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Spanish Pages 816 Year 2010
el derecho y sus circunstancias nuevos ensayos de filosofa jurdica
juan antonio
garca amado
el derecho y sus circunstancias nuevos ensayos de filosofa jurdica
isbn
© ©
978-958-710-
10, juan antonio garca amado 10, Calle n.º - Este, Bogotá Teléfono (-) [email protected] www.uexternado.edu.co
Primera edición: julio de 10 Diseño de carátula: Departamento de Publicaciones Composición: David Alba Impresión y encuadernación: Tiraje: de a . ejemplares Impreso en Colombia Printed in Colombia
Prohibida la reproducción o cita impresa o electrónica total o parcial de esta obra, sin autorización expresa y por escrito del Departamento de Publicaciones de la Universidad Externado de Colombia. Las opiniones expresadas en esta obra son responsabilidad del autor.
contenido prólogo
9
palabras preliminares
11
i.
15 17
argumentación jurídica y decisión judicial 1. Interpretar, argumentar, decidir 2. La argumentación y sus lugares en el razonamiento judicial sobre los hechos 3. ¿Existe discrecionalidad en la decisión judicial? 4. Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas ii.
neoconstitucionalismo 5. Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores 6. Neoconstitucionalismo, ponderaciones y respuestas más o menos correctas. Acotaciones a Dworkin y Alexy 7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica
49 81 109 129 131 169 207
iii. ejercicios de crítica jurisprudencial 8. ¿Ponderación o simples subsunciones? Comentario a la sentencia del Tribunal Constitucional del 25 de abril de 2007 9. Tres sentencias del Tribunal Constitucional. O de cuán fácil es la veracidad periodística y qué liviano el honor de los particulares 10. Discriminaciones indirectas y equívocos derechos. A propósito de la stc 3/2007, del 15 de enero, y del atc 200/2007, del 27 de marzo 11. Controles descontrolados y precedentes sin precedente. A propósito de la sentencia del Tribunal Constitucional del Perú en el expediente n.º 3741-2004-aa/tc 12. ¿Interpretación judicial con propósito de enmienda (del legislador)? Acerca de la jurisprudencia sobre el artículo 133 del Código Civil
247
iv.
371 373 385
debates sobre kelsen y el positivismo 13. Hablando de Kelsen con Delgado Pinto 14. ¿Es posible ser antikelseniano sin mentir sobre Kelsen?
249
263
295
311
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El derecho y sus circunstancias. Nuevos ensayos de filosofía jurídica
v.
sobre la reforma de la enseñanza del derecho en españa y en la unión europea 15. Bolonia como pretexto 16. Bolonia y la enseñanza del derecho vi. castigos y penas 17. Delito político. Al hilo de la sentencia de la Corte Suprema de Justicia de Colombia del 11 de julio de 2007 18. Sobre el ius puniendi: su fundamento, sus manifestaciones y sus límites 19. El obediente, el enemigo, el derecho penal y Jakobs 20. Riesgo y derecho penal. Sobre presupuestos constitutivos del derecho penal en el Estado de derecho vii. el estado, la política y las normas 21 ¿Quién responde por la mala suerte de cada uno? 22. Habermas, los estados y la sociedad mundial 23. Michael Oakeshott: el liberalismo contra los mitos de la modernidad 24. El liberalismo de Isaiah Berlin. La libertad, sus formas y sus límites 25. Metafísicas nacionales 26. Usos de la historia y legitimidad constitucional. Una interpretación de la llamada Ley de Memoria Histórica viii. derecho y cine 27. Filosofía del derecho con Raíces profundas 28. Todo totalitarismo tortura, toda tortura es totalitaria. A propósito de 1984
443 445 451 473 475 501 535 567 589 591 613 637 683 723 747 773 775 791
prlogo En calidad de director de la Colección de libros de Teoría Jurídica, representa para mí un gran privilegio presentar a la comunidad jurídica hispanoamericana este volumen titulado El derecho y sus circunstancias, que contiene una colección de los más recientes ensayos de filosofía jurídica de Juan Antonio García Amado. Bien conocido entre nosotros por sus publicaciones y sus conferencias a lo largo y ancho de España y América Latina, el profesor García Amado es catedrático de filosofía del derecho en la Universidad de León. Sin lugar a dudas, es una de las voces más relevantes y originales que pueden escucharse en esta disciplina en la escena de habla hispana. Sus dos encomiables tratados, uno sobre la tópica jurídica y otro sobre la norma fundamental de Hans Kelsen, junto a sus artículos, algunos de ellos compilados en antologías publicadas en Colombia, contienen un pensamiento crítico que desafía posiciones mayoritarias, muchas veces aceptadas de manera irreflexiva por la doctrina y la teoría jurídica. El talante de sus textos es agudo y controversial. Sé, con seguridad, que el lector se embeberá con fruición entre las páginas que prologo y sacará gran provecho de ellas. El presente volumen está dividido en ocho partes. El leitmotiv de las tres primeras es una denodada crítica a la ponderación y, en general, al llamado neoconstitucionalismo, que ha permeado la doctrina iuscontitucional en España y en América del Sur. Con base en un solvente marco teórico, elaborado con una reflexión acerca las mejores teorías de la argumentación jurídica y la decisión judicial, el profesor García Amado pone al descubierto con sagacidad las mayores desventajas de la ponderación y muestra cómo este método ha sido utilizado con poca fortuna por algunos tribunales constitucionales, señaladamente el español y el peruano. La cuarta parte está dedicada a Kelsen y al positivismo. Los dos capítulos que la conforman, sobre todo el número 14, son una continuación de la empresa que el profesor García Amado emprendiera en su ya clásica introducción a la edición castellana de El Estado como integración. Una controversia de principio, y que intenta desmentir algunos de los más grotescos mitos que se han difundido acerca de la figura y el pensamiento de Hans Kelsen. La quinta parte se refiere a uno de los temas sobre los que menos se ha reflexionado en el entorno jurídico latinoamericano, en comparación con lo ocurrido en otras latitudes: la enseñanza del derecho. El pretexto para ello es la crítica de la más reciente reforma de la educación superior propuesta en el marco de la Unión Europea, y que se conoce como el proceso de Bolonia. Las partes sexta y séptima se refieren a dos grandes temas de la filosofía política: la justificación de la pena y cómo ello repercute en la concepción del derecho
El derecho y sus circunstancias. Nuevos ensayos de filosofía jurídica
penal, y la concepción del Estado y de uno de sus más tradicionales y, en la actualidad, más discutidos elementos: la nación. El libro finaliza con dos ensayos sobre dos películas: Raíces Profundas y 1984. Estos dos textos representan un brillantísimo ejemplo de cómo es posible utilizar el cine como excusa para reflexionar sobre el derecho, algo que los anglosajones (Richard Posner, entre ellos) también han buscado con el movimiento Law and Literature. Estoy convencido de que las reflexiones sobre esta amalgama de temas y las ideas perspicaces que contiene este libro representan una magnífica contribución a la discusión teórica sobre el derecho. Por esta razón quisiera terminar esta presentación con mi agradecimiento al profesor García Amado por permitirnos publicar estos escritos compilados en este volumen, y a la Universidad Externado de Colombia, en especial a su rector, el doctor Fernando Hinestrosa, por su apoyo irrestricto a este proyecto de difusión de la teoría del derecho, y al doctor Jorge Sánchez, director del Departamento de Publicaciones, y al equipo que él dirige, por el admirable trabajo editorial que está detrás de estas páginas. Carlos Bernal Pulido
pa l a b r a s p r e l i m i n a r e s Juan Antonio García Amado
De nuevo me honra la Universidad Externado de Colombia al incluir una obra mía en su selecto catálogo de publicaciones, y una vez más tengo la satisfacción de ver mis escritos editados en este país al que tanto debo, lleno de amigos entrañables y de muy estimados colegas. A diferencia de lo que ocurre en gran parte de la vieja Europa, y, desde luego, en España, en Colombia y en gran parte de Latinoamérica la teoría y la filosofía del derecho y de la política siguen encontrando un ambiente propicio para el mejor debate y un interés que es la mejor muestra de la inquietud intelectual y del afán por construir estados de derecho con sólido fundamento, aunque sea en medio de tantas dificultades heredadas. Quede aquí, pues, el testimonio más sincero de mi gratitud a tantos amigos y compañeros, a los lectores de antes y de ahora y, muy en particular y como excelente representación de unos y otros, a mi amigo Carlos Bernal Pulido, quien, con su generosidad, es promotor y alma de esta publicación. Los trabajos que aquí se recogen agrupados son en su mayoría resultado de publicaciones dispersas del último lustro. Enumero a continuación los lugares de su aparición primera. 1. “Interpretar, argumentar, decidir”, en Anuario de Derecho Penal (PerúSuiza), 2005, monográfico sobre “Interpretación y aplicación de la ley penal”, pp. 32-73. 2. “La argumentación y sus lugares en el razonamiento judicial sobre los hechos” (inédito, pendiente de publicación en sendos libros colectivos editados por la Universidad de Medellín y por el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de Ecuador). 3. “¿Existe discrecionalidad en la decisión judicial?”, en Berbiquí. Revista del Colegio de jueces y Fiscales de Antioquia, n.º 30, noviembre de 2005, pp. 14-38. 4. “Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas” (inédito). 5. “Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores”, en F. Mantilla Espinosa (coord.). Controversias constitucionales, Bogotá, Universidad del Rosario, 2008, pp. 24-69.
El derecho y sus circunstancias. Nuevos ensayos de filosofía jurídica
6. “Neoconstitucionalismo, ponderaciones y respuestas más o menos correctas”, en Miguel Carbonell y Leonardo García Jaramillo (eds.). El canon neoconstitucional, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2010. 7. “El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica”. Una primera versión de este escrito apareció en Ricardo Sanín Restrepo (coordinador académico). Justicia constitucional. El rol de la Corte Constitucional en el Estado contemporáneo, Bogotá, Legis, 2006, pp. 119-163. Luego se publicó, en la versión que aquí se ofrece, en Ricardo García Manrique (ed.). Derechos sociales y ponderación, Madrid, Fundación Coloquio Jurídico Europeo, 2007, pp. 249-331. 8. “¿Ponderación o simples subsunciones? Comentario a la sentencia del Tribunal Constitucional Español 72/2007, de 25 de abril de 2007”, en Actualidad Jurídica Aranzadi, n.º 733, 2007, pp. 1 y 6-10. 9. “Tres sentencias del Tribunal Constitucional. O de cuán fácil es la veracidad periodística y qué liviano el honor de los particulares”, en Diario La Ley, n.º 6212, 17 de marzo de 2005. 10. “Discriminaciones indirectas y equívocos derechos. A propósito de la sentencia del Tribunal Constitucional 3/2007, del 15 de enero, y del auto del Tribunal Constitucional 200/2007, de 27 de marzo”, en Diario La Ley, n.º 6748, 3 de julio de 2007, pp. 1-5. 11. “Controles descontrolados y precedentes sin precedente. A propósito de la sentencia del Tribunal Constitucional del Perú en el expediente n.º 37412004-aa/tc (Caso Salazar Yarlenque)”, en Jus Constitucional, n.º 1 (La fuerza vinculante del precedente y de la jurisprudencia constitucional), Perú, enero de 2008, pp. 75-99. 12. “¿Interpretación judicial con propósito de enmienda (del legislador)? Acerca de la jurisprudencia sobre el artículo 133 del Código Civil”, en La Ley, año xxii, n.º 5338, 26 de junio de 2001, pp. 1-9. 13. “Hablando de Kelsen con Delgado Pinto”, en El positivismo jurídico a examen. Estudios en homenaje a José Delgado Pinto, Salamanca, Universidad de Salamanca, 2006, pp. 1199-1209.
Palabras preliminares
14. “¿Es posible ser antikelseniano sin mentir sobre Kelsen?” (inédito, pendiente de publicación en 2010 en libro colectivo con las ponencias de simposio sobre el pensamiento político de Hans Kelsen celebrado en septiembre de 2009 en la Universidad eafit). 15. “Bolonia como pretexto”, en El Notario del Siglo xxi, n.º 23, enero-febrero de 2009, pp. 71-74. 16. “Bolonia y la enseñanza del derecho”, en El cronista del Estado social y democrático de derecho, n.º 5, mayo de 2009, pp. 42-53. 17. “Delito político. Al hilo de la sentencia de la Corte Suprema de Justicia de Colombia de 11 de julio de 2007”, Bogotá, Procuraduría General de la nación, Instituto de Estudios del Ministerio Público (iemp), 2007. 18. “Sobre el ius puniendi: su fundamento, sus manifestaciones y sus límites” (inédito, pendiente de publicación en la revista Documentación Administrativa, número monográfico sobre “Potestad sancionadora de la administración”, 2010). 19. “El obediente, el enemigo, el derecho penal y Jakobs”, en Cancio Meliá y Gómez-Jara Díez (coords.). Derecho penal del enemigo. El discurso penal de la exclusión, Madrid (Edisofer), Buenos Aires (Euros), Montevideo (B de F), 2006, vol. 1, pp. 887-924. 20. “Riesgo y derecho penal. Sobre presupuestos constitutivos del derecho penal en el Estado de derecho”, en Nuevo derecho (Facultad de Derecho, Ciencias Jurídicas y Políticas de la Institución Universitaria de Envigado, Colombia), 1, 2008, pp. 45-61. 21. “¿Quién responde por la mala suerte de cada uno?”, en Libro en memoria del Prof. Dr. Luis Villar Borda, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2008, pp. 239-266. 22. “Habermas, los estados y la sociedad mundial”, en Estudios de derecho (Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, Universidad de Antioquia), vol. lxvi, n.º 143, junio de 2007, pp. 67-91.
El derecho y sus circunstancias. Nuevos ensayos de filosofía jurídica
23. “Michael Oakeshott: el liberalismo contra los mitos de la modernidad” (inédito). 24. “El liberalismo de Isaiah Berlin. La libertad, sus formas y sus límites”, en Derechos y libertades, n.º 14, época ii, enero 2006, pp. 41-87. 25. “Metafísicas nacionales”, en Anales de la Cátedra Francisco Suárez, n.º 42, 2008, pp. 9-30. 26. “Usos de la historia y legitimidad constitucional. Una interpretación de la llamada Ley de Memoria Histórica”, en José Antonio Martín Pallín y Rafael Escudero Alday (eds.). Derecho y memoria histórica, Madrid, Trotta, 2008, pp. 44-71. 27. “Filosofía del derecho con Raíces profundas”, en Miguel Ángel Presno Linera y Benjamín Rivaya (coords.). Una introducción cinematográfica al derecho, Valencia, Tirant lo Blanch, 2006, pp. 242-259. 28. “Todo totalitarismo tortura, toda tortura es totalitaria”, en Juan Antonio García Amado y José Manuel Paredes Castañón (coords.). Torturas en el cine, Valencia, Tirant lo Blanch, 2005, pp. 19-45.
i . a rg u m e n tac i n j u r d i c a y decisin judicial
1 . i n t e r p r e ta r , a r g u m e n ta r , d e c i d i r 1. El verbo interpretar tiene distintos sentidos. En derecho suele utilizarse con el sentido de establecer o determinar el significado de algo. Así, la expresión “interpretar x” querrá decir establecer qué significa “x”, para lo cual daremos de “x” una definición o caracterización en términos lingüísticos (o mediante otros signos fácilmente traducibles a signos lingüísticos). Dicha definición o caracterización se contendrá, por tanto, en un enunciado o serie de enunciados, a los cuales, siguiendo la mejor doctrina actual, podemos llamar enunciados interpretativos. Naturalmente, estos enunciados interpretativos pueden, a su vez, dar lugar a dudas sobre su preciso significado y alcance, por lo cual pueden ser también objeto de interpretación. 2. En derecho se interpretan diversas cosas y en muy variadas ocasiones, entendiendo por interpretar lo que acabamos de decir, esto es, el establecer o determinar qué significa algo. Porque ese algo puede estar constituido por cosas tales como enunciados, acciones o hechos. En todos los casos se trata de sentar un significado relevante para lo que en derecho se está discutiendo o pueda ser objeto futuro de discusión. Un hecho puede ser, por ejemplo, la muerte de alguien. Puede ser muy relevante si se trató de una muerte natural o una muerte violenta, o si se debió a una enfermedad espontáneamente surgida o provocada, o facilitada por la ingestión de algún producto. Habrá, pues, que examinar las circunstancias y los pormenores que de esa muerte se conozcan para, a partir de ellos, optar fundadamente, lo más fundadamente que sea posible, por una de esas alternativas en juego, cada una de las cuales va a desencadenar, en su caso, consecuencias jurídicas diferentes. Similarmente se interpretan las acciones y sus circunstancias. En derecho es muy importante a veces determinar si una acción ha sido, por ejemplo, deliberada o no deliberada y, aún en este último caso, si hubiera podido su autor evitarla en caso de haber tomado ciertas precauciones o si, por el contrario, ni siquiera así sería evitable. Para ello lo que se hace es interpretar los datos de que se disponga y que puedan apuntar en uno u otro de tales sentidos. Un informe de balística, el testimonio de un testigo, un dictamen psiquiátrico, una confesión de parte, etc., son interpretados por el juez (y por el resto de los operadores en un proceso) para responder a esas cuestiones básicas sobre el significado que importa de ciertos hechos (fue muerte natural o violenta, v. gr.) o de ciertas acciones (fue una acción intencional o no intencional, v. gr.). Vemos que ya en la interpretación de los hechos lo que se produce es una cadena de
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
interpretaciones: para establecer el significado que importa del hecho H debe el intérprete atenerse a ciertos hechos relacionados F1, F2… Fn, cada uno de los cuales, a su vez, puede ser interpretado en su relevancia en lo que importan desde otros hechos relacionados D1, D2…Dn. Y así sucesivamente, hacia atrás, en una cadena que tiene su límite último en lo que marquen el sentido común, las posibilidades empíricas o las posibilidades normativas. Un ejemplo de esto. Un conductor provoca un accidente automovilístico en el que muere una persona. Se trata de saber si dicho conductor iba borracho al provocar el accidente, cuestión de la que puede depender su grado de responsabilidad por tal hecho. Averiguamos, pues, un hecho, el hecho de su embriaguez. Pero cuando no hay pruebas empíricas absolutamente evidentes e irrebatibles de lo uno o de lo otro, dicha averiguación es más bien interpretación de indicios, de pruebas en sentido jurídico, no en el sentido en que en la ciencia se prueba experimentalmente la verdad de una hipótesis. Pues bien, llamemos H al hecho de que nuestro conductor iba sobrio (H1) o borracho (H2). Esas son aquí las alternativas interpretativas. Lo primero que en derecho seguramente nos vamos a encontrar es una regla de interpretación de los hechos y a tenor de la cual si no probamos que el conductor iba borracho (H2), debe quedar, a efectos jurídicos, establecido que no puede responder por tal, es decir, que a falta de prueba de H2 en derecho se decide como si los hechos se correspondieran con H1. Es muy importante esto, que tiene que ver claramente con la presunción de inocencia y el principio (interpretativo de los hechos) in dubio pro reo, y que aquí, sin demasiadas pretensiones analíticas, podríamos caracterizar así: a la hora de interpretar los hechos de los que depende la sanción que un sujeto pueda recibir, se estará a que ocurrieron del modo que a esos efectos sancionatorios sean más favorables para tal sujeto, salvo que se pruebe que ocurrieron de otra forma, es decir, de una forma que le resulte sancionatoriamente más onerosa. Por eso se insiste siempre en que declarar que alguien es inocente por aplicación de la presunción de inocencia no supone establecer que no realizó cierto hecho, sino que no puede en derecho pagar por él, tanto si en la realidad lo
Un mismo hecho puede tener muy distintos significados según el parámetro interpretativo que se adopte, es decir, según el punto de vista desde el que queramos valorarlo. Desde el punto de vista religioso puede ser pecaminoso o no; desde el económico puede ser rentable o no rentable; desde el moral puede ser moral o inmoral, desde el científico puede ser empíricamente verdadero o empíricamente falso, etc. Por eso el punto de vista jurídico es un punto de vista peculiar y, generalmente, independiente de esos otros. Así, que la posible borrachera del conductor signifique para una determinada confesión religiosa que cometió un pecado es algo que no debe afectar a la elección entre las alternativas que para el derecho cuentan, por ser relevantes para el contenido de la decisión del caso. Y hasta de la verdad científica se puede ver esa separación, pues en defecto de prueba de la borrachera debe contar en derecho como si no fuera borracho, aunque empíricamente tal vez si lo iba. Las presunciones, tanto las iuris tantum como las iuris et de iure, establecen separaciones entre la verdad empírica y la verdad jurídica.
1. Interpretar, argumentar, decidir
realizó como, obviamente, si no. La presunción de inocencia no es sino una regla interpretativa de los hechos que dirime en caso de empate entre las alternativas interpretativas de diferente grado de gravedad para el imputado. Sigamos con nuestro ejemplo y pongamos que a favor de H2 (la borrachera del sujeto) se cuenta con el testimonio de un testigo que lo vio salir tambaleándose de un bar antes de tomar su coche. A ese testimonio de tal testigo lo llamamos F1. Tenemos ya un hecho, H, cuyo significado jurídico es dudoso, en cuanto que hay más de una alternativa interpretativa de él (H1 vs. H2), pero a favor de H2 se cuenta con ese testimonio F1. Pero F1 también puede necesitar ser interpretado, y tal interpretación se hace atendiendo a cosas tales como si la vista del testigo es buena (D1), si tal testigo estaba a su vez sobrio o bebido en el momento en que vio lo que narra (D2), si tiene algún tipo de amistad con el conductor acusado (D3), etc. (…Dn). Así pues, los hechos y las acciones en derecho también se interpretan, y en muy buena medida cabría sostener que la teoría de la prueba de los hechos es teoría de la interpretación de los hechos. Pero ese no es aquí nuestro tema. 3. En la teoría jurídica se suele hablar de interpretación para referirse al establecimiento del significado de enunciados jurídicos. Estos enunciados que se interpretan pueden contenerse en muy distintas sedes: leyes, reglamentos, sentencias, contratos, testamentos, etc. Podemos en términos generales, pues, decir que el derecho se compone (exclusivamente, básicamente o parcialmente, esa es otra discusión) de ciertos enunciados que poseen valor dirimente de conflictos. Según cuál sea el tipo de tales enunciados, pueden regir reglas distintas para su interpretación. Así, en derecho español el artículo 3.1 del Código Civil enumera pautas para la interpretación de las normas, los artículos 1281 a 1289 tratan “De la interpretación de los contratos” y el artículo 675[] regula aspectos de la interpretación de los testamentos.
Normalmente plasmados en documentos, pero no siempre, pues también existen, por ejemplo, normas consuetudinarias o contratos verbales. No nos detendremos aquí en toda la casuística a este respecto y en sus peculiaridades, pues nos interesa llegar a ocuparnos principalmente de la interpretación de normas escritas. Si aludimos al conjunto y variedad de objetos de la interpretación normativa, es a fin de hacer hincapié tanto en la omnipresencia de la interpretación como en las peculiaridades de las posibles reglas que rigen para cada uno de esos tipos. “Las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquéllas.” Prescindimos aquí de la discusión sobre cuál sea el valor real de esta enumeración. Junto con otros, que se ocupan de precisar el alcance de ciertas cláusulas abiertas o genéricas que pueden contener los testamentos: arts. 747, 749 y 751.
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
En adelante ya hablaremos sólo de la interpretación de enunciados jurídicos normativos. 4. La necesidad de interpretar responde a la aparición de un problema interpretativo. Hay un problema interpretativo cuando la solución de un caso aparece como dependiente de la elección que se haga de entre alternativas de significado de uno o varios enunciados jurídicos normativos. Del resultado de esa elección entre alternativas de significado pueden depender cosas tales como: a. Cuál de dos o más normas se aplica al caso. Así, en derecho penal español, del conjunto total de los homicidios el legislador individualiza el conjunto de los asesinatos, siendo asesinato aquel homicidio en que concurre al menos uno de los siguientes elementos: alevosía, precio recompensa o promesa, o ensañamiento. Así que, establecido que A mató a B, la norma aplicable (y la correspondiente sanción) dependerá, en primer lugar, de cómo se precise el significado de términos como “alevosía”, “precio”, “recompensa”, “dolor”, etc. Pongamos que “dolor” puede tener al menos dos significados diversos que aquí pueden venir a cuento. Según el primero de esos dos significados posibles (S1), “dolor” quiere decir ahí “padecimiento físico”. Según el segundo significado posible (S2), “dolor” quiere decir “sufrimiento intenso de cualquier tipo”. Ahora imaginemos que el homicida provocó a su víctima, mientras la mataba, un profundo sufrimiento psíquico (por ejemplo, diciéndole que luego capturaría y torturaría a sus hijos), aunque la muerte que le acabó causando fue totalmente indolora, es decir, exenta de todo padecimiento físico. ¿Estaríamos ante un caso de asesinato o de homicidio simple? La respuesta dependerá de cómo hayamos interpretado “dolor” en el párrafo tercero del mencionado artículo 139. Si lo hemos entendido con el significado S2, se aplicará al caso este artículo 139; si le hemos asignado el significado S1, la norma aplicable será la del homicidio simple del artículo 138. Aquí tertium non datur. b. Qué consecuencia se sigue de la norma aplicable para el caso. Sentado ya que la norma aplicable sea una determinada, la consecuencia precisa que
Artículo 139 del Código Penal español de 1995: “Será castigado con la pena de prisión de quince a veinte años, como reo de asesinato, el que matare a otro concurriendo alguna de las circunstancias siguientes: 1.º. Con alevosía. 2.º. Por precio, recompensa o promesa. 3.º. Con ensañamiento, aumentando deliberada e inhumanamente el dolor del ofendido”. El artículo anterior, 138, dispone que “El que matare a otro será castigado, como reo de homicidio, con la pena de prisión de diez a quince años”.
1. Interpretar, argumentar, decidir
de ella se derive para el caso dependerá del modo como sean interpretados los términos de aquélla, siempre que para tales términos haya al menos dos alternativas interpretativas. 5. Hasta ahora hemos dicho que un problema interpretativo surge cuando se plantean alternativas interpretativas para un enunciado normativo, es decir, cuando para el enunciado N caben los significados S1 y S2, o más. Pero ¿qué quiere decir que “caben” esos significados? Con esta pregunta llegamos a una de las más importantes bifurcaciones de la teoría de la interpretación jurídica, íntimamente relacionada con la teoría del derecho a que cada teórico de la interpretación se acoja. Veámoslo. A la hora de manejar el significado de N pueden ocurrir dos cosas. Una, que objetivamente N contenga algún género y grado de indeterminación que a mí me impida saber con total exactitud y sin margen de duda qué quiere decir para el caso que tengo entre manos, de modo que pueda querer decir tanto S1 como S2. Otra, que subjetivamente a mí me desagrade, por las razones que sean, el significado claro que N tenga para el caso, o cualquiera de los significados, S1, S2… Sn, objetivamente posibles, de modo que opto por un significado S´ que ningún hablante competente consideraría compatible con la semántica, la sintaxis y la pragmática de N. Ilustrémoslo con un supuesto ordinario. Mi vecino me dice: “Te prometo que si necesitas comida, yo te la regalo”. Puedo interpretar esta promesa de muchas formas distintas, ninguna de las cuales vulnera las reglas de nuestro idioma. Así, puedo entender que me promete que me dará algo de comer en caso de que yo me encuentre en situación de grave necesidad, o que me dará más comida si la que yo tengo no me alcanza, por ejemplo porque soy muy glotón, o que si hay algún alimento que yo no tengo en mi despensa él me lo regalará; etc. Son varias las interpretaciones objetivamente posibles allí. Ya se ve que llamamos interpretaciones objetivamente posibles a aquellas que no son incompatibles con las reglas semánticas, sintácticas y pragmáticas de nuestro lenguaje, ya sea éste el lenguaje ordinario o cualquier lenguaje especializado no puramente formalizado. Siguiendo con el supuesto, ¿qué ocurre si yo quiero entender que lo que mi vecino me promete es que me dará todo el dinero que yo necesite para llegar a fin de mes disfrutando de una vida cómoda y lujosa? Tanto mi vecino como cualquier conocido al que se le pregunte me responderán que no, que la promesa versaba sobre comida que yo pudiera necesitar, pero que de ningún modo tal
Insisto en que ya hemos dejado fuera de nuestra atención lo relativo a la interpretación de los hechos.
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
cosa puede significar que me va a regalar dinero, y menos en la cantidad que sea de mi gusto. Mas si yo soy jurista podré echar mano de toda una serie de recursos para transmutar, a modo de alquimia lingüística, lo que objetivamente mi vecino me podía estar prometiendo en lo que a mí me interesa que sea el objeto de su promesa. Y haré razonamientos de este calibre, tan frecuentes en la praxis jurídica: el fin de su promesa era aliviarme una necesidad importante, como es la de alimentación; yo tengo otras necesidades tanto o más importantes, como la de techo o cultura, por lo que, por la misma razón (o con más razón aún) que da sentido a la promesa de alimentarme, hay que entender que queda abarcada también la de pagarme el alquiler o darme para la entrada del cine. Habré realizado así un razonamiento analógico o uno a fortiori. O de este otro tipo: a la promesa de mi vecino subyace la finalidad de ayudarme en mis cuitas, pues me aprecia y desea auxiliarme, y, dado ese fin, se cumple, y en tanta o mayor medida si me paga el alquiler de la casa donde vivo, pues aunque tal cosa no esté comprendida en las palabras de su promesa, sí que lo estará en su intención al hacerla o en su mejor sentido objetivo de fondo. Habré llevado a cabo de esta forma una interpretación teleológica contra legem, con base en que los fines que en el fondo dan sentido a una norma deben contar más aún que las palabras con que en la dicción de la norma se expresan. O podré decir que la promesa de mi vecino es aplicación del principio general de que se debe ayudar al necesitado, principio inserto en la constitución moral misma de nuestra sociedad, por lo que, en coherente aplicación de tal principio, mi vecino debe ayudarme no sólo con el alimento, sino también con otras cosas, como el pago de mi vivienda, pues no habría razón aceptable para circunscribir sólo a lo primero su propósito de ayuda. Ahí andan los principios haciendo de las suyas. Podríamos seguir un largo trecho con este juego de lo que un jurista podría tramar para convencer a su vecino de que éste le prometió mucho más de lo que le dijo que le prometía. Y el lector juzgará descaro del vecino que así argumentara y despropósito de sus argumentos. Pues bien, con esto llegamos a la gran pregunta que en este momento tenemos que tratar: por qué, si tales modos de interpretar y argumentar las interpretaciones se consideran fuera de lugar y rechazables cuando se trata de una promesa, se admiten, en cambio, por tantos y con tanta alegría cuando se trata de dar significado a los enunciados normativos del derecho. Hemos visto en el ejemplo anterior que frente a las interpretaciones objetivamente posibles del enunciado de su promesa se contraponen y se hacen imperar las interpretaciones subjetivas que el beneficiario de la promesa quiere darle, sin bien ese su querer, ese interés que lo guía al saltarse lo que de objetivo haya en el lenguaje de la promesa en cuestión, se disfraza mediante argumentos
1. Interpretar, argumentar, decidir
de hermosas resonancias y considerable complejidad. ¿Pasa lo mismo en la práctica del derecho cuando los jueces rebasan todo significado objetivamente posible de una norma para presentar como significado debido uno que no cabe dentro de la semántica de sus términos, su sintaxis, su contexto normativo y la pragmática de su uso? Mi tesis es que sí, pero es una tesis claramente minoritaria en estos tiempos, he de reconocerlo. 6. Denominaré positivista a la teoría de la interpretación que aquí presento. Y es obligado puntualizar de inmediato que el positivismo del que participo es del tipo del que defendiera en el siglo xx un autor como Hart. Nada que ver, por tanto, con el ingenuo formalismo y el optimismo ciego de gran parte del positivismo decimonónico, como el de la escuela de la exégesis. Este positivismo decimonónico se basaba en una visión completamente idealizada del sistema jurídico, según la cual dicho sistema goza de tres maravillosas virtudes: es completo, es decir, no tiene lagunas; es coherente, lo que implica que no se dan en su seno antinomias; y es claro, lo que supone que sus normas o bien se contienen en enunciados que raramente plantean oscuridades o indeterminaciones semánticas y sintácticas (escuela de la exégesis, en Francia), o bien tales normas existen independientemente de su concreta enunciación, en un mundo de entidades ideales o conceptos puros que en su seno abrigan la plena prefiguración de cualquier institución jurídica (jurisprudencia de conceptos, en Alemania). Ese positivismo ingenuo y metafísico cayó en el más absoluto descrédito teórico con el paso del siglo xix al siglo xx, por obra de la contundente crítica de corrientes como la escuela de derecho libre, la jurisprudencia de intereses, el realismo jurídico, etc., y muy particularmente de autores como Jhering (en su segunda época) Gény, Heck, Kantorowicz, Fuchs, Ehrlich, Ross, etc. Y Kelsen, no lo olvidemos, que desde su positivismo fustigó con saña la teoría de la interpretación y aplicación del derecho propia de las mencionadas doctrinas decimonónicas. Es fácil comprobarlo contrastando las tesis de éstos con el capítulo último de la kelseniana Teoría pura del derecho, en cualquiera de sus ediciones. 7. Pero he dicho que la positivista no es ni la única doctrina hoy en presencia al hablar de interpretación ni la dominante. Distinguiremos brevemente tres tipos de teorías de la interpretación hoy en pugna, a las que denominaremos positivista o lingüística, intencionalista y axiológica. – La teoría positivista de la interpretación jurídica podría sintetizarse así, en rasgos simplificadores y muy elementales: a. todo el derecho se contiene y se agota en enunciados normativos; b. tales enunciados se expresan en lenguaje
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
ordinario, especializado o no, por lo que adolecen, en grado mayor o menor, de problemas de indeterminación, ya sea por ambigüedad o, principalmente, por vaguedad; c. tal indeterminación consustancial hace siempre inevitable la interpretación como actividad mediadora entre el enunciado de la norma y la resolución del caso a la que aquélla se aplica; d. por tanto, el intérprete deberá elegir entre las interpretaciones posibles (en el sentido que antes señalé), pero sólo entre las interpretaciones posibles; e. dicha elección es discrecional, pero no debe ser arbitraria, lo cual quiere decir que el juez ha de justificar su opción mediante argumentos tan convincentes como sea posible, si bien en el entendido de que tal justificación no será nunca una demostración perfecta e irrebatible de la absoluta preferencia de la interpretación elegida; f. cuando el juez aplica una norma dándole un significado que rebasa sus interpretaciones posibles ya no está interpretando, sino creando una norma nueva que reemplaza (no meramente que concreta o complementa) a la hasta entonces vigente; g. tal reemplazo de la norma previa aplicable por otra de la mera cosecha del juez plantea un grave problema de legitimidad, sean cuales sean las razones con las que se justifique, y más en democracia, pues supone la suplantación del legislador democrático, representante de la soberanía popular, por otro poder, el judicial, que carece de tal legitimación para la creación de normas opuestas a las del legislativo; h. hay numerosas ocasiones en que el juez sí está legitimado para aplicar normas de su creación, como sucede en los casos de laguna, o de su preferencia, como ocurre en los casos de antinomia no resoluble por las reglas usuales para tal fin (lex superior, lex posterior, lex specialis). En consecuencia, el positivismo jurídico contemporáneo reconoce una amplia discrecionalidad judicial a la hora de interpretar y aplicar el derecho, discrecionalidad que se traduce en que el juez debe elegir (justificadamente) entre a. las normas que prima facie puedan parecer aplicables al caso, en razón de sus interpretaciones posibles; b. las interpretaciones posibles de las normas elegidas para decidir el caso; c. la norma preferible en caso de antinomia irresoluble por otra vía; d. la norma mediante la que resolver el caso para el que el sistema jurídico no contiene previsión normativa previa aplicable. Y esto sin contar con la discrecionalidad, igualmente ineliminable, en lo referido a la valoración e interpretación de los hechos del caso. En las doctrinas positivistas el valor seguridad jurídica, especialmente en su apartado de certeza, prevalece sobre los otros valores jurídicos.
Al igual que en nuestro ejemplo anterior, el entender la promesa de que se regalará alimento como promesa de que se pagarán los gastos principales del receptor de la promesa no es interpretar aquella promesa originaria sino sustituirla por otra.
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– Las doctrinas que denomino intencionalistas consideran que: a el derecho es, antes que nada, un conjunto de contenidos de voluntad de la persona o personas legitimadas para dictar normas jurídicas; b. dichos contenidos suelen manifestarse en enunciados que se contienen en ciertos documentos o cuerpos jurídicos (Constitución, leyes, reglamentos, sentencias…), pero (1) puede ocurrir que una parte de esos contenidos volitivos que son derecho no se hallen expresados en tales enunciados, por lo que el derecho es más que tales enunciados que pretenden recogerlo, de modo que lo que en el conjunto de tales enunciados puede parecer una laguna no lo sea en realidad en el derecho; (2) puede ocurrir que esos contenidos sean precisos y determinados en su origen, pero no estén plasmados con suficiente precisión y determinación en los enunciados expresos que se contienen en los cuerpos jurídicos, con lo que la indeterminación de dichos enunciados no significa de por sí indeterminación correspondiente del derecho, y (3) puede acontecer que el autor de la norma haya errado al expresar su voluntad constitutiva, con lo que hay una discrepancia entre lo manifestado en los enunciados normativos presentes en los cuerpos jurídicos y lo realmente querido por el legislador, discrepancia que debe resolverse en favor de esto último, y por lo que no toda interpretación contra legem es interpretación contraria a derecho, ya que la esencia del derecho no está en su letra y puede contradecirse con ésta; y, por contra, en tales casos de discrepancia entre letra y voluntad una interpretación fiel a la letra resultará interpretación contraria a derecho; c. el juez carece de legitimidad para suplantar la voluntad del legislador por la propia, y ésta sólo podrá dirimir cuando no sea posible averiguar qué fue lo querido por el legislador y, además, no pueda presumirse reflejado en la letra de la ley por ser ésta igualmente indeterminada en lo que importa para el caso. Esta teoría intencionalista es la que subyace a las versiones más extremas de la teoría subjetiva de la interpretación y a las teorías de la interpretación constitucional denominadas originalistas, de importante presencia en el debate constitucional estadounidense. En cuanto proclaman la superioridad del legislador sobre el juez son, cuando se defienden en un contexto democrático, celosas de la preeminencia del principio democrático, pero por su apego al sentido subjetivo originario de las normas tienen efectos muy conservadores cuando se trata de la aplicación de normas de cierta antigüedad. En estas corrientes intencionalistas el valor autoridad (legítima) prevalece sobre los otros valores jurídicos. – Las doctrinas que llamo axiológicas se sintetizarían en las siguientes notas principales: a. el sistema jurídico se cimenta en un sistema o conjunto ordenado de valores, que son su base y le dan su sentido último y más determinante; b. dichos contenidos valorativos, que son la esencia del sistema jurídico, tratan
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
de expresarse a través de los enunciados normativos contenidos en los cuerpos jurídicos; c. puede ocurrir que 1. el autor de la norma no haya expresado en el correspondiente enunciado con suficiente claridad los contenidos del derecho para los casos que ahí se resuelven, pero en tal caso las interpretaciones lingüísticamente posibles no son las interpretaciones jurídicamente posibles, pues en el derecho, en cuanto sistema de valores articulados y desarrollados, está claro lo que en las palabras de la ley resta indeterminado; o 2. que en las palabras de la ley resulte clara una solución que, sin embargo, no sea la que se corresponde con la esencia axiológica que gobierna en derecho ese sector de casos o ese asunto, en cuyo caso la interpretación contraria al tenor de la ley será, sin embargo, la demandada por el derecho, en su verdadera y más cierta esencia; o 3. que en los enunciados normativos presentes en los cuerpos jurídicos nada se diga que pueda entenderse referido y aplicable al caso que se resuelve, pese a lo cual no habrá laguna, pues seguro que en el fondo valorativo del sistema jurídico sí que se contiene solución preestablecida, cierta y única para ese caso que ni en la letra de la norma ni en la voluntad del legislador aparece contemplado. Como se ve, estas teorías axiológicas de la interpretación son la versión contemporánea de aquel formalismo radical que en el siglo xix era propio del positivismo ingenuo. No es de extrañar, pues, como aquél, estas doctrinas tienen un fuerte componente metafísico e idealista, que se traduce ante todo en la convicción de que el derecho no es una realidad lingüística (como cree cierto positivismo contemporáneo) ni empírica (como creen las teorías del derecho de corte realista y sociologista), sino que se compone de esencias que se articulan entre sí, prefiguran la mejor solución para cualquier conflicto, realizan en cada caso del modo mejor la justicia y el bien y subsisten aun contra la voluntad del legislador legítimo, el entendimiento de los ciudadanos lingüísticamente competentes y hasta las determinaciones históricas y sociales. Como doctrina metafísica que es, esta teoría del derecho y de la interpretación presupone que existen semejantes esencias valorativas precisas y contenedoras de la solución más justa para todos los casos en derecho, y que, además, son perfectamente cognoscibles, y muy en particular cognoscibles por los jueces, quienes, en razón de una especial capacidad o posición (que no suele fundamentarse en tales teorías) están en mejores condiciones que el legislador democrático o el ciudadano ordinario para acceder a ellas, incluso en lo que tienen de contradictorio con el sentir del legislador o el entender de la ciudadanía. Se trata, pues, de doctrinas con un potente componente de elitismo judicial y doctrinal, ya que dividen el mundo entre quienes por definición conocen, y conocen bien, las esencias ideales de lo jurídico, como ocurre con los profesores (al menos los de tal orientación) y los jueces, y quienes padecen una constitutiva obnubilación jurídico-valorativa,
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como es el caso de los ciudadanos sin toga profesoral o judicial y, especialmente, del legislador democrático. Por supuesto, en las doctrinas de este tipo, como en las dos anteriores, hay variantes y grados. Por una parte, se distinguen por el tipo de teoría de los valores que las inspira, y se puede a tal propósito diferenciar entre las que consideran que la base del derecho es un sistema de valores de contenido intemporal y universal, y las que entienden que esos valores objetivos que sostienen el derecho tienen un carácter histórico y vinculado a cada cultura o sociedad concreta. El primero sería el caso del iusnaturalismo y el segundo el de Dworkin, por ejemplo. Por otra parte, también se diferencian en el grado de determinación y operatividad decisoria que otorgan a esos valores que sustentan y alimentan el sistema jurídico, y mientras que unos, como el primer Dworkin, defienden que, al menos idealmente, en tales valores se contiene predeterminada la única respuesta correcta para todo conflicto jurídico, otros, como el primer Alexy, mantienen que dichos valores no sirven para fundar una única respuesta correcta para cada caso, sino meramente para descartar las respuestas abiertamente incorrectas por injustas. Con ello se diferencian también en el margen de discrecionalidad que le reconocen al juez y en su grado de deferencia con el legislador. De este tipo es el fuerte movimiento doctrinal actual que recibe el nombre de neoconstitucionalismo y que, además de los citados, está paradigmáticamente representado por autores como Zagrebelsky, en su obra El derecho dúctil. No hace falta decir que el valor que estas corrientes hacen preponderar es el valor justicia, que gana así, en ellas, a la seguridad jurídica y a la legitimidad de la autoridad. Mis consideraciones en lo que sigue serán desarrollo y aplicación de la teoría positivista a que me adscribo, y sólo mencionaré las otras ocasionalmente y a efectos comparativos. 8. Recapitulemos muy brevemente y complementemos con unas muy elementales nociones sobre las causas más comunes de la indeterminación de los enunciados normativos. Un enunciado normativo adolece de indeterminación en algún grado cuando no sabemos exactamente a qué se refiere. Ese no saber a qué se refiere exactamente pueden verlo tanto la doctrina como la práctica jurídica decisoria. En el primer caso nos hallamos cuando un tratadista que explica o comenta un precepto normativo se pregunta a qué casos se refiere dicho precepto y constata que hay casos de los que se duda si caen dentro o fuera de su regulación, dependiendo de cuál sea la interpretación que se haga valer. Dicho tratadista puede limitarse a enumerar cuáles son esas interpretaciones posibles, con sus
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respectivas consecuencias para unos casos u otros, como quería Kelsen que los dogmáticos hicieran para que su labor fuera científica y no política, o puede sentar cuál es la interpretación, de las posibles, que le parece preferible, por las razones que en tal caso debe explicitar, si no quiere que su interpretación se pueda reputar de arbitraria. Esa es la llamada interpretación doctrinal, a la que no volveré a referirme aquí. Su importancia deriva de su posible influencia sobre la interpretación práctico-decisoria que llevan a cabo los jueces y tribunales y los demás órganos con capacidad decisoria en derecho. Cuando uno de esos órganos decisorios se topa con un problema interpretativo en el caso que tiene que resolver, deberá necesariamente elegir entre una de las interpretaciones posibles. Si dicho órgano está legalmente sujeto a la obligación de motivar sus resoluciones, como ocurre con los jueces y tribunales, deberá justificar esa elección interpretativa mediante razones, ya que al determinar esas opciones interpretativas (junto con las referidas a los hechos) el contenido concreto del fallo, motivar éste tiene que ser necesariamente fundamentar aquéllas. Volveremos sobre esto al hablar del papel de la argumentación. Retomemos el hilo. Decíamos que un enunciado normativo plantea un problema interpretativo cuando no sabemos con total precisión a qué se refiere, o, lo que es lo mismo, cuando su referencia no está totalmente determinada. Esa indeterminación o no saber a qué se refiere puede deberse a dos razones principales: a. Que haya varias cosas heterogéneas que se denominen así. El término “copa”, por ejemplo, presenta ese problema, pues tanto se denomina así un recipiente para beber como una parte de los árboles o como un trofeo que se suele entregar a los ganadores de ciertos torneos. Una norma que dijera “se premiará con una copa al que consiga X” plantea el problema interpretativo de si tal premio consiste en un trofeo, en una valiosa copa para beber o en una invitación a beber una copa de buen vino. Estamos aquí ante los casos de ambigüedad semántica. Muy a menudo tal ambigüedad semántica se resuelve fácilmente poniendo el enunciado en cuestión en su contexto, de modo que claramente se puede apreciar de qué se está hablando. Pero no siempre ocurre así. Un ejemplo real de problema interpretativo derivado de la ambigüedad es el que se plantea a propósito del término “llevar” en el artículo 242, apartado 1, del Código Penal español.
Dicho precepto contempla un supuesto agravado de robo “cuando el delincuente hiciese uso de armas u otros medios peligrosos que llevase, sea al cometer el delito o para proteger la huída, y cuando el reo atacase a los que acudiesen en auxilio de la víctima o a los que le persiguieran”. En la sentencia de la Sala Penal del Tribunal Supremo del 21 de febrero de 2001 el problema interpretativo se plantea
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Otras veces la ambigüedad es sintáctica, pues lo que introduce la posibilidad de dos significados distintos e incompatibles es la colocación de una palabra en la frase o la presencia de un signo que puede dar lugar a dos sentidos diversos del enunciado. Un ejemplo así lo ofrece el artículo 268 del Código Penal español b. Que el significado sea único (o que ya se haya sentado cuál es el que aquí cuenta), pero que no esté perfectamente delimitado el conjunto de los elementos que caen bajo la referencia del término o expresión en cuestión. Estamos entonces ante un problema de vaguedad. Un ejemplo de tantísimos lo encontramos en el artículo 182 del Código Penal español de 1975[], que tipificaba como violación, entre otras cosas, “la introducción de objetos” por vía vaginal o anal, mediando violencia o intimidación. Hay cosas de las que nadie dudaría que son “objetos”, por lo que todos concordaríamos en que al mencionar dicho término la ley se refiere sin duda a cosas tales como un palo o un tenedor. Pero ¿y los dedos? ¿es “objeto” un dedo a efectos de tal artículo?, ¿se refiere dicho término también a un dedo de una mano? La única respuesta que de antemano se puede dar en derecho para una pregunta así es “depende”: depende de la interpretación que hagamos de dicho término legal, de que a su referencia posible le demos su alcance más amplio (interpretación extensiva) o más restringido (interpretación restrictiva). La sentencia del 23 de marzo de 1999 de la Sala Segunda del Tribunal Supremo español tuvo que decidir un asunto tal e interpretó que por “objetos” había que entender “cosas inanimadas o inanes”. El Tribunal optó, en consecuencia, por la interpretación restrictiva que dejaba el hecho enjuiciado fuera del alcance o referencia del enunciado del citado artículo. Pero es exactamente eso, una opción, frente a la que también porque el delincuente se valió para consumar un atraco de un palo que tomó del suelo en el momento y lugar mismo de la acción. ¿Significa eso que el palo, medio peligroso, fue “llevado” por el delincuente? Depende del significado de “llevar” que se elija, pues llevar tanto es portar en un momento dado como trasladar de un lugar a otro. En el primer sentido el delincuente sí llevaba el palo; en el segundo, no. La sentencia se decantó por la acepción segunda y entendió, por tanto, que no se daba el requisito de este tipo agravado de robo. Usó para ello un argumento literal sumamente débil, pues precisamente una duda de este tipo no se resuelve con argumentos meramente semánticos, ya que semánticamente cabe cualquiera de los dos significados mencionados. Tiene la sentencia un voto particular que critica hábilmente dicha fundamentación y muestra cómo había más y mejores argumentos en favor de la opción contraria, especialmente argumentos teleológicos, alusivos al fin protector de la especial indefensión de la víctima, que, respecto del palo con que es amenazada, en nada varía porque dicho palo lo llevara el delincuente desde su casa o se lo encontrara allí mismo. Véanse por ejemplo las sentencias de la Sala Penal del Tribunal Supremo del 20 de diciembre de 2000 (ponente: C. Granados Pérez) y el 26 de junio de 2000 (ponente: C. Conde-Pumpido Tourón). Equivalente al artículo 179 del Código Penal de 1995 a los efectos que aquí importan, pues también éste se refiere a la introducción de “objetos”. Parece evidente que yerra el redactor de la sentencia al escribir “inanes” donde seguramente quería decir “inertes”.
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cabía en derecho la contraria, y el acierto de elegir una u otra no depende del contenido en sí de la elección, sino de la calidad y fuerza de convicción de los argumentos con que se apoye. Cuando la aplicación de la norma al caso depende de la interpretación que hagamos de los términos y expresiones de aquélla, diremos, siguiendo la terminología que sentara Hart, que dicho caso cae dentro de la zona de penumbra del enunciado de dicha norma; es decir, que ni es un caso al que sin lugar a duda la norma se refiere, ni es un caso que sin lugar a duda queda fuera de los contemplados por dicha norma. A efectos del mencionado artículo 182 del Código Penal de 1975 (o del 179 del Código actual), nadie en sus cabales y sin intenciones torcidas negará que un puñal es un objeto o afirmará que un pensamiento sí lo es. En cambio, los dedos caen en la zona de penumbra, como hemos visto, pues que lo sean o no lo sean depende de cómo definamos lo que en esa norma significa “objeto”. Resumiendo y completando, un término es vago cuando no viene dada con él la enumeración exacta de los elementos que integran el conjunto de seres o estados de cosas a los que se refiere (vaguedad extensional: cuando el conjunto de los elementos referidos por el término es un conjunto abierto) y cuando, correlativamente, no vienen con él definidos los caracteres precisos que reúnen todos los elementos referidos por él (vaguedad intensional: cuando el conjunto de los caracteres definitorios de los elementos que forman parte del conjunto referido por el término es un conjunto abierto). El término “objetos” en el artículo 182 citado es vago, porque sin interpretar ese término, es decir, sin precisar su significado mediante la interpretación, no sabemos la lista completa de las cosas que pueden ahí contar como “objetos” (por ejemplo, no sabemos si un dedo lo es o no lo es), lo que se relaciona estrechamente con que tampoco podemos antes de la interpretación determinar la lista completa de los caracteres que definen ahí lo que sea un objeto (por ejemplo, si el ser inerte es o no definitorio de lo que sea un objeto). Toda decisión judicial de un caso termina en una subsunción de dicho caso bajo la norma que se ha estimado aplicable. Ahora bien: esa norma bajo la que el caso se subsume será siempre una norma interpretada, una norma a cuyo enunciado inicial, el que se contiene en un cuerpo jurídico (por ejemplo el Código Penal), se han añadido por vía interpretativa precisiones suficientes para poder afirmar sin arbitrariedad que bajo tal enunciado, así complementado mediante la interpretación, sí cae el caso de que se trata. Cuando un positivista habla de subsunción se hace de inmediato sospechoso de recaer en aquel formalismo decimonónico del que antes hablamos. Pero es un torpe error verlo así. Aquellas corrientes dominantes en el siglo xix creían
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que la aplicación de las normas jurídicas es mera subsunción porque, en razón del mito aquel de la claridad constitutiva de la ley, de dichas normas se pensaba que determinaban plenamente el fallo sin necesidad de añadido ninguno; por tal razón se desconocía también la discrecionalidad judicial, pues se entendía que la interpretación posible era siempre una sola, no varias entre las que elegir fundadamente, razón también por la que se daba tan escasa importancia a la motivación de la sentencia y solía ser ésta tan esquemática. Y cuando no se confiaba en que estuviera la norma perfectamente determinada en los términos con los que el Código la recogía, se sostenía que tal determinación sí era plena en la esencia última de los conceptos o los valores jurídicos, verdadero núcleo del sistema jurídico, frente al que las palabras poco importan, las haya o no y sean o no precisas. Tal pensaba la jurisprudencia de conceptos, como ya sabemos, y tal es lo que hoy sostienen las corrientes de tipo axiológico, como el neoconstitucionalismo, como ya hemos visto también. Por eso aquel radical formalismo del siglo xix es hoy negado por el positivismo, pero ha sido heredado, en versión corregida y aumentada, por este tipo mencionado de doctrinas antipositivistas. Lo que aquí queremos decir es que toda decisión judicial tiene una estructura subsuntiva, pero que dicha subsunción final acontece a partir de una interpretación de los hechos y de los enunciados jurídicos que es llevada a cabo por el juez y en la que goza de amplia discrecionalidad, que no de arbitrariedad, pues a. la elección discrecional no es de la interpretación que más le guste, sin límite alguno, sino de entre las que hemos llamado interpretaciones (objetivamente) posibles, y b. dicha elección, aun así acotada, debe ser justificada mediante argumentos admisibles, pertinentes y bien desarrollados. En esto último es muy relevante la aportación en los últimos tiempos de las llamadas teorías de la argumentación jurídica. En otras palabras, y para resumir, un enunciado normativo no es aplicable a la resolución de un caso mientras respecto de éste no se ha resuelto, mediante la interpretación, todo problema de ambigüedad o vaguedad. 9. Regresemos al ejemplo aquel de la promesa que me hizo mi vecino y que rezaba “Te prometo que si necesitas comida, yo te la regalo”. Conforme a la noción que hemos expuesto de interpretaciones posibles, a este enunciado cabe darle distintas interpretaciones posibles, alguna de las cuales ya se mencionaron más arriba. Y también otras que rebasan ese límite. Aquí, como ya se ha dicho, llamamos interpretación a un razonamiento compuesto de dos partes o pasos: el establecimiento de las interpretaciones posibles de la norma para el caso y la opción por una de ellas. Es decir, que si yo digo que el significado de tal
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enunciado de promesa es que mi vecino me va a comprar un coche cuando yo lo necesite, no estoy interpretando, sino inventándome una promesa nueva, ya sea porque me conviene, porque enloquecí o por las dos cosas. Pongamos, como hipótesis y para simplificar, que las interpretaciones posibles fueran sólo estas dos, que llamaremos I1 e I2: I1: si estoy en situación de peligro para mi salud por falta radical de alimento, mi vecino me dará algún alimento. I2: si el alimento de que dispongo no me alcanza para saciar mi gran hambre, mi vecino me dará algún alimento adicional. Si yo le digo a alguien, incluido mi vecino, que el significado de la promesa es el de I2, lo normal, y más en caso de que haya algún conflicto al respecto, será que mi interlocutor me pregunte por qué esa interpretación y no la otra. Ante tal pregunta, yo puedo hacer varias cosas: a. guardar silencio y no dar razón ninguna; b. decir que porque sí, o porque yo lo digo; c. decir que porque es lo que más me conviene a mí, que para eso estoy interpretando yo; d. decir cosa tal como que se me apareció el arcángel san Gabriel y me transmitió la voluntad divina de que así fuera entendida esa promesa; e. decir que el comportamiento general de mi vecino tanto antes como después de formular la promesa, así como la intención que éste me manifestó a mí mismo y a otros respaldan el sentido que yo di a sus palabras. Si mi actitud es la de a. mi interpretación pasará por perfectamente gratuita e injustificada, puesto que nada alego en su favor. En cambio en los casos b a d sí respaldo la atribución de significado que hago a la promesa mediante razones o argumentos. Pero, ¿valen y valen igual todos esos argumentos? Los argumentos contenidos en los casos b a d no los consideraríamos en la vida ordinaria argumentos que realmente sostengan o aporten justificaciones admisibles a mi interpretación. El primero, b, porque hace una arbitraria invocación de la autoridad que no tengo. El segundo, c, porque invoca la parcialidad descarada de mi juicio allí donde se me pide que aporte fundamentos que puedan resultar razonables para un observador imparcial y desinteresado, como pueda ser el interlocutor que me hace la pregunta. El argumento contenido en d no se consideraría de ningún modo admisible en nuestra sociedad, pues echa mano de conocimientos o experiencias puramente privadas que no son accesibles a los demás. Volveré luego sobre la idea de argumento interpretativo admisible. Por fin, el argumento de e sí funcionará como un argumento admisible y dotado de fuerza para avalar mi interpretación. Pero esa admisibilidad de tal argumento abocará a la cuestión siguiente, que lleva al siguiente paso de mi razonamiento interpretativo que quiera ser válido y eficaz. Pues mi interlocutor podrá preguntarme qué datos puedo mostrarle fehacientemente de los que me hacen pensar que la intención del promitente fue esa que
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invoco como respaldo de mi entendimiento de la promesa. En tal caso, de la mera invocación de un argumento admisible habremos pasado a la necesidad de probar los hechos que para el caso llenan de contenido dicho argumento. En cambio, si los argumentos que he dado son del tipo de los otros mencionados en b a d, nadie me pediría prueba ni razón adicional ninguna, pues quedarían descartados de antemano como razones que respalden mi postura y ésta seguiría pareciendo perfectamente arbitraria por objetivamente infundada. Las cosas apenas son distintas si hablamos de derecho y de la interpretación de los enunciados jurídicos. Hubo lugares, en tiempos del absolutismo, en los que en la decisión judicial se veía un puro ejercicio de autoridad, y se estimaba que la característica del que tiene autoridad es no dar razón de sus actos, pues sólo ante los superiores hemos de justificarnos. Así que como el juez sentenciaba en nombre del rey y éste era autoridad máxima, motivar la sentencia equivaldría a rebajar la supremacía del monarca. Superado el absolutismo, en los inicios del movimiento codificador llegaron a contenerse en algunos códigos civiles expresas prohibiciones de que el juez interpretase las normas que aplicaba. Era la época de aquella mítica e ingenua confianza en la plena claridad del lenguaje de la ley. Así que la motivación necesaria bastaba con que enumerase, sin más, los hechos y la clara norma bajo la que por sí mismos se subsumían, sin otra mediación del juez que la de ser quien aproximase los unos a la otra para que el silogismo saliese por sí solo y el fallo se impusiese con lógico automatismo. Luego, a medida que la inevitabilidad de la interpretación se fue haciendo patente y en tanto se fueron derrumbando aquellos mitos de la inmanente racionalidad formal del sistema jurídico, se fue tomando progresiva conciencia correlativa de que el juez condiciona mediante su interpretación el tipo de aplicación que de la norma se haga, de manera que la subsunción ya no es automática, sino condicionada por una serie de opciones de las que el juez no puede de ningún modo librarse. El paso ulterior tuvo que ser, cómo no, pedirle al juez que justificase expresamente esas opciones, a fin de acotar su discrecionalidad de modo tal que contenga de arbitrariedad la medida menor posible. En esa evolución las tornas se han cambiado de tal modo que si antes lo que hacía buena una sentencia era el contenido del fallo, y la motivación de éste contaba poco o nada, en la actualidad lo que hace bueno un fallo es la calidad de los argumentos con que se motiva cada uno de los pasos que llevan a él. Si la esencia de la buena sentencia fuera dar con la verdadera solución para el caso, importaría la verdad de dicha solución hallada más que el acierto al explicarla.
Tal vez por eso el neoconstitucionalismo imperante se hace cómplice de la pésima calidad de la motivación de muchas sentencias, especialmente de tribunales constitucionales, en las que, so pretexto de darle al caso la solución que la justicia demanda, se hace tabla rasa de la lógica y el sentido común y se
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
Pero las cosas son exactamente al revés, y entre dos fallos distintos de dos casos perfectamente idénticos se entenderá hoy comúnmente que no es más correcto el que encierre la verdad del derecho, sino el que esté mejor y más convincentemente fundamentado. En consecuencia, cuando un juez interpreta una norma, condicionando con ello el contenido final de su fallo para el caso, está realizando una elección que debe justificar mediante argumentos contenidos en la propia sentencia. ¿De qué manera puede y debe hacerlo? Mediante argumentos interpretativos. Pero, ¿vale aquí cualquier argumento como argumento justificatorio de la elección de una de las interpretaciones posibles? La respuesta es negativa, pues ocurre algo similar a lo que vimos en nuestro ejemplo de la vida ordinaria, el de la promesa. Toca, por tanto, definir qué se entiende por argumentos interpretativos, cuáles son admisibles y cuáles son las clases de éstos. 10. Para dar significado a cualquier cosa es preciso tomar una referencia, adoptar un punto de vista. De una persona que se arrodilla y mira al cielo, desde un punto de vista religioso se puede decir que está orando, desde un punto de vista psiquiátrico quizá se está autoinfligiendo un castigo porque se siente culpable y desde un punto de vista social tal vez está representando un papel aprendido con el que busca cierta reacción de quienes la rodean. Con los enunciados normativos no sucede distinto. El juez que ha de precisar el significado del enunciado normativo que va a aplicar a la resolución del caso tiene que atenerse a alguna pauta, arrancar de algún dato con el que correlacionar tal enunciado para obtener una visión más precisa del significado concreto de éste. Tomemos un ejemplo. El juez que interpreta el enunciado normativo N se ve en la necesidad de elegir entre dos interpretaciones posibles del mismo, S1 y S2, de cada una de las cuales van a derivarse diferentes consecuencias decisorias para el caso. Pongamos que ese juez adopta un punto de vista religioso y dice que se debe dar preferencia a S1 por ser el contenido resultante el que mejor se compadece con el credo cristiano. Habría usado lo que podríamos llamar un canon teológico de interpretación. Y, sin duda, su proceder no nos parecerá admisible, por incompatible con los fundamentos de nuestro derecho. O imaginemos que ese juez se inclina por S2 con el argumento de que el sentido así resultante de N es el estéticamente más bello, el más acorde con las pautas
derrochan falacias y paralogismos. Fiat iustitia pereat argumentum, debería ser su lema. Lo chocante es que, al tiempo, muchos de esos neoconstitucionalistas se proclaman simpatizantes o fervientes seguidores de la teoría de la argumentación, cuando deberían más bien decirse seguidores de la teoría de la adivinación jurídica.
1. Interpretar, argumentar, decidir
vigentes de belleza literaria. El canon o argumento aquí sería de tipo estético, y suscitará en nosotros el mismo rechazo. ¿Qué tienen en común ese posible canon o argumento teológico y ese canon o argumento estético, que hace que la interpretación resultante no nos parezca justificada en tanto que interpretación jurídica? Pues que se trata de dos argumentos interpretativos no admisibles en nuestra cultura jurídica. En cambio, si tal juez echa mano de un canon o argumento teleológico, o de uno sistemático, o de uno subjetivo, alusivo a la voluntad del legislador, o de uno social, etc., la interpretación resultante nos convencerá más o menos, pero no diremos que carece de justificación admisible. Así pues, de entre las referencias o puntos de vista que el intérprete en derecho puede tomar en consideración para producir argumentos con los que justificar sus opciones interpretativas, hay unos que aquí y ahora, en nuestra cultura jurídica, resultan admisibles y otros que resultan inadmisibles. Una interpretación se considera justificada cuando aparece expresamente respaldada por argumentos interpretativos admisibles. Por contra, la que se base en argumentos inadmisibles se tendrá por no justificada, lo que es tanto como decir arbitraria. Y en esto hay más consenso del que podría pensarse. Baste reparar en que prácticamente ningún jurista en nuestro medio admitiría aquellos argumentos teológico o estético como fundamento válido de una interpretación, por mucho que ellos sean plenamente respetables en cuanto rectores de las elecciones que tienen lugar en otros ámbitos distintos del de la decisión jurídica. ¿Qué notas diferencian a los argumentos interpretativos admisibles de los inadmisibles? Las dos siguientes: habitualidad y vinculación a algún valor central del sistema jurídico-político. La habitualidad significa que los argumentos interpretativos funcionan al modo de los tópicos de que hablaba Theodor Viehweg, es decir, que reúnen las siguientes características interconectadas: a. son muy usados en un momento histórico dado, aparecen con mucha frecuencia en las sentencias y la literatura jurídica en general a la hora de fundamentar las interpretaciones; b. gozan de consenso anticipado entre los expertos en derecho y los avezados en el lenguaje jurídico, de modo que se les acepta sin cuestionamiento como referencias o argumentos que deben usarse a la hora de interpretar las normas; c. por ello, el significado que avalan pasa a verse como un significado justificado de la norma, de manera que sólo mediante otro argumento admi-
Es decir, que toma como referencia para la interpretación de la norma “la realidad social del tiempo en que ha de ser aplicada”, como dice el artículo 3.1 del Código Civil español.
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
sible puede destruirse la preferencia significativa así sentada. Un argumento teológico no tiene en nuestra cultura jurídica ninguna de esas tres propiedades conexas; un argumento teleológico tiene las tres. Por tanto, la praxis tiene en cada momento sus reglas, ligadas, naturalmente, al contexto histórico, social, político, etc. La tipificación de esas reglas no necesita su positivación bajo forma de normas jurídicas (aunque puede darse), pues tiene lugar siempre, y de modo mucho más eficaz, conjuntamente en la doctrina y en la praxis judicial. La conexión con algún valor considerado básico para el sistema jurídicopolítico es el segundo requisito de los argumentos admisibles. Veámoslo primero en negativo con los ejemplos anteriores. Si el argumento teológico o el estético no resultan aceptables en nuestra cultura jurídica no es sólo porque no sean habituales en las sentencias ni en la doctrina, sino también y principalmente porque suponen tomar como dirimentes del sentido de las normas ciertos datos pertenecientes a la conciencia puramente subjetiva y personal del individuo que decide, y esto es en el derecho moderno sinónimo o fuerte indicio de arbitrariedad. En efecto, por lo que a la religión se refiere, en nuestros órdenes político-constitucionales modernos ha pasado a ser una cuestión de conciencia individual y de libre opción personal, pero no la pauta con la que se pueda gobernar la convivencia, pues entre los ciudadanos los habrá de distintos credos religiosos o sin ninguno. Así que un juez que pase el derecho que aplica por el tamiz de sus convicciones religiosas, que son personales y que no pueden contar socialmente como verdades objetivas comunes para todos, será un juez que está dando como argumento general lo que no es más que un argumento personal, es decir, válido sólo para él y los que con él comulguen. Y con el argumento estético pasaría otro tanto, pues supondría que la interpretación de la norma por el juez sería pura cuestión de gusto, y sobre gustos no se puede discutir. También el gusto es una cuestión privada y personal que no se puede alzar a referente de la organización colectiva. Otra forma de expresar todo esto es aludiendo a que cuando al juez se le exige que motive sus elecciones no se quiere decir meramente que diga qué le llevó personalmente a una preferencia u otra, sino que dé razones que se puedan discutir desde la común participación en ciertos valores y convicciones. En suma, podemos debatir en el foro jurídico
Salvo que se trate de un Estado que oficialmente se proclame confesional. Por eso mismo resulta muy delicado que el juez use un argumento interpretativo de justicia, ya que en una sociedad que por imperativo social y constitucional es pluralista las concepciones de lo justo son, legítimamente, varias y diversas y nadie tiene derecho a imponer sus patrones de justicia sobre los de los demás, salvo el legislador legitimado por la elección mayoritaria, y aun así con fuertes garantías para la ocasional minoría.
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y político sobre si es preferible como fin social la estabilidad en el empleo o la disminución del desempleo, por ejemplo, pero no si es más verdadero el dios de los unos o el de los otros, o si es más bello un poema de Rubén Darío o uno de César Vallejo. Pongámoslo ahora en positivo. Todos los argumentos interpretativos admisibles aparecen vinculados a algún valor jurídico-político muy relevante. Es decir, si nos preguntamos por qué el argumento interpretativo A es admisible y debe seguir usándose, la respuesta será siempre que el empleo de dicho argumento contribuye a asegurar la vigencia o mejor realización de alguno de esos valores. Algún ejemplo. Pensemos en el argumento subjetivo, en terminología tradicional, que alude a la voluntad del legislador como pauta válida de interpretación. Es un argumento admisible que, en realidad, se desdobla en dos: el semántico-subjetivo (qué quiso decir el legislador, cómo entendía él las palabras y expresiones que usó en la norma) y el teleológico-subjetivo (qué quiso conseguir el legislador, qué fin se proponía alcanzar con la norma que dispuso). En cualquiera de esas dos variantes, el valor que subyace es el de autoridad legítima. Se estima positivo que el que está legitimado para crear las normas jurídicas que nos vinculan sea, en razón de esa su legitimidad, obedecido en la mayor medida posible. El derecho legítimo es el que resulta de una autoridad legítima, y reforzar ésta mediante la interpretación supone aumentar la legitimidad de aquél. Otro ejemplo: el argumento sistemático, en cualquiera de sus modalidades. Le subyace siempre el valor coherencia del sistema jurídico. Estamos de acuerdo en que un sistema jurídico dotado de coherencia y congruencia interna es mejor y más útil que uno lleno de contradicciones e incongruencias. Ese grado de coherencia se puede aumentar por vía interpretativa, por ejemplo evitando la aparición de antinomias (coherencia lógica), haciendo prevalecer el mismo sentido, a falta de fuertes razones en contra, para las diversas ocasiones en que el legislador use una misma palabra, en lugar de atribuirle significados distintos en cada ocasión (coherencia lingüística), entendiendo que todos los preceptos que regulan una materia o se refieren a ella parten de una idéntica noción de la misma y no viéndolos como un totum revolutum del que no se desprende ninguna imagen congruente de dicha materia (coherencia material). Vemos así, en apretada síntesis, que a diversas variantes del argumento sistemático les subyace, como fundamento de la validez justificatoria de dicho argumento, la idea de coherencia del sistema jurídico, en sus distintos aspectos. No puedo proseguir aquí con los ejemplos, pero una de las tareas de la teoría de la interpretación jurídica es la de enumerar los argumentos interpretativos válidos y explicar qué valor justifica esa utilidad de cada uno. No puede dejar de mencionarse que la lista será diferente según sea que la elabore un positi-
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
vista o un partidario de la concepción que he llamado axiológica. El positivista tenderá a descartar de la lista el argumento de justicia, puesto que no cree en la objetividad mínima de los resultados de su aplicación, mientras que el otro, convencido de que en materias de justicia también hay verdades cognoscibles más allá del pluralismo y la legítima discrepancia, incluirá tal argumento entre los más dirimentes de la elección entre interpretaciones posibles e, incluso, más allá de las interpretaciones posibles, como ya se mencionó. Tenemos ahí, en la enumeración de los argumentos que son interpretativos y admisibles, la primera gran fuente de discrepancias en teoría de la interpretación. La segunda se da a propósito de la jerarquía entre ellos. Son dos problemas distintos el de qué argumentos valen y el de cuáles de los que valen valen más. 11. Pero no todos los que valen, no todos los argumentos interpretativos admisibles, funcionan en el razonamiento interpretativo de la misma manera y con las mismas prestaciones. Conviene diferenciar, dentro de los argumentos interpretativos, entre criterios y reglas de la interpretación. Los criterios de interpretación ofrecen justificaciones válidas y admisibles para una opción interpretativa. Está justificada la opción interpretativa que se apoye en un criterio interpretativo, pero siempre sabiendo que contra el criterio que respalda una opción interpretativa se puede hacer valer un criterio que sostenga una opción interpretativa distinta. Si las interpretaciones posibles de N son S1 y S2, en favor de S1 puede invocarse tal vez con propiedad un criterio teleológico-subjetivo y en favor de S2 un criterio teleológico-objetivo. Esto nos lleva a una constatación importante, como es que puede perfectamente darse el caso, y hasta suele, de que todas las interpretaciones posibles de un enunciado normativo pueden ser interpretaciones justificadas, en cuanto que en favor de cada una puede correctamente invocarse algún criterio interpretativo admisible. Las reglas interpretativas son también argumentos interpretativos, es decir, aportan razones para la elección entre interpretaciones posibles, pero operan de otro modo. Las reglas interpretativas descartan o imponen una de las interpretaciones posibles. Por consiguiente, las reglas interpretativas se dividen en negativas y positivas. Reglas interpretativas negativas son las que eliminan alguna (o algunas) de las interpretaciones posibles, aun cuando pueda estar apoyada en uno o varios criterios interpretativos. Es decir, si las interpretaciones posibles de N son S1, S2…Sn, y si una regla interpretativa negativa es aplicable, quedará descartada una de esas interpretaciones posibles, por ejemplo S1. Estas reglas interpretativas negativas son las que excluyen cierta interpretación prima facie posible por poseer cierta propiedad que la regla señala como causa de exclusión.
1. Interpretar, argumentar, decidir
Reglas interpretativas positivas son las que marcan la preferencia de una de las interpretaciones posibles, por poseer cierta propiedad a la que la regla alude como dirimente de su preferencia. Naturalmente, si las interpretaciones posibles en discusión son sólo dos, la aplicación de una regla interpretativa negativa dirime a favor de la no descartada por ella. Si las interpretaciones posibles en discusión son más de dos, la elección deberá acontecer de entre las no descartadas por una regla negativa. Sean las interpretaciones posible dos o más, la aplicación de una regla interpretativa positiva dirime a favor de la preferible con arreglo a ella, frente a todas las demás. Importa resaltar también que, a diferencia de los criterios interpretativos, las reglas interpretativas, tanto negativas como positivas, no ofrecen referencias o puntos de vista para sentar significados justificados, sino meras pautas de selección de los previamente establecidos; esto es, no proponen significados sino que de entre los posibles y, en su caso, justificados mediante criterios, descartan unos o hacen prevalecer otros. Ahora pongamos algunos ejemplos de las unas y de las otras. Lo que muchos llaman la interpretación lógica y que aquí llamaremos argumento de interpretación lógico-sistemática, y que es una variante de los argumentos sistemáticos, es en realidad una regla interpretativa negativa, que rezaría así, en su formulación más frecuente: de entre las interpretaciones posibles se debe elegir una que no dé lugar al surgimiento de una antinomia en el sistema jurídico. Formulado lo mismo de modo más acorde con el carácter negativo de la regla, diríamos que de entre las interpretaciones posibles se debe descartar aquella (o aquellas, en su caso) que provoque la aparición de una antinomia en el sistema jurídico. Esto merece una breve ilustración. Si la norma N1 puede tener dos significados (S1N1 y S2N1) y existe otra norma N2 cuyo significado es opuesto a S1N1 o S2N1, se debe optar por el significado de N1 que no se oponga al significado de N2. Más precisamente, desarrollando este esquema: si tenemos que S1N1 → Ox S2N1→ ¬Ox y hemos establecido que N2 → Ox no podemos, en virtud de este argumento, elegir la interpretación S2N1.
Esta regla la vemos operando en las llamadas sentencias interpretativas de los tribunales constitucionales. En ellas, como es sabido, dichos tribunales, al juzgar sobre la constitucionalidad de una ley dictaminan que ella es constitucional a condición de que no se interprete de determinada forma, con cierto significado, y la sentencia veta esa interpretación al tiempo que declara la constitucionalidad de la ley, que ya no va
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
Podemos mencionar otras reglas interpretativas negativas, como puede ser la de evitación del absurdo, regla que aparece muchas veces bajo la denominación indistinta de argumento ad absurdum o apagógico. Formulada como aquí proponemos, dispondría que de entre las interpretaciones posibles debe descartarse aquella (o aquellas, en su caso) que llevarían a que la aplicación de la norma así interpretada produjera consecuencias marcadamente absurdas o claramente contraintuitivas, contrarias, pues, al elemental sentido común o a la “naturaleza de las cosas”, en el sentido menos metafísico de la expresión. No hay espacio aquí para extenderse más sobre esta nueva regla o sobre otras similares que se podrían traer a colación. Vamos ahora con las reglas interpretativas positivas. Son bastante comunes y muchas veces aparecen referidas a distintos sectores o ramas del sistema jurídico. Así, la regla del favor laboratoris en derecho laboral, la del favor minoris en derecho de menores, la del favor libertatis en derecho penal, entre otras muchas; o la llamada de interpretación favorable a los derechos fundamentales, que opera con alcance general. La estructura común de todas ellas puede describirse sintéticamente así: de entre las interpretaciones posibles en discusión, elíjase aquella cuya consecuencia supone una mayor realización del bien B (la protección del trabajador, el interés del menor, la mayor libertad del reo, la mejor realización del derecho fundamental que se vea afectado…). Naturalmente, para que una regla de este tipo opere tiene que ser posible distinguir entre las distintas consecuencias a que conduce la aplicación de la norma conforme a unas u otras de las interpretaciones posibles, y, sobre todo, tal diferencia en las consecuencias, por lo que al bien que se pretende dirimente se refiere, ha de aparecer suficientemente argumentada, como con carácter general para el uso de todos los argumentos interpretativos veremos prontamente.
a poder ser interpretada de ese modo descartado. Con ello los tribunales constitucionales evitan aquella interpretación que por hacer a la ley chocar con un precepto constitucional haría aparecer una antinomia entre la norma inferior (la ley así interpretada) y la norma superior, la constitucional, que debería resolverse invalidando la inferior, es decir, declarándola inconstitucional. La salvaguarda de la coherencia del sistema jurídico va ahí de la mano de otra regla interpretativa muy importante cuando se trata de la interpretación de normas legales, como es la de conservación de las normas jurídicas. Esta regla (que en la doctrina y la jurisprudencia suele denominarse principio, pero eso aquí ahora no importa gran cosa) dispone que siempre que sea posible hay que evitar que la interpretación dé lugar a la desaparición de una norma, y ello por dos razones: para que no aparezca una laguna, en su caso, con su correspondiente producción de incerteza, y para que sea respetada en la mayor medida posible la obra del legislador legítimo. Hay en nuestros días preocupantes indicios de que tal regla interpretativa puede ser sustituida en derecho penal por la opuesta, la del favor securitatis. El “derecho penal del enemigo” del que tanto se habla desde que Jakobs actualizara esa vieja idea, tiene uno de sus presupuestos precisamente en tal alteración de las reglas interpretativas, tanto las de los hechos (se atenúa el alcance de la presunción de inocencia) como las de las normas.
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12. Para su correcto uso, los argumentos interpretativos, tanto criterios como reglas, tienen que estar bien argumentados; o, dicho de otro modo, no cumplen su función justificatoria de la elección de interpretaciones mediante su mera mención, sino que tienen que ser adecuadamente usados. ¿Qué quiere esto decir? Comencemos con un ejemplo sencillo. Estamos nuevamente interpretando la norma N, cuyas interpretaciones posibles son S1 y S2. El intérprete opta por S1, alegando que ese es el significado que mejor se corresponde con la voluntad del legislador (lo que el legislador quiso decir o lo que quiso conseguir, da igual aquí de cuál de las variantes se trate). Ha recurrido a un argumento interpretativo admisible, un criterio, el tradicionalmente denominado de interpretación subjetiva, pero si no dice más que eso se ha limitado a mencionarlo. S1 no es la interpretación que más se acomoda a lo que quiso el autor de N porque el intérprete lo diga, sino que tal relación habrá de acreditarse suficientemente. Es decir, el mencionado argumento principal (que S1 es el significado que mejor se corresponde con lo que quiso el autor de N) tiene que aparecer apoyado por subargumentos que lo muestren como verdadero o, al menos, como razonable y creíble. Lo anterior no es sino aplicación de lo que podríamos llamar la regla de oro de la argumentación jurídica y, consiguientemente, de la racionalidad argumentativa de las decisiones jurídicas (a excepción de las decisiones legislativas), que dispone, formulada para las sentencias, lo siguiente: toda afirmación contenida en una sentencia y que no sea perfectamente evidente e indiscutible debe fundarse con argumentos, hasta el límite último de lo razonablemente posible en el contexto de que se trate. Volviendo a nuestro sencillo ejemplo, la afirmación que el juez hace de que la voluntad del legislador fue V y no V´, y su consiguiente opción interpretativa por S1, como significado más acorde con V, debe aparecer apoyada en la expresa aportación de pruebas o indicios de que efectivamente fue V lo que el legislador quiso, de que fueron esos y no otros los contenidos de su voluntad al dictar la norma en cuestión. Para ello tendrá, en este caso, que echar mano de argumentos históricos: discusiones parlamentarias, redacciones de los sucesivos proyectos, declaraciones de los ponentes, programas de los partidos, etc. Porque si tales argumentos de apoyo no existen, si no son convincentes para lo que se quiere
En éstas la racionalidad argumentativa tiene que ver con el procedimiento de su creación, con su carácter discursivo y con el modo como en el mismo se regulen y se distribuyan las posibilidades de argumentar. Sobre el particular puede verse, a título introductorio, nuestro trabajo “Razón práctica y teoría de la legislación”. El argumento histórico es en la interpretación jurídica siempre un argumento auxiliar de otro argumento interpretativo principal.
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
acreditar o si es discutible la verdad de los datos que se aportan, el argumento interpretativo principal dejará de estar justificado y se convertirá en una afirmación puramente arbitraria del juez (o del intérprete de que se trate). Lo dicho con este ejemplo sencillo vale para todos los argumentos interpretativos. Sólo que otros son mucho más complejos y es mucho más lo que en ellos se ha de argumentar suficiente y razonablemente, si se quiere que su uso sea argumentativamente correcto, es decir, respetuoso de una racionalidad argumentativa mínima y no mero subterfugio bajo el que apenas se esconda la arbitrariedad del intérprete, sus preferencias puramente personales. Veámoslo sucintamente. El argumento teleológico tiene dos variantes, teleológico-subjetiva y teleológico objetiva, como sabemos. Aquí nos ocuparemos sólo de esta última. Definición de argumento teleológico-objetivo: está justificado dar a los enunciados legales el significado que (en mayor grado) permita alcanzar el fin (o los fines) que una persona razonable hoy querría lograr al formular tales enunciados. La estructura de este argumento puede describirse así: Si el significado S de un enunciado legal permite (en la mejor medida posible) el cumplimiento del fin de dicho enunciado, está justificado asignarle ese significado S. Esto es: [FN ∧ (SN → FN)] → JSN Lectura: Dado que el fin de N sea F y dado que el significado S de N lleva a la realización del fin F de N, entonces está justificado dar a N el significado S. El empleo racional de este argumento requiere la justificación suficiente de las dos aserciones que componen su antecedente: que el fin de N es F (FN) y la implicación entre el significado S y el cumplimiento de dicho fin (SN → FN). a. La atribución a N del fin F, y no por ejemplo del fin F´, F´´… FN. El tipo de justificación requerido cuando se trata de esta variante teleológicoobjetiva es asunto complicado, pues pueden mezclarse enunciados normativos y empíricos, dependiendo de los matices o variaciones con que, a su vez, este argumento teleológico suele aparecer. Tomemos sólo dos de sus modelos más usuales: 1. A veces se caracteriza diciendo que el fin que debe guiar la interpretación de los enunciados legales es el que una determinada sociedad, a día de hoy, unánime o mayoritariamente les daría. Por tanto, el esquema aquí es: “Esta sociedad S quiere para la norma N el fin F”. Aquí se trata de afirmaciones empíricas que tienen que estar sostenidas por los correspondientes datos o indicios suficientemente acreditados; el esfuerzo demostrativo de la verdad de esos datos tendrá que ser tanto mayor cuanto menor sea la evidencia de la verdad de lo afirmado. No es igual de evidente afirmar “en esta sociedad todos
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aspiran a tener una buena vivienda” que afirmar “en esta sociedad todos son partidarios de que el Estado subvencione a las confesiones religiosas”. 2. Otras veces se caracteriza diciendo que el fin que debe guiar la interpretación de los enunciados legales es el que una (cualquier) persona razonable les daría. En la medida en que el sujeto al que se imputa esa preferencia entre fines no es un sujeto real y empírico, sino uno hipotético y construido con datos normativos, resulta crucial la fundamentación que se proponga para estos últimos. Es decir, se parte de una definición de sujeto razonable (o cualquier sinónimo) y habrá que justificar de modo suficiente y suficientemente convincente los datos de esa definición. No es igual definir como sujeto razonable, a estos efectos, al que posee una psicología propia de adulto que al que respeta las reglas de un determinado sistema moral. Cuando esto último ocurriera estaríamos ante el tan frecuente uso del argumento teleológico-objetivo para la imposición dogmática y camuflada de un determinado código moral con pretensiones de “objetividad”. Sea cual sea la variante, subjetiva u objetiva, quiere decirse que la afirmación FN sólo estará justificada cuando en el razonamiento interpretativo que la contenga se expliciten las razones en que se apoya. Es una cuestión gradual: el argumento será tanto más fuerte (y la correspondiente interpretación resultante tanto más justificada) cuanto más y mejores (menos discutibles o dudosas) sean esas razones. Éstas podrán ser empíricas (históricas, sociológicas, psicológicas…) o normativas (morales, políticas…). Sólo es prescindible sin daño de la racionalidad argumentativa la explicitación de aquella razón de total evidencia, indiscutible. Podemos representarlo así: (R1 R2 … Rn) → FN o así: R1 R2 ……
FN
Rn b. En segundo lugar, el empleo racional de este argumento requiere la demostración o fundamentación suficiente de la implicación causal que contiene, la afirmación de que la aplicación de la norma N con el sentido S tiene como efecto o consecuencia el cumplimiento del fin FN.
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
El pleno desarrollo argumentativo de ese extremo en el contexto de un razonamiento interpretativo en que se sopesen diversas interpretaciones posibles (y, en su caso, justificadas) supone algo más que el mero mostrar que de la aplicación de la norma N interpretada con el significado S se sigue la realización del fin F. Porque pudiera ocurrir que de otro significado S´ se pudiera mostrar también que se sigue la realización del fin F, o incluso una realización en más alta medida. Por tanto, para la justificación racional del argumento interpretativo teleológico, es decir, para su correcto uso, tiene que quedar suficientemente claro y fundado que sólo la interpretación de N con el significado S permite la realización del fin FN; o que ese es el significado que permite una mejor realización de FN. En consecuencia, es argumentativa y racionalmente deficiente el uso de este argumento con la mera justificación de que SN → FN. Esto es condición necesaria, pero no suficiente. También se ha de acreditar que ninguna otra interpretación de SN lleva a la realización (o a la realización mejor) de FN. Son necesarios, pues, razonamientos de corte empírico, generalmente prospectivos o probabilísticos. Podemos establecer la siguiente regla para estos razonamientos en cuanto parte del correcto uso del argumento interpretativo teleológico: Tendrán que ser tanto más o mejores las pruebas o indicios que expresamente se aporten en favor de la implicación causal entre SN y FN cuanto menos evidente o indiscutible sea dicha implicación. El reverso de esta regla, o su complemento, es la exigencia de que en la misma medida tiene que quedar suficientemente justificado que dicho efecto de realización de FN no se sigue (o no se sigue en tal medida) de S´N… SnN. Estamos, pues, ante necesarios razonamientos de ponderación de consecuencias: muestran qué consecuencias se desprenden de cada interpretación en litigio y, segundo paso, se justifica cuál de esas consecuencias se corresponde mejor con la realización del fin del enunciado legal interpretado. No es éste lugar para intentar una exposición sistemática de todos los argumentos interpretativos admisibles, tanto criterios como reglas, o al menos de los más importantes. Bastará concluir algo más sobre los alcances posibles de la racionalidad en el razonamiento interpretativo de los jueces.
Dejo de lado aquí el análisis de los casos en los que sean varios los fines que se han adscrito al enunciado legal, ya se trate de fines que se hayan de alcanzar alternativa o cumulativamente.
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13. Las doctrinas de la interpretación de los dos últimos siglos se han movido entre dos extremos: por un lado el de la confianza en la posibilidad de racionalidad plena de las decisiones interpretativas de los jueces, basada en la total certidumbre y la perfecta sistematicidad del derecho, ya se entienda éste como conjunto de enunciados positivos (escuela de la exégesis), como conjunto de conceptos o entidades “jurídicas” ideales (jurisprudencia de conceptos) o como conjunto articulado de valores (jurisprudencia de valores y neoconstitucionalismo); y, en el otro extremo, el irracionalismo propio de los realismos jurídicos y que tan claramente formulara Alf Ross, entendiendo que las elecciones del juez son libérrimas por definición, basadas siempre en móviles personales inconfesos y que se disfrazan de razones pseudoobjetivas mediante una serie de cánones interpretativos que no son más que fórmulas vacías que encubren la irreducible arbitrariedad. En las últimas décadas las llamadas teorías normativas de la argumentación jurídica (o al menos algunas de ellas) han introducido una cierta salida intermedia, que consistiría en pensar que el juez posee siempre amplios márgenes de libertad interpretativa, pero que no puede colmarlos a su antojo, pues ha de argumentar sus elecciones con razones, con argumentos, y que cuanto más pertinentes y convincentes sean dichos argumentos, y cuanto más correcto y exhaustivo el razonamiento que los contenga, tanto mayor será la racionalidad de la referida decisión. Considero útil esa teoría normativa de la argumentación jurídica, a condición de que no pase de ser una teoría normativa débil; es decir, que ofrezca pautas básicamente formales, relativas al mínimo de argumentos necesarios y a su adecuada estructura interna, al modo de interrelacionarse y a la corrección formal de las inferencias que en los correspondientes razonamientos se contengan, con el propósito principal de evitar cualquier tipo de falacia en la motivación de las decisiones judiciales. Con ello no disponemos, ni mucho menos, de un instrumento para averiguar cuál sea la única solución correcta para cada caso, pero sí para criticar la deficiente racionalidad de muchas sentencias y su consiguiente exceso de arbitrariedad mejor o peor disfrazada con retórica. E incluso para establecer una cierta (pero muy elemental) escala comparativa de decisiones más racionales o menos. Por ejemplo, una decisión que se base en un único argumento que envuelva una falacia lógica como la de negación
Incluyendo, por supuesto, la corrección lógico-formal, lo que de Wróblewski para acá suele denominarse la “racionalidad interna” de la decisión, distinta de su racionalidad externa, que tiene que ver con la pertinencia y razonabilidad de los contenidos de las premisas y que es la que depende de la calidad de la correspondiente justificación argumentativa.
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del antecedente será muy escasamente racional en términos argumentativos, menos que otra que no contenga defecto lógico. Creo que el tipo de herramientas que desarrolla una teoría de la interpretación como esta que propongo tiene una utilidad crítica y quiere ser apta ante todo para el análisis de sentencias. Tiene, pues, un fin primario de crítica fundamentalmente negativa, si bien al servicio de un propósito último de disminución de la arbitrariedad y la incompetencia de tantos jueces, incluso entre los más altos. En cualquier caso, el tipo de racionalidad mínima que aquí se busca es totalmente compatible con la aceptación de la discrecionalidad judicial. Y esta discrecionalidad es de uso perfectamente legítimo cuando el juez tiene que elegir entre interpretaciones posibles que están o pueden fácilmente estar cada una justificada por criterios interpretativos perfectamente usados, sin trampa ni cartón. Cuando las razones de cada opción son lo bastante buenas y aparecen expuestas con suficiente rigor y pormenor, no queda ya mejor razón que el parecer independiente y bienintencionado del juez. Pero, aun así, debemos seguir pidiéndole que justifique su elección y que haga expresas sus razones últimas. Tal vez nos aboque a la ficción exigirle tanto, pero será una ficción educativa, educativa para él, juez, y para nosotros, ciudadanos, que tenemos que saber que de cualquier acción limpia es siempre posible dar razones, enseñar las cartas. indicaciones bibliogrficas He prescindido en este trabajo, en aras de la claridad, de las habituales referencias bibliográficas en el texto y a pie de página. Me permito ahora proponer alguna bibliografía complementaria y para profundización y contraste de algunas de las ideas principales mencionadas en el texto. Precisiones conceptuales básicas sobre las nociones relacionadas con la interpretación se contienen en Hernández Marín, Rafael. Interpretación, subsunción y aplicación del derecho, Madrid, Marcial Pons, 1999.
Analicé alguna sentencia de ese tipo en mi trabajo “Sobre el argumento a contrario en la aplicación del derecho”.
1. Interpretar, argumentar, decidir
Dos obras en español muy actuales y llenas de ideas y referencias de gran importancia son: Haba, Enrique Pedro. El espejismo de la interpretación literal. Encrucijadas del lenguaje jurídico, San José de Costa Rica, Corte Suprema de Justicia, Escuela Judicial, 2003. Iturralde Sesma, Victoria. Aplicación del derecho y justificación de la decisión judicial, Valencia, Tirant lo Blanch, 2003. Muy interesantes consideraciones sobre la valoración de los hechos en el proceso penal se contienen en dos obras de Juan Igartua Salaverría: Valoración de la prueba, motivación y control en el proceso penal, Valencia, Tirant lo Blanch, 1995. El caso Marey. Presunción de inocencia y votos particulares, Madrid, Trotta, 1999. Para la historia del debate moderno sobre metodología de interpretación y aplicación del derecho sigue siendo de utilidad el tratado de Larenz: Larenz, Karl. Metodología de la ciencia del derecho (trad. de M. Rodríguez Molinero de la 4.ª ed. alemana), Barcelona, Ariel, 1994. La postura de Hart sobre lenguaje jurídico e interpretación está expuesta en: Hart, H. L. A. El concepto de derecho (trad. de Genaro R. Carrió), 2.ª ed., Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1968. Una excelente exposición de la discusión doctrinal sobre interpretación, con buena exposición de las posturas de autores como Kelsen, los realistas estadounidenses, Ross, Hart y Dworkin puede verse en: Lifante Vidal, Isabel. La interpretación jurídica en la teoría del derecho contemporánea, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1999. La visión positivista de los problemas del lenguaje jurídico queda muy claramente expuesta, de modo ya clásico en:
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
Carrió, Genaro R. Notas sobre derecho y lenguaje, Buenos Aires, AbeledoPerrot, 1965. Para una exposición de conjunto de las teorías de la argumentación jurídica, en sus distintas modalidades actuales, sigue siendo muy útil: Atienza, Manuel. Las razones del derecho. Teorías de la argumentación jurídica, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1991. Algunas de las ideas que expongo en el texto de este artículo habían sido adelantadas o apuntadas en algunos anteriores trabajos míos: García Amado, Juan Antonio. “Razón práctica y teoría de la legislación”, Derechos y Libertades, 5, julio-diciembre de 2000, pp. 299 a 317. García Amado, Juan Antonio. “Sobre el argumento a contrario en la aplicación del derecho”, Doxa, n. 24, 2001, pp. 85 a 114. García Amado, Juan Antonio. “La teoría de la argumentación jurídica. Logros y carencias”, Revista de Ciencias Sociales (Universidad de Valparaíso, Chile), n.º. 45, 2000 (aparecido en enero de 2002), pp. 103 a129. García Amado, Juan Antonio. “La interpretación constitucional”, Revista Jurídica de Castilla y León, n.º 2, febrero de 2004, pp. 37 a 74. (Estos cuatro trabajos están también incluidos en mi libro Ensayos de filosofía jurídica, Bogotá, Temis, 2003.) García Amado, Juan Antonio. “El argumento teleológico: las consecuencias y los principios”, en R. Zuloaga Gil (ed. y comp.). Interpretar y argumentar. Nuevas perspectivas para el derecho, Medellín, Librería Jurídica Sánchez, 2004, pp. 13 a 27.
2 . l a a r g u m e n ta c i n y s u s l u g a r e s e n e l razonamiento judicial sobre los hechos I . ¿ q u e s y pa r a q u s i r v e l a t e o r a d e l a a r g u m e n ta c i n j u r d i c a ? ¿Cuál ha sido la aportación fundamental de ese ramillete de doctrinas que, aun en su diversidad, se conocen como teoría de la argumentación jurídica? Podría sintetizarse en los siguientes postulados: 1. Toda valoración que el juez realice y que sea relevante para su decisión final del caso debe estar expresamente justificada mediante argumentos. 2. Esos argumentos han de tener tres propiedades que podemos denominar formales: no deben contener inferencias erróneas, no deben ser incompletos, en el sentido de que todas sus premisas no evidentes deben ser explicitadas, y han de ser pertinentes, es decir, tienen que versar sobre el verdadero contenido de las premisas del juicio que se quiere fundamentar. 3. Esos argumentos deben ser convincentes o, si se quiere utilizar una expresión menos rotunda, han de poder ser juzgados como razonables por cualquier observador imparcial, en el marco de la correspondiente cultura jurídica. Este requisito plantea la necesidad de que, como mínimo, dichos argumentos sean admisibles, y que lo sean por estar anclados en o ser reconducibles a algún valor esencial y definitorio del sistema jurídico propio de un Estado constitucional de derecho. La satisfacción de esas exigencias es condición de que la decisión judicial merezca el calificativo de racional conforme a los parámetros mínimos de la teoría de la argumentación. Con ello se comprueba que la racionalidad argumentativa de una sentencia no depende del contenido del fallo, sino de la adecuada justificación de sus premisas. Podría añadirse un cuarto requisito: que ni las premisas empleadas y justificadas ni el fallo vulneren los contenidos de las normas jurídicas, al menos en lo que tales contenidos sean claros. Esta exigencia se desdobla, a su vez, en dos: a. que los elementos con que el juez compone su razonamiento decisorio no rebasen los límites marcados por las normas procesales; b que el fallo no contradiga el derecho sustantivo. Pero sobre este aspecto habrá que hacer algunas consideraciones más adelante, pues el punto a nos aboca a temas tales como la relectura y refundamentación del derecho procesal en clave argumentativa, así como al papel que juega la idea de verdad como guía del proceso; y el punto b nos lleva al controvertido tema de las relaciones entre la vinculación del juez a la ley o a principios materiales de justicia.
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Precisemos brevemente el alcance de las citadas exigencias. Sobre 1. El requisito de que el juez justifique argumentativamente sus valoraciones determinantes supone la previa asunción de que tales valoraciones efectivamente acontecen en la práctica decisoria judicial y de que son decisivas para el resultado final, para la resolución de los casos. La teoría de la argumentación jurídica ocupa a este respecto un punto intermedio entre dos doctrinas que han tenido gran influencia en la teoría jurídica, el hiperracionalismo y el irracionalismo. Las primeras niegan que la práctica judicial sea valorativa; las segundas lo afirman, pero cuestionan la utilidad de todo esfuerzo de racionalización de esas valoraciones, que encerrarían nada más que opiniones y preferencias subjetivas del juez. El hiperracionalismo tuvo su más clara expresión en el positivismo ingenuo y metafísico del siglo xix, el de la escuela de la exégesis, en Francia, y el de la jurisprudencia de conceptos, en Alemania. Temerosos los doctrinantes y sus patronos de la discrecionalidad judicial, la niegan y mantienen que el juez puede y debe decidir mediante un simple silogismo, para el que las premisas le vienen perfectamente dadas y acabadas: la norma es por definición clara, coherente y completa y los hechos hablan por sí mismos, son perfectamente constatables y cognoscibles en su verdad o falsedad. Y, admiradores esos mismos profesores del legislador, ya sea por ver en él la encarnación de la soberanía popular, que no yerra, o del espíritu del pueblo representado por los príncipes o los señores, piensan que la ley va a ser siempre una obra perfecta que en nada tiene que ser concretada, aclarada o desarrollada por los jueces. En la labor judicial, por consiguiente, no queda espacio para las preferencias subjetivas del legislador, para sus valoraciones, y por ello nada hay de creativo ni de discrecional en las sentencias. El juez subsume y sólo subsume, encaja los hechos del caso bajo la ley, clara y congruente, y extrae el fallo sin poner ni quitar. Ese hiperracionalismo reaparece con potencia en buena parte de la teoría jurídica de las últimas décadas del siglo xx, en especial mediante la síntesis progresiva entre jurisprudencia de valores, principialismo dworkiniano y neoconstitucionalismo. Ahora no es la ley, la obra del legislador, la que se considera completa, coherente y clara, sino el derecho como un todo, como un sistema que, misteriosamente, ha cristalizado en una Constitución que es la quintaesencia de la verdad y del bien, ya sea por obra de la sabiduría del constituyente o como desembocadura de un muy hegeliano espíritu. El sistema jurídico se considera formado por dos componentes jerarquizados: la legislación positiva y los (o ciertos) valores morales, que se hallan en el escalón superior del sistema. Lo que el derecho positivo tenga de indeterminado se torna determinado y claro
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por referencia a ese superior componente axiológico; lo que tenga de injusto se corrige desde el mismo plano ético-jurídico. El juez puede y debe “aplicar” el derecho, así integrado, pues el derecho, al menos idealmente, proporciona para cada caso “la” solución correcta. Esa única solución correcta tiene la doble condición de ser, al tiempo, la jurídicamente debida y la moralmente debida. Derecho y moral, en íntima amalgama, se dan la mano para determinar los contenidos del fallo judicial. Si en el siglo xix aquel positivismo pensaba que la labor judicial era antes que nada un ejercicio de conocimiento guiado por la razón científica, contemporáneamente se vuelve a ver así, pero ahora bajo la tutela de la razón práctica. El buen juez no valora, sino que conoce; no crea o completa la norma, sino que “aplica” con objetividad el derecho. La doctrina decimonónica estimaba que había un método que auxiliaba al juez y garantizaba la adecuación de sus resultados, el método meramente subsuntivo; la de hoy señala que el método que cumple dicha función es el ponderativo. Sólo cambia la “materia prima” o la fuente en la que el juez descubre los contenidos debidos para su sentencia, que nada encierra de discrecional y valorativa: para la escuela de la exégesis era el puro tenor literal de los códigos, para la jurisprudencia de conceptos eran los conceptos, las categorías abstractas que poblaban el universo jurídico y que ya los romanos habían sabido hallar y sistematizar; para las corrientes iusmoralistas de ahora mismo son los contenidos de moral objetiva que impregnan los principios constitucionales y, por extensión, todo el ordenamiento jurídico. El irracionalismo fue históricamente la reacción radical contra aquel positivismo ingenuo del xix. Movimientos como la escuela libre de derecho o el realismo jurídico, en sus distintas versiones, resaltarán que el derecho positivo es incompleto, incoherente e indeterminado por definición, que el derecho natural o cualquier otra concepción moralizante y metafísica del derecho es una quimera y pretexto para que cada cual haga pasar su voluntad por expresión de la más alta justicia, y que la pretendida objetividad del hacer judicial no es más que encubrimiento de la subjetividad y excusa para fingir irresponsabilidad por el contenido de las sentencias. Los fallos judiciales son puro reflejo de las inclinaciones y los valores personales del juez; el juez, por tanto, crea derecho para cada caso y esa actividad valorativa y creativa es por definición incontrolable. No hay en puridad más derecho que lo que los jueces quieran mantener en sus sentencias y, todo lo más, debemos esforzarnos para que los jueces sean buenas personas, cultivadas y sensibles, a fin de que con sus decisiones no provoquen grandes desastres. La discrecionalidad judicial no sólo existe siempre y en todo caso, sino que es absoluta e incontrolable. Mejor que especular sobre la justicia
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de los fallos o sobre los correctos métodos del razonamiento judicial, deberíamos concentrar el esfuerzo en la selección y formación integral de los jueces. A ese irracionalismo inicial de la teoría del derecho se fueron sumando otras aportaciones. Las corrientes sociologistas resaltaron la influencia crucial que sobre la práctica jurídica ejercen las pautas culturales vigentes en cada lugar; el marxismo subrayó el componente clasista y superestructural del derecho, componente presente y operante también en la praxis judicial. Con el paso del tiempo, y ya en la segunda parte del siglo xx, la filosofía hermenéutica volverá a destacar la importancia de las tradiciones y de las precomprensiones socialmente imbuidas, el auge de las ciencias sociales someterá al derecho y sus operaciones a nuevos enfoques en clave sociológica, psicológica, económica y antropológica, y nuevos movimientos teóricos, como el feminismo o el de los estudios culturales, señalarán otros factores sociales y culturales que impregnan tanto la ley como las sentencias. La síntesis última de esas perspectivas y sospechas, en términos de teoría irracionalista del derecho y de la decisión judicial, la brindará en Estados Unidos la variada y pluriforme corriente que se conoce como Critical Legal Studies. En resumidas cuentas, frente al hiperracionalismo del positivismo decimonónico o del iusmoralismo actual y frente al irracionalismo, a la teoría de la argumentación le compete poner de manifiesto que las cosas de los jueces no son ni tan claras ni tan oscuras, que, entre el noble sueño y la pesadilla, en términos de Hart, cabe el camino intermedio de una posible racionalidad argumentativa, de un concepto débil, pero no inútil, de racionalidad. Ni es la práctica del derecho conocimiento puro, sin margen para la discrecionalidad judicial, ni es, por necesidad, extrema la discrecionalidad, trasmutada en arbitrariedad irremediable. Los jueces deciden porque valoran, pero esas valoraciones son susceptibles de análisis y calificación en términos de su mayor o menor razonabilidad: en términos de la calidad y fuerza de convicción de los argumentos con que en la motivación de las sentencias vengan justificadas. Ése sería el designio inicial o el mínimo común denominador de las diversas teorías de la argumentación jurídica. Pero a partir de ahí, y con los años, se ha producido una bifurcación que no se debe perder de vista. Una parte de la teoría de la argumentación, especialmente a partir del “segundo” Alexy y de su magna obra sobre derechos fundamentales, se dará la mano con el iusmoralismo y, sin llegar al extremo de abrazar expresamente la teoría de la única respuesta correcta, pues se admiten casos marginales de ejercicio de la discrecionalidad judicial, se pensará que la teoría de la argumentación constituye el método o el cedazo por el que la decisión judicial se filtra para poder convertirse en decisión material y objetivamente correcta. Las reglas de la argumentación racional ya no tienen
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la función negativa de descartar ciertas soluciones por hallarse deficientemente argumentadas; ahora adquieren tintes demostrativos, son la guía de la razón práctica en su averiguación de soluciones jurídicas que sólo serán racionales, admisibles y válidas si son justas. No es ocioso señalar que los autores que se acogen a esa vía suelen abrazar, expresa o tácitamente, una doctrina ética de tintes objetivistas y cognitivistas: el bien, lo que sea el bien, existe en sí, como propiedad independiente de los sujetos, y puede ser conocido por los sujetos que ejerciten la razón práctica mediante el adecuado método, el método de la argumentación racional. Creo que esa es, a día de hoy, la corriente mayoritaria entre los autores que cultivan la teoría de la argumentación jurídica, y de ahí la síntesis, cada día más habitual, entre teoría de la argumentación jurídica y neoconstitucionalismo. Pero también cabe una versión de la teoría de la argumentación jurídica dentro de los alcances del positivismo jurídico contemporáneo. Para que podamos aclararnos mínimamente en este asunto debemos comenzar por descartar las etiquetas apresuradas y las argucias retóricas, y más si nos estamos ocupando de las reglas del argumentar racional. La principal de esas trampas dialécticas consiste en lo que en España denominaríamos “dar lanzada a moro muerto”. Quiere decirse que los contendientes en este debate teórico suelen batirse con una versión caricaturesca y empobrecida de la doctrina rival. Tal ocurre si los positivistas se enfrentan a las tesis de Dworkin, Alexy o Atienza, por ejemplo, tildándolas de pura reedición del viejo iusnaturalismo, sea tomista o ilustrado. Y tal sucede igualmente cuando los iusmoralistas señalan como carencias teóricas del positivismo las que únicamente pueden predicarse de aquel positivismo del siglo xix. Ni pretenden estos iusmoralistas que el escalón superior del derecho lo formen ni la ley eterna ni una ley natural grabada en la naturaleza del hombre, ni es justo imputar a autores como Kelsen, Hart o Bobbio la creencia de que en la mera letra de la ley se halla la solución clara y perfecta para cualquier caso en derecho. El positivismo del siglo xx se construyó sobre varios pilares, bien visibles en los autores citados. El primero, el empeño en separar conceptualmente el derecho y la moral, de modo que, a efectos descriptivos, tan erróneo y estéril resulta afirmar que no es derecho la norma jurídica inmoral, como afirmar que no sería moral la norma moral antijurídica. Del mismo modo que, si se permite la comparación en lo que valga, ni en la medicina ni en la filosofía parece muy ventajoso confundir el amor con la fisiología o con la bioquímica, aun cuando mantengan evidentes relaciones. Cada cosa es lo que es, aunque podamos tener buenas y bien fundadas ideas sobre la mejor manera de acompasar la una con la otra. El segundo pilar es el rechazo de la metafísica, de la fundamentación metafísica de los sistemas normativos. Todo lo que es, incluidas las ideas e incluidos
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los sistemas normativos, es de este mundo, del mundo de los fenómenos empíricos y de las interrelaciones sociales. Del mismo modo que para el positivismo filosófico es ficticia por metafísica la bipartición del ser humano en cuerpo y alma, pues sólo el cuerpo podemos conocer y el alma se nos escapa por los derroteros de la fe y el misterio, el derecho no tiene un cuerpo positivo y un alma de moral objetiva. Otra cosa es que el uso del cuerpo trate de ser condicionado o gobernado desde diferentes ideologías o convicciones sobre la vida buena, la trascendencia o la salud del alma, igual que el uso del derecho es objeto de disputa entre visiones diversas de la sociedad justa o de la nación perfecta. Pero cada cosa es lo que es y las únicas certezas que podemos compartir, para organizarnos en común, son las certezas sobre lo que todos podemos igualmente captar, sobre los hechos. Y el pilar tercero es la impronta democrática. Los grandes positivistas jurídicos de la era contemporánea suelen tener también en común el ser importantes y esmerados teóricos de la democracia, empezando por Kelsen. El escepticismo ante la existencia o cognoscibilidad de “la” moral verdadera y ante la potencia resolutoria de una razón práctica común a todos lleva a estos autores a la apología del sistema político que supone el mal menor, pues es el que produce como normas jurídicas aquellas que contravienen las convicciones de menos ciudadanos y el que, desde el rechazo a la idea de que ni siquiera la mayoría sea titular de una verdad absoluta, garantiza el respeto de las minorías: el sistema mayoritario, el sistema democrático. Muchos nos sentimos, en el plano descriptivo, positivistas porque nos cuesta creer en la verdad absoluta de la opinión moral de nadie, ni siquiera de la propia; pero en el plano normativo abogamos por el positivismo por razón de democracia, somos positivistas del Estado de derecho y pensamos que el derecho creado democráticamente y en democracia (donde haya tal mínimamente, por supuesto; es una cuestión de escala) es el mejor de los derechos posibles como pauta para la vida en común. Sin perjuicio de que los positivistas discrepemos del contenido de muchas normas jurídicas y estemos dispuestos tanto a desobedecerlas con base en nuestra moral personal y de que podamos ser, al tiempo, celosos ejercitadores de todas nuestras libertades y de todos nuestros derechos políticos, como instrumentos para participar activamente en el cambio y mejora de las normas jurídicas vigentes. Pensar que el positivista jurídico es un conformista y resignado ante el poder es como afirmar que todo antipositivista es un santurrón o un insnaturalista de misa diaria. Este positivismo ha mantenido en todo momento otra idea que lo define: la afirmación de la inevitabilidad de la discrecionalidad judicial. Que las normas jurídico-positivas sean el único derecho no es sinónimo de que esas normas
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configuren un sistema jurídico perfecto, claro, coherente y sin lagunas. Ya hemos dicho que, menos aún, es sinónimo de que esas normas sean justas, justas para todos o justas a tenor de la verdadera moral. El juez trabaja con un material, las normas jurídicas, que está lleno de vaguedad, de contradicciones, de lagunas. Y por eso entre el sistema jurídico que tiene que aplicar el juez y su sentencia se interpone la actividad valorativa del juez, del juez que elige entre interpretaciones posibles de los enunciados jurídicos, que tiene que resolver también cuando no halla norma aplicable o que tiene que elegir entre las normas aplicables, cuando son varias y del mismo rango. Ahí es donde también el positivista encuentra espacio para la teoría de la argumentación, como teoría que traza pautas para el control del razonamiento judicial y, ante todo, para evitar en lo posible que la insoslayable discrecionalidad judicial degenere en impune e incontrolable arbitrariedad. En suma, las herramientas que aporta la teoría de la argumentación pueden ser apropiadas tanto por una teoría positivista como por una teoría iusmoralista del derecho, aunque con distintos objetivos y diverso alcance. Para el iusmoralismo la argumentación racional es el método adecuado para establecer y fundamentar las soluciones correctas para los casos en derecho. Aquí se maneja un sentido fuerte de la idea de corrección y de la idea de racionalidad. La actividad discursiva, el intercambio de argumentos, el esfuerzo dialéctico y deliberativo de, por un lado, las partes en el proceso y, por otro, el juez guiado por la razón práctica, sirve para que pueda quedar demostrado hasta el límite de lo humanamente posible cuál es la decisión que la razón y la justicia, de consuno, demandan para el asunto litigioso. Muy diversos argumentos pueden y deben ser tomados en consideración en cada caso y en todos se encierran valores dignos de ser ponderados (el tenor de la norma, el fin de la misma, su inserción sistemática, la intención del legislador, los precedentes, las necesidades sociales, la situación de los sujetos, etc.), pero uno vale por encima de todos: la justicia de la concreta resolución. De ahí que, para la teoría de la argumentación de corte iusmoralista, todos esos argumentos cuenten y deban tener su peso a la hora de justificar la decisión, pero su validez fundamentadora es sólo prima facie o en principio. Eso último significa dos cosas. Una, que, a falta de argumentos mejores de tipo moral o de justicia, esos otros deben ser la base de la decisión. Otra, que la vinculación de aquellos argumentos al sistema jurídico-positivo establecido –su carácter intrasistemático, con la presunción de validez y legitimidad de dicho sistema– implica que la carga de argumentar y desactivar sus propuestas pase a quien contra ellos propone el argumento moral o de justicia. Pero el sólido respaldo argumentativo de este último lo convierte en el debido ganador y
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será él, el de justicia, el que en ese caso deba imponerse, aunque sea en detrimento de aquellos datos y argumentos sistemáticos, en detrimento de lo que diga o pueda significar, se interprete como se interprete, la norma positiva. La justicia gana siempre, aunque no se muestre en sus contenidos por sí misma y en su evidencia, sino que tenga que ser explorada y averiguada a través de la argumentación. Y ha de quedar claro que esa justicia del caso que por esa vía se descubre y se sienta no es el producto de la discrecionalidad del juez, sino el resultado del recto ejercicio de la razón práctica. Mediante la argumentación racional no decidimos dando razones que quieren ser convincentes, sino que conocemos gracias a esas razones y, sobre dicha base, decidimos. Para el iuspositivismo, la argumentación judicial respetuosa de ciertas reglas racionales es la herramienta que nos permite diseccionar críticamente las sentencias a fin de diferenciar cuando contienen un recto ejercicio de la discrecionalidad y cuando pueden ser sospechosas de arbitrariedad. El juez que fundamenta adecuadamente su fallo no ha demostrado con ello su plena corrección material o su justicia, no nos da cuenta de que haya descubierto mediante el sano ejercicio de la razón práctica la única solución correcta. Simplemente nos hace ver que, con los argumentos que el sistema jurídico le permite manejar, ha tratado de alcanzar la solución que le parece más correcta y, además, nos hace partícipes de sus razones con el propósito de convencernos de que es un juez en su papel y no alguien que trata de imponer sus convicciones sobre cómo debe ser y organizarse el mundo, su moral o sus intereses. Esa relativización de la utilidad de la argumentación racional es la que explica que, por lo general, resulte mucho más fácil al positivista que al iusmoralista afirmar simultáneamente que una decisión judicial es racional, en el sentido de que no hay tacha en su fundamentación argumentativa, y que, al tiempo, discrepa con ella. Para el positivista no rige, aplicada a la decisión judicial, la máxima de que la verdad no tiene más que un camino (el mío), por mucho que ese camino se construya a golpe de argumento. La teoría de la argumentación jurídica es una teoría de la decisión jurídica racional. Sus presupuestos básicos se pueden resumir así: a. Es una teoría dialógica o discursiva de la racionalidad. Cuál sea el contenido de la decisión racional es algo que no se puede conocer o descubrir ni mediante la intuición particular ni mediante ningún género de reflexión o análisis meramente individual, mediante la razón monológica, la de alguien que “habla” consigo mismo, estudia en soledad y reflexiona. Es en el discurso, en el diálogo, en el debate leal entre argumentos y argumentantes donde se puede sentar el contenido debido de la decisión.
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b. Es una teoría consensualista de la racionalidad. Racional será aquella decisión apta para alcanzar el consenso entre los concretos argumentantes y de cualquier argumentante; es decir, de cualquiera que tenga interés y razones para preguntarse sobre el asunto y que aporte dichas razones como argumentos y valore los argumentos ajenos. No hay racionalidad sin consenso o sin aptitud de la decisión para lograr, como ideal, ese consenso general. c. Es una teoría procedimental de la racionalidad. No hay racionalidad sin consenso, pero no todo consenso es consenso racional. Sólo será racional el acuerdo que se consiga en un discurso, en un diálogo en el que los argumentantes respeten ciertas reglas, que son las reglas de la argumentación racional. Esas reglas constituyen lo que podría denominarse el “derecho procesal” de la argumentación racional. Pueden sintetizarse en que ningún argumentante legitimado por un interés en el asunto que se decida debe ser privado de su derecho a argumentar, todos han de poder argumentar con igual libertad y los argumentos de todos deben ser tomados en consideración con idéntico respeto e igual consideración inicial. Se presupone también, como no podría ser de otro modo, que se respeta la lógica común de nuestros razonamientos, es decir, que se hacen inferencias válidas y se evitan las falacias lógicas, así como que el lenguaje se usa con sus significados compartidos y que no se echa mano de un lenguaje privado o ad hoc. Si un discurso gobernado por dichas reglas desemboca en un acuerdo, ese acuerdo será racional y la consiguiente decisión merecerá el mismo calificativo. d. Es una teoría formal, no material, de la racionalidad. Como consecuencia de lo anterior, el contenido de la decisión racional no está predeterminado, no se halla preestablecido antes del discurso, sino que se sienta precisamente en el discurso, en esa argumentación racional: el contenido de la decisión racional será el contenido de ese acuerdo que se ha alcanzado argumentando racionalmente. En este sentido se dice también que estamos ante una doctrina de tipo constructivista. Si es correcta la anterior descripción de los presupuestos filosóficos de la teoría de la argumentación, debemos pasar a preguntarnos cuál puede ser su utilidad real como patrón de análisis y crítica de las decisiones jurídicas. No se debe perder de vista que en el derecho, por razones prácticas ligadas a la función de los sistemas jurídicos, las decisiones acontecen de modo autoritativo y sometidas a limitación de interlocutores y de plazo. Además, las normas jurídicas sirven precisamente como pauta para poner fin a las disputas. Un juez decide porque las partes no están de acuerdo –y por eso hay pleito– y porque las partes no se han puesto de acuerdo durante el proceso, cuando dicho acuerdo sea relevante
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para poner fin a tal pleito. Además se ha de distinguir entre la argumentación en el proceso y la argumentación del juez en la motivación de la sentencia. En cuanto a la argumentación de las partes en el proceso, resulta de sumo interés replantear las garantías procesales como garantías de los “derechos” argumentativos de las partes, como salvaguarda de que las partes se hallen en el proceso en la situación que la teoría de la argumentación presenta como propia de la argumentación racional: con paridad de armas, en situación de igualdad, con libertad para aportar argumentos y contraargumentos, etc. Subyace la idea de que el juez ha de formarse una convicción sobre los hechos del caso y sobre las normas que no sea puramente de su cosecha, sino el resultado de ese toma y daca. Las reglas procesales no sólo velan por la igualdad y libertad de los partes que exponen sus razones, sino que también encauzan esa argumentación de las partes para que se eviten las trampas argumentativas, la deslealtad en el discurso, la manipulación interesada y la tergiversación maliciosa. Podría hacerse, y está pendiente, una reconstrucción de esa normativa procesal a la luz de y por referencia a las reglas de la argumentación racional que la teoría diseña. Idealmente, y a tenor de ese modelo subyacente de racionalidad argumentativa, el derecho procesal asume que los argumentos de parte son de parte, es decir, parciales, pero trata de encarrilarlos para que, en lo posible, no dejen de ser, en la forma y en el fondo, los argumentos de sujetos que tratan de convencer a un observador imparcial con el valor de sus razones, en lugar de puras artimañas para engañar, seducir o persuadir al juzgador, al árbitro de la disputa, en el sentido de la contraposición perelmaniana entre persuadir y convencer. El proceso convierte el enfrentamiento, la contraposición material entre las partes, en disputa dialéctica. Si se permite la comparación, y tomándola sólo en lo que valga, sería una diferencia análoga a la que se da entre dirimir un enfrentamiento en una pelea callejera, donde todas las armas son válidas y se trata de derrotar al otro a cualquier precio, o en un combate de boxeo en un cuadrilátero, con reglas de fair play y un árbitro que vigila lo reglamentario de los golpes y que decide al final con la mayor objetividad posible. Al tiempo, se está presuponiendo que el juez, en su función, se “despersonaliza”, en el sentido de que se convierte en un observador imparcial, en alguien que deja de lado, que hace abstracción de su ideología, de sus personales intereses y de sus fobias y filias y que trata de decidir como en su lugar haría cualquier otro que, como él, tuviera los conocimientos técnicos debidos y que, como él, hubiera escuchado y ponderado los argumentos de las partes. Por ese carácter no “personal” de la decisión judicial vela toda otra serie de reglas procesales, como las que establecen las causas de abstención y recusación, entre otras muchas. Y así es como también se explican la obligación de
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motivar y ciertas reglas de la motivación válida. El juez tiene que motivar su fallo justamente argumentando, pero no argumentando de cualquier manera, pues también es un argumento decir, por ejemplo, que condené a éste porque me era antipático o que di la razón al otro porque me parecía más virtuoso o menos pecador. La obligación de motivar supone dar razones que puedan ser comprendidas y compartidas por cualquier ciudadano que tenga los mismos conocimientos de los hechos y de las normas, por cualquier ciudadano que, en esa situación, sea igualmente capaz de poner entre paréntesis sus intereses e inclinaciones y de colocarse en el lugar del otro, de cualquier otro: en el lugar de un buen juez. No se trata de que los argumentos del juez en su motivación hayan de convencer efectivamente a todo observador informado, sino de que cualquier observador informado pueda constatar, a través de esos argumentos, que el juez no ha cometido errores tangibles y que al juez lo han guiado razones admisibles y no pulsiones puramente subjetivas. Es la vinculación entre los argumentos de las partes y la decisión judicial lo que explica la exigencia habitual en nuestros sistemas jurídicos de que la motivación judicial sea congruente con esos argumentos y sea, además, exhaustiva en la toma en consideración de ellos. El juez está así compelido a tratar de acreditar que su convicción se ha formado sobre la base de esos argumentos y no de su libérrimo albedrío. Con ello no se niega la discrecionalidad judicial, pero se intenta evitar que la convicción del juez, que le lleva a la elección entre las opciones posibles a la hora de interpretar las normas y de valorar las pruebas, se forme por su cuenta y riesgo, a su aire, con datos o razones de su pura cosecha. No se trata de que, en ciertos sentidos, no pueda ir más allá de lo alegado y expuesto por las partes, sino de que no deje de atender, como criterio básico de su juicio, a lo alegado y expuesto por las partes. El juez, en lo que alcance su discrecionalidad, no valora libremente lo que hay: valora libremente lo que le han dicho y mostrado. O así, al menos, trata el derecho procesal de que sea. La teoría de la argumentación, por un lado, y el derecho procesal, por otro, operan con un ideal de decisión judicial racional. La primera establece reglas en el plano puramente teórico, conforme al modelo de racionalidad que hemos retratado anteriormente. El segundo pone reglas jurídicas que traducen a pautas procesales obligatorias aquel ideal. Pero no podemos perder de vista que siempre que operamos con modelos contrafácticos, con modelos, por tanto, ideales, estamos abocados a un razonamiento en escala. Entre el plano del perfecto cumplimiento del ideal y el de su patente menoscabo hay zonas intermedias. Entre el blanco y el negro existe una amplia zona de grises. El ideal trazado por las teorías de la argumentación y latente en el derecho procesal contemporáneo se puede cumplir en más o en menos en cada proceso y
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sólo cabe, como hemos dicho, razonar en escala: un proceso y una sentencia serán tanto más racionales cuanto mayor sea en el uno y en la otra el grado de realización de tales ideales. Volvamos ahora a la lectura que de la teoría de la argumentación jurídica pueden hacer, para estos menesteres, el iuspositivismo y el iusmoralismo. Para el primero, el modelo de racionalidad argumentativa aporta un criterio para establecer una racionalidad de mínimos del proceso y de la sentencia y para proporcionar razones para el debate crítico sobre ellos. Para el segundo, como ya se ha dicho, la racionalidad argumentativa puede ser la vía para descubrir y fundamentar la decisión correcta para los casos. Para el positivismo, esas reglas de la argumentación racional valen antes que nada para que se pueda descartar por irracional la sentencia que patentemente las vulnere. Para el iusmoralismo, sirven para que podamos llegar a la convicción objetiva de que la decisión alcanzada es o no es la decisión más racional de las posibles. En este punto es donde tiene cabida el debate sobre los rendimientos posibles de la teoría de la argumentación, en su aplicación a la decisión judicial. Si insistimos en el mencionado carácter consensualista de ese modelo de racionalidad y lo llevamos hasta sus últimas consecuencias, tendríamos que concluir que sólo será racional la decisión judicial que efectivamente pueda provocar ese consenso y según las reglas del modelo. Ese objetivo parece absolutamente inalcanzable. Cuando un iusmoralista echa mano de la idea de racionalidad argumentativa para justificar que una decisión judicial es o no es la correcta y racional, y cuando ese juicio se hace por razones sustanciales, de contenido, y no por razones puramente formales o procedimentales, necesariamente está presuponiendo algo que contradice aquel presupuesto de la teoría de la argumentación que da al modelo de racionalidad su carácter formal o meramente procedimental: se está presuponiendo que hay patrones previos y extraargumentativos de corrección material de la decisión, patrones morales o de razón práctica, patrones de justicia. Si la verdad o la justicia no tienen más que un camino, la argumentación no es la fuente de la racionalidad decisoria, sino solamente el método auxiliar para hacer patente e imponer otro tipo de racionalidad, la propia de algún tipo de objetivismo moral. Una teoría de la argumentación al servicio del objetivismo moral ya no será una teoría de carácter consensualista y formal, salvo que alguien piense que su papel es el de respaldar y dar argumento a la verdad y justicia de sus propias convicciones, que son válidas en sí o por ser propias, no por ser objeto de consenso. Si el consenso válido es el consenso sobre la verdad de lo que yo pienso y de aquello en lo que yo creo, lo que cuenta como guión de racionalidad de las decisiones del juez (o del legislador) no es el consenso en sí, y tampoco
2. La argumentación y sus lugares en el razonamiento judicial sobre los hechos
la racionalidad de las reglas de la argumentación, lo que cuenta es mi propia convicción: decisión racional será la que dé la razón a mi opinión y argumentación racional será la que se use para demostrar que yo tengo razón. En otros términos, quien defienda una teoría de la decisión racional de corte dialógico, consensualista y procedimental difícilmente podrá, al tiempo, pretender que esta o aquella decisión no son correctas o racionales porque su contenido no es el justo o el moralmente adecuado; todo lo más, se podrán descartar ciertas decisiones por las inferencias erróneas o los falsos juicios empíricos que contienen, por la deficiente fundamentación de sus premisas o por los atentados contra el proceso discursivo racional que hayan acontecido en su génesis. Con la perspectiva más modesta del positivismo, la racionalidad argumentativa no es “tendenciosa” sino “tendencial”. Se debe argumentar de determinada manera, tendiendo al acuerdo y no a la pura imposición de la autoridad, por ejemplo. Se debe argumentar para ofrecer a los otros las propias razones y para hacer ver que son razones que se pretenden universalizables y compartibles las que guían la decisión. Se debe argumentar, como ya se ha repetido, para alejar en lo posible la sospecha de arbitrariedad, de mera subjetividad. Se debe argumentar porque, si el derecho es de todos y para todos, las razones del derecho, las razones de cada decisión jurídica, por todos han de poder ser conocidas y juzgadas, aceptadas o criticadas, para que todos puedan comprobar que mis razones como juez de este caso no sean las razones meramente mías, sino las razones del derecho que es de todos, que es de todos en lo que tenga de cierto y que sigue siendo de todos en lo que de indeterminado contenga. Porque también cuando el juez ejercita su discrecionalidad está decidiendo para todos y no para él mismo. Eso significa racionalidad dialógica y eso significa la orientación al consenso que es propia de la racionalidad argumentativa. Y no se olvide que, hasta por imperativo constitucional, el derecho es de todos los ciudadanos, pero la moral es de cada uno. Y lo común no debe gestionarse con el espíritu con que se gestiona lo personal. O, al menos, ese parece ser el espíritu constitucional en los estados de derecho. Si yo llamo derecho también a mi moral, no hago más que tratar de que comulguen todos con lo mío y desde la soberbia convicción de mi superioridad. Lo mismo, y con mayor razón, vale si yo soy juez. Sobre 2. Decíamos que los argumentos con que se justifique una decisión que se pretenda racional, según el modelo de la racionalidad argumentativa, han de tener tres propiedades que podemos denominar formales: no deben contener inferencias erróneas (a), no deben ser incompletos, en el sentido de que todas sus premisas no evidentes deben ser explicitadas (b), y han de ser pertinentes
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
(c), es decir, tienen que versar sobre el verdadero contenido de las premisas del juicio que se quiere fundamentar. La teoría de la argumentación viene a decantar y a explicitar ciertos patrones de racionalidad que constantemente aplicamos en nuestras comunicaciones ordinarias. Si A y B son dos hablantes del mismo idioma, A le hace una observación o una propuesta a B y éste le responde en swahili o en un lenguaje para A incomprensible, diremos que la actitud de B no es racional y que, desde luego, no busca entenderse con A. Si A le plantea a B construir una casa de madera y B le responde que sí o que no, pero dando B por sentado que para él una casa de madera es una masa de agua en la que nadan peces y hay mareas, no podrán entenderse ni ponerse de acuerdo, pues es obvio que B no respeta la semántica del lenguaje común que permite el entendimiento. Si B le dice a A que el cianuro es un veneno mortal, que esa manzana contiene altas dosis de cianuro y que, por tanto y en conclusión, A puede o debe comerse esa manzana porque no es peligrosa para su vida, es obvio que B, además de abrigar pésimas intenciones, no razona correctamente o pretende tomar a A por tonto. Si A y B son hermanos y B le dice a A que para él, B, debe de ser todo el patrimonio de su padre difunto, pues esa era la voluntad de su progenitor, o bien a A le consta fehacientemente tal voluntad o deberá preguntar a B por qué sabe él que la voluntad paterna era esa y no otra. Si B le dice a A que debe prestarle dos mil euros, A pregunta por qué y B responde que porque los pingüinos son los únicos pájaros que no vuelan y no dice más, será esperable y razonable que A le replique a B que qué tiene que ver tal peculiaridad de los pingüinos con el préstamo pretendido. Cuando de argumentar para justificar una decisión judicial se trata, las exigencias son las mismas. De por qué en el derecho moderno los fallos judiciales han de ser motivados mediante argumentos, mediante razones, ya hemos dado cuenta: porque no expresan un mero acto de autoridad, sino que se quiere que esa autoridad fundamente sus decisiones, a fin de descartar en lo posible el riesgo de arbitrariedad, las razones espurias. Pero, si así ha de ser, argumentar es algo más que soltar palabrería o que decir cualquier cosa o de cualquier manera. En los ejemplos anteriores veíamos supuestos en los que B no respetaba a A en cuanto sujeto igualmente racional y con igual capacidad de juicio. De los jueces también se quiere que, en ese sentido, respeten a los ciudadanos que lean sus sentencias, comenzando por los destinatarios directos de ellas. No hay motivación racional de una sentencia cuando sus contenidos son traducibles a un “porque yo, juez, lo digo”, “porque simplemente a mí me parece así” o “porque a mí me da la gana”. Así se explican los requisitos que se mencionan en este apartado, como exigencias de la argumentación judicial correcta.
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a. Al igual que en la vida ordinaria no consideramos fundada una conclusión que es resultado de una inferencia errónea, lo mismo sucede con el fallo judicial que no se sigue correctamente de las premisas sentadas y explicitadas en la motivación. En términos de racionalidad argumentativa, el respeto de las reglas del correcto razonamiento lógico no es condición suficiente de la racionalidad del fallo, pero es condición necesaria. Que la decisión judicial no sea un simple resultado de la aplicación de las reglas formales de la lógica no quiere decir que la lógica no importe nada. Un razonamiento judicial lógicamente incorrecto es irracional, e irracional será el fallo. Aquí se ve de nuevo que el juicio de racionalidad no depende de que el fallo en sí nos guste o no, nos parezca justo o injusto. Que la decisión judicial haya de justificarse en la motivación supone que han de mostrarse las premisas de las que el fallo se desprende y que el fallo ha de derivarse efectivamente de esas premisas que se muestran, y no de otras que queden ocultas. No es que la teoría de la argumentación haga homenaje a la lógica por ser la lógica, sino que sin respeto a la lógica no hay argumentación que tenga sentido. Las teorías de la argumentación jurídica acostumbran a diferenciar la justificación externa y la justificación interna de las decisiones. La justificación externa se refiere a la razonabilidad o aceptabilidad de las premisas, a las razones que amparan la elección de las premisas de las que la decisión se deriva. La justificación interna alude a la corrección de tal derivación, a la validez, lógica en mano, de la inferencia mediante la que de aquellas premisas se saca la resolución a modo de conclusión. b. La decisión final, la que se contiene en el fallo de la sentencia, es el producto lógicamente resultante de una serie de decisiones previas, las decisiones que configuran las premisas, que les dan su contenido. Esas previas decisiones son propiamente tales, lo que quiere decir que encierran la opción entre distintas alternativas posibles. Y por ser, así, decisiones, elecciones que el juez, hace, han de estar justificadas. La justificación externa es justificación de la elección de las premisas. Son las premisas las que sostienen directamente el fallo, pues éste, por así decir, se justifica solo, en cuanto que es o pretende ser mera conclusión inferida con necesidad lógica de esas premisas. Aquí viene ahora a cuento lo que podríamos denominar la regla de exhaustividad de la argumentación, regla argumentativa que se puede enunciar así: toda afirmación relevante para la configuración de una premisa de la decisión final y cuyo contenido no sea perfectamente evidente debe estar basada en razones explícitas, tantas y tan convincentes como sea posible. En otros términos, el razonamiento judicial mostrado en la motivación no debe ser entimemático en nada que no sea evidente, no puede haber premisas o subpremisas ocultas.
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
Las premisas del razonamiento judicial versan sobre normas y sobre hechos. Imaginemos que una sentencia resuelve un caso C. En C se trataba de juzgar cierto hecho (H) aplicando la consecuencia prevista en una norma (N). La resolución del caso, el fallo, presupone dos cosas: la afirmación de que H efectivamente ocurrió y la afirmación de que el sentido correcto de N para el caso C es el sentido S, que N significa S para H. Establecido todo ello, acontece la subsunción de H bajo S y se sigue la consecuencia que, como conclusión, se establece para el caso en el fallo. Dos cosas fundamentales se han dirimido en el proceso: el acaecimiento de H y el significado de N. En cuanto a lo primero, hay una parte que mantiene que H efectivamente acaeció y otra que defiende lo contrario. Las dos partes aportan pruebas y argumentan sobre ellas. El juez no podrá decidir el caso C sin afirmar que H ocurrió o no ocurrió. Es decir, no podrá fallar sin decidir sobre la premisa fáctica. Para ello tendrá que formarse una convicción, y el derecho prescribe que esa convicción tiene que resultar de la valoración de las pruebas practicadas, al menos en lo que H tenga de no evidente e indiscutido. El juez decide dar por buenos los hechos o no, y lo hace valorando las pruebas. Hay, por tanto, decisión y valoración aquí. Y sabemos que siempre que hay una decisión de base valorativa se debe argumentar por qué esa decisión y no otra, es decir, por qué se valoró así y no de otra manera. Un juez que en este punto de la motivación de su sentencia se limitara a afirmar que, vistas y valoradas las pruebas, su honesta convicción es que H efectivamente aconteció, estaría incurriendo en una deficiencia argumentativa que dañaría la razonabilidad y la calidad argumentativa de su decisión final. Por tanto, un primer requisito es que el juez dé los porqués de la valoración que funda su convicción y la consiguiente decisión sobre los hechos del caso. Ahora supongamos, por mor de la simplicidad, que en el caso sólo se practicó una prueba, por ejemplo una prueba testifical: un testigo declara que vio cómo sucedía H, el hecho relevante en el caso. El juez ha valorado esa prueba y ha llegado a la convicción de que dicho testigo no es creíble. Por tanto, ese juez afirma: no ha quedado probado H porque el testigo no es creíble. ¿Será argumento bastante? Sin duda, no. Tenemos la decisión sobre los hechos (H no aconteció, a efectos del proceso y la sentencia) y tenemos un argumento justificatorio de esa valoración/decisión (el testigo no es creíble). La decisión está argumentada, pero no se atiende la regla de exhaustividad argumentativa, pues no se dan las razones de la razón; se trata de un argumento de contenido no evidente y que no se respalda con ulteriores argumentos: no se dice por qué el testigo no es creíble. A los jueces la honestidad, la independencia y la libertad de juicio se les presupone por razón de oficio, pero no tienen patente de corso para decidir como quieran, pues no basta que estén guiados por la buena
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fe y la sabiduría individual, sino que han de argumentar para convencernos, para convencer a cualquier sujeto colocado en la posición de un observador imparcial. La afirmación de que el testigo no es creíble valdrá, en términos de racionalidad argumentativa, lo que valgan las razones que la soporten. No es una cuestión de pura aritmética, sino de aplicar el mismo tipo de racionalidad que se usa en la vida ordinaria. Si yo afirmo que estoy seguro de que mi vecino es un ludópata y se me pide que explique por qué lo sé o me parece que lo es, no valdrá lo mismo, como fundamento de mi juicio, que diga que se lo noto en el aspecto o que aclare que lo veo todos los días gastarse una fortuna en máquinas tragaperras. Otro tanto se da en cuanto a la premisa normativa. Al caso se aplica la norma N, pero el enunciado de N tiene tal grado de indeterminación, que puede entenderse con dos significados, S1 y S2, y según que se opte por asignarle para el caso uno u otro, será diversa la consecuencia que se aplique a C. El juez decide cuál de esos dos significados es preferible y opta, por ejemplo, por S1. ¿Por qué? Argumenta y nos da la razón o las razones. Pongamos que aclara que porque S1 es el significado que al enunciado de N quiso darle el legislador. Ha empleado el habitual argumento o canon de interpretación subjetiva, en su versión, subjetivo-semántica. ¿Es argumentación suficiente de la decisión interpretativa? Cualquiera podrá preguntarse esto: por qué sabe o cree ese juez que fue ese precisamente, y no otro, el sentido que el legislador pensaba o quería para el enunciado de N. Así que la regla de exhaustividad argumentativa obliga al juez a dar las razones de esa razón: a tenor de tales y tales documentos consultados, de los debates parlamentarios, de ciertas noticias de la época, etc., parece verdad, creíble o verosímil que S1, y no S2, sea el significado que mejor se corresponde con el contenido que el legislador quiso otorgar a N. Podemos resumir todo esto en una nueva idea, bien sencilla: cuando un juez profiere una aserción relevante para la resolución del caso y el contenido no es evidente e indiscutible, debe anticiparse mediante argumentos a la pregunta que le haría cualquier interesado u observador imparcial que trate de descartar el capricho o la arbitrariedad. Esto es, ante cualquier afirmación así cualquier observador que analiza la sentencia puede dirigir al juez la siguiente pregunta: ¿Y por qué sabe usted o por qué cree usted que es así, como usted mantiene? A esa pregunta es a la que, mediante sus argumentos, debe adelantarse el juez que se guíe por un modelo de racionalidad argumentativa. c. El juez que interpreta N se ha inclinado por S1 y ha echado mano del siguiente argumento: S1 es preferible porque a día de hoy la luna se encuentra en cuarto menguante. Puede ser verdad fuera de discusión esto último, pero cualquiera diría que qué tiene que ver el argumento con lo que se está discutiendo,
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con lo que había que justificar. Nos encontramos ante la regla de la pertinencia de los argumentos, que se puede formular de este modo: un argumento sólo justifica una elección cuando, en el caso en cuestión, tiene una relación relevante con el supuesto que se debate. Dado que, en nuestro elemental ejemplo, tal relación no existe, el argumento “lunático” no es propiamente un argumento con ningún valor justificatorio de la decisión en favor del significado S1 de N. Aquí usamos las mismas reglas de la comunicación común que nos llevan a preguntar a alguien que argumenta fuera del tema lo siguiente: a qué viene eso. Si aplicamos el “a qué viene eso” a la lectura de muchos de los argumentos con que las sentencias se rellenan, nos toparemos más de una vez con el artificio retórico consistente en invocar verdades evidentes o valoraciones gratas al público como justificación de decisiones con las que ninguna relación relevante para el caso tienen tales argumentos. Se cambia subrepticiamente el tema para que el acuerdo que sobre un asunto se procura sirva de base para el acuerdo sobre el otro, sobre el que en verdad importa en el caso, aunque no sea aquello lo que en el caso se discute. Un ejemplo. En una conocida sentencia del Tribunal Constitucional español se ventilaba un recurso de amparo de un ciudadano al que se había impuesto una sanción administrativa por los ruidos producidos en el local público que regentaba. La base del recurso era la posible ilegalidad de la sanción, alegando que se fundaba en un reglamento carente de respaldo legal, lo cual contradiría el principio de legalidad que en materia sancionatoria consagra el artículo 25.1 de la Constitución española. El tribunal no otorga el amparo y da la razón a la administración, pero la parte mayor y esencial de su argumentación versa sobre el atentado que el ruido supone para ciertos derechos fundamentales de los ciudadanos, como el derecho a la salud y el derecho a la intimidad. Son valoraciones muy ciertas y loables, pero no pertinentes ahí, pues no era ese el derecho objeto de amparo, sino el derecho de todo ciudadano a no ser sancionado en aplicación de reglamentos administrativos sin fundamento legal. No había recurrido un ciudadano que se sentía dañado por el ruido del local, sino el dueño del local, que entendía que la administración había violado su derecho a no ser sancionado sin base legal. Los argumentos pertinentes sobre ese asunto eran en la sentencia escasos y extraordinariamente endebles, pero fue celebrada como un triunfo del derecho fundamental de los ciudadanos a no ser molestados o perjudicados por los ruidos. Mas de eso no se trataba en el caso. Sobre 3. En la argumentación se utilizan argumentos. Para nuestro propósito, podemos definir argumento como un enunciado o conjunto de enunciados que contiene una razón en favor de una tesis, de una propuesta o de una decisión. Cuando yo le digo a un amigo “vamos al cine” y él me pregunta por qué, por
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qué al cine o por qué hoy, me está pidiendo razones, me está solicitando una justificación de mi propuesta. Argumentar es emplear argumentos con ese propósito de dar razones justificativas. Cuando le exigimos al juez que argumente sus valoraciones y decisiones le demandamos argumentos. Le demandamos argumentos suficientes, argumentos pertinentes y argumentos exentos de falacias lógicas o de otro tipo. En las sentencias podemos encontrar argumentos de muy diferentes clases. Cuáles sean en las sentencias los argumentos adecuados y más relevantes para justificar los fallos o las subdecisiones que dan pie a las premisas de las que el fallo se deduce es cuestión que se responderá diferentemente según la concepción del derecho que se maneje. El argumento de justicia, por ejemplo, suele tenerse como el de superior importancia y jerarquía en las doctrinas iusmoralistas, y no así en las iuspositivistas. En el derecho acostumbra a haber ciertos argumentos de uso común y general aceptación para respaldar las opciones del juez a la hora de valorar las pruebas y, en especial, a la hora de elegir entre las interpretaciones posibles de las normas. Lo mismo ocurre cuando se trata de crear la norma mediante la que el juez colma una laguna o de resolver una antinomia. Esos argumentos por lo general están convencionalmente establecidos en la doctrina y en la práctica, aunque también puede ocurrir que se hallen respaldados por alguna norma del sistema jurídico. Los llamados tradicionalmente cánones de la interpretación constituyen el mejor ejemplo. Ese trasfondo reglado, sea legal o convencionalmente, es lo que permite diferenciar entre argumentos admisibles y argumentos inadmisibles. No todo argumento que el juez pueda invocar en la motivación de la sentencia se tendrá, en un momento dado y dentro de un determinado sistema jurídico, como admisible. El juez puede aducir, por ejemplo, que elige tal o cual interpretación de la norma aplicable porque es la que permite el fallo que a él más le gusta, o porque se le apareció en sueños el emperador Justiniano y le dictó ese significado como el más oportuno, o porque dicha interpretación es la que mejor se compadece con su fe religiosa, o porque, así aplicada la norma, resulta más favorecido el partido político de sus amores. Tales argumentos se tendrían en nuestra cultura jurídica por inadmisibles, aunque en otras puedan juzgarse adecuados, como demuestra la historia. Los argumentos que cuentan comúnmente como admisibles tienen dos propiedades o notas esenciales: su habitualidad y su ligazón con algún valor o propiedad que se considera esencial para el sistema jurídico. La habitualidad se relaciona con el uso frecuente en la práctica. Se suele apreciar como extemporáneos e inoportunos los argumentos carentes de esa consolidación en la
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praxis. Al tiempo, los argumentos más habituales funcionan como tópicos, en el sentido de Theodor Viehweg y su tópica jurídica. Los tópicos son argumentos en los que la sola mención de su núcleo o sus términos identificadores suscita una predisposición al acuerdo, da lugar a una actitud favorable. Cuando un político ampara una determinada medida de gobierno en el interés general o en la justicia social, está empleando un tópico que será efectivo por sus resonancias positivas, aun cuando el argumento no se desarrolle más y no se explique en detalle por qué es precisamente esa medida la que favorece tal interés o dicha justicia, o aunque ni siquiera haya un mínimo acuerdo sobre qué será en concreto el interés general o en qué consistirá la justicia social bien entendida. En la argumentación judicial eso mismo ocurre muy destacadamente con los cánones de la interpretación. Un juez declara que la interpretación elegida es la más adecuada a la voluntad del legislador, al fin de la norma o a su tenor literal y ya, sólo con eso, queda la impresión de que son sólidas las razones en las que se apoya al interpretar así. Por eso no es descabellado formular la siguiente hipótesis de trabajo, útil al menos para el análisis argumentativo de sentencias: cuanto más consolidado está como tópico un argumento, con tanta más frecuencia será meramente mencionado, pero no rectamente usado, en el sentido de la regla de exhaustividad a la que anteriormente aludimos. Pero los argumentos habituales no reciben su fuerza y su capacidad de convicción únicamente de su uso frecuente. Pasan y han de pasar otro filtro determinante de su admisibilidad: su ligazón con algún valor de los que se consideran inspiradores del modelo de Estado y de Constitución o con alguna propiedad esencial del sistema jurídico. El argumento interpretativo de la voluntad del legislador, el canon de interpretación subjetiva, es y cuenta como admisible porque con él se está apelando a la voluntad de la autoridad normativa legítima. Es muy relevante, como muestra histórica de esto, lo sucedido en Alemania antes y después de la Segunda Guerra Mundial. Desde fines del siglo xix había una fuerte disputa doctrinal entre el canon de interpretación subjetiva y el de interpretación objetiva, con cierta ventaja del primero. Pero durante el nazismo se promulgaron algunas leyes que siguieron en vigor en los años cincuenta y sesenta, en el Estado de derecho. En la época nazi se insistía en que el autor e inspirador último de toda la legislación era el Führer, suprema fuente del derecho. Mas acogerse después a la voluntad del legislador suponía, respecto de aquellas leyes, echar mano, como pauta interpretativa, de la más ilegítima de las autoridades, a tenor de los nuevos designios del sistema jurídico. De ahí que en la doctrina y en la práctica el canon subjetivo cayera en un relativo abandono.
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Ese anudarse de los argumentos admisibles a valores esenciales del sistema se aprecia igualmente en los otros cánones. El sistemático, en sus diversas variantes, bebe de la coherencia lógica y lingüística como propiedades de un sistema jurídico que pueda cumplir adecuadamente su función de orden. El teleológicoobjetivo se sostiene en la necesaria conexión de las decisiones judiciales con las necesidades sociales del presente y con el sentir general. El llamado canon literal o gramatical, que en realidad funciona únicamente como delimitador de las interpretaciones posibles y no como argumento justificador de la elección de una concreta de ellas, se engarza, por un lado, con el respeto al legislador legítimo y, por otro, con la seguridad jurídica, como certeza mínima sobre el contenido de las normas que se nos pueden aplicar. Y así sucesivamente. No sólo esos que por lo general se recogen en la lista de los cánones operan así. Pensemos en el argumento de autoridad. Cuando un juez acude al argumento de que también el sujeto X considera que esa es la mejor interpretación de la norma, tendrá que hacerlo y lo hará refiriéndose a quien sea efectivamente considerado una autoridad, sea doctrinal o de otro tipo, no, por ejemplo, a su tía o a un amigo del bar. En el fondo late la idea de que el juicio de ciertas personas especialmente cualificadas o que ocupan determinada posición social de relieve es digno de consideración por los beneficios que del saber o la experiencia pueden derivar para el sistema jurídico y su función. Similarmente sucede con el argumento comparativo, de derecho comparado. Siempre se va a emplear la referencia a sistemas tenidos por modélicos por su tradición o su desarrollo y jamás se pretenderá presentar como argumento admisible y capaz de generar consenso el que se refiera al estado de la doctrina, la legislación o la judicatura en un país carente de ese prestigio. En su estado actual, la llamada teoría de la argumentación jurídica tiene dos carencias principales. Una, que no ha sido capaz de proporcionar apenas herramientas manejables y suficientemente precisas para el análisis de los argumentos en las sentencias. Falta una buena taxonomía de los argumentos habituales y falta desarrollar las reglas del correcto uso de esos argumentos. Esto parece consecuencia de la deriva que la teoría de la argumentación ha tomado hacia las cuestiones de justicia material y de la síntesis dominante entre teoría de la argumentación y iusmoralismo. Por esa vía acaba importando más el contenido del fallo y el modo en que se discute su justicia o injusticia, su coherencia mayor o menor con los valores morales que se dicen constitucionalizados y que se piensa que son el auténtico sustrato material del derecho, que el modo mejor o peor como se argumente la interpretación de la norma aplicable o la valoración de las pruebas. La teoría de la argumentación ha ido abandonando la racionalidad argumentativa para echarse cada vez más en brazos de las viejas
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doctrinas que opinan que hablar es perder el tiempo cuando no sirve para llegar a la conclusión a la que se tiene que llegar. La segunda carencia se relaciona con la poca atención a la argumentación sobre los hechos del caso, a la fundamentación de la premisa fáctica. Probablemente es efecto del inevitable principio de libre valoración de la prueba. Respecto de la interpretación de las normas no se ha propuesto casi nunca un principio de libérrima valoración por el juez y, además, la doctrina jurídica lleva siglos esforzándose para ofrecer al juez métodos del correcto interpretar. No ocurre así con el juicio sobre los hechos y su prueba. Puede que otra razón de ello sea la distinta presencia que en el proceso y para el razonamiento jurídico tienen las normas y los hechos. La norma está ahí en su dicción y con su historia perfectamente reconstruible, y lo que tenga de indeterminado se contrapesa con lo mucho que también de determinado y comprobable hay en ella. La norma dice lo que dice, para bien o para mal, más o menos claro, y sólo hay que leerla. Con los hechos es distinto. Sucedieron en el pasado y cada parte los reconstruye mediante la narración que más le conviene y poniendo el acento en lo que le importa. El juez no tiene ante sus ojos los hechos como tiene la norma, aun con sus márgenes de indeterminación. Sobre la interpretación y aplicación de la norma puede y suele haber precedentes, vinculantes o no, y opinión doctrinal establecida. Pero el hecho de cada caso es un hecho único y sobre el cual el juicio ha de formarse en su individualidad. Que mil veces antes se haya juzgado un caso de homicidio a tenor de la misma norma puede ser una ventaja para el juez al tiempo de interpretar la correspondiente norma penal, pero poco le aporta a la hora de valorar las pruebas. La norma es la del homicidio, la misma para esos mil homicidios, pero las pruebas son las de este caso y sólo las de este. Con todo, y a eso nos referiremos más abajo, sí sería deseable una mucho mayor atención de la doctrina en general, y de las teorías de la argumentación jurídica en particular, a la argumentación del juez sobre los hechos y sus pruebas. II. hechos y argumentos Refirámonos brevemente a la justificación de la premisa fáctica y la argumentación sobre los hechos. Lo primero que al respecto cabe es formular otra hipótesis merecedora de contrastación y detenido examen a la luz de diversos sistemas jurídicos. Es ésta: la normativa procesal colma con sus numerosas reglas los vacíos que en este campo deja la doctrina. Así como en materia de interpretación son muy escasas las normas jurídicas que pretenden encauzar el razonamiento del juez y sus opciones decisorias, en cuestión de los hechos y de su prueba el sistema jurídico acota esmeradamente el campo de juego.
2. La argumentación y sus lugares en el razonamiento judicial sobre los hechos
El principio de libre valoración de la prueba no debe deslumbrarnos ni llamarnos a engaño. El juez valora libremente las pruebas, sí, pero una vez que la norma procesal le ha dicho quién puede proponer las pruebas, cuáles deben admitirse o tomarse en cuenta y cómo tienen que practicarse. La libre valoración de la prueba es el reverso o la compensación de la falta de prueba libre, así como la mayor libertad interpretativa de la norma tiene su reverso en la no afirmación de la libertad de interpretación o de la libre valoración de la norma. El punto de partida de un proceso son los hechos. Llamamos genéricamente hechos a ese sustrato material que puede ser muy diverso. Lo que se enjuicia, lo que es objeto del litigio que debe ser solucionado con arreglo a derecho, puede ser una conducta de alguien, sea una conducta de hacer o una omisión, o puede ser un estado de cosas o una situación de una persona o de algún objeto. Puede tratarse de un hecho aislado o de una secuencia que se prolonga durante un periodo temporal más o menos largo. Como hecho de un caso puede también ser relevante un dato psicológico de alguien, una intención, un conocimiento o desconocimiento subjetivo de algo, un dolor o padecimiento, etc. También puede tratarse de hechos aislados o de hechos encadenados, o pueden ser relevante hechos atinentes sólo a una parte procesal o a más de una. También cabe considerar que en muchos casos el estatuto jurídico de una persona o de un objeto forma parte de los hechos. Esa variedad posible de los hechos repercute sin duda sobre la dificultad para elaborar una teoría de conjunto y homogénea sobre su tratamiento procesal y sobre la prueba. Cuando hablamos de las normas con las que se va a componer la premisa normativa también las hay variadas, variadas en su jerarquía, variadas en su grado de indeterminación y en el grado consiguiente de dificultad interpretativa, variadas en la índole de su contenido (normas de obligación de hacer o de no hacer, normas permisivas…), variadas en su estructura interna o en su configuración deóntica (mandatos, autorizaciones, normas que confieren poderes, normas constitutivas…), pero dicha variedad no supone tanta traba para la elaboración de teorías consistentes y abarcadoras de la interpretación y aplicación de las normas. Por otra parte, tanto con las normas como con los hechos se opera un proceso de selección. Del conjunto de las normas que a primera vista puedan venir al caso el juez ha de elegir aquella o aquel conjunto de ellas que más propiamente lo contemplen, aquellas bajo las que han de ser subsumidos los hechos. Esa es una tarea que va de la mano con la interpretación de esas normas. En cambio, con los hechos es aún más complicado. Los hechos se presentan en muy complejos encadenamientos e interrelaciones, aparecen como hechos brutos o como hechos en bruto, como magma de acontecimientos causalmente trabados
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e interconectados. Esos “hechos brutos” han de ser sometidos también a una selección, selección que tiene lugar con arreglo a algún criterio de relevancia. Pero, así como para la selección de la norma es auxilio crucial la interpretación, la prueba no cumple un papel paralelo en la selección de los hechos, en la conversión de los hechos brutos en hechos del caso, en hechos relevantes para el caso. Es más: el principal criterio de relevancia para la selección de los hechos lo aportan las normas seleccionadas. Esa interrelación, aunque asimétrica, entre hechos y normas es lo que Engish retrató con su conocida mención del “ir y venir de la mirada” entre los hechos y la norma, como mutuo acompasamiento para configurar interrelacionadamente la premisa fáctica y la premisa normativa del razonamiento judicial. La norma se selecciona e interpreta, en una única operación, aunque compleja, por referencia a los hechos del caso, pues se trata de dar con o de configurar la norma bajo la que los hechos sean subsumibles; pero también los hechos del caso se seleccionan a la luz de lo que, con arreglo a la norma que ha de abarcarlos, sea significativo. Igualmente debe tomarse en cuenta el componente narrativo que está presente y la transformación de los hechos brutos en hechos del caso. Los hechos del caso son el resultado de podar lo que no importe, lo que no se considere relevante, de esa amalgama que llamamos hechos brutos. Los hechos del caso son, en el proceso, la configuración de varias historias, de narraciones alternativas que tratan por igual de atenerse a ciertas pautas de relevancia o irrelevancia; y los hechos de la sentencia son la historia final que, sobre la base, entre otras cosas, de esas narraciones, el juez conforma. Las cosas, para la sentencia, no pasaron como pasaron: pasaron como el juez cuenta que pasaron. El análisis crítico de esa parte de la motivación de la sentencia ha de versar, precisamente, sobre la verosimilitud y los elementos de esa narración. Los elementos que el juez puede manejar en su cuenta de los hechos pueden dividirse en dos grupos principales: los datos que se le aportan y los datos que él mismo puede procurarse. Sin perder de vista que él puede tener cierto control sobre los primeros y que la procura de datos por él mismo puede estar sometida a limitaciones legales. Sobre esa base, el juez se forma su propia convicción y hace la exposición definitiva de lo que considera datos probados: esos son los hechos de la sentencia, como hechos definitivos del caso. Un esquema de los pasos procesales y del razonamiento judicial sobre los hechos es sumamente complicado en términos genéricos, pues los pormenores dependen de la reglamentación procesal en cada sistema jurídico, y, dentro de cada uno, del tipo de proceso de que se trate. Es especialmente difícil la construcción de un modelo común para el proceso penal y los procesos de derecho privado. Así que tendremos que mantenernos en un plano muy abstracto y
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elemental y habremos de atender al papel de la argumentación. Se trata nada más que de proponer un modelo o esquema que podría o debería desarrollarse aplicándolo al análisis de distintos procesos “estándar” o comunes dentro de cualquier sistema jurídico. Diferenciaremos tres etapas: selección de los hechos, prueba y valoración de la prueba. a. En el primer paso, ante el juez se presentan unos hechos que pueden tener relevancia o para los que se pretende relevancia como base para un proceso. Un sujeto legitimado insta así un primer juicio de relevancia. Según el ámbito jurídico-procesal en que nos movamos, el juez tendrá que formular su juicio de iniciar o no un proceso formal y contradictorio sobre la base de esa presentación inicial, tendrá que solicitar otros puntos de vista sobre esos hechos iniciales –por ejemplo, oyendo a otras partes interesadas en el asunto– o podrá ordenar diligencias que le aporten nuevos elementos de juicio. Sea como sea, habrá de formarse en el momento debido una opinión sobre si “hay caso” o “no hay caso”. Es decir, tendrá que decidir si los hechos mostrados o averiguados encajan o no bajo la norma cuya consecuencia una parte pretende que se aplique o bajo una norma que imponga el inicio de un proceso tendente a dirimir si la consecuencia prevista en una norma se aplica o no se aplica. Si estamos en el proceso penal, se trata de decidir si se comienza o no la instrucción para el juicio oral, en función de que consten o no los que tradicionalmente se denominan indicios racionales de delito. Si es un proceso de derecho privado, habrá que juzgar si en los hechos iniciales hay base o no para dar curso definitivo a la demanda. Es mucho, en términos de intereses generales o particulares, lo que está en juego en esa fase inicial, razón por la que el riesgo de arbitrariedad tendrá o tendría que ser contrapesado aquí por dos tipos de garantías. Una, la exigencia de debida motivación, de argumentación suficiente. Otra, la previsión de medidas contra la posible indefensión de alguna parte, medidas consistentes sobre todo en la existencia de algún tipo de recurso. La racionalidad argumentativa, como base de la decisión, demandaría aquí dos cosas: que sean oídas, con las adecuadas garantías de equilibrio de fuerzas y de paridad de oportunidades, las partes y, en su caso, ciertos afectados, de modo que cada cual pueda dar una primera versión de los hechos en discusión; y que en la motivación del juez no sólo se expliciten sus razones, sino que se aluda a y se juzgue expresamente de lo alegado por cada interviniente. Una garantía procesal adicional para esta etapa, a fin de evitar a los sujetos posibles daños de muy difícil reparación, consiste en la previsión de plazos para tal decisión y de otras medidas dirigidas a aminorar esos perjuicios posibles, como puede ser el secreto del sumario. En España son bien conocidos casos de diligencias penales dirigidas por un juez que se prolongan durante años, manteniendo a los afectados en una situación
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de incertidumbre y de grave quebranto de sus expectativas, su actividad o simplemente su tranquilidad. También en España se ha convertido en común que alguien filtre a los medios de comunicación los resultados de investigaciones o diligencias que están bajo secreto sumarial, lo que da lugar a juicios paralelos que acaban provocando mayor daño que una condena formal en toda regla. En resumen, a partir de los hechos inicialmente presentados o establecidos el juez puede decidir el inicio de un proceso. Ese primer juicio sobre los hechos puede contemplarse, paradójicamente, como la expresión de una duda y, en paralelo, como el descarte de una certeza. Mediante ese juicio, cuando se decide el inicio del proceso propiamente dicho, el juez viene a decir lo siguiente: es posible que los hechos, en este punto de su conocimiento, contengan elementos suficientes para que tenga sentido la aplicación de la norma correspondiente, es verosímil que efectivamente haya podido acaecer un hecho que encaja bajo el supuesto de dicha norma; es decir, yo, juez, no tengo la certeza de que los hechos mostrados son irrelevantes a la luz de la norma pertinente. Cuando la decisión es la opuesta, el juicio manifiesta nada más que una certeza: la de que no se da tal relevancia de los hechos. Esa índole peculiar de este juicio da la clave para el tipo de argumentación que del juez hay que requerir. Cuando el juicio es del primer tipo, positivo, debe destacar qué razones determinan su convicción de esa posible relevancia de los hechos, entresacando de los que se han puesto de manifiesto aquellos que son encajables bajo el supuesto de hecho de la norma y fundando por qué le parece descartable la certeza de su irrelevancia. Cuando el juicio es negativo, deberá justificar la convicción de esa irrelevancia. En un caso o en otro, el juez ha realizado una primera selección en los hechos y, sobre lo así seleccionado, ha establecido una relación con la norma. Son dos valoraciones que requieren argumentación suficiente. Iniciado el proceso (cuando ese juicio anterior ha sido positivo), se trabaja ya con esa primera selección de hechos, ya se sabe sobre qué hechos hay que debatir, argumentar y formarse un juicio final. Pero este juicio final será el resultado de nuevas selecciones. Esquematicémoslo del modo siguiente. Aquel juicio anterior ha sentado que pueden haber acontecido, que no es inverosímil o increíble que haya acontecido, que hay indicios suficientes de que puede haber acontecido el hecho H. H está formado por las circunstancias relevantes C1, C2… Cn. La no concurrencia de alguna de esas circunstancias C1…Cn puede determinar la no aplicación de la consecuencia prevista en la norma invocada, su aplicación con otro alcance o, a veces, la aplicación de una norma diferente con una consecuencia distinta.
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La lista C1…Cn contiene la enumeración de las circunstancias relevantes del caso, una vez que ya es el caso procesal. Por relación a los hechos, podemos distinguir tres “casos”. El caso previo, compuesto por los hechos que dan lugar a aquel juicio primero que lleva a iniciar o no iniciar el proceso; son los hechos del caso que llevan a entender que hay o no hay “caso”. El caso procesal está formado por las circunstancias que se entiende que son relevantes y deben ser probadas a fin de determinar si la norma se aplica, se inaplica o se aplica con un alcance u otro. El caso de la sentencia está formado por los hechos que el juez declara probados. Al fijar el caso previo se señala lo que podríamos llamar el campo de juego en el proceso, en lo que tiene que ver sobre los hechos: se está ventilando H, pues hay indicios de que H ha ocurrido. Durante el proceso se realiza una nueva selección, consistente en descomponer H en sus elementos o circunstancias relevantes, con vistas a formarse el juicio definitivo sobre su acaecimiento y sobre las consecuencias jurídicas que deben seguirse de ese acaecimiento. En cuanto a los hechos de la sentencia, son el resultado de esas previas selecciones o delimitaciones de H y de las correspondientes pruebas. Estábamos con lo que llamamos el caso procesal. De los hechos brutos se entresacan los hechos relevantes, esas circunstancias C1…Cn. A está acusado de matar a B y se ha partido de que hay indicios racionales de que así ha podido ser. A odiaba a B, lo había insultado varias veces, habían viajado juntos en diversas ocasiones, habían tenido años atrás una relación sentimental, habían compartido casa, eran aficionados a los mismos deportes e hinchas del mismo club de fútbol, A era miope y B era sordo de un oído, las huellas de A estaban en el cuchillo que B tenía clavado en el corazón… ¿Cuáles de todas esas circunstancias son relevantes para el caso? La selección se hará tomando en consideración la norma, pero, al tiempo, según se haga esa selección la norma será aplicable o no o lo será con diversa consecuencia. Llegamos a un primer requisito de la argumentación del juez: cuando una de las partes haya subrayado la relevancia, en el sentido que sea, de una determinada circunstancia de H, el juez debe justificar su juicio de irrelevancia, si es el caso; y cuando una de las partes haya alegado la irrelevancia de una circunstancia que sí ha sido tomada en consideración el juez ha de fundamentar, con arreglo a los requisitos de la racionalidad argumentativa que ya conocemos a grandes líneas, su juicio de la relevancia de esa circunstancia. b. Las circunstancias de H seleccionadas como relevantes (¿Mató efectivamente A a B? ¿Estaba A borracho? ¿Actuó con plena intención? ¿Había mediado provocación previa o ataque de B?…) tendrán que ser objeto de prueba, salvo cuando sean perfectamente evidentes o estén reconocidas por las partes de modo fehaciente y dicho reconocimiento vincule al juez. Cada una de esas
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circunstancias relevantes de H ha de probarse de modo bastante para que quede razonablemente fundada la convicción del juez de que en efecto se dieron. Al hablar de la prueba de los hechos podemos separar varios aspectos: quién puede proponer o disponer pruebas, qué pruebas se pueden practicar por no estar prohibidas o qué datos pueden por esa razón contar como pruebas, cómo se practican las pruebas, qué tipo de valor se da a las pruebas, cómo se forma la convicción del juez sobre las pruebas y, correlativamente, sobre los hechos sometidos a prueba, y cómo debe el juez argumentar en la sentencia sobre los hechos declarados probados o no probados. Casi todas estas dimensiones de la prueba se encuentran reguladas en las normas procesales de los sistemas jurídicos y para los distintos procesos que en ellos se prevén. Según los sistemas y según el tipo de proceso de que se trate, sólo podrán practicarse las pruebas que propongan las partes o podrá el juez motu proprio disponer la práctica de pruebas adicionales. Al menos como hipótesis, es posible sostener que la tendencia es que cuando en el proceso se dirima una contienda entre intereses sólo de las partes, el juez habrá de estar nada más que a las pruebas por ellas planteadas, mientras que cuando se trate de procesos en los que concurra también un interés social directo se permitirá al juez ordenar por su cuenta nuevas pruebas. La práctica de las pruebas lícitas que las partes soliciten podrá ser aceptada o rechazada por el juez, según sea que las considere o no relevantes y pertinentes. De esa forma el juez está condicionando la aportación de los elementos con los que él mismo se podrá formar su juicio sobre los hechos y, al tiempo y por ello, puede estar ejerciendo alguna influencia en el resultado del proceso. De aquí surge una nueva exigencia de argumentación solvente: el juez debe argumentar tanto la inadmisión de una prueba, dando las razones por las que la considera irrelevante o impertinente, como la admisión de la prueba de una parte que sea objetada por la otra parte, en cuyo caso deberá explicar por qué no se da la impertinencia o irrelevancia que esa otra parte alega. No todas las pruebas o datos que avalen una versión de los hechos son admisibles. En todo ordenamiento jurídico moderno hay pruebas prohibidas. Una prueba prohibida no puede realizarse o contar, aun cuando conduzca a la demostración indubitada de un hecho central del proceso. La prueba se orienta el establecimiento de la verdad sobre los hechos en el proceso, pero el valor de la verdad como guía del proceso y base de la decisión judicial sobre los hechos cede en esas ocasiones ante otros valores que el sistema jurídico estima de aún mayor jerarquía, muy en particular los derechos fundamentales de las personas. En el proceso la verdad de los hechos no puede establecerse a cualquier precio y el pago del precio indebido vuelve las tornas contra la propia verdad.
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Cuando un juez rechaza una prueba por estar legalmente prohibida, por ser una prueba ilegal, debe argumentar, con base en la norma prohibitiva y en su interpretación, que en efecto la prueba del caso se subsume en el supuesto de la norma que establece la ilegalidad. La práctica de la prueba suele estar en los ordenamientos contemporáneos sometida a tres principios: publicidad, inmediación y contradicción. Las razones de que así sea son bien conocidas y apenas necesitan ser desglosadas aquí. Se persigue el objetivo de que el juez se forme por sí y con conocimiento directo su juicio sobre el valor de las pruebas, de que las bases de ese juicio sean accesibles a todos, pues todos pudieron contemplarlas como las contempló el juez, y que cada parte pueda dar su interpretación de cada prueba y cuestionar la interpretación de la otra parte, de modo que así, en ese contexto dialéctico, no sólo se evite la indefensión, sino que también se contribuya a una más equilibrada y mejor fundada valoración de la prueba por el juez. Precisamente porque los principios probatorios de inmediación, publicidad y contradicción son expresión de un postulado de racionalidad argumentativa, deberían ser los tribunales que ventilan recursos extraordinariamente celosos para evitar toda corruptela en este punto y anular todo proceso en el que no se haya atendido exquisitamente a aquellos principios. Ese esfuerzo para asegurar que el juicio sobre los hechos se base en la cabal comprobación de éstos y para que dicho juicio se realice hallándose el juez en las mejores condiciones para una apreciación objetiva e imparcial es el que explica igualmente otra serie de disposiciones habituales en los sistemas procesales de hoy, como la de que en materia penal el juez que instruya no sea el mismo que juzgue, a fin de evitar, por ejemplo, el prejuicio, la precomprensión que durante la instrucción se haya podido ir formando. A la vigencia de los referidos principios obedece también el que, por lo común y en la mayor parte de los procesos, en la segunda o ulteriores instancias los juzgadores hayan de estar a los hechos declarados probados por el juez de primera instancia. La adecuada convicción sobre los hechos sólo puede formarla el juez que presencia la práctica de las pruebas y que escucha a las partes argumentar sobre su valor y su significado. El juez de segunda instancia que quisiera revisar los hechos declarados probados por el anterior debería asistir a una nueva práctica de aquellas pruebas o poder solicitar otras nuevas. Los hechos probados sólo pueden ser removidos o revisados por un tribunal superior cuando se hace patente que en la primera instancia hubo alguna irregularidad probatoria o que el razonamiento del juez sobre los hechos y su prueba contiene evidentes errores lógicos o deficiencias argumentativas sangrantes.
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Por muy justificada que dicha regulación esté en términos funcionales y de economía procesal, es también la principal causa del escaso desarrollo que la teoría de la argumentación ha alcanzado en lo referente a la argumentación sobre los hechos. Los tribunales que atienden recursos suelen ser muy parcos y poco exigentes al tiempo de revisar la argumentación fáctica de la primera instancia y se avienen a dar por buenos los hechos probados, siempre que, como se dijo hace un momento, no se contenga alguna auténtica tropelía argumentativa o una palmaria ilegalidad en esa parte de la motivación. Pero que el tribunal de revisión tenga que atenerse a los hechos declarados probados en la primera instancia no debería ser óbice para su exhaustivo y exigente examen de la argumentación mediante la que en esa instancia inicial se declaran probados esos hechos. Porque, además y como luego veremos, la libre valoración de la prueba que rige para aquel juez primero no es sinónimo de valoración no argumentada. Más aún: puesto que esa valoración suya “va a misa” y en su contenido no puede ser contradicha en las instancias siguientes, el poder que así ejerce sobre el destino futuro del caso, con recursos o sin ellos, es enorme. En consecuencia, y puesto que siempre que hablamos de decisión valorativa demandamos desde la teoría de la argumentación una argumentación suficiente y adecuada, y, puesto que a más importancia de la decisión de que se trate más intensa tendría que ser tal exigencia, se debería extremar el esmero con el que se analiza en la resolución del recurso esa argumentación sobre hechos probados. Un juez que se limite a decir que, “practicadas las pruebas a, b y c y libremente apreciadas con arreglo a la ley, es la honesta convicción de este juzgador que […]”, es un juez que no argumenta sobre los hechos probados y, por consiguiente, su decisión debería resultar anulada y sobre el mismo asunto debería iniciarse un nuevo proceso ante otro juez sin prejuicios ni precomprensiones. A fin de que cualquier interesado pueda fiscalizar tanto la argumentación sobre los hechos del juez de primera instancia como la efectividad del control de dicha argumentación en las instancias sucesivas, habría de hallarse establecida la obligación de que en la sentencia que en segunda o sucesiva instancia resuelva los recursos del caso se reprodujeran íntegramente aquellos razonamientos del juez primero. c. En cuanto al valor de las pruebas, es también de sobra conocido que en el derecho moderno se ha producido el tránsito de la prueba legal o tasada a la libre apreciación de la prueba por el juez. Cada prueba vale lo que el juez estime que vale. Sin embargo, no debe confundirse libre valoración de la prueba con igual valor de cada prueba. La apreciación libre del juzgador no alude a una cuestión de gustos o de sensibilidad subjetiva, cual si se tratara de valorar obras de arte o platos de comida con distintos sabores. Que la valoración de la prueba sea
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libre significa que no está atado el juez a una tasación previa del valor de cada tipo de prueba, a tanto la testifical o a tanto la documental, por ejemplo, como, poco más o menos, ocurría en los sistemas llamados de prueba legal o tasada. Significa que de cada prueba concreta, no de cada tipo de prueba, el juez ha de formarse una opinión en términos de lo que esa prueba aporta a la averiguación de la verdad de los hechos del proceso. Mas ese elemento de apreciación personal indica sólo que se trata de que el juez autónomamente se forme su juicio, no de que las pruebas no dejen en sí de tener un valor objetivo, más o menos claro, pero objetivo. De la misma forma que la norma jurídica que el juez interpreta puede ser más o menos indeterminada, pero dentro de los límites marcados por las reglas de significado con que usamos nuestro lenguaje, de modo que el juez no puede atribuir cualquier significado a un enunciado normativo, sino sólo elegir entre los significados posibles por compatibles con dichas reglas, el valor demostrativo de cada prueba puede estimarse mayor o menor, pero dentro de los márgenes delimitados por toda una serie de datos objetivos. Y al igual que al juez se le pide que justifique con argumentos su elección de una de las interpretaciones posibles de la norma, se le puede y se le debe exigir que argumente su elección de la relevancia posible de cada prueba. Lo que una convicción personal tiene de convicción personal se respalda aludiendo a la fuerza de la convicción, a la actitud subjetiva, invocando, por ejemplo, la seriedad de la propia actitud, el propósito de honestidad, el esfuerzo para ser coherente, el rigor en la autoexigencia, etc. Pero no es éste el tipo de manifestación que se ha de esperar del juez que da cuenta de su valoración de la prueba. Al juez la buena fe y la honestidad se le presuponen, y, para el caso de sospecha de que no haya tales, los sistemas jurídicos prevén herramientas como la recusación o las vías para la exigencia de responsabilidad penal, disciplinaria o civil. No es la pureza de sus intenciones lo que se espera del juez en materia de apreciación de la prueba, sino calidad y aceptabilidad de los argumentos con los que trate de justificar la correspondencia de su juicio personal con los datos objetivos que en la prueba todos pueden comprobar. Que, por ejemplo, la declaración de un testigo no merezca credibilidad al juez es algo que no queda fundado con la mera alusión a la impresión que le causó, sino por referencia a los datos comprobables de ese testimonio y de sus circunstancias: que el testigo se contradijo, que dudó en aspectos esenciales de su declaración, etc. Libre valoración de la prueba, en suma, no quiere decir personalización radical del juicio probatorio ni exención del deber de argumentar sobre ese hecho, la prueba practicada, sino muy al contrario. El juez en su motivación ha de adoptar la actitud del que tiene que convencernos de que su convicción es acertada, no meramente de que es la suya. Y por eso su juicio queda atado a las reglas de la
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racionalidad argumentativa y, conforme a ésta, su valoración valdrá lo que valgan las razones explícitas en las que se apoye. Allí donde haya una tal decisión sin fundamentación bastante, hay una sólida presunción de arbitrariedad. Sentada la regla de que en la sentencia se debe motivar suficientemente la valoración de cada prueba, ha de añadirse que en este tema la teoría de la argumentación tiene un campo de investigación prácticamente inexplorado. Habría que analizar en detalle los argumentos que para cada tipo de prueba son más habituales, por un lado, y, por otro, destilar las condiciones que los hacen admisibles o inadmisibles, así como las pautas para el recto uso de cada uno. Con lo anterior arribamos a lo que hemos llamado los hechos de la sentencia. En el proceso toda una serie de normas se orientan a que la formación del juicio del juez sobre los hechos pueda ser lo más objetiva y ecuánime posible. Finalizadas las actuaciones procesales y formado ese juicio, queda constituida la premisa fáctica del razonamiento conducente al fallo. En la motivación tienen que aparecer suficiente y competentemente justificadas todas y cada una de las decisiones previas conducentes a esa premisa final, todas las premisas de los razonamientos previos. En concreto, quien analice la sentencia ha de encontrar en ella explicitadas las razones de por qué unos hechos y no otros, de los que razonablemente podían tomarse en cuenta, han sido considerados como relevantes para el caso, de por qué se admitieron o, sobre todo, inadmitieron tales o cuales pruebas y de por qué el juez ha valorado como ha valorado las pruebas practicadas. Como antes se indicó, los hechos de la sentencia son una narración que el juez hace, una historia que él cuenta. Pero cada capítulo de esa historia ha de ir acompañado de razones que puedan convencernos de que es la historia real (o la más real y realista posible) de los hechos que se discutían, no la historia que al juez le apetecía contar para hacernos comulgar con el fallo que él deseaba para el caso.
3 . ¿ e x i s t e d i s c r e c i o na l i da d e n la d e c i s i n j u d i c i a l ? ¿Qué significa aquí “discrecionalidad”? Con este término aludimos a la libertad de que el juez disfruta a la hora de dar contenido a su decisión de casos sin vulnerar el derecho. Por tanto, cuando afirmamos que tal discrecionalidad existe en algún grado, queremos decir que el propio derecho le deja al juez márgenes para que elija entre distintas soluciones o entre diferentes alcances de una solución del caso. Así pues, si hay discrecionalidad significa que al juez las soluciones de los asuntos que decide no le vienen dadas y predeterminadas enteramente, al cien por cien, por el sistema jurídico, sino que éste, en medida mayor o menor, le deja espacios para escoja entre alternativas diversas, pero compatibles todas ellas con el sistema jurídico. Tal cesión de espacios decisorios al juez, semejante campo para su decisión discrecional, puede deberse a dos causas: o bien a que las mismas normas hayan querido expresamente remitir al juez la fijación de la pauta decisoria, caso por caso, como cuando son esas mismas normas las que dicen que en un determinado asunto el juez fallará discrecionalmente, decidirá en equidad, etc.; o bien a que las normas jurídicas, prácticamente todas, están hechas de un material lingüístico que es por definición poroso, abierto, indeterminado en alguna medida, por lo que siempre pueden aparecer casos cuya solución resulte dudosa o equívoca a la luz de dichas normas, debiendo el juez concretarlas y completarlas por vía de interpretación o integración. En lo que sigue atenderemos principalmente a esta última causa posible de discrecionalidad judicial. Durante mucho tiempo, como veremos, se admitía con dificultad que el juez pudiera disponer de campo para sus discrecionales opciones, aun dentro de los márgenes que la ley deje abiertos por razón de su materia prima: el lenguaje. Y hoy algunas influyentes teorías del derecho vuelven al rechazo de la discrecionalidad. Pero, entretanto, ha ido quedando claro que la libertad que los jueces pueden usar en su labor tiene dos manifestaciones, una positiva y admisible, la otra negativa y rechazable. La primera recibe el nombre de discrecionalidad y, repetimos, alude a aquella medida de libertad decisoria del juez que resulta inevitable e ineliminable de su cometido, por causa de los caracteres mismos que posee la materia prima de las normas, el lenguaje ordinario. La segunda, que se debe combatir, se denomina arbitrariedad. Una decisión judicial es arbitraria cuando el juez decide libremente, sí, pero concurriendo todas o alguna(s) de las siguientes notas: a. Vulnera las pautas decisorias que el sistema jurídico le fija para el caso, en lo que dichas pautas tengan de claras y terminantes. Conviene aquí hacer una
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muy elemental aclaración. Que ninguna norma general y abstracta sea capaz de determinar al cien por cien la solución de todos los casos que prima facie se le puedan someter, que respecto de cualquier norma pueda haber casos dudosos cuya solución no es clara y para los que quepan, con igual respeto de las normas, soluciones diversas entre las que el juez tenga que optar, no significa que a veces no haya casos claros y soluciones precisas. Son los llamados casos fáciles. Pongamos un ejemplo bien simple. Si una norma tipifica como delito el robo que se realice valiéndose de armas, cabría discutir si un palo o un puñal de juguete con apariencia real son o no son armas a tales efectos, con lo que respecto de esos casos puede pensarse que el juez puede elegir entre el sí y el no, en función de cómo interprete el término “arma” que en la norma figura; Ahora bien: nadie en su sano juicio dudaría de que si el ladrón se vale de un fusil perfectamente real, cargado y montado para disparar, el robo acontece mediante el uso de un arma, pues no cabe razonablemente, en modo alguno, negarle a dicho fusil tal condición. Así que el juez que dijera que ese fusil no es un arma estaría incurriendo en arbitrariedad, pues nada hay más arbitrario que la negación de la perfecta evidencia. b. Se demuestra que lo que guía la elección del juez son móviles incompatibles con el sistema jurídico que aplica y con su función dentro de él, como interés personal, afán de medro, propósito de notoriedad, precio, miedo, prejuicios sociales o ideológicos, etc. c. Cuando el juez no da razón ninguna de su fallo o cuando su motivación de éste contiene razones puramente inadmisibles, ya sea por absurdas, antijurídicas o incompatibles con los requerimientos funcionales del sistema jurídico. Un juez que, por ejemplo, fundamentara expresamente su fallo en cosas tales como una revelación divina, los contenidos de una determinada religión, los postulados de un determinado partido político, sus gustos particulares o su personal sentido de la justicia estaría incurriendo en arbitrariedad en este sentido, tanto o más que el que se abstiene de motivar su fallo. Después de estas mínimas precisiones conceptuales, puede quedarnos claro que la discrecionalidad judicial no necesariamente es mala (aunque hay doctrinas, como vamos a ver, que tratan de evitarla por completo) y muchos creemos, en todo caso, que es inevitable. Por contra, la arbitrariedad ha de perseguirse siempre, es el antivalor judicial por excelencia. Sentado esto, podemos ya realizar un pequeño repaso histórico y comprobar qué doctrinas han negado y niegan la discrecionalidad judicial y cuáles la han presentado como inevitable o, incluso, positiva.
3. ¿Existe discrecionalidad en la decisión judicial?
I. d o c t r i na s n e g a d o ra s d e la e x i s t e n c i a d e d i s c r e c i o na l i da d j u d i c i a l Las doctrinas que combaten la discrecionalidad judicial lo hacen por dos razones entrelazadas: por un lado, por la convicción de que la discrecionalidad judicial no es conveniente; por otro lado, por la creencia de que la discrecionalidad judicial es evitable, y lo es porque el sistema jurídico posee caracteres o propiedades que lo ponen en condiciones de proporcionarle el juez la solución única y precisa de cada caso, sin que las valoraciones o elecciones de éste sean, por tanto, necesarias para colmar las indeterminaciones o equivocidades de dicho sistema, pues no habría tales. A. el formalismo ingenuo del siglo xix: e s c u e la d e la e x g e s i s y j u r i s p ru d e n c i a d e c o n c e p to s Esa negación de la discrecionalidad judicial aconteció en la doctrina dominante durante prácticamente todo el siglo xix, de la mano principalmente de la escuela de la exégesis, en Francia, y de la jurisprudencia de conceptos, en Alemania. Estas dos escuelas tenían en común su carácter ingenuamente formalista en materia de decisión judicial. Sostenían ambas que la decisión del juez tenía un carácter puramente formal, ya que consistía en un simple silogismo a partir de premisas que al juez le venían perfectamente dadas y acabadas. La premisa mayor o normativa se la proporcionaba al juez con plena claridad y coherencia el sistema jurídico, de modo que el juez no tenía ni que inventarla ni que completarla ni que interpretarla. Subyacía a semejante confianza la convicción de que el sistema jurídico posee tres caracteres que hacen su perfección en tanto que fuente plena de las decisiones judiciales: a. el sistema jurídico es completo, de manera que no hay lagunas y, por tanto, nunca va a tener el juez que “inventar” para un caso la solución que ninguna norma preestablecida contempla; b. el sistema jurídico es coherente, y, por tanto, no hay en él antinomias, con lo que nunca va a suceder que un juez se tope con que para el caso que le toca resolver se contienen en el ordenamiento vigente normas que prescriben soluciones contradictorias entre sí; y c. el sistema jurídico es claro, de manera que las soluciones que para cada caso prescribe están dadas con nitidez suficiente como para hacer su interpretación o bien innecesaria o bien muy sencilla. En resumen, para cada caso que el juez tenga que fallar el sistema jurídico proporciona siempre una solución, sólo una y perfectamente clara y precisa. En cuanto a la premisa menor del silogismo judicial, estaría constituida por los hechos del caso, y también éstos se le ofrecen al juez con total independen-
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
cia de cualquier juicio suyo. Los hechos están ahí y su prueba es un proceso objetivo en el que no queda margen para la evaluación personal del juzgador; las cosas son o no son, y son o no con independencia de las opiniones del juez. El juez, por tanto, juzga de los hechos que son, no de los que a él le parecen o de cómo a él le parecen. Otra forma de explicar lo anterior es mediante la teoría de la subsunción, en su versión decimonónica. Las mencionadas escuelas sostenían que la aplicación del derecho, la solución de los casos por el juez, es mera subsunción de los hechos bajo la norma que los abarca y los resuelve, y esa subsunción es una labor poco menos que puramente mecánica. Con una imagen gráfica podemos ilustrar bien qué representaba esa idea de la decisión judicial como mera subsunción. Supongamos que cada norma jurídica es como un molde, y que cada uno de esos moldes tiene una forma distinta y perfectamente perfilada. Cuando un juez tropieza con el asunto que tiene que decidir, toma ese asunto, cual si fuera un objeto material con una forma determinada y peculiar, y se pone a buscar para él, para ese objeto, el molde que exactamente se le acomoda. Partimos de que para cada caso (objeto) habría siempre un molde en el sistema jurídico (pues el sistema, como hemos dicho, es completo, no tiene lagunas), sólo uno, nunca encajará bajo dos moldes distintos (pues el sistema no posee antinomias) y el encaje bajo ese molde que a cada caso corresponde será siempre exacto, sin vanos ni márgenes, pues el sistema es claro. Así que el juez acabará siempre encontrando el molde normativo en que el objeto de su decisión, el caso, encajará perfectamente. Y su fallo derivará con la evidencia y el automatismo de la siguiente imagen, que completa el cuadro: una vez hallado el molde en que el caso encaja, el juez lo toma y ve en él, en el molde, la solución prevista. Es como si lo levantara y por debajo leyera: “para el caso C (el que acaba de “subsumir” o encajar en ese molde) la solución es S”, y eso que dentro o debajo del molde está escrito es lo que el juez traslada a su fallo del caso. Sin más y, sobre todo, sin que nada tenga que añadir o poner de su parte, pues el juez no es sino el operario que mete el caso en su molde y copia la solución que en éste encuentra, sin cambiarla, sin complementarla con nada, sin que acontezca ninguna valoración de su cosecha y, con ello, sin que tenga margen ninguno para que sus preferencias personales o sus convicciones determinen en nada el contenido del fallo. Ahí no queda el más mínimo resquicio para la discrecionalidad judicial, pues, en síntesis, cada caso tiene prediseñada en el sistema jurídico una y sólo una solución correcta (un molde perfecto), y esa única solución correcta el juez se limita a averiguarla, a descubrirla, pues está ahí, en el sistema, antecediendo a todo juicio o acción del juez, esperando
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ser hallada y aplicada. El juez no manipula ni recrea el molde ni el caso, sólo introduce el segundo en el primero y lee la solución. Escuela de la exégesis y jurisprudencia de conceptos comparten lo que acabamos de decir, pero mantienen también diferencias que se explican por el contexto histórico de cada una. La escuela de la exégesis se desarrolla en Francia a partir de la entrada en vigor, en 1804, del Código de Napoleón, el Código Civil francés. Téngase en cuenta que en esos tiempos iniciales del movimiento codificador en Europa regía la fortísima convicción de que los códigos civiles eran una obra perfecta de la razón jurídica, razón cristalizada en el llamado mito del legislador racional. El legislador, encarnación de la nación de una manera o de otra, por definición no yerra ni en los contenidos ni en la forma de las normas que produce. Cuando esas normas se aglutinan y sistematizan en un código, éste es expresión suprema de la razón social y jurídica y fuente autosuficiente de toda juridicidad y toda decisión. Así que el juez tendrá que decidir cada caso subsumiendo sus perfiles bajo el molde de la correspondiente norma del Código. Añádase a esto que la doctrina francesa de tal época desconfiaba grandemente de los jueces, tenidos por reaccionarios y cómplices o nostálgicos del antiguo régimen estamental. Por eso en algunas de las primeras codificaciones (aunque no en la francesa, en la que no pasó de algún anteproyecto) se llegaron a contener prohibiciones expresas de que el juez interpretara las normas contenidas en el respectivo código. ¿Para qué interpretar si todo está claro y es perfecto? La interpretación de la ley era vista con desconfianza suma, como vía fácilmente aprovechable por el juez para introducir sus propias valoraciones en perjuicio de las del legislador y con daño para la norma. Toda discrecionalidad judicial, en consecuencia, era rechazada como equivalente a pura y simple arbitrariedad. Con el código basta y sobra, en él están, y están perfectos, todos los moldes necesarios para subsumir los casos, ni hace falta cambiar ninguno ni repararlo ni añadir otros. En Alemania las cosas eran distintas. Es bien sabido que en los territorios alemanes durante todo el siglo xix el sistema de fuentes del derecho era un totum revolutum, sin orden claro ni jerarquía precisa, integrado por elementos del derecho romano de Pandectas, pasado por el tamiz de la doctrina romanista, de derecho histórico germánico, de derecho consuetudinario, etc. Y, si el derecho positivo era tan caótico, contradictorio y lagunoso, ¿bajo qué subsumían?, ¿dónde encontraban los moldes? En los conceptos, y de ahí el nombre de esta escuela. Se consideraba que el sistema jurídico estaba, en su fondo o esencia, integrado no por normas positivas, legisladas (éstas eran sólo la parte superficial del sistema, inexacta o meramente aproximativa), sino por ciertas esencias o categorías cuya naturaleza no es ni empírica ni psíquica ni social, sino ideal.
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
Los componentes reales y supremos del sistema jurídico, bajo los que el juez puede y debe subsumir cada caso que le llegue, son esas ideas objetivas, esos conceptos, esas esencias o categorías que prefiguran y encierran en sí la regulación detallada de cada institución de las que componen el derecho. Veámoslo con un ejemplo. Si el juez tiene que resolver algún asunto de derecho matrimonial, haya ley positiva al respecto o no la haya, sea clara u oscura, no importa gran cosa, pues adonde tiene ese juez que acudir para buscar las soluciones es a la idea de matrimonio, idea que subsiste al margen de los lugares y de la historia y en la que se encierra todo lo que el juez necesita saber para resolver sobre si el matrimonio es válido, sobre cualquiera de sus efectos, etc. Y lo mismo que ejemplificamos con el matrimonio vale para cualquier otra institución, ya sea, por seguir con más ejemplos, la propiedad, el testamento, un contrato, etc. El sistema jurídico forma una pirámide de conceptos o esencias jurídicas, en cuya cúspide está el concepto más general y abarcador, el de autonomía de la voluntad, y en los sucesivos peldaños descendentes conceptos menos generales, cada uno de los cuales es desarrollo o plasmación, para un ámbito más concreto, del concepto superior y, al tiempo, “padre” o condicionante de los conceptos inmediatamente inferiores. Con una cierta simplificación o caricatura podemos representar esa escala así: la autonomía de la voluntad, en la cúspide, se desarrolla en o engendra el negocio jurídico, que, a su vez, se desarrolla en o engendra el contrato (y el testamento, hermano del contrato), el cual, a su vez, se desarrolla en o engendra en los diversos contratos (compraventa, arrendamiento, depósito, etc.). Así que el juez sólo tiene que ver bajo cuál de tales categorías o esencias se subsume el caso que tiene entre manos y le bastará con aplicarle las prescripciones que en esa familia de moldes, del más amplio al más exactamente ceñido a su perfil, se contienen para él: si encaja bajo la compraventa, le aplicará lo específico de la compraventa, como idea, unido a lo general de todos los contratos, unido, en un peldaño más alto, a lo común para todos los negocios jurídicos y regido todo por el principio supremo, padre primigenio de todo el derecho privado, de autonomía de la voluntad. Ese sistema jurídico formado por esencias de lo jurídico es perfecto. El derecho positivo puede tener defectos. El verdadero derecho, que es ese derecho integrado por formas ideales, es perfecto. Bajo su amparo, está de más toda discrecionalidad judicial. Resumamos esta ideología dominante en el pensamiento jurídico del xix: a. El sistema jurídico es perfecto, en la medida en que contiene en sí (ya sea bajo la forma de artículos de un Código –Francia- ya de esencias prepositivas,
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ideales –Alemania) siempre una única solución correcta para cada caso que el juez haya de decidir. b. La actividad decisoria del juez se explica como pura subsunción del caso bajo la correspondiente regla del sistema, por lo que su actividad reviste un carácter cuasimecánico. c. El razonamiento en que esa actividad desemboca tiene la estructura de un siligismo simple, del que la premisa mayor es dicha regla y la premisa menor los hechos, sin que estén presentes en él ulteriores premisas o presupuestos de ningún tipo, por lo que sólo de esas dos premisas y de ninguna más se deriva, con necesidad lógica, el fallo a modo de conclusión. d. La esencia de la labor judicial es cognoscitiva. Esto significa que en realidad el juez no es propiamente alguien que decide, sino que meramente conoce lo que para un caso dispone como solución necesaria el sistema jurídico, limitándose a extraer las consecuencias del sistema para ese caso, pero sin que tal labor tenga ribetes ni morales, ni políticos, ni de ningún otro tipo que suponga elección valorativa. e. En consecuencia, el método correcto que ha de guiar la decisión judicial no es un método decisorio, sino un método de conocimiento. El juez se parece mucho más al científico que al legislador, y está mucho más cerca del dogmático (civilista, penalista, etc.) que estudia en sede teórica el derecho y descubre sus “profundidades”, que del político que legisla y elige entre opciones regulativas. Este formalismo ingenuo de la escuela de la exégesis y de la jurisprudencia de conceptos comenzó su crisis en las últimas décadas del siglo xix y ya no pudo superar las críticas devastadoras de autores como el Jhering de la segunda época o de Gény, primeramente, y luego los embates definitivos de la escuela de derecho libre o de las distintas corrientes del realismo jurídico o de Kelsen. Más adelante volveremos a algunas de esas corrientes, al hablar de las doctrinas que afirman la discrecionalidad judicial. Pero baste aquí indicar que lo que entre todos fueron dejando sentado con rotundidad es que ningún sistema jurídico posee aquellos tres idílicos caracteres de plenitud (ausencia de lagunas), coherencia (ausencia de antinomias) y claridad (ausencia de indeterminación). Y si resulta que hay lagunas, antinomias y, sobre todo, indeterminación constitutiva del lenguaje del derecho, ¿cómo negar que ciertos márgenes, al menos, de discrecionalidad judicial son ineludibles? ¿Quién sino el juez puede, por tanto, precisar, por vía de interpretación, cuál de los varios significados que los términos de una norma pueden admitir ha de regir para el caso? Pero también en el pensamiento jurídico parece que rige la ley del péndulo, y el formalismo decimonónico, en lo que tenía de afirmador de la perfección del sistema jurídico y de negador de la discrecionalidad judicial, ha regresado con
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plena pujanza a fines del siglo xx y domina hoy, en pleno siglo xxi, esta vez de la mano de doctrinas que podemos denominar axiologismo jurídico y que están bien representadas por autores como Dworkin y por los teóricos más radicales de esa doctrina que se viene denominando neoconstitucionalismo y que podría ejemplificarse en autores como el Zagrebelsky de El derecho dúctil. B . e l f o r m a l i s m o na da i n g e n u o d e f i n e s d e l s i g lo x x : d e a lg u n o s a l e m a n e s d u d o s o s a dwo r k i n, y d e dwo r k i n a l n e o c o n s t i t u c i o na l i s m o Hay tres doctrinas que, grosso modo, coinciden en la siguiente idea: el sistema jurídico se compone de estratos, y en tales estratos hay que distinguir ante todo un estrato superficial y otro profundo o subterráneo. En el primero se hallarían las normas de derecho positivo, en su formulación más convencional, es decir, los enunciados jurídicos que el legislador produce y que se agrupan en códigos, leyes, reglamentos… Pero por debajo de ese nivel, sosteniéndolo y dándole su inspiración, su sentido último, su razón de ser y la perfección que le falta, se encuentra el estrato profundo, cuya materia ya no es lingüística sino axiológica, no empírica sino ideal, y no imperfecta, esto es, lagunosa, incoherente y oscura, sino perfecta, pues contiene solución única, consistente y definida para cualquier caso. Para estas doctrinas el sistema jurídico sería algo similar a un iceberg. Un iceberg tiene una parte que sobresale por encima de la superficie del mar y que cualquiera puede ver sin necesidad de sumergirse. Pero su parte más consistente se encuentra por debajo de esa línea de superficie y sólo es visible para quien conozca a fondo lo que es un iceberg o domine la técnica de buceo. Un sistema jurídico sería igual. Hay una parte superficial, en forma de los enunciados jurídicos que cualquiera puede leer e interpretar; pero por debajo está la parte sumergida, que sostiene la otra y que es mucho más grande y contundente. Conocer el derecho no es sólo ver y entender lo que a la vista de todos está, la superficie del iceberg, sino saber calar en lo profundo y hallar lo que ahí se encuentra: valores; supone ver más allá de la superficie, ser capaz de contemplar lo que no está a la vista de todos. Vemos, en resumidas cuentas, que estas doctrinas axiologistas desdoblan la naturaleza del derecho y, al tiempo y complementariamente, desdoblan en dos la epistemología jurídica, el tipo de conocimiento que se requiere para saber del derecho. Hay siempre una naturaleza superficial y una naturaleza profunda del derecho, constituida la primera por enunciados jurídico-positivos y la segunda por valores. Y, al tiempo, hay un conocimiento superficial del derecho,
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propio de quienes sólo ven en él enunciados que pueden ser comprendidos en sus términos e interpretados, con márgenes de elección discrecional, en sus indeterminaciones; y un conocimiento profundo del derecho, al alcance sólo de quien domine el método de “excavación” o “buceo” que permite superar el dato superficial, equívoco, dudoso y, a veces, hasta falso o engañoso, y captar las verdades plenas e indubitadas que en el fondo del sistema se guardan, al modo de solución correcta para cada caso que al derecho se someta. Ese método se solía describir como capacidad que nuestra razón posee para escuchar los dictados grabados en nuestra naturaleza, o en el orden inmanente a la Creación. Pero en las últimas épocas más bien se explica unas veces como empática capacidad del juez sabio y virtuoso para descubrir la coherencia que en el fondo mantienen los valores vigentes en una sociedad, por mucho que en la superficie parezca que no hay tal armonía valorativa, sino una tensión dialéctica, fruto del pluralismo constitutivo de las sociedades modernas y democráticas; o como vía que recorre, para llegar a la verdad, aquella parte de nuestra razón que se ocupa de los asuntos valorativos (política, moral, derecho…) y que se llama razón práctica. Como es obvio, el ancestro teórico de estas doctrinas es el iusnaturalismo tradicional, en cualquiera de sus manifestaciones, tanto el de base teológica como el racionalista. Pero no podemos ignorar que en el último siglo el iusnaturalismo ha sido una doctrina que ha dicho muy poco en materia de decisión judicial y ha vivido replegado y limitándose a debatir las condiciones de validez de la norma positiva. En materia de interpretación y aplicación del derecho la función que tradicionalmente el iusnaturalismo cumplía la han asumido doctrinas como éstas que ahora vamos a examinar: jurisprudencia de valores, Dworkin y neoconstitucionalismo. No digo con esto que merezcan con propiedad el nombre de iusnaturalismos, sino que son en nuestro tema equivalentes funcionales del iusnaturalismo, aunque los mimbres con los que se elaboran sean diferentes en algún grado. Vamos ahora a pasar sucintamente revista a las tres variantes que nos interesan, atendiendo con preferencia al tema que nos ocupa, la negación de la discrecionalidad judicial. El mejor antecedente del actual neoconstitucionalismo se encuentra en la doctrina alemana llamada jurisprudencia de valores (Wertungsjurisprudenz). Para comprender el cómo y el porqué del giro que esta escuela imprime a la teoría y la praxis jurisprudencial alemana de los años cincuenta y sesenta debemos comenzar por echar un vistazo al contexto histórico del que nace. De 1919 a 1933, bajo la Constitución de Weimar, el grueso de los profesores de Derecho y de los jueces alemanes comulgaba con un pensamiento fuertemente estatista, que veía en el Estado suprema encarnación de la nación, plasmación
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del espíritu del pueblo alemán y ser con derechos propios que se anteponían a los derechos del individuo. El Estado era sustancia colectiva con vida propia, expresión de una unión cuasimística entre los ciudadanos portadores de los atributos nacionales, persona colectiva cuyo interés propio trasciende los intereses individuales de los ciudadanos y les da su sentido aglutinador. Era, pues, este pensamiento jurídico-político entonces dominante un pensamiento marcadamente hostil frente a la filosofía política liberal, frente a la Constitución entendida como sancionadora de la soberanía popular, como portadora de normas a las que la acción del Estado habría de someterse y como proclamadora y protectora de derechos y libertades individuales que ponen límite a la acción posible del Estado frente a sus ciudadanos. La noción misma de ciudadano calaba mal en esta filosofía, que más bien quería para el Estado súbditos y que veía en los derechos que el súbdito pudiera tener una concesión del Estado y no el reconocimiento de su dignidad y su valor frente a él o antes de él. El modelo imperante en Alemania no era el del Estado de derecho, sino el del derecho del Estado. Y el tipo de positivismo que regía no era aquel positivismo jurídico kelseniano que mantiene que el Estado no es más que una forma de ver un sistema jurídico vigente, negándole así al ser estatal toda entidad propia y cuestionando de raíz la metafísica estatista. El positivismo mayoritario era de un jaez completamente diferente, era positivismo estatista, cuyo postulado central podríamos resumir así: todo lo que en el derecho y la vida social cuenta (las normas jurídicas, los derechos individuales, las instituciones…) nace del Estado y se debe al Estado, nada hay fuera del Estado, nada se debe tolerar si perjudica la vida propia y la supervivencia del Estado. Y el vínculo entre el Estado y la sociedad es un vínculo natural, metafísico, no un vínculo formal o meramente jurídico-político. Frente a la mecánica democrática y representativa, propia del liberalismo y tenida por disolvente y decadente, se afirmaba la naturalidad de una relación orgánica, viva, entre la sociedad y su gobierno. El emperador, antes, o el presidente de la nación, luego, no son cabeza del Estado en sentido metafórico, sino en sentido propio, pues Estado y sociedad no son sino un mismo ser vivo, del que la sociedad es cuerpo y su supremo jefe es cabeza. Tales imágenes las había ido forjando con continuidad y esmero la iuspublicística alemana a lo largo de todo el siglo xix, muy especialmente por obra de autores como Gerber o Laband. Los historiadores suelen explicar el fracaso de la Constitución de Weimar por el profundo desfase entre sus cláusulas, marcadamente democráticas y de importante contenido iusfundamental y social, y aquel pensamiento dominante entre los juristas y que abominaba a partes iguales del individualismo liberal y del reformismo socialista y que, sobre todo, no quería ver la soberanía residen-
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ciada en el pueblo, sino en el ejecutivo y no aceptaba pensar el Estado como instrumento de la sociedad, sino la sociedad al servicio de un Estado cuyos fines trascendían cualquier interés individual o grupal. Ese predominio del pensamiento jurídico antidemocrático, anticonstitucional y de gusto fuertemente autoritario explica en buena parte que en la doctrina de ese tiempo sobre la interpretación y aplicación del derecho dominara, aun en medio de gran polémica, la llamada teoría subjetiva de la interpretación, a tenor de la cual las normas deben interpretarse y aplicarse ateniéndose a lo que con ellas quiso su autor, guiándose, por tanto, por la voluntad del legislador. Así, si el sentido de una cláusula legal no está claro, pues admite significados diversos, de entre éstos hay que elegir aquel que el autor de esa cláusula, el legislador, tenía en mente al dictarla, o el que mejor sirva a los propósitos con los que el legislador dio a la luz dicha cláusula. La consideración de la voluntas legislatoris, por tanto, como supremo principio rector de la praxis judicial. No hace falta contar aquí por extenso qué ocurrió después de 1933 y de que Hitler y sus infames secuaces se hicieran con todo el poder. Estatismo organicista, voluntarismo y autoritarismo hallan entonces su síntesis plena, se aúnan en una fórmula común: el Führer, encarnación y supremo intérprete del sentir y la voluntad del pueblo alemán, es fuente máxima del derecho, y toda norma jurídica debe interpretarse y aplicarse desde el absoluto respeto a la voluntad del Führer, que es tanto como decir la voluntad misma del Estado y del pueblo, que son la misma cosa. Pero llegamos a 1945 y los nazis sufren su definitiva derrota. En esos momentos comienza una larga serie de sucesos sorprendentes y que forman parte destacada de la historia universal de la infamia. Aquellos profesores que dijeron lo que dijeron y escribieron lo que escribieron entre 1933 y el momento en que se empezó a torcer el destino del Trecer Reich, empezaron a proclamar al unísono: a. que ellos nunca habían estado de acuerdo con Hitler y el nazismo; b. que habían estado muy influidos pro el pensamiento de Kelsen, al que seguían con convicción; c. que el pensamiento jurídico de Kelsen se resume en la idea de que el derecho es el derecho y que toda ley que haya sido elaborada con respeto al procedimiento legislativo establecido es derecho y debe ser obedecida por los ciudadanos y aplicada por los jueces, sin que quepa justificación de ningún tipo, ni jurídica ni moral para su desobediencia; d. que por eso ellos, obnubilados por Kelsen, no habían encontrado base teórica para resistirse a las aberraciones jurídicas del nazismo; e. que ellos siempre habían creído, y seguían creyendo, sin desmayo, en la democracia, el parlamentarismo, los derechos humanos y el Estado de derecho.
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
Difícil será encontrar en toda la historia jurídica del siglo xx un mayor descaro ni una hipocresía más grande. Mintieron y falsearon a partes iguales. Mintieron sobre su pensamiento y su actuación al servicio de Hitler. Falsearon la historia, por ejemplo cuando dijeron que el pensamiento kelseniano era el dominante entre los profesores alemanes, ellos mismos, y desfiguraron radicalmente las tesis de Kelsen cuando repitieron que Kelsen no admitía excusa moral para la desobediencia al derecho válido y propugnaba el ciego acatamiento incluso de normas como las de los nazis. No ha de extrañarnos ese proceder cuando reparamos en que tales cosas las escribieron, después del 45, antiguos altos jueces y fiscales nazis con pasado un tanto sangriento, o profesores que medraron académicamente en su juventud a fuerza de adular a Hitler y sus esbirros y triunfaron después del 45 a base de alabanzas a los derechos humanos y a los valores de las constituciones liberales, pero siempre, es curioso, denostando a Kelsen. Porque eso fue lo que hicieron aquellos autores alemanes después de 1945: apresurarse a proclamar que el derecho positivo no agota el derecho y que del sistema jurídico forman parte principal ciertos valores morales que impiden su degradación en injusticia. Así nació la jurisprudencia de valores, de la mano de autores como Larenz y tantos otros cuyo pasado oscuro quedó olvidado durante décadas, las décadas en que los mismos sujetos siguieron controlando las universidades. Ahora resumiremos sus tesis, pero antes unas palabras sobre el destino de la teoría subjetiva de la interpretación. Durante el nazismo se legisló mucho, y no todo ello fue derogado después de 1945, pues junto a aquellas abominables leyes racistas y homicidas, había otras, de tema moral y políticamente neutro y de depurada técnica, que se mantuvieron en vigor. Si tenemos presente que en aquel régimen que las produjo se entendía que era Hitler el supremo legislador y su voluntad la más alta fuente jurídica, ¿cómo mantenerse, después del 45, en la defensa de una teoría subjetiva que vendría a proponer que las normas se interpretasen con base en la voluntad de aquel genocida malnacido que las había mandado? Así que hubo que olvidarse por unas cuantas décadas de la teoría subjetiva de la interpretación y pasar a entender que el fin que se ha de considerar en la interpretación no puede ser el fin subjetivo del legislador, lo que éste hubiera querido o entendido, sino un fin objetivo, que se definía por alusión a los valores y propósitos que objetivamente la norma poseyera, o a los que tuviera sentido imputarle aquí y ahora, a tenor de las necesidades presentes y la convicciones vigentes. Éste será otro elemento que allanará el camino para el triunfo teórico y práctico de la jurisprudencia de valores, la cual tomará importante apoyo también en el parágrafo 20.3 de la Ley Fundamental de Bonn,
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que afirmaba (y afirma) que los poderes ejecutivo y judicial están sometidos “a la ley y al derecho”. Y se dijo: o en dicho precepto constitucional se contiene una redundancia, si es que la ley agota lo que el derecho sea o, si queremos salvar el sentido de ese artículo, habremos de admitir que hay derecho más allá de la ley, es decir, que hay derecho más allá del derecho positivo, que éste, en resumen, no agota el derecho. ¿Dónde está ese derecho del más allá y en qué consiste? Está en el fondo innominado del ordenamiento y consiste en valores, valores que el juez puede descubrir y aplicar. Esa fue la respuesta de la jurisprudencia de valores, respuesta que tuvo inmediato eco en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional Alemán y la marcó durante décadas. Para la jurisprudencia de valores las normas legales o de derecho positivo, es decir, los enunciados jurídico-positivos contenidos en la Constitución, las leyes, los reglamentos, etc., tienen su fundamento y perfecto complemento en todo un sistema articulado y consistente de valores que les subyace. Esos valores no son parte separada del derecho, aditamento externo, sino elemento constitutivo y esencial del derecho mismo. Gracias a esos valores los graves problemas que para su aplicación presenta el derecho positivo se tornan resolubles cuando se trata de aplicar a los casos el conjunto total del derecho, incluyendo tales valores. Así, las lagunas no habrán de resolverse desde la discrecionalidad del juez que no encuentra norma positiva, pues podrá hallarla prepositiva, yacente en ese sustrato valorativo; las antinomias se darán sólo en la superficie, al nivel de los enunciados, pues en su fondo valorativo el derecho brinda solución coherente y única para cada caso, ya que la justicia, en tanto que supervalor, no puede ser contradictoria o equívoca; y, sobre todo, lo que en el plano del lenguaje de las normas positivas puede dar lugar a dudas interpretativas, se vuelve claro cuando se atiende a ese fondo material de valores que alienta bajo cada norma e inspira su lectura desde los casos, por lo que interpretar ya tampoco es elegir, más o menos razonadamente, entre significados posibles de la norma, sino conocer, descubrir, allá en el fondo del derecho, en su subsuelo de valores, en su cimiento axiológico, la verdadera solución de cada caso. Más allá de estas notas comunes a toda esta corriente de la jurisprudencia de valores, sus diversos cultivadores diferían al tiempo de describir y fundamentar la ontología, de corte metafísico, en que se asentaba. Unos se inspiraban en teorías materiales de los valores, del estilo de la de Scheler; otros pergeñaban teorías de la “naturaleza de las cosas”, con las que pretendían mostrar que los órdenes sociales posibles están predeterminados en un orden natural del ser (en el fondo, un orden de la Creación, de nuevo) que tiene el valor y la fuerza racional de los cuerpos y las relaciones geométricas; igual que hay un orden y una interrelación necesaria de los cuerpos geométricos, hay un tal orden de la
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
sociedad (de la misma manera que por definición un círculo no puede ser cuadrado, ni aun cuando un loco legislador así lo ordenara, tampoco un matrimonio, por ejemplo, podría ser disoluble –eso se decía primero– o entre personas del mismo sexo –eso se dice ahora). Otros pretendían describir ese vínculo entre el ser necesario de las cosas y la génesis de reglas jurídicas mediante la referencia a estructuras lógico-reales. Y así sucesivamente. Más allá de esas discrepancias, podemos ver en la jurisprudencia de valores el primer momento importante de ruptura del pensamiento jurídico conservador y antipositivista con los esquemas clásicos del iusnaturalismo. Desde entonces ya no es acertado decir que el rival principal del positivismo jurídico está en el iusnaturalismo, que es doctrina bastante marginal desde mediados del siglo xx al menos, básicamente reducida a ideología legitimadora de dictaduras tercermundistas, pero ya no demasiado presente (con contadas excepciones, de la cual una importante sería, por ejemplo, Finnis) en el debate actual sobre cómo debe proceder el juez al decidir y a qué debe atenerse al interpretar las normas y los hechos del caso. ¿Por qué tildo esta doctrina de conservadora? Desde luego, no me influye el pasado político de muchos de los que la abrazaron después del 45, pues no hay manera de probar que su caída del caballo de camino a Karlsruhe (sede del Tribunal Constitucional Alemán) no fuera genuina y punto de arranque de un sincero cambio de convicciones: vieron la luz de la democracia y abominaron de las tinieblas del estatismo, el organicismo y el odio a los derechos fundamentales individuales. Pero, aun así, lo que esta doctrina ofrece es un claro límite al legislador democrático y un patente otorgamiento de la primacía a los jueces, que ya no son meros guardianes de la Constitución, sino custodios del Orden Objetivo, de la Justicia, del Bien. El imperio de la ley que es propio del Estado de derecho y que no tiene más límite que el de la compatibilidad con el texto constitucional, se ve sometido a una cortapisa que no estaba en el diseño inicial de tal Estado ni de la democracia: para que una ley sea derecho y vincule al juez no sólo ha de ser formalmente conforme con la Constitución, sino también materialmente compatible con el Orden Necesario del Ser, o con el Sistema Objetivo de Valores, o con la Naturaleza de las Cosas, o con lo que quiera que sea el nombre de esa realidad que ya no permite al legislador mandar lo que quiera que la Constitución no prohíba, sino que le impele a acertar con lo que objetivamente sean el Bien y la Verdad. Tras la que parecía la crisis irreversible del iusnaturalismo, esta nueva doctrina vuelve a entronizar el sacerdocio de los jueces, guardianes de las esencias de lo jurídico y vigilantes de un legislador caído en el descrédito y abominado por todos. Comienza así su itinerario la ideología jurídica predominante en nuestros días y que es el contrapunto exacto de aquel
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mito del legislador racional que regía en los inicios del derecho moderno y de la codificación. Hoy el mito imperante, objeto de fe unánime y de exigente veneración, es el mito del juez racional. Los valores están en buenas manos, pues frente a la estulticia constitutiva del legislador, el juez es sabio por definición; frente a la venalidad de los tribunos del pueblo, el generoso y desinteresado servicio de los jueces a la Justicia; frente a la corruptelas de los partidos y los parlamentos, la integridad sin mácula de las judicaturas. Ese camino iniciado por la jurisprudencia de valores tendrá las etapas principales de su ulterior desarrollo en Dworkin y en algunos de los llamados neoconstitucionalistas. No quiero, para nada, decir que Dworkin construya su doctrina apoyándose en semejante antecedente, pues todo hace pensar que nada sabía de él. Pero, sea como sea, la aportación de Dworkin va a consistir en acercar a la sociedad esos valores extrapositivos, pero jurídicos, para los que la jurisprudencia de valores aún buscaba un anclaje en exceso metafísico y ahistórico. El paso siguiente, consumado por el neoconstitucionalismo, consistirá en colocar esos valores, ya sociales, dentro de la Constitución y, al mismo tiempo, retomar el componente metafísico, con lo que la dialéctica hegeliana parece haberse confirmado en una nueva y sorprendente síntesis: la Constitución positiva es Constitución metafísica. Ya no será el derecho el que se desdoble en una parte superficial o positiva (imperfecta) y una parte profunda o prepositiva (perfecta), sino que es la parte suprema del derecho positivo, la Constitución, la que se duplica en Constitución formal o procedimental –imperfecta– y Constitución material –perfecta–. La primera la puede conocer y entender cualquiera, tanto en lo que tiene de preciso como en lo que deja indeterminado; la segunda la calan y observan con todo rigor y precisión los profesores y los tribunales, en particular los tribunales constitucionales, capaces los unos y los otros de ver en ella y de extraerle lo que sólo ellos pueden descubrir allí, cosas tales como cuántas cárceles debe haber en un país o cuál puede ser exactamente la tasa máxima de interés de los créditos hipotecarios. Apoteosis del mito del juez racional. Pero vamos por partes y fijémonos primero en Dworkin. La obra primera que da fama mundial a Dworkin, su Taking Rights Seriously (Los derechos en serio), se plantea expresamente como oposición a la doctrina de la discrecionalidad judicial sostenida por Hart y a la que luego aludiremos. El argumento es ingenioso. Hart había dicho que las normas se expresan en el lenguaje ordinario, que éste adolece siempre de vaguedad y que, por tanto, hay casos jurídicos claros y casos dudosos. Los primeros son los que caen en el núcleo de significado de los enunciados normativos o completamente fuera de toda referencia de los mismos. Así, si una norma prohíbe pasear por el parque en vehículo resultará obvio que un auto es un vehículo, e igual de obvio resultará
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
que un cigarrillo no lo es, pero cabrá dudar de si la prohibición abarca las bicicletas, los triciclos o el vehículo eléctrico en el que se desplace un minusválido. Respecto de estos casos dudosos la solución no estaría predeterminada en las normas positivas (en esa que prohíbe andar por los parques en “vehículos”), sino que dependerá de la interpretación que de las normas haga en cada caso el juez (lo que éste defina a tal efecto como “vehículo”), y tal opción entre interpretaciones posibles es esencialmente discrecional y no puede ser de otro modo, según Hart. Y por ahí ataca Dworkin. Según Dworkin, reconocer dicha discrecionalidad judicial equivale a admitir que la norma que decide esos casos dudosos es una norma que: a. es creada por el propio juez, aunque sea dentro del espacio o margen de posibilidades que la vaguedad de la ley le deja, y b. es aplicada retroactivamente, pues se usa para decidir sobre hechos acontecidos antes de dicha creación judicial de la norma, como son los hechos del caso con ella juzgados. El problema es de entidad y apunta un flanco importante de la teoría positivista del derecho y de su aplicación, pero ¿tiene solución? Según Dworkin, sí. La solución consiste en asumir que el derecho se compone de algo más que de esos enunciados normativos que solemos llamar derecho positivo, enunciados del tipo del que prohíbe los vehículos en los parques y que resultan tan incompletos como pauta decisoria de ciertos casos. ¿Qué es ese algo más? Principios. El sistema jurídico se compone de reglas, que son esos enunciados que tienen la estructura “si… entonces”, supuesto de hecho y consecuencia jurídica, y principios, que son normas que nos dicen que unas cosas están bien y otras cosas están mal, pero sin especificar cuáles son las unas y las otras, lo que no impide que el juez pueda acabar conociendo perfectamente y en cada caso eso que los principios mandan sin decir. ¿Y dónde viven los principios? No, o no necesariamente, en la obra del legislador, sino ante todo y primariamente en la moral social. Según Dworkin, todo derecho positivo, todo conjunto de normas jurídico-positivas se asienta en y encaja con una determinada moral social, la moral propia de la sociedad histórica en la que el legislador (o los jueces) alumbra las normas positivas. Sin abarcar y comprender dicha moral social de fondo no podremos saber a qué vienen ni cuál es la razón de ser de esas normas positivadas, de esos concretos mandatos del legislador. Y, en cuanto son condición de comprensión y, con ello, de aplicación mínimamente coherente de dichas normas positivas, las normas morales que las inspiran y les sirven de explicación son parte del derecho mismo, su parte esencial, su parte más profunda. Cada norma positiva, pues, cada regla dada por el legislador positivo, tiene su explicación en los patrones morales de la respectiva sociedad, y puesto que esa es su esencia no puede contradecirla a
3. ¿Existe discrecionalidad en la decisión judicial?
la hora de hallar aplicación. Quiere decirse que si la aplicación de una de esas reglas choca con los propósitos de las normas morales que están en su base, deben éstas prevalecer en detrimento de la pura dicción de aquélla, de su semántica, sin que por ello se contraríe el derecho, pues éste es la suma de dos partes: el derecho positivo, que es la parte superficial o menos importante, y la moral social desde la que ese derecho positivo se explica, que es la parte profunda y fundamental. Es decir, un caso que semánticamente es fácil, pues encaja sin duda en el núcleo de significado de la norma, se torna caso difícil cuando la solución que la norma contiene para él nos resulta escasamente conciliable con la moral social dominante, y en ese caso ésta debe prevalecer, pues no sólo es moral, es también derecho, la parte más alta y valiosa del derecho. Algún autor le preguntó en cierta ocasión a Dworkin si en un derecho racista, que sea reflejo de una moral social fuertemente racista, el juez debe considerar que esa base moral racista es parte del sistema jurídico mismo de tal país, de modo que las normas positivas racistas deban interpretarse e integrarse desde ese racismo social que las inspira. No respondió cosa muy coherente Dworkin a eso. Insinuó que en ese caso la moral que guiara al juez no debería ser esa moral positiva, socialmente vigente e inspiradora de las normas de derecho positivo, sino una moral crítica o de los derechos humanos. Con ello no hizo más que mostrar que cuando pintan bastos siempre acaban estas teorías reculando hacia el iusnaturalismo de toda la vida. Ya tenemos esbozada la ontología jurídica de Dworkin, a tenor de la cual el derecho es un compuesto de normas jurídico-positivas y, en un estrato más importante, aquellas normas de la moral social que se integran coherentemente con las anteriores y sirven para su explicación de fondo, valen para dar cuenta de su porqué en una teoría de conjunto y consistente. Ahora nos resta examinar el problema epistemológico. ¿Pueden conocerse con precisión esas normas morales que son al tiempo jurídicas aunque no sean derecho positivo? ¿Podemos hallar en ellas respuesta exacta y precisa para absolutamente cualquier caso cuya solución de derecho positivo nos resulte dudosa o nos parezca inconveniente? La respuesta de Dworkin es que sí. Para este autor el sistema jurídico, con esa doble composición que ya sabemos, contiene en su seno una y sólo una respuesta correcta para cada caso que se le somete. Por tanto, no hay sitio para discrecionalidad ninguna y la labor del juez no es propiamente decisoria sino, en puridad, cognoscitiva: el juez aplica derecho, sí, pero no optando entre las soluciones que le parezcan compatibles con la ley o coherentes con ella, sino averiguando, descubriendo, conociendo cuál es exactamente y en puridad la solución única que el sistema jurídico reserva para cada caso. Si hay casos difíciles no es porque su solución no esté perfectamente predeteminada en
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el sistema jurídico, sino porque es difícil hallarla o complicado fundamentarla. Pero estar, está. ¿Y quién puede conocer esa solución única e indubitada que en el fondo del derecho yace para cada caso, esperando ser descubierta? Pues podría conocerlas todas y con total seguridad un juez perfecto. Hasta nombre le pone Dworkin a ese juez ideal: se llama Hércules. El juez Hércules es aquel juez absolutamente sabio y experto, que sabe todo de todo, al menos todo lo necesario para dar con esas soluciones que el común de los mortales difícilmente puede conocer con seguridad. Como ninguno de nosotros es verdaderamente Hércules, más bien vulgares mortales, tampoco podemos saber exactamente qué es eso que idealmente deberíamos saber para estar en condiciones de saber lo que hay que saber. Pero si fuéramos Hércules lo sabríamos y, con ello, daríamos (al menos si fuéramos jueces) con la única respuesta correcta para cada caso. Ciertamente el juez Hércules es un juez ideal, omnisciente, y precisamente por ser omnisciente, sabedor de todo, sabe también cuál es la correcta solución judicial de cada caso. En cambio, un juez de carne y hueso será tanto mejor juez y, consiguientemente, tanto más verdaderas sus decisiones cuanto más su saber se aproxime al saber ideal de Hércules; es decir, cuanto más sepa de eso que hay que saber pero que no se sabe lo que es. Dworkin ha sido muy útil para los que han querido rematerializar la Constitución y ponerla al servicio de sus valores (¿de ellos?) pero que no deseaban comulgar con las rancias filosofías, tipo Scheler, que inspiraban a los de la jurisprudencia de valores. El esquema resultante quedaría más o menos así: a. si por debajo de todo derecho positivo está la moral social que lo inspira, lo explica, lo condiciona y lo complementa, por debajo de la suprema norma positiva, la Constitución, estarán las más altas normas de esa moral social de base; b. si el derecho se perfecciona, de modo que en lugar de vaguedades, antinomias y lagunas, habilitadoras todas ellas de la discrecionalidad judicial, contiene una única solución correcta para cada caso, habrá que pensar que si integramos la Constitución-enunciado, o Constitución lingüística, con esos componentes objetivos de la moral social, la Constitución puede ser leída como prefiguración y síntesis de todas las soluciones únicas que en el sistema jurídico se contienen para todos los casos; c. si esa solución única correcta para cualquier caso se contiene en el sistema jurídico, e in nuce ya en la Constitución, y si puede ser conocida perfectamente por un juez Hércules perfecto, cuanto más sabios y expertos sean los jueces, tanto más se aproximarán a ese modelo de Hércules y tanto más podremos confiar en que sus decisiones son las objetivamente correctas y no mero ejercicio de discrecionalidad; d. los jueces más sabios y expertos son los de los tribunales más altos, y los más de los más los de
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los tribunales constitucionales, por lo que podemos y debemos pensar que sus decisiones son las objetivamente correctas para cada caso o, al menos, las más correctas que un ser humano puede alcanzar y aplicar; e. puesto que Dworkin y compañía nada han dicho de la posibilidad de un legislador Hércules, podemos seguir tranquilamente suponiendo que el legislador es bruto sin remisión, por mucho que represente al pueblo, o tal vez por eso, y sólo nos consolará de sus yerros la confianza en que los primos de Hércules que integran las más altas cortes dejarán sin aplicación toda mandato del legislativo que se oponga el Bien y a la Verdad; f. porque, al fin y al cabo, la verdadera Constitución es el Bien y la Verdad, de los que la Constitución lingüística no es sino incompletísima pista. Esa Constitución lingüística, que habla a los ciudadanos en su lenguaje, con las palabras del lenguaje ordinario, no es la verdadera Constitución, sólo su epifenómeno, una versión simplificada para ciudadanos carentes de los atributos del sabio platónico. La verdadera y auténtica Constitución sólo le habla, sin palabras, a Hércules. Y un poquito también a sus testaferros. La última vuelta de tuerca, hasta hoy, la dan los más radicales representantes del denominado neoconstitucionalismo. Hasta aquí el problema estaba en que la Constitución era sometida a una especie de desdoblamiento: por una parte, lo que en ella está expreso, por otra, lo que en ella se contiene sin expresarse. El gran mérito de los neoconstitucionalistas es haber descubierto la manera de hacer expreso lo inexpresado: en las cláusulas valorativas y las proclamas de principio que en la Constitución se contienen se tornaría derecho constitucional positivo ese entramado de valores morales que son la parte superior y principal del derecho, ahora ya por fin revestidos de derecho constitucional positivo. La Constitución se despositiva al positivarse en ella los valores de fondo. O, dicho mejor, al positivarse en la Constitución los valores, la positividad de la Constitución deja de importar y pasan a contar como Constitución ya sólo esos valores supuestamente positivados. Habrá que explicar esto un poco. Antes el problema era el de cómo traer al derecho valores como la Justicia sin que pareciera que la naturaleza del derecho era doble, una parte positiva y la otra no positiva. Ese fue siempre el problema del iusnaturalismo y el arranque de sus mayores críticas. Pero desde que constituciones de las últimas hornadas contienen, en lugar muy destacado, cláusulas abundantes en que proclaman su inspiración en valores como la justicia, la solidaridad, la dignidad, etc. o principios-guía como el del libre desarrollo de la personalidad, aquel problema ya no es tal. Y no lo es porque mediante tal mención en el texto constitucional dichos valores habrían quedado positivados como norma de derecho y, además, en su nivel más alto, a escala constitucional. La justicia, por ejemplo, ya no es un importante valor externo al derecho, sino parte plena del sistema jurídico,
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pues al mismo lo incorpora su suprema norma, la Constitución. Quiere esto decir que una norma legal que, aplicada al caso que el juez resuelve, diera como resultado una solución injusta de dicho caso, debe ser dejada de lado por tal juez y en su lugar debe resolver con lo que para ese asunto la Justicia mande. ¿Y qué mandará? Pues lo que el juez vea que manda, líbrenos Dios de decir que es la Justicia mera tapadera de la discrecionalidad judicial. La Justicia es lo que es y bien claro dispone lo que toca para cada caso y situación. Y lo que ella no diga lo dirán la dignidad, la solidaridad o el libre desarrollo de la personalidad. Sin duda. Sin discusión. Lo anterior supone, según esta doctrina neoconstitucionalista, que cuando el contenido de una ley sea considerado injusto por el órgano judicial competente en materia de inconstitucionalidad, dicho órgano deberá declarar la inconstitucionalidad de dicha ley por oponerse al valor constitucional justicia. Eso por un lado. Por otro, cuando la ley no declarada inconstitucional, o, incluso, previamente declarada constitucional, proporcione para el caso una solución que no le haga justicia al mismo, habrá que hacer dejación de tal ley y resolver dicho caso desde lo que para él disponga la justicia; o cualquier otro valor constitucional que venga al caso. Naturalmente, siempre queda pendiente la cuestión epistemológica: puesto que en una sociedad plural y de libertades con toda legitimidad rigen socialmente múltiples y muy variadas concepciones sobre qué es lo justo, a qué obliga la solidaridad o en qué consiste el desarrollo libre de una auténtica personalidad, ¿cómo puede conocer ese juez el verdadero contenido de tales valores o principios, a fin de que podamos confiar en que no haga pasar por tales lo que no son más que sus personales convicciones sobre el particular? Y creo honestamente que la única respuesta que esta doctrina insinúa puede sintetizarse así: a. si la Constitución expresamente menciona tales valores, habrá que pensar que es porque existen; b. puesto que existen, habrá que pensar que existen con pleno y preciso contenido; c. puesto que existen con pleno y preciso contenido, habrá que pensar que dicho contenido se puede conocer; d. puesto que ese contenido se puede conocer, habrá que pensar que su supremo conocimiento está al alcance de los órganos a los que la Constitución misma confía su tutela; e. puesto que la Constitución confía tal tutela a los jueces y tribunales y al Tribunal Constitucional, habrá que pensar que éstos pueden conocer supremamente el contenido de aquellos valores constitucionales y lo que los mismos disponen para cada caso; e. por tanto, el verdadero e indubitado contenido de lo que los valores constitucionales prescriben para la solución de cada caso es lo que al respecto digan los jueces y tribunales, y especialmente el Tribunal Constitucional.
