de Atenea. Durante una semana estuvimos en Atenas asistiendo a los juegos fúnebres que se instituyeron en honor del rey difunto. Entre los pueblos griegos de la Antigüedad, había la costumbre de realizar competiciones atléticas para celebrar con sudor y sangre la muerte de un personaje célebre. Asistimos a diversas competiciones que se desarrollaron en un pequeño estadio que estaba situado a los pies de la cara norte de la Acrópolis. Durante esos días surgió un debate entre los Hermenautas acerca de la muerte de Egeo, que algunos creímos que podría estar relacionada con la posterior Guerra de Troya. —Yo pienso —explicó Diana, que solía ser la más racional del grupo— que esto es obra de Agamenón. Está claro que el tío quiere montar su propio imperio y le interesa tener a los minoicos bajo su poder. Y cuando tenga Creta irá a por Troya. —¿Y qué pinta en todo esto Atenas? —le pregunté yo.

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—Atenas forma parte de la bolsa. Con Creta a sus órdenes controla el sur del Mediterráneo. Con Atenas y las islas controla el este y se prepara el camino para conquistar el Egeo y posteriormente Troya. No tenían mala pinta aquellas deducciones de Diana, pero otros miembros de los Hermenautas, entre los que figuraban Helena y yo, nos inclinábamos por razones más románticas para justificar los mitos. —Sea como sea —puntualizó Hermes que hasta ese momento no había metido baza en el debate—, les ruego que en estos últimos días del viaje actúen como meros observadores —esto último lo dijo mirándome a mí— y no se metan en líos. Mañana partiremos hacia Micenas, donde estaremos unos días antes de regresar a Troya para coger el espejo de vuelta a casa. Todos estuvimos de acuerdo con Hermes, aunque a mí me quedaba todavía clavada esa espinita sobre la participación de Helena en el origen de la Guerra de Troya.

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Desciframiento del código

En Micenas dimos con la clave para descifrar el enigma del espejo. Como en los grandes descubrimientos, fue por casualidad. Como la manzana de Newton, la solución nos había caído encima cuando menos lo esperábamos. Hermes había tenido la clave delante de sus ojos desde que era poseedor del espejo, pero resultaba tan obvia que le había pasado desapercibida. Nunca pensó que aquel galimatías de signos que se dibujaban en el marco ocultara un secreto para viajar a la época del pasado que deseáramos. Llegamos a Micenas en una larga comitiva de reyes griegos que partió de Atenas después de finalizados los juegos fúnebres en honor de Egeo. Nos alojamos en el palacio de Agamenón y asistimos al cónclave de reyes que determinó una tregua entre Micenas y Troya. Aquel pacto no era más que un balón de oxígeno para Agamenón que permitiría reforzar su presencia en la Península Balcánica con un tratado entre las ciudades vecinas del Peloponeso y otras ciudades del Ática y Beocia, como Atenas, Tebas y Delfos. Tuvimos la ocasión de hablar con Layo, que seguía luciendo aquella sonrisa desdentada, pero no le advertimos de lo que le esperaba a su llegada a Tebas, con la población de extranjeros sublevada en su contra tras la forzada derrota de la Esfinge. También volvimos a ver a Leonardo o Dédalo, como a él le gustaba que lo llamaran en esta época. Estaba realizando un último trabajito para Apolo, personaje que, a todas éstas, no habíamos visto en los dos meses y medio que llevábamos en el pasado. Todo el mundo hablaba de Apolo, las estatuas con su careto empezaban a proliferar incluso por la Península Balcánica, coto privado de Zeus, con el que tampoco habíamos topado, aunque si tenía su residencia en el Olimpo, estaba demasiado lejos de nosotros para visitarlo, en la región de Tesalia. Pero Apolo no aparecía tampoco por ninguna parte. Sólo nuestra compañera Dafne había sido testigo de su presencia en aquel episodio de acoso sexual, que nos dejaba a todos una imagen del personaje muy por debajo de la categoría de un dios. Aunque los dioses griegos, como todos sabíamos, eran bastantes promiscuos, sobre todo Zeus que había tenido cientos de amantes, tanto mujeres como hombres. Nos encontramos a Leonardo en una especie de granero en el que se almacenaban distintas variedades de cereal y varias pilas de unas tablillas de arcilla donde debían estar registrados, a modo de inventario, los haberes de la amplia hacienda de Agamenón. Leonardo estaba trabajando en un marco para el espejo que precisamente había venido con nosotros en la velera nave desde la isla de Lemnos, aquel espejo fabricado por Hefesto en la fragua volcánica del interior de la montaña. Nos dimos cuenta de que las imágenes que estaba tallando eran idénticas a las imágenes del espejo que Hermes tenía en su casa. Así se lo hicimos ver a Leonardo.

