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Spanish Pages 263 [264] Year 2005
ZBIGNIEW EL DILEMA DE EE.UU. ¿DOMINACION GLOBAL O LIDERAZGO GLOBAL? i
Zbigniew Brzezinski es asesor del Center for Strateglc and International Studles y profesor de Política Exterior en la Universidad Johns Hopklns. Consejero de Seguridad Nacional durante la pre sidencia de Cárter, es autor de otros libros entre los que se incluyen The Grand Failure y,El gran tablero mundial: la supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos, este último tam bién publicado por Paidós. Brzezinski ha recibido elogios de Samuel P. Huntlngton por su «lúcido y tenaz pensamiento geoestratégico, de una magnitud que lo sitúa en la tradición del propio Blsmarck», y de Paul Wolfowitz, quien lo ha aclamado como uno de los «más penetrantes analistas [mundiales] de las relaciones internacionales y [...] uno de los más destacados profesionales del arte de la estrate gia». En el presente libro, Brzezinski define el Im perativo estratégico crucial de Estados Unidos: América debe erigirse en garante de la seguridad mundial y en promotora del bien común global.
Estados Unidos debe tomar una decisión histó rica: ¿tratará por todos los medios de dominar el mundo o bien optará por liderarlo? El poder norteamericano y la penetración de la globalización son las realidades más acuciantes del mundo de hoy en día, así como el origen de sus más peliagudos dilemas. El poder sin pre cedentes de Estados Unidos es la fuente última de la seguridad global y, sin embargo, los norte americanos se sienten más inseguros que nunca. La interdependencia mundial y el despertar político generalizado que vive actualmente la^ humanidad facilitan, por un lado, la dominación estadounidense, pero engendran envidias contra ese país, movilizan el resentimiento y otorgan un renovado poder a los enemigos de Estados Unidos, sobre todo debido a la difusión de tecno logías cada vez más destructivas. En este libro, Zbigniew Brzezinski, antiguo conse jero de Seguridad Nacional de Estados Unidos, nos recuerda que el suyo es un país fuerte pero no omnipotente. El bienestar de Estados Unidos y el del mundo están estrechamente ligados. Dejarse llevar por el miedo y centrarse en la segu ridad americana en solitario, obsesionarse casi exclusivamente con el terrorismo y mostrarse indiferentes ante una humanidad políticamente inquieta, son actitudes que no incrementan la seguridad de los estadounidenses ni se corres ponden con el liderazgo que el mundo necesita realmente de Estados Unidos. A menos que pueda armonizar su apabullante poder con su seductor atractivo social, esta nación podría acabar sola y asediada en un escenario de caos global cada vez más exasperado.
PAIDÓS ESTADO Y SOCIEDAD Ultimos títulos publicados: 77. B. R. Barber, Un lugar para todos 78. O. Lafontaine, E l corazón late a la izquierda 79. U. Beck, Un nuevo mundo feliz 80. A. Calsamiglia, Cuestiones de lealtad 81. H. Béjar, El corazón de la república 82. J.-M. Guéhenno, E l porvenir de la libertad 83. J. Rifkin, La era del acceso 84. A. Guttman, La educación democrática 83. S. D. Krasner, Soberanía, hipocresía organizada 86. J. Rawls, El derecho de gentes y «Una revisión de la idea de razón pública» 87. N. García Canclini, Culturas híbridas, Estrategias para entrar y salir de la modernidad 88. F. Attiná, El sistema político global 89. J. Gray, Las dos caras del liberalismo 90. G. A. Cohén, Si eres igualitarista, ¿cómo es que eres tan rico? 91. Félix Ovejero, Sombras liberales 92. M. Walzer, Guerras justas e injustas 93. N. Chomsky, Estados canallas 94. J. B. Thompson, E l escándalo político 93. M. Hardt y A. Negri, Imperio 96. A. Touraine y F. Khosrokhavar, A la búsqueda de sí mismo 97. J. Rawls, La justicia como equidad 98. F. Ovejero, La libertad inhóspita 99. M. Caminal, E l federalismo pluralista 100. U. Beck, Libertad o capitalismo 101. C. R. Sunstein, República.com 102. J. Rifkin, La economía del hidrógeno 103. Ch. Arnsperger y Ph. Van Parijs, Ética económica y social 104. P. L. Berger y S. P. Huntington (comps.), Globalizaciones múltiples 103. N. García Canclini, Latinoamericanos buscando lugar en este siglo 106. W. Kymlicka, La política vernácula 108. M. Ignatieff, Los derechos humanos como política e idolatría 109. D. Held y A. McGrew, GlobalizacióníAntiglobalización 110. R. Dworkin, Virtud soberana 111. T. M. Scanlon, Lo que nos debemos unos a otros 112. D. Osborne y P. Plastrik, Herramientas para transformar el gobierno 113. P. Singer, Un solo mundo 114. U. Beck y e. Beck-Gernsheim, Individualización 113. F. Ovejero, J. L. Martí y R. Gargarella (comps.), Nuevas ideas republicanas 116. J. Gray, A l Qaeda y lo que significa ser moderno 117. L. Tsoukalis, ¿QuéEuropa queremos? 118. A. Negri, Guías. Cinco lecciones en torno a Imperio 119. V. Fisas, Procesos de paz y negociación en conflictos armados 120. B. R. Barber, El imperio del miedo 121. M. Walzer, Reflexiones sobre la guerra 122. S. P. Huntington, ¿Quiénes somos? Los desafíos a la identidad nacional estadounidense 123. J. Rifkin, E l sueño europeo. Cómo la visión europea del futuro está eclipsando el sueño americano 124. U. Beck, Poder y contrapoder en la era global 123. Cl. Bébéar y Ph. Maniere, Acabarán con el capitalismo 126. Z. Bauman, Vidas desperdiciadas 127. Z. Brzezinski, El dilema de EE. UU. ¿Dominación global o liderazgo global?
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El dflema de EE.UU. ¿Dominación global o liderazgo global?
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Barcelona · Buenos Aires · México
Título original: The Choice. Global Domination or Global Leadership Publicado en inglés, en 2004, por Basic Books, a member of the Perseus Books Group, Nueva York Traducción de Albino Santos Mosquera
Cubierta de Mario Eskenazi
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Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.
© 2004 by Zbigniew Brzezinski © 2005 de la traducción, Albino Santos Mosquera © 2005 de todas las ediciones en castellano, Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona http://www.paidos.com ISBN: 84-493-1690-1 Depósito legal: B-3.883/2005 Impreso en A & M Gráfic, S.L. 08130 Santa Perpetua de Mogoda (Barcelona) Impreso en España - Printed in Spain
SUMARIO
Agradecimientos................... . ......................................................... P ró lo go .......................................................................
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Primera parte L
a h e g e m o n ía e s t a d o u n id e n s e y la s e g u r id a d g l o b a l
1. Los dilemas de la inseguridad nacional........................................ 25 El final de la seguridad soberana........................................... ... . 25 Poder nacional y conflictos internacionales................................ 35 Definición de la nueva amenaza . . . ......................................... 44 2. Los dilemas del nuevo desorden global....................................... 61 El poder de la debilidad................................................................. 64 Un islam turbulento........................................................................ 69 Las arenas movedizas de la hegemonía........................................ 82 Implicación estratégica, pero no enso lita rio ...................... 92 3. Los dilemas de la gestión de alianzas........................................... 105 El núcleo global.................................................................................. 109 La metaestabilidad de Asia o rie n ta l.............. ............................ 128 ¿La venganza de E u rasia?............................................................. 147
Segunda parte L
a h e g e m o n ía e s t a d o u n id e n s e y e l b ie n c o m ú n
4. Los dilemas de la globalización .................................................. La doctrina natural de la hegemonía global......................... . Un blanco de la «contrasimbolización».......................................... Un mundo sin fronteras... salvo para las personas...................... 5. Los dilemas de la democracia hegem ónica................................ Estados Unidos como fuente global de seducción cultural. . .
163 164 175 192 203 204
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El dilema de EE.UU.
Multiculturalismo y cohesión estratégica......................... Hegemonía y democracia ..............................................................
214 224
Conclusión y resumen: ¿Dominación o liderazgo?......................... Indice analítico y de nombres.............................................................
239 257
AGRADECIMIENTOS
Quiero expresar mi gratitud a dos instituciones y a diversos colabo radores cercanos por ayudarme a hacer posible este libro. Durante más de veinte años, el Center for Strategic and International Studies (CSIS) me ha proporcionado un entorno orientado a la política glo bal en el que los debates sobre la «gran estrategia» estadounidense entre co legas excepcionalmente bien informados y experimentados son una rutina cotidiana. El CSIS es el auténtico Centro Estratégico de Washington. También me he beneficiado de mi asociación con la School of Ad vanced International Studies (SAIS) de la Universidad Johns Hopkins. Sus profesores —de gran talento— y sus académicos residentes y visitan tes participaron conmigo en sesiones bimensuales de análisis de las cues tiones de actualidad de la política exterior, durante las que puse a prue ba algunos de los argumentos desarrollados en este libro. Mi ayudante ejecutiva, Trudy Werner, es quien se encarga de gestio nar mi despacho en el CSIS. Ella ya me había acompañado anteriormen te en la Casa Blanca y, antes incluso, en la Comisión Trilátera!, y hemos trabajado juntos en el CSIS desde 1981. Dependo de ella para todo tipo de cuestiones, serias o triviales, porque sé que es alguien en quien puedo confiar plenamente. Ella es la fuente de orden y continuidad en mi (con frecuencia) ajetreada agenda. Sin ella, a estas alturas habría quedado ya sepultado bajo un caos como el que — en un nivel de magnitud mucho mayor— califico en el libro de amenaza principal a la estabilidad global. Dos investigadores ayudantes me han echado una valiosísima mano para lograr dominar con acierto las diversas líneas de argumentación de sarrolladas a lo largo de esta exposición personal sobre el papel de Esta dos Unidos en el mundo. Scott Lindsay estuvo presente en la concepción de la obra y Nikhil Patel, en su creación. Los memorandos de investiga ción iniciales de Scott llenaron grandes lagunas en mis conocimientos, mientras que Nikhil me aportó críticas muy constructivas e importantes inserciones de contenidos concretos, además de realizar una meticulosa revisión del borrador completo. Ambos también me ponían sistemática-
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mente al día de los acontecimientos de actualidad en todo el mundo, ela boraban informes preparatorios sobre temas relevantes para el libro y me ayudaban a ampliar mis propios horizontes. Su dedicación es merecedo ra de los mayores elogios y su ayuda fue inestimable. Mi editor en Basic Books, William Frucht, guió la obra a lo largo de sus etapas finales. Fue un editor ideal: refino el argumento del libro, me joró su fluidez y pulió su presentación sin tratar de modificar su conteni do. Fue también de gran ayuda para resolver el «dilema» de la selección de un título... Como siempre, mi mujer fue implacable con sus críticas, pero tam bién ciertamente alentadora. Su crucial papel es difícil de definir, pero, sin duda, oscila entre los términos recogidos ¡en el título del presente libro!
PRÓLOGO
Mi argumento central en torno al papel de Estados Unidos en el mundo es simple: el poder estadounidense, al tiempo que le permite afir mar de forma dominante su soberanía como nación es, hoy por hoy, el garante en ultima instancia de la estabilidad global;* pero, paralelamen te, la sociedad norteamericana estimula tendencias sociales de alcance global que diluyen la soberanía nacional tradicional. Aunados, el poder y la dinámica social estadounidenses podrían favorecer el surgimiento gra dual de una comunidad global de intereses compartidos. Mal utilizados y confrontados entre sí, podrían empujar al mundo hacia el caos y sumir a Estados Unidos en una situación de asedio continuo. El poder de Estados Unidos en los albores del siglo xxi no tiene pre cedente histórico en lo que se refiere a su alcance militar global, al papel central de la vitalidad económica del país en el bienestar de la economía mundial, al impacto innovador del dinamismo tecnológico estadouni dense o al atractivo que ejerce en todo el mundo la polifacética y, a me nudo, tosca cultura americana de masas. Todos estos elementos propor cionan a Estados Unidos una influencia política global sin parangón. Para bien o para mal, Norteamérica ejerce de líder mundial y no se vis lumbra rival alguno para ella en ese puesto. Puede que Europa sea competitiva a nivel económico, pero aún ha de pasar mucho tiempo antes de que los europeos adquieran el grado de unidad que les permita competir también a nivel político. Japón, del que durante un tiempo se pensó que iba a ser el siguiente «superestado», ya ha quedado descolgado de esa carrera, y lo más probable es que China, a pesar de sus avances económicos, continúe siendo relativa mente pobre durante al menos un par de generaciones (y, entretanto, es posible que tenga que enfrentarse a serias dificultades políticas). Rusia * A lo largo de esta traducción se ha respetado el empleo del adjetivo «global» que hace el autor en la versión inglesa entendido como «mundial», «a escala planetaria» o «in ternacional». (N. del t.)
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ya ni siquiera compite. En resumidas cuentas, Estados Unidos carece en este momento de un competidor global en igualdad de condiciones y no parece que deba temer la aparición de ninguno en un futuro inme diato. No existe, pues, ninguna alternativa realista a la actual hegemonía es tadounidense ni al papel de Estados Unidos como factor indispensable de la seguridad global. Pero, al mismo tiempo, la democracia estadouni dense —y el ejemplo a seguir que marca el éxito americano— es una fuente de difusión de cambios económicos, culturales y tecnológicos que promueven crecientes interconexiones globales tanto a través de las fron teras nacionales como por encima de éstas. Dichos cambios pueden, no obstante, socavar la estabilidad misma que Estados Unidos trata de ga rantizar mediante su poder, hasta el punto, incluso, de generar hostilida des antiestadounidenses. Así pues, Estados Unidos se enfrenta a una paradoja singular: es la primera y única superpotencia realmente global y, sin embargo, los esta dounidenses viven cada vez más preocupados por las amenazas proce dentes de una variedad de fuentes hostiles pero mucho más débiles. El hecho mismo de que Estados Unidos posea un peso político global sin igual lo convierte en el blanco de envidias, resentimientos y, en algunos casos, hasta de intensos odios. Esos antagonismos pueden ser también aprovechados (instigados, incluso) por otros rivales más tradicionales de América que se comportan en lo demás con la suficiente cautela como para evitar una colisión más directa con Washington. No hay duda de que los riesgos para la seguridad del país son reales. •-¿¿¿Significa eso que Estados Unidos tiene derecho a más seguridad que otros Estados-nación? Sus dirigentes, en tanto en cuanto gestores del po der de la nación y representantes de una sociedad democrática, deben tratar de hallar un equilibrio cuidadosamente calibrado entre esos dos ro les. La dependencia exclusiva de la cooperación multilateral podría pro vocar un letargo estratégico poco recomendable en un mundo en el que las amenazas a la seguridad nacional (y, en última instancia, global) son, sin lugar a dudas, cada vez mayores y alcanzan potencialmente a toda la humanidad. Pero si se recurre primordialmente al ejercicio unilateral del poder soberano —y especialmente si tal ejercicio va acompañado de una definición interesada de las amenazas emergentes— , se puede desembo car en una situación de aislamiento, de creciente paranoia nacional y de vulnerabilidad cada vez mayor ante el virus del antiamericanismo, que se iría extendiendo cada vez más a escala mundial.
Prólogo
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Un Estados Unidos ansioso, obsesionado con su propia seguridad, podría acabar hallándose aislado en medio de un mundo hostil. Y si esa búsqueda de seguridad en solitario llegase a desbordarse de su cauce, po dría transformar al «país de los libres» en un Estado fortaleza imbuido de una mentalidad de sitio. Pero no es menos cierto que el final de la Guerra Fría ha coincidido con la difusión masiva de los conocimientos técnicos y la capacidad necesarios para construir armas de destrucción masiva, y que esa difusión puede alcanzar no sólo a otros Estados, sino también a gru pos políticos con motivaciones terroristas. El pueblo estadounidense afrontó con valentía la terrible situación de disuasión mutua entre los arsenales nucleares (potencialmente devasta dores) de Estados Unidos y la Unión Sóviética («dos escorpiones en una misma botella»), pero su inquietud no deja hoy en día de aumentar ante la actual propagación de lá violencia, los atentados terroristas y las armas de destrucción masiva. Los estadounidenses tienen la sensación de que en el presente escenario de imprevisibilidad política — confuso, moral mente ambiguo en ocasiones y, a menudo, desconcertante— , el peligro acecha a Estados Unidos precisamente por ser la potencia mundial pre dominante. A diferencia de otras potencias hegemónicas anteriores, Estados Uni dos se mueve hoy en un mundo de una inmediatez y una interconexión cada vez mayores. Las potencias imperiales del pasado, como Gran Bre taña durante el siglo xix* China durante diversos períodos de sus miles de años de historia o Roma durante medio milenio, por nombrar sólo algu nas, eran relativamente impermeables a las amenazas externas. El mundo sobre el que dominaron estaba compartimentado y no era interactivo. Tanto la distancia como el tiempo les proporcionaban un margen de res piro y una mayor seguridad interna. Estados Unidos, por el contrario, puede gozar de un poder inigualado en cuanto a su alcance global, pero su territorio nacional es ahora mismo inseguro como no lo ha sido el de ninguna otra potencia a lo largo de la historia. Es muy probable que la convivencia con esa inseguridad se convierta en un problema crónico. La pregunta clave, pues, es si Estados Unidos puede llevar adelante una política exterior inteligente, responsable y eficaz, que supere los ries gos de vivir bajo una mentalidad de asedio pero sin que, por ello, deje de adecuarse al estatus históricamente novedoso de la actual nación esta dounidense como potencia suprema. La búsqueda de una política exte rior inteligente debe empezar por la toma de conciencia del hecho de que «globalización» significa, en esencia, interdependencia global. Dicha in-
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El dilema de EE.UU.
terdepenciencia no garantiza que todas las naciones gocen de un mismo estatus (ni siquiera de un mismo nivel de seguridad), pero sí que hace que ningún país sea totalmente inmune a las consecuencias de la revolución tecnológica que tan inmensamente ha ampliado la capacidad humana de infligir violencia y que tanto ha estrechado, al mismo tiempo, los lazos que vinculan cada vez más a toda la humanidad. En última instancia, la pregunta política central a la que ha de res ponder Estados Unidos es la siguiente: «Hegemonía ¿para qué?». Lo que está en juego es la decisión entre que la nación ponga todo su empeño en conformar un nuevo sistema global basado en intereses compartidos o que opte por utilizar su poder global soberano principalmente para afian zar su propia seguridad. En las páginas que siguen, me he centrado en las que considero que son las principales cuestiones para las que se hace precisa una respuesta estratégica integral: • ¿Cuáles son las principales amenazas a las que se enfrenta Estados Unidos? • ¿Tiene derecho Estados Unidos a más seguridad que otras nació1 nes por su estatus hegemónico? • ¿Cómo debería hacer frente a las amenazas potencialmente letales que emanan cada vez más de adversarios débiles en vez de pode rosos? • ¿Puede Estados Unidos gestionar constructivamente su relación a largo plazo con el mundo islámico y sus 1.200 millones de hombres y mujeres, entre los que crece la percepción de que América es una potencia implacablemente hostil? • ¿Puede Estados Unidos actuar decisivamente en la resolución del conflicto palestino-israelí, en el que están planteadas las reivindi caciones solapadas (aunque legítimas) de dos pueblos sobre un mismo territorio? • ¿Qué se necesita para crear estabilidad política en los volátiles nue vos «Balcanes globales» localizados en el borde meridional de la Eurasia central? • ¿Puede Estados Unidos forjar una auténtica sociedad con Europa, que, a pesar de la lentitud con la que marcha hacia la unidad polí tica, no deja de incrementar su poderío económico? • ¿Puede atraerse a Rusia — que ha dejado de ser rival para Estados Unidos— hacia un marco atlántico liderado por los estadounidenses?
Prólogo
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• ¿Cuál debería ser el papel estadounidense en Extremo Oriente, ante la continuada (aunque reticente) dependencia que Japón ha tenido y tiene de Estados Unidos —sin olvidar el callado creci miento que ha venido experimentando la fuerza militar de aquel país— , y ante el auge del poder chino? • ¿Qué probabilidades hay de que la globalización genere una con tradoctrina coherente o una contraalianza frente a Estados Uni dos? • ¿La demografía y las migraciones se están convirtiendo en las nue vas amenazas a la estabilidad global? • ¿La cultura estadounidense es compatible con una responsabili dad de carácter esencialmente imperial? • ¿Cómo debería responder Estados Unidos a la nueva desigualdad emergente en los asuntos humanos en general, que puede verse precipitada por la actual revolución científica o acentuada por la globalización? • ¿Es compatible la democracia estadounidense con su papel hegemónico, por mucho que se esmere en camuflar esa hegemonía? ¿De qué modo afectarán a los derechos civiles tradicionales los im perativos inherentes a ese rol especial en materia de seguridad? Este libro es, pues, en parte predictivo y en parte prescriptivo. Su pun to de partida es el hecho de que la reciente revolución en las tecnologías avanzadas, especialmente en las comunicaciones, favorece la aparición progresiva de una comunidad global de intereses compartidos en cuyo centro se halla Estados Unidos. Pero si la única superpotencia sucumbie ra a la tentación potencial del autoaislamiento, el mundo podría sumirse a su vez en una escalada de anarquía de cuyas consecuencias la actual difu sión del armamento de destrucción masiva sólo hace que tengamos los peores presagios. Debido a los roles contradictorios que desempeña en el mundo, Estados Unidos está destinado a ser el catalizador de la comuni dad o del caos globales; los estadounidenses tenemos la singular respon sabilidad histórica de determinar cuál de esas dos situaciones se produci rá. Tenemos que elegir entre dominar el mundo o liderarlo. 30 de junio de 2003
P rimera
parte
LA HEGEMONÍA ESTADOUNIDENSE Y LA SEGURIDAD GLOBAL
Γ
La exclusiva posición de Estados Unidos en la jerarquía global está ampliamente reconocida en la actualidad. La sorpresa e incluso irritación inicial de muchos extranjeros ante las aseveraciones explícitas del papel hegemónico estadounidense han ido transformándose en esfuerzos más resignados (aunque no exentos de resentimiento) destinados a enjaezar, contener, desviar o ridiculizar esa hegemonía.1 Hasta los propios rusos —quienes, llevados por la nostalgia, han sido los más reticentes en reco nocer la escala del poder y de la influencia estadounidenses— han acep tado que Estados Unidos continuará siendo en los años venideros el ac tor decisivo en los asuntos mundiales.12 Cuando América fue atacada por el terrorismo el 11 de septiembre de 2001, los británicos, guiados por el primer ministro Tony Blair, lograron hacerse escuchar en Washington gracias a su pronta adhesión a la declaración estadounidense de guerra contra el terrorismo global. Buena parte del mundo siguió ese ejemplo, incluidos países que habían sentido con anterioridad el dolor de los atentados terroristas y por los que Estados Unidos había mostrado una 1. En 1997, el ex canciller alemán Helmut Schmidt escribió una reseña de mi libro The Grand Chessboard: American Primacy andlts Geostrategic Imperatives (trad. cast.: El gran tablero mundial: La supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos, Bar celona, Paidós, 1998), en la que mostró su indignación por mi reconocimiento de la his tóricamente novedosa hegemonía global estadounidense. Posteriormente, el entonces mi nistro de Exteriores francés, Hubert Vedrine, bautizó irónicamente tal hegemonía con el apelativo de «hiperpotencia». 2. En análisis rusos recientes de las tendencias globales reinantes se admite explícitaniente la continuación de la supremacía estadounidense durante, al menos, dos decenios finas, aproximadamente, sin que ninguna otra potencia se le pueda siquiera aproximar. Véase Mir na Rubezhe Tisiacheletii (publicación colectiva del Instituto de Economía Mundial y Asuntos Internacionales), Moscú, 2001. La decisión del presidente Putin de identificarse totalmente con Estados Unidos tras el 11 de septiembre se debió claramen te a su comprensión del hecho de que el mantenimiento de una hostilidad abierta hacia los estadounidenses sólo podía empeorar los dilemas propios de Rusia en materia de se guridad.
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El dilema de EE.UU.
conmiseración bastante limitada. El clamor del «todos somos estadouni denses» que se oyó por todo el mundo no respondió únicamente a una expresión de empatia auténtica; en muchos casos, aquélla fue también una afirmación más o menos oportunista de lealtad política. Puede que al mundo contemporáneo no le guste la preeminencia es tadounidense y puede también que sienta desconfianza y malestar hacia ella, e incluso, en ocasiones, puede que hasta conspire en su contra. Pero, desde el punto de vista práctico, no puede oponerse a ella directamente. Durante el último decenio hemos sido testigos de algún que otro conato ocasional pero infructuoso de erigir esa clase de oposición. Los chinos y los rusos flirtearon con la posibilidad de establecer una colaboración es tratégica para la promoción de una «multipolaridad» global (un término fácilmente interpretable como «antihegemonía»). Poco resultó de todo aquello, debido a la relativa debilidad de Rusia frente á China y al prag mático reconocimiento por parte de esta última de que, en el momento actual, lo que más necesita es capital y tecnología extranjeros, y no le se ría fácil conseguir ni lo uno ni lo otro si sus relaciones con Estados Uni dos fueran antagónicas. Durante el último año del siglo xx, los europeos (y especialmente los franceses) anunciaron a bombo y platillo que Euro pa adquiriría en breve «una capacidad autónoma de seguridad global». La guerra en Afganistán reveló en muy poco tiempo lo mucho que recor daba ése compromiso a aquella famosa aseveración de los soviéticos en la que anunciaban que la victoria histórica del comunismo «se vislumbraba ya en el horizonte», entendido, sin duda, como aquella línea imaginaria que no deja de alejarse a medida que caminamos hacia ella. La historia es una crónica de continuos cambios, un testimonio de que nada dura indefinidamente. No obstante, también puede recordar nos que algunas cosas perduran durante mucho tiempo y que, tras su de saparición, no vuelve a recuperarse él statu quo anterior. Ese será el caso de la actual preponderancia global estadounidense, que también decaerá en algún momento, probablemente después de lo que algunos desean y antes de lo que muchos norteamericanos asumen. La pregunta es: ¿qué la sustituirá? Un final abrupto de la hegemonía estadounidense precipitaría sin duda alguna un caos global, en el que la anarquía internacional rei nante se vería salpicada de erupciones de destructividad auténticamente masiva. Un declive progresivo y sin guía tendría un efecto similar disemi nado a lo largo de un período más prolongado. Pero una cesión de poder gradual y controlada podría conducirnos a una comunidad global de in tereses comunes crecientemente formalizada, con disposiciones e institu-
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dones supranadonales que irían asumiendo cada vez más algunas de las funciones de seguridad especial de lps Estados-nación tradicionales. En cualquier caso, el punto y final a la hegemonía estadounidense no pasará por el restablecimiento de una multipolaridad entre las potencias principales conocidas que dominaroh los asuntos mundiales durante los dos últimos siglos. Tampoco dará páso a un nuevo hegemon dominante que, al desplazar a Estados Unidos, adquiera una preeminencia política, militar, económica, tecnológica y sociocultural a nivel mundial similar a la de su antecesor. Las potencias conocidas del último siglo están dema siado cansadas o demasiado débiles para asumir el rol que desempeña ac tualmente Estados Unidos. Vale la pena señalar que, desde 1880, en una clasificación comparativa de potencias mundiales (basada en la suma acumulada de su fortaleza económica, sus presupuestos y efectivos mili tares, sus poblaciones, etc.), las cinco primeras posiciones medidas en in tervalos secuenciales de veinte años han sido compartidas solamente por siete Estados: Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Francia, Rusia, Japón y China. Sin embargo, sólo Estados Unidos se ganó incontestable mente un puesto entre los cinco primeros en cada uno de esos intervalos de veinte años, y, en el año 2000, la distancia entre los estadounidenses (primeros con diferencia en esa clasificación) y el resto de países era mu cho mayor que nunca.3 Las antiguas grandes potencias europeas —Gran Bretaña, Alemania y Francia— son ya demasiado débiles para remontar la brecha abierta. En las próximas dos décadas es muy improbable que la Unión Europea logre alcanzar la suficiente unidad política que le permita reunir la vo luntad popular necesaria para competir con Estados Unidos en el terre no político-militar. Rusia ya no es una potencia imperial y su reto central pasa por recuperarse a nivel socioeconómico para no perder sus territo rios más orientales a manos de China. La población de Japón envejece y su economía se ha ralentizado; la opinión convencional durante la déca da de 1980, que consideraba a los nipones destinados a convertirse en el próximo «superestado», resuena hoy con los tintes de una ironía históri ca. China, aunque logre incluso mantener niveles elevados de crecimien3. Posiblemente, la jerarquía internacional de 1900 estaba formada, en orden descen dente, por el Reino Unido, Alemania, Francia, Rusia y Estados Unidos, formando un grupo bastante apretado de Estados; en 1960, el liderato había pasado a manos de Estados Unidos y Rusia (la URSS), con Japón, China y Reino Unido muy a la zaga; en 2000, Estados Uni dos está solo en la cima, seguido a mucha distancia por China, Alemania, Japón y Rusia.
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to económico y conserve la estabilidad política interna (escenarios ambos que distan mucho de estar asegurados), accederá como mucho al estatus de potencia regional, constreñida todavía por la pobreza de su población, lo anticuado de sus infraestructuras y su limitado atractivo a nivel inter nacional. Lo mismo sucede con la India, que afronta incertidumbres adi cionales a propósito de su unidad nacional a largo plazo. Ni siquiera una coalición de todos estos países —harto improbable dados sus conflictos históricos y sus reivindicaciones territoriales con frontadas— dispondría de la cohesión, la fuerza y la energía necesarias para desplazar a Estados Unidos de su pedestal y mantener la estabilidad global al mismo tiempo. En cualquier caso, puestos ante esa tesitura, al gunos de los Estados principales se aliarían con Estados Unidos. De hecho, cualquier declive evidente de los estadounidenses alentaría inmediata mente iniciativas para apuntalar el liderazgo del gigante norteamericano. Pero lo más importante es que el resentimiento compartido ante la hege monía estadounidense no aligeraría la confrontación de intereses entre Estados. Las colisiones más intensas —en caso de declive estadouniden se— podrían encender un reguero regional de pólvora que adquiriría aún mayor peligrosidad si cabe por culpa dé la difusión de las armas de des trucción masiva. La conclusión de todo ello es doble. Durante las próximas dos déca das, el efecto fijador del poder estadounidense será indispensable para la estabilidad global, pero, de hecho, el principal desafío al poder de Esta dos Unidos sólo puede venir de dentro: o bien porque la propia demo cracia estadounidense repudie ese poder, o bien porque Estados Unidos haga mal uso global de él. La sociedad estadounidense, a pesar del eleva do localismo de sus intereses intelectuales y culturales, sostuvo con una gran constancia un prolongado compromiso global contra la amenaza del comunismo totalitario, y se encuentra actualmente movilizada contra el terrorismo internacional. Mientras dure ese compromiso, también se mantendrá el papel de Estados Unidos como estabilizador global. Pero si decae (ya sea por el debilitamiento del terrorismo o porque el propio E s tados Unidos se cansa o pierde su conciencia de propósito común), el pa pel global estadounidense podría interrumpirse rápidamente. Ese papel podría verse también debilitado y deslegitimado por cul pa de un mal uso del poder de Estados Unidos. Una conducta percibida mundialmente como arbitraria podría provocar el aislamiento progresivo de la potencia norteamericana, socavando no tanto el poder estadouni dense para autodefenderse, como su capacidad para emplear ese poder
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para conseguir el apoyo de otros a la hora de configurar un entorno in ternacional más seguro. En general, el pueblo norteamericano comprende que la nueva ame naza a Estados Unidos, evidenciada por los sucesos del 11-S, será dura dera. La riqueza y el dinamismo económico del país hacen relativamente tolerables estos presupuestos de defensa de entre el 3 y el 4 % del PIB, una carga financiera considerablemente más baja que la soportada du rante la Guerra Fría (y muchísimo menor que la de la Segunda Guerra Mundial). Mientras tanto, la globalización contribuye a tal entretejimien to de la sociedad estadounidense con el resto del mundo que la seguridad nacional norteamericana se funde cada vez más con las cuestiones del bienestar global. La labor de los gobernantes consiste en traducir este consenso popu lar subyacente a propósito de la seguridad en una estrategia a largo plazo que, en lugar de enajenarse el apoyo global, lo movilice. Esto no puede conseguirse recurriendo a la patriotería o al alarmismo, sino que requie re de la fusión del tradicional idealismo estadounidense con un sobrio pragmatismo a propósito de las nuevas realidades de la seguridad global. Ambos apuntan a una misma conclusión: para Estados Unidos, el incre mento de la seguridad global supone un componente esencial de su pro pia seguridad nacional.
Capítulo 1 LO S DILEM AS D E LA IN SEG U RID A D N A CION AL
Durante la mayor parte de la historia de Estados Unidos como nación soberana, sus ciudadanos han considerado tan normal la seguridad como aberrantes los momentos ocasionales de inseguridad. La situación a par tir de ahora será, sin embargo, la inversa. En la era de la globalización, la inseguridad será la realidad duradera, y la búsqueda de seguridad nacional, una preocupación constante. Por consiguiente, Estados Unidos deberá responder a la intrigante pregunta de cuánta vulnerabilidad está dispues ta a tolerar como actual hegemon mundial, todo un interrogante político y un dilema cultural para la sociedad estadounidense.
El
f in a l d e l a s e g u r id a d s o b e r a n a
Estados Unidos empezó a existir como tal en una época en la que la soberanía y la seguridad nacionales eran los términos casi sinónimos que definían las cuestiones internacionales. El orden internacional de los últi mos siglos se ha basado en la premisa de la soberanía del Estado-nación, según la cual cada Estado es el último y absoluto árbitro —dentro de su territorio— de sus necesidades de seguridad nacional. Aunque esa sobe ranía se definió desde un primer momento como absoluta a nivel legal, las asimetrías evidentes en materia de poder nacional no sólo ha hecho necesario el establecimiento de grandes compromisos (necesarios, sobre todo, desde el punto de vista de los Estados más débiles), sino que tam bién han comportado violaciones significativas de la soberanía de algu nos Estados a cargo de otros más fuertes. De todos modos, en el mo mento en que se fundó la primera organización global de cooperación mterestatal (la Sociedad de Naciones) como reacción a la Primera Guerra Mundial, aquella noción abstracta de la soberanía absoluta se tradujo en la concesión de iguales derechos de voto a todos los Estados miem bros. Sintomáticamente, Estados Unidos, sumamente sensibilizado con respecto a su estatus soberano y consciente de su ventajosa situación geo-
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gráfica en lo referente a su seguridad, optó por no formar parte de aquel organismo. Cuando las Naciones Unidas quedaron establecidas en 1945, los grandes Estados tenían ya claro que se debían tener en cuenta las reali dades del poder global si se pretendía que dicha organizaciómdesempeñara alguna función mínimamente significativa en materia de seguridad. Y, aun así, no fue posible desechar del todo el principio de la igualdad de Estados soberanos. El compromiso resultante estipuló que existiría igual dad de voto en la Asamblea General de la ONU entre todos los países miembros, así como un derecho de veto en el Consejo de Seguridad para las cinco principales potencias que emergieron como vencedoras de la Segunda Guerra Mundial. Se trataba, pues, de una fórmula que recono cía tácitamente que la soberanía nacional se había convertido en algo cada vez más ilusorio para todos los Estados con excepción de unos po cos y especialmente poderosos. En el caso de Estados Unidos, el vínculo entre soberanía estatal y se guridad nacional había sido tradicionalmente aún más simbiótico que para la mayoría de los países. Así había quedado reflejado en el senti miento de destino manifiesto predicado por la élite revolucionaria du rante la Guerra de Independencia, una doctrina con la que se pretendía aislar a Norteamérica de los remotos conflictos interestatales en Europa, representando a Estados Unidos como portador arquetípico de un con cepto totalmente nuevo y umversalmente válido de cómo debía organi zarse un Estado. Ese vínculo se vio fortalecido por la sensación de san tuario o refugio que la propia geografía confería a Norteamérica. Dos enormes océanos le proporcionaban unas barreras de protección extra ordinarias. Si a ello sumamos la debilidad de sus vecinos del norte y del sur, es lógico que los estadounidenses considerasen la soberanía de su na ción un derecho natural y, al mismo tiempo, una consecuencia también natural de su seguridad nacional sin igual. Incluso en los momentos en los que Estados Unidos se vio arrastrado a dos guerras mundiales, fueron los estadounidenses los que cruzaron esos océanos para combatir contra sus enemigos en territorios distantes: los estadounidenses fueron a la gue rra, pero la guerra no vino a Estados Unidos.1 Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, dio comienzo una Guerra Fría (bastante inesperada en un principio) contra un adversario ideológi1. También la guerra librada contra Japón se desarrolló, tras Pearl Harbor, en las dis tantes islas del océano Pacífico.
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co y estratégico hostil. La mayoría de los estadounidenses, sin embargo, se sintieron inicialmente protegidos por el monopolio de Estados Unidos sobre la bomba atómica. El Mando Aéreo Estratégico (SAC, en sus siglas inglesas) y su capacidad unilateral (al menos, hasta mediados de la déca da de 1950) para devastar la Unión Soviética, se convirtió en el colchón de seguridad de la nación que su Armada de dos océanos había sido has ta entonces. El SAC simbolizaba y perpetuaba la noción de que la segu ridad era inherente a la posición especial de Estados Unidos, aunque la inseguridad se hubiera convertido en la norma para casi todos los demás Estados-nación durante el siglo xx. Bien es cierto que las tropas estadou nidenses desplegadas en Alemania y en Japón estaban protegiendo otros países al tiempo que protegían a Estados Unidos, pero también se encar gaban de mantener el peligro geográficamente alejado de Norteamérica. Hasta finales de la década de 1950 (y, posiblemente, hasta la crisis de los misiles cubanos) los estadounidenses no se vieron abocados a recono cer que la tecnología moderna había hecho de la invulnerabilidad una cosa del pasado. Durante la década de 1960, aumentó la ansiedad nacio nal por la cuestión del missile gap (el supuesto retraso estadounidense en el aprovisionamiento de su arsenal de ingenios balísticos con respecto a los soviéticos, cuyos líderes proclamaban estar en posesión de una capa cidad y un número de misiles superiores a los que realmente tenían), como demostraban los temores crecientes de que la disuasión nuclear fuese inherentemente inestable, la preocupación de los estrategas por la posibilidad de que un ataque nuclear soviético dejara desarmado a Esta dos Unidos (o de que éste se produjera de forma accidental), e incluso los intentos, en última instancia, de desarrollar nuevas modalidades de siste mas defensivos espaciales avanzados como los de los misiles antibalísti cos. El intenso debate nacional a propósito de esas cuestiones alcanzó una perspectiva final de consenso: toda relación de disuasión estable en tre Estados Unidos y la Unión Soviética era sólo posible mediante la res tricción mutua. Así se sentaron las bases para la negociación del Tratado de Misiles Antibalísticos (ABM, en sus siglas inglesas) y de los tratados SALT para la limitación de armas estratégicas durante la década de 1970, y de los tratados START de reducción de armas estratégicas en la de 1980. Dichos tratados supusieron, en efecto, el reconocimiento de que la seguridad de Estados Unidos ya no se hallaba por completo en manos es tadounidenses, sino que dependía en parte del acuerdo con un antago nista potencialmente letal. El que ese antagonista fuese similarmente vul nerable y que su conducta pareciera guiarse por un reconocimiento
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paralelo de su propia inseguridad proporcionaron una buena dosis de tranquilidad, ya que facilitaron la aceptación psicológica por parte del pueblo estadounidense de esa vulnerabilidad compartida. A pesar de que el acuerdo no eliminó el riesgo de destrucción mutua, su carácter apa rentemente racional y predecible tendió a aliviar las ansiedades naciona les. De ahí que el intento de la administración Reagan a principios de la década de 1980 por recuperar la invulnerabilidad de Estados Unidos a través de una propuesta de Iniciativa de Defensa Estratégica (IDE o SDI, según sus siglas en inglés) — consistente en la construcción de defensas espaciales frente a un ataque soviético con misiles balísticos sobre territorio estadounidense— no lograra movilizar un abrumador apoyo popular. Esa inesperada moderación de la población se debió indudablemen te en parte a una creciente distensión soviético-estadounidense, que reducía aún más el miedo a una confrontación nuclear, pero fue también provocada por la sensación popular de que el bloque soviético y la pro pia Unión Soviética estaban padeciendo una gran crisis interna. La ame naza era considerada cada vez menor. De hecho, tras la caída de la Unión Soviética en 1991, los misiles soviéticos dejaron de ser materia de acuer dos de reducción de armamento y pasaron a convertirse en el objeto de los equipos estadounidenses de desmantelamiento; se pusieron incluso fondos y técnicas estadounidenses al servicio de la mejora de la seguridad de los silos de almacenaje de las que, en tiempos, fueran las tan temidas ojivas nucleares soviéticas. La transformación del arsenal nuclear soviéti co en elemento beneficiario de la protección estadounidense era toda una prueba de hasta qué punto se había disipado la amenaza. La desaparición del desafío soviético, coincidente con el avasallador despliegue de las tecnológicamente novedosas capacidades militares de Estados Unidos en la Guerra del Golfo, produjo naturalmente una reno vada confianza pública en el singular poder estadounidense. La llamada Revolución de los Asuntos Militares (RMA, según sus siglas en inglés) * li derada por Estados Unidos e impulsada por la tecnología, dio lugar no sólo a armas y tácticas nuevas — que determinaron, por cierto, la desi gualdad de condiciones con la que se libraron las dos breves guerras de 1991 y 2003 contra un Irak aprovisionado de armamento soviético— sino también a una nueva conciencia de la superioridad militar global esta dounidense. Durante un. breve período de tiempo, Estados Unidos vol vió a sentirse casi invulnerable. Ese nuevo estado de ánimo coincidió con el reconocimiento genera lizado de que la caída de la Unión Soviética había marcado el inicio de un
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cambio más drástico en la distribución global del poder político. Si bien las guerras de Irak en 1991 y de Kosovo en 1999 pusieron de manifiesto la distancia cada vez mayor que tanto el liderazgo estadounidense a la hora de aplicar la tecnología a los fines militares como su capacidad para ata car a otras naciones con relativa impunidad estaban tomando con respec to a los demás países, la preponderancia estadounidense que se percibía en el extranjero trascendía cada vez más lo exclusivamente militar. Se ha cía, cuando menos, igual de evidente en las dimensiones «blandas» del poder: en la innovación científica, en la adaptación tecnológica, en el di namismo económico y, de un modo más intangible, en la experimenta ción sociocultural. En la década de 1990, eran ya muchos los comentaris tas extranjeros que reconocían a Estados Unidos (a veces, con un intenso resentimiento) no sólo como el hegemon global, sino también como el único (y, en ocasiones, perturbador) laboratorio social de la humanidad. La rápida difusión de la nueva conectividad por Internet fue sólo una manifestación más del masivo impacto global de Estados Unidos como pionero social del mundo. A lo largo de ese proceso, el rol estadounidense en la escena mundial se ha vuelto más «dialéctico» que nunca: el Estado norteamericano actúa, sobre la base de su poder dominante, como bastión de la estabilidad in ternacional tradicional, mientras que la sociedad estadounidense, a través de su ingente y diverso impacto a nivel mundial —facilitado por la globalización— , trasciende el control territorial nacional y trastoca el orden social tradicional. Por una parte, la combinación de ambas tendencias refuerza la in clinación ya establecida de Estados Unidos a verse a sí mismo como el modelo de todos los demás, hasta el punto de que la preponderancia es tadounidense aumenta incluso la conciencia de la vocación moral de E s tados Unidos dentro del propio país. La tendencia del Congreso esta dounidense a encargar la certificación de la conducta de otros países al Departamento de Estado es sintomática de la actual actitud norteameri cana, crecientemente displicente hacia la soberanía de otros, pero celosa mente protectora de la propia. Por otra parte, la combinación de poder estadounidense y globalización está cambiando la naturaleza de la seguridad nacional de Estados Unidos. La tecnología moderna está eliminando el efecto de la distancia geográfica, al tiempo que está multiplicando la diversidad de medios, el radio destructivo y el número de actores capaces de proyectar violencia. Además, las reacciones contra la globalización centran su resentimiento
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en Estados Unidos como blanco más evidente. Así pues, la globalización unlversaliza la vulnerabilidad al tiempo que convierte a Estados Unidos en centro receptor de los sentimientos de hostilidad. La tecnología es el gran factor de igualación de la vulnerabilidad so cial. La revolucionaria compresión de las distancias que suponen las co municaciones modernas y el enorme salto cualitativo que se ha producido en cuanto al radio destructivo de la letalidad deliberadamente infligida han hecho mella en el tradicional paraguas protector del Estado-nación. Además, el armamento se está haciendo cada vez más posnacional, tanto en lo que se refiere a su posesión como a su alcance. Hasta los actores no estatales, como las organizaciones terroristas clandestinas, están logrando tener un acceso gradualmente más fácil a armas cada vez más destructi vas. Sólo es cuestión de tiempo que en algún lugar se produzca un aten tado terrorista tecnológicamente avanzado de verdad. Por otra parte, ese mismo proceso «de igualación» está proporcionando medios a Estados más pobres, como Corea del Norte, para infligir daño a una escala anta ño reservada a unas pocas naciones ricas y poderosas. Llegados a cierto punto, esta tendencia podría acarrear consecuen cias apocalípticas. Por vez primera en la historia, hoy en día es posible contemplar un escenario no bíblico de «fin del mundo», entendido no como un acto de Dios, sino como el desencadenamiento deliberado de una reacción en cadena global, de un cataclismo obra del hombre. El Armagedón descrito en el último libro del Nuevo Testamento (Apocalip sis, 16) podría ser un suicidio nuclear y bacteriológico global.2 Aunque la probabilidad de tal suceso puede que siga siendo remota durante las próxi mas décadas, la inevitable realidad es que la ciencia continuará perfec cionando la capacidad humana para perpetrar actos de autodestrucción que la sociedad organizada no será siempre capaz de impedir o contener. Pero, aun sin llegar a esa situación apocalíptica, con toda seguridad se irá ampliando la lista de escenarios que podríarrproducirse como con2. «Y el séptimo ángel vertió su copa en el aire, y salió del templo una gran voz que venía del trono, diciendo: “Está hecho”. Y hubo relámpagos, voces y truenos, con un gran terremoto, como no lo hubo nunca de violento desde que el hombre está sobre la tierra, tal era su fuerza y su grandeza. La gran ciudad se despedazó en tres partes y las ciudades de las naciones se hundieron. [...] Huyeron todas las islas y desaparecieron las montañas. Granizos enormes — como de un talento— cayeron sobre los hombres, que blasfemaron a Dios a causa de la plaga del granizo, porque esta plaga era muy grande» (versión de la Biblia del Rey Jaime). (Traducción basada en La Santa Biblia, Madrid, Ediciones Pauli nas, 1981, Apocalipsis, 16,17-21.) [N. del ti])
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secuencia de las tensiones internacionales o de las pasiones maniqueas. Entre ellos se incluyen: 1. Una guerra estratégica central y enormemente destructiva (todavía factible en este momento, aunque improbable) entre Estados Unidos y Rusia, y, seguramente en unos veinte años, más o menos, entre Estados Unidos y China, así como entre China y Rusia. 2. Guerras regionales graves libradas con armamento altamente letal, por ejemplo, entre la India y Pakistán o entre Israel e Irán. 3. Guerras étnicas fragmentadoras, especialmente, en el interior de Estados multiétnicos como Indonesia o la India. 4. Movimientos de «liberación nacional» de los oprimidos contra la dominación racial existente o percibida que pueden adoptar diversas for mas y que se pueden producir, por ejemplo, entre los campesinos indios de América Latina, los chechenos en Rusia o los palestinos contra Israel. 5. Ataques repentinos de países teóricamente débiles que hayan logrado construir armas de destrucción masiva y se hayan hecho con sis temas más o menos precisos de lanzamiento o de transporte de las mis mas para utilizarlas contra sus vecinos o, de manera anónima, contra E s tados Unidos. 6. Atentados terroristas cada vez más letales de grupos clandestinos contra objetivos especialmente odiados por ellos, en una repetición de lo ocurrido en Estados Unidos el 11-S, pero intensificándose hasta exten derse finalmente al uso de armas de destrucción masiva. 7. Ciberataques paralizantes cometidos anónimamente por Estados, organizaciones terroristas o, incluso, anarquistas individuales, contra la infraestructura operativa de las sociedades avanzadas a fin de sumirlas en el caos. De todos es sabido que los instrumentos para esa clase de violencia son cada vez más diversificados y accesibles. Van desde los más comple jos sistemas de armamento —en especial, los diversos tipos de armas nu cleares diseñadas para misiones militares específicas y disponibles sólo para unos pocos Estados— a explosivos nucleares menos eficientes pero también mortales diseñados para matar a una cifra elevada de población urbana, y desde los explosivos nucleares a las armas químicas (menos efi caces desde el punto de vista de su letalidad) y los agentes bacteriológicos (menos precisos en cuanto a su blanco, pero muy dinámicos). Cuanto más pobre sea el Estado (o más aislado esté el grupo) que trate de utilizar
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estas armas, más probable será que recurra a esos otros medios —menos controlables y menos selectivos— de destrucción masiva. Los dilemas de la seguridad global en las primeras décadas del si glo xxi son, pues, cualitativamente distintos de los del xx. Se ha deshe cho el vínculo tradicional entre soberanía y seguridad nacionales. No hay duda de que las preocupaciones estratégicas tradicionales continúan sien do cruciales para la seguridad estadounidense, dado que todavía hay gran des Estados potencialmente hostiles (como Rusia y China) que podrían infligir daños terribles al territorio estadounidense si la estructura inter nacional que conocemos se viniera abajo. Además, los grandes Estados seguirán perfeccionando y desarrollando nuevo armamento, por lo que la política de seguridad nacional estadounidense continuará preocupándo se de manera muy especial por mantener una ventaja tecnológica sobre todos ellos.3 No obstante, las grandes guerras entre países más desarrollados se han convertido ya en algo realmente excepcional. Las dos guerras mun diales, que tuvieron su origen en la región del mundo más avanzada de su tiempo —Europa— fueron «totales» en tanto en cuanto fueron libradas con los medios más avanzados disponibles y con la finalidad dé matar a combatientes y a no combatientes de manera indiscriminada. Pero en ellas cada bando preveía su propia supervivencia mientras trataba de destruir a su adversario. Así pues, aun siendo totales en cuanto a sus objetivos, aquellas guerras no fueron suicidas. Desde el momento en que Hiroshima y Nagasaki dieron un significa do totalmente nuevo a la palabra «total» y en que las armas atómicas se difundieron entre los principales adversarios de la Guerra Fría y otros países, el propio concepto de victoria en una guerra total se ha convertido en una contradicción de términos. Ese hecho fue reconocido e institucio nalizado por Estados Unidos y la Unión Soviética mediante la adopción conjunta de la estrategia de la disuasión mutua. Dado que las naciones que mejor se pueden permitir disponer del armamento más destructivo suelen ser las que tienen más que perder si lo emplean, todavía nos resul-
3. Por ejemplo, el éxito mismo de la RMA estadounidense ha impelido a China a per seguir su propia «RMA con características chinas» — descrita como «la guerra del pueblo en condiciones de alta tecnología»— hasta conseguir lo que algunos dirigentes y expertos militares chinos consideran «una transformación estratégica de grandes proporciones». Véase Kung Shuang-Yin, «Saltos hacia el desarrollo en la defensa nacional», Ta Kung Pao, 31 de mayo de 2003. (Todas las citas de títulos de artículos o libros no publicados ori ginalmente en inglés que aparecen a lo largo del libro están traducidas. [N. del autor.])
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ta posible imaginar una guerra total entre la India y Pakistán, pero no en tre Francia y Alemania. Apenas exageraríamos si dijéramos que las guerras totales se han convertido en actos temerarios que sólo los Estados más pobres se pueden permitir. Las guerras entre países más desarrollados (por improbables que sean) y entre éstos y otros menos desarrollados (más probables) se libra rán a partir de ahora por medio de un armamento cada vez más preciso y estarán pensadas no tanto para destruir totalmente la sociedad del opo nente (lo que supondría incitarlo a una táctica de contradevastación) como para desarmarlo y someterlo. Las campañas estadounidenses de fi nales de 2001 contra los talibanes y de 2003 contra Irak pueden ser con sideradas prototípicas de futuros conflictos militares librados mediante armamento sumamente avanzado, capaz de seleccionar objetivos especí ficos de elevado valor militar o económico. Pero, en lugar de las guerras formales, sostenidas y organizadas, cada vez son mucho más probables las luchas convulsivas que se propagan con rapidez. La guerra como situación formalmente declarada ha pasado a la historia. Las últimas notificaciones solemnes de próxima declaración de un estado de guerra fueron las remitidas al gobierno nazi en Berlín por los embajadores británico y francés el 3 de septiembre de 1939, justo des pués del ataque nazi (sin declaración de guerra previa) a Polonia. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos ha participado directamente en dos grandes guerras, con casi 100.000 muertos estadou nidenses, así como en media docena de operaciones militares relativa mente significativas, en las que las pérdidas han sido menores, y en ata ques aéreos unilaterales contra, al menos, tres capitales extranjeras, sin declarar ni una sola vez un estado de guerra formal. La India y Pakistán se han enfrentado en tres sangrientos conflictos sin declararse tampoco la guerra. Israel lanzó su ataque preventivo de 1967 contra los Estados ára bes vecinos y fue atacada por ellos en 1973, y tampoco medió declaración formal alguna. Irak e Irán se enfrentaron en una prolongada y sangrienta guerra durante la década de 1980 sin llegar nunca a reconocerlo formal mente. A diferencia de lo que ocurría durante la era internacional tradicio nal, cuando se declaraban y se terminaban formalmente, las guerras ac tuales son consideradas una forma aberrante de conducta, sobre la que se tiene una visión no.alejada del modo en que es vista la delincuencia a ni vel interno de cada país. En sí mismo, eso supone una muestra de pro greso. Sin embargo, en la actual era de la globalización, la «guerra» ha de-
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jado paso a una serie de conflictos informales que penetran más allá de la mera esfera militar y que resultan, en muchos casos, anónimos. Esta violencia puede ser resultado de la inestabilidad geopolítica, como la que estalló tras la caída de la Unión Soviética, pero también de hostilidades étnicas y religiosas, que se expresan por medio de una violencia masiva orgiástica, como la observada en Ruanda, Bosnia y Borneo. Sean cuales 1 sean sus fuentes, esas luchas o conflictos se encuentran actualmente muy extendidos.4 Y la respuesta a ellos consiste a veces en acciones «policia les» reactivas, como la llevada a cabo en Kosovo en 1999. Con el tiempo, las presiones demográficas de las regiones pobres su perpobladas sobre las zonas más ricas pueden transformar también la in migración ilegal en migraciones más violentas. En otros casos, se podrían producir actos de^violencia organizada como resultado del fanatismo promovido por colectivos no estatales dirigidos contra los objetos más evidentes de su odio, como ya ha ocurrido con algunas organizaciones te rroristas que apuntan contra Estados Unidos. Mucha de esa violencia po dría ser también movilizada por parte de alguna ideología integradora de nuevo cuño, estimulada por el malestar y el resentimiento creados por las desigualdades globales y dirigida con toda probabilidad contra el bastión i visible del statu quo: Estados Unidos (véase más acerca de esta posibili dad en la segunda parte del libro). En resumidas cuentas, los dilemas de Estados Unidos en materia de seguridad durante el siglo xxi se parecen cada vez más a los diversos y poco definidos riesgos relacionados con la delincuencia que los grandes ; centros urbanos han venido afrontando desde hace años, donde la vio lencia criminal está cada vez más presente pero, al mismo tiempo, está ya asumida como normal. El riesgo inherente a una situación de ese tipo, sin embargo, se ve ampliado por la posibilidad de que el potencial tecnoló gico de violencia letal existente quede súbitamente fuera de control y se intensifique posteriormente hasta extremos insospechados. Asimismo, la capacidad de respuesta de Estados Unidos puede verse dificultada por 4. Según el informe anual sobre los conflictos en el mundo preparado en 2002 por el Interdisciplinary Research Programme on Causes of Human Rights Violations (PIOOM), en Leiden, Holanda, los veintitrés «conflictos de alta intensidad» registrados durante el año 2001 acabaron con las vidas de 125.000 personas; a ellos hubo que añadir los setenta ; y nueve «conflictos de baja intensidad» (que acabaron con entre cien y mil vidas cada uno) y treinta y ocho «conflictos políticos violentos» (causantes de entre veinticinco y 1 cien víctimas mortales cada uno). Sólo unos treinta y cinco países fueron incluidos entre los considerados relativamente libres de luchas políticas violentas.
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la ausencia de una fuente de amenaza claramente definible y evidente. En esencia, la seguridad nacional aislada del Estados Unidos del siglo xix, que se convirtió en una defensa por medio de alianzas internacionales du rante la segunda mitad del xx, se está transmutando en la actualidad en una vulnerabilidad global compartida. En tales circunstancias y, especialmente, a la luz de lo acaecido el 11-S, es comprensible la creciente inclinación de los estadounidenses a pedir una mayor seguridad nacional. La búsqueda de autoproteccíón frente a las amenazas -—ya sean éstas existentes, previstas, sospechadas o, incluso, imaginadas— es justificable no sólo debido al papel único que ha asumi do Estados Unidos en la seguridad global desde el final de la Guerra Fría, sino también por la medida en que la celebridad sociocultural global de Estados Unidos lo convierte en el centro de atención del mundo. La de ducción lógica de todo ello es que Estados Unidos tiene motivos para pro curarse mayor seguridad de la que la mayoría de las naciones necesitan. Pero aunque admitamos esto último, ¿hasta qué punto es factible una definición estrecha de la seguridad nacional en una era en la que las gue rras interestatales están dejando su lugar a las luchas de carácter generali zado? ¿En qué momento puede la más justificable de las preocupaciones nacionales por la seguridad interior llegar a atravesar la línea invisible que separa la prudencia de la paranoia? ¿Qué parte de la seguridad de Estados Unidos depende de la cooperación multilateral y qué parte puede ser (o debe ser) perseguida de forma unilateral? Estas sencillas preguntas plan tean alternativas de seguridad nacional extraordinariamente complejas y difíciles, con implicaciones constitucionales internas de gran alcance. En última instancia, dado el carácter dinámico y rápidamente cambiante de la tecnología moderna y de la escena internacional, toda respuesta deberá ser necesariamente contingente y provisional.
P o der
n a c io n a l y c o n f l ic t o s in t e r n a c io n a l e s
Hoy en día, la noción de seguridad nacional total es un mito. La se guridad y la defensa absolutas no son posibles en la era de la globalización. La cuestión es saber con cuánta inseguridad puede vivir Estados Unidos al tiempo que promueve sus intereses en un mundo cada vez más interactivo e interdependiente. La inseguridad, aunque incómoda, ha sido un peso con el que han tenido que cargar otras muchas naciones du rante siglos. Para Estados Unidos ha dejado de ser una simple opción
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más: aunque a nivel social pueda resultar desagradable, la inseguridad del país ha de ser gestionable a nivel político. A la hora de reflexionar sobre las implicaciones en materia de seguri dad de esta nueva realidad, es importante tener presentes los argumentos presentados hasta este momento. La estadounidense es la sociedad trans formadora del mundo (revolucionaria, incluso, en cuanto a su impacto subversivo sobre la política internacional tradicional, basada en la sobe ranía). Al mismo tiempo, Estados Unidos es una potencia tradicional que protege unilateralmente su propia seguridad mientras sostiene la estabili dad mundial para beneficio no sólo suyo, sino también de la comunidad internacional en su conjunto. Esta última labor obliga a los decisores po líticos estadounidenses a concentrarse en un rol más tradicional de Esta dos Unidos: el de eje de la estabilidad global. A pesar de las nuevas reali dades de la interdependencia mundial y de la creciente preocupación de la comunidad internacional a propósito de nuevas cuestiones globales como la ecología, el calentamiento global, el sida y la pobreza, el papel crucial del poder estadounidense en la paz del mundo queda corrobora do cuando se aplica un simple test hipotético: ¿Qué ocurriría si el Con greso estadounidense ordenara la inmediata retirada del potencial militar norteamericano de sus tres zonas principales de despliegue en el extran jero (Europa, Extremo Oriente y el golfo Pérsico) ? Casi con toda seguridad, un repliegue estadounidense de esa magni tud sumiría al mundo de forma casi inmediata en una crisis política cao-; tica. En Europa, se desataría una apresurada y desordenada carrera por el rearme, pero también por alcanzar un acuerdo especial con Rusia. En Extremo Oriente, se desataría probablemente una guerra en la península coreana y Japón emprendería un programa de choque para su propio rear me, en el que se incluiría armamento nuclear. En la zona del golfo Pérsi co, Irán se erigiría en Estado dominante e intimidaría a los Estados ára bes vecinos. Dados todos los factores enumerados hasta el momento, las opciones estratégicas a largo plazo de Estados Unidos son dos: o bien emprende una transformación gradual y cuidadosamente administrada de su propia supremacía hasta convertirla en un sistema internacional autosostenido, o bien depende fundamentalmente de su poderío nacional para aislarse de la anarquía tradicional que resultaría de su retirada. Ante esas dos al ternativas, la mayoría de los estadounidenses se muestra instintivamente a favor de una mezcla de unilateralismo e internacionalismo en grados va riables. Los sectores más conservadores de la sociedad norteamericana y
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sus élites prefieren obviamente concentrarse en la preservación de la su premacía estadounidense, reflejando, básicamente, los intereses de las es tructuras tradicionales de poder y de los sectores de la economía norte americana especializados en defensa. Aquellos elementos de la sociedad estadounidense habítualmente identificados con causas liberal-progresis tas, para quienes la búsqueda de la justicia social a nivel interno puede ser enfáticamente proyectada a sus conceptos equivalentes a nivel interna cional, tienden a mostrarse más dispuestos a delegar poder en socios de ideas afines allende las fronteras del país y a que se construya un sistema de seguridad global. Ahora bien, preponderancia y omnipotencia no son la misma cosa. Sea cual sea la fórmula preferida, Estados Unidos todavía necesita reflexio nar detenidamente sobre cuáles son las regiones del mundo que tienen una mayor importancia para su seguridad, sobre cómo definir y perseguir eficazmente sus intereses del mejor modo posible y sobre qué grado de desorden mundial puede tolerar. Esa labor de valoración de diferentes alternativas se ve dificultada no sólo por la dualidad del rol global de E s tados Unidos, sino también por la transformación en la que está sumida la política internacional. Así, si bien el Estado-nación continúa siendo el actor primordial en la escena mundial, la política «inter-nacional» (y hago especial énfasis en ese guión intermedio) se está convirtiendo cada vez más en un proceso global indiviso, desordenado y que, a menudo, se propaga violentamente. De lo anterior se derivan ciertas conclusiones específicamente apli cables a la seguridad de Estados Unidos. La primera de las amenazas principales para la seguridad internacional enumeradas anteriormente (pág. 31) —la de una guerra estratégica central— sigue suponiendo un grave peligro en última instancia, pero ya no es el suceso más probable en la práctica. En los años venideros, el mantenimiento de una disuasión nu clear mutua estable con Rusia continuará siendo una de las grandes res ponsabilidades en materia de seguridad de los decisores políticos esta dounidenses. En el plazo de una década, más o menos, es probable que China también sea capaz de infligir daños inaceptables a la sociedad es tadounidense en caso de una guerra estratégica central. La élite política norteamericana entiende bien este desafío en materia de seguridad. Así pues, podemos esperar que Estados Unidos prosiga rea lizando grandes y costosos esfuerzos para mejorar sus propias capaci dades estratégicas, esfuerzos que consistirán, en última instancia, en la mejora de la fiabilidad, la precisión y la penetrabilidad del armamento
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nuclear estratégico y táctico estadounidense y de sus diversos sistemas de apoyo relacionados. Sin embargo, sería también deseable que la revolución tecnológica en el ámbito militar de la que Estados Unidos ha sido precursor pusiera un acento cada vez mayor en la versatilidad de combate por debajo del um bral nuclear y que, al mismo tiempo, tratase en un sentido más general de restar centralidad a las armas nucleares en el conflicto moderno. Es pro bable que Estados Unidos efectúe (de manera unilateral si hace falta) re ducciones significativas de su arsenal nuclear al tiempo que despliega al gún tipo de defensa antimisiles. La inclusión tanto de Rusia como de China (además de los aliados tradicionales) en un diálogo serio sobre la defensa contra ataques periféricos con misiles de países carentes, en realidad, de una capacidad estratégica propia podría mitigar además el temor de los primeros respecto a la posibilidad de que Estados Unidos esté tratando de recuperar a través de su sistema de defensa antimisiles la superioridad estratégica de la que gozó a inicios de la década de 1950. Las restantes amenazas a la paz —las guerras regionales graves, las guerras étnicas fragmentadoras y las revoluciones «desde abajo»-— no su ponen necesariamente un riesgo directo para Estados Unidos. Ni siquie ra sería probable que una guerra nuclear entre, por ejemplo, la India y Pakistán, o entre Irán e Israel, por horrible que resultase, desembocase en una amenaza grave para el territorio estadounidense. En cualquier caso, Estados Unidos emplearía presumiblemente su capacidad de in fluencia política e, incluso, militar en impedir o contener tales conflictos. La capacidad norteamericana de conseguirlo dependería, en gran medi da, de lo enérgica que resultase su diplomacia preventiva y de lo firmes y creíbles que fuesen sus amenazas de intervención para poner fin a la vio lencia regional. La necesidad de desempeñar ese rol asertivo proporciona un motivo muy importante para que Estados Unidos mantenga fuerzas que sean ca paces de intervenir de forma rápida y decisiva —bajo el propio paraguas estratégico estadounidense— en guerras locales, por geográficamente distante del territorio norteamericano que sea el escenario en el que se declaren. Las palabras que conviene enfatizar son «rápida» y «decisiva». Lo cierto es que la capacidad para intervenir rápida y decisivamente es más importante para la seguridad estadounidense que la insistencia (un tanto teórica) de algunos planificadores militares en que Estados Unidos mantenga la capacidad suficiente para implicarse en dos guerras locales (de duración indeterminada) al mismo tiempo. La capacidad de ganar
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una guerra local con rapidez constituye un factoí de disuasión mucho más creíble para evitar la erupción de otro conflicto local en cualquier otro punto del planeta que el costoso esfuerzo necesario para mantener los niveles de fuerzas requeridos para implicarse simultáneamente en dos guerras locales. La fórmula esencial para que sea posible la intervención decisiva pasa por combinar las ventajas tecnológicas de la revolución en el ámbito mi litar (especialmente, las relacionadas con el armamento de precisión y el inmenso aumento de la potencia de fuego) con el suficiente transporte aéreo que permita el rápido despliegue de tropas preparadas para impli carse en duros combates. Con una capacidad de ese tipo para mantener se en guardia, Estados Unidos (que ya controla los océanos) habría avan zado mucho en cuanto a la disposición de los medios necesarios para reaccionar ante cualquier conflicto local que pudiera considerarse ame nazador para intereses estadounidenses significativos. Se trata, además, de una capacidad al alcance sin duda de la superpotencia norteamericana, y conviene destacar que ninguna otra potencia mundial puede siquiera aspirar a una capacidad de alcance global seme jante. Esa disparidad define por sí sola la singularidad de la actual pre ponderancia estadounidense, y las ventajas geopolíticas que disponer de tal capacidad decisiva supone para Estados Unidos saltan a la vista. Los desafíos en cuanto a la seguridad de su propio territorio a los que se enfrenta Estados Unidos son menos claros y mucho más compli cados. Por una parte, se trata de amenazas menos directas y evidentes que las ya señaladas; por otra parte, resultan más difíciles de aprehender y podrían acabar teniendo una presencia más preponderante que las an teriores. Es, precisamente, en ese terreno más borroso donde se hace más difícil delinear la frontera entre la prudencia y la paranoia, y donde las implicaciones internas para el propio Estados Unidos se vuelven más complejas. Antes del 11-S, la preocupación nacional se centraba sobre todo en la posibilidad de que Estados «canallas» como Irán o Corea del Norte lan zaran (o amenazaran con lanzar) un ataque con misiles sobre Estados Unidos.5 La administración Clinton puso incluso fecha a finales del año 5. En general, hay que mantener un elevado nivel de vigilancia ante la llamada infor mación de inteligencia sobre el desarrollo de armamento por parte de otros países, espe cialmente cuando tal información tiene su origen en fuentes extranjeras. Sirva de ejemplo una noticia publicada por el New York Times bajo el titular «Irán puede estar capacitado
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2000 al momento (concretamente, el año 2005) en el que consideraba que se haría realidad la amenaza de un misil balístico intercontinental (un ICBM, según sus iniciales en inglés) armado con una cabeza nuclear y anunció planes para iniciar la construcción de una instalación de radar que sirviera de apoyo al despliegue de una defensa antimisiles diseña da para contrarrestar esa amenaza. Posteriormente, la administración de George W. Bush dejó clara su determinación de sacar adelante un siste ma de defensa antimisiles aún más sólido, si bien la decisión sobre sus ca racterísticas tecnológicas y su ámbito de cobertura todavía tenía que ser debatida con los principales aliados estadounidenses, así como con Rusia y, posiblemente, China. Tanto la administración Clinton como la administración Bush que la sucedió no hicieron más que reaccionar a la preocupación popular real de que una nación hostil pudiera adquirir, en algún momento, armas de destrucción masiva y medios para hacerlas llegar a su objetivo. Ambas administraciones eran también muy conscientes de los beneficios políti cos de cualquier programa que sirviese para restaurar en apariencia el sentimiento tradicional de seguridad especial de los estadounidenses. L ó gicamente, todo sistema de defensa tecnológicamente innovador que fue ra capaz en teoría de mitigar la cruda realidad de la vulnerabilidad mutua
para construir una bomba atómica en cinco años, según temen las autoridades estadou nidenses e israelíes» y fechada en Tel Aviv el 3 de enero de 1995. En ella se citaba a «un alto responsable» que afirmaba que «si ninguna potencia extranjera obliga a Irán a inte rrumpir este programa, contará con el dispositivo en cinco años, más o menos». Siete años después, el 19 de marzo de 2002, el director de Inteligencia Central testificó ante el Congreso que «la mayoría de las agencias de la comunidad de los servicios de inteligencia proyectan que para el año 2015 Estados Unidos tendrá que hacer frente muy probable mente a amenazas de ICBM procedentes de Corea del Norte e Irán. [...'] Es posible que Teherán sea ya capaz de producir autóctonamente suficiente material fisible para hacerse con un arma nuclear antes del final de la presente década». Tampoco olvidemos que, se gún la experiencia de todas las potencias nucleares actualmente existentes, antes de ad quirir definitivamente una ojiva nuclear fiable y un sistema razonablemente preciso de lanzamiento de la misma es necesario realizar numerosas pruebas y que éstas son casi im posibles de ocultar. La única excepción hasta el momento puede haber sido Israel, del que se dice que está en posesión de un arsenal nuclear encubierto. Pero Israel se ha be neficiado informalmente de los conocimientos tecnológicos adquiridos a partir de las pruebas realizadas por el propio Estados Unidos y, anteriormente, también por Francia. Además, existen sospechas muy difundidas de que los israelíes realizaron a finales de la década de 1970 al menos una prueba nuclear conjunta con el entonces régimen supremacista blanco de Sudáfrica.
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resultaba inherentemente atractivo. Había, además, diversos sectores de interés a nivel interno que propugnaban los méritos de desarrollar una defensa antimisiles y que iban desde la industria aeroespacial hasta gru pos preocupados por la posibilidad de que Irak o Irán pudieran suponer una amenaza grave de ataque con misiles sobre Israel. Aquél era un siste ma de defensa al que le había llegado, sin duda, el momento propicio. Sin embargo, siempre hay que sopesar los beneficios potenciales en materia de seguridad de cualquier sistema de defensa antimisiles frente a los beneficios que supondría el hecho de contrarrestar otras vulnerabili dades. Cada dólar que se dedica a la defensa antimisiles significa un dó lar menos para hacer frente a otras amenazas que también planean sobre Estados Unidos. Este no es un argumento que impida el desarrollo y el posterior despliegue de alguna que otra defensa antimisiles, sobre todo si se consideran las relaciones sinérgicas entre el armamento ofensivo y de fensivo, pero sí que exige que todo despliegue de ese tipo se derive de so pesar detenidamente las diferentes necesidades alternativas de Estados Unidos en materia de seguridad, sobre todo cuando existen otras amena zas que podrían resultar más problemáticas. Por ejemplo, los ataques encubiertos o anónimos procedentes de fuentes desconocidas suponen un desafío particularmente difícil y polí ticamente desorientador. Cuesta creer que un Estado (incluso uno de los llamados «canallas») con capacidad de lanzamiento de misiles fuera tan insensato como para atacar a Estados Unidos e instara así a un contra ataque estadounidense, pues ésa sería la consecuencia lógica de una ofensiva con misiles. Un ataque de esa clase provocaría, casi con toda seguridad, una represalia estadounidense devastadora, lo que reduciría también la probabilidad de una respuesta (o «segundo ataque») sobre Estados Unidos. Sin embargo, una explosión nuclear repentina en algún puerto esta dounidense, detonada a bordo de algún navio que ha pasado desaperci bido —puede que en uno de los más de 1.000 que surcan el Atlántico a diario— , podría aniquilar la ciudad adyacente sin que ningún perpetra dor reivindicara necesariamente el ataque o fuera identificado como cau sante del mismo. Esa acción resultaría menos compleja que el ensambla je de una ojiva en un ICBM con guía de precisión y representaría un golpe mucho más grave a la moral estadounidense. La selección de un objetivo sobre el que lanzar una acción de represalia no sería nada fácil y el temor a la repetición de un incidente de ese estilo provocaría proba blemente el pánico en todas las ciudades estadounidenses.