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Sinteticemos este apartado y el anterior. Hemos pasado revista a dos grupos de doctrinas que niegan y combaten la discrecionalidad judicial. Aparentemente son dos doctrinas muy opuestas, pero sus profundas coincidencias son sorprendentes en grado sumo. Las unas y las otras beben en un mito, aquellas del xix, en el mito del legislador racional o de la racionalidad inmanente a un derecho ideal; éstas de la segunda mitad del xx y comienzos del xxi se apoyan en la creciente fuerza del mito del juez racional. Y ambas son formalistas, pues participan por igual de las siguientes ideas interrelacionadas: a. el sistema jurídico es perfecto, pues en algún lugar de su fondo contiene predeterminada la solución correcta para cualquier caso; b. esa solución correcta puede y debe ser conocida y aplicada por el juez; c. existe algún método que, rectamente aplicado, permite al juez aplicar a cada caso que resuelve esa única solución correcta; d. no queda sitio para la discrecionalidad judicial, que es mala cosa; e. el juez es mero aplicador del derecho, nunca su creador; f. la ideología de los jueces no condiciona ni mediatiza sus decisiones, al menos cuando el juez se esfuerza bastante por conocer aquellas soluciones prefijadas para todo caso en el sistema jurídico, o cuando es un juez de suficiente nivel. II. doctrinas que afirman la d i s c r e c i o na l i da d j u d i c i a l Entre las corrientes del pensamiento jurídico que han mantenido que la discrecionalidad judicial existe y es inevitable, podemos diferenciar una radical y una moderada. La primera, representada por numerosos autores del realismo jurídico y, más recientemente, por algunos de los adscritos al movimiento Critical Legal Studies, afirma que dicha discrecionalidad es total y absoluta, que todo lo que hace el juez lo hace siempre y por definición a su libre albur y que la cosa no tiene posibilidad de limitación ni arreglo. La segunda corriente, moderada, tiene su mejor ejemplo en el positivismo jurídico del siglo xx, paradigmáticamente representado por Hart, y mantiene que el ejercicio de discrecionalidad es constitutivo de la labor judicial, pero que dicha discrecionalidad puede y debe ser limitada, y lo es de hecho. Repasemos resumidamente estas dos posturas. A . ¿ s o n r e a l i s ta s l o s r e a l i s ta s q u e a f i r m a n q u e t o d o j u e z h ac e m e ra m e n t e lo q u e l e da la g a na ? En verdad no fueron sólo los autores pertenecientes al realismo jurídico, ya sea el escandinavo o el estadounidense, los que insistieron en que el juez disfrutaba de una libertad total para decidir a su antojo, al tiempo que, con lo mismo, la sutil
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demarcación entre discrecionalidad y arbitrariedad desaparecería, pues, a fin de cuentas, toda decisión, por libérrima, sería como arbitraria, y lo de discrecional no sería sino un caritativo eufemismo. Tres razones principales habría de que el libre hacer del juez no conozca auténtico límite ni traba alguna, por mucho que se finjan seguridades jurídicas o atadura a las normas, y en cada una de esas razones insistió particularmente una escuela distinta: la escuela de derecho libre en las insuficiencias del sistema jurídico; el realismo en la soberanía de facto de los jueces; y, contemporáneamente, los del Critical Legal Studies en la radical indeterminación del lenguaje jurídico. En las dos décadas primeras del siglo xx apareció en Alemania una serie de autores (Kantorowicz, Fuchs, etc.) que se adscribían a un movimiento de contornos un tanto vagos y que recibió el nombre de escuela de derecho libre. Fueron los más furibundos e insistentes negadores de aquellos tres dogmas del formalismo ingenuo del xix: plenitud, coherencia y claridad del sistema jurídico. En tales proclamaciones de la doctrina anterior no veían más que un descarado engaño, que tenía por finalidad alejar del juez la responsabilidad por sus decisiones, imputando éstas por completo a aquellos mágicos atributos de la legalidad o los conceptos. La doctrina jurídica sería generadora de ideología, en cuanto falsa conciencia, pues desde las facultades de Derecho mismas se cebaba el engaño de que el juez nada pone de su parte, por lo que, así disfrazados de irrepochables autómatas, ya podían los jueces fallar como les daba la gana o como convenía a sus patronos, sin que nadie osara proclamar la obvia verdad, tan celosamente negada, de que el rey está desnudo, es decir, que la sentencia la pone el juez, no el sistema jurídico mismo con sólo sus normas y con el juez como puro y simple portavoz. No pretendían negar la importancia de la ley ni su grave significado político, sino desmitificarla y enseñar que alcanza para poco y que, sus oscuridades, consecuencia de que el lenguaje del legislador, que es el nuestro, tiene poco de exacto; sus incoherencias, consecuencia de que a menudo el legislador pierde cuenta de su propia obra debido a su volumen desmesurado; y sus insuficiencias, seguidas de que el mundo cambia más aprisa de lo que cualquier legislador puede prever y responder, convierten al juez, malgré lui, en centro del sistema y señor cuasiabsoluto del derecho. Uno de sus dichos favoritos era que por mucho que el legislador produzca siempre serán más las lagunas que los casos que encuentren en sus normas solución. La consecuencia principal que extrajeron parecía bien obvia, aunque se les hizo muy poco caso en la posteridad: hay que modificar la formación y el modo de selección de los jueces. Si el juez no es más que un robot, un puro autómata, un simple hacedor de silogismos elementales, vale como juez cualquiera que esté en sus cabales. Pero si resulta que el juez verdaderamente decide y determina y,
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con ello, es señor de nuestras vidas y de importantes parcelas del destino social, necesitamos jueces con capacidad para entender lo que resuelven y sensibilidad para hallar las soluciones menos malas. Y para todo ello deberán saber más que pretéritas historias de Ticio y Cayo y conocer de más cosas que de metafísicas conceptuales: habrá que enseñarles ética, teoría política, economía, psicología, etc. Todas las versiones del realismo jurídico, tanto la estadounidense como la escandinava, coinciden en el postulado básico de que no hay más cera que la que arde ni más derecho que lo que dicen las sentencias. Frente al derecho en los libros, ese derecho de raíz formal y escasísima eficacia que figura en los códigos y repertorios legislativos, el derecho de verdad es el que sirve para responder la pregunta que se hace el “hombre malo”: “¿qué me puede ocurrir si hago tal cosa?” Para contestar qué le puede ocurrir a uno que haga algo, lo que importa es saber cómo vienen fallando los tribunales cuando juzgan tal tipo de acciones. Y el modo en que los tribunales respondan a estos o aquellos comportamientos dependerá de factores sociológicos y psicológicos, pero nada, o casi, del dato formal de cuáles sean las palabras de la ley vigente. Así que comprender el derecho será conocer a los jueces de carne y hueso y averiguar qué factores, aquí y ahora, los determinan: ideologías, intereses, extracción social, sentimiento corporativo, ambiciones, etc. Porque, conforme a un lema central de los realistas, los jueces primero deciden y después motivan. Es decir, antes escogen el fallo del caso, guiados por sus personales móviles, y luego redactan una motivación con la que disfrazan de resultado de la razón jurídica lo que no es más que producto de su personal cosecha, de sus pasiones subjetivas. Algunos de los más radicales autores estadounidenses que en las últimas décadas del siglo xx se adscribieron al movimiento llamado Critical Legal Studies actualizaron los postulados de esas dos pasadas corrientes. Su tesis más insistente hace hincapié en la radical indeterminación del lenguaje jurídico. El lenguaje de las normas carece de toda virtualidad significativa y, por ende, de cualquier capacidad para dirigir el comportamiento decisorio del juez. La ley es puro flatus vocis, significante sin significado, ruido sin referente ni mensaje tangible de ningún tipo, simple apariencia carente de toda capacidad directiva, y por esa razón el juez no está en realidad sometido a nada que no sea la presión de los poderes establecidos y las ideologías dominantes. La seguridad jurídica es, en consecuencia, supremo engaño que hace a los ciudadanos sentirse protegidos por las normas, allí donde, en realidad, no están sino a merced de los poderes, de los que el juez es servidor inerte, como una marioneta. Pese a tan profundo escepticismo, cuentan las crónicas que cuando un profesor de los pertenecientes al Critical Legal Studies sufre alguna afrenta o padece algún perjuicio que le resulta intolerable, acude a los tribunales, interpone la
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correspondiente demanda y solicita humildemente justicia. Será su meritoria forma de pasar por un ciudadano más, se supone. B. ni apocalpticos ni integrados: el positivismo jurdico del siglo xx Si hay una idea clarísimamente presente en todos los autores relevantes del positivismo jurídico del siglo xx (Kelsen, Hart, Bobbio…), es la de que la aplicación del derecho por vía de decisión judicial no es ni puede ser, en modo alguno, un puro silogismo, una mera subsunción. Buena parte del positivismo del siglo xx ha sido formalista en materia de teoría de la validez del derecho, pues ha afirmado, con Kelsen a la cabeza, que una norma es jurídica cuando ha sido creada con arreglo a las pautas formales y procedimentales sentadas por el propio ordenamiento jurídico-positivo, y que esa condición de validez o juridicidad que posee la norma así creada no se pierde por causa de su injusticia o su incompatibilidad con esta o aquella ideología, religión, cosmovisión o inclinación. Ésta es la tesis positivista de la separación conceptual entre derecho y moral, tesis que, como antes se indicó, nada tiene que ver con la reducción de la obligación moral a obligación jurídica, radical y expresamente rechazada por los tres autores que he mencionado, ni con la más mínima afirmación de la superioridad de la obligación jurídica sobre la obligación moral. Y tampoco se relaciona con ningún género de doctrina abruptamente formalista de la decisión judicial. Para probar esto último debería bastar con leer el capítulo último de la kelseniana Teoría pura del derecho, en cualquiera de sus versiones, cuya claridad y rotundidad es meridiana, hasta el punto de que en materia de decisión judicial Kelsen está muchísimo más cerca del realismo jurídico que de aquella metafísica idealista de la jurisprudencia de conceptos, que él criticó sin compasión, metafísica idealista que, como ya dijimos, hoy vuelven a cultivar dworkinianos y zagrebelskys de toda laya. Si hay un autor positivista que resulta claro para nuestro tema de la discrecionalidad, ese es Hart. En su obra El concepto de derecho explica que el lenguaje de las normas, que es parte del lenguaje ordinario, tiene márgenes de vaguedad, lo que Hart llama zonas de penumbra. Por tanto, algunos casos, los que caen dentro de esa zona de indefinición lingüística de las normas, no reciben de éstas una solución clara y terminante, sino que en principio son varias y distintas las soluciones que la norma permite para ellos, y tendrá que ser el juez quien, por vía de interpretación, precise ese significado que en el enunciado previo de la norma permanece impreciso. Y esa labor de precisión, de interpretación, de
3. ¿Existe discrecionalidad en la decisión judicial?
concreción de la norma para que al aplicarla al caso ya dé sólo una solución y no la posibilidad de varias, tiene un componente esencialmente discrecional. Así pues, Hart discurre por un camino intermedio entre dos extremos. Por un lado, discrepa de aquel positivismo ingenuo del xix, que pensaba que los enunciados normativos eran perfectamente claros y unívocos, con lo que ni haría falta interpretarlos antes de su aplicación a los casos ni dejaban ningún resquicio para la libertad decisoria del juez. Por otro, discute también el escepticismo radical de los realistas, pues la práctica jurídica no es ese caos de imprevisibilidad en que consistiría si fuera verdad que los enunciados jurídicos en nada determinan al juez y que éste hace siempre y en todo caso lo que le da la gana, sin el más mínimo límite. Solemos acertar y suelen coincidir los jueces en la solución de los casos fáciles, los que caen en el núcleo significativo del enunciado jurídico aplicable, y difícilmente podemos prever la solución segura de los casos difíciles, los que se mueven en la zona de penumbra de tales enunciados, respecto de los cuales la propia jurisprudencia discrepa, pues cada juez puede hacer distintos usos de esa constitutiva discrecionalidad a que en términos prácticos se traduce la indeterminación de la norma en dicha zona. Por tanto, entre quienes dicen que no existe discrecionalidad, ya sean los de la escuela de la exégesis, los de la jurisprudencia de conceptos o los de Dworkin, y los que dicen que sí existe y es absoluta y total en todos los casos, Hart sostiene que ni lo uno ni lo otro: sólo cierta discrecionalidad es inevitable, pero en lo que es inevitable es inevitable. Y en ese margen, lo único que podemos hacer es exigirle al juez que justifique exigentemente, mediante razones lo más convincentes y compartibles que sea posible, sus opciones y las valoraciones en que se basan, pero tales razones con que el juez motiva su decisión en los casos difíciles no serán nunca razones puramente demostrativas, jamás podrán ser prueba plena de que dio con la única respuesta correcta, sencillamente porque un caso no tiene una única respuesta correcta cuando las palabras de la ley permiten varias. Más allá del lenguaje en que las normas jurídicas se expresan, no hay verdad jurídica ninguna: ni en conceptos ideales ni en sistemas lógicos ni en valores ni en la moral social ni en el derecho natural ni en el oráculo de Oxford. Por eso el derecho tiene siempre, también en su práctica aplicativa y decisoria, un componente político, de poder, y no es ciencia exacta ni mero ejercicio de conocimiento de verdades inmanentes o trascendentes. El juez no tiene ni metro con que medir exactamente la solución única que a cada caso conviene, ni balanza en que pesar las alternativas decisorias que se enfrentan, y por eso la decisión en derecho, al menos en esos casos que llamamos difíciles, no es mera cuestión de medida… ni de ponderación. Medida o ponderación son palabras que valen como metáforas, no como descripción rigurosa de lo que el juez hace
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
al fallar. Para explicar esa su labor es más exacto y honesto usar el término de siempre: valoración, juicio valorativo. Las soluciones que la ley no prefigura claramente no están prefiguradas en ninguna parte, ni en el cielo de los conceptos ni en el subsuelo de los valores o los principios: las construye el juez bajo su responsabilidad. Y la mayor parte de los casos que llegan a los jueces les llegan precisamente por eso, porque la ley no da de antemano solución inequívoca y cada parte se acoge a una de las soluciones que el tenor de la ley permite. ¿A alguien le sorprenderá aún esta afirmación de que según opinión común del positivismo jurídico del siglo xx la decisión judicial es esencialmente juicio valorativo, opción reflexiva y argumentada entre alternativas, en lugar de medición exacta, simple cálculo o puro pesaje? Medición exacta, simple cálculo o puro pesaje es lo que para la decisión judicial afirmaban hace siglo y medio los de la escuela de la exégesis o la jurisprudencia de conceptos, repito, y lo que siguen manteniendo hoy muchos seguidores de Dworkin o el último Alexy, especialmente los que trabajan en los altos tribunales y desde allí ejercen un poder decisorio que quieren disfrazar de rigor científico, o una acción política que quisieran hacer pasar por objetivo ejercicio de la razón práctica. ¿Qué consecuencias tiene para el estatuto del juez el reconocimiento positivista de su importante discrecionalidad? Pues significa que la decisión del juez tiene un elevado componente de responsabilidad personal, que no puede traducirse en responsabilidad jurídica. Al juez sólo se le pueden pedir cuentas de su decisión en cuanto quede demostrada su mala fe o patente por completo su desvarío. Quiere decirse que si es el propio sistema jurídico el que al juez le deja la posibilidad de optar entre soluciones alternativas, compatibles con el tenor de las normas, no podemos luego castigarle por ejercer esa facultad que es constitutiva de su función. Es decir, si en derecho para los casos difíciles, para los casos que caen en la zona de penumbra, no hay solución correcta, no podemos en dichos casos castigar al juez por no aplicar la solución correcta. Para la ley solución correcta es cualquiera que no vulnere su texto. Para cada uno de nosotros, ya seamos ciudadanos de a pie, fiscales o jueces de instancias más altas, solución correcta será la que más nos guste o nos convenga. Pero castigar por prevaricador al juez que no imponga el fallo que nosotros prefiramos es tanto como decir que no hay en derecho más solución que la que a nosotros nos agrade, seamos “nosotros” quienes seamos: ciudadanos simples, ministros, Tribunal Supremo o Tribunal Constitucional. Y eso no es así. Y menos aún en un Estado de derecho, en el que altas dosis de discrecionalidad judicial e independencia de los jueces son dos caras de la misma moneda, un doble precio que se ha de pagar por nuestras libertades. Porque donde ni se admite la discrecionalidad ni se respeta la independencia acaba siempre existiendo una tiranía, aunque sea la
3. ¿Existe discrecionalidad en la decisión judicial?
tiranía de los jueces que más mandan. El que dichas tiranías pretendan siempre legitimarse mediante la invocación de los más evanescentes valores de los que la Constitución mencione no es sino una más de las argucias de que suelen valerse los abogados con menos escrúpulos y los políticos con mayor descaro, unidos siempre por el interés de mandar sin pasar por las elecciones o de legitimarse simbólicamente con sus sentencias para promocionarse en el camino hacia las urnas. Pura impostura, en todo caso.
4 . s o b r e l a d e r r o ta b i l i d a d d e la s n o r m a s j u r d i c a s I. p la n t e a m i e n to d e la c u e s t i n El tema de la derrotabilidad se suele explicar así: El condicional A→B supone que siempre que se dé A se seguirá B, también cuando A se dé en conjunción con C, D, etc. Es decir, será correcta la inferencia siguiente: A→B A^C B Esto puede llevar a consecuencias materialmente absurdas, aunque formalmente correctas. Por ejemplo: Si esta noche no llueve, voy al cine. Esta noche no llueve y he tenido un accidente que esta noche me mantiene inconsciente en el hospital. Esta noche voy al cine. Aplicado a los condicionales en que consisten las normas jurídicas, tendríamos que la adición de cualquier circunstancia al acaecimiento de la circunstancia mencionada en el antecedente de la norma sería indiferente a la hora de inferir la consecuencia normativa que se sigue de dicho antecedente. Esquemáticamente: A → OB A^C OB
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
Un ejemplo: Se prohíbe la entrada de vehículos en el parque. Una ambulancia es un vehículo. La ambulancia entra en el parque para auxiliar a una persona que ha sufrido un infarto. Está prohibida la entrada de la ambulancia en el parque. Así vistas las cosas, el contenido obligatorio de una norma no admitiría excepciones. Una primera salida consiste en entender que unas normas establecen excepciones al alcance regulativo de otras. Es el caso respecto al castigo del homicidio y la excepción que suponen, por ejemplo, las eximentes penales. En este caso podemos sortear la idea de derrotabilidad mediante la idea de norma completa. Las excepciones, en cuanto tasadas, se incorporarían al enunciado de la norma completa. La norma completa del homicidio establecería: El que matare a otro será castigado con la pena X, salvo que obrara en legítima defensa, estado de necesidad, etc. (hasta la enumeración completa de las excepciones). El problema está en que no todas las excepciones que pueden tenerse por relevantes al aplicar la norma aparecen previamente tasadas, recogidas en enunciados normativos previos y expresos. Existen también excepciones implícitas. En el ejemplo de la norma que prohíbe la entrada de vehículos en el parque, sería este caso si no hubiera en el sistema ninguna norma que diga que las ambulancias pueden entrar en todo caso en los parques para atender a personas con problemas graves de salud. El problema de la derrotabilidad de los conceptos ha llevado a la teoría del significado a modificar la teoría semántica tradicional, estableciendo que el significado de un concepto alude a casos normales, paradigmáticos o ejemplares. Carlos Alchourrón dice algo no muy distinto cuando afirma que “La idea de derrotabilidad se vincula con la noción de ‘normalidad’. Formulamos nuestras afirmaciones para circunstancias normales, sabiendo que en ciertas situaciones nuestros enunciados serán derrotados” Carlos Alchourrón propuso la teoría disposicional de la derrotabilidad. La explica así: “De acuerdo con el enfoque disposicional, una condición C cuenta como una excepción implícita a una afirmación condicional ‘Si A entonces B’, formulada por un hablante X
Cfr. M. Inés Pazos. “La semántica de la derrotabilidad”, en Enrique Cáceres et ál. Problemas contemporáneos de la filosofía del derecho, México, Unam, 2005, pp. 541 y ss. C. Alchourrón. “Sobre derecho y lógica”, en Isonomía, n.º 13, octubre de 2000, p. 24.
4. Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas
en un tiempo T cuando existe una disposición por parte de X en el tiempo T para afirmar el condicional ‘Si A entonces B’ y simultáneamente rechazar ‘Si A y C entonces B’ ”. El propio Alchourrón pone un ejemplo bien significativo: “El sentido común del hombre aprueba la decisión mencionada pro Puffendorf según la cual la ley de Bolonia que establecía que ‘quienquiera que derramara sangre en las calles debería ser castigado con la mayor severidad’ no se aplicaba al cirujano que hubiera abierto las venas de una persona caída en la calle víctima de un ataque. Este enunciado constituye un claro ejemplo de reconocimiento de la naturaleza derrotable de las expresiones jurídicas”. ¿Por qué plantea al derecho un problema tan importante esta cuestión de la derrotabilidad de las normas jurídicas? Porque la existencia de excepciones implícitas hace pensar que cualquier juez puede invocar una de tales excepciones, no acogidas en ningún enunciado jurídico, para no aplicar en sus términos la consecuencia prevista en la norma que venga al caso. Si tales excepciones fueran para todos los ciudadanos, jueces incluidos, y ellas estuvieran claras en todo caso, no padecerían la certeza del derecho ni el principio democrático ni la igualdad de los ciudadanos ante la ley, ni nos preocuparía la posible arbitrariedad de tales decisiones judiciales que hacen prevalecer la excepción (no expresa) sobre la regla. Pero cabe pensar que no es así, y el propio Alchourrón ratifica este temor cuando afirma que “La noción de normalidad es relativa al conjunto de creencias del hablante y al contexto de emisión. Lo que resulta normal para una persona en un cierto contexto puede ser anormal para otra persona o para la misma persona en un contexto diferente”. El problema va a ser visto como tal o no, y como problema mayor o menor para la función de ordenación social del derecho, según sea que se acoja una concepción iuspositivista o una concepción iusmoralista del derecho. El iusmoralista admite con gusto la existencia de excepciones implícitas a las normas contenidas en o derivadas de los enunciados jurídicos presentes en los cuerpos legales, pues desconfía grandemente ante la sospecha de que tales normas puedan ser injustas. Para el iusmoralista, las excepciones implícitas por antonomasia son las que sirven para descartar la solución derivada de esas normas debido al contenido de injusticia o inmoralidad de tales soluciones, de la solución de esa norma para todos los casos o para el caso concreto que se juzgue. Ahora bien: el iusmoralista no se preocupa por el componente de relatividad que así adquiere el
Ibíd., p. 25. Ibíd., p. 27. Ibíd., p. 24.
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
derecho para los casos, o de la posible arbitrariedad de las decisiones judiciales, porque normalmente entiende que el contenido normativo que impone esas excepciones frente a las normas “jurídicas” viene dado por la moral verdadera, una moral verdadera existente y cognoscible, no relativa a preferencias individuales del juzgador o a determinaciones meramente contextuales. Que las normas jurídicas sean derrotables es indicador, ante todo, de la superioridad de la moral sobre el derecho y de la mayor capacidad determinativa de las normas morales frente a las normas jurídicas. Desde una perspectiva positivista, las cosas se ven distintas. El positivista suele ser reticente a creer que existe “la” moral verdadera. No significa que no tenga “su” moral y que no le parezca la mejor o la más verdadera, sino que admite la posibilidad del propio error al contemplar que otros, a los que no tiene por degenerados, abrazan con idéntica convicción sistemas morales con muchas normas diferentes de las del suyo. Por eso teme que por la vía de la derrotabilidad de las normas a manos de las excepciones implícitas los jueces hagan valer su moral personal como la moral verdadera y, simultáneamente, como derecho. El positivista prefiere como sistema político la democracia, a fin de que las pautas de conducta común que el derecho impone recojan las opiniones –en primer lugar las opiniones morales– de la mayoría, no las de una única persona o grupo que se pretendan en posesión privilegiada de la verdad moral. El positivista se suma al valor del pluralismo, consustancial a la democracia, desde la convicción de que son plurales los sistemas morales concurrentes en una sociedad libre y que todos o la mayoría de ellos son por igual legítimos y tienen derecho a expresarse y a concurrir en la formación de los contenidos de las leyes establecidos mediante procedimientos mayoritarios respetuosos también con las minorías. Como los ejemplos antes citados muestran, resultará difícil, también para el positivista, negar la posible presencia de excepciones implícitas a las normas jurídicas y, con ello, negar la derrotabilidad de las normas jurídicas. Pero tratará de reconducir dichas excepciones de modo que sólo se considere adecuado y legítimo invocar como tales aquellas que se funden en convicciones o creencias que en cada momento sean comunes a los ciudadanos, comunes más allá de la diversidad de morales que los plurales ciudadanos profesen. En otros términos, el positivista tenderá a admitir solamente la legitimidad de aquellas excepciones basadas en el sentido común, en lo comúnmente sentido por los ciudadanos como obvio, como evidente, obviedad o evidencia que se pueda sostener con argumentos admisibles por todos por encima de la discrepancia entre los sistemas morales de cada uno. Se trataría de que en el derecho operen las mismas excepciones de sentido común que operan respecto de nuestros enunciados y
4. Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas
razonamientos ordinarios. Al hilo de nuestros ejemplos anteriores, es obvio que si estoy inmovilizado e inconsciente en un hospital no podré ir al cine aunque no llueva, pese a que dije que si no llovía, iría. Del mismo modo, posiblemente es de sentido común, y así lo admitirá todo ciudadano en su sano juicio, que, aunque esté prohibida la entrada de vehículos en el parque y aunque la ambulancia sea un vehículo, se debe excepcionar esa prohibición para la ambulancia que acude al parque a auxiliar a un enfermo grave. En cambio, no será de sentido “común” la excepción que se hiciera en el ejemplo siguiente: Norma: Es lícito (está permitido) el aborto en un plazo de tres meses cuando por causa del embarazo corra grave peligro la vida de la madre. Hecho: La mujer M aborta por hallarse en grave peligro su vida por razón del embarazo. Circunstancia adicional: Todo aborto es una grave inmoralidad. Decisión: No es lícito el aborto de M. Ocurre que en una sociedad plural y pluralista, como es la sociedad española en este momento, hay ciudadanos que sostienen un sistema moral que califica el aborto voluntario como crimen gravísimo, mientras que otros profesan un sistema moral que no lo considera tal. Y la norma que permite el aborto habría sido sentada como resultado de un proceso democrático. Recapitulando: El ideal positivista sería que el razonamiento puramente deductivo a partir de normas, con arreglo al refuerzo del antecedente o al modus ponens, fuera la base de todas las soluciones jurídicas de los casos, sin que tuvieran ningún papel las excepciones implícitas. Pero el positivista tiene que reconocer la inevitabilidad de esas excepciones implícitas, aunque trate de acotarlas. Su problema respecto de ellas será el de garantizar su uso racional y la legitimidad jurídico-política del las decisiones judiciales que las acogen. Por su parte, el iusmoralista observa con alegría la presencia de excepciones implícitas como límite o contrapeso a las normas positivas y al papel del razonamiento puramente deductivo a partir de ellas, pues alberga la esperanza de que por esa vía, y contando con la colaboración de los jueces, se haga valer hasta sus últimas consecuencias la superioridad de la moral –la moral verdadera– sobre el derecho, así como el límite que la verdad moral pone a cualquier posible decisión mayoritaria en democracia. El iusmoralista confía en que la apertura que suponen esas excepciones implícitas que derrotan a las normas no acabe con la misión ordenadora del derecho, pues, al fin y al cabo, no puede cualquier circunstancia excepcional que se adicione al acaecimiento del supuesto de hecho de la norma impedir que se imponga la consecuencia jurídica en la norma prevista, sino sólo aquellas excepciones que provengan de ese sistema seguro y también ordenador que es la moral, la moral verdadera.
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
Vemos que el problema de la derrotabilidad de las normas se convierte, para unos y para otros y aunque de distinta manera, en el problema de los límites de la derrotabilidad de las normas. Pues, siendo la norma A → B, si cualquier circunstancia C que se dé en conjunción con A puede dar lugar a que no se siga la consecuencia B, la relación entre el acaecimiento del hecho subsumible bajo A y el acaecimiento de B (la consecuencia jurídica) se torna puramente aleatoria. Algún ejemplo: El que matare a otro será castigado con la pena X (A → B) José mató a Luis (A) José tiene los ojos azules (C) Se absuelve a José de la pena X porque tiene los ojos azules. Ahí la circunstancia de tener los ojos azules actúa como excepción implícita a la norma que manda condenar al sujeto que mata a otro. ¿Por qué nos produce rechazo esta concreta derrota de la norma a manos de la excepción consistente en tener los ojos azules? Porque no encontramos para tal circunstancia excepcionante (tener los ojos azules) un fundamento de tal calibre como para que merezca situarse por encima del valor ordenador y democráticamente legitimado de las normas jurídicas. Curiosamente, aquí y ahora tanto un iuspositivista como un iusmoralista subrayarían el carácter de absurdo moral del fundamento posible de esa excepción, pues entre los fundamentos de nuestro sistema político que gozan de aceptación generalizada y que constituyen condición de posibilidad teórica y práctica de dicho sistema está la idea de la igualdad básica entre los individuos, entendida como no discriminación basada en aspectos raciales, apariencia física y similares. Lo anterior no quita que sea perfectamente imaginable una sociedad en la que tal excepción se entienda dotada, por todos o la mayoría de sus miembros, de un fundamento más que válido y suficiente. Sin embargo, es posible mantener aquí una tesis: Cuando las excepciones a las normas se apoyan en convicciones morales y políticas que, por compartidas, forman el sustrato del sistema jurídico-político de una determinada comunidad, suelen convertirse en excepciones explícitas, pues se recogen en normas expresas de ese sistema. La excepción expresa que la eximente de legítima defensa plantea, por ejemplo, al delito de homicidio, se apoyaría en una convicción generalizada de ese tipo, convicción de que sería moralmente reprobable y contrario a los fundamentos de la convivencia castigar a alguien por impedir que el otro lo mate, matando al otro a su vez si no tiene otro remedio.
4. Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas
En suma, que el problema de las excepciones implícitas que derrotan a las normas jurídicas está en su límite y su fundamento y se puede sostener la tesis siguiente: cuanto menos evidente sea la necesidad de la excepción, por razón de la evidencia socialmente compartida de su fundamento, más problemático y más difícilmente legítimo será el hacer valer dicha excepción contra la norma. II. positivismo jurdico, iusmoralismo y d e r r o ta b i l i d a d d e l a s n o r m a s El positivismo jurídico tiene una de sus señas de identidad en el subrayado del carácter convencional del derecho, como, al hablar precisamente del tema de la derrotabilidad, ha vuelto a destacar Juan Carlos Bayón. Ahora bien: ¿En qué consiste ese derecho cuyo carácter es convencional? Podemos graduar esa convencionalidad de lo jurídico en tres fases o dimensiones. En primer lugar, el derecho proviene de decisiones tomadas por ciertas instancias o fuentes que están socialmente reconocidas como aptas o competentes para producir precisamente el tipo específico de normas que son jurídicas. En segundo lugar, puede estar también convencionalmente establecido, socialmente reconocido, que todo o parte de lo que sea derecho se plasma en determinadas fórmulas verbales canónicas o queda fijado en ciertos textos, como serían, en nuestra cultura jurídica, los textos legales. La primera convención alude al origen de las normas jurídicas, a la autoridad que puede crearlas; la segunda, a la plasmación de las normas jurídicas, a su modo de presentarse o exteriorizarse. La tercera convención constitutiva de lo jurídico se refiere al contenido concreto del derecho en cuanto conjunto de soluciones para casos concretos. Ahí el derecho no resuelve por razón de quién lo ha establecido o de la fuente de donde proviene, ni por razón de dónde o cómo está plasmado o formulado, sino por razón del contenido preciso de la solución que el derecho proponga para el caso. Están relacionadas gradualmente las tres convenciones, pues la primera nos ayuda a identificar el derecho por razón del origen de sus normas (identificación por su fuente-autoridad), la segunda nos ayuda a formular esas normas así originadas para que puedan poseer un contenido mínimo cognoscible por los destinatarios (identificación por su fuente-texto) y la tercera permite extraer del derecho así identificado los contenidos normativos concretos para los concretos casos.
Juan Carlos Bayón. “Derrotabilidad, indeterminación del derecho y positivismo jurídico”, en Isonomía, n.º 13, octubre de 2000, especialmente pp. 115 y ss.
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
La materia derecho que sale de la autoridad reconocida como fuente de normas jurídicas está menos determinada en su capacidad ordenadora de las concretas conductas de lo que lo está la materia derecho que resulta de fijar los contenidos volitivos de esa autoridad en textos canónicos, pero ésta aún no está suficientemente determinada como para poder proporcionar solución precisa para cada caso que a la decisión en derecho se someta. De ahí que se necesite esa tercera dimensión en la que determinadas convenciones permiten la concreción del contenido normativo de la norma para el caso. En otras palabras, e invirtiendo la secuencia, el derecho que a un caso se aplica es aquel que con arreglo a determinadas convenciones generalmente admitidas, socialmente reconocidas, es extraído por el aplicador –generalmente el juez– a partir de los enunciados contenidos en determinados textos o cuerpos convencionalmente reconocidos como sede o soporte de las normas jurídicas, textos que a su vez recogen contenidos volitivos de las autoridades o fuentes reconocidas como productoras de ese tipo específico de normas que son las normas jurídicas, las normas de derecho. Se pretende indicar con la anterior gradación de convenciones que del derecho forman parte no sólo los enunciados presentes en los cuerpos legales reconocidos como fuente-texto, sino también determinadas pautas generalizadas que los aplicadores del derecho emplean para concretar el significado de esos textos en su aplicación a los casos. La primera y más básica y elemental sería la convención semántica: los enunciados contenidos en una fuente-texto sólo pueden recibir significado a partir del lenguaje en el que se expresan; es decir, las normas (las disposiciones, si se prefiere) sólo pueden recibir significado con base en las convenciones lingüísticas. Pongamos un ejemplo de convenciones “jurídicas” más allá de esas convenciones lingüísticas de base. Hay prácticas interpretativas reconocidas en nuestro sistema jurídico y los de nuestro entorno, como la consistente en tomar en consideración el fin de la norma como pauta o guía para la concreción de su contenido normativo preciso para el caso. En cambio, una práctica interpretativa consistente en tomar en consideración los preceptos de un determinado credo religioso para dicho objetivo no está reconocida en tales sistemas. Normalmente esas pautas interpretativas reconocidas sirven para que el aplicador del derecho seleccione como preferente uno de los significados posibles de los enunciados contenidos en los textos-fuente. En la medida en que consideremos que del derecho forman parte también dichas pautas inter-
Sí lo estará, posiblemente, en el sistema jurídico de la Iglesia católica, en el derecho canónico.
4. Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas
pretativas reconocidas, el juez que las aplica para mediante ellas seleccionar el contenido concreto del derecho para el caso seguiría aplicando derecho al realizar tal elección. Y, puesto que también puede estar reconocido en el sistema un componente de discrecionalidad al optar por unas u otras de las esas pautas interpretativas admitidas, convencionalmente establecidas, no deja de aplicar derecho el juez al elegir discrecionalmente entre ellas. Puede suceder que estén reconocidas pautas “interpretativas” de ese tipo que permitan al juez aplicar al caso una solución que no se corresponda con ninguno de los significados posibles del texto-fuente, del enunciado contenido en el texto-fuente. Aquí es donde se suele hablar de la derrotabilidad de las normas jurídicas. El enunciado contenido en el cuerpo legal o texto-fuente establece que siempre que sea el caso p debe imponerse la consecuencia q. Y el juez decide que, pese a que el caso C es un ejemplar o caso de p, la consecuencia es no q, sino una consecuencia distinta de q. ¿Está el juez decidiendo conforme a derecho en tal caso? Depende de cómo se identifiquen los contenidos de lo que sea derecho. Caben al respecto tres planteamientos bien diferentes: (1) Para el planteamiento antipositivista, iusmoralista, del derecho o sistema jurídico forman parte no sólo los enunciados contenidos en el texto-fuente y sus significados posibles, sino también los (o ciertos) contenidos del sistema moral verdadero. Por tanto, el juez que opta por la consecuencia ⌐q para el caso que con arreglo al enunciado presente en el texto-fuente debería tener la consecuencia q está aplicando derecho, decidiendo conforme a derecho, si aquella consecuencia ⌐q viene impuesta por una de esas normas del sistema moral que, por ser superiores a las normas derivables de los enunciados con-
Dice Bayón que “las pretensiones de que esa clase de excepciones [se refiere a excepciones a la aplicación de las normas jurídicas a casos subsumibles bajo la descripción contenida en su supuesto genérico, excepciones que para los antipositivistas confirman la presencia de normas morales –no convencionales– dentro del sistema jurídico] resultan –o no– procedentes parecen estar sujetas a criterios de aceptabilidad que podrían calificarse como específicamente jurídicos, puesto que estarían determinados por el contenido de las convenciones interpretativas existentes […]. En suma, desde este punto de vista la respuesta apropiada que se ha de dar al argumento del contraste con la práctica desde premisas convencionalistas consiste en reafirmar que la existencia y el contenido del derecho dependen exclusivamente de hechos sociales, pero de la totalidad de los hechos sociales relevantes; y que lo que aparentemente no podía ser sino genuino razonamiento moral encaminado a justificar excepciones implícitas a las normas (y, por tanto, o bien transgresiones del derecho, o bien ejercicio de la discrecionalidad conferida por el derecho mismo) puede ser, por el contrario, una argumentación sujeta a los criterios de aceptabilidad que dichas convenciones interpretativas establecen y, en ese preciso sentido, un verdadero ejercicio de identificación del derecho” (Juan Carlos Bayón. “Derecho, convencionalismo y controversia”, en P. E. Navarro y M. C. Redondo. La relevancia del derecho. Ensayos de filosofía jurídica, moral y política, Barcelona, Gedisa, 2002, p. 77).
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
tenidos en los textos-fuente y sus significados posibles, tienen capacidad para excepcionar estas normas. La “derrota” de la norma derivada del enunciado contenido en el textofuente no es aquí, como suele decirse, consecuencia de que el juez pondera las circunstancias del caso que enjuicia y simplemente opina y decide que no debe subsumirse el caso bajo la norma jurídica positiva, pese a que el caso C es, semántica en mano, un caso de p, es decir, encajable, subsumible bajo el supuesto genérico de la norma positiva. Esa sería para el iusmoralismo una decisión judicial ilegítima. La derrota de la norma positiva acaecería meramente porque el juez impone su voluntad por encima del derecho, erigiéndose él en fuente suprema del derecho. Lo que para el iusmoralismo legitima esa decisión del juez, que expresa la derrota de la norma positiva, es la aplicación por el juez de una norma de la moral verdadera que es parte del sistema jurídico y que está por encima del “derecho positivo”. En otras palabras, la base de la derrotabilidad de las normas, tal como es asumida y propiciada por el iusmoralismo, no es la concurrencia de una circunstancia que, en sí misma considerada, justifique la excepción a la prioridad de la norma “positiva”, sino el hecho de que esa circunstancia forma parte del supuesto genérico de otra norma, una norma moral que es jurídica a la vez y que, además, es jerárquicamente superior a la norma “positiva”. Con ello se mantiene en el fondo el carácter deductivo del razonamiento judicial, pero ampliando el conjunto de normas que proporcionan la premisa mayor para la inferencia deductiva. El razonamiento se encadena conforme al siguiente esquema p → ¬ Oq (norma “positiva”) r → Oq (norma moral) (r ^ p) → ¬Oq (norma que expresa la jerarquía de las normas morales sobre las normas “positivas”)
Así lo destaca, por ejemplo, Carlos Alchourrón, refiriéndose en principio a Dworkin, pero generalizando el argumento a la mayor parte de la iusfilosofía actual: “[c]omo en el enfoque de Dworkin los principios morales forman parte del derecho, la completud y la consistencia del Sistema Maestro reaparecen bajo un nuevo ropaje”. Y sigue: “Esto pone de manifiesto la enorme fuerza de convicción del modelo del sistema deductivo como ideal. En la concepción de los derechos [denomina así la concepción dworkiniana] el modelo contiene no sólo los ideales formales de completud y consistencia, sino también el ideal de justicia […]. La idea de que el derecho debería proporcionar un conjunto coherente y completo de respuestas para todo caso jurídico constituye un ideal teórico y práctico que subyace a la mayoría de los desarrollos contemporáneos en filosofía del derecho” (Alchourrón. “Sobre derecho y lógica”, cit., p. 33).
4. Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas
r ^ p (es el caso que r y es el caso que p) O¬q
Es decir, cuando desde el iusmoralismo se afirma que el razonamiento en que una norma “positiva” es derrotada porque concurre una circunstancia adicional que supone una excepción implícita para dicha norma pone en cuestión el carácter deductivo del razonamiento aplicativo, puesto que no se mantiene el refuerzo del antecedente, es porque sólo se toman en cuenta como base de la deducción las normas que componen el sistema “positivo”, al tiempo que se oculta el carácter entimemático del razonamiento aplicador que excepciona la aplicación de la norma positiva. El carácter deductivo del razonamiento se pone en duda cuando se le refleja según el siguiente esquema. A → OB A^C ¬OB Pero el iusmoralista está presuponiendo dos premisas no recogidas en tal esquema, y que sí se reflejan en el esquema completo de su razonamiento, que sería el siguiente: A → OB C → ¬OB A ^ C →¬OB A^C O¬B No es el carácter deductivo del razonamiento decisorio lo que diferencia a iusmoralistas y iuspositivistas, sino el modo como identifican el derecho y, con ello, las premisas normativas posibles de ese razonamiento, así como la relación jerárquica entre esas premisas. Para el positivista no hay más derecho que el derecho “positivo”, y éste es tal con base en ciertas convenciones sociales. Para el iusmoralista hay normas jurídicas independientes de esas convenciones, normas provenientes de la moral verdadera y que también son jurídicas, y esas normas
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
de la moral verdadera que también son jurídicas ocupan en el sistema jurídico un lugar jerárquicamente superior al de las normas “positivas”. En consecuencia, para el iusmoralista (1) todas las normas “positivas” son potencialmente derrotables ante circunstancias que constituyen excepciones implícitas al sistema de las normas positivas, pero no excepciones al sistema jurídico en su conjunto, formado por la agregación de normas “positivas” y normas de la moral verdadera; (2) las normas de la moral verdadera no son derrotables por normas “positivas”; y (3) las normas de la moral verdadera que son, al tiempo, jurídicas, sólo son derrotables por otras normas de la moral verdadera que son también jurídicas, pero esa derrotabilidad es sólo aparente o “prima facie”, pues las normas del sistema de la moral verdadera tienen una potencialidad resolutiva mucho mayor para cualquier caso, ya que, al menos idealmente o en el plano ontológico, dicho sistema tiene las tres cualidades que el positivismo formalista decimonónico predicaba del sistema jurídico-positivo: completud, coherencia y claridad. (2) Cabe una versión del positivismo jurídico que, presuponiendo el reconocimiento de la autoridad-fuente, circunscriba el contenido del sistema jurídico a los enunciados contenidos en los textos-fuente, con sus significados posibles y sólo sus significados posibles. Para este positivismo ya constituyen un cierto problema, como se ha visto, las normas derivadas mediante interpretación de esos enunciados, pero, ante todo, tiene enormes dificultades para admitir el carácter jurídico de las decisiones judiciales que acojan excepciones implícitas para las normas derivadas de dichos enunciados. El contenido normativo de esas decisiones se derivaría en todo caso de normas que en ningún modo son jurídicas. Por consiguiente, a tal positivismo no le queda más salida que o bien rechazar en todo caso la consideración por el juez de tales excepciones implícitas, afirmando el carácter deductivo del razonamiento jurídico decisorio, pero sólo sobre la base del conjunto de normas derivadas de tales enunciados contenidos en los textos-fuente, o bien admitir la concurrencia de hecho de tales excepciones implícitas como determinantes de algunas decisiones judiciales y,
La afirmación por parte del iusmoralismo del carácter derrotable de las normas jurídico-positivas acaba en una perfecta tautología: las normas jurídico-positivas son derrotables porque son derrotables. Expliquemos esto. Una vez que se parte de la tesis de que por encima de las normas jurídico-positivas hay otras normas, también jurídicas, que imperan sobre ellas en caso de conflicto, se está asumiendo por definición la derrotabilidad de las normas jurídico-positivas. Es como si de pronto nos pusiéramos a llamar la atención, como sorprendente novedad, sobre el hecho de que una norma reglamentaria puede ser derrotada por una norma legal: va de suyo, en virtud de la superior jerarquía de la norma legal sobre la reglamentaria. ¿Se habría parado Tomás de Aquino a teorizar como sorprendente fenómeno la posible derrota de una norma jurídico-positiva por una norma de derecho natural?
4. Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas
a partir de ahí, derivar hacia alguna forma de escepticismo o realismo jurídico que subraye el carácter en el fondo puramente político, aleatorio o arbitrario de las decisiones judiciales. Mas con esto ese positivismo reduccionista estaría negando su axioma de partida: que el derecho está conformado por los contenidos semánticamente posibles de los enunciados contenidos en los textos-fuente y que la decisión jurídica tiene carácter deductivo a partir de tales enunciados. La tensión entre el derecho que es, por obra de las decisiones judiciales, y el derecho que, conforme a los parámetros positivistas, debería ser, alcanza tal intensidad que acaba en paradojas y aporías. El derecho que debería ser sólo lo es efectivamente en la medida en que los jueces “acaten” la vis normativa de aquellos enunciados. Y en lo que no lo acaten estarían aplicando como derecho algo que no sería derecho. (3) Es posible un positivismo que, sin renunciar ni al carácter convencional del derecho y sin sentar una cesura insalvable entre el derecho que es (en la práctica y por obra de los jueces) y el derecho que, conforme a esos planteamientos convencionalistas, debe ser, resulte capaz de integrar las excepciones implícitas a las normas “positivas”, presentando tales casos de “derrota” de las normas “positivas” como casos de aplicación de otras normas que también son derecho y lo son como resultado de convenciones sociales conformadoras de derecho, no ya como resultado de la presencia en el derecho de normas no convencionales, como, por ejemplo, normas de la moral verdadera. Para ello bastará que entre las convenciones configuradoras del derecho se incluyan las convenciones interpretativas. Es preciso delimitar a qué nos referimos aquí con la expresión “convenciones interpretativas”. Podemos tomar esa expresión en sentido estricto o en sentido lato. En sentido estricto, convenciones interpretativa serían aquellas pautas que en una sociedad dada y en un tiempo determinado están admitidas como pautas para la elección justificada de los significados posibles de los enunciados contenidos en las fuentes-texto. Estaríamos aludiendo, básicamente, a los que tradicionalmente se denominan métodos o cánones de la interpretación, como el teleológico, el sistemático, etc. A las convenciones interpretativas en sentido estricto las denominaremos en lo que sigue convenciones propiamente interpretativas. En sentido lato podemos entender por convenciones interpretativas aquellas que se usan para delimitar el alcance preciso que para los casos tienen las normas derivadas de los enunciados contenido en los textos-fuente. Se incluirían los cánones interpretativos admitidos en las respectivas coordenadas espacio-temporales, pero también otras que sirven para extender o restringir el alcance de tales normas. Esto es, para aplicar esas normas a casos que, semántica en mano, no son sub-
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
sumibles en su supuesto genérico o para no aplicarlas a casos que, semántica en mano, sí son subsumibles en su supuesto genérico. Aquí y ahora nos ocuparemos sólo de las segundas, a las que denominaremos convenciones básicas. Se trata de mostrar que la aplicación de excepciones implícitas a las normas “positivas” puede consistir (y para el positivismo debe consistir) en supuestos de aplicación al caso de otras normas convencionales que pueden no estar explicitadas en enunciados presentes en los textos-fuente, pero que no por eso dejan de ser el contenido de convenciones sociales que constituyen derecho, en cuanto que contienen reglas reconocidas para la solución de casos jurídicos. El sistema de las normas “positivas” no puede operar si no es sobre el trasfondo de algunas convenciones sociales fundamentales. El caso más obvio sería el de las convenciones lingüísticas que rigen entre los hablantes de un mismo idioma. Lo mismo cabe afirmar, y con idéntica obviedad, para una serie de convenciones sobre la realidad empírica –convenciones científicas– y sobre la manera de entender el mundo y de razonar sobre él –convenciones lógicas y matemáticas–. Tales acuerdos o convenciones fundamentales no se refieren específicamente al derecho, sino que, además del derecho, hacen posible la coordinación de nuestras conductas en todo tipo de actividades. En lo que a la operatividad del derecho se refiere, existe también una serie de convenciones específicas que, con uno u otro contenido, dependiendo de la sociedad y el momento y de toda una serie de factores culturales, acotan su práctica posible. El derecho no puede aplicarse si no es dando por sentados e indiscutidos ciertos datos, datos que, en caso de no ser objeto de un acuerdo generalizado, no permitirían que las normas jurídicas sirviesen como patrón común de conducta y de decisión. Por ejemplo, cuando el brocardo jurídico afirma que en derecho no se puede pedir lo imposible está aludiendo a uno de esos presupuestos de lo jurídico que poseen valor normativo dentro del propio sistema y que deslindan el alcance posible de las normas “positivas”. Dichas convenciones básicas del derecho tienen su denominador común en dos ideas centrales. La primera, que el derecho y su práctica no pueden llevar a resultados que contradigan las evidencias socialmente compartidas. La segunda, que el derecho es, al menos en nuestras sociedades modernas, un instrumento de dirección y coordinación deliberada de las conductas, por lo que a las normas “positivas” les subyace siempre un propósito ordenador que resulta vulnerado cuando su aplicación desmedida hace inviable aquel fin de orden.
Cabe argumentar que esta es la idea que subyace a doctrinas como las del “contenido mínimo del derecho natural”, de Hart, o la de la “moral interna del derecho”, de Fuller.
4. Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas
De esa fuente beben las excepciones implícitas admisibles para el positivismo jurídico. Las normas “positivas” pueden y deben ser “derrotadas” cuando conducen para un caso a resultados que la generalidad de los ciudadanos puede tener por absurdos, en cuanto que opuestos a dichas evidencias generalmente admitidas. De ahí la enorme potencia del argumento al absurdo como límite a las aplicaciones lógica o semánticamente posibles de las normas “positivas”. La gran cuestión está en determinar cuáles son esas evidencias apoyadas en convenciones sociales básicas, que son aptas para excepcionar la aplicación de las normas “positivas”. Y la respuesta –positivista y, por extensión, convencionalista– sólo puede ser que ha de tratarse todas y de sólo las convenciones que sean auténticamente generales en una sociedad. Una moral determinada, en un contexto social de pluralismo moral, nunca podrá satisfacer ese requisito, por mucho que quienes la profesen la tengan por la moral verdadera. En cambio, el conjunto de convicciones de raigambre moral que son compartidas por prácticamente todos los miembros de la sociedad sí satisface ese requisito, no tanto por su naturaleza moral cuanto por ser tenidas por incuestionables en dicha sociedad. Aun cuando pueda resultar chocante, estamos aludiendo a que hay una parte de la moral positiva que, bajo la forma de evidencia compartida o convención básica, se integra en el sistema jurídico. No ocurre lo mismo, por definición, con la llamada moral crítica. Desde tal punto de vista, estarán justificadas aquellas excepciones implícitas a las normas “positivas” que se basen en el rechazo de las soluciones derivadas de dichas normas que cualquier miembro “normal” de esa sociedad (y los parámetros de normalidad también están socialmente establecidos) pueda reputar como absurdas, absurdas por opuestas a las evidencias compartidas, a lo socialmente tenido por evidente en un determinado contexto espacio-temporal. En ese sentido, todo positivismo jurídico viable y coherente, no alejado de la práctica social real del derecho, será un positivismo “inclusivo”. Pero sólo en ese sentido. Nunca una sociedad podrá “reconocer” como derecho lo que se oponga a sus convicciones básicas, que conforman sus convenciones básicas. III. normas, deducciones, entimemas Resulta curioso preguntarse por el “boom” de la idea de derrotabilidad de las normas jurídicas. Conviene quizá reflexionar a ese propósito sobre varios matices: (1) Que dentro del sistema jurídico unas normas vencen o imperan sobre otras y que, por tanto, las derrotan, es idea bien poco novedosa, si bien se mira. Los casos de antinomias, sin ir más lejos, se resuelven haciendo que una norma se imponga sobre otra. Se podrá decir que en algunos casos tal sucede
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
porque la norma “derrotada” carecía de validez dentro del sistema, no era propiamente una norma del sistema. Tal sucederá cuando se declare la nulidad de la norma inferior que contradiga la norma superior, o cuando se entienda que la norma posterior ha derogado la norma anterior. Cuando se aplica la regla de “lex specialis” para resolver la antinomia, lo que se hace es delimitar el alcance respectivo de las normas que en principio parecían competir, con lo que en realidad se está mostrando que para el caso no hay tal competición. Pero cuando un juez resuelve un caso para el que concurren dos normas de idéntica jerarquía, simultáneas y con el mismo alcance, ese juez decide que una norma “derrota” a la otra para ese caso. (2) La idea de derrotabilidad, ya sea de conceptos o de normas, tiene su ubicación más destacada en el campo de la lógica deductiva, en relación con las dificultades para aplicar la regla de refuerzo del antecedente. Ahora bien: conviene diferenciar dos dimensiones del problema. La primera es la dimensión puramente lógica y se relaciona con la virtualidad mayor o menor de los esquemas deductivos de la lógica monotónica para representar el razonamiento jurídico. La segunda es la dimensión que podemos llamar material, que alude a cuáles son las circunstancias o razones que pueden justificar la inaplicación de la norma a un caso cuyas circunstancias encajan bajo el supuesto genérico descrito por dicha norma. El esquema más elemental bajo el que se presenta el problema lógico es así, como bien sabemos: A → OB A^C ¬OB La conclusión lógicamente correcta, en virtud del refuerzo del antecedente, debería ser OB. Pero la concurrencia de la circunstancia C es, en el razonamiento judicial que lleva a la derrota de la norma A → OB, ha contado como razón para que se imponga la decisión -OB.
En este aspecto insiste especialmente Ulises Schmill, quien explica que en toda norma inferior se contiene una cláusula implícita que condiciona su validez a haber sido realizada con arreglo a los procedimientos prescritos en la norma superior y a que respete los límites materiales o de contenido fijados en la norma superior. Refiriéndose al primero de esos dos aspectos, dice este autor que “toda norma condicionada inferior es expandible especificando la realización regular de los actos que la crean, esto es, toda norma condicionada o subsecuente contiene condiciones implícitas consistentes en la realización regular de los actos integrantes de su preceso de creación” (Ulises Schmill. “Orden jurídico y derrotabilidad normativa”, en Analisi e diritto, 2000, p. 241.
4. Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas
El carácter deductivo de dicho razonamiento se salva fácilmente al entender que ha operado una segunda premisa normativa, según el siguiente esquema: (A → OB) ↔ (¬A ^ C) A^C ¬OB Pero no perdamos de vista que la cuestión no estriba meramente en reconstruir la decisión como inferencia deductiva válida, sino en ver si todas las premisas normativas están constituidas por normas del sistema jurídico o si es una premisa normativa extrasistemática la que “derrota” a la norma del sistema. Esto conduce a dos cuestiones interrelacionadas. La primera tiene que ver con cuáles sean las normas del sistema jurídico. Si la norma que dice (A ^ C) → ¬OB es una norma del sistema jurídico, estaríamos ante el caso normal de que una norma de dicho sistema impera sobre otra norma del sistema. Si dicha norma no forma parte del sistema jurídico, nos hallaríamos ante el problema de que las normas jurídicas pueden ser derrotadas por normas ajenas al sistema jurídico. Las doctrinas iusmoralistas, que sostienen que las normas morales (o algunas normas morales) forman parte del sistema jurídico, no podrán decir en estos casos que una norma del sistema jurídico ha sido derrotada por una norma no jurídica, sino solamente que una norma positiva, legislada, del sistema jurídico, ha sido derrotada por otra norma de dicho sistema que no es positiva, legislada. Y eso es lo que les interesa destacar, como parte de su defensa de las tesis iusmoralistas. En cambio, el positivismo que quiera mantener la tesis de la separación entre derecho y moral y la tesis del carácter convencional del derecho sólo puede responder a la derrotabilidad de las normas jurídicas negando el problema a base de mantener que esa decisión en que la norma jurídica ha sido derrotada es una decisión ilegítima en derecho, pues carece de apoyo normativo en el sistema jurídico, o ampliando los componentes del sistema jurídico de tal manera que la derrotabilidad se reconduzca a una relación entre elementos normativos igualmente convencionales de dicho sistema. (3) Se suele presentar los casos de derrota de una norma jurídica diciendo que la concurrencia en el caso de cierta circunstancia C especial hace que no se aplique la consecuencia de la norma que venía al caso. Con esto pareciera que se da a entender que tal circunstancia C tiene por sí un valor normativo y que dicho valor o fuerza normativa de la circunstancia es bastante para derrotar la norma que para el caso concurría. Pero si con circunstancia se alude a algún
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
tipo de hecho, ese modo de razonar resulta lógicamente insostenible. La circunstancia fáctica C tiene que estar asociada a alguna otra norma para que sea apta para justificar una conclusión normativa a partir de C. Lo que sucede es que el razonamiento de los iusmoralistas que gustan de presentar así las cosas suele ser entimemático y muchas veces no explicitan la norma que presuponen como base de la derrota de la norma “positiva”. De ahí que haya que dar la razón a Ulises Schmill cuando afirma que “aunque a veces se puede aplicar el concepto [de derrotabilidad] a auténticos problemas que surgen del análisis del derecho positivo, se han realizado, por lo general, incursiones iusnaturalistas dentro de la jurisprudencia positiva; se trata de temas valorativos o de lege ferenda o de lo que algunos han llamado ‘lagunas valorativas’, es decir, contenidos que se desea tengan las normas jurídicas”. En términos lógicos, la aptitud de C para justificar que no se imponga en la decisión judicial correspondiente la consecuencia OB no puede derivar de la mera concurrencia, fáctica, de la circunstancia C. En el esquema inmediatamente anterior la fórmula (A → OB) ↔ ¬ (A ^ C) representa en realidad el enunciado de la norma en cuyo antecedente o supuesto de hecho se señala la concurrencia de dos circunstancias para la obligatoriedad de B: una positiva, que se de A; y otra negativa, que no se dé simultáneamente C. En realidad, esa norma significaría lo mismo bajo el siguiente esquema: (A ^ ¬C) → OB Ahora bien: sabemos que aquí no estaríamos ante un caso de derrotabilidad, sino simplemente ante uno de aplicación de una norma con un antecedente o supuesto complejo. La norma N, que establece que si de la concurrencia de A se sigue la obligatoriedad de B (A → OB) es derrotada cuando, siendo el caso que A, es también el caso que C y en la concurrencia de C se encuentra una razón justificatoria para evitar la imposición de OB. Pues bien, en términos lógicos, un hecho o circunstancia fáctica C no puede en ningún caso ser razón justificatoria para una conclusión normativa (como, en este caso, ¬OB) si dicho hecho o circunstancia fáctica C no forma parte, a su vez, del antecedente o
Schmill. “Orden jurídico y derrotabilidad normativa”, cit., p. 236.
4. Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas
supuesto de una norma. Es decir, en nuestro ejemplo estamos necesariamente presuponiendo la operatividad de la norma C → ¬OB Así pues, al esquema A → OB A^C ¬OB hemos de comenzar por añadirle una premisa más, si queremos que reconducir el razonamiento a un esquema lógico racional y no ver en la decisión -OB un puro acto irracional del decididor: (N1) (N2)
A → OB C → ¬OB A^C ¬OB
Lo que tenemos ahí es una situación inicial de antinomia. Para resolverla ha de establecerse alguna relación de prioridad entre las normas concurrentes. La conclusión ¬OB implica que esa prioridad se ha establecido en favor de C → ¬OB, de modo que se añade una premisa adicional según la cual si es el caso (si se da el supuesto) de N1 y si es el caso de N2 (si se da el supuesto de N2), entonces tiene preferencia la aplicación de N2. Dicho de otra forma, si se da A y se da C, debe aplicarse ¬OB, pero no porque C sea una excepción explícita a A en N1, sino porque N2 es una norma superior a N1, en el sentido de que tiene prioridad sobre N1. Arribamos así a la cuestión central que plantea la derrotabilidad para la teoría del derecho. Si en lo inmediatamente anterior estamos en lo cierto, una norma sólo puede ser derrotada por otra norma. La norma derrotante tiene su supuesto o antecedente en una circunstancia que la hace aplicable y, por otro lado, la antinomia se solventa por una especie de juego de la “lex superior”, por la superior jerarquía de la norma derrotante. Y el gran interrogante es el siguiente: ¿cuáles pueden ser en un sistema jurídico esas normas derrotantes?
I. Argumentación jurídica y decisión judicial
Dos teorías posibles: la iuspositivista y la iusmoralista, aunque con las variantes que sean del caso en cada una y que aquí no podemos especificar. Las doctrinas iusmoralistas situarán normas de la moral verdadera como normas superiores del ordenamiento y con capacidad para justificar excepciones y, con ello, la derrota de las normas positivas. Las doctrinas iuspositivistas, como ya se ha señalado, sólo admitirán normas que tengan un doble carácter interrelacionado: carácter convencional y contenido compartido por todos o la inmensa mayoría los ciudadanos de la cultura respectiva en un momento histórico dado, normas que, por consiguiente, formen el basamento de la racionalidad práctica del derecho en tal contexto socio-histórico. Otra manera de expresar la misma idea puede consistir en que para el iuspositivismo la norma no positivada que puede justificar la excepción tendrá el carácter de indiscutible por indiscutida, en sí y en su aplicación al caso, mientras que para el iusmoralismo la pretensión será que la norma excepcionante es indiscutible por verdadera, aunque pueda haber quien la discuta por hallarse en el error moral. El iuspositivista admitirá la excepción cuando la aplicación de la norma excepcionada resulte absurda por contraria al sentido común, en el doble sentido de sentido compartido y sentido práctico evidente, mientras que el iusmoralista admitirá la prioridad de la norma excepcionante cuando la aplicación de la norma excepcionada resulte contraria a la razón práctica, en el sentido más fuerte de la expresión, entendiendo por razón práctica aquella razón cognoscente que es capaz de trazar una prioridad objetiva entre bienes morales.
ii. neoconstitucionalismo
5. sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores I . p l a n t e a m i e n t o y n o c i o n e s d e pa r t i d a Se suele señalar que el llamado neoconstitucionalismo es una doctrina de caracteres un tanto difusos. Entre los autores que a menudo son adscritos a ella los más mencionados son Dworkin, Alexy, Nino o Zagrebelsky. Ciertamente, son importantes las diferencias entre todos ellos, lo cual marca una primera dificultad para decantar esos elementos comunes que permitirían identificar esa doctrina neoconstitucionalista, que ha sido a veces calificada como nuevo paradigma. Posiblemente la formulación más radical y terminante del neoconstitucionalismo aparece en el libro El derecho dúctil, de Gustavo Zagrebelsky, obra que ha tenido importante eco, pero que no deja de ser un producto de menor enjundia que los escritos capitales de los otros autores mencionados. En cualquier caso, nos hallamos ante una teoría que no ha encontrado aún plasmación completa y coherente en una obra central y de referencia, por lo que sus caracteres deben ser espigados de aquí y de allá, más construidos como descripción del común denominador de una tendencia genérica actualmente dominante y presente en la teoría constitucional y iusfilosófica de hoy y, muy en particular, en la propia jurisprudencia de numerosos tribunales constitucionales, que como balance a partir de una obra canónica con perfiles bien precisos y delimitados. Está hoy muy presente esa impregnación neoconstitucionalista en numerosos escritos teóricos y sentencias, pero puede que esa falta de definición clara, de rigor analítico y de empeño fundamentador en sus propios cultivadores sea una de las bazas que alimentan el éxito del neoconstitucionalismo. Lo muy vago e impreciso de las tesis de partida lo convierte en teoría superficialmente atractiva y aparentemente novedosa, al tiempo que en la práctica cumple a la perfección lo que me parecen sus cometidos principales, que serían los de reforzar la influencia política de la presunta ciencia jurídico-constitucional, por un lado, y, por otro, impulsar un judicialismo que subvierte la relación entre los poderes constitucionales, pone en jaque el principio democrático y la soberanía popular y desdobla las propias constituciones, haciendo que ciertos derechos “materializados” y fuertemente vinculados a valores morales sustanciales imperen absolutamente sobre los derechos constitucionales de tipo político, participativo
Se habla en ocasiones también de “constitucionalismo avanzado” o “constitucionalismo de derechos” (cfr. S. Sastre Ariza. “La ciencia jurídica ante el neoconstitucionalismo”, en M. Carbonell (ed.). Neoconstitucionalismo(s), Madrid, Trotta, 2003, p. 239.
II. Neoconstitucionalismo
y procedimental. El equilibro entre derechos humanos y soberanía popular, en el que tanto insiste por ejemplo Habermas, se rompe a favor de una concepción moralizante y absolutizadora de los primeros, con la consecuencia de que acaba por promoverse un nuevo soberano que no es otro que la judicatura, y en especial la jurisdicción constitucional, en alianza con la doctrina. Es lo que podríamos llamar el complejo académico-judicial, que, desde su afán de excelencia ética y de elitismo político, pretende suplantar los dictados de un pueblo que las constituciones dicen soberano, pero que es tenido por incapaz (por sí o por sus representantes en democracia) de calar en esos contenidos morales que formarían el cimiento de las constituciones y en los que sólo logran penetrar con propiedad los profesores y los jueces de las más altas cortes. Por razón de ese grado de indefinición teórica del neoconstitucionalismo y del designio preferentemente político de sus cultivadores, admítanlo o no, acecha siempre el riesgo de errar en la descripción de dicha doctrina o tendencia y de proyectar las críticas sobre molinos de viento, sobre un espantajo teórico que no se corresponda en verdad con ninguna teoría efectivamente operante en la actualidad. Si así lo hiciéramos, incurriríamos en parecida caricatura a la que muchos de los que se dicen neoconstitucionalistas hacen del positivismo jurídico, al imputar a éste unos atributos teóricos y una percepción del derecho que es propia únicamente, si acaso, del ingenuo y muy metafísico positivismo decimonónico, el de la escuela de la exégesis o la jurisprudencia de conceptos. Y no es casual que la disputa se desarrolle en esos términos, ya que es en realidad ese positivismo decimonónico el que en el neoconstitucionalismo se ve reflejado como en un espejo, esto es, invertido. Pues al positivismo del siglo xix y al neoconstitucionalismo les son comunes una serie de notas: la confianza en el carácter en el fondo perfecto y completo de los sistemas jurídicos; el desdoblamiento del ordenamiento jurídico en una parte superficial, que es defectuosa por indeterminada y por estar llena de lagunas y antinomias, y una parte profunda o esencial, que contiene solución predeterminada para cualquier caso difícil; la afirmación de un método que permite hacer de la actividad judicial una tarea más de conocimiento que propiamente decisoria (el método meramente subsuntivo en el positivismo decimonónico, el método de la ponderación en el neoconstitucionalismo), y la consiguiente negación de la discrecionalidad judicial. Positivismo jurídico decimonónico y neoconstitucionalismo actual son extremos que se tocan y que se combaten por razón de su semejanza estructural y de sus similares pretensiones políticas. Donde aquél tomaba como axioma la idea del legislador racional, éste adopta con similar convicción el del juez racional; donde aquél quería ver en el legislador un mero portavoz de los intereses objetivos de la nación o de las esencias inmutables y necesarias del
5. Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores
derecho, y en la ley la plasmación perfecta de la justicia ideal, éste hace de la Constitución la quintaesencia de la verdad moral y de la justicia objetiva, y de los jueces, los traductores seguros de esas verdades axiológico-jurídicas a decisiones materialmente justas y objetivamente correctas, sin asomo de subjetivismo ni desfiguración por intereses políticos o gremiales. Así como ese derecho, que así se afirmaba en el siglo xix como perfecto y objetivamente verdadero, se consideraba que debía pulirlo, encauzarlo y en buena medida sentarlo la ciencia jurídica, asimilada a razón cuasicientífico-natural, así este derecho de hoy, que el neoconstitucionalismo ve como derecho básicamente constitucional o sólo constitucional, se pretende que debe ser alumbrado también por la ciencia jurídica que interpreta la Constitución a base de bucear en el orden axiológico que es su esencia, si bien los profesores serían ahora depositarios de los supremos saberes de una muy real y objetiva razón práctica, más que de una razón científico-natural. De ahí que entre las notas distintivas del neoconstitucionalismo, por contraste con el positivismo jurídico, se suela mencionar la impugnación de la neutralidad de la ciencia jurídica y se haga la apología de una ciencia constitucional militante, moralmente comprometida con la verdad y las exigencias de los supremos valores, éticamente confesional. El entramado funciona a la perfección porque los jueces ven en esa doctrina la justificación perfecta para la ampliación de sus poderes frente al legislador y de su condición de oráculos de la Constitución profunda, mientras que los profesores colman sus aspiraciones cuando ven a los jueces construir la nueva Constitución con los elementos que ellos les van proponiendo. Eso sí, cuando los jueces no obedecen a los académicos, éstos echan mano de sus arcanos saberes axiológico-constitucionales, no para reprocharles un mal uso de la discrecionalidad judicial, sino que, puesto que se parte de negar o reducir sumamente la presencia de tal discrecionalidad, se les dice a los jueces simplemente que se equivocan, que han errado la decisión, que no han sabido dar con el fallo verdadero y necesario, Constitución en mano. Cuando al doctrinante neoconstitucionalista le gusta el contenido de una sentencia, señala que ésta es verdadera porque traslada al caso la solución que los valores constitucionales le prescriben y presenta esa resolución como un acertado ejercicio de ponderación, aun cuando en la sentencia en cuestión no haya ni rastro explícito del método ponderativo y aunque la motivación del fallo sea sumamente deficiente y esté llena de inferencias erróneas, sofismas y paralogismos. Pues no importa la argumentación, sino el contenido del fallo. De nuevo como en el positivismo de hace siglo y medio. Si el dictar sentencia, incluso en los casos más difíciles y complicados a tenor de los hechos o de las normas concurrentes, tiene más de saber que de decidir, es normal que se
II. Neoconstitucionalismo
piense que la voz cantante la han de llevar los que más saben, los que mejor han estudiado, los que más fluidamente se manejan con las intimidades de la Constitución y, por extensión, del ordenamiento todo: los profesores. Una vez más, como hace siglo y medio. Por todas esas razones, un profesor neoconstitucionalista nunca dirá de una sentencia que puede ser correcta, vistos los hechos y derecho en mano, pero que él discrepa por tales o cuales motivos; dirá simplemente que es errónea porque el tribunal no ha ponderado como es debido y porque no da cuenta de lo que la axiología constitucional, la Constitución sustancial, dicta para ese caso. Y basta conocer cuál es la adscripción política del neoconstitucionalista de turno y con qué patrones morales comulga, para poder anticipar con toda certeza qué fallo reputará como el único correcto para cada caso que, a tenor de esa su ideología, le parezca relevante. Así que acaba por haber tantos derechos únicos y verdaderos y tantas únicas soluciones constitucionalmente correctas para cada caso como neoconstitucionalistas nos topemos con ideologías diversas. Todos sacerdotes de un único credo, la Constitución como sistema objetivo de valores, pero pluralidad de iglesias, de dogmas incompatibles y de teologías, y cada cual llevando el agua a su molino, pero diciendo que no es el molino suyo, sino la Constitución objetiva. Asumamos, pues, el riesgo de decantar las notas definitorias de ese neoconstitucionalismo que hace virtud de su propia indefinición y que se afirma ante todo por contraste con un positivismo jurídico que no es el de ninguno de los positivistas del siglo xx, como Kelsen, Hart, Ross o Bobbio, sino aquel positivismo antiguo del que todos estos autores abominaron por metafísico, elitista, antidemocrático y simplón. Sintetizaré en diez esas notas definitorias del modelo neoconstitucionalista. Pero téngase en cuenta que, aun cuando en su rotundidad las diez no se den en ningún autor de tal corriente, se trata de una cuestión de grado o escala: tanto más merecerá la calificación de neoconstitucionalista un autor cuantas más de esas notas aparezcan en él. Y la gran mayoría de ellas están presentes en todos, aunque respecto de muchas de ellas no se halle en ninguno una explicitación u una fundamentación suficiente. Esos diez caracteres definitorios serían los siguientes: 1. Dato histórico: la presencia en las constituciones contemporáneas de cláusulas de derechos fundamentales y mecanismos para su efectiva garantía, así como de cláusulas de carácter valorativo cuya estructura y forma de obligar y aplicarse es distinta de las de las “reglas”. Se trataría del componente materialaxiológico de las constituciones.
5. Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores
2. La muy relevante presencia de ese tipo de normas, que conforman la Constitución material o axiológica, implica que las constituciones tienen su parte central o su pilar básico en un determinado orden de valores, de carácter objetivo. 3. Así entendida, la Constitución refleja un orden social necesario, con un grado preestablecido de realización de ese modelo constitucionalmente prefigurado y de los correspondientes derechos. 4. Ese orden de valores o esa moral constitucional(izada) poseen una fuerza resolutiva tal como para contener respuesta cierta o aproximada para cualquier caso en el que se vean implicados derechos, principios o valores constitucionales. Tal respuesta será una única respuesta correcta o parte de las respuestas correctas posibles. La pauta de corrección es una pauta directamente material, sin mediaciones formales ni semánticas. 5. Esa predeterminación de las respuestas constitucionalmente posibles y correctas lleva a que deba existir un órgano que vele por su efectiva plasmación para cada caso, y tal labor pertenece a los jueces en general y a los tribunales constitucionales en particular, ya sea declarando inconstitucional normas legisladas, ya sea excepcionando, en nombre de la Constitución y sus valores y derechos, la aplicación de la ley constitucional al caso concreto, o ya sea resolviendo con objetividad y precisión conflictos entre derechos o principios constitucionales en el caso concreto. 6. Puesto que en el orden axiológico de la Constitución quedan predeterminadas las soluciones para todos los casos posibles con relevancia constitucional, el juez que resuelve tales casos no ejerce discrecionalidad ninguna (Dworkin) o la ejerce sólo en aquellos casos puntuales en los que, a la luz de las circunstancias del caso y de las normas aplicables, haya un empate entre los derechos o principios constitucionales concurrentes (Alexy). 7. En consecuencia y dado que las respuestas para esos casos con relevancia constitucional están predeterminadas en la parte axiológica de la Constitución, el aplicador judicial de ella ha de poseer la capacidad y el método adecuado para captar tales soluciones objetivamente impuestas por la Constitución para los casos con relevancia constitucional. Tal método es el de ponderación. 8. La combinación de constitución axiológica, confianza en la prefiguración constitucional –en esa parte axiológica– de la (única) respuesta correcta, la negación de la discrecionalidad y el método ponderativo llevan a las cortes constitucionales a convertirse en suprainstancias judiciales de revisión, pero, al tiempo, les proporcionan la excusa teórica para negar ese desbordamiento de sus funciones, ya que justifican su intromisión revisora aludiendo a su cometido de comprobar que en el caso los jueces “inferiores” han respetado el contenido que constitucionalmente corresponde necesariamente a cada derecho.
II. Neoconstitucionalismo
9. Puesto que los fundamentos de ese neoconstitucionalismo, por las razones expuestas en los puntos anteriores, son metafísicos y se apoyan en una doctrina ética de corte objetivista y cognitivista, en las decisiones correspondientes de los tribunales, y muy en particular de los tribunales constitucionales, hay un fuerte desplazamiento de la argumentación y de sus reglas básicas. Dicha argumentación adquiere tintes pretendidamente demostrativos, puesto que no se trata de justificar opciones discrecionales, sino de mostrar que se plasma en la decisión la respuesta que la constitución axiológica prescribe para el caso. Con ello, la argumentación constitucional se tiñe de metafísica y adquiere visos fuertemente esotéricos. 10. El neoconstitucionalismo, en consecuencia, posee tres componentes filosóficos muy rotundos. En lo ontológico, el objetivismo derivado de afirmar que por debajo de los puros enunciados constitucionales, con sus ambigüedades y su vaguedad, con sus márgenes de indeterminación semántica, sintáctica y hasta pragmática, existe un orden constitucional de valores, un sistema moral constitucional, bien preciso y dirimente. En lo epistemológico, el cognitivismo resultante de afirmar que las soluciones precisas y necesarias que de ese orden axilógico constitucional se desprenden pueden ser conocidas y consecuentemente aplicadas por los jueces. En lo político y social, el elitismo de entender que sólo los jueces o prioritariamente los jueces, y en especial los tribunales constitucionales, están plenamente capacitados para captar ese orden axiológico constitucional y lo que exactamente dicta para cada caso, razón por la que poseen los jueces el privilegio político de poder enmendar al legislador excepcionando la ley y justificando en el caso concreto la decisión contra legem, que será decisión pro constitutione, por cuanto que es decisión basada en algún valor constitucional. En este trabajo no podremos desmenuzar en detalle cada uno de estos puntos y nos referiremos solamente a los tres primeros, atendiendo de modo destacado a los precedentes de esa idea de que las constituciones contemporáneas tienen su esencia en un orden objetivo de valores que prefigura un solo mundo constitucionalmente posible, determina la solución correcta para cada conflicto de derechos y permite arrinconar la discrecionalidad política del legislador y la capacidad configuradora de la ley, que sólo será aplicable cuando, en general o para el caso, no esté reñida con dichos valores que forman el núcleo metafísico de la Constitución y de los que conocen los jueces mejor que nadie y, desde luego, mejor que el pueblo antes soberano y que el legislador que lo representa.
5. Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores
I I . d u d o s a s n ov e da d e s Es lugar común comenzar la justificación del neoconstitucionalismo mencionando la presencia en las constituciones contemporáneas de cláusulas de derechos fundamentales y mecanismos para su efectiva garantía, así como de cláusulas que enuncian valores, cuya estructura y forma de obligar y aplicarse, la de todas ellas, es distinta de las de las “reglas”. Se trataría del componente material-axiológico de las constituciones. El neoconstitucionalismo resalta siempre esa peculiaridad de las constituciones contemporáneas, de la que se seguiría con necesidad una modificación en el valor normativo de dichas constituciones, que ya no serían meramente normas jerárquicamente superiores a la ley y al resto de las normas del ordenamiento, sino también, y principalmente, plasmación de los supremos valores objetivos que han de regir la convivencia social, garantizada por el derecho. Limitados a este aspecto, la novedad es escasa. En España, ya la Constitución de 1812, la Constitución de Cádiz, decía en su artículo 6.º que “El amor a la patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles, y asimismo el ser justos y benéficos”. Y el artículo 14, por poner sólo otro ejemplo, establecía que “El objeto del Gobierno es la felicidad de la nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bien estar de los individuos que la componen”. ¿Qué tipo de normas constitucionales serán ésas? ¿Principios? ¿Directrices? ¿Meros valores constitucionalizados? En cualquier caso, ya entonces estaban ahí. Y, si de que la Constitución refleje un orden objetivo de valores se trata, qué decir del artículo 12, a tenor del cual “La religión de la nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”. Por otro lado, tampoco parece que digan mucho del novedoso constitucionalismo moral esas cláusulas que apelan a valores a mansalva, comenzando por el de la justicia. En la España de la dictadura franquista, ya se sabía algo de eso en las Leyes Fundamentales, sucedáneo de Constitución con pretensiones de normas supremas. Así, el Fuero del Trabajo, de 1938, decía en su cláusula segunda que “Por ser esencialmente personal y humano, el trabajo no puede reducirse a un concepto material de mercancía, ni ser objeto de transacción incompatible con la dignidad personal de quien lo preste”. Y, puestos a proclamar derechos, la cláusula octava establecía que “Todos los españoles tienen derecho al trabajo. La satisfacción de este derecho es misión primordial del Estado”. Sin duda, se tratará de una directriz constitucional o paraconstitucional. También el Fuero de los Españoles, de 1945, estaba bien adornado de moral objetiva positivada. Por ejemplo, su artículo 22 sentaba lo
II. Neoconstitucionalismo
que sigue: “El Estado reconoce y ampara a la familia como institución natural y fundamento de la sociedad, con derechos y deberes anteriores y superiores a toda ley humana positiva. El matrimonio será uno e indisoluble. El Estado protegerá especialmente a las familias numerosas”. Ciertamente, tomando en serio el concepto liberal-democrático de Constitución, es escarnio tratar como tal las Leyes Fundamentales franquistas. Pero pretendían ser el equivalente de una Constitución, los tribunales las invocaban y hasta los defensores del uso alternativo del derecho proponían, allá por principios de los años setenta, que se aplicaran al pie de la letra en lo que conviniera para subvertir el sistema. Así pues, poca novedad hay en el hecho de que las constituciones reales o pretendidas se llenen de proclamaciones axiológicas y se inflen a base de predicar la verdadera moral y la fe debida. Por otro lado, en los preceptos jurídicos infraconstitucionales tampoco es ninguna innovación reciente la presencia de normas que no tienen la estructura de las reglas, sino la que ahora se predica de principios cuando de ciertas normas constitucionales se trata. Sin ir más lejos, el Código Civil español, de 1889, alude reiteradamente a la buena fe, mientras que el bgb alemán, de 1900, sienta en su parágrafo 242, el principio o Grundsatz de buena fe (Treu und Glauben) en estos términos: el deudor está obligado a rendir su prestación tal como exija la buena fe a tenor de los usos del tráfico. Y, de nuevo en el Código Civil español, la moral asoma por múltiples lugares, como cuando el artículo 1271 dispone que “Pueden ser igualmente objeto de contrato todos los servicios que no sean contrarios a las leyes o a las buenas costumbres”, o cuando el 1328 dice que “Será nula cualquier estipulación contraria a las Leyes o a las buenas costumbres”. ¿Moral objetiva jurídicamente positivada o cláusula para ser rellenada con los contenidos que en cada momento dicte la cambiante moral social positiva? El mismo asunto que para las cláusulas valorativas de las constituciones, sólo que éstas hoy también consagran como valor el pluralismo, y, si entendemos que en él entra igualmente el pluralismo moral, queda por definición excluido que se constitucionalice “la” moral objetiva y verdadera. En cualquier caso y volviendo a los códigos, ¿significan esos principios de carga moral, en ellos presentes, que el juez que los aplique deba ponderar en lugar de o además de subsumir? Si la respuesta es negativa y las leyes se aplican interpretando y subsumiendo, mientras que los principios constitucionales se aplican ponderando, ya no serán los contenidos morales constitucionalizados la razón de que la ponderación sea un método específicamente constitucional, y habrá que buscar una explicación distinta para esa disyunción metodológica entre leyes y Constitución. Si se responde que la ponderación es el método mediante el que se resuelven los conflictos entre derechos constitucionales, contenidos en normas que son principios y no reglas, no se hace más que trasladar la cuestión,
5. Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores
pues también en las leyes se sientan derechos, también esos derechos son susceptibles de justificación moral y también entre derechos legales hay conflictos. ¿Por qué, pues, no se resuelven mediante una ponderación metodológicamente idéntica los conflictos entre derechos legales? El neoconstitucionalismo, en suma, se ve abocado a justificar la especificidad de las normas constitucionales mediante alguna propiedad que no sea ni su mayor indeterminación semántica ni su superioridad jerárquica, y sólo lo consigue a base de resaltar que la naturaleza de la Constitución, diga lo que diga, es prioritariamente moral, mientras que la de la ley, diga lo que diga, es prioritariamente jurídico-positiva. Otras dos notas de las constituciones contemporáneas se suele destacar para justificar la novedad que tales constituciones suponen en cuanto normas jurídicas y fundamentar así la índole peculiar del razonamiento que las aplique: su carácter rígido y la garantía jurídica de su efectividad, que hace que sus normas no tengan un valor puramente programático. Ahora bien: estas dos particularidades, sin duda ciertas, refuerzan la superioridad jerárquica de las constituciones dentro del sistema jurídico, pero poco tienen que ver con la naturaleza moral de las mismas, con la condición de la Constitución como “orden objetivo de valores”, tal como en 1958 definió el Tribunal Constitucional alemán la Ley Fundamental de Bonn, en sintonía con la definición idéntica que daban algunos comentaristas, con Dürig a la cabeza. En efecto, que el legislador ordinario no pueda modificar mediante el procedimiento legislativo ordinario todas o algunas normas constitucionales hace a éstas resistentes frente al legislativo, de la misma manera que son resistentes frente a la administración las normas legislativas, pues donde la ley es superior al reglamento no puede la administración cambiar la ley mediante norma reglamentaria. En cuanto al control de la efectividad de las normas constitucionales mediante la judicatura o mediante un tribunal constitucional, también tenemos idéntico paralelismo, pues a la jurisdicción contencioso-administrativa corresponde tanto velar por la legalidad de los actos administrativos como anular los reglamentos ilegales. Y tanto este control específico como la resistencia de las leyes frente a los reglamentos no ha servido ni tiene por qué servir para afirmar
Súmese a esto el hecho de que la gran mayoría de los derechos legales es reconducible a derechos y principios constitucionales, de los que serían desarrollo o plasmación. Por consiguiente, siempre estaría en manos del juez la posibilidad de reconducir o traducir un conflicto entre derechos legales a conflicto entre derechos constitucionales y optar, así, por resolverlo ponderando a la luz de las circunstancias del caso concreto. Tendríamos, si esto es cierto, que el juez puede siempre elegir el método preferible y que mejor se adapte a la índole de la decisión que quiera tomar y al tipo de fundamento que le resulte más cómodo: la letra de la norma, interpretada, o la justicia del caso concreto, establecida mediante la ponderación.
II. Neoconstitucionalismo
que la ley encierre contenidos morales objetivos que justifiquen tales propiedades o para convertir a la jurisdicción contencioso-administrativa en una jurisdicción cuyo razonamiento tenga que ser prioritariamente moral, preocupada más por la justicia del caso que por la seguridad jurídica, y aplicadora de un método ponderativo en lugar de uno interpretativo-subsuntivo. No se ve por qué ha de confundirse la importancia de una norma jurídica con su mayor contenido moral. Que una norma jurídica sea más relevante como regla del juego social no implica necesariamente que sea mayor su carga moral o su sintonía con normas morales presuntamente objetivas. Tampoco la exigencia de procedimientos especiales o mayorías cualificadas para la elaboración o reforma de ciertas normas es sinónimo de superioridad moral de las mismas, sino indicio de la mayor relevancia social que se les atribuye. Que en el derecho español y a tenor del artículo 81 de la Constitución determinadas materias deban regularse como ley orgánica y no como ley ordinaria no indica mayor cualidad moral o más proximidad a los fundamentos morales del sistema, sino mayor importancia en los esquemas organizativos del Estado y la sociedad. Un Estatuto de Autonomía, que ha de ser aprobado mediante ley orgánica, ni tiene más entidad moral ni afecta en más a los valores morales más destacados que una ley de reproducción asistida, una ley de ventas a plazos o una ley del suelo. En las constituciones se recogen las normas jurídicas más importantes para la comunidad, las que marcan las reglas de juego esenciales. Cierto es que ese juicio de importancia, esa jerarquización de las normas, se basa en razones morales, normalmente razones de moral positiva, de la moral social imperante, al menos cuando las constituciones se elaboran por procedimientos democráticos. Pero ese fundamento moral fáctico no hace que varíe su condición de normas jurídicas, de jerarquía superior, pero jurídica, convirtiéndolas en normas a medio camino entre la moral y el derecho o en normas morales constitucionalizadas pero que hayan de ser aplicadas mediante un razonamiento que sea más moral que jurídico y que esté más atento a la justicia que a la letra. De la misma manera que la superioridad jerárquica de la ley sobre el reglamento y el hecho de que se reserve a la ley la regulación de materias que se consideren más importantes o dignas de cuidado y control no supone que tengan las normas legales una naturaleza moral superior a los reglamentos, un tipo de validez jurídica distinta de la de éstos ni un método de aplicación específico y con mayor presencia de las consideraciones de justicia o de la misteriosa razón práctica. En suma, la jerarquía de las normas jurídicas no es directamente traducible a jerarquía moral, aunque refleje de hecho un juicio de importancia moralmente condicionado. Tal vez estamos asistiendo a lo que podríamos denominar la “canonización” de las normas constitucionales, dando a esta expresión el sentido que a conti-
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nuación se explica. El derecho canónico se compone de las normas mediante las que la Iglesia católica se organiza como institución al servicio de la verdad y el dogma trascendente que la inspira y mediante el cual disciplina las acciones de sus fieles dentro de la Iglesia. Todo este entramado jurídico tiene su base en una (considerada) verdad suprema, apoyada en la revelación y en la interpretación de los textos sagrados por las autoridades que, a tenor del mismo dogma, actúan inspiradas por el Espíritu Santo. De esa suprema verdad de fe deriva una concreta moral, dogmática e incuestionable mientras se esté dentro de la Iglesia, y de esa verdad y de esa moral dogmática son plasmación también las normas jurídicas que conforman ese particular sistema jurídico. Ahí sí hay una moral (que se pretende) objetiva como base de ese derecho y ahí sí que queda perfectamente establecido desde qué fundamentos morales deben interpretarse y aplicarse ad intra esas normas jurídicas. Una moral objetiva y la única verdadera, unos intérpretes del dogma moral de base que se dicen inspirados por el mismo Dios o una de sus personas, y unas normas jurídicas que deben cumplirse y aplicarse en sintonía plena con esa moral única. Cuando el derecho canónico consagra la indisolubilidad del matrimonio no ha tomado su legislador la opción que le pareció mejor o más ajustada a los tiempos, sino la única acorde con aquella moral y con el dogma que la impregna. Por eso el derecho canónico no puede ser democráticamente elaborado por los fieles. Entre otras cosas, porque el pluralismo queda por definición excluido cuando el derecho refleja supremas verdades, dogmas de fe. ¿Es ese el caso de las constituciones modernas? Rotundamente, no. Que se inspiren en la moral propia del liberalismo ilustrado, a la que se suman componentes sociales derivados del marxismo y de las luchas sociales del siglo xix y xx, no significa que en ellas cristalice, a modo de dogma, un orden objetivo de valores, las supremas verdades morales. Al contrario, establecen las mínimas reglas de juego para que puedan convivir en la sociedad sistemas morales distintos y bajo la única condición de aceptar unos mínimos puntos de partida morales y que hasta pueden ir cambiando de interpretación con el paso del tiempo. De ahí que en esas constituciones no sólo se recojan esos fundamentos morales elementales, como el valor de la vida y de la libertad, sino que también se institucionalice el libre juego de la política y se aseguren los derechos políticos. Dentro de la Iglesia no hay derechos políticos ni puede haberlos, pues la verdad está preestablecida y sus concreciones en cada tiempo y para cada caso las hacen los “sacerdotes” de esa fe, los guardianes del dogma. Pero en un Estado constitucional y de derecho no puede hacerse de la Constitución el depósito de las supremas verdades morales omniabarcadoras y con capacidad de producir solución por sí para cualquier cuestión, concretadas por los jueces y los tribu-
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nales constitucionales a base de enmendar al legislador en razón de la justicia de cada caso concreto y haciendo, de este modo, ocioso el juego de la política y vano el ejercicio de los derechos políticos de los ciudadanos. Si a los ciudadanos y a sus representantes en los parlamentos no les queda más alternativa que la de acertar con los desarrollos de la Constitución que le parezcan al guardián de la Constitución las verdaderamente exigidas por unas normas constitucionales que sólo son indeterminadas en su dicción, pero que son perfectamente precisas en su sustrato moral y que encierran en sí la predeterminación de un único modelo social posible hasta en sus más mínimos detalles, los ciudadanos no tienen propiamente alternativa y el desempeño de los derechos políticos se convierte en un puro ejercicio de adivinación y, en el fondo, en un patético ejercicio de sumisión al juez último de la verdad constitucionalmente revelada. Que, como tantas veces se repite, las constituciones modernas hayan recogido el derecho natural, positivándolo como derecho, ni es tanta verdad ni es tan relevante. No es tanta verdad porque habría que preguntarse cuál iusnaturalismo o cuáles iusnaturalismos son esos que se han constitucionalizado. Que la justicia sea supremo valor constitucional y que todos los iusnaturalismos la sitúen como altísimo valor moral y jurídico dice poco o nada del contenido concreto de lo justo, pues cada iusnaturalismo de los que han sido y son la dota de un contenido material distinto. Que el supremo valor de la vida y la dignidad humanas esté afirmado en las constituciones nada resuelve por sí sobre si con tal valor constitucional es compatible la permisión del aborto o de la eutanasia, la guerra, las largas condenas de prisión o la tortura en casos extremos, pues cada iusnaturalismo y cada iusnaturalista que interprete y aplique la Constitución le va a dar un alcance distinto a aquel valor para estos asuntos. Será propiamente interpretación de la Constitución y decisión legítima de los órganos constitucionalmente competentes la que resuelva tales interrogantes jurídico-constitucionales, pero no aplicación de una moral objetiva plasmada en la respectiva cláusula constitucional y, menos aún, aplicación del iusnaturalismo constitucionalizado. Habrá que pedir a tales órganos competentes que justifiquen sus decisiones y aumenten la legitimidad de éstas mediante una argumentación exigente y lo más convincente posible, no que tiñan su razonamiento con tintes demostrativos, de puro ejercicio de una razón práctico-moral que es simultáneamente jurídica, ni se disfracen de puros aplicadores de normas que ahí estaban, en los arcanos de la Constitución, en su esotérico trasfondo, esperando ser conocidas y hechas valer por sus más altos sacerdotes. Que esa supuesta constitucionalización del iusnaturalismo no es tan relevante queda de manifiesto si pensamos lo siguiente. Todo derecho positivo es trasunto de una determinada moral, pues las normas jurídicas no caen del cielo, sino
5. Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores
que provienen de las ideas y las ideologías de sus autores o, quizá, de la moral social positiva. Además, todo derecho positivo es susceptible de enjuiciamiento crítico desde cualquier sistema moral. ¿Qué cambia por el hecho de que las constituciones hubieran recogido una determinada moral, en este caso la moral iusnaturalista? No cambia nada, salvo que otorguemos al iusnaturalismo un trato privilegiado, una suprema condición ontológica y epistemológica. Si el iusnaturalismo contiene la moral verdadera, la constitucionalización de sus principios convertiría a la Constitución en derecho verdadero, en el derecho materialmente supremo. Pero si el iusnaturalismo es una moral más o si los iusnaturalismos no son sino una parte del repertorio de las morales posibles y operantes, que haya sido constitucionalizada esa moral es asunto puramente contingente y tan poco relevante para el estatuto jurídico de las normas constitucionales o para las condiciones de su aplicación como si se hubiera constitucionalizado otro sistema moral cualquiera. Que la naturaleza de las constituciones cambie por insertarse en ella los valores iusnaturalistas es algo que sólo puede ser afirmado desde el iusnaturalismo, desde un constitucionalismo iusnaturalista que pone el derecho natural por encima de la Constitución y que sólo reconoce la superioridad jurídica de la Constitución si en ella se recoge y protege el derecho natural. Pero si no se es iusnaturalista, entrar a ese juego es manifestación de irreflexión o de precipitada ingenuidad. Para un no iusnaturalista, incluso esa Constitución que ampare los valores iusnaturalistas seguirá siendo suprema norma jurídica si tal jerarquía está efectivamente articulada y jurídicamente garantizada, y no norma moral. La Constitución seguirá siendo lo que la Constitución dice y lo que de ella hagan sus legítimos intérpretes, no lo que mantenga ese iunsnaturalismo supuestamente constitucionalizado. Ahora bien: si se consigue que los tribunales constitucionales crean que la Constitución no es lo que sus disposiciones dicen o lo que de ellas se interpreta con respeto a las reglas de nuestro lenguaje y al sentido común, sino lo que dicta para cada caso la justicia tal como la entiende el iusnaturalismo o cualquier otro sistema moral, la Constitución pasará a ser nada más que lo que quieran los tribunales constitucionales. Y su texto estará de más, será exactamente papel mojado. La suprema fuente del derecho será el oráculo y no habrá más órgano constitucional que un extraño personaje a medio camino entre Salomón y el Espíritu Santo. Resumamos lo que en este apartado se ha querido decir. En primer lugar, que la mención de valores o la positivación directa de normas de algún sistema moral en las constituciones no es un descubrimiento de hace cuatro días, ni mucho menos. En segundo lugar, que tales cláusulas obligan en función de dos cosas: su grado de determinación, el grado de determinación precisa de sus contenidos, y el tipo de garantías que en general tenga la Constitución y, dentro
II. Neoconstitucionalismo
de ellas, esas cláusulas. Una invocación constitucional a la justicia o a la liberad, por ejemplo, como valores superiores, no hace a la Constitución comulgar con ninguna concepción material de dichos valores y, por consiguiente, deja libertad a los intérpretes para asignarles discrecionalmente un valor u otro. En cambio, la presencia de una norma constitucional que diga que una determinada religión es la única fe verdadera sí compromete dicha Constitución con una moral determinada. En tercer lugar, y por consiguiente, que una Constitución instaure la garantía judicial de sus normas no compromete a éstas con ningún determinado sistema de valores a la hora de precisar lo que en sus enunciados sea indeterminado; que haya una garantía judicial reforzada de los derechos fundamentales tampoco compromete a la Constitución con más contenido preciso de ellos que el que se derive de lo precisa que sea su enunciación. Una Constitución no se “materializa” más ni por contener cláusulas valorativas ni por contener garantía específica de sus normas y derechos; tampoco porque sean directamente aplicables sus normas y derechos. La única pauta real aquí operante es la siguiente: a mayor indeterminación lingüística de tales enunciados, y a mayor presencia de sistemas morales concurrentes en la sociedad pluralista para rellenarlos de contenido, mayor discrecionalidad de sus intérpretes y aplicadores; y cuando esas normas, así enunciadas, se aplican directamente, sin mediación legal, también mayor discrecionalidad de sus aplicadores a efectos de configurar y precisar sus concretos contenidos. I I I . ¿ va l o r e s ? ¿ c u l e s y q u ta n c i e r t o s ? Para el neoconstitucionalismo, la muy relevante presencia de ese tipo de normas, que conformarían la Constitución material o axiológica, implica que las constituciones tienen su parte central o su pilar básico en un determinado orden de valores, en una determinada moral. La idea de que la Constitución tiene su esencia o sustancia principal en un orden de valores, del que es plasmación y al que traduce a supremo derecho, tiene ya cierta antigüedad, pues halló su más rotunda y clara expresión a fines de los años cincuenta del siglo xx en la doctrina y la jurisprudencia constitucional alemanas. A este respecto hay que mencionar muy destacadamente el comentario que en 1958, en el tratado de Maunz/Dürig, escribió Günter Dürig al artículo 1.º de la Ley Fundamental de Bonn, y la sentencia que en el
Dice Uwe Wesel que Dürig es el “inventor (Erfinder) del ‘sistema de valores’ (Wertsystem) de los derechos fundamentales”, noción de la que en adelante se sirvió el Tribunal Constitucional, a partir del caso Lüth. De su biografía cuenta brevemente que nació en 1920 en Breslau, fue oficial profesional del
5. Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores
mismo año pronuncia el Bundesverfassungsgericht en el caso Lüth. Resumamos brevemente ambas aportaciones. Luego veremos también los antecedentes del neoconstitucionalismo en la jurisprudencia de valores, alemana igualmente. A . l a c o n s t i t u c i n s o n va l o r e s y l o s va l o r e s s o n c o n s t i t u c i n El comentario de Dürig comienza con un párrafo ya bien significativo: “En la conciencia de que la vinculatoriedad y la fuerza obligatoria de una Constitución también y en última instancia sólo puede fundarse en valores objetivos, el legislador constitucional, una vez que la referencia a Dios como el origen de todo lo creado no pudo ser mantenida, ha hecho profesión de fe en el valor moral de la dignidad humana. Mediante tal asunción del valor moral de la dignidad humana en la Constitución positiva, este valor se ha hecho al mismo tiempo (precisamente desde el punto de vista del derecho positivo) valor jurídico, de manera que su consideración jurídica (reconocidamente difícil, pero no inusual) es mandato jurídico-positivo”. Desde el principio insiste Dürig en que un valor así existe por sí mismo y atribuye, por sí y al margen de cualquier juicio o transacción, a los seres humanos una propiedad moral irrenunciable e ineliminable. El carácter absoluto de tal valor moral hace que, una vez que el derecho positivo constitucional lo ha recogido, rija como obligación absoluta para el Estado de evitar toda mácula de la dignidad humana, y de ahí que haya de protegerlo también en lo referido a las relaciones interpersonales en la sociedad y no sólo respecto de las actuaciones directas del propio Estado (M-D. art. 1.º, abs. i, nm. 3). De esta tesis nacerá la Drittwirkung o efecto horizontal de los derechos fundamentales, por obra de la sentencia del Bundesverfassungsgericht en el caso Lüth. Lo que en el artículo 1.º se ha recogido es “el más alto principio constitutivo de todo derecho objetivo” (M-D. art. 1.º, abs. i, nm. 4). Lo que así se dispone
ejército alemán y en la guerra resultó gravemente herido. Tras la guerra estudió derecho y en 1954 llegó a Professor de derecho Constitucional en Tübingen. Falleció en 1996 (cfr. Uwe Wesel. Der Gang nach Karlsruhe. Das Bundesverfassungsgericht in der Geschichte der Bundesrepublik, München, Karl Blessing, 2004, p. 131). En la doctrina en castellano se encuentra una excelente exposición a este respecto en el libro de Luis M. Cruz de Landázuri La Constitución como orden de valores (Granada, Comares, 2005). Citamos por la “Sonderdruck” que la editorial Beck ha realizado del comentario de Dürig a los artículos 1 y 2 de la Ley Fundametal de Bonn en el Tratado Maunz-Dürig (Günter Dürig. Kommentierung der Artikel 1 und 2 Grundgesetz, München, Beck, 2003). Las citas se harán según el sistema habitual en este tipo de publicaciones, indicando el artículo y apartado comentado y la nota marginal correspondiente: M-D, art. X,, abs. Y, nm. x (Maund-Dürig, artículo X, apartado Y, nota marginal x).
II. Neoconstitucionalismo
es la “base para un completo sistema de valores” (M-D. art. 1.º, abs. i, nm. 5). Como es difícil fundar en la enunciación de ese solo valor todo un sistema de pretensiones, dicho valor se ha desplegado y subdividido en los derechos fundamentales particulares, por obra del apartado ii del artículo 1[]. Eso tiene dos consecuencias: esos derechos fundamentales poseen valor puramente declaratorio en el texto constitucional, pues son emanación de ese valor dignidad reconocido en el primer enunciado de la Constitución; y, porque surgen de la dignidad, y sólo por eso, tales derechos tienen un contenido necesario (M-D. art. 1.º, abs. i, nm. 6). El apartado ii de ese artículo 1, “actualiza” dichos derechos humanos (Menschenrechte) como “derechos fundamentales” (Grundrechte), convirtiéndolos en “derechos públicos subjetivos”, pero “sin quitarles su contenido preconstitucional” (M-D. art. 1 Abs., i nm. 7). Cuando el artículo 19 de la Constitución fija la obligación de respetar en todo caso el “contenido esencial” (Wesensgehalt) de esos derechos, se está dando forma positiva a esa “decisión valorativa previa”: la de entender que esos derechos anteceden al Estado mismo y a todo derecho positivo y que, por ello, no pueden ser objeto de disposición previa por el Estado (M-D. art. 1.º, abs. i, nm. 7). Lo mismo significaría su protección frente a la reforma constitucional, a tenor del artículo 79 iii: quedan protegidos frente a cualquier mayoría posible pues su radical indisponibilidad tiene que ver con su prepositividad. Según Dürig, lo que los artículos 2.º y siguientes hacen es desarrollar más precisamente ese contenido que ya está por entero presente en el artículo 1.i, y tal desarrollo se da dividido en derechos de libertad y derechos de igualdad.
Que reza así: “El pueblo alemán reconoce, en consecuencia, los derechos inviolables e inalienables del hombre como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo”. A tenor del cual “Los derechos fundamentales que se enuncian a continuación vinculan al poder legislativo, al poder ejecutivo y a los tribunales a titulo de derecho directamente aplicable”. Más adelante insiste Dürig en que cuando la norma constitucional actualiza y concreta los derechos humanos no los constituye sino que los reconoce como preexistentes, y preexistentes en toda su juridicidad. Positivarlos no es lo mismo que juridificarlos, pues jurídicos ya son, en tanto que derechos prepositivos. “Normas suprapositivas pueden ser presentadas públicamente (publizieren) mediante su inclusión en la Constitución positiva, pero con ello no se desnaturalizan, no se modifica su ‘especial carácter’ ” (M-D. art. 1.º, abs. ii, nm. 73). Por el compromiso del artículo 1.º con una idea material y objetiva de dignidad, con una moral determinada, esa noción de “contenido esencial” de cada derecho fundamental no es puramente formal o susceptible de ser rellenada de contenidos muy diversos, sino de un concreto contenido, que es el contenido debido (cfr. M-D. art. 1.º, abs. i, nm. 15). ¿De qué tipo es ese desarrollo o despliegue? Dice Dürig que no se trata de una deducción a partir de una premisa mayor lógica, pero que no se puede perder de vista que el sistema positivado de los derechos de libertad es en todo caso también “un sistema jurídico-lógico, en cuanto que la Ley Fundamental, de conformidad con el artículo 1, en relación con el artículo 19.ii y el 79.iii, erige un sistema valorativo intocable (ein unantatsbares Wertsystem)” (M-D. art. 1.º, abs. i, nm. 11).
5. Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores
Y aquí otra vez esa relación de más a menos general. El supremo derecho de libertad, primera concreción de la libertad y núcleo desarrollado en las demás libertades, es el presente en el artículo 2.i, el derecho al libre desarrollo de la personalidad (M-D. art. 1.º, abs. i, nm. 11). En cuanto a los derechos de igualdad, son todos desarrollo o despliegue del “derecho principal de igualdad” contenido en el artículo 3.i []. Ese derecho funciona como “lex generalis” respecto de los demás derechos de igualdad recogidos bajo la forma de concretas normas constitucionales positivas. Tanto aquel derecho generalísimo de libertad del artículo 2.i como este derecho generalísimo de igualdad del 3.i guardan en sí los contenidos tanto de esos otros concretos derechos que son meras concreciones de esos dos, como capacidad para rellenar cualquier laguna en el sistema de derechos, respectivamente, de libertad y de igualdad. A lo que se suma que han de guiar la interpretación de esos concretos derechos positivados de libertad y de igualdad, pues ninguna interpretación de éstos puede contradecir esos contenidos materiales objetivos de la libertad y de la igualdad en aquellos dos artículos recogidos (M-D. art. 1.º, abs. i, nm. 11). Pocas veces podremos ver mejor y más coherentemente reflejado ese planteamiento antipositivista de las normas constitucionales de derechos, planteamiento que luego se apropiará el neoconstitucionalismo. Por debajo de los enunciados constitucionales de derechos está un sistema completo de valores, con su jerarquía. Esa jerarquía tiene en su vértice la dignidad y en su escalón inmediatamente inferior, como primeras concreciones de ese valor omniabarcador y generalísimo, la libertad y la igualdad. El contenido de los sucesivos derechos constitucionales no puede ser otro que el dictado desde esos valores “objetivos”; más aún: también son contenidos constitucionales necesarios aquellos que sean despliegue ineludible de tales valores presentados en los artículos 1.º, 2.i y 3.i, de forma que: a. hay más derechos constitucionales que los plasmados en el resto de los enunciados de derechos o subsumibles bajo ellos desde un punto de vista semántico; b. en el sistema de derechos, por tanto, no hay lagunas y todo lo que sea desarrollo de la dignidad tendrá su conrrespondiente derecho fundamental, lo recoja expresamente o no la Constitución; c. el sentido que a esos enunciados puede darse, sea cual sea su grado de indeterminación o sean cuales sean los significados posibles de sus palabras, semántica usual en mano, viene limitado por la compatibilidad con el contenido objetivo de esos valores superiores. Perdidos en esos pantanos infestados de valores, el razonamiento se hace sumamente curioso, y así se aprecia en Dürig. En puridad, si el artículo 1.º,
Que dice: “Todos los hombres son iguales ante la ley”.
II. Neoconstitucionalismo
con su derecho a la dignidad, acoge en sí ya todos los derechos, sus ulteriores concreciones son propiamente prescindibles, pues los derechos de la Constitución serían los mismos aunque fuera el artículo 1.º la única cláusula de derechos. Pero, una vez que existen aquel derecho principal de libertad del artículo 2.i y el principal de igualdad del artículo 3.i, es el artículo 1.º el que resultaría igualmente prescindible. Ha reaparecido el pensamiento genealógico que fuera propio de la más radical jurisprudencia de conceptos. Dice Dürig que no es pensable ningún caso en que un atentado estatal contra la dignidad no quede abarcado o por aquel derecho principal de libertad o por aquel otro de igualdad, sin que por ello sea necesaria la construcción del derecho de dignidad del artículo 1.º como derecho público subjetivo (M-D. art. 1.º, abs. i, nm. 13). Ahora bien: ¿de dónde viene el contenido necesario de esos valores que son “objetivos” y cuyo papel no es meramente formal, como categorías por rellenar contingentemente, sino de determinación “material” de los contenidos posibles de la ley? Dürig no se oculta, aunque suela explayarse más bien a pie de página. Se trata de la ética cristiana, presente en el iusnaturalismo cristiano. Sus razonamientos a este respecto son bien curiosos. Mantiene que “no se debería debatir sobre los conceptos de esa impregnación valorativa” y que se puede afirmar que el artículo 1.º es la plasmación del iusnaturalismo moderno. En la Ley Fundamental no se apreciaría ninguna discrepancia entre iusnaturalismo cristiano y iusnaturalismo profano. Pero “nadie es mal jurista si para la interpetación del derecho prepositivo y preestablecido que en la Constitución es recibido utiliza específicamente la doctrina moral cristiana”. Además –y aquí lo más espectacular, casi esperpéntico del razonamiento– la idea cristiana del derecho natural está en sintonía con aquellos contenidos del derecho natural profano que sean validos, sin que por eso se quiera dar por bueno el derecho natural profano en su conjunto. En realidad, y según nuestro autor, apenas puede hallarse ninguna moderna idea laicista de los valores que no tenga su origen en el pensamiento valorativo del cristianismo. Y, por si nos quedan dudas de que los contenidos axiológicos del artículo 1.i de la Ley Fundamental son los que son, y son los preestablecidos en la moral cristiana, pone Dürig un ejemplo: sin duda contrario a la idea de dignidad de toda persona es el aborto. ¿Admitirían esto
En el capítulo ii de su comentario “legisla” Dürig los contenidos bien concretos de la dignidad y, con ello, determina los alcances posibles de los subordinados derechos de libertad y de igualdad. Esos contenidos corresponden plenamente con los que dicta la moral oficial católica. Afirma taxativamente Dürig que toda vida humana es depositaria de ese derecho básico a la dignidad y que la vida humana empieza con la concepción (M-D. art. 1.º, abs. I nm. 24). Alguna duda más le plantea el caso del “monstrum” (M-D. art. 1.º, abs. i, nm. 25). Entre los comportamientos que por clarísimamente opuestos a la “intocable” dignidad de la persona debe el Estado evitar en sí e impedir en los particulares, sin
5. Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores
todos los neoconstitucionalistas? ¿O cada uno lo admitirá o no según el sistema de valores con que él “cargue” las claúsulas valorativas de la Constitución, si bien pretendiendo que esos valores no son los que a él le convencen más, sino los verdaderos, los mejores y los que objetivamente la Constitución, por tanto, está asumiendo? Dürig al menos tiene la honradez y la valentía de poner sus cartas morales sobre la mesa, aunque sea a pie de página. Mención aparte merece la idea de Dürig, que maneja también el Bundesverfassungsgericht en su Lüth-Urteil, de que el mandato de respeto a la dignidad humana no se plantea sólo frente a los posibles atentados del Estado contra ésta, sino que también rige en las relaciones entre particulares, debiendo los órganos del Estado velar porque en las relaciones jurídico-privadas la dignidad no se vea dañada. Obviamente, serán los jueces los que, en nombre de la dignidad, tendrán que excepcionar la aplicación del principio de autonomía de la voluntad o cualquier otra regla de derecho privado que se use con esos fines o esos resultados de menoscabar la dignidad. Estamos hablando, obviamente, del llamado Drittwirkung o efecto frente a terceros de los derechos fundamentales. Pero aquí hay que distinguir dos cosas que a menudo se entremezclan. Una, si los derechos fundamentales también ponen límite a los contenidos posibles de las relaciones jurídicas entre particulares; hoy es prácticamente unánime la respuesta afirmativa a esta cuestión. Otra, distinta, es la de con qué grado de precisión pueden los jueces controlar el respeto a los derechos fundamentales en las relaciones entre particulares. Desde una perspectiva positivista, se podría decir que en lo que los enunciados constitucionales de derechos no determinen funcionaría una especie de principio pro autonomía de los particulares, pues aquello que en la Constitución no queda precisado como límite no puede oponerse, como tal límite, por los jueces frente a la libertad de los individuos. Igual que en la dimensión vertical y en el control de constitucionalidad de la ley obraría el principio in dubio pro legislatore, en las relaciones jurídico-privadas operaría el de in dubio pro libertate. Esto, naturalmente, siempre que se crea, como suele creer el positivismo, que los jueces no tienen mejor manera que el propio legislador o que los propios particulares para saber cuál es la mejor concreción posible de un mandato constitucional de entre aquellos candidatos que no vulneran su tenor literal, visto en su contexto normativo, etc. Pero cuando se parte de que la Constitución es ante todo orden de valores, de que el contenido de esos valores está plenamente presente, aunque sea comprimido, en alguna
ponderación posible, está también la inseminación artificial, en particular la heteróloga y sobre todo cuando se garantiza el anonimato del donante de semen y tanto si la mujer es casada como si es soltera (M-D. art. 1.º, abs. i, nm. 39).
II. Neoconstitucionalismo
noción axiológica central, como la de dignidad, y de que, en consecuencia, esa Constitución axiológica configura el contenido necesario o los límites axiológicos plenamente objetivos de cualquier relación jurídica, ya sea jurídico-pública o jurídico-privada, se estará propugnando, por pura coherencia, que el juez limite la autonomía del Estado o la de los particulares desde algo distinto y más profundo que la semántica, la sintaxis y la pragmática del texto constitucional: desde esos valores “objetivos” que son la esencia de la Constitución. Así pues, no conviene confundir la admisibilidad de la Drittwirkung de los derechos fundamentales con el pretexto para dar, en nombre de los derechos fundamentales, cualquier contenido que el juez quiera a las relaciones jurídico-privadas. Porque, además, y para mayor complicación, la libertad también es un valor constitucional o un derecho fundamental o fundamentalísimo. Seamos justos con las tesis de Dürig y, de paso, clasifiquemos el grado y la forma en que las cláusulas de derechos determinan las decisiones de los operadores jurídicos y hasta las decisiones admisibles de los particulares. Distingamos tres posturas. La primera sería la de la plena determinación y se podría adscribir, al menos en principio, a aquellos autores que sostienen la teoría de una única respuesta correcta para los asuntos jurídicos en que está implicada la moral de los derechos. La segunda sería la de quienes sostienen que la vinculación de los derechos a valores objetivos que forman el cimiento de la Constitución marca unos contenidos irrebasables, pues atentan contra tales valores, pero dejan ámbitos de disposición, aquellos que son indiferentes para el contenido esencial de tales valores. Dürig escajaría en esta postura: “Para cada derecho fundamental en particular hay un límite valorativo absoluto, ante el que se detiene toda posibilidad de disposición por el Estado”. Ese límite está allí donde el valor jurídico de la dignidad humana resulta tocado. Desde ese valor de la dignidad se constituyen los contenidos intocables de los particulares derechos (M-D. art. 1.º, abs. i, nm. 80). La tercera postura, a la que propenderán las teorías positivistas, entiende que, por mucho que sea indudable que
Y justamente ahí se sitúa el planteamiento de Dürig: puesto que al proteger los derechos fundamentales se está protegiendo ante todo “valores morales preestablecidos” a la propia Constitución, tales valores han de verse como “valores absolutos” que no pueden admitir vulneración ni en las relaciones entre los ciudadanos y el Estado ni en las de los ciudadanos entre sí. Con base en esa “unidad de la moral jurídica” se explica que los derechos fundamentales sean derechos absolutos, que salvaguardan frente a cualquier ataque, y no meros derechos públicos subjetivos que protejan sólo frente a las vulneraciones provenientes del Estado (M-D. art. 1.º,, abs. iii, nm. 102). Resume así Dürig, al comentar el artículo 1.ii de la Ley Fundamental de Bonn: dicho artículo obliga a “que determinado contenido de cada derecho de libertad se contemple como enraizado en derecho suprapositivo y que precisamente ese contenido de derechos humanos quede sustraído a todo poder de disposición estatal o autónomo. Qué contenido valorativo sea ese es algo que queda señalado de manera
5. Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores
a las constituciones y sus repertorios de derechos subyace una determinada moral histórica e históricamente tenida por verdadera o preferible, los límites de la disposición posible de los derechos vienen marcados por los límites del significado posible de los enunciados constitucionales y, todo lo más, esa moral que históricamente inspira puede ser uno más de los criterios de interpretación al optar entre interpretaciones posibles, pero no el determinante “objetivo” ni de la única solución correcta ni de un repertorio completo de soluciones descartables por materialmente incorrectas con independencia de que choquen o no con los enunciados constitucionales. El planteamiento de Dürig tiene consecuencias prácticas importantes y que él mismo explicita. En primer lugar, deja abierta la posibilidad de normas constitucionales inconstitucionales. Serían aquellas normas de la Constitución que permiten al legislador una configuración incompatible con ese contenido axiológico previo y prepositivo del derecho en cuestión. Pero al juez le toca evitar tal inconstitucionalidad de la norma constitucional, interpretando sus términos en clave de tales valores previos y haciendo que el poder de disposición que dichos términos otorguen al legislador sea sólo en lo que no se vulnere ese contenido moral que es propio y constitutivo de ese derecho (M-D. art. 1.º, abs. ii, nm. 83). Vemos cómo el eje de la interpretación constitucional, por tanto, son esos contenidos morales, contenidos de esa moral bien determinada que es la esencia de la Constitución. En segundo lugar, en el sistema de derechos fundamentales no hay lagunas, sea cual sea la lista de concretos derechos que la Constitución enumere y sean cuales sean los términos con que los recoja, pues, como sabemos, el artículo 1.º posee una fuerza y alcance regulativo –plasmado en primer lugar en el derecho principal de libertad (art. 2.i) y en el derecho principal de igualdad (art. 3.i)– como para convertir en violación de derecho fundamental cualquier atentado contra la dignidad humana (M-D. art. 1.º, abs. ii, nm. 86). Aunque sólo existiera el artículo 1.º y ni una cláusula más de derechos fundamentales, el sistema de derechos fundamentales no tendría lagunas. En tercer lugar, ese contenido axiológico de la dignidad sirve de pauta para una interpretación extensiva de los concretos derechos fundamentales, a fin de que dar con “la en abstracto mejor posibilidad jurídico-constitucional de subsunción” (art. 1.º, abs. ii, nm. 89).
indubitada por la propia Constitución a través de su artículo 1. I y confirmado de manera jurídico-positiva en su artículo 19.ii, con garantía del contenido esencial” (M-D art. 1.º, abs. ii, nm. 81).
II. Neoconstitucionalismo
Esa sumisión de la práctica a los valores queda bien a las claras también desde el primer párrafo del comentario de Dürig al apartado iii del artículo 1.º[]: “El sentido del artículo 1.iii es el de transformar de cualquier modo posible en un sistema indiscutible de pretensiones el sistema de valores preestablecido a la Constitución y recibido como un todo por el artículo 1.º, apartados i y ii, de la misma” (art. 1.º, abs. iii, nm. 91). Esto es muy importante para calar en el sentido que diferencia una doctrina así, como la de Dürig y, en buena medida, la del posterior constitucionalismo. No se trata meramente de que en la Constitución, a partir de consideraciones morales, se haya tratado de poner límites a los contenidos posibles de las acciones del legislativo, el ejecutivo y el judicial, límites directamente operantes. Esto lo puede admitir perfectamente el positivismo, entendiendo que esos límites vienen lingüísticamente marcados en los enunciados constitucionales y que la interpretación de éstos, que acontece discrecionalmente, pero dentro de los límites que la semántica y la sintaxis de tales enunciados permita, puede tener uno de sus auxilios en la toma en cuenta de esos fines materialmente protectores de tales disposiciones constitucionales. Pero aquí Dürig, como precursor, está afirmando algo diferente, que va a concretar más a continuación: el sentido último de la acción legislativa, ejecutiva y judicial es “actualizar” esos contenidos valorativos aludidos por los dos apartados primeros del artículo 1.º, transformando tales contenidos axiológicos previos en normas positivas. Cuando Dürig comenta la vinculación del legislador a los derechos fundamentales comienza con un párrafo que es toda una declaración de principios que el neoconstitucionalismo posterior seguirá al pie de la letra y elevará a uno de sus tópicos principales. Dice Dürig: “Desde un punto de vista intelectual y de historia jurídica, la extensión al legislador de la vinculación a los derechos fundamentales es una clara ruptura con la fe en el poder omnímodo del legislador que era propia del positivismo jurídico” (art. 1.º, abs. iii, nm. 103). Y añade que no se trata sólo de desconfianza, sino de un cambio en el modo de ver la relación entre la ley y el derecho.
Que, recordemos, dice así: “Los derechos fundamentales que se enuncian a continuación vinculan a la legislación, al poder ejecutivo y a la judicatura como derecho inmediatamente válido”. Curiosamente, puntualiza Dürig que al hablar del legislador aquí se refiere también al “legislador constitucional”. Que se justifique así esa falta de fe incluso en el legislador constitucional sólo se puede explicar desde los presupuestos de Dürig: la verdadera Constitución no está en lo que el “legislador constitucional” determine, sino en el orden objetivo de valores que antecede a la legislación constitucional y que sirve de límite al autor de la Constitución. En consecuencia, los supremos valores constitucionales son valores “preconstitucionales”, en el sentido de previos a toda opción positiva del legislador constitucional.
5. Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores
¿En qué positivismo jurídico estará pensando Dürig al decir esto? Sin duda, en el mismo en que pensará siempre, después de él, el neoconstitucionalismo, en el positivismo metafísico del siglo xix, al estilo de la escuela de la exégesis. Porque en el positivista por antonomasia en el tiempo en que Dürig escribe, Kelsen, no puede obviamente estar pensando, pues, entre otras muchas razones que podrían aquí aducirse, es nada menos que el creador del sistema de control concentrado de constitucionalidad y, con ello, del mismo sistema de control del legislador que la Ley Fundamental de Bonn recoge. Seamos claros de una vez por todas: lo que al iusmoralismo de Dürig, de los iusnaturalistas confesos y de los criptoiusnaturalistas llamados ahora neoconstitucionalistas molesta no es que el positivismo afirme la omnipotencia del legislador, cosa que no hace ningún positivista que señale la superioridad jerárquica de la Constitución sobre la ley y la existencia de controles de constitucionalidad de las leyes, sino la independencia del derecho frente a la moral. Lo que el positivista del siglo xx combate no es, en absoluto, que la ley pueda ser anulada por inconstitucional (¡faltaría más!), sino que la ley pueda ser anulada por inmoral y que como pretexto se ponga a la Constitución, diciendo que, al margen y por debajo de lo que digan sus disposiciones, la Constitución es ante todo un orden objetivo de valores morales y que, en consecuencia, la ley inmoral será, al tiempo, ley inconstitucional. Con la secuela, obvia, de que los guardianes de la verdadera moral en que consiste la verdadera Constitución son los jueces, así puestos por encima del legislador, del que se desconfía por sistema, como si los jueces no hubieran hecho en el siglo xx fechorías e inmoralidades, incluso en esa Alemania en la que Dürig escribe y en la que parece que todos los desaguisados bajo el nazismo los realizaron los legisladores y que los jueces se conservaron como espíritus puros e incontaminados.
Muy significativamente, dice Dürig que aquella ruptura con el mito positivista de la omnipotencia del legislador “psicológicamente obedece en gran medida a una desconfianza frente a los modernos parlamentos y sus obras (leyes), una desconfianza que desde el punto de vista de la organización constitucional, tiene su reflejo en un aumento, hasta ahora inédito, del poder de los jueces” (M-D. art. 1.º, abs. iii, nm. 103). Y hasta apunta que una base para ello está en las “malas experiencias” anteriores, aunque no deba ser ese el único factor a tener en cuenta. Es un insufrible sarcasmo que se pueda mantener tal cosa en el momento en que los altos tribunales alemanes, incluido el Bundesverfassungsgericht, se estaban “repoblando” a base de jueces que no sólo lo habían sido bajo el nazismo y no sólo no habían objetado a la aplicación de la legislación nazi, sino que, además y en muchísimos casos, habían militado libremente en el partido de Hitler y hasta habían mostrado un celo desmesurado en la aplicación de sus normas más aberrantes. Que se acabe haciendo virtud jurídica de la infamia y guardianes de los supremos valores morales a tan inmorales sujetos, es una de las más insufribles paradojas de la teoría del derecho del siglo xx. De entre la amplia bibliografía hoy existente, véase en particular I. Müller. Furchbare Juristen. Die unbewältigte Vergangenheit unserer Justiz, München, Kindler Verlag, 1987, pp. 210 y ss. Muy interesantes
II. Neoconstitucionalismo
Al comentar cómo el poder ejecutivo queda también vinculado a los derechos fundamentales, hace Dürig una llamativa excepción, pese a su insistencia anterior en el carácter absoluto de tales derechos, unido a la afirmación de su efecto horizontal. Dice que, por razón misma de otros derechos fundamentales, el Estado no puede dejar de reconocer la autonomía normativa de las asociaciones privadas y las iglesias y no puede entrar a hacer valer los derechos fundamentales dentro de ellas (cfr. M-D. art. 1.º, abs. iii, nm. 114). O sea, y si entendemos bien, que si una asociación o iglesia viola ad intra, en sus normas y actuaciones internas, la dignidad de los individuos, tal violación no compromete al Estado ni lo obliga a actuar, como sí estaría obligado a actuar si aconteciera ese limitación de la dignidad en otras relaciones jurídico-privadas, como un contrato, por ejemplo. ¿Por qué esa diferencia? Me parece que no hace falta dar muchas vueltas para dar con la respuesta. Dejemos que el lector, sabedor ya de la fe y las prioridades de Dürig, la imagine. Por fin, cuando se refiere a la vinculación de los jueces a los derechos fundamentales, y muy especialmente en el recurso ante el Tribunal Constitucional por vulneración de los derechos fundamentales, sienta Dürig algo que será determinante para la autoatribución posterior de la condición de superinstancia de apelación por parte de las cortes constitucionales, atribución tan negada de palabra como afirmada en los hechos. La sentencia judicial cuestionada habrá de verse como inconstitucional por atentatoria contra el derecho fundamental afectado cuando contenga una limitación del mismo constitucionalmente injustificable. Y eso ocurrirá no sólo cuando el juez haya aplicado una norma inconstitucional, sino también cuando, al aplicar una norma perfectamente constitucional que contenga una limitación –no inconstitucional– de un derecho fundamental, la interprete de un modo constitucionalmente insostenible (M-D. art. 1.º, abs. iii, nm. 125). El neoconstitucinalismo sólo necesitará añadir ulteriormente que siempre que el juez que aplique una ley no inconstitucional no dé, sin embargo, con la interpretación de la misma que para el caso el derecho fundamental en juego exige, esa sentencia debe ser anulada en vía constitucional, aun cuando para nada vulnere el tenor de la norma que aplica y cuya constitucionalidad, repetimos, no se cuestiona. Por supuesto, un modo tal de razonar presupone dos cosas: que la respuesta más acorde con el derecho fundamental existe y que es cognoscible por el Tribunal Constitucional con más fundamento y rigor que
consideraciones sobre actitudes y personajes pueden verse también en Bernd Rüthers. Geschönte Geschichten –Geschonte Biographien, Tübingen, Mohr, 2001, especialmente pp. 92 y ss.
5. Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores
por el juez ordinario. Y, en consecuencia, que la discrecionalidad no existe, o no existe apenas, en materia de derechos fundamentales. Vamos ahora con algunas consideraciones sobre la sentencia del Tribunal Constitucional Alemán en el caso Lüth, seguramente la decisión que más ha influido sobre los tribunales constitucionales, al menos sobre los europeos. Su párrafo más importante es el que a continuación traducimos: “Sin duda, los derechos fundamentales se orientan en primer lugar a asegurar una esfera de libertad de los particulares frente a las agresiones del poder público. Son derechos defensivos del ciudadano frente al Estado. Así resulta tanto del desarrollo intelectual de la idea de derechos fundamentales como de los procesos históricos que han llevado a que las constituciones de los distintos estados recojan los derechos fundamentales. Ese es también el sentido que tienen los derechos fundamentales en la Ley Fundamental de Bonn, la cual, al anteponer el capítulo de los derechos fundamentales, ha querido resaltar la prioridad de los seres humanos y su dignidad frente al poder del Estado […]. Pero igualmente cierto es que la Ley Fundamental, que no quiere ser un orden valorativamente neutral, en su capítulo sobre derechos fundamentales también ha plasmado un orden objetivo de valores y que así se expresa un importante refuerzo de la capacidad normativa de los derechos fundamentales. Este sistema de valores, que tiene su centro en la personalidad humana, desarrollada libremente dentro de la comunidad social, y en su dignidad, debe valer como decisión constitucional fundamental para todos los sectores del derecho. Legislación, administración y jurisprudencia reciben de ese sistema orientación e impulso. Naturalmente, influye también en el derecho civil. Ningún precepto jurídico-civil puede estar en contradicción con él y cada uno debe ser interpretado según el espíritu de ese sistema”. Se mezclan en la decisión y en ese párrafo dos asuntos y tal entremezclamiento será, en mi opinión, fatídico para el futuro. Por un lado, se trata de fundar la eficacia horizontal (Drittwirkung) de los derechos fundamentales. Si se hubiera negado tal eficacia de los derechos fundamentales también en las relaciones jurídico-privadas, habría tenido que rechazarse la pretensión que en el caso se planteaba y que el Tribunal aceptó. Por otro lado, como razón para admitir tal eficacia horizontal se da la de que la Constitución contiene en su parte de derechos fundamentales un sistema u orden objetivo de valores que busca realizarse en todo tipo de relaciones sociales, tanto jurídico-públicas como
La sentencia, del 15 de enero de 1958, tiene la siguiente referencia, conforme al sistema alemán: BVerfGE 7, 198-Lüth. Una buena exposición de los hechos del caso y de las correspondientes circunstancias históricas puede verse en Wesel. Der Gang nach Karlsruhe, cit., pp. 132 y ss.
II. Neoconstitucionalismo
jurídico-privadas. Y la pregunta que podemos plantearnos es la siguiente: ¿Lleva necesariamente lo uno a lo otro? ¿No se podría haber aceptado la Drittwirkung sin necesidad de desdoblar la Constitución añadiéndole ese cimiento de una moral objetiva y sistemática? Nos parece obvio que sí, aunque aquí no podemos extendernos sobre el particular. Pero el caso es que desde entonces quedó sentado un dogma que será determinante para la posteridad y que hallará gozosa recepción en el neoconstitucionalismo: la única manera de garantizar la plena eficacia de los derechos fundamentales es entendiendo que la Constitución los ancla –y con ello se ancla ella misma– en un sistema objetivo de valores, en una moral objetiva, de carácter prepositivo y con un grado de precisión y una capacidad de determinación de las soluciones constitucionalmente correctas muy superior a la de los puros enunciados constitucionales. Permítaseme aquí una pequeña comparación, a modo de excurso y para que se aprecie mejor lo que venimos debatiendo. Pensemos en el reglamento que preside la práctica oficial del fútbol en competición. Qué duda cabe de que detrás de sus normas subyace una determinada moral del juego, una idea del fair play vinculada a las peculiaridades prácticas del fútbol como deporte de competición. También es perfectamente admisible que ese trasfondo “material” puede ayudar a la interpretación de las normas del reglamento en los casos dudosos. Ahora bien: seguramente nos escandalizaría que la letra del reglamento se pudiese saltar en nombre de consideraciones meramente morales sobre el sentido del deporte o de ese deporte. Por ejemplo, un defensa central comete una falta que formalmente debería sin duda ser penalizada con un penalti, pero el árbitro no lo pita porque tiene en cuenta las siguientes razones conjuntamente: a. ese defensor es mucho más pequeño que el delantero centro al que hizo la zancadilla; b. el defensa cobra mucho menos en su equipo que el delantero centro en el suyo; c. el defensa está pasando por una difícil crisis personal que a veces lo pone inexplicablemente agresivo; d. el defensa se está acabando de recuperar de una grave lesión y todavía no es capaz de coordinar bien sus movimientos. ¿Qué pensaríamos de ese árbitro y de su decisión así justificada? Que es un pésimo árbitro y que la decisión es absolutamente antirreglamentaria. ¿Por qué ha de ser distinto un tribunal constitucional? Y no digamos si confundimos la aplicación del reglamento con la predeterminación del resultado de los partidos de fútbol. ¿Qué opinaríamos si se entendiera que las normas del reglamento futbolístico, que velan por el fair play, tienen como cometido último el de ayudar a que cada partido lo gane el equipo que más lo merece y las utilizáramos como disculpa para que la Federación de Fútbol diese como ganador de cada encuentro al equipo que en justicia más merece la victoria por la calidad y limpieza de su juego, en lugar de tener en cuenta los goles que cada uno metió y que pueden
5. Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores
servir para que gane, por pura aritmética, el equipo con memores merecimientos “objetivos”? Pues habríamos acabado con el fútbol. ¿Por qué debe ser distinta la aplicación de las demás normas jurídicas? Pero sigamos con el Lüth-Urteil. Recojamos un segundo párrafo importantísimo de esta sentencia: “El Tribunal Constitucional ha de examinar si el tribunal ordinario ha juzgado correctamente el alcance y el efecto del derecho fundamental en el el derecho civil. De ahí resulta, al mismo tiempo, la limitación de su revisión: no es asunto del Tribunal Constitucional el examinar las sentencias del juez civil desde el punto de vista de todos sus posibles defectos. El Tribunal Constitucional tiene meramente que juzgar del ‘efecto de irradiación’ (Austrahlungswirkung) de los derechos fundamentales sobre el derecho civil y que hacer valer el contenido valorativo del enunciado constitucional. El sentido del instituto de la Verfassungsbeschwerde es el de que todos los actos del poder legislativo, ejecutivo y judicial deban ser controlados en cuanto a su ‘adecuación a los derechos fundamentales’ (Grudrechtsmässigkeit) (§ 90 BVerfGG). Tanto como no está el Tribunal Constitucional llamado a convertirse en una instancia de revisión o de ‘superrevisión’ frente a los tribunales civiles, tanto menos puede abstenerse del control de tales sentencias y dejar de lado el desconocimiento que en ellas se haga de las normas y pautas (Normen und Masstäbe) de derechos fundamentales”. El Tribunal Constitucional español, por ejemplo, a día de hoy sigue pronunciando similares palabras unos cientos de veces al año, al resolver recursos de amparo. Pero con ese planteamiento estamos ante una de las más insondables aporías de la justicia constitucional y una de sus supremas paradojas. Traducido al lenguaje de los tribunales constitucionales, como el Tribunal Constitucional español, tenemos que, puesto que no pueden ser instancias de superrevisión y supercasación, les está vedado dirimir sobre la valoración de la prueba o sobre la interpretación de la legislación que haya hecho el tribunal ordinario en la decisión que se juzga. Sin embargo, puesto que han de medir el resultado de esa decisión para ver si en ella se hace a los hechos del caso la justicia que el contenido constitucional del derecho fundamental en juego requiere, lo que el Tribunal Constitucional acaba necesariamente por realizar es una nueva valoración de esos hechos e, incluso, una nueva interpretación de la norma, por mucho que lo niegue para disimular el hecho de que en realidad se ha convertido en esa superrevisión que, conforme a la legalidad constitucional, no debería ser. Y todo ello es consecuencia de una creencia de fondo, que ya se apuntó en este caso
Que sería el equivalente del recurso de amparo español.
II. Neoconstitucionalismo
Lüth: la creencia de que para cada caso está en la Constitución predeterminado el peso y alcance exacto del derecho fundamental respectivo, cosa que es creíble sólo al precio de pensar que el derecho fundamental es un valor objetivo y de contornos materiales precisos y cognoscibles, y no un mero enunciado más o menos indeterminado y con un trasfondo moral, sí, pero nunca tan concreto como para determinar por sí mismo el peso exacto de tal derecho en el caso. Es lo que venimos llamando la práctica sacerdotal u oracular del derecho constitucional por los tribunales constitucionales y que encuentra en la sentencia del caso Lüth su mejor precedente y su excusa eterna. El esquema que en la sentencia del caso Lüth queda diseñado puede sintetizarse así. El juez ha de ver si en la aplicación de un precepto legal a un caso queda afectado negativamente un derecho fundamental. Si resulta que sí, debe el juez modificar “la interpretación y la aplicación de ese derecho fundamental”. No estamos hablando meramente de que haga prevaler la interpretación más favorable a los derechos fundamentales, sino de que en nombre del núcleo de valor de ese derecho fundamental que resulta afectado se haga una excepción a la aplicación de esa norma legal que es constitucional y que vale, se supone, con carácter general. Todo esto estaría bien si esa afectación negativa del derecho y su alcance exacto fuera algo que el juez pudiera conocer con certeza y objetividad. Pero nos tememos que no es así. El juez ve una luz, capta un destello, percibe el efecto de irradiación (Austrahlungswirkung) del valor-derecho sobre el caso. Más precisión que la que pueda haber en esa metáfora naturalista, de tanto éxito posterior, no se detecta aquí. Con idéntico rigor se podría haber dicho que el juez oye voces o dialoga con espíritus. Se nos dice en la sentencia que es “el específico valor” del derecho fundamental lo que ata y determina al juez. Como si ese valor específico de un derecho fundamental en un caso dado fuera una magnitud objetiva de la que el juez levanta acta. ¿Y esos valores objetivos dónde viven? El Bundesverfassungsgericht en esta sentencia se apunta a una de las doctrinas al respecto y difiere en esto de Dürig. Dice que “se ha de partir ante todo de la totalidad de las ideas de valor ha alcanzado en un determinado momento de su desarrollo espiritual y cultural y que ha fijado en su Constitución”. Y se añade que la vía de entrada en el
Dice la sentencia que ahora comentamos: “En virtud del mandato constitucional, el juez ha de examinar si el precepto material jurídico-civil que está aplicando está afectado por un derecho fundamental del modo descrito. En caso afirmativo, al interpretar y aplicar el precepto jurídico-civil ha de atenerse a la modificación del derecho privado que de ahí resulta. Éste es el sentido de la vinculación también del juez civil a los derechos fundamentales (art. 1, apartado 3 de la Ley Fundamental)”. Tiene gracia que esto se escriba en serio en Alemania en 1958, a sólo trece años del final de aquel especial desarrollo espiritual y cultural que el pueblo ario alemán alcanzó entre 1933 y 1945.
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derecho privado de esos contenidos valorativos propios de los derechos fundamentales está en las cláusulas generales del tipo de las que apelan a la buena fe o las buenas costumbres. B . s i e l d e r e c h o s o n va l o r e s , l a j u r i s p r u d e n c i a s l o p u e d e s e r j u r i s p r u d e n c i a d e va l o r e s Un segundo precedente muy importante del neoconstitucionalismo lo encontramos en aquella dirección de la metodología jurídica alemana que se conoce con el nombre de jurisprudencia de valores (Wertungsjurisprudenz). Situemos esta doctrina en su contexto histórico y veamos resumidamente cuáles son sus tesis. La crítica a la jurisprudencia de conceptos que dominó en Alemania durante el siglo xix comenzó muy destacadamente con el segundo Jhering, que inaugura la corriente de la jurisprudencia teleológica. Insiste Jhering, frente al ontologismo idealista anterior, en que las normas jurídicas no caen del cielo ni flotan las esencias jurídicas en un éter intemporal. Cada sociedad se da sus normas en su contexto histórico y para resolver los concretos conflictos y problemas que en esa sociedad se presentan. No anda el legislador traduciendo entelequias jurídicas universales y abstractas a normas de derecho positivo, legislado, sino que las normas jurídicas se dictan en todo caso con un fin bien práctico y adquieren, pues, ese carácter instrumental. Ese fin de resolver problemas mediante el derecho es el que da razón de ser a cada norma y es la clave para calar en el sentido último de cada una. En consecuencia, el juez que aplica derecho debe ante todo interrogarse sobre la función práctica de las normas que vienen al caso y ha de guiar su interpretación por la atención preferente a ese elemento teleológico. De tal manera, el canon o criterio teleológico cobra una importancia central en la técnica de aplicación del derecho, alcanzando así tal criterio el lugar preferente que aún posee. Lo que en las palabras de la ley pueda resultar impreciso, dudoso, se aclara mediante la consideración del fin, debiendo optar el aplicador por aquel significado de los enunciados legales que mejor sirva a la teleología de la norma, a la finalidad que le otorga su sentido último. Tales consideraciones pragmáticas y esa visión instrumental de la norma desplazan, por tanto, el planteamiento cientificista anterior, que veía en la interpretación un acto de conocimiento de esencias jurídicas, esencias que se insertaban en un sistema ideal que se pretendía completo, coherente y capaz de sentar la solución para cada caso como resultado meramente de ese conocimiento que penetra en la ontología preestablecida de lo jurídico. A la jurisprudencia teleológica la desplazará en la doctrina alemana la jurisprudencia de intereses, creación fundamentalmente de Philip Heck. Se asume
II. Neoconstitucionalismo
la teleología de Jhering, pero se pretende una mayor concreción metodológica mediante la indicación de criterios más precisos y manejables. La tesis principal de la jurisprudencia de intereses es que, siendo cierto que el fin es componente crucial del sentido de la norma, ese fin es siempre el de dirimir un conflicto de intereses. El legislador toma conciencia de un conflicto entre intereses contrapuestos respecto de un asunto, y mediante la ley da preferencia a uno de tales intereses en pugna. Es el conflicto de intereses el que genéticamente explica la norma, cuyo fin, en consecuencia, queda así mejor concretado. El intérprete y aplicador debe, en primer lugar, tomar conciencia de cuál es esa contraposición de intereses a la que la norma responde, debe, en segundo lugar, constatar cuál fue la preferencia que el legislador quiso sentar entre esos intereses enfrentados y, por último, tiene que optar por aquella interpretación y forma de aplicación que permitan actualizar dicha preferencia en el caso concreto que se decide. Sintetiza Heck ese planteamiento metodológico diciendo que el juez ha de aplicar la norma mediante un acto de “obediencia pensante”. “Obediencia” porque no son sus particulares preferencias las que han de predominar al fijar para el caso el sentido de la norma, sino aquella preferencia del legislador al dirimir entre intereses contrapuestos. Y “pensante” porque, una vez decaída la vieja confianza en la perfección del sistema jurídico, en su carácter completo, coherente y claro, el juez no se limita a constatar, a averiguar mediante un mero acto de conocimiento, mediante un razonamiento puramente “científico”, el significado indubitado de la norma para el caso, sino que tiene propiamente que decidir, debe valorar en medio de la incertidumbre provocada por la indeterminación semántica de los enunciados legales, las posibles antinomias y las eventuales lagunas. Pero en lo que se insiste es en que a la hora de llevar a cabo tales valoraciones el juez ha de situarse en la perspectiva del legislador y reproducir sus preferencias, de modo que las preferencias subjetivas del juez diriman solamente cuando no se encuentra norma aplicable o cuando se encuentra ante una antinomia insalvable. Con esto está Heck tomando partido también por la llamada teoría subjetiva de la interpretación, a tenor de la cual son los valores del legislador, esos valores que explican la prioridad que el legislador sienta a favor de uno de los intereses, los que han de marcar la pauta de la intepretación y aplicación de la norma, en lugar de los valores personales del juez o de los valores socialmente dominantes en el momento en que el caso se decide. Después de 1945, en Alemania la jurisprudencia de intereses será desplazada por la jurisprudencia de valores. Ese tránsito responde a varios motivos. Uno, muy destacado, tiene que ver con la crisis en que cae la teoría subjetiva de la interpretación, a la que Heck se adscribía. No toda la legislación promulgada en tiempos del nazismo será derogada y se mantendrán en vigor muchas de aquellas
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leyes que no estaban directamente impregnadas del razismo asesino y totalitario de Hitler y sus secuaces. No perdamos de vista que bajo Hitler sirvieron con entusiasmo muchas de las mejores cabezas jurídicas de la época, personajes cuya competencia técnico-jurídica era muy alta, aun cuando su miseria moral resulte sobrecogedora e inexplicable. Así que, a la hora de interpretar y aplicar tales normas que se originaron en tiempos tan turbios, habrá que renunciar al criterio de interpretación subjetiva, pues sería un sarcasmo pretender que su sentido último ha de hallarse averiguando los valores que movían al legislador nacionalsocialista. Serán necesarios criterios objetivos de interpretación y los valores que den sentido a la norma no podrán ser los valores subjetivos de su autor, sino los que permitan una aplicación de esas normas desvinculada de aquella ideología totalitaria, racista y genocida. Tampoco es desdeñable, a la hora de explicar esa mutación doctrinal, la propia peripecia personal de muchos de los autores que la realizan. La mayoría de ellos había contribuido con la mayor entrega a construir la teoría jurídica nazi y había escrito páginas vergonzosas de exaltación de la voluntad del Führer como suprema fuente del derecho, de defensa de la muerte civil y la ausencia de derechos de los judíos, de promoción de la idea de pueblo (Volk) como supremo principio rector del derecho e inspirador de la interpretación y aplicación del derecho, o habían justificado las radicales violaciones de la Constitución de Weimar, nunca formalmente derogada, como “revolución constitucional” que realiza los valores más profundos de aquella Constitución mediante la vulneración de sus partes accesorias o menos esenciales para la vida del Estado y la salud del pueblo alemán. Después de 1945, uno solo de aquellos juristas del nazismo, Carl Schmitt, hizo de cabeza de turco y pagó por todos los demás, pese a que bien pronto había caído en desgracia bajo el propio régimen de Hitler y a que, pese a lo atroz y radical de muchos de sus escritos entre 1933 y 1936, no ocupó en tal régimen los puestos de mayor influencia y mayor compromiso en las instituciones académicas, normativas y judiciales. Tras la guerra y en la Alemania de la Ley Fundamental de Bonn, serán otros, no menos convencidos nazis anteriormente, los que vuelvan a ocupar las cátedras y a copar los parlamentos y los altos tribunales. Por mencionar sólo algunos nombres, piénsese en Hermann Weinkauff, presidente en los años cincuenta del Tribunal Supremo Alemán e impulsor de la jurisprudencia de corte fuertemente iusnaturalista de
Sobre esto último, véase por ejemplo el documentado estudio de Marc von Miquel “Juristen: Richter in eigener Sache”, en N. Frey (ed.). Hitlers Eliten nach 1945, München, dtv, 2.ª ed., 2004, pp. 165 y ss.
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dicho tribunal en ese tiempo; o en Kart Larenz, uno de los máximos impulsores de esta jurisprudencia de valores a la que nos estamos refiriendo. Sin embargo, una cosa conservan todos esos autores, pues la mantuvieron después de 1933 e igualmente en los años cincuenta: su aversión al positivismo y su desprecio a Kelsen. Sólo que cuando Hitler afirmaban que el “perro judío” Kelsen disolvía las verdaderas esencias del derecho alemán con su doctrina liberal y su teoría formal de la validez jurídica, mientras que, caído el nazismo, lo utilizarán como chivo expiatorio para explicar que el derecho nazi y la entregada obediencia de todos ellos a sus normas habían sido posibles por estar, bajo el nazismo, impregnada de positivismo kelseniano la teoría jurídica alemana. Siempre la fobia a Kelsen en nombre de los valores “jurídicos”, aunque cambiando de valores cuando cambiaban los tiempos. Puede que tampoco sea ocioso preguntarse a qué intereses políticos servía esa lectura de la Ley Fundamental de Bonn en clave axiológica, como orden objetivo de valores, y la consiguiente relectura de todo el ordenamiento jurídico en esa clave “constitucional”, en una República Federal Alemana férreamente dominada en aquellos tiempos por un muy conservador partido demócratacristiano y con ese partido, la administración y la alta judicatura plagados de antiguos militantes, funcionarios, fiscales y jueces del nazismo. Pero ese es tema en el que no toca profundizar aquí y que sería competencia de una exigente y útil sociología del derecho, si la hubiera. Después de esas pinceladas sobre el contexto, retomemos las tesis de la jurisprudencia de valores. Se asume lo que de acertado había en la jurisprudencia teleológica y en la jurisprudencia de intereses, pero, de nuevo, se insiste en que hay que ir un paso más allá y concretar mejor las pautas metodológicas. Las normas jurídicas dirimen conflictos de intereses, pero no han de verse tales elecciones ni como coyunturales preferencias del legislador ni como puro y La lista de nombres de grandes juristas con pasada militancia nazi y fervorosos propagandistas de la teoría jurídica hitleriana que se pasan con armas y bagajes a la fe iusnaturalista o se convierten en encendidos defensores de una concepción axiológica del derecho y de una visión de la Constitución de 1949 como orden de valores suprapositivos es amplísima. Mencionemos algunos: Henkel, Forsthoff, Hamel, Maunz, Scheuner, Koellreuter, Huber, W.Weber, Wieacker, Hueck, Nipperdey, Palandt, Schaffstein, W.Merkl, H.Gerber, Ipsen, Herrfahrdt, Berber, Schwinge, Larenz… (cfr. D. Majer. Grundlagen des nationalsozialistischen Rechtssystems, Stuttgart, etc., Kohlhammer, 1987, p. 26. Tal vez el caso más sonado acabó siendo el de Theodor Maunz, sobre el que puede verse el contundente veredicto de Michael Stolleis “Theodor Maunz –Ein Staatsrechtslehrerleben”, en Michael Stolleis. Recht und Unrecht. Studien zur Rechtsgeschichte des Nationalsozialismus, Frankfurt M., Suhrkamp, 1994, pp. 306 y ss. No se olvide, por mencionar otro caso espectacular, lo que sobre Metzger, el gran penalista, acabaron revelando las contundentes investigaciones de Muñoz Conde en época aún bien reciente (cfr. F. Muñoz Conde. Edmund Metzger y el derecho penal de su tiempo: los orígenes ideológicos de la polémica entre causalismo y finalismo, Valencia, Tirant lo Blanch, 2000).
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simple imperio de la política cotidiana sobre el derecho. Las prioridades que entre intereses disponen las normas deben contemplarse como expresión de los valores que en el fondo gobiernan todo verdadero derecho. Las preferencias manifestadas por el legislador de la ley o bien son plasmación de tales valores o bien deben completarse o corregirse, en el momento de la interpretación y aplicación de la ley, tomando en cuenta los valores objetivos del verdadero derecho, del derecho materialmente correcto (richtiges Recht), del derecho justo. El sistema jurídico es, en su esencia o en sus cimientos, un sistema de valores, ordenados por su grado de generalidad, de modo que los valores más generales, comenzando por el de la justicia, se despliegan y concretan en valores más precisos, y así sucesivamente en una escala descendente. Están en la cima los valores primeros y más abarcadores, que son la inspiración y dan el sentido último al sistema todo. En el siguiente escalón aparecen aquellos grandes valores, primera concreción de esos más altos, que alientan el derecho público y el derecho privado. Seguidamente, en orden descendente, nos topamos con los valores que otorgan razón de ser a cada rama del derecho público o a cada una del derecho privado. Por ejemplo, si hablamos de derecho privado, son valores específicos los que justifican la autonomía disciplinar y funcional del derecho mercantil o del derecho civil. Descendiendo un peldaño más en el sistema, cada sector del derecho civil (el derecho de familia, el derecho de los derechos reales, el derecho de obligaciones…), por ejemplo, está presidido por sus propios valores, concreción sucesiva de aquellos otros anteriores. Y, por seguir ejemplificando, cada apartado disciplinar del derecho de familia (el derecho matrimonial, el derecho de menores…) recibe su coherencia sistemática de valores específicos. Así hasta llegar a cada norma en particular, que deberá ser interpretada, completada, integrada y, en su caso, incluso, corregida por el juez desde la consideración de ese sustrato axiológico que le otorga su sentido, que es, por consiguiente, un sentido axiológico. Una vez más reaparece en la doctrina jurídica alemana la idea del sistema jurídico como orden escalonado de entidades ideales, supraempíricas, jerarquizadas por su grado de generalidad, tal como era propio de la jurisprudencia de conceptos. Pero donde ésta ponía abstractas categorías jurídicas de contenido intemporal (negocio jurídico, contrato, testamento, propiedad, compraventa, arrendamiento…, con la autonomía de la voluntad en la cúspide de la pirámi-
Posiblemente la exposición más completa y acabada de tales planteamientos la podemos encontrar en la obra de Claus-Wilhelm Canaris Systemdenken und Systembegriff in der Jurisprudenz, cuya primera edición es del año 1969. Este libro ha sido traducido por mí al castellano, bajo el titulo El sistema en la Jurisprudencia (Madrid, Fundación Cultural del Notariado, 1998).
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de), la jurisprudencia de valores va a situar otro tipo de entes ideales: valores de contenido objetivo. Aquella ontología idealista específicamente jurídica es ahora reemplazada por una ontología, también idealista, pero cuyas entidades son entidades morales. Con ello, la moral pasa a ser parte del derecho, pues el sentido último de las normas jurídicas y el fundamento de su significado práctico no puede ser sino un sentido moral derivado de la naturaleza moral que en el fondo tiene el sistema jurídico, tanto en su conjunto como en cada una de sus partes. Se produce así un radical desdoblamiento del sistema jurídico, en el que se superponen dos partes: una superficial, que consta de las normas positivas, formalmente jerarquizadas y sometidas a esquemas formales de validez; otra profunda y esencial, compuesta por valores. La primera es la que se ve, es la parte empírica; la segunda es la que sólo se puede captar mediante un esmerado esfuerzo de la razón práctica, pues es supraempírica, ideal, filosófica. De la misma manera que cuando vemos un alto edificio de muchos pisos nos engañamos sobre su estructura y su fundamento arquitectónico si desconocemos que son los profundos cimientos y las sólidas estructuras internas los que permiten que se mantenga en pie tan vistosamente, una teoría o una práctica del derecho que sólo se atenga a la letra de los enunciados jurídicos y a los mecanismos formales, “externos”, de validez, de relación entre sus normas, desconocería que el verdadero sustento de todo derecho posible, su cimiento, está conformado por los valores que le insuflan su sentido y por las columnas que forman unas relaciones entre esas normas que son relaciones “materiales”, esquemas sustanciales de validez, no meramente formales. La imagen del derecho que así se proyecta resulta sumamente atractiva con tal de que no nos preguntemos por la fuente o el fundamento de tales valores “objetivos” y por el tipo de relación que entre ellos se traba. ¿Cómo son y de dónde provienen esas entidades axiológicas que soportan el edificio jurídico y que, según la jurisprudencia de valores, deben ser la guía de toda interpretación y aplicación de las normas? En este punto los diversos autores que pueden ser adscritos a esta doctrina se van a diferenciar grandemente. Muy socorrido en los primeros de ellos será el recurso a una filosofía material de los valores del tipo de la propugnada por Max Scheler o Nicolai Hartmann. Aquí podemos mencionar como representativo a Hubmann. Otros, como Larenz, tratarán de elaborar los contenidos esenciales de un sistema de valores “jurídicos”, aun
Malévolamente también se podría hablar de un sistema jurídico esquizofrénico, con dos personalidades mejor o peor avenidas, pero dos.
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cuando su impronta originaria sea moral. En fin, otros argumentarán que tales valores, que son guía y soporte del derecho, son los valores vigentes en la comunidad o los valores culturales que aglutinan a dicha comunidad. Este último enfoque estaba muy presente en la doctrina alemana de los años cincuenta, tal vez como resabio del “comunitarismo” radical del que se había participado en tiempos del totalitarismo anterior. Por supuesto, esta “socialización” de los valores morales esenciales, esa asignación a los valores fundamentales que inspiran la moral social que subyace al sistema jurídico en cada momento, nos lleva a pensar en lo que luego será la teoría de Dworkin, aun cuando es más que dudoso que Dworkin tuviera alguna información mínimamente solvente sobre los parentescos de su doctrina con la jurisprudencia de valores alemana anterior a él. Por fin, no puede desconocerse que algunos de los más influyentes autores de esta corriente están dando por sentados los valores propios de un iusnaturalismo de raíz religiosa. En esto último cabe mencionar al mismo Dürig, antes citado, quien, al sostener que la Constitución tiene su raíz y su esencia en un orden objetivo de valores, da por evidente, como vimos, que tales valores son los propios del cristianismo. Así pues, la jurisprudencia de valores se mueve entre la duda y la indefinición a la hora de establecer dónde se encuentran, cómo son, cuál es el contenido y cómo se conocen con una mínima certeza esos valores que formarían el esqueleto moral del sistema jurídico y que deben dirigir la labor judicial. A tal inconcreción se añaden algunas dificultades más, especialmente la que se deriva de lo que podemos denominar el armonicismo axiológico que se presupone. Refirámonos a esto último. Llamamos armonicistas a aquellas concepciones axiológicas o moralizantes del derecho que afirman no sólo que a las normas jurídicas y al sistema jurídico todo subyacen valores morales, sino que estiman que ese sistema de fondo, moral y jurídico al tiempo, se articula de modo coherente y, además, tiene la capacidad para proporcionar la solución correcta para cada caso, o poco menos. Los valores se estructuran y conviven armónicamente en tal sistema, de manera que cada uno tiene su ámbito de aplicación y abarca los casos que le pertenecen. De esa manera, los conflictos entre esos valores “jurídicos” se resuelven mediante la prevalencia objetiva de uno u otro valor y de su correspondiente solución, quedando descartados los conflictos entre valores desde los que se propugnen soluciones diversas para los casos o dándose por sentado que hay vías de conocimiento en el aplicador del derecho para que esos conflictos axiológicos se resuelvan mediante la constatación objetiva de cuál es en el fondo la solución verdadera y, como tal, debida, dictada unívocamente por el sistema.
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Que el sistema jurídico y sus normas son el reflejo de elecciones valorativas, que, como dato fáctico, los contenidos del derecho positivo no caen de las nubes, sino que reflejan los valores y el sistema moral con el que comulgan los autores de la norma o que son admisibles por el conjunto de la sociedad, es dato que no negará ni el más recalcitrante positivista. Y menos aún se discutirá que cabe una lectura (o varias) moral de las constituciones. Lo que se cuestionará desde ópticas positivistas serán dos cosas, conjunta o alternativamente. Una, que la objetividad de esos valores vaya más allá del dato empírico, del hecho de ser las preferencias personales de un individuo o un grupo, preferencias ideológica, social e históricamente condicionadas. Por consiguiente, se pondrá en duda la “objetividad” de esos valores en cuanto entidades morales ideales y más allá de su objetividad puramente empírica como preferencias personales. Que una Constitución refleje, al menos en sus mínimos, una concepción de la justicia socialmente vigente no implica que sea esa justicia un valor objetivo y cuyos contenidos sean ajenos a o independientes de esas preferencias. Lo otro que se pondrá en duda es que sea pacífica, armónica, la convivencia entre esos valores morales juridificados. A tal armonicismo se opondrá una idea dialéctica o conflictualista de los valores morales que inspiran o materialmente generan los contenidos de la legalidad. Es fácil y poco menos que tópico afirmar que el derecho civil tiene su eje valorativo en la idea de libertad individual, que como principio jurídico se traduce en la noción de autonomía de la voluntad. E igualmente es bastante obvio que el derecho laboral se apoya en un principio protector de la paridad de las partes, amparador de la parte más débil a la hora de establecer las condiciones del contrato de trabajo o de la prestación laboral, con lo que el derecho laboral tiene su razón de ser precisamente en restringir la libertad, la autonomía de la voluntad de las partes en la relación de trabajo, restricción que acontece en nombre de la igualdad. ¿Conviven, pues, pacíficamente dentro del sistema jurídico libertad e igualdad? ¿Se acompasan armónicamente, de modo que, en los casos difíciles, de conflicto entre ambos valores, unas veces amablemente cede el uno y otras el otro, siendo esa cesión dato objetivo que el propio sistema jurídico-axiológico determina y no pura preferencia mediante la que el juez resuelve una disputa que tiene en cada uno de sus polos sustento en valores jurídicos y en principios y derechos constitucionales? Hace falta un optimismo idealista más que notable para creer lo primero. Las mismas constituciones contemporáneas pueden ciertamente verse como juridificadoras de valores, pero de valores plurales, heterogéneos y que entran en conflicto en los casos difíciles, que son aquellos en los que cada una de las partes argumenta respaldada por un principio o derecho constitucional. En la Constitución está la libertad como valor que expresamente se afirma y que se
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plasma en numerosos derechos de libertad, en libertades constitucionalmente garantizadas. Pero también está la igualdad, tanto la igualdad material como la igualdad formal o prohibición de discriminación en la ley o en la aplicación de la ley. Cuando un tribunal constitucional juzga, por ejemplo, de la constitucionalidad o no de medidas legales de discriminación positiva o acción afirmativa, ¿acota él, mediante su interpretación de las respectivas cláusulas constitucionales, el alcance de los respectivos derechos o averigua, descubre, constata lo que objetivamente dispone como solución para ese caso la Constitución axiológica, el orden objetivo de valores en que la Constitución consiste en última instancia? Si es esto último, no hay más remedio que creer que el sistema jurídico, así entendido como orden objetivo de valores, reviste aquellas viejas cualidades que en el siglo xix le asignaba el positivismo ingenuo, aunque con otra base: es completo, coherente y claro, por todo lo cual es él el que aporta las soluciones que el juez se limita a descubrir mediante el adecuado método de conocimiento jurídico. En cambio, si se concede que es lo primero, que por mucho que estén presentes valores en la Constitución y por muy objetivos que éstos se pretendan en sus contenidos, tales valores no son capaces de resolver por sí sus propios conflictos, dándole al juez la solución para el caso, se torna metodológica y prácticamente intrascendente tal afirmación de que en la Constitución vive un orden objetivo de valores. A estos efectos, y sólo a estos, da igual decir que el juez interpreta y concreta esos valores o que interpreta y concreta los enunciados lingüísticos en que las normas jurídicas consisten, pues, a fin de cuentas, las soluciones para los casos las pondrá el juez mediante sus preferencias y con sus personales argumentos, y no el sistema jurídico mismo. Recapitulando lo hasta aquí dicho sobre este punto, vemos que las aparentemente novedosas tesis del neoconstitucionalismo actual tienen completísimo precedente en esa síntesis entre la corriente doctrinal denominada jurisprudencia de valores y el constitucionalismo axiológico que dominó la teoría y la práctica constitucional alemana en los años sesenta del siglo xx. Sumado lo uno y lo otro, tendríamos que el sistema jurídico es en su fondo o principal sustancia un sistema axiológico, que los valores que están en la cima de tal sistema han sido positivados en la Constitución y que, en consecuencia, la Constitución es simultáneamente la norma suprema del sistema jurídico y del sistema de la moral objetiva. El derecho se moraliza y la moral se juridifica, y moral objetiva y verdadera y derecho objetivo y verdadero serán la misma cosa. Lo que para cada caso ese sistema bipolar o desdoblado determine lo descubrirán en última instancia los jueces, que habrán de ser, se supone, no sólo buenos técnicos del derecho, sino supremos sacerdotes de la verdad moral, intérpretes ya no sólo del significado de los enunciados constitucionales y legales, sino, y por encima
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de eso, sumos garantes de la vigencia y objetiva efectividad de la verdadera moral y la auténtica justicia. A la hora de construir por acumulación de materiales el corpus del neoconstitucionalismo actual, se sumarán ulteriormente otras dos aportaciones capitales. La primera, la de Dworkin y su reconstrucción antihartiana del sistema jurídico y de los fundamentos de la decisión judicial correcta. La segunda, la de Alexy y su reelaboración y síntesis del “método” que venía siendo empleado por algunos tribunales constitucionales, y paradigmáticamente el alemán, para presentar sus decisiones en los casos de conflictos entre principios o derechos constitucionales como resultado de una apreciación objetiva y no como preferencias legítimas y argumentadas del que tiene la última palabra. Ese método es el de la ponderación. Pero para hablar de estas cuestiones ya no queda espacio en este trabajo.
6. neoconstitucionalismo, ponderaciones y r e s p u e s ta s m s o m e n o s c o r r e c ta s . a c o ta c i o n e s a d w o r k i n y a l e x y En otro trabajo reciente señalábamos los precedentes claros que la doctrina llamada neoconstitucionalista tiene en los planteamientos del constitucionalismo conservador y moralizante de la Alemania de los años sesenta y en la corriente metodológica, también alemana, denominada jurisprudencia de valores. A la hora de construir por acumulación de materiales el corpus del neoconstitucionalismo actual se sumarán ulteriormente otras dos aportaciones capitales. La primera, la de Dworkin y su reconstrucción antihartiana del sistema jurídico y de los fundamentos de la decisión judicial correcta. La segunda, la de Alexy y su reelaboración y síntesis del “método” que venía siendo empleado por algunos tribunales constitucionales, y paradigmáticamente el alemán, para presentar sus decisiones en los casos de conflictos entre principios o derechos constitucionales como resultado de una apreciación objetiva y no como preferencias legítimas y argumentadas del que tiene la última palabra. Ese método es el de la ponderación, al que más adelante me referiré. Pero antes de entrar en materia enumero las características que he señalado como definitorias del neoconstitucionalismo. Son diez notas definitorias, si bien se ha de mencionar que en toda su pureza y rotundidad nunca aparecen todas juntas, pero también que una doctrina se ciñe tanto más al modelo neoconstitucionalista cuantas más de esa notas reúne. Serían las siguientes: 1. La mención, como novedad muy relevante y determinante de una nueva y revolucionaria manera de concebir el sistema jurídico, de la existencia en las constituciones contemporáneas de cláusulas de derechos fundamentales y mecanismos para su efectiva garantía, así como de cláusulas de carácter valorativo cuyas estructura y forma de obligar y aplicarse son distintas de aquellas de las “reglas”. Se trataría del componente material-axiológico de las constituciones. 2. La muy importante presencia de ese tipo de normas, que conforman la Constitución material o axiológica, implica que las constituciones tienen su parte central o su pilar básico en un determinado orden de valores, de carácter objetivo.
* Este trabajo se inscribe en el proyecto de investigación “Teoría del derecho y proceso” (mcyt, sej200764496/juri). Juan A. García Amado. “Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores”, en Fabricio Mantilla Espinosa (coord.). Controversias constitucionales, Bogotá, Universidad del Rosario, 2009, pp. 24-69.
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3. Así entendida, la Constitución refleja un orden social necesario, con un grado preestablecido de realización de ese modelo constitucionalmente prefigurado y de los correspondientes derechos. 4. Ese orden de valores o esa moral constitucional(izada) poseen una fuerza resolutiva tal como para contener respuesta cierta o aproximada para cualquier caso en el que se vean implicados derechos, principios o valores constitucionales. Tal respuesta será una única respuesta correcta o parte de las respuestas correctas posibles. La pauta de corrección es una pauta directamente material, sin mediaciones formales ni semánticas. 5. Esa predeterminación de las respuestas constitucionalmente posibles y correctas lleva a que deba existir un órgano que vele por su efectiva plasmación para cada caso, y tal labor pertenece a los jueces en general y a los tribunales constitucionales en particular, ya sea declarando inconstitucionales normas legisladas, ya sea excepcionando, en nombre de la Constitución y sus valores y derechos, la aplicación de la ley constitucional al caso concreto, o ya sea resolviendo con objetividad y precisión conflictos entre derechos o principios constitucionales en el caso concreto. 6. Puesto que en el orden axiológico de la Constitución quedan predeterminadas las soluciones para todos los casos posibles con relevancia constitucional, el juez que resuelve tales casos no ejerce discrecionalidad ninguna (Dworkin) o la ejerce sólo en aquellos casos puntuales en que, a la luz de las circunstancias del caso y de las normas aplicables, haya un empate entre los derechos o principios constitucionales concurrentes (Alexy). 7. En consecuencia, y dado que las respuestas para esos casos con relevancia constitucional están predeterminadas en la parte axiológica de la Constitución, el aplicador judicial de ésta ha de poseer la capacidad y el método adecuado para captar tales soluciones objetivamente impuestas por la Constitución para los casos con relevancia constitucional. Tal método es el de ponderación. 8. La combinación de Constitución axiológica, confianza en la prefiguración constitucional –en esa parte axiológica– de la (única) respuesta correcta, la negación de la discrecionalidad y el método ponderativo llevan a las cortes constitucionales a convertirse en suprainstancias judiciales de revisión, pero, al tiempo, les proporcionan la excusa teórica para negar ese desbordamiento de sus funciones, ya que justifican su intromisión revisora aludiendo a su cometido de comprobar que en el caso los jueces “inferiores” han respetado el contenido que constitucionalmente corresponde necesariamente a cada derecho. 9. Puesto que los fundamentos de ese neoconstitucionalismo, por las razones expuestas en los puntos anteriores, son metafísicos y se apoyan en una doctrina ética de corte objetivista y cognitivista, en las decisiones correspondientes
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de los tribunales, y muy en particular de los tribunales constitucionales, hay un fuerte desplazamiento de la argumentación y de sus reglas básicas. Dicha argumentación adquiere tintes pretendidamente demostrativos, puesto que no se trata de justificar opciones discrecionales, sino de mostrar que se plasma en la decisión la respuesta que la Constitución axiológica prescribe para el caso. Con ello, la argumentación constitucional se tiñe de metafísica y adquiere visos fuertemente esotéricos. 10. El neoconstitucionalismo, en consecuencia, posee tres componentes filosóficos muy rotundos. En lo ontológico, el objetivismo derivado de afirmar que por debajo de los puros enunciados constitucionales, con sus ambigüedades y su vaguedad, con sus márgenes de indeterminación semántica, sintáctica y hasta pragmática, existe un orden constitucional de valores, un sistema moral constitucional, bien preciso y dirimente. En lo epistemológico, el cognitivismo resultante de afirmar que las soluciones precisas y necesarias que de ese orden axiológico constitucional se desprenden pueden ser conocidas y en consecuencia aplicadas por los jueces. En lo político y social, el elitismo de entender que sólo los jueces o prioritariamente los jueces, y en especial los tribunales constitucionales, están plenamente capacitados para captar ese orden axiológico constitucional y lo que exactamente dicta para cada caso, razón por la que los jueces poseen el privilegio político enmendar al legislador excepcionando la ley y justificando en el caso concreto la decisión contra legem, que será decisión pro constitutione, por cuanto es decisión basada en algún valor constitucional. I . d w o r k i n : a l a c a z a d e l a e va n e s c e n t e s o l u c i n c o r r e c ta n i c a Dworkin realiza en su más famosa obra, Taking Rights Seriously, de 1977, un razonamiento contra el positivismo hartiano que, en su aparente simpleza, resulta de lo más alambicado y retrata muy bien el estilo y las argucias argumentativas del autor. Es bien conocido que para el positivismo de Hart el juez debe actuar sometido a las normas del derecho positivo, pero que éstas, en tanto productos lingüísticos, padecen de los males del lenguaje ordinario y, por tanto, poseen siempre o casi siempre algún grado de indeterminación, una “zona de penumbra” que hace que su aplicación a los casos no pueda ocurrir como mero automatismo, sino que necesita previas decisiones interpretativas del aplicador, decisiones interpretativas que otorgan el correspondiente margen de discrecionalidad. Se ha de estar a lo que el derecho positivo dice, pero cuando lo que dice no es claro para el caso, el juez añade la interpretación que le parece más adecuada y mejor justificable con argumentos que nunca serán puramente
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demostrativos. Ahí es donde Dworkin quiere ver una contradicción interna del positivismo, en el hecho de admitir esa discrecionalidad interpretativa del aplicador. Nos dice que aceptar ese componente discrecional de las decisiones jurídicas que aplican las normas tiene dos inconvenientes que golpean al positivismo en su misma línea de flotación. El primero, que admitir la discrecionalidad judicial, aunque sea pura discrecionalidad interpretativa y operante sólo como elección entre las interpretaciones admisibles de la norma, de conformidad con la semántica usual de nuestro lenguaje, implica asumir que el juez crea derecho, y eso rompe con el reparto de papeles que el positivista asigna al legislador y al juez. El segundo, que esas normas que el juez crea o la parte de las normas que, al interpretar, el juez produce discrecionalmente se aplican retroactivamente al caso que se juzga y que aconteció, obviamente, antes de tal creación normativa, con lo cual se estaría vulnerando otro presupuesto sustancial del derecho moderno, asumido también en la teoría positivista, cual es la irretroactividad de las normas, la plena vigencia del principio de legalidad como base del enjuiciamiento judicial de acciones. Para Dworkin, la única manera de salvar tales inconvenientes es presuponiendo que el derecho que el juez aplica antecede por completo a la decisión del juez, que el razonamiento de éste es puramente aplicativo de normas previas que él ni crea ni precisa ni completa, de forma tal que no existe en su actividad componente ninguno de discrecionalidad. Y si ésa es la única manera de salvar los inconvenientes o tales contradicciones internas del positivismo, asumiendo que el derecho antecede por completo y por entero a la decisión judicial, debemos dar por sentado y demostrado que realmente el derecho antecede por completo a la actividad judicial. Puesto que algún grado de indeterminación semántica de los enunciados legales es inevitable, la salida estará en entender que no está todo el derecho en tales enunciados legales y que parte esencial del derecho se halla en normas morales que son también componentes del sistema jurídico y que lo completan y cierran. Así, en lo que el enunciado legal no determine plenamente y por anticipado la decisión judicial, tal predeterminación se conseguirá apelando a esos preceptos morales que también son, simultáneamente, derecho, aun cuando no sean derecho positivado.
“I call ‘principle’ a standard that is to be observed, not because it will advance or secure an economic, political, or social situation deemed desirable, but because it is a requirement of justice or fairness or some other dimension of morality”: Ronald Dworkin. Taking Rights Seriously, Londres, Duckworth, 3.ª reimpresión, 1981.
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¿Y dónde tienen su sede esas normas morales que forman parte del sistema jurídico? En aquella moral social que es fuente del derecho positivo y que le da su sentido de conjunto y, también, el sentido último que ha de guiar la resolución jurídica de cada caso difícil. A lo que se agrega el dato de que, por ser esa moral inspiración y fuente de sentido del sistema jurídico todo y de cada una de sus partes, ocupa esa parte moral del derecho la superior jerarquía de lo jurídico, lo que hace que tal moral no sólo complete las normas sino que deba servir también para enmendarlas a la hora de la aplicación y cuando la norma positiva en cuestión contradiga tales fundamentos morales del sistema. Así integrado el sistema jurídico por la suma de normas positivas y, en la escala superior, por normas morales que son también derecho, dicho sistema vuelve a revestir los ropajes del viejo ideal y se hace completo, coherente y claro. Desaparece la indeterminación y, con ello, no queda ya lugar ni justificación para la discrecionalidad judicial. La decisión jurídica pierde el componente propiamente decisorio, de opción entre alternativas posibles, y se hace mera aplicación, quedando el ejercicio judicial de preferencias reemplazado por un acto de conocimiento, de constatación de la solución correcta que para el caso el sistema jurídico determina totalmente. Para cada caso el sistema jurídico prescribe objetivamente una única solución correcta. Tal solución está ahí, en el sistema jurídico, esperando ser descubierta, y un juez sabio, capaz de conocer plenamente el derecho, el juez ideal que Dworkin llama “Hércules”, daría en cada oportunidad con esa solución correcta única. Cabría fácilmente contestar a tal razonamiento dworkiniano, marca de la casa, con algún ejemplo del tipo de los que tanto utiliza el propio autor estadounidense. Usemos el ejemplo que podemos llamar del amor y la media naranja.
Al explicar la decisión judicial en Dworkin, Judith Shklar recuerda que ese juez dworkiniano no ha de fijarse sólo en las reglas, sino también en los principios inherentes al orden político del que es miembro y en sus estándares implícitos de moralidad política, y que al hacerlo así no legisla ni ejerce discreción, “because his arguments are derived from a hierarchy of norms, not from considerations of policy, efficiency, or public welfare”. Cfr.: Judith Shklar. “Political Theory and the Rule of Law”, en Political Thought and Political Thinkers, University of Chicago Press, 1998, p. 35. Esto lo percibió agudamente Carlos Alchourrón, refiriéndose en principio a Dworkin, pero generalizando el argumento a la mayor parte de la iusfilosofía actual: “[c]omo en el enfoque de Dworkin los principios morales forman parte del derecho, la completud y la consistencia del Sistema Maestro reaparecen bajo un nuevo ropaje”. Y sigue: “Esto pone de manifiesto la enorme fuerza de convicción del modelo del sistema deductivo como ideal. En la concepción de los derechos [denomina así la concepción dworkiniana] el modelo contiene no sólo los ideales formales de completud y consistencia, sino también el ideal de justicia […]. La idea de que el derecho debería proporcionar un conjunto coherente y completo de respuestas para todo caso jurídico constituye un ideal teórico y práctico que subyace a la mayoría de los desarrollos contemporáneos en filosofía del derecho”. Carlos Alchourrón. “Sobre derecho y lógica”, en Isonomía, n.º 13, octubre de 2000, p. 33.
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Asumamos que en nuestro medio cultural rige y es generalmente aceptado el concepto romántico del amor, a tenor del cual el amor perfecto, al que todo el mundo aspira y al que incluso está cada cual predestinado, es aquel que se da entre dos individuos que están “hechos el uno para el otro”, que son como las dos mitades de una misma naranja y que al encontrarse encajan perfectamente. Para el individuo A no hay más amor total y perfecto que el que puede encontrar en B, y para B no hay tal más que con A, de la misma manera que dos mitades de naranja sólo van a encajar con absoluta perfección cuando lo son de la misma naranja. Pongamos ahora que ese mito del amor romántico lo comparten por igual positivistas y antipositivistas del amor, que unos y otros participan de ese ideal, en tanto que modelo ideal de amor. El positivista diría que, por mucho que sea ése el ideal, cada uno elige su pareja amorosa en condiciones de relativa incertidumbre y en un escenario que aproximadamente sería el siguiente: A se comporta guiado por el ideal mencionado y, además y en particular, sabe el tipo de pareja que a él lo puede hacer más dichoso, que se adecua mejor a sus gustos, su forma de vida y su personalidad. Con tales presupuestos de partida, A busca su mejor pareja posible, pero son varios los individuos que parecen acercarse a su modelo de pareja perfecta. Son varios porque aquellos datos de partida, tanto el ideal abstracto del amor perfecto como los gustos e inclinaciones de A, no son suficientemente precisos y determinantes, aunque sí son algo precisos y determinantes. Porque no son totalmente indeterminados, A puede con todo acierto excluir como candidatos a E y F. Pero, porque no son totalmente precisos, duda entre C y D, pues prima facie (esta expresión es muy del gusto de los antipositivistas) o en principio tanto C como D encajan en el modelo de media naranja con el que A busca la suya. Así que A elige a C porque es quien le parece que es más su media naranja, y es capaz de justificar con buenas razones esa elección, aunque nunca podrán ser razones exactamente demostrativas, sino razones que explican que su decisión está orientada por el ideal y por la interpretación que hace de las ventajas de C en comparación con D, que también era serio candidato, candidato admisible. Pero, por muchas y muy reflexionadas y rigurosamente expuestas que sean esas razones, la elección de A habrá sido una elección suya, discrecionalmente tomada, pues A no tiene el “naranjómetro” con el que medir el encaje amoroso exacto entre el propio A y C o cualquier otro candidato. En consecuencia, tenemos que la elección de A no fue completamente a ciegas y arbitraria, pues tenía una pauta previa a la que atenerse y la aplicó con el mayor rigor y ponderando pros y contras del modo más racional y objetivo que pudo. Pero, como ni esa pauta previa era suficientemente precisa ni cuenta A con un método infalible para su aplicación al caso ni con un “naranjómetro” que haga que su elección
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no sea tal, sino mera consecuencia de un conocimiento pleno y objetivo, de una pura constatación, a lo que se suma que su conocimiento de C (y de D y demás candidatos) nunca puede tener la plenitud y la certeza de la “mirada de Dios”, A nunca va a poder decir, hablando con propiedad, que C es exactamente su media naranja, sino que es la que más se le parece. Nada de particular tiene, por tanto, que muchos, desde su interpretación del ideal amoroso, desde su valoración de C y los demás candidatos y desde sus propios gustos personales, estimen que A se equivocó y que el candidato perfecto era D. Ahora bien: el competente para tomar la decisión de A era A, y esa competencia la respetará cualquiera que no crea que la elección de pareja es un puro cálculo o descubrimiento cuasi-científico de la media naranja de cada uno. Nada de particular tendrá tampoco el hecho de que el propio A concluya más adelante que su elección no fue la mejor y el que se desenamore de C y comience a pensar que D habría sido pareja más apropiada. Cabe que A se separe de C y se vaya con D, que también era candidato aceptable desde el principio, igual que para casos idénticos cambia a veces la jurisprudencia de un mismo tribunal. Siguiendo con la comparación, un dworkiniano razonaría de modo muy distinto. Diría que, puesto que objetivamente existe el ideal de la media naranja y puesto que A participa de ese ideal, A está asumiendo plenamente que debe dar con su media naranja exacta y que en esto no se trata de elegir bajo incertidumbre entre candidatos admisibles. Y que, por consiguiente, si A elige a C y dice que eligió porque le parece su media naranja, está haciendo dos cosas que contradicen sus asunciones de partida: 1. está poniéndose él como quien determina en última instancia quién es su media naranja, en lugar de admitir que la media naranja suya es la que es, con total independencia de su elección; y 2. de esa forma estaría aplicando retroactivamente a C esa condición de media naranja, estaría él atribuyéndole esa condición que no tiene quien él elige, sino que tiene sólo quien la tiene. Si A primero elige a C y luego dice que la eligió porque le pareció su media naranja, es que C no era objetivamente la media naranja de A antes de que éste la escogiera, y no tendría sentido que A hable de “media naranja”. Habría, en resumidas cuentas, una contradicción entre la asunción por A del ideal de la media naranja y su atribución discrecional de tal condición a C. ¿Qué podría responder A frente a semejante argumentación dworkiniana? Pues que qué otra cosa puede hacer. Que las pautas dan hasta donde dan, que el juicio aplicativo de esas pautas no puede ser parangonable nunca ni a un cálculo exacto ni a un razonamiento absolutamente demostrativo y que, diga lo que diga el ideal, del amor es ineliminable el componente subjetivo del enamoramiento, pues la alternativa sería quedarse solo para siempre por no poder confiar en
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ninguna elección. La pauta le sirvió para eliminar con pocas dudas a E y a F de entre los candidatos posibles, pero no le alcanza para dirimir “objetivamente” entre C y D. ¿Y qué replicaría el dworkiniano? Varias cosas: 1. que entonces A no cree verdaderamente en el amor; pero que 2. el amor existe puesto que existe el ideal de la media naranja; 3. que puesto que existe el ideal de la media naranja, cada uno tiene su media naranja, exactamente una y sólo una; y 4. que un amante ideal, el amante Hércules, habría acertado a la primera y sin duda posible con tal elección, que no es elección en realidad, sino conocimiento puro. Y el razonamiento se cerraría así: puesto que el amante Hércules habría podido conocer quién es exactamente su media naranja, la media naranja existe objetivamente y no hay discrecionalidad ninguna en esto. Ante lo cual A podría acabar diciendo: – ¿Y qué quiere usted que haga yo, si no soy Hércules ni puedo serlo, pues usted mismo me ha dicho que Hércules sería el amante absolutamente perfecto y sabio? El dworkiniano: –Pues sepa usted que la única solución correcta era B. A: –¿Y usted cómo lo sabe? El dworkiniano: –Porque Hércules habría elegido a B. A: –¿Y usted cómo lo sabe? ¿Acaso es usted Hércules? El dworkiniano: –No, yo no soy Hércules, pero sé que hay una sola solución correcta, que Hércules la encontraría y que es ésa. A: –¿Y usted qué es? El dworkiniano: –Yo soy profesor de amores. A: –Pero la decisión de la que estamos hablando es de mi incumbencia, es competencia mía, no suya ni de Hércules, y yo decido con los elementos de conocimiento que tengo, no con los suyos ni con los que hipotéticamente tendría Hércules. El dworkiniano: –Pues por eso se equivoca usted, y con su equivocación niega el ideal mismo que pretende aplicar. A: –¿Pero ese ideal es ideal o es real? El dworkiniano: –Es un ideal real. A: –¿Cómo así? El dworkiniano: –Porque si el ideal no es real y no determina por completo la decisión de usted, he de admitir que la decisión de usted es discrecional en alguna medida. A: –¿Y qué, si lo admitimos? El dworkiniano: –Pues que entonces el amor absoluto no existe y yo me niego a llamar amor al resultado de esas elecciones de usted.
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A: –Pero el ideal a mí me sirve de pauta para seleccionar los candidatos posibles y eliminar a los otros. El dworkiniano: –Ya, pero usted no cree verdaderamente en el amor y en la media naranja si confunde amor con enamoramiento y si llama media naranja a la que usted elija de entre esos candidatos posibles, pues de esa manera habría una insalvable contradicción interna en su postura. A: –¿Entonces? El dworkiniano: –Entonces la única media naranja posible existe para usted aunque usted no dé con ella. A: –Pero ninguno puede dar con ella porque ninguno es Hércules. El dworkiniano: –No importa. Una cosa es lo que existe y otra lo que podemos conocer plenamente o sólo en condiciones ideales. A: –¿Entonces no debería elegir a mi pareja? Mire que estoy obligado a hacerlo. El dworkiniano: –Pues elíjala como si usted fuera Hércules. A: –Pero ni lo soy ni puedo serlo. El dworkiniano: –Allá usted, yo le digo lo que hay. Y puesto que esto es lo que hay, los positivistas del amor, como usted, son incoherentes y están errados. Si lo que Dworkin pretende indicar es que cada juez ha de esforzarse porque su decisión sea la mejor de las posibles, por aproximarse todo lo que pueda a esa decisión perfecta que el juez Hércules tomaría, no está eliminando la discrecionalidad, sino dándola por inevitable, al tiempo que busca que de ella se haga el mejor uso. Pero si insiste en que la discrecionalidad es descartable, ha de ser al precio de que los jueces puedan llegar a ser Hércules, de que los jueces reales puedan llegar a funcionar como jueces ideales. Si la única respuesta correcta existe, pero es incognoscible, la tesis de la única respuesta correcta es en la práctica intrascendente. Si existe y puede conocerse, ha de explicarse de qué manera los jueces pueden alcanzarla y, en consecuencia, no bastará postular su existencia teórica con el fin de contrariar el postulado positivista de la discrecionalidad. En cualquier caso, y más allá de esas disquisiciones a las que Dworkin nos arrastra y que rozan el esperpento, las tesis de Dworkin han aportado un soporte esencial al neoconstitucionalismo. Si del sistema jurídico forman parte, con capacidad de complemento y hasta de enmienda del derecho positivo, normas morales, el juez aplica derecho al decidir con base en normas morales, incluso al decidir así contra legem y hasta contra constitutionem. Si la Constitución recoge además lo esencial de esas normas morales positivándolas, el juez aplica derecho constitucional cuando con fundamento en ellas decide un caso contra la letra de la ley y hasta contra la letra de la Constitución. Si el sistema
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jurídico, así compuesto, contiene en sí una única respuesta correcta para cada caso, el sistema jurídico es perfecto y el buen juez puede decidir tranquilo, pues él no es responsable último de sus decisiones y no le son imputables las consecuencias de éstas. Digamos algo sobre el Dworkin posterior a Taking Rights Seriously. Es el primer Dworkin el que da mayor impulso al neoconstitucionalismo. El Dworkin posterior es más ambiguo a ese respecto y parece que va plegando velas en lo referido a la fuerza decisoria de los valores morales que son derecho y en lo concerniente a su teoría de la única respuesta correcta. Veamos algo de esto sucintamente. Es muy relevante lo que Dworkin sostiene en su “Introducción” a Freedom’s Law. Ahí defiende la “lectura moral de la Constitución”, pero con una serie de matices muy importantes. En primer lugar, se refiere a aquellas normas presentes en la Constitución y que recogen un principio moral en términos abstractos. La lectura moral de esas normas constitucionales positivas presupone que el intérprete es consciente de que está trabajando con la materia moral a que tales normas aluden. En segundo lugar, dice Dworkin que “la lectura moral introduce la moralidad política en el corazón del derecho constitucional”, pero que la moral política es “inherentemente incierta y controvertida”, por lo que siempre hay que decidir cuál interpretación de esos principios es la dirimente. Se podría decir que ya asoma aquí una primera concesión a la existencia de discrecionalidad del intérprete, incluido el intérprete judicial. Ahora bien: si habláramos en términos de discrecionalidad, cosa que Dworkin no hace, Dworkin se ocuparía a continuación de mostrar que tal discrecionalidad no es total y absoluta. Y no lo es porque el juez está sometido a tres limitaciones
Dworkin. “Introduction: The Moral Reading and the Majoritarian Premise”, en Freedom’s Law. The Moral Reading of the American Constitution, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 1996, pp. 1 y ss. Cfr. ibíd., p. 2. Ídem. Y más cuando a Dworkin le parece normal y admisible que tanto el juez conservador como el juez “liberal” dejen en sus decisiones la señal de su respectiva concepción personal de la moral política, sin que ello dañe por sí la corrección de tales decisiones (cfr. ibíd., pp. 3 y ss.). Está Dworkin ahora argumentando contra aquellos críticos de la lectura moral de la Constitución que sostienen que tal lectura lleva a una libertad decisoria absoluta del juez. Pero repárese en lo siguiente: Al menos la crítica positivista estándar, lo que reprocha es que una lectura moral de la Constitución que permita decidir al margen del texto constitucional y más allá de sus significados posibles sí supondría una libertad absoluta para el juez. Para negar tal ejercicio libérrimo de la voluntad judicial como pauta decisoria, cabe recurrir a dos cosas: una, la existencia de valores morales objetivos y de contenido predeterminado, que, siendo también parte del derecho, atan al juez a una única respuesta correcta o a una panoplia limitada de posibles respuestas correctas; creo que por ahí iría el neoconstitucionalismo,
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que marcan lo que el positivista llamaría los límites de sus interpretaciones posibles. En primer lugar, la interpretación debe estar a lo que la cláusula constitucional de contenido moral interpretada dice; en segundo lugar, a lo que los “framers” quisieron decir; y, en tercer lugar, a lo que los jueces anteriores vienen diciendo. Ese tercer condicionante conecta con un importante elemento de la doctrina de Dworkin posterior a Taking Rights Seriously, como es el “derecho como integridad” y la interpretación jurídica como capítulo de una novela encadenada. Insiste en que no son sus valores personales los que el juez debe aplicar, en que “no debe leer sus propias convicciones en la Constitución” ni debe ver en las cláusulas de ésta ningún juicio moral particular, sino que su lectura moral debe atenerse a dos límites: la Constitución como un todo y las líneas dominantes de la anterior interpretación realizada por los jueces. Ese juez que interpreta tales cláusulas constitucionales de contenido moral debe verse a sí mismo como un eslabón más en la cadena de jueces, pasados y futuros, que conjuntamente elaboran, al interpretar, “una moral constitucional coherente”. Así pues, las interpretaciones posibles vienen limitadas por la historia en ese doble sentido de lo que los autores de la norma quisieron decir y lo que los intérpretes judiciales vienen diciendo. Mas, si ello es así, tenemos que los contenidos morales de tales cláusulas constitucionales no están predeterminados en alguna esfera ideal y objetiva, sino que son el resultado de un ejercicio de “discrecionalidad” judicial, acotada por una semántica que es del uso y, además, intencionalista, discrecionalidad que tiene su límite también en un requisito de coherencia: el juez debe procurar que su interpretación encaje
tras los pasos de aquel Dworkin de Taking Rights Seriously; la otra posibilidad está en mantener que la semántica del texto constitucional respectivo limita las interpretaciones posibles que el juez puede adoptar. Esto es lo que ahora dice Dworkin, con el añadido de que deben contar, según él, tres límites a este respecto: lo que la norma “dice”, lo que con ella su autor “quería decir” y lo que la jurisprudencia que la aplica viene diciendo. Esto parece que ya no contrasta con la visión positivista, sino más bien con lo expuesto por el primer Dworkin. Así que lo que quedaría de la lectura moral sería esto: cuando la norma constitucional contiene conceptos morales, el razonamiento interpretativo no puede prescindir del lenguaje moral ni de la teoría moral para precisar cuáles son los significados posibles de tales términos morales y cuál de ellos es preferible elegir. Puntualiza Dworkin que sólo a lo que quisieron decir, lo que quisieron significar, no a otros fines, como lo que querían conseguir o esperaban conseguir (cfr. ibíd., p. 10). Ahí estaría la diferencia entre la lectura moral de la Constitución que él propone y el originalismo, en que para éste cuenta destacadamente lo que el autor de la norma quería hacer: “The moral reading insists that the Constitution means what the framers intended to say. Originalism insists that it means what they expected their language to do, which as I said is a very different matter” (ibíd., p. 13). Ibíd., p. 10. Ídem.
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en la línea jurisprudencial establecida, de modo que no desentone y no se vea como plasmación de la moral “suya”, y esto por mucho que pueda considerar ese juez que la verdadera moral es la suya y la única decisión correcta la que esa moral suya le dicte para el caso. De nuevo parece que se aplacan los ataques al positivismo real, pues el sentido usual de las palabras, la voluntad del legislador histórico y la jurisprudencia de los tribunales, ¿qué son sino fuentes sociales del derecho? Si aquí vemos que son las fuentes del significado de las cláusulas morales presentes en la Constitución, comparativamente parecería que estamos defendiendo una teoría positivista de la interpretación constitucional, si acaso con el matiz de un especial esfuerzo para poner límites a esa discrecionalidad cuya existencia reconocemos al querer limitarla. Sigue manteniendo Dworkin que el juez ha de buscar “la mejor concepción de los principios morales constitucionales”, pero ahora esa mejor concepción posible es la que mejor encaje en la historia constitucional como suma de las intenciones de los “framers” sobre significados de sus términos y de la línea interpretativa anterior de la jurisprudencia. Con esto, si hubiera una única respuesta correcta sería una respuesta cuyos contenidos serían históricamente contingentes, no expresión de la objetividad y cognoscibilidad de los contenidos de un orden moral objetivo existente y subsistente al margen o por fuera del derecho y de la interpretación jurídica. Pero es que, además y para Dworkin ahora, no hay tal respuesta correcta única. Si acaso, ésta será la propia de los casos fáciles, pero no de los difíciles: “Our constitution is law, and like all law it is anchored in history, practice, and integrity. Most cases at law –even most constitutional cases– are not hard cases. The ordinary craft of a judge dictates an answer and leaves no room for the play of personal moral convictions. Still, we must no exaggerate the drag of that anchor. Very different, even contrary, conceptions of a constitutional principle –of what treating men and women as equals really means, for example– will often fit language, precedent, and practice
¿Referida a qué esa línea jurisprudencial? Dworkin nos dice que puede ser referida al tipo de asunto concreto que se trata, pero que esa concreta jurisprudencia anterior puede ser dejada de lado si es posible una realización mejor de los principios morales que explican no ese concreto asunto, sino el ámbito más amplio en que se inserta. Así pues, parece que el juez puede ser incoherente con los precedentes anteriores propiamente dichos, en nombre de la coherencia con los valores de fondo que, debiendo inspirar todo ese sector del derecho, no inspiraron, sin embargo, esa jurisprudencia anterior. Vericuetos así tiene esta dworkiniana novela en cadena que ha de presentar un argumento muy coherente. Cfr.: Dworkin. “Introduction. Law and Morals”, en Justice in Robes, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 2006, pp. 8, 14-15. Cfr. Pablo R. Bonorino. Objetividad y verdad en el derecho. Variaciones sobre un tema de Dworkin, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2002, p. 186. Dworkin. “Introduction: The Moral Reading and the Majoritarian Premise”, cit., p. 10.
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well enough to pass these tests, and thoughtful judges must then decide on their own which conception does most credit to the nation” (el énfasis es nuestro). Hasta aquí, en este trabajo Dworkin está llamando “lectura moral” a la pura interpretación de normas de la Constitución positiva de contenido moral, es decir, que usan términos o expresiones del lenguaje moral que, por su abstracción, necesitan ser precisados por vía de interpretación. Que la interpretación de esos términos o expresiones suponga entrar en el discurso moral no supone que del sistema jurídico forme parte una norma moral de contenido más específico que esa norma jurídica (que positiva como derecho una norma moral) de contenido indeterminado, del mismo modo que el que en una norma jurídica figure la expresión “matrimonio canónico” no quiere decir que los contenidos de la religión católica hayan pasado por sí a formar parte constitutiva de ese sistema jurídico, por mucho que para ver qué significa “matrimonio canónico” haya que acudir a los dogmas de esa religión o a su reflejo en su particular ordenamiento, el derecho canónico. Volviendo al tema de la discrecionalidad y la única respuesta correcta, este último o penúltimo Dworkin habla ahora de “la mejor interpretación posible”, si bien hemos de tener en cuenta que la interpretación es algo distinto del mero juego con referencias y límites semánticos, pues incluye la búsqueda de la mejor realización posible de los principios filosófico-políticos que subyacen a la Constitución. Mas parece que definitivamente queda todo en un asunto de actitudes. En primer lugar: se quiere decir que la actitud del juez ha de ser la de buscar la mejor “interpretación” posible a partir de la “mejor concepción” de los ideales políticos. Sea como sea, la mejor “interpretación” posible de esas
ibíd., p. 11. Cfr.: Dworkin. “What the Constitution Says”, en Freedom’s Law, cit., pp. 78 y 80. En la “Introducción” a su Justice in Robes dice Dworkin que “una concreta interpretación de una parte de la doctrina jurídica, como la teoría de la imprudencia, es mejor que otra (muestra que la práctica jurídica sirve mejor los ideales del derecho propuestos o asumidos en el nivel iusfilosófico de análisis) si proporciona una mejor justificación moral de tal doctrina”. Cito por la traducción: La justicia con toga, Madrid, Marcial Pons, 2007, p. 25. Como ha señalado Waldron, Dworkin primero presupone que la comunidad política está configurada en torno a una estructura coherente de principios morales y políticos, y luego propugna que el juez de buena fe es capaz de dar con la respuesta objetivamente mejor, a tenor de tales principios, para un conflicto en el que cada parte hace una lectura distinta de esos principios y sus consecuencias para el caso. De ese modo, se desconoce que en los casos difíciles el problema está, precisamente, en que varias respuestas (como las que quizá proponen las dos partes en el litigio) pueden encajar en los principios, ser “construidas” con idéntica base en principios y, sin embargo, llevar a soluciones contradictorias. Cfr. Jeremy Waldron. “Did Dworkin Ever Answer the Crits?”, en Scott Hershovitz (ed.). Exploring Law’s Empire: The Jurisprudence of Ronald Dworkin, Oxford, Oxford University Press, 2006, pp. 155 y ss. Véase también, al respecto, Marisa Iglesias Vila. El problema de la discreción judicial, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1999, p. 153.
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cláusulas constitucionales valorativas abstractas y la mejor concepción posible de los valores político-morales de fondo no tendrán un contenido único y predeterminado que el juez ha de descubrir, sino que el juez lo establecerá bajo ciertos límites ya señalados, como el requisito de “integridad” o compatibilidad con las “interpretaciones” anteriores y voluntad de mantener la coherencia en las futuras. O sea: no queremos llamarlo así, pero hay discrecionalidad, al tiempo que se nos están señalando pautas para el control del uso mejor o peor de tal discrecionalidad y para detectar cuándo existe pura arbitrariedad. Y en este punto se da la mano Dworkin con las teorías de la argumentación de corte sustantivo, pues nos dice que esos objetivos que se buscan, la mejor “interpretación” como aplicación de la mejor concepción posible de la filosofía política presente en la Constitución, sólo pueden ser hallados actualmente en un sitio: “el buen argumento”. Y agrega que “el vicio de las malas decisiones es mal argumento y malas convicciones; todo lo que podemos decir de esas malas decisiones es resaltar cómo y en qué los argumentos son malos”. Mas un razonamiento así o da por sentado que la argumentación sea la vía para la demostración en estos temas de verdades objetivas únicas, de únicas respuestas correctas, con lo que el mejor argumento sería el demostrativo y todos los demás serían malos, aunque sea en distinta medida, o presupone la discrecionalidad, pues lo que hace buena la decisión no es su contenido en sí, sino el grado de convicción que encierren los argumentos que la sostienen.
Como señala Ruiz Sanz, “la integridad no es más que una forma de conciliar y equilibrar el peso relativo de los principios de justicia, equidad y debido proceso, pero no es un criterio suficiente por sí mismo para justificar la existencia de respuestas correctas, porque tiene sus propias limitaciones. Ni siquiera la integridad, por sí misma, podría justificar de forma convincente el que una respuesta sea “mejor” que otra porque es la más “íntegra” para la comunidad política, es decir, la más “coherente” con el conjunto de principios jurídicos que fundamentan las decisiones”. Mario Ruiz Sanz. La construcción coherente del derecho, Madrid, Dykinson, 2009, p. 126. Cfr.: Dworkin. “What the Constitution Says”, cit., p. 83. Merecen destacarse y vienen a cuento aquí, aunque estén referidas a la idea dworkiniana de integridad retratada en Law’s Empire, las palabras de Marisa Iglesias Vila: “La integridad no es un metacriterio que pueda disolver los conflictos irreductibles entre estos tres valores [justicia, equidad y legalidad] […] [E]l modelo de la integridad no puede superar el problema de la inconmensurabilidad entre interpretaciones y el del empate o igualdad en cuanto a sus méritos”, dificultad esta que, según dicha autora, “puede hacer inviable la tesis optimista de la respuesta correcta” (Iglesias Vila. Ob. cit., p. 157). Y más adelante insiste: “La ausencia de esta respuesta debe hallarse, entonces, en aquellos supuestos en los que el agente no puede justificar que la mejor teoría del derecho dirige a una solución unívoca. En estos casos, la coherencia entre las proposiciones de un esquema conceptual no es un criterio suficiente para seleccionar una alternativa como la más adecuada. Aquí, el derecho está indeterminado y, para obtener una conclusión, es necesario acudir al ejercicio de discreción fuerte, i. e., a la elección justificada entre diferentes alternativas admisibles de acción” (ibíd., p. 279). Dworkin. “What the Constitution Says”, cit., p. 82.
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La mejor concepción de esos valores-normas y la consiguiente “interpretación” mejor ¿serán cuáles?: Las que a cada uno que sea racional y razonable le parezcan mejor. Pero no tendrá por qué ser la misma para todos. Pero el debate está realmente en otro lado, en el lado político, y versa no sobre quién ha de tener la última palabra, como dice Dworkin, pues allí donde hay control de constitucionalidad la tienen los respectivos jueces que pueden ejercer ese control, sino sobre cuáles son los límites de ese control y sobre el uso más o menos extenso que de él deban hacer dichos jueces. Dworkin dice que su teoría de la interpretación moral de la Constitución es vista por los críticos como atentadora contra la democracia. Pero esto no tiene por qué ser así, y un positivista puede asumir dicho significado de la interpretación moral de la Constitución. Las diferencias están en otro lado y se dan entre los partidarios del activismo judicial y los partidarios de self-restraint, y los positivistas suelen alinearse en este segundo bando. Ahora bien: ni la interpretación moral de la Constitución, tal como ha quedado hasta ahora expuesta, es incompatible con el self-restraint, ni es la única vía posible para justificar un activismo judicial exacerbado. En este tema podríamos plantear la que cabría llamar ley del activismo judicial: el activismo judicial en detrimento del legislador y, por tanto, contramayoritario, es defendido con tanta mayor extensión cuanto mayores sean las posibilidades que al juez se asignen de conocer los contenidos de un orden de valores preexistente y vinculante. Pocos serán los que, negando o reduciendo mucho tal posibilidad, pretendan ampliar las posibilidades de enmienda judicial al legislador. En cambio, el efecto deslegitimador de las decisiones contramayoritarias no preocupa tanto a quienes piensan que por encima de la solución democrática ha de estar la solución verdadera, la objetivamente justa, y puesto que ésta preexiste, puede ser conocida y, además, es una solución jurídica aunque sea contraria a la ley democráticamente aprobada. El Dworkin de la única respuesta correcta andaba por aquí, y por eso servía tan bien al judicialismo de los constitucionalistas. ¿Dónde se ubica a este respecto este Dworkin de ahora? En una concepción de la democracia, la llamada “democracia constitucional”, independiente del principio mayoritario, en cuanto que éste se justifica en aquélla, pero también
Cfr. Dworkin. “Introduction: The Moral Reading and the Majoritarian Premise”, cit., p. 14. A ese activismo pueden llevar, por ejemplo, las teorías escépticas del tipo de las mantenidas por algunos autores del movimiento cls, con sus tesis de que en realidad el lenguaje de los enunciados legales nada significa o de que es imposible controlar de ningún modo la arbitrariedad decisoria de cualquier juez. Por supuesto, estamos hablando de la ley democráticamente aprobada cuyo significado no se opone al significado (semántica y sintaxis en mano) de una norma constitucional.
II. Neoconstitucionalismo
admite desde ella excepciones plenas por boca de los jueces. Mas seguir este tema ya nos sacaría del objeto de este trabajo. Sin embargo, le queda al neoconstitucionalismo sin resolver un problema muy agudo: ¿Cómo puede el juez averiguar esa respuesta correcta que el sistema jurídico prescribe (aunque no prescriba) para cada caso? ¿Hay algún método que le permita la juez ese hallazgo? En esto la gran aportación para el neoconstitucionalismo será la teoría de la ponderación de Robert Alexy. I I . m u c h a p o n d e r a c i n , p e r o m e n o s a r g u m e n ta c i n Alexy debe ser señalado como el gran expositor y sistematizador de la teoría de la argumentación jurídica. En realidad, son varias y distintas las teorías de la argumentación jurídica. Su nexo común podríamos reducirlo a los siguientes caracteres: a. Racionalidad dialógica. En los ámbitos de la razón práctica, que son aquellos en los que se han de tomar bajo incertidumbre decisiones sobre el curso de acción preferible, la racionalidad posible no es la que se deriva de dar con una solución cierta y ontológicamente preestablecida, de averiguar una solución materialmente predeterminada, ya sea en el orden natural de las cosas, ya en un mundo de ideas o objetivas o de valores materiales que prefiguran los contornos de la decisión acertada. La racionalidad de las decisiones sólo puede alcanzarse mediante el debate, mediante el diálogo y es, por tanto, siempre una racionalidad intersubjetivamente construida, sentada a partir de un intercambio de razones entre todos los reales o potenciales interesados en el asunto que se dirime. Por tanto, frente a la racionalidad monológica del modelo científico, donde el investigador puede hallar las verdades en la soledad de su gabinete o
Baste señalar que, según Dworkin, la “concepción constitucional de la democracia […] niega que sea un fin definitorio de la democracia el que las decisiones colectivas siempre o normalmente sean aquéllas que una mayoría o pluralidad de ciudadanos habrían apoyado si fueran completamente informados y racionales”. La democracia, desde esta doctrina de Dworkin, se define de otro modo: “[…] que decisiones colectivas deben ser tomadas por instituciones políticas cuya estructura, composición y prácticas traten a todos los miembros de la comunidad, en tanto que individuos, como iguales en merecimiento y respeto”. Y puede ocurrir que en determinados casos por un procedimiento no mayoritario, como el judicial, pueda quedar mejor protegido ese estatuto igual de los ciudadanos y que es definitorio de la democracia, de lo que lo estaba con arreglo al proceso mayoritario (ibíd., p. 17). De las dos concepciones de la democracia, la “mayoritaria” y la “constitucional”, “la primera acepta y la segunda rechaza la premisa mayoritaria” (ibíd., p. 20). Lo que Dworkin no nos explica es cómo es posible que el estatuto igual de todos los ciudadanos sea compatible con que los miembros de algunos órganos tengan un estatuto tan superior como para que sus decisiones puedan modificar las tomadas en procesos abiertos a la participación en igualdad de todos los ciudadanos y que dan lugar a decisiones apoyadas por la mayoría de ellos.
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de su laboratorio, siempre y cuando cuente con el método y las herramientas adecuados, en los campos de la decisión práctica y no puramente instrumental o técnica, en los ámbitos de la llamada razón práctica, las soluciones racionales no se averiguan, sino que se construyen; no se descubren, sino que se establecen; y se construyen y establecen mediante el diálogo intersubjetivo. b. Racionalidad consensual o consensualista. El patrón de racionalidad es el acuerdo, el consenso, pero no cualquier consenso. Para las filosofías de la racionalidad argumentativa o discursivas, no hay racionalidad sin consenso real o potencial, pero no todo consenso es racional, sino únicamente aquel que se alcanza en un proceso discursivo gobernado por las reglas de la argumentación racional. c. Racionalidad procedimental. Puesto que el parámetro de esta racionalidad es el consenso, se han de estipular las condiciones del consenso racional. Racional será sólo aquella decisión que alcance o sea apta para alcanzar el acuerdo entre todos los interlocutores que sean interesados reales o potenciales en el asunto sobre el que se decida, pero dicho acuerdo ha de ser la desembocadura de un proceso discursivo presidido por una serie de reglas que aseguren la libertad argumentativa de cada interlocutor y la igual consideración de todos ellos y de la dignidad de sus razones, que deben ser por igual tomadas en consideración en el debate. Por tanto, sólo será racional aquel acuerdo que, logrado bajo esa garantía de que el asentimiento no sea resultado de la violencia, el engaño o la discriminación, exprese un punto de vista imparcial y un interés general, el interés de todos una vez que son forzados por tales reglas procesales a renunciar al uso manipulativo de sus intereses particulares. d. Racionalidad formal. Si las decisiones racionales son las que se consiguen de tal manera, el contenido de la decisión racional no es un contenido materialmente sentado de antemano, sino uno que se ha de alcanzar y que será racional no por lo que en él se diga, sino porque a él se haya llegado en una argumentación respetuosa con aquellas reglas del argumentar racional. e. Racionalidad en escala o gradual. Se parte de un modelo de argumentación perfecta, en la que fueran interlocutores reales todos los interesados y en la que se respetaran plenamente esas reglas procesales de la argumentación racional. De ese modo tenemos algo parecido a lo que Habermas denomina la situación ideal de diálogo. Pero se trata de un modelo contrafáctico y se asume que los diversos condicionantes prácticos de las argumentaciones reales no permiten alcanzar tales decisiones que son plenamente racionales en su contenido porque se ha cumplido por completo con las mencionadas reglas. Sin embargo, ese modelo así postulado sirve de patrón o medida para juzgar de la mayor o menor racionalidad de las argumentaciones reales y, con ello, de la de sus resultados,
II. Neoconstitucionalismo
de las decisiones en que acaban. Por de pronto, hay ciertas discusiones que quedan de antemano descartadas, por razón de sus contenidos, como decisiones racionales. Son aquellas que en un contexto de racionalidad argumentativa jamás podrían ser consentidas por algunos de los interesados si no es porque media engaño o miedo. Tal sería el caso, por ejemplo, de una decisión legislativa que estableciera que serán esclavos los ciudadanos de una determinada raza. Aplicada al derecho una teoría de la argumentación con tales notas, cabe preguntarse por su utilidad y su virtualidad crítica, dados los condicionantes de las decisiones jurídicas y dado que en derecho importa no sólo que la decisión sea debatida y consensuada, sino también, y muy principalmente, que la decisión en efecto recaiga dentro de un plazo razonable y sirva, precisamente, para zanjar desacuerdos y enfrentamientos. Hay más acuerdo en que el modelo de racionalidad argumentativa se aplica mejor a la legislación y es útil para la teoría de la legislación, pero se debate la medida en que sirva como modelo de racionalidad de la decisión judicial. No podemos aquí entrar en más detalles al respecto, pero sí mencionar que lo que de útil tenga esta teoría para la valoración de las decisiones judiciales en términos de racionalidad vendrá dado por dos factores. Uno, la actitud del que decide, que sólo permitirá decisiones racionales si dicho decididor pretende que su elección puede ser convincente para lo que Perelman, uno de los grandes precursores de Alexy, llama el auditorio universal, compuesto por todos los seres humanos dotados de razón y en cuanto dotados de razón. Dos, la calidad de los argumentos con los que el decididor justifica su decisión, que no sólo han de pretender convencer a un auditorio universal (en lugar de persuadir mediante seducción y artificios retóricos a un auditorio particular formado por concretas personas), sino que han de estar exentos de elementos que los hagan incapaces de logar un acuerdo fundado en razones serias: falsas inferencias, datos falsos, juego deliberado con la ambigüedad, deficiente fundamentación de afirmaciones de contenido no evidente, etc. En resumidas cuentas, la teoría de la argumentación jurídica de impronta alexyana arranca de dar por sentado que las decisiones jurídicas son propia-
Véase al respecto la discusión entre Klaus Günther y Habermas, por un lado, y Alexy, por otro. Los primeros mantienen que el modelo de racionalidad argumentativa de Alexy sirve para juzgar de la racionalidad de las decisiones legislativas, en las que está presente el que llaman discurso de fundamentación, pero no para las decisiones judiciales, en las que el discurso es de aplicación y no se trata de establecer qué norma es la mejor, sino cómo se hace mejor justicia a los hechos y donde, por tanto, se debe argumentar sobre los hechos del caso y no sobre la justicia de las normas generales. Para un breve resumen de tal debate puede verse García Amado. “La teoría de la argumentación jurídica: logros y carencias”, en Revista de Ciencias Sociales, n.º 45, Valparaíso, 2000, pp. 117 y ss.
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mente decisiones y no puros actos de conocimiento y transposición de verdades preestablecidas, pero la asunción de ese componente decisorio no convierte las resoluciones de los operadores jurídicos, tales como legisladores o jueces, en puramente subjetivas, arbitrarias sin vuelta de hoja y no aptas para una crítica intersubjetiva que sea algo más que expresión de las preferencias personales e igualmente subjetivas del crítico de turno. Al contrario, una decisión jurídica vale, en términos de racionalidad, por lo que valen los argumentos que la sustentan, lo que éstos valen en cuanto aptos para alcanzar un acuerdo intersubjetivo. Cuanto más amplio y más racional acuerdo alcancen tales argumentos bajo aquellas condiciones de racionalidad argumentativa que hemos mencionado, tanto más racional podrá reputarse la correspondiente decisión. Así entendida la teoría de la argumentación jurídica y así expuestas las grandes líneas de su modelo de racionalidad de las decisiones jurídicas, tenemos que dicha teoría ni mantiene la existencia de una única solución correcta para cada caso ni niega la discrecionalidad judicial. Sirve para descartar determinadas decisiones como irracionales, bien porque jamás podrían ser libremente consentidas por interlocutores interesados y suficientemente ilustrados, bien porque, aun cuando tal consenso en hipótesis cupiera, aparecen tales decisiones justificadas con argumentos erróneos desde el punto de vista lógico-formal o empírico y a tenor de los saberes de cada momento, o con argumentos inadmisibles por arbitrarios o por incompatibles con los axiomas en que se apoya la teoría y la práctica del derecho del momento. Pero pueden ser varias y distintas las decisiones que caben como racionales porque sus argumentos sean en ese sentido correctos y porque puedan ser aptos para un consenso racional. En cuanto a la discrecionalidad, resulta claro que el elemento propiamente decisorio no queda descartado de las resoluciones judiciales. Las teorías de la argumentación vedan al juez aquellas decisiones irracionales por no aptas para un acuerdo intersubjetivo libre y bien fundado e imponen al juez la obligación de justificar argumentalmente con el máximo rigor y buscando con la máxima
Aquí viene a cuento la llamada Sonderfallthese o “tesis del caso especial” de Alexy. Señala Alexy que la argumentación jurídica está sometida a condicionamientos que la especifican y que condicionan sus resultados posibles y racionales, pues no puede tal argumentación, en particular la justificadora de decisiones judiciales, prescindir de ciertos datos. El discurso jurídico es un caso del discurso práctico general porque en él se plantea “una pretensión de corrección”. Pero es un “caso especial, porque la argumentación jurídica tiene lugar bajo una serie de condiciones limitadoras”: “la sujeción a la ley, la obligada consideración de los precedentes, su encuadre en la dogmática elaborada por la ciencia jurídica organizada institucionalmente, así como […] las limitaciones a través de las reglas del ordenamiento procesal”. Robert Alexy. Teoría de la argumentación jurídica (trad. de M. Atienza e I. Espejo), Lima, Palestra, 2007, p. 46.
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honestidad el consenso; pero, puesto que pueden ser varios los contenidos del fallo judicial que cumplan tales requisitos, al juez le compete elegir con prudencia la que le parezca decisión mejor y más convincente, no sólo para él, sino, pretendidamente al menos, para cualquier observador imparcial. Que el juez deba buscar la mejor decisión posible no implica dar por sentado, al estilo de Dworkin, que la decisión correcta sea sólo una. Si la perfección del modelo contrafáctico que sirve de patrón de medida es prácticamente imposible entre decididores humanos y en las sociedades reales, podremos hablar de decisiones mejores y peores, como más satisfactoriamente racionales o menos, pero no de la única decisión correcta. Creo que esa es la postura del primer Alexy, el de la Teoría de la argumentación jurídica, pero otros autores de la iusfilosofía discursiva han mantenido, en cambio, que sí existe para cada caso una decisión correcta única. Es el caso de Habermas en su obra Facticidad y validez, quien en esto se apoya en Klaus Günther y en su libro Der Sinn für Angemessenheit quien, a su vez, bebe a este respecto en Dworkin. Es muy curiosa la evolución del propio Alexy. Mientras que, por un lado, ha discutido esa tesis de Habermas y Günther sobre la única respuesta correcta, por otro, ha encontrado en el mismo Dworkin la gran inspiración para su doctrina de las normas constitucionales de derechos fundamentales como principios y para su teoría de la resolución judicial de los conflictos entre derechos fundamentales mediante el método de la ponderación. Por esa vía acaba Alexy por acercarse mucho a las tesis de la única respuesta correcta, al menos para esos casos en los que se pondera para dirimir conflictos de derechos. Veamos esto último con algo más de detenimiento. En la estela de Dworkin, entiende Alexy que el sistema jurídico se compone de dos tipos de normas: las reglas y los principios. Las reglas tienen la consabida estructura condicional si… entonces: ligan a un supuesto de hecho una determinada consecuencia jurídica. Si los hechos que se juzgan son subsumibles bajo el supuesto de hecho de la regla, debe seguirse la imposición de la consecuencia jurídica como contenido del fallo judicial del caso. Las reglas tienen dos propiedades a la hora de ser aplicadas. Una, que si dos reglas entran en conflicto para el mismo hecho, en cuanto que para él proponen soluciones distintas, esas dos reglas no pueden convivir en el sistema jurídico y el juez deberá eliminar una de ellas para poder decidir el caso, bien aplicando los métodos conocidos de resolución de antinomias, o bien, cuando persista la contradicción, eliminando directamente una de las dos. La segunda peculiaridad aplicativa de las reglas consiste en que o se aplican o no se aplican, pero no caben términos medios ni aplicaciones parciales.
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En cambio, los principios son mandatos de optimización. Una norma jurídica que sea un principio establece una obligación por la que el juez debe velar, pero esa obligación tiene una estructura distinta. El principio no tiene la forma condicional si… entonces, sino esta otra: debe hacerse X en la mayor medida posible. Según esto, la norma que dijera “Los ciudadanos deben ser honrados” sería un principio. Los principios tienen sus dos correspondientes peculiaridades aplicativas que los diferencian también de las reglas. La primera, que cuando dos principios concurren en un caso proponiendo soluciones diversas a éste, esos dos principios pueden seguir conviviendo dentro del sistema jurídico y no hay necesidad de eliminar del sistema uno de ellos. Entre principios, las antinomias no son mortales. La segunda, que los principios se aplican en escala, en más o en menos, según permitan o propugnen los hechos y circunstancias del caso. La aplicación de los principios no se da en términos de sí o no, de todo o nada, sino que es una aplicación “ponderada”. Veamos el principio imaginario de nuestro ejemplo, a tenor del cual “los ciudadanos deben ser honrados”. A la hora de que un juez establezca si la norma ha sido cumplida o no por un determinado ciudadano en un caso, habrá de atenerse al contexto y las circunstancias, pues hemos quedado en que esa norma es traducible a la siguiente expresión: “Los ciudadanos deben de ser todo lo honrados que en el contexto quepa y que las circunstancias permitan”. Pongamos que el ciudadano X fue infiel a su esposa, que el ciudadano Y finge agotamiento para prestar un menor rendimiento laboral y que el ciudadano Z hace apuestas en las carreras de caballos utilizando información privilegiada que le proporcionan algunos jinetes. ¿Cómo enjuiciar desde el principio mencionado tales comportamientos? Pues habrá que estar a cosas tales como las siguientes: cuántas veces fue X infiel, de qué manera, en qué condiciones, si su mujer también le era infiel o no, si era o no feliz en su matrimonio, si amaba o no a la otra persona, etc. En cuanto a Y, habrá que tener en cuenta en qué condiciones trabaja, cómo es tratado en su empresa, si está bien pagado o no, etc. Y en lo referido a Z, se habrá de mirar cuánta es esa información privilegiada y de qué tipo, cómo es su relación con esos jinetes que lo informan, si hay
Y asumamos también, como parte del ejemplo, que no hay en el sistema ninguna regla que declare legales tales comportamientos o que les señale específicas consecuencias sancionatorias. Esta precisión no es baladí, pues desde una perspectiva positivista podría sostenerse que esos principios no tienen más valor que el de ser justificación de las consiguientes reglas que los precisan en su alcance y que sólo sirven o para ayudar a la interpretación de tales reglas o para colmar las lagunas que puedan existir. En cambio, para la óptica neoconstitucionalista los principios puede servir también para justificar las excepciones en la aplicación de las reglas a ciertos casos que claramente caen bajo ellas.
II. Neoconstitucionalismo
más apostadores que procedan igual, qué relevancia social tienen las carreras de caballos y las apuestas, cuánto gana o pierde habitualmente Z al apostar, etc. Tenemos, pues, que la decisión aplicativa de principios se aproxima enormemente a lo que de forma tradicional se conoce como decisión en equidad o justicia del caso concreto. Alexy defiende en su teoría de la interpretación jurídica la preferencia de la norma positiva y de los cánones tradicionales mediante la que suele ser interpretada. Pero se trata de una preferencia prima facie , lo que significa que debe excepcionarse la aplicación de la norma positiva, incluso de la norma que para el caso sea clara, cuando comparezcan en sentido contrario razones muy fuertes de justicia o consecuencialistas, y siempre y cuando tales razones se argumenten de modo exhaustivo y muy competente en la correspondiente decisión. Vemos así cómo desde la moral se pueden justificar excepciones a la aplicación del derecho positivo. Pero no choca en Alexy, pues éste ataca la separación positivista entre derecho y moral e insiste en que a todo sistema jurídico le es inmanente y constitutiva una pretensión de justicia, por lo que la justicia es por definición norma suprema de todo derecho posible. ¿Nos acerca esto a la tesis de la única decisión correcta? Parece que un tanto sí, al menos en esos casos en que los mandatos de la justicia sean tan evidentes como para justificar que se contraríe en su nombre lo prescrito por el derecho positivo. Sea como sea, a Alexy su teoría de las normas jurídicas que son principios, y principios positivados, le sirve ante todo para proponer salida al problema de los conflictos entre derechos constitucionales. Casi todos los derechos fundamentales recogidos en las constituciones lo están en normas que serían principios y, por tanto, esas normas están abocadas a chocar en numerosos casos, sin que por ello ninguna deba ser descartada del sistema, y están llamadas también a ser
Cfr.: Alexy. “Juristische Interpretation”, en Recht, Vernunft, Diskurs, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1995, pp. 71 y ss., esp. pp. 90-91. Alexy. Teoría del discurso y derechos humanos, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 1995, pp. 57 y ss. Para Alexy, el derecho encierra siempre una pretensión de corrección (de ahí que el discurso jurídico sea un caso del discurso práctico general) y “[L]a pretensión de corrección formulada por el derecho comprende una pretensión de justicia. La justicia es la corrección con respecto a la distribución y al equilibrio, y el derecho, en todas sus ramificaciones, no puede prescindir de la distribución y el equilibrio. Las preguntas sobre la justicia son preguntas morales. Si el derecho realiza una distribución o equilibrios incorrectos, comete por ello una falla moral. Esta falla es, al mismo tiempo, una no ejecución de la pretensión de corrección necesariamente formulada por el derecho. La no ejecución de una pretensión necesariamente formulada por el derecho es, sin embargo, una falla jurídica” (Alexy. “Sobre la tesis de una conexión necesaria entre derecho y moral: la crítica de Bulygin”, en Robert Alexy y Eugenio Bulygin. La pretensión de corrección del derecho. La polémica sobre la relación entre derecho y moral, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2001, pp. 114-115.
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aplicadas mediante el método ponderativo. Pensemos en un ejemplo sencillo. Una norma constitucional, que llamaremos N1, dice que “Todos tienen derecho a la libertad de expresión”; otra norma constitucional, N2, dispone que “Todos tienen derecho al honor”. ¿Qué ocurre si un conciudadano mío, X, afirma en una reunión pública que sabe con total certeza que yo practico el bestialismo con gallinas? Si, por el momento, damos por sentado sin discusión que una afirmación así supone una mancha para mi honor, entendido aquí como reputación o estima pública, y puesto que es indudable en el caso que ese ciudadano se ha expresado libremente, tendríamos que mi conciudadano tanto ha ejercido su libertad de expresión como ha dañado mi honor, el honor que, según N2, yo tengo derecho a que se mantenga incólume. En otros términos, la acción de X consistente en proferir tal afirmación en la mencionada reunión pública tanto es subsumible bajo N1, y entonces es una acción permitida, puro ejercicio de un derecho de X, como es subsumible bajo N2, pues daña ese honor al que yo tengo derecho pleno. ¿Estamos, pues, ante una antinomia? Y, sea antinomia o no, ¿cómo se decide un caso así derecho en mano? Según Alexy, que en esto sintetiza –o lo pretende, al menos– lo que sería el método habitual de los tribunales constitucionales al decidir cuestiones así, y especialmente el Bundesverfassungsgericht, no hay esa antinomia mortal, pues N1 y N2 son principios, normas constitucionales de principio. Además, hay que ver el grado en que prevalece una u otra, pues, en tanto que principios, N1 y N2 son mandatos de optimización. Así que traduzcámoslas a principios por completo. N1 rezaría “Todos tienen derecho a la libertad de expresión en la mayor medida posible”, y N2 significaría “Todos tienen derecho al honor en la mayor medida posible”. ¿Qué marca para cada uno de esos derechos lo mayor posible de la medida? La competencia con otros derechos (u otras normas constitucionales que sean principios, aunque no sean normas que establezcan derechos) que concurren para el caso. Lo que, en el ejemplo que estamos manejando, pone límite a la absolutización o vigencia máxima de mi derecho al honor es el derecho a la libertad de expresión de X y lo que limita este derecho
Por eso mantiene Alexy que hay algunas normas de derechos fundamentales que son reglas, porque no admiten la ponderación y ganan siempre en su conflicto con cualquier norma de principio. Sería el caso, por ejemplo, de la prohibición de la tortura. Si la norma que contiene tal prohibición es un principio, cuando ese derecho a no ser torturado entre en conflicto con otro derecho fundamental de otros sujetos, se ha de ponderar cuál de los derechos gana y cabe que para el caso se admita la tortura o algún grado “ponderado” de tortura. En cambio, si es una regla gana siempre. ¿Pero no hemos quedado en que pueden los principios excepcionar a las reglas? Si en este supuesto que usamos como ejemplo no caben tales excepciones, habrá que entender que estamos ante una categoría especial de reglas, a las que tal vez podríamos llamar superreglas jurídicas.
II. Neoconstitucionalismo
de X es mi derecho al honor. Hasta aquí nos movemos en unos muy razonables términos abstractos. Ni el positivista más cerril negaría que unos derechos limitan el alcance de otros, y esto tanto en los derechos fundamentales presentes en la Constitución como entre cualesquiera derechos que puedan entrar en competencia en un caso. El derecho de Y al libre uso y disfrute de la vivienda está limitado por el derecho de Z, su casero y propietario de la vivienda, a que ésta no sea gravemente dañada por las acciones descuidadas o malintencionadas de Y. ¿Dejan acaso de ser reglas y pasan a ser principios la norma que funda el derecho de Y y la norma que funda el de Z? A nada que nos descuidemos, las reglas desaparecen, el sistema se nos llena de principios y los jueces se pasarán las sentencias ponderando y decidiendo según merezcan las circunstancias del caso, en equidad, por tanto. Pero dejemos la crítica para un poco más adelante y sigamos con la exposición sintética de las propuestas de Alexy. Según nuestro autor, prima facie tanto N1 como N2 vienen al caso. Además, se trata posiblemente de dos principios que en abstracto tienen un peso o importancia igual o muy similar dentro del esquema constitucional. ¿Cómo se soluciona esa doble candidatura para un caso que sólo puede decidirse dándome la razón a mí, y la preferencia a mi derecho, o dándosela a X y al derecho suyo? Pesando esos derechos a la luz de las circunstancias del caso concreto. Ese pesaje es lo que se denomina ponderación. Vistas esas circunstancias, esos datos de hecho, la balanza indicará cuál derecho pesa más en esta ocasión. ¿Vistos los hechos del caso o valorados los hechos del caso y, previamente, su prueba? Vistos, no valorados, pues una de las constantes de este tipo de doctrinas consiste en rehuir el término “valoración” cuando por tal se entiende algo distinto de una constatación objetiva (pues para constatación objetiva ya está el pesaje o ponderación) y se alude a la apreciación subjetiva del decididor. Porque si hay tal valoración subjetiva previa de los hechos del caso por el decididor, entonces el resultado del ulterior pesaje está seriamente condicionado por ella y la ponderación no es más que la constatación de lo que pesan unos hechos a los que previamente el decididor ha cargado del peso que quiere. Si a mí se me pide que tome una balanza para constatar si pesa más el objeto A o el objeto B, que parecen de peso muy similar, pero se me permite que manipule esos objetos antes de ponerlos en un platillo y el otro de la balanza y, además, cuento con mis razones para preferir que el objeto A pese más que el objeto B, tengo muy fácil el conseguir ese resultado deseado: limo el objeto B o le pego algún elemento más al objeto A. Luego diré que los pesé o ponderé y que en ese momento en verdad A pesaba más que B. Y no mentiré con tal afirmación, ciertamente.
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Pero no confundamos lo de Alexy con lo nuestro y sigamos con él. Para Alexy cada principio tiene por sí una importancia o peso en abstracto y en cada caso de conflicto hay que ver el peso en concreto que los hechos del caso tienen por sí. Ese peso de los hechos va a determinar el grado en que cada uno de los derechos-principios concurrentes se va a ver afectado, para bien o para mal, cuánto se ve por esos hechos favorecidos uno de los derechos y cuánto resulta dañado o limitado el otro. Para poder seguir trabajando con nuestro ejemplo, tendremos que adornarlo un poco, pues, tal como está, todavía no se puede hacer el pesaje. Así que añadamos lo que sigue. X hizo su afirmación una sola vez, sin poner mucho énfasis y como de pasada, en una reunión pública, pero en la que sólo estaban presentes diez personas, todas de su confianza y conocidas por su discreción. De hecho, sólo una de ellas lo fue contando por ahí y por eso yo acabé enterándome de que se me atribuía tal historia con mi gallina. Además, yo soy un personaje turbio, llevo a mis espaldas cinco divorcios, bebo en demasía, piropeo con descaro a las mujeres. Para colmo, X logra probar que él no se inventó mi hazaña sexual, sino que se la contó con gran convicción la portera de mi edificio, la cual, interrogada en el proceso, sostuvo sin pestañear que había llegado a esa conclusión porque por la noche oye cacarear con alarma a la gallina con la que convivo, en las horas en que esos ingenuos animales suelen reposar plácidamente. Pues bien, con esos datos en la mano, el tribunal deberá ponderar y podrá establecer el grado de merma que mi derecho al honor ha sufrido y el correlativo beneficio para el derecho de X a la libertad de expresión. Si resulta que mi derecho se ha dañado en poco y el de X sufriría un quebranto mayor si se le obligara a indemnizarme, gana la libertad de expresión de X. Si la ponderación da que semejante imputación hace trizas mi derecho al honor y, por el contrario, poco se ve afectado el derecho de X si ha de resarcirme, gano yo. ¿Cómo se sabe qué derecho gana en este caso, esto es, cuál es el nivel de afectación negativa del derecho de uno o positiva del otro? Ponderando esos derechos a la luz de las circunstancias que he explicado. ¿Qué es lo que sopesa, los derechos o los hechos? Las dos cosas, y siempre la una a la luz de la otra. ¿En qué consiste la ponderación exactamente, en la apreciación del grado de afectación de cada uno de los derechos o en el pesaje final una vez establecido eso? En las dos cosas.
Aquí, en aras de la simplificación, hemos optado por poner en litigio dos derechos-principios que tienen un peso abstracto igual o similar, o simplemente en asumir que así sea. Si usáramos derechos-principios de peso abstracto distinto tendríamos que complicar el razonamiento ponderativo y, al tiempo, habría que interrogarse también sobre la balanza con la que se averigua el peso abstracto y relativo de cada principio.
II. Neoconstitucionalismo
Esa ponderación va a dar seguramente un resultado distinto del que resultaría si fueran diferentes unas cuantas de esas circunstancias descritas; por ejemplo, que la reunión fuera de mil personas y que X hubiera dicho tres veces y entre risitas eso que de mí dijo. Llega el momento de explicar, aunque sea con gran brevedad, cómo se hace la ponderación, según Alexy. Pongamos que se juzga un caso de conflicto entre derechos fundamentales recogidos en normas constitucionales que son principios. Llamamos D1 y D2 a esos derechos enfrentados. Uno de ellos, D1, resulta limitado por la acción o medida que se enjuicia; el otro, D2, sale beneficiado de tal acción o medida. El juicio final dependerá del cotejo correlativo del perjuicio de D1 y el beneficio para D2. Ese cotejo se llama en su conjunto ponderación. Tiene tres pasos, en cada uno de los cuales se realiza un escrutinio distinto. El primero es “el test de idoneidad”, a fin de comprobar si de la medida o acción enjuiciada y que perjudica a D1 se deriva algún beneficio para otro derecho o principio, en este caso para D2. Si la respuesta es negativa, la acción o medida enjuiciada se reputará inconstitucional. El segundo es el “test de necesidad”, para comprobar si cabía una acción o medida alternativa que, beneficiando lo mismo D2, limitara menos D1. Si la respuesta es afirmativa, el juicio resultante es de inconstitucionalidad. El tercer test es el de “proporcionalidad en sentido estricto”. Se trata ahora de cotejar propiamente el perjuicio para D1 con el beneficio para D2. Si aquel perjuicio es mayor que este beneficio, es decir, si el balance global sale negativo, la acción o medida es inconstitucional. Si hay empate entre perjuicio y beneficio o si es mayor el beneficio para D2 que el quebranto de D1, el juicio de constitucionalidad debe ser positivo.
Críticamente y por extenso, García Amado. “El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica”, en Ricardo García Manrique (ed.). Derechos sociales y ponderación, Madrid, Fundación Coloquio Jurídico Europeo, 2007, pp. 249 y ss. Sin duda, el mejor comentario y desarrollo de los derechos fundamentales y la ponderación en Alexy puede encontrarse en Carlos Bernal Pulido. El principio de proporcionalidad y los derechos fundamentales, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 3.ª ed., 2007. Dice Alexy que los pasos para aplicar el test de proporcionalidad en sentido estricto, al que también llama “la ley de la ponderación”, son tres: “En el primer paso es preciso definir el grado de la no satisfacción o de afectación de uno de los principios. Luego, en un segundo paso, se define la importancia de la satisfacción del principio que juega en sentido contrario. Finalmente, en un tercer paso, debe definirse si la importancia de la satisfacción del principio contrario justifica la afectación o la no satisfacción del otro”. Ver su “Epílogo a la Teoría de los derechos fundamentales”, en Revista Española de Derecho Constitucional, n.º 66, septiembre-diciembre de 2002, p. 32 (trad. de Carlos Bernal Pulido). Este “Epílogo” fue redactado por Alexy para la traducción inglesa de su Teoría de los derechos fundamentales, publicada en el año 2002 por Oxford University Press bajo el título A Theory of Constitutional Rights. Actualmente figura también en la segunda edición castellana de la Teoría de los derechos fundamentales de Alexy traducida por Carlos Bernal Pulido (Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2007, pp. 511 y ss.).