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—Efectivamente —nos confirmó Leonardo—, el espejo que tengo yo en Italia es también igual. —¿Tú eres el autor de todos los espejos? —le pregunté yo. —No —me contestó Leonardo, extrañado por la pregunta—. Es el primero que hago. Resulta que el autor original era Zeus, pero tuvo unas desavenencias con Apolo y éste se quedó sin colaborador. Un día conocí a Apolo por casualidad en uno de mis viajes. Él me conocía también a mí, pues le habían llegado noticias de mis trabajos a su época en el futuro. Conocía mi habilidad con las manos, así que me pidió que le hiciera este trabajo. Leonardo tenía unos planos que debían pertenecer al espejo, en los cuales se describían las figuras que estaba tallando, así como unos signos misteriosos que no supimos reconocer en principio. Los examinamos detenidamente. Había seis figuras animales: un león, una hidra o dragón de múltiples cabezas, un ciervo, un jabalí, algún tipo de ave y un caballo. También un perro de tres cabezas, el Can Cerbero. En cuanto a los signos, diferenciamos hasta doce diferentes distribuidos en dos zonas o sectores diferentes del marco. —Oigan —dijo Héctor de repente, que estaba entretenido mirando las tablillas de arcilla que se apilaban en un rincón del granero—, los signos de esos planos son parecidos a los que están grabados en estas tablillas. Héctor trajo una y la comparamos con los planos de Leonardo. Efectivamente, aquellos signos de las tablillas se correspondían casi exactamente. —Eso quiere decir —nos instruyó Hermes— que estos signos pertenecen al Lineal B, un tipo de escritura silábica que se utiliza en esta época. ¡Cómo no me di cuenta antes! —se lamentó Hermes llevándose las manos a la cabeza—. Lo he tenido siempre delante de mis ojos y no había caído en la cuenta de que esto es Lineal B. Habíamos dado el primer paso para un gran descubrimiento. Todos nos mirábamos con cara de tontos, esa misma cara que se le tuvo que poner a Arquímedes antes de gritar «Eureka», porque había descubierto el principio físico que lleva su nombre. —Vaya, vaya… —dijo Leonardo que había dejado de trabajar— Eso sí que no lo sabía yo. —Este tipo de escritura fue descubierta a finales del siglo XIX por unos arqueólogos que se llamaban Chadwick y Ventris —nos informó Hermes—. Éste último fue quien descifró el silabario y llegó a la conclusión de que esta escritura era griego. Silabario quiere decir que cada signo representa una sílaba del leguaje hablado. Con estos signos se escribía antes de la aparición en Grecia del alfabeto, que los griegos cogieron prestado de los fenicios allá por el siglo VIII o IX antes de Cristo y lo adaptaron a sus particularidades fonéticas. Hermes nos estaba dando una clase rápida sobre los orígenes de la escritura en Grecia, unos orígenes que tradicionalmente se situaban en la época que estábamos viviendo en estos momentos. —Entonces podemos leer lo que pone en los signos y sabremos lo que significan —concluyó Leonardo, que empezó a dar saltos de alegría por el granero y a lanzarse encima de los montones de grano como si le hubiera surgido de repente la necesidad de darse un baño de cereales. Los Hermenautas nos contagiamos también de aquella locura y empezamos a dar brincos y a sumergirnos en los montones de trigo y cebada como submarinistas de un medio sólido y granulado. Aunque en realidad teníamos más ganas de juerga que otra cosa, después de los estresantes días de viaje que llevábamos sobre nuestras espaldas.

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Incluso un viaje tan fabuloso como éste nos empezaba a cansar. Hacer de dioses estresaba mucho. —Yo no cantaría victoria antes de tiempo —nos espetó Hermes, aguándonos el jolgorio que habíamos montado en el granero—. En primer lugar habrá que estudiar qué pone ahí, si es que realmente pone algo. Pero nuestro compañero Ulises estaba en todo, venía preparado para cualquier imprevisto investigador. Abrió su ordenador y nos enseñó una base de datos con los signos básicos del Lineal B y sus correspondencias fonéticas. El Lineal B estaba formado por sesenta y ocho signos básicos que, como nos había explicado Hermes, representaban sílabas. Sin embargo, tras cotejarlo con el plano de Apolo, descubrimos que en el marco del espejo sólo aparecían doce signos: cinco signos que representaban las cinco vocales y siete signos que representaban siete sonidos consonánticos acompañados de la vocal ―a‖ (na, pa, ra, sa, da, ka, ma).