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Más o menos lo mismo puede decirse de un hipotético atentado terro rista por parte de un grupo decidido a hacer daño, a desorganizar y a in timidar a la sociedad norteamericana. La concentración de habitantes urbanos en espacios congestionados constituye un blanco especialmente tentador para un ataque. Si se perpetrara, además, de forma anónima, sembraría el pánico y, quizá, provocaría reacciones excesivas contra otros Estados o grupos étnicos y religiosos, y amenazaría también las propias li bertades civiles estadounidenses. Como la alarma del ántrax posterior al 11-S puso de manifiesto, la liberación de agentes bacteriológicos a gran escala podría desencadenar una epidemia letal y una histeria generaliza da que, al mismo tiempo, desbordarían los sistemas estadounidenses de control de enfermedades. Igualmente, un ciberataque global a las infor matizadas redes energéticas, sistemas de comunicaciones y líneas aéreas de Estados Unidos podría paralizar literalmente la sociedad de este país y provocar un colapso social a la vez que económico. En resumen, el ca rácter altamente congestionado y tecnológicamente interdependiente de la sociedad moderna proporciona objetivos apetecibles para acciones anónimas pero sumamente dañinas que resultan particularmente difíciles de anticipar. Todas esas amenazas —desde las más conocidas a nivel estratégico a las menos convencionales— deben ser cada vez más objeto de medidas de planificación de contingencias y, posiblemente, hasta de acciones pre ventivas. La alerta y la preparación de la seguridad nacional han de al canzar todos los ámbitos; sería un error dramatizar en exceso los riesgos de un tipo de amenaza en detrimento de otros. Entre las medidas de per feccionamiento de la seguridad más urgentemente necesarias se encuen tran la mejora de la preparación para situaciones de emergencia a nivel nacional interno relacionadas con un posible ataque de importancia a un centro urbano, el incremento de la eficacia de los controles de fronteras para evitar la entrada en Estados Unidos de componentes de armas de destrucción masiva y el aumento de la seguridad de los sistemas informá ticos de la nación, vitales para ésta a nivel económico y militar.6 6. Dos citas del artículo de Stephen E. Flynn, «America the Vulnerable», Foreign Affairs, enero-febrero de 2002, págs. 63-64, sirven para ilustrar la magnitud del problema: «L a mayoría de las infraestructuras físicas fabriles, de·telecomunicaciones, de energía, de suministro de agua y de transportes presentes en territorio estadounidense están desprote gidas o equipadas con sistemas de seguridad suficientes para disuadir únicamente a ván dalos, ladrones o saboteadores aficionados. [...] Sólo durante el año 2000,489 millones de personas, 127 millones de vehículos de pasajeros, 11,6 millones de contenedores maríti-
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Pero para la mejora real de la defensa interior no basta con limitarse a mover de sitio los cuadros del organigrama burocrático: la prioridad número uno ha de ser la adquisición de un sistema eficaz de inteligencia. Se ha de partir del convencimiento de que es imposible asegurar por com pleto todas las instalaciones nacionales, todos los partidos de fútbol y to dos los centros comerciales frente a cualquier atentado terrorista. Los intentos por alcanzar tal objetivo acaban, en un momento u otro, por em pantanarse en un fango de controles farragosos y costes excesivos. Los terroristas podrían darse un festín dedicándose simplemente a propiciar falsas alarmas; de hecho, es posible que ya lo estén haciendo y que estén provocando intencionadamente los perturbadores cambios en el color de las alertas que se observan actualmente en Estados Unidos. Una postura mucho más productiva en lo tocante a la seguridad sería la adopción de un gran compromiso organizativo y económico para me jorar las capacidades de los servicios nacionales de inteligencia. Ese per feccionamiento debería centrarse en el avance en los medios tecnológicos de vigilancia y detección rápida de actividades sospechosas, así como en el uso más eficaz y generalizado de efectivos humanos para infiltrarse en los gobiernos extranjeros y las organizaciones terroristas hostiles, y en la organización de actividades agresivas encubiertas dirigidas a trastocar y abortar en sus comienzos cualquier complot contra Estados Unidos. Un dólar destinado a la inteligencia activa y preventiva equivale proba blemente a más de diez gastados en una mejora global pero esencialmen te ciega de la seguridad en objetivos potenciales de los terroristas. Además, estar realmente preparados en materia de seguridad nacio nal supondría reconocer públicamente que un cierto grado de vulnerabi lidad es un hecho consustancial a la vida moderna. El alarmismo de cier tos agentes internos interesados que desencadenan campañas mediáticas periódicas contra países «canallas» concretos a los que convierten en «enemigo del año» de los estadounidenses (como Libia, Irak, Irán, Corea del Norte o, incluso, China) corre el riesgo de crear una visión paranoica de cuál ha de ser el lugar de Estados Unidos en el mundo, en vez de pro vocar una estrategia nacional ampliamente medida y destinada a encau zar la conflictividad global hacia una dirección más estable y controlable.
mos, 11,5 millones de camiones, 2,2 millones de vagones de ferrocarril, 829.000 aviones y 211.000 navios cruzaron los sistemas estadounidenses de inspección de fronteras».
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e f in ic ió n d e la n u e v a a m e n a z a
Los dilemas inherentes a la nueva inseguridad estadounidense sugie ren que Estados Unidos se halla en la cúspide del tercer gran debate his tórico sobre su defensa nacional. El primero, que alcanzó su cénit poco después de la independencia del país, giró en torno a si aquel Estado re cién emancipado debía siquiera tener un ejército regular en tiempo de paz y si era necesario adoptar precauciones (y cuáles debían ser éstas) para contrarrestar el riesgo de que la existencia misma de tal institución pu diera degenerar en una situación de despotismo. El Congreso de Estados Unidos se mostró inicialmente reticente a aprobar la creación de un ejér cito permanente, lo que llevó a Alexander Hamilton a advertir (en El Fe deralista) que sin dicho ejército «Estados Unidos exhibiría entonces el es pectáculo más extraordinario que el mundo jamás haya presenciado: el de una nación incapacitada por su Constitución para prepararse para su defensa antes de que sea realmente invadida».7 El segundo debate prolongado, de igual trascendencia en cuanto a sus consecuencias, fue el provocado tras la Primera Guerra Mundial por el rechazo de Estados Unidos a ser miembro de la Sociedad de Naciones, y culminó con la decisión alcanzada casi tres decenios más tarde (finali zada la Segunda Guerra Mundial) de implicarse en un compromiso de duración indefinida con la seguridad de Europa, tal como quedó expre sado en el Artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte. La ratificación de dicho tratado en el Congreso supuso una redefinición fundamental del significado y el alcance de la seguridad nacional estadounidense: a partir de aquel momento, la defensa de Europa se convertía en la primera lí nea de la defensa del propio Estados Unidos. La alianza se convirtió en la piedra angular de la política estadounidense de defensa. El tercer debate tiene visos también de convertirse en prolongado y divisivo, tanto dentro como fuera del país. En esencia, gira en torno a la cuestión de hasta dónde debería llegar Estados Unidos para maximizar su propia seguridad, a qué coste político y económico, y con qué riesgo para los vínculos estratégicos que mantiene con sus aliados. Si bien irrumpió en la escena pública tras el 11-S, el tercer debate estaba ya pre figurado a mediados de la década de 1980, momento en el que se produ7. Gregory J. W. Urwin, «The Army of the Constitution: The Historical Context», en Max G. Manwaring (comp.), ...to insure domestic Tranquility, provide for the common de fence..., Carlisle, Pensilvania, Strategic Studies Institute, 2000.
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jo una dura confrontación de opiniones con motivo de la propuesta del presidente Reagan de lanzar una Iniciativa de Defensa Estratégica. Aquel proyecto reflejaba un reconocimiento inicial de cómo las dinámicas tec nológicas estaban cambiando la relacióp entre armamento ofensivo y de fensivo, y de cómo el espacio exterior se estaba convirtiendo en el nuevo perímetro de la seguridad nacional. No obstante, la propuesta de la IDE se centraba principalmente en una única amenaza: la Unión Soviética. De ahí que la cuestión dejase de despertar tanta atención cuando la amenaza misma se disipó. Una década más tarde, la tercera gran redefinición de la seguridad na cional estadounidense se está centrando crecientemente en la cuestión (más general) de la capacidad de supervivencia de su sociedad en un esce nario de difusión y diversificación casi inevitable de armas de destrucción masiva, de propagación de turbulencias globales y de temor cada vez ma yor al terrorismo. La acumulación de todas estas condiciones genera una interdependencia mucho más estrecha entre la seguridad del territorio na cional estadounidense y el estado general de los asuntos globales. Aunque el papel de Estados Unidos como garante de la seguridad de sus aliados y, de manera más general, como sostén de la estabilidad glo bal justifica que trate de buscar más seguridad para sí mismo de la alcanzable en la práctica por parte de otros Estados, lo cierto es que la seguri dad total es ya cosa del pasado. La defensa del territorio de los aliados estadounidenses de allende el océano ya no proporciona un escudo a dis tancia para la propia Norteamérica. Y si bien esta realidad emergente era ya desde hace tiempo un motivo de preocupación de los especialistas, en defensa, para la población en general fueron los sucesos del 11-S los que le permitieron adquirir conciencia de la nueva situación. La seguridad de Estados Unidos ha de ser considerada en lo sucesivo inexorablemente ligada a la situación global. No es de extrañar que las prioridades de la propia población tras el 11-S evidencien un acusado descenso de las metas idealistas y un considerable incremento de la preo cupación por la propia seguridad. Ahora bien, la preparación y la pla nificación en materia de seguridad interior e internacional no propor cionarán por sí solas una seguridad duradera. El mantenimiento de una capacidad militar estadounidense integral y sin parangón a nivel mundial e histórico, y la mejora de la capacidad de supervivencia interna, deben quedar fortalecidos a partir de esfuerzos sistemáticos que vayan dirigidos a ampliar las zonas de estabilidad global, eliminar algunas de las causas más flagrantes de violencia política y favorecer sistemas políticos que pon-
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gan el acento central en los derechos humanos y los procedimientos cons titucionales. A partir de ahora, Estados Unidos será más vulnerable cuan do la democracia esté a la defensiva en otros países, y la democracia en el extranjero será, a su vez, más vulnerable cuando Estados Unidos sea inti midado. Una cuestión clave dentro del tercer gran debate sobre la seguridad nacional estadounidense es la de cómo definir la amenaza. De cómo se defina un desafío determinado depende en gran medida la respuesta que se le dé. Así pues, la cuestión de la definición va más allá de un mero ejer cicio intelectual y constituye una empresa de gran importancia estratégi ca con varias dimensiones. La definición de la amenaza ha de servir de trampolín para la movilización nacional. Ha de dilucidar qué es lo que está en juego: no se ha de limitar a captar la esencia de la amenaza, sino que también ha de aprehender parte de su complejidad. Ha de distinguir entre las tareas inmediatas y las que hay que emprender a más largo pla zo. Ha de diferenciar entre los aliados a largo plazo, los socios oportunis tas, los adversarios encubiertosry los enemigos declarados. Dado que Estados Unidos es una democracia, la definición de la ame naza debe ser también fácilmente comprendida por el pueblo, de modo que éste pueda sostener los sacrificios materiales necesarios para afron tarla. Pero lo que, por una parte, sirve para destacar la importancia cru cial de la claridad y la concreción, lleva también aparejada la tentación de la demagogia. Cuando la amenaza puede ser personalizada, calificada de «malvada» e, incluso, estereotipada visualmente, resulta más fácil em prender una movilización social de largo recorrido. En las relaciones hu manas (y, sobre todo, en las internacionales), el odio y el prejuicio son emociones mucho más poderosas que la simpatía o la afinidad. Son, asi mismo, más fáciles de expresar que una valoración más auténtica de los motivos históricos y políticos inevitablemente complejos que influyen en la conducta de las naciones e, incluso, de los grupos terroristas. El discurso público en Estados Unidos tras el 11-S pone de relieve-to dos esos factores. La reacción que se refleja en los discursos de los prin cipales políticos y en los editoriales de las publicaciones más destacadas ha tendido a centrarse fundamentalmente en el terrorismo como tal, ha ciendo hincapié en su carácter malvado y condensando toda la atención en la retorcida personalidad de Osama bin Laden. El presidente Bush se inclinó (debido, probablemente, a sus propensiones religiosas) por tratar la amenaza en términos casi teológicos, considerándola una colisión entre «el bien y el mal» y llegando incluso a adscribirse a la fórmula leninista
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del «quien no está con nosotros está contra nosotros», una idea que siem pre contará con las simpatías deda población cuando ésta se encuentre en un estado de ánimo exaltado, pero cuyo reflejo simplista del mundo igno ra las tonalidades grisáceas que definen la mayoría de los dilemas globales. En otros análisis intelectualmente más ambiciosos de los sucesos del 11-S se apuntó la mayoría de las veces a la mentalidad islámica, interpre tada (de un modo vagamente generalizado) como hostil, tanto religiosa como culturalmente, a las nociones occidentales (y, especialmente, esta dounidenses) de modernidad. Y aunque la administración evitó inteli gentemente desde el principio identificar el terrorismo con el islam en su conjunto y se ha esforzado por recalcar que el islam como tal no tiene la culpa, algunos de los partidarios de esta administración no se tomaron tantas molestias a la hora de clarificar esas distinciones y orquestaron rá pidamente una campaña en la que daban a entender que la cultura is lámica en su conjunto es tan hostil a Occidente que ha propiciado un terreno abonado para la violencia terrorista antiestadounidense. Su argu mento evitaba convenientemente señalar ningún motivo político perti nente que pudiera encontrarse detrás del fenómeno terrorista. El enfoque eminentemente teológico del presidente Bush logró, ade más de un efecto movilizador a nivel político, una ventaja táctica deriva da del hecho de hacer confluir en una única y simple fórmula las diversas fuentes de la amenaza, con independencia de si estaban conectadas entre sí o no. La famosa referencia presidencial al «eje del mal», hecha a prin cipios de 2002, reunió en una sola fórmula política los desafíos que plan teaban por separado Corea del Norte (para la estabilidad del Asia nororiental), Irán (y sus ambiciones de más largo alcance sobre la región del golfo Pérsico) y el legado pendiente de la campaña de 1991 contra el ira quí Sadam Husein. Los amenazadores dilemas que se derivaban de los in tentos de esos tres Estados por adquirir armamento nuclear quedaron así condensados en la condena moral de tres regímenes específicos pero no aliados entre sí (dos de ellos son, en realidad, enemigos mutuos) y fueron vinculados a la dolorosa experiencia directa del terrorismo en su propio territorio que estaba viviendo el pueblo estadounidense. Para éste, el «eje del mal» servirá probablemente durante un tiempo como definición aproximada de la amenaza existente. Sin embargo, el problema que esto representa es doble. En primer lugar, como la seguri dad estadounidense está actualmente ligada a la seguridad global, y la campaña contra el terrorismo requiere de un apoyo también global, es importante que esa definición de la amenaza sea también compartida fue-
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ra de Estados Unidos. ¿Lo es? Y, en segundo lugar, ¿se trata de una de finición basada en un diagnóstico adecuado y proporciona un fundamento efectivo para una respuesta estratégica de éxito a largo plazo al desafío planteado separada y conjuntamente por el terrorismo y por la prolifera ción de armas de destrucción masiva? El problema estriba en que la definición que realiza la administración de contra qué o contra quiénes se les pide a los estadounidenses que luchen en la «guerra contra el terrorismo» ha sido formulada de una forma consi derablemente vaga. Tampoco ha aclarado las cosas la reducción (o eleva ción, según el punto desde el que se mire) que ha hecho el presidente de los terroristas a la categoría de «malhechores» (sin ningún otro tipo de identi ficación adicional), guiados, según él, por motivaciones puramente satáni cas, Al identificar el terrorismo en sí como el enemigo también se ignoró demasiado a la ligera el hecho de que no se trata más que de una técnica le tal de intimidación empleada por individuos, grupos o Estados concretos. No se puede plantear una guerra contra una técnica o una táctica. Nadie, por ejemplo, habría declarado, al iniciarse la Segunda Guerra Mundial, que aquél era un conflicto que se libraba contra el blitzkrieg. Como técnica bélica, el terrorismo es utilizado por personas concretas para fines políticos generalmente descifrables. Así pues, bajo casi cual quier acto terrorista late un problema político. El terrorismo recurre a ata ques intencionadamente brutales o moralmente indignantes contra la po blación civil, contra personalidades simbólicas o contra objetos físicos para conseguir un efecto político.8 Cuanto más débiles y fanáticos sean los extremistas políticos, mayor será su propensión a adoptar las variantes más atroces de terrorismo como medio preferido de lucha bélica. En el impla cable cálculo de los terroristas entra la intención de incitar a una fuerte re presalia de parte del bando más fuerte para así adquirir ellos una mayor apoyo e, incluso, legitimidad para sus acciones. Parafraseando a Clausewitz, el terrorismo es la continuación de la política por otros medios. Por tanto, para hacer frente al terrorismo se necesita una campaña deliberada no sólo para eliminar a los terroristas en sí, sino para identifi8. Otra forma de expresarlo es la siguiente: «E l terrorismo y la asimetría que lo acom paña surgen cuando los fragmentos de una autoproclamada élite marginada se sienten frustrados hasta el extremo de la violencia ante lo que perciben como injusticia, represión o desigualdad. [...] Estos hombres y mujeres individuales están preparados para matar y destruir —y puede que hasta para morir en el proceso— a fin de lograr los objetivos que se han fijado para sí mismos», Max G. Manwaring, The Inescapable Global Security Are na, Carlisle, Pensilvania, Strategic Studies Institute, 2002, pág. 7.
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carlos y, a continuación, abordar (del modo que resulte más apropiado) los motivos políticos que subyacen a sus acciones. Afirmar algo así no sig nifica excusar el terrorismo ni instar a su propiciación. Casi toda la acti vidad terrorista se origina a partir de un conflicto político determinado y ha sido generada y sostenida por él. Eso ha sido así en el caso del Ejérci to Republicano Irlandés (IRA) en Irlanda del Norte, de los vascos en E s paña, de los palestinos en Cisjordania y Gaza, de los chechenos en Rusia y de todos los demás grupos.9 Aunque resulte una novedad en Estados Unidos, el terrorismo no es nada nuevo en otros lugares. Estuvo muy extendido en Europa y la Rusia zarista desde mediados del siglo xix hasta, aproximadamente, el comien zo de la Primera Guerra Mundial. Implicó miles de atentados violentos que incluyeron el asesinato de personalidades de alto nivel y la voladura de edificios. Es posible que, sólo en Rusia, sus víctimas ascendieran a un total de 7.000 autoridades (incluido el ptopio zar) y policías. En el resto de Europa, su manifestación más espectacular fue el asesinato del archi duque austrohúngaro Francisco Fernando en Sarajevo, que encendió la mecha de la Primera Guerra Mundial. Más recientemente, los británicos han sido víctimas del terrorismo del IRA durante varias décadas, y los civiles muertos en el Reino Unido por culpa de los atentados del IRA ascienden a centenares, incluidos al gunos miembros destacados de la familia real. Varias autoridades de alto rango han sido asesinadas en los últimos años en varios Estados europeos —sobre todo en España, Italia y Alemania— y se podrían citar otros mu chos ejemplos.10 Tanto el terrorismo de izquierdas como el de derechas
9. En un estudio sobre el terrorismo suicida entre 1980 y 2001, el politólogo de la Universidad de Chicago Robert Pape descubrió que, de los 188 atentados aislados por él detectados, «179 podrían remontarse a amplias y coherentes campañas de carácter político o militar». También señaló que «la relación existente entre el terrorismo suicida y el fundamentalismo islámico o cualquier otra religión es más bien reducida. De hecho, el princi pal movimiento instigador de atentados suicidas es el de los Tigres Tamiles de Sri Lanka, un grupo marxista-leninista cuyos miembros proceden de familias hindúes, pero que se oponen con firmeza a la religión (ellos solos han cometido 75 de los 188 incidentes)». Véa se Robert A. Pape, «Dying to Kill Us», The New York Times, 22 de septiembre de 2003. 10. Por citar sólo el caso de Italia, Franco Ferracuti (en «Ideology and Repentance: Terrorism in Italy», en Walter Reich [comp.], Origins of Terrorism, Washington, D.C., Woodrow Wilson Center Press, 1998, pág. 59) llegó a contar hasta nada menos que 14.569 actos de terrorismo cometidos en Italia entre 1969 y 1986, con un total de 415 muertes. Durante el año «punta» (1979) se experimentaron 2.513 incidentes terroristas.
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se han mostrado especialmente activos en América Latina, donde han provocado decenas de millares de víctimas. ’ El terrorismo enraizado en el resentimiento étnico, nacional o reli gioso es el más perdurable y el menos susceptible de ser extirpado por métodos simples. En términos generales, el terrorismo derivado de agra vios sociales, aunque hayan sido reforzados en el terreno ideológico por un dogma como el del marxismo radical, tiende a perder intensidad si las sociedades en cuestión no se adhieren a la causa propugnada por los terro ristas. El aislamiento social acaba por desmoralizar a algunos de estos úl timos y por exponer a otros de ellos a su detención o captura. El terro rismo basado más concretamente en el apoyo de una clase social alienada y geográficamente remota, como el campesinado, ha demostrado una ma yor duración (como demuestra la experiencia en China y en América Lati na), sobre todo cuando ha estado respaldado por un movimiento guerrille ro. Pero el terrorismo derivado de una etnicidad compartida y construida sobre mitos históricos y agitado por el fervor religioso se ha mostrado el más resistente de todos a la simple supresión física. Los terroristas son indudablemente irredimibles, pero las condicio nes que favorecen su existencia puede que no lo sean. Se trata de una dis tinción importante. Los terroristas tienden a vivir en su propio mundo, arrebujados en su supuesta superioridad moral patológica. La violencia se convierte así en algo más que un medio para conseguir un fin: pasa a ser su razón de ser. Por eso resulta necesaria su eliminación. Pero para ase gurar que sus filas no vuelvan a nutrirse de nuevos elementos se necesita una estrategia política que debilite las complejas fuerzas políticas y cultu rales en las que nace el terrorismo. Se trata, pues, de minar políticamen te aquello que crea a los terroristas. En el caso del 11-S, es evidente que la historia política de Oriente Medio tiene mucho que ver con la atrocidad de los terroristas y, especial mente, con el hecho de que concentren su odio en Estados Unidos. Tam poco es necesario diseccionar esa historia de forma excesivamente preci sa, puesto que, probablemente, los terroristas tampoco han ahondado demasiado en los textos históricos existentes antes de embarcarse en su violenta carrera. En realidad, lo que conforma sus odios y, en última ins tancia, sus acciones, es el contexto emocional que rodea a determinados agravios políticos sentidos u observados por ellos mismos, o que les han referido terceras personas. En Oriente Medio, el sentimiento político árabe ha quedado confi gurado de manera muy especial por el encuentro de esa región con los co-
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lonialismos francés y británico, por la derrota del esfuerzo árabe para im pedir la aparición de Israel, por el posterior tratamiento dispensado por los israelíes a los palestinos y por la proyección (tanto directa como indi recta) del poder estadounidense en la región, que ha sido percibido por los elementos más extremistas a nivel político y religioso de la región como un sacrilegio contra la pureza sagrada de los lugares santos del islam (pri mero en Arabia Saudí y, ahora, en Irak), como algo dañino para el bie nestar de la población árabe y como un elemento de apoyo sesgado a Is rael en contra de los palestinos. El fervor político de los extremistas ha sido ciertamente alimentado por su fervor religioso, pero resulta revelador que algunos de los terroristas del 11-S llevaran estilos de vida no religio sos. Su ataque al World Trade Center, el segundo en cinco años, tuvo, pues, un evidente componente político. No es posible ignorar la siguiente realidad histórica: la implicación estadounidense en Oriente Medio es el motivo principal evidente por el que el terrorismo ha dirigido sus miras hacia Norteamérica, del mismo modo que, por ejemplo, la implicación británica en Irlanda precipitó que el IRA actuara frecuentemente contra Londres y hasta contra la propia familia real. Los británicos han reconocido ese dato básico y han tratado de reaccionar frente a él, tanto militar como políticamente. Estados Uni dos, sin embargo, ha evidenciado una reticencia considerable a afrontar las dimensiones políticas del terrorismo y a identificar a este último con su contexto político. Para ganar la guerra contra los terroristas de Oriente Medio, deben ponerse en práctica las dos vertientes esenciales de dicha iniciativa: hay que extirpar a los terroristas, pero, al mismo tiempo, se debe promover un proceso político que aborde las condiciones que provocan la apari ción de los terroristas. Eso es precisamente taque los británicos han ve nido haciendo en el Ulster y los españoles en el País Vasco. Es también lo que se está instando a hacer a los rusos en Chechenia. Abordar esas con diciones políticas no constituye una concesión a los terroristas, sino un elemento imperioso de una estrategia adecuada para eliminar y aislar al hampa terrorista. Así pues, la reticencia estadounidense a admitir la relación entre los atentados del 11-S y la historia política contemporánea de Oriente Medio '—con sus encendidas pasiones políticas, nutridas por el fanatismo reli gioso y el nacionalismo ferviente, y coexistentes con una clara debilidad política— es un peligroso ejercicio de negación de la evidencia. La incli nación de Estados Unidos durante la primavera de 2002 a respaldar has-
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ta las formas más extremas de represión de los palestinos por parte de los israelíes como parte de una lucha general contra el terrorismo es un buen ejemplo de ello. La no disposición a reconocer una conexión histórica en tre el auge del terrorismo antiestadounidense y la implicación de Estados Unidos en Oriente Medio dificulta enormemente la formulación de una respuesta estratégica eficaz a dicho fenómeno terrorista. Inicialmente, el apoyo global a Estados Unidos tras las atrocidades del 11-S constituyó, como ya se ha señalado anteriormente, una sincera expresión de empatia y una inmediata afirmación de lealtad. No supuso, sin embargo, un respaldo a la interpretación estadounidense de la natu raleza de la amenaza. A medida que esa interpretación fue tomando for ma retórica y se fue expresando en términos cada vez más duros (hasta llegar a la conocida formulación del «eje del mal»), se fue extendiendo la percepción de que entre la perspectiva estadounidense sobre el terroris mo y el contexto político de éste existía un divorcio evidente. No es extraño que, en apenas seis meses desde el 11-S, el apoyo glo bal casi unánime a Estados Unidos hubiera dado paso a un creciente es cepticismo con respecto a las formulaciones estadounidenses oficiales de la amenaza compartida. Pero ese escepticismo entraña un riesgo: el de que Estados Unidos se encuentre cada vez más aislado a la hora de abor dar las dimensiones políticas de los peligros a los que se enfrenta. Mien tras tanto, la amenaza podría incluso empeorar, dada la accesibilidad cada vez mayor no sólo de los Estados sino también de las organizaciones clandestinas a medios diversos de generación de letalidad masiva. El vínculo entre terrorismo y proliferación constituye una perspecti va realmente amenazadora. Pero tampoco puede ser abordado ni sobre la base de formulaciones abstractas que hagan referencia al «mal» ni desde la perspectiva del poder de Estados Unidos exclusivamente. Además, no hay que olvidar la complicación adicional que supone el hecho de que el historial estadounidense en materia de proliferación nuclear no sea pre cisamente intachable. Estados Unidos ayudó a Gran Bretaña cuando el gobierno de Londres se propuso fabricar su propio armamento atómico; también apoyó los intentos en ese mismo sentido de Francia y ha consen tido los de China, la India y Pakistán, amén de dar síntomas reiterados de prestar escasa atención a la vigilancia de sus propios secretos nucleares. Quienes critican a Estados Unidos por lo tardía que ha sido su reciente preocupación por la cuestión de la proliferación no dejan de tener razón. Los motivos de Estados Unidos también quedan en entredicho ante las generalizadas sospechas que se tienen en el extranjero (y en Europa
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occidental, en especial) de que el repentino e intenso interés de los esta dounidenses por la proliferación se deba sólo en parte al impacto del 11-S. El contraste entre la preocupación de Estados Unidos por la adquisición potencial por parte de Irán e Irak de armas de destrucción masiva capa ces de alcanzar objetivos a larga distancia y la indiferencia de Washington ante el hecho de que Israel posea armamento nuclear es visto como una consecuencia, en parte, del comprensible interés israelí por desarmar y mantener desarmados a esos otros Estados. La inclusión adicional de Co rea del Norte dentro de ese «eje del mal» fue interpretada por muchos como un intento deliberado de tapar la preocupación más concreta y uni lateral de los estadounidenses por el fenómeno de la proliferación, apli cado en principio específicamente a la región de Oriente Medio. Los esfuerzos de algunos Estados extranjeros por ligar sus propios objetivos a la guerra estadounidense contra el terrorismo han contribui do a hacer más borrosa aún la definición de la amenaza, lo que implica el riesgo añadido de que dicha guerra pueda ser secuestrada políticamente por otras potencias extranjeras. En especial, el primer ministro israelí Ariel Sharon, el presidente ruso Vladimir Putin y el ex presidente chino Jiang Zemin han aprovechado la palabra «terrorismo» para promover sus propios intereses. A todos ellos, la vaga definición estadounidense de un «terrorismo de alcance global» les ha resultado oportuna y conveniente de cara a sus esfuerzos por reprimir a los palestinos, a los chechenos y a los uigures, respectivamente. El punto de partida, pues, para una respuesta eficaz a la amenaza combinada del terrorismo y de la proliferación es el reconocimiento de que ambos fenómenos están relacionados con cuestiones regionales es pecíficas. Por mucho que se hable de un «terrorismo de alcance global», no se pueden borrar los orígenes nacionales concretos de los terroristas ni el objeto específico de sus odios o de sus raíces religiosas. De igual modo, la amenaza de la proliferación (y, especialmente, el vínculo de ésta con el terrorismo de patrocinio estatal) es predominantemente regional, no global. De todo ello se desprende que las crecientes ambiciones de Corea del Norte por hacerse con armas nucleares y su propensión a la proliferación sólo pueden ser eficazmente abordadas en un contexto regional circuns crito al Asia nororiental, tomando en consideración los intereses de Co rea del Sur, China y Japón, tanto por separado como conjuntamente. Por mucho que se formule la existencia de un «eje del mal», cualquier inten to de solución pasa por el reconocimiento de, y la respuesta a, los intere-
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ses de los países clave de la región. La propia insistencia de Estados Uni dos en implicar a Corea del Norte en una diálogo multilateral regional so bre la cuestión de la proliferación (en marcado contraste con la estrategia seguida con respecto a Irak y a Irán) reafirma esa necesidad. Las respuestas al terrorismo y a la proliferación no pueden prescindir de Estados Unidos, pero es obvio que tampoco pueden ser exclusivamen te estadounidenses. La guerra contra el terrorismo de Oriente Medio sólo comportará la eliminación real de las organizaciones terroristas cuando és tas pierdan su atractivo social (y, consiguientemente, su capacidad de re clutamiento) y cuando se agote su respaldo financiero. Es probable que esta victoria resulte evidente sólo retroactivamente. La proliferación esta rá bajo control cuando las iniciativas sospechosas emprendidas por ciertos países se sometan a controles internacionales efectivos o sean frenadas por la coacción de la fuerza externa. La implicación activa de Estados Unidos resultará crucial en cualquiera de esos dos casos, pero el éxito tanto de un método como del otro será más fácil si las iniciativas estadounidenses reú nen un auténtico respaldo internacional. Cierto es que Estados Unidos tiene poder suficiente para aplastar a Co rea del Norte o a cualquier Estado de Oriente Medio, para ayudar a que Is rael mantenga su seguridad y su control territorial sobre la totalidad de Cisjordania y la franja de Gaza, para apoyar acciones militares antiterro ristas de castigo contra Siria, y para disuadir a los egipcios y a los saudíes de cometer actos hostiles contra sí mismo o contra Israel. Además, toda operación militar adicional dirigida contra Irán podría circunscribirse al lanzamiento de ataques selectivos contra cualquier instalación iraní impli cada en la producción de ADM (armas de destrucción masiva), lo cual li mitaría la escala del esfuerzo militar requerido. Esa clase de medidas podrían resolver el problema de la proliferación, cuando menos, a corto plazo. Más dudoso, sin embargo, resulta que puedan poner remedio al impulso terrorista, puesto que fomentarían indudable mente un renovado e intensificado sentimiento de resentimiento hacia Es tados Unidos y serían vistas como un empeño manifiestamente colonial de imponer un nuevo orden en la región. Además, provocarían muy probable mente un amplio rechazo internacional, especialmente en Europa (por no hablar del mundo islámico). Esto podría hacer peligrar la posición estado unidense en Europa; la «guerra contra el terrorismo» acabaría convirtién dose en una empresa exclusivamente norteamericana y, fundamentalmen te, antiislámica. La imagen del «choque de civilizaciones» dibujada por Samuel Huntington pasaría entonces a ser una «profecía autocumplida».
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En último (aunque no menos importante) lugar, esta política de coac ción unilateral podría generar un estado de ánimo internacional en el que la adquisición furtiva de ADM se convertiría en una prioridad para los Estados que no estuvieran dispuestos a dejarse intimidar. Esos Estados tendrían entonces un incentivo adicional para ayudar a grupos terroris tas, que, alimentados por su sed de venganza, se mostrarían aún más pro pensos a emplear anónimamente armas de destrucción masiva contra E s tados Unidos. El principio de la supervivencia del más fuerte, siempre inherente a la política internacional hasta cierto punto (aunque mitigado paulatinamente por convenciones internacionales que guían la conducta de los Estados), degeneraría entonces en la ley de la selva global. Esto, a largo plazo, podría acabar llevando la seguridad nacional de Estados Unidos a su perdición definitiva. Ese es el motivo por el que está tan mal encaminado uno de los argu mentos esgrimidos en el curso del tercer gran debate sobre la seguridad estadounidense: el que propone menospreciar la Alianza Atlántica en be neficio de una nueva «coalición de los dispuestos». Aunque no se formu le así de forma explícita, lo que este argumento implica es una intentona de «golpe de mano» estratégico por parte de un grupo altamente motiva do de miembros de la administración Bush y de los círculos políticos más conservadores con la intención de alterar las prioridades geopolíticas fun damentales de Estados Unidos. Este grupo se propone, en realidad, faci litar una lógica, una motivación y una estrategia para la formación de una nueva coalición global liderada por Estados Unidos que sustituya a la que los propios estadounidenses configuraron tras 1945, durante la Guerra Fría. El aglutinante de aquella coalición fue la oposición al poder soviéti co, basada en unos valores comunes y en el rechazo de la dictadura co munista. La forma de expresión crucial de dicha coalición era la Alianza Atlántica (formalizada por medio de la OTAN), acompañada de un tra tado de defensa firmado por separado con Japón, y su finalidad era con tener cualquier expansión adicional de los soviéticos. La caída final de la Unión Soviética en 1991 significó el triunfo histórico de esta alianza de mocrática, pero también planteó el interrogante de la futura misión de aquella alianza. La respuesta a dicha cuestión durante los últimos diez años, más o menos, ha consistido en ampliar la coalición tratando de ha cerla llegar gradualmente más allá de Europa. El ataque terrorista del 11-S ha creado una oportunidad para quienes creen firmemente que los Estados que mantienen alguna clase de conflic-
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to con musulmanes de uno u otro tipo —Rusia, China, Israel o la India, por ejemplo— deberían ser considerados actualmente socios naturales y primordiales de Estados Unidos. Hay quien sostiene incluso que el obje tivo estadounidense debería ser el reordenamiento de Oriente Medio: se gún esa propuesta, Estados Unidos debería emplear su poder en nombre de la democracia sometiendo a los Estados árabes a su voluntad, eliminan do el radicalismo islámico y haciendo de la región un lugar seguro para Israel. Esa perspectiva es compartida en el propio Estados Unidos por di versos grupos derechistas, neoconservadores y fundamentalistas religio sos. Además, el miedo al terrorismo proporciona a esta orientación un poderoso atractivo popular. Sin embargo, esta estrategia, a diferencia de lo que ocurría con la an terior coalición, no ofrece visos de duración política. La asociación resul tante sería oportunista y estaría organizada en torno a objetivos tácticos más que sobre valores comunes duraderos. Lo más probable es que fue se, como mucho, un acuerdo a corto plazo que, más que reemplazar a la gran alianza democrática patrocinada con éxito por Estados Unidos du rante más de cuarenta años, acabaría por destruirla. Los riesgos de tal realineamiento podrían verse acrecentados por la redefinición (envuelta en exuberante retórica) de la doctrina estratégica estadounidense. El presidente Bush dio a entender su creciente inclina ción a emprender una tarea de ese tipo en el discurso que pronunció el 1 de junio de 2002 en West Point. El gabinete de prensa de la Casa Blan ca lo distribuyó por correo electrónico a diversos miembros de la comu nidad de funcionarios y colaboradores del ámbito de la política exterior con una nota en la que se afirmaba que el discurso «articula una nueva doctrina para la política exterior estadounidense (la acción anticipatoria cuando ésta sea necesaria para defender nuestra libertad y nuestras vi das). [...] El discurso de West Point representa las convicciones y la men talidad del presidente y de su administración [...]». En aquel discurso, el presidente desestimó la disuasión tradicional por irrelevante ante los peligros (característicos del escenario posterior a la Guerra Fría) del terrorismo y la proliferación armamentística, y decla ró su determinación a «llevar la batalla al enemigo, a desbaratar sus pla nes y a confrontar las peores amenazas antes de que surjan». Destaca el hecho de que no identificara al «enemigo» del que estaba hablando y se reservara así una amplia y laxa arbitrariedad a la hora de escoger un blan co. La recién proclamada doctrina de la intervención anticipatoria defi nía qué criterio sería el utilizado a la hora de determinar qué es terroris-
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mo ni aclaraba en qué condiciones se consideraría la proliferación un mal qué justificase la acción militar preventiva de Estados Unidos. En esencia, Estados Unidos se arrogaba así el derecho a identificar al enemigo y a atacar en primer lugar sin tratar antes de reunir un consenso internacional en tomo a una definición común de la amenaza. De ese modo, estaba sustituyendo la doctrina ya establecida de la destrucción mutua asegurada (conocida como MAD por sus iniciales en inglés) por el nuevo concepto de destrucción solitaria asegurada (que podría abreviar se como SAD, también según sus iniciales en inglés). No es de extrañar que el paso de la MAD a la SAD fuese para muchos estratégicamente re gresivo.* La fusión de dos conceptos tan distintos como los de anticipación y prevención en uno solo no ha sido precisamente de gran ayuda. En el ca pítulo 5 del documento sobre Estrategia de Seguridad Nacional de 2002 publicado por el Consejo de Seguridad Nacional, titulado «Prevent Our Enemies from Threatening Us, Our Allies, and Our Friends with Weapons of Mass Destruction» («Evitar que nuestros enemigos nos amena cen y amenacen a nuestros aliados y amigos con armas de destrucción masiva»), ambos términos son empleados indistintamente. El vicesecre tario de Defensa añadió aún más confusión en unas declaraciones al In ternational Institute for Strategic Studies (IISS) del 2 de diciembre de 2002, en las que decía: «Si alguien cree que podemos esperar hasta que tengamos la certeza de que los ataques son inminentes, es que todavía no ha sido capaz de conectar los pasos que desembocaron en el 11-S». Pero la distinción entre anticipación y prevención es significativa para el orden internacional y no debería ser minimizada. En ella estriba la diferencia, por ejemplo, entre la decisión israelí en junio de 1967 de an ticiparse a la ofensiva para la que las fuerzas árabes estaban completando su despliegue y el ataque del propio Israel en 1981 sobre el reactor nu clear de Osirak para prevenir e impedir en última instancia la adquisición de armas nucleares por parte de Irak. La primera respondía a una ame naza inminente; el segundo evitó que siquiera surgiese tal amenaza. De manera similar, el ataque estadounidense sobre Irak en 2003 fue posible mente preventivo con respecto a alguna «grave amenaza que se_avecina» (en palabras del propio presidente Bush), pero desde luego no se antici pó a ningún ataque inminente de los iraquíes. * El autor juega con los significados de las palabras inglesas mad («loco» o «enfada do») y sad («triste» o «lastimoso»).
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La anticipación puede justificarse atendiendo a razones de interés na cional supremo en presencia de una amenaza inminente y, por lo tanto, prácticamente siempre (y casi por definición) es unilateral. Para justificar (al menos, retroactivamente) un acto de semejante arbitrariedad se re quiere un trabajo extraordinariamente bueno de los servicios de inteli gencia. La prevención, sin embargo, debería ir precedida, en la medida de lo posible, del despliegue de una elevada presión política (que inclu yera el apoyo internacional) a fin de adelantarse a sucesos indeseables, y debería implicar el recurso a la fuerza sólo cuando se agotasen todas las demás posibilidades de solución y la disuasión hubiese dejado de ser una alternativa creíble. Los fallos a la hora de discernir entre uno y otro tipo de situación —sobre todo, los de la propia superpotencia, que es la que dispone de mayores medios para la disuasión— podrían precipitar una epidemia de guerras «preventivas» unilaterales camufladas bajo la eti queta de «anticipatorias». En última instancia, la peor consecuencia de cualquier modificación de largo alcance en lo relativo a las alianzas y a la doctrina podría ser para el propio Estados Unidos, ya que transformaría tanto el papel histórico de los estadounidenses en el mundo como el modo en el que éste ve di cho papel. Lejos de seguir siendo faro de libertad para los pueblos del mundo que abren sus ojos a la política, Estados Unidos se erigiría en lí der de una nueva «Santa Alianza» carente de una preocupación equili brada por el orden y la justicia, la seguridad y la democracia, el poder nacional y el progreso social. Podría desembocar en un aislamiento hegemónico, por el que se ganaría displicentemente el antagonismo de anti guos amigos y se granjearía la amistad de nuevos actores que no compar tirían realmente los valores básicos de Estados Unidos ni serían capaces de llegar a ser socios verdaderamente integrales a la hora de afrontar las fuentes de la violencia global. Un Estados Unidos aislado, a pesar de su poder, sería presa de diversas constelaciones hostiles, formadas no sólo por sus enemigos, sino también por sus anteriores (y ahora desampara dos) aliados, además de por sus nuevos (pero volubles) amigos. La amenaza fundamental a la que Estados Unidos y el mundo se en frentan es una agitación política cada vez más violenta que podría dege nerar en anarquía global. El terrorismo es una de sus manifestaciones más crueles. La proliferación de armas de destrucción masiva es uno de sus mayores peligros. Pero ambos son síntomas de un mal global básico. Sólo la puesta en práctica persistente de una estrategia de alcance mun dial que aborde las causas subyacentes del conflicto global puede reducir
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la actual inseguridad nacional estadounidense. Para ello se precisa la mo vilización de un apoyo internacional de tal magnitud que haga que la alianza que derrotó a los totalitarismos del siglo xx parezca incluso pe queña. El, poder global de Estados Unidos es el punto de partida necesa rio de esa estrategia, pero no puede ser su punto de destino histórico.
Capítulo 2 LO S DILEM AS D EL NUEVO D ESO R D EN G LO BA L
El conflicto en Eurasia se ha convertido, a partir de la última década del siglo xx, en el punto de principal preocupación a propósito de la se guridad mundial. El borde sudoriental de Eurasia es escenario de peli grosas guerras interestatales de carácter étnico y religioso, hogar de regí menes extremistas a la caza de armas de destrucción masiva, y fuente de credos y movimientos militantes extraordinariamente fanáticos con los que, algunos Estados podrían acabar compartiendo su propio arsenal armamentístico. En Eurasia (región que alberga a los dos Estados más po blados del planeta) vive más de la mitad de la población total y, aproxi madamente, tres cuartas partes de las personas pobres del mundo. Es, además, una de las principales generadoras de la explosión demográfica mundial y la mayor fuente de las presiones migratorias internacionales y de las crecientes tensiones que éstas comportan.1 1. Los ilustrativos datos mostrados a continuación hablan por sí mismos: La privación social más generalizada del mundo. Hasta un 85 % de la población del Su deste asiático vive con unos ingresos inferiores a 2 dólares diarios. En ciertas zonas de Eu rasia, paralizadas por tas luchas regionales o internas —Corea del Norte, Afganistán, Irak, los territorios ocupados de Palestina— , la pobreza puede ser aún más extrema. A princi pios de 2002, el desempleo había alcanzado índices superiores al 38 % en Cisjordania y por encima del 46% en la franja de Gaza; en Chechenia, supera el 90 %. La mayor congestión demográfica del mundo. Se miren por donde se miren los datos demográficos existentes, las tendencias que muestran son sobrecogedoras. Sólo la pobla ción combinada de cuatro países de esa franja de Eurasia —India, Pakistán, China y Bangladesh— crecerá en 1.050 millones de personas hasta 2050. Si medimos el crecimiento poblacional a lo largo de ese período en términos de porcentajes, seis de los nueve países del mundo que crecerán con mayor rapidez (entre ellos, los tres primeros) conforman un sólido bloque geográfico que se extiende de Palestina al golfo Pérsico. Las bombas étnicas de relojería más potencialmente explosivas del mundo, como son (por nombrar sólo algunas): la partición de unos 25 millones de kurdos entre Turquía, Irak, Irán y Siria; la dominación de más de 4,5 millones de palestinos árabes por parte de 5 millones de israelíes judíos; la separación de entre 15 y 25 millones de turcos azeríes residentes en Irán de la propia Azerbaiyán; el acorralamiento de al menos 8 millones de cachemires entre la India y Pakistán, y el genocidio paulatino de la nación chechena a cargo de Rusia.
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Durante las cuatro décadas que duró la Guerra Fría, el desafío geoestratégico central al que se enfrentaba Estados Unidos era el de evitar que una ideología totalitaria hostil, que controlaba aproximadamente dos tercios del megacontinente euroasiático, lograse dominar el resto. Eurasia era, a la vez, el escenario principal y la pieza en disputa de aque lla confrontación, puesto que contenía la mayoría de los Estados políti camente más enérgicos y dinámicos del mundo, así como dos de las tres regiones mundiales más avanzadas económicamente: Europa occidental y Extremo Oriente. El dominio completo de Eurasia hubiese significado la supremacía global. El compromiso con el que los estadounidenses abordaron la labor de impedir la dominación de Eurasia por parte de una potencia hostil lleva ba aparejado el riesgo de una guerra nuclear apocalíptica. De ahí que en su política de seguridad Estados Unidos tuviese que tener como preocu paciones centrales la carrera de armamentos, la acumulación competitiva de arsenales nucleares e, incluso, la planificación de una posible guerra nuclear total. La disuasión constituyó el principio organizativo básico para evitar la guerra y la contención fue la fórmula a la que se recurrió con el objetivo de impedir la conquista hostil de los extremos occidental y oriental de Eurasia. Ahora bien, para afrontar el nuevo desorden global se precisa de una estrategia más versátil de la que se requería para librar la Guerra Fría, además de un enfoque de más amplio alcance que el de la campaña con tra el terrorismo iniciada tras el 11-S. La guerra contra el terror no puede ser el principio organizativo central de la política de seguridad estado unidense en Eurasia ni de la política exterior de Estados Unidos en gene ral. Su centro de atención es demasiado estrecho y su definición del eneLa violencia religiosa más intensa del mundo. Las represalias sanguinarias entre mu sulmanes e hindúes en Gujarat (India) y entre cristianos y musulmanes en Indonesia, por una parte, y el violento rencor desatado entre judíos y musulmanes en Oriente Medio y, seguramente también, entre la mayoría musulmana chií de Irak y la minoría suní de ese país, reflejan la extensión y la intensidad visceral de los antagonismos religiosos reparti dos por toda Eurasia. Algunos de los regímenes políticos más despóticos del mundo. En la edición de 20012002 de Freedom in the World, de la Freedom House, de los diez países clasificados como los peores en materia de derechos políticos y libertades civiles, siete correspondían al área geográfica enclavada entre el canal de Suez y el mar de China. El 59 % de los países si tuados en esa franja de Eurasia están clasificados entre los «no libres». Del resto, el 28 % son calificados de «parcialmente libres» y sólo el 13 % son considerados «libres».
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migo es demasiado imprecisa, pero, por encima de todo, no constituye una respuesta a las causas básicas de la intensa agitación política que se vive en esa crucial franja de Eurasia que se extiende entre Europa y E x tremo Oriente. Esa subregión, de abundante población musulmana, po dría ser considerada la de los nuevos «Balcanes globales».2 Especialmente, tras el 11-S, Estados Unidos necesita examinar con mucha detención y calma su compleja relación con el sumamente volátil mundo del islam. Ese ha de ser el prerrequisito de toda implicación esta dounidense en la pacificación de los inestables Balcanes globales como respuesta a los peligros combinados del terrorismo y la proliferación. De todos modos, los decisores políticos de Estados Unidos deben además prever los riesgos más amplios que para el país pueden comportar la «so breexpansión» y el aumento de la hostilidad política y religiosa antiesta dounidense que puede provocar la intervención en solitario de la poten cia norteamericana. Además, el desorden mundial contemporáneo proviene (en un senti do más amplio) de un nuevo hecho: el mundo actual se ha despertado po líticamente a la desigualdad de condiciones de los seres humanos. Hasta épocas relativamente recientes, la inmensa mayoría de la humanidad se conformaba fatalistamente ante la injusticia social. A pesar de que, de vez en cuando, estallaban rebeliones campesinas que perturbaban la resigna ción popular a lo que parecía ser el orden predestinado de las cosas, sólo lo hacían cuando las circunstancias locales eran tales que resultaban del todo insoportables. E incluso en esos casos, las revueltas se producían des de la ignorancia de la situación general del mundo, en un relativo aisla miento y sin una conciencia trascendental de la injusticia. Ese estado de cosas ha variado de un modo espectacular. La difusión de la alfabetización y, especialmente, el impacto de las comunicaciones modernas han producido un nivel sin precedentes de conciencia política entre las masas, lo que las hace susceptibles de forma mucho más conti nua a los llamamientos emocionales del nacionalismo, del radicalismo so2. La referencia a los «Balcanes globales» pretende llamar la atención sobre la simili tud geopolítica entre los Balcanes europeos tradicionales de los siglos xix y xx y la ines table región que actualmente se extiende desde aproximadamente el canal de Suez hasta Shenyang y desde la frontera kazajo-rusa hasta el Afganistán meridional, formando un triángulo casi perfecto sobre el mapa. En ambas zonas geográficas, la inestabilidad inter na ha actuado de imán para la injerencia externa y la rivalidad de las grandes potencias. (Para un análisis más extenso de la cuestión, véase Brzezinski, E l gran tablero mundial, cap. 3.)
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cial y del fundamentalismo religioso. Ese atractivo se alimenta, además, por una parte, de una mayor concienciación de las disparidades existen tes en los niveles de bienestar material de los seres humanos, lo que pro voca envidias, resentimientos y hostilidades comprensibles, y, por la otra, de un desprecio autocomplaciente de carácter cultural y religioso hacia lo que se percibe como el hedonismo de los privilegiados. En un escenario así, resulta cada vez más fácil movilizar demagógicamente a los débiles, los pobres y los oprimidos.
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l p o d e r d e l a d e b il id a d
Los sucesos del 11 de septiembre de 2001 fueron fundamentales en la historia de la política del poder. Diecinueve fanáticos (de los que no todos habían estudiado en Occidente) con escasos recursos económicos sumieron a la potencia más poderosa y más tecnológicamente avanzada del mundo en el pánico y provocaron una crisis política global. Entre las secuelas de su acto se encuentran la/militarización de la po lítica exterior estadounidense, la aceleración de la reorientación occiden tal de Rusia, el crecimiento de las fisuras existentes entre Norteamérica y Europa, la intensificación del malestar económico estadounidense y la modificación de la definición tradicional de los derechos civiles en Esta dos Unidos. Las armas con las que consiguieron todo esto apenas consis tían en unos cuantos cúteres y su disposición a sacrificar sus propias vi das. Nunca antes tan pocos y tan impotentes habían logrado infligir tanto ' daño a tantos y tan poderosos. Ahí reside precisamente el gran dilema de la única superpotencia mundial: cómo hacer frente a un enemigo físicamente débil pero dotado^' de una motivación fanática. A menos que se diluyan las fuentes de esa motivación, los intentos de frustrar y eliminar al enemigo resultarán inú tiles. El odio se alimentará a sí mismo. El adversario sólo puede ser su primido mediante el reconocimiento inteligente de unos motivos y unas pasiones que, aunque carecen de una definición precisa, se derivan de una cruzada común de los más militantes de entre los débiles para des truir —a toda costa— el objeto de su resentido fervor. En su cruzada en la que el terrorismo no es más que un instru mento implacable de los débiles contra los poderosos (una caracteriza ción con la que no pretendo dotar a tal instrumento de ninguna legitimidad moral concreta) los débiles cuentan con una gran ventaja psicológica:
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tienen poco que perder y, según creen, mucho que ganar. Pueden hallar sostén en el fervor religioso o en el fanatismo utópico y expresan su con vicción con la intensidad que se desprende de la depravación de su situa ción. Algunqs de esos débiles están dispuestos a sacrificarse a sí mismos porque sólo consideran sus vidas valiosas cuando trascienden su miserable existencia por medio de actos suicidas destinados a destruir el objeto de su odio. Su desesperación genera su fervor e impulsa sus actos de terror. Los dominantes, por el contrario, tienen todo que perder —especial mente lo que más valoran: su propio bienestar— y su propia ansiedad dispersa su poder. Los más poderosos protegen sus vidas y tienen en gran aprecio su bienestar. Cuando se desata su pánico, los privilegiados tien den a exagerar el potencial real de ese enemigo eminentemente débil al que no se ve y magnifican su supuesto alcance; ese mismo pánico socava la sensación colectiva de seguridad tan necesaria para una existencia so cial agradable. En cuanto se dejan vencer por las reacciones de pánico exagerado, los dominantes se transforman sin darse cuenta en rehenes de los débiles. Los débiles fanáticos no pueden transformarse a sí mismos, pero tie nen la capacidad de hacer las vidas de los dominantes cada vez más mi serables. El poder de la debilidad es el equivalente político de lo que los estrategas militares han bautizado con el nombre de guerra asimétrica. La revolución de los asuntos militares (RMA), que maximiza el poder físico de los tecnológicamente dominantes, se está viendo compensada en la práctica por el salto cualitativo experimentado en la vulnerabilidad so cial, que ha incrementado el miedo de los poderosos hacia los débiles. El poder de la debilidad permite sacar partido de cuatro nuevas rea lidades de la vida moderna. La primera es que el acceso a los medios ca paces de infligir una mortalidad a gran escala ya no está reservado exclu sivamente a Estados organizados y poderosos. Como ya se señaló en el capítulo 1, la capacidad dé ocasionar un daño social masivo y, en parti cular, de provocar la ansiedad generalizada está cada vez más al alcance de colectivos relativamente reducidos pero resueltos a llevar adelante su empeño. La segunda realidad es que la movilidad (propiciada no sólo por la mayor rapidez de los viajes, sino también por las crecientes migracio nes, que han roto las barreras existentes entre sociedades anteriormente estancas) y las comunicaciones mundiales facilitan las tareas de coordina ción y planificación a cargo de células clandestinas que, de no ser así, se mantendrían dispersas y aisladas. La tercera realidad es que la permeabi lidad democrática facilita la penetración y la inmersión en sociedades
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abiertas, lo cual hace sumamente difícil la detección de amenazas y acaba por dañar, en última instancia, el tejido mismo de la democracia. La cuar ta y última realidad es que la interdependencia sistèmica de las socieda des modernas favorece el estallido de reacciones en cadena. La alteración de un solo elemento clave del sistema puede desatar trastornos sociales cada vez más intensos hasta desembocar en un pánico descontrolado. Por resumirlo en pocas palabras, la táctica de sorpresa e intimidación promulgada por los estrategas de la EMA tiene su contrapunto en el pá nico paralizante que los débiles pueden desatar entre los poderosos a muy bajo coste. Un ejemplo de ello es la extraordinaria sobrestimación pública del nivel de organización, de disciplina y de penetración global del grupo terrorista Al Qaeda, percibido como un ejército encubierto de terroristas dotados de grandes conocimientos tecnológicos y dirigidos desde un eficiente centro de mando y control. Las frecuentes referencias en público tras el 11-S a los «50.000 terroristas entrenados» de Al Qaeda no hicieron más que reforzar la idea de que Estados Unidos (y Occiden te, en general) estaban invadidos por células ocultas de guerreros duchos en tecnología y dispuestos a descargar una serie de golpes coordinados y devastadores con la intención de perturbar seriamente la vida social. Las alertas periódicas en Estados Unidos, señaladas con códigos de diferen tes colores, reafirmaban esa impresión al tiempo que amplificaban el po der de aquel espectro y atribuían a su líder, Osama bin Laden, un alcan ce temible.3 Sin embargo, las estimaciones más precisas son las que apuntan que Al Qaeda consiste en una confederación flexible de células musulmanas integristas cuyos conspiradores principales gozaron durante algún tiem po de un refugio seguro bajo el paraguas del régimen fundamentalista primitivo de los talibanes en Afganistán. Engendrados por la destrucción soviética de la sociedad afgana y espoleados por el estallido súbito de reac ción supranacional musulmana contra la invasión de la URSS, los inte gristas musulmanes pasaron luego a dirigir sus hostilidades hacia Estados Unidos, a quien llegaron a despreciar por su apoyo a Israel, por su pro-
3. La situación casi de pánico desencadenada en Washington, D.C., por los repetidos incidentes de ataques con disparos «de francotirador» realizados por dos delincuentes en otoño de 2002 —sobre los que muchos llegaron incluso a especular que pudieran tratarse de ataques terroristas— es sintomática del grado en que el miedo a lo desconocido, com binado con la exageración mediática, puede producir un estado de ánimo que ayude inin tencionadamente a lograr lo que los terroristas se proponen desde un primer momento.
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tección de los regímenes impopulares de la región y, sobre todo, por pro fanar las tierras más sagradas del islam con su presencia militar. Al Qae da proporcionó la inspiración profètica, el programa ideológico, la finan ciación necesaria para fomentar el nacimiento de grupos similares en otros lugares, la instrucción operativa básica y la planificación estratégica general para varias organizaciones terroristas filiales ansiosas por arreme ter contra «el Gran Satán».4 El resultado ha sido una serie de atentados terroristas esporádicos contra intereses estadounidenses en todo el mundo, de los que el 11-S fue, sin duda, el más osado, espectacular y devastador. Pero la escala coor dinada de los ataques simultáneos contra objetivos en Nueva York y Washington fue también atipica por lo ambicioso de su planificación y lo imprevisto de sus resultados (dado que resulta muy improbable que sus planificadores hubiesen previsto que las torres del World Trade Center se desplomarían por completo tras los impactos). El hecho de que ese ataque no haya venido seguido (aun después de todo el tiempo transcu rrido) de otro distinto pero igualmente ambicioso — como el de la tan te mida detonación de una «bomba sucia» en un centro urbano— nos re cuerda las limitaciones físicas y organizativas de Al Qaeda, agravadas aún más por la operación estadounidense contra su refugio y sus dirigentes en Afganistán. Aun así, el ataque del 11-S demostró que un único golpe psicológica mente contundente y procedente de una fuente invisible puede alterar la actitud e, incluso, la conducta de la superpotencia mundial. Es difícil imaginar que Estados Unidos hubiese lanzado su guerra contra Irak en la
4. Para un análisis sereno de las capacidades de Al Qaeda, véase Paul J. Smith, «Trans national Terrorism and the Al Qaeda Model: Confronting New Realities», Parameters (U.S. Army War College Quarterly), 32, n° 2, verano de 2002, págs. 33-46. El atractivo transnacional de Al Qaeda, según se desprende de los archivos que le han sido confisca dos, aparece gráficamente resumido en un reportaje publicado en el New York Times del 17 de mar^o de 2002. En su artículo «A Nation Challenged; Qaeda’s Grocery Lists and Manuals of Killing», David Rohde y C. J. Chivers señalan: «A partir de mediados de la dé cada de 1990, llegaron a Afganistán nuevos militantes procedentes de más de veinte países, tan diversos entre sí como pueden serlo Irak y Malasia, o Somalia y Gran Bretaña. Aque llos jóvenes venían a Afganistán auspiciados por varios grupos diferentes de militantes, cada uno con su propio campo de entrenamiento. Pero una vez allí, recibían cursos sor prendentemente similares de adoctrinamiento religioso e instrucción militar. [...] Diversos grupos musulmanes se unieron a la yihad global del señor Bin Laden. Algunos también buscaban simplemente ayuda para defender sus propias causas en sus países de origen».
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primavera de 2003 sin el choque psicológico previo que experimentó en el otoño de 2001. La definición estadounidense de su propio rol en el mun do fue modificada no por el desafío de un rival poderoso, sino por el acto suicida de un puñado de fanáticos desconocidos, inspirados y apoyados por un grupo clandestino remoto pero ferviente, desprovisto de atributo alguno de los que caracterizan el poder de un Estado moderno. ¡ El ataque de Al Qaeda puso de manifiesto otra importante paradoja inherente al poder de la debilidad: los débiles se fortalecen gracias a una simplificación excesiva del blanco de su odio, mientras que los fuertes se debilitan por culpa de ese mismo proceso pero a la inversa. Los débiles, mediante la demonización de lo que desprecian, ganan adherentes im buidos de una determinación que les hace estar dispuestos al autosacrificio. «El Gran Satán» sirve de explicación y motivación suficientes. Reabastece las filas de esas organizaciones y fomenta actos de violenta brutalidad contra personas inocentes de los que sus perpetradores obtie nen un sentimiento de triunfo y realización personal. Lo que define en este caso lo que se puede considerar como victoria no es tanto el resulta do del acto, sino el acto en sí. A diferencia de los débiles, los poderosos no pueden permitirse el lujo de simplificar en exceso. La excesiva simplificación, por ejemplo, de sus miedos los vuelve débiles. Dada la amplitud de sus intereses, la inter dependencia de los factores que arriesgan y la vastedad (objetiva y subje tiva) de la definición de la buena vida para ellos, los poderosos no pue den demonizar sin más el desafío planteado por los débiles ni reducirlo a una escala unidimensional. Si lo hacen, se arriesgan a prestar atención únicamente a las manifestaciones más superficiales de tal desafío y a ig norar sus impulsos más complejos e históricamente arraigados. Los dilemas interrelacionados planteados por el desorden global al que se enfrenta actualmente Estados Unidos tienen, pues, una dimensión práctica: el poder y la fuerza por sí solos no bastan para preservar la hege monía estadounidense, dado que sus enemigos muestran un gran fervor, sienten menos apego por sus propias vidas y están dispuestos a aprove charse de los principios democráticos norteamericanos sin el más mínimo reparo. La coacción genera nuevos antagonistas, pero sirve de poco a la hora de evitar que éstos se filtren por los resquicios de la democracia y la ataquen desde dentro. Si Estados Unidos quiere mantener en el inte rior del país la vida y la libertad que tanto aprecia, debe conservar la le gitimidad de su predominio en el exterior. Eso significa nada menos que una cooperación genuina con sus aliados (más allá de la aceptación del
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apoyo puntual de los «pedigüeños»), pero, por encima de todo, signifi ca el mantenimiento de una iniciativa de naturaleza cooperativa destina da a desentrañar la complicada naturaleza del desorden global contem poráneo. Los débiles pueden luchar contra «el Gran Satán» porque la simpli cidad de su foco de atención contribuye a compensar su propia debili dad. Los poderosos deben entender y hacer frente a la complejidad del enemigo, en lugar de demonizarlo sin más.
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ISLAM TU R BU LEN T O
El desafío más inmediato que todo esto representa para Estados Uni dos es el que plantea la volátil situación de su relación con el mundo islá mico, una relación que se ve complicada, además, por una serie de emo ciones encendidas y por unas grandes dosis de prejuicios recíprocos. Las atrocidades terroristas y, con anterioridad, la revolución explícitamente antiestadounidense en Irán han hecho que muchos norteamericanos per ciban en el islam uña imagen casi simétrica de la que desde el integrismo islámico se tiene de Estados Unidos como «el Gran Satán». El fantasma tiene incluso rostro y nombre. Osama bin Laden aparece proyectado con frecuencia en los televisores de los hogares norteamerica nos como personificación del mal; su apariencia y su atuendo transmiten el mensaje simbólico de que islam, árabes y terrorismo están orgánica mente interrelacionados.5 La industria del espectáculo ha tendido desde hace tiempo a proporcionar al público versiones estereotipadas de la co-
5. Incluso reputados diarios estadounidenses han estado involucrados en la creación y difusión de esos estereotipos. El profesor Ervand Abrahamian, de la Universidad Mu nicipal de Nueva York, ha señalado que, en plena reacción al 11-S, «periódicos de cali dad, como el New York Times, publicaron un artículo tras otro con títulos como “Esta es una guerra religiosa”, “Sí, el problema es el islam” , “Furia islámica”, “Ira islámica”, “Ira musulmana” , “El corazón de la furia islámica”, “Yihad 101”, “Las raíces intelectuales pro fundas del terrorismo islámico”, “La religión y el Estado laico” , “La fuerza del islam”, “Kipling ya sabía lo que Estados Unidos esté posiblemente aprendiendo en este momen to”, “Al Yazira: Lo que ve el mundo musulmán”, “Las guerras culturales de verdad”, “La revuelta del islam”, “La única fe verdadera”, “La primera guerra santa” o “Las protestas en fervorizadas contra Occidente se remontan a agravios antiguos y modernos”. [...] La po lítica contemporánea había sido eliminada del panorama (una ausencia bastante extraña, tratándose de diarios de noticias)», Middle East Report, n° 223, verano de 2002, pág. 62.
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nexión islámica (y, más concretamente, árabe) con el terrorismo. Ya en 1995, los árabe-americanos fueron considerados inicialmente por muchos como los principales sospechosos del atentado con bomba en Oklahoma City. De hecho, las frecuentes insinuaciones de la culpabilidad musul mana que los medios de comunicación difundieron en aquellos primeros momentos propiciaron presuntamente hasta doscientos incidentes graves antes de que el auténtico perpetrador fuese finalmente identificado. La inclinación a ver las implicaciones para Estados Unidos de la agita ción en el mundo islámico a través de una perspectiva alarmista y a agru par bajo una misma fórmula simplista problemas diversos que requieren decisiones políticas diferenciadas ha sido, pues, prácticamente inevitable. Como consecuencia, a Estados Unidos le resulta cada vez más difícil se guir políticas a largo plazo basadas en una evaluación detallada y objetiva del actual estado de la pasión doctrinal/cultural en el mundo islámico y de la amenaza real que plantea para la seguridad global. Pero sin una valora ción selectiva de ese tipo, Estados Unidos no puede gestionar las comple jas y variadas fuerzas que operan actualmente en las regiones islámicas ni contrarrestar eficazmente el fomento deliberado de la animadversión reli giosa contra los estadounidenses de una porción significativa (y cada vez más concienciada a nivel político) de la población mundial. Dar al Islam (la Casa del islam) es un mundo complejo en sí mis mo. La diversidad existencial, la fragilidad política y el potencial explosi vo son allí condiciones básicas. Geográficamente, el grueso del mundo is lámico se localiza dentro de una línea imaginaria que se extiende a lo largo de las costas del océano Indico desde Indonesia hacia el oeste, has ta el golfo Pérsico, y de ahí hacia el sur, hasta Tanzania, para continuar nuevamente hacia el oeste atravesando Africa por el centro de Sudán has ta Nigeria y luego hacia el norte, a lo largo de la línea costera atlántica hasta la orilla del Mediterráneo. Desde el norte de Africa, la línea cruza ese mismo mar hacia el este, hasta llegar al Bosforo, en plena entrada al mar Negro, y luego prosigue más o menos recta hasta la frontera septen trional de Kazajstán, para curvarse de nuevo hacia el sur a través de la China occidental y de parte de la India, antes de cerrarse trazando un arco alrededor de Borneo para conectar con su punto de partida. En el interior de esa media luna viven la mayoría de los musulmanes del mun do (unos 1.200 millones de personas, o el equivalente aproximado de la población total de China). De ellos, unos 820 millones están en Asia y unos 315 millones, en África; cerca de 300 millones se concentran en la sensible zona (geopolíticamente hablando) del Levante, el golfo Pérsico
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y Asia central. Contrariamente a lo que da a entender la caricatura habi tual que los medios de comunicación estadounidenses hacen de los mu sulmanes como árabes semitas, su mayor concentración se localiza en el sur y el sudaste de Asia: Indonesia, Malasia, Bangladesh, Pakistán y la India de mayoría hindú. Otras grandes concentraciones de musulmanes con una identidad étnica diferenciada son las de los persas de Irán, los turcos (la identidad túrquica se extiende también a Azerbaiyán y a varios de los pueblos de Asia central), los egipcios y los nigerianos. Según recuentos recientes, treinta y dos Estados miembros de la ONU cuentan con poblaciones que son musulmanas en, al menos, un 86 %, y otros nueve están en el tramo comprendido entre el 66 y el 85 %; en to tal, los países miembros de la O N U de mayoría musulmana son cuarenta y uno. De ellos, no hay uno solo que aparezca enumerado en la lista anual de Freedom in the World de la Freedom House como realmente «libre», es decir, como fundamentalmente respetuoso tanto con los derechos po líticos como con las libertades ciudadanas. Ocho de ellos figuran como «parcialmente libres», mientras que todos los demás constan como «no libres»; siete de estos últimos están incluidos además entre los once Esta dos más «represivos». Asimismo, existen otros diecinueve Estados en los que los musulmanes figuran como minoría mayoritaria o significativa (constituyendo, al menos, un 16 % de la población nacional total). Es el caso, por ejemplo, de la India, con sus entre 120 y 140 millones de líiusulmanes. En China viven unos 35 millones, mientras que en Rusia son al rededor de 20 millones, en Europa occidental y sudoriental son unos 11 millones, en Norteamérica, de 5 a 8 millones, y en América Latina, unos 2 millones. El islam es actualmente la religión que, debido a los elevados índices de natalidad de sus fieles y al elevado ritmo de conversiones, crece más rápido en el mundo. En los últimos años, Oriente Medio ha superado a todas las demás regiones en crecimiento demográfico, con un aumento de población anual del 2,7 %, frente al 1,6 % del resto de Asia y el 1,7 % de Amérijca Latina. Los Estados musulmanes que conforman una especie de cinturón justo al sur de Rusia y que actualmente suman una población total aproxiihada de 295 millones de habitantes van camino de totalizar no menos de 450 millones en 2025. Gran parte de la población de los Es tados musulmanes es ya población joven y cada vez lo será más. De cómo consiga el sistema económico absorber a esas personas y de cómo sean socializadas dependerá en gran medida su orientación y su conducta po líticas.
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Casi todos los Estados de población predominantemente musulmana, tanto si se denominan a sí mismos islámicos como si no, se enfrentan a una forma u otra de desafío religioso, acompañado en muchos casos de la exi gencia de la imposición de la sharia (el estricto código islámico de con ducta). Incluso Estados formalmente laicos como Egipto, Argelia e Indo nesia se encuentran inmersos en plena agitación populista de inspiración religiosa. Egipto lleva ya muchos años intentando reprimir a la Herman dad Musulmana, un largo período a lo largo del cual las ejecuciones de dirigentes de dicha hermandad se han visto correspondidas con especta culares asesinatos de figuras nacionales de primer orden, como el del pre sidente Anuar El Sadat. En Argelia, el régimen militar secular ha sido ob jetivo de los ataques de una sangrienta guerra de guerrillas librada por activistas islamistas que habían visto anteriormente frustradas sus aspira ciones de crear una república islámica por medio de unas elecciones po pulares, ya que los resultados obtenidos fueron invalidados por orden gubernamental. En Indonesia, los dos principales partidos religiosos —enfrentados entre sí— cuentan con la lealtad de unos 70 millones de partidarios, muchos de los cuales se han educado en las escuelas de orien tación religiosa (en las que la instrucción suele impartirse en árabe) que esos mismos partidos han fundado por todo el país. Ante la fragilidad de las instituciones políticas seculares, la debilidad de la sociedad civil y la represión de la creatividad intelectual, gran par te del mundo islámico está abocado al estancamiento social generalizado.6 6. Esta valoración tan severa de la situación queda reforzada y recogida con respecto al mundo árabe en concreto en el informe «Arab Human Development Report 2002», elaborado en un tono de sorprendente franqueza por un equipo de destacadas figuras pú blicas e intelectuales árabes y copatrocinado por el Fondo Arabe para el Desarrollo Eco nómico y Social (con sede en la ciudad de Kuwait) y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Sus autores fueron, concretamente, Thoraya Obaid (directora ejecuti va del Fondo de Población de la ONU), Clovis Maksoud (ex representante de la Liga Arabe ante la ONU), Mervat Tallawy (secretaria ejecutiva de la Comisión Económica y Social para Asia occidental) y Nader Fergany (director del Centro de Investigación Almishkat de El Cairo), que fue el autor principal, además de un grupo de destacados aca démicos. El informe, que señalaba algunos elementos positivos (como el hecho de que el nivel de pobreza extrema entre los árabes es el más bajo.del mundo), criticaba ferozmen te los niveles de creatividad intelectual y social (así como el aislamiento intelectual inten cionado) en el mundo árabe. Una de las estadísticas más reveladoras del informe destaca ba el escasísimo número de traducciones de libros extranjeros al árabe y señalaba que la cifra total anual (330 libros) era, aproximadamente, una quinta parte de la de los libros traducidos cada año al griego en la cercana Grecia. El informe denunciaba el recurso a la
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Esta situación es herencia, en parte, de la descolonización reciente (que no dejó tras de sí estructuras constitucionales viables), pero también de las continuas dificultades de la relación entre religión y política en un contexto de conciencia política de masas de inspiración religiosa, así como de unas aspiraciones socioeconómicas cada vez mayores, pero in satisfechas y, finalmente, de ciertos conflictos políticos regionales (o incluso globales) específicos. Pero es un problema cuya gravedad varía de un país a otro, por lo que no es justificable ningún juicio generalizador por anticipado sobre el futuro político del mundo islámico en su conjunto. Por otra parte, aunque la religión parezca ser la catalizadora princi pal de la agitación política, entre las fuentes principales de la volatili dad política también se encuentran causas de carácter secular, como la corrupción y la desigual distribución de la riqueza. Algunos países mu sulmanes padecen una pobreza desesperada. El PN B de Afganistán está estancado por debajo de los 200 dólares per cápita y el de Pakistán, en torno a los 500, mientras que en la cercana Kuwait sobrepasa los 20.000. Las diferencias de niveles de vida son pronunciadas no sólo entre países, sino en el interior de cada uno de ellos, donde algunas élites dirigentes no muestran reparo alguno a la hora de ambicionar aún mayores riquezas (y de disfrutar de ellas, a menudo, de manera encubierta), a pesar de las pri vaciones generalizadas de sus sociedades. Además, los ejemplos claramente visibles de enriquecimiento perso nal de los gobernantes de varios Estados musulmanes — de los que Ara bia Saudí, Pakistán e Indonesia son los casos más paradigmáticos— han exagerado aún más la medida en que el ejercicio del poder político ha pa sado a ser visto como sinónimo de adquisición de riqueza, una conducta que no se aviene muy bien con una observación estricta de la doctrina is lámica. Unidos a la precariedad generalizada de la sociedad civil (sobre las que, como auténticos parásitos, actúan unas burocracias estatales abo targadas e ineficientes que ahogan todo dinamismo económico y perpetú an la pobreza de las masas), esos espectaculares casos de autosatisfacción voraz alientan inevitablemente los resentimientos populares e intensifi can el atractivo del populismo islamista. El pueblo escucha entonces a ciertos clérigos cuando aseguran que la aplicación estricta de la sharia erradicaría la hipocresía de la élite. nostalgia de las glorias pasadas como una forma contraproducente de evadir los desafíos de la modernidad.