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La aplicación de este test de proporcionalidad en sentido estricto presupone la asignación de magnitudes manejables de daño y beneficio para D1 y D2, respectivamente. Alexy no se engaña en exceso en cuanto al grado en que cabe afinar en semejante cálculo. Dice que normalmente funcionará con una escala trimembre de perjuicio o beneficio: mucho, regular y poco. Si resulta, por ejemplo, que D1 se daña en poco y D2 se beneficia regular, el resultado es positivo. Si es poco, regular o mucho tanto lo uno como lo otro, hay empate, el balance queda a cero y también es positivo el juicio. Si, por ejemplo, D1 sufre mucho y D2 se amplía poco, el juicio es negativo. Es fácil agotar las combinaciones posibles de esas tres magnitudes. Aplique el lector este método ponderativo al ejemplo de la gallina antes mencionado y vea cuánta objetividad cabe suponerle al resultado. O pensemos en otro supuesto. Pongamos que se juzga una ley que permite, bajo estrictas garantías y controles, la práctica de la eutanasia para enfermos terminales. Admitamos que con ello se merma el derecho a la vida, pero gana el derecho a la libertad personal. ¿Cuánto se limita el primero de esos derechos y cuánto gana el segundo? Parece muy claro que tales juicios dependerán enormemente de la concepción de la vida y de la libertad que maneje quien haya de decidir y de la consiguiente proyección sobre el caso de esos parámetros valorativos del intérprete. ¿O se trata acaso de magnitudes objetivas y constatables? Si es lo segundo, si son magnitudes objetivas y constatables, se deberá explicar por qué existe entre los ciudadanos y entre los juristas y jueces tan gran variedad de concepciones contrapuestas sobre el significado y alcance del derecho a la vida y del derecho a la libertad, y cómo es posible que puedan los jueces del caso averiguar el peso real de esos derechos allí donde todo el mundo discrepa y opina distinto, en función del pluralismo moral e ideológico que la propia Constitución consagra y ampara. Si, por contra, admitimos que es el decididor el que, desde su particular concepción del mundo y desde sus convicciones profundas, carga esos derechos concurrentes con sus valores positivos y negativos, resultará que lo determinante del resultado de la sentencia no es la ponderación del peso relativo de los derechos así “cargados”, sino aquella valoración previa que da a cada uno su peso. En este caso, la ponderación pierde toda pretensión posible de objetividad, no hay base ninguna para pretender en un asunto como éste que la resolución que se tome sea más correcta que la hipotética resolución contraria, y el llamado método de ponderación será, todo lo más, un esquema
Entre otros muchos lugares, puede verse Alexy. Teoría del discurso y derechos constitucionales, México D. F., Fontamara, 2005, pp. 64 y ss., 83 y ss. y 94 y ss.
II. Neoconstitucionalismo
argumentativo que señala en qué aspectos debe el juez hacer énfasis a la hora de hora de motivar su fallo, si bien más abajo haremos también alguna objeción a tal propósito. Pero no se acaban ahí las dificultades del método, ya que también los otros dos pasos o test pueden resultar muy engañosos. Volvamos a nuestro ejemplo. Hemos dicho que los derechos en competencia eran el derecho a la vida, por un lado, y el derecho a la libertad, por otro. Pero, ¿por qué ésos y no otros, además o en lugar de éstos? Pensemos en el principio de dignidad e introduzcámoslo en el debate. Los partidarios de la legalización de la eutanasia señalarán que la justifica el derecho de cada uno a una vida digna y su correlato en el derecho a una muerte digna y sin sufrimientos atroces. Los que se oponen aducirán seguramente que no hay mayor indignidad para la vida de una persona que el matarla, aunque sea por compasión, a lo que más de uno agregará –o pensará sin decirlo muy alto– que la vida de cada uno no es suya, sino de Dios, que el sufrimiento dignifica la muerte, etc. Ambos modos de pensar y de interpretar el principio de dignidad personal caben dentro de la Constitución que acoge el pluralismo como uno de sus supremos principios. Si metemos la dignidad en la ponderación del caso, cada cual valorará muy diferentemente su tipo –positivo o negativo– y su grado de afectación por la ley que permite la práctica de la eutanasia, y con ello volvemos a las incertidumbres del juicio de proporcionalidad en sentido estricto. Pero, antes de ese tercer paso, el resultado del test de idoneidad estará condicionado por la decisión de presentar el caso como pugna entre el derecho a la vida y el derecho a la libertad o entre el derecho a la vida y el derecho a la dignidad. Según qué derechos o principios seleccione el juez para hacer el test de idoneidad, resultará constitucionalmente idónea o no la medida enjuiciada. Si a usted le dicen que ha de ser el árbitro de un partido de fútbol en el que han de competir en buena lid dos equipos y en el que ha de ganar el equipo que objetivamente meta más goles, y se le dice que uno de los equipos será el Real Madrid, pero el otro puede seleccionarlo usted de entre una larga lista, si usted es fanático del Real Madrid usted va a procurar que gane haciendo que juegue contra la selección de casados veteranos de su barrio. En cambio, si usted detesta al Real Madrid lo va a poner a jugar contra el Arsenal y entonces es fácil que pierda. Luego, usted dirá que arbitró imparcialmente y con el mayor rigor el partido, pero no podrá pretender en serio que no tuvo nada que ver con que el Real Madrid ganara o perdiera. ¿Y qué pasa con el test de necesidad? ¿Cabe una medida alternativa a la eutanasia que satisfaga en el mismo grado el derecho del enfermo terminal, pero que dañe menos el derecho de enfrente? Para empezar, todo dependerá, de nuevo, de cómo, con qué contenido se conciba el derecho a la vida. Pero,
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además y sobre todo, y en lo que a este concreto test se refiere, todo dependerá de cuántas alternativas se quieran introducir y cómo se valoren. Quien se opone a la eutanasia invoca el derecho a la vida, que no abarca el derecho a decidir sobre la propia muerte. Quien la defiende echa mano del derecho de libertad para mantener que el derecho a la vida no está en conflicto con la libertad para decidir sobre la propia muerte en ciertos casos de enfermedad terminal y para evitar sufrimientos terribles, físicos o morales. Pero supongamos que se deja de lado ese debate y que se quiere eliminar la constitucionalidad de la ley en cuestión tomando a sus defensores por la palabra. Esto se podrá conseguir jugando con el test de necesidad y sacando de la manga alguna alternativa menos dañosa para el derecho que, desde este punto de vista del opuesto a la eutanasia, padece restricción en esa ley: el derecho a la vida. Puesto que los defensores han dicho que se ha de respetar el derecho a evitarse dolor, angustia y sufrimientos en una situación de enfermedad incurable, se podría decir que bastaría que la ley admitiera la fuerte sedación de tal paciente y que se le ponga en situación de no experimentar dolor físico ni sufrimiento psíquico. ¿Tal medida alternativa dañaría menos el derecho a la vida –al menos desde ciertas concepciones del derecho a la vida–? Para muchos, sin duda sí. Entonces, la ley de eutanasia no pasa el test de necesidad… para los que así piensan. En resumen, los resultados del test de necesidad se condicionan desde tres frentes, que suponen otras tantas valoraciones del decididor: el contenido que se asigne a los derechos-principios, las alternativas de regulación posible que quieran introducirse en el debate –para lo cual será crucial la imaginación que despliegue quien decida– y la apreciación que de esas alternativas se haga en cuanto a si afectan o no, y cuánto, al derecho limitado. Permítaseme una anécdota personal. Hace unos meses conversaba con un buen amigo e importante abogado que estaba defendiendo ante un tribunal internacional ciertas medidas legales de su estado que habían sido denunciadas ante ese tribunal, competente en el asunto. El denunciante y los fiscales sostenían que esa medida legal del estado chocaba frontalmente contra un derecho que tal tribunal viene considerando intangible; es decir, que viene tratando como si fuera una regla, en el esquema de Alexy. Y mi amigo me decía: “He de conseguir que el tribunal vea tal derecho como un principio, para que admita que puede ponderarse contra los otros derechos o principios que amparan la medida de mi Estado”. Así pues, ¿ese derecho era en sí una regla o depende de cómo quiera “leerlo” el intérprete? Parece que lo segundo y que la asignación a una norma constitucional de la condición de regla o principio es secuela o consecuencia de la previa “elección de método” por el intérprete: si quiere entrar a ponderar para admitir que el derecho pueda limitarse, dirá que es un
II. Neoconstitucionalismo
principio; si prefiere excluir de antemano la juridicidad de la medida limitadora, dirá que aquel derecho está amparado por una regla. Muy nítidamente se aprecia lo anterior en otro ejemplo, muy polémico en Alemania durante estos últimos años. Para Günther Dürig, en su comentario de 1958 al artículo 1.º de la Constitución alemana, la dignidad humana, que en dicho artículo se califica como intocable (“unantastbar”), equivaldría a lo que hoy se llamaría una regla, y no admite limitación en nombre de ningún otro derecho o principio, pues es la columna vertebral de todo el sistema jurídico y la razón de ser o núcleo de todos los demás derechos. El Tribunal Constitucional Alemán ha venido entendiéndolo y aplicándolo así. Un importante ejemplo reciente es la sentencia en la que declara la inconstitucionalidad de la ley federal que permitía el derribo de aviones de pasajeros en caso de que hayan sido tomados por terroristas y quepa una fundada certeza de que van a ser usados para provocar una masacre del estilo 11 de septiembre. En una reciente puesta al día del tratado de Maunz-Dürig en el que figuraba tal comentario de Dürig al artículo 1.º, Mathias Herdegen, constitucionalista de la Universidad de Bonn, ha redactado un nuevo comentario de dicho artículo en el que se apunta que el derecho a la dignidad sería un derecho del mismo tipo que los demás derechos fundamentales contenidos en la Constitución alemana y, por tanto, abierto a la ponderación. Frente a tal interpretación del artículo 1.º ha reaccionado fuertemente Böckenförde, prestigiosísimo constitucionalista también, ex magistrado constitucional y, curiosamente, uno de los más duros críticos del neoconstitucionalismo principialista. ¿Quién tiene más razón? ¿Ese artículo 1.º encierra lo que en sí objetivamente es una regla, de modo que es falsa la tesis de Herdegen, o simplemente les (nos) parece a muchos mejor que sea tratado como una regla? Si es lo primero, cuando el principio de dignidad entre en juego en una sentencia bastará, en términos de
1BvR 357/05. Esta sentencia es del 15 de febrero de 2006. Véanse especialmente sus párrafos 118 y siguientes. Cfr.: Mathias Herdegen. “Art. 1 Abs. 1 I”, en Maunz-Dürig. Grundgesetz Kommentar, Múnich, Beck, 2003 (Lfg 42), pp. 24 y ss. El asunto tiene importancia capital en el debate que en Alemania viene dándose sobre si en algún caso puede estar constitucionalmente justificada la práctica de la tortura. Una exposición de esta polémica puede verse en Ignacio Gutiérrez Gutiérrez. “La dignidad quebrada”, en Teoría y realidad constitucional, n.º 14, 2004, pp. 331 y ss. Téngase en cuenta que, en su comentario original, Dürig había mencionado la tortura entre los supuestos de atentado contra la “unantastbar” dignidad (Cfr. Dürig, ii-3, p. 15 - Citamos por la “Sonderdruck” que la editorial Beck ha realizado del comentario de Dürig a los artículos 1 y 2 de la Ley Fundamental de Bonn en el Tratado Maunz-Dürig (Günter Dürig. Kommentierung der Artikel 1 und 2 Grundgesetz, Múnich, Beck, 2003). Cfr. Ernst W. Böckenförde. “Bleibt die Menschenwürde unantastbar?”, en Blätter für deutsche und internationale Politik, n.º 10, 2004, pp. 1216 y ss.
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argumentación, que se diga que es una regla y que no puede admitir limitación ninguna. Si es lo segundo, el juez –o profesor– que lo quiera calificar como regla deberá argumentar exigentemente las razones morales, políticas y prácticas que hagan preferible tal opción interpretativa y aplicativa. En este último caso, se estará asumiendo que esta o aquella norma constitucional no es una regla o un principio, sino que es el intérprete el que la hace una cosa u otra, según sea que quiera o no entrar a ponderar, según sea que prefiera o no admitir limitaciones para el correspondiente derecho o principio. Pero, entonces, repito, al razonamiento puramente ponderativo, con todas sus dependencias de valoraciones previas sobre grados de afectación de derechos y de cuáles derechos, deberá siempre anteceder la argumentación sobre el porqué de asignar a las normas constitucionales que vengan al caso una condición u otra, la de reglas o la de principios. Dar por supuesta, como dato ontológico-jurídico, esa condición es hurtar a la argumentación y, con ello, a la racionalidad argumentativa de la decisión, el dato esencial que desde el punto de partida condiciona el fallo. Esas son las razones por las que venimos diciendo que, en clave de racionalidad argumentativa y de teoría de la argumentación jurídica, la actual apoteosis de la ponderación constitucional suele implicar una minusvaloración de las exigencia de justificación argumentativa de las decisiones y la tácita asunción de un objetivismo decisorio que casa mal con los presupuestos de aquel tipo de racionalidad. Si la racionalidad argumentativa de las decisiones judiciales implica que el juez ha de justificar expresamente todas y cada una de sus valoraciones que sean determinantes del fallo, cuando se recurre a los esquemas de la ponderación deberían aparecer explícitamente justificadas las siguientes opciones: a. el contenido y alcance de los derechos que se manejan para el caso, lo que –al menos para el punto de vista positivista– supone justificar la interpretación que se hace de los enunciados normativos que expresan dichos derechos; b. la decisión de poner a competir en el caso unos derechos y no otros, de todos los que podrían ser candidatos para la ponderación; c. el juicio que afirma o niega que la medida o acción enjuiciada afecta negativamente a un derecho de esos previamente seleccionados; d. la afirmación o negación de que esa medida o acción beneficia a uno de esos derechos previamente seleccionados; e. la afirmación de que caben o no alternativas más favorables para el derecho que se dice limitado; f. el grado (mucho, regular o poco) de afectación positiva que se asigna al derecho previamente seleccionado como beneficiario y el de afectación negativa del otro previamente seleccionado como perjudicado. El más elemental repaso de las jurisprudencias constitucionales que apelan para justificar sus decisiones en estos asuntos al método ponderativo muestra
II. Neoconstitucionalismo
bien a las claras que no suele argumentarse apenas sobre los señalados extremos. Al contrario, se finge un objetivismo tal, que pareciera que los derechos y sus normas compiten porque sí y por sí mismos, no porque el aplicador los trae al caso; que cada uno pesa por sí y en abstracto lo que pesa; que los hechos del caso son claros y es evidente su peso a la hora de hacer la cuenta de cuánto afectan a los derechos en pugna, y que el tribunal de turno no hace más que averiguar, que constatar, el resultado objetivo del pesaje en el caso. Idénticas certezas a las que se aparentaban en el siglo xix al usar el método de la mera subsunción. Esa apariencia de objetividad del razonamiento aplicativo es la que sirve para dar por excluido o muy limitado el ejercicio de discrecionalidad judicial, lo cual, a su vez, es el pretexto perfecto para rebajar el listón de las exigencias argumentativas. Cuando el derecho y los hechos hablan por sí mismos y por sí mismos se ponen en relación, se acoplan y dan las repuestas, poco pone el decididor de su parte y, por tanto, poco tiene que justificar. Las cosas son como son y no hay más vueltas que darles. Y para saber cómo son y decírnoslo están los jueces; y los profesores. I I I . ¿ o b j e t i v i da d ? ¿ q u o b j e t i v i da d ? El llamado neoconstitucionalismo entiende que la Constitución no se agota en los enunciados constitucionales ni en las interpretaciones posibles que de esos enunciados quepan de la mano con la semántica y la sintaxis de nuestro lenguaje ni con los cánones de la interpretación usuales en la práctica jurídica y que sirven para justificar la elección de alguna de esas interpretaciones posibles. La Constitución es más que el texto constitucional, puesto que de ella forma parte también un contexto axiológico, razón ésta por la que la aplicación de la Constitución debe en muchas ocasiones ir más allá de la pura interpretación de sus enunciados y de la apreciación de la prueba de los hechos del caso y buscar que en los fallos constitucionales se realicen esos valores objetivos que son, al tiempo que morales, también valores constitucionales. A la hora de justificar esos contenidos axiológicos objetivos de la Constitución, que la aclaran, la completan y proporcionan respuesta más segura o plenamente cierta para los casos, el neoconstitucionalismo tiene una serie de precedentes y se apoya en una serie de doctrinas principales. La primera, la tesis de la doctrina y la jurisprudencia constitucional alemanas de hace medio siglo, según la cual la Constitución encierra en última instancia un orden objetivo de valores que tienen un “efecto de irradiación” sobre el contenido de los enunciados constitucionales, especialmente sobre el referido a derechos y principios constitucionales, de tal manera que, en las versiones más radicales, como la de
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Dürig, se llega a proclamar que la Constitución toda está en esencia o in nuce contenida en una o unas pocas cláusulas valorativas de las recogidas en ella. Esos valores morales y constitucionales a un tiempo y que marcan tanto la esencia de la Constitución como su capacidad resolutoria de cualquier caso, eliminando o limando la discrecionalidad del aplicador, tienen distinta naturaleza y distinto origen. Algunos autores piensan en el derecho natural como la sede de aquéllos o dan por supuestos determinados valores religiosos, pero otros se acogen a filosofías de los valores distintas. De todos modos, los neoconstitucionalistas de hoy no suelen ser muy explícitos ni profundos a la hora de fundamentar esa ontología de los valores y las vías para su conocimiento y se suele dar por supuesto que argumentando se da con ellos, aunque, al final, acaba esta jurisprudencia moralizante y axiologizadora padeciendo graves deficiencias argumentativas, por lo que la teoría de la argumentación más parece que funciona como excusa que como verdadera fuente de esos conocimientos que se postulan. El aire conservador que impregnaba esas filosofías morales subyacentes quedó resuelto con Dworkin, autor cuyo progresismo parece fuera de dudas y que viene a insistir en la fuente social de dichos valores jurídicos, enésimo trasunto del positivismo, aunque sea ahora un positivismo moral. Pone en la concreta sociedad del momento la residencia de los valores morales que son al tiempo derecho, por lo que pareciera que el sistema jurídico, pese a la minusvaloración del legislador democrático, acaba siendo democrático de otra manera, como por ósmosis. Mediante tan curiosa y dialéctica síntesis, el pluralismo moral de las sociedades se resuelve y se disuelve en unas constituciones moralmente unívocas que expresan, sin embargo, la moral de las respectivas sociedades: tanto como para que ellas y el sistema jurídico todo, así alimentado de tal moral, contenga una única respuesta correcta para cada caso. Faltaba un método que, sobre tales bases, permitiera lo siguiente: trasladar esos valores objetivos a las decisiones judiciales que los aplican, de tal manera que éstas no aparezcan como determinadas por valoraciones de los valores, por apreciaciones subjetivas del contenido de esos valores presuntamente objetivos, sino como “aplicación” de las respuestas que para los casos dictan, desde su contenido en sí, esos valores. En otras palabras, afirmada la tesis ontológica de la existencia de aquellos valores como orden objetivo de valores, había que resolver el problema epistemológico de su conocimiento y manejo práctico. No se hace al respecto doctrina epistemológica, como veremos, sino que se da el salto a proponer el método que aligera tal problema: el método de la ponderación. Y sobre éste volvemos a insistir: si ponderar es sinónimo de valorar personalmente de buena fe o si admitimos que el resultado de esa etapa final de la ponderación, el dar cuenta de los productos del pesaje, depende de valoraciones así, el
II. Neoconstitucionalismo
método ponderativo sirve, a lo más, para resaltar algunos aspectos de la decisión que, por valorativos, deben ser exigentemente argumentados. Pero entonces resultaría que estaríamos negando todos los anteriores puntos de partida: o no hay tal orden objetivo de valores, o es de contenido sumamente inconcreto, o es de contenido incognoscible con un mínimo rigor y, en cualquiera de estos casos, vuelve a campar por sus respetos esa discrecionalidad que afirma el malhadado positivismo y que se quería negar o reducir drásticamente. Acabamos por llegar a los fundamentos filosóficos del neoconstitucionalismo. Afirmaciones como la de que la Constitución tiene una sustancia axiológica objetiva o constituye un orden objetivo de valores, o la de que el juez debe guiar sus decisiones por los contenidos de tales valores para el caso, se quedan en puros dogmas superficiales y acríticos si no se argumentan suficientemente en cuanto a sus porqués, sus cómos y sus “para qués”. Y, en mi opinión, eso es lo que falta a gran parte del neoconstitucionalismo, pues sus deficiencias fundamentadoras son más palmarias que las de aquel constitucionalismo moralizante alemán de los años cincuenta y sesenta. No digo que fundamentos tales no sean posibles, pues existen muy competentes filosofías morales de corte objetivista y cognitivista a las que podría acudirse a tal fin. Lo que digo es que en esto muchos de los llamados neoconstitucionalistas suelen mantenerse en una indefinición que parece hacer sus postulados axiológicos compatibles lo mismo con el intuicionismo, con la filosofía material de los valores, con los iusnaturalismos varios, con planteamientos éticos sociologistas y consensualistas, con las éticas discursivas o con idealismos éticos diversos. Mucho me temo que bastantes constitucionalistas hacen de esa necesidad virtud y, a base de superficialidad y escurrir el bulto de lo esencial sobre sus esencias, pretenden pasar directamente al contenido político y abruptamente moralizante de sus posturas. Lo cual a los más escépticos nos hace pensar más bien que su muy proclamada moral jurídica tiene más de emotivismo o de prescriptivismo que de otra cosa y acabaría siendo una nueva forma de positivismo jurídico ideológico, si bien entendiendo que el derecho “positivo” que por sus contenidos morales obliga al acatamiento de ciudadanos, legisladores y jueces es el de la moral que “positivamente” cultivan los neoconstitucionalistas.
Parece que algo de esta sospecha está detrás de la pregunta de Sanford Levinson: “Is Ronald Dworkin in fact the definitive source on what Hercules would in fact conclude, or is it possible that Dworkin himself might misapply “Dworkinian” jurisprudence?”. Sanford Levinson. “Hercules, Abraham Lincoln, the United States Constitution, and the Problem of Slavery”, en Arthur Ripstein (ed.). Ronald Dworkin, Cambridge University Press, 2007, p. 161. Dice Comanducci del neoconstitucionalismo que “[D]ado que algunos de sus promotores (pienso por ejemplo en Alexy, Dworkin y Zagrebelsky) entienden que, en los ordenamientos democráticos y
6. Neoconstitucionalismo, ponderaciones y respuestas más o menos correctas…
Este riesgo lo proclaman incluso autores no muy alejados del neoconstitucionalismo, como es el caso de Prieto Sanchís. Dice Prieto que no clave excluir esa derivación relativa al problema de la obediencia”, pues “si el derecho presenta ese lado ético y sus normas se identifican con arreglo a ciertas pautas morales, entonces bien pude postularse alguna forma más o menos vigorosa de obligación de obediencia (moral, claro está) a las normas jurídicas”. Afirma este autor que él no comparte “esa forma de entender el constitucionalismo”. Ahora bien: el mismo Prieto apunta también que el neoconstitucionalismo niega la tesis positivista de separación entre derecho y moral y mantiene que “la validez de las normas y decisiones ya no depende de su mera existencia u origen social, sino de su adecuación formal y sustantiva a la Constitución, y más aún, de su consistencia práctica con ese horizonte de moralidad que preside y se recrea en la argumentación constitucional”. En esto último está la clave. Por un lado, vemos ahí perfectamente dibujada la típica indefinición de las tesis neoconstitucionalistas, pues no se sabe muy bien –y no se explica más– qué es eso de la “consistencia práctica” con un “horizonte de moralidad” y cómo y con qué precisión aparece la “argumentación constitucional” determinada por tal horizonte. ¿Es un horizonte hermenéutico en la senda de Gadamer? ¿Se está aludiendo a un fenomenológico Lebenswelt? ¿Es predeterminación de contenidos desde una pragmática cuasitrascendental de estilo habermasiano? No lo sabemos, puede ser cualquiera de esas cosas o todas al tiempo; o ninguna. Pero, más allá de eso, interesa resaltar otro aspecto. Sólo tiene sentido para el antipositivismo afirmar la conexión necesaria entre derecho y moral por referencia a una moral cierta y verdadera. La negación de la separación entre derecho y moral desde posturas de escepticismo o relativismo moral tendría efectos mucho más “disolventes” y anárquicos que lo que se imputa al positivismo para combatir dicha separación que le es propia. Cuando dice que la Constitución está cargada de moral, del modo como el neoconstitucionalismo entiende esa “carga”, no se quiere decir de cualquier moral, pues en tal caso habría que decir que moralmente cualquier constitución es igual a cualquier otra y que la moral que contiene es la
constitucionalizados contemporáneos, se produce una conexión necesaria entre derecho y moral, el neoconstitucionalismo ideológico se muestra proclive a entender que puede subsistir hoy una obligación moral de obedecer a la Constitución y a las leyes que son conformes a la Constitución. Y en este específico sentido el neoconstitucionalismo puede ser considerado como una moderna variante del positivismo ideológico del siglo xix, que predicaba la obligación moral de obedecer la ley”. Paolo Comanducci. “Formas de (neo)constitucionalismo: un análisis metateórico”, en Miguel Carbonell (ed.). Neoconstitucionalismo(s), Madrid, Trotta, 2003, p. 86. Luis Prieto Sanchís. Justicia constitucional y derechos fundamentales, Madrid, Trotta, 2003, p. 103. Ibíd., p. 103.
II. Neoconstitucionalismo
contingente moral de la respectiva sociedad, liberal o totalitaria, igualitaria o, por ejemplo, racista. Y si la Constitución está impregnada de la moral verdadera, es ésta la que ha de dirigir su concreción legal y su aplicación judicial, es esa moral verdadera la que debe guiar también el control judicial de constitucionalidad y, en consecuencia, se hace extraño pensar que no engendre una obligación moral de obediencia a las normas basadas en ella, en esa moral constitucional verdadera. Distinto es que se respete el derecho del desobediente a equivocarse, que una norma jurídica ampare como derecho la desobediencia del ciudadano a la verdadera moral. Pero esa desobediencia sería moralmente mala y epistemológicamente un error. Otra cosa no tiene sentido en un neoconstitucionalismo que quiera mantenerse mínimamente coherente. A lo anterior se replicará que esa moral constitucional, pongamos que verdadera, no es suficientemente precisa como para que los ciudadanos puedan conocer con exactitud en qué detalle y hasta qué punto los obliga en cada caso a obedecer o no la norma legal. Pero si se acepta esto, que parece tan razonable, habrá por la misma razón que restringir la posibilidad de que los jueces constitucionales conozcan de la constitucionalidad de la ley por referencia a ese “horizonte de moralidad constitucional”, como el neoconstitucionalismo suele pretender, y tendríamos ahí una excelente base para afirmar la prioridad del legislador, salvo en los casos de flagrante contradicción con la Constitución –que serán siempre casos de contradicción con la “letra” constitucional–, y, por consiguiente, una excelente base para propugnar el self-restraint de los jueces constitucionales. ¿Qué tendrían que justificar sobre el fondo de su doctrina para hacer inmerecida esta crítica? Al menos lo siguiente. En el plano ontológico, explicar: a. De qué sustancia se componen los valores, cuál es su naturaleza última: si son ideas platónicas; si son entidades ideales pero “formales”, al estilo de Scheler y Hartmann y de cierta fenomenología; si son entidades “intelectuales” del calibre del “mundo tres” de Popper o del “tercer género de materialidad” de que habla Gustavo Bueno; si son datos inscritos en la naturaleza humana, al
El positivismo ideológico, el que al unir derecho y moral sanciona la obligación moral de obedecer al derecho, tiene su reverso en la consideración del delito como algo más que mera acción antijurídica, típica y culpable: el delito es una perversión, una inmoralidad, una autodenigración del delincuente. Así lo vemos muy claramente en uno de los padres del neoconstitucionalismo, Günther Dürig: “El valor de la dignidad que es propio de todo ser humano está también presente en el aquel concreto ser humano (por ejemplo el delincuente) que mal usa la libertad para su propia degradación (y precisamente esa libre posibilidad de autodegradación –un proceder que en el mundo animal es impensable– prueba esa posibilidad de libre configuración de uno mismo que constituye la dignidad propia de cada hombre)” (ii-2, p. 12).
6. Neoconstitucionalismo, ponderaciones y respuestas más o menos correctas…
modo del iusnaturalismo racionalista, o puestos en ella por Dios, como quiere el iusnaturalismo escolástico; si son condiciones trascendentales del pensamiento humano; si son condiciones cuasitrascendentales de la comunicación lingüística; si son configuraciones históricas de un hegeliano espíritu objetivo; si son elementos del imaginario social vigente en un determinado momento histórico; si son elementos ideológicos, ya sea en el sentido negativo –que se supone que no– de Marx o en el neutro de Mannheim, etc. b. Cuál es el grado en que esos valores están rellenos de contenidos predeterminados, necesarios e inmutables, cuál el que tienen de contenidos cambiantes a merced de las historias y las mentalidades y cuál el que tienen de inconcreción o indeterminación. c. Cómo se estructura el sistema en función del tipo de interrelaciones que se dan entre los elementos –valores– que lo componen: si forman un sistema de los que Kelsen llamaba estáticos y en el que el contenido del valor superior y más general se va desplegando en valores inferiores que son concreciones de ese valor más general y de los sucesivos valores de tal pirámide en orden descendente, como parece que estaba en buena parte presuponiendo Günter Dürig, o si hay escala de valores, pero ordenados no de más abarcadores a menos, sino como valores autónomos y jerarquizados por importancia, por su “valor”, como sería el sistema de Max Scheler. Definido lo anterior, habría de resolverse luego el problema epistemológico, el de cómo pueden conocerse esos valores y quién puede conocerlos, explicando: a. Cuál es el “órgano”, propiedad humana o capacidad que los capta: si la propia naturaleza del ser racional, si una especie de alma por “anamnesis”, si la intuición, si la sensibilidad moral, si los sentidos, si el adiestramiento mediante la educación, si la fe, si la confianza en alguna autoridad terrenal o supraterrena, si la intersubjetividad, si el espíritu del pueblo, etc. b. Con qué grado de certeza y concreción puede conocerse su contenido: si de modo pleno y preciso, si de modo aproximado o puramente provisional, si como ecos inciertos, si de manera en todo, en mucho o en poco condicionada por el contexto socio-histórico o el mundo de la vida, etc. c. Quién puede conocer esos contenidos: si todas las personas, las mayorías, alguna minoría o sólo individuos determinados que tengan ciertas propiedades o habilidades especiales. Mientras tales asuntos no se expliciten con algún rigor y una mínima claridad, tendremos la sensación de que mucho de lo que llamamos neoconstitucionalismo juega al todo vale con tal de que se decida como yo quiero, y seguiremos pensando algunos que se trata de una doctrina mucho más política que iusfilosófica y mucho más prosaicamente moralizante que propiamente ética o jurídica.
7. e l j u i c i o d e p o n d e r a c i n y s u s pa r t e s . u n a c r t i c a I. p la n t e a m i e n to En este trabajo esbozaré varias tesis: 1. La ponderación (Abwägung), como método, no tiene autonomía, pues su resultado depende de la interpretación de las normas constitucionales o legales que vengan al caso. 2. Cuando los tribunales constitucionales dicen que ponderan siguen aplicando el tradicional método interpretativo/subsuntivo, pero cambiando en parte la terminología y con menor rigor argumentativo, pues dejan de argumentar sobre lo que verdaderamente guía sus decisiones: las razones y valoraciones que determinan sus elecciones interpretativas. 3. Si lo anterior es cierto, implica que no hay diferencias cualitativas y metodológicamente relevantes entre: a. Reglas y principios. b. Decisiones de casos constitucionales y casos de legislación ordinaria. 4. Todo esto implica que todo caso, tanto de legalidad ordinaria como constitucional, puede ser presentado, decidido y fundamentado como caso de conflicto entre principios (incluso constitucionales) o de subsunción bajo reglas. Esto, más en concreto, quiere decir: a. Que todo caso de legalidad ordinaria puede ser transformado en caso de conflicto entre principios. b. Que todo caso de los que deciden los tribunales constitucionales puede reconducirse a un problema de subsunción de hechos bajo (la referencia de) enunciados, con la necesaria mediación, por tanto, de la actividad interpretativa, es decir, de decisiones de atribución de significado (de entre los significados posibles). No podré aquí fundamentar por extenso todas estas tesis entre sí ligadas. Algunas aparecerán sólo tangencialmente, aunque todas subyacen a lo que en este trabajo sostendré. El método que emplearé será el siguiente. Tomaré tres de las sentencias alemanas que Alexy en el “Epílogo” a la traducción inglesa de su teoría de los
Robert Alexy. “Epílogo a la Teoría de los derechos fundamentales”, en Revista Española de Derecho Constitucinal, año 22, n.º 66, septiembre-diciembre de 2002, traducción del alemán a cargo de Carlos Bernal. Del mismo trabajo y con idéntica traducción, y con presentación de Francisco Rubio Llorente, hay edición independiente en Madrid, Colegio de Registradores de la Propiedad, Mercantiles y Bienes Muebles de España, 2004. Aquí citaremos por la primera publicación mencionada.
II. Neoconstitucionalismo
derechos fundamentales (y en otros varios trabajos; pero aquí me centraré sólo en el Epílogo) usa como muestras de aplicación clara y buen funcionamiento del principio de proporcionalidad (Verhältnismässigkeitsgrundsatz), con sus tres subprincipios, idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto (Geeignigkeit, Erforderlichkeit, Verhältnismässigkeit im engeren Sinne). Con el análisis detallado del razonamiento contenido en esas tres sentencias trato de poner de relieve que dichos tres principios carecen de autonomía operativa y son, al menos en cierto sentido, triviales o prescindibles, pues las magnitudes sobre las que se aplican (lo que se “pesa”) o el resultado de su aplicación (el “peso” resultante) está decisivamente condicionado por las interpretaciones previas que de las normas que vengan al caso haya hecho el Tribunal, y, con ello, por las contingentes valoraciones o preferencias del Tribunal. En otras palabras, un tanto simplificadoras: es la conciencia valorativa del Tribunal, su ideología, lo que determina tanto qué es lo que en concreto se ha de pesar, de poner en cada platillo de la balanza, como el resultado de ese pesaje o ponderación. II. lo s s u b p r i n c i pi o s d e la p o n d e rac i n y la s c o n d i c i o n e s d e s u u s o A . s o b r e e l s u b p r i n c i pi o d e i d o n e i da d. a n l i s i s d e la s e n t e n c i a b v e r f g e 1 9 , 33 0 - s a c h k u n d e n a c h w e i s Sostendremos que en los casos de ponderación lo decisivo es la interpretación previa de las normas concurrentes y que la operación ponderativa es sólo el tramo final y más irrelevante Alexy toma esta sentencia como ejemplo claro del funcionamiento del subprincipio de idoneidad. Recordemos que este subprincipio de idoneidad determina que la limitación de un derecho fundamental (u otro principio constitucional) sólo es constitucionalmente admisible si efectivamente, fácticamente, sirve para favorecer a otro derecho fundamental (u otro principio constitucional). La exposición del caso es sencilla y podemos hacerla en las palabras mismas de Alexy: “Un peluquero había colocado una máquina de tabaco en su establecimiento sin contar con un permiso explícito de la administración. A consecuencia de ello, un funcionario administrativo le impuso una multa por quebrantar la ley de comercio al pormenor. Esta ley exigía un permiso, que
“Epílogo a la Teoría de los derechos fundamentales”, cit., p. 27.
7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica
sólo podía ser otorgado si el solicitante demostraba el ‘conocimiento técnico profesional indispensable’ para ejercer la actividad comercial de que se tratara. Esta circunstancia podía acreditarse mediante la prueba de la formación como comerciante o de la práctica de muchos años en un establecimiento de comercio, o mediante un examen especial, en el que se demostraran los conocimientos como comerciante. El peluquero buscó protección jurídica ante los tribunales. El Tribunal Superior de Saarbrücken, que se ocupó del asunto en segunda instancia, consideró inconstitucional la exigencia de probar los conocimientos técnicos comerciales para el mero hecho de instalar una máquina de tabaco y planteó la cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional Federal. Este alto Tribunal llegó a la decisión de que la exigencia de probar los conocimientos técnicos específicos para el comercio de mercancías, es decir, también para el comercio mediante una máquina de tabaco, vulneraba la libertad de profesión y oficio, garantizada por el artículo 12.1 LF” (Ley Fundamental de Bonn, Constitución alemana). A esta presentación de los hechos conviene tal vez hacerle algunos añadidos. Por un lado, interesa saber que el lugar donde el peluquero instala la máquina de tabaco es su casa, según dice la misma sentencia. Nada se dice, en cambio, sobre si era en su casa donde tenía instalada la peluquería y donde, por tanto, ejercía su profesión de peluquero. Sí sabemos que, aparte de la sanción administrativa que en el caso se discute, sufrió el peluquero una pequeña sanción penal por el hecho de que tal instalación de la máquina en su casa atentaba contra las normas urbanísticas vigentes. Por último, merece la pena destacar que la ley sobre tráfico al por menor expresamente establecía que los mencionados requisitos se aplicaban también al comercio mediante máquinas automáticas. Dicha ley disponía exigencias especiales de capacitación para la venta de alimentos y productos farmacéuticos y sanitarios, y otras exigencias para la venta al por menor de cualquier otro tipo de mercancías. Son estas últimas exigencias las que antes se han descrito y las que vienen al caso que examinamos. Alexy aprueba la sentencia y la presenta como caso prototípico de aplicación del subprincipio de idoneidad, que habría sido aquí el decisivo. Gracias a la
Según Alexy, la fundamentación dada por el Tribunal “se apoyó básicamente en que, en el caso del establecimiento en donde se había instalado la máquina de tabaco, la prueba de conocimientos comerciales específicos no era idónea para proteger a los consumidores de daños económicos o de daños para la salud” (ibíd.). Es de este mismo modo como la propia sentencia presenta la ratio del fallo. Prosigue Alexy: “En consecuencia, esta medida resultaba prohibida por el principio de idoneidad y vulneraba por tanto el derecho fundamental a la libertad de profesión y oficio” (ibíd.). Se apoya ahí para explicar con claridad cómo funciona el principio de idoneidad: “Hay dos principios en juego: el de libertad de profesión y oficio (P1) y el de protección de los consumidores (P2). Debido a la falta de idoneidad, el
II. Neoconstitucionalismo
operatividad de dicho principio la solución dada por el Tribunal a este caso sería poco menos que evidente, de racionalidad difícilmente discutible. Pues bien, lo que aquí pretendo, al hilo de la exposición detallada de los argumentos de la sentencia, no es manifestar abierto desacuerdo con el contenido de tal fallo, sino mostrar que tal fallo es tan racional como podría haberlo sido su contrario, que también podría haber estado respaldado por argumentos altamente convincentes. Y ello por una razón principal, que es la hipótesis que quiero poner a prueba aquí: el principio de idoneidad sólo opera, y opera bien, cuando se ha predecidido entre cuáles dos derechos o principios tiene lugar el conflicto que en el caso se dirime. Y es tal predecisión la que predetermina el resultado final de la aplicación del principio de idoneidad. Pero esa predecisión es una opción valorativa que toma el intérprete, el Tribunal en este caso, no algo que se siga casi nunca con plena evidencia y de modo indiscutible. Poner a competir a P1 con P2 en lugar de con P3 o Pn es una decisión del Tribunal, que casi siempre aparece justificada mediante un razonamiento que tiene como principal fin eliminar a P3… Pn como posibles competidores o contrapesos de P1 en el caso. Veremos cómo ocurre tal cosa al ir analizando esta sentencia. Pero antes ilustremos de modo muy simple y esquemático esto que estamos diciendo. Hay un caso C en el que se cuestiona una norma N que limita el principio P1. El principio de idoneidad, como subprincipio del principio de proporcionalidad, establece que N sólo será constitucional si la limitación de P1 se puede justificar porque N reporta un beneficio a algún otro principio P2… Pn. Imaginemos que existen dos principios (P2 y P3) que pueden razonablemente invocarse como candidatos a recibir ese beneficio derivado de la limitación de P1 por N. Con fines puramente expositivos y esquemáticos, representaremos el beneficio que para un P se sigue de la limitación de otro P mediante la siguiente fórmula, en la que x se sustituirá en cada caso por una magnitud numérica: bP+x
medio adoptado M, o sea, la prueba de conocimientos técnicos, no está en condiciones de favorecer al principio P2 y, sin embargo, sí impide la realización del principio P1. En esta situación, si se omite M, no se originan costes ni para P2 ni para P1 y, en cambio, si se adopta M sí resultan costes para P1. Si se renuncia a M, en conjunto P1 y P2 pueden realizarse en su mayor medida, de acuerdo con las posibilidades fácticas” (ibíd., pp. 27-28). Como sabemos, que ese beneficio para P2 tenga que ser igual o mayor que la limitación que se hace a P1 es una exigencia que ya no pertenece al subprincipio de idoneidad, sino al de proporcionalidad en sentido estricto, tercer subprincipio del principio de proporcionalidad.
7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica
Ahora apliquemos en nuestro ejemplo magnitudes al respectivo beneficio que para P2 y P3 se deriva de la limitación de P1, y pongamos que el resultado queda así: bP2(+0) bP3(+1) Es decir, que de la limitación de P1 en N se deriva un beneficio de +0 (ningún beneficio) para P2 y un beneficio de +1 para P3. Aplicando el principio de idoneidad, el resultado sería que N es constitucional si se estima que el fin que persigue al limitar P1 es favorecer P3. En cambio, N no sería constitucional si se estima que el fin que persigue es favorecer P2. Y ahora viene la pregunta crucial: ¿de qué depende nuestra opinión de que N tiene su razón de ser en beneficiar a P2 o a P3? La respuesta me parece clara: de la interpretación que hagamos de N. Y bien claro es también que la interpretación que aquí dirime es una interpretación teleológica. Si todo esto es cierto, tendríamos que la aplicación del subprincipio de idoneidad nos parece sumamente racional, en casos como el de esta sentencia, porque dicha aplicación es trivial. Quiero decir con esto que la verdadera sustancia de la discusión jurídica del caso no está en la conclusión sobre si una norma que limita un principio beneficia a otro determinado principio. No. La verdadera clave está en determinar cuáles son los principios que se comparan, y, muy especialmente, cuál es el principio cuyo beneficio se considera que es el fin justificatorio de la norma. Porque si cambiamos la interpretación teleológica de esa norma, podremos cambiar también el principio de comparación (P3… Pn) y con ello, puede cambiar completamente el resultado del juicio de idoneidad. Así que la clave argumentativa más importante no se haya en los enunciados de la sentencia mediante los que se muestra que P2 se beneficia o no se beneficia con la limitación de P1 por N. La clave está en lo que “pesen” las razones por las que se establece que el candidato a medirse con P1 es P2 y no P3 o Pn. Y esas razones son razones interpretativas, muy ligadas al establecimiento de la ratio de N. Aplicado al caso de esta sentencia, aceptemos que es convincente el juicio del Tribunal (aplaudido por Alexy) de que la limitación que para la libertad profesional establece la norma discutida no reporta ningún beneficio para el otro principio tomado en cuenta como contrapeso: el principio de protección de los consumidores. Pero ¿es igual de convincente la asunción de que es éste y no ningún otro el principio de contrapeso, el que debe tener algún beneficio como consecuencia de aquella limitación de la libertad profesional? Veremos que todo el esfuerzo del Tribunal se concentra en dar argumentos para descartar otros candidatos a principios de contrapeso. Esa es la clave argumentativa y
II. Neoconstitucionalismo
sustancial de la sentencia, no la aplicación, poco menos que automática y trivial, del subprincipio de ideoneidad. Y llegamos así a lo esencial: el fallo será tanto más convincente cuanto más convincentes sean esos argumentos mediante los que el tribunal justifica el descarte de otros posibles candidatos a principio de contrapeso. Y si esta sentencia parece convincente, o al menos no carente por completo de fuerza de convicción, es gracias a tales argumentos, no al acierto en la aplicación del subprincipio de idoneidad. En suma, llegamos de nuevo a la tesis que venimos sosteniendo: que en los casos de ponderación lo decisivo es la interpretación previa de las normas concurrentes y que la operación ponderativa es sólo el tramo final y más irrelevante. Analicemos ahora los pasos de la sentencia. Como ya sabemos, el Tribunal falló que la norma en discusión es inconstitucional porque atenta contra el derecho de libre ejercicio de profesión y oficio (art. 12.1 LF). La razón sería que dicha norma no reporta, a cambio, ningún beneficio para la protección de los consumidores, ni como protección de su salud ni como protección de su economía. Vayamos desgranando los argumentos del Tribunal. – El derecho al libre ejercicio profesional debe ser interpretado como vinculado al principio de libre desarrollo de la personalidad. Ello obliga, según el Tribunal, a que toda limitación que de tal derecho se haga en nombre del interés público deba estar estrictamente sometida al principio de proporcionalidad. Ya ha aparecido la primera mención del principio de proporcionalidad, con lo que ya se insinúa que estamos en los terrenos de la ponderación. Pero ¿no es lo mismo que decir –en terminología más tradicional– que la gran importancia de Sería muy interesante entrar en una comparación a fondo de las analogías estructurales entre la actual doctrina de la ponderación constitucional y la doctrina decimonónica de la subsunción. Avanzo dos hipótesis provisionales. Tanto aquella insistencia en el carácter meramente subsuntivo de la decisión como ésta de ahora en el carácter meramente ponderativo de la decisión cumplen la función de dejar en la oscuridad la operación más determinante, la interpretación de las normas (también, en muchas ocasiones, su elección); y ambas doctrinas comparten la fe en haber encontrado un procedimiento formal o cuasiformal que sustraiga a la decisión jurídica de las contingentes valoraciones de los tribunales. Entonces se pensaba que el carácter silogístico del razonamiento jurídico hacía primar la objetividad formal sobre la aleatoriedad de las valoraciones, y hoy los llamados neoconstitucionalistas piensan que la existencia de reglas de la ponderación dota de una cierta objetividad a las decisiones de los tribunales (al menos a las decisiones en que la ponderación se aplica, aquellas que deciden casos de conflicto entre principios, ¿pero no es perfectamente posible reconducir cualquier conflicto jurídico a un conflicto entre principios?). Por eso ninguno de esos neoconstitucionalistas insiste hoy ni lo más mínimo en que las decisiones de los Tribunales Constitucionales dependan de los valores o las ideologías dominantes en cada caso entre sus miembros. Y por eso también es esta de la ponderación la doctrina que con más entusiasmo acogen los propios tribunales constitucionales, pues es la única que hoy aún puede dotar de apariencia de objetividad a sus decisiones y, de paso, justificar el creciente y universal activismo y casuismo de las tales tribunales, siempre en detrimento del legislador.
7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica
aquel derecho fundamental fuerza a que deba interpretarse restrictivamente toda norma que lo limite, incluidos otros derechos fundamentales o principios que puedan entrar en colisión con él? Pero el Tribunal sigue hablando el lenguaje de la ponderación y dice que las limitaciones de este derecho no pueden ir más allá de lo que exija el interés general que las legitima, por lo que los medios empleados deben ser apropiados para ese fin de interés general y no deben ser desproporcionados. Estas últimas afirmaciones pueden suscitar dos preguntas. ¿Acaso hay alguna limitación de un derecho fundamental que pueda ir más allá del interés que la legitima? Y, sobre todo, ¿sólo un interés general puede servir como legitimación de la limitación del derecho a la libertad profesional? Se nos dirá que son fórmulas habituales de la retórica judicial y que no tiene sentido pararse en tales minucias. Pero no es así, pues esta inmediata reconducción al interés general, como único posible interés legitimatorio de la limitación, ya predetermina, sin justificación expresa, una parte del resultado, pues deja fuera de juego todo posible interés individual o grupal como contrapeso admisible. ¿Acaso no cabe imaginar, aunque sólo sea como hipótesis no descabellada y merecedora de análisis, que la norma en cuestión tenga como fin salvaguardar o proteger de alguna manera los derechos de otros vendedores, o los derechos de los vecinos de la casa del peluquero, etc.? Ya hemos asistido, como se ve, a una primera selección de los candidatos posibles a principio de contrapeso, y tal selección se ha hecho tácitamente, sin argumentación expresa. – La exigencia de la ley de comercio al por menor consiste en establecer un requisito subjetivo para el acceso a la condición de comerciante, pues sólo se
Es interesante reparar en la frase exacta del Tribunal: “La interpretación de este precepto en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional se orienta por el principio de que, por razón del especial rango de este derecho fundamental, el cual se halla en estrecha relación con el de libre desarrollo de la personalidad, todas sus inevitables limitaciones basadas en el interés colectivo deben quedar sometidas al estricto respeto del principio de proporcionalidad” (Die Auslegung dieser Bestimmung in der Rechtsprechung des Bundesverfassungsgerichts is an dem Grundgedanken orientiert, dass im Hinblick auf den besonderen Rang gerade dieses Grundrechts, der in seinem engen Zusammenhang mit der freien Entwicklung der menschlichen Persönlichkeit im ganzen begründet liegt, die aus Gründen des Gemeinwohls unumgänglichen Einschränkungen unter dem gebot strikter Wahrung des Prinzips der Verhältnismässigkeit stehen). “Las limitaciones de la libertad prifesional no pueden, por tanto, ir más allá de lo que exijan los intereses públicos que las legitimen. La medida limitadora ha de ser apropiada para la consecución del fin propuesto y no puede ser desproporcionadamente dañosa” (Eingriffe in die Berufsfreiheit dürfen deshalb nicht weiter gehen, als die sie legitimierenden öffentlichen Interessen erfordern; die Eingriffsmittel müssen zur Erreichung der angestrebten Zwecke geegnet und dürfen nicht übermässig belastend sein). Por ejemplo, el derecho al ejercicio profesional del dueño del estanco de abajo, que tiene todos sus papeles en regla, paga sus impuestos como vendedor de tabaco, etc.
II. Neoconstitucionalismo
permite tal acceso a quien tenga determinada experiencia o acredite ciertos conocimientos. Ello supone poner una traba o dificultad al ejercicio profesional. – Al establecer tal exigencia la ley no distingue entre los distintos tipos de mercancías a cuya venta el sujeto pueda dedicarse, y se establece, por tanto, el mismo requisito (la misma experiencia o el mismo examen) para todas (a excepción, como sabemos, de los alimentos y los productos farmacéuticos, con requisitos especiales). – La finalidad de la ley de ventas al por menor es ordenar el ejercicio profesional de la venta al por menor. Más en concreto, su meta es que aumenten las prestaciones de la venta al por menor. Además, la ley quiere impedir “que una ilimitada libertad de acceso convierta el comercio al por menor en un refugio o un lugar para que prueben suerte personas vivas y sin escrúpulos”. Con ello también se contribuirá a la protección de los consumidores, según repetidamente se insistió en los debates parlamentarios sobre la ley. – Esas consideraciones del legislador no bastan para justificar las exigencias que la ley establece para el ejercicio profesional de los vendedores. Y ello, según el Tribunal, por las siguientes razones: a. Tales exigencias no aportan una verdadera protección a los consumidores, ni desde el punto de vista de la salud ni desde el punto de vista económico. No aportan nada a la protección de la salud porque el vendedor generalmente no manipula los objetos que vende (no se olvide que la venta de alimentos y fármacos tiene regulación especial, que aquí no se discute). Beneficio económico para el consumidor podría haber si se procurara que no se vendieran mercancías defectuosas, que hubieran estado mal almacenadas o sobre las que no se asesora convenientemente al comprador. Pero para que esto pudiera alcanzarse sería preciso que la ley exigiera conocimientos específicos para cada rama de la venta al por menor, lo que no sucede. b. Puede pensarse que el interés que se quiere proteger es el del sector profesional (Berufstand), con el fin de velar por su imagen o sus rendimientos. Pero el Tribunal descarta tal posibilidad como justificación, pues en la persecución de ese objetivo –en sí legítimo– el legislador habría rebasado los límites del principio de proporcionalidad. ¿Por qué? Porque la ley no discierne entre los distintos conocimientos que pueden ser necesarios o convenientes en cada
¿Es una traba al ejercicio de una profesión el exigir que se acredite la “profesionalidad” necesaria para ejercerla, es decir que se poseen las condiciones requeridas para su buen desempeño? ¿Se diría lo mismo de la exigencia de que quien quiera ejercer como fontanero o ingeniero muestre un título o supere algún examen? Aquí está citando el Tribunal un informe oficial.
7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica
rama del comercio al pormenor. Y, en particular, no tiene en cuenta que para la venta mediante máquinas automáticas no hacen falta especiales conocimientos comerciales. c. Un vendedor sin los conocimientos necesarios acabaría perjudicando a su negocio, por lo que él es el principal interesado en conseguir esa buena formación que le lleve al éxito profesional. Así que ya se procurará él esos conocimientos por la cuenta que le tiene, y sin necesidad de que la ley se lo imponga; si no, él será quien cargue con las consecuencias. No puede invocarse el interés de los consumidores, dice el Tribunal, como razón para imponer al vendedor unas capacidades cuya ausencia sólo le perjudicará a él. d. A diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, con los artesanos, no cabe hablar de un interés común de los vendedores al por menor en mejorar sus capacidades y rendimientos (Leistungsfähigkeiten), dada la enorme diversidad de ramas y modos de actividad que encierra la venta al por menor. La ausencia de ese interés común hace que no pueda justificarse en el beneficio para él la limitación del derecho al libre ejercicio profesional. Analicemos conjuntamente lo dicho en estos últimos párrafos. En ellos hemos visto que el legislador expresamente mencionaba unos fines queridos por el legislador (que la venta al por menor no sea refugio para buscadores de suerte más o menos desaprensivos y que las prestaciones sean las mejores; de resultas de esos fines también mejoraría la protección del consumidor). Pues bien, el Tribunal pasa a fin principal ese último, que para el legislador era meramente un fin derivado, no argumenta nada sobre si una venta al por menor mejor ordenada repercutirá en mejor situación para los consumidores, pasa completamente por alto el asunto de impedir el acceso a posibles “aventureros” y acaba por señalar que si un vendedor es incompetente peor para él, pues no perjudicará al consumidor, sino a sí mismo. Bien claro queda, me parece, que esta batalla retórica está ocurriendo en el nivel de la interpretación teleológica, que ahí el Tribunal procura llevar la interpretación de la norma al fin que para
No es mi objetivo aquí criticar o descalificar la sentencia, cuyo fallo he dicho que me parece perfectamente admisible. Sin embargo, puede merecer la pena reparar en lo convincente o no de los argumentos que emplea. Respecto de este último podríamos preguntarnos: ¿acaso quien vende tabaco mediante una máquina automática no determina la calidad del producto que ofrece, su posible carácter defectuoso o no, el modo de su almacenamiento previo, el tratamiento que se le da o la manera como se manejan los paquetes, etc.? No podemos pensar, por ejemplo, que si es incompetente ese vendedor, el consumidor obtendrá a menudo de la máquina paquetes de tabaco con cigarrillos rotos, húmedos, viejos, resecos, etc.? Otra pregunta se impone aquí: ¿Y qué pasa con los consumidores que sean víctimas de la torpeza o inexperiencia de ese vendedor antes de que quiebre o aprenda a llevar bien su negocio? Curiosísimo razonamiento cuando parecía que lo único que preocupa al Tribunal es si hay o no protección del consumidor.
II. Neoconstitucionalismo
ella quiere atribuirle, la protección de los consumidores, y que ese propósito va unido al deseo de mostrar que la norma no sirve en modo alguno para alcanzar ese fin. En resumen, lo que el Tribunal ha hecho es una interpretación teleológica de la norma, a tenor de la cual dicha norma no puede tener racionalmente más que un fin, la protección de los consumidores, protección amparada por un principio constitucional. Como, según el Tribunal, tal fin no se realiza ni en el más mínimo grado con las medidas dispuestas por la norma (es decir, como la norma es totalmente ineficaz para su fin), dicho fin no puede servir como justificación de la limitación del derecho al libre ejercicio profesional. En otros términos, como la norma no es idónea para reportarle ningún beneficio al principio de protección de los consumidores, es inconstitucional por su limitación del mencionado derecho. Ha recaído juicio negativo de ideoneidad. Pero ese juicio será convincente sólo si son convincentes las premisas en que se asienta: 1. que a la norma no puede ser teleológicamente interpretada asignándole un fin distinto (o complementario) que sirva también a un principio constitucional; y 2. que es verdad que en nada mejora con esa norma la protección de los consumidores. A mí lo segundo me parece sumamente dudoso y lo primero, bastante discutible. Y si tales dudas son mínimamente fundadas, fundada queda la tesis que queríamos defender: que el juicio de idoneidad es totalmente tributario de la previa interpretación de la norma cuestionada, y ello en un doble sentido: 1. tributario del fin que, de entre los posibles, se asigne en concreto a la norma; y 2. tributario de la prospección o cálculo que se haga de las consecuencias que la aplicación de la norma puede tener en relación con ese fin. Si dejamos fuera de nuestro campo de atención todo esto y atendemos sólo al juicio final de idoneidad, dando por buenas sin discusión, como si fueran perfectamente evidentes, las premisas de dicho juicio, dejamos de atender a lo esencial y miramos sólo a lo secundario. Igual que hacían los formalistas ingenuos del siglo xix. La diferencia sería sólo de lenguaje: aquéllos entendían la decisión jurídica como cálculo o mero silogismo; hoy los partidarios de la doctrina de la ponderación la entienden (al menos en los casos de conflicto entre principios)
No olvidemos que no estamos ante el juicio de proporcionalidad en sentido estricto, sino ante el de idoneidad. Este último tiene que ser positivo sólo con que para a protección de los consumidores se siguiera algún beneficio de las medidas prescritas por la norma, aunque fuera mínimo. Y para que no pase la norma el juicio de idoneidad el Tribunal tiene que esforzarse en demostrar que no hay ni el más mínimo beneficio para ese fin. Y es lo que está haciendo, como vemos. Insisto, si se reconoce a la norma algún grado de eficacia en el logro de ese fin, que es un fin amparado por un principio constitucional, la norma pasaría el test de idoneidad.
7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica
como puro pesaje, como medición. Unos y otros abominan de la interpretación y sus incertidumbres. B . s o b r e e l s u b p r i n c i pi o d e n e c e s i da d. a n l i s i s d e la s e n t e n c i a bv e r f g e 9 5 , 1 7 3 - wa r n h i n w e i s e f r ta b a k e r z e u g n i s s e En este apartado defenderé que el uso del subprincipio de necesidad está condicionado por la voluntad o capacidad del juzgador para introducir alternativas de análisis comparativo entre derechos positiva y negativamente afectados por la acción normativa que se enjuicia. Veamos el caso de esta sentencia. Varias industrias que fabrican y distribuyen cigarrillos y tabaco en diversos formatos recurren al Tribunal Constitucional Alemán solicitando que se anule la normativa que las obligaba a estampar en los paquetes de cigarrillos o de tabaco de liar las inscripciones siguientes. Por un lado, “Los Ministros de la Comunidad Europea: fumar es peligroso para la salud”; por otro, una de estas dos leyendas: “fumar provoca cáncer” o “fumar provoca enfermedades cardiovasculares”. Dicha normativa, toda ella trasposición de directivas europeas, regula también el tamaño de dichas inscripciones, el tipo de fondo sobre el que han de figurar, etc. Las industrias recurrentes alegan que se vulneran principalmente tres de sus derechos fundamentales: libertad de expresión, libertad de empresa y ejercicio profesional y propiedad. El Tribunal rechazará sus argumentos y considerará que no hay tales vulneraciones y que, en consecuencia, tal normativa es perfectamente constitucional. Alexy invoca en el Epílogo esta sentencia como ejemplo del funcionamiento de la regla de proporcionalidad en sentido estricto y lo ve como un supuesto de aplicación perfectamente clara y evidente de tal regla y, por tanto, de resultado evidente y poco menos que indiscutible. Esto es lo que dice: “Es posible encontrar algunos ejemplos fáciles en los que resulta plausible formular juicios racionales sobre las intensidades de las intervenciones en los derechos fundamentales y sobre los grados de realización de los principios, de tal modo que mediante la ponderación pueda establecerse un resultado de forma racional. Así ocurre con el deber de los productores de tabaco de colocar en sus productos advertencias sobre el peligro para la salud que implica el fumar, lo que cons-
“Epílogo a la Teoría de los derechos fundamentales”, cit., p. 33.
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tituye una intervención relativamente leve en la libertad de profesión y oficio. Por el contrario, una prohibición total de cualquier tipo de productos del tabaco debería ser catalogada como una intervención grave”. Visto así, parece de lo más convincente y obvio, pero sólo si no caemos en la cuenta de que puede haber alternativas para conseguir el mismo grado de protección de la salud de los consumidores que acarreen aún menor limitación de los derechos de los fabricantes, o incluso ninguna limitación, con lo cual dejaría de ser procedente la aplicación de la regla de proporcionalidad en sentido estricto, ya que habríamos mostrado que no se cumple una condición previa: la regla de necesidad. Y patente quedará entonces que también la aplicación de la regla de necesidad queda al albur de las alternativas de intervención en los derechos fundamentales que el juzgador quiera plantearse; es decir, que una limitación de un derecho fundamental resulta que se juzga justificada por la regla de necesidad cuando el juez no se plantea, no incluye en su análisis, opciones menos dañosas para ese derecho, pudiendo haberlas. Veremos todo esto con calma a lo largo de este análisis de esta sentencia. Lo que nos proponemos hacer aquí, al analizar la sentencia, es mostrar que no hay tal carácter indiscutible ni tal evidencia y que, por tanto, hasta en casos como éste, supuestamente fáciles, la llamada ponderación no es sino una valoración que puede ser tan aceptable o inaceptable como su contraria, pues no goza de más ventaja que una ventaja que no es epistémica, sino práctica: es la valoración preferida por el Tribunal. En otros términos, la relación entre dos magnitudes, m1 y m2, que un sujeto S considera perfectamente proporcionada, otro sujeto S´ puede verla como clarísimamente desproporcionada. Todo depende de dos factores: 1. la valoración que S y S´ hagan de m1 y m2; 2. las alternativas que sepan o quieran plantearse a la hora de organizar la in-
De hecho, Alexy añade unas líneas más adelante que “fijados así la intensidad de la intervención como leve y el grado de importancia de la razón que justifica la intervención como grave, es fácil derivar el resultado. La razón para la intervención, que tiene un peso intenso, justifica la intervención leve”. Y llega a afirmar que “este resultado, al que se llega en el examen de proporcionalidad en sentido estricto, no es sólo un resultado plausible…, puede ser catalogado como un resultado ‘evidente’ ”. No debería ser necesario pararse en buscar ejemplos, pero hagámoslo. Pensemos en un conflicto entre libertad religiosa y principio de aconfesionalidad (o de laicidad) del Estado, conflicto surgido a raíz de la prohibición de que los estudiantes de las escuelas públicas acudan a clase con velo, o con crucifijos al cuello. Para unos, la manifestación de la propia fe tiene que poder contar infinitamente más que cualquier criterio de organización de lo público; para otros, las reglas de la convivencia pública deben imperar sobre las cuestiones de fe, que pertenecerían exclusivamente al ámbito de la conciencia y lo privado. En función de esa base ideológica personal se juzgará proporcionada o desproporcionada la prohibición del velo o crucifijo. ¿Acaso el principio de ponderación, con sus subprincipios, puede mostrar quién tiene verdaderamente razón o quién tiene más razón? Creo que sólo enseña cuáles de esas razones pesan más para los miembros del tribunal que decida.
7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica
terrelación entre m1 y m2. Veremos cómo es posible presentar una alternativa protectora de m1 como la menos dañosa para m2 de todas las posibles y cómo ese juicio está condicionado no sólo por la valoración de la importancia del daño, sino también por la capacidad o voluntad para introducir el análisis de otras alternativas, también posibles. En resumen, que si mostramos que ni siquiera funciona la ponderación como vía para establecer “un resultado de forma racional” en estos casos que Alexy considera fáciles, estaremos poniendo de relieve que no puede haber tal funcionamiento fácil y racional, evidente, en ningún caso. Analicemos paso a paso la sentencia. En pro de la brevedad, no nos detendremos en los argumentos sobre la posible vulneración del derecho de propiedad (art. 14 aptdo. 1 LF), pues no son muy elaboradas las alegaciones de los recurrentes al respecto y el Tribunal las despacha con un par de frases. No digo que no pudiera caber un examen minucioso desde este punto de vista, sino que aquí no lo intentaremos. Así que nos quedamos con los otros dos derechos, el de libertad de expresión y el de libertad de empresa y ejercicio profesional, aducidos como vulnerados por la norma legal que obliga a las inscripciones en los paquetes de tabaco. a. Libertad de expresión (art. 5, abs. 1 LF). Los recurrentes alegan lo siguiente: – La libertad negativa de expresión (negative Meinungsäusserungsfreiheit) garantiza que nadie puede ser obligado a manifestar una determinada opinión. Los fabricantes de tabaco son obligados a poner en los paquetes una opinión que no es la suya y con la que discrepan. – Aunque una de las inscripciones vaya precedida de la fórmula “Los Ministros de la cee”: y con ello se quiera hacer ver que es la opinión de éstos y no la de los productores la que se expresa, cualquier sujeto debe estar protegido de la obligación de expresar opiniones ajenas. – Muchos consumidores, pese a todo, entienden que las inscripciones reflejan la opinión de los propios fabricantes, como muestran encuestas que se aportan.
El argumento clave del Tribunal al respecto se encierra en las siguientes palabras: “La obligación de expresar el aviso disminuye las probabilidades de ventas y ganancias de los recurrentes, pero eso no afecta a ningún derecho relacionado con el derecho de propiedad. El art. 14 apartado 1 de la Ley Fundamental protege sólo posiciones jurídicas que pertenezcan ya a un sujeto… no abarca, por tanto, oportunidades futuras o posibilidades de beneficio” (Die Pflicht zum Aufdruck von Warnhinweisen mindert zwar die Umsatz - und Gewinnchancen der Beschwerdeführerinnen, berührt aber insoweit keine eigentumrechtlich geschützten Rechte. art. 14, abs. 1 GG schützt nur Rechtspositionen, die einem Rechtssubjekt bereits zustehen…, umfasst also grundsätzlich nicht in der Zukunft liegende Chancen und Verdienstmöglichkeiten).
II. Neoconstitucionalismo
– Esas opiniones que se obliga a expresar son, además, erróneas, pues presentan el tabaco como “monocausalidad” de dichas enfermedades, lo cual no está demostrado. Frente a esto, el Tribunal argumenta que el conflicto no se da con la libertad de expresión, sino con la libertad profesional, y ello por las siguientes razones: – La libertad de expresión de los fabricantes se vería dañada por la medida estatal si ésta interfiriera en la publicidad de sus productos, pero no es ese el caso. El Estado se sirve de los paquetes sin afectar a la expresión publicitaria de los fabricantes y, por tanto, sin interferir en la formación o expresión de las opiniones de los fabricantes, sino sólo en su ejercicio profesional. – Distinto sería si los avisos no aparecieran claramente como expresión de una opinión ajena, no propia de los fabricantes. Pero como tal cosa no ocurre, no se puede decir que hay violación de la libertad de expresión porque se les obligue a manifestar como propia una opinión ajena. Raramente se podrá pensar que los fabricantes comparten esa opinión que el aviso expresa, y las encuestas que aportan no acreditan tal cosa. – Dichas inscripciones son una condición puesta por el Estado para la venta de cigarrillos y tienen como fin hacer conscientes a los consumidores, en el momento de comprar y consumir, de la dañosidad. Así pues, vemos que en este caso, y pese a que el conflicto se suscitaba entre derechos fundamentales, el razonamiento no es ponderativo, pues el Tribunal excluye que quede en modo alguno dañado o limitado el derecho de libertad de expresión. No hay nada que ponderar pues el derecho a la salud, justificación de la medida estatalmente impuesta, no entra ahí en conflicto con la libertad de expresión. Pero la razón de que no haya nada que ponderar está en la interpretación que de la libertad de expresión ha elegido el Tribunal. Si
Este argumento es muy curioso y suena considerablemente artificioso, por lo que conviene reproducirlo íntegro: “El derecho fundamental de libertad de expresión puede ser invocado a propósito de una publicidad económica si tal publicidad tiene un contenido valorativo, formativo de opinión o si contiene datos que sirvan para la formación de opinión… Todo esto falta aquí. En la medida en que los frabricantes de tabaco deben insertar en sus paquetes advertencias dictadas por el Estado, el Estado toma esos paquetes para sus fines sin con ello afectar en más a la publicidad. Por consiguiente no queda afectada la libertad de expresión y opinión de los fabricantes, sino sólo su ejercicio profesional” (Das Grundrecht der Meinungsfreiheit… kann für eine Wirtschaftswerbung allenfalls in Anspruch genommen werden, wenn die Werbung einen wertenden, meinungsbildenden Inhalt hat o der Angaben enthält, die der Meinungsbildung dienen… Daran fehlt es hier. Soweit die Hersteller von Tabakerzeugnissen auf ihren Packungen auch staatliche Warnungen verbreiten müssen, nimmt der Staat diese Packungen in Anspruch, ohne damit die Werbung im übrigen zu beeinträchtigen. Insoweit ist nicht die Meinungsbildung und Meinungsäusserung der Unternehmen, sondern ausschliesslich deren Berufsausübung berühr).
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hubiera querido ponderar habría optado por una interpretación diferente de la misma norma. Vemos de nuevo que lo dirimente no es la ponderación, sino que lo son las elecciones interpretativas previas, que condicionan su posibilidad y determinan su resultado. b. Libertad profesional (art. 12, abs. 1 LF). Los recurrentes alegan que las inscripciones de advertencia suponen regulaciones del ejercicio profesional que atentan contra el principio de proporcionalidad porque son falsas e inducen a error [“Die Warnhinweise stellten Berufsausübungsregelungen dar, die gegen den Grundsatz der Verhältnismässigkeit verstiessen, da sie falsch und irreführend seien”]. En la sentencia no se recoge nada más que esta frase como alegación de los recurrentes sobre la vulneración de este derecho, pese a que la sentencia estima que ahí radica el único verdadero conflicto entre derechos en este caso. La sentencia razona del siguiente modo sobre este conflicto de derechos. – Las intromisiones en el derecho de libertad profesional protegido por el artículo 12 apartado 1 LF necesitan, conforme al apartado 2 de ese mismo artículo, una base legal. A su vez, esa base legal debe reunir dos requisitos: tener fundamento suficiente en consideraciones de bienestar general y respetar el principio de proporcionalidad, lo que se traduce en que el medio elegido para ese fin perseguido sea adecuado y necesario, y que en una ponderación de bienes entre la gravedad de la limitación y el peso del motivo justificatorio no se rebase el límite de lo admisible. Ahí tenemos una formulación canónica de las reglas de la ponderación entre principios, tal como Alexy la propugna y la jurisprudencia constitucional supuestamente las aplica. Añade el Tribunal que tales requisitos aparecen aquí cumplidos: – Que el tabaco es dañino para la salud, que puede producir las enfermedades aludidas tanto a los fumadores como a los no fumadores y que puede ser causa única de ellas, estaría hoy científicamente demostrado, y el Tribunal hace varias citas de autoridad al respecto. – La advertencia de tales peligros forma parte de las legítimas tareas del Estado, el cual, al establecer la obligación de dichos avisos de advertencia, pone a los consumidores en situación de reflexionar una vez más sobre las posibles consecuencias de su acción. – Dichas advertencias son adecuadas para, como mínimo, hacer que el fumador no consuma tabaco sin prevención ninguna y sin saber a lo que se arriesga. Queda pues, satisfecha la regla de adecuación. Ahora toca ver si también se cumple la regla de necesidad.
II. Neoconstitucionalismo
– El Tribunal es aquí contundente: “La advertencia es también necesaria. Una posibilidad de protección contra los peligros derivados del fumar que sea menos dañina ni ha sido presentada ni es imaginable”. Con esta frase queda dogmáticamente sentado que no le cabe al Estado ninguna otra manera de alcanzar idéntico grado de protección de la salud de los consumidores (y los no consumidores) de tabaco y que sea menos dañina para la libertad profesional de los fabricantes. ¿Es realmente así? ¿Es inevitable estar de acuerdo con la verdad y evidencia de tal afirmación? El Tribunal la refuerza diciendo que sí cabe imaginar una medida más eficaz para proteger la salud: la prohibición total de venta de tabaco. Pero que en comparación con la medida que analizamos esa y todas las demás alternativas imaginables son más gravosas para el derecho de los fabricantes a su libertad profesional. Y renovamos nuestra pregunta: ¿verdaderamente no son imaginables medidas de igual o superior eficacia protectora de la salud y que no interfieran, o interfieran menos, con tal derecho de los fabricantes? El Tribunal (y Alexy) dice que es obvio que no. A nosotros nos parece que sí. Enumeremos algunas, a bote pronto: 1. Elevar, incluso elevar mucho, los impuestos sobre el tabaco. 2. Realizar duras, constantes y persistentes campañas de publicidad financiadas con medios públicos. Es lo que se hace para aumentar la seguridad del tráfico, en lugar de obligar a los fabricantes de automóviles a venderlos con una bien visible inscripción en su carrocería que diga “los coches matan”, o algo por el estilo. 3. Prohibir la publicidad del tabaco. ¿Acaso cualquiera de estas medidas no podría ser igual de eficaz para disuadir al consumidor y, sin embargo, nada o casi nada dañina para el derecho de los fabricantes? Con todo esto no quiero decir que yo esté en contra de las inscripciones mencionadas en los paquetes de tabaco, ni que opine que la norma que las impone es inconstitucional. Lo que pretendo dejar claro es lo endeble del razonamiento con el que el Tribunal fundamenta dicha constitucionalidad, consecuencia de lo poco demostrativas y convincentes que son las argumentaciones ponderativas. Si la imposición legal de las inscripciones de advertencia es constitucional porque resulta necesaria para el fin legítimo que persigue, ya que no cabe concebir una medida que proteja lo mismo el derecho a la salud dañando menos la libertad profesional, dicha constitucionalidad es sumamente endeble y se ataca simplemente con invocar medidas alternativas que sean evidentemente menos dañosas. A Alexy le parece un caso fácil de aplicación de la regla de proporcionalidad en sentido estricto porque sin examen ni crítica da por buena la afirmación del
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Tribunal de que todas las alternativas imaginables son más perjudiciales para la libertad profesional de los fabricantes. Pero lo que este caso nos muestra en realidad es que la regla de necesidad está siempre al albur de la imaginación: en cuanto alguien acierta a imaginar una medida verosímilmente mejor, deja de ser necesaria la medida examinada. Y raro será que tal imaginación de una medida mejor no sea posible. Así que el juicio de constitucionalidad dependerá por completo de lo rica que sea o deje de ser la imaginación del Tribunal. El juicio de necesidad depende de la imaginación del Tribunal. El de proporcionalidad en sentido estricto depende de sus preferencias valorativas. Sinteticemos ahora todo esto tomando como muestra este caso. El juicio de proporcionalidad en sentido estricto se da, según Alexy y la doctrina jurisprudencial, comparando los grados en que una determinada acción jurídica (A) (1) beneficia o favorece un derecho d1 y (2) daña o perjudica otro derecho d2. Cuando el daño para d2 es mayor que el beneficio para d1 dicha acción jurídica es inválida por contraria a la Constitución. Pero esa comparación de grados de beneficio/perjuicio de d1/d2 (juicio de proporcionalidad en sentido estricto) sólo acontece cuando A ha pasado otros dos tests: el de idoneidad (verdaderamente A proporciona algún beneficio a d1) y el de necesidad (no cabe una acción jurídica A´ que reporte –al menos– el mismo beneficio para d1 con menor daño para d2). No me ocuparé ahora del juicio de idoneidad, del que ya se habló en el apartado anterior. Del de necesidad ya ha quedado dicho que sería por definición provisional, pues en cualquier momento se invalidaría con sólo mostrar que cabe una alternativa A´ menos dañosa para d2, (siempre siendo el daño de d2 menor que el beneficio de d1). Esa provisionalidad definitoria del juicio de necesidad contamina de incertidumbre también el juicio de proporcionalidad en sentido estricto. Esto se ve en la sentencia que acabamos de presentar. En ella se afirma que la medida de imponer las advertencias en los paquetes de tabaco (en adelante A) es menos dañosa que la otra alternativa posible, la de prohibir la venta de tabaco (A´). Satisfecho queda así el requisito de necesidad. A partir de ahí (y presupuesta también la idoneidad, que aquí no discutimos) ya toca que entre en juego el juicio de proporcionalidad en sentido estricto, a tenor del cual, puesto que A
O un principio constitucional de otro tipo, pero dejemos esto último de lado en este momento, para no complicar innecesariamente el análisis. En realidad habría que decir con menor daño para d2 o cualquier otro derecho que complementaria o alternativamente pudiera verse afectado. Pero entrar en este detalle, importantísimo, también complicaría demasiado en análisis en este momento.
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implica un daño leve para d2 (libertad profesional) y un beneficio grande para d1 (protección de la salud), A es constitucionalmente admisible. La validez de tal aserto, aparentemente evidente, está condicionada por la aceptación de dos presupuestos, no tan evidentes: 1. Que la acción estatal para la protección preventiva de la salud es más importante que el libre funcionamiento de un mercado irrestricto. Yo estoy de acuerdo con tal idea, pero un ultraliberal (postura que también encaja dentro del pluralismo constitucionalmente establecido) podría argumentar que la acción estatal sobre el consumo y los mercados puede engendrar una cadena de consecuencias entrelazadas que, al final, acaben por desembocar en una ineficiencia económica que disminuya las posibilidades efectivas de protección real de la salud. Insisto, yo no pienso así, pero sí podría pensar así un tribunal mayoritariamente integrado por ultraliberales económicos. Con esto quiero mostrar de nuevo que hasta en supuestos aparentemente tan evidentes como éste el resultado del juicio de proporcionalidad en sentido estricto sólo es evidente en apariencia, sólo es evidente para los que comparten determinados valores, no para los que profesan otros. En una sociedad libre y pluralista las evidencias compartidas son poquísimas, y en materia política y moral ninguna que no sea puramente formal o procedimental. 2. Que no se introduzca un término de comparación nuevo, es decir, que se dé por bueno el juicio de necesidad, aunque sea fruto de una deficiente capacidad imaginativa o prospectiva. Porque ante una medida alternativa el juicio de proporcionalidad en sentido estricto podría dar el resultado opuesto, la inconstitucionalidad de A. Pensemos en que dicho juicio no se limitara a A, sino también a A´ siendo ésta una medida legal de subida fuerte de los impuestos sobre el tabaco con el fin de disuadir de su consumo. Aceptado que el beneficio para d1 pudiera ser como mínimo el mismo (cosa no difícil de aceptar, en mi opinión) y que el daño para d2 no fuera leve (como en el caso de A), sino levísimo o nulo, habría que concluir que ambas medidas son, según la regla de proporcionalidad en sentido estricto, constitucionales; pero que en virtud de la regla de necesidad sólo A´ lo es. En resumen, la supuesta evidencia que convertiría, según Alexy, en perfectamente racional la ponderación realizada en esta sentencia, brilla por su ausencia. ¿Qué tipo de razonamiento podríamos proponer como alternativo y mejor para un caso así? Se me ocurren dos posibilidades, tal vez complementarias. 1. Resignarse a que no hay un método racional para dotar de una mínima objetividad la decisión en estos casos, decisión eminentemente valorativa. Ante
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tal ausencia de método que garantice un resultado mínimamente racional y objetivo, sólo restarían ciertas pautas formales, del tipo de las siguientes: – Las únicas evidencias y, por tanto, lo único que no puede contradecirse son las evidencias científicas, las lógicas o matemáticas y las de perfecto sentido común. – Entre las anteriores están las evidencias semánticas, de modo que es “evidente” y como tal ha de aparecer en la decisión, que una disposición jurídica viola la Constitución cuando de ninguna forma la semántica (y ninguna forma admisible de semántica) permite hacerla compatible con los enunciados constitucionales. – Cuando haya argumentos buenos, aceptables y susceptibles de un amplio consenso tanto para una como para otra de las alternativas en discusión, el Tribunal debe aplicar la regla del self-restraint o, lo que es lo mismo, el principio de prioridad del legislador. Este principio, a su vez, se justifica por su mayor coherencia con los principios estructurales o básicos del orden constitucional: soberanía popular, democracia, separación de poderes, pluralismo… 2. Enfocar la decisión como razonamiento interpretativo/subsuntivo. Es decir, presentar la recíproca acomodación de los derechos en conflicto como resultado de la interpretación del contenido de (los enunciados en que se formula) cada uno de ellos, en lugar de como resultado de ponderaciones evanescentes y supuestamente objetivas. Es lo que en esta sentencia hace el Tribunal respecto de la libertad de expresión. En efecto, vimos que dice el Tribunal que la esfera de protección de la libertad de expresión no abarca los casos en que se obliga a un productor o vendedor a inscribir en su producto un mensaje con una opinión no falsa de otro, siempre y cuando que quede claro que esa opinión es de otro y no del que produce o vende el objeto. En la terminología más tradicional se podría decir que el Tribunal ha hecho a ese respecto una interpretación restrictiva del precepto que recoge la libertad de expresión, con lo que su ámbito de protección (la referencia del enunciado constitucional del artículo 5.º aptdo. 1 LF) no se extiende a este hecho de la inscripción obligatoria. ¿Cabría proceder del mismo modo en lo que tiene que ver con la libertad profesional? Sin duda ninguna. Bastaría con que el Tribunal hubiera hecho lo mismo: sostener y argumentar que el cumplimiento de la obligación de insertar tales avisos en los paquetes de tabaco no encierra ningún tipo de atentado al
Y también respecto del derecho de propiedad, aunque este punto no lo hemos desarrollado, tal como arriba advertimos.
II. Neoconstitucionalismo
bien protegido por la libertad profesional, del mismo modo que no supone tal atentado el establecimiento de obligaciones como las de no rebasar un precio máximo del tabaco o pagar determinados impuestos por los beneficios derivados de las ventas. Y entre las ventajas de este tipo de razonamiento frente al ponderativo está la de que no queda a merced de la imaginación con que se haga el juicio de necesidad. Nuevamente no quiero decir, para nada, que el tipo de razonamiento interpretativo/subsuntivo sea automático, evidente y ni siquiera sencillo. Tampoco que no tenga una base valorativa, con la consiguiente necesidad de argumentar, buscando la mayor convicción posible, aunque sea siempre inalcanzable la plena demostración. Sólo quiero decir que es un proceder menos engañoso que el ponderativo. Del razonamiento interpretativo/subsuntivo hace tiempo que la doctrina conoce perfectamente sus límites y sabe que no es posible en él una perfecta racionalidad y objetividad. En cambio, al aplicar los esquemas de la ponderación los tribunales pretenden hacer uso de un método más seguro y objetivo. Pero, en realidad, las cosas suceden al contrario: el método ponderativo es aún más inseguro que el interpretativo/subsuntivo y, consiguientemente, encierra (y oculta) mayores grados de arbitrariedad bajo su apariencia de aplicación de reglas muy elaboradas, como las de idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto. C . s o b r e e l s u b p r i n c i pi o d e p ro p o rc i o na l i da d e n s e n t i d o e s t r i c to. a n l i s i s d e la s e n t e n c i a b v e r f g e 8 6 , 1 - t i ta n i c / g e b . m r d e r Aquí defenderé que el juicio de proporcionalidad en sentido estricto tiene su contenido determinado por las decisiones interpretativas previas, por lo que la relevancia práctica o real de dicha ponderación última es muy escasa y claramente subordinada. Alexy presenta esta sentencia como caso prototípico de utilización adecuada del método de ponderación, concretamente de aplicación de la regla de proporcionalidad en sentido estricto, según la cual “Cuanto mayor es el grado de la no satisfacción o de afectación de uno de los principios, tanto mayor debe ser la importancia de la satisfacción del otro”.
Es decir, que tal hecho cae fuera de la referencia del artículo 12. aptdo. 1 LF. Tal cosa, obviamente, no se constata (salvo en los casos muy fáciles), sino que ha de argumentarse, con argumentos interpretativos. “Epílogo a la Teoría de los derechos fundamentales”, cit., p. 31.
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Nosotros sostenemos dos tesis. Una de carácter general: las diferencias entre el procedimiento o método de ponderación y el de subsunción son sólo aparentes o superficiales y todos o la mayoría de los casos judiciales (o al menos todos los casos difíciles) pueden ser reconstruidos y tratados de las dos maneras. Y otra referida a esta sentencia que se analiza: es más comprensible y aparenta mayor racionalidad (por ser más tangibles y más abiertamente analizables y argumentables los parámetros utilizados) si se reconstruye según un procedimiento interpretativo/subsuntivo que si se presenta, tal como hace Alexy, como ejemplo de aplicación del método de ponderación. Repasemos el caso. La revista satírica Titanic tenía una sección permanente titulada “Las siete personalidades más lamentables”. En dicha sección era común que a los nombres de los aludidos les acompañara algún tipo de apelativo, a veces explicado en el propio texto. Varias veces el nombre del aludido iba acompañado de la expresión “geb. […]”, traducible por “nacido[…]”. Hasta al presidente de la República se le presentó así, “Richard von Weizsäcker (geb. Bürger [ciudadano])”, en tono satírico. Un oficial del ejército en la reserva y que está parapléjico por causa de un accidente de tráfico, consiguió, después de varias solicitudes e intentos, ser admitido para tomar parte en unos ejercicios militares. Argumentaba que su cabeza funcionaba perfectamente y que podía ser útil en tales ejercicios por sus conocimientos del idioma checo. El caso apareció en el periódico Bild am Sonntag como información curiosa. Titanic incluye a este hombre en la sección de los siete personajes más lamentables y se refiere a él con su nombre y el añadido “geb. Mörder”, es decir, “nacido asesino”. No hay que perder de vista que había recaído poco antes la sentencia del Bundesverfassungsgericht en la que absolvía a quien había dicho públicamente que todo soldado es un asesino potencial (potentieller Mörder), y hasta el presidente de la República había participado en la consiguiente polémica, defendiendo a los militares.
Una presentación muy simplificada puede verse en Alexy. “Epílogo a la Teoría de los derechos fundamentales”, cit., p. 34. Creo que es necesaria aquí una presentación más detallada de los hechos, a fin de poder entender los distintos argumentos que se manejan y su sentido. Es común esta expresión en Alemania al referirse a las mujeres casadas, que toman el apellido del marido. Por ejemplo, en la misma revista se hablaba de Desiree Becker, “geb. Nosbusch”, y con ello se expresaba humorísticamente que el apellido de soltera de dicha señora era Nosbusch.
II. Neoconstitucionalismo
Dicho militar interpone demanda contra Titanic por daño a su honor. Titanic publica entonces, en la sección “Cartas al lector”, una nota de la propia Redacción en la que, entre otras críticas, se llama al militar “tullido” (Krüppel). El Tribunal Superior de Düsseldorf condenó a la revista a indemnizarlo por las dos ofensas al honor. El Bundesverfassungsgericht considera que no hay tal ofensa al honor al apostrofarlo como “geb. Mörder”, pero sí al llamarlo tullido. Observemos ahora la lectura que hace Alexy. Alexy, tomando pie en una expresión utilizada por el propio BVerfGE en la sentencia, dice que dicho tribunal “llevó a cabo una ‘ponderación relativa a las circunstancias del caso concreto’, entre la libertad de expresión de la revista implicada (art. 5.1, apartado 1 LF) y el derecho al honor del oficial de la reserva (art. 2.1 LF en conexión con el artículo 1.1. LF). Para tal fin –continúa Alexy–, el Tribunal determinó la intensidad de la afectación de esos derechos y las puso en relación”. Según Alexy, en el primer caso (geb. Mörder) se considera que la condena de la revista a indemnizar es una limitación grave de la libertad de expresión, mientras que la afectación del derecho al honor tendría como máximo una afectación de grado medio, por tratarse de una sátira y ser una fórmula empleada también en otras ocasiones y con otros personajes. Así que, comparadas ambas magnitudes, el BVerfGE habría comprobado que la condena de Titanic resultaba “desproporcionada”. Y, siguiendo con Alexy, en lo referido a la segunda expresión cuestionada (“tullido”) el Tribunal habría comprobado que se trata de una vulneración “muy grave o extraordinariamente grave” del derecho al honor, pues es expresión humillante y que manifiesta falta de respeto. Así que, en este caso, la grave intervención en la libertad de expresión que supone la condena a indemnizar está compensada por la gravedad por lo menos idéntica del atentado contra el derecho al honor. Procedamos ahora a la reconstrucción de la sentencia bajo esquema interpretativo/subsuntivo, prescindiendo de ponderaciones de principios.
El texto dice lo siguiente, en traducción apresurada: “El hecho de que un tullido, en concreto usted, esté en disposición de prestar servicio en una organización, el ejército, cuya finalidad es convertir a hombres en tullidos o matarlos, es algo que nos pareció obsceno y que nos hizo nombrarle una de las siete personalidades más lamentables del mes de marzo. Encontramos odioso el hecho siguiente, que nos trae a la mente nuestras anteriores dudas sobre si usted estaría bien de la cabeza, y que consistió en que por medio de abogado nos reclama como indemnización más de cincuenta mil marcos porque “el peso jurídico y objetivo de la ofensa pública de nuestro mandante” “es mucho mayor” que si nos hubiésemos burlado de una persona sana. ¿O cómo llamaría usted la degradación jurídica de los sanos a personas de segunda clase? […] Así que nos veremos ante el juez”. “Epílogo a la Teoría de los derechos fundamentales”, cit., p. 34.
7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica
De lenguaje y esquema ponderativo no hay en esta sentencia más que el párrafo que menciona Alexy. En todo lo demás podemos leerla y reconstruirla como un caso perfectamente normal y habitual de interpretación/subsunción, uno de tantos. Hagamos primero una representación puramente esquemática y meramente aproximativa. La situación normativa es la siguiente. Hay una norma constitucional (art. 5 aptdo. 1, párrafo 1 LF) que consagra la libertad de expresión. Hay otra norma constitucional (art. 5 aptdo. 2 LF) que establece como límites a tal libertad de expresión los que disponga con carácter general la ley, y la protección de la juventud y el honor de las personas. Podemos, pues, traducir simplificadamente esto del siguiente modo, en lo que aquí interesa: Está permitida toda expresión que no atente contra el honor de las personas. En representación formal (x = cualquier expresión; h = honor; ¬ = negación): (1) Px ↔ (x → ¬h) La discusión versa sobre si “geb. Mörder” y “Krüppel” (que representamos indistintamente como “e”) constituyen o no casos de atentados contra el honor. Ahora bien: “nacido asesino” y “tullido” no son o dejan de ser, sin más, atentados al honor; es decir no se subsumen automáticamente o de manera perfectamente evidente bajo la categoría de “expresiones atentatorias contra el honor”.
Dice así (subrayo la parte que cita Alexy): “La libertad de expresión no está ilimitadamente garantizada por la Constitución, sino que halla sus límites con arreglo al art. 5, apartado 2 de la Constitución, en los preceptos de la ley general, en las determinaciones legales sobre protección de la juventud y del honor personal. Estos preceptos deben, a su vez, ser interpretados a la luz del derecho fundamental que limitan, a fin de su significado valorativo se muestre también a la hora de su aplicación. Esto lleva generalmente a una ponderación casuística entre el derecho fundamental a la libertad de expresión y el bien protegido por la ley que limita el derecho fundamental” (Die Meinungsfreiheit is vom Grundgesetz allerdings nicht vorbehaltlos gewährleistet, sondern findet ihre Schranken nach art. 5, abs. 2 GG in den Vorschriften der allgemeinen Gesetze, den gesetzlichen Bestimmungen zum Schutze der Jugend und dem Recht der persönlichen Ehre. Diese Bestimmungen müssen aber ihrerseits wieder im Lichte des eingeschränkten Grundrechts ausgeleget werden, damit dessen wertsetzende Bedeutung auch auf der Rechtsanwendungsebene zur Geltung kommt… Das führt in der Regel zu einer fallbezogenen Abwägung zwischen dem Grundrecht der Meinungsfreiheit und dem vom grundrechtsbeschränkenden Gesetz geschützten Rechtsgut). Si se tratara de discutir con total minucia, podríamos decir que en la frase anterior a esta última en que habla de ponderación habla también de interpretación. Y que o se trata de interpretar o de ponderar, con lo que una de las dos expresiones la utiliza el Tribunal en un cierto tono metafórico o meramente aproximativo. Como se ve, la situación es muy similar a la recogida en la Constitución española en el artículo 20. Entre otras cosas.
II. Neoconstitucionalismo
Son casos dudosos, caen en lo que habitualmente llamamos la zona de penumbra del enunciado normativo. De manera que habrá que concretar su adscripción o no a dicha categoría, mediante un razonamiento que es un razonamiento interpretativo y que sigue los esquemas habituales de éstos. Se comienza por acotar categorías de grado de abstracción intermedio entre esos dos polos (los concretos calificativos –“nacido asesino”, “tullido”– y el derecho al honor). Se usan aquí los dos siguientes: sátira e insulto. Una sátira no es un atentado contra el honor; un insulto, sí. Una sátira (s) no supone un atentado contra el honor: (2) s → ¬ (¬h) Lo que vale tanto como decir que es compatible con el respeto debido al honor. (2’) s → h En cambio, un insulto (i) sí daña el derecho al honor: (3) i → ¬ h Cabe, y es conveniente siempre que sea posible, definir mediante sus características esas categorías. Así veremos más abajo que hace el Tribunal con la noción de sátira. Así que si lo que define la sátira es la posesión de las notas (n) 1, 2 y 3, tenemos que (4) (n1 ∧ n2 ∧ n3) → s con lo que, por lo que ya sabemos, (5) [(n1 ∧ n2 ∧ n3) → s] → h Pero tampoco es automática la calificación o subsunción de cualquiera de esas dos expresiones como sátira o insulto. De modo que hacen falta nuevos pasos en ese proceso de interpretación concretizadora. Con ese fin habrá que invocar diferentes circunstancias que operan en favor de una u otra opción. Tales
Veremos que en el caso estos argumentos se hacen aún más complejos, pero en esta misma línea de razonamiento interpretativo.
7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica
circunstancias pueden ser de muy distinto tipo: semánticas, intencionales, históricas, sociológicas, etc. Su fuerza es proporcional a su grado de evidencia y a la capacidad de convicción de su uso argumentativo. En un nuevo paso de este razonamiento interpretativo/subsuntivo, habrá que echar mano en la argumentación de esas circunstancias en favor o en contra de entender que las expresiones que se discuten (“nacido asesino”, “tullido”) sean sátiras o insultos. Si llamamos “c” a esas circunstancias, podemos representar así ese paso: (6) [(c1…cn → n1…nn)] → (e → s/i) con lo que, en función de cómo despejemos s/i resultará que la expresión “e” está o no está permitida: (7) [(c1…cn → n1…nn) → (e → s/i)] → Pe/¬Pe Queda, pues, esquematizado así todo el proceso. (1) Px ↔ (x → ¬h) (2’) s → h (3) i → ¬ h (4) (n1 ∧ n2 ∧ n3) → s (5) [(n1 ∧ n2 ∧ n3 → s] → h (6) (c1…cn → n1…nn) → (e → s/i) (7) [(c1…cn → n1…nn) → (e → s/i)] → Pe/¬Pe Y vemos que a lo largo de este razonamiento en ningún momento se han ponderado o sopesado derechos, ni en abstracto ni a la luz de las circunstancias del caso. Lo único que se sopesa son las razones que avalan cada paso en ese proceso de concreción interpretativa. Se sopesan razones interpretativas, es decir, razones para adscribir significados o, dicho de otra forma, razones para admitir que una determinada categoría encaja (se subsume) o no bajo la referencia de una categoría más general. Así, (2) es resultado de valorar (ponderar) las razones por las que una sátira no se considera incompatible con el respeto al honor; (3) es el resultado de valorar (ponderar) las razones por las que se considera que un insulto atenta
Y estas dos magnitudes pueden contrapesarse: a mayor evidencia, menor importancia de la fuerza argumentativa expresa; y a la inversa.
II. Neoconstitucionalismo
contra el honor; (4) es el resultado de valorar (ponderar) cuál es la mejor definición de sátira, cuáles son sus notas definitorias; (6) es el resultado de valorar (ponderar) la relevancia de las circunstancias concurrentes, a efectos de ver si estamos o no bajo una conducta que encaja o no bajo las categorías de sátira o insulto, definidas con arreglo al paso anterior, en su caso. Bien claro queda, por tanto, que si hablamos de un procedimiento de carácter interpretativo/subsuntivo no es para referirnos a ningún proceder automático o puramente formal, sino a uno presidido, en lo material, por procesos valorativos, dentro de un marco de posibilidades semánticamente acotado. Pero tampoco se trata de que este proceder o el de la ponderación entre principios, al modo que propone Alexy, sean dos maneras de presentar lo mismo o no tengan más relevancia que la de divertimento intelectual. Mi tesis es que el rigor y los controles posibles son claramente distintos en un caso y otro. Pero eso lo fundamentaré en otro lugar. Baste aquí meramente mencionar algunas consecuencias: 1. No hay (o no tiene por qué haber) diferencia cualitativa entre decisiones en materia de conflictos entre derechos fundamentales o en cualquier otro caso de conflicto jurídico. 2. No hay diferencia cualitativa entre el tipo de normas que Alexy llama reglas y las que llama principios. 3. A los tribunales constitucionales no los especifica la aplicación de ningún método peculiar o propio. 4. Su diferencia, si la hay, con los tribunales de la jurisdicción ordinaria habrá que buscarla en otros lados, y posiblemente sea meramente competencial. 5. En consecuencia, no podrá ser la invocación de su método o perspectiva propios lo que sirva de pretexto a los tribunales constitucionales para ampliar sus competencias más allá de lo que es la dicción de las normas constitucionales o legales que se la atribuyen. Vamos ahora a seguir, ya en concreto, los pasos de la sentencia que comentamos. La tesis es, ya lo he dicho, que esta sentencia responde al esquema interpretativo/subsuntivo que acabamos de dibujar, no a un modelo supuestamente alternativo de decisión ponderativa entre derechos. Comencemos por las alegaciones de las partes. El militar ofendido argumenta lo siguiente: – La expresión “geb. Mörder” trata de despertar en los lectores la impresión de que él es un asesino nato, que posee una innata propensión a matar. – La humillación está presente también en la insinuación de que tiene dañada su salud mental, insinuación que se repite, bajo diversas formas, en los dos números de Titanic. – La expresión “tullido” es claramente peyorativa y está hecha con propósito de humillar y degradar al aludido.
7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica
– No cabe justificar dichas expresiones como sátira permitida. Es dudoso, en primer lugar, que se pueda hablar propiamente aquí de una sátira. La sátira se define como una forma expresiva en la que un aspecto de realidad se presenta como broma o burla, pero no de modo directo, sino indirecto, como imitación o remedo. Esa artificiosa deformación de la realidad falta en la publicación que se discute, en la que se refleja la realidad pero con propósito crítico y ridiculizador. En segundo lugar, no todo lo que se publica en una revista que se define como satírica y que se dirige a un lector que entiende el tono satírico es sátira por ese solo hecho. – Aunque verdaderamente lo publicado mereciera el calificativo de sátira, y, con ello, se analice como obra literaria, no por ello deja de contener un grave atentado antijurídico contra los derechos de la personalidad. Ni siquiera a un escritor o un artista le está permitido degradar y humillar a otro en su obra. – Lo determinante es la intención de burla y humillación con que los textos están escritos, lo cual se muestra a las claras con la elección de los términos usados. Por su parte, la revista Titanic argumenta lo siguiente: – En los textos prevalece claramente el carácter satírico-literario, por lo que están protegidos por la libertad artística. – La comprensión de la sátira presupone un lector avezado al lenguaje satírico. Ese es el tipo de lector de Titanic y a él se dirige lo que la revista publica. Por tanto, el lector experto de sátiras entenderá que lo dicho del militar es pura sátira y no humillación o insulto. El lector de sátira sabe que en cualquier escrito satírico lo dicho no se toma al pie de la letra, sino que hay que entenderlo siempre cargado de exageración y adorno. – No es cierto que la expresión “geb. Mörder” indique que el militar aludido tenga una propensión innata a asesinar, que sea un asesino nato. Se está aludiendo al oficio de los soldados, entrenados para matar, y todo ello en el contexto de la polémica anterior sobre si los soldados son asesinos potenciales. – Las alusiones irónicas al estado mental del militar no pretenden calificarlo como demente, sino resaltar lo inusual e incomprensible de su pretensión de participar en unos ejercicios militares, pese a hallarse físicamente impedido. Esa opinión está amparada por la libertad de expresión, pues, bien entendida, no encierra una crítica injuriosa.
“Eine Kunstform, in der sich der ‘an einer Norm orientierte Spott über Erscheinungen der Wirklichkeit’ nicht direkt, sondern indirekt, durch die ästhetische Nachahmung eben dieser Wirklichkeit ausdrücke.”
II. Neoconstitucionalismo
– En lo publicado como “carta al lector” la expresión “tullido”, que en sí misma es rechazable, debe ser entendida en el contexto de la polémica sobre la sentencia referida a los soldados (Frankfurter Soldatenurteil ), a propósito de la que se discute si el oficio de soldado consiste en matar a otros o dejarlos tullidos. Vemos que los argumentos de las partes se resumen así: el militar alega que no es sátira, sino expresión directamente ofensiva y atentatoria contra el honor, y que aunque fuera sátira tampoco dejaría de existir y ser relevante el atentado al honor, especialmente por ser injuriosa la intención de la revista; por su parte, Titanic argumenta que sí es sátira y no hay ninguna intención injuriosa, por lo que lo publicado queda plenamente amparado por la libertad de expresión. Ahora veamos los argumentos del Bundesverfassungsgericht, con los que va a sostener que la expresión “geb. Mörder” es admisible, pues no atenta contra el derecho al honor, y que el calificativo “tullido”, en cambio, si es ilícito, pues vulnera tal derecho. Estos son los argumentos: – La publicación primera tiene los caracteres de la sátira. Ahora bien: por el hecho de ser satírica ya no está, sin más, amparada una publicación por el la libertad de expresión. “Satire kann Kunst sein; nicht jede Satire ist jedoch Kunst” (la sátira puede ser arte; pero no toda sátira es arte). La libertad artística (Kunstfreiheit) sólo protege la sátira que sea arte, no a la que es un simple medio expresivo de opiniones o críticas. – A las expresiones que se acogen bajo la libertad de expresión no se les puede atribuir ningún contenido o significado que manifiestamente el autor no les atribuiría. – El establecer sanciones, tanto penales como civiles, para las expresiones tiene un efecto preventivo y disuasorio, y disminuyen la disposición a hacer uso en el futuro del derecho a expresarse libremente. Ese es el peligro que aquí existe: una revista satírica como Titanic puede ser obligada a dejar su actividad si los jueces desconocen el alcance de la libertad de expresión y la limitan demasiado, sancionando por cada uso de la sátira propiamente dicha. – Los caracteres de la sátira son “exageración” (Übertreibung), “caricatura” (Verzerrung) y “distanciamiento” (Verfremdung). – El Oberlandesgericht (tribunal de segunda instancia) ha considerado que las dos expresiones que aquí se discuten atentan contra el honor y ha obligado a Titanic a indemnizar por las dos. En este recurso, interpuesto por Titanic, el BVerfGE se plantea así su propia tarea, y después de lo que ha dicho y hemos recogido: se ha de examinar si el Oberlandesgericht en su decisión ha tenido suficientemente en cuenta el sentido y el carácter del texto, y también se ha de investigar si el Tribunal ha calificado inadecuadamente las publicaciones como injuria formal
7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica
o crítica insultante, con la consecuencia de que no gozarían del mismo grado de protección del derecho fundamental que si fueran expresiones que pudieran ser vistas como juicio de valor sin carácter injurioso o insultante. Es de suma importancia reparar en este párrafo. En él se aprecia que el Tribunal está aplicando una “lógica” puramente binaria, que su planteamiento es de tipo “o…o […]”, no una “lógica” ponderativa. Lo que nos dice el Tribunal es: 1. Que o se trata de atentados contra el honor, en cuyo caso son ilícitos por definición y es adecuada la sanción, o no se trata de atentados contra el honor, en cuyo caso son lícito ejercicio de la libertad de expresión. 2. Que siempre y por definición hay atentado contra el honor cuando se está ante injurias (Formalbeleidigung) o ante críticas insultantes (Schmähkritik). 3. Que, en cambio, no atentan contra el honor los meros juicios de valor, aunque sean críticos, cuando no tienen ese carácter injurioso o insultante. 4. Que una expresión o cae bajo uno o bajo uno o bajo otro de tales conjuntos (injuria o insulto vs. juicio de valor no injurioso ni insultante), pero que no caben combinaciones intermedias; que son conjuntos sin elementos comunes, conjuntos disjuntos. 5. Que lo que el Tribunal Constitucional tiene que hacer al resolver recursos como éste es ver si el tribunal de instancia ha realizado correctamente la adscripción de las expresiones en cuestión a uno u otro de esos dos conjuntos. Por tanto, si una expresión “e” daña el derecho al honor, no es en modo alguno ejercicio del derecho de libertad de expresión; y si esa expresión “e” es ejercicio del derecho de libertad de expresión, no es en modo alguno atentatoria contra el derecho al honor. Tertium non datur.
Así es siempre que la relación entre los derechos fundamentales se plantea en los siguientes términos: d1 está limitado por d2. Así es como ocurre con la relación entre la libertad de expresión (e información) y el derecho al honor (y otros, como la protección de la infancia) tanto en Alemania como en España. Por eso en la Jurisprudencia del Tribunal Constitucional español sobre este asunto no hay tampoco ni rastro de lo que propiamente merezca el nombre de ponderación (véase mi trabajo “Tres sentencias del Tribunal Constitucional. Ponderando el honor y la libertad de información”, Diario La Ley, n.º 6212, 17 de marzo de 2005). El esquema de razonamiento en estos casos es siempre interpretativo/subsuntivo, a partir de una norma cuya estructura, como ya se ha dicho es: Px ↔ (x → ¬y). “x” vale por expresión/ información e “y” vale por “honor” o “protección de la infancia”, por ejemplo. De esta manera vemos que el derecho al honor o el derecho de la infancia a la protección están configurados como derechos absolutos (Oy). Por tanto, no pueden ser limitados en modo alguno. Cuando una expresión “e” se considera constitucionalmente permitida es porque se entiende que de ninguna manera daña el derecho al honor de un sujeto o el derecho de la infancia a su protección. Esa es la razón por la que, como en esta misma sentencia dice el Bundesverfassungsgericht, una interpretación maximalista o extensiva del derecho al honor, por ejemplo, llevaría a que nada negativo o crítico se pudiera decir de cualquiera y, con ello, a la práctica inhabilitación de la libertad de expresión. Que esto es así se ve aún mejor si trabajamos con el derecho de la infancia a la protección. Con un enfoque ponderativo sería admisible el contenido del siguiente enunciado: “cuando el derecho de un niño a la protección sufra un daño de grado medio y, en el caso, la libertad de expresión se beneficie en
II. Neoconstitucionalismo
Así pues, nada más lejos de los planteamientos ponderativos. Con un enfoque ponderativo, el razonamiento sería así: 1. la expresión “e” supone ejercicio de la libertad de expresión y, al mismo tiempo, supone daño para el derecho al honor; 2. dicha expresión “e” es lícita siempre y cuando que el beneficio para la libertad de expresión sea mayor que el daño para el derecho al honor; 3. la operación mediante la que se establece esa proporción daño/beneficio entre los dos derechos se llama ponderación; 4. la ponderación se hace caso por caso y su metro son las circunstancias del caso concreto. Sigamos con los pasos del razonamiento de la sentencia. – La libertad de expresión tiene sus límtes, según el artículo 5.2 LF en lo que disponga la ley, en la protección de la juventud y en el derecho al honor personal. Pero a su vez estos límites deben ser “interpretados” a la luz del derecho que limitan, cuyo valor orientativo se hace valer en el plano de la decisión. “Esto conduce por regla general a una ponderación casuística entre el derecho a la libertad de expresión y el bien jurídico protegido por la ley limitadora de tal derecho fundamental.” A este párrafo ya me he referido antes. – En lo que se refiere a la expresión “geb. Mörder”, la decisión del Oberlandesgericht debe ser corregida, pues no ha hecho justicia al carácter satírico de tal expresión. En favor de ese carácter de sátira operan los siguientes argumentos: a. Tiene las notas definitorias de la sátira. b. La expresión aparece dentro de una rúbrica permanente y en la que siempre se procede así. c. El lenguaje es el habitual, de tono chistoso y que pretende hacer reír, fin éste que es el típico de la sátira. d. El uso en otros momentos en la misma sección de la expresión “nacido […]” demuestra que su propósito no es ofensivo, sino cómico.
un grado alto, debe prevalecer la libertad de expresión”. Todos diríamos, en cambio, que el enunciado es jurídicamente inaceptable, pues ningún atentado contra el derecho de un niño a la protección puede justificarse con el beneficio para la libertad de expresión. Pues bien, lo mismo ocurre con el derecho al honor. Otra cosa es que los contenidos precisos del derecho al honor o del derecho de los niños a la protección deba establecerse por vía de interpretación de los correspondientes enunciados constitucionales, interpretación con propósito generalizador y no meramente de justicia del caso concreto; y que dicha interpretación debe tener un carácter sistemático, tomando en cuenta simultáneamente el sentido posible de todos los derechos en juego (aquí, libertad de expresión, de información, etc.) y buscando la coherencia del resultado final, de manera que la interpretación maximalista o totalmente extensiva de uno de los derechos no lleve a la práctica eliminación de algún otro. Cuestión interesante es averiguar si el mismo esquema se aplica a la relación entre todos los derechos fundamentales, y a sus posibles conflictos, o si es peculiar de la relación entre la libertad de expresión/ información y los derechos que la limitan. Mi hipótesis es la primera, pero no puedo desarrollarla aquí.
7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica
e. En el contexto del momento estaba la discusión jurídica sobre si se podía llamar o no a los soldados “asesinos potenciales” (potentielle Mörder). f. Para ver si una sátira encierra un propósito insultante o injurioso no se pueden tomar sus expresiones al pie de la letra, sino que tienen que ser desvestidas (Entkleidung) de su definitorio componente de exageración o caricatura. Ahí es donde el Oberlandesgericht yerra, pues toma la expresión “geb. Mörder” al pie de la letra, como si necesariamente significase asesino nato. Así pues, la conclusión es que dicha expresión no produce daño al honor, no que el daño sea pequeño, leve, poco relevante, etc. Dicha conclusión depende de la citada cadena de interpretaciones previas, no de una ponderación de grados de afectación positiva o negativa de los derechos. – En lo que se refiere a la expresión “tullido” (Krüppel), la solución es diferente: sí hay daño al honor y, por tanto, no puede tratarse de ejercicio lícito de la libertad de expresión, por lo que acertó aquí el Oberlandesgericht. Los argumentos son los siguientes: a. “Krüppel” es una expresión que no se usa meramente para describir la condición de inválido o impedido, o para designar al físicamente deforme, como se hacía en siglos pasados. Hoy en día, calificar a alguien como tullido se entiende como “humillación” (Demütigung), como degradante, equivale a minusvalorarlo. Ese cambio de significado se aprecia si se tiene en cuenta que también se usa la expresión para insultar o degradar a quienes no tienen ningún tipo de defecto físico. b. La lectura de la “carta al lector” muestra que la intención era calificar con ese término degradante al demandante, no a los soldados en general ni a ningún grupo. c. No puede servir como disculpa el que se tratara de una reacción frente a la demanda de indemnización por el reportaje anterior, pues nada había en tal demanda de agresivo o insultante. En resumen conjunto, la expresión “geb. Mörder” no atenta contra el honor del demandante y es, por lo tanto, ejercicio lícito de la libertad de expresión, porque: 1. objetivamente no es insultante o injuriosa; 2. no existía (o no está acreditada) una intención ofensiva o degradante. En cambio, la expresión “Krüppel” sí atenta contra el honor del demandante y no es, por tanto, ejercicio lícito de la libertad de expresión, porque: 1. sí es objetivamente insultante, a tenor del significado que ha alcanzado y con el que suele usarse en nuestros días; 2. ha sido proferida con intención vejatoria.
II. Neoconstitucionalismo
I I I . l a e s e n c i a l i n t e r c a mb i a b i l i d a d d e l m t o d o s u b s u n t i v o y e l p o n d e r at i v o Ahora pretendo poner de relieve, de modo más sistemático, que el método subsuntivo y el ponderativo son intercambiables en cada caso (o al menos en cada caso mínimamente difícil), sea de legalidad estricta o de constitucionalidad; y que ambos, por tanto, pueden ser indistintamente usados tanto por los tribunales ordinarios como por los tribunales constitucionales. En el trasfondo late también mi opinión de que el uso del método subsuntivo (subsuntivo/interpretativo, como lo vengo llamando, para mayor precisión) es más apto para que los tribunales cumplan con los requisitos de una argumentación exigente, pues en él se ven más claros los pasos en que la racionalidad exige argumentación expresa de las decisiones intermedias determinantes del resultado final. Utilizaré el siguiente proceder. Presentaré una sentencia en materia de legislación ordinaria y un caso-tipo en materia de conflicto entre los derechos fundamentales a la libertad de expresión y al honor. E intentaré poner de manifiesto que las dos son perfectamente tratables y reconstruibles tanto con un método ponderativo como con uno subsuntivo. El caso de la sentencia primera es el conocido en España como caso del toro de Osborne, decidido por el Tribunal Supremo español (Sala Tercera) en sentencia del 30 de diciembre de 1997. El caso se puede resumir así. La Ley de Carreteras prohibía la colocación de “publicidad” en los lugares visibles desde las carreteras, fuera de los tramos urbanos. A la entrada en vigor de dicha Ley, la empresa Osborne, que se anunciaba mediante la efigie del toro y una inscripción en ésta, borra tal inscripción, pero mantiene la figura del toro, visible desde las carreteras. La empresa es sancionada por mantener dicha “publicidad” cuando ya rige la prohibición. Recurre y el Tribunal Supremo anula la sanción, argumentando que dicho toro no es “publicidad”. A . d e c i s i n d e c o n f l i c to d e l e g a l i da d o r d i n a r i a p r e s e n ta d a b a j o f o r m a s u b s u n t i va Tomemos el caso del toro de Osborne. La situación normativa creada con la prohibición de colocar publicidad podemos expresarla así, del modo más sencillo: prohibido (V) colocar publicidad (x): Situación normativa: (1) Vx
7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica
El problema, pues, consiste en saber qué se entiende por “publicidad”. En la sentencia del Tribunal Supremo en este caso se dice (simplificamos el asunto) que, a efectos de esta norma, es publicidad todo objeto asociado a una marca comercial que pueda distraer a los conductores. En aras de la simplicidad, representemos “objeto asociado a una marca comercial que pueda distraer a los conductores” como “d”. Tenemos, así, el siguiente enunciado interpretativo: Enunciado interpretativo general: (2) d ↔ x El paso siguiente tiene que consistir en sentar si el toro de Osborne cae o no bajo "objeto asociado a una marca comercial que pueda distraer a los conductores" (d). El Tribunal concluye que no. Representamos el toro como "t". Enunciado interpretativo particular: (3) t → ¬d Enunciado subsuntivo derivado de (1) (2) y (3) y conclusivo del razonamiento interpretativo : (4) t → ¬x Conclusión normativa: (5) ¬Vt Las razones determinantes de la corrección material del razonamiento serán las que respalden a los enunciados representados en (2) y (3). B . d e c i s i n d e l m i s m o c o n f l i c to d e l e g a l i da d o r d i n a r i a p r e s e n ta d a b a j o f o r m a p o n d e r at i va Ahora presentaremos bajo forma de ponderación el razonamiento de este caso que acabamos de ver en su esquema subsuntivo/interpretativo, y comprobaremos que ambos esquemas son intercambiables. En primer lugar hemos de traducir el caso a un conflicto entre derechos. Podemos hacerlo contraponiendo el derecho de la empresa a anunciar libremente sus productos, como parte de la libertad de empresa, y el derecho de la administración a prohibir las formas de publicidad que atenten contra algún bien
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constitucionalmente protegido, como pueda ser la seguridad de los ciudadanos o el derecho de los ciudadanos al medio ambiente. Por simplificar, nuevamente, reduzcamos el conflicto al enfrentamiento entre el derecho a anunciarse (como parte del derecho a la libertad de empresa), que representamos como D1, y el derecho a la seguridad de los conductores, que representamos como D2. ¿Cuál de los derechos prevalece en el caso del toro de Osborne? El Tribunal Supremo (si bien usando otro lenguaje, no el de los derechos) dio prevalencia en el caso a D1, el derecho de la empresa a anunciarse. Pero lo hizo diciendo que el toro no era publicidad porque su presencia no atentaba contra la seguridad de los conductores. Y siguió los siguientes pasos: 1. Determinar qué se entiende, a efectos de la norma, por “publicidad”. Nos dijo que publicidad no es cualquier cosa asociada a una marca o producto comercial (admite la asociación del toro y una marca de brandy de la empresa Osborne desde varios puntos de vista), sino sólo aquel objeto asociado a una marca o producto y que ponga en peligro la seguridad de los conductores por ser apto para provocar su distracción. Invoca como razón de esa opción interpretativa el fin de la norma, y llamaremos a esta razón interpretativa Ri1. Luego realiza una afirmación fáctica: que la figura del toro no distrae a los conductores. Llamemos a esta razón RC1. Y tenemos que, “ponderadas” las razones interpretativas y tomada una de las opciones, y “ponderadas” las circunstancias fácticas y tomada una de las opciones, quedan las razones para la prevalencia (P) de un derecho sobre otro: J (Ri1 ∧ Rc1) D1 P D2 Sin embargo, si uno lee la sentencia del Tribunal Supremo en el caso del toro y cualquier sentencia del Tribunal Constitucional en un caso de conflicto entre derechos fundamentales, la diferencia salta a la vista. ¿Es sólo una diferencia de lenguaje o hay una verdadera diferencia de método motivada por la distinta naturaleza de los casos? Nuestra tesis es que la diferencia es meramente de lenguaje. Esa diferencia se traduce en que el Tribunal Constitucional habla (o aparenta hablar) en términos de que están afectados dos derechos (o, más en general, dos principios), pero para el caso uno vence sobre otro. Es decir, por ejemplo, que sí es un caso de libertad de expresión y sí es un caso de derecho al honor, y que la prevalencia del derecho al honor en razón de las circunstancias del caso supone la victoria de este derecho y la consiguiente limitación del otro en este caso. En cambio, el Tribunal Supremo, usando un esquema no ponderativo, dice que el toro no es un anuncio y que, por tanto, no hay un conflicto entre normas, sino que meramente no rige la prohibición de anuncios. Pero sería lo mismo si hubiera dicho que anuncios como los del
7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica
toro no caen bajo la prohibición, dado que, en sus circunstancias, no hay razones para limitar la libertad de anunciarse de las empresas. Y también sería lo mismo si el TC, en el ejemplo que a continuación veremos, sustituyera su lenguaje ponderativo por el propio del “método” subsuntivo/interpretativo y se expresara en estos términos: en el caso la expresión “e” es subsumible entre las expresiones que atentan contra el honor, y puesto que la libertad de expresión tiene su excepción en el daño al honor, no se trata de ejercicio de la libertad de expresión, sino de atentado al honor. A todo esto subyace una tesis, también fuerte, que requiere fundamentación minuciosa: Todas las normas pueden ser presentadas o como reglas o como principios, y tal presentación depende del lenguaje y el esquema que se adopte a la hora de aplicarlas. Pero tal opción es potestativa del intérprete, no determinada por ningún tipo de “naturaleza”, ni de las normas ni de los hechos. Y, por último, esa opción responde generalmente a propósitos de política judicial, según que se quiera una aplicación del derecho de apariencia más técnica o más de equidad o justicia de los hechos. Los tribunales constitucionales adoptan un lenguaje ponderativo para hacer que su jurisdicción aparezca como sustancialmente diferente de la de los tribunales ordinarios. C. decisin de conflicto entre derechos f u n d a m e n ta l e s p r e s e n ta d a b a j o f o r m a s u b s u n t i va Tomemos un caso estándar de conflicto entre libertad de expresión y derecho al honor. Hay dos normas (constitucionales; pero esa condición no es relevante): una dice permitido (P) expresar las ideas y opiniones (x): Px; la otra dice prohibido (-P) decir cosas que atenten contra el honor de otro (y): (-Py). De modo que podemos presentar la situación así: Px ∧ ¬Py Toda expresión está permitida, salvo que contenga un atentado al honor de otro. “x” representa cualquier expresión. E “y” representa cualquier expresión que atente contra el honor de otro. Por tanto, “y” es un subconjunto de “x”. Así pues, podemos representar la situación normativa, más precisamente, así:
Px ↔ (x → ¬y).
En consecuencia, todo conflicto entre libertad de expresión y derecho al honor pasa necesariamente por:
II. Neoconstitucionalismo
– Determinar el sentido de “honor” (y, correlativamente, de atentado contra el honor). Ahí serán de utilidad todo tipo de argumentos de los consolidados como interpretativos. Así, se llegará por ejemplo a establecer que todo insulto es (una expresión que supone) un atentado al honor de la persona referida (vid. paso 2 en el esquema de más abajo). – Determinar si el hecho enjuiciado (v. gr. alguien dijo que una persona era un “necio”, o un “idiota”, o un “sinvergüenza”, o un “ladrón”…) y que era dudoso si caía bajo la referencia del enunciado que se interpretaba, cae bajo la referencia del enunciado concretizador, del enunciado interpretativo. En nuestro ejemplo, si la expresión en cuestión (e) es o no un insulto (i) (vid. paso 3 en el esquema de más abajo). El esquema queda así: Situación normativa: Enunciado interpretativo general Enunciado interpretativo particular Enunciado subsuntivo Conclusión normativa
(1) (2) (3) (4) (5)
Px ↔ (x → ¬y) i→y e→i e→y ¬Pe
En clave de racionalidad argumentativa, se requiere que concurran y se expresen (cuando no sean plenamente evidentes) las razones que respaldan las afirmaciones representadas en (2) y (3). Es decir, las razones por las que se considera que el significado del derecho al honor hace ese derecho incompatible con el soportar insultos, y las razones por las que se estima que la expresión “e” constituye un insulto. D. decisin de conflicto entre derechos f u n d a m e n ta l e s p r e s e n ta d a b a j o f o r m a p o n d e r at i va Según la doctrina habitual en tema de ponderación, un derecho prevalece sobre el otro no en abstracto, sino en el caso concreto, y a la luz de las circunstancias precisas de ese caso. Llamando C a las circunstancias y J a la justificación de la prevalencia, podemos representar la situación de prevalencia así: J (C1… Cn) D1 P D2 Pero hay que tener en cuenta que las circunstancias no hablan por sí solas. Lo que se quiere decir cuando en la doctrina de la ponderación se alude a ellas como determinantes es que son la fuente o la base de las razones dirimentes de
7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica
la prevalencia de uno de los derechos; o sea, que las razones que cuentan para esa prevalencia son razones circunstanciales, razones relativas a la presencia y la relevancia de unas u otras circunstancias. Así que si llamamos RC a tales razones circunstanciales podemos mantener el mismo esquema de este modo: J (RC1…RCn) D1 P D2 Pero la cuestión clave es ésta: ¿qué es lo que hace relevante e importante para el caso una o varias de entre las innumerables razones que concurren? Y la respuesta es: la previa interpretación de la norma o normas en cuestión. En la expresión “e” proferida por una persona respecto de otra, en uso de la libertad de expresión de aquélla, podemos imaginar los siguientes caracteres y circunstancias, de entre la infinidad que pueden darse e imaginarse para un caso: Circunstancias: 1. proferida en una reunión privada; 2. proferida en una asamblea pública; 3. proferida en un programa de radio; 4. proferida por un particular; 5. proferida por un periodista; 6. proferida respecto de un particular; 7. proferida respecto de un cargo público; 8. proferida por un madrileño; 9. proferida en jueves; 10. proferida por una persona de 52 años; etc. Caracteres: A. crítica; B. acusación; C. insulto; D. caricatura o imitación; E. reproche; F. advertencia; G. insinuación amorosa, etc. En rápida y aleatoria enumeración hemos mencionado diez posibles circunstancias de la expresión “e” y siete posibles caracterizaciones o catalogaciones de la misma. Respecto de las circunstancias, cualquier discusión será cuestión de prueba (mostrar en los hechos que alguien es o no un periodista, que alguien es o no un cargo público, etc.); respecto de los caracteres, las discusiones versarán sobre lo adecuado o no de la calificación, es decir, sobre las razones para calificar la expresión “e” como insulto, crítica, reproche, etc. Pues bien, es la previa interpretación de lo que se entienda por “honor”, como bien protegido por la norma que otorga el derecho al honor y que limita las expresiones posibles amparadas por la libertad de expresión, lo que hace que no se considere, hoy, aquí y ahora, atentatorio contra tal bien el ser objeto de una mera crítica, o de un simple reproche, o de una insinuación amorosa, y sí, en cambio, ser insultado. Así que lo que hace relevante una u otra circunstancia y uno u otro carácter de entre las y los innumerables que puede tener la proferencia de “e” es una interpretación previa de la norma, expresada o no en el correspondiente enunciado interpretativo, pero operante siempre, aunque sea de modo tácito. Sobre la base de la interpretación se determina la relevancia de las circunstancias.
II. Neoconstitucionalismo
Pero falta un segundo paso. Una vez que hemos interpretado “honor”, por ejemplo, como desmerecimiento de la pública consideración y que, segundo paso, hemos determinado que un insulto es un supuesto que da lugar a tal desmerecimiento de la pública consideración, queda por saber si “e” constituye o no un insulto. Y habrá que dar razones de los dos cosas: de por qué se considera que el honor se daña cuando se es objeto de desmerecimiento en la pública consideración y de por qué se considera que “e” es un insulto y no, por ejemplo, una simple crítica o una cariñosa reconvención que no daña tal consideración pública. Con todo esto estamos defendiendo esta tesis: que los dos esquemas que hemos visto para el conflicto entre libertad de expresión y derecho al honor no son expresión de dos modos distintos de razonar ni de dos métodos diferenciados, sino dos maneras de representar un mismo proceder. Es decir que en términos funcionales el esquema i: J (RC1… RCn) D2 P D1 equivale al esquema ii: Situación normativa: Enunciado interpretativo Enunciado subsuntivo Concusión del razonam. int.
(1) (2) (3) (4)
Px ↔ (x → ¬y) i→y e→i ¬Pe
Lo que varía y explica la diferencia en el modo de representar es que en el esquema i (ponderativo) se incorpora la mención a las razones subyacentes, pero no se representan los pasos o secuencia del razonamiento; mientras que en el esquema ii (subsuntivo/interpretativo) ocurre al revés, se representa la secuencia del razonamiento pero se deja fuera la mención de las razones que avalan el contenido de los enunciados determinantes, que son el (2) y el (3). Basta con fundir ambos esquemas para tener el esquema completo y común a todo caso difícil, sea o no de conflicto directo o inmediato entre derechos fundamentales. Quedaría así, en lo referido al caso de enfrentamiento entre libertad de expresión y derecho al honor, ganando el derecho al honor por haberse establecido que el insulto atenta contra el derecho al honor y que “e” es un insulto.
7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica
Situación normativa: Enunciado interpretativo Enunciado subsuntivo Concusión del razonam. int.
(1) (2) (3) (4)
Px ↔ (x → ¬y) J (RCa… RCn) i → y J (RC1… RCn) e → i ¬Pe
Y téngase en cuenta que ¬Pe es tanto como decir que para el caso caracterizado por la proferencia de "e" (en las circunstancias c1…cn) el derecho al honor (D2) prevalece sobre el la libertad de expresión (D1): (e) D2 P D1 Queda visto que las razones presentes en la llamada decisión ponderativa son razones interpretativas (las que determinan, en el ejemplo, que el insulto atenta contra el bien “honor”) y razones fácticas (las circunstancias que en el caso hacen que “e” pueda o deba contarse como un insulto). Por eso el esquema de la ponderación, para ser completo, debería representarse así, llamando Ri a las razones interpretativas y Rc a las razones circunstanciales: J (Ri1…Rin ∧ Rc1…Rcn) D2 P D1
iii. ejercicios de crtica jurisprudencial
8. ¿ponderacin o simples subsunciones? c o m e n ta r i o a l a s e n t e n c i a d e l t r i b u n a l constitucional del 25 de abril de 200 7 I. los hechos del caso En esta sentencia, de la que ha sido ponente el magistrado Manuel Aragón Reyes, nos encontramos un nuevo conflicto entre el derecho a informar y el derecho a la propia imagen. Los hechos del caso son los siguientes. El 2 de octubre de 1992 el periódico Diario 16 publicó una información sobre un desalojo judicial de determinadas viviendas. Los ocupantes de ellas se resistieron y tuvo que intervenir la Policía Municipal de Madrid para reducirlos. La noticia iba acompañada de una fotografía que mostraba en primer plano a la demandante de amparo, sargento de la Policía Municipal, vistiendo su uniforme reglamentario y mientras detenía e inmovilizaba a uno de los desahuciados que oponían resistencia. En dicha foto no aparecía velado el rostro de la demandante, la cual, por tanto, resultaba perfectamente reconocible. La información aparecía bajo el titular “Desalojo violento” y en su texto se decía esto: “Seis personas heridas y un detenido es el balance del violento desalojo realizado por la Policía Municipal en el barrio de Bilbao, en Ciudad Lineal. En la imagen, una agente detiene a uno de los once desahuciados –cuatro de ellos niños–, que se encerró en el interior de su vivienda para evitar el desalojo”. Unos días después el mismo periódico volvía a informar del tema y de nuevo mostraba la fotografía en la que aparecía la sargento. La actora formuló demanda contra la sociedad editora del periódico, su director y un fotógrafo, al amparo de la Ley 62/1978, del 26 de diciembre, de protección jurisdiccional de los derechos fundamentales de la persona, alegando intromisión en su derecho a la propia imagen. El Juzgado de Primera Instancia estimó la demanda y condenó a los demandados a indemnizar y a varias medidas complementarias. La Audiencia Provincial de Madrid confirmó la sentencia y el Tribunal Supremo, Sala de lo Civil, por sentencia del 14 de marzo de 2003, casó y anuló la sentencia recurrida, entendiendo que en el caso el derecho a la propia imagen cede ante el derecho de los demandados a difundir libremente información veraz y haciendo una serie de consideraciones que el Tribunal Constitucional estima plenamente adecuadas y reitera en la sentencia que aquí comentamos.
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
I I . lo s f u n da m e n to s d e la d e c i s i n Los fundamentos que al respecto emplea la sentencia del TC se pueden sintetizar del siguiente modo. 1. Se menciona la doctrina del Tribunal sobre los caracteres del derecho a la propia imagen (art. 18.1 CE), que “se configura como un derecho de la personalidad, que atribuye a su titular la facultad de disponer de la representación de su aspecto físico que permita su identificación, lo que conlleva tanto el derecho a determinar la información gráfica generada por los rasgos físicos que la hagan reconocible que puede ser captada o tener difusión pública, como el derecho a impedir la obtención, reproducción o publicación de su propia imagen por un tercero no autorizado (stc 81/2001, f. j. 2)” (f. j. 3.º). 2. Se puntualiza que el derecho a la propia imagen no es un derecho absoluto y su contenido se halla “delimitado por el de otros derechos y bienes constitucionales […], señaladamente las libertades de expresión o información” (f. j. 3.º). 3. Se señala que dichos límites deben determinarse “tomando en consideración la dimensión teleológica del derecho a la propia imagen”, por lo que el interés de su titular puede estar contrapesado con circunstancias que legitimen el uso informativo de su imagen en razón de su conducta y las circunstancias en que se encuentre inmerso, todo ello en relación con el interés público de la información (f. j. 3.º). 4. Cuando el derecho del particular a su propia imagen colisione con el interés público en la captación o difusión de su imagen, “deberán ponderarse los distintos intereses enfrentados y, atendiendo a las circunstancias concretas de cada caso, decidir qué interés merece mayor protección, si el interés del titular del derecho a la imagen en que sus rasgos físicos no se capten o difundan sin su consentimiento o el interés público en la captación o difusión de su imagen (stc 156/2001, f. j. 6)” (f. j. 3.º). 5. Se afirma que deben tenerse presentes los artículos 7.5 y 8.2 de la Ley Orgánica 1/1982, del 5 de mayo, de protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen. El primero de ellos establece como supuesto de intromisión ilegítima en el derecho a la propia imagen el siguiente: “La captación, reproducción o publicación por fotografía, filme, o cualquier otro procedimiento, de la imagen de una persona en lugares o momentos de su vida privada o fuera de ellos, salvo los casos previstos en el artículo 8.2”. Y este artículo 8.2 de la misma Ley dispone que el derecho a la propia imagen no impedirá a. “Su captación, reproducción o publicación por cualquier medio cuando se trate de personas que ejerzan un cargo público o una
8. ¿Ponderación o simples subsunciones? Comentario a la sentencia del Tribunal Constitucional…
profesión de notoriedad o proyección pública y la imagen se capte durante un acto público o en lugares abiertos al público” y b. “La información gráfica sobre un suceso o acaecimiento público cuando la imagen de una persona determinada aparezca como meramente accesoria”. Y añade el mismo precepto que la excepción contempladas en el párrafo a citado no será de aplicación “respecto de las autoridades o personas que desempeñen funciones que por su naturaleza necesiten el anonimato de la persona que las ejerza”. 6. Considera la sentencia del TC que nos ocupa que la ponderación realizada por la Sala Civil del Tribunal Supremo es correcta, y ello “a la vista de las circunstancias concurrentes en el presente caso y a tenor de la doctrina constitucional expuesta y de lo dispuesto en los citados arts. 7.5 y 8.2 de la Ley Orgánica 1/1982”, por lo que en el presente caso debe prevalecer el derecho a comunicar y recibir libremente información veraz sobre el derecho a la propia imagen de la demandante (f. j. 4.º). Seguidamente, la sentencia detalla los fundamentos de dicha ponderación acertada, que podemos sintetizar en los apartados siguientes (f. j. 5.º): a. “Estamos ante un documento que reproduce la imagen de una persona en el ejercicio de un cargo público”. b. La fotografía en cuestión “fue captada con motivo de un acto público (un desalojo judicial que para ser llevado a cabo precisó del auxilio de los agentes de la Policía Municipal, ante la resistencia violenta de los afectados), en un lugar público (una calle de un barrio madrileño)”. c. “Resulta asimismo incuestionable que la información que se transmite por el periódico es veraz y tiene evidente trascendencia pública”. d. “La fotografía en cuestión (y pese a lo que alega la demandante de amparo) tiene carácter accesorio respecto de la información publicada y no refleja a la demandante realizando cosa distinta que no sea el estricto cumplimiento de su deber”. e. En el último párrafo de la sentencia se contiene la siguiente consideración, sobre la que habremos de volver: “En fin, aunque es cierto que la utilización de cualquier técnica de distorsión u ocultamiento del rostro de la demandada habría posibilitado que la noticia del desalojo violento hubiera llegado a los lectores de igual manera y sin merma alguna, como se sostiene en la demanda de amparo, no lo es menos que, tal como se afirma en la sentencia recurrida en amparo, no estamos ante un caso concreto que exija el anonimato, sin perjuicio de que en otros pudiera exigirlo [último inciso del artículo 8.2.c de la Ley Orgánica 1/1982, del 5 de mayo]. En efecto, en contra de lo que se aduce por la demandante de amparo, no cabe apreciar que, en las circunstancias de este caso, existan razones de seguridad para ocultar el rostro de un funcionario policial por el mero hecho
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
de intervenir, en el legítimo ejercicio de sus funciones profesionales, en una actuación de auxilio a una comisión judicial encargada de ejecutar una orden de desalojo, ante la decidida resistencia de los ciudadanos afectados”. III. elementos de crtica Las consideraciones críticas que sobre la sentencia objeto del presente comentario pretendemos hacer pueden ser divididas en tres apartados. El primero, relativo a los propios argumentos con que se justifica el resultado de la ponderación que se ha llevado a cabo. El segundo, referido a la aplicación que se ha realizado del método ponderativo. Y el tercero, de alcance más general, sobre la utilidad de aplicar el método de ponderación para la resolución de los conflictos entre derechos fundamentales como el que aquí nos ocupa. A. sobre los argumentos d e la p o n d e rac i n r e a l i z a da Como más adelante reiteraremos, el método de la ponderación que el TC utiliza muy a menudo –aunque no siempre– cuando se trata de resolver un conflicto entre derechos fundamentales sirve para que la atención a las circunstancias del caso ahorre todo argumento tanto sobre la interpretación de las normas aplicables como sobre la calificación de los hechos a la luz de tales normas. En efecto, no se para la sentencia a justificar las calificaciones decisivas que aquí realiza, como cuando se afirma que se trata de un “acto público”, de un “lugar público”, que la información posee “evidente trascendencia pública” o que la fotografía en cuestión “tiene carácter accesorio respecto de la información publicada”. No pretendemos sostener aquí que dichas calificaciones sean defectuosas, sino sólo resaltar que con arreglo a la técnica habitual de subsunción de los hechos enjuiciados bajo las normas que los califican, el acierto del fallo se haría depender de dos asuntos que tendrían que aparecer exigentemente motivados: la interpretación de expresiones de los artículos mencionados de la Ley Orgánica 1/1982 como “cargo público”, “profesión de notoriedad o proyección pública”, “acto público”, “lugares abiertos al público”, carácter “accesorio” o “profesiones que necesiten anonimato de las personas que las ejerzan”. En cambio, con esta otra manera de razonar que se emplea cuando se reconduce la clave decisoria al pesaje o ponderación de las circunstancias del caso, parece como si tales significados estuvieran claros por definición o, más bien, como si de su interpretación nada dependiera para el caso. Ahí radica el constitutivo déficit argumentativo habitual en este tipo de sentencias que hacen depender
8. ¿Ponderación o simples subsunciones? Comentario a la sentencia del Tribunal Constitucional…
completamente el resultado de una misteriosa balanza en la que se pesan las circunstancias del caso de una manera tal que el resultado se expresa en la prevalencia de un derecho sobre otro. Dejemos por un momento en suspenso ese aspecto, sobre el que volveremos, y, admitiendo como hipótesis la adecuación del método de la ponderación para resolver este tipo de litigios, valoremos la ponderación realizada. Llaman poderosamente la atención en este punto las afirmaciones contenidas en los apartados c y d del resumen anterior. Así, afirmar que la información que en el periódico figuraba goza de “evidente trascendencia pública” resulta del todo irrelevante para lo que se está debatiendo en el pleito, que no es el valor de la información en sí, de la que parece que ni siquiera la demandante ha cuestionado su veracidad, sino la trascendencia o interés público de una foto en la que se reconoce y se puede identificar perfectamente a la agente que demanda. La relevancia pública de la información no contamina positivamente dicha foto y no convierte en trascendente para el público el hecho de que la cara de la agente no haya sido difuminada en la fotografía que en el periódico acompaña a la noticia, y de esto es de lo que se juzga, no del valor en sí de la información, que nadie ha puesto en entredicho. Por otro lado, afirmar el carácter accesorio de la fotografía respecto de la información publicada no parece razón que abone la legitimidad de su publicación de forma tal que se reconozca a la agente, sino que más bien debería “pesar” en sentido contrario. Si la justificación esencial del fallo –y de la ponderación que a él conduce– se encuentra en la relevancia o interés público, ¿cómo se concilia dicha relevancia o dicho interés con la proclamada accesoriedad de la fotografía para la información? ¿Existe un interés público que justifique la publicación así de la foto? Nuevamente vemos cómo el interés de la información, que no se discute, se entrecruza equívocamente con el interés de la foto, y habría que hacerse la pregunta que la sentencia no se plantea: ¿qué interés público existe en que se pueda reconocer a la agente? ¿Sigue siendo accesoria la imagen cuando la figura de la persona retratada ocupa su centro y resulta perfectamente reconocible? A lo anterior se suma la invocación que la sentencia del TC realiza de que la demandante no hacía más que cumplir con su deber cuando fue tomada la instantánea. Y aquí tenemos que preguntarnos si el hallarse cumpliendo un deber, incluso un deber público, es por sí razón bastante para que deba ceder el derecho a la propia imagen en todo caso, o si lo es solamente en algunos. Tanto en un caso como en otro, habría que argumentarlo consistentemente. Con estas consideraciones no pretendemos cuestionar como erróneo el contenido del fallo, sino sólo poner de relieve la superficialidad argumentativa
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
a que conduce un método ponderativo con el que se pretende nada menos que medir en cada caso el peso de los respectivos derechos y la correspondiente prevalencia entre ellos. ¿Acaso no se podría en esta ocasión haber ponderado igual de bien y con idéntico grado de convicción para acoger un fallo de contenido exactamente opuesto a éste? Ensayemos una ponderación alternativa y júzguese el resultado. Si éste resulta similarmente convincente, tendríamos que o bien dicho supuesto método sirve por igual para un roto que para un descosido, o bien que no ha sido aplicado en el asunto con el rigor o la fuerza de convicción necesarios. Veamos: a. La Ley Orgánica 1/1982 en su artículo 8.2 considera intromisión ilegítima “la captación, reproducción o publicación por fotografía, filme, o cualquier otro procedimiento, de la imagen de una persona en lugares o momentos de su vida privada o fuera de ellos”, lo cual nos indica que también en actos no meramente privados puede haber ilegitimidad en la captación no autorizada y la divulgación de la imagen de una persona. b. Para el contenido de la información, veraz por lo demás, no aporta ningún añadido relevante la circunstancia de que la sargento de la Policía Municipal sea perfectamente reconocible en la fotografía que acompaña y nada de la esencia o el interés de dicha información se habría mermado si en dicha imagen se hubiera velado el rostro de la mencionada agente. c. Que la demandante haya sido captada en una acción de cumplimiento de su deber no obsta para que resulte afectado su dominio sobre su propia imagen, ni hace impensable que la publicación de la fotografía pueda acarrearle en el futuro inconvenientes tanto en su vida privada como en posteriores labores de su profesión. d. La circunstancia de que el acontecimiento reflejado en la información tuviera un carácter público y no secreto o puramente privado no supone que no puedan existir límites a la divulgación de imágenes de las personas en tal situación, pues, aunque las barreras del derecho a la propia imagen se rebajen en tales ocasiones, ello no implica que pueda sin más y en todo caso darse publicidad no autorizada a cualquier imagen de los participantes. No pretendemos sostener que esta ponderación alternativa sea mejor que la realizada en la sentencia del TC, sino que puede resultar igual de convincente, en cuyo caso el valor demostrativo de las razones alegadas en pro de aquella otra es puramente aleatorio y el método ponderativo en nada limita o acota la plena discrecionalidad decisoria del Tribunal en un caso como este.
8. ¿Ponderación o simples subsunciones? Comentario a la sentencia del Tribunal Constitucional…
B. sobre los requisitos de recto u s o d e l m t o d o p o n d e r at i v o Admitiendo como hipótesis que la ponderación pueda efectivamente ser un procedimiento metódicamente guiado a base de someter las circunstancias del caso a ciertos tests o controles tasados, podríamos también cuestionar el resultado de la ponderación que en la sentencia aparece. En efecto, tanto en la doctrina, y especialmente en la presentación que realiza el máximo expositor del método de ponderación, Robert Alexy, como en la jurisprudencia de los tribunales constitucionales español y extranjeros, particularmente el alemán, se establece que una medida que para amparar un derecho fundamental limite otro debe ser sometida a un triple examen o test: idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto. Reparemos en el segundo de ellos: el requisito de necesidad. Conforme a tal requisito, una medida o acción limitadora de un derecho fundamental sólo será constitucional si el beneficio que de ella se consigue para otro derecho fundamental no se puede alcanzar igualmente con una acción o medida alternativa que dañe o menoscabe menos aquel derecho primero. Supongamos que se enjuicia una tal medida o acción, a la que llamaremos X, y que limita un derecho fundamental D1 en grado 3 y beneficia un derecho fundamental D2 en grado 3. Si cabe una acción o medida alternativa X´ que acarrea idéntico beneficio en grado 3 para D2, pero implica una limitación menor de D1, por ejemplo en grado 2, X es inconstitucional y la acción o medida que se analizan no pasarían este test de necesidad. Pues bien, aplicado dicho control de necesidad a nuestro caso, resultará enormemente relevante lo que tanto el Tribunal Supremo en su sentencia como el Tribunal Constitucional en la suya reconocen: el hecho de que “la utilización de cualquier técnica de distorsión u ocultamiento del rostro de la demandada habría posibilitado que la noticia del desalojo violento hubiera llegado a los lectores de igual manera y sin merma alguna”. Esto, si no lo entendemos erróneamente, quiere decir que el derecho fundamental a difundir y recibir información veraz no sufre merma si se evita reproducir la cara de la agente de modo reconocible, con lo que el periódico no hizo uso de la alternativa que, sin reducción ninguna de la libertad de información, habría representado un daño menor o nulo para el derecho de la demandante a su propia imagen. Sobre esta base, constitutiva, como hemos dicho, de la adecuada aplicación del método ponderativo, habría debido surgir el resultado opuesto del pesaje o la ponderación correlativa de los derechos concurrentes en el caso. Cosa distinta, naturalmente, es que, sentado que hubiera habido intromisión ilegítima en el derecho a la propia imagen, el
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
daño se hubiera evaluado en más o en menos a la hora de determinar la indemnización pertinente y las medidas complementarias para la restauración de ese derecho ilegítimamente afectado. C. ¿realmente se pondera en estos casos? Como ya se adelantó, mantendremos la tesis, para finalizar, de que el recurso habitual a la ponderación en la jurisprudencia constitucional es una mera apariencia de método alternativo y apropiado a estos casos, mientras que en realidad se comprueba que los tribunales que a él apelan no hacen nada distinto de aplicar el tradicional método interpretativo-subsuntivo, si bien con menor rigor argumental y, en consecuencia, abriendo la vía a una pura valoración casuística de los hechos y a una discrecionalidad valorativa no acompañada de la justificación expresa de las auténticas claves que determinan la decisión. Hagamos una breve descripción general antes de entrar en el concreto análisis de la sentencia bajo este punto de vista. La doctrina estándar en materia de ponderación de derechos fundamentales nos dice que cuando surge un conflicto entre derechos fundamentales concurren al menos dos normas constitucionales prima facie aplicables, las que respectivamente amparan uno y otro de los derechos en conflicto. En el caso que examinamos, tales normas son el artículo 18.1 CE (“Se garantiza el derecho […] a la propia imagen”) y el artículo 20.1.d CE (“Se reconocen y protegen los derechos […] d) A comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión”). Según Alexy, que sintetiza y aclara lo que viene siendo la tesis común de la mayoría de los tribunales constitucionales de nuestro entorno, especialmente el alemán, las normas iusfundamentales de ese tipo no serían reglas, sino principios, y éstos son definidos como mandatos de optimización. Esto último quiere decir que el mandato que en esas normas se contiene equivale a que el respectivo derecho debe ser protegido en la mayor medida posible, y tal medida puede estar limitada por otro derecho concurrente, amparado, a su vez, en su respectiva norma de principio. Así pues, esas normas de derechos fundamentales, que son principios, no se aplican en términos de sí o no, de todo o nada, de manera que una vez que su alcance respectivo ha sido correlativamente establecido por vía interpretativa, el hecho que se enjuicia o bien cae bajo el supuesto de hecho de una o bien bajo el de la otra, pero nunca de las dos, sino que encaja bajo el de ambas. Puesto que las dos normas de principio son hasta el final plenamente aplicables al caso, la prioridad de la una o de la otra en el caso se fijará mediante esa operación llamada ponderación y que permite apreciar, a la luz de las circunstancias concurrentes, si en la ocasión
8. ¿Ponderación o simples subsunciones? Comentario a la sentencia del Tribunal Constitucional…
prevalece uno u otro de los derechos en disputa. Con las normas jurídicas que son reglas, y no principios, ocurre de modo diverso, pues se aplican en términos de sí o no y de todo o nada y a cada caso sólo puede resultar al final aplicable una de ellas, pero nunca las dos de modo que haya que pesarlas en relación con los hechos para determinar la prioridad. En conclusión, el método de decisión será subsuntivo cuando se trate de aplicar reglas y ponderativo cuando lo que se aplique sean principios concurrentes en el caso. Según Alexy, la inmensa mayor parte de las normas de derechos fundamentales son principios, no reglas, y esto explicaría el modo en que esos derechos se limitan entre sí. Lo que aquí mantenemos, sin poder fundamentarlo extensamente, es que en la práctica de los tribunales semejante diferencia entre reglas y principios es puramente ficticia y que los casos de conflictos entre derechos fundamentales se resuelven en realidad como cualquier otro supuesto de conflicto entre normas prima facie concurrentes, de modo que siempre se opera por vía de interpretación una, previa precisión del significado y alcance de cada norma, para luego subsumir los hechos bajo aquella que, tal como ha sido interpretada –en correlación con la interpretación que al tiempo se hace de la otra que concurría–, resulta al final la aplicable al caso. Significa esto que no es cierto que el razonamiento tenga en estas situaciones la estructura “tanto es aplicable N1 como N2 al final, tanto estamos ante un caso de los referidos por N1 como ante un caso de los referidos por N2, pero prevalece una de ellas por razón del peso a la luz de los hechos”. No, aquí siempre vemos la muy corriente y usual conclusión de que, una vez interpretadas N1 y N2, o bien los hechos aparecen subsumibles bajo la una o bien bajo la otra. Cuando un tribunal dice, por ejemplo, que prevelece la libertad de información frente al derecho a la imagen en realidad no ha sopesado nada que no sean las razones para interpretar las respectivas normas de una manera o de otra y, con ello, lo que está diciendo en verdad es que nos hallamos, por ejemplo, ante unos hechos subsumibles bajo la norma que protege el derecho a la propia imagen y no bajo la que ampara la libertad de información; o a la inversa. La estructura de dicho razonamiento es, a fin de cuentas, la de “o esto o lo otro”, no la de “tanto esto como lo otro, pero con mayor peso de esto”. Hagamos una comparación bien simple. Los artículos 138 y 139 del vigente Código Penal español serían sin duda reglas, a tenor de la clasificación de Alexy. El primero tipifica el delito de homicidio y dispone para él una determinada sanción. El segundo hace lo mismo con el delito de asesinato. Y va de suyo que un determinado comportamiento que venga al caso o es homicidio o es asesinato, pero que no puede ser ambas cosas, sólo que una de ellas en mayor medida o con más peso vistos los hechos. El artículo 138 dice que “el que matare a otro”
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
será castigado como “reo de homicidio”. El 139 prevé castigo superior para el que, como “reo de asesinato”, “matare a otro concurriendo alguna de las circunstancias siguientes”: alevosía, por precio, recompensa o promesa o con ensañamiento, aumentando deliberada e inhumanamente el dolor del ofendido. Ahora pongamos que A mata a B de tres puñaladas muy dolorosas, de las cuales sólo la última es mortal de necesidad. Es evidente que, en principio, el hecho se subsume bajo el artículo 138. ¿Y bajo el 139? Depende de cómo se interprete la expresión “con ensañamiento, aumentando deliberada e inhumanamente el dolor del ofendido”. ¿Hay ensañamiento y, por tanto, asesinato en el ejemplo que acabamos de mencionar? Para poder responder tendremos que concretar previamente el significado de “ensañamiento” y de esos términos con que la norma trata de acotarlo un tanto. Sentada esa concreción interpretativa y dependiendo de ella, el hecho será calificable como homicidio o como asesinato. ¿De qué dependerá la corrección de esa interpretación dirimente de la norma y la de la consiguiente calificación del hecho? De las razones interpretativas mediante las que se justifique esa asignación de significado. Lo que es claro es que al final de ese razonamiento interpretativo el hecho que de entrada podía ser tanto una cosa como la otra ya sólo podrá y deberá ser calificado como lo uno o lo otro. Esa es la función de la interpretación judicial de las normas y es dicha interpretación la que abre el camino a la subsunción del caso bajo una de ellas, subsunción con la que termina la parte esencial del razonamiento decisorio. ¿Son diferentes las cosas cuando el hecho que se enjuicia es prima facie o en principio encajable bajo la norma que ampara el derecho fundamental D1 y bajo la que acoge el derecho fundamental D2? La respuesta, en nuestra opinión, es negativa. Los contenidos de las respectivas normas, generalmente muy indeterminados, son precisados por vía de interpretación, de modo que, a la postre, los hechos quedarán amparados o bien por D1, en cuyo caso no nos hallamos ante un supuesto de D2; o a la inversa. Esa decisión que resuelve el conflicto entre dos derechos y sus respectivas normas deberá estar tan exigentemente motivada como se requería en el caso anterior (el del homicidio o asesinato), lo que quiere decir que los fundamentos de las interpretaciones decisivas deben estar perfectamente explicitados y justificados. Esa motivación exigente es la que por lo general se hurta cuando los tribunales deciden acogerse a la ponderación. Y las cosas ocurren al revés de como suelen contarse: no es que las normas concurrentes sean reglas y por ello el razonamiento sea subsuntivo; o principios y que, en consecuencia, el razonamiento haya de ser ponderativo, sino al contrario. Cuando los jueces quieren meter de matute interpretaciones que no justifican, califican a las normas como principios y centran su argumentación en el más que fantasmagórico peso de los hechos
8. ¿Ponderación o simples subsunciones? Comentario a la sentencia del Tribunal Constitucional…
en sí y de los derechos en sí; cuando no les interesa argumentar sobre hechos y derechos en sí, sino sobre las palabras de las normas, califican a éstas como reglas. Estamos a lo que, parafraseando el viejo título de Josef Esser, sería una libérrima elección de método por los tribunales. Y bien se ve en la jurisprudencia de los constitucionales cuando, pese a su insistencia en que los conflictos entre derechos fundamentales deben decidirse ponderando, se salta esa regla metódica y procede de manera puramente interpretativo-subsuntiva. Podrían alegarse múltiples ejemplos de esto último. ¿Por qué, pues, esa preferencia de las cortes constitucionales por la ponderación? Porque es la excusa para extender su competencia revisora de las decisiones de la jurisdicción ordinaria. Sentado que, como una y otra vez repite el propio Tribunal Constitucional Español, la interpretación del derecho vigente y la valoración de las pruebas es competencia exclusiva de la judicatura ordinaria, la manera de dar cabida a su tácito cometido como superapelación cuando lo desea es mostrar que cuando revisan esas decisiones no están suplantando aquellas labores interpretativas o valorativas que no les competen, sino adoptando una perspectiva específicamente constitucional y de “pesaje” de los derechos constitucionales en sí mismos; o, como dice la propia sentencia que aquí comentamos, se trata de ver si se han vulnerado derechos fundamentales, “atendiendo al contenido que constitucionalmente les corresponde a cada uno de ellos, aunque para este fin sea preciso utilizar criterios distintos de los aplicados por los órganos judiciales”. Y sigue la cita de una larga serie de sentencias en que este misterio se proclama. Pues, ¿qué si no misterio es ese contenido que “constitucionalmente corresponde” a cada derecho y que resulta que no se establece interpretando los términos de sus normas y sí se fija pesando hechos y circunstancias principalmente? Sustancializar metafísicamente los derechos es la vía perfecta para poder hacer lo que se desee con ellos en cada oportunidad, pero fingiendo que no son preferencias valorativas del juez las que así se sientan, sino que los derechos les hablan por sí mismos y de su propio peso a esos magistrados dotados de una antena especial o de una muy exclusiva balanza. Ahora, a través del prisma de lo antedicho, examinemos la sentencia que nos ocupa. En primer lugar, se precisa el sentido de los términos de las normas constitucionales implicadas, los artículos 18.1 y 20.1.a CE. Para ello acude el Tribunal a su propia jurisprudencia al respecto y a la Ley Orgánica 1/1982. Así, por ejemplo, respecto del derecho a la propia imagen se mantiene que éste no puede invocarse cuando su titular ha autorizado la difusión correspondiente (f. j. 3.º) o cuando se dan otras circunstancias, tales como que “exista un interés público en la captación y difusión de la imagen” (f. j. 3.º). Esa labor de
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
precisión y concretizadora la ha llevado a cabo también la mencionada ley al establecer que la captación, reproducción o publicación de la imagen no será ilegítima cuando la persona ejerza “cargo público o una profesión de notoriedad o proyección pública y la imagen se capte durante un acto público o en lugares abiertos al público”, etc. De ese modo, lo que en realidad tenemos es que el precepto constitucional que dice que “Se garantiza el derecho […] a la propia imagen” (art. 18.1) queda precisado del siguiente modo, y ello con total independencia del concreto conflicto con otro derecho, como el derecho a informar libremente: se garantiza el derecho a la propia imagen y será intromisión ilegítima toda captación, difusión o publicación de la imagen de una persona que no ejerza cargo público o profesión de notoriedad y proyección pública y que no sea captada durante un acto público o en lugares abiertos al público, etc. Es decir, el artículo 18.1 CE sanciona un derecho a la propia imagen y, a efectos aplicativos generales, dicho derecho se impondrá siempre que se den las circunstancias x, y… n, y, por contra, no se considerará atentado contra el mismo cuando esas circunstancias no se den. No es, pues, que haya que ponderar ni el derecho ni las circunstancias, sino que simplemente se analizan los hechos para ver si encajan o no bajo la norma así completada y concretada con alcance general por vía de interpretación; si los hechos se subsumen o no bajo la norma protectora del derecho a la propia imagen, en suma. Si la respuesta es afirmativa, dicho derecho prevalecerá siempre porque es plenamente aplicable la norma que lo menciona. Si es negativa, dicha norma no será de aplicación porque no caen los hechos del caso bajo su esfera protectora, bajo su significado así interpretado. Si, como es el caso, había otra norma concurrente y sí se dan los supuestos de la misma, será ésta la aplicable. En todo este razonamiento no hemos ponderado nada, simplemente se ha valorado si los hechos encajan o no bajo la norma interpretada (si era acto público, si ostentaba la demandante cargo público, etc.). ¿Qué hay de inconveniente en que las cosas sean en el fondo así y así hayan sido también en esta sentencia, pero se adopte por el Tribunal la terminología de la ponderación? Hay sólo un inconveniente, pero bastante grave en términos de teoría de la argumentación y racionalidad argumentativa de la decisión, como ya hemos señalado: el TC no argumenta ni sobre las razones para interpretar el artículo 18.1 CE como lo hace, ni sobre las razones para calificar los hechos como subsumibles bajo los términos de la norma desarrollada interpretativamente (“cargo público”, “lugar público”, etc.). Insisto en que no pretendemos aquí cuestionar ni el contenido de esas interpretaciones y calificaciones ni, por consiguiente, el tenor del fallo, sino sólo poner de relieve el desajuste entre lo que los jueces hacen en verdad y lo que dicen que hacen cuando dicen que ponderan.
8. ¿Ponderación o simples subsunciones? Comentario a la sentencia del Tribunal Constitucional…
Estamos, en consecuencia, ante un típico y prototípico razonamiento interpretativo subsuntivo, aunque retóricamente no se presente como tal ni sean justificadas como es debido las premisas del mismo. Esto es, nada distinto se aprecia de lo que haría un tribunal que resolviera aquel caso que antes poníamos como ejemplo y que tanto podía verse en principio como caso de homicidio o de asesinato, dependiendo todo de cómo se interprete el término “ensañamiento”. Y al igual que en esto no se podía acabar diciendo que los hechos son tanto constitutivos de homicidio como de asesinato, pero que, vistas las circunstancias del caso, pesa más el asesinato, tampoco cuando vienen al caso con resultados divergentes dos normas de derechos fundamentales se quiere decir ni se dice en realidad que tanto estamos, por ejemplo, ante un caso de derecho pleno a la propia imagen y de derecho pleno a la libertad de información y que, pesados los hechos –y, en su caso, los derechos– es mayor el peso del uno o del otro. Simplemente se han interpretado las palabras clave de las dos normas –“derecho a la propia imagen”, “información veraz”…– y se han calificado los hechos como amparados por la una o por la otra; exactamente igual a como en nuestro ejemplo se hacía mediante la interpretación del término “ensañamiento”. Es la interpretación de esas normas la que delimita el concreto alcance de cada una, evitando que al final sus contenidos colisionen, y es el carácter general de las normas así interpretadas –salvo que se hicieran interpretaciones puramente ad casum, lo cual aumentaría grandemente la sensación de arbitrariedad– lo que sirve para alejar del casuismo que es propio y constitutivo de un puro “pesaje” de las circunstancias del caso. Otra cosa es que, bajo la retórica de la ponderación, ese casuismo reaparezca, puesto que aquellas interpretaciones y las consiguientes calificaciones no son mínimamente motivadas, argumentadas.
9. tres sentencias del tribunal constitucional. o d e c u n f c i l e s la v e rac i da d p e r i o d s t i c a y q u l i v i a n o e l h o n o r d e l o s pa r t i c u l a r e s i n t r o d u c c i n . m e ta f s i c a s y jurisprudencia De entre muchísimos posibles, tomemos como ejemplo algún párrafo de la primera sentencia que más abajo vamos a examinar, la stc 54/2004. El caso, como veremos, plantea el típico conflicto entre libertad de expresión y derecho al honor. Recordando jurisprudencia suya anterior, insiste el TC en que en estos casos “la competencia de este Tribunal no se circunscribe a examinar la suficiencia y consistencia de la motivación de las resoluciones judiciales bajo el prisma del artículo 24 CE. Por el contrario, en supuestos como el presente, el TC, en su condición de garante máximo de los derechos fundamentales, debe resolver el eventual conflicto entre el derecho a comunicar libremente información veraz y el derecho al honor, determinando si efectivamente se han vulnerado aquellos derechos atendiendo al contenido que constitucionalmente corresponda a cada uno de ellos, aunque para este fin sea preciso utilizar criterios distintos de los aplicados por los órganos judiciales, ya que sus razones no vinculan a este Tribunal ni reducen su jurisdicción a la simple revisión de la motivación de las resoluciones judiciales” (f. j. 2.º) (énfasis nuestro). Estamos ante un planteamiento previo muy repetido por el TC como justificación del alcance de sus competencias revisoras en amparo. En párrafos como éste se está dando por supuesto que los derechos recogidos en la Constitución tienen un contenido necesario y preciso, “el contenido que constitucionalmente corresponda a cada uno de ellos”. En consecuencia, los casos de conflicto entre derechos fundamentales, como el que nos ocupa, se dirimen constatando (y en última instancia la suprema constatación la realiza el TC) hasta dónde llega exactamente el contenido de cada uno. Con esto se oculta que el problema no es de constatación o averiguación exacta de realidades jurídicamente predeterminadas con minucia en la Constitución, sino de interpretación, interpretación
Salvo que se entienda por Constitución un sistema axiológico completo, coherente y con clara predeterminación de la solución de cada caso posible, sistema axiológico subyacente a e independiente del texto constitucional. Es la nueva manera de formalismo ingenuo, hoy dominante, propia de los llamados neoconstitucionalistas y que cumple actualmente el papel que jugó en el siglo xix el formalismo elemental e ingenuo de la jurisprudencia de conceptos. Y ahora, como entonces, el interés que por debajo de esta doctrina late es político (en particular, antidemocrático) y gremial. Véase Juan Antonio García Amado. “La interpretación constitucional”, en Revista Jurídica de Castilla y León, n.º 2, febrero 2004, pp. 37 y ss.
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
de las genéricas cláusulas constitucionales para los hechos del caso. ¿Cuál es la diferencia entre constatar e interpretar para el caso? Que en el primer supuesto se finge una operación objetiva, mientras que, si se reconoce que la actividad es interpretativa, se está admitiendo que el juicio del TC es una valoración que se superpone a la que realizó en la instancia el tribunal ordinario, con lo que la anulación de la sentencia de éste no se seguiría de que fuese errónea, sino de un juicio, valorativo, de preferencia. No es lo mismo afirmar, como hace el TC, que el TS se equivocó al determinar el contenido de los respectivos derechos en litigio, lo cual presupone pautas de medida predeterminadas, que entender que sobre la solución del caso hay valoraciones preferibles a las adoptadas por el TS. El TC hace lo segundo, pero suele razonar como si estuviera realizando lo primero. Crea esta curiosa figura de la constatación del contenido correcto de los derechos, como si tal contenido pudiera manifestarse al margen la de interpretación de las normas que los enuncian y de la valoración de los hechos del caso. Este planteamiento cuasinaturalista lo deja ver a las claras el TC cuando, en el párrafo siguiente al que hace un momento recogíamos, usa el término “verificar”: “En todo caso, nuestro examen debe respetar los hechos considerados probados en la instancia [art. 44.1.b lotc], que en el supuesto que nos ocupa se reducen a la existencia de la controvertida información publicada en el diario ‘Claro’ el día 9 de May. 1991. Con escrupuloso respeto a tales hechos, la cuestión que debe resolver el presente recurso de amparo consiste en verificar si la sentencia impugnada, al valorar aquella información, llevó a cabo una integración y aplicación constitucionalmente adecuada de la libertad de información [art. 20.1.d CE] y el derecho fundamental al honor (art. 18.1 CE)” (f. j. 2.º) (énfasis nuestro). Atiéndase a lo significativo de la expresión: se trata de verificar la adecuación de una valoración. Sólo tiene sentido el término “verificación” ahí si se presuponen parámetros objetivos y externos al juicio del TS y al del TC, de modo que el juicio del TC simplemente corrige el error objetivo de medida del TS. Ese metro externo sólo puede ser o una verdad moral objetiva y minuciosa (que, según las teorías antipositivistas en boga, se considere parte del derecho aunque no sea derecho positivo), o una Constitución que en sí contenga, también minuciosamente, solución exacta para cada conflicto entre derechos; pero ya no hablaríamos, entonces, del texto constitucional que todos tenemos por Constitución, sino de una detallada Constitución material que conoce el TC.
En idéntico sentido, entre otras muchas, stc 158/2003, fj.2. Hay poco nuevo bajo el sol. Al margen de lo que significó en el constitucionalismo europeo del xx la noción de Constitución material, en autores como Mortati, entre nosotros se decía en 1958 lo siguiente:
9. Tres sentencias del Tribunal Constitucional. O de cuán fácil es la veracidad periodística…
Nos guste o no, admitámoslo o no, cuando el debate jurídico es de un calado tal como el que corresponde a los asuntos de la jurisprudencia constitucional, dicho debate sólo en la superficie es técnico, pues en su fondo y esencia lo que se dirime son opciones políticas y filosóficas. A esos dilemas teóricos en juego se añade un ulterior asunto, no por menos hondo de menor importancia. En una teoría del discurso jurídico, que algún día tendrá que desarrollarse con seriedad, y, dentro de ella, en una teoría del discurso jurisprudencial, han de tener papel muy relevante los conocimientos que nos aportan la lógica formal y la retórica. Sólo con esas herramientas, sería sencillo comprobar cuán a menudo no hay más que falacias donde se aparentan ideas bien desarrolladas y con sentido. I. de secretos voceados y fa m a s i n fa m a d a s A. a n l i s i s d e la s tc 5 4 / 2 0 0 4 , de 15 de abril Un periódico publicó un reportaje en el que, refiriéndose a un diputado, antiguo ministro de Justicia, se dice: “¿M. untado con 45 millones y 10 para su amante?”. Repasa el TC el significado especial que su jurisprudencia viene dando a la libertad de información, por su relevancia para la existencia de una opinión pública libre. Los requisitos de su protección frente al derecho al honor son, como es bien sabido, “que la información se refiera a hechos con relevancia pública, en el sentido de noticiables” y “que dicha información sea veraz” (f. j. 3.º). Respecto de lo primero, concluye que “En el presente caso es evidente la relevancia pública de la información publicada”, pues se refiere “a una posible utilización de su posición política para apoyar la concesión a una empresa privada de una lotería que iba a poner en marcha la administración autonómica valenciana” (f. j. 3.º). “En suma, la información que es objeto de enjuiciamiento […] debe estimarse que es de relevancia pública tanto por la materia a la que se refiere como por las
“La Constitución formal ha pasado a segundo término y nos interesa en primer lugar la constitución material. La Constitución en sentido material es la que determina la fuerza política y el fin político de las normas constitucionales, y la que rellena sus lagunas; es la que refleja la estructura social, la realidad de la comunidad política, siendo, por tanto, mucho más valiosa y significativa que la Constitución formal” (Manuel Fraga Iribarne. La crisis del Estado, Madrid, Aguilar, 1958, p. 370). Ponente: Pérez Vera.
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
personas que en ella intervienen” (f. j. 3.º). En cuanto al requisito de veracidad, se alude, en primer lugar, a un deber de diligencia del periodista, cuya información ha debido ser objeto de contraste con datos objetivos. En el presente caso lo publicado son unas declaraciones de un preso contenidas en un sumario judicial, así como unas declaraciones de una de las personas aludidas en la información. La parte recurrida alegó que los contenidos del sumario habían sido obtenidos en vulneración del carácter secreto de éste, pero tal extremo ni se probó en el juicio ni obsta, según el TC (f. j. 6.º), al carácter fidedigno de la información, pues tal carácter es independiente de la legitimidad en el modo de obtenerla y de las posibles responsabilidades a que pudiere haber lugar por ello. Volveremos sobre esto. Sentado que el periodista ha procedido con la debida diligencia al obtener y contrastar la información, se pasa a un segundo requisito de la veracidad, atinente al modo en que aquella información es presentada, lo que el TC formula como exigencia de que se trate de un “reportaje neutral”. El modo en que el TC expresa este segundo requisito del requisito de veracidad es sumamente equívoco y no acierta a deslindarlo del subrequisito primero, el de la diligencia en la comprobación: “Hemos de analizar si la noticia publicada constituye o no información veraz en el sentido que nuestra jurisprudencia da a esta exigencia y que, como acabamos de decir, radica en si por parte del informador se han cumplido o no los deberes de diligencia que le son exigibles en orden a la comprobación de las noticias” Y sigue: “En el presente caso, la noticia revelada por el diario ‘Claro’ saca a la luz pública unas declaraciones obrantes en un sumario abierto de Valencia y las efectuadas al medio de comunicación por una de las personas implicadas en las mismas, transcribiendo parcialmente tales declaraciones, sin alteración relevante. Así pues, hemos de analizar si estamos o no ante un ‘reportaje neutral’, cuyas notas características sintetizamos en nuestra TC S 76/2002, de 8 Abr. f. j. 4” (f. j. 7.º). Seguidamente recoge tales notas: a. que en la información se determine quién hizo las declaraciones; b. que el medio no altere la importancia que las declaraciones tengan en el conjunto de la noticia, “De modo que si se reelabora la noticia no hay reportaje neutral”. “Cuando se reúnen ambas circunstancias la veracidad exigible se limita a la verdad objetiva de la existencia de dichas declaraciones y a la fidelidad a su
Sobre el origen y las notas de esta noción puede verse P. Salvador Coderch. El derecho de la libertad, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1995, pp. 95 y ss. Para la evolución de la doctrina del TC sobre este tema, F. Herrero-Tejedor. “Responsabilidad de los periodistas. El reportaje neutral”, Cuadernos de derecho Judicial, 25: Honor, intimidad y propia imagen, Madrid, Consejo General del Poder Judicial, 1992, pp. 289-299.
9. Tres sentencias del Tribunal Constitucional. O de cuán fácil es la veracidad periodística…
contenido: si concurren ambas circunstancias el medio ha de quedar exonerado de responsabilidad” (f. j. 7.º). Mantiene el TC que ambas circunstancias concurren y no se sigue de ahí, por tanto, responsabilidad del periódico. Pero luego resulta que hay una nueva condición para que se dé ese requisito del contenido neutral del reportaje: que dicha neutralidad no se desvirtúe “por la forma en que el medio de comunicación ha transmitido al público lo transcrito” (f. j. 8.º). La doctrina anterior del TC (stc 41/1994), aquí reiterada, dice así: “Un reportaje de contenido neutral puede dejar de serlo, si se le otorga unas dimensiones informativas a través de las cuales el medio contradice de hecho la función de mero transmisor del mensaje”. Es decir, que un titular desaforado para una información contrastada y que sin tal titular sería “reportaje neutral”, hace que se pierda esta última condición. A los contenidos del titular hay que añadir, como determinantes también, que se contenga o no en portada y el tamaño y la clase de tipografía que se utilice. Y todo ello porque no cabe amparar “titulares que, con la eficacia que les proporciona su misma brevedad, al socaire de un reportaje neutral, están destinados a sembrar en el gran público dudas sobre la honorabilidad de las personas aludidas” (f. j. 8.º). Y ahora le toca al TC ver si en este caso los titulares y modos de presentar la información desdicen del carácter de reportaje neutral. Y razona al respecto siguiendo los siguientes pasos: 1. El titular de portada (“¿M. untado con 45 millones y 10 para su amante?”) “podría considerarse insidioso al lanzar una duda sobre la integridad del conocido político” (f. j. 8.º). 2. “Sin embargo, ello se ve atemperado en la misma portada, donde ya inicialmente se alude al origen judicial del caso (“Un juez de Valencia envía el caso al Supremo”), y donde comienza la noticia con una referencia inmediata a las fuentes: “Un agente judicial ha acusado ante un juez a Enrique M. Según el agente, el ex ministro ‘y su querida’ iban a repartirse 55 millones por apoyar la concesión de una lotería instantánea en Valencia. El juez envió el pasado lunes el caso al Supremo”. 3. Por otra parte, el titular interior (“Acusación contra el ex ministro: M. y su querida se iban a repartir 55 millones”) permite deducir que la imputación tiene su fuente en un tercero y no es hecha suya indubitadamente por el medio de comunicación” (f. j. 8.º). Y concluye sobre esto el Tribunal: “En consecuencia, el análisis minucioso del titular y cuerpo de la noticia no permite sostener que se hayan sobrepasado los límites del derecho a la información” (f. j. 8.º).
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
Y ahora nos preguntamos nosotros: ¿acaso fue menos minucioso el análisis realizado por el TS y que lo llevó a la conclusión contraria? Parece como si decir “análisis minucioso” significara averiguar medida exacta, mientras que sólo puede querer decir valoración detallada, es decir, una valoración que va paso a paso y se pronuncia sobre distintos y variados aspectos, pero valoración al fin y al cabo. Seguidamente el TC reprocha a la sentencia del TS no haber realizado un tal análisis minucioso, lo que se traduce en que no llegó a ponderar verdaderamente los derechos fundamentales en juego, pues rechazó la veracidad de la noticia por estimar ilegítimo el modo de su obtención por el medio, a partir de un sumario secreto. Pero la pregunta que queda es: si el TS hubiera realizado tal ponderación, basada en un análisis minucioso, ¿la habría dado por buena el TC o la habría enmendado en caso de no estar de acuerdo con su resultado?
Cuando del asunto se hace una pura cuestión de valoración subjetiva, por mucho que se pretenda “verificación”, la discusión acaba en mera disputa sobre si el titular resulta o no excesivo. Hay dos votos particulares, uno de Jiménez de Parga y otro de Jiménez Sánchez. Ambos discrepan de la valoración dada por la mayoría al titular. Para ambos el titular desmesurado es ahí incompatible con la condición de “reportaje neutral”. ¿Quién tiene razón sobre la valoración del titular? Ninguno o ambas partes, según cómo entendamos tener razón. Estamos en el marco de valoraciones carentes de referencia objetiva mínimamente tangible, por lo que comprensibles y admisibles son en su plenitud ambas valoraciones discrepantes, la de la mayoría y la de los que suscriben los votos particulares. Pero no es esa la gran cuestión teórica, sino esta otra: si tan patente queda que es cuestión de pura y simple valoración (ninguno yerra, aunque los unos discrepen de los otros), ¿no excede el TC su papel al entrar en tal valoración que enmienda o suplanta la del TS? ¿Choca la sentencia del TS con la Constitución –única justificación para anularla– o sólo con las valoraciones de la mayoría del TC? ¿Es la Constitución lo que dice el texto constitucional –con la precisión, grande o pequeña, con que hable en cada precepto– o lo que valora el TC que la Constitución debería “decir” para cada caso? Este es el texto del TC al respecto (f. j. 8.º): “En último término, aun admitiendo, en hipótesis, que el titular publicado en la portada del diario ‘Claro’, considerado aisladamente, pudiera situarse, por su forma y contenido, extramuros de la libertad de información constitucionalmente garantizada, en línea con lo dicho por la sentencia impugnada, en todo caso, dada la conclusión alcanzada en el Fundamento jurídico anterior acerca de la básica neutralidad del texto considerado (que dista mucho de ser una serie de datos inconexos, como se afirma en dicha sentencia), hubiera resultado necesario un examen conjunto de la noticia (TC S 178/1993, del 13 de oct., FJ 6), que abarcase contenido y titulares. Dicho en otros términos, ante un reportaje como el aquí enjuiciado, la sentencia del TS recurrida tenía que haber realizado la valoración global de la noticia, a la que acabamos de referirnos y, en consecuencia, una ponderación concreta de los derechos fundamentales enfrentados (TC S 240/1992, del 21 de dic., FJ 7). Sin embargo, no lo ha hecho así al razonar básicamente sobre el origen ilícito de la información publicada –por lo que niega toda veracidad al reportaje, en el sentido consagrado por la doctrina constitucional– y de manera aislada sobre el titular, lo que le conduce a apreciar sin matices la intromisión en el derecho al honor del recurrente en casación, sin valorar adecuadamente la libertad de información”.
9. Tres sentencias del Tribunal Constitucional. O de cuán fácil es la veracidad periodística…
Y en el fallo el TC reconoce que en la sentencia del TS se ha vulnerado el derecho a la libertad de información del artículo 20.1.d CE y se anula su sentencia. Tal vez no es exacto decir que el TS no ponderó. Podríamos entender que ponderó y que el resultado fue negativo para el derecho a la información, como consecuencia de no cumplirse el requisito de veracidad. El TS fue siguiendo los pasos que para estos casos marca la doctrina del TC, analizando en la información cuestionada tanto su interés público como su veracidad. Lo que ocurre es que al requisito de la veracidad le puso una condición, la de que no es veraz la información obtenida de modo no lícito (“ilegítimo”, en palabras el TC). Por contra, el TC insiste en que ya era doctrina suya que tal origen “ilegítimo” de la información no empece a la veracidad, sin perjuicio de las responsabilidades a que, en otro orden, pudiera haber lugar. Lo anterior plantea varias cuestiones de suma importancia. 1. Afirma el TC que el TS no ponderó los derechos en juego, al excluir de antemano la veracidad de la información por causa del modo ilegal de su obtención. Pero nosotros nos preguntamos si lo que hace el TC en esta y en muchas sentencias similares sobre el mismo tema es realmente ponderar o es otra cosa. Nuestra hipótesis es que el TC tampoco pondera, o lo hace sólo en apariencia. Veamos por qué. En los casos de conflicto entre libertad de información y derecho al honor el TC adopta un lenguaje y un razonamiento que no parece el que se supone de la ponderación (regla de la proporcionalidad en sentido estricto: cuanto más sufra el derecho X, tanto más debe beneficiarse el derecho Y), sino el de establecer una regla de prevalencia de la libertad de información sometida a dos (o más) condiciones. Tal regla podría enunciarse así:
Cabe añadir las condiciones referidas al modo en que la noticia se publica: tipografía, titular o no y que no contenga expresiones injuriosas o innecesarias para la comunicación de la información; también que reúna los caracteres de lo que el TC llama “reportaje neutral”. Algo similar ya fue puesto de manifiesto por Herrero-Tejedor. Honor, intimidad y propia imagen, Madrid, Colex, 2.ª ed., 1994, pp. 118 y ss. Según este autor, se ha invertido así la regla de preferencia sentada en favor del derecho al honor en la primera fase jurisprudencial del TC en este tema. Explica que el método de la ponderación “es inevitable cuando se trata de resolver una colisión entre derechos fundamentales situados en una posición equiparable, pero no cuando se maneja un derecho colocado en posición de preferencia. Como debe resolverse el conflicto en estos casos es verificando, antes de nada, si la libertad de información ha sobrepasado o no los límites de su ejercicio lícito preferente; si se ha mantenido dentro del vínculo en que puede lícitamente sobreponerse a otros derechos en conflicto no habrá lugar a balanceamiento alguno, sino a la pura aplicación de una consecuencia de la configuración constitucional de una concreta libertad” (p. 119). También capta bien esa situación R. Rodríguez Bahamonde. El secreto del sumario y la libertad de información en el proceso penal, Madrid, Dykinson, 1999, p. 199.
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
La libertad de información prevalece sobre el derecho al honor bajo condición de que a) la información tenga relevancia pública y (b) sea veraz. La diferencia está en que, al tratarse de una regla que se aplica en términos de todo o nada, si se dan las condiciones de aplicación (veracidad y relevancia pública) la prevalencia en la regla establecida en favor de la libertad de información se hace efectiva, con total independencia de la intensidad del daño al derecho al honor. Es decir, siempre que el TC determine que la información es de interés público y es veraz, la libertad de información va a preponderar, sea cual sea la intensidad del menoscabo al honor. Dicha regla está interpretativamente sentada por el TC, el cual, además, la dota de un fundamento constitucional por el servicio que la libertad informativa presta para hacer posible una opinión pública libre en una sociedad democrática y pluralista. Esto que acabamos de decir tiene una importantísima secuela: si el TC no pondera verdaderamente la intensidad con que están en juego uno y otro derecho, tampoco puede, en propiedad, reprochar al TS no ponderar de tal modo. Cuando hace tal crítica está en realidad acusando al TS de no seguir tal doctrina del TC, es decir, de no respetar la mencionada regla de prevalencia establecida por el TC. Y en el caso que analizamos la discrepancia proviene de que el TS añade a la regla una nueva condición, no admitida por el TC: que la información haya sido obtenida legalmente, sin vulneración de precepto alguno del ordenamiento jurídico. Vayamos ahora con esto.
Además de estar presentada en forma no tergiversadora ni gratuitamente ofensiva. Ese modo de expresarse del TC, en el que se da muestra de que aplica una regla jurisprudencialmente creada, no un esquema de ponderación, podemos verlo en múltiples sentencias. Por ejemplo, en la stc 61/2004, f. 3: “De ahí que hayamos condicionado la protección constitucional de la libertad de información, a que ésta se refiera a hechos con relevancia pública en el sentido de noticiables, y a que dicha información sea veraz (sstc 138/1996… f. 3; 144/1998… f. 2; 21/2000… f. 4, 112/2000… f. 6, 76/2002… fj.3)”. Véase también, por ejemplo, cómo aparece en la stc 52/2002, fj.4: “Pues bien, por lo que se refiere al derecho a comunicar libremente información, que es el que ahora nos ocupa, este Tribunal ha declarado de manera reiterada que el requisito básico que permite afirmar que nos hallamos ante un ejercicio legítimo es la veracidad, a la que se refiere expresamente el artículo 20.1 d) CE cuando delimita el derecho a la difusión de información ‘veraz’; requisito básico al que se ha añadido el de la relevancia pública de la información. Como dijimos en la stc 110/2000, de 5 de mayo, ‘dada la conexión existente entre los derechos a la intimidad y el honor, pues en muchas ocasiones se afecta a este último mediante referencias a la vida privada de las personas, el interés público de la opinión expresada o de la información comunicada constituye un importante criterio de delimitación acerca de cuál sea la comunicación constitucionalmente protegida’ [F. 8 c)]”. O en la stc 46/2002: “ninguna información que afecte al honor de una persona puede difundirse de modo constitucionalmente legítimo si es inveraz” (fj. 6). Este fundamento se repite desde la capital stc 104/1986, de 17 de julio.
9. Tres sentencias del Tribunal Constitucional. O de cuán fácil es la veracidad periodística…
2. Señala el TC que su doctrina de que la información debe hacer sido “rectamente obtenida” ha sido ligada siempre al requisito de diligencia en la valoración de la fuente y en su contrastación. Y añade que “nunca hemos relacionado esta exigencia [la de veracidad] con la de que la obtención de los datos sea legítima, ni, por tanto, con el secreto del sumario. De modo que la cuestión de que la información publicada no pudiera ser objeto de difusión por haber sido obtenida ilegítimamente, es decir, quebrando el secreto del sumario y constituyera una ‘revelación indebida’ (art. 301 lecrim) es una cuestión distinta a la que aquí se examina […], el que el ejercicio de la libertad de expresión pudiera resultar ilegítimo por otras razones tales como que la noticia constituyera una revelación de algo que, por proceder de un sumario, la Ley declara secreto –con la eventual responsabilidad de quienes hubiesen cometido tal transgresión– en nada afecta al conflicto que aquí dilucidamos, pues por muy ilegítima que, desde este enfoque, pudiese resultar una información determinada, ello no la transformaría en inveraz ni, por tanto, en lesiva del honor” (f. j. 6.º). Esto plantea una duda: ¿algún grado de ilicitud en la obtención de la información puede afectar a la legitimidad del ejercicio del derecho, o son cuestiones plenamente independientes? Si no daña al requisito de veracidad el hecho de que la noticia publicada sea obtenida de un sumario declarado secreto (prescindamos ahora de si en el concreto proceso tal extremo se probó o no, pues el TC afirma aquello con carácter general y aun para el caso de que se pruebe el carácter secreto del sumario), y si tal veracidad se mantiene siempre y cuando la noticia se dé con los caracteres de “reportaje neutral” (para lo que, según acabamos de ver, no es óbice un titular fuertemente impactante y agresivo, a condición de que luego se matice que lo informado se encuentra en una denuncia obrante en proceso), ¿no estamos legitimando posibles maniobras tendentes a destruir el prestigio y la fama de una persona con sólo lograr: a. que alguien denuncie algo profundamente escandaloso –puede ser alguien que tenga muy poco que perder, como ocurría con el denunciante en este caso, un agente judicial preso por tráfico de estupefacientes–; b. que se abra un sumario para averiguar si realmente hubo delito, incluso cuando el juez decrete el secreto de tal sumario; c. que un
Aquí se remite a la stc 158/2003, del 15 de sept. FJ 5, que analizaremos más adelante. En cualquier caso, y a tenor del artículo 301 lecrim, las diligencias del sumario son secretas hasta la apertura de juicio oral. Es el llamado secreto externo o extraprocesal durante la instrucción. A él puede sumarse el secreto interno o intraprocesal, posibilitado por el artículo 302 lecrim, y que consiste en que excepcionalmente y por tiempo limitado el juez instructor puede decretar el secreto de todas o parte de las actuaciones para todas las partes o para alguna.
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
periodista informe del modo en que se informó en el caso que comentamos, partiendo de un titular fuertemente agresivo? Si damos por buena esta práctica, nos exponemos al poder de ciertos medios y grupos de comunicación, con capacidad más que sobrada (y con escrúpulos más que faltos) para emprender tal tipo de conspiraciones y revanchas. Si uno de los fines que hacen secreta la fase de instrucción de sumario para quienes no son parte en él, y que, además, legalmente hacen posible que un juez decrete el secreto del sumario incluso para las partes, es la protección del honor u otros bienes de las partes en el procedimiento, dicho fin decae y es contravenido si se da por constitucionalmente admisible la publicación por los medios de comunicación, en vulneración de tal secreto, de precisamente esos extremos más dañosos, como aquí ha ocurrido. No se pierda de vista que el político M., el “agredido” por la denuncia y el titular, quedó libre de todo cargo y el TS decidió “archivar las actuaciones penales por la imprecisión de la denuncia (A. 1 oct. 1991)”, lo que, en opinión del TC, no convierte en inveraz la información publicada, pues se comprobó su contenido antes de difundir la noticia, contrastando los hechos relatados: “que existía un sumario abierto en un Juzgado de Instrucción de Valencia, que
En consonancia plena con el artículo 120.1 CE, que permite que las leyes de procedimiento sienten excepciones al carácter público de las actuaciones judiciales. Ese fin protector de derechos y libertades lo menciona bien claramente el artículo 232.2 lopj: “Excepcionalmente, por razones de orden público y de protección de los derechos y libertades, los jueces y Tribunales mediante resolución motivada, podrán limitar el ámbito de la publicidad y acordar el carácter secreto de todas o parte de las actuaciones”. Loable fin que la jurisprudencia de nuestro supremo intérprete constitucional convierte en papel mojado cuando hay periodistas de por medio. Tampoco puede olvidarse que otro fin igualmente relevante del secreto sumarial es el aseguramiento de la independencia judicial y, con ello, del debido proceso, evitando los efectos perversos de los llamados “juicios paralelos” en los medios de comunicación. En el secreto sumarial interno cuenta como justificación también el aseguramiento de las pruebas. Sobre el particular puede verse con sumo provecho M.ª del P. Otero González. Protección penal del secreto sumarial y juicios paralelos, Centro de Estudios Ramón Areces, 1999, especialmente pp. 31 y ss. Sobre el fin protector del derecho al honor, la intimidad y la propia imagen como justificación del artículo 301 lecrim, y de la acción eficaz de la justicia en la averiguación del delito como justificación del artículo 302 lecrim, véase, resumidamente, R. Rodríguez Fernández. La libertad de información y el secreto de la instrucción, Granada, Comares, 2000, pp. 18 y 10, respectivamente. Un tratamiento en profundidad de la justificación constitucional del secreto sumarial, en sus dos versiones, puede verse en Rodríguez Bahamonde. Ob. cit., pp. 240 y ss. Concordamos con esta autora en que “si durante la instrucción se produce una publicación excesiva de datos, hechos y opiniones –incluso aunque hayan sido obtenidos legítimamente y cumplan las exigencias requeridas para el ejercicio del derecho a la libertad de información en la forma establecida constitucional y jurisprudencialmente– se está realizando […] no ya un juicio paralelo, sino un juicio previo, de cuya condena social difícilmente se podrá librar el investigado cuando llegue ante el juez o Tribunal competente para enjuiciarlo” (p. 251). Y añadimos nosotros que tampoco se libra cuando ni siquiera hay juicio porque en la instrucción se aprecia que la acusación es radicalmente infundada, lo que es todavía más grave.
9. Tres sentencias del Tribunal Constitucional. O de cuán fácil es la veracidad periodística…
en el mismo figuraban unas declaraciones en las que se denunciaba al Sr. M. H. y a la Sra. D. por su implicación en un posible tráfico de influencias, y que las actuaciones fueron remitidas por el Juzgado al Tribunal Supremo” (f. j. 5.º). B. a n l i s i s d e la s tc 1 5 8 / 2 0 0 3 , d e l 1 5 d e s e p t i e mb r e Conviene analizar en detalle lo que sobre la relación entre el artículo 301 lecrim y la veracidad de la información establece la stc 158/2003, del 15 de septiembre, a la que se remite la que acabamos de examinar. En este nuevo caso se trataba de que un periódico había publicado que un despacho de abogados de Gibraltar, cuyo nombre se mencionaba, “será investigado en el sumario abierto por Garzón” en el “caso Nécora”. También aquí el TS consideró que la noticia carecía de veracidad por haber sido dada cuando procedía de un sumario en tramitación. Al respecto, el TC va a manifestar que dicha circunstancia, que viola lo dispuesto en el artículo 301 lecrim, no vulnera el requisito de veracidad ni, por tanto, es impedimento para la legitimidad constitucional de la información, información que choca con el derecho al honor de los abogados de tal despacho. Utiliza el TC (en su f. j. 5.º) aquí una serie de razones que iremos desgranando y criticando. 1. Dice que ese mismo tribunal ha venido estableciendo el requisito de que la información sea “rectamente obtenida y difundida” o “rectamente obtenida y razonablemente contrastada”, pero que ese requisito de recta obtención no alude a la legalidad, sino a la diligencia en la comprobación de las fuentes. Información rectamente obtenida es “aquella que efectivamente es amparada por el ordenamiento, por oposición a la que no goza de esta garantía constitucional por ser fruto de una conducta negligente, es decir, de quien actúa con menosprecio de la veracidad o falsedad de lo comunicado, o de quien comunica simples rumores o meras invenciones”. Puede intuirse una cierta petición de principio en este razonamiento. Desglosemos los pasos necesarios para verlo: 1. El artículo 301 lecrim establece que “Las diligencias del sumario serán secretas hasta que se abra el juicio oral” y dispone sanciones para quien revele informaciones del sumario en tal fase.
Ponente: García Manzano.
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
2. El TC afirma que es requisito de la legitimidad constitucional de la información que afecta al derecho al honor el que dicha información esté “amparada por el ordenamiento”. 3. El TC no dice que la información no amparada por el ordenamiento sea aquella cuya divulgación la ley veda, como es el caso del citado artículo 301 lecrim, prohibitivo de la divulgación de datos del sumario, sino aquella que es fruto de una conducta negligente. Es decir, la única conducta informativa que “no goza de esta garantía constitucional” es la de quien procede negligentemente en la averiguación y comprobación de la noticia. Así que, contrario sensu, resultará “amparada por el ordenamiento” y gozará de garantía constitucional toda conducta informativa diligente, aunque sea ilegal su divulgación, por prohibirla expresamente la ley. Estamos ante un caso de esos, tan queridos de los llamados “neoconstitucionalistas”, en que una conducta palmariamente ilegal es tildada, paradójicamente, de jurídica porque se estima acorde con la Constitución, y al margen de toda declaración de inconstitucionalidad de la norma legal en cuestión. 4. Si rectamente obtenida es la información amparada por el ordenamiento y si el único juicio de juridicidad relevante es el de constitucionalidad (pues, como
Espín Templado opina que la norma del artículo 301 lecrim es desproporcionada, y máxime si se interpreta que la obligación de secreto rige para todas las diligencias y actuaciones del sumario. Oigámoslo: “El problema se plantea a mi juicio en cuanto a la congruencia entre la medida limitativa y la finalidad de la misma. Ciertamente existe tal congruencia material en cuanto a que el secreto es una medida idónea para permitir en determinadas circunstancias una correcta instrucción del sumario. Pero no es claro que se respete el principio de proporcionalidad entre la medida y su objetivo […]. Y aquí no parece existir tal adecuación al propio nivel normativo, al establecerse el secreto sumarial pata todo proceso y en todos los aspectos de la instrucción, sin graduarlo en función de la naturaleza de los hechos investigados, que pueden no requerir secreto alguno, graduación que creemos que debería corresponder al juez” (E. Espín Templado. “Secreto sumarial y libertad de información”, en Revista Jurídica de Cataluña, 85, 1986, p. 425). Plenamente de acuerdo con este punto de vista de Espín Templado se manifesta D. Beltrán Catalá. “El secreto sumarial y el derecho a la información”, Actualidad Penal, n.º 31, 1993, pp. 453-454. Expresamente dice este último autor que el artículo 301 lecrim “ofrece serias dudas de constitucionalidad” (ibíd., p. 454). Nada que oponer al razonamiento de Espín Templado si lo que sugiere es que la norma pudiera ser merecedora de la declaración de inconstitucionalidad. Si tal declaración aconteciera, nada habría que objetar, obviamente, a la inaplicación de dicha norma invalidada. Pero el TC, cuando ha examinado el tema, no ha encontrado motivos de inconstitucionalidad en el 301 ni el 302 lecrim, por lo que hay que entenderlos válidos y vigentes. También se puede compartir la opinión de que la norma del 301 lecrim debe interpretarse restrictivamente, haciendo que el secreto no se extienda a las actuaciones o diligencias cuya divulgación no atente contra el fin de la norma, es decir, no vulnere derechos de nadie. Pero lo que me parece indudable es que cuando la noticia da de lleno en el derecho al honor del investigado no hay justificación posible para la violación de la prohibición, en tanto ésta rija válidamente. Una cosa es interpretar, buscando el mejor sentido de los preceptos y con respeto a la coherencia del ordenamiento y la razón de ser de las normas, y otra ponderar al buen tuntún o según soplen los vientos del caso y el momento.
9. Tres sentencias del Tribunal Constitucional. O de cuán fácil es la veracidad periodística…
acabamos de ver, el de legalidad nada importa), y si el juicio de constitucionalidad corresponde al TC, tenemos la conclusión: está amparada por el ordenamiento toda información amparada por el TC, cuyo juicio de constitucionalidad de un acto puede desconocer olímpicamente la ilegalidad de ese acto. 5. Y ahí es donde surge la petición de principio: la información es legítima o “rectamente obtenida” porque el TC dice que lo es, no porque lo “constate”, derecho en mano; la información está “efectivamente amparada por el ordenamiento” por el puro hecho de que el TC la declara amparada, no que la declare amparada porque lo esté antes de ese su juicio. Y la pregunta principal sigue en pie: ¿cómo puede estar amparada por el ordenamiento –a tal punto que se permite que limite un derecho fundamental como el derecho al honor– una conducta informativa que la ley declara expresamente prohibida y que sanciona? Debe de ser un ordenamiento esquizofrénico, se supone; o un ordenamiento cuyas reglas conocidas y tenidas por válidas ceden ante otras no escritas, de las que sólo el TC sabe, y que valen más. Derecho secreto en definitiva, menos para sus sumos cultores. Hay, además, algo altamente paradójico en aquel párrafo del TC que últimamente citábamos. Según el razonamiento que ahí se trasluce, resultaría que el comportamiento del periodista es tanto más lícito cuanto más se esmera en comprobar que publica lo que está prohibido publicar. El periodista que, con cierta negligencia, no comprobara que su información procede de un sumario en curso cumpliría en menor medida con el requisito de veracidad que este otro, que se asegura de que la fuente de su información es una cuya divulgación la ley prohíbe. Así que a más doloso el comportamiento del periodista y el medio, más legítimo constitucionalmente su proceder; cuanto más a sabiendas informan de lo que está prohibido difundir, mayor es su celo profesional que debe ser objeto de protección, en opinión del TC. Peculiar supuesto en que el dolo se premia Esto conecta bien con los duros términos en que se expresa Rodríguez Ramos: “El conflicto de los derechos al honor, la intimidad y el secreto de la instrucción por una parte, y a la libre emisión o recepción de información procedente de los medios de comunicación por otra, se suele solucionar por los tribunales merced al conocido método del ‘balanceo’, es decir, poniendo en cada platillo de una balanza imaginaria los derechos en conflicto, con la desgracia insuperable de que la balanza es como se ha dicho imaginaria y, el peso de unos y otros derechos en conflicto, también, es decir, que inevitablemente se cae en el casuismo aleatorio, por resultar finalmente el ‘pesaje’ un cúmulo de juicios de valor, de imprevisible contenido. Se trata, pues, de uno de esos supuestos, tan frecuentes en los tiempos que corren, en los que la Justicia o el derecho en cada caso concreto es ‘lo que dicen los jueces’, es decir, un acto de voluntad que, aun teniendo referencias legales y motivación, ex ante el resultado es aleatorio” (L. Rodríguez Ramos. “La verdad y las verdades en el proceso penal. ¿Hacia una justicia ‘dependiente’ de los medios de comunicación?”, Diario La Ley, n.º 5585, 11 de julio de 2003). ¿Acaso no merecen respeto las ponderaciones hechas por el legislador y que lo llevan a limitar un derecho en favor de otro, en normas legales de cuya constitucionalidad no se duda?
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
allí donde se castiga la negligencia. Tal cosa sólo puede encajar en esa peculiar lógica, a tenor de la cual el carácter ilegal de la información nada tiene que ver con su posible legitimidad constitucional (stc 54/2004, f. j. 6.º). Lo que en todo este punto estamos viendo es el resultado de una sutil argucia dialéctica del TC, de la que acaba siendo rehén el Supremo. Tal argucia consiste en negarse a exigir que para ser admisible la información que limita el derecho al honor de alguien dicha información haya de ser legal, es decir, no prohibida por alguna norma válida del ordenamiento. El TC establece como requisitos de admisibilidad de la información los de interés público, veracidad y forma no injuriosa o insultante de su exposición. Y el TS entra a ese juego cuando argumenta que una información ilegal, como la que proviene de un sumario en curso, carece del requisito de la veracidad. Y ahí cae en la trampa del TC, que puede ser rotundo al decir que no tiene nada que ver una cosa con otra y que una información proveniente de un sumario será normalmente más veraz y fácilmente comprobable que la que se obtiene de otras fuentes. Y tiene razón: el problema no es de veracidad, sino de coherencia del sistema jurídico y respeto al legislador democrático, que es tanto como decir a la soberanía popular. Esto último lo capta bien el Supremo, pero no ha acertado a exponerlo sin verse atrapado en las redes conceptuales del TC, que predeterminan la solución. Sostiene el TC que “nuestra jurisprudencia […] nunca ha relacionado la exigencia de veracidad con la legítima obtención de la información, ni por tanto con el secreto de las diligencias sumariales (art. 301 lecrim)”. Lleva razón nuevamente, el problema no es de veracidad, sino de legalidad. Llevar la legalidad a la veracidad sólo sirve para hacer pasar por legal lo que sea veraz, y ese es el juego del TC, como estamos viendo. Sabida la predilección del TC por la ponderación y vista su exigencia de que se traduzcan a esquemas ponderativos las elecciones entre derechos o valores concurrentes en un caso, ¿por qué no explicitó la ponderación que larvadamente está realizando aquí, que no es otra que la ponderación entre principio de legalidad y principio de libertad informativa, con victoria aplastante de este último? Obviamente, porque presentarlo así resulta tremendamente osado y disolvente. Pero así es en realidad, aunque no se diga. Volveremos más abajo sobre ello. 2. El TC recalca su jurisprudencia, según la cual “la información ‘rectamente obtenida’ se ha asociado a la diligencia observada en la contrastación y verificación de lo informado, que debe tener en cuenta, entre otros extremos, las circunstancias relativas a la fuente de información. Al respecto hemos declarado que cuando la fuente que proporciona la noticia reúne las características objetivas que la hacen fidedigna, seria o fiable […], puede no ser necesaria mayor comprobación que la exactitud de la fuente”.
9. Tres sentencias del Tribunal Constitucional. O de cuán fácil es la veracidad periodística…
Tanto en esta stc 158/2003 como en la 54/2004, el caso se presenta con el siguiente esquema: un periódico P informa de que se está instruyendo un sumario S, en el que se investiga un posible comportamiento delictivo D del sujeto X, citado X con plena identificación. Las informaciones, por tanto, son dos: que hay un sumario S abierto por un posible delito D y que el investigado como posible autor de D es X. Más claramente, las informaciones son dos: (1) Que en el sumario S se investiga un posible delito D. (2) Que el posible autor del delito D es el sujeto X, con nombres y apellidos, o datos suficientes para su cómoda identificación. La afirmación contenida en (1) es de fácil comprobación y su fuente la hace “fidedigna, seria o fiable”, pues lo contenido en un sumario es, tarde o temprano, fácilmente constatable. Esta afirmación contenida en (1) no daña ni limita ningún derecho fundamental de nadie. Es la información presente en (2) la que menoscaba el derecho al honor de X. El carácter “fidedigno” de (1) no otorga ningún grado de verosimilitud o probabilidad a lo contenido en (2). Así que lo fidedigno de (1) mal puede justificar el daño que al honor de S le provoca (2). Lo que el TC hace es estimar que el dato cierto de que alguien sea investigado en un sumario da carácter suficientemente fidedigno a la noticia en la que esa persona aparezca con nombres y apellidos en los medios de comunicación como posible autor del delito investigado. Lo fidedigno de la información sobre la existencia del sumario se traslada metonímicamente o por una especie de ósmosis a lo fidedigno del delito y su posible autor. Y, al convertir así la información en constitucionalmente legítima, se hace insanable el daño que pueda sufrir cualquiera al que, por la razón que sea, incluidos errores, denuncias falsas, conspiraciones, etc., se le impute un delito que llegue a ser investigado por un juez, y con total independencia de que al final del sumario el juez archive las actuaciones por comprobar lo patentemente infundado de las acusaciones o denuncias. El sobreseimiento mencionado ya nunca va a poder contrapesar la sanción social padecida por el que vio en los periódicos su nombre como posible o probable delincuente, y, para colmo, la doctrina del TC cierra el camino para que, al menos, tal sanción social inmerecida pueda ser contrapesada con una indemnización por el periódico que la ocasionó. Si lo relevante es el interés de la información y no el morbo de conocer el nombre del investigado, y si se trata de que la información circule con el menor daño para el honor de quien puede ser total y absolutamente inocente, ¿no tendría más sentido imponer la doctrina de que en la fase de instrucción, antes del juicio oral, los medios de comunicación sólo pudieran informar del qué pero no del detalle del quién? ¿No cabría que pudieran únicamente decir
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
“ex-ministro investigado por D” o “bufete gibraltareño investigado por D”, sin dar nombres o datos que permitan la fácil identificación? ¿Tanto añade al interés público de la noticia saber el nombre de un investigado, del que dos días después diga el juez que no tiene ningún indicio de delito en su contra? ¿Es así como se contribuye a la formación de una opinión pública libre, o a su deformidad? ¿O no es la libertad de la opinión del público, sino la de los medios, lo que en realidad se quiere salvaguardar, caiga quien caiga? ¿Qué aporta a una opinión pública madura y libre el dato –cuya divulgación la ley prohíbe– de que alguien está siendo investigado porque ha sido objeto de una denuncia, si luego esa persona va a ser judicialmente declarada libre de reproche porque la denuncia resultó infundada? Además de poner en entredicho el honor de tales personas, ¿no es mayor el daño que el beneficio que se deriva de esas informaciones para la opinión pública, a la que se alimenta de prejuicios y a la que se induce a errores? Puestos a ponderar el daño al honor del sujeto investigado y el beneficio para la opinión pública como justificante de la posible prioridad del derecho a informar, ¿no habría que aquilatar un poco mejor si tales beneficios existen o si no serán más bien perjuicios? Porque el único beneficio tangible que en estos casos se ve es el del periódico, por lo bien que se venden la alimentación del morbo y el sensacionalismo. Tal parece que en estos casos la ponderación es entre daño emergente del ciudadano agraviado por la información y lucro cesante del periódico. Por mucho que se quiera decir que en estos casos la restricción de tales informaciones perjudique a la formación de la opinión pública libre propia de una sociedad democrática. Democrática, cotilla y malsana, se supone. A alguien se le puede ocurrir que lo interesante de esas informaciones para la opinión pública está en que ésta compruebe cuán a menudo son falsas las denuncias e infundadas las acusaciones. Pero entonces hay que darle a la sociedad la lección completa: obligar a que también se informe, con idéntica extensión y contundencia, del archivo de las diligencias y la consiguiente inocencia (jurídica) del investigado. Y mejor aún será la lección si se enseña a la opinión pública que el que pone gratuitamente en riesgo la fama de otro tiene que pagarla, haciendo que indemnice el que informó de lo que la ley no permitía y con asunción del riesgo de grave daño para la fama: el que asume el riesgo (y lleva, a cambio, el beneficio), que pague cuando resulta que el daño
En efecto, el TC ha declarado reiteradamente que a través de la libertad de información “no sólo se protege un interés individual sino que su tutela entraña el reconocimiento y garantía de la posibilidad de la existencia de una opinión pública libre, indisolublemente unida al pluralismo político propio del Estado democrático” (stc 61/2004, f. 3. Se remite a stc 21/2000, f. 4, y a las sstc allí citadas).
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a la fama era totalmente inmerecido. Pues no olvidemos que el que causa tal minusvaloración en el honor e imagen no es ni quien hace la denuncia ni el juez que la investiga, sino quien informa de ella, con pelos, señales y nombres, antes de la apertura de juicio oral. 3. Y ahora viene uno de los párrafos más llamativos de esta sentencia: “No puede compartirse la afirmación del Tribunal Supremo de que la información enjuiciada en este proceso de amparo no fue rectamente obtenida al haberse conseguido por un medio ‘torticero’. Como sostiene el Ministerio Fiscal, ello supondría introducir una limitación no prevista constitucionalmente al derecho a difundir información veraz, puesto que negaría tal carácter a la noticia publicada por el hecho de proceder de un sumario en tramitación” (énfasis nuestro). Y nos preguntamos nosotros: ¿acaso la exigencia, por ejemplo, de que la información tenga relevancia pública (tanto desde el punto de vista material como personal) no es “una limitación no prevista constitucionalmente al derecho a difundir información veraz”, limitación introducida por el TC? ¿Acaso no pudo introducir, junto a los otros requisitos que viene sentando y repitiendo, el de la legalidad de la información? ¿Y qué hace constante y legítimamente el TC, al interpretar y concretar los derechos fundamentales que protege por vía de amparo, sino introducir limitaciones, matices y restricciones tendentes a organizar la interacción entre todos ellos? Resulta peregrino que sea el de legalidad el único requisito no expresamente mencionado en la Constitución que no pueda hacerse valer allí donde el TC ha hecho valer tantos, como no podía ser menos. ¿O sí? En alguna ocasión anterior, el TC ha justificado la información sobre los datos del sumario y el proceso, toda vez que tal información era posterior a la apertura de juicio oral, pues de la etapa anterior, la referida por el artículo 301 lecrim, decía lo siguiente: “Todas estas observaciones son directamente trasladables al espacio en el que se cruzan los derechos enunciados por el artículo 24 de la Constitución con las libertades reconocidas por el artículo 20 de nuestra Carta Magna, máxime cuando se ha decretado la apertura de juicio oral, pues, si bien en la fase instructora la vigencia de la presunción de inocencia y del derecho al honor del imputado, así como las exigencias del secreto instructorio en orden a obtener el éxito de la investigación, constituyen, todos ellos, límites constitucionales más estrictos al ejercicio del derecho a transmitir información veraz, una vez decretada la apertura del juicio oral, rige el principio de publicidad absoluta e inmediata (art. 668 lecrim, con las únicas limitaciones de dicho precepto y las de los artículos 684 y 686-687)” (atc 195/1991, de 26 de junio, f. j. 2.º (énfasis nuestro).
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
4. Pero el párrafo de la stc 158/2003 con el que estábamos anteriormente sigue: “Debemos, pues estimar que dicha información periodística fue veraz, en el sentido arriba indicado, al haber observado los periodistas la diligencia constitucionalmente exigible en la comprobación de sus fuentes de información, sin que quepa presumir su obtención irregular, ni haya constancia alguna en las actuaciones de que la obtención de la noticia se hubiera producido mediante una conducta reputada como ilícita, dado que en el proceso ‘a quo’ no aparece acreditada la forma en que el medio de comunicación tuvo acceso a las diligencias sumariales” (énfasis nuestro). Sorprendente. Vayamos por partes. En primer lugar, expresa el TC que la información es legítima y jurídicamente válida porque no ha sido obtenida ilícitamente. Hay un nuevo y sutil desplazamiento retórico. La información, decimos nosotros, es ilícita, porque el artículo 301 lecrim la prohíbe en tal momento previo a la apertura de juicio oral, y esa ilicitud es absolutamente independiente de por qué procedimientos dicha información haya sido obtenida por el periodista. La licitud en el modo de obtención no sana en modo alguno la ilegalidad de la publicación. Pero ya sabemos que en esto al TC le importan más las maneras que el fondo: una información prohibida se convierte en legal si está bien comprobada y es interesante. En segundo lugar, una verdadera perplejidad: ¿de qué modo puede un periodista obtener lícitamente una información que se encuentra sometida, por imperativo del citado artículo 301 lecrim, a un deber de secreto hasta que se abra el juicio oral, secreto por cuya vulneración se prevén sanciones para abogados y procuradores, funcionarios y cualquier otra persona? Opina el TC que no cabe presumir aquí la obtención irregular. Más bien parecería al revés, y que lo difícil es imaginar una obtención regular de tales informaciones sumariales. Que el periodista pueda conseguirlas sin cometer delito (sin robarlas él, por ejemplo) no significa que la obtención se convierta entonces en regular, pues necesariamente tendrá que concurrir la acción irregu-
Nuestro pleno acuerdo aquí con Otero González cuando, al hilo de la exposición y crítica de la línea jurisprudencial marcada por la stc 13/1985, mantiene que “ni toda información obtenida al margen del sumario es lícita, sino sólo aquella que no afecte al bien jurídico protegido por el secreto sumarial […], y por otra parte, toda revelación de secreto sumarial es indebida” (ob. cit., p. 124). Y añade: “conocimiento ilícito, según parece deducirse de la redacción de la sentencia, es aquél que proviene de aquellas personas que según el artículo 301 de la lecrim no pueden revelar el secreto sumarial, a saber, los que revelaren indebidamente, que son todos: abogados, procuradores, funcionarios y cualquier otra persona, luego, si toda revelación es indebida, todo conocimiento que proviene de esta revelación es ilícito […], porque toda revelación del secreto sumarial, tal como hemos delimitado su ámbito (elementos integrantes del sumario), es indebida y, en consecuencia, todo conocimiento del secreto sumarial es ilícito” (ibíd., p. 125).
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lar de alguna de las personas obligadas legalmente a mantener el secreto. Que, como dice este párrafo, no haya constancia alguna de una concreta conducta ilícita y que en el proceso no haya resultado acreditada la forma en que el medio de comunicación tuvo acceso a las diligencias sumariales no es dato que convierta en lícita tal obtención, sólo indica que no se ha podido acusar a nadie en particular de tal conducta ilegal. Además, tampoco tiene nada de especial que no se acredite el modo en que el periódico tuvo tal acceso, dada la protección de que goza el secreto profesional de los periodistas. En resumen, puesto que el secreto profesional del periodista lo faculta para no revelar quién de los obligados a guardar el secreto de las diligencias le desveló eso que no debía, y puesto que la publicación, con perjuicio para el derecho al honor o la intimidad, de lo así obtenido no es vista como problemática por el TC, y hasta puede pesar más que dichos derechos al honor y la intimidad, hemos descubierto el modo perfecto de defraudar la prohibición del artículo 301 lecrim: en lugar de que abogados o funcionarios, por ejemplo, revelen por su cuenta las diligencias secretas, con lo que se expondrían a una sanción, que se las “soplen” a un periodista, con lo que se garantizan la impunidad. Y si resulta que tienen algún interés en el pleito o alguna cuenta pendiente con el investigado, miel sobre hijuelas, pues se aseguran el daño para su enemigo sin riesgo de su parte. ¿Qué se consigue con este planteamiento del TC que acabamos de ver? En la práctica, y quiérase o no, dar por buena y fomentar la fuga de información de los juzgados a los medios de comunicación, sin el más mínimo respeto al carácter secreto de las diligencias sumariales y con grave riesgo, como salta a la vista, para la integridad moral de cualquier sujeto que en ellas pueda aparecer mencionado. 5. Como el propio TC recoge expresamente (f. j. 6.º), “ciertamente, la investigación sumarial concluyó, en lo que ahora importa, que el despacho Triay & Triay no estaba implicado en la llamada operación ‘Nécora’ ”, lo cual, según
Nuestro acuerdo de nuevo con Rodríguez Ramos, cuando asevera que la dialéctica procesal entre publicidad y secreto “es más teórica que práctica, porque la hipertrofia o hiperbolia de un mal entendido derecho y deber de informar, lleva a extremos claramente ilegales e incluso delictivos, cual es el caso de las filtraciones a los medios de comunicación, desde fiscalías y juzgados, de informes o resoluciones de los que se entera el justiciable y su abogado por la radio, la televisión o la prensa, antes que por su procurador”. Y sigue más adelante: “La filtración desde fiscalías y órganos jurisdiccionales de informes y resoluciones, incluso con anterioridad a su notificación a los justiciables, que los conocen a través de los medios de comunicación, y no de su procurador y su abogado, son prácticas claramente anómalas, si no delictivas, que deben cortarse radicalmente” (ibíd.). Pues bien, con tales prácticas acabaría en gran parte una línea jurisprudencial opuesta a la que viene manteniendo el TC y vemos en las dos sentencias que en este apartado estamos analizando.
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
el TC, en nada afecta a la legitimidad de la información vertida en su momento por el periódico, pues es doctrina sentada por el Tribunal que el derecho a informar no se circunscribe a informar sólo de lo que sea o resulte verdadero, sino de aquello cuya certeza o verosimilitud se haya comprobado diligentemente. Veracidad no equivale a verdad demostrada. Y dice: “De ahí que la prueba de la veracidad no pueda consistir en la acreditación de que lo narrado es cierto, puesto que ello constituiría una ‘probatio diabólica’, por imposible en la mayoría de los casos. Dado que el canon de la veracidad se cifra en la diligencia razonablemente exigible, el objeto de su prueba no son los hechos en sí objeto de narración, sino aquellos hechos, datos o fuentes de información empleados, de los que se pueda inferir la verosimilitud de los hechos narrados”. Nuevamente conviene un análisis calmado de estas afirmaciones. En primer lugar, una cosa es obligar al informador a probar que es rigurosamente cierto y verdadero aquello de lo que informa –lo que, en efecto, constituiría a veces una ‘probatio diabolica’–, excluyendo toda posible información errónea, aunque diligente y prudente en grado máximo, y otra cosa es que la prueba ulterior de la falsedad de lo informado quede absolutamente carente de consecuencias y no deslegitime ni en el más mínimo grado la información, que no tenga ninguna consecuencia jurídica. Obviamente, aquí no se puede proceder sino casuísticamente. Por eso, atengámonos al tipo de casos que estamos observando. Reconocer el derecho del agraviado por la información (y después demostrado jurídicamente inocente) a algún grado de indemnización o compensación, ¿no sería una buena manera de incitar a los medios a extremar la prudencia a la hora de mencionar nombres e imputaciones en la fase de diligencias de investigación? En segundo lugar, se expresa aquí que el objeto de la prueba relevante para la veracidad “no son los hechos en sí objeto de la narración, sino aquellos hechos, datos o fuentes de información empleados, de los que se pueda inferir la verosimilitud de los hechos narrados”. Pero esto tiene graves problemas. Se vuelve a confundir la prueba de que hay un sumario en el que se investiga un delito con la prueba de que un sujeto pudo cometer un delito. La verdad de lo primero es totalmente independiente de la verdad, y hasta de la verosimilitud, de lo segundo. Por eso la lecrim ha querido proteger el honor de los investigados antes del juicio oral, por la alta probabilidad de que no haya nada que reprocharles ni razón, por tanto, para soportar una crítica pública. Con ello parece que se rinde claro homenaje al artículo 20.4 CE y al carácter especial
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que asigna al derecho al honor, la intimidad y la propia imagen como límite a la libertad de informar. Aunque el TC no lo vea así. 2. diligente torpeza. o de cmo ser verazmente ac o s a d o r s e x ua l s i n h a b e r ac o s a d o na da . a n l i s i s d e la s tc 6 1 / 2 0 0 4 , d e l 1 9 d e a b r i l A nuestro modesto entender, estamos ante una de las más tremendas sentencias del TC en estas materias en los últimos tiempos. Nos enseña bien a las claras que el requisito de veracidad, una de las tres condiciones de prioridad de la libertad de información del artículo 20.1 CE sobre el derecho al honor del artículo 18.1 CE, se ha convertido en el coladero que hace dicha preferencia poco menos que absoluta, pues veraz parece cualquier información dañosa para el honor con tal que el periodista cite alguna fuente que pueda reputarse fiable en términos generales, aun cuando la divulgación de lo en esa fuente contenido esté prohibida, como ocurre en las dos sentencias antes analizadas, o aunque, como sucede en ésta, el periodista torpemente (o con dolo, no se sabe) tergiverse sensacionalista y dañosamente lo que en esa fuente ha averiguado. Veamos esto último y preparémonos para las sorpresas. Los hechos son los siguientes, tal como la propia sentencia los narra: “En el artículo, titulado ‘Denuncian por acoso sexual a un guardia se seguridad de Canterac’, se afirmaba que el Gerente de la Fundación Municipal de Deportes admitió en una reunión que este organismo tenía noticias de denuncias sobre un guardia de seguridad del polideportivo municipal de Canterac por acoso sexual. Y se añadía que en el acta de la reunión constaba que “la denuncia fue originariamente presentada por una monitora de natación del polideportivo Canterac por entender que era objeto de una constante persecución por parte del citado guardia de seguridad, que responde al nombre de Bonifacio, según la citada acta”. En suma, un periódico había informado de que el gerente de dicha fundación municipal había admitido, en una reunión de ésta y al hilo de una interven-
En opinión de Carlos Ruiz Miguel, la “relativización” que el TC hace del límite a la libertad de información establecido por dicho art. 20.4 CE en favor del derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen, “significa lisa y llanamente violar la Constitución” (Carlos Ruiz Miguel. La configuración constitucional del derecho a la intimidad, Madrid, Tecnos, 1995, p. 254). El TC, a partir de su sentencia 104/1986, habría operado una auténtica mutación constitucional, en opinión de dicho autor. Tal mutación resultaría ilegítima por ser claramente vulneradora del texto constitucional, facultad que el TC no posee (ibíd., pp. 259-262). Ponente: Pérez Vera.
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
ción en la fase de “ruegos y preguntas”, que una monitora de natación había denunciado por acoso sexual a un guardia de seguridad llamado Bonifacio. El tal Bonifacio acudió a los tribunales en reclamación por su honor dañado y el periódico fue condenado en primera instancia por intromisión ilegítima en el derecho al honor, y esa condena fue ratificada tanto por la Audiencia Provincial como por el Tribunal Supremo. Las tres instancias fundan la condena en que la información no cumplía con el requisito de veracidad, pues en el acta de la reunión de la Fundación Municipal de Deportes se hablaba meramente de acoso, no de acoso “sexual”, y se insiste en que el periodista no hizo uso de otras posibilidades para contrastar su información sobre la índole del acoso, como pudiera ser hablar con la propia denunciante o con el gerente de la fundación que hizo aquellas manifestaciones en la reunión de ésta. Sólo habló con una concejal que declaró en el proceso que no recordaba si había usado la palabra “sexual” como calificativa del acoso en su conversación con el periodista. Esos son los hechos declarados probados por los tribunales en el caso, hechos probados que el TC tiene que respetar y afirma que respetará. Y como esos son los hechos y el TC va a conceder el amparo, es la valoración de esos hechos lo que tendrá que modificar, aun cuando nos parezcan tan claros y aun cuando dicha valoración distinta precise de los torcimientos dialécticos y las fintas sorprendentes que vamos a ver a continuación, para lo que desglosaremos los pasos del razonamiento del TC. 1. Vamos primero con el asunto de los hechos probados, pues éste es un tema en cuya enunciación ya se contiene a veces una hábil ocultación retórica. Dice el TC (f. j. 2.º), que “En todo caso, nuestro examen debe respetar los hechos considerados probados en la instancia [art. 44.1.b lotc] que, en el supuesto que nos ocupa, se reducen a la existencia de la controvertida información publicada en el diario ‘El Mundo de Valladolid’ el día 23 de abril de 1993 bajo el titular ‘Denuncian por acoso sexual a un guardia de seguridad de Canterac’. Con escrupuloso respeto a tales hechos, la cuestión que debe resolver el presente recurso de amparo consiste en verificar si las sentencias impugnadas, al valorar aquella información, llevaron a cabo una integración y aplicación constitucionalmente adecuada de la libertad de información [art. 20.1.d CE] y del derecho fundamental al honor [art. 18.1 CE]” (énfasis nuestro). Pero no, no son esos los hechos tenidos por probados en la instancia. Esos son los hechos que originan el caso, sin duda, son los hechos que dieron pie a la demanda del guardia aludido en tal información. Pero ahí no hay ni uno solo de los hechos que en la instancia se han considerado probados y en los que, por tanto, se había basado el juicio de que existía intromisión ilegítima en el honor. No es el hecho de la información en sí, único que parece que el TC considera
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probado (bien fácil es esta prueba, ciertamente), lo que determina el daño en cuestión, sino peculiaridades de la obtención y fundamentación diligente de tal información, que determinan que las sucesivas instancias no la consideren veraz por negligente, en el mejor de los casos. Al omitir la mención de tales circunstancias y datos entre los hechos que tiene que dar por probados, por haberlos considerado así la jurisdicción ordinaria, el TC se evita la difícil tesitura teórica de tener que admitir que para enmendar el juicio del TS tiene que realizar una valoración diferente de aquellos otros hechos considerados probados, lo que fácilmente puede verse como nueva apreciación de la prueba. Y ya estaríamos en el marco de las colisiones competenciales. Porque ¿cómo, sino valorando o apreciando de otro modo los hechos probados, puede el TC en este caso y en todos los similares “resolver el eventual conflicto entre el derecho a comunicar información veraz y el derecho al honor, determinando si efectivamente se han vulnerado aquellos derechos atendiendo al contenido que constitucionalmente corresponda a cada uno de ellos, aunque para este fin sea preciso utilizar criterios distintos de los aplicados por los órganos judiciales, ya que sus razones no vinculan a este Tribunal ni reducen su jurisdicción a la simple revisión de la motivación de las resoluciones judiciales” (f. j. 2.º)? Aquí se contiene uno de los más insondables misterios de nuestra jurisprudencia constitucional, que en este lugar sólo podemos enunciar y no tratar en detalle. A saber: cuál es el contenido que “constitucionalmente corresponde” a cada uno de los derechos. En realidad lo que el TC hace es establecer una serie de reglas de preferencia entre derechos, reglas condicionadas a la presencia de ciertos requisitos. En el caso de la relación entre la libertad de información y el derecho al honor, la regla elaborada y reiteradísimamente aplicada por el TC vendría a decir, en síntesis, que la libertad de información prevalece sobre el derecho al honor siempre que concurran tres condiciones: que lo informado tenga relevancia o interés público, que sea veraz (en el sentido de obtenida con la debida diligencia profesional del informador) y que no esté expuesto de modo gratuitamente ofensivo. Pues bien, qué tenga interés público y qué no, qué comportamiento informativo es diligente y cuál negligente y qué sea ofensa gratuita y no necesaria para dar cuenta de los hechos informados son aspectos que necesariamente tiene que apreciar el juzgador valorando los hechos probados. Y cuando el TC corrige a la última instancia judicial está sustituyendo su valoración de los hechos a la luz de esas categorías (interés, diligencia, ofensividad).
Es esta cláusula doctrina reiteradísima, entre muchas otras en las sstc que en ese mismo fundamento se citan.
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
Pero prefiere no denominar así su labor, sino decir que se trata de “verificar” “si efectivamente se han vulnerado aquellos derechos atendiendo al contenido que constitucionalmente corresponda a cada uno de ellos, aunque para este fin sea preciso utilizar criterios distintos de los aplicados por los órganos judiciales”. Pero ¿a qué estamos llamando “criterios”? Puesto que, en sentencias como la que ahora vemos, los órganos judiciales han realizado su juicio examinando esas tres condiciones o criterios establecidos por el TC y que ya hemos mencionado reiteradamente, no serán esos los criterios distintos que el TC dice que puede aplicar (y aquí aplicará). Así que habrá que concluir que tales criterios distintos consisten ni más ni menos que en los valores o pautas axiológicas que en su consideración dan sentido en el caso a aquellos requisitos de interés, veracidad y no ofensividad. Los valores casuísticos del TC, en suma. Pero repárese en que estamos circulando, de pronto, cuesta abajo, pues si se nos da la razón en lo anterior, también habrá que tener por cierto lo siguiente: que “el contenido que constitucionalmente corresponde” a cada derecho será el que determinen los valores y valoraciones del TC para el caso. ¿En qué se diferencia, entonces, la labor del TC en el amparo del de una última y suprema instancia judicial? 2. El TC señala que, puesto que del interés público de la noticia nadie ha hecho cuestión en el proceso, toda la clave del asunto está en el requisito de veracidad de la información. Y a continuación repasa su doctrina al respecto (f. j. 4.º), en términos que, no por conocidos, dejan de merecer cita aquí para
Pero no está de más que recapacitemos sobre qué interés puede tener la opinión pública en conocer que se dice que hay una (mera) denuncia (no judicial) de alguien contra alguien por acoso sexual. ¿Dónde está lo interesante? ¿En que hay una denuncia? Entonces todas las denuncias deben poder ser contenido de noticias que den cuenta de la identidad del denunciado con suficiente claridad para que pueda ser fácilmente identificado, como aquí. ¿En que es por acoso? En este caso se nos ocurre que si el acoso se considera relevante, lo serán todos y cada uno de los posibles asuntos de denuncia, todos los que, como éste, afecten meramente a la relación entre dos particulares y muy escasamente al interés general. ¿O en que es sexual el acoso denunciado? Mal asunto si fuera esta la respuesta. Lo que sí es cierto es que es el supuesto carácter sexual del acoso lo que hace interesante la noticia… para el periódico. Bien habría estado una aplicación consecuente de la doctrina anterior del propio Tribunal, expresada, por ejemplo, en la stc 52/2002, f. j. 8.º: “No puede dejar de recordarse al respecto que una información posee relevancia pública, porque sirve al interés general en la información, y lo hace por referirse a un asunto público, y que es precisamente la relevancia comunitaria de la información lo único que puede justificar la exigencia de que se asuman perturbaciones o molestias ocasionadas por la difusión de una determinada noticia, de modo que, sólo cuando lo informado resulte de interés público o general… puede exigirse a quienes afecta o perturbe el contenido de la información que, pese a ello, la soporten en aras del conocimiento general y de la difusión de hechos y situaciones que interesan a la comunidad (sstc 134/1999, de 15 de julio, F. 8; 154/1999, de 14 de septiembre, F. 9). En este caso el TC consideró que carecía de relevancia pública la noticia de que tenía antecedentes penales por violación un sujeto que había sido investigado por la policía por un delito y luego descartado como partícipe en él.
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luego contrastarlos con la llamativa conclusión del caso. En efecto, el requisito de veracidad “no va dirigido a la exigencia de una rigurosa y total exactitud en el contenido de la información, sino a negar la protección constitucional a los que trasmiten como hechos verdaderos, bien simples rumores, carentes de toda constatación, o bien meras invenciones o insinuaciones sin comprobar su realidad mediante las oportunas averiguaciones propias de un profesional diligente; todo ello sin perjuicio de que su total exactitud puede ser controvertida o se incurra en errores circunstanciales que no afecten a la esencia de lo informado”. Se trata, pues, de establecer “un deber de diligencia sobre el informador a quien se le puede y debe exigir que lo que transmite como ‘hechos’ haya sido objeto de previo contraste con datos objetivos”. A esto se suma que el nivel de diligencia exigible “adquirirá su máxima intensidad, ‘cuando la noticia que se divulga puede suponer por su propio contenido un descrédito en la consideración de la persona a la que la información se refiere’”, y “de igual modo ha de ser un criterio que debe ponderarse el del respeto a la presunción de inocencia”. Sentada bien claramente la doctrina que ha de guiarnos en el enjuiciamiento de los hechos, vamos ahora con los que en instancia se han considerado probados y cuyo acaecimiento el TC no discute (ni puede discutir). 1. El periódico informó, en los términos ya expuestos, de una denuncia por acoso sexual contra el guardia de seguridad llamado Bonifacio. 2. En el acta de la reunión de la Fundación Municipal en la que se dio cuenta de tal denuncia figura qué ésta es por “acoso”, pero nada se menciona de que el acoso sea de tipo “sexual”. 3. El periodista consultó dicha acta para elaborar su información. 4. El periodista consultó sobre el asunto a una concejal “quien declaró en el juicio no recordar si en la conversación con el periodista utilizó la expresión ‘sexual’, pero consideró correcto el texto de la letra pequeña de la noticia” (f. j. 6.º). 5. El periodista no realizó ninguna otra contrastación y no habló ni con el denunciado, ni con la denunciante ni con quien, como gerente de la Fundación Municipal de Deportes, manifestó en la reunión de ésta la noticia. 6. Pasaron cuatro meses, de enero a abril, desde que la información se dio en la reunión de la Fundación hasta que la noticia apareció en el periódico, lo cual, en opinión del Supremo, es tiempo más que suficiente para una esmerada contrastación de aquélla. 7. La Audiencia Provincial tuvo por probado y el Tribunal Supremo asume tácitamente que “en términos de lo que constituye la verdad formal, de la prueba practicada en estas actuaciones se pone de manifiesto que no hubo acoso sexual” (recogido en el f. j. 5.º de la sentencia que comentamos).
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
Ponga el lector en relación estos hechos así extractados con la doctrina del TC sobre la veracidad arriba citada y juzgue si el periodista actuó o no con la adecuada diligencia profesional. El Tribunal Supremo estimó que no, y condenó, como ya sabemos. Por contra, el TC aprecia diligencia suficiente y, con ello, cumplimiento bastante del requisito de veracidad, de modo que otorga al amparo y tiene por legítima la intromisión en el derecho al honor del guardia Bonifacio. Para ello el TC ha tenido que valorar a su manera los hechos referidos, y vamos a ver cómo lo hace. 1. Sabemos que la información resultó falsa y que no hubo tal acoso sexual. Y al respecto el TC insiste en su doctrina de que “La veracidad de una información en modo alguno puede identificarse con su ‘realidad incontrovertible’, puesto que ello constreñiría el cauce comunicativo únicamente a los hechos que hayan sido plena y exactamente demostrados (sstc 28/1996, del 26 de febrero, f. j. 3.º; 2/2001, del 15 de enero, f. j. 6.º). De ahí que la prueba de la veracidad no pueda consistir en la prueba de que lo narrado es cierto, dado que el canon de la veracidad se cifra en la diligencia razonablemente exigible, el objeto de su prueba no son los hechos narrados sino aquellos hechos, datos o fuentes de información empleados de los que se pueda inferir la verosimilitud de los hechos narrados” (f. j. 5.º). Ya estamos ante un buen ejemplo de desplazamiento retórico de la perspectiva. Se afirma que la información, aunque falsa o errónea, no es inveraz por ser falsa o errónea. Claro que no, pero no es eso lo que se discute como causa de falta de veracidad. Lo que a tal efecto se invoca es que a cualquier observador simplemente normal y con una diligencia media, ni siquiera la esmerada y profesional que se pide a un periodista, ya tenía que haberle parecido que en las fuentes manejadas no había base ninguna para hablar de un caso de acoso sexual, pues en el acta consultada no figuraba tal expresión y la concejal con la que habló el periodista dice que no recuerda haber mencionado tal extremo en su conversación. O sea, no hay más remedio que concluir que lo de “sexual” es de la pura y personal cosecha del periodista. Y entonces ya no estamos en el terreno al que el TC quiso llevarnos, el de las informaciones erróneas obtenidas con la debida diligencia, sino en el de las informaciones inventadas (porque inventado es, según los hechos probados –y otros que no sean los probados no pueden ser tenidos en cuenta en un proceso judicial ni en un proceso por amparo– lo relevante que hace el caso y provoca el daño, el carácter sexual del supuesto acoso). Y entonces la pregunta ya no es qué requisitos debe reunir una información para ser veraz, aunque resulte falsa o errónea; no, la pregunta que propiamente tocaría responder aquí es: ¿Qué requisitos debe satisfacer, si es que alguno cabe, una información inventada para ser veraz? Pues, al pare-
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cer, ningún requisito puede hacer veraz una información inventada, ya que, según nos ha reiterado el TC en el fundamento 4.º de esta sentencia, ya citado, el requisito de veracidad va dirigido “a negar la protección constitucional a los que trasmiten como hechos verdaderos, bien simples rumores, carentes de toda constatación, o bien meras invenciones o insinuaciones sin comprobar su realidad mediante las oportunas averiguaciones propias de un profesional diligente” (énfasis nuestro). Por supuesto, cabe que en este punto el debate se torne en meramente lingüístico, sobre qué deba entenderse por “mera invención”. Alguien, tal vez el TC, pudo pensar que no había mera invención puesto que efectivamente se dio cuenta en la reunión de la Fundación Municipal de Deportes de la existencia de una denuncia por acoso contra el guardia. Y alguien, aún más atrevido, hasta puede tomar por lógico que cualquier informador bienintencionado estime que qué acoso va a ser ese que no sea acoso sexual. Pero eso sería nuevamente maniobra de despiste, pues lo que da su entidad a este asunto, por lo que tiene tanto de falso como de particularmente dañoso, es la índole del acoso sobre el que se informó: sexual. Y esto sí que es inventado (al menos para el derecho), pues probado quedó que el periodista no lo contrastó fehacientemente por ninguna de las vías que a su alcance tuvo durante cuatro meses. El TC sí toma en consideración que el periodista intercambió impresiones con una concejal que no recuerda haber dicho que la acusación de acoso lo fuera concretamente por acoso sexual, pero que “consideró correcto el texto de la letra pequeña de la noticia” (f. j. 6.º), lo cual, esto último, al parecer es un dato en favor de la diligencia del periodista. Aquí merece la pena un análisis minucioso de este razonamiento: – La concejal no recuerda haber dicho al periodista que el acoso fuera sexual. – Por tanto, el periodista no puede escudarse en que fue correcta su diligencia al publicar la noticia del acoso sexual, puesto que la concejal se lo ha dicho. No consta que se lo dijera (no le consta a ella misma, según su testimonio en el proceso), por lo que en derecho no puede valer como que sí se lo dijo. – La concejal ha declarado que cuando leyó la información en el periódico “consideró correcto el texto de la letra pequeña de la noticia”. No sabemos a qué se referirá ese acuerdo con la letra pequeña y habrá que suponer que no
¿O quizá precisamente un periodista debe estar habituado a tratar con noticias sobre otros tipos de acoso, como el acoso moral, pongamos por caso?