El cuadro estaba dividido en dos sectores: en un sector, situado en la parte superior del marco, había un mecanismo giratorio con cuatro de los cinco signos vocálicos (e, i, o, u). El segundo sector, colocado debajo del primero, era mucho más amplio y estaba formado por quince mecanismos, también giratorios, que contenían ocho signos cada uno: la vocal ―a‖ y los siete sonidos consonánticos. Girando los mecanismos se podían combinar los diferentes signos, dando lugar a un sistema de combinaciones bastante amplio. Hermes, con sus escasos conocimientos de Lineal B, trató de componer algunas palabras girando los mecanismos. Sin embargo su intento resultó vano, pues no era posible formar palabras coherentes: o bien construía una palabra de quince sílabas (que no existía en el micénico) o bien partía las sílabas aleatoriamente, engarzando mensajes deslavazados. No íbamos por buen camino. —¿Y si en vez de sílabas, los signos representan números? —intervino Diana, que era la experta en matemáticas. Aquella podía ser otra posibilidad. Tal vez se había utilizado el Lineal B como sistema de encriptación y los signos no estaban allí para utilizarlos con fines lingüísticos, sino que seguían un patrón oculto diferente que, acaso, fuera numérico. Como las letras que los romanos utilizaban para escribir sus números. —Que yo sepa —explicó Hermes—, los signos del Lineal B no se utilizaban como una escritura alfanumérica, como ocurre con los números romanos o con el griego clásico. —Es posible que la chica tenga razón —se aventuró a decir Leonardo—. Si se trata de una máquina para viajar en el tiempo, a lo mejor lo que se forma combinando los signos es una coordenada temporal y, por lo tanto, expresada numéricamente. —Podría ser —intervine yo—, pero una coordenada con respecto a qué. Se me ocurrió que si aquel galimatías de signos ocultaba unas coordenadas temporales debería tener un punto de referencia a partir del cual fijar esas coordenadas, pues todos sabíamos —y así se lo hice ver a los Hermenautas y a Leonardo— que el tiempo es algo relativo y las fechas de la Historia de la Humanidad también lo eran, ya que las fechas variaban dependiendo de la cultura que estudiáramos. No era lo mismo el calendario occidental moderno —que tomaba como punto de referencia el nacimiento de Jesucristo— que el calendario chino o el calendario de los antiguos griegos, que tomaban como punto de partida la disputa de la Primera Olimpiada (776 a.C.) y luego

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fechaban teniendo en cuenta períodos de cuatro años que recibían el nombre de «olimpiada». —Podría ser con respecto al presente —dijo Hermes—. Yo he viajado varias veces y siempre que regreso vuelvo al mismo momento temporal. —Yo también —confirmó Leonardo. —Muy bien —volví a intervenir yo, que me había convertido en portavoz de aquel equipo de investigación—. Supongamos que estos mecanismos, combinados de una determinada forma, señalan una coordenada temporal con respecto al presente. ¿Por qué están divididos los signos en dos sectores? —Porque no caben todos en el mismo —dijo Héctor que, dentro de su simplicidad, inspiraba siempre nuevas ideas a los demás. —O porque señalan cosas diferentes —afirmó Diana, que se la veía bastante implicada en la investigación. —Si damos por buena esta hipótesis de partida —dijo Hermes y todos asentimos por unanimidad—, deberíamos empezar entonces por lo más fácil y no mezclar las cosas —añadió Hermes muy serio, quien también empezaba a involucrarse e, incluso, a emocionarse con nuestras pesquisas, que seguían los rudimentos típicos del montaje de un puzzle mental—. Analicemos, pues, el mecanismo superior de cuatro signos —se hizo un silencio reflexivo que Hermes volvió a interrumpir con una pregunta—: ¿Qué estarán representando esos cuatro signos? Deberíamos buscar asociaciones temporales relacionadas con el número cuatro. Todos nos pusimos a pensar durante un rato y luego, por influencia del profe, realizamos un ejercicio didáctico en forma de tormenta de ideas, un recurso pedagógico para el descubrimiento de ideas previas que ya habíamos hecho en clase alguna vez. —Los cuatro puntos cardinales —soltó Héctor de sopetón. —Eso tiene que ver con el espacio y no con el tiempo —lo corrigió su novia Helena. —Bueno —corrigió Diana, a su vez, a Helena—, tampoco va tan mal encaminado: la longitud y la latitud se calcula en grados, minutos y segundos. Aunque no creo que éste sea el caso. Sólo nos daría una localización espacial y no temporal. —Podría tratarse de las cuatro estaciones del año —intervino Dafne que desde su aventura en solitario se había vuelto más callada y circunspecta. —Eso me parece más coherente —dijo Leonardo meciéndose la barba—. Como todos sabemos, el espejo se activa con la entrada de los solsticios y los equinoccios. —Nuestro espejo tenía seleccionado el signo que representa al sonido ―e‖ —dijo Ulises tras consultar el ordenador en el que tenía una base fotográfica con detalles del espejo. Al chico no se le escapaba un detalle. —El espejo siempre ha tenido la misma combinación de signos —recordó Hermes—. A mí nunca se me ocurrió tocar los mecanismos. Yo pensé que eran simples adornos. Siempre he viajado en primavera. —Un momento, señores del futuro —a Leonardo se le había ocurrido algo—. Yo siempre he viajado durante el solsticio de verano y recuerdo perfectamente el signo que está en mi espejo… —Hizo una pausa para dar un poco más de emoción al momento— Y ese signo es… la ―i‖. El signo que representaba a la ―i‖ se encontraba antes del signo ―e‖ que representaba a la primavera. —Vale —intervine yo para recapitular—. El mecanismo superior sirve para seleccionar la estación del año en la que queremos viajar y el signo ―e‖ representa el equinoccio de primavera y la ―i‖, el solsticio de verano. Pero, ¿cómo sabemos el signo equivalente a las demás estaciones?