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Hay que reconocer que la corrupción es un mal endémico en la ma yoría de los Estados en vías de desarrollo (y, especialmente, en las llama das «petroeconomías»). A ese respecto, Nigeria (clasificada en el puesto número 90 según la honestidad de su administración pública entre una lista de 91 naciones confeccionada por Transparency International para su «2001 Corruption Perceptions Index»), Indonesia (la número 88 en dicha lista) y Pakistán (la 79) se sitúan en la misma categoría que otros Estados no musulmanes como Rusia (empatada con Pakistán en el pues to 79), la India (la número 71) y algunos de los narco-Estados de Améri ca Latina. En cualquier caso, la mayoría de Estados musulmanes seguirán sien do, casi con toda seguridad, débiles e ineficaces, se verán sacudidos con frecuencia por la agitación política y continuarán estando resentidos con Occidente, pero estarán, sobre todo, ocupados en sus problemas in ternos o en los conflictos que mantengan con sus vecinos. Su situación generará inseguridad a nivel internacional, provocará estallidos periódi cos de terrorismo y creará un clima de tensión generalizada. Debido a la penuria social engendrada por su debilidad, las pasiones antiestadouni denses tenderán a ser resultado tanto de una animosidad religiosa gene ral como de los agravios nacionales o los conflictos regionales. El más evidente de esos agravios políticos es el malestar árabe por el apoyo estadounidense a Israel,7 malestar que se ha ido extendiendo tam bién a otros musulmanes no árabes en Irán y Pakistán. Recientemente, han surgido además sospechas entre los afganos y los musulmanes de Asia 7. Según numerosos sondeos de opinión pública, ésta es la cuestión que provoca las emociones antiestadounidenses más intensas. Algunos reportajes periodísticos serios con firman esa conclusión. A principios del otoño de 2002, Jane Perlez informaba en un re portaje de cierta envergadura: «El sentimiento de ira hacia Estados Unidos, arraigado en el convencimiento de que la administración Bush presta un apoyo ilimitado a Israel en de trimento de los palestinos, está en niveles máximos en todo el mundo árabe». Véase «Anger at U.S. Said to Be at New High», The New York Times, 11 de septiembre de 2002. También se hizo eco de ese tema Karen DeYoung, quien escribió que la antipatía que los árabes sentían por Estados Unidos «se centraba fundamentalmente en lo que, para ellos, es la injusticia e incomprensión con la que los estadounidenses tratan a esa región y, en particular, su sesgo favorable a Israel en el conflicto árabe-israelí». Véase «JPoll Finds Arabs Dislike U.S. Based on Policies It Pursues», The Washington Post, 7 de octubre de 2002. Entre los árabes también ha habido tendencia a interpretar la hostilidad de Estados Unidos hacia el Irak de Sadam como una consecuencia del apoyo unilateral estadouni dense a Israel, según los sondeos realizados por Zogby International a mediados de mar zo de 2003 en varios países árabes.
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central de que Estados Unidos está apoyando los esfuerzos rusos por contener la difusión del islam entre sus nuevos vecinos del sur. Todo esto está generando una identidad política musulmana transnacional que, tan to explícita como subconscientemente, es antiestadounidense. Desde el punto de vista de la seguridad internacional, la cuestión cla ve de cara al futuro es la de cómo se definirá políticamente esa agitación en expansión en el seno de Dar al Islam. ¿El integrismo religioso es el fu turo? ¿O acabará por prevalecer un radicalismo tocado únicamente de un barniz islámico? ¿La tradición y la doctrina religiosas de las socieda des musulmanas impiden que éstas evolucionen hacia sistemas políticos democráticos? ¿Existe algún tipo de incompatibilidad fundamental entre el islam y la modernidad (entendida esta última como, esencialmente, la experiencia contemporánea —y mundialmente contagiosa— de una Amé rica, una Europa y un Extremo Oriente cada vez más laicos)? El proble ma se torna crecientemente complejo cuando se pretende responder una por una las preguntas anteriores. Durante las últimas dos décadas (desde la toma teocrática del poder en Irán), el integrismo islámico ha sido motivo de gran preocupación en Occidente. Ante el reciente declive del terrorismo laico de la OLP y el as censo cada vez mayor de organizaciones terroristas chites con apoyo ira ní y de sus homónimas suníes con apoyo wahabí (de las que Osama bin Laden se ha erigido en símbolo más notorio), los medios de comunica ción occidentales han tendido a hacer especial hincapié en el fundamentalismo religioso como una fuerza en auge y cada vez más extendida en el mundo islámico. Las muestras de agitación observadas incluso en los paí ses musulmanes más establecidos han sido presentadas en muchos casos como anuncios de futuras tomas del poder por parte de los integristas. La realidad, sin embargo, es que, hasta la ocupación estadounidense de Irak en 2003 y el consiguiente espaldarazo para las aspiraciones teo cráticas chites que supuso, el fenómeno fundamentalista parecía estar perdiendo impulso. En el propio Irán, los elementos más moderados del régimen teocrático se habían vuelto más firmes y críticos con la censura social y el rígido dogmatismo impuestos por los imanes. Veinte años des pués de la reyolución integrista, predominan cada vez más en el discurso público iraní los reformistas políticos/teológicos. Así, si bien es cierto que el nexo político-teológico teocrático sigue definiendo el contexto en el que se desarrollan los debates sobre el futuro de Irán, la tendencia ge neral de éstos apunta hacia un estrechamiento del ámbito religioso y una ampliación de la esfera de la libre elección. A lo largo de 1999 y 2000, la
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vida pública iraní estuvo dominada por los espectaculares juicios públi cos de varios destacados clérigos políticamente activos que habían defen dido abiertamente un cierto repliegue en el alcance del control religioso sobre la vida política y habían llegado incluso a pedir el derecho ciuda dano a criticar a la teocracia. Sus puntos de vista gozaban de amplio apo yo entre la intelectualidad iraní. La evolución futura de Irán es incierta, pero su teocracia integrista tiene los días contados. Se halla actualmente en su fase «termidoriana». Y sin Irán, el fundamentalismo tenderá a carecer de capacidad de perma nencia en otros países. Puede plantear desafíos serios (como en Pakis tán), puede agravar los conflictos internos (como en Sudán) o puede eri girse en foco de resistencia a la ocupación extranjera (como ocurriera primero en el Líbano y como está sucediendo actualmente en Irak), pero está desprovisto del impulso y la relevancia histórica que se necesitan para poder ejercer una atracción política duradera sobre los cientos de millones de jóvenes musulmanes que están adquiriendo conciencia polí tica en estos momentos. El fundamentalismo islámico es esencialmente reaccionario y ése es el motivo tanto de su atractivo a corto plazo como de su debilidad a la lar ga. Se muestra más fuerte en los fragmentos más aislados y primitivos del mundo musulmán (como en el Afganistán pulverizado por los soviéticos o en los bastiones wahabíes de Arabia Saudí). Pero aunque pueda sentir se llevada de un agrio resentimiento hacia los enemigos externos o irrita da por la hipocresía de sus propios gobernantes, la nueva generación de musulmanes jóvenes no es inmune a la seducción de la televisión y el cine. El retraerse del mundo moderno sólo puede atraer a minorías fanáticas; no es una opción válida a largo plazo para la gran mayoría, que no está por la labor de renunciar a las ventajas de la modernidad. La mayoría quiere cambio, pero un cambio que solucione también sus aspiraciones. De todos modos, no hay que olvidar que el fundamentalismo islámi co se alimenta de la xenofobia antioccidental, que ha sido la principal fuente de su vitalidad política. Curiosamente, dejando a un lado las con diciones específicas del Irán chií y del sur del Líbano, ocupado en su mo mento por Israel, sólo Afganistán (devastado por los soviéticos) y una parte de Sudán han caído en manos de integristas furibundamente an tioccidentales y reaccionarios. Si Estados Unidos no tiene cuidado, algo así podría suceder también en ciertas zonas de Irak. Los esfuerzos de los integristas por tomar el poder en Estados musulmanes seculares como Egipto, Argelia e Indonesia han sido sofocados en gran parte, mientras
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que otros gobiernos relativamente conservadores, que se autodefinen os tensiblemente como religiosos islámicos — como es el caso del marroquí o del saudí (más dogmáticamente tradicional)— han logrado contener el atractivo político del fundamentalismo religioso. El desafío político más duradero, especialmente en los países de pre dominio suní, será seguramente el que planteen aquellos movimientos que propugnan el «islamismo»8 como ideología política integral, pero no abogan por una teocracia como tal. Estas organizaciones, lideradas - generalmente por intelectuales seculares, aúnan el populismo militante con una apariencia de religiosidad. Los islamistas suelen mostrarse ex plícitamente críticos con el integrismo religioso, que consideran reaccio nario y, en última instancia, contraproducente, y tratan de formular una respuesta musulmana a los dilemas sociales y políticos modernos que, según ellos, han sido ignorados en gran medida por los fundamentalistas teocráticos. No es de extrañar que este mensaje populista — que fusiona la intensidad religiosa con una doctrina sociopolítica— encuentre gene ralmente un eco más favorable entre las inquietudes de las generaciones más jóvenes. La intelectualidad de casi todos los países musulmanes (muchos de cuyos miembros han estudiado en un momento u otro en Occidente) vive inmersa en el debate sobre la relación entre el islam, la democracia y la modernidad. Se trata de un debate a menudo embrionario, impregnado de invocaciones islámicas y políticamente contradictorio. La retórica po lítica islamista suele estar surcada del resentimiento persistente provoca do por la dominación occidental. Los elementos de mentalidad más pro clive a Occidente dentro de esa intelectualidad musulmana tienden a mostrarse especialmente recelosos de conceptos como el de «choque de civilizaciones». Para ellos, esas nociones no son más que una confirma ción de los sentimientos de superioridad de europeos, estadounidenses e israelíes. No hay que olvidar que la mayor parte de Dar al Islam sólo ha permanecido libre del control colonial durante las dos últimas generacio 8. Por islamismo se entiende aquí una ideología política derivada del islam y que, por consiguiente, ha de ser diferenciada de la doctrina religiosa como tal. Los islamistas son \ los proponentes de una política basada en el islam, a diferencia de los fundamentalistas o integristas islámicos, que están a favor de una teocracia directa. Vale la pena señalar que el autor francés Gilíes Kepel, en su Jihad: Expansión et déclin de Vislamisme (trad. cast.: La yihad: Expansión y declive del islamismo, Barcelona, Península, 2001), tiene una opi nión diferente de la situación, ya que él considera que el islamismo (sobre todo en su va riante más radical) ha iniciado ya su declive.
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nes. El recuerdo de esa historia tiñe inevitablemente los debates y los dota de un mayor apasionamiento. De acuerdo con el signo de los tiempos, los ideólogos islamistas in vocan a menudo la palabra «democracia». Pero con ese término suelen referirse casi siempre a un populismo esencialmente plebiscitario guiado por principios religiosos. El discurso político islamista tiende también a desdeñar los dilemas económicos a los que se enfrentan los países islámi cos, agudizados por el rápido crecimiento de sus respectivas poblaciones, aunque el evidente fracaso del sistema económico estatalista ha hecho que, a pesar de que el islamismo haya favorecido históricamente la nacio nalización de la economía atendiendo a motivos religiosos, algunos de sus proponentes reconozcan ahora a regañadientes la necesidad de implantar un cierto grado de libertad económica basada en la propiedad privada como prerrequisito para el crecimiento económico. La relación entre libertad política y religión es aún más complicada. La democracia laica occidental constituye un concepto particularmente problemático para los islamistas, puesto que para muchos de ellos presu pone una sociedad esencialmente atea. Desde su punto de vista, las ten dencias secularizadoras observables en Occidente señalan la decadencia de la preeminencia religiosa. La tendencia predominante en Occidente a considerar únicamente como poco ético o inmoral lo que se confirme como ilegal lo desautoriza, según ellos, para realizar juicios morales. El compromiso de los islamistas con la sharia se ve, pues, reforzado por lo que interpretan como relación causal directa entre la separación Igle sia-Estado y la consiguiente eliminación final del ámbito religioso, con quistado por el secular. De ahí que, para ellos, dónde trazar la línea de separación entre la libertad civil y el contenido religioso continúe su poniendo un dilema desconcertante. En esta cuestión, sigue producién dose un intenso diálogo entre islamistas que todavía está lejos de ser con cluyente.9 9. Sólo un número limitado de académicos occidentales han prestado atención al im pacto de los innovadores y, en muchos casos, valientes debates que han venido redefi niendo los términos del discurso político en el mundo del islam. Los medios de comuni cación occidentales (especialmente, los estadounidenses) los han ignorado casi por completo. Hasta el cada vez más controvertido papel del canal de televisión por satélite qatarí Al Yazira (que ha organizado debates sobre los temas más sensibles, desde los de rechos de la mujer hasta la democracia y su relación con la religión) ha pasado práctica mente inadvertido. Más desapercibidos aún han sido los discursos y las obras de los pensadores/ideólogos islamistas más activos y significados actualmente. A modo de resumen
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En algunos aspectos, el radicalismo social de base religiosa de los mo vimientos políticos islamistas tiene reminiscencias de las fases iniciales de los partidos populistas de masas (tanto de derechas como de izquierdas) que surgieron en Europa hace siglo y medio como consecuencia de las des igualdades sociales generadas por la primera Revolución industrial. Entre las reacciones a tales desigualdades, se incluyó la propuesta de que el Esta do desempeñase el papel central en la vida económica de la sociedad para promover una mayor justicia social. También se argumentó como reacción a las desigualdades (y de forma análoga a como se hace actualmente en las sociedades islámicas) que una sociedad moderna necesitaba un sistema re ligioso de valores y que el Estado tenía la obligación de promoverlo. Sin embargo, en Europa, dada la paulatina subordinación de la sociedad y del Estado a un imperio de la ley neutral en lo religioso, los partidos democristianos lo tuvieron más fácil a la hora de resolver el muchas veces espinoso dilema entre Iglesia y Estado. La propuesta islamista paralela, según la cual un Estado imbuido de valores islámicos sería inherentemente más justo y una sociedad sometida a la sharia se purificaría en el terreno moral, refuer za su atractivo político con un fervor religioso mucho más intenso. Dada la potencial atracción de masas de tales perspectivas, el popu lismo radical islamista representa un poderoso desafío tanto a los gobier nos conservadores y aparentemente religiosos (como el de Arabia Saudí) como a los regímenes más laicos (militares, en muchos casos) de Estados como Argelia, Egipto e Indonesia. De forma más cautelosa e indirecta, también plantean un desafío para Turquía. Pero es posible que el isla mismo sea algo más que un simple rival victorioso para el fundamentalismo islámico: puede tratarse de un síntoma de que una civilización antaño vital pero hoy aletargada esté empezando a despertar de nuevo. muy breve, podemos hacer referencia aquí a la doctrina del influyente filósofo iraní Abdul Karim Soroush (quien sostiene que la fe debería ser resultado-de una libre elección) o a la popularísima obra del sirio Mohamed Shuhur (cuyo libro A l Kitab wa al Qur’án [El Libro y él Corán], en el que trata de adaptar los imperativos religiosos islámicos a una so ciedad moderna, está siendo muy leído) o a las enseñanzas de Yusuf al Qaradawi (un egipcio que vive en Qatar) o de Rashid al Ghannushi sobre religión y política. Resulta es pecialm ente notable que dos destacados y populares ideólogos islamistas (el jeque libanés Mohamed Husein Fadlalá y el sudanés Hassan Abdalá al Turabi) se hayan distanciado de la teocracia iraní (y del terrorismo) y hayan denunciado además la hipocresía religiosa del régimen saudí. Todos ellos parecen aspirar a hallar algún tipo de definición de un sistema político populista imbuido de valores religiosos, en el que la sharia sea sustituida por un marco constitucional secular.
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La predilección occidental (y, en especial, estadounidense) por cen trarse en las manifestaciones más atroces y reaccionarias del integrismo islámico (especialmente en Irán y en el Afganistán de los talibanes) es re flejo de una extendida ignorancia acerca de la intensidad y el alcance in telectual de los actuales debates entre pensadores musulmanes preocu pados por la política (unos debates que no se ajustan en absoluto a la estereotipada noción del islam como civilización inmóvil fen su molde medieval, hostil a la modernidad por naturaleza e incapaz de asimilar la democracia). Dichos debates, sin embargo, no se desarrollan siempre en forma de un diálogo pacífico. Tanto el fundamentalismo islámico como el populis mo islamista vienen acompañados de manifestaciones extremistas, entre las que se incluyen el recurso a la violencia convencional para tomar el poder o al terrorismo. Gran parte de ese extremismo se ha dirigido hacia dentro y ha producido episodios de derramamiento de sangre en algunos Estados musulmanes. La ausencia de tradiciones democráticas en la ma yoría de los países islámicos ha contribuido a la generación de diversos movimientos o sociedades secretas que se han dedicado en ocasiones a asesinar a sus oponentes. El incremento de la presencia de musulmanes en Europa occidental ha tenido también como efecto asociado en déca das recientes la exportación del terrorismo, sobre todo a Francia, Reino Unido, Alemania y España. A pesar de todo, en algunos países de mayoría islámica (desde Indo nesia hasta Bahrein, Túnez, Marruecos e, incluso, el lrán integrista, por no hablar de Turquía) se han producido cambios políticos pacíficos que demuestran la posibilidad de que una cultura política más moderada prenda incluso en las inquietas masas musulmanas. En ese contexto tan volátil, deberíamos ver el populismo islamista y el integrismo islámico como tendencias dialécticamente relacionadas entre sí y como reflejo de toda una agitación intelectual dentro del mundo musulmán. El funda mentalismo islámico (la «tesis») representa un islam a un tiempo pre moderno y poscolonial que reacciona contra el Occidente dominante y laico; el populismo islamista (la «antítesis») constituye un esfuerzo por superar el legado de esa dominación occidental mediante la asimilación de algunos de sus elementos modernos, aunque dogmática y (a menudo) demagógicamente contrasimbolizados a través de un marco islámico de referencia. La «síntesis» no se ha producido todavía. Lo más probable es que se manifieste de formas muy diversas y que muy pocas de ellas sean genui-
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ñámente democráticas al principio (si es que alguna lo llega a ser). De to dos modos, el diverso mundo del islam no es inmune al impacto de las comunicaciones globales y de la educación masiva. Poco a poco (en algu nos casos, con una lentitud exasperante incluso), los países musulmanes irán efectuando uno por uno sus propias adaptaciones individuales de los preceptos del islam a una política cada vez más moderna, basada en una movilización social más participativa. Las adaptaciones variarán de unos casos a otros, porque el islamismo (a diferencia del marxismo) no es una ideología integral que proporcione una orientación y una dirección para todos los aspectos de la existencia de una sociedad. Ya se ha comentado su-banalidad económica. Su de seo de asimilación de la modernidad tecnológica a fin de aumentar el po der nacional acarreará, Con toda seguridad, consecuencias no deseadas. Incluso sus referencias retóricas a la democracia acabarán con el tiempo por legitimar los derechos ciudadanos y separarlos de la esfera religiosa. Así pues, el alcance de la dimensión secular se irá haciendo progresiva mente más amplio, con lo que el populismo islamista acabará impulsan do cambios sociales y políticos (aunque, hoy por hoy, no defina cuáles se rán finalmente tales cambios). El proceso será sin duda desigual. En ocasiones, el populismo islamista se mostrará fanáticamente extremista, especialmente cuando su de tonante sea un agravio étnico o xenófobo concreto. Aun así, no se puede decir que el islam sea teológicamente más hostil a la democracia que el cristianismo, el judaismo o el budismo. Diferentes sociedades adheridas mayoritariamente a una u otra de esas religiones han experimentado a lo largo de la historia sus propias versiones de sectarismo integrista, pero en cada una de ellas, la tendencia dominante ha ido en la dirección del plu ralismo político a través de una acomodación progresiva mutua entre lo secular y lo religioso. Por lo tanto, Estados Unidos debería evitar dar la impresión de ver en la diferencia cultural del islam un escollo insalvable que le impide avanzar por las mismas fases de desarrollo político por las que han pro gresado los mundos cristiano y budista. Hace sesenta años distaba mu cho de ser evidente que Alemania y Japón serían las robustas democra cias que son hoy en día, y en el caso de Corea del Sur y de Taiwan esa evidencia no estaba presente siquiera veinte años atrás. Hace cinco años no parecía probable que los indonesios fuesen a destituir a dos presiden tes de su cargo por conducta indebida. Y que Irán fuese a ser capaz de or ganizar unas elecciones relativamente libres se nos antojaba del todo im
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probable hasta fechas muy recientes. Hace falta un ecumenismo política mente sensible, no sólo para vencer los sentimientos antioceidentales que existen en muchos países musulmanes, sino también para acabar con los estereotipos públicos existentes en Estados Unidos y que limitan la flexibi lidad estadounidense a la hora de velar por su propia seguridad nacional. A fin-de cuentas, conviene a los intereses en materia de seguridad na cional de Estados Unidos que los fieles musulmanes acaben considerán dose a sí mismos como una parte más de la comunidad global emergente junto a las regiones no islámicas del mundo actualmente más prósperas y democráticas. También es de igual importancia que los elementos políti camente activos del mundo islámico no consideren a Estados Unidos el obstáculo central al renacimiento de la civilización islámica: es decir, ni el principal patrocinador de sus élites políticas (tan regresivas en lo social como preocupadas sólo de sí mismas en lo económico) ni el apoyo clave de ciertos Estados extranjeros que tratan de perpetuar o de restablecer el sometimiento casi colonial de diversos pueblos musulmanes. Aún más esencial resulta que los extremistas musulmanes acaben siendo aislados por los musulmanes moderados. No es posible alcanzar un mundo más pacífico sin la participación constructiva dé los 1.200 millones de musul manes que lo habitan. Sólo una política estadounidense altamente diver sificada, sensible a la realidad de la diversidad islámica, puede fomentar ese deseable (aunque todavía distante) objetivo.
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a s a r e n a s m o v e d iz a s d e l a h e g e m o n ía
Durante las próximas décadas, la región más volátil y peligrosa del mundo —y con un potencial explosivo para sumir al planeta en el caos— será la de los nuevos Balcanes globales. En ese escenario, Estados Unidos podría derivar hacia una colisión directa con el mundo del islam, y las di ferencias políticas entre estadounidenses y europeos podrían provocar incluso el desquiciamiento de la Alianza Atlántica. Esos dos sucesos uni dos podrían poner en peligro incluso la actual hegemonía global esta dounidense. Resulta, pues, esencial admitir que la agitación que se vive en el mun do musulmán debe ser vista desde una perspectiva regional más que glo bal y a través de un prisma geopolítico más que teológico. El mundo del islam está desunido, tanto a nivel político como religioso. Es política mente inestable y militarmente débil, y tiene visos de seguir siendo así du
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rante bastante tiempo. La hostilidad hacia Estados Unidos, aunque ex tendida en algunos países musulmanes, se origina más bien a partir de ciertos agravios políticos específicos (como el malestar causado en los na cionalistas iraníes por el respaldo brindado por los estadounidenses al sha, la animadversión de los árabes azuzada por el apoyo norteamericano a Israel o la sensación generalizada entre los paquistaníes de que Estados Unidos ha mostrado un trato de favor hacia la India) y no tanto por un sesgo religioso generalizado. La complejidad del desafío al que Estados Unidos se enfrenta actual mente es mínima en comparación con aquel al que tuvo que hacer frente hace medio siglo en Europa occidental. En aquel entonces, la línea divi soria de Europa a lo largo del río Elba constituía el frente crítico de máxi mo peligro en el que se convivía día a día con la posibilidad de que un en frentamiento en Berlín pudiera desencadenar una guerra nuclear con la Unión Soviética. Pero, a pesar de ello, Estados Unidos reconoció lo que estaba en juego y se comprometió con la defensa, la pacificación, la re construcción y la revitalización de una comunidad europea viable. Al ha cerlo, ganó unos aliados naturales con unos valores compartidos. Tras el final de la Guerra Fría, Estados Unidos ha dirigido la transformación de la OTAN, que ha pasado de ser una alianza defensiva a otra de seguridad y en expansión (hasta el punto de conseguir un nuevo y entusiasta aliado como Polonia) y, al mismo tiempo, ha apoyado la ampliación de la Unión Europea (UE). Durante al menos una generación, la mayor tarea que tendrá que abordar Estados Unidos en su esfuerzo por promover la seguridad global será la pacificación y, a continuación, la organización cooperativa de una región en la que se congrega la mayor concentración mundial de injusti cias políticas, privaciones sociales, congestión demográfica y potencial para la violencia de elevada intensidad. Pero esa región también contiene la mayor parte del petróleo y el gas natural del mundo. En 2002, el área aquí denominada como de los Balcanes globales albergaba el 68 % de las reservas mundiales probadas de petróleo y el 41 % de las de gas natural, y representaba el 32 % de la producción petrolera mundial y el 15 % de la de gas natural. Se prevé que en 2020 toda esa zona (más Rusia) produ cirá aproximadamente 42 millones de barriles diarios de petróleo, es de cir, el 39 % de la producción global total (unos 107,8 millones de barri les al día). Se prevé también que tres regiones clave concretas (Europa, Estados Unidos y Extremo Oriente) consuman el 60 % de esa produc' dón global (el 16 %, el 25 % y el 19 %, respectivamente).
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La combinación de petróleo y volatilidad no dejan alternativa a Esta dos Unidos, que se enfrenta al inmenso desafío de contribuir a sostener un mínimo grado aceptable de estabilidad entre precarios Estados habi tados por poblaciones cada vez más políticamente agitadas, socialmente levantiscas y religiosamente inflamadas. Para ello, debe embarcarse en una empresa de proporciones más hercúleas si cabe que la que empren dió en Europa hace más de medio siglo, puesto que el terreno le es cul turalmente ajeno, además de ser políticamente turbulento y étnicamente complejo. En el pasado, esta remota región podría haber sido abandonada a su suerte. Hasta mediados del siglo pasado, la mayor parte de ella estaba do minada por potencias imperiales y coloniales. En la actualidad, sin em bargo, ignorar sus problemas e infravalorar su potencial de trastorno glo bal sería como levantar la veda para la intensificación de la violencia regional, la intoxicación de la región por parte de grupos terroristas y la proliferación competitiva en el armamento de destrucción masiva. Estados Unidos se enfrenta, pues, a una tarea de monumental alcan ce y complejidad. No existen respuestas obvias a interrogantes tan bási cos como los de con quién y cómo deberían implicarse los estadounidenses para ayudar a estabilizar el área, pacificarla y, en última instancia, organi zaría sobre la base de la cooperación regional. Los remedios probados con anterioridad en Europa (como el Plan Marshall o la OTAN, que tra taban de aprovechar la solidaridad política y cultural transatlántica sub yacente) no se ajustan en absoluto a una región desgarrada todavía por odios históricos y por su diversidad cultural. El nacionalismo de la zona se encuentra aún en una fase más inicial y emocional de la que lo estaba en aquella Europa temerosa de más conflictos bélicos (exhausta tras dos guerras civiles europeas masivas libradas en apenas tres décadas), y se ali menta de pasiones religiosas que recuerdan a la guerra entre católicos y protestantes que sacudió a Europa durante cuarenta"años hace casi cua tro siglos. Por otra parte, en aquella zona no hay aliados naturales vinculados a Estados Unidos por su historia y su cultura como sucedía en Europa con Gran Bretaña, Francia, Alemania y, más recientemente, Polonia. En esencia, Estados Unidos ha de navegar a través de unas aguas inciertas y mal cartografiadas, ha de fijar su propia trayectoria y ha de procurar ajus tes y acomodos diferenciados sin dejar que ninguna potencia regional dicte su rumbo y sus prioridades. Se oye hablar a menudo de diversos E s tados de esa zona como socios clave potenciales de Washington a la hora
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de reconfigurar los Balcanes globales: Turquía, Israel, la India y (en la pe riferia de la región) Rusia. Por desgracia, todos y cada uno de ellos tienen algún que otro inconveniente serio para poder contribuir a la estabilidad regional o aspiran a metas propias que chocan frontalmente con los inte reses estadounidenses generales en la región. Turquía es aliada de Estados Unidos desde hace medio siglo. Se ganó la confianza y la gratitud estadounidenses gracias a su participación di recta en la Guerra de Corea. Ha demostrado ser un sólido y fiable punto de anclaje meridional de la OTAN. Con la caída de la Unión Soviética se mostró activa a la hora de ayudar a que Georgia y Azerbaiyán consolida ran su recién adquirida independencia y se promocionó afanosamente a sí misma como modelo relevante de desarrollo político y modernización social para los Estados del Asia central de población mayoritariamente perteneciente a la órbita de las tradiciones culturales y lingüísticas turcas. En ese sentido, el significativo papel estratégico de Turquía ha sido com plementario con la política estadounidense de fortalecimiento de la nue va independencia de los Estados postsoviéticos de la zona. No obstante, el papel regional de Turquía se ve limitado por dos grandes factores paliativos que nacen de sus problemas internos. El pri mero de ellos tiene que ver con el estatus aún incierto del legado de Atatürk: ¿Logrará Turquía transformarse en un Estado europeo laico aun que su población sea musulmana en su inmensa mayoría? Ese ha sido su objetivo desde que Atatürk puso en marcha sus reformas a principios de la década de 1920. Turquía ha realizado considerables progresos desde entonces, pero, a día de hoy, su futura entrada en la Unión Europea (que busca activamente) sigue siendo dudosa. Si la UE cerrase sus puertas a Turquía, no se podría subestimar el potencial de un renacimiento políti co-religioso islámico en el país y, consiguientemente, de una reorienta ción drástica (y probablemente turbulenta) de Turquía en la escena in ternacional. Los europeos se han mostrado a favor de la entrada de Turquía en la Unión Europea (aunque con reticencias) fundamentalmente para evitar un regresión grave en el desarrollo político de dicho país. Los líderes euro peos reconocen que si Turquía dejase de ser el Estado que es en la ac tualidad, guiado por la visión que Atatürk tenía de una sociedad de tipo europeo, y se transformase en otro cada vez más islámico teocrático, la seguridad de Europa se vería afectada de forma adversa. Sin embargo, muchos europeos se oponen a un mayor acercamiento al gobierno de An gara basándose en que la construcción de Europa debe fundamentarse
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en la herencia cristiana común del continente. Así pues, es probable que la Unión Europea retrase durante el máximo tiempo posible su compromiso inequívoco con la admisión de Turquía en su seno (una dilación que, por su parte, generará resentimientos entre los turcos y aumentará el riesgo de que Turquía se convierta en un Estado islámico resentido con Occidente, lo cual tendría consecuencias funestas para la Europa sudoriental).10 El otro gran peso que limita el papel de Turquía es el problema del Kurdistán. Un porcentaje importante de los 70 millones de habitantes del Estado turco son kurdos. Las cifras reales son materia de controver sia, como también lo es la naturaleza misma de la identidad nacional de los kurdos turcos. La postura oficial de Ankara es que los kurdos de Tur quía no sobrepasan los 10 millones y que son esencialmente turcos. Los nacionalistas kurdos afirman tener una población de 20 millones de per sonas que, según dicen, aspiran a vivir en un Kurdistán independiente que uniría a todos los kurdos (entre 25 y 35 millones en total) que viven actualmente bajo dominio turco, sirio, iraquí e iraní. Sean cuales sean los datos reales, el problema étnico kurdo y la potencial cuestión religiosa is lámica tienden a convertir a Turquía —aun a pesar de su rol constructi vo como modelo regional— en un elemento más de los dilemas básicos de la región. Israel es otro candidato aparentemente obvio para alzarse con el es tatus de aliado regional preeminente. Por su condición de democracia y por su parentesco cultural, tiene una afinidad inmediata con Estados Unidos, por no hablar del intenso apoyo político y económico que recibe de la comunidad judía estadounidense. Como refugio inicial de las vícti mas del Holocausto, goza también de las simpatías de la gran mayoría de los norteamericanos. De hecho, tanto es así que nada más convertirse desde un primer momento en objeto de las hostilidades árabes, despertó 10. Una idea de los extremos drásticos a los que podría llegar ese resentimiento si se dieran tales circunstancias la dio en un discurso ante la Academia de la Guerra de Anka ra, el 7 de marzo de 2002, el general Tuncer Kilinc (secretario general del Consejo de Se guridad Nacional turco), quien afirmó que «a Turquía no le consta haber recibido la más mínima asistencia de la U E» en sus esfuerzos por convertirse en una parte más de Euro pa, y que, debido a ello, Ankara podría vérse obligada a contactar con nuevos aliados «en una nueva búsqueda que incluiría a Irán y a la Federación Rusa» (comentarios aparecidos en una noticia de Nicholas Birch, «Once Eager to Join EÜ, Turkey Grows Apprehensive», The Christian Science Monitor, 21 de marzo de 2002; véase también el análisis de la importancia de dicho discurso que realizó Hooman Peimani en «Turkey Hints at Shifting Alliance», The Asia Times, 19 de junio de 2002).
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en Estados Unidos un sentimiento de favoritismo por el rival aparente mente más débil. Ha sido el Estado cliente preferido de Estados Unidos desde, aproximadamente, mediados de la década de 1960 y el receptor de una asistencia financiera estadounidense sin precedentes (80.000 mi llones de dólares desde 1974). Se ha beneficiado, además, de la protec ción estadounidense (casi en solitario) frente a la desaprobación o las san ciones de la ONU. Como potencia militar dominante en Oriente Medio, Israel tiene, en caso de una crisis regional grave, potencial no sólo para ejercer de base militar para Estados Unidos, sino también para realizar una aportación significativa a cualquier implicación militar obligada de los estadounidenses en la zona. Pero los intereses norteamericanos e israelíes en la región no son del todo compatibles. Estados Unidos tiene grandes intereses estratégicos y económicos en Oriente Medio derivados de las enormes reservas energé ticas de la zona. Los estadounidenses, amén de beneficiarse económica mente de los bajos costes relativos del petróleo de Oriente Medio, gozan (gracias a su papel de garante de la seguridad de la región) de una capa cidad de influencia política indirecta pero crítica sobre las economías euro peas y asiáticas que también dependen de las exportaciones energéticas de esa región. Por lo tanto, los intereses nacionales de Estados Unidos pasan, en parte, por mantener buenas relaciones con Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos, y por que dichos países continúen dependien do de la labor garantizadora de la seguridad de la superpotencia esta dounidense. Desde el punto de vista de Israel, sin embargo, los vínculos árabe-estadounidenses que de ello resultan les parecen desfavorables: no sólo limitan la medida en que Estados Unidos está dispuesto a respaldar las aspiraciones territoriales de Israel, sino que también estimulan la sen sibilidad estadounidense ante los agravios que los árabes puedan plantear contra los israelíes. La cuestión palestina es el más destacado de esos agravios. El hecho de que el estatus definitivo del pueblo palestino siga sin resolverse cuando ya han transcurrido más de 35 años desde que Israel ocupara la franja de Gaza y Cisjordania —independientemente de quién tuviera la culpa de aquella acción— intensifica y, a ojos de los árabes, legitima la generaliza da hostilidad musulmana hacia Israel.11 También perpetúa en la mente1 11. La demografía también es un factor que tener en cuenta: el hecho de que poco más de 5 millones de judíos israelíes dominen a poco menos de 5 millones de árabes pales tinos (de los que 1,2 millones son ciudadanos israelíes) y de que éstos estén creciendo a
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de los árabes la idea de que Israel no es más que una imposición colonial ajena y temporal sobre la región. Mientras los árabes tengan la impresión de que Estados Unidos patrocina la represión israelí sobre los palestinos, la capacidad estadounidense para apaciguar las pasiones antiamericanas de la región estará muy limitada. Eso impide la formación de una inicia tiva conjunta y constructiva estadounidense-israelí para la promoción de una cooperación política o económica multilateral en la región y restrin ge la dependencia estadounidense del potencial militar de Israel para su política en aquella región. Desde el 11-S, ha ganado adeptos la idea de que la India pueda eri girse en un socio estratégico de Estados Unidos a nivel regional. Las cre denciales de la India para ese puesto parecen, cuando menos, tan creíbles como las de Turquía o Israel. El mero hecho de su tamaño y poder la ha cen regionalmente influyente, y su trayectoria democrática la convierten en ideológicamente atractiva. Ha logrado preservar la democracia desde su nacimiento como Estado independiente hace más de medio siglo, y lo ha conseguido a pesar de la considerable diversidad étnica y religiosa de un Estado predominantemente hindú pero formalmente laico. La prolonga da confrontación entre la India y su vecino islámico, Pakistán, salpicada de acciones terroristas y de enfrentamientos violentos con las guerrillas extremistas musulmanas en Cachemira (protegidas por el beneplácito pa quistaní), han hecho que la India se mostrase particularmente interesada en declararse, tras el 11-S, colaboradora de Estados Unidos en la guerra contra el terrorismo. De todos modos, la alianza indo-estadounidense en la región sólo po dría tener un alcance seguramente limitado. Dos son los principales obs táculos que se interponen en su camino. El primero tiene que ver con el mosaico religioso, étnico y lingüístico que conforma la India. Aunque este país se ha esforzado por mantener unidos en una sola nación a sus 1.000 millones de habitantes diversos, continúa siendo un Estado básica mente hindú semirrodeado de vecinos musulmanes que contiene dentro de sus fronteras una gran y potencialmente alienada minoría musulma na de entre 120 y 140 millones de personas. En ese escenario, la religión y el nacionalismo podrían inflamarse mutuamente a gran escala. Hasta el momento, la India ha tenido un éxito considerable a la hora de mantener una estructura estatal y un sistema democrático comunes, un ritmo mucho más elevado que los primeros intensifica la inseguridad israelí y el resen timiento árabe.
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pero a costa de que buena parte de su población se haya mantenido polí ticamente pasiva en la práctica y (sobre todo, en las zonas rurales) analfa beta. Existe el riesgo de que el aumento progresivo de la conciencia y el activismo políticos pueda llegar a expresarse a través de choques étnicos y religiosos cada vez más intensos. El reciente auge simultáneo de la con ciencia política tanto en el seno de la mayoría hindú de la India como en el de su minoría musulmana podría poner en peligro la convivencia co munal del país. Las tensiones y fricciones internas podrían resultar espe cialmente difíciles de contener si la guerra contra el terrorismo acabara definiéndose eminentemente como una lucha contra el islam, que es, pre cisamente, como los políticos hindúes más radicales tratan de presentarla En segundo lugar, las preocupaciones externas de la India se centran en sus vecinos, Pakistán y China. Al primero se le considera no sólo la principal fuente del conflicto constante en Cachemira, sino también (da do el arraigo de la identidad nacional paquistaní en una afirmación de carácter religioso) la negación misma en última instancia de la autodefinición de la India como nación. Los estrechos vínculos entre Pakistán y China no hacen más que agravar esa sensación de amenaza, puesto que la India y China son inevitables rivales en la pugna por la primacía geopolí tica en Asia. Las sensibilidades indias todavía se resienten de la derrota militar que les infligió China en 1962, durante la breve pero intensa con tienda fronteriza que dio a los chinos la posesión del territorio en dispu ta de Aksai Chin. Estados Unidos no puede apoyar a la India frente a Pakistán o a Chi na sin pagar por ello un precio estratégico prohibitivo en otras zonas: concretamente, en Afganistán si optara por enfrentarse a Pakistán y en Extremo Oriente si se aliara contra China. Todos esos factores internos y externos limitan el grado en que Estados Unidos puede recurrir a la In dia como aliado en cualquier iniciativa a largo plazo para promover__y aún mucho menos para imponer— una mayor estabilidad en los Balcanes globales. Finalmente, queda aún por responder la pregunta de hasta qué pun to puede Rusia convertirse en un socio estratégico principal de Estados Unidos a la hora de abordar la agitación regional eurasiàtica. No hay duda de que Rusia dispone de los medios y de la experiencia necesarios para ser de gran ayuda en ese sentido. Aunque Rusia (a diferencia de los otros candidatos) ya no forma realmente parte de esa región__la domi nación colonial rusa del Asia central ya es historia— , Moscú ejerce de to dos modos una considerable influencia sobre todos los países limítrofes
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con su frontera nacional meridional, mantiene lazos estrechos con la In dia e Irán, y alberga a entre 15 y 20 millones de musulmanes en su propio territorio. Además, Rusia ha acabado por reconocer que sus vecinos musulma nes pueden ser fuente de una amenaza política y demográfica potencial mente explosiva, y la élite política rusa se muestra cada vez más receptiva a los llamamientos religiosos y racistas antiislámicos. Ante esas circuns-^ tancias, el Kremlin se apresuró a tomar los sucesos del 11-S como su oportunidad de implicar a Estados Unidos contra el islam en nombre de la llamada «guerra contra el terrorismo». Pero Rusia también arrastra lastres de su pásado (incluso del más re ciente) que la debilitan como socio potencial. Afganistán quedó devasta da tras la guerra que allí mantuvieron los rusos durante toda una década; Chechenia está al borde de la extinción genocida, y los Estados recién in dependizados del Asia central están definiendo cada vez más su historia moderna en términos de una lucha por su emancipación del colonialismo ruso. Dados los resquemores históricos todavía vivos en la región y las cada vez más frecuentes señales que da Rusia de que su prioridad actual es establecer vínculos más estrechos con Occidente, ese país está siendo crecientemente percibido en la región como una antigua potencia colo nial europea y no como un pariente eurasiàtico. La actual incapacidad rusa para ofrecer un ejemplo social a seguir también limita su papel en una hipotética asociación internacional liderada por Estados Unidos des tinada a estabilizar, desarrollar y, finalmente, democratizar la región. En última instancia, Estados Unidos sólo puede contar con un único socio de verdad para abordar la cuestión de los Balcanes globales: Euro pa. Aunque también necesitará la ayuda de destacados Estados del Asia oriental como Japón y China —y aunque Japón proporcionará cierta asis tencia material (aunque limitada) y algunas tropas en misión de paz— , no parece probable en el momento actual que ni uno ni otro país sé impli quen de un modo mínimamente serio (véase más sobre este tema en el capítulo 3). Sólo Europa, cada vez más organizada a través de la Unión Europea y militarmente integrada por medio de la OTAN, tiene la capa cidad potencial en los ámbitos político, militar y económico de llevar a cabo conjuntamente con Estados Unidos la labor de implicar a los di versos pueblos eurasiáticos — siguiendo tratamientos diferenciados y flexibles de cada caso— en la promoción de la estabilidad regional y en la ampliación progresiva de la cooperación transeurasiàtica. Y una Unión Europea supranacional ligada a Estados Unidos levantaría menos sospe
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chas en la región de ser una potencia colonialista de vuelta a la zona y dis puesta a consolidar o a recuperar sus propios intereses económicos. Estados Unidos y Europa juntos representan un conjunto de activos en términos, físicos y de experiencia capaces de marcar una diferencia de cisiva a la hora de conformar el futuro político de los Balcanes globales. El interrogante es si Europa ■— ocupada principalmente en la construc ción de su propia unidad— tendrá la voluntad y la generosidad necesa rias para comprometerse de verdad con Estados Unidos en un esfuerzo conjunto que haría empequeñecer en cuanto a su complejidad y su esca la el anterior y exitoso esfuerzo conjunto euroestadounidense dedicado a preservar la paz en Europa y que, con el tiempo, logró terminar con la di visión del continente. Ahora bien, como de ningún modo se producirá una implicación europea es esperando únicamente de ésta que los europeos sigan ciegamente el liderazgo que marque Estados Unidos. La guerra contra el terrorismo puede ser la cuña que rompa el hielo para la impli cación europea en los Balcanes globales, pero no puede ser lo que defina esa implicación a largo plazo. Esto es algo que los europeos, menos trau matizados por el 11-S, entienden mejor que los estadounidenses. Es tam bién el motivo por el que todo esfuerzo conjunto de la comunidad atlán tica tendrá que estar fundado en un amplio consenso estratégico acerca de la naturaleza a largo plazo de la tarea a realizar. Esas mismas consideraciones son en cierto modo aplicables también al papel potencial de Japón. La nación nipona también podría y debería convertirse en un actor importante aunque no tan central. Durante algún tiempo, Japón continuará absteniéndose de desempeñar un papel militar destacado que no sea el de su propia autodefensa nacional directa. Pero a pesar de su estancamiento reciente, Japón continúa siendo la segunda mayor economía nacional del globo. Su apoyo económico a las iniciativas destinadas a ampliar la zona de paz en el mundo sería crucial y acabaría redundando en su propio beneficio. Por lo tanto, Japón —junto con Eu ropa— ha de ser considerado un socio en última instancia de Estados Unidos en la lucha a largo plazo contra las múltiples fuerzas del caos pre sentes en los Balcanes globales. Estados Unidos, en definitiva, necesitará una estrategia ampliamente cooperativa para abordar el potencial explosivo de la región. Tal como el éxito de la configuración de una comunidad euroatlántica demostró en su momento, la carga de responsabilidad no puede ser compartida si no se comparte también la toma de decisiones. Sólo si Estados Unidos ela bora una estrategia integral conjuntamente con sus socios principales, po
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drá evitar verse atrapado en solitario en las arenas movedizas de su pro pia hegemonía.
I m p l ic a c ió n
e s t r a t é g ic a
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p e r o n o e n s o l it a r io
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Dado que los problemas de la zona conforman una red casi continua j de conflictos solapados, el primer paso de una respuesta integral ha de f pasar por una definición de las prioridades. Tres son las tareas que des tacan como cruciales: 1) ja resolución del conflicto árabe-israelí, que tan perturbador resulta para Oriente Medio; 2) el traslado de la ecuación es-N tratégica en aquella región petrolífera del golfo Pérsico a Asia central, y 3) la implicación de gobiernos clave por medio de acuerdos regionales di señados para contener la proliferación de ADM y la epidemia terrorista. La paz árabe-israelí es la necesidad más urgente, porque resulta esen cial para la realización de las otras dos. La cuestión más inmediata es la del conflicto entre israelíes y palestinos, y su resolución concreta ha de ser el objetivo más inminente. Pero hay que contar también con la reali dad global de la hostilidad árabe hacia Israel, que genera tensiones en Oriente Medio y, de rebote, hace que parte de esa hostilidad se dirija con tra Estados Unidos.12 Esa situación sólo puede mejorarse a partir de una paz justa y viable que acabe fomentando la cooperación constructiva en tre palestinos e israelíes y, de ese modo, disipe la animosidad de los ára bes y los induzca a aceptar a Israel como un elemento permanente más en el escenario de Oriente Medio. La cuestión adquiere una mayor urgencia, si cabe, cuando se tiene en cuenta el riesgo de que la alianza euroatlántica pudiera partirse por la mi tad contra la roca de Oriente Medio. Aunque Estados Unidos es la po tencia externa dominante en esa región, sus relaciones con Europa po drían adquirir un cariz más coactivo debido a las divergencias ia uno y otro lado del Atlántico sobre el mejor modo de implicarse en la zona. Desde la abortada aventura franco-británica en Suez en 1956, la zona des de el Canal hasta el golfo Pérsico ha funcionado en la práctica durante décadas como un protectorado estadounidense. Dicho protector fue mu dando paulatinamente con el tiempo su favoritismo pro árabe por una mayor preferencia pro israelí y, al mismo tiempo, logró eliminar por com pleto toda influencia política significativa europea (primero) y soviética 12. Véase la nota 7.
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(después) de la región. Las decisivas victorias militares en las campañas lanzadas contra Irak en 1991 y 2003 han establecido firmemente a Esta dos Unidos como único árbitro externo de la zona. Tras el 11-S, los elementos más conservadores del establishment polí tico estadounidense (y, en particular, aquellos que profesan una mayor simpatía por el bando representado por el Likud en el espectro político israelí) se han sentido tentados por la idea de un orden completamente muevo en Oriente Medio impuesto por Estados Unidos como respuesta al nuevo desafío combinado del terrorismo y la proliferación armamentística. La realización de esa idea ha comportado ya, por el momento, la liquidación por la fuerza de la dictadura dé Sadam Husein en Irak y pre sagia acciones contra el régimen baasista en Siria o contra la teocracia ira ní. También se han hecho llamamientos en nombre de la democracia a que Estados Unidos se distancie de los actuales gobernantes de Arabia Saudí y de Egipto, y a que ejerza una mayor presión para la democratiza ción interna de dichos países, aun a costa de los intereses estadouniden ses en la región. Hay también indicios sobrados para afirmar que, a medida que vaya definiendo sus propios intereses en política exterior, la Unión Europea no se conformará con un estatus de observador meramente pasivo o de con tribuidor obediente a la política estadounidense en Oriente Medio. Preci samente con relación a Oriente Medio, la Unión Europea está empezando no sólo a configurar su primera estrategia realmente conjunta e integral, sino también a desafiar el monopolio estadounidense en el arbitraje regio nal. En la Declaración de Sevilla del 22 de junio de 2002, la UE dio el im portante paso de formular un modelo de solución pacífica al conflicto pa lestino-israelí significativamente divergente del de Estados Unidos.13 Los desacuerdos cada vez más intensos entre Estados Unidos y la UE a propó sito de la posguerra en Irak y del posible cambio político que se produzca en Irán pueden alentar aún más la reafirmación europea en la materia. De momento, a corto plazo, Estados Unidos tiene tanto el poder como la voluntad de ignorar la opinión de Europa. Puede imponerse gra-
13. La Declaración de Sevilla fue mucho más explícita a la hora de formular los pa rámetros específicos de un acuerdo de paz entre Israel y Palestina —por ejemplo, en as pectos tales como la cocapitalidad de Jerusalén, la vuelta a las fronteras de 1967 y el de recho de los palestinos a elegir a sus propios dirigentes, entre ellos a Arafat— que las formulaciones estadounidenses de aquel momento, que planteaban demandas concretas sobre el bando palestino sin abordar las cuestiones inmediatas más polémicas.
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cías a su fortaleza militar y forzar la aceptación europea (aunque sea a re gañadientes). Pero la Unión Europea cuenta con los recursos económicos y los medios financieros que pueden resultar cruciales para lograr la esta bilidad de la región a largo plazo. Ninguna solución realmente viable será posible para esa zona, pues, a menos que Estados Unidos y la UE actúen cada vez más en común. Oriente Medio es, cuando menos, tan vital para Europa como México lo es para Estados Unidos, y la UE tratará de hacer valer su posición cada vez más (a medida que la vaya definiendo con ma yor claridad). De hecho, podría ser en Oriente Medio donde la política exterior europea se definiera explícitamente a sí misma —por primera vez desde la debacle del canal de Suez en 1956— contra Estados Unidos. En cualquier caso, la fractura emergente en la comunidad euroatlántica a propósito de Oriente Medio es reversible. Existe un considerable consenso internacional acerca de cuál debería ser la sustancia de un futu ro tratado de paz palestino-israelí. Circulan incluso borradores del pro bable tratado que van mucho más allá de la vaga «hoja de ruta» que la ad ministración Bush acabó respaldando (no sin reticencias) en la primavera de 2003. El problema real, el de cómo conseguir que los israelíes y los pa lestinos se sienten a ultimar los detalles del acuerdo, seguirá siéndolo a pesar del apoyo que en realidad existe en sus respectivos pueblos a un compromiso de paz. Ellos han demostrado sobradamente que, por sí so los, son incapaces de salvar sus persistentes diferencias o de trascender sus rencores y sospechas. Sólo Estados Unidos y Europa juntos pueden acelerar decisivamente el proceso. Para lograrlo, tendrán que especificar cada vez más las líneas ge nerales en lo sustancial (y no sólo en lo procedimental) de una paz palesti no-israelí. En términos generales, existe un consenso internacional en torno a que el marco básico de dicha paz debe incluir dos Estados (definidos te rritorialmente por las líneas fronterizas de 1967, pero con ajustes recíprocos para permitir la incorporación a Israel de los asentamientos suburbanos de Jerusalén), dos capitales en la propia Jerusalén, el reconocimiento de un dere cho meramente nominal o simbólico de retorno de los refugiados palesti nos (el grueso de los que regresaran se instalarían en Palestina, puede que incluso en los asentamientos abandonados por los israelíes), una Palestina desmilitarizada (posiblemente con la presencia en misión de paz de tropas de la OTAN o de otras naciones) y el reconocimiento total e inequívoco del Estado de Israel por parte de sus vecinos árabes. La adopción bajo patrocinio internacional de una fórmula viable para la convivencia de Israel y Palestina no resolvería los múltiples con
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flictos generales de la región, pero comportaría un triple beneficio: redu ciría en parte la fijación de los terroristas de Oriente Medio con Estados Unidos; desactivaría el detonante más probable de una explosión regio nal, y permitiría un esfuerzo más concertado entre Estados Unidos y la Unión Europea para solucionar los problemas de seguridad de la zona sin dar la impresión de estar embarcados en una cruzada antiislámica. La resolución del conflicto árabe-israelí facilitaría también los esfuerzos es tadounidenses por promover la democratización progresiva de los Esta dos árabes limítrofes sin que dicha democratización fuera vista por éstos como un pretexto más para aplazar un acuerdo palestino-israelí completo. Del mismo modo, la creación de un Irak estable tras la intervención militar de 2003 se antoja una labor formidable y prolongada que sólo puede verse facilitada mediante la colaboración entre Estados Unidos y la UE. La caída del régimen iraquí podría reabrir viejas disputas fronteri zas latentes con Irán, Siria y Turquía, que podrían verse reavivadas, ade más, por la cuestión kurda; al mismo tiempo, la animosidad interna entre suníes y chiles iraquíes podría desembocar en una inestabilidad de larga duración y creciente violencia. Por otra parte, los 25 millones de habi tantes de Irak, considerados en su conjunto la población más nacionalis ta de todas las de los Estados árabes, podrían acabar mostrándose menos acomodaticios con la dominación extranjera de lo esperado. Así pues, será necesario administrar un largo, costoso y difícil programa de recu peración en un escenario volátil y potencialmente hostil. En un sentido más amplio, la cooperación euroestadounidense para la promoción de un Irak estable y democrático y para avanzar hacia la paz palestino-israelí (en lo que, en la práctica, constituiría una «hoja de ruta regional») crearía precondiciones políticas más favorables para la solución de la insatisfactoria ecuación estratégica que prevalece actualmente en las zonas de producción de petróleo y de gas natural del golfo Pérsico, Irán y la cuenca del Caspio. A diferencia de Rusia (gran productora y, a la vez, consumidora de energía), prácticamente todos los Estados de esa región —desde Kazajstán hasta Azerbaiyán por el este y Arabia Saudí por el sur— son exportadores pero no grandes consumidores de la energía que extraen de su subsuelo. Cuentan con las mayores reservas mundiales (con mucho) de petróleo y gas natural. Dada la importancia vital que para las tres regiones más económicamente dinámicas del mundo (Norteamérica, Europa y Asia oriental) tiene el acceso fiable a la energía a precios razona bles, el dominio estratégico de la zona, aunque sea envuelto en acuerdos de colaboración, constituiría un activo hegemónico decisivo a nivel global.
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Desde el punto de vista de los intereses estadounidenses, la actual si tuación geopolítica en la principal zona energética del mundo deja mucho que desear. Varios de los Estados exportadores clave —especialmente Arabia Saudí y los Emiratos Arabes Unidos— son débiles y están, ade más, políticamente debilitados. A Irak se le presenta ante sí un prolonga do período de estabilización, reconstrucción y rehabilitación. Otro gran productor de energía, Irán, tiene un régimen hostil a Estados Unidos y se opone a los intentos estadounidenses supuestamente destinados a alcan zar una paz en Oriente Medio. De hecho, es posible que esté tratando de hacerse con ADM y se sospecha de sus vínculos terroristas. Estados Uni dos ha tratado de aislar a Irán internacionalmente, pero su éxito en ese empeño ha sido sólo limitado. Justo al norte, en el Cáucaso meridional y Asia central, los Estados exportadores de energía recién independizados se encuentran aún en las fases iniciales de su consolidación política. Sus sistemas son frágiles, sus procesos políticos, arbitrarios, y su condición de Estados sobera nos, vulnerable. Se hallan, además, semiaislados de los mercados de energía mundiales, ya que la legislación estadounidense prohíbe el paso por territorio iraní de los oleoductos que conectan con el golfo Pérsico, y Rusia trata agresivamente de monopolizar el acceso internacional a los recursos energéticos turcomanos y kazajos. Sólo la finalización dentro de unos años del oleoducto Bakú-(^eyhan, bajo patrocinio estadouni dense, permitirá a Azerbaiyán y a sus vecinos de la otra ribera del Cas pio establecer una conexión independiente con la economía global. Hasta entonces, la zona seguirá siendo vulnerable a los caprichos rusos o iraníes. Por el momento, la poderosa y exclusiva presencia militar estadouni dense en la región del golfo Pérsico y el monopolio de facto que tiene E s tados Unidos en cuanto a la capacidad efectiva de desarrollar y mantener campañas bélicas a larga distancia da a los estadounidenses un margen muy considerable para elaborar y decidir la política que seguir de mane ra unilateral. Si, finalmente, fuera preciso cortar el nexo potencial entre la proliferación de ADM y el terrorismo conspiratorio, Estados Unidos tiene medios para actuar por su cuenta y riesgo, como se pudo compro bar recientemente cuando derrocó el régimen iraquí. El problema, sin embargo, se torna más complejo (y las probabilidades de un éxito estado unidense en solitario más efímeras) cuando se toman en consideración las consecuencias de más largo alcance de una conmoción tan violenta en el plano estratégico.
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Cuesta imaginar cómo podría Estados Unidos forzar en solitario a Irán a emprender una reorientación fundamental. La intimidación mili tar directa podría funcionar al principio, dada la abismal disparidad de poder entre uno y otro Estado, pero infravalorar el más que probable fer vor nacionalista y religioso que un enfoque de ese tipo espolearía entre los 70 millones de iraníes sería un craso error. Irán es una nación con una impresionante historia imperial y con un elevado sentido de su propia au toestima nacional. Aunque la devoción religiosa que acompañó la llegada de la dictadura teocrática al poder parece estar perdiendo paulatinamen te intensidad, cualquier colisión directa con Estados Unidos reavivaría con casi toda seguridad las pasiones populares, en las que se fundiría el fanatismo con el chovinismo. Igualmente, aunque Rusia no ha obstaculizado ninguna de las inicia tivas militares decisivas de Estados Unidos para alterar las realidades es tratégicas de la región, el actual terremoto geopolítico del golfo Pérsico podría poner en peligro los esfuerzos estadounidenses por consolidar la independencia de los Estados de la cuenca del Caspio. La preocupación estadounidense por una insurrección en Irak (por no mencionar un posi ble aumento en las tensiones entre Irán y Estados Unidos) podría hacer que Moscú se sintiese tentado a reanudar sus anteriores presiones sobre Georgia y Azerbaiyán para que renunciaran a sus aspiraciones de inclu sión en la comunidad euroatlántica, y a incrementar sus esfuerzos para socavar toda presencia estadounidense duradera a nivel político y militar en Asia central. Eso haría aún más difícil para Estados Unidos la tarea de implicar a los Estados centroasiáticos en una campaña regional más ge neral para combatir el fundamentalismo islámico en Afganistán y Pakis tán. El resurgimiento de un extremismo musulmán del estilo del desple gado por los talibanes podría entonces adquirir un alcance regional. Estos riesgos podrían ser reducidos al mínimo si Estados Unidos y la Unión Europea establecieran una colaboración estratégica más próxima con respecto a Irak y a Irán. Puede que eso no sea fácil de conseguir, da das las divergentes perspectivas de estadounidenses y europeos, pero los beneficios de la cooperación superan claramente los costes necesarios para alcanzar un compromiso. Para Estados Unidos, un enfoque conjun to supondría menos libertad de acción unilateral; para la Unión Europea, significaría disponer de menos oportunidades para la inacción interesa da. Pero al actuar conjuntamente —de manera que la amenaza del poder militar estadounidense se viera reforzada por el apoyo político, financie ro y (hasta cierto punto) militar de la UE— , la comunidad euroatlántica
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podría promover un régimen realmente estable y hasta incluso posible mente democrático en el Irak posterior a Sadam. Juntos, Estados Unidos y la Unión Europea estarían también mejor posicionados para abordar las consecuencias regionales generales de la insurrección en Irak. Los progresos significativos que se producirían en el proceso de paz palestino-israelí reducirían el recelo qué inspira en los países árabes la posibilidad de que las actuales acciones estadounidenses contra el régimen de Irak estén dictadas por el deseo de Israel de debili tar a todos los países árabes vecinos para perpetuar su control sobre los palestinos. Además, la colaboración estratégica entre Estados Unidos y la UE ahorraría a Turquía una dolorosa elección entre su lealtad como alia do estadounidense y sus aspiraciones de ingreso en la UE. Una sociedad estratégica activa entre Estados Unidos y la Unión Europea incrementaría también las probabilidades de que Irán se trans formara con el tiempo en un estabilizador regional y dejase de ser el «ogro» de la zona. En la actualidad, Irán mantiene una relación de coo peración con Rusia, pero de desconfianza o de abierta hostilidad con to dos sus demás vecinos. Su relación con Europa ha sido relativamente normal, pero su postura antagónica con respecto a Estados Unidos — co rrespondida por el lado estadounidense con una restrictiva legislación comercial— ha hecho difícil que las relaciones económicas euroiranianas o iranojaponesas llegaran a prosperar realmente. El desarrollo interno del país se ha resentido por ello precisamente en un momento en que sus di lemas socioeconómicos se han agudizado aún más debido a una explosión demográfica que ha hecho aumentar su población hasta sobrepasar con creces los 70 millones de habitantes. El conjunto de toda esa región exportadora de energía sería más es table si Irán (que es su centro geográfico) se reintegrara en la comunidad global y su sociedad reanudara su marcha hacia la modernización. Pero eso no sucederá mientras Estados Unidos trate de aislar a ese país. Un en foque más eficaz, sin embargo, consistiría en hacer ver a la élite social iraní que el aislamiento del país, lejos de ser una imposición estadounidense, es en realidad autoinfligido (y, por tanto, contraproducente para esa misma élite). Europa lleva mucho tiempo instando a Estados Unidos a adoptar una postura de ese tipo y, en ese tema, los intereses estratégicos nortea mericanos estarían mejor servidos si los estadounidenses siguieran el ejemplo europeo. A más largo plazo, contrariamente a la imagen de sociedad fanática mente religiosa que quieren proyectar sus mulás dirigentes, Irán es el país
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mejor situado de todos los de la región para encaminarse por la senda marcada ya anteriormente por Turquía. Cuenta con un elevado índice de alfabetización (el 72 %), una tradición consolidada de participación sig nificativa de las mujeres en el mundo profesional y político, una clase in telectual realmente sofisticada y una marcada conciencia social de su identidad histórica característica. En cuanto el gobierno dogmático im plantado en su día por el ayatolá Rujola Jomeini empiece a dar síntomas de agotamiento y las élites laicas iraníes perciban que Occidente tiene previsto un rol regional constructivo para su país, Irán podría encami narse hacia su modernización y democratización definitivas. Una modificación progresiva de la ecuación estratégica dominante en la región como la hasta aquí expuesta permitiría la puesta en práctica del Pacto de Estabilidad del Cáucaso (propuesto por Turquía en el año 2000) en el que se prevén diversas formas de cooperación a nivel regio nal.14 Para hacerlo efectivo se necesitaría la participación no sólo de Tur quía y de Rusia, sino también de Irán. La reorientación de este último país permitiría además un acceso económico más amplio a los recursos energéticos de Asia central. Con el tiempo, los oleoductos que atraviesan Irán en dirección al golfo Pérsico podrían tener su paralelo en otros que conectasen Asia central con el océano Indico a través de Afganistán y Pa kistán, con ramificaciones en dirección también a la India. El resultado supondría un enorme beneficio económico (y potencialmente político) no sólo para Asia central meridional, sino también para un Oriente Me dio que empieza a consumir energía con cada vez mayor voracidad. Esa evolución de los acontecimientos contribuiría, a su vez, a promo ver la tercera prioridad estratégica de la región: la necesidad de contener tanto la proliferación de las ADM como la epidemia terrorista. Ninguno
14. En enero de 2000, el presidente turco, Suleimán Demirel, propuso un «Pacto de Estabilidad para el Cáucaso», basado en el éxito de la experiencia del «Pacto de Estabili dad para la Europa Sudoriental», fundado en junio de 1999. Este último —fuertemente respaldado por Estados Unidos y la UE, y protegido por el paraguas de seguridad de am bos— logró recaudar inmediatamente después de su firma una cantidad sustancial de di nero para promover la recuperación de los Balcanes. Una iniciativa similar para la región del Cáucaso, que implicara a los tres Estados de la zona recientemente independizados, ^ \ así como a Estados Unidos, la UE, Rusia y Turquía (y, llegado el momento, Irán), podría servir de importante vehículo para encauzar los esfuerzos multilaterales destinados a es tabilizar la volátil región caucásica, así como para ayudar a resolver los diversos conflictos étnicos de la zona y facilitar una solución pacífica a conflictos tan trágicos como el de la guerra de Rusia en Chechenia.
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de esos dos problemas puede ser despachado con una solución rápida. Pero si se apreciaran movimientos tangibles con respecto a las dos pri meras prioridades —la paz entre israelíes y palestinos y la reconfigura ción del paisaje estratégico de la región— , el terrorismo antioccidental (y, en especial, antiestadounidense) perdería apoyos populares. Además, podría resultar más fácil concentrarse en la lucha contra los terroristas de Oriente Medio y se reducirían, al mismo tiempo, los riesgos de una con frontación religiosa y cultural más general entre Occidente y el islam. Más al este, el conflicto todavía vigente entre Pakistán y la India plan tea riesgos más amplios en materia de seguridad regional y de prolifera ción armamentística que han de ser afrontados de forma más directa. En las- actuales circunstancias, ni la India ni Pakistán tienen incentivo alguno para limitar la acumulación de sus respectivos arsenales nucleares; de he cho, ambos países tienen motivos de peso (aun sin ser completamente re cíprocos) para proseguir su escalada.15 Para Pakistán, las armas atómicas soft un gran elemento igualador con un vecino mucho más poderoso des de el punto de vista militar; para la India, contrarrestan cualquier ame naza potencial procedente de China, el amigo regional de Pakistán y, al mismo tiempo, neutralizan cualquier posible chantaje nuclear paquistaní. Además, tanto Pakistán como la India obtienen una intensa gratificación simbólica de su nuevo estatus como potencias nucleares. Por el momento, el interés principal de Estados Unidos pasa por evi tar el estallido de una guerra nuclear entre Pakistán y la India y por desa lentar cualquier proliferación regional adicional, especialmente cuando la envidia con la que el antaño imperial y nacionalmente ambicioso Irán mira el armamento atómico de sus vecinos apenas deja lugar a dudas. De esos dos objetivos, el de impedir una guerra nuclear puede resultar un tanto 15. En general, la clase dirigente de militares profesionales se inclina por las armas nu cleares acopladas a medios fiables y precisos de lanzamiento antes que por las armas quí micas (menos eficientes) o las bacteriológicas (menos controlables). Dado que resulta más sencillo detectar la producción y el despliegue de armas atómicas y supervisar el alcance probable de sus sistemas de lanzamiento, y dado que cualquier uso de éstas puede ser ras treado hasta su fuente, la estrategia de la disuasión puede continuar ofreciendo ciertas ga rantías de estabilidad incluso ante la perspectiva de una proliferación nuclear regional. No se puede decir lo mismo, sin embargo, de las armas bacteriológicas, que parecen pro bables candidatas a convertirse en las ADM preferidas de los grupos terroristas, menos preocupados que los militares por la precisión de sus ataques en cuanto al blanco afecta do. En el futuro más inmediato, por lo tanto, la más compleja cuestión de las armas bac teriológicas merecerá una especial atención internacional.
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más sencillo debido a que la posesión misma de armamento atómico está obligando a los ejércitos indio y paquistaní a calcular con mayor cautela las consecuencias potenciales de sus periódicos choques fronterizos. No obstante, la cuestión sin resolver de Cachemira seguirá provocan do reiteradas confrontaciones; cada una de esas colisiones inflama las vo látiles masas musulmanas e hindúes, enfrentadas desde el punto de vista religioso. Pakistán podría convertirse incluso, de resultas de esa pasión popular, en un Estado integrista musulmán (lo cual también dejaría pro bablemente sellado el futuro de Afganistán), mientras que la India podría caer presa del fanatismo hindú. La irracionalidad acabaría aplastando en tonces el comedimiento estratégico intrínseco al cálculo nuclear. Del mismo modo que Occidente se ha mostrado relativamente indi ferente durante años ante la irresuelta cuestión palestina también ha ig norado la de Cachemira. De ahí que la India haya seguido insistiendo for malmente en que no existe problema cachemir alguno, ni entre la India y Pakistán ni para la comunidad internacional en su conjunto: se trata, se gún Nueva Delhi, de un asunto interno indio. Pakistán, por su parte, ha recurrido a un apoyo oficial apenas disimulado a la guerrilla y a las accio nes terroristas dirigidas contra el control indio de la provincia como modo de mantener viva la cuestión (y ha precipitado con ello una cada vez más dura represión del gobierno de la India contra los cachemires sospechosos de deslealtad). En el momento en que ambos países se hi cieron con armas nucleares, el problema de Cachemira adquirió inevita blemente una más amplia significación internacional. La cuestión cachemir se ha convertido ahora en una parte más del problema genérico de la inestabilidad en los Balcanes globales. Su reso lución pacífica tiene todos los visos de ser tan difícil como la del conflic to árabe-israelí. Se trata de un enfrentamiento en el que están implicados dos grandes Estados que suman una población total conjunta de cerca de 1.200 millones de habitantes (aproximadamente, una quinta parte del to tal mundial), buena parte de la cual es todavía premoderna, semianalfabeta y propensa (incluso entre sectores de la propia élite) a dejarse llevar por llamamientos de tinte demagógico. La promoción de un compromi so en ese escenario requerirá de la implicación sostenida del mundo ex terior, de una considerable presión internacional, de grandes incentivos políticos y financieros, y de mucha paciencia. También en esto las probabilidades de éxito aumentarían si existiera una plena solidaridad política entre Estados Unidos y la Unión Europea (con el respaldo visible, quizá, de Japón). Gran Bretaña puede desempe-
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ñar, por razones históricas, un importante papel diplomático, especial mente si lo lleva a cabo de común acuerdo con Estados Unidos. Tanto Rusia como China podrían mostrarse favorables a ello, ya que a ninguno de los dos países les beneficiaría el estallido de una guerra nuclear en las inmediaciones de su territorio, y tanto el uno como el otro podrían ejer cer una sutil influencia sobre los principales clientes de sus exportaciones de armamento (la India en el caso de Rusia, y Pakistán en el de China). Lo cierto, sin embargo, es que tal iniciativa internacional colectiva a gran escala sólo parece probable en caso de riesgo inminente de guerra, y que la preocupación internacional se enfría rápidamente a medida que se ale ja ese peligro. La ausencia de un compromiso internacional concertado impide también la aparición de un acuerdo regional eficaz para frenar la adqui sición y la proliferación de ADM dentro de los nuevos Balcanes globales. Sólo una solución a escala regional tendría probabilidades de ser durade ra, pero dicha solución únicamente será posible si se van resolviendo pro gresivamente los diversos conflictos concretos: es decir, sólo cuando tanto la India como Pakistán, por un lado, e Israel y todos sus vecinos árabes, por el otro, hayan solventado sus enfrentamientos respectivos.16 Aun así, incluso entonces, Irán — dados sus recursos y su tamaño, y en vista de la capacidad potencial para desarrollar armamento atómico de la que se ha dotado gracias a la ayuda rusa— insistirá con toda probabilidad en al canzar un estatus de igualdad con los Estados nucleares de su entorno: Pakistán, la India e Israel, además de Rusia y China. Cualquier alto a la proliferación nuclear adicional en esa conflictiva zona que pretenda ser realmente efectivo tendrá que estar basado, en úl tima instancia, en un acuerdo regional. Para que esas naciones renuncien a la adquisición de armas nucleares, deben contar con fuentes alternati vas de seguridad: ya sea a través de una alianza vinculante con un aliado provisto de armamento nuclear, o de una garantía internacional creíble. El resultado preferible sería un acuerdo a nivel regional de prohibición de armas atómicas —siguiendo el modelo de la convención adoptada 16. Cabe destacar que Israel no excluye la posibilidad a largo plazo de una zona libre de ADM (ZLADM) en Oriente Medio. «En 1991, Israel y los Estados árabes celebraron unas conversaciones directas sin precedentes sobre cuestiones relacionadas con el control de armas en general y con la implantación de una ZLADM en Oriente Medio en particu lar» en cuanto se haya alcanzado una paz formal y se hayan establecido unas relaciones pacíficas en la región. Véase Chen Zak, Irarís Nuclear Policy and the IAEA, Washington, D.C., The Washington Institute for Near East Policy, 2002, págs. 63-64.
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hace unos años por los Estados sudamericanos— . Pero ante la ausencia de un consenso regional, la única alternativa eficaz pasa por que Estados Unidos (o, quizá, los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU) proporcione a todo Estado de la región que abjure del ar mamento atómico una garantía de protección frente a un ataque nuclear. La campaña para estabilizar los Balcanes globales se prolongará du rante décadas. Los avances serán, como mucho, pequeños y parciales, in consistentes y susceptibles de grandes retrocesos. Sólo se sostendrán si los dos sectores de mayor éxito del planeta (Estados Unidos, muy movi lizado políticamente, y Europa, inmersa en un proceso de creciente uni ficación económica) lo abordan cada vez más como una responsabilidad compartida frente a una amenaza común a su seguridad.
Capítulo 3 LO S DILEM AS D E LA G EST IÓ N D E ALIANZAS
Las relaciones internacionales se vieron significativamente afectadas por el 11-S, pero debido más a los cambios que aquellos sucesos induje ron en Estados Unidos que a los que pudieron inducir en el resto del mundo. La potencia norteamericana quedó conmocionada al compren der, de pronto, el alcance de su vulnerabilidad. Las prontas reacciones militares estadounidenses tuvieron, como consecuencia directa, la ex pansión del radio de acción directo que había caracterizado a la hege monía norteamericana durante la Posguerra Fría para incluir ahora a Irak, a Afganistán y a todo Asia central. Aquellas reacciones fueron tam bién un reflejo de la creciente inseguridad en el seno de la sociedad es tadounidense. Tanto la intervención ampliada de Estados Unidos a nivel mundial como su creciente inseguridad ponen de relieve la necesi dad que tiene ese país de llegar a un consenso estratégico con Europa y Asia oriental en torno a cómo gestionar los complejos y volubles Balca nes globales., Los atentados del 11-S aceleraron varias tendencias básicas que para entonces eran ya apreciables en la escena internacional: 1) la creciente brecha en capacidad militar entre Estados Unidos y no sólo sus antiguos adversarios comunistas, sino también sus principales aliados; 2) el signi ficativo retraso de la unificación político-militar europea con respecto a su integración económica; 3) la creciente concienciación en el Kremlin de que, para seguir manteniendo intacto su territorio, Rusia no tiene más opción que realinearse junto a Occidente como socio subordinado; 4) el consenso emergente entre los dirigentes chinos en torno a la necesidad de un cierto período de pausa inactiva en la esfera internacional para poder gestionar la fase siguiente de su difícil transición interna; 5) la inclinación cada vez mayor de la élite política japonesa a convertir a su país en una potencia militar seria en la órbita internacional, y 6) el temor creciente en todo el mundo de que un Estados Unidos unilateralista pueda, por su condición misma de garante de la estabilidad colectiva, convertirse invo luntariamente en una amenaza para todos.