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
excluye el acuerdo de la concejal con el titular, que era “Denuncian por acoso sexual a un guardia de seguridad de Canterac”. – El TC considera relevante, en pro de la diligencia del periodista al obtener la noticia, el que la concejal estuviera de acuerdo con el texto (¿la letra pequeña?) de la misma cuando la vio publicada. ¿Debemos entender que el acuerdo al leerla sana retroactivamente la posible falta de diligencia al obtenerla? Si la concejal no recuerda haberle dicho que el acoso fuera sexual, si en el acta de la reunión de la fundación no consta ese extremo, y si el periodista no ha realizado ninguna otra diligencia para contrastar su información, ¿qué quita o qué pone para la diligencia en la obtención el que la concejal esté de acuerdo con la letra pequeña del texto en que se informaba? Porque no olvidemos que la concejal sólo pudo leer dicha noticia… a los cuatro meses de la reunión en la que se había dado cuenta del acoso, supuestamente sexual, aunque ni un testimonio se aporta de que realmente nadie hubiera creído o sabido en ningún momento que fuera de acoso sexual la denuncia; salvo para el periodista, claro. Pero que él solo lo haya creído no es requisito bastante de la veracidad; ¿o sí? 2. Seguimos con el tema de las relaciones entre verdad y veracidad de la información. El TC, después de admitir que en el proceso quedó demostrado que no había denuncia por acoso sexual, sino “una simple queja laboral”, y que, por tanto, la información dañosa para el honor del guardia era errónea, insiste en que tal defecto no empaña el que la información haya sido veraz por suficientemente comprobada y acreditada por el periodista, sin negligencia. Y esa veracidad queda patente, para el TC, por la circunstancia de que el periodista hizo dos tipos de comprobaciones: consultar una copia del acta de la reunión de la Fundación Municipal de Deportes y ponerse en contacto con una concejal. Tremendos indicios de veracidad, y desconcertantes, por más señas, pues no podemos olvidar que: 1. Esa acta consultada no contenía ninguna referencia a un acoso sexual. 2. La concejal declaró en juicio que no recordaba si había dicho al periodista que el acoso aludido era sexual. ¿Es diligente y veraz, y como tal merecedor de protección constitucional en mayor medida que el agraviado en su honor, un periodista que proclama que Bonifacio ha sido denunciado por acoso sexual, pese a que de las dos fuentes (sólo) que ha consultado, una, la principal y que hace fe en términos jurídicos, nada dice al respecto, y la otra no recuerda haber dicho nada? O sea, lo del acoso sexual lo inventó el periodista; eso sí, verazmente. 3. Pero falta lo mejor, la última vuelta de tuerca. Atención a este párrafo (f. j. 6.º). Refiriéndose a la tan mencionada acta y a la consulta con la concejal, afirma el TC: “Pues bien, estos datos permiten afirmar que la información
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publicada se elaboró a partir de los datos procedentes de fuentes informativas serias y solventes y no con la endeble base de simples rumores o más o menos fundadas sospechas impregnadas de subjetivismo (stc 154/1999, de 14 de septiembre, f. j. 7). Como afirma el Ministerio Fiscal, si el periodista entendió que la persecución o acoso era de naturaleza sexual no fue porque se hizo eco de un rumor inconsistente o insidioso, sino porque se lo dijo alguien a quien, por el cargo que ostentaba y por la relación mantenida con la interesada, atribuía veracidad, no siendo constitucionalmente exigible una nueva contrastación de la información así obtenida con otras fuentes” (énfasis nuestro). Mantengámonos fríos en el análisis y volvamos a descomponer los elementos principales de tal razonamiento: 1. Las fuentes cuentan como serias y solventes, sí, pues eran un acta de un organismo municipal y las consideraciones de una concejal. ¿Pero de qué sirve la solvencia de las fuentes si se las toma como pretexto para informar de lo que en ellas no se contiene o ellas no dijeron? Es decir, imagine el lector que yo soy periodista e informo de que usted ha sido acusado de corrupción de menores, por ejemplo, escudándome en que he consultado un acta de una reunión de su comunidad de vecinos en la que uno de ellos le hace tal imputación y en que he hablado con un asistente a la reunión; aunque ni en dicha acta se contenga mención a ese delito suyo ni el asistente en cuestión recuerde haberme confirmado lo del delito. ¿Qué le parecería si, ante su reclamación por causa de su honor maltrecho, se le replicara que la información es veraz por ser serias y solventes mis dos fuentes? Usted diría: ¡Pero si tales fuentes no dicen lo que usted informó! Pues eso, si son solventes las fuentes no hace falta que lo sea la información. Es muy interesante la analogía con el asunto y la resolución de la stc 52/2002, del 25 de febrero. Una periodista había informado en un periódico que un sujeto que había sido investigado y luego descartado por un delito contra la vida tenía antecedentes penales por violación. Pero había un error, pues tales antecedentes eran policiales, no penales. La periodista había obtenido su información en la Jefatura Superior de Policía, pero en algún momento se coló el error que hizo que cambiara antecedentes “penales” por antecedentes “policiales”. El TC dice también aquí que la fuente es “seria, fiable y solvente” (f. j. 7), pero la solvencia de la fuente no justifica el error en la comprensión o interpretación que la periodista hace de la información que de esa fuente fiable recibe. Aquí la solvencia de la fuente no sana el error de comprensión del periodista ni, por tanto, convierte su despiste en diligente. Oigamos al TC: “Mas lo que acontece en el presente supuesto es que el dato suministrado por la fuente informativa en la que se ampara la autora de la información no era que el demandante en el proceso ‘a quo’ tuviera antecedentes penales por una violación, sino, como ella misma reconoce en la prueba de confesión judicial, que tenía antecedentes policiales. La conclusión que se impone, por tanto, no es otra que la de la indudable inveracidad de la información relativa a los antecedentes penales de don Gaudencio Inocencio L. P. por una violación acaecida hace doce años y por la pena de arresto menor que le habría sido impuesta en otra ocasión” (f. j. 7.º). No olvida el Tribunal que el asunto es sumamente sensible y requiere del informador especial esmero: “resulta preciso indicar que en este caso el deber de diligencia debe de exigirse en su máxima intensidad, de acuerdo con la doctrina constitucional de la que antes se ha
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
2. Pero, ¿en qué quedamos?, ¿dicen o no dicen? Repárese en que el TC, en el párrafo arriba citado, manifiesta que la información sobre el acoso sexual es veraz, y no un “rumor inconsistente o insidioso”, porque al periodista “se lo dijo alguien” a quien por razón de su cargo atribuía veracidad. ¿Pero quién se lo dijo? ¿Por qué no nos revela el TC quién se lo dijo? ¿Sería la concejal? Consta que ella no recuerda si se lo dijo, por lo que no tenemos por qué presumir que sí se lo dijo. ¿Sería el gerente de la fundación, o la denunciante, u otros asistentes a la reunión, o el propio Bonifacio? No, pues no el periodista no contrastó la información con el testimonio de ni uno solo de ellos, y eso fue un dato crucial en el juicio del Tribunal Supremo sobre la falta de veracidad informativa en el caso. Pero el TC opina que, dada la fiabilidad y solvencia de las dos fuentes con que contó el periodista, “no era constitucionalmente exigible una nueva contrastación de la información así obtenida con otras fuentes”. ¿Para qué más testimonios y controles si la convicción del periodista es tan firme que ni siquiera ha necesitado ser ratificada por sus dos fuentes solventes? 3. Al fin y al cabo, toda información contiene una dosis mayor o menor de subjetivismo: “no puede imputarse al informador una actitud negligente o falseadora por haber interpretado en un determinado sentido los datos recibidos, y concluir de ellos que se trató de una denuncia por acoso sexual, pues la narración del hecho o la noticia comporta una participación subjetiva de su autor, tanto en la manera de interpretar las fuentes que le sirven de base para redacción de la misma como para escoger el modo de transmitirla; de modo que la noticia constituye generalmente el resultado de una reconstrucción o interpretación de hechos reales” (f. j. 6, con remisión a stc 192/1999, f. j.6[]). El periodista “reprodujo” dejado constancia, en atención al grave descrédito que supone el dato que se divulga, por el delito cuya comisión se le imputa, en el prestigio y honorabilidad de la persona afectada, que además no ostenta una posición con relevancia pública (por todas, stc 21/2000, de 31 de enero, F. 8)”. La conclusión, por tanto, se impone: “la información publicada, en el extremo aquí controvertido, no era, en definitiva, veraz y, en lo que ahora verdaderamente interesa, que su autora no observó la diligencia exigible en la comunicación de lo informado, sin que proceda entrar a examinar las circunstancias subjetivas que hubieran podido inducir a la periodista a incurrir en el error o en la inexactitud apreciada, puesto que dicho tipo de circunstancias se escapan de una aprehensión no arbitraria por parte de este Tribunal (stc 52/1996, de 26 de marzo [rtc 1996\52], F. 8)” (f. j. 7.º). ¿No hay entre este caso y el que venimos analizando similitud más que patente como para justificar la aplicación de la misma doctrina? ¿Cómo no ver en esta jurisprudencia un puro repertorio de decisiones casuísticas sin verdadera pauta previamente cognoscible? No se olvide que no sólo estamos jugando con la legitimidad de la información; en el otro platillo de la balanza está el derecho al honor de Bonifacio, al que la información imputa un ilícito grave, posiblemente un delito. ¿No debería jugar aquí la presunción de inocencia del agraviado tanto o más que la presunción de diligencia del periodista, que al parecer es la única que cuenta, a pesar de todos los pesares? Esta remisión al fundamento 6.º de la stc 192/1999 es errónea, pues es en el fundamento 4.º donde se contiene la citada doctrina.
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en su información lo que ni vio escrito en el acta ni le dijo nadie con una mínima seguridad, y no se preocupó de más comprobaciones; pero se le presume sinceramente convencido de que el acoso era sexual y con eso basta para que se tenga por suficiente su diligencia. ¿Qué cosa más natural que el que el informador entendiera en todo momento, y pese a que nadie le daba la razón, que Bonifacio había sido denunciado como acosador sexual y así lo publicara? Ante una información tan veraz tiene que ceder, sin duda, el derecho al honor de Bonifacio. A esto se le suele llamar ponderación. Lo importante es que los periódicos sigan alimentando una opinión pública libre y sanamente informada. Que Bonifacio haya tenido más de un problema con su nueva imagen en su casa y en su barrio es cuestión que no tiene por qué alterar el resultado del pesaje. Minima non curat praetor.
1 0 . d i s c r i m i n a c i o n e s i n d i r e c ta s y e q u v o c o s d e r e c h o s . a p ro p s i to d e la s tc 3 / 2 0 0 7, d e l 1 5 d e e n e ro, y d e l at c 2 0 0 / 2 0 0 7 , d e l 2 7 d e m a r z o Con el análisis de estas dos decisiones recientes del Tribunal Constitucional, ambas de tema laboral y con manejo de la idea de discriminación indirecta por razón de sexo, pretendemos ilustrar dos tesis de alcance más general y que, naturalmente, requerirían una fundamentación más amplia, que aquí no cabe. La primera de esas tesis tiene que ver con el modo en que el régimen de los derechos fundamentales ha sido abocado a un casuismo donde toda previsión sobre decisiones judiciales futuras se torna radicalmente imposible, ya que el llamado método de ponderación y su atención preferente a las circunstancias de cada caso llevan la situación de los derechos a un permanente estado de excepción: en cualquier momento se puede hacer una excepción a su régimen legal y general en nombre de la justicia del caso concreto. De la eficacia directa de la Constitución, que fue un hito muy positivo, se está pasando a la eficacia única de la Constitución, con su secuela de decisiones contra legem en nombre de cualesquiera derechos y principios, pero siempre en detrimento de otros tres principios constitucionales, al menos: seguridad jurídica, legalidad y soberanía popular. Al hilo de la Constitución material se inmaterializan los derechos, pues nadie –ni los ciudadanos ni la judicatura ordinaria– puede conocer su concreto alcance antes de que el Tribunal Constitucional lo decida para cada caso; en nombre de una Constitución axiológica se fomenta un puro decisionismo que acaba mostrándonos que el único valor con relevancia práctica se halla en la voluntad de quien tiene la última palabra; en nombre de la ponderación entre derechos en las circunstancias dadas en cada momento se cultiva uno de los secretos mejor guardados por profesores y altos magistrados: dónde está y cómo se usa esa balanza en la que los derechos se pesan con tanta precisión y por qué no se la presta alguien al legislador y a los ciudadanos antes de meterse en pleitos. La segunda tesis alude a cómo cabe que ciertas políticas judiciales de lucha contra la discriminación, y especialmente en el campo de la llamada discriminación indirecta por razón de sexo, abonen más que recorten el prejuicio social y, con ello, contribuyan, desde ese derecho particularista que se quiere antidiscriminatorio, a la perpetuación de la discriminación social de base.
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
I. la s e n t e n c i a d e l t r i b u na l c o n s t i t u c i o na l 3 / 2 0 0 7, d e l 1 5 d e e n e ro En esta sentencia resuelve el TC un recurso de amparo por el siguiente caso. Una cajera-dependienta de Alcampo S. A. tenía establecida como jornada de trabajo la siguiente, en turnos rotativos de mañana y tarde: de lunes a sábado, de 10 a 16 horas y de 16 a 22:15 horas. Dicha empleada solicitó a la empresa la reducción de su jornada de trabajo por guarda legal de un hijo menor de seis años (no consta en la sentencia la edad concreta del hijo en el momento de la solicitud), al amparo de lo dispuesto en el artículo 37.5 y 37.6 de la Ley del Estatuto de los Trabajadores (let). Pedía como horario reducido el de tarde, de 16:00 a 21:15 horas, de lunes a miércoles exclusivamente. El Juzgado de lo Social número 1 de Madrid dictó sentencia desestimatoria de tal pretensión de la trabajadora, aduciendo que dicha pretensión rebasa los límites de lo que, a tenor del mencionado artículo 37 let, sería una reducción de jornada y constituiría una modificación de la misma. Entiende el juzgado, en palabras del TC, que “la jornada reducida solicitada debe estar comprendida dentro de los límites de la jornada ordinaria realizada, mientras que en la solicitud presentada se excluyen, por una parte, varios de los días laborables de trabajo (desde el jueves al sábado) y de otra se suprime por completo el turno de mañana”. Vemos, pues, que lo que el juez hace es interpretar los términos del artículo 37, que establece el derecho a la reducción de jornada y que, sobre la base de esa interpretación, el juez marca los límites de tal derecho y, con ello, los concretos márgenes para su ejercicio. Al señalar esto situamos ya uno de los elementos de discusión sobre el que luego volveremos, pues o bien esa interpretación es incorrecta por inadecuadamente restrictiva con carácter general o, si es correcta, lo que se va a plantear en el caso es la justificación de que se haga una concreta excepción al alcance general de dicho derecho legalmente establecido, de modo que para la aquí demandante no rijan las limitaciones generales que para el ejercicio de este derecho se aplican al común de los trabajadores que puedan invocarlo. La trabajadora recurre en amparo ante el TC, alegando discriminación por razón de sexo y, en consecuencia, vulneración del artículo 14 CE. El TC, con ponencia de su presidenta, doña María Emilia Casas Baamonde, otorga el amparo y ordena “retrotraer las actuaciones al momento procesal oportuno a fin de que por el órgano judicial se dicte, con plenitud de jurisdicción, nueva resolución respetuosa con el derecho fundamental reconocido”. Repasemos ahora los principales argumentos en pro de dicho fallo que en la sentencia se manejan.
10. Discriminaciones indirectas y equívocos derechos…
1. La sentencia comienza señalando que el artículo 14 CE impone “que la distinción entre los sexos sólo puede ser utilizada excepcionalmente por el legislador como criterio de diferenciación jurídica, lo que implica la necesidad de usar en el juicio de legitimidad constitucional un canon mucho más estricto, así como un mayor rigor respecto a las exigencias materiales de proporcionalidad” (f. j. 2.º). Esto es así y es bien conocida la doctrina del TC al respecto, pero difícilmente viene al caso, pues ninguna diferenciación por razón de sexo se contiene en el artículo 37 let y para nada se cuestiona aquí la ley, sino los efectos para la demandada de la interpretación que de ella ha realizado el Juzgado. 2. Se extiende después la sentencia en los fundamentos que tiene el trato diferenciado de la mujer en ciertos supuestos (embarazo, lactancia…), como contrapeso de la mayor dificultad social y laboral que para la mujer supone la asunción de ciertas cargas familiares. “Se trata de compensar las desventajas reales que para la conservación de su empleo soporta la mujer a diferencia del hombre” (f. j. 2.º). Ahora bien: en el caso que se enjuicia ni siquiera se alegaba discriminación directa de la trabajadora, puesto que se discute meramente si su concreta pretensión de reducción de jornada encaja o no en los límites legales de tal derecho conforme al artículo 37 let. El argumento de la empresa, secundado por la sentencia que se recurre, es que la pretensión de la trabajadora desborda el concepto de reducción de la jornada laboral y supone una modificación de jornada, por lo que no estaría amparado por el referido artículo 37 let, y nada hace suponer que idéntica respuesta no se hubiera dado si una pretensión igual se hubiera planteado por un trabajador varón. De ahí que la sentencia se acoja a la noción de discriminación indirecta por razón de sexo, invocando al respecto las directivas comunitarias y la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas. Se basa en la definición contenida en el artículo 2.º de la Directiva 97/80/CE, del Consejo, del 15 de diciembre de 1997, en estos términos: “cuando una disposición, criterio o práctica aparentemente neutro afecte a una proporción sustancialmente mayor de miembros de un mismo sexo salvo que dicha disposición, criterio o práctica resulte adecuado y necesario y pueda justificarse con criterios objetivos que no estén relacionados con el sexo” (f. j. 3.º). Sentado que pueden existir discriminaciones indirectas por razón de sexo y aceptada la anterior definición, lo que tenemos que ver es si una interpretación de una norma legal, como el artículo 37 let en este caso, realizada por el juez no con argumentos ad casum, sino con pretensiones de alcance general, fundamentada con argumentos admisibles en general y aceptada por el propio TC como no incorrecta o vulneradora de derechos con ese carácter general, puede contener una discriminación por razón de sexo en su aplicación a un
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
caso concreto y si, por tanto, debe ser excepcionada para tal caso. Retornaremos sobre este asunto. Insiste el Tribunal en que cuando se trata del derecho a no ser discriminado por alguna de las razones expresamente vetadas por el artículo 14 CE “no resulta necesario aportar en todo caso un tertium comparationis para justificar la existencia de un tratamiento discriminatorio y perjudicial, máxime en aquellos supuestos en los que lo que se denuncia es una discriminación indirecta. En efecto, en estos casos lo que se compara ‘no son los individuos’, sino grupos sociales en los que se ponderan estadísticamente sus diversos componentes individuales; es decir, grupos entre los que alguno de ellos está formado mayoritariamente por personas pertenecientes a una de las categorías especialmente protegidas por el artículo 14 CE, en nuestro caso las mujeres” (f. j. 3.º). Permítaseme comentar incidentalmente lo discutible de que cuando el artículo 14 CE prohíbe la discriminación por razón de sexo trate de proteger sólo a las mujeres. Históricamente es más que obvio, hasta hoy, que son las mujeres las más necesitadas de protección, por ser las habitualmente discriminadas por razón de sexo, y que en ellas podía estar pensando el constituyente al sentar dicha prohibición; pero de ahí a afirmar que la ratio de tal precepto sea la protección de las mujeres meramente, la interdicción nada más que de las discriminaciones contra ellas, va un largo trecho. Cabe perfectamente imaginar situaciones, actuales o futuras, en que puedan ser los varones los preteridos por razón de sexo, por medidas o prácticas que no puedan hallar justificación ni siquiera bajo el manto de la acción afirmativa o discriminación positiva, compensatoria de la inferioridad social de las mujeres como grupo. ¿O acaso perderá razón de ser esa norma constitucional cuando se haya logrado –ojalá que bien pronto– la plena igualdad jurídica y social de varones y mujeres? Por otra parte, en el párrafo expuesto se dice que para la discriminación indirecta lo que se compara no son individuos, sino grupos. Pero acabará el TC anulando la sentencia por no haber atendido a (por no haber “ponderado”) las circunstancias concretas del caso, en particular las circunstancias de esta trabajadora. Lo cual nos puede llevar a preguntarnos lo siguiente: ¿para qué importan las circunstancias de una concreta trabajadora si de lo que se trata es de amparar al grupo que, como tal grupo, se encuentra discriminado, como ocurriría en este caso con las trabajadoras madres de hijos menores de seis años? Si se ha de amparar al grupo frente a la discriminación indirecta, habrá que admitir cada pretensión de la trabajadora, con independencia de sus circunstancias. Si las circunstancias se toman en consideración de modo dirimente, ya no será el grupo lo como tal protegido, sino esta o aquella trabajadora. Pero en este último caso nos habremos salido de la idea de discriminación indirecta que el Tribunal usa
10. Discriminaciones indirectas y equívocos derechos…
como razón para incardinar el caso bajo el artículo 14 CE y una vez que queda sentado que no existe aquí discriminación directa. Sigamos con la cita: “cuando se denuncia una discriminación indirecta, no se exige aportar como término de comparación la existencia de un trato más beneficioso atribuido única y exclusivamente a los varones; basta, como han dicho tanto este Tribunal como el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, que exista, en primer lugar, una norma o una interpretación o aplicación de la misma que produzca efectos desfavorables para un grupo formado mayoritariamente, aunque no necesariamente de forma exclusiva, por trabajadoras femeninas” (f. j. 4.º). Es más que conveniente detenerse un rato en el razonamiento que acabamos de reproducir. En primer lugar, la diferencia de trato, si existe, no se daría entre trabajadoras y trabajadores varones, sino entre trabajadoras con hijos de menos de seis años, por un lado, y, por otro, entre trabajadores y trabajadoras que no se hallen en tal situación familiar. Eso atenúa grandemente, en mi opinión, la diferencia de trato por razón de sexo, aun cuando mantenga incólume el otro posible principio fundamentador del trato favorable que se reclama: el de protección de la familia (art. 39 CE). En segundo lugar, habría que preguntarse qué tratamiento merecería en un caso igual un padre, varón, de un hijo menor de seis años que reclamara una reducción de jornada idéntica a la que aquí se discute, bien porque fuera, por ejemplo, viudo o porque tuviera asignado en exclusiva el cuidado de su hijo o, simplemente, porque alegara que él es quien desea hacerse cargo de la atención de tal menor, superando estereotipos sociales discriminatorios de las madres. Si concluimos que también dicho varón ha de tener derecho a esa concreta reducción de jornada que aquí se pretendía, estaremos sentando dos cosas que afectan de lleno al fundamento de esta sentencia: que la discriminación que en la negativa se contiene, si alguna, no es por razón de sexo, y que el principio en juego es el de protección de la familia, y el derecho que se debate es atinente al cuidado de los menores y a la atención de las cargas familiares. Se podrá replicar que eso sería así sobre el papel, pero que en la realidad social son las madres las que se vienen ocupando prioritariamente de la atención a los hijos pequeños y que ellas son las que encuentran, por tanto, las dificultades para combinar ese cometido con la actividad laboral. Pero a esto cabe responder dos cosas. Una, que idénticas dificultades las tendría el padre antes citado en el ejemplo, que, en caso de no ver reconocido su derecho en términos idénticos al que reconoce a la madre la sentencia, o bien sería discriminado o bien se vería impelido a seguir en su papel tradicional de varón menos atento a la familia, y tentado a buscar una mujer que se encargase de esa función. Y otra, y particularmente importante, que es hora de ponerse a pensar si no
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
hay derechos que en nombre de la lucha contra la discriminación ayudan a perpetuarla, pues algún machista a la vieja usanza podría pensar, tras la lectura de la sentencia, que bien está que a la mujer madre, y sólo a ella, se le otorgue tal posibilidad, pues a ella verdaderamente le compete el cuidado de los niños antes que a su padre. Hay medidas contra el estereotipo o el prejuicio social que acaban por reforzarlo. Los dos párrafos de la sentencia que estamos comentando vienen a decir que para que exista discriminación indirecta por razón de sexo basta que una norma o una interpretación de ella, planteada en términos neutros y no acompañada de ningún propósito de discriminar, tenga consecuencias negativas para el grupo de las mujeres, en este caso de las mujeres trabajadoras. Estamos hablando, por tanto, de una norma que, como es el artículo 37 let, no tenga ningún atisbo de inconstitucionalidad por contraria al artículo 14 CE, o de una interpretación judicial de ella que, como la de la sentencia que se recurre, carezca de toda sospecha de estar sesgada por razones de sexo. Esto último, como veremos, lo viene a reconocer expresamente la sentencia del TC que analizamos, que no cuestiona dicha interpretación de la ley por contraria a la igualdad entre los sexos, sino sólo su aplicación al caso concreto por ser perjudicial para las mujeres. Sentado lo anterior, las consecuencias de esta sentencia –y las de similar tenor– para la política legislativa y para la teoría de los derechos son realmente revolucionarias. En primer lugar, porque se instauran lo que podemos llamar políticas jurisprudenciales de discriminación positiva. Tales políticas, en cuanto jurisprudenciales, y por mucho que se trate de jurisprudencia del TC, conducen el sistema de derechos a un puro casuismo; casuismo que, además, puede ser fuente de nuevas discriminaciones, como las que respecto de los varones padres hemos señalado ya. En segundo lugar, y sobre todo, porque privan a las leyes perfectamente constitucionales del elemento de generalidad que es –o era– constitutivo de la idea de ley en el Estado de derecho; y bien sabemos que la generalidad de la ley es una conquista histórica en pro de la igualdad, precisamente. Lo que se está introduciendo de este modo en el régimen de los derechos es una cláusula de excepción, una cláusula que podría enunciarse así: las leyes que son constitucionales se aplicarán a tenor de sus términos generales y en conformidad con la interpretación que de ellas hagan los jueces en uso de sus competencias, salvo que dicha aplicación perjudique a las mujeres, en cuyo caso no regirá la ley en esos sus términos y con carácter general, sino que los jueces decidirán caso por caso y a la vista de las concretas circunstancias lo que más beneficie a las mujeres. Generalícese tal cláusula a todos los grupos que el artículo 14 CE expresamente menciona (y no olvidemos que dicho artículo termina en una enumeración abierta: “sin que pueda prevalecer discriminación
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alguna por razón de nacionalidad, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social ”) y habremos conseguido dos cosas: dinamitar, en nombre del artículo 14 CE, el sistema de derechos legalmente establecido en normas no inconstitucionales e introducir una fuente de infinitas discriminaciones posibles, pues el mandato de proteger a los grupos más discriminados acabará en fuente de privilegios para esos grupos, privilegios jurisprudencialmente sentados contra legem. Es lo que más de una vez hemos visto ya, por ejemplo, en materia de protección contra la discriminación religiosa. Y más aún: hasta dentro del grupo de las mujeres, e incluso del de las madres de hijos menores de seis años, acabará habiendo diferencias de trato aleatoriamente sentadas, inevitable consecuencia del puro casuismo y de la ponderación (libre, no metodológicamente guiada ni controlable, por mucho que se finja) de las circunstancias por el juez de turno. 3. El Juzgado había realizado en su sentencia la interpretación del artículo 37.6 let que al principio explicamos. Concretamente, de la expresión “dentro de su jornada ordinaria”, expresión que la mencionada norma emplea al concretar el derecho del trabajador a su reducción de jornada en estos casos. El TC resalta que “no corresponde a este Tribunal la determinación de qué interpretación haya de darse a la expresión ‘dentro de su jornada ordinaria’ utilizada en el primer párrafo del apartado 6 del artículo 37 let para definir los límites dentro de los cuales debe operar la concreción horaria de la reducción de jornada a aplicar, cuestión de legalidad ordinaria que compete exclusivamente a los jueces y Tribunales (art. 117.3 CE). Por ello mismo, no nos corresponde siquiera determinar si la concreta reducción de jornada solicitada por la demandante de amparo se enmarca o no dentro de dichos límites y debe entenderse o no, en consecuencia, amparada por su derecho a la reducción de jornada” (f. j. 4.º). Recapitulemos lo ahí afirmado. Se parte de que es el juez el competente para interpretar esa norma y para, con ello, precisar los límites legales para el ejercicio de tal derecho que la misma ley otorga, y que, en consecuencia, el TC ni entra ni sale en si, a tenor de esa ley y de esa interpretación, debe o no reconocerse a la trabajadora su pretensión. Va de suyo que nada hay en esa interpretación de constitucionalmente inconveniente y que, por supuesto, la norma interpretada es perfectamente constitucional. Pero a continuación va a aparecer la pirueta habitual del TC para extender sus propias competencias y para hacer patente que el régimen de los derechos fundamentales es puramente casuístico y lo sienta él por encima de leyes y de competencias judiciales: por mucho que todo lo anterior sea así, da exactamente igual, pues por encima de toda delimitación legal y jurisprudencial de los derechos está el TC para establecer cualquier excepción a dicha delimitación. Véase si no el párrafo que sigue
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
al que acabamos de citar: “Sin embargo, señalado lo anterior, debemos igualmente afirmar que sí nos corresponde valorar desde la perspectiva constitucional que nos es propia, y a la vista del derecho fundamental invocado, la razón o argumento en virtud del cual la sentencia impugnada niega al solicitante de amparo el derecho a la reducción de jornada solicitada” (f. j. 4.º). Expresamente señala el TC que la sentencia que analiza no es ni inmotivada ni irrazonable ni arbitraria y que, como hemos visto, en nada se extralimita el juez de sus competencias, algunas exclusivas, como la interpretación de la norma aplicable. Sin embargo, tal sentencia, dice el Tribunal, puede vulnerar el derecho fundamental alegado. Y ello porque “No resulta cuestionable la posibilidad de una afectación del derecho a la no discriminación por razón de sexo como consecuencia de decisiones contrarias al ejercicio del derecho de la mujer trabajadora a la reducción de su jornada por guarda legal, o indebidamente restrictivas del mismo” (f. j. 5.º). Tenemos, así, que se está pidiendo a los jueces ordinarios que hagan dos cosas. Una, delimitar, vía interpretación de las respectivas normas legales, el alcance de los derechos, para, desde ahí, resolver los casos. Dos, prescindir por completo de los resultados de tal delimitación general, perfectamente constitucional, cuando su aplicación al caso pueda perjudicar a ciertos grupos, en este caso las mujeres. La conclusión se impone por sí sola, creo: hay un régimen de derechos general, con base constitucional y legal, y hay otro especial, que excepciona al anterior, y ello en nombre de la Constitución. Existen los derechos generales de los trabajadores (por ejemplo el derecho a la reducción de jornada laboral ordinaria por cuidado de hijos menores de seis años, entendiendo por “jornada legal ordinaria” lo que los jueces interpreten y con carácter general apliquen) y hay un derecho laboral especial para mujeres, que no se compone de aquellas previsiones legales que traten de compensar, con mecanismos de discriminación positiva, la situación social de inferioridad femenina –contra esto nada se objeta aquí–, sino de decisiones judiciales que para los casos concretos deban establecer excepciones a aquel régimen general. Porque no perdamos de vista que el TC está admitiendo que puede ese mismo Juzgado de lo Social seguir aplicando su legítima y correcta interpretación de la expresión “jornada legal ordinaria” cuando sean varones los que soliciten las correspondiente reducción, pero que harán mal en mantener ese criterio general cuando la solicitud la hagan las mujeres. Si ese distinto trato estuviera en la ley misma, en nada se vería aquejado de duplicidad el sistema de derechos; pero con la solución que el TC propugna las trabajadoras tendrán los derechos laborales que los jueces digan, con total independencia de lo que diga la ley. ¿Favorecerá a las mujeres y al empleo femenino esa política que invita a sentar preferencias por vía judicial allí donde la ley no distingue?
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Retornemos un momento al párrafo últimamente citado, en el que se mantiene que puede resultar afectado “el derecho a la no discriminación por razón de sexo como consecuencia de decisiones contrarias al ejercicio del derecho de la mujer trabajadora a la reducción de su jornada por guarda legal, o indebidamente restrictivas del mismo”. Si, como ocurre en esta ocasión, no se cuestiona ni la constitucionalidad de la ley ni la constitucionalidad y corrección de la interpretación que de ella hace el juez con alcance general, no nos queda más remedio que admitir que el TC se mueve en la siguiente paradoja: el derecho de la mujer trabajadora no está fundado en esa ley ni es parte del derecho general a la reducción de jornada, sino que su fundamento se halla en el artículo 14 CE, directamente y al margen de lo que diga o deje de decir el artículo 37 let. De esta manera, y una vez que para las mujeres la concreción legal de ciertos derechos sólo cuenta en lo que les sea ventajosa, sin que se vean afectadas por ninguna restricción de éstos que las desfavorezca, el artículo 14 CE, que consagra la igualdad ante la ley, se torna en fuente de infinitas diferencias de trato posibles por razón de sexo, siempre aplicadas casuísticamente y con pleno ejercicio de la discrecionalidad judicial, una vez que la ley no limita ni con sus previsiones ni con sus conceptos. Por ejemplo, en el presente caso da igual que con lo que la demandante pide se trate propiamente de reducción de la jornada laboral o de modificación de la misma: se le ha de dar la razón igualmente. Se acabó también el rigor conceptual en el manejo del sistema jurídico. 4. ¿Qué debería haber hecho el juez para adecuarse a esa filosofía de los derechos? El Tribunal Constitucional lo explica: “el análisis que a tal efecto corresponde efectuar a los órganos judiciales no puede situarse exclusivamente en el ámbito de la legalidad, sino que tiene que ponderar y valorar el derecho fundamental en juego” (f. j. 5.º). Ya apareció la palabra mágica, “ponderar”, que, por lo visto y salvo redundancia expresiva del Tribunal, es algo distinto de valorar. Y sigue: “los órganos judiciales no pueden ignorar la dimensión constitucional de la cuestión ante ellos suscitada y limitarse a valorar, para excluir la violación del artículo 14 CE, si la diferencia de trato tiene en abstracto una justificación objetiva y razonable, sino que han de efectuar su análisis atendiendo a las circunstancias concurrentes y, sobre todo, a la trascendencia constitucional de este derecho de acuerdo con los intereses y valores familiares a que el mismo responde” (f. j. 5.º). ¿Intereses y valores familiares como base de la ponderación del juez? Pero ¿no habíamos quedado en que se trataba de evitar la discriminación indirecta por razón de sexo? ¿Ahora es el interés familiar el determinante? ¿Acaso se insinúa que hay que dar más facilidades laborales a la mujer para que quede mejor amparada la familia? Podría ser, pero entonces ¿a qué viene todo el largo discurso anterior sobre la discriminación indirecta de la mujer y su incompatibilidad con el artículo 14 CE?
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
Sea como sea, algo queda bien claro: el casuismo. El juez tiene en principio que aplicar la ley según la interpretación de ella que es de su competencia, pero atendiendo a las circunstancias del caso de modo tal que, cuando éstas lo requieran, se siente una excepción a dicha aplicación de la ley, que ya no será ley general. El juez tiene en principio que aplicar la ley, pero sólo en principio; eso sí, en nombre de la igualdad. Las circunstancias mandan, el juez las valora y esa valoración permitirá saltarse la ley. La ley rige, pero sólo por defecto, mientras no haya una circunstancia que, a la luz de algún principio constitucional, invite a saltársela. Los jueces, pues, pueden en nombre de la Constitución hacer lo que quieran. O tal vez los jueces no, sólo el TC. El legislador va sobrando. El Estado de derecho se convierte en Estado de los jueces. Los cuales siempre van a aplicar la Constitución, naturalmente. 5. El TC anula la sentencia recurrida porque ésta, de la que antes se ha admitido que no tiene defectos de motivación, “prescinde de toda ponderación de las circunstancias concurrentes y de cualquier valoración de la importancia que para la efectividad del derecho a la no discriminación por razón de sexo de la trabajadora, implícito en su ejercicio del derecho a la reducción de jornada por motivos familiares, pudiera tener la concreta opción planteada y, en su caso, las dificultades que ésta pudiera ocasionar en el funcionamiento regular de la empresa para oponerse a la misma” (f. j. 6.º). En el cajón de sastre de la dichosa ponderación entra todo y uno ya no sabe si se ponderan las circunstancias, se ponderan los derechos (¿existe un derecho al “funcionamiento regular de la empresa”?) o qué. La teoría –y el TC cuando quiere– dice que lo que se pondera son los derechos a la vista de las circunstancias, pero aquí ni siquiera se molesta en decirle a ese juez, al que le ordena dictar nueva sentencia “ponderativa”, cuáles son los derechos que tiene que ponderar en el caso. No, le dice que debe ponderar las circunstancias. ¿Qué circunstancias, por cierto? Son tantas las circunstancias posibles… Frente a la ley que, sumada a su interpretación, acota el alcance de los derechos, la apertura total de éstos en nombre de las circunstancias. Frente a la posibilidad de que los ciudadanos podamos saber de antemano qué derechos en concreto poseemos y bajo qué condiciones podemos ejercitarlos, la reconducción de todo saber y toda decisión a los jueces. Que nadie esté tranquilo al creer que tiene frente a otra parte un derecho que la ley claramente le otorga o que la jurisprudencia correctamente ha precisado en sus alcances: siempre pueden aparecer circunstancias que se lo den a la otra parte. Circunstancias y jueces. En ocasiones como ésta, el TC anula la sentencia porque el juez no ponderó. En otras muchas, el juez pondera, pero el TC anula igualmente porque esa ponderación no dio el resultado que él estima correcto. Se le dice al juez que use la balanza para pesar circunstancias, unas veces, y derechos, otras, pero
10. Discriminaciones indirectas y equívocos derechos…
luego resulta que la balanza del TC es distinta. Y, sin embargo, son frecuentes también los casos en que el TC resuelve conflictos de derechos sin ponderar y sin usar ese esquema de razonamiento que él mismo prescribe. Así que ahora nos queda preguntarnos sólo lo siguiente: si en la nueva sentencia que este Juzgado de lo Social ha de dictar se extiende el juez en amplias consideraciones sobre las circunstancias en el caso concurrentes, las analiza una a una, usa una docena de veces la palabra “ponderación” y falla contra la trabajadora, ¿qué ocurrirá? ¿Podremos seguir afirmando que existe discriminación por razón de sexo? ¿Admitiría el TC un nuevo amparo por ese motivo? Al fin y al cabo, por mucho que la sentencia que comentamos fundamente su anulación de la otra en que el juez no tomó en consideración las circunstancias del caso, está marcando clarísimamente el camino para que se le dé la razón a la trabajadora. ¿O no? Coda. Cuando el Juzgado de lo Social dicte nueva sentencia, o incluso cuando el TC dictó la que reseñamos, la resolución ya no tendrá ni tiene consecuencias prácticas, pues el tiempo transcurrido ha hecho que el hijo de la trabajadora cuente más de seis años y el derecho en discusión ya no puede ejercitarse por vía ninguna. Eso también debería dar que pensar y contribuye a extender la sospecha de que gran parte de la jurisprudencia actual, incluida mucha de la del TC, no tiene más valor que el simbólico, es jurisprudencia simbólica. II. el auto del tribunal constitucional (pleno) d e l 2 7 d e m a r z o d e 2 0 0 7 y s u v o t o pa r t i c u l a r Por auto del Pleno del Tribunal Constitucional del 27 de marzo de 2007 se ha decidido no admitir a trámite la cuestión de inconstitucionalidad planteada por el Juzgado de lo Social número 1 de Guadalajara a propósito del artículo 140.2, en relación con el artículo 109.1, apartado 1, ambos del Texto Refundido de la Ley General de la Seguridad Social (lgss), aprobado por Real Decreto Legislativo 1/1994, del 20 de junio, por presunta vulneración del artículo 14 CE. Frente a dicha resolución mayoritaria, la presidenta del TC, doña María Emilia Casas Baamonde, y la magistrada doña Elisa Pérez Vera formularon voto particular. Aquí, una vez expuestos los pormenores básicos del asunto, comentaremos principalmente dicho voto particular. En la cuestión de inconstitucionalidad se planteaba la posible vulneración del artículo 14 CE por el hecho de que con carácter general los mencionados artículos de la lgss establecen que cuando el trabajador haga uso del derecho a reducción de jornada por cuidado de hijos o de otras personas que reconoce el artículo 37.5 de la Ley del Estatuto de los Trabajadores (let), el cómputo
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
de las cotizaciones a la Seguridad Social se hará en proporción a la reducción de salario que tal reducción de jornada legalmente conlleva. Dicha reducción de las cotizaciones tendrá repercusión en el cálculo de la prestación que pueda corresponder a efectos de pensiones generadas por incapacidad permanente absoluta –como ocurría en el caso que el Juzgado de lo Social tenía que decidir– y similares. Alegaba dicho juzgado en su fundamentación de la cuestión de inconstitucionalidad que de esa forma se opera una discriminación indirecta de las mujeres trabajadoras, pues la estadística muestra claramente que son las mujeres las que muy mayoritariamente hacen uso del derecho a la reducción de jornada para el cuidado de hijos menores de seis años o de otras personas dependientes. Tal como el TC entiende en el auto desestimatorio, en las alegaciones del Juzgado de lo Social se trataría de dar cuenta de que en los citados artículos de la lgss existe una inconstitucionalidad por omisión, “en la medida en que el legislador no ha contemplado expresamente, al establecer la regla general de cálculo de la base reguladora de las pensiones por incapacidad permanente, una regla específica referida al supuesto de ejercicio del derecho a la reducción de jornada previsto en el artículo 37.5 let”. En otras palabras, “lo que reprocha el Juzgado proponente de la cuestión al legislador es que no haya establecido para dicho supuesto una excepción respecto de la norma general establecida para todos los beneficiarios (hombres y mujeres), considerando como cotizado a tiempo completo el periodo trabajado y cotizado en esa situación de jornada reducida por razón de guarda legal de menor de seis años o discapacitado”. Ahora bien: dicho juzgado funda la cuestión en la discriminación indirecta que para la mujer supone el régimen vigente, dado que son las mujeres las que muy mayoritariamente se acogen a esta reducción de jornada. El Pleno del TC, en el auto que comentamos, señala que no hay visos de tal inconstitucionalidad, pues el principio de contributividad que preside el régimen de la Seguridad Social establece una proporción entre el tiempo del trabajo, el salario y las cotizaciones, por un lado, y por otro, el cálculo de las prestaciones. Tal vigencia general del principio de contributividad no choca con el artículo 14 CE “ni desde la perspectiva de la cláusula general de igualdad ante la ley, ni desde la perspectiva de discriminación indirecta por razón de sexo, que es la concretamente planteada por el Juzgado proponente de la cuestión para demandar un trato diferente favorable o promocional de quienes se han acogido al derecho contemplado en el artículo 37.5 let”. Por consiguiente, concluye el auto que es “al legislador a quien, en atención a las circunstancias económicas y sociales que son imperativas para la viabilidad y eficacia del sistema de la Seguridad Social, le corresponde decidir (dentro del respeto a la garantía institucional consagrada por
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el artículo 41 CE), acerca del grado de protección que han de merecer las distintas necesidades sociales”. El grueso de la argumentación en el auto se dedica a mostrar que no cabe invocar en pro de la inconstitucionalidad la stc 253/2004, por ser diversos los supuestos que en ella se tratan del que aquí se enjuicia y que, al contrario, en dicha sentencia se contiene expresamente la base para rechazar en el presente asunto la cuestión de inconstitucionalidad. En el voto particular las dos magistradas discrepan con apoyo en dos ideas principales: la existencia de discriminación indirecta contra la mujer y la insuficiente atención que la postura de la mayoría presta al fin que justifica el derecho legal a la reducción de jornada, como es el principio de protección de la familia contenido en el artículo 39.1 CE. Insisten en que “resulta innegable […] que son las mujeres trabajadoras quienes de manera mayoritaria se acogen al derecho (art. 37.5 let) considerado”, por lo que son las mujeres las más perjudicadas por el sistema general de cálculo de las prestaciones contenido en los citados artículos de la lgss. Estaríamos ante un supuesto de discriminación indirecta, de los que se dan cuando una norma que en sí es neutra y que plantea un régimen general que no contiene discriminación directa por razón de sexo, tiene, sin embargo, consecuencias más desventajosas para un determinado grupo merecedor de igualdad, como ocurriría en esta ocasión con las mujeres. Se puede inferir de aquí que cabría considerar que sí opera la inconstitucionalidad por omisión que el Juzgado de lo Social alega y que, por tanto, no sería acorde con la Constitución la ausencia en el mencionado sistema de la Seguridad Social de una norma que considere la cotización de quienes ejercen el derecho a la reducción de jornada no equiparada, a efectos de cálculo de pensiones, a la de quienes cotizan efectivamente por su jornada completa. Repárese en que, en la medida en que se eche mano de la discriminación indirecta contra las mujeres como justificación de la tacha de inconstitucionalidad posible del régimen vigente, no se está aduciendo propiamente el principio de protección de la familia presente en el artículo 39.1 CE, pues en este caso las razones para reclamar la cláusula favorable a los que ejercen el derecho a la reducción de jornada valdrían exactamente igual para hombres y para mujeres y la razón de la discriminación por motivo de sexo tendría un peso nulo, ya que tan perjudicado resulta cualquier hombre como cualquier mujer por esa su atención a las cargas familiares. No, lo que se está afirmando es que, por ser mujeres la mayor parte de quienes usan de tal derecho, se perjudica ante todo a las mujeres y que por esa razón debería existir una norma que en tal situación equiparara los efectos de la cotización a la de quienes no reducen su jornada.
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
Puestas así las cosas, podemos preguntarnos cómo debe el derecho responder a las situaciones de discriminación social. Aunque en el voto particular en modo alguno se diga, cabe afirmar que es la situación social de discriminación la que lleva a muchas más mujeres que hombres a reducir su actividad laboral para atender ciertas situaciones familiares. En efecto, pocas dudas pueden caber de que es el prejuicio social de que tales labores son cometido principal de las mujeres el que fuerza a éstas a asumir ese rol socialmente impuesto y basado en una distribución de tareas que sitúa a la mujer como responsable principal de los cuidados de la familia, y al hombre como trabajador que ha de aportar el sustento económico para ésta. Y aquí viene la pregunta decisiva: ¿debe el derecho compensar la discriminación social con un trato jurídico más favorable para los socialmente discriminados o debe más bien forzar un trato jurídico igual para que aquella discriminación social, cuando, como en este caso, es evitable, desaparezca? En casos como el que analizamos, ¿la discriminación jurídica positiva de la mujer es un instrumento adecuado para disolver la discriminación social de base o al contrario? Si insistimos, como parece que hace este voto particular, en que puesto que las mujeres son las que preferentemente se ocupan de ciertas atenciones familiares, debe el derecho procurar que no sufran menoscabo jurídico o, mejor dicho, que gocen de alguna ventaja que las compense –como que su cotización parcial a la Seguridad Social cuente como cotización plena–, ¿no estaremos ayudando a perpetuar dicha división sexista de los papeles en el seno de la familia? ¿No es el mensaje último el de que ha de compensarse jurídica y –de modo correlativo– económicamente a la mujer para que pueda seguir pasando en casa más tiempo que el hombre? Una pregunta más podríamos hacernos: ¿se mantendría la hipótesis de la posible inconstitucionalidad de aquellos artículos de la lgss si no existiera diferencia estadística entre el ejercicio del derecho a la reducción de jornada por hombres y por mujeres? Desde luego, ya no podría fundarse tal hipótesis en la existencia de una discriminación indirecta para las mujeres y no restaría más justificación posible que la de la mala conciliación de ese régimen general con el principio constitucional de protección de la familia. Pero muy discutible me parece que con base nada más que en ese principio pudiera recortarse tanto la libertad de configuración de tal principio por el legislador, como señala el auto. El modo como las dos magistradas discrepantes ligan protección de la igualdad femenina y protección de la familia puede dar lugar a una lectura de efectos perversos y fuertemente contraproducentes. En efecto, señalan que debería la mayoría en el auto haber tomado en mayor consideración el dato de que el derecho a la reducción de jornada presente en el artículo 37.5 let se basa en el mandato del artículo 39.1 CE, referido a la protección de la familia. Pero
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el énfasis de su argumentación no se pone, en modo alguno, en mostrar por qué el principio de contributividad que la lgss aplica atenta contra la protección de la familia. Este aspecto no se desarrolla, no se concreta, y todo el esfuerzo se fija en el aspecto ya señalado, el de que son las mujeres las que en mucho mayor grado se encargan del cuidado de la familia y las que, por tanto, resultan más dañadas. De este factor dicen las dos magistradas que “resulta a todas luces decisivo toda vez que pone de relieve que no cabe sostener, al analizar la omisión o insuficiencia legislativa que se cuestiona, que las mujeres trabajadoras que hacen uso de ese derecho de reducción de jornada (art. 37.5 let), en tanto que es concreción del artículo 39 CE, estén en la misma situación –o ejercitando un derecho asimilable en su naturaleza- que otros trabajadores que prestan sus servicios a tiempo parcial o reducen su jornada por razones diferentes. Si así se hiciera, se haría prevalecer sobre la dimensión constitucional en juego el hecho de que las prestaciones de Seguridad Social se calculen en función de las cotizaciones efectivamente realizadas, es decir, se haría prevalecer un determinado régimen legal sobre la garantía de que el ejercicio y disfrute de derechos de fuente constitucional (de protección a la familia y de no discriminación por razón de sexo, en este caso) no pueda causar perjuicios a su titular”. Y concluyen así: “De suerte que es imprescindible ese esquema unitario de aproximación, para evitar tanto la discriminación indirecta por razón de sexo como el impacto indirecto o reflejo que tiene la cuestión de referencia en las necesidades de la familia”. ¿Qué observamos en este planteamiento de las magistradas? Una tácita pero muy significativa ligazón entre mujer y familia. Si la situación de hecho consiste en que la mujer viene ocupándose de la familia –menores, ancianos, impedidos– en grado mucho mayor que el varón, que el derecho le otorgue nuevas facilidades y ventajas para que siga haciéndolo así implica que el derecho en poco habrá de contribuir para que de hecho no siga siendo así. Se dan por buenos, al menos en cierta medida, los datos de que se parte y que son la fuente más clara de la discriminación que a fin de cuentas interesa combatir. Que la razón principal que aquí se invoca no sea la protección de la familia en sí, con lo que se argumentaría sólo desde el artículo 39.1 CE, sino el facilitar que la mujer pueda seguir ejerciendo sus mayores “obligaciones” familiares, se puede perfectamente interpretar como que la mujer ha de disfrutar de ciertos “privilegios” jurídico-laborales para que la sociedad –y especialmente los varones– no tengan que hacer todo lo posible por cambiar la discriminación familiar de la mujer. Una última observación, quizá rizando el rizo en exceso. En los planteamientos del tipo del que discutimos subyace una filosofía de la familia como pesada carga, que no sé si se aviene muy bien con la intención protectora y
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
favorecedora de la institución. Si quien –hombre o mujer– dedica más tiempo a la atención a la familia sale perjudicado en el balance general y, por tanto, debe ser compensado, estamos dando por sentado que sus menos horas de actividad laboral y las menores prestaciones derivadas de ese hecho no se contrapesan con las mayores horas para disfrute de y con hijos y parientes. A la maldición bíblica del trabajo se agrega la maldición social de tener una familia. Si se suma la tácita asunción de que las mujeres han de gozar de facilidades para seguir aceptando como suya esa tarea que no sale muy bien parada, flaco favor estaremos haciendo a la familia y a las mujeres. A lo mejor va siendo hora de hacer un replanteamiento muy serio de lo que en verdad requiere el artículo 14 CE, si de acabar con discriminaciones entre los sexos se trata, y de lo que nos pide el artículo 39.1 CE a la hora de promocionar la institución familiar. Tómese este último aserto como pura y arriesgada hipótesis y como mera invitación a una reflexión que vaya más allá de los tópicos al uso.
1 1 . c o n t ro l e s d e s c o n t ro la d o s y p r e c e d e n t e s s i n p r e c e d e n t e. a p ro p s i to d e la s e n t e n c i a del tribunal constitucional del per e n e l e x p e d i e n t e n. º 3 7 4 1 - 2 0 0 4 - a a / t c En esta nota pretendo comentar algunos aspectos de la importante sentencia n.º 3741-2004-aa/tc, del Tribunal Constitucional del Perú, de fecha 14 de noviembre de 2005. En dicha sentencia se fija una importante doctrina sobre el alcance y la función del precedente constitucional. Acabaremos opinando algo sobre este asunto, pero antes haremos algunas observaciones sobre otros aspectos de la doctrina general contenida en dicha sentencia. Los hechos del caso son los siguientes. Se interpone demanda de amparo contra una municipalidad que le había impuesto al demandante una multa y que exige a éste el pago de diez nuevos soles en concepto de tasa de impugnación y como condición para tomar en consideración la reclamación del demandante contra dicha multa. Tal exigencia se basa en la norma que al efecto tiene establecida dicha municipalidad. En esta sentencia el Tribunal Constitucional entenderá que la exigencia de la municipalidad en el caso es inconstitucional y lo es también la norma que con carácter general impone esa tasa. Se afirmará la incompatibilidad con una serie de derechos fundamentales y principios constitucionales (debido proceso, derecho de defensa, interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, derecho de petición y derecho de acceso a la jurisdicción). Pero no se limitará el Tribunal a sentar la inconstitucionalidad de esa acción de la municipalidad, sino que invocará la técnica del precedente, a tenor de su peculiar interpretación del artículo vii del Código Procesal Constitucional, para dictar una norma con “efectos de ley” y que vincule en el futuro a todos los poderes públicos. En este comentario debatiremos sobre dos cuestiones. Una, la doctrina general que sobre el juicio de constitucionalidad se sostiene en la primera parte de la sentencia. La otra, el empleo de esa técnica del “precedente”, la filosofía constitucional en que se basa, la interpretación del Código Procesal Constitucional en que se apoya y sus consecuencias para el sistema constitucional peruano. I. lo evidente y lo discutible en el control constitucional El control de constitucionalidad puede versar sobre las normas o sobre las concretas decisiones de los poderes públicos o, admitido el efecto horizontal o
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
Drittwirkung de los derechos fundamentales, de ciertas decisiones privadas que afectan a derechos fundamentales de otros. El control de la constitucionalidad de las normas jurídicas puede realizarse mediante control concentrado, a través de un tribunal constitucional, o mediante control difuso, encomendándose entonces a la judicatura ordinaria en su normal desempeño. Son múltiples las combinaciones posibles a estos efectos y muy diferentes los ejemplos que nos ofrece el derecho comparado. No vamos a entrar aquí en esa cuestión. A lo que queremos referirnos en primer lugar es al control de la constitucionalidad de las acciones concretas de los poderes públicos. Tales acciones pueden hallarse en alguna de las siguientes situaciones: a. estar amparadas por una norma general que se estima inconstitucional en sus términos generales; b. no estar amparadas en norma alguna, pues obra el poder de que se trate en el marco de una laguna del sistema jurídico; c. estar amparadas en una norma jurídica que se considera constitucional o de cuya constitucionalidad no se duda. Es este último caso el que ahora nos interesa. De ese supuesto habla la sentencia en sus primeros fundamentos, aun cuando la anulación que hace del acto de la administración obedece también o principalmente a razones de inconstitucionalidad de la norma en que se apoya. Dice lo siguiente la sentencia que analizamos: “En primer lugar, se debe recordar que tanto los jueces ordinarios como los jueces constitucionales tienen la obligación de verificar si los actos de la administración pública que tienen como sustento una ley, son conformes [a] los valores superiores, los principios constitucionales y los derechos fundamentales que la Constitución consagra. Este deber, como es evidente, implica una labor que no sólo se realiza en el marco de un proceso de inconstitucionalidad (previsto en el artículo 200.º, inciso 4, de la Constitución), sino también en todo proceso ordinario y constitucional a través del control difuso (artículo 138.º)” (f. 5). El razonamiento que subyace a un planteamiento así es el ya habitual, al menos en las filas del llamado neoconstitucionalismo, y tiene dos componentes o partes. La parte primera reza así: Puesto que la Constitución es norma suprema del sistema jurídico, no sólo queda sometida a control de compatibilidad con ella toda norma inferior (control que se realizará en la forma y por los órganos que el sistema prevea a tales efectos), sino también todo acto de aplicación de esa normatividad inferior. Este modo de ver queda bien reflejado en sucesivas afirmaciones de la sentencia, como cuando dice que la administración pública, “al igual que los poderes del Estado y los órganos constitucionales, se encuentra sometida, en primer lugar, a la Constitución de manera directa y, en segundo lugar, al principio de legalidad, de conformidad con el artículo 51.º de la Constitución. De modo tal que la legitimidad de los actos administrativos no viene
11. Controles descontrolados y precedentes sin precedente…
determinada por el respeto a la ley –más aún si ésta puede ser inconstitucional– sino, antes bien, por su vinculación a la Constitución” (f. 6). La segunda parte consiste en un entendimiento fuertemente “materializado” de la Constitución. La Constitución tiene su fondo, esencia o sustancia básica en un sistema de valores, es ante todo Constitución material, Constitución axiológica. De ahí que la constitucionalidad de los actos de la administración, según la sentencia, haya de medirse por su compatibilidad con “los valores superiores, los principios constitucionales y los derechos fundamentales que la Constitución consagra”, como hemos visto que se dice. Los propios derechos fundamentales serían expresión de que la Constitución ha incorporado un “orden objetivo de valores”. Habrá que entender, por tanto, que son esos valores los que dan la pauta para dotar de contenido concreto y de interpretación precisa a esos derechos fundamentales, y que es desde esos valores (que, además, están ordenados en un sistema) desde donde cabe realizar en su plenitud el control de la constitucionalidad de las acciones que afecten a derechos fundamentales. Vulnerar un derecho no es actuar de manera contradictoria con lo prescrito en el enunciado o conjunto de enunciados que recoge o recogen ese derecho, sino hacer lo opuesto a lo que exige el valor que ilumina y da su sentido a ese derecho. La contradicción no es semántica o lógica, sino axiológica. Esto tiene aún una secuela más: lo que los enunciados de derechos fundamentales pueden tener de indeterminados no afecta a la capacidad dirimente de las normas de derechos fundamentales y a su aptitud para proporcionar solución objetiva de los casos. Esa indeterminación semántica, sintáctica o pragmática no se traduce en la concesión de los correspondientes márgenes de discrecionalidad al juez, ya que éste, para resolver el caso y decir si el derecho fundamental en cuestión ha sido respetado o no, no tendrá propiamente que interpretar el sentido de los correspondientes enunciados y, en su caso, concretarlo discrecionalmente, eligiendo una de entre las interpretaciones posibles a tenor de la semántica y la sintaxis de nuestro lenguaje; lo que tendrá que hacer es averiguar cuál es el contenido del valor de fondo y qué prescribe ese valor para la solución del caso. Labor de conocimiento más que cometido decisorio, averiguación de verdades
Dice la sentencia: “En el marco del Estado constitucional, el respeto de los derechos fundamentales constituye un imperativo que el Estado debe garantizar frente a las eventuales afectaciones que pueden provenir, tanto del propio Estado –eficacia vertical– como de los particulares –eficacia horizontal–; más aún cuando, a partir del doble carácter de los derechos fundamentales, su violación comporta la afectación no sólo de un derecho subjetivo individual –dimensión subjetiva–, sino también el orden objetivo de valores que la Constitución incorpora –dimensión objetiva–” (f. 10).
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
necesarias y objetivas más que ejercicio de poder dentro de los márgenes de libertad que deje el enunciado constitucional aplicado. Así pues, resulta que, por contravenir la Constitución, un acto administrativo podrá ser anulado incluso en el caso de que dicho acto sea pura aplicación de una norma legal o reglamentaria perfectamente constitucional, dentro de cuyos márgenes habilitadores tal acto indudablemente se mantiene. Tenemos, en consecuencia, que en nombre de la Constitución pueden los jueces excepcionar la aplicación de la norma legal o reglamentaria por la administración. Pero no sólo la aplicación de la norma legal por la administración, que es de lo que en esta sentencia se trata, sino por cualquier poder público decisorio, por los mismos jueces, dado lo general de la doctrina de fondo. Por tanto, no todo acto legal (legal por plenamente respetuoso con una norma legal que es sin duda constitucional o, incluso, ha sido declarada constitucional por el Tribunal Constitucional) es un acto jurídico, pues puede haber actos plenamente legales que, sin embargo, sean antijurídicos y deban, como tales, ser anulados por los jueces. Serían legales y antijurídicos al mismo tiempo esos actos porque, siendo aplicación de una ley plenamente constitucional, producen un resultado opuesto a la Constitución. Aquí hay que hacer una precisión, que, paradójicamente, abona la tesis de fondo que mantenemos. El párrafo segundo del artículo vi del Código Procesal Constitucional dispone lo siguiente: “Los jueces no pueden dejar de aplicar una norma cuya constitucionalidad haya sido confirmada en un proceso de inconstitucionalidad o en un proceso de acción popular”. El propio Tribunal Constitucional ha tenido que recordar que dicho precepto no ha perdido vigencia por causa de la sentencia que examinamos, y así lo dice en la resolución aclaratoria de esta sentencia, de fecha 13 de octubre de 2006 (f. 8). Sobre el particular convienen algunas consideraciones. La primera, que sin duda quiere el Tribunal hacer una especie de no muy correcto razonamiento contrario sensu y dar a entender que esto constituye una excepción a la posibilidad general de inaplicar la norma legal o reglamentaria que no es inconstitucional, pero cuya constitucionalidad tampoco ha sido declarada por el Tribunal. La segunda, que no se entiende por qué las normas no inconstitucionales han de tener tan distintas condiciones de aplicación, con la posibilidad de excepcionar los jueces las que no han sido expresamente declaradas inconstitucionales, pero no las otras. Una norma legal o reglamentaria no es menos constitucional, en
Téngase en cuenta que no estamos hablando de supuestos de abuso del derecho o de fraude de ley, sino de actos “legales” que no tienen tampoco esa tacha. Además, para establecer esos defectos tampoco es necesario acudir a un juicio de constitucionalidad.
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su caso, por el hecho de que no haya tenido el Tribunal Constitucional ocasión para pronunciarse sobre dicha constitucionalidad. En tercer lugar, semejante distinción es un elemento más de los que contribuyen a situar al Tribunal Constitucional por encima del legislador y más allá de su función de control negativo de constitucionalidad. En efecto, las únicas normas legales que adquirirían plena vigencia y eficacia y que obligarían al juez terminantemente son aquellas que han sido expresamente ratificadas por el Tribunal Constitucional, que han recibido su visto bueno, su placet. Las otras quedan en una posición de menor importancia y jerarquía, abiertas siempre a que cualquier juez las inaplique al caso que bajo ellas encaja, porque no las considera compatibles con los valores constitucionales. Así puestas las cosas, el principio de vinculación del juez a la ley queda herido de muerte: los jueces sólo están vinculados a las leyes (o reglamentos) que hayan recibido la aprobación expresa del Tribunal Constitucional. La vinculación a las demás leyes y reglamentos es sólo en principio, claramente derrotable, mientras que los juicios del Tribunal Constitucional son inderrotables, soberanos. Esta situación que estamos viendo sorprende por lo que de incerteza introduce en el ordenamiento jurídico. Pero más sorprendente nos resulta a algunos el constatar que esa antijuridicidad o inconstitucionalidad del acto legal se establece por referencia a un valor moral, supuestamente constitucionalizado, con contenido lo bastante preciso como para justificar un efecto así. Una consecuencia tal supone el trastrueque radical de los esquemas del Estado de derecho, supone una revolución de tal calibre como para alterar la esencia misma del Estado constitucional y democrático de derecho. Fundamentemos este nuestro juicio radical, pero veamos antes cómo todo lo anterior está presente en la sentencia: “Por ello, nada impide –por el contrario, la Constitución obliga– a los tribunales y órganos colegiados de la administración pública, a través del control difuso, anular un acto administrativo inaplicando una norma legal a un caso concreto, por ser violatoria de los derechos fundamentales del administrado, tal como lo dispone el artículo 10.º de la Ley del Procedimiento Administrativo General, que sanciona con nulidad el acto administrativo que contravenga la Constitución, bien por el fondo, bien por la forma” (f. 14). Y se agrega: “En ese sentido, el principio de legalidad en el Estado constitucional no significa simple y llanamente la ejecución y el cumplimiento de lo que establece una ley, sino también, y principalmente, su compatibilidad con el orden objetivo de principios y valores constitucionales; examen que la administración pública debe realizar aplicando criterios de razonabilidad, racionalidad y proporcionalidad” (f. 15) (énfasis nuestro). Para que no queden dudas, más adelante se afirma también que en el “Estado democrático” opera el control jurisdiccional de la administración y
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
“desde luego, el parámetro de control, como ya ha quedado dicho, no es la ley ni el reglamento, sino la Constitución” (f. 20). Lo que no se nos explica es para qué entonces perder el tiempo dictando leyes y reglamentos y para qué gastar dineros en elegir parlamentos y pagarlos, si, al fin y al cabo, los parámetros de control ya están bien presentes y completos para cada caso en la Constitución. Tampoco se explica si ese “Estado democrático” pretende ser además Estado de derecho y si en él debe haber elecciones populares del legislador y qué puede hacer éste si lo que permite que sus decisiones se apliquen es que el resultado en cada caso no contradiga los valores y principios constitucionales. Ningún problema plantea para los esquemas y presupuestos del Estado constitucional de derecho que el juez, en uso de las competencias que el sistema jurídico-constitucional le confiera claramente, declare la antijuridicidad de un acto administrativo que se fundamenta en una ley inconstitucional, siempre y cuando, naturalmente, esa inconstitucionalidad se establezca de un modo no arbitrario. Ese es el caso, además, en la sentencia que se examina. En cambio, esa puerta abierta para que también pueda declararse antijurídico por inconstitucional un acto administrativo que es aplicación de una ley de cuya constitucionalidad no caben dudas, supone esa feroz ruptura del sistema a la que aludimos y de la que ahora queremos hablar; y más si el parámetro de tal inconstitucionalidad lo ofrecen valores y principios. Nuestra tesis puede enunciarse así: En un sistema jurídico en el cual se admita que a. se pueda declarar la inconstitucionalidad de actos de los poderes públicos que sean aplicación de normas legales que son constitucionales y, por tanto, plenamente respetuosos con los límites materiales o formales establecidos en esas leyes, y que b. dicho juicio de inconstitucionalidad se apoye en normas constitucionales de fuerte carga axiológica, sucederá lo siguiente: el juez podrá anular por inconstitucional cualquier acto de un poder público, con la única condición de que declare que ese acto, por sus contenidos o sus efectos, atenta contra los “valores y principios” constitucionales. Cuando, al modo positivista, entendemos que el juez debe estar vinculado a la letra de la ley y de la Constitución en lo que esa letra tenga de clara o de delimitadora de las interpretaciones y aplicaciones posibles, estamos reconociendo al juez amplios márgenes de discrecionalidad, dados los inevitables grados de indeterminación del lenguaje normativo. Ahora bien: cuando se piensa que la vinculación suprema del juez tiene que ser a valores y contenidos axiológicos, estamos convirtiendo dicha discrecionalidad en absoluta y, lo que es peor, permitiendo que se torne en arbitrariedad, pues, valores en mano, es justificable el contenido de cualquier decisión. Salvo, naturalmente, que se comulgue con un determinado absolutismo moral, con un objetivismo y un cognitivismo éticos
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de tal calibre como para entender estas cuatro cosas: a. que hay una única moral verdadera; b. que los contenidos de esa moral son suficientemente precisos para dictar solución para cualquier caso con relevancia moral; c. que el sustrato valorativo de la Constitución necesariamente está constituido por esa moral verdadera única; y d. que, en consecuencia, la verdadera Constitución está en esa moral. Es una magnífica forma de conseguir dar estatuto constitucional a la moral de uno, y más si uno es juez o, sobre todo, magistrado constitucional. Estos planteamientos que venimos criticando son los propios de la doctrina llamada neoconstitucionalismo. Afortunadamente, los jueces constitucionales no vienen haciendo uso de todo el poder, del poder absoluto, que el neoconstitucionalismo les regala con base en su fobia al legislador democrático y su concepción mesiánica del derecho y de su práctica. El ideal judicial del neoconstitucionalismo es el de un juez Salomón iluminado por el Espríritu Santo. A los magistrados constitucionales suele gustarles esa imagen sacerdotal u oracular con la que se les adorna desde la teoría, pero todavía tienen en muchos países algún reparo a la hora de asumir hasta sus últimas consecuencias la tesis de fondo: que el único soberano en el Estado es el juez y que lo es porque la suya es la boca que pronuncia las palabras de la suprema verdad, que es verdad moral y jurídica al tiempo y que está contenida en una Constitución que no es mera letra sino, ante todo, el conjunto de contenidos dictados por una única moral verdadera o digna de ser tomada en consideración. Pensemos en la anterior afirmación de la sentencia sobre que se debe declarar la inconstitucionalidad de los actos que choquen con los “valores y principios” constitucionales, con el “orden objetivo de valores que la Constitución incorpora”. Entre esos valores siempre va a estar, cómo no, la justicia, sea porque la propia Constitución la nombre “valor superior”, sea porque se entienda que cómo va a haber una Constitución que merezca su nombre si no presupone la justicia como primer valor que la inspira y le da sentido. Concretemos con el ejemplo español, pues la Constitución española en su artículo 1.º recoge expresamente la justicia entre los que denomina “valores superiores” del ordenamiento jurídico español. El razonamiento “neoconstitucionalista” se hace bien simple a partir de ahí, y tendría los siguientes pasos: a. la Constitución es norma suprema del ordenamiento; b. todas las normas jurídicas y todos los actos de los poderes públicos deben estar, en última instancia, sujetos a la Constitución, norma suprema; c. la Constitución expresamente recoge, positiva, valores, como éste de la justicia; d. la Constitución no sólo los recoge expresamente, sino que los nombra “valores superiores” y, por tanto, hace de ellos la parte más importante de esa norma más importante que es la propia Constitución; e. por consiguiente, todo juicio de constitucionalidad, ya sea de
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
una norma o de un acto de los poderes públicos, puede y debe ser un juicio de compatibilidad con esos valores y, en el supuesto que comentamos, con el valor constitucional superior justicia; f. todo lo cual permite la siguiente conclusión: toda norma injusta y todo acto injusto –incluso aquel que es aplicación de una norma que en sí no es inconstitucional ni por injusta ni por ninguna otra razón– son inconstitucionales por razón de esa su injusticia. Añádanse al valor constitucional justicia los demás valores que, como tales valores, la Constitución proclama (dignidad, libertad, solidaridad, etc.) y súmese la visión de muchas normas constitucionales como principios cuya sustancia es moral y cuya relevancia para cada caso puede “pesarse” mediante ese método llamado ponderación, y ya tenemos la situación perfecta para que los jueces puedan, en nombre de la Constitución a la que fervientemente aman, hacer lo que les dé la gana. Siempre van a encontrar alguno de esos valores que les eche una mano para presentar su personal juicio de inconstitucionalidad como aplicación objetiva e imparcial de esos valores constitucionales tan importantes y precisos. Hay una manera de salvar mi objeción anterior, sólo una: afirmar que esos valores constitucionales forman parte de una única moral objetivamente verdadera y que al juez se le muestra, y, además, que esa moral y esos valores tienen capacidad resolutiva suficiente para brindar por sí mismos la solución de los casos, sin dejar sitio para la discrecionalidad judicial o haciendo que ésta sólo esté presente en ocasiones puntuales y casos marginales. Esto es lo que suelen pensar los constitucionalistas que profesan muy marcadamente algún credo religioso y que, en consecuencia, hacen, por ejemplo, una interpretación fundamentalista de los derechos fundamentales. Para ellos, por ejemplo, cuando la Constitución consagra el derecho a la vida no hay más que una interpretación posible de los alcances de ese derecho, alcances excluyentes de toda posibilidad constitucional de legalización del aborto. Lo que a mí, modestamente, se me hace más raro, es entender que planteamientos así, de éstos que llamamos neoconstitucionalistas, sean de tanto agrado para juristas y constitucionalistas que se dicen enemigos de toda forma de absolutismo moral, defensores del pluralismo y partidarios de la democracia y el Estado democrático de derecho. Será, tal vez, nostalgia de la fe pérdida, búsqueda de sucedáneos, miedo a lo que puedan legislar libremente los ciudadanos por intermedio de sus representantes, en uso de los derechos políticos que la Constitución les garantiza y dentro de los márgenes de libertad que las indeterminaciones y autorizaciones constitucionales les permiten. Ese absolutismo moral es admisible como una de las ideologías que la Constitución permite que convivan en el seno de la comunidad, pero es imposible como doctrina constitucional explicativa de una Constitución pluralista y que asegure derechos políticos de los ciudadanos. Detengámonos en esto.
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Pongamos el valor constitucional V. Puede el lector sustituir la variable V por el valor constitucional justicia, o dignidad, o solidaridad, o libertad, o igualdad, etc.; o por “principios” tales como el de libre desarrollo de la personalidad, por mencionar sólo un ejemplo. Sabemos que V, según la doctrina que analizamos, es parámetro de constitucionalidad de los actos administrativos, parámetro muy destacado, además. Que sea parámetro de constitucionalidad quiere decir que posee un contenido con el que ha de medirse o compararse el contenido del acto de la administración del que se juzgue. Llamemos α a dicho acto de la administración. El contenido de α, por tanto, no puede ser contrario a lo prescrito por V; si lo es, α será inconstitucional. Por consiguiente, para que V pueda funcionar como parámetro de constitucionalidad, V ha de tener algún contenido. Ese contenido puede estar presente en V antes de que el juez use V, de modo que dicho contenido antecede al juicio del juez que dirime sobre la constitucionalidad de α, o puede ser puesto en V por el propio juez. Como tercera posibilidad, podría también sostenerse que el contenido de V en parte antecede al juez y en parte es completado por éste. a. Si es el juez el que le pone el contenido a V, el que rellena V de unos contenidos u otros, tendríamos que ese juez crea materialmente ese parámetro de constitucionalidad que luego va aplicar en su juicio de constitucionalidad. En consecuencia, ese juicio de constitucionalidad de α sería plenamente subjetivo y control de constitucionalidad en aplicación de V querría decir esto: el juez puede declarar la inconstitucionalidad de α siempre que quiera y con sólo asignar a V un contenido incompatible con α. Si a la gran diversidad de contenidos con que se puede rellenar V se añade la presencia de una pluralidad de valores constitucionales V’, V” … Vn, también con gran apertura y potencialmente contradictorios, tendríamos que la suma de la indefinición del contenido de cada valor más la presencia de múltiples valores que obran como parámetros constitucionales permite, al menos en hipótesis, que el juez declare inconstitucional exactamente cuanto quiera. Su personal ideología, sus preferencias subjetivas, serían el supremo y único, o casi, parámetro de constitucionalidad. El neoconstitucionalismo o sentencias como la que estamos viendo no pueden suponer que valga lo anterior, no pueden partir de que V no tiene contenido preestablecido y que es el juez el que se lo introduce; salvo que neoconstitucionalistas y jueces como éstos sean unos absolutos cínicos que no quieran más que aumentar el poder judicial a costa de la democracia y del principio constitucional de soberanía popular. Y no creemos que ese sea el caso.
O del juicio de constitucionalidad de la norma, cuando de eso se trata.
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
Así que habremos de pensar que su razón ha de estar en la segunda posibilidad, que pasamos a ver. b. Pongamos ahora que V tiene un contenido que antecede a cualquier opinión del juez que aplica V como pauta de la constitucionalidad de α. Ese juicio aplicativo del juez será un juicio objetivo, no subjetivo o puramente personal y dependiente de su particular ideología, por ser objetivo el metro que aplica. Cuando yo mido en metros y centímetros una cosa, estoy aplicando un “metro” cuya extensión no creo yo según mis gustos, sino que está ahí fuera y existe independientemente de mí. Cuando respondo a la pregunta de si el pescado a la plancha me gusta o no me gusta, mi juicio es subjetivo, pues el “metro” en este caso está en mis propias preferencias y no otra cosa que tales preferencias manifiesto con mi respuesta. Lo que estamos debatiendo es a cuál de esas dos situaciones se asemeja el juicio del juez que aplica V a α. ¿De qué tipo puede ser ese contenido objetivo y previo de V? Puesto que se trata de un valor, su contenido ha de ser un contenido moral y ha de permitir al que juzga aplicar la correspondiente calificación moral positiva y negativa, moral e inmoral. Si V es el valor constitucional justicia, su contenido ha de servirnos para diferenciar entre actos o estados de cosas justos e injustos. Puesto que la justicia es parámetro constitucional, los actos o estados de cosas justos serán constitucionales y los injustos serán inconstitucionales. Y así podríamos seguir ejemplificando los contenidos posibles de V. Si V representa el valor dignidad, tiene que contener los patrones que permitan diferenciar objetivamente entre digno e indigno. Es decir, puesto que V tiene contenido objetivo, el otorgamiento de la calificación de justo o injusto (o de compatible o incompatible con la dignidad, con el libre desarrollo de la personalidad, etc., y, correlativamente, de constitucional o inconstitucional) no puede estar al albur del juez, sino que tiene que ser aplicación de un metro preestablecido. La preexistencia del metro es primera condición. La segunda, que ese metro sea suficientemente exacto como para poder resolver los casos no evidentes, los que en la doctrina jurídica suelen llamarse casos difíciles. Si a mí me piden que compare un hipopótamo adulto y un ratoncito de laboratorio y que diga
Concretamente, el metro, como unidad de medida, es la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre, cuyo patrón está reproducido en una barra de platino iridiado y se encuentra depositado en París. Naturalmente, cabe también hablar de otro tipo de valores (económicos, físicos, etc.). Pero todos los que dan enorme importancia en este tipo de teorías a los valores “constitucionales” están siempre pensando en valores morales y, además, en la presencia de éstos apoyan su insistencia en la inescindible unión entre derecho y moral y su correspondiente objeción a la tesis positivista de la separación conceptual entre derecho y moral.
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cuál es más grande, no necesitaré ni ir a buscar la cinta métrica ni pedir ningún aparato de precisión para la medida; miro o “pondero” a ojo, sin error posible. Lo evidente es evidente. Pero si entre dos manzanas muy similares me piden que diga cuál tiene mayor perímetro, puede que necesite medir con un metro o una escala bien precisos. Tenemos, pues, que el hacer de V un parámetro objetivo del juicio de constitucionalidad de α presupone una pauta cuyo contenido es axiológico (pues V es un “valor” constitucional moral) y cuya precisión debe ser suficiente para resolver casos difíciles, casos en los que hay que hacer un juicio constitucional “de precisión”. De este doble presupuesto se deriva una consecuencia de la que hay muy difícil escapatoria: ha de ser una moral determinada, un sistema moral determinado, el que proporcione esos contenidos suficientemente concretos como para tener la requerida capacidad resolutoria. Si se entremezclan morales distintas a la hora de dar contenido a V, los contenidos de V serán internamente contradictorios, con lo que el mismo valor, V, podría justificar respuestas contrapuestas sobre la constitucionalidad de α, entre las que el juez tendría que elegir, de modo que volveríamos al carácter puramente subjetivo del juicio de constitucionalidad de α. A lo que se suma el hecho de que si los distintos valores constitucionales V, V´…Vn son cargados de contenido dirimente desde diferentes sistemas morales, se crean entre ellos antinomias de tal calibre como para que sea “constitucionalmente” posible cualquier respuesta a la pregunta por la constitucionalidad de α. También por esta vía retornaría el subjetivismo que se quiere evitar si no hemos de ver al neoconstitucionalismo convertido en un derroche de cinismo o inconsciencia. Si ha de ser un determinado sistema moral el que aporte esos contenidos de V y de los demás valores constitucionales, la pregunta es cuál. No puede ser el sistema moral con el que comulgue el juez, por la obvia razón de que por ahí asomaría de nuevo, y de lleno, el subjetivismo del juicio constitucional que aplica V. ¿Cuál puede ser entonces? Aquí llegamos a la suprema aporía de estas doctrinas neoconstitucionalistas y moralizantes de la Constitución. Pues ese sistema moral objetivo que rellene de contenido los valores constitucionales no puede ser ninguno, absolutamente ninguno. ¿Por qué? Porque es radicalmente inconstitucional afirmar que este o aquel sistema moral concreto es el que impregna de contenido los valores constitucionales y sirve de patrón para la aplicación de las normas de la Constitución. Pretender tal cosa equivale a
No hace falta ni decir cuán distintos son los contenidos de lo justo según que manejemos un sistema moral religioso o laico, individualista o colectivista, liberal o socializante, etc. Y lo mismo que decimos de la justicia podemos decirlo de cualquiera de los otros valores o principios de base axiológica.
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
meterle a la Constitución la más mortífera carga de profundidad y hacer que vuele por los aires su sentido de ser la norma básica de un Estado de derecho que, precisamente, reconoce derechos fundamentales a los ciudadanos. Expliquemos esto con algún detenimiento. En primer lugar, nuestras constituciones son constituciones pluralistas, hechas para una sociedad pluralista y para que ese pluralismo quede garantizado. La Constitución española también cita el pluralismo entre esos “valores superiores” del artículo 1.º, cosa que no menciona prácticamente ninguno de los neoconstitucionalistas que se recrean en los –otros– valores de ese artículo. Si el pluralismo es guía y razón de ser de la Constitución misma, tiene que quedar por definición excluido que la propia Constitución tome partido por un determinado sistema de valores morales y con la pretensión de que en ellos se encierra la verdad moral objetiva. Esa Constitución estaría diciendo al tiempo dos cosas difícilmente conciliables: una, que todos tienen derecho a elegir su moral y a vivir en consonancia con ella; otra, que moral verdadera sólo hay una, por lo que los cultivadores de las otras ven reconocido, todo lo más, su derecho a equivocarse. Pero ni siquiera ese derecho al yerro moral se estaría protegiendo. Nuestras constituciones presentan y garantizan derechos políticos, al servicio de la idea de que el gobierno de los asuntos públicos debe hacerse participativamente y en común. Es más: algunos derechos de libertad, como las libertades de expresión e información, se maximizan en su alcance y protección por la importancia que tienen para que pueda formarse una opinión pública libre y desde ella se controlen y gobiernen los asuntos colectivos y se establezcan las normas de la vida en común. Que la Constitución proteja así la práctica de la política de autogobierno de los ciudadanos y, por ello, sus derechos políticos, implica que los ciudadanos han de poder hacer valer las normas que establezcan como normas legales por intermedio de sus representantes y conforme al régimen democrático de mayorías. La Constitución pone unos límites a los resultados posibles de ese libre juego de la política, a los contenidos posibles de las normas legales que se puede así crear. Y establece mecanismos para que se declare la inconstitucionalidad de la norma que sobrepase tales límites. La Constitución, pues, acota el campo de las decisiones posibles, pero sin eliminar la pluralidad de decisiones posibles en nombre de ningún maximalismo o punto óptimo de realización de valores y principios.
Valores y principios respecto de los que se cumple otra “ley”: cada valor o principio constitucional tiene, como mínimo, otro valor o principio constitucional que se le opone, y el punto de óptima realización compatible de los opuestos es una mera hipótesis de escuela, una utopía que solamente puede
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En este momento hay que tener muy presentes dos cosas. La primera, que si ese juicio de constitucionalidad de las leyes se hace usando valores constitucionales como parámetros y si es el propio juez el que decide cuál es el contenido de esos valores, la soberanía popular queda irremisiblemente desplazada por la soberanía judicial, pues puede el juez por ese camino declarar inconstitucional cualquier norma que personalmente no le guste y que a él moralmente le repugne. ¿Y si lo que el juez aplica al emplear esos parámetros de constitucionalidad es una moral determinada, un determinado sistema moral o sistema objetivo de valores? Pues tendríamos que los resultados normativos de la convivencia plural en sociedad, de la interacción entre morales plurales y que deben ser igualmente respetadas por la Constitución, son desplazados por una moral única, que actuaría como censora y que sólo permitiría que las mayorías gobiernen y legislen cuando los resultados no sean incompatibles con los postulados de esa moral verdadera única. La soberanía, en suma, habría pasado a estar en las normas de esa moral o, en términos personales, en los que profesen esa moral o sean sus “sacerdotes”. A los límites que a los contenidos posibles de la ley democrática y participativamente creada ponen las palabras de la Constitución de todos, se sumarían los límites que a esos contenidos posibles pone una determinada moral, que es la moral de solamente algunos. Y los contenidos normativos de la Constitución de todos, de la Constitución de una sociedad plural y pluralista, no pueden estar determinados por la moral de ningún grupo particular. Ningún grupo particular tiene legitimidad constitucional para entender que está constitucionalmente reconocido su derecho a hacer de su moral la Constitución o a hacer la Constitución a la medida de su moral. Si a la posibilidad de que de esa manera se haga el control moral-constitucional de la constitucionalidad de las leyes se agrega la posibilidad de que los jueces excepcionen toda aplicación de las normas constitucionales que les parezca inconstitucional por sus efectos, medidos éstos desde los valores de una determinada moral verdadera, el abuso se consuma y definitivamente habrá cambiado la regla de reconocimiento que preside el sistema. Podremos
estimarse realizable desde un armonicismo axiológico de fondo. Ese armonicismo no sólo presupone que existen en alguna región ontológica o reino del ser esos valores morales con contenido objetivo y suficientemente preciso, sino que coexisten en armonía y delimitando por sí sus respectivas esferas, resolviendo sus conflictos, reemplazando la tensión dialéctica entre ellos por una amorosa convivencia y un amistoso reparto de los respectivos alcances regulativos. Es la arcadia axiológico-constitucional de buena parte de ese neoconstitucionalismo actual que tiene sus ancestros principales en los muy conservadores maestros alemanes de los años cincuenta y sesenta, reconvertidos al derecho natural y al humanismo cristiano después de perder la guerra. Y vaya usted a saber si se habrían convertido y reconvertido así en caso de que la hubieran ganado.
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
entonces decir que derecho es aquello que para cada caso deciden los portavoces de la moral verdadera. En ese momento, habremos retornado al más primitivo de los derechos. Ese momento, desgraciadamente, parece muy cercano; o tal vez ha llegado ya. c. Nos queda por analizar una tercera posibilidad: que los contenidos de V vengan en parte dados de antemano, sean contenidos objetivos en sí subsistentes, y que en parte sean contenidos añadidos y completados por el juez. Esta vía parece atractiva, pues da satisfacción a la siguiente idea: valores como la justicia no tienen contenido suficientemente preciso como para que podamos saber en cada caso qué es exactamente lo justo, porque concurren diversas teorías o sistemas morales, cada uno con su visión de esos contenidos; pero sí que es posible detectar ciertos contenidos que todo ser humano razonable considerará justos o considerará injustos a día de hoy, y ello sea cual sea el sistema moral concreto a que cada uno se adscriba. En tal sentido, podemos leer nuestras constituciones como depositarias de esos mínimos morales comunes a nuestras sociedades en estos momentos históricos. Qué duda cabe de que ninguna norma jurídica positiva cae del cielo, incontaminada de moral positiva, y menos las constituciones. Es sencillo presentar los contenidos esenciales de nuestras actuales constituciones como plasmación de los ideales éticos de la modernidad, actualizados por las luchas de determinados grupos sociales (mujeres, obreros, minorías raciales, minorías religiosas, etc.) y reflejo también de las experiencias más traumáticas de los últimos siglos, y muy en particular del siglo xx. En efecto, por debajo de nuestras constituciones late una moral positiva muy determinada. Pero, ¿de qué tipo? De tipo muy general. Esa moral acoge elementos comunes de ideologías morales y políticas diferentes y expresa bajo forma de suprema normatividad jurídica una convicción común y básica: todos esos diferentes credos y modos de ser y de vivir han de poder convivir respetándose y bajo unas reglas de juego compartidas. La moral que está por debajo de la Constitución es una especie de supramoral o de metamoral que no da la razón a este o a aquel sistema moral concreto, sino que aprehende elementos comunes a todos y, sobre todo, da forma a la idea de que el primer requisito de una moral moderna es el de no ser absoluta, el de permitir que en libertad y sin miedo convivan (los fieles de) sistemas morales distintos. Sería, por consiguiente, esa moral constitucional una moral de mínimos. Ahora bien: de una moral constitucional así debemos decir dos cosas. La primera, que sus contenidos carecen de capacidad resolutoria de esos casos llamados difíciles. Hay casos evidentes, por ejemplo de evidente atentado a la injusticia o a la dignidad en tanto que valores constitucionales. Así, el encierro y tortura
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de un grupo de personas en un campo de concentración. La evidencia proviene de que se coincidiría en el juicio desde todos o la inmensa mayoría de los sistemas morales que bajo la Constitución conviven y en ella hallan protección. Pero de estos casos evidentes son pocos los que llegan a los tribunales, pues por lo obvio no se suele pleitear. La mayoría de los casos que los tribunales tienen que decidir son casos que admiten diferentes y contradictorias soluciones razonables a tenor de la Constitución, con la Constitución en la mano y hasta con los valores constitucionales en la mano, entendidos éstos como expresión del mínimo moral compartido. Así que cuando un tribunal resuelve tales casos ejerce discrecionalidad y así debe ser reconocido, con la consecuencia adicional de que puede haber muy buenas razones, razones constitucionales, para que el juez se “autocontrole” y procure no alterar por completo el esquema constitucional de poderes y legitimidades. Lo que no resulta ni admisible ni creíble es que el juez constitucional pretenda que en esos casos su juicio, dentro de esos márgenes, no es opción personal, todo lo bienintencionada que se quiera, sino resultado de un cotejo del caso con el parámetro de un valor constitucional o del valor que da sentido a cualquier precepto constitucional. En segundo lugar, no se debe olvidar que el legislador constitucional ya tuvo buen cuidado de no limitarse a enumerar valores y principios, sino que lo que más le importaba lo protegió expresamente bajo forma de derechos y de las consiguientes obligaciones. Los límites marcados por esa moral mínima común se expresan en el tenor de las normas constitucionales positivas, especialmente las de derechos fundamentales; en la parte clara o indiscutible de ese tenor. Aquella vieja idea, que expresara entre los primeros Dürig al comentar en 1958 el artículo 1.º de la Ley Fundamental de Bonn, y según la cual en dicho artículo, en el que de dice que “La dignidad humana es inviolable”, ya están in nuce contenidos todos los derechos fundamentales y hasta la Constitución toda, no puede ser aceptada, si no es a un precio muy caro. Dürig razonaba dando por supuesto que la moral verdadera es la moral católica y que esa moral es sistemática y completa. Con las cláusulas de valor contenidas en la Ley Fundamental de Bonn se estaría, según Dürig, constitucionalizando esa concreta moral. Por eso podrá Dürig insistir, también de los primeros, en que los derechos fundamentales expresan y se basan en “un orden objetivo de valores”. Idea ésta que encantó al Tribunal Constitucional Federal Alemán desde el caso Lüth, también de 1958, y que le permitió pasarse casi dos décadas decidiendo
Con una consecuencia más. Normalmente, cuando el juez pretende que no ha hecho más que cotejar el caso con el parámetro constitucional axiológico acaba fallando dogmáticamente, con escasísima argumentación, sin fundamentar su decisión en nada que no sea ese “créanme, yo lo he visto”.
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de modo absolutamente parcial, cuasiconfesional, conservador y muy del gusto de los ex militantes del partido nazi que copaban los poderes públicos, incluido el poder judicial y muchos de los sillones del propio Tribunal Constitucional. Si muchas constituciones pudieran, seguro que se harían el harakiri al ver qué (sistema de) valores les imputan aquellos a los que ellas nombran para que sean sus guardianes; o quiénes son y de dónde han salido esos guardianes. La historia del constitucionalismo moderno suele recordar a Drácula cuidando celosamente el banco de sangre; de nuestra sangre. II. ¿p r e c e d e n t e s o l e g i s lac i n p o r l a p u e r ta d e at r s ? La sentencia que analizamos tiene su mayor novedad y relevancia en la doctrina que sienta sobre el precedente constitucional. Acabará por justificar la labor puramente legislativa del Tribunal Constitucional, si bien encajando esa legislación bajo el muy equívoco nombre de “precedente constitucional”. Sigamos paso a paso la argumentación del Tribunal sobre este extremo. En el sistema jurídico peruano se habría introducido el concepto de “precedente constitucional vinculante”, a raíz del Código Procesal Constitucional. Dice la sentencia que “[E]llo comporta, de manera preliminar, que el Tribunal Constitucional tiene dos funciones básicas; por un lado, resuelve conflictos, es decir, es un Tribunal de casos concretos; y, por otro, es un Tribunal de precedentes, es decir, establece, a través de su jurisprudencia, la política jurisdiccional para la aplicación del derecho por parte de los jueces del Poder Judicial y del propio Tribunal Constitucional en casos futuros” (f. 36). Esto suena extraño, pues estamos acostumbrados a entender que los tribunales que tienen capacidad para sentar precedentes vinculantes lo hacen precisamente mediante la resolución de casos, siendo la ratio decidendi de esas resoluciones la que obra como precedente. Aquí, obviamente, se está introduciendo una noción de precedente completamente distinta, como veremos. ¿Qué dice el Código Procesal Constitucional sobre el asunto? Su artículo vii establece lo que sigue: “Las sentencias del Tribunal Constitucional que adquieren la autoridad de cosa juzgada constituyen precedente vinculante cuando así lo exprese la sentencia, precisando el extremo de su efecto normativo. Cuando el Tribunal Constitucional resuelva apartándose del precedente, debe expresar los fundamentos de hecho y de derecho que sustentan la sentencia y las razones por las cuales se aparta del precedente”. ¿Qué interpretación cabe dar a este precepto? Al menos su lectura aislada hace pensar que el Tribunal puede modular el alcance de su decisión como precedente vinculante. Se entiende que ese precedente,
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así modulado por el propio Tribunal en los contenidos que son vinculantes, desplegará esa vinculatoriedad para los órganos inferiores que resuelvan litigios en sede jurídica, paradigmáticamente los jueces y tribunales ordinarios. Parece obvio que para el propio Tribunal Constitucional el precedente no es vinculante, pues puede apartarse de él, aunque sea con la exigencia formal de explicitar las razones del cambio de rumbo decisorio. ¿Hay algo en este artículo vii que obligue a pensar que está dando al Tribunal Constitucional facultades para, en sus sentencias, dictar normas de características y efectos idénticos a las normas legales? Parece claro que no. Además, aun cuando cupiera esa interpretación, que nos parece tremendamente forzada, seguramente debería ser descartada por incompatible con la Constitución misma, con su reparto de poderes y controles y con su asignación de legitimidad a los distintos poderes del Estado. Un tribunal constitucional con facultades no meramente anulatorias de normas por inconstitucionales, sino puramente legislativas, contradice los fundamentos y estructuras más elementales de un Estado que se dice constitucional y democrático de derecho. Conviene examinar ese artículo conjuntamente con el anterior, el vi, por si de esa observación conjunta sale con necesidad o razonabilidad esa sorprendente legitimación legislativa del Tribunal Constitucional . En su párrafo tercero dice así el artículo vi: “Los jueces interpretan y aplican las leyes o toda norma con rango de ley y los reglamentos según los preceptos y principios constitucionales, conforme a la interpretación de los mismos que resulte de las resoluciones dictadas por el Tribunal Constitucional”. ¿Debemos entender que aquí se alude al valor de las decisiones del Tribunal como precedente judicial, mientras que el artículo vii constituye un tipo de precedente distinto, consistente en la promulgación de una norma nueva por el Tribunal? Me parece que es muy sencillo salvar la compatibilidad entre esos dos preceptos sin necesidad de abocarlos a esa interpretación inconstitucional que tanto agrada al guardián de la Constitución. El artículo vi se refiere al efecto vinculante que tiene la interpretación que, en sus sentencias,
En mi opinión, si ese fuera el contenido de alguno de estos artículos, los convertiría en inconstitucionales; y mejor haría el Tribunal en evitar esa interpretación inconstitucional de los mismos que vamos a ver, en lugar de forzarla para aumentar sus propias competencias en detrimento del reparto constitucional de competencias. El derecho y la jurisprudencia comparados nos muestran la siguiente constante, que podríamos llamar la tercera ley del activismo judicial neoconstitucionalista: Cuanto más un tribunal constitucional invoca la necesidad de salvaguardar las esencias y contenidos valorativos de la Constitución como base de la extensión de sus propias competencias, tanto menos se hace la siguiente pregunta: ¿quién protege la Constitución si el propio Tribunal Constitucional se extralimita y, so pretexto de defenderla, la altera por completo y la hace decir lo que el Tribunal quiera o a sus magistrados –o a quien los nombra– más les convenga?
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
haga el Tribunal Constitucional de los preceptos y principios constitucionales. Esto significa que el Tribunal Constitucional fija con sus interpretaciones el sentido de las normas constitucionales, concretando o determinando así ese sentido, de modo tal que al aplicar esas normas constitucionales los jueces no pueden contrariar esa interpretación, han de atenerse a ella y no pueden guiarse por interpretaciones alternativas de las normas constitucionales. Por su parte, el artículo vii podemos entender sin mucho esfuerzo que se refiere a otra cosa: a la vinculatoriedad, como precedente, de las decisiones en sí del Tribunal y en lo que éste quiera que de esa manera vinculen. Aquí no se trata de la vinculatoriedad de sus interpretaciones de las normas de la Constitución, sino de sus valoraciones e interpretaciones de otras normas o de actos, situaciones o estados de cosas. Un ejemplo lo podemos ver en el mismo asunto que se trata en esta sentencia. Con base en la Constitución, como no podría ser de otra manera, entiende el Tribunal que la norma que obliga al que reclama contra una multa a pagar una cantidad de dinero en concepto de tasa de impugnación es inconstitucional, y lo es por atentar contra varias normas de la Constitución. Lo que a tenor del artículo vii, interpretado de modo deferente con la propia Constitución, el Tribunal puede hacer es declarar que esa decisión tiene valor de precedente y, en su caso, decir con qué alcance o para qué supuestos. Con ello se estaría sentando el valor obligatorio para el futuro, para todo juez, de la regla contenida en la ratio decidendi y que vendría a decir que no puede considerarse constitucional ni, por tanto, aplicarse una norma que exija algún tipo de pago como condición para la reclamación frente a una multa administrativa. Insistimos en el diferente objeto del artículo vi y del vii. El primero hace vinculantes siempre las interpretaciones de las normas constitucionales que realice el Tribunal Constitucional. El segundo hace vinculantes, en tanto que precedentes, las pautas decisorias de los casos en lo que el Tribunal quiera, y siempre teniendo en cuenta que entre las que llamamos pautas decisorias no figura la interpretación de las normas constitucionales, que en virtud del artículo vi obliga siempre. Ahora veamos lo que sobre la base de esos artículos urde el Tribunal Constitucional en esta sentencia y cómo lo justifica. Por de pronto, la diferencia entre jurisprudencia vinculante, a la que alude el artículo vi, y “precedente”, de que habla el artículo vii, la despacha de la siguiente forma. En primer lugar, la expresión “de los mismos”, del párrafo tercero del artículo vi, la entiende referida no sólo a “los preceptos y principios constitucionales”, sino también a “las leyes o toda norma con rango de ley y los
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reglamentos”. Sintácticamente esa interpretación cabe, al igual que cabe la que nosotros hace un momento hemos propuesto, pero tiene un grave inconveniente, del que, sin embargo, el Tribunal saca beneficio: fuerza a entender que el artículo siguiente, el vii, o es redundante o debe ser interpretado como conferidor de poderes de legislador positivo al Tribunal Constitucional. Pero, ¿cómo vamos a preferir esa interpretación tan claramente inconstitucional? ¿Sólo porque le dé más competencias al Tribunal Constitucional so pretexto de que tenga más poder para proteger los derechos fundamentales? Realiza el Tribunal una primera distinción sumamente artificiosa, presente en el párrafo que antes citábamos. A tenor de él, serían distintas las “dos funciones básicas” que tiene el Tribunal Constitucional. Una consiste en resolver conflictos y la otra en poner precedentes. Esto resulta revolucionario para toda teoría del precedente judicial, pues posiblemente es la primera vez que la función de sentar precedentes se independiza de la de resolver casos. Hasta hoy, se entendía que no toda resolución de casos tiene valor de precedente (eso dependerá de lo que en concreto dispongan sobre el particular las normas del sistema jurídico de turno), pero que todo precedente se establece en la resolución de un caso, pues lo que como precedente vale se contiene en la ratio decidendi de ese caso. Quizá el no querer forzar demasiado esta novedosa separación es lo que hace que el Tribunal acabe esmerándose, más adelante, por afirmar que alguna vinculación tiene que existir entre el caso que se resuelve y esa norma “legal” que el Tribunal dicta en aplicación de su interpretación del artículo vii y del consiguiente estiramiento de sus propias competencias. Cita la sentencia los supuestos en los que en el derecho estadounidense se admite que puede el Tribunal Supremo “dictar un precedente con efectos vinculantes sobre toda la judicatura”: existencia de interpretaciones divergentes en la judicatura inferior, existencia de una laguna que conviene llenar y cambio
Véase el fundamento 42. Se concluye ahí: “La jurisprudencia constituye, por tanto, la doctrina que desarrolla el Tribunal en los distintos ámbitos del derecho, a consecuencia de su labor frente a cada caso que va resolviendo” (énfasis nuestro). En cualquier caso, el Tribunal no se molesta en justificar su opción interpretativa correlativa de los artículos vi y vii. La presenta como si no cupiera otra. No hay más que leer el fundamento 43 para ver que sobre el asunto esencial y más determinante en esta sentencia se pasa de puntillas y como mirando para otro lado. Es el momento de mencionar la que podemos llamar cuarta ley del activismo judicial neoconstitucionalista: Cuando se propugna que los tribunales tengan más poder para que cumplan mejor su función de proteger los derechos fundamentales, se excluye por definición todo riesgo de que ese plus de poder lo usen en contra de los derechos fundamentales, aprovechando su condición de controlador último o incontrolado. También la podríamos llamar ley del optimismo judicial contrafáctico o ley de los ojos cerrados frente a lo que en el pasado ha sucedido en muchas partes.
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
del propio precedente, anulando el anterior y estableciendo uno nuevo (f. 37). Pero como ahí no se encuentra base que justifique la actividad propiamente legislativa que el Tribunal quiere adoptar, dice que hacen falta parámetros distintos que encajen mejor con “nuestro contexto y nuestra tradición jurídica”. Este extranjero que tiene la osadía de escribir este comentario confiesa que desconocía por completo que en Perú existiera una tradición no sólo de creación jurisprudencial de derecho, sino, más aún: de actividad legisladora de las altas cortes judiciales. Y seguidamente va a entrar el Tribunal en la enumeración de las causas que, en su opinión, hacen necesaria su concepción del precedente e inevitable la consiguiente legitimación del Tribunal como legislador. La primera es que en el sistema constitucional peruano no se prevé algo similar a lo que en España se conoce como “autocuestión de constitucionalidad”, es decir, un procedimiento que en los procesos que no son de control abstracto de constitucionalidad, sino resolutorios de recursos que invocan la vulneración de derechos fundamentales, el propio Tribunal Constitucional pueda utilizar para declarar con efectos erga omnes la inconstitucionalidad de una norma que, a tenor del derecho peruano, sólo puede declarar inconstitucionalidad para el caso que se resuelve. Así que, puesto que no está previsto tal mecanismo ni en la Constitución del Perú ni en norma ninguna del bloque de constitucionalidad, pone el Tribunal Constitucional manos a la obra para crearlo, pues estima que debería existir. Con ello, en mi opinión, está haciendo algo aún más serio que suplantar al legislador ordinario: está ocupando el lugar del mismísimo legislador constituyente, pues por su cuenta y riesgo añade un mecanismo constitucional nuevo. Si dicho mecanismo no existía en el sistema peruano, habrá que pensar, necesariamente, que es porque quien pudo crearlo y tenía legitimidad y competencia para introducirlo
Dice la sentencia: “Así, por ejemplo, ocurre que en los procesos constitucionales de la libertad (Hábeas Corpus, Hábeas Data, Amparo), con frecuencia se impugnan ante este Tribunal normas o actos de la administración o de los poderes públicos que no solo afectan a quienes plantean el proceso respectivo, sino que resultan contrarios a la Constitución y, por tanto, tienen efectos generales. Sin embargo, como es sabido, el Tribunal concluye, en un proceso constitucional de esta naturaleza, inaplicando dicha norma o censurando el acto violatorio derivado de ella, pero solamente respecto del recurrente, por lo que sus efectos violatorios continúan respecto de otros ciudadanos” (f. 38). Y continúa: “Se configura, entonces, una situación paradójica: el Tribunal Constitucional, cuya labor fundamental consiste en eliminar del ordenamiento jurídico determinadas normas contrarias a la Constitución, no dispone, sin embargo, de mecanismos procesales a su alcance para expurgar del ordenamiento dichas normas, pese a haber tenido ocasión de evaluar su anticonstitucionalidad y haber comprobado sus efectos violatorios de los derechos fundamentales en un proceso convencional de tutela de derechos como los señalados” (f. 38).
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no quiso hacerlo, sabiendo, como sin duda sabía, que procedimientos así los había variados en el derecho comparado. Hagamos una comparación, rizando el rizo y forzando el absurdo. Tampoco en el sistema constitucional peruano está prevista la monarquía, pese a que esa variedad de jefatura de Estado existe en varios estados constitucionales actuales, España entre ellos. ¿Qué diríamos de un Tribunal Constitucional que, por opinar que la monarquía es muy conveniente para un país y permite una mejor lectura de ciertos principios constitucionales, la introdujera por su cuenta y riesgo, bien “interpretando” así las normas constitucionales referidas a la jefatura del Estado, bien añadiéndole de su cosecha un trozo nuevo a la Constitución? ¿En qué se basa concretamente el Tribunal Constitucional para introducir en el sistema constitucional peruano un equivalente a la “autocuestion de constitucionalidad” española? En su interpretación del citado artículo vii del Código Procesal Constitucional. ¿Qué interpretación es esa y cómo la argumenta el Tribunal? Ni un solo argumento propiamente interpretativo se da al respecto, nada se dice sobre las palabras y enunciados del artículo vii, sus posibles sentidos y las razones para optar por uno u otro de esos sentidos posibles. El razonamiento que encontramos vendría a ser éste, en esquema: a. es necesario que en Perú exista un sistema de anulación con efecto erga omnes de la norma cuya inconstitucionalidad se afirma cuando se resuelve un caso que no es de control abstracto de constitucionalidad; b. la norma que mejor se presta para ser usada como base para ese fin es el artículo vii del Código Procesal Constitucional; c. por tanto, esa es la correcta interpretación de dicha norma y en la misma tiene el Tribunal Constitucional la base para poder anular con efectos erga omnes normas jurídicas en dichos procesos que no son de control abstracto.
También es profundamente “anticonstitucional” operar con larvadas presunciones de ignorancia o escasa pericia del poder constituyente o del legislador que configura el bloque de constitucionalidad. Ahora veamos cómo se refleja ese esquema en las palabras del Tribunal: “Si bien en nuestro sistema de jurisdicción constitucional no existe una previsión legal de tal envergadura, sin perjuicio de que este Colegiado pueda en el futuro analizar su incorporación a través de la jurisprudencia, la reciente previsión del precedente constitucional a que se refiere el artículo vii del Título Preliminar del Código Procesal Constitucional constituye una herramienta que podría ayudar a suplir estas deficiencias legales, permitiendo optimizar la defensa de los derechos fundamentales, labor que corresponde por excelencia a este Colegiado. ”Por tanto, un supuesto adicional a los señalados por la Corte Suprema Americana, para el establecimiento de un precedente, puede configurarse, en el caso nuestro, a partir de la necesidad de que el Tribunal, luego de comprobar que una norma que ha sido cuestionada mediante un proceso que no es el de control abstracto, constate, además, que los efectos dañosos o violatorios de los derechos fundamentales denunciados afectan de modo general a un amplio grupo de personas; o que el acto impugnado y declarado contrario a la Constitución por el Tribunal constituye una práctica generalizada de la administración o de los poderes públicos en general. De este modo, la regla que el Tribunal
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
No conviene perder de vista otro sutil detalle. Hasta aquí parece que lo que el Tribunal quiere justificar es una ampliación de su función de legislador negativo, de modo que dicha función no se dé sólo en los procesos de control abstracto de constitucionalidad. Pero me temo que esa apariencia es engañosa, pues a lo que se va es a justificar también sus competencias como legislador positivo, como legislador propiamente dicho, que no se limita a anular normas, sino que puede de su cosecha dictar otras nuevas que las sustituyan. Fijémonos en que en el párrafo que acabamos de citar, correspondiente al fundamento 40, incluye entre los supuestos que pueden dar lugar a esa actividad “legislativa” del Tribunal Constitucional los dos siguientes: que estemos ante una norma (no cuestionada en un proceso de control abstracto) inconstitucional que afecte de modo general a un amplio número de personas “o que el acto impugnado y declarado contrario a la Constitución por el Tribunal constituye una práctica generalizada de la administración o de los poderes públicos en general” (f. 40) (énfasis nuestro). En este último caso lo anulado serán esos actos, no las normas. Pero ahí, si hay actividad normativa bajo la forma de esto que el Tribunal llama “precedente constitucional”, sólo podrá ser a la manera de norma positiva, de legislación efectiva. Es decir, la norma que el Tribunal dicte ya no podrá ser meramente del tipo “queda anulada la norma N”, sino de este otro cariz: “Para los actos como A, que aquí ha sido anulado, regirá en el futuro la siguiente norma: ‘quedan prohibidos los actos de tipo A’ ”. De todos modos, como veremos al acabar, en ningún momento pretende el Tribunal que su capacidad normativa, sobre la base del “precedente constitucional”, sea de tipo puramente anulatorio. Es decir, no se conforma con estirar su competencia anulatoria erga omnes a los procesos que no son de control abstracto de constitucionalidad, sino que se trata de asumir funciones propia y puramente legislativas. Al final, lo que se hace es afirmar el poder normativo del Tribunal y sostener que los límites de ese poder, si los hay, serán los que ponga el propio Tribunal. Es decir, hay un nuevo soberano en el sistema constitucional peruano, pues puede legislar hasta donde él quiera y sus normas están incluso por encima de la ley, como pronto vamos a ver. Según se dice en la sentencia, esta técnica del precedente permite “que el Tribunal ejerza un verdadero poder normativo con las restricciones que su propia jurisprudencia deberá ir delimitando paulatina-
extraiga a partir del caso deberá permitir anular los actos o las normas a partir del establecimiento de un precedente vinculante, no solo para los jueces, sino para todos los poderes públicos. El precedente es de este forma, una herramienta no solo para dotar de mayor predecibilidad a la justicia constitucional, sino también para optimizar la defensa de los derechos fundamentales, expandiendo los efectos de la sentencia en los procesos de tutela de derechos fundamentales” (f. 40).
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mente” (f. 44). Después de concluir tal cosa, el Tribunal menciona algunas de esas limitaciones que se autoimpone a la hora de dictar leyes. Pero como, a tenor de su norma reguladora, el Tribunal puede cambiar su propio precedente y, obviamente, su propia jurisprudencia, esas autolimitaciones valdrán sólo mientras él quiera mantenerlas. Según la concepción primera de la soberanía, la absolutista, soberano es aquel que puede dictar normas para los súbditos sin quedar él mismo sometido a ellas. Cuando el supremo y último intérprete de la Constitución tiene la posibilidad de dar a ésta los sentidos que prefiera y, sobre todo, de usarla para ampliar sus propias competencias hasta donde desee, y cuando no lo mueve ningún propósito de self-restraint, cabe pensar que no sólo hemos cambiado de soberano y perdido aquel que la Constitución quería, sino que, además, hemos retornado al absolutismo, aunque sea un absolutismo disimulado y vergonzante. Por último, en el fundamento 49 se contiene un non sequitur bien llamativo, pero muy relevante para la autoatribución de poder legislativo por el Tribunal Constitucional. Léanse con detenimiento estas frases: “El precedente constitucional en nuestro sistema tiene efectos más generales. La forma como se ha consolidado la tradición de los tribunales constitucionales en el sistema del derecho continental ha establecido, desde muy temprano, el efecto sobre todos los poderes públicos de las sentencias del Tribunal Constitucional [http://www. tc.gob.pe/jurisprudencia/2006/03741-2004-AA.html-_ftn8]. Esto significa
Se pone el Tribunal las siguientes limitaciones. En primer lugar, la norma que bajo el nombre de precedente se sienta ha de tener alguna relación con el caso que se juzgaba en la sentencia que legisla (véanse los fundamentos 44 y 45). En segundo lugar, “el precedente debe constituir una regla de derecho y no puede referirse a los hechos del caso, si bien puede perfectamente partir de ellos” (46). En tercer lugar, “aunque parezca obvio, la regla del precedente constitucional no puede constituir una interpretación de una regla o disposición de la Constitución que ofrece múltiples construcciones; en otras palabras, el precedente no es una técnica para imponer determinadas doctrinas u opciones ideológicas o valorativas, todas ellas válidas desde el punto de vista jurídico. Si tal situación se presenta de modo inevitable, debe ser encarada por el Tribunal a través de su jurisprudencia, en un esfuerzo por crear consensos en determinados sentidos. El precedente, en estos supuestos, solo aparecerá como resultado de la evolución favorable de la doctrina jurisprudencial del Tribunal en determinado sentido. Esto último supone que el Tribunal debe abstenerse de intervenir fijando precedentes sobre temas que son más bien polémicos y donde las posiciones valorativas pueden dividir a la opinión pública” (46). Humildemente confieso que no entiendo apenas lo que este párrafo quiere decir. La interpretación más probable, sin embargo, me parece ésta: el Tribunal dice que sus precedentes contendrán sólo verdades constitucionales indudables, doctrina constitucional indiscutible; es decir, que lo que el Tribunal establece en el “precedente” es constitucionalmente indiscutible, pues si fuera discutible no lo habría establecido. Pero basta ver la norma que, bajo el nombre de precedente, se sienta en esta sentencia para darse cuenta de cuán discutible es lo que los tribunales constitucionales suelen considerar evidente. Podríamos, bromeando un poco, mencionar ahora la quinta ley del activismo judicial neoconstitucionalista: En derecho la verdad no tiene más que un camino, ese camino está todo él trazado en la Constitución y por sus vericuetos son los jueces constitucionales los únicos que no se pierden y siempre dan con la meta.
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
que el precedente vinculante emitido por un Tribunal Constitucional con estas características tiene, prima facie, los mismos efectos de una ley. Es decir, que la regla que el Tribunal externaliza como precedente a partir de un caso concreto, es una regla para todos y frente a todos los poderes públicos; cualquier ciudadano puede invocarla ante cualquier autoridad o funcionario sin tener que recurrir previamente ante los tribunales, puesto que las sentencias del Tribunal Constitucional, en cualquier proceso, tienen efectos vinculantes frente a todos los poderes públicos y también frente a los particulares. Si no fuese así, la propia Constitución estaría desprotegida, puesto que cualquier entidad, funcionario o persona podría resistirse a cumplir una decisión de la máxima instancia jurisdiccional”. Ahora algún breve comentario. Primero, el efecto que sobre los poderes públicos tengan las sentencias de los tribunales constitucionales depende en cada sistema de lo que establezcan las respectivas normas reguladoras de esos efectos. Segundo, en la gran mayoría de los sistemas vincula la interpretación que los tribunales constitucionales hagan de las normas de la Constitución, no la que hagan de las normas del derecho infraconstitucional. Tercero, y por lo anterior, es errónea la siguiente afirmación, presentada como consecuencia de las anteriores que hace el Tribunal: “Esto significa que el precedente vinculante emitido por un Tribunal Constitucional con estas características tiene, prima facie, los mismos efectos de una ley”. Una sentencia de inconstitucionalidad en proceso de control abstracto, cuando, por tanto, el Tribunal Constitucional actúa como legislador negativo, tiene efectos parangonables a los de una ley meramente derogatoria. Ahora bien: de todo lo hasta aquí dicho por el Tribunal en las frases citadas del fundamento 49 no se sigue, en absoluto, la justificación, ni constitucional ni de ningún orden, para la atribución del valor de ley “positiva”, con contenido regulador positivo, a sus decisiones ni precedentes. Que las sentencias del Tribunal Constitucional tengan efectos sobre todos los poderes públicos es una cosa; que la ratio decisoria de una sentencia pueda ser convertida en ley general y abstracta por el Tribunal es otra muy distinta. Lo segundo no se sigue en modo alguno de lo primero, por lo que, si alguna justificación puede tener –cosa que parece difícil mientras la Constitución lo sea de verdad de un Estado de derecho y no de un Estado de las sentencias y de la justicia del caso concreto– habrá que buscarla en otra parte.
Salvo, naturalmente, cuando esa interpretación lleve a afirmar la inconstitucionalidad de esas normas, establecida en proceso de control abstracto, o cuando en esos mismos procesos de control abstracto de constitucionalidad se hagan sentencias interpretativas para salvar la constitucionalidad de la norma cuestionada.
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¿Que la Constitución estaría desprotegida si el Tribunal Constitucional no pudiera producir normas “con los mismos efectos de una ley”? Tal afirmación, con la que acaba el fundamento 49, suena a sarcasmo. De tanto pensar que la Constitución no es más que lo que de ella y en ella quiera entender el Tribunal Constitucional, acaba confundiéndose la protección de la Constitución con la protección de un poder omnímodo del Tribunal. Un asunto más merece reflexión. ¿Realmente las normas así “legisladas” por el Tribunal Constitucional son equiparables a la ley? Creo que no, que están por encima de la ley y, como mínimo, suponen la creación de un nuevo peldaño de la pirámide, entre la Constitución y la ley. Están por encima de la ley porque una ley puede ser derogada por otra, pero un “precedente” de éstos no puede ser derogado por una ley, puesto que se dice que tales normas que el Tribunal crea vinculan a todos los poderes públicos y, por tanto, también al legislador. Sólo el Tribunal puede “derogarlas”, cambiándolas. Para el legislador son, a todos los efectos, normas constitucionales. Por esta razón también podemos decir que el Tribunal no se arroga meramente competencias del legislador, sino que, en la práctica, se convierte en legislador constitucional, en puro poder constituyente. Acabemos con una rápida referencia a la norma que, bajo el nombre de precedente, el Tribunal positivamente sienta en esta sentencia. Lo primero que llama muchísimo la atención es que el primer componente de esa compleja norma sea la afirmación del poder normador, legislador, del Tribunal Constitucional. Si esa competencia legislativa ya existía y estaba fijada antes, en el Código Procesal Constitucional, tal como en la sentencia se pretende, ¿a qué
Nos referimos a las reglas procesales A y B que se recogen en el fundamento 50: “A) Regla procesal: El Tribunal Constitucional, de acuerdo con el artículo vii del Título Preliminar del Código Procesal Constitucional, tiene la facultad jurídica para establecer, a través de sus sentencias que adquieren la autoridad de cosa juzgada, un precedente vinculante cuando se estime una demanda por violación o amenaza de un derecho fundamental, a consecuencia de la aplicación directa de una disposición por parte de la administración pública, no obstante ser manifiesta su contravención a la Constitución o a la interpretación que de ella haya realizado el Tribunal Constitucional (artículo vi del Título Preliminar del Código Procesal Constitucional), y que resulte, por ende, vulneratoria de los valores y principios constitucionales, así como de los derechos fundamentales de los administrados. ”B) Regla procesal: El Tribunal Constitucional, de acuerdo con el artículo vii del Título Preliminar del Código Procesal Constitucional, tiene la facultad jurídica para establecer, a través de sus sentencias que adquieren la autoridad de cosa juzgada, un precedente vinculante, a consecuencia de la aplicación directa de una norma o cuando se impugnen determinados actos de la administración pública que resulten, a juicio del Tribunal Constitucional, contrarios a la Constitución y que afecten no solo al recurrente, sino también, por sus efectos generales, o por ser una práctica generalizada de la administración pública, a un grupo amplio de personas”.
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
viene “legislarla” aquí? Y si no estaba antes, sino que se legisla aquí, este acto de legislación carece de fundamento jurídico preestablecido. En cuanto a la “regla sustancial” que como precedente se sienta, reza así: “Todo cobro que se haya establecido al interior [sic] de un procedimiento administrativo, como condición o requisito previo a la impugnación de un acto de la propia administración pública, es contrario a los derechos constitucionales al debido proceso, de petición y de acceso a la tutela jurisdiccional y, por tanto, las normas que lo autorizan son nulas y no pueden exigirse a partir de la publicación de la presente sentencia”. Pero nos parece que, a tenor de lo que el propio Tribunal venía diciendo y justificando, esta formulación es engañosa. Lo que propiamente esta norma significaría sería lo siguiente: “se prohíbe establecer en el procedimiento administrativo cualquier cobro como condición o requisito, etc. Esta prohibición se aplica retroactivamente”.
1 2 . ¿ i n t e r p r e ta c i n j u d i c i a l c o n p r o p s i t o d e e n m i e n da ( d e l l e g i s la d o r ) ? ac e rc a d e la j u r i s p ru d e n c i a s o b r e e l a r t c u l o 133 d e l c d i g o c i v i l I. introduccin
La teoría de la interpretación y aplicación del derecho se encuentra en una curiosa situación, fruto posiblemente de ubicarse en un terreno académico y doctrinal intermedio que, en vez de constituirse en referencia ideal para la colaboración y el trabajo interdisciplinar, se torna en tierra de nadie o, lo que quizá es peor, lugar de mero paso para todos. Y digo que es curiosa su situación porque los que desde la filosofía del derecho y la teoría general del derecho nos ocupamos de este tema, ya sea por interés real o por imperativo programático, solemos hacerlo desde supuestas torres especulativas presuntamente tan altas, que raramente nos enfrentamos con los ejemplos del día a día del intérprete práctico; y porque, desde la otra orilla, los que se afanan con las disciplinas que tienen como objeto inmediato cualquiera de las ramas del derecho positivo acostumbran a pasar sobre el tema con unas pinceladas a modo de elemental recetario y rehusando batirse con los auténticos dilemas interpretativos que determinan la práctica jurídica. Y, unos por otros, la casa de todos sin barrer. Poca extrañeza, pues, nos podrá despertar el hecho de que mucha de la producción de nuestros jueces y tribunales sea difícilmente explicable y catalogable desde la perspectiva de una teoría de la interpretación del derecho que se quiera mínimamente comprensible, consistente y completa. De aquí y de allá compartimos la impresión de que, al margen de la indudable buena fe y honestidad profesional de jueces y magistrados, asoma a menudo en la jurisprudencia el caos, la fluctuación del criterio, el larvado decisionismo o, incluso, un cierto determinismo ideológico que haría las delicias críticas de los viejos maestros del realismo jurídico. Lo que sucede es que, los unos por incuria y los otros por falta de recursos
La sentencia del Tribunal Constitucional stc 273/2005, del 27 de octubre de 2005, posterior a la redacción y publicación primera de este trabajo, declaró la inconstitucionalidad del párrafo primero del artículo 133 del Código Civil español. El fallo reza así: “En atención a todo lo expuesto, el Tribunal Constitucional, por la autoridad que le confiere la constitución de la nación española, ha decidido: Estimar la presente cuestión de inconstitucionalidad y, en su virtud, declarar inconstitucional el párrafo primero del artículo 133 del Código civil, en la redacción dada por la Ley 11/1981, de 13 de mayo, en cuanto impide al progenitor no matrimonial la reclamación de la filiación en los casos de inexistencia de posesión de estado”. Dicha sentencia, con sus votos particulares, puede ser consultada en la siguiente dirección electrónica: [www.boe.es/boe/dias/2006/03/16/pdfs/T00131-00136.pdf].
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
teóricos lo bastante afinados, raramente nos paramos a realizar un juicio crítico y suficientemente fundamentado de los problemas que desde el punto de vista de la interpretación y argumentación jurídicas plantea una decisión judicial o una determinada línea decisoria. Las páginas que siguen quieren caminar en esa senda. Pero antes de entrar en materia será conveniente poner sobre la mesa honradamente ciertas cartas, aunque sea de modo muy apresurado. Esquemáticamente podemos decir que hay dos maneras principales de entender el derecho, su interpretación y el trabajo del juez. Para unos, el derecho es mandato de un legislador que se tiene por o se impone como legítimo, mandato expresado en enunciados lingüísticos cuyo significado, en lo que tenga de oscuro o incierto, se desentraña o se fija mediante la actividad intelectual que llamamos interpretación, de modo que la labor del juez deberá consistir en aplicar los mandatos contenidos en tales enunciados a los casos que caigan bajo su referencia o, en terminología jurídica tradicional, que sean subsumibles bajo ellos, ya sea porque es claro que el caso forma parte de la referencia de los términos con que el enunciado legal define el supuesto de hecho, ya porque mediante la interpretación se haya acotado de un modo u otro dicha referencia en lo que tuviere de dudoso. Esta primera concepción, por tanto, ve en las normas jurídicas alguna forma de combinación de voluntad y lenguaje y entiende al juez como atado a la misma e impedido para enmendar lo preceptuado por el legislador o los límites que marca la semántica de los enunciados legales. Para otros, por contra, la esencia de lo jurídico está en ciertos contenidos axiológicos que residen más allá de voluntades o palabras, por lo que el derecho es visto, en su fondo, como sistema de valores, presidido por la justicia en su cúspide, y con lo que la interpretación de las normas jurídicas, más allá de la disquisición sobre significados lingüísticos o propósitos legislativos, es averiguación de las verdades axiológicas que fundan la auténtica solución justa del caso. Desde tal concepción el juez, más que servidor de la ley, es sacerdote de la justicia y su obligación de respeto al legislador y su vinculación a la dicción legal, incluso en lo que ésta pueda tener de clara, acaba allí donde detecte una discrepancia entre lo que la ley lingüísticamente expresa, y cualquier hablante competente pueda entender de ella, y lo que sean las verdaderas exigencias de la justicia en esa rama del derecho o en ese caso. Por tanto, al derecho el juez lo sirve aun cuando desatienda el mandato del legislador, con tal que tal con-
12. ¿Interpretación judicial con propósito de enmienda (del legislador)? Acerca de la jurisprudencia…
travención de lo que la ley dice se haga en nombre de lo que el derecho, en su verdadera sustancia, pide. No es momento de abundar en este tipo de consideraciones. Vienen al caso sólo porque quien suscribe quiere declarar abiertamente y por anticipado que simpatiza con la primera de esas dos concepciones y tiene serias reservas frente a la segunda, siendo esta segunda la que se podría invocar como aval de la línea jurisprudencial que nuestro Tribunal Supremo manifiesta en la cuestión que vamos a examinar. Más concretamente, opino que en un Estado constitucional y democrático de derecho (si nos halláramos en una dictadura, carente de legitimidad democrática por tanto, mantendría la visión de que cualquier valor es bueno para justificar que el juez sabotee el producto de ese legislador ajeno al pueblo) la consiguiente y necesaria mecánica institucional, expresada en cosas tales como soberanía popular, representatividad, separación de poderes, etc., fuerza a que tenga preferencia el legislador democrático a la hora de concretar
Este modo de pensar suele expresarse hoy en día bajo el ropaje del llamado “constitucionalismo”, de manera que se considera justificada la decisión contraria al claro tenor literal de los preceptos legales cuando la misma se fundamenta en la invocación de algún valor o principio constitucional. Con esto se introduce subrepticiamente una auténtica revolución en nuestros esquemas constitucionales, pues ante la ley cuyos claros términos (no se entienda que pensamos que los términos legales no sean generalmente vagos; simplemente decimos que en ocasiones son bastante claros; o, mejor dicho aún, que hay casos que claramente son subsumibles bajo los términos de la ley, aun cuando otros casos puedan ser a la luz de la misma ley dudosos) se consideren contrarios a algún valor básico que en la Constitución se contenga mencionado o de ella se induzca, el juez poseería la alternativa de plantear la cuestión de constitucionalidad o de simplemente inaplicar por su cuenta y riesgo aquella ley y decidir en su contra en nombre de aquel principio. Esto último no parece que fuera el propósito de nuestro constituyente, que por algo dio sus competencias también al legislador (entiéndase que tampoco estamos poniendo en duda la eficacia directa de la Constitución ni afirmando que sus preceptos no sean aplicables en ausencia de desarrollo legal de los mismos; sólo decimos que cuando tal desarrollo legal existe y no se ha atacado su constitucionalidad por las vías constitucionales, el juez debe atenerse a la ley y no anteponer a ella su personal interpretación de los valores de la Constitución). Lo que acabamos de decir se comprueba palmariamente en el que va a ser nuestro tema en este trabajo, el artículo 133 del Código Civil. Mientras que, por un lado, hay planteada ante el Tribunal Constitucional y pendiente de resolución una cuestión de constitucionalidad referida a dicho artículo (cuestión de constitucionalidad n.º 1687/1998), por otro, desde hace unos quince años el Tribunal Supremo viene decidiendo en contradicción con lo que en nuestra modesta opinión –y este será el objeto de este estudio– es la única interpretación racionalmente posible de dicho precepto. Por lo expuesto, estamos más de acuerdo con aquellos autores, como es el caso de Carbajo González (vid. J. Carbajo González. Las acciones de reclamación de la filiación, Barcelona, Librería Bosch, 1989, pp. 192-193), a los que el rechazo del inciso primero del artículo 133 les lleva a cuestionar su constitucionalidad por causa de una posible discriminación, que con quienes se escudan en una interpretación que no merece tal nombre para simplemente propugnar la inaplicación del mandato legislativo en la práctica. Preferencia no significa meramente prioridad prima facie o en lo que no consideremos desacertado, sino potestad superior frente a la del juez, que vincula a éste y necesariamente se le impone mientras el mandato legislativo no sea derogado o anulado por causa de inconstitucionalidad, declarada por quien
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
los principios y valores constitucionales, y a que el juez deba abstenerse de pasar la ley por el tamiz de su particular ideología o de su personal visión de lo que tales valores y principios constitucionales concretamente exigen. Porque para deshacer los entuertos a ese propósito y para aclarar las dudas está el Tribunal Constitucional, al que, como todos sabemos y ya antes señalamos, los jueces pueden acudir por la vía constitucionalmente marcada. Lo que, en cambio, nos parece menos lícito es que los jueces retuerzan el significado de la ley haciéndola decir lo opuesto a lo que cualquier hablante normal entendería, llamen luego a ese resultado interpretación correcta y debida y, así, tranquilamente apliquen una ley que no estiman inconstitucional porque la han hecho decir lo que ellos tienen por constitucional y justo. Si la ley no significa lo que dice, sino lo que el juez quiere que diga, ninguna ley será inconstitucional (y nunca se planteará la cuestión de constitucionalidad), porque ya le dará el juez la vuelta a su significado para que encaje con lo que a ese juez le parezca que la Constitución demanda, y mal que le pese al legislativo. Pero este usual proceder desconoce el lugar legítimo que al legislador le pertenece en el entramado de la separación de poderes y no toma en cuenta tampoco que no es el juez ordinario el supremo intérprete de la Constitución ni, por tanto, el llamado a dirimir la constitucionalidad de la ley desde el correspondiente juicio comparativo de ésta con aquélla. Es un caso de auténtica y múltiple usurpación, bajo la mirada cómplice de quienes sueñan con beneficiarse de ella algún día.
para ello es competente. Lo otro, entender la vinculación del juez a la ley como meramente en principio o en lo que ésta no merezca ser enmendada judicialmente, es socavar larvadamente el sistema, por obra de la resistencia ante la soberanía popular y en nombre de una razón jurídica que se pretende de mayor alcurnia. Pongamos un ejemplo de ese modo de razonar, que a veces, como en este caso, seguro que es bienintencionado y poco consciente de estar jugando con fuego antidemocrático. En el tema que nos ocupará vamos a ver que, como es muy ampliamente reconocido en la doctrina, el legislador ha establecido un determinado régimen de legitimación activa para la reclamación de la filiación. Ese régimen ha suscitado reproches por considerarlo injusto o reñido con diversos valores y principios. ¿A quién corresponde, empero, la última palabra sobre tal legitimación activa? En ocasiones, los autores y la jurisprudencia parece que no se dan cuenta de la contradicción que supone proclamar que esa competencia es del legislativo y añadir acto seguido que hacen bien los jueces en corregir y enmendar sus resultados, aun hasta el límite de sentar lo contrario. Un ejemplo: dice Rivero Hernández que la competencia en esas materias corresponde “al legislador ordinario, partiendo del texto constitucional, por seguridad jurídica; y en alguna medida lo ha hecho en 1981, con mayor o menor acierto (varían las posiciones de los comentaristas)”. O sea, que mejor o peor, eso se discute, pero el legislador ha decidido claramente y según su entender. Y ahora viene el salto en el vacío, pues añade Rivero Hernández que “la jurisprudencia parece haber emprendido una interpretación correctora, útil, que verosímilmente no ha terminado”, corrección, enmienda, que reiteradamente aplaudirá (cfr. Rivero Hernández. “Comentario a la sentencia de 23 de febrero de 1990”, en Cuadernos Civitas de Jurisprudencia Civil, n.º 23, abril-agosto de 1990, p. 479).
12. ¿Interpretación judicial con propósito de enmienda (del legislador)? Acerca de la jurisprudencia…
Pues bien, sobre el trasfondo de la anterior declaración se podrá entender nuestro análisis que sigue, y de él, por supuesto, se podrá discrepar. Y discrepará especialmente quien crea que la justicia (bajo cualquiera de sus nombres y ropajes) vale más que cualquier democracia, y que los jueces pueden conocerla mejor y más certeramente que ningún legislador, por mucho que a éste lo haya elegido el pueblo soberano. II. p la n t e a m i e n to d e l p ro b l e m a Pretendemos analizar la jurisprudencia que ha asentado la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo en el tema de la legitimación activa para reclamar la declaración de filiación. A efectos de simplificar la situación, concentraremos nuestro análisis en el caso de si pueden o no los padres extramatrimoniales y sin posesión de estado ejercitar esa acción. A raíz de la redacción recibida en 1981 por el título v (“De la paternidad y filiación”) del Libro i del Código Civil, queda regulada en los artículos 131 a 135 la acción para la reclamación de filiación. Una cuestión que se viene planteando desde entonces en la doctrina y la jurisprudencia es la de en qué casos puede el que se pretende padre solicitar la correspondiente declaración de filiación. En lo que importa para el análisis de las sentencias que aquí vamos a ver, la situación normativa queda definida en los mencionados artículos del modo siguiente (los subrayados, por supuesto, son nuestros). – Artículo 131: “Cualquier persona con interés legítimo tiene acción para que se declare la filiación manifestada por la constante posesión de estado”. – Artículo 132: dice que en caso de falta de la correspondiente posesión de estado, la acción de reclamación de la filiación matrimonial corresponde al padre, a la madre o al hijo. – Artículo 133: “La acción de reclamación de filiación no matrimonial, cuando falte la respectiva posesión de estado, corresponde al hijo durante toda su vida”. – Artículo 134: “El ejercicio de la acción de reclamación, conforme a los artículos anteriores, por el hijo o el progenitor, permitirá en todo caso la impugnación de la filiación contradictoria”.
En la materia procesal de reclamación de la filiación regulada en los artículos 131 y siguientes del Código Civil la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil no ha introducido cambios fundamentales. Y en lo referido a la cuestión que examinaremos, “el tema más espinoso, que es el de la legitimación activa para iniciar estos procesos, ha sido dejado de lado remitiéndose la Ley procesal a ‘los casos previstos en la legislación civil’ ” (art. 764.1) (E. Aparicio Auñón. “De los procesos sobre filiación, paternidad y maternidad”, en A. M. Lorca Navarrete (dir.), V. Guilarte Gutiérrez (coord.). Comentarios a la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil, tomo iv, Valladolid, Lex Nova, 2.ª ed., 2000, p. 4044).
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
En particular nos interesa el examen de la jurisprudencia del Tribunal Supremo sobre el asunto de si en los supuestos de no posesión de estado y filiación no matrimonial el padre tiene o no legitimación activa para el ejercicio de la citada acción. La lectura normal de los referidos artículos llevaría rápidamente a contestar que no. Pero veremos que la línea jurisprudencial claramente dominante sienta la opinión contraria. Nuestro objetivo es someter a examen crítico los argumentos y la consistencia de tal opinión desde el punto de vista de la teoría de la interpretación y aplicación del derecho. Reducido a su dilema más simple, el problema que nos va a interesar puede ser presentado así: o bien la legitimación activa para la reclamación de la filiación se reparte con arreglo a lo especificado en los artículos 131 a 133, combinando los dos pares de criterios (posesión de estado o no; carácter matrimonial o no de la filiación que se reclama) que se manejan a fin de diferenciar las distintas situaciones que definen la presencia o ausencia de legitimación; o bien cualquiera que sea la situación por relación a tales criterios (es decir, vaya la filiación reclamada acompañada o no de posesión de estado y sea matrimonial o no), hay tres sujetos que siempre tienen tal legitimación activa, y que son el hijo, el
La posesión o no de estado, por supuesto, se predica de la persona cuya declaración de filiación se pide, es decir y en términos corrientes, del hijo. Una clara definición de esta figura y de sus requisitos tradicionales puede verse en C. Lasarte. Principios de derecho civil, tomo sexto, derecho de familia, Madrid, Trivium, 2.ª ed., 2000, p. 361. Una buena caracterización de esta noción legal de posesión de estado está contenida, por ejemplo, en la sentencia del Tribunal Supremo, Sala 1.ª, del 10 de marzo de 1988, cuando dice que “A la vista de la reforma llevada a cabo en el Código Civil por la Ley 11/1981, de 13 de mayo, puede afirmarse que la posesión de estado de filiación no es más que una situación residual en que puede hallarse el hijo cuya paternidad no matrimonial no le esté reconocida formalmente y, sin embargo, las circunstancias concretas en que se halla en el seno de la sociedad o de la familia permiten establecer el reconocimiento presunto de la filiación por la homologación judicial de estas circunstancias mediante la sentencia firme que así lo proclame […]; es decir, consiste en el concepto público en que es tenido un hijo con respecto a su padre natural cuando este concepto se forma por actos directos del mismo padre o de su familia demostrativos de un verdadero reconocimiento perfectamente voluntario, libre y espontáneo” (fundamento primero). También la opinión doctrinal fluctúa, ya desde la misma manualística. Así, a título de ejemplo, para Díez-Picazo y Gullón en el caso al que atendemos, el del artículo 133, el padre carece de legitimación, pues ésta “se le concede exclusivamente al hijo” (L. Díez-Picazo y A. Gullón. Sistema de derecho civil, vol. iv, Derecho de familia. Derecho de sucesiones, Madrid, Tecnos, 7.ª ed., 1997 [reimp. 1998], p. 278); en cambio, Albaladejo entiende que en este caso la acción de reclamación corresponde al padre, a la madre y al hijo, si bien puntualiza que el artículo 133 la atribuye expresamente tan sólo al hijo y es la jurisprudencia la que ha aceptado la ampliación de los legitimados (M. Albaladejo. Curso de derecho Civil. iv. Derecho de familia, Barcelona, Bosch, 8.ª ed., 1997, pp. 256-257. Es a partir de la quinta edición de esta obra, de 1991, cuando Albaladejo introduce dicha interpretación del artículo 133 basándose en la jurisprudencia al respecto). Otros, como Lasarte, no entran en el problema y, como contenido del apartado que titula “La acción de reclamación de filiación no matrimonial sin posesión de estado”, se limitan a reproducir, sin comentario ni matiz de ningún género, el mencionado artículo 133 (Lasarte. Ob. cit., p. 362).
12. ¿Interpretación judicial con propósito de enmienda (del legislador)? Acerca de la jurisprudencia…
padre y la madre. Cualquier lector de textos jurídicos mínimamente avezado respondería en el primer sentido; la jurisprudencia del Tribunal Supremo defiende con celo la segunda opción. Si damos la razón a nuestros supremos jueces, tendríamos que concluir que si esto era lo que el legislador efectivamente quería expresar, no tuvo un día muy acertado al pararse a diferenciar supuestos (posesión de estado, no posesión de estado, filiación matrimonial, filiación no matrimonial, y la combinación de estas variables) que no llevan aparejada una diferencia en sus consecuencias. Y ya será escarnio mantener, como hace alguna de las sentencias que veremos, que esta interpretación es fruto de un método interpretativo sistemático. Por contra, si no queremos rebajar al legislador de esa forma y pensamos que quiso decir lo mismo que sus palabras expresan para cualquier entendedor, entonces difícilmente nos podremos sustraer al contundente veredicto de que la jurisprudencia no quiere sujetarse al dictado legal y abiertamente lo enmienda, con lo que nos damos de bruces con el problema de legitimidad en toda su más dramática intensidad. Porque, desengañémonos de una vez por todas, en cuestiones de teoría y praxis de la interpretación y decisión jurídicas no hay neutralidad jurídico-política posible y cada concreta doctrina o práctica es tributaria de un determinado modelo social y político, aunque pueda variar el grado de consciencia y el tipo de conciencia de los protagonistas. Y puestos a reducir el espectro a los dos modelos básicos, tales serían el democrático, respetuoso con el principio representativo, y el elitista o mesiánico, que ve en los jueces (particularmente en los de más alta escala) los únicos depositarios seguros de la verdad del derecho o los llamados a salvar la sustancia axiológica de lo jurídico y a liberar el ordenamiento de las abominaciones a que puede conducir el régimen mayoritario como soporte de las decisiones legislativas. Que cada cual se ubique donde le plazca, pero llamemos las cosas por su nombre. Nuestra mirada atenderá prioritariamente a los argumentos con que desde 1987 la jurisprudencia del Tribunal Supremo viene defendiendo un planteamiento que, so pretexto de constituir una interpretación abierta, flexible, correctora, antiformalista, etc. (que de estas y otras maneras se ha denominado) configura lo que estimamos una política de decisión contra legem. Nuestra objeción será doble. Por un lado, criticamos esa actitud en términos de legitimidad, como ya hemos apuntado. Por otro, nos interesa especialmente mostrar en detalle lo que consideramos deficiencias, incoherencias y desenfoques de muchos de los argumentos con que esa línea jurisprudencial pretende justificarse. De ahí que este trabajo se plantee como fundamentalmente dirigido al análisis de sentencias, procurando juzgar de la calidad argumentativa de ellas, por lo
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
que la discusión doctrinal, aun cuando la recogeremos en alguna medida, pasa a un segundo plano. III. a n l i s i s d e la j u r i s p ru d e n c i a A . s e n t e n c i a d e l 5 d e n o v i e mb r e d e 1 9 8 7 [ ] En este caso la acción la ejercen la madre de una niña y el que se pretende padre biológico de ésta, contra el marido de la demandante, que registralmente estaba inscrito como padre de la menor. La niña y la madre habían convivido desde el nacimiento de aquélla con el demandante reclamante de la declaración de paternidad, no con el marido. El tribunal considera acreditado que la niña no poseía el estado de hija matrimonial, sino el de hija extramatrimonial. Por consiguiente, y es muy relevante resaltar esto a efectos de ver cuál es el artículo que legitima al padre reclamante para ejercer la acción, partimos de que sí existe posesión de estado de la hija, estado coincidente con el que sería, en su caso, sancionado por la declaración de filiación que se pide. La Audiencia Territorial de Barcelona, en la sentencia impugnada ante el Tribunal Supremo y que da lugar a la decisión de éste que comentamos, da la razón a los reclamantes. Quien interpone entonces recurso de casación ante el Tribunal Supremo es el marido y padre registral, quien alega que, a tenor de los artículos 133 y 134, el padre no matrimonial no está legitimado para impugnar la filiación matrimonial. A esto el Tribunal va a contestar mostrando cómo la legitimación para la reclamación de filiación viene dada, puesto que hay posesión de estado, por el artículo 131, y cómo a esa legitimación para reclamar la filiación une el artículo 134 la legitimación para la simultánea impugnación de la filiación contradictoria, que en este caso es la filiación matrimonial. Hasta aquí nada problemático, pues, en nuestra opinión. Pero importa recoger el siguiente párrafo de esta sentencia, párrafo cuyos contexto y razón son los que acabamos de decir, por cuanto que será mencionado a menudo en sentencias posteriores pero en otro contexto, para otros casos y, por tanto, con motivo de la discusión de problema diferente, como es el de la legitimación activa del padre no matrimonial cuando no hay posesión de estado.
Todas las sentencias que veremos son de la Sala Primera del Tribunal Supremo. De los motivos y asuntos que tratan, repararemos únicamente en éste que nos importa, como corresponde a que nuestro interés no es comentar el régimen de las acciones de filiación, sino analizar el problema interpretativo suscitado por la pregunta sobre la legitimación activa del padre.
12. ¿Interpretación judicial con propósito de enmienda (del legislador)? Acerca de la jurisprudencia…
Dice el Tribunal (fundamento cuarto): El tercer motivo estima infringidos el artículo ciento treinta y tres y ciento treinta y cuatro del Código Civil, en cuanto entiende que el padre no matrimonial no está legitimado para impugnar la filiación matrimonial. Si partimos de la reconocida doctrina que entiende la legitimación, no sólo para el proceso, sino para la titularidad de la acción, en defensa de un interés protegible, es indudable que este interés existe, como interés legítimo, protegido por la Constitución en la madre y en el padre biológico, como personas afectadas, lo que encuentra su apoyo en el artículo ciento treinta y uno-primero, que debe relacionarse, en este caso, al existir posesión de estado no matrimonial, con el artículo ciento treinta y cuatro por la llamada legitimación extraordinaria que resulta de la doble acción ejercitada y acumulada que persigue la impugnación de una filiación aparente, no real y la reclamación de filiación auténtica siendo, en todo caso, indudable, que la filiación-paternidad afecte a padres e hijos con el interés superior que corresponde a las cuestiones de estado civil, que son cuestiones de orden público. Por estas razones debe decaer el motivo examinado.
Es frecuente que a la natural dificultad de interpretar las normas legales se añada en nuestro medio la dificultad mucho mayor de adivinar el sentido de las sentencias que supuestamente realizan aquella interpretación. Pero si, en medio de la oscuridad, damos el sentido más obvio, y el único posible en realidad, a las frases que acabamos de ver, tenemos que vienen a decirnos cosas bastante simples y poco discutibles, que podemos sintetizar en los siguientes puntos: 1. Si hay posesión de estado, como hay en el caso, tiene legitimación activa para reclamar la filiación, por obra del artículo 131, quien posea un interés legítimo. 2. Es claro que el que se pretende padre está entre quienes tienen un interés legítimo, lo que viene avalado, por si fuera necesario argumentarlo, hasta por la Constitución misma. 3. En razón del artículo 134, una vez que admitimos que hay legitimación para la reclamación, tenemos que admitir que la hay también para la impugnación de la filiación contradictoria. Así pues, la única manera de que el párrafo que analizamos tenga un sentido en el contexto de la sentencia y no sea un puro obiter dicta de problemática justificación ahí, es en cuanto argumentación de la existencia, en quien se reclama
Rivero Hernández, al comentar esta sentencia, admite que “hubiera bastado invocar […] el artículo 131.1 CC y la posesión de estado de hijo”, pero se muestra muy de acuerdo con la doctrina que, yendo mucho más allá de lo que en el caso se plantea, sienta el Tribunal, doctrina que habrá de servir, en opinión de aquel autor, para facilitar “la posibilidad de una interpretación amplia, abierta, de ciertas normas estrechas, a veces demasiado estrechas para la amplitud de los principios constitucionales”
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
padre, del interés legítimo que el artículo 131 exige al que quiera reclamar la filiación dándose la correspondiente posesión de estado. Y si nos importa tanto recalcar esto, que, si no, no merecería apenas comentario, es porque vamos a ver de qué modo y con qué fin utilizará la jurisprudencia posterior este precedente. Mientras que en esta sentencia lo que se está diciendo es que hay buenas razones para sostener que en el padre se da el interés legítimo que el artículo 131 pide de quien haya de poder ejercer la acción de reclamación en caso de posesión de estado, el razonamiento posterior seguirá los pasos siguientes: 1. la sentencia que estamos comentando dijo que el padre poseía un interés legítimo y constitucionalmente avalado para reclamar la filiación y por eso se le admitió en el caso; 2. por tanto, la razón de tal admisión es la existencia de tal interés, y de ahí se sigue que siempre que el padre reclame, en ese interés está la base de su legitimación, haya o no posesión de estado y sea la filiación matrimonial o no matrimonial. O sea, un precedente se trae a colación contra el tenor de la ley. Y con el agravante de que en dicho precedente no se vulnera la ley sino que se aplica en sus términos al caso que se decide, que es un caso de posesión de estado. Pero no adelantemos acontecimientos. B. sentencia del 10 de marzo de 1988 Ante el caso, ahora, de reclamación por el sedicente padre biológico de la filiación extramatrimonial, sin posesión de estado, y la consiguiente impugnación de la filiación matrimonial inscrita, el Tribunal hace en esta ocasión un alarde de avaricia argumentativa, pues sólo invoca la supuesta claridad del tenor literal de los artículos 133 y 134, dando por obvio lo que, según estamos viendo, es tan oscuro; o tan claro, pero en el sentido contrario. Dice simplemente el Tribunal: Fuera de los supuestos de reclamación de filiación por la posesión de estado, la nueva normativa permite la impugnación de la filiación no matrimonial cuando falte ese estado, legitimando para ello tanto al hijo como al progenitor, como se desprende de la simple lectura de los artículos 133 y 134 en la redacción dada a los mismos por la Ley 11/1981, de 13 de mayo.
Nos hallamos ante un buen ejemplo de un uso inidóneo y argumentativamente deficiente de un argumento interpretativo, pues la decisión interpretativa se escuda en el tenor literal, en la mera interpretación literal, fingiendo que la
(cfr. Rivero Hernández. “Comentario a la sts de 5 de noviembre de 1987”, Cuadernos Civitas de Jurisprudencia Civil, n.º 23, septiembre-diciembre de 1987, pp. 5134-5135).
12. ¿Interpretación judicial con propósito de enmienda (del legislador)? Acerca de la jurisprudencia…
semántica determina dicha decisión, cuando o no hay tal determinación por ser el caso oscuro o, como nosotros más bien pensamos, nos dice justamente lo opuesto a lo que el tribunal nos quiere vender como tan evidente. C. sentencia del 19 de enero de 1990 Podría pensarse que esta sentencia no es relevante para el problema que nos ocupa. Y no sería relevante porque el asunto que se ventila es el de la reclamación por cinco hijos de declaración de filiación no matrimonial, cuestión para la que, a tenor del artículo 133, indiscutiblemente poseen legitimación activa. No estamos, por tanto, ante el caso al que atendemos, que es aquel en que la pretensión de que se declare la filiación no matrimonial, no habiendo posesión de estado, la ejerce el que se quiere padre. Ahora bien: contiene la sentencia dos afirmaciones generales que darán pie a la problemática invocación posterior como precedente. Es necesario citarlas por entero. Se dice en el fundamento tercero que El interés legalmente protegido justifica la legitimación y de ahí que tanto activa como pasivamente, lo puedan representar, como titulares, aquéllos a quienes afecte, bien para hacerlos valer ante determinada o determinadas personas o erga omnes, como para oponerse.
Y continúa en el párrafo siguiente: De este modo en los procesos de filiación, la legitimación viene reconocida activamente, a todos aquellos que pretenden una sentencia constitutiva mediante la declaración de la misma (artículos 131, 132, 133 del Código Civil), estando legitimados pasivamente, todos aquellos que tengan o pudieran tener interés en oponerse (artículo 140 del Código Civil).
¿Por qué resultará ese texto útil para los designios de la jurisprudencia posterior en nuestro tema? Porque se interpretará (y tal vez no sin razón, pues la hermeneusis de esta sentencia se torna nuevamente dificultosa) que aquí se afirma que la regla general y única que preside la regulación contenida en el Código a
Entre los tratadistas que defienden la solución contraria, afín a la que aquí propugnamos, se puede citar por ejemplo a F. Lledo Yagüe. Acciones de filiación, Madrid, La Ley, 1987, p. 131. En la cita de estos y otros textos jurisprudenciales hemos renunciado a colocar el sic que sería pertinente en tantas ocasiones en que la pulcritud expresiva y la consideración a la regla gramatical lo exigiría.
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
efectos de legitimación activa y pasiva en estos asuntos es la de la existencia de un interés legítimo, de modo que quien lo posea está por definición legitimado, al margen de cualquier otra consideración o de la variedad de situaciones en las que los artículos reparan. Se da así una nueva vuelta de tuerca a la orientación marcada en la sentencia que acabamos de comentar antes de ésta y va camino de perpetuarse un curioso razonamiento que sólo forzando la expresión podemos llamar interpretativo. D . s e n t e n c i a d e 23 d e f e b r e r o d e 1 9 9 0 Con esta sentencia el Tribunal avanza un trecho más en su propósito de desactivar el significado del artículo 133, aun cuando tampoco aquí estemos ante un supuesto al que sea éste el precepto aplicable. Sigue esa línea que va sentando hacia el futuro como precedente una doctrina que, sin embargo, no se forja ante casos que sean precedentes del que se quiere que más adelante con dicha doctrina se decida. El caso es el siguiente. Reclama la declaración de filiación quien había tenido con la madre del pretendido hijo una relación que culminó en embarazo y nacimiento de dicho hijo. La relación prosiguió tras el nacimiento y el niño se inscribió con el nombre del padre y los apellidos únicamente de la madre. Durante años compartieron la crianza del hijo y socialmente eran considerados sin excepción como padre y madre de él. Posteriormente la madre decide casarse con otro hombre y quiere que el niño se inscriba como hijo de éste y así se hace, a lo que el padre biológico se opone impugnando dicha filiación y solicitando que se declare judicialmente su paternidad. El Tribunal Supremo dará la razón al demandante y declarará la filiación que pretendía. ¿Con qué argumentación? Es ineludible citar por entero el fundamento segundo y último de esta sentencia: 1. La aparente antinomia entre los artículos 131 y 134 del Código Civil, ha de resolverse en el sentido de dar una interpretación amplia y de cobertura a este último hasta el punto de catalogarlo como verdadera excepción al primero, ya que el propio artículo 134, permite, sin paliativos, la impugnación de la filiación contradictoria en todo caso, expresión esta tan elocuente, que permite colegir que siempre que la acción de reclamación se ejercite por el hijo o progenitor, es factible la impugnación de una filiación contradictoria ya determinada, conviniendo así en la tesis favorable a que el progenitor no matrimonial pueda acogerse a lo establecido en el artículo 134, deviniendo avalada por el principio de veracidad biológica o en el de posesión del estado del hijo como no matrimonial para coincidir así con la realidad sociológica.
12. ¿Interpretación judicial con propósito de enmienda (del legislador)? Acerca de la jurisprudencia…
2. Esta tesis de legitimación del padre no matrimonial ha sido consagrada ya por la doctrina de esta Sala en su sentencia de 5 de noviembre de 1987, al entender que si se parte de la reconocida doctrina que configura la legitimación no sólo para el proceso, sino para la titularidad de la acción en defensa de un interés protegible, es indudable que este interés existe, como interés legítimo, protegido por la Constitución. 3. Conforme a estos postulados resulta evidente la legitimación del padre biológico, que le niega la sentencia de instancia, más aún cuando se da por supuesta la posesión de estado del hijo, procediendo, en consecuencia, la estimación de los dos últimos motivos del recurso, en que se denuncia la infracción del artículo 131 del Código Civil en relación con el 134, y de la sentencia de esta Sala de 5 de noviembre de 1987, casando la sentencia de la Audiencia y restableciendo el imperio de la de primera instancia.
Ahora desmenucemos el tema y los argumentos. Parece, aunque en la breve sentencia del Supremo no queda totalmente acreditado de modo expreso, que estamos ante un supuesto claro de posesión de estado, en este caso de posesión por el hijo del estado de hijo extramatrimonial del reclamante (al menos esto se antoja indiscutible si, como parece traslucirse, el reclamante presentó su demanda de modo inmediato a la cesación de la convivencia con la madre y el hijo). Si esto es así y una vez que parece que nunca se ha discutido que el padre es titular prácticamente por definición del interés legítimo a que alude el artículo 131, la legitimación activa del padre reclamante es incuestionable en virtud de este mismo artículo y con total independencia de que se trate de filiación matrimonial o extramatrimonial. Pero es indiscutible así la legitimación activa para reclamar la filiación; mas ¿y para impugnar la filiación legal preexistente, ya que hay una inscripción registral opuesta? Ahí la clave está en la relación que se establezca entre el párrafo segundo del artículo 131 y el artículo 134. Creo que la relación de dichos artículos es fácil de explicar, por encima de las oscuridades expresivas que al respecto ha cultivado la jurisprudencia. Veámoslo. El artículo 131 determina que en caso de posesión de estado puede reclamar la posesión cualquier persona con un interés legítimo. Y añade que tal reclamación no se admite cuando ello supone necesariamente la impugnación, por opuesta e incompatible, de una filiación legalmente determinada. Y el 134 dice que siempre que, conforme a los artículos anteriores, el hijo o un progenitor estén legitimados para la reclamación de la filiación, lo estarán también para la impugnación de la filiación contradictoria. La integración de ambas normas es sencilla y su lectura conjunta daría la siguiente regla en lo que se refiere a la legitimación en los casos de posesión de estado: cuando exista posesión de
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
estado, cualquier persona con interés legítimo tiene acción para que se declare la correspondiente filiación, salvo que ello suponga contradecir otra filiación legalmente determinada, en cuyo caso sólo estarán legitimados, y lo estarán para ambas cosas –la reclamación y la impugnación–, el hijo o el progenitor (padre o madre). Por tanto, cuando hay posesión de estado el padre estará legitimado siempre para la reclamación e impugnación, haya o no una filiación contradictoria legalmente declarada. Pese a que, a tenor de lo que llevamos dicho, no hay nada que cuestionar al fallo de esta sentencia en cuanto al respeto a las previsiones legales, supone un paso más en el deslizamiento jurisprudencial hacia la vulneración del contenido patente del artículo 133, debido al modo sumamente indeterminado y ambivalente en que se expresa. Esa indefinición se nota especialmente en las siguientes partes de aquel su texto que antes recogimos. 1. Comienza a insinuar que el artículo 134 funda que el progenitor no matrimonial puede en todo caso impugnar la filiación contradictoria, lo que sólo tiene sentido si en todo caso también puede ejercer la correlativa acción de reclamación de la filiación. 2. Abre la puerta a la idea de que la legitimación del padre no matrimonial puede tener dos fundamentos: el que le otorga el artículo 131, es decir, la posesión de estado, y el “principio de veracidad biológica”, que podría entrar en juego a tal fin cuando no se dé la anterior condición marcada por el 131[].
Crítico con ese razonamiento de la sentencia se muestra Rivero Hernández, si bien simpatiza con la ampliación al padre no matrimonial sin posesión de estado de la legitimación para reclamar (vid. F. Rivero Hernández. “Comentario a la sentencia de 23 de febrero de 1990”, en Cuadernos Civitas de Jurisprudencia Civil, n.º 23, abril-agosto 1990, pp. 480-481). Claramente parece que la pretensión es la de mantener que afirmar o negar la posesión de estado es irrelevante para la legitimación activa del padre reclamante y por encima de que estamos hablando de filiación no matrimonial, pues, en defecto de posesión de estado, surtiría el mismo efecto legitimador el principio de veracidad biológica. La posesión de estado es criterio legitimador sentado por el artículo 131, pero del fundamento del principio de veracidad biológica como apto para sobreponerse a la dicción del 133 nada se dice en esta sentencia. Puestos a defender a fondo tal principio y con dicha virtualidad, habría sido lo más sencillo echar mano del artículo 39.2 in fine de la Constitución (“La ley posibilitará la investigación de la paternidad”) y decir que su ratio es precisamente hacer que predomine la verdad biológica sobre cualquier otra consideración. Pero tal argumentación se toparía con dos problemas. Uno, que chocaría de modo demasiado abrupto con el tenor de las disposiciones del Código Civil que estamos viendo, pues si lo que importa, por imperativo constitucional, es el establecimiento de la verdad biológica por encima de cualquier otra cosa, a qué tantas distinciones en los artículos 131 y siguientes. Y dos, que el mismo artículo 39.2 de la Constitución nombra otras cosas, otros principios (particularmente el de protección de los hijos) que pueden contrapesar el de veracidad biológica y justificar precisamente el diferente trato legislativo de las distintas situaciones, tal como el Código hace (al respecto, recientemente, Bercovitz
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3. Se cita la sentencia antes reseñada del 5 de noviembre de 1987 en lo que se refiere a la idea de que es la existencia de un interés legítimo del padre, matrimonial o no, interés en sintonía con el principio de autenticidad biológica de la filiación, el que fundamenta el criterio de la legitimación del padre en cualquier caso, con matrimonio o sin él y con o sin posesión de estado. Que tal es la orientación de la sentencia y que a tal efecto parece querer sentar dicho criterio yendo más allá de lo que la solución del caso requería, ya que había quedado acreditada la posesión de estado y, por tanto, la legitimación tiene ahí su asidero, lo muestra a las claras el modo de expresarse: “Conforme a estos postulados resulta evidente la legitimación del padre biológico […] más aún cuando se da por supuesta la posesión de estado del hijo”. O sea, que la posesión de estado no sería el fundamento de la legitimación, sino una razón más que se suma a la otra, que es la principal. E. sentencia del 8 de julio de 1991 En esta oportunidad el caso es sencillo en cuanto a la conceptuación de los hechos: un pretendido padre extramatrimonial reclama tal filiación, no existe posesión de estado y la reclamación supone la simultánea impugnación de la paternidad legal, estando el hijo inscrito como del padre matrimonial. El juzgado de primera instancia desestima la pretensión por falta de legitimación activa del demandante, ya que no se da la posesión de estado que con arreglo al artículo 131 le habilitaría, único supuesto en que cabría la legitimación del padre extramatrimonial, pues para una situación tal el artículo 133 sólo legitima al hijo. Con ello quedaría impedida también la impugnación de la paternidad contradictoria, de conformidad con el artículo 134. Es muy
Rodríguez-Cano. “Comentario a la sentencia del Tribunal Constitucional de 16 de octubre de 2000”, en Cuadernos Civitas de Jurisprudencia Civil, n.º 54, octubre-diciembre de 2000, p. 1367). Por eso, porque semejante defensa abierta del puro predominio de ese principio parece atrevimiento excesivo y cuestionable con facilidad, incurre el Tribunal en el tan manido uso de insinuar, amagar y disimular. Y el disimulo aquí consiste en tratar de hacer ver que su conclusión se sigue también de los propios artículos del Código; eso sí, rectamente interpretados y razonados. Sobre la tendencia jurisprudencial a erigir la verdad biológica por encima de los requisitos procesales establecidos por los artículos 131 y siguientes se pronuncia en términos claros Quicios Molina, cuando dice que “da la impresión […] de que la acreditación de la verdad biológica al final triunfa sobre la comprobación de una formalidad que debería ser previa como es la comprobación de la legitimación para accionar” (S. Quicios Molina. “Legitimación activa del progenitor para reclamar la filiación no matrimonial según el Código civil [Comentario a la sts de 9 de mayo de 1997]”, en Derecho privado y Constitución, 11, 1997, p. 420). Pero recordemos (vid. supra) que en dicha sentencia de 1987 lo que se fundamenta es que en el padre concurre el interés que exige el artículo 131 cuando hay posesión de estado; no esto otro.
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
interesante la narración que se hace de esta sentencia del juzgado de primera instancia, porque muestra cómo en la sentencia del mismo se justifica dicha regulación legal y su respeto acudiendo a valores y principios que son también del máximo rango: la intimidad de la persona, la estabilidad familiar, en conformidad con el mandato constitucional de protección social y jurídica de la familia, razones por las que, se dice en la sentencia de instancia, se debe ser estrictos al conceder la legitimación activa. La Audiencia de Zaragoza desestimó la apelación presentada por el reclamante, aduciendo el mismo fundamento legal y abundando en los principios que sostienen la reglamentación del Código Civil. En particular, se acentúa que la regulación legal está informada por principios en tensión, pues si por un lado se consagra el de veracidad biológica, por otro se quiere proteger al hijo defendiendo la estabilidad de las relaciones de estado en que éste conviva y no dejando su cuestionamiento a voluntad de cualquier interesado. En suma, que el interés del padre no es el único interés cuya protección tiene justificación constitucional, legal y moral. En la sentencia que ahora glosamos, el Tribunal Supremo pone en juego esa llamativa táctica retórica, tan común en la jurisprudencia actual, de rechazar la solución claramente sentada por la ley alegando que dicha solución es fruto de una lectura excesivamente literalista, para luego pasar a fundar la opción opuesta con base en… el significado, generalmente descontextualizado, de una determinada palabra o partícula de una norma, con lo que el vicio de literalismo es aún mayor, sólo que, para más inri, como herramienta para esquivar el mandato del legislador y la más obvia ratio de la ley. Y la expresión que aquí permitirá tal juego es el “en todo caso” que se contiene en el artículo 134. Merece la pena detenerse en despiezar esta argumentación interpretativa que criticamos, para comprobar con qué sutiles desplazamientos y tenues maniobras se consigue desvirtuar el mandato legal. Comenta la sentencia uno por uno los artículos 131 y siguientes. Del 133, que dispone que en caso de filiación no matrimonial y falta de posesión de estado la legitimación activa corresponde al hijo durante toda su vida, se dice que inicialmente, cabe entender, que tal y como ocurre en el caso del litigio, cuando no existe esa posesión de estado, que es de donde parte la sentencia de la Sala, la acción habrá de asignarse, exclusivamente, al hijo por el momento, sin posibilidad de extenderla a persona alguna distinta [fundamento cuarto].
Con ese “inicialmente”, la puerta queda abierta a soluciones distintas de la que, hasta ahí, parece evidente. Y sigue:
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en el artículo 134 se prescribe que el ejercicio de la acción de reclamación conforme a los artículos anteriores (y por lo tanto abarcando también la filiación no matrimonial) que corresponde al hijo o al progenitor, permitirá en todo caso la impugnación de la filiación contradictoria, lo cual, puesto en relación con el artículo 113-2.º, ha de concluir a que no será eficaz la determinación de una filiación en tanto resulte acreditada otra contradictoria, cuyas sanciones en relación con el litigio, conducen a entender que el ejercicio de esta acción de reclamación provocará el simultáneo ejercicio de la impugnación de la filiación matrimonial que ostenta el hijo del matrimonio demandado.
A veces se está tentado de pensar que la oscuridad es también una deliberada estrategia para ocultar interpretaciones que más que determinaciones de significado son embates decisionistas. Hagamos cuenta de los argumentos que se contienen en el citado párrafo y del modo como se afirman o se deslizan las tesis que el Tribunal quiere. 1. Una simple coma puede ser determinante, como es obvio. Y, por lo mismo, la omisión de una coma puede tener más de retórico intento que de involuntaria errata. Repárese en el inicio de la frase con que comienza el segundo trozo del párrafo citado y compárese con el tenor exactamente literal del artículo 134. Este artículo dice: “El ejercicio de la acción de reclamación, conforme a los artículos anteriores, por el hijo o el progenitor […]”. El Tribunal dice: en el artículo 134 se prescribe que el ejercicio de la acción de reclamación conforme a los artículos anteriores (y por lo tanto abarcando también la filiación no matrimonial) que corresponde al hijo o al progenitor […]”.
Si en este texto ponemos las comas en el mismo lugar en que las sitúa el artículo de referencia, el “por lo tanto” no sale tan fácil. Las referidas comas del artículo 134 sostienen como interpretación más normal y menos forzada la que entiende que el “conforme a los artículos anteriores” quiere decir, “según lo regulado en los artículos anteriores”, “de conformidad con lo establecido en los artículos anteriores”, “respetando lo dispuesto en los artículos anteriores”… En cambio, la versión sin comas que hace la sentencia pretende que la expresión del artículo 134 es traducible a “los tipos de reclamación de que hablan los artículos anteriores”, que serían, entonces sí, la matrimonial y la extramatrimonial. Mientras el artículo 134, en la interpretación más evidente y que mejor deja a salvo la coherencia sistemática y valorativa del legislador, anuda una consecuencia al régimen sentado por los artículos precedentes, abarcando así un nuevo y más complejo supuesto fáctico, lo que la sentencia pretende es que dicho artículo deja sin efecto lo que transparentemente afirma el artículo
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
133. En suma, una cosa es el intento de huir del literalismo excesivo y otra, bien distinta, tergiversar la literalidad. 2. El siguiente dato que se ha de tomar en consideración es el ya mencionado “en todo caso”. Aquí, por contra, se trata de aferrarse a una expresión literal para invalidar la literalidad del conjunto normativo de los artículos 131 y siguientes. Comencemos jugando con un ejemplo en que esa expresión aparezca de modo análogo a como está presente en el artículo 134. Supongamos que en un sistema jurídico imaginario hay una regla (regla 1) que estipula que los hombres no podrán besar a las mujeres, salvo que o bien estén casados con ellas o bien las mujeres sean mayores de cuarenta años. Y supongamos que hay también otra regla (regla 2) sobre el mismo tema que dice que siempre que, conforme a la regla 1, un hombre pueda besar a una mujer, podrá en todo caso disponer de los bienes de ésta, si los tuviere. ¿Qué diríamos de la interpretación de estas reglas que sostuviera que conforme a la regla 2 todo hombre puede besar a cualquier mujer, esté casado con ella o no o sea mayor o menor de cuarenta años, siempre que la mujer tenga bienes? Pues creo que es fácil convenir en que sería una pura invención del intérprete, una regla de nuevo cuño con la que el hermeneuta suplanta las reglas 1 y 2 y consigue una situación normativa bien distinta de la que trazaban aquellas reglas con poco margen de duda. Pues, en mi opinión, la analogía es clara con el asunto que comentamos, y el veredicto el mismo: la jurisprudencia está inventando una nueva regla para dejar sin efecto el mandato del artículo 133. El “en todo caso” del artículo 134 (como el “en todo caso” de nuestro ejemplo ficticio) sólo puede tener el significado de “en todo caso en que quepa”, “en todo caso en que esté permitido”. En concreto, “en todo caso” en que conforme, es decir, de acuerdo con los artículos anteriores, el progenitor o el hijo pueden reclamar la filiación, pueden también impugnar la filiación contradictoria. Lo que resulta profundamente absurdo es pretender que el “en todo caso” signifique ahí “en todo caso” a secas, es decir, siempre y sin límite ninguno. Pues bien, en el párrafo que más arriba citábamos se ve en acción ese modo de razonar. El “en todo caso” del 134 se interpreta como “siempre” y al artículo se le da el sentido de que siempre el progenitor o el hijo pueden impugnar la
Y en nuestro ejemplo imaginario: en todo caso en que el al hombre le está permitido, conforme a la regla 1, besar a una mujer, le está permitido disponer de sus bienes. En nuestro ejemplo, “en todo caso” a secas, significando “siempre y sin límite ninguno”, equivaldría a entender que siempre que una mujer tiene bienes un hombre puede besarla y, además, disponer de sus bienes.
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filiación contradictoria, y como la impugnación de una filiación va estrechamente unida a la determinación de otra, pues se concluye que por esa razón siempre pueden el progenitor o el hijo reclamar la filiación, al margen de cualquier otra consideración del tipo de la que se contiene en el artículo 133. Y se remacha con un nuevo ataque a la alternativa supuestamente literalista: mas frente a esa versión literalista, puede hasta compartirse la versión más flexible de que la regla general al no especificar nada en contrario, del artículo 134, que habla que esa sanción opera en todo caso, posibilita que, cuando se ejercite la acción de reclamación conforme a los artículos anteriores, por el hijo o por el progenitor, se permitirá la impugnación de la filiación contradictoria, esto es, como entiende cierto sector de la doctrina, si se está legitimado para impugnar, en todo caso, la filiación contradictoria, también esta impugnación condicionará la habilitación para que se pueda ejercitar la acción de reclamación y, por supuesto, cabe admitir la prevalencia de este artículo 134 sobre el sentido restrictor de los antes referenciados en punto al artículo 133 [fundamento cuarto].
Son espectaculares los regates que este razonamiento hace al lenguaje y a la mismísima lógica, y más cuando, acto seguido, se concluye que de consiguiente, si por el juego de este art. 134 en relación con el 113-2.º, el ejercicio de la acción de reclamación conlleva necesariamente a reajustar la filiación contradictoria, en la idea de que si se reclama una de esta clase que pugne con la preexistente, es preciso, asimismo, impugnar esta otra, cabe entender que el ejercicio de dicha acción de reclamación, implícitamente supone también el ejercicio de la acción concurrente de impugnación de la filiación que se pretende, y que por lo tanto, por esa flexibilidad, es predicable la legitimación del progenitor de reclamación de filiación no matrimonial en mor del artículo 134.
O sea que mientras que el Código dice que en ciertos casos de legitimación de hijo y progenitor para reclamar, casos de legitimación que el mismo Código establece, se está legitimado también para impugnar, lo que la sentencia nos explica ahora es que para impugnar se está legitimado en todo caso tratándose de hijo o progenitor, de lo que se sigue que también se estará en todo caso para reclamar. Estamos en las antípodas de lo que tradicionalmente se llama la
Un ejemplo, de los tan frecuentes, en que el “por lo tanto” no expresa el paso a la una conclusión inferencialmente válida, sino un salto lógico retóricamente camuflado de conclusión. Hay otro curioso desajuste sistemático en ese planteamiento, desajuste que tiene que ver con otra cuestión procesal, como es la de los plazos que, por obra del artículo 137, rigen para la impugnación de la filiación y su relación con los que operan para la reclamación de la filiación, y en particular, en lo que nos interesa, con lo establecido para el caso de la reclamación no matrimonial y sin posesión de
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
interpretación lógica y que vela por que se elija aquella interpretación que no haga nacer una antinomia con otra norma del sistema; aquí es precisamente la
estado en el artículo 133, al decir que la correspondiente acción “corresponde al hijo durante toda su vida”. ¿Cómo se combina ese plazo de toda la vida con lo que dice el artículo 137? En el primer párrafo se lee que “La paternidad podrá ser impugnada por el hijo durante el año siguiente a la inscripción de la filiación. Si fuere menor o incapaz, el plazo contará desde que alcance la mayoría de edad o la plena capacidad legal”. Para añadir el párrafo siguiente del mismo artículo que “El ejercicio de la acción, en interés del hijo que sea menor o incapacitado, corresponde, asimismo, durante el año siguiente a la inscripción de la filiación, a la madre que ostente la patria potestad o al Ministerio Fiscal”. En caso de reclamación por el hijo de filiación extramatrimonial, no existiendo posesión de estado de esa filiación y existiendo legalmente una filiación matrimonial con su consiguiente posesión de estado, y puesto que según el artículo 113.2 reclamar una filiación fuerza a impugnar la existente contradictoria, ¿nos encontramos con que el plazo de toda la vida que da al hijo el artículo 133 para la reclamación se convierte en un plazo de un año desde la inscripción registral de la filiación matrimonial (o desde que el hijo cumpla la mayoría de edad o la plena capacidad legal), puesto que éste sólo deja dicho plazo a la acción de impugnación de la filiación inscrita y puesto que, como se ha dicho, esas dos acciones no pueden ejercerse sino unidas en un caso así? La respuesta correcta la viene dando la jurisprudencia del Tribunal Supremo, pero a base de resaltar lo obvio: que cuando hay reclamación de la filiación, la acción de impugnación de la opuesta a que se refiere el artículo 134 es accesoria de aquélla. Así lo dice por ejemplo la sentencia de 28 de noviembre de 1992, la cual, en un caso como el que comentamos, sostiene que “en cuanto ahora interesa […] la impugnación es accesoria de la reclamación por ser ambas contradictorias y no poder subsistir conjuntamente, y, por otro, que en modo alguno puede admitirse aplicar a la acción de reclamación como acción principal, el plazo de prescripción o de caducidad que señala el artículo 137 CC para la de impugnación”. Y así se había declarado ya, con idénticos términos, en la sentencia del 3 de junio de 1988 o la del 20 de diciembre de 1991 y otras anteriores. De acuerdo. Pero si en estas sentencias se admite con toda naturalidad y buen fundamento que la acción de impugnación a que se refiere el artículo 134 es accesoria de la de reclamación y opera cuando esta última quepa, ¿por qué en las sentencias que venimos observando dicha accesoriedad se convierte en protagonismo principal y, a efectos de legitimación activa, se da la vuelta a la situación y se convierte la legitimación general que supuestamente otorga este artículo para impugnar en determinante de la igualmente general legitimación para reclamar? En otras palabras, si en cuanto a la legitimación se quiere hacer del 134 no lo accesorio y referido sólo a la impugnación, sino lo general y referido tanto a impugnación como a reclamación, ¿por qué no ocurre igual con los plazos? O, aún formulado el interrogante de otra manera, ¿por qué la acción del 134 es accesoria de las acciones de reclamación de los artículos anteriores en cuanto a los plazos pero no es accesoria de lo mismo en cuanto a la legitimación activa? Sí se ha mostrado consecuente a este respecto, en cambio, la doctrina más autorizada. Así, Rivero Hernández, para quien “en el artículo 134 se contempla y regula una acumulación especial, en la que una pretensión –la impugnatoria– es accesoria de otra que se erige en principal –la reclamatoria–. Y ello porque el triunfo de la primera es un requisito previo para lograr el éxito de la segunda, que es la verdaderamente fundamentadora de esta acumulación, ya que es el ejercicio de la acción de reclamación el que ‘permitirá en todo caso’ la impugnación de la filiación contradictoria. Razón por la cual el régimen jurídico –legitimación activa, plazo de caducidad– a que se hallará sometida dicha acumulación será el de la acción de reclamación (lo que también se deduce de la remisión que el propio art. 134-2 C.c. hace a los artículos anteriores en los que se regula esa acción), y no el de la acción de impugnación, dato del que deriva toda su especialidad” (cfr. Rivero Hernández, en J. Rams Albesa y R. M. Moreno Flórez (coords.). Comentarios al Código Civil, ii, vol. 2.º, Libro Primero (títulos v a xii), Barcelona, Bosch, 2000, p. 1345). El mismo autor había señalado la práctica unanimidad doctrinal sobre esa accesoriedad de la acción de impugnación respecto de la de reclamación (cfr. Rivero Hernández. “Comentario a la sts de 5 de noviembre de 1987”, Cuadernos Civitas de Jurisprudencia Civil, n.º 23, septiembre-diciembre 1987, p. 396).
12. ¿Interpretación judicial con propósito de enmienda (del legislador)? Acerca de la jurisprudencia…
antinomia lo que se provoca forzando al artículo 134 a decir lo contrario de lo que dice el 133 o dejando éste apenas en nada. F. sentencia del 29 de abril de 1994 Es ahora una madre la que reclama frente al demandado la declaración de la filiación no matrimonial, no existiendo posesión de estado. Encontramos aquí un buen ejemplo del empleo de expresiones de refuerzo retórico (“es indudable”, “no es dudoso”) a la hora de sostener una interpretación que, como mínimo, es discutible. En efecto, cuestionada la legitimación activa de la madre con base en el artículo 133, la sentencia dice que La desestimación de este motivo es indudable ya que la legitimación activa y el evidente interés jurídico de la recurrida para reclamar la paternidad a favor de su hijo menor de edad deriva no sólo de una inequívoca relación de naturaleza moral y física, sino del derecho positivo vigente y de la jurisprudencia de esta Sala. Así las sentencias de 5 de noviembre 1987, 10 de marzo 1988 y otras sientan claramente la legitimación ‘ad causam’ basada en los artículos 133 y 134 del Código Civil para reclamar la filiación extramatrimonial por partir del supuesto de paternidad biológica, declarándose expresamente la legitimación de la madre, de acuerdo con el artículo 134 del Código Civil, del que deriva o se reconoce el interés legítimo protegido por la Constitución (artículo 39). No es dudoso que el precepto legal civil sustantivo mencionado incluye la acción de reclamación tanto a favor del hijo como del progenitor, en este supuesto la madre, sin hacer distinción ni exclusión alguna en caso como el ahora debatido, sin perjuicio de lo dispuesto en el párrafo primero del artículo 133 para que durante toda su vida pueda el hijo reclamar su filiación no matrimonial [fundamento segundo].
Esta argumentación merece un análisis en detalle, tanto de cada una de sus piezas o partes como del modo en que se presentan y articulan. La legitimación activa de la recurrente (y su interés jurídico, si bien este concepto no es en este caso relevante a tenor de las normas aplicables) es fundamentada en tres consideraciones, por este orden:
Resulta curiosísimo que la panoplia de posturas no se limite a mantener que sólo el hijo tiene legitimación activa en el supuesto problemático que analizamos o que la tienen el hijo, el padre y la madre. Hay quien sostiene también que en el proceso de reclamación de filiación no matrimonial sin posesión de estado los legitimados activamente son sólo el hijo y el padre (Aparicio Auñón. Ob. cit., p. 4048). Se nos escapa por completo cómo se puede sustentar esa opción que no se apoya ni en la dicción del artículo 133 ni en la “alternativa” del 134, salvo que se interprete que en éste la expresión “el progenitor” se refiera sólo al progenitor masculino, lo cual no parece muy de recibo desde ningún punto de vista que pueda contemplarse ni, desde luego y como estamos viendo, ha sido mantenido por la jurisprudencia. En términos idénticos se expresa la sentencia del 22 de marzo de 1999.
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
1. En “una inequívoca relación de naturaleza moral y física”. Pese a lo supuestamente inequívoco de la tal relación, nos queda la duda de a qué se refiere y, sobre todo, el enigma de su relevancia como argumento en este contexto legal y por relación a qué precepto. 2. En el derecho positivo vigente. Ahora bien: el veredicto del derecho vigente, presuntamente tan claro, se hace derivar de su interpretación jurisprudencial. 3. En la jurisprudencia anterior, que ligaría la interpretación que se defiende como indiscutible a la primacía de la paternidad biológica y a ésta con la Constitución y su reconocimiento de un interés legítimo al respecto. Pero ¿en qué queda esa argumentación si se pone en duda qué signifique esa “inequívoca relación de naturaleza moral y física” o se pide que se pondere con otras consideraciones morales; si se discute, como hacemos aquí, la evidencia y el acierto de dichos precedentes jurisprudenciales (repárese, además, en que una de las dos sentencias invocadas es la del 10 de marzo de 1988, antes vista y que destaca por su nula fundamentación de la posición que adopta) y si la correspondencia pretendida entre los artículos del Código Civil que vienen a cuento, los intereses prioritarios y los valores constitucionales se cuestiona desde otra secuencia que vincule tales artículos con otros intereses y otros principios constitucionales? Pues pasará, como mínimo, que la tan subrayada evidencia e indiscutibilidad se torna en oscuridad y duda. Es digna de atención la manera en que esta sentencia salva el sentido del artículo 133 al interpretar que éste tiene su razón de ser en señalar que la legitimación del hijo para reclamar la filiación no matrimonial, cuando no hay posesión de estado, es para toda la vida. Con ello no estaría este precepto definiendo quiénes están legitimados activamente en ese supuesto, sino fijando que si es el hijo el reclamante, no tiene plazo. Porque lo que es la legitimación activa, según esta interpretación, quedaría establecido por el artículo 134, que la otorgaría a hijos y progenitores en cualquier caso. Pero con una interpretación así se da un paso más en el atentado contra la sistemática, la coherencia y la razón de ser de esta sección del Código Civil. Veamos por qué. Si la regla general que se ve contenida en dicha sección es que la acción no caduca cuando la ejercen por sí el padre, la madre o el hijo, ¿qué sentido tiene que el artículo 133 se dedique nada más que a resaltar esa no caducidad respecto del hijo? Es más: pierde sentido también la diferenciación con el 132,
Así, por ejemplo, V. Cortés Domínguez, V. Gimeno Sendra y V. Moreno Catena. Derecho procesal civil. Parte especial, Madrid, Colex, 2.ª ed., 2000, p. 182.
12. ¿Interpretación judicial con propósito de enmienda (del legislador)? Acerca de la jurisprudencia…
que declara imprescriptible la acción de padre, madre e hijo cuando la filiación que se reclama es matrimonial. Nos encontramos nuevamente ante una perplejidad sistemática: si tanto en el caso de filiación matrimonial como en el de no matrimonial la legitimidad la tienen el padre, la madre y el hijo y en ambas situaciones, además, la acción es imprescriptible, ¿por qué liga el artículo 133 la legitimación activa del hijo a la imprescriptibilidad de la acción durante toda su vida? Lo único que salva la coherencia sistemática y la razón de ser del artículo 133 es un argumento a sensu contrario referido a uno u otro de sus dos aspectos. Es decir: 1. o está diciendo el artículo 133 que sólo el hijo tiene legitimación activa en el supuesto que contempla (filiación no matrimonial), interpretación que la jurisprudencia rechaza y nosotros defendemos; 2. o está diciendo que sólo la acción del hijo, cuando se trate de filiación no matrimonial y sin posesión de estado, es imprescriptible, con lo que las de los otros tendrán plazo, y quedaremos en la duda de qué plazo será ese y cómo y dónde se determina. Como esto último suena absurdo y no se plantea, queda sólo la opción 1 como manera de evitar el otro sinsentido: el de tener que presuponer un legislador absolutamente antisistemático, incoherente, caótico, redundante y con serias dificultades expresivas. Casi un legislador estúpido. G . s e n t e n c i a d e l 24 d e j u n i o d e 1 9 9 6 Estamos otra vez ante la reclamación por el pretendido padre biológico de la declaración de filiación no matrimonial, sin que se acredite posesión de esta-
También la rechaza alguna doctrina. Así, Baeza Pastor, siguiendo a Herrera Campos, dice que el artículo 133 no significa que sólo el hijo tenga la legitimación activa, sino simplemente afirma que éste la tiene y deja abierto si la tiene alguien más (A. Baeza Pastor. “Las acciones de reclamación de la filiación. Estudio en particular de la legitimación del padre biológico en las reclamaciones de paternidad extramatrimoniales”, en Revista General de Derecho, lxvii, n.º 564, 1991, p. 7106). Pero si aceptamos que cuando una norma atribuye legitimación, poder o competencia, por ejemplo, no la atribuye en exclusiva a quien menciona, sino que menciona sólo a ciertos sujetos a título de ejemplo o ratificación, nos encontramos que toda legitimación, poder o competencia puede ser de cualquiera, por ser la enumeración abierta, salvo que la norma diga expresamente que única y solamente pertenece a los que se citan. Todo un desorden jurídico, por tanto. Por ello creo que tales enumeraciones se deben, como regla general, entender como cerradas, salvo que con muy buenas razones sistemáticas se acredite lo contrario. La interpretación en los términos que defendemos puede verse por ejemplo en M. de la Cámara Álvarez. “Comentario a los artículos 108 a 141 del Código Civil”, en M. Albaladejo (dir.). Comentarios al Código Civil y Compilaciones Forales, tomo iii, vol. 1.º, Madrid, Edersa, 1984, p. 764, donde mantiene este autor que “el artículo 133 […] reserva la acción exclusivamente al hijo y, excepcionalmente, a sus herederos”.
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
do. En primera y segunda instancia la demanda es rechazada por carencia de legitimación activa del reclamante en virtud del artículo 133. El Tribunal Supremo se remite a su jurisprudencia anterior para afirmar que el artículo 134 extiende al progenitor, aun en el caso en que no haya posesión de estado, el ejercicio de la acción de reclamación de la filiación no matrimonial, y dice que en tal acertada jurisprudencia se contrapone “una mera versión literalista con otra más flexible y amplia que es la aceptada”. Y manifiesta el Tribunal que con ello se está haciendo una “interpretación sistemática” (fundamento segundo). Es citado el mismo párrafo que recogimos de la sentencia comentada en el apartado anterior. La cita de un extenso trozo de dicha sentencia y otro de la del 23 de febrero de 1990 permite al Tribunal en esta ocasión dar por suficientemente fundados y establecidos los argumentos que avalan la legitimación activa del padre no matrimonial y sin posesión de estado, sin que se sume ningún nuevo argumento. Acabamos de ver que la jurisprudencia que reseñamos llega a sugerir que su postura está respaldada por lo que sería una interpretación sistemática de los preceptos en juego. Pero importa mucho tomar nota de que es en la idea de sistema y en la consiguiente de interpretación sistemática donde se obtiene uno de los argumentos más potentes y radicales contra dicha orientación. En efecto, si las cosas son como aquella jurisprudencia pretende, tendríamos que el Código incurriría en el defecto de usar dos normas distintas para diferenciar entre dos situaciones diversas pero a las que se anuda la misma consecuencia, pues lo que hay de diverso es irrelevante ya que en nada hace cambiar dicha consecuencia jurídica, ligada a lo que es común. Me explico. El 132, como ya sabemos, regula la legitimación activa en los casos de falta de posesión de estado y filiación matrimonial, y el 133 la legitimación activa en los casos de falta de posesión de estado y filiación no matrimonial. Pues bien, si, como quiere la referida jurisprudencia, en ambas situaciones la legitimación corresponde al hijo, al padre y a la madre, tenemos que preguntarnos, perplejos, por qué introdujo el legislador una diferenciación irrelevante, que no influye en nada sobre la consecuencia jurídica, como es la diferencia entre filiación matrimonial y no matrimonial, cuando lo único que cuenta es la no posesión de estado. Pues cuando no hay posesión de estado, la legitimación activa la tendrían los tres sujetos que hemos dicho –según la doctrina que criticamos– con lo que el carácter matrimonial o no de la filiación no importaría para nada y su mención es totalmente ociosa; y más ocioso, en consecuencia, es gastar dos artículos en lo que se podría haber dicho en uno. Porque, entonces, las situaciones posibles con relevancia no serían tres, sino dos: posesión de estado, con la consecuencia de legitimación activa
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de “cualquier persona con interés legítimo” (art. 131), y falta de posesión de estado, con la consecuencia de legitimación de padre, madre e hijo. Pero hay más en la misma dirección. Si la diferencia entre la filiación matrimonial a que se refiere el artículo 132 y la no matrimonial de que habla el artículo 133 es totalmente intrascendente para lo que ahí se trata e importa, que es la legitimación activa, ¿por qué incurrió el legislador, entonces, en el absurdo totalmente antisistemático y antieconómico, de repetir en ambos preceptos un párrafo segundo que dice exactamente lo mismo? Es decir, ¿por qué establecer dos veces un trato común a lo que ya de por sí es perfectamente común y coincidente, de modo que bastaría decirlo una sola vez? H. sentencias del 30 de marzo d e 1 9 9 8 y e l 1 9 d e m ay o d e 1 9 9 8 También aquí estamos, en la primera, ante el pretendido padre biológico que pide declaración de filiación extramatrimonial, impugnando al tiempo la filiación paterna contradictoria del padre registral. Una vez más, el núcleo del problema que nos interesa es el de si tiene el demandante legitimación activa, no existiendo en el caso posesión de estado. Y, de nuevo, tras mencionar que “la jurisprudencia de esta Sala ha tendido a la ampliación de la legitimación activa”, enumera la sentencia las decisiones anteriores con esa orientación y recoge sus más significativos argumentos, en particular de la que acabamos de ver. Ninguna razón nueva se agrega aquí tampoco y se dan por acreditadas y buenas las que respaldan la respuesta afirmativa a la pregunta por la legitimación. La seguida trata de idéntico problema y repite sin variación las razones de las anteriores, pero tiene un voto particular absolutamente claro, terminante y acertado, a nuestro juicio. La sentencia sólo tiene de particular el intento de dotar de un nuevo argumento a la interpretación llamada antiliteralista, de la que se dice que “dicha actuación hermenéutica llevaría una transgresión del derecho fundamental de la tutela judicial efectiva que proclama el artículo 24.1” (fundamento segundo). Como si respetar la ley que establece algún límite o restricción a una legitimación procesal supusiera sin más y per se un atentado al derecho constitucional a la tutela judicial efectiva. Razonamiento fácilmente reducible al absurdo, pues, según eso, habría que anular por inconstitucional (o desobedecer judicialmente, cosa que parece más del gusto de nuestra magistratura y de mucha doctrina que, para colmo, suele tenerse por progresista) toda norma procesal que no diga que todos tienen siempre y sin límite ninguno derecho a toda actuación procesal de cualquier índole. El artículo 24 CE pasa así a ser el superderecho
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
fundamental, un absoluto constitucional ante el que palidece cualquier otro derecho, principio o valor. El voto particular, tan rotundo y contundente como breve en su expresión, pertenece al magistrado Gullón Ballesteros. Su mera lectura hace ocioso el comentario: “[…] es clara la letra y espíritu del art. 133 CC en el sentido de negar acción de reclamación de la filiación no matrimonial al progenitor, y así lo ha entendido la doctrina más autorizada. El art. 134 CC no puede entenderse como contradictorio, o al menos causante de dudas sobre la interpretación del artículo anterior, pues se refiere al ejercicio de una acción ‘conforme a los artículos anteriores’, es decir, que comprende el art.133, en modo alguno otorga una legitimación activa al progenitor a quien se le niega el anterior”. Y prosigue: “El ‘en todo caso’ claramente lo conecta el art. 134 con uno de los efectos de la acción de reclamación; cuando se ejercite ésta, ‘en todo caso’, o sea, siempre, se permite la impugnación de una filiación contradictoria. Si se quiere decir de otra manera, cuando se pueda reclamar la filiación. En consecuencia, no existiendo legitimación activa para ello, huelga buscar toda cobertura en el artículo 134 CC”. I. sentencia del 20 de junio de 2000 Nuevamente es quien se pretende padre el que reclama la declaración de filiación no matrimonial, no dándose posesión de estado. Lo que la sentencia expone sobre nuestro tema es una síntesis de los argumentos ya consolidados, a los que se añade, con un protagonismo secundario, alguno nuevo y ciertamente curioso. Lo primero se deja ver cuando se afirma que “La jurisprudencia más reciente de esta Sala consolidó el reajuste interpretativo de los artículos 131, 133 y 134”, reajuste que ya habían iniciado otras sentencias desde 1987, sentencias de antes y ahora “que establecen y reconocen la legitimación del padre en los casos de filiación no matrimonial, al superarse la literalidad del art. 133 CC que atribuye sólo legitimación al hijo, para decidirse por una interpretación más flexible, la que resulta más acomodada a los principios y filosofía de la institución de la filiación, como a su finalidad y toda vez que el art. 134 CC legitima, en todo caso, al progenitor para impugnar la filiación contradictoria, también le está habilitando para que pueda ejercitar la acción de reclamación de filiación extramatrimonial. Tal legitimación ha de ser entendida no sólo para el
Los dos párrafos que vamos a recoger literalmente de esta sentencia son idénticamente reproducidos, entrecomillados, por la sentencia del 2 de octubre de 2000, la cual, por tanto, resuelve en ese mismo sentido.
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proceso, sino también para la titularidad de la acción de defensa de un interés protegible y este interés existe y se presenta legítimo en casos como el presente en relación de padre biológico”. Vale la pena, una vez más, parar mientes en la panoplia de argumentos que en este párrafo se aúnan. 1. Reconoce el Tribunal, posiblemente de modo un tanto inadvertido, que “la literalidad” del artículo 133 tiene un contenido inequívoco, consistente en atribuir la legitimación en exclusiva al hijo. 2. Admitido lo anterior, habrá que explicar por qué se considera adecuado decidir contra el tenor literal y su significado inequívoco. Una tal decisión, Rivero manifiesta su desacuerdo con el contenido del artículo 133 que nos ocupa. Que en el caso en ese precepto referido le quede vedada al padre o a la madre la acción de reclamación le parece a este autor “sumamente censurable”, porque de ese modo queda “en muchas ocasiones a capricho del hijo decidir el cómo y el cuándo determinar su verdadera filiación” (en Rams y Moreno. Ob. cit., p. 1325). Esta es su opinión respecto del contenido del precepto, contenido cuya claridad no discute (ibíd., 1324) y del que admite que “es una cuestión de política legislativa, que depende de los principios que informan cada sistema jurídico de filiación y de la concepción más o menos estrecha o amplia que el legislador tenga de la relación paterno-filial” (ibíd. 1324). Hasta ahí nada que objetar: se reconoce que la opción tomada por el legislador es constitucional y legítima, aunque se manifiesta el desacuerdo personal con ella. Lo que ya no parece tan justificado es el paso siguiente, pues de su opinión de que, por la razón apuntada, “debería admitirse la posibilidad de que el progenitor reclame su paternidad o maternidad” aun cuando no haya matrimonio ni posesión de estado, da el salto a la siguiente afirmación, que se nos antoja fuertemente cuestionable: “Por ello debe propugnarse, como hace la doctrina más autorizada, una interpretación correctora e integradora del artículo 133 C.c. que admita la legitimación del progenitor no matrimonial para reclamar su propia paternidad o maternidad” (ibíd., 1325. Así se manifestaba este autor también en 1991: Rivero Hernández. “De la paternidad y filiación”, en Comentario del Código Civil, t. I, Madrid, Ministerio de Justicia, 1991, p. 133, donde invoca en favor de su propuesta la no discriminación de los progenitores no matrimoniales y el artículo 24 i CE). Y la pregunta sólo puede ser, nuevamente, la de quién o qué legitima al intérprete para enmendarle de tal modo la plana al legislador, para “corregir” sus mandatos. El mismo autor utiliza esta descarnada expresión en otro trabajo, donde admite que el Tribunal Supremo en estos temas viene “enmendando la plana al legislador y saltándose los artículos 131 y sigs. CC”, cosa que, sin embargo, aprueba Rivero de modo entusiasta y sustenta en principios constitucionales (cfr. Rivero Hernández. “Comentario a la sentencia de 8 de julio de 1991”, en Cuadernos Civitas de Jurisprudencia Civil, n.º 27, septiembrediciembre 1991, p. 836). Con alabanzas a la jurisprudencia por haber superado las rigideces formales en este tema y haberse inclinado por “lo auténtico” y “el triunfo de la verdad real”, puede verse también F. Rivero. “La tensión formalismo-realismo en los procesos de filiación”, en Poder Judicial, 2.ª época, n.º 13, marzo 1989, pp. 110 y ss. La misma cuestión podríamos plantear ante la postura que manifiesta Quicios Molina. Esta autora se declara contraria tanto a la solución del artículo 133, que considera muy clara y transparente en su literalidad (vid. ob. cit. pp. 432, 434), como a la tesis opuesta, esto es, otorgar legitimación activa en todo caso al progenitor no matrimonial. Opina que el artículo 133 contiene un injustificado trato discriminatorio y que la solución debe provenir de sopesar en cada caso los dos principales principios en pugna, el de verdad biológica y el de protección del interés del menor. Su propuesta, por tanto, se encamina a la defensa de la decisión casuística que pueda no ser respetuosa con el dictado legal, y su crítica a la jurisprudencia establecida se basaría precisamente en su carácter generalizador (en el sentido contrario al precepto) y no suficientemente casuístico. Nos hallamos, pues, ante una abierta opción en favor de
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
que algunos nos atreveríamos a calificar de contra legem, y que la sentencia tilda nuevamente como “interpretación más flexible”, va a ser legitimada mediante la idea de que por encima de la semántica de los enunciados legales y con superior jerarquía están otras cosas, tales como principios, valores, fines, etc. En concreto, vemos que la sentencia recurre a los principios, filosofía y finalidad de la institución de la filiación. ¿Estaríamos dispuestos a hacer un principio de validez general de ese que dice que sobre la dicción de la ley y sus significados más evidentes prevalece la filosofía de las instituciones, de modo que el juez deba atender antes a ésta que a aquélla? Porque quien en esto cambie su respuesta según el caso, se delata parcial y proclive a hablar de la feria según le vaya en ella. 3. Pero como lo anterior suena a reconocimiento palmario e indeseado de activismo judicial, viene de inmediato una marcha atrás que contradice lo que se manifestó en el punto 1, pues se acaba pretendiendo que es la dicción del artículo
una jurisprudencia atenta sólo a la justicia del caso concreto, que casuísticamente ponderaría aquellos dos principios y que se despreocuparía de la compatibilidad con la ley de la solución así hallada en sede de equidad. Oigamos los términos más significativos de tal propuesta: “Abortada, creo, cualquier excusa justificativa, aparece el principio de igualdad claramente conculcado en perjuicio de los progenitores no matrimoniales, lo que sirve como argumento para respaldar, siempre que se sopesen adecuadamente los respectivos intereses del hijo y del progenitor porque la restricción de la legitimación para accionar puede estar justificada en algunos casos, y a la espera de un pronunciamiento constitucional o de una reforma legislativa, la jurisprudencia ya citada que, en materia de legitimación activa del progenitor no matrimonial, desborda los límites fijados por el tenor literal, y puede que también el espíritu, de la ley” (ob. cit., p. 438). Una auténtica llamada al casuismo, la equidad, la justicia del caso concreto, aun contra legem, se contiene en un trabajo de C. Prieto Fernández (“El interés del hijo en los procesos de filiación: un interés de carácter preferente”, en Actualidad Civil, 1991, marginal 137 y ss. Vid. especialmente marginal 142143) en el que se glosa un caso que, sin embargo, hallaría la misma solución que se propugna mediante el simple respeto al contenido literal claro de los preceptos que nos ocupan. Lo que ocurre es que se prefiere invocar la equidad antes que la claridad, para dejar a salvo que en otras ocasiones aquélla se imponga a ésta. Siempre latirá en el fondo la duda de hasta dónde llega la flexibilidad posible de una interpretación para que siga siendo tal y no mera creación de una norma nueva que suplanta a la norma legalmente establecida; o, expresado de otra forma, cuándo podemos temer que una norma, de tanto doblarla por ser flexible, se ha roto, lo que en derecho significa que ha sido vulnerada. En nuestro asunto, usa el término adecuado Bercovitz cuando explica que la interpretación “correctora” que el Tribunal Supremo ha impuesto “supone dejar prácticamente sin contenido el artículo 133, párr. 1.º CC: equivale a una derogación del mismo basada en la primacía de la Constitución” (énfasis nuestro), y refuerza tal opinión afirmando que esa jurisprudencia no se puede apoyar en una interpretación literal, ni sistemática, ni finalista, ni histórica (Bercovitz Rodríguez-Cano. Ob. cit., p. 1364). Como si la de la filiación fuera una institución cuyos fines y filosofía resultaran evidentes para cualquiera y al margen de las ideologías y creencias que cada uno profese. Es más: la labor del legislador al reglamentar cualquier institución, y con mayor razón una sujeta a tanta posible discrepancia ideológica y filosófica como ésta, se explica y se justifica justamente como medio para sentar una regulación sustraída a los vaivenes ideológicos de las personas, los grupos y, en particular, de los jueces de turno.
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134 la que claramente respalda la legitimación activa del padre. Curioso ardid también éste de hacer lo oscuro (el art. 134) claro y lo claro (el art. 133) irrelevante. Además, en los términos de ese razonamiento se estaría forzando una antinomia entre esos dos preceptos, cosa que no parece despertar excesiva inquietud. 4. En ese ir y venir entre la letra y los principios para quedarse donde más convenga después de aparentar que todo se ha transitado debidamente, se procede luego a traer al caso la noción de interés legítimo de la parte como razón válida para alterar el juicio legislativo sobre dicho interés. Si el interés es protegible, parece que se nos dice, ese carácter impera sobre la decisión legislativa de no protegerlo. Y el interrogante entonces sería el de qué cosa que no sea la norma positiva hace jurídicamente protegible un interés, hasta el punto de que tal naturaleza pesa más que la legalmente atribuida. Mas no se para ahí la sentencia y aún suma algún otro argumento, cuando dice que La verdad biológica no puede dejarse de lado y conforma la efectiva verdad material y, a su vez, también ha de tenerse en cuenta el derecho natural y, por ello, el interés justificado que asiste a los hijos de saber y conocer quién es su padre y se presenta como encuadrable en tutela judicial efectiva que a los mismos ha de otorgársele por integrarse en la moral-jurídica y normativa constitucional (art. 39), e incluso resulta necesaria para la determinación genética y puede ser vital para preservar la salud. La ocultación de tal situación resulta casi siempre perjudicial por el daño que se le puede ocasionar al menor, al imponerle una vida de encubrimiento y mentiras que a la larga suele cobrar su tributo siempre negativo y sin perjuicio de que, como dice la S. 18 Dic. 1999, el hijo menor pueda impugnar la paternidad declarada cuando alcance la mayoría de edad, a lo que le autorizan los artículos 137 y 140 CC.
Sigamos con el análisis. 5. La invocación del derecho natural posiblemente no merece más consideración que la de ser una no muy meditada floritura. Aunque, como cuestión teórica para consumir entretenidamente algún tiempo, es tentador preguntarse qué diría el derecho natural de la reclamación de declaración de filiación por parte del padre no matrimonial que, como a menudo ocurre, simultáneamente implica impugnar la filiación matrimonial legalmente establecida. Si resulta que lo que la sentencia mantiene es lo que demanda el derecho natural hoy en día, tenemos que, o bien mucho cambia el derecho natural, lo cual resulta autodestructivo para el valor del mismo, o bien habremos de reconocer que la inatacable presunción de filiación matrimonial que se contenía en el Código
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
Civil antes de las reformas postconstitucionales era contraria a derecho natural. Perplejos se quedarán con esto los civilistas del tiempo de Franco, por ejemplo, y si es que alguno hubiere. En cualquier caso, nos complace comprobar que el derecho natural ha comenzado a sintonizar con la biología, después de tantos siglos de desencuentro. Convendría seguir explorando esa vía; seguro que tendríamos sorpresas. 6. Parece que la verdad biológica se ha tornado en supraprincipio en esta materia y fundamento del interés y del correspondiente derecho que en todo momento asiste al hijo para conocer quién sea su verdadero padre. No discutimos la gran relevancia de este principio, sino su prevalencia absoluta, capaz de eximirle de ser ponderado con otros principios que puedan venir al caso, y capaz de operar como justificación de la enmienda del juez al legislador. Además, si es tal la importancia y primacía de aquel principio, habrá que concluir que acabará viéndose reñido con otras restricciones, como la presente en el artículo 127.2, donde se dice que “El juez no admitirá la demanda si con ella no se presenta un principio de prueba de los hechos en que se funde”. Se nos dirá, y estaremos de acuerdo, que detrás de ese precepto está la necesaria consideración de la
En el artículo 108, que disponía que se presumían hijos del marido, sin admitirse prueba en contrario, los nacidos de su mujer después de los ciento ochenta días siguientes a la celebración del matrimonio y antes de los trescientos de su disolución o separación conyugal, salvo que se demostrara la imposibilidad física del acceso carnal de los esposos en los primeros ciento veinte días de los trescientos que hubieran precedido al nacimiento del hijo. Ni siquiera la demostración con pruebas biológicas podía atacar esa asignación legal de paternidad marital. En palabras de Quicios Molina, “que la investigación de la paternidad, si el sujeto activo es el progenitor, no sea un principio absoluto, implica que puedan estar justificadas restricciones a la misma, como la limitación de la legitimación para accionar en determinados supuestos en los que deban salvaguardarse, por ser más dignos de protección, los intereses del hijo” (ob. cit., p. 434). Menciona esta autora su opinión de que es la protección del interés del hijo “el principio que verdaderamente debe ser […] el contrapeso del principio de verdad biológica” (ibíd., 434). Igualmente Carbajo González hace ver que el principio de verdad biológica no tiene estatuto de “imperativo, absoluto ni unívoco”, lo que explica limitaciones contenidas en el Código Civil, como las procesales, o que se consagre a veces como verdadera e incontestable una filiación no biológica, como es la adoptiva, etc. (vid. Carbajo González. Ob. cit., p. 92). Y Díez-Picazo y Gullón señalan que “Las ideas cardinales que inspiran la regulación de esta materia oscilan entre dos polos, que son: el derecho a la averiguación y al establecimiento de la verdad biológica, que tiene que llevar a una ampliación del ámbito de las personas facultadas para ejercitar las acciones, y el deseo de preservar la paz de las familias, reduciendo para ello las posibilidades de modificación del statu quo y poniendo coto a la proliferación de este tipo de demandas, especialmente en aquellos casos en que para ponerlas en pie es necesario hurgar en los secretos de las familias y revelar conductas desconocidas u olvidadas” (ob. cit., p. 275). Resulta llamativo y merece ser resaltado que la misma Sala de lo Civil del Tribunal Supremo en alguna ocasión reciente ha relativizado su propia línea decisoria y sostenido el carácter no absoluto del principio de verdad biológica, pero lo ha hecho en un caso que no resolvía por la vía del artículo 133, sino del 131, por existir posesión de estado, con lo que no se sienta un precedente contrario a la orientación decisoria que venimos viendo y las afirmaciones del Tribunal no tienen más valor que el de un co-
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seguridad jurídica en varias de sus manifestaciones. Pues ciertamente, pero entonces tenemos un primer ejemplo de lo que estamos afirmando, esto es, de que el principio de verdad biológica no es absoluto, sino que el legislador lo ha ponderado y matizado con y desde la consideración de otros principios y valores. E insisto, así lo ha hecho el legislador, y no consta que se haya declarado la inconstitucionalidad de los preceptos que estamos viendo.
mentario incidental o un curioso obiter dicta. Pero véase de qué modo las razones así expresadas, en la sentencia de 28 de mayo de 1997, desmontan y atacan los argumentos sostenedores de la jurisprudencia sobre el 133: “las normas sobre filiación, junto a la búsqueda de la verdad material a través de medios de prueba, tiene como contrapunto la preservación de la paz familiar, por ello el Código establece limitaciones en orden a la legitimación para interponer acción de filiación (vid. artículos 127, 131, 133, etc.), exige acompañar a la demanda principio de prueba de los hechos (artículo 129 del Código Civil), establece plazos de caducidad para su ejercicio (artículos 132, 133, 136 y 137 del Código Civil) que no existirían si fuere la verdad material el bien jurídico protegido” (fundamento 1.º). Añade que “no es verdad absoluta entender que el bien del menor está en la obtención de una declaración de filiación paterna y materna” y recalca expresamente que “la reclamación de filiación extramatrimonial sólo la puede instar el padre cuando goce de la posesión constante de estado”. No se le escapa al redactor que de esa forma se desautoriza la jurisprudencia establecida, por lo que intenta salvar la justificación de ésta aduciendo, muy poco convincentemente, que en los respectivos casos el Tribunal “tuvo en cuenta determinadas y estrictas situaciones concretas y así valoró en algún supuesto que frente a la petición de paternidad, la madre mostraba su conformidad…, o nada oponían ni la madre demandada ni su esposo…, en otros identificó con el bien material y moral del menor la declaración de paternidad…, o el bienestar del orden familiar de hecho o legal creado por las personas interesadas, o en la posesión de estado”. O sea, que, en la interpretación más favorable que podamos hacer, se nos está diciendo que la regla general es la sentada expresamente en el artículo 133, pero que la decisión casuística también es admisible, en detrimento de esa regla general. Un muy potente argumento interpretativo de tipo histórico o subjetivo avala lo que sostenemos, y no es casual que en esta materia el alto tribunal se venga absteniendo de mencionar la voluntas legislatoris como criterio de interpretación. En efecto, en la exposición de motivos del proyecto de ley se decía que “Al regular la determinación del vínculo jurídico de filiación, la presente ley refleja la influencia de dos criterios encontrados. De una parte, el de hacer posible el descubrimiento de la verdad biológica para que siempre pueda hacerse efectivo el deber de los padres de prestar asistencia de todo orden a sus hijos. Pero, de otro lado, se ha procurado impedir que a voluntad de cualquier interesado puedan llevarse sin límites a los tribunales cuestiones que tan íntimamente afectan a la persona. Y ello, principalmente, para dar estabilidad a las relaciones de estado en beneficio del propio hijo, sobre todo cuando ya vive en paz en una determinada relación de parentesco. En la redacción de las nuevas normas se ha procurado conjugar equilibradamente, según las circunstancias, estos criterios, declarando admisibles toda clase de pruebas, y en particular las biológicas; confiriendo especial relevancia a la posesión de estado, tanto para facilitar las acciones coincidentes con ella como para impedir o dificultar las que la contradicen” (énfasis nuestros). Por otro lado, aun cuando esté pendiente la respuesta del Tribunal Constitucional a la cuestión de constitucionalidad planteada a propósito del artículo 133, tal tribunal ya ha insinuado que el legislador actúa dentro de su normal competencia y legitimidad cuando extiende o restringe derechos como el que aquí se discute. Así, en su sentencia del 16 de octubre de 2000, al resolver un recurso de amparo interpuesto por el padre extramatrimonial que en la Comunidad Foral de Navarra vio rechazada su legitimación activa por el Tribunal Superior de Justicia de Navarra, el Tribunal señala que no hay la discriminación que en el recurso se alega, y dice, refiriéndose al artículo 71 de la Compilación de derecho civil foral, coincidente en lo que nos interesa con el 133 C. Civ., lo siguiente (f. d. 4.º): “Pues bien, el
III. Ejercicios de crítica jurisprudencial
7. Se alude como justificación última de la posición que la sentencia adopta al bien del hijo y a la evitación de su daño. Y es bien cierto que en muchos casos sólo bienes se desprenderán para él de que la filiación biológica se declare. Por eso tiene tan buena justificación el hecho de que el Código Civil le dé legitimación activa para reclamarla en cualquiera de las situaciones posibles, con o sin posesión de estado o sin ella y siendo la filiación reclamada matrimonial o extramatrimonial. Pero da la casualidad de que en el caso que esta sentencia resuelve no es el hijo el que reclama, sino que lo hace el que se pretende padre biológico de él. Y ninguna garantía existe de que una tal reclamación en todo caso vaya a reportar beneficios al hijo si la pretensión triunfa. Por supuesto que en ocasiones acarreará ventajas “no sólo en el plano efectivo de los sentimientos, sino también en el económico y en el de su posición de miembro integrante de la sociedad”, como prosaicamente añade la sentencia. Tal sucederá verosímilmente si la pretensión de marras la ejercita Bill Gates, pongamos por caso. Pero es más que creíble que los efectos sean apabullantemente los opuestos si Bill Gates es el padre legal, cuyo estatuto de tal se impugna, y el que reclama la paternidad es un preso pobre y romántico que trató con la madre en un permiso de fin de semana. Dicho sea el ejemplo con todo respeto para el preso. ¿Habrá que concluir, para ser plenamente fiel a los principios y fines, que la legitimación activa la tiene el padre extramatrimonial sin posesión de estado solamente cuando es rico y de buena posición? Ya mencionamos antes que cabe pensar en otros principios que haya que sopesar con el de verdad biológica, comenzando por el de protección del hijo, especialmente cuando es menor, cuyo bien no siempre coincidirá con hacerle ver que su verdadero padre no es el que él tenía por tal y quería como tal.
legislador, en este caso el foral de Navarra, ha ejercido su libertad de configuración normativa dentro de la competencia que tiene reconocida a la hora de proceder a la elección de quién está legitimado y de la designación de las personas que, en el ámbito específico de aplicación del derecho Especial de Navarra, ostentan poder para la interposición de la demanda para el reconocimiento de la filiación no matrimonial”. Muy recientemente Bercovitz Rodríguez-Cano se ha expresado con razones de peso a favor de la constitucionalidad del artículo 133, alegando sobre todo lo infundado de su pretendida incompatibilidad con los artículos 14 y 39 de la Constitución (ob. cit., p. 1367-1368). No se olvide, además, que beneficio económico (y hasta social en ciertos casos) también puede seguirse para el declarado padre, que no en vano pasa a ser posible heredero. De acuerdo, pues, con la apreciación de Quicios Molina cuando señala que “si se conjuga la interpretación que se da al principio de prueba exigido y a la prueba de filiación, con la extensión de la legitimación activa a supuestos no expresamente previstos, puede llegarse a soluciones que, si bien son consecuentes con la jurisprudencia mantenida, resultan muy discutibles y, como hemos adelantado, injustas”, y especialmente, añade, por la no consideración del interés del menor en determinadas situaciones de convivencia (Quicios Molina. Ob. cit., p. 428).
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Ante la patente variedad de situaciones imaginables y no queriendo dejar el problema al albur del casuismo, cabe presumir razonablemente que el legislador ha tomado una de las opciones posibles y ha preferido restringir la legitimación del padre por el daño que en ocasiones pueda producir, antes que extenderla pensando en los beneficios que suscite en otras oportunidades, máxime cuando, allí donde estos beneficios son previsibles, se está reconociendo al hijo durante toda su vida la posibilidad de reivindicar esa filiación. Y parece lógico suponer que será el hijo mismo quien mejor pueda sopesar su interés propio. Triste sería que se le pudiera imponer un padre que tal vez le perjudica (y que quizá quiere beneficiarse de él) con el argumento de que su verdadero interés es la verdad biológica. Porque si hablamos de intereses, siempre hay mucho que hablar.
i v. d e b at e s s o b r e k e l s e n y el positivismo
13 . h a b la n d o d e k e l s e n c o n d e lg a d o pi n t o En la doctrina en lengua castellana Kelsen ha sido durante décadas un autor maltratado. Unas veces maltratado por autores que apenas llegaron a leerlo, porque sus directores espirituales les prohibían el contacto con un pensamiento tenido por tan disolvente, poco menos que diabólico; otras, por autores que carecían de la mínima formación para asimilar sus tesis o simplemente no estaban en condiciones de leer en alemán e inglés. Las excepciones, por desgracia para nuestra teoría del derecho, han sido relativamente pocas. Entre las generaciones de la primera parte del siglo hay que mencionar muy especialmente a Recaséns y Legaz. Entre los teóricos de la segunda parte del siglo xx ocupa un lugar destacado el profesor Delgado Pinto, que ha dedicado páginas ejemplares a comentar la doctrina kelseniana con un rigor y una precisión difícilmente igualables. El tratamiento que Delgado Pinto da a la obra kelseniana tiene, en mi opinión, dos grandes virtudes. Una, que está totalmente exento de las desfiguraciones tan habituales en quienes conocen al autor austriaco poco más que de vista; porque lo conoce a fondo, probablemente más a fondo de lo que lo ha examinado ningún otro iusfilósofo español, Delgado Pinto le hace justicia a Kelsen. Y, en segundo lugar, por esa misma razón, cuando apunta críticas o señala lagunas del pensamiento kelseniano, Delgado Pinto da en el clavo y nos muestra el camino que a mí, particularmente, más me interesa en este campo: cómo ir más allá de Kelsen, cómo superar a Kelsen y acompasarlo a las nuevas realidades jurídicas, sin renegar de Kelsen, autor con cuyos conceptos y estructuras todos tenemos amuebladas nuestras cabezas de juristas, aunque tantos quieran negarlo. Ni dogmatismo kelseniano ni antikelsenismo frívolo, ese es el camino que me interesa y que me parece que se puede transitar durante largos tramos en compañía del profesor Delgado Pinto. Vamos allá y recorramos un trecho.
Véase B. Rivaya García. “Kelsen en España”, Revista de Estudios Políticos, 107, 2000, pp. 151 y ss. Muy especialmente hay que resaltar aquí los siguientes trabajos del profesor José Delgado Pinto: “Obligatoriedad del derecho y deber jurídico en el positivismo contemporáneo: el pensamiento de Hans Kelsen”, Anuario de Filosofía del derecho (primera época), 20, 1978, pp. 1-43, y “Sobre la vigencia y la validez de las normas jurídicas”, Doxa, 7, 1990, pp. 101-167. Referencias muy valiosas se encuentran también en otros escritos, como “La validez del derecho como problema de la filosofía jurídica” (Estudios en honor al Dr. Luis Recaséns Siches, México, Unam, 1980, pp. 221-259), “La obligatoriedad del derecho y la insuficiencia tanto del positivismo jurídico como del yusnaturalismo” (Revista de Ciencias Sociales, Valparaíso, 41, 1996, pp. 101-121), etc.
IV. Debates sobre Kelsen y el positivismo
Si tuviera que reconducir a una pauta unificadora la mayor parte de las importantes observaciones críticas que Delgado Pinto plantea a la teoría del derecho de Kelsen, me atrevería a señalar la siguiente: la insuficiencia de la teoría kelseniana para dar cuenta de cuánto y cómo juega en el derecho el contenido de las normas. Frente al formalismo normativista kelseniano, Delgado Pinto se muestra receptivo y en general aprueba sus postulados, especialmente, creo, en sus trabajos más recientes sobre el tema, pero señalando siempre una insuficiencia: ese formalismo por sí solo no basta para explicar cómo operan los sistemas jurídicos, pues no puede sin contradicción dar cuenta del papel estructuralmente esencial que en ciertos momentos del funcionamiento de los sistemas jurídicos juega la toma en consideración del contenido de las normas, la perspectiva de valoración material de las normas. Esto se apreciaría, según Delgado Pinto, en dos asuntos principales. En primer lugar, a propósito de la distinción de Kelsen entre sistemas normativos estáticos y dinámicos. Y, en segundo lugar, en lo referente a las vías o modos para determinar la vigencia de las normas jurídicas. Me limitaré en este escrito al primer asunto. Expondré resumidamente los puntos de vista de Delgado Pinto sobre el particular y veré en qué medida cabe o no pensar en debatirlos mediante reinterpretaciones o replanteamientos de las tesis kelsenianas. No es necesario exponer aquí en profundidad la doctrina de Kelsen sobre la diferencia entre sistemas normativos estáticos y dinámicos, sobradamente conocida. Hagamos pues un muy elemental resumen para ponernos en situación. En un sistema normativo sus componentes, las normas, no forman un puro agregado o simple yuxtaposición, sino que se ordenan o traban entre sí según relaciones. Un sistema normativo, por tanto, es un conjunto ordenado de normas. Ese orden que interrelaciona las normas que forman parte de un sistema normativo es un orden jerárquico. Hay, por tanto, normas superiores e inferiores, supra e infraordenadas. Esa jerarquía expresa, además, y esto es lo esencial, una relación de condicionamiento: las normas de grado inferior sólo valen, es decir, sólo pueden formar parte del sistema mientras no se opongan a las normas superiores. Esta es una de las razones por las que Kelsen puede decir que el derecho regula la creación de sus propias normas. La norma que determina la pertenencia de otra norma al sistema nunca podrá ser inferior a esta última. Todo esto se predica, según Kelsen, no sólo del sistema jurídico, también de cualquier sistema normativo moral o de un sistema de derecho natural. ¿Cómo se distingue el sistema jurídico de los otros? La diferencia estaría en que el sistema jurídico es un sistema normativo dinámico, y todos los otros son sistemas normativos estáticos. Expliquémoslo con las palabras precisas de Delgado Pinto, que recoge perfectamente las consideraciones de Kelsen al respecto.
13. Hablando de Kelsen con Delgado Pinto
“En un sistema estático las normas valen en razón de su contenido. Ahora bien: puesto que la validez de una norma se funda siempre en una norma anterior, el que una norma valga por su contenido quiere decir que dicho contenido puede subsumirse en el contenido de otra norma anterior como lo particular se subsume en lo general […]. Esta relación se reproduce de una norma a otra hasta llegar a la norma fundamental. Partiendo de ella pueden deducirse todas las normas del sistema mediante una simple operación lógica, como lo particular se deduce de lo general. La norma básica es el fundamento, no sólo de la validez de dichas normas, sino también de su contenido válido. Dicha norma fundamental tiene un carácter material-estático y es considerada como tal norma fundamental en cuanto que por su contenido aparece como inmediatamente evidente, por ser expresión de la voluntad de Dios, de la naturaleza o de la razón pura” (vhk, 182). En cambio, “en un sistema dinámico las normas no valen en razón de su contenido. Dicho contenido puede ser cualquiera, no puede derivarse mediante una simple operación lógica del contenido de otras normas, ni el de todas ellas del contenido de la norma fundamental. Las normas valen por haber sido creadas conforme a lo dispuesto en otra norma anterior y, en último término, conforme a la norma fundamental. Esta fundamenta la validez de las normas del sistema, pero no su contenido, que será, en cada caso, el resultado de un acto de voluntad de la autoridad correspondiente. La norma fundamental tiene carácter formal-dinámico, es decir, se limita a establecer la autoridad capaz de imponer normas o, dicho de otro modo, la regla para la creación de las normas generales e individuales componentes del sistema. Se trata de una norma fundamental supuesta, cuya validez no se pone en cuestión. La unidad de un sistema normativo dinámico no es una unidad de contenido, sino la unidad de un sistema de delegaciones de autoridad” (vhk, 182-183). En resumen, y simplificando, a la pregunta de por qué la norma N vale dentro del sistema normativo S habría que responder de modo diverso. En un sistema estático dicha respuesta sería: “N vale dentro del sistema porque no podría ser de otra forma, dado que su contenido es puro desarrollo o concreción de lo que manda el contenido de la norma superior N’ ”; esto es, dado que, en palabras de Kelsen, ahí “lo particular está contenido en lo general”,
En lo que sigue mencionaremos como vhk el trabajo de Delgado Pinto titulado “El voluntarismo de Hans Kelsen y su concepción del orden jurídico como un sistema normativo dinámico”, Filosofía y derecho. Estudios en honor del profesor José Corts Grau, Valencia, Universidad de Valencia-Facultad de Derecho, 1977, pp. 175-208. Hans Kelsen. La teoría pura del derecho (método y conceptos fundamentales), Madrid, Editorial Revista de Derecho Privado, 1933 (trad. de Luis Legaz Lacambra), p. 48.
IV. Debates sobre Kelsen y el positivismo
“lo particular es derivable de lo general”. Y así sucesivamente, hasta llegar a la suprema norma de ese sistema, la norma fundamental, cuyo contenido sería tan absolutamente evidente e indiscutible que no tendría sentido cuestionarla, sonaría descabellada la mera pregunta por la razón de su validez. Por contra, en un sistema dinámico las respuesta tendría que ser de este otro tenor: “N vale porque expresa un mandato de la autoridad A, la cual puede convertir en norma del sistema sus mandatos porque así lo dispone una norma superior N’ ”. Y así sucesivamente, hacia arriba, hasta llegar a una norma cuyo autor ya no es habilitado por ninguna otra norma anterior/superior, en cuyo caso a esa autoridad originaria hay, según Kelsen, que presuponerla habilitada por una norma hipotética, supuesta, presupuesta o fingida (según las épocas del pensamiento kelseniano). Por tanto, y en los términos de Kelsen, “la unidad del sistema dinámico es la unidad de un entramado de delegaciones”. Se plantea Delgado Pinto dos preguntas acerca de esta distinción kelseniana: si son posibles sistemas normativos perfectamente estáticos y si son posibles sistemas normativos perfectamente dinámicos. Previamente expresa su opinión de que dicha distinción resulta “una construcción artificiosa en cuanto inepta para dar cuenta de la realidad” (vhk, 183). Respecto de la cuestión primera, ve incoherencia en que Kelsen hable de sistemas normativos estáticos y, al tiempo, su misma doctrina haga inviables sistemas de ese tipo. La argumentación de Delgado Pinto a este respecto puede resumirse así. Según Kelsen, sistemas estáticos son aquellos cuya norma suprema es una norma de contenido perfectamente evidente por ser expresión de la más pura razón, o indiscutible, por ser plasmación de la voluntad divina; o ambas cosas. Sin embargo, Kelsen, que es voluntarista y descree completamente de la existencia de la llamada razón práctica, niega que pueda ser evidente de modo racionalmente necesario el contenido de ninguna norma. Ese escepticismo kelseniano en materia de razón práctica le conduce al relativismo, según el cual toda afirmación de la justicia o bondad de cualesquiera contenidos normativos no es manifestación de contenidos objetivos de la razón, sino plasmación de las personales opiniones (o intereses) del que la enuncia, por mucho que éste que la enuncia pueda de buena fe pensar que está proclamando indubitadas verdades de la más alta razón.
Íd. Teoría general del derecho y del Estado, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1988 (trad. de E. García Maynez), p. 131. Íd. “Die philosophischen Grundlagen der Naturrechtslehre und des Rechtspositvismus” (1928), recogido en H. Kelsen, A. J. Merkl y A. Verdross. Die Wiener Recthstheoretische Schule (ed. de H. Klectsky, R. Marcic y H. Schambeck), Viena, Frankfurt, Zürich, Europa Verlag, 1968, dos vols., p. 293.
13. Hablando de Kelsen con Delgado Pinto
¿Cómo es posible entonces que afirme Kelsen que los sistemas estáticos son aquellos que tienen como norma más alta una de contenido racional evidente si, al mismo tiempo, nos dice que no existen (o no son cognoscibles) tales contenidos de razón práctica? Ahí es donde Delgado Pinto sostiene que hay incoherencia, pues Kelsen, “en razón de su voluntarismo, no podrá admitir la existencia verdadera de sistemas normativos estáticos” (vhk, 184). Así pues, y en palabras de Delgado Pinto, “en el pensamiento kelseniano no puede admitirse norma ética alguna que sea evidente en sí misma, es decir, cuyo contenido pueda aceptarse como evidentemente bueno o justo” (vhk, 185). Y a continuación viene la objeción de incoherencia: “Pero, si esto es así, tampoco podrá admitirse la existencia de un sistema normativo estático, pues cae por tierra la base misma de tal sistema: la norma fundamental, que es aceptada como tal porque su contenido se acepta como inmediatamente evidente, y de la que se deducen las restantes normas del sistema” (vhk, 185). Creo que esto es discutible. Kelsen da por sentado que existen sistemas morales (y de derecho natural) y dice que su estructura es la de sistemas estáticos. Que esa estructura pueda darse en estado puro es ciertamente discutible, como pronto veremos, pero creo que no por la razón que se acaba de invocar. En efecto, que Kelsen sea voluntarista y relativista, como consecuencia de su postura de negar la razón práctica, no es algo que haga imposible la existencia de sistemas estáticos; sólo hace imposible considerar a ninguno de ellos racional, o más racional que cualquier otro. Es decir, el voluntarismo-relativismo kelseniano relativiza toda pretensión de validez racional y objetiva, absoluta de esos sistemas, toda pretensión de que pueda ser verdadera y propiamente patente para todo ser racional lo que sus seguidores o creyentes tienen para sí mismos como plenamente evidente. Pero no hace imposible que puedan, como cuestión de hecho, existir tales sistemas cuyos seguidores creen que se estructuran a partir de una primera verdad perfectamente evidente para ellos. No olvidemos el importantísimo papel que en Kelsen juega la noción de ideología, en su doble vertiente de creencia y de falsa conciencia, tal como he resaltado en otro
“Si algo demuestra la historia del pensamiento humano es que es falsa la pretensión de establecer, en base a consideraciones racionales, una norma absolutamente correcta de la conducta humana […]. Si algo podemos aprender de las experiencias intelectuales del pasado es que la razón humana sólo puede acceder a valores relativos” (Kelsen. ¿Qué es justicia?, Barcelona, Ariel, 1991 (ed. de A. Calsamiglia), pp. 58-59). Por consiguiente, no es que no se den de hecho valores, sistemas de valores y juicios de valor que los aplican, sino que ninguno es, para Kelsen, absoluto, aunque lo quieran, lo que significa que pretenden para su norma fundamental una evidencia absoluta que no pueden acreditar por ningún procedimiento de los que Kelsen considera racionales.
IV. Debates sobre Kelsen y el positivismo
lugar. En ese sentido, para Kelsen todo sistema moral o de derecho natural con pretensiones de validez absoluta y general sería un sistema ideológico, no un sistema de imposible existencia fáctica. En el último párrafo de Delgado Pinto que citábamos, la clave está en lo que entendamos por “aceptar”. Que un sistema estático exista sólo a partir de la aceptación como evidente del contenido de una primera y abarcadora norma, no significa que tales sistemas sólo puedan darse cuando existan tales evidencias como evidencias para una hipotética razón universal, sino cuando de hecho un grupo de personas, los que profesan ese sistema moral o de derecho natural, considere evidente el contenido de tal primera norma. Porque si efectivamente esa aceptación sólo pudiera ser vista como la consecuencia de una compulsión intelectual ineludible para cualquiera que se quiera humano y racional, entonces sí sería verdad que o hay tales evidencias absolutas o no son posibles los sistemas estáticos. Esta parece ser la opinión de Delgado Pinto en los párrafos que he citado, pero creo que no es la que se le puede asignar a Kelsen. Por eso mismo, tampoco creo que sirva como crítica el que “Kelsen renuncia en todas sus obras a decirnos cuál pudiera ser la norma fundamental de un sistema normativo estático, de la Moral o del derecho natural” (vhk, 185, nota 27) y el que descalifique todos los ejemplos como fruto de algún tipo de manipulación o juego de intereses, como falsa conciencia, en suma. Es coherente en Kelsen tal descalificación, que no lo es de que de hecho existan tales sistemas estáticos, sino de la pretensión de racionalidad con que sus seguidores los profesan. Así que cuando Delgado Pinto concluye que “parece como si Kelsen hubiera construido la idea de sistema normativo estático como puro modelo al que oponer el modelo de sistema normativo dinámico, pero sin creer en la posibilidad de existencia real de un orden normativo del primer tipo” (vhk, 186, nota 27), el problema está en cómo interpretamos el término “real”. Kelsen sí piensa que realmente, de hecho, hay sistemas de esos que él describe como estáticos; lo que no sería real es su pretensión de perfecta racionalidad para el contenido de sus normas. Por decirlo de otra manera, el problema no es ontológico, pues tales sistemas normativos existen del modo en que existe la normatividad, en el mundo de lo “ideel ”, de los constructos intelectuales; el problema es epistemológico, pues todos esos sistemas estáticos encerrarían
Juan Antonio García Amado. Hans Kelsen y la norma fundamental, Madrid, Marcial Pons, 1996, pp. 146 y ss. Sobre la distinción entre “ideel” o intelectual e ideal, en la ontología de Kelsen, pueden verse las referencias recogidas en García Amado. Hans Kelsen y la norma fundamental, cit., pp. 129-131.
13. Hablando de Kelsen con Delgado Pinto
una contradicción interna: la de creer expresión de la razón lo que no puede ser sino manifestación de una voluntad dominante. Ahí sí, en ese sentido, creo que tiene razón Delgado Pinto cuando señala que para Kelsen todo sistema estático acaba por esconder un sistema dinámico. Pero, si se me permite expresarlo con categorías no kelsenianas, sino hartianas, eso es algo que sólo se puede apreciar desde el punto de vista externo. El creyente en un determinado sistema de derecho natural o quien profesa un determinado sistema moral no alcanza a ver que está en realidad obedeciendo un sistema cuya norma más alta dice que hay que acatar los mandatos de Dios, de la historia o de la tradición, pues considera que está simplemente (o al mismo tiempo) acatando la suprema razón, la verdadera razón, la única razón posible. Aquello otro sólo lo “ve” quien no profesa esa fe o no participa de esa creencia. Y lo ve siempre y por definición el relativista, como Kelsen, que está (al menos en teoría) siempre y por definición fuera de todo sistema estático. Lo que sí constituiría una incoherencia en Kelsen sería el presentar con algún grado de racionalidad algún sistema estático porque fuera más evidente y racional su norma suprema que la de otros. Si alguna vez cae Kelsen en tal incoherencia es cuestión en la que aquí no podemos entrar, aunque sería muy interesante ver desde esta perspectiva su fundamentación de la democracia como mejor sistema político. Hasta ahí sobre los sistemas normativos estáticos. Vayamos ahora con los dinámicos, de los que el derecho sería el modelo. Como muy bien explica Delgado Pinto, Kelsen matiza el carácter puramente dinámico del sistema jurídico por razones tales como la naturaleza no positiva de la norma fundamental o el papel constitutivo de la ciencia jurídica. Pero se mantiene en que el derecho tiene carácter dinámico “en lo esencial”.