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—Los signos están grabados sobre un mecanismo que gira de izquierda a derecha —nos indicó Leonardo señalando el plano, en el que además venía una nota en la que mostraba que los mecanismos debían girar en el sentido de las agujas del reloj—. Así que girando la ―e‖ a la derecha, colocamos la ―i‖, que sería el verano, en su lugar… Y así sucesivamente. —De acuerdo —volví a intervenir yo—, ya tenemos una teoría para el primer enigma: el mecanismo superior marca las estaciones girando el mecanismo en dirección de las agujas de un reloj. Ahora debemos encontrar otra teoría para los quince mecanismos que están alineados en la parte inferior que, según hemos convenido como hipótesis, deben marcar una coordenada temporal con respecto al presente. —Muy bien, Frod —interrumpió Hermes—. Recuérdame que te ponga un sobresaliente. Me sonrojé un poco y los demás se sonrieron por la ocurrencia de Hermes que no había olvidado su categoría profesional. —Esas coordenadas las podríamos calcular comparando los signos del espejo de Leonardo con los signos de nuestro espejo —puntualizó Diana que se había implicado al máximo en la investigación. —Y ese detalle está en las fotos que sacamos Ulises y yo —intervino Er Dioni que había trabajado con Ulises en la recopilación de datos para el viaje. Hicimos un breve receso en nuestras averiguaciones mientras Ulises buscaba las fotos en su ordenador. Hasta el momento habíamos hecho algunos avances a modo de hipótesis que no podrían confirmarse hasta que volviéramos al futuro y reprogramáramos el espejo, a ver si funcionaba. Pero la investigación marchaba por buen camino. —Bien, aquí está —Ulises había encontrado la foto—. Lo que ocurre es que tenemos que componer primero un puzzle. —¿A qué te refieres? —preguntó Helena que parecía impaciente. —Las fotos que tomamos —aclaró Ulises— son de detalles y no tenemos ninguna en la que aparezca toda la secuencia de los quince mecanismos en el mismo plano. Pero comparando las fotografías podemos tenerla en unos minutos. Ulises y Er Dioni se apartaron a un lado de la habitación para cotejar las fotos y componer el puzzle. Mientras tanto, los demás nos tumbamos de nuevo sobre aquellos colchones de cereales para reflexionar en silencio. —Yo no tengo fotografías de esas… —dijo Leonardo y todos nos incorporamos anonadados, pues nuestras pesquisas se iban a quedar en nada por falta de datos que contrastar— Pero tengo buena memoria. Respiramos de alivio. El guasón de Leonardo cogió uno de los planos y señaló con un trozo de carboncillo los signos que él recordaba y luego los puso en orden dibujándolos en la parte posterior del plano. La secuencia del espejo de Leonardo, según él la recordaba, era la siguiente:

Casi al instante, Ulises y Er Dioni habían compuesto ya el puzzle de nuestro espejo combinando las fotografías. Les salió también lo siguiente:

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Observamos que había signos en la secuencia que se repetían, sobre todo los primeros signos que se correspondían con el sonido ―a‖. —El signo ―a‖ está repetido siete veces al principio de la secuencia de Leonardo —observó Diana— y seis veces en el nuestro. El mismo signo aparece también al final de la secuencia: dos veces en la de Leonardo y una en la nuestra. —También se repite tres veces y en el mismo orden en ambas secuencias el signo ―ra‖ —añadió Dafne. —Y dos veces, también en ambas, el signo ―na‖ —añadió Helena. —Y una vez, en ambas también, el signo ―ma‖ —añadió después Er Dioni. —Y dos signos que no se repiten: el signo ―pa‖ y el signo ―da‖, que sólo aparecen en la secuencia de nuestro espejo —concluyó Héctor, poniendo la rúbrica al resumen de los signos que estaban seleccionados en cada uno de los quince mecanismos de ambos espejos. Después de aquel resumen tan prolijo que habíamos hecho en equipo los Hermenautas, nos quedamos un rato en silencio, pensativos. ¿Y ahora qué? Ya estaba planteado el problema, pero ahora había que resolverlo. Diana fue la primera en intervenir después de un buen rato en el que todos nos miramos tratando de descubrir en algún gesto del contrario la primera clave de la solución. —Creo que el signo ―a‖ tiene una doble función en la secuencia. —Explícate —la apremió Helena. —Es el único signo que se repite en ambas secuencias al principio y al final — continuó Diana—. En la secuencia de Leonardo aparece siete veces al principio, mientras que en la nuestra sólo aparece seis veces. En el séptimo lugar tenemos el mismo signo ―ra‖ con el que también continúa la secuencia a partir del octavo lugar en el espejo de Leonardo. —Eso podría significar —intervino Leonardo— que el signo ―a‖ colocado a la izquierda de la secuencia está simplemente rellenando espacio, es decir, no forma parte de la coordenada. —Sí, —completó Diana la explicación con un ejemplo—, como un cero a la izquierda de cualquier cifra. —¿Entonces la ―a‖ significa que es un cero? —preguntó Héctor, que parecía un poco confuso. —No lo creo —razonó Diana—. Si la ―a‖ fuera un cero, eso querría decir que estamos ante un sistema que esconde los números arábigos. Pero tenemos sólo ocho signos. Nos faltarían dos para completar los diez números: del uno al nueve y el cero. —Antes Hermes habló de una escritura alfanumérica —recordó Dafne—. Si estos signos no representan los números arábigos que todos conocemos, a lo mejor siguen un patrón similar al de los números romanos. La intervención de Dafne fue decisiva. Con aquella afirmación, que nos dio pie a descifrar el código, Dafne parecía resarcirse de los acontecimientos que durante unos días mantuvieron en jaque a los Hermenautas tras la fuga de nuestra compañera. —Los romanos tenían siete letras que indicaban cifras —nos recordó Hermes—: I, V, X, L, C, D, M. Las cantidades se hallaban sumando, y a veces restando, el valor numérico de las letras. Las cantidades superiores, como el cinco mil, etc. las representaban colocando una rayita horizontal sobre estas letras. —Pero este código está formado por ocho signos —recordó Helena—, por lo tanto no concuerda, nos sobra una.

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—No tiene por qué ser un código equivalente al de los números romanos — corrigió Diana—, sino que siga el mismo patrón. Los romanos tenían un signo diferente para los números 1, 5, 10, 50, 100, 500 y 1000. Este código podría incluir una octava cifra: el 5000. —Muy bien —recapitulé yo—. Si eso es así, ahora nos quedaría por establecer las equivalencias entre signos y cifras. —Yo pienso que el signo ―a‖, al final de la secuencia, representa la cifra 1 —se aventuró a decir Diana. —¿Por qué? —preguntó Helena. —Porque es una cifra que en el sistema romano, por ejemplo, sólo se escribe al final. Y, además, está repetida. Lo cual elimina la posibilidad de que sea un cinco, que no se puede repetir, porque daría diez y para esa cifra ya existiría otro signo. —Eso querría decir —calculó Helena— que en la secuencia de Leonardo se trata de un número acabado en dos porque el signo se repite dos veces; y en la secuencia del espejo nuestro, un número terminado en 1. —No necesariamente —intervino Er Dioni—, también podría ser un siete o un seis, respectivamente, si el signo anterior representa a la cifra cinco. —Los signos que tenemos antes de ―a‖ son diferentes en las dos secuencias — observó Héctor. —Eso quiere decir que uno de los dos representa al cinco y que el inmediatamente anterior representa una cifra superior, tal vez el diez —aclaró Leonardo que de vez en cuando metía baza entre las deliberaciones de los Hermenautas. —O el cincuenta —puntualizó Diana—. Creo que deberíamos dejar eso por un momento y centrarnos en los signos que se repiten en cada secuencia —¿Por qué? —preguntó Héctor. —Porque de esa manera —razonó Diana— descartamos los números 5, 50 y 500, que son números que sumados a sí mismos nos dan los números 10, 100 y 1000, respectivamente. Y para esos números habría ya un signo. —Hay tres signos que se repiten —observé yo—: ―ra‖, ―na‖ y ―a‖. Nos faltaría uno para tener todas las equivalencias. —¿Por qué? —volvió a preguntar Héctor que ya se había perdido en las explicaciones. —Porque en este sistema sólo puede haber cuatro números susceptibles de repetirse: 1, 10, 100 y 1000 —le contesté yo. —Pues entonces ya lo tenemos —concluyó Diana—. Tenemos ya todas las claves. El signo ―ra‖ debe representar la cifra 1000, porque está al principio; el signo ―na‖ debe representar la cifra 100; y el signo ―a‖ debe representar el 1 porque… —¿Y por qué no puede representar el 10? —interrumpió Helena. —Si te fijas en la secuencia del espejo de Hermes, observarás que entre el signo ―na‖, que hemos dicho que representa el 100, y el signo ―a‖ hay dos signos, lo cual quiere decir que ―ma‖ representaría el 50 y ―da‖ el 5, que representan dos cifras que no pueden aparecer repetidas. Por lo tanto ―a‖ representa al 1 y ―pa‖ representaría al 500, pues está entre ―ra‖ y ―na‖, que representan, respectivamente, las cifras 1000 y 100. —Hay dos cifras que no aparecen en las secuencias —dijo Héctor que volvió a cogerle el hilo a la investigación—: ―sa‖ y ―ka‖. ¿Qué valor tendría cada una? A diferencia del mecanismo de selección de las estaciones que, según habíamos descubierto, seguía una progresión lógica primavera-verano-otoño-invierno, simplemente girándolo en sentido de las agujas del reloj, en los quince mecanismos de selección de las coordenadas temporales los signos estaban distribuidos en diferente