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En ese escenario, Estados Unidos dispone ahora de algunas opcio nes anteriormente inexistentes, pero debe estar también alerta de no caer en nuevas tentaciones. Sería poco sensato centrarse predominantemente en la campaña contra el terrorismo y perder de vista el interés, más durade ro, de Estados Unidos por conformar un mundo gobernado por normas comunes e imbuido de valores democráticos realmente compartidos (y no sólo proclamados de forma retórica). La guerra contra el terrorismo no puede ser un fin en sí misma. En última instancia, la pregunta clave en el plano de la estrategia es la siguiente: ¿con quién, y cómo, puede Esta dos Unidos conformar de un modo eficaz un mundo progresivamente mejor? La respuesta pasa necesariamente por establecer unas estrategias transatlánticas y transpacíficas históricamente duraderas. El 11-S hizo que en Estados Unidos se especulara, de manera casi inevitable, con la necesidad de un realineamiento estratégico. El senti miento de frustración con los europeos, el deseo de infligir un golpe de vastador contra los esquivos agentes del terrorismo, la fijación con Irak y el miedo a nuevos ataques contra territorio estadounidense generaron una serie de peticiones simultáneas de divorcio y nuevas nupcias en el plano internacional. ¿Por qué no se alineaba Estados Unidos con regí menes que atacan de manera más inequívoca y decisiva el «terrorismo», aunque lo hagan en atención a sus propios intereses particulares? Como ya se señaló brevemente en el capítulo 1, los comentaristas internaciona les más militantes de Estados Unidos (sobre todo, los situados más a la derecha del espectro político) se emplearon a fondo en la defensa retóri ca de esa clase de coalición. Desde su punto de vista, los aliados tradicio nales de los estadounidenses se han vuelto blandos, egoístas y muy poco dispuestos a hacer frente a las nuevas realidades de la política de poder global, unas realidades que, debido a su mayor crudeza, requieren, según ellos, de respuestas más enérgicas. El tema común a todos esos argumentos es la premisa (sólo asumida, las más de las veces, pero, en algunos casos, abiertamente declarada) de que el islam en su conjunto es intrínsecamente antioccidental y antidemo crático, y está marcado por una propensión inherente al extremismo integrista. La raíz del problema, según ese mismo argumento, hay que bus carla en la cultura y la filosofía, no en los dilemas históricos y políticos de unas regiones complejas e ínter conectadas, pero, aun así, distintas. De ese modo, la reciente confrontación de Estados Unidos con el terrorismo debe ser vista no tanto como un desafío político derivado de la historia re ciente de Oriente Medio sino como un elemento más de una amenaza glo-
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bal islámica de mayor calado contra la civilización occidental que precisa de una respuesta antiislámica igualmente global. (El lector recordará que el capítulo 2 presentaba una perspectiva muy distinta del islam.) Ahora bien, cualquier realineamiento estratégico serio que pretenda ser algo más que un mero ajuste táctico temporal debe estar basado en objetivos comunes y valores compartidos más amplios y duraderos. A ve ces, en política, puede ser necesario cierto oportunismo táctico que, sin embargo, por el propio hecho de responder a preocupaciones momentá neas, es también incompatible con un compromiso posterior a largo pla zo. En último término, puede resultar incluso contraproducente y provo car inestabilidad e imprevisibilidad, fenómenos ambos que van en contra de la consolidación de un ambiente inalterado de conformidad interna cional con el liderazgo estadounidense. Para que dicho liderazgo sea con siderado legítimo, ha de reflejar intereses globales de conjunto; para ser eficaz, ha de estar respaldado por aliados de convicciones populares y va lores sociales similares. Así pues, dudosamente se favorecen los intereses de Estados Unidos a largo plazo reemplazando la alianza de democracias ya establecida por una nueva especie de gran coalición diseñada para la represión antiis lámica o antiterrorista. Un realineamiento de tal índole sólo sería, a lo sumo, un remedio a corto plazo. Carecería de la consistencia que necesi ta toda respuesta concertada y ampliamente calculada a la multitud de problemas a los que se enfrenta un mundo que se está despertando mayoritariamente a la política en el momento actual. Así, por ejemplo, y aun cuando es estratégicamente deseable y cronológicamente oportuna una cooperación más profunda con Rusia (una cuestión que se comenta con mayor detalle en el apartado siguiente), la Federación Rusa carece toda vía de medios económicos, financieros y tecnológicos para abordar los riesgos crecientes de la agitación social y la turbulencia política a gran es cala que se observan en los nuevos Balcanes globales. Lo mismo le suce de a la India. Ninguno de esos dos países pueden reemplazar a Europa o a Japón como socios estadounidenses en el esfuerzo de largo recorrido que se necesita para sostener un mínimo orden global. Un realineamiento de ese tipo comportaría además el riesgo de com prometer la posición moral de Estados Unidos en el mundo. Si la hege monía estadounidense es aceptable para muchos, es porque Estados Uni dos ha sido considerado un auténtico país democrático y comprometido con el fomento de los derechos humanos por un amplio sector de la po blación mundial. Si los estadounidenses se mostraran de pronto dispues
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tos a aceptar de manera indiscriminada a Estados represivos como alia dos, basándose simplemente en sus pretendidas guerras particulares con tra el terrorismo, estarían dando un espaldarazo tácito a las definiciones que estos gobiernos barajaran del término «terrorismo», independiente mente de la relación causal que este moralmente detestable fenómeno pudiera tener con alguna forma u otra de opresión étnica, religiosa o ra cial patrocinada por el Estado en cuestión. Durante la Guerra Fría los es tadounidenses también recurrimos en algunos momentos a aceptar alia dos de forma indiscriminada, una práctica que rebajó seriamente nuestra posición moral en la lucha contra el comunismo. Por otra parteóla idea misma de un realineamiento de esa índole — aun cuando sólo tuviera el propósito táctico de incitar en los aliados tradicionales de Estados Unidos un mayor grado de implicación— entra ña el serio riesgo de convertirse en una profecía autocumplida, ya que po dría provocar un movimiento recíproco de parte de los europeos y los ja poneses, que destensarían cada vez más sus antiguos lazos y se lanzarían en busca de otros nuevos (todavía por definir). Las consecuencias po drían ser desestabilizadoras en el plano global y, al mismo tiempo, priva rían a los estadounidenses de los socios ricos que necesita para afrontar los candentes y trascendentales problemas del supercontinente eurasiàtico. En este contexto, tres son las cuestiones estratégicas de tan gran am plitud como importancia geoestratégica que deben ser abordadas:1 1. En vista de la fuerte colisión que se produjo en 2003 entre Estados Unidos, por una parte, y Francia y Alemania, por la otra, a propósito de la guerra contra Irak, ¿puede Europa seguir siendo un aliado clave de E s tados Unidos? Si es así, ¿cuál sería la fórmula más efectiva para una cola boración valiosa (aunque asimétrica) en materia de seguridad entre Esta dos Unidos y la Europa que emerge (aunque se hajle todavía lejos de estar políticamente unificada)? Por otro lado, ¿hasta dónde puede ser Rusia absorbida por la comunidad euroatlàntica y cómo puede tal cosa contribuir a estabilizar Eurasia? 2. ¿Cómo puede mantener Estados Unidos un equilibrio entre una China cada vez más poderosa, un Japón que depende de los estadouni denses pero está listo para emprender su propio y rápido despegue como potencia militar, una península coreana inestable y con crecientes inquie tudes nacionalistas, y una India con ambiciones internacionales? 3. Y, por último, ¿puede haber algún modo de vincular en última instancia el creciente alcance geográfico de la estabilidad europea—im-
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pulsado por la ampliación de la comunidad euroatlántica y por la inclu sión potencial en ella de Rusia— a cuestiones relacionadas con la seguri dad de Extremo Oriente? Las respuestas a estas preguntas pueden ayudar a dilucidar la viabilidad de un marco más coherente desde el que abordar el nuevo desorden global.
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n ú cleo glo bal
Sumados, Estados Unidos y la Unión Europea constituyen el núcleo de la estabilidad política y la riqueza económica mundial. Si actuasen conjuntamente, Estados Unidos y Europa serían omnipotentes a escala mundial. Pero lo cierto es que acostumbran a estar en desacuerdo. Antes incluso de las tan aireadas discrepancias de 2003 con respecto a Irak, la queja estadounidense más frecuente acerca de Europa era que ésta no se esforzaba «lo suficiente» en el ámbito de la defensa colectiva. El reproche más habitual en boca de los europeos con respecto a Estados Unidos era que éste actuaba por su cuenta con demasiada frecuencia. Así pues, un buen punto de partida para valorar las relaciones atlánticas es preguntar se lo siguiente: ¿qué ocurriría si los europeos hicieran «lo suficiente» y los estadounidenses no actuasen tanto por libre? La queja norteamericana está estadísticamente justificada. Los quin ce Estados miembros de la Unión Europea, cuyo PIB conjunto es aproxi madamente equivalente al de Estados Unidos y cuya población total es de 375 millones de personas (frente a los 280 millones de Estados Unidos), gastan en defensa algo menos de la mitad de lo que gastan los estadou nidenses. Además, durante los últimos cincuenta años, Estados Unidos ha tenido fuerzas propias desplegadas en territorio europeo para prote ger al continente de la amenaza soviética. Lo cierto es que durante toda la Guerra Fría, Europa fue, en la práctica, un protectorado estadouni dense. Incluso finalizada ya la Guerra Fría, tuvieron que ser tropas esta dounidenses las que lideraran la campaña militar para reprimir la violen cia desatada en los Balcanes europeos. Europa es, además, beneficiaría económica del papel estabilizador político y militar que Estados Unidos ha desempeñado tanto en Oriente Medio (de cuyo petróleo Europa de pende aún más que Norteamérica) como en Extremo Oriente (cuyo co mercio con Europa no deja de crecer). Para el estadounidense medio, Europa no es más que una «aprovechada».
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Pero ¿y si Europa dejara de comportarse así? ¿Mejoraría la situación de Estados Unidos? ¿Sería más saludable y estrecha la relación atlántica? Para responder a estas preguntas hay que imaginar qué circunstancias tendrían que darse para que Europa desarrollase la voluntad política ne cesaria que le indujese a duplicar su gasto en defensa y a adquirir una ca pacidad militar equiparable a la de Estados Unidos. Un esfuerzo de ese tipo precisaría de una unidad política entre los diversos Estados europeos extraordinariamente superior a la actual y de un extendido consenso pú blico sobre la necesidad de que Europa sea —al igual que Estados Uni dos— autosuficiente en materia de defensa. En el momento actual, cuan do la amenaza soviética ya ha desaparecido y Rusia ha quedado reducida a una potencia de nivel medio, esas dos condiciones anteriores sólo pue den producirse si entre los europeos acaba reinando la convicción gene ralizada de que las políticas de seguridad propias de Estados Unidos amenazan las de Europa y se levanta un clamor popular favorable a que Europa deje de ser dependiente de Estados Unidos en materia de segu ridad. Si pensamos que el potencial económico de la UE es ya equiparable al estadounidense y que las dos entidades políticas suelen estar enfrenta das por culpa de cuestiones financieras y comerciales, una Europa mili tarmente ascendente podría convertirse en un rival formidable para Estados Unidos que, inevitablemente, plantearía un serio desafío a la he gemonía estadounidense. La formación de una sociedad en auténtica igualdad de condiciones entre esas dos superpotencias no sería fácil, ya que cualquier acuerdo de ese tipo precisaría de una contracción drástica de la preeminencia estadounidense y de una expansión igualmente es pectacular de la de Europa. La OTAN tendría que dejar de ser una alian za liderada por Estados Unidos; puede que incluso estuviese condenada a desaparecer. El irritante desconcierto que provoca en Estados Unidos la manera que ha tenido a veces Francia de posicionarse como una gran potencia (una actitud a la que los estadounidenses han podido sobrepo nerse sin problemas tachándola de manifestación extravagante pero in trascendente de unas vanas ambiciones nacionales) no sería nada compa rado con la incomodidad posthegemónica que provocaría una Europa que realmente se esforzara «lo suficiente» en defensa. Una Europa militarmente autónoma, convertida en una potencia po lítico-económica de carácter verdaderamente global como Estados Uni dos, colocaría a este último ante una dolorosa tesitura: la de elegir entre desentenderse de Europa por completo o compartir plenamente con ella
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las responsabilidades de la decisión política mundial. El repliegue de la potencia estadounidense de la periferia occidental del continente eura siàtico equivaldría a abandonar Eurasia a nuevos e impredecibles con flictos entre los principales competidores eurasiáticos. Pero compartir el poder en una sociedad simétrica de ámbito global tampoco sería un pro ceso sencillo ni indoloro. Una Europa políticamente poderosa, capaz de competir económica mente con Estados Unidos sin depender ya militarmente de él, supondría inevitablemente un desafío a la preeminencia estadounidense en dos re giones que le son estratégicamente vitales: Oriente Medio y América L a tina. La primera zona en la que se dejaría sentir dicha rivalidad sería en Oriente Medio, debido no sólo a su proximidad geográfica a Europa, sino también (y especialmente) porque Europa depende en mayor medi da que Norteamérica de su petróleo. Si tenemos en cuenta el malestar árabe por las políticas llevadas a cabo por los estadounidenses, las tenta tivas europeas hallarían una acogida favorable, lo que pondría en peligro la privilegiada posición de la que, hasta el momento, ha gozado Israel como cliente favorito de Estados Unidos. Seguidamente, el desafío europeo se haría extensivo probablemente también a América Latina. Los españoles, los portugueses y los franceses mantienen desde hace mucho tiempo vínculos históricos y culturales con las sociedades latinoamericanas. El nacionalismo latinoamericano reac cionaría de manera bastante favorable a la intensificación de lazos políti cos, económicos y culturales con una Europa más asertiva, algo que haría disminuir el tradicional dominio estadounidense en la región. Por lo tan to, una Europa que se convirtiera simultáneamente en un gigante econó mico y en una potencia militar real acabaría por limitar el alcance de la preeminencia estadounidense fundamentalmente a los confines del océa no Pacífico. El surgimiento de una rivalidad seria entre Europa y Estados Unidos sería obviamente destructivo tanto para la primera como para el segundo. De momento, no obstante, los europeos carecen de la unidad y la motiva ción necesarias para convertirse en una potencia militar importante. Hasta que llegue ese día, las disputas euroestadounidenses no tienen visos de con vertirse en grandes confrontaciones geopolíticas. Sin «dientes», las quejas y las críticas no muerden. Pero, a pesar de todo, dado el enconamiento mu tuo generado por los desacuerdos transatlánticos a propósito de la cuestión iraquí, los estadounidenses harían bien en no insistir tanto en su acusación de que Europa no hace «lo suficiente» en el terreno militar.
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De todos modos, los europeos también deberían medir con más cui dado sus quejas sobre Estados Unidos. Dejando a un lado la tradicional pretenciosidad cultural de la élite europea (que no deja de contradecirse con el atractivo generalizado del que goza la cultura de masas estadouni dense en Europa), la principal crítica que se hace desde el otro lado del Atlántico es que Estados Unidos ha optado por un derrotero cada vez más unilateralista en su conducta internacional. No es una crítica nove dosa: durante la Guerra Fría, Estados Unidos recibió frecuentes repri mendas por su anticomunismo presuntamente ingenuo, por su escasa disposición a alcanzar un compromiso con la Unión Soviética y por su ex cesivo énfasis en la preparación militar. Con el mismo desdén con el que, hace ya más de dos décadas, el canciller alemán Helmut Schmidt menos preciaba la política de derechos humanos estadounidense (y respaldaba la política comunista de represión de los disidentes), se burló posterior mente Valéry Giscard d’Estaing del militantismo de Reagan, y su sucesor, François Miterrand, contempló con displicencia los esfuerzos de Bush de cara a la reunificación de Alemania. Desde el final de la Guerra Fría, la crítica europea hacia la actitud de elefante global de los estadounidenses en la tienda de porcelanas que es la escena internacional se ha ido haciendo más extendida e intrincada. La desaparición de la amenaza soviética ha convertido tales críticas en prác ticas bastante libres de riesgo; al mismo tiempo, la progresiva integración de la economía de Europa ha traído a un primer plano los conflictos de intereses económicos transatlánticos. La legislación tendenciosa del Con greso estadounidense, los nuevos subsidios agrícolas y la imposición de aranceles al acero importado han reforzado en Europa la opinión de que el compromiso de Estados Unidos con el establecimiento de una econo mía global abierta es poco sincero. Esa perspectiva se vio acrecentada por la impresión (ampliamente ex tendida en Europa) de dejadez extrema de Estados Unidos en aquellas cuestiones globales que afectan a la calidad a largo plazo de la existencia humana y que, por tanto, deberían inducir a la aparición de unas normas supranacionales de conducta ampliamente compartidas. Los europeos se sintieron especialmente indignados por el súbito e inesperado rechazo estadounidense a la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (el Protocolo de Kyoto), una decisión que, de mo mento, impide una actuación eficaz sobre la cuestión —tan sensible in ternacionalmente como incendiaria políticamente— del calentamiento global. También vieron en la negativa estadounidense a aceptar la autori
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dad de la Corte Penal Internacional una actitud incongruente con el tan cacareado compromiso de Estados Unidos con los derechos humanos o con las intensas presiones norteamericanas a favor de la celebración de juicios internacionales por crímenes de guerra al hilo de los diversos con flictos en la antigua Yugoslavia. Las sanciones estadounidenses contra Irán, Irak, Libia y Cuba fueron también interpretadas como pruebas de los caprichos arbitrarios de los estadounidenses y de la cesión de las su cesivas administraciones presidenciales norteamericanas (incluso contra su propio juicio) ante las presiones de los grupos políticos internos. La crítica de Europa al unilateralismo de Estados Unidos y la indife rencia estadounidense ante las preocupaciones europeas son previas a la cuestión de Irak. Incluso la (por lo general) pro estadounidense Alema nia ha sucumbido en ocasiones a la extendida impresión de arbitrarie dad y tendenciosidad producida por la conducta estadounidense (una impresión que ya existía mucho antes de la elección de George W. Bush como presidente). Un diario normalmente moderado como el Frankfur ter Allgemeine Zeitung (en un artículo titulado «El puño norteamerica no», del 2 de marzo de 2000) condenó rotundamente la no admisión es tadounidense del «peso político de Europa» y declaró que la razón de ello estribaba en que «los dos continentes funcionan de acuerdo con sis temas de valores políticos distintos. La potencia hegemónica dicta las le yes de la globalización. Pero sólo Estados Unidos puede soportar las crecientes disparidades sociales y la brecha flagrante entre ricos y po bres. La convención política en el Viejo Continente, sin embargo, recla ma un control y una regulación mayores, así como la reconciliación de los intereses en conflicto y la limitación del poder. La política europea se basa en la consideración y el apoyo mutuo entre socios». Una semana des pués, el semanario alemán de izquierda, Die Zeit, acusó a los estadouni denses de preferir «la ley de la selva» y de «perderse en su busca de nue vos enemigos». Esos puntos de vista tan críticos con Estados Unidos no se debían del todo a una mayor sensibilidad en cuestiones globales frente a una ego céntrica arrogancia estadounidense, como los europeos se sentían incli nados a sugerir en, ocasiones. Dada la debilidad militar y la desunión po lítica de Europa, las condenas a Estados Unidos eran para los europeos un modo de compensar la asimetría de poder entre las dos orillas del Atlántico. Al situar a Estados Unidos a la defensiva en el terreno ético y legal, los europeos creaban un terreno de juego un tanto más igualado y se armaban de una confortadora superioridad moral.
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Pero el autoengaño no va más allá. Los europeos saben (mejor aún f que los estadounidenses) que cualquier ruptura realmente seria de las re laciones atlánticas sería fatal para la Europa emergente: no sólo la liaría vulnerable de nuevo a las rivalidades internas y a las amenazas externas, sino que, seguramente, pondría en peligro toda la arquitectura del pro yecto europeo. Se reavivarían tanto los temores tradicionales al poder alemán como las viejas animosidades nacionales de largo arraigo históri co. Sin la presencia estadounidense, Europa volvería a ser Europa de nuevo, pero no del modo que los visionarios europeos habían imaginado. Los europeos preocupados por las cuestiones estratégicas sí que se dan cuenta de que, en última instancia (y a pesar de la polémica provocada por la arbitraria decisión estadounidense de derrocar a Sadam Husein), el unilateralismo norteamericano es consecuencia, en parte, del singular rol de garante de la seguridad que desempeña Estados Unidos y que la tolerancia (aun a regañadientes) de dicho papel es el precio que deben pagar otros países para preservar la actitud «dinámica» estadounidense en un mundo en el que los motivos económicos, legales, morales y de seguridad no pueden ser fácilmente separados los unos de los otros. Se trata, de hecho, de una actitud derivada de la imagen histórica que Estados Unidos ha tenido de sí mismo como portador del estandarte mundial de la libertad. Si Washington se muestra escrupulosamente respetuoso con las normas internacionales, se aplica en evitar hacer gala de su poderío en ámbitos económicos de es pecial interés para sectores importantes de su electorado, y demuestra una disposición obediente a limitar su propia soberanía y a colocar a sus fuer zas armadas bajo la jurisdicción legal internacional, podría no estar ac tuando como la potencia de último recurso que se necesita para evitar la anarquía global. En pocas palabras, los europeos harían bien en sopesar con prudencia las consecuencias que tanto para ellos como para terceros países tendría un Estados Unidos que sometiera su liderazgo al menor co mún denominador del consenso colectivo. De la polémica sobre Irak que enfrentó a Washington contra París y Berlín en 2003 se puede extraer, sin embargo, una lección aún menos alentadora. Aquella rencilla debería servir de señal de advertencia sobre la vulnerabilidad potencial de las relaciones transatlánticas si, llegado el momento, las recriminaciones recíprocas y la falta de sensibilidad mutua llegasen a proporcionar un impulso antiestadounidense a una iniciativa europea conjunta realmente seria encaminada a la adquisición de un po der militar independiente. Una Europa que busque su unidad política definiéndose explícitamente como un «contrapeso» a Estados Unidos (es
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decir, como antiestadounidense en la práctica) sería una Europa que des truiría la Alianza Atlántica. De momento, no parece probable que ni los sueños ni las pesadillas de ninguno,, de los dos lados se vayan a hacer realidad. Ninguno de ellos colmará las esperanzas del otro, pero tampoco justificará sus peores te mores. Europa todavía tardará al menos una década, si no más, en alcan zar la suficiente unidad y motivación política para emprender los sacrifi cios económicos necesarios que la convertirían en una potencia militar significativa a escala global.1 Europa no amenazará la primacía de Esta dos unidos por la sencilla razón de que la unión política europea sólo se logrará, como mucho, con gran lentitud y abundantes reticencias. La próxima ampliación de la UE a veintisiete miembros complicará aún más las ya excesivamente complejas y burocratizadas estructuras de la inte gración europea, que evocan las de un conglomerado económico gigante. Los conglomerados no se mueven por visiones históricas, sino sólo por intereses tangibles. Tampoco las impersonales estructuras adminis trativas de la Unión Europea pueden evocar el sentimiento popular ne cesario en toda vocación política. Tal y como afirmó en tono mordaz un comentarista francés en su momento, «el pecado original de Europa, del que todavía ño se ha purificado, es el de haber sido concebida (y haber prosperado) en los despachos. No es posible construir un destino común sobre tales cimientos, o al menos, no lo es más de lo que pueda ser ena morarse de una tasa de crecimiento o de unas cuotas de producción le chera».12 El interés primordial de Europa es la estabilidad global, sin la cual la arquitectura del edificio europeo se desplomaría. Por lo tanto, la Unión Europea acabará adquiriendo los atributos de una potencia político-mili tar, del mismo modo que las grandes compañías multinacionales se hacen con su propio personal de seguridad armado para proteger sus intereses vitales. Pero incluso entonces, los esfuerzos militares de Europa seguirán 1. En realidad, la distancia entre Estados Unidos y la Unión Europea en el terreno militar se está ampliando aún más. Un estudio comparativo sistemático del gasto en in vestigación y desarrollo (I+D) militar tanto en Estados Unidos como en Europa occiden tal, llevado a cabo por el Ministerio de Defensa francés y finalizado a principios de 2003, concluyó que Europa se enfrenta a «un auténtico desarme tecnológico», ya que el gasto europeo acumulado sólo representó un 40 % del estadounidense en 1980, un 30 % en 1990 y menos de un 23 % en 2000. Véase Jacques Isnard, «Europa amenazada por el desarme tecnológico», Le Monde, 15 de abril de 2003. 2. Bertrand Le Gendre, «L a Europa del mañana busca un pasado», Le Monde, 23 de noviembre de 2002.
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fundamentalmente complementando a (más que compitiendo con) las ca pacidades bélicas estadounidenses. Por otra parte, la improbabilidad de que un hipotético rearme euro peo en el futuro se deba a un impulso chovinista europeo transnacional es un elemento positivo. Significa que incluso una Europa que fuese po lítica y militarmente más poderosa se guiaría en su conducta internacio nal por el autocontrol derivado de los límites inherentes a la naturaleza compleja de su unidad continental y del carácter diluido de su identidad política. Desprovista de fervor evangelizador y de fanatismo con preten siones de superioridad moral, la Europa del mañana podría convertirse, a la vez, en ejemplo del multilateralismo responsable que el mundo nece sita en última instancia y en su impulsora. Los enconados desacuerdos transatlánticos que afloraron a propósito de la cuestión de Irak no deberían apartarnos del hecho de que una Euro pa esencialmente multilateralista y un Estados Unidos con tendencias unilateralistas forman un matrimonio de conveniencia perfecto para los asuntos globales. Actuando por separado, Estados Unidos puede ser preponderan te, pero no omnipotente, mientras que Europa puede ser rica, pero impo tente. Si actuaran juntos, Estados Unidos y Europa serían, en la práctica, omnipotentes en la escena global. En ambas orillas del Atlántico lo saben. Los estadounidenses — a pesar de su actual preocupación unidimensional por el terrorismo, su impaciencia con sus aliados, su rol singular con res pecto a la seguridad global y su conciencia de misión histórica— se están adaptando (aun a regañadientes) a la expansión progresiva de los marcos consultivos tanto de ámbito regional como internacional. A ninguno de los dos (ni a Estados Unidos ni a Europa) le iría tan bien sin el concurso del otro. Juntos, forman el núcleo de la estabilidad global. La vitalidad de ese núcleo depende de una agenda de prioridades com partidas (tanto por estadounidenses como por europeos) que trascienden las cuestiones que los separan y cuya existencia es innegable (a pesar de la acritud recíproca de la primavera de 2003). El primer tema en esa lista es la urgente necesidad de cooperación transatlántica para la pacificación de Oriente Medio. Como ya se señalaba en el capítulo 2, de no empren derse esa iniciativa estratégica conjunta, tanto los intereses estadouni denses como los europeos en Oriente Medio se resentirán. Una empresa compartida de ese tipo ayudaría a dotar la relación atlántica de un pro pósito geopolítico común. A más largo plazo, la ampliación de Europa continuará siendo un in terés común central que se verá favorecido más que de ningún otro modo
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por la complementariedad de los marcos organizativos de la UE y de la OTAN. La ampliación es la mejor garantía de que el paisaje de la seguri dad en Europa evolucione hacia la expansión de la zona central de paz del mundo, hacia la absorción de Rusia en el seno de Occidente y hacia la implicación europea en iniciativas conjuntas con Estados Unidos para la promoción de la seguridad global. La ampliación de la UE y la expansión de la OTAN son consecuen cias lógicas e inevitables del favorable resultado final de la Guerra Fría. Desaparecida la amenaza soviética y liberada Europa central de la domi nación de la URSS, el mantenimiento de la OTAN como una alianza de fensiva frente a su antiguo enemigo no habría tenido ningún sentido. Por otra parte, la no expansión hacia Europa central habría supuesto aban donar a su suerte a un cinturón realmente inestable de Estados europeos menos prósperos y seguros, atrapados entre el desarrollado Occidente y la tumultuosa Rusia postsoviética, lo cual habría podido tener conse cuencias desestabilizadoras para todos los implicados. La UE y la OTAN no tienen, pues, alternativa: deben expandirse si no quieren ver anulado su éxito en la Guerra Fría, y aun cuando cada nueva adición diluya un tanto la cohesión política de la primera y com plique la interoperabilidad de la segunda. En el caso de la UE, la divi sión entre la llamada «vieja Europa» —opuesta en su gran mayoría a la diligencia con la que la administración Bush preparó la guerra contra Irak— y la «nueva Europa» — que apoyó a Washington— ha puesto dramáticamente de evidencia la creciente dificultad a la hora de definir una política exterior europea común. Puede que, como respuesta, Fran cia y Alemania traten de organizar un grupo central informal dentro de la UE que hable y actúe en nombre de «Europa», pero la UE como tal seguirá siendo durante bastante tiempo una realidad más económica que política. También en la OTAN cambiarán de significado la interoperabilidad y la integración militares. La integración de ejércitos nacionales perma nentes para la defensa territorial tenía sentido cuando Europa occidental se enfrentaba a un potencial ataque soviético. Pero integrar veintiséis ejércitos nacionales no es razonable cuando la defensa territorial ha deja do de ser la prioridad central. La OTAN tendrá que concentrarse, pues, en las aportaciones especializadas de sus miembros y en el desarrollo y la mejora de una fuerza de reacción rápida, realmente capaz e integrada, para misiones que se desarrollen fuera del territorio de los países inte grantes de la alianza.
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Pero ni la UE ni la OTAN se detendrán ahí: ambas organizaciones proseguirán con sus respectivos procesos de ensanchamiento geográfico. Con cada ampliación, que marca un nuevo momento de repliegue del Oriente y de expansión del Occidente, la «tierra de nadie» geopolítica y sus peligros característicos se desplazan cada vez más hacia el este. Al mismo tiempo, la evolución de la relación de Occidente con Rusia y el de seo declarado de Ucrania de unirse en un futuro a la comunidad euroatlántica son una prueba de los méritos de esa expansión continuada. Es fácil deducir, pues, que ni la UE habrá alcanzado su techo definitivo cuando esté formada por veintisiete miembros (como estará, tras la pro bable adición de nuevos Estados, a partir de 2005) ni la OTAN el suyo cuando alcance los veintiséis (cosa que hará cuando se lleven a la prácti ca las decisiones tomadas en la cumbre de Praga de finales de 2002 con respecto a la ampliación de la alianza). Sin embargo, la expansión no consiste necesariamente en una adición interminable y mecánica de nuevos países hasta la frontera china. De he cho, ese proceso podría materializarse también — dentro de la zona de seguridad— en forma de períodos mucho más largos de cooperación cre ciente (a través de una colaboración militar y política cada vez más pro funda) entre los Estados candidatos y la OTAN, así como en una impli cación cada vez más intensa de la OTAN en la mejora de las estructuras de seguridad regionales. En algunos casos, eso podría conducir a la inclu sión de nuevos Estados miembros, pero, en otros, podría traducirse en la participación conjunta de algunos miembros en ejercicio de la OTAN junto a otros Estados no miembros (pero convertidos en socios preferen tes de la Alianza) en estructuras de seguridad encabezadas por la propia OTAN. Un buen ejemplo de ello es la participación ucraniana en 2003 dentro del sector de Irak bajo control polaco, respaldada logísticamente por la OTAN. En cualquier caso, la Alianza Atlántica no podrá poner un punto y fi nal a su expansión tras la próxima (que será la segunda máxima amplia ción de su historia). Una de las consecuencias de la evolución de la coope ración entre la OTAN y la Federación Rusa, impulsada por la creación del Consejo Conjunto OTAN-Rusia, ha sido que para Moscú ahora es más difícil poner objeciones al deseo de Ucrania de entrar a formar par te de la Alianza. En mayo de 2002, poco después del acuerdo formal para la creación del mencionado Consejo, Ucrania anunció su firme intención de solicitar el ingreso en la Alianza Atlántica (y, llegado el momento, en la UE). Aunque es poco probable que Ucrania satisfaga los criterios ne-
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cesarlos para su ingreso en un futuro inmediato, sería muy poco inteli gente por parte de la OTAN rechazar las aspiraciones ucranianas y, como consecuencia, reavivar las ambiciones imperiales rusas. De ahí que el si guiente pasó lógico sea animar deliberadamente a Ucrania a que se prepa re para cumplir las condiciones que le permitan ser miembro de la Alian za Atlántica (un objetivo alcanzable, quizás, en un plazo de diez años). Las mismas consideraciones son, más o menos, aplicables a la volátil región del Cáucaso. Situada anteriormente bajo el control imperial ex clusivo de Rusia, en la actualidad contiene tres Estados independientes pero inseguros (Georgia, Armenia y Azerbaiyán), así como un conjunto de pequeños enclaves étnicos en el Cáucaso norte, dominado todavía por los rusos. La región se encuentra acuciada no sólo por las intensas hosti lidades étnicas y religiosas internas, sino también por las tradicionales ri validades de poder entré Rusia, Turquía e Irán, que han tenido aquella zona como escenario. En el contexto postsoviético, estos conflictos de ca rácter histórico se han complicado aún más, debido a la feroz competen cia en torno a la división de los recursos energéticos del mar Caspio. Además, probablemente sólo es cuestión de tiempo que la numerosa po blación azerí del noroeste de Irán trate activamente de reunificarse con su recién independizada (y potencialmente más próspera) madre patria, lo que avivará aún más los «incendios» declarados en la región. Ninguno de los tres rivales tradicionales en pugna por la preeminen cia regional —Rusia, Turquía e Irán— tiene actualmente poder suficien te para imponer su voluntad unilateralmente sobre la totalidad de la zona. Ni siquiera la unión de dos de ellos contra un tercero —Rusia e Irán contra Turquía, pongamos por caso— sería suficiente, puesto que tanto Estados Unidos (a través de la OTAN, de la que Turquía es un miembro clave) como la Unión Europea (en la que Turquía aspira a in gresar) acecharían en la retaguardia. Pero sin algún tipo de implicación externa activa, los /conflictos sociales, políticos, étnicos y religiosos in ternos del Cáucaso no sólo seguirán enconándose, sino que derivarán probablemente en nuevos estallidos periódicos de violencia, como ya ha ocurrido en varias ocasiones desde 1990. La evidencia cada vez más clara de esa realidad puede incluso llevar a Rusia (no sin reticencias) a la conclusión de que la mejor manera de sa tisfacer sus intereses es a través de algún tipo de colaboración con la co munidad euroatlántica para promover una región caucásica más estable y, en última instancia, cooperativa y próspera. Las dos sangrientas guerras libradas brutalmente por Rusia contra la independentista Chechenia du
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rante la década siguiente a la desintegración de su histórico imperio no sólo dañaron considerablemente la posición moral de los rusos, sino que demostraron los límites físicos de su capacidad para embarcarse en una guerra imperial en su actual etapa postimperial. En la década de 1990, la OTAN asumió un nuevo papel al imponer la estabilidad en los violentos y turbulentos Balcanes. En los actuales ini cios de la siguiente década, se ha ido haciendo cada vez más evidente la necesidad de un nuevo Pacto de Estabilidad para el Cáucaso que siga el modelo del Pacto de Estabilidad para los Balcanes. Ahora que la coinci dencia final con Rusia parece más probable, dado su mayor interés por encontrar un acomodo con la alianza encabezada por Estados Unidos, y dada, además, la ampliación de los lazos económicos y políticos entre Ru sia y Turquía, la estabilización del Cáucaso puede (y debería) acabar con virtiéndose también en una responsabilidad de la OTAN. En esas circunstancias, tanto Georgia como Azerbaiyán, cuyos diri gentes ya han dado muestras públicas de su interés por entrar a formar parte en un futuro de la Alianza, intensificarán probablemente sus es fuerzos para lograr su ingreso formal. Es improbable que, en ese caso, Armenia se quede al margen, lo que podría redundar en unos esfuerzos redoblados del gobierno de Eriván por resolver el conflicto étnico y terri torial armenio-azerí. Dichos esfuerzos facilitarían, a su vez, una normali zación de las relaciones turco-armenias y abrirían la puerta a Armenia para establecer algún tipo de relación con la OTAN. En cualquier caso, esa expansión geográfica de la misión estabilizadora de la OTAN está contando con el impulso adicional generado, como ya se ha señalado, por la propia decisión estratégica rusa de aceptar la preeminencia de la Alian za Atlántica en la arquitectura de la seguridad mundial. En cuanto Rusia se resignó a ver como inevitable (que no como deseable) la continuada ampliación de la OTAN y optó por suavizar ese malirago reivindicando un pie de igualdad amistoso con la Alianza Atlántica a través del Consejo Conjunto OTAN-Rusia, desaparecieron los obstáculos a la expansión de la OTAN hasta el interior mismo del antiguo espacio soviético. Por otra parte, los grandes avances obtenidos tras el 11-S por el ejér cito estadounidense en ex repúblicas soviéticas de Asia central como Uz bekistán, Kazajstán y Kirguizistán, con el consentimiento final de Moscú (tras fuertes reticencias iniciales), han abierto el caminó a los diversos E s tados postsoviéticos para que estudien la posibilidad de establecer lazos de seguridad más estrechos con la comunidad euroatlántica en nombre de la lucha conjunta contra el terrorismo. Los Estados de la región se dieron
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cuenta sin duda de que el gobierno ruso (con un tnás que probable ma lestar interno, pero haciendo gala, también, de un considerable realismo) no sólo había dado su consentimiento al rol de Estados Unidos como ga rante de la seguridad de los países del hasta entonces sacrosanto «exte rior próximo» a Rusia, sino que también lo había reconocido expresa mente a través de la «Declaración conjunta [ruso-estadounidense] de nueva relación estratégica» anunciada el 24 de mayo de 2002 por los pre sidentes Bush y Putin. El lenguaje empleado no dejaba lugar a dudas: «Por lo que se refiere a Asia central y al Cáucaso sur, reconocemos nues tro interés común en promover la estabilidad, la soberanía y la integridad territorial de todas las naciones de esa región», una conclusión con ob vias implicaciones geoestratégicas de gran calado. Aunque la nueva inclinación pro occidental del Kremlin era ya ante rior al 11-S, los atentados de ese día hicieron más sencillo justificar esa postura frente a las críticas de los elementos de la propia élite política rusa que consideraban a su gobierno demasiado dócil ante la firmeza es tadounidense. La decisión estratégica del presidente Putin fue conse cuencia de un cálculo geopolítico realista: dado el auge de China por el este (la economía china quintuplica la de Rusia y su población es nueve veces mayor), la creciente hostilidad de los 300 millones aproximados de musulmanes por el sur (una cifra que probablemente superará con creces los 400 millones en un plazo de dos décadas) y la propia debilidad eco nómica y la crisis demográfica rusas (la población del país ha descendido ya hasta los 145 millones de habitantes y sigue cayendo), Rusia literal mente no tenía más alternativa. Mantener una rivalidad con Estados Uni dos era una insensatez y establecer una alianza con China habría signifi cado subordinarse a este último país en la práctica. De todos modos, en el futuro inmediato (en la próxima década, por ejemplo) es del todo improbable que Rusia pueda ingresar en la OTAN. Rusia necesitará tiempo para cumplir los criterios democráticos que se exigen a los nuevos miembros, pero ése no es el único obstáculo: el orgu llo nostálgico y la propia tendencia rusa al secretismo son también barre ras que se interponen en ese camino. Además, la idea misma de que su admisión dependa ahora de votos de antiguos dominios soviéticos como los Estados bálticos es demasiado mortificante para la actual élite políti ca rusa y los generales de su ejército difícilmente admitirían el requisito de que los interventores de la OTAN examinaran sus presupuestos de defensa y de que los expertos de esa misma alianza controlaran su arma mento.
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Sin embargo, a más largo plazo, es posible que Rusia adquiera mayor conciencia de la seguridad territorial ampliada (especialmente en sucada vez más despoblado extremo oriental) que le comportaría su ingreso en la OTAN. Puede que sea ese factor el que, finalmente, resulte más per suasivo. En algún momento —dependiendo de cómo evolucione la situa ción en China—, la creciente colaboración de Rusia con la Alianza Atlánti ca para hacer frente a diversas amenazas específicas a la seguridad global (según sean planteadas por el Consejo Conjunto OTAN-Rusia) podría servir de base para un sistema de seguridad transeurasiático que abarca ría buena parte del continente y podría abrazar incluso a China (me refe riré con mayor detalle a esta cuestión más adelante). ‘ Más tiempo aún tardará Rusia en cumplir las condiciones mínimas para su ingreso en la UE (si es que alguna vez las cumple).3 Para que tal cosa se produjera algún día, sería necesario un profundo replanteamiento de las estructuras socioeconómicas y legales del país. No existe un método rápido y sencillo para ello: el proceso es tan integral como complejo y ni la Unión Europea ni Rusia están preparadas (siquiera remotamente) para una auténtica integración. No obstante, eso no debería ser óbice para que se llegara a acuerdos provisionales y parciales para maximizar el acceso bi lateral recíproco al comercio y las inversiones, y para lograr una libertad cada vez mayor de movimiento de la mano de obra, con el fin en todos los casos de integrar gradualmente a Rusia dentro del sistema europeo. La re gión rusa de Kaliningrado se hallará pronto rodeada por completo de fronteras de países miembros de la OTAN y de la UE. El establecimiento de disposiciones especiales para Kaliningrado (en especial, en lo referente a una mayor libertad de acceso de sus residentes a las naciones vecinas) po dría servir de punta de lanza de una futura Rusia arropada por el abrazo de la colaboración con una comunidad euroatlántica en expansión. No hay duda de que el Kremlin albergaba también la esperanza de que el acuerdo con Estados Unidos (especialmente con el Estados Uni 3. El presidente en ejercicio de la UE, el primer ministro sueco Goran Persson, se mostró a principios de 2001 desacostumbradamente contrario (para lo que es habitual en la Europa de nuestros días) a la posibilidad de que, en el futuro, Rusia ingresara en la UE como miembro de pleno derecho. Persson declaró sin rodeos: «Rusia no es un país euro peo, sino un país continental que comprende amplias zonas de Europa y, también, de Asia. [...] Puedo imaginar un futuro en el que mantengamos una cooperación económica a muy gran escala con Rusia, porque ambas partes la necesitan. [...] Pero admitir a Rusia significaría modificar el carácter fundamental de la UE», véase Laurent Zecchini, «Las re laciones con Rusia, de suma importancia», Le Monde, 23 de marzo de 2001.
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dos traumatizado tras el 11-S y, por tanto, más propenso a tener en cuen ta los intereses rusos) reportaría beneficios económicos además de geopolíticos: podría fortalecer la posición de Rusia frente a China, podría ayudar a generar inversiones para la recuperación económica del país y podría permitirle ejercer una mayor influencia sobre sus anteriores do minios imperiales, al tiempo que implicaría a Estados Unidos en un con flicto prolongado con el islam y desviaría hacia un nuevo objetivo buena parte de la anterior hostilidad islámica hacia Rusia. Pero ni siquiera esos cálculos tan oportunistas pudieron alterar el hecho de que alcanzar un acuerdo con Estados Unidos significaba implicarse con Estados Unidos, y la parte más débil iba con toda seguridad a estar mucho más implicada con la parte más fuerte que al revés. Aquella elección de Rusia (la única posible para Moscú, aunque sólo fuese en el plano táctico) proporcionó a Occidente una oportunidad es tratégica, ya que generó las precondiciones para la progresiva expansión geopolítica de la comunidad occidental hacia el interior de Eurasia. El «exterior próximo» a Rusia —antaño reservado a los propios rusos— se convirtió en una zona de penetración occidental (y, especialmente, esta dounidense) sin que por ello dejasen de ampliarse los vínculos de Occi dente con Rusia. A fin de cuentas, Rusia no podía optar por otro camino si deseaba retener la más importante de sus posesiones territoriales: la in calculable riqueza natural de Siberia, que supone la mejor promesa de fu turo para los rusos, quienes, sin la ayuda de Occidente, no podrían estar enteramente seguros de su capacidad para mantener su dominio sobre toda aquella inmensa región.4 En ese sentido, una iniciativa transnacional para el desarrollo y la co lonización de Siberia podría estimular, a su vez, una vinculación eurorrusa más estrecha. Para los europeos, Siberia podría representar la oportu nidad que Alaska y California juntas supusieron en su momento para los estadounidenses: una enorme fuente de riqueza, una ocasión inigualable de realizar inversiones rentables, todo un «El Dorado» para sus colonos más aventureros. Pero para retener Siberia, Rusia va a necesitar ayuda; no puede hacerlo sola, dado su declive demográfico y lo que está emergien4. Si se trazara una línea recta desde el Caspio hasta Sajalín, la porción asiática de Eu rasia quedaría dividida en dos áreas: una muy escasamente poblada, formada por Siberia y el extremo oriente ruso, con unos 30-35 millones de habitantes, y otra superpoblada, si tuada justo al sur, en la que viven aproximadamente 3.000 millones de chinos, indios y musulmanes.
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do en China, al otro lado de la frontera. Con una presencia europea más amplia, Siberia podría acabar convirtiéndose en un activo eurasiàtico co mún explotado de forma multilateral (no olvidemos que la región del Volga se desarrolló a partir de la acción de colonos alemanes invitados a instalarse allí) y, al mismo tiempo, la hastiada sociedad europea se en contraría con el reto de una apasionante «nueva frontera». Hasta entonces, una de las grandes tareas de la política euroatlàntica será la de apoyar deliberadamente los esfuerzos destinados a consolidar una Rusia postimperial y cada vez más democrática. Es posible que se produzcan todavía reveses graves, sobre todo, si tenemos en cuenta la escasa implantación en Rusia de una cultura política democrática, las am biciones imperiales residuales de buena parte de su élite política y las in clinaciones autoritarias en sus estructuras de poder. Tampoco cabe des cartar aún un giro hacia una dictadura de corte nacionalista. Europa ha de tener, además, especial cuidado para evitar que su nueva «sociedad ener gética» con Rusia proporcione al Kremlin nuevas fuentes de influencia política que éste utilice contra sus vecinos. La cooperación con la Fe deración Rusa, en definitiva, debe ir acompañada simultáneamente de iniciativas de igual intensidad para consolidar el pluralismo geopolítico dentro del antiguo espacio imperial ruso, ya que así se crearán obstáculos duraderos a cualquier intento de restauración del imperio. La OTAN y la UE deben, pues, asegurarse de incluir a los recién independizados Esta dos postsoviéticos (y, en especial, a Ucrania) dentro de la órbita de ex pansión de la comunidad euroatlàntica. Está en juego el papel en la seguridad global de la comunidad euroatlántica. La inclusión a largo plazo de Rusia como un Estado europeo normalizado y de categoría media (lejos de sus antiguas aspiraciones como Tercera Roma imperial) dentro del sistema euroatlàntico generaría una base mucho más sólida y amplia para afrontar los conflictos crecientes en los Balcanes globales del Asia occidental y central. LaTonsiguiente prima cía mundial de las instituciones euroatlánticas pondría fin definitivamen te a las enconadas batallas por la supremacía que las naciones europeas han venido librando entre sí durante tanto tiempo y con tan destructiva intensidad. Pero la ampliación del papel de Europa como garante de la seguridad global no se hará esperar. Aunque las nuevas amenazas a dicha seguri dad apuntan más hacia Estados Unidos que hacia Europa —sobre todo debido a la creciente y cada vez más unilateral implicación de los esta dounidenses en un Oriente Medio que les es hostil— , la amenaza es,
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en última instancia, indivisible: un Estados Unidos en peligro significa ría una Europa cada vez más vulnerable. La respuesta, por tanto, ha de ser conjunta y, para ello, Estados Unidos y Europa disponen ya de un ins trumento igualmente común: la OTAN. La cuestión es cómo emplearlo, teniendo en cuenta a un tiempo la misión principal de la Alianza Atlánti ca, las preocupaciones políticas respectivas de estadounidenses y europeos, y el deseo de estos últimos de adquirir cierto grado de poder militar autó nomo. Durante la Guerra Fría, las dos orillas del Atlántico se mostraron de \ acuerdo con respecto a la naturaleza de la amenaza y reconocieron la in terdependencia de sus vulnerabilidades. La defensa de Europa occiden tal equivalía a la defensa de Norteamérica y viceversa. Tras el 11-S, pre dominaron esos mismos sentimientos a un lado y otro del océano, pero por poco tiempo. La reacción europea inmediata al ataque fue de total solidaridad con Estados Unidos. La OTAN invocó, por primera vez en su historia, el Artículo 5 de su tratado fundador para declarar unánime mente que todos sus miembros estaban comprometidos en la defensa co mún contra una amenaza compartida. Así, aunque Estados Unidos optó por no recurrir a fuerzas de la OTAN para la campaña militar que llevó a cabo en Afganistán y prefirió utilizar las suyas propias y algunas unidades seleccionadas y altamente interoperables de otros Estados anglosajones aliados, las tropas de países de la OTAN desplegadas allí posteriormente para garantizar la paz en el país tras el derrocamiento de los talibanes aca baron por superar en número a las estadounidenses. En los meses que siguieron al 11-S, los aliados europeos de Estados Unidos coincidieron también plenamente con Washington en identificar el terrorismo y la proliferación de armamentos como las dos mayores amenazas, potencialmente interrelacionadas, a la seguridad global. Pero no pasó mucho tiempo antes de que se hiciera evidente que una serie de diferencias (sutiles pero importantes) entre las perspectivas estadouniden se y europea obstaculizarían el establecimiento de una auténtica coope ración transatlántica en materia de seguridad global. Dos son las cuestio nes clave que determinan esa diferencia: la naturaleza de la amenaza y el alcance de la necesaria respuesta a la misma. Posiblemente debido a su familiaridad histórica con el terrorismo, los europeos no ven en él tanto una manifestación del mal como una emana ción política. Como tal fenómeno político que es, ha de ser combatido de un modo que una a las medidas directas para extirparlo una serie de po líticas destinadas a cortar sus vínculos políticos y sociales. Dicho de otro
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modo, la lucha contra el terrorismo no puede ser el principio organizador central de la política de seguridad global de Occidente; dicha política ha de tener un alcance político y social más amplio, y ha de abarcar iniciati vas destinadas a solucionar los problemas subyacentes que contribuyen a la aparición de terroristas (quienes, a su vez, se aprovechan de dichos pro blemas para promocionar su causa). En este sentido, la diferencia más honda entre los europeos continentales y los estadounidenses es, posible mente, la que nace de sus respectivas valoraciones del terrorismo palesti no: muchos estadounidenses (incluidos algunos miembros del actual go bierno) consideran que el terrorismo es un mal intrínseco que no guarda prácticamente relación con la ocupación israelí de las tierras palestinas, mientras que un gran número de europeos tiende a creer que la ocupación y, en especial, los asentamientos son los que instigan el terrorismo. En segundo lugar, tal y como escribió un destacado comentarista ale mán sobre temas internacionales, «los estadounidenses tienden a con siderar que el campo de acción de la comunidad atlántica es el mundo entero, mientras que los europeos sólo quieren actuar en Europa y sus inmediaciones, que, aunque indefinido, es un terreno mucho más limita do».5 La distancia entre ambas perspectivas — que se fue acrecentando gradualmente a partir del final de la Guerra Fría— se hizo especialmen te manifiesta tras el 11-S. Para Estados Unidos, la lucha contra el «terro rismo de alcance global» tenía que desarrollarse a escala mundial, por lo que era totalmente lógico que la OTAN se implicase también globalmen te para defender la «civilización como tal», según las encendidas palabras del presidente Bush. Para los europeos, aquello tenía todo el aspecto de una presión de parte de los estadounidenses para subordinar el interés compartido de Europa por la estabilidad global a la obsesión más inme diata de Estados Unidos con el «eje del mal» y, en especial, con Irak. En un momento en el que Europa se encamina hacia una mayor uni dad política y en el que sus capacidades militares están emergiendo pro gresivamente (aunque con lentitud), la distancia entre las perspectivas europea y estadounidense a propósito de la seguridad global podría am pliarse aún más a causa de la inevitable expansión del perímetro de segu ridad que Europa definirá para sí misma. Pero incluso entonces, la capa cidad europea de llevar a cabo misiones de combate fuera de esa área seguirá siendo bastante limitada. La fuerza de reacción rápida de 60.000 5. Theo Sommer, «Borrador de hoja de ruta para la diplomacia de la República de Berlín», Die Zeit, 1 de marzo de 2001.
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soldados que Europa tiene planeado crear tardará aún años (a menos que se incremente sensiblemente su dotación) en disponer del abanico com pleto de recursos militares necesarios para poder intervenir con garantías en una guerra a larga distancia. Así pues, el papel cada vez más amplio de Europa en materia de seguridad ha de ser sencillamente (y en esencia) complementario (que no autónomo) al de Estados Unidos. La cuestión que con mayor probabilidad impulsará a Europa a asu mir un papel más significativo en materia de seguridad fuera de su área inmediata de influencia (e, incluso, a desarrollar una conciencia diferen ciada del propósito estratégico europeo) es la de Oriente Medio.6 Dada la proximidad de esta última región a Europa, y dados los históricos inte reses políticos y económicos europeos en Oriente Medio, la Unión Euro pea se verá obligada a asumir un papel más activo en la pacificación de la zona. Pero para sostener esa función, los europeos también deberán estar dispuestos a asumir parte de las responsabilidades (junto a Estados Uni dos) relacionadas con el mantenimiento de la paz y con su financiación. Los europeos, como ya han hecho en Afganistán y puede que hagan pronto también en Oriente Medio, podrían adoptar un papel cada vez más amplio —sin dejar por ello de ser complementario— en la seguridad global. Un despliegue euroestadounidense conjunto en Oriente Medio, aun cuando estuviera basado en parte en el cuerpo de reacción rápida de la UE, seguiría estando probablemente coordinado y comandado por la OTAN, lo cual pondría de relieve los horizontes en expansión de la mi sión de la Alianza en materia de seguridad. El efecto de la participación de los europeos, con la consiguiente presión que ello ejercería sobre Estados Unidos — que se sentiría así más obligado a consultar con Europa su polí tica en la región— , potenciaría el papel de la cada vez más expansionada comunidad euroatlántica como núcleo de la estabilidad global, siempre que tanto Washington como Bruselas aprendan a equilibrar el reparto de responsabilidades con una capacidad compartida de decisión política.
6. Tal y como comentó un observador francés: «L a debilidad principal de la política exterior de los Quince es, por encima de todo, su invertebración. [...] ¿Qué les falta a los Quince? La respuesta es obvia: un proyecto político y una visión común». Laurent Zecchini, «Los complejos de “Europa como potencia”», Le Monde, 20 de abril de 2001. Esa clase de quejas se volvieron generalizadas en toda Europa tras el 11-S, momento en el que se puso de manifiesto el contraste entre la determinación con la que los estadounidenses se lanzaban a cumplir sus objetivos y la falta de propósito estratégico de Europa en una re gión como Oriente Medio, limítrofe con el extremo sudoriental del continente.
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La
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m e t a e s t a b il id a d d e
A
s ia o r ie n t a l
El Este asiático tiene todavía que decidir si su futuro político se ase mejará a la Europa de la primera mitad del siglo xx o a la de la segunda mitad de ese mismo siglo. En ciertos aspectos, el Asia de hoy recuerda si niestramente a la Europa previa a 1914. Eso no significa que la región esté condenada a repetir la tragedia de autodestrucción de los europeos. Es posible que Asia logre evitar el fracaso de Europa a la hora de afron tar sus rivalidades de poder internas. Pero conviene observar que la re gión es actualmente metaestable, una situación en principio sólida, pero sólo hasta que se ve sometida a ,un impacto súbito que dispara una des tructiva reacción en cadena. El poder ascendente de varios Estados asiáticos amenaza la estabili dad de la zona. Se trata de un región desprovista de estructuras coopera tivas de seguridad regional que puedan ejercer un efecto restrictivo. Exis ten, además, fuertes agravios recíprocos entre vecinos, planteados en un escenario de patologías nacionales que se dejan sentir de un modo espe cial debido a sus vulnerabilidades estratégicas respectivas. Las actuales potencias de Asia maniobran en un contexto regional fluido y todavía por estructurar (en su mayor parte) que carece de los marcos multilatera les de cooperación política, económica y en materia de seguridad que se pueden ver actualmente en Europa o, incluso, en América Latina. Asia, pues, es un éxito económico ascendente, un volcán social y un riesgo po lítico, al mismo tiempo. En su interior, una China en auge compite por la preeminencia re gional con un aliado de Estados Unidos como Japón, mientras que Corea se encuentra fragmentada por una división contra natura y potencialmen te explosiva. Al mismo tiempo, el futuro de Taiwan es motivo de con frontación, Indonesia es vulnerable a nivel interno y la India se siente amenazada por China a la vez que se considera a sílnisma su igual. Chi na y la India (además del vecino antagonista de ésta, Pakistán) son po tencias nucleares declaradas, algo en lo que también está tratando de convertirse la desafiante Corea del Norte y para lo que Japón estaría so bradamente preparado en muy breve espacio de tiempo. Como potencia ascendente, China recuerda a la Alemania imperial que envidiaba a Gran Bretaña, se mostraba hostil frente a Francia y despreciaba a Rusia; la Chi na de hoy, aunque se muestre cada vez más pragmática con respecto al papel estadounidense en el Pacífico, está obsesionada con Japón y trata con condescendencia a la India y con desdén a Rusia.
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La seguridad global se verá irremediablemente afectada por la evolu ción de la escena internacional en Extremo Oriente, algo que, a su vez, dependerá en gran medida de la conducta de los dos principales Estados de esa zona —China y Japón— y de cómo influya Estados Unidos en su comportamiento. La estabilidad de Extremo Oriente (garantizada por un triángulo estratégico entre Estados Unidos, China y Japón, cada vez más institucionalizado y cuidadosamente equilibrado) proporcionará un pun to de anclaje fundamental para la solución de los conflictos en el conjunto de Eurasia. India, Rusia y la Unión Europea también pueden contribuir de modos distintos a la interacción de todos esos factores, pero sólo desde una posición periférica. Los agravios y resentimientos que complican las relaciones entre los Estados asiáticos son múltiples y variados, y son tanto históricos como te rritoriales y culturales. Los chinos se sienten heridos por la separación de Taiwan que todavía se prolonga hasta nuestros días y de la cual culpan a Estados Unidos; pero también temen y vigilan muy de cerca el rearme de Japón y condenan las insuficientes muestras de arrepentimiento de los ja poneses por sus crímenes de guerra. Además, tampoco han olvidado los territorios que Rusia les arrebató durante su período de debilidad histó rica. Los japoneses ven a China como una amenaza potencial a su seguri dad y como un rival en auge por la primacía económica y política que to davía detentan; por otra parte, la retención por parte de Rusia de las islas Kuriles meridionales resulta tan dolorosa para los japoneses que todavía no se ha firmado un tratado de paz ruso-japonés tras los más de cincuen ta y cinco años transcurridos desde el final de la Segunda Guerra Mun dial. Japón tiende también cada vez más a considerar su dependencia de Estados Unidos como una necesidad estratégica temporal —forzada por la todavía irresuelta partición de Corea durante la Segunda Guerra Mun dial— y cada vez menos como una situación deseable a largo plazo. Los indonesios recelan del creciente poder chino, y los indios se sienten, por una parte, molestos por la arrogante negativa de China a considerar a la India su igual en Asia y, por otra parte, amenazados por la implícita alian za chino-paquistaní. Los profundos complejos nacionales existentes en los diversos países de la zona, intensificados por dolorosos recuerdos históricos, tampoco facilitan las cosas. Los japoneses emprendieron la ascensión hasta la gran deza imperial y la caída en el abismo de una derrota aplastante en el pla zo de un solo siglo. Continúan siendo, hasta el momento, los únicos que han sido blanco militar de la utilización de armas atómicas. Son cons-
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exentes de su falta de recursos naturales y se sienten cada vez más preo cupados por las consecuencias sociales y económicas del rápido envejeci miento de su población (la segunda que más rápido envejece del mundo). Los chinos se sienten profundamente dolidos por la prolongada humilla ción nacional que les han infligido los japoneses, los estadounidenses, los rusos, los británicos y los franceses (además de los alemanes y los italia nos, que también tuvieron una participación — aunque menor— durante la revuelta de los boxers). El cada vez más intenso nacionalismo chino tie ne muchas probabilidades de convertirse en la fuente principal de unidad política del país a medida que la ideología comunista del actual gobierno vaya perdiendo relevancia. Pero China también tiene motivos para preo cuparse por lo que sucede en los márgenes de cada uno de sus dos prin cipales flancos fronterizos: los indios están preocupados por la creciente conflictividad entre comunidades dentro de su propio país y envidian el hecho de que China se haya erigido en un polo de atracción mucho ma yor de las inversiones extranjeras directas, mientras que a los rusos les in quieta la posibilidad de que, a largo plazo, pierdan sus propios territorios orientales ante una China más poderosa y poblada. Agravando aún más todo este cuadro de miedos, antagonismos y complejos, está la vulnerabilidad estratégica de los principales actores asiáticos implicados. La supervivencia económica de cada uno de ellos depende críticamente del acceso sin restricciones del comercio marítimo a dos o (a lo sumo) tres grandes puertos. Con apenas unas pocas minas magnéticas se podrían bloquear Shanghai, Yokohama o Bombay (y uno o dos puertos más) y paralizar (literalmente) así las economías de Chi na, Japón o la India, que dependen casi exclusivamente de mercancías que les llegan por transporte marítimo (entre las que se incluyen, ob viamente, las importaciones de petróleo, absolutamente indispensables para todos esos países). El transporte internacional por ferrocarril no re sulta sólo inviable para Estados insulares como Japón o Indonesia, sino que también alcanza proporciones insignificantes en casos como los de China o la India. El estrecho de Malaca, en el que se encuentra el puerto de Singapur, constituye un corredor marítimo especialmente vital, pues to que por ese angosto paso circulan tanto el comercio que Extremo Oriente mantiene con Europa como el petróleo que importa de Oriente Medio. No es de extrañar, pues, que la carrera de armamentos asiática haya ido adquiriendo un nuevo ímpetu, sin apenas llamar la atención públi ca. Sorprende su paralelismo con la rivalidad naval europea del siglo
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pasado. Con bastante sordina, los principales protagonistas han am pliado sus flotas de submarinos, han adquirido navios de superficie equipados para el transporte de helicópteros de ataque, han estudiado la posibilidad de obtener portaaviones y se han esforzado por extender el alcance de su poder aéreo. China y la India llevan tiempo tratando de formar sus propias poderosas armadas «de alta mar» (con capacidad operativa transoceánica): los dos países han negociado de forma activa con Rusia la obtención de uno de los grandes portaaviones que la Unión Soviética no pudo terminar de construir. Sus respectivos gobiernos han modernizado sus flotillas de destructores (incluidos algunos modelos avanzados adquiridos a Rusia) y han expandido sus flotas de submari nos para convertirlas en fuerza clave para su defensa contra posibles agresiones marítimas. En sus escritos sobre estrategia, los planificadores navales chinos han propugnado una ampliación del perímetro del alcance naval de China hacia el suroeste, mientras que sus homólogos indios vienen haciendo un creciente hincapié no sólo en la especial res ponsabilidad naval de la India en el océano índico, sino también en la necesidad de que su país afiance su posición hacia el este, en el estrecho de Malaca. Tampoco los japoneses se han quedado rezagados. En 2001, hicie ron público que iban a proceder al envío regular de patrulleras armadas al estrecho de Malaca para proteger los petroleros y cargueros nipones (que habían sido víctimas habituales de los piratas locales). Además de contar con una moderna flota de destructores altamente capaces, los ja poneses se han esforzado por disponer de una capacidad naval de más largo alcance adquiriendo un gran buque de desembarco anfibio (cono cido en inglés como Landing Platform Dock o LPD) equipado para transportar helicópteros de ataque y, potencialmente, aviones de com bate. Los actuales planes japoneses para hacerse con destructores portahelicópteros adicionales de 13.500 toneladas dotarán a su ejército de bu ques mayores que el portaaviones italiano Garibaldt, que tiene capacidad para transportar dieciséis cazas de combate Harrier. Apoyadas por una flota de aviones nodriza diseñados para el repostaje en vuelo y a larga distancia de cazas de combate (una función descrita oficialmente — aun que parezca increíble— como adaptada para misiones «humanitarias») y por otra (muy moderna) de submarinos, las fuerzas navales japonesas —aun siendo todavía modestas en comparación con las de la armada es tadounidense— son ya las más avanzadas y potentes de todos los Esta dos asiáticos.
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En última instancia, la guerra o la paz en Extremo Oriente vendrán determinadas en gran medida por cómo evolucione la interacción entre China y Japón, y entre cada uno de esos dos países y Estados Unidos. Si los estadounidenses retirasen sus fuerzas de la región, la probabilidad de que se reprodujera un escenario como el de la Europa del siglo xx sería muy elevada. Japón no tendría más remedio que desvelar y acelerar su ac tual rearme; China procedería probablemente a aumentar rápidamente su arsenal nuclear (concebido hasta el momento para dotar al país única mente de una capacidad mínima de disuasión); el estrecho de Formosa se convertiría en un escenario de autoafirmación nacional china; Corea ex perimentaría, muy probablemente, un final violento a su partición para, posiblemente, emerger de todo ello como una potencia nuclear y unifica da, y el triángulo atómico chino-indo-paquistaní podría hacer las veces de un peligroso paraguas de protección para la reanudación de un con flicto bélico convencional. Una simple cerilla podría iniciar una devasta dora explosión. No obstante,„durante la próxima década, más o menos, la evolución más probable será la que resulte de la interacción entre el ascenso mani fiesto de China al estatus de potencia regional, la continuada (aunque ambigua) adquisición por parte de Japón de un poder militar progresiva mente superior, y los esfuerzos estadounidenses para controlar tanto lo uno como lo otro. Para esa labor de control serán necesarias una detenida calibración estratégica y una verdadera sensibilidad ante las aspiraciones tanto chinas como japonesas; China, en su transición hacia su fase posco munista, se está revelando como una potencia crecientemente nacionalis ta, mientras que Japón (que continúa siendo la segunda economía del planeta) está empezando a sentirse incómodo por lo mucho que su pro pia seguridad sigue dependiendo de una superpotencia como Estados Unidos, que puede estar empezando a abarcar más de lo que le permiten sus propias posibilidades y que se comporta, en ocasiones, de forma sim plemente arbitraria. La perspectiva china del mundo —y del papel de la propia China en él— se ha ido volviendo cada vez más pragmática y menos doctrinaria, especialmente tras el 11-S. Preocupados sin duda por el riesgo de caer en el aislamiento internacional (dada la aparente decisión rusa de abandonar sus devaneos con una supuesta coalición ruso-china frente al «hegemonismo» estadounidense), los chinos pusieron fin a sus acaloradas denun cias de la agresividad estadounidense y a sus repetidas alegaciones de su puestos planes estadounidenses de guerra contra la República Popular
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China. Si bien esas opiniones fueron frecuentes y visibles en los medios de comunicación chinos hasta incluso la primera mitad de 2001,7 en 2002 la imagen en blanco y negro de una confrontación global entre Estados amantes de la paz y Estados guerreros había dado paso a una interpreta ción mucho más matizada. En ese sentido, fue muy reveladora la sensata valoración avanzada ya el 4 dé febrero de 2002 en el ]iefangjun Bao, el ór gano oficial del Departamento Político General del Ejército de Libera ción Popular (ELP), según la cual, «la pauta esencial en la evolución de la situación internacional presente y en el futuro inmediato será: paz en general con guerras localizadas, calma global con tensiones localizadas, y estabilidad en conjunto con disturbios localizados». El análisis proseguía en los siguientes términos: «La cuestión de la seguridad internacional se ha vuelto cada vez más diversificada; se han entremezclado los factores de seguridad tradicionales con otros no tradi cionales y los daños ocasionados por los problemas de seguridad no tra dicionales, como el terrorismo y el tráfico de drogas, son cada vez más graves». Adoptando a continuación una perspectiva más doctrinal, el ór gano del ELP advertía de que, a pesar de todo lo mencionado anterior mente, Estados Unidos se muestra cada vez más predispuesto a dotar a sus alianzas —en particular, la OTAN y el tratado de defensa con Ja pón— de unas capacidades ofensivas preocupantes para China. Ni que decir tiene que, de todas, la conexión entre Japón y Estados Unidos era la que más inquietaba a los estrategas de Pekín. Es comprensible que los chinos sientan un saludable respeto por el poder potencial de Japón. Tampoco sorprende especialmente que tien 7. Un ejemplo típico fue la virulenta denuncia contra Estados Unidos publicada en el órgano oficial del Comité Central (CC) del Partido Comunista Chino (PCC), Renmin Ribao, el 20 de abril de 2001, en la que se decía: «Las fuerzas estadounidenses están bus cándose siempre problemas por todo el mundo y planteando, al son de su inconfundible “cantinela de gángster”, una inmensa amenaza a la paz y la estabilidad globales». Espe cialmente revelador del cambio producido a continuación fue una polémica pública acer ca de la política estadounidense aparecida en ese mismo órgano oficial casi un año des pués, el 23 de marzo de 2002. El autor que defendió el argumento de que Estados Unidos estaba utilizando la guerra contra el terrorismo como pretexto para retener su suprema cía global se encontró con la réplica de otro que afirmó que «la corriente principal [de la política exterior estadounidense] está basculando hacia la cooperación y la confianza mu tuas» en las relaciones EE.UU.-China. Otro ejemplo de análisis sereno de la relación EE.UU.-China, titulado «Cinco grandes diferencias entre China y Estados Unidos que han de ser tratadas adecuadamente», apareció en Wen Wei Po, un diario publicado en Hong Kong bajo propiedad del gobierno chino, el 21 de febrero de 2002.
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dan a exagerarlo deliberadamente, puesto que con ello pueden encauzar las emociones nacionalistas de las masas de su país sin comprometer la re lación chino-estadounidense. Los chinos son conscientes de que la entra da continuada de inversiones directas extranjeras y de tecnología avan zada en China (así como el acceso a un mercado exterior de primera magnitud para las exportaciones de los productos industriales chinos) depende del mantenimiento de unas relaciones no antagónicas con Esta dos Unidos. Sin embargo, la rivalidad hostil con Japón, mientras sea con tenida y cuidadosamente administrada, no sólo resulta natural desde el punto de vista histórico, sino también oportuna desde el político: movili za la unidad nacional sin incurrir en un coste internacional prohibitivo. De ahí que el pueblo chino reciba una y otra vez informaciones de sus medios de comunicación (como su élite política las recibe cada vez más y con mayor lujo de detalles de las revistas más especializadas del ELP) en las que se afirma que Japón se ha convertido de nuevo en una gran po tencia militar y que su potencial bélico es ya significativo y continúa cre ciendo con rapidez. Su poder, según se dice, representa una amenaza cre ciente para China y para la seguridad de la región debido, sobre todo, a la progresiva adquisición por parte de Japón de material tecnológica mente avanzado para operaciones ofensivas. Además, los medios de co municación chinos tienden a hacerse un eco desmesurado de cualquier declaración de uno u otro político nipón que pueda ser interpretada como belicosa, y dan también cumplido detalle de cualquier posible atis bo de atenuación por parte japonesa del compromiso constitucional del país nipón con una postura pura y estrictamente defensiva. Según las revistas políticas y militares chinas, Japón — además de contar con unas fuerzas navales y aéreas ultramodernas, y con el segundo mayor presupuesto de defensa nacional del mundo— está desarrollando un impresionante sistema de misiles balísticos, que ya supera cualitativa mente al que poseen en la actualidad Francia y la propia China, y que es incluso comparable con el de Estados Unidos. Del cohete M-5 japonés, desarrollado a finales de la década de 1990, se dice que supone una ver sión mejorada del último y más potente ICBM estadounidense, el misil M X de combustible sólido. Un modelo más reciente diseñado presunta mente para la investigación espacial —el cohete H-2A— posee un alcan ce efectivo de 5.000 kilómetros, lo que otorga a Japón la capacidad de al canzar con una ojiva convencional cualquier punto del territorio chino. Al mismo tiempo, el evidente interés de Japón por colaborar con Estados Unidos en un sistema de defensa de misiles teledirigidos, y la adquisición
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por parte de ese mismo país de fragatas equipadas con el sistema Aegis de defensa antiaérea más avanzado, se deben, desde el punto de vista chino, al deseo nipón de obtener una ventaja estratégica sobre China.8 Pero aun más inquietante para los chinos resulta el hecho de quejapon estaría, según ellos, a punto de convertirse en una potencia nuclear de primer orden. Para justificar tal afirmación señalan: 1) que Japón cuenta con un contingente de científicos altamente preparados, capaces de producir componentes prefabricados con los que ensamblar bombas atómicas; sería cuestión de muy breve espacio de tiempo («en sólo una semana», según un informe chino); 2) que Japón, con sus cuarenta y cua tro reactores nucleares, es ya la tercera nación que más energía atómica genera del mundo; 3) queda capacidad de tratamiento de combustible nuclear de Japón (que supera en la actualidad las 800 toneladas) es tam bién la tercera del mundo, sólo por detrás de las de Estados Unidos (con unas 2.100 toneladas) y Francia (con unas 1.200), y 4) que está previsto que esta capacidad crezca sustancialmente a lo largo de los próximos diez años, al final de los cuales Japón poseerá las mayores reservas de plutonio del mundo, si bien sus reservas actuales serían ya suficientes para produ cir miles de ojivas nucleares. En resumidas cuentas, Japón es presentado como «una potencia nuclear de facto a punto de cruzar el umbral atómi co declarado».9 Ante el creciente potencial militar de Japón, dos son los escenarios que resultan especialmente inquietantes para los chinos. El primero con sistiría en un Japón libre de antiguas riendas (bien porque él mismo se hubiese deshecho de su dependencia de Estados Unidos, bien porque Estados Unidos hubiese emprendido un súbito repliegue de Extremo Oriente) que recurriese a su creciente poder naval y nuclear para llevar a
8. Conviene señalar que Japón ha decidido desplegar una red de defensa antimisiles de dos niveles que comprende misiles interceptores situados en mar (SM3) y en tierra (PAC3), y para los que se necesitan, al menos, ocho fragatas Aegis. Su coste podría oscilar entre 500.000 millones y más de 1 billón de yenes (aproximadamente entre 4.200 y 8.400 millones de dólares). Editorial, «Japón concreta su política para desplegar una defensa an timisiles no más tarde del ejercicio fiscal de 2006», Sankei Shimbun, 23 de junio de 2003. 9. Entre los numerosos ejemplos de citas que respaldan tal argumento, se pueden mencionar el Jiefangjun Bao del 12 de febrero de 1999, en el que se comentaba la tecnolo gía de misiles de Japón; el Renmin Ribao del 11 de diciembre de 2000, que prestaba espe cial atención al tamaño total del sistema de defensa japonés y a su elevado presupuesto, y el Liaowang (un semanario de información general de la agencia de noticias oficial china) del 17 de junio de 2002, en el que se hacía particular hincapié en la cuestión nuclear.
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cabo una política de hostilidad abierta hacia China, y decidiese, al mismo tiempo, formar una alianza con su vecina Taiwan. Desde el punto de vis ta chino, Taiwan se transformaría entonces en el equivalente del Manchukuo del siglo xx, el protectorado sobre la Manchuria china impuesto por los militaristas japoneses. El resultado derivado de todo esto podría ser una colisión militar chino-japonesa. El segundo escenario sería el resultante de una redefinición por par te de Estados Unidos de los lazos de seguridad que mantiene en la actua lidad con Japón, Corea del Sur y Taiwan — oficialmente bilaterales y, en el caso de Taiwan, fundamentalmente extraoficiales— para convertirlos en una alianza declaradamente antichina. El estatus político de Taiwan sería el mismo que el del primer escenario, si bien Estados Unidos podría no sentirse tan inclinado a promover la secesión formal de dicha isla respec to de la China continental como lo estaría un Japón nacionalista. Pero, en cualquier caso, China se hallaría geográficamente encerrada, ya que en tonces la India se sentiría probablemente tentada a aprovechar la ocasión para presionar al gobierno chino hasta conseguir la devolución de los te rritorios que Nueva Delhi reivindica que le fueron arrebatados por la fuerza tras el conflicto fronterizo de principios de la década de 1960. De lo bienvenido que sería cualquiera de esos dos escenarios entre los círculos políticamente influyentes de Taiwan ha dado sobradas mues tras el propio presidente taiwanés, Chen Shui-bian, quien, a principios de 2002, pidió el desarrollo conjunto de sistemas de defensa antimisiles en tre Estados Unidos, Japón y Taiwan. Los medios de comunicación taiwaneses también se han hecho un favorable eco de algunos comentarios de especialistas en defensa, tanto japoneses como de su propio país, a favor de «una alianza secreta» entre Japón y Taiwan para disuadir a China. En palabras de un experto taiwanés en defensa, «lo más importante para que Japón trate a Taiwan como un aliado silencioso será que piense en Tai wan como un aliado real».10 Dados los riesgos hasta aquí mencionados, los chinos vigilarán muy de cerca la evolución de la conexión estadounidense-japonesa y su im pacto sobre la históricamente competitiva relación entre China y Japón. Sin embargo, y dado el declive paulatino de la ideología comunista en China y el reconocimiento pragmático por parte de ese país de lo mu cho que puede ganar manteniendo una relación relativamente estable 10. Según informaba Monique Chu, «Taiwan and Japan “Silent Allies”», Taipei Ti mes, 24 de julio de 2001.