Delgado Pinto explica así el pensamiento de Kelsen al respecto, con toda corrección: “El que en algunas concepciones éticas se hable de una norma de este tipo se debe, en realidad, a que se cree que dicha norma ha sido establecida por la voluntad de Dios o por cualquier otra voluntad suprahumana, o a que ha sido creada por la costumbre y por esto se la tiene por evidente. Ahora bien: en cualquiera de estos casos se trata de normas establecidas por actos de voluntad, cuya validez, por tanto, ha de fundarse en otra norma anterior supuesta que establezca que uno debe comportarse de acuerdo con los mandatos de Dios, o de acuerdo con la costumbre. Esta norma supuesta es la verdadera norma fundamental del sistema, que ya no será un sistema estático sino dinámico, dado que de ella no puede deducirse el contenido de las restantes normas, sino sólo su validez, pues se limita a instaurar la suprema autoridad normativa” (vhk, 186). De lo que discrepo, por la razón que en el texto expongo, es de la conclusión que de inmediato extrae: “De lo expuesto resulta claro que dentro del pensamiento kelseniano no puede seguir afirmándose que la Moral constituye un sistema normativo estático. Tampoco el derecho natural, respecto del cual Kelsen muestra expresamente que la validez de sus preceptos ha de descansar, en último término, en una norma fundamental supuesta de carácter puramente formal” (vhk, 186-187).
IV. Debates sobre Kelsen y el positivismo
Y eso significa que “en lo esencial” el contenido de una norma no afecta a su validez. No estamos hablando ahora de si puede ser válida la norma “jurídica” que contradiga una norma moral, la norma jurídica que tengamos por más absolutamente injusta. La respuesta de Kelsen a este asunto es bien conocida y se reconduce sin problemas a la tesis positivista de la separación de derecho y moral. Estamos refiriéndonos a si puede ser válida una norma jurídica cuyo contenido contradiga las prescripciones que sobre su contenido posible ha establecido una norma superior. Sabemos que en los sistemas dinámicos una norma es válida cuando ha sido creada con arreglo a los patrones formales sentados por las normas superiores, es decir, por el órgano establecido como competente y con el procedimiento prescrito en aquellas normas superiores. Pero también sabemos que lo absolutamente común es que las normas estipulen contenidos como necesarios o irrebasables para las normas inferiores. La Constitución instituye el poder legislativo, pero no se limita a habilitar un órgano de creación normativa para que dé a sus productos, las leyes, el contenido que se le antoje, con absoluta libertad. Y así ocurre también con las sentencias, los reglamentos, etc., no son habilitaciones en blanco para que la autoridad judicial o administrativa competente decida como quiera. Como bien dice Delgado Pinto, “Kelsen siempre ha reconocido que las normas jurídicas no sólo determinan la forma de creación de otras normas, sino también, aunque no necesariamente, su contenido” (vhk, 190-191). Así pues, parece que, si ese condicionamiento del contenido posible de la norma inferior por la norma superior verdaderamente opera, el sistema jurídico no es puramente dinámico, será como máximo una mezcla de elementos estáticos (esas relaciones necesarias de compatibilidad entre el contenido material de normas inferiores y superiores) y dinámicos (jurídica no es la norma que se siga como concreción inevitable o consecuencia necesaria del contenido de la norma superior, sino aquella sentada por la autoridad competente, la cual elegiría de entre los contenidos posibles, en cuanto no incompatibles o contradictorios con lo prescrito por la superior). ¿Hay alguna posibilidad de salvar la idea de sistema jurídico como sistema dinámico “en lo esencial”? Lo decisivo aquí es ver en qué sentido el contenido de la norma superior condiciona la validez de la norma inferior o si ésta es válida al margen de tales condicionamientos, que no serían condicionamientos de la validez, sino de otro tipo. Volvamos a la afirmación antes citada, y que considero correcta, en
La excepción vendría dada “porque Kelsen admite la posibilidad de un orden jurídico en que sólo existiera una norma general que se limitara a delegar en una o varias personas la autoridad para resolver los conflictos según su arbitrio” (vhk, 191, nota 38).
13. Hablando de Kelsen con Delgado Pinto
el sentido de que “Kelsen siempre ha reconocido que las normas jurídicas no sólo determinan la forma de creación de otras normas, sino también […] su contenido”. ¿De qué género es esa “determinación”? Creo que la objeción verdaderamente aplastante a la teoría del derecho como sistema dinámico sería que se tratara de una determinación ontológica. Esto es, que no pudiera ser norma válida del sistema aquella que contradijera el contenido prescrito para ella por una norma superior. Pero que esto no es así lo tiene muy claro Kelsen, como luego veremos. De modo que esa “determinación” de la que habla creo que es una determinación que podemos considerar fáctica y funcional. Al decir determinación fáctica me refiero a que de hecho los órganos creadores de normas suelen atenerse a lo prescrito para su contenido posible en las normas superiores. Si no ocurriera así, el sistema se bloquearía de inmediato, por incapaz para cumplir su función de regir conductas conforme a una pauta general que establece consecuencias previsibles, su función de estabilización contrafáctica de expectativas, como dice Luhmann. Por eso digo que es también una determinación funcional, porque si de hecho no se diera las normas serían por definición ineficaces. Tiene razón Delgado Pinto cuando dice que Kelsen siguió negando que la validez de las normas tenga todo o parte de su fundamento en su contenido, y que siguió afirmando que tal validez se basa meramente “en haber sido creadas según lo dispuesto en otra norma anterior y, en último término, según lo dispuesto en la norma fundamental” (vhk, 191). Creo que la más potente razón que lleva a Kelsen a mantener tal postura es la siguiente: si el que una norma respete el contenido prescrito para ella en una norma superior es fundamento de la validez de aquélla, ¿cómo podemos explicar coherentemente que sean tenidas por válidas y operen efectivamente como normas del sistema muchas que patentemente incurren en tal vulneración?. Pensemos, como el propio Kelsen repite tantas veces, en una ley de contenido patentemente inconstitucional pero que no ha sido recurrida ante el órgano de control de constitucionalidad o que éste ha declarado constitucional pese a tan obvia contradicción; o en una sentencia manifiestamente ilegal pero que ya es cosa juzgada. Y todo esto sobre el trasfondo de la indeterminación ínsita en las normas jurídicas, a tenor de la cual una vez que se permitiera entender que su validez está determinada por razón de contenidos cabrían los más amplios y heterogéneos expedientes para
Véase, por ejemplo, Kelsen. Teoría pura del derecho, México, Unam, 1982 (trad. de R. Vernengo de la segunda edición en alemán), p. 275.
IV. Debates sobre Kelsen y el positivismo
fundamentar, según se quiera, esas relaciones de compatibilidad o incompatibilidad de contenidos. La situación sería la siguiente: Una norma contraria al contenido prescrito para ella por otra norma superior puede existir como derecho dentro del sistema jurídico, en el sentido de ser reconocida y operar como derecho, puede estar vigente, en el sentido que da al término “vigencia” Delgado Pinto. Pero, por otro lado, si lo habitual y común fuera que las normas “vigentes” no respetasen tales prescripciones de contenido, el sistema jurídico estallaría por razón de su ineficacia, de su incapacidad para cumplir la función que lo justifica. Si tal “crack” del sistema no se produce, aunque “ontológicamente” sería posible porque no hay forma de evitar la presencia de normas vigentes contradictorias con el contenido de las superiores, es porque opera otro tipo de determinación: una determinación fáctica (de hecho se suelen respetar dichos contenidos más a menudo que vulnerarlos) que tiene una explicación “ideológica” (los operadores jurídicos “reconocen” la vinculatoriedad de tales determinaciones de contenido y “se sienten” obligados por ellas), sobre el trasfondo de una determinación “sociológica” (la sociedad, la opinión pública, rechazaría y reaccionaría contra una violación masiva de las normas supremas “socialmente reconocidas” como derecho llevada a cabo por ciertos órganos jurídicos subordinados a tales normas supremas). Todo, pues, determinaciones fácticas con base “ideológica”, no “jurídicas”. Determinación, por tanto, de la eficacia de las normas y el sistema jurídico, no de modo inmediato de su validez. Visto así, se puede objetar a la crítica de Delgado Pinto cuando se pregunta “¿qué virtualidad corresponde a las disposiciones de una norma relativas al contenido de otra que ha de crearse ajustándose a lo que ella determina?”, y responde que “Si la validez de esta otra norma depende sólo de la forma de su creación, parece que ninguna, que tales disposiciones son completamente superfluas” (vhk, 191). Creo que aunque esas prescripciones de contenido no incidan sobre la validez de las normas inferiores no son superfluas, pues, como he dicho, sí incidirían sobre su eficacia (y mediatamente, por tanto, también sobre la validez). Es decir, y siguiendo con la terminología que vengo usando, ontológicamente serían superfluas, en principio, pero funcionalmente son necesarias. Esto equivale a resituar la cuestión de la relevancia de la contradicción entre los contenidos de las normas de distinto nivel jerárquico. El problema es funcional, pues no puede existir una tal contradicción masiva sin que el sistema estalle, pero la contradicción puntual entre normas concretas no priva a ninguna de
Véase su trabajo “Sobre la vigencia y la validez de las normas jurídicas”, Doxa, 7, 1990, pp. 101 y ss.
13. Hablando de Kelsen con Delgado Pinto
ellas de validez, pues en ese caso habría que concluir que las normas son válidas o inválidas en sí y con total independencia de los órganos encargados de velar por la coherencia del sistema, cosa que tendría efectos totalmente disolventes del sistema jurídico, pues convertiría a cada ciudadano en juez de la validez de las normas y cada uno opinaría distinto en función de su interpretación de sus respectivos contenidos, interpretación siempre guiada por sus intereses y creencias personales, nunca plenamente objetiva. Concluye Delgado Pinto su crítica insistiendo en “la artificiosidad de la distinción entre sistemas normativos estáticos y dinámicos. Ni la moral ni el derecho natural son sistemas estáticos, sino ‘mixtos’ –en el sentido que más arriba quedó determinado–. Por su parte, el derecho positivo no es un sistema dinámico puro, aunque tampoco un sistema ‘mixto’” (vhk, 193). A mi juicio, tiene bastante razón en el diagnóstico de la situación, aunque discrepo en las causas. Un sistema moral perfectamente estático sería posible sólo como sistema puramente intuitivo (nadie me revela nada autoritativamente) y de autoexamen (nadie vela autoritativamente por el dogma y su interpretación). Un sistema jurídico dinámico puro permitiría cualquier contenido de cualquier norma sólo con que provenga de la autoridad competente. Estos son modelos puramente teóricos, imposibles en la práctica, pues ni uno ni otro realizarían la función que les da su razón de ser y su sentido como sistemas normativos, se autosabotearían por sobresaturación: una moral que permite a cada individuo todo aquello que cree que debe hacer, y que no cumple así la función normativamente social (reglas comunes) de la moral, y un derecho que permite a cada autoridad instituida mandar todo lo que desee mandar, con lo que el derecho no cumple su función normativa individual (dar certeza sobre las consecuencias de los comportamientos individuales, consolidar expectativas). Es decir, llevada la lógica inmanente de cada sistema a su realización plena, se bloquearía el sistema. Eso hace que el equilibrio de los sistemas morales y jurídicos sea siempre inestable y que no puedan existir sin su paradoja constitutiva. El derecho tiene que “moralizarse” para que se cumpla y la moral tiene que socializarse para que no acabe justificando la anarquía como único deber. Pero seguramente por jugar a defender a Kelsen estamos yendo más allá de lo que cabe y es compatible con los presupuestos filosóficos kelsenianos. Como muy bien y repetidamente señala Delgado Pinto, Kelsen está atrapado en unos presupuestos ontológicos y epistemológicos de raigambre neokantiana y
Una especie de apoteosis de la razón práctica kantiana, pero no se pierda de vista que, para evitarla, Kant acaba postulando la necesidad de presuponer cosas tales como la existencia de Dios.
IV. Debates sobre Kelsen y el positivismo
que no le dejan asumir las consecuencias últimas a que conducen muchos de sus desarrollos teóricos. Esto se aprecia con particular claridad en dos nociones kelsenianas muy bien analizadas por Delgado Pinto como fuente de los mayores enigmas y limitaciones de su teoría. Me refiero a la norma fundamental y a la cláusula tácita alternativa. Las dos tienen en común el constituir expedientes a los que Kelsen acude para traducir a términos normativos las determinaciones fácticas operantes en el sistema jurídico, determinaciones fácticas que Kelsen detecta perfectamente, pero que no puede incorporar a su teoría sin sentir que destruyen su presupuesto teórico esencial, el de la radical separación y autonomía de Sein y Sollen. Con ello expresamente niega Kelsen aquello a lo que toda su doctrina paso a paso nos aboca, y eso le condena a utilizar un lenguaje absolutamente equívoco, en el que las palabras dicen unas cosas sumamente razonables pero tienen que ser reinterpretadas permanentemente de modo menos verosímil para que a Kelsen no se le derrumbe el “prejuicio” filosófico. Pero si hacemos abstracción de tal “prejuicio” neokantiano podemos fácilmente ver cuán próxima está la norma fundamental kelseniana de la regla de reconocimiento de Hart, cosa que ha visto con total perspicacia Delgado Pinto; y cómo la cláusula tácita alternativa es su manera de evitar tener que admitir que lo que hace que sea jurídica la norma cuyo contenido contradice el prescrito por la superior es el hecho de su eficacia, el hecho de que se la reconozca jurídica pese a tal contradicción. Y creo que esto también lo detecta bien Delgado Pinto. Quizá lo único que en el fondo nos hace debatir a Delgado Pinto y a quien modestamente esto escribe es una cuestión de puro matiz. Mientras que Delgado Pinto se toma al pie de la letra la terminología de Kelsen y ve en su doctrina algunas incoherencias estructurales, en mi opinión cabe reinterpretar esa terminología y salvar así buena parte de la coherencia estructural de su teoría. Siendo tanto el uno como el otro bastante más kelsenianos de lo que por aquí se estila, llegamos tal vez los dos al límite del kelsenismo posible: Delgado Pinto tomándolo al pie de la letra al precio de verlo como incoherente a veces; yo, reinterpretando sus expresiones para salvar la coherencia interna de sus tesis, pero a costa de traicionar lo más propio de su particular normativismo. Pero creo que sólo así, leyendo críticamente a los maestros se aprende y se hace filosofía del derecho. Y como maestros entiendo a Kelsen, por supuesto, y también a Delgado Pinto. Y no sólo de la teoría, también maestros de la razón práctica que más importa, la de la honestidad en la búsqueda de la verdad y el bien. Y sólo con los maestros se puede y se debe debatir.
14. ¿es posible ser antikelseniano sin mentir sobre kelsen? I. la s ra z o n e s d e l t t u lo Sin duda ninguna, se puede estar en desacuerdo con mil y un aspectos de la teoría kelseniana del derecho. Dicha teoría ha impregnado profundamente el modo de pensar el sistema jurídico y sus elementos, de modo quizá comparable a cómo las teorías de Marx han marcado de múltiples maneras el pensamiento sobre las relaciones políticas y económicas en las sociedades capitalistas hasta un punto tal, que incluso los más acendrados antimarxistas no pueden pensar o exponer esas relaciones sin concesiones al lenguaje de Marx y sin tomar postura frente a sus doctrinas. Es probable que, por ejemplo, la teoría de Kelsen sobre la norma jurídica sea incompleta y no dé cuenta de las peculiaridades y el modo de aplicarse de numerosos tipos de normas, o que su teoría del sistema jurídico y de la validez del derecho, con su rígido formalismo y con auténticos enigmas de complicada interpretación, como los de la norma fundamental o la cláusula tácita alternativa, puedan y deban ser objeto de reconsideración crítica. También merecerán análisis minucioso y nuevos enfoques sus oscilantes consideraciones sobre la relación entre validez y eficacia de las normas y los sistemas jurídicos, sobre la contraposición entre sistemas estáticos y dinámicos o sobre las relaciones lógicas entre las normas jurídicas, entre otras cosas. Pero lo que en verdad no se entiende fácilmente es la frecuencia con que cierta doctrina, muy abundante, pone en boca de Kelsen afirmaciones que jamás aparecen en sus escritos, bien al contrario, o hace a su visión del derecho responsable de consecuencias que en modo alguno pueden seguirse de ella o de los propósitos del autor. Tres son las puras falsedades que sobre Kelsen se han oído y leído en multitud de ocasiones: que su teoría de la interpretación y aplicación del derecho entronca con el positivismo decimonónico de la escuela de la exégesis o de la jurisprudencia de conceptos y hace de la decisión judicial una mera subsunción de los hechos bajo la norma, con pleno automatismo y sin ir más allá de la conclusión de un elemental silogismo; que propugna o invita a la obediencia judicial y ciudadana al derecho injusto, confundiendo así obligación jurídica y obligación moral y tornándose en positivismo ideológico; y que la teoría jurídica kelseniana está imbuida de autoritarismo estatista, con el efecto de ser imputable al predominio de dicha teoría la actitud de ciega y entusiasta obediencia que tantos juristas teóricos del derecho prestaron a los aberrantes mandatos del nazismo.
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Semejantes tergiversaciones, convertidas en lugar común de las explicaciones de tanto iusfilósofo, han de tener alguna explicación, más allá del hecho indudable de la ignorancia de algún profesor apresurado, prejuicioso y poco dado a la lectura sosegada. La tesis que aquí mantendremos es que dichas falsificaciones del pensamiento kelseniano y de sus efectos prácticos se deben a bien concretos intereses presentes en ciertos momentos históricos, como la República de Weimar, la época del nazismo y el contexto político y iusfilosófico posterior a la Segunda Guerra Mundial. Repasaremos brevemente esos tres marcos históricos y luego pasaremos revista a lo infundado de aquellas tres falsedades. I I . l a s t r a m pa s d e l a h i s t o r i a . k e l s e n e n la t e o r a j u r d i c a a l e m a na Fue la doctrina alemana de posguerra la que hizo responsable a la teoría de Kelsen de la sumisión de los juristas a los dictados normativos del nazismo, al alegar que fue la supuesta tesis kelseniana de que la ley es la ley y como tal debe ser acatada y aplicada por los operadores jurídicos la que dejó inerme a los juristas alemanes frente a las aberraciones jurídicas del nacionalsocialismo. Se trataba de una estrategia defensiva y de autoexculpación. El predominio del kelsenismo en la doctrina jurídica de la época de Weimar habría abonado el terreno para que en tiempos del nazismo los juristas no hubieran podido tomar plena conciencia de la ilegitimidad y la radical injusticia de aquellas normas. Mas un mínimo rigor en el examen de la situación doctrinal en la República de Weimar y en la época de Hitler enseña, sin margen para el error, que todos esos presupuestos son rigurosamente inexactos, mentiras deliberadas, excusas
Fabian Wittreck habla de tal imputación de responsabilidad al positivismo como “leyenda” que constituye “el mito fundante de la iusfilosofía alemana occidental de posguerra”. Esos mitos fundantes sirven para aglutinar una disciplina y para repartir en ella las etiquetas de cientificidad y anticientificidad. En el caso alemán ese mito fue la base para el renacimiento del iusnaturalismo de base religiosa. Pero esa “leyenda” de la responsabilidad del positivismo puede, según este autor, considerarse completamente superada por el examen histórico, ya que estudios como los de Rüthers y Rottleuthner habrían demostrado no sólo que el nazismo se alejó verbalmente del positivismo de la manera más vehemente, negándole toda compatibilidad con el pueblo ario, sino que, además, las estrategias que bajo el nazismo se ponen en marcha para legitimar sus crímenes son indudablemente antipositivistas (cfr. Fabian Wittreck. Nationalsozialistische Rechtslehre und Naturrecht, Tübingen, Mohr, 2008, pp. 1 y ss.). Otros autores hablan de la “fábula” o “embuste” del positivismo (Positivismusmärchen) para referirse a esa descomunal tergiversación de la realidad histórica (cfr., por ejemplo, Bernd Rüthers. Geschönte Geschichten - Geschonte Biographien. Sozialisationskohorten in Wendeliteraturen. Ein Essay, Tübingen, Mohr Siebeck, 2001, p. 93).
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sin más razón de ser que el deseo de librar de responsabilidad a autores o funcionarios que nunca fueron kelsenianos, bien al contrario. A. kelsen y weimar La Constitución de Weimar nació y rigió en un contexto social, político y económico extremadamente complejo. Fue el de los alemanes de dotarse de una Constitución de auténtico Estado de derecho, pero en la doctrina jurídica seguía teniendo un peso decisivo el modelo del derecho del Estado. Estado de derecho versus derecho del Estado, esa es la gran contraposición de aquel tiempo. La llamada escuela alemana de derecho público, la de los Gerber, Laband y Jellinek, había hecho un gigantesco esfuerzo para construir una teoría del Estado adaptada a los cambios históricos y, especialmente, al declive del modelo anteriormente vigente en los territorios alemanes, de fuerte impronta señorial, cuasifeudal incluso. El viejo orden social y político, fuertemente jerárquico y basado en la supremacía de las grandes familias rectoras y de los grupos nobiliarios, tenía que ser sustituido por un Estado nuevo, de base legal y con capacidad y medios personales y jurídicos para el gobierno efectivo de unos territorios que comenzaban su industrialización y en los que se venían sintiendo los ecos tardíos de la Revolución francesa. Pero esa transición doctrinal se llevó a cabo sin prescindir del elemento autoritario, pues en el Estado se vio una institución natural, encarnación de la nación y depositaria y fuente de todos los poderes. Los que fueran atributos del emperador y de los señores de cada territorio se van a predicar ahora del Estado y, por esa vía, el Estado se legitima antes que nada por su sustancia, por su cometido acorde con la naturaleza de las cosas y el orden necesario de la sociedad y por ser resumen y quintaesencia del sentir de todo un pueblo. Esa relación entre el Estado, por un lado, y los intereses y sentimientos populares, por otro, no se establecerá tanto por los cauces procedimentales de la representación política de la ciudadanía, sino por los del vínculo emotivo y una representación de otro tipo, no formal, sino basada en
Una magnífica síntesis de la historia política de la República de Weimar, con sus dificultades jurídicas y constitucionales, puede leerse en Francisco Sosa Wagner. Maestros alemanes del derecho público (ii), Madrid, Marcial Pons, 2004, pp. 9-115 (Existe en la misma editorial una edición conjunta, de 2005, de los dos volúmenes de esta obra). Sobre dicha esencial contraposición véase, por ejemplo, Ingo Müller. “Gesetzliches Recht und übergestzliches Unrecht”, Leviathan, 7, 1979, pp. 309 y ss.; Manfred Walther. “Hat der juristische Positivismus die deutschen Juristen im ‘Dritten Reich’ wehrlos gemacht?”, en R. Dreier y W. Sellert (eds.). Recht und Justiz im ‘Dritten Reich’, Frankfurt M., Suhrkamp, 1989, pp. 325 y ss.
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la comunión del pueblo con sus instituciones, más en la empatía que en la libre contraposición de intereses y programas de gobierno. Las relaciones de derecho público se conciben como relaciones entre dos tipos de sujetos con entidad propia y personalidad plena, sustancial, no meramente jurídica. Por un lado, los ciudadanos, llamados a relacionarse con los poderes públicos desde una vocación de servicio al bien común, al bien de la comunidad como tal. Por otro, el Estado en cuanto ser suprapersonal que es emanación y expresión de la identidad comunitaria. Al ser el Estado síntesis de lo común y lo comunitario en una forma personal más alta, supraindividual, su preeminencia en las relaciones con sus ciudadanos va de suyo. Los ciudadanos pueden participar en la vida y las decisiones del Estado pero, en últimas, no son los ciudadanos, como individuos autointeresados que tratan de coordinarse, los que dan su voz y su ser al Estado y los que a través de él legislan para sí mismos, sino que es el Estado el que por sí y con el auxilio de la participación ciudadana vela por el orden debido y trata de realizar su propio interés, que es el interés de la comunidad como un todo. Estamos en las antípodas de la ideología liberal del contrato social y asoman continuamente las metáforas organicistas que hacen del ente estatal el titular natural del poder y la política, y de los ciudadanos meras células de ese organismo colectivo al que por encima de todo han de servir con arreglo a las tareas que el propio Estado les asigne. No hay un pacto social para construir Estado desde la base social, sino que la base social no es más que una parte del cuerpo social del Estado, que tiene en sus rectores su cabeza y en el espíritu del pueblo su alma. Así es como puede entenderse la expresión “derecho del Estado” como contrapuesta a lo que significa “Estado de derecho”. El Estado antecede al derecho, es su base y su presupuesto ontológico. El derecho nace del Estado porque es el derecho del Estado, es el conjunto de normas mediante las que el Estado organiza su propia vida como “persona”, como sustancia supraindividual con rasgos específicos y definitorios (una base cultural y “nacional”, una tradición particular y una misión o destino que dan su carácter último y su razón de ser a la comunidad), del mismo modo que un ser humano individual organiza su vida y se da sus pautas de comportamiento al servicio de una vocación, de un afán de perfección e, incluso, de un deseo de trascendencia. Por eso la normatividad jurídica no debe desentonar ni en su dicción ni en sus aplicaciones de ese fundamento “personal” transpersonal, si así puede decirse; por eso el derecho no puede ser sino el derecho del Estado, el derecho que el Estado se otorga a sí mismo como instrumento al servicio de su misión trascendente. Ya no es el monarca absoluto el que dice “el Estado soy yo”, es el propio Estado, con vocación absoluta, el que, como síntesis de su misión y su identidad,
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afirma que el Estado es el Estado y que todo cuanto le pertenece (el territorio, la población, el poder) le pertenece por razones sustanciales, por naturaleza, incluido su sistema jurídico. No son las normas jurídicas las que constituyen los poderes del Estado, es el poder del Estado, como eje de su ser, el que pone las normas, normas mediante las que ese ser estatal se autorregula y regula sus relaciones con los ciudadanos. En el núcleo mismo de tal estatismo golpeará la teoría del Estado de Kelsen. Para Kelsen, como es bien sabido, el Estado no es más que el reverso de un sistema jurídico. El Estado no es más que un entramado normativoinstitucional constituido por el propio derecho. El Estado no tiene sustancia propia y prejurídica. Su territorio viene marcado por el espacio geográfico en el que rige un sistema jurídico con arreglo a las determinaciones de ese mismo sistema; su población es la que como conjunto de destinatarios de sus normas el sistema establezca; su poder no es otra cosa que el conjunto de instituciones cuyas competencias dicho sistema define. Fuera de eso, única realidad tangible, del Estado no queda más que ideología, metafísica al servicio de una voluntad de dominación que se pretende basada en evanescentes y fantasmagóricos datos prejurídicos. La pura dominación fáctica de un grupo de individuos sobre una colectividad será poder, pero no es Estado. La dominación conforme a normas jurídicas será Estado, pero sólo porque así lo perfila un sistema jurídico. Nada ni nadie tiene un derecho a imperar como Estado antes o al margen de las normas jurídicas, pues no hay Estado sin las normas jurídicas que lo constituyen. Ese y no otro es el significado de la afirmación de Kelsen de que todo Estado es un Estado de derecho. Ahí la noción de Estado de derecho no se utiliza en su acepción político-moral o en el sentido de un determinado modelo de organización estatal basada en la separación de poderes, la sumisión de los poderes a la legalidad y el respeto a ciertos derechos fundamentales de las personas, sino que únicamente se pretendía resaltar la falta de sustancia real de todo Estado que se quiera al margen y por encima del derecho, sea cual sea el contenido de ese derecho. No se trata de dotar de legitimidad moral a cualquier Estado ni, menos aún, de fundar la obligación política de los ciudadanos frente a cualquier forma de Estado y frente a sus normas, sino meramente de desenmascarar lo
Un perspicaz análisis del estatismo en Jellinek y en la doctrina del derecho público alemana posterior, hasta llegar a los tiempos de la Ley Fundamental de Bonn, se puede ver en Jens Kersten. Georg Jellinek und die klassische Staatslere, Tübingen, Mohr Siebeck, 2000, pp. 9 y ss. Cfr. Kelsen. Teoría pura del derecho, México, Unam, 1979 (traducción de la segunda edición alemana, de 1960, a cargo de R. Vernengo). Cfr. ibíd., pp. 290-291.
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que de pura ideología de dominación de los ciudadanos tiene todo intento de hacer del Estado una entidad natural, un bien en sí, un ser de raíz metafísica o la pura emanación de una comunidad cultural o nacional. Podrá haber estados sin ese marchamo metafísico y providencial que sean injustos o aborrecibles, opresivos, pero sólo serán estados sobre la base de un derecho y no previos a él. Y a la hora de luchar los ciudadanos contra esa posible injusticia del Estado, se habrá avanzado un gran paso al verlo sólo como lo que es, una red institucional de poderes tejida por el ordenamiento jurídico y que cambiará si se modifica dicho ordenamiento, no una esencia prejurídica que se deba aceptar y a la que hayamos de someternos con la pasiva actitud con la que se aceptan los fenómenos naturales que están fuera de todo control humano y, en especial, sustraídos a la acción política de los ciudadanos. A partir de estas consideraciones cabe también una mejor comprensión de la disputa de Kelsen con Jellinek y la escuela alemana de derecho público. Lo que en principio parece sólo un debate metodológico adquiere decisivos ribetes de cuestionamiento ideológico y político. Para Jellinek el Estado tenía una doble faz, una dimensión dual. Por una parte, el Estado tiene una vertiente normativa e institucional, pero, por otra, posee también una naturaleza fáctica. El Estado es, además de juridicidad e institucionalidad, un ser en sí, una persona, un sujeto con identidad propia que mediante normas se regula y mediante normas puede autolimitarse en sus relaciones con sus ciudadanos. Y en este punto es
Cfr. Maurizio Fioravanti. Giuristi e costituzione politica nell´Ottocento tedesco, Milán, Giuffrè, 1979, pp. 407 y ss. Concluye Fioravanti su documentadísimo estudio señalando que el llamado “método jurídico” de la escuela alemana de derecho público, culminante en Jellinek, es la expresión del intento de neutralizar las contradicciones sociales y políticas a base de pensar la sociedad civil como un todo homogéneo y su relación con el Estado como un reflejo natural del pueblo en la persona jurídica del Estado (ibíd., p. 422). De ahí que, como explica Badura, se dejaran al margen las cuestiones referentes al fin que justifica el Estado o a las tareas del Estado e interesara sólo la descripción del poder y sus órganos. La legitimidad del Estado se daba por sentada, aparecía como producto natural o esencia del mismo (Peter Badura. “Die Dogmatik des Staatsrechts vom Bismarckreich zur Bundesrepublik”, en Entstehen und Wandel verfassungsrechtlichen Denkens, Berlín, Duncker & Humblot, 1996 –Bhf. n.º 11 de Der Staat–, p. 139). Sólo sobre la base de esa relación “orgánica” entre Estado y la sociedad como comunidad, y no como agregado de individuos al modo liberal, es pensada la Constitución, que es Constitución del Estado, organización de los órganos del Estado y de las relaciones del Estado con la comunidad de la que es suprema expresión (cfr. Michael Stolleis. “Die Idee des souveränen Staates”, en Entstehen und Wandel verfassungsrechtlichen Denkens, cit., p. 83). En consecuencia, la doctrina de los derechos públicos subjetivos, que alcanza su síntesis en Jellinek, no supone una primera versión de lo que en el constitucionalismo del siglo xx se entiende por derechos fundamentales, pues se pensaba que los derechos de los ciudadanos hallan su fundamento en la propia personalidad del Estado. El Estado es depositario del poder y, en consecuencia, está también capacitado para autovincularse jurídicamente mediante la concesión de esferas de libertad a los ciudadanos. No hablamos, pues, de derechos fundamentales que tienen su basamento en un patrimonio moral de los individuos, sino de derechos que a los individuos se adscriben por voluntad libre del Estado y que en él encuentran su
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donde Kelsen cuestiona y ataca. No hay en el Estado facticidad prejurídica por mucho que las acciones de esos órganos e instituciones estatales que el derecho constituye tengan una indudable dimensión fáctica. El efecto no puede confundirse con la causa. Las acciones del Estado no son acciones que primero lo sean de ese sujeto y, además, puedan ser jurídicas o antijurídicas. Sólo son acciones estatales porque pueden ser jurídicas o antijurídicas, ya que por fuera del derecho no hay Estado, sino mera dominación fáctica, ajurídica. De tal modo, lo que pueda ser el Estado, cuál sea el modo posible de su configuración o dónde radiquen sus potestades o los límites posibles de su actuar no es cosa que venga determinada ni por la naturaleza de las cosas ni por ningún género de fuerza normativa de lo fáctico, sino que se tratará siempre de constructos jurídicos. No es que el Estado manifieste una voluntad propia a través de sus órganos, como el Parlamento, sino que ciertas expresiones de voluntad son imputadas al Estado como contenidos de la voluntad estatal, y lo son porque determinados
razón de ser y su justificación (cfr. Manfred Friedrich. Geschichte der deutschen Staatswissenschaft, Berlín, Duncker & Humblot, 1997, pp. 296-298). Al autolimitarse mediante normas y otorgar derechos a los ciudadanos, el Estado convierte su relación con éstos en relación jurídica, pero en la base, como fundamento primero, está el poder del Estado como tal. De las “dos caras” del Estado, la fáctica, causal o “natural” y la jurídica, aquélla es la primera y decisiva, y éste será el punto de arranque de las críticas de Kelsen (cfr. Walter Pauly. “Georg Jellineks ‘System der subjektiven öffentlichen Rechte’ ”, en Stanley L. Paulson y Martin Schulte (eds.). Georg Jellinek. Beiträge zu Leben und Werk, Tübingen, Mohr Siebeck, 2000, pp. 230 y ss.). De entre la infinidad de citas posibles, quedémonos con una sola de los Hauptprobleme. “¿Qué quiere decir el que ciertos actos realizados por determinadas personas físicas hayan de considerarse, desde el punto de vista jurídico, no como actos de estas mismas personas, sino de otra, distinta de ellas? Sencillamente, que se trata de un caso especial de imputación. El substracto de hecho formado por la actividad de estas personas no se les imputa a ellas, sino a otra. Pero, esto no significa que el punto de la imputación se dé en otro hombre. La imputación pasa, por decirlo así, a través de los sujetos agentes físicos y de sus actos psíquicos de voluntad, y no se detiene en otra persona física, como ocurre, por ejemplo, cuando se trata de imputar al padre o al patrono la responsabilidad por los daños causados por los niños o por los empleados. Aquí, todas las líneas de imputación se funden en una sola, situada mentalmente al margen de todo sujeto físico. Los individuos cuyos actos dan base a esta peculiar imputación son los órganos del Estado, y el punto común de confluencia de todas las líneas de imputación que parten de los hechos cualificados como actos de los órganos, es la voluntad del Estado.” “Ahora bien: si nos preguntamos cuál es el principio con arreglo al cual se opera esta clase de imputación y cuáles son los hechos que se hallan sujetos a ella, en otras palabras, qué actos son actos del Estado, la respuesta nos la dará la norma jurídica: es la ley –entendida como el conjunto de las normas jurídicas– la que establece expresamente cómo quiere obrar el Estado y bajo qué condiciones obra, por medio de sus órganos.” “Cuando decimos que la ley encierra la voluntad del Estado, decimos simplemente que se establecen en ella los substractos de hecho que deben considerarse como actos propios del Estado, que el Estado ‘quiere’, es decir, que deben serle imputados al Estado, y no a los sujetos físicos agentes, a los que por esta circunstancia llamamos ‘órganos’ ” (Kelsen. Problemas capitales de la teoría jurídica del Estado, México, Porrúa, 1987, trad. de W. Roces de la segunda edición alemana, pp. 156-157).
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individuos ocupan ciertos órganos que lo son del Estado porque así lo disponen las normas jurídicas constitutivas de aquella imputación. El Estado, en suma, tiene una insoslayable condición artificial, es un puro artificio jurídico y, en cuanto mera construcción jurídica, dependerá de coyunturas históricas y aleatorias circunstancias, de correlaciones de fuerzas, de luchas o de ideas, pero nunca podrá pretenderse que, por encima de ese devenir histórico y social, con su reflejo en el sistema jurídico, el Estado esté atado a una configuración necesaria y natural, inmodificable, sustancial. Es el carácter antimetafísico de la teoría kelseniana el que lo aleja del positivismo decimonónico, tanto del de los iusprivatistas de la escuela de la exégesis y la jurisprudencia de conceptos, con su idealización del sistema jurídico como perfectamente racional, como sistema perfecto por ser completo, coherente y claro, por ser expresión de la suprema razón jurídica, como de los iuspublicistas de la escuela alemana del xix, que pretendían levantar para el derecho público un esquema similar que tendría su cúspide y primer postulado en la idea de un Estado racional. ¿Qué eco tuvo en la doctrina de los tiempos de Weimar el antiestatismo kelseniano, su filosofía política escéptica y antimetafísica? Fue muy duramente criticado y pocos autores hubo entre los iuspublicistas de la época que prescindieran del estatismo anterior, fuertemente autoritario, y que se adscribieran al que hemos llamado positivismo del Estado de derecho. Se suele mencionar apenas un puñado de nombres, siempre con los matices de rigor: Thoma, Radbruch, Nawiasky, Jellinek y Anschütz. Y paremos de contar. La enorme potencia
Cfr. Sara Lagi. El pensamiento político de Hans Kelsen (1911-1920). Los orígenes de ‘De la esencia y el valor de la democracia’, Madrid, Biblioteca Nueva, 2007, pp. 80 y ss. La situación doctrinal en la República de Weimar es magistralmente resumida por Juan Luis Requejo Pagés en la “Nota preliminar” a su reciente traducción de la obra fundamental de Kelsen sobre la democracia: “Éste fue el tiempo de la pasión por lo orgánico. Al artificio de la construcción racional del Estado se opone la concepción de la sociedad como una realidad natural, orgánica, regida por leyes inasequibles a la lógica de la razón y por tanto insuprimibles. Una realidad en la que, naturalmente, impera, como siempre la ley del más fuerte y en la que se explican como ineluctables las situaciones e dominación económica, social, cultural y política […] El terror al mecanicismo de la sociedad democrática es el que despierta, en todos los órdenes, el progreso científico y material, la máquina, la ciudad; en definitiva también, a lo irracional. Una magnífica muestra de esa deriva a la irracionalidad es la concepción del pueblo, el Estado y los partidos políticos defendida por Triepel y con la que Kelsen polemiza con un punto de pasión que por lo común siempre supo contener. El recurso de Triepel a unos versos del Fausto para dar vía a su entusiasmo irracional por lo orgánico es un siniestro anticipo del conjuro al que no tardarían en acudir las fuerzas que terminarían con el sueño de Weimar. Persiguiendo lo sublime, Triepel y tantos otros allanaron el camino a la barbarie” (Requejo Pagés. “Nota preliminar”, en Kelsen. De la esencia y el valor de la democracia (edición y traducción de Requejo Pagés), Oviedo, krk, 2006, pp. 18-19). Stanley Paulson, tras mencionar estos únicos representantes del positivismo en tiempos de Weimar, señala que ellos eran, justamente, los defensores del Estado de derecho que se quería construir con la
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teórica de Kelsen y su incansable escritura no encontraban terreno abonado en una academia fuertemente marcada por los planteamientos anteriores y la añoranza del Estado guillermino y que se dolía de la decadencia de esa Alemania que había salido derrotada de la Primera Guerra Mundial. Nostalgias de imperio, sed de autoridad, temor a los movimientos populares, desconfianza frente a los fríos procedimientos democráticos que Weimar intenta instaurar, sospecha de unos derechos fundamentales plasmados en la Constitución y que se juzgaban como enésimo intento de someter a Alemania a los imperativos de un individualismo liberal disolvente y destructivo de las esencias nacionales y comunitarias. En una situación así, ¿es creíble que después de 1933 la doctrina se hallara, como tantas veces se dijo, impregnada del kelsenismo que se había hecho dominante bajo la Constitución de Weimar? En absoluto, se trata de una primera y radical falsificación interesada. Basta echar un somero vistazo a lo que en dicho tiempo escribían los iuspublicistas que de inmediato se convirtieron en los juristas de cabecera del régimen hitleriano para ver que ya bajo Weimar su oposición a Kelsen era tenaz y rabiosa. Neohegelianos, iusnaturalistas, decisionistas, todos, en su diversidad, unidos en la crítica a Kelsen. Seguramente es posible afirmar con la mayor contundencia que ni un solo kelseniano de los tiempos de la República se pasó a las filas de Hitler manteniendo la doctrina originaria, ni uno. ¿Cómo podemos, pues, entender que tanto profesor antikelseniano afirmara después de 1945 o de 1949 que siempre había estado obnubilado por Kelsen y que sólo ahora, en ese momento, tomaba conciencia de los excesos a que tal pensamiento lo había llevado? Más adelante volveremos sobre el caso y los porqués. No era distinta la situación en la judicatura. Con la entrada en vigor de la Constitución de Weimar se ofreció a los jueces, colectivamente sospechosos de profesar escasa simpatía al régimen constitucional del Estado de derecho, la oportunidad de pensionarse sin pérdida económica, pero muy pocos, sólo un 0,15%, se acogieron a esa oferta. Esa era la razón también de que autores
Constitución de Weimar, mientras que los críticos más ácidos del régimen constitucional y democrático eran antiliberales y neohegelianos como Carl Schmitt, Julius Binder o Karl Larenz, entre otros muchos (cfr. Stanley L. Paulson. “Lon L. Fuller, Gustav Radbruch and the ‘Positivist’ Theses”, Law and Philosophy, 13, 1994, p. 325). Estos autores, junto con Kelsen, añade Paulson, tenían en común su condición de demócratas y el haber escrito, la mayoría, obras importantes sobre la teoría democrática. Además, tres de ellos, Kelsen, Walter Jellinek y Nawiaski, sufrieron represión académica por ser judíos. En cuanto a los otros, Anschütz se pensionó voluntariamente con la llegada de los nazis al poder y fue objeto de agresiones en revistas nacionalsocialistas, y Thoma continuó en su cátedra, pero sin haber tomado nunca partido por el nuevo régimen (cfr. ibíd., pp. 345 y ss.). Cfr. Hubert Rottleuthner. “Rechtspositivismus und Nationalsozialismus. Bausteine zu einer Theorie der Rechtsentwicklung”, Demokratie und Recht, 15, 1987, p. 377, nota 6; Dieter Simon. La independencia del juez, Barcelona, Ariel, 1985 (traducción de C. Ximénez-Carrillo), p. 52.
IV. Debates sobre Kelsen y el positivismo
como Radbruch se mostraran entonces poco partidarios de poner en manos de aquellos jueces el control de constitucionalidad de las leyes. Durante la República de Weimar sí fue moneda común una práctica judicial que se desentendía alegremente de cualquier vinculación al texto de la ley y dictaba resoluciones inspirándose en supuestos principios que no eran más que los propios del autoritarismo estatal que les resultaba tan grato. Más aún: la jurisprudencia de la época, especialmente la penal, deja ver con toda claridad una manipulación descarada de la ley para perseguir con saña a los movimientos sociales izquierdistas y para favorecer a los grupúsculos nazis y golpistas. El proceso contra Hitler por el intento de golpe de Estado del 8/9 de noviembre de 1923 y su escandalosa sentencia del 1.º de abril de 1924 no son más que la suprema expresión de esa actitud constante. Llama poderosamente la atención el que dos ideas se mantuvieran plenamente vigentes en la judicatura y la doctrina alemana de Weimar, del nazismo y de las décadas posteriores al nazismo: la de que el positivismo era rechazable
La actitud general de los profesores iuspublicistas que defendían la democracia y la República de Weimar era de recelo ante esa posibilidad de control judicial de la constitucionalidad de las leyes. Era el caso de Radbruch, Anschütz, Thoma o W. Jellinek. En cambio, a favor de dicho control, y no precisamente por amor a la Constitución y al sistema de Estado de derecho que organizaba, se contaban autores como Kaufmann, Koellreutter, Larenz o Carl Schmitt, junto a otros cuya actitud política no era antidemocrática, como Nawiasky o Leibholz (cfr. Hubert Rottleuthner. “Rechtspositivismusn und Nationalsozialismus”, cit., p. 381). Como apunta Rottleuthner, hay que ver con matices la postura de Kelsen, en principio favorable a ese control de constitucionalidad en Alemania, al llamado Prüfungsrecht. No en vano Kelsen había forjado en Austria el sistema de control concentrado de constitucionalidad, pero respecto del caso alemán se manifiesta con prudencia. Alega Kelsen que cuando una Constitución contiene principios tan vagos como los de justicia, libertad o igualdad, surge el riesgo de que se produzca un desplazamiento de poder del legislativo al judicial. Eso era precisamente lo que temían otros, como Radbruch o Franz Neumann, que aquellos jueces nostálgicos de imperio y autoridad imperial destruyeran desde dentro el sistema de Weimar mediante el Prüfungsrecht” (cfr. ibíd., p. 381). Como explica Ingo Müller, “Los tribunales de la República de Weimar raramente calificaron de modo expreso una ley como no aplicable o inconstitucional, pero con mucha palabrería y una ‘interpretación’ de la ley que tenía poco que ver con su tenor literal lograban perfectamente el mismo efecto de dejar la ley fuera de juego. El positivismo jurídico no estaba entre los juristas alemanes representado por nadie, salvo una pequeña minoría republicana. Carl Schmitt había señalado en 1932 que ‘el tiempo del positivismo jurídico ha llegado a su fin’ ” (Ingo Müller. Furchtbare Juristen. Die unbewältigte Vergangenheit unserer Justiz, München, Knaur, 1989, pp. 221-222). Cfr. Íñigo Ortiz de Urbina. La excusa del positivismo. La presunta superación del ‘positivismo’ y el ‘formalismo’ por la dogmática penal contemporánea, Madrid, Civitas, 2007, pp. 79 y ss. Cfr. Ralph Angermund. Deutsche Richterschaftr 1919-1945, Frankfurt M., Fischer, 1990, pp. 231 y ss. Ingo Müller. Furchtbare Juristen, cit., pp. 23 y ss. Véanse las amargas palabras de Radbruch sobre esa sentencia y sobre la justicia política de ese tiempo en Gustav Radbruch. “Deutsche Justiz-Bilanz” (1924), en Radbruch. Gesamtausgabe, vol. 12 (Politische Schriften aus der Weimarer Zeit i), Heidelberg, C. F. Müller, 1992, pp. 184-188.
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por su legalismo y la de que frente a la ley debían imperar ciertos principios sustanciales que son los que dan sentido al derecho y los que en verdad deben guiar la decisión judicial. Sólo hizo falta que los autores y los jueces, muchas veces los mismos autores y los mismos jueces, fueran cambiando el contenido o la formulación de esos principios a medida que se transformaba el régimen político en el que medraban. B. k e l s e n e n la d o c t r i na j u r d i c a d e l nacionalsocialismo y de posguerra Si en tiempos de Weimar las tesis kelsenianas eran minoritarias y fuertemente atacadas por el estatismo, el nacionalismo y el autoritarismo nostálgico y si bajo el nazismo Kelsen era objeto de general denostación, tildándolo de judío liberal peligroso para la grandeza del Estado alemán y para el “nuevo” derecho de corte racista y al servicio de las enfermizas obsesiones de la casta dirigente, llena por cierto de juristas que hacían cualesquiera méritos para ganarse los favores del Führer, después de la guerra y de la derrota alemana asistiremos a la culminación de la infamia, pues se va a culpar a sus tesis sobre el derecho de los despropósitos y las aberraciones acaecidas en aquel corrupto mundo jurídico. Se convertirá en lugar común, hasta hoy repetido sin reflexión, la imputación al positivismo kelseniano de los desmanes jurídicos de aquella corte de arribistas unánimemente antikelsenianos. Dos propósitos bien diversos confluyen para semejante atribución de responsabilidades a la doctrina de Kelsen.
Muy sutilmente ha observado Ulfrid Neumann que fue esa insistencia en los principios supralegales lo que permitió la continuidad de una doctrina que, tras la guerra, seguía denostando la legalidad formal igual que antes y acogiéndose a fórmulas que se mencionaban sin detenerse en su contenido. Pone el ejemplo del “bien común”, principio del que los mismos autores hacían uso en tiempos de Hitler y después, como si nada hubiera pasado, si bien en cada ocasión adaptaban su interpretación a sus conveniencias y a las del poder de turno. Después de 1949 siguieron insistiendo en que la clave del derecho estaba en un orden preestablecido en el que el individuo se insertaba como persona moral y miembro de la comunidad (cfr. Ulfrid Neumann. “Rechtsphilosophie in Deutschland seit 1945”, en Dieter Simon (ed.). Rechtswissenschaft in der Bonner Republik. Studien zur Wissenschaftsgeschichte der Jurisprudenz, Frankfurt M., Suhrkamp, 1994, pp. 147-148). En la edición de 1939 de una enciclopedia alemana, el Meyers Lexikon, la entrada dedicada a Kelsen rezaba así, después de la enumeración de algunas de sus obras: “representante radical de la ‘teoría pura del derecho’, que es la típica expresión del destructivo espíritu judío en los años de posguerra en el campo de la doctrina jurídica y del Estado. Con su completo vaciamiento de todo contenido real en sus conceptos generales formales, niega Kelsen toda sustancia del derecho y del Estado. Sus concepciones destructoras de la comunidad están, en cuanto expresión del nihilismo político, en completo contraste con los puntos de vista nacionalsocialistas” (citado en Izhak Englard. “Nazi Criticism Against the Normativist Theory of Hans Kelsen: Its Intellectual Basis and Post-Modern Tendencies”, Israel Law Review, 183, 1998, p. 183).
IV. Debates sobre Kelsen y el positivismo
Por una parte, un gran número de aquellos profesores que escribieron atroces textos de exaltación del Führer como suprema fuente del derecho alemán, de justificación de la llamada muerte civil de los judíos y hasta del exterminio de los judíos, de las razas también consideradas inferiores, como la eslava, de los grupos de población considerados degenerados, como los homosexuales, y de los tenidos en general por enemigos del pueblo, dirá en ese instante que todo se debió a una obnubilación motivada por el predominio que en sus conciencias de juristas eximios había tenido el pensamiento kelseniano y su supuesto lema de que la ley es la ley, Gesetz is Gesetz, y que la ley, bajo ese punto de vista, no podía sino ser acatada y cumplida a rajatabla. Y, por otra parte, se hallaban quienes, con Radbruch a la cabeza, buscaban el modo de justificar el reproche a aquellos jueces y funcionarios del Estado que ahora se excusaban alegando que ellos no habían hecho más que cumplir con su deber de aplicar la legislación válida desde la convicción de que toda ley es justa y debe ser obedecida y que esa convicción que los incapacitaba moralmente se la había impuesto el positivismo dominante. Unos se excusan culpando a Kelsen y otros acusan cuestionando las tesis kelsenianas sobre la validez de las normas jurídicas. Mientras, desde Estados Unidos, Kelsen escribía contra la continuidad del Estado alemán anterior y en pro de la tesis de que había nacido un nuevo Estado sin vínculos jurídicos con los funcionarios del anterior. Aquellos juristas del régimen hitleriano siguieron casi todos en sus cátedras universitarias, después de breves periodos de suspensión o de someterse a caricaturestos procesos de desnazificación. También los que fueron jueces, fiscales o funcionarios del Estado bajo el nazismo, incluidos los de la policía y la Gestapo,
Cfr. Bernd Rüthers. Die unbegrenzte Auslegung. Zum Wandel der Privatrechtsordnung im Nationalsozialismus, Tübingen, Mohr Siebeck, 6.ª ed., pp. 127 y ss. Cfr. Kelsen. “The Legal Status of Germany According to the Declaration of Berlin”, American Journal of International Law, 39,1945, pp. 518 y ss. En general, para el debate de ese momento sobre la continuidad o no del Estado alemán, con sus vínculos internos con el funcionariado y externos, en materia por ejemplo de tratados internacionales, Wilfried Fiedler. “Die Kontinuität des deutschen Staatswesens im Jahre 1990”, Archiv für Völkerrecht, 31, 1993, pp. 333 y ss. “Los numerosos catedráticos de derecho que después de 1933 habían saludado, apoyado, legitimado y sostenido dogmáticamente el cambio hacia un totalitario Führerstaat retornaron, con pocas excepciones (por ejemplo, Carl Schmitt, Otto Koellreutter, Reinhard Höh, Georg Dahm, Karl August Eckhardt), a sus puestos, a veces tras una pequeña espera. La gran mayoría de los profesores de Derecho que después de 1949 enseñaban e investigaban en las universidades alemanas occidentales había hecho lo mismo antes de la derrota, en las mismas o en otras universidades de la ‘Gran Alemania’, desde la Universidad Imperial de Estrasburgo hasta Königsberg y Viena. La consecuencia fue que la historia de la ciencia jurídica y de la administración de Justicia bajo el nazismo se convirtió por muchos años, en las facultades jurídicas de la República Federal, en un tema evitado con todo esmero o tratado sólo en sus aspectos parciales ‘no peligrosos’ ” (Rüthers. Geschönte Geschichten - Geschonte Biographien, cit., p. 93).
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acabaron retornando a sus plazas en el Estado surgido de la Ley Fundamental de Bonn. Entre los profesores que habían puesto su pluma al servicio de Hitler se convirtió en habitual una poco creíble conversión en iusnaturalistas o en defensores de una concepción del derecho con fuerte base moral. Si antes se habían opuesto con todas sus fuerzas al positivismo jurídico por considerarlo individualista, disolvente, judaico y enemigo de la grandeza y la expansión del pueblo alemán, ahora seguían con su antipositivismo, pero con otros argumentos. Ahora la tacha al positivismo se basaba en la separación positivista entre derecho y moral, frente a la que se afirmaba el esencial fondo axiológico del derecho, el papel determinante de la dignidad humana individual y la indubitada vigencia positiva y suprapositiva de los derechos humanos. Una conversión en toda regla y masiva, por lo demás. Bajo esa nueva e interesada versión, el positivismo jurídico del que anteriormente habrían estado todos imbuidos sería la causa de que no hubieran sabido apreciar el oprobio nacionalsocialista y de que hubieran prestado su asentimiento a los designios jurídicos de aquel sistema. Por supuesto, de tal operación de autoexculpación formaba parte también la difusión de una versión del positivismo kelseniano que para nada se adecuaba a la doctrina que en verdad había defendido Kelsen a lo largo de toda su obra hasta ese momento. Muy en particular, interesaba hacer creer que Kelsen había propugnado siempre la virtud moral de todo derecho formalmente válido y el mandato moral de obediencia a cualesquiera leyes promulgadas por el poder, todo lo cual constituye un infundio doctrinal que ha tenido un sorprendente eco a lo largo de décadas e, incluso, hasta nuestros días. Los ejemplos y los textos podrían ocupar estanterías enteras. Mencionemos sólo alguno bien representativo: el de Hermann Weinkauff. Nacido en 1894, Weinkauff militó desde 1933 en el partido nazi, desde 1937 fue magistrado del Reichsgericht y fue distinguido en 1938 con una condecoración, la Silbernen Treudienst-Ehrenzeichen, como premio por su lealtad al régimen. Tras la guerra pasó algunos meses en un campo de internamiento estadounidense y después presidió el Landgericht de Bamberg, hasta que en 1950 fue nombrado presidente del Tribunal Supremo Federal, el Bundesgerichtshof. No necesitó pedir perdón por su entusiasmo en la era del nazismo ni dar de su celo judicial en aquel tiempo más explicación que la de que el positivismo jurídico los había contaminado a todos. El judío Kelsen seguía siendo culpable o chivo expiatorio.
Una completa exposición de su biografía, su carrera y su obra en Daniel Herbe. Hermann Weinkauff: (1894-1981): der erste Präsident des Bundesgerichtshofs, Tübingen, Mohr Siebeck, 2008. “El positivismo fue presentado como chivo expiatorio, contraponiéndole un derecho natural que –sobre todo en la jurisprudencia del tribunal supremo federal, a partir de 1950– fue tiñéndose de tomismo” (Simon. La independencia judicial, cit., p. 59).
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Ahora Weinkauff veía al fin la luz y comenzaba también una producción doctrinal con continuas acusaciones al positivismo y profesión de fe iusnaturalista. En 1953, ya como presidente del Bundesgerichtshof, Weinkauff encabezó la protesta contra la sentencia del Tribunal Constitucional que negaba a treinta y cuatro antiguos funcionarios de la Gestapo su derecho a reintegrarse como funcionarios de policía en la República Federal Alemana. No le faltaba razón al fin y al cabo, pues si él había podido llegar a tan alta magistratura habiendo sido magistrado bajo el nazismo y desorientado por Kelsen, por qué no habrían de merecer idénticas suerte los que fueron policías con Hitler y para Hitler. En 1952, en su artículo “Das Naturrecht in evangelischer Sicht”, escribía Weinkauff que la doctrina positivista, “dominante durante los últimos cien años”, afirmaba que el derecho es válido por expresar la voluntad del legislador estatal y que “nosotros hemos vivido y sufrido, y aún padecemos hoy, las sangrientas consecuencias”. Se pregunta qué ocurre cuando ese derecho positivo que vale sólo por ser producto de la voluntad del poder se llena de injusticia, cuando produce campos de concentración, esclavitud, exterminios masivos o privación arbitraria de la propiedad, y acusa al positivismo de fomentar, con su teoría de la validez, la aceptación acrítica de semejantes normas espurias. Por contra, el iusnaturalismo señala que el derecho no puede ser fruto de una voluntad humana puramente autónoma, sino que pone límites que la ley no puede rebasar, límites que todo buen juez puede descubrir intuitivamente al preguntarse cuál es la solución justa para cada caso. ¿Dónde se halla el fundamento de esos imperecederos contenidos de justicia que ningún derecho positivo puede dejar de lado sin perder su validez? Respuesta de Weinkauff: esas normas valen “porque Dios las ha sentado de manera vinculante”. Por vulnerar esos supremos principios del derecho natural puesto por Dios no sería válida la legislación nacionalsocialista que propició la persecución de grupos humanos, el exterminio, la discriminación y las más extremas crueldades, pero es el mismo derecho natural el que impone que un Estado no pueda desaparecer por la simple ocupación militar o los meros acuerdos de las potencias ocupantes y que, en consecuencia, no se pueda hacer tabla rasa de los derechos fundamentales de sus funcionarios. A Dios rogando y con el mazo dando.
Hermann Weinkauff. “Das Naturrecht in evangelischer Sicht”, en Werner Maihofer (ed.). Naturrecht oder Rechtspositivismus?, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 2.ª ed, 1972, p. 211. Cfr. ibíd., p. 212. Ibíd., p. 213. Cfr. ibíd., pp. 217-218.
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Enternecedoras palabras de Weinkauff, pero no nos aclaran por qué no se le revelaron antes de 1945 esas supremas verdades jurídicas, por qué no encontró su conciencia impedimento para aplicar como juez tales normas o por qué no abandonó el oficio si tanto le repugnaban esas leyes. Cargar las culpas sobre el siempre denostado positivismo y desfigurar la historia era excusa pueril, pero dio excelentes resultados. ¿También Karl Larenz, el muy famoso e influyente Karl Larenz, estaba bajo el influjo positivista cuando en 1934, en su obra Deutsche Rechtserneuerung und Rechtsphilosphie, escribía que la suprema tarea de la filosofía y la iusfilosofía alemanas consistía en librarse del dañino influjo del racionalismo y la Ilustración, que habían desembocado en el materialismo, el utilitarismo y el positivismo? El mismo que tajantemente manifestaba que “la renovación del pensamiento jurídico alemán no es pensable sin una radical ruptura con el positivismo y el individualismo” y que la señal distintiva de la nueva ciencia jurídica alemana está en la “lucha contra el positivismo, en especial contra la ‘teoría pura del derecho’”. Merece la pena que traduzcamos y examinemos con cierto detenimiento una buena serie de párrafos de esa obra de Larenz, del mismo Larenz que a partir de los años cincuenta será vocero de la jurisprudencia de valores, de la dignidad humana y de la justicia como propiedad inmanente de todo derecho posible. Bajo el nazismo y en estos textos no es la de Larenz una voz aislada o excéntrica, sino que es Larenz portavoz prototípico y destacado de la doctrina jurídica que con el nazismo se hizo oficial y prácticamente unánime. Oigámoslo y preguntémonos cuánto de positivismo kelseniano hay en sus asertos. El derecho, según la concepción alemana, no es cuestión de un querer arbitrario ni de la externa utilidad o funcionalidad, sino un orden vital estrechamente relacionado con la vida moral y religiosa de la comunidad. Esto es incompatible con la opinión del iusnaturalismo de la Ilustración, que veía el derecho surgir del interés de los individuos particulares en razón de un acto gratuito, de un contrato. Con esa fundamentación en la voluntad individual el derecho pierde su dignidad originaria, su autoridad, y su contenido es puesto a merced de una arbitraria creación y, con ello, de los vaivenes del interés individual.
La razón de ser de la iusfilosofía alemana estaba, según Larenz, en “relacionar el derecho con su concreta comunidad, que es su portadora y, al tiempo,
Tübingen, jcb Mohr, 1934. Cfr. ibíd., p. 4. Ibíd., p. 15. Ibíd., p. 5.
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su más alta norma. El derecho no nace […] de la voluntad individual, sino de la voluntad colectiva, es el vinculante orden vital de la voluntad colectiva viviente en su ser, y su fin es antes que nada el mantenimiento y desarrollo de esta precisa comunidad, a la que debe su ser”. “Así como el derecho debe su origen y su validez a la comunidad, así sirve el derecho primero que nada a la vida de la comunidad.” “La vinculación del derecho con la comunidad significa a fin de cuentas que el contenido de un determinado derecho positivo debe adecuarse al correspondiente espíritu del pueblo, a la conciencia moral, a las normas morales del pueblo; significa que el legislador no debe crear el derecho según su mero querer, según su arbitrio.” “El positivismo, tal como ha alcanzado su máxima expresión en la ‘Teoría pura del derecho’ de Kelsen, no es propiamente más que la manifestación de una intrusión extranjera y no tiene ninguna capacidad para comprender el sentido metafísico del concepto de espíritu del pueblo.” “El ideal del positivismo es un estado de plena seguridad jurídica, un estado en el que las consecuencias jurídicas de cada acción puedan ser completamente calculadas de antemano, en el que el libre juego de las fuerzas económicas se despliegue sin interferencia sobre los carriles del derecho. Su interdependencia con el liberalismo económico es más que evidente.” Para el positivismo “al igual que para el iusnaturalismo de los siglos xvii y xviii, el derecho se piensa en función del individuo, el derecho tiene su razón de ser en proporcionar al individuo la mayor medida posible de protección y seguridad, y no se llega a la idea de que el derecho existe sobre todo por y para la comunidad”. La filosofía del derecho alemana no puede pensar el derecho sin relacionarlo con el “espíritu objetivo”, que “es por siempre el espíritu de un pueblo determinado, internamente formado mediante la sangre y el destino”. “El particular no es más que un miembro [Glied ] de su pueblo y dependiente en su vida de él, por él marcado y por él determinado. El espíritu de su pueblo
Ibíd., pp. 6-7. Ibíd., pp. 8-9. Ibíd., p. 9. Ibíd., p. 11. Ibíd., p. 13. Ibíd., p. 14. Ibíd., p. 16.
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vive en él, le es comunicado mediante la sangre y lo determina similarmente a como determinan las necesidades naturales.” “La validez ideal de la norma y la validez real, en el sentido de su ser seguida, remiten al mismo fundamento, son las formas en que se manifiesta una y la misma realidad: la voluntad comunitaria. La ley obliga al particular porque es voluntad colectiva, y es como tal seguida porque forma parte de la esencia de la voluntad común su realizarse. El hecho del cumplimiento habitual es más que mero hecho, es expresión de la voluntad común que así se muestra en su validez. El acto de voluntad del legislador […] no es un simple dato fáctico, sino expresión de una voluntad común orientada a la duración y a la proporción.” “La ‘voluntad colectiva objetivada en la ley’ no es meramente el significado objetivo que dicha ley posee, en conjunción con otros preceptos legales; es más bien el significado concreto que le es atribuido por la conciencia jurídica de la comunidad y por la jurisprudencia como órgano suyo. Este significado concreto proviene de reconducir el precepto legal a las decisiones fundamentales y a los valores, a la idea jurídica concreta que vive en la comunidad jurídica y que hace de su derecho una totalidad unitaria y plena de sentido”. Tras insistir en que el legislador no es libre, sino que está vinculado a la conciencia moral y jurídica de la comunidad de la que es mero órgano, se pregunta Larenz “a quién corresponde en la vida estatal la última decisión, si al legislador o a un juez que lo controle”. Su propuesta es de otro tipo: “En el Estado del Führer [Führerstaat] la cuestión se decide de otra manera, pues pertenece a la idea de Führer el que en éste se sintetiza del modo más visible la unidad de voluntad del pueblo y voluntad del Estado. Nadie más que el Führer puede, por tanto, tomar la última decisión sobre si determinadas reglas valen o no. Frente a él no se necesita ninguna garantía de justicia, pues él, en su condición de Führer, es el ‘guardián de la Constitución’, lo que es tanto como decir el guardián de la concreta y no escrita idea del derecho de su pueblo. Por consiguiente, una ley que provenga de su voluntad no ha de ser sometida a ningún tipo de control judicial”. “El juez está obligado a reconocer y aplicar como derecho toda ley que entre en vigor a partir de la voluntad del Führer, pero ha de aplicarla según el espíritu
Ibíd., p. 23. Ibíd., p. 30. Ibíd., p. 32. Ibíd., p. 33. Ibíd., p. 34.
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del Führer, a tenor de la actual voluntad jurídica, de la concreta idea jurídica de la comunidad”. “La concepción alemana del derecho pone la comunidad en lugar de la mera coexistencia de individuos, y la responsabilidad de cada uno, como miembro de la comunidad, en lugar de la abstracta igualdad. La filosofía alemana entiende la idea de libertad como responsabilidad moral, a tenor de la cual cada uno en su posición se sabe corresponsable de la totalidad. De la fuerza de estas ideas resultan las viejas orientaciones básicas de la concepción jurídica alemana: la prioridad del interés colectivo sobre el interés individual […], la subordinación de los derechos subjetivos a las obligaciones con ellos correlacionadas, la atenuación de la contraposición entre derecho público y privado y la prelación del primero. Para la construcción de la comunidad es determinante, para el Estado nacionalsocialista, la idea racial antes que nada, la conciencia del vínculo entre el pueblo y la sangre.” Hasta aquí las citas de ese trabajo de Larenz de 1934. El mismo tono estará presente en otros escritos suyos de esos años. ¿Dónde estaba la gran influencia del positivismo, de ese positivismo que con su predominio habría cegado la conciencia jurídica y moral de estos excelsos juristas de la corte hitleriana? Esa fue la tónica general de la época. Profesores y jueces que fueron nazis de estricta observancia, que sentenciaron y escribieron con total pleitesía a Hitler y a sus secuaces y que nunca abrazaron el positivismo kelseniano u otro similar, bien al contrario, atribuyeron a un fantasmagórico predominio de ese positivismo en Alemania y en sus conciencias aquella actitud de entrega y entusiasta sumisión. Una monumental falsedad, una monstruosa tergiversación histórica. Está por hacerse y se debería hacer una antología de textos nazis de profesores de Derecho que luego se volvieron defensores del iusnaturalismo y de la inescindible unión de derecho y moral. Aunque, bien pensado y como más de un autor actual ha visto, esas dos ideas ya estaban presentes en el pensamiento jurídico nacionalsocialista, pues, además de existir una bien precisa rama de iusnaturalismo nazi, representada ante todo por Raimund Eberhard y HansHelmut Dietze, la argumentación de autores del nazismo reproducía fielmente los esquemas del antipositivismo iusnaturalista; además, la vinculación
Ibíd., p. 36. Ibíd., pp. 39-40. Cfr. Wittreck. Nationalsozilistische Rechtslehre und Naturrecht, cit., pp. 35 y ss.; Ernesto Garzón Valdés. “Derecho natural e ideología”, en Ernesto Garzón Valdés. Derecho, ética, política, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1993, pp. 145 y ss. Cfr. Wittreck. Nationalsozilistische Rechtslehre und Naturrecht, cit., pp. 43 y ss.; Wolfgang Schild. “Die nationalsozialistische Ideologie als Prüfstein des Naturrechtsgedankens”, en Das Naturrechtsdenken heute und morgen.Gedächtnisschrift für Rene Marcic, Berlín, Duncker & Humblot, 1983, pp. 439, 450.
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entre derecho y moral, entendida ésta como “Sittlickheit” de la comunidad, como moral comunitaria en la que se expresaba el sentir y la personalidad de la comunidad popular, estaba absolutamente presente en toda la doctrina de la época y constituía una de las bases de la crítica al positivismo. Hace falta aquella antología por muchas razones: para poner en su sitio las responsabilidades de cada cual, para que nos sorprendamos con lo mucho que se parecen ciertas fórmulas e ideas a algunas consignas hoy resucitadas en una teoría del derecho que se pretende progresista y comprometida con las esencias constitucionales, y para que la mentira burda sobre Kelsen y su positivismo deje de tener la gran presencia que aún tiene en muchos países y en la cabeza de juristas que siguen enseñando impunemente lo que más conviene a su autoritarismo y a su falta de información. No es éste el lugar para tal empresa, pero me permitiré sólo una cita más a propósito de jueces, legalidad y positivismo. Oigamos a Erik Wolf en 1934: “Debe quedar claro que cuando hablamos de la vinculación del juez a la ley hoy en día, lo hacemos con un sentido distinto al de antes. Por un lado, porque la ciencia jurídica alemana ha reconocido desde hace tiempo que los parágrafos puramente formales de la ley no son nunca capaces, en razón de la posibilidad judicial de libre valoración, de asegurar una plena igualdad de trato en la Justicia, lo cual no se debe ni a mala disposición, sino a la esencia misma de la ley, que contiene y debe contener elementos necesitados de complemento valorativo, aptos para aprehender la vida real. Por otro lado, porque con la identidad que actualmente se da entre el legislador y el gobierno queda garantizada una dirección autoritaria del juez por medio de los principios básicos del gobierno estatal, proporcionándole de esa manera al juez un asidero firme también en lo referido a su libre valoración. Precisamente ahí radica la garantía de que toda voluntad del Führer encuentre su expresión en forma de ley y satisfaga así la necesidad de seguridad jurídica del pueblo. En esta medida también el Estado nacionalsocialista es un ‘Estado de derecho’, pero no en el sentido formal y positivista de un Estado de artículos de la ley con un legislador inasible, pluriforme y en última instancia irresponsable, sino en el sentido del Estado material de derecho, Estado de la justicia material ligada al pueblo. En este Estado aparece como ideal jurídico un juez que es mandatario de la comunidad popular. Su libertad no está acotada ni por la arbitrariedad ni por un principio de seguridad jurídica concebido de modo formal-abstracto, sino que esa libertad es guiada y limitada en lo necesario a través de la idea jurídica popular encarnada en el Führer y añadida a la ley”.
Erik Wolf. “Das Rechtsideal des nationalsozialistischen Staates”, arsp, 28, 1934/35, p. 352.
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Más adelante explicaba Wolf por qué cometidos como el de juez sólo deben ser desempeñados por nacionales arios que sientan en su alma la voz de la raza: “La idea de igualdad de sangre y de raza del pueblo alude a aquella unidad del linaje alemán en su esencia más prístina, con todas sus variantes, crecida sobre la base natural de la herencia racial, unidad que es designada con las expresiones espíritu del pueblo o alma popular. Esta idea del derecho ve en el espíritu del pueblo la raíz del derecho, y su meta en el servicio a la nación, por lo que además exige que sean compatriotas racialmente aptos (lo cual no significa lo mismo que ciudadanos con la nacionalidad estatal) los que tengan reservadas ciertas funciones especialmente importantes para la construcción de la comunidad popular, pues los extranjeros o los nacionales de razas ajenas carecen en este punto del presupuesto de su inserción en el pueblo. Entre esos puestos cuentan el funcionariado y el servicio en el ejército. Estas reservas no significan derechos superiores, en el sentido de privilegios, sino que suponen para sus portadores un aumento de sus obligaciones nacionales y sociales, y no ofrecen al compatriota en la raza, por contraste con el extranjero de otra raza, ninguna ventaja individual o material”. Por su parte, la judicatura nazi llevó hasta tal punto su celo al servir al Estado nacionalsocialista, que tuvo que ser apercibida por el ministro de Justicia, Thierack, en las famosas Richterbriefe o “Cartas a los jueces”, la primera de las cuales fue remitida a las autoridades judiciales en septiembre de 1942. En tales documentos se insistía, entre otras cosas, en que los jueces penales se atuvieran a las penas señaladas en la ley y abandonaran la práctica frecuente de imponer para ciertos delitos penas superiores a las legalmente establecidas. ¿En verdad estarían esos jueces impregnados de positivismo legalista? Kelsen no sólo sirvió de chivo expiatorio en boca de los antiguos nazis y antipositivistas de toda la vida, sino que también su positivismo se convirtió en baza para otra batalla. Finalizada la guerra, se planteó en Alemania el problema de cómo se debía tratar jurídicamente a aquellos jueces y funcionarios que aplicaron con extrema dureza las normas más infames. En el caso de muchos funcionarios la excusa era la obediencia debida, y en el de los jueces que no podía considerarse antijurídica su labor al aplicar las normas jurídicas vigen-
Ibíd., pp. 357-358. “No se puede eludir el hecho de que la mayoría de los jueces en el Tercer Reich sirvió a los nuevos dirigentes primero con diligencia, luego quizás algo abatidos, pero al mismo tiempo sumisos, y, en general, sin prácticamente ninguna clase de protesta” (Simon. La independencia judicial, cit., pp. 56-57). Cfr. Ilse Staff (ed.). Justiz im Dritten Reich. Eine Dokumentation, Frankfurt M., Fischer, 1978, pp. 65 y ss. Angermund. Deutsche Richterschaftr 1919-1945, cit., pp. 231 y ss.; Dieter Simon. “Waren die NSRichter ‘unhabhängige Richter’ im Sinne des 1 gvg?”, Rechtshistorisches Journal, 4, 1985, p. 113.
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tes, por mucho que horripile el contenido de éstas. Así que para desautorizar tal argumento la estrategia mejor se vio en negar la condición de derecho a esas normas que permitían, por ejemplo, severas condenas por delitos como el llamado de ofensa a la raza (Rassenschande). Si la base de las condenas era auténtica legalidad, no cabía sentenciar a esos jueces como reos de homicidio o privación ilícita de libertad. Pero si se hacía valer que ese no era verdadero derecho, dejaban de tener tal eximente. Fue Radbruch el autor que sintetizó para la posteridad la idea de que un derecho injusto sigue siendo derecho si ha sido creado con arreglo a los patrones formales y procedimentales sentados en el sistema jurídico, pero que si el grado de injusticia de las normas alcanza cotas aberrantes, dichas normas pierden su validez por razón de tal injusticia extrema. Radbruch, que antes del nazismo se había alineado en las filas positivistas y que durante la guerra había permanecido en Alemania, privado de su cátedra, abraza ahora por tales motivos
Pero no en el ostracismo. En 1934 publica una biografía de Paul Johann Anselm von Feuerbach, en 1938 la obra Elegantiae Juris Criminalis y en 1944 Gestalten und Gedanken (cfr. Winfried Hassemer. “Einführung”, en Radbruch. Gesamtausgabe. Band 3. Rechtsphilosophie iii, Heidelberg, C. F. Müller, 1990, p. 2). No olvidemos tampoco que su escrito Der Relativismus in der Rechtsphilosophie es de 1934 y en él Radbruch defiende el relativismo frente a esa época en la que se ha instaurado la fe en “valores absolutos”. Defiende el relativismo frente al iusnaturalismo por ser ésta última una doctrina que concibe la existencia de una idea del derecho justo perfectamente cognoscible y objetiva. En cambio, lo que se comprueba es que en cada sociedad rige una idea, culturalmente determinada, de qué sea lo justo, y entre distintos sistemas de valores no hay posibilidad de discernir dónde se encuentra la verdad, sin que reste más juez posible que la conciencia de cada individuo. Precisamente el relativismo justifica el respeto de cada cual a la conciencia moral de los demás, y pone Radbruch como ejemplo de tal actitud a Kelsen, entre otros. Ante la imposibilidad de saber con objetividad qué sea lo justo, no queda más que el derecho positivo como medio de coordinación colectiva (Radbruch. “Der Relativismus in der Rechtsphilosophie”, en Radbruch. Gesammtausgabe. Band 3. Rechtsphilosophie iii, cit., p. 17 y ss.). “El relativismo desemboca en el positivismo” (ibíd., p. 18). Pero, desde el relativismo, en la acción del legislador no se ve expresión de ninguna suprema verdad, sino un mero acto de autoridad. Por eso también “el relativismo desemboca en el liberalismo” (ibíd., p. 19) y “en el Estado de derecho”, en el que también el legislador está sometido a la ley y rige la separación de poderes (ibíd., p. 19). Si la ley no es expresión de ninguna suprema verdad es porque todas las opiniones merecen igual dignidad y respeto y todos los ciudadanos, piensen como piensen, han de ser tratados como iguales. En consecuencia, el relativismo exige un Estado democrático y “la democracia, por su parte, presupone el relativismo”, tal como ha puesto de relieve Kelsen “de manera contundente y convincente”. (ibíd., p. 20). En democracia se puede también defender la dictadura, pero no puede la democracia tolerar la renuncia a la soberanía popular y ahí está el límite. “El relativismo es tolerancia general, pero no tolerancia frente a la intolerancia” (ibíd., p. 21). Deben ser neutralizados todos los poderes irracionales para que se realice el poder de las ideas y por eso “el relativismo desemboca en el socialismo” (ibíd., p. 21). Concluye el escrito así: “Hemos partido de la imposibilidad de conocer el derecho justo y terminamos invocando importantes conocimientos sobre el derecho justo. Hemos extraído del relativismo consecuencias absolutas, concretamente las tradicionales exigencias del derecho natural clásico. Por una vía contraria al principio metodológico del derecho natural, hemos conseguido fundamentar las exigencias objetivas del derecho natural: derechos humanos, Estado de derecho, separación de poderes, soberanía popular.
IV. Debates sobre Kelsen y el positivismo
pragmáticos y políticos la tesis antipositivista de que la moral condiciona la validez de las normas jurídicas. Pero de esa forma queda para la posteridad la falsa impresión de que es el positivismo el responsable de las tropelías jurídicas del nazismo. Una mera estrategia para permitir la condena, aunque sólo sea moral, de ciertos jueces y funcionarios nazis se vuelve acusación contra el positivismo. En realidad, lo que se pretendía era desactivar el forzado argumento positivista de tales imputados, no exactamente cargar sobre el positivismo las culpas por su modo de actuar, el modo de actuar de jueces y funcionarios que en todo momento habían abominado de Kelsen y de cualquier positivismo. Ahora bien: la estrategia de Radbruch tiene una carga ambivalente, pues al insistir en que los jueces se encontraban obcecados por la influencia del positivismo y eran, en consecuencia, incapaces de captar que el grado de injusticia de aquel derecho los dispensaba de toda obligación jurídica o moral de aplicarlo, se daba el argumento decisivo para afirmar que aunque su acción fuera objetivamente antijurídica les faltaba el elemento subjetivo del dolo y, por tanto, no debían ser condenados, al menos cuando se hubieran limitado a aplicar aquella legislación en sus propios términos y sin salirse de ellos.
Libertad e igualdad, las ideas de 1789, resurgen de la corriente escéptica en la que parecían sucumbir. Son el indestructible fundamento del que podemos alejarnos, pero al que siempre hemos de regresar” (ibíd., p. 22). Difícilmente se encontrará una síntesis mejor de lo que en 1921 había escrito Kelsen en su Esencia y valor de la democracia. Su discípulo y biógrafo Arthur Kaufmann se pregunta por qué no emigró Radbruch cuando llegó el nazismo, dado que nunca comulgó con sus ideas. Sólo pasó en Oxford un año, entre 1935 y 1936. Se habría ahorrado también la muerte de un hijo en la guerra. Se queda Kaufmann con la duda, pues nunca Radbruch explicó por escrito ni a sus discípulos las razones de su decisión (cfr. Arthur Kaufmann. Gustav Radbruch. Rechtsdenker, Philosoph, Sozialdemokrat, München/Zürich, Piper, 1987, p. 145). Como señala Thomas Mertens, esta doctrina de Radbruch estaría más motivada por una necesidad práctica, la de permitir aquellas condenas, que por un propósito teórico. Se trataba de evitar que se corriera un velo de impunidad sobre el pasado (cfr. Thomas Mertens. “Nazism, Legal Positivism and Radbruch´s Thesis on Statutory Injustice”, Law and Critique, 14, 2003, pp. 278-279). Cfr. Paulson. “Lon L. Fuller, Gustav Radbruch and the ‘Positivist’ Theses”, cit., pp. 327 y ss. y 338 y ss. Así podemos entender las palabras de Monika Frommel cuando sintéticamente expone que “Tras el establecimiento del nazismo Radbruch calla. Después de 1945 intenta comprender lo mejor posible y condenar lo menos posible a los que se adaptaron” (Monika Frommel. “Die Kritik am ‘Richtigen Recht’ durch Gustav Radbruch und Hermann Ulrich Kantorowicz”, en L. Phillips y H. Scholler (eds.). Jenseits des Funktionalismus. Arthur Kaufmann zum 65. Geburtstag, Heidelberg, Decker & Müller, 1989, pp. 45-46). Ortiz de Urbina ha subrayado también que “Lo más grotesco es que Radbruch, víctima personal de la persecución nacional-socialista, acabó facilitando la transición al nuevo estado de cosas de numerosos juristas que, por las circunstancias que fuera, manifestaron su apoyo al régimen nazi” (Ortiz de Urbina. La excusa del positivismo, cit., p. 89. En esta obra de Ortiz de Urbina se rebaten muy compententemente las tesis de Radbruch, tanto la afirmación empírica de que entre los jueces alemanes dominaba el positivismo como la tesis conceptual de que el positivismo les impedía oponerse a los designios del nazismo (cfr. ibíd., pp. 77 y ss.).
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Según Radbruch, la promulgación formalmente correcta de una ley es condición necesaria de su validez, pero no condición suficiente. También se requiere que el contenido de la norma legal no vulnere ciertos principios morales presentes en la conciencia de la humanidad en cada momento histórico y que en el siglo xx se sintetizan en la idea de los derechos humanos. En los derechos humanos se expresa contemporáneamente una idea de justicia que ningún derecho positivo puede rebasar sin perder su validez, su condición de derecho. El más citado párrafo de Radbruch sobre esta cuestión es el siguiente: “El conflicto entre la justicia y la seguridad jurídica podría solucionarse dando prioridad al derecho positivo, en cuanto asegurado por la promulgación y el poder, aun cuando su contenido sea injusto e inapropiado, o bien, cuando la contradicción de la ley positiva con la justicia alcanza una proporción insoportable, haciendo que la ley, en cuanto ‘derecho injusto’, ceda ante la justicia. Es imposible trazar una línea precisa entre los casos de una ley que por su injusticia no sea derecho y una que, a pesar de su contenido de injusticia, sea sin embargo una ley válida. Pero una frontera entre ambas puede establecerse con toda precisión: donde ni siquiera se pretende en modo alguno la justicia, donde la igualdad, que constituye el núcleo de la justicia, es conscientemente vulnerada al promulgar el derecho positivo, la ley no es meramente derecho injusto, sino que pierde completamente su naturaleza de derecho. Pues el derecho, también el derecho positivo, no puede sino definirse como un orden y una prescripción que, por su sentido inmanente, está determinado a servir a la justicia. Medido con este patrón, partes completas del derecho nacionalsocialista no habrían alcanzado nunca la dignidad de derecho válido”. Aquí es donde se encuentra la que pasaría a la posteridad como “fórmula de Radbruch”, de gran influencia en autores contemporáneos, como Robert Alexy.
Radbruch. “Gestzliches Recht und übergesetzliches Recht”, en Radbruch. Gesamtausgabe. Band 3. Rechtsphilosophie iii, Heidelberg, C. F. Müller, 1990, p. 89. El original de este trabajo es de 1946. La traducción es nuestra. Es tarea extraordinariamente difícil y delicada la de traducir párrafos como éste, decisivos en la obra de un autor y en los que el matiz puede ser absolutamente determinante. Entre las numerosas referencias en Alexy, vid. Robert Alexy. “A Defence of Radbruch´s Formula”, en David Dyzenhaus (ed.). Recrafting the Rule of Law: The Limits of Legal Order, Oxford, Hart, 1999, pp. 40 y ss. Sobre la aplicación de la “fórmula Radbruch” a autoridades y personal de seguridad de la antigua República Democrática Alemana en los casos llamados de los disparos en el Muro de Berlín, véase, de entre la abundante literatura, Robert Alexy. “Derecho injusto, retroactividad y principio de legalidad penal. La doctrina del Tribunal Constitucional Federal alemán sobre los homicidios cometidos por los centinelas del Muro de Berlín”, Doxa, 23, 2000, pp. 197ss; Giuliano Vallalli. Formula di Radbruch e diritto penale. Note sulla punizione del ‘delitti di Stato’ nella Germania postnazista e nella Germania postcomunista, Milán, Giuffrè, 2001; Monika Frommel. “Die Mauerschützenprozesse eine unerwartete Aktualität der Radbruch´schen Formel”, en F. Haft et ál. (ed.). Strafgerechtigkeit. Festschrift für Arthur Kaufmann zum 70. Geburtstag, Heidelberg, C. F. Müller, 1993, pp. 81 y ss.
IV. Debates sobre Kelsen y el positivismo
Con ese propósito de cuestionar la tesis positivista de la validez jurídica, Radbruch se une a la idea de que el positivismo, con su afirmación de que “la ley es la ley”, había dominado indiscutiblemente entre los juristas alemanes y había dejado a la doctrina jurídica inerme. Los partidarios del positivismo no habrían tenido más remedio que reconocer que hasta la ley más inicua es derecho. Una de tantas paradojas en la historia del pensamiento jurídico,
“El nacionalsocialismo se aseguró la sujeción de los soldados, por un lado, y de los juristas, por otro, sobre la base de los principios ‘Las órdenes son órdenes’, que se aplicaba a los primeros, y ‘ante todo se han de cumplir las leyes’, que se refería a los segundos. Sin embargo, el lema de ‘las órdenes son órdenes’ no rigió nunca sin limitaciones […]. En cambio, al principio de que ‘ante todo se han de cumplir las leyes’ no se le puso ninguna limitación. Sino que era la expresión del positivismo jurídico, que, durante siglos, se impuso casi sin ninguna contradicción, entre los juristas alemanes” (Radbruch. “Gesetzliches Unrecht und übergesetzliches Recht”, cit, p. 83. Citamos en esta ocasión por la traducción castellana de J. M. Rodríguez Paniagua: Radbruch. “Leyes que no son derecho y derecho por encima de las leyes”, en G. Radbruch, E. Schmidt y H. Welzel. Derecho injusto y derecho nulo, Madrid, Aguilar, 1971, p. 3). Cfr. Radbruch. “Die Erneuerung des Rechts”, en Maihofer (ed.). Naturrecht oder Rechtspositivismus?, cit., p. 2. Este escrito de Radbruch fue originalmente publicado en 1947. Añade Radbruch: “La ciencia jurídica ha de retornar al milenario saber de la Antigüedad, de la Edad Media cristiana y de la época de la Ilustración y tomar conciencia de que hay un derecho más alto que la ley, un derecho natural, un derecho divino, un derecho de la razón, en resumen, un derecho supralegal bajo cuya medida la injusticia se queda nada más que en injusticia aunque tenga la forma de la ley, y ante el cual una sentencia judicial basada en tal ley injusta no es verdadera decisión jurídica, verdadera jurisprudencia, sino más bien no derecho [Unrecht], aun cuando al juez, por su educación jurídica positivista, no se le pueda atribuir como culpa personal” (ibíd., p. 2). Este último matiz, relativo a que los jueces no eran personalmente culpables debido a que no conocían más derecho que el derecho positivo y habían sido formados en el positivismo, ha hecho que algunos autores hayan entendido que Radbruch estaba también proponiendo una atenuación de la responsabilidad moral y jurídica de la judicatura y sólo pretendía propugnar un cambio en el modelo educativo de los juristas (cfr. Mertens. Ob. cit., pp. 292-293). En realidad, la posición de Radbruch en lo concerniente a la responsabilidad de los jueces es un tanto equívoca, pues, por una parte, subraya que no eran derecho muchas de aquellas normas aberrantes que aplicaban, pero, por otra, abre una vía de exculpación que será constantemente usada en la jurisprudencia posterior, al señalar que, por sus convicciones positivistas, podrían carecer de la conciencia de la antijuridicidad o que, incluso, el miedo podría haberles llevado a actuar en estado de necesidad. Flaco favor hace así Radbruch a la justicia, ya que sabemos cuánto de falso hay en la supuesta ideología positivista, salvo que hablemos del positivismo estatista y metafísico, antikelseniano; además, la investigación posterior ha demostrado rotundamente que no se daban los requisitos del estado de necesidad, pues no eran sancionados con ninguna gravedad los pocos que dimitían o que hacían un uso alternativo del derecho (cfr. Ingo Müller. Furchtbare Juristen, cit., pp. 197 y ss. Sobre la escasísima resistencia judicial, pese a la leyenda que sobre este asunto extendieron en los años cincuenta autores como Schorn o Weinkauff, cfr. Rottleuthner. “Rechtspositivismus und Nationalsozialismus”, cit., p. 386). Pero oigamos a Radbruch a ese propósito: “La punibilidad de los jueces por asesinato presupone a su vez que hayan quebrantado el derecho (arts. 336 y 344 del Código Penal). Porque, en efecto, el juicio de un juez independiente sólo puede ser objeto de un castigo cuando no haya cumplido con el principio fundamental a que tiene que acomodarse esa independencia: la sumisión a la ley, es decir, al derecho. Si, de acuerdo con los principios que hemos desarrollado, se puede afirmar que la ley que se aplicó no constituye derecho, como, por ejemplo, en el caso de una pena de muerte encomendada a la libre apreciación, sino que más bien hacía escarnio de cualquier intención de acomodarse a la justicia,
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pues ese Radbruch que había sido positivista cuando casi nadie lo era, al menos en el sentido del positivismo kelseniano, y que tuvo que ver que la doctrina nacionalsocialista rechazaba tal positivismo del modo más virulento, acaba coincidiendo con sus tesis de inculpación genérica y acrítica del positivismo. El nazismo había separado de su cátedra al positivista Radbruch y al positivista Kelsen, éste forzado al exilio, mientras que en el nazismo engordaban quienes, como Carl Schmitt, siempre se habían proclamado antipositivistas y antikelsenianos. Simplemente, la afirmación de que el positivismo había sido dominante en Weimar y en tiempos de Hitler históricamente no se sostiene, lo mantenga Radbruch o el lucero del alba. Salvo que, como dice Mertens, definamos el positivismo como doctrina que predica la necesaria obediencia al derecho positivo por ser positivo, lo cual jamás ha sido postulado por Kelsen, por ejemplo. Hay incluso autores que han interpretado que la crítica de Radbruch es en realidad autocrítica de aquel fragmento de su Rechtsphilosophie en el que mantenía antes del nazismo que el juez debe aplicar la ley aunque el contenido de ésta se contrario a los dictados de su conciencia sobre la justicia. También se puede conjeturar que el positivismo que Radbruch ataca, con su insistencia en que el positivismo pone el derecho a los pies del puro poder del Estado y pretende en el fondo la obediencia al Estado como ente absoluto, es
estamos ante un caso de objetiva violación del derecho. Pero ¿podrían incurrir en el dolo de violación del derecho al aplicar las leyes positivas unos jueces que estaban tan imbuidos por el positivismo jurídico dominante, que no conocían más derecho que el establecido en las Leyes? Aun admitiéndolo, les quedaría todavía como último recurso, aun cuando bien lamentable, invocar el peligro de muerte en que se hubieran metido, dada la concepción del derecho nacionalsocialista, es decir, la ausencia de derecho a pesar de las leyes: el recurso al estado de necesidad del artículo 54 del Código de derecho Penal; del que decimos que sería bien lamentable, porque el ethos del juez debe estar orientado por la justicia a toda costa, aun la de la propia vida” (G. Radbruch, “Gesetzliches Recht und übergesetzliches Recht”, cit., pp. 91-92. Seguimos la antes mencionada traducción de Rodríguez Paniagua, pp. 18-19). Cfr. Mertens. Ob. cit., p. 282. Cfr. M. Walther. “Hat der juristische Positivismus die deutschen Juristen im ‘Dritten Reich’ wehrlos gemacht? Zur Analyse und Kritik der Radbruch-These”, en R. Dreier y W. Sellert (eds.). Recht und Justiz im ‘Dritten Reich’, Frankfurt M., Suhrkamp, 1989. “Para el juez es obligación profesional hacer valer la voluntad de validez de la ley, sacrificar su sentimiento jurídico ante el imperativo legal, preguntarse sólo qué es jurídico y, en ningún caso, si ello es justo […] Despreciamos al sacerdote que predica contra sus propias convicciones, pero alabamos al juez que no deja que su fidelidad a la ley se vea eclipsada por su sentimiento jurídico de signo contrario” (Gustav Radbruch. Rechtsphilosophie, Stuttgart, K. F. Koehler, 8.ª ed., 1973, p. 178). En cualquier caso y en medio del debate sobre el mejor modo de entender las filosofía jurídica de Radbruch antes y después del nazismo, es importante señalar, como hace Ian Ward, que ni facilitó Radbruch el nazismo con su doctrina primera (cfr. Ian Ward. Law, Philosophy and national Socialism. Heidegger, Schmitt and Radbruch in Context, Bern, etc., Peter Lang, 1992, p. 203) ni fue luego la suya una conversión al iusnaturalismo en sentido estricto (ibíd., pp. 197-199).
IV. Debates sobre Kelsen y el positivismo
aquel positivismo autoritario que realmente tuvo gran presencia en Alemania, el positivismo del derecho del Estado, no el del Estado de derecho. En cualquier caso, con autores como Larenz o Weinkauff, entre otros muchos, y, por otra parte, con Radbruch, se consolida la confusión que pasará a la posteridad. Se trata de la confusión entre validez jurídica y obligación moral. Cuando el positivismo kelseniano pergeña su teoría de la validez del derecho trata meramente de ofrecer un criterio que permita diferenciar el derecho de otros sistemas normativos, distinguir, en el plano de la descripción, las normas jurídicas de las morales, las religiosas, los usos sociales, etc. Pero, por razón de la separación conceptual entre derecho y moral, el positivismo da por sentadas dos cosas que deben ser cuidadosamente diferenciadas. Una, que las pautas de validez las establece autónomamente cada sistema normativo, de modo que una norma jurídica no deja de ser norma jurídica por el hecho de que su contenido sea inmoral, de la misma manera que una norma moral no deja de ser una norma moral, válida a tenor del correspondiente sistema moral, por el hecho de que su contenido sea antijurídico. Otra, que de la constatación que en conciencia un sujeto –un ciudadano, un juez…– realice de que una norma jurídica es tal, es norma jurídica válida, nada se sigue en cuanto criterio de resolución del posible conflicto moral que a ese sujeto se le plantee si, al tiempo, entiende que el mandato contenido en esa norma jurídica es contrario o radicalmente contrario a la moral, a la moral que estime como objetivamente verdadera o que simplemente aplique como guía de su acción en conciencia. Que una norma sea jurídicamente válida significa sólo que, conforme a derecho, hay una obligación jurídica de seguir esa norma. Pero esto es una mera tautología, no más, y se reduce a entender que las normas jurídicas obligan jurídicamente. De la misma
Esta tesis la defiende por ejemplo Rottleuthner. Después de hacer ver que en el Radbruch posterior a 1945 se solapan tres conceptos divergentes de positivismo jurídico, mantiene que la opinión de que el positivismo había dominado en la Alemania de Weimar sólo puede ser entendida por referencia a que “la gran mayoría de los juristas eran representantes del positivismo en su variante autoritaria, no precisamente en el sentido de que cada uno ha de obrar en conformidad con el legislador. En razón de su postura autoritaria y conservadora, proveniente del Imperio, se comportaban frente al legislador parlamentario y republicano de manera reticente o con rechazo, pues ese legislador no se correspondía con el modelo del Estado monárquico autoritario” (Rottleuthner. “Rechtspositivismus und Nationalsozialismus”, cit., p. 381. Sobre los tres tipos de positivismo presentes en Radbruch, cfr. ibíd., p. 376). Según Dieter Simon (La independencia judicial, cit., pp. 52-53), “Se puede considerar como un hecho –que incluso era indiscutible para los contemporáneos– que la jurisprudencia de la república de Weimar mostraba en conjunto una actitud bastante reservada hacia el nuevo Estado, que comprendía en su espectro desde la antipatía a regañadientes, hasta la hostilidad abierta. El a menudo citado sabotaje de la ley de protección de la república (Republikschutzgesetz) mediante las miserables sentencias sobre la ausencia de carácter injurioso de expresiones como ‘puerta república’, ‘república judía’, etc., o los frecuentes agravios a la bandera, siguen siendo aún el mejor testiminio de ello”.
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manera, las normas morales obligan moralmente. Nunca un positivismo como el de Kelsen da el paso de afirmar que exista una obligación moral de obediencia a las normas jurídicas, de la misma manera que no hay para el sujeto una obligación jurídica general de obediencia a las normas morales. Si hubo bajo el nazismo, por ejemplo, personas que entendieron que estaban moralmente compelidas a obedecer las normas jurídicas de dicho régimen fue por la alta estima moral en que lo tenían o porque en su particular conciencia tales preceptos jurídicos eran acreedores de obediencia por su elevado contenido de justicia, pero jamás se podrá sostener, sin grave desfiguración de la realidad, que Kelsen había mantenido que cualquier sujeto está moralmente obligado a rendir pleitesía a las normas de ese o de cualquier derecho por el simple hecho de que sean normas jurídicas. Era el otro positivismo, el estatista, el del derecho del Estado, el que, sobre la base de la cualificación metafísica y moral del Estado, pensaba que los ciudadanos, meras células de la comunidad estatal y nacional, debían subordinarse plenamente a los designios de esa suprema instancia político-jurídica, el Estado. Es ese positivismo metafísico y autoritario, sólo ése, el que culmina en la exaltación comunitaria y en la sumisión del ciudadano al poder que vemos en los textos de los autores del nazismo. No se puede perder de vista que en los tiempos en que Radbruch mantiene su nueva posición la capacidad explicativa y fundamentadora de la teoría jurídica estaba más que rebasada. Al fin y al cabo, Radbruch y los profesores que, a diferencia de él, habían militado en el nazismo tampoco deberían haber olvidado que las frecuentes invocaciones del iusnaturalismo en tiempos de Weimar e, incluso, depués de 1933 tampoco habían aportado gran cosa para frenar el entusiasmo doctrinal y judicial ante los dictados de Hitler. Había que comenzar una nueva etapa política y académica y mientras los académicos que buscaban excusa para su anterior apego al nazismo se proclamaban positivistas con efectos retroactivos y iusnaturalistas pro futuro, otros pretendían encontrar fundamento jurídico para reacciones como las que se reflejan en los Juicios de Nüremberg, y aquí sí que, ciertamente, con argumentos positivistas las condenas habría que verlas como atentatorias al principio de legalidad penal, pues ni en el derecho alemán ni en el derecho internacional de la época se podía encontrar base suficiente para ellas. Con esquemas iuspositivistas probablemente habría que haber aceptado unas absoluciones moral y políticamente intolerables, y echar mano del iusnaturalismo para justificar los castigos resulta más funcional, pero a costa de volver a hacer las tesis iusnaturalistas perfectamente aptas para cualesquiera usos que se les quiera dar. Era, quizá, el tiempo para hacer justicia al margen del derecho, no desde el derecho, por mucho que, por obvias razones políticas, no se quisiera hacer explícito que la doctrina jurídica
IV. Debates sobre Kelsen y el positivismo
poco aporta cuando puede, y hasta debe, actuar libremente la fuerza, incluso la fuerza contra los que, como Hitler y su camarilla, jamás respetaron la ley ni sus atributos formales. En el puro estado de naturaleza no hay propiamente
Resultan del máximo interés las consideraciones críticas de Kelsen sobre los juicios de Nüremberg (cfr. Kelsen. Will the Judgment in the Nuremberg Trial Constitute a Precedent in International Law?, en “The International Law Quaterly”, 2, 1947, pp. 153 y ss.; Peace through Law –citamos por la edición italiana, La pace atrraverso il diritto, Torino, Giappichelli, 1990, pp. 141 y ss.)–. Un buen resumen de la posición de Kelsen puede leerse en el estudio introductorio de Luigi Ciaurro a dicha edición italiana: Luigi Ciaurro, “Un diritto internazionale per la pace”, pp. 1 y ss., especialmente pp. 28 y ss. Danilo Zolo resume así: “Finalizada la guerra mundial, el primer paso hacia la paz debería ser, por tanto, la institución de una Corte de justicia internacional, titular de una jurisdicción obligatoria: todos los estados que se adhieran al tratado deberían obligarse a renunciar a la guerra y a las represalias como instrumentos de regulación de los conflictos, a someter sus controversias a la decisión de la Corte y a aplicar fielmente sus sentencias. Kelsen pensaba que un tratado de este tipo debería ser suscrito, ante todo, por las potencias vencedoras, incluida la Unión Soviética, y que posteriormente podrían ser admitidas también las potencias del Eje, una vez desarmadas y sometidas a rigurosos controles políticos y militares. Y no había razón para temer que las grandes potencias, una vez suscrito el Pacto, no respetarían las decisiones de la Corte o no la habrían respaldado con su fuerza militar para hacer valer sus sentencias. Ni tenía mucho sentido sostener que, de este modo, se habría ratificado, en el plano jurídico, su hegemonía política y militar. En realidad, las grandes potencias se habrían hecho garantes del derecho internacional: habrían sido ‘el poder que está detrás de la ley’. Al aceptar las reglas del pacto y al hacerlas observar, las grandes potencias se habrían comprometido a ejercer su inevitable preponderancia según los cauces del derecho internacional, y no de forma arbitraria”. Kelsen “considera que uno de los medios más eficaces para garantizar la paz internacional es la aprobación de reglas que establezcan la responsabilidad individual de quien, como miembro de gobierno o agente del Estado, haya recurrido a la guerra en violación del derecho internacional, es decir, del principio del bellum iustum. La Corte, por tanto, tendrá que autorizar no sólo la aplicación de sanciones colectivas a los ciudadanos de un Estado según su “responsabilidad objetiva”, sino que también tendrá que someter a juicio y castigar a los ciudadanos concretos personalmente responsables de crímenes de guerra. Y los estados estarán obligados a entregar a la Corte a sus ciudadanos incriminados. Estos podrán ser sometidos a sanciones, incluida en ciertas condiciones la pena de muerte, aún violándose el principio de irretroactividad de la ley penal, con la única condición de que el acto, en el momento de su cumplimiento, fuese considerado injusto por la moral corriente, aunque no estuviese prohibido por ninguna norma jurídica”. “Partiendo de estas premisas, Kelsen no puede evitar criticar, en Peace through Law, el propósito expresado por las potencias aliadas de constituir un Tribunal internacional que debería haber estado compuesto sólo por jueces pertenecientes a las potencias vencedoras –con la exclusión también de representantes de estados neutrales– y que habría sido competente para juzgar a los criminales nazis, es decir, a los vencidos. Kelsen vuelve sobre el tema, de modo aún más severo, en un escrito de 1947 dedicado a una crítica de los procedimientos y las decisiones adoptadas en los Juicios de Nüremberg. El castigo de los criminales de guerra, afirma Kelsen, debería ser un acto de justicia y no la continuación de las hostilidades mediante instrumentos formalmente judiciales pero dirigidos realmente a satisfacer la sed de venganza. Y es incompatible con la idea de justicia que sólo los estados vencidos sean obligados a someter a sus ciudadanos a la jurisdicción de una Corte internacional para el castigo de los crímenes de guerra. También los estados vencedores deberían haber transferido la jurisdicción sobre los propios ciudadanos, que hubiesen violado las leyes de guerra, al Tribunal de Nüremberg, que debería haber sido una sede judicial independiente e imparcial y no una corte militar o un tribunal especial. No hay ninguna duda de que, para Kelsen, también las potencias aliadas habían violado el derecho internacional. Sólo si los vencedores se someten a la misma ley que pretender imponer a los estados derrotados, advierte Kelsen, se salva la naturaleza jurídica, es decir,
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ni derecho positivo ni derecho natural, sólo la ley del más fuerte. El derecho sólo cobra sentido y sólo puede cumplir su tarea, precisamente, cuando se sale del más brutal estado de naturaleza. Como quiera que sea, los debates entre positivistas, como Kelsen o Hart, y iusmoralistas a propósito de la validez jurídica tienen toda su razón de ser y constituyen una pieza esencial de la teoría del derecho. Mas quizá se le concede una importancia excesiva a la dimensión práctica o política de la disputa. Como sostuvo Georges Vedel, ser positivista o iusnaturalista no cambia gran cosa en cuanto a la actitud de un hombre honesto ante la ley inicua, “no cambia nada en cuanto a la dificultad de definir la iniquidad; no cambia nada en cuanto al deber de resistirla […] El juez que se ve en la tesitura de aplicar la ley inicua dimite si es positivista puro y duro, permanece en su plaza y la declara nula, si es iusnaturalista”, pero ninguno, honestamente, la aplicaría. Aún se podría añadir que nada impide que quien mantiene una concepción positivista de la teoría del derecho decida, si es juez, hacer un uso alternativo del derecho y sabotear así, desde su puesto, el sistema jurídico-político inicuo. Para desobedecer consciente y deliberadamente una norma, ya sea como funcionario, juez o ciudadano, no es en modo alguno imprescindible ser iusmoralista ni estar convencido de que la moral propia es la única moral verdadera y parte esencial de todo derecho que verdaderamente lo sea. Entre decencia moral y adscripción teórica en materia de validez caben todas las combinaciones posibles, como bien enseña la historia. Se puede ser indecente y iusmoralista, indecente y iuspositivista o decente y cualquiera de las dos cosas. Aquellos juristas del nazismo, tan apegados a Hitler y a la exaltación a la raza, eran ciertamente indecentes y, además, no eran positivistas kelsenianos. Ninguna duda puede caber ni de lo uno ni de lo otro. Merece la pena que nos demoremos en la traducción y cita de unos párrafos de Ingo Müller, bien significativos. “Para el ‘ordenamiento jurídico’ del imperio nazi la estricta vinculación de la judicatura a la letra de la ley habría operado como freno y limitación del poder estatal. Por ello al juez se le declaraba expresamente ligado a la ‘lealtad al Führer’ en lugar de fiel a la ley. El acogerse a la letra de la ley, por contra, se consideraba como ‘típico del pensamiento
la generalidad, de las normas punitivas y se salva la idea misma de justicia internacional” (Danilo Zolo. “El globalismo judicial de Hans Kelsen”, el Danilo Zolo. Los señores de la paz. Una crítica del globalismo jurídico, Madrid, Dykinson, 2005 (traducción de Roger Campione), pp. 37-38). GeorgesVedel. “Indéfinissable mais présent”, en Droits, 11, p. 70. Similarmente, Alessandro Baratta. “Rechtspositivismus und Gesetzespositivismus. Gedanken zu einer ‘naturrechtlichen’ Apologie des Rechtspositivismus”, en arsp, 54, 1968, p. 330.
IV. Debates sobre Kelsen y el positivismo
jurídico y moral liberal-judaico’ y nada menos que la Sala Penal del Tribunal del Reich, bajo la presidencia de Bunke, había advertido así a la judicatura alemana: ‘La tarea que el Tercer Reich pone a la jurisprudencia de los tribunales sólo puede ser acometida si en la interpretación de las leyes la jurisprudencia no se ata a su tenor literal, sino que penetra en su esencia y trata de colaborar para que sean realizados los fines del legislador’. Aunque en la época del nazismo y sobre todo después cualquier jurista sabía perfectamente que la doctrina jurídica nacionalsocialista era exactamente lo más opuesto al positivismo jurídico, la afirmación de que los jueces alemanes no habían hecho más que seguir la ley y de que así habían sido adiestrados por los profesores demócratas de la República de Weimar funcionó como exculpación universal de los juristas […] No está claro quién fue el inventor de esa leyenda de la fidelidad de los juristas nazis a la ley, leyenda que se lanza contra los profesores demócratas de la época de Weimar, como Gustav Radbruch, Gerhard Anschütz y Hans Kelsen –científicos que en 1933 habían perdido sus cátedras–. El profesor Jahrreiss ya la utilizó en su defensa de acusados en el juicio de los juristas en Nüremberg […]. Esa explicación de la decadencia del derecho bajo el nacionalisocialismo se extendió rápidamente. El antiguo presidente de Landgericht Hubert Schorn hizo responsable a la ‘educación positivista’ de los juristas. Hermann Weinkauff […] enumeró la arbitrariedad judicial y el crimen judicial como ‘efectos devastadores del posititismo jurídico’”. “Hans Welzel, uno de los penalistas ideólogos de la dictadura de Hitler, apeló a la tan citada frase de Radbruch (‘alabamos a los sacerdotes…’) para proclamar con patetismo lo siguiente: ‘¡Ese escrito es de 1932! No podemos olvidar que los juristas alemanes, formados en tales doctrinas, se encontraron con el Tercer Reich. El Tercer Reich se tomó realmente en serio la doctrina positivista’. El propio Welzel debería haber recordado lo que él mismo escribió en 1935, cuando proclamaba que ‘el pensamiento concreto de orden debe ser contemplado como una unidad… en la que la comunidad popular, con las necesidades de la concreta situación histórica, encuentra su asiento, en lo que al campo jurídico se refiere, en la voluntad expresada por el Führer, es decir, en la ley’ ”. Continúa Müller: “¿Mentira deliberada u ocultamiento? La fábula del positivismo, que tiene todas las características de una caricatura, la adoptaron con gusto y especialmente aquellos juristas que habrían debido responder por los crímenes acontecidos en la época nazi, y los tribunales aceptaron dicha disculpa con la mejor disposición”.
Müller. Furchtbare Juristen, cit., pp. 222-224. Ibíd., p. 224.
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Aún más. En opinión de Müller, esa falsedad histórica que exculpaba a los juristas y desacreditaba a los profesores demócratas tenía una ventaja más: “Dado que no había seguridad de que el nuevo legislador democrático no emprendiera reformas sociales fundamentales, se cuestionaba preventivamente la obediencia al mismo alegando que ya se había visto en el Tercer Reich a qué podía conducir la obediencia incondicionada al legislador”. A modo de conclusión de esta primera parte podríamos plantearnos la siguiente pregunta: ¿Alguien ha visto alguna vez una dictadura kelseniana? ¿Se puede mostrar un solo ejemplo de régimen dictatorial o tiránico que proclame como su doctrina jurídica el positivismo kelseniano y que eduque a sus juristas en la estricta observancia de los principios de tal positivismo? Encontraremos multitud de dictaduras, como la de Franco y tantas latinoamericanas, que hacen profesión de fe iusnaturalista y que discriminan y persiguen a los positivistas jurídicos, eso sí. Entonces, ¿por qué la reiterada insistencia en que es la de Kelsen la teoría del derecho que mejor sirve a los propósitos antidemocráticos y dictatoriales de cualquier poder estatal? La hipótesis explicativa sería la siguiente. Conocidas las circunstancias en las que tal imputación se gesta en Alemania, sólo habría que insistir en lo útil que el antikelsenismo ha resultado para aquellos poderes que reiteradamente han querido legitimarse mediante apelaciones a metafísicas como las que Kelsen despiadadamente criticaba, al derecho natural, religioso o no, al espíritu del pueblo, a la esencia de la nación y a tantas otras entelequias que han gobernado el pensamiento y la práctica política de buena parte del siglo xx y que sólo unos pocos pensadores atrevidos y adelantados a su tiempo supieron cuestionar, como Isaiah Berlin, como George Orwell, como Albert Camus, como Raimond Aron…, como Kelsen. Y el destino de todos ha sido el mismo, el de ser objeto de descalificación y desfiguración por cuantos autoritatismos ha habido, sean de derecha o de izquierda. III. tres grandes mentiras sobre kelsen y su obra A. ¿p ro c la m a ba k e l s e n q u e la a p l i c ac i n d e la s n o r m a s j u r d i c a s e ra u na s i m p l e s u b s u n c i n a u t o m t i c a , n a d a m s q u e u n e l e m e n ta l s i l o g i s m o ? No es infrecuente que en la polémica iusfilosófica las posturas del rival sean tergiversadas y reducidas a muy elemental caricatura. Tal ocurre, por ejem-
Ibíd., p. 225.
IV. Debates sobre Kelsen y el positivismo
plo, cuando desde el positivismo se tilda de simple iusnaturalismo la doctrina iusmoralista de autores como Dworkin o Alexy, por mencionar dos grandes figuras del debate contemporáneo. Al hacerlo así, se omiten las cruciales diferencias entre el iusnaturalismo propiamente dicho y otras teorías que, aunque vinculan la validez de las normas del derecho a su compatibilidad con ciertos preceptos morales, no mantienen que dicha moral sea universal e inmutable y se halle grabada en la naturaleza humana, sea por Dios o por la constitución básica de lo humano. Y lo mismo sucede cuando vemos a tanto antipositivista de hoy despachar a Kelsen, Hart o Bobbio como defensores del positivismo ideológico, es decir, de la obligación moral de obedecer toda norma jurídica por la simple razón de que es jurídica, como poco leales a las reglas del juego democrático y como negadores de la discrecionalidad judicial, que quedaría sustituida por una visión de la decisión del juez como enteramente determinada por los puros términos de los enunciados legales. Bien mirado, las cosas son al revés, pues son muchos de esos iusmoralistas contemporáneos los que niegan la discrecionalidad judicial, los que han rendido pleitesía a autoritarismos sin cuento, legitimando dictaduras como quintaesencia de la justicia iusnaturalista (en España, sin ir más lejos, no debemos olvidarnos de nuestra propia historia doctrinal) y proclamando que, ya que la norma muy injusta no puede ser jurídica, toda norma que sea jurídica es acreedora de obediencia, al menos prima facie, como tanto gusta hoy en día decir a cierta doctrina. Para hacer a Kelsen comulgar con aquella teoría de la decisión judicial que era propia del positivismo metafísico del siglo xix hace falta forzar sus términos con auténtico dolo; mejor aún, hace falta no haber leído ni siquiera la Teoría pura del derecho por entero, pues en su último capítulo, titulado “La interpretación”, Kelsen nos expone un punto de vista que está en las antípodas de esa idea y que más bien se adscribiría al irracionalismo que en esta materia es propio de las corrientes del llamado realismo jurídico. Según Kelsen, “todo acto jurídico, sea un acto de producción de derecho, sea un acto de pura ejecución, en el cual el derecho es aplicado, sólo está determinado en parte por el derecho, quedando en parte indeterminado. La indeterminación puede referirse tanto al hecho condicionante como a la consecuencia condicionada” y esa indeterminación puede tanto obedecer a una intención del legislador como a las peculiaridades de nuestro lenguaje, en el que las palabras adolecen generalmente de ambigüedad y vaguedad. Entonces el
Kelsen. Teoría pura del derecho, México, Unam, 1979 (traducción de la segunda edición alemana, de 1960, a cargo de R. Vernengo), p. 350.
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aplicador de la norma “se encuentra ante varios significados posibles” de ella. También puede suceder que para el caso concurran dos normas contradictorias, presentes en la misma ley y “con pretensión simultánea de validez”. En cualquiera de esas y de otras situaciones semejantes el juez se ve inevitablemente abocado a la discrecionalidad, pues tendrá que elegir una alternativa de entre las concurrentes y lo hará con base en una preferencia valorativa estrictamente personal. Son, según Kelsen, “la jurisprudencia tradicional” y “la teoría usual de la interpretación” las que quieren “hacer creer que la ley, aplicada al caso concreto, siempre podría librar sólo una decisión correcta, y que la ‘corrección’ jurídico-positiva de esa decisión tiene su fundamento en la ley misma. Plantea el proceso de interpretación como si sólo se tratara en él de un acto intelectual de esclarecimiento o de comprensión, como si el órgano de aplicación del derecho sólo tuviera que poner en movimiento su entendimiento, y no su voluntad; y como si mediante una pura actividad del entendimiento pudiera encontrarse, entre las posibilidades dadas, una opción correcta según el derecho positivo, que correspondiera al derecho positivo”. Estaba Kelsen hablando de la doctrina jurídica tradicional pero, leído con ojos de hoy, talmente parece que se estuviera refiriendo a autores como Dworkin o Alexy. En este punto se impone el relativismo valorativo de Kelsen, pues afirma que “no existe genéricamente ningún método –caracterizable jurídicopositivamente– según el cual uno entre los varios significados lingüísticos de una norma pueda ser designado como el ‘correcto’ ”. Elegir, de entre las interpretaciones posibles de una norma, la que marque la pauta para el caso no es un acto de conocimiento, sino una opción política del juez. El juez en ese momento no conoce, no constata una realidad objetiva exterior, sino que manda, impone su voluntad, y lo hace, inevitablemente, desde su sistema de valores, desde sus preferencias personales. “La realización del acto jurídico dentro del marco de la norma jurídica aplicable es libre, es decir, librado a la libre discrecionalidad del órgano llamado a efectuar el acto, como si el derecho positivo mismo delegara
Ibíd., p. 351. Ídem. “En todos estos casos el derecho por aplicar constituye sólo un marco dentro del cual están dadas varias posibilidades de aplicación, con lo cual todo acto es conforme a derecho si se mantiene dentro de ese marco, colmándolo en algún sentido posible” (ibíd., p. 351) y, “por lo tanto, la interpretación de una ley no conduce necesariamente a una decisión única, como si se tratara de la única correcta, sino posiblemente a varias, todas las cuales […] tienen el mismo valor, aunque sólo una de ellas se convertirá en derecho positivo en el acto del órgano de aplicación del derecho, en especial, en el acto del tribunal” (ibíd., p. 352). Ibíd., p. 352. Ibíd., p. 352.
IV. Debates sobre Kelsen y el positivismo
en ciertas normas metajurídicas, como la moral, la justicia, etcétera; pero de ese modo esas normas se transformarían en normas jurídicas positivas”. Así pues, en tanto el juez quiera someter su decisión al derecho, éste, el derecho, la determinará sólo trazando un marco, un abanico de posibilidades, y de entre éstas el juez elegirá la que mejor cuadre a su moral y su sentido de la justicia. Así que volvamos a las viejas imputaciones y, teniendo en cuenta que estas ideas las venía exponiendo Kelsen desde antiguo, preguntémonos: ¿en verdad podían los jueces nazis escudarse en que el positivismo del despreciado Kelsen les decía que en la ley la verdad no tiene más que un camino? ¿Carecían de márgenes de maniobra interpretativa para hacer aquellas normas más humanas, si es que no tenían los arrestos personales mínimos para como jueces simplemente inaplicarlas o, al menos, dimitir? La respuesta es más que obvia. De su personal infamia hicieron una excusa infame y culparon al judío exiliado, Kelsen. Pero hay más. Kelsen sostiene que las normas jurídicas tiene tal grado de indeterminación que siempre es posible al juez subrayar una peculiaridad de los hechos para hacer que el caso no encaje bajo la norma que no desea aplicar a él o, incluso, para que no le sea aplicable ninguna y que, por darse una laguna, pueda decidir creando la norma que mejor y más justa le parezca. Al analizar las consecuencias del famoso artículo 1.º del Código Civil suizo, a tenor del cual si el juez no encuentra ley o costumbre aplicable resolverá “según la regla que él mismo establecería como juez”, insiste Kelsen en que esto, el admitir que en caso de laguna el juez puede decidir como si fuera el legislador, implica que el juez puede decidir a su libre arbitrio en los casos en que considere intolerable la aplicación de la norma. Si los jueces no hacen uso de esa posibilidad más a menudo y no se salen con mucha más frecuencia del marco de posibilidades dado por la ley, es nada más que porque están imbuidos de la convicción de que deben atenerse lo más posible y siempre que sea posible a los términos de la ley y a los límites que éstos marcan. Mas, para Kelsen, esa es una convicción de naturaleza ideológica y que no viene dada por una teoría positivista de la validez jurídica, sino por cualesquiera factores que configuren las ideologías socialmente y gremialmente dominantes. Aplicado esto a la actuación de la judicatura bajo el nazismo y sentado que nunca el positivismo kelseniano equiparó validez jurídica a obligación moral de obediencia, ni siquiera de obediencia judicial, lo que habría que averiguar es de dónde provenía el sumiso espíritu de aquellos
Ibíd., p. 354. Cfr. ibíd., pp. 254 y ss. Cfr. Juan Antonio García Amado. Hans Kelsen y la norma fundamental, Madrid, Marcial Pons, 1996, pp. 158 y ss.
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jueces. La respuesta, al menos como hipótesis, ya la hemos indicado aquí: esa mentalidad, ese echarse en manos del Estado, venía precisamente de aquel estatismo metafísico y organicista, de que habían mamado el autoritarismo, despreciaban la democracia y adoraban al Führer porque consideraban a tal demente ridículo la persona más apta para llevar a Alemania a los soñados destinos de grandeza e imperio. No eran positivistas ni les preocupaba exactamente la teoría jurídica sobre la validez normativa; eran unos miserables con ínfulas y con ambición y vocación de lacayos de un Estado-padre representado por un hijo espurio: Hitler. Precisemos un poco más. No sólo no es compatible la doctrina kelseniana con la visión de la aplicación del derecho como mera subsunción, sino que el propio Kelsen desautorizó reiteradamente dicha teoría de la subsunción. La decisión judicial tiene, para Kelsen, una indudable dimensión creativa, pues “la norma general nunca puede determinar de una manera total el acto jurídico que la ha de individualizar”. De ahí que “el contraste entre creación y aplicación del derecho que suele expresarse en la oposición entre legislación y ejecución, entre legis latio y legis executio, no es en modo alguno rígido y absoluto, sino solamente la relación entre dos grados sucesivos del proceso productor del derecho”; y de ahí también que la sentencia judicial no tenga carácter “declarativo”, sino que es “absolutamente constitutiva del derecho, es productora de derecho en el propio sentido de la palabra”. Más aún, de la doctrina de la aplicación del derecho como pura subsunción dice Kelsen que, al ver al juez como mero autómata, se corresponde con “la ideología de la monarquía constitucional: el juez, que se ha hecho independiente del monarca, no debe ser consciente del poder que la ley le otorga, que le tiene que otorgar por su carácter general. Debe creer que es un mero autómata, que no produce derecho creativamente, sino derecho ya producido, que encuentra en la ley una decisión ya acabada y lista”. Vuelve a ser resaltado el componente estrictamente ideológico de tales doctrinas de la decisión judicial, aparentemente hiperrracionalistas. Otras veces Kelsen explica que aquella
Kelsen. Compendio de teoría general del Estado, Barcelona, Blume, 3.ª ed., 1979, p. 203 (traducción de L. Recaséns Siches y J. de Azcárate Flórez). Kelsen. Compendio de teoría general del Estado, cit., p. 195. Íd. Compendio de teoría general del Estado, cit., p. 200. Prácticamente en idénticos términos, La teoría pura del derecho. Introducción a la problemática científica del derecho, Buenos Aires, Losada, 2.ª ed., 1946, p. 114 (traducción de Jorge G. Tejerina); Teoría pura del derecho, cit., p. 247; Teoría general del derecho y del Estado, México, Unam, 15.ª ed., 1988 (trad. de E. García Maynez). Íd. “Wer soll der Hüter der Verfassung sein?”, recogido en Die Wiener Rechtstheoretische Schule, Wien, etc., Europa Verlag, 1968, p. 1888. El original de este escrito es de 1931.
IV. Debates sobre Kelsen y el positivismo
teoría decimonónica de la subsunción tiene raigambre iusnaturalista, pues en ella se piensa que el juez halla su decisión prefigurada en la ley del mismo modo que el legislador encuentra la suya en el orden natural. Merece la pena detenerse con calma en este párrafo de Kelsen y que el que tenga oídos oiga: “La idea del carácter de mera reproducción que poseería la creación del derecho no se refiere únicamente al proceso legislativo, sino muy especialmente a la llamada jurisprudencia [Rechtsprechung]. Ésta debe precisamente hacerse valer por referencia a ese nivel, el del derecho positivo. Si ya el legislador no es propiamente el creador de lo que sea lo jurídico, sino que se limita a expresar lo que, sin necesidad de su añadido, ya es en sí ‘jurídico’, menos aún puede contemplarse la función judicial como creación de derecho. Así como la ley positiva en verdad está contenida en el orden ‘natural’, en la idea del derecho, de donde el legislador no hace más que traducirla, así también la sentencia judicial –y ésta en mucho mayor medida– está contenida en la ley y es extraída de ésta mediante una simple operación lógica, sin que el juez añada o quite cosa alguna. Para el juez todo el derecho está encerrado en la ley, la cual, a través de la acción del legislador, es el reflejo inmediato del orden natural querido por Dios. Aquí al móvil epistemológico se añade un motivo político. Y desde ese punto de vista se muestra cuán profundamente se ancla en el pensamiento iusnaturalista la doctrina, también presente en el positivismo jurídico, de que el derecho está encerrado en la ley, así como la idea que es su consecuencia, la del carácter meramente reproductivo y no creativo, del carácter sólo de subsunción que tendría la […] aplicación del derecho [Rechtsanwendung]. Es la tesis, también defendida con gran fuerza por presuntos positivistas, especialmente por los fundadores y partidarios de la escuela histórica del derecho, de que la legislación positiva no es más que descubrimiento de un derecho que de algún modo está previamente dado” . El párrafo es largo y alguien puede despistarse en medio de viejos prejuicios. Lo que con toda claridad Kelsen está contraponiendo ahí es el positivismo “presunto” del siglo xix, que veía en la decisión judicial una subsunción automática y exenta de toda discrecionalidad, y su propia teoría positivista, que destaca exactamente lo contrario, el carácter fuertemente creativo y para nada sólo lógico o automático de la decisión judicial. Sí, en efecto, es Kelsen quien insistió en tal cosa a lo largo de toda su enorme obra, siempre. Pero no todos los que de él hablan lo han leído o han leído más que unas pocas páginas descon-
Kelsen. “Naturrecht und positives Recht”, recogido en Die Wiener Rechtstheoretische Schule, cit., p. 233. El original de este artículo es de 1927.
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textualizadas o mal traducidas. Y, por cierto, volvamos a preguntarnos a quiénes nos recuerdan hoy esos que Kelsen retrata como convencidos de que no hay más que una única respuesta correcta y que ésta la encuentra el juez preescrita y prescrita en el fondo sustantivo del derecho, en un orden “natural” de justicia que hoy llamaríamos constitucional, y con ayuda de un método que ya no es el de la subsunción, sino otro que tiene que ver con básculas y pesajes, nuevas metáforas naturalista de idéntico propósito y similar utilidad ideológica. B. ¿alguna vez invit kelsen a someterse en conciencia al derecho positivo o a o b e d e c e r e l d e r e c h o i n j u s to ? El relativismo filosófico de Kelsen se traduce aquí en su relativismo valorativo. No es posible conocer valores absolutos de ninguna clase. Caben valoraciones objetivas, que son aquellas que se hacen en correspondencia con una norma. Así, cuando sostenemos que determinado acto es justo, lo hacemos a la luz de una norma de justicia que opera como premisa mayor del razonamiento. Pero esta premisa mayor es siempre subjetiva, indemostrable en su verdad o validez objetiva. De esta manera, todo juicio de valor, aunque sea aplicación objetiva de una norma, es siempre relativo, por ser relativa o hipotética la validez de esa norma que le sirve de base. Y lo mismo se puede decir de los juicios jurídicos, del enjuiciamiento de la legalidad o ilegalidad de un acto, enjuiciamiento que tiene lugar siempre apoyándose en una norma jurídica cuya validez última se remite a la norma fundamental. Si todo juicio de valor se sustenta en una norma, no se puede perder de vista que, para Kelsen, toda norma es resultado de una voluntad, de un querer, nunca de un conocer. Las normas nacen siempre de lo volitivo, jamás del mero conocimiento o la razón, nunca del simple pensar, de la mera constatación de una realidad. El plus que especifica a las normas y les da vida es siempre un acto de voluntad y todo acto de voluntad presupone un sujeto que quiere. En consecuencia, toda norma arranca de un querer que es siempre subjetivo. Y puesto que no hay modo de demostración racional de la existencia de ninguna voluntad suprahumana, las normas expresan siempre la voluntad de un sujeto humano, son relativas al autor que las produce, por mucho que su validez pueda objetivarse en sistemas socialmente implantados, en cuanto sea común la creencia
En esta parte reproduzco, con pequeñas modificaciones, el contenido de un par de apartados de mi libro sobre Hans Kelsen y la norma fundamental, cit., pp. 174-185.
IV. Debates sobre Kelsen y el positivismo
en su validez. Esa objetivación desemboca siempre en una norma cuya validez se presupone y no se demuestra, para la que también habrá que presuponer o fingir una voluntad productora, como recalca Kelsen en sus últimos escritos. Una primera consecuencia de la estricta separación que traza entre el conocimiento y la voluntad productora de normas es la imposibilidad de la razón práctica. La mera razón, el conocimiento, no puede por sí, sin el auxilio de la voluntad, generar normas. No hay una razón legisladora, no puede haberla por dos motivos: porque la razón no alcanza para conocer primeras verdades, verdades absolutas, y porque, aun cuando eso fuera posible, sin el elemento volitivo la razón no basta para normar conductas. Sólo en el Dios de la teología se unifican razón y voluntad, conocimiento y normación. Pero el conocimiento racional no alcanza ni a demostrar la existencia de ese dios ni a suplantarlo pensando que el hombre puede simultáneamente querer y conocer el bien, de modo que sus normas puedan pretenderse la encarnación del bien y la justicia absolutos. Basta, según Kelsen, fijarse en la variedad de contenidos normativos que han pretendido justificarse como producto del conocimiento de la voluntad divina o como encarnación de la verdadera justicia, para darse cuenta de que no esconden más que un intento de camuflaje ideológico de lo que es la simple voluntad humana que subyace a toda norma. Kelsen se enfrenta a la filosofía de la justicia armado del relativismo valorativo, el emotivismo ético y el concepto negativo de ideología. La justicia es un valor y, como tal, sólo puede ser relativo, pues “el problema de los valores es en primer lugar un problema de conflicto de valores, y este problema no puede resolverse mediante el conocimiento racional. La respuesta a esta pregunta es un juicio de valor determinado por factores emocionales y, por tanto, subjetivo de por sí, válido únicamente para el sujeto que juzga y, en consecuencia, relativo”. El que los sistemas de valores sean también fenómenos sociales y un mismo valor pueda ser compartido por gran número de sujetos no demuestra su verdad o validez objetiva; “el criterio de justicia como el criterio de verdad no depende de la frecuencia de los juicios sobre la realidad ni de los juicios de valor”. “Si algo demuestra la historia del pensamiento humano, es que es falsa la pretensión de establecer, en base a consideraciones racionales, una norma absolutamente correcta de la conducta humana […] Si algo podemos aprender
Cfr. Teoría pura del derecho, México, Unam, 1979, p. 203. Kelsen. “¿Qué es justicia?”, en Kelsen. ¿Que es justicia? (ed. de A. Calsamiglia), Barcelona, Ariel, 1991, p. 39 (publicación original de 1952). Ibíd., p. 43.
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de las experiencias intelectuales del pasado, es que la razón humana sólo puede acceder a valores relativos.” Esta abundancia de citas literales se justifica porque ninguna explicación puede ilustrar con más claridad lo que Kelsen piensa de la pretensión de que alguien pueda saber lo que es justo o legislar con ambición de realizar la justicia perfecta. Lo que la pretensión de justicia absoluta encierra, para Kelsen, es el disfraz de la ideología, en sentido negativo, ideología que sirve para ocultar la lucha de intereses. Nada puede extrañar, entonces, que el problema de la justicia permanezca irresuelto y podemos prescindir, dice melévolamente Kelsen, del hecho de que “uno u otro profesor de vez en cuando afirma, bajo la irónica sonrisa de sus colegas, que conoce qué sea lo justo”. ¿Qué consecuencias tiene ese relativismo de la justicia para la defensa kelseniana del derecho positivo? Las máximas, pues si la justicia absoluta y unívoca, cognoscible por igual para todos, no es posible, no puede funcionar como factor de orden. Confiar la organización social a la idea de lo justo es tanto como abocar a la sociedad a la lucha entre grupos que enfrentan sus respectivos intereses bajo el ropaje ideológico de la justicia. La sociedad tiene que gobernar las disputas sobre la base de una pauta común que no puede ser incognoscible o cuestionada. Y tal pauta sólo puede ofrecerla el derecho positivo, con independencia del hecho, a estos efectos secundario, de que cada derecho recoja una idea de lo justo o de que la eficacia del ordenamiento jurídico se acreciente cuanto mayor sea el convencimiento de sus destinatarios de que sus normas son justas. Las concepciones de lo justo son múltiples, pero el derecho positivo válido, por definición, sólo puede ser uno, pues ya sabemos que postulado central de la doctrina de Kelsen es el de la unidad y unicidad del sistema jurídico. No es posible hallar una idea única de justicia, “pero sólo existe un derecho positivo. O bien –si queremos justificar la existencia de los distintos órdenes legales nacionales– existe un único derecho positivo para cada territorio. Su contenido puede ser descrito sin ambigüedad utilizando un método objetivo […]. A las normas del derecho positivo les corresponde cierta realidad social, lo cual
Ibíd., pp. 58-59. Los grupos sociales entran en la lucha por el poder “siempre bajo la máscara de la ‘justicia’” (Kelsen. “Die philosophischen Grundlagen der Naturrechtslehre und des Rechtspositivismus”, en Die Wiener Rechtstheoretische Schule, cit., p. 341. Original: 1928). Kelsen. Die Idee des Naturrechtes”, en Die Wiener Rechtstheoretische Schule, cit., p. 271 (original: 1927/28). Cfr. Kelsen. “Naturrechtslehre und Rechtspositivismus”, en Die Wiener Rechtstheoretische Schule, cit., p. 826 (original: 1961).
IV. Debates sobre Kelsen y el positivismo
no sucede con las normas de Justicia. En este sentido, el valor del derecho es objetivo, mientras que el valor de la Justicia es subjetivo”. El relativismo de Kelsen no encaja en modo alguno con la interpretación que de su doctrina se hace muy a menudo, como propugnadora de la obediencia de los sujetos a las normas del derecho positivo. Cierto es que Kelsen piensa, como sabemos, que la validez del derecho tiene como condición su eficacia; también que considera que esa eficacia depende de que esté extendida en la sociedad la ideología o creencia de que el derecho obliga y sus normas deben
Kelsen. “Los juicios de valor en la ciencia del derecho”, en Kelsen. ¿Qué es justicia?, cit., p. 150 (original: 1942). Este reproche se puede ver en Alf Ross. Para Ross, cuando Kelsen equipara validez a deber u obligatoriedad de las normas está justificando la existencia de un deber moral de cumplir el derecho, pues “parece obvio que el deber de obedecer el derecho no puede significar una obligación o un deber jurídico en el sentido en que estas palabras son usadas para describir una situación jurídica que en ciertas circunstancias surge de una norma jurídica, por ejemplo, la obligación del deudor de pagar una deuda estipulada” (Alf Ross. “El concepto de validez y el conflicto entre el positivismo jurídico y el derecho natural”, en P. Casanovas y J. J. Moreso (eds.). El ámbito de lo jurídico. Lecturas de pensamiento jurídico contemporáneo, Barcelona, Crítica [trad. de G. Carrió y O. Paschero], p. 368). Ahora bien: eso que a Ross le parece obvio no lo es tanto, y es la clave del asunto. La obligación jurídica de que habla Kelsen, y que surge siempre que una norma es válida y existe un destinatario de la misma, es la que describen los juristas que explican el derecho válido, la que dimana de la norma como deber, impuesto por ésta, de hacer o no hacer algo; no es una obligación de ningún otro tipo. Por tanto, cuando Kelsen habla de la obligatoriedad del derecho se refiere a la perspectiva que desde el propio derecho se tiene sobre determinadas conductas afectadas por la norma, de la conducta del sujeto vista bajo el prisma de la norma jurídica, no desde parámetros morales, políticos, etc. Por tanto, nada más ajeno al pensamiento de Kelsen que entender que “el deber de obedecer el derecho es un deber moral hacia el sistema jurídico, no es un deber jurídico conforme al sistema. El deber hacia el sistema no puede derivarse del sistema mismo, sino que tiene que surgir de reglas o principios que están fuera del mismo” (ibíd., p. 369). Por mucho que esto último sea cierto, nada más lejos del propósito de Kelsen cuando habla de obligación que fundamentar un deber “hacia el sistema”, y menos un deber moral. Él se refiere al deber desde el sistema o bajo la óptica del sistema. Radicalmente falso es también que “a Kelsen le preocupa el problema tradicional de la cualidad moral que distingue a un orden jurídico del régimen de un gánster” (ibíd., p. 376). Ponderada parece la opinión de Bobbio cuando aclara que “la teoría pura del derecho no puede ser confundida […] con la concepción legalista, la cual, entre validez y valor, no realiza ninguna distinción” (Norberto Bobbio. “La teoría pura del derecho y sus críticos” [trad. de M. Cerda], en Revista de Ciencias Sociales, número monográfico [Hans Kelsen (1881-1973)], Valparaíso, Universidad de Chile, 1974, p. 307). Tambien Tammelo, por mencionar otro ejemplo, aclara que es incorrecta la acusación de que Kelsen propugna la obediencia a cualquier derecho, por injusto que sea (Ilmar Tammelo. “Von der Reinen zu einer reineren Rechtslehre”, en Rechtssystem und gesellschaftliche Basis bei Hans Kelsen, ed. de W. Krawietz y H. Schelsky (Bhf. n.º 5 de Rechtstheorie), Berlín, Duncker & Humblot, 1984, p. 248). Delgado Pinto ha puesto de relieve igualmente lo desacertado de críticas como la mencionada de Ross (José Delgado Pinto. “Obligatoriedad del derecho y deber jurídico en el positivismo contemporáneo: el pensamiento de Hans Kelsen”, separata de Anuario de Filosofía del derecho, 20, p. 1978, pp. 11-12). En el mismo sentido también José Antonio Ramos Pascua. La regla de reconocimiento en la teoría jurídica de H. L. A. Hart, Madrid, Tecnos, 1989, p. 45.
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ser obedecidas; y cierto también que recalca una y otra vez que validez es lo mismo que obligatoriedad y que el que una norma sea válida significa que debe ser cumplida, que establece una obligación, un deber de obediencia. Pero entender que con todo esto está Kelsen propugnando la obediencia a las normas, que defiende que todo dilema subjetivo y personal entre la obediencia o la desobediencia debe ser resuelto por los sujetos en favor de la primera parte de la alternativa, es una simplificación grosera de su pensamiento. Con la eficacia y la ideología social se habla de supuestos fácticos que tienen que acontecer en la sociedad para que un derecho pueda operar, no de deberes morales ni de reglas de comportamiento distintas de las jurídicas. Y cuando se menciona la equiparación entre validez y obligatoriedad se hace desde una perspectiva que podemos llamar intrasistemática, desde el punto de vista del propio ordenamiento jurídico: para el derecho positivo sus normas son obligatorias, el derecho tiene normas para establecer obligaciones jurídicas, pues no tiene sentido pensar un derecho cuyas normas todas se planteen como enteramente disponibles y de cumplimiento meramente voluntario. Por eso la sanción es elemento clave de la noción de validez u obligatoriedad jurídica, porque la sanción es la respuesta que el ordenamiento positivo prevé para hacer valer esa obligatoriedad constitutiva de sus normas. En eso, en la previsión de sanciones para el comportamiento incumplidor, se acaba la obligatoriedad del derecho.
Podemos aquí enlazar con la idea, acogida por Kelsen, de que será más y mejor obedecido aquel derecho que no entre en contradicción con motivos contrapuestos, es decir, que no contravenga, por ejemplo, la moral socialmente imperante (vid. Kelsen. Vom Wesen und Wert der Demokratie, Aalen, Scientia, 1963, p. 65 –original de 1921–, donde Kelsen dice que la participación, aunque sea indirecta, de los ciudadanos en la creación de las normas acrecienta “la disposición a la obediencia”). En cualquier caso, esa es una constatación propia del sociólogo, no del científico del derecho (vid. Kelsen. The Communist Theory of Law, Londres, Stevens & Sons, 1955, p. 143), ya que “a la teoría pura del derecho no le importan los motivos reales que muevan a la obediencia a los ciudadanos, pues tendrán que ver con los fines perseguidos por el ordenamiento concreto, históricamente condicionados, y sobre fines la teoría pura del derecho no puede pronunciarse” (Kelsen. La teoría pura del derecho. Introducción a la problemática científica del derecho, Buenos Aires, Losada, 2.ª ed., 1946 [trad. de Jorge G. Tejerina], pp. 59-60 –original: 1934). De modo similar dice Leser que hay que abstenerse de entender algo más que el caer bajo el ordenamiento, el estar abarcado por el ordenamiento. El Sollen jurídico no supone vinculación en conciencia del individuo, sino que su sentido es meramente “inmanente al sistema”, por lo que no tiene por qué coincidir con el sentido que la misma conducta posea para el sistema moral (Norbert Leser. “Wertrelativismus, Grundnorm und Demokratie”, en Hundert Jahre Verfassungsgerichtsbarkeit-Fünzig Jahre Verfassungsgerichtshof in Oesterreich, Frankfurt M., 1968, p. 230). Con arreglo a esta interpretación, no tiene razón Amselek cuando dice que Kelsen cae en un “paralogismo” al confundir “válido” y “obligatorio” (Paul Amselek. “Kelsen et les contradictions du positivisme juridique”, Revue Internationale de Philosophie, 138 [Kelsen et le positivisme juridique], 1981, p. 470). Kelsen dice únicamente que desde el punto de vista del derecho son lo mismo; no que la validez jurídica implique obligatoriedad moral, como Amselek entiende.
IV. Debates sobre Kelsen y el positivismo
En ese sentido es toda norma jurídica obligatoria, en que prevé una sanción para el incumplimiento. Ahí se agota la perspectiva jurídica sobre la obligación. Que los sujetos se planteen dilemas morales sobre si deben en conciencia cumplir la norma o desobedecerla, es cuestión que para nada interesa al derecho ni a su teoría estructural, del mismo modo que nada le importa al derecho si los individuos acatan la norma por convicción, por miedo o por azar. Una cosa, pues, tiene que quedar clara: deber jurídico y deber moral no tienen la más mínima conexión en Kelsen y nada se opone a que aparezcan como enfrentados. Lo contrario sería dotar de valor moral intrínseco a las normas jurídicas o entender su validez condicionada por su contenido moral, posibilidades ambas que Kelsen rechaza del modo más rotundo. Desde parámetros kelsenianos, pensar que existe un deber moral de obedecer las normas jurídicas es tan absurdo como entender que hay un deber jurídico de obediencia a las normas morales. La equiparación entre validez y obligatoriedad en Kelsen no requiere prácticamente comentario, siempre que no se pierda de vista que se trata de obligatoriedad jurídica y no de otra especie. “Que una norma que se refiere a la conducta de un hombre valga significa que obliga, que el hombre debe comportarse de la manera determinada por la norma.” Ese “debe” expresa la perspectiva que del comportamiento del sujeto tiene el propio ordenamiento jurídico, o, dicho de otra forma, significa cómo es visto o juzgado ese comportamiento colocándose en la óptica del derecho. Aunque párrafos como el que se acaba de citar puedan inducir al equívoco que criticamos, en otros queda aún menos lugar para la duda: “la existencia de un deber jurídico no es sino la validez de una norma de derecho que hace depender una sanción de la conducta contraria a aquella que forma el deber jurídico. Esto no se concibe fuera de la norma jurídica. El deber jurídico es simplemente la norma de derecho en su relación con el individuo a cuya conducta la misma norma enlaza la sanción”. Las citas inequívocas al efecto podrían multiplicarse hasta el infinito. Mencionemos sólo un par más. “La obligación no es otra cosa que una norma jurídica positiva, que ordena la conducta de ese individuo, al enlazar con el comportamiento contrario una sanción”; “decir que una persona tiene la obligación jurídica de comportarse
Kelsen. Teoría pura del derecho, cit., p. 201. Íd. Teoría general del derecho y del Estado, cit., p. 69. Una minuciosa descripción de la evolución de Kelsen en cuanto a la diferenciación entre deber jurídico y deber moral puede verse en Delgado Pinto, 1978, pp. 12 y ss. Kelsen. Teoría pura del derecho, cit., p. 130.
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de un modo determinado significa que la conducta contraria está amenazada con una sanción por ser un delito”. ¿Se necesita realmente añadir que nada tiene que ver la obligación jurídica con un deber moral de obediencia al derecho? Por si no queda totalmente patente, el propio Kelsen lo recoge sin margen para la duda cuando afirma que “el concepto de obligación jurídica se refiere exclusivamente a un orden jurídico positivo, y no tiene ninguna implicación moral”, o que “el deber jurídico no puede constituir un deber moral frente al derecho positivo”. Cuando Kelsen habla de deber jurídico, el término “deber” no tiene “su significado corriente –el moral– sino un significado puramente lógico”, vinculado a la categoría formal de imputación. E insiste en que bajo esa perspectiva el concepto de obligación jurídica se emancipa completamente del de obligación moral. En su trabajo “¿Por qué obedecer al derecho?” se aprecia perfectamente cómo la pregunta por el deber de obediencia se plantea sólo como equivalente del porqué de la fuerza obligatoria objetiva del derecho, no desde el punto de vista de la moral individual. Y a lo largo de ese mismo trabajo queda insinuado que cualquier intento de fundar esa obligatoriedad objetiva en creencias morales o religiosas supone dotarla de un fundamento metafísico y subjetivo, con lo que acabaríamos por tener que ningún derecho positivo es en última instancia obligatorio, razón por la que “no responde a nuestra pregunta afirmar que el derecho positivo es válido porque es justo”. Kelsen rechaza la equiparación o entremezclamiento de deber jurídico y deber moral tanto por razones “lógicas” como por razones ideológicas. Con las primeras aludimos a las razones de coherencia con sus propios postulados teóricos; con las segundas, a la crítica que Kelsen hace a la vinculación entre derecho y deber moral de obediencia como ejemplo típico del intento de legitimar o deslegitimar el derecho positivo mediante postulados doctrinales que no envuelven más que la subjetividad y el interés.
Kelsen. “El derecho como técnica social específica”, en Kelsen. ¿Qué es justicia? (ed. de A. Calsamiglia), Barcelona, Ariel, 1991, pp. 168-169 (original de 1941). Íd. Teoría pura del derecho, cit., p. 131. Íd. Teoría general del Estado, México, Editora Nacional, 15.ª ed., 1979 (trad. de L. Legaz Lacambra), p. 80 (original de 1925). Kelsen. “Ciencia y política”, en Kelsen. ¿Qué es justicia? (ed. de A. Calsamiglia), Barcelona, Ariel, 1991, p. 269 (original de 1951). Kelsen. “Allgemeine Rechtslehre im Lichte materialistischer Geschichtsauffassung”, en Kelsen. Demokratie und Sozialismus. Ausgewählte Aufsätze (editado por N. Leser), Wien, Verlag der Wiener Volksbuchhandlung, 1967, p. 108. Kelsen. “¿Por qué obedecer al derecho?”, en Kelsen. ¿Qué es justicia? (ed. de A. Calsamiglia), Barcelona, Ariel, 1991, p. 186 (original de 1957).
IV. Debates sobre Kelsen y el positivismo
Desde el primero de esos puntos de vista, vincular el deber de conciencia con el deber jurídico implica mezclar la perspectiva empírica (psicológica en este caso) con la normativa, el ser con el deber. Lo que habitualmente se presenta como el conflicto de obligaciones que vive el sujeto que se debate entre la obediencia a la norma jurídica o a su conciencia moral es un conflicto que no se desarrolla en la esfera del Sollen, sino en el ámbito psicológico de los motivos. No es lo mismo estar obligado por el derecho que sentirse obligado por él. Que por razones morales alguien no se sienta obligado a cumplir la norma jurídica no resta validez a esta norma ni hace que deje de obligarle en derecho. Lo que existe es un conflicto psicológico en el sujeto que ha de decidir si actúa conforme a los preceptos jurídicos o con arreglo a los de su moral, y ese conflicto no puede resolverse ni desde el sistema jurídico ni desde el sistema moral de que se trate, pues cada uno sólo ve con arreglo a su óptica, a la óptica de sus normas, y para cada uno tienen preferencia sus propias normas. El vínculo que la obligación jurídica expresa no es un ligamen psicológico ni tiene que ver con el fuero interno del sujeto. Es un vínculo formal y objetivo, es otra forma de expresar la realidad de la norma en su función de ordenar conductas bajo un presupuesto de validez. Por eso mismo el sujeto jurídico no es el mismo que el sujeto moral, lo que quiere decir que el derecho contempla al individuo bajo sus propios patrones definitorios. El postulado de justicia, como cualquier otra exigencia moral, sólo tiene sentido en cuanto dirigido al individuo psicológico, no como exigencia para el derecho positivo “como complejo abstracto de normas”. Decíamos que también por razones de crítica ideológica rechaza Kelsen el entremezclamiento de deber jurídico y deber moral. Una doctrina que propugne que los hombres deben obedecer las normas legales ejerce una función política, no científica, por lo que no puede la teoría pura dar ese paso. La tesis de que
Cfr. Íd. “Die philosophischen Grundlagen der Naturrechtslehre und des Rechtspositivismus”, cit., p. 303; “Naturrecht und positives Recht”, en Die Wiener Rechtstheoretische Schule, cit., pp. 220-221; Teoría general del derecho y del Estado, cit., pp. 446-447. Kelsen. Das Problem der Souveränität und die Theorie des Völkerrechts. Beitrag zu einer reinen Rechtslehre, Aalen, Scientia, reimpresión de la 2.ª ed., de 1928, p. 111. “La afirmación de que una persona está legalmente obligada a una cierta conducta, es un aserto sobre el contenido de una norma de derecho y no sobre acontecimientos reales, ni sobre el fuero interno del obligado”. “El deber jurídico no es un vínculo psicológico”, como muestra el hecho de que un individuo puede estar obligado por el derecho aunque desconozca la norma correspondiente (Kelsen. Teoría general delderecho y del Estado, cit., p. 83). Kelsen. “Die Rechtswissenschaft als Norm - oder Kulturwissenschaft”, en Die Wiener Rechtstheretische Schule, cit., p. 67 (original de 1916). Íd. The Communist Theory of Law, Londres, Stevens & Sons, 1955, p. 143.
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el derecho debe por naturaleza ser moral es rechazable desde los postulados de la teoría pura por dos motivos: porque dicha tesis presupone una moral absoluta y porque predicar la moralidad de un ordenamiento jurídico como base para exigir su obediencia como imperativo moral significa legitimar acríticamente ese ordenamiento, mientras que “no corresponde a la ciencia jurídica legitimar el derecho, sino describirlo”. Por último, no está de más insistir en que el especial hincapié que Kelsen hace en la autonomía ética del individuo y en el carácter exclusivamente personal de la responsabilidad moral por las propias acciones, abona la tesis de que la decisión de obedecer o no las leyes en cada caso es una cuestión estrictamente atinente a la moral personal, no un asunto que el derecho o la ciencia jurídica puedan resolver ni dirigir de ningún modo. C . ¿ a c a s o n o f u e k e l s e n u n d e m c r ata y u n o d e l o s m s d e s ta c a d o s t e r i c o s y f u n d a m e n ta d o r e s d e l a d e m o c r a c i a ? Si tenemos que el relativismo valorativo de Kelsen y su concepción de la racionalidad le llevan a rechazar por ideológico todo intento de justificación moral de la obediencia al derecho que provenga de una teoría jurídica que se quiera racional y científica, ese mismo planteamiento le hará cuestionar que pueda tenerse por racional y no meramente ideológica y guiada por intereses
Íd. Teoría pura del derecho, cit., p. 82. Es famoso el texto siguiente donde se expresa con meridiana claridad esta tesis: “El punto de vista según el cual los principios morales constituyen sólo valores relativos no significa que no sean valores. Significa que no existe un único sistema moral, sino varios, y hay que escoger entre ellos. De este modo el relativismo impone al individuo la ardua tarea de decidir por sí solo qué es bueno y qué es malo. Evidentemente, esto supone una responsabilidad muy seria, la mayor que un hombre puede asumir. Cuando los hombres se sienten demasiado débiles para asumirla, la ponen en manos de una autoridad superior: en manos del gobierno o, en última instancia, en manos de Dios. Así evitan el tener que elegir. Resulta más cómodo obedecer una orden de un superior que ser moralmente responsable de uno mismo” (Kelsen. ¿Qué es justicia?, cit., pp. 59-60). Como dice Dreier, glosando esta parte del pensamiento de Kelsen, la frecuente acusación de que la teoría pura deja inermes a los sujetos frente a los regímenes jurídicos inicuos, o de que fomenta una forma de “nihilismo moral”, desconoce que el relativismo kelseniano no puede ni quiere legitimar ningún tipo de orden jurídico-político. El error de tales imputaciones está en confundir “la aceptación científica de la validez del derecho con la afirmación de su carácter ético o moral” (Horst Dreier. Rechtslehre, Staatssoziologie und Demokratietheorie bei Hans Kelsen, Baden-Baden, Nomos, 1986, p. 229). “Relativismo –dice Dreier– no quiere decir ausencia de criterio” (ibíd. 235). La decisión de obedecer o no la norma jurídica se reserva al juicio de cada uno (ibíd., p. 231). En este apartado reproduzco de nuevo los contenidos principales de mi libro Hans Kelsen y la norma fundamental, cit., pp. 186-199.
IV. Debates sobre Kelsen y el positivismo
cualquier legitimación teórica de esta o aquella autoridad. Pero aquí despunta de nuevo la paradoja. El rechazo por Kelsen de toda legitimación de una autoridad extra o suprajurídica va ligado a su justificación de la autoridad del derecho. En el fondo de su doctrina late permanentemente la idea de que el derecho es necesario para que exista sociedad y se justifica, por tanto, por su función ordenadora. En ese sentido, la autoridad es necesaria, pero toda autoridad humana es relativa y contingente, no susceptible de justificación racional. Ninguna persona o grupo y ninguna idea o representación pueden demostrarse como legitimados para imponerse sobre los demás en nombre de una verdad o un valor absolutos. A ese respecto la filosofía kelseniana es plenamente relativizadora y desmitificadora, no comulga con ningún camuflaje ideológico del poder; es una filosofía realista que rechaza el disfraz de los hechos y que ve ideología en todas las teorías legitimadoras del poder, por mucho que la misma óptica realista le lleve a admitir que el poder es en la sociedad necesario y que para mantenerse necesita de las ideologías, con lo que también éstas son ineludibles. Pero esa es una justificación funcional del poder y las ideologías, no una legitimación de ningún contenido concreto de uno u otras. Kelsen no es indiferente en cuanto a la alternativa entre anarquía y orden. No se limita a establecer qué condiciones son necesarias para que el orden social pueda darse como alternativa a la anarquía, sino que procura justificar la necesidad del orden sobre la base de argumentos que necesariamente tendrán que ser valorativos. Valorativa es, en ese sentido, la concepción kelseniana de la naturaleza humana como esencialmente negativa, por agresiva y egoísta, uno de los elementos que le conectan con Hobbes. Y sobre todo, valorativas son sus consideraciones sobre la libertad como bien que en última instancia justifica la existencia del derecho. Este queda justificado, al margen de sus contenidos, como garante de una libertad mínima, libertad que hasta en el más tiránico de los regímenes jurídicos será mayor que en el estado de naturaleza, o, si no queremos usar esta expresión que Kelsen no admitiría por ficticia, en una convivencia en la que los impulsos naturales o instintivos no estuvieran frenados por la fuerza motivadora de la coacción jurídica. El primer efecto de esos planteamientos relativistas y antimetafísicos de Kelsen es su relativización de la comunidad frente al individuo. Rechaza toda
La conexión hobbesiana la expresa Barcellona, cuando dice que “el problema del orden social es la obsesión de Thomas Hobbes, como lo será de Hans Kelsen: el orden es la interdicción de la guerra civil” (P. Barcellona. “A proposito del principio democrativo e della teoria pura del diritto”, en B. Montanari [ed.]. Stato di diritto e trasformazione della politica, Turín, Giappichelli, 1992, p. 152).
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justificación de la comunidad como entidad superior a los individuos que la componen, justificación cuya razón es siempre ideológica: el logro de la obediencia de los sujetos al concreto ordenamiento que presuntamente encarna la esencia de esa comunidad. Pero, al mismo tiempo, no puede librarse de sostener una cierta supremacía de la comunidad, en cuanto que sin esto no cabría la justificación del derecho como orden que se impone a las libertades particulares. Rechazado también, por ideológico, el razonamiento rousseauniano de que la comunidad puede ser expresión de la libertad de cada uno, Kelsen salva de un modo innovador este problema de combinar la justificación de la necesidad del derecho con la relativización de la comunidad: no hay más comunidad que la jurídica, la que el propio derecho establece. Sin derecho no hay comunidad y no existe (al menos para la ciencia y la observación racional) más comunidad que la que el derecho crea. Por eso no se identifica tampoco el Estado con ningún género de comunidad previa a lo jurídico, sino que el Estado no representa más que la presentación personificada del ordenamiento jurídico. Así puestas las cosas, la supremacía de la comunidad no es más que la supremacía del derecho sobre los individuos, supremacía que forma parte del propio contenido conceptual o razón de ser del derecho. Al criticar la idea de que el Estado sea una realidad natural basada en la unión psíquica, en la interacción psíquica, dice Kelsen que ciertamente “la esencia de toda unidad social es la ‘unión’ ”, pero que la única unión que puede basar la sociedad es la unión bajo normas. Sólo una norma o sistema de normas puede significar “aquella síntesis supraindividual que constituye la esencia de todas las estructuras sociales, especialmente el Estado”. No hay otro tipo de unión supraindividual en sociedad. Los individuos están unidos en cuanto obligados por la norma. “Precisamente en este sentido la comunidad, como sistema de normas referentes a la conducta humana, como orden, está sobre los individuos, constituye una esencia superindividual, cuya esfera específica de existencia no es el reino de la realidad psíquica (es decir, psíquico-individual), sino el reino de la idealidad normativa, y, por tanto, sólo en este sentido, supraindividual; y precisamente en este sentido no hay diferencia entre ‘asociación’ y ‘norma’ u ‘orden’, sino que la asociación es el orden, porque sólo en éste, en las normas que lo constituyen, existe la unión en la cual se hace consistir todo lo social”. La inexistencia, desde los planteamientos kelsenianos, de toda legitimación extrajurídica de la autoridad, implica que nadie está legitimado para limitar
Kelsen. Teoría general del Estado, cit., p. 10. Ibíd., p. 11. Ídem.
IV. Debates sobre Kelsen y el positivismo
la libertad de los otros si no es desde el derecho. Pero el problema será ahora compatibilizar libertad y derecho. Y es el problema porque Kelsen participa de la idea, ya reseñada, de que la libertad sólo se puede disfrutar bajo el derecho y no puede realizarse sin él. Aquí nos encontramos con uno de los componentes valorativos de la obra kelseniana, su elevación de la libertad a criterio justificador de lo jurídico, aspecto en el que las resonancias kantianas son patentes. Interpreta Kelsen que originariamente la idea de libertad significa ausencia de toda restricción o limitación, pero puntualiza que “tal libertad es anarquía”, de modo que no es esa “la libertad que resulta posible dentro de la sociedad, y especialmente dentro del Estado”. Aun suponiendo que exista una tendencia natural a la libertad o que libertad significa ante todo ausencia de toda restricción en el actuar, los individuos abandonados de todo orden y toda coacción no podrán realizar libertad alguna o, todo lo más, sólo la libertad del más fuerte. Ante todo, la ausencia de restricción a la libertad “natural” va en contra de la igualdad en la libertad, por falta de una limitación común a todos. De ahí que una libertad igual, al menos en sus mínimos, sólo sea posible bajo el derecho. Sólo en sociedad, que es tanto como decir bajo un orden social que es jurídico, pueden los sujetos ejercer un mínimo autogobierno, por paradójico que pueda sonar. La coacción jurídica estaría al servicio de la libertad y en ella se justificaría, como ya explicó Kant. “El símbolo de la libertad debe sufrir un cambio fundamental de significado para llegar a ser una categoría social. Debe dejar de significar la negación de todo ordenamiento social, un estado de naturaleza […], y debe asumir el significado de un método específico para establecer el ordenamiento social, y un tipo específico de gobierno. Si la sociedad en general y el Estado en particular deben ser posibles, debe ser válido un ordenamiento normativo que regule el comportamiento mutuo de los hombres y, en consecuencia, debe aceptarse el dominio del hombre sobre el hombre por medio de tal ordenamiento.” Hasta aquí el razonamiento de Kelsen parece que puede resumirse en un esquema bien simple: la libertad sólo es viable en sociedad, y la sociedad no puede existir sin derecho, sin una ley general limitadora de la libertad absoluta. Lo curioso es que Kelsen, pese a la crítica a Rousseau, acaba por sostener también que esa libertad restringida tiene que ser autodeterminación del suje-
Íd. Teoría general del derecho y del Estado, cit., p. 338. Íd. “Los fundamentos de la democracia” (traducción de Juan Ruiz Manero), en Escritos sobre la democracia y el socialismo, selección y presentación de Juan Ruiz Manero, Madrid, Debate, 1988, pp. 230-231 (original de 1954). Cfr. Íd. Teoría general del derecho y del Estado, cit., p. 339.
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to: “ello no obstante, si el dominio es inevitable […] queremos ser dominados por nosotros mismos. La libertad natural se transforma en libertad social o política. Ser libres social o políticamente significa, ciertamente, estar sujetos a un ordenamiento normativo, significa libertad subordinada a la ley social. Pero significa estar sujetos no a una voluntad ajena, sino a la propia, a un ordenamiento normativo y a una ley en cuyo establecimiento el sujeto participa”. Es lo que Kelsen denomina “metamorfosis” de la libertad, en cuya virtud “la libertad de la anarquía se transforma en la libertad de la democracia”. Hay una derivación de la libertad social o política a partir de “la libertad natural de la anarquía”, derivación cuyo estatuto permanece en Kelsen un tanto equívoco y que se manifiesta cuando afirma que “para que existan sociedad y Estado, tiene que haber un orden entrelazante de la conducta recíproca de los hombres, tiene que existir, por tanto, el dominio, el imperium. Pero si hemos de ser dominados, queremos serlo por nosotros mismos. De la libertad natural se desprende la libertad social o política. Políticamente libre es el que, siendo súbdito, no está sometido a otra voluntad que la suya propia. Con esto se pone de manifiesto cuál es la antítesis radical entre todas las formas de Estado y sociedad”. Y añade que “para que sea posible la sociedad como complejo sistemático distinto de la naturaleza, debe existir una legalidad social específica diferente de la legalidad natural. Frente a la ley causal, surge la norma. Desde el punto de vista de la naturaleza, la libertad significa la negación de lo social; desde el punto de vista de la sociedad, la negación de la legalidad natural o causal (libre arbitrio)”. No puede extrañar que Kelsen haya sido tildado de metafísico o iusnaturalista en su visión de la libertad como tendencia o instinto natural del hombre. Habla, refiriéndose a la inclinación a resistirse a la heteronomía, de que “es la naturaleza misma que, en busca de libertad, se rebela contra la sociedad”, o dice también que “la extraordinaria importancia que la idea de libertad tiene en la ideología política únicamente puede explicarse por el hecho de que esta idea tiene su origen en la profundidad del alma humana, en el instinto primitivo que empuja al individuo contra la sociedad”.
Íd. “Los fundamentos de la democracia”, cit., p. 231. Ibíd., p. 234. Kelsen. “Demokratie”, en Die Wiener Rechtstheoretische Schule, cit., p. 1748 (original de 1927). Íd. Teoría general del Estado, cit., p. 410. Íd. “Los fundamentos de la democracia”, cit., p. 230. Ibíd., p. 234; similarmente, Íd. Teoría general del Estado, cit., p. 410.
IV. Debates sobre Kelsen y el positivismo
Llegamos, pues, a que el derecho se fundamenta en la protección de la libertad, aun a costa de restringirla con carácter general. Pero no se puede ignorar que cabe un derecho que haga una pésima distribución social de la libertad y sus beneficios, con lo que Kelsen, para ser congruente con su punto de partida, admitirá que esa interrelación entre el derecho y la libertad que lo justifica alcanza su más perfecta realización en la democracia. ¿Pero no significa esto proporcionar un fundamento valorativo a un determinado tipo de orden social y jurídico? Kelsen se da cuenta de que pisa aquí un terreno resbaladizo si quiere ser fiel a su relativismo y por eso oscila entre la ponderación valorativa de la democracia y el tratamiento puramente descriptivo, diríamos que tecnocrático o funcionalista, de dicho régimen jurídico-político. Pese a todas las consideraciones favorables a la democracia que se contienen en el trabajo del que tomamos las citas anteriores, dice Kelsen allí que “el examen realizado hasta aquí del fundamento filosófico de la democracia no se dirige ni puede dirigirse hacia una justificación absoluta de este tipo de organización política; no se propone ni puede proponerse demostrar que la democracia es la mejor forma de gobierno. Se trata de un análisis científico, es decir, objetivo, de un fenómeno social, y no de una valoración del mismo que presuponga un determinado valor social como incondicionalmente válido y que demuestre que la democracia es la realización de ese valor”. Una “teoría científica de la democracia” sólo puede “mantener que esta forma de gobierno trata de realizar conjuntamente la libertad y la igualdad de los individuos y que, si estos valores han de ser realizados, la democracia es el medio idóneo para ello; lo que implica que si son valores distintos de la libertad y la igualdad de los miembros individuales de la comunidad, como, por ejemplo, el poder de la nación, los que han de ser realizados, la democracia puede no ser la forma de gobierno adecuada. Naturalmente esta es una justificación condicional de la democracia […], la única justificación que una filosofía relativista […] puede proporcionar”. Y añade que “la filosofía relativista deja al individuo que actúa en la realidad política la decisión acerca del valor social que debe ser
“El camino racional al principio de mayorías ha de hallarse partiendo de la idea de que, si no todos, deben ser libres la mayor parte de los hombres, debiendo reducirse al mínimo la cantidad de hombres cuya voluntad puede estar en contradicción con la voluntad general del orden social. Naturalmente, esto presupone a la igualdad como hipótesis fundamental de la democracia, al exigirse que sea libre el mayor número posible de hombres, y no sólo éstos o aquéllos” (Kelsen. Teoría general del Estado, cit., p. 412). Íd. “Los fundamentos de la democracia”, cit., p. 260. Ídem.
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realizado. Ni libera ni puede liberar las espaldas del individuo del peso de esta grave responsabilidad”. Hemos llegado así al tema del fundamento de la democracia, tema en el que Kelsen tiene que hacer alambicados razonamientos para no contradecir los postulados básicos de su teoría. Trata de salvar la coherencia de su doctrina en este asunto por dos caminos. Uno, presentando la democracia como único sistema defendible o justificable desde postulados relativistas, con lo que su pretensión parece la de que el fundamento de ese régimen no sería estrictamente valorativo o ideológico, sino mero desarrollo “lógico” de postulados epistemológicos; la defensa de éstos conllevará, por exclusión de cualquier legitimación material de un régimen político-jurídico, la defensa del único sistema en el que ningún valor se legitima para subyugar a los otros. Pero veremos que no por ello deja esa fundamentación de la democracia de presuponer la opción por ciertos valores básicos sin cuyo respeto la democracia no puede operar. La defensa que desde el relativismo se puede hacer de esa elección que en última instancia es valorativa es que a ella subyace un elemento condicional y relativístico, ya señalado: la opción por la libertad y la democracia es una opción relativa, una más de las posibles y que no puede pretenderse absoluta, y sólo sentada esa opción se comprende que los desarrollos valorativos correspondientes pertenecen a la lógica de esa elección de fondo. El otro camino por el que Kelsen trata de salvaguardar la coherencia de su construcción es, como ya se ha dicho, presentando sus consideraciones sobre los requisitos de la democracia como desarrollos de lo que es una opción condicionada y relativa: supuesto que se opte por la democracia, sobre la base de la opción por la libertad, sólo puede concebirse con sentido la democracia si se respetan ciertas reglas y procedimientos que aseguran los valores que son instrumentales para el funcionamiento de la democracia, la cual sería, como derivación de la libertad, el valor de fondo que se asume aunque no pueda justificarse absolutamente. Recalca que desde posiciones relativistas no cabe defensa coherente de ningún régimen que no sea el democrático. “A la concepción metafísico-absolutista del mundo, se ordena una actitud autocrática; por el contrario, el relativismo crítico se corresponde con el ideario democrático. Quien sabe con certeza
Ídem. “Si opto a favor de la democracia, lo hago exclusivamente por las razones expuestas en el último capítulo de esta obra: por las relaciones entre la forma democrática del Estado y una concepción filosófica relativista” (Kelsen. Esencia y valor de la democracia, trad. de R. Luengo y Luis Legaz Lacambra de la edición de 1921, p. 123, nota 1).
IV. Debates sobre Kelsen y el positivismo
absoluta cuál es el orden social mejor y más justo rechazará enérgicamente la exigencia insoportable de hacer depender la realización de este orden del hecho de que, por lo menos la mayoría de aquellos sobre los que ha de valer, se convenzan de que, en efecto, es el mejor y el que más les conviene.” “Mas quien estima que el conocimiento humano no puede alcanzar verdades ni valores absolutos, no sólo ha de estimar posible, cuando menos, la propia opinión, sino la ajena y aun la opuesta. Por eso el relativismo es la concepción del mundo que presupone la idea democrática.” “Quien sólo se apoya en la verdad humana y sólo orienta las finalidades sociales con arreglo al conocimiento humano, no puede justificar la coacción (imprescindible para su realización) de otro modo que por el asentimiento de la mayoría.” Tratemos de poner sintéticamente alguna claridad en el razonamiento. El relativismo lleva, por rechazo a la justificación de cualquier fundamento absoluto de la autoridad, a defender la libertad. Mas la libertad no es posible sin una coacción repartida de modo igual, lo que hace necesario el derecho. Con esto el interrogante pasa a ser el de qué tipo de organización jurídico-política restringe menos la libertad, a lo que se responde que la democracia, presidida por el principio mayoritario. Pero sucede que la democracia y el principio mayoritario sólo pueden ser reales y no mero ropaje de un mayor subyugamiento de la libertad, cuando funcionan con respeto de ciertos principios, reconociendo en su base ciertos valores. Veamos ahora estos últimos aspectos del asunto. El mayor nivel posible de autodeterminación se logra con el principio mayoritario. En cuanto que nacemos y vivimos en sociedad, nos movemos siempre en un marco de organización social, de restricción de la libertad. Por eso, en sus términos prácticos, el problema no es el de optar entre el orden o la libertad absoluta, sino el de cómo se puede modificar el orden social de modo más acorde con la libertad. A esto contesta que por la vía de la decisión mayoritaria. La democracia es ante todo “una cuestión de procedimiento”. La idea de democracia no puede estar condicionada por la realización en las normas
Íd. Teoría general del Estado, cit., p. 472. Íd. Teoría general del Estado, cit., p. 472. Ibíd., p. 473. Cfr. Íd. “Los fundamentos de la democracia”, cit., p. 239. “Debe considerarse la participación en el gobierno, es decir, en la creación y en la aplicación de las normas generales e individuales del ordenamiento social que constituyen la comunidad, como la característica esencial de la democracia. El que esta participación sea directa o indirecta […] no afecta a que la democracia sea en todo caso una cuestión de procedimiento, de método específico de creación y aplicación del ordenamiento social que constituye la comunidad; éste es el criterio distintivo de ese sistema político al que se llama propiamente democracia. La democracia no es un contenido específico del ordenamiento social, salvo en la medida en que el procedimiento en cuestión es, él
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de contenidos predeterminados, pues significaría sustraer esos contenidos a la decisión democrática. De ahí que sea una “corrupción” del término identificar democracia con un determinado contenido del orden social. Ni siquiera la idea de bien común encaja a estos efectos, pues no cabe determinar objetivamente qué sea el bien común, y su fijación en un contenido determinado, previo a la ley y condicionante de ella, respondería siempre a valores subjetivos. Sin embargo, la vinculación entre procedimiento democrático y contenidos valorativos funciona en Kelsen a otro nivel: sin el respeto de ciertos principios o valores la democracia no puede operar, pues pierde su base, carecería de los elementos que la hacen funcionar con sentido. Si la democracia es un sistema de participación de los ciudadanos en las decisiones o, al menos, en la selección de los gobernantes, no puede darse sin una serie de libertades, como las de expresión, reunión, opinión, etc.. No tiene sentido defender la democracia sin propugnar el respeto de esos valores, sería una contradicción en los términos. “Democracia es discusión”, dice Kelsen, “en una democracia, la voluntad de la comunidad es siempre creada a través de una discusión entre mayoría y minoría y de la libre consideración de los argumentos en pro y en contra de una regulación determinada”. ¿Pero cómo iba a ser posible una verdadera discusión sin libertad para el intercambio de argumentos y para la formación de pareceres? “Una democracia sin opinión pública es una contradicción en los términos”, y “la opinión pública sólo puede formarse allí donde se encuentran garantizadas las libertades intelectuales, la libertad de palabra, de prensa y de religión”. Desde distintos argumentos ligados al concepto operativo de democracia se llega a propugnar la necesidad de esos valores conceptualmente implicados en
mismo, un contenido de este ordenamiento, es decir, un contenido regulado por este ordenamiento” (“Los fundamentos de la democracia”, cit., p. 210). Kelsen. Vom Wesen und Wert der Demokratie, cit., p. 94. Cfr. Íd. Teoría general del Estado, cit., p. 209. “Si definimos la democracia como un método político por medio del cual el ordenamiento social es creado y aplicado por quienes están sujetos a ese mismo ordenamiento, de forma que esté asegurada la libertad política en el sentido de autodeterminación, entonces la democracia sirve necesariamente, siempre y en todo lugar, al ideal de la libertad política. Y si en nuestra definición incluimos la idea de que el ordenamiento social, creado de la forma indicada, debe, para ser democrático, garantizar algunas libertades intelectuales, como la libertad de conciencia, la libertad de prensa, etc., entonces la democracia necesariamente, siempre y en todo lugar, sirve también al ideal de la libertad intelectual. Si en un caso concreto el ordenamiento social no es creado de la forma indicada por la definición o no contiene garantías de libertad, no se trata de que la democracia no sirva a los ideales. Los ideales no son servidos porque la democracia ha sido abandonada” (“Los fundamentos de la democracia”, cit., p. 211). Íd. “Los fundamentos de la democracia”, cit., p. 243. Íd. Teoría general del derecho y del Estado, cit., p. 341.
IV. Debates sobre Kelsen y el positivismo
ella o, incluso, a ofrecer una fundamentación de los derechos humanos, todo lo relativa que se quiera, pero que enseña al menos que no cabe democracia sin la garantía de esos derechos más básicos. Uno de los argumentos a ese propósito es que “el principio de mayorías responde aún en otro sentido a la idea de libertad política (no de la libertad natural), pues la mayoría presupone, por concepto, una minoría; y el derecho de aquélla implica la licitud de la existencia de ésta”. Los derechos fundamentales cobran sentido en democracia en cuanto instrumento imprescindible para esa protección de la minoría que es consustancial al concepto de democracia. “El imperio de la mayoría […] distínguese de todo otro dominio en que no sólo presupone por esencia una oposición –la minoría–, sino que la reconoce políticamente, y la protege en los derechos fundamentales y de libertad, o en el principio de proporcionalidad.” Kelsen entiende que todos estos principios y derechos vienen a expresar lo que comúnmente se identifica con el liberalismo político, lo cual puede interpretarse como declaración de preferencia política de Kelsen, todo lo relativa o condicionada que se quiera. “Es de la mayor importancia –dice– tener en cuenta que la transformación de la idea de libertad natural, como ausencia de gobierno, en la idea de libertad política, como participación en el gobierno, no implica un completo abandono de la primera. Lo que de ella permanece es el principio de una cierta restricción del poder de gobierno que es el principio fundamental del liberalismo político. La democracia moderna –concluye– no puede separarse del liberalismo político. El principio básico de éste es que el gobierno no debe interferir en ciertas esferas de intereses del individuo, que deben ser protegidos por la ley como derechos o libertades humanas fundamen-
Íd. Teoría general del Estado, cit., p. 412. Sobre la protección de la minoría como requisito consustancial a la democracia, Íd. Socialismo y Estado. Una investigación sobre la teoría política del marxismo, Madrid, Editorial Revista de Derecho Privado (trad. de Rolf Behrman), 1985, p. 255 (original de 1923); Vom Wesen und Wert der Demokratie., cit., p. 53. Téngase en cuenta que la justificación última que de la protección de la minoría ofrece Kelsen es funcional, más que valorativa. Los valores ligados a la protección de la minoría no son absolutos, sino instrumentales para el mantenimiento de las reglas del juego, sentado que las reglas de la selección democrática de dirigentes son las más aptas y operativas en una sociedad avanzada. Esto se ve, por ejemplo, cuando dice Kelsen que “una dictadura de la mayoría sobre la minoría no es a la larga posible porque una minoría condenada a una total ausencia de influencia acabaría renunciando a la participación en la formación de la voluntad común, participación no sólo puramente formal sino, incluso, dañosa para ella, con lo cual se privaría a la mayoría –que hasta conceptualmente no es posible sin minoría– de su carácter”. De ahí la importancia del procedimiento contradictorio en los debates parlamentarios, como medio de influencia de la minoría, y también de ahí la relevancia que la idea de compromiso entre mayoría y minoría tiene en democracia (Kelsen. “Demokratie”, cit., p. 1766). Íd. Teoría general del Estado, cit., p. 473.
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tales. El respeto a estos derechos salvaguarda a las minorías contra el dominio arbitrario de las mayorías.” Esa simpatía de Kelsen por el liberalismo requiere alguna precisión. En primer lugar, se manifiesta como consecuencia de la opción de Kelsen por el individualismo, lo cual, a su vez, es efecto del rechazo de toda posibilidad de justificación racional de la existencia de realidades supraindividuales y del papel que la libertad individual desempeña en su doctrina. Kelsen hace una interpretación del liberalismo que encaja en sus postulados fundamentadores del derecho como institución al servicio de la libertad. Así, dice que puesto que para el liberalismo, a diferencia del anarquismo, “la coacción estatal es inevitable (considerada como vinculación jurídica), la libertad no puede consistir más que en la autovinculación, en la autodeterminación de quienes han de ser jurídicamente determinados, y el orden jurídico estatal habrá de ser producido por aquellos mismos para los cuales pretende validez obligatoria; luego –concluye– el liberalismo exige autolegislación, autoadministración, en una palabra; una forma democrática del Estado”. En segundo lugar, Kelsen separa nítidamente liberalismo político y liberalismo económico al señalar que “la democracia coincide con el liberalismo político, aun cuando no coincida necesariamente con el económico”. Y cuando rechaza los regímenes de raigambre marxista no lo hace por oposición a su modelo de organización social, sino por causa de la incompatibilidad que ve entre democracia y principios organizativos como el de dictadura del proletariado. Mas Kelsen no mira con malos ojos la evolución desde el Estado mínimo que originariamente propugnaba el liberalismo hacia posturas que hoy llamaríamos socialdemócratas y que él denomina “socialismo de cátedra”, que buscan la realización de objetivos de justicia y bienestar sociales sin abjurar de la democracia. Kelsen. “Los fundamentos de la democracia”, cit., p. 243. Podría creerse que el anarquismo es la postura que mejor se adecúa a la importancia que concede Kelsen a la libertad y el individuo. El dato crucial que lleva a Kelsen a inclinarse por el liberalismo y a rechazar el anarquismo político es la concepción de la naturaleza humana. El anarquismo presupone un ser humano bueno por naturaleza y no egoísta, de manera que dejando a los individuos convivir sin coacción de su bondad natural surge una convivencia espontáneamente justa y respetuosa de todos. Por contra, el liberalismo se asienta sobre la necesidad de una coacción, aunque sea mínima, pues no comparte tal visión idílica de los humanos (vid. Kelsen. Teoría general del Estado, cit., pp. 40-41). Íd. Teoría general del Estado, cit., p. 41. Íd. Teoría general del derecho y del Estado, cit., p. 341. Es de sumo interés y de plena actualidad la polémica que Kelsen mantiene con Hayek en 1955 (cfr. Kelsen. “Demokratie und Sozialismus”, en Kelsen. Demokratie und Sozialismus. Ausgewählte Aufsätze [editado por N. Leser], Wien, Verlag der Wiener Volksbuchhandlung, 1967, especialmente
IV. Debates sobre Kelsen y el positivismo
Kelsen es favorable a una evolución del liberalismo compatible con un papel creciente del Estado, siempre que esto no signifique su absolutización al servicio de fines que no sean los del bienestar y la libertad social. Rechaza lo que denomina un liberalismo llevado a sus últimas consecuencias individualistas, que serían las de la anarquía y la restricción máxima o total de la función del Estado y el derecho. Negar el Estado y el derecho en nombre de una libertad irrestricta es, en el fondo, aceptar el derecho de los fuertes sobre los más débiles. Sólo podemos acabar como comenzamos, preguntándonos cómo es posible que tantos hayan atribuido a Kelsen la visión del juez como aplicador automático e irresponsable de las normas jurídicas, la confusión entre obligación política y obligación moral y hasta responsabilidad por los desafueros del nazismo
pp. 176 y ss.). Éste manifestaba la total incompatibilidad entre democracia y socialismo. Kelsen se pregunta si tal compatibilidad es posible o no. En primer lugar, afirma que las libertades positivas o políticas (libertades de participación de los gobernados en el gobierno) son plenamente compatibles con el socialismo. La duda es si también lo son las otras libertades esenciales a la democracia, las negativas, las que consisten en la exención de coacción, en la garantía de ciertos derechos humanos básicos. La duda proviene del hecho de que el socialismo, con su componente de planificación económica y centralización, es incompatible con la libertad económica. Ahora bien: hábilmente argumenta Kelsen que no puede ser esa libertad económica la clave para que exista democracia, pues de lo contrario habría que concluir que ya no hay democracia en el siglo actual, pues también en los países capitalistas se ha ido imponiendo la regulación jurídica de cada vez más aspectos de la vida económica. “Lo esencial para la democracia –dice Kelsen– no es la libertad económica, sino la libertad espiritual: libertad de ejercicio religioso, libertad científica y libertad de prensa” (ibíd., p. 177). La cuestión crucial es, por tanto, si estas libertades son o no posibles en el socialismo. Y aquí hace uso Kelsen de un argumento sumamente perspicaz, pues dice que la afirmación de Hayek en el sentido de que tales libertades y la democracia sólo caben en cierto régimen económico, el capitalista, y no en el socialismo, manifiestan un determinismo económico muy próximo al del marxismo y hacen uso del mismo esquema de estructura económica y superestructura política y jurídica determinada por aquélla. Por contra, Kelsen cree que no hay por qué identificar colectivismo con totalitarismo. Admite que en una economía centralizada la satisfacción de las necesidades no es libre y depende de los fines y decisiones de la autoridad, pero se pregunta si se puede sostener que tal satisfacción sí es libre en las sociedades capitalistas y responde que en ellas puede ejercer menos libertades y satisfacer menos necesidades quien no detenta medios económicos abundantes que quien sí los posee. La conclusión a la que llega Kelsen es que, diga lo que diga la experiencia histórica, ningún argumento teórico puede acreditar la incompatibilidad entre economía socialista y democracia con sus libertades positivas y negativas. Y también se ocupa de desacreditar los sucesivos intentos de mostrar que el derecho de propiedad privada es esencial a la democracia, por lo que no habría democracia donde rija la propiedad colectiva o centralizada (ibíd., pp. 186 y ss.). La conclusión general es, pues, que “la democracia, como sistema político, no está necesariamente ligada con un determinado sistema económico” (ibíd., p. 201). “El individualismo conduce en sus últimas consecuencias al nihilismo ético y al anarquismo político” (Kelsen. “Politische Weltanschauung und Erziehung”, en Die Wiener Rechtstheorietische Schule, cit., pp. 1506-1507). “¿No es el derecho de los fuertes sobre los débiles la moral de los señores de Nietzsche y, traducido a lo económico y político, la consecuencia o el ideal del liberalismo?” (Kelsen. “Politische Weltanschauung und Erziehung”, cit., p. 1508).
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como consecuencia de su escasa simpatía por la democracia. Y, más allá de las argucias exculpatorias de antiguos nazis, de autoritarios de toda laya y de tantos que mancharon sus manos de sangre y abuso, la contestación se impone con rotunda evidencia: Kelsen fue un gran desmitificador de ideologías opresoras y de estrategias de dominación y, como tal, fue despreciado y vilipendiado durante un siglo, el xx, que fue el siglo de los grandes mitos políticos y de las ideologías que tradujeron el pensamiento religioso a esquemas de poder secular. Lo gracioso, con todo, es la obsesión de tantos profesores por proyectar sobre Kelsen las culpas que no eran suyas, sino de ellos mismos. Quizá porque, como dice el refrán, cree el ladrón que todos son de su propia condición.
v. s o b r e l a r e f o r m a d e l a e n s e a n z a d e l d e r e c h o e n e s pa a y e n la u n i n e u ro p e a
15. bolonia como pretexto Qué diríamos si un cirujano va a operar una pierna enferma pero, de paso y ya puestos, amputa la otra. Y qué si se disculpara alegando que es mejor ir ligero de extremidades. ¿Y si, con las mismas e idéntico desparpajo, dice que tranquilos, pues hay unas muletas buenísimas y los más necesitados las tendrán subvencionadas? Algo de eso pasa con las reformas en curso de los planes de estudios para adaptarse al llamado sistema de Bolonia, al menos en lo que se refiere a la carrera de Derecho: había males que sanar, ciertamente, pero también se llevan por delante partes sanas y necesarias y, al tiempo, pretenden vendernos a buen precio unos apósitos extraños a nuestra tradición académica y de dudosa utilidad para nuestros padecimientos. Desglosemos estas tres dimensiones del asunto. La enseñanza del derecho estaba necesitando un remozamiento urgente. Quedan todavía universidades que aplican los planes de 1953, como si no hubiera llovido. Y en muchas de las que a su tiempo rehicieron sus estudios acabó imperando la pura lógica político-burocrática: a más influencia y más votos en los órganos decisorios de tal área, tal escuela o tal grupo, más asignaturas y más créditos para ellos. A lo desfasado o caótico de muchos contenidos de los planes se suma el anquilosamiento de los métodos. Ese profesor que, con la mirada perdida en el techo, diserta horas y horas sobre concepto, método y fuentes de la disciplina y sobre sus antecedentes romanos y medievales, mientras los alumnos resoplan tomando los apuntes que memorizarán para el examen parcial, es una antigualla disfuncional que hay que superar. No porque esos antecedentes y encajes no tengan importancia, sino porque no deben exponerse así y en detrimento de otros contenidos más actuales y más necesarios para la teoría y la práctica jurídicas. Se imponía y se impone una renovación para acabar con la vieja idea de que explicar derecho es dictar definiciones, naturalezas jurídicas y clasificaciones, y con el cliché de que saber derecho equivale a recitar de memoria todo eso y, además, repertorios completos de legislación y las fechas de algunas sentencias. Mejor articulación entre doctrina y praxis, más atención a las dinámicas reales de la vida jurídica, consideración más central del caso y el problema, manejo más solvente de las herramientas conceptuales y prácticas con las que se lidia en las profesiones jurídicas, todo eso es lo que la enseñanza del derecho en nuestro país está necesitando. ¿Lo tendremos con las reformas en curso? Cabe temer que no, o no del mejor modo. Para empezar, el contenido de los planes de estudio. Donde hasta ahora había desorden tendremos simplemente caos. El Ministerio se ha negado a sentar directrices de contenido y cada universidad puede hacer de su capa un
V. Sobre la reforma de la enseñanza del derecho en España y en la Unión Europea
sayo y componer sus planes como quiera. Cierto que luego los fiscaliza una agencia estatal, pero tampoco ésta tiene criterio conocido y preestablecido y es muy de temer que se fije solamente en el tipo de banalidades y florituras que ahora se llevan: que si ratios, que si competencias pretendidas, que si habilidades propuestas, que si disponibilidad de nuevas tecnologías o posibilidad de comunicarse por correo electrónico con el alumno o de proporcionar materiales on line. Objetivo principal: lo accesorio. De hecho, los que en estos momentos andan aquí y allá enfrascados en la redacción de los nuevos planes se copian como locos unos a otros en esos apartados coloquialmente tildados como “paja” y que son los que más importan, al parecer, a las agencias de diseño que se ocupan de tales “frivolités”. Ah, y también es obligatorio poner que cosas tales como los derechos humanos, la igualdad de género y el desarrollo sostenible son transversales a todo plan. Usted puede componer una carrera de Derecho sin derecho penal apenas o con sólo un mes de mercantil, pero no puede olvidar ninguna exquisitez transversal ni perpendicular ni oblicua. Las tontunas y la “political correctness” marcan la pauta de los nuevos tiempos universitarios, del pensamiento crítico hemos pasado a un estado crítico del pensamiento. La hiperburocratización es un problema, pero si le sumamos la estolidez, tenemos la imagen perfecta de la universidad actual y su gestión en todos los niveles: pura burocracia boba, vacua apariencia de modernidad, mezcla procaz de churras con merinas. La gran razón que se invoca para presentar las nuevas reformas como inevitables es la convergencia de los títulos en el Espacio Europeo de Educación Superior. Se trata, en teoría, de que cada carrera tenga en toda Europa una mínima homogeneidad teórica y metodológica, pero para ello se diseñan las carreras más heterogéneas que podamos imaginar. Convergencia de lo divergente, armonización de lo heterogéneo, pero forzando la divergencia y la heterogeneidad. Cómo se va a parecer una carrera de Derecho estudiada en Almería, Oviedo o Salamanca a la que se estudia en Bolonia, Coimbra o Lovaina, si resulta que las españolas no se asemejan apenas entres ellas. Esa reforma integradora deja de tener sentido si resulta que desintegra, como vemos, si no unifica, sino que hace más dispares nuestras facultades entre sí y con las europeas. Pero, además, esa reforma no es realmente obligatoria en términos jurídicos. Fueron ocurrencias de unos cuanto políticos europeos seducidos por pedagogos a la violeta y existen países, como Alemania, que no las van a seguir en sus facultades de Derecho. ¿Alguien se cree que tendrán problemas por ello los títulos o los titulados alemanes? ¿Alguno piensa que nuestra enseñanza de Leyes será mejor que la tradicional de las universidades germanas?
15. Bolonia como pretexto
Con la disculpa de la pequeña operación que hacía falta para corregir unas viejas lesiones, se ha provocado una escabechina y se ha hecho más mal que el que se quería curar. Se restan horas de clases de las materias principales para la formación de un jurista, se acorrala la clase magistral, incluso la bien llevada, amena y documentada, y se pretende instaurar todo un sistema ramplón de trabajitos caseros, tutorías virtuales y calificaciones dictadas a golpe de todo el mundo es bueno y, por tanto, todo alumno progresa adecuadamente. Comenzó el declive en las escuelas primarias, siguió en los institutos y ya llega con su carga de superficial modernidad a las universidades. Donde pisa la santa alianza de la cursilería pedagógica y la ramplonería política no vuelve a crecer un conocimiento serio, aun cuando se multipliquen los títulos y las mercedes. Una plaga que ya estamos pagando y que pagaremos aún mucho más en términos de nuestra ciencia, nuestra economía y nuestro desarrollo. En este ambiente se encuentra actualmente el profesor español de derecho: las explicaciones deben descargarse de contenido doctrinal, nada de polémicas de autores y corrientes; los textos de estudio deben omitir todo componente erudito y aligerar al máximo las referencias; en las clases ha de darse preferencia al debate poco menos que periodístico sobre cuestiones de actualidad; los baremos de calificación tienen que bajarse para evitar el temido fracaso escolar y que la “clientela” se vaya a otros centros menos exigentes; las evaluaciones han de tener en cuenta cosas tan chuscas como la capacidad de liderazgo del alumno y su disposición al diálogo en el aula, que muchos llamarán descaro e improvisación. Y a la hora de evaluar el rendimiento investigador del profesorado, basten un par de detalles: una sesuda monografía cuenta lo mismo que un artículo corto y trivial publicado en una revista bendecida con “índice de impacto” amañado en oscuros gabinetes de expertos que han hecho de la evaluación su empresa. Y, en la misma línea, prácticamente todas las agencias que actualmente califican los currículos de los profesores para todo tipo de acreditaciones y ascensos se conforman con recibir fotocopia de la página primera y última de cada publicación científica de los candidatos; para juzgar al peso no hace falta leer ni dirimir calidades. Eso, ciertamente, no es algo que venga impuesto por el sistema de Bolonia, pero la gran mayoría de las demás cosas que se están colando con la reforma tampoco, y todo ello, en conjunto, marca el ambiente de hoy en nuestras facultades. Se podan los excesos, tal vez, pero se cercena también todo rastro de ciencia y de rigor, tanto docente como investigador. De los profesores se pretende que gasten la mayor parte de su tiempo en la elaboración de dossieres, informes y memorias, además de que se premia el ejercicio de cargos de gestión universitaria. Al tiempo, se van abriendo las puertas para la prejubilaciones y por esa vía
V. Sobre la reforma de la enseñanza del derecho en España y en la Unión Europea
se marchan en triste goteo, cansados, aburridos, incomprendidos y hastiados, los mejores maestros que quedaban. Donde había una licenciatura en Derecho que precisaba algún aire nuevo y mejor impulso, se coloca un título de grado que es una caricatura de formación jurídica, un refrito insustancial y simplón y a la medida de los intereses locales de turno. A cambio, se pronuncia otra palabra con resonancias mágicas, especialización, y se insiste en que ésta llegará de la mano de unos másteres que tendrán otro precio y habilitarán para las profesiones. Esos másteres serán los que en cada facultad permitan la correlación de fuerzas, la visión de las respectivas consejerías y, sobre todo, los dineros. La consigna es que las reformas han de hacerse a coste cero. Las universidades pequeñas, que son la mayoría, se van conformando con impartir como maestría lo que antes brindaban las escuelas de práctica jurídica. ¿Hacía falta tanta alforja para un viaje tan corto? Cierto es que el estudiante con dineros podrá irse a alguna capital importante o a otro país para cursar un posgrado serio y para completar su elemental formación previa. Qué duda cabe de que por ahí apuntan buenos negocios y de que las élites sociales y económicas tendrán mayor facilidad para asegurar su dominio. Hasta ahora, mal que bien, muchos estudiantes podían recibir una formación jurídica bastante completa en las universidades públicas y competir con cierta igualdad en el mercado profesional. En adelante serán unos pocos los que estén en condiciones sobreponerse a la vacuidad de las nuevas enseñanzas, y una gran masa los que dispondrán de un título de graduado en Derecho que sólo les servirá para enmarcarlo en su salón antes de salir a buscarse la vida en un medio poco dado a la igualdad de oportunidades. Y, con todo eso, aún pretenden convencernos de que nos acercamos a Europa y nos hacemos más competitivos; y de que es una reforma avanzada y progresista. O puede que, en el fondo, todo sea una avispada maniobra para lograr una convergencia de otro tipo: para que los futuros juristas estén al nivel que ya demuestra el legislador, ese legislador estatal y autonómico que está convirtiendo las gacetas oficiales en panfletos y la retórica parlamentaria en vil propaganda, ese legislador que apenas hace ya más legislación que legislación simbólica y que, desde un maremágnum de disposiciones sin coherencia, sin sistema y sin auténtica estructura de preceptos, nos lanza día tras día fofa moralina para consumo de masas iletradas y electores sumisos. ¿Acaso podemos entender de otra manera el empeño en que las facultades de Derecho bajen la exigencia de sus títulos y el rigor de sus explicaciones? Súmese a la crisis del legislador el descrédito de la ley en gran parte de la doctrina jurídica actual y tendremos el panorama completo. Se fomenta un modelo de aplicador del derecho más atento a principios y a justicias que
15. Bolonia como pretexto
al resultado vinculante de la norma legal que nace de la soberanía popular; se quiere un juez moralmente virtuoso, de estilo salomónico y que decida de modo bien similar a un árbitro en equidad. Un juez, en suma, más sensible a los guiños del medio y las presiones del contexto político y mediático que a la rígida vinculación de la ley, un juez que no se haga responsable del uso de los márgenes de discrecionalidad que las normas positivas le dejan y que se ampare bajo el supuesto dictado preciso de valores y principios morales perfectamente indeterminados en el fondo y que todo lo aguantan. Y, en verdad, para que campen felices legisladores así y para que sea ese el modelo imperante de operador jurídico, conviene liberar a los estudiantes de Derecho de las duras servidumbres de los códigos, de la dogmática jurídica seria y de las arideces de la buena técnica jurídica y convertirlos en tertulianos más hábiles que expertos y más desenvueltos que ciertamente competentes. Al final todo encaja, y la culpa no es de Bolonia. Bolonia no es más que el pretexto.
1 6 . b o lo n i a y la e n s e a n za d e l d e r e c h o I. a bolonia lo que es de bolonia Hace poco más de una década este título haría pensar en aquella famosa Escuela de Bolonia, la de los glosadores y posglosadores, que tanto influyó en el modo posterior de entender y practicar el derecho. Hoy lo asociamos con una reforma de las enseñanzas universitarias que, en lo que a las de derecho se refiere, hace altamente improbable que los graduados y posgraduados en Derecho lleguen a enterarse de que existió aquella Escuela de Bolonia. Salvo los que se aficionen a leer por su cuenta algo más que noticias de periódico y repertorios legales repletos de moralina y “political correctness”. Pero, puesto que lo que ahora va a importar por encima de todo es una enseñanza ligada a los intereses de las empresas y que forme buenos servidores del mercado, no es fácil que los nuevos titulados se preocupen por mucho más que por cómo desenvolverse sin pasar hambre en el mercado laboral de los juristas. El actual movimiento reformador de las enseñanzas universitarias arranca de la llamada Declaración de Bolonia, suscrita en 1999, en Bolonia, por 29 países. No es un tratado internacional ni se contiene en un documento de la UE con fuerza normativa. Simplemente esos países se comprometen, mediante tal declaración, a reformar de manera convergente sus sistemas de educación superior. Es un puro compromiso de los estados, y ya sabemos que los estados cumplen sus compromisos según y cómo. En nuestro país el ministerio del ramo afirma que se trata de un proceso irreversible y los rectores muestran un interés unánime en que se cumpla. ¿Qué se contiene en tal declaración? Se quiere incrementar la competitividad del Sistema Europeo de Educación Superior a fin de que “adquiera un grado de atracción mundial igual al de nuestras extraordinarias tradiciones culturales y científicas”. Señalado así el fin deseado, el compromiso consiste en coordinar las políticas para alcanzar en la primera década del siglo xxi los siguientes objetivos: “La adopción de un sistema de titulaciones fácilmente comprensible y comparable, incluso a través de la puesta en marcha de un Suplemento del Diploma, para promocionar la obtención de empleo y la competitividad del sistema de educación superior Europeo”. El propósito parece ambicioso, y más si, por ejemplo, se piensa en el galimatías de títulos universitarios que actualmente se imparten en universidades como las españolas. Pero el compromiso expreso se circunscribe sólo a tres cuestiones. En primer lugar, la organización de las enseñanzas en dos ciclos, el grado o diplomatura, con una duración mínima de tres años, y el de “maestría o doctorado”. En segundo lugar, la adopción del sistema
V. Sobre la reforma de la enseñanza del derecho en España y en la Unión Europea
de créditos ects “como medio adecuado para promocionar una más amplia movilidad estudiantil”. No se explica por qué razón este sistema de cómputo de los créditos favorece mejor dicha movilidad de los estudiantes. No se pierda de vista que las posibilidades actuales de movilidad de los estudiantes, también de los de Derecho, son más que notables, por obra sobre todo del programa Erasmus. En tercer lugar, y al margen de otros aspectos puramente retóricos, se señala la conveniencia de “desarrollar criterios y metodologías comparables”. Se supone que se trata de metodologías docentes, pues las metodologías científicas habrá que tenerlas por ya comunes, desde el momento en que ya no existen propiamente ciencias nacionales, ni siquiera europeas, sino ciencia universal con métodos coincidentes al margen de cualquier frontera. ¿Tan parca proclamación da realmente para críticas feroces o desorbitados entusiasmos? Difícilmente, y más cuando en el propio documento se reconoce que la consecución de esas aspiraciones habrá de hacerse “dentro del contexto de nuestras competencias institucionales y respetando plenamente la diversidad de culturas, lenguas, sistemas de educación nacional y de la autonomía universitaria”. Más bien parece que el debate tiene que centrarse en el modo en que en cada país se quieran hacer operativos semejantes objetivos, en las decisiones que en cada uno se tomen para organizar esa convergencia universitaria europea. El sistema de Bolonia no prejuzga ni los precios de las carreras ni la selección de los profesores ni el grado de exigencia de los títulos. Y, lo que resulta más curioso, tampoco se predetermina cuáles han de ser los contenidos mínimos y las materias que en cada título se enseñen y se exijan. En el fondo de la reforma se palpa una delicada tensión entre contenidos y métodos. Tal parece que la equiparación de las carreras en Europa ha de resultar de la adopción común de un nuevo sistema de créditos o cómputo de las enseñanzas y el estudio y de la organización institucional de las enseñanzas en dos ciclos: grado o diplomatura y maestría. ¿Tiene sentido otorgar papel tan decisivo a lo puramente formal? ¿Es tan elemental soporte estructural base suficiente para sentar la equiparación de los títulos universitarios en todo el espacio europeo? Y, sobre todo, ¿no ha de importar qué sea lo que en concreto se enseñe en cada lugar o cada universidad, quién lo enseñe y cómo se enseñe, más allá de que ahora las tutorías se llamen personalizadas, de que se calcule cuánto tiempo le toma a cada estudiante cada asignatura o de que se prime el uso de las nuevas tecnologías en la docencia? Pensemos por el momento en cualquier campo de las llamadas ciencias duras, en la física o la química, por ejemplo. Lo determinante para la calidad de dichas ciencias en Europa será que se expongan sus contenidos más actuales y que se asegure a todo titulado el dominio de los conocimientos básicos a tenor
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de los estándares universales de la respectiva ciencia en el momento histórico de que se trate. Lo secundario será que se haga con más clases magistrales o con más seminarios, desde una tarima o sentando al profesor en círculo con sus alumnos. Por tanto, si se trata de elevar la calidad de la ciencia universitaria, habría que atender prioritariamente a los conocimientos que se siembran y al grado de exigencia para la obtención de cada título. Si en toda Europa se emplean los créditos ects y se organizan los mencionados dos ciclos, pero no se aseguran los rendimientos debidos, la calidad de la formación universitaria se deja al albur de los intereses, las circunstancias y los poderes locales. Que formalmente el nuevo sistema sirva para hacer automático el reconocimiento de los títulos y el libre ejercicio profesional en cualquier país (lo cual tampoco es tanta novedad) es una cosa; que quede asegurada una real convergencia del conocimiento y una equiparación de calidades es asunto bien distinto. Y, desde luego, la adopción de prácticas institucionales y métodos comunes puede ser un buen pretexto para lo primero, pero en modo alguno garantiza lo segundo. La reforma en curso sólo procura, al menos en la intención, que un titulado que ha aprendido muy poco en un país con una pésima universidad cuente en toda Europa, al menos formalmente, igual que un titulado cargado de los mejores conocimientos logrados en la universidad más exigente y seria. Es probable que todo este desconcierto sea fruto de un mito pedagógico cuyo lema podría ser “el método es el contenido”, al modo de aquel viejo dicho de la teoría de la comunicación, a tenor del cual “el medio es el mensaje”. Con tanta obsesión por enseñar a enseñar, se ha olvidado que también es muy importante lo que se enseña. La pedagogía se ha hecho autorreferencial y con su actual imperio sobre todas las demás disciplinas se está llegando a la paradoja suprema: lo ideal sería no enseñar nada, pero enseñarlo muy bien. El buen profesor es el que domina las técnicas de enseñanza, pero sólo las emplea para transmitir conocimientos que encajen bien con dichas técnicas, en su versión más elemental; es el que enseña a aprender, pero sólo ha aprendido a enseñar. De ahí que ahora mismo en España, a la hora de evaluar los méritos profesionales de los profesores, su asistencia a cursos de actualización pedagógica y su empleo en la docencia de ciertos procedimientos y tecnologías cuenten tanto o más que su producción científica o que los méritos de su tesis doctoral o de sus mejores monografías. El caso del derecho es especial como pocos. La ciencia jurídica no es tal sobre la base de unos contenidos universales, ni existen tradiciones comunes más allá de ciertos elementos estructurales presentes dentro de cada gran cultura jurídica. Y en lo que concierne al derecho europeo, se superpone un derecho común de la UE, aún en construcción, con los diversos derechos nacionales
V. Sobre la reforma de la enseñanza del derecho en España y en la Unión Europea
de los estados miembros. Más allá de que en las facultades de Derecho de cada país se dé (y no siempre se da) el lugar debido al derecho de la Unión y también al derecho internacional, el contenido fundamental de las enseñanzas sigue siendo en cada lugar el derecho del respectivo Estado. Esto crea una peculiar tensión a la hora de diseñar la convergencia de los títulos de Derecho en Europa, pues siempre resta un inevitable elemento de divergencia. El derecho constitucional, el administrativo, el financiero, el de sucesiones o el de familia de España cuentan con regulaciones diversas del de Alemania, Francia, Holanda, Finlandia, Eslovaquia o cualquier otro país de la Unión Europea. La formación en común tendría que centrarse en los elementos comunes, que estarán sobre todo referidos a aspectos conceptuales y jurídico-metodológicos, con énfasis también en fundamentos de derecho comparado. Si se pretende la validez supranacional de los títulos de Derecho, deberá primar el análisis de los presupuestos compartidos y de las técnicas comunes sobre el énfasis en las peculiaridades nacionales. El estudio de lo específico de cada estado habrá de ser el banco de pruebas o el punto de partida para un adiestramiento en técnicas jurídicas que habiliten para la comprensión y el manejo del sistema jurídico en cualquiera de los estados. Pero aquí, de nuevo, estamos hablando de algo bastante más sustancial y bastante más complejo que los métodos pedagógicos. El modo de enseñar tiene su importancia, sin duda, pero de poco ha de servir si no se cuenta con claridad sobre los objetivos y si no se domina adecuadamente el objeto. Y de eso ni nos hablan los documentos de Bolonia ni se aprecia apenas huella en los planteamientos de nuestras reformas domésticas. II. de dnde venimos Cuando hablamos de las reformas de la enseñanza superior, o al menos cuando hablamos en serio, lo primero que deberíamos procurar es olvidarnos de contraposiciones triviales y de retóricas baratas, y muy especialmente de la obsesión por asimilar a conservadurismo la crítica al sistema de Bolonia y a progresismo o modernidad la defensa de dicho sistema. Se echan en falta juicios ponderados, también desde las propias facultades de Derecho. Un indicio más, al fin y al cabo, de que los profesores de la universidad española, con las excepciones que vengan al caso, han cedido su capacidad de análisis y su voz autorizada frente a las consignas de la política y los intereses de quienes sólo la contemplan desde los cargos y la gestión. En nuestras enseñanzas jurídicas existe, sin duda, una perentoria necesidad de reformas. Seguimos anclados en hábitos, métodos, maneras e ideologías gremiales directamente heredados del siglo xix. No estará de más que hagamos
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un breve repaso del trasfondo de nuestras prácticas docentes hasta el momento o hasta hace bien poco. La tesis sería que en las facultades de Derecho españolas sigue vigente aquella visión de lo jurídico que a lo largo del siglo xix forjaron la escuela de la exégesis, en Francia, y la jurisprudencia de conceptos, en Alemania. En la raíz se encuentra la idea del derecho como producto de una razón que es ante todo razón teórica. El iusnaturalismo racionalista desarrolló el ideal del sistema jurídico como trasunto al plano social de un esquema racional y predeterminado del mundo. La naturaleza racional del ser humano le permitiría conocer los primeros principios del orden social, principios ontológicamente ligados a la naturaleza del ser y de las sociedades. Al igual que en el plano de la naturaleza empírica la ciencia puede descubrir las leyes naturales y ordenarlas en un sistema omnicomprensivo estructurado al modo de la geometría, también en el campo de la convivencia social existe una prefiguración necesaria que tiene sus primeros principios en normas de derecho natural. Y del mismo modo que puede la razón humana descubrir el entramado causal y objetivo que gobierna el acontecer de los fenómenos empíricos, cabe también que nuestra razón cognoscente dé con las normas básicas que rigen el orden social como orden racional. Tanto en un ámbito como en otro, una vez que la ciencia descubre esos primeros principios constitutivos que funcionan como axiomas incontestables, sólo resta ir deduciendo de ellos sus consecuencias necesarias, hasta lograr la explicación completa del mundo empírico y la ordenación de la vida social congruente con aquellas primeras normas “naturales” de la convivencia. El movimiento codificador que sigue a las llamadas revoluciones burguesas está guiado por la convicción de que se ha logrado traducir aquellos ideales de conocimiento a prácticas tangibles y a normas positivas. Los primeros códigos se contemplan como plasmación de una razón legisladora que, al fin, pone en sintonía los hallazgos de la razón filosófica con los productos de la razón normadora. El derecho ideal se torna derecho positivo y se plasma en el código. En los códigos, particularmente los códigos civiles, la filosofía racionalista cristaliza en norma positiva. El derecho codificado es fruto de la razón objetiva y liberada de ataduras y prejuicios, no es resultado de la lucha política o del imperio de intereses. El código es la trasposición a ley del orden natural y debido, producto de la ciencia jurídica que debe ser salvaguardado por dicha ciencia de toda contaminación debida a las luchas sociales o las particulares ideologías en pugna. El derecho es lógico, no ideológico, y la ciencia jurídica ha de ser una ciencia jurídica pura. Es el conocimiento, la ciencia, la que ha permitido construir un sistema jurídico del que se predican tres propiedades fundamentales: coherencia, plenitud y claridad. En el sistema jurídico, por
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tanto, no hay lagunas ni incoherencias y el contenido de sus preceptos es claro y determina el tenor de las decisiones judiciales sin margen para la discrecionalidad, las valoraciones subjetivas o las manipulaciones interesadas. Tanto es así que, como es bien sabido, en algunos de los primeros códigos se incluye la prohibición de que sus preceptos sean interpretados por el juez. Y, cuando se toma conciencia de la inevitabilidad de las dudas sobre el sentido de alguna norma, se institucionaliza el procedimiento del referé législatif para que sea el propio legislador el que determine el significado preciso de sus creaciones. En una tercera etapa, cuando también esta solución resulta inviable, se insistirá en que el juez que interpreta tiene a su alcance métodos que, rectamente aplicados, le dictarán con objetividad la respuesta correcta para cada caso. El mito del legislador racional arrincona los poderes y las opciones del juez, juez que en modo alguno crea derecho mediante sus sentencias. Estamos, en suma, ante la primera versión moderna de lo que mucho después se denominarán teorías de la única respuesta judicial correcta. En estos parámetros encaja la escuela de la exégesis, erigida a partir del Código Civil francés de 1804. En su concepción el sistema jurídico, fijado en el Código, es un producto racional salvaguardado por la ciencia jurídica. Esto da como resultado la relación entre el derecho y su práctica y entre el derecho y su docencia. En cuanto a la primera, lo único que el juez ha de hacer es subsumir el caso que juzga bajo la norma que, precisamente, viene al caso y gobierna plenamente su decisión. Del juez sólo hay que procurar que conozca la ley para que pueda ponerla en relación con el asunto. Todo lo demás viene dado y es la propia ley la que para el caso habla a través de la boca o de la pluma del que la aplica sin alterarla o concretarla más. En lo que se refiere a la docencia, al estudiante de Derecho únicamente hay que mostrarle dónde están las normas y lo que dicen. Una vez que las tenga grabadas en su cabeza y que domine su sistemática, nada más necesitará para ser un buen jurista, pues ellas hablarán por sí solas para cualquier caso y él, el jurista, no es más que el intermediario o el simple conducto a través del cual las normas se comunican con los hechos. Esos patrones sentados por la escuela de la exégesis en la Francia decimonónica explican una buena parte de las actitudes de los profesores de Derecho aún en nuestros días. Se sigue pensando que sabe derecho quien graba en su memoria una ingente cantidad de leyes y reglamentos, leyes y reglamentos que se exponen con espíritu puramente exegético, procurando que no se mezclen otros puntos de vista (político, económico, sociológico, ético…) con la aséptica exposición de lo puramente jurídico, y con muy escasa consideración de la práctica. En lugar de mostrar modos de razonar y maneras de manejar herramientas técnicas y en vez de poner de relieve la maleabilidad esencial de
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las normas jurídicas y sus correspondientes márgenes de indeterminación y, consiguientemente, de discrecionalidad inevitable de su uso, se insiste en la memorización de normas y en plantear supuestos prácticos para los que se da por sentada la existencia de una única solución correcta, que normalmente es la que, en su academicismo distante, piensa el profesor que es la correcta. No en vano la enseñanza del derecho se organizó en Francia, bajo el imperio de la escuela de la exégesis, con una muy estricta reglamentación de la clase magistral, en la cual el profesor debía limitarse a leer y glosar cada uno de los artículos del Código y por su orden, sin pararse en cualesquiera otras consideraciones que pudiesen dañar esa pureza y esa autosuficiencia de lo jurídico. La jurisprudencia de conceptos nos brinda otra parte de la explicación de las actitudes dominantes en nuestras facultades. Los alemanes no tuvieron su Código Civil hasta 1900 y el sistema alemán de fuentes era un galimatías, un auténtico totum revolutum. Sin embargo, eso no impidió que también en Alemania estuviera vigente el dogma del carácter completo, coherente y plenamente determinado del sistema jurídico y que se confiase de la misma manera en la naturaleza puramente aplicativa, meramente lógica y cuasiautomática del razonamiento decisorio del juez. A falta de la cristalización de la razón jurídica en un código, la doctrina alemana reformuló la naturaleza del sistema jurídico racional como sistema puramente ideal y, al tiempo, plenamente vigente. Los componentes básicos del derecho, los elementos constitutivos del sistema jurídico, su esencia y su raíz, no se encuentran en la obra de un legislador que positive los principios primeros y extraiga todas sus consecuencias necesarias, sino en los principios mismos. El sistema jurídico consta de un entramado de conceptos que se ordenan según sus grados de generalidad. Cada concreta institución jurídica (por ejemplo, el contrato de compraventa) refleja un contenido conceptualmente necesario, es una pieza preexistente en el cosmos de lo jurídico. La correcta aprehensión y la adecuada organización de una institución jurídica dependen de su correspondencia con la esencia ideal, conceptual, que le da su sentido y razón de ser. Las instituciones y sus correspondientes normas reguladoras no son el producto de opciones políticas contingentes o de coyunturales preferencias sociales, sino traslación de esencias supraempíricas que, por lo general, ya los juristas romanos acertaron a identificar y clasificar con arreglo a sus contenidos necesarios. A su vez, cada concreta institución, con su carga conceptual inevitable, es concreción de una institución y un concepto más general, que la abarca y la determina. Así, por ejemplo, entre los diversos contratos (compraventa, arrendamiento, depósito…) existe un parecido de familia, una naturaleza jurídica común que se debe a que todos ellos son concreciones de una categoría más amplia y general, que los explica
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y los determina: el negocio jurídico. A su vez, el negocio jurídico despliega su esencia en especies diversas, como el contrato y el testamento, pero lo que da a todas las formas del negocio jurídico su impronta particular, su naturaleza, es el hecho de ser el negocio jurídico realización y despliegue de una esencia más general, la autonomía de la voluntad. Así pues, con los esquemas de la jurisprudencia de conceptos se produce un desdoblamiento de lo jurídico, pues todo fenómeno jurídico tiene una dimensión fáctica y práctica, pero también una dimensión ideal, conceptual. La verdadera y más profunda ontología de lo jurídico se ancla en ese conjunto de entes ideales, supraempíricos (negocio jurídico, contrato, compraventa…), y desde esa idealidad se juzga la adecuación de las normas positivas y de las decisiones judiciales. Es la teoría, como conocimiento de esas naturalezas primeras y de su ordenada interrelación, la que sirve de pauta para la práctica, y es ese sistema teórico el que posee las mencionadas notas de plenitud, coherencia y claridad. Que el juez no halle en las normas legisladas o en la costumbre el criterio plenamente determinado para su decisión no es problema, pues le bastará remontarse a aquellos contenidos esenciales en los que el sistema jurídico propiamente dicho consiste y, una vez captado lo que el concepto prescribe según su naturaleza, podrá subsumir bajo él los hechos y resolver el caso con un razonamiento que no pasa de ser un silogismo en el que la premisa mayor le viene plenamente dada y acabada. Ese modelo conceptualista, creado fundamentalmente por obra de la Pandectística, es el que trata de recrear la escuela alemana de derecho público en el segundo tercio del xix y llega a una de sus supremas elaboraciones en Laband, bajo la pretensión de que el derecho todo, en todas sus ramas, puede explicarse con tales categorías y aplicarse con dichos métodos. Cuando el conceptualista comienza la exposición de cada institución glosando su naturaleza jurídica y cuando se extiende en prolijas clasificaciones, en auténticos árboles genealógicos de las categorías y las instituciones, no está cultivando un arte por el arte ni abandonándose a una pura obsesión geométrica, sino que pretende dar cuenta de lo que podríamos denominar el componente genético de cada concepto jurídico, su incardinación en un sistema ideal y práctico al tiempo. Descubrir nuevas subcategorías es contribuir al despliegue de la racionalidad intrínseca del sistema, desarrollar la potencialidad ordenadora en él implícita. Cuando el conceptualista desprecia la práctica es porque entiende que la naturaleza última de lo jurídico no es práctica, sino teórica, y de ahí que su ciencia jurídica no sea una ciencia de casos o de decisiones, sino una ciencia de esencias, una curiosa ciencia metafísica, una dogmática filosófica al fin y al cabo.