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orden, lo cual no permitía establecer una progresión semejante. De haber sido así, lo hubiéramos descifrado antes con una simple progresión. —¿Se han fijado en una cosa? —nos señaló Hermes sonriendo. —¿En qué? —dijimos todos en coro. —En que las equivalencias que hemos establecido sí tienen un orden lógico, aunque no lo parezca. —¿Cuál? —volvimos a preguntar todos en coro. —El alfabético —dijo Hermes simplemente y se quedó tan pancho. —Pero tú dijiste que el Lineal B utilizaba signos que representan sílabas y no fonemas o letras —le recordó Helena—. No puede ser alfabético. —No tiene nada que ver para el código —le contesté yo que me había dado cuenta también de la relación que decía Hermes. Si ordenábamos los ocho signos que representaban las coordenadas temporales por orden alfabético salía la siguiente progresión: ―a‖, ―da‖, ―ka‖, ―ma‖, ―na‖, ―pa‖, ―ra‖, ―sa‖ y, por lo tanto, la progresión 1-5-10-50-100-500-1000-5000. —¡Coño —exclamó Héctor que se había formado un lío con las investigaciones— , pues haberte fijado antes! Todos nos echamos a reír y aquellas risas fueron la rúbrica con la que los Hermenautas firmábamos las conclusiones de aquella investigación. Según eso, el signo ―da‖ representaría el 10 y el signo ―sa‖, el 5000. —Ahora sólo nos falta una cosa —interrumpió Leonardo nuestro jocoso brindis. —¿Qué? —preguntamos todos a coro. —Saber qué cifra representan esos signos. Hicimos los cálculos pertinentes y la secuencia del espejo de Leonardo nos daba el número 3.252 y la secuencia del espejo de Hermes nos daba el número 3.756. Ambos números deberían expresar una cantidad en años. —Hay una diferencia de 504 años —Diana sacó rápidamente la cuenta. —Esa diferencia de años debe ser la diferencia que separa la época de Leonardo de la nuestra. —Nosotros venimos del año 2000 —dijo Héctor—. Por lo tanto, Leonardo viene del año… —Héctor no era tan rápido como Diana haciendo cálculos mentales—… del año 1496... Todos nos quedamos mirando a Leonardo para ver si confirmaba la fecha. —…Después de Cristo —dijo Leonardo como única afirmación. Héctor había hecho bien la cuenta. —Ahora sólo nos queda calcular la fecha en que nos encontramos, para concluir la investigación —dijo Hermes. Después de un mes y medio viajando por Grecia nos venimos a enterar de que estábamos viviendo la primavera del año 1756 antes de Cristo.