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con Estados Unidos, podría darse la paradoja de que el creciente po tencial militar de Japón impulsase a los chinos a ver con mejores ojos la continuación de la dependencia japonesa de Estados Unidos. El valor práctico de un acercamiento estadounidense-chino-japonés realmente estable pesaría más que la inclinación china previa a ver el mundo a tra vés de categorías dicotómicas influidas por consideraciones doctri nales. De hecho, ya existen indicios de que tal cambio está teniendo lugar en este mismo momento. Ultimamente, algunos expertos chinos han ve nido sosteniendo en público que una política más sutil de su país, atenta a las realidades más sensibles de la conexión estadounidense-japonesa, podría hacer algo más que impedir la aparición de los alarmantes escena rios descritos anteriormente: podría fomentar una conciencia más gene ral de identidad asiática en el propio Japón, con la que se podría impedir una separación permanente (auspiciada por los estadounidenses) entre el país nipón y el conjunto de Asia. Ese distanciamiento, según temen los chinos, podría ser el resultado de los esfuerzos estadounidenses para transformar a Japón de país asiático en un equivalente en el océano Pací fico de lo que el Reino Unido es con respecto a Europa: un país guiado por una identidad insular (no continental) diferenciada que funcione como socio privilegiado de Estados Unidos en el Pacífico y cuya misión clave sea la de ayudar a los estadounidenses a contener «la amenaza chi na». Para animar a que Japón identifique su futuro con el de Asia, según comentó un especialista chino en asuntos exteriores, «el resultado ideal para Pekín de una mejora en la relación chino-japonesa sería avanzar ha cia una relación China-Estados Unidos-Japón beneficiosa, interactiva y en igualdad de condiciones».11 Pekín ha venido realizando para ello esfuerzos cada vez mayores con el objetivo de mejorar sus relaciones tanto con Estados Unidos como con Japón, a pesar de la acumulación de capacidades militares que ha emprendido este último país. La lección estratégica importante que se es conde detrás de este cambio es que el aumento gradual y cuidadosamen te calibrado del papel de Japón en materia de seguridad incrementa, de hecho, el interés chino por mantener una relación estable y cooperativa con Estados Unidos, por favorecer la continuación de los vínculos entre1 11. Véase Pang Zhongying, «Análisis del factor estadounidense en las relaciones chi no-japonesas (2a parte)», Renmin Wang, órgano por Internet del CC del PCC, 23 de abril de 2002.
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estadounidenses y japoneses, y por sostener un triángulo equilibrado en tre Pekín, Tokio y Washington. Sería un error, no obstante, que los decisores políticos estadouniden ses infirieran de ello que el mismo efecto positivo se observaría si se pro dujera una escalada militar similar en Taiwan. A menos que se distancie por completo de Estados Unidos, no parece probable que un Japón que vaya adquiriendo un poder militar paulatinamente superior decida utili zarlo para desafiar directamente cualquier interés vital chino. No se pue de decir lo mismo, sin embargo, de Taiwan. En este caso, el riesgo de que las fuerzas políticas separatistas de Taipei se sientan tentadas a utilizar cualquier incremento de su capacidad militar para declarar su indepen dencia formal de China es mayor. Ningún gobierno chino, por muy auto ritario que fuera, podría quedarse pasivo ante tal medida teniendo en cuenta el papel cada vez mayor del nacionalismo en la conciencia de ma sas china. La ira popular en aquel país podría entonces desencadenar un choque militar chino-estadounidense de efectos desestabilizadores en el escenario regional. Aparte de la cuestión taiwanesa, lo que continuará preocupando por encima de todo en materia de política exterior a los dirigentes chinos será el grado de dinamismo, afirmación política y ambición internacio nal con el que Japón seguirá adquiriendo mayor poder militar (y en qué medida tal adquisición se verá restringida por la conexión estadouni dense-japonesa). Existen motivos para un cauto optimismo. No parece probable que ni Estados Unidos ni Japón se embarquen en una apresu rada reorientación estratégica. Las campañas esporádicas en los medios de comunicación estadounidenses en las que se define a China como la próxima superpotencia rival (y principal amenaza) de Estados Unidos no han suscitado una especial corriente de presión en el Congreso ni en la población en general a favor de la adopción por parte estadounidense de una postura más antagónica con respecto a China. Tampoco se han producido llamamientos a un rearme japonés urgente del tipo de los que se oyeron a propósito de Alemania durante los peligrosos años de la dé cada de 1950 de la Guerra Fría. Los propios japoneses muestran una considerable sensibilidad con respecto a las preocupaciones chinas y es probable que traten de pasar todo lo desapercibidos que puedan, aun sin dejar de mejorar sus capaci dades militares a un ritmo sostenido, mejora que parece estar motivada fundamentalmente por su prudente deseo de no quedar totalmente inde fensos en caso de que se produzca algún inesperado repliegue estadouni-
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dense, más que por un afán nacional de poder militar independiente. A fin de cuentas, el objetivo japonés es más el de recurrir a una opción de seguridad que el de tramar una vía de ruptura repentina. De hecho, si algo hay que reconocerles tanto al pueblo japonés como a su élite política es lo profundamente arraigados que están en ellos los va lores democráticos y una intensa ética antimilitarista. Los constantes de bates nacionales sobre la escala y el alcance geoestratégico de los progra mas militares del país, y el continuo apoyo popular al establecimiento de límites constitucionales estrictos a la implicación militar japonesa en el ex terior, son reflejo de una visión racional y responsable del papel interna cional de Japón. Por decirlo en una frase, el Japón de hoy en día —toda una auténtica democracia constitucional— es un buen ciudadano global. Para ser justos, hay que decir que también se han alzado voces en Ja pón a favor de una postura internacional más firme y enérgica, especial mente tras el 11-S. Pero, salvo una estridente minoría sin mucho apoyo popular, la mayoría de quienes propugnan un posicionamiento japonés más activo tienden a enfatizar la obligación que tiene Japón, como se gunda potencia económica del mundo, de afrontar su parte correspon diente de responsabilidad por la seguridad global. Estas voces no piden, por lo general, un estatus militar completamente independiente que des ligue a Japón de Estados Unidos. Así, aun cuando puede que se observe una inclinación creciente a rechazar el pacifismo intemacionalista, ésta no significa que exista un deseo generalizado de adherirse a un militaris mo nacionalista. Las opiniones expresadas tras el 11-S por el presidente del Comité Permanente sobre Asuntos Exteriores de la Cámara Alta japonesa son re presentativas de esta nueva tendencia. Según señaló: «En el Japón de posguerra ha imperado una concepción pacifista simple, resultante de las trágicas experiencias nacionales durante la Segunda Guerra Mundial, se gún la cual todo poder militar es malo. Se trata de una idea que fue ade más exagerada hasta convertirse en el llamado pacifismo de un solo país; yo creo que debemos hacer un profundo examen de conciencia al res pecto». También dijo: «Japón debería ser capaz de cumplir su papel den tro de la respuesta internacional a las nuevas amenazas de la Posguerra Fría como miembro responsable de la comunidad de naciones. Igual mente, deberíamos establecer un sistema para proteger nuestras vidas, nuestra propiedad y nuestra tierra de las amenazas tradicionales (como las de ataque armado por parte de otros países). [...] Por último, debería mos introducir modificaciones en el marco legal para facilitar el funcio-
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namiento de la alianza Japón-Estados Unidos, que es indispensable para mantener el equilibrio militar general en el este de Asia».12 Tanto éstas como otras muchas declaraciones similares reflejan un creciente apoyo popular a un papel político más afirmativo de Japón en la escena mundial. El país nipón está efectuando una clara transición des de una postura pasiva y pacifista a otra de implicación más activa que in cluiría no sólo la participación en fuerzas de paz, sino también la cola boración militar directa de Japón con la vigilancia de la aplicación y el cumplimiento de esa paz (como en Irak). Eso dista mucho de ser, sin em bargo, una política exterior independiente, nacionalista y militarista, que sólo tendría probabilidades de prosperar si se produjera una transforma ción trascendental y amenazadora del entorno de seguridad de Japón. A diferencia de las naciones de la Europa previa a 1914, ni China ni Japón han hecho grandes alardes públicos de sus supuestos planes o perspectivas como grandes potencias. Igualmente, a diferencia de los di rigentes soviéticos, que solían presumir de que, en poco tiempo, Rusia enterraría a Estados Unidos, los chinos se han mostrado más bien pro pensos (y con razón) a hacer hincapié en su relativo atraso y en el largo período de tiempo que necesitarán para superarlo.13 Los japoneses, tras algún breve e intoxicante exceso que otro allá por la década de 1980, pro vocado en buena medida por las ansiedades que en Estados Unidos des pertó el miedo a que Japón se estuviese convirtiendo en el «superestado del futuro», se han mostrado también humildes a propósito de sus pers pectivas a largo plazo. Son muy conscientes no sólo de la vulnerabilidad 12. Keizo Takemi, citado en el Sankei Shimbun del 27 de diciembre de 2001. Una con ferencia del sector privado japonés, sintonizando en buena parte con lo anterior, reco mendó el establecimiento de un «Consejo de Estrategia Nacional», encuadrado dentro del organigrama de la Oficina del Gabinete, para ayudar a elaborar planes para una respuesta japonesa más eficaz a las emergencias internacionales. Asimismo, aconsejó que fuese acompañado de una «Conferencia Estratégica Japón-Estados Unidos» paralela de autori dades públicas y directivos del sector privado «con el propósito de expandir la relación de la alianza estadounidense-japonesa». Véase «Editorial», Sankei Shimbun, 10 de marzo de 2002. Los sondeos de opinión pública en Japón también han venido indicando en repeti das ocasiones que, a pesar de que el apoyo a la realización de ciertos cambios en la Cons titución japonesa es bastante amplio, la gran mayoría de la población (incluso entre aque llos y aquellas que se muestran favorables a los cambios) continúa estando a favor del mantenimiento del Artículo 9, por el que Japón renuncia a su derecho a entrar en guerra. 13. Un estudio de la Academia China de las Ciencias, que se hizo público en marzo de 2001, llegó a la conclusión de que China sería sólo un país «moderadamente desarro llado» allá por el año 2030.
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de su país ante el desorden global en general, sino también de los perjuicios que le han comportado su prolongado bache económico y el cada vez ma yor envejecimiento de su población. Lo más importante, de todos modos, es que los chinos saben mejor que nadie que carecen (y seguirán careciendo durante algún tiempo) del poder necesario para permitirse provocaciones militares serias. Cualquier escenario militar que derivara en colisión directa con Estados Unidos se ría una catástrofe para el gigante asiático. Estados Unidos podría bloquear China a su voluntad y, con ello, detener por completo el comercio exterior y las importaciones de petróleo de ese país.14 Incluso, sin llegar a ese ex tremo, como ya se ha señalado, un conflicto grave en la región podría ge nerar otra pesadilla para China: un Japón militarmente avanzado y políti camente reavivado que se distanciara de Estados Unidos. El mejor camino (sin duda) para China pasa por dosificar sus fuerzas, promover su propio crecimiento económico, fomentar pacientemente una mayor dependencia económica de Taiwan con respecto al continen te y potenciar sutilmente una identidad política asiática mediante el cul tivo de una comunidad económica asiática que acabe por tentar también a Japón. El interés político de China por promover una comunidad dife renciada de ese tipo, desvinculada de Estados Unidos, no ha dejado ob viamente de crecer, puesto que, en su seno, los chinos calculan que dis pondrían de la voz política más fuerte y, entonces, Estados Unidos tendría que escucharles. Los chinos no sólo saben que necesitan paz en Extremo Oriente para que eso sea posible, sino que también son conscientes de que si hay paz China tiene muchas posibilidades de convertirse, de un modo casi literal, en la fábrica del mundo: el centro global de inversiones en el sector de las manufacturas y el principal exportador de productos manufacturados terminados. En ese terreno, China está ya actualmente obligando a cerrar algunos sectores industriales tradicionales en los países más desarrollados —incluido Estados Unidos— e, incluso, en rivales en vías de desarrollo 14. Desde 1993, China se ha convertido en un importante importador de petróleo; su actual 20 % de dependencia de las importaciones del exterior aumentará hasta situarse por encima del 40 % en 2010, con lo que sobrepasará el volumen de las importaciones pe troleras de Japón. Véase «L a situación a la que se enfrenta la seguridad petrolera de Chi na», Ta Kung Pao, 10 de noviembre de 2000. La consiguiente sensación de vulnerabilidad ha hecho que China considere la creación de un ambicioso sistema nacional de reservas estratégicas de petróleo. Véase «Invierten 100.000 millones en la construcción de un sis tema petrolífero estratégico», Ta Kung Pao, 13 de noviembre de 2002.
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económico como la India. Las empresas chinas están también empezan do a adquirir algunas compañías japonesas en quiebra en el Sudeste asiá tico. Los chinos tienen la sensación de que, en el plazo de unas dos déca das, más o menos, el efecto acumulado de esta tendencia podría hacer de su país la potencia comercial dominante y, al mismo tiempo, el líder po lítico de Asia. En cualquier caso, el año 2008 puede servir de punto de inflexión en el hasta ahora continuado período de prudencia exterior de China. Los Juegos Olímpicos de ese año, que se celebrarán en Pekín, son demasiado importantes para la imagen propia de China y demasiado vitales para su éxito socioeconómico como para comprometerlos por culpa de una cri sis internacional provocada por los propios chinos. Y eso se hace tan ex tensivo al estrecho de Formosa como a Corea del Norte. Además, la élite china es consciente de que las tensiones políticas y sociales internas están aumentando en su país, hasta el punto de suponer una amenaza para la estabilidad del sistema en su conjunto. Entre los mu chos factores que probablemente podrían desencadenar la agitación po lítica y social, dos son los que destacan especialmente: el mayor acceso a Internet de las nuevas generaciones y los crecientes síntomas de desigual dad social. El primero de ellos está acabando con el prolongado mono polio del Partido Comunista sobre la información. Unos 35 millones de chinos, aproximadamente, son usuarios de Internet, y los estudios mues tran que son sobre todo hombres jóvenes e instruidos, de sectores relati vamente acomodados y, por tanto, rebosantes de aspiraciones sociales y políticas. Tienden a utilizar Internet como suministrador principal de in formación, que prefieren buscar en fuentes no nacionales. Por hacer una interesante comparación, sólo un 4 % de los usuarios de Internet japone ses visitan páginas no japonesas, frente al 40 % de los usuarios chinos que visitan sitios web de fuera de su país.15 El segundo de los factores mencionados, el de la creciente desigual dad social, tiene muchas probabilidades de erigirse en un desafío cada vez mayor a las doctrinas formalmente igualitarias del régimen. El propio ór gano oficial del Partido Comunista ha llegado a admitir públicamente que «la distancia entre ricos y pobres ha empezado a ampliarse y se está abrien15. Según informaciones aparecidas en el South China MorningPost el 27 de julio de 2001 y el 8 de julio de 2002. Es posible que esto sea simplemente una consecuencia de la propia escasez de páginas web chinas o de páginas chinas web de un determinado tipo (como medios informativos o con contenidos relativos a Japón y a otros países).
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do cada vez más, y las contradicciones en el reparto de la riqueza resultan crecientemente evidentes. [...] Las contradicciones y los conflictos se es tán volviendo cada vez más antagónicos».16 Otros estudios chinos revelan que la desigualdad social ha alcanzado ya «niveles peligrosos».17 Así pues, durante la próxima década, al menos (y puede que durante más tiempo), es improbable que China se considere preparada para plan tear un serio ordago político a la jerarquía internacional. Eso concede un buen margen de tiempo a Estados Unidos para que trate de empujar a Asia hacia una repetición modificada del éxito de la Europa posterior a 1950 y alejarla de una reedición del desastre europeo de 1914. Estados Unidos dispone de una década, más o menos, para traducir el equilibrio político informal que está surgiendo entre el propio Estados Unidos, Japón y Chi na, en una relación de seguridad más estructurada, capaz de absorber las diversas tensiones y rivalidades inherentes al políticamente concienciado aunque institucionalmente subdesarrollado Este asiático de nuestros días. Pero las estructuras y los acuerdos de cooperación necesarios no cuajarán por sí solos. Sólo Estados Unidos puede promoverlos y forzar a otros —incluida la dinámica Corea del Sur— a implicarse en ellos. Quizá resulte paradójico que, para que tal equilibrio triangular perdu re, sea necesario que Japón se implique más políticamente. Tokio tendrá que ir asumiendo gradualmente un abanico completo de responsabilida des con respecto a la seguridad internacional y eso conlleva, también, la adquisición de una mayor amplitud de capacidades militares. El pacifis mo japonés no tiene por qué adoptar la forma de un aislamiento indefi nido y unilateral con respecto a las realidades del poder regional. A largo
16. Según una detallada noticia, titulada «Una cuestión política que debería ser estu diada en serio», publicada en el Renmin Ribao del 31 de mayo de 2001. 17. Según reseñas de informes de estudios chinos recogidas en el South China Mor ning Post el 10 de junio de 2001 y el 7 de enero de 2002. Por ejemplo, cuando se emplea el coeficiente de Gini, un indicador internacional del grado de desigualdad de renta se gún una escala del 0,0 al 1,0 (de menor a mayor desigualdad), los niveles peligrosos em piezan a partir de 0,4. Pues bien, en 2002, la desigualdad urbano-rural en China había al canzado un nivel de 0,59, suficiente para constituir una amenaza a la estabilidad social. A modo de comparación, Brasil arrojaba en 2002 un coeficiente de Gini de 0,607. El cam bio observado en los valores de ese indicador a lo largo de las dos últimas décadas podría estar correlacionado con una creciente sensación de incomodidad general de la población con el rápido enriquecimiento de unos pocos en una sociedad en la que supuestamente impera una ideología igualitaria (una incomodidad que se vería aún más agudizada por el conocimiento de casos cada vez más generalizados de corrupción).
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plazo, la paz en Extremo Oriente precisa de un Japón que —sin ser una amenaza para China— no se sienta vulnerable ante el poder chino ni mo lesto por su propia dependencia de Estados Unidos. Si Japón actuase como aliado militarmente capaz de Estados Unidos en el océano Pacífico (y no en calidad de protectorado de la seguridad estadounidense), haría aumentar el interés de China en la paz del este de Asia y disminuiría la capacidad de este último país para sacar partido de los sentimientos panasiáticos con la intención de encauzar el nacionalismo japonés hacia el antiamericanismo. De acuerdo con lo anterior, Estados Unidos debería potenciar un for talecimiento militar japonés constante, aunque cauto (integrado —en lo que a sus dimensiones de alta tecnología se refiere— en el sistema de de fensa estadounidense y centrado en el poder aéreo y naval, más que en la creación de un gran ejército destinado a operaciones terrestres). Tam bién sería conveniente presionar a Japón para que desarrollara una fuer za de ataque de élite para operaciones especiales que podría participar en acciones directas en el extranjero destinadas a promover la paz global. Esa labor de promoción^de la paz debería ser interpretada como con gruente con el mandato constitucional japonés, que limita el papel mili tar de Japón a la autodefensa. Al mismo tiempo, amén de intensificar las hasta el momento ocasio nales y más bien tímidas e informales conversaciones trilaterales entre Es tados Unidos, Japón y China, los tres países deberían establecer un pro ceso formal de consultas militares triangulares regulares. Si cada parte tiene un foro en el que airear sus ansiedades y pedir explicaciones a las demás sobre las ideas estratégicas de éstas, se crearía un proceso que po dría generar un atisbo de confianza mutua. Con el tiempo, podría inclu so ampliarse hasta llegar a tratar cuestiones de seguridad regional e, in cluso, incluir a otros Estados asiáticos. La cuestión de la seguridad en la península de Corea, por ejemplo, podría implicar la inclusión con el tiempo de los ejércitos de Corea del Sur y del Norte en tales conversaciones. También podrían incorporarse progresivamente otros países asiáticos a un diálogo cada vez más amplio y formalizado sobre ese tema. El reto nuclear planteado de forma tan de safiante por Corea del Norte podría resolverse pacíficamente mediante, simplemente, una cooperación multilateral en la que participaran todos los Estados limítrofes con las dos Coreas. En ausencia de una reacción cooperativa regional de ese tipo, las dos opciones restantes resultan muy poco atractivas: la aceptación por parte de Estados Unidos de las de-
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mandas de Corea del Norte reforzaría la inclinación japonesa a buscarse su propia seguridad, mientras que una reacción militar unilateral esta dounidense, que ya se ha visto retrasada por la mayor atención prestada por el gob^fño de Washington a la cuestión iraquí, podría sumir a toda la región en un estado de guerra. Tampoco convendría subestimar la complicación adicional que pue de suponer el ascenso del nacionalismo coreano. Durante décadas, el sentimiento nacionalista estuvo condicionado por la división de Corea en dos bloques confrontados. El nacionalismo surcoreano se definía a sí mis mo, naturalmente, en términos pro estadounidenses, aunque con abun dantes connotaciones antijaponesas. Pero el final de la Guerra Fría y la aparición de una nueva generación de coreanos y coreanas, para quienes la guerra de 1950 entre norte y sur no es más que un recuerdo lejano, han estimulado una conciencia más viva de identidad coreana diferenciada. A muchos, Estados Unidos les parece no tanto un protector como una po tencia interesada en la continuación de la partición del país. Aunque ese sentimiento es todavía minoritario, su afloramiento indica que la presen cia militar estadounidense en Corea del Sur se está convirtiendo en una cuestión cada vez más conflictiva. Mientras tanto, el desafío nuclear planteado por Corea del Norte ha pasado a ser una prueba de fuego para la cooperación regional efectiva en el noreste de Asia. Si Estados Unidos fracasa a la hora de promover esa cooperación, la situación derivará progresivamente hacia una mayor tensión regional y, claro está, hacia una mayor proliferación nuclear. Obviamente, hay mucho en juego. Si no se logra solucionar el problema, Estados Unidos podría ver desplazada su posición en el noreste de Asia; sin embargo, si se consigue impulsar a China, Japón y Rusia hacia una postura colectiva, se establecería un precedente para una cooperación más amplia en materia de seguridad, incluso a una escala eurasiàtica más general. Con el tiempo, la cooperación regional en el noreste de Asia podría traducirse en la transformación de la actual Organización para la Seguri dad y la Cooperación en Europa (la OSCE) en un órgano que abarque toda Eurasia. Aunque sus competencias son limitadas, la actual OSCE ha desempeñado un papel de gran utilidad en la supervisión de los diversos acuerdos de pacificación surgidos en respuesta a los conflictos étnicos de la Europa de la Posguerra Fría. La expansión de su alcance geográfico crea ría un-foro paneurasiático que permitiría abordar desafíos tan novedosos corno los planteados por el terrorismo transnacional y la proliferación.
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A mucho más largo plazo, toda esta sucesión de acontecimientos po dría conducir a la aparición de un sistema de seguridad eurasiàtico trans continental. Con la expansión de la OTAN (sobre todo, si Rusia acaba formando parte de ella de un modo u otro), se podría dar el escenario adecuado para el establecimiento de una estructura de seguridad colecti va transeurasiàtica que incluyera también a China y a Japón. Aunque ca recería, inevitablemente, de la cohesión actual de la OTAN, un foro de ese tipo podría devenir el órgano central de promoción de la paz en Eu rasia. Sus miembros clave podrían irse ampliando paulatinamente hasta incluir a otros Estados, como la India. Los efectos estabilizadores de la continuación de las alianzas entre Estados Unidos y Japón, y entre Esta dos Unidos y Corea del Norte, serán aún necesarios durante bastante tiempo, pero ésa es una realidad que tanto China como Rusia se han mos trado cada vez más dispuestas, a reconocer. Entretanto, sería también productivo realizar un nuevo esfuerzo para transformar la cumbre anual del G-8 y convertirla en un proceso consul tivo, tanto político como económico, que refleje más fielmente las nuevas realidades globales. Las cumbres originales del G-7 fueron concebidas para dar a los líderes de las democracias económicamente más poderosas del mundo la oportunidad de realizar consultas directas entre sí. La in clusión de la Federación Rusa (con la consiguiente conversión del grupo en el G-8) vino motivada por el deseo político de otorgar a la turbulenta Rusia postsoviética una cierta sensación de estatus y de pertenencia a la élite internacional, aun sin ser una auténtica democracia ni una de las más destacadas economías mundiales. Ante ese precedente, carece de sentido que tanto China como la India continúen estando excluidas de ese club; la adición de ambas a él convertiría el «G-10» resultante en un mecanis mo significativo de consultas paneurasiáticas sobre cuestiones tanto eco nómicas como políticas. En un contexto cooperativo cada vez más ampliado e institucionali zado como el hasta aquí descrito, mejorarían muy probablemente las pers pectivas de hallar una solución constructiva tanto a la cuestión de Taiwan como a la de Corea. Sólo una China realmente poscomunista (que se haya divorciado, si no formalmente, sí, cuando menos, de facto, de sus raíces doc trinales) será capaz de atraer a Taiwan hacia la reunificación. Pero, dado el rápido crecimiento de los vínculos económicos entre la isla y la China continental, y dados el cambio interno en esta última y su paulatina y pro gresiva implicación en un sistema de seguridad transcontinental más am plio, será más probable que se produzca algún tipo de reunificación se-
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gún una nueva fórmula aún por determinar. De manera similar, Corea sólo se reunificará cuando, sobre todo, China considere beneficiosa para sí misma tal reunificación, para lo cual antes tiene que dejar de ver a E s tados Unidos y a Japón como amenazas potenciales. Estados Unidos se enfrenta, pues, a una imponente lista de cuestiones prioritarias en Extremo Oriente que precisan de un compromiso estratégi co sostenido por parte dél propio Washington. Aun así, la progresiva inte gración de Extremo Oriente en un marco se seguridad eurasiàtico más am plio aumentará con el tiempo las probabilidades de que tanto las amenazas históricamente conocidas como las más novedosas a las que se enfrenta la seguridad del este de Asia sean más susceptibles de solución efectiva.
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Este esperanzador escenario se basa en el supuesto de que las estra tegias transatlántica y transpacífica de Estados Unidos continúen siendo configuradas de acuerdo a una definición serena tanto del estilo como de la sustancia del liderazgo global estadounidense. Si ése dejase de ser el caso, no se podría descartar el riesgo de que Estados Unidos se viese en frentado al resentimiento de todo un continente contra su liderazgo glo bal y que, como consecuencia de ello, pudiese perder su preeminencia es tratégica en Eurasia. Estados Unidos ha desempeñado un papel tan central en los asuntos mundiales durante los últimos sesenta años que actualmente resulta im posible (tanto para los europeos como para los asiáticos) imaginar un or den internacional que no contemple la implicación política en él de la po tencia norteamericana. En el caso de Europa, esa realidad ha quedado consagrada todo este tiempo en la OTAN y, en los años venideros, se verá probablemente cimentada también gracias a las responsabilidades solapadas de la Alianza Atlántica y de las propias capacidades militares de la UE que ahora emergen lentamente. En Extremo Oriente, los víncu los defensivos entre Estados Unidos, por una parte, y Japón y Corea del Sur, por la otra, amén de los lazos informales mantenidos con Taiwan, han hecho que la seguridad de estos tres Estados resulte inseparable de la estadounidense. Hasta la propia China, crítica durante años con la pre sencia militar de los estadounidenses en Asia, ha pasado en los últimos tiempos a reconocer (según palabras textuales de una alta funcionaría de la República Popular China) que «los objetivos de las políticas china y es-
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tadounidense en cuanto al mantenimiento de la estabilidad asiática son, por lo general, idénticos».18 Esa situación podía verse comprometida si Europa y Asia fuesen barri das por un movimiento populista antiestadounidense que se definiera como paneuropeista en el oeste y como panasiatista en el este. Cada una de esas dos corrientes tiene ya sus precursores, si bien ninguna de ellas ha tenido hasta el momento éxito a la hora de movilizar los corazones y las. mentes de una mayoría de europeos o de asiáticos. Ambas son formas in cipientes de regionalismo supranacionalista. En Europa afloró un movi miento paneuropeista tras las calamidades padecidas durante la Primera GuemT^/lundial, pero no logró vencer los particularismos nacionalistas de los pueblos europeos. Durante la Segunda Guerra Mundial Hitler tra tó (especialmente durante su ataque a la Unión Soviética) de conseguir el apoyo y la lealtad de los franceses, los belgas, los holandeses y los norue gos de tendencia fascista para la defensa de una «Europa» común frente a las hordas bolcheviques. La iniciativa halló un escaso eco. En Extremo Oriente, los militaristas japoneses promovieron la «Esfera de Coprosperidad de la Gran Asia Oriental» con el fin de explotar un concepto de panasiatismo que atrajera los sentimientos anticoloniales de los chinos, los tailandeses, los javaneses, los birmanos y los indios. También este esfuer zo se fue a pique, si bien tuvo una cierta contribución marginal al ascen so de las pasiones anticoloniales. No se puede descartar por completo la posibilidad —por remota que actualmente parezca— de una reacción antiestadounidense que se revis ta de tintes europeístas o asiatistas. Y algo así podría ocurrir si el paneuropeísmo y el panasiatismo se convirtieran en los lemas movilizadores de todos aquellos y aquellas que ven en Estados Unidos una amenaza co mún. El antiamericanismo quedaría definido, en ese caso, en términos nacionalistas regionales por un programa común: el de la reducción o, incluso, eliminación de la presencia estadounidense tn los extremos oc cidental y oriental de Eurasia. En Europa, una alianza franco-germana (resucitando el antiguo Esta do carolingio) podría erigirse en portaestandarte de un paneuropeísmo que se defina y se vea políticamente revigorizado por el resentimiento con18. Fu Ying (directora del Departamento de Asuntos Asiáticos del Ministerio chino de Asuntos Exteriores), «China y Asia en el nuevo período», Ta Kung Pao, 11 de enero de 2003, donde también señalaba que «la presencia estadounidense en esta región es una realidad objetiva conformada a lo largo de la historia».
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tra la hegemonía estadounidense en general y contra el papel de ésta en Oriente Medio, en particular. Lograría, pues, refundir la irritación políti ca, estratégica y cultural provocada por Estados Unidos en una causa más amplia: la de una Paneuropa autónoma. En 2003 ya se pudieron ver algu nas muestras de esa orientación extrema, que afloraron en las protestas europeas contra la guerra emprendida por Estados Unidos en Irak.19 En Extremo Oriente, doride la ideología pierde intensidad por mo mentos y el nacionalismo, en cambio, se intensifica, China está empezan do a redefinirse: de potencia «revolucionaria» a líder putativo de Asia. China actualmente ya es el principal socio comercial de la mayoría de E s tados del Sudeste asiático y está dejando sentir crecientemente su presen cia económica y política en el Asia central dominada anteriormente por los soviéticos. Las autoridades chinas hablan del papel en alza de Asia y vinculan el futuro del continente al de la propia China. El nuevo presi dente del país elegido en marzo de 2003, Hu Jintao, había declarado en una visita previa a Malasia en mayo de 2002 (realizada en calidad de vi cepresidente) que «Asia no puede convertirse en un continente próspero sin China. La historia ha demostrado y seguirá demostrando que China es una fuerza activa en el impulso del desarrollo asiático». Las referencias a la misión asiática de China se han hecho también cada vez más fre cuentes en los pronunciamientos desde ese país sobre política exterior, en los que se observa un énfasis en el papel especial del gigante asiático. Posiblemente, está surgiendo ya una orientación política diferenciadamente asiática a partir de la progresiva institucionalización de una cooperación regional circunscrita exclusivamente a ese continente. Chi na, Japón y Corea del Sur vienen celebrando por separado cumbres trilaterales desde hace algún tiempo; también se han emprendido algunas medidas encaminadas a la creación de un bloque económico asiático, y hay ya conversaciones en curso para el establecimiento de una coopera ción en materia de seguridad dentro del ámbito regional continental. Al gunos dirigentes asiáticos no se molestan siquiera en ocultar que todo 19. «El público europeo se ha estado expresando durante semanas en voz alta. [...] Aunque ese público no habla la misma lengua —habla español, francés, italiano, inglés, alemán o polaco— [...] la gran mayoría ha llegado a una misma conclusión: la guerra de Irak, declarada y encabezada por Estados Unidos, es ilegal y peligrosa. [...] Quizás en 10 o 20 años, la gente recordará que en la primavera de 2003, en las calles y las plazas de Europa, se escribió el preámbulo de una auténtica Constitución Europea». Véase el editorial, «Así que, estudiantes, salid a concentraros», Süddeutsche Zeitung, 26 de marzo de 2003.
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esto apunta hacia una emancipación del dominio estadounidense. Los chinos tienen sus propios propósitos manifiestos: «[...] el establecimien to de una organización cooperativa en la región del Este de Asia se había convertido en uno de los objetivos estratégicos a largo plazo de China. [...] China se ha dado cuenta ya de que la integración de la región no sólo afecta a los niveles social y económico, sino también a los niveles político y de seguridad. Al mismo tiempo, también ha adquirido conciencia de que, para ganarse la confianza de las naciones situadas en la periferia y para desempeñar el papel que una gran nación debería asumir en la re gión, no debe desentonar con la sociedad de dicha región en ningún as pecto y debe decidir junto a otras naciones un plan de juego unificado que todas (empezando por la propia China) deben obedecer».20 Esta ha sido una tendencia apreciada también por diversos observa dores japoneses, algunos de los cuales han calificado mordazmente los propósitos chinos de intentos de crear una nueva «Esfera Económica de la Gran China». Asimismo, han advertido de que «se corre el peligro de que en Asia se cree una especie de región de la Gran China que conduz ca, a su vez, a un regionalismo excluyente».21 En algunos análisis japone ses de la situación internacional se puede constatar, además, la creciente preocupación nipona por la posibilidad de que los dispositivos de segu ridad vigentes actualmente en Extremo Oriente lleguen a debilitarse y Japón se vea obligado a tomar ciertas decisiones básicas. Como ya se ha señalado anteriormente, la reacción japonesa más probable ante una sacu dida de grandes proporciones que desestabilizase la metaestabilidad de Asia oriental (como la que resultaría del fracaso estadounidense a la hora de tratar eficazmente y a partir de un enfoque regional más amplio el reto planteado por Corea del Norte) sería la de sumergirse súbita y aislada mente en un proceso de remilitarización que, por sí solo, bastaría para in tensificar la propensión de China a asumir más explícitamente el lideraz go de un asiatismo continental excluyente. 20. Zhang Xizhen y Zhuang Jin, «Otro gran paso en la diplomacia china (evaluación de los especialistas)», Renmin Ribao, diario oficial del Comité Central del Partido Comu nista Chino, 9 de octubre de 2003. 21. Véase el editorial «ASEAN más tres: necesidad de protegerse del papel de lide razgo de China», Sankei Shimbun, 5 de noviembre de 2002. Dicho editorial pedía a con tinuación que Japón «cooperase con otros países de fuera de la región [...] para impedir un regionalismo asiático encabezado por China». Véase también el editorial «Un buen año para ejercer una opción muy importante: abandonar el “inactivismo”», Sankei Shim bun, 1 de enero de 2003.
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El carácter volátil de los nacionalismos japonés y coreano constituye un elemento crítico de incertidumbre. Ambas naciones se aplacaron a sí mismas y se sublimaron en el contexto de su dependencia de Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial. Esa dependencia ha sido racio nalizada como una necesidad tanto histórica como estratégica. Pero si la aceptación dejara paso al resentimiento, en ambos países podrían surgir nacionalismos radicales antiestadounidenses que inflamaran una identi dad asiatista regional que se definiría a sí misma desde la independencia de la hegemonía estadounidense. En ambos países existe potencial para algo así y cualquier acontecimiento inesperado y traumático podría acti varlo.22 El surgimiento de un paneuropeísmo y un panasiatismo antiamerica nos impedirían la formación del marco necesario para la seguridad global (sobre todo, si tanto el uno como el otro estuviesen alentados por el unilateralismo estadounidense). Aunque no lograran alcanzar una posición dominante, podrían invertir la tendencia del avance experimentado du rante las dos últimas décadas en la arquitectura global. Y si se erigiesen en sentimientos dominantes en sus respectivas áreas de influencia, po drían acabar expulsando incluso a Estados Unidos de Eurasia. Estados Unidos debería mostrarse sensible a ese riesgo y esforzarse aún más por profundizar y ampliar sus conexiones estratégicas con las vitales regiones occidental y oriental de dicho meagacontinente.
22. Aunque todavía es un fenómeno minoritario, es posible apreciar en ambos países el crecimiento de un sentimiento de mayor afinidad con Asia y de cierta incomodidad con el estatus actual respectivo de las dos naciones. En Corea del Sur, este estado de áni mo incipiente se expresa por medio de afirmaciones más explícitas de identidad pancoreana; en Japón, a través del énfasis en la idea de que el país debería actuar más por sí mis mo y desempeñar un papel más activo en Asia. Dos sondeos de opinión pública en Japón, llevados a cabo, respectivamente, en 2001 por la Oficina del Gabinete y, a principios de 2002, por el Asahi Shimbun, revelaron la clara preferencia de los encuestados por desti nar principalmente la ayuda económica japonesa a otras naciones asiáticas. Los sondeos más recientes también han mostrado una elevada preferencia entre japoneses, surcoreanos y chinos por una colaboración regional más estrecha. Por ejemplo, en una encuesta por Internet realizada a cincuenta y seis «nuevos líderes asiáticos» (nombrados como ta les por el Foro Económico Mundial), más de la mitad opinaron que es deseable una ma yor cooperación en Asia y casi las dos terceras partes consideraron que una ASEAN+3 (China, Japón y Corea) o una ASEAN+4 (China, Japón, Corea y la India) sería la fórmu la más adecuada para establecer un modelo de integración. Véase So Chi Yon, «Korea to Become Research Base for Asia», The Korea Times, 21 de junio de 2003.
Segunda
parte
LA HEGEMONÍA ESTADOUNIDENSE Y EL BIEN COMÚN
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El actual rol mundial de Estados Unidos deriva de dos nuevas reali dades fundamentales de nuestra época: el poder global sin precedentes de los estadounidenses y el también inaudito grado de interacción global que vivimos hoy en día. El primero marca un momento unipolar en la his toria de las relaciones internacionales, en el que la hegemonía estado unidense —ya sea proclamada de manera jactanciosa o ejercida de forma sutil— es una realidad en todo el mundo. El segundo no es más que la corroboración de cómo la «globalización» (un proceso universal, aun cuando seguramente no sea del todo benigno) está despojando paulati namente a los Estados-nación de su tan preciada soberanía. La combina ción de ambas realidades está produciendo una transformación trascen dental de las relaciones internacionales que está provocando no sólo la muerte de la diplomacia tradicional, sino también (y lo que es más im portante) el nacimiento de una comunidad global informal. La transformación tiene una expresión tanto simbólica como visible en la aparición de la primera capital global de facto de la historia. Esa ca pital no es, sin embargo, Nueva York, sede en la que se reúne periódica mente la Asamblea General de todos los Estados-nación. Nueva York podría haberse convertido en capital si el nuevo orden mundial hubiese surgido sobre la base de una colaboración amplia entre los Estados-na ción, fundada sobre la ficción legal de la igualdad de soberanía. Pero ese mundo nunca ha llegado a existir y, de hecho, su solo concepto ha pasa do a ser un anacronismo, en vista de las nuevas realidades de la globalízación transnacional y del alcance históricamente excepcional del poder estadounidense soberano. Pero, a pesar de todo, sí que ha surgido una capital global situada, no entre el Hudson y el East River, sino en la ribera del Potomac. Washing ton, D.C., es la primera capital política global de la historia del mundo. Ni Roma ni el antiguo Pekín —capitales ambas de sendos imperios re gionales— , ni el Londres Victoriano (salvo, quizás, en el ámbito bancario internacional) llegaron nunca siquiera a aproximarse a la concentración
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de poder y capacidad de decisión globales que se acumula actualmente en apenas unas pocas manzanas del centro de Washington. En el área de finida por un par de triángulos no muy extensos (solapados entre sí sobre el plano, pero relativamente separados funcionalmente) trazados sobre la cuadrícula de la capital estadounidense, se adoptan decisiones que pro yectan el poder de Estados Unidos a escala mundial e influyen intensa mente en la evolución de la globalización. Dentro de una línea imagina ria que uniría la Casa Blanca con el monumental edificio del Capitolio y que, desde allí, se prolongaría hasta las instalaciones en forma de fortale za del Pentágono, para unirse luego de nuevo con su punto de inicio en la Casa Blanca, se concentra el triángulo del poder. Otra línea que iría de la Casa Blanca al Banco Mundial (apenas unas calles más allá), de allí al De partamento de Estado, y de este último edificio de nuevo de vuelta a la ^asa Blanca (y dentro de cuyo perímetro quedarían también encuadrados el Fondo Monetario Internacional y la Organización de Estados Ameri canos), delimita el triángulo de la influencia global. Esos dos triángulos juntos indican hasta qué punto los «asuntos exteriores» tradicionales se han convertido en asuntos del intramuros washingtoniano. Hoy en día, el acontecimiento político'más destacado en la política exterior de la mayoría de los países es una visita de su jefe de Estado a Washington, que suele ser tratada por sus medios de comunicación na cionales como una ocasión histórica, hasta el punto de que se informa en detalle de todos y cada uno de los pasos del dignatario o la dignátaria de visita en la capital estadounidense. Cualquier embajador extranjero con sidera un empujón definitivo a su carrera el hecho de conseguir para su máximo mandatario (o mandataria) una audiencia de media hora con el presidente de Estados Unidos. Lo más habitual es que se le conceda la oportunidad de posar juntos para los fotógrafos durante cinco minutos en el Despacho Oval, pero incluso eso puede ser luego recogido en los medios de comunicación del país de origen como un encuentro históri camente significativo (sin mención alguna de su duración real).1 Dado 1. Cada presidente estadounidense deja también su sello personal en la forma de tra tamiento dispensada a los visitantes más importantes. En un protocolo informal desvela do durante el actual mandato del presidente George W. Bush, se establecían las siguien tes gradaciones: una reunión de treinta minutos en el Despacho Oval significaba una muestra de consideración singular hacia ese mandatario o hacia su país; las cenas de E s tado estaban reservadas a las relaciones nacionales especiales (durante los dos primeros años de mandato de la administración Bush sólo hubo dos: una en honor del presidente de México, y otra en honor del de Polonia); los encuentros en Camp David (caracteriza-
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que, como promedio, en la actualidad la capital global recibe la visita de al menos un jefe de gobierno extranjero a la semana, la gran mayoría de ellos son ignorados por completo en los medios de comunicación nacionales estadounidenses e, incluso, en los medios locales del propio Washington. Un distinguido (y buen) amigo italiano de Estados Unidos captó la esencia de toda esta situación cuando la comparó con «el episodio des crito por la escritora franco-belga Marguerite Yourcenar en la encan tadora novela Memorias de Adriano, en el que el envejecido emperador romano recordaba un viaje que había realizado por Grecia durante su ju ventud». Yourcenar escribió: En el seno de la vida estudiosa de Atenas, donde todos los placeres ocupaban su lugar morigeradamente, yo añoraba, si no a Roma misma, la atmósfera del lugar donde continuamente se hacen y deshacen los negocios del mundo, el ruido de poleas y engranajes de la máquina del poder. [...] Comparada con ese mundo de acción inmediata, la dulce provincia griega me parecía dormitar en un polvillo de ideas ya respiradas; la pasividad po lítica de los helenos era para mí una forma asaz innoble de renunciación.** El observador italiano añadía: «Estas palabras acudían repetidamen te a la mente de los visitantes habituales de Washington, como por ejem plo a la del autor de este artículo, un europeo de Roma».2 La constatación de lo hasta aquí dicho no es una muestra más de la arrogancia del poder estadounidense. Significa, simplemente, reconocer el lugar central que ocupa Estados Unidos en los asuntos mundiales y la concentración en Washington de instituciones globales como consecuen cia del matrimonio histórico entre el poder global estadounidense y la in terdependencia global de la era de las comunicaciones instantáneas. La diplomacia tradicional, desempeñada por «embajadores extraordinarios dos por una ostentosa informalidad) indicaban cercanía personal al presidente estadou nidense (como fue el caso, por ejemplo, de los que mantuvo con el primer ministro Blair); las invitaciones al rancho de Bush en Crawford (Texas) venían a señalar tanto el recono cimiento de la importancia del país del visitante como la situación de su relación personal con el presidente estadounidense (fue el caso, además de Blair, del presidente chino Jiang, del rey Abdulá de Arabia Saudí y del presidente ruso Putin). * La cita en castellano está tomada de Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano, Barcelona, Edhasa, 1986, pág. 48. 2. Cesare Merlini, «US Hegemony and the Román Analogy: A European View», The InternationalSpectator, n° 3, 2002, pág. 19.
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y plenipotenciarios» con instrucciones detalladas de sus respectivos mi nistros de Exteriores (que solían recurrir frecuentemente para tales car gos a aristócratas elegantes con conocimientos de lenguas extranjeras), ha sido reemplazada por un proceso instantáneamente interactivo y de ám bito planetario centrado fundamentalmente en Washington. Las conver saciones telefónicas directas entre jefes de Estado o entre ministros de Ex teriores, ayudados de la traducción simultánea, se producen actualmente a diario. Las consultas a través de circuito cerrado de televisión se están haciendo cada vez más frecuentes. El diálogo oficial directo con diversos organismos gubernamentales estadounidenses o agencias internacionales localizados en la capital global sé ha vuelto ya rutinario para muchos al tos funcionarios de los gobiernos de las naciones de todo el mundo. Esta nueva realidad tiene su reflejo en los crecientes vínculos perso nales que los líderes políticos y empresariales extranjeros tienen con Es tados Unidos. Muchos de ellos han estudiado en universidades de este país. Cursar una titulación de posgrado en una de las principales univer sidades estadounidenses se ha convertido últimamente en casi un requi sito social de la élite de muchos países (incluso de algunos, como Francia, con una larga tradición intelectual y un elevado nivel de orgullo nacio nal). Sólo es cuestión de tiempo que dicha práctica sea también emulada por sociedades tan aisladas hasta hace poco, como Rusia y China. Este fe nómeno está aún más extendido entre la élite internacional de los nego cios y el funcionariado de las grandes instituciones financieras globales con sede en Estados Unidos. Las reuniones de organizaciones tan presti giosas como la Comisión Trilateral (una O NG norteamericana, asiático oriental y europea) recuerdan cada vez más a reencuentros de antiguos alumnos universitarios. Un fenómeno concomitante pero más general es la aparición de una élite global diferenciada, caracterizada por una perspectiva globalista y por unas lealtades transnacionales. Sus miembros dominan el inglés (ge neralmente en su variante norteamericana) y lo emplean a diario en sus gestiones. La nueva élite global se caracteriza por una elevada movilidad, un estilo de vida cosmopolita y un compromiso primario con la organi zación para la que trabajan, que, por lo general, suele ser una empresa o corporación financiera transnacional. En esas compañías son cada vez más habituales los altos ejecutivos no nativos: el 20 % de las principales empresas europeas están presididas incluso por personas que hasta hace poco habrían sido consideradas extranjeras. La reunión internacional del Foro Económico Mundial se ha convertido, en realidad, en una especie
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de congreso de partido de la nueva élite global: políticos de primer nivel, magnates de las finanzas, del comercio y de los medios de comunicación, pesos pesados del mundo académico, y hasta estrellas del rock. Toda esa élite hace gala (cada vez más) de una camaradería especial y de una con ciencia propia de sus intereses y de su identidad comunes.3 Esta es la élite que está promoviendo la aparición de una comunidad global con un interés compartido por la estabilidad, la prosperidad y, quizás en última instancia, la democracia. La atención que concede a E s tados Unidos supone un reconocimiento tácito del hecho de que incluso una comunidad global precisa de un centro de intercambio de ideas e in tereses, de un punto de referencia común para la cristalización de un de terminado consenso, de una fuente de iniciativas importantes y, en defi nitiva, de una orientación. Aunque ello no signifique reconocimiento formal alguno de un estatus especial para Washington como capital glo bal, el hecho de que Estados Unidos actúe como foco central supone una aceptación de esa doble realidad de nuestro tiempo: la conformada por el poder de una sola nación y por la globalización transnacional. No obstante, esta combinación sin precedentes comporta dos ten siones (puede que incluso contradicciones) cruciales: la primera, entre la dinámica de la globalización y el interés propio de Estados Unidos por preservar su soberanía política, y la segunda, entre los impulsos democrá ticos estadounidenses y los imperativos del poder. Estados Unidos procla ma los efectos beneficiosos y mundialmente compartidos de la globaliza ción, pero sólo respeta sus normas fundamentalmente cuando le conviene. Rara vez reconoce que la globalización expande y cimienta su propia ven taja como nación (ni siquiera aunque con esa actitud esté generando, de hecho, indignados y potencialmente peligrosos resentimientos en todo el mundo). También el poder global estadounidense casa mal con la demo cracia de ese país, tanto la interna como la exportada. La democracia es tadounidense interna complica el ejercicio externo del poder nacional, pero, en el sentido inverso, también el poder global de Estados Unidos podría amenazar su democracia. Además, Estados Unidos se considera el adalid histórico de la democracia y exporta subliminalmente valores de mocráticos a través de las corrientes de la globalización. Ahora bien, este mismo flujo hacia el exterior genera expectativas en todo el mundo a las 3. Se calcula que esta reunión congrega a directivos empresariales globalistas que controlan, en conjunto, más del 70 % del comercio internacional. Véase Jenni Russell, «Where the Elite Preens Itself», New Statesman, 28 de enero de 2002.
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que no se ajustan bien los imperativos jerárquicos del poder hegemónico. Atrapado en esa dialéctica dual, Estados Unidos todavía tiene que desa rrollar una definición significativa de su papel en el mundo (un papel de finido de tal forma que trascienda las fuerzas gravitatorias contradictorias de la globalización, la democracia y el poder preponderante). En el pasado reciente, resultaba más fácil definir el papel de Estados Unidos de un modo políticamente integral y atractivo. El país había sur gido relativamente indemne de los escombros de la Segunda Guerra Mun dial y con más poder que nunca antes en su historia. De las naciones ven cedoras, era la única que se había mantenido intacta y la única también que evidenciaba un mayor poder económico al acabar el conflicto que cuando decidió intervenir en él. Pero todavía no era dominante en el pla no global. En el terreno militar y, aún más, en el importante ámbito del atractivo político, Estados Unidos se enfrentaba a un desafío formidable: la también victoriosa, militarmente poderosa e ideológicamente belige rante Unión Soviética. Las relaciones con la URSS se convirtieron, pues, en el punto definitorio de la política exterior estadounidense. Esto fue algo que, al princi pio, no resultó del todo obvio a los miembros de la élite de la política ex terior estadounidense, que mantuvieron durante varios años esperanzas de alcanzar una coalición duradera de posguerra entre las principales po tencias vencedoras. Además, el declive del Imperio Británico se vio ini cialmente eclipsado por los recuerdos gráficos de los «Tres Grandes» de la guerra, reunidos en íntima comunión en Teherán, Yalta y, finalmente, en Potsdam, dividiéndose los despojos de su victoria tras la derrota de Alemania. Pero pronto se hizo evidente que la cuestión clave de la pos guerra era la de si las relaciones de Estados Unidos con Rusia continua rían siendo las derivadas de un espíritu de colaboración o degenerarían hacia una situación de conflicto abierto. En 1950, el único interrogante pendiente de solución era el de si el conflicto político con la Unión Soviética derivaría en una guerra total o no. Como consecuencia, durante las siguientes cuatro décadas, la impli cación de Estados Unidos en la escena global tuvo un claro objetivo: di suadir a la Unión Soviética de que emprendiera una expansión armada y derrotar su atractivo ideológico. Aquélla fue una política de ámbito glo bal, pero de actuación regional, como prueba el énfasis que se puso en la Alianza Atlántica para contener al nuevo imperio comunista. Se trataba de una estrategia realista y de carácter integral, puesto que equilibró las dimensiones política y militar. Hacía hincapié en la unidad
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política entre las democracias y en la disuasión militar del enemigo. En fatizaba la libertad (y, durante un tiempo, también la «liberación») como cuestión central, y los llamamientos de respeto a los derechos humanos acabaron por convertirse en un poderoso instrumento para debilitar al adversario comunista desde dentro. La estrategia también combinó el li derazgo estadounidense con el reconocimiento de la importancia de los aliados. En un mundo de Estados-nación en conflicto, fomentó la inter dependencia política gracias a su reconocimiento de la nueva realidad conformada por unas ideologías transnacionales confrontadas y una eco nomía global cada vez más interactiva. Y, lo más importante de todo, lo gró imponerse a su rival. Desde 1990, en el transcurso de apenas una década, Estados Unidos ha logrado articular tres grandes temas como nuevos principios definido res de su implicación en el mundo. En tiempos del presidente George H. W. Bush, quedaron compendiados en tres palabras: Nuevo Orden Mun dial. En ciertos aspectos, aquel concepto tenía reminiscencias de la espe ranza con la que, durante un breve período tras 1945, se creyó que la coa lición ganadora de la Segunda Guerra Mundial podría servir como pilar central de un orden mundial más pacífico y cooperativo bajo los auspi cios de la recién fundada ONU. El «Nuevo Orden Mundial» de la déca da de 1990 se basó también en una falsa esperanza: que la victoria de E s tados Unidos en la Guerra Fría abriese paso a un nuevo sistema global basado en la legitimidad y en la propagación de la democracia por conta gio. En algún que otro momento —como el 6 de marzo de 1991, en un discurso ante el Congreso— , el presidente Bush llegó a emplear un tono casi extasiado: «Ahora podemos ver un nuevo mundo que aflora ante nuestros ojos. Un mundo en el que existe la posibilidad más que real de un nuevo orden mundial. [...] Un mundo donde las Naciones Unidas, li bres del impasse de la Guerra Fría, están preparadas para materializar la visión histórica de sus fundadores. Un mundo en el que la libertad y el respeto por los derechos humanos hagan de todas las naciones su hogar». Aunque el presidente Bill Clinton compartía también esa optimista premisa de partida, su énfasis se centró especialmente en la importancia primordial de la revolución económico-tecnológica a la hora de confor mar un mundo con menos fronteras (y más permeables), mayor interde pendencia económica y menor dependencia del poder político. Para él, la cuestión clave no era tanto la del nuevo orden mundial como la de la di námica (supuestamente) beneficiosa de la globalización. «Es la realidad central de nuestro tiempo», proclamaría Clinton ante el Congreso el 27
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de enero de 2000. Él cifró en ese novedoso fenómeno la esperanza más importante de la humanidad y lo consideró una gran oportunidad para que Estados Unidos se erigiera en su portaestandarte, su principal pro motor y su mayor beneficiario. La globalización se convirtió en el con cepto preferido de Clinton. Sin embargo, tanto Bush padre como Clinton infravaloraron la intensi dad de la onda expansiva de la agitación global subyacente que el prolon gado conflicto con la Unión Soviética había eclipsado. Esa agitación —de rivada de conflictos nacionales y religiosos e intensificada por la creciente impaciencia social generada por diversas formas de desigualdad u opre sión— se había ido gestando a lo largo de muchos años hasta que se mani festó abiertamente tras el final de la Guerra Fría. Las visiones esperanzadoras de un nuevo orden mundial o de una cooperación beneficiosa a escala global murieron definitiva y violentamente el 11 de septiembre de 2001. En el plazo de un año desde aquella fecha, el siguiente presidente es tadounidense, George W. Bush, había articulado ya una visión mucho menos halagüeña del futuro. Él también había hallado un nuevo concep to definitorio de la política exterior de Estados Unidos: la hegemonía global en guerra contra el terrorismo. Las ideas sobre un orden mundial cooperativo cedieron su lugar a la preocupación provocada por el «terro rismo de alcance global». La globalización encabezada por Estados Uni dos dio también paso a las nuevas «coaliciones de los dispuestos» y a la fórmula maniqueísta del «quien no está con nosotros está contra noso tros» como nueva línea a seguir en la arena global. La declaración pro gramática de 2002 del CSN expresaba tanto su determinación a la hora de mantener la superioridad militar estadounidense sobre cualquier otra potencia como su reivindicación de un derecho estratégico especial a an ticiparse a las amenazas mediante la acción militar. Pero incluso el propio presidente Bush, menos entusiasta con el multilateralismo y menos optimista acerca de la situación global que sus antece sores en el cargo, tuvo que admitir que el poder estadounidense se ejerce ahora en el contexto de una comunidad global incipiente. Así, aunque puso mayor énfasis en las amenazas globales a las que se enfrenta Estados Unidos, también reconoció la realidad fundamental de la interdependencia mundial. ¿Dónde establecer el equilibrio entre la hegemonía soberana y la comunidad global emergente?, y ¿cómo resolver la peligrosa contradicción entre los valores de la democracia y los imperativos del poder global?: ése continúa siendo el dilema de Estados Unidos en la era de la globalización.
Capítulo 4 LO S DILEM AS DE LA G LO BA LIZA C IÓ N
La «globalización» (palabra muy de moda en nuestros días) tiene im plicaciones contradictorias para Estados Unidos. Por una parte, ha su puesto el comienzo de una nueva era de accesibilidad; transparencia y cooperación a escala mundial; pero, por otra, también simboliza la cerra zón y la indiferencia morales ante la injusticia social que, supuestamente, caracteriza a los países más ricos del mundo (y a Estados Unidos, en par ticular). Originariamente, el término globalización surgió como una manera neutra de describir un proceso inherente a los efectos de alcance mundial de la revolución tecnológica. El profesor Charles Doran aportó en el año 2000 una útil definición que resumía el fenómeno como «la interacción entre la tecnología de la información y la economía global. Se mide en función de la intensidad, el alcance, el volumen y el valor de las transac ciones internacionales en los ámbitos informacional, financiero, comer cial y administrativo a escala mundial. El acusado incremento del ritmo de dichas transacciones a lo largo del último decenio (y, por lo tanto, también de su nivel) es la manifestación más mesurable del proceso de globalización».1Nótese la referencia a los aspectos «mesurables» de la glo balización, lo cual pone de relieve la naturaleza objetiva (al menos en par te) de dicho fenómeno. No obstante, en 2001, aquel término económico aparentemente neu tro se había convertido ya en una receta política con su propia carga emocional. En un primer momento, la globalización significó una rees tructuración macroeconómica en la que se reflejaba, a una escala global, la experiencia fundamental que había supuesto la Revolución industrial a nivel nacional y que se podía resumir en el siguiente principio: la especialización y las economías de escala generan ventajas comparativas que impulsan el traslado de la actividad manufacturera allí donde la produc1. Charles F. Doran, «Globalization and Statecraft», SAISphere, invierno de 2000, Paul H. Nitze School of Advanced International Studies.
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ción trabajo-intensiva resulte más rentable, o allí donde las oportunida des de innovación ventajosa sean más abundantes. No es de extrañar, pues, que China se convirtiese en el escaparate favorito de los proponen tes de la globalización. Pero durante la Revolución industrial, las eficiencias de escala y las ventajas comparativas operaron dentro de economías nacionales sin res tricciones internas. El mundo, sin embargo, sigue estando políticamente dividido en Estados-nación, y éstos pueden ceder a las presiones de la globalización o tratar de desafiarlas. La globalización ofrece a los Estados una serie de incentivos y desincentivos. Por una parte, supone una opor tunidad de crecimiento económico, de afluencia de capitales externos y de reducción gradual de la pobreza generalizada. Pero, por otra, suele conllevar también las amenazas de la deslocalización masiva de la pro ducción, la pérdida del control nacional sobre activos económicos bási cos y la explotación social. Para un grupo selecto, supone la oportunidad de acceder a nuevos mercados y de obtener una dominación política de facto. Cuanto más tecnológicamente avanzada, rica en capital e innova dora sea la economía de un país, con mayor entusiasmo tenderá a acoger su élite nacional la difusión de la globalización. El concepto de globalización ha ido adquiriendo, pues, diversos sig nificados y ha cumplido diversos propósitos. El mismo vocablo encierra un diagnóstico supuestamente objetivo de las condiciones mundiales, una receta doctrinal, una reacción, contracredo o antítesis que rechaza esa receta, y una mordaz crítica político-cultural destinada a alterar la ac tual jerarquía de poder global. En cada una de esas acepciones, el con cepto de globalización puede servir de rasgo definitorio tanto de una rea lidad empírica como de otra normativa. Para algunos, disecciona las cosas tal como son; para otros, define lo que deberían ser; para algunos más, incluso, representa cómo no deberían ser, y para muchos, hace todo lo anterior al mismo tiempo.
La
d o c t r in a n a t u r a l d e l a h e g e m o n ía g l o b a l
La globalización se ha convertido para Estados Unidos en un conve niente cajón de sastre y en una atractiva interpretación de la situación global emergente en un momento de la historia reciente norteamericana en el que, tras la caída del comunismo, muchos se habían hecho la ilusión de que también les había llegado su final a los conflictos ideológicos en
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general. Lo cierto es que la globalización pone de relieve una nueva rea lidad: la de la creciente interdependencia global, que es impulsada en gran medida por las nuevas tecnologías de la comunicación y que está re duciendo las fronteras nacionales a meras líneas imaginarías en los mapas que ya no ejercen de barreras reales al libre flujo de mercancías y de ca pitales financieros. Quienes ven la globalización desde ese punto de vista han generado todo un nuevo filón de libros en los que se proclama el na cimiento de una nueva era gloriosa (olvidando, por lo general, que el mundo anterior a 1914 tenía, al menos, tan pocas barreras al comercio y a los flujos de capital como el actual, y era más abierto a las migraciones) y se afirma haber encontrado en la globalización la esencia decisiva de la que será la situación global del siglo xxi. Así pues, para la mayor parte de la élite política y económica estado unidense, la globalización no es sólo un hecho observable, sino también una norma explícita. Proporciona tanto un mecanismo interpretativo como una receta normativa. No constituye meramente un instrumento para la diagnosis: es también un programa de acción. Juntos y sistematizados, esos dos aspectos de la globalización conforman una doctrina basada en una aseveración moralmente confiada de su inevitabílidad histórica. Resulta sintomático que la globalización, tanto en su sentido de diag nóstico como en el de doctrina, haya sido asumida con el mayor entu siasmo por las principales empresas e instituciones financiares globales (que, hasta hace muy poco, preferían llamarse a sí mismas «multinacio nales»). Para ellas, la palabra de moda representa una gran virtud: la su peración de las restricciones tradicionales a la actividad económica a es cala mundial que resultaron intrínsecas a la era nacional de la historia moderna y contemporánea. Algunos de los impulsores doctrinales de la globalización han llegado a realizar afirmaciones desbordantes de euforia a propósito no sólo de sus ventajas económicas, sino también de sus supuestos beneficios políticos automáticos.2 2. Consideremos, por ejemplo, un estudio tan ampliamente difundido como el que prepararon conjuntamente a principios de 2001 una de las más destacadas compañías consultoras internacionales, A. T. Kearny, y una reputada revista sobre cuestiones inter nacionales, Foreign Policy, titulado «Globalization Index», que, supuestamente, aportaba «la primera guía integral sobre la globalización en cincuenta mercados desarrollados y emergentes clave». La nota de prensa con la que Kearny acompañó la publicación del es tudio afirmaba que una de las «conclusiones más espectaculares» del estudio era que los países con mercados emergentes más globalizados evidencian «una mayor igualdad de renta que sus iguales menos globalizados». Como prueba, se citaban los ejemplos de Po-
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No es de extrañar que durante la década de 1990 la globalización pa sara de ser una teoría económica a convertirse en un credo nacional. Sus ventajas fueron glosadas con todo lujo de detalles en voluminosos textos académicos, cantadas en congresos internacionales de negocios y promocionadas por las organizaciones comerciales y financieras globales. La función de diagnosis incorporada en el concepto de globalización y la aparente objetividad de la misma prendieron en la tradición antiideológi ca estadounidense de un modo muy parecido a aquel con el que había arraigado el empeño por rechazar al comunismo: elevando el rechazo de toda doctrina a la categoría de una nueva doctrina alternativa por sí mis ma. La globalización se convirtió así en la ideología informal de la élite política y empresarial de Estados Unidos, una ideología que servía para definir el papel estadounidense en el mundo y para identificar al propio Estados Unidos con los beneficios de la que se postulaba como nueva era. El presidente Clinton predicó con especial constancia lo histórica mente inevitable, socialmente deseable y globalmente necesario que para el liderazgo político estadounidense resultaba que la humanidad se enca minase hacia la era de la globalización. Ante auditorios tan diversos como la Duma rusa, la Universidad Nacional de Vietnam y el Foro Económico
lonia, Israel, la República Checa y Hungría. El informe no citaba por ninguna parte el he cho de que todos esos países acumulaban ya una larga historia previa de igualitarismo so cialista. El estudio proclamaba igualmente que «los países más globalizados del mundo tien den a gozar de mayores libertades civiles y derechos políticos, según los indicadores anua les de Freedom House [...]». Tampoco aquí el «Index» dejó constancia de que en cada uno de los casos citados (Holanda, Suecia, Suiza, etc.), la democracia y la legalidad esta ban establecidas desde hacía ya tiempo, y que, por tanto, la relación causal insinuada era, en realidad, probablemente la inversa. El mencionado índice, por cierto, mencionaba a Singapur como el país más globalizado del mundo, lo cual, presumiblemente, debería ha berse visto reflejado de algún modo en su historial de derechos civiles. En un estudio de seguimiento publicado un año después («Globalization Index» 2002), se volvía a afirmar que «los países más globales del mundo hacen gala de una ma yor igualdad de renta que sus iguales menos globales. [...] Salvo escasas excepciones, los países con una alta puntuación en el índice de globalización gozaban de mayor libertad política. [...] Y cuando se compara la clasificación de nuestro índice con el estudio de Transparency International sobre la percepción de corrupción, se puede llegar a colegir que los funcionarios públicos de los países más globales son menos corruptos que sus ho mónimos en economías más cerradas», todo lo cual daba a entender que la globalización favorece la igualdad, la libertad política y la integridad.
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Mundial, además, por supuesto, de en un sinfín de encuentros en el pro pio Estados Unidos, Clinton proclamó cosas como las siguientes: L a globalización no es algo que p od am os retener o apagar. E s el equi valente en el terreno económ ico de una fuerza de la n aturaleza (com o el viento y el agua). [...] no podem os ignorarla y no se va a ir a ninguna p a r te (U niversidad N acional de Vietnam , 17 de noviem bre d e 2000). E n la actualidad, debem os asum ir la lógica inexorable de la globaliza ción, y esa lógica nos dice que todo, desde la fortaleza de n uestra econom ía hasta la seguridad de nuestras ciudades o la salud de nuestro pu eblo, d e pende de lo que sucede no sólo dentro de nuestras fronteras, sino tam bién en el otro extrem o del m undo (San Francisco, 26 de febrero de 1999). Q uienes quieren dar m archa atrás a las fuerzas de la globalización p o r que tem en sus consecuencias p erturbadoras están, en m i opinión, total m ente equivocados. Cincuenta años de experiencia nos dem uestran que la integración económ ica y la cooperación política son dinám icas positivas. Pero quienes creen que la globalización se reduce a las econom ías de m er cado tam bién se equivocan. [...] D ebem os reconocer, antes de nada, que la globalización nos ha hecho a todos m ás libres y m ás interdependientes (Foro Econ óm ico M undial, 29 de enero de 2000). A l igual que todos los dem ás países, Rusia se enfrenta a un m undo muy diferente. Su rasgo definitorio es la globalización (L a D u m a rusa, 5 de junio de 2000). E l tren de la globalización no p uede dar m archa atrás. [...] Si quere m os que E stad o s U nidos se m antenga sobre la vía correcta [...] no tene m os m ás opción que tratar de tirar de ese tren (U niversidad de N ebraska, 8 de diciem bre de 2000).
En cuanto la «globalización» adquirió popularidad como clave para comprender el significado de los cambios de nuestra época y para desci frar su dirección histórica, y en cuanto pasó a ser considerada un fenó meno en consonancia con los intereses estadounidenses, resultó sencillo verla como algo beneficioso e inevitable al mismo tiempo. Sin alcanzar el grado de complejidad y de dogmatismo al que había llegado la ideología marxista como respuesta al auge del capitalismo industrial, la globalización se convirtió en la ideología de moda de la era postideológica. Cier tamente, incorporaba todos los ingredientes de una ideología: era histó ricamente oportuna y atractiva para las élites de poder situadas en los puestos clave, ofrecía una crítica de aquello que debía ser rechazado y postulaba un mañana mejor.
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Gracias a todos esos elementos, la globalización llenó un gran hue co en el nuevo estatus estadounidense de superpotencia mundial en solitario. El poder internacional, tanto en su dimensión política como en la económica (aunque esté concentrado en un solo Estado-nación), no deja de necesitar legitimidad social por parte tanto de los dominan tes como de los dominados. Los primeros ansian esa legitimidad por que les proporciona la confianza en sí mismos, la conciencia de cum plir una misión y la convicción moral necesarias para perseguir sus objetivos y afirmar sus intereses. Los segundos la necesitan para justi ficar su conformidad, para facilitar su acomodo a ella y para sustentar su sumisión. La legitimidad doctrinal reduce los costes del ejercicio del poder, ya que calma el malestar de quienes están sometidos a él. En ese sentido, la globalización es la doctrina natural de la hegemonía global. Eso no significa que el atractivo de la globalización no se haya debi do también a su afinidad con la tradición idealista que acumula también el comportamiento político estadounidense a lo largo de la historia. Aun manteniendo un marcado espíritu protector de su propia soberanía como Estado-nación, la sociedad norteamericana se ha caracterizado tradicio nalmente por su aversión a la política de poder internacional. La globali zación, gracias a su aspiración utópica a la apertura y la cooperación mundiales, ha aprovechado eficazmente ese sentimiento y ha servido de contrapeso político a las serias reservas expresadas por buena parte de los sindicatos de trabajadores estadounidenses. La oposición de estos últi mos a la globalización — derivada de su comprensible temor al traslado al extranjero de puestos de trabajo estadounidenses debido a la desindus trialización del país—3 ha pasado así a ser considerada cada vez más una expresión anacrónica de un interés egoísta, condenada a desaparecer cuando Estados Unidos haya completado su transición a la era tecnotrónica postindustrial. La hostilidad hacia la globalización mostrada por los sindicatos y por ciertos sectores económicos nacionales ha llegado incluso a ser vista como algo propio de gentes encerradas en sí mismas y cortas de miras en com-
3. Los dirigentes sindicales se refieren con frecuencia al hecho de que, en 1979, 21 millones de estadounidenses trabajaban en el sector de las manufacturas, lo cual equiva lía a un 30 % aproximadamente de la ocupación total del país; en 2001, el empleo en el sector industrial se había reducido hasta los 16 millones de puestos, aunque la fuerza la boral total se había incrementado en unos 15 millones de trabajadores.
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paración con aquella visión de un mundo sin fronteras en el que la bús queda pacífica del bienestar propio no se ve obstruida por nacionalismos estrechos ni por fronteras estatales cada vez más arcaicas. Dicha visión asume como universal la propia experiencia nacional interna estadouni dense — con sus pautas de actividad económica siempre cambiantes, ca rentes de trabas geográficas y guiadas por el mercado— , que se extrapo la sin más al conjunto del planeta con el paradójico efecto de que un Estado-nación tan insistentemente soberano a lo largo de la historia como el estadounidense se haya convertido en el apasionado propagador de la doctrina económica que está volviendo obsoleto el concepto de sobe ranía. La defensa idealista de la globalización se ha visto reforzada, además, por algunos de sus beneficios innegablemente reales. Las multinacionales han tendido, por lo general, a mostrarse relativamente sensibles ante el grave problema de la explotación de la mano de obra infantil, una prác tica tradicionalmente generalizada en muchos de los Estados subdesarro llados más pobres. Al tiempo que se sienten atraídas hacia mercados en los que hay una mayor disponibilidad de mano de obra barata, las com pañías occidentales no pueden ignorar el riesgo que les supondría la de saprobación pública de sus prácticas por parte de los consumidores de los países más avanzados. De ahí que se hayan abstenido en gran medida de recurrir a la mano de obra infantil. Por otra parte, al proporcionar em pleos remunerados con salarios algo más elevados que los habituales a ni vel local, las empresas globales han contribuido a reducir ligeramente la pobreza (de manera muy especial, en China, que ha sido el país que ha atraído las mayores cantidades de inversión extranjera directa). Algunas multinacionales han ido aún más allá y han adoptado una política activa de responsabilidad social. Incluso, en algunos casos, podría decirse que la apertura de las fronteras a las compañías extranjeras ha incrementado un tanto la sensibilidad ecológica local frente a una prolongada indife rencia anterior. De todas, la aseveración más significativa en cuanto a sus consecuen cias sociales y políticas es aquella en la que se proclama que la globaliza ción ha contribuido a una disminución apreciable de la pobreza mundial. Aunque la cuestión es materia de controversia entre economistas, parece que la proporción de personas paupérrimas (aquellas que viven con sólo un dólar diario, como máximo, en términos de PPP) ha decrecido algo últimamente, tanto si se mide en porcentaje sobre la población mundial como en números totales reales. De todos modos, estas cifras también es-
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tán distorsionadas por el caso especial de China: en otras zonas muy am plias del Tercer Mundo los beneficios se notan bastante menos.4 Si el descenso en todo el mundo de la pobreza más acuciante reduce acumulativamente la desigualdad global o si, por el contrario, la globalización fomenta en realidad la desigualdad al aportar beneficios despro porcionadamente mayores a los países ricos continúa siendo una cuestión profundamente controvertida. Pero, en última instancia, la defensa mo ral de la globalización se basa en la afirmación de que ayuda a cerrar el hueco entre ricos y pobres, o, cuando menos, ayuda a mejorar la situación de estos últimos con respecto a aquella en la que se encontrarían de no existir la globalización. Como es lógico (y se verá más claramente en el próximo apartado), la crítica a la globalización rechaza esa afirmación desde su misma base y sostiene, en cambio, que, o bien la globalización tiene tantos pros como contras, o bien se trata simple y llanamente de una doctrina de imperialismo explotador occidental (y, más concretamente, estadounidense). Tanto si es lo uno como si es lo otro, lo cierto es que para el nuevo pa pel de Estados Unidos como potencia mundial dominante, la globaliza ción como doctrina proporciona un marco de referencia de gran utilidad a la hora de definir tanto el mundo contemporáneo como la relación de Norteamérica con él. Tiene la fuerza de la simplicidad intelectual y ofre ce una fácil comprensión de las complejidades de la era postindustrial y posnacional: el acceso abierto a la economía mundial es considerado el efecto natural e imperativo de las nuevas tecnologías, y la Organización Mundial del Comercio (OMC), el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI) funcionan como expresiones institucionales de ese hecho a escala global. El mercado libre debería funcionar en un ámbito igualmente global en el que los más valientes e industriosos deberían te ner libertad para competir entre sí. Los países deberían ser evaluados no sólo según su grado de democracia interna, sino también según lo globalizados que estén. 4. Los propios chinos cuestionan la interpretación positiva del impacto de la globali- . zación. En un detallado análisis publicado en el órgano oficial del Partido Comunista Chino («Dos grandes tendencias en el mundo actual», Diario del Pueblo, 3 de abril de 2002), se aseguraba que «la globalización ha provocado la ampliación de la distancia en tre el sur pobre y el norte rico [...] en los últimos treinta años, el número de los países me nos desarrollados ha pasado de 25 a 49; la población necesitada del mundo ha pasado en términos absolutos de los 1.000 millones de personas de hace cinco años a los 1.200 mi llones actuales».