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La herencia de la escuela de la exégesis nos aclara el porqué del hábito, que aún perdura, de exponer las disciplinas jurídicas con un ingenuo apego a los textos legales, y el empeño en calificar el rendimiento de los estudiantes según su capacidad para memorizar dichos textos, con total prescindencia de las habilidades prácticas en el razonamiento y en el manejo de dichos textos en los casos reales. Y las secuelas de la jurisprudencia de conceptos se muestran en el teoreticismo extremo de tantos profesores y hasta en el modo de construir muchos de los tratados o manuales al uso, llenos de “naturalezas jurídicas” y, a menudo, vacíos de ejemplos prácticos y hasta de consideración detallada de alternativas interpretativas y de respuestas jurisprudenciales a los problemas. Quién no ha padecido algún profesor capaz de explicar una asignatura entera sin que los estudiantes lleguen jamás a enterarse de sobre qué está hablando, pues ni menciona ejemplos de la vida real de las normas ni se rebaja a debatir con los tribunales y sus interpretaciones. Naturaleza jurídica, elementos, clases y efectos, ese es el esquema, al que se suma el aséptico comentario de las normas positivas así encajadas, debiendo el estudiante reproducir de memoria tanto los textos legales como aquellas disquisiciones doctrinales ajenas al mundo y sus vaivenes. Esa forma de enseñar el derecho es la que urge apartar o, mejor dicho, acotar razonablemente. No se trata de eliminar la clase magistral, pues la clase magistral es una herramienta que puede servir para objetivos bien distintos y que cabe plantear con propósitos muy diversos. Es la clase magistral tradicional, hueca, especulativa, pretenciosa y ajena al mundo y a la praxis jurídica, la que debe ser enmendada. Tampoco se trata de desterrar la buena dogmática jurídica, totalmente imprescindible, sino de partir de la idea de que el derecho es algo más que dogmática y sólo tiene sentido con la dogmática, aunque sea la dogmática elemento esencial para su manejo y explicación. En realidad, la crítica a esos modos de enseñar y entender el derecho tiene también más de un siglo y uno de los misterios más interesantes es el de por qué la radical crisis doctrinal de aquel positivismo de exégetas y conceptualistas, ingenuo y metafísico al tiempo, no ha calado dentro de las aulas de nuestras facultades. La escuela de la exégesis no resistió el embate de Gény con el cambio de siglo y quedó para siempre sentado que en todo sistema jurídico hay una parte dada y una parte construida por intérpretes y jueces. La jurisprudencia de conceptos quedó tocada de muerte ya desde que en la segunda parte del xix el segundo Jhering insistiera en que el derecho sólo tiene sentido por razón de la práctica y en que los contenidos de lo jurídico no caen de ningún cielo de los conceptos, sino que son útiles prácticos que las sociedades se dan para solucionar conflictos; desde que sociologistas como Ehrlich comenzaran a poner
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de manifesto que el derecho en los libros no tiene sentido si está divorciado del derecho que las sociedades viven y practican; desde que los autores de la escuela de derecho libre, como Kantorowicz o Fuchs, demostraran que, según uno de sus lemas, en el derecho hay más lagunas que normas y que el juez tiene siempre y por definición un amplio margen de discrecionalidad que colma desde su “sentimiento jurídico”; desde que la jurisprudencia de intereses, con Heck a la cabeza, dejara claro que toda norma responde a una ponderación por el legislador de los intereses en litigio y que el juez ha de reproducir esa preferencia legislativa mediante un acto de “obediencia pensante”: obediencia porque no debe desbordar los márgenes de la norma y pensante porque, por mucho que se quiera vinculado a la ley, esa siempre deja un espacio para sus valoraciones decisivas. Al tiempo, desde la teoría marxista y crítica del derecho se insistía una y otra vez en que las normas jurídicas no son un instrumento neutral en el contexto de las sociedades desiguales, ni puede pretenderse una práctica del derecho desideologizada y puramente profesional o técnica, si no es al precio de la complicidad con las estructuras de dominación social. En la segunda mitad del siglo xx desde las ciencias sociales, comenzando por la sociología, se hacía ver la necesidad de una legislación y una praxis aplicativa del derecho consciente del lugar del derecho en la dinámica empírica de las interrelaciones sociales, a fin de curar definitivamente aquella “Weltfremdheit” o alienación de los juristas, su vivir de espaldas al mundo o en la inopia de su ciencia autónoma y evanescente. Más tarde, desde la teoría del análisis económico del derecho se cuestionó radicalmente la presunta racionalidad específica del derecho y se propusieron nuevos parámetros de análisis y decisión en lo jurídico, y desde las teorías de la argumentación jurídica, síntesis de la retórica rescatada por Perelman, de la teoría de la comunicación y de la llamada rehabilitación de la razón práctica, se nos hizo ver que el centro del derecho es la praxis argumentativa y que cualquier modelo de racionalidad jurídica ha de partir de la toma en consideración de las reglas que rigen la formación y presentación del discurso jurídico, tanto el legislativo como el judicial. Por otro lado, el positivismo jurídico del siglo xx rompió con los presupuestos del positivismo decimonónico, metafísicos en lo filosófico y simplistas en lo metodológico, y señaló con total rotundidad el componente de indeterminación presente en toda norma y el elemento de discrecionalidad que aparece en cualquier decisión judicial, tanto a la hora de elegir, interpretar o integrar la norma, como al seleccionar los hechos relevantes del caso y de valorar su prueba. ¿Cuál sería el denominador común de todas esas doctrinas, aun en su diversidad radical? La insistencia en que nunca el sistema jurídico, ningún sistema jurídico real y contemporáneo, posee aquellos atributos ideales con
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que lo adornaban tanto el iusnaturalismo de la Ilustración como el racionalismo codificador, que el sistema jurídico no es ni completo ni coherente ni dotado de normas capaces de determinar por sí y para cada caso una única respuesta correcta. ¿Se desprende de ahí alguna consecuencia inevitable para las enseñanzas jurídicas? La más obvia es que pierden su sentido un discurso jurídico-docente puramente autorreferente y un teoreticismo que trate de inculcar en el futuro jurista aquella ideología gremial propia de tiempos pretéritos: la que divide a los cultivadores del derecho en dos grupos, por una parte el juez, mero científico que decide desde una atalaya de pureza e irresponsabilidad, negando sus propias valoraciones y disfrazando de dictados legales sus márgenes de libertad decisoria, y, por otra parte, los abogados, leguleyos que han de ganarse la vida mediante técnicas y tácticas que la universidad y su ciencia prístina ni pueden tomar en consideración ni deben enseñar. Conocer el derecho implica, sin duda, saber de sus normas positivas y, ante todo, dominar su lenguaje, las claves lógicas y sistémicas de la interrelación entre sus normas. Pero también ser capaz de incorporar esos elementos, que podemos denominar estáticos, a la dinámica de la práctica, de forma que nunca se pierda de vista que la teoría tiene su razón de ser y su banco de pruebas en la práctica y que la práctica jurídica no es puro decisionismo aleatorio, precisamente porque se inserta en marcos teóricos y determinaciones normativas. Dominar el derecho en su vertiente práctica presupone el conocimiento de sus claves interpretativas y argumentativas y ser capaz de razonar con solvencia sobre hechos y normas en interrelación. El jurista bien formado es el que lo mismo puede descender de la teoría al caso, hallando siempre el ejemplo práctico y real para toda discusión normativa y doctrinal, que elevarse del caso a las normas y ala doctrina para entenderlo y tratarlo en su debido encuadre sistemático. I I I . ¿ d n d e e s ta m o s ? Estamos exactamente en tierra de nadie, pues ni las tradiciones se rompen de un día para otro ni las innovaciones se imponen a golpe de voluntarismo, y menos cuando están copiadas de otros países con contextos diferentes y tradiciones distintas. Dime dónde abreva el ministro de turno y te diré qué modelo quiere implantar. Llevamos décadas intentando imitar el modelo estadounidense de universidad, pero sólo en la parte más cosmética y superficial. La Ley de Reforma Universitaria trajo en 1983 una reforma de los planes de estudios que sólo se impuso a medias, pues, pese a los plazos perentorios que se indicaron, aún a día de hoy se mantiene el plan de estudios de 1953 en unas cuantas facultades de
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Derecho. En el plan del 53 los propósitos eran claros: el estudiante de Derecho debe impregnarse del derecho positivo vigente, derecho que, simultáneamente, ha de mostrarse como fruto de la herencia romanista y de las tradiciones patrias, al tiempo que debe quedar legitimado por su sintonía con el derecho natural, a ser posible un derecho natural con aromas escolásticos. Con la lru se quiso dejar al estudiante un margen para configurar libremente su formación mediante la elección de materias optativas y de libre configuración. El resultado es bien conocido. La libre configuración se convirtió en el recurso ideal para lograr auditorios cautivos para congresos, seminarios y cursos de verano y la optatividad quedó a merced de la correlación de fuerzas entre los departamentos y las áreas de cada facultad. Era el tiempo en que el profesorado aún luchaba a brazo partido para lograr más horas de docencia para sus respectivas áreas, a fin de aumentar su influencia y de favorecer el crecimiento de sus plantillas. También se pretendió modificar el sistema de selección de profesorado, estableciéndose que cada universidad convocara libremente sus concursos para catedrático o profesor titular, concursos que habían de resolverse por tribunales en los que la universidad convocante proponía presidente y secretario y se sorteaban los otros tres miembros del tribunal de cinco componentes. Se inicia así un proceso al que va fuertemente unida la tan cacareada endogamia, pues en la gran mayoría de los concursos vence por sistema el candidato local. La selección y la promoción del profesorado quedan determinadas por la combinación de dos factores decisivos. Por un lado, la preferencia de la propia universidad y de sus departamentos por los candidatos propios. La ocasional victoria de aspirantes foráneos plantea al gobierno de las universidades problemas de presupuesto y de plantilla, y la relación discipular y los vínculos personales de todo tipo hacen, por regla general, que el profesorado local dé la batalla por los suyos y los vote por encima de cualquier otra consideración. Por otro lado, la división de las disciplinas en escuelas hace que en los concursos suela vencer quien tiene mayoría de su grupo o escuela. Raramente las escuelas se identifican por sus planteamientos científicos y metodológicos particulares y generalmente son grupos con una clara estructura jerárquica y de poder académico. Dentro de las escuelas la lealtad grupal suele apreciarse más que la pura competencia investigadora y docente, y su modelo es más bien el de las familias con un árbol genealógico bien definido y con un fuerte componente de apoyo mutuo y de reparto de favores y prebendas académicas. Más allá de las intenciones que la inspiraban, esa primera reforma vio sus resultados mediatizados por las dinámicas de poder académico, tanto en lo que tiene que ver con la selección del profesorado como con la organización del plan de estudios de cada facultad. Pero apenas dio lugar a una variación de los
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métodos de enseñanza ni de aquella ideología subyacente. El primero de esos aspectos se quiso reformar mediante la Ley Orgánica de Universidades, de 2001, que introdujo el sistema de habilitación como condición para el acceso de catedráticos y profesores titulares, si bien dejando dos vías para la manifestación de ese poder local que pomposamente se denomina autonomía universitaria. Por un lado, se acrecienta la posibilidad de que en las universidades haya profesores contratados de distinto nivel, solución para dar salida a quienes no se habilitaran. Por otro, se deja a las universidades la posibilidad de organizar sus propios concursos para la selección de catedráticos y titulares de entre los habilitados. Esa palabra última y autónoma que tiene cada universidad vino a fin de cuentas a garantizar un grado aún mayor de endogamia, pues resultó prácticamente imposible que un candidato que no fuera de la casa triunfara en tales concursos internos, especialmente en los concursos entre habilitados. En cualquier caso, el sistema de habilitación, con tribunales de siete miembros designados mediante sorteo bajo ciertas condiciones, provocó nuevas manifestaciones del poder de grupos y escuelas. Cuando un grupo o escuela tenía cuatro de los siete miembros de un tribunal, sólo sus candidatos salían adelante en la habilitación. Cuando el tribunal estaba muy dividido, se ponían en marcha mecanismos de negociación y reparto, políticas de cuotas y pactos de presente y de futuro. En todo momento, y salvadas las excepciones que haya que salvar, la consideración objetiva de los méritos académicos y de la solvencia intelectual de los concursantes quedaba en un plano sumamente secundario. Puestos a comprender la configuración actual del profesorado de las universidades, tampoco puede perderse de vista un factor adicional. En los días previos a la entrada en vigor de esa ley que establecía el sistema de habilitación con los tribunales seleccionados íntegramente por sorteo, el Boletín Oficial del Estado se llenó de convocatorias apresuradas de plazas de titular y catedrático por el sistema anterior, sistema que garantizaba en mucho mayor medida el éxito de los profesores propios de cada universidad convocante. Esa práctica se denominó política de promoción del profesorado y sirvió para que los rectores se asegurasen la fidelidad de los favorecidos y evitasen el surgimiento de problemas y protestas en sus plantillas. En suma, en las universidades españolas hace mucho tiempo que el derecho de cada profesor a competir en un sistema de ascensos y concursos regido por reglas transparentes y que aseguren la valoración objetiva de sus méritos fue reemplazado por la idea de que todo profesor tiene un derecho a consolidar su puesto “en casa”, a ser posible como funcionario. Sumado todo lo hasta ahora expuesto, nos encontramos en las actuales facultades de Derecho con la siguiente situación. En primer lugar, una muy escasa reflexión colectiva sobre el modelo y la idea de derecho presente en la
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enseñanza de teles facultades y sobre el tipo de jurista que en ellas se quiere formar. En segundo lugar, unas plantillas de profesores que, más allá de la valía y los méritos concretos de cada cual, se han establecido al hilo de coyunturas de política académica no regida por la búsqueda prioritaria de la excelencia científica ni docente. En tercer lugar, una saturación de dichas plantillas, resultante de los mencionados avatares legales y estratégicos, saturación que está dificultando la incorporación de nuevos docentes e investigadores y la renovación de las prácticas correspondientes. A todo esto cabe agregar algunos elementos propios de nuestra idiosincracia nacional, como el escaso hábito del debate científico y la mediatización de la comunicación científico-académica por las servidumbres político-académicas y de escuela, en el sentido de esta expresión antes apuntado. Ese es el contexto en el que nos hallamos en este momento en que se pretende introducir los profundos cambios, supuestamente derivados del llamado sistema de Bolonia. Dejando de lado por el momento las consecuencias derivadas de los modos de selección del profesorado vigentes hasta hace muy poco y del nuevo sistema de acreditaciones al que más adelante nos referiremos, podemos preguntarnos ahora qué reflexiones deberían estar en el centro de la reconsideración de las enseñanzas jurídicas, tanto en sus contenidos como en sus métodos. Difícilmente se puede renovar coherentemente el proceder en las facultades jurídicas sin un amplio debate sobre el sistema de fuentes en el derecho actual, sobre la relación entre teoría y praxis del derecho y sobre la pugna presente entre principialismo constitucionalista y legalidad ordinaria. Aunque seguramente habría que matizar la siguiente afirmación a partir de un examen de la docencia jurídica en cada una de nuestras facultades de Derecho, se puede afirmar con carácter general que en tales aulas predomina un enfoque puramente fragmentario y nacional de la normatividad jurídica, de las fuentes del derecho. El derecho comunitario, con su complejidad interna y su complicada inserción en los sistemas jurídicos nacionales, sigue estando considerablemente desatendido. Muchos iusprivatistas siguen apegados a la pura dicción del título preliminar del Código Civil y su enumeración de la ley, la costumbre y los principios generales del derecho como fuentes de nuestro ordenamiento. Y muchos iuspublicistas aún insisten en dibujar una pirámide compuesta de reglamentos, leyes y la Constitución en la cúspide, extendiéndose, todo lo más, en las dificultades para combinar el criterio de jerarquía y el de competencia a partir de los subsistemas de derecho autonómico. Y qué decir de tanto filósofo y teórico general del derecho que afronta el tema de las fuentes a base de clasificaciones y disquisiciones conceptuales más o menos afortunadas, pero sin adentrarse en el banco de pruebas de nuestro sistema jurídico real, con
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sus múltiples interrelaciones normativas. Probablemente el tema de las fuentes debería configurarse en todo nuevo plan de estudios como asignatura autónoma impartida por especialistas versados y con una auténtica visión de conjunto. La relación entre teoría y práctica del derecho es, sin duda, otro de los grandes temas pendientes en nuestras enseñanzas. Impera aún, también con las excepciones que vengan al caso, aquella concepción teoreticista e idealizante antes mencionada. Entre muchos profesores es notable la dificultad para ilustrar con ejemplos y casos la explicación de normas e instituciones. La alternativa se plantea entre una teoría sin apenas atención a la práctica y una visión práctica pedestre y sin capacidad para conectar con la teoría. Quién no ha soportado en más de una ocasión durante su carrera esas clases prácticas en las que se plantea un supuesto y se pide a los estudiantes que den con la única solución correcta, prescindiendo absolutamente de dar importancia a la variedad de interpretaciones posibles de la norma y de la habilidad para argumentar con solvencia y capacidad de convicción la solución que se proponga. Frente a tal situación, tiene razón Christian Baldus cuando escribe que “los modelos exitosos de formación jurídica tienen un punto en común: la doble orientación hacia el problema y hacia el texto. La ciencia del derecho es ciencia que consiste en tomar decisiones”. Hace ya medio siglo que Theodor Viehweg, por ejemplo, propuso pasar en la concepción del derecho de un planteamiento puramente sistemático, ligado al logicismo y a la pretensión de verdad científica, a un pensamiento del problema, a un enfoque de lo jurídico que arranque del caso y, a partir de él, examine las distintas opciones de solución como posibilidades sobre cuyo fundamento se argumenta, combinando argumentos legales y jurisprudenciales, técnicas interpretativas y conceptos doctrinales. Pero esa propuesta y otras similares no han llegado a cuajar en métodos docentes bien desarrollados. Las teorías de la argumentación jurídica, que tuvieron sus precursores en autores como Viehweg o Perelman y que cristalizaron en construcciones teóricas tan potentes como la del Alexy de la teoría de la argumentación jurídica, han servido, todo lo más, para que los filósofos del derecho propusiéramos en muchos lugares una asignatura llamada teoría de la argumentación jurídica y en ella ilustremos los elementos lógicos y retóricos y los diversos tipos de racionalidad presentes en el razonamiento judicial, pero, de nuevo, como materia que complementa desde otros puntos de vista las explicaciones puramente dogmáticas y sistemáticas de las disciplinas llamadas de derecho positivo. Ahora que está de moda la idea de asignaturas transversales, tenemos ahí un buen ejemplo de lo que debería ser una adecuada transversalidad, pues debería ese enfoque práctico y argumentativo, que parte de los casos y del análisis de sentencias, estar presente en todas las
V. Sobre la reforma de la enseñanza del derecho en España y en la Unión Europea
materias jurídicas, como principio de su método de enseñanza y como base para que el estudiante no se limite a memorizar normas, clasificaciones y conceptos más o menos abstrusos, sino que llegue a dominar las técnicas para el manejo real, efectivo y con sentido de normas y categorías doctrinales. Si atendemos a los debates más intensos en la actual filosofía y teoría del derecho, con claros reflejos en otras disciplinas, comenzando por el derecho constitucional, vemos que nos hallamos ante una fuerte pugna entre corrientes positivistas y corrientes principialistas. El positivismo de hoy insiste en la vinculación del juez a la norma positiva, sea reglamentaria, legal o constitucional, al tiempo que admite la presencia de amplias dosis de discrecionalidad judicial, derivada de la inevitable indeterminación del lenguaje normativo y de la existencia de lagunas y antinomias en el sistema jurídico, amén del componente de discrecionalidad que acompaña la valoración judicial de la prueba de los hechos. Para el positivismo el sistema jurídico-positivo configura el marco dentro del que la decisión judicial ha de moverse, si bien dentro de ese espacio, al que se circunscribe el principio de vinculación del juez a la ley (a la ley legítima, por tener su base en el principio de soberanía popular), el aplicador del derecho tiene, según los casos, márgenes de libertad, libertad decisoria legalmente acotada o discrecionalidad de cuyo uso debe el juez dar cuenta mediante una argumentación suficiente y consistente. Para el principialismo, por su parte, la base del sistema jurídico la forman determinados principios, positivados –principalmente en la Constitución– o provenientes de una moral objetivamente válida y correcta. En esos principios hallará el juez, a fin de cuentas, el patrón objetivo al que adecuar la justa y correcta decisión de cada caso, incluso en detrimento de aquellos márgenes marcados por el tenor literal de la norma positiva. Esas dos grandes alternativas teóricas se reflejan también en el modo de valorar la práctica del derecho, especialmente las decisiones de los jueces. Así como el positivismo es partidario de una cierta contención judicial y de la preeminencia del legislativo, dentro de los márgenes que a su vez la Constitución señala para la ley, el principialista o iusmoralista es decidido partidario del activismo judicial y gusta de señalar la crisis de la ley y la decadencia de la norma general y abstracta como componente principal del derecho. Esas opciones contrapuestas deberían tener su eco en la práctica docente, y sería muy de desear que la explicación de las diversas materias jurídicas se hiciera con la vista puesta también en el papel que las grandes concepciones iusfilosóficas desempeñan a la hora de determinar el uso que los jueces hagan de las normas de cada sector o rama del derecho. En lugar de eso, seguimos ligados a la rancia contraposición entre disciplinas puramente dogmáticas o
16. Bolonia y la enseñanza del derecho
sistemáticas, que pretenden dar meras descripciones de las respectivas partes del sistema jurídico, incluso con pretensiones de neutralidad científica, y las materias iusfilosóficas, las mismas que antes explicaban el derecho natural como contrapunto y límite del derecho positivo y que ahora echan mano de principios sistemáticos y metasistemáticos como cimiento último y debido de toda decisión en derecho. En resumidas cuentas, una fructífera reforma de las enseñanzas jurídicas habría de replantearse la rigidez de las fronteras disciplinares en general y, en particular, de la división entre materias teórico-generales o de fundamentos y materias abruptamente dogmáticas o que se quieren nada más que descriptivas de normas. La complejidad de los sistemas jurídicos actuales y la variada trabazón entre sus normas casa mal con esa visión del derecho presente aún en nuestras facultades, a tenor de la cual el sistema jurídico no sería más que la mera agregación de subsistemas fuertemente autónomos, tantos como áreas de estudio marcadas por la tradición: derecho civil, mercantil, penal, administrativo, internacional, etc. I V. ¿ h a c i a d n d e va m o s ? Aun a riesgo de ser tildado de pesimista o escéptico en exceso, mucho me temo que no son esas cuestiones, tan necesitadas de reflexión y revisión de cara a la praxis docente, las que ocupan y preocupan ahora mismo en nuestras facultades. Vamos a toda velocidad hacia una degradación de la legislación, cada vez más usada como legislación simbólica y con fines propagandísticos, y hacia un activismo judicial que hace del casuismo virtud supuestamente ligada a la justicia y de los jueces los nuevos soberanos, señores absolutos del derecho azuzados y aplaudidos por una teoría del derecho más propensa a dogmatismos morales premodernos que a simpatías hacia el principio democrático y el principio de soberanía popular. La nueva organización de los estudios se está llevando a cabo al hilo de la puesta en marcha del sistema de Bolonia. El nuevo perfil del profesorado viene de la mano de la implantación de agencias de evaluación y su decisivo papel tanto como filtro para la contratación del profesorado, como para el acceso a la condición funcionarial de profesor titular y catedrático. Comenzaremos por este último asunto. Del sistema de habilitación, con tribunales de siete miembros designados por sorteo y con celebración del concurso en la universidad del presidente del tribunal, que era siempre el más antiguo de sus miembros, se acabó pensando que era sumamente dispendioso en tiempo y dineros y que, por las mentadas
V. Sobre la reforma de la enseñanza del derecho en España y en la Unión Europea
razones de pactos y mayorías, tampoco garantizaba la objetividad. De ahí que recientemente se haya puesto en marcha un nuevo procedimiento en el cual una agencia de evaluación da el veredicto. Los aspirantes preparan una compleja documentación y la envían a la agencia. Ésta pide, en su caso, informes a dos especialistas y concede o deniega la acreditación para profesor titular o catedrático. Este nuevo proceder tiene algunos caracteres que pueden resultar chocantes. Por un lado, se ha suprimido la presencia de los aspirantes y, con ello, toda intervención oral de éstos. Se juzga sólo su currículum, sin posibilidad de objeciones ni preguntas en vivo. El dominio de la materia en cuestión se valora por la trayectoria docente, investigadora, de formación y de gestión universitaria. Por otro lado, dicha evaluación ha de realizarse en buena medida al peso. Lo más llamativo al respecto es que los que solicitan la acreditación sólo han de enviar a la agencia la primera y la última página de sus escritos, quedando de mano excluido, por consiguiente, que los miembros de la comisión o los especialistas que informan lean dichos artículos o monografías y juzguen con propiedad su calidad y fundamento. A este fin sólo se toman en cuenta indicios, como, por ejemplo, la categoría de la revista en que se haya publicado y el índice de impacto de los respectivos escritos, si bien en el caso del derecho se da la circunstancia de que los índices de impacto de las revistas jurídicas españolas apenas están aún establecidos. Además, el criterio general es de minusvaloración de los libros monográficos, por lo que priman fuertemente sobre ellos los artículos. Como certeramente resumía Francesc de Carreras, en el sistema actual “el tribunal no es de especialistas, está designado por un órgano vinculado al Ministerio, juzga sin pruebas, sin debate público, sin ni siquiera entrevista alguna con el concursante”, y “el campo para la arbitrariedad está, pues, mucho más abonado que antes”. Un tercer dato en esa evaluación introduce una fuerte distorsión e invita a la desconfianza (al margen de la honestidad y valía de las personas): el derecho está incluido dentro del área genérica de ciencias sociales y jurídicas, razón por la cual entre los miembros titulares de correspondiente comisión para la acreditación como catedrático de cualquier área de derecho figuran dos catedráticos de derecho (de derecho procesal y derecho financiero y tributario), perteneciendo los seis restantes a áreas económicas (tres), ciencia política (uno), educación (dos) y psicología (uno). La comisión para la acreditación como profesor titular de cualquier área de derecho cuenta con dos juristas, pertenecientes a las áreas de derecho internacional público y de derecho internacional privado. El resto de sus componentes vienen de áreas de economía (dos), psicología (uno), ciencia política (uno) y didáctica (dos). Como se ha indicado, cada comisión puede
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solicitar para cada currículum presentado el informe de dos especialistas, pero se ha establecido la práctica de que dichos especialistas en muchísimas ocasiones no lo sean de la misma rama del derecho que cultiva el candidato. Así, el expediente de quien busca la acreditación como profesor titular o catedrático de derecho administrativo puede ser informado por un profesor de derecho romano y otro de derecho constitucional, e igual en todos los casos y en todas las combinaciones posibles. Si se recuerda que dichos informantes tampoco reciben el texto completo de los trabajos de los aspirantes sobre los que dictaminan, se acrecienta la inevitabilidad de un juicio al peso o por puros signos formales. En cuarto lugar, el baremo indicativo con el que tales evaluaciones se realizan concede importancia grande a méritos tales como el haber ocupado cargos de gestión universitaria, el haber recibido cursos de formación pedagógica, el haber sido investigador principal en proyectos de investigación con financiación pública o el haber dirigido tesis doctorales. Esto plantea una dificultad adicional en el campo del derecho, pues es de sobra sabido que, de resultas de una tradición todo lo discutible que se quiera, pero muy fuerte aún, raramente las tesis doctorales en derecho están dirigidas por quien no sea catedrático, del mismo modo que catedráticos suelen ser los investigadores principales de los proyectos de investigación. Ese conjunto de condiciones de nuevo cuño está llevando a que entre los jóvenes profesores de las facultades de Derecho se impongan aceleradamente nuevos hábitos, no siempre convenientes, hábitos y prácticas conducentes ante todo a forjarse currículos en los que sea mayor la preocupación por la cantidad que por la calidad: cuenta más el haber hecho muchas cosas que el haberlas hecho bien, y puntúa mejor el haberse dispersado en actividades muy variadas que el haberse concentrado, por ejemplo, en investigaciones exigentes y de largo aliento. A fin de cuentas, lo que se está sentando como modelo general, también para el investigador y docente universitario en derecho, es el patrón de ciertas ciencias humanas, como la pedagogía: currículos enormes llenos de breves comunicaciones, trabajos sencillos, viajes y cursos de todo tipo recibidos e impartidos. Pongamos un ejemplo: un joven profesor que haya escrito y publicado una extraordinaria tesis doctoral y otra monografía que marque una época en su disciplina, pero que no haya desempeñado cargos de gestión, no haya dirigido tesis doctorales, no figure en proyectos de investigación, no haya frecuentado congresos y seminarios y no haya recibido unos cuantos cursos de actualización didáctica tiene escasísimas posibilidades de obtener la acreditación para desempeñarse como profesor titular. Por supuesto, y como ya se señaló anteriormente, los acreditados sólo podrán alcanzar efectivamente la condición de profesores titulares o catedráticos
V. Sobre la reforma de la enseñanza del derecho en España y en la Unión Europea
si después ganan el correspondiente concurso en una universidad. Y, salvo casos atípicos, sólo podrán ganarlo en su universidad, pues cada una organiza sus concursos internos dando todas las ventajas a los aspirantes propios que tengan la correspondiente acreditación previa. Al parecer, esas son las grandes ventajas “científicas” de la autonomía universitaria: universidades autónomas, sí, pero con ciencia sometida y dependiente. ¿Tiene el sistema de Bolonia alguna culpa de lo que de dislate pueda haber en cuanto acabamos de exponer? Sin duda, no. Otra cosa es que desde instancias oficiales se pretenda meter todo en el mismo saco y presentar también los nuevos modelos de selección del profesorado como parte de la “modernización” de las universidades que tiene su símbolo máximo en Bolonia. Lo que sí tiene que ver con Bolonia es la nueva organización de las enseñanzas. Se trata de estructurarlas en grado, posgrado y doctorado. Hemos visto que la Declaración de Bolonia no va más allá de señalar esa división con la pretensión de que sea el esquema común de las enseñanzas en Europa, fiando a las políticas nacionales y a la autonomía universitaria su concreto desarrollo. Y en el caso español se van a introducir por esta vía nuevos desajustes, fruto de factores tales como la errática política educativa de las últimas décadas, la creciente influencia de modas y tópicos, la falta de claridad sobre la razón de ser y la función de las universidades, los intereses localistas y la galopante desintegración de las tradiciones académicas, incluso en lo que de positivo pudieran tener. Las universidades como tales han perdido su voz y su criterio, y su personal se embarca, sin apenas resistencia, en una burocratización desmedida y en procesos de reforma que ni se entienden ni se explican, si bien son presentados bajo términos y expresiones de fuerte resonancia política y emotiva, como modernización, innovación, adaptación a Europa, servicio al mercado y a las empresas, etc. La Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas es poco más que un lobby a través del que los rectores hacen primar su puro interés de gestores y su propósito de evitar problemas “políticos” y de personal en sus centros, cuando no el deseo de muchos de buscarse una salida en la política o en la empresa privada –ay, esos bancos que colocan ex rectores– al final de su mandato. Y eso por no hablar de la jerga pedagógica que por doquier obliga ahora mismo a perderse en una retórica de habilidades, destrezas, competencias y otras lindezas que apenas son más que puro maquillaje del desconcierto y la frivolidad. A la hora de la verdad, todo un entramado de categorías y papeleos que servirán para que ningún defecto sustancial se corrija y para que, sin embargo, se pierda lo que de riguroso y fundado pudiera quedar en la enseñanza universitaria. El nuevo diseño de los planes de estudios es una fuente de paradojas flagrantes. So pretexto de la convergencia en el Espacio Europeo de Educación
16. Bolonia y la enseñanza del derecho
Superior, vamos hacia una divergencia total de los planes de estudio. El Gobierno no quiso fijar unos contenidos mínimos para los estudios de grado, con lo que cada universidad, en uso y hasta inevitable abuso de su autonomía, puede diseñarlos como quiera, si bien habrá de visarlos la Aneca, agencia que propende a prestar más atención a los aspectos formales –terminología, presencia de materias transversales muy políticamente correctas, organigramas…– que a los sustanciales. Y así vamos caminando hacia una radical diversidad de las enseñanzas jurídicas de universidad en universidad. Con el argumento de que la reforma es necesaria para la convergencia con las universidades europeas, llegamos a que puedan ser muy divergentes entre sí los planes de las universidades españolas. Un sinsentido. Nuevamente, y más aún que hasta ahora, los contenidos concretos de lo que en el grado de Derecho se enseñe aquí o allá dependerán de la influencia y los intereses de las áreas y grupos dominantes en cada facultad. En cuanto al posgrado o maestría, la teoría dice que ha de orientarse a la especialización. Pero ¿qué especialización y con qué oferta? Las universidades pequeñas, que en España son la mayoría –otro resultado de políticas populistas en época de vacas gordas– carecen de medios económicos y personales suficientes para poder ofrecer un buen abanico de tales estudios especializados. Además, la consigna en este momento de crisis económica es que las reformas han de hacerse a coste cero. Si se va a entender que el grado habilita por sí para el ejercicio profesional en derecho, el resultado de la reforma es un indudable empobrecimiento de los contenidos que se enseñan, más la referida aleatoriedad de tales contenidos en cada facultad, así como lo que sin duda será una rebaja sustancial en los niveles de exigencia al alumnado, pues otra de las obsesiones que ha llegado a la universidad es la de evitar por todos los medios el llamado fracaso escolar: que todos los que se matriculen consigan su título y ya pondrá la vida –o el mercado– a cada uno en su sitio. Y si se da importancia al máster como clave para una formación profesional más especializada y con mayor profundidad, los estudiantes se encontrarán en la mayor parte de los lugares con muy limitadas alternativas y, a fin de cuentas, con que se ha integrado en el ciclo universitario la labor que antes hacían las escuelas de práctica jurídica. Para ese viaje no hacían falta tantas alforjas ni tanto ruido. ¿Es responsable Bolonia de tanto caos y de semejante desorientación? Seguramente, no. La responsabilidad hay que ponerla en las autoridades políticas, del Estado y las comunidades autónomas, y en las autoridades universitarias que improvisan continuamente y se dejan llevar por apresuradas consignas e intereses más que discutibles, en medio de ampulosas retóricas y de un simplismo que está privando de voz a quienes deberían ser los primeros y más importantes
V. Sobre la reforma de la enseñanza del derecho en España y en la Unión Europea
protagonistas: los profesores, los estudiantes y los grupos profesionales. Porque otra llamativa peculiaridad de esta reforma de los estudios de derecho es que se está realizando sin que apenas se oiga la voz experta y fundada de las profesiones jurídicas, como colegios de abogados y procuradores, de notarios, de asociaciones de jueces, etc. Resultaría sumamente interesante que nos pusiéramos a investigar en serio por qué todos esos grupos profesionales callan, por qué los profesores se pliegan aunque no entiendan lo que está pasando ni adónde vamos y por qué los estudiantes protestan en realidad tan poco y con argumentos a menudo muy desenfocados.
vi. castigos y penas
1 7. d e l i t o p o l t i c o . a l h i l o d e l a s e n t e n c i a d e l a c o r t e s u p r e m a d e j u s t i c i a d e c o l o mb i a del 11 de julio de 2007 I. p la n t e a m i e n to y t e s i s En este trabajo nos hacemos una pregunta con dos dimensiones o aspectos: ¿Qué sentido puede tener hoy en día el reconocimiento de la categoría de delito político, tanto a efectos de derecho interno de un estado y del consiguiente tratamiento de sus propios delincuentes, como a efectos de las relaciones entre estados y en lo que afecta fundamentalmente a derecho de asilo y extradición? El replanteamiento de dicha categoría jurídico-penal, la del delito político, puede responder a dos propósitos contrapuestos: extender dicha consideración a más ilícitos penales de los que en nuestros días suelen admitirla o restringir o suprimir las ventajas que lleva asociadas para el delincuente así calificado, como delincuente político. Aquí nos inclinamos por la opción restrictiva y mantendremos dos tesis fuertemente ligadas. Una, que en el Estado constitucional y democrático de derecho carece de sentido el mantenimiento de dicha categoría para cualquier tipo de atentado penal que acontezca en su seno contra los más importantes derechos fundamentales, y más si dichos atentados constituyen incluso crímenes de lesa humanidad con arreglo al derecho internacional; otra, que el uso de dicha categoría en el derecho internacional y las relaciones interestatales ha de ser sumamente selectivo y unido a una definición material con fuerte carga moral y política, al menos mientras sean estados de derecho los que la empleen. I I . u n a u r a r o m n t i c a q u e s e d e s va n e c e En la Edad Media y en el Estado absolutista el móvil político de un delito era razón de agravamiento y mayor crueldad del castigo. Esas tornas se invierten con los primeros pasos del Estado liberal moderno, que se muestra comprensivo con el empleo de la fuerza para derribar los gobiernos que representaban el Antiguo Régimen. En palabras de Quintero Olivares, “[N]o es pues de extrañar que sea común en la literatura penal la idea de que el concepto de delito político es un concepto acuñado en el siglo xix y que tuvo una primera configuración casi
Siempre que aquí hablemos de Estado de derecho nos estaremos refiriendo al Estado constitucional y democrático de derecho.
VI. Castigos y penas
romántica: el delincuente político era el luchador contra la opresión absolutista, contra la tiranía, y por lo tanto, era merecedor del elogio de sus conciudadanos, que necesariamente lo tenían que ver como un héroe. Solamente los poderosos de turno podían considerarlo ‘delincuente’ ”. En paralelo con esa evolución de lo que se llamará delito político corre la práctica de la extradición. Los primeros acuerdos políticos entre estados buscaban precisamente asegurar la entrega de los autores de delitos de signo político y alteradores de la paz pública. Así ocurría, por ejemplo, con el convenio de 1303 entre Francia e Inglaterra o el de 1376 entre Francia y el Ducado de Saboya. El mismo propósito tenían los convenios firmados por Carlos ii de Inglaterra con Dinamarca, en 1661, y con Holanda, en 1662, para la entrega de los partidarios de Cromwell refugiados en dichos países. Bien representativo es también el acuerdo del año 1777 entre Francia y Suiza, que estipula la obligación respectiva de entregar a los “criminels d´Etats, assassins et perturbateurs du repos public”. Será en la tercera década del siglo xix cuando tales planteamientos se modifiquen y comiencen algunos estados a introducir en su legislación cláusulas que impidan la extradición de delincuentes políticos. Francia y Bélgica serán los primeros. En los documentos políticos y legislativos de la época se trasluce la convicción de que la lucha ilegal y violenta es un instrumento inevitable para derribar el antiguo régimen e imponer los nuevos estados liberales, un recurso válido y meritorio contra la tiranía. Seguramente subyace a tales enfoques iniciales la fe ilustrada en el progreso imparable de la humanidad hacia formas políticas liberales, como puro despliegue de una razón incontenible que asentaría universalmente el principio de libertad y la positiva consideración de la dignidad constitutiva de cada individuo, y todo ello en compatibilidad con el pleno respeto de la propiedad individual y en el marco de la benéfica acción de la mano invisible del mercado. Lo que en esos años no se alcanzaba aún a vislumbrar eran dos cosas, de las que se derivarán los problemas futuros del delito político. Una, que los regímenes políticos individualistas y de libertad no llegarán a imponerse universalmente por la mera fuerza incontenible de la razón y por el dinamismo inevitable de la historia, con lo que las luchas políticas del futuro acontecerán, cruentamente, entre regímenes liberales y antiliberales, de corte totalitario y organicista, por ejemplo. Y, otra, que en los propios estados liberales individualistas surgirán
Gonzalo Quintero Olivares. “La revisión del delito político: islamismo y otros problemas”, en Cancio Meliá y Gómez-Jara Díez (coords.). Derecho penal del enemigo. El discurso penal de la exclusión, Madrid, Edisofer, 2006, vol. 2, p. 689. Sobre lo anterior vid. especialmente: Dietmar Franke. Politisches Delikt und Asylrecht, Königstein/ Ts, Athenäum, 1979, pp. 15 y ss.
17. Delito político. Al hilo de la sentencia de la Corte Suprema de Justicia de Colombia…
duros enfrentamientos para la instauración de sistemas políticos más justos, que no tomen como único valor el de la libertad, con su secuela de igualdad formal ante la ley, sino que añadan la consideración también de unos mínimos de igualdad material entre los ciudadanos, de satisfacción de elementales necesidades materiales para todos y de igualdad efectiva de oportunidades vitales entre todos, así como la conquista de más y mejores derechos políticos para cada ciudadano, sin distinción de rentas, sexo, raza, etc. De estas dos circunstancias se derivarán los problemas posteriores de uso del delito político: si puede dicha categoría aplicarse a quienes luchan por imponer regímenes políticos antidemocráticos y si cabe aplicarla a quienes, sin abominar de la libertad individual, pugnan ilegalmente para la implantación de regímenes de mayor contenido social. Va comenzando de este modo lo que serán las implicaciones de la idea de delito político desde mediados del siglo xix y a lo largo de todo el siglo xx, y con ello también los consiguientes dificultades para los respectivos estados y en las relaciones entre estados. El delito político, que por ahora podemos superficialmente definir como aquel ilícito penal que se comete con el fin de socavar las instituciones y las normas de un Estado tenido por radicalmente injusto y con el propósito de instaurar un sistema político más justo y acorde con el interés general de los ciudadanos, será objeto de una doble consideración favorable. Por un lado y por regla general, el delincuente político no será extraditado a otros estados que lo reclamen para el enjuiciamiento de su acción conforme a sus leyes y a la competencia de sus tribunales penales. Por otro lado, al delincuente político se le hace beneficiario de un derecho que, en tanto que extranjero y frente al resto de los extranjeros, supone un privilegio: el derecho de asilo. Si nos preguntamos cuál es la razón de ese doble trato de favor, la respuesta tiene una dimensión entre moral y romántica, por cuanto que se considera que el demérito de la acción delictiva, con su ataque a importantes bienes jurídicopenalmente protegidos, es en todo o en parte contrapesado por el mérito que al delincuente corresponde, tanto por la pureza de sus ideales como por el riesgo que para su vida, su libertad y sus bienes asume al lanzarse a la lucha ilegal en pro de los ideales aquellos.
El planteamiento habitual a este respecto queda bien reflejado en la siguiente cita: “Otro elemento que condiciona la evaluación social del delito político es la consideración del acusado político como un hombre con un elevado sentido moral que delinque por razones altruistas. Si bien pueda estar influido por errores o utopías de base, el transgresor político no puede ser considerado infractor desde el punto de vista moral, teniendo en cuenta que sus actos están orientados hacia el progreso y la evolución positiva de la sociedad. Los móviles del delincuente común son de carácter egoísta y antisocial, mientras que los del delincuente político son de índole altruista y presocial. Este carácter altruista estriba en la vocación de sacrificio al servicio del progreso sociopolítico (y, por lo tanto, moral) de la comunidad. Su conducta
VI. Castigos y penas
III. problemas de definicin y a p o r a s d e la p r c t i c a Fácilmente se puede apreciar que la figura lleva aparejados dos problemas de imprescindible resolución para su coherente puesta en práctica como modelo delictivo con efectos favorables al reo: su imprecisión conceptual y su ambivalencia moral. La imprecisión del concepto se deriva del énfasis definitorio en el elemento intencional: ¿Puede ser delito político cualquier acción delictiva realizada con el designio de afectar a la pervivencia o estabilidad del Estado o sólo pueden serlo aquéllos que de modo directo se dirijan, atenten, contra instituciones, órganos o autoridades del Estado –y, en su caso, cuáles? Así pues, se van a enfrentar en la doctrina la concepción subjetiva y la objetiva del delito político, así como las nociones de delito político absoluto y delito político relativo. El problema moral del delito político se plantea del siguiente modo: si lo que define tal categoría, y el consiguiente trato de favor para el delincuente, es la mera intencionalidad subversiva y, en su caso, que el bien jurídico atacado sea el orden estatal establecido, el régimen jurídico-político vigente, cada estado que en su legislación acoja dicha categoría se va a topar con el siguiente dilema: ¿tiene sentido que conceda ese tratamiento privilegiado a los que luchan contra él mismo o contra otros estados de idéntico corte? La posible contradicción se hace más patente en el propio Estado constitucional de derecho: ¿puede éste privilegiar al que lucha contra los principios básicos que lo inspiran, al que mediante la acción delictiva trata de imponer, por ejemplo, una dictadura o un régimen totalitario? se orienta en pro del bien común. La delincuencia política se considera como delincuencia evolutiva, en el sentido de que sus actos están orientados más allá del momento presente y proyectados hacia un futuro supuestamente progresista. Dicho de otra manera, pretenden situar a la colectividad en un estadio evolutivo más elevado, trasladarla a un plano superior de progreso humano” (Alonso Salguero, Manuel, “Nuevo terrorismo y violencia ilimitada. Hacia un nuevo paradigma de la violencia extrema”, [www.aecpa.es/congreso_07/archivos/area6/GT-27/alonso-salgado-Manuel(upv).pdf]. Para la concepción subjetiva o intencional del delito político, lo que define a éste es la finalidad política transformadora que mueve a su autor. Para la concepción objetiva o material, lo determinante es el objeto sobre el que se ejerce tal acción, debiendo estar dirigida de modo directo contra los poderes públicos o contra el ejercicio de los derechos políticos de los ciudadanos. La teoría mixta exige la concurrencia de los dos elementos. El delito político absoluto sería el que de modo directo y exclusivo se dirige contra los poderes estatales, atenta contra la pervivencia del Estado o contra su seguridad interna o externa. En el delito político relativo estaríamos ante un delito común realizado por razones predominantemente políticas (cfr. Franke. Politisches Delikt und Asylrecht, cit. pp. 23 y ss.). La situación puede llevar a notables paradojas. Así, cuando algunos estados penalizan las acciones de incitación al odio racial o la negación del holocausto, pero, luego, reconocen la condición de delincuentes políticos a quienes incurren en tales conductas como miembros de grupos neonazis opuestos al modelo
17. Delito político. Al hilo de la sentencia de la Corte Suprema de Justicia de Colombia…
La salida de ese dilema sé dará necesariamente por una doble vía. Por un lado, con la práctica de una clara selectividad a la hora de aplicar la idea de delito político, de modo que como delito político se calificará sólo aquel que vaya contra estados con regímenes políticos diferentes de los del estado que juzga tal delito. De esta manera, en la definición de ese delito se introduce, expresa o tácitamente, un elemento material que determina la aplicación de dicha noción. Por otro lado, la consideración práctica del delito político se moraliza y se politiza, de manera que, quiérase o no, ya no se tomarán en cuenta meramente las intenciones del delincuente o la aptitud de su acción para socavar efectivamente las instituciones jurídico-políticas establecidas en el Estado en que la acción acontece, sino que resultará determinante la calidad moral del sistema político contra el que se atenta. Y el Estado constitucional de derecho no podrá negar su propia legitimidad a base de reconocer superioridad o mérito moral al que delinque para echar por tierra y reemplazar sus principios constitutivos. Vemos, pues, que el carácter formal de las definiciones doctrinales y legales del delito político o lo que en ellas aparece como ambigüedad o neutralidad político-moral se rellena en la práctica con consideraciones materiales atinentes a la índole y los fundamentos morales del respectivo tipo de estado. Desde el principio la consideración de un delito como político se muestra condicionada por el juego de una doble perspectiva, la del Estado contra el que el delito se dirige y la del estado que lo enjuicia, ya sea a efectos de sanción, de extradición o de asilo. En las relaciones entre estados, el delito político por regla general tiende a ser considerado como tal solamente cuando se dé una asimetría o discrepancia notable entre el modelo de sistema político de uno y otro Estado. Es decir, los estados constitucionales democráticos, de estirpe liberal, considerarán delito político sólo el dirigido a debilitar el sistema político de los estados autoritarios o con graves deficiencias democráticas. Por su parte, y a la inversa, los estados con regímenes autoritarios tenderán a otorgar trato de favor al delito cometido contra estados de carácter opuesto y con el propósito de instaurar uno de su tipo. Queda, así, patente el carácter sesgadamente político con que se suele proceder al aplicar la categoría de delito político.
de Estado vigente y que operan así en pro de uno nazi, que consideran más justo. El ejemplo no es una pura hipótesis de escuela, puede verse en alguna sentencia belga; vuelve a mostrar la incoherencia de toda interpretación no restrictiva del delito político en el Estado de derecho. Véase al respecto S. van Drooghenbroeck y F. Tulkens. “La Constitution de la Belgique et l´incitation à la haine”, xvith Congreso of the Internacional Academy of Comparative Law”, Brisbane, 14-20 de julio de 2002 [www. ddp.unipi.it/dipartimento/seminari/brisbane/Brisbane-Belgio.pdf].
VI. Castigos y penas
A esa dualidad de perspectivas se agregará un tercer elemento: la índole de la acción delictiva que busca la consideración de delito político. Los estados que asumieron la noción en sus ordenamientos jurídicos comenzaron pronto a introducir cláusulas con excepciones, para negar dicha condición a delitos que, pese a cumplir plenamente con los elementos definitorios, no debían recibir dicha etiqueta. Fue primeramente la cláusula de atentado y luego la cláusula de anarquismo. Conforme a la primera, que se insertó en Bélgica en 1856, “no será considerado delito político ni hecho vinculado a un delito semejante el atentado contra la persona de un jefe de gobierno extranjero o contra un miembro de su familia, cuando dicho atentado constituya un hecho de homicidio, de asesinato o de envenenamiento”. La base la dio la Corte de Casación belga a raíz del caso Jacquin, quien había intentado asesinar a Napoleón iii y huyó luego a Bélgica, confiando en que, como autor de un delito político, no sería extraditado de este país. Declaró dicha corte que el delito político que evita la extradición sólo comprende aquellas acciones “cuyo carácter radica en el ataque a la forma y al orden de una nación determinada y los hechos conexos, cuya apreciación desde el punto de vista de la criminalidad depende del carácter puramente político del hecho principal con el que se relacionan; pero que, en ningún caso, puede aplicarse esta disposición a causas que, cualquiera fuere el fin perseguido por su autor o la forma política de la nación donde fueron cometidos, son reprimidos por la moral y deben caer bajo la represión de la ley penal en todos los tiempos y en todas las naciones”. En el texto jurisprudencial que acabamos de recoger queda de manifiesto un sutil desdoblamiento que suele darse en el razonamiento de los poderes públicos sobre el delito político. Por un lado, se apela al carácter reprobable de ciertos delitos, a su consustancial maldad, para sustraerlos de la consideración favorable que la idea de delito político supone. Pero, por otro, en el fondo predomina siempre un planteamiento político instrumental, a tenor del cual es el estado que juzga el que asigna o no esa condición al delito, en función de un doble rasero combinado: los fundamentos de su propia legitimidad y los riesgos para su propia seguridad. Por lo primero, no se dará trato de delito político, como ya hemos dicho, al que pretenda liquidar un modelo de Estado basado en los mismos fundamentos legitimatorios del estado que juzga. Por lo segundo, no se otorgará dicha condición en las ocasiones en que sea probable en los hechos
Cfr. Quintero Olivares. “La revisión del delito político: islamismo y otros problemas”, cit., p. 691, n. 4.
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que la situación pueda revertirse y un delito idéntico cometerse contra este Estado que juzga, siendo esta vez enjuiciado en el otro Estado. Esas tensiones entre el concepto y el trato del delito político explican las críticas que desde los orígenes la doctrina ha formulado a la configuración legal de dicha especie, pues, al atenerse sólo al diseño teórico formal de la figura, la doctrina ve profundas incoherencias en excepciones como la de la cláusula de atentado o magnicidio, mientras que no repara en que el tipo de “lógica” que le es propio es de cariz político y pragmático y tiene mucho más que ver con la “Realpolitik” que con órdenes ideales de valores. Así es como tiene todo su sentido teórico y muy poca penetración en los determinantes de la práctica una crítica como la de von Liszt a la cláusula de atentado, pues, en su opinión, no hay delito más político que el atentado contra la vida del jefe de Estado y quien admita el carácter político de delitos como la sedición no podrá negárselo al asesinato del rey. Ese peculiar desdoblamiento o esa falta de armonía entre la descripción teórica y la admisión práctica del delito político se aprecian aún mejor en otra cláusula de excepción que en muchos ordenamientos se introdujo a partir de finales del siglo xix: la cláusula de anarquía. Conforme a ella, no recibirán consideración de delito político los atentados anarquistas. Fue la asamblea del Instituto de derecho Internacional celebrada en Ginebra en 1892 la que primeramente estableció que los autores de crímenes anarquistas no deberían gozar del derecho de asilo. El paso siguiente consistió en que algunos ordenamientos jurídicos retiraron a tales delitos de anarquistas la calificación de delito político, a fin de permitir la extradición de sus autores. Repárese en que, por una parte, el delito anarquista es el más político de los delitos posibles, pues no pretende meramente cambiar este o aquel Estado, sino acabar con todos; pero, por otra, por eso mismo supone idéntico peligro para todos, pues el anarquista puro a todos los considera por igual enemigos y en todos justificaba la violencia como medio para pasar a una convivencia mejor y más justa en una sociedad sin Estado. En suma, vemos desde los inicios que la ambigüedad moral que caracteriza las definiciones del delito político, a tenor de las cuales lo que hace tal es o bien la intención política del delincuente o el tipo de bien jurídico por éste atacado,
Naturalmente, cuando se trata de que el derecho interno de un Estado dé la consideración de delito político al cometido contra él mismo y en su propio territorio, esas dos razones en contra se suman con mayor fuerza y coherencia: no puede un Estado premiar al que cuestiona sus propios fundamentos legitimatorios ni puede lanzar a su sociedad el mensaje de que ve con mejores ojos a quienes delinquen para destruirlo que a quienes lo aceptan. Volveremos sobre esto. Cfr. Franke. Politisches Delikt und Asylrecht, cit., p. 35. Ibíd., p. 38.
VI. Castigos y penas
son resueltas en la práctica de los estados sobre la base de una doble óptica. Por un lado, un cálculo de conveniencia en sus relaciones con los otros estados y en lo relativo a la pervivencia del propio Estado, evitando fomentar o disculpar comportamientos delictivos que puedan fácilmente volverse en su contra; por otro, la afirmación de la superioridad moral del propio Estado, de su sistema de legitimidad, de modo que no quepa justificar ninguna forma de rebelión violenta contra dicho modelo tenido por el mejor y más justo. No estarán en consonancia con este enfoque común aquellos estados que en sus relaciones internacionales admitan el delito político como ataque a otro Estado de su mismo tipo y con idéntica base legitimatoria, salvo que se justifique por la discrepancia entre las cláusulas constitucionales y la realidad efectiva operante en dicho Estado; y, sobre todo, no lo estarán aquellos estados que en el plano de su derecho interno y en lo relativo al juzgamiento en su seno de los delitos de sus ciudadanos, den trato de favor al delincuente político frente al delincuente común. Habría que estudiar con precisión caso por caso y la historia del respectivo país para conseguir explicación para tan paradójico fenómeno, pero seguramente se puede mantener, como hipótesis general, que tal ocurre, al menos en los tiempos recientes, sólo en los estados que no han sido capaces de articular un vínculo suficiente entre su sistema político constitucional y democrático, las vivencias de su sociedad civil y las aspiraciones de su clase política. Estados en que la disputa política violenta entre grupos o facciones y en pro de uno u otro modelo de sociedad no se considera que haya sido o deba ser desterrada para siempre y donde la Constitución y el ordenamiento político democrático vigente se entienden como un mal menor, un armisticio provisional o una solución de compromiso antes de que unos u otros de los que no la quieren tengan fuerza suficiente –militar, económica…– para imponer su sistema alternativo. Bajo esa común coincidencia relativizadora del valor de la Constitución y del sistema de legitimidad política que ésta instaura, los partidos y facciones se ponen de acuerdo para premiar desde la propia Constitución la pelea violenta contra ella misma, todos a la espera de justificar su acción anticonstitucional en esa misma prioridad que la Constitución da a la lucha política ilegal como moralmente meritoria, o, si vienen mal dadas, de poder beneficiarse de ese trato ventajoso que para el delincuente político la propia Constitución permite. I V . d e l i t o p o l t i c o y e s ta d o d e d e r e c h o La evolución del delito político hasta nuestros días viene determinada por esa dinámica entre las conveniencias instrumentales de todos los estados, cualquiera que sea su régimen político, y los intentos de afirmación que los estados de
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derecho hacen de su base moral como superior a cualquier otra posible. Aun si en nuestros días repasamos las posturas, vemos que la actitud ante la admisión o no del delito político, en qué casos y con qué consecuencias está determinada en cada autor por su sistema moral y su correspondiente juicio sobre la democracia de raigambre liberal y el Estado constitucional correspondiente. Desde la convicción de que el Estado constitucional de derecho constituye el más justo de los sistemas políticos posibles, se tenderá a una apreciación muy restrictiva del delito político, que sólo podrá ser aquel que acontezca en pro de la imposición de dicho Estado y en un contexto autoritario y no respetuoso con los derechos humanos. No cabrá el reconocimiento favorable, como delincuentes políticos, de los que atenten contra las estructuras de dicho Estado con el fin de sustituirlo por un modelo diferente, no se reconocerá mérito moral digno de apreciación jurídica favorable al que en nombre de ideales anticonstitucionales delinca para socavar tal Estado. A la superioridad moral que para el Estado de derecho se afirma, se añade la toma en cuenta de que tales órdenes constitucionales permiten la discrepancia y el planteamiento en libertad de políticas alternativas, con el único límite del respeto a los principios y estructuras sobre las que tal Estado se asienta y que en la Constitución se garantizan: los derechos fundamentales y los procedimientos democráticos. Fuera de esos límites intangibles, hasta la desobediencia se admite y hasta a ciertos comportamientos ilegales se les puede reconocer virtud moral y beneficio legal, bajo la forma de desobediencia civil. Pero el desobediente civil no es un delincuente político propiamente dicho, pues su propósito no es suprimir el sistema jurídico-político del Estado de derecho, sino perfeccionarlo mediante una más depurada realización de sus derechos y principios cruciales, lo cual pone el límite “lógico” a la acción del desobediente civil, que no podrá atentar contra los derechos fundamentales constitucionalmente sancionados en nombre de cualquier concepción opuesta del orden social o de tales derechos. Cuando, por contra, vemos posturas que o bien quieren introducir el trato favorable del delito político en el Estado de derecho o bien demandan la aplicación de esa categoría a uno u otro de los bandos que pugnan con medios ilegales y gravemente atentatorios contra los derechos fundamentales de cualesquiera ciudadanos, nos hallamos ante ideologías que en el fondo discrepan de la superior condición moral del Estado de derecho como sistema político y simpatizan con alguna de sus alternativas de otro cariz. Desde la convicción de la mejor calidad política y moral de la convivencia en el Estado de derecho, nadie defenderá un trato de favor para el que delinque en nombre de ideales políticos y sociales opuestos al mismo o que se quieren imponer en contravención de sus derechos primeros y sus procedimientos democráticos.
VI. Castigos y penas
Son las mismas razones por las que el demócrata partidario del Estado de derecho y del libre ejercicio de los derechos de los ciudadanos que en él son definitorios y constitutivos se negará también a regalar trato mejor a quien en aras de la defensa del Estado, incluso del mismo Estado de derecho, vulnera gravemente la legalidad garantizadora de aquellos derechos, y rechazará toda manifestación de terrorismo de Estado, toda acción delictiva por razón de Estado y todo trato ilegal a los que se tengan por enemigos del Estado. En consecuencia, en la práctica política del Estado de derecho se superan aquellas ambigüedades con que el delito político se define en la teoría, se superan a base de hacer efectivas las pautas morales que forman el sustento de ese modelo de Estado. Esto se traduce en dos notas atinentes a la configuración moral de éste: el Estado de derecho no es relativista y el Estado de derecho no es absolutista, por mucho que defienda un coto vedado de derechos que no pueden ser atacados bajo ninguna justificación política o moral. Que no sea relativista significa que, por definición, no puede equiparar como igualmente dignas de respeto cualesquiera concepciones del ser humano y de la convivencia en sociedad y que no puede mantenerse neutral y tolerante ante cualesquiera medios que los ciudadanos empleen para sus fines políticos, ya consistan éstos en la formación de un sistema político alternativo, ya en la defensa del vigente. Bajo la perspectiva democrática y constitucional, el mérito moral lo tiene aquel ciudadano que encauza sus discrepancias con el orden establecido por la vía de la acción política constitucional y subordina sus afanes transformadores (o de defensa del Estado) al respeto de las reglas mínimas del juego establecido: respeto a los derechos más básicos de cada persona, incluidos los de los gobernantes (vida, integridad física, libertades…) y al procedimiento democrático como único camino admisible para toda innovación política y legal. Dentro de ese marco de juego, todos los credos e ideologías valen por igual y tienen idéntico derecho a expresarse y a imponerse por los cauces constitucionalmente sentados; fuera de él, no cabe homenaje ni privilegio y ninguna profunda convicción de nadie puede tenerse por atenuante de la vulneración de aquellos derechos y del proceder democrático. Que el Estado de derecho no profese un absolutismo moral quiere decir que no acoge ni defiende como único posible o loable un determinado ideal de vida y deja un amplio margen para las discrepancias individuales con el orden legal establecido, a base de reconocer y proteger derechos como la libertad de expresión, las libertades políticas, la objeción de conciencia o, incluso, para dar
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consideración benigna a los llamados delitos de conciencia, que son cosa distinta de los llamados delitos políticos. Sentado lo anterior, en el tratamiento penal que en el Estado de derecho se haga de la delincuencia movida por convicciones políticas pueden surgir dos paradojas o contradicciones internas. Una tiene que ver con el trato favorable de esos delitos, la otra con la tipificación como delito de ciertas acciones de propósito político, pero que no afectan a esos derechos básicos y a esas estructuras democráticas de tal Estado. Resulta, en efecto, paradójico que en esos estados constitucionales, que blindan frente a cualquier reforma las normas de su Constitución referidas a los derechos fundamentales o al procedimiento democrático o que someten esas reformas a procedimientos muy agravados y que acaban siempre en una consulta popular, privilegien a quien pretende cambiar esas reglas primeras mediante la acción violenta. Allí donde se ponen dificultades para el cambio de las reglas del juego mediante el ejercicio político ordinario, se muestra comprensión con la transformación violenta de ellas, y todo en consideración a la presunta superioridad moral de quienes consideran que sus ideas o intereses valen más que la vida, la integridad o la libertad de los otros. El que se quiere a sí mismo tanto y se considera en posesión de verdad tan alta y evidente como para tratar a sus conciudadanos como puros instrumentos de sus personales designios, quien en nombre de su visión del hombre y la sociedad mata, tortura o secuestra a sus vecinos, no puede merecer ningún especial respeto de ese Estado cuya Constitución comienza por proclamar la intangibilidad de la vida, la integridad y la libertad de todos. Quien en el seno de un Estado de derecho en nombre de ideales políticos mata, tortura o secuestra, no es merecedor de disculpas o atenuantes legales, sino al contrario, pues con su acción ataca en primer
Dice Claus Roxin, en paralelo con lo que aquí venimos defendiendo: “En los restantes casos en que el sujeto infringe la ley penal en una situación de conflicto ineludible por razones de conciencia, ante todo la existencia (independencia e integridad) del Estado, su seguridad y sus supremos principios constitucionales establecen límites inmanentes a la puesta en práctica de la libertad de conciencia. Por tanto, quien por razones de conciencia comete traición, pone en marcha una subversión interior o perpetra atentados terroristas para destruir el sistema no puede invocar el artículo 4 GG. Pues la GG otorga la libertad de puesta en práctica de la conciencia sólo en el marco del Estado para el que está creada; la hipótesis de que la GG hubiera preprogramado su propia derogación mediante la tolerancia de delitos contra la seguridad del Estado es absurda” (énfasis nuestro). Y añade: “El art. 4 GG topa con sus límites allí donde el hecho realizado por motivos de conciencia impediría u obstaculizaría el cumplimiento de funciones esenciales del Estado; de lo contrario el Estado se entorpecería o paralizaría a sí mismo” (Claus Roxin. Derecho penal. Parte general, tomo 1 (Fundamentos de la estructura de la teoría del delito), Madrid, Civitas, 1997, p. 946 (trad. de D. M. Luzón Peña, M. Díaz y García Conlledo y J. de Vicente Remesal). El apartado 1 del artículo 4.º de la Constitución alemana (GG) reza así: “La libertad de creencia y de conciencia y la libertad de confesión religiosa e ideológica son inviolables”.
VI. Castigos y penas
lugar dichos bienes básicos de los ciudadanos y, al tiempo y en segundo lugar, pretende desterrar precisamente el sistema político que hace de la defensa de tales derechos y bienes su seña de identidad. El que, por razón de su oposición política a la Constitución democrática, mata o secuestra a mi conciudadano no sólo atenta contra sus concretas víctimas, sino también, indirectamente, contra mí, pues me hace ver que mi valor como ser humano está sometido a sus ideas y es una pura herramienta de sus objetivos. Y lo mismo vale si tales delitos se cometen en nombre del Estado de derecho y su defensa, lo cual es un imposible lógico y, en la práctica, un escarnio de sus ideales definitorios. La segunda paradoja asoma cuando vemos a un Estado de derecho tipificar penalmente y castigar conductas de finalidad política, pero que no suponen atentado directo contra los derechos fundamentales de los ciudadanos ni ponen en peligro los procedimientos democráticos, conductas como ultrajes a la nación, ofensas al Jefe del Estado, negación del holocausto, etc.. La conversión del Estado y de los que ocupan sus órganos supremos en una superpersona con derechos más altos que los del común de los ciudadanos y que justifican la represión del ejercicio de los de éstos equivale a una inversión del orden de las cosas que en un Estado constitucional de derecho es congruente y se espera. Ni el Estado ni sus símbolos y dirigentes valen por sí ni merecen mayor protección que el ciudadano ordinario ni pueden ser titulares de derechos que primen sobre los de éste, al menos mientras se quiera obrar en congruencia con la filosofía que subyace a dicho Estado. Pero no es ese el tema de este escrito y lo dejamos aquí. V . l o s l m i t e s m at e r i a l e s del delito poltico Por lo expuesto y, en consonancia con la doctrina dominante y los documentos internacionales, podemos suscribir las palabras de Quintero Olivares, según el cual los llamados delitos políticos “no son concebibles en países configurados como estados de derecho democráticos; en cambio, son propios de países totalitarios”. Junto a los delitos políticos “se sitúan los delitos comunes (robos, secuestros, atentados, extorsiones) de ‘finalidad política’. Generalmente, la doctrina y la praxis penal europeas niegan a estos últimos el carácter de delitos políticos, criterio comprensible en relación con los países dotados de sistemas
Al respecto, véase, por ejemplo, Guillermo Belloch Petit. “El derecho penal ante el conflicto político. Reflexiones en torno a la relevancia penal de determinados fines, opiniones o motivos políticos o ideológicos y su legitimidad”, Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales, n.º 54, enero de 2001.
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democráticos que permitan la expresión pacífica de cualquier discrepancia, sea cual fuere el alcance de ésta”. Añade en consecuencia este autor que “el concepto positivo de delito político es funcional y, por consiguiente, no puede ser aplicado a un hecho prescindiendo de las características del Estado en el que ha tenido lugar”. Y hace inmediatamente después una última consideración de suma importancia: “Tenemos así un segundo criterio, que se suma al primero, que consiste en negar la condición de delito político a una serie de actos que internacionalmente han sido excluidos de esa condición”. Vemos de nuevo que, bajo el prisma del derecho y la política comparados, el delito político tiene un componente fuertemente relativo, en consonancia con la diversidad de regímenes políticos que lo tratan, pero que, bajo la óptica del Estado de derecho, el delito político posee, por razones de pura coherencia con los presupuestos valorativos de tal Estado, dos límites absolutos: no cabe el delito político cuando se atenta contra un Estado de derecho mínimamente efectivo y, se atente contra el estado que se atente, no pueden merecer dicha calificación ciertos delitos que suprimen los derechos más básicos de las personas, como la vida, la integridad física o la libertad. La lucha por los derechos humanos no puede recibir premio legal cuando vulnera los derechos humanos más importantes. Contempladas las cosas desde la filosofía inspiradora del Estado constitucional de derecho, ningún orden político puede reputarse justo si se obtiene al precio del sacrificio de aquellos derechos más elementales. Si se nos permite la comparación, sería como pretender formar pianistas a base de amputar brazos, o como querer fomentar el libre ejercicio del celibato mediante la castración forzosa: una contradicción en los términos, una quimera teórica y un sinsentido práctico. No podrá chocar, por tanto, que en el derecho internacional se haga un uso cada vez más restrictivo del delito político y que de él queden claramente excluidos los delitos de terrorismo. Como muy bien ha señalado Martin Moucheron en su análisis de la situación en Bélgica, país cuna de la idea
Quintero Olivares. “La revisión del delito político: islamismo y otros problemas”, cit., p. 692. Ibíd., p. 693. Para un últil repaso de los intentos de la comunidad internacional para alcanzar una definición de terrorismo, y con especial atención al ámbito europeo, vid. Nicolás García Rivas. “La tipificación ‘europea’ del delito terrorista en la decisión marco de 2002: análisis y perspectivas”, Revista General de Derecho Penal (Iustel), n.º 4, noviembre de 2005 [www.iustel.com/v2/revistas/detalle_revista. asp?id=8&id_noticia=404561&id_categoria=7220]. Martin Moucheron. “Délit politique et terrorisme en Belgique: du noble au vil”, Culture & Conflicts, n.º 61, 2006, pp. 77-100. Citamos por la versión electrónica [www.conflits.org/document2038. html].
VI. Castigos y penas
de delito político, las definiciones usuales de terrorismo encajarían en lo que tradicionalmente ha sido definido como delito político. Pero lo curioso es que mientras el delito político era objeto de una consideración más benévola frente a los delitos comunes, los delitos de terrorismo reciben un trato agravado. Un vistazo a la discusión en la doctrina internacional nos muestra que esta evolución histórica puede merecer un juicio muy diverso. Para unos, la progresiva disolución del delito político y su no aplicación a delitos que caen bajo los términos de su definición tradicional, como los de terrorismo, da cuenta del progresivo alejamiento de los ideales humanistas propios del Estado liberal y de su tendencia a convertirse en Estado conservador y crecientemente represivo; para otros, es precisamente el contenido radicalmente opuesto a cualquier sentido humanitario y su nula compatibilidad con los derechos humanos y los principios más elementales del Estado liberal moderno lo que justifica con creces el hecho de que al terrorismo no se le regale ningún beneficio legal o, incluso, que se agraven las penas para sus atroces atentados.
Un ejemplo bien significativo de esas posturas críticas nos lo ofrece Luca Bauccio desde Italia, país en el que también se recoge en la Constitución vigente la prohibición de extraditar por delitos políticos a ciudadanos italianos (art. 26) o extranjeros (art. 10.º). Vid. Luca Bauccio. “Reato politico, reato di terrorismo ed estradizione”, en Diritto&Diritti, octubre de 2001 [www.studiobauccio.it/index.cfm?f useaction=bauccio.12682&lan=it]. En la jurisprudencia europea puede verse, como ejemplo entre muchos, la actitud de la Corte Suprema Italiana: “El límite sentado por la Constitución a la extraditabilidad de los extranjeros sólo puede operar si en la base del motivo político se coloca el presupuesto fundamental del reconocimiento de las instituciones democráticas y de los derechos de libertad, lo cual es confirmado por el hecho de que la Constitución reconoce el derecho de asilo al extranjero al que le sea impedido en su país el ejercicio efectivo de los derechos de libertad. Queda, por tanto, excluida en línea de principio la prohibición de extradición para los delitos de terrorismo que impliquen dicha finalidad opuesta al espíritu de la Constitución italiana” (Corte Suprema di Cassazione, Sezione vi Penale. Sentencia del 2 de julio de 2000 [www.diritto.it/osservatori/diritti_umani/n1_02.html]. Asunto hasta cierto punto distinto es que el problema grave que el terrorismo supone para el Estado, las libertades y los derechos más básicos de los ciudadanos sirva como pretexto para meter en ese saco comportamientos que no deberían aparecer bajo esa etiqueta y para demonizar, como delitos graves, conductas que propiamente no lo son tanto, como delitos de opinión (así, el de enaltecimiento o justificación del terrorismo –art. 578 del Código Penal español– o el de provocación al odio o la discriminación –art. 510.1 del Código Penal español), etc. Respecto de estos últimos delitos que las legislaciones están asociando al terrorismo, pero que no forman parte, obviamente, del núcleo de éste que merece tal vez un esfuerzo represivo sin concesiones a filosofías románticas (aunque con todas las garantías propias del Estado de derecho), puede decirse en verdad que se ha invertido la situación anterior: de primar las ideas y acciones de los que quieren un cambio de sistema político por razones de interés general, a reprimir incluso la defensa meramente teórica o propagandística de tales cambios. En el extremo opuesto a la consideración positiva del delito político se hallaría el llamado “derecho penal del enemigo”, categoría forjada por Günther Jakobs. Hay una diferencia absolutamente sustancial entre la interpretación restrictiva que para el delito político en este trabajo proponemos y los planteamientos de Jakobs. Para nosotros, el terrorista y quien atenta contra los derechos fundamentales más esenciales no puede ser, en un Estado constitucional de derecho, merecedor de ningún privilegio penal, pero
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No es extraño que la solución en los documentos de derecho internacional haya consistido en la práctica renuncia a la definición de los delitos de terrorismo y su reemplazo por una pura enumeración casuística de aquellos tipos de atentados que han de merecer tal consideración a efectos de la colaboración internacional para su persecución. Cualquier intento de definición genérica del terrorismo como delito habría de hacer hincapié tanto en el elemento subjetivo o intencional –propósito de combatir el sistema político establecido en algunos lugares– como objetivo o material –efectiva aptitud del hecho para provocar el debilitamiento, crisis o inestabilidad de tal sistema–, y de esa forma entraría en conflicto con la mención positiva que algunos ordenamientos aún hacen del delito político a efectos de sustraer a sus autores a la extradición, de brindarles asilo o de permitir el ejercicio con ellos de ciertas medidas de gracia. Al realizar el elenco de los delitos que, por quedar calificados como terroristas, no pueden
rigen para él las garantías jurídicas generales que son propias y constitutivas de tal Estado. En cambio, para Jakobs el terrorista –entre otros “enemigos”– no amerita ni siquiera trato de persona y puede el Estado privarlo de tales garantías. Para una consideración más amplia sobre el particular por mi parte, Juan Antonio García Amado. “El obediente, el enemigo, el derecho penal y Jakobs”, en Manuel Cancio Meliá y Carlos Gómez-Jara Díez (coords.). Derecho penal del enemigo. El discurso penal de la exclusión, Madrid (Edisofer), Buenos Aires (Euros), Montevideo (B de F), 2006, vol. 1, pp. 887-924. Entre la ingente literatura referida a la noción de “derecho penal del enemigo” puede verse, además de los numerosos trabajos que figuran en el libro que acabamos de mencionar, las consideraciones de Alejandro Aponte en su importante obra Guerra y derecho penal de enemigo. Reflexión crítica sobre el eficientismo penal de enemigo, Bogotá, Ibáñez, 2006. De sumo interés también el artículo de F. Muñoz Conde “Las reformas de la parte especial del derecho penal español en el 2003: de la ‘tolerancia cero’ al ‘derecho penal del enemigo’ ”, Revista General de Derecho Penal (Iustel), n.º 3, mayo 2005. [www. iustel.com/revistas/detalle_revista.asp?id_revistas=8]. Desde Colombia, además del referido libro de Aponte es muy recomendable: Fernando Velásquez V. “El funcionalismo jakobsiano: una perspectiva latinoamericana”, Revista General de Derecho Penal (Iustel), n.º 3, mayo de 2005 [www.iustel.com/v2/ revistas/detalle_revista.asp?id=8&id_noticia=403857&id_categoria=7066]. Si empleamos la de “derecho penal de enemigo” como categoría puramente descriptiva para denominar la privación de garantías penales y procesales a ciertos delincuentes, tal vez cabría llamar “derecho penal de amigo” a determinados intentos de eximir de responsabilidad a algunos grupos criminales, cercanos al aparato estatal y que supuestamente defienden el orden establecido, pues en estos casos los privados de las garantías legales y constitucionales son los ciudadanos en general, y muy en particular las víctimas. Así, ya la Convención Europea para la Represión de Terrorismo, aprobada en Estrasburgo el 12 de enero de 1977, artículo 1.º. Como dice la Corte de Casación belga, Sección Neerlandesa, 2.ª Cámara, en su sentencia del 11 de septiembre de 2004, un delito sólo es político “si, eu égard à la nature même de l’infraction, il consiste en une atteinte portée directement à l’existence, à l’organisation ou au fonctionnement des institutions politiques ; ou s’il a été commis dans le but de porter une telle atteinte aux institutions politiques et que, vu les circonstances particulières de sa commission, le fait entraîne ou peut entraîner directement une telle atteinte […]”. Téngase en cuenta que esta misma corte que define así el delito político aún en nuestros días es la misma que viene haciendo una interpretación sumamente restrictiva de su alcance actual en el ordenamiento belga y deslindándolo cuidadosamente del terrorismo.
VI. Castigos y penas
recibir ese trato de delitos políticos, el ordenamiento internacional está sacando para cada estado constitucional de derecho las conclusiones a que cada uno de ellos debería llegar por sí: que no puede mirarse con mayor simpatía que al delito común la acción delictiva de aquellos que, en su lucha contra la Constitución de tales estados, desconocen por completo los más elementales derechos de los ciudadanos y hacen radical ostentación de su desprecio por los procedimientos democráticos como vía legítima para la acción política. La intención política noble que se atribuye al delincuente político pasa a contemplarse como una intención política particularmente vil. La contradicción inmanente a los ordenamientos que, por un lado, reconocen el delito político con efectos favorables y, por otro, inaplican tal categoría al delito posiblemente más “político” en muchos casos, el de terrorismo, sólo puede salvarse en la teoría reservando la consideración de “políticos” para los delitos de esa naturaleza que acontezcan contra sistemas políticos dictatoriales y desconocedores de los derechos humanos. Pero tal reserva resulta incompatible con la pretensión de apoyar internacionalmente, con alcance universal y al margen de los diferentes tipos de Estado, la persecución del terrorismo, por lo que, en términos prácticos, se asiste a un inevitable vaciamiento de la noción de delito político. Es el precio que pagan las democracias y los estados constitucionales de derecho por el mantenimiento de su superioridad moral. Este planteamiento, cuyo fundamento último parece aceptable, conlleva también un riesgo indudable: el que se comience por afirmar el régimen democrático y de derechos fundamentales como el más justo o el único justo, pero se acabe en contradicción interna a base de considerar atentado contra la democracia, y hasta delito terrorista, el puro delito de opinión o cualquier pacífica discrepancia con los fundamentos de tal sistema o con el estado de cosas vigente en un Estado democrático en un momento dado. Una sutil cuestión de medida es la que marca el límite entre la legítima y moralmente justificada defensa de la democracia y la paradójica conversión de la democracia en una nueva forma de autoritarismo. No se trata de que en democracia no se pueda criticar la democracia ni, menos aún, de que haya que equiparar Estado democrático con este o aquel gobierno del mismo, tildando de terrorista al que con su palabra o su comportamiento pacífico pretende o bien sustituir la democracia o bien hacerla evolucionar hacia más justas realizaciones. Es un asunto de medios y fines, y lo que en democracia no se puede tolerar ni debe recibir trato de favor, so pretexto de las laudables y sinceras intenciones del delincuente, es el atentado más grave (asesinato, tortura, secuestro) contra los derechos básicos de ciudadanos inocentes. Quien mata, tortura o secuestra para sus fines políticos es un canalla y como tal tiene que ser tratado en un
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Estado constitucional de derecho. Fuera de ahí, la mayor tolerancia posible y la mejor consideración para el que por sus convicciones políticas discrepa o, incluso, vulnera la ley penal. O, expresado de otra manera, quizá menos equívoca: no se trata de defender frente a cualquier opositor el Estado constitucional de derecho, como sistema moral y político abstracto; tampoco de amparar a este o aquel gobierno o, por ejemplo, el régimen económico vigente en un momento dado. Se trata de no otorgar ni la más mínima ventaja, sino al contrario, a aquellos cuyo fanatismo político o absolutismo moral los lleva a valorar en más sus ideales y fines que la vida, la integridad física o la libertad de los ciudadanos. Simplemente. Siga aplicándose la noción de delito político, con su componente subjetivo y objetivo, pero siéntense claramente esas excepciones que lo excluyen y que tienen su base en las propias constituciones de los ordenamientos jurídicos que lo reconocen. Es la única manera de no convertir tales cláusulas constitucionales o legales en palmariamente inconstitucionales, en caballos de Troya insertos en los propios textos jurídicos fundamentales de las democracias. Y una observación más, por las dudas. Cuando el terrorista es el aparato del Estado que, so pretexto de defender el orden constitucional y los derechos de los ciudadanos libres, violenta tal orden y tales derechos, suprime las más elementales garantías jurídicas y pretende reducir toda política posible a la política gubernamental, nos hallamos ante la más perversa y cínica inversión de la idea de delito político, pues en tales casos los aparatos estatales pretenden adueñarse en exclusiva tanto de la nobleza de propósitos del delincuente político como del contenido moral de las constituciones. Un ejemplo más de un tipo de delincuencia política, la estatal, que no puede, bajo ningún concepto, recibir ninguna consideración favorable, sino bien al contrario. Cuando los que nos defienden frente al terrorismo se convierten en terroristas, nuestra indefensión, como ciudadanos, es máxima y ni la más nimia forma de impunidad podemos tolerar. Es más: posiblemente es ahí donde resurge algo más profundo incluso que el delito político: el derecho de resistencia de los ciudadanos. Pero, para evitar el diabólico círculo, debe quedar claro un límite: en la legítima lucha por la democracia y contra la opresión estatal sigue siendo esencial la valoración de medios y fines y jamás puede estar justificado el sacrificio de la vida, la integridad física o la libertad de inocentes.
Sobre el riesgo actual de tal utilización torcida de la noción de terrorismo y desde una defensa fuerte del mantenimiento del delito político, vid. Moucheron. Ob. cit.
VI. Castigos y penas
El Estado de derecho está ideológicamente ubicado en un muy inestable equilibrio. Por una parte, tiene una de sus raíces en la filosofía de la tolerancia y en la protección del pluralismo ideológico, con esmerada atención a la libertad de conciencia y a la consiguiente posibilidad de cada persona de profesar credos religiosos, morales o políticos distintos y de vivir y actuar en consonancia con ellos. Pero, por otra parte, hay un límite definitorio: esa posibilidad ha de ser real y efectiva para todos por igual, no reconociéndose a nadie el derecho a usar la fuerza para imponer sus ideales a los demás. Sin embargo, como las normas jurídicas en cada momento vigentes han de recoger, inevitablemente, elementos de la moral positiva de algún grupo, se recurre a la democracia, al régimen de mayorías, para que sean los menos los que tengan que doblegar sus convicciones frente a la ley. El sistema se reequilibra con la protección de las minorías y con la posibilidad, que ha de estar siempre abierta, de que, mediante la acción política constitucionalmente habilitada, la minoría de hoy pueda ser mayoría mañana e imponer sus propias normas.Vemos ahí un primer matiz a la no “confesionalidad” moral del Estado de derecho como tal, a su necesario carácter neutral frente a las plurales cosmovisiones de los ciudadanos. El segundo matiz deriva del hecho de que sólo puede funcionar tal Estado cuando opera en la sociedad un consenso básico sobre su superioridad moral frente a toda ideología de corte absolutista que quiera perpetuarse mediante los aparatos del Estado y al margen de los cauces constitucionales. Es decir, no hay posible Estado de derecho constitucional y democrático allí donde la mayoría de la sociedad no piensa que existe algo mejor que las particulares convicciones de cada cual: el hecho, constitucionalmente garantizado, de que cada uno pueda mantener las suyas. Ese es el relativismo moral paradójico de las democracias: cada demócrata no se considera en posesión de la suprema y definitiva verdad moral, aplicada a sus credos particulares, pero los demócratas en su conjunto creen que hay una “metamoral” verdadera, la que garantiza que cada uno viva conforme a sus ideas, a tenor del sistema moral que prefiera, y que el contenido de las leyes se establezca por mayoría y no a tiros o a base de oprimir las libertades de nadie. VI. ¿justicias de transicin? consideraciones m a rg i na l e s la s o b r e la s e n t e n c i a d e la c o rt e s u p r e m a d e j u s t i c i a d e c o l o mb i a , s a l a d e casacin penal, del 11 de julio de 200 7 En Colombia el delito político tiene consideración constitucional como diferente del delito común y merecedor de determinadas ventajas en su tratamiento jurídico. Así, el artículo 35 proscribe la extradición por delito político. El 150, en su
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apartado 17, permite que las cámaras concedan amnistías e indultos generales por delitos políticos, si bien con mayoría necesaria de dos tercios en cada una de ellas. En este precepto se trasluce la contemplación resignadamente instrumental de tal medida, pues se puntualiza que cabe “por graves motivos de conveniencia pública”. El artículo 179 exime de la prohibición de ser congresistas a quienes hayan sido condenados a penas privativas de libertad por delitos políticos; el 201 faculta al gobierno para otorgar indultos por delitos políticos, con la obligación de informar al Congreso sobre el ejercicio de tal facultad; el 232 permite a los que hubieran sufrido condena privativa de libertad por delito político ser magistrados de la Corte Constitucional, la Corte Suprema y el Consejo de Estado, a diferencia de lo que se establece para quienes hubieran padecido tal condena por delito doloso, y la misma excepción hace el artículo 299 para poder ser diputado departamental. Se entienden los motivos para tales “privilegios” en un país con semejante historia de sangrientas luchas fratricidas. Pero la cuestión estriba en qué alcance se puede dar a la noción para que tal concesión constitucional y el consiguiente debilitamiento del valor que la Constitución se concede a sí misma no desemboquen en un puro escarnio constitucional. En ese sentido, la interpretación restrictiva que las altas cortes colombianas realicen de dichas normas constitucionales sólo puede merecer el aplauso de este observador extranjero, y no sólo por consideraciones de mera apreciación moral y política, sino por las expuestas razones de coherencia del propio sistema constitucional de un Estado de derecho que quiera serlo en la práctica y no sólo en los fríos textos. Ello no quita que esa interpretación restrictiva aparezca acompañada en ocasiones de expresiones sorprendentemente comprensivas con el espíritu de los alzados en armas contra esa forma de Estado y su Constitución, como cuando la Corte Suprema, en esta sentencia de 11 de julio de 2007, profiere el siguiente párrafo: Las sociedades democráticas se caracterizan por la búsqueda permanente del consenso social, el cual viene de la mano de postulados tales como la igualdad, la justicia y la libertad, entre otros, cuya materialización compete a todos los poderes públicos. Una sociedad excluyente con graves déficits en el funcionamiento de la democracia, en la que no se respeta la dignidad humana ni los derechos fundamentales, frecuentemente cuenta con la presencia de graves conflictos, que en algunos casos llegan hasta niveles de confrontación violenta [énfasis nuestro].
Si no estoy mal informado, en la historia del constitucionalismo colombiano estas cláusulas son triunfos históricos de los liberales para protegerse de la persecución política de los conservadores que, por ejemplo, tuvo lugar durante los regímenes de la constituciones de 1843 y de 1886, antes de la reforma de 1936.
VI. Castigos y penas
¿Se está refiriendo la Corte Suprema a Colombia? ¿Está admitiendo que pueda haber en realidad sociedades que merezcan el nombre de democráticas y en las que el alzamiento violento contra el orden constitucional democrático esté moralmente justificado? ¿Forma parte la lucha armada de la “búsqueda permanente del consenso” que es propia de las sociedades democráticas? No digo que el derecho de resistencia frente a la opresión no pueda tener justificación en más de un Estado ni que la rebelión violenta contra el orden establecido carezca siempre de fundamento moralmente aceptable, y no me pronuncio sobre Colombia a ese respecto. Sólo trato de resaltar la difícil tesitura en que se coloca uno de los máximos guardianes del orden constitucional de un Estado con una Constitución ejemplarmente democrática y protectora de los derechos fundamentales, cuando sus palabras pueden hacer pensar que los medios jurídicos que a los poderes públicos facultan y vinculan son por sí insuficientes para asegurar el mínimo respeto a ese orden. Pero, más allá de disquisiciones puntuales y de la exégesis de afirmaciones que seguramente son fruto de toda una tradición política nacional que en el fondo mira con simpatía, consciente o no, a las acciones de lucha revolucionaria (o involucionaria) contra el Estado, el fallo de la Corte Suprema en esta sentencia le resulta a este observador plenamente razonable y acorde con lo hasta aquí expuesto. Que crímenes absolutamente atroces y subsumibles en los estándares internacionales de genocidio y terrorismo no se consideren merecedores de los privilegios del delito político es digno de la máxima alabanza y expresa la mejor actitud de defensa de la Constitución y sus valores de fondo. Sea el grupo que sea el que cometa semejantes desmanes, por supuesto. Sentado ese acuerdo de base con el fallo y con la fundamentación en su conjunto, quisiera solamente cuestionar una de las nociones que en la sentencia se manejan: la de “justicia de transición”. Y ello con el mero fin de sostener que en posturas de firmeza constitucional, como la de la Corte Suprema en la sentencia referida, la defensa de la Constitución y de los derechos y procedimientos que ésta consagra será tanto más efectiva cuantos menos resquicios deje a la duda y cuanta mayor sea la coherencia con que las Cortes valoren los hechos desde su competencia de defensores de la Carta Constitucional, al menos mientras honestamente consideren que hay tal Constitución y que aún merece la pena resguardarla y hacerla efectiva. Usa en varias ocasiones la Corte Suprema en esta sentencia la expresión “justicia de transicion”, siguiendo los precedentes de la Corte Constitucional al respecto. También se habla de “transición hacia una paz consensuada”. Pero esa transición viene representada por la Constitución misma, y permitir su debilitamiento mediante otras “transiciones”, para integrar a los que violen-
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tamente se oponen a la Constitución, equivale a afirmar una Constitución nueva y distinta, cuya norma suprema vendría a decir que por encima de las disposiciones de la Constitución escrita están las que sean capaces de imponer los que violentamente se le enfrentan. ¿Qué quiere decir “justicia de transición”? En este contexto sólo puede significar transición constitucional. Propiamente la justicia de transición sólo cabe entre un modelo anterior de inestabilidad constitucional y un modelo constitucional estable. En situaciones de guerra civil o profundo enfrentamiento social, se negocia y se acuerda una salida jurídica y política que dé mínima satisfacción a las partes en litigio y que fije para el futuro nuevas reglas de juego con vocación de estabilidad. Y la Constitución no es sino la norma que sienta las reglas básicas del juego jurídico-político hacia el futuro y con propósito de permanencia, una vez que se ha salido del enfrentamiento anterior y del consiguiente desorden. La justicia de transición puede darse entre dos sistemas políticos o dos constituciones, una anterior, que se ha tornado inefectiva o inconveniente, y una nueva, que se afirma como asentadora de ese nuevo orden estable. Lo que no tiene mayor sentido es la aplicación de la justicia de transición bajo una misma Constitución y con permanencia de ella. Tal cosa equivale a
A la Constitución se opone todo el que extremamente la desconoce y atenta contra los derechos fundamentales, aunque diga que lo hace para defenderla. En esto los extremos se tocan. En la doctrina colombiana, Rodrigo Uprimny y María Paula Saffon, autores que mantienen una actitud reticente ante la aplicación de modelos de justicia transicional en Colombia, dejan claro, en su definición de la misma, que opera en contextos de salida de guerras civiles y transformaciones radicales del orden social. Así, cuando señalan que mediante los procesos transicionales “se llevan a cabo transformaciones fuertes de un orden social y político determinado, que enfrentan la necesidad de equilibrar las exigencias de paz y justicia”; o cuando explican que la justicia transicional “hace referencia a un problema muy antiguo, relativo a qué debe hacer una sociedad frente al legado de graves atentados contra la dignidad humana, cuado sale de una guerra civil o de un régimen tiránico”. Y aclaran que “es preciso recordar que el objetivo básico de toda transición consiste en la instauración de un nuevo orden político y social” (Rodrigo Uprimny y María Paula Saffon. “Justicia transicional y justicia restaurativa: tensiones y complementariedades”, en Angelika Rettberg (ed.). Entre el perdón y el paredón. Preguntas y dilemas de la justicia transicional, cit. El trabajo citado puede consultarse en [www.idrc.ca/en/ev-84576-201-1-do_topic.html]. Salvo que la propia Constitución recoja normas para tales transiciones, normas que se puedan considerar de justicia transicional, con lo cual dichas claúsulas constitucionales, si suponen excepciones al principio general de respeto de los derechos humanos y el procedimiento democrático, deben interpretarse como cláusulas de excepción o como normas sobre la reforma de las normas constitucionales. En cualquier caso, cuando las medidas tomadas en pro de la “justicia de transición” rebasen esas previsiones constitucionales o, sobre todo, cuando supongan el “visto bueno” constitucional a acciones gravísimamente atentatorias contra los más básicos derechos humanos constitucionalmente reconocidos, estaríamos ante una reforma constitucional inconstitucional y, con ello, ante una Constitución nueva si en los hechos tales medidas logran imponerse. Ahí, que una alta corte considerara semejantes medidas como constitucionales no significaría sino un manto más para el ocultamiento de que la Constitución anterior ha fenecido y ha surgido una nueva. Ningún artificio retórico, ninguna verborrea judicial pueden convertir lo negro en blanco.
VI. Castigos y penas
un permanente estado de excepción constitucional: cada vez que un grupo se alce eficazmente contra los fundamentos más elementales de la Constitución (derechos fundamentales, democracia parlamentaria…), al aplicar la justicia de transición con pretensiones de constitucionalidad se estará pretendiendo un imposible lógico y un sinsentido práctico. O hay anteriormente Constitución eficaz, y entonces no cabe en ella justicia de transición, pues supondría contradecir su valor normativo o reconocer palmariamente su ineficacia (equivalente a la inexistencia real de tal Constitución), o no la habría propiamente y lo que se busca en realidad es poner las bases para una nueva, que ya no podrá, si en verdad es Constitución, reconocer y amparar esa apertura permanente a la justicia de transición. Una Constitución vigente y eficaz no puede afirmarse y negarse al mismo tiempo. Lo cual equivale a decir que no puede ser la base normativa para una justicia de transición. Ahora bien: si la vigencia de la Constitución existente es puramente nominal, aparente, superestructural, bien porque no es socialmente aceptada, bien porque el Estado no es capaz de hacerla valer frente a los que contra ella se levantan, es mejor, más honesto intelectualmente y más conveniente en la práctica, llamar a las cosas por su nombre y asumir dos hechos: que en el presente no hay Constitución que merezca con propiedad tal nombre y que con la llamada justicia de transición nos hallamos ante un proceder fáctico consistente en la negociación de la paz y de los acuerdos sociales básicos que desembocan en un proceso constituyente, confeso o no. Pero en ese caso es una pura ficción el mantener que la justicia de transición y las consiguientes medidas poseen una base constitucional. Su sustento es puramente fáctico y referido a la fuerza respectiva de los grupos enfrentados. Los términos de una Constitu
De cómo la permanencia de una Constitución puede tener un carácter absolutamente ficticio y de mera tapadera de una realidad gobernada por otras normas, de imposible constitucionalidad acorde con aquel texto constitucional, nos da buena cuenta la historia constitucional argentina. La Constitución argentina de 1853 se mantuvo formalmente vigente a lo largo de tantos golpes militares escandalosamente inconstitucionales. Era la Corte Suprema Argentina la que cada vez declaraba que aquellas medidas de los golpistas en el poder, como el dejar en suspenso los derechos fundamentales principales, eran constitucionales porque se tomaban para salvar el Estado y, como sin Estado tampoco cabe Constitución, para salvar la propia Constitución. Era un Estado constitucional de inconstitucionalidad, podríamos decir. Sobre esa historia argentina puede verse el magnífico libro de Alejandro Carrió (con la colaboración de Alberto F. Garay) La Corte Suprema Argentina y su independencia (Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1996). Tampoco los nazis derogaron nunca formalmente la Constitución de Weimar de 1919 y en los primeros años de gobierno hitleriano la doctrina afín, que era casi toda, proclamaba que la supresión de todas las garantías constitucionales y la misma alteración del orden territorial del Estado establecido por la Constitución respondían a un “estado de necesidad del Estado” y suponían una “revolución constitucional”: revolución por lo que de alteración del orden anterior contenía y “constitucional” porque su propósito era salvar la esencia del Estado y, con ello, la base primera de aquella Constitución. Los juristas de corte siempre recurren a la alquimia verbal para complacer a los tiranos y para dar apariencia de exquisita juridicidad al simple abuso radicalmente antijurídico. De eso viven; y bien, por cierto.
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ción vigente no pueden estirarse hasta el extremo de su propia contradicción, pues, así estirada, una Constitución se rompe y deja de ser tal, se convierte en tapadera, en puro simulacro, mediante el que retóricamente se puede justificar cualquier acción, hasta la más abruptamente inconstitucional. Mantener que esas medidas de justicia de transición implican “transición hacia una paz consensuada” equivale a admitir soterradamente lo que se quiere negar de boca para afuera: que no hay paz ni consenso social mínimo, paz y consenso social mínimo sin los que no existe, hablando con propiedad jurídica y política, ni Constitución vigente ni, en realidad, Estado propiamente dicho, sino contingentes normatividades impuestas en cada parte del territorio por la facción que lo domina. Podemos entender que cuando la Corte Suprema sienta límites a la “justicia de transición” está haciendo algo más que interpretación de ciertas leyes especiales o de los propios preceptos constitucionales, está afirmando la vigencia in toto de la Constitución como fuente de legitimidad de los poderes del Estado y sólo de ellos, y, así, de su propia competencia constitucionalmente legítima. Proceder de otra manera supondría, en última instancia, no pretender para sí, para la propia Corte, más legitimidad que la propiamente fáctica y asumir que su poder jurídico sólo será efectivo en la medida en que complazca y dé la razón a los otros poderes del Estado, los cuales crecientemente se afirman más como poderes de hecho que jurídicos y constitucionales. Lo contrario de la paz es la guerra. El delito no altera la paz, pues con su castigo se reafirman la paz y las normas que la hacen posible. La función primera y constitutiva del Estado es el mantenimiento de la paz interior, por la fuerza cuando es necesario, fuerza sometida a las leyes y la Constitución. Si el Estado no cumple ese cometido o si no lo cumple con tales límites legales y constitucionales, no hay paz, sino guerra. Y en guerra no rigen más normas que las del derecho
Por ejemplo, la posibilidad que la Constitución otorgue de dictar amnistías para los delitos políticos se vuelve contra la propia Constitución cuando esa medida se convierte en un subterfugio para convertir en impunes o prácticamente impunes los más graves atentados contra los derechos fundamentales de ciudadanos no beligerantes. Una Constitución que permitiera sanar de esa manera la revuelta contra sus más intocables pilares estaría negándose a sí misma, llevaría en su seno la semilla de su propia aniquilación. De ahí que resulte constitucionalmente forzosa la interpretación restrictiva de un precepto semejante. Una interpretación extensiva, por contra, supondría hacer tabla rasa de la Constitución, bien para dar cuenta de que en los hechos ya no rige tal Constitución, o bien para permitir la tácita erección de una Constitución de nuevo cuño y en la que los derechos fundamentales no serían ya el valor primero e indiscutible. Sería una Constitución nueva cuyo principio básico rezaría más o menos así: quien posee la fuerza para exterminar a partes importantes de la sociedad está legitimado para mantener sus conquistas y sentar sus propias normas con validez general, normas que formarían parte de un metafórico “bloque de constitucionalidad”.
VI. Castigos y penas
de la guerra, que no son normas de de derecho interno, pues en guerra civil no existe el derecho interno de un Estado, sino sólo las normas que con pretensión de juridicidad cada bando imponga en el territorio que domina. Las leyes de la guerra son normas de derecho internacional, rigen los enfrentamientos armados entre estados o permiten juzgar internacionalmente ciertos atentados graves contra ellas. De ahí que no existan en puridad más que dos caminos. Si no hay paz, sino guerra, carece de sentido invocar la Constitución de uno de los bandos para legitimar las concesiones al otro, pues el haber llegado a esa situación indica precisamente que tal Constitución no es efectiva porque el Estado no es capaz de imponerla, incluso por la fuerza (fuerza dentro de los límites legales y constitucionales). Invocar ahí la Constitución es tanto como admitir solapadamente o bien la derrota del Estado (y con él la Constitución que jurídicamente lo fundamenta), o bien que el aparato estatal no estaba en verdad defendiendo al Estado y su Constitución, sino en complicidad con alguno de esos bandos que tratan de forzar un nuevo orden. Si hay paz y de lo que se trata es de vencer a la delincuencia organizada con los instrumentos constitucionales del Estado de derecho, lo que no tiene coherencia es disolver esa Constitución, base de la legitimidad del ejercicio estatal de la fuerza, para otorgar estatuto “constitucional” a los que contra el Estado y la Constitución se levantaron. Pensar que, después de ser así obviada la eficacia y vigencia real de la Constitución, ésta pueda resucitar lozana, revivir y regir como si nada hubiera pasado, es o una manifestación de profunda ingenuidad o un depurado ejercicio de cinismo. Esa Constitución en ningún caso sería la misma, por la razón ya expuesta, porque en ella se habría incrustado una nueva norma, la más alta de las suyas, que indica a la sociedad que el orden constitucional puede alterarse por la fuerza sin que la Constitución perezca definitivamente; o que sus normas pueden modificarse sin respeto de los procedimientos formales de reforma constitucional. Y eso, nos guste o no, es tanto como privar a la Constitución de su esencial vocación de permanencia o teñirla de provisionalidad, de vigencia puramente virtual, convirtiéndola en simple pretexto para cualquier maniobra posible de los poderes fácticos. Y, de paso, implica la invitación a rebelarse contra la Constitución a cualquier grupo que no quiera hacer política por los cauces legales y pacíficos que la norma suprema prevé; o que quiera, simplemente, sacar tajada de su poder material. Es como pretender que la Constitución dice a tales grupos que, si están seguros de su fuerza con las armas, lo intenten,
Y contra la Constitución se levantan no sólo los que expresamente quieren eliminarla, sino también los que, so pretexto de defenderla, la violentan hasta su más radical negación práctica.
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pues, si triunfan, lograrán establecer el orden alternativo que pretenden, y, si no llegan a culminar su empresa, obtendrán al menos impunidad y, posiblemente, sustanciosas ventajas para el futuro. Equivale a insertar en la Constitución un estado de excepción permanente y a asumir que la Constitución también puede legitimar la guerra contra ella misma. Un puro absurdo en lo político y un engaño sangrante en lo jurídico. Pero no nos engañemos: o se está con la Constitución, sus valores, sus instituciones y sus legítimos medios, o se está en contra. No hay en esto tierra de nadie ni campo neutral. Un Estado está tocado de muerte y su Constitución agoniza tanto cuando una buena parte de la sociedad se opone a que el Estado use legal y constitucionalmente su fuerza contra los que se alzan contra el orden constitucional, como cuando ese uso de la fuerza por el Estado prescinde de aquellos límites jurídicos y convierte a las instituciones en marionetas del poder y a las normas en papel mojado o puro disfraz de su actuar antijurídico. Tanto los que defienden en los libros y los periódicos esas prácticas inconstitucionales del Estado como los que se oponen a que el Estado emplee toda su fuerza legal y constitucional se convierten en puro aparato ideológico de uno de esos dos bandos que tienen en común idéntico designio anticonstitucional. Pueden esos “ideólogos”, esos “intelectuales orgánicos”, proceder así si así les parece justo, pero es un requisito de honestidad intelectual y política el pedirles que llamen a las cosas por su nombre. Deberían reconocer, en suma, que no es el respeto a la Constitución la primera de sus prioridades políticas y, sobre todo y ante todo, se les ha de exigir que no pretendan un imposible y cínico respaldo constitucional para esas acciones radicalmente antijurídicas y estrepitosamente opuestas a los derechos básicos y los valores de humanidad que la Constitución recoge en su mismísimo frontispicio. Puestos a elegir entre el apoyo a un Estado que hace guerra sucia y vulnera él mismo los derechos humanos que ha de salvaguardar, y una “insurgencia” que busca amparo político para sus acciones de exterminio de inocentes, no queda más que la acción en pro de la tercera vía, que parece que pocos quieren transitar: la defensa del Estado constitucional con todos los medios rectamente constitucionales, pero sólo con ésos. Al menos mientras se piense que todavía queda algo de Estado y que no se vive en plena anarquía o en estado de naturaleza y que le resta a la Constitución vida suficiente, suficiente como para que tenga sentido intentar defenderla incluso frente a sus propios defensores falsos.
Cosa que cada cual considerará buena o mala en función de cuanto comulgue con o discrepe de ese orden constitucional vigente. Lo que no cabe, repito, es estar al mismo tiempo a favor de la Constitución y en su contra.
1 8 . s o b r e e l i u s p u n i e n d i : s u f u n da m e n to, s u s m a n i f e s ta c i o n e s y s u s l m i t e s I . n o c a s t i g a u n fa n ta s m a ni una entelequia Entre sanción administrativa y pena hay elementos comunes. Esos elementos coincidentes constituyen en principio buenas razones para que a ambas se les dé un fundamento común, que se suele poner en el ius puniendi del Estado. Pues, en efecto, común a las dos es, por un lado, el carácter aflictivo, de castigo, y, por otro, el que su inflicción está en manos del Estado. La existencia de sanciones administrativas y penales lleva a preguntarse por qué puede el Estado sancionar así, imponer esos castigos a los ciudadanos. Caben respuestas de dos tipos, según sea que se sitúe el punto de vista en la dimensión fáctica o en la normativa. Bajo una óptica puramente fáctica, se podría decir que el Estado sanciona porque puede, dándole aquí al “poder” el sentido de estar en condiciones fácticas, de tener los resortes materiales y la posibilidad empírica de hacerlo. Si usamos los dos verbos alemanes que significan “poder” (können y dürfen), estaríamos hablando, en este caso, del poder como können. Una respuesta de este jaez tiene, al menos a primera vista, un aire de trivialidad, pues el “poder”, así, parece un atributo definitorio del Estado, de modo que un Estado “impotente” es poco menos que una contradicción en los términos o un componente del diagnóstico de la crisis de un Estado como tal. El Estado, pues, al menos el Estado en su total concepto y en su plenitud efectiva, posee el poder fáctico para forzar las conductas de sus ciudadanos y castigar al reticente a sus órdenes. Bajo el prisma normativo, el poder por el que nos preguntamos se correspondería con el verbo alemán dürfen y alude a la habilitación o legitimidad para imponer castigos, sanciones. Aquí nos estamos preguntando por qué al Estado le está permitido disponer sanciones para sus ciudadanos. Desde el momento en que enfocamos así la cuestión, estamos poniendo al Estado en una situación pareja a la que es propia también de los individuos que viven en una sociedad organizada por normas, pues lo que yo, como mero individuo “puedo” hacer, en el sentido material de “poder” (por ejemplo, matar a mi vecino mientras duerme en la playa), no “puedo” hacerlo, en el sentido normativo de “poder”, desde el momento en que hay alguna norma que me lo impide. ¿Me lo impide? Fácti-
VI. Castigos y penas
camente no, pero la norma correspondiente me prohíbe tal comportamiento y, para el caso de que vulnere dicha prohibición, prevé que se me aplique una sanción y el sistema normativo dispone la organización y los instrumentos para que la aplicación de dicha sanción sea viable y probable. Así pues, resulta que, en una primera aproximación, el Estado y yo estamos en una posición similar, pues ambos podemos fácticamente hacer más de lo que podemos normativamente hacer. Pero este paralelismo de las dos situaciones es fuertemente engañoso y, si nos quedáramos ahí, eludiríamos la cuestión central que nos estamos planteando, la del fundamento del ius puniendi estatal. A mí no me está permitido hacer todo lo que fácticamente puedo hacer por la sencilla razón de que la sociedad en la que vivo se rige por unas normas que estipulan comportamientos como prohibidos. Es más: la organización social es posible precisamente porque rigen normas que diferencian entre comportamientos permitidos y prohibidos (prohibiciones de hacer y prohibiciones de no hacer u obligaciones). En cambio, el Estado se encuentra en una situación distinta. Sin embarcarnos en disquisiciones históricas y conceptuales, partimos aquí de que la organización social moderna es una organización estatal. Los poderes sociales son concebidos como poderes estatales. La sociedad se estructura sobre la base de una compleja interrelación entre poderes, pero en la época moderna, al menos, esos poderes se entienden encarnados por y en el Estado. A través de órganos del Estado se sientan o reciben su “sanción” como tales las normas jurídicas, supremas normas de la organización social; a través de órganos del Estado se mantiene el orden social y se aplican coactivamente tales normas. En el Estado culmina y desemboca la política, como gobierno o autogobierno de la “polis”, de un conjunto social delimitado. Y el Estado tiene su eje en el derecho, como conjunto de normas vinculantes para los ciudadanos que coordinan la convivencia de ese conjunto y gestionan sus objetivos. Las sociedades modernas se autogobiernan en cierto sentido, si son sociedades democráticas organizadas en un Estado democrático de derecho, pero no se autogestionan.
Usamos la expresión habitual, aunque conviene tener en cuenta la precisión que hace Alejandro Nieto, precisión que le sirve también para marcar una diferencia entre normas sancionadoras penales y administrativas: “la enumeración de los delitos es de ordinario autónoma en cuanto que no remite a otras normas. Por ello no puede haber, como regla, más delitos que los tipificados directamente: las normas penales no prohíben ni ordenan nada sino que se limitan a advertir que determinadas conductas llevan aparejada una pena. Los tipos sancionadores administrativos, por el contrario, no son autónomos sino que se remiten a otra norma, en la que se formula una orden o una prohibición, cuyo incumplimiento supone cabalmente la infracción” (Nieto. Derecho administrativo sancionador, Madrid, Tecnos, 4.ª ed., 2008, p. 312, cursivas en el original).
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El Estado puede cumplir ese cometido de servir de eje o cúspide de la organización social porque dispone de dos tipos de medios: el monopolio del uso (autorizado) de la fuerza, con los correspondientes instrumentos a tal efecto, y herramientas económicas que detrae de la propia sociedad. Cuando estamos en un Estado de derecho, ambos tipos de medios se procuran y se emplean con arreglo a las normas jurídicas, no libérrimamente. Pero con ello hemos dado de nuevo el salto a lo normativo. Un Estado puede, fácticamente, aplicar a su albur la fuerza sobre sus ciudadanos, aunque normativamente, con arreglo a derecho, al derecho de ese Estado (si es un Estado de derecho) no deba hacerlo, no le esté permitido hacerlo. Mas, si lo hace, no deja de ser Estado, en el sentido de supremo poder social, aunque deje de ser Estado de derecho y aunque con arreglo a las pautas que proporcionan determinados sistemas político-morales hoy predominantes en nuestro contexto cultural deje de ser un Estado legítimo. Ahí se halla la diferencia entre mi situación y la situación del Estado: a mí se me impide por la fuerza hacer buena parte de lo que fácticamente podría hacer, o se me castiga por la fuerza si lo hago. En cambio, no hay fuerza capaz de poner similares límites al Estado. El Estado y el ciudadano se encuentran, por definición, en una posición asimétrica. Y es a partir de esa constatación como cobra pleno sentido el interrogante sobre el ius puniendi del Estado, sobre su derecho a sancionar el comportamiento de los ciudadanos que no se sometan a ciertas normas que, en nuestra época, son normas estatales. En términos más claros: ¿Por qué puede el Estado sancionarme a mí por matar a mi vecino, o por robarle su reloj, o por traficar con marihuana, o por fumar marihuana en un local público, o por conducir sin llevar abrochado el cinturón de seguridad, o por construir una casa sin la preceptiva licencia municipal? En los hechos el Estado puede sancionarme por lo que le dé la gana. Pero, si tratamos de librarnos de la fuerza normativa de lo fáctico y entendemos que la pregunta por el fundamento del ius puniendi es la pregunta por las razones que hacen aceptable dicha posibilidad de castigar, no hemos de conformarnos con respuestas del tipo puede (darf ) porque puede (kann). Además, una contestación así no sólo supondría el acrítico plegarse ante el poder meramente material, sino que, además y sobre todo, supondría que por definición al Estado le está admitido castigar sin límites, es decir, puede castigar a quien quiera, cuando quiera y como quiera. No debemos perder de vista que la pregunta por el fundamento
Salvo, por supuesto, otro Estado, en cuyo caso sólo trasladaríamos el problema y no habríamos salido de la esfera de lo fáctico, o la sociedad internacional si está suficientemene organizada como tal, es decir, con poder coactivo suficiente, con lo cual también aquí nos limitaríamos a elevar la cuestión un peldaño más arriba.
VI. Castigos y penas
del ius puniendi es simultáneamente la pregunta por los límites del ius puniendi: según sea el fundamento, así serán los límites, pues no se podrá castigar más allá de dicho fundamento o en contradicción con él. Pero con esta forma de hablar de los últimos párrafos estamos ya incurriendo en un defecto del que debemos tomar plena conciencia, aun cuando sea muy difícil sustraerse a tal inconveniente a la hora de expresarse. Pues estamos personalizando al Estado, le estamos dando la condición de sujeto parangonable a un ser humano, con su voluntad, sus intereses propios e, incluso, con sus sentimientos. Y en este punto, cómo no, se nos hace ineludible volver a Kelsen, si no queremos caer en un estatismo de la peor calaña y del mayor peligro para los individuos. El Estado no es una persona, un ser orgánico y psíquico, aunque con arreglo a derecho una parte de él, la administración, tenga personalidad jurídica. Este último, el de la personalidad jurídica, no es un dato fáctico, sino jurídico-normativo. ¿Acaso, entonces, el Estado carece de existencia fáctica? Conviene reparar en distinciones bien evidentes. Los órganos del Estado y los poderes del Estado no son entes empíricos, sino constructos jurídicos. Pero los seres humanos que ocupan esos órganos y dentro de ellos desenvuelven sus competencias y potestades y los que ejercen los poderes del Estado sí son individuos de carne y hueso. El Estado, como tal, ni piensa ni siente ni padece ni quiere o deja de querer. Son esos individuos los que poseen voluntad, intereses y sentimientos. A la hora de repasar las justificaciones del poder punitivo del Estado podemos rastrear el efecto de dos concepciones del Estado, que denominaremos sustancialistas y no sustancialistas. Las concepciones sustancialistas son las que lo ven como ente con algún tipo de sustancia o esencia autónoma, propia y definitoria. Estas visiones sustancialistas se subdividen, a su vez, en dos: las que personalizan al Estado, contemplándolo como un ser en algún punto parangonable a una persona, una especie de supraindividuo o supersujeto con existencia propia, y las que ligan el concepto de Estado con atributos no estrictamente
Como explica Celia Suay (“Refutación del ius puniendi”, en Homenaje al Dr. Marino Barbero Santos in memoriam, vol. 1, Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha, 2001, p. 724), “En el contexto de la doctrina de los derechos públicos subjetivos, las críticas de Kelsen al paradigma antropomórfico y autocrático del Estado contribuyen a desvincular el Estado de derecho de las adherencias conceptuales propias del antiguo régimen de la monarquía absoluta” y en esa empresa Kelsen critica “la ‘personalización’ e incluso la ‘humanizacion’ que del Estado hace la doctrina jurídica, en cuyo discurso aparece ‘ordenando’, ‘prohibiendo’, ‘facultando’, ‘castigando’ etc. En particular, a Jellinek critica que hable de la ‘conciencia del Estado’, de sus ‘motivos racionales’, e incluso de sus ‘caprichos’ ”. Cfr. Eduardo García de Enterría. “El concepto de personalidad jurídica en el derecho público”, Revista de Administración Pública, 129, septiembre-diciembre de 1992, pp. 200 y ss.
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“personales”, pero que lo entienden como un ente dotado de ciertos caracteres constitutivos que le confieren naturaleza propia y específica, al margen o por encima de los componentes puramente formales o estrictamente jurídicos, y en alguna medida también al margen o por encima de los ciudadanos y de la sociedad que forman. Desglosemos muy brevemente esta clasificación en sus consecuencias para la fundamentación del ius puniendi. Para las doctrinas sustancialistas personalizadoras la realidad del Estado es una realidad personal, aunque su composición sea supraindividual; realidad personal que está por encima de los individuos que lo componen y a los que aglutina, pues sólo ese ser, el Estado, da o refleja, sintetizándola, su identidad colectiva, al tiempo que, mediante los mandatos que emanan de su voluntad, marca sus fines y guía la realización de sus intereses. Por supuesto, esta visión es herencia y secuela de la identificación absolutista entre el Estado y la persona del monarca. Fue el Estado, en tanto que aparato, cobrando autonomía frente al soberano personal y fue la soberanía haciéndose atributo del ente estatal, jurídico-formal e institucional, pero en la doctrina, especialmente en la alemana, se operó una mera transposición de esquemas: si ya no es el Estado lo mismo, en esencia, que la persona-institución del Rey, será el Estado persona en sí y “reinará” sobre sus súbditos-ciudadanos con pareja potestad e idéntica función. Y, de la misma manera que el monarca aquel, señor absoluto, tenía un derecho irrestricto a establecer normas y a castigar y a que en su nombre se castigara al que las incumpliera, así luego se va a predicar idéntico derecho cuasinatural, incuestionable y definitorio, como propio del Estado. Otras corrientes sustancializadoras del Estado no llegan a pintarlo como esa especie de organismo viviente complejo, pero lo dotan de alguna propiedad definitoria que lo convierte en un ser específico y que, al tiempo, sirve de explicación y fundamento de sus poderes, incluido el de imponer castigos a los ciudadanos. De esas propiedades, la más común e importante es la soberanía. El Estado lo es porque tiene soberanía y la soberanía existe como y en cuanto
En palabras de García de Enterría, en el derecho público alemán del xix “[e]s el Estado en su conjunto lo que debe de caracterizarse como una persona jurídica, pero no ya en los términos comunes del derecho privado, sino como una potentior persona, singular y armada con todos sus atributos de poder, cuyas facultades se caracterizarán como derechos subjetivos (públicos) del sujeto, correspondiendo sus obligaciones a los derechos de los ciudadanos”. A tal construcción “subyace un componente hegeliano, que pretende sustantivizar la totalidad del Estado como un ‘espíritu objetivo’ transpersonal que vendrá a sustituir el tradicional, y ya visto como arcaico, centro subjetivo del monarca, y que a la vez elude sabiamente la posición exacta del pueblo en el sistema. La soberanía será, por supuesto, el primero de los atributos o derechos de esa persona superior” (García de Enterría. Ob. cit., p. 198). Se consideraba el ius puniendi “como una potestad de corrección moral indeterminada infligida por el vicario de Dios para el gobierno humano que era el Rey” (García de Enterría. Ob. cit., pp. 196-197).
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atributo del Estado. A partir de ese dogma inicial se tiene, al mismo tiempo, por explicada la existencia del Estado y por justificada su potencia coactiva. Estamos otra vez, como bien vio Kelsen en su momento, ante el entremezclamiento de lo fáctico y lo normativo. El Estado es soberano cuando y porque de hecho se puede imponer y se impone en su territorio sobre sus ciudadanos y frente a otros estados, pero esa potencia fáctica se convierte, por arte de la alquimia filosófico-jurídica, en fundamento de las potestades normativas del Estado. El Estado puede (darf ) mandarnos y castigarnos, porque puede (kann) hacerlo; al Estado le está permitido lo que es capaz de hacer, y porque es capaz de hacerlo le esté permitido y es justo y necesario que lo haga. Otra cosa es que tan poderoso ser decida autorrestringirse el uso de su fuerza o que le solicitemos comedidamente que se frene. De nuevo nos damos de bruces con las mentadas dificultades expresivas. Acabamos de decir “el Estado se puede imponer y se impone”, “al Estado le está permitida tal cosa” o “es capaz de tal otra”. Con esa forma de hablar, difícilmente evitable si no es a costa de largos circunloquios, estamos subjetivizando al Estado. Al colocarlo como sujeto de oraciones con verbos referentes a acciones y capacidades, colaboramos con su sustancialización: el Estado, en sí y por sí, es un algo, un ente –personal o no– que hace cosas, tiene objetivos, se relaciona con “otros” sujetos u objetos, etc. Mas lo que por evitar el circunloquio no se menciona no debe perderse de vista: el Estado nada hace ni deja de hacer por sí. Todo querer del Estado es un querer de alguien que no es el Estado, sino que cumple una función dentro del esquema, jurídicamente plasmado, de ese constructo artificial y artificioso que llamamos Estado. Cuando el individuo X desempeña su cometido dentro de un órgano del Estado, sus decisiones, tomadas con arreglo al procedimiento jurídicamente establecido y dentro de las competencias jurídicamente determinadas, valdrán como decisiones del Estado porque el sistema jurídico así las configura y porque, con arreglo al propio sistema jurídico, el aparato coactivo del Estado las respaldará (deberá respaldarlas) mediante la fuerza, en su caso. Pero no dejan de ser materialmente decisiones del individuo X que formalmente cuentan como decisiones de ese Estado, que son imputadas a ese Estado. Bien se apreciará que ya estamos transitando hacia las concepciones no sustancialistas del Estado, que también podríamos llamar concepciones escépticas o antimetafísicas. Y ahí, cómo no, el puesto de honor le corresponde a Kelsen, que con su escepticismo puso en su día (y sigue poniendo hoy) de los nervios a cuantos hacen del Estado en sí una fe o a cuantos quieren colocar al Estado al servicio de su fe, sea de la fe en Dios, en una razón milagrera, en la nación o, a la postre y siempre, en los intereses bien concretos de este grupo o de aquellas
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personas de pura carne y puro hueso. Bien conocido es que para Kelsen el Estado no es más que el reverso del sistema jurídico, el nombre que se da al derecho en funcionamiento, en cuanto creado y aplicado por órganos que son órganos del Estado porque así los define el sistema jurídico; por personas, en suma, a las que el sistema jurídico permite convertir su voluntad, arropada de formalismos también jurídicamente diseñados, en la voluntad del Estado que a todos vincula y a todos se impone. Otra cosa, un mero añadido –aunque en términos morales y político-valorativos tenga una gran importancia– es que el propio sistema jurídico pida o trate de garantizar en lo posible que esas voluntades que se van a transmutar en voluntad estatal no sirvan a intereses egoístas, sino al interés general, al interés del conjunto de los ciudadanos. Desde tal punto de vista “insustancial” el ius puniendi estatal, sea en sentido subjetivo u objetivo, no es más que la posibilidad que el derecho reconoce a alguien o algunos de establecer castigos e imponerlos a los ciudadanos. La cuestión del ius puniendi recibe así un nuevo sentido y puede quedar dibujada en estos términos: quién, desde el Estado, a través del Estado o por medio del Estado (de los aparatos del Estado) puede disponer castigos para los ciudadanos. Quitamos la máscara, desvestimos al personaje, y aparecen los individuos. Buscamos más allá del títere o la marioneta que se nos muestra a primera vista, y vemos a los que mueven los hilos. Dejamos de observar solamente al muñeco que parece hablar por sí mismo y observamos al ventrílocuo que le pone voz. Podría hablarse de una especie de platonismo invertido: la contemplación de la pura idea deja de tenerse por acceso a la única, verdadera o suprema realidad y se capta la verdad de las cosas: que la idea no es más que la sombra, el reflejo, de la realidad material que está en su origen. Así pues, el ius puniendi estatal en sentido subjetivo no es otra cosa que la facultad que a alguien o algunos el sistema jurídico reconoce para sentar y aplicar castigos, y, en sentido objetivo, se trata del conjunto de las normas sancionadoras así establecidas y de las prácticas de su aplicación con arreglo a las normas del sistema jurídico. Por consiguiente, las preguntas decisivas serán dos, según que, respectivamente, nos coloquemos en un plano descriptivo o en un plano filosófico-político. Desde el primero, el interrogante, propio de la más estricta y pertinente dogmática jurídica, versará sobre a quiénes, por qué procedimientos y con qué límites permite un determinado sistema jurídico fijar las normas que prevén castigos y a quiénes, por qué procedimientos y con qué límites ese sistema jurídico permite o manda aplicar esos castigos. Desde el segundo, eminentemente valorativo, cabe preguntarse a quién y con qué procedimientos y límites le debe estar permitido dictar esas normas sancionadoras y aplicarlas, si queremos construir un sistema jurídico-político y un
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modelo de organización social justos o lo más justos posible. No está de más invocar aquí aquel rigor metodológico que tanto obsesionaba a Kelsen, a fin de no confundir la realidad con el deseo y de no caer en la impostura de hacer pasar por descripciones de lo que hay lo que no son más que las aspiraciones o ideas morales del expositor de turno. Resta todavía otra pregunta crucial, la pregunta por el qué: qué comportamientos deben ser reprimidos mediante los castigos así establecidos o qué bienes deben ser salvaguardados por esa vía. De este asunto se tratará más adelante, una vez que hayamos hecho algunas consideraciones sobre el anterior, sobre aquellas dos primeras cuestiones interrelacionadas, las cuestiones sobre el quién, sobre el sujeto titular del ius puniendi en cualquiera de sus manifestaciones. Del sistema punitivo vigente existen en España y en cualquier país de nuestro entorno magníficas exposiciones, sea desde el campo de las sanciones administrativas o del de las penas, aun cuando el deseable rigor metodológico antes aludido aparezca muy irregularmente repartido. Lo que a nosotros nos toca aquí es plantear el tema en su vertiente iusfilosófica y filosófico-política. Lo haremos asumiendo una visión no sustancialista y antimetafísica del Estado. Por supuesto, quienes comulguen con el sustancialismo y con cualquier tipo de entificación ontologista y suprajurídica del Estado habrán de llegar a conclusiones bien distintas. I I . ¿ q u i n e s t l e g i t i m a d o pa r a c a s t i g a r n o s ? Si a un servidor la doctrina y los catecismos jurídicos lo convencen de que ese que pone castigos es el Estado, que es un ser en sí y para sí que hace tal cosa como parte intrínseca y esencial de su naturaleza, me conformo y punto. Al igual que el creyente religioso dice “gracias a Dios” cuando le vienen bien dadas, pero asume que algo habrá hecho realmente mal cuando se le tuercen las tornas y le llegan las desgracias, como creyente en el Estado me someteré y pensaré que soy un probo ciudadano si no me sanciona y que bien merecido lo tengo si me castiga. Los designios de ese ser superior, el Estado, habrán de ser para mí, ciudadano de a pie, fuertemente inescrutables y, todo lo más, explicados por ciertos administrativistas, penalistas y científicos de la política travestidos de teólogos e intérpretes y portavoces del ser supremo. Pero si soy descreído, no me conformaré y se me hará más intensamente presente la pregunta de quién es nadie para amenazarnos y castigarnos a mí y a mis conciudadanos. No me servirá que me digan que lo hace el Estado por ser él quien es y por mucho que me citen la autoridad de Gerber, Laband o Jellinek.
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En consecuencia, si al interrogarnos sobre ese poder o derecho del Estado, preguntamos en realidad por qué individuos pueden sancionar a otros individuos y no nos resignamos tampoco con la respuesta formal y formalista de que serán los que para tal fin el derecho nombre; si no preguntamos, en suma, por el órgano del Estado, sino por quiénes para ese cometido deberían ocuparlo, y si comenzamos por referirnos a la tipificación de los comportamientos que han de acarrear las sanciones, se nos presentarán de nuevo dos alternativas. O creemos que hay individuos o grupos sociales (el rey, el dictador carismático, la nobleza, los curas, los blancos, los arios, los sabios, los ricos, los varones…) que por sus superiores dotes o sus particulares méritos están por sí naturalmente llamados a cumplir con esa tarea, o se nos agudizará la rebeldía al reparar en que por principio a ningún ciudadano debería reconocérsele tan peligroso poder sobre los otros. La primera de esas alternativas tropieza con dos graves inconvenientes. Uno, el de que sólo se puede acoger por quien posea una concepción premoderna y reaccionaria del ser humano y de la sociedad y piense, por tanto, que hay, bien naturalmente, bien por designio divino, seres humanos superiores, llamados a mandar sobre los demás, y sujetos naturalmente inferiores y abocados a obedecer y servir. El otro, el de que semejante planteamiento es radicalmente incompatible con las constituciones actuales de nuestro ámbito cultural liberal-occidental, como la española; constituciones que afirman la idéntica dignidad de todos los seres humanos y el derecho de todos los ciudadanos a la igualdad formal, en la ley y ante la ley, amén de ser titulares todos y conjuntamente de la soberanía popular y de los correspondientes derechos políticos para la participación, en igualdad, en la creación de las leyes. Dicho más radicalmente, sin pararse en matices y con ánimo deliberadamente provocativo: no se ve cómo cualquiera puede proclamarse demócrata y defensor y servidor leal del Estado constitucional de derecho y, al tiempo, creer que el ius puniendi corresponde por sí a alguien o algunos en particular o, incluso, que corresponde a un ser especial llamado Estado, ya sea éste concebido como suprapersona o como ente no “personal”, pero como ente dotado de un ser propio y de una naturaleza prejurídica, vístase como titular de un misterioso atributo llamado soberanía o como cuasirreligiosa encarnación de la nación o de un fantasmagórico espíritu del pueblo. Formulamos así una tesis que, puesta en términos positivos, puede, y hasta debería, resultar trivial de tan evidente: sólo el conjunto de la ciudadanía, en ejercicio de la soberanía popular que la Constitución le atribuye y por la vía de los derechos políticos que le garantizan la participación en igualdad en la creación de la ley, ha de poder establecer las normas que tipifiquen las sanciones para los propios ciudadanos. Pero en la práctica o doctrina en mano no parece tan
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elemental esa afirmación, ya que, para empezar, nos lleva a una interpretación maximalista del principio de legalidad en materia de sanciones y, para seguir, nos aboca a tomar conciencia de las graves zancadillas que en nuestros días le ponen tanto los partidos políticos y los grupos de presión, por un lado, como muchos juristas teóricos y prácticos, por otro, al principio democrático y de soberanía popular. Desglosemos con la necesaria brevedad estos aspectos. En la Constitución española el principio de legalidad en materia de sanciones queda establecido en el artículo 25.1 con una dicción aparentemente contundente. Pero hecha (la interpretación de) la Constitución, hecha la trampa, y más en estos tiempos de principialismo desbocado y de consiguiente relativismo semántico de doctrinantes, legisladores, administraciones, jueces y magistrados constitucionales. Como, al parecer, no hay regla constitucional sin excepción, pues para eso se convierten las reglas constitucionales en principios que sólo valen prima facie, esto es, en principio y mientras quien puede no dé con algún otro principio que para un caso o sector de casos las contrapese y las desactive, tenemos que, por ejemplo, el artículo 127 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común recoge muy pomposamente ese mandato constitucional de legalidad, pero con una importante coletilla: “La potestad sancionadora de las administraciones públicas, reconocida por la Constitución, se ejercerá cuando haya sido expresamente reconocida por una norma con rango de Ley, con aplicación del procedimiento previsto para su ejercicio y de acuerdo con lo establecido en este título y, cuando se trate de entidades locales, de conformidad con lo dispuesto en el título xi de la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local”. Y el artículo 129.1 de la misma ley abunda en que “Sólo constituyen infracciones administrativas las vulneraciones del ordenamiento jurídico previstas como tales infracciones por una Ley, sin perjuicio de lo dispuesto para la administración “Nadie puede ser condenado o sancionado por acciones u omisiones que en el momento de producirse no constituyan delito, falta o infracción administrativa, según la legislación vigente en aquel momento”. De modo que, como apunta Nieto a propósito del contenido de la reserva legal en materia de sanciones administrativas, pero dando cuenta de un mal muy general de nuestro sistema jurídico, “al final nos quedamos sin saber cuál es la regla y cuál la excepción” (Nieto. Ob. cit., p. 264, cursivas en el original). La frase completa de Nieto merece ser citada, no sólo en lo que vale para este tema concreto, sino que lo resaltado en cursivas (en el original) sirve como diagnóstico general: “Con la llamada colaboración reglamentaria nos encontramos, pues, en una situación paradójica que dista mucho, sin embargo, de ser anómala en el derecho: una declaración prohibitiva inicial tajante (consecuencia de inequívocos impulsos ideológicos) y luego una serie de concesiones (provocadas por las exigencias de la realidad) que terminan desfigurando por completo el dogma inicial: con el resultado de que al final nos quedamos sin saber cuál es la regla y cuál la excepción”. Citado sea sin desconocer que, en el tema que aquí nos importa, Nieto se inclina más por el “realismo” que por la ideología y más por la admisión de las excepciones que por el empeño en las reglas.
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local en el título xi de la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local”. La coletilla en cuestión fue añadida por la Ley 57/2003 Reguladora de las Bases del Régimen Local, una vez que el Tribunal Constitucional, en su sentencia 132/2001, había hecho una interpretación restrictiva o de mínimos del principio de legalidad aplicado a las sanciones establecidas en ordenanzas municipales, al afirmar que basta que la norma legal fije “los criterios mínimos de antijuridicidad”, sin que sea exigible que la ley defina los tipos, ni siquiera que fije “tipos genéricos de infracciones luego completables por medio de Ordenanza Municipal”, bastando que dé “criterios que orienten y condicionen la valoración de cada Municipio a la hora de establecer los tipos de infracción”, y al pedir también, en cuanto a las sanciones, que en la ley se describan “las clases de sanciones que pueden establecer las ordenanzas municipales”, sin necesidad siquiera de que “la ley establezca una clase específica de sanción para cada grupo de ilícitos, sino una relación de las posibles sanciones que cada Ordenanza Municipal puede predeterminar en función de la gravedad de los ilícitos administrativos que ella misma tipifica” (f. 6.º). A este propósito se ha dicho que “Los límites establecidos por el Tribunal Constitucional son tan escasamente sólidos que hacen que no tengan anclaje alguno en el principio de legalidad”. Del título ix, arts. 139 a 141, de la Ley de Bases de Régimen Local, tal como se ha establecido tras su reforma por la citada Ley 57/2003, se ha afirmado que contiene “habilitaciones legales absolutamente genéricas”. Téngase en cuenta que fue la jurisprudencia del TC en los años ochenta la que, al establecer “una especie de principio de reserva de ley atenuado”, franqueó el paso al artículo 129.3 de la Ley 30/1992[12]. M. Gómez Tomillo. Derecho administrativo sancionador. Parte general, Cizur Menor, Aranzadi, 2008, p. 112. La postura general de este autor es que “Resulta incomprensible que, si se acepta la identidad sustancial entre infracciones administrativas y penales, se diferencie en cuanto a las garantías propias de unas y otras” (ibíd., p. 105, cursivas en el original). A. Huergo Lora. Las sanciones administrativas, Madrid, Iustel, 2007, p. 372. Gómez Tomillo. Ob. cit., p. 104. Nieto se muestra sumamente crítico con la tesis de que basta la “cobertura legal” (que el reglamento encaje bajo alguna norma legal, cualquiera) para que sea válido el reglamento sancionatorio y critica acerbamente la jurisprudencia que adopta tal punto de vista, incluida la del Tribunal Constitucional. Habla de que ello significa una “reserva legal relajada” (Nieto. Ob. cit., p. 286) y de que “la cobertura legal no es sino una reserva legal rebajada” (ibíd., p. 289), y tal relajación o rebaja no cabe porque “una cosa es el principio genérico de legalidad en derecho administrativo y otra muy distinta el principio específico de reserva legal en el derecho administrativo sancionador” (ibíd.). “Si fuera válida la teoría de la habilitación o cobertura legal genérica, sobraría la regla específica de las reservas legales y por ello, cuando el Tribunal Supremo se lanza a la búsqueda de una cobertura legal genérica, está olvidando que las exigencias de la reserva legal específica, que son otras, deben ser consideradas como prevalentes” (ibíd., p. 288, cursivas en el original). No hay que perder de vista que Nieto diferencia muy claramente dos vertientes del principio de legalidad: “una formal, que suele denominarse exigencia de reserva legal, y otra material conocida de
VI. Castigos y penas
¿Por qué es importante aquí el principio de legalidad? Se suele aludir, con razón y con buenas razones, a su relación con la seguridad jurídica y hasta es posible ligarlo con el principio constitucional de igualdad de los ciudadanos ante la ley, entre otras cosas. Pero no basta, pues se puede pensar en reglamentos generales que cubran también esos objetivos. La interpretación plena y radical del principio de legalidad en este asunto ha de arrancar de la vinculación entre lo formal y lo material, entre el puro dato normativo y su fundamento filosófico-político. No es descabellado pensar, al menos como hipótesis de trabajo, que pueda haber alguna dictadura o régimen autoritario cualquiera en donde formalmente se respete el principio de legalidad de las sanciones, pues todas las posibles se dispongan en leyes y no se permita su tipificación en reglamentos. De ese modo el principio de legalidad sería formalmente respetado y se cumpliría también con algunas de sus secuelas positivas, pero no se daría satisfacción al principio democrático y al de soberanía popular, a los que también ha de ir unido, desde el momento en que ley fuera lo que como tal dispusiera el dictador o su corte, en un contexto de falta de libertades y de escarnio de los derechos políticos propios del Estado de derecho democrático. En ese régimen se honraría el principio de legalidad sancionadora al poner la tipificación de las sanciones en norma tan alta de la pirámide normativa, la ley, pero no se trata de eso; o no se trata sólo de eso. Se trata de no tomar en cuenta el principio de legalidad solamente por lo que podríamos llamar sus efectos formales (lex scripta, lex previa, lex certa),
ordinario como mandato de tipificación legal” (ibíd., p. 297). Este último impone que “los textos en que se manifiestan las normas sancionadoras describan con suficiente precisión –o, si se quiere, con la mayor precisión posible– las conductas que se amenazan con una sanción así como estas mismas sanciones” (ibíd., p. 297). Pues bien, así como Nieto es crítico frente a la relajación de la reserva legal en cualquier ámbito de las sanciones administrativas, es decidido partidario de la autonomía de los municipios para la tipificación de sanciones en sus ordenanzas. De ahí que, en cuanto a la tipificación de las sanciones, la “teoría de las matizaciones o flexibilizaciones” (Nieto. Ob. cit., p. 336) que sentó la referida stc 132/2001 y que buena parte de la doctrina considera contenedora de concesiones excesivas para las ordenanzas municipales, a Nieto le parece insuficiente y dañina por querer atar aún demasiado la capacidad tipificadora de sanciones. Y lo que este autor lamenta es la escasa habilidad al redactar el título ix de la Ley 57/2003 y, en particular, al no enunciar en el artículo 140 de la Ley de Bases del Régimen Local auténticos criterios de antijuridicidad, sino “criterios de clasificación de hechos antijurídicos” (ibíd., p. 343), lo que puede mover en el futuro a un nuevo recorte por el TC (cfr., sobre todo este tema, Nieto. Ob. cit., pp. 320-347). Artículo según el cual “Las disposiciones reglamentarias de desarrollo podrán introducir especificaciones o graduaciones al cuadro de las infracciones o sanciones establecidas legalmente que, sin constituir nuevas infracciones o sanciones, ni alterar la naturaleza o límites de las que la Ley contempla, contribuyan a la más correcta identificación de las conductas o a la más precisa determinación de las sanciones correspondientes”. Según Gómez Tomillo (ob. cit., p. 117), para salvar la compatibilidad de este precepto con el principio de legalidad hay que interpretarlo conforme a las exigencias de las normas sancionadoras en blanco.
18. Sobre el ius puniendi: su fundamento, sus manifestaciones y sus límites
los cuales se traducen ante todo en un principio de seguridad jurídica que también cabe que sea respetado en una tiranía. Se trata, además, de vincularlo con el principio de ley legítima en el Estado democrático de derecho y, con ello, incluso, con la idea de justicia, pues en un Estado de derecho no puede imponerse colectivamente más ley justa (o ley más justa) que la ley originada en el funcionamiento cabal del sistema democrático.
Pero secuelas “formales” de esta dimensión formal del principio de legalidad, como el principio de taxatividad de las sanciones o la prohibición de su aplicación analógica in malam partem, también se justifican, en el fondo, como requisito de la titularidad popular de la soberanía. Del primero dice Gómez Tomillo que “En definitiva se trata de preservar la competencia del legislador a la hora de determinar qué comportamientos se hacen acreedores de un reproche sancionatorio” (Gómez Tomillo. Ob. cit., p. 125), y respecto a la prohibición de analogía insiste en que tiene su fundamento final “en que la reserva de ley sólo puede desarrollar toda su eficacia cuando la voluntad del órgano representante del pueblo se expresa tan claramente que excluye una decisión subjetiva y arbitraria de cada funcionario público (o juez en el caso del derecho penal). Se trata de una exigencia derivada del contrato social mismo: los límites a la renuncia a las libertades acordadas en el contrato social deben quedar precisadas de un modo contundente” (ibíd., p. 137). Como sostiene Huergo Lora, siguiendo a Schmidt-Assmann, “La reserva de ley va unida a la legitimación democrática, es decir, a la necesidad de que determinadas decisiones sean adoptadas por el órgano que reúne a los representantes democráticos de los ciudadanos”, y “la legitimación democrática no la tiene cualquier órgano elegido democráticamente, sino que el concepto constitucional de democracia se refiere al pueblo y al órgano que lo representa, el Parlamento. En un Estado federal, también tienen esa legitimidad democrática los Parlamentos de los estados federados (o Comunidades Autónomas). El principio democrático garantiza que las decisiones sean adoptadas por un órgano que represente a una colectividad amplia y, sobre todo, determinada con arreglo a características generales. De esta forma se evita el predominio de intereses sectoriales, locales, de grupo, de clase, etc.” (Huergo Lora. Ob. cit., p. 375, énfasis en el original). El mismo autor resalta que “‘[l]as ordenanzas locales no son Leyes y no pueden equipararse a ellas, porque no son expresión de un ‘pueblo’ en el sentido que a este término le presta el principio democrático” (ibíd., p. 374). Ante el dato de que “Resulta imposible que se recojan en Leyes formales todos los mandatos y prohibiciones que se quieren reforzar mediante la potestad sancionadora” (ibíd., p. 369) y la consiguiente inevitabilidad de la técnica de remisión normativa, Huergo Lora propone que se esté a los límites operantes a este respecto en el derecho penal y que “la colaboración reglamentaria en la tipificación de infracciones y sanciones administrativas debe someterse a los límites de las normas penales en blanco, más que a principios propios de la remisión normativa en general, que no se adaptan a la naturaleza de las sanciones” (ibíd., p. 370). Sobre la admisibilidad de las normas sancionadoras en blanco, bajo las mismas condiciones y garantías en derecho penal y derecho administrativo, Gómez Tomillo. Ob. cit., pp. 113 y ss. De la tensión entre la inevitabilidad de las remisiones reglamentarias o de las leyes sancionadoras en blanco en el derecho administrativo y la exigencia constitucional de tipificación de las sanciones da buena cuenta la siguiente frase de Nieto, que suena, incluso, paradójica, y más si se tiene en cuenta que este autor es decidido partidario de suprimir el dogma de la legalidad estricta de las sanciones administrativas: “yo denominaría pura y simplemente leyes en blanco a aquéllas que no alcanzan por sí mismas el grado de precisión tipificante que exige la Constitución. Y con ello el problema está en determinar hasta dónde puede llegar –en general o en cada caso concreto– el debilitamiento del mandato de tipificación, o sea, el punto concreto que separa lo lícito de lo ilícito” (Nieto. Ob. cit., p. 266). Sobre los requisitos de ese tipo de normas, según Nieto, cfr. ibíd., pp. 267 y ss.
VI. Castigos y penas
El poder de dictar normas sancionadoras no ha de sustraerse a esos ciudadanos que van a ser destinatarios de tales normas y de las correspondientes sanciones, pues hemos quedado en que, conforme a las bases y los fundamentos del Estado de derecho, nadie es más que nadie para andar castigando a otros. La vía son los derechos políticos de los ciudadanos, derechos que les permiten, en un contexto de libertades y de debate plural y pluralista, participar en el proceso de formación de mayorías legitimadas para dar contenido a la ley, lo cual tiene tanta mayor justificación y razón de ser cuanto más crucial es el contenido de la ley y cuanto más afecta a los intereses básicos y primeros de la ciudadanía. Como explica Huergo Lora, no cualquier órgano elegido democráticamente (un ayuntamiento, por ejemplo) ha de tenerse sin más por legitimado para tipificar sanciones para los ciudadanos que caen bajo la esfera de su competencia. Sólo se respeta esa faceta del principio de legalidad si dicha facultad de crear normas que tipifiquen sanciones se circunscribe al órgano en el que la soberanía popular se proyecta como soberanía legisladora: el Parlamento, el poder legislativo. En los tres grandes estudios de conjunto sobre las sanciones administrativas que hoy pueden encontrarse en las librerías españolas, los de Nieto, en su cuarta edición, Huergo Lora y Gómez Tomillo, se aprecia una valoración diferente de los alcances del principio de legalidad en el derecho administrativo sancionador. Huergo Lora y Gómez Tomillo ponen el énfasis en el traslado a ese campo de los desarrollos que el principio de legalidad ha alcanzado en el derecho penal, si bien acaban teniendo que asumir excepciones que valoran de esa manera, como excepciones poco menos que derivadas de la naturaleza de las cosas. Por su parte, Nieto, celoso de la especificidad del derecho administrativo y convencido de que el administrativo sancionador no es una réplica del derecho penal en otro campo, sino una variante del ius puniendi tan propia y autónoma como propio y autónomo es, a su vez, el derecho penal, entiende que, aunque en general es muy sabia y conveniente la transposición del modelo penal de garantías y de desarrollo del principio de legalidad, las excepciones no son propiamente tales, sino manifestaciones de que son diversas las naturalezas de lo penal y lo sancionador administrativo. Contempladas conjunta y comparativamente ambas posturas, dejan un poso de perplejidad en el lector, al menos en el no muy avezado, pues mientras el reacio a la asimilación, Nieto, acaba siendo fuertemente crítico con la mayor parte de las inaplicaciones en la práctica del modelo maximalista propio del Penal, los defensores de la equiparación
Cfr. ob. cit., p. 375. La opinión contraria en Nieto. Ob. cit., p. 325.
18. Sobre el ius puniendi: su fundamento, sus manifestaciones y sus límites
terminan por asumir con cierto aire de resignación bastantes de las diferencias de régimen que van en detrimento del sancionado por la administración. III. za n c a d i l la s a l p r i n c i pi o d e m o c r t i c o Por lo general, la doctrina y la jurisprudencia diferencian y gradúan las sanciones en razón del grado de importancia de los ilícitos, es decir, de los bienes afectados por el comportamiento ilícito, y, correlativamente, de las consecuencias aflictivas establecidas para el autor del ilícito. Están en primer lugar las penas, tipificadas necesariamente en leyes (que cuando están en juego ciertos derechos fundamentales, han de ser leyes orgánicas). Vienen luego las sanciones administrativas, graduadas, a su vez, en orden de importancia y de las que se excluyen, por imperativo constitucional (art. 25.3), las privativas de libertad. Precisamente, la posibilidad de que en ciertos reglamentos se estipulen sanciones se justifica, además de sobre el dato formal de que en la norma legal exista algún tipo de habilitación, por muy genérica que sea, en cuanto a la clase de ilícito y a la clase de las sanciones posibles, sobre el dato material de la importancia del ilícito y la sanción en juego. Por un lado, se dice, no se puede esperar que la ley sea capaz de prever con determinación bastante toda sanción que las diversas administraciones necesitan imponer para hacer viable sus tareas de orden y gestión; por otro, se añade, no resulta particularmente preocupante que, pese a lo que la Constitución en términos claros y generales prescribe, determinadas sanciones menos graves las establezcan ciertas administraciones en sus reglamentos. Mas con el asunto de la gravedad de las sanciones desembocamos de nuevo en aguas muy procelosas. Por una parte, podemos preguntarnos si el juicio sobre la gravedad de esta o aquella sanción se puede y se debe hacer desde patrones objetivos o si, por contra, debe tomarse en consideración total o parcial el sentimiento subjetivo del ciudadano sancionado o de los ciudadanos en su conjunto. ¿Qué nos resultaría a usted o a mí más aflictivo y doloroso: que nos encerraran en una cárcel un mes, que nos multaran con veinte mil euros, que nos separaran definitivamente de nuestro cargo de funcionarios o que se publicara nuestro nombre dentro de una lista de los que han cometido ciertas infracciones contra la salud o la seguridad de los consumidores? Por otra parte, y si nos vamos al intento de hacer clasificaciones objetivas, nos damos de bruces con las incongruencias que traen de cabeza a los que ponen la diferencia entre penas y sanciones administrativas en la gravedad: no sólo tenemos el dato de la difícil conmensurabilidad, sino el
Sobre la posibilidad de esta última sanción administrativa, cfr. Gómez Tomillo. Ob. cit., p. 49, n. 78.
VI. Castigos y penas
de que, aun dentro de la misma categoría de sanciones, las hay administrativas que son más altas que las penales; por ejemplo, caben sanciones administrativas de multa más elevadas que penas de multa. Arribamos al problema que nos plantearemos más adelante, el de qué diferencia ilícitos penales y penas, por un lado, de ilícitos administrativos y sanciones administrativas, por otro. Pero ahora hemos de seguir con el tratamiento de las que más arriba hemos llamado dificultades del principio de legalidad, entendido en su vinculación al principio democrático. Concretamente, toca referirse a lo que denominamos zancadillas al principio democrático, con su repercusión inevitable en el sentido y la función legitimadora del principio de legalidad. La galopante pérdida de limpieza del proceso democrático en los tiempos que corren, con la consiguiente degradación de los derechos políticos de los ciudadanos, apenas necesita, de tan obvia, ser glosada por extenso. La tendencia al bipartidismo que se reparte el escenario político en régimen de oligopolio y con una complicidad de fondo que da lugar a auténticos pactos colusorios, la utilización partidista y descarada de los medios de comunicación al servicio de los intereses de este o aquel partido que, a su vez, sirva a los intereses empresariales de los propietarios de tales medios, la sustitución del debate de ideas y proyectos por la contienda puramente demagógica, estéril y cerril, las deliberadas políticas educativas y culturales orientadas a la infantilización y sumisión acrítica de la opinión pública, y tantos y tantos otros fenómenos de esta época de gatos pardos en la noche de la política democrática hacen que, de nuevo, quien no se conforme con las apariencias y quiera fijarse en la sustancia de esas cosas no pueda evitar un juicio tan realista como pesimista: bajo el manto puramente formal de esta democracia se ocultan formas sutiles y escurridizas de tiranía. En otros términos, esta democracia, que se dice constitucional y de Estado de derecho, en los hechos cada vez se diferencia menos de aquella democracia orgánica del franquismo o, si queremos ser menos radicales y aún más precisos, cada vez se aproxima a mayor velocidad al mal ejemplo de “democracias” personalistas y corruptas como el chavismo de Venezuela o el berlusconismo italiano. Y si, de resultas y a la postre, tenemos que la ley será siempre y por definición lo que interese al gobernante de turno o a la oligarquía político-económica que no deja resquicio para la transparencia y el verdadero debate democrático, acabará por no importar nada que las normas penales o las normas administrativas sancionadoras aparezcan o no bajo la forma de la ley o como simples órdenes de la casta gobernante, vestida bajo el ropaje jurídico que se quiera.
En nuestra mejor doctrina, Alejandro Nieto ha partido de algunas de estas circunstancias para su interpretación de la reserva legal: “el panorama constitucional moderno ya no se articula sobre la dialéctica Legislativo-Ejecutivo, sino sobre los partidos políticos de Gobierno y oposición. El partido gobernante
18. Sobre el ius puniendi: su fundamento, sus manifestaciones y sus límites
Pero no sólo los partidos políticos dominantes y sus cortes de cobistas y arribistas tienen responsabilidad por esa vertiginosa evaporación de los fundamentos que dan su sentido último al principio de legalidad, especialmente de legalidad sancionadora. También tienen su parte la doctrina y los jueces, que forman el que podríamos llamar complejo académico-judicial, por analogía con lo que en estados Unidos en tiempos se llamó el complejo militar-industrial. Dos constructos teóricos constituyen su mejor herramienta disolvente de la legalidad y de la propia Constitución y su sentido último: principios jurídicos y ponderación. No es que por sí estas categorías sean inconvenientes o que no quepa un uso teórico y práctico razonable y útil de las mismas. Es que de ellas se está haciendo una utilización perversa y provechosa sólo para (los detentadores de) los poderes del Estado y en detrimento de los derechos constitucionales de los ciudadanos, por mucho que, como toda tiranía siempre ha hecho, se venda tal enjuague como supremo esfuerzo para realizar la justicia y llevar a sus más altas cotas tales derechos. Tampoco sobre este particular podemos extendernos aquí y tendrán que bastar unas pocas observaciones muy generales.
domina habitualmente tanto el Parlamento como el Gobierno y, por ende, tiene a su disposición tanto facultades legislativas como reglamentarias. En su consecuencia, la exigencia de ley, incluso formal, no añade nada a la legitimación reglamentaria alternativa, ya que el autor de las leyes y los reglamentos es el mismo: el partido político dominante” (Nieto. Ob. cit., p. 258). Y ante los autores que, como De Otto o Arroyo, reinterpretan el papel del Parlamento como sede en la que, al menos, la elaboración de sus normas se somete a un debate de carácter público y con posibilidad de que las minorías se hagan oír, lo cual no sucede cuando de dictar reglamentos se trata, insiste Nieto en la desmitificación del proceso parlamentario, “aunque sólo sea por la experiencia española de los últimos años, demostrativa de que los debates parlamentarios pueden ser tan opacos como los del propio Consejo de Ministros” (ibíd., p. 259). Seguro que esos diagnósticos de Nieto tienen mucho de certeros, pero pareciera que hace de la necesidad virtud cuando de tal estado de cosas saca un argumento para una interpretación menos ambiciosa de la reserva legal. Su tesis fundamental sobre la misma reza así: “no es tanto el deber del Legislador de tipificar las sanciones como el que tenga la posibilidad de hacerlo y decida si va a realizarlo él directamente o va a encomendárselo al Ejecutivo. La reserva legal implica, entonces, una prohibición al reglamento de entrar por su propia iniciativa en el ámbito legislativo acotado; pero no prohíbe al Legislador el autorizar al Ejecutivo para que así lo haga”, aunque con ciertos requisitos (ibíd., p. 260, cursivas en el original). A la vista de todo esto podríamos preguntarnos si, así entendida y puesto que el profesor Nieto insiste en hacernos ver que el legislativo y el ejecutivo son hoy poderes en las mismas manos, la reserva legal no se convierte en algo perfectamente ocioso y carente de razón de ser, ya que equivaldría nada más que a la posibilidad que el partido dominante tiene, a la hora de establecer sanciones administrativas, de escoger libremente entre dos procedimientos normativos igualmente “opacos” y por igual sometidos a su simple voluntad. Contundente es el veredicto de Nieto: los principios “constituyen una de las figuras más confusas de la Ciencia jurídica, sobre la que no existe un mínimo acuerdo entre los autores […] El mayor inconveniente, con todo, de tales principios no reside en su ambigüedad sino en el abuso de su empleo, hasta el punto de que es constatable la tendencia a disolver en ellos las normas positivas. En la actualidad, el Ordenamiento Jurídico está formado ya no tanto por normas concretas como por una red de principios generales que actúan como un deus ex machina que simplifica la aplicación de las leyes. El resultado final
VI. Castigos y penas
Las constituciones como la española constan de enunciados. Dichos enunciados pueden tener un grado mayor o menor de indeterminación semántica. Suelen ser altamente indeterminados cuando una Constitución, como la nuestra, pretende la lealtad de ciudadanos y grupos con convicciones morales y políticas muy plurales y variadas. Hay enunciados constitucionales muy precisos, como el que dice que “Los españoles son mayores de edad a los dieciocho años” (art. 12) o el que proclama que “Ningún español de origen podrá ser privado de su nacionalidad” (art. 11.2), y los hay bastante imprecisos, como el de que “Se garantiza el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen” (art. 18). La indeterminación semántica, mayor o menor, es la que permite, por un lado, que el legislador disponga de alternativas a la hora de legislar dentro de los márgenes de la Constitución y en función del partido y el programa político que por vía democrática disponga de mayoría parlamentaria en cada momento. De no ser así, debería concluirse que en la Constitución está predeterminado todo el contenido posible y necesario de todas las leyes, aunque ese contenido sea implícito y no esté expresamente enunciado en ella. Por otro lado, el propio sistema constitucional establece garantías de mínimos, a fin de que la indeterminación de la Constitución no se tome por absoluta y no se entienda que el legislador puede darle a la ley cualquier contenido que desee. Ni la Constitución predetermina todos los contenidos posibles del sistema jurídico ni deja de poner límites a los contenidos posibles del sistema jurídico. Los órganos encargados de interpretar la Constitución y de garantizar sus contenidos prescriptivos irrebasables (jueces y Tribunal Constitucional) disponen, inevitable y hasta convenientemente, de un amplio margen de discrecionalidad, consecuencia derivada de la indeterminación semántica de los enunciados constitucionales. Hasta ahí el diseño obvio y razonable de nuestro sistema constitucional. Ahora veamos en qué lo convierte el Tribunal Constitucional, jaleado por la doctrina dominante. Los contenidos constitucionales no consistentes en la organización institucional de los poderes del Estado tienen, según esos puntos de vista, un carácter fundamentalmente moral, en especial cuando se trata de cláusulas de carácter valorativo y de cláusulas de derechos. La esencia de la Constitución no consistiría en un conjunto de enunciados lingüísticos que tratan
puede parecer sorprendente y provocar la repulsa de honestos juristas; pero no es lícito desconocerlo si es que se quiere tener valor suficiente para contemplar la realidad tal como es: el derecho progresa cuando renuncia a sus caracteres aparentemente esenciales de claridad y previsibilidad y cuando debilita la garantía de seguridad jurídica que ofrecen sus normas positivas, para lanzarse a las turbulencias vitales y arriesgadas de los principios generales del derecho” (Nieto. Ob. cit., p. 42).
18. Sobre el ius puniendi: su fundamento, sus manifestaciones y sus límites
de asegurar mínimos y de garantizar esferas de intangibilidad, dejando espacios a la discrecionalidad del legislador y del intérprete judicial, sino en un entramado armónico de valores o ideales morales que pretenden fijar máximos, al menos los máximos que las circunstancias históricas permitan en cada momento alcanzar. Por eso la gran mayoría de esas cláusulas constitucionales son calificadas como principios y no como reglas, siendo los principios mandatos de optimización. El problema está en que la Constitución, puesta a trazar objetivos e ideales y a mandar que se optimicen los unos y los otros, menciona a la vez y con ese mismo estatuto tanto una cosa como su contraria. Así, por ejemplo, dice la Constitución (art. 17.1) que “Toda persona tiene derecho a la libertad y a la seguridad”, y bien sabemos que cuanto más libres seamos todos más inseguros viviremos todos, y a la inversa. La intención de esa interpretación principialista parece sumamente loable, pues se trataría de alcanzar lo máximo de todo lo bueno, de todo lo que la Constitución pinta como bueno. Otro ejemplo: la Constitución exige en el artículo 25.1 la legalidad de las sanciones administrativas, pero también dice en el artículo 103 que la administración actúa de acuerdo con el principio de eficacia, entre otros. Qué maravilla sería una administración absolutamente eficaz y que al mismo tiempo respetara el principio de legalidad, el cual, dicho sea de paso, está recogido en el capítulo referido a “derechos y libertades” y en su sección atinente a “Derechos fundamentales y libertades públicas”. Llegamos así al carácter paradójico de este principialismo constitucional de corte moralizante. Los principios constitucionales referidos a derechos fundamentales de los ciudadanos son mandatos morales del máximo nivel y que tienen que ser optimizados por encima de todo, pero tal optimización debe ceder ante excepciones fundadas en otros principios constitucionales o en simples requerimientos prácticos que ni siquiera tienen tal anclaje en principios iusfundamentales de derechos. Podría sintetizarse tal planteamiento diciendo que la Constitución quiere, y quiere con la fuerza de su suprema jerarquía normativa, lo mejor para el ciudadano y sus derechos, pero que lo mejor es enemigo de lo bueno. ¿Y quién realizará tan difícil síntesis entre lo bueno y lo mejor? Si creemos que se tratará de un inevitable y legítimo ejercicio de discrecionalidad, podemos pensar en dos candidatos para tomar la decisión pertinente, el legislador, por un lado, y los jueces y Tribunal Constitucional, por otro. Pero en ese caso la balanza tendría que inclinarse del lado del legislador, en virtud de los “principios” democrático y de soberanía popular, con su reflejo en los derechos políticos de los ciudadanos. Así que el principialismo va a evitar esa conclusión tirando por el camino de en medio: negando la discrecionalidad de los jueces y del Tribunal Constitucional cuando resuelven ese tipo de dilemas caso por caso. Así como el legislador valora y discrecionalmente decide sobre
VI. Castigos y penas
qué grado de preferencia o realización dar a uno u otro de esos principios constitucionales enfrentados, el juez constitucional haría algo bien distinto de valorar con libertad el mejor modo de configurar el ordenamiento jurídico en ese punto o la solución del caso al que las normas correspondientes se aplican: el juez constitucional pondera, averigua el peso respectivo de los principios en contienda a la luz de las circunstancias particulares del caso, y, mediante ese método, descubre con gran objetividad lo que la Constitución exige como solución. Y así es como el Tribunal Constitucional puede poner a los derechos constitucionales, tan importantísimos, tan morales, tan decisivos, tan llamados a la optimización, los límites y matices que mejor le parezcan. Discrecionalidad contra discrecionalidad, gana siempre la última, si su titular no se autocontrola para no hacer de la Constitución norma con un sólo precepto, el que autoriza esa discrecionalidad última. En lo concerniente al derecho administrativo sancionador, en España el reparto de trabajo entre legislador y Tribunal Constitucional resulta curioso y llamativo. El legislador se abstiene de crear una ley general y abarcadora sobre la materia y el Tribunal Constitucional va construyendo el correspondiente sistema a base de combinar reglas y excepciones, garantías y límites, postulados generales y matizaciones, cual si se atuviera a aquel bíblico principio de que tu mano derecha no sepa lo que hace tu mano izquierda. Alcanzamos así el resultado final de estas pesquisas acerca de quién es y quién debe ser, en realidad y más allá de las máscaras, el que ostente el ius puniendi que formal o jurídicamente se predica como propio del Estado. En el plano del deber ser o de los ideales, incluidos los ideales constitucionales en una Constitución propia de un Estado de derecho, hemos afirmado que sólo los ciudadanos, por la vía de los procedimientos democráticos, han de ser titulares efectivos de ese derecho y, además, esa potestad habrán de ejercerla con respeto a las garantías y los derechos que la Constitución establece. En el plano de lo que hay, de lo
“Se mantiene, por ejemplo, el principio de la reserva legal, pero se admite que se aplique con ‘modulaciones’. Este es el juego de la prudentia iuris aunque sea al precio de asumir una incertidumbre insalvable, puesto que las soluciones jurisprudenciales son de ordinario impredecibles al no poderse conjeturar de antemano si el juez va a inclinarse por el principio o por su modulación” (Nieto. Ob. cit., p. 48. Similarmente, ibíd., p. 169 y ss. También Huergo Lora. Ob. cit. p. 43 y ss.). Parece que nos movemos en ámbitos inciertos, misteriosos, pues “no existe ninguna pauta ni criterio general” para la “aplicación matizada” de los principios y garantías penales a las sanciones administrativas (M. Beltrán de Felipe. “Realidad y constitucionalidad en el derecho administrativo sancionador (i)”, en Revista Jurídica de Castilla-La Mancha, nº39, 2005, p. 81). Concluye este último autor, con pesimismo, que “en el derecho administrativo sancionador español, una cosa y su contraria puede perfectamente ser al mismo tiempo ciertas y válidas” (Beltrán de Felipe. “Realidad y constitucionalidad en el derecho administrativo sancionador” (ii), en Revista Jurídica de Castilla-La Mancha, 40, 2006, p. 56).
18. Sobre el ius puniendi: su fundamento, sus manifestaciones y sus límites
que en la práctica está ocurriendo, se constata un juego a tres bandas entre legislador, administración y Tribunal Constitucional, de cuyo resultado lo mejor que se puede decir es que las reglas generales y fiables son pocas y que de ellas no la hay que no tenga excepción o que, dada la dinámica de acción y reacción establecida, no pueda tenerla mañana por obra de un nuevo matiz descubierto por el Tribunal Constitucional mediante alguna sutil ponderación. I V . i l c i t o s y s a n c i o n e s a d m i n i s t r at i v o s y p e na l e s : la n e c e s i da d d e u na d i f e r e n c i a s u s ta n t i va i n e n c o n t r a b l e Pasemos a lo que podemos llamar el elemento objetivo o la perspectiva objetiva. Aun cuando estamos tratando en general del ius puniendi, hemos acabado por hablar sobre todo de las sanciones administrativas. Ahí nos ha conducido el tratamiento del principio de legalidad, principio que parece mejor asegurado y menos “matizado” jurisprudencialmente en materia de penas que de sanciones administrativas, aunque la referencia que a él hace el artículo 25.1 de la Constitución es en idénticos términos para los dos campos. Pero ¿qué diferencia existe entre ilícitos penales y administrativos y entre penas y sanciones administrativas? La cuestión es tanto más perentoria si, como es el caso, para las sanciones penales y para las administrativas se hace una interpretación distinta del principio de legalidad y de otros muchos, como el de presunción de inocencia, el de culpabilidad, etc. Es decir, si los derechos y las garantías para el ciudadano frente a ambos tipos de sanciones fueran idénticos, más allá de evidentes diferencias de carácter formal e institucional, el problema de la naturaleza de unas y otras sanciones y de sus diferencias tendría un interés preferentemente teórico. Pero, como los derechos y las garantías del ciudadano se interpretan y aplican de modo distinto, urge encontrar justificaciones y fundamento para el hecho de que un determinado comportamiento se castigue con penas o con sanciones administrativas.
En palabras de Suay Rincón en 1986, “la sanción penal y la sanción administrativa reciben exactamente la misma consideración del constituyente” (J. Suay Rincón. “El derecho administrativo sancionador: perspectivas de reforma”, Revista de Administración Pública, 109, enero-abril de 1986, p. 211). “Se trata éste de un problema que dista mucho de ser una mera discusión doctrinal, puesto que la admisión de una naturaleza independiente del ilícito administrativo conduciría a la posibilidad de construir un sistema sancionador independiente del penal, sustraído a la aplicación de los principios y garantías del orden jurídico-penal y compatible con él” (B. Lozano Cutanda. “La tensión entre eficacia y garantías en la represión administrativa: la aplicación de los principios constitucionales del orden penal en el derecho administrativo sancionador con especial referencia al principio de legalidad”, en Las fronteras del Código Penal y el derecho administrativo sancionador, Cuadernos de Derecho Judicial, 1997, p. 46).
VI. Castigos y penas
En este punto resulta del mayor interés la discusión en la doctrina penal sobre el bien jurídico-penalmente protegido. No perdamos de vista que lo que en ese debate se venía asumiendo expresamente por los penalistas y tácitamente por los administrativistas es un criterio de reparto de materias entre derecho penal y derecho administrativo sancionador, reparto unido al siguiente criterio objetivo: el derecho penal protege bienes jurídico-penales, el derecho administrativo sancionador ampara bienes de otro tipo. Cuáles sean bienes jurídico-penales se establece mediante la averiguación de lo que es una propiedad inmanente, intrínseca de dichos bienes. La doctrina tradicional y todavía dominante mantiene que sólo es legítimo penar aquellas conductas que dañen un bien que por sí sea merecedor de tutela penal, entendida como la tutela más contundente y efectiva. Pero para que, en
“A los postulados clásicos de la ciencia jurídico-penal pertenece la fundamentación, colocada en un punto relevante de muchas exposiciones de la parte general, de que el contenido del derecho penal está limitado a la protección de bienes jurídicos previamente dados. El concepto de bien jurídico suministra al legislador una medida político-criminal de lo que él puede penar y de lo que debe dejar impune” (H. J. Hirsch. “Acerca del estado actual de la discusión sobre el concepto de bien jurídico”, en Modernas tendencias en la ciencia del derecho penal y en la criminología, Madrid, Universidad Nacional de Educación a Distancia, 2001, p. 371). Téngase en cuenta que no estamos aquí haciendo referencia a otras dos posibles utilidades de la noción de bien jurídico, una práctica y otra teórica. La utilidad práctica es como clave interpretativa, como fundamento de la interpretación teleológica del precepto sancionador, al seleccionar para el mismo la interpretación que mejor se compadezca con su finalidad de proteger un determinado objeto. La utilidad teórica alude a cómo la dogmática puede clasificar los ilícitos y mostrarlos bajo una perspectiva sistemática –con las consecuencias normativas correspondientes– a base de organizarlos en razón del tipo de “bienes” que protejan (cfr. R. Hefendehl. “El bien jurídico como eje material de la norma penal”, en R. Hefendehl [ed.]. La teoría del bien jurídico. ¿Fundamento de legitimación del derecho penal o juego de abalorios dogmático?, Madrid, Marcial Pons, 2007, pp. 192 y ss.). Esto se conoce en la doctrina penal como principio de protección de bienes jurídicos. Puesto que opera como legitimador de la intervención penal (no es legítima la pena para proteger lo que no sea un bien jurídico, aunque ahí sí pueda entrar en juego la sanción administrativa), “no podría ejercer ese rol dinámico constructivo en el proceso de interpretación –dice Bernd Schünemann–, si se tratara […] de una fórmula totalmente vacía de contenido” (Bernd Schünemann. “El principio de protección de bienes jurídicos como punto de fuga de los límites constitucionales de los tipos penales y de su interpretación”, en Hefendehl (ed.). La teoría del bien jurídico. ¿Fundamento de legitimación del derecho penal o juego de abalorios dogmático?, cit., p. 200). Pero reaparece el problema: o bien es posible diferenciar objetivamente qué cosas son bienes jurídicos y cuáles no, o el concepto de bien jurídico no satisfará esa función delimitadora entre lo que es legítimo penar y lo que no. ¿Y qué vemos en la penalística más actual que sigue defendiendo esta noción con esa función? Que, a medida que el derecho penal entra en nuevos campos y protege nuevos objetos, no sólo desplaza a ellos la calificación de bien jurídico, sino que modifica o hace más compleja la definición de bien jurídico, a fin de abarcar esos nuevos objetos del tratamiento penal y, así, legitimar dicho tratamiento. ¿Y qué hacen los críticos de esa extensión creciente del derecho penal? Mantenerse en un concepto de bien jurídico más estricto y deslegitimar las nuevas normas penales por no ser protectoras de bienes jurídicos. ¿Qué enseñanzas cabe desprender de esta polémica? Una, que escasa relevancia posee un concepto que es mera tapadera o síntesis de posiciones filosófico-políticas de fondo, que son las que deben justificarse detenidamente; y otra, que,
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el sentir de esa doctrina, esté justificado el castigo penal, con su fuerte carácter aflictivo, el bien dañado por la acción antijurídica ha de ser un bien con un valor ético tan alto como indiscutible. Aquí es donde un fuerte objetivismo moral, más o menos elemental o elaborado, según los casos, juega su papel. Habría comportamientos o ilícitos que en sí mismos, objetivamente, son reprobables, negativos, malos, y esos ha de castigarlos el derecho penal, mientras que otras conductas constituyen formalmente ilícitos jurídicos, pero axiológicamente son indiferentes o de escasa entidad negativa. Ahí es donde sólo puede actuar el derecho administrativo sancionador. La diferencia, por tanto, sería objetiva y radicaría en el bien jurídico. Teñida esa noción de tintes morales, sólo el derecho penal protege propiamente bienes jurídicos y sólo son bienes jurídicos los protegidos por el derecho penal. De esta manera el derecho penal, en cuanto derecho sancionador, queda apoyado en un firme respaldo ético, pero con ello no se hace más que complicarle el fundamento al derecho administrativo sancionador: ¿acaso éste es un simple sancionar por sancionar o nada más que cuando y en lo que al poder del Estado se le antoje? Para las doctrinas administrativistas que aún estaban histórica o ideológicamente próximas al estatismo propio de la teoría alemana decimonónica (o al tipo de estatismo propio de los regímenes autoritarios europeos del siglo xx) bastaba decir “intereses del Estado” o protección de las normas del ordenamiento jurídico estatal para que se entendiera que también ahí asomaba una carga moral positiva, pues el Estado tenía en sí o encarnaba un valor ético. Pero a medida que se impone una mayor presencia de los enfoques liberales frente a esos estatistas, los teóricos tendrán que buscar nuevo fundamento para la potestad sancionadora de la administración y habrán de aludir no a la protección por la administración de su propio
en consecuencia, seguramente tienen buena razón algunos críticos que señalan la poca utilidad actual de la idea de bien jurídico, al menos en su sentido más fuerte, como bien jurídico material y principio legitimador de la pena. Oigamos a un representante de este punto de vista: “En sí mismos, los comportamientos axiológicamente neutrales no dañan ningún “bien jurídico”, tal como yo entiendo esta noción, esto es, como esencias con una dimensión ontológica y una dimensión axiológica que se le aparecen a la comunidad jurídica como valiosas y que, a partir de ahí, se convierten en referencia del orden valorativo jurídico-constitucional” (J. de Figueiredo Dias. “Vom Verwaltungsstrafrecht zum Nebenstrafrecht”, en Festschrift für HansHeinrich Jescheck zum 70. Geburtstag, vol, 1, Berlín, Duncker & Humblot, 1985, p. 92). En el planteamiento radical de la doctrina alemana tradicional o “clásica”de la primera parte del siglo xx, “Los delitos del derecho penal criminal serían, según Goldschmidt, Wolf, Lange, Bockelmann y Michels delitos ‘naturales’, ‘per se’, ‘de derecho natural’, ‘previamente dados’, o ‘metapositivos’, mientras que los delitos administrativos serían ‘delitos artificiales’, o ‘creados sólo por la voluntad del Estado’ ” (J. Cerezo Mir. “Límites entre el derecho penal y el derecho administrativo”, Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales, 28, 1975, p. 163).
VI. Castigos y penas
ordenamiento, de sus propias normas por lo que éstas representan o valen en sí, sino a los intereses generales, con los que la administración se encuentra comprometida (en nuestro sistema actual, por imperativo constitucional, art. 103.1), o a los imperativos del Estado social. Es curioso, resaltémoslo de nuevo, que la teoría penal del bien jurídico y las correspondientes discusiones hayan tenido y tengan tan escaso eco en la doctrina administrativista. Parece como si hubiera un tácito reparto de papeles, de modo que los penalistas disponen qué es un bien jurídico merecedor de tutela penal y los administrativistas parten de asumir una especie de consecuencia a contrario sensu: todos los demás bienes o intereses pueden ser objeto de tutela administrativa mediante sanciones. Esto es, la sanción administrativa puede aplicarse para la protección y defensa de bienes que no sean bienes jurídico-penales. Pero, como no se ha desarrollado, hasta donde tenemos conocimiento, una teoría paralela del bien jurídico-administrativo, parece que se elimina todo obstáculo para llegar a una preocupante conclusión: la administración puede sancionar cualquier comportamiento que no atente contra un bien jurídico-penal. Se trata, al menos a primera vista, de no invadir el campo propio y específico del derecho
Es interesante ver cómo algunos de los autores alemanes que, como Lange, durante el nazismo habían dotado de fuerte carga moral a todo el derecho estatal sancionador, luego pliegan velas y reservan esa condición moral sólo para el derecho penal, viendo en el ilícito administrativo una acción éticamente irrelevante. Como explica Cerezo Mir, “Lo ilícito administrativo se agotaría, según estos autores [Lange, Eb. Schmidt, Michels, Mezger-Blei], en la desobediencia de los mandatos y prohibiciones establecidos positivamente por el legislador. Sería un ilícito puramente formal. Lo ilícito del delito administrativo no estaría constituido por la lesión o el peligro concreto de un bien jurídico, sino solamente por la lesión de un interés de la administración” (Cerezo Mir. Ob. cit., p. 163-164). Así, descargan de valor ético a una parte del Estado –lo cual les interesaba para alejarse de sus servidumbres anteriores, bajo el nazismo–, pero no dan el paso de vincular esa parte del Estado, la administración, al interés general o a ninguna otra fórmula con resonancias democráticas. En el fondo, interesa que la administración siga siendo antes que nada poder, poder del Estado. Por otro lado, se echa en falta una reflexión de nuestra doctrina sobre otro dato curioso. Bajo el nazismo y por obra sobre todo de la escuela penalista de Kiel, es la infracción de un deber lo que se convierte en el eje de todo delito, entendiendo el deber fundamentalmente como obligación cuasinatural del ciudadano frente a la comunidad. Después de 1945, cuando la doctrina penal se repliega desde tales posiciones hacia una recuperación de la idea moralizante de bien jurídico, son los administrativistas los que mantienen que hay infracciones cuyo disvalor fundamental se encuentra en la desobediencia del ciudadano a las órdenes de una administración pública que sigue encarnando por sí y por definición el interés de la comunidad, del conjunto de la ciudadanía elevado a Estado. Y última hipótesis, más arriesgada todavía: puede que esa especie de “afecto” de los administrativistas hacia la administración y la fuerte carga ideológica y moral con que su función aparece justificada a menudo sean la explicación de que no se haya desarrollado en este ámbito la idea de un “derecho administrativo sancionador mínimo”, igual que la de un “derecho penal mínimo o de mínimos” que tanto ocupó a los penalistas. Los penalistas acabaron desconfiando de aquel ius puniendi que atribuían al Estado y quieren frenarlo para que se aplique poco; los administrativistas insisten en que ha de aplicarse con garantías, sí, pero ha de aplicarse mucho.
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penal y de los penalistas. Para él y para ellos la defensa de los bienes jurídicopenales y para el derecho administrativo sancionador lo demás, aunque se dé la paradoja de que la sanción del atentado contra algún bien no jurídico-penal pueda ser más grave o costosa para el sancionado que la que le correspondería si hubiera atacado ciertos bienes jurídico-penales. Mas se podría manejar la hipótesis de que en el fondo late lo que podríamos denominar la pinza coactiva que atenaza al ciudadano. Por una parte, aquel derecho penal que pone énfasis en los bienes jurídicos acaba colocando el derecho penal al servicio de una moral colectiva sustantiva; por otra parte, en mucha de la doctrina administrativista subyacía y subyace un fuerte estatismo, por lo que no le repugna seguir pensando que el administrativo sancionador sirve para respaldar la obediencia a unas normas, las de la propia administración, cuya justicia o legitimidad no se cuestiona porque a la administración la bondad se le supone. La suma de mala in se y mala quia prohibita termina por ser la justificación perfecta para que un Estado superpuesto a sus ciudadanos castigue el comportamiento de éstos que le dé la gana, pues si no daña un bien (jurídico-penal), dañará otro (la conveniencia de una administración que por definición busca siempre el interés de los propios ciudadanos-súbditos a los que amenaza y somete). Pero ¿existen los bienes jurídico-penales como realidad prejurídica justificadora del castigo penal? Entiéndase, para empezar, que nos estamos preguntando por la entidad prejurídica de esos que llamamos bienes jurídicos, entidad que los haría acreedores de la protección mediante sanciones penales. Damos por sentada la respuesta negativa si definimos como bienes jurídicos aquellos que las normas jurídicas protegen mediante la previsión de sanciones para el atentado contra los mismos. En ese caso invertimos el razonamiento tradicional y decimos que ciertos bienes son bienes jurídicos porque el derecho los protege con castigos, no que el derecho los proteja o deba protegerlos porque son bienes jurídicos, merecedores por sí de tal salvaguarda. Entonces, la razón de tal deferencia del derecho a tales “bienes” puede ser algo distinto de la consideración de su valor intrínseco. Así, por ejemplo, entre los penalistas, Günther Jakobs dice que la norma penal, al sancionar ciertos comportamientos, no pretende amparar bienes jurídicos, sino la propia vigencia de las normas del sistema
No olvidemos que la teoría del bien jurídico-penal la inaugura Birnbaum en 1834 y que lo hace para combatir la tesis de Feuerbach, para el cual el derecho penal sólo se justifica para la protección de derechos subjetivos del individuo. Birnbaum consigue que aparezca fundada también la protección penal de la religión y de la moralidad. Desaparece así la vinculación estructural entre bien jurídico y libertad individual (cfr. K. Günther. “De la vulneración de un derecho a la infracción de un deber ¿Un ‘cambio de paradigma’ en el derecho penal?”, en vv. aa. La insostenible situación del derecho penal, Granada, Comares, 2000, pp. 493 y ss.)
VI. Castigos y penas
jurídico. Llama la atención el hecho de que podemos encontrar un razonamiento similar entre los administrativistas que mantienen que mediante las sanciones administrativas lo que la administración protege es su propia esfera de dominio o la efectividad de sus propias normas. Continuemos por el momento con la vista puesta en el derecho penal. Tampoco nos servirá por completo sostener que los bienes que el derecho penal puede proteger son bienes determinados como tales por la Constitución, bienes constitucionales. Esta postura sirve para deslegitimar el uso de las herramientas penales para custodiar otros bienes, pero no vale para marcar la diferencia entre penas y sanciones administrativas en razón de su objeto de protección, ya que muchos de los bienes que con las sanciones administrativas se defienden son también, en ese sentido, bienes constitucionales. Cuando se subraya la existencia de bienes jurídicos en sí y que por sí justifican la sanción penal, deberemos de inmediato preguntarnos sobre la naturaleza de esos bienes, sobre lo que son y cómo son, y sobre cómo puede conocerse, cómo se nos manifiesta esa su naturaleza. Y siempre vamos a movernos en el terreno axiológico, aun cuando partamos del ontológico, pues se acabará hablando de valores. El derecho penal, así, protegerá ciertos “objetos” porque son bienes, y porque por ser bienes están cargados de un valor moral positivo que es el que justifica el castigo penal de su daño por obra de un sujeto que actúa en libertad y con algún grado de conocimiento y deliberación. Al referirnos a valores, las alternativas son dos. O hay “cosas” en sí valiosas, de modo que esa carga axiológica, moral, es un atributo objetivo de la propia “cosa”, o entendemos que el valor es una propiedad que se predica de aquellas “cosas” que los sujetos consideran valiosas, en el sentido moral de la expresión. Dicho de otra forma, desde la teoría del bien jurídico el derecho penal castiga justificadamente aquellos comportamientos que o bien son en sí, objetivamente, inmorales, puesto que atentan contra “cosas” en sí moralmente valiosas, o bien el derecho penal castiga justificadamente aquellas conductas que son subjetivamente consideradas como disvaliosas porque dañan “cosas” que son subjetivamente consideradas como bienes, como bienes supremos. La primera de esas dos alternativas nos conduce a un pensamiento fuertemente metafísico, propio de éticas objetivistas (existen valores en sí y “objetos” valiosos en sí) y cognitivistas (podemos conocer esos valores y conocer su plasmación en los “objetos”). Tales filosofías tienen, en mi opinión, difícil
Cfr. Jakobs. Derecho penal. Parte general. Fundamentos y teoría de la imputación, Madrid, Civitas, 1997, 2.ª ed., pp. 12 y ss.
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encaje en la Constitución de un Estado de derecho que consagre como “valor” constitucional también el pluralismo y que trate de garantizar, por una parte, libertades como la ideológica o la religiosa, y, por otra parte, el principio democrático como fundamento legitimador de la ley. Una Constitución democrática, a diferencia de la propia de una teocracia o de una tiranía cualquiera, no pretende organizar la sociedad para que en ella se realice en su máxima expresión la verdad moral o el bien, sino para que en ella sean los ciudadanos los que, dentro de ciertos límites, decidan mediante la ley cuál es el bien que se quiere realizar y cuál de los distintos “programas” morales que en la sociedad plural conviven en libertad debe tener preferencia en cada momento como guía de la convivencia del conjunto social. Optamos, pues, por la segunda de aquellas alternativas, la de que, si queremos hablar de bien jurídico, tendremos que aceptar que será tal lo que libremente estimen los sujetos. Además, sólo así podemos dar cuenta de las continuas oscilaciones históricas de la protección penal de bienes. Hubo tiempos y lugares, por ejemplo, en que se castigaba la homosexualidad o el adulterio femenino; hoy, aquí, ya no es así. Pero, entonces, habremos de plantear cuál es ese sujeto de cuyo valorar y querer depende que algo se considere o no un bien jurídicopenal. Salvo que creamos en cosas tales como el gobierno de los sabios, de los sacerdotes de algún Más Allá o de los señalados por el espíritu del pueblo para encarnar la suprema voluntad de la nación, no nos quedará más remedio que concluir que ese sujeto que valora y elige cuáles son los bienes cuyo atentado ha de acarrear pena somos todos. Aterrizamos de nuevo en la igual dignidad de los ciudadanos, en la soberanía popular y en su articulación a través del principio democrático, que permite formar mayorías que decidan los contenidos de la ley. Y volvemos, también en este punto, a encontrar su pleno sentido al principio de legalidad. Con resultados al menos en principio paradójicos, pues, en tanto hablemos de la ley de un Estado de derecho democrático y que efectivamente funcione como tal, bien jurídico-penal será aquel que proteja la ley penal. No es que hayamos dado el salto a la perspectiva puramente formalista y que nos conformemos con mantener que algo es un bien jurídico porque está jurídicamente protegido, sino que seguimos en el plano filosófico-político y decimos dos
En palabras de Díez Ripollés, “el genuino criterio legitimador es el configurado por las convicciones generales, que podríamos denominar también democrático, en virtud del cual son las mayorías sociales amplias, históricamente condicionadas en sus valoraciones, las que deben determinar toda decisión de política legislativa criminal. Es el único criterio coherente con una sociedad pluralista, basada en ciudadanos autorresponsbles y críticos a quienes no se puede privar de la decisión de lo que en cada momento consideran fundamento imprescindible para la convivencia” (J. L. Díez Ripollés. “El bien jurídico protegido en un derecho penal garantista”, Jueces para la Democriacia, 30, 1997, p. 17).
VI. Castigos y penas
cosas: que (en democracia) la ley penal protege como bienes lo que la sociedad, a través del cauce del debate y de la decisión mayoritaria, entiende por tales, y que lo que la sociedad, de esa forma, entienda por tales debe estar salvaguardado por la ley penal. Puede sonar a relativismo, pero no será ese un defecto más preocupante que el aire de absolutismo que impregna las opciones contrarias, trátese de creer que hay entre los ciudadanos algunos especialmente cualificados para establecer la máxima moral y legitimados para imponerla como ley al conjunto, o trátese de pensar que la verdad moral existe por sí y que algunos sujetos son sus celosos guardianes y quienes tienen legitimidad para hacerla valer ante los otros por medio de la ley o para vetar los contenidos de la ley creada por los otros y que no se avengan con esas verdades morales objetivas. Elitismo inconstitucional tanto en un caso como en otro. Al fin y al cabo, en el Estado de derecho hay que dejar sitio para la política, lo que es tanto como decir para el debate libre e informado entre las ideas de los ciudadanos sobre la mejor manera de organizar la “polis”. Al relativizar de tal forma la idea de bien jurídico-penal, resolvemos (si es que lo resolvemos) un problema teórico, pero, con ello, se nos dificulta mucho más la solución de otro: el de la diferencia entre los bienes que merecen protección penal y los que merecen protección vía sanción administrativa. Una naturaleza propia y una gradación “natural” de los bienes permitiría ver unos como propios de defensa penal y otros como aptos para la defensa a través de la sanción administrativa. Pero si no aceptamos tales “naturalezas” y si, en consecuencia, nos remitimos para lo uno y para lo otro al principio democrático y a su reflejo en el principio de legalidad, parece que no nos resta más salida que la de un resignado formalismo: el derecho penal castigará los comportamientos que el legislador decida que se castiguen con penas y el derecho administrativo sancionará aquellos que el legislador decida que se repriman con sanciones administrativas. Pero con un matiz fundamental: serán tanto más legítimos esos castigos cuanto más puro resulte el proceso democrático como base de la producción de las leyes. Es una cuestión de escala. V . d e l o c u a l i tat i v o a l o c u a n t i tat i v o , y v u e lta Otra vez hemos de esmerarnos para mantener cierta pureza metodológica. Como descripción de lo que (en el derecho) hay, aquella afirmación no tiene réplica posible: es el sistema jurídico el que reparte juego entre esos dos sistemas sancionadores. Ahora bien: no tenemos por qué quedarnos ahí, y para eso vale también la teoría, para preguntarse cómo deberían ser las cosas, bien en aras de
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la coherencia del sistema jurídico-político, de la eficacia de sus normas o, por qué no, de la justicia, tal como cada cual la entienda. Simplemente, inspirados de nuevo en Kelsen, debemos procurar no presentar las descripciones como valoraciones ni las valoraciones como descripciones. Nada obsta, por tanto, para que nos planteemos cómo tendría que ser ese reparto de papeles entre derecho penal y derecho administrativo sancionador. Y, si no queremos enfangarnos en disputas sobre la justicia, no podemos dejar de preguntarnos cómo habría de realizarse tal reparto para que a. el sistema jurídico tenga una mínima coherencia interna; b. para que los poderes del Estado alcancen la mayor eficacia posible en el desempeño de sus cometidos constitucionales; c. para que la legislación sancionadora sea mínimamente congruente con los mandatos constitucionales y los límites que la Constitución pone al legislador; y d. para que las garantías de los ciudadanos frente al riesgo de arbitrariedad y abuso por parte de los poderes del Estado sean lo más altas posible. Diseñar el sistema perfecto es tarea titánica que ni nos toca acometer ni podríamos acometer. Pero sí cabe, en primer lugar, opinar críticamente sobre algunos intentos de delimitación de los dos tipos de sanciones y, en segundo lugar, resaltar algunos defectos de nuestro sistema jurídico en lo que toca a esa búsqueda de coherencia, eficacia, respeto a los mínimos constitucionales y garantías. Seguramente el criterio más empleado por la dogmática española actual para diferenciar entre sanciones penales y administrativas es el de la distinta gravedad de los respectivos ilícitos, que, en virtud del mandato de proporcionalidad, conllevará la distinta gravedad de las sanciones. Esta postura la mantenía en 1975 Cerezo Mir, quien afirmaba, en polémica –quizá estratégica– con la doctrina alemana, que las únicas diferencias posibles no eran cualitativas, sino cuantitativas, por relación a la gravedad de los ilícitos. Pero en aquel tiempo de los estertores del franquismo tenía un sentido político implícito esta doctrina: cuestionar que comportamientos menos graves tuvieran sanciones más fuertes que otros más graves y, sobre todo, cuestionar que las sanciones administrativas, cuya diferencia con las penales no es cualitativa o “natural”, sino meramente cuantitativa, carezcan de las garantías propias de las sanciones penales.
Cfr. Cerezo Mir. Ob. cit., pp. 165 y ss. Cfr. Cerezo Mir. Ob. cit., pp. 168 y ss. En los términos de Prieto Sanchís, es “fundamental hacer hincapié en esta sustancial identidad de infracciones y delitos, porque la generalización al mundo administrativo de las garantías propias del orden judicial-penal, como quiere el Tribunal Constitucional […], sólo puede ser plena y consecuente cuando se parte de la idea enunciada” (L. Prieto Sanchís. “La jurisprudencia constitucional y el problema de las sanciones administrativas en el Estado de derecho”, Revista Española de Derecho Constitucional, 4, enero-abril de 1982, p. 101).
VI. Castigos y penas
En cambio, contemplado el asunto en nuestros días, podemos interrogarnos acerca del fundamento y los alcances de la distinción cuantitativa o por el grado de gravedad de las conductas y las sanciones. Y lo primero que debe ponerse sobre la mesa es un problema conceptual: aquí lo cuantitativo sólo puede ser cualitativo. Veamos por qué. Si se está haciendo alusión nada más que a que el legislador dispondrá uno u otro género de sanciones según su juicio sobre la gravedad de las conductas y sus daños, estamos eliminando o relativizando toda utilidad crítica o de lege ferenda de la distinción, pues asumimos que el patrón de gravedad lo pone el mismo legislador. Entonces, tendríamos que la diferencia no es sólo cuantitativa, sino puramente formal, y viene a decirnos que el legislador puede en esto hacer lo que le dé la gana. En cambio, cualquier otra diferenciación cuantitativa o por el nivel de gravedad deberá partir de que hay patrones de medida de la gravedad ajenos a y distintos de la pura voluntad del legislador. Pero, si esto es así, es la sustancia de esos patrones, cuya aplicación determina la calificación de una conducta como merecedora de su calificación como ilícito administrativo o penal, la que hace que, en el fondo, la diferenciación sea cualitativa y no puramente de grado, de más o de menos. Las aporías a que lleva esa peculiar dialéctica entre lo cuantitativo y lo cualitativo se dejan ver también como desconcierto ante la posible (y muy real en algunos casos) mayor aflictividad de las sanciones administrativas. Si se habla de niveles de gravedad de los ilícitos y se toma en cuenta el principio de
Posiblemente ésta es la conclusión que quieren evitar muchos autores que descreen de las diferencias cualitativas e insisten en el grado de gravedad como elemento distintivo: quieren impedir que la indiferenciación lleve a la pura y simple libertad del legislador para elegir uno y otro instrumento sancionatorio. Como explica García Albero, refiriéndose a dichas doctrinas, “Si la infracción administrativa no representa un ‘aliud’ frente al delito, necesariamente ha de consistir en un ‘minus’ ” (R. García Albero. “La relación entre ilícito penal e ilícito administrativo: texto y contexto de las teorías sobre la distinción de ilícitos”, en G. Quintero Olivares y F. Morales Prats [coords.]. El nuevo derecho penal español. Estudios penales en memoria del profesor José Manuel Valle Muñiz, Elcano (Navarra), Aranzadi, 2001, p. 344). Quien pretenda encontrar en las teorías cuantitativas “un criterio de guía para la elección de una u otra forma de tutela, no sólo topará con la vaguedad de los ‘standard’ cuantitativos, que no ofrecen un ‘sí o no’, sino un ‘más o menos’; también encontrará dificultades en determinar qué es lo que exactamente requiere ser mesurado. La naturaleza del interés legal afectado, el grado de lesión o peligro, la reprochabilidad, constituyen elementos de conformación incierta en el marco de un proceso que conduce a la determinación del merecimiento de pena” (García Albero. Ob. cit., p. 374). Ya en 1991 subrayó Torío López que la diferencia entre ambos tipos de ilícitos ha de ser cualitativa, para que pueda haber justificación de su diverso régimen jurídico, y que esa diferencia es de carácter valorativo, es decir, dependiente de “una apreciación estimativa” (A. Torío López. “Injusto penal e injusto administrativo [Presupuestos para la reforma del sistema de sanciones]”, en Estudios sobre la Constitución española. Homenaje al profesor Eduardo García de Enterría, Madrid, Civitas, 1991, tomo iii, p. 2539).
18. Sobre el ius puniendi: su fundamento, sus manifestaciones y sus límites
proporcionalidad entre ilícitos y castigos, habrá que concluir que toda sanción administrativa más grave encierra por definición un ataque a tal principio : o el comportamiento es tan grave como para que deba ser sancionado con penas, en cuyo caso ocurre una intromisión inaceptable del derecho administrativo en la esfera de lo penal, con su mayor carga de reproche, o no es tan grave, y entonces la sanción ha de ser menor que las penales. Cabría defender, al menos como hipótesis, que los que hoy sostienen esas diferenciaciones nominalmente nada más que cuantitativas, pero en el fondo cualitativas por las razones que acabamos de exponer, lo hacen con un propósito similar, mutatis mutandis, a aquel de García de Enterría, Cerezo Mir, Parada Vázquez o Martín-Retortillo y de la mejor jurisprudencia en los años setenta: para cuestionar el reparto que actualmente en nuestro derecho se hace entre ilícitos –y sanciones– penales y administrativos, reparto que lleva a que, por un lado, se tipifiquen cada vez más delitos de peligro abstracto, en los que la presencia de las garantías penales quizá no compensa el hecho de que se está castigando penalmente por pura desobediencia y sin daño tangible derivado de la conducta del infractor, y que, por otro lado, da lugar a que la despenalización de determinados ilícitos y su conversión en infracciones administrativas pueda resultar un “mal negocio” para los ciudadanos, pues la sanción administrativa puede llegar a ser más aflictiva que la penal y, además y sobre todo, ser impuesta con menores garantías, ya que para ella pueden excepcionarse en su aplicación estricta principios como los de legalidad o culpabilidad, entre otros.
Cfr. L. Zúñiga Rodríguez. “Relaciones entre derecho penal y derecho administrativo sancionador. ¿Hacia una ‘administrativización’ del derecho penal o una ‘penalización’ del derecho administrativo sancionador?”, en Homenaje al Dr. Marino Barbero Santos in memoriam, vol. 1, Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha, 2001, p. 1425. Otro tanto cabría sostener a la inversa, cuando es el derecho penal el que se “administrativiza” o se “expande” y se dedica a punir, incluso con penas privativas de libertad, meras actividades de riesgo lejano mediante ciertos delitos de peligro abstracto, como, por ejemplo, la conducción de vehículo de motor sin permiso o con determinada tasa de alcohol en sangre o por encima de determinada velocidad (cfr. F. Miró Linares. “El ‘moderno’ derecho penal vial y la penalización de la conducción sin permiso”, InDret, julio de 2009, especialmente pp. 11 y ss.). Sobre la “administrativización” del derecho penal es de lectura imprescindible Jesús María Silva Sánchez. La expansión del derecho penal. Aspectos de la política criminal en las sociedades postindustriales, Madrid, Civitas, 2.ª ed., 2001, pp. 121 y ss. Cfr. Nieto. Ob. cit., p. 153-161; Huergo Lora. Ob. cit., pp. 20 y ss. “Con los delitos de peligro abstracto que caracterizan el moderno derecho penal se crean delitos de desobediencia y desaparecen las fronteras entre la naturaleza represiva y reactiva del derecho penal y la función preventiva y proactiva de la policía, es decir, se confunden las funciones características del derecho penal y del derecho administrativo” (Bernardo Feijoo Sánchez. “Sobre la ‘administrativización’ del derecho penal en la ‘sociedad del riesgo’ ”, en Derecho y justicia penal en el siglo xxi. Liber amicorum en homenaje al profesor Antonio González-Cuéllar García, Madrid, Colex, 2006, p. 148).
VI. Castigos y penas
En suma, que la doctrina no se fía de las diferencias propiamente cualitativas, por lo que en ellas asoma de riesgo de absolutismo moral y de posible estatismo, pero tampoco quiere asumir las consecuencias de una diferenciación puramente cuantitativa y, por dejarlo todo al legislador, meramente contingente, en cuanto dependiente por entero de las valoraciones de aquél cuando no está atado a valores previos y “cualitativamente” condicionado. ¿Dónde puede haber una salida? En la presencia combinada de dos postulados. Uno, el énfasis en que las garantías deben ser para el ciudadano sustancialmente idénticas frente a las sanciones penales y las administrativas. Ninguna diferencia sustancial entre los respectivos ilícitos puede servir como razón para hacer menos intensas las garantías con las que se imponen las sanciones administrativas, dado su carácter siempre aflictivo y, a veces, tan aflictivo o más que el de las penas. Y, dos, ligar a la pureza del principio democrático la legitimidad del juicio del legislador a la hora de calificar en una u otra categoría los ilícitos. Ahí se asienta el elemento cualitativo, en el postulado de que la decisión legislativa, en principio formal, puramente normativa y mero ejercicio de una competencia jurídica, se justifica por ser algo más que decisión de un poder del Estado, se convierte en decisión legítima por ser decisión de la sociedad a través de los cauces de la soberanía popular dentro de los límites constitucionalmente impuestos. VI. la a d m i n i s t rac i n e n s u s i t i o y e l c i u da da n o c o n s u s g a ra n t a s Lo que hasta aquí se ha venido sosteniendo adolece de un alto grado de generalidad y abstracción, y no podía ser de otro modo. Sin embargo, y para acabar, debe dedicarse algún espacio a lo que podríamos describir como el gran dilema de la actual doctrina sobre las sanciones administrativas. Consiste en la difícil conciliación entre la afirmación de que está justificada la diferencia de régimen jurídico entre las sanciones administrativas y las penas y la afirmación de que deben extenderse a aquéllas las garantías que para los ciudadanos acompañan a la imposición de éstas. Una identidad de régimen jurídico terminaría con la especificidad de las sanciones administrativas y daría al traste con su función.
En palabras de Quintero Olivares, tras la polémica sobre la diferencia cuantitativa o cualitativa entre los dos tipos de ilícitos y sanciones “se esconde un problema de mayor importancia, pues si la diferencia es sólo cuantitativa será más difícil sostener que la reducción ‘cuantitativa’ deba ir acompañada de un descenso de las garantías” (Quintero Olivares. “La autotutela, los límites al poder sancionador de la Administración Pública y los principios inspiradores del derecho penal”, Revista de Administración Pública, 126, septiembre-diciembre de 1991, p. 257). “[L]a extensión a absolutamente todas las infracciones administrativas del sistema penal, acarrearía la
18. Sobre el ius puniendi: su fundamento, sus manifestaciones y sus límites
Y un excesivo énfasis en las diferencias o una desmedida consideración de los requerimientos funcionales de la administración en su labor de autotutela y de salvaguardia de los intereses colectivos pueden acarrear la desconsideración de las garantías individuales. De dicho dilema se suele salir por una cierta vía de en medio, con alto grado de inconcreción: afirmar que las garantías individuales que se han desarrollado para el proceso penal deben respetarse en las sanciones administrativas, pero sólo en lo posible o con matizaciones. Ahora bien: el razonamiento estará siempre condicionado por la concepción que se maneje de la administración y de sus funciones legítimas. Cabe ensayar dos vías en el intento de una mayor concreción. Una, la de desarrollar una filosofía de la administración, que deberá ser la que mejor encaje con la Constitución. Otra, la de precisar una pauta más estricta para el alcance de las garantías individuales. La Constitución ata la actuación de la administración al interés general. Conviene resaltar que, al menos bajo la óptica liberal que subyace al texto constitucional, el interés general debe ser entendido como interés resultante de la dialéctica política y deliberativa entre los intereses de los ciudadanos en tanto que individuos, no como interés de la colectividad, concíbase ésta como pueblo, como nación o de cualquier otra forma de entificación de la comunidad como comunidad en algo distinta de y superior a los ciudadanos individuales. De ahí que, también en paralelo con lo que en la penalística tradicional significa el principio de protección de bienes jurídicos, haya que excluir la legitimación de la administración para imponer sanciones en aras de entidades tales como el progreso, el aumento de la autodeterminación de una comunidad, la defensa de los signos de identidad colectiva y similares. Cuando se justifica la potestad
esclerosis del derecho sancionador, consecuencia nada deseable, pues también de su eficacia depende el bienestar colectivo”, por lo que “el régimen formal de imposición de las sanciones no es, y seguramente no puede ser, el mismo que el de las penas” (Quintero Olivares. Ob. cit., pp. 254 y 256, respectivamente). Resulta tentador explorar posibles analogías entre este tipo de justificaciones del la potestad sancionadora de la administración y las que, dentro del derecho canónico, se dan del ejercicio del ius puniendo de la Iglesia. Mientras que se ha hecho un gran esfuerzo para la justificación del castigo penal, las sanciones administrativas a menudo se fundamentan en la mera desobediencia a una institución, la administración, cuya sagrada misión es atender al bien común de los ciudadanos, a sus intereses generales. Mientras que la Iglesia puede sancionar –sin las garantías propias del derecho moderno– como medio en su porfía para que una vida sin pecado garantice a los fieles la beatitud en el Más Allá, la administración pública puede hacerlo para que los ciudadanos que le están sometidos sean felices y disfruten den grandes ventajas en este mundo terrenal. Cfr. el muy sugerente análisis de Albin Eser “Strafrecht in Staat und Kirche. Einige vergleichende Beobachtungen”, en D. Schwab (ed.). Staat, Kirche, Wissenschaft in einer pluralistischer Gesellschaft. Festschrift zum 65. Geburtstag von Paul Mikat, Berlín, Duncker & Humblot, 1989, pp. 493 y ss.
VI. Castigos y penas
administrativa en nombre de la autotutela, es decir, como defensa de la obediencia a las normas que la propia Administración da para velar por el interés público o el bienestar, es mejor atenerse a interpretaciones bien restrictivas de tales nociones y no perder de vista el difícil encaje que con las libertades constitucionales tienen ciertas técnicas y propósitos para conseguir resultados puramente estadísticos, objetivos meramente simbólicos o fines que sirven más a intereses políticos parciales que al bien de los ciudadanos. En cuanto al asunto de las garantías, a falta de que doctrinalmente se depure aún más un contenido bien preciso de esta noción y reconociendo que alguna modulación pueda estar justificada en determinados casos cuando se trata de que las sanciones respalden las labores propias de la administración, nos conformamos con enunciar una regla básica, que cabe denominar regla de equiparación de las garantías en función de la gravedad de las sanciones, o, más brevemente, regla de a sanción igual de grave, garantía igual de intensa. Consiste en lo siguiente: cuando dos sanciones suponen para el ciudadano común un grado idéntico o similar de daño o perjuicio en sus bienes o derechos, esas sanciones no han de poder aplicarse con un distinto nivel de respeto para las garantías frente a los poderes punitivos del Estado. En consecuencia, las modulaciones a la baja de tales garantías pueden tener alguna justificación cuando las sanciones administrativas sean más leves o menos “costosas” que las penales, y siempre que, además, se justifiquen con requerimientos tangibles y evidentes del hacer administrativo, pero en ningún caso resultará admisible la menor garantía frente a esas sanciones que frente a las penas cuando el contenido de aquéllas sea, en sí o en su aflictividad, idéntico al de las penas que se aplican a algún delito. Este postulado presupone la referencia fundamental a la operatividad de un derecho penal fuertemente garantista. Si tal presupuesto falla porque en el propio derecho penal el garantismo hace aguas, no quedará más remedio que tratar de refundar los principios de todo el derecho sancionador desde la base y en conformidad con las exigencias de un Estado de derecho tomado en serio.
19. el obediente, el enemigo, e l d e r e c h o p e n a l y j a ko b s Señala Jakobs las siguientes “peculiaridades típicas del derecho penal de enemigos”: 1. “Amplio adelantamiento de la punibilidad, es decir, cambio de la perspectiva del hecho producido por la del hecho que se va a producir, siendo aquí ejemplificadores los tipos de creación de organizaciones criminales o terroristas […] o del cultivo de narcóticos por parte de bandas organizadas.” 2. “Falta de una reducción de la pena en proporción a dicho adelantamiento.” 3. “Paso de la legislación de derecho penal a la legislación de la lucha para combatir la delincuencia.” 4. “Supresión de las garantías procesales” (acd: 58-59). Ese “derecho” denominado “derecho penal del enemigo” tal vez no es propiamente derecho, en opinión de Jakobs, y convendría delimitar de modo preciso esa su naturaleza conceptual, tal vez a-jurídica. Trazar hoy tal delimitación sería cometido prioritario de la ciencia jurídico-penal, según Jakobs. Tras enumerar estos que podríamos llamar los caracteres del tipo de normatividad asociada al combate frente a enemigos, distintos de los que son propios del derecho penal de ciudadanos, que trata con delincuentes “ordinarios”, vamos a ir analizando los fundamentos y las razones de fondo de ese derecho penal del enemigo. I. r e lac i n e n t r e p e r s o na y d e r e c h o A. la e f i c ac i a d e la s n o r m a s y la p r d i da d e la c o n d i c i n d e p e r s o na ¿Qué hace que una persona pierda su condición de tal y pase a mero individuo? Usa Jakobs una analogía bastante engañosa a este respecto. En efecto, en el Prólogo al libro que publica con Manuel Cancio dice Jakobs que
De modo que, por lo que se ve, la legislación de derecho penal no se dirige, al menos prioritariamente, a combatir la delincuencia. Será seguramente porque, como veremos, el derecho penal ordinario o del ciudadano tiene como función principal ratificar la confianza normativa de éste y motivarlo para que se mantenga en la obediencia a las normas. “El derecho penal de enemigos sigue otras reglas distintas a las de un derecho penal jurídico-estatal interno y todavía no se ha resuelto en absoluto la cuestión de si aquel, una vez indagado su verdadero concepto, se revela como derecho” (acd: 58). Vid. acd: 53-55, en relación con 61.
VI. Castigos y penas
De acuerdo con una cómoda ilusión, todos los seres humanos se hallan vinculados entre sí por medio del derecho en cuanto personas. Esta suposición […] es ilusoria porque un vínculo jurídico, si se pretende que concurra no sólo conceptualmente, sino en realidad, ha de conformar la configuración social; no basta con el mero postulado de que tal conformación debe ser. Cuando un esquema normativo, por muy justificado que esté, no dirige la conducta de las personas, carece de realidad social. Dicho con un ejemplo: mucho antes de la llamada liberalización de las distintas regulaciones respecto del aborto, estas rígidas prohibiciones ya no eran verdadero derecho (y ello con total independencia de qué se piense acerca de su verdadera justificación). Idéntica a la situación respecto del derecho en sí mismo es la de las instituciones que crea y, especialmente, la de la persona: si ya no existe la expectativa seria, que tiene efectos permanentes de dirección de la conducta, de un comportamiento personal -determinado por derechos y deberes- la persona degenera hasta convertirse en un mero postulado, y en su lugar aparece el individuo interpretado cognitivamente. Ello significa, para el caso de la conducta cognitiva, la aparición del individuo peligroso, el enemigo [dpe: “Prólogo”, 13-14].
Parece, pues, que al igual que una norma jurídica perdería su validez al convertirse en ineficaz, la construcción jurídica de la persona decae y el sujeto deja se ser tal y se torna mero individuo cuando incumple de determinada manera o en cierta medida reiterada los deberes jurídicos, o al menos los penales, que le incumben. Pero subyace en tal analogía un paralelismo posiblemente injustificado entre lo que es una propiedad de las normas o instituciones del sistema y lo que es una característica de los sujetos del sistema. Se está comparando la ineficacia normativa con la desobediencia subjetiva, el desuso de las normas con lo apropiado de las categorías mediante las que se califica a los sujetos; se está asimilando la pérdida de juridicidad de una norma que no se cumple ni se aplica con la pérdida de “personalidad” de un sujeto que no se atiene a una norma, aunque ésta sea eficaz. ¿Vale semejante equiparación entre propiedades de la norma y propiedades de las “personas”? Si la configuración jurídica del sujeto depende de la acción del mismo y no de la adscripción genérica por el derecho, ya no podrá en propiedad hablarse de que la persona sea un constructo del sistema jurídico mismo, sino, todo lo más, de constructo condicionado a ciertas prestaciones normativas del sujeto mismo. Es decir, no es el derecho el que hace del individuo persona, sino que persona sería solamente el individuo básicamente obediente. La persona sería la suma de dos elementos: uno normativo, consistente en ser centro de imputación de obligaciones por parte del sistema jurídico, y otro empírico-subjetivo, cual es una determinada actitud frente a tales obligaciones jurídicas imputadas.
19. El obediente, el enemigo, el derecho penal y Jakobs
Con ello en el aparente constructivismo de Jakobs se abre una importante brecha, pues el mismo Jakobs que nos había estado diciendo que hasta la misma culpabilidad es parte del tipo objetivo, que es imputada por el sistema y no resultado del conocimiento de atributos psíquicos del sujeto, admite ahora que hay un tipo de “maldad” subjetiva que se traduce en peligrosidad (incluso en mera peligrosidad abstracta, previa a la comisión de hechos dañosos) ante la que el sistema responde excluyendo de la condición de persona a tal sujeto peligroso. Sólo hay dos maneras de salir de tal incoherencia interna de su teoría: a. Entender que la pérdida de la condición de persona no se sigue de datos subjetivos (maldad, propósito individual de no atenerse a las pautas comunes), sino de elementos perfectamente objetivos y objetivables, como el número o el tipo de delitos cometidos. Pero en tal caso tendría Jakobs que justificar por qué unos delitos sí desposeen y otros no desposeen de la condición de persona, poniendo de relieve cuál es ese elemento común, fundamento de tal desposesión objetiva, que poseen tales delitos. Y, como luego veremos de nuevo, no se ve tal elemento objetivo común entre los ejemplos de tales delitos que Jakobs menciona (compárese por ejemplo la delincuencia sexual individual y la delincuencia económica organizada), ni es ese lenguaje objetivador el que Jakobs suele utilizar. b. Entender que tal condición de peligrosidad extrema e incompatibilidad con los fundamentos cognitivos del sistema jurídico la imputa el sistema jurídico mismo, en aras de reforzarse en sus fundamentos, tanto normativos como cognitivos, mediante la creación de “enemigos”, que no serían sino cabezas de turco (nunca mejor dicho) al servicio de la lubricación misma del sistema. Al fin y al cabo, si la “persona” es una creación social, parece que creación social puede ser también el individuo no-persona, que es su contrapunto. Y los hechos psíquicos no cuentan sino en tanto que interpretados desde una pauta que está normativamente sentada, por lo que no es que la norma se atenga a los tales hechos, sino que tales hechos indican lo que la norma dice que indican. La peligrosidad de ciertos sujetos, que lleva a desposeerlos de la “personalidad” y
“Persona es, por lo tanto, el destino de expectativas normativas, la titular de deberes y, en cuanto titular de derechos, dirige tales expectativas a otras personas; la persona, como puede observarse, no es algo dado por la naturaleza, sino una construcción social” (ndj: 20). “La valoración de hechos psíquicos depende del correspondiente contexto social: los hechos deben concebirse como meros indicadores de falta (o presencia) de fidelidad al ordenamiento jurídico” (ndj: 43). “Lo que un comportamiento significa depende de la semántica de la sociedad. La causalidad (hipotética) de una conducta per se no significa nada; al contrario, es necesario que también se produzca la atribución de lo acontecido al ámbito de cometidos de una determinada persona si se pretende alcanzar el plano del significado” (ndj: 43-44).
VI. Castigos y penas
sus correspondientes derechos, la crearía, así, arbitrariamente el sistema jurídico, con propósitos de facilitar la cohesión social que le debe servir de base, y más en este momento en que se ha tornado dificultosa tal prestación por otros sistemas, como el moral, el de educación, el religioso, etc., dado el pluralismo y multiculturalismo en que nuestras sociedades habrían caído, para disgusto de Jakobs. Desde aquí se explicaría lo heterogéneo y carente de hilo conductor o nexo que tiene la enumeración de ejemplos de “enemigo” que Jakobs suele citar, pues lo que los aglutina a todos no es la extrema peligrosidad en sí, sino su común función de chivos expiatorios. El individuo, convertido en “chivo” expiatorio, se animaliza, y así habla el propio Jakobs. La necesidad de señalar enemigos proviene de la conveniencia de construir a “los otros”, a los malos, por contraste con los cuales nos afirmaremos y aglutinaremos nosotros, los buenos, en torno a nuestro sistema comunitario de normas, prácticas y convicciones. Pero volvamos a la relación entre eficacia normativa y pérdida de la condición de persona. Oigamos de nuevo a Jakobs: Ningún contexto normativo, y también lo es el ciudadano, la persona en derecho, es tal –rige– por sí mismo. Por el contrario, también ha de determinar a grandes rasgos a la sociedad, sólo entonces es real […]. No existen delitos en circunstancias caóticas, sino sólo como quebrantamiento de las normas de un orden practicado” [dpe: 34]. Si se pretende que una norma determine la configuración de una sociedad, la conducta conforme a la norma realmente debe ser esperable en lo fundamental, lo que significa que los cálculos de las personas deberían partir de que los demás se comportarán conforme a la norma, es decir, precisamente no infringíéndola. Al menos en los casos de las normas de cierto peso, que se pueda esperar la fidelidad a la norma necesita de cierta corroboración cognitiva para poder convertirse en real [dpe: 37].
El razonamiento de Jakobs seguiría en esto la siguiente secuencia: a. todo derecho, para ser tal, ha de ser eficaz; b. la condición de persona la determina el derecho, es una construcción o producto jurídico-normativo; c. si un sujeto se sale de las reglas que el derecho señala para las personas, abandona la sociedad de las personas y se convierte en mero individuo, en enemigo; d. de esa manera, el derecho que hacía de ese sujeto una persona habría perdido su eficacia; e. por tanto, es la ineficacia de la norma, con su inevitable secuela de “ineficacia” de
Es decir, en función de sus necesidades internas y del mejor servicio a la prestación para el sistema social que lo justifica. Vid. infra.
19. El obediente, el enemigo, el derecho penal y Jakobs
la personalidad asignada, lo que determina la pérdida de la personalidad por el sujeto y su conversión en mero individuo, en enemigo. Creo que este razonamiento, si lo he reproducido correctamente en sus pasos, adolece de un grave vicio conceptual, por un lado, y, por otro, es expresión del grave prejuicio autoritario que lastra el pensamiento de Jakobs en los últimos tiempos. El defecto conceptual está en esa equiparación entre ineficacia de la norma y pérdida de la personalidad del sujeto. Lo que hace ineficaz una norma es su incumplimiento masivo, es decir, que no sea obedecida y que las instituciones competentes masivamente se abstengan o no sean capaces de imponer las consiguientes sanciones. Pero por el hecho, pongamos por caso, de que algunos contratos no se cumplan, o, mejor aún, de que un individuo incumpla siempre sus contratos, no deviene ineficaz el derecho contractual. Y, sobre todo, el que un delincuente delinca grave y reiteradamente no convierte a la norma penal correspondiente en ineficaz si a tal delincuente hay una alta probabilidad de que las instituciones judiciales le impongan la pena y las encargadas de aplicarla la apliquen. A lo que se suma que el supuesto de delincuencia masiva al que parece que Jakobs asocia la operatividad del derecho penal del enemigo no creo que se dé en la actualidad con ninguno o casi ninguno de los ejemplos que él suele mencionar como representativos (v. gr. delitos sexuales o de terrorismo. No vivimos rodeados de violadores y terroristas, por mucho que sean muy llamativos y dramáticos algunos de los pocos supuestos actuales de uno u otro de esos comportamientos). La incongruencia de la comparación que Jakobs hace proviene de que está asimilando un caso de incumplimiento masivo de una norma por multitud de sujetos al caso de un sujeto que incumple “masivamente” una o varias normas, y esas no son entidades parangonables en modo alguno. Las normas penales no fracasan cuando los sujetos delinquen, sino justamente al contrario, se realizan cuando los sujetos delinquen y se les imponen las penas correspondientes. La reincidencia del delincuente, cuando acontece, no muestra el fracaso de la norma penal, sino sólo de uno de sus componentes, si acaso, como es el propósito resocializador. Y tal fracaso la mayoría de las veces no será imputable a la norma misma, sino a las normas e instituciones complementarias encargadas de la ejecución de las penas. Si la cárcel no resocializa al homicida no es por culpa, creo, de la norma que pena el homicidio. Cuando un sujeto comete graves delitos o reincide no es su acción producto de un error del sistema jurídico al asignarle “personalidad” y derechos, sino al contrario: los derechos y garantías penales están precisamente para cuando el delito acontece. Cada vez que se condena en forma a un delincuente se ratifica el acierto de concederle derechos, no al contrario. Salvo que se piense, como me parece que le ocurre a Jakobs en los
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últimos tiempos y ya he señalado, que la función de la norma penal no es responder al delito sino instar la obediencia; que el paradigma y el punto de mira del derecho penal no es el delincuente, sino el ciudadano obediente, entregado y sumiso; que las normas penales existen para otorgar a los ciudadanos garantías de que los delincuentes no les van a dañar ni preocupar más, no para asegurar a los (sospechosos o acusados de) delincuentes que no van a ser objeto de las iras, la venganza o la búsqueda histérica de seguridad por las sociedades. En el fondo, el derecho penal del enemigo no reprime el delito, sino la heterodoxia. Veamos un texto en el que me parece que esa evolución de Jakobs y la elevación de la obediencia a supremo bien jurídico-penal quedan patentes: Por ello, no basta con contradecir al autor, después de su hecho, mediante la pena, confirmando de este modo la configuración de la sociedad; por el contrario, también ha de procurarse que no se incremente la probabilidad de ulteriores infracciones de la norma, de modo que las personas, temiendo por sus legítimos intereses, por su bien, no comiencen a dudar de la realidad del ordenamiento jurídico […]. Pero la vigencia de la norma no es un fin en sí mismo; las personas quieren establecerse en el ordenamiento jurídico y encontrar allí su libertad y su bienestar […] Brevemente: el hecho de que se sancionen las infracciones de la norma no es suficiente per se para el mantenimiento del orden, sino que, por el contrario, es necesario que en la mayoría de los casos se cumpla también la norma primaria. Para clarificar lo dicho: si se considera, por ejemplo, la norma primaria ‘no matarás’, y se añade la norma secundaria ‘y si lo haces, serás castigado’, no bastará, en caso de que haya homicidios en masa, que se pene también en masa; por el contrario, no deberán producirse homicidios masivos si se quiere que la realidad del derecho no se vea afectada [ndj: 54-55].
Así que acabaremos concluyendo que la manera de que el derecho no sufra es no aplicarlo a ciertos delincuentes, considerar que éstos no son sujetos de tales derechos. De esa manera el índice de homicidios bajará y estaremos satisfechos con la vigencia y la eficacia de la correspondiente norma penal, pues las muertes que tales individuos causaron no serán homicidios, sino actos de guerra, a los que se responde también desde la reglas empíricas de la guerra y no desde las normas del derecho penal y procesal. Lo llamativo, repito, es que Jakobs considere que esa prestación de orden asignada a las normas penales se consiga mediante la neutralización de ciertos “delincuentes” al margen de los límites y las garantías asociados a la norma penal. La manera, al parecer, de mantener la vigencia de la norma penal (y el orden consiguiente) en los casos de delincuencia masiva, es decir, de alta ineficacia de las prohibiciones penales, no consiste en reformar estas prohibiciones o preguntarse de dónde proviene el desajuste entre derecho penal y sociedad, sino en neutralizar a los
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más desobedientes mediante los procedimientos que libremente le parezcan al Estado más prácticos y expeditivos. Podríamos decir aquí que Jakobs da el salto de ver el derecho penal como mecanismo de estabilización contrafáctica de expectativas, tal como venía diciendo, en la estela de Luhmann, a entender que de nada sirve todo eso sin el derecho penal del enemigo como estabilización contrafáctica del orden comunitario, aunque sea a costa de la defraudación de las expectativas normativas, de las expectativas normativas de ese delincuente “malo”, que ve cómo para él no rige la norma que supuestamente ofrecía garantías a todos; y de las expectativas normativas de la sociedad, que contempla cómo subrepticiamente se introduce en las normas penales y procesales una cláusula tácita, que rezaría más o menos así: el principio de legalidad penal y el de debido proceso sólo rigen para los que en general obedecen, es decir, para los que menos uso necesitarán hacer de ellos. Y al enemigo, ni agua. B . s e g u r i d a d n o r m at i va ( d e l a v i g e n c i a d e l a s n o r m a s ) y s e g u r i d a d c o g n i t i va ( d e la r e a l i da d d e la o b e d i e n c i a ) Vayamos ahora con el tema de la seguridad cognitiva, tocado ya en los dos párrafos últimamente citados. Según Jakobs, para que exista sociedad las personas han de poder esperar que las normas se cumplan, al menos las más básicas, y las penales lo son. La sanción penal “ordinaria” es, como viene diciendo Jakobs desde hace muchos años, siguiendo a Luhmann, ratificación, a los ojos de esos ciudadanos, de la vigencia de la norma; o sea, con la pena se les comunica que es la norma previa la que sigue en vigor, y no la regla que, como alternativa, estaba proponiendo el delincuente con su conducta. A esto añade Jakobs ahora que
Dice Jakobs que los límites en el trato con los enemigos no son más que límites autoimpuestos por el Estado por razones estratégicas (zweckorientierte Selbstbindungen), pensando sobre todo en la posibilidad de que el enemigo quiera retornar a la obediencia. Pero que si no queda nada de esta posibilidad, ninguna razón restará tampoco para que el Estado se pare en límites, y tal sería el caso de los encerrados en Guantánamo, según expresamente menciona (SS: 44). Cfr. E. Peñaranda Ramos, C. J. Suárez González y M. Cancio Meliá. “Consideraciones sobre la teoría de la imputación en Günther Jakobs”, en Jakobs. Estudios de derecho penal, Madrid, Universidad Autónoma de Madrid/Civitas, 1997, pp. 18 y ss. Dicen estos autores (p. 18) que “se han ido produciendo variaciones muy significativas en lo referente al papel que juega un elemento particularmente discutido, el del ‘ejercicio de la fidelidad al derecho’, en su concepción de la prevención general (positiva)”. En la obra reciente de Jakobs puede verse a este respecto por ejemplo ndj: 48 y ss. Sintetiza Jakobs así el contenido de esas páginas: “el hecho significa una rebelión contra la norma, y la pena rechaza esa rebelión; al mismo tiempo, mediante el dolor que aquélla inflige, se elimina el riesgo de una erosión general de la vivencia de la norma: a esto se llama ‘prevención general positiva’ […] lo decisivo es la protección de la vigencia de la norma” (ndj: 48). Sería muy interesante detenerse a contrastar si el
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la pena privativa de libertad sirve también para asegurar al delincuente para que no vuelva a causar el mismo daño. Pero, al parecer, todo esto no basta y los ciudadanos necesitan también seguridad cognitiva; esto es, no basta reiterarles comunicativamente que la norma sigue vigente, sino que han de poseer seguridad de que de hecho la norma va a ser cumplida, seguridad cognitiva, por tanto. ¿Pero qué significa tal cosa? En Jakobs significa que hay que sacar de la sociedad a los que por hábito o deliberación no cumplen las normas. La referida seguridad cognitiva sería total y plena allí donde no existiera ni el más mínimo riesgo de delito, porque el acatamiento a la norma se asegurase por medios tan eficaces que no dejaran lugar a escapatoria. Es fácil pensar al efecto en sociedades “orwellianas” y “mundos felices”. Pero Jakobs no da el paso de proponernos sistemas de manipulación de conductas que aseguren ese objetivo. Lo que nos dice es que la privación de la condición de persona al enemigo sirve a tal seguridad cognitiva. Pero ¿cómo? Téngase en cuenta que lo que propone no es afinar al máximo los instrumentos ordinarios del derecho penal, al fin de que su plena eficacia reduzca la delincuencia al mínimo y nos permita vivir lo más confiadamente posible. No, lo que dice es que a tal seguridad cognitiva sirve el enviar al limbo jurídico, a un mundo
cambio de lenguaje o de acento de Jakobs, que antes solía explicar el hecho delictivo como comunicación que ofrece una alternativa a la norma vigente y que ahora más bien lo caracteriza como “rebelión contra la norma”, encierra un cambio importante de fondo. Me parece que sí, y que por eso ahora el delincuente ya no es el mero portador de una alternativa a la norma, sino el “malo” que se rebela contra la sociedad que con las normas se constituye. Pero sería necesario fundamentar esta hipótesis con un detenimiento que aquí no cabe. Cfr. acd: 56-57. La función comunicativa de la pena opera sólo entre quienes en el fondo están de acuerdo en los contenidos de tal comunicación, pues tienen la “disposición jurídica” de acatar las normas, aunque algún incidente puntual pueda inducirlos a un incumplimiento que no es más, en el fondo, que un error (cfr. infra). Pero con el que no está de acuerdo no se toma el sistema la molestia de comunicar nada, simplemente se lo excluye de la comunicación y, con ello, de los derechos. Sólo hay derechos entre los que están de acuerdo con las normas que los otorgan o los limitan; los disidentes, los reticentes y los insumidos no tienen derechos porque no admiten el derecho, que es el derecho vigente, sea cual sea su contenido, pues de la relevancia del contenido para lo que estamos hablando o para lo “legítimo” o justificado de la condición asignada de enemigo nada dice Jakobs. Su particular normativismo rebasa con esto cualquier positivismo jurídico de los del siglo xx (Kelsen, Hart, Bobbio…) y nos arroja de bruces a una forma posmoderna de positivismo ideológico. “La personalidad es irreal como construcción exclusivamente normativa. Sólo será real cuando las expectativas que se dirigen a una persona también se cumplan en lo esencial. Ciertamente, una persona también puede ser construida contrafácticamente como persona, pero, precisamente, no de modo permanente o siquiera preponderante. Quien no presta una seguridad cognitiva suficiente de un comportamiento personal, no sólo no puede esperar ser tratado aún como persona, sino que el Estado no debe tratarlo ya como persona, ya que de lo contrario vulneraría el derecho a la seguridad de las demás personas” (dpe: 47). En consecuencia, no es el derecho el que constituye a la persona al hacer a todo individuo titular de derechos, sino al revés: es el individuo que obedece las normas el que se hace merecedor de la personalidad y los derechos; el que no, no.
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sin derechos ni garantías, a ciertos delincuentes. Pero, ¿qué seguridad cognitiva me brinda a mí el hecho de que un violador sea castrado, que un sospechoso de simpatizar con un grupo terrorista sea encerrado o que un grupo de presuntos (ni siquiera probados) fanáticos islamistas sea encerrado en Guantánamo? El hecho de que se prive de derechos y se aísle o se inocuice por completo a ciertos delincuentes sólo me asegura que esos delincuentes no van a volver a delinquir, pero no necesariamente, ni mucho menos, me asegura que disminuyan las posibilidades o los índices del delito de que se trate. Por tanto, esa equiparación entre aumento de la referida seguridad cognitiva y derecho penal del enemigo es más que problemática. No necesariamente, ni mucho menos, disminuye el riesgo global de delito, a lo que se añade que al tiempo que se intenta disminuir la probabilidad de violación de una norma se manda a la sociedad el mensaje de que no están ya sin excepción vigentes otras normas, las que recogen las garantías procesales y penales. Así que lo que con una mano se da, con otra se quita, en términos de estabilización social mediante el derecho y garantía de la identidad normativa de una sociedad. Volveremos sobre esto último. C. los ejemplos y los casos Llama la atención siempre ver qué ejemplos maneja Jakobs. Los ejemplos son lo menos inocente de su teoría y lo que mejor enseña el potencial expansivo de su idea de enemigo. Veamos el que trae a colación a propósito de esto de la seguridad cognitiva. Inmediatamente después del párrafo anteriormente citado, añade: Un ejemplo extremo: si debo contar seriamente con la posibilidad de ser lesionado, víctima de un robo o quizás incluso de un homicidio en un determinado parque, la certeza de estar en todo caso en mi derecho no me conducirá a entrar en ese parque sin necesidad. Sin una suficiente seguridad cognitiva, la vigencia de la norma se erosiona y se convierte en una promesa vacía, vacía porque ya no me ofrece una configuración social realmente susceptible de ser vivida [dpe: 37].
Creo que la pregunta se impone por sí sola: ¿qué aporta para mi seguridad cognitiva y mi disposición a entrar en ese parque el hecho de que se considere
Es ocioso aludir al efecto justamente contrario que han producido ciertos modos de tratar recientemente el terrorismo islámico en determinados países. A esa posible “falta de efectividad (en el plano preventivo-fáctico) de tales normas del ‘derecho penal del enemigo’” alude Manuel Cancio “ ‘Derecho penal’ del enemigo y delitos de terrorismo. Algunas consideraciones sobre la regulación de las infracciones en materia de terrorismo en el Código Penal español después de la LO 7/2000”, Jueces para la Democracia, n.º 44, 2002, p. 22.
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enemigos y se prive de derechos a los delincuentes sexuales, los traficantes de drogas o los delincuentes económicos de bandas organizadas? Me parece que nada. Para que esa seguridad cognitiva mía se diera deberían garantizarme dos cosas: una, que también reciben trato de enemigos los homicidas, los ladrones y los que puedan lesionarme (¿también, por ejemplo, los que puedan atropellarme con una bicicleta?); y dos, y sobre todo, que dicho tratamiento sea criminológicamente eficaz y de hecho reduzca a muy escasas o nulas mis posibilidades de sufrir cualquiera de esos contratiempos. Lo uno más lo otro, esto es, la ansiada seguridad cognitiva, sólo es alcanzable, teóricamente, en una sociedad orwelliana, pero jamás y por definición en un Estado de derecho. Se replicará a lo anterior que quizá el ejemplo de Jakobs es poco afortunado, pues para él enemigos no son los homicidas o ladrones “normales”, sino sólo los terroristas, grandes traficantes o delincuentes empedernidos. Bien, pero si la clave es la seguridad cognitiva del ciudadano, y dado que mis posibilidades de morir a manos de un vulgar atracador o un homicida de medio pelo son mucho mayores que las de perecer en un atentado terrorista, ¿no debería verse favorecida mi seguridad cognitiva inocuizando a cualquier homicida o atracador potencial tanto o más que a los sospechosos de terrorismo? La doctrina de Jakobs sólo se torna coherente cuando se radicaliza por completo y se hace que correspondan sus ejemplos con sus filosofías. Y esto es tanto como decir cuando el derecho penal desaparece y se reemplaza por otros medios de gestión y eliminación de la desobediencia. La seguridad cognitiva en la que piensa Jakobs no es una seguridad estadística, que es la única que realmente tendría sentido respecto de un sistema penal en funcionamiento en un Estado de derecho; es decir, no tiene que ver con la alta o baja probabilidad de delito, sino que es una seguridad referida a los individuos y sus actitudes e intenciones. Tal seguridad, por tanto, no deriva de que un sistema penal sea eficiente en la persecución y disminución del delito, sino de que consiga apartar de la sociedad y de la posibilidad de dañarla al delincuente. Y, lógicamente, tal seguridad aumenta considerablemente si al delincuente no se le trata meramente ex post facto, sino que se adelanta la barrera al tratamiento del delincuente meramente sospechoso, probable o verosímilmente posible. En las palabras, siempre oscuras, de Jakobs: Lo mismo sucede con la personalidad del autor de un hecho delictivo: tampoco ésta puede mantenerse de modo puramente contrafáctico, sin ninguna corroboración cognitiva. Si se pretende no sólo introducir al otro en el cálculo como individuo, es decir, como ser que evalúa en función de satisfacción e insatisfacción, sino tomarlo como persona, lo que significa que se parte de su orientación con base en lo lícito y lo ilícito, entonces también esta expectativa normativa debe encontrarse cimentada, en
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lo fundamental, de manera cognitiva, y ello con tanta mayor claridad como mayor sea el peso que corresponda a las normas en cuestión [dpe: 38].
Así pues, el derecho penal, a través de las medidas de seguridad, y el derecho del enemigo, no responden a hechos meramente, sino que “tratan” personalidades para someterlas o, cuando esto no es posible, aislarlas de la sociedad. Persona es el sujeto del que con fundamento presumimos que se guiará por las normas en lugar de andar a su aire. De nuevo vemos que el derecho no es servicio a la libertad igual de todos, sino a la común sumisión. De la persona no hace falta calcular cuál será su conducta posible o a qué se atendrá, pues lo sabemos de antemano: actuará conforme a lo establecido. El otro, el que nos desconcierta y nos inquieta, no es persona; el diferente no es persona, es enemigo. No se trata con hechos, sino con personalidades, es decir, con modos subjetivos de ser y estar. Sólo tiene personalidad jurídico-penal quien tiene una determinada personalidad subjetiva, psicológica y política. Volveremos más adelante al tema de los casos y los ejemplos. II. norma penal y sancin penal En el fondo se diría que lo que hay en el Jakobs que habla del derecho penal del enemigo es una muy peculiar teoría de las normas. En efecto, parece que la norma no es alternativa de comportamiento, es decir, tipificación de un deber que, en aras de la libertad constitutiva de los sujetos, tanto puede ser obedecido como desobedecido, si bien para la desobediencia se prevé el precio (o el mensaje) de la sanción. La norma penal no es el esquema dual que asocia la juridicidad a un comportamiento y la antijuridicidad al comportamiento
“Quien no presta una seguridad cognitiva suficiente de un comportamiento personal, no sólo no puede esperar ser tratado aún como persona, sino que el Estado no debe tratarlo ya como persona, ya que de lo contrario vulneraría el derecho a la seguridad de las demás personas” (dpe: 47-48). “Un individuo que no admite ser obligado a entrar en un estado de ciudadanía no puede participar de los beneficios del concepto de persona” (dpe: 40). “La reacción del ordenamiento jurídico frente a esta criminalidad se caracteriza […] por la circunstancia de que no se trata en primera línea de la compensación de un daño a la vigencia de la norma, sino de la eliminación de un peligro: la punibilidad se adelanta un gran trecho hacia el ámbito de la preparación, y la pena se dirige hacia el aseguramiento frente a hechos futuros, no a la sanción de hechos cometidos” (dpe: 40). O, como dice en otro lugar Jakobs, “el problema de legitimidad se plantea a propósito de qué debería hacer el Estado cuando un autor acredita un comportamiento que excluye que en el futuro no se puede confiar en que se someta a la norma” (SS: 42). Y la respuesta que da es clara: considerar que no es persona, por razón de esa su potencialidad delictiva (ibíd.), y que, por tanto, no tiene derechos ni hay más límite a su neutralización como dueño de sus actos que lo que el Estado considere oportuno, en función del grado en que evalúe esa su peligrosidad (cfr. infra).
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opuesto, sino diseño de un modelo único de conducta, que no admite, por tanto, más respuesta que la obediencia. Habría obediencia plena, que es realización perfecta de la norma, con incumplimientos puntuales, por despistes o debilidades ocasionales que no suponen “intención” de cuestionar a fondo y con vocación de futuro la norma correspondiente. A estos incumplimientos puntuales, que no abrigan propósito de desobediencia ni enfrentamiento con la norma, se aplican las sanciones penales, para ellos funciona el sistema penal como refuerzo de las expectativas normativas. Pero cuando la desobediencia es plena, cuando el individuo se enfrenta con determinación a la norma, sale del esquema de ésta, en el que tal desobediencia no cabe, y queda expulsado de la sociedad que el derecho constituye. Tal sociedad jurídicamente constituida ya no es aquella en que conviven ciudadanos que acatan las normas y delincuentes, esto es, ciudadanos que las incumplen, incluso con deliberación y convicción. No, en sociedad sólo interactúan bajo las reglas todos aquellos y sólo aquellos que quieren cumplirlas (aunque puedan en alguna ocasión desfallecer). Por tanto, sólo poseen derechos los que aceptan las obligaciones. Las obligaciones anteceden a los derechos y son su fundamento. Los otros sujetos, los que se resisten a las normas penales, quedan por fuera del sistema jurídico, pues en las normas de éste, como ya señalé, no habría previsión para ellos, y no habría previsión en ninguno de los sentidos: ni para imponerles obligaciones ni para reconocerles derechos. Tales sujetos son meros objetos para el derecho. En resumen, el derecho penal funcionaría con arreglo al siguiente esquema: a. Las normas penales constituyen al ciudadano estableciendo qué deberes de obediencia lo caracterizan. b. Dichas normas también prevén el precio que el ciudadano debe pagar por sus incumplimientos ocasionales de tales deberes y para no perder tal condición de ciudadano. c. El derecho penal no se refiere a los ciudadanos que no quieran obedecer, y al no referirse a ellos los deja sin los derechos que son el correlato de la aptitud general de obediencia de la que tal sistema penal parte.
Creo que puede verse una expresión literal de esto en el siguiente párrafo de Jakobs: “Con ello, hemos pasado de un entendimiento cognitivo a una comprensión normativa de lo social: las personas deben cumplir deberes y, como puede añadirse de inmediato, son también titulares de derechos. Es en este contexto en el que la pregunta arriba mencionada obtiene su sentido pleno: ¿cómo pudiste hacer tal cosa en cuanto persona, cuando las personas se constituyen a través de la fidelidad al ordenamiento jurídico? La persona preguntará a su vez que de dónde va a extraer las ganas, el interés en cumplir normas que no le aportan ventaja alguna, manifestando con tal réplica al mismo tiempo que ella misma no se ha entendido como persona. La respuesta a la pregunta es que es cometido suyo procurarse la disposición de cumplir la norma” (ndj: 19-20).
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La teoría penal de Jakobs explica la norma, el delito y la sanción como comunicaciones relativas a modelos socialmente válidos de comportamiento. Se apoya para tal punto de partida en la teoría social sistémica de Luhmann. Pues bien, sólo tiene un mínimo sentido y una mínima coherencia esa concepción de la norma, del delito y la sanción como comunicaciones, en el contexto de una teoría social que entiende que todo acontecer social es un acontecer comunicativo y que no hay comunicación extrasistémica ninguna. Si esto es así (y así tiene que ser, como he dicho, para que haya en Jakobs una mínima coherencia teórica y no una simple amalgama de elementos doctrinales inconexos e incompatibles) no tenemos más remedio que concebir también que lo que el sistema jurídico hace con los “enemigos” es igualmente una comunicación del sistema jurídico. El código binario del sistema jurídico es jurídico/antijurídico, y no puede operar con una tercera categoría, la de a-jurídico. En otros términos, el derecho sólo puede contemplar las conductas como permitidas (jurídicas) o no permitidas (antijurídicas), y todo lo que no reciba uno de esos calificativos deberá recibir el otro. Esto implica o que lo no (expresamente) prohibido está permitido (así funcionan los sistemas jurídicos actuales por imperativo de las prestaciones que cada sujeto ha de realizar para los demás [sub]sistemas sociales) o que lo no (expresamente) permitido está prohibido. Tertium non datur. Si esto es así, no puede mantenerse que el trato que reciben los enemigos carezca de lectura jurídica. Es decir, el comportamiento del enemigo o está prohibido o está permitido. El derecho no puede verlo de otra manera, de una tercera manera; ni puede dejar de verlo bajo su óptica, pues no hay conductas excluidas de la calificación jurídica. Así que me parece que no hay más remedio que admitir que en el planteamiento de Jakobs el derecho penal lo que hace es desdoblar el elemento sancionatorio, de tal manera que una norma penal contendría el siguiente mensaje triple: 1. al que obedezca no puede imponérsele ningún castigo; 2. al que desobedezca puntualmente o sin intención de cuestionamiento radical se le impone la sanción típica; 3. al que desobedezca reiteradamente o al que (aun sin desobedecer: adelantamiento de las fronteras
Sin embargo, no parece ser la de la coherencia teórica la preocupación central de Jakobs en estos momentos, y por eso no tiene interés ninguno en presentar las medidas del derecho penal del enemigo como diálogo o comunicación como el individuo peligroso. Otra cosa es la interpretación que aquí proponemos y que presentaría tales medidas como mensaje a los buenos ciudadanos para que se mantengan en su disciplinada actitud. A los sujetos peligrosos, decretados enemigos, se les priva no sólo de los derechos formales, sino también de la condición de interlocutores en la comunicación normativa, como a los animales: “Con este lenguaje –adelantando la punibilidad, combatiendo con penas más duras, limitando las garantías procesales–, el Estado no habla con sus ciudadanos, sino que amenaza a sus enemigos” (acd: 59).
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de la punibilidad) tenga intención de desobediencia radical (enemigo) se le puede imponer cualquier castigo o medida. O, desde otro punto de vista, lo que se muestra es que el enemigo sí es originariamente destinatario de obligaciones jurídicas, pero, en cuanto que las obligaciones anteceden a los derechos y en cuanto que éstos sólo se mantienen bajo una actitud básica de acatamiento de aquellas obligaciones, el incumplidor convencido o reiterado (o el que puede llegar a serlo) pierde sus derechos como ciudadano y queda convertido en enemigo y sin derechos en propiedad. Conforme a lo anterior, el trato que se otorga a los que caen en ese tercer grupo, a los enemigos, también habrá de tener algún significado comunicativo. Según Jakobs, la sanción “normal”, que sería la que corresponde a lo que vengo llamando la desobediencia puntual, sirve a la estabilización contrafáctica de las expectativas normativas y contiene, por consiguiente, el mensaje de que el contenido de la norma sigue vigente pese a ese ocasional incumplimiento. En cambio, el problema de los enemigos sería que no se limitan a plantear una alternativa a la vigencia de la norma, proponiendo una norma distinta como guía válida de conducta, sino a negar la normatividad misma, con lo que perdería base la expectativa cognitiva de que hay sistemas normativos efectivos. Y la reacción del sistema jurídico aquí sería la de la exclusión o neutralización de tales individuos, retirándoles el trato y la condición de personas. Se les retira de la circulación para que los ciudadanos vean que todas las personas que en sociedad interactúan se atienen básicamente a las normas, que no hay nadie que campe por sus respetos fuera de ellas u obre con modelos radicalmente alternativos a ellas o de ellas. Se les quita de en medio. De esa forma, la expectativa cognitiva de que nos guiamos todos básicamente por las mismas pautas se confirma, porque desaparecen de nuestra vista los que no lo hacen así, dejan de ser nuestros interlocutores, pues ya no vuelven a poder comunicarse con nosotros y, en lugar de eso, el sistema simplemente nos comunica que no existen, que no son personas, que son objetos o animales, que no están a nuestro nivel y no son
Como señala Manuel Cancio, “el derecho penal del enemigo no estabiliza normas (prevención general positiva), sino demoniza determinados grupos de infractores” y, “en consecuencia, el derecho penal del enemigo no es un derecho penal del hecho, sino de autor” (Cancio Meliá. “¿‘Derecho penal’ del enemigo?”, cit., pp. 93-94). “A diferencia de la pena […] no es derecho también respecto del que es penado; por el contrario, el enemigo es excluido” (dpe: 56). “Ya no se trata del mantenimiento del orden de personas tras irritaciones sociales internas, sino que se trata del restablecimiento de unas condiciones del entorno aceptables por medio de la –si se me permite la expresión– neutralización de aquellos que no ofrecen la mínima garantía cognitiva necesaria para que a efectos prácticos puedan ser tratados en el momento actual como personas” (acd: 60).
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verdaderas comunicaciones las acciones/emisiones suyas que han dado lugar a su expulsión del grupo social, del grupo de las personas. Se cierra así el círculo: no hay alternativas a la obediencia. Hemos dado el salto del derecho penal a un sistema distinto, mero gestor de obediencia por la vía de la muerte civil y penal (y tal vez física) del que se resiste en serio o es sospechoso de poder llegar a tal. Las distopías más temibles comienzan a tener su doctrina habilitadora. Repárese en que se da un paso más allá del derecho penal propio de las dictaduras, hacia un modelo autoritario que más que represivo de la disidencia radical es supresor de ella. En efecto, en las dictaduras la política criminal adopta dos modelos, que pueden combinarse: por un lado, tipificación de más comportamientos, unida, en su caso, a endurecimiento de las penas; y, por otro, empleo de medios represivos sustraídos al derecho, pero que tratan de ocultarse. Es decir, en las dictaduras al uso al tenido por delincuente o se le combate con los medios del derecho penal o se le masacra con conciencia de la antijuridicidad de tal proceder, aunque se justifique en otro nivel por razones de Estado. En cambio, con el modelo del jakobsiano derecho penal del enemigo un régimen político autoritario ya no necesitará ni endurecer la ley penal ni poner a sus aparatos de seguridad a operar clandestinamente, pues ha desdoblado la ley penal limitando sus efectos benéficos sólo a los obedientes y a los bien dispuestos que puedan incurrir en ocasionales debilidades o despistes, y haciendo que sea esa misma ley la que tácitamente declare sin derechos ni garantías a los desobedientes radicales o sospechosos de poder llegar a serlo. Mediante semejante reinterpretación de los fundamentos del sistema penal, y del jurídico todo, ya no será necesario ni derogar la Constitución ni suprimir formalmente la democracia, pues una y otra sólo se dan para “personas”, es decir, para obedientes y conformes. Algún jakobsiano podría alegar que la pérdida de la condición de “persona” por los enemigos, pérdida que hace que no sean ciudadanos, sino animales, no es imputación del sistema jurídico, sino mero correlato de atributos de tales individuos, con lo que no tendría razón de ser esa lectura de la norma jurídica que acabamos de hacer como portadora de un triple mensaje. Pero creo que este argumento carece de toda viabilidad, desde el momento en que dicha condición la asocia Jakobs a actitudes frente a las normas. A un animal no se le califica
Tal vez por eso dice que “un derecho penal del enemigo al menos implica un comportamiento desarrollado con base en reglas, en lugar de una conducta espontánea e impulsiva” (dpe: 22). Sobre esta base pierde su peso la comparación que a veces hace Jakobs entre el derecho penal del enemigo y la necesidad que la sociedad tiene de protegerse frente a los incapaces para la comunicación y la comprensión ordinaria, como niños o locos. Porque resulta que esos grandes delincuentes no sólo no están
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como tal por su actitud frente a las normas, en cambio a un enemigo sí. Luego sólo metafóricamente es un animal (obviamente) y, lo que es más importante, se construye desde las normas, se construye normativamente. Son las propias normas, si bien en la versión de Jakobs que he tratado de esquematizar hace unos momentos, las que distribuyen el tratamiento entre personas y no personas, asignando a los individuos a uno de los dos grupos en función de su actitud ante las normas mismas. Conviene resaltar también que el Jakobs del derecho penal del enemigo maneja un concepto de pena que se ha hecho más complejo y que no tiene ya sólo valor comunicativo. Es decir, junto a la prevención general positiva aparece ahora la prevención negativa. Así, nos dice Jakobs que La pena es coacción […] de diversas clases, mezcladas en íntima combinación. En primer lugar, está la coacción en cuanto portadora de un significado, portadora de la respuesta al hecho: el hecho, como hecho de una persona racional, significa algo, significa una desautorización de la norma, un ataque a su vigencia, y la pena también significa algo, significa que la afirmación del autor es irrelevante y que la norma sigue vigente, sin modificaciones, manteniéndose, por lo tanto, la configuración de la sociedad. En esta medida, tanto el hecho como la coacción penal son medios de interacción simbólica, y el autor es tomado en serio en cuanto persona; pues si fuera incompetente, no sería necesario contradecir su hecho. Sin embargo, la pena no sólo significa algo, sino que también produce físicamente algo: así, por ejemplo, el preso no puede cometer delitos fuera del centro penitenciario: una prevención especial segura durante el lapso efectivo de la pena privativa de libertad […]. En esta medida, la coacción no pretende significar nada, sino que quiere ser efectiva, lo que implica que no se dirige contra la persona en derecho, sino contra el individuo peligroso. Esto quizás se advierta con especial claridad si se pasa del efecto de aseguramiento de la pena privativa de libertad a la custodia de seguridad en cuanto medida de seguridad […] Por lo tanto, en lugar de una persona que de por sí es competente y a la que se contradice a través de la pena aparece el individuo peligroso, contra el cual se procede –en este ámbito: a través de una medida de seguridad, no mediante una pena– de modo físicamente efectivo: lucha contra un peligro en lugar de comunicación, derecho penal del enemigo (en este contexto: derecho penal al menos en un sentido amplio: la medida de seguridad tiene como presupuesto la comisión de un delito) en vez de derecho penal del ciudadano [dpe: 23-24].
incapacitados para comprender el sentido de las comunicaciones sociales, sino, al contrario, son los que mejor las entienden, hasta el punto de que pueden instrumentalizarlas en su favor o invertirlas. En relación con esto, cfr. Cancio Meliá. “¿‘Derecho penal’ del enemigo?”, en G. Jakobs y M. Cancio Meliá. Derecho penal del enemigo, Madrid, Civitas, 2003, p. 88.