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Epígonos

M

antuvimos en secreto nuestro descubrimiento. Pactamos con Leonardo no desvelarle a nadie, ni siquiera al propio Apolo, el resultado de nuestras pesquisas, que nos abría las puertas a nuevos viajes en el tiempo. Al cabo de dos semanas regresamos a nuestra época. Regresamos, en primer lugar, a Troya con la legación enviada por Príamo y pasamos el resto del tiempo descansando en la ciudad amurallada, hasta que el solsticio de verano iluminó el espejo, que guardaba celosamente Casandra, y volvimos a casa. Al final dejé en manos del destino la empresa que me había propuesto acerca de la causa romántica de la Guerra de Troya: el rapto de Helena. Tras aquel magnífico descubrimiento que habíamos realizado en Micenas, nos sentimos eufóricos y todopoderosos, como verdaderos dioses, y pensamos que podríamos regresar en cualquier momento a esta época para tratar de corregir posibles cambios en el devenir de los mitos. Sin embargo, si en algún momento se desencadenaba la terrible guerra entre griegos y troyanos, debía ser por causas ajenas al mito. Habíamos conocido en esta época gente ambiciosa como la que habitaba en la nuestra. Gente que pretendía hacer del mundo su hacienda particular en donde poder manejar las vidas del resto de seres humanos como si de verdaderos dioses se trataran. Durante el tiempo que estuvimos en el pasado, habíamos hecho un gran descubrimiento: los dioses eran seres humanos normales y corrientes como nosotros. De hecho nosotros también habíamos jugado a ser dioses. Pudimos darnos cuenta de que daba lo mismo quiénes eran los dioses, de dónde procedían o cuáles eran sus intenciones. El caso es que estando allí conocimos a seres a los que los movía sentimientos tan humanos como la avaricia, la ambición, la crueldad, pero también el amor, la amistad y la paz. Al regresar al futuro, pudimos comprobar que el desciframiento del código de Apolo había sido correcto, pues en el solsticio de verano de ese mismo año, al final del curso escolar, organizamos un nuevo viaje de estudios, esta vez a la época romana, concretamente al año 260 a.C., época de máximo esplendor del Imperio Romano. Los Hermenautas nos continuamos reuniendo durante los años que seguimos estudiando en el instituto. Nos quedamos a hacer el bachillerato en aquel sagrado recinto porque había algo allí que nos seguía uniendo, algo que nos ayudó a conocer la realidad de muchas historias que, al igual que aedos o rapsodas de la Antigüedad, nos contaban los profesores de las distintas asignaturas que estudiamos. Durante esa época se sucedieron otros viajes que nos ayudaron a comprender muchas cosas de las que sólo teníamos noticias por los libros. Vivimos otras muchas experiencias en el pasado, de las cuales escribiré también algún día. Después de terminar los estudios, los Hermenautas nos separamos. Era ley de vida: cada cual debía seguir su camino. Yo continué visitando a Hermes y de vez en 80

cuando nos dábamos un garbeo por la Historia para conocer algún personaje de nuestro agrado o simplemente confirmar alguna anécdota histórica. Descubrimos otros secretos acerca de aquella máquina del tiempo: como la existencia de otros espejos y la posibilidad de viajar no sólo en el tiempo, sino también en el espacio. Hermes me contaba que alguno de los Hermenautas lo había visitado también. Acompañó a Diana a un viaje al siglo XVI, a fin de buscar información para un trabajo de fin de carrera sobre la figura de Nicolás Copérnico. El resto de los Hermenautas volvía esporádicamente a visitar a un Hermes que iba envejeciendo con aquellas visitas. Continuaba dando clases en el mismo instituto, aunque había abandonado su proyecto de los viajes en el tiempo, por miedo a que la cosa se desmadrara. Yo creo que las aventuras que vivimos en aquellos viajes le hicieron desistir de su original método de enseñanza. Sin embargo, aquel espejo temporal fue un secreto que los Hermenautas mantuvimos siempre a buen recaudo. Hermes se jubiló anticipadamente hace unos años y aquel espejo maravilloso terminó por convertirse en un mueble más de su casa al que no lo distinguía ya ningún pasado memorable. Un día lo visité y lo hallé enfermo, sentado en una butaca frente al espejo con una manta sobre las rodillas, como si, al igual que la hermosa Casandra, aguardara la llegada de algún viajero en el tiempo. —De tanto ir y venir al pasado —me decía con nostalgia Hermes, que apenas rondaba los cincuenta años— he envejecido prematuramente. Como si ahora, al final de mis días, se acumulara todo el tiempo que gastamos en nuestros viajes. Hablamos aquel día de nuestro primer viaje a Troya, de las aventuras que corrimos en aquel pasado legendario. Hablamos de nuestros ideales románticos de la juventud, intentando que los mitos se cumplieran a pesar de la obscena realidad que descubrimos en aquel primer salto al pasado de los Hermenautas. —¿Tú crees, Frod —me preguntó Hermes—, que en realidad ocurrió la Guerra de Troya? —Eso sigue contando la leyenda, Hermes —le decía yo sin emoción. —¿Y la causa de la Guerra seguirá siendo el rapto de Helena? Me refiero a la causa real, a la causa histórica. —Helena no le hacía mucho tilín a Paris, pero quién sabe… Lo de menos eran las causas. Daba igual si la causa de la guerra había sido el rapto de una mujer griega o simplemente la ambición imperialista de un rey insaciable. El caso es que aquellas historias habían ocurrido en la realidad y nosotros habíamos sido testigos de esa realidad. ¡Y todavía seguían vivas! —Pero todo ha cambiado —le decía yo a Hermes con resignación—, ya no somos los jóvenes de entonces. Después de que me marché del instituto, el mundo en que fui creciendo hasta llegar a la edad adulta me obligó a poner los pies en el suelo y me obligó a olvidar aquellas reivindicaciones románticas por las que luchábamos en nuestra juventud. La vida adulta me convirtió en un ser monstruoso de cartón piedra, como aquella ridícula esfinge obra de Leonardo, me convirtió en un ser insensible ya a todas aquellas emociones que habíamos experimentado viajando en el tiempo. Es por eso por lo que ahora estoy aquí, de vuelta al pasado: en busca de aquella juventud perdida.