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El atractivo de una ideología procede no sólo de la visión del futuro que ofrezca, sino también de lo persuasivos que resulten sus mitos acerca del presente. Estos últimos legitiman la primera al proporcionarle un re fuerzo creíble. La globalización ofrece varios mitos de esa clase. Uno de ellos es el que se refiere a la Rusia postsoviética. Buena parte de la políti ca estadounidense hacia Rusia durante la presidencia de Clinton estuvo imbuida de nociones mecánicas e incluso dogmáticas derivadas de la de finición doctrinal de la globalización. Aquella administración proclamó en repetidas ocasiones su creencia en que cuanto más adoptase Rusia los principios de la economía de mercado, globalizada e interdependiente, más se acercaría su política a los criterios y niveles «universales», medi dos según la experiencia occidental. Por ello, y casi de un modo determinista marxista^ se esperaba que el crecimiento de la democracia en Rusia fuese más un resultado de las fuer zas del mercado que como un producto de valores filosóficos o espiritua les más profundos. La «elección» del presidente Putin llegó incluso a ser declarada por el principal experto en Rusia del gabinete de Clinton como la prueba culminante de que la democracia en aquel país era ya una rea lidad. Por desgracia, el posterior retroceso de Rusia con respecto a los criterios que definen tanto a una sociedad abierta como a una auténtica democracia supuso una materialización en la práctica de algunos de los riesgos inherentes a la reducción de los complejos procesos de la globali zación a simples fórmulas prefabricadas. China, como escaparate de la globalización, es también la fuente de su propio mito. A diferencia del caso ruso, las expectativas estadouni denses con respecto a China se han ceñido básicamente al terreno eco nómico. Nadie declaró oficialmente que la conexión automática entre globalización y democracia estuviera llevando a China al borde de una nueva era democrática. Y, sin embargo, China ha sido ampliamente ci tada como ejemplo de éxito de la globalización: un modelo de rápido desarrollo económico alcanzado mediante la liberalización interna y la apertura a los capitales externos. Esa combinación generó realmente un crecimiento económico considerable y sostenido, así como las precondi ciones para el ingreso de China en la Organización Muncial del Comer cio (un enorme paso adelante en su globalización progresiva). Ahora bien, estos logros tuvieron lugar bajo el mando de un Estado sumamente autoritario y con una economía dominada ampliamente todavía por el sector de propiedad estatal y con unas fronteras que, como mucho, se puede decir que son sólo selectivamente permeables. En esencia, el éxito
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económico chino no se puede clasificar tanto bajo el epígrafe de la glo balización como bajo el de la dictadura ilustrada. La afirmación seguramente más generalizada de los proponentes de la globalización en el mundo de los negocios es que ésta fomenta un terre no de juego abierto e igualado para la actividad económica competitiva. Pero del mismo modo que el mito de la sociedad sin clases era un com ponente importante de la ideología comunista (a pesar de lo elevada que era la estratificación soviética en la realidad), la suposición según la cual la globalización favorece la presencia de oportunidades equitativas para la competencia de todos los actores constituye una fuente esencial de le gitimidad histórica para la nueva doctrina, con independencia de cuál sea la realidad. Sin embargo, la realidad resulta, inapelablemente, más ambigua. Al gunos Estados son obviamente más «iguales» que otros. Es inevitable que las naciones más ricas, fuertes y avanzadas se hallen en una posición más favorable para dominar el juego, y eso se aplica de manera muy es pecial al caso de Estados Unidos. Ya sea en la OMC, en el Banco Mun dial o en el FMI, la estadounidense es, con mucho, la voz que más se hace oír.5 Se produce, pues, un1ajuste perfecto entre hegemonía global y glo balización económica: Estados Unidos puede promover un sistema global abierto al tiempo que define en gran medida las normas de ese sistema y elige para sí mismo lo más o menos que quiere depender de él. Las ventajas de que dispone Estados Unidos son muchas. El mero ta maño del mercado estadounidense (el consumo estadounidense de la producción mundial supera con una diferencia abismal el de cualquier otro país) otorga a sus negociadores comerciales un poderoso instrumen to de negociación. Al mismo tiempo, la economía estadounidense es la más innovadora del planeta y la más competitiva (en 2002, quedó nueva5. La agenda de las reuniones ministeriales de la OMC viene fijada por el llamado «Cuarteto» formado por Estados Unidos, Canadá, Japón y la UE, que representan en conjunto unas dos terceras partes del comercio mundial. Además, la cuestión del acceso a los mercados estadounidenses da a los negociadores de ese país una capacidad de in fluencia sin parangón con la que pueden incidir en la postura que adopten otros Estados. El presidente del Banco Mundial ha sido siempre estadounidense por convención y Esta dos Unidos dispone del mayor porcentaje de poder de voto. En el FMI, las decisiones im portantes requieren de la aprobación del 85 % de los votos y la cuota de voto de Estados Unidos es del 17,11 %, lo cual le otorga un poder de veto efectivo y único. No es de ex trañar que haya quien ha tildado al FM I y al Banco Mundial de «filiales estadounidenses plenamente participadas por el Departamento del Tesoro».
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mente clasificada en el primer puesto del índice de Competitividad del Crecimiento y del índice de Competitividad Microeconómica elaborados anualmente por el Foro Económico Mundial). Estados Unidos gasta más en I+D y constituye un porcentaje considerablemente más elevado del mercado global de alta tecnología que ningún otro Estado. Las multina cionales estadounidenses controlan directamente billones de dólares en activos exteriores y la economía de Estados Unidos —mucho mayor y más diversa que ninguna otra— es la locomotora de la economía global. No es extraño, pues, que Estados Unidos pueda afirmar formalmen te que no está obligado a cambiar su legislación, ni a reducir sus barreras comerciales ni a compensar a ningún país extranjero para actuar de con formidad con las disposiciones de la OMC.6 Por razones políticas inter nas, Estados Unidos ha seguido una firme trayectoria de mantenimiento de barreras proteccionistas elevadas a los productos agrícolas y ha im puesto cuotas rígidas para las importaciones de acero y de productos tex tiles procedentes de países más pobres que necesitan desesperadamente acceso al mercado estadounidense. Los países en vías de desarrollo con tinúan suplicando a Estados Unidos que reduzca sus barreras comercia les, pero carecen del poder necesario para hacerse oír. El terreno de juego sólo está igualado de verdad entre Estados Uni dos y la Unión Europea. Si esas dos partes llegan a un acuerdo, pueden dictar juntas a todo el mundo las normas reguladoras del comercio y las finanzas globales. Cuando están en desacuerdo, lo que se produce es un auténtico combate entre pesos pesados. En una ocasión, por ejemplo, la UE acusó a la agencia tributaria federal estadounidense de utilizar códi gos sesgados a favor de los intereses empresariales estadounidenses. En un primer momento, Estados Unidos simplemente ignoró la cuestión, pero cuando la UE amenazó con imponer medidas compensatorias y con suspender concesiones por un valor superior a 4.000 millones de dólares, Estados Unidos solicitó enseguida el arbitraje de la OMC. Pero incluso en esas situaciones de confrontación con la UE, Estados Unidos tiene siempre la posibilidad de mostrarse más solícito hacia sus socios comerciales asiáticos y obtener así, con el apoyo de éstos, el peso nece6. Según la oficina del Representante de Comercio estadounidense: «Las conclusio nes de un panel de resolución de conflictos de la OMC no pueden forzarnos a cambiar nuestras leyes. [...] Estados Unidos sigue conservando plena soberanía para decidir si pone en práctica o no la recomendación de un panel». Véase «America and the World Trade Organization», accesible desde .
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sario para forzar un mayor acomodo de los europeos a los deseos esta dounidenses. Así pues* el terreno de juego «igualado» se inclina siempre hacia don de haya intereses estadounidenses en juego. Además, Estados Unidos —a diferencia de la UE, su igual económico— posee ingentes recursos mili tares, y la combinación de capacidades militares y económicas genera una influencia política sin par. Esa influencia puede ser luego empleada para proteger y favorecer los intereses estadounidenses mediante una mezcla de compromiso con la globalización económica (por su conveniencia eco nómica) y denodada insistencia en la soberanía estatal estadounidense (siempre que resulte políticamente oportuna). Sea ésa o no la forma co rrecta de obrar, lo cierto es que Estados Unidos está facultado, gracias a su poder, para trascender esa aparente incoherencia. Tampoco es de extrañar que doctrinas interesadas como ésa sean muchas veces aplicadas de forma selectiva. Esa inconsistencia se extien de también a una cuestión relacionada como es la del multilateralismo. Así, por ejemplo, a pesar de la entusiasta adhesión de la administración Clinton a la globalización como concepto definidor clave de Estados Unidos, fue ese mismo gabinete el que decidió no aplicar el Protocolo de Kyoto —que había firmado en 1998— por motivos políticos. De hecho, dicha administración no llegó a acuerdo alguno para la contención del calentamiento global y sólo firmó el políticamente controvertido tratado de la Corte Penal Internacional tras apuntar una serie de reservas al mis mo que requerían la inclusión de modificaciones a su texto en el Senado. Su sucesora, la administración Bush, transformó esas dudas en oposición frontal. Para el mundo, el mensaje fue claro: cuando una disposición in ternacional determinada entra en conflicto con la hegemonía estadouni dense y puede inhibir su soberanía, el compromiso de Estados Unidos con la globalización y el multilateralismo demuestra tener unos límites muy rigurosos. Finalmente, la abrumadora escala del predominio de Estados Unidos hace que el nuevo fenómeno de la globalización económica sea visto en todo el mundo casi de forma automática como el reverso del atractivo universal de la cultura estadounidense de masas. En realidad, la globali zación es más una consecuencia del derribo incontrolado de las barreras tradicionales del tiempo y el espacio a cargo de la tecnología moderna que de ningún plan doctrinal deliberado de los estadounidenses. Aun así, la coincidencia histórica del surgimiento de una comunidad global in teractiva con la existencia de una nación dominante en lo político, diná-
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mica en lo económico y magnética en lo cultural, está sirviendo para fusionar los fenómenos de la globalización y la americanización en uno solo. La etiqueta «Made in the U SA » aparece, pues, visible e ineluctiblemente impresa sobre la globalización. Esta última, como doctrina natural del hegemon, refleja y proyecta en última instancia su propio origen na cional. Sin esa base nacional, la globalización —por mucho que el térmi no pudiera resultar atractivo para algunos como concepto analítico— no sería una doctrina políticamente poderosa e internacionalmente contro vertida. Sólo lo es cuando se institucionaliza, del mismo modo que se vol vió poderosa la religión al ser plasmada en una iglesia o el comunismo al ser identificado con el sistema soviético. La simbiosis con una realidad establecida y poderosa acaba resultando, para bien o para mal, un ele mento integral de la identidad de una doctrina.
Un
bla n c o d e la
« c o n t r a s im
b o l iz a c ió n
»
Así pues, la globalización fomenta un intenso antiamericanismo, de bido, en gran medida, a la opinión generalizada de que no actúa única mente como un vehículo para el cambio socioeconómico, sino también para la homogeneización cultural y la dominación política. La doctri na de la globalización genera, por tanto, su propia antítesis: la fusión per cibida entre globalización y americanización actúa de catalizador para la aparición de un contracredo que es, simultáneamente, antiglobalista (opuesto, en realidad, a la primacía política estadounidense) y antiglobalización (crítico con los efectos económicos y culturales de la globaliza ción como tal). La victoria en la Guerra Fría dio a Estados Unidos las riendas del mundo. No sólo era la nación dominante, sino que ya no se enfrentaba a ninguna crítica del sistema estadounidense que resultara realmente atra yente a escala global y fuera mínimamente amplia en el plano intelectual. La «inevitabilidad histórica de la marcha de la humanidad hacia el co munismo» (un postulado marxista que se había mantenido en pie a lo lar go de la mayor parte del convulso siglo xx) había quedado dramática mente refutada por la desintegración del bloque soviético. El argumento popular contra el capitalismo se había venido abajo: el capitalismo había demostrado resultar más productivo y rentable que el socialismo. Hasta la China comunista había decidido conservar el mando político «comu nista» pero practicando el capitalismo. La democracia y el libre mercado
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no tenían rival. Hubo quien llegó a afirmar que había llegado el fin de la historia. , Pero ese final duró poco. Debido precisamente a la indefinición (por no decir la vacuidad) del contenido moral de la globalización y a la no siempre evidente sensibilidad de sus proponentes ante las cuestiones re lacionadas con la justicia social,7 pronto hubo quien no pudo resistir la tentación de estigmatizar la globalización tachándola de nueva doctrina universal de la explotación. Considerada por sus críticos moralmente neutra y espiritualmente vacía, la globalización ha sido acusada de ser la nueva ideología del materialismo supremo (más incluso que el marxis mo). Ha sido parodiada como la doctrina interesada de los consejos de administración empresariales, carente de toda preocupación por la justi cia social, el patriotismo, la moral o la ética. Esa acusación reactivó a los marxistas (tanto a los reincidentes como a los desilusionados), llamó la atención de populistas, anarquistas y eco logistas, y atrajo a miembros de sectas con una especial motivación espi ritual y a nacionalistas de derechas, así como a escépticos más serios (en ámbitos como el económico e, incluso, el teológico) con respecto a los supuestos beneficios automáticos de la globalización. Los estallidos de violencia de los primeros años del siglo xxi con motivo de las reuniones de la OMC en Seattle, del Banco Mundial en Washington y del FMI en Praga, además de otros producidos en otros lugares, constituyeron seña les de alerta temprana de la emergencia de un nuevo contracredo. La «contrasimbolización» es un fenómeno conocido en política. Ocurre cuando la parte más débil adopta (al menos de forma externa) los valo res y las reglas del juego practicados por la parte más fuerte para utilizar los luego en contra de esta última. El ejemplo clásico fue el de la exitosa movilización de las masas hindúes a cargo del Partido del Congreso del 7. Un ejemplo de ello son los resultados del primer «índice de Compromiso con el Desarrollo» (ICD o CDI, según sus iniciales en inglés), formulado y elaborado por el Center for Global Development y la revista Foreign Policy, que «clasifica algunas de las naciones más ricas del mundo según el mayor o menor grado en que sus políticas ayudan al desarrollo económico y social de los países pobres» en función de una combinación de factores: ayuda exterior, comercio, inversiones, sensibilidad medioambiental, apertura a la inmigración y aportaciones a misiones de paz. Los países del G-7, que suman en con junto «dos terceras partes de la producción económica mundial», no quedaron muy bien parados por lo general en dicha clasificación (Estados Unidos y Japón se vieron relegados a los puestos vigésimo y vigésimo primero de un total de veintiún países). «Ranking the Rich», Foreing Policy, mayo-junio de 2003.
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Mahatma Gandhi, que empleó la desobediencia civil pacífica y la invoca ción del liberalismo británico para ganarse la simpatía política de este úl timo país y para desarmar la oposición de sus dirigentes a la emancipa ción nacional de la India. El movimiento estadounidense de los derechos civiles también logró triunfar finalmente gracias a la adopción de tácticas que sintonizaban con las tradiciones constitucionales del país. En Polo nia, Solidaridad logró imponerse al régimen comunista protegido por los soviéticos movilizando, en primer lugar, al «proletariado» en demanda de los derechos de los trabajadores, antes de pedir de forma abierta la emancipación nacional. Uno de los mayores fallos de la Organización para la Liberación de Palestina es que nunca ha tratado de llevar a cabo de forma mínimamente sistemática esa contrasimbolización a fin de ga narse las simpatías israelíes hacia sus esfuerzos para lograr la emancipa ción palestina de Israel. El rechazo a la globalización implica también un intento de contra simbolizar cuestiones que son clave para entender su atractivo histórico: ¿en qué medida se mueve la globalización (o no) por impulsos morales que buscan realmente mejorar la situación humana?; ¿cuál es realmente el historial factual de su rendimiento económico como factor de iguala ción social al alza en un mundo en el quedas disparidades económicas conviven con una concienciación y un resentimiento cada vez mayores? En resuman, la antiglobalización se ha desarrollado intelectualmente y ha pasado de ser un sentimiento poco definido a convertirse en un contra credo, fortalecido emocionalmente por el antiamericanismo. Y como tal contracredo, sirve para llenar el vacío dejado por la caída del comunismo, ya que centra la atención intelectual en las dos realidades (una política y otra económica) centrales del mundo, como son la hege monía y la globalización y, al mismo tiempo, ofrece una crítica de ambas. Explota, también, una diversidad de rencores fundamentalmente con respecto a Estados Unidos y alude a una visión alternativa del futuro ex presada en términos bastante vagos. Sin ser tan sistemático como el marxis mo ni estar tan plena y exhaustivamente desarrollado, se le asemeja en tanto en cuanto invoca tanto a los sentimientos como a la razón. El nuevo contracredo deriva, además, parte de su actual ímpetu de la diferencia fundamental que se observa entre el pragmatismo habitual de los promotores de la globalización y el mayor apasionamiento de sus opo nentes. Los impulsos materialistas suelen activar menos la militanda so cial de lo que la activan los sentimientos (más indefinidos, pero intensos) de injusticia social. El comunismo adquirió su dinamismo histórico ini-
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cial gracias a ese sentimiento y fueron necesarios setenta años de expe riencia soviética hipócrita para desacreditar su atractivo. En la misma mqdida en que la globalización ha sido percibida como un fenómeno guiado por el libre mercado, también ha tendido a ser percibida por sus detractores como antihumana y avariciosa. Los flancos mas extremos del contracredo atraen a aquellas personas cuyo moralismo dogmático e in tenso idealismo les permiten racionalizar pasiones políticas violentas.8 Para justificar su indignación, los críticos de la globalización han tra tado en ocasiones de aprovechar incluso las reservas expresadas (siempre con cautela y por motivaciones morales) por el papado romano desde fi nales del siglo xix con respecto al capitalismo desenfrenado. En tiempos más recientes, el papa Juan XXIII prestó especial atención en su encícli ca Mater et magistra de 1961 al «incremento de las relaciones sociales» in herente al mundo moderno que, en su opinión, exigía que se tomara con un mayor interés la cuestión de la «socialización». Esa referencia (y, con cretamente, esa palabra) fue interpretada por muchos como una crítica fundamental al capitalismo. Cuarenta años después, el papa Juan Pa blo II, en su discurso del 27 de abril de 2001 ante la Academia Pontificia de Ciencias Sociales, destacó: «La globalización, como cualquier otro sis tema, debe estar al servicio de la persona; debe servir a la solidaridad y al bien común». Advirtió entonces que «los cambios en la tecnología y las relaciones laborales están procediendo con demasiada rapidez como para que las culturas puedan reaccionar a ellos» e instó a que la humanidad «respetara la diversidad de culturas». Aunque el papa tuvo especial cui dado en señalar que «la globalización, a priori, no es ni buena ni mala, sino que será aquello que las personas hagan que sea», sus preocupacio nes subrayaban el desasosiego que le producían los impulsos básicos que motivaban a los defensores de la globalización. 8. En el panfleto L ’esprit du terrorisme (París, 2001) —una conmemoración especial mente sarcástica del 11-S, en la que vinculaba causalmente aquellos sucesos con la globali zación— , el renombrado filósofo francés Jean Baudrillard proclamaba: «El terrorismo es inmoral [...] y responde a una globalización que también es, en sí, inmoral», y que da pie a la complicidad colectiva manifestada en «el júbilo generalizado de contemplar la destruc ción de esta superpotencia mundial o, mejor dicho, de ver cómo, en cierto sentido, se des truye a sí misma en una especie de hermoso suicidio». Según él, la humanidad está inmersa actualmente en la cuarta guerra mundial: la primera se libró contra el colonialismo; la se gunda, contra el nazismo; la tercera, contra el sovietismo, y la cuarta actual, contra la globa lización. Este panfleto contó con la amplia difusión que le proporcionó su publicación (a dos páginas completas) en el número del 3 de noviembre de 2001 del diario Le Monde.
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El contracredo emergente, aun estando inspirado por muy variados recelos, continúa careciendo de un teórico central y de una doctrina for malmente establecida. Se trata, pues, de una ideología en construcción, pero, como tal, participa de una serie de premisas comunes. Por ejemplo, aparte de las críticas académicas serias de la globalización como teoría económic^, las opiniones de Pierre Bourdieu, el popular sociólogo fran cés fallecido en 2002, han tenido una especial influencia en la sistemati zación de los puntos de vista de ese contracredo. Bourdieu basó su ata que a la globalización sobre una premisa central — «la unificación favorece siempre al dominante»— y sostuvo que el mercado mundial es una crea ción política, «el producto de una política planeada más o menos cons cientemente». De hecho, no dejó duda alguna a sus admiradores de quién estaba llevando a cabo esa planificación. E l m odelo de una econom ía arraigada en las particularidades históri cas de la tradición de una sociedad particular — la de la sociedad estad o unidense—- aparece de pronto establecido sim ultáneam ente com o destino inevitable y proyecto político de liberación universal, com o fin de una evo lución natural y com o ideal cívico y ético que, en nom bre de un p ostulado vínculo entre la dem ocracia y el m ercado, prom ete em ancipación política para las personas de todos los países. L o que se p rop on e — y se im pone— de m anera universal com o crite rio están dar de tod a práctica económ ica racional es, en realidad, la u ni versalización de las características particulares de una econom ía inm er sa en una historia y en una estructura social particulares: la de E stad o s U n ido s.9
De ello se deduce que para quienes suscriben ese nuevo credo, la glo balización «no es una expresión de evolución» producida por la tecnología moderna, sino que «fue diseñada y creada por seres humanos determi nados con un objetivo concreto: dar prioridad a los valores económicos —empresariales, se entiende— sobre todos los demás».10 La globaliza ción representa, pues, el imperialismo universal de los más competitivos en el terreno económico y de los más poderosos en el político y, por en cima de todos, de Estados Unidos. 9. Pierre Bourdieu, «Uniting to Better Domínate», contribución a «Conflicts over Civilization», Items & Issues, vol. 2, nos 3-4, invierno de 2001, págs. 1-6. 10. John Cavanagh y otros, Alternatives to Economic Globalization: A Better World Is Possible, San Francisco, Berrett-Koehler, 2002, pág. 18.
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Sí, por encima de todos, pero no en exclusiva. La oposición a la globalización por considerar que favorece a los poderosos y a los privilegia dos puede también alimentarse de una situación específica que se da en varias zonas del mundo subdesarrollado: la del dominio económico y fi nanciero de las minorías ricas. Según palabras de un observador perspi caz de la globalización, no se ha hecho suficiente hincapié en el hecho de que en varios lugares, «los mercados concentran una inmensa riqueza en manos de una minoría “externa” [...] lo cual fomenta envidas y odios ét nicos en mayorías que viven, en muchos casos, instaladas en la pobreza crónica».11 Los miembros de esas minorías, gracias a su mayor nivel de instrucción y a sus más amplios contactos, están en mucha mejor situa ción para atraer las inversiones externas y para convertirse en socios de empresas extranjeras. La globalización les ayuda, pues, a incrementar aún más su ya privilegiada posición. El resultado es la exacerbación de la de sigualdad y de las tensiones étnicas. Lo cierto es que, desgraciadamente, la situación de privilegio económico de una minoría étnica es una condi ción política altamente inflamable; las envidias étnicas pueden convertir se en una poderosa fuerza xenófoba que genere hostilidad hacia los efec tos de la globalización, considerados injustos. No resulta, pues, extraño que en los ataques a la globalización y, en especial, a la conexión de ésta con Estados Unidos se aprecie un podero so elemento cultural. Según los críticos, además de favorecer la globali zación por motivos egoístas de cariz económico y político, Estados Uni dos está promoviendo para su propio provecho el imperialismo cultural. 11. En ese punto hace especial énfasis Amy Chua en «A World on the Edge», The Wilson Quarterly, otoño de 2002, un anticipo de su libro A World on Tire: How Exporting Free Market Democracy Breeds Ethnic Hatred and Global Instability (trad. cast.: El mundo en llamas: los males de la globalización, Barcelona, Ediciones B, 2003). Unos cuan tos ejemplos ilustran su argumento básico: en Filipinas, los chitios (el 1 % de la pobla ción) controlan más o menos el 60 % de la economía (mientras que más del 60 % de los filipinos sobreviven con aproximadamente 2 dólares diarios); en Indonesia, el 3 % de la población que es de origen chino domina un 70 % de la economía privada (y los episo dios de violencia antichina son un problema periódico), y los chinos desempeñan un pa pel similar en otros lugares del Sudeste asiático y en Birmania. En África occidental, los inmigrantes libaneses tienden a dominar ciertas formas de comercio, mientras que en Ruanda, en 1994, la mayoría hutu asesinó a unos 800.000 tutsis, etnia que allí ha mono polizado tradicionalmente la propiedad del ganado. Antes de ser expulsados de África oriental, los comerciantes hindúes eran los dominadores del comercio de la zona. Y, has ta hace muy poco, un reducido número de granjeros blancos eran propietarios de la ma yor parte del terreno cultivable de Zimbabwe.
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En realidad, para estos críticos, globalización y americanización son tér minos sinónimos: ambos equivalen a la imposición sobre otras naciones del estilo de vida estadounidense, lo cual conduce a la homogeneización cultural del mundo conforme al molde norteamericano. Esta acusación demonizadora desde el punto de vista político recuerda a aquel eslogan de los comunistas franceses en el que decían que Estados Unidos se ha bía propuesto la «coca-colonización» del mundo. La condena cultural inyecta en el debate una cuestión ideológica muy controvertida que no sólo atrae a una amplia coalición de ideólogos antiglobalización, sino que moviliza también el importante apoyo de las éli tes de cieítos Estados clave, especialmente de Francia y de Rusia. Para la élite política e intelectual francesa, la actual preponderancia global estadounidense —aun cuando deba ser tolerada como un mal ne cesario para garantizar la'seguridad internacional— representa una forma de hegemonía cultural. Muchos de sus miembros ven en la globalización un plan propagado por los estadounidenses para la difusión de una cultu ra de masas que está penetrando perniciosamente en las herencias nacio nales particulares y las está socavando de raíz. Y eso es algo que repugna a la sensibilidad de una élite que no sólo se siente desmesuradamente orgullosa de su propia herencia, sino que la considera además universalmente válida. De ahí que su autodefensa cultural frente a las consecuencias su puestamente vulgarizadoras y homogeneizadoras de la globalización adop te, de forma casi inevitable, una actitud antiestadounidense. La equivalencia entre globalización y homogeneización genera una serie de inquietudes en los franceses que suelen ser públicas y profusas. Las manifestaciones concretas de la globalización son valoradas en casi todos los aspectos de la vida según su grado de coincidencia con la ame naza contagiosa de la cultura estadounidense. Hay quien ve dicha amena za en muchas partes, como, por ejemplo, en el modo en el que se extien de el inglés como lengua franca del mundo globalizado (válido tanto como medio de comunicación del control del tráfico aéreo como idioma de funcionamiento de las organizaciones y burocracias internacionales) o en el asalto a las tradiciones culinarias francesas que supone el empleo en la agricultura y la ganadería de una ingeniería genética supuestamente an tihumana patrocinada por Estados Unidos. Francia y Estados Unidos, todo hay que decirlo, valoran la amistad histórica que les une y que se basa en un compromiso común auténtico (y probado) con los valores democráticos. Aun así, el declive del anterior desafío marxista ha venido seguido de nuevas tensiones culturales fran-
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co-norteamericanas de las que también se ha impregnado el diálogo ofi cial entre ambos países. En el año 2000, por ejemplo, durante la reunión bajo patrocinio estadounidense de la «Comunidad de Estados Democrá ticos» en Varsovia, a la que acudieron los ministros de Asuntos Exterio res de más de cien naciones, el ministro de Exteriores francés de aquel entonces sostuvo categóricamente que el método estadounidense de pro mover la democracia global no armonizaba con la necesidad de respetar la diversidad cultural internacional. El, en cambio, instó a los allí reuni dos a no caer en la tentación de «equiparar universalismo con occidentalización a la fuerza» y lamentó «el predominio de la versión angloameri cana de la política del libre mercado».12 Esa clase de crítica desde el bando francés ha dotado a la antiglobalización de una pátina de elegante intelectualidad. La élite rusa, mientras tanto, ha ido ofreciendo una definición política cada vez más antagonista del nuevo contracredo. Buena parte de esa élite es instintivamente an tiestadounidense, pero carece de una formulación sistemática que justifi que y canalice su hostilidad. Se lamenta comprensiblemente de la caída de Moscú de la cima de la jerarquía global y se siente contrariada por la posición privilegiada de la que disfruta actualmente Estados Unidos. El comunismo ha quedado desacreditado y ya no hay retorno posible a él; ése es un dato elemental del que es consciente la mayor parte de la élite rusa. El recurso al nacionalismo (cuando no a la patriotería) puede facili tar la movilización interna, pero no ganará nuevos aliados externos para la causa rusa. Sería difícil (por no decir inútil) desafiar o cuestionar a Es12. Hubert Vedrine, «La democracia tiene muchos tonos», Le Monde diplomatique, diciembre de 2000. El propio Le Monde diplomatique ha publicado numerosos artículos antiglobalización. Un ejemplo típico fue el firmado por Ignacio Ramonet con el título «El otro Eje del Mal» {Le Monde diplomatique, 15 de marzo de 2002), en el que el autor afir maba que «existe toda una industria empeñada en convencer a la humanidad de que la globalización traerá consigo la felicidad universal. [...] Armados con la información, los gue rreros ideológicos de la globalización han creado una dictadura que depende de la complicidad pasiva de aquellos a los que subyuga». Ese es un tema que el mismo autor de sarrolla más extensamente en su libro Propagandes silencieuses, París, Galilée, 2000 (trad. cast.: Propagandas silenciosas: masas, televisión, cine, La Habana, Arte y Cultura, 2003). Justo es también señalar que algunas voces francesas se muestran críticas con el provincia nismo y el carácter nostálgico que rezuman esas condenas de la globalización, a las que ta chan de reacción excesiva a las tendencias hegemónicas de Estados Unidos y en las que ven una propensión a «refugiarse indefinidamente bajo nuestras formas tradicionales de pen sar y que nos hacen dar un paso adelante y dos atrás». Véase Jean-Claude Milleron, «L a France et la mondialisation», Commentaire, n° 100, invierno de 2002-2003, pág. 817.
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tados Unidos sobre la base de un nacionalismo que centra inherentemen te su atención en las desastrosas condiciones internas rusas. Para resistir se a la «hegemonía» estadounidense, Rusia necesita movilizar el apoyo in ternacional y eso precisa, a su vez, de un argumento o de una defensa intelectual convincente. En ese contexto, la percepción de que la globalización es una mera prolongación de la primacía política global estadounidense supone una oportunidad ideológica caída del cielo que proporciona la base para una condena integral pero indirecta de la única superpotencia sin necesi dad de mostrar un antiamericanismo abierto, y que puede unir a los sec tores más ^desmoralizados de los elementos poscomunistas, anticomunis tas, cuasicomunistas, nacionalistas y chovinistas de la élite rusa. Puede incluso aprovechar los restos sociales de las viejas campañas de «anticos mopolitismo» soviético con el propósito de alimentar una postura en la que el antiglobalismo deviene un antiamericanismo en la práctica. Rusia no puede competir económicamente con Estados Unidos, pero el con traste entre la pobreza rusa y la abundancia estadounidense puede ser convertido en la acusación de que Estados Unidos — a diferencia de Ru sia— es culturalmente insípido, materialistamente rapaz y vacío en su vo cación espiritual. Esos puntos de vista tienen un beneficio político: sirven para identi ficar a Rusia con otros sentimientos antiglobalización más generalizados en el resto del mundo. Tradicionalmente, la élite rusa se ha sentido mu chas veces^tentada a arrogarse para su país una vocación universal única: primero, como la Tercera Roma del mundo cristiano, y luego, como cen tro de la revolución mundial, simbolizada por la bandera roja ondeando sobre el Kremlin. Cuando esa bandera fue arriada a finales de diciembre de 1991, Rusia se vio degradada —a ojos de muchos rusos— al estatus de un Estado-nación más que había dejado de ser la encarnación de una se rie de valores trascendentales y transnacionales. La tentación de abrazar el contracredo de la antiglobalización es, pues, en parte, una respuesta al anhelo ruso de una renovada autoestima y de una oposición ideológica más efectiva a la dominación global por parte de los intereses comercia les y la cultura de masas estadounidenses.13 13. Por ejemplo, el historiador ruso Aleksandr Volkov puso especial énfasis en de fender la existencia de un claro vínculo entre la globalización y el imperialismo global es tadounidense en un artículo de impactante título: «Totalitarismo internacional: nunca antes en la historia se habían conjurado unas condiciones tan favorables para la materia-
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Las reservas de la élite política de Moscú con respecto a la globalización liderada por Estados Unidos tienen también motivos internos inte resados. Dicha élite ha evidenciado tradicionalmente una fuerte predi lección por el ejercicio altamente centralizado del gobierno. La autoridad centralizada se ajusta, pues, a sus intereses, mientras que la globalización amenaza con diluir el poder y la eficacia de los instrumentos de política nacional. Una nación descentralizada, cuyas regiones se sientan menos en deuda con Moscú y estén más directamente vinculadas al mundo de más allá de las fronteras de Rusia, no es algo de lo que la élite rusa se sienta instintivamente a favor.14 La cosmovisión oficial china también refleja unas altas dosis de hos tilidad cultural hacia la globalización patrocinada por Estados Unidos. Ahora que el marxismo se ha vuelto irrelevante tanto a nivel interno como global, los dirigentes políticos chinos necesitan una justificación doctrinal alternativa para continuar con su monopolio del poder en el in terior de sus fronteras y una perspectiva intelectual compartida inter nacionalmente con otros oponentes afines del «hegemonismo» estado unidense. Precisamente en este segundo uso es en el que se enmarca la proposición según la cual la globalización es inherentemente antidemo crática porque favorece a los fuertes, algo que contribuye a reforzar ,de manera muy conveniente la defensa china de la «multipolaridad».15 También es posible detectar elementos de esa contradoctrina emer gente en las frecuentes sugerencias de los chinos para que se cultive un concepto común de «asiatismo» (presumiblemente, con la propia China al frente) que sirva para orientar a Asia en la búsqueda de sus intereses colectivos propios frente a la globalización hegemónica. El «asiatismo» patrocinado por China podría convertirse en una alternativa atractiva a la
lización de la posibilidad del dominio mundial de una única potencia», Rossiyskaya Gazeta, 30 de enero de 2003. Un anticipo de ese punto de vista pudo ya verse a principios de 2001 en una declaración presidencial conjunta ruso-nigeriana, convertida en un intento de formular un programa doctrinal destinado a vincular los intereses del Tercer Mundo (constituido por unos 135 Estados miembros de la ONU) con los de Rusia partiendo de una oposición común a las manifestaciones globalista y globalizadora estadounidenses. 14. Véase un análisis sin ambages de la cuestión en «AktuaPnye voprosy globalizatsii», Meimo, n° 4, 1999, págs. 39-47. 15. Ese argumento se expone de forma explícita en «Dos grandes tendencias en el mundo actual», publicado por el órgano del PCC, Diario del pueblo, el 3 de abril de 2002, donde se sostiene que la globalización es políticamente antidemocrática y económica mente discriminatoria.
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globalización que aprovecharía la conciencia de identidad común exis tente entre la influyente diáspora china del Sudeste asiático y los chinos de la China continental. Dos recientes superventas literarios, China pue de decir no (una imitación no disimulada de un panfleto antiestadouni dense muy popular escrito por un destacado periodista japonés, titulado El ]apón que puede decir no) y El camino de China: a la sombra de la glo balización, son un buen reflejo de la extendida opinión según la cual la globalización es una prolongación de la hegemonía política y cultural es tadounidense. Pero, paradójicamente, lo que podría poner en peligro el dominio económico mundial de Estados Unidos no es el rechazo chino a la globa lización, sino su adhesión a ella. Como ya se ha señalado anteriormente, China es la «niña bonita» de los defensores más entusiastas de la globali zación. No sólo está atrayendo el capital estadounidense (que ve posibili dades decrecientes de negocio en las propias industrias locales nortea mericanas), sino que se está erigiendo con gran celeridad en el mayor polo de atracción de la inversión extranjera directa en general, atraída por el bajo coste y la cada vez mayor productividad de la abundante mano de obra china. Si esa tendencia llegase a coincidir con un bajón de las inversiones extranjeras directas en Estados Unidos (que, de momen to, están ayudando a contrarrestar los saldos negativos de la balanza co mercial del país) y con un progresivo descenso de la rentabilidad de la industria estadounidense, el éxito de la globalización a la hora de trans formar a China en la principal factoría industrial del mundo podría aca bar siendo un factor primordial de contribución al desmantelamiento in dustrial norteamericano.16 16. «Aquella China ante la que, en tiempos, los ejecutivos se maravillaban contem plando un mercado de posibilidades infinitas, se está convirtiendo, en realidad, en la nave industrial del mundo. [...] Consecuencia de esa nueva función de China como motor ma nufacturero mundial es que se está transformando en una fuerza deflacionaria global cada vez más poderosa. La potencia productiva de la industria china está impulsando a la baja los precios de una diversidad cada vez mayor de los productos industriales, de consumo e incluso agrícolas que vende por todo el mundo.» Además, a diferencia de otras econo mías recientemente industrializadas, China «está reteniendo sectores de gama baja, como el de los juguetes o el textil, al tiempo que está conquistando una porción creciente de los sectores de gama alta, incluido el de la alta tecnología». Además, «es probable que el im pacto de China en los precios mundiales y las estrategias empresariales no haga más que aumentar. Su ingreso en la Organización Mundial del Comercio está generando compa ñías privadas eficientes e hipercompetitivas dentro del país que están poniendo sus miras en el extranjero con la intención de aligerar las presiones de precios internas». Véase
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Por último, el argumento antiglobalista tiene una dimensión más in mediata y de carácter netamente práctico. Los contraideólogos son cons cientes de que la economía estadounidense es la locomotora del desarro llo global y de que el poder del gigante norteamericano constituye el fundamento de la estabilidad global. Un empeoramiento importante de la economía de Estados Unidos, con su consiguiente impacto perturba dor a escala mundial, podría invertir la tendencia (que tanto favorecen las instituciones globales con sede en Washington) hacia un comercio cada vez más libre entre todos los rincones del planeta. Y dado que el poder estadounidense resulta inseparable de la vitalidad de su economía, la cri sis económica debilitaría la influencia global de Estados Unidos, inverti ría el signo de la aparente relación positiva entre la globalización y los in tereses estadounidenses en materia de seguridad, y suscitaría aún más rivalidades económicas de signo nacionalista. Muchos intereses económi cos poderosos en el ámbito interno de muchos países, desde la minería del carbón en Alemania hasta los cultivadores de arroz en Japón o la si derurgia én Estados Unidos, se beneficiarían (al menos, a corto plazo) de la revitalización de los sentimientos proteccionistas. Este cóctel de motivaciones y creencias, no alcanza todavía la catego ría de una ideología antiglobalización sistemática y de conjunto como lo hacía el marxismo cuando vinculaba el determinismo histórico cuasirracional con el fanatismo religioso. Se trata, más bien, de una protesta con tra un futuro al que se teme y contra un presente que levanta ampollas, antes que de un plan alternativo para la condición humana en general. Dicho de otro modo, la globalización es repudiada por una serie de razo nes —muchas de las cuales derivan de la hostilidad hacia la impronta es tadounidense en todo ese proceso— , pero el contracredo no ofrece toda vía un proyecto integral e ideológicamente atrayente de orden político y económico global alternativo. Quienes se adhieren a ese contracredo pueKarby Leggett, «Burying the Competition», FarEastern Economic Review, 17 de octubre de 2002. Los propios chinos han empezado a especular acerca del potencial que tiene su país para convertirse en «la fábrica del mundo». Por ejemplo, Fan Gang, director del Ins tituto Nacional de Investigación Económica, escribió en el artículo «China debe esfor zarse por fortalecer su sector manufacturero aunque trate de extenderse también a los sectores de las altas tecnologías y los servicios» (publicado en Ta Kung Rao — una publi cación periódica propiedad de la República Popular China— , Hong Kong, 15 de no viembre de 2002) que «si sabe utilizar su mayor fuerza — sus recursos humanos, consti tuidos por una enorme bolsa de mano de obra campesina— , creemos que China podría convertirse en la base global de las manufacturas en una o dos décadas».
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den desgastar a su dominador oponente, pero no pueden lanzar una con traofensiva decisiva. De todos modos, llegará el momento en que surja un contracredo completo que proporcione la chispa intelectual que prenda en un clima político global que ya es intensamente hostil a Estados Unidos. En un momento como el actual, en el que está intelectualmente de moda asumir que la era de las ideologías ha tocado a su fin, la antiglobalización —en la que se fusionan el deterninismo económico marxista y el humanitaris mo cristiano con las ansiedades ecológicas, y que se nutre del malestar creado por la desigualdad global y de la mera envidia— tiene el potencial de evolucionar hasta convertirse en una doctrina antiestadounidense co herente y globalmente atractiva. Si eso ocurriera, el contracredo podría llegar a ser un poderoso instru mento de movilización política de masas a escala mundial. Llegaría incluso un momento en el que podría erigirse en programa político unificador de upa coalición formada no sólo por diversos movimientos populares defen sores de causas concretas, sino también por Estados aliados para hacer frente a la hegemonía estadounidense. Sus ideólogos y líderes políticos más fanáticamente hostiles podrían entonces explotar la percepción generaliza da que se tiene de Estados Unidos como potencia unilateralista, insensible ante los intereses de los más pobres y débiles y utilizadora arbitraria de su propio poder, para señalarla como enemigo global número uno. La palabra clave de todos estos párrafos es «podría» (o «podrían»). Los sondeos de opinión pública realizados en todo el mundo indican una tendencia creciente hacia una valoración popular más crítica o, incluso, hostil de Estados Unidos. No obstante, esa propensión es más un reflejo del malestar que provoca la conducta estadounidense como única superpotencia mundial que un rechazo del estilo de vida norteamericano como tal o de la doctrina de la globalización.17 De hecho, al ser definida sim plemente^ como «el incremento del comercio de bienes y servicios y de in17. La encuesta del Pew Global Attitudes Project, realizada en cuarenta y cuatro paí ses y publicada a finales de 2002, reveló que «en la mayoría de los países, el porcentaje más elevado es el de los encuestados que se quejan del unilateralismo estadounidense». Además, en general, la imagen de Estados Unidos ha caído, en algunos casos, de forma bastante significativa. Las únicas grandes excepciones —Nigeria (con un aumento del 31 %), Uzbekistán (29 %) y Rusia (24 %)— parecían dar a entender que los encuestados se hallaban fuertemente influidos por el estado de las relaciones oficiales entre sus go biernos y el estadounidense. La encuesta también reflejó «la considerable discordancia existente entre la percepción de la población estadounidense y la de las poblaciones de la
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versiones entre países», la mayoría de los encuestados de veinticinco paí ses dijeron estar esperanzados con el efecto de la globalización en su propio futuro. El desacuerdo fue mayor, sin embargo, en lo referido al impacto de la globalización sobre la desigualdad global, algo que, presu miblemente, reflejaba los contradictorios datos presentados en los me dios de comunicación en torno a esta compleja cuestión. Pero, dado el tono por lo general optimista de la opinión mundial acerca de la globali zación, lo más curioso (y de gran significación potencial) fue la amplia proporción de personas encuestadas que también expresaron una cierta aprobación de los movimientos antiglobalización porque consideraban ✓ · IR que «actúan en mi propio ínteres». Esa curiosa empatia con los críticos de la globalización podría ser una señal de advertencia. Puede que la población de muchos países tenga la sensación de que la globalización, al desconectar ciertas decisiones eco nómicas vitales de las personas a las que precisamente afectan de manera más directa, conlleva el riesgo de que se derrumbe la fe pública en el pro ceso democrático. Los países más débiles o más pobres (y, en especial, sus componentes más vulnerables a nivel social) pueden llegar a sentirse privados de toda conexión política directa con la toma de decisiones que de termina su bienestar. Si una economía nacional se tambaleara, no se po dría pedir responsabilidades a nadie (ni a instituciones multilaterales re motas como la OMC o el FMI, ni a organismos supranacionales como la UE ni a las enormes empresas e instituciones financieras globales cuyas sedes se encuentran ubicadas en las distantes ciudades de los países más ricos del mundo). Para muchos, la globalización económica podría aca bar desencadenando un amplio proceso de «incapacitación» política. La presencia de una sensación extendida de impotencia social contri buiría a la configuración de un escenario propicio para la actuación de demagogos diversos; éstos, amparados en eslóganes nacionalistas, en una retórica marxista y en la denuncia de los males de una nueva realidad glo bal de la que podrían culpar a unos explotadores codiciosos cómodamen·
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mayoría de los demás países acerca del papel de Estados Unidos en el mundo y del im pacto global de las acciones estadounidenses». 18. Según sondeos realizados en veinticuatro países para el Foro Económico Mun dial por Environics International Ltd. entre octubre y diciembre de 2001, la proporción de quienes consideraban beneficiosa para sí mismos la acción de los movimientos anti globalización frente a la de quienes discrepaban de esa opinión era de 73 a 8 en Turquía, de 60 a 34 en la India, de 54 a 35 en Francia, de 41 a 49 en Italia, de 39 a 52 en Estados Unidos, de 35 a 62 en Corea del Sur y de 24 a 50 en Japón.
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te instalados en la distancia de Estados Unidos y Europa, se envolverían contrasimbólicamente a sí mismos en la bandera de la democracia. La globalización, lejos de entenderse como la consecuencia de un mundo encogido por las tecnologías, sería transmutada en una conspiración glo bal contra la voluntad popular.19 Constatar ese riesgo como tal no equivale ni a respaldar la condena demagógica ni a ignorar la compleja conexión existente entre el fenóme no de la globalización y la aparición de un nuevo tipo de hegemonía glo bal. Pero sí que implica afirmar que las reacciones populares ambiguas a la globalización apuntan hacia un problema potencialmente grave. La globalización tiene sus pros y sus contras, y si los decisores políticos esta dounidenses no hacen un esfuerzo consciente para infundir en ella un contenido moral políticamente evidente, centrado en la paliación de los problemas humanos, su adhesión incondicional a la misma podría tener repercusiones negativas inesperadas para ellos mismos. El núcleo de ese contenido moral debería estar constituido por una creciente democratización. Es necesario que existan canales para que to dos los pueblos afectados por la globalización puedan expresar sus inte reses fundamentales. Cuanto más se pueda oír su voz, menos munición (o ganas) tendrá el mundo menos desarrollado para atacar la legitimidad moral de la globalización en su conjunto. La democratización de la/globalización será un proceso largo, complejo y vacilante, salpicado de re trocesos y necesitado de un liderazgo estadounidense duradero. Pero esto último no significa que Estados Unidos no deba atenuar sus impulsos doctrinarios, predicar con el ejemplo y centrarse más en el bien global, a fin de facilitar la infusión de moral de la que adolece su manera de enfo car la globalización. Tanto en sus decisiones como en su retórica políticas, Estados Uni dos debería abordar la globalización no tanto como un evangelio, sino 19. En palabras de los propios críticos: «¿Vamos a permitir que una pequeña élite di rigente, reunida en secreto y lejos de la vista del público, fije las normas que configuran el futuro de la humanidad? [...] La responsabilidad y el rendimiento de cuentas son crucia les para mantener viva la democracia. [...] Y ninguna de ellas existe si las decisiones ges toras se concentran en las manos de una sociedad anónima extranjera cuyos directores vi ven a miles de kilómetros de distancia y se deben, además, al mandato legal de maximizar la rentabilidad a corto plazo para sus accionistas». Véase John Cavanagh y otros (comps.), Alternatives fo Economic Globalization: A Better World Is Possible, San Francisco, Berrett-Koehler, 2002, págs. 4 y 57 (trad. cast.: Alternativas a la globalización económica: un mundo mejor es posible, Barcelona, Gedisa, 2003).
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más bien como una oportunidad de mejora de la situación humana. Con ello se lograría diluir el fuerte componente ideológico de la actual actitud de Estados Unidos con respecto a la globalización. La apertura de los mercados y la reducción de las barreras al comercio no deberían ser fines en sí mismos, sino medios para mejorar las condiciones económicas en todo el mundo. El «libre comercio» y la «movilidad de capitales» debe rían mantenerse como principios orientadores, pero no deberían ser im puestos íntegra e indiscriminadamente a todos los países sin tener en cuenta las limitaciones locales de índole política, económica, social e ins titucional de cada uno de ellos. Absteniéndose de las valoraciones ideo lógicas en beneficio de una aproximación más matizada y diferenciada a la globalización, Estados Unidos demostraría su sensibilidad con respec to a las necesidades específicas de otros países y, al mismo tiempo, ayu daría a imbuir a sus directivos empresariales de esa misma sensibilidad. Estados Unidos también pone en entredicho la credibilidad de su li derazgo moral exigiendo a otros lo que se niega a aplicarse a sí mismo. Washington vulnera a menudo las normas cuando éstas le resultan econó micamente perjudiciales o políticamente inconvenientes. Esta incoheren cia no hace más que alimentar aún más las* suspicacias acerca de las moti vaciones estadounidenses —haciendo el dominio de Estados Unidos aún menos tolerable— e incrementar el incentivo de otros países para desaca tar abiertamente también las reglas del sistema. Puede que el rol excepcio nal de Estados Unidos como motor principal de la globalización justifique algunas indulgencias de su parte, pero éstas deberían estar claramente cir cunscritas y no revestidas de un disfraz de superioridad moral. Como país beneficiario de las ventajas de la globalización, Estados Unidos debería también avalar los esfuerzos destinados a aliviar los ma les de dicho proceso. El bienestar actual de los estadounidenses depende cada vez más de la percepción que el resto del mundo tenga de su propio bienestar. Cuanto más insensible parezca Estados Unidos al sufrimiento global, más reacio será el mundo al liderazgo estadounidense. Por tanto, Estados Unidos debe estar dispuesto a afrontar parte de los costes nece sarios para fomentar el bien global sin esperar su rentabilidad inmediata a cambio.20 En el fondo, los sacrificios desinteresados (pero cuidadosa20. Esto podría significar, por ejemplo, el establecimiento de mayores incentivos para que las empresas farmacéuticas estadounidenses distribuyan sus medicamentos a precios reducidos allí donde sean más necesarios, o el desarrollo de un programa más efi ciente de redistribución de alimentos para trasladar el excedente de producción occiden-
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mente calculados) de Estados Unidos en aras del bien global, amén de ser útiles para solucionar buena parte de las desigualdades en las que se ge nera la animadversión antiestadounidense, podrían convencer al mundo de lo beneficiosa que resulta la preeminencia global estadounidense. En definitiva, la atracción política del contracredo depende en gran medida de cómo se ejerce el liderazgo estadounidense y del estado gene ral de la economía mundial. Una economía mundial tambaleante gene raría resistencias a la globalización, fomentaría nuevas barreras al libre comercio, intensificaría las privaciones sociales de los países pobres y da ñaría tanto el liderazgo político estadounidense como el atractivo global de la democracia. Para Estados Unidos, los dilemas de la globalización entrañan un riesgo no sólo de aislamiento filosófico, sino también de auge de una doc trina que podría movilizar la hostilidad mundial contra la superpotencia norteamericana. Para el liderazgo estadounidense resulta esencial, pues, reconocer que, en la actual era de despertar político mundial y de vulne rabilidad internacional sin excepciones ante unos medios tecnológica mente avanzados de generación de destrucción masiva, la seguridad de pende no sólo del poder militar, sino también del clima de opinión predominante, de la definición política de las pasiones sociales y de cuá les sean los destinatarios centrales de los odios fanáticos. . Dada la importancia en el plano internacional tanto de Estados Uni dos como de la Unión Europea, la cooperación más o menos estrecha en tre ambos a propósito de las cuestiones globales (económicas y políticas) constituirá uno de los factores cruciales que determinarán hasta qué pun to se convertirá el contracredo en una fuerza política poderosa. El agrava miento del conflicto entre esos dos gigantes económicos -—que son, ade más, los centros globales de la democracia— haría algo más que poner en peligro sus respectivas economías: amenazaría los intentos de promover una globalización equitativa, ordenada y crecientemente democrática.
tal a las poblaciones más hambrientas del mundo, invirtiendo más, al mismo tiempo, para ayudar a estas últimas a desarrollar capacidades productivas autóctonas sostenibles. Y en el plano de lo ya no tan obvio, también podría suponer la instalación de más separaciones estructurales en las principales instituciones internacionales (sobre todo, en las de carác ter financiero, como el FMI) entre los procesos de toma de decisión institucional y los puntos de recepción informal de las presiones estadounidenses, de manera que se aísle a dichas instituciones de la influencia dominante de los intereses norteamericanos internos y se les permita actuar de forma más coherente con respecto al beneficio global.
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Un
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m u n d o s i n f r o n t e r a s ... s a l v o p a r a l a s p e r s o n a s
La globalización implica la concepción de una comunidad mundial sin fronteras para el dinero ni para las mercancías. En lo que se refiere a las personas, sin embargo, ni los proponentes ni los oponentes de la glo balización tienen mucho que decir. Pero en las próximas décadas la com binación de las presiones migratorias, generadas por las desigualdades en el crecimiento demográfico y en la distribución global de la pobreza, y las consecuencias sociales del dispar envejecimiento de las poblaciones na cionales podría acabar transformando la faz política de la Tierra. Tanto los defensores como los detractores de la globalización suelen aceptar como marco definidor común un mundo dividido en Estados-na ción, caracterizado cada uno de ellos por una concepción restrictiva de los derechos de ciudadanía y de residencia. Quienes critican la globaliza ción más abiertamente adoptan un tono casi sentimental cuando se refie ren a las fronteras nacionales como «valiosas salvaguardas frente a la ac tividad económica sin restricciones», dentro de las que tienen vigencia «las leyes con las que toda nación cuenta para potenciar su economía, la salud y la seguridad de sus ciudadanos, el uso sostenible de su territorio y de sus recursos, etc.».21 De hecho, en algunos de los Estados más ricos, las mismas personas que más en desacuerdo se muestran con las supues tas ventajas de la globalización son las que están enarbolando cada vez con mayor frecuencia eslóganes antiinmigración, deseosas de preservar el cobijo étnico familiar que les deparaba su Estado-nación. Pero eso no había sido siempre así. Hasta el ascenso del Estado-na ción y, en la práctica, hasta la aparición de sistemas razonablemente efi cientes de control fronterizo, el movimiento de personas se vio impedido menos por la aplicación de las leyes nacionales que por los contratos de aprendizaje, los prejuicios contra las personas foráneas, los obstáculos geográficos a la reubicación social y la ignorancia generalizada acerca de las condiciones de vida más allá del entorno inmediato de la persona. En la propia Europa, desde la Alta Edad Media hasta el siglo xix, el movi miento de comerciantes y el asentamiento de colonos (como, por ejem plo, el de los alemanes en la Europa del Este o, incluso, en Rusia) estu vieron relativamente libres de trabas políticas y, en muchos casos, fueron 21. Ralph Nader, en el prólogo al libro de Lori Wallach y Michelle Sforza, Whose Trade Organization? Corporate Globalization and the Erosión ofDemocracy, Washington, D.C., Public Citizen Foundation, 1999, pág. x.
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incluso promovidos por ciertos gobernantes ilustrados. Con el tiempo, además, las exploraciones transoceánicas abrieron inmensas posibilida des a los traslados relativamente espontáneos de la población. En sentido amplio, se puede afirmar que, hasta el siglo xx, la emigra ción vino determinada por las condiciones socioeconómicas, no por las decisiones políticas. El pasaporte nacional —un fenómeno que se hizo mundial en el siglo xx— simbolizó, pues, la pérdida por parte de la hu manidad del derecho (difícil de ejercer en la práctica, pero derecho al fin y al cabo) a ver la Tierra como su hogar común. Aquella consecuencia del nacionalismo fue, desde el punto de vista humano, un paso atrás. Esa cuestión se está reabriendo de nuevo con tintes más dramáticos. En una Unión Europea cada vez más ampliada, uno de los dilemas inter nos y externos más controvertidos es hasta qué punto deberían ser res trictivas sus fronteras exteriores. Una de las cuestiones que más compli có la decisión de la UE a finales de 2002 de admitir oficialmente a diez nuevos Estados en su seno fue la de hasta cuándo mantener las restric ciones de los miembros actuales de la Unión al libre movimiento de los trabajadores procedentes de los futuros nuevos miembros. Y las relacio nes exteriores de la UE tendrán también que hacer frente al desafío deri vado de cómo se verá afectado el movimiento de los ciudadanos rusos (no sólo hacia el interior de la UE, sino también a través del territorio de la UE ampliada, entre Rusia y su región de Kaliningrado) o ucranianos por esta nueva ampliación. Como destino preferido dejas migraciones globales, Estados Unidos afronta dilemas similares. Casi la cuarta parte de los más de 140 millones de emigrantes mundiales actuales residen en Estados Unidos, y de los más de 30 millones de residentes nacidos en el extranjero que viven en di cho país, la tercera parte son originarios de México. El país azteca es tam bién la mayor fuente de inmigración ilegal en Estados Unidos. Se trata, sin duda, de un dilema especial. El cómo regular el flujo de inmigrantes para que ambos países se beneficien de ello supone una fuente de conti nua irritación mutua. La adaptación de Estados Unidos a la creciente presencia cultural y lingüística en su seno de la comunidad hispana for ma parte de la vertiente nacional interna del mencionado dilema. Cuando se contempla como una consecuencia intrínseca de la revo lución tecnológica a escala mundial y no como un debate doctrinal, la globalización hace que la cuestión de las migraciones globales cobre una especial urgencia. Las cifras (en millones) de la tabla que se presenta a c'ontinuación evidencian el desequilibrio demográfico cada vez más am-
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CAMBIOS EN LA DISTRIBUCIÓN DE LA POBLACIÓN MUNDIAL (en millones de habitantes) 1900
Asia África América Latina Europa Norteamérica MUNDO
2000
Pob.
% total
Pob.
947 133 74 408 82
51% 8% 5% 25% 5%
3.672 794 519 727 314
1.650
6.056
Incremento absoluto % total (1900-2000) 61% 13% 9% 12% 5%
2020 Pob.
2.725 661 445 319 232
4.582 1.231 664 695 370
4.406
7.579
Incremento absoluto % total (2000-2020) 60% 16% 9% 9% 5%
910 437 145 -32* 56 1.523
* En 1999, 18 países europeos tenían tasas de mortalidad superiores a sus tasas de natalidad, siendo Rusia y Ucrania los que evidenciaban un ratio negativo más pronunciado. (Base de datos facilitada por la División de Población de las Naciones Unidas.)
plio que se abre entre Europa y Norteamérica (más ricas), por un lado, y Asia, África y América Latina (más pobres), por el otro. No sólo ha decrecido la población conjunta de Europa y Norteamé rica desde el 30 % del total mundial en 1900 hasta sólo el 17 % en 2000, sino que durante los próximos veinte años caerá probablemente hasta ni veles del 14 %. La población de Europa disminuirá en términos absolu tos, mientras que la de Asia crecerá, según las proyecciones, en unos 910 millones de habitantes. Al mismo tiempo, las poblaciones de los países ri cos del mundo experimentarán un progresivo envejecimiento. La in migración emerge, pues, como una necesidad tanto económica como po lítica para los Estados más prósperos con poblaciones cada vez más envejecidas; por otra parte, la emigración puede servir de válvula de es cape para las presiones demográficas en aumento dentro del ya densa mente poblado (y sensiblemente más pobre) Tercer Mundo. Buena parte de ese Tercer Mundo se está convirtiendo en un enorme polvorín de hostilidad antioccidental y antiestadounidense, y las tenden cias demográficas globales podrían encenderlo. La desigualdad en renta per cápita entre Occidente, más rico pero cada vez menos poblado y más viejo, y el este y el sur, más pobres pero que continuarán creciendo y se mantendrán relativamente jóvenes, es inmensa. Mientras que la renta per cápita anual en Norteamérica (calculada en términos de paridad de po der adquisitivo) supera con creces los 30.000 dólares, y en los diversos
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Estados de la Unión Europea oscila, aproximadamente, entre los 17.000 y los 30.000, en los Estados más poblados del Tercer Mundo, fluctúa en tre los 875 dólares de Nigeria, los aproximadamente 2.100 de Pakistán, los 2.540 de la India, los 3.100 de Indonesia, los 3.900 de Egipto y los 4.400 de China. En 2001, un total de quince Estados africanos tenían ren tas per cápita inferiores a 1.000 dólares (o, lo que es lo mismo, de menos de 3 dólares diarios). En este contexto global tan desgarradoramente desigual, serán algu nas de las poblaciones nacionales más castigadas del mundo las que pa dezcan las mayores presiones demográficas. Los países que experimen tarán los índices de crecimiento demográfico más elevados durante el próximo medio siglo (y que van desde Palestina hasta el golfo Pérsico y las zonas más inciertas del Asia meridional) se enfrentan actualmente a algunas de las condiciones menos provechosas desde el punto de vista económico, menos estables desde el político y más volátiles en lo social del mundo.22 Si estos países no logran dar salida a las aspiraciones políti cas y los impulsos económicos de sus cada vez más infladas poblaciones —como es muy posible que suceda— , podrían acabar ampliándose sen siblemente las filas de movimientos localmente desestabilizadores e in ternacionalmente revisionistas, y, a menudo, violentos y antioccidentales. La previsión de que hacia 2020 las poblaciones de algunas de las re giones más pobres del mundo estarán compuestas predominantemente por personas jóvenes, que son, además, las que muestran mayores inquie tudes sociales y políticas, nos indica la elevada probabilidad de que, en el futuro, se intensifiquen las presiones sociales. Según las proyecciones, los habitantes con edades inferiores a 30 años serán un 47 % del total de la población en Asia, un 57 % en Oriente Medio y el norte de África, y un 70 % en el África subsahariana; en contraste con esos datos, las estima ciones para Norteamérica apuntan a un porcentaje del 42 %, mientras que las europeas no superan el 31 %. Esa «inflación de jóvenes» se dejará no tar de forma especialmente aguda en Oriente Medio y el norte de África, zonas que plantearán una amenaza muy concreta para la UE debido a su proximidad. Tal y como se indicaba en un informe de la CIA de 2001: «Los
22. Las regiones que se prevé que experimenten el mayor crecimiento porcentual de población tanto hasta 2025 como hasta 2050 son Yemen, los territorios ocupados pales tinos, Omán, Afganistán, Arabia Saudí, Bután, Pakistán, Jordania, Irak y Camboya. Véa se División de Población, Departamento de Asuntos Económicos y Sociales, Secretaría de las Naciones Unidas, WorldPopulation Prospects: The 2000 Revisión, febrero de 2001.
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países más pobres y a menudo más políticamente inestables del mundo —entre los que se incluyen Afganistán, Pakistán, Colombia, Irak, la fran ja de Gaza o Yemen— serán los que cuenten con las mayores poblaciones juveniles hasta 2020. La mayoría de ellos carecerán de los recursos econó micos, institucionales o políticos para integrar de manera efectiva a la ju ventud en la sociedad».23 Esos jóvenes desplazados, faltos de esperanza pero sobrados de ira, serán los insurgentes más enfervorizados contra ese mismo orden internacional que Estados Unidos se propone garantizar. Estas asimetrías se vuelven más explosivas por momentos debido a la conciencia cada vez mayor (y sin precedente histórico) que tiene la pobla ción pobre mundial —gracias a los medios de comunicación de masas y, es pecialmente, a la televisión— de las mejores condiciones de vida de las que disfrutan otros países. Además, los pobres del mundo viven cada vez más congestionados en «megafavelas» en continua expansión, sensiblemente vulnerables a los llamamientos del radicalismo político o del integrismo re ligioso alimentado por intensos resentimientos xenófobos. Norteamérica y Europa junto a unos pocos países ricos más (y puede que pronto también Japón) se convierten así en polos de atracción para los socialmente desfa vorecidos y, al mismo tiempo, en blanco creciente de sus odios. Contra ese telón de fondo, la inmigración está empezando a modifi car la composición cultural de Europa occidental. En algunos países europeos, como Austria, Alemania y Bélgica, el porcentaje de nacidos y nacidas en el extranjero no es mucho menor que el de Estados Unidos, y en Francia y en Suecia también se está aproximando a esos niveles. Como consecuencia, han aflorado tensiones políticas y sociales en varios Estados europeos, donde los movimientos antiinmigrantes se están con virtiendo en un fenómeno bastante extendido. Pero ni la Europa occi dental de hoy ni el Japón de mañana pueden permitirse poner freno a la inmigración. Sus economías necesitan crecientemente la importación de mano de obra joven, en parte, porque la prosperidád ha hecho que la ocupación en los sectores trabajo-intensivos pierda atractivo para la po blación autóctona, pero, sobre todo, debido a un nuevo fenómeno que sólo recientemente ha empezado a llamar la atención pública: el progre sivo y cada vez más acelerado envejecimiento global.24 23. Agencia Central de Inteligencia (CIA), Long-Term Global Demographic Trends: Reshaping the Geopolitical Landscape, julio de 2001, pág. 36. 24. Un equipo de investigadores del Center for Strategic and International Studies (CSIS), encabezado por el doctor Paul Hewitt, ha realizado un trabajo realmente pione-
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El fenómeno del envejecimiento de la sociedad tiene profundas implica ciones para la globalización económica y la geopolítica mundial. Por una parte, incrementa la proporción de los ciudadanos no productivos y depen dientes con respecto a la población total con lo que también aumenta el po der político de dichos ciudadanos. Se trata de una tendencia mundial, aun que con grandes disparidades nacionales debidas a las diferencias en las respectivas tasas de mortalidad y de fertilidad. Según las Naciones Unidas y la Oficina del Censo de Estados Unidos, en 2000 la edad media en Estados Unidos era de 35,5 años; en Europa (incluidos los países no miembros de la UE y Rusia), de 37,7; en Japón, de 41,2; en China, de 30, y en la India, de 23,7. Pero en 2050, la edad media en Estados Unidos será de 39,1 años; en Europa, de 49,5; en Japón, de 53,1; en China, de 43,8, y en la India, de 38. Ante la progresiva disminución del porcentaje de la población que participa en actividades productivas y la creciente proporción de perso nas a cargo de otras, lo más probable es que las tensiones presupuestarias provocadas por la creciente necesidad de ayudas y servicios sociales y su consiguiente lastre sobre el crecimiento económico se extiendan cada vez más por todo el planeta. Todos los países contarán con una mayor pro porción de población mayor de 65 años, pero las naciones ricas tendrán además menos población por debajo de los 30. Y, para empeorar aún más las cosas, la probabilidad de que los países más ricos autoricen —for zados por la necesidad— una mayor inmigración de personas jóvenes y pongan especial énfasis en la atracción de aquellas con una mayor prepa ración previa, puede agravar más los dilemas sociales que afectan ya a los países más pobres y menos desarrollados, que se verán privados de algu nos de los sectores más productivos, innovadores e instruidos de su po blación trabajadora. Se calcula que en Norteamérica, la UE, Australia y Japón, trabajan ya 1,5 millones (aproximadamente) de inmigrantes cuali ficados procedentes de países menos desarrollados (PMD). Sólo Africa ha perdido durante la última década unos 200.000 valiosísimos profesio nales y unos 30.000 doctores y doctoras en diversas áreas.25
ro sobre la realidad emergente y las implicaciones del envejecimiento global. Véase un re sumen del mismo en el informe del CSIS titulado «Meeting the Challenge of Global Aging», marzo de 2002, en el que se basan los comentarios anteriores. 25. «Growing Global Migration and Its Implications for the United States», Agencia Central de Inteligencia (CIA), marzo de 2001, pág. 23. Una compensación parcial que se deriva de ello son las remesas de dinero enviadas a los países de origen y que ayudan a sus economías.
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Pero, si bien los efectos a largo plazo del envejecimiento social se de jarán sentir probablemente a escala global, su impacto más inmediato será más notable en los países más ricos y desarróllados, y, especialmen te, en Europa y Japón. Italia, España y Japón son actualmente las nacio nes más «viejas» del mundo (en términos de su ratio de personas mayo res sobre sus respectivas poblaciones totales). Pero el envejecimiento social se está extendiendo y sus efectos se ven agravados por un proceso paralelo de despoblamiento; a mediados de siglo, se espera que las po blaciones de más de treinta países hayan ya decrecido en términos abso lutos. Algunas, como las de España o Italia, se reducirán quizás hasta en un 20 %, y la de Japón no se quedará muy a la zaga. Por tanto, es proba ble que el problema empeore progresivamente en los países más ricos y envejecidos. Si a ello le sumamos una caída significativa de la tasa de na talidad, la ratio de dependencia de las personas mayores puede derivar hacia niveles fiscalmente peligrosos que provoquen elevadísimas deudas públicas e, incluso, situaciones de suspensión nacional de pagos en un fu1 turo no muy lejano.26 La población estadounidense, por su parte, continuará creciendo, aunque a un ritmo cada vez más lento y con una dependencia creciente de la inmigración y de las tasas de natalidad más elevadas que los inmi grantes traen consigo. (Se estima que la inmigración y los bebés nacidos de madres inmigrantes supondrán dos terceras partes del crecimiento de mográfico anual total de Estados Unidos.) De ahí que Norteamérica goce probablemente de una situación más favorable que la de sus principales aliados o, incluso, que la dé algunas naciones en vías de desarrollo, en lo que respecta a su ratio de dependencia de las personas mayores y la tasa de sustitución de su fuerza laboral.27 La cruda realidad es que ni Europa ni Japón podrán mantener su ni vel de vida ni sus obligaciones sociales para con sus cada vez más enveje cidos ciudadanos sin aceptar una infusión considerable de «sangre nue va» —la llamada «inmigración de sustitución»— , e incluso ése no sería 26. La OCDE calcula que la proporción de población en edad trabajadora respecto a la de más de 65 años decrecerá en la UE y en japón del 5 a 1 del año 2000 a un 3 a 1 no más tarde de 2013. 27. En 1950, Estados Unidos era el cuarto país más poblado del mundo y una de las cinco sociedades avanzadas situadas entre las doce más pobladas del planeta; en 2000, era el tercero y sólo había otras tres sociedades avanzadas más entre las doce primeras; en 2050 seguirá siendo posiblemente el tercero, pero ya no habrá ninguna sociedad avanza da más en esa lista de doce.
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más que un remedio parcial. De hecho, es del todo improbable que los países más afectados autoricen la inmigración en los niveles requeridos para siquiera preservar la actual ratio entre la población ocupada en acti vidades productivas y la dependiente. El número de inmigrantes que ten drían que absorber dichos países estaría más allá de lo mínimamente via ble y rondaría literalmente cifras de varios millones anuales.28 Puede que la Unión Europea trate, en un principio, de aliviar el pro blema demográfico simplemente expandiéndose hacia el este. La asimila ción de población foránea es más fácil cuando ésta procede, cuando me nos, de regiones con un legado cultural compartido y no está obligada a atravesar barreras legales. Para Francia o Alemania, por ejemplo, resulta mucho más rápida y socialmente aceptable la integración de inmigrantes polacos que la de norteafricanos. o turcos, o la de asiáticos meridionales (últimamente en aumento). Pero la combinación de despoblamiento y envejecimiento llegará y afectará finalmente también a Europa oriental (y, especialmente, a Ucrania y Rusia), lo que reducirá la mano de obra disponible para emigrar hacia el oeste. Las personas procedentes del norte de Africa, de Turquía, de Orien te Medio y del sur de Asia harán notar cada vez más su presencia en Eu ropa, con los conflictos sociales y culturales que ello puede comportar. La fuerte reacción en contra de los nuevos extranjeros residentes que afloró recientemente en Holanda se debió, en gran parte, a la percep ción social de que los inmigrantes musulmanes (marroquíes y turcos, principalmente) —un colectivo que supone el 5 % de la población total del país y cuyo tamaño se ha multiplicado por 10 en los últimos treinta años— no se estaban asimilando a las costumbres y el modo de vida ho landeses. En otros lugares de Europa se han producido también reac ciones similares. 28. Las estimaciones de lo que podría resultar necesario varían sensiblemente. En el ya mencionado informe de la CIA de 2001 se calcula que Japón tendría que dejar entrar a 3,2 millones de inmigrantes anuales durante varios años para conservar intacta su actual ratio de dependencia de personas mayores, y en The Economist (31 de octubre de 2002) se estimaba que para mantener el volumen actual de población en edad trabajadora serían precisos 5 millones de inmigrantes anuales en Japón, 6 millones en Alemania y 6,5 millo nes en Italia — cifras obviamente inviables— . Pero incluso un análisis más cauto como el de Kenneth Prewitt en «Demography, Diversity, and Democracy», The Brookings Re view, invierno de 2002, pág. 6, llega a la conclusión de que «para mantener sus cifras de población en edad trabajadora [...] Italia necesitaría 370.000 nuevos inmigrantes cada año y Alemania, casi medio millón».
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Es probable que esta combinación de presiones migratorias y enveje cimiento de la sociedad produzca en los países más ricos y más viejos (aquejados de un paulatino proceso de despoblamiento) una redefinición progresiva del concepto tradicional del Estado-nación de base étnica. Ese es un proceso inevitablemente doloroso pero inherente a la globalización. En el momento actual, casi todos los países más ricos del mundo (con las únicas excepciones importantes de Estados Unidos, Canadá y Australia) se definen en términos étnicos. En esas naciones, la asimilación implica no sólo una aceptación formal de la ciudadanía y un compromiso de lealtad hacia un futuro compartido — como ocurre en Estados Uni dos— , sino una interiorización auténtica de un pasado compartido y, a menudo, mítico. Los inmigrantes en Estados Unidos suelen empezar a considerarse estadounidenses antes incluso de adquirir la ciudadanía. En Europa, eso es mucho menos frecuente (incluso en un país como Francia, con su larga tradición de asimilación exclusivamente lingüística). Para el insular y culturalmente excepcional Japón, la idea misma de absorber a millones de inmigrantes es prácticamente impensable. En esos países, la historia nacional, la lengua y la identidad cultural y religiosa están estre cha e íntimamente interrelacionadas, y la identificación con el pasado na cional es casi tan importante para la plena aceptación como la conciencia de un futuro nacional compartido. Este dilema emergente tiene otras consecuencias adicionales, algunas de las cuales tienen también implicaciones geopolíticas significativas para Estados Unidos que podemos enmarcar dentro de tres amplias categorías definidas por el impacto de la inmigración y el envejecimiento: 1) en el carácter nacional de los países del «primer mundo», 2) en el papel de esos países en la seguridad internacional y, por encima de todo, 3) en la posición política global de Estados Unidos. Alguien (no identificado) definió acertadamente el contraste entre la Alemania de 1900 y la del año 2000 como la diferencia entre un país en el que «más de la mitad de la población era pobre y tenía menos de 25 años» y otro en el que «más de la mitad de la población es rica y rebasa los 50». Exageraciones estadísticas aparte, en esa frase se recoge la esencia del cambio producido en el carácter nacional germano: el paso de una iden tidad nacional enérgica y emotiva a una existencia más sedentaria y gemuetlich. El carácter nacional ha pasado a ser más un modo de vida que una vocación firme; comprarse una casa para las vacaciones en un país vecino resulta hoy en día más gratificante que conquistar el territorio de esa nación.