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Si entiendo bien este párrafo, nos está indicando Jakobs que la sanción es compleja y la condición de enemigo es gradual. Lo primero porque la pena hablaría a la sociedad en términos de refuerzo de la vigencia de la norma y de la consiguiente identidad normativa de la sociedad, pero, al tiempo, al delincuente tanto o más que hablarle lo que hace es ponerlo a recaudo para que no vuelva a delinquir, al menos en el caso de las penas privativas de libertad. Ese delincuente no cuenta prioritariamente como interlocutor (prevención positiva), sino como “individuo peligroso” del que hay que evitar, mediante su encierro, la comisión de nuevos delitos. En cuanto al carácter gradual de la condición de enemigo, se ve que todo el que incurre en delito castigado con pena privativa de libertad adquiere la condición de “individuo peligroso”, que ese peligro, si es mayor, puede hacerlo acreedor de una medida de seguridad que lo aísle de la sociedad, y que en algún momento de ese tránsito, momento que Jakobs no concreta, ese individuo meramente peligroso se ha convertido en enemigo. Y de nuevo queda sin respuesta precisa la pregunta de qué nota o característica marca ese paso de la mera peligrosidad a la plena “enemistad”. Pues vemos, además, que ya en el derecho penal “normal”, es decir, el que se aplica según las reglas del sistema jurídico-penal y no por fuera de él, hay derecho penal del ciudadano y derecho penal del enemigo, éste relacionado principalmente con ciertas medidas de seguridad. Con lo cual lo que ahora se desdoble es el derecho penal del enemigo, entre uno que es reacción a un delito y otro que es “por fuera” de los esquemas de la ley penal y sus garantías de aplicación. Todo esto nos lleva a la duda sobre quién es verdaderamente el enemigo, objeto del apartado siguiente. III. ¿quin puede ser enemigo? Visto lo anterior, acabamos por no saber si el enemigo es meramente el delincuente en general, el delincuente de ciertos delitos, el delincuente reincidente o el sujeto que mantiene ciertas actitudes ante las normas y la sociedad, aunque ni siquiera se reflejen en hechos. La hipótesis que aquí manejaré es que la heterogeneidad de los supuestos y los ejemplos que Jakobs maneja, así como la diversidad de caracteres con que trata de caracterizar al enemigo, por contraste con el ciudadano, sólo se puede explicar desde la siguiente interpretación: enemigo es todo aquel que en sus comportamientos o en sus actitudes diverge de
Similarmente, ndj: 57-58. “El enemigo es un individuo que, no sólo de manera incidental, en su comportamiento (delitos sexuales; ya el antiguo delincuente habitual ‘peligroso’ según el pgfo. 20 a Código penal alemán) o en su ocupa-
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la propensión a la obediencia con que se delimita al ciudadano. Ciudadano es el que de hecho obedece o que en general quiere obedecer a todas las normas del sistema, si bien puede caer en ocasionales desfallecimentos de ese propósito o en errores aislados que lo hagan ser incongruente con él. Por eso el delincuente no meramente ocasional o irreflexivo no es ciudadano. Pero a esto se añade que el reparto de los calificativos de ciudadano y enemigo no ocurre con arreglo a una lógica perfectamente binaria, en términos de lo uno o lo otro sin más matices, sino en escala, con una zona intermedia de grises. Comencemos por lo heterogéneo de los ejemplos y los caracteres con que Jakobs retrata al enemigo. Lo primero que hay que decir es que sus ejemplos sólo son representativos de una parte de los “enemigos”, de los grados más altos de la escala. Esto es muy importante. Los merecedores del tratamiento propio del derecho penal del enemigo no son sólo los que suele mencionar en los ejemplos, sino muchos más. Me parece que esto responde a que habría algo así como una parte general y una parte especial del derecho penal del enemigo. La parte general corresponde al retrato del enemigo como delincuente por tendencia u organizado, sea cual sea el delito de que se trate y siempre que revista cierta gravedad. La parte especial, usada por Jakobs para sus ejemplificaciones, consiste en las concretas leyes alemanas que contienen ya planteamientos de tal derecho
ción profesional (delincuencia económica, delincuencia organizada y también, especialmente, tráfico de drogas) o principalmente a través de su vinculación a una organización (terrorismo, delincuencia organizada, nuevamente el tráfico de drogas o el ya antiguo ‘complot de asesinato’) es decir, en cualquier caso, de una forma presuntamente duradera, ha abandonado el derecho y, por tanto, no garantiza el mínimo cognitivo de seguridad del comportamiento personal y demuestra ese déficit a través de su comportamiento” (acd: 59). Sólo así se explica el afán de Jakobs por emparentar su construcción con los precedentes existentes en autores ilustrados como Hobbes, Kant, Fichte, Rousseau, etc., en todos los cuales es el delito per se y no un especial grado de gravedad de la acción o de maldad o indocilidad del sujeto lo que convierte a éste en alguien que se sustrae al contrato social y pierde la legitimidad para solicitar el respeto de sus derechos, pues él es el que con su acción se ha salido de la relación jurídica y ha optado por una relación puramente fáctica o de fuerza. Vid. dpe: 25 y ss. De ahí una de las supremas paradojas de esta doctrina de Jakobs: en cuanto que el derecho penal propiamente dicho es derecho penal del ciudadano, y en cuanto que lo que caracteriza al ciudadano es su actitud positiva frente al derecho, su inclinación a la obediencia, resulta que el derecho penal es el derecho que castiga los fallos o caídas de los obedientes, no el que sanciona a los verdaderos desobedientes. A éstos no se les castiga penalmente, sino que, en cuanto enemigos, se les reprime mediante las medidas del derecho penal del enemigo, que no es propiamente derecho, o es, si acaso, un derecho en el que no se reconocen los derechos. Expresamente caracteriza Jakobs al delincuente que no se sale del derecho penal como “persona que actúa erróneamente” (dpe: 41), que ha cometido un error (dpe: 47). Y usa ese criterio con propósitos delimitadores, aclarando que cuando el comportamiento dañino de alguien difícilmente admite ser explicado como fruto de un error del autor, sino que resulta de una marcada tendencia o envuelve un propósito claro, estaríamos ya ante enemigos (vid. ibíd.).
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penal del enemigo, en concreto, las referidas a la criminalidad económica, terrorismo, criminalidad organizada, delitos sexuales “y otras infracciones penales peligrosas” y crímenes en general. Vemos, pues, que la enumeración es siempre abierta, como corresponde a lo genérico de la definición de enemigo, y que no es el tipo o entidad del delito, o su potencial dañosidad, lo que acarrea la pertenencia a la categoría del derecho penal del enemigo, sino un tipo de sujetos y actitudes frente a la normatividad social. Por eso puede Jakobs comparar y meter en el mismo cajón el terrorismo y los delitos sexuales o, más espectacularmente aún, el de tráfico de estupefacientes. No importa la entidad del bien protegido, porque en realidad no hay más bien protegido que el statu quo, la norma por el hecho de ser norma y con total independencia de sus fundamentos racionales. Todo lo que no sea obediciencia ciega, con margen sólo para ocasionales errores o alguna caída aislada en la tentación, nos convierte en enemigos y nos despoja de los derechos como ciudadanos. Creo, por tanto, que yerran quienes interpretan que Jakobs reserva el derecho penal del enemigo para ciertos tipos muy especiales, difíciles o peligrosos de delitos. Por contra, aplica la categoría a determinadas clases de delincuentes, definidos por su actitud ante el sistema normativo y con independencia de cuál sea el delito al que propendan o en el que persistan. Por eso es derecho penal de autor y lo es, además, con un tremendo potencial expansivo. Simplemente sucede que en los casos de la “parte especial alemana” que Jakobs suele citar, estamos ante supuestos en que el sujeto revela una determinada actitud o modo de vida, y es esa actitud o modo de vida, y no el delito en sí, lo que lo hace enemigo. Erstes Gesetz zur Bekämpfung der Wirtschaftskriminalität de 29-7-1976 […]; Zweites Gesetz zur Bekämpfung der Wirtschaftskriminalität de 15-5-1986. Esta referencia y las cuatro siguientes en dpe: 39. Artículo 1, Gesetz zur Bekämpfung des Terrorismus de 19-2-1986. Gesetz zur Bekämpfung des illegalen Rauschgifthandels und anderer Erscheinungen der Organisierten Kriminalität de 15-7-1999. Gesetz zur Bekämpfung von Sexualdelikten und anderen gefährlichen Straftaten de 26-1-1998. Verbrechensbekämpfungsgesetz de 28-10-1994. Otra muestra bien clara de esto. Al explicitar los caracteres definitorios del derecho penal del enemigo, alude Jakobs a la función de combatir la delincuencia, toda y cualquier delincuencia, en última instancia: “paso de la legislación de derecho penal a la legislación de la lucha para combatir la delincuencia, en la que de lo que se trataría es de combatir la delincuencia económica, el terrorismo, la criminalidad organizada, pero también –con la pérdida de algunos contornos– delitos sexuales y otras conductas penales peligrosas, así como –abovedando todo– la delincuencia en general” (acd: 59, énfasis nuestro). Cfr. Cancio Meliá. “¿‘Derecho penal’ del enemigo?”, cit., pp. 100 y ss. Después de la enumeración que acabamos de referir, explica Jakobs que se pretende “combatir en cada uno de estos casos a individuos que en su actitud (por ejemplo, en el caso de los delitos sexuales), en su vida económica (así, por ejemplo, en el caso de la criminalidad económica, de la criminalidad relacionada con las drogas tóxicas y de otras formas de criminalidad organizada) o mediante su incorporación a una
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Que el enemigo no es un ente homogéneo, sino que abarca una escala, queda patente, creo, en el siguiente párrafo: Lo que aún se sobreentiende respecto del delincuente de carácter cotidiano, es decir, no tratarlo como individuo peligroso, sino como persona que actúa erróneamente, ya pasa a ser difícil […] en el caso del autor por tendencia o que está imbricado en una organización –la necesidad de reacción frente al peligro que emana de su conducta reiteradamente contraria a la norma pasa a un primer plano– y finaliza en el terrorista, denominando así a quien rechaza por principio la legitimidad del ordenamiento jurídico y por ello persigue la destrucción de ese orden [dpe: 41].
Así que dos son las fuentes de peligrosidad que hacen a un sujeto acreedor de la consideración de enemigo: reiteración u oposición a la legitimidad del ordenamiento jurídico. Y entre las dos hay una diferencia de grado en la “enemistad” y en el consiguiente merecimiento de privación de los derechos como ciudadano. Si a Jakobs le interesa mantener esa especie de escala es para diferenciar entre distintos tipos de enemigos en función de su aptitud y su actitud para retornar a la obediencia que define al ciudadano. Por eso rechaza la abrupta bipolaridad de los que considera sus precursores, como Rousseau o Fichte, ante la que puntualiza que
En principio, un ordenamiento jurídico debe mantener dentro del derecho también al criminal, y ello por una doble razón: por un lado, el delincuente tiene derecho a volver a arreglarse con la sociedad, y para ello debe mantener su status como persona, como ciudadano, en todo caso: su situación dentro del derecho Penal. Por otro, el delincuente tiene el deber de proceder a la reparación, y también los deberes tienen como presupuesto la existencia de personalidad, dicho de otro modo, el delincuente no puede despedirse arbitrariamente de la sociedad a través de su hecho [dpe: 28].
Tenemos, pues, que el delito nunca puede ser una opción de conciencia, por ejemplo, o la afirmación de la propia personalidad frente a las imposiciones colectivas y aunque sea a costa de asumir la sanción, sino que cuenta siempre como un error que se ha de (poder) rectificar si no se quiere, en caso contrario, hacerse merecedor de la etiqueta de enemigo y perder todos los derechos.
organización (en el caso del terrorismo, en la criminalidad organizada, incluso ya en la conspiración para delinquir […] se han apartado probablemente de manera duradera, al menos de modo decidido, del derecho, es decir, que no prestan la garantía cognitiva mínima que es necesaria para el tratamiento como persona” (dpe: 39-40. Idénticamente, SS: 42). “Para Rousseau y Fichte todo delincuente es de por sí un enemigo” (dpe: 29).
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Pero hay más. Como se trasluce de la última parte del párrafo recién citado, dado que las obligaciones son el fundamento de los derechos en esta concepción del sistema, sistema que no es garantía de libertad sino organización de la obediencia, los derechos del delincuente se mantienen mientras le queden obligaciones que cumplir. Si nada tiene o nada debe, ya no restará inconveniente para despojarlo de la juridicidad, de la condición de ciudadano con derechos. Es decir, tal supresión de derechos requiere el previo cobro de todas las deudas, pues los “animales” no son deudores, sólo las personas. A Jakobs la asimilación de todo delincuente a enemigo no le preocupa porque sea fuente de injusticia o exceso, sino porque supone negarle la posibilidad de retornar a la sumisión y porque dificulta la reparación del daño que causó. Pero si ya reparó y no quiere retornar al redil, entonces sí que no habrá ya motivo para seguir tratándolo como ciudadano. Naturalmente, y puestas así las cosas, la diferencia en el grado de “enemistad” repercute en diferente propensión también a regresar a la obediencia e integrarse entre los buenos ciudadanos sumisos, y por esta razón puede el derecho penal de enemigo contener también una escala de medidas “proporcionales” a la maldad del enemigo de turno. Y esa escala tiene su punto más alto en el modo de tratar a los terroristas cuestionadores del fondo del sistema, para los cuales puede regir una privación absoluta y total de derechos y garantías. De ahí que Jakobs apruebe Guantánamo. I V. ¿ q u s e p u e d e h a c e r c o n e l e n e m i g o ? La cualidad de enemigo no es alternativa a la de delincuente, sino que se suma a ella. Por eso el enemigo puede ser también delincuente, si bien delincuente con menos garantías y derechos, o sin garantías y derechos. Leamos un nuevo párrafo de Jakobs: No se pretende poner en duda que también un terrorista que asesina y aborda otras empresas puede ser representado como delincuente que debe ser penado por parte de
Espectacular a este respecto el párrafo contenido en SS: 43: “la despersonalización afecta solamente, como se ha destacado, a lo que tiene que ver con el posible mal uso de la libertad. En lo demás permanece intocada la personalidad jurídica; por ejemplo, el delincuente sujeto a aseguramiento mantiene su derecho a la integridad corporal, su propiedad y debe pagar impuestos”. Muchas veces repite Jakobs que el “enemigo” retorna al estado de naturaleza por su propia obra (así mismo en SS: 43), pero se ve que de vez en cuando tiene que regresar de él para cumplir con el fisco. Por eso se siente Jakobs más próximo a Hobbes y Kant que a Fichte y Rousseau. Vid. dpe: 29 y ss. Cfr. SS: 44.
VI. Castigos y penas
cualquier Estado que declare que sus hechos son delitos. Los delitos siguen siendo delitos aunque se cometan con intenciones radicales y a gran escala. Pero sí hay que inquirir si la fijación estricta y exclusiva en la categoría del delito no impone al Estado una atadura –precisamente, la necesidad de respetar al autor como persona– que frente a un terrorista, que precisamente no justifica la expectativa de una conducta generalmente personal, sencillamente es inadecuada [dpe: 41-42].
Es al Estado al que le quedan las opciones de dar al enemigo el mero trato de delincuente y aplicarle simplemente el derecho penal de ciudadanos, o añadirle el plus de otras formas de represión o inocuización. Y el derecho penal no debe ser, según se ve, cortapisa para esa libertad del Estado. El Estado tiene derecho a tratarlo como delincuente y aplicarle el derecho penal de ciudadanos, si quiere y en la medida que quiera. Es el enemigo el que no tiene derecho a exigir tal tratamiento y con ello, sus limitaciones y garantías. Lo mismo que rige para los enemigos con el derecho penal sustantivo vale también en el caso del derecho procesal penal. Al hablar de esta parte deja ver Jakobs de nuevo que no hay una cesura entre derecho penal del ciudadano y derecho penal del enemigo, pues aquél está trufado de elementos de éste, que se manifiestan cuando el ciudadano tipo, que es el ciudadano manso, se torna peligroso. Para el primero rigen los contenidos del debido proceso, “el derecho a la tutela judicial, el derecho a solicitar la práctica de pruebas, de asistir a interrogatorios y, especialmente, a no ser engañado, ni coaccionado, ni sometido a determinadas tentaciones (§ 136 a StPO)” (dpe: 44). Se supone, pues, que esta prohibición de tentación, engaño o coacción deja de regir para el individuo
Aunque soy poco amigo de las comparaciones precipitadas de las tesis de Jakobs con las propuestas y practicadas bajo el nazismo (y ello, entre otras cosas, porque creo que deberíamos acostumbrarnos a mencionar también las prácticas similares de Stalin, Mao, etc., y en un orden de menor intensidad, pero no menos significativo, Franco, Pinochet, Videla, Castro y tantos otros; este tipo de bienintencionada reductio ad Hitlerum acaba por dejarnos inermes frente a otros peligros, a veces más cercanos en el tiempo o el espacio), no puedo dejar de asociar esto con la habilitación que el Estado nazi daba a la Gestapo para esperar en la puerta de la cárcel a los presos que salían después de cumplir su condena y conducirlos a un nuevo internamiento, éste sin procesos ni normas, en campos de concentración. Esta no separación, sino mezcolanza, de derecho penal ordinario y derecho penal del enemigo la ha resaltado muy bien Zaffaroni: “la separación de ambos derechos penales es impracticable, desde que el propio Jakobs reconoce que se trata de una polaridad y que un componente de derecho penal del enemigo existe incluso en las penas más comunes. En el mejor de los casos, sólo podrían separarse los supuestos muy notorios, manifiestos o declarados, o sea que la separación dependería de una cuestión de grado que no garantiza que se evite la contaminación. Por otra parte, históricamente el derecho penal autoritario siempre se instaló como excepción y luego se ordinarizó” (Eugenio Raúl Zaffaroni. “¿Es posible un derecho penal del enemigo no autoritario?”, en Homenaje al profesor Dr. Gonzalo Rodríguez Mourullo, Madrid, Thomson/Civitas, 2005, p. 1089).
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peligroso, el enemigo, y por eso la propia normativa procesal admite, según Jakobs, la prisión preventiva o la custodia de seguridad. Y añade: Esta coacción no se dirige contra la persona en derecho –ésta ni oculta pruebas ni huye–, sino contra el individuo, que con sus instintos y miedos pone en peligro el decurso ordenado del proceso, es decir, se conduce, en esta medida, como enemigo. La situación es idéntica respecto de cualquier coacción a una intervención, por ejemplo, a una extracción de sangre (§ 81 a StPO), así como respecto de aquellas medidas de supervisión de las que el imputado nada sabe en el momento de su ejecución porque las medidas sólo funcionan mientras el imputado no las conozca. En este sentido, hay que mencionar la intervención de las telecomunicaciones (§100 a StPO), otras investigaciones secretas (§ 100 c StPO) y la intervención de investigadores encubiertos (§110 a StPO). Al igual que en el derecho penal del enemigo sustantivo, también en este ámbito lo que sucede es que estas medidas no tienen lugar fuera del derecho, pero los imputados, en la medida en que se interviene en su ámbito, son excluidos de su derecho: el Estado abole derechos de modo jurídicamente ordenado [dpe: 45].
Así que vemos que el tránsito entre el ciudadano y el enemigo es fluido y que todo ciudadano puede en un momento dado adquirir ribetes o elementos de enemigo y, “en esa medida” –como se dice en la cita inmediatamente anterior–, pierde sus derechos procesales a no padecer coacción o engaño. Apréciese de qué manera sutil adquieren nuevo fundamento medidas procesales como las mencionadas. Prisión preventiva, investigaciones secretas, intervención de las telecomunicaciones, etc.: dejan de ser instrumentos justificados en una mejor defensa de los derechos de las víctimas o en el interés general en el mantenimiento del derecho y pasan a ser retribución que se aplica al “malo” por su criticable actitud de no someterse plenamente a las normas y de intentar defenderse por todos los medios. Conviene insistir en esto, en que no necesariamente tienen que ser vistos como enemigos los procesados para los que el sistema procesal permite, como excepción, que se decrete prisión provisional o intervención de las comunicaciones, por ejemplo. Es el nuevo fundamento que Jakobs aporta, basado en la actitud de sumisión o resistencia ante las normas vigentes, el que determina tal condición. Mas esto sería un problema menor y puramente nominal si no fuera por las ulteriores consideraciones que Jakobs pretende extraer, otra vez mediante la distinción entre algo así como una parte general y una parte especial del derecho procesal penal del enemigo. Quiero decir que las excepciones que la ley procesal contempla para los casos aludidos no agotan las posibilidades del Estado de vulnerar los derechos procesales de los resistentes tildados de enemigos; es decir, los ejemplos que el derecho positivo recoge no son más que supuestos de lo que sería un permiso general al
VI. Castigos y penas
Estado para saltarse los derechos procesales de tales individuos. Y de ahí que, aunque ninguna norma procesal lo permita, o incluso aunque lo prohíba, puede estar justificado el encierro sin juicio, la coacción y hasta la tortura para esos individuos, pues en su condición de enemigos ya no son titulares de derechos, tampoco los procesales, y sólo recibirán aquellos que el Estado en cada caso quiera otorgarles, en función de la conveniencia del propio Estado, que es la conveniencia de la sociedad a la que defiende, pero ya no serán derechos suyos, derechos de sujeto, derechos subjetivos. Bien se aprecia que las cosas son así cuando oímos a Jakobs justificar que cuando se está ante enemigos extremos el Estado no está sujeto a los límites ni al carácter tasado que la ley dispone para ciertas excepciones de los derechos procesales: Lo que puede llegar a suceder al margen de un proceso penal ordenado es conocido en todo el mundo desde los hechos del 11 de septiembre de 2001: en un procedimiento que ya a falta de una separación del ejecutivo con toda certeza no puede denominarse un proceso propio de una Administración de justicia, pero sí, perfectamente, puede llamarse un procedimiento de guerra, aquel Estado en cuyo territorio se cometieron aquellos hechos intenta, con la ayuda de otros estados, en cuyos territorios hasta el momento -y sólo hasta el momento- no ha sucedido nada comparable, destruir las fuentes de los terroristas y hacerse con ellos, o, mejor, matarlos directamente, asumiendo para ello también el homicidio de seres humanos inocentes, llamado daño colateral. La ambigua posición de los prisioneros –¿delincuentes?, ¿prisioneros de guerra?– muestra que se trata de la persecución de delitos mediante la guerra [dpe: 46].
Como bien observa Díez Ripollés, “es, sin duda, el ámbito del proceso penal aquel en el que el derecho penal del enemigo concentra sus esfuerzos. Y no sólo a través de la preconizada mayor facilidad de imposición de la prisión preventiva […], sino también mediante una panoplia de propuestas que desmontan sin contemplaciones el derecho penal garantista: Facilitación de controles corporales, de intervención en las comunicaciones o de intromisión en ámbitos privados sin control judicial o con laxos controles, uso generalizado de agentes encubiertos, prolongación de los periodos de incomunicación, restricciones del derecho a no declarar contra sí mismo, limitaciones del derecho de defensa, reconsideración de la invalidez de la prueba ilícitamente obtenida, etc.” (J. L. Díez Ripollés. “De la sociedad del riesgo a la seguridad ciudadana: un debate desenfocado”, Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, recpc 07-01 [2005] [http://criminet.ugr.es/recpc], pp. 23-24). Un énfasis similar en las dimensiones procesales como esenciales del derecho penal del enemigo hace Guillermo Portilla Contreras. “El derecho penal y procesal del enemigo. Las viejas y nuevas políticas de seguridad frente a los peligros internos-externos”, en Dogmática y ley penal. Libro homenaje a Enrique Bacigalupo, Madrid, Marcial Pons, 2004, pp. 693 y ss. Cfr. H. Brunkhorst. “Folter vor Recht. Das Elend des repressiven Liberalismus”, en Blätter für deutsche und internationale Politik, 1, 2005, pp. 75 y ss., especialmente 77-78.
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No hay límite, y ni siquiera lo es la muerte de inocentes. Todo por la seguridad, nada contra la seguridad. ¿Mas la seguridad de quién? Del Estado, que se ha revestido definitivamente, en Jakobs, de las notas del Estado ético hegeliano y que, como tal, es representación empática (más que democrática, pues de democracia no se habla nada) de todo el conjunto social y supremo y único titular de los derechos, que reparte como premio a los obedientes y niega como castigo a los insumisos, y radicalmente a los que más se le oponen. Ya no hay más razón que la razón de Estado. Pero a Jakobs le preocupa que el Estado no afine lo suficiente a la hora de discernir entre amigo y enemigo, lo cual puede llevar a un daño social derivado de que se excluya al obediente, con lo que el mensaje ratificador de la obediencia perdería eficacia y los sumisos se sentirían inseguros y podrían caer en la tentación de rebelarse. Así, le inquieta que se tipifiquen los actos preparatorios de un delito, de forma que la planificación de “un simple robo” pueda merecer castigo, con el consiguiente adelantamiento de la punibilidad a un momento anterior al de la comisión del robo. Tal anticipación sí estaría justificada y hasta es debida en el caso del enemigo (por ejemplo cuando se trata con terroristas, con traidores [Hochverräter] o con “otros enemigos principales del ordenamiento jurídico”) pero aplicada también al ciudadano obediente, que simplemente está incurriendo en el error puntual de pensar en delinquir una vez, lleva a la pérdida de la línea de demarcación entre ciudadanos y enemigos, línea trazada por las intenciones y actitudes subjetivas. Por eso critica ciertas presencias de derecho penal del enemigo en la vigente legislación penal alemana: no porque así se introduzca un derecho penal del enemigo, sino porque se
La consecuencia la saca Muñoz Conde: “Una sociedad en la que la seguridad se convierte en el valor fundamental, es una sociedad paralizada, incapaz de asumir la menor posibilidad de cambio y de progreso, el menor riesgo” (cfr. Muñoz Conde. “El nuevo derecho penal autoritario”, en Nuevo Foro Penal, Medellín, Universidad Eafit, septiembre-diciembre de 2003, p. 32). Vid. al respecto Evaristo Prieto Navarro. “Günther Jakobs, de Hegel a Schmitt”, cit., p. 14. Como dice Muñoz Conde, “En definitiva, la ‘razón de Estado’, que es lo que monopoliza el poder punitivo, o la funcionalidad de su sistema, independientemente de que sea democrático o autoritario, se convierte en el único fundamento del derecho penal” (cfr. Muñoz Conde. “El nuevo derecho penal autoritario”, cit., p. 29). Incluso con “terroristas” que no han cometido aún ningún acto de terrorismo, con lo que queda en el aire la cuestión de con qué base merecen tal calificativo y el consiguiente tratamiento de enemigos. SS: 46. Ibíd.
VI. Castigos y penas
introduce mal, sin el debido criterio/. No le molesta a Jakobs nada de lo que ocurre, por ejemplo, en materia de legislación antiterrotista o de persecución de la delincuencia organizada, sino cosas tales como que alguna de las medidas ahí justificadas se le pueda aplicar a un probo ciudadano, como ocurre con la citada punción de los actos preparatorios de cualquier delito. Sólo merece ser castigado por su preparación el malo que no busca el delito por error, debilidad o puro despiste. Para acabar con esta parte referida a qué se puede hacer con el enemigo, creo que hay que subrayar lo que me parece más preocupante, como es que a falta de límites jurídicos, límites excluidos al menos para los casos más graves, como son los de terrorismo, no hay más límites que los límites fácticos: cabe todo lo que sirva para “desactivar” el peligro que un sujeto por sus actitudes –reales o presuntas– representa y para acabar con el riesgo derivado de que tal individuo “no ofrece garantía de un comportamiento personal” (dpe: 56). Ya sabemos que para esos casos bendice Jakobs incluso la eliminación física, asumiendo también las muertes de inocentes que se deriven como daños colaterales. Creo que un simple razonamiento a fortiori, de tipo a maiore ad minus, llevará a cualquier a
Refiriéndose al delito contra la seguridad pública, introducido en 1943, y a la consiguiente punición de actos preparatorios, dice Jakobs que “el punto de partida al que se anuda la regulación es la conducta no actuada, sino sólo planeada, es decir, no el daño en la vigencia de la norma que ha sido realizado, sino el hecho futuro; dicho de otro modo, el lugar del daño actual a la vigencia de la norma es ocupado por el peligro de daños futuros: una regulación propia del derecho penal del enemigo. Lo que en el caso de los terroristas –adversarios por principio– puede ser adecuado, es decir, tomar como punto de referencia las dimensiones del peligro y no el daño en la vigencia de la norma ya realizado, se traslada aquí al caso de la planificación de cualquier delito, por ejemplo, un simple robo” (dpe: 49-50. Similarmente, SS: 45-46). Parece que cuando en 1985 introduce Jakobs por primera vez esta noción de derecho penal del enemigo lo hace con propósito de oponerse a esa praxis que identifica en ciertas normas que adelantan la punibilidad. No obstante, es este asunto del sentido de aquel primer escrito de 1985 un tema debatido en la doctrina (vid. por ejemplo C. Prittwitz. “Derecho penal del enemigo: ¿análisis crítico o programa de derecho penal?”, en S. Mir Puig, M. Corcoy Bidasolo [dirs.] y V. Gómez Martín [coord.]. La política criminal en Europa, Barcelona, Atelier, 2004, pp. 107 y ss.). Objeto de análisis cuidadoso deben ser afirmaciones como las siguientes, contenidas en aquel trabajo de Jakobs: “Todo el derecho penal no totalitario reconoce un status mínimo de autor. En la medida en que rige el principio de cogitationis poenam nemo patitur, hay un ámbito interno, sólo privado y no socialmente relevante, que es precisamente el ámbito de las cogitationes” (Jakobs. “Criminalización en el estadio previo a la lesión de un bien jurídico”, en el mismo, Estudios de derecho penal, Madrid, Universidad Autónoma de Madrid/ Civitas, 1997, p. 295). Coincido con Cancio Meliá: “En todos los campos importantes del derecho penal del enemigo […] lo que sucede no es que se dirijan con prudencia y comuniquen con frialdad operaciones de combate, sino que se desarrolla una cruzada contra malhechores archimalvados. Se trata, por lo tanto, más de ‘enemigos’ en este sentido pseudorreligioso que en la acepción tradicional-militar del término” (Cancio Meliá. “¿‘Derecho penal’ del enemigo?”, en Jakobs y Cancio Meliá. Derecho penal del enemigo, Madrid, Civitas, 2003, p. 87).
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admitir que cualquier otro medio está igualmente justificado conforme a esa regla, que no se atiene a derecho, sino a la pura conveniencia táctica y estratégica: desde la tortura hasta las técnicas terapéuticas más agresivas y “despersonalizadoras”. Aunque aquí, paradójicamente, se trataría de técnicas que, al anular la psicología individual del delincuente, harían retornar su “personalidad” jurídica y social, esa que sólo poseen los sumisos. Sentado que es el Estado el titular último de los derechos y el responsable de la seguridad de los ciudadanos, queda a la prudencia del Estado la administración de los medios, el juicio sobre el grado de peligrosidad del enemigo y el consiguiente “tratamiento” que para cada enemigo se recomienda. En última instancia, la distinción capital es entre recuperables e irrecuparables. A más convencido un delincuente, más irrecuperable y más peligroso como enemigo. Quien quiera ser tratado como persona, debe dar también una cierta garantía cognitiva de que se va a comportar como tal. Si esta garantía no se da o incluso es denegada de forma expresa, el derecho penal pasa a ser la reacción de la sociedad frente al hecho de uno de sus miembros a convertirse en una reacción frente a un enemigo. Esto no significa que entonces esté todo permitido, incluso la acción sin medida. Al contrario, al enemigo se le reconoce una personalidad potencial, de tal manera que en una lucha no puede superarse el límite de lo necesario. Pero aún permite mucho, todavía más que en la legítima defensa, en la que la defensa necesaria tiene que ser siempre reacción frente a una agresión actual, mientras que en el derecho penal de enemigos […] también se trata de la defensa frente a agresiones futuras [acd: 58].
Comprobamos, por tanto, que si no se puede hacer cualquier cosa al enemigo no es porque este posea derechos que presenten a la acción del Estado límites infranqueables, sino porque se le debe dar la oportunidad de retornar al redil mientras no esté definitivamente perdido. Eso sí, si está definitivamente perdido para la causa de la obediencia, el Estado ya no tiene rémora ni traba alguna para combatir su maldad. Y el juicio sobre si un enemigo es recuperable, y en qué grado, o si está definitivamente perdido para la integración entre la gente de orden, es un juicio prudencial del Estado y a él solo compete. Esto último nos aboca al interrogante sobre cómo y con qué garantía se sabe quién es enemigo. Acabamos de decir que es el juicio prudencial y desvinculado del Estado el que determina quién es enemigo y en qué medida, pues también hemos visto que hay una escala que va del pequeño enemigo, que es casi cualquier autor de un delito mínimamente grave y doloso, al gran enemigo, representado por delincuentes organizados –y especialmente, al parecer, por productores y traficantes de drogas– y al grandísimo enemigo, que es el terrorista, real o potencial. La importante pregunta que queda en el aire es la de cuál sea el baremo
VI. Castigos y penas
o regla con que haya el Estado de realizar ese cómputo de peligrosidad del que depende que se sea enemigo y cuánto de enemigo. Aquí nos aguarda una nueva sorpresa, pues, según Jakobs, el criterio es el temor: cuanto más temible se te vea, más enemigo resultas: Indagando en su verdadero concepto, el derecho penal de enemigos es, por lo tanto, una guerra cuyo carácter limitado o total depende (también) de cuánto se tema al enemigo [acd: 61, énfasis nuestro].
Repárese en que tal vez no es inocente la expresión, y no se dice “cuánto de temible sea el enemigo”, lo cual parecería aludir a algún parámetro mínimamente objetivo de evaluación, sino que se dice “cuánto se tema al enemigo”, y esto más bien suena a la suprema habilitación del Estado para convertir en regla dirimente los meros temores de sus operadores, contagiados o no de posibles histerias sociales o urgidos, por qué no, por aglutinar a las masas bajo el odio dirigido a un enemigo, real o de paja. Y, de nuevo, la sola manera de evadirse de este escepticismo que nos asalta sería creer, como tal vez en el fondo cree este Jakobs de los últimos tiempos, que la razón de Estado es expresión suprema de la Razón. V. d e n u e v o , y pa r a c o n c l u i r , s o b r e la f u n c i n d e l d e r e c h o p e na l Ya antes se aludió a que con la introducción del derecho penal del enemigo ya no puede Jakobs mantenerse en la función que al derecho penal antes le asignaba, la de ser tanto la norma como la pena comunicaciones que estabilizan contrafácticamente expectativas normativas. Y vimos también que tiene que introducir elementos de prevención negativa, desde el momento en que el delincuente ya no es algo así como el pretexto que el sistema usa para reafirmar la vigencia de la norma y la identidad normativa de la sociedad, sino que es la persona del delincuente, su “personalidad” subjetiva, lo que se convierte ahora en centro.
Decía antes Jakobs que la pena se impone a costa del delincuente (véase, por ejemplo Jakobs. Derecho penal. Parte general. Fundamentos y teoría de la imputación, Madrid, Civitas, 2.ª ed., 1997. Mi interpretación de su teoría de la pena en la fase anterior a su adopción del derecho penal del enemigo puede verse en García Amado. “¿Dogmática penal sistémica? Sobre la influencia de Luhmann en la teoría penal”, en Íd. Ensayos de filosofía jurídica, Botogá, Temis, 2003, pp. 250 y ss. –antes en Doxa, n.º 23, 2000). Sigue insistiendo en tal idea, pero ahora resalta que la pena ya no tiene sólo ese componente expresivo, sino que se justifica también en un deber de resarcimiento por el daño causado a la vigencia de la norma (vid. ndj: 52). La vigencia de la norma, y por extensión el orden social, se va pareciendo cada vez más a un “bien jurídico” y va perdiendo el anterior tinte luhmanniano. La funcionalidad de
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La clave de todo esto está en el adelantamiento de las barreras de la punibilidad. En efecto, para que funcione el esquema comunicativo con que antes justificaba Jakobs la pena tenían que darse las siguientes condiciones: a. una norma que establezca un patrón de conducta, previendo una sanción para su incumplimiento; b. una conducta que desatienda dicho patrón y lo vulnere; c. la imposición de la sanción, que ratifica el patrón normativo previo. Sin embargo, cuando lo que desencadena la acción “penal” no es un hecho, sino la mera posibilidad o probabilidad de tal, dadas las circunstancias o el modo de ser del sujeto al que se va a castigar, ya no se puede presentar la medida “penal” contra éste como contramensaje al que él emitió mediante su acción, pues si no hubo tal acción tampoco hubo mensaje. Así que si queremos mantenernos en el esquema comunicativo, la referencia ya no puede ser el tipo penal, como regla de conducta social, y su violación mediante un hecho, como propuesta de una regla alternativa. Las cosas cambian ahora y el esquema sólo puede ser el siguiente: a. existe un modelo de ciudadano, normativamente sentado, por cuanto que ciudadano es el que acata las normas; b. el ciudadano que no tiene la actitud debida de acatamiento actual o futuro de las normas es un contramodelo, encierra una propuesta de “ciudadanía” distinta; c. el castigo de tal ciudadano refuerza la vigencia no de las reglas, sino del modelo de ciudadano, pues las reglas son contingentes en sus contenidos, en cuanto lo que importa es la actitud de sumisión de los sujetos. Enemigo es el que no se somete (no importa a qué norma, a qué contenidos normativos, fundados racionalmente o éticamente o no), y el “mensaje” que las “medidas” contra él mandan al conjunto de los ciudadanos es el de refuerzo del modelo de ciudadano, no de vigencia de las normas. Se le dice al ciudadano que si quiere seguir siendo persona y tratado como tal, en lugar de verse reducido al trato que recibe un animal, tiene que seguir siendo obediente. la pena ya no es tanto para un sistema social luhmanniano como para una comunidad hegeliana. Además, parece que Jakobs piensa que ese daño que se ha de resarcir es objetivo u objetivable, y no puro constructo normativo también. Un párrafo que quizás se puede interpretar en el sentido que acabo de apuntar, como salto a la idea del orden colectivo como bien jurídico: “la idea del derecho penal como protección de bienes jurídicos sólo puede significar que se protege a una persona o a la generalidad, en cuanto colectivo imaginado de todas las personas, en su relación con otras personas, contra la lesión de los derechos sobre sus bienes” (ndj: 61). O sea, que no es el contenido de los derechos en sí lo que debe protegerse, es decir, los bienes sobre los que los derechos recaen (como diría la teoría clásica del bien jurídico), ni tampoco la pura vigencia de la norma como comunicación de pautas (como decía el primer Jakobs, siguiendo al Luhmann), sino el orden social constituido mediante los derechos, cualesquiera derechos, pues no importan tanto éstos como el orden comunitario en sí. Quizá desde ahí se explica el papel que Jakobs asigna a la idea de solidaridad en las páginas siguientes (ndj: 61-63) a las que acabamos de citar. Consecuencia de que no protegen bienes jurídicos concretos, cosas valiosas en sí, según Jakobs.
VI. Castigos y penas
Si esta interpretación es correcta, veríamos al derecho penal del enemigo desempeñando una función de refuerzo, o tal vez de reemplazo, de los subsistemas sociales encargados de inducir en los ciudadanos las convicciones y creencias que les permitan vivir lo que socialmente se entienda como una vida buena y justa; de inducir ideología como creencias aglutinadoras, en suma. El derecho penal del enemigo se convierte así en reemplazo funcional de lo que en las sociedades homogéneas corresponde a la moral, la religión y la pedagogía. Fracasados estos sistemas en su respectiva función, e incapaces, por tanto, de configurar el modelo de ciudadano que resulta necesario para la convivencia organizada y en orden, quedaría sólo la opción de reprimir por la fuerza al distinto. En otras palabras, puesto que el pluralismo social dominante y la eclosión de las diferencias ya no permite forjar en los individuos actitudes suficientemente coincidentes y convicciones básicamente compartidas, y dado que Jakobs parece pensar que sin tales coincidencias y sin una alta homogeneidad ideológica no hay sociedad posible, hay que usar las armas reservadas para las emergencias sociales, para los casos en que la integridad social está en juego, y esas armas son precisamente las armas de la fuerza. Si no estamos convencidos por las buenas de vivir en la sociedad mejor y bajo las normas más justas, habrá que forzarnos por las malas; y si persistimos en la desviación y la heterodoxia, si nos empañamos en que las estructuras sociales básicas deben cambiar, si
Véase el siguiente texto de Jakobs, largo, pero extraordinariamente significativo: “Del enemigo, quien con sus acciones no ataca realmente la identidad social sino más bien la seguridad de los bienes, hay que distinguir al corruptor, el enemigo interno en contraposición al externo, por quien son puestos en entredicho los principios de comprensión normativa, y quien ataca, por tanto, la identidad normativa y, con ello –no la seguridad de los bienes, sino– la seguridad de las valoraciones. En resumidas cuentas, el enemigo interno sostiene que aquello que se le presenta como algo sagrado no es sagrado, y lo que se presenta como profano no es profano. El panorama de conductas, en las cuales se trata siempre de interacciones simbólicas, abarca desde la difusión de medios de propaganda de organizaciones anticonstitucionales o la utilización de sus distintivos (§86 y 86 a StGB), pasando por la difamación al Estado y sus símbolos (§ 90.a StGB), la instigación popular (§130 StGB) la exaltación de la violencia (§ 131 StGB) y llegando hasta la recompensa o aprobación de hechos delictivos (§ 140 StGB) o la denominada ‘mentira de Auschwitz’ (§ 194.I.2 y 3 y 194.II.2 y 3 StGB). En cierta medida no cabe duda de que en lo relativo a dichas conductas suelen articularse la obstinación política y la ignorancia absoluta, y, por esta razón, a los delitos mencionados no hay nada que objetarles como protectores de la juventud. Por lo demás, como parte del derecho penal nuclear atestiguan una crisis de legitimación de la sociedad, un problema cuyo análisis sobrepasa con mucho la capacidad de la ciencia del derecho penal y para cuya solución el aporte jurídico-penal podrá ser sólo marginal” (Jakobs. “La ciencia del derecho penal y las exigencias del presente”, en Íd. Dogmática del derecho penal y la configuración normativa de la sociedad, Madrid, Thomson/Civitas, 2004, pp. 46-47. Al respecto vid. Prieto Navarro. “Günther Jakobs, de Hegel a Schmitt”, cit.
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ejercemos una resistencia activa, ya no somos meros desobedientes a los que se pueda sancionar, sino simples obstáculos que hay que eliminar. Me parece que esa nostalgia de la homogeneidad que antes garantizaban los sistemas sociales “ideológicos”, nostalgia a la que se reacciona con la propuesta a la desesperada del derecho penal del enemigo como salvador de la sociedad, así entendida más bien como comunidad (en el sentido de la distinción establecida por Tönnies), queda bien patente en párrafos de Jakobs como el siguiente, que me atrevo a calificar como tremendo: Si todo no conduce a error, el número de enemigos no va a descender tan pronto, sino que más bien todavía va a aumentar. Una sociedad que ha perdido el respaldo tanto de una religión conforme al Estado como de la familia, y en la cual la nacionalidad es entendida como una característica incidental, le concede al individuo un gran número de posibilidades de construir su identidad al margen del derecho o, al menos, más de las que podría ofrecer una sociedad de vínculos más fuertes. A esto se añade el poder detonante de la llamada pluralidad cultural. Un completo absurdo: o bien las diferentes culturas son simples adiciones a una comunidad jurídica base, y entonces se trata de multifolclore de una cultura, o bien -y esa es la variante peligrosa- las diferencias forjan la identidad de sus miembros, pero entonces la base jurídica común queda degradada a mero instrumento para poder vivir los unos junto a los otros y, como cualquier instrumento, se abandona cuando ya no se necesita más [acd: 60].
Así que, sin religión de Estado, sin familia tradicional y sin uniformidad cultural, estamos destinados al caos, a retornar al estado de naturaleza sin remisión, salvo que el Estado nos salve a base de mano dura con los que no se sometan a la última trinchera que nos queda una vez que ha desparecido, entre otras cosas, la religión de Estado: el Estado como religión. Por mucho que San Agustín y Santo Tomás coticen a la baja, siempre nos queda Hegel. El problema es que
En esa base inmovilista y comunitaria de Jakobs toma pie Luis Gracia para una muy pertinente crítica a Jakobs: “Si los contenidos materiales de los órdenes ético-sociales son relativos y contingentes, de aquí tiene que resultar, a mi juicio, que no puede ser admisible ninguna regulación jurídica de las relaciones sociales, de las instituciones sociales por medio de las que se canalizan aquéllas, así como tampoco de las estructuras jurídico-políticas del Estado, que imponga una determinada concepción del mundo, incluso deseada y compartida por una mayoría, que excluya a grupos de seres humanos, siquiera sea uno sólo, de la distribución de bienes, o que, en fin, imponga obstáculos, o no elimine los existentes, para un ejercicio igual de la libertad por todos y cada uno de los seres y de los grupos de seres humanos” (Luis Gracia Martín. “El trazado histórico, iusfilosófico y teórico-político del derecho penal del enemigo”, en Homenaje al profesor Dr. Gonzalo Rodríguez Mourullo, Madrid, Thomson/ Civitas, 2005, p. 482). Por cierto, de Luhmann ya no va quedando ni rastro en esta doctrina que retorna a una sociedad en la que la diferenciación (Ausdifferenzierung) de los (sub)sistemas sociales se ve reemplazada por el monopolio en todos los frentes de un discurso “comunitario” único, que el derecho protege. Porque,
VI. Castigos y penas
de los riesgos del hegelianismo de derechas (y de alguno de izquierdas) ya sabe bastante la historia contemporánea. O a lo mejor se hace verdad nuevamente el dictum de Marx, en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, de que la historia siempre se da dos veces, la primera como tragedia y la segunda como farsa. Abreviaturas de las obras de Jakobs más citadas: acd:
G. Jakobs. “La autocomprensión de la ciencia del derecho penal ante los desafíos del presente”, en A. Eser, W. Hassemer y B. Burkhardt (coords.). La ciencia del derecho penal ante el nuevo milenio, Valencia, Tirant lo Blanch, 2004 (coord. de la versión española: F. Muñoz Conde). dpe: G. Jakobs. “Derecho penal del ciudadano y derecho penal del enemigo”, en G. Jakobs y M. Cancio Meliá. Derecho penal del enemigo, Madrid, Civitas, 2003. ndj: G. Jakobs. Sobre la normativización de la dogmática jurídico-penal, Madrid, Civitas, 2003. SS: G. Jakobs. Staatliche Strafe: Bedeutung und Zweck, Padeborn, Ferdinand Schöningh, 2004.
como ya he sostenido en algún escrito anterior, y por mucho que les pese a los que cargan a Luhmann con la injusta responsabilidad por el posible autoritarismo de Jakobs, la culpa no está en Luhmann sino en Hegel; o al menos en determinada lectura de Hegel.
20. riesgo y derecho penal. sobre presupuestos constitutivos del derecho penal e n e l e s ta d o d e d e r e c h o I . i n t ro d u c c i n. e l c a r c t e r antiliberal y antimoderno del “ d e r e c h o p e na l d e la s e g u r i da d ” El llamado hoy por algunos “derecho penal pospreventivo” o “derecho penal de la seguridad” tal vez tiene la siguiente característica diferenciadora. La doctrina prevencionista inmediatamente anterior, en su versión de prevención general, partía de que existían unas normas sociales justas y legítimas, que, como tales, merecían acatamiento por parte del ciudadano racional y moral. Quien atentaba contra ellas iba contra el fundamento moral de la nación, contra las bases primeras del contrato social. La sociedad no existía ni por necesidad natural de corte aristotélico o tomista, ni como bien en sí por el solo hecho de engendrar un orden que pone coto a los riesgos de la libertad irrestricta, al modo hobbesiano, sino que la existencia de sociedad se justifica por la suma de prestación a la seguridad/orden más realización de la libertad individual, pues el orden común es resultado de la negociación entre sujetos libres, de la interacción de libertades y de la limitación libremente consentida de dichas libertades de cada uno. En consecuencia, el derecho penal tiene que servir a la protección no del orden social tout court, sino del orden social legítimo: el que sea máximamente compatible con la libertad. Así pues, la prevención general negativa pone la pena como instrumento para que socialmente se tema la vulneración de ese orden legítimo de libertad y libertades, y la prevención general positiva pretende hacer de la pena un instrumento para la didáctica de dicho orden legítimo. El actual derecho penal pospreventivo se configura a base de desconectar la función preventivo-general y la legitimación “liberal” del orden social. El orden por el orden justifica una praxis punitiva del Estado que, por tanto, ya no va a tener su límite constitutivo en la compatibilidad con las libertades básicas de cada uno, incluido el delincuente, y con una idea de dignidad individual cargada históricamente de contenido normativo bien preciso. Si la justificación del orden
Cfr. Peter-Alexis Albrecht. “Das nach-präventive Strafrecht: Abschied vom Recht“, en Institut für Kriminalwissenschaften und Rechtsphilosophie Frankfurt a. M. (ed). Jenseits des rechtsstaatlichen Strafrechts, Frankfurt, etc., Peter Lang, 2007, pp. 3 y ss.
VI. Castigos y penas
antecede a la justificación de la libertad y es independiente de ella, el respeto a la libertad ya no es condición para la válida y legítima defensa del orden. Si el orden vale por sí y como condición de posibilidad de la sociedad, al margen del valor del individuo particular y su libertad, el valor del individuo ya no es condición de la legitimidad de los medios de defensa del orden. Ahora se trata de salvaguardar el orden social, el que sea y por el hecho de ser orden. Si ya no hay diferencia entre orden legítimo e ilegítimo por razón de los contenidos de las normas que los constituyen y de la relación de éstas con la libertad de los sujetos individuales, decae el motivo para ver en el respeto a la libertad la condición de legitimidad de la defensa del orden. Más aún: cuanto menos un orden pretende legitimarse por la libertad, por el contrato social que la asegure, tanto más ese orden se pensará en riesgo por obra misma de la libertad y tanto más se querrá defender, precisamente, frente al desorden derivado de las libertades, frente al riesgo que la libertad representa para el orden. El orden absoluto sólo cabe en ausencia total de libertad, y de ahí que el orden liberal sólo puede concebirse como orden provisional, tentativo, inestable y en permanente riesgo. Mas esa asunción de su riesgo esencial es definitoria de dicho orden liberal y, con ello, del Estado de derecho: en el momento en que ese orden liberal quiere eliminar el riesgo de su crisis o disolución, se niega a sí mismo y se retrotrae a formas anteriores históricamente acontecidas: a un orden basado en un poder no sometido a normas jurídicas, por encima del derecho: a un Estado absoluto. Asistimos a una curiosa y paradójica inversión del proceso histórico. Antes de que la libertad pudiera asegurarse en el Estado, hubo de asegurarse el orden, la paz social. Por eso Hobbes tuvo que anteceder a Kant y el Estado absoluto tuvo que ser anterior al Estado liberal-democrático. En cambio, ahora se suprime la libertad para asegurar el orden. Pasamos de ver en el orden el medio para la libertad, a ver en la libertad el supremo peligro para el orden.
Explica Manuel Cancio que “[D]esde el punto de vista de numerosos autores, en la evolución actual tanto del derecho penal material como del derecho penal procesal, cabe constatar tendencias que en su conjunto hacen aparecer en el horizonte político criminal los rasgos de un ‘derecho penal de la puesta en riesgo’ de características antiliberales” (Cancio Meliá. “ ‘Derecho penal’ del enemigo y delitos de terrorismo. Algunas consideraciones sobre la regulación de las infracciones en materia de terrorismo en el Código Penal español después de la LO 7/2000”, Jueces para la Democracia, n.º 44, 2002, p. 19). Contundentemente, dice Zaffaroni: “Si la seguridad es de los bienes jurídicos, el debilitamiento de las garantías deja a la población a merced de la arbitrariedad policial, lo que importa una amenaza estatal a todos los bienes jurídicos, incluyendo la propia vida” (Eugenio Raúl Zaffaroni. “El derecho penal liberal y sus enemigos”, en Íd. En torno a la cuestión penal, Buenos Aires, B. de F., 2005, p. 157).
20. Riesgo y derecho penal. Sobre presupuestos constitutivos del derecho penal en el Estado de derecho
I I . c u l pa b i l i d a d y p r o p o r c i o n a l i d a d p e n a l e s : c o n d i c i o n e s d e l e s ta d o d e d e r e c h o Dos límites, no siempre bien diferenciados, se vienen poniendo a la lógica puramente preventiva y utilitarista del derecho penal: la culpabilidad y la proporcionalidad. El primero alude a la imputabilidad del que es castigado, excluyendo que con fines puramente aleccionadores para los demás se haga objeto de la pena a quien no es ni puede ser dueño de sus actos; el segundo tiene que ver con la necesaria equivalencia entre la gravedad del daño que la acción delictiva produce y la gravedad de la pena que por ella se impone. Frente a los excesos punitivos que acompañan ya y pueden acompañar todavía más al paradigma de la seguridad, y especialmente en lo que tiene que ver con ese cajón de sastre en que, como concepto jurídico, se ha convertido el terrorismo, es ineludible mostrar que los dos principios mencionados, el de culpabilidad y el de proporcionalidad, no son meras proclamas propias de una ética deontológica que compite con el patrón utilitarista como fundamento ético del sistema jurídico-penal, sino requisitos conceptualmente ligados a la idea misma de Estado de derecho, condiciones de posibilidad del Estado de derecho, piezas básicas de su mecánica operativa, sin las cuales no puede en propiedad realizarse. Si eso es así, el reto teórico y práctico para evitar que en nuestros estados se evapore esa condición de Estado de derecho por obra de un punitivismo desbocado, de un populismo penal manipulador y de la consiguiente crisis de las garantías formales de los ciudadanos en general y de los sometidos a investigación o proceso penal en particular, consistirá en fundamentar esa ligazón sustancial entre el Estado de derecho y dichos dos límites deontológicos a cualquier “funcionalización” del derecho penal al servicio de fines colectivos: el principio de culpabilidad y el de proporcionalidad. A . c u l pa b i l i d a d p e n a l como homenaje al sujeto ¿Qué relación cabe trazar entre principio de culpabilidad y Estado de derecho? El moderno Estado constitucional y democrático de derecho está sustancial y constitutivamente ligado a un modelo de ciudadano como sujeto autónomo, en razón del cual se justifica la erección misma del Estado y la imposición de ese orden social artificial que es el derecho y que, al tiempo, limita esa misma libertad de cada uno para hacer posible que sean todos libres por igual y en la medida más alta posible. Al poner, según la síntesis kantiana de esta filosofía de fondo,
VI. Castigos y penas
a cada individuo como razón de ser del orden social y como valor supremo que no admite sacrificio para ningún fin colectivo, supraindividual, se están sentando varias notas definitorias de este tipo de Estado. En lo político, el poder del Estado sólo puede provenir de la base social, entendiendo ésta no de modo holista o colectivista, sino como agregación, como suma de las voluntades de todos y cada uno de los ciudadanos, las cuales, en ese proceso de decantación por vía democrática, quedarían expurgadas de sus elementos insolidarios e incompatibles con el orden de conjunto resultante. En lo económico, cada ciudadano ha de poder comprar y vender en ese nuevo foro que es el mercado, pero ninguno puede ser comprado ni vendido en él, pues la libertad es nota definitoria de los agentes y queda sustraída a todo comercio. En lo moral, la libertad de cada individuo empieza por la libertad de su conciencia, ya que si a la conciencia de los sujetos se le imponen desde fuera, heterónomamente, las creencias debidas, dicho sujeto ya no será propiamente libre sino que, todo lo más, se creerá libre sin serlo. Cada cual ha de poder acogerse a la moral que quiera, sin más límite que ese respeto consustancial a la libertad de conciencia idéntica de todos los demás, de tal manera que a todos se puede tratar de convencer, pero a ninguno se podrá forzar a abrazar la doctrina moral que no desea. En lo jurídico, y en particular en lo penal, se ha de velar, ante todo y sobre todo, por que nadie sea utilizado como puro instrumento al servicio o en beneficio de nadie, ni de otro sujeto ni de la colectividad entera, pues, si así ocurriera, se estaría haciendo posible que individuos fueran sustraídos de su papel como copropietarios y corresponsables del orden social, estableciendo diferencias de trato incompatibles con su igual dignidad y sus idénticos derechos básicos en lo político, lo económico y lo ético: se posibilitaría que alguno fuera privado de su condición de ciudadano político, de agente económico y de sujeto moral autónomo. Más en concreto, ¿por qué, pues, el principio penal de culpabilidad? Veámoslo desde sus dos dimensiones. Por un lado, porque penar al que propiamente no es dueño de sus acciones implica asumir que el derecho penal no dialoga con el delincuente, sino con el resto de los ciudadanos a costa del delincuente, usándolo como moneda de cambio o como objeto al que se atribuye un determinado valor (negativo). Significa que el derecho prescinde del propósito de ser
Dos citas del Tribunal Constitucional Alemán: “Alle Staatsgewalt hat den Menschen in seinem Eigenwert, seiner Eigenständigkeit zu achten und zu schützen. Er darf nicht “unpersönlich”, nicht wie ein Gegenstand behandelt werden, auch wenn es nicht aus Mißachtung des Personenwertes, sondern in “guter Absicht” geschieht” (BVerfGE, 230, 1, 140). “Der Staatsgewalt is in allen ihren Erscheinungsformen die Verfpflichtung auferlegt, die Würde des Menschen zu achten und sie zu schützen. Dem liegt die Vorstellung vom Menschen als einem geistigsittlichen Wesen zu Grunde, das darauf angelegt ist, in Freiheit sich selbst zu bestimmen und zu entfalten. Diese Freiheit versteht das Grundgesetz
20. Riesgo y derecho penal. Sobre presupuestos constitutivos del derecho penal en el Estado de derecho
un instrumento consciente en manos de los ciudadanos que son los legítimos titulares del poder normativo y que lo utilizan para la autolimitación en común de su libertad. Castigar al que no puede entender las razones de su pena es ensañamiento que o bien trata de degradar su persona por razón de algún tipo de tara que produzca rechazo social, o bien pretende utilizarlo como objeto mediante el que aleccionar a los demás, con un mensaje de tipo “fíjate lo que te puede ocurrir a ti, que sí eres responsable de tus actos, cuando le hacemos esto a éste, que ni siquiera lo es de los suyos”. Tanto en un caso como en otro, el grupo social se ensaña con alguien que, al ser hecho penalmente imputable cuando no se dan los requisitos razonables mínimos para ello, es rebajado de su condición humana en igualdad. Es la paradoja de privar de su igual dignidad, su condición de humano de igual valor, a aquel al que forzadamente se hace imputable y, en consecuencia, se castiga. El principio de culpabilidad debe requerir, como segunda dimensión o como reverso, el castigo del que realice la acción tipificada como delito de modo culpable, con la requerida conciencia y siendo dueño de sus acciones. No hacerlo así, cuando sea posible, supone introducir otra cesura entre los ciudadanos, que dejarían de ser iguales ante la ley, destinatarios idénticos de los mandamientos de ésta y responsables por su vulneración al margen de cualquier característica coyuntural o accesoria de cada uno. Unos estarían tácitamente habilitados para hacer lo que a otros les está vedado bajo amenaza de castigo y, de esa manera, difícilmente se podrá ver la comunidad política como formada por sujetos que desde su igual dignidad participan de la misma forma y con idénticos derechos en la conducción de los asuntos políticos (mediante los derechos políticos), de los asuntos económicos (en el mercado y mediante los derechos económicos) y en el debate moral entre todos sobre la forma más justa de organizarse colectivamente en cada momento (mediante una serie de libertades que comienzan por la libertad de conciencia). Un Estado en el que se castigue a quien no puede en puridad tener culpa o en el que a la hora de castigar se discrimine entre los sujetos que la tienen o pueden tenerla por igual será un Estado en el que se estarán esfumando los presupuestos mínimos de antropología filosófica sobre los que se asienta esto que llamamos contemporáneamente Estado de derecho: ni todos los individuos
nicht als diejenige eines isolierten und selbstherrlichen, sondern als die eines gemeinschaftsbezogenen und gemenischaftsgebundenen Individuums” (BVerfGE 45, 187, 227). En palabras de Hassemer: “El principio de culpabilidad […] posibilita la ‘imputación subjetiva’, es decir, la vinculación de un acontecer injusto con la persona actuante. Por muy simple que pueda parecer, este mecanismo es, sin embargo, fundamental para nuestra cultura jurídico-penal. Parte de la
VI. Castigos y penas
humanos serán ciudadanos con igual dignidad (algunos podrán ser tratados como meros objetos o instrumentos para el bien de otros), ni todos los ciudadanos con igual dignidad serán tratados como poseedores del mismo valor (los habrá de primera –los que pueden hacer lo que a otros les está prohibido– y de segunda –los que no pueden hacer lo que a otros les está permitido). El principio penal de culpabilidad presupone la libertad del delincuente como fundamento de su responsabilidad. Esto nos lleva a la cuestión del libre albedrío y al problema de demostrar que no nos determina en todo caso una ciega causalidad de la que no tenemos conocimiento ni conciencia. Como dice Roxin, glosando a los revisionistas del principio de culpabilidad, “la culpabilidad supone que el delincuente hubiera podido actuar de un modo distinto a como lo ha hecho; pero una ‘libertad de la voluntad’ de esta clase no existe o, como todo el mundo reconoce, no se puede demostrar científicamente; aunque existiera en abstracto, no se podría demostrar en todo caso con seguridad si un delincuente concreto puede actuar de un modo distinto en el momento de cometer el delito”. No cabe aquí entrar en los fundamentos filosóficos del libre albedrío, pero sí cabe mantener la siguiente tesis: el derecho, y en particular el derecho moderno, al presuponer la libertad la constituye como dato jurídico y como base del funcionamiento mismo del propio sistema jurídico. Bajo esta óptica, el derecho no nos reconoce como libres porque seamos libres, sino que jurídicamente somos libres porque el derecho da por sentada nuestra libertad.
hipótesis de que el delito –aun cuando se acepten absolutamente la cocausación y la corresponsabilidad de la sociedad– sólo es perceptible como hecho de un autor […]. En esta dimensión del principio de culpabilidad se pone de manifiesto un esquema fundamental de nuestra cultura, y de nuestra cultura jurídica: la idea de que las personas producen y pueden dirigir resultados en el mundo externo, y la idea también de que ante una lesión de intereses humanos es lícita y discutible la cuestión de quién es el causante humano de esta lesión” (Hassemer. “Alternativen zum Schuldprinzips?, en Hans Michael Baumgartner y Albin Esser (eds.). Schuld und Verantwortung: Philosophische und juristische Beiträge zur Zurechenbarkeit menschlichen Handelns, Tübingen, Mohr Siebeck, 1983, 93). Claus Roxin. Culpabilidad y prevención en derecho penal, Madrid, Instituto Editorial Reus, 1981, trad. de F. Muñoz Conde, p. 41. Dice Kelsen: “[N]o es la libertad, es decir, la no determinación causal de la voluntad, la que hace posible la imputación, sino justamente al revés: es la determinabilidad de la voluntad la que la posibilita. El hombre no es objeto de imputación por ser libre, sino que el hombre es libre porque es objeto de imputación. Imputación y libertad se encuentran, de hecho, esencialmente entrelazados, pero esa libertad no puede excluir la causalidad, y, en realidad, no lo hace. Si la afirmación de que el hombre, como personalidad moral o jurídica es libre, ha de tener algún sentido posible, esa libertad moral o jurídica ha de poder conciliarse con la determinación por leyes causales de su conducta. El hombre es libre, en razón y en tanto y en cuanto a una determinada conducta humana, como condición, puede imputarse un premio, una penitencia o una sanción penal; no porque esa conducta no se encuentre causalmente determinada, sino aunque esté causalmente determinada; más, por estar causalmente determinada” (Kelsen. Teoría pura del derecho, México, Unam, 1982, trad. de R. Vernengo de la segunda edición alemana, p. 112).
20. Riesgo y derecho penal. Sobre presupuestos constitutivos del derecho penal en el Estado de derecho
B . la p ro p o rc i o na l i da d y s u m e d i da ¿Y cuál es la relación entre el principio de proporcionalidad penal y el Estado de derecho? Este principio requiere que la pena por un delito no sea desproporcionadamente mayor que la gravedad de éste, que el daño que la acción delictiva comporta para el bien que la respectiva norma penal protege. Esta idea de proporcionalidad requiere ineludiblemente un tercer elemento, un tertium comparationis: el metro. Es una misma unidad de medida la que debe servir de base para establecer y comparar esas dos magnitudes negativas: cuánto es el valor del daño y cuánto es el valor de la pena. En realidad, el principio de proporcionalidad vendría a exigir dos cosas. Una, que es la que se suele mencionar, dado que este principio normalmente se invoca como límite frente a los excesos punitivos, que la pena no sea desproporcionadamente superior al disvalor del delito. Otra, que tampoco sea desproporcionadamente inferior. Lo primero haría injusticia al delincuente; lo segundo haría injusticia a la víctima. Pero no es éste el asunto que aquí nos toca tratar, sino del de cómo se relaciona este principio de proporcionalidad con el Estado de derecho. Mas debemos
Con este modo de hablar, difícilmente evitable, estamos ya dejando ver la estrecha relación existente entre principio de proporcionalidad y concepción retributiva o retribucionista de la pena. La reciente doctrina anglosajona ha resaltado la tensión que el sistema penal se experimenta en la actualidad entre tres aspectos: el papel del Estado, monopolizador de la coacción, en la definición de las penas que corresponden al interés general; el papel del “derecho” del delincuente a ser tratado como persona susceptible de resocialización; y el papel de las víctimas y de su originario “derecho” a la venganza o formas de la misma que, no por sublimadas en manos del Estado, dejen de hacer justicia al daño padecido. Vid., por ejemplo, Neil MacCormick y David Garland. “Sovereign States and Vengeful Victims: The Problem of the Right to Punish”, en A. Ashworth y M. Wasik. Fundamentals of Sentencing Theory. Essays in Honour of Andrew von Hirsch, Oxford University Press, 1998 pp. 11 y ss.; John Gardner. “Crime: In Proportion and in Perspective”, en Íd. Offences and Defences. Selected Essays in the Philosophy of Criminal Law, Oxford: Oxford University Press, 2007, pp. 213 y ss. Señala Gardner que una de las justificaciones del derecho penal se halla en que el Estado toma en sus manos la venganza que en otro caso correspondería a la víctima, pero, al tiempo, una de las razones de ser, uno de los principios constitutivos del Estado moderno es el principio de humanidad, que lo fuerza a tratar a todo ser humano como un ser consciente y sentiente que no puede ser tomado como un objeto y con el que no cabe, bajo ningún concepto, ensañarse, ni siquiera para hacerle pagar por sus delitos. Entre esos dos polos, la salida se halla en un tercer principio, el principio de justicia, que hace que el Estado, al sentenciar al delincuente, deba ser en cierta medida ciego (justicia ciega) frente a las pasiones y pulsiones de la víctima y del infractor y deba buscar, ante todo y sobre todo, la sentencia justa. Esto último se traduciría en que la actitud del juez penal no debe ser la de tomarse la justicia por su mano, la de hacer la justicia que le correspondería si fuera el representante de la víctima o del delincuente, sino la de buscar la sentencia justa (cfr. ibíd., p. 220). Y añade: “In this respect the criminal court in a modern State is a classic bureaucratic institution. It has certain function which cannot figure in its mission, and which therefore cannot directly animate its actions” (ibíd. p, 221).
VI. Castigos y penas
necesariamente comenzar por una cuestión previa, la de cuál sea o dónde esté ese metro imprescindible. Sólo caben dos posibilidades en lo referido a los orígenes o la fuente de dicho metro con el que se medirán las reseñadas proporciones: o está preconstituido en algún orden ontológico necesario y presocial (el orden de la Creación, la naturaleza humana, la naturaleza de las cosas…) o depende de parámetros socialmente contingentes y atinentes a la moral del grupo social de que se trate. La afirmación de lo primero tiene muy complicado encaje en los esquemas del Estado constitucional y democrático de derecho. En efecto, atribuir a una moral objetiva y supremamente verdadera la decisión sobre qué bienes son los merecedores de la protección reforzada del derecho penal y sobre cuál sea el precio que merecen los atentados contra tales bienes significa sustraer dichas cuestiones al debate social y a la decisión colectiva por vía democrática y hacerlo desde el presupuesto de que la conciencia moral de los ciudadanos tiene un papel secundario o marginal frente a esa suprema verdad predeterminada, y que es ésta la que debe establecer los patrones organizativos del orden social. Cuanto más denso sea el contenido de esas verdades presociales, sustraídas a la libertad de conciencia de los individuos y a la consiguiente decisión de las mayorías y, por consiguiente, condicionadoras de contenidos –positivos o negativos– necesarios de las normas jurídicas, tanto más espacio se arrebata a la soberanía popular y tanto más se hace a los individuos objetos de una mecánica social necesaria, en lugar de sujetos dueños de su propio destino, tanto individual como colectivo. Si la pena proporcionada para un delito viene establecida por la norma de una moral objetiva y necesaria, única verdadera y no dependiente de opiniones sociales ni coyunturas históricas, la ley mediante la que las mayorías democráticamente establecidas sancionen dicho delito deberá con necesidad recoger esa pena y no otra, si quiere cumplir con el principio de proporcionalidad, y, por tanto, la opción del legislador no sería más que la de acatar el orden moral objetivamente debido. Vemos, pues, que, sobre esa base, el principio de proporcionalidad no es más que el expediente a través del cual el derecho penal se pone al servicio de una moral que se quiere objetiva, verdadera y no sometida a la opinión o la voluntad de los individuos que integran la sociedad estatal respectiva en un momento dado. Pero resulta que uno de los principios constitutivos de nuestros estados es el de pluralismo moral y político, y que dicho pluralismo político sólo adquiere sentido sobre la base de que quepa previamente ese pluralismo moral que viene garantizado por libertades como la de conciencia, en primer lugar, y las de religión, expresión, etc. Si la democracia sólo ha de servir para decidir lo moralmente secundario, resulta demasiado onerosa, un engorro desproporcionado. Si nada
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más que vale para rellenar los huecos o los márgenes de libre decisión que deja el sistema de la moral objetivamente verdadera, parece un rodeo excesivo, un juego demasiado exigente para un resultado tan exiguo. En resumidas cuentas, pretender que el parámetro para sentar la proporcionalidad correlativa de delitos y penas es algún tipo de norma preconstituida a la decisión democrática en el seno del Estado de derecho equivale a elevar a suprema pauta jurídico-penal la moral particular de una determinada parte de la sociedad que, además, no será normalmente la parte mayoritaria, y a permitir que los órganos judiciales que fiscalicen el respeto del mencionado principio de proporcionalidad en la legislación penal se sustraigan al principio constitucional de democracia y de soberanía popular en nombre de una moral particular que será presentada como moral necesariamente constitucional o parte ineludible de la Constitución material. La alternativa consiste en entender que el patrón para el juicio de proporcionalidad lo brinda la moral social, una moral social de carácter histórico y relativa a los patrones culturales vigentes en cada grupo socio-estatal. En este sentido, afirmar que una pena es desproporcionada frente al delito que castiga equivale a decir que, con arreglo a los patrones morales establecidos en esa sociedad, hay una desproporción entre las dos magnitudes. El mal que el delito supone y el que significa la pena se miden desde esa moral común y desde ahí se dispone el necesario equilibrio entre uno y otro. Decir que una pena es desproporcionada es, de tal modo, tanto como afirmar que así se ve según la moral mayoritariamente establecida en la sociedad. La única alternativa que cabe frente a esta perspectiva que pone énfasis en la moral social mayoritaria es la de un paternalismo estatal que establezca una cesura insalvable entre una casta iluminada que siente los patrones del bien y el mal social desde su moral personal y grupal, y la mayoría social, mero sujeto pasivo de esas prescripciones sobre el orden debido y los bienes preferentes. Ahora bien: aquí podemos estar hablando de una moral meramente positiva, tomada en consideración con total prescindencia del modo como se haya implantado socialmente dicha moral y de las circunstancias bajo las que los
Se impone matizar de inmediato que esa moral de la sociedad ha de ser una moral social, es decir, referida a aquellos bienes que “puedan considerarse fundamentales para la vida social” (Santiago Mir Puig. “Bien jurídico y bien jurídico-penal como límites al ius puniendi”, Estudios penales y criminológicos, xiv, 1991, p. 206). Al fin y al cabo, el particular reproche que la pena contiene es, como dicen Kühl o Lampe, un reproche ético-social (cfr. Kristian Kühl. “Der Zusammenhang von Strafe und Strafrecht”, en Íd. Freiheitliche Rechtsphilosophie, Baden-Baden, Nomos, 2008, p. 377; Erns-Joachim Lampe. Strafphilosophie. Studien zur Strafgerechtigkeit, Köln, Heymanns, 1999, p. 284).
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individuos la profesan, o de una moral del tipo de la que suele llamarse moral crítica o ilustrada y cuyo sentido aquí aclararemos dentro de un momento. Una moral positiva es una moral meramente fáctica, si así se puede decir, es aquella de la que solamente importa su vigencia de hecho, el hecho de que es la que socialmente domina. Las razones de ese predominio no cuentan, y pueden tener que ver con desinformación, manipulaciones, supersticiones, etc. La única razón que se puede alegar para echar mano de esa moral meramente positiva como patrón normativo del juicio de proporcionalidad es la resultante de combinar el escepticismo frente a las pretensiones de una moral material objetiva preestablecida y la resignación frente a cualquier otra forma de vivencia moral de la sociedad distinta de esa sometida a tales condicionamientos relativizadores en términos de su racionalidad. En un auténtico Estado democrático de derecho la política criminal sólo puede ser una política democrática, son los ciudadanos los que han de decidir qué conductas deben de contar como delictivas y ser, como tales, penadas, y en qué medida. Se trata de evitar, por un lado, un paternalismo estatal que, por medio de las políticas penales, trate de imbuir a los ciudadanos de la noción de la vida buena y virtuosa que profesen las élites políticas, religiosas, económicas o culturales. Pero, por otro lado, importa grandemente evitar los riesgos de un “populismo penal” que acarree decisiones en materia punitiva al hilo de emociones momentáneas y manipulación de las pasiones sociales. Nuestras constituciones disponen las condiciones para que la moral positiva de una sociedad en un determinado momento pueda ser una moral crítica o ilustrada y para que sea una moral de ese carácter la que, como conjunto de con Sobre la noción de “populismo penal” véase, por ejemplo, Nicola Lacey. The Prisoners´ Dilemma. Political Economy and Punishment in Contemporary Democracies, Cambridge, Cambridge University Press, 2008, pp. 3 y ss. Oigamos a dicha autora sobre el tipo de tensiones a que nos estamos refiriendo: “Of course, the contested meaning of the term ‘democracy’ makes it all too easy for debates about the purported democratic credentials (or lack thereof) of a criminal justice system to become empty polemics, with the adjective ‘democratic’ signifying (as it has unfortunately come to do in some recent foreign policy rhetoric) an undifferentiated term of approval rather than a conception providing normative or institutional benchmarks against which social practices may be assessed. This perhaps helps to explain why it has been politicians and political scientists, pressure groups and criminologists, rather than normative theorists of criminal justice, who have tended to frame the debate about criminal justice in terms of ‘democracy’. With a few honourable exceptions, the burgeoning literature in normative criminal law and penal theory has been curiously impoverished in terms of explicit discussion of the relationship between criminal justice and democracy, rarely moving beyond relatively general discussion of the issues most strongly indicated by a wide range of versions of liberalism: the desirability of guaranteeing the rule of law and principle of legality, the presumption of innocence, the accountability of criminal justice officials and policy-makers, respect for individual rights and freedoms, the avoidance of inhumane punishment within a legal or, perhaps preferably, constitutional or even international framework” (ibíd., pp. 6-7).
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vicciones básicas de la mayoría, informe en cada instante la legislación, incluida la legislación penal. La Constitución diseña un modelo de interacción social ideal en el que se hace posible que cada ciudadano se forme sus convicciones libremente, liberado de manipulaciones, coacciones y chantajes, informado y pudiendo presentar libremente sus ideas y debatir las ajenas. La Constitución no guarda en sí un sistema de moral material, salvo en lo que sean condiciones de posibilidad para que la moral social positiva pueda ser, en la mayor medida en cada época viable, una moral crítica o ilustrada, en el sentido que acabamos de expresar. Esto presupone que cada individuo ha de ser reconocido como titular de una conciencia libre y nunca mero instrumento de designios ajenos que se le impongan sin remisión o como si nada más que fuera un objeto o un humano rebajado de condición. Sentado ese que sería el axioma moral de partida, con sus secuelas necesarias (derecho a la vida y a la integridad física y psíquica, libertades básicas para que cada uno pueda elaborar libremente sus preferencias en interacción con los demás), toda ulterior configuración del orden social y todo contenido de las normas jurídicas que son su respaldo último deberán ser el resultado de preferencias provenientes de esa moral que, por sus condiciones de configuración y desenvolvimiento, ha de poder ser una moral crítica o ilustrada. Veamos esto aplicado al contenido de las normas penales. Lo que las hace legítimas y fundamenta una obligación política de obediencia y aplicación de ellas no es la correspondencia de su contenido con la moral verdadera, con un orden ontologico-moral necesario y predeterminado, sino el que sean la expresión de una mayoría política que refleja la moral socialmente dominante que se ha formado en esas condiciones que procuran que cada uno piense libremente y prefiera lo que mejor le parezca, en lugar de seguir cada cual el paso que alguien, algún poder, le fija. Lo que hace legítimo el considerar digno o no de protección penal un determinado bien no es el objeto en sí, sino el juicio social mayoritario que considera ese objeto como un bien merecedor de dicha protección, pero a condición de que dicha opinión moral dominante se haya podido formar bajo las referidas circunstancias que aseguran, en la mayor medida en cada momento posible, que lo que cada cual piensa y prefiere es el resultado de su libre reflexión informada y en interacción y debate con las plurales opiniones circundantes. Obviamente, se trata de un modelo contrafáctico, nunca realizable en su plenitud absoluta, pero suficientemente claro en sus contornos fundamentales como para que podamos usarlo como parámetro de enjuiciamiento de la legitimidad mayor o menor de las opiniones sociales y de su reflejo correspondiente en las mayorías que hacen la ley.
VI. Castigos y penas
Lo mismo cabe decir para el metro subyacente al juicio de proporcionalidad. Será esa moral social crítica la que lo aporte. Mas, y esto es lo esencial, en una democracia mínimamente leal a sus presupuestos constitucionales, a los presupuestos establecidos para su funcionamiento en constituciones como la nuestra y las de nuestro entorno cultural y político, dicha moral social crítica será la que se habrá reflejado en la ley, de resultas de su traducción a derecho por obra de la mayoría política. De ahí que la invalidación, por obra del órgano judicial competente para ello, de una norma penal por causa del no respeto al principio de proporcionalidad, sólo será legítima cuando se pueda fundamentar que dicha norma contradice patentemente los fundamentos morales del sistema constitucional mismo, o que ha sido elaborada de manera o bajo influjos que la hacen desentonar de los contenidos posibles de una moral crítica sentada con arreglo a los presupuestos del Estado constitucional y democrático de derecho. Cualquier otro fundamento no será más que expresión de la preferencia que el juzgador establece a favor de su moral personal como metro de la proporcionalidad, en detrimento de la opinión de la mayoría constitucionalmente legítima, absolutizando una moral meramente individual que, en democracia y en Estado de derecho, nunca y por definición podrá ser presentada como la moral absoluta y superior a la resultante del debate social. Esa utilización de la moral social positiva pasada por el tamiz de su compatibilidad, al menos de mínimos, con la moral crítica que subyace a la Constitución como ideal y para la que, al tiempo, la Constitución pretende garantizar las condiciones de posibilidad, lleva aparejada una cierta relativización de dicho parámetro aplicable al juicio de proporcionalidad, y ello en varios sentidos. Por una parte, y como ya se ha querido indicar, es la base para podar, al menos en el plano de la crítica y la doctrina, los excesos a que puede llevar la toma en consideración de las pasiones ocasionales que pueden condicionar la opinión pública en lo referido a ciertos asuntos penales. Por otra, incardinar la apreciación del mal que el delito supone en esa moral que por definición ya no puede ser vista como una moral absoluta e indiscutible, sirve para resaltar que no hay comportamientos que sean ontológicamente o por necesidad “natural” delictivos, y que ha de ser el juicio social, formado discursivamente en el seno
Además de que sobre esta base cabe criticar la actitud de los partidos que pretenden aprovecharse de esas “obnubilaciones” de la opinión pública, en cuanto opinión fuertemente manejada o manipulada, en lugar de buscar la legitimación de sus mayorías en una opinión formada sobre un debate de ideas lo más exento posible de condicionamientos irracionales por definición. Sobre los riesgos de manipulación de una opinión pública no suficientemente reflexiva en materia penal, vid. Fernando Guanarteme Sánchez Lázaro. “Öffentliche Meinung und Strafrecht”, Zeitschrift für Internationale Rechtsdogmatik, 4/2008, pp. 195 y ss.).
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de un debate público lo más racional posible, el que decida en cada momento qué conductas deben tenerse por delictivas y cuál es su “precio” adecuado en términos de pena. Sólo esa visión dialéctica, discursiva, del delito y de su pena es propia del Estado de derecho y compatible con él. Una consecuencia más se desprende de esta legitimación de la norma penal a través de la decisión democrática, en lugar de considerarla herramienta para la realización de la moral materialmente verdadera: el delincuente no expresa con su acción una maldad moral igualmente objetiva y ontológicamente perversa, sino que es y debe ser tratado como alguien que, en uso de su libertad, opta por desobedecer las normas que, según decisión de la mayoría, configuran los presupuestos básicos de la convivencia común en ese momento. Como dice Kindhäuser, “[U]na norma adoptada democráticamente no puede presentarse con la pretensión de exactitud demostrable. Por tanto, la culpa jurídica no implica el reproche de ceguera ético-racional o incluso de maldad” (Kindhäuser, 1996: 51-52). III. el derecho penal moderno como a s u n c i n d e r i e s g o s e n a r a s d e l a l i b e r ta d Sumado todo esto al valor constitutivo que el individuo y sus libertades poseen como presupuesto insoslayable del Estado de derecho constitucional y democrático, resulta otro dato propio del lugar del delito y del castigo penal en dicho Estado: la asunción del riesgo. La decisión de vivir bajo dicha forma de organización político-social acarrea la opción por el riesgo, riesgo que es el precio que se paga por la libertad y por no hacer dejación de ésta en manos
“Precisamente porque faltan valores absolutos que tutelar, el derecho penal se configura como un instrumento dúctil y la opción por la criminalización es el resultado de una ponderación y de un diálogo entre intereses contrapuestos. Por contra, la eliminación de los principios garantistas (derecho penal del enemigo) tiende a realizarse cuando se está en presencia de ordenamientos absolutos, es decir, en presencia de aquellos ordenamientos en los que el pacto social se hace particularmente fuerte respecto de algunos valores considerados de antemano absolutos y compartidos por la totalidad de los asociados: cuanto más fuerte es el pacto en torno a determinados intereses y valores, en mayor medida al sujeto que e enfrenta con tales valores e intereses viene excluido del contexto social y respecto de él se derogan toda una serie de garantías que disfruta el que propiamente es un ciudadano ‘fiel’ a los valores absolutos compartidos. En los regímenes totalitarios se llega hasta la plena y consciente violación de los derechos humanos, entendiéndose por regímenes totalitarios aquellos ordenamientos en los que el poder punitivo se convierte en instrumento para el mero mantenimiento del poder público adquirido o conquistado” (Roberto Bartoli. Lotta al terrorismo internazionale. Tra diritto penale del nemico, ius in bello del criminale e annientamento del nemico assoluto, Torino, Giappichelli, 2008, p. 60). Como dice Evaristo Prieto Navarro, “[e]l riesgo es el producto cierto, aunque equívoco, de la libertad y el saber modernos” (Prieto Navarro. “Sobre los límites y posibilidades de la respuesta jurídica al
VI. Castigos y penas
de un Estado todopoderoso y con plena capacidad de opresión en nombre de la defensa del valor colectivo de la seguridad. En el moderno Estado de derecho de impronta liberal, el riesgo no es la excepción, sino la regla, pues es el precio que en vida y libertad se paga por una existencia libre. Por eso el aumento de los riesgos, como tales, no puede justificar un estado de excepción penal, ya que éste equivale a matar el perro para acabar con la rabia: eliminada la libertad, ¿qué sentido tiene afirmar que se han extirpados los peligros para ella? El estado de excepción es un estado en el que se pone entre paréntesis la legalidad para proteger bienes prejurídicos, y el precio es la desprotección de los bienes jurídicos. En el terreno que el derecho abandona no quedará más imperio que el del poder desnudo, el del Estado sin ataduras, que es un no-Estado. Con ello, el riesgo que en el Estado legal propiamente se asume deja paso a la certeza de la inseguridad. El Estado elimina al delincuente para ocupar su lugar, pero con una diferencia: el delincuente lo es por relación a la ley, y con su conducta libre “dialoga” mostrando que cabe elegir alternativas a la ley sin salir de la sociedad. En cambio, un Estado sin límite significa para el ciudadano la supresión de toda alternativa, el poder desnudo que se impone sobre sus súbditos con el mismo criterio con el que se maneja a los animales; es un peligro sin referencias, el riesgo absoluto, la certeza de una impunidad irrestricta. El aumento de los riesgos que se deriva de los caracteres de la actual sociedad global y de los nuevos fenómenos delictivos a ella asociados no puede traducirse en certeza de la inseguridad, sino en aumento de la confianza en los mecanismos legales de protección de una seguridad que es por definición arriesgada porque no supone renuncia a las libertades y las garantías de los ciudadanos.
riesgo”, en C. Agra, J. L. Domínguez, Juan Antonio García Amado, P. Hebberecht y A. Recasens (eds.). La seguridad en la sociedad del riesgo. Un debate abierto, Barcelona, Atelier 2003, p. 28). Y en palabras de Frisch, “Quien quiere libertad debe estar dispuesto a pagar también el precio que va a ella unido de un derecho penal sólo limitadamente eficiente” (citado por Ricardo Robles Planas. “ ‘Sexual Predators’. Estrategias y límites del derecho penal de la peligrosidad”, InDret, octubre de 2007, p. 18 [www.indret.com]. O de cualquier otro valor que se pretenda dotado de unos contenidos supraordenados al valor del individuo, como la verdad, la justicia, la santidad, etc. “Se trata de inversiones de lo jurídico que no pueden ser entendidas en el plano del derecho. El estado de excepción se muestra como forma legal de aquello que no admite forma legal”, como señala Wolfgang Hetzer siguiendo a Agamben (Wolfgang Hetzer. Rechtsstaat oder Ausnahmezustand? Souveranität und Terror, Berlín, Duncker & Humblot, 2008, p. 218). Sobre la tendencia expansiva del derecho penal en el marco de la globalización y sobre el consiguiente desgaste que están experimentando los principios de legalidad, culpabilidad y proporcionalidad, cfr. Silva Sánchez. La expansión del derecho penal. Aspectos de la política criminal en las sociedades postindustriales, Madrid, Civitas, Madrid, 2.ª edición, 2001, pp. 99 y ss.
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Ese riesgo adquiere en nuestro tema cuatro dimensiones. La primera se refiere al antes, al momento previo a la tipificación delictiva, y alude al riesgo de que en un momento dado no se hallen diseñados como comportamientos punibles todos los que algunos, o incluso muchos, estimen que son merecedores de castigo o que ponen en peligro los fundamentos de la convivencia. El principio de legalidad penal tiene ese inconveniente en términos de seguridad. La alternativa sería un sistema en el que se facultara al Estado para sancionar, sin ataduras previas, todo lo que en cada momento el propio Estado o la opinión pública coyuntural consideren negativo para la colectividad. El empleo de tipos penales totalmente abiertos tiene el mismo alcance negativo: suprime ese riesgo poniendo entre paréntesis la libertad de los sujetos, favorece la seguridad colectiva a base de dañar la seguridad individual, la posibilidad de que los sujetos calculen y decidan sus acciones con conocimiento de sus consecuencias. La segunda alude al durante y tiene que ver con el proceso penal. Las garantías procesales, comenzando por la presunción de inocencia y el in dubio pro reo y siguiendo con las demás que definen el debido proceso en el Estado de derecho, sirven para aminorar la posibilidad de que sean condenados inocentes, pero llevan ínsito el riesgo de que resulten absueltos culpables, culpables que puedan seguir constituyendo un peligro para la ciudadanía. Suprimir las garantías procesales en nombre de la seguridad es tanto como asumir que se pueda sacrificar a individuos concretos en aras de la seguridad colectiva, lo cual
De las consecuencias del intento de utilizar el derecho penal como antídoto contra los nuevos y viejos riesgos que para la seguridad acarrea la convivencia en libertad da cuenta con claridad Blanca Mendoza: “De esta manera, el derecho penal se vería forzado en un proceso de expansión continuo, en el que se le somete a desempeñar un papel que no le pertenece ni en exclusiva ni tampoco de modo prioritario y que podría abocar a un modelo preventivo exasperado dirigido a la seguridad de los bienes jurídicos; todo ello podría acabar conduciendo a un Estado excesivamente intervencionista y, en un cierto modo, a un Estado de seguridad, en el que resulta prioritaria ésta frente a la consolidación de las garantías y los derechos individuales” (Blanca Mendoza Buergo. “Gestión del riesgo y política criminal de seguridad en la sociedad del riesgo”, en Agra, Domínguez, García Amado, Hebberecht y Recasens (eds.). La seguridad en la sociedad del riesgo. Un debate abierto, cit., pp. 2003, p. 82-83). También Hassemer, entre tantos, advierte de que la persecución de la seguridad para la sociedad, para el conjunto social, al precio de eliminar garantías individuales (frente al debido proceso, la tortura, la intimidad, etc.) hace la seguridad individual, la de todos y cada uno, totalmente vulnerable frente al Estado. (cfr. Hassemer. “Sicherheit durch Strafrecht”, en hrrs, abril de 2006 (4/2006), pp. 141-142). En palabras del mismo autor, “ante todo, se debe tener en cuenta que no es posible tener un derecho penal fuerte con costos nulos. Se paga caro, con principios que fueron logrados políticamente, y que siempre son atacables por la política. No existe una prescindencia parcial del principio de culpabilidad o de la protección de la dignidad del hombre; si estos principios ya no son de ponderación firme también en los ‘tiempos de necesidad’, pierden su valor para nuestra cultura jurídica. Pues a partir de ese momento el criterio para la continuación de la vigencia de esos principios ya no es su valor y su peso específico, sino la percepción como problema de la ‘necesidad’ o la ‘grave amenaza’ ” (Hassemer. Crítica al derecho penal de hoy, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 1998, p. 61).
VI. Castigos y penas
choca frontalmente con ese valor consustancial del individuo en el Estado de derecho y con la prohibición de que los bienes básicos de ninguno, comenzando por la vida y la libertad, sean mero instrumento para el aumento del bienestar colectivo, entendido en términos de mayor seguridad general. La tercera dimensión del riesgo, inevitable mientras nos queramos mantener dentro de las estructuras definitorias del Estado de derecho, se refiere al después de la condena, al momento del cumplimiento de la pena, y consiste en la posibilidad de que la pena legal no cumpla la función que constitucionalmente la justifica, la resocialización del delincuente, o las funciones que la doctrina asigna al castigo penal: disuasión del delincuente o general, adhesión del delincuente o adhesión general a las bases normativas del orden social. Para soslayar ese riesgo habría que inclinarse por medidas punitivas adaptadas a cada delincuente o requeridas por el interés social en cada ocasión, como puedan ser regímenes penitenciarios especialmente oprobiosos o crueles, escarmientos muy duros, manipulaciones terapéuticas del delincuente, empleo de la pena con fines de aterrorización ciudadana, etc. La incompatibilidad de dichas medidas con los presupuestos morales y políticos del Estado de derecho resulta más que evidente. La dimensión cuarta de tal riesgo tiene que ver con el momento posterior al cumplimiento de la pena. El riesgo de atenerse a los límites que marca el Estado de derecho por razón de esos presupuestos en los que venimos insistiendo es el de que quien satisfizo la pena que se le impuso retorne a su plena libertad con la misma o mayor disposición para delinquir, sea esa disposición fruto de sus convicciones o de sus pulsiones. Si desprendemos el castigo penal de la finalidad de dar al delincuente una nueva oportunidad para el recto uso de su libertad, para un uso de su libertad acorde con las normas establecidas entre todos democráticamente, el derecho penal pasa a ser otra cosa y a operar sobre presupuestos difícilmente compatibles con los del Estado de derecho y su igual consideración de sus ciudadanos. Existen recursos admisibles dentro de este esquema para hacer pagar por la contumacia del delincuente, como el agravamiento de las penas para el reincidente. Mas esto tiene el riesgo de presuponer la posibilidad de la reincidencia. Si no queremos que tal cosa ocurra, al menos en aquellos delincuentes que por razones ideológicas o psicológicas son más reacios a “aprender la lección” del mal uso de la libertad, hemos de asumir que a algunos hay que eliminarles de raíz la libertad, suprimírsela para siempre, sacrificándola en pro de una mayor seguridad para todos (los demás).
En la doctrina española se va abriendo paso la simpatía hacia medidas de “inocuización” de ciertos delincuentes particularmente peligrosos a los que la pena difícilmente disuade. Así, Feijoo Sánchez: “Con respecto a la vieja cuestión de qué hacer con los sujetos culpables que mantienen su peligrosidad
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Pero de esta manera alguien vuelve a ser utilizado como simple instrumento, como objeto sobre el que se construye la seguridad colectiva. A lo que se agrega una circunstancia adicional y determinante: al adelantarnos al nuevo delito, imposibilitando su comisión por el que ya cumplió la pena por el anterior, estamos dando por bueno otro riesgo para la libertad individual que es incompatible con la filosofía que cimenta el Estado de derecho: ante el riesgo, ante el peligro, ante la mera posibilidad de que alguien vuelva a delinquir, anulamos de raíz su libertad, aun cuando de esa forma pague por anticipado más de uno que en puridad no tendría que pagar, pues, pese a las apariencias, los cálculos y los dictámenes de expertos, tal vez no iba a reincidir. Si una de las razones (no la única ni la más importante) que, por ejemplo, se alegan para la prohibición absoluta de la tortura es la del alto riesgo de torturar por error al que no lo “merece”, ¿no estaríamos aquí admitiendo la posibilidad de privar por error de su libertad y de excluir de la vida social al que tampoco lo “merece” con seguridad? Esta última cuestión nos lleva, además, a un caso prototípico de “pendiente resbaladiza”: ¿acaso las mismas razones que justifican la “inocuización” del que una vez delinquió y probablemente puede volver a hacerlo, no sirven exactamente igual para “sacar de la circulación” al que con gran probabilidad va a delinquir por primera vez, aunque todavía no lo haya hecho? Es la forma de pasar a un derecho penal de autor que en lugar de acciones culpables castigue a los tenidos por culpables aunque no actúen, a “los malos” por ser como son. Y eso sí
criminal después de cumplir su condena, es evidente que se puede asumir que no hacer nada frente a dicho problema por temor a lo que hipotéticamente podría pasar si existieran sanciones de esas características lo cual es un argumento legítimo), pero los principios del Estado democrático de derecho no obligan a esa conclusión” (Feijoo Sánchez. “El derecho penal del enemigo y el Estado democrático de derecho”, en Cancio Meliá y Gómez-Jara Díez (coords.). Derecho penal del enemigo. El discurso penal de la exclusión, Madrid, Edisofer, 2006, p. 826). En opinión de este autor, ni existirían reparos constitucionales ni se caería en el “derecho penal del enemigo” si tales medidas se tomaran contra individuos concretos cuya peligrosidad es específicamente analizada como fundamento de las medidas, en lugar de hacerlo contra grupos genéricos o tipos genéricos de delincuentes: “si se quiere introducir la idea de inocuización ello no se puede hacer a través de una pena para determinados grupos de delincuentes (¿enemigos?) a tratar homogéneamente, sino en todo caso a través de medidas posdelictivas específicas que combatan la peligrosidad particular de cada delincuente” (ibíd., p. 829). “En cierta medida puede afirmarse que la rudimentaria noción de la peligrosidad criminal (y de los seguros criterios para su determinación individual) se ha quedado anticuada para fundamentar la reacción penal. Más bien la tendencia parece ser la de que sólo la garantía de no peligrosidad impide la intervención coactiva. La suficiente seguridad sólo queda garantizada si la puesta en libertad del autor sólo acontece cuando no exista ningún riesgo (más) de reincidencia. Por ello, no debe extrañar que lo que antes se entendían como manifestaciones de los límites del ius puniendi empiecen a concebirse como ‘lagunas de seguridad’ de la legislación penal” (Robles Planas. “‘Sexual Predators’. Estrategias y límites del derecho penal de la peligrosidad”, cit., p. 15).
VI. Castigos y penas
que, sin duda, introduce una división entre los ciudadanos que es radicalmente incompatible con los postulados más elementales del Estado de derecho. Retornemos ahora a la idea de proporcionalidad. Se ha dicho más de una vez que resulta poco verosímil defender este principio desgajándolo por completo de la idea retributiva de la pena, que es la idea de pena como merecimiento justo del delincuente por su acción. Pero también es general hoy el acuerdo en que la pena como mera retribución, como mal que al delincuente se inflige como pago por el mal por él cometido, tiene difícil encaje en el Estado de derecho y es difícilmente justificable en clave de constitucionalidad. Mas en cuanto se dota a la pena de fundamento preventivo en cualquiera de sus cuatro versiones, de justificación utilitarista, nos damos de frente con el alto riesgo de tomar por buenas penas que se justificarían por sus consecuencias funcionales positivas, aun cuando fueran desproporcionadas. Cuando los partidarios de las doctrinas preventivas, que son hoy la inmensa mayoría de los penalistas, se topan con esta objeción, siempre apelan a la idea de la proporcionalidad como límite infranqueable, como frontera que la justicia no permite rebasar. Con ello, a la fundamentación utilitarista se le pone una traba de corte deontológico y se da por sentado que pena y delito guardan una relación intrínseca que no se puede ignorar si no es al precio de abrir las compuertas al abuso y a la posibilidad de convertir a los sujetos en simples herramientas de gestión de la sociedad, en útiles de ingeniería social. Y ese es precisamente el punto de partida de las teorías retributivas, la afirmación de un nexo esencial de paridad de valor entre delito y pena justa. I V . r e t r i b u c i o n i s m o y u t i l i ta r i s m o e n s u j u s ta m e d i d a Da la impresión de que al hablar de teorías retribucionistas y de teorías preventivas o utilitaristas hay un cambio de perspectiva que no conviene dejar de tomar en consideración. Cuando hablamos en clave retribucionista adoptamos la perspectiva de la sociedad, pues es la sociedad misma la que se supone que desea la venganza, la que quiere ver recompuestos sus valores haciendo que el
Dice Rafael Alcácer Guirao: “La idea de la retribución, siendo ilegítima como fin de la pena, por desatender radicalmente el principio de utilidad o necesidad de la pena, acoge en su seno esa exigencia gerantística de aplicación de la pena en virtud de los principios de culpabilidad y proporcionalidad y el consiguiente rechazo de toda instrumentalización del ciudadano” (Rafael Alcácer Guirao. “Prevención y garantías: conflicto y síntesis”, Doxa, 25, p. 145). Sobre el límite que a los excesos del puro prevencionismo pone el principio de proporcionalidad, ínsito en la idea retribucionista, vid., especialmente, Hassemer. “Strafrecht, Prävention, Vergeltung”, zis, 7, 2006, pp. 266 y ss.
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delincuente pague exactamente por lo que vale el mal que causó. En cambio, el punto de vista preventivo no es el de la sociedad misma, sino el de sus gestores. Mientras que la dinámica social por sí nos conduciría a la pena como retaliación, como venganza, y la sociedad como tal no se para en cálculos de conveniencia colectiva, sino que da rienda suelta a sus sentimientos y valores, el enfoque preventivo parte de ver a la sociedad y los individuos como campo en el que se estudian y ensayan causas y efectos, buscando la mejor configuración del conjunto, lo cual se hace necesariamente saliéndose en cierta medida del “punto de vista interno” y trabajando desde una idea de la sociedad como la sociedad (o el individuo) mejor o la sociedad (o el individuo) que se ha de alcanzar. Con todo ello, tenemos que, así como el retribucionismo parece inevitablemente unido a lo que podríamos llamar formas elementales de emotivismo social y a fenómenos de psicología colectiva, el utilitarismo penal adquiere tintes de paternalismo. ¿Hay alguna salida posible para ese desacompasamiento, para esa dificultad de satisfacer al tiempo las ansias justicieras de la sociedad que quiere que el mal se pague con un mal equivalente, y las ansias de perfeccionismo social de quienes frente a tales ansias anteponen el modelo de una sociedad ideal o se proponen construir mediante la gestión de delitos y penas una sociedad mejor? En mi opinión, el modelo que estamos proponiendo puede conseguir una cierta síntesis. Por un lado, se parte de reconocer que es la propia sociedad la que ha de disponer qué conductas merecen tipificación como delitos y cuál ha de ser su precio en pena, con arreglo a su moral positiva, filtrada en sus excesos pasionales por la moral crítica que la Constitución presupone y posibilita, al tiempo, en los sujetos. El principio de proporcionalidad queda así anclado en el sentir social, lo más racional posible y pasado por el tamiz del debate público y del principio mayoritario desde el que se traduce en ley penal. De tal manera, pena proporcionada no será la que como tal se afirme desde ningún género de elitismo ético o epistemológico de alguna minoría o alguna casta, sea una minoría o casta académica, política o judicial. Con lo anterior no se excluye, sino que se presupone, la compatibilidad de esa base retributiva, fuente de la idea de proporcionalidad, y de una idea democrática o democratizada de la misma, con planteamientos de gestión y mejora de la sociedad y la convivencia. Pues tales elementos pueden y deben introducirse en el debate público y en la deliberación política democrática para que la propia sociedad tome conciencia de sus conveniencias, de sus conveniencias que van más allá del mero dar gusto a los afanes justicieros, aun los legítimos. Una sociedad consciente de su propio interés, una opinión pública libre e ilustrada, tomarán conciencia de que a veces lo mejor es enemigo de lo bueno y de que es el propio interés de sus miembros el que debe hacerla
VI. Castigos y penas
abstenerse de una aplicación ciega y dogmática del viejo principio fiat iustitia, pereat mundus. Una sociedad madura no sólo valora el bien o el mal de una acción a tenor de los parámetros morales en ella establecidos, sino que desde esos mismos parámetros puede evaluar consecuencias. Esa misma sociedad que no desea que el delito tenga precio menor ni mayor que el proporcionado al daño causado –a tenor de esos valores establecidos– tampoco deseará que sea esa pena la causa de mayores males sociales ni que se ponga en riesgo la libertad y la integridad de los ciudadanos nada más que por el afán de dar a cada uno lo que le corresponde sin atender a los efectos futuros o a las consecuencias para el modo de convivir en libertad. Más aún: si mediante el castigo penal se pretende, como pretenden las doctrinas preventivo-generales, la estabilización del orden social, ya sea disuadiendo de vulnerar las normas, ya fomentando la adhesión a ellas, dicho fin sólo será alcanzable cuando las penas se midan desde el sistema de valores socialmente asentado en este contexto en que es posible y presupuesta una moral que, amén de positiva, está pasada por el filtro de la moral crítica. Siempre que se quiera gestionar la sociedad mediante normas jurídicas y con respeto a los individuos y su libertad, siempre que se quiera provocar reacciones sociales positivas basadas en la reflexión libre de los ciudadanos, en su libre apreciación de las normas jurídicas y de las sanciones que padece el que las incumple, se habrá de partir de que el contenido de tales normas no puede desentonar grandemente de los valores de la moral social. Más en concreto, y aplicado a nuestro tema de la proporcionalidad: sólo la pena proporcionada a tenor de esos valores sociales puede provocar ese tipo de reflexión que lleve a los ciudadanos a ver en la pena razón para abstenerse del delito o fundamento para adherirse a la norma que dispone el delito y sienta la correspondiente pena. Gestionar la sociedad, dirigirla calculando causas y efectos sin basarse en ese “sano” (por propio de una moral crítica) “sentir popular” (por propio de una moral positiva) sólo es pensable desde planteamientos fuertemente autoritarios y que presupongan para las élites dirigentes una legitimación especial y desconectada de los ciudadanos, ya se base en su condición de casta especial, en su cualidad de sacerdotes al servicio de verdades trascendentes o en su organización como grupo que busca su interés particular poniendo a la ciudadanía a su servicio. Y para que sea eficaz ese torcido designio, tiene que suprimir precisamente aquello que es consustancial al Estado de derecho: la libertad, la dignidad, el supremo valor, y valor igual, de cada individuo. Habrá, pues, en nombre del “bien social”, que prescindir de lo que la sociedad piensa y quiere y, para alcanzar los fines propuestos, se deberá aterrorizar a la sociedad, o manipularla para que piense lo que se quiere que
20. Riesgo y derecho penal. Sobre presupuestos constitutivos del derecho penal en el Estado de derecho
piense y sienta como se quiere que sienta. Habrá, pues, tiranía y no Estado de derecho constitucional y democrático. bibliografa Albrecht, Peter-Alexis. “Das nach-präventive Strafrecht: Abschied vom Recht“, en Institut für Kriminalwissenschaften und Rechtsphilosophie Frankfurt a. M. (ed). Jenseits des rechtsstaatlichen Strafrechts, Frankfurt, etc., Peter Lang, 2007. Alcácer Guirao, Rafael. “Prevención y garantías: conflicto y síntesis”, Doxa, 25, 2002. Bartoli, Roberto. Lotta al terrorismo internazionale. Tra diritto penale del nemico, ius in bello del criminale e annientamento del nemico assoluto, Torino, Giappichelli, 2008. Cancio Meliá, Manuel. “ ‘Derecho penal’ del enemigo y delitos de terrorismo. Algunas consideraciones sobre la regulación de las infracciones en materia de terrorismo en el Código Penal español después de la LO 7/2000“, Jueces para la Democracia, n.º 44, 2002. Feijoo Sánchez, Bernardo. “El derecho penal del enemigo y el Estado democrático de derecho”, en Cancio Meliá y Gómez-Jara Díez (coords.). Derecho penal del enemigo. El discurso penal de la exclusión, Madrid, Edisofer, 2006. Gardner, John. “Crime: In Proportion and in Perspective”, en Íd. Offences and Defences. Selected Essays in the Philosophy of Criminal Law, Oxford, Oxford University Press, 2007. Guanarteme Sánchez Lázaro, Fernando. “Öffentliche Meinung und Strafrecht”, Zeitschrift für Internationale Rechtsdogmatik, 4/2008 [www.zis-online.com]. Hassemer, Winfried. “Alternativen zum Schuldprinzips?, en Hans Michael Baumgartner y Albin Esser (eds.). Schuld und Verantwortung: Philosophische und juristische Beiträge zur Zurechenbarkeit menschlichen Handelns, Tübingen, Mohr Siebeck, 1983 (citamos por la traducción de F. Muñoz Conde contenida en [www.cienciaspenales.org/revista%2003/hassemer03.htm]. Hassemer, Winfried. Crítica al derecho penal de hoy, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 1998. Hassemer, Winfried. “Sicherheit durch Strafrecht”, en hrrs, abril de 2006 (4/2006) [www.hrr-strafrecht.de/hrr/archiv/06-04/index.php?seite=6]. Hassemer, Winfried. “Strafrecht, Prävention, Vergeltung”, zis, 7, 2006, pp. 266-273.
VI. Castigos y penas
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v i i . e l e s ta d o, la p o l t i c a y la s n o r m a s
21 ¿q u i n r e s p o n d e p o r la m a la s u e rt e d e c a da u n o ? Nuestras vidas están condicionadas por la suerte, buena o mala, de múltiples y muy variadas maneras. Enumeremos algunas de las que dan lugar a sesudos debates jurídico-políticos. Tenemos en primer lugar la suerte al nacer, que tiene dos vertientes: los dones naturales con que venimos al mundo y la cuna en que nacemos. I. los dones con que nacemos Cada persona nace con unos atributos y capacidades propios y con unas predisposiciones originarias que condicionarán sus posibilidades vitales: capacidad intelectual, prestancia física, fuerza, temperamento, etc. Luego vendrán la educación y el medio social a moldear esas características (esto tiene que ver con el punto siguiente), pero ya dicen en mi pueblo que de donde no hay no se puede sacar. Del mentalmente torpe no podemos esperar que triunfe en la ciencia, al mudo de nacimiento no le cabe hacerse rico cantando, el enclenque no será campeón mundial de lanzamiento de peso, del que posee un temperamento indolente o apático no podemos pedir enormes esfuerzos de voluntad para convertirse en ejemplo de self-made-man. En una sociedad en la que las oportunidades vitales, el triunfo y la riqueza se reparten desigualmente, algunos tienen por naturaleza menos posibilidades que otros de convertirse en ganadores y de maximizar su bienestar con sus propias obras. Si usted ha salido mentalmente obtuso, débil, feo y con un par de taras corporales o psíquicas va a vivir con más pena que gloria. Es lo que algunos autores han llamado la lotería natural, en la que a cada uno le ha tocado en suerte lo que le ha tocado, sin que en su mano estuviera cambiar esa parte de su destino. Y la pregunta es: ¿quién responde de esa mala suerte?, ¿deben los que mejor viven gracias a sus dones y talentos naturales contribuir con sus ganancias para hacerles la vida mejor a los más desgraciados?, ¿hasta qué límite, en su caso? La filosofía política tiene uno de sus cometidos primeros en determinar cuál es la más justa organización de una sociedad, lo que equivale a establecer, en términos de John Rawls, cuál es la mejor distribución de beneficios y cargas, de ventajas y desventajas en un grupo social, por ejemplo entre los ciudadanos de un Estado. A propósito de esta primera suerte o lotería, vamos a ver el primer enfrentamiento entre filosofías individualistas radicales (los que los estadounidenses llaman libertarians) y filosofías más sociales o socializadoras.
VII. El Estado, la política y las normas
Los primeros aplican a este asunto el lema de que “al que Dios se la dio, San Pedro se la bendiga”. Un ejemplo es Robert Nozick. Cada ser humano es único y su particular y específica identidad viene dada en primer lugar por sus atributos naturales y sus circunstancias –de las circunstancias sociales hablaremos en el punto siguiente–. El primer derecho de cada uno es ser lo que es, siendo dueño de sí mismo tal como es. Quiere decirse que cada cual es dueño de su vida a partir de ser dueño de su atributos personales. Según su modo de ser, cada uno se forja sus planes de vida y los realiza en la medida en que sus personales condiciones se lo permiten. Puede que muchos sueñen con ser astronautas, pero no todos serán capaces; todos, o casi, querrán ser ricos y poderosos, pero pocos estarán en condiciones de lograrlo, ya mismamente por sus talentos, su capacidad de trabajo y esfuerzo, etc. Ser dueño de la propia vida significa usar la propiedad que uno tiene de sí mismo, de su ser con sus dones, para elegir la vida que quiere y tratar de realizarla. Existe una vinculación ineludible entre propiedad de uno mismo, identidad y autonomía para realizar los propios planes de vida. Mis planes de vida y el grado en que los cumpla son parte de la propiedad de mí mismo. Si alguien me impide seguir mi camino en la medida que mis cualidades personales me lo permitan, me está alienando, está expropiando mi libertad, me está despersonalizando. ¿Deben pues los que más consiguen ser compelidos a repartir lo que obtienen con los que carecen de las aptitudes para lograrlo? Estos individualistas radicales contestan negativamente, en la idea de que tal obligación de repartir equivale a expropiar al sujeto de todo o parte de su ser. En una sociedad que fuerce a los más agraciados en la lotería natural a repartir el fruto de su capacidad, mérito y esfuerzo con los naturalmente menos afortunados tiene lugar una pérdida de identidad de los sujetos, que ya no serían tratados como personas distintas y autónomas, que son expropiados de todo o parte de su ser, pues componente elemental del ser de cada uno son esas capacidades y los frutos de su empleo. Un modelo uniforme de ser humano o ciudadano se impone frente a la diversidad natural que hace a cada persona un ser único. ¿Qué responden los no individualistas, como Rawls? Pues que lo justo es que cada cual tenga lo que merece. Pero ¿qué merece cada uno?: aquello que sea el mero resultado de una actividad suya que no resulte simple aprovechamiento de lo que le tocó en suerte sin haber hecho personalmente nada para lograrlo. Aquel al que le toca la lotería no puede decir que tiene los millones del premio porque los ganó merecidamente. No los merecía: le tocaron por azar. Lo mismo pasa con la lotería natural, pero con una peculiaridad adicional: aquel al que le toca el premio en un sorteo aun puede decir que él decidió jugar, jugar precisamente para tratar de obtener ese premio, y que gastó un dinero en comprarse el
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boleto. Con la que llamamos lotería natural no pasa ni eso, pues a nadie le piden permiso para nacer ni para venir con estos o aquellos dones o lastres. Y el que tiene ahí buena fortuna ni siquiera la buscó apostando nada suyo. Así que autores como Rawls mantienen que mis talentos son míos, sí, pero que no los merezco, pues nada he hecho para conseguirlos que pueda contar como fundamento de tal merecimiento. Yo no tengo por qué apuntarme como merecidos los regalos del destino. Por lo mismo, tampoco merece en ese sentido su desgracia aquel al que le vinieron mal dadas al nacer. En consecuencia, en una sociedad justa se deberán fijar unos estándares mínimos de vida digna y ese mínimo habrá de asegurarse por igual para todo el mundo, listos y tontos, hábiles y torpes, esforzados y perezosos de nacimiento. Esto implica redistribución de la riqueza, con su secuela inevitable de restricción de la libertad. Cuanto más altos sean esos mínimos de vida digna garantizados a todo el mundo, mayor será igualmente la redistribución de la riqueza, la intervención coercitiva del Estado sobre la capacidad de libre disposición de los ciudadanos y, por tanto, las limitaciones de la libertad; y mayor será el grado de igualdad material que entre los ciudadanos se establezca. Veamos esto con brevedad antes de pasar al siguiente punto. En uso de mi libertad yo empleo mis cualidades para obtener bienestar. Estudio, discurro, invento, trabajo, me esfuerzo para lograr las cosas que ansío y que, de una u otra forma, se compran con dinero. Si mi pasión es la cultura, pongamos por caso, querré comprarme libros, tener un buen ordenador con el que escribir mis textos, pagarme carreras, cursos de idiomas, etc. También es probable que quiera vivir en una casa en la que quepa una buena biblioteca y donde el ruido no me moleste o la luz no me la tape un rascacielos a veinte metros. Pongamos que consigo con mi capacidad y esfuerzo los medios para tener todo eso en alta medida. Si viene el Estado y me arrebata una parte de mi ganancia para proporcionarle sanidad o educación o vivienda al que no nació muy apto para ganarse la vida y asegurarse tales condiciones vitales mínimas, mi libertad se ve restringida, pues parte de lo que en uso de mi libertad obtuve me es arrebatado por las malas y, con ello, he estado trabajando, en esa proporción, no para realizar mis planes de vida, sino para que otros tengan lo que no son capaces de conseguir por sí. Padece la libertad de los individuos mejor dotados por la naturaleza, pero gana en igual medida la igualdad entre todos los individuos. Pura dinámica de fluidos; de fluidos axiológicos, como si dijéramos. Para los ultraindividualistas ninguna compensación de las suertes naturales justifica el sacrificio de un sólo ápice de libertad de nadie, por ser la libertad, como se ha dicho, el componente esencial y único de la identidad humana, lo que propiamente nos hace personas y nos diferencia de los puros objetos que cual-
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quiera maneja. Los menos afortunados en la lotería natural también son libres y allá se las compongan si no les da para más. En cambio, para los partidarios de hacerle sitio también a la igualdad, no es la restricción de la libertad lo que nos deshumaniza; también lo hace el hallarnos privados de toda expectativa que no sea la del puro padecer sin remisión hambre, frío, enfermedad o ignorancia. ¿Cuánto de igualdad preconizan, pues, los igualitaristas? Depende. La escala va desde los autores que han defendido un igualitarismo radical con fortísimas restricciones a la propiedad privada, al modo del viejo ideal comunista (de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades), hasta las posturas liberal-socialdemócratas, que se conforman con que el Estado asegure a los menos favorecidos por la suerte los estrictos mínimos vitales que permitan con propiedad y sin sarcasmo tenerlos por seres libres que no están a priori excluidos de toda participación real en la vida social. II. la c u na e n q u e nac e m o s Aquí nos referimos al medio social en el que nace cada uno, medio que va a condicionar fuertemente su futuro, sus posibilidades y expectativas vitales. No va a ser igual de fácil o difícil la vida del que viene al mundo en una chabola de un suburbio misérrimo que la del que nace en la calle Serrano de Madrid o en el Parque de la 93 en Bogotá, hijo del presidente de algún importante banco. ¿Alguien apuesta sobre cuál de los dos tendrá mayores posibilidades de llegar a banquero o arquitecto o ministro o funcionario público de alto nivel o presidente del consejo de administración de cualquier gran empresa? Y eso con bastante independencia de los dones naturales de cada cual. Es difícilmente discutible que en sociedades fuertemente desiguales es más probable que obtenga un trabajo importante y bien remunerado el hijo medio lerdo de una familia muy rica que el hijo inteligentísimo de una muy humilde. Podríamos llamar a esto la ley del mérito personal en las sociedades: cuanto menos igualitarias estas, menos cuenta el mérito personal y más determinante resulta el estatus social, especialmente el estatuto económico. Para el pensamiento individualista tradicional forma parte de mi libertad y de la correspondiente propiedad de mí mismo el trabajar y querer acumular medios o riqueza para transmitir a mis hijos. De ahí que el derecho de herencia, entendido como el derecho de cada uno de disponer libremente de todos sus bienes para después de su muerte, se tenga por un derecho fundamental que es mera prolongación o secuela de ese derecho de propiedad que es la otra cara de la libertad. Si lo que da sentido a mi vida, supongamos, es trabajar duro y esforzarme al máximo para que mis hijos mañana tengan su vida asegurada,
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gravar con fuertes impuestos la transmisión hereditaria de mis bienes o impedir que los transmita a quien yo quiera supone restarle a mi vida parte de su sentido, deshumanizarme de nuevo. Por otro lado, si lo que yo he ganado lo he ganado legítimamente, sin robar ni arrebatárselo de modo ilícito a nadie, es mi mérito, y no dejarme disponer de ello es no respetarme ese mérito. Aquí los individualistas resaltan el merecimiento del que obtuvo una posición social y económicamente ventajosa como fundamento de que se respete también su libre disposición de sus bienes, incluso post mortem. ¿Por qué –preguntarían– lo que yo gano con la vista puesta no sólo en mi personal disfrute, sino también en el futuro de mis hijos, va a tener que ir a parar, redistribuido por el Estado ahora –vía impuesto sobre la renta, por ejemplo– o a mi muerte –vía impuesto de sucesiones– a mejorar la vida o las expectativas de los hijos de otros? El que quiera mejorar su suerte o la de sus hijos, que aplique el mismo esfuerzo o la misma inteligencia que yo apliqué. Los igualitaristas van a echar mano también la idea de mérito, pero de otro modo, preguntándose con qué merecimientos va a disfrutar su desahogada posición económica y su bienestar el que recibe una fortuna de sus padres y se limita, por ejemplo, a vivir de las rentas o a multiplicar la riqueza heredada. Los igualitaristas ponen en juego un criterio complementario de la noción de mérito: el de igualdad de oportunidades. Una sociedad competitiva y no perfectamente igualitaria, en la que la situación de cada sujeto no venga asignada autoritativamente por el Estado, se parece a una competición atlética, una carrera, por ejemplo. En una tal carrera reconocemos que ha de ganar el más rápido, que será normalmente el más dotado para tal esfuerzo y el que mejor y más celosamente haya entrenado. Pero la justicia del resultado final de la competición dependerá de algo más que de las dotes atléticas naturales y el esfuerzo de los competidores: dependerá también de las reglas que regulen la competición. Veamos cómo. En una carrera así habrá una línea de salida y una meta. Gana el que primero llega a la meta. Pero ¿qué diríamos si el punto de salida es diferente para cada concursante? Imaginemos que para uno la línea de salida está a cinco mil metros de la meta y para otro está a cien metros. ¿Cuál de los dos tendrá mayor posibilidad de triunfar? Obviamente, el segundo. Si este segundo en lugar de correr se queda sentado, perderá, sin duda. Pero si los dos corren todo lo que pueden, la victoria será del segundo. ¿Podrá decir que venció por sus méritos, puesto que corrió todo lo rápido que fue capaz? Algo de mérito tendrá, sí, pero su triunfo será, con todo, escasamente meritorio, pues simplemente utilizó, como era de esperar, la enorme ventaja con la que partía. El resultado era per-
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fectamente previsible en circunstancias normales, pues las muy inequitativas reglas de la carrera lo condicionaban casi por completo. Ahora pongamos el caso en la competición social por el bienestar. Imaginemos que dos personas con idénticas cualidades naturales (inteligencia, voluntad, fortaleza) desean igualmente llegar a la presidencia del consejo de administración de un importante banco, ya sea por lo que supone de realización personal un puesto así, ya por la gran ganancia económica que representa. Una de esas personas ha nacido en una familia muy pudiente, ha recibido una educación muy selecta, ha podido desde su infancia cultivar su cuerpo y su espíritu, ha tenido plenamente garantizados también la sanidad, la vivienda, el ocio, etc., y, además, ha recibido en herencia una importante fortuna y se ha codeado siempre con los grupos socialmente privilegiados. La otra, que ha venido al mundo en un medio mísero, apenas ha podido hacer más que luchar para sobrevivir al hambre, la enfermedad, la incultura y la desesperación. ¿Cuál de esas dos personas tendrá mayores posibilidades de consumar su aspiración? Parece indudable que la primera. ¿Por qué? Porque las reglas que presiden su competición no son equitativas, son tan inicuas como las de la carrera en el ejemplo anterior. Los individualistas radicales mantienen que la consideración a la sagrada libertad de cada cual tiene el precio de que cada uno ha de apechugar con su suerte, con el resultado que le deparen las dos loterías: la lotería natural, que antes hemos visto, y la lotería social, de la que ahora estamos hablando. Los igualitaristas, por el contrario, consideran que la suerte de cada individuo en sociedad no puede estar al albur de loterías, pues tal cosa equivale a dar por bueno que sea el azar el que gobierne el destino de cada ser humano. Y ni siquiera la libertad se cumple cuando cada uno compite bajo condiciones desiguales en las que no puede influir. ¿De qué me vale plantearme objetivos que en teoría –igualdad formal o ante la ley– puedo alcanzar, si en la práctica las reglas de organización social me los hacen inviables? No soy libre si mi libertad es meramente la libertad de desear, mientras que otros, no superiores a mí en capacidad o méritos, pueden fácilmente conseguir lo que se proponen y hacer de sus deseos realidades mucho más cómodamente que yo. ¿Cómo podemos introducir equidad en la competición? Procurando que sean justas las normas que la rigen. En el ejemplo del atletismo, estipulando que todos los corredores arranquen de la misma línea de salida. En el caso de la vida social, procurando que las diferencias de partida debidas a la suerte social de cada uno se amortigüen en grado suficiente para que cada uno tenga idénticas posibilidades de alcanzar la meta con el sólo concurso de su mérito y su esfuerzo. Aquí es donde opera el principio de igualdad de oportunidades.
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Igualdad de oportunidades en el ejemplo de la carrera quiere decir que los corredores deben partir de la misma línea de salida, que sus posiciones al inicio deben estar equidistantes de la meta. A lo que se añade que en ninguna de las calles por las que cada uno corra debe haber obstáculos que no estén en las otras. La distribución de oportunidades será perfectamente equitativa cuando sea exactamente la misma la distancia para todos y las calles de todos sean idénticas; será tanto más equitativa esa distribución de oportunidades cuanto menor sea la diferencia en el punto de partida y cuanto más parejas sean las calles. Igualdad de oportunidades en la competición social significa que las posibilidades de cada uno, en una sociedad competitiva que admite la desigualdad de las posiciones de sus miembros, no pueden estar determinadas por la lotería social, por circunstancias tales como el haber nacido en un barrio o en otro, en una clase social o en otra, en una cultura o en otra, en una familia u otra, en una localidad o en otra; o de ser varón o hembra, blanco o negro, etc. Seguramente tienen razón los ultraliberales al afirmar que o admitimos la desigualdad social o matamos la libertad. La única vía para conseguir que todos tengamos lo mismo y que la lucha por la igualdad de oportunidades no sea necesaria es instaurar un Estado autoritario que asigne coactivamente a cada sujeto su posición social, idéntica a la de los otros, sin permitir a ninguno “levantar cabeza”. Y, además, esa pretensión sería internamente incoherente, pues ese Estado dictatorial presupone por definición la diferencia entre los que gobiernan y los que obedecen. Ahora bien, una cosa es admitir que en sociedad unos puedan tener más que otros y otra regular el modo en que se acceda a esos distintos repartos desiguales, asumiendo que lo que hace la injusticia no es la desigualdad en sí, sino la regulación de la manera en que unos puestos u otros se obtengan. No es injusto que en una competición atlética uno quede el primero y gane la medalla de oro y otro quede el último y no gane nada. Pero para que la victoria del primero pueda considerarse justa por merecida, el reglamento de la carrera tiene que asegurar la equidad y limpieza de la competición. En la competición social entienden los igualitaristas que la justicia de los resultados requiere como condición ineludible la igualdad de oportunidades entre todos los ciudadanos, lo que es tanto como decir unas equitativas condiciones de la contienda. ¿Cómo se alcanza esa igualdad de oportunidades? Para los que la defienden no hay más que un camino: que el Estado quite a los que han tenido más suerte para dar a los que la han tenido peor. En el caso de la prueba deportiva se trataría de retrasar al que pretende partir muy por delante de la línea de salida y en adelantar al que ha sido situado muy por detrás de ella. En lo referido a la competición social, habrá que detraer medios de los que tienen de sobra para asegurarse –o asegurar a sus hijos– alimento, sanidad, vivienda
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o educación, para dárselo a los que no tienen con qué pagar esos bienes sin los que no podrán jamás competir equitativamente. Y sin olvidar que durante la competición ninguno debe ser favorecido por trampas como la que en la vida social representa el corrupto favoritismo: que lo que para unos es obstáculo se convierta en ventaja para otro, por ser “hijo de” o “amigo de” o de este o aquel partido político. Frente al respeto absoluto a la propiedad que los ultraindividualistas preconizan, los igualitaristas defienden la restricción de la propiedad en pro del –de algún grado de– reparto. Frente a la libertad como pura autodeterminación personal, tal como los ultraindividualistas la conciben, la libertad como posibilidad real, no meramente nominal o teórica, formal, de hacer. Frente un Estado que se limite a asegurar a todos frente al riesgo de homicidio o de robo, pero que no interfiera de ninguna otra forma en la vida social y económica, un Estado que redistribuya y reorganice los resultados de la interacción social cuando éstos se convierten para algunos ciudadanos en destino fatídico. Frente a una idea de los derechos fundamentales de cada uno como derechos a que nadie le arrebate la vida, la libertad y la propiedad, una concepción de los derechos que incluye en la lista de los fundamentales la satisfacción de las necesidades básicas, que son aquellas de cuya satisfacción depende que cada ciudadano no esté condenado por el destino a la inferioridad personal y social. En suma, frente a la pretensión individualista de que cada cual cargue con la suerte que su cuna le depare, la pretensión igualitarista de que la suerte de cada uno no dependa de factores aleatorios que no puede en modo alguno controlar, que no dependen de él. ¿Cuánto han de aproximarse las condiciones sociales de todos los ciudadanos a través de la puesta en práctica de la igualdad de oportunidades? Aquí resurge una de las claves de la polémica entre individualistas e igualitaristas. Los primeros usan dos argumentos principales contra el Estado social e intervencionista. El primero es el ya mencionado de que las políticas sociales redistributivas son incompatibles con el respeto al individuo, cuyo derecho primero, absoluto, es la libertad, entendida como autodeterminación irrestricta en lo que no tenga que ver con el respeto a la vida, la libertad y la propiedad de los otros. El segundo es el argumento de la eficiencia, que podemos resumir del modo siguiente. La interferencia que el Estado lleva a cabo en el mercado, con propósitos igualadores y redistributivos, es ineficiente, en el sentido de que las limitaciones que impone a la iniciativa privada y al espíritu de superación de cada sujeto disminuyen la productividad y la generación social de riqueza. Y esto por dos motivos: porque los ciudadanos se acomodan cuando la garantía de subsistencia les viene dada por las políticas sociales del Estado y porque dichas políticas tienen unos altos costes de gestión que absorben gran parte de los recursos supuestamente
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destinados a los más desfavorecidos. Esto último quiere decir que las políticas sociales requieren un extenso aparato burocrático, cuyo mantenimiento es caro, antieconómico. Al final son los burócratas, los profesionales del reparto, el aparato estatal, los que se comen la mayoría de esos recursos supuestamente orientados a mejorar las oportunidades sociales de los más desfavorecidos. De este modo, el problema de la redistribución y de la igualdad de oportunidades se transforma en un problema de gestión pública eficiente de los recursos. Los individualistas piensan que la riqueza que puede producir un mercado no intervenido es tanta que, aun distribuida desigualmente por la única vía de la mecánica espontánea del mercado, acabará por repercutir en una mejor situación para los más desfavorecidos que la que tendrían si el Estado interviniera redistribuyendo para favorecerlos. A más intervención estatal, menos riqueza genera la iniciativa privada en el mercado y menos hay para repartir, con lo que menos les tocará también a los más necesitados. En cambio, los igualitaristas piensan que, aun siendo genuinos los problemas de gestión, la gestión eficiente de los recursos públicos en favor de los más débiles es posible y, además, es fuente de mayor riqueza global, puesto que son más los ciudadanos que se hallarán en condiciones adecuadas para consumir e invertir en actividades productivas. Tenga quien tenga en esto la razón, lo cierto es que queda establecido un objetivo teórico muy importante: que las políticas públicas para la igualdad de oportunidades deben tener una medida tal que no dañe la mecánica productiva propia de las sociedades que dejan la productividad y la generación principal de riqueza a la iniciativa privada. Esto indica que, al menos como hipótesis, puede ser más beneficiosa, para la sociedad en su conjunto y para los más desfavorecidos en su conjunto, una política de igualdad de oportunidades no plena que una política de total igualación social de las condiciones de partida de los contendientes. Se trata de encontrar el más conveniente equilibrio, en términos de interés general, entre dos polos: el puro abstencionismo del Estado y el total reparto de la riqueza por obra de un Estado autoritario y opresor de las libertades. III. accidentes y percances La suerte también gobierna mucho del transcurrir de nuestras vidas. Un día puede tocarnos un premio millonario en un sorteo, pero otro día puede que un coche nos atropelle o que un terremoto se lleve por delante nuestra casa. Tanto la filosofía moral y política como el derecho, Este aplicando las recetas de aquellas, tienen que discernir quién corre con los resultados de la suerte de cada uno. Cuando es buena y se traduce en ganancia, la cuestión es si debe o no
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el afortunado repartir algo de lo que obtuvo, por ejemplo por vía de tributación. Pero cuando vienen mal dadas por algún azaroso e inesperado acontecimiento, ¿quién corre con los gastos? Si un conductor borracho me atropella, o si lo hace uno sobrio que cumple con todas las normas de cuidado, si un médico me opera y se deja dentro unas gasas que me causan un nuevo padecimiento, si mi casa se cae porque el arquitecto no calculó bien el grosor de los muros, si a mi perro se lo come el perro del vecino, si mi mujer me abandona y se va con otro más elegante, ¿quién carga con los gastos o con los disgustos? Las respuestas pueden ser tres: la víctima de la desgracia, el que la provocó o la sociedad en su conjunto. La casuística es infinita y no cabe aquí pararse en agotadoras clasificaciones. Así que pasaremos por encima con sólo algunas elementales distinciones. Tenemos en primer lugar el derecho penal. Si alguien me lesiona sin motivo lícito y, con ello, incurre en una conducta penalmente tipificada, el Estado le impone una pena como precio que paga por su inadmisible ataque. Es una vieja discusión de penalistas y filósofos la de cuál sea el fin principal de la pena. Unos dicen que la función de la pena es castigar al delincuente por lo que hizo, hacerle pagar, retribuir, su mal comportamiento. Esas son las teorías retribucionistas, que ven la pena como venganza, si bien en manos del Estado, que actuaría así para resarcir el mal que la víctima sufrió con un mal equivalente que al autor se le causa. Pero si yo perdí un brazo por obra de esa agresión, sin el brazo me quedo por mucho que el delincuente pague unos años de cárcel. Y aunque aplicáramos el viejo principio del ojo por ojo y al delincuente se le amputara un brazo por haberme arrancado el mío, ¿qué gano yo, salvo la dudosa satisfacción de verlo a él sufrir como yo he sufrido? Un mal no cura otro y la suma de dos males no da ningún bien: da dos males. ¿Acaso dos males son algo socialmente mejor que uno solo? Por eso otras doctrinas mantienen que lo que justifica la pena no es la retribución de un daño con otro, sino el escarmiento: con el castigo se le enseña al delincuente lo que no debe hacer (prevención especial negativa), o se le indica cómo debe comportarse en el futuro (prevención especial positiva). Mas la lección no la recibe sólo el condenado, también la sociedad aprende, escarmentando en cabeza ajena, qué cosas no deben hacerse (prevención general negativa) o cuál es el comportamiento debido (prevención general positiva). Todas estas teorías últimas reciben el nombre de teorías preventivas de la pena. Pero supongamos que el que perdió el brazo de esa manera era un afamado director de orquesta. En el futuro ya no va a poder dirigir más, lo cual le provocará grandes pérdidas económicas y enorme sufrimiento si esa era su vocación y lo que daba sentido a su vida. Esos daños no se compensan con el encarcelamiento del malhechor. De ahí que el propio Código Penal prevea que los tribunales
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decidan también sobre la responsabilidad civil derivada del delito. Que el delincuente también responda civilmente significa que además de “pagarle” al Estado (o a la sociedad) la pena por su acción, tiene que indemnizar también a la víctima lo que el daño le haya “costado”, en un doble sentido: el precio del daño material (lo perdido y lo dejado de ganar) y el precio del sufrimiento o dolor (los alemanes llaman a esto, con expresión bien gráfica: Schmerzensgeld [“dinero del dolor”]), lo que entre nosotros se llama daño moral. Ahora pensemos en un daño que alguien me causa con una acción suya que no es delito. Por ejemplo, un amigo bromista pone sus manos llenas de grasa sobre mi corbata y deja para siempre una mancha en esa prenda que me había costado un dineral y que, además, tenía yo en gran aprecio porque con ella me había casado. ¿Tiene que pagarme la corbata? ¿Y el dolor que me causa su pérdida? Aquí nos movemos ya en el puro ámbito de la responsabilidad civil por daño extracontractual. Dice el artículo 1902 del Código Civil español que “El que por acción u omisión causa daño a otro, interviniendo culpa o negligencia, está obligado a reparar el daño causado”. Ese amigo bromista me ha causado un daño con su acción, ya sea por mala idea –tal vez tenía envidia de mi corbata o celos de lo lucido que se me veía con ella– ya por simplemente atolondrado. Sea como sea, tendrá que pagar si no le ampara una excusa legal. El derecho de la responsabilidad civil tiene como función repartir los costes de los daños que alguien sufre como consecuencia de la conducta de otro. La ley y la jurisprudencia tipifican los supuestos en que debe ser el dañador el que corra con los costes y aquellos otros en los que debe ser la víctima la que cargue con ellos. Y ahí se halla la gran cuestión en términos de teoría de la justicia, en establecer en qué supuestos debe ser uno u otro el que “pague”. Unos ejemplos sencillos: ¿quién paga si mi amigo puso sus manos sucias en mi corbata cuando intentaba agarrarse a algo porque había tropezado y se estaba cayendo? Ahí hemos tenido mala suerte los dos. ¿Y si iba borracho? Hemos tenido mala suerte los dos, pero parece que de la suya él era en alguna medida responsable. ¿Y si yo lo estaba molestando con mi insistencia en que él nunca podría pagarse una corbata tan cara? Los supuestos pueden multiplicarse hasta el infinito, pero el derecho tiene que agruparlos si no quiere ser puramente casuístico, y a eso se llama tipificación legal. Veamos algunas situaciones diferentes. a. Alguien causa un daño con intención. Por ejemplo, mi amigo se lo pensó antes de mancharme la corbata y decidió hacerlo. En este caso cualquier sistema jurídico dispondrá la obligación de indemnizar del dañador.
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b. Alguien no evita un daño que sí pudo evitar sin arriesgar nada suyo. Simplemente omitió el auxilio. Por ejemplo, mi amigo ve que yo he dejado mi corbata sobre el mostrador del bar y que se ha caído un café, café que va resbalando hacia mi corbata y pronto la va a impregnar. Pero en lugar de advertirme o apartar él mismo la corbata, se queda quieto, callado y sonriente. ¿Me causó él el daño? Difícilmente podrá afirmarse tal cosa, si hablamos con propiedad y no en sentido metafórico. El que, pudiendo, no salva la vida a otro, no lo mató: simplemente no evitó que se muriera. Pero si yo no evito que usted pise un charco, yo no soy el causante de que usted se haya mojado los zapatos. Ahora bien, existen numerosos supuestos en que el derecho nos obliga a indemnizar aquellos daños que no hemos evitado, aunque tampoco los hayamos causado. Mi amigo no es el causante de la mancha de café en mi corbata, pero puede ser responsable. Así que el jurídicamente responsable de un daño no siempre es su causante. ¿Tendrá mi amigo, en este último ejemplo, que pagarme la corbata o la tintorería? Difícil será encontrar un ordenamiento que lo obligue a tal cosa en un caso así. Pues casi todos los sistemas jurídicos hacen responsables de los daños no evitados a aquel que pudo evitarlos cuando el mismo se encuentra jurídicamente obligado a prestar especial cuidado o se halla, dicho más técnicamente, en una posición especial de garante. Por ejemplo, si fue el perro del amigo el que me mordió mientras él contemplaba la escena tranquilamente y sin hacer nada por evitarlo, mi amigo tendrá que indemnizarme por ese daño; y no digamos si mi amigo era el médico de guardia cuando yo llegué al hospital con un infarto y no hizo nada por atenderme. c. Ahora pongámonos en que esa corbata tan cara y que tanto aprecio se me deshilacha y se llena de pelusillas en dos días, pese a que yo la cuido con todo el esmero posible. Pero, qué mala suerte la mía, me vendieron una corbata defectuosa, con un defecto que no se podía apreciar cuando la compré. ¿Pierdo el dinero que gasté en ella o alguien debe compensármelo? Hablamos de casos en los que no hubo mala fe ni en el fabricante de la corbata ni en el comerciante. Debemos distinguir dos tipos de casos aquí. El primer tipo de casos se da si el fabricante, aun sin intención defraudatoria, no se esmeró demasiado al hacer la corbata, o si el comerciante no se preocupó de a qué clase de fabricante descuidado le adquiría las corbatas que luego vendía. Estaríamos ante supuestos de negligencia, de falta del debido cuidado en la labor de cada uno. Y no poner el cuidado o diligencia debidos significa asumir que alguien puede resultar perjudicado por el mal hacer de uno, aunque uno no quiera propiamente hacer mal a nadie. Está de por medio el difícil problema de la prueba, pero, probada la falta de diligencia, nos encontraríamos ante un supuesto
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de responsabilidad por negligencia: tienen que pagarme la corbata. Parece que la justicia lo exige y cualquier ordenamiento jurídico lo aplicaría así. El segundo tipo de supuestos es más complicado de dirimir en términos de justicia. Supóngase que un fabricante de corbatas produce una remesa utilizando la tela, el hilo y los tintes que unánimemente están considerados mejores y de mayor calidad, y que pone en el proceso de fabricación el mayor esmero imaginable. Pero una de ellas se decolora con el uso y, tras un par de puestas solamente, mancha para siempre una cara camisa del comprador, sin que pueda probarse que haya culpa de este por descuido o mal uso. ¿Alguien le pagará al usuario la camisa que con tan mala suerte se le dañó o es él quien sufre la pérdida porque ninguno es culpable de lo acontecido con ella y la corbata? Con arreglo a la vigente legislación española y europea en materia de responsabilidad civil por productos defectuosos, le tocaría al fabricante de la corbata abonar el daño de la camisa, pese a que ya hemos dejado claro que ninguna negligencia se dio en su actuación. La responsabilidad sin culpa, es decir, la responsabilidad por un daño derivado de una actividad de un sujeto que no ha tenido intención de perjudicar y que, además, ha obrado con todo el cuidado que le era posible, se llama responsabilidad objetiva. En principio parece difícil de asimilar que alguien deba correr con los costes de un daño del que no tiene ninguna culpa. Y, sin embargo, los mecanismos de la responsabilidad de este tipo, la responsabilidad objetiva, se van extendiendo lentamente por todos los ordenamientos jurídicos de nuestro entorno. Por ejemplo, y como ya hemos dicho, en el derecho español (y el de la Unión Europea) el fabricante responde por los daños que su producto cause al consumidor (o a cualquier otro perjudicado) y que no sean imputables a mal uso, descuido o imprudencia de este. En ocasiones incluso corre el fabricante con la responsabilidad por los daños derivados de una mala utilización del producto por parte del consumidor, cuando se estima que dicho fabricante no informó suficientemente de cuáles era los usos posibles y cuáles los indebidos de su producto. Un ejemplo extremo lo presenta aquel famoso caso de la jurisprudencia norteamericana, tan citado: una señora baña a su perrito y para secarlo lo mete en el horno microondas. El animal pasó a mejor vida, pero al fabricante le tocó pagarle por él a la señora, porque en el folleto con las instrucciones para el empleo del aparato no se indicaba que no se podían introducir en él bichos vivos, salvo que se quisiera cocinarlos. ¿Cómo se justifica en términos de justicia la responsabilidad objetiva? Sus partidarios acostumbran a invocar el argumento del riesgo unido al beneficio. Por ejemplo, quien fabrica coches asume tácitamente y lo quiera o no que de cada diez mil coches fabricados alguno va a tener algún fallo en algún mecanismo o
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pieza, y eso por mucho esfuerzo que se ponga en la calidad de las piezas y en el proceso de fabricación. El azar tiene sus leyes y los imprevistos son inevitables. Sólo hay dos alternativas principales para ver a cuenta de quién va una mala suerte así: el fabricante y el consumidor. Al fin y al cabo, si es el consumidor el que carga con los perjuicios también lo hace sin culpa por su parte (si la culpa es suya y se prueba así, él responde, no hay problema). Pues bien, el argumento del riesgo más beneficio nos dice que quien pone en práctica una actividad que causa a otros algún riesgo de daños y, además, obtiene beneficios con esa actividad, debe responder por los daños cuando el riesgo se consuma en daño. Es la desventaja de su ventaja, es una compensación. Naturalmente, también podría defenderse que el que compra el producto, el coche, por ejemplo, disfruta y se beneficia con su uso y que al decidirse a utilizarlo está asumiendo el riesgo de que algo vaya mal sin que sea su culpa. Si un conductor daña su coche por puro azar y sin culpa ni afectar a otros (por ejemplo porque le sobreviene un desvanecimiento), nadie le paga los desperfectos si no lo tiene asegurado frente a tales eventos. En cambio el fabricante sí paga si el fallo fue de algún elemento del vehículo y no hubo culpa de nadie, tampoco suya. Con este debate sobre la responsabilidad objetiva queda bien a las claras que las normas sobre responsabilidad extracontractual por daños se explican y se justifican desde la teoría general de la justicia, pues la cuestión a la que responden es la de cuál sea el modo más justo de reparto social de los costes de los accidentes, las desgracias y la mala suerte. Cuando el daño se puede explicar como resultado del proceder indebido de alguien, rige el viejo principio de que quien la hace la paga, secuela de una sociedad organizada sobre la idea de libertad individual y de responsabilidad por los propios actos. Pero, ¿quién responde cuando el perjuicio que yo sufro no es el resultado ni de la culpa ni del actuar descuidado ni de la pasividad de nadie que hubiera podido y debido evitarlo? Las normas de responsabilidad objetiva sirven para exonerar de los costes del daño, en ciertos supuestos, a las víctimas. Y esa es una manera de redistribuir recursos en la sociedad con arreglo a pautas generales. Por eso su justificación o crítica tienen siempre que partir de consideraciones sobre la más justa distribución de los bienes y las cargas en la sociedad, de la teoría de la justicia y la filosofía política, en suma. Y según la doctrina que al respecto cada cual abrace, se defenderán unos criterios u otros para tal reparto y se promoverá un espacio mayor o menor para la responsabilidad objetiva que acabamos de ver.
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I V . ¿ q u e pa g u e l a a d m i n i s t r a c i n p b l i c a ? o s e a , a r e pa r t i r e n t r e t o d o s Otras veces el origen de mi mala suerte se sitúa en este fantasmagórico ente que llamamos Administración. Dispone el artículo 106.2 de la Constitución española que “Los particulares, en los términos establecidos por la ley, tendrán derecho a ser indemnizados por toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, salvo en los casos de fuerza mayor, siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento de los servicios públicos”. Y la ley correspondiente, concretamente el artículo 139.1 de la Ley 30/1992 de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, establece que “Los particulares tendrán derecho a ser indemnizados por las Administraciones Públicas correspondientes, (sic) de toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, salvo en los casos de fuerza mayor, siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos”. Puntualiza el apartado 2 de ese artículo que “En todo caso, el daño alegado habrá de ser efectivo, evaluable económicamente e individualizado con relación a una persona o grupo de personas”. Vemos cómo juega aquí, cuando el daño proviene de una actuación administrativa, la responsabilidad objetiva en toda su plenitud. Cuando la persona que se desempeña en su condición institucional de servidor de la Administración pública me daña por causa de su actuar culposo o negligente estamos al principio ya conocido de responsabilidad por culpa, a tenor del cual no tiene por qué correr la víctima con el coste de daños de los que es responsable la mala fe o el descuido de otro. En ese caso la Administración habría obrado de modo “anormal” en la prestación de sus servicios propios y seguramente se puede sostener que ha incumplido el mandato constitucional de que “La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento a la Ley y al Derecho” (art. 103.1 de la Constitución Española). Pero, ¿qué ocurre si no hay culpa ni negligencia en la acción administrativa de la que se ha seguido un daño que la víctima no está jurídicamente obligada a soportar? (el artículo 141.1. de la ley antes referida puntualiza que “Sólo serán indemnizables las lesiones producidas al particular provenientes de daños que éste no tenga el deber jurídico de soportar de acuerdo con la Ley”. ¿Dónde está el límite de la responsabilidad de la Administración y dónde el del deber de soportar de los ciudadanos? Pensemos en los casos de funcionamiento “normal” de los servicios públicos, casos en los que en la prestación del servicio público no se ha dado ni
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ilegalidad, ni ningún vicio jurídico. Primero algunos ejemplos que buscan el absurdo de que no existan límites. Yo estoy ante un semáforo esperando para cruzar. Ha llovido y la calle está encharcada. Un autobús del servicio municipal de transporte público pasa a la velocidad reglamentaria y sin hacer ninguna maniobra reprochable, pero pisa con su rueda un charco y salpica de barro y grasa mi gabardina nueva. ¿Deberá la administración municipal indemnizarme en aplicación del precepto legal mencionado? Otro caso. Yo soy un joven que quiere estudiar una carrera universitaria, concretamente derecho. Voy a matricularme en la universidad pública de mi elección y me encuentro con que hay numerus clausus para tales estudios, legalmente establecido, y que mi promedio de calificaciones no alcanza para superar la nota de corte. ¿Deberá la Administración compensarme por ese indudable daño que me produce y que no habría padecido si no existiera tal restricción impuesta? Ahora vamos con un caso real de la jurisprudencia española, muy debatido en la doctrina. Se trata del asunto resuelto en la Sentencia del Tribunal Supremo, Sala 3ª, de 14 de junio de 1991. Un paciente ingresa en un hospital público con un cuadro clínico de aneurismas gigantes en ambas carótidas. El caso era de gravedad extrema y el cirujano tuvo que decidir si reducía primero el aneurisma de la carótida izquierda o el de la derecha. Optó por el de la derecha y no dio resultado, pues el paciente murió por causa de un edema y una isquemia cerebral. La elección del médico no resultó la mejor, pues es posible que el paciente hubiera sobrevivido si hubiera reducido primero el aneurisma de la carótida izquierda. Pero el cirujano no tenía ninguna posibilidad de saber eso cuando hizo la operación y, además, todos los dictámenes periciales y todas las opiniones de expertos coincidieron en que su proceder había sido absolutamente correcto y adecuado a la lex artis. No obstante, el Tribunal condenó y estableció la responsabilidad de la Administración, con el argumento de que la opción del cirujano, aun siendo legítima y perfectamente acorde con los estándares de profesionalidad médica, resultó a posteriori desacertada y fue una de las causas de la muerte. Vemos, pues, que la Administración es condenada pese a que su funcionario obró con absoluta corrección y sin que quepa hacerle ni el más mínimo reproche. Simplemente no tuvo suerte, le jugó el azar una mala pasada, como al paciente. Se trataba de ver quién cargaba con las consecuencias del infortunio imprevisible, si el médico (la Administración, en realidad) o los herederos del paciente fallecido. Ganaron los herederos. ¿Habría sido posible una sentencia de este tenor si la operación de urgencia se hubiera practicado en un hospital privado y en ejercicio privado de la medicina? Difícilmente, pues en esos casos en España se exige culpa para que se condene a indemnizar por el daño. Sólo unas pocas sentencias han aplicado en
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este ámbito de la medicina privada el artículo 28 de la Ley General de Defensa de Consumidores y Usuarios para fundamentar el carácter objetivo de la responsabilidad médica. Si esto es así, cabe preguntarse por qué en las relaciones entre privados, en general, la responsabilidad por culpa sigue siendo la regla y la responsabilidad objetiva la excepción, por mucho que esas excepciones vayan aumentando de día en día. Puede que la respuesta se relacione con la idea de que la economía de la Administración no necesita de las cautelas que sí son necesarias con la economía privada, si no se quiere abocar a la ruina de las empresas privadas o al desmedido encarecimiento de sus servicios. Ahora bien, también el aumento indudable de costes que para la Administración significa la objetivación de su responsabilidad repercute en el ciudadano, en un doble sentido: en el sentido de que los recursos públicos provienen de los bolsillos de los ciudadanos y los ponemos entre todos; y en el sentido de que los medios públicos destinados a indemnizaciones a los particulares (o al pago de seguros) son medios que se detraen de la prestación de otros servicios públicos. De ahí que resurja también aquí, con nueva fuerza, la cuestión de la justicia y que debamos plantear si es más justo que sea el ciudadano el que cargue con su mala suerte cuando es perjudicado por el funcionamiento normal (no culposo) de la Administración, como contrapeso a los beneficios que normalmente obtiene de dichos servicios, o si, por el contrario, implica mayor equidad la socialización de los costes de dichos perjuicios. Pues no se debe perder de vista una diferencia decisiva: cuando la responsabilidad objetiva opera como criterio de asignación del coste de los daños entre particulares, caben justificaciones en términos de que la adscripción de responsabilidad por el daño causado sin culpa es el contrapeso de asunción de riesgos por el que realiza la correspondiente actividad potencialmente dañosa a cambio de la expectativa de beneficios; en cambio, el criterio del beneficio no puede aplicarse a la Administración, cuya prestación de servicios es puramente “altruista” y parte de su cometido definitorio al servicio de los “intereses generales” (art. 103 de la Constitución española). La administración pública no trabaja con la meta del beneficio económico para sí, y los beneficiados de su labor son los propios administrados, los ciudadanos. La paradoja aparece cuando esos mismos beneficiarios con carácter general reclaman que la Administración los indemnice cuando sufren perjuicio por una acción administrativa llevada a cabo con toda la legalidad, diligencia y celo que del hacer administrativo es exigible. Cabría pensar que ese pauta del beneficio como dirimente de la imputación de responsabilidad podría servir en estos casos para hacer recaer el coste del daño en el ciudadano perjudicado y no en el conjunto de la población. Pero, nuevamente, es este un asunto dependiente de la teoría de la justicia que abracemos y, más concretamente, del modelo de
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ciudadano responsable y de distribución social de beneficios y cargas que en cada teoría se elabore. Mas, ¿realmente funcionan las cosas tan al pie de la letra legal?, ¿en verdad se obliga a la Administración a indemnizar en todo caso en que el funcionamiento normal de los servicios públicos irrogue un daño a alguien? Realmente no. Pensemos en los ejemplos antes mencionados del autobús que me salpica la gabardina nueva o del numerus clausus. O veamos otro caso: me dirijo a tomar un avión que me llevará a una ciudad lejana a firmar dentro de diez horas un importantísimo contrato. Pierdo el avión por causa de un atasco monumental en las calles de la ciudad y pese a que he salido de mi casa con un margen de tiempo más que razonable, excesivo incluso. No llego a tiempo para firmar ese contrato y se lo lleva un competidor, de modo que pierdo la gran oportunidad de mi vida económica. Resulta que la razón del gran embotellamiento parece ser una avería en el sistema semafórico de la ciudad, unida a que la policía municipal no contaba con personal suficiente para regular la circulación en los cruces más difíciles y a que tampoco supo la municipalidad reaccionar a tiempo para establecer vías alternativas u otras soluciones. Y añadámosle al caso que esa avería no es muy sorprendente, pues el sistema de control de los semáforos va necesitando una renovación. ¿Obtendría yo indemnización de la administración municipal por el daño que he sufrido? Me parece dudoso y basta pensar en la lluvia de reclamaciones que se interpondrían después de cada atasco, pues siempre la Administración pudo haber construido calles más anchas o pasos elevados en cada cruce, o siempre pudo haberse procurado más personal a su servicio para esos eventos. Si el criterio es que la Administración pudo haber evitado los daños con una gestión más adecuada, ese criterio operará siempre y no hay daño que no hubiera podido haberse evitado, salvo en los casos de verdadera y genuina fuerza mayor. Es decir, casi todos mis daños puedo cargárselos, por activa o por pasiva, a la Administración. En la práctica no ocurre así, pese al declarado carácter objetivo de la responsabilidad administrativa, gracias a que en realidad los tribunales recortan tal carácter a base de pautas sentadas ad casum. Pero una jurisprudencia casuística es suprema fuente de injusticia, por serlo de desigualdad de trato. Y en esas estamos. V. otras desgracias La mala fortuna acecha de muchas maneras. Estamos expuestos a que un día nos dañe un terremoto, un huracán, una sequía grave, una inundación, cualquier fenómeno imprevisto de la pura naturaleza. ¿Deben las víctimas conformarse
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con su suerte o se han de poner en marcha reparaciones materiales y económicas por cuenta del Estado, que es tanto como decir de la sociedad en su conjunto? Este ha sido un tema tradicionalmente confiado a la caridad privada, al ejercicio de la solidaridad humana no mediada ni impuesta por el Estado. De hecho, cuando desastres de ese calibre se producen suelen muchas personas volcarse en el ofrecimiento de ayuda material y económica a sus expensas directas. Más aún: en nuestro tiempo las ong se han convertido en la vía por antonomasia para la canalización de esa solidaridad social que antes se llamaba caridad. Sin embargo, también es común que los estados destinen importantes partidas económicas para aliviar las pérdidas de las víctimas. Cuando tal ocurre podemos decir que pagamos todos y no únicamente los que voluntariamente quieren hacerlo. Pocos discutirán tales prácticas públicas, si no es al precio de argumentos tan rebuscados, perversos incluso, como que cada cual debe correr con su destino, ya que todo lo que a alguien le ocurre es resultado de un designio superior que no se debe combatir; o que en mano de cada uno está precaverse también de las fatalidades, por ejemplo evitando vivir en zonas sísmicas o en las proximidades de los ríos que puedan desbordarse. Sea como sea, estamos ante un nuevo campo de posible enfrentamiento entre quienes entienden la sociedad en clave radicalmente individualista, como agrupación de individuos movidos únicamente por su estricto interés personal y que asumen su destino como parte de su aventura vital, y quienes conciben el pacto social como engendrador de solidaridad forzosa ante las desgracias que a cualquiera pueden afectar. Hay estados, como el español, que prevén que esa solidaridad pública se plasme también en compensaciones públicas por los daños derivados de ciertos delitos, como los de terrorismo (Ley 32/1999, del 8 de octubre), o delitos violentos y contra la libertad sexual (Ley 35/1995, del 11 de diciembre). La exposición de motivos de esta ley justifica esas medidas del siguiente modo: Desde hace ya bastantes años la ciencia penal pone su atención en la persona de la víctima, reclamando una intervención positiva del Estado dirigida a restaurar la situación en que se encontraba antes de padecer el delito o al menos a paliar los efectos que el delito ha producido sobre ella. En el caso de los delitos violentos, las víctimas sufren, además, las consecuencias de una alteración grave e imprevista de su vida habitual, evaluable en términos económicos. En el supuesto de que la víctima haya sufrido lesiones corporales graves, la pérdida de ingresos y la necesidad de afrontar gastos extraordinarios acentúan los perjuicios del propio hecho delictivo. Si se ha producido la muerte, las personas dependientes del fallecido se ven abocadas a situaciones de dificultad económica, a menudo severa. Estas consecuencias económicas del delito golpean con especial dureza a las capas
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sociales más desfavorecidas y a las personas con mayores dificultades para insertarse plenamente en el tejido laboral y social.
Y seguidamente aclara que no se trata de prestar “indemnizaciones”, sino de “ayudas públicas”. Nos hemos alejado ya por completo de los resortes de la responsabilidad del Estado y éste se proclama mero instrumento de una solidaridad social, solidaridad congruente con los mandatos constitucionales. Nuevamente se toman recursos sociales para proporcionar ayuda a las víctimas de ciertas desgracias, estas no naturales, sino provocadas por la conducta dañina y dolosa de terceros; esto es, el valor económico de esos daños se socializa. ¿Qué casos debe cubrir esa solidaridad? Habrá quienes digan que ninguno, otra vez desde la idea de que el precio de la convivencia social en libertad y pluralismo es el riesgo de padecer agresiones de otros. Serían los riesgos generales de la vida social y deberían correr por cuenta de cada uno. Los que admitan ese manejo público de la solidaridad se verán forzados a plantear cuáles tienen que ser sus límites, donde se hace el corte, pues la garantía social frente a cualquier daño de una víctima inocente, incluso frente a cualquier víctima de un delito, resulta económicamente inviable, conduciría al colapso del propio Estado. De esto es consciente el legislador cuando en la exposición de motivos de la ley últimamente citada se recuerda que esta prevé ayudas económicas sólo para ese tipo de delitos dolosos, intencionadamente cometidos, pues extenderlas a los casos de comisión por imprudencia sería económicamente inviable . Al estipular estas ayudas solamente para las víctimas de los delitos (dolosos) violentos cuyo resultado sea muerte, lesiones corporales graves o daños graves en la salud física y mental (art. 1.1), así como para “las víctimas de los delitos contra la libertad sexual aun cuando éstos se perpetraran sin violencia” (art. 2.1), está el poder político español estableciendo la jerarquía de los que considera supremos y más valiosos bienes de una persona: la vida, la integridad física, la salud física y mental y la libertad sexual. Y de esa forma volvemos al terreno
“El concepto legal de ayudas públicas contemplado en esta Ley debe distinguirse de figuras afines y, señaladamente, de la indemnización. No cabe admitir que la prestación económica que el Estado asume sea una indemnización ya que éste no puede asumir sustitutoriamente las indemnizaciones debidas por el culpable del delito ni, desde otra perspectiva, es razonable incluir el daño moral provocado por el delito. La Ley, por el contrario, se construye sobre el concepto de ayudas públicas –plenamente recogido en nuestro Ordenamiento– referido directamente al principio de solidaridad en que se inspira.” “La presente Ley contempla los delitos violentos y dolosos cometidos en España. El concepto de dolo excluye de entrada los delitos de imprudencia cuya admisión haría inviable económicamente esta iniciativa legislativa.”
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de lo que se puede debatir desde distintas concepciones de la teoría justicia y de la teoría ética. V. ¿y la d e s g rac i a d e s e r p o b r e ? Con este último punto retornamos al principio, para interrogarnos sobre si debe el Estado prestar asistencia especial, a costa de los contribuyentes, a aquellas personas que, por las razones que sean, se encuentran en la indigencia, agravada a veces por razones de vejez, cargas familiares, etc. Expresado del modo más claro y brutal, ¿debe recibir la solidaridad pública alguien que no ha sido capaz o no ha querido procurarse los medios para una vida digna, incluso en la vejez, o que no ha gobernado su vida con cálculo suficiente para, por ejemplo, no engendrar más hijos que los que pueda alimentar? No será necesario repetir aquí los debates aludidos en los primeros apartados de este escrito. Baste recordar, meramente, que individualistas radicales e igualitaristas volverán a enfrentarse en este punto. Muy difícilmente podrá una norma legal discernir entre quienes se hallan en situación de penuria porque sus circunstancias no les permitieron otra cosa, porque han sido víctimas de una suerte adversa o porque, sin más, no se animaron al trabajo y el esfuerzo. Así que las soluciones, si ha de haberlas, tendrán que ser generales, para todo el que esté bajo el grado de necesidad que se determine. La universalización de ciertos servicios públicos esenciales, como educación o seguridad social, es una primera y clara manifestación del propósito de que la satisfacción de ciertas necesidades básicas no quede al albur del destino o la suerte de cada cual. Más allá, en Europa son muchos los estados que establecen pensiones no contributivas para quienes se encuentren en situaciones de grave carencia, en la idea de que la más básica de las necesidades es la de contar con alimento y techo y de que debe ser el erario el cauce para que todos disfruten de esos mínimos. Y en muchos países con fuerte desarrollo económico se está discutiendo con vehemencia la propuesta de instaurar una renta básica universal, una paga mínima que el Estado entregaría periódicamente a todo ciudadano por el mero hecho de tal y sea cual sea su situación personal y económica. Como se puede imaginar, la discusión es enconada, pues donde muchos ven la culminación de un Estado social y redistributivo, juzgan otros que tales rentas contradicen frontalmente los fundamentos de las políticas sociales y la justicia distributiva, pues no disciernen entre situaciones de necesidad y situaciones de bienestar y tratan igualmente a los desiguales, a costa del peculio común.
22 . h a b e r m a s , l o s e s ta d o s y l a s o c i e d a d m u n d i a l I. los presupuestos y los compromisos La teoría social habermasiana posee una impronta cognitivista y universalista que apunta a su preferencia por el cosmopolitismo y por una prioridad de la sociedad internacional sobre los estados nacionales soberanos. Ahora bien: esa prioridad de la humanidad sobre los particularismos nacionales queda fuertemente matizada por varias razones. Unas razones apuntan a las propias dificultades de su articulación y a los riesgos de nuevo cuño que encierra. Otras provienen de los propios matices que Habermas ha ido poniendo a su universalismo. Queda, pues, esta doctrina habermasiana cargada de ambigüedades, ambigüedades que derivan de una serie de tensiones que Habermas sólo resuelve mediante ideales o esperanzas de fuerte carga voluntarista. En última instancia, no puede entenderse esta parte de la construcción habermasiana sin tomar en cuenta el marcado carácter “historicista” de su visión del progreso de las sociedades en el camino de una creciente realización de los presupuestos racionales de la acción comunicativa. Cognitivismo y universalismo se dan la mano y en lo político propenden coherentemente al cosmopolitismo. En efecto, si las pautas del bien son objetivas y cognoscibles por el ser humano y lo son con carácter general en virtud de algún instrumento epistémico que a todos los seres humanos nos sea común, lo que sea lo bueno y lo justo no será relativo a los parámetros culturales en que cada persona se halle inserta, sino que lo será con carácter objetivo y supracultural, esto es, universal. Del mismo modo que desde el relativismo cultural queda puesta en cuestión la validez de toda pretensión universal de verdad moral o política, desde el universalismo las diferentes concepciones del bien y la justicia culturalmente arraigadas se relativizan, en cuanto expresión de una deficiente o sesgada percepción de la verdad común objetivamente posible. Cuando, como en el caso de Habermas, el fundamento de las tesis cognitivistas se halla en un elemento común a la práctica de todas las culturas y que a todas las hace posibles sin quedar marcado por las propiedades de ninguna, como es la práctica comunicativa, es decir, el uso de la comunicación lingüística, las distintas culturas, los diversos mundos de la vida son el sustrato necesario de toda praxis de comunicación, pero no obstan para la verdad de los contenidos morales que, por basarse en las condiciones cuasitrascendentales de posibilidad de aquel instrumento común, la comunicación, trascienden a todas todas las culturas. Puestas así las cosas y dado que lo común a los humanos, la comunicación lingüística y los presupuestos que al practicarla tácitamente asumimos, nos iguala y nos hace
VII. El Estado, la política y las normas
del mismo modo merecedores de los derechos y expectativas que de esa base se derivan, la pregunta crucial será la de por qué no nos regimos y gobernamos en común y en igualdad y cuáles son las razones que, en su caso, justifican la diversidad de derechos y posibilidades vinculada a las diferencias nacionales y culturales. La salida coherente de un universalismo así es, en lo político, el cosmopolitismo y lo que se torna necesitado de fundamento o explicación es el papel del Estado-nación como forma política dominante y condicionamiento de los derechos de las personas. Dicho de otra manera, si la comunicación nos equipara, las diferencias “nacionales” se relativizan y se erigen en obstáculo para las construcción universal de consensos, dado que la búsqueda del consenso es presupuesto que asumimos cuando elegimos el lenguaje como alternativa a la violencia. Llegamos así a la dificultad de las teorías de la razón práctica de base comunicativa y consensualista para mantener la legitimidad del Estado-nación como forma política, y a sus dudas y matices a la hora de propugnar una república mundial. En el caso de Habermas, como veremos, la legitimidad y la justificación del Estado-nación moderno se tornan ambiguas y contradictorias. Por un lado, es presentado como una etapa de la realización práctica de esa moral universalista fundada en los presupuestos de la acción comunicativa y que abre ámbitos para el autogobierno individual y colectivo de los ciudadanos, pues, con su conversión en Estado constitucional y democrático, supone la liberación de espacios para el intercambio discursivo y la formación de consensos, espacios que en las formas políticas anteriores estaban ocluidos por esquemas de imposición autoritaria de “consensos adscritos”. Ese Estado moderno, que supone indudable progreso “En la medida en que las interacciones no quedan coordinadas a través del entendimiento, la única alternativa es la violencia que los unos ejercen contra los otros (de forma más o menos sublimada, de forma más o menos latente. No es otra cosa lo que quiere decir la distinción tipológica entre acción comunicativa y acción estratégica” (1989, 459). En palabras de Habermas, “un mundo de la vida puede considerarse racionalizado en la medida en que permite interacciones que no vienen regidas por un consenso normativamente adscrito, sino –directa o indirectamente– por un consenso comunicativamente alcanzado” (1987, vol. i: 434). Dice que “entre las condiciones de partida del proceso de modernización figura una profunda racionalización del mundo de la vida” (1987, vol. ii: 543). Y justamente en el último párrafo de su obra capital incluye Habermas las siguientes afirmaciones acerca de cómo en la sociedad moderna se hace posible el despliegue del potencial de racionalidad de la comunicación: “En las sociedades modernas los espacios de contingencia para las interacciones desligadas de contextos normativos se amplían hasta tal punto, que tanto en las formas desinstitucionalizadas de trato en la esfera de la vida privada-familiar como en la esfera de la opinión pública acuñada por los medios de comunicación de masas ‘se torna verdadera en la práctica’ la lógica propia de la acción comunicativa” (1987, vol. ii: 572). Con ello no está afirmando el carácter incuestionablemente racional de cuanto acontece en nuestras sociedades, pues veremos que desde el punto de vista de la acción comunicativa y la coordinación social encierran riesgos y paradojas, sino aludiendo a las potencialidades de racionalidad que encierran, antes nunca permitidas debido a
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en la plasmación de los requerimientos tácitos de la acción comunicativa, deberá también ser rebasado por formas nuevas y de alcance más universal, que marquen un progreso necesario en la realización de tales patrones de racionalidad comunicativa. Pero, por otro lado, tampoco quiere Habermas abandonarse a la promoción de un Estado mundial que supere el Estado-nación a costa de uniformar a los ciudadanos del mundo por la vía de eliminar las diferencias culturales y la diversidad de mundos de la vida, pues llegaríamos de ese modo a una merma grave de las posibilidades de elección vital de esos individuos que serían al tiempo ciudadanos del mundo y seres sin más arraigo que el apego, en su caso, a normas abstractas y anuladoras de las diferencias, al tiempo que víctimas fáciles de los designios sistémicos de un mercado global que reemplaza la lógica comunicativa de una sociedad discursivamente integrada en torno a un entramado de derechos iguales, por un mundo de individuos aislados y en lucha sólo por su particular interés. Cómo alcanzar una ciudadanía universal para ciudadanos que no se conviertan en perfectamente fungibles, cómo hacer a los individuos detentadores del gobierno del mundo sin desubicarlos y sin anularles sus referencia próximas, ese es el reto que Habermas se plantea y que explica sus muy matizadas consideraciones, incluso sus contradicciones, resolubles o no. De ahí que no se proclame partidario de una república mundial propiamente, como Kant, pero tampoco de la federación mundial de estados que éste propugnaba, sino que opte por la pervivencia de los estados y las ciudadanías nacionales, pero estados regidos por sociedades civiles conscientes de la artificialidad última de las fronteras y por una opinión pública que fuerce a sus gobernantes a acuerdos con todos los demás estados para lograr un entendimiento universal en el respeto a las reglas básicas de la moral universalista de base comunicativa: interdicción de las guerras y protección de los derechos humanos.
las rígidas estructuras normativas y sociales que en los mundos de la vida anteriores condicionaban cualquier consenso. Con la crisis de fundamentos que antecede a la época moderna dejan las pretensiones de validez de toda índole de tener idéntico referente religioso o tradicional como criterio último y alimento común de cualquier consenso (véase 1981: 19-20). No se veía a los sujetos hablantes como constructores de las verdades últimas a que remitirse. No cabía más acuerdo que el apoyado en elementos que no se consideraban fruto de acuerdo ni de elaboración humana, sino de designios trascendentes. Y esto lo mismo si se hablaba de verdades o de la justicia de normas u ordenamientos. Pero la crisis va a plantearse con la pluralidad religiosa, el auge de la ciencia experimental, los intentos de fijar la legitimidad del poder sobre bases contractuales, la desmembración de los órdenes y jerarquías sociales en favor de la visión individualizada de los sujetos, etc., pasándose así a lo que Habermas denomina “una comprensión descentrada del mundo” (1988: 328). Para la concepción de Kant y las diferencias con Habermas, vid. 1999: 148 y ss.; 2004: 117 y ss.
VII. El Estado, la política y las normas
Las condiciones para ese tránsito se estarían dando en el presente por efecto de la globalización, de los intercambios de todo tipo entre los habitantes del planeta, por un lado, y de la existencia de riesgos de nuevo cuño que no pueden ser vencidos desde políticas meramente nacionales y con los instrumentos tradicionales del Estado-nación soberano, por otro. II. lo local y lo universal. un campo de tensiones En los estados constitucionales democráticos está presente la lógica universalista (1998: 128), si bien la práctica política de autogobierno de las sociedades queda restringida a las fronteras nacionales. Las sociedades políticas son hoy sociedades nacionales en las que los ciudadanos se obedecen a sí mismos al obedecer las leyes (1998: 152) que crean mediante un proceso discursivo colectivo. Esa tensión entre, por un lado, los presupuestos universalistas de la acción social de autogobierno, de carácter inclusivo (1998: 112) y basada en la igual consideración de todos los ciudadanos (los “derechos de los súbditos” se convierten en “derechos del hombre y del ciudadano” [1998: 100]), al margen de sus diferencias raciales, religiosas, culturales, idiomáticas, etc., y, por otro, el carácter territorial y poblacionalmente acotado de la práctica política concreta en el seno del Estado nacional desemboca en la conciencia de que se necesita una práctica política de ese tipo a escala planetaria, con lo que se consumaría la lógica universalista de esa política discursiva, hasta ahora restringida al interior de los particulares estados. Esa toma de conciencia resulta propiciada por dos factores, provenientes ambos de la actual globalización: el aumento de las comunicaciones transnacionales (circulación de la información, aumento de los intercambios de todo tipo, turismo…) y la toma en consideración de los nuevos riesgos transnacionales (riesgos ecológicos, delincuencia internacional, terrorismo “global”…) (vid. 1998: 162 y ss). El problema es que una “nación de ciudadanos” sólo puede funcionar sobre la base de algún sentimiento de pertenencia común, de alguna idea de comunidad. Es necesario que los individuos se contemplen como iguales en lo que importa para que asuman la recíproca lealtad que supone vivir bajo reglas comunes y acatarlas con una disposición que rebase el puro autointerés estrictamente egoísta y egocéntrico. Sólo sobre ese presupuesto de pertenencia común a una colectividad puede, en un segundo momento, erigirse la idea de “nación de ciudadanos” que regulan colectivamente sus asuntos y establecen las reglas que gobiernan el interés común. No hay interés común sin previa delimitación de la comunidad de referencia. La comunidad política tiene que
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ser antes comunidad prepolítica. Decidimos juntos porque somos iguales sobre la base de idéntica pertenencia comunitaria, no al revés. En la época premoderna la adscripción común era autoritativamente impuesta y se legitimaba bajo esquemas religiosos. Rota la homogeneidad religiosa, se hizo necesario dotar a las comunidades políticas de nueva base legitimadora y ese papel lo jugó la idea de nación, con lo que el Estado, como unidad política, quedó unido a la nación, como comunidad prepolítica. Lo que Habermas plantea es que el paso actual a la “constelación posnacional”, paso determinado por la globalización, abre el camino para un modelo distinto de comunidad política, con una nueva fuente de legitimación. En esa nueva comunidad política los términos anteriores se invierten: somos iguales porque decidimos juntos, sobre la base de nuestra común adscripción a la humanidad, a la sociedad humana global. De este modo puede consumarse lo que ya estaba implícito en la idea de “nación de ciudadanos”. En efecto, la sociedad “nacional” respondía a una doble tendencia, abrigaba una contradicción interna. Por un lado, las señas de identidad compartidas (lengua, religión, costumbres…) fundaban la igualdad en tanto que “nacionales”, ciudadanos de un Estado que es la forma política de la nación. Por otro, la igual condición de ciudadanos sólo era posible al hacer abstracción de las diferencias entre los individuos y los grupos que formaban parte de la nación y tenían en común los caracteres “nacionales”, pero que eran diferentes en otros aspectos (sexo, riqueza, vocación, gustos, preferencias…). Ese hacer abstracción de las diferencias entre los “nacionales” del Estado permitía la consideración igual de ciudadanos diferentes y su participación conjunta en la deliberación política y la toma de decisiones. Más aún: cuando el Estado-nación envuelve una “nación de ciudadanos”, éstos no ven su Estado como un instrumento de separación esencial frente a los otros, frente a los nacionales de otros estados, con los que se compite, sino que la nación que en el Estado cristaliza “se concibe como una magnitud construida en términos jurídicos, justamente como una nación de ciudadanos. No obstante,
La idea de nación “les hizo tomar conciencia a los habitantes de un determinado territorio estatal de una nueva forma de pertenencia compartida, una forma jurídica y políticamente mediada. Sólo la conciencia nacional que cristaliza en la percepción de una procedencia, una lengua y una historia común, sólo la conciencia de pertenencia al ‘mismo’ pueblo, convierte a los súbditos en ciudadanos de una comunidad política: en miembros que pueden sentirse responsables unos de otros. La nación o el espíritu del pueblo (Volksgeist), esto es, la primera forma moderna de identidad colectiva en general, suministra un substrato cultural a la forma estatal jurídicamente constitucionalizada” (1999: 89). “En la generalidad de la ley se expresa la igualdad de todos los ciudadanos […] El individualismo ético es, así, el verdadero sentido del universalismo igualitario que el derecho toma de la moral” (2005: 279).
VII. El Estado, la política y las normas
conciben la libertad de la nación de manera cosmopolita, completamente en el sentido dado por Kant, a saber: como una facultad y una obligación para el entendimiento cooperativo o para el arreglo de intereses con otras naciones en el marco de una federación de pueblos que aseguren la paz” (1999: 90). Así pues, la forma política del Estado nación puede contener tanto un modelo de ciudadano cerrado frente a los requerimientos universalistas de la acción comunicativa, como uno cuya moral es capaz de trascender las contingencias de las divisiones políticas y de razonar en clave supranacional y cosmopolita. En el Estado donde rija este modelo de ciudadanía, en la nación de ciudadanos, no hay obstáculo ni incompatibilidad para el logro de un republicanismo mundial que supere las limitaciones del Estado-nación sin prescindir de él. Se trataría meramente de que prevaleciera la dimensión universalista de la ciudadanía estatal frente a su vertiente adscriptiva y separadora. Cuando predomine una integración ciudadana en el Estado-nación basada en la valoración de las libertades constitucionales que ponen las reglas del juego común de la política (patriotismo constitucional), en lugar de en características diferenciadoras frente los nacionales de otros estados (étnicas, culturales, lingüísticas, religiosas, históricas, etc.), no habrá dificultad para que la ciudadanía y la opinión pública exijan de ese Estado políticas coordinadas con otros estados en defensa de idénticos derechos básicos y de reglas de juego democráticas para el conjunto.
Frente a ese modelo de la nación de ciudadanos, “La versión naturalista de nación como una magnitud prepolítica sugiere, por el contrario, una interpretación distinta. Según ésta, la libertad de la nación consiste esencialmente en la capacidad de afirmar su independencia en caso de necesidad mediante el poder militar” (1999, 91). “[E]l Estado nacional sería ‘superado’ más que suprimido” (1999: 105). “El derecho cosmopolita es una consecuencia de la idea de Estado de derecho. Con él se produce una simetría entre la juridificación de las relaciones sociales y políticas aquende y allende las fronteras estatales” (1999: 186). “Los derechos fundamentales liberales y sociales tienen la forma de normas generales que se dirigen a los ciudadanos en su calidad de ‘seres humanos’ (y no sólo como miembros de un Estado). Incluso aunque los derechos humanos se hacen efectivos en el marco de un ordenamiento jurídico nacional, fundamentan en ese marco de validez derechos para todas las personas, no sólo para los ciudadanos […]. Estos derechos fundamentales comparten con las normas morales esa validez universal referida a los seres humanos en cuanto tales […] Los derechos humanos están provistos de aquella validez universal porque pueden ser fundamentados exclusivamente desde el punto de vista moral” (1999: 175-176). “La nación tiene dos caras […] En las categorías conceptuales del Estado nacional se encuentra incrustada la tensión entre el universalismo de una comunidad jurídica igualitaria y el particularismo de una comunidad con un destino histórico” (1999: 91). “Esta ambivalencia resulta inofensiva en tanto que una comprensión cosmopolita de la nación de ciudadanos mantenga la prioridad frente a la versión etnocentrista de una nación que se encuentra a la larga en un latente estado de guerra. Sólo un concepto no naturalista de nación se ensambla de manera inconsútil con la autocomprensión universalista del Estado democrático de derecho: la idea republicana puede tomar el timón y, por su parte, llegar a abrirse paso en las formas de vida socialmente integradoras, estructurándolas según un modelo de carácter universalista” (1999: 91-92).
22. Habermas, los estados y la sociedad mundial
En el momento actual, en que la organización social ya no puede depender solamente de las decisiones que en el interior de los estados se tomen, se abren nuevos espacios a “la inclusión del otro” y se vuelven accesorias tanto las diferencias entre nacionales y no nacionales, como las similitudes entre nacionales. La comunicación social rebasa los límites de las lenguas, las instituciones estatales, los mercados locales, las creencias religiosas, etc. Los efectos (económicos, ecológicos, culturales…) de las decisiones que en cada estado se adopten repercuten en la vida de los ciudadanos de otros estados. Si la sociedad quiere autogobernarse sobre la base del diálogo entre todos los interesados y todos los afectados por las decisiones, los arreglos entre individuos ya no pueden limitarse a acuerdos entre nacionales de cada estado, sino que deben plantearse como deliberación y consenso entre miembros de comunidades más amplias (grupos de estados, continentes, comunidades de intereses supraestatales…) y, en última instancia, entre “ciudadanos del mundo”. De esta manera alcanzan mayor realización los presupuestos universalistas de la acción comunicativa y todo “otro” pasa a ser un “yo” igual a mí en lo esencial, tornándose contingentes las diferencias hasta ahora esenciales, las diferencias “nacionales”, de la misma forma que antes, en el seno de los estados, se habían hecho accesorias otras diferencias, antes constitutivas y delimitadoras de la condición de ciudadano en plenitud de iguales derechos: estamentales, raciales, religiosas, sexuales, etc. Queda, pues, abierto el camino para la constitución de una comunidad política mundial, global, y el problema pasa a ser práctico: cómo articular procedimientos globales de legitimación comunicativa, deliberativa, de las decisiones que han de regir esa comunidad mundial. No se trata meramente de establecer un poder mundial, un “Estado mundial” que cumpla el requisito funcional de ser un gobierno centralizado del planeta, sino de articular un poder global que suponga un avance, y no un retroceso, en la realización de los derechos humanos –de libertad, de participación política y derechos sociales que son condición fáctica de posibilidad del ejercicio real de los anteriores– y de la soberanía popular, dos caras de la misma moneda, pues sólo juntos permiten que cada individuo gobierne su vida privada y que, al tiempo, sean las reglas de la vida pública el reflejo de la voluntad de los gobernados. En este punto se hacen presentes las dudas y los matices de Habermas. Al igual que Kant, teme al Estado mundial por el riesgo de tiranía que implica, a lo que se suma en los tiempos actuales el empobrecimiento de la individualidad y la autonomía que se deriva de los procesos de homogeneización vital y cultural que la globalización produce y que un Estado mundial podría incentivar y acrecentar. De ahí que el mismo Habermas, que dictamina la superación presente del Estado nación, tema los efectos de su desaparición, si no es sustituido por
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equivalentes funcionales que aseguren a los nuevos “ciudadanos del mundo” la inserción en un mundo de la vida diverso y no uniformador. La diversidad cultural, que pierde su sentido como justificación del Estado-nación plenamente soberano hacia el interior y hacia el exterior, debe protegerse como fuente de elecciones autónomas de los individuos, como abanico de posibilidades vitales, y para ello a Habermas el Estado le sigue pareciendo necesario. De ahí que en la “global governance” que propugna los estados sigan poseyendo la condición de interlocutores imprescindibles, acompañados, eso sí, de otros grupos que sean portavoces de la sociedad civil mundial (organizaciones no gubernamentales, básicamente). De esa aparente contradicción quiere Habermas salir a base de situar el impulso decisivo no en la propia acción de los estados, sino en la sociedad civil y en una opinión pública que se constituye por encima de fronteras políticas. Esa opinión pública es la que, desde su valoración prioritaria de la paz y los derechos humanos, se ha de encargar de deslegitimar toda política estatal insolidaria con los ciudadanos del mundo y celosa sólo de los intereses de sus nacionales. Hablamos pues, de sociedades civiles y opiniones públicas que, merced a las crecientes comunicaciones y a los intercambios en aumento, desarrollan sentimientos de solidaridad con todos los humanos a costa de sacrificar sus más egoístas intereses grupales y de renunciar a un tipo de Estado y un modelo de política que pretendan meramente salvaguardar privilegios o asegurar ventajas de sus “nacionales”. Sociedades civiles que, sin embargo, no hacen con ello un puro ejercicio de filantropía, pues parten igualmente de la valoración de riesgos globales (desastres ecológicos, crisis económicas…) de los que ningún Estado nacional puede librar por sí a sus ciudadanos y que sólo pueden ser atenuados por una acción supraestatal coordinada. Los estados actuales más desarrollados se encuentran sometidos a dos tipos de presiones que fuerzan, por una parte, a una profundización en sus funda-
“Sólo como miembros sociales de comunidades culturales pueden las personas desarrollarse como tales. Sólo por la vía de la socialización, de la inserción en un universo de significados y prácticas intersubjetivamente compartido pueden las personas formarse al mismo tiempo como individuos diferenciados. Esta constitución cultural del espíritu humano fundamenta la continua orientación del individuo a relaciones interpersonales y comunicaciones, a redes de recíproco conocimiento y tradiciones” (2005: 306). Por eso debe quedar garantizado el reconocimiento de derechos culturales (ibíd.). Los derechos colectivos no son sospechosos en sí, sino sólo inconvenientes cuando se usan dentro del grupo para oprimir los derechos individuales (caso Amish, etc.) (2005: 308 y ss.). Los derechos colectivos han de valer, pero como derechos derivados de los individuales (ibíd.: 310). Cuando los derechos colectivos no se usan al servicio de los derechos culturales de los miembros de un grupo, sino con el solo objetivo del mantenimiento de la colectividad como tal, encierran un “potencial de opresión dentro del grupo” (2005: 312). Por eso la supervivencia de un grupo identitario y la continuidad de su trasfondo cultural no puede ser garantizado mediante derechos colectivos (2005: 313). Vid. ibíd.: 314.
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mentos y, por otra, a su superación en tanto que estados nacionales soberanos. La primera de esas presiones es interna y obedece a los fenómenos de multiculturalidad dentro de sus fronteras. La segunda, a los efectos de la globalización de la economía, las comunicaciones y los riesgos. Con todo ello no hacen más que agudizarse las limitaciones del propio modelo de una práctica política de base comunicativa restringida a las respectivas fronteras nacionales. Comencemos por el repaso de esto último. Insiste Habermas en que “las artificiales condiciones del surgimiento de la conciencia nacional” hablan contra la idea de que la solidaridad ciudadana con los extraños sólo puede producirse mediatizada por las fronteras nacionales. Si el paso de las formas locales y dinásticas a la forma nacional de identidad colectiva supuso un peldaño de mayor abstracción, la pregunta es “por qué no puede proseguir dicho proceso de aprendizaje más allá de las fronteras nacionales” (2001: 102), de modo que la sensación de pertenencia y la base de la identidad se vinculen a entidades ahora supranacionales. En este punto se inserta la simpatía de Habermas hacia una Unión Europea de corte federal, en la que la solidaridad entre los ciudadanos de los distintos estados y la común sensación de pertenencia rebase los límites de los estados, de modo que, por ejemplo, portugueses y suecos se sientan partícipes en una labor común (2001: 101), superando anteriores particularismos y realizando el universalismo igualitario hasta ahora meramente implícito en la modernidad europea (1998: 156). Esa “democracia posnacional” no significaría ruptura con el previo Estado nacional soberano, sino realización de sus presupuestos inmanentes en una más alta escala. Mas la lógica universalista del constitucionalismo moderno está siendo puesta a prueba también por dos fenómenos interrelacionados: la difícil articulación de la multiculturalidad en el seno de los estados y el rebrote de los nacionalismos. El Estado nacional ha tenido que montarse construyendo artificiosamente los mecanismos de solidaridad entre sus ciudadanos, para que, sobre esa base de identidad compartida, se compartieran también las lealtades a un orden jurídico y la solidaridad entre los copartícipes en los procedimientos de decisión política colectiva. Esto vale también para los estados que hoy se rigen por constituciones democráticas y de derechos y “por eso, todo ordenamiento jurídico es también la expresión de una forma de vida particular y no sólo el reflejo especular del contenido universal de los derechos fundamentales” (1999: 205). De ahí que tal dualidad se reabra como tensión con la presencia en suelo estatal de comunidades de vida diversas de las que se entienden constitutivas de la identidad material, no puramente jurídica, del Estado-nación. Esto puede dar lugar a luchas culturales, de las que “el detonante no es la neutralidad ética
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de un ordenamiento jurídico estatal, sino la inevitable impregnación ética de toda comunidad jurídica y de todo proceso democrático de realización de los derechos fundamentales” (1999: 206). Dicha tensión sólo puede romperse por alguno de sus dos polos: o por la acentuación de los elementos identitarios de la comunidad nacional o por el predominio de los elementos universalistas subyacentes a los esquemas constitucionales de participación y derechos. Lo primero dará lugar a la exclusión o discriminación de los elementos culturales extraños a la comunidad originaria; lo segundo, a la ampliación, en términos formales e igualadores, de la idea de ciudadanía, a la construcción de una comunidad de ciudadanos de carácter fuertemente inclusivo y no sometida a más límite que el del predominio de los derechos individuales sobre cualquier concepción de los derechos culturales colectivos supresora u opresora de aquéllos. Cuando esta solución inclusiva se impone y dentro del Estado los ciudadanos culturalmente diversos son contemplados y tratados como iguales, se ha dado un paso decisivo hacia la perspectiva cosmopolita, pues si lo que nos une como humanos está por encima de lo que nos separa como miembros de comunidades culturales y vitales diferentes, el elemento “nacional” del Estado dejará de ser justificación de su soberanía y razón para que los ciudadanos no sientan idéntica solidaridad con los ciudadanos de otros estados, para que no se sientan ciudadanos del mundo antes o por encima que ciudadanos nacionales de su Estado. Ahí radicará la función beneficiosa de la multiculturalidad estatal, en su aptitud para incentivar los procesos sociales de aprendizaje que conducen a una más profunda toma de conciencia de los fundamentos universalistas de las propias constituciones estatales democráticas. El universalismo habermasiano no aboga por la unificación de las culturas y los mundos de la vida, pues éstos, en su diversidad, tienen un papel esencial en la formación de la identidad de los individuos. El individualismo habermasiano no es abstracto o referido a un ser humano genérico, a un hombre sin atributos culturales específicos, sino un individualismo culturalmente implantado, y por esa razón en el Estado democrático y de derechos debe evitarse la imposición
“El sentido universalista de los principios constitucionales del Estado nacional apunta más allá de las fronteras de las costumbre nacionales que, sin duda, también hallan expresión en las instituciones constitucionales” (2005: 326). “Pues, considerado normativamente, la integridad de la persona jurídica individual no puede ser garantizada sin la protección de aquellos ámbitos compartidos de experiencia y vida en los que ha sido socializada y se ha formado su identidad. La identidad del individuo está entretejida con las identidades colectivas y sólo puede estabilizarse en un entramado cultural, que, tal como sucede con el lenguaje materno, uno lo hace suyo como si se tratase de una propiedad privada” (1999: 209; en el mismo sentido, 2005: 307).
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de una forma de vida determinada y la discriminación de las otras. Lo que justifica los derechos culturales es hacer posible la inclusión igual de todos los ciudadanos en el ejercicio de la ciudadanía (2005a: 305). Ahora bien: la prioridad del individuo y sus derechos sobre la colectividad y los derechos colectivos queda también claramente sentada. “Los derechos colectivos no son per se sospechosos” (2005a: 308) ni tienen por definición que chocar con los derechos individuales (2005a: 310), sino que sólo se tornan inconvenientes por su mal uso al servicio de la opresión de los individuos. Esto ocurre cuando las libertades individuales de los miembros del grupo se sacrifican en aras de la perpetuación del grupo como tal, de su identidad inmutable (2005a: 312). “La supervivencia de los grupos identitarios y la continuidad de su trasfondo cultural no puede en modo alguno ser garantizada mediante derechos colectivos” (2005a: 313). La conformación colectiva, cultural, de la identidad individual no puede entenderse como destino ineluctable, como atadura que suprima la libertad de decir sí o no, que proscriba la heterodoxia o la elección de una forma de vida que rompa con esas raíces comunitarias. Es una cuestión de prioridades y los derechos colectivos deben ser protegidos por lo que sirven a las posibilidades de elección del individuo, sin que puedan éstas sacrificarse en el altar de aquéllos. En suma, no valen las culturas en sí mismas ni se les debe proteger más allá del deseo de cada uno de sus miembros de perpetuarlas libremente. En palabras de Habermas, “una garantía de supervivencia habría de robarles a los miembros precisamente la libertad de decidir sí o no, que hoy en día constituye una condición necesaria para la apropiación y preservación de una herencia cultural. Bajo las condiciones de una cultura que se ha hecho reflexiva sólo pueden mantenerse aquellas tradiciones y formas de vida que vinculan a sus miembros con tal que se sometan a un examen crítico y dejen a las generaciones futuras la opción de aprender de otras tradiciones o de convertirse a otra cultura y de zarpar hacia otras costas” (1999: 210).
“[L]a teoría de los derechos de ninguna manera les prohíbe a los ciudadanos del Estado democrático de derecho que hagan valer en su ordenamiento estatal general una concepción del bien que comparten desde el inicio o que acuerdan mediante los discursos políticos. Dicha teoría prohíbe, por supuesto, otorgar en el interior del Estado privilegio alguno a una forma de vida en detrimento de otra” (1999: 208). “Discriminación o desprecio, falta de presencia en la arena pública de la sociedad o falta de autoestima colectiva son indicadores de una incompleta y desigual inclusión de ciudadanos a los que, de tal modo, se les priva del estatuto pleno de miembros de la comunidad política” (2005: 304). “La protección de las tradiciones y de las formas de vida que configuran las identidades debe servir, en último término, al reconocimiento de sus miembros; no tiene de ningún modo el sentido de una protección administrativa de las especies. El punto de vista ecológico de la conservación de las especies no puede trasladarse a las culturas” (1999: 210). Similarmente, 2005: 313.
VII. El Estado, la política y las normas
El problema que plantea a los estados la convivencia de culturas heterogéneas en su territorio es doble, pues, por un lado, se trata de que los miembros de la cultura que es o ha sido mayoritaria o dominante acepten a los otros en igualdad de derechos y con idéntico estatus de interlocutores y, por otro lado, se trata también de que los miembros de estos otros grupos quieran aceptar esta integración. ¿Cómo se logra esa síntesis de ciudadanos culturalmente, grupalmente diversos, en un modelo de ciudadanía común? Mediante algo que tiene mucho que ver con la noción habermasiana de “patriotismo constitucional”. Esta idea tiene aquí una doble dimensión, valorativa y jurídica. Se ha de alcanzar, por una parte, un apego a los procedimientos participativos de la democracia y una valoración de los derechos, no anclados el uno y la otra en “un consenso sustantivo”, sino valiosos precisamente por servir a la convivencia entre diversos modos de vida y concepciones del bien, al servicio de la libertad de todos y no de éste o aquel grupo. Si la anterior es la dimensión de la integración multicultural que hemos llamado valorativa, debe ser completada con la dimensión práctica del disfrute pleno de los derechos. En este punto insiste Habermas en que esa plena integración no exige sólo plena igualdad en el disfrute de los derechos constitucionales de libertad y políticos, sino también la garantía igual de los derechos sociales, evitando que la equiparación formal de los miembros de esos grupos vaya de la mano de su discriminación social y económica. Sólo desde esta igualación también material podrá esperarse que prenda en tales ciudadanos la sensación de pertenencia y el apego a aquel consenso procedimental en torno a las reglas del sistema democrático. En este sentido, el actual desmontaje del Estado social, consecuencia de la creciente incapacidad recaudatoria de un Estado nacional desbordado por la globalización económica, es una fuerza que actúa en contra
“[E]n las sociedades complejas la ciudadanía no puede ser mantenida unida mediante un consenso sustantivo sobre valores, sino a través de un consenso sobre el procedimiento legislativo legítimo y sobre el ejercicio del poder. Los ciudadanos integrados políticamente participan de la convicción motivada racionalmente de que, con el desencadenamiento de las libertades comunicativas en la esfera pública política, el procedimiento democrático de resolución de conflictos y la canalización del poder con medios propios del Estado de derecho fundamentan una visión sobre la domesticación del poder ilegítimo y sobre el empleo del poder administrativo en igual interés de todos. El universalismo de los principios jurídicos se refleja en un consenso procedimental que, por cierto, debe insertarse en el contexto de una cultura política, determinada siempre históricamente, a la que podría denominarse patriotismo constitucional” (1999: 214-215). “Sospecho que las sociedades multiculturales sólo pueden seguir cohesionadas por medio de una cultura política así acrisolada si la democracia no se presenta sólo como la forma liberal de los derechos de libertad y de participación política, sino también por medio del disfrute profano de los derechos sociales y culturales” (1999: 95). “[C]on el más reciente impulso de desnacionalización de la economía, la política nacional pierde
22. Habermas, los estados y la sociedad mundial
de la integración de los más desfavorecidos y provoca una crisis de la solidaridad que a la larga destruye la cultura política liberal (1998: 81). De ahí, precisamente, la insistencia en que la justicia social y los derechos sociales ya sólo van siendo viables en el marco de una política mundial coordinada y regida por los valores universalistas hasta ahora propios sólo del Estado social de derecho. La tendencia opuesta a ese patriotismo constitucional integrador de las diferencias culturales también está presente en la política de nuestro tiempo y tiene que ver con el resurgimiento de los nacionalismos, de los patriotismos sustantivos. Habermas explica la necesidad histórica de construir la lealtad a los estados-nación emergentes en la modernidad mediante la producción de solidaridades basadas en comunidades imaginarias. La soberanía de los estados, hacia el exterior, exigía crecientemente la disposición de los ciudadanos a dar la vida por la patria mediante el servicio de armas, y, hacia el interior, su avenencia a sacrificios económicos en pro del engrandecimiento nacional y del bien común de los nacionales. Se levantaron así comunidades nacionales como “unidades imaginarias” (1998: 99), como “comunidades imaginadas”, en el sentido de Benedict Anderson, “reelaboradas reflexivamente mediante historias nacionales” (1999: 87). Hoy, ante la doble presión que para esa legitimación sustantiva del poder del Estado representan la globalización y los fenómenos inmigratorios que dan pie a la multiculturalidad, proliferan reacciones tendentes a la reafirmación de la base “nacional” del poder político y opuestas, por ello, tanto a la constitución de poderes mundiales de base participativa como al otorgamiento de iguales derechos a los foráneos. La forma democrática de los estados y el sometimiento de su poder a las reglas constitucionales presentan la comunidad política como una agrupación de ciudadanos que se autogobiernan conjuntamente, pero queda sin resolver la cuestión de quiénes son esos que pueden autogobernarse juntos y no se justifican, sino al contrario, los límites territoriales y personales de dicha práctica política. Ese hueco lo cubrió la ideología creadora de la visión sustancialista del pueblo, la idea de nación como sustrato de la política estatal, vinculada a la noción de autodeterminación nacional. En la democracia un pueblo se autogobierna,
progresivamente el dominio sobre aquellas condiciones de producción de las que procedían ganancias por vía tributaria, así como por otros ingresos” (1999: 100). “En la construcción jurídica del Estado constitucional existe una laguna que invita a ser rellenada con un concepto naturalista de pueblo. Sólo mediante conceptos normativos no se puede aclarar cómo debe componerse el conjunto básico de aquellas personas que se reúnen para regular legítimamente su vida en común con los medios propios del derecho positivo. Considerados normativamente, los límites sociales de una agrupación de socios jurídicos libres e iguales son contingentes” (1999: 92). “El nacionalismo llena el vacío normativo con la apelación a un llamado ‘derecho’ a la autodeterminación nacional” (1999: 120).
VII. El Estado, la política y las normas
al tiempo que en el correspondiente Estado una nación se afirma y se mantiene. Pero esa función legitimadora de la nación sustantiva sufre hoy el mencionado acoso de la globalización y de la multiculturalidad, por lo que o bien se asume la pérdida progresiva de soberanía del Estado, de la mano de la superación de la base “nacional” de la política, o bien el Estado se repliega sobre sí mismo, fomentando la reviviscencia del sentimiento nacional por procedimientos cada vez más artificiosos e insolidarios. La supremacía del derecho de autodeterminación nacional pone trabas a la universalización de los derechos fundamentales, tanto hacia fuera como hacia dentro. Hacia fuera, porque “nadie puede realizar su derecho fundamental a iguales derechos civiles fuera del contexto de una nación que goce de independencia estatal”. Hacia dentro, porque la conservación de la nación como base de la política democrática exige homogeneidad de sus ciudadanos, “pues un pueblo se califica para ejercer el derecho a la autodeterminación nacional precisamente porque se define a sí mismo como pueblo homogéneo” (1999: 120). La consecuencia queda clara para Habermas y se refuerza con el repaso de la historia política de los siglos xix y xx: “La suposición de una identidad colectiva indisponible fuerza a políticas represivas, sea la asimilación forzosa de elementos extraño o sea el mantenimiento de la pureza del pueblo mediante el apartheid y la limpieza étnica” (1999: 121). No en vano el objeto de la crítica teórica habermasiana es aquí Carl Schmitt, cuya poderosa obra renace detrás de cada nuevo resurgir de los nacionalismos. En la pugna entre derechos individuales y colectivos, nunca está justificada la imposición forzosa de éstos contra aquéllos y por eso el derecho de secesión y de autodeterminación de los pueblos sólo puede justificarse como lucha contra el estado que no reconoce iguales derechos a todos, nunca frente al Estado en que tal discriminación no existe: “en la medida que todos los ciudadanos disfrutan de iguales derechos y nadie es discriminado no existe ninguna razón convincente para la separación de la identidad común existente” (1999: 122).
“La historia del imperialismo europeo entre 1871 y 1914, lo mismo que el nacionalismo integral del siglo xx (sin decir ya nada del racismo de los nazis), ilustra el triste hecho de que la idea de la nación ha servido menos para fortalecer a las poblaciones en su lealtad al Estado constitucional y mucho más para movilizar a las masas para fines que apenas son compatibles con los principios republicanos” (1999: 93). Vid. también 2004: 187 y ss.
22. Habermas, los estados y la sociedad mundial
I I I . l a g l o b a l i z a c i n y l o s e s ta d o s Una vez examinadas las tensiones internas a que están sometidos hoy los estados occidentales, tanto por la dualidad de sus propias constituciones, de inspiración universalista pero que otorgan derechos sólo dentro de sus fronteras y, en principio, para sus nacionales, como por la presión conjunta y contrapuesta de la multiculturalidad y los rebrotes de nacionalismo, toca ahora ocuparse de los efectos de la globalización sobre los poderes y sobre los márgenes de maniobra de tales estados. La más importante dimensión de la globalización es la que afecta a la economía, con cuatro datos fundamentales: la intensidad del comercio supraestatal, el número y la influencia de las empresas transnacionales, el aumento de los movimientos de capitales y la agudización de la competencia internacional (1998: 103). Con todo ello al Estado nacional se le escapa de las manos el control de la economía y de los mercados y decaen sus vías de intervención para el aseguramiento de los estándares económicos de sus ciudadanos, incluidas sus posibilidades para el mantenimiento de políticas sociales y de promoción de los derechos sociales. También se van evaporando los controles del Estado sobre su propia opinión pública, abierta ahora a tomas de conciencia de los problemas planetarios por obra del aumento de los movimientos de población, el turismo, los nuevos medios de comunicación, etc. Todo ello lleva a Habermas a preguntarse si esta “constelación posnacional” no exige nuevos actores con renovada capacidad de acción (2001: 15). En esta situación nueva la salida que Habermas propone es la articulación de un orden mundial controlado por una opinión pública global y edificado sobre nuevos procedimientos discursivos que permitan la formulación de nuevos acuerdos entre los estados para el aseguramiento de la paz y la protección universal de los derechos humanos, pero que no den voz solamente a los agentes estatales, sino también a organizaciones de la sociedad civil internacional. Pero surgen dos tendencias incompatibles con tales propósitos. Una, la ya señalada reaparición de los nacionalismos autoritarios y excluyentes. Otra, la ideología neoliberal, que quiere un mercado mundial no sometido a más controles que los resultantes de la acción del mercado, entendido como campo en el que entran en competencia actores que no buscan más objetivo que la maximización
“Bajo las condiciones de una economía global ya no funciona el ‘keynesianismo en un país’ […] La globalización de la economía destruye una constelación histórica que hizo posible los compromisos del Estado social” (1988: 83). De ahí que dichas funciones sociales de lo público sólo puedan salvarse ya “si se traspasan a unidades políticas capaces de imponerse a una economía transnacional” (1988: 84).
VII. El Estado, la política y las normas
de sus particulares intereses (1998: 134, 142; 2004: 184 y ss.). “Si no sólo el Estado nacional ha llegado a su fin, sino que con él toda forma de socialización política, los ciudadanos serán arrojados a un mundo de redes anónimas en el que tendrán que decidir según sus propias preferencias entre opciones creadas en términos sistémicos. En este mundo postpolítico, las empresas transnacionales se convierten en el modelo de conducta” (1999: 102). ¿En qué se basa la esperanza de Habermas en una sociedad global capaz de superar y realizar en un nivel superior las funciones de salvaguarda de la paz y los derechos humanos que hasta ahora quedaban acotadas por la soberanía de los estados? Para comprender la salida que propone no se puede perder de vista el matizado componente de historicismo de su teoría de la racionalidad comunicativa, con su consiguiente idea de progreso como creciente plasmación a lo largo de los sucesivos modelos históricos de convivencia de los requerimientos inmanentes a la comunicación lingüística. Una sociedad es tanto más racional cuanto mayor sea la medida en que en sus normas e instituciones cristalicen los mecanismos procedimentales que permitan su autogobierno bajo la forma de consensos ni impuestos ni tergiversados por desfiguraciones ideológicas, cuanto más las estructuras sociales sean el reflejo de una moral universalista y menos la plasmación de éticas grupales particulares y de los consiguientes intereses parciales. De ahí que, al igual que el Estado constitucional y democrático moderno implicó la transición a una etapa superior en la que sus ciudadanos podían interactuar y fijar en común sus normas a partir de la posibilidad y la capacidad para adoptar una perspectiva ya no meramente egocéntrica, sino inclusiva de la perspectiva del otro como la de un igual, de la posibilidad y capacidad para adoptar en su actuación dentro de la esfera pública la “perspectiva del otro generalizado” (si bien esa generalización quedaba circunscrita a los connacionales), nos encontramos en el momento propicio para la ampliación de tal perspectiva hacia un otro universal, por obra de ciudadanos que se ven
Las sociedades evolucionan y aprenden sobre la base del aprendizaje individual, pero son las sociedades las que determinan en cada momento las condiciones sobre las que ese aprendizaje individual tiene lugar. Así, “comoquiera que los mecanismos de aprendizaje pertenecen a la constitución del organismo humano (capacidad lingüística), la evolución social podrá basarse en las capacidades de aprendizaje individuales, siempre que se den las condiciones marginales que, parcialmente, son específicas de cada fase”. Las innovaciones que producen esos sujetos individuales con ese excedente cognitivo son rápidamente socializadas y elevadas a mecanismos de organización social: “las facultades de aprendizaje, obtenidas en primer lugar por miembros aislados de la sociedad o por grupos marginales, acaban integrándose en el sistema de interpretación de la sociedad por medio de procesos modelo de aprendizaje” (Habermas, 1981: 162). Cada sociedad genera la posibilidad de su propia superación en la medida en que en ella es en donde germinan los conocimientos que van a permitir el tránsito a un principio de organización siguiente y evitar la descomposición social.
22. Habermas, los estados y la sociedad mundial
simultáneamente a sí mismos y a todos los demás como ciudadanos del mundo. Una comunicación y unos intercambios capaces de rebasar fronteras y la toma de conciencia de unos riesgos que lo son a escala continental o planetaria constituyen el caldo de cultivo que puede hacer posible un gobierno del mundo como autogobierno de una ciudadanía global, en lugar de ceder a la “impotencia de la globalización” (1998: 122) o de permitir la expulsión de la política por el mercado (1998: 120). Cuando la práctica de la política como autogobierno de la sociedad se hace ineficaz dentro de los márgenes estatales, puesto que el poder sobre nuestras vidas proviene de fenómenos y poderes supranacionales, es el momento adecuado para una recuperación de esa política a otra escala y para la superación definitiva de aquella contradicción entre universalismo de los principios y nacionalidad de las instituciones y los derechos que estaba presente en los estados de derecho. ¿Cómo puede realizarse esa transición? Aquí comparece una idea crucial en toda esta construcción de Habermas, la idea de procesos sociales de aprendizaje (Lernprozesse). Las sociedades aprenden de las insuficiencias, los errores y las catástrofes sociales y ese aprendizaje es, en positivo, toma de conciencia más profunda de los requerimientos que la racionalidad comunicativa plantea a la acción política como práctica de autogobierno ciudadano que, al tiempo, se basa en y hace posible la efectividad de los derechos humanos, incluidos los derechos sociales. En este punto se ubica el debate de Habermas con aquellos autores que hace una lectura negativa y escéptica de la historia del siglo xx y que conciben la era moderna como el sueño vano de una razón que, a fuer de idealista, acaba siendo cínica. Mientras que para Habermas la filosofía y los ideales de la modernidad ni se han agotado ni se han invertido, pese a que no se haya realizado gran parte de su potencial reformador y pese a ocasionales recaídas en el fanatismo y la irracionalidad, y mientras que, para él, la superación de la modernidad en esta etapa posmoderna y posnacional que vivimos supone la posibilidad de realizar aquellos principios en un grado más alto, para las filosofías posmodernas y relativistas no asistimos más que al final de un sueño y a la crisis definitiva de una utopía que no albergaba más que engañosa ideología y ocultamiento de los fríos manejos de un poder siempre incontrolable, antidemocrático por definición. Se enfrentan, pues, dos lecturas contrapuestas de fenómenos como las dos guerras mundiales, el holocausto, el armamentismo, la explotación del Tercer Mundo, etc. Frente al pesimismo de autores como Adorno y Horckheimer, Baudrillard, Heidegger, Foucault o Derrida, frente a la belicosa lectura que de la esencia de lo político hiciera Carl Schmitt, frente al llamado “realismo” de cierta doctrina internacionalista, Habermas insiste en que las socie-
VII. El Estado, la política y las normas
dades han aprendido de los desastres del siglo xx (1998: 74). Mientras otros alimentan el pesimismo de la razón con cada crisis habida, Habermas resalta la salida de cada una de ellas por la vía de nuevas tomas de conciencia y de la articulación de nuevas instituciones, garantías y prácticas políticas: la fundación de la Sociedad de Naciones, los inicios de una justicia penal internacional para genocidios y crímenes contra la humanidad, la Carta de las Naciones Unidas, la Declaración Universal de derechos Humanos de 1948 y los pactos internacionales subsiguientes de nuevos derechos, incluidos los económicos, sociales y culturales, la creación de organizaciones internacionales para la cultura, para la lucha contra el hambre, para la protección de la salud, para la protección de los trabajadores, etc., la proliferación de conferencias internacionales en pro del medio ambiente, de los derechos de la mujer, de la protección de la infancia, etc., hasta llegar a los actuales intentos de reforma del Consejo de Seguridad de la onu, que contempla con simpatía y grandes esperanzas. De la misma manera que hace años Habermas, al hablar de la mecánica de legitimación del poder estatal democrático y de la creciente realización de los principios constitucionales anclados en la racionalidad discursiva, señalaba el importante papel que como activador de las conciencias e incentivador de una opinión pública consciente y coherente correspondía a los nuevos movimientos sociales (ecologismo, feminismo, pacifismo, etc.) y a los actos de genuina desobediencia civil, en los últimos tiempos insiste en cómo las nuevas circunstancias, los nuevos fenómenos y los nuevos riesgos del mundo globalizado, así como la acción de numerosos movimientos sociales transnacionales y de las organizaciones no gubernamentales del tipo de Amnistía Internacional, Greenpeace o Human Rights Watch, permiten hoy la creciente formación de una opinión pública mundial capaz de presionar a los estados y de forzarlos a la formación de nuevos consensos internacionales para la imposición universal de la paz y la realización de los derechos humanos (1998: 90). Con esto arribamos a otro par de nociones cruciales en los esquemas de habermasianos desde sus inicios, como son las de esfera pública y opinión pública, unidas a la idea de sociedad civil. “No cabe pensar un orden mundial y económico más pacífico y justo –nos dice Habermas– sin instituciones internacionales con capacidad de acción, sobre todo sin procesos de sintonización entre los diversos regímenes de carácter continental que están surgiendo actualmente y sin políticas que no podrían ser llevadas a cabo sin la presión de una sociedad civil movilizada a escala mundial” (1999: 105). Esa toma universal de conciencia, esa formación de una opinión pública mundial, que ya no tolera que la lógica egocéntrica de los estados nacionales o los agentes económicos supraestatales imponga su imperio por encima de la mínima igualdad en dere-
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chos básicos a que son acreedores todos los seres humanos en tanto que capaces de comunicación, no será mera expresión de las potencialidades filantrópicas de las democracias ni de la reflexión sobre los desastres recientes de guerra, explotación y exterminio, sino que tendrá también un elemento de conciencia de los nuevos riesgos globales y de autointeresada búsqueda de acuerdos que los prevengan: “quien a fortiori desespera de la capacidad de aprendizaje del sistema internacional debe poner su esperanza en el hecho de que la globalización de estos peligros ha reunido al mundo en su conjunto a largo plazo y de ese modo objetivo en una comunidad involuntaria de riesgos” (1999: 170). No se moverán los estados por su propio impulso, no saldrán de la lógica de su soberanía motu proprio, sino forzados por las exigencias de esa opinión pública sensibilizada y globalmente solidaria, a cuyas demandas tendrán que acabar siendo receptivos los partidos políticos para mantener su electorado (1998: 167-168). ¿Qué vías propone para la plasmación de esa “solidaridad ciudadana mundial” (1998: 89) como poder mundial efectivo? No será la supresión de los estados, sino la atenuación de su soberanía y su superación mediante acuerdos vinculantes sobre las materias referidas a la paz y los derechos humanos, lo cual tendrá que venir de la mano de nuevos “procedimientos” que canalizan la racionalidad discursiva a escala mundial, base para la construcción de un concepto de interés general que rebase los límites estatales, en cuanto interés de la humanidad en sí (1998: 87). El sostén de esos entendimientos ha de ser “una común orientación valorativa”, a partir de la cual los distintos sistemas de negociación puedan ser entendidos como práctica de una política discursiva y deliberativa a escala global (1998: 164-165). Por eso, nuevamente, la importancia de que participen también organizaciones no gubernamentales que expresen los planteamientos de la sociedad civil (1998: 167). De tal modo, en tales tratos y acuerdos se rebasa la perspectiva de los intereses nacionales y se adopta la de una “global governance” (1998: 167). ¿De dónde saldrá esa común orientación valorativa? No de los mecanismos de identidad colectiva que han hecho posibles las comunidades políticas nacionales, sino únicamente del universalismo que está en la base de la idea de derechos humanos (1998: 162-163). De todos modos, Habermas siempre reserva su sitio al Estado: “sólo los estados disponen del derecho y el poder legítimo como medios de conducción” (2004: 175). La necesidad que Habermas afirma de un poder ejecutivo mundial, capaz para imponer el cumplimiento de las normas nacidas del acuerdo entre esos
“Los ciudadanos de una comunidad liberal acaban siendo sensibles, a la corta o a la larga, a las disonancias cognitivas cuando las pretensiones universalistas no se corresponden con la naturaleza particularista de los intereses determinantes” (2004: 184).
VII. El Estado, la política y las normas
estados sensibles a la sociedad civil global, y de una jurisdicción internacional que acabe con la impunidad de las más flagrantes violaciones de la paz y los derechos humanos, no es óbice para que rechace tanto la idea de un Estado mundial unitario (1998: 163-164) como la de una mera federación de estados soberanos del modo propuesto por Kant en La paz perpetua. “[N]o resulta consistente el concepto kantiano de una asociación de naciones a largo plazo y, sin embargo, respetuosa con la soberanía de los estados. El derecho cosmopolita debe estar institucionalizado de tal manera que vincule a los diferentes gobiernos. La comunidad internacional tiene que poder obligar a sus miembros, bajo amenaza de sanciones, al menos a un comportamiento acorde con el derecho. Sólo satisfaciendo esta condición, el sistema inestable –basado en la amenaza recíproca– de estados soberanos que se afirman a sí mismos se transformará en una federación con instituciones comunes que asuma las funciones estatales, esto es, que regule jurídicamente el intercambio de sus miembros entre sí y que controle el cumplimiento de estas reglas. La relación externa de los intercambios internacionales regulados contractualmente entre estados que forman el entorno para los otros se transforma, pues, en una relación interna basada en un estatuto o constitución entre miembros de la organización” (1999: 162). La vía que Habermas propone es la de “una política interior del mundo sin gobierno mundial, en el marco de una organización mundial capaz de imponer la paz y el cumplimiento de los derechos humanos” (2004: 135). No hace falta un Estado mundial porque “el Estado no es una condición necesaria para la existencia de órdenes constitucionales”, como demuestra el caso de la Unión Europea, en la
Las diferencias quedan marcadas así: “Dado que Kant consideraba infranqueables los límites de la soberanía estatal, concibió la asociación cosmopolita como una federación de estados y no de ciudadanos del mundo” (1999: 163-164). Puesto que la opción de Habermas va en este último sentido, puede afirmar que “El punto fundamental del derecho cosmopolita radica, más bien, en que al pasar por encima de las cabezas de los sujetos colectivos del derecho internacional alcanza la posición de los sujetos jurídicos individuales y fundamenta para éstos la pertenencia no mediatizada a la asociación de ciudadanos del mundo libres e iguales” (1999: 164). Se trata, por tanto, de que los ciudadanos del mundo lo sean sin dejar de ser, al tiempo, ciudadanos de su respectivo estado. Preguntado Habermas en marzo de 2007 si el Estado-nación es ya un puro vestigio del pasado, responde: “No, los estados nacionales siguen siendo los principales actores en la escena internacional. Son el componente insustituible con el que se forman las organizaciones internacionales. La comunidad internacional se organiza bajo la forma de ‘Naciones Unidas’. ¿Quién alimenta las Naciones Unidas y dispone tropas para las intervenciones humanitarias, si no los estados nacionales? ¿Quién, si no los estados nacionales, garantiza derechos iguales para todos los ciudadanos? Lo que tiene que cambiar –y en Europa ya ha cambiado mucho– es la autocomprensión de los estados nacionales. Deben aprender a verse menos como actores independientes que como miembros que se sienten obligados al respeto de normas comunes. Deben aprender a perseguir sus intereses en el marco de redes internacionales y mediante una inteligente diplomacia, en lugar de hacerlo de modo individual mediante la amenaza militar” (2007).
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que la superioridad del derecho europeo se afirma sin dificultad pese a que los medios coactivos están en poder de cada estado miembro y no hay una fuerza coactiva supraestatal (2004: 136). Ciertamente nuestro autor considera que el camino ya está trazado desde la Carta de las Naciones Unidas y que la política de esta suprema institución mundial avanza en ese sentido (2004: 157). ¿Cómo puede constituirse esa opinión pública mundial si no existen mecanismos participativos a esa escala global y las vías institucionales de participación se reducen a las constitucionalmente establecidas en cada estado para su vida política interior? Habermas contesta que puesto que los cometidos que la comunidad de estados ha de cumplir se reducen al aseguramiento de la paz y la imposición universal de los derechos humanos, no es necesaria una tupida red de convicciones en común ni la comunión en un denso mundo de la vida, bastando la conciencia compartida para el rechazo de la guerra de agresión y de la vulneración masiva de tales derechos (2004: 142). Significación paradigmática en la ruta hacia esa superación de las trabas nacionales de la política y hacia la efectividad de una ciudadanía global tiene para Habermas la Unión Europea (2004: 177). Su reto está en ser más que un mercado común y en desarrollar las energías necesarias para lograr una integración positiva con capacidad para tomar decisiones que corrijan la pura acción del mercado y que sienten mecanismos de justicia distributiva (1998: 147). Para ello, de nuevo, resultará determinante que los ciudadanos europeos “aprendan a reconocerse recíprocamente más allá de las fronteras nacionales, como miembros de la misma comunidad política” (1998: 149). Pero, otra vez, surge el matiz y no se trata de cambiar una identidad nacional por otra, sino de que ambas, la respectiva identidad nacional de cada ciudadano y su sentimiento de pertenencia a la ciudadanía europea, se superpongan sin conflicto. “No es ni posible ni deseable allanar las identidades nacionales de los estados miembros y entremezclarlas en una ‘nación europea’ y los gobiernos deben conservar un papel más relevante que el de los parlamentarios europeos directamente elegidos”, pero las políticas comunes deben estar impulsadas por una voluntad
“La identidad europea puede en todo caso no significar nada más que unidad en la diversidad nacional. Y, dicho sea de paso, quizás el federalismo alemán, después de la desarticulación de Prusia y del compromiso entre las distintas confesiones, no represente para ello el peor modelo” (1999: 143). No obstante, afirma que “mientras el Parlamento Europeo disponga sólo de débiles competencias, a estas resoluciones (se refiere a las resoluciones del ejecutivo europeo) les faltará una legitimación democrática directa. Los órganos ejecutivos de la Comunidad derivan su legitimación de la de los gobiernos de los estados miembros. No son órganos de un Estado que haya sido constituido mediante un acto de voluntad de todos los ciudadanos europeos unidos. Con el pasaporte europeo no se asocian hasta el momento derechos algunos que fundamenten una ciudadanía democrática” (1999: 137).
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democrática que abarque a todo el conjunto de la Unión y ella, a su vez, sólo será posible a partir de una común solidaridad. De esa forma, la extensión de la capacidad política va ligada a la ampliación de los fundamentos democráticos de la legitimidad institucional de la Unión (1998: 150). Y otra vez la esperanza en la capacidad de aprendizaje de las sociedades: “el proceso de aprendizaje que ha de conducir a una solidaridad ciudadana extendida a Europa se apoya justamente en las experiencias específicamente europeas” (1998: 155). Europa ha sido el campo de mil luchas entre poder religioso y secular, entre el campo y la ciudad, entre la fe y la ciencia, entre naciones, y ese pasado ayuda a la “descentración de la perspectiva”, al distanciamiento de las ideas preconcebidas, a la superación de los particularismos y a la institucionalización de los modos de resolver las diferencias, abriendo camino hacia una modernidad teñida de universalismo igualitario. Sobre ese cimiento cabe edificar la transición hacia formas de reconocimiento propias de una democracia posnacional (1998: 155-156). Nuestro autor se muestra, en consecuencia, partidario de una Constitución europea. Ese es el camino para superar la contradicción entre “el vaciamiento de las competencias nacionales por medio del derecho europeo” (1999: 138-139) y el déficit de legitimación democrática de ese derecho. Sin cauces democráticos, la opinión pública europea no se identificará con ese proyecto de ciudadanía común. No hay que esperar a que exista “un pueblo europeo” para otorgarle participación democrática común, sino a la inversa, deben ser los canales participativos los que coadyuven a la consolidación de la sensación de pertenencia a una ciudadanía común, pues “lo que une a una nación de ciudadanos –en contraposición a una nación étnica (Volksnation), no es un sustrato previo, sino un contexto compartido intersubjetivamente de entendimiento posible” (1999: 141). A la Constitución europea le correspondería ejercer “un efecto inductor” (1999: 143) de esa comunicación que en democracia hace posible la ciudadanía entre individuos culturalmente diversos. Las esperanzas de nuestro autor en una Constitución europea chocaron con el rechazo en los referendos de Francia y Holanda. Lo explica Habermas como resultado de la desconexión entre el proceso constitucional y el debate político en la sociedad europea, consecuencia de factores tales como la ilegibilidad del texto constitucional mismo, de su elaboración de espaldas al debate público y de su uso partidista con vistas a procesos electorales en el seno de los estados, explotando también los temores y los mitos vinculados a las identidades nacionales (2005b). Se alegraron erróneamente los nacionalistas, que aún confían en las capacidades de unos estados nacionales, capacidades devenidas inviables en el contexto de la globalización, y se alegraron con fundamento los neoliberales, que temían una Unión Europea con capacidad para, desde su dimensión, intervenir con éxito
22. Habermas, los estados y la sociedad mundial
en los mercados (ibíd.). Y se equivocó esa parte de la izquierda que propugnó el no a la Constitución, desconociendo que de ese modo hacía el mejor favor al neoliberalismo y a la dominación estadounidense (2005c). No es de extrañar, pues, que recientemente declarara Habermas que “Europa se encuentra hoy en un estado miserable”, pues no ha podido superarse la perspectiva engañosa de las experiencias y los traumas nacionales y falta aquella confianza básica que es propia de los miembros de una misma comunidad. Tampoco en el plano supraeuropeo han confirmado los hechos las expectativas de Habermas. Las esperanzas puestas en un creciente papel de las Naciones Unidas han tenido su contrapunto en la guerra de Irak, que supuso el intento estadounidense de remplazar la juridificación de las relaciones internacionales por una etización unilateral de la política mundial (2004: 115, 178 y ss.). No obstante, el modo en que Estados Unidos ha malgastado “su autoridad moral” supone, en opinión de nuestro autor, una razón más para que la Unión Europea persevere en el propósito de darse una Constitución propia, base para que pueda desarrollar con eficacia una política exterior común en pro del cosmopolitismo y de una política de protección internacional de los derechos humanos que tal vez ahora ella representa mejor que nadie (vid. 2006). bibliografa Obras de Jürgen Habermas citadas: La reconstrucción del materialismo histórico, Madrid, Taurus, 1981 (trad. de J. Nicolás Muñiz y R. García Cotarelo del original alemán de 1976). Teoría de la acción comunicativa, 2 vols., Madrid, Taurus, 1987 (trad. de M. Jiménez Redondo del original alemán de 1982). “Cuestiones y contracuestiones”, en Habermas y la modernidad, Madrid, Cátedra, 1988 (trad. de F. Rodríguez Martín). Teoría de la acción comunicativa: Complementos y estudios previos, Madrid, Cátedra, 1989 (trad. de M. Jiménez Redondo del original alemán de 1984). Die postnationale Konstellation. Politische Essays, Frankfurt M., Suhrkamp, 1998.
Así lo declaraba Habermas en una entrevista publicada por el diario alemán Die Welt y concedida en 2005 con ocasión de una visita a Polonia: [www.welt.de/print-welt/article668866/Europa_ist_heute_in_einem_miserablen_Zustand.html].
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La inclusión del otro. Estudios de teoría política, Barcelona, Paidós, 1999 (trad. de Juan Carlos Velasco y Gerard Vila. Original alemán: Die Einbeziehung des Anderen, Frankfurt M., Suhrkamp). Zeit der übergänge. Kleine Politische Schriften ix, Frankfurt M., Suhrkamp, 2001. Die gespaltene Westen. Kleine politische Schriftten X, Frankfurt M., Suhrkamp, 2004. Zwischen Naturalismus und Religion. Philosophische Aufsätze, Frankfurt M., Suhrkamp, 2005a. “Europa ist uns über die Köpfe hinweggerollt”, en Süddeutsche Zeitung, 2005b. “Das illusionäre ‘Nein der Linken’ zur EU-Verfassung, 2005c. [www.perlentaucher.de/ artikel/2355.html] (publicado originalmente el Nouvel Observateur). “Die Erweiterung des Horizonts”, Kölner Stadt-Anzeiger, 8 de noviembre de 2006 [www. ksta.de/html/artikel/1162473009834.shtml]. “Wacht auf, schlafende Mehrheiten für eine Vertiefung der Europäischen Union”. Entrevista concedida a dpa y publicada el 23 de marzo de 2007: [www.perlentaucher.de/ artikel/3795.html].
23 . m i c h a e l o a k e s h o t t : e l l i b e r a l i s m o c o n t ra lo s m i to s d e la m o d e r n i da d Hay pensadores que pasaron en su tiempo como estandartes del pensamiento más avanzado, progresista y abierto y cuya lectura actual, en el mejor de los casos, nos molesta por el rancio aroma que el tiempo les ha contagiado o que, en el caso peor, nos hiere por las consecuencias atroces en que fueron a dar las ilusiones que antaño transmitían. Otros, en cambio, fueron en su época lectura de minorías y merecieron de los más los calificativos y clichés tenidos entonces por más desautorizadores: conservadores, escépticos, individualistas… y hasta liberales. Y, sin embargo, leídos hoy, en este tiempo de desesperanza entre el engaño de los revolucionarios de antaño y la vacuidad de los posmodernos de hoy, nos reconcilian con la fe en una razón libre, en un juicio crítico, en una independencia intelectual por encima de modas, gregarismos y consignas. Tal es el caso de Michael Oakeshott, y también de Isaiah Berlin. Oakeshott no es autor apto para lectores superficiales ni para pseudointelectuales maniqueos. Su imagen primera es la de un conservador antirreformista y apegado a la tradición por la tradición. Pero por debajo late el crítico que no se aviene a concesiones y que no se casa con ninguno de los discursos que han hecho de las promesas liberadoras de la modernidad una nueva forma de servidumbre para grandes masas, más sutil y esclavizadora en muchos casos. Oakeshott resultará profundamente incómodo a los liberales que quieren separar al individuo de todo lastre o compromiso que no le facilite su rol exclusivo de agente en un mercado irrestricto; y molestará a quienes, so pretexto de luchar contra éstos, quieren disolver la libertad individual en quiméricos entes colectivos que, so capa de elevarlo a actor de su propia historia, hagan de él mera comparsa en la lucha por la vida y la supervivencia de naciones, clases, identidades grupales, etc., con la vista puesta siempre en una liberación que sólo será individual después de haber sido colectiva. Desglosemos ordenadamente las tesis de Oakeshott. I. desde el escepticismo, contra el racionalismo Oakeshott es un escéptico, y desde esa base gnoseológica debemos entender su filosofía política, su filosofía de la historia y su filosofía de la educación. Ese escepticismo, que tiene su base en el convencimiento de que no hay manera de conocer la verdad, seguramente porque no hay verdad que conocer, tiene traducción en el modo de plantear la educación, la historia y la política. En los tres
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casos se trata de participar (y aprender a participar) en algo estructuralmente idéntico a una conversación. La educación es una conversación entre quienes dominan el lenguaje o idioma propio de una actividad y quienes, en contacto con ellos, quieren aprenderlo. Hay una parte del aprendizaje escolar y académico que es mero adiestramiento imitativo en ciertas técnicas o habilidades instrumentales y hay una formación universitaria que es puro conversar “desinteresado”, mero disfrute de quienes pueden y quieren hacer en sus vidas un paréntesis para dominar hasta el fondo, y explicarse hablándolos, los idiomas en que el mundo estuvo o está constituido. La historia es una conversación entre el presente del historiador, que está marcado por el sistema de referencias y asociaciones que configuran el sentido en que nos entendemos hoy, en que aquí y ahora hablamos de nosotros y nos explicamos a nosotros mismos, y un pasado del que nos quedan sólo objetos y narraciones que únicamente pueden ser entendidos desde aquí traduciendo el idioma de las conversaciones de entonces a nuestro idioma de hoy, en una labor de continua búsqueda de mediaciones que son mediaciones de sentido. Y “la política de nuestra sociedad es una conversación en la que tienen voz el pasado, el presente y el futuro; y aunque uno u otro de ellos puede prevalecer a veces propiamente, ninguno domina de modo permanente, y por esta razón somos libres” (RP: 358). La política es el lenguaje de los arreglos colectivos y en ella nos movemos buscando acomodos que nos permitan ser como queremos en el marco de lo que nuestro contexto total nos permite imaginarnos. Tanto en la política como en la educación o en la historia, el postular como guía una verdad preestablecida sirve a la instrumentalización del individuo, a su manipulación; a su deshumanización, en suma. Conocer no es contemplar ninguna realidad preestablecida a la actividad del conocer. Todo conocimiento es construcción por obra de la imaginación en el seno de una actividad siempre social. Oigamos a Oakeshott: “Algunos autores […] entienden la contemplación como una experiencia en la que el yo se asocia no con un mundo de imágenes únicas aunque transitorias, sino con un mundo de esencias permanentes: contemplar es ‘mirar’ los ‘universales’ de
Vid. especialmente los ensayos contenidos en M. Oakeshott. The Voice of Liberal Learning, Indianapolis, Liberty Found, 1989. Véanse en particular los tres primeros ensayos contenidos en Oakeshott. On history and other essays, Indianapolis, Liberty Fund, 1999. Las obras de Oakeshott que nos sirven de base serán citadas en el texto por sus iniciales y su referencia completa se halla en la lista final de abreviaturas.
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los que las imágenes de sensación, emoción y pensamiento son meras copias. Por lo tanto, para estos autores la contemplación es el disfrute de un acceso especial e inmediato a la ‘realidad’ ” (RP: 467). “Y yo no sé dónde colocar una experiencia liberada por completo de modalidad o un mundo de ‘objetos’ que no sea un mundo de imágenes y no esté gobernado por consideraciones. Además, hacer suprema una experiencia de esta clase parece implicar una creencia en la preeminencia de la investigación y de las categorías de ‘verdad’ y ‘realidad’, una creencia que me gustaría evitar […] Tal como yo la entiendo, la contemplación es actividad y es constructora de imágenes” (RP: 468). Por no haber, no hay (o no nos es cognoscible) ni una naturaleza humana. El ser humano no puede explicarse a sí mismo si no es en los términos de su propia actividad. Somos lo que hacemos, y, como parte de lo que hacemos, nos explicamos a nosotros mismos en el lenguaje que en cada época adopte esa otra de nuestras actividades que es el explicarnos. Ese escepticismo de fondo tiene evidente e inmediata traducción en la manera en que Oakeshott se opone a “la ilusión de que en política hay en alguna parte un puerto seguro, un destino que debe alcanzarse o siquiera una vertiente de progreso detectable” (RP: 74). ¿Estamos, pues, por razón del escepticismo abocados al irracionalismo, tanto en general como en lo que a la política se refiere? No es el caso. Para Oakeshott tiene sentido hablar de racionalidad. Él únicamente se opone al modelo de racionalidad que se ha difundido con el racionalismo moderno, a esa racionalidad prometeica y descontextualizada que permite concebir a cada individuo como una tabula rasa que debe ser rellenada con los contenidos de verdades universales que le permitan realizar en su vida, en lo individual y colectivo, el único bien cierto y la única justicia auténtica.
“En realidad, no se puede ganar mucho con una especulación general acerca de la ‘naturaleza humana’, que no es más estable que cualquier otra cosa que conozcamos. Lo más importante es la consideración de la naturaleza humana corriente, la de nosotros mismos” (RP: 381). “El yo aparece como actividad. No es una ‘cosa’ o una ‘sustancia’ capaz de ser activa; es actividad. Y esta actividad es primordial; no hay nada antecedente a ella […] no es apropiado pensar en este yo como en un cuarto, amueblado o vacío, o en proceso de ser amueblado; propiamente hablando, es sólo hábil o torpe, despierto o lento. Además, en toda ocasión esta actividad es un modo específico de actividad” (RP: 454). “Llamaré ‘imaginación’ a esta actividad: el yo haciendo y reconociendo imágenes, y moviéndose entre ellas de manera apropiada para sus caracteres y con diversos grados de aptitud. Así pues, sentir, percibir, palpar, desear, pensar, creer, contemplar, suponer, conocer, preferir, aprobar, reír, llorar, amar, cantar, cultivar heno […], etc., cada una de estas actividades es, o tiene lugar en, un modo identificable de imaginar y moverse de una manera apropiada entre imágenes de cierta clase […] El yo se constituye en la actividad de hacer imágenes y moverse entre ellas” (RP: 454).
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¿Qué significa, en cambio, racionalidad en el lenguaje teórico de Oakeshott? Actuar racionalmente es instalarse y operar de modo coherente en una práctica o un entramado de prácticas, tal como socialmente rigen en un determinado momento histórico; es hablar correcta y consecuentemente el lenguaje de la respectiva práctica vivida en una época y lugar, tomar parte en esa especie de “conversación” en que consisten los intercambios prácticos entre los distintos sujetos que al respecto comparecen. Si usamos el ejemplo del cocinar, que tanto repite nuestro autor, podemos preguntarnos de qué modo cabe ligar racionalidad y cocina y si hay una cocina racional o el modo racional por excelencia de cocinar. La respuesta es que no hay tal cosa, sino que en cada tiempo y lugar existirán unos modos (instrumentos, ingredientes, procedimientos, hábitos, gustos…) que en su conjunto determinarán lo que se tome por buena cocina; y el buen cocinero será el que domine ese idioma, ya sea para repetirlo en sus propios términos, ya para poner su personal sello en los platos que prepare, pero dentro de ese idioma común que da a sus platos el carácter de un acto conversacional más, en el marco de la conversación general de la cocina. Con cualquier otro ejemplo el esquema sería el mismo: la política, el arte, la religión, el juego, el amor, etc. En los términos de Oakeshott, “la ‘racionalidad’ es el certificado que otorgamos a cualquier conducta que pueda mantener un lugar en el flujo de simpatía, la coherencia de la actividad, que integra un modo de vida” (RP: 130). “Puede decirse que la conducta humana es ‘racional’ cuando exhibe la clase de ‘inteligencia’ apropiada al idioma de la actividad implicada” (RP: 131). En consecuencia, toda racionalidad es, por definición, puramente contextual. No existe la cocina racional fuera o previamente a las prácticas culinarias de aquí o de allá. No hay una acumulación histórica ni nada similar a un avance o suma, sino el continuo retomar de lo existente para darle nueva forma y reacomodo bajo nuevas prácticas, en nuevas conversaciones que van generando, por
“Esta coherencia no es obra de una facultad llamada ‘razón’ o de una facultad llamada ‘simpatía’, no surge de un sentido moral separadamente inspirado ni de una conciencia instrumental” (RP: 130). “Algunos creen que una civilización es un acervo de cosas como libros, pinturas, instrumentos y composiciones musicales, edificios […]. Pero éste es un entendimiento demasiado restringido (en realidad muy primitivo) de esa ‘segunda naturaleza’ […]. El mundo en que nos iniciamos está integrado, más bien, por un acervo de emociones, creencias, imágenes, ideas, maneras de pensar, lenguajes, habilidades, prácticas y maneras de actividad de donde surgen estas ‘cosas’. En consecuencia, se justifica que no lo consideremos como un acervo sino como un capital; es decir, algo que se conoce y disfruta sólo en el uso. Porque nada de esto es fijo y terminado, cada uno de estos elementos es a la vez un logro y una promesa” (RP: 179).
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su propia dinámica aleatoria y al margen de toda teleología inmanente, nuevos idiomas para las conversaciones. Posiblemente ningún término explica mejor que este de “conversación” la concepción que Oakeshott tiene de la acción de los individuos en sociedad y de la transformaciones que en las sociedades gradualmente acontecen: “Sin embargo, desde otro punto de vista, una civilización (y en particular la nuestra) puede considerarse como una conversación realizada entre diversas actividades humanas, cada una de las cuales habla con voz propia o en un lenguaje propio; las actividades representadas (por ejemplo) en la empresa moral y práctica, la fe religiosa, la reflexión filosófica, la contemplación artística y la investigación y explicación histórica o científica. Y llamo conversación a la multiplicidad integrada por estas diferentes maneras de pensar y hablar porque las relaciones entre ellas no son las de la afirmación y negación sino las relaciones conversacionales del reconocimiento y el acomodo” (RP: 180). La vida social es una conversación a muchas bandas y en esa conversación se cruzan tantas voces como actividades diversas. No es que de consuno persigan un determinado fin o un objetivo que las unifique; como en una conversación, no hay ni un modelo único, ni una verdad ni un propósito exclusivo. “Puede suponerse que los diversos idiomas de la expresión que integran la comunicación humana corriente tienen algún lugar de reunión e integran una diversidad de alguna clase. Y, tal como la entiendo, la imagen de este lugar de reunión no es una investigación ni un argumento, sino una conversación” (RP: 447-448). “En una conversación, los participantes no realizan una investigación ni un debate; no hay ninguna ‘verdad’ que descubrir, ninguna proposición que probar, ninguna conclusión que buscar […]. Por supuesto, una conversación puede tener pasajes de argumentación y no se prohíbe que quien habla sea demostrativo; pero el razonamiento no es soberano ni único, y la conversación misma no integra un argumento […] No hay director de orquesta ni árbitro […] Y las voces que hablan en una conversación no integran una jerarquía […] La conversación es imposible en ausencia de una diversidad de voces” (RP: 448). “Como seres humanos civilizados, no somos los herederos de una investigación acerca de nosotros mismos y el mundo, ni de un cuerpo de información acumulada, sino
“Cada voz es el reflejo de una actividad humana, iniciada sin ninguna premonición del lugar adonde conducirá, pero adquiriendo por sí misma, en el curso del desempeño, un carácter específico y una manera de hablar propia […]. Así pues, no hay un número fijo para las voces que participan en esta conversación, pero las más familiares son las de la actividad práctica, la ‘ciencia’ y la ‘poesía’. La filosofía, el impulso para estudiar la calidad y el estilo de cada voz, y para reflexionar sobre la relación entre una voz y otra, debe contarse como una actividad parasítica; surge de la conversación porque el filósofo reflexiona sobre ella, pero no le hace ninguna contribución específica” (RP: 449-450).
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de una conversación, iniciada en los bosques primitivos y extendida y vuelta más articulada en el curso de los siglos […] Es la capacidad para participar en esta conversación, y no la capacidad para razonar convincentemente, para hacer descubrimientos acerca del mundo, o para inventar un mundo mejor, lo que distingue al ser humano del animal y al hombre civilizado del bárbaro” (RP: 449). Somos capaces para participar de múltiples maneras en esa conversación en cuanto que participamos de los hábitos, las reglas en cada momento vigentes y las tradiciones rectoras de una pluralidad enorme de actividades: cocineros, científicos, espectadores, lectores, etc. Tenemos ya que para Oakeshott es engañoso postular la Razón (así, con mayúscula) como guía de cualesquiera de nuestras acciones, desde las prácticas más elementales de la vida cotidiana hasta las más relevantes de la política o las más excelsas del arte. Por ese lado explicaremos a continuación su oposición al racionalismo en sus distintas manifestaciones. Pero si no nos guía la razón, ¿qué nos guía? La respuesta está en las ideas de hábito y tradición, que explicaremos luego. Se explaya Oakeshott contra tres tipos principales de racionalismo: el cientificista, el moral y el político. En este momento de presentación de sus presupuestos epistemológicos viene a cuento ante todo su oposición al primero. Más adelante veremos la crítica a los otros dos. Las razones contra la primacía de la “voz” de la ciencia se contienen en lo que ya hemos dicho hasta aquí. Si la comunicación humana es el equivalente a una conversación entre distintas voces (ciencia, poesía, técnica…), no cabe dar el monopolio de esa comunicación al tipo de discurso (de voz) que es propio de la ciencia: el discurso argumentativo. No vivimos, actuamos y nos comunicamos solamente para investigar lo que hay, aunque investigar lo que hay sea una de nuestras actividades posibles y la voz de la ciencia una de las que participan en la conversación de la humanidad. Al fin y al cabo, la ciencia es uno de tantos lenguajes que en sociedad coexisten y no el puente que una pura e incontaminada capacidad humana de conocer verdades eternas transita hacia el descubrimiento de lo que fuera de la propia actividad existe. Eliminada
“El ‘mundo natural’ del científico es un artefacto no menos que el mundo de la actividad práctica; pero es un artefacto construido sobre un principio diferente y en respuesta a un impulso distinto […] [A]ntes del pensamiento científico no hay problemas científicos […] Todo lo que existe antes de las investigaciones científicas es el impulso de alcanzar un mundo de imágenes intelectualmente satisfactorio” (RP: 463). “[L]a scientia es ella misma el entendimiento mutuo disfrutado por quienes saben cómo participar en la construcción de este mundo de imágenes […] [L]a voz de la ciencia no es esencialmente didáctica; es una voz conversable, pero el lenguaje que habla es un lenguaje más severamente simbólico aún que el de la práctica, y el alcance de su expresión es a la vez más estrecho y más preciso” (RP: 464).
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queda, así, la pretensión de que la ciencia se erija en portavoz exclusivo de la humanidad y el científico en monopolizador de la “conversación” social. Pero las raíces del racionalismo son las raíces mismas de nuestra época. En su génesis tuvieron mucho que ver, allá por el xvii, según Oakeshott, pensadores como Francis Bacon, especialmente, y Descartes. En el siguiente cuadro podemos sintetizar la exposición que Oakeshott hace de los planteamientos de ambos, innovadores en su tiempo y determinantes del destino posterior de nuestra época. Bacon
Descartes
Arte de investigación como técnica recogida en un conjunto de reglas
Conocimiento cierto sólo en una mente vacía: primer paso, purga intelectual
Aplicabilidad puramente mecánica de esas reglas
Técnica de investigación como conjunto de reglas
Aplicabilidad universal de esas reglas, a cualquier materia
Aplicabilidad universal y mecánica de las reglas
Infalibilidad de las reglas
En el conocimiento no hay grados: certeza o ignorancia, sin términos medios
Primera regla: dejar de lado la opinión recibida
Diferencia con Bacon: Descartes cree que este método sólo tiene aplicación exclusiva y plena en la geometría
Separación radical conocimiento-opinión
Este racionalismo moderno que situó a la ciencia como eje de nuestro tiempo y contaminó de sus mismas pretensiones de argumentación demostrativa a la moral y la política, como veremos, se resumiría en los siguientes rasgos: 1. Considera posible y propugna la independencia de la mente y del pensamiento libre frente a toda autoridad que no sea la de la razón. Sus ene-
Cfr. RP: 33 y ss. Cfr. RP: 21 y ss. Para esta concepción, “la mente es un instrumento neutral, un aparato […]; es un máquina que debe nutrirse y mantenerse en buena forma. Sin embargo, es un instrumento independiente y la conducta ‘racional’ surge de su ejercicio […]. La mente puede adquirir conocimiento o causar la actividad corporal, pero es algo que puede existir privado de todo conocimiento y en ausencia de toda actividad; y cuando ha adquirido conocimiento o provocado actividad, sigue siendo independiente de su adquisición o su expresión en la actividad. Es continua y permanente, mientras que su adquisición de conocimientos es fluctuante y a menudo fortuita. Además, se supone que este instrumento mental permanente, aunque existe desde el nacimiento, es capaz de recibir adiestramiento […]. Por último, se
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migos por antonomasia son la autoridad, el prejuicio, la tradición, lo habitual, lo consuetudinario… 2. Estima que toda creencia o hábito es apto para pasar por el examen dirimente de la razón y que la razón puede en todo caso y asunto descubrir la verdad. 3. Abriga una fuerte fe en la existencia de una razón común a toda la humanidad, que es la que proporciona su base a la argumentación racional. 4. Desliga el hallazgo de la verdad de la experiencia común de la humanidad. La verdad se halla evadiéndose de esas experiencias y lazos, abstrayéndose. La verdad es cosa de aparatos, laboratorios y reflexión ensimismada. Puesto que hemos dicho que no se adhiere Oakeshott al irracionalismo moral ni político, debemos insistir en su idea general de racionalidad para, a continuación, captar el modelo de racionalidad moral y política que opone a la vigencia del racionalismo en esos campos. Una de las mejores caracterizaciones que de su noción de racionalidad ofrece se contiene en el siguiente párrafo: “La conducta ‘racional’ consiste en actuar de tal modo que se preserve y posiblemente se incremente el idioma de la actividad a la que pertenece la conducta. Por supuesto, esto es algo diferente de la fe en los principios, las reglas o los propósitos (si se han descubierto algunos) de la actividad; principios, reglas y propósitos son meras abreviaturas de la coherencia de la actividad, y podemos ser fácilmente fieles a ellos al mismo tiempo que perdemos el contacto con la actividad misma” (RP: 123-124). Para empezar, no existiría “la” racionalidad, “lo” racional en sí, descarnado y desvinculado de la actividad. No hay una Razón de la que emanen o que se manifieste en razones sectoriales (de la moral, la política, la poesía, la cocina…). Ni tampoco cada sector de esos en los que las acciones se compartimentan socialmente (moral, política, poesía, cocina…) tiene preestablecida una razón anterior a toda práctica y que sirva de guía y baremo de esa práctica. No hay más que las prácticas mismas, que ciertamente no actúan al margen de guías, reglas y baremos, pero que los generan por sí mismas y los renuevan, manteniéndolos y actualizándolos paulatinamente, en cada nueva acción de esa práctica. Actuar racionalmente, por tanto, es insertarse “coherentemente” en la práctica de que se trate, lo que significa que la acción de ese sujeto racional no desdice de lo que se tiene por las pautas de esa práctica. Es, por seguir con la comparación que tanto agrada al autor que examinamos, saber hablar y hablar correctamente el
supone que la mente será muy exitosa al enfrentarse a la experiencia cuando esté menos prejuiciada con disposiciones o conocimientos a adquiridos: la mente abierta, vacía o libre, la mente sin disposición, es un instrumento que atrae la verdad, repele a la superstición y es la única fuente del juicio ‘racional’ y la conducta ‘racional’ ” (RP: 109-110).
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lenguaje propio de cada práctica, aunque sea para introducir en ella discursos (acciones) innovadores; porque sólo en y desde el lenguaje de una práctica se puede innovar esa práctica. Lo anterior, aplicado, por ejemplo, a la ciencia, significa, según Oakeshott, que su cultivo racional no consiste en seguir las reglas de un método llamado científico, sino en insertarse en “las tradiciones de la investigación científica” (RP: 124). El científico “irracional” “es en realidad el charlatán científico y el excéntrico. Y no se identifica por su alejamiento de la opinión científica corriente, sino por su infidelidad a toda tradición de la investigación científica, por su ignorancia acerca de cómo realizar una investigación científica, una ignorancia que no se manifiesta en los resultados de su actividad sino en el curso de su actividad misma, en las preguntas que plantea y en la clase de respuestas con las que se satisface” (RP: 125). Podríamos decir, pues, que actuar irracionalmente es estar fuera de juego, desconocer el complejo lenguaje de medios, símbolos, palabras y acciones que compone en cada momento cada práctica, participar en esa parte de la conversación “sin ton ni son” o “a tontas y a locas”, sin entender a los otros ni poder ser entendido por ellos, puesto que falta el suelo de una común participación en un sentido aglutinador. El contraste entre el modelo de conducta racional que propugna el racionalismo y el que propone Oakeshott se ilustra en el siguiente cuadro, que recoge comparativamente los caracteres de uno y otro. Conducta racional según el racionalismo
Conducta racional según Oakeshott
“Comportamiento que persigue un fin independientemente premeditado y que se determina sólo por ese fin” (RP: 106).
“No hay en realidad ningún procedimiento para determinar un fin para la actividad antes de la actividad misma”14 (RP: 113).
Se deben seleccionar también adecuadamente los medios para ese fin (RP: 107).
Ningún fin antecede a la actividad15.
Cfr. RP: 106 y ss. “Un cocinero no es un hombre que tiene primero la visión de un pastel y luego trata de hacerlo; es un hombre experto en la cocina, y tanto sus proyectos como sus logros provienen de esa habilidad” (RP: 113). “Ninguna tarea efectiva puede surgir jamás o ser gobernada por un fin independientemente premeditado […] es imposible proyectar siquiera un propósito de actividad antes de la actividad misma” (121).
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Se opone a: a. conducta caprichosa; b. conducta meramente impulsiva; c. conducta no gobernada por regla previa de ningún tipo; d. conducta originada “en la autoridad no examinada de una tradición, una costumbre, un hábito de comportamiento” (RP: 107); e. conducta que persigue un fin “para el que sabe que están ausentes los medios necesarios” (RP: 109).
Origen siempre en una tradición o idioma de la actividad respectiva16. Conducta racional = la que preserva o aumenta “el idioma de la actividad a la que pertenece la conducta” (RP: 123).
“Surge de un proceso de ‘razonamiento’ previo” (RP: 108).
La conducta no puede originarse “a partir del poder de considerar proposiciones abstractas acerca de la conducta” (RP: 112). La conducta antecede a las proposiciones sobre ella17.
Ese razonamiento está gobernado por un poder: la razón, facultad contenida en la mente humana (RP: 109).
Tal mente “es una ficción, no es más que una actividad objetivada18” (RP: 112).
Educación como “adiestramiento mental” (RP: 110).
Aprendizaje de reglas como la parte menos importante de la educación. Educación como adquisición de conocimiento directo de quien sabe19 (RP: 114).
Por ejemplo, un cocinero o un científico podrían ver “que, en la realización de su proyecto particular, sus acciones eran determinadas no sólo por el fin premeditado sino también por lo que podríamos llamar las tradiciones de la actividad a la que pertenecía su proyecto” (RP: 121). “En suma, una acción particular no se inicia nunca en su particularidad, sino siempre en un idioma o una tradición de actividad. Un hombre que no es aún un científico no puede formular siquiera un problema científico” (RP: 121-122). “Toda conducta efectiva, toda actividad específica surge dentro de un idioma de actividad ya existente. Y entiendo por un ‘idioma de actividad’ un conocimiento de cómo comportarse de manera apropiada en las circunstancias” (RP: 122-3). “Y llegamos a penetrar un idioma de actividad sólo practicando la actividad; porque sólo en la práctica de una actividad podemos adquirir el conocimiento de cómo practicarla” (RP: 123). Las proposiciones abstractas sobre la conducta pueden hacerse, pero son “el resultado de la reflexión sobre la conducta, la criatura de un análisis subsecuente de aquélla […]. Hacer cualquier cosa depende de saber cómo hacerla” (RP: 113). Ejemplos: carpintero, científico, pintor, juez, cocinero… (RP: 113). “Tal como la conocemos, la mente es el resultado del conocimiento y la actividad; está integrada enteramente por pensamientos. No se tiene primero una mente, que adquiere un contenido de ideas, luego establece distinciones entre lo verdadero y lo falso, lo correcto y lo incorrecto, lo razonable y lo no razonable, y al fin, como un tercer paso, causa la actividad. Propiamente, la mente no tiene ninguna existencia aparte, o por adelantado, de estas y otras distinciones. Estas y otras distinciones no son adquisiciones; son elementos constitutivos de la mente” (RP: 112). “Trabajar al lado de un científico o un artesano expertos es una oportunidad no sólo de aprender las reglas, sino de adquirir también un conocimiento directo de la forma como ellos realizan la actividad […], y mientras no se adquiera esto, nada de gran valor se habrá aprendido” (RP: 114).
23. Michael Oakeshott: el liberalismo contra los mitos de la modernidad
El gran error del racionalismo habría sido querer reducir prácticamente todo conocimiento a conocimiento técnico, mientras que todos los que más importan, y en lo que más importa de cada uno, no son conocimientos técnicos sino conocimientos prácticos, como Oakeshott los llama. Entre ellos, por supuesto, están el “conocimiento” moral y el político. Resumamos en un nuevo cuadro las diferencias principales que traza entre ambos modos de conocer. Conocimiento técnico
Conocimiento práctico
Susceptible de formulación precisa, generalmente en reglas; o en principios, máximas; en general, en proposiciones que se pueden reflejar en un libro.
No puede formularse en reglas.
Sus reglas se pueden aprender, recordar y poner en práctica.
Sólo existe y se adquiere en su uso.
Posee certeza7.
No es reflexivo. Forma tradicional de hacer las cosas, práctica. Se puede llamar conocimiento tradicional. No posee certeza, no cabe formulación segura. No se enseña ni se aprende: sólo se imparte y se adquiere (“mediante el contacto continuo con alguien que lo está practicando perpetuamente” (RP: 30)
Alcanzado este punto, se hace totalmente necesario detenerse en una de las nociones cruciales de las explicaciones de Oakeshott: la de tradición. Y conviene
Según Oakeshott, la fe, en general, no sólo en lo relativo a la política, del racionalista en la certeza que proporciona la técnica es su gran error: “El conocimiento técnico parece ser la única clase de conocimiento que satisface el criterio de certeza que el racionalista ha escogido” (RP: 31). “Nada, ni siquiera la técnica más cercana a la autonomía (las reglas de un juego), puede impartirse en realidad a una mente vacía; y lo que se imparte se nutre de lo que ya está allí. Un hombre que conozca las reglas de un juego aprenderá rápidamente las reglas de otro juego […]. Y así como el hombre que se hace a sí mismo nunca es literalmente hecho por sí mismo, sino que depende de cierto tipo de sociedad y de una gran herencia no reconocida, el conocimiento técnico nunca es, en efecto, completo por sí mismo, y sólo puede dar la apariencia de serlo si olvidamos las hipótesis con las que empieza. Y si su plenitud es ilusoria, la certeza que se le atribuyó por causa de su plenitud es también una ilusión” (ibíd.: 31-32).
VII. El Estado, la política y las normas
no llamarse a engaño. En nuestros días, al menos hasta no hace mucho (y desde luego en el tiempo en que Oakeshott escribió la mayor parte de su obra), un autor que echase mano tan generosamente de la tradición y que fundase en ella las pautas de toda conducta racional se haría sospechoso de inmediato de propalar la más retrógrada de las ideologías y con las peores intenciones, en las antípodas del progresismo liberador. Hoy los bandos ya no se alinean según estereotipos tan simples. El lugar teórico de la tradición en pensadores anteriores, como Oakeshott, ha sido ocupado por ideas similares, pero con otros nombres, y en autores que han sabido hacerse más gratos al pensamiento “oficial”, quizá por ser menos críticos con los presupuestos más dudosos de éste. Pues de cosas no muy distintas de lo que Oakeshott entiende por tradición hablan Gadamer como base de su idea de “precompresión”, Habermas cuando emplea la expresión (tomada de los fenomenólogos) “mundo de la vida” o los cumunitaristas cuando simplemente se refieren a la “cultura” peculiar y definitoria de una comunidad. Veamos cómo dibuja Oakeshott su noción de tradición, de esa tradición que es el sustrato de toda práctica posible, de toda autocomprensión del individuo que actúa; que es como el lenguaje sin el que ninguna conversación es posible. Después de decir que “una tradición de comportamiento no es una manera fija e inflexible de hacer las cosas; es un flujo de simpatía” (RP: 68), enumera Oakeshott los siguientes caracteres de eso que llama una tradición: – “No está fija ni terminada” – “No tiene un centro inmutable al que pueda anclarse el entendimiento mismo” – “No hay un propósito soberano […] ni una dirección invariable” – No hay “un modelo que pueda copiarse” – No hay “una idea que pueda aprenderse” – No hay “una regla que pueda seguirse” – Ninguna de sus partes es inmutable al cambio, aunque puedan cambiar a distinto ritmo – No cambian todas sus partes al mismo tiempo – “Las modificaciones que experimenta están potencialmente en su interior” – Posee “identidad” y “continuidad” – En ella no cabe diferenciar esencia y accidente. Consecuencia: – “Su conocimiento es inevitablemente un conocimiento de su detalle: conocer sólo su esencia es no conocer nada”
RP: 70.
23. Michael Oakeshott: el liberalismo contra los mitos de la modernidad
Consecuencia de todo ello: – “Lo que debe aprenderse no es una idea abstracta o un conjunto de trucos, ni siquiera un ritual, sino una manera concreta, coherente, de vivir con todas sus complejidades” Visto lo anterior, se puede descartar la sospecha de que Oakeshott esté tomando partido político cuando habla del papel de la tradición como sustrato de toda racionalidad posible. Sus tesis son, por contra, puramente epistemológicas y escasamente alejadas, en esto, de tantas doctrinas de este tiempo que resaltan la inserción contextual de todo conocimiento posible y hasta de toda concepción de lo materialmente verdadero o correcto. Cuando en lo que sigue veamos a Oakeshott definir la racionalidad moral o política por relación al seguimiento coherente de las pautas de una tradición, no deberemos considerarlo cómplice de esta o aquella tradición o defensor el inmovilismo en un estado de cosas determinado; donde dice tradición hay que entender siempre “una” tradición, la que sea que esté vigente, la que opere en la sociedad de que se trate, el lenguaje de fondo en el que transcurre la conversación social entre las diversas prácticas. Y una tradición (como el husserliano y habermasiano mundo de la vida) no es un todo acabado e inmóvil, sino una realidad en perpetuo cambio… paulatino, como ya se ha señalado, hace un momento, al enumerar sus notas. I I . rac i o na l i da d m o ra l y rac i o na l i da d p o l t i c a Oakeshott define la vida moral así: “La vida moral es afecto y comportamiento humanos, determinados no por la naturaleza sino por el arte. Es una conducta que tiene una alternativa”. (RP: 428). Hay dos primeros elementos decisivos en esa caracterización. El primero, el bastante obvio de que toda vida moral presupone la libertad de elegir el curso de nuestras acciones, con lo que nos individualizamos. La segunda, definitoria del enfoque de Oakeshott, que la vida moral constituye “arte”. ¿Qué significa esto? Significa que la vida moral es “el ejercicio de una habilidad adquirida” (RP: 276). más aún: lo que especifica esa habilidad no es, dicho en términos más de hoy, una racionalidad instrumental, la aptitud para disponer los medios más eficaces para la consecución del fin que se pretende. No, la habilidad en que la vida moral consistiría es una habilidad para hacer lo que se tiene por bueno, lo debido, lo “aprobado”: “aquí la habilidad no
“La libertad sin la cual es imposible la conducta moral es libertad de una necesidad natural que obligue a todos los hombres a actuar del mismo modo” (RP: 428).
VII. El Estado, la política y las normas
es la de saber cómo obtener lo que queremos con el menos gasto de energía, sino la de saber comportarnos como debemos hacerlo; no es la habilidad de desear, sino la de aprobar y hacer lo que es aprobado” (RP: 276). Dos precisiones se hacen necesarias para aclarar lo anterior: a qué se contrapone hacer lo debido y de dónde nacen los contenidos de lo debido. En cuanto a lo primero, Oakeshott contrapone, como se aprecia ya en el párrafo que se acaba de citar, la habilidad en que la vida moral consiste (la de hacer lo debido) a la “habilidad de desear”. Veamos qué lugar ocupa en su teoría el concepto de “deseo”. La actividad práctica, según Oakeshott, está guiada, como toda actividad, por imágenes. Las imágenes que de modo más inmediato nos dirigen en nuestra actividad práctica “son imágenes de placer y dolor” (RP: 455), que nos generan reacciones de deseo y aversión y mueven así nuestra voluntad. Oigamos la palabra, con tintes poéticos, de Oakeshott: “Por supuesto, el deseo no es la causa de actividad en un yo hasta ahora inactivo; no ‘tenemos un deseo’ primero, que nos mueve de una condición de reposo a una de movimiento: desear es sólo ser activo de un modo particular, alargando la mano para cortar una flor, o buscando una moneda en el bolsillo. Tampoco tenemos primero un deseo y luego nos ponemos a buscar los medios para satisfacerlo: nuestros deseos se conocen sólo en la actividad de desear, y desear es buscar una satisfacción. No hay duda de que la mayor parte del tiempo actuamos como autómatas, imaginando no por la realización de elecciones específicas sino por el hábito; pero en la actividad práctica estos hábitos son hábitos de deseo y aversión” (RP: 455-456). Y continúa: “Así pues, en la actividad práctica cada imagen es el reflejo de un yo que desea ocupado en la construcción de su mundo y en su continua reconstrucción de tal manera que se obtenga placer. El mundo consiste aquí en lo que es bueno para comer y lo que es venenoso, lo que es amistoso y lo que es hostil, lo que se presta para el control y lo que se resiste a él. Y cada imagen se reconoce como algo que se puede usar o explotar” (RP: 457). Esa vida práctica guiada por el desear es una imagen de soledad de cada yo, que ve en los otros yoes un obstáculo a su satisfacción. Es el mundo del yo egoísta que no quiere reconocer el derecho igual de los otros y que, todo lo más, pacta con ellos si no puede esclavizarlos. Pero en esas alianzas no hay más que estrategia egoísta y al servicio de hacer posible así la realización del
“Cada yo habita un mundo propio, un mundo de imágenes relacionadas con sus propios deseos; la soledad, la consecuencia de su incapacidad para reconocer en esta actividad otros yoes como tales, es intrínseca, no accidental. Las relaciones entre tales yoes son una inevitable bellum omnium contra omnes” (RP: 457).
23. Michael Oakeshott: el liberalismo contra los mitos de la modernidad
propio deseo, no hay reconocimiento de la subjetividad del otro, no se ha roto el aislamiento del yo deseante para reconocer que el deseo del otro puede ser también su derecho, como el nuestro. Pero la actividad práctica no está guiada sólo por imágenes de deseo, también por imágenes de aprobación y desaprobación. “No es sólo el mundo sub specie voluntatis; es también el mundo sub specie moris” (RP: 458). A la vida moral hemos pasado cuando en nuestra actividad práctica hemos adquirido la habilidad de regirnos por el reconocimiento igual del otro y de saber comportarnos desinteresadamente en relación con ellos. Mutuamente valoramos nuestros actos aprobándolos y rechazándolos de conformidad con una habilidad práctica adquirida y que incorporamos a nuestra conducta como hábitos. Las mores de nuestra comunidad nos empapan y actuamos moralmente cuando de consuno con los que nos rodean nos regimos por ellas, cuando hablamos juntos ese lenguaje moral, que es el lenguaje compartido. Ya tenemos el campo en el que juega la moral, el de la relación entre yoes que se reconocen sobre la base de compartir unas reglas que unifican su juicio sobre lo loable y lo reprobable, por encima de las determinaciones del desear. Y hemos visto que la conducta moral es “arte” porque actuar moralmente es acreditar destreza en el manejo de esas pautas sociales de aprobación y reprobación, igual que el buen cocinero es el que se muestra diestro en el manejo de lo instrumentos, ingredientes y sabores socialmente determinados como partes de la buena cocina. Insiste mucho Oakeshott en que las reglas que gobiernan la práctica moral de aprobación/reprobación no anteceden a esa práctica, sino que nacen en ella y con ella. Como en el caso de la cocina, no hay reglas del buen cocinar antes de que las personas se hubieran puesto a cocinar, y la evolución en lo que se considere buena cocina no es el resultado de una reflexión sobre las reglas del mejor cocinar, sino de los cambios que se van introduciendo en y durante la
“La alianza descansa en una mera admisión de facto de la subjetividad de los yoes involucrados […] Los yoes que desean no contraen ninguna obligación, no reconocen ningún derecho; admiten la subjetividad de otros yoes sólo a fin de usarlos para sus propios fines. Por lo tanto, es un reconocimiento interesado de la subjetividad; la bellum omnium contra omnes realizada por otros medios” (RP: 458). “El yo que simplemente desea no puede ir más allá de un reconocimiento interesado de otros yoes; por otra parte, en el mundo sub specie moris hay un reconocimiento genuino y no calificado de otros yoes. Se reconoce a todos los otros yoes como fines y no sólo como medios para nuestros propios fines” (RP: 459). “En otras palabras, los yoes en actividad moral son miembros iguales de una comunidad de yoes, y la aprobación y desaprobación son actividades que les pertenecen como miembros de esa comunidad. La habilidad moral en la actividad práctica, el ars bene beatique vivendi, consiste en saber cómo comportarse en relación con los yoes desinteresadamente reconocidos como tales”.
VII. El Estado, la política y las normas
práctica misma del cocinar. Las reglas que gobiernan en cada momento la aprobación/reprobación en que la conducta moral consiste son “meras abreviaturas, definiciones abstractas de la coherencia que muestran las propias aprobaciones y reprobaciones” (RP: 126). Como los recetarios y libros de cocina, que nacen de la experiencia de cocinar y a modo de síntesis expositiva de la práctica tenida por buen cocinar. Por consiguiente, el “juicio moral” no es una operación que anteceda a nuestra actividad moral de aprobar/reprobar; es el resultado de esa práctica. La base de nuestra conducta moral no es una reflexión abstracta e incontaminada de realidad, cuyo resultado trasladamos luego a nuestra conducta en forma de cumplimiento de un mandato racional de nuestra conciencia moral, nuestra razón o algo por el estilo. Ya sabemos que para Oakeshott ese es el viejo y engañoso esquema racionalista. La base de nuestra conducta moral es siempre un “modelo”, no superpuesto sino constitutivo, y que puede llamarse costumbres, leyes, tradición…”. Y de nuevo aparece la tradición, con el sentido que antes vimos, como base de la racionalidad moral, pues la racionalidad moral no es más que la fidelidad a la tradición de actividad moral: “[…] si la ‘racionalidad’ ha de atribuirse propiamente a la conducta debe ser una cualidad de la conducta misma. De acuerdo con este principio, la conducta humana práctica puede considerarse ‘racional’ respecto de su fidelidad a un conocimiento acerca de cómo comportarse bien, respecto de su fidelidad a su tradición de actividad moral. Ninguna acción es por sí misma ‘racional’, o es ‘racional’ debido a algo que ha ocurrido antes; lo que la vuelve ‘racional’ es su lugar en un flujo de simpatía, una corriente de actividad moral” (RP: 130). Ahora estamos en condiciones de comprender la concepción de la moral que Oakeshott opone a la moral racionalista. Podemos explicarlo con dos cuadros comparativos, aprovechando dos contraposiciones distintas que el propio Oakeshott plantea. En alguna ocasión opone a la moralidad racionalista la “moralidad de hábitos” que él defiende. Sus notas diferenciadoras podemos resumirlas así.
“No decidimos primero que cierto comportamiento es correcto o deseable y luego expresamos nuestra aprobación de él en una institución; en este punto, nuestro conocimiento de cómo comportarnos bien es la institución” (RP: 127). RP: 127. Cfr. RP: 52-53.
23. Michael Oakeshott: el liberalismo contra los mitos de la modernidad
Moralidad racionalista
Moralidad de hábitos
“Búsqueda consciente de ideales morales”
Clave: hábito: “el seguimiento inconsciente de una tradición de comportamiento moral”
Los principios forman una doctrina coherente
Ideales morales como “sedimento”
Educación moral = enseñanza del precepto, “presentación y explicación de principios morales”
Importancia de los ideales morales “sólo mientras estén suspendidos en una tradición religiosa o social, mientras pertenezcan a una vida religiosa o social”
Más una ideología que una educación en el comportamiento Moralidad como técnica que se adquiere por adiestramiento
Después de definir, ya lo hemos visto, la vida moral como “afecto y comportamiento humanos, determinados […] por el arte”, compara dicha vida moral como hábito de afecto y comportamiento, con la visión propia del racionalismo moral moderno, la de la vida moral como aplicación reflexiva de un criterio moral. Podemos contemplar así tal comparación: V. Moral como hábito de afecto y comportamiento
V. Moral como aplicación reflexiva de un criterio moral
Conducta moral como actuación no reflexiva, siguiendo hábito de comportamiento
Dos partes: “búsqueda consciente de ideales morales” y “observación reflexiva de reglas morales” (RP: 433)
“Seguimiento irreflexivo de la tradición de una conducta en la que hemos sido educados” (RP: 429)
Especial valor atribuido a la conciencia individual y social
Forma de vida moral siempre que hay urgencias de acción sin tiempo para reflexión
Más importante tener el ideal moral correcto que actuar. Continuo sometimiento del comportamiento a análisis y crítica correctivos
Educación = vida con personas que se comportan habitualmente así (no es lo mismo que aprendizaje de reglas)
Educación como adiestramiento intelectual para detección de ideales u como capacitación para su administración
VII. El Estado, la política y las normas
Su educación “no confiere la capacidad para explicar nuestras acciones en términos abstractos” (RP: 431)
Defecto crucial: “su negación del carácter poético de toda actividad humana”30 (RP: 439)
Ejercicio vinculado a autoestima
Rigorismo y desencanto31 como consecuencia
Gran estabilidad de la vida moral: cambios parciales sin ruptura (= lengua)
Inelasticidad e impermeabilidad al cambio y salida en revolución, no adaptación
No pretende Oakeshott eliminar toda reflexión de la vida moral, sino sólo reconducir la reflexión a su papel subordinado y reconocer que la dimensión principal de la vida moral está en su carácter de hábito práctico guiado por una tradición. Hasta aquí los términos con los que Oakeshott quiere dar la descripción más certera de en qué consiste la vida moral. Ahora cabe interrogarse sobre las simpatías morales de Oakeshott, sobre sus tomas de partido entre concepciones morales rivales. Y al ver esto habrá que explicar con cierta calma lo que, después de lo anterior, puede parecernos profundamente paradójico: el radical individualismo moral de Oakeshott. Diferencia Oakeshott lo que llama tres “idiomas morales”: el de la “moralidad de los lazos comunales”, el de la “moralidad de la individualidad” y el de la “moralidad del bien común”. Veámoslos descritos en los términos mismos de nuestro autor. “En la moralidad de los lazos comunales se reconoce a los seres humanos sólo como miembros de una comunidad, y toda actividad se entiende como actividad
“Nada existe antes del poema mismo, excepto quizá la pasión poética. Y lo que es cierto de la poesía lo es también, según creo, de toda actividad moral humana. Los ideales morales no son, en primer lugar, los productos del pensamiento reflexivo, las expresiones verbales de ideas no realizadas que luego se traducen (con variados grados de fidelidad) al comportamiento humano: son los productos del comportamiento humano, de la actividad práctica humana, a los que el pensamiento reflexivo dota de una expresión subsecuente, parcial y abstracta, en palabras” (RP: 440). “En nuestra avidez por alcanzar la justicia llegamos a olvidar la caridad, y una pasión por la pureza moral ha vuelto a muchos hombres duros y despiadados. En efecto, no hay ningún ideal cuya búsqueda no conduzca a la desilusión; el desencanto espera finalmente a todos los que toman este camino” (RP: 437). “Ésta es una forma de vida moral que es peligrosa en un individuo y desastrosa en una sociedad […]; para una sociedad es mera locura” (RP: 437). “Por supuesto, esta visión del asunto no priva a los ideales morales de su poder como críticos de los hábitos humanos, no denigra la actividad del pensamiento reflexivo al dar esta expresión verbal a los principios del comportamiento; no hay ninguna duda acerca de que una moralidad en la que la reflexión no desempeña ningún papel es defectuosa. Pero sugiere que una moralidad de la búsqueda de ideales morales, o una moralidad en la que tal búsqueda sea dominante, no es lo que parece ser a primera vista, no es algo que pueda pararse sobre sus propios pies” (RP: 440).
23. Michael Oakeshott: el liberalismo contra los mitos de la modernidad
comunal. Aquí no se conocen individuos separados […]. Y la buena conducta se entiende como la participación apropiada en las actividades invariables de una comunidad. Es como si todas las elecciones se hubiesen hecho ya, y lo que debe hacerse no aparece en reglas de conducta generales sino en un ritual detallado del que es tan difícil la divergencia que no parece haber ninguna alternativa visible. Lo que debe hacerse es indistinguible de lo que se hace; el arte aparece como la naturaleza” (RP: 277). Obviamente, no es este el idioma moral con el que simpatiza Oakeshott, para quien, como sabemos, la vida moral es arte, no naturaleza. “En la moralidad de la individualidad se reconoce a los seres humanos (porque han llegado a reconocerse a sí mismos en este carácter) como individuos separados y soberanos, asociados entre sí, no en la persecución de una sola empresa común, sino en una empresa de dar y recibir, en la que se acomodan entre sí lo mejor que pueden: es la moralidad del yo y los otros yoes. Aquí la elección individual es preeminente y gran parte de la felicidad se relaciona con su ejercicio. Se reconoce que la conducta moral consiste en relaciones determinadas entre estos individuos, y la conducta aprobada es la que refleje la individualidad independiente, entendida como algo característico de los seres humanos. La moralidad es el arte del acomodo mutuo” (RP: 277). En tercer lugar, en la moralidad del bien común “se reconoce a los seres humanos como centros de actividad independientes, pero la aprobación se asigna a una conducta en la que esta individualidad se suprime siempre que entra en conflicto no con la individualidad de otros, sino con los intereses de una ‘sociedad’, entendida como el conjunto de tales seres humanos. Todos están comprometidos en una sola empresa común […]. A la condición única aprobada de las circunstancias humanas se le llama el ‘bien común’, el ‘bien de todos’, y la moralidad es el arte en el que esta condición se obtiene y mantiene” (RP: 278). De los tres tipos, Oakeshott toma partido por la moralidad de la individualidad. Creo que la aparente tensión, en el seno de su doctrina, entre su individualismo y su insistencia en el papel de la tradición puede explicarse del siguiente modo. Su énfasis en la tradición es por razones epistemológicas: no cree en la “razón” de los racionalistas como capaz de descubrir las primeras y definitivas verdades morales (escepticismo). Políticamente es individualista (y por eso liberal), en cuanto al modelo de ser humano con el que simpatiza (y que es el que ha llegado a afirmarse en nuestra tradición). Lo que ocurre es que cree que ese individuo sólo puede elegir dentro de su tradición, y cuando se le dice a ese sujeto que hay una verdad moral descontextualizada, se le está persuadiendo desde un determinado credo político que lo instrumentaliza y lo
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hace un simple peón (ya no individuo autónomo) de una empresa colectiva. Es, por tanto, un individualista escéptico y poseído por una gran desconfianza frente a todas las empresas políticas de nuestro tiempo que han querido presentarse como redentoras de colectivos o realizadoras de cualquier forma de justicia que trascienda de los derechos de cada individuo. Oakeshott sigue el rastro al nacimiento histórico del individualismo moderno, pero se apura a señalar que con él nace también el supremo riesgo de negación del individuo, cual es la apoteosis del “hombre masa”, otro fenómeno de esta época. La moderna concepción del individuo nace en los siglos xiv-xv, que es cuando aparece “un nuevo idioma del carácter humano” (RP: 339). “Lo que empezó a surgir entonces fueron condiciones tan favorables para un alto grado de la individualidad humana, y para que los seres humanos disfrutaran la experiencia de la ‘autodeterminación’ en la conducta y la creencia […] que superan todas las ocasiones anteriores de esta clase. En ninguna otra parte el surgimiento de individuos (es decir, personas habituadas a hacer elecciones por sí mismas) ha modificado las relaciones humanas tan profundamente” (RP: 338). En la situación anterior, que tuvo su apogeo en el siglo xiii, “El anonimato prevalecía la mayor parte de las veces; raramente se observaba el carácter humano individual porque no estaba allí para ser observado. Lo que diferenciaba a un hombre de otro era insignificante cuando se comparaba con lo que se disfrutaba en común como miembros de un grupo de alguna clase” (RP: 338). Después de decantarse así el individuo, apareció, en el siglo xvi, el individualismo moral, con lo que cambia la jerarquía y el énfasis en las cuestiones determinantes. Ahora la pregunta decisiva es la de por qué han de convivir y hacerse concesiones esos individuos que tienen en su capacidad de libre elección el supremo bien. Y el siguiente paso en esa secuencia es la aparición de la moderna política individualista, marcada por el paso de la idea de comunidad a la de libre asociación: “Lo que había sido una ‘comunidad’ llegó a reconocerse como una ‘asociación’ de individuos: ésta era la contrapartida, en la filosofía política, del individualismo que se había establecido en la teoría ética. Y se entendía que la función del gobierno era el mantenimiento de arreglos favorables para los
“Casi todas las obras modernas acerca de la conducta moral parten de la hipótesis de un ser humano individual que escoge y sigue sus propias direcciones de actividad. Lo que parecía requerir una explicación no era la existencia de tales individuos, sino cómo podían llegar a tener deberes hacia otros de su clase y cuál era la naturaleza de tales deberes” (RP: 341). Hobbes fue “el primer moralista del mundo moderno que explicó francamente la experiencia corriente de la individualidad” (ibíd.).
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intereses de la individualidad, es decir, arreglos que emancipaban al súbdito de las ‘cadenas’ […] de las lealtades comunales” (RP: 342-343). Ese apogeo moderno del individuo reviste una doble faz para cada sujeto individual, pues al tiempo que lo convierte en supremo dueño de su vida y sus elecciones, lo carga también con la responsabilidad de sus actos y con el temor a las consecuencias de su decidir. La promesa que esta sociedad a cada uno nos hace de realizarnos en la búsqueda de nuestro propio camino y en el esfuerzo por lograr nuestro proyecto personal nos pone, al tiempo, frente al temor al fracaso, a no poder dar la talla en esta nuestra lucha particular por la vida independiente. Esos temores, así despertados en ese contexto de tal alta exigencia para el individuo y de tan ardua lucha por la autoestima, son los que han hecho nacer en la modernidad otro de los fenómenos que más la caracteriza, el “hombre masa”, el “individuo manqué”, el “antiindividuo”. Oakeshott dibuja los grandes rasgos de su retrato así: disueltas las antiguas certezas, la necesidad de que cada uno elija por sí mismo se les presenta a muchos como una carga insoportable, pues no son capaces de transformar su identidad personal en una individualidad. Ese sujeto, así angustiado, busca un protector y lo encuentra en gobiernos como los del despotismo ilustrado; desea líderes más que gobernantes; su moralidad no es de libertad y autodeterminación,
“Pero al estudiar los caracteres de aquellos que fueron llevados a unirse o a los que se mantuvo unidos en un Estado europeo moderno, hay algo que señalar además de esta tácita aceptación de una lectura de la condición humana según la cual la raza de los hombres tiene que cargar con una ‘libertad’ no buscada de la que no puede escapar y para cuyo ejercicio está, en muchos aspectos, mal equipada; a saber: el reconocimiento de esa condición como un emblema de la dignidad humana y una condición que cada individuo ha de explorar, cultivar, explotar y disfrutar como una oportunidad, más que sufrirla como una carga” (eem: 91). “El yo es aquí una personalidad concreta, el resultado de una educación, cuyos recursos se obtienen en un proceso de autocomprension; y el comportamiento se concibe como la aventura en que ese yo cultivado despliega sus recursos, se desvela y realiza a sí mismo en respuesta a sus situaciones contingentes, adquiere y confirma su autonomía” (eem: 92). “Las ‘masas’, tal como aparecen en la historia europea moderna, no están integradas por individuos; están compuestas por ‘antiindividuos’ unidos en una repulsión de la individualidad” (RP: 344). Cfr. RP: 343 y ss. “Las antiguas certezas de creencia, conocimiento, ocupación y estatuto se estaban disolviendo no sólo para aquellos que confiaban en su capacidad para vivir en un mundo compuesto de individuos autónomos (o que tenían algún grado de determinación para hacerlo), sino también para aquellos que, debido a las circunstancias o a su temperamento, no tenían semejante confianza o determinación. La contrapartida del empresario agrícola, el mercader aventurero y el artesano seguro de su habilidad fue el obrero desplazado; la contrapartida del hombre dueño de su destino y del libertin spirituel fue el creyente desahuciado. El calor familiar de las relaciones comunales se estaba disipando para todos por igual, y una emancipación que entusiasmaba a alguno deprimía y desazonaba a otros” (eem: 136-137). “Requería ‘líderes’; en realidad, el concepto moderno de ‘liderazgo’ es un efecto concomitante del ‘antiindividuo’, y sin él sería ininteligible. Una asociación de individuos requiere un gobernante, pero no tiene lugar para un ‘líder’. El ‘antiindividuo’ necesita que le digan qué pensar” (RP: 346). “Así
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sino de “igualdad y solidaridad”. Dicha moralidad tiene su núcleo en la idea de bien común público, y sustituye el amor a los otros por el amor a la “comunidad”. Ese mismo sujeto, ese hombre masa, está en contra de los derechos individuales y los demanda de otra clase. En consecuencia, la política que para él se hace no es la política como arte de gobernar, sino como arte de “conducir”. Su “incapacidad para llevar una vida individual” fuerza “su anhelo de encontrar refugio en una comunidad” (eem: 137). Ese “su resentimiento hacia la superioridad moral de la individualidad” (eem: 140) lo convierte en “alguien dispuesto sólo a admitir en los demás una réplica de sí mismo y alguien unido con sus iguales por la repulsa hacia lo distinto” (eem: 141). El hombre masa es, pues, fácilmente manipulable por dirigentes que asuman el papel de padres, protectores y guías. Gran parte de la beligerancia teórica que vemos en los escritos de Oakeshott puede ser entendida como su lucha contra el predominio contemporáneo del hombre masa y en pro de una política que, al renunciar a objetivos y mitos suprapersonales, sirva al individuo y sus reales y actuales posibilidades de elegir y ser libre. Y hasta se permite mantener un tono de optimismo en lo que se refiere al resultado posible de esa lucha, moderna por antonomasia, entre el individuo y el antiindividuo: “El ataque del ‘hombre masa’ ha sacudido pero no ha destruido el prestigio moral de la individualidad; incluso el ‘antiindividuo’, cuya salvación reside en el escape, ha sido incapaz de liberarse de la individualidad. El deseo de las ‘masas’ de disfrutar los productos de la individualidad ha modificado su impulso destructivo. Y la antipatía del ‘hombre masa’ hacia la ‘felicidad’ de la ‘autodeterminación’ se disuelve fácilmente en una piedad de sí mismo. En todos los puntos importantes, el individuo aparece todavía como la sustancia, y el ‘antiindividuo’ sólo como la sombra” (RP: 354).
pues, al ‘gobierno’ se le encomendó el papel de arquitecto y custodio, no del ‘orden público’ en una ‘asociación’ de individuos que se ocupan de sus propias actividades, sino del ‘bien público’ de una ‘comunidad’. Se reconoció que el gobernante no era el árbitro de las colisiones de individuos, sino el líder moral y el director gerente de la ‘comunidad’ (RP: 349). Ese hombre masa “buscaba un patrón más que un gobernante, un señor que pudiera tomar por él las decisiones que era incapaz de tomar por sí mismo más que una ley que lo protegiera en la aventura de decidir” (eem: 138). “Todos deben ser iguales y anónimas unidades de una ‘comunidad’ ” (RP: 347). “[…] es decir, buscar los ajustes más practicables para dirimir los conflictos entre ‘individuos’ ” (RP: 352). Así, como veremos, concibe Oakeshott la auténtica política. Ese camino del consuelo en la uniformidad “ha sido hollado no sólo por auténticos exploradores intelectuales, sino también por grandes partidas organizadas de personas desamparadas y perplejas conducidas por semihombres generalmente carentes de respeto hacia sus seguidores” (eem: 190). Queda bien clara la consideración que le merecen individuos de la calaña de Hitler o Stalin. Escribía Oakeshott en 1975: “El éxito total ha esquivado siempre a quienes han hecho suya esta forma de entender el Estado como universitas; el libertin ha sido siempre irreprimible en la Europa moderna y
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III. s o b r e la p o l t i c a Las definiciones de política que da Oakeshott suenan ciertamente peculiares. Así, dice que entiende “que la política es la actividad de atender los arreglos generales de un conjunto de personas que se han reunido por el azar o la elección” (RP: 55). O que “la política es la actividad de atender los arreglos generales de un conjunto de personas que, por lo que respecta a su común reconocimiento de una manera de atender sus arreglos, forman una comunidad única” (RP: 65). Aparecen, por de pronto, dos ideas de gran alcance, y ambas con la potencia desmitificadora que es tan característica de Oakeshott. Por un lado, dicho queda que lo que constituye a un grupo en comunidad política es la coincidencia en un reconocimiento de ciertas maneras de actuar o proceder, no cualquier elemento identitario más “profundo” o previo a ese reconocimiento constitutivo de la conjunción de los que reconocen. Por otro, la insistencia en que la actividad política consiste en “atender los arreglos generales” de ese conjunto que así se ha formado como comunidad. Atender los arreglos es componer y recomponer las relaciones, limar los conflictos, mantener las pautas comunes, realizar los ajustes, velar por los acomodos, suavizar las tensiones… Una actividad eminentemente práctica, que exige un tipo de destreza basada en un buen aprendizaje de los mejores modelos y que consiste en el más hábil uso de los instrumentos que proporcione la respectiva tradición, esa tradición que en cada tiempo y lugar es como el idioma en que la práctica se expresa. Nada más lejos, pues, de cualquier concepción de la política como persecución de ideales trascendentes, redención de personas o pueblos, aplicación de verdades de razón, etc. Ya sabemos que su oposición al racionalismo le conduce a rechazar una presentación muy común de la actividad política y su racionalidad. Según esa tópica visión de la política, el proceso comienza en unos individuos que reflexionan sobre lo justo y lo injusto y que llegan, así, a la idea de lo que es socialmente debido para obtener ese estado de justicia que se tiene por racio-
los restos de la condición civil han acabado siempre resucitando para derrotar a aquéllos. Sólo cuando ha alcanzado las proporciones de la Ginebra del siblo xvi, de la Alemania nacionalsocialista y de la Rusia contemporánea, puede decirse de un Estado que es una empresa cuyo ‘fin’ es el logro y mantenimiento de una homogeneidad religiosa y cultural; y en todos esos casos éste no es sino un elemento dentro de una empresa corporativa más amplia” (eem: 149). Continúa así: “En este sentido, las familias, los clubes y las sociedades intelectuales tienen su ‘política’. Pero las comunidades en las que es preeminente esta actividad son los grupos hereditarios cooperativos, muchos de ellos de antiguo linaje, todos ellos conscientes de un pasado, un presente y un futuro, a los que llamamos estados” (RP: 55).
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nalmente preferible. El segundo paso consistiría en poner los medios y organizar la actividad para el logro colectivo de tal estado de cosas justo. Por tanto, la política, en su diseño ideal, comenzaría en la reflexión de una razón capaz, libre y descontextualizada, y los elementos de la realidad práctica circundante deberán ser tomados en cuenta sólo a partir del segundo paso, el de la puesta en práctica de los resultados de aquella reflexión. Pues bien, ya conocemos que para Oakeshott es quimérico y engañoso postular tales apriorísticas verdades y tal razón capaz de alcanzarlas. Lo único que hay son comunidades dotadas, cada una, de sus tradiciones respecto al modo de componer las interrelaciones de sus miembros. Sin ese sustrato de tradiciones no hay política posible, porque no hay manera de entenderse, de ponerse de acuerdo sobre lo que conviene a la organización de todos. La comparación más pertinente y aclaratoria es nuevamente la del lenguaje. Según Oakeshott, “La política de una comunidad no es menos individual (ni más) que su lenguaje, y ambos se aprenden y practican del mismo modo” (RP: 71). Pensamos y hablamos en el lenguaje de nuestra comunidad, no es que traduzcamos a él ideas que en toda su pureza racional se nos manifiesten antes de cualquier lenguaje. Y hasta los cambios que en el lenguaje acontezcan o queramos proponer hemos de hacerlos mediante la práctica de ese mismo lenguaje. De ahí que sirva para la política también la imagen que Oakeshott repite para todas las actividades prácticas, la de la conversación. “La política de nuestra sociedad –nos dice– es una conversación en la que tienen voz el pasado, el presente y el futuro; y aunque uno u otro de ellos puede prevalecer a veces propiamente, ninguno domina de modo permanente, y por esta razón somos libres” (RP: 358). Otra vez conviene insistir aquí en que esa invocación del papel de la tradición en cuanto sustrato de sentido y de identidad de toda practica social posible, no debe entenderse como apología del inmovilismo. Sí, seguramente, como base de la profunda desconfianza de Oakeshott ante cualquier propuesta de cambio político radical y revolucionario. La evolución política se da con pie en las “insinuaciones” o sugerencias que se contienen en la práctica de una tradición. En esa práctica, nuevas situaciones y coyunturas dan lugar a desajustes parciales que “sugieren” arreglos de nueva forma, innovaciones, cambios. La forma que adopta la actividad política es “la enmienda de los arreglos existentes mediante la exploración y el seguimiento
“Suponer un grupo de personas sin tradiciones reconocidas de comportamiento, o que disfrute de arreglos que no sugieran ninguna dirección del cambio y no requieran ninguna atención, es suponer a un pueblo incapaz de política” (RP: 66).
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de lo que se insinúe en ellos. Los arreglos que constituyen una sociedad capaz de actividad política, ya sean costumbres o instituciones o leyes o decisiones diplomáticas, son a la vez coherentes e incoherentes; integran un modelo y al mismo tiempo sugieren una simpatía por lo que todavía no aparece plenamente. La actividad política es la exploración de esa simpatía” (RP: 66). Es desde la propia práctica, en el seno de la propia práctica, donde, en su particular dinámica, aparecen, a la luz de las cambiantes circunstancias, nuevas formas de valorar las situaciones, nuevas inclinaciones a ver las cosas de otro modo y a realizarlas de manera distinta. Nunca pasa una idea de la cabeza de un político especialmente ilustrado al programa de su actividad y a su práctica de gobierno. Sólo cuando en la práctica madura una nueva “insinuación” pasa ésta a trasmutarse en idea y programa y encuentra reflejo en su realización ulterior. Sin ese humus del arraigo en una práctica previa ninguna idea nace; tampoco una idea política. Un ejemplo que Oakeshott pone a este propósito es el de la mejora del tratamiento legal de las mujeres, que no aconteció cuando, misteriosamente, alguien descubrió lo que para ellas demandaba la justicia verdadera, sino cuando la propia dinámica práctica fue dejando sitio y valor positivo a esa idea. Cuando “técnicamente” se les concedieron derechos “ya habían recibido tal concesión en todos los demás sentidos, o en los más importantes” (RP: 66). Otro buen ejemplo es el de la aparición de la moderna idea de sujeto, como individuo libre y autónomo. Según Oakeshott, “sería un error suponer que esa actitud surgió por primera vez en la Edad Moderna. Como cualquier otro rasgo del carácter europeo moderno, este sentimiento de individualidad apareció como una modificación de las condiciones de la vida y el pensamiento medievales. No se generó a través de exigencias y reivindicaciones en nombre de la individualidad, sino a través de la disolución gradual e intermitente, iniciada quizás en el siglo xii, de la propiedad señorial cerrada sobre sí misma, en la que las decisiones, actuaciones y responsabilidades quedaban circunscritas en una rutina prudencial aceptada; disolución también de las relaciones familiares entendidas en términos de status y raramente separadas de la analogía de parentesco; y disolución, por último, de la poderosa ortodoxia moral y religiosa que había venido dominando el mundo cristiano latino desde el final del periodo de
Sigue así: “Los argumentos derivados del derecho natural abstracto, de la ‘justicia’ o de algún concepto general de la personalidad femenina deben considerarse inaplicables o infortunadas formas disfrazadas de un argumento válido; a saber: que había una incoherencia en los arreglos de la sociedad que presionaba convincentemente en favor del remedio”. Y acto seguido concluye, en términos generales, “En la política, entonces, toda empresa es una empresa de consecuencias, el seguimiento de una sugerencia, no de un sueño o de un principio general” (RP: 66).
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‘conversión’. La mencionada actitud se manifestaba en los hijos menores que se abrían camino en un mundo que tenía poco sitio para ellos, en los aventureros libres que dejaban la tierra para dedicarse al comercio, en los habitantes de las ciudades que se habían emancipado de los lazos comunales del campo, en los estudiantes vagabundos; se manifestaba en las audacias especulativas de Abelardo, en las atrevidas herejías, en las vidas de muchachos y hombres intrépidos que dejaban su hogar para buscar fortuna, deseoso cada uno de vivir una vida digna de ‘un hombre como yo’, y en las relaciones entre hombres y mujeres” (eem: 94-95). Así las cosas, restan dos matices importantes. El primero, que la evolución política es, por definición, gradual, nunca un cambio total y repentino, pues esto último sería como cambiar por completo y de un día para otro un idioma; tanto como quedar sin idioma. O, en el fondo y como posiblemente diría Oakeshott de tantas supuestas revoluciones: seguir hablando el mismo idioma con algunos pequeños cambios impuestos, so pretexto de que se ha cambiado a un lenguaje completamente nuevo. En consecuencia, lo que en los arreglos se atiende es una parte ínfima de lo que permanece y no se cuestiona, “lo nuevo es una proporción insignificante del todo” (RP: 55). Y a Oakeshott, como corresponde a su temperamento “conservador” (en el sentido particular del término, que más adelante veremos), tal predominio de lo que permanece frente a lo que cambia no le molesta, al contrario: “La mayor parte de lo que tenemos no es una carga para transportar o una pesadilla que debemos desechar, sino una herencia para disfrutar” (RP: 56). La segunda precisión que se impone es que, en ausencia de toda verdad racional independiente, tampoco la evolución política está conducida por ninguna garantía de mayor verdad o de mejoría ninguna, es puro ensayo, acierto y error, inspiración del momento, coincidencia práctica entre miembros de una comunidad y una tradición. En sus palabras, no hay garantía de acierto a la hora de “obtener la sugerencia más digna de ser seguida” (RP: 66). La decisión política es “producto de la deliberación”; puesto que no hay respuestas necesarias, es necesariamente compleja (“no es una respuesta a una situación especificada exclusivamente, sino al continuum actual de las circunstancias políticas” [RP: 79]) y se apoya sobre meras creencias relativas a consecuencias mejores y peores. La racionalidad posible de la actividad política es puramente contextual, pues sólo cobra su sentido en el seno de la respectiva tradición y por referencia a los arreglos que en la actualidad se requieran. Como dice Oakeshott, hay que evitar el “malentendido de que las instituciones y los procedimientos son piezas de una maquinaria diseñada para alcanzar un propósito establecido previamente, en vez de maneras de comportamiento que carecen de sentido cuando se separan
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de su contexto” (RP: 72). Por tanto, y siguiendo con sus palabras, “La política no será la imaginación de alguna clase nueva de sociedad, ni la transformación de una sociedad existente para hacerla corresponder con un ideal abstracto; será la percepción de lo que debe hacerse ahora para realizar más plenamente las insinuaciones de nuestra sociedad actual” (RP: 366). De todos modos, estamos acostumbrados a ver a nuestro alrededor la política teñida de discursos que apelan a ideas tan grandilocuentes como justicia, seguridad, progreso, civilización, bien común, etc. ¿Cómo explicarnos esa desproporción entre las dimensiones verdaderas de la política como actividad y las palabras con que se reviste? Según Oakeshott, la explicación es que la práctica política se disfraza bajo esas etiquetas a efectos puramente retóricos, de persuasión. Oigámoslo: “El ejercicio de la política requiere, sobre todo, de hablar […]. El lenguaje de la política es el lenguaje del deseo y la aversión, de la preferencia y la elección, de la aprobación y la reprobación, del elogio y la condena, de la persuasión, el mandato, la acusación y la amenaza. Es el lenguaje en el que hacemos promesas, pedimos apoyo, recomendamos creencias y acciones, inventamos y recomendamos expedientes administrativos, y organizamos las creencias y opiniones de otros en forma tal que las políticas puedan ejecutarse de una manera eficaz y económica; en suma es el lenguaje de la vida práctica cotidiana. Pero los hombres ocupados en la actividad política […] a fin de volver más atractivas sus opiniones y acciones, tienden a recomendarlas en el idioma de las ideas generales […]. En esta forma (y a menudo apropiándose palabras y expresiones originalmente concebidas para un uso enteramente distinto) ha surgido el vocabulario corriente de la política. Contiene palabras y expresiones como éstas: democrático, liberal, igual, natural, humano, social, arbitrario, constitucional, planeado, integrado, comunista, provocativo, feudal, conservador, progresista, nacional, reaccionario, revolucionario, fascista […]” (RP: 196). Una educación “vocacional” en política enseña a usar ese lenguaje, enseña esa habilidad (RP: 196, 201). El discurso político, en consecuencia, “se ocupa de la persuasión” (RP: 404). Desembocamos con esto en el concepto de ideología política. Ya no nos sorprenderá que Oakeshott maneje un concepto sumamente desencantado y puramente funcional, retórico, de las ideologías políticas. Sentado que no serán, en puridad, versiones distintas de la lucha por la verdad política, pues no hay tal, quedan reducidas a meras cristalizaciones de la práctica política preexistente. Bajo las grandes palabras con que la ideologías en liza se presentan no hay más que simples opciones de entre las sugerencias que la situación actual presenta
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como caminos posibles para la acción. En suma, las ideologías políticas surgen de la práctica establecida y al servicio de ella, como mero revestimiento de las alternativas que la tradición en la que la práctica se inserta deja abiertas en cada momento. Como dice sintéticamente Oakeshott, “a lo sumo, una ideología es una abreviación de alguna manera de actividad concreta” (RP: 64). Es un error confundir la práctica política real con su presentación bajo fórmulas del discurso político persuasivo. Los ejemplos que Oakeshott menciona son a veces llamativos y dan que pensar. Cita por ejemplo la ideología de los “derechos del Hombre”, de 1789, derechos que no nacen del pensamiento de alguien en ese momento, sino de prácticas anteriores. Lo explica así: “Aquí, expresada en pocas oraciones, tenemos una ideología política: un sistema de derechos y deberes, un esquema de fines –justicia, libertad, igualdad, seguridad, propiedad y todo lo demás– listo para ser puesto en práctica por primera vez. ‘¿Por primera vez?’ En absoluto. Esta ideología no existía antes de la práctica política, así como un libro de recetas no existe antes del conocimiento de cómo cocinar. Ciertamente era el producto de la reflexión de alguien, pero no era el producto de la reflexión por adelantado de la actividad política. Porque aquí, en efecto, se descubren, abstraen y resumen los derechos de la ley común de los ingleses, el regalo no de la premeditación independiente o la munificencia divina, sino de siglos de atención diaria a los arreglos de una sociedad histórica” (RP: 63). Estamos, con Oakeshott, en las antípodas de las pretensiones de un discurso político demostrativo. De las pretensiones demostrativas para el discurso
“Antes que un esquema independientemente premeditado de fines que deben perseguirse, es un sistema de ideas abstraído de la forma como los hombres se han acostumbrado a atender los arreglos de sus sociedades. La ascendencia de toda ideología política revela que no es la criatura de la premeditación adelantada a la actividad política, sino de la meditación acerca de una manera de la política. En suma, la actividad política viene primero y una ideología política sigue después; y el entendimiento de la política que estamos investigando tiene la desventaja de ser, en sentido estricto, absurdo” (RP: 61). “La ideología no existe antes que la actividad política, y por sí misma es una guía insuficiente. Las empresas políticas, los fines que deberán perseguirse, los arreglos que habrán de establecerse (todos los ingredientes normales de una ideología política) no pueden premeditarse antes de que exista una manera de atender los arreglos de una sociedad; lo que hacemos, y además lo que queremos hacer; es la criatura del cómo estamos acostumbrados a conducir nuestros asuntos” (RP: 62). “La política no puede empezar con una actividad ideológica” (RP: 65). “Esta actividad no surge de deseos instantáneos, ni de principios generales, sino de las tradiciones existentes de comportamiento. Y la forma que adopta, porque no puede adoptar ninguna otra, es la enmienda de los arreglos existentes mediante la exploración y el seguimiento de lo que se insinúe en ellos” (RP: 66). “El estilo ideológico de la política es un estilo confuso. En realidad, es una manera tradicional de atender los arreglos de una sociedad que ha sido abreviada en una doctrina de los fines que deben perseguirse, considerando erróneamente la abreviatura (junto con el conocimiento técnico necesario) como la única guía confiable” (RP: 64).
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político cita Oakeshott los ejemplos de Platón, Marx o el iusnaturalismo. El error de tal pensamiento político está en “la atribución ingenua de la calidad de axiomas a lo que no son más que opiniones” (RP: 99). Frente a ese discurso con pretensiones demostrativas, el auténtico y adecuado discurso de la política es, para Oakeshott, “el discurso que se ocupa de conjeturas y posibilidades y de la ponderación de pros y contras circunstanciales” (RP: 100). El conocimiento que guía la política no es conocimiento técnico, sino práctico, en el sentido en que antes expusimos esta dicotomía. El mito de la política racionalista es el mito del político como ingeniero social, guiado por la sabiduría de que para todo problema político hay una y sólo una solución racional, y que esa solución es la misma en todas partes, pues la diferencia de las circunstancias no afecta a la identidad de la verdad. En consonancia con su visión de la política hallamos el modelo de educación política que Oakeshott propugna. El adiestramiento para la práctica política será, como para cualquier otra actividad práctica, ante todo seguimiento e imitación de modelos, ejercitación, no razonamiento abstracto sobre demostración de verdades, pues “la educación política no es sólo cuestión de llegar a comprender una tradición, sino de aprender a participar en una conversación” (RP: 70). Por lo mismo se opone Oakeshott a la enseñanza universitaria de la política como mera “ciencia”, como “cuerpo de principios racionales” (RP: 194). A hacer política se aprende haciendo política junto con los que ya saben hacerla. Lo que sí tiene sentido es procurar formación académica sobre la política, lo que deberá ser la suma de historia, filosofía y estudio comparado de las tradiciones políticas. Pero siempre con el cuidado de no sustituir la enseñanza de los lenguajes de la política por el mero uso “político” de uno de ellos. Ahí es donde Oakeshott quiere situarse, como filósofo de la política que compara las distintas tradiciones de la política en tanto actividad práctica y que busca las claves más profundas, algo así como la gramática de cada una de ellas.
Cfr. RP: 88 y ss. Cfr. RP: 24 y ss. Cfr. RP: 71 y ss. y 202. “En una escuela de ‘política’ no deberíamos usar jamás el lenguaje de la política; sólo deberíamos utilizar los ‘lenguajes’ explicativos del estudio académico. Por supuesto, las palabras que componen nuestro vocabulario de política pueden pronunciarse, pero sólo para inquirir sobre su uso y su significado, a fin de desmenuzarlas y redactarlas con la escritura de la explicación histórica o filosófica. Nunca debería dárseles la apariencia de ser ellas mismas palabras y expresiones explicativas” (RP: 205). “[…] nuestra actividad apropiada no es la política, sino la de enseñar, en relación con la política, a manejar los ‘lenguajes’ de la historia y la filosofía y a distinguirlos tanto como a sus diferentes clases de expresiones” (RP: 207).
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¿Cómo se ubica políticamente el propio Oakeshott? Gusta de presentarse como conservador y liberal. No hay contradicción en ello, dado que la primera de las categorías habla de un talante personal y la segunda de una forma de organizar la asociación de los sujetos. Ser conservador, según Oakeshott, es una cuestión de talante. “Esto es en sí mismo una elección para algunas personas; en otras es una disposición que aparece, con mayor o menor frecuencia, en sus preferencias y aversiones, y por sí misma no se escoge ni se cultiva específicamente” (RP: 377). La condición de conservador se predica más de un modo de preferir y de ubicarse en la vida que, desde luego, de un sistema articulado de creencias políticas con perfiles nítidos. Ese talante conservador se manifiesta en cosas tales como preferir lo disponible en lugar de buscar otra cosa, deleitarse en lo que está presente en vez de lo que estaba o podría estar, ser más partidario de lo familiar que de lo desconocido, anteponer lo que se tiene a la utopía, estar por los cambios pequeños y lentos en lugar de las grandes mutaciones. En lo que a las ideas políticas y filosóficas se refiere, ser conservador en política no supone creer en cosas tales como la ley natural o una determinada moral o religión. Es más: según Oakeshott, “no hay nada inconsistente en el hecho de ser conservador respecto del gobierno y radical respecto de casi cualquier otra actividad” (RP: 401). El conservador es el que no quiere renunciar al suelo firme de las reglas establecidas de la tradición en que vive para embarcarse en empresas inciertas que buscan transformaciones imposibles o la realización del paraíso sobre la tierra. Este conservadurismo de Oakeshott se hace, por tanto, de la suma de escepticismo y liberalismo individualista. Escepticismo, porque se niega a invertir el capital de libertad que se tiene y la hospitalidad de las reglas en que se vive en empresas de cuyo resultado se descree de raíz. Liberalismo individualista, porque en semejantes empresas grupales ve la expropiación de lo que más se valora, la autonomía, la independencia de cada uno en el marco de una sociedad que nos ha enseñado a “arreglarnos” respetándonos. El conservador, en suma,
Cfr. RP: 376 y ss. “Lo que vuelve inteligible una disposición conservadora en la política no tiene nada que ver con una ley natural o un orden providencial, nada que ver con la moral o la religión; es la observación de nuestra manera corriente de vivir combinada con la creencia (que desde nuestro punto de vista no necesita considerarse más que como una hipótesis) de que la gobernación es una actividad específica y limitada: la provisión y custodia de las reglas generales de conducta, que no se entienden como planes para la imposición de actividades sustantivas, sino como instrumentos que permiten a la gente realizar las actividades de su propia elección con la mínima frustración y, por lo tanto, algo que es apropiado para ser conservador al respecto” (RP: 391).
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es el que quiere poner y dejar al gobierno en su sitio para que no apueste con nuestra libertad. “Así pues, el gobierno, tal como lo entiende el conservador, no empieza con una visión de otro mundo, diferente y mejor, sino con la observación del autogobierno practicado incluso por hombres apasionados en la conducción de sus empresas; comienza en los ajustes informales de intereses entre sí que están destinados a liberar de la frustración mutua de un enfrentamiento a quienes tienden a enfrentarse” (RP: 395). Para el conservador, la gobernación (que no es lo mismo que la administración de una empresa) consiste en “la reglamentación de quienes se ocupan de una gran diversidad de empresas de su propia elección […] No se ocupa de lo moralmente bueno y malo, no trata de volver a los hombres buenos o siquiera mejores […], su función es mantener a los súbditos en paz entre sí en las actividades en las que han optado por buscar su felicidad” (RP: 396). Repasemos ahora la idea del liberalismo que Oakeshott maneja. Para él, liberalismo tiene que ver con libertad y la libertad sólo existe como “coherencia de libertades”, lo que es tanto como decir ausencia de concentraciones de poder. La libertad sólo se da como síntesis de libertades. De todas esas libertades que tienen que darse juntas para que vivamos en libertad, hay dos que para Oakeshott son las más determinantes: libertad de asociación y “la libertad disfrutada en el derecho de la propiedad privada”
Refiriéndose directamente a Inglaterra, como tantas veces hace, dice Oakeshott: “[…] la libertad de la que disfrutamos no está integrada por varias características independientes de nuestra sociedad que en conjunto constituyen nuestra libertad. […] La libertad que el libertario inglés conoce y valúa reside en una coherencia de libertades que se apoyan mutuamente, cada una de las cuales amplía el conjunto y ninguna de las cuales se mantiene por sí sola. No deriva de la separación entre la Iglesia y el Estado, ni del imperio de la ley, ni de la propiedad privada, ni del gobierno parlamentario, ni del estatuto del habeas corpus, ni de la independencia del Poder Judicial, ni de ninguno del otro millar de inventos y arreglos característicos de nuestra sociedad, sino de lo que cada uno significa y representa, a saber: la ausencia de aplastantes concentraciones del poder en nuestra sociedad. Esta es la condición más general de nuestra libertad, tan general que todas las demás condiciones podrían considerarse incluidas en ella” (RP: 358). Son muy curiosas sus observaciones sobre la libertad de expresión. Dice que es la tercera libertad que suele colocarse, al lado de las otras dos, como eje de las libertades. Pero Oakeshott, reconociendo su importancia en el conjunto de las libertades, aclara que no debe ser puesta al mismo nivel que las otras dos, dado que para una gran parte de las personas significa menos que ellas, pone menos en juego. “La mayor parte de la humanidad –opina Oakeshott– no tiene nada que decir; la vida de la mayoría de los hombres no gira alrededor de una necesidad sentida de hablar. Y puede suponerse que este énfasis extraordinario en la libertad de expresión es obra de la pequeña sección expresiva de nuestra sociedad, y en parte representa un interés propio legítimo […] Para la mayoría de los hombres, verse privado del derecho a la asociación voluntaria o de la propiedad privada sería una pérdida de la libertad mucho más grande y más profundamente sentida que la privación del derecho a hablar libremente”. Piensa que la insistencia en nuestro derecho a decir lo que queramos oculta a veces otras opresiones que nos impiden más esencialmente vivir según nuestras preferencias.
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(RP: 361). De la libertad de asociación sostiene que da lugar a asociaciones voluntarias que son el cimiento de la integración en nuestra sociedad. Pero, siempre celoso de la independencia individual frente a todo tipo de entramados grupales, se apresura a puntualizar que “el derecho de asociación voluntaria es también un derecho a la disociación voluntaria” (RP: 362) y que la negación más sutil de esta libertad se halla en toda forma de asociación obligatoria. En cuanto al derecho de propiedad, lo observa como la mejor y más segura forma de repartir el poder. Es la desconfianza frente al poder, que es ante todo desconfianza ante un poder concentrado en unos cuantos, sean éstos políticos gobernantes, empresarios o cualesquiera grupos, lo que lleva a Oakeshott a defender fervientemente la propiedad privada de todas las cosas. Que todos puedan ser propietarios de todo significa algo más que una relación de cada uno con “sus cosas”, significa reparto del poder, ya que el poder es, en primer lugar, poder sobre las cosas. Desglosemos un tanto estas ideas. Dice Oakeshott que “desde un punto de vista, la propiedad es una forma de poder, y una institución de la propiedad es una forma particular de organizar el ejercicio de esta forma de poder en una sociedad” (RP: 362). Así que concentrar la propiedad en unos pocos será concentrar poder, y permitir que todos sean propietarios será distribuir poder. Y todo ello en el entendido de que “en toda sociedad, es inevitable una institución de la propiedad” (RP: 362). La forma más simple de organización de la propiedad es atribuir todo derecho de propiedad a una sola persona, “quien así se convierte en un déspota y un monopolista, mientras sus súbditos son esclavos” (RP: 362). No menos arriesgado para la libertad es sustraer bienes a la propiedad privada, “porque lo que no puede ser propiedad de ningún individuo debe ser sin embargo una propiedad, y será propiedad, directa o indirectamente, del gobierno, lo que incrementará el poder gubernamental y constituirá una amenaza potencial para la libertad” (RP: 363). Toda la desconfianza, por tanto, frente a cualquier forma de propiedad pública o de propiedad concentrada en pocas manos. La conclusión es que “la institución de la propiedad más favorable para la libertad es, incuestionablemente, un derecho a la propiedad privada menos
“Una asociación ‘obligatoria-voluntaria’ es una conspiración para abolir nuestro derecho de asociación; es una concentración de poder efectiva o potencialmente destructiva de lo que llamamos libertad” (RP: 362). En nuestra sociedad “las amenazas más grandes para la libertad han provenido de la adquisición de derechos de propiedad extraordinarios por parte del gobierno, las grandes empresas, las corporaciones industriales y los sindicatos, todas las cuales deben considerarse como limitaciones arbitrarias del derecho de propiedad privada” (RP: 363).
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calificado por límites y exclusiones arbitrarios, pues sólo por este medio puede alcanzarse la difusión máxima del poder derivado de la propiedad” (RP: 363). Ese lugar central del derecho de propiedad en el sistema de las libertades tiene, según Oakeshott, su corolario necesario en la libertad y pluralidad de empresas, porque un hombre es libre si disfruta de “un derecho de propiedad sobre sus capacidades personales y su fuerza de trabajo. Sin embargo, no existe tal derecho a menos que haya muchos empleadores potenciales de su fuerza de trabajo. La libertad que separa a un hombre de la esclavitud no es más que una libertad de escoger y moverse entre organizaciones autónomas, independientes, así como empresas, compradores de mano de obra, y esto implica la propiedad privada de recursos distintos de la capacidad personal. Siempre que un medio de producción cae bajo el control de un poder único, se deriva hacia la esclavitud en alguna medida” (RP: 364). Consecuencia de esto es que se haya de velar por la pureza de la competencia en el mercado, para evitar monopolios, públicos o privados, que destruyan “la difusión del poder inseparable de la libertad” (RP: 365). La mejor garantía frente a los peligros de la concentración y el exceso de poder es el imperio de la ley, el rule of law o Estado de derecho. El artículo de Oakeshott titulado The rule of law es uno de los trabajos más originales e influyentes de este autor. Mencionemos sus tesis centrales. Según Oakeshott, la expresión “the rule of law” alude a un determinado modo de asociación humana. Existen distintos modos de asociación, consistentes en diferentes maneras de relacionarse, bajo específicas condiciones. Cada una de esos modos de asociación determina un modelo de sujeto en la interacción con los demás, una particular persona. Todos los modos de relación son invenciones humanas, formas de artificio, por lo que en todas la índole que revisten los sujetos es personaje, persona. Los peculiar de la forma de asociación conocida como imperio de la ley o rule of law es que los papeles de los sujetos están fijados por el derecho. No se trata de transacciones, en las que cada parte adopta el papel que corresponde a la causa común de la mutua satisfacción; se parece más a los juegos, en los que el elemento aglutinante es el reconocimiento de las reglas que lo constituyen. En este modo de asociación las reglas no rigen
“Nuestra experiencia nos ha revelado un método de gobierno notablemente económico en el uso del poder y, por lo tanto, peculiarmente adecuado para preservar la libertad; se llama imperio de la ley” (RP: 360). “El imperio de la ley es la condición más importante de nuestra libertad, al librarnos de ese gran temor que ha ensombrecido a tantas comunidades, el temor del poder de nuestro propio gobierno” (RP: 361). Cito, con las iniciales RL, por Oakeshott. On history and other essays, Indianapolis, Liberty Fund, 1999, pp. 129-178.
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por la aprobación que los sujetos hagan de su contenido ni de las consecuencias de su aplicación, sino por razón de su “autenticidad”, lo cual es tanto como decir, por su condición de parte de un conjunto de pautas no instrumentales de conducta. Más en concreto, bajo esta forma de asociación lex y ius (justicia) no se confunden. Lo que mantiene la unión de los asociados no es el común reconocimiento de la justicia de las reglas que entre ellos rigen, sino de la mera condición, precisamente, de reglas de la asociación, las cuales existen meramente por haber sido promulgadas. “La primera condición del imperio de la ley es una función legislativa ‘soberana’” (RL: 150). Y nada más que esto. Este modo de asociación no prejuzga ningún procedimiento en particular para la creación de normas, ni ninguna específica conformación de ese supremo órgano legislativo. Simplemente ha de haber un personaje desempeñando ese papel y reconocido en él. “Así pues, el imperio de la ley, en cuanto modo de relación humana, presupone un oficio con autoridad para crear derecho” (RL: 151). Es el “reconocimiento” del derecho así creado, conforme a reglas del derecho mismo, lo que constituye este modo de asociación. Insiste en que el carácter “no instrumental” de la reglas del rule of law se manifiesta en que no están al servicio de ninguna particular concepción de lo que sea lo justo o lo moralmente debido. De ahí que en este modo de asociación sea esencial “la distinción entre ius y las consideraciones procedimentales que determinan la autenticidad del derecho” (RL: 155), teniendo en cuenta que Oakeshott emplea el término ius para referirse a lo justo, como distinto de lo jurídico. Toda consideración de justicia se reconduce al procedimiento mismo de creación de esas normas que no están materialmente codicionadas de antemano por ninguna particular concepción de lo justo y que tampoco sirven a ningún sustancial “interés público”, materialmente entendido. No hay más “interés público” que “la suma de las obligaciones impuestas por el derecho” (RL: 159). Tampoco hay “derechos incondicionados”; sólo los atribuidos por el derecho legislado. Las relaciones humanas presididas por este modo de asociación no son relaciones concretas entre personas, sino relaciones abstractas entre personae, esto es, entre roles abstractamente tipificados por las normas. Y a este modo de asociación no se llega por un proceso “natural”: es un resultado de la “imaginación”, una “obra de arte”, una compleja creación intelectual. En opinión de nuestro autor, el primer y más profundo inspirador de este modo de asociación en torno a reglas que se reconocen con independencia de la opinión que se tenga de su justicia es Hobbes. Según la interpretación de Oakeshott, Hobbes no pretende que el oficio legislativo esté mágicamente exonerado del riesgo de hacer derecho injusto, simplemente ocurre que el derecho que hace es derecho
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“auténtico”, resulte justo o injusto. Porque lo que mantiene la asociación no es la coincidencia en la idea de lo justo, sino en el reconocimiento de lo que auténticamente obliga como derecho por su origen en un poder admitido para legislar. La conclusión que sobre el asunto extrae Oakeshott es la propia y paradójica de un escéptico que toma partido. “The rule of law bakes no bread, it is unable to distribute loaves or fishes (it has none), and it cannot protect itself against external assault, but it remains the most civilized and least burdensome conception of a state yet to be devised” (RL: 178). I V . h i s t o r i a y t e o r a d e l e s ta d o Oakeshott construye una teoría del Estado moderno y da diversas descripciones de la política en este Estado, con sus ambigüedades y sus oscilaciones. Comencemos por una de sus más llamativas descripciones de la política en el moderno Estado. Según Oakeshott, en los últimos cinco siglos la actividad política viene moviéndose entre dos polos, que denomina “política de la fe” (politics of faith) y política del escepticismo (politics of scepticism). La ambigüedad propia del lenguaje político moderno se debería, precisamente, a que ese mismo lenguaje se usa “para servir a dos señores”, esto es, para dar cuenta de la actividad política tanto regida por uno como por otro de esos planteamientos de fondo (pfs: 21). Veamos cómo se describe cada uno. En la política de la fe “la actividad de gobierno es entendida al servicio de la perfección de la humanidad” (pfs: 23). Late siempre un planteamiento de “optimismo cósmico” en lo que se refiere a que existe subyacente un modelo de perfección al que el ser humano está destinado y que puede alcanzar con el adecuado esfuerzo. En ese camino hacia la perfección o la salvación tiene un papel crucial el gobierno, cuya actividad “se entiende como el control y la
Cfr. RL: 171. Al tema se dedica su obra, escrita en torno a 1952 y póstumamente publicada, The politics of faith and the politics of scepticism, edición de Timothy Fuller, New Haven y Londres, Yale University Press, 1996 (en adelante, pfs). Puntualiza que esos dos polos son modelos ideales que nunca se dan en estado puro. La política moderna es siempre combinación de ambos, si bien con distinto predominio de uno u otro (cfr. pfs: 21); “la historia de la política moderna (en lo que respecta a la actividad de gobierno) es una concordia discors de estos dos estilos” (pfs: 30). “Perfección, o salvación, es algo que se ha de realizar en este mundo: el hombre es redimible en la historia” (pfs: 23).
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organización de la actividad humana para el objetivo de alcanzar la perfección humana” (pfs: 24). Al gobierno le toca un papel no meramente auxiliar o complementario a esos efectos, sino de inspirador y director. Su objetivo primero es salvífico. Se confía en que el “verdadero” camino que la humanidad ha de transitar bajo la tutela de los gobernantes es cognoscible, tanto si, según unos, se conoce también cómo será la vida perfecta futura (utopías) como si no se tiene una anticipación exacta de esto último. Sea del modo que sea, la responsabilidad primera del gobierno es con la verdad del camino correcto. Y para ese fin, que es un fin colectivo, “ninguna cantidad de poder se considerará excesiva” (pfs: 28) y la “razón de Estado” se verá siempre justificada por la verdad a que el Estado sirve. De los súbditos se requerirá más que mera obediencia, se exigirá “aprobación o incluso amor” (pfs: 29). En el otro extremo, la política del escepticismo. Lo primero que Oakeshott puntualiza, antes de definirla, es que el escepticismo, en la práctica, “nunca es absoluto”, pues “la duda total es pura autocontradicción” (pfs: 31); y que la política del escepticismo no puede identificarse con la anarquía o con el individualismo más radical, pues históricamente la anarquía tiene mucho más que ver con la política de la fe. La política del escepticismo se caracteriza por desvincular la actividad de gobierno de toda pretensión de servicio al logro de la perfección humana, ya porque se crea que tal perfección es una ilusión, ya porque se desconozcan las condiciones de su logro. Con ello no pierde justificación, en modo alguno, la actividad política. Simplemente ya no se le ve como buena para la perfección, sino como meramente necesaria para arreglar conflictos de la vida práctica. El objetivo primero de gobernar es el mantenimiento del orden, lo que se ha de hacer mediante el establecimiento y defensa de un sistema de derechos y obligaciones. Lo que no compete a la labor de gobierno es la defensa de ninguna particular moral, el juzgar a nadie por su bondad o maldad; “el único cometido del gobierno es el efecto de la conducta en el orden público” (pfs: 35). Por eso se valora la imparcialidad, que se traduce en respeto a los formalismos. Para la política del escepticismo es bueno que no se invierta demasiado poder en la actividad de gobierno. El exceso de poder y orden se contempla tan pernicioso como su ausencia. Y la discusión no se considera deslealtad, sino la mejor manera de mantener al gobierno en sus límites, de llamar la atención sobre los problemas y de alcanzar un modus vivendi.
Y, por lo mismo, el disenso y la desobediencia se castigarán como “error y pecado” (pfs: 29). Cfr. pfs: 37 y 71-72.
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Según Oakeshott, la política de la fe se vio impulsada decisivamente por el gran aumento de los medios de poder y control que aconteció en Europa a partir del siglo xv. No es que ese tipo de política demandara y consiguiera mayor poder, sino al revés: la gran disponibilidad de poder propició su inversión en ese tipo de política. De ahí el entusiasmo de autores como Francis Bacon, que expresan la convicción de que el Estado puede gestionar la vida de los pueblos para alcanzar un inusitado grado de bienestar, una edad dorada. Luego, de la política de la fe hubo dos versiones principales: una religiosa y otra económica. La primera tuvo sus más claras versiones en la política de los puritanos ingleses. La segunda propone que los poderes del gobierno se empleen para dirigir e integrar todas las actividades de los sujetos a fin de que converjan en la creación de una situación que se denomina como “bienestar” o “prosperidad” y que representa el tipo de perfección que la humanidad debe alcanzar. Nace así la política “productivista”. Las doctrinas socialistas y comunistas son, para Oakeshott, ejemplos bien claros de la política de la fe. Entre los sostenedores de la política del escepticismo menciona a Hume, Burke, Bentham, Macalauly y Adam Smith, así como Hobbes, Spinoza, Pascal, Montaigne, Burton, Montesquieu, Paine, Hegel y Coleridge. La mayoría, o todos, tienen en común “un rechazo del ‘pelagianismo’ político, el cual está en la raíz de todas las versiones modernas de la política de la fe, un rechazo de la creencia de que gobernar es imponer a una comunidad una pauta omniabarcadora de todas las actividades, y una consiguiente desconfianza frente a los gobiernos investidos de un poder excesivo, así como el reconocimiento de la contingencia de todo arreglo político y de la inevitable arbitrariedad de casi todos” (pfs: 80). El primer triunfo de la política del escepticismo fue la separación entre política y religión. El segundo, el auge de un republicanismo que descree de la infalibilidad de los gobiernos. Al escéptico, dice Oakeshott, le gusta el modo de gobernar conocido como rule of law porque es el que hace un uso más económico y contenido del poder. Pasemos ahora a ver en detalle la teoría del Estado de nuestro autor, lo que nos dará ocasión, al final, para exponer otra más de las dicotomías con que en él opera la actividad política. Ya al hablar del Estado de derecho o rule of law vimos que para él el Estado es una asociación de individuos que puede adoptar diversas modalidades, de las que una es la que corresponde al rule of law.
Cfr. pfs: 46 y ss. Cfr. pfs: 61 y ss. Cfr. pfs: 73, 75 y 80. Cfr. pfs: 88.
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Tres son, según nuestro autor, los componentes imprescindibles para que exista un Estado, en el sentido moderno de la expresión: una función de autoridad, un aparato de poder y un modo de asociación. Examinemos cada uno de estos elementos sin los que no hay Estado. A . u na f u n c i n d e au to r i da d La asociación en que el Estado consiste no podría darse si no fuera común a los individuos que la componen el reconocimiento de un sistema de reglas, que cuentan y obligan como tales reglas por su proveniencia de una autoridad tenida por competente para emitirlas. Oigámoslo, en términos similares a los que ya antes escuchamos: “Un Estado es una asociación de seres humanos constituida de la única manera como puede constituirse tal asociación; es decir, en el reconocimiento de la autoridad de sus reglas y arreglos. Y aquí, donde estas reglas y arreglos pueden cambiarse y ninguno es inmune a las enmiendas, este reconocimiento es la aceptación de la autoridad del cargo bajo cuya custodia se encuentran y de los procedimientos por los que pueden cambiarse y llegan a ser prescritos. Y por el reconocimiento de la autoridad no quiero decir la aprobación de lo que se prescriba o la aceptación del poder para hacer cumplir las prescripciones; quiero decir el reconocimiento de un derecho anterior a prescribir. Este reconocimiento se otorga en virtud de la forma o la constitución del cargo y de ningún modo en virtud de la calidad de sus pronunciamientos o sus resultados” (RP: 406). Así pues, la base de la integración común en un Estado es el reconocimiento de los rasgos formales de una autoridad ligada a un cargo, no el de una persona, el del contenido de las normas o el de los resultados de la gestión. No hay Estado sin autoridad, pero autoridad no quiere decir posesión por su titular de ninguna mágica cualidad innata, ni merecimiento especial preestablecido. Son las aleatorias circunstancias históricas las que determinan que los individuos entiendan, al unísono, depositada la capacidad para dictar las reglas vinculantes en este o aquel individuo o grupo. La autoridad que cuenta es la del cargo, no
Para Oakeshott, supone un grave error teórico reemplazar, en cuanto elemento nuclear y estructurador de la identidad de un Estado, el reconocimiento de la autoridad de sus cargos por el consenso respecto de las normas o los resultados: “Al apartar nuestras palabras de autoridad de su lugar apropiado y ubicarlas en otra parte, se ha generado una indiferencia nefasta hacia la autoridad de un cargo de gobierno y se ha persuadido a muchos de que el principio de asociación en un Estado no debe buscarse en la autoridad de su gobierno sino en una aprobación consensual de sus actuaciones, la que, por supuesto, está siempre ausente en un Estado moderno” (RP: 409). Aquí se ve, nuevamente, cómo el principio legitimatorio en Oakeshott es formal, no por los resultados. Es una creencia sobre instituciones.
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la del individuo que lo detenta, y semejante proyección en el cargo es común a gobernantes y gobernados. Otra cosa es que los estados modernos hayan surgido a partir de la posición y por obra de individuos que tenían poder e influencia. Pero para que el Estado naciera y se les reconociera como gobernantes de él tuvieron que procurarse algo más que ese poder, tuvieron que aparecer revestidos de autoridad, fuera cual fuera el expediente ideológico que para ello usaran. La inestabilidad en la historia de los modernos estados da cuenta de la dificultad para revestir a los gobernantes de esa autoridad cuyo reconocimiento engendra la atención a las reglas que dictan, pues “la empresa de adquirir poder ha tenido […] bastante más éxito que la de conseguir autoridad” (eem: 36). De los vaivenes en los estados respecto de la autoridad de los gobernantes y las imágenes que la sustentan da cuenta el siguiente hermoso párrafo: “La primera tarea de un nuevo gobernante en un nuevo Estado era adquirir autoridad mediante el reconocimiento de su nuevo título (y de él mismo como su poseedor) por sus súbditos; no era esa una empresa que pudiera despacharse rápidamente. Algunos gobernantes del siglo xvi empezaron con considerables recursos heredados de la situación anterior […] y, durante algún tiempo, tuvieron notable éxito en tan difícil aventura. Todos ellos eran conscientes de la anarquía latente bajo la superficie: las conspiraciones y rebeliones eran endémicas, la guerra civil (que nace siempre del rechazo de la autoridad) irrumpía con frecuencia” (eem: 37). De cómo no hay autoridad sin su reflejo en un imaginario simbólico da cuenta el siguiente texto: “A cada cambio importante introducido en una constitución, la tarea de ganar autoridad tenía que volver a comenzar de cero, a menudo tras las destrucción arbitraria de valiosos recursos. Porque, si bien un cambio constitucional puede ser reconocido como la expresión de una nueva manera incipiente de entender la autoridad, sólo se hace efectivo cuando queda registrado en el lenguaje oral de los intercambios sociales” (eem: 38). De cómo sin artefactos “ideológicos” no hay autoridad posible queda cumplida expresión también: “Las reivindicaciones de autoridad por parte de los diferentes regímenes han estado sustentadas en su mayoría por las creencias
“Una ‘constitución’ es el vehículo de expresión de las creencias de gobernantes y súbditos respecto de la autoridad de un gobierno” (eem: 36). “Así pues, un Estado moderno surgió con la aparición de un cargo de gobierno y el reconocimiento de su autoridad. Este cargo era una posición, identificada por un nombre, junto con reglas que especificaban las condiciones de su ocupación apropiada. A menudo había tal cargo y un ocupante listo para desempeñarlo (un rey, un gran duque medievales), pero aun así debían lograr que su autoridad fuese aceptada en las nuevas circunstancias” (RP: 407).
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menos plausibles y más endebles, que poca gente puede encontrar convincentes durante más de cinco minutos y que guardan escasa o nula relación con los regímenes de que se trata: ‘soberanía popular’, o de ‘la nación’, ‘democracia’, ‘gobierno de la mayoría’, participación, etc.” (eem: 38-39). En consecuencia, la “historia constitucional de un Estado” es “en el fondo”, “la historia de una sucesión de creencias acerca de la autoridad” (RP: 407). B . u n a pa r at o d e p o d e r Define el poder como “la capacidad para obtener con certeza una respuesta que se desea en la conducta sustantiva de otro” (RP: 409). El gobernante es reconocido por virtud de la autoridad, pero sólo es efectivo si tiene poder, en forma de “aparato de gobierno” (eem: 36). “En un Estado moderno se anexa al cargo de autoridad un aparato de poder durable, cuidadosamente ensamblado” (RP: 410). Es muy importante la diferenciación entre autoridad y poder: “Tener poder no dota por sí mismo a un hombre o un cargo de autoridad; el hecho de ser reconocido como autoridad no dota de poder, por sí mismo, a un hombre o un cargo, y el hecho de reconocer el poder que se encuentra detrás de una exigencia, que puede ser una buena razón para cumplir con lo que se demanda, no puede ser una razón para reconocer una obligación de hacerlo así” (RP: 410). Los dos son necesarios para que exista auténtico Estado, y no alguna forma de sucedáneo o falsa imitación de él. Así, poder sin autoridad es tiranía, usurpación, lo que significa tanto como poder ilegítimo; autoridad sin poder es incapacidad para mantener los términos de la asociación. Y la síntesis de poder más autoridad constituye el poder legítimo. Y bajo un poder legítimo las normas que de él emanan no se cumplen por la mera compulsión, sino por entenderse obligatorias; y se entienden obligatorias de resultas del reconocimiento de la autoridad del cargo de que las dicta. Lo que el poder añade es la confianza de que los demás también cumplirán con las normas obligatorias.
Cfr. RP: 410-411. “Un usurpador que llega a tener el aparato bajo su mando no queda investido, por ello, de la autoridad para gobernar, así como la autoridad de un gobierno legítimo no queda disminuida porque sólo disponga de un reducido aparato de gobierno” (eem: 43). “Cuando, como ocurre en un Estado moderno, tal aparato se anexa a un cargo de autoridad, sus ingredientes y su empleo están sujetos a condiciones. El único uso legítimo de este aparato es el de imponer la suscripción de las reglas y los arreglos a que ya están obligados los asociados; y las consecuencias desventajosas con las que se amenaza son castigos y no simplemente lesiones. En suma, lo que convierte a una persona en un súbdito de este aparato de poder no son sólo sus temores o necesidades, sino el hecho de que no cumpla una obligación. Y en un Estado es este aparato el único poder que los
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Conviene no llamarse a engaño al interpretar estas aseveraciones de Oakeshott Su concepto de legitimidad no está axiológicamente cargado, es puramente descriptivo y funcional, alude a una condición fáctica, en términos de creencias, para la existencia de un Estado. No discierne entre contenidos de esas creencias como determinantes de grados mayores o menores de legitimidad. Un Estado es legítimo siempre que la autoridad del gobernante es reconocida, sea de la índole que sea el ejercicio de esa autoridad que se reconoce. Cuando, por ejemplo, hablamos de autoridad democrática no hablamos de una forma cualitativamente superior de legitimidad ni de una forma de gobernar, pues la democracia no es más que “una de las creencias que fundan la autoridad. Donde sí toma partido, al diferenciar variantes del Estado moderno, es al hablar del tercer elemento de todo Estado: un modo de asociación. C. un modo de asociacin Todo Estado es una “asociación de seres humanos” (RP: 412), como ya sabemos. Esa asociación puede adoptar dos formas, cuyo modelo proviene del derecho privado romano: societas y universitas. Según que impere uno u otro de estos modelos como armazón asociativo del Estado, se asignará distinta persona a sus súbditos y tendrán diferente alcance sus obligaciones. No se trata, puntualiza al hablar de este tema, de diferentes creencias sobre la base de la autoridad del cargo gobernante, sino sobre la razón de ser de la unión de los individuos en esa asociación que llamamos Estado. Analicemos las diferencias entre el modelo de societas y el de universitas, sin perder de vista que, para Oakeshott, la historia del Estado moderno es la historia de la tensión, nunca definitivamente resuelva, entre estos dos modelos de asociación.
asociados pueden invocar legalmente para la protección de sí mismos o el único al que se les puede obligar a someterse. Lo que este aparato añade a una asociación constituida en el reconocimiento de la autoridad de un cargo de gobierno es la seguridad, o por lo menos la expectativa, de que las obligaciones no pueden incumplirse con impunidad” (RP: 410). “La palabra “democracia” no denota las actividades de un gobierno, sino una creencia en que se reconoce que un cargo de gobierno tiene autoridad” (RP: 414). El término “democracia” “no denota propiamente un modo de asociación ni las tareas de un gobierno sino sólo su forma constitucional” (RP: 418). Cfr. RP: 413. Al asunto se dedica la obra que entre nosotros se ha traducido como El Estado europeo moderno y que constituye originariamente la tercera parte del libro de 1975 titulado On human conduct. “La tesis cuya exploración propongo –dice Oakeshott– es que es precisamente esa tensión, y no cualquiera de las otras tan cacareadas en el discurso político, la que resulta crucial para entender el carácter del Estado europeo moderno y su ejercicio del gobierno” (eem: 50).
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1 . e l m o d e l o d e l a s o c i e ta s Bajo esta concepción el Estado es una asociación de individuos “en términos de reglas de conducta no instrumentales llamadas ‘la ley’” (RP: 417). El carácter no instrumental de las reglas quiere decir que su misión no es la de servir de guía o cauce para la consecución de ningún fin colectivo sustantivo, sino meramente la de ser factor constitutivo del orden en cuyo seno cada uno de los individuos asociados persigue sus particulares objetivos, en ejercicio de su independencia y autonomía. Por tanto, esas reglas no predeterminan los objetivos de cada uno, sino “condiciones que deben respetarse al elegir y actuar” (RP: 417). Lo que interrelaciona a los asociados no es ningún género de compromiso con una empresa colectiva, sino su común lealtad a las reglas para que cada uno pueda hacer su vida, “el reconocimiento de la autoridad de unas reglas de conducta con independencia de la persecución o el logro de cualquier propósito” (eem: 50-51). Si esa es la razón de la asociación, marcado queda también el cometido del gobierno, que no puede ser otro que el de ser el “custodio de las lealtades propias de la asociación y el guardián y administrador de las condiciones que constituyen la relación entre socii” (eem: 51-52); en suma “custodio de las reglas que constituyen este modo de asociación” (RP: 418). Más gráficamente aún: “Dicho gobernante es un maestro de ceremonias, no un árbitro de costumbres. Lo que le preocupa son las ‘maneras’ de los asociados y su función consiste en hacer que la conversación continúe, no en determinar lo que se dice. Así pues –concluye–, un Estado entendido en términos de societas es lo que en otros lugares he llamado una civitas, y su gobierno (cualquiera que sea su forma) es una nomocracia cuyas leyes se entienden como condiciones de comportamiento, no como mecanismos al servicio de la satisfacción de necesidades preferentes” (eem: 52). Es el modelo de Estado que se corresponde con el prototipo de individuo autónomo que ha emergido con la época moderna, pues “la condición civil y el Estado entendido como asociación postulan seres humanos autónomos y autodeterminados que buscan la satisfacción de sus necesidades a través de transacciones libremente decididas con sus congéneres” (eem: 182). Pero sabemos que con la modernidad nació también la negación del individuo autónomo, bajo la forma de hombre masa o individuo manqué. El modelo de asociación estatal que le corresponde es el de la universitas.
También es relevante resaltar que para Oakeshott este Estado no es sinónimo de Estado mínimo o de Estado capitalista (cfr. RP: 419-420). Es fácil de ver la conexión de fondo que en el pensamiento del autor se da entre Estado como societas y rule of law.
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2 . e l m o d e l o d e l a u n i v e r s i ta s Aquí el Estado es asociación de seres humanos “relacionados entre sí en términos de una persecución conjunta de algún propósito sustantivo reconocido” (RP: 414). Los individuos son vistos como parte de un ser colectivo, el cual, además, existe por razón de un fin colectivo. El núcleo de tal asociación, el cemento que une a sus miembros, es “el propósito unificador” (RP: 414), sea ese el bienestar, el bien común, el progreso económico, la salvación, la autodeterminación de un ente llamado nación, etc. En suma, “un Estado entendido en términos de universitas es, por tanto, una asociación de agentes inteligentes que se reconocen a sí mismos comprometidos en la empresa conjunta de perseguir la satisfacción de alguna necesidad concreta común; una pluralidad hecha unidad sobre la base de su compromiso común y con total control sobre la manera de perseguir ese objetivo” (eem: 55). Lo que hace a los individuos reconocerse entre sí como parte del Estado es el servicio a un fin común, superior, por tanto, e impuesto a los fines particulares de cada cual. Las normas que en el Estado rigen no están para servir a la libre determinación de cada individuo en un marco de lealtades mutuas a la libertad, sino que son “instrumentales para la consecución del propósito común” (eem: 183). En este caso la labor del gobierno tiene un carácter “gerencial” (RP: 414). El Estado es como una empresa, que persigue un determinado beneficio; los gobernantes son sus administradores y los súbditos los servidores de ese entramado al servicio de tal fin. “La función del gobierno de semejante Estado consiste en especificar e interpretar ese propósito soberano común y gestionar su consecución, esto es, determinar cómo hay que perseguirlo en unas circunstancias contingentes y dirigir las acciones concretas de los asociados de manera que el comportamiento de cada uno contribuya a su logro o zanjar las controversias sobre qué acciones contribuyen o no a ello” (eem: 183). No es el primer compromiso del Estado y su gobierno el de asegurar la libre elección por los súbditos de los fines que orienten su acción. Al contrario,
“Es un conjunto de personas asociadas de tal manera que constituyen una persona natural; una asociación de personas que es ella misma una Persona o, en algunos aspectos importantes, semejante a una persona” (eem: 52). “Esta visión interviene dondequiera que se considera a un Estado como un conjunto de asociados que se relacionan entre sí en términos de objetivos sustantivos comunes de ‘metas’, de un ‘interés nacional’ amplio o de una ‘idea nacional’; donde la persona atribuida al ciudadano es la del servidor de un ‘programa nacional’ o el seguidor de un ‘líder’ inspirado; donde la función atribuida al gobierno es la de ‘articular los valores nacionales’ ‘definir las metas nacionales’, ‘unificar la voluntad nacional’, o ‘transformar a la sociedad’ (RP: 416).
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“un Estado así no puede tolerar actuaciones excéntricas o indiferentes respecto a la consecución del propósito constitutivo de la asociación, tampoco puede admitir en su seno asociaciones con vistas a un fin cuyos propósitos sean excéntricos o indiferentes respecto al suyo propio” (eem: 183). “Ser miembro de esa asociación es renunciar a elegir en estos temas” (eem: 184). No ha de extrañar, pues, que este Estado resulte especialmente grato a aquel “hombre masa” que sublima en la pasión por las metas colectivas su miedo a elegir y, con ello, a diferenciarse. Sentadas las diferencias, estudia, en el citado El Estado europeo moderno, la presencia de estos dos modelos desde la aparición del Estado moderno. No me detendré aquí en el resumen de esa parte. Baste decir que el vector que apunta al Estado como societas encontró, según Oakeshott, sustento teórico en autores como Bodino, Hobbes (muy especialmente), Spinoza, Kant, Fichte y Hegel. El que sustenta el Estado como universitas estaría en Bossuet, De Maistre, Bonald, por un lado y en lo que tiene que ver con una visión del Estado constituido en empresa de custodia y defensa de la verdadera fe; y en Francis Bacon, los socialistas utópicos, Comte y Marx por lo que se refiere a entenderlo al servicio al progreso, el creciente dominio de la naturaleza, la mejor explotación de los recursos naturales y el compromiso con la verdadera justicia distributiva. Su opción es clara. Su rechazo a un modelo de Estado gerencial que, so pretexto de mejorar el producto global, la riqueza de la nación o el bienestar colectivo, trata paternalísticamente a los individuos se apoya en su simpatía por el sujeto autónomo, dueño de sus elecciones y que en ellas arriesga. Cuando se anima a hablar en primera persona, lo hace en términos como éstos: “Los que (puedo presumir) estamos dispuestos a elegir en favor de un Estado como una asociación civil tenemos, tal vez, una tarea más ardua que la de nuestros oponentes, quienes están bien servidos por la confusión en la que ha caído el discurso político. Ellos tienen una respuesta lista proveniente de quienes no sienten aversión por el abrazo cálido de incluso una solidarité commune obligatoria, quienes no desmayan cuando se ven atados a fines que no han escogido por sí mismos, sobre todo cuando (como parte del trato) se les asigna un llamado ‘ingreso social’ de valor desconocido. Y quizá no debamos sentirnos tan ansiosos
“El miembro de semejante Estado goza de la tranquilidad del recluta que tiene asegurada la cena. Su ‘libertad’ consiste en una cálida servidumbre llena de compensaciones” (eem: 185). Cfr. eem: 109 y ss. Cfr. eem: 144 y ss. Cfr. eem: 150 y ss.
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por perturbarlos como a menudo nos sentimos. Pero las virtudes más frías de la asociación civil tienen mucho a su favor, especialmente para quienes se inclinan a escoger sus propios destinos aunque no los alcancen. Después de todo, ésta es la menos pesada de todas las relaciones humanas en términos de obligaciones para aceptar reglas de conducta no instrumentales, es la única clase de asociación que no excluye a ninguna otra y que mitiga un conflicto sin imponer la uniformidad. Y es particularmente apropiada para un Estado porque es la única forma de asociación obligatoria moralmente tolerable” (RP: 422-423). Y con este otro largo párrafo, con fuerte carga literaria, acaba Oakeshott de exponer su ideal: “Nos dice Schopenhauer que había una vez una colonia de puercos espines. Les gustaba amontonarse en un frío día de invierno y así, envueltos en el calor comunal, escapar de la congelación. Pero irritados por los piquetes de las espinas de los demás, se separaban. Y cada vez que el deseo de calor los volvía a juntar, les ocurría la misma calamidad. Así estaban, atrapados entre dos desgracias, incapaces de tolerarse y de prescindir de los demás, hasta que descubrieron que cuando se mantenían a cierta distancia entre sí podían deleitarse en la individualidad de cada uno y disfrutar la compañía de los demás. No atribuyeron ninguna significación metafísica a esta distancia, no imaginaron que era una fuente de felicidad independiente, como el encuentro de un amigo. La reconocieron como una relación, no en términos de disfrutes sustantivos, sino de consideraciones contingentes que ellos debían determinar por sí mismos. Sin saberlo, habían inventado la asociación civil” (RP: 423). Permítaseme también la primera persona para acabar esta exposición. Los que abominamos de colectivismos estamos desengañados de promesas de redención y defendemos el reducto último de la libre elección individual no podemos por menos que contemplar con enorme simpatía los sólidos análisis de Oakeshott y su nula tolerancia frente a las imposturas pseudoliberadoras. Y sin embargo… ¿estaremos condenados a resignarnos a que no sea posible la igualdad de oportunidades si no es al precio de la opresión, a que todo Estado que intente remover obstáculos para una mínima igualdad de partida en la posibilidad de que cada uno escoja su destino haya de forzarnos a todos a elegir dentro de lo mismo? ¿O cabrá, quizá, usar la propia teoría de la evolución política de Oakeshott y pensar que tiene sentido luchar para sacar a la luz las “sugerencias” mejores que en nuestra presente tradición se contienen y para promover, en consecuencia, una política cuyo modesto propósito de no hacer más que los arreglos que la situación permita no esté reñida con el ánimo de hacer los mejores arreglos para la libertad de todos y cada uno?
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Abreviaturas con que han sido citadas las obras de Michael Oakeshott: eem:
Michael Oakeshott. El Estado europeo moderno, Barcelona, Paidós, 2001 (trad. de Miguel Candel Sanmartín). pfs: Michael Oakeshott. The Politics of Faith & The Politics of Scepticism (ed. de T. Fuller), New Haven y Londres, Yale University Press, 1996. RL: Michael Oakeshott. “The rule of law, en Michael Oakeshott, On history and other essays, Indianapolis, Liberty Fund, 1999. RP: Michael Oakeshott. El racionalismo en la política, México, Fondo de Cultura Económica, 2000 (trad. de Eduardo L. Suárez Galindo).
24 . e l l i b e r a l i s m o d e i s a i a h b e r l i n . l a l i b e r ta d , s u s f o r m a s y s u s l m i t e s Isaiah Berlin es un profundo liberal que resulta incómodo a los liberales más ortodoxos. Y resulta incómodo porque, al igual que Oakeshott, el otro gran filósofo político inglés de la segunda mitad del siglo xx[], lanza muy potentes cargas de profundidad contra algunos de los más significativos mitos y prejuicios no sólo de la vulgata liberal, sino también de los más prestigiosos intentos contemporáneos de revivir el liberalismo desde planteamientos de una más exigente racionalidad práctica. En realidad, Berlin se mueve críticamente entre los polos principales del debate contemporáneo en la filosofía política. Así, está en contra, por un lado, del monismo de la fe ilustrada, del racionalismo metafísico que pretende afirmar o bien la validez únicamente de un puñado de valores o bien la posibilidad de armónica síntesis entre valores plurales. Y, por otro lado, rechaza toda forma de la ontologización de lo colectivo (nacionalismo, fascismo, comunismo…) a que condujo la reacción romántica contra la Ilustración. Es decir, ni comparte el optimismo moral ilustrado ni el relativismo cultural en que ha ido a parar la herencia del romanticismo. Pero de unos y otros toma las bases de su pensamiento, en una original síntesis que le permite revitalizar las críticas de cada uno sin caer en sus particulares mitos. Berlin defiende que hay valores universales, en tanto comunes a la humanidad, y en esto se enfrenta con los relativistas y comunitaristas; pero añade que no rigen a la manera de normas de validez racional objetiva que se puedan alcanzar mediante la reflexión filosófica, como quiere el racionalismo metafísico, sino con existencia empírica que ciertas ciencias pueden reconocer y fundamentar. Iremos viendo todo esto. I. sus presupuestos ontolgicos y epistemolgicos Cabría calificar a Berlin como empirista no verificacionista y con una doctrina de la comprensión posible de los fenómenos humanos que hace recordar elementos de la filosofía hermenéutica.
Una buena comparación entre ambos puede verse en Franco: 2003. Para algunas diferencias importantes, vid., por ejemplo, Gray (1996: 16).
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No cree en otra realidad que la empírica, pero en él dicha realidad empírica es compleja en su composición y manifestaciones y necesitada de métodos igualmente complejos. Siempre rechazó el idealismo, al que define como “la opinión de que nuestro mundo fue enteramente creado por las facultades humanas –razón, imaginación, etc.” (PI: 25). Dice de sí mismo: “sigo siendo un empírico y sé tan solo aquello que puedo experimentar, o que creo que puedo experimentar, y no puedo empezar a creer en entidades supraindividuales” (PI: 36). Pero que la realidad se agote en la experiencia no quiere decir que los métodos puramente experimentales o formales basten para dar cuenta de toda ella. Hay problemas que se resuelven plenamente mediante la mera observación, es decir, con un método empírico, y otros que se solventan con el cálculo, esto es, con métodos formales. Pero para otras preguntas no cabe tal seguridad, pues no se responden ni con mera observación ni con cálculos, pese a lo cual siguen teniendo todo su sentido y no se trata de especulaciones metafísicas. Podemos conocer más cosas de las que podemos verificar y pueden tener sentido explicaciones de cosas que no se limiten a mostrar resultados experimentales. Berlin es rotundo sobre estos asuntos: “Siempre creí que las declaraciones que podían ser verdaderas o falsas o plausibles o dudosas o interesantes, aun estando relacionadas con el mundo tal y como lo concebimos empíricamente (y nunca he concebido el mundo de otra manera, desde entonces hasta la actualidad), no tenían por qué ser necesariamente capaces de ser verificadas por algún criterio prefabricado, como afirmaban la Escuela de Viena y sus seguidores del positivismo lógico […]. Las declaraciones […] podían tener un significado sin ser estrictamente verificables” (PI: 22). E insiste: “Sigo, todavía hoy, creyendo que aunque la experiencia empírica es todo lo que las palabras pueden expresar –que no existe otra realidad– la capacidad de verificación no es el único, ni el más plausible, de los criterios respecto al conocimiento, las creencias o las hipótesis” (PI: 23). Precisamente las preguntas filosóficas estarían entre esos asuntos que no se agotan en la comprobación empírica o el cálculo y que mantienen, no obstante, todo su sentido. Cierto es que del marco de la filosofía se han ido descolgando disciplinas que han cobrado estatuto científico y otras (escribía Berlin en 1961) estarían en vías de hacerlo. Pero otros temas siguen siendo “obstinadamente
Cfr. ccat: 238 y ss. “Lo característico de las preguntas específicamente filosóficas es que no satisfacen (y algunas de ellas quizá nunca satisfarán) las condiciones exigidas a las ciencias independientes, de las cuales la principal es que la ruta de la solución tenga que estar implícita en la misma formulación” (ccat: 243). Cfr. ccat: 243.
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filosóficos” y no consiguen transformarse en ciencias. Tal es el caso de la ética o la estética. Entre las preguntas que no podemos reducir a tratamiento científiconatural está la de “¿Por qué debería alguien obedecer a alguien?”, que es el núcleo de la filosofía política (TL: 19). La respuesta que buscamos no puede venir de ninguna constatación de cómo son los hechos, pues “cuando preguntamos por qué debería obedecer un hombre, estamos pidiendo la explicación de lo que es normativo en nociones tales como las de autoridad, soberanía, libertad, y la justificación de su validez en argumentos políticos” (ccat: 245). En este tipo de preguntas estamos determinados por la conjunción y combinación de palabras y creencias. Fenómenos como los políticos o los morales se construyen sobre la base de palabras (autoridad, soberanía, libertad…), y esas mismas palabras con que tales fenómenos se estructuran y conforman son, al tiempo, los instrumentos de la explicación de dichos fenómenos. Esto da pie a dos hechos de suma importancia: que la praxis política y moral es disputa en el manejo de estas palabras y que la discusión teórica sobre estos asuntos es discusión sobre el significado de conceptos, que son conceptos valorativos. Por eso no cabe ni praxis ni teoría, en estos campos, al margen de tales conceptos valorativos, perfectamente objetiva, neutral y puramente descriptiva. Vayamos por partes. Dice Berlin que “autoridad”, “soberanía”, “libertad”, etc. “son las palabras en nombre de las cuales se emiten órdenes, se obliga a los hombres, se libran guerras, se crean sociedades nuevas y se destruyen las viejas” (ccat: 245). Eso que en la práctica es lucha por imponer un contenido práctico y efectivo a tales palabras, en la teoría se traduce en oscuridad por falta de acuerdo sobre el contenido de tales conceptos. Así pues, preguntarse por lo que se debe hacer no es interrogarse sobre cómo es algo en el mundo, sino habérselas con propuestas alternativas sobre cómo debe ser el mundo, propuestas que, para más dificultad, usan idénticas palabras. Y la dificultad de esa teoría está en cómo usar en sus descripciones de
La cual, a su vez, “no es sino ética aplicada a la sociedad” (FT: 38). “No preguntamos ‘¿por qué obedecen los hombres?’ –algo que, empíricamente, la psicología, la antropología y la sociología podrían ser capaces de responder– ni tampoco ‘¿quién obedece a quién, cuándo y dónde, y determinado por cuáles causas?’, que quizá podría contestarse fundándose en testimonios sacados de estos campos, o de campos semejantes” (ccat: 245). “Lo que hace que tales preguntas sean a primera vista filosóficas es que no existe acuerdo amplio sobre el significado de algunos de los conceptos a que nos referimos. Existen marcadas diferencias sobre lo que constituye razón válida para la acción en estos campos; o acerca de cómo habrán de establecerse, o aun hacerse plausibles, proposiciones que vengan al caso; acerca de quién o de qué constituye autoridad reconocida para decidir estas cuestiones; y, por consiguiente, no hay consenso sobre la frontera entre la crítica pública válida y la subversión, o entre la libertad y la opresión, y así por el estilo” (ccat: 245).
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esa parte de la realidad del mundo esas mismas palabras sin convertirse la teoría en una propuesta más o en mero cauce de una de las existentes. Efectivamente, no es sólo cosa de palabras. Mediante las palabras se expresan concepciones que abarcan a los hombres y a la sociedad. Los hombres actúan y se organizan movidos por creencias acerca de sí mismos y de lo que les rodea; esas creencias se expresan en las palabras y a través de ellas. Sin esas creencias expresadas en palabras la actividad del hombre es inconcebible, literalmente impensable. Y las disciplinas teóricas que tienen como objeto precisamente el pensar esa actividad tienen que pensarla mediante un complicado desdoblamiento: desde esas palabras y creencias y, al mismo tiempo, trascendiéndolas para explicarlas. Oigamos a Berlin: “[N]uestras concepciones políticas forman parte de nuestras nociones acerca de lo que es el ser humano, y esto no es sólo una cuestión de hecho […] Nuestra idea consciente del hombre […] implica el uso de algunas categorías fundamentales mediante las cuales percibimos, ordenamos e interpretamos los datos. Analizar el concepto del hombre es reconocer tal cual son estas categorías. Hacerlo es percatarse de que son categorías; es decir, que no son ellas mismas sujetos de las hipótesis científicas acerca de los datos a los que ordenan” (ccat: 266-267). Esa imagen del mundo que inspira la acción de los hombres actúa como un molde o modelo que determina todo un conglomerado de acciones y explicaciones que, si no, no podrían comprenderse. Es importante escuchar a Berlin in extenso sobre este tema: Esta imagen podrá ser completa y coherente, o borrosa o confusa; pero, casi siempre, y especialmente en el caso de quienes han tratado de expresar lo que conciben que es la estructura del pensamiento o de la realidad, puede demostrarse que está dominada por uno o más modelos o paradigmas: mecanicista, orgánico, estético, lógico, místico, moldeado por la influencia más fuerte del día –religiosa, científica, metafísica o artística–. Este modelo o paradigma determina así el contenido como la forma de las creencias y de la conducta. Un hombre que, como Aristóteles, o como Tomás de Aquino, cree que todas las cosas pueden definirse en términos de su finalidad, y que la naturaleza es una jerarquía o pirámide ascendente de tales entidades finalistas, se encuentra comprometido con la idea de que el fin de la vida humana consiste en la realización de sí mismo, y el carácter de esta realización depende de la clase de naturaleza que sea la propia de un hombre, y del lugar que ocupe en la actividad armoniosa de toda la empresa universal de autorrealización. Se sigue de esto que la filosofía política
“Las creencias de los hombres en la esfera de la conducta son parte de la concepción que se forman de sí mismos y de los demás como seres humanos; y esta concepción, a su vez, consciente o no, es intrínseca a su imagen del mundo” (ccat: 253-254).”[N]o existe actividad humana sin alguna clase de concepción general” (ccat: 258).
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y, más particularmente, el diagnóstico de las posibilidades y propósitos políticos de un aristotélico o de un tomista será ipso facto radicalmente diferente de los de alguien que, pongamos por caso, ha aprendido de Hobbes, de Spinoza, o de algún positivista moderno, que no existen fines en la naturaleza; que lo único que hay son leyes causales (o funcionales, o estadísticas) [ccat: 254].
A partir de la conciencia plena de esta peculiar conformación de los fenómenos sociales podemos desarrollar el enfoque adecuado para las disciplinas “filosóficas” que los estudien con propósito de comprenderlos. Semejantes disciplinas, en primer lugar, tendrán que pensar a los hombres desde esas misma categorías básicas con que ellos se piensan. Y, en segundo lugar, tendrán que construir modelos explicativos, armazones que traten de reproducir en el plano teórico las interrelaciones de dichas categorías, y de las correspondientes acciones, en la vida práctica de los hombres. La teoría funciona, pues, como modelos teóricos de entramados prácticos, y es tanto mejor teoría cuando mejor refleja el modelo el entramado real, cuantas más cosas nos permite comprender de él. En palabras de Berlin, “El primer paso conducente a la comprensión de los hombres consiste en traer a la conciencia el modelo o modelos que dominan y penetran su pensamiento y sus acciones” (ccat: 261). “La segunda tarea consiste en analizar al modelo mismo, y esto compromete al analista a aceptarlo, o a modificarlo, o a rechazarlo, y, en este último caso, a proporcionar en su lugar a un sustituto” (ccat: 261). Es la capacidad para proporcionar un sistema explicativo coherente y que case del mejor modo con la realidad lo que determina la calidad mejor o peor de la teoría, pues “[l]a prueba del funcionamiento conveniente de los métodos, analogías, modelos que actúan en el descubrir y clasificar el comportamiento de estos datos empíricos […] es empírica en última instancia: es el grado de su éxito para formar un sistema conceptual coherente y perdurable” (ccat: 268). Ya ha quedado insinuado que el teórico no puede proceder con la neutralidad y el distanciamiento que se predican de la ciencia natural, pues también de la actividad teórica es verdadera la afirmación de que “no existe actividad humana sin alguna clase de concepción general”. Puesto que práctica y teoría operan con las mismas categorías, como ya vimos, también interactúan. No hay práctica sin teoría ni tiene sentido una teoría al margen de la práctica y que sea mero análisis
Cfr. ccat: 270. Ejemplos de tales modelos serían el modelo familiar; el modelo del contrato social, la analogía del gobierno como un fideicomiso, etc. (cfr. ccat: 260).
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conceptual sin más implicación: “Suponer, entonces, que han existido o han podido existir épocas sin filosofía política es como suponer que, como ha habido épocas de fe, debe de haber habido épocas de incredulidad total. Pero esta es una noción absurda: no existe actividad humana sin alguna clase de concepción general: el escepticismo, el cinismo, la negativa a tratar cuestiones abstractas o a poner en tela de juicio valores, el más endurecido oportunismo, el menosprecio por la teorización, todas las variedades del nihilismo son, por supuesto, otras tantas posiciones metafísicas y éticas, actitudes comprometidas” (ccat: 259). II. s o b r e la h i s to r i a Los presupuestos epistemológicos de Berlin tienen uno de sus más claros reflejos en su concepción de la historia y del método adecuado para el historiador. Su escepticismo frente a las entificaciones metafísicas se plasma en su distancia frente a cualquier visión de la historia como dirigida por leyes o principios metafísicos. Su caracterización de los fenómenos humanos como determinados por categorías y creencias le lleva a propugnar un método para la disciplina de la historia que es más un método del comprender que un método del explicar, por decirlo con terminología que no es exactamente la de Berlin pero que en el fondo se aproxima a sus planteamientos, como veremos. El rechazo a los determinismos metafísicos de la historia se traduce en su oposición a toda visión de que “hay una sola explicación para el orden y las características de las personas, cosas y acontecimientos” (CE: 75-76). No existen “las” leyes de la historia, no hay un determinismo histórico, no queda lugar para la teleología y el historicismo en el planteamiento de Berlin. Conocer la historia no es tratar de averiguar la razón oculta que la gobierna, pues no hay tal cosa. Ni, menos aún, pretender extraer de los acontecimientos del pasado las normas de nuestra acción presente o futura.
Cfr. ccat: 247. José María Ridao ha destacado que “para Berlin, lo mismo que para Hayek y Popper, no existen leyes que determinen el futuro y, por tanto, la disidencia hacia la ortodoxia imperante en una época no puede equipararse automáticamente al error” (Ridao, 2002: 105). Muy inteligentemente, Ridao proyecta estas tesis de Berlin, Hayek o Popper contra la nueva ortodoxia neoliberal y sus ropajes de imperativo histórico objetivo (ibíd., 106-107). El juicio de Berlin es rotundo: “ningún intento de aportar una ‘clave’ semejante en la historia ha tenido demasiado éxito hasta ahora” (SR: 32) Refiriéndose al concepto de la historia de Hume, y criticándolo, dice Berlin que para dicho autor el objetivo principal de la historia “consistía en acumular datos desde los que pudieran construirse proposiciones generales que indicaran lo que debemos hacer, cómo vivir y lo que hemos de ser. Ésta
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Pero también la opción opuesta le suena a Berlin a falsificación: la presentación de la historia como hechos desnudos que pueden conocerse y explicarse con independencia de cualquier condicionamiento del historiador. Ya sabemos que la historia humana está mediada por categorías y creencias, y el historiador tiene que conocer de las categorías y creencias de la historia, pero en inevitable diálogo e interacción con las suyas propias, las que le permiten tener una explicación del mundo. El historiador ni está en el limbo de la objetividad ni explica un mundo de puros hechos objetivos y no contaminados de creencias de todo tipo. Aquí, la idea de “hechos desnudos –hechos que no son nada más que hechos, rigurosos, inevitables, no corrompidos por su interpretación o su ordenación en modelos creados por los hombres– es igualmente mitológica” (CE: 76). Todo parámetro de objetividad de la descripción de los hechos históricos está históricamente condicionado. Así pues, el método del historiador no puede ser el de un engañoso objetivismo con pretensiones absolutas de verdad, sino uno que le permita comprender los periodos históricos desde la conciencia de las mediaciones de su propia comprensión. Lo primero, por tanto, será tomar conciencia de que no hay verdades ahistóricas, por lo que hasta nuestros más fundamentales valores tienen que comprenderse desde su marco histórico. Lo segundo, asumir que el historiador no debe moralizar, pero que, por otro lado, las pretensiones de perfecta neutralidad y objetividad son solamente eso, pretensiones loables para no caer en la suplantación de la historia por la moral, pero nunca plenamente realizables. Porque el historiador debe comprender los códigos morales y motivos de las civilizaciones que estudia, lo que presupone su capacidad para captar “lo que importa a los individuos o a los grupos de esas civilizaciones, aun cuando sus valores se consideren repulsivos” (CE: 33). El historiador, como ya sabemos que hace en general el teórico de los asuntos humanos, tiene primero
es la actitud más antihistórica que puede tomarse frente a la historia y es la característica que tomó normalmente el siglo xviii” (RR: 53) Menciona Berlin el ejemplo del valor libertad, con su significado para nuestra época: “El sentido de la intimidad misma, del ámbito de las relaciones personales como algo sagrado por derecho propio, se deriva de una concepción de la libertad que, a pesar de sus orígenes religiosos, en su estado desarrollado apenas es más antigua que el Renacimiento o la Reforma. Sin embargo, su decadencia marcaría la muerte de una civilización y de toda una concepción moral” (CE: 229). “Lo que dice el historiador, por mucho cuidado que tenga en usar un lenguaje puramente descriptivo, tarde o temprano implicará la actitud que él tenga. El distanciamiento mismo es una postura moral” (CE: 34). “La neutralidad es también una actitud moral” (CE: 35). Por tanto, los historiadores (moralicen o no) no pueden evadirse de tener que adoptar alguna postura sobre qué es lo importante, y en qué medida lo es […]. Sólo esto es suficiente para hacer que sean ilusorias las ideas de una historia ‘libre de valores’ y de un historiador que transcribe rebus ipsis dictantibus” (CE: 35).
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que tomar conciencia de los modelos que dominaron el pensamiento y la acción de los hombres en una época, y tendrá luego que analizarlo, lo que inevitablemente lo obligará a tomar partido. Hay, pues, un proceso de comprensión que queda bien alejado de las pretensiones de cualquier historiografía puramente empirista y que acontece siempre en interacción entre el pasado estudiado y el presente desde el que se estudia: “Si examinamos los modelos, paradigmas, estructuras conceptuales que rigen a las diversas concepciones, conscientemente o no, y comparamos a los diversos conceptos y categorías en lo que respecta, por ejemplo, a su coherencia interna o a su fuerza explicativa, entonces, aquello de lo que nos estamos ocupando no es cosa de la psicología, o la sociología, o la lógica, o la epistemología, sino de la teoría moral, o social o política, o de todas éstas a la vez […] Ninguna cantidad de cuidadosas observaciones empíricas y de atrevidas y fructuosas hipótesis nos explicará qué es lo que ven aquellos hombres que ven en el estado una institución divina […] ni qué es lo que creen los que nos dicen que el Estado nos fue impuesto por nuestros pecados […]. Pero a menos que comprendamos […] cuáles nociones acerca de la naturaleza del hombre (o la falta de ellas) están incorporadas en estas concepciones políticas, cuál es en cada caso el modelo dominante, no habremos de entender nuestra propia sociedad, ni a ninguna otra sociedad humana” (ccat: 273). Sin esa especie de empatía no hay historia posible. Y con todo ello no se pierde en racionalidad, pues más oscurantista y misterioso suena imputar a algún esquivo demiurgo los vaivenes de la historia. I I I . c o n t r a e l r a c i o n a l i s m o m e ta f s i c o y c o n t r a s u o p u e s t o c o m p l e m e n ta r i o , e l n a c i o n a l i s m o Berlin es un muy profundo crítico de los presupuestos metafísicos del racionalismo moderno y, con ello, del sustrato más habitual de la teoría política liberal. De ahí que su liberalismo represente la tentativa de reconstruir un pensamiento que dé prioridad al individuo sin incurrir en la paradoja de subordinarlo a ningún tipo de valor grupal o colectivo, a ninguna teleología de la historia ni a ningún esquema preestablecido de salvación o realización. La única realización posible del individuo es la que se ciñe a su particular lucha para decidir y labrarse su camino, y lo que hay que pedir de las normas jurídicas y el Estado no es que le marquen ese camino o le prescriban sus pasos, sino simplemente que le quiten impedimentos para el ejercicio de su opciones.
Cfr. ccat: 277.
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Gran parte del pensamiento liberal propio de la modernidad lleva en sí el germen de la negación de la autonomía individual que proclama, puesto que se funda en lo que Berlin llama una “metafísica racionalista”. Conforme a ella, hay un orden prefijado del mundo y de las cosas que antecede a cualquier ejercicio de la voluntad humana, de modo que la libertad del hombre no puede ser libertad de elegir cualquier cosa, sino capacidad para conocer y propósito de realizar el verdadero orden, la auténtica justicia. Según semejante punto de vista, “racionalidad es conocer las cosas y a la gente tal como son: yo no debo utilizar piedras para hacer violines ni debo intentar que toquen la flauta los que han nacido para tocar el violín. Si el universo está regido por la razón no habrá necesidad de coacción; una vida correctamente planeada para todos coincidirá con la libertad completa –la libertad de la autodirección racional para todos–. Esto será así solamente si este plan es el verdadero: la única norma que satisface las pretensiones de la razón. Sus leyes serán las que prescribe la razón; éstas sólo serán molestas para aquellos cuya razón está dormida, para aquellos que no entienden las verdaderas ‘necesidades’ de sus propios yos ‘verdaderos’” (CE: 250). El mundo, y también el mundo social, están guiados por un orden inmanente y predeterminado, al menos en sus rasgos más básicos, y ese orden es susceptible de conocimiento por la razón y de acatamiento libre por la voluntad. El orden del mundo se traduce en tres consecuencias para los problemas políticos que los individuos y las sociedades pueden plantearse. Para tales problemas hay que presuponer, en primer lugar, que hay verdaderas soluciones, auténtica solución verdadera, no simples arreglos o coyunturales compromisos; y, en segundo lugar, dichas soluciones son compatibles entre sí, se integran sin roces ni tensiones en un sistema coherente, encajan sin distorsión “en una única totalidad” (CE: 5). Sentado todo esto, el correcto ejercicio de la libertad se verá como la recta conducción de la propia conducta para que lleguemos a conocer lo que la verdad manda en las sociedades y para que acomodemos a ella nuestras acciones. Por encima de la libertad, como su juez, está la verdad, y por eso no atenta contra la verdadera libertad la coacción que desde el poder se haga para dirigir el uso de la libertad hacia el hallazgo y la vivencia de la verdad. Al fin y al cabo y según esta metafísica racionalista, “la libertad no es libertad para hacer lo que es irracional, estúpido o erróneo”, y “forzar a los yos empíricos a acomodarse a la norma correcta no es tiranía, sino liberación” (CE: 251).
“En el caso de la moral, podríamos, pues, establecer cuál debería ser la vida perfecta, estando, como estaría, basada en una interpretación correcta de las leyes que gobernaban el universo” (FT: 44).
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Hemos llegado así a una molesta tensión a propósito de la libertad, según el racionalismo. El modo de sanarla es por vía de la condiciones para el conocimiento libre de la verdad necesaria. Póngase a los sujetos en condiciones de usar su razón sin presiones, discriminaciones ni prejuicios, y llegarán por sí mismos, tanto individualmente como en su conjunto, al descubrimiento de esas reglas de la verdadera justicia, reglas que, en cuanto halladas así por la razón libre y no impuestas coactivamente desde fuera de la propia conciencia, cobrarán la faz de reglas autónomas, no heterónomas. Si se nos gobierna con arreglo a las reglas que nosotros mismos elegiríamos si pudiéramos escuchar cristalina y sin desfiguración la voz de nuestra propia razón, nos gobiernan en nuestro propio nombre, en nombre de nuestro yo más auténtico, quizá obnubilado por las pasiones en el transcurrir real de nuestra vida en sociedad. Se nos impone la verdadera justicia en nombre de nuestro verdadero ser, nos guste o no, querámoslo o no, pues si actuáramos como realmente somos no podríamos dejar de quererlo así. Berlin responsabiliza a esa metafísica racionalista de la mayor parte de los oprobios que el ser humano ha padecido en la era moderna. En el altar de la verdadera libertad se habrían sacrificado las libertades reales de los ciudadanos de carne y hueso; al fin supremo de la realización de la auténtica justicia del mundo se habría sometido la autonomía de cada uno para componer su vida en su personal síntesis de las demandas de valores siempre en pugna; a la fe en una solución final y definitiva de los males de la sociedad se le habría subordinado la disposición de los sujetos y las sociedades para tentar sus propias soluciones. Lo que en la
Oigamos a Berlin, en párrafos que nos parecerán una crítica avant la lettre (1969) a la revitalización de la metafísica racionalista en Rawls muy pocos años más tarde: “ya que soy racional, no puedo negar que lo que está bien para mí tiene que estar bien por la misma razón para los demás, que son racionales como yo. Un Estado racional (o libre) sería un Estado gobernado por leyes que fuesen aceptadas por todos los nombres racionales; es decir, por leyes que ellos mismos hubieran promulgado si les hubiesen preguntado qué querían como seres racionales; así, las fronteras que separarían los derechos serían las que todos los hombres racionales considerarían justas para los seres racionales. Pero, de hecho, ¿quién había de determinar cuáles eran estas fronteras? Los pensadores de este tipo defendían que si los problemas morales y políticos eran auténticos –y desde luego lo eran–, tienen que ser, en principio, solubles; es decir, tiene que haber una única solución verdadera para todo problema […] Con este supuesto, el problema de la libertad política era soluble estableciendo un orden justo que diese a cada hombre toda la libertad a que tiene derecho un ser racional” (CE: 248). “Una creencia, más que ninguna otra, es responsable del holocausto de los individuos en los altares de los grandes ideales históricos: la justicia, el progreso, la felicidad de las futuras generaciones, la sagrada misión o emancipación de una nación, raza o clase, o incluso la libertad misma, que exige el sacrificio de los individuos para la libertad de la sociedad. Esta creencia es la de que en alguna parte, en el pasado o en el futuro, en la revelación divina o en la mente de algún pensador individual […] hay una solución final” (CE: 274).
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teoría es exaltación de la autonomía acaba en reducción a la homogeneidad, en asfixiante angostura de los márgenes para elegir caminos personales. La historia del sujeto moderno es la de un difícil afirmarse entre dos extremos que lo presionan y quieren suprimir su autonomía en nombre de designios superiores a él. Para el racionalismo metafísico que, como acabamos de ver, inspira a gran parte de la tradición liberal, la verdad objetiva de lo justo no puede permitir muchos devaneos en la búsqueda por los individuos de su propio camino entre valores desmitologizados y reducidos a su auténtica dimensión de expresión de anhelos contradictorios resultantes de la vida práctica. Y, en el otro polo, la reacción del romanticismo contra aquel racionalismo metafísico y servidor de verdades abstractas acabó en la absolutización de realidades grupales, que sustituyen al sujeto individual como eje de la justicia y fundamento de la libertad. Y por ambos caminos se ejerce un paternalismo que, en opinión de Berlin, rebaja a los hombres a la condición de “subhumanos”, puesto que se les pone “al servicio de fines que no eligen” (CE: 239). Pero el racionalismo liberal puso a los individuos en una situación sumamente difícil. Por un lado, se les invitaba a ser libres y realizarse en el cultivo de su autonomía para elegir sus metas y gobernar su persona; al mismo tiempo, se les presionaba para que su libre elección coincidiera con la elección correcta, para que su libre gobierno de su vida llevara al ejercicio de la verdadera vida buena, ni más ni menos. El resultado: miedo. Para Berlin, ese hombre que se ve compelido a usar su libertad de elección para elegir el bien querrá, en muchos casos, renunciar a la libertad de elegir y que le den, ya puestos, todo hecho; para qué, al fin y al cabo, elegir, bajo condiciones de dura responsabilidad, si la verdad no tiene más que un camino; que nos marquen ese camino y se acabó la libertad como carga y temor. La debilidad psicológica del hombre moderno es descrita por Berlin como “agarofobia”: “La neurosis de nuestro tiempo es
“[…] manipular a los hombres y lanzarles hacia fines que el reformador social ve, pero que puede que ellos no vean, es negar su esencia humana, tratarlos como objetos sin voluntad propia y, por tanto, degradarlos. Por esto es por lo que mentir a los hombres o engañarles, es decir, usarlos como medios para los fines que yo he concebido independientemente, y no para los suyos propios, incluso aunque esto sea para su propio beneficio, es, en efecto, tratarles como subhumanos y actuar como si sus fines fuesen menos últimos y sagrados que los míos. ¿En nombre de qué puede estar justificado forzar a los hombres a hacer lo que no han querido o aquello a lo que no han consentido? […] Solamente en nombre de algún valor que sea superior a ellos mismos. Pero si, como sostenía Kant, todos los valores se constituyen como tales en virtud de los actos libres de los hombres y sólo se llaman valores en cuanto que son así, no hay ningún valor superior al individuo. Por tanto, hacer esto es coaccionar a los hombres en nombre de algo que es menos último que ellos mismos […] [T]odo control de pensamiento y todo condicionamiento son, por tanto, una negación de lo que constituye a los hombres como tales y sus valores como esenciales” (CE: 239).
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la agarofobia; a los hombres les aterroriza la desintegración y la ausencia de dirección: piden, como los hombres sin amo de Hobbes en estado de naturaleza, muros para contener la violencia del océano, orden, seguridad, organización, una autoridad claramente delimitada y reconocible, y se alarman ante la perspectiva de una libertad excesiva que les arroje a un inmenso y desconocido vacío, a un desierto sin caminos, mojones ni metas” (CE: 311). Esa es para Berlin, la explicación de un fenómeno históricamente tan imprevisto como es el auge de los nacionalismos. Ese sujeto que se rinde ante las presiones contradictorias del racionalismo metafísico acaba en brazos de otro movimiento que negará también el fundamento último y más radical de la libertad individual. La filosofía ilustrada no pudo contar con que aquella debilidad psicológica de los individuos modernos les abocara a procurarse sucedáneo para las redes y lealtades que el racionalismo mismo disolvió. Por eso ningún autor importante del siglo xix habría podido prever el auge posterior de los nacionalismos. ¿Por qué razón? Porque desde el optimismo de la Ilustración no se contó con que se requeriría “la creación, a través de una política social deliberada, de equivalentes psicológicos para los perdidos valores culturales, políticos, religiosos, sobre los que descansaba el orden antiguo”, lo que “alivió el dolor de la herida en la conciencia del grupo” (CC: 435). Define Berlin el nacionalismo como “la elevación de los intereses de la unidad y autodeterminación de la nación al nivel del valor supremo ante el cual todas las otras consideraciones deberían, si fuera necesario, ceder siempre” (CC: 421). Sus características constantes serían las cuatro siguientes: 1. “la creencia en la arrolladora necesidad de pertenecer a una nación”; 2. la creencia “en la relación orgánica de todos los elementos que constituyen una nación”; 3. la creencia “en el valor de lo propio, simplemente porque es nuestro”; y 4) la creencia, “enfrentado por contendientes rivales en busca de autoridad y lealtad, en la supremacía de sus exigencias” (CC: 428). Bajo el prisma nacionalista, las naciones poseen una “voluntad colectiva” que guía su vida política y rige su propia historia. Con esa visión, que ha-
“El ideal de un solo sistema mundial organizado, científicamente gobernado por la razón, estaba en el corazón del programa de la Ilustración” (CC: 437). Como dice también en otro lugar, “El nacionalismo no es tener conciencia del carácter nacional ni enorgullecerse de él. Es el convencimiento de la misión única de una nación, que se considera intrínsecamente superior a los objetivos o atributos de todo lo exterior a ella; así que si hay un conflicto entre mi nación y otros hombres, estoy obligado a luchar por mi nación sea cual sea el coste para esos otros hombres” (FT: 291). Cfr. CC: 432.
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bría surgido de la reacción romántica frente al racionalismo, recaeríamos de nuevo en la metafísica. Porque para Berlin la historia no es puro acontecer de causas ajenas al individuo, sino que es el individuo el que hace la historia con sus decisiones y su responsabilidad. Los términos de Berlin son rotundos, llegados a este punto: “no hay ningún valor superior al individuo” (CE: 239). Esa recuperación del individualismo, rescatado de los brazos de la metafísica racionalista y los de su alternativa complementaria, el nacionalismo o puntos de vista “orgánico”, le lleva a replantear el punto de vista “liberal” con toda una declaración de principios: frente al punto de vista “orgánico”, el punto de vista “liberal” defiende que “los derechos humanos y la idea de la esfera individual en la que estoy libre de cualquier escrutinio son indispensables para alcanzar esa independencia mínima que uno necesita para desarrollarse, cada uno siguiendo su propia línea; porque la variedad está en la esencia de la raza humana y no es una condición transitoria. Los que proponen esta opinión creen que la destrucción de dichos derechos con el propósito de construir una sociedad humana universal que se dirige a sí misma –de todos marchando hacia los mismos fines racionales– destruye esa zona de elección universal sin la que, por muy pequeña que sea, la vida no merece ser vivida” (PI: 185). Ya tenemos, así, el modelo de sujeto que inspira la filosofía política de Berlin, un sujeto cuya autonomía no puede inmolarse ante ningún “organismo” colectivo ni ante ninguna jerarquía u orden preestablecido de valores, sino que ha de ser el que personal e independientemente se oriente y “haga su vida” en esa tupida red de valores que no encajan armónicamente en un todo ideal, sino que compiten y se solapan en sus demandas. Tenemos con ello la base para comprender que frente al monismo racionalista propugne Berlin un muy marcado pluralismo de valores; frente a la política como tecnología para la gestión de certezas, la política como elección bajo incertidumbre; frente a una libertad como ejercicio de imposible autosumisión a un orden en el fondo heterónomo, la libertad como suma de posibilidades unida a la capacidad real para elegir de entre ellas; y frente a un liberalismo indiferente a la igualdad, uno que no vea en la libertad el único fin del hombre, aunque sí el más importante. Con esto quedan planteados los temas de los apartados que vienen a continuación.
“Asustar a los seres humanos sugiriéndoles que están en los brazos de fuerzas impersonales, sobre las que tienen poco o ningún control, es alimentar mitos –la idea de fuerzas sobrenaturales o de individuos todopoderosos, o la idea de la mano invisible– […] Es inventar entidades y propagar la fe de que hay formas inalterables de desarrollarse los acontecimientos” (CE: 39).
VII. El Estado, la política y las normas
I V . e l p l u r a l i s m o d e va l o r e s Ya sabemos que Berlin rechaza tajantemente la idea de valores morales, objetivos (en sentido fuerte), ahistóricos accesibles a la razón y que se armonicen en un sistema preestablecido perfectamente coherente. Frente a tales planteamientos, que son los propios de la metafísica racionalista, se empeña Berlin especialmente en subrayar que los valores que en cada sociedad y para cada persona rigen son múltiples y, sobre todo, están en pugna entre sí. Nada, pues, de aquel armonicismo racionalista de la confianza en que la razón de cada cual puede dar a cada valor el lugar que objetivamente le corresponde, y hacer al sujeto obrar en consecuencia y, por tanto, con verdad. Al contrario: no hay conocimiento de verdades morales, de verdaderas escalas entre los valores, sino elección bajo condiciones de incerteza y en contextos de riesgo por las consecuencias de la propia elección. Nos dice Berlin al respecto que “[s]i, como yo creo, éstos [los valores y propósitos de los hombres] son múltiples y todos ellos no son en principio compatibles entre sí, la posibilidad de conflicto y tragedia no puede ser nunca eliminada por completo de la vida humana, personal o social. La necesidad de elegir entre diferentes pretensiones absolutas es, pues, una característica de la vida humana que no puede eludir. Esto da valor a la libertad tal como la concibió Acton: como un fin en sí misma, y no como una necesidad temporal que surge de nuestras confusas ideas y de nuestras vidas irracionales y desordenadas, ni como un trance apurado que un día pueda resolver una panacea” (CE: 277). Si los valores son plurales y en conflicto, a cada individuo le toca la responsabilidad última de elegir la prioridad que en concreto haya de darse a cada uno en las situaciones en las que juntos no pueden realizarse, o no pueden realizarse completamente. Esa decisión, por tanto, hace mundo, por así decir, y no puede aspirar a ser el reflejo de un mundo ideal prefigurado a la elección y cuya imagen la guía.
”Algunos valores fundamentales son compatibles los unos con los otros, pero hay otros que no lo son” (PI: 52). “Libertad e igualdad, espontaneidad y seguridad, felicidad y conocimiento, compasión y justicia, todos ellos son valores humanos fundamentales que el hombre busca por sí mismo. Sin embargo, cuando son incompatibles no pueden ser conseguidos, es necesario elegir […]. Pero si esto, tal y como yo creo, no es tan sólo verdadero empíricamente, sino también conceptualmente –es decir, que se deriva del mismo concepto de estos valores-, entonces la idea de un mundo perfecto en el que se llevan a cabo todas las cosas buenas es incomprensible y, de hecho, es conceptualmente incoherente” (PI: 53). Ese carácter conceptual y prácticamente contradictorio de los valores lo discute Dworkin en polémica con Berlin (cfr. Dworkin, 2001: 85 y ss.). Sostiene que la oposición abstracta entre los valores se puede tornar en armonía ante la argumentación del caso concreto, de modo que en el caso concreto se puede mostrar cuál es el valor que viene al caso y en el caso tiene aplicación, en defecto del otro,
24. El liberalismo de Isaiah Berlin. La libertad, sus formas y sus límites
Vemos a Berlin en el intento de rescatar a la libertad propia del liberalismo de su negación práctica por obra de la síntesis de liberalismo político y metafísica racionalista. Al prescindir de esta última, aquél recupera el lugar de la libertad como posibilidad no condicionada de elegir, unida a la responsabilidad por la elección. Esa responsabilidad será una responsabilidad por las consecuencias de lo elegido, no por el error, en el sentido de discrepancia con la verdad, de la elección. Hay elección y tiene que haber libertad para ella precisamente porque no hay verdad. La verdad moral, la prefiguración de lo correcto antes de que la conciencia individual haga sus consideraciones entre los valores que se le ofrecen, haría prescindible la libertad y bastaría con la efectividad de un poder y unas normas heterónomas que forzaran a “elegir” el bien, lo que equivale, entonces, a elegir obedecer. Esa habría sido la terrible argucia de gran parte de las políticas de la era moderna y ese habría sido el pretexto de gran parte de las revoluciones. La crítica de tales planteamientos, que niegan la libertad so capa de procurar su más verdadera realización es el móvil central de la filosofía política de Berlin. Otro modo de expresar esa postura de Berlin es al resaltar su oposición al monismo de fines y medios. El monismo, que “está en la raíz de todo ex-
que sólo en principio o en abstracto le era aplicable, pero no lo será cuándo se pondere el papel que a uno y otro le toca jugar en cada ocasión. Con esta doctrina, que recuerda en mucho la teoría que Alexy desarrolla sobre la ponderación entre principios constitucionales, teoría de fuerte inspiración dworkiniana, el racionalismo metafísico y el armonicismo valorativo retornan a la filosofía política y moral, pese a Berlin. Las elecciones entre valores plurales dejan de ser trágicas y se tornan en mero desvelamiento mediante la razón del papel exacto que cada valor está llamado a jugar, en un sistema en el que verdaderamente no compiten, ya que se trata de un sistema armónico en el que idealmente está prefigurada la solución exacta de cada conflicto y la aplicabilidad al mismo de uno u otro valor. Así, la decisión práctica vuelve a verse como aplicación cognitiva y unívoca de principios a un caso, más que como verdadera elección entre alternativas en las que la ganancia de un valor o bien va a significar necesariamente algo de pérdida para otro u otros. De tal forma, teóricos y prácticos de la política y del derecho pueden seguir presentándose como meros ejecutores de los mandatos de la Razón, la Verdad y el Bien, en lugar de como sujetos llamados a decidir en contextos de irremediable incertidumbre y responsables por esas sus personales decisiones. Una buena crítica de la mencionada postura de Dworkin, con base en la defensa del pluralismo valorativo de Berlin, puede verse en Bernard Williams (2001: 91 y ss.). Muestra bien cómo las tesis de aquél resultan muy difícilmente compatibles con un entendimiento profundo del pluralismo, pues frente a la heterogeneidad de opiniones e interpretaciones que cada grupo social o político posee sobre una cuestión política, sólo una de la soluciones sería la verdadera y quienes no la apoyen estarán en el error, tanto si gozan como si no de la mayoría democráticamente obtenida. El juicio político, la decisión política, no puede pretenderse regido por la verdad, como quiere Dworkin, sino por la arriesgada elección bajo incertidumbre de que habla Berlin. Por su parte, Thomas Nagel ha resaltado que en Berlin los conflictos entre valores no pueden resolverse con una ponderación que se quiera objetiva, pues no existe el punto de vista privilegiado o la balanza desde la que determinar el resultado correcto en cada caso (Nagel, 2001: 108-109).
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tremismo” (PI: 41), consiste en la fe en un criterio único de lo valioso, en un único valor verdadero o una única jerarquía racionalmente posible de valores. Frente a él, el pluralismo “es más verdadero porque, por lo menos, reconoce el hecho de que los fines humanos son múltiples, no todos ellos conmensurables, y están en perpetua rivalidad unos con otros” (CE: 279). Los fines no se nos ordenan por sí mismos, no nos caen jerarquizados y armonizados desde ningún mundo ideal, sino que “los fines humanos chocan entre sí” (CE: 60); nosotros, cada cual, hemos de elegir entre ellos, lo que significa dar prioridad a los unos en detrimento o sacrificio de los otros. Pero esa necesidad de elegir marca, al mismo tiempo, la cualidad que nos humaniza. Para Berlin, “la necesidad de elegir y de sacrificar unos valores últimos a otros resulta ser una característica de la condición humana” (CE: 60), y cualquier intento de ser racionales sólo puede pasar por la posibilidad y el propósito de usar semejante capacidad de elección, ya que “la capacidad de elegir es intrínseca a la racionalidad” (CE: 61). Flaco favor se hace a nuestra condición humana y racional cuando se nos quiere ahorrar el esfuerzo de la elección entre fines y valores alternativos, pues es tanto como “querer deshumanizar a los hombres” (CE: 61). Así pues, no hay un único valor dominante sobre todos los demás y que gane siempre en la pugna con ellos, ni siquiera la libertad. Ni siquiera la libertad puede ser ilimitada y tiene que acompasarse con otros valores y fines que también nos importan. Aquí se apunta algo que importará mucho cuando, más adelante, maticemos el contenido del liberalismo político de Berlin: “El grado de libertad de que goce un hombre, o un pueblo, para elegir vivir como quiera tiene que estar medido por contraste con lo que pretendan significar otros valores, de los cuales quizá sean los ejemplos más evidentes la igualdad, la justicia, la felicidad, la seguridad o el orden público. Por esta razón la libertad no puede ser ilimitada […] porque el respeto por los principios de la justicia, o la deshonra que lleva consigo tratar a la gente de manera muy desigual, son tan básicos en los hombres como el deseo de libertad” (CE: 278). Pero, si no hay un único valor que importe o un único orden axiológico verdadero, ¿vale todo?, ¿estamos abocados a darle la razón al escéptico y al relativista radical? El escepticismo de Berlin lo es, y expreso, respecto a la fe monista en una única verdad, ya sea moral o relativa a las supuestas leyes del desarrollo histórico, descubribles por la razón; pero no es un escepticismo absoluto, pues, en opinión de Berlin, “el escepticismo, llevado al límite, se combate a sí mismo al convertirse en algo que se autorrefuta” (CE: 62), ya que
Cfr. PI: 27 y ss.
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si tuviera razón plena no podríamos entendernos en materias valorativas ni entender a otras culturas. En consecuencia, ni objetivismo moral fuerte ni escepticismo pleno. ¿Queda sitio para alguna forma de racionalidad de nuestras elecciones entre esos heterogéneos y conflictivos valores? La respuesta, en Berlin, es afirmativa y podemos reconstruirla sobre dos pilares. Por un lado, un concepto de racionalidad práctica que trate de salvar lo más posible de la coherencia de nuestras elecciones entre sí y con nuestras creencias de fondo. Por otro lado, y ante todo, la confianza en que hay elementos axiológicos objetivos, pero cuya objetividad no es la de la objetiva existencia de entes axiológicos ideales, sino la de la empírica coincidencia de ciertas preferencias en toda la humanidad. Sobre lo primero nos dice Berlin cosas tales como que “cuando estas reglas o principios chocan entre sí en casos concretos, ser racional es obrar de la manera que menos perjudique a la pauta general de vida en la que creemos. No se puede llegar a la táctica correcta de una manera mecánica o deductiva” (CE: 65). O que “Parte de lo que entendemos por racionalidad es el arte de aplicar, y combinar, reconciliar, elegir, entre principios generales, de manera tal que no se le puede dar jamás a ésta una explicación teórica (o justificación) completa” (ccat: 150). Pero no es esto lo que más le importa a Berlin, sino el salvar un espacio para la objetividad de nuestro razonar libre sobre valores. Veámoslo. Si la comunicación humana, tanto en el seno de una misma cultura como entre culturas, es posible, es porque tiene lugar sobre un cimiento común de valores. En los términos de Berlin, “la posibilidad de comprender a los hombres de la propia época o de cualquier otra y, desde luego, la posibilidad de que éstos se comuniquen entre sí, depende de la existencia de algunos valores comunes, y no sólo de un mundo común ‘fáctico’. Este último es una condición necesaria, pero no suficiente, de la comunicación humana” (CE: 36). más aún: ese sustrato valorativo compartido es el que dirime sobre la consideración misma de lo humano, el que marca la frontera entre el ser y vivir como humano y el modo de ser o de comportarse al que no se es capaz de ver como propio de los seres humanos. Es decir, es el comportarse de acuerdo con unos mínimos morales lo que nos reporta el reconocimiento de nuestra condición humana. Rebasar tales mínimos, vulnerar esos límites, nos equipara a animales y convierte nuestras conductas en literalmente incomprensibles para nuestro prójimo. Es la brutalidad inhumana o la locura la calificación que obtiene quien no acata esos valores que en cada momento definen, en el seno de la humanidad, los perfiles mínimos de lo humano. Según Berlin, “[a] los que no tienen contacto con el mundo exterior se les define como anormales y en los casos extremos, como locos. Pero igualmente lo son […] los que se extravían demasiado del mundo
VII. El Estado, la política y las normas
común de los valores […] La aceptación de valores comunes (en todo caso, de un mínimo irreducible de ellos) forma parte de la concepción que tenemos de un ser humano normal” (CE: 36). Sin ese mínimo compartido, la comunicación no sería posible. Si puedo comprender los valores de otro, aunque no los comparta, es porque ambos nos movemos dentro del límite de lo que se considera como posible para ser querido por un ser humano sin degradarse absolutamente. Puedo, así, ponerme en lugar del distinto a mí porque hay algo común en medio de todas las diferencias. Si ese elemento común falla, ningún entendimiento es posible, toda comunicación habrá perdido su base. Sólo podemos entendernos y comunicarnos si nos pensamos como racionales, y pensarnos como racionales, a su vez, es poder comprender las razones de nuestra acción. ¿Cuánto de objetividad hay en esos valores comunes y cómo se conoce, en su caso? Respecto de lo primero, Berlin viene a decirnos que la objetividad radica en el hecho de que hay un cuerpo de valores que son efectivamente, de hecho, compartidos. Pero no significa esto exactamente que todos los seres humanos que pueden entenderse y verse recíprocamente como humanos participen de las mismas preferencias, realicen las mismas opciones, se atengan a la misma jerarquía en esos valores. No, lo que ocurre es que ese cuerpo de valores compartidos es el conjunto de los tenidos por admisibles, de los considerados
“Así, si digo de alguien que es bondadoso o cruel, que ama la verdad o es indiferente a ella, sigue siendo humano en cualquier caso. Pero si encuentro un hombre para el que le dé literalmente lo mismo patear una piedra que matar a su familia, porque cualquiera de estas acciones le quitaría el aburrimiento, no habré de mostrarme dispuesto, como los relativistas congruentes, a atribuirle meramente un código de moral distinto del mío propio o del de la mayoría de los hombres […] sino que empezaré a hablar de insania o de inhumanidad; me inclinaré a considerarlo loco […] lo cual es una manera de decir que no considero plenamente humano a tal ser. Son casos de esta clase los que parecen establecer con claridad que la capacidad de reconocer valores universales –o casi universales– forma parte de nuestro análisis de conceptos fundamentales tales como los de “hombre”, “racional”, “cuerdo”, “natural”, etc. –de los que comúnmente se piensa que son descriptivos y no valorativos–, que constituyen la base de las traducciones modernas a términos empíricos del meollo de verdad encerrado en las viejas doctrinas del derecho natural a priori” (ccat: 271). “Y la diferencia es que, si un hombre quiere alcanzar uno de estos valores, yo, que no lo hago, soy capaz de entender por qué lo hace o qué haría yo en sus circunstancias, para que me sienta inducido a alcanzarlo yo también. De aquí nace la posibilidad de la comprensión humana” […]. Si soy un hombre o una mujer con imaginación suficiente (y esto es necesario) puedo entrar en un sistema de valores que no es el mío propio; pero, sin embargo, sí soy capaz de comprender que otros hombres lo busquen, siempre que sigan siendo humanos, mientras sigan siendo criaturas con las que me puedo comunicar, con las que tengo ciertos valores en común. Porque todos los seres humanos deben tener algunos valores en común, porque, de no ser así, dejarán de ser humanos; pero también deben tener otros valores diferentes porque, si no, dejarán de ser diferentes, como de hecho ocurre” (PI: 37). “La racionalidad descansa en la creencia de que puede uno pensar y actuar por razones que se pueden comprender, y no tan sólo como producto de ocultos factores causales que engendran “ideologías” y no pueden ser, en ningún caso, cambiados por sus víctimas” (ccat: 279).
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dignos de ser seguidos por los seres humanos, con independencia de la concreta elección que cada uno haga de entre ellos. El carácter “finito” de ese conjunto hace que ciertas opciones no puedan contar en ninguna parte como aceptables, no que las opciones de todos tengan que ser las mismas. Además, los perfiles de ese conjunto pueden variar según los lugares y las épocas. Lo que, por encima de lugares y épocas ha de mantenerse, mientras sea posible entender como humanos los actos de otros lugares o de otros tiempos, es un núcleo común e irreducible. Arriesgaré una interpretación personal de esto. En mi opinión, lo que se quiere decir es que hay valores que son impensables como valores comunes en cualquier cultura, pues harían la convivencia imposible. En ninguna parte se puede considerar que hacer el mal sea mejor que hacer el bien, ser injusto que ser justo, aun cuando los respectivos contenidos materiales de lo bueno o lo justo se rellenen con gran condicionamiento histórico y cultural. O, yendo más allá de los valores puramente formales, en ninguna parte se podrá pensar con carácter general que matar sea mejor que respetar la vida, o causar daño corporal mejor que respetar la integridad física. Y si es posible pensar la humanidad y que haya alguna forma de entendimiento de cualquier cultura, pasada o contemporánea, es porque ese bagaje valorativo, el de los valores pensables y su necesidad, se mantiene a través de los tiempos
“La objetividad del juicio moral parece depender del grado de constancia que tengan las respuestas humanas (y casi consiste en ello). En principio, esta idea no puede hacerse rígida e inalterable. Sus límites siguen siendo borrosos. Las categorías morales –y las categorías de los valores en general– no son tan firmes e inextirpables como las que corresponden, por ejemplo, a la percepción del mundo material, pero tampoco son tan relativas o tan fluidas como tienden a suponer demasiado fácilmente algunos escritores en su reacción contra el dogmatismo de los objetivistas clásicos. Un mínimo de fondo moral común, de categorías y conceptos relacionados entre sí, es intrínseco a la comunidad humana” (CE: 37-38). “La intercomunicación de las culturas en el tiempo y en el espacio sólo es posible porque lo que hace humanos a los hombres es común a ellas, y actúa como puente entre ellas. […] Las formas de vida difieren. Los fines, los principios morales, son muchos. Pero no infinitos: han de estar dentro del horizonte humano. Si no lo están, quedan fuera de la esfera humana” (FT: 51-52). Señala Nagel (2001: 105) que Berlin es un “realista moral”, y que lo que hace tan original su pluralismo es que se trata de un “pluralismo realista”, en lugar de ser un pluralismo relativista. “[…] parece ser que nosotros distinguimos la apreciación subjetiva de la objetiva en la medida en que los valores fundamentales implicados en esta última son comunes a los seres humanos en cuanto tales; es decir, para fines prácticos, comunes a la gran mayoría de los hombres, en la mayoría de los sitios y en la mayoría de las épocas. Claro que esto no es un criterio absoluto y rígido; hay variaciones, hay peculiaridades nacionales, locales e históricas imperceptibles (y también notorias) […]. Pero este criterio no es totalmente relativo ni subjetivo; si no, el concepto de hombre se haría demasiado indeterminado, y los hombres y las sociedades, separados por diferencias normativas infranqueables, serían completamente incapaces de comunicarse a través de las grandes distancias del espacio, el tiempo y las culturas. La objetividad del juicio moral parece depender del grado de constancia que tengan las respuestas humanas (y casi consiste en ello). En principio, esta idea no puede hacerse rígida e inalterable. Sus límites siguen siendo borrosos” (CE: 37).
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y el espacio. No todo vale y no todo puede ser querido, aunque entre los valores que cada cual pueda adoptar hay gran diversidad y ausencia de jerarquía objetiva y predeterminada. Hemos llegado, de este modo, a lo que separa a Berlin del relativismo. Berlin admite que cada cual se topa con un amplio abanico de valores entre los que puede elegir y que desde la elección de cada cual se verán las cosas en consecuencia; pero eso no quiere decir que no existan límites a los modos posibles de ver las cosas y que todo pueda reducirse a diferencias de gustos entre las que no se puede juzgar con objetividad. No se puede juzgar objetivamente de las elecciones que acontezcan de entre esos valores admisibles; sí se puede juzgar objetivamente descarriada la elección que aparte a su titular de lo que la humanidad considera como humano. “Esta es la razón por la que el pluralismo no es relativismo: los múltiples valores son objetivos, parte de la esencia de la humanidad y no creaciones arbitrarias de los caprichos subjetivos de los hombres. No obstante, evidentemente, si yo pretendo alcanzar un conjunto de valores determinado puedo detestar otro […] En ese caso puedo atacarlo, e incluso, en casos extremos, tendré que entrar en guerra contra él. Pero, aun así, sigo reconociéndolo como una búsqueda humana” (PI: 38). Como ha indicado Zakaras (2003: 497-498), en Berlin la razón juega un papel importante, por mucho que limitado, en la deliberación política y moral. Pero lo que a la razón no se le alcanza es dirimir entre fines últimos, entre esos “valores objetivos”, como justicia o compasión. No hay para eso medida o criterio de comparación y no cabe ponderar esos valores los unos contra los otros.
Muy acertadamente insiste entre nosotros Eusebio Fernández en el error de clasificar a Berlin entre los relativistas (Fernández, 2002: 106). “Llegué a la conclusión de que hay una pluralidad de ideales, al igual que hay una pluralidad de culturas y de temperamentos. No soy relativista; yo no digo ‘A mí me gusta el café con leche y a ti te gusta sin leche; yo estoy a favor de la bondad y tú prefieres los campos de concentración’: cada uno de nosotros con sus propios valores que no pueden ser superados o integrados. Esto, en mi opinión, es falso. Sin embargo, sí que creo que existe una pluralidad de valores que los hombres pueden buscar, y lo hacen. Y que estos valores difieren. Su número no es infinito”, es “finito” (PI: 36-37). En la interpretación de Zakaras (2003: 500), cada uno de esos valores objetivos “representa una distinta posibilidad de maduración humana y autorrealización”. Continúa Berlin con el siguiente ejemplo: “Yo pienso que los valores nazis son detestables, pero puedo comprender cómo, con la suficiente desinformación y las suficientes falsas creencias sobre la realidad, alguien podría llegar a creer que son la única salvación. Evidentemente, esos valores deben ser combatidos, con la guerra si es necesario; pero yo, a diferencia de otros, no considero que los nazis sean personas literalmente patológicas o lunáticas; tan solo creo que son personas que están malvadamente equivocadas, absolutamente mal guiadas” (PI: 38). En términos de Taylor, el pluralismo valorativo de Berlin no es histórico o transcultural, sino que se refiere a la idea de que reconocemos que existen a menudo incompatibilidades que requieren que hagamos difíciles elecciones (Taylor, 2001: 114).
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Y llegamos a la pregunta sobre cómo conocer ese mínimo de valores que poseen la mencionada forma de objetividad. Puesto que esa objetividad se afirma como empírica presencia de aquéllos en todos los pueblos y culturas, dice Berlin que la cuestión es de índole empírica y que corresponderá a los científicos sociales y demás estudiosos de los atributos fácticos de las sociedades humanas el elaborar su lista. No obstante, como señala Taylor, esto no es una salida hacia el relativismo cultural, sino que, paradójicamente, enlaza con una forma de realismo moral o cognitivismo al menos mínimo, pues dicha tesis “implica que yo veo dichos bienes como imponiéndose de alguna manera por sí mismos, como vinculantes para mí o formulándome a mí una pretensión. De otra forma, el conflicto podría ser fácilmente esquivado” (Taylor, 2001: 113). Este pluralismo valorativo de Berlin, matizadamente objetivista, tiene una secuela en términos de justificación de una regla moral y política: la necesidad de la tolerancia. Si hemos de poder elegir dentro del muy amplio espacio que ese conjunto de valores no incompatibles con lo tenido por humano nos permite, hemos de vernos efectivamente protegidos en nuestra libertad y aceptados en nuestras opciones, sin represalias ni coacción por no atenernos a patrones ajenos de bondad o verdad. No vaya a ser que la huida del racionalismo metafísico nos lleve a alternativas de similar intolerancia, cosa que, como ya sabemos, preocupa a Berlin sobremanera. También la manera de entender la política será diversa según sea que nos pongamos bajo la perspectiva del racionalismo metafísico o del pluralismo valorativo. Para el primer punto de vista, la alternativa tiende a concebirse como labor eminentemente tecnocrática, pues “cuando se está de acuerdo en los fines, los únicos problemas que quedan son los de los medios, y éstos no son políticos, sino técnicos” (CE: 215), y se cambia el gobierno de las personas por la administración de las cosas, en palabras de Saint-Simon que Berlin invoca. En cambio, cuando se prescinde de esa vinculación de lo político a
Cfr. CE: 62. “Si el pluralismo es un concepto válido, y es posible el respeto entre sistemas de valores que no sean, necesariamente, hostiles entre ellos, a continuación llegan la tolerancia y las consecuencias liberales. Algo que no ocurre con el monismo (tan solo un conjunto de valores es verdadero, los otros son falsos), o con el relativismo (mis valores son míos, los tuyos son tuyos y, si entran en conflicto, qué pena, ninguno de nosotros puede afirmar tener razón).” (PI: 38-39). En la misma línea irían, según Berlin, “las profecías marxistas sobre la supresión del Estado y el comienzo de la verdadera historia de la humanidad” (CE: 216). Como apunta Kelly (2002: 29), “para Berlin el marxismo representa una ilustración particularmente potente del monismo filosófico y político”. En los tempranos estudios que Berlin dedica al marxismo, con ocasión de la biografía de Marx que en 1933 le encargan estaría, según Kelly, la base de su distinción entre monismo y pluralismo. Sobre las circunstancias de dicho encargo sobre Marx y la escritura de dicha biografía, vid. Ignatieff, 1999: 101 y ss.
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la realización de un fin prefijado por alguna filosofía que se pretenda la única verdadera, sólo cabe percibirla como auténtica elección bajo incertidumbre. Toca también a quienes tienen el gobierno establecer prioridades entre los fines y valores que compiten, y nunca podrán presumir de haber hallado la única solución correcta. Puede ocurrir, por ejemplo, que la libertad negativa y la positiva, dado que “ambas son fines en sí mismos”, choquen “de manera irreconciliable. Cuando esto sucede, inevitablemente, surge el problema de cuál elegir y cuál preferir. ¿Se debe estimular en una determinada situación la democracia a expensas de la libertad individual? ¿Se debe estimular la igualdad a expensas de las realizaciones artísticas, o la piedad a expensas de la justicia […]? Lo que a mí me interesa decir es simplemente que, en principio, no se pueden encontrar soluciones rígidas para aquellas cuestiones en las que los valores últimos son irreconciliables. Decidir de una manera racional en estas situaciones es decidir a la luz de los ideales y normas generales de vida que persigan un hombre, una sociedad o un grupo”, y si se trata del enfrentamiento de dos valores “que son al mismo tiempo absolutos e inconmensurables, es mejor enfrentarse a este hecho intelectualmente incómodo que ignorarlo, o atribuirlo automáticamente a alguna deficiencia nuestra que podría eliminarse aumentando nuestro conocimiento o nuestras habilidades, o, lo que es aún peor, suprimir por completo uno de los dos valores que están en competencia pretendiendo que es idéntico a su rival, y terminar con ello deformando ambos” (CE: 58-59). Las soluciones políticas no se hallan, por tanto, en ningún libro sagrado ni en la mecánica traslación de los principios generales de ninguna doctrina filosófica que nos pinte el mundo a su manera. Lo que la política exige es ponderación de las concretas soluciones para tomar conciencia de los contrapuestos valores en juego, asunción de la responsabilidad por la incierta decisión y abundante predisposición al compromiso, a la reconsideración de las situaciones y al continuo reacomodo de las propuestas a las cambiantes circunstancias.
Perdida la fe del dogmatismo racionalista, “quizá lo mejor que uno puede hacer es intentar fomentar algún tipo de equilibrio, necesariamente inestable, entre las diferentes aspiraciones de diferentes grupos de seres humanos (al menos para impedir que intenten exterminarse entre ellos y para impedirles, en la medida de lo posible, que se hagan daño unos a otros) y fomentar entre ellos el máximo grado posible de comprensión y entendimiento, que probablemente no llegarán nunca a ser completos” (FT: 106). “El dilema es lógicamente insoluble: no podemos sacrificare la libertad y la organización necesarias para su defensa, o un nivel mínimo de bienestar. Por tanto, la solución debe estar en algún compromiso algo reprochable lógicamente, flexible e incluso ambiguo. Cada situación requiere sus propias medidas específicas […] Lo que esta época necesita no es (como oímos a menudo) más fe, una dirección más severa o una organización más científica, sino, por el contrario, menos ardor mesiánico, más escepticismo culto, más tolerancia con las idiosincrasias, medidas ad hoc más frecuentes para lograr los objetivos en un futuro previsible, más espacio para que los individuos y las minorías cuyos gustos
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Condicionada queda, a partir de esta postura de Berlin, la respuesta mejor a las que, según nos dice, son las cuestiones centrales de la política, como son las de “¿Por qué debo yo (o cualquiera) obedecer a otra persona? ¿Por qué no vivir como quiera?” (CE: 219). Y dicha respuesta no puede ser otra que ésta: “Debemos obedecer la autoridad no porque sea infalible, sino únicamente por razones estricta y abiertamente utilitarias, como medio necesario. Como no se puede garantizar que ninguna solución esté libre de error, ninguna disposición es definitiva” (CE: 120). En suma, las razones de la obediencia, que es tanto como decir las razones que justifican el poder político, son razones de conveniencia, razones que aluden a la necesidad de un orden social común en el que nuestras elecciones puedan desenvolverse con el mínimo de seguridad y protección que se requiere para que sean verdaderas elecciones libres. Pero en modo alguno debe guiar la obediencia o la atribución de legitimidad al gobernante y a sus normas la convicción de que aquél está en posesión de la verdad y es más capaz que cualquiera de nosotros para discernir los fines mejores, o de que sus normas son el camino seguro hacia nuestra perfección o salvación, individual o colectiva. V . l a l i b e r ta d y s u s c l a s e s Berlin se ocupó desde sus comienzos del problema del determinismo, tema al que aquí dedicaré poco espacio. Su razonamiento es, en el fondo, sencillo y apto para un resumen rápido. Nos dice Berlin que no hay argumentos concluyentes a favor del determinismo y que si los hubiera tendríamos que cambiar el significado que damos a ciertos conceptos de nuestra teoría y nuestras prácticas sociales, pues habrían perdido por completo su sentido. Tal sería el caso de
y creencias encuentran (justa o injustamente, no importa) poca respuesta entre la mayoría logren sus fines personales.” (CE: 119). “Entre Hitler y Stalin apenas dejaron una piedra sobre otra en el otrora espléndido edificio de las leyes inexorables de la historia” (SR: 83). “En el ámbito de la acción política, las leyes son mucho más remotas y escasas: las habilidades lo son todo” (SR: 85). Las puyas de Berlin contra el perfeccionismo y las utopías son afiladas. “Con tal de hacer la tortilla, no puede haber, seguro, ningún límite en el número de huevos a romper. Esa era la fe de Lenin, de Trotski, de Mao, y, por lo que yo sé, de Pol Pot” (FT: 57). “El holocausto por objetivos lejanos es una burla cruel de todo lo que los hombres juzgan estimable, ahora y en todas las épocas” (FT: 59). “La búsqueda de la perfección me parece una receta para derramar sangre” (FT: 62). Pero que es importante, pues, como pone de manifiesto Gray, “hay coherencia, si no tal vez relaciones de derivación lógica o de implicación estricta, entre la oposición de Berlin al determinismo humano y su concepción de la vida moral y política. El locus de esta coherencia es la centralidad que Berlin otorga a la actividad de elección en la construcción de la naturaleza humana” (Gray, 1996: 23). Cfr. CE 11.
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ideas como mérito, premio, castigo, culpa, etc. Si todas nuestras acciones sólo pudieran verse como mero resultado de interacciones causales naturales, sin participación de libertad o elección personal propiamente dichas, sería perfectamente ocioso dar normas para guiar el uso de la libertad o hacer a una persona responsable por sus actos, pues no habría sitio ninguno para tal libertad y tal responsabilidad. Es más: si interesara operar sobre las conductas debería hacerse, entonces, actuando directamente sobre las causas, no queriendo influir en las motivaciones. La terapia o cualquier técnica de manipulación de conductas tendrían todo su sentido, el mismo que perderían por completo el derecho, la moral o cualesquiera otros entramados de reglas. El asunto por el que más a menudo se cita a Berlin, y no siempre con rigor, es el de su distinción entre libertad negativa y libertad positiva. Hay una cierta vulgarización de esta diferencia, convertida ya en tópico, a tenor de la cual se atribuye a Berlin el haber distinguido entre la libertad como posibilidad de hacer las cosas que deseamos, que sería la libertad negativa y consistiría, por tanto, en la ausencia de restricciones a nuestros movimientos, y la libertad como posesión de los medios que nos permitan la efectiva realización de esos movimientos, de nuestros propósitos, que sería la libertad positiva. Las cosas, en mi opinión y como trataré de mostrar seguidamente, de la mano de los textos de Berlin, no son exactamente así. Comprobemos cómo distingue Berlin entre libertad negativa y libertad positiva. A . l i b e r ta d n e g at i va La liberad negativa no es un concepto absoluto, sino una magnitud variable, gradual. Consiste en el margen o alcance de las posibilidades que un sujeto puede plantearse como cursos posibles para su acción. Muchas veces los términos con que Berlin la ilustra se prestan a equívocos. Así, a mi modo de ver, cuando dice que esta libertad negativa responde a la pregunta sobre “cuál es el ámbito en que al sujeto –una persona o un grupo de personas– se le deja o se le debe dejar hacer o ser lo que es capaz de hacer o ser, sin que en ello interfieran otras personas” (CE: 220). O cuando manifiesta que “ser libre en este sentido quiere decir para mi que otros no se interpongan en mi actividad. Cuanto más extenso sea el ámbito de esta ausencia de interposición, más amplia es mi libertad”
Uno de los más competentes análisis de la distinción berliniana puede verse en Galipeau (1994: 84 y ss.). Recalca este autor que los equívocos suelen deberse a una lectura de Two Concepts of Liberty desvinculada del resto de la obra de Berlin (Galipeau, 1994: 85).
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(CE: 222); o que es la “libertad que consiste en que otros hombres no me impidan decidir como quiera” (CE: 232). Hay que acudir a la letra pequeña, a las aclaraciones o extensiones que el propio Berlin ofrece de su noción, para ver con nitidez que esta libertad no consiste meramente en la ausencia de restricciones a la ejecución de las decisiones que el individuo tome, sino en la ausencia de límites a las decisiones que el individuo puede plantearse. No falta esta libertad cuando yo carezco de los instrumentos (materiales, intelectuales, económicos…) para hacer lo que cabe que me proponga hacer y efectivamente me he propuesto hacer, sino cuando se eliminan opciones del campo de las que puedo plantearme. Lo que dirime no es cómo realizo la opción que elijo, sino con cuántas alternativas cuento a la hora de plantearme la elección. Cuenta el abanico de mis decisiones posibles, no el destino de las que efectivamente tome. Las palabras de Berlin son claras, por muy gráficas: “Esta libertad no depende en última instancia de si yo deseo siquiera andar, o de hasta dónde quiero ir, sino de cuántas puertas tengo abiertas, de lo abiertas que están, y de la importancia relativa que tienen en mi vida, aunque puede que sea literalmente imposible medir esto de una manera cuantitativa. El ámbito que tiene mi libertad social o política no sólo consiste en la ausencia de obstáculos que impiden mis decisiones reales, sino también en la ausencia de obstáculos que impidan mis decisiones posibles, para obrar de una manera determinada, si eso es lo que decido” (CE: 46). Por supuesto que si se me impide recorrer uno de los caminos que se me ofrece se me limita esta libertad; pero también, y más radicalmente, si ni siquiera se me ofrece ese camino entre los que puedo recorrer. Es más: yo puedo evitar la frustración de que se me impida recorrer uno de los caminos que se me ofrecen si de propia iniciativa renuncio a tomar en consideración aquel camino como uno de los que me puedo proponer recorrer, de modo que se podría decir que soy libre porque el no recorrerlo es resultado de mi previa renuncia y no del impedimento ulterior. Pero de esta manera, según Berlin, no aumento mi libertad negativa, sino que la disminuyo, puesto que estrecho el marco de mis posibilidades. También las autolimitaciones son limitaciones, hacen que, en términos absolutos, disminuya el número de las posibilidades que puedo tomar en consideración.
“Este sentido en que uso el término libertad no implica simplemente la ausencia de frustración (que puedo conseguir eliminando los deseos), sino también la ausencia de obstáculos que impidan posibles decisiones y actividades, la ausencia de obstrucciones en los caminos por los que un hombre puede decidir andar” (CE: 46). Frente a tanta doctrina que interpreta la distinción de Berlin equiparando libertad negativa a la mera ausencia de impedimentos a lo que se desea hacer, es Feinberg uno de los autores que mejor han visto que dicha ausencia de impedimento se refiere a lo que uno pueda querer hacer. La ausencia de
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Renunciar a tomar en consideración una posibilidad es renunciar a una posibilidad, es disminuir la libertad negativa. Porque, insiste Berlin, esa libertad “es tener oportunidad de acción, más que la acción misma […] La libertad es la oportunidad de actuar, no el actuar mismo” (CE: 49). Esta libertad se ve limitada por la coacción proveniente de otros, no por la incapacidad personal. Si yo, por estar cojo, no puedo plantearme batir el récord mundial de salto de altura, mi libertad de plantearme cosas no se ve limitada, mientras que sí lo está si se impide, coacción por medio, por ejemplo, que a la correspondiente competición acudan los de mi raza o los de mi aldea. “Sólo se carece de libertad política –explica Berlin– si algunos seres humanos le impiden a uno conseguir un fin. La mera incapacidad de conseguir un fin no es falta de libertad política” (CE: 220-221). Se preocupa Berlin de disolver algunos errores posibles a propósito de este tipo de libertad, como los cuatro siguientes. – Un primer error consiste en vincular la posesión de libertad negativa con la clase social a la que se pertenece o la situación social en la que se está. Así, se indigna Berlin ante la tesis, que tilda de “engañifa política” de que “la libertad de un profesor de Oxford es una cosa muy diferente de la libertad de un campesino egipcio” (CE: 223). El que su libertad negativa sea igual o el que sea mayor la de uno u otro no depende de la riqueza o el bienestar de que cada uno disfrute, sino de cuántas cosas a cada uno le estén vedadas por normas que la coacción respalda. En un lugar en el que la pobreza impere puede haber tanta o más libertad negativa, que al fin y al cabo es libertad sobre el papel, como en el país más rico y opulento y con ciudadanos mejor dotados de bienes materiales. Porque la libertad negativa será mayor allí donde más cosas pueda una persona proponerse ser o hacer y donde menos se le impida hacerlas o serlas si así lo decide. Que, aparte de los impedimentos que el poder le ponga o no, también su suerte social, los medios de que disponga, condicione el que de hecho pueda alcanzar o no eso que se propuso, es asunto distinto, que ya no tiene que ver
frustración no es un componente de este concepto de libertad. Si yo no deseo ni me propongo hacer X, no me sentiré frustrado porque exista un hombre armado encargado de impedirme hacer X. Pero seré menos libre, en este sentido, que si pudiera hacerlo si quisiera. De ahí que diga Feinberg que se trata aquí de una libertad “hipotética o disposicional”. Por eso señala que condenamos a los tiranos que restringen la libertad disposicional de los ciudadanos, aun cuando sepamos que muchos de éstos, ya sea por ignorancia, resignación o amor a tal líder, no se sienten realmente sometidos ni limitados. Una persona no es más libre, según esto, cuando puede hacer todo lo que quiere, sino cuantas más son las cosas que podría hacer si quisiera. Así pues, y según Feinberg, una cosa es libertad y otra cosa es satisfacción de lo que se quiere. Si sólo está permitido hacer una cosa y el sujeto S sólo quiere hacer esa cosa, S verá su voluntad realizada, pero será muy escasamente libre (cfr. Feinberg, 1973: 4 y ss). Cfr. CE: 223.
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con la libertad negativa como categoría, sino con las condiciones de ejercicio, como pronto veremos. – El segundo equívoco puede provenir de la absolutización de la libertad, y ya sabemos que para Berlin ningún valor tiene a priori más relevancia que los otros que con él pueden competir en determinadas situaciones. Por tanto, “la libertad no es el único fin del hombre” (CE: 224), y sólo el monismo, ese que Berlin rechaza, podría plantearlo así. Entender esto nos ayudará a vencer la perplejidad que nos pueda haber provocado el punto anterior, con la afirmación de que la libertad negativa del campesino más pobre pueda ser la misma que la del ciudadano más rico de un imperio. Porque, y aquí está la clave, que la libertad de ambos pueda ser igual, o mayor incluso la del pobre, no es ninguna justificación, según Berlin, para mantener la desigualdad en lo demás, esto es, en los medios con los que realizar esas opciones sobre el papel de que se nutre la libertad negativa. Tiene muy claro Berlin, y más adelante insistiremos en ello, que puede estar justificado sacrificar libertad para conseguir igualdad o justicia. Más importante que el que la ley nos permita elegir la profesión que queramos o trasladar nuestro domicilio a donde nos apetezca es que tengamos qué comer y no estemos condenados a la muerte por inanición; o que poseamos los mínimos recursos intelectuales para entender ese mundo en el que se nos permite elegir nuestro camino. Como dice Berlin, “sin las condiciones adecuadas para el uso de la libertad, ¿cuál es el valor de ésta?” (CE: 223). Lo que sí le importa mucho a Berlin es que las cosas sigan llamándose por su nombre y que no se nos dé gato por liebre. Si para conseguir más igualdad, realizar mayor justicia o conseguir para todos unas condiciones de vida más dignas que permitan la realización más efectiva de mayor cantidad de las opciones que sobre el papel la ley les permite, sacrificamos algunos grados de libertad, estamos sacrificando libertad, no realizando una libertad más profunda ni más auténtica ni ninguna engañosa zarandaja por el estilo. Un sacrificio de libertad “no es ningún aumento de aquello que se sacrifica (es decir, la libertad)” (CE: 224), como tan a menudo en el siglo xx han querido hacernos ver tantos regímenes tramposos que usaron la falaz metafísica de la “verdadera” libertad
“Apenas puede esperarse que los hombres que viven en unas condiciones en que no tienen suficiente comida, calor, refugio y un mínimo de seguridad, se preocupen de la libertad de contratación o de la libertad de prensa” (CE: 49). E inmediatamente antes: “Es verdad que ofrecer derechos políticos y salvaguardias contra la intervención del Estado a hombres que están medio desnudos, mal alimentados, enfermos y que son analfabetos, es reírse de su condición; necesitan ayuda médica y educación antes de que puedan entender qué significa un aumento de su libertad o que puedan hacer uso de ella. ¿Qué es la libertad para aquellos que no pueden usarla? (CE: 223).
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sin libertad. Puede estar perfectamente justificado sacrificar grados del valor libertad en pro de otros valores, que sufren en grado que se considera indebido si la libertad se maximiza en su detrimento. Decidir el qué y el cuánto del sacrificio es cosa de esa política que, como hemos visto, ha de sopesar valores en situaciones y circunstancias concretas y con el sólo límite de no cerrar las puertas a ulteriores reconsideraciones de nuevas situaciones y circunstancias. Lo que no le parece legítimo ni honesto a Berlin es, como ya se ha dicho, ocultar la verdadera índole de lo que está en juego, el sacrificio de unos valores por otros como resultado de una decisión de quienes gobiernan y, por gobernar, tienen que tomar esas decisiones y asumir la responsabilidad por ellas. Gobernar, ya lo sabemos, no es disfrutar con la gestión de un sistema de fines y valores armónicos, sino tomar las riendas de la elección entre ellos, elección que siempre tiene algo de trágico. – En tercer lugar, y ya se ha anticipado bastante, no se debe confundir la libertad negativa con las condiciones para su ejercicio. Una cosa es lo que las normas me permitan hacer y otra distinta lo que mis circunstancias sociales me posibiliten hacer. La libertad negativa tiene que ver sólo con lo primero, pero puede haber buenas razones en otros valores para actuar en pro de la mejora de lo segundo. Porque la falta de ciertas condiciones no elimina la libertad, sólo imposibilita su ejercicio. Que, por ejemplo, yo tenga libertad para estudiar o no una carrera universitaria, según lo quiera, y que nadie me impida coactivamente hacerlo, es una cosa; otra distinta, que disponga o no de los medios para pagarme tal carrera. La libertad negativa se refiere a lo primero; lo segundo tendrá más que ver con la justicia u otros valores relacionados. Cada valor es lo que es y rige en lo que rige. En las palabras de Berlin: “Si un hombre es demasiado pobre, ignorante o débil, para hacer uso de sus derechos, la libertad que éstos le confieren no significa nada para él, pero no por ello es aniquilada dicha libertad. La obligación de promover la educación, la salud y la justicia, de elevar el nivel de vida […] no se hace menos estricta porque no vaya dirigida necesariamente a la promoción de la libertad misma, sino al establecimiento de las condiciones que son las únicas que hacen posible que sea valioso tenerla, o al establecimiento de valores que puede que sean independientes de ella. Y sin embargo, la libertad sigue siendo una cosa y las condiciones de ella, otra” (CE: 63). ¿Por qué le importa tanto a Berlin insistir, una y otra vez, en esa distinción? En mi opinión, porque quiere prevenirnos contra el engaño, tan frecuente, que consiste en sostener que cuando un Estado garantiza sanidad o vivienda o
Cfr. CE 224-225.
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educación, ya poseen sus ciudadanos, sin más y por ese sólo hecho, la máxima libertad, aun cuando en realidad sean muy pocas sus posibilidades reales de elegir su pauta de vida. De ahí la reiterada advertencia: “En su celo por crear condiciones económicas y sociales, que son las únicas en las que la libertad tiene un auténtico valor, los hombres tienden a olvidar la libertad misma” (CE: 64). “No hay que olvidar que, aunque puede que sea virtualmente inútil la libertad que carece de suficiente seguridad material, salud y conocimientos, en una sociedad a la que le falta igualdad, justicia y confianza mutua, lo contrario puede ser también desastroso. No por atender las necesidades materiales […] se aumenta la libertad” (CE: 64-65). “El paternalismo puede dar las condiciones de libertad y, sin embargo, negar la libertad misma” (CE: 65). – Y, como cuarto error que quiere Berlin prevenir, nos advierte de que no es lo mismo libertad negativa que libertad política y que, incluso, la libertad negativa puede ser compatible “con ciertos tipos de autocracia” (CE: 229). Una cosa es que las mayores cotas de libertad negativa suelan darse, por razones bastante obvias, allí donde los ciudadanos tienen también reconocido el derecho a participar en igualdad en el gobierno de los asuntos públicos; pero otra cosa es que se trate de asuntos conceptualmente diferentes. Así, conceptualmente, nada impide que un gobierno muy deficientemente democrático permita a sus ciudadanos más opciones que las que les deja abiertas otro de origen más democrático. “La respuesta a la pregunta ‘quién me gobierna’ es lógicamente diferente de la pregunta ‘en qué medida interviene en mí el Gobierno’ ” (CE: 230). Nuevamente hay que precaverse ante la posible crítica precipitada a estos postulados teóricos de Berlin. No pretende convencernos de que la libertad negativa sea más importante que la democracia, como tampoco quiso antes decirnos que tenga más importancia que la justicia. Más bien nos previene, una vez más, frente a posibles manipulaciones, en este caso la que se expresa en suponer que por el hecho de ser democrático ya asegura un gobierno, por definición, la libertad en la mayor medida. Otra vez, ver lo distinto de uno y otro valor evita que se nos dé gato por liebre, que se nos convenza de que por estar realizado lo uno ya va de suyo lo otro. Puestas así las cosas, no tiene por qué atemorizarnos Berlin cuando sostiene que “de la misma manera que una democracia puede, de hecho, privar al ciudadano individual de muchas libertades que pudiera tener en otro tipo de sociedad, igualmente se puede concebir perfectamente que un déspota liberal permita a sus súbditos una gran medida
“La libertad, considerada en este sentido, no tiene conexión, por lo menos lógicamente, con la democracia o el autogobierno” (CE: 229-230).
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de libertad personal” (CE: 229). No nos está diciendo que sea mejor un déspota liberal que una democracia; sólo que a la hora de juzgarlos hay que medirlos por lo que nos hagan y no conceder patente de corso ni siquiera a la democracia por el hecho de serlo. Fuera de eso, las razones para rechazar cualquier forma de despotismo se mantienen con independencia de sus circunstanciales prestaciones a la libertad negativa. Berlin ha querido subrayar esto para salir, así, al paso a las críticas que sus anteriores afirmaciones habían desencadenado. De ahí que puntualice de este modo: “Yo entiendo y comparto la indignación de los demócratas; no sólo porque la libertad negativa de la que puede que se goce en un despotismo fácil o ineficaz sea precaria o esté confinada a una minoría, sino porque el despotismo como tal es irracional, injusto y degradante, porque niega los derechos humanos, aunque sus súbditos no estén descontentos, y porque la participación en el autogobierno es, como la justicia, una exigencia básica humana y un fin en sí mismo” (CE: 68). De nuevo, la libertad no es el único valor ni el único que cuenta, pero se debe llamar a cada cosa por su nombre, para que el monismo no se nos reintroduzca de tapadillo. De la libertad negativa ya he dicho que es una cuestión de grado, que puede ser más o menos amplia. ¿De qué factores depende, a juicio de Berlin, su concreta amplitud en cada caso? Lo explica así: “La amplitud de mi libertad puede depender de lo siguiente: a) de cuántas posibilidades tenga (aunque el método que haya para contarlas no puede ser nunca más que un método basado en impresiones. Las posibilidades de acción no son entidades separadas como manzanas, que se puedan enumerar de una manera exhaustiva), b) de qué facilidad o dificultad haya para realizar estas posibilidades; c) de qué importancia tengan éstas, comparadas unas con otras, en el plan que tenga de mi vida, dados mi carácter y [mis] circunstancias; d) de hasta qué punto estén abiertas o cerradas por los actos deliberados que ejecutan los hombres; e) de qué valor atribuyan a estas varias posibilidades no sólo el que va a obrar, sino también el sentir general de la sociedad en que éste vive” (CE: 230, nota 10). La consideración de estos factores en su conjunto no dará, obviamente, una magnitud exacta ni indiscutible sino sólo una impresión aproximada, pero suficiente para contraponer modelos y establecer preferencias fundadas. Examinemos ahora en qué consiste la libertad positiva.
Cfr. CE: 230, nota 10.
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B . l i b e r ta d p o s i t i va La cuestión a la que conceptualmente se refiere este tipo de libertad en Berlin no es la de cuántas de las posibilidades que sobre el papel o en la ley conforman mi libertad negativa puedo realizar en la práctica o en qué medida dispongo de los medios para llevarlas a cabo. Esas son cuestiones que, como ya hemos visto, se relacionan con otros valores, no menos importantes, como justicia o igualdad, no con el concepto de libertad. Entonces ¿de qué se habla con la noción de libertad positiva que Berlin maneja? Pues se trata de “qué o quién es la causa de control o interferencia que puede determinar que alguien haga o sea una cosa u otra” (CE: 220). Yo poseo tanta más de esta libertad positiva cuanto mayor es el grado en que soy dueño de mí mismo, y se me resta tanto de ella cuanto es lo que en mi ser o hacer dependo de otros. Por tanto, es “la libertad que consiste en ser dueño de sí mismo” (CE: 232). Yo poseo tanta más libertad positiva cuanto más es mi yo individual el que, en ejercicio de su autonomía, de su capacidad para autodeterminarse, toma efectivamente las decisiones de entre los cursos de acción que, con arreglo a mi libertad negativa, tengo ante mí abiertos como posibilidades. Ejerzo mi libertad positiva cuando sin coacción de otro soy yo quien efectivamente decide cuál transito de las puertas que ante mí tengo abiertas. ¿Cómo suele limitarse esta libertad positiva, equivalente a autogobierno de los propios actos? En opinión de Berlin, suplantando el auténtico yo individual por otros yoes que en realidad no son más que máscaras de la heteronomía, del gobierno del individuo por los que dicen actuar en nombre de la auténtica esencia de él, o de sus verdaderas necesidades, o de su realización objetiva y suprema, o de su salvación, etc. Tal sería el modo de proceder de las políticas de tinte colectivista, ejemplo de las que Berlin llama “teorías de la autorrealización”. Los colectivismos pretenden siempre que el verdadero yo es distinto del yo empírico, del de carne y hueso que siente y desea, lo cual, para Berlin, es una “monstruosa simplificación” que permite a una persona ser dueño de los otros haciéndose pasar por portavoz o verdadero conocedor del auténtico yo (individual o colectivo), con lo que la esclavitud es presentada como liberación del yo. Y una vez más lo que le importa a Berlin es que las cosas se llamen por su nombre y para evitar la impostura de que realidades opuestas se entremezclen a base de jugar con las etiquetas. No niega que pueda haber ocasiones y circunstancias en que esté plenamente justificado coaccionar a los sujetos e impedirles hacer lo que se les antoja. Pero a esa coacción hay que llamarla como lo que es, coacción, es decir, limitación de su autogobierno, y no transmutarla en lo contrario de lo que es, haciéndola, por arte de birlibirloque, supremo ejercicio
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de la auténtica libertad. “Una cosa es decir que yo pueda ser coaccionado por mi propio bien, que estoy demasiado ciego para verlo; en algunas ocasiones puede que esto sea para mi propio beneficio y desde luego puede que aumente el ámbito de mi libertad. Pero otra cosa es decir que, si es mi bien, yo no soy coaccionado, porque lo he querido, lo sepa o no, y soy libre (o “verdaderamente” libre) incluso cuando mi pobre cuerpo terrenal o mi pobre y estúpida inteligencia lo rechazan encarnizadamente” (CE: 234-5). Estamos, pues, en que la libertad positiva es un valor entre otros y que puede ser legítima y justificadamente limitado, al igual que ocurría con la libertad negativa. Sólo que su limitación, que tendrá que ser en nombre de otro valor de los que tienen cabida en nuestros esquemas humanos, será siempre eso, limitación, justificada, en su caso, pero limitación de la libertad positiva, del autogobierno efectivo, nunca auténtica realización, realización en lo profundo, en síntesis dialéctica o como se quiera expresar semejante añagaza. El engaño no está en limitar la libertad, positiva o negativa, para dar algún grado de cabida a otro valor en conflicto con ella; está en negar esa limitación fingiendo una inexistente armonía de fondo entre esos valores entre los que en realidad se opta, como no puede ser de otro modo. Según Berlin, esa solapada negación de la libertad positiva o autogobierno se ha manifestado muy relevantemente en dos doctrinas, que denomina, respectivamente, de la autoabnegación y de la autorrealización mediante la identificación total con un principio. Las doctrinas de la autoabnegación podrían describirse como doctrinas de la resignación. Sería algo así como lo que expresa el dicho “cuando no puedas vencerlos, únete a ellos”. El individuo que no ve la manera de que se le permita realizar sus deseos se convence a sí mismo de que en realidad no los tiene, de modo que, renunciando a tener deseos (o pretendiéndolo) ya no se percibe como atentado a la libertad la existencia de obstáculos a la satisfacción de los deseos. Será una opción legítima y aceptable en un ser humano la de renunciar a cualquier querer que comprometa su voluntad con acciones para realizarla, pero le parece extraño a Berlin que a tal cosa se la pueda tener por ejercicio mayor de la libertad. Si libremente me resigno a la falta de libertad no paso, mágicamente a ser libre, sino que sigue faltándome la libertad, aunque ya no me rebele. Cuesta un poco entender el porqué de la inquina de Berlin contra esas aptitudes de corte ascético. Y da la impresión de que se manifiesta así porque considera que suelen ser el resultado de una manipulación que consigue, precisamente, que los individuos renuncien a lo más importante que tienen, su libertad y su disposición a realizarla según los dictados de su persona, para que, de ese modo, se aleje de ellos toda tentación de resistencia ante las reglas que
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los atan. Sería una forma de amor al secuestrador, digamos. Y, efectivamente, en el razonamiento de Berlin sobre este tema acaba compareciendo la figura del tirano: “Si el tirano (o ‘el que persuade de manera disimulada’) consigue condicionar a sus súbditos (o clientes) para que dejen de tener sus deseos originales y adopten (‘internalicen’) la forma de vida que ha inventado para ellos, habrá conseguido, según esta definición, liberarlos. Sin duda alguna les habrá hecho sentirse libres […], pero lo que ha creado es la antítesis misma de la libertad política” (CE: 242). De ahí saca Berlin una conclusión muy relevante para una característica de la libertad negativa que antes vimos, como es que la libertad negativa no puede definirse como posibilidad e hacer lo que uno quiera. Si uno no quiere nada, si renuncia a querer cualquier cosa, habría, entonces, que concluir que su libertad negativa es plena, pues realiza por completo la posibilidad de hacer lo que quiere: nada. Por eso la libertad negativa no es posibilidad real de hacer lo que se quiere, sino cómputo objetivo de lo que se podría hacer si se quisiera. Las doctrinas de la autorrealización son las que nos cuentan que lo que nos hace libres es conocer la verdad y adaptar nuestro yo a esa verdad. No habría auténtica libertad sin el previo conocimiento de la verdad, a fin de que nuestra libertad no sea más que la efectiva realización de la única posibilidad buena de entre todas las que se nos ofrecen, la de plasmar ese verdadero bien que objetivamente existe y se conoce. Estamos hablando de la creencia, que habrían profesado autores como Herder, Hegel o Marx, “de que entender el mundo es liberarse” (CE: 245), de que “el conocimiento libera” (CE: 246). “Esta –dice Berlin– es la doctrina positiva de la liberación por la razón. Sus formas socializadas, aunque sean muy dispares y opuestas, están en el corazón mismo de los credos nacionalistas, comunistas, autoritarios y totalitarios de nuestros días” (CE: 247). Bajo semejantes doctrinas late siempre el racionalismo metafísico, que ya conocemos, y la desembocadura de éste en aquéllas marca una de las grandes paradojas del pensamiento moderno, pues “De este modo, el argumento racionalista, con su supuesto de la única solución verdadera, ha ido a parar […] desde una doctrina ética de la responsabilidad y autoperfección individual a un estado autoritario, obediente a las directrices de una élite de guardianes platónicos” (CE: 256). En suma, las doctrinas de la autorrealización niegan el autogobierno individual en que la libertad positiva consiste, al estipular que sólo es verdadera libertad, autogobierno merecedor de respeto y protección, el que dirige la con-
Cfr. CE: 241.
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ducta del yo hacia la obediencia de las reglas que le permiten realizarse como es debido, en su autenticidad. El esquema de este modo de pensar lo reduce Berlin a los siguientes pasos: 1. “[Q]ue todos los hombres tienen un fin verdadero y sólo uno: el de dirigirse a sí mismos racionalmente”; 2. “que los fines de todos los seres racionales tienen que encajar por necesidad en una sola ley universal armónica, que algunos hombres pueden ser capaces de discernir más claramente que otros”; 3. “que todos los conflictos y, por tanto, todas las tragedias, se deben solamente al choque de la razón con lo irracional o lo insuficientemente racional […] y que tales choques son, en principio, evitables, e imposibles para los seres totalmente racionales”; y 4. “que cuando se haya hecho a todos los hombres racionales, éstos obedecerán las leyes racionales de su propia naturaleza, que es una sola y la misma en todos ellos, y serán así sujetos de la ley por completo, y al mismo tiempo, totalmente libres” (CE: 258-259). Su conclusión sobre este particular es bien contundente: “Este es el argumento que emplean todos los dictadores, inquisidores y matones que pretenden alguna justificación moral, incluso ascética, de su conducta” (CE: 254). De parte de tales manipuladores está el hecho de que muchos individuos pueden verse compensados de su renuncia a la libertad con el logro de otros objetivos, como reconocimiento social, recompensas, etc., lo que Berlin denomina “la búsqueda de estatus”. Pero, una vez más, no hay que engañarse con juegos de palabras. Si a cambio de medallas soy menos libre, soy menos libre; y si acepto ser menos libre, lo acepto y las medallas no quitan un ápice de renuncia a la renuncia. Y una última aclaración preocupa a Berlin a propósito de la libertad positiva, aclaración que importa mucho para evitar las que antes consideramos frecuentes interpretaciones erróneas. Y es que no se debe confundir la libertad positiva con la justicia o la igualdad. No hay más libertad positiva (ni menos tampoco) allí donde se realiza mejor la justicia o la igualdad. Son cosas conceptualmente distintas, pues se alude a valores diferentes, independientes y en competencia. Y Berlin no quiere optar en línea de principio por establecer un orden de preferencia preciso entre libertad positiva y justicia o igualdad, pues, como es patente, tal pretensión contradiría lo que sobre el pluralismo de valores y la
Cfr. 259 y ss. Por eso, como interpreta Gray, Berlin “no considera la libertad negativa como un valor ‘absoluto’ que no puede ser puesto en la balanza con otros. Por esta razón no acepta la prioridad incondicional de la libertad sobre otros valores políticos afirmada en el liberalismo kantiano de John Rawls y, en cambio, insiste en que con frecuencia son legítimos, y aun inevitables los trade-offs entre la libertad y otros valores” (Gray, 1996: 39).
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índole de la actividad moral y política nos ha dicho previamente. Sólo quiere que no se nos engañe con misteriosas transmutaciones de unos valores en otros. Y en la medida en que la libertad negativa y la libertad positiva le parecen valores sumamente importantes, quiere defenderlos. Pero no a costa de otros también importantes, como la igualdad, por ejemplo, del que dice: “La igualdad es un valor entre muchos: el grado en que es compatible con otros fines depende de la situación concreta, y no puede deducirse de ninguna clase de leyes generales; no es ni más ni menos racional que cualquier otro principio último” (ccat: 169). “La igualdad –añade– es uno de los elementos más antiguos y profundos del pensamiento liberal, y no es ni más ni menos “natural” o “racional” que cualquier otro constituyente del mismo” (ccat: 178). Regresaremos dentro de poco al papel de la igualdad en el liberalismo de Berlin. Antes, tratemos de reconstruir lo que de propuesta en positivo se contiene en medio de las categorías de Berlin sobre la libertad. Mi interpretación a tal efecto sería la siguiente. Hay un mínimo de libertad negativa ineliminable, del que bajo ningún concepto y con ninguna justificación se puede retroceder. Su necesaria presencia se deja ver en párrafos de Berlin como éste: “Es indudable que toda interpretación de la palabra libertad, por rara que sea, tiene que incluir un mínimo de lo que yo he llamado libertad “negativa”. Tiene que haber un ámbito en el que no sea frustrado. Ninguna sociedad suprime literalmente todas las libertades de sus miembros: un ser al que los demás no le dejan hacer absolutamente nada por su cuenta, no es un agente moral en absoluto, y no se le puede considerar moral ni legalmente un ser humano” (CE: 267). Lo anterior es tanto como mantener que hay unos derechos humanos como límite básico frente a todo gobierno; no sólo frente al gobierno tiránico, sino también frente a la tiranía de las mayorías. Por eso la libertad, en ese su límite
En tal interpretación coinciden Morgenbesser y Lieberson (1991: 24). Esto entre nosotros lo han resaltado por ejemplo García Guitián (2001: 80) y Lassalle (2002: 68 y ss). “Tengo que establecer una sociedad en la que tiene que haber unas fronteras de libertad que nadie esté autorizado a cruzar. Se pueden dar nombres o naturalezas a las normas que determinen esas fronteras; pueden llamarse derechos naturales, la Palabra divina, la Ley natural, las exigencias que lleva consigo la utilidad […], puedo creer que son válidas a priori o afirmar que son mi propio fin último o el fin de mi sociedad o de mi cultura. Lo que estas normas o mandamientos tendrán en común es que son aceptados por tanta gente y están fundados tan profundamente en la naturaleza real de los hombres tal y como se han desarrollado a través de la historia que, por ahora, son parte esencial de lo que entendemos por un ser humano normal. La creencia auténtica en la inviolabilidad de un mínimo de libertad individual implica una postura absoluta de este tipo. Está claro que la libertad tiene poco que esperar del gobierno de las mayorías; la democracia como tal no está, lógicamente, comprometida con ella” (CE: 272). Sobre los riesgos que la libertad padece incluso en democracia son bien significativo los siguientes párrafos: “[L]a verdadera causa de la opresión está en el mero hecho de la acumulación de poder, esté donde esté, ya que la libertad se pone en peligro por la mera existencia de la autoridad absoluta como tal”
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infranqueable, no debe limitarse ni siquiera en nombre de la democracia, y esa libertad sólo existe cuando está protegida por barreras efectivas, por garantías que diríamos hoy. Merece la pena que acabamos este apartado con esta larga cita: ¿Qué es lo que hace verdaderamente libre a una sociedad? Para Constant, Mill, Tocqueville y la tradición liberal a la que ellos pertenecen, una sociedad no es libre a no ser que esté gobernada por dos principios que guardan relación entre sí: primero, solamente los derechos, y no el poder, pueden ser considerados como absolutos, de manera que todos los hombres, cualquiera que sea el poder que les gobierne, tienen el derecho absoluto de negarse a comportarse de una manera que no es humana y segundo, que hay fronteras, trazadas no artificialmente, dentro de las cuales los hombres deben ser inviolables, siendo definidas estas fronteras en función de normas aceptadas por tantos hombres y por tanto tiempo que su observancia ha entrado a formar parte de la concepción misma de lo que es un ser humano normal y, por tanto, de lo que es obrar de manera inhumana o insensata […] Tales normas son las que se violan cuando a un hombre se le declara culpable sin juicio o se le castiga con arreglo a una ley retroactiva; cuando se les ordena a los niños denunciar a sus padres […]. Tales actos, aunque sean legalizados por el soberano, causan horror incluso en estos días, y esto proviene del reconocimiento de la validez moral –prescindiendo de las leyes– de unas barreras absolutas a la imposición de la voluntad de un hombre o de otro [CE: 272].
VI. ¿qu liberalismo? Estamos ya en condiciones de contemplar el peculiar y muy rico liberalismo de Berlin. Podríamos sintetizarlo en la defensa de la libertad individual frente a cualquier mistificación que pretenda suplantarla o frente a su larvada sumisión a otros valores contrapuestos, so pretexto de que no hay oposición sino perfecta armonía entre una y otros. Pero nada más lejos, creo, del objetivo de Berlin que alzar la libertad a valor único, absoluto o siempre dominante, al estilo de, pongamos por caso, un Hayek o un Nozick. Por eso dice, en frase afortunada, que “la libertad total para los lobos es la muerte para los corderos, la libertad total para los poderosos, los dotados, no es compatible con el derecho a una (CE: 270). “Estar privado de mi libertad en manos de mi familia, amigos o conciudadanos, es estar privado de ella de una manera igualmente efectiva” (CE: 271). Señala muy bien García Guitián (2001: 200-2001) que “Berlin es pluralista y, a la vez y de forma independiente, liberal, términos que adquieren un nuevo significado al unirse, pues ni todo liberalismo es pluralista ni todo pluralismo es liberal. Su insistencia en la crítica al monismo, que en muchas ocasiones aparece conectado con la tradición liberal, es suficiente para confirmar la primera de esas afirmaciones (que no todo liberalismo es pluralista)”. Y su defensa de la libertad de elección individual frente al dictado homogeneizador de una comunidad o el interés colectivo sustancializado de le dan a su pluralismo el tinte liberal que no tienen otros pluralismos, como los que invocan el comunitarismo o el nacionalismo. Sobre esto último vid. también Del Águila, 2001: 13).
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existencia decente de los débiles y menos dotados” (FT: 53). De la libertad sólo es irrenunciable en cualquier circunstancia, sólo debe estar protegido siempre, ese mínimo sin el que el individuo pierde las cualidades de lo humano. Pero, a partir de ahí, las proporciones en que en cada momento tenga que ampliarse la libertad a costa de los valores con los que choca, la igualdad por ejemplo, o en que tenga que darse prioridad a éstos frente a aquélla, es cosa del debate y de la vida política de las sociedades. A Berlin le quedó, a mi juicio, bastante del filósofo analítico que fue en sus orígenes. Por eso en su diferenciación entre libertad negativa y positiva hay, contra lo que se suele interpretar, más afán de precisión conceptual y de desentrañamiento de enredos metafísicos instados por ideologías, que de propuesta política programática. Lo que no quiere decir que no estén presentes en distintos apartados de la obra de Berlin tomas de partido que lo alejan sustancialmente de ese tipo de liberalismo que hoy llamamos “neoliberalismo” y que seguramente Berlin calificaría de enésima representación de monismo y de efecto último de la metafísica racionalista. Berlin quiere reservar al valor justicia un lugar destacado entre los que deben ser atendidos en la pugna política, a sabiendas de que muchas veces tendrá que hacerse sitio a costa de limitar libertad. Sus palabras no pueden ser más nítidas en este sentido: “A mí me parece que lo que preocupa a la conciencia de los liberales occidentales no es que crean que la libertad que buscan los hombres sea diferente en función de las condiciones sociales y económicas que éstos tengan, sino que la minoría que la tiene la haya conseguido explotando a la gran mayoría que no la tiene o, por lo menos, despreocupándose de ella. Creen, con razón, que si la libertad individual es un último fin del ser humano, nadie puede privar a nadie de ella, y mucho menos aún deben disfrutarla a expensas de otros. Igualdad de libertad, no tratar a los demás como yo no quisiera que ellos me trataran a mí, resarcimiento de mi deuda a los únicos que han hecho posible mi libertad, mi prosperidad y mi cultura; justicia en su sentido más simple y más universal: estos son los fundamentos de la moral liberal. La libertad no es el único fin del hombre” (CE: 223-224). La tradición con la que quiere Berlin entroncar su liberalismo es la de Costant, Mill o Tocqueville, como acabamos de ver, no la del liberalismo meramente economicista del laissez-faire. Sobre este sus calificativos no admiten dudas: “No es necesario subrayar hoy día –creo yo– la sangrienta historia del individualismo económico y de la competencia capitalista sin restricciones […] los males del laissez-faire sin restricciones, y de los sistemas sociales y legales que lo permitieron y alentaron, condujeron a violaciones brutales de la libertad “negativa”, de los derechos humanos básicos (que son siempre
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una idea ‘negativa’, una muralla contra los opresores), incluyendo entre ellos el derecho de libertad de expresión y asociación, sin el que puede que exista justicia, fraternidad, e incluso felicidad de algún tipo, pero no democracia” (CE: 53). Hay que subrayar “el fracaso de tales sistemas a la hora de proporcionar el mínimo de condiciones necesarias para que los individuos o los grupos puedan ejercer un grado significativo de libertad ‘negativa’, sin las que ésta tiene muy poco valor, o no tiene ninguno, para aquellos que, en teoría, la disfrutan. Pues, ¿qué son los derechos sin capacidad de ejercerlos?” (CE: 53-54). Y ahora en positivo: “La igualdad puede exigir que se limite la libertad de los que quieren dominar; la libertad (y sin una cierta cuantía de ella no hay elección y por tanto ninguna posibilidad de mantenerse humano tal como entendemos la palabra) puede tener que reducirse para dejar espacio al bienestar social, para alimentar al hambriento, vestir al desnudo, cobijar al que no tiene casa, para dejar espacio a la libertad de otros, para que pueda haber justicia o equidad” (FT: 53-54). Un liberalismo, el de Berlin, por tanto, que no ve en el Estado ni en las políticas sociales su enemigo cuando se hacen para proteger en los individuos algo más que la libertad y no para suplantar con engaños y explotación la libertad de los individuos. Acabemos, cómo no, con una contundente cita que deja las cosas de Berlin en su sitio: “Las libertades legales son compatibles con los extremos de explotación, brutalidad e injusticia. Sobran, por tanto, los argumentos en defensa de la intervención del Estado, o de otras instituciones para asegurar las condiciones que requieren tanto la libertad positiva de los individuos cuanto un grado mínimo de libertad negativa […]. La defensa de la legislación social, de la sociedad de bienestar y del socialismo puede hacerse con tanta validez a partir de la consideración de lo que pretende la libertad negativa como a partir de la consideración de lo que pretende su hermana la libertad positiva, y si, históricamente, no se hizo así con frecuencia, fue porque la clase de mal contra el que era dirigida el arma del concepto de libertad negativa no era el laissez-faire, sino el despotismo” (CE: 54). Porque dos son, en su opinión, los peligros que más amenazan a una sociedad: “por una parte, el excesivo control o la excesiva interferencia; y por otra, la economía de ‘mercado’ sin control” (CE: 54). referencias Abreviaturas de las obras de Isaiah Berlin citadas en el texto: CC: Contra la corriente. Ensayos sobre historia de las ideas, México, fce, 2000 (segunda reimpresión). ccat: Conceptos y categorías. Un ensayo filosófico, México, fce, 1983.
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CE: Cuatro ensayos sobre la libertad, Madrid, Alianza, 1998. FT: El fuste torcido de la humanidad. Capítulos de historia de las ideas, Barcelona, Península, 2002 (trad. de J. M. Álvarez Flórez). PI: El poder de las ideas, Madrid, Espasa-Calpe, 2000. RR: Las raíces del romanticismo, Madrid, Taurus, 1999 (trad. de S. Marí). SR: El sentido de la realidad. Sobre las ideas y su historia, Madrid, Taurus, 1998 (trad. de P. Cifuentes). TL: La traición de la libertad. Seis enemigos de la libertad humana, México, Fondo de Cultura Económica, 2004 (trad. de M. A. Neira Bigorra).
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VII. El Estado, la política y las normas
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2 5 . m e ta f s i c a s n a c i o n a l e s ¿Veis aquel tajo entre los montes? De ahí pallá, España, pues. De ahí pa este lado, la patria de los vascos. Y mientras no lo acepten habrá hostias. Y que se metan la democracia por el culo. (Fernando Aramburu, Los peces de la amargura)
El discurso nacionalista –el de cualquier nacionalismo– es sumamente resistente a la crítica y hasta a la confrontación con el puro dato desnudo que contradiga sus postulados. No importa demostrar que determinados hechos históricos no ocurrieron exactamente con esa simplicidad de propósitos que el nacionalismo les imputa; no importa hacer ver que el pueblo del que el nacionalismo se quiere portavoz le da la espalda mayoritariamente; no importa poner ante los ojos del teórico nacionalista las contradicciones más palmarias de su discurso, como cuando llama al multiculturalismo y quiere en el territorio de su presunta nación una estricta uniformidad lingüística y cultural, o cuando invoca el derecho a autodeterminarse de los grupos con identidad cultural específica, pero no permite el ejercicio de ese derecho dentro de las fronteras del territorio de su nación. Y así tantas cosas. ¿Por qué esa impermeabilidad? Porque el pensamiento nacionalista bebe en la metafísica, se alimenta de patrones de razonamiento bien alejados de los que acotan la ciencia moderna, la lógica y, sobre todo, la antropología filosófica que inspira el pensamiento político moderno. Frente al escepticismo ponderado del individuo moderno, autointeresado, celoso de su autonomía personal y que necesita justificación en términos de utilidad personal para vivir en sociedad y someterse a poderes y normas, que desconfía de trascendencias puestas al servicio de mecanismos de dominación bien prosaicos y que se reconoce en el otro, al que ve como un igual con idénticas aspiraciones de ampliar su libertad para ser él mismo por encima de servidumbres atávicas y de cualesquiera lazos atados en nombre de grupos que se pretendan más naturales que él mismo en tanto que individuo, en tanto que unidad psicofísica, frente a todo eso el
La cita corresponde a un personaje del cuento titulado “Maritxu” y está en la página 65 del libro. Los relatos de este libro de Fernando Aramburu, Los peces de la amargura (Barcelona, Tusquets, 2006), seguramente enseñan más sobre mitologías nacionalistas y sobre la mente de los terroristas poseídos por el espíritu paranoico del pueblo que cualquier tratado de ciencia política o de psicología criminal. Por ejemplo, para captar el ambiente social en el que el terrorismo nacionalista se viste de normalidad y consigue hacer culpables a las víctimas mismas de su saña demente, nada mejor que el cuento “La colcha quemada”, del mismo libro.
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pensamiento nacionalista se inflama de seres telúricos, de espíritus colectivos que viven y se autoafirman en la historia, de inescrutables destinos que vienen de la noche de los tiempos, de fábulas protagonizadas por pueblos cargados de conciencia de su ser supraindividual, de espíritus populares que labran las conciencias particulares a su imagen y semejanza y de toda una pueril parafernalia de héroes predestinados y quiméricas empresas de esotéricas naciones llamadas a autogobernarse para seguir siendo ellas mismas. El mejor patrón explicativo del nacionalismo está en la mentalidad religiosa, con sus pueblos elegidos, sus profetas, sus revelaciones, sus mesianismos, su empeño en la redención colectiva y sus promesas de futuros paraísos de beatitud, cuando el avance de los tiempos culmine en la plenitud del orden debido de la historia. Esa amalgama de historicismo y predestinación, mesianismo y persecución del infiel, al servicio de la iglesia triunfante, es la fuente de una mentalidad que hace de los sujetos particulares mera herramienta de un propósito colectivo superior, que imbuye a los sacerdotes de la suprema fe de su condición de pastores del rebaño y que convierte a la sociedad en un grupo de fieles abocados a vivir su inserción comunitaria como marca sacramental. La renuncia a la autonomía personal es sumisión a un designio trascendente que da su norte último a las vidas de los miembros de la comunidad. El sacrificio y hasta la muerte por esa comunidad paraeclesial es martirio, la lucha por la pervivencia de la nación es privilegio de los ungidos por el espíritu del pueblo, designio de los llamados. No cabe nacionalismo sin el trasfondo de una metafísica de ese calibre tan grueso. El nacionalismo pasa por ese tamiz metafísico el dato histórico o sociológico y lo reinterpreta bajo esquema maniqueo. Lo que en la historia o el acontecer social se acomode a ese esotérico designio de apoteosis de la nación se usa para ratificar la existencia de ésta y su derecho a ser ella misma y afirmarse en su plenitud de identidad y poder; lo que en los datos históricos o sociales contradiga dicho destino se emplea para dar cuenta de los obstáculos que ese organismo nacional ha de vencer para no sucumbir ante enemigos y apóstatas. Pues nada hay capaz de poner en cuestión el ser y la existencia del pueblo ni que pueda enturbiar su misión de asentarse como nación sobre un territorio del que ese pueblo es propietario con título incuestionable por trascendente. Pasaremos revista aquí a cuatro de esos elementos metafísicos que son parte esencial del discurso y la mentalidad de los nacionalismos: la historia, el territorio, los derechos de los que es titular el pueblo como tal y esa curiosa noción de derechos históricos.
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I. la h i s to r i a El nacionalismo se nutre de la historia; o, mejor dicho, la vampiriza. El modo de razonar del nacionalismo nunca es meramente utilitarista. No mantiene sin más que a un determinado conjunto humano le convenga articularse como unidad política autodeterminada por razón meramente de los mejores rendimientos organizativos, económicos o sociales que esa autonomía política pueda reportar a tal grupo de individuos. Desde luego, no se pretende, al menos primariamente, que los individuos que componen ese grupo vayan a disfrutar de mejores ventajas que les reporten una más alta calidad de vida en términos de más y mejores derechos individuales, de ganancia en autonomía personal. Es otro interés el que pasa a primer plano, el interés del grupo en cuanto tal, grupo al que se imputa personalidad propia y derechos como tal grupo, independientes de los de sus miembros particulares. Por consiguiente, la necesidad primera consiste en asentar la existencia de ese grupo, cuya identidad específica impregna el ser de sus miembros individuales, quiéranlo éstos o no, sépanlo o no y vivan dicha impregnación como suerte o como lastre. No son esos elementos individuales del grupo la razón de ser de éste, sino a la inversa, pues parte del cometido vital de esos individuos, parte esencial, se halla en colaborar a que el grupo se perpetúe en su ser, mantenga sus diferencias frente a otros grupos, para que, por extensión, puedan seguir esos sujetos individuales que lo forman siendo distintos de los demás, del resto de la humanidad. El juego intelectual con la diferencia es paradójico, una más de las múltiples paradojas que componen la idea nacionalista y que la hacen especialmente reacia a un análisis respetuoso de la lógica y de la coherencia. A fin de cuentas, el nacionalismo apela mucho más a la emotividad que al frío análisis intelectual de sus presupuestos. Dicha paradoja estriba en que el valor de la diferencia sólo cuenta positivamente del grupo hacia fuera, pues en términos internos del grupo lo que se valora es la indiferenciación, la identidad: que cada uno de los de aquí sea como los de aquí en todo lo que al grupo le importe, que hable como todos, que crea lo de todos, que comparta los usos y las costumbres de todos, que piense como todos. Al hacer que el miembro del grupo se confunda con los demás miembros, se evita su indiferenciación en cuanto mero ser humano, en cuanto ciudadano del mundo. Gracias a que eres como todos nosotros, tienes un modo tuyo propio y particular de ser. Ese modo de ser se lo debes al grupo y, por consiguiente, a este grupo que te hace como eres –igual pero distinto– le adeudas tu primera y más esencial lealtad. También por eso puede este grupo al que te debes forzar esa lealtad y someter tu autonomía para que no le seas infiel, para que no te comportes como un traidor a tus raíces, a tu sangre, que
VII. El Estado, la política y las normas
es la de tus antepasados. Sin ti el grupo puede seguir siendo él mismo; sin él, tú eres un desarraigado, un don nadie, una mónada puramente egoísta, un apátrida sin alma ni anclaje real en este mundo. Por eso el grupo es más importante que tú y puede sacrificarte a ti en lo que no le convengas, mientras que no puede permitir que tú lo sacrifiques a él o que con tu comportamiento contribuyas a que él se disuelva, se apague, deje de ser como es. Ese grupo es la nación y su asiento es la historia. Los grupos humanos son contingentes, mutables, coyunturales, sujetos a conveniencias y cálculo. Pero no cuando su naturaleza trasciende individuos, generaciones y épocas. Por eso es la historia el recurso esencial para afirmar la nación, su derecho a ser y a imponerse, hacia fuera a los otros grupos y hacia dentro a sus miembros. El nacionalismo es historicista, ya que la historia no es un aleatorio transcurrir de la humanidad, sino el humus en que la nación prende, se enraíza y está destinada a crecer y afirmarse como realidad lozana y eterna. Para el nacionalismo la nación es un sujeto histórico, pero en un sentido muy fuerte, historicista, de la historia. A lo largo de la historia hay cosas que nacen y mueren, que se hacen y se deshacen, que cambian en sus opuestas, que se funden y se confunden, que llegan y pasan, y todo ello en incontrolables procesos causales. Pero la historia es algo más, es también madre de realidades que brotan para perpetuarse, para mantenerse incólumes y para sustraerse a todo cambio que no sea su interno proceso de crecimiento, afirmación y pujanza. Obviamente, esa metafísica histórica de la nación tiene un marcadísimo carácter contrafáctico y, en ese sentido, opuesto a cualquier lectura realista de la historia. Frente a todo realismo histórico, el nacionalismo procede con una combinación muy eficaz de mitología y de selectividad de los datos históricos. El componente mitológico suele plasmarse a la hora de señalar los orígenes históricos de la nación, de los que se dice con gusto que se pierden en la noche de los tiempos. Antes de que la historia comenzara, ya la nación estaba allí, o en acto o en potencia. Y de ahí que la verdadera historia es la historia de la nación o, al menos, una historia de naciones; naciones que porfían por mantenerse y cumplir su destino, naciones que luchan contra otras naciones. Otra cosa es que la conciencia nacional haya surgido en un determinado momento, que es cuando la potencia se convierte en acto, gracias a que ciertos sucesos históricos han permitido que un grupo se sienta por fin como la nación que es y comience a obrar en consecuencia. De la prehistoria de la nación se pasa al comienzo de su verdadera y propiamente dicha historia. Esa nación larvada, esa nación en fase de larva, comienza a metamorfosarse en mariposa y echa a volar, para siempre.
25. Metafísicas nacionales
Para siempre o, al menos, así debe ser si se respeta y se logra imponer el mandato de la historia, pues la historia es también destino. Ese es el componente providencialista de la nación del nacionalismo. Lo que un día llegó a ser, la nación, llegó a ser porque así estaba pre-escrito en la historia, porque así tenía que ser. Y lo que así llegó a ser, tiene que seguir siendo y realizarse plenamente, desplegarse hasta el fin de los tiempos, hasta más allá de la historia, pues ese es su destino. La nación fue una vez porque tenía que ser; y porque fue, debe seguir siendo. La razón por la que la nación debe ser ahora y en el futuro, y debe ser con plena autonomía política, es simplemente que una vez fue. En el haber sido se encuentra la razón para que la nación deba seguir siendo y tenga, además, que culminar la realización de su ser autodeterminándose políticamente. Sobre esa metafísica historicista se dibuja la particular selectividad que el nacionalismo hace de los datos históricos. Ya se sabe que donde el dato no alcanza se incorporan la fantasía, la leyenda y el mito. Pero sucede además que, de entre cualesquiera entes históricamente constituidos, la nación goza de un privilegio especial. De otras realidades históricas (estados, imperios o cualesquiera otras agrupaciones políticas, iglesias, culturas…), el nacionalismo asume sin dificultad que igual que un día surgieron, pudieron –y hasta debieron– dejar otro día de existir. Incluso las que se dieron en el mismo territorio que se reclama para la nación como propio. Además, con su providencialismo el nacionalismo integra sin especial desgarro esa aparente contradicción, ya que en su lectura de la historia todas las formas anteriores que en ese territorio hayan podido estar presentes se explican o como oposición que la nación tuvo que vencer para asentarse en toda su pujanza, o como amalgama de elementos de cuya destilación forjó la nación su verdadera y definitiva síntesis. La historia nacionalista es dialéctica y en ella todo apunta a que las cosas llegaran a ser lo que son, síntesis suprema y última: esta nación aquí. Gracias a ese modo de ver el pasado, como mero transcurso regido por un destino que consagra el presente y preña de necesidad el futuro, cualquier nacionalismo asentado sobre la Península Ibérica, por ejemplo, no siente añoranza o pena porque aquí hayan estado un tiempo, a veces un milenio o poco menos, el imperio romano, la cultura árabe, el feudalismo o España como nación y Estado. No todo lo que fue tiene un derecho natural a seguir siendo, sólo la nación y sólo la concreta nación de cada nacionalismo, al menos en su territorio. La historia nacionalista, cargada hasta los topes de metafísica, es así de selectiva; pero desde el convencimiento de que es la historia propiamente la que selecciona, que es el destino histórico, a fin de cuentas, el que condena a unas realidades a ser pasajeras y a otras las bendice para ser eternas. Es fácil observar que el nacionalismo comparte esta visión de la nación con la que de la Iglesia profesa la escatología católica.
VII. El Estado, la política y las normas
Otra coincidencia con los esquemas teológicos, de entre las múltiples que podrían traerse a colación, viene dada por la noción de pueblo, pueblo de Dios en un caso, pueblo de la nación, en el otro. La nación es el conjunto de manifestaciones, prácticas y costumbres en que se plasman el ser y la identidad de un pueblo. Es también, y sobre todo, la articulación política que de ese pueblo se cumple o está llamada a cumplirse cuando ese pueblo al fin se autodetermine plenamente. La doctrina nacionalista usa la noción de pueblo para sortear los vericuetos y las contingencias de la historia, y usa la historia para lograr que la heterogeneidad de la población se unifique en esa síntesis común del pueblo. Mediante esa esotérica amalgama de historia y pueblo se da salida a una serie de graves problemas derivados de la dura terquedad de los hechos, tanto del pasado como del presente. Veamos cómo. Entendido como conjunto de la población de un territorio, ningún pueblo existe con caracteres de pureza perfectamente individualizadora, salvo en los casos en que se ha mantenido en completo aislamiento desde siempre. Puede ser el caso de alguna ignota tribu amazónica. Pero en tales supuestos extremos tampoco habrá surgido nunca ni el constructo intelectual de la nación ni apunte siquiera de doctrina nacionalista. Dondequiera que conozcamos que existe un movimiento nacionalista nos encontramos un territorio por el que han pasado y dejado su sedimento una pluralidad heterogénea de pobladores y culturas. Invocar el predominio en la población presente de factores biológicos, como la raza o especiales genes, ni es ya científicamente defendible ni es política o moralmente presentable. No le queda más recurso al nacionalismo que superponer a la idea del pueblo empírico, con su heterogeneidad y variedad, con su mezcla de todo tipo, la noción metafísica de pueblo y la tesis de que la población es parte de ese pueblo en la medida en que participa de los caracteres unificadores que se le imputan. Participa o participará cuando su existencia llegue a corresponderse plenamente con su esencia. Cuando el nacionalismo catalán dice que catalanes son todos los que viven en Cataluña o el vasco afirma que vascos son todos los que viven en el País Vasco, vuelve a producirse esa impregnación del pueblo real por el pueblo metafísico que nace de la historia. Quiere decirse que todos los que están en ese territorio del pueblo o ya son pueblo, pues están imbuidos de los caracteres definitorios del pueblo, o habrán de impregnarse, y entonces cumplirán su cometido último de llegar a ser parte de ese pueblo. Porque, obviamente, para el nacionalismo tales adscripciones no son ni pueden
Y en lo que la ciencia es real y útil suele dar sorpresas. Piénsese en los hallazgos genéticos recientes que muestran que no fueron los celtas de Irlanda lo que colonizaron primero las tierras de Galicia, sino los “gallegos” los que poblaron las islas del Norte.
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ser meramente administrativas, sino que son y han de ser sustanciales. El pueblo imprime carácter al modo sacramental, y los rectores del pueblo son también los sacerdotes que administran el sacramento de la nacionalidad, que te hace parte del pueblo para siempre. Y al réprobo se le fuerza o se le expulsa y se le priva de los dones de la nación. Si con la historia en la mano no es posible negar que toda población es una mezcla de grupos y culturas, un vistazo al presente enseña sin lugar a dudas que toda población de cualquier territorio se compone de personas que descienden por generaciones de pobladores anteriores de ese territorio y de otras que han llegado muy recientemente o están llegando ahora mismo. Especialmente de estos últimos pobladores recientes no cabe afirmar que compartan esas atávicas señas de identidad del pueblo propio de tal territorio. A todo esto se suma el que muchos de los descendientes de pobladores originarios del territorio se encuentran ahora en otros, perfectamente integrados en su vida, su cultura y sus estructuras sociales y políticas. ¿Dónde está, pues, ese pueblo que nace de la historia y que es portador natural de un derecho a autodeterminarse por razón de las peculiaridades históricas y culturales que lo identifican? El nacionalismo tiene que recurrir a un nuevo desdoblamiento metafísico, esta vez entre esencia y existencia del pueblo. Por mucho que un pueblo se “contamine” de población que ni comparte esos ancestros que vivieron