La Laguna a 1 de enero de 2005

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EL CÓDIGO DE APOLO

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SIGNOS DEL LINEAL B Y CORRESPONDENCIAS

ESTACIONES DEL AÑO

COORDENADAS TEMPORALES

CORRESPONDENCIAS TEMPORALES

e = equinoccio de primavera i = solsticio de verano o = equinoccio de otoño u = solsticio de invierno a = 1 año da = 5 años ka = 10 años ma = 50 años na = 100 años pa = 500 años ra = 1000 años sa = 5000 años

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INSTRUCCIONES DE FUNCIONAMIENTO DEL ESPEJO 1. El Lineal B es un sistema de escritura silábica: cada signo representa una sílaba. 2. El Lineal B descubierto por Chadwick y Ventris estaba formado por 68 signos básicos. 3. El código secreto ideado por Apolo para establecer las coordenadas temporales se basa en 12 de esos 68 signos básicos, distribuidos en dos secciones de la siguiente forma: - Una sección formada por 4 signos vocálicos (a, e, i, o, u). - Una sección formada por un signo vocálico (a) y siete signos consonánticos (da, ka, ma, na, pa, ra, sa). 4. La sección formada por los 4 signos vocálicos determina la estación del año: -

e = equinoccio de primavera. i = solsticio de verano. o = equinoccio de otoño. u = solsticio de invierno.

5. Los signos de la segunda sección representan una unidad de tiempo de acuerdo a la siguientes equivalencias: -

a = 1 año da = 5 años ka= 10 años ma = 50 años na = 100 años pa = 500 años ra = 1000 años sa = 5000 años

6. Los ocho signos de la segunda sección están distribuidos en cada uno de los 15 mecanismos que sirven para introducir las coordenadas temporales. 7. Las coordenadas temporales para viajar en el tiempo se establecen de acuerdo a un sistema cardinal semejante al utilizado por los antiguos romanos. 8. Las coordenadas temporales para viajar al pasado se establecen tomando como punto de partida el presente (la fecha de la época desde donde se viaja). 9. El espejo permite viajar al pasado dentro de la siguiente orquilla temporal: año 1 a.P. (antes del Presente) – año 5999 a.P. 10. El espejo se activa en cada estación del año.

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11. El espejo funciona mediante un mecanismo de ida y vuelta. Siempre se regresa al mismo punto temporal de partida después de transcurrido los tres meses aproximados de duración de cada estación del año. 12. El tiempo real del viaje es casi nulo según la perspectiva del viajero. Se regresa al mismo momento temporal del presente. 13. No se puede viajar más de una vez en cada estación. Cuando se regresa de un viaje al pasado, hay que esperar a la siguiente estación para que el espejo se vuelva a activar. 14. No se puede realizar un viaje al mismo momento temporal. El espejo posee algún tipo de mecanismo que lo impide. Se puede viajar a una estación del año cercana a esa fecha en que ya se ha viajado. 15. Si viajamos con las mismas coordenadas temporales que en un viaje anterior, el espejo nos envía un ciclo completo de estaciones después o, lo que es lo mismo, un año más tarde. Por ejemplo, viajamos a la primavera del año 1800 y regresamos al futuro. Si en el siguiente viaje volvemos a programar el espejo para volver a la primavera de 1800, éste nos envía a la primavera de 1801. Esto es lo que le había ocurrido a Hermes antes de viajar con los Hermenautas y descifrar el código de Apolo. 16. EJEMPLOS DE FECHA: -

1º viaje de los Hermenautas a la Época Micénica. Fecha de partida = equinoccio de primavera del año 2000. Esta combinación de signos es la que figuraba en el espejo de Hermes:

= 3756 años a.P.

Equinoccio de primavera

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2º viaje de los Hermenautas a la Época Romana. Fecha de partida = solsticio de verano de 2000:

= 2260 años a.P.

Solsticio de verano 85