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Ese cambio de actitud, que ejemplifica el que ha experimentado Euro pa occidental en su conjunto, sugiere que la Unión Europea no se mostrará especialmente inclinada a traducir su futura unidad política en un poder mi litar que pueda proyectar a escala global. De hecho, las restricciones finan cieras que resultarán del incremento de la ratio de dependencia de las per sonas mayores pueden aumentar los sentimientos antimilitaristas y dificultar aún más la aprobación en las urnas de cualquier incremento de los gastos europeos en materia de defensa. Al mismo tiempo, el amenazador declive demográfico que se avecina comportará una reducción adicional del núme ro de ciudadanos disponibles en edad militar. Esas dos tendencias tenderán a dificultar el reclutamiento nacional de soldados voluntarios. En poco tiempo, puede que a la UE —y, llegado el momento, a Esta dos Unidos— no le quede más remedio que rescatar políticas de recluta miento de la era prenacional de la historia militar. Ahora que los ejércitos de ciudadanos reclutados por servicio militar obligatorio — que se re montan a la levée en masse de la Revolución francesa— están siendo sus tituidos por fuerzas armadas profesionales y tecnológicamente cualifica das, los Estados más desarrollados pueden verse obligados a recurrir cada vez más a soldados inmigrantes mercenarios. En un momento en que el fervor nacional ha dejado de ser el factor determinante clave del espíritu de lucha, es posible que los ejércitos profesionales de los países más ricos pasen a estar compuestos de un número cada vez mayor de miembros altamente preparados y reclutados en el Tercer Mundo, cuya lealtad esté garantizada hasta el siguiente día de cobro. De momento, en cualquier caso, Estados Unidos disfrutará de la ven taja de ser algo menos vulnerable al dilema planteado por el envejeci miento y el descenso abrupto del crecimiento demográfico. Si las proyec ciones actuales se cumplen, Estados Unidos conservará una fuerte base demográfica desde la que ejercer su liderazgo en nombre de sus propias nociones de globalización. Sus socios ricos mantendrán probablemente una aceptable estabilidad interna, pero continuarán dependiendo de la protección estadounidense para garantizar la seguridad global. El em pleo cada vez más profuso de mano de obra inmigrante por parte de esos países — debido al estancamiento o, incluso, al decrecimiento de su po blación— podría acabar generando en su interior tensiones étnicas cada vez más enfrentadas. La globalización podría perder allí, pues, mucho de su atractivo potencial. Pero gran parte de Asia, Oriente Medio y Africa, así como ciertas zonas de América Latina, pueden verse política y social mente sometidas a presiones demográficas cada vez más intensas.
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En ese contexto, la experiencia estadounidense de sociedad crecien temente multicultural con una tradición de asimilación orientada al futu ro podría erigirse en un modelo prometedor para otras sociedades in mersas todavía en un nacionalismo de carácter más integral. Además, es probable que, en virtud de su vitalidad relativa, Estados Unidos se halle en mejor posición para promover una respuesta global más cooperativa a las diversas consecuencias de las dinámicas demográficas desiguales. Del mismo modo que la OMC se hizo absolutamente necesaria para dotar a la globalización de un orden (por mínimo que éste fuera), un instrumen to internacional para la regulación (y humanización) de las migraciones globales (¿una OMM?) podría ser útil para introducir unos criterios y ni veles mínimos comunes en la actual arbitrariedad e inconsistencia de las políticas de inmigración. Los Estados-nación se mostrarán reacios, sin duda, a ceder control alguno sobre el acceso a sus respectivos territorios, pero, con el tiempo, los efectos de las desiguales dinámicas demográficas los impulsarán inevitablemente a buscar soluciones más amplias que las que un solo país puede imponer. Una globalización, en definitiva, que favorezca indiferentemente a los ricos y aborde las miserias humanas de la emigración de un modo que beneficie a los que ya gozan de una situación privilegiada será una globa lización que justifique los ataques de sus críticos, que movilice a sus ene migos y que divida aún más al mundo. Sólo cuando ese mundo esté im buido de una mayor conciencia social compartida y se muestre más abierto al movimiento (aunque sea regulado) no sólo de bienes y de fon dos, sino también de personas, se podrá materializar el potencial positivo de la globalización.
Capítulo 5 LO S DILEM AS DE LA DEM OCRACIA H EG EM Ó N IC A
Actualmente, Estados Unidos es al mismo tiempo una potencia in ternacionalmente hegemónica y una democracia. Esa combinación sin gular justifica que nos preguntemos si es compatible o no la proyección exterior de la democracia de masas estadounidense con esa otra respon sabilidad cuasiimperial, si el sistema político estadounidense puede apor tar un rumbo o dirección determinados a un mundo cambiante que es hoy mucho más complejo que durante los inicios de la anterior compe tencia bipolar, y si la democracia estadounidense interna es compaginable con el ejercicio prolongado de un poder hegemónico allende sus fron teras, por mucho que esa hegemonía haya quedado camuflada bajo una retórica democrática. El poder hegemónico puede servir para defender e incluso promover la democracia, pero también puede amenazarla. El poder estadouniden se fue crucial para derrotar a la Unión Soviética y continúa siendo clave tanto para la seguridad nacional de Estados Unidos como para el mante nimiento de la estabilidad global más básica. El poder hegemónico pue de fomentar la democracia en el extranjero si se aplica de manera que sea sensible a las aspiraciones y los derechos de otros países y no se ve desa creditado por toda una retórica democrática vacía, ampulosa y palpable mente hipócrita. Sin embargo, el poder hegemónico también puede ame nazar la democracia interna si la afirmación del mismo ante la presencia de nuevas vulnerabilidades no logra discernir entre los imperativos de la seguridad nacional prudente y los fantasmas del pánico social autoinducido. De todos modos, la combinación equilibrada de la democracia y la hegemonía estadounidenses es la que, en última instancia, ofrece a la hu manidad su principal esperanza de evitar la debilitante conflictividad glo bal. Pero, aunque el atractivo social de la democracia es un elemento cla ve del actual poder global estadounidense, plantea al mismo tiempo varias preguntas: ¿cuál es la relevancia política de la innegable atracción global masiva que provoca la cultura de masas estadounidense?, ¿cómo afecta la
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actual transformación de Estados Unidos en una sociedad multicultural a la coherencia de la visión estratégica estadounidense?, ¿cuáles son los riesgos para la democracia interna norteamericana inherentes al ejercicio de su papel hegemónico externo?
E
sta d o s
U
n id o s c o m o f u e n t e g l o b a l d e s e d u c c ió n c u l t u r a l
El término «revolución cultural» tuvo su origen en una tragedia hu mana masiva producida como consecuencia de un crimen político mons truoso: el intento brutal de Mao Zedong de dar la vuelta a la estructura de poder de la China comunista a fin de reavivar la que, para él, era la vi talidad decreciente de la revolución comunista original. Al revolucionar a los jóvenes y al volverlos en contra tanto de la élite dirigente y de sus es tilos de vida como de las propias tradiciones históricas y culturales chi nas, el dictador ya anciano esperaba prender una llama revolucionaria perenne. El impacto social de Estados Unidos en el mundo también provoca un fenómeno equiparable a una revolución cultural, pero, en este caso, se trata de una de carácter seductor y no violento que tiene, además, efectos de más largo alcance, de mayor duración y, por consiguiente, más autén ticamente transformadores, en definitiva. La revolución cultural global inspirada por Estados Unidos —una revolución que no obedece a una di rección política ni deriva de una propagación demagógica— está .redefi niendo los usos y costumbres sociales, los valores culturales, la conducta sexual, los gustos personales y las expectativas materiales individuales de las generaciones más jóvenes de casi todo el mundo, caracterizadas cada vez más (sobre todo, en lo que se refiere a los miembros que residen en entornos urbanos) por unas aspiraciones, diversiones e instintos adquisi tivos comunes. Aunque los medios materiales de los que disponen los 2.700 millones de personas que forman el segmento de la población mun dial de edades comprendidas entre los 10 y los 34 años difieren conside rablemente de un país a otro — como consecuencia de las disparidades generales en sus respectivos niveles de vida— , es posible apreciar la ex traordinaria similitud con la que en todo el mundo se sienten las ganas de comprar los CD más recientes, la fascinación con la que se ven las pelí culas y las series televisivas estadounidenses, la magnética atracción que ejerce la música rock, la difusión de los juegos digitales, la omnipresencia de la ropa vaquera y la absorción de la cultura popular estadounidense
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(incorporada, incluso, a algunas tradiciones locales). Puede que el resul tado de todo ello sea una mezcolanza de características locales y univer sales, pero lo que parece claro es que estas últimas son casi siempre ori ginarias de Estados Unidos. La extraordinaria capacidad de seducción de la cultura de masas nor teamericana emana de los fundamentos mismos de la democracia esta dounidense, que valora de manera muy especial el igualitarismo social combinado con la oportunidad de realización y enriquecimiento indivi dual. La búsqueda de riqueza individual es el impulso social más fuerte en la vida estadounidense y es la base del mito americano. Pero viene acompañada de una ética verdaderamente igualitaria que exalta al indivi duo como unidad central de la sociedad, recompensa la creatividad y la competitividad constructiva individuales, y atribuye a cada individuo una igualdad de oportunidades para alcanzar el éxito o (aunque rara vez con fesado como tal) el fracaso personales. Los fracasos superan inevitable mente en número a los éxitos, pero son estos últimos los que el mito po pulariza y los que atraen los sueños individuales de millones de personas hacia la seductora América. Impulsado por ese atractivo, Estados Unidos se ha convertido en ve hículo (no planeado ni dirigido políticamente) de una seducción cultural que cala, invade, absorbe y reconfigura el comportamiento externo y, fi nalmente, la vida interior de un sector cada vez mayor de la humanidad. Se puede decir que, literalmente, no hay un solo continente y puede que no haya un soló país (con la probable excepción de Corea del Norte) que haya sido inmune a la irresistible penetración de este estilo de vida difu so y que se va redefiniendo por acumulación. Incluso en pleno apogeo de la Guerra Fría, cuando las riendas del sis tema soviético todavía estaban tomadas por el control estalinista, cual quier visitante extranjero podía apreciar muestras evidentes de que el Telón de Acero no era capaz de aislar a la juventud soviética de las «per niciosas» y «decadentes» influencias occidentales (y, concretamente, es tadounidenses). Resultaba más fácil para la KGB aislar a los intelectuales soviéticos del contagio doctrinal externo que impedir que los (por lo de más) disciplinados miembros del Komsomol (la Liga Juvenil Comunista) se pusieran vaqueros, escucharan jazz en privado y asediaran a los visi tantes a preguntas sobre las últimas modas estadounidenses. Y en cuanto los controles soviéticos se relajaron, la imitación y la interiorización de lo que hasta entonces había estado prohibido pasaron a manifestarse en for ma de una oleada masiva.
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Hoy en día, los controles ideológicos resultan más difíciles de llevar a la práctica debido a la difusión de las comunicaciones globales y a la ausencia de una alternativa ideológica firme. En ese contexto, los únicos países que pueden resistirse a la nueva cultura global de masas son aquellos que tienen sociedades en las que todavía predomina el elemento tradicional y rural. De hecho, esa resistencia pasiva, derivada del retraso histórico y arraigada en la fuerza del aislamiento, constituye el único obstáculo efectivo a la nueva se ducción cultural. Por lo demás, hasta naciones tan culturalmente orgullosas y concienciadas como Francia1 o Japón se ven incapaces de cerrarse o de distraer a sus generaciones más jóvenes del encanto de las últimas modas y las atracciones más recientes que llevan siempre impresa —aunque no lo in diquen siempre de forma expresa— la etiqueta «Made in USA». Ese atrac tivo pasa entonces a formar parte de una realidad virtual vagamente asocia da a América, distante e inmediata al mismo tiempo. Esta situación —novedosa desde el punto de vista histórico— no ha sido producto de una estratagema política. Se trata de una realidad diná mica producida en gran medida por el abierto, creativamente emprende dor y altamente competitivo sistema democrático estadounidense, en el que la innovación es el determinante del éxito en casi todos los aspectos de la vida, incluso en aquellas áreas que, conjuntamente consideradas, forman su cultura de masas. El resultado es una posición dominante a ni vel mundial en ámbitos como el cine, la música popular, Internet, las marcas comerciales reconocidas, los hábitos culinarios masivos y el idio ma, así como en la educación universitaria de posgrado y en las habilida des de gestión: en todo aquello, en definitiva, que algunos autores han descrito como el «poder blando» de la hegemonía estadounidense. La escala del predominio cultural estadounidense no tiene parangón ni precedente histórico. Tampoco se le vislumbra rival alguno en el hori1. La suerte corrida por el magnate francés de los negocios Jean-Marie Messier, pre sidente del conglomerado del entretenimiento Vivendi Universal, resulta ciertamente elo cuente. Sus intentos de adquisición de un estudio de Hollywood y de expansión de sus ac tivos estadounidenses, y, finalmente, su decisión de trasladar su sede central de París a Nueva York, provocaron una enorme polémica y culminaron con su cese. Su explicación pública en aquel momento («La excepción cultural franco-francesa está muerta») desen cadenó, a su vez, las muestras públicas de condena de nada menos que el propio presi dente de la república, Jacques Chirac, quien lamentó la «aberración mental» de Messier; por su parte, el ministro de Cultura de Francia confesó haberse sentido «escandaliza do» por las palabras del magnate y una de las más importantes revistas francesas tituló en portada: «¿Messier se ha vuelto loco?».
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zonte. Si acaso, la dominación cultural estadounidense no hace más que intensificarse a medida que crecen la urbanización del mundo y la inte rrelación y la interactividad humanas, y a medida que se van haciendo más pequeños y permeables los reductos más tradicionales (principal mente rurales) que aún quedan en el planeta. Y eso es tan cierto en Lagos ‘ como en Shanghai. Quizás el efecto más visible y espectacular a escala global de la cultu ra de masas estadounidense sea el que se produce a través del cine y las series de televisión. Por una parte, Hollywood es el símbolo global de una industria que, a lo largo del siglo xx, logró convertirse en la principal fuente de entretenimiento (y de influencia cultural) de la humanidad. Pero, además, las películas realizadas en Estados Unidos son las más difundidas y económicamente rentables del mundo. Las producciones estadounidenses suponen casi el 80 % de los ingresos de la industria ci nematográfica mundial. Incluso en la propia Francia, los filmes estado unidenses representan aproximadamente el 60 % de los ingresos en ta quilla y entre el 30 y el 40 % del total de las películas distribuidas en el país. En China, tras la importación inicial de un número muy limitado de películas de Hollywood y el éxito inmediato que alcanzaron en taquilla, el gobierno renunció a sus intentos de producir sus propios filmes «polí ticamente correctos» (básicamente propagandísticos). Más o menos lo mismo se puede decir del atractivo de las series de televisión estadouni denses, algunas de las cuales (como, por ejemplo, Dallas y Los vigilantes de la playa) han transmitido ya a cientos de millones de personas en todo el mundo su peculiar (idealizada y distorsionada) visión de la vida en E s tados Unidos. Para los jóvenes, la nueva música popular constituye una fuente cau tivadora de absorción y de autoexpresión. Buena parte de ella procede de Estados Unidos. Según el propio seguimiento semanal que realiza la in dustria musical, hasta en la misma India, nueve de los veinte álbumes más vendidos en enero de 2003 eran de grupos o solistas estadounidenses, y la estadística es muy similar o incluso superior en otros países. Además, MTV (con treinta y nueve canales en todo el mundo), VH1 (con una pro gramación musical dirigida a un público de más edad) y Nickelodeon (con una programación infantil general) llegan a un total de mil millones de personas en 164 países. Como en el caso del cine y la televisión, la atracción de la nueva música trae también consigo el culto a superestre llas concretas, cuyas vidas «privadas» son objeto del desbordado interés de muchos seguidores y seguidoras (un interés intencionadamente fo-
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mentado por revistas patrocinadas, en muchos casos, por la propia in dustria). Internet también contribuye a la identificación virtual e inmediata del mundo con Estados Unidos, donde tienen su origen el 70 % aproxi mado de todas las páginas web mundiales. En Internet, además, el inglés es el idioma más utilizado tanto para el juego como para el trabajo (el 96 % de todas las páginas web de comercio electrónico están en inglés) y las conversaciones globales (cuyo volumen se expande a gran velocidad) es tán fuertemente influidas por ese elemento estadounidense. Aun siendo culturalmente «neutra», Internet facilita un estilo de comunicación rápi do, directo e informal, acelera los procesos comerciales, frustra los con troles políticos del flujo de información y, gracias a todo ello, contribuye a crear un mundo más estrechamente entrelazado, en el que resulta más difícil excluir deliberadamente la cultura estadounidense de masas. La influencia de la cultura norteamericana se extiende incluso a los hábitos alimenticios, en los que imprime su propio acento en la comodi dad culinaria. La idea central sobre la que se cimienta la industria de la comida rápida (originaria de Estados Unidos, pero cada vez más presen te en todos los rincones del mundo e imitada incluso por los empresarios locales) es la de que la pronta ingestión de la comida necesaria puede re sultar económicamente productiva, relativamente estética y, además, asequi ble para muchas personas. Las comidas breves dejan más tiempo dispo nible para el trabajo; los productos ingeniosamente empaquetados ganan nuevos adeptos a diario y su bajo coste relativo atrae a una creciente masa de consumidores (principalmente trabajadores urbanos y personas jóvenes). En la década de 1950, la «coca-colonización» era el eslogan antiesta dounidense por excelencia empleado por la izquierda europea; medio siglo después, el logotipo de McDonald’s, presente en prácticamente cualquier ciudad extranjera importante, se asocia a menudo —para bien o para mal— con la bandera de las barras y las estrellas. En un sentido más general, gracias a su dinamismo y a su innovación, las empresas estadounidenses han causado una impresión evidente en el creciente número de consumidores mundiales. Según un sondeo interna cional realizado por BusinessWeek en el otoño de 2002, en el que se pidió a los encuestados que identificaran diversas marcas comerciales, ocho de las más ampliamente reconocidas en todo el mundo eran estadouniden ses (entre ellas, las cinco primeras). Resulta significativo que cuatro de las ocho marcas estadounidenses más familiares estuviesen directamente re lacionadas con productos de consumo relacionados con el ocio y la defi-
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nición de tendencias o estilos de vida (Coca-Cola — que ocupaba el pri mer puesto— , Disney, McDonald’s y Marlboro), y que las cuatro restan tes perteneciesen al ámbito de la innovación tecnológica (Microsoft, IBM, G E ,e Intel). Hasta los estilos políticos mundiales están cambiando bajo la influen cia estadounidense. En ciertos aspectos, la difundida imitación del estilo político de Estados Unidos es consecuencia del mayor predicamento ge neral del que goza la democracia tras su victoria sobre el totalitarismo. Pero también es resultado (y en gran medida) del contagio propagado por el marketing de masas estadounidense, la exportación al extranjero de técnicas americanas de publicidad mediática (incluido el anuncio po lítico descalificativo del oponente) y la presentación manipuladora de los perfiles de los líderes políticos. La creciente popularidad entre los políti cos del uso de las formas familiares de sus propios nombres (Jimmy en lu gar de James, Bill en lugar de William) es un reflejo de la informalidad es tudiada de la cultura de masas estadounidense. La seducción cultural a escala mundial se ve facilitada además por la rápida difusión de la lengua inglesa como lengua franca internacional. Entre quienes educan a las generaciones más jóvenes, el inglés ha pasado a ser considerado, no ya un idioma extranjero, sino una habilidad básica, a la par con la aritmética. Se trata de la lengua operativa del tráfico aéreo internacional y de los viajes en general, y se está convirtiendo también en el idioma oficial interno de las empresas más importantes que ejercen su actividad a nivel internacional (sin que se trate necesariamente de em presas cuya sede central esté en Estados Unidos). De todos modos, cabe señalar que la versión del inglés que se habla hoy en día no es realmente inglesa, sino (y cada vez más) estadounidense. El inglés americano se está extendiendo por todo el globo, y vocablos y expresiones exclusivamente estadounidenses penetran a menudo en los diversos idiomas nacionales (corrompiéndolos, según algunos puristas). No es de extrañar, pues, que haya personas de todo el mundo (sobre todo entre las que disfrutan de una situación social más favorable y hacen gala de una mayor ambición individual) que aspiren a matricularse en al guna universidad estadounidense. Las principales facultades y escuelas de posgrado del país representan una especie de meca académica global cuyas titulaciones otorgan estatus inmediato; pero el hecho de haber es tudiado siquiera en una universidad estadounidense de rango medio es considerado un billete para disfrutar de mayores oportunidades persona les. Muchos de los estudiantes extranjeros que vienen a Estados Unidos
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con la intención de regresar a sus países de origen se quedan luego aquí, seducidos por mejores oportunidades profesionales y mayores remunera ciones económicas, lo cual redunda en un beneficio adicional para el pro pio Estados Unidos. El crecimiento del número de estudiantes extranjeros matriculados en Estados Unidos ha sido enorme. En el curso académico 1954-1955, el número total de alumnos extranjeros en universidades estadounidenses fue de 34.232 (un 1,4 % del total).2 En 1964-1965, fue ya de 82.045 (un 1,5 %); en 1974-1975, fueron 154.580 (el 1,5 %); en 1984-1985, 343.113 (el 2,7 %); en 1994-1995, 452.653 (el 3,3 %), y en 2001-2002 había subi do hasta alcanzar la cifra de 582.996 (el 4,3 %). Los mayores contingen tes son los procedentes de la India y China (con más de 60.000 estudiantes de cada uno de esos dos países durante el curso 2001-2002). Si tenemos en cuenta que los estudiantes de origen europeo y japonés no llegaban en total a los 130.000, resulta evidente que Estados Unidos es el gran esce nario formativo de los futuros líderes de Asia, Oriente Medio, Africa y América Latina. El impacto en el exterior de esta exposición diversa — que algunos vi ven de un modo personal directo, pero que los más experimentan de forma virtual— a la cultura éstadounidense de masas es revolucionario. Libera la personalidad individual, trastoca las costumbres dominantes previas, genera aspiraciones sociales generalmente inalcanzables y socava el orden tradicional. Asimismo, homogeniza la diversidad cultural huma na, pero sólo porque así lo eligen quienes la aceptan: se difunde por imi tación, no por imposición (lo cual da a entender que, para la masa de la población, se trata de una revolución cultural atractiva y beneficiosa). Si su efecto político es la desestabilización del orden social existente, se debe a que lo que se irradia desde Norteamérica resulta más atrayente que lo que existe a nivel local. Los estetas pueden encontrarle muchos defectos a la cultura de masas, pero los suyos no son unos gustos social mente contagiosos, precisamente. El Estados Unidos que es fuente de se ducción cultural no puede ser detenido en la frontera con un simple de creto político. Dicho de otro modo, en palabras de un perspicaz observador euro peo, «la primera civilización global de la historia es “Made in USA” y no necesita un solo tiro para propagarse». Pero ¿qué implicaciones políticas 2. Según datos recogidos por el Institute for International Education, Open Doors 2002, accesibles en .
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tiene? ¿Facilita el ejercicio del poder estadounidense? ¿La familiaridad cada vez más estrecha que une a la humanidad con Estados Unidos ge nera afecto o antagonismo? El comentarista europeo anteriormente cita do no duda ni por un instante: «La seducción es peor que la imposición. Hace que uno se sienta débil y que odie por ello tanto al corruptor de guante blanco como a sí mismo».3 Pero la realidad es más ambigua. La familiaridad virtual que el mundo tiene con Estados Unidos impli ca también que se produzca una interacción compleja entre las emanacio nes culturales globales de ese país y su poder mundialmente dominante. Del mismo modo que la cultura estadounidense seduce a las sociedades extranjeras, su política también tiene un profundo impacto sobre los sis temas políticos de otros países. La experiencia virtual que el mundo tiene de Estados Unidos y su reacción a dicha experiencia dependen del modo en que se entremezclen dinámicamente ambos factores. Los sondeos de opinión pública realizados en todo el mundo indican queda mencionada familiaridad virtual genera afectos hacia buena parte del estilo de vida norteamericano, pero también implica una intensifica ción del malestar provocado por las políticas estadounidenses. Aunque dichos sondeos son intrínsecamente volátiles, ya que recogen las reaccio nes personales del momento a circunstancias cambiantes, se aprecian al gunas pautas evidentes. De la exploración de varios de esos sondeos4 se desprende que en un abrumador número de países en todo el mundo, en tre los que se incluyen también Francia, China y Japón (con las únicas ex cepciones importantes de Rusia y Oriente Medio, seguidos, en menor medida, de Pakistán, la India y Bangladesh), la cultura popular estadou nidense es percibida de forma mayoritariamente favorable. Pero, al mis mo tiempo, en una mayoría de países se considera predominantemente «mala» la difusión de las «costumbres» estadounidenses (en Gran Breta ña, el porcentaje de encuestados que reaccionan en tono crítico alcanza incluso el 50 %), con la única excepción importante de Japón. A diferencia de lo que sucede con la cultura, la política exterior estadounidense reci be una consideración generalmente negativa. El sesgo a favor de Israel y
3. Josef Joffe, « Who’s Afraid of Mr. Big?», The National Interest, verano de 2001. 4. Sobre todo, «What the World Thinks in 2002», publicado el 4 de diciembre de 2002, del Pew Research Center for the People and the Press, así como los sondeos «Worldviews 2002» publicados en septiembre de 2002 conjuntamente por el Chicago Council on Foreign Relations y el German Marshall Fund of the United States. Véanse, en concreto, las págs. 63-69 de los datos de los sondeos de Pew.
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contra los palestinos que se percibe en la misma es citado frecuentemen te como motivo concreto de esa opinión negativa, como también lo es la indiferencia con la que se considera que Estados Unidos trata los intere ses de otros países. Una mayoría de los encuestados de una gran parte de los países de todo el mundo cree que Estados Unidos contribuye, de he cho, a acentuar la diferencia entre naciones ricas y pobres. Así pues, el impacto cultural de la familiaridad virtual con Estados Unidos choca con el político. La principal consecuencia política de la se ducción cultural estadounidense es que de Estados Unidos se espera más que de otros países. Actuar egoístamente en nombre del «interés nacio nal» es una conducta generalmente considerada normal en el plano inter nacional, pero a Estados Unidos se le mide con un criterio más estricto. En los sondeos mencionados, quienes más insatisfechos se mostraban con el estado de sus propios países eran también quienes tendían a evidenciar una percepción más negativa de Estados Unidos, lo cual refuerza la hipó tesis de que esperan más de la superpotencia y la consideran responsable del deplorable estado del mundo. Esto puede deberse en parte a la retóri ca altamente moralista de los líderes políticos estadounidenses, que tan dados son a recurrir a invocaciones de carácter idealista y religioso. Pero los sondeos de la opinión pública global sugieren que se trata también de una especie de cumplido de doble filo por parte de personas que esperan realmente más de Estados Unidos y se sienten dolidas por su incumpli miento de tan altas expectativas en la práctica de la política real. El antia mericanismo muestra los síntomas de un amor traicionado. Estados Unidos es, pues, admirado y reprobado al mismo tiempo. La envidia explica parte de ese resentimiento, pero no es su única causa. El malestar nace en el momento en que se tiene la sensación generalizada de que el alcance global de Estados unidos afecta a prácticamente todo el mundo y, en especial, a quienes se han convertido en una extensión vica ria de ese país a través de la experiencia virtual. Son cautivos de (y, aún más a menudo, participantes voluntarios en) la red de la cultura de masas esta dounidense, pero tienen la sensación de que nadie en el proceso de toma de decisiones estadounidense les oye. El histórico eslogan (norteamerica no) del «ningún impuesto sin representación» tiene su equivalente global contemporáneo en el «ninguna americanización sin representación». La americanización global suscita asimismo una antítesis, pero res tringida más bien a la categoría de fenómeno de élites, que no de masas. El rechazo deliberado del estilo estadounidense es habitual fundamental mente entre intelectuales que deploran la homogenización cultural y la
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degradación que asocian con la extensión de la cultura de masas norte americana. No obstante, dada la ausencia de una cultura de masas alter nativa atractiva, los intentos de contraidentificación cultural (casi siem pre vanos) de estas élites deben fundarse bien en tradiciones locales, bien en una repulsa más generalizada de la globalización. Cuando las políticas estadounidenses resultan particularmente ofensivas, los defensores de la contraidentificación cultural son los que tienden a erigirse en líderes gal vanizadores del malestar populista denunciando que Estados Unidos no está a la altura de las expectativas populares que despierta. El dilema que se le presenta a la política exterior estadounidense está provocado por el hecho de que la transformación cultural que desenca dena Estados Unidos está reñida con la estabilidad tradicional, puesto que contiene un marcado acento democrático e igualitario y su énfasis en la innovación como clave del éxito personal y colectivo desata también una dinámica revolucionaria. En muchas zonas del mundo, el efecto acu mulado de la cultura estadounidense de masas resulta políticamente de sestabilizador, aun cuando la política exterior estadounidense trate de ha cer especial hincapié en la estabilidad. Cierto es que el objetivo declarado de Estados Unidos es lograr un cambio pacífico (y, por tanto, «estable»), aunque en muchas partes del mundo cualquier cambio real ha de pasar necesariamente por un período de traumática agitación. Las consecuen cias pueden ser adversas para los intereses estratégicos más inmediatos de Estados Unidos. Por otra parte, la fascinación mundial por América no deja lugar a la neutralidad o a la indiferencia ante ella. A diferencia del Imperio Británi co en su momento — que despertaba algunas envidias, pero generaba la hostilidad únicamente de sus adversarios inmediatos— , Estados Unidos es algo que se experimenta en todo el mundo, tanto de forma directa como virtual, y tanto por las élites de los diversos países como por el pue blo en general. Se le admira o se le detesta, o despierta ambos sentimien tos al mismo tiempo, con una fuerza y una intensidad acordes con su omnipresencia. La seducción cultural global estadounidense, que enciende la inesta bilidad política al tiempo que concentra inevitablemente sobre Estados Unidos un intenso sentimiento mundial, limita el margen de maniobra de los decisores políticos de Washington a la hora de basar la política exte rior del país sobre una concepción excesivamente estrecha de los intere ses nacionales estadounidenses. Estados Unidos ocupa el epicentro de una vorágine cultural de su propia creación; su seguridad depende de su
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capacidad para calmar la tempestad que lo rodea. América sólo podrá obtener beneficios políticos de su radiante atractivo cultural a escala mundial si se esfuerza por comprender y poner especial énfasis en el in terés global compartido emergente de nuestro tiempo.
M
u l t ic u l t u r a l is m o y c o h e s ió n e s t r a t é g ic a
La cohesión estratégica a nivel social es una precondición necesaria para el desempeño eficaz de la política exterior de una democracia. Una dictadura puede llevar a cabo una política exterior basada solamente en el consenso de la élite y en la firmeza del liderazgo personal del máximo dirigente. Una democracia, por el contrario, está obligada a movilizar el consenso general no sólo de arriba abajo, sino también a partir de una no ción compartida y básica (casi instintiva) del interés nacional por parte de un electorado que no se halla especialmente inclinado a seguir las com plejidades de las relaciones internacionales. La sensibilidad de los electo res refleja instintos arraigados, simpatías y antipatías comunes, y, en el caso estadounidense, un historial apreciable de asimilación orientada ha cia el futuro. Esa cohesión estratégica subyacente se mantiene latente du rante la mayor parte del tiempo, pero puede ser activada, movilizada e, incluso, manipulada en momentos de crisis. No está del todo claro que dicha cohesión estratégica pueda seguir sosteniéndose a medida que Estados Unidos —que se muestra tan firme y enérgico como seductor en el plano global—-vaya evolucionando hasta convertirse cada vez más en una sociedad multicultural en la que la pri mera autoidentificación de los ciudadanos esté más directamente vincu lada a sus propios orígenes étnicos, y en la que los asuntos exteriores más relacionados con esa autoidentificación concreta sean los más primordia les para cada colectivo étnico. En esas circunstancias, la definición del in terés nacional y el ejercicio del liderazgo global podrían resultar conside rablemente más difíciles. La paradoja que se cierne sobre Estados Unidos es que a medida que se vaya convirtiendo progresivamente en el segundo hogar (real o virtual) de las personas de todo el mundo, su política ex terior podría volverse más deshilvanada como consecuencia de las con tinuas presiones de uno u otro grupo de interés étnico. Si eso llega a suceder, por mucha popularidad que acumulara Estados Unidos a nivel mundial, su política exterior se vería incapacitada para abordar de un modo coherente el bien global general.
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La transformación de la esencia nacional estadounidense a lo largo de los últimos dos siglos ha seguido una trayectoria característica y marcada por momentos puntuales: de la unidad a la diversidad en la unidad, y de ahí, a la diversidad sin más. Cuando se elaboró el primer censo de Esta dos Unidos en 1790, la población blanca predominante suponía el 80 % del total (el resto estaba compuesto por esclavos africanos y nativos ame ricanos, desprovistos de derechos de ciudadanía). De ese grupo demo gráfico, el 87 % estaba formado por anglosajones y el 13 % por habitantes de origen germánico. Estados Unidos era, pues, un Estado-nación tradi cional en cuanto a su composición étnica, unido socialmente por vínculos históricos y lingüísticos, así como por su identificación (pionera y autoproclamada) con sus enormes posibilidades de futuro. Pero incluso entonces, sus líderes estaban preocupados (no sin mo tivos) por que «todo ciudadano se enorgulleciera de llamarse estado unidense y actuase como si sintiera la importancia de semejante honor y considerase que nosotros mismos somos ya una nación separada cuya dig nidad, sin embargo, se vería absorbida (cuando no aniquilada) si nos alis tamos [...] bajo el pabellón de cualquier otra nación [...] que se empeñe en entrometerse (ya sea de forma taimada o descarada) en los asuntos inter nos de nuestro país».5 Que George Washington hubiese considerado in cluir esas palabras en su «Discurso de despedida» (aunque al final las des cartara) da a entender que ya entonces se tenía la dolorosa conciencia de que muchas personas (entre ellas, algunos de los padres de la Constitu ción) no sólo mantenían afinidades con países extranjeros, sino que inclu so se mostraban receptivas en parte a su influencia. Durante buena parte de la centuria siguiente, el joven Estados Uni dos continuó siendo en gran medida una nación homogéneamente WASP (blanca, anglosajona y protestante), codiciosa y expansiva territorialmen te, protegida, además, por dos océanos de cualquier intrusión externa de importancia. Política y culturalmente, la tendencia la marcaba una élite caracterizada por una concepción arrogante y diferenciada de su identi dad. Cabe señalar, en cualquier caso, que durante todo aquel período la composición interna de la nación estaba ya cambiando sustancialmente, si bien de un modo no del todo visible. En 1850, los católicos (proceden5. Tomado del borrador de mayo de 1796 del «Discurso de despedida» de George Washington, según aparece citado en Tony Smith, Foreign Attachments: The Power of Ethnic Groups in the Making of American Foreign Policy, Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press, 2000, pág. 32.
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tes principalmente de Irlanda) ya eran la confesión cristiana más nume rosa; su número se vio además extraordinariamente acrecentado hacia fi nales de ese siglo por la llegada de multitud de inmigrantes italianos, a los que, a principios del siglo xx, se añadirían también los polacos. El efecto acumulado de la oleada simultánea de inmigrantes alemanes, judíos, es candinavos y cristianos ortodoxos fue diluyendo la homogeneidad étnica y religiosa del Estados Unidos anterior y lo transformó en una amalgama transeuropea, aunque tanto el tono nacional como la élite dominantes si guieron siendo WASP. En sintonía con el concepto del melting pot, para ser estadounidense lo mejor era cambiarse de nombre y convertirse en WASP por propia adopción. No fue hasta avanzado el siglo xx cuando ese tono se fue apagando y la composición de la élite pasó a ser un reflejo de la nueva diversidad étni ca. Se rompieron también viejos tabúes. El primer intento de elección de un presidente católico, en 1928, fracasó por culpa de prejuicios mani fiestos, pero el segundo, en 1960, sí que culminó en éxito. La primera in corporación de judíos a los gabinetes presidenciales data ya de la tercera década del siglo, pero, al principio, se sintieron impelidos a restar delibe radamente importancia a su identidad.6 Sin embargo, en la segunda mitad del siglo xx, la legitimidad social de la que gozaba ya en la práctica la nueva diversidad estadounidense quedó reflejada en el nombramiento, a finales de la década de 1960, de un refugiado judío de origen alemán como con sejero de Seguridad Nacional del presidente y, posteriormente, como secretario de Estado; uno de sus sucesores en el cargo de consejero de se guridad nacional a mediados de la década de 1970 sería un polaco-ameri cano (cuyo nombre, difícil de pronunciar, sonaba a cualquier cosa menos a WASP). Dos décadas más tarde, el punto y final a la vergonzosa exclu sión padecida por los afroamericanos en cuanto a su participación real en la vida estadounidense —el principio del cual había sido ya anunciado tar díamente por la revolución de los derechos civiles de la década de 1960— quedó simbolizado de un modo aún más solemne por el nombramiento si multáneo de dos afroamericanos para los cargos de secretario de Estado y consejera de Seguridad Nacional del presidente, respectivamente.
6. En este sentido, resulta especialmente apasionante y revelador el relato de la ex periencia de Henry Morgenthau como primer secretario judío del Tesoro en el gabinete de Franklin Delano Roosevelt, cuyos miembros se atacaban en muchas ocasiones con in disimulados insultos y referencias antisemitas. Véase Michael Beschloss, The Conquerors, Nueva York, Simon & Schuster, 2002.
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De todos modos, esa nueva diversidad en la unidad siguió siendo has ta fechas muy recientes de origen predominantemente transeuropeo. Desde aproximadamente mediados del siglo xix hasta mediados del xx, la inmensa mayoría de los inmigrantes llegados a Estados Unidos proce dían de Europa. La proporción de estos últimos decreció, pero sólo gra dual y paulatinamente, a lo largo de ese período: de nueve de cada diez inmigrantes en un primer momento pasaron a constituir más o menos tres de cada cuatro en 1950. Las dos guerras mundiales tuvieron un efec to diverso sobre los diferentes componentes europeos del cada vez más diversificado mosaico estadounidense. El conflicto con la Alemania im perial durante la Primera Guerra Mundial impulsó a los cada vez más nu merosos germano-americanos a resaltar ostensiblemente su lado WASP, mientras que los polacos y otros eslavos se mostraron especialmente inte resados (sobre todo, tras los famosos Catorce Puntos del presidente Wilson) en lograr la independencia política de sus patrias originarias. La confrontación con las potencias del Eje durante la Segunda Guerra Mun dial (y el surgimiento de un Estado judío tras la contienda) alentó en los judíos estadounidenses una identificación igualmente acentuada con los in tereses de Israel, al tiempo que los inmigrantes italianos o japoneses tra taban de dejar clara su falta de lazos políticos con sus antiguos países de origen. Desde mediados del siglo xx, sin embargo, el mosaico estadouniden se —por utilizar una figura que ha reemplazado a la del melting pot (o «crisol») como esencia de la experiencia americana— ha evolucionado hasta trascender su anterior carácter europeo. El nuevo mosaico estadou nidense es una mezcla multicultural de etnias que son más diferenciadas y más variadas en cuanto a su origen geográfico que nunca y que hacen una afirmación más ostensible de él que nunca. Por una parte, la revolu ción de los derechos civiles contribuyó a poner fin a la invisibilidad y la exclusión de los afroamericanos; al mismo tiempo, la inmigración proce dente del extranjero dejó de ser un fenómeno predominantemente euro peo. Las cifras del censo de 2000 muestran que tres de cada cuatro resi dentes estadounidenses nacidos en el extranjero proceden actualmente de América Latina y Asia, una proporción que continúa aumentando por momentos. Estados Unidos se está convirtiendo en un microcosmos del mundo. Este cambio en la composición de la población estadounidense indi ca algo más que una variedad sin precedentes entre las llamadas «mino rías» y nos impulsa, en un momento u otro, a preguntarnos si hoy en día
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existe alguna mayoría étnica o racial realmente predominante en el país. La población estadounidense asciende actualmente a un total de 285 mi llones de habitantes, de los que 37 millones son hispanos, algo menos de 37 millones son afroamericanos, 11 millones son asiático-americanos, y los nativos americanos, los hawaianos y los alasqueños suman algo más de 3 millones. El elemento demográfico de origen europeo está cayendo espectacularmente como proporción de la población total, mientras que el hispano y el asiático — cuyas tasas de fertilidad y de inmigración son mucho más elevadas— no hacen más que aumentar. California se con vertirá, en breve, en el primer Estado sin una mayoría racial. Desde una perspectiva política, resulta aún más importante el auge de una conciencia diferenciada (y de su consiguiente activismo político relacionado) en aquellos grupos étnicos dispuestos a presionar sobre de terminadas cuestiones de política exterior. Los grupos de interés son una realidad propia del pluralismo democrático, y los empresarios, los traba jadores y los colectivos profesionales también se organizan en defensa de sus intereses. No obstante, el auge de las prioridades étnicas como ele mento de crucial influencia sobre la política exterior podría convertirse en una seria complicación, especialmente si con ello se promueve una di lución más amplia de la identidad común estadounidense y se redefine el modo en que el mosaico multicultural emergente del país está siendo po litizado. Durante el último siglo, más o menos, los grupos de presión étnicos se han dejado sentir de diversos modos y en diversos grados. Por lo ge neral, han tratado de sacar partido de su fuerza electoral en el conjunto del país (por ejemplo, los votantes de origen centroeuropeo residentes en el noreste y en buena parte del Medio Oeste), de su concentración en al gunos Estados clave (los judíos en Nueva York y los cubanos en Florida), o de su disposición a financiar económicamente sus propias causas polí ticas (los armenios, los griegos o los judíos, por ejemplo). Los polacos ame ricanos fueron capaces de proyectar tal grado de preocupación política por la suerte de su patria original durante la Segunda Guerra Mundial que el presidente Roosevelt se sintió obligado a explicarle a Stalin que E s tados Unidos no podía dar su consentimiento para los planes soviéticos para Polonia hasta después de las elecciones presidenciales de 1944. El presidente Clinton eligió también de forma claramente intencionada De troit, una ciudad con una nutrida comunidad polaca, para anunciar en 1996 que Estados Unidos daría su apoyo a la ampliación de la OTAN a Europa central.
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En términos generales, los grupos de presión étnicos con prioridades concretas en política exterior que se muestran actualmente más activos, más influyentes y mejor financiados son los judíos, los cubanos, los grie gos y los armenios. Cada uno de ellos ha dejado sentir su peso en cues tiones de política exterior (ya sea en el conflicto árabe-israelí, en el em bargo a la Cuba de Castro, en el estatus de Chipre o en la prohibición de la ayuda externa a Azerbaiyán). De los demás grupos étnicos, los centroeuropeos cuentan7con una fuerza electoral significativa, pero carecen de cohesión organizativa y de recursos financieros importantes. En el futu ro, es posible que a los lobbies anteriormente mencionados se les una otro de gran influencia potencial y todavía en construcción, como es el de los hispanos (sobre todo mexicanos), así como el de los estadounidenses ne gros (que comparten un interés creciente por África) e, incluso, puede que los todavía emergentes lobbies iraní, chino e indio (hindú), además del musulmán (de base religiosa). En un futuro no muy lejano, también es muy posible que éstos y otros grupos étnicos desempeñen un papel cada vez más amplio en el di seño de la política exterior estadounidense con respecto a aquellas cues tiones que les resulten más especialmente significativas. Los asiáticoamericanos, por su parte, a pesar de su extraordinaria capacidad de mejora de su situación social, continúan manteniéndose relativamente pasivos en el plano político. De momento, se muestran más inclinados — como los alemanes, los japoneses o los italianos, en su momento— a acentuar su americanismo para vencer ciertos recelos todavía existentes sobre su grado de asimilación al país. Según una encuesta de Newsweek de abril de 2002, un tercio aproximado de los encuestados sospechaban que los chino-americanos eran más leales a China que a Estados Unidos, y un 23 % admitían que la idea de votar a un asiático-americano para el cargo de presidente les resultaba problemática (un porcentaje mayor que el de los que mostraban esa misma clase de prejuicios con respecto a un hipotético candidato judío). Pero con el paso del tiempo, es probable que los asiático-americanos se hagan oír cada vez más en aquellas cuestiones relacionadas con el papel de Estados Unidos en Asia. Una comunidad étnica muy importante que, con casi toda seguridad, no tardará en dejar sentir su presencia en el diseño de la política exterior de un Estados Unidos multicultural es la hispana y, más concretamente, su componente mexicano. Los 10 millones de habitantes nacidos en Méxi co constituyen el grupo nacional inmigrante más numeroso de Estados Unidos, que cuenta, además, con una fuerte base geográfica y una con-
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ciencia creciente de capacidad de influencia política. El Caucus Hispano del Congreso, predominantemente mexicano, y su equivalente en Cali fornia ya han proclamado públicamente que «las cuestiones latinas son cuestiones estadounidenses». Hasta el momento, ya se han mostrado par tidarios del multiculturalismo e, incluso, del bilingüismo. Si las relaciones entre Estados Unidos y México se volvieran tensas en algún momento, los mexicano-americanos podrían erigirse en un actor importante y enor memente motivado dentro del diálogo estadounidense interno sobre po lítica exterior. Igualmente, la comunidad afroamericana dejará sentir con toda segu ridad su posicionamiento más firme y enérgico con respecto-a la política estadounidense en Africa. El primer secretario de Estado estadouniden se negro se adhirió expresamente a una serie de causas relacionadas con la amenaza humanitaria a la que se enfrentan millones de africanos, y su influencia ha tenido un efecto considerable en las prioridades exteriores de Estados Unidos. Lo más probable, sin embargo, es que los intereses de los afroamericanos se fijen en el continente africano en su conjunto y no tengan la intensidad y la especificidad habituales en otros lobbies étnicos, referidos a naciones concretas.7 Este creciente papel de las identidades culturales y políticas diferen ciadas coincide con la disolución de la antaño exclusiva élite WASP y el afloramiento de una mayor aceptación de la diversidad en un país que, en tiempos, estuviera intensamente dedicado a la causa de la asimilación. El ocaso del predominio WASP ha venido seguido del ascenso en posición social e influencia política de la comunidad judía. Su historia es la de una asombrosa transición —en apenas una sola generación— de una situación en la que era objeto de amplios (aunque no siempre declarados) prejuicios a otra en la que se ha asegurado una destacada posición en influyentes sec tores de la vida estadounidense: en el mundo académico, en los medios de comunicación, en la industria del entretenimiento y el espectáculo, y en la recaudación de fondos para las campañas de los principales candidatos políticos. Sus 5-6 millones de miembros evidencian también un nivel edu cativo y unos ingresos superiores a los del estadounidense medio. Pero aún más importante resulta el hecho de que, conforme a la nue va diversidad reinante, los judíos ya no se sienten obligados a mitigar o 7. Esto, en parte, es un legado de la esclavitud: muchos estadounidenses negros no tienen vínculos familiares con parientes africanos y, con frecuencia, no saben de qué lu gar de Africa procedían originariamente sus antepasados.
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atenuar su identidad judía —una presión que muchos de ellos sentían claramente hace apenas cincuenta años— ni a disimular su compromiso natural con el bienestar de Israel. El papel de la comunidad judía en el di seño de U política de Estados Unidos en relación a Oriente Medio ha pa sado de ser fundamentalmente pasivo a resultar cada vez más influyente (incluso decisivo) en cuestión de unas pocas décadas.8 Los oponentes na turales de la comunidad judía estadounidense en ese punto en concreto ;—la industria petrolera y la comunidad musulmana— han quedado des bordados. La industria del petróleo, centrada exclusivamente en los be neficios empresariales, no fue capaz de competir en el plano más moralsentimental, mientras que la comunidad musulmana estadounidense (aun siendo numéricamente comparable con la judía) está todavía poco orga nizada y es mucho más pobre, además de contar con una presencia muy limitada en las instituciones que conforman la opinión pública norteame ricana. Durante el siglo xix, los objetivos de Estados Unidos en el extranje ro fueron definidos en un primer momento como de esplendoroso aisla miento (siguiendo una política de no intervención) para pasar luego a ca racterizarse por una misión de expansión, reforzada en ocasiones con fuertes dosis de patriotería. A lo largo del siglo xx, la política exterior estadounidense se volvió transoceánica y se centró principalmente en Europa, poniendo un énfasis cada vez mayor en las aspiraciones demo cráticas compartidas por ambos lados del Atlántico. En ambas guerras mundiales, la cohesión étnica de Estados Unidos, aunque un tanto dilui da por la llegada de un flujo (crecientemente transeuropeo) de inmigran tes, hizo posible que el liderazgo del país (básicamente WASP) diseñara una estrategia nacional para la que contó con el mandato popular. El pre dominio de Europa en la política exterior de la Guerra Fría fue sosteni do por el respaldo particularmente intenso de los estadounidenses de ori gen centroeuropeo (dotados de una elevada conciencia étnica y de un empedernido anticomunismo). En la era de la Posguerra Fría, la escala y la complejidad de la tur bulencia global harían por sí solas intrínsecamente más difícil la defini ción de prioridades claras en política exterior incluso aunque reinase un 8. Los árabes americanos se han quejado con frecuencia de que, mientras los judíos americanos han venido ocupando en los últimos años los principales puestos de decisión política con respecto a Oriente Medio en el CSN, y en los Departamentos de Estado y de Defensa, ellos se han visto en la práctica excluidos de esa posibilidad.
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claro consenso nacional en el plano social interno. Pero esto último tampoco parece que yaya a ser el caso, y si tenemos en cuenta que los grupos étnicos pueden acabar ejerciendo una influencia potencialmen te decisiva sobre las principales políticas regionales (esencialmente, me diante el ejercicio de un derecho de veto en la práctica), legitimados como están por el carácter casi sagrado del pluralismo y por la supre macía (más reciente) que se le está otorgando al multiculturalismo en detrimento de la tradicional asimilación orientada hacia el futuro, el di seño de la política nacional podría volverse cada vez más inmanejable. En la era de la hegemonía estadounidense y de la globalización, ningún grupo particular está capacitado por encima de los demás para hacer una interpretación singularmente válida del interés nacional estadouni dense en general. Por otra parte, muchos de los peores problemas a los que Estados Unidos debe hacer frente como hegemon global tienden a provocar una confrontación de intereses en el plano nacional interno entre grupos de electores definidos por sus diferentes orígenes étnicos. ¿Qué grupo étni co tiene derecho a decidir la política estadounidense con respecto a Israel y al mundo árabe? ¿Y la relacionada con China y Taiwan? ¿Y la referen te a la India y Pakistán? En ausencia de una cohesión subyacente que se centre en la conciencia compartida de un futuro estadounidense común, el mosaico norteamericano podría degenerar en una competición entre grupos que reivindiquen (y traten de ejercer) su cualificación especial (y su derecho) para definir la política nacional en un universo de'intereses extranjeros confrontados. Esa es una tendencia que empieza a hacerse evidente en el Congreso de Estados Unidos. Los grupos de interés étnicos se han aficionado a in troducir resoluciones en el Congreso y a promover enmiendas legislativas que restringen las políticas estadounidenses en el ámbito global. El uso de los fondos de financiación electoral para la obtención de apoyos en el Congreso es ya público y notorio, ya sea para privar a Azerbaiyán de ayu da económica a instancias de los armenios o para favorecer presupuesta riamente a Israel. Los caucus del Congreso identificados específicamente con determinados intereses étnicos son un fenómeno cada vez más ex tendido. Tampoco son raros los congresistas y senadores que se erigen en portavoces (e incluso en instrumentos) de grupos de presión étnicos con cretos, y, probablemente, no dejarán de proliferar a medida que el país avance hacia un multiculturalismo más declarado, socialmente aceptable y políticamente definido.
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Pero, salvo en momentos concretos de extraordinario desafío nacio nal, al Congreso —dado su carácter de órgano colectivo y extraordina riamente diverso— le resulta ya difícil articular una dirección estratégica esencial para la política global estadounidense que mantenga una cohe rencia interna en todo el ámbito de actuación de la misma. El poder eje cutivo está en mejor disposición para ello, especialmente si el presidente trabaja sobre la base de una cosmovisión razonablemente bien definida. Pero si el presidente carece de una perspectiva propia de ese tipo, puede caer prisionero de las perspectivas de un grupo especialmente influyente. En cualquier caso, la capacidad presidencial para ejercer el liderazgo está limitada por la separación de poderes y por la decisiva función reservada al Congreso como controlador de los presupuestos. Pero, precisamente debido a ese control, el Congreso acaba mostrándose especialmente sen sible a la influencia de los grupos de presión particulares. Tan es así, que el caudal dé fondos públicos estadounidenses hacia países extranjeros concretos ha llegado a ser más un reflejo del peso de los diversos grupos particulares que del interés nacional. Puede "que en lugar de crear mecanismos institucionales que limiten las consecuencias divisivas de la afirmación política multicultural, cosa que se antoja harto difícil, resulte más necesaria la articulación pública deliberada —tanto por parte del presidente, desde su influyente tribuna, como por parte del sector privado, incluidas las fundaciones educati vas— de una concepción unificadora de la ciudadanía estadounidense, sin denominaciones étnicas yuxtapuestas y orientada hacia adelante. Cualquier esfuerzo o iniciativa de esa clase se enfrentaría a retos formi dables, como el de potenciar un currículo de educación cívica coherente en las administraciones federal, estatal y local. Además, dicha concepción común de la ciudadanía tendría que respetar los crecientes impulsos mul ticulturales del país fomentando, al mismo tiempo, la cohesión estratégi ca de la sociedad estadounidense. Hay quien argumenta que la política canadiense de multiculturalismo puede ser el futuro de Estados Unidos. Pero Canadá no está obligada a sustentar una política exterior de alcance global. Para Estados Unidos es muy probable que la interacción competitiva entre diversos intereses mul ticulturales y la consiguiente reducción del nivel de consenso sobre el in terés nacional común que aquélla implica acaben produciendo tensiones conflictivas que podrían resultar adversas para el liderazgo global esta dounidense. Sin la presencia de una cohesión estratégica subyacente y sentida espontáneamente por los estadounidenses, es posible que el ac-
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tual Estados Unidos implicado a escala global tenga cada vez más difi cultades para trazar un rumbo histórico estable.
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e g e m o n ía y d e m o c r a c ia
Quien ejerce la hegemonía global estadounidense es la propia demo cracia estadounidense; nunca antes en la historia había sido ejercida tal hegemonía global por un Estado verdaderamente democrático y pluralis ta. Los imperativos de la hegemonía, no obstante, podrían chocar fron talmente con las virtudes de la democracia hasta el punto de enfrentar la seguridad nacional con los derechos civiles, la decisión con la delibera ción. Ha llegado el momento, pues, de preguntarse si la hegemonía glo bal podría poner en peligro la democracia que la sustenta. La democracia se encuentra profundamente arraigada en el tejido mismo de la sociedad norteamericana. La libertad de toda persona para elegir a sus dirigentes, los derechos del voto y de la libre expresión, la igualdad ante la ley y el sometimiento de todos al imperio de la misma (in cluido el mismísimo presidente, como Nixon y Clinton tuvieron ocasión de experimentar en primera persona) son principios sagrados que ocupan un lugar central en la definición de la democracia estadounidense. La po lítica nacional está formulada de conformidad con las disposiciones cons titucionales y, por tanto, refleja la voluntad del pueblo norteamericano. Lo lógico, pues, sería que el ejercicio del poder hegemónico en el extran jero estuviese también sujeto a la supervisión democrática popular. Los sondeos de opinión pública indican que la actitud fundamental del pueblo estadounidense ante el ejercicio del mencionado poder conti núa siendo serena y sensata, y sigue estando imbuida de un cauto idealis mo. Puede que el pueblo estadounidense haya asumido equivocadamen te que Estados Unidos concede un mayor volumen de ayuda externa que ningún otro Estado rico (un 81 % de los ciudadanos así lo creía, según el Program on International Policy Attitudes, PIPA, de enero de 1995), pero, aun así, la mayoría sigue aprobando ampliamente esa (exagerada) generosidad. Los estadounidenses apoyan, en general, a las Naciones Unidas, e incluso en 2002, sólo un 30 % de ellos opinaba que «Estados Unidos debería ir por libre en el ámbito internacional» (frente al 41 % de 1995, según el sondeo Pew de diciembre de 2002). Sería justo afirmar que desde el final de la Guerra Fría, los estado unidenses han propugnado predominantemente una visión multilátera-
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lista del mundo. También se han mostrado favorables por principio a la legitimidad procedimental, han reconocido la creciente realidad de la globalización y han creído en la necesidad de operar a través de las orga nizaciones internacionales. En sondeos realizados coincidiendo más o menos con el cambio de siglo, un 67 % de los encuestados se manifesta ron a favor de reforzar la ONU, un 60 % la OMC, un 56 % el Tribunal Mundial, y un 44 % el FMI. El 66 % se mostraron partidarios de la idea de crear una Corte Penal Internacional.9 Sin duda, el modo de pensar de la población estadounidense con respecto a su papel hegemónico en el mundo ha sido básicamente propicio. La atracción que puede ejercer allí ebunilateralismo no es muy generalizada. Pero, en ésas, llegó el 11 de septiembre de 2001. El giro resultante (de una definición relativamente benigna del papel mundial de Estados Uni dos a una preocupación mucho más acusada por la vulnerabilidad del país) se ha visto reflejado de manera más dramática no tanto a nivel po pular como en la cima de la jerarquía política. De hecho, a pesar de me ses previos de propagación oficial sostenida de una supuesta amenaza in minente procedente de Irak, en febrero de 2003 (un mes antes del inicio de la contienda) la mayoría del pueblo estadounidense creía que la gue rra no debía realizarse fuera del marco de la ONU. A finales de 2002, el 85 % consideraba de manera más general que Estados Unidos «debería tener en cuenta las opiniones de sus principales aliados».10 Esa, sin em bargo, no era la actitud de la Casa Blanca; pero fue ésta — con el propio presidente a la cabeza— la que acabó marcando el tono dominante. Un tono que era alarmista y extremadamente firme y enérgico al mis mo tiempo. En lo que podía considerarse una reacción natural al crimen cometido (dada la escala de su brutalidad), la administración puso es pecial énfasis en la hostilidad del entorno global tras el 11-S, en el que unas fuerzas malignas y casi siempre esquivas planteaban un riesgo mor tal para la seguridad nacional. El propio presidente promulgó una pers pectiva dicotomica del mundo, al que dividió sencillamente en fuerzas del bien y del mal. No apoyar a Estados Unidos en ese empeño equivalía, a ser hostil a Estados Unidos. Una búsqueda por ordenador de los comentarios presidenciales pos teriores al 11-S reveló que, hasta mediados de febrero de 2003 (en el pla zo, por tanto, de unos quince meses), el presidente utilizó una u otra va9. Según los sondeos del PIPA realizados en octubre de 1999 y marzo de 2000. 10. Pew, diciembre de 2002.
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ríante de la expresión maniqueísta «Quien no está con nosotros está con tra nosotros» (curiosamente, popularizada en su día ¡por Lenin!) en no menos de noventa y nueve ocasiones. El pueblo de Estados Unidos esta ba siendo llamado a defender nada menos que la civilización misma con tra la amenaza apocalíptica planteada por el terrorismo global. Esa nue va misión incrementó inevitablemente las presiones a las que ya estaba sometida la democracia estadounidense por culpa de su papel hegemónico a nivel global. La tensión entre las tradiciones de la democracia interna y los impe rativos de la hegemonía global resultaría ineludible incluso en las mejores circunstancias posibles. En el pasado, toda motivación imperial había sido intrínsecamente elitista y todo papel de liderazgo imperial había te nido que estar respaldado por una élite dotada de su propia conciencia especial de misión, destino e, incluso, privilegio. Eso fue sin duda así en el caso del Imperio Británico, al igual que en los de sus grandiosos pre decesores, Roma y China, por no mencionar una diversidad de legados imperiales menos ilustres. Las responsabilidades de la Guerra Fría y de la hegemonía estadounidense subsiguiente han engendrado ciertos equiva lentes en Estados Unidos de esa clase de élite, simbolizada mejor que por ninguna otra cosa por el poder y el estatus de los diversos CINC (inicia les en inglés de los Comandantes en Jefe de los Comandos Unificados y Especiales) regionales de Estados Unidos, desplegados en zonas clave d e . seguridad externa como auténticos virreyes en la práctica, así como por la enorme burocracia profesional federal que desempeña sus funciones en el extranjero. La ocupación estadounidense de Irak, que implantó un procónsul estadounidense en Bagdad, nos ofrece el ejemplo más reciente. El surgimiento de una élite hegemónica estadounidense es un corola rio del crecimiento del poder de Estados Unidos a lo largo de los últimos cincuenta años. A medida que Washington fue desarrollando sus exten didas obligaciones globales de la Guerra Fría y la Posguerra Fría, fue te jiéndose hilo a hilo (bajo la dirección del poder ejecutivo) toda una red político-militar para afrontar el papel cada vez más complejo de Estados Unidos en el mundo. Con el tiempo, se conjugó una colosal maquinaria de relaciones diplomáticas, despliegues militares, sistemas de recogida de información e intereses burocráticos dedicada a administrar la implica ción global de Estados Unidos. Animados por la concentración forzada de conocimientos, intereses, poder y responsabilidad,.los burócratas im periales se consideran excepcionalmente equipados para decidir la con ducta estadounidense en un mundo complicado y peligroso.
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La influencia de la nueva élite hegemónica estadounidense en la po lítica nacional se ve atenuada, sin embargo, por la continua supervisión —ejercida, sobre todo, a través de su control del erario público— de un Congreso que se muestra altamente sensible a los estados de ánimo del pueblo norteamericano. Los comités del Congreso que vigilan la conduc ta de la diplomacia estadounidense, la organización y las prioridades del establishment militar, y las operaciones de los servicios de inteligencia, han servido de obstáculos considerables a la formación de una élite u or den establecido imperial cuasiautónomo en el seno del poder ejecutivo. Sin esos controles legislativos, reforzados por una prensa libre e indaga dora, las extensísimas administraciones del Departamento de Defensa, del Departamento de Estado y de la CIA (así como de los organismos gu bernamentales dependientes de dichos departamentos y las organizacio nes semiprivadas financiadas por ellos), se habrían visto dominadas por un mentalidad hegemónica que reflejaría los intereses especiales de una élite burocrática relativamente homogénea. De todos modos, el ejercicio del poder político-militar lleva intrínse ca una nutrida red de conocimientos, acceso a la información e intereses en el extranjero. Su mera envergadura da pie al desarrollo de una comu nidad polifacética capaz en un momento dado de reunir una poderosa combinación de experiencia, datos y persuasión para favorecer una de terminada política. Dentro del delicado equilibrio con el que se mantie ne la separación de poderes, la balanza en política exterior tiende a incli narse del lado del ejecutivo. Ese desequilibrio se hace aún más marcado cuando la cuestión de la que se trata tiene una fuerte carga emocional y se hace pleno uso del púlpito presidencial para incitar a la opinión pública. En parte, así es como debería ser. El presidente es el centro de aten ción necesario para la definición del interés nacional en un mundo ame nazante. Actuando por su cuenta, el Congreso no haría más que tratar de diseñar los fundamentos de la política exterior estadounidense en vano, sobre todo si tenemos en cuenta los intereses cruzados de los diversos grupos étnicos y económicos. Sólo el poder ejecutivo, con su organiza ción de tipo jerárquico y su sometimiento en última instancia al presi dente, puede y, por el bien de la seguridad nacional, debe hacer algo así. Ahora bien, para que la política exterior estadounidense continúe go zando del apoyo popular y para que se defina dé tal forma que sea acor de con los valores democráticos subyacentes de la nación, es necesaria la participación sostenida del Congreso. Si no, las prioridades estadouni denses podrían adquirir un tinte descaradamente imperial. La pregunta
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que nos hacemos cada vez con mayor urgencia, pues, es la de cómo mejo rar esa participación inicial del Congreso en el diseño de la política exte rior (y no sólo en su revisión) para que el poder legislativo no vaya quedándo progresivamente reducido a un órgano de ratificación automática de decisiones estratégicas a las que se ve súbitamente enfrentado. Esto último fue, básicamente, lo que sucedió cuando él Congreso es tadounidense decidió conceder en 2002 plenos poderes al presidente para emprender una acción militar contra Irak, con o sin mandato de la ONU y sin necesidad alguna de aprobación ulterior por parte del propio Congreso. Los líderes de ambas cámaras se vieron incapaces de oponer resistencia ante una propuesta que había surgido rodeada de una repen tina intensidad y para la que el presidente había organizado una campa ña pública con una alta carga emocional, durante la que hizo confluir en una sola cuestión el problema del terrorismo y la negativa del régimen iraquí a acatar una serie de resoluciones anteriores de Naciones Unidas, afirmando al mismo tiempo que Irak estaba almacenando armas de des trucción masiva. Con independencia de la validez o no de dicho argu mento, su resultado —la abdicación por parte del Congreso de su dere cho a declarar la guerra— demostró hasta qué punto los imperativos y la dinámica del poder hegemónico han ido sesgando el cuidadosamente di señado equilibrio constitucional entre los dos principales poderes del E s tado con capacidad de decisión política. Esa tendencia es consecuencia inevitable de la escala de la implica ción global de Estados Unidos y, por tanto, resulta difícil de mitigar; además, la dificultad se ve aumentada aún más por la ausencia en toda la administración federal estadounidense de un órgano de planificación es tratégica central que mantenga un diálogo sostenido con los líderes del Congreso pertinentes. El Consejo de Planificación Política del Departa mento de Estado se ocupa principalmente, como es lógico, de la diplo macia, la cual tiende a considerar como el contenido fundamental de la política exterior. El Departamento de Defensa cuenta con su propio me canismo de planificación política de grandes dimensiones, pero éste im prime en sus decisiones un irremediable sesgo militarista. El CSN de la Casa Blanca trata de integrar los intereses militares y diplomáticos, pero su responsabilidad principal es la coordinación operativa de las políticas cuando ya han sido decididas. Los recursos y el tiempo de los que dispo ne son demasiado escasos como para dedicarlos a una labor sistemática de planificación estratégica, y su orientación está también necesariamen te influida por los intereses políticos del presidente. El resultado de todo
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este proceso, que funciona en gran medida «sobre la marcha» y a medida que van surgiendo las cuestiones, acaba siendo finalmente presentado como la política del presidente, que el Congreso debe luego refrendar o rechazar. Esta situación podría mejorarse mediante una relación consultiva más formal entre los principales líderes de los comités del Congreso que tratan de los asuntos exteriores y un órgano responsable de la planifica ción de la estrategia global inscrito en el propio CSN, pero que contase con un reconocimiento y una estructura más formales. Un grupo más vi sible de planificación estratégica central dentro de la propia Casa Blanca — que estuviese encabezado por un alto funcionario ante el que respon diesen los planificadores principales pertinentes de los Departamentos de Estado y de Defensa— podría actuar como foro de consultas periódi cas con los líderes del Congreso relevantes acerca de planes de más largo alcance, de nuevos problemas que pudiesen surgir o de iniciativas nece sarias. Eso aliviaría en parte el actual riesgo de que el ejercicio del poder global cuasiimperial acabe escapando paulatinamente al control popular democrático. Ese riesgo se ha hecho más intenso tras el 11-S. La imperiosidad con la que la administración decidió, a mediados de 2002, ir a la guerra con tra Irak fue un reflejo de hasta qué punto la aparición de una amenaza de alcance global —el terrorismo transnacional— ha inducido en las autori dades estadounidenses una disposición a adoptar decisiones estratégicas de gran calado entre un reducido círculo de iniciados cuyos auténticos motivos quedan ocultos para el gran público. Los impulsos personales, los grupos de interés privado y los cálculos políticos originaron —en me dio de un sigilo casi total— un cambio radical de política con importan tísimas implicaciones internacionales justificado posteriormente en pú blico por medio de una retórica de gran dramatismo y (en ocasiones) de extremada demagogia, y aludiendo a unas pruebas más que cuestiona bles. La aparición repentina y casi simultánea de la nueva doctrina estra tégica de la guerra preventiva —revocando toda una convención larga mente establecida internacionalmente— puso aún más de relieve hasta qué punto una hegemonía asediada y teñida de una acentuada inseguri dad nacional interna puede no resultar compatible con una formulación de la política exterior que sea democráticamente abierta y reflexiva.11 11. De cómo esa retórica y la atmósfera que genera pueden llegar a calar hondo in cluso en la maquinaria de la política exterior estadounidense, es un buen ejemplo un ar-
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La interacción tras el 11-S entre hegemonía global y democracia in terna plantea una serie de cuestiones especialmente inquietantes. Los derechos civiles de los estadounidenses forman el núcleo central deda de mocracia norteamericana. Los sucesos del 11-S pusieron en marcha una cadena de reacciones en la que tanto el ejecutivo como el legislativo tu vieron que adoptar respuestas de emergencia para contrarrestar tanto aquella amenaza escurridiza como una palpable ansiedad popular. Pero sus acciones para luchar contra la primera no hicieron más que aumentar la segunda. Ante la enorme dificultad de definir de forma precisa unos peligros tan extraordinariamente graves, resultó complicado mantener el equilibrio entre la prudencia y el pánico. Aunque no de forma intencio nada, los derechos civiles corrían serio peligro. Tampoco ayudaron la cargada retórica empleada por los más altos di rigentes, que se referían a la amenaza con términos dramáticos,12 ni los te mores de los funcionarios a que una repetición del ataque sorpresa del 11-S pudiese valerles acusaciones generalizadas de incompetencia admitículo publicado en una revista académica por una antigua auxiliar jurídica general de la CIA y profesora adjunta en la Universidad de Georgetown. En él se puede leer: «Como instrumento de la política exterior para combatir las ADM y actuar en defensa propia, el asesinato de líderes de regímenes extranjeros no sólo puede estar justificado, sino ser tam bién la mejor opción según las circunstancias. [...] En ausencia de un sistema eficaz de se guridad colectiva y en un mundo en el que hay armas cada vez más peligrosas en manos de agentes dispuestos a utilizarlas, el asesinato de líderes de regímenes extranjeros, aun siendo de lamentar, puede resultar una opción política apropiada». Véase Catherine Lotrionte, «When to Target Leaders», The Washington Quarterly, verano de 2003, págs. 73 y 84. La decisión de llevar a cabo tales asesinatos, según da a entender la autora, sería to mada por los «decisores políticos» estadounidenses. Lo que no se tiene en cuenta en nin gún momento es el hecho de las trascendentales consecuencias internacionales que ello podría tener ni la imitación por parte de otros países que podría generar. 12. Desgraciadamente, con el propio presidente a la cabeza,jquien recurrió con fre cuencia a un lenguaje intensamente demagógico para mover a la opinión pública contra Sadam Husein, en el plano personal, y contra el régimen iraquí, en general, para lo cual sacó provecho de la amenaza planteada por el terrorismo. Durante los quince meses transcurridos desde el 11-S, el presidente hizo referencias públicas a los «asesinos» (sin mayor identificación adicional) en 224 ocasiones, a los «criminales» en otras 53, etc. Por entonces también declaró: «Ellos odian, nosotros amamos» (29 de agosto de 2002). Con tó con una entusiasta caja de resonancia en la figura de su propio fiscal general — sirva de ejemplo la mención que éste hizo del hecho de que «en nuestro mundo ha surgido un mal calculado, maligno y devastador» (Robert F. Worth, «Truth, Right and the American Way», The New York Times, 24 de febrero de 2002)— , quien tampoco se esforzó espe cialmente en concretar más las fuentes de dicha amenaza en la práctica.
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nistrativa. Las alertas nacionales declaradas esporádicamente con motivo de amenazas sin especificar contribuyeron a generar un estado de ánimo en el que la preocupación por la seguridad personal tendía a eclipsar cualquier apego tradicional a los derechos civiles. Era algo que ya había ocurrido con anterioridad en la historia estadounidense. La adopción en 1798 de las Leyes de Extranjería y Sedición con motivo del conflicto que se libraba en aquel momento contra Francia, la suspensión del derecho de babeas corpus durante la Guerra de Secesión, la Ley de Espionaje de 1918 y la persecución de pacifistas y radicales ligada a la participación de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, y el internamiento du rante la Segunda Guerra Mundial de unos 120.000 japoneses estadouni denses y de algunas personas más de otros orígenes nacionales, no son momentos en la historia del país que se recuerden con orgullo. Aunque contaron con el beneplácito popular como medidas de emergencia, aca baron siendo vistas con el tiempo como reacciones excesivas. Las reacciones actuales al 11-S pueden resultar más permanentes, dado que los desafíos inherentes al nuevo papel global de Estados Uni dos son también más duraderos. Aunque los estadounidenses hubieran ejercido su poder tras el 11-S con un mayor respeto por el consenso in ternacional, el hecho mismo de la hegemonía norteamericana hubiese ge nerado también (con toda seguridad) resentimientos y resistencia, de los que se hubiesen derivado peligros para la sensación de seguridad de E s tados Unidos. Los riesgos para los derechos civiles estadounidenses de la nueva (pero, sin duda, duradera) necesidad de mayor seguridad distan mucho de ser un simple fenómeno pasajero. La principal norma legislativa generada por la atmósfera posterior al 11-S, la Patriot Act (Ley Patriótica) de 2001 —aprobada por el Congre so bajo fuertes presiones presidenciales— ha tenido efectos como la limi tación de las competencias de los tribunales sobre actividades tan sensi bles como las escuchas ordenadas por el gobierno, la transgresión de la relación abogado-cliente y la ampliación del acceso gubernamental a los historiales médicos, crediticios o, incluso, de viajes de cada persona, y todo en nombre de la seguridad nacional. También expandió los poderes de vigilancia del gobierno gracias a la reducción de los criterios mínimos exigibles para su autorización. Es de esperar que algunas de las medidas legales iniciales que afectan a los derechos civiles y que fueron adoptadas tras el 11-S para facilitar la campaña oficial contra el terrorismo sean sólo temporales, como también lo fueron otras reacciones exageradas anterio res en la historia estadounidense. La Patriot Act contiene disposiciones
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para la revisión periódica de algunos de sus artículos, los cuales, de no ser aprobados de nuevo en votación tras cuatro años de vigencia, quedarían automáticamente derogados al vencer el plazo. Aun así, se ha tendido, por lo general, a la restricción de los derechos civiles, en especial, los de los residentes en Estados Unidos que no po seen la ciudadanía del país. Actualmente basta, por ejemplo, con que el fiscal general concluya que tiene «indicios razonables para creer» que un sospechoso está «implicado en una actividad que pone en peligro la se guridad nacional de Estados Unidos» para que se pueda proceder a la de tención por tiempo indefinido de esa persona. Además, el ejecutivo ha publicado decretos en los que se autoriza la prolongación de la detención de los no ciudadanos aunque un juez de inmigración haya ordenado pre viamente su liberación, y en los que se establecen tribunales militares para juzgar a extranjeros sin posibilidad de que éstos puedan recurrir su sentencia ante la justicia civil. También se han tomado iniciativas adicio nales para aumentar el acceso unilateral y arbitrario de los organismos gubernamentales a los correos electrónicos privados y a las bases de da tos comerciales, restringiendo progresivamente con ello el ámbito de la privacidad de los ciudadanos y, especialmente, el de los extranjeros resi dentes.13 13. Todavía es demasiado pronto para determinar cuáles serán las consecuencias de más largo alcance para los derechos civiles de la Ley de Seguridad Nacional (Homeland Security Act) de 2002. Según dicha norma, está previsto que el Departamento de Seguri dad Nacional cuente con una división que recopile toda la información de otras agencias de inteligencia y cuerpos encargados del cumplimiento de la ley que pueda ser relevante para hacer frente a la amenaza terrorista. También existía una propuesta de Ley de Me jora de la Ciberseguridad pensada para dotar al departamento de capacidad para obtener al momento de los proveedores de Internet la información que necesitase acerca de sus clientes. Por su parte, el Departamento de Defensa estaba diseñando una iniciativa, de nominada originalmente «proyecto de Conocimiento de la Información Total» (y cam biada posteriormente a «Conocimiento de la Información sobre Terrorismo» tras las reiteradas muestras de indignación pública provocadas por su formulación inicial), enca minada a «hacer posible que un equipo de analistas de inteligencia recopilara y compro bara la información obtenida de las bases de datos, analizara los lazos entre individuos y grupos, respondiera a las alertas automáticas y compartiera información, desde sus pro pios ordenadores individuales. Podría vincular fuentes electrónicas tan diferentes como las grabaciones de vídeo de las cámaras de vigilancia de los aeropuertos, las transacciones con tarjeta de crédito, las reservas de las líneas aéreas y las listas de llamadas telefónicas recibidas y realizadas desde una línea concreta». Adam Clymer, «Congress Agrees to Bar Pentagon from Terror Watch of Americans», The New York Times, 12 de febrero de 2003.
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Dado el encendido clima político posterior al 11-S, resultaron inevi tables ciertos excesos e incluso ciertas injusticias flagrantes. Los más afec tados fueron los extranjeros residentes en el país, algunos de los cuales fueron arrestados arbitrariamente y detenidos sin cargos durante largos períodos de tiempo, mientras que otros fueron objeto de procesos suma rios de deportación (en algunos casos, tras acumular una prolongada pre sencia de muchos años en Estados Unidos), sin miramientos por sus de rechos, sus familias o su bienestar. A su paso por los controles de las autoridades de inmigración, los ciudadanos de determinadas nacionali dades que trataban de entrar en Estados Unidos como visitantes fueron también objeto de la imposición de procedimientos discriminatorios y humillantes. Puede que todas estas reacciones exageradas no sean comparables con algunas producidas en etapas anteriores de histeria social estadouni dense. Pero, aun así, contribuyen a un declive de la imagen de Estados Unidos y proporcionan carroña ideológica para críticos foráneos ansio sos de poner eñ entredicho las credenciales democráticas del país. Si esa percepción se extendiera ampliamente, no haría más que aumentar la ya creciente hostilidad hacia Estados Unidos. Incluso los amigos de los es tadounidenses se preguntan si, especialmente tras el 11-S, la dimensión hegemónica del papel mundial de Estados Unidos no estará ensombre ciendo su vocación democrática. La cuestión de mayor alcance es si las reacciones estadounidenses a los ataques del 11-S (comprensiblemente intensas) desencadenarán una redefinición del delicado equilibrio tradicional entre libertad individual y seguridad nacional en Estados Unidos. Una redefinición tan fundamental podría (sobre todo, combinada con las capacidades tecnológicas excep cionales de Estados Unidos en materia de seguridad) transformar pro gresivamente a ese país en un híbrido de democracia y autocracia obse sionado por su seguridad y un tanto xenófobo (puede incluso que con tintes de Estado-fortaleza vigía).14 Actualmente, existen ya dos Estados que podrían prefigurar ese fu turo: Israel y Singapur. Ambos' son democráticos en su base, pero evi dencian un fuerte componente autocràtico motivado por la preocupa ción por la seguridad y posibilitado por los conocimientos intelectuales y 14. Una inquietante muestra premonitoria de ello son los letreros luminosos reparti dos a lo largo de las autopistas de circunvalación de Washington, D.C., en los que apare ce la advertencia siguiente: «Denuncie cualquier actividad sospechosa».
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tecnológicos a su alcance. Cada uno de ellos ha adoptado métodos sofis ticados para salvaguardar a sus respectivas poblaciones de la intrusión hostil externa y ha dotado a los poderes estatales de la capacidad para de sencadenar respuestas de emergencia. En cada uno de ellos, también, se han restringido en parte los derechos civiles de los ciudadanos (en espe cial, los de los 1,2 millones de ciudadanos israelíes de nacionalidad pales tina y, aún más, los de los palestinos sometidos a la ocupación israelí). Dada su vulnerabilidad a los ataques terroristas, Israel no ha tenido más remedio que asumir las características de un Estado-fortaleza. Se aprovechan las técnicas más novedosas para la vigilancia de movimientos sospechosos, se controla exhaustivamente el acceso a instalaciones públi cas (incluso las no gubernamentales), se somete a registros a vehículos e individuos, y muchos ciudadanos portan armas de forma ostensible para su propia protección. La vigilancia por vídeo, los controles radiológicos y bioquímicos, los sistemas infrarrojos y electrónicos que detectan inclu so los botes neumáticos que navegan por las costas, las extensas zonas de seguridad delimitadas en el perímetro de las industrias y los servicios pú blicos vitales, los carnets de identidad en los que quedan registrados los datos personales del titular, la infiltración proactiva en grupos potencial mente hostiles y las técnicas contundentes de interrogación han ayudado a que las autoridades se anticiparan a una mayoría de atentados terroris tas potenciales, y, por tanto, han contribuido a frustrarlos. El escenario geográfico de Israel es incomparablemente más vulnera ble que el de Estados Unidos, pero el pueblo norteamericano tiene posi blemente un umbral más bajo de tolerancia de los atentados terroristas. Además, la búsqueda estadounidense de seguridad nacional interna se verá probablemente complicada por la implicación simultánea del país en diversos conflictos nacionales, étnicos y religiosos repartidos por todo el mundo, cada uno de los cuales podría generar reacciones hostiles se paradas. Este último tipo de respuesta será más probable cuanto más uni lateral sea la aplicación del poder global de Estados Unidos, es decir, cuanto menos cuente con la cobertura de un paraguas colectivo (y, por tanto, cuanto más carezca de la necesaria legitimidad global). La hostili dad a escala mundial podría acabar resultando tan amenazadora para E s tados Unidos —a pesar de su poder global— como la hostilidad regional lo ha sido (y lo continúa siendo) para Israel. Si miramos hacia un futuro aún más lejano, mucho más allá de las preocupaciones inmediatas en materia de seguridad, podemos ya prever un dilema totalmente nuevo, relacionado con la aparición potencial de
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una diferenciación realmente generalizada de la condición humana. A lo largo de este siglo, ciertos avances científicos, como los relacionados con la identificación del genoma, la ingeniería biomédica y la modificación genética, podrían no sólo prolongar significativamente la duración de la vida humana, sino también mejorar espectacularmente la calidad de la vida personal e, incluso, de la inteligencia individual. Los países más ricos (y, dentro de ellos, las personas más adineradas) serían los primeros bene ficiarios de esa novedosa capacidad. Los países y las personas más po bres vendrían siempre después (suponiendo que en algún momento pudiesen alcanzar realmente esa posibilidad). La sociedad estadouniden se, la más rica e innovadora, estaría con casi toda probabilidad entre aque llas en las que se aprovecharían a una escala socialmente más significati va las ventajas de la ingeniería humana mejorada. Difícilmente quienes se las puedan permitir podrán resistirse a las prometedoras y extraordina rias mejoras previstas en salud, en duración del período vital, en aprove chamiento de la inteligencia y (en un aspecto bastante más trivial) en apa riencia personal. Todo ello tendrá como resultado la aparición de una nueva desigual dad humana. Las actuales desigualdades basadas en la riqueza y la etnicidad se verán agudizadas y revestidas de una dimensión política muy visible y potencialmente muy desagradable. Esa evolución de los acontecimientos podría poner en peligro el papel de Estados Unidos como principal de mocracia del mundo e, incluso, hacer que se cuestionase el significado en .sí de la democracia. La reacción global contra una nueva desigualdad humana de ese tipo se aprovecharía sin duda de la movilización del malestar existente con motivo de otras desigualdades más conocidas. A medida que se amplíen las distancias en el seno mismo de la condición humana, los gobiernos de las naciones más pobres se sentirán más presionados para diseñar po líticas que compensen la nueva desigualdad y apunten a alguna concep ción global alternativa. El credo antiglobalista podría verse entonces for talecido con un atractivo adicional y sumamente poderoso. Como quedó demostrado con la experiencia del marxismo durante el siglo xx, el ma lestar masivo provocado por la desigualdad es especialmente susceptible de ser movilizado políticamente para la causa de ideas aborrecibles. El antiamericanismo adquiriría aún mayor legitimidad adicional a partir de una situación como la actual, en la que el Estado norteamericano está ya siendo acusado por los contraideólogos de contribuir al fomento impla cable de la globalización como doctrina universal.
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La nueva desigualdad potencial de las condiciones humanas tiene im plicaciones significativas no sólo para la hegemonía estadounidense, sino también para la propia democracia norteamericana. Cuando el presiden te Bush declaró en agosto de 2001 que el gobierno de Estados Unidos no iba a apoyar una prohibición total de la investigación con células madre -^-como la que propugnaban con insistencia sus partidarios más conser vadores—, realizó una declaración de trascendencia histórica, ya que con ella estaba reconociendo en la práctica lo inevitable de una nueva era en la evolución humana. La decisión significó la aceptación (aun con reti cencias) por parte de la humanidad de la existencia de una revolución en marcha propulsada por una capacidad científica creciente que puede lle gar algún día a redefinir incluso el significado y la esencia de la vida hu mana. Nadie sabe adonde conducirá todo esto a la humanidad, pero sí que sabemos que se están abriendo puertas que, en cuestión de décadas, podrían traducirse en una automodificación humana de trascendentales consecuencias. Existe, pues, un grave riesgo de que, a medida que avance el siglo, la revolución en el ámbito de la biotecnología engendre toda una serie de inesperados dilemas psicológicos, intelectuales y religioso-filosóficos. Tan to las respuestas tradicionales ofrecidas hasta ahora por las grandes reli giones como los también tradicionales principios democráticos que co nocemos podrían verse seriamente cuestionados. En lo que se refiere a la democracia, podrían surgir nuevos interro gantes acerca de la definición política del concepto mismo de ser huma no. El vínculo tradicional entre libertad e igualdad política — conceptos legales básicos para el funcionamiento de una democracia— derivaba de la idea de que «todos los hombres han sido creados iguales», es decir, de la convicción de que el proceso de creación humana es intrínseca mente igualitario. Pero la mejora humana selectiva a través de la mani pulación del código elemental que define los parámetros de posibilidad de los hombres y las mujeres podría hacer peligrar esa idea y todas las construcciones políticas y legales basadas en ella. ¿En qué se queda el axioma de la igualdad cuando las capacidades intelectuales e incluso morales de algunos individuos son ampliadas muy por encima de las de los demás? Existe el serio peligro de que algunos Estados se sientan tentados a promover la mejora humana selectiva como política nacional. En el pasa do, un sentido egocéntrico de superioridad innata llevó a algunos pue blos a justificar la explotación colonial, la esclavitud y, en su manifesta-
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ción más extrema, las monstruosas doctrinas raciales de los nazis. ¿Qué ocurriría si dicha superioridad, más que una mera ilusión interesada, aca base siendo real? Las diferencias perceptibles que surgirían entre pue blos distintos en materia de inteligencia, salud y longevidad podrían po ner en cuestión la unidad misma de la humanidad — que la globalización supuestamente promueve— y la democracia — que Estados Unidos trata de fomentar. Conviene reiterar, de todos modos, que la emergencia de esa nueva desigualdad humana será probablemente lenta e incierta, y estará some tida a numerosos controles y restricciones. La concienciación social en torno a sus implicaciones puede lograr por sí sola inducir a una mayor deliberación sobre el futuro de la humanidad y reducir la demagogia so bre los actuales riesgos. Los estadounidenses disponen aún de tiempo para reflexionar, con mucho mayor grado de deliberación que el emplea do hasta el momento, sobre lo mutuamente excluyentes que en algunos sentidos pueden llegar a ser los valores de la democracia tradicional y los imperativos de la seguridad nacional, pero también sobre las implicacio nes de la revolución científica y sobre el modo en que Estados Unidos está ejerciendo su novedosa hegemonía mundial. Lo que ya no se pueden permitir es el lujo de no hacerlo.
C O N C LU SIÓ N Y RESUM EN: ¿D O M INACIÓ N O LID ERA ZG O ?
La hegemonía global estadounidense es ya una realidad más de nues tra vida. Nadie, ni siquiera Estados Unidos, tiene ninguna otra opción. De hecho, el gigante norteamericano pondría en peligro su propia exis tencia si acabase decidiendo —como la China de hace más de medio mi lenio-— retirarse repentinamente del mundo. A diferencia de China, sin embargo, Estados Unidos no podría aislarse del caos global que se preci pitaría inmediatamente a continuación. Pero, como en cualquier aspecto de la vida, también en las cuestiones de la política todo acaba algún día por decaer. La hegemonía es una fase histórica pasajera. Al final (aunque no sea en breve), el dominio global de Estados Unidos acabará por des vanecerse. Así pues, no es demasiado pronto para que los estadouniden ses decidan qué forma quieren que tenga el legado final de su hegemonía. Las opciones reales entre las que elegir son las respuestas a las pre guntas de cómo debería ejercer Estados Unidos su hegemonía, cómo y con quién la debería compartir y a qué objetivos últimos debería ir de dicada. En definitiva, ¿cuál es el propósito central del poder global sin precedentes de Estados Unidos? La respuesta determinará en última instancia si el consenso internacional legitima y refuerza el liderazgo es tadounidense o si, por el contrario, la primacía de Washington descansa principalmente sobre una dominación enérgica basada en la fuerza. El li derazgo consensual incrementaría la supremacía estadounidense en los asuntos mundiales, ya que la legitimidad resultante elevaría el estatus de Estados Unidos como única superpotencia mundial; la dominación obli garía a un mayor gasto de poder, aunque también dejase a Estados Uni dos en una posición de excepcional preponderancia. Dicho de otro modo, si opta por lo primero, Estados Unidos sería una Superpotencia con mayúsculas; si opta por lo segundo, sería una superpotencia limitada. Ni que decir tiene que la propia seguridad de Estados Unidos ha de ser el primer y principal propósito del ejercicio de su poder nacional. En un entorno global cada vez más incontrolable en lo que concierne a la se guridad, sobre todo debido a la creciente capacidad no sólo de los Esta
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dos, sino también de organizaciones encubiertas para desencadenar una mortandad masiva, la seguridad del pueblo norteamericano ha de ser el objetivo primordial de la política global estadounidense. Pero en nuestro tiempo, la idea de alcanzar la seguridad nacional en solitario es una qui mera. La búsqueda de seguridad ha de contemplar también una serie de esfuerzos destinados a aunar un mayor respaldo global. De lo contrario, el malestar y la envidia internacionales provocados por la supremacía de Estados Unidos podrían transformarse en una amenaza en continuo aumento por lo que respecta al mantenimiento de la seguridad. En cierto sentido, esa nada halagüeña tendencia ya ha dado comien zo. Estados Unidos emergió triunfante de la Guerra Fría, convertido en toda una Superpotencia (con mayúscula). Transcurrida una década des de entonces, se arriesga a convertirse en una superpotencia (con minús cula). En apenas dos años desde el 11-S, la solidaridad global inicial con Estados Unidos se ha transmutado progresivamente en soledad estado unidense, por un lado, y en el retroceso de la simpatía global y el aumen to de las sospechas con respecto a las motivaciones reales que hay detrás del ejercicio del poder norteamericano. Concretamente, la militarmente exitosa, pero internacionalmente con trovertida invasión de Irak, ha provocado una desconcertante paradoja: la credibilidad militar estadounidense a escala mundial nunca ha sido tan alta, pero su credibilidad política global nunca ha estado tan por los sue los. En todo el mundo se reconoce que Estados Unidos es la única po tencia capaz de organizar y ganar una operación militar en cualquier rin cón del planeta. Pero la justificación de la guerra contra Irak (al que se acusaba de estar equipado con armas de destrucción masiva, una acusa ción afirmada categóricamente como hecho demostrado por el presiden te y sus principales cargos de confianza) ha resultado no ser cierta. Eso ha dañado la posición global de Estados Unidos, no sólo entre la izquierda —habitualmente antiestadounidense— , sino también entre la derecha. Dado que la legitimidad internacional depende en gran medida de la confianza, los costes para la posición global de Estados Unidos no son nada desdeñables. 1 La formulación que Estados Unidos elija para definir los propósitos centrales de su hegemonía tanto para sí mismo como para el mundo en su conjunto resulta, pues, de suma importancia. En ella ha de quedar reco gido y articulado el desafío estratégico central al que se enfrenta Estados Unidos y contra el que trata de movilizar al mundo. De cómo lo haga —es decir, con qué claridad y fuerza mental, y con qué grado de com
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prensión de las necesidades y las aspiraciones de los demás— depende rán en gran medida el alcance efectivo y las responsabilidades del ejerci cio del poder estadounidense. Esa decisión determinará, en definitiva, si Estados finidos será una Superpotencia o una superpotencia. Desde el 11-S, la sensación reinante en buena parte del mundo es la de que la política estadounidense en materia de seguridad (tanto a nivel interno como internacional) está poniendo un énfasis preponderante en «la guerra contra el terrorismo de alcance global». La mayor preocupa ción de la administración Bush ha sido la de lograr atraer la atención pú blica sobre ese fenómeno. Según su argumento, el terrorismo — definido de forma imprecisa, vilipendiado en términos principalmente teológicos o moralistas y calificado de fenómeno no vinculable a ninguna situación regional problemática aunque sí ligado de un modo genérico al islam— tiene que ser combatido mediante coaliciones formadas coyunturalmente con socios de ideas afines que compartan (o profesen oportunamente compartir) una preocupación similar por el terrorismo como desafío cen tral a la seguridad de nuestro tiempo. La erradicación de ese azote es así presentada como la tarea más urgente que han de abordar los estadouni denses, cuyo éxito, según se espera, facilitará la promoción de la seguri dad global en sentido más general. La atención preeminente sobre el terrorismo resulta políticamente cautivadora a corto plazo. Su gran ventaja es la simplicidad. Demonizando a un enemigo desconocido y azuzando miedos vagamente definidos, es capaz de conseguir el apoyo popular. Pero como estrategia a más lar go plazo, carece de poder de permanencia, puede ser internacionalmen te divisiva, es potencialmente generadora de intolerancia hacia otros paí ses («Quien no está con nosotros está contra nosotros») y capaz de desatar emociones chovinistas, y puede significar un punto de partida para la designación arbitraria por parte de Estados Unidos de otras na ciones como «Estados proscritos».1Por consiguiente, implica el riesgo de que Estados Unidos sea percibido en el extranjero como un país absorto en 1. Complica aún más las cosas la definición oficial que Estados Unidos hace del con cepto «terrorismo». Al resaltar que el terrorismo es la violencia perpetrada contra civiles inocentes por grupos privados clandestinos con la intención de alcanzar sus propios ob jetivos políticos, exonera el terrorismo de Estado, como el infligido mediante el bombar deo masivo de Grozni a cargo del ejército ruso o mediante las zachistki («operaciones de limpieza») destinadas a intimidar a la población chechena, o como el empleado por otros Estados que hacen uso de la fuerza indiscriminada contra la población civil para reprimir el terrorismo.
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sí mismo y de que los ideólogos antiestadounidenses ganen crédito inter nacional tildando a Estados Unidos de autoproclamado policía mundial. Las tres principales conclusiones estratégicas extraídas hasta el mo mento de la nueva definición del terrorismo como amenaza central a la seguridad estadounidense (es decir, la de que «Quien no está con noso tros está contra nosotros», la de que la anticipación y la prevención son igualmente justificables y fundibles en una única expresión intercambia ble, y la de que las alianzas duraderas pueden ser suplidas por coaliciones coyunturales) han despertado serias y generalizadas preocupaciones en el exterior. La primera de dichas conclusiones es criticada por su peligrosa tendencia a la polarización, la segunda por su invocación de la imprevisi bilidad estratégica y la tercera por su capacidad de desestabilización po lítica. Juntas han acrecentado la imagen de Estados Unidos como superpotencia cada vez más arbitraria. Un experimentado observador europeo, comparando el Estados Uni dos contemporáneo con la antigua Roma, señaló con gran perspicacia: «Las potencias mundiales sin rival forman una clase aparte. No aceptan a nadie como igual y están siempre dispuestas a llamar amigos (o amicus populi romani) a sus seguidores leales. Ya no reconocen enemigos, sino, simplemente, rebeldes, terroristas y Estados canallas. Ya no luchan: sólo castigan. Ya no declaran guerras: sólo crean la paz. Y se sienten sincera mente indignadas cuando sus vasallos no actúan como tales».2 (Aquí uno se siente tentado a añadir que ya no invaden otros países, sino que sólo los liberan.) El autor de estas palabras las escribió antes del 11-S, pero su comentario capta con extraordinaria fidelidad la actitud evidenciada por ciertos decisores pplíticos estadounidenses durante los debates de 2003 en la ONU a propósito de los planes de guerra contra Irak. Sin embargo, el desafío estratégico central al que se enfrenta actual mente Estados Unidos podría definirse adoptando un enfoque alterna tivo más amplio de la agitación general mundial en sus diversas manifes taciones regionales y sociales — de las que el terrorismo es un síntoma ciertamente amenazador— desde el que Washington podría encabezar una alianza duradera y en constante crecimiento contra las condiciones que precipitan dicha agitación. El éxito magnético de la democracia esta dounidense y su proyección exterior a través de una definición humana de la globalización reforzarían, a tal fin, la eficacia y la legitimidad del po 2. Peter Bender, «America: The New Román Empire?», Orbis, invierno de 2003, pág. 135.
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der de Estados Unidos y mejorarían la capacidad de Washington para vencer —junto a otros— tanto las consecuencias como las causas de la mencionada agitación global. Esa agitación global se manifiesta de diversas formas. La intensifican (aunque no la causen del todo) la pobreza masiva persistente y la injusti cia social. En algunas regiones, se traduce en opresión étnica; en otras, en conflictos tribales, y en otras, en integrismo religioso. Se expresa tanto por medio de estallidos de violencia como a través de desórdenes gene ralizados a lo largo de la franja meridional de Eurasia, Oriente Medio, buena parte de Africa y algunas zonas de América Latina. Engendra odios y envidias hacia los dominantes y prósperos, y es muy probable que su letalidad vaya avanzando cada vez más en sofisticación, debido especial mente a la proliferación en el terreno de las ADM. Parte de esa violencia es mucho más indiscriminada que el terrorismo en cuanto a su número de víctimas, que cada año asciende a decenas de millares de muertos, cen tenares de miles de mutilados y millones de personas asoladas por las lu chas primitivas. Para el reconocimiento de esa agitación global como desafío básico de nuestro tiempo hace falta atreverse a afrontar la complejidad. Y ésa es la principal debilidad demostrada hasta el momento en la escena política es tadounidense, ya que ése no es un desafío que se preste — como el terro rismo— a la retórica vacía o a las provocaciones viscerales al pueblo nor teamericano. Es más difícil personalizar cuando no se dispone de una figura demoníaca como la de Osama bin Laden. Tampoco se aviene bien con las proclamaciones autocomplacientes de confrontación épica entre el bien y el mal que siguen el modelo de las luchas titánicas contra el nazis mo y el comunismo. Pero no centrarse en la agitación global significa ig norar una realidad central de nuestros días: el masivo despertar político de la población mundial y su conciencia cada vez mayor de la existencia de disparidades intolerables entre la situación de unos seres humanos y otros. La cuestión clave de cara al futuro es la de saber si ese despertar será captado y aprovechado por demagogos antiestadounidenses que se dedi quen a sembrar el odio, o si, por el contrario, el papel global de Estados Unidos acabará siendo identificado con el de la aplicación de una visión convincente de una comunidad global de intereses compartidos. No hay duda de que tanto para la cuestión más concreta del terrorismo como para dar una respuesta eficaz a la agitación global es preciso recurrir pro fusamente al poder estadounidense, prerrequisito esencial de la estabili dad global. Pero la solución a dicho caos potencial pasa también por un
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compromiso previo de largo recorrido, derivado tanto de un sentido de justicia moral como del propio interés nacional estadounidense, con la transformación progresiva del poder dominante de Estados Unidos en una hegemonía «cooptativa»: es decir, en una forma de ejercicio del lide razgo a partir más bien de convicciones compartidas con unos aliados duraderos que de un dominio firme. No debería confundirse una comunidad global de intereses compar tidos con un gobierno mundial. Esto último no es un objetivo práctico en estos momentos de la historia. Estados Unidos no cedería en ningún caso su soberanía —ni tampoco tendría por qué hacerlo— a una autoridad supranacional en un mundo carente del más mínimo consenso necesario para un gobierno común. El único «gobierno mundial» que podría anto jarse siquiera remotamente posible en el momento actual sería una dicta dura global estadounidense y ésa sería una empresa inestable y, en última instancia, condenada al fracaso. El gobierno mundial puede considerarse una quimera o una pesadilla, pero en ningún caso una posibilidad seria durante las próximas generaciones. Sin embargo, una comunidad global de intereses compartidos no re sulta sólo posible y deseable, sino que ya es real: actualmente está sur giendo, en parte, como producto de un proceso espontáneo inherente a la dinámica de la globalización y, en parte también, como consecuencia de iniciativas más deliberadas —especialmente a cargo de Estados Uni dos y de la Unión Europea— para entretejer una red más amplia de coo peración internacional vinculante e institucionalizada.3 Los acuerdos bi laterales y multilaterales de libre comercio, los foros de política regional y las alianzas formales contribuyen a formar un sistema de relaciones in terdependientes que, en el momento presente, se mantiene todavía prin cipalmente en el nivel regional, pero que es cada vez más visible en el global. Acumulativamente, representan la transición natural de las relaciones in terestatales hacia una estructura informal de gobierno internacional. Ese proceso necesita ser alentado, ampliado e institucionalizado para que se promueva una concienciación creciente del destino común de la 3. El pueblo estadounidense no conoce muy bien la escala del compromiso de su país en este terreno. Durante los primeros ciento cincuenta años de existencia de la nación, entre 1789 y 1939, Estados Unidos firmó 799 tratados formales y 1.182 acuerdos ejecuti vos. Entre 1939 y v1999 —o sea, durante los últimos sesenta años— Estados Unidos ha fir mado 951 tratados y 14.555 acuerdos ejecutivos. Véase «Treaties and Other International Agreements: The Role of the United States Senate», Congressional Research Service, Bi blioteca del Congreso, enero de 2001, S. Prt. 106-71.
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humanidad. Los intereses compartidos conllevan también un equilibrio entre beneficios y responsabilidades, así como una cesión de poder o ca pacitación (empowerment) de los diversos participantes y no una imposi ción sobre ellos. Estados Unidos goza de una posición inigualable para li derar ese proceso porque, como país, es seguro en el ejercicio de su poder y democrático en su gobierno. Dado que una hegemonía egoísta no hará más que engendrar su propia antítesis y que la democracia, por el con trario, genera su propio mecanismo de contagio, hasta el realismo más terco dictaría, por puro sentido común, que Estados Unidos hiciera bue na esa vocación. La cuestión práctica del mantenimiento de la posición de Estados Unidos está relacionada, pues, de forma muy directa con el carácter de su liderazgo global. El liderazgo comporta una dirección o rumbo hacia la que movilizar a otros agentes. El poder por el poder o la dominación de dicada a la perpetuación de la dominación no son fórmulas de éxito du radero. La dominación como finalidad en sí misma conduce a un callejón sin salida, puesto que acaba por desencadenar una movilización compen satoria de signo opuesto y su propia arrogancia induce también a una autoengañosa ceguera histórica. El destino final del orbe, tal y como se ha comentado en los capítulos precedentes, se decidirá entre un escenario de transición sostenida durante, aproximadamente, las dos próximas dé cadas hacia una comunidad de intereses compartidos y otro escenario de sumergimiento acelerado en el caos global. Para evitar este último es im prescindible que los demás países acepten el liderazgo estadounidense. En la práctica, lo primero que se necesita para un liderazgo inteligeúte de los asuntos mundiales es una políticaracional "y equilibfadFdFautoprotección a fin de atenuar los riesgos más prohables y amenazadores para la sociedad estadounidense sin alentar una sensación paranoica de inseguridad nacional,. En segundo lugar, hace falta un esfuerzo paciente y prolongado para pacificar las regiones más volátiles defplaneta en las que se genera buena parte de la hostilidad emocional que alimenta la vio lencia. En tercer lugar, resulta necesaria una campaña sostenida para im plicar a las zonas más vitales y amigas del m ún dFén Fñ marco conjunto para la contención y, en la medida de lo posible, la eliminación de las fuentes probables de los mayores peligros. En cuarto lugar, hay que re conocer que la globalización es algo más que una mera oportunidacTde incremento del comercio y de los beneficios: es también un fenómeno con una dimensión moral más profunda. Y en qüinto lugar, se necesita fomentar una cultura política nacional interna que muestre una concien-
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cia activa de las complejas responsabilidades consustanciales a la interde pendencia global. ‘ ~ ~~ El necesario liderazgo global cooptativo precisa de un esfuerzo cons ciente, estratégicamente coherente e intelectualmente exigente de parte de la persona que el pueblo estadounidense elija como su presidente. Este debe hacer algo más que agitar a la población: también debe edu carla. La educación política de una democracia de gran tamaño como la estadounidense no puede realizarse recurriendo a eslóganes chovinistas, sembrando el alarmismo o arrogándose una supuesta superioridad mo ral. Todo político se siente tentado a ello y resulta políticamente rentable caer en dicha tentación. Pero la insistencia machacona sobre el terroris mo infunde en el pueblo una imagen distorsionada del mundo. Además, conlleva el riesgo de provocar un autoaislamiento defensivo, no propor ciona a la población una comprensión realista de las complejidades mun diales y acentúa la fragmentación de la cohesión estratégica de la nación. Estados Unidos será capaz de ejercer el liderazgo global a largo plazo sólo si se consigue una mayor comprensión popular de la interdependen cia entre la seguridad nacional estadounidense y la global, de las respon sabilidades quejxmlleva la primácíá global y delà consiguiente"necesidad de establecer alianzas democráticas duraderas para vencer é! desafío*que plantea la agitación global. ' “ ....... El gran dilema estratégico ante el que Estados Unidos se ve obligado a elegir contiene varias implicaciones específicas. La principal es la im portancia crucial de que se alcance algún tipo de asociación euroestadounidense de carácter complementario y progresivamente vinculante para la colaboración global. A ambas partes les interesa claramente que se forme una alianza atlántica mutuamente complementaria (aunque asi métrica) y de alcance global. |Con ella, Estados Unidos se convierte en una Superpotencia (con mayúscula inicial) y Europa puede proseguir sostenidamente con su proceso de unión. Sin Europa, Estados Unidos continúa siendo preponderante a nivel global, pero no omnipotente, mientras que sin Estados Unidos, Europa es rica, pero impotente?)Habrá dirigentes y naciones europeos que se sentirán tentados a seguir su pro ceso de unión a través de una autodefinición antiestadounidense (o, me jor dicho, antiatlantista), pero tanto Estados Unidos como Europa serían quienes saldrían perdiendo en última instancia de semejante empeño. Re ducido a superpotencia (con minúscula), a Estados Unidos le resultaría sumamente más costoso ejercer su liderazgo global y Europa vería aún más disminuidas sus probabilidades de unión, ya que desde una plata
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forma antiatlantista no se conseguiría atraer a una mayoría de los miem bros actuales y futuros de la UE. Sólo la colaboración entre ambos lados del Atlántico puede permitir trazar un curso global que mejore significativamente la situación mundial. Para ello, Europa ha de despertar de su estado de coma actual y concien ciarse de que su seguridad es aún más inseparable de la seguridad global que la de Estados Unidos, para, a partir de ahí, extraer las inevitables con clusiones prácticas. Sin el gigante norteamericano no puede estar segura; tampoco logrará unirse internamente contra él; y no puede influir signifi cativamente en Estados Unidos sin estar dispuesta a actuar conjuntamen te con él. El tan comentado papel político-mflitar «autónomo» de Europa fuera del continente seguirá siendo bastante limitado en los años venide ros, debido, en gran medida, a que los pronunciamientos europeos referi dos a él van muy por delante de la disposición real a financiarlo. Por su parte, Estados Unidos debe resistir la tentación de dividir a su so cio estratégico más importante. No hay una «vieja» y una «nueva» Europa. Ese es otro eslogan sin contenido geográfico o histórico alguno. Además, la unificación gradual de Europa no es una amenaza para la otra orilla del Atlántico, sino todo lo contrario: el incremento del peso total de la comuni dad atlántica no puede más que beneficiar a Estados Unidos. Cualquier po lítica de «divide y vencerás», por muy tentadora que se presente en el plano táctico para ajustar cuentas, resultaría corta de miras y contraproducente. Otra realidad importante que también ha de ser abordada es la de que la Alianza Atlántica no puede ser una asociación perfectamente equilibra da a partes exactamente iguales. La idea misma de esa igualdad tan simé trica y finamente ajustada es un mito político. Ni siquiera en el mundo empresarial, en el que se pueden contar exactamente las acciones y su va lor, resulta viable un acuerdo entre dos partes al 50 % cada una. Estados Unidos — que es más joven en lo demográfico, más pujante en lo social y más unido en lo político— no puede tener rival político ni militar en una Europa de Estados-nación diversos y envejecidos que están en pleno pro ceso de unificación, pero distan aún mucho de estar unidos. De todos mo dos, cada lado del Atlántico tiene recursos que el otro necesita. América continuará siendo durante algún tiempo el garante en última instancia de la seguridad global, sin que ello sea^óbice) para que Europa pueda seguir aumentando progresivamente sus todavía exiguas capacidades militares. Por una parte, Europa puede reforzar el poder militar estadounidense; por la otra, los recursos económicos de Estados Unidos y de la UE juntos convertirían a la comunidad atlántica en omnipotente a escala global.
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La única opción real, pues, no pasa por un socio europeo de igual peso (y aún menos por una Europa que actúe de contrapeso), sino por un socio europeo cuya influencia se deje sentir en el diseño y la puesta en práctica de una política global compartida. Aunque para ejercer esa crucial influencia no sea necesario que ambas partes dispongan de una cuota decisoria exac tamente igual, sí que hace falta su disposición a actuar conjuntamente cuando sea preciso. También hace falta que, cuando sea necesario actuar, la parte que disponga de mayores medios de acción o cuyos intereses estén más afectados por las consecuencias de esa/medida tenga también una ma yor participación en la decisión. Que Estados Unidos mantenga la prima cía no tiene por qué implicar la subordinación sistemática de Europa, del mismo modo que el hecho de que ambas partes establezcan una sociedad no tiene por qué conllevar una parálisis general en casos de desacuerdo ini cial. Uno y otro socio deben fomentar el espíritu del acuerdo, alimentar las perspectivas estratégicas compartidas y promover mecanismos atlánticos adicionales de planificación política global sostenida.4 Aunque la unificación económica de Europa procederá con mayor ra pidez que su unificación política, no es demasiado pronto para considerar cierta reestructuración de la toma de decisiones en la OTAN con el obje tivo de tener en cuenta el perfil político lentamente emergente de la UE. A medida que la constitución de la UE vaya calando en el tejido de la so ciedad europea, se irá conformando una orientación política europea co mún. Como la inmensa mayoría de miembros de la OTAN son también miembros de la UE, los procedimientos de la alianza tendrán que reflejar el hecho de que ésta está dejando ya de ser un organismo compuesto por veintiséis Estados-nación (de los que uno tiene mucho más poder que los demás) y se está convirtiendo poco a poco en una estructura con dos pila res (uno europeo y otro norteamericano). No tener en cuenta esa realidad no haría más que animar a los defensores de un esfuerzo europeo separa do (y potencialmente duplicador) en materia de defensa.* Sería oportuna una convención atlántica en la que se analizasen las im plicaciones de esta realidad emergente. En ella deberían considerarse no sólo una agenda estratégica a largo plazo para una alianza redefinida y puede que incluso reestructurada, sino también las implicaciones globales 4. Muchos europeos mantienen un punto de vista realista al respecto. Véase, por ejemplo, la rotunda defensa de una Alianza Atlántica renovada realizada por Laurent Cohen-Tanugi en Les Sentinelles de la Liberté: l’Europe et l’Amérique au seuil du X X Iesiè cle, Paris, Jacob, 2003.
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mas amp as e echo de qUe Estados Unidos y Europa unidas sean vera eramente omnipotentes. Implícita en ello está la obligación de esta úl tima e imp icarse más en la promoción de la seguridad global. La pers pectiva europea en materia de seguridad no puede seguir limitándose al contineñte y a su periferia inmediata. Con la OTAN ya presente en Afga nistán e, in ¿rectamente, también en Irak (y puede que pronto también a o argo e a rontera palestino-israelí), el alcance estratégico de la Alianza t ántica ten rá que acabar incluyendo necesariamente a toda Eurasia. na auténtica alianza transatlántica EE.UU.-UE, fundada sobre una perspectiva g o a común, ha de proceder de una interpretación estraté8lca compartida de la naturaleza de nuestro tiempo, de la amenaza centra a la que se enfrenta el mundo, y del papel y la misión de cci e^te su conjunto. Para ello es necesario un diálogo conjunto se rio e in aga or, y no recriminaciones mutuas (basadas a menudo en el argumento arti icioso de qUe Estados Unidos y Europa marchan actualmente en irecciones fundamentalmente divergentes). Lo cierto conti núa sien o que Occidente en su conjunto tiene mucho que ofrecer al mun^ o, pero so o será capaz de hacerlo si articula una visión o imagen común e uturo. El actual déficit de Occidente no se encuentra en su po er mi itar (Estados Unidos lo tiene en dosis más que suficientes) ni en sus recursos económicos (Europa iguala incluso a Estados Unidos en ese terreno), sino en su limitada capacidad para trascender intereses locales estrec os. n un momento de desafíos sin precedentes a la seguridad y el bienestar de la humanidad como el actual, el liderazgo de Occidente da a menú o a sensación de ser intelectualmente estéril. Un debate estratégi co consciente rpodría servtV a · CiVlr de inspiración para una muy necesaria inno vación política global. En cualquier caso, antes incluso de proceder a un análisis tan ambi cioso, a a ianza transatlántica debe abordar una agenda más concreta, que, en uropa, pasa por la expansión continuada y complementaria tan to e a UE como e la OTAN. Esa ampliación está entrando actualmen te en su tercera ase. La primera, la de la ronda de Varsoyia, supuso abor ar e ega o geoestratégico inmediato de la Guerra Fría admitiendo rápi amente a Po onia, la República Checa y Hungría en la OTAN; la se gún a, a e a ronda de Vilnms, correspondió con la decisión casi simul tánea y prácticamente coincidente en cuanto a su ámbito geográfico de amp iar tanto a OTAN como la UE en siete y diez nuevos Estados miemros, respectivamente, la tercera y próxima (¿la de la ronda de Kiev?) tie ne sus miras puestas aún más al este, hacia Ucrania y, posiblemente tam
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bién, el Cáucaso, y puede llegar incluso a contemplar la admisión de Ru sia en un último momento. Más allá de la propia Europa, Oriente Medio es una zona de enorme interés para Estados Unidos y (de manera aún más inmediata) para los eu ropeos. La hoja de ruta para la paz palestino-israelí —dependiente eíi gran parte de los esfuerzos conjuntos y persistentes que realicen estadouniden ses y europeos— es inseparable de una hoja de ruta para la rehabilitación de Irak en un Estado estable, independiente y progresivamente democráti co. Sin ambos planes no es posible la paz en la región. Trabajando unidos, Estados Unidos y la UE también pueden ser más efectivos a la hora de evi tar una colisión frontal entre Occidente y el islam, y a la hora de fomentar las tendencias más positivas en el seno del mundo islámico de cara a favo recer la incorporación de éste al mundo moderno y democrático. Pero el esfuerzo conjunto por alcanzar ese objetivo necesita también una comprensión sutil de las fuerzas enfrentadas dentro del propio islam, y en eso Europa le lleva ventaja a Estados Unidos. Además, la preocupación estádounidense por la seguridad de los israelíes queda equilibrada por la que sienten los europeos por el sufrimiento de los palestinos. El conflicto palestino-israelí no tiene solución pacífica posible a menos que ambas preo cupaciones sean tenidas plenamente en cuenta.5 Dicho rebultado pacífico facilitará, a su vez, la tan necesaria como largo tiempo diferida transforma ción de las sociedades árabes limítrofes y reducirá la hostilidad antiesta dounidense. La escasa disposición mostrada por diversas administraciones estadounidenses a hacer de tripas corazón en este tema ha sido uno de los factores que más han contribuido al auge del extremismo en la región. Estados Unidos tiene también un papel exclusivo que desempeñar en la promoción de la democracia en el mundo árabe. Durante más de dos siglos, Norteamérica ha sido el destino final de quienes buscan vivir en li bertad y la fuente de inspiración de quienes quieren que sus países sean 5. En el momento mismo en que el presente libro entraba en prensa p^ra su impre sión, el desproporcionado resultado de la votación celebrada en la Asamblea General de las Naciones Unidas el 19 de septiembre de 2003 a propósito de una resolución «Sobre las actividades ilegales israelíes en territorio palestino ocupado» ponía dramáticamente de manifiesto la falta de apoyo global a la cada vez más unilateral política estadounidense de favor hacia Israel. Los votos a favor de dicha resolución fueron 133, por 4 en contra y 15 abstenciones. Los cuatro votos negativos fueron los de Estados Unidos, Israel, Microne sia y las islas Marshall. Todos los aliados más próximos a Estados Unidos en Europa (in cluida Gran Bretaña) y en Asia votaron a favor de la resolución, como también lo hicie ron la India, Rusia y Brasil, entre muchos otros países. \
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tan libres como el propio Estados Unidos. Durante la Guerra Fría, Esta dos Unidos fue el único que proclamó con toda claridad —a través de Radio Europa Libre— que no aceptaría el carácter permanente de la sub yugación de Europa central al control de Moscú. Fue el Estados Unidos del presidente Cárter el que promovió la causa de los derechos humanos y colocó con ello a la Unión Soviética a la defensiva en el plano ideológi co. Los estadounidenses propagaron así una aspiración compartida; no trataron de imponer su propia cultura política. Es importante recordar todo esto en un momento como el actual en el que una Norteamérica globalmente dominante está haciendo pública mente firme su determinación de democratizar los países musulmanes. Esa es una noble meta, pero, además, es de gran importancia práctica, ya que la difusión de la democracia suele ser consustancial a la paz global. Pero también es importante no perder de vista una lección básica .de. .la historia: toda causa fusta degenera, en manos de fanáticos, en su antítesis. Eso fue lo que ocurrió cuando el fervor religioso de la Europa medieval tradujo una fe singularmente compasiva y dócil en el horror de la Inqui sición. En tiempos más recientes, eso fue también lo que sucedió cuando la Revolución francesa, iniciada en nombre de la terna liberté-fraternitéegalité, acabó quedando simbolizada por la guillotina. Y el siglo que aca ba de finalizar fue de un sufrimiento humano sin precedentes por culpa de la degeneración del idealismo del socialismo en el totalitarismo inhu mano del leninismo-estalinismo. Igualmente, una promoción de la democracia que fuera seguida con un celo fanático que ignorase las tradiciones históricas y culturales del is lam podría producir la negación misma de dicha democracia. Cuando se justifica tal medida aludiendo al hecho de que Estados Unidos logró ins taurar la democracia en Alemania y en Japón tras la Segunda Guerra Mundial, se pasan por alto datos históricamente relevantes. Por citar sólo dos de ellos: 1) en 2003, Berlín celebró el centenario de la victoria del Partido Socialista de Alemania en sus elecciones municipales (en la capi tal de la Alemania imperial, ni más ni menos); 2) el acatamiento por par te de Japón de las reformas de posguerra promovidas por los estadouni denses adquirieron gran legitimidad social gracias al respaldo público que hizo de ellas el emperador japonés. En ambos casos, existían ya ci mientos sociales previos sobre los que Estados Unidos pudo construir constituciones democráticas tras la Segunda Guerra Mundial. Existen también ciertos fundamentos (aunque mucho más limitados) sobre los que se podría tratar de buscar un resultado similar en Oriente
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Medio, pero para ello serían necesarias una gran paciencia histórica y una buena dosis de sensibilidad cultural. La experiencia de diversos países musulmanes situados en la periferia de Occidente —especialmente, las de Turquía y Marruecos e, incluso (a pesar de su tinte integrista), Irán— sugiere que, cuando la democratización se produce a partir de una evo lución orgánica y no de la imposición dogmática de una fuerza extranje ra, también las sociedades islámicas absorben y asimilan paulatinamente una cultura política democrática. Dada la nueva prominencia de Estados Unidos en la vida política del Oriente Medio árabe tras su ocupación de Irak, es esencial que los decisores políticos estadounidenses no se dejen seducir por los partidarios de una democratización impaciente e impuesta desde fuera —una democra tización «desde arriba», por así decirlo— . La retórica empleada a tal fin podría reflejar incluso un cierto desprecio hacia las tradiciones islámicas. Para otros, sin embargo, podría ser puramente táctica, aferrados a la es peranza de que la misma atención que se centra en la cuestión de la de mocratización se desvíe de los necesarios esfuerzos para presionar tanto a los israelíes como a los árabes para que acepten los compromisos nece sarios para la paz. Sea cual sea la motivación, lo cierto es que el mejor modo de alimentar una democracia real y duradera es haberlo bajo unas condiciones que vayan fomentando paulatinamente un cambio espontá neo, y no combinando la coacción con el apresuramiento. El primero de esos enfoques puede, de hecho, transformar toda una cultura política; el segundo no puede más que imponer una corrección política que, por su propia naturaleza, tiene posibilidades mínimas de permanecer. Pero el alcance estratégico de la agenda atlántica se extiende aún más hacia el este del propio Oriente Medio. Los nuevos Balcanes globales —el arco crítico comprendido entre el golfo Pérsico y Shenyang— serán menos explosivos cuantos más recursos de las tres regiones de mayor éxito del mundo —la políticamente vital Norteamérica, la cada vez más unida económicamente Europa y la comercialmente dinámica Asia del Este— sean aprovechados para dar una respuesta conjunta a la amenaza a la segu ridad planteada por la agitación de esa vasta región (una amenaza agravada por la adquisición de armamento nuclear por parte de dos potencias veci nas pero hostiles como son la India y Pakistán, acuciadas cada una de ellas también por sus propias tensiones internas). Tanto Estados Unidos como Europa tendrán que continuar presionando a Japón y China, en particular, para que se impliquen más en las iniciativas conjuntas destinadas a conte ner las tendencias disgregadoras. Dado que esos dos Estados dependen ya
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en grado sumo (y cada vez más) de los flujos de energía procedentes del golfo Pérsico y Asia central, no pueden quedarse como meros espectado res pasivos en presencia de un desafío común en esa volátil zona, en la que Estados Unidos podría empantanarse de actuar en solitario. Washington ha ampliado ya considerablemente su implicación militar en Eurasia. Cuenta actualmente con una presencia militar continuada en Afganistán y en algunos de los recién independizados Estados de Asia central. Dada la penetración comercial y política cada vez mayor de Chi na en esa región — controlada hasta hace muy poco exclusivamente por Rusia— , se ha hecho más imperiosa la necesidad de una cooperación in ternacional más amplia para hacer frente a la inestabilidad local. Tanto Ja pón como China deberían ser instados a convertirse en participantes ma teriales en la promoción de la estabilización política y social de la región. La estabilidad global se verá también afectada por cómo quede con figurada la dinámica de poder en Extremo Oriente a partir de la interre lación entre Estados Unidos, Japón y China. Estados Unidos debería tra tar de trasladar el equilibrio emergente que está alcanzando con Japón y China a una relación de seguridad más estructurada. Geopolíticamente, Asia se asemeja aproximadamente a la Europa anterior a la Primera Guerra Mundial. Estados Unidos ha estabilizado ya Europa, pero se en frenta todavía a una crisis estructural potencial en Asia, donde siguen existiendo diversas potencias importantes confrontadas, aunque frena das por la presencia estratégica periférica estadounidense. El punto de anclaje de dicha presencia es la conexión Estados Unidos-Japón, pero el ascenso de una China dominante a nivel regional y la imprevisibilidad de Corea del Norte dejan bien a las claras la necesidad de una política esta dounidense más activa que promueva, cuando menos, una relación trian gular de seguridad. Como ya se ha señalado anteriormente, ese equilibrio a tres bandas necesitará, para ser duradero, una mayor implicación inter nacional de un Japón que vaya asumiendo un abanico gradualmente más amplio de responsabilidades militares. La formación de dicho equilibrio puede comportar, a su vez, la faci litación de la creación de una estructura de seguridad multilateral eura siàtica que aborde las novedosas dimensiones de la seguridad global. Si no se logra implicar a China y a Japón en una estructura de seguridad (aunque sea sólo una estructura de facto), la situación podría acabar pro vocando un peligroso movimiento sísmico que, posiblemente, desembo caría en la remilitarización unilateral de Japón (que dispone ya de poten cial sobrado para convertirse en potencia nuclear en muy breve espacio
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de tiempo), la cual se añadiría al grave desafío planteado ya en el mo mento presente por la iniciativa de Corea del Norte de hacerse con su propio arsenal atómico. La necesidad de una respuesta regional colectiva a Corea del Norte abunda en el argumento más general de que sólo una hegemonía cooptativa estadounidense puede afrontar con eficacia la di fusión cada vez mayor de armamento de destrucción masiva tanto entre Estados como entre organizaciones terroristas. Estados Unidos tendrá que abordar todos esos dilemas en el contex to de un matrimonio histórico entre el poder estadounidense a escala mundial y la interdependencia global en plena era de las comunicaciones instantáneas. El principal dilema de Estados Unidos seguirá siendo, de hecho, el de cómo alcanzar un equilibrio tanto entre una hegemonía so berana existencial y una comunidad global emergente como entre los va lores de la democracia y los imperativos del poder global. La globalización, de la cual Estados Unidos es partidario y promotor directo, puede ayudar a rebajar la agitación global, pero siempre que no contribuya a restar aún más poder a los países más pobres, sino a dárselo, y que esté imbuida de un espíritu humano y no solamente de intereses puramente egoístas. La actitud estadounidense con respecto a las obligaciones mul tilaterales (especialmente aquéllas que no convienen a los objetivos más limitados e inmediatos del gobierno de Washington) será, pues, la prue ba de fuego de su disposición real a patrocinar una globalización que promueva verdaderamente la interdependencia equitativa en vez de la dependencia desigual.6 El historial de Estados Unidos durante los últi mos años en lo referente a las obligaciones multilaterales ha dado pie a una percepción generalizada de que el objetivo central de la superpotencia no pasa por la creación de un terreno de juego mundial igualado. Estados Unidos debe ser más sensible ante el riesgo de que, al ser identificado con una versión injusta de la globalización, despierte una reac ción a nivel mundial que conduzca a la aparición de un nuevo credo an tiestadounidense. Dado que la seguridad depende no sólo del poder mili 6. Aunque ciertas objeciones estadounidenses a determinadas convenciones interna cionales no estén exentas de razón, la lista de los acuerdos globales rechazados por el go bierno de Estados Unidos en los últimos años parece transmitir un inquietante mensaje simbólico: el Protocolo de Kyoto sobre cambio climático, la Corte Penal Internacional, la Convención sobre los.Derechos del Niño (donde la oposición estadounidense sólo fue se cundada por Somalia), el borrador de protocolo para un mecanismo de vigilancia del cumplimiento de la aplicación de la prohibición de armas biológicas, el Tratado de Misi les Antibalísticos, el tratado de prohibición de minas terrestres, etc.
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tar, sino también, en la actual era de despertar político global, de quiénes acaban siendo los destinatarios de las pasiones sociales y de los odios fa náticos, la definición y la promoción que Estados Unidos haga de la glo balización tendrá una influencia directa sobre su seguridad a largo plazo. También es deber de Estados Unidos mostrarse sensible a las conse cuencias políticas inesperadas de su excepcional impacto cultural a esca la mundial. El poder de la seducción global de Estados Unidos ha tenido hasta el momento el efecto imprevisto de generar expectativas singular mente elevadas en la población mundial, que mide de ese modo a Nor teamérica con un rasero más estricto que a otros Estados (incluido en muchos casos el suyo propio). De hecho, el antiamericanismo tiene mu chos elementos típicos del afecto traicionado. De ahí que, precisamente porque esperan más de Estados Unidos, las personas y los colectivos in satisfechos del mundo tiendan a sentirse especialmente indignados cuando consideran que no está haciendo lo suficiente para ayudarlos a remediar sus propias lamentables circunstancias. La seducción cultural estadouni dense resulta, en efecto, políticamente desestabilizadora al tiempo que Washington trata de promover (por otros medios) la estabilidad global para favorecer sus intereses estratégicos generales. Sólo si Estados Uni dos hace un mayor hincapié en una causa global realmente compartida, podrá obtener algún beneficio político de la revolución cultural que está desatando en todo el mundo. Dado, también, que una de las fuentes más importantes del atractivo global de Estados Unidos (y, por lo tanto, de su poder) es el magnetismo de su sistema democrático, es imprescindible que los estadounidenses preserven cuidadosamente el delicado equilibrio existente entre sus de rechos civiles y los requisitos de su seguridad nacional. Eso resulta siem pre más fácil de conseguir cuando las guerras son distantes y sus costes, socialmente aceptables. Pero las intensas reacciones públicas a los críme nes del 11-S —avivadas quizás intencionadamente por motivos políti cos— podrían estar llevándonos a una redefinición más fundamental de dicho equilibrio. Una mentalidad de Estado-fortaleza puede envenenar hasta la democracia más sólida. Lo que la hostilidad regional ha gestado en Israel puede ser generado en Estados Unidos por el miedo fomenta do por la hostilidad mundial. Se sigue de ello que la seguridad nacional interna debe ser promovi da de tal forma que incremente tanto el poder soberano estadounidense como la legitimidad global de ese poder. Repitiendo lo que ya se ha men cionado anteriormente, Estados Unidos está en la actualidad inmerso en
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el tercer gran debate sobre los requerimientos necesarios para su defensa nacional en el que se ha visto implicado desde su nacimiento como Esta do independiente. Ese debate se halla en este momento centrado com prensiblemente en la supervivencia «socíetal» dentro de un escenario nuevo como es el de la difusión y la diversificación de las armas de des trucción masiva, la propagación de las turbulencias globales y el miedo generalizado al terrorismo. En esa nueva situación histórica para Estados Unidos, se genera una in terdependencia estrecha entre la seguridad del territorio estadounidense y el estado general del mundo. En vista del papel que desempeña en la segu ridad global y de su extraordinario nivel de presencia en todo el planeta, Estados Unidos tiene derecho a tratar de procurarse mayor seguridad para sí mismo que otros países. Necesita fuerzas que dispongan de una capaci dad decisiva de despliegue en todo el mundo. Debe mejorar sus servicios de inteligencia (antes que despilfarrar recursos en una enorme burocra cia dedicada a la seguridad nacional interna) para ser capaz de adelantarse a las posibles amenazas. Debe mantener una ventaja tecnológica integral sobre todos los rivales potenciales tanto en sus fuerzas estratégicas como convencionales. Pero también debería definir su seguridad de tal forma que contribuyese a movilizar los intereses propios de otros países. Esa tarea de conjunto puede ser llevada a cabo de un modo más eficaz si el mundo en tiende que la trayectoria de esa gran estrategia de Estados Unidos apunta hacia la creación de una comunidad global de intereses compartidos. Cualquier fortaleza situada en lo alto de una colina está sola por defi nición y proyecta una sombra amenazadora sobre todo lo que se extiende a sus pies. Si Estados Unidos se convierte en algo así, acabará siendo el blanco central del odio global. Sin embargo, erigida en auténtica ciudad so bre la colina, podría iluminar el mundo con la esperanza del progreso hu mano. Eso es algo que, de todos modos, sólo logrará en un entorno en el qué ese progreso constituya el foco central de la imagen de un futuro y de una realidad alcanzables por todos. «Una ciudad en lo álto de una colina no puede esconderse. [...] Hagan brillar su luz delante de todos para que ellos puedan ver sus buenas obras.»7 Que así sea y Estados Unidos brille.
7. Mateo 5,14-16.
ÍN D IC E A N A LÍTICO Y D E NOM BRES
Alemania: cambio demográfico en, 200-201 clasificación mundial histórica de, 21n3 como aliada estadounidense, 108 críticas a Estados Unidos desde, 113 democracia en, 251 Alianza Atlántica, 55 Alianzas: con Corea del Sur, 144-146 con China, 133n7, 137, 252-254 con Europa, 90-91, 108, 246-250 con India, 88-89 con Israel, 86-88 con Japón, 91, 136-137, 139-141, 252254 con Rusia, 89-90, 97, 107, 108, 120-124 con Turquía, 84-87 Ámbito militar, revolución tecnológica en el, véase Revolución de los Asuntos Mili tares, RMA América Latina, intereses europeos en, 111 Ántrax, 42 «Arab Human Development Report 2002», 72n6 Argelia, 72 Armagedón, 30-31 Armamento nuclear: capacidad japonesa de desarrollar, 135 en Corea del Norte, 144, 145 en Oriente Medio, 37-40, 53, 102nl6 proliferación del, 52-53, 54, 99-103 Armas atómicas, 32 Armenia, 118-120 Asimilación, 200 Atatürk, 85
Atentado con bomba en Oklahoma City, 70 Azerbaiyán, 118-119, 120 Balcanes globales, 63,252 reservas de petróleo y gas en los, 83 Banco Mundial, 170, 172n5 Baudrillard, Jean, 178n8 Bin Laden, Osama, 66, 69 Biotecnología, 234-237 Blair, Tony, 19 Bourdieu, Pierre, 179 Bush, George H. W., 160-162 Bush, George W., 40,4 6 ,4 7 ,5 6 -5 7 ,156nl, 161-162 Cachemira, 99-102 Calentamiento global, 112-113 Canadá, multiculturalismo en, 223 Cáucaso, estabilización del, 118-121 Chechenia, 51, 90, 61nl, 99nl4, 119-120 Chen, Shui Bian, 134 China, 20 amenaza japonesa a, 131-136, 138 capacidades militares de, 32n3, 141, 144 clasificación mundial histórica de, 21 como aliada estadounidense, 133n7, 137-138,252-254 defensa antimisiles y, 38 desarrollo armamentístico naval en, 131132 el cine de Hollywood en, 207 en la cumbre del G-8, 146 globalización y, 170n4, 171-172, 184186 la cuestión de Taiwan y, 137-139, 146 malestar interno en, 142-143
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papel de liderazgo asiático de, 140-142, 148-150 perspectiva en materia de seguridad de, 132-134, 141nl4 resentimientos históricos de, 129-131 revolución cultural de, 204 uso de Internet en, 142 vínculos de Pakistán con, 89 y la alianza Japón-EE.UU., 136-137 Chua, Amy, 180nll Ciberataques, 42 Clinton, William J., 39-41, 161-162 y el Protocolo de Kyoto, 174 y la globalización, 166-168 «Coalición de los dispuestos», 55-56 «Coca-colonización», 208 Comunidad de Estados Democráticos, en cuentro en Varsovia de la, 182 Conflicto: árabe-israelí, 91-95 palestino-israelí, 51, 87-88, 92-95 Congreso de Estados Unidos: presión de los lobbies étnicos en el, 218222,223 supervisión militar a cargo del, 227,228 Consejo de Seguridad Nacional de Esta dos Unidos, 229 Contrasimbolización, 80, 174-192 Corea del Norte, 39-41, 47,53, 54 armamento nuclear de, 144, 145. Corea del Sur, como aliada estadouniden se, 144-146 Corrupción, 74 Corte Penal Internacional, 113, 174 Crisis de los misiles cubanos, 27 Cuestión palestina, 51, 88, 92-95 Cultura de consumo, 204-205 Cumbre del G-8, 146 Debilidad, 63-69 «Declaración conjunta de nueva relación estratégica», 120-122 Declaración de Sevilla, 93 Demirel, Suleimán, 99nl4 Democracia, 159, 223-237 derechos civiles en, 230-234, 255-256
evolución humana y, 236-237 islam y, 81, 251 permeabilidad y, 66 política imperialista y, 226 Departamento de Defensa de Estados Uni dos, 228-229 Departamento de Estado de Estados Uni dos, 228 Derechos civiles, 230-234, 255-256 Desigualdad, 62-64, 195, 234-237 Discurso en West Point, 56-57 Disuasión nuclear, 37-38 Doran, Charles, 163 Egipto, 72 Eje del Mal, 47 Ejército Republicano Irlandés, 49, 50 Élite global, 158-169,189nl9,226-227 Emigración, 66, 192-197, 198-200 criterios comunes internacionales sobre, 202 ilegal, 34 Envejecimiento de la población, 196-198 Esclavitud, 220n7 España, envejecimiento de la población en, 198 Estados Unidos: alianzas con, véase Alianzas alternativas estratégicas de, 37 amenazas internas a, 39, 42 amenazas para, 22-23, 30-32, 34-35, 3738, 45-46 ataque con misiles sobre, 27, 39-41 ataque nuclear sobre, 40-42 ataques encubiertos a, 40-42 capacidades de los servicios de inteli gencia de, 43 capacidades militares de, 28,38-39,173174 características demográficas de, 194,196198,201,217-219 clasificación mundial histórica de, 20-21 críticas de Europa a, 112-116 debates sobre la defensa nacional en, 44-47 declive del poder de, 20-23
Indice analítico y de nombres despliegue militar de, 36, 67-68,114,228229,240 destino manifiesto de, 26 dilemas en materia de seguridad de, 34-35 dominación cultural de, 204-214, 255 el competitivo sistema de, 206 élite global de, 226-227 emigración a, 193, 217 ética igualitaria de, 205 futuras coaliciones con, 56,58 gasto en defensa de, 23, 109-110 impacto social de, 28-30, 159-160 internacionalismo de, 37 la industria del entretenimiento de, 207 la tradición idealista de, 167-169 multiculturalismo en, 213-224 poder económico de, 172-174, 185-186 política de con respecto a Oriente Me dio de, 50-52, 74-75, 220-222, 250n5 posición moral de, 108, 190-191 renta per capita de, 195 resentimiento hacia, 29-30, 74-75, 211213 seguridad geográfica de, 26 seguridad nacional interna de, 35, 239240, 256 servicio militar obligatorio en, 201 sistema de defensa antimisiles de, 40-41 soberanía de, 25-26, 159-160 sociedades/colaboraciones estratégicas contra, 20, 21-23 unilateralismo de, 112-113, 114 universidades de, 209-210 Véase también Democracia Este asiático (Asia oriental o del este), 128147 desarrollo armamentístico naval en el, 130-131 estabilidad del, 128-129 resentimientos históricos en el, 129-131 vulnerabilidad estratégica del, 130-131 Etnicidad, política exterior y, 218-224 Europa, como aliada estadounidense, 8991, 108,246-250
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Fondo Monetario Internacional, 170, 172n5 Foro Económico Mundial, 158 Francia, 20 clasificación mundial histórica de, 21 como aliada estadounidense, 108 el cine de Hollywood en, 207 globalización y, 180-182 Freedom in the World, 61nl, 71 Gandhi, Mahatma, 177 Georgia, 118-119, 120 Globalización, 254-255 antiamericanismo y, 174-175, 187-189 beneficios/ventajas de la, 169-170 Clinton y la, 166-168 competencia y, 172-174 concentración de la riqueza en unas mi norías y, 180 China y la, 170-171, 184-186 definiciones de, 163 democratización y, 189-192 desigualdad y, 170 Estado-nación étnico y, 200 explotación y, 175-177 factores demográficos y, 192-202 Francia y la, 180-182 imperialismo cultural y, 180-182 injusticia social y, 177 mercado estadounidense y, 172-173 migraciones y, 192-194 mitos de la, 171-172 oposición a la, 174-192 oposición sindical estadounidense a la, 168 perspectiva papal sobre la, 178 reducción de la pobreza y, 169 Rusia y la, 170, 181-185 significado doctrinal de la, 165-175 toma de decisiones económicas y, 188, 189nl9 «Globalization Index» (índice de Globali zación), 165-166 Gobierno mundial, 244 Guerra contra el terrorismo, 47-48, 52-53, 62-63,241-242
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Guerra de Irak, 33, 67-68, 114, 229,240 evolución democrática tras la, 93 Guerra del Golfo, 28 Guerra Fría, 26-28,34-55, 62, 83 exportaciones culturales estadouniden ses durante la, 205-206 Guerra Irán-Irak, 33 Guerras: asimétricas, 65 locales, 31, 34n4, 38-39, 242-245 mundiales, 31, 32-34, 36-38, 44 Hamilton, Alexander, 44 Hermandad Musulmana, 72 Hiroshima, 32 Holanda, inmigración en, 199 Hollywood, 207 Hu, Jintao, 149 Huntington, Samuel, 54 India, 22,33,38 como aliada estadounidense, 87-89 conflicto entre Pakistán e, 99-102 en la cumbre del G-8, 146 «Indice de Compromiso con el Desarro llo», 176n7 Indonesia, 72, 76 Industria: de la alimentación, 208-209 del entretenimiento, 207 musical, 207 Información de inteligencia: con respecto a la seguridad nacional in terna,43 fuentes de la, 39-40 Ingeniería genética, 234-237 Inglés (lengua), 208 Iniciativa de Defensa Estratégica, 27-29, 44-46 Injusticia social, 178 Inquisición, 251 Internacionalismo, 37 Internet, 142, 207-209 Investigación con células madre, 236 Irak, 47 Irán, 38,39, 47, 39-40n5, 73-75, 76
integración global de, 98-100 política estadounidense con respecto a, 97 Islam, 46-47, 63, 68-83 cambio político pacífico e, 80-81 cifras de población e, 71-72 corrupción e, 73 debates políticos en el seno del, 76-78 democracia e, 81, 251 1 desunión en el seno del, 82, 84 dimensiones geográficas del, 69-71 estancamiento social e, 71-74 estereotipos sobre el, 69-70 frente a modernidad, 75 libertad económica e, 77 libertad política e, 78-80 movimiento populistas en el, 76-82 revolución integrista en, 74-77, 79-81 Islamismo, 76-82 Israel, 3 8 ,5 0 ,5 1 ,5 2 armamento nuclear de, 39-40,52,102nl6 como aliado estadounidense, 86-87 medidas de seguridad de, 233-235 política estadounidense con respecto a, 75,220-222, 250n5 Italia: envejecimiento de la población en, 198 terrorismo en, 49nl0 Japón: capacidad nuclear de, 135 capacidades militares de, 131-132,135n89,138,144 clasificación mundial histórica de, 21 como aliado de Taiwan, 136 como aliado estadounidense, 90-91, 136137,139-141,252-254 democracia en, 251 emigración hacia, 198 envejecimiento de la población en, 196198 papel en materia de seguridad global de, 139-141, 143 perspectiva china sobre, 133-136 resentimientos históricos de, 129 y el liderazgo regional chino, 149-150 Jiang Zemin, 53
Indice analitico y de nombres Kazajstán, 120 Kirguizistán, 120 Kurdistán, 85-87 Laicismo, Islam y, 72 Legitimidad, 168 Leninismo-estalinismo, 251 Ley de Espionaje.(.Espionage Act), 231 Ley de Seguridad Nacional (Homeland Security Act), 232n 13 «Ley Patriótica» (Patriot Act), 231 Leyes de Extranjería y Sedición (Alien and Sedition Acts), 231 Líbano, 76 Liderazgo, 245-247 Mando Aéreo Estratégico, 26-28 Mao Zedong, 204 Marruecos, democracia en, 252 Mater et Magistra, 178 Memorias de Adriano, 157 Messier, Jean-Marie, 206nl México, política estadounidense con res pecto a, 219-221 Modernidad, 74-75 Morgenthau, Henry, 216n6 Movilidad, 65-66 Movimiento de defensa de los derechos ci viles, 197 Multiculturalismo, 213-224 efectos en la política exterior del, 218223 Multilateralismo, 224-225, 244 Multipolaridad global, 20 Musulmanes,69-72. Véase también Islam Naciones Unidas, 26 Nagasaki, 32 Nigeria, 74 Nuevo Orden Mundial, 160-162 Once de septiembre (11-S) de 2001, 64, 67-68 desafíos estratégicos tras el, 105-106 la globalización y el, 179n9 la historia de Oriente Medio y el, 50-52
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los derechos civiles tras el, 231-232,255256 reacción europea al, 124-126 reacción japonesa al, 139 respuesta de la OTAN al, 125 respuestas inmediatas al, 46-49,225-226, 230-234 Organización del Tratado del Atlántico Nor te, 248,249,250 expansión déla, 116-119, 120 ingreso de Rusia en la, 121-123, 145 papel en la seguridad global de la, 124127 Organización Mundial del Comercio, 170, 172n5, 173n6 ingreso de China en la, 171-172 Organización para la Seguridad y la Coo peración en Europa, 145 Oriente Medio, 249-251 armas nucleares en, 53, 39-40, 102nl6 democracia en, 251-253 historia política de, 50-56 perspectiva europea sobre, 111, 116, 127 Pacto de Estabilidad del Cáucaso, 99 Pakistán, 33, 38, 73, 74, 76, 89, 99-102 Panasiatismo, 147-149, 151 papel chino en el, 148-150,151n22 Paneuropeísmo, 147-149, 151 Papa Juan Pablo II, 178 Papa Juan XXIII, 178 Pew Global Attitudes Project, encuesta del, 187nl7 Población: distribución de la, 194-197 edad de la, 195-198 Pobreza: crecimiento demográfico y, 195-197 de los países musulmanes, 73, 60-62 emigración y, 196 globalización y, 169 renta per capita y, 195 Primera Guerra Mundial, 44 Protocolo de Kyoto, 112-113, 173-175 Putin, Vladimir, 19n2, 53, 171
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Ramonet, Ignacio, 182nl2 Reagan, Ronald, 27-28 Reino Unido, 19 clasificación mundial histórica del, 21 terrorismo en el, 49-50 Reservas de petróleo y gas, 83, 95-96 Revolución de los Asuntos Militares (RMA), 2 8 ,32n3,38,39, 65, 66 Revolución francesa, 251 Rusia, 19, 20 clasificación mundial histórica de, 21 como aliada estadounidense, 90, 97,107, 108, 120-124 cooperación de la OTAN con, 118-119, 120-123 defensa antimisiles y, 38 democracia en, 123-124 desarrollo siberiano y, 123-124 globalización y, 171, 181-184 guerra en Chechenia, 51,90,60nl, 99nl4, 119 ingreso en la OTAN, 146 ingreso en la Unión Europea, 122-123 islam y, 75 la «Declaración conjunta de nueva rela ción estratégica» y, 120-121 terrorismo en, 48-50 Schmidt, Helmut, 19nl Seducción cultural, 204-214, 255 cultura de consumo y, 204-205, 208210 efecto desestabilizador de la, 213-214 frente a política exterior, 210-214 repulsa intelectual de la, 213 resistencia a la, 206 Segunda Guerra Mundial, 32-34 Servicio militar obligatorio, 201 Sharia, 72, 78, 79 Sharon, Ariel, 53 Siberia, 123 Simplificación táctica excesiva, 67-69 Sindicatos obreros, la globalización y los, 168-169, 168n3 Singapur, 233 Sistema de defensa antimisiles, 41
Sistemas informáticos, ataques terroristas a los, 42 Sociedad de Naciones, 25-26, 44 Solidaridad, 177 Sudán, 76 Taiwan, 136, 137-139, 146 Talibanes, 33 Tecnología: aplicaciones militares de la, 28-29, 32, 38,39 uso destructivo de la, por parte de agen tes no estatales, 29-31, 32, 65-66 Terrorismo, 31, 42, 241nl agravios étnicos y, 50 agravios religiosos y, 49-50 agravios sociales y, 50 armas para el, 31 en el Reino Unido, 49 en Rusia, 49-50 perspectiva europea sobre el, 125-126 política en Oriente Medio y, 50 proliferación nuclear y, 52-53, 54 propósitos políticos del, 48-49 suicida, 49n9 Trabajo infantil, 169 Tratado de Misiles Ántibalísticos, 27 Tratado del Atlántico Norte, 44 Tratados SALT, 28 Tratados START, 27 Turquía: como aliada estadounidense, 84-87 como miembro de la OTAN, 119 democracia en, 252 ingreso en la Unión Europea, 85, 86nl0, 119 Ucrania, ingreso en la OTAN de, 118-119 Unilateralismo, 37,53-55 Unión Europea, 21 capacidades militares déla, 109-111,115116,127,201 características demográficas de la, 194,197 competencia entre Estados Unidos y la, 111-112, 173 expansión de la, 115, 116-119
índice analítico y de nombres inclusión de Turquía en la, 85-86 ingreso de Rusia en la, 122 migración hacia la, 193, 198-199 política con respecto a Irak, 97-98 política con respecto a Oriente Medio, 93-94; renta per cápita de la, 195 servicio militar obligatorio en la, 201 Unión Soviética: confrontación de Estados Unidos con la, 27-29, 159-161 crisis interna de la, 28 tratados de reducción de armamento en tre Estados Unidos y la, 27 Véase también Rusia
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Universidades, estudiantes extranjeros ma triculados en las, 209-211 Uzbekistán, 120 Vedrine, Hubert, 19nl Vigilancia nacional interna, 43 Violencia masiva, 34 Volkov, Aleksandr, 183-184 Washington, D.C., como capital global, 156-158 Washington, George, 215 Yourcenar, Marguerite, 157
«Zblgnlew Brzezlnskl expone una brillante defensa del multllateralismo. Como ya es habitual en él, nos fascina con su .claridad de pensamiento y su amplitud de miras.» Kofi Annan, secretarlo general de las Naciones Unidas
«Este libro constituye una Indiscutible hoja de ruta para la situación geopolítica actual y una guía de cómo debe conducirse Estados Unidos para asegurar la paz y la estabilidad en el futuro.» Jim m y Cárter, ex presidente de Estados Unidos
«Es una obra única por su claridad y por su capacidad de definición de las alternativas estratégicas existentes. Se trata del libro Idóneo para el actual momento de la historia mundial.» Frank Carlucci, ex secretario de Defensa de Estados Unidos
«Un análisis fascinante e Insuperable de la estrategia global de Estados Unidos.» Javier Solana, alto representante de la UE para la Política Exterior y
de Seguridad Común «Una visión brillantemente argumentada, sucinta y a la vez penetrante de la política global contemporánea y del papel de Estados Unidos en la misma... Nuestros dirigentes políticos necesitan leer este libro e imbuirse de sus Inteligentes consejos.» Samuel P. Huntington, autor de El choque de civilizaciones y la confi guración del orden mundial y ¿Quiénes somos? Los desafíos de la identidad nacional estadounidense, ambos publicados por Paidós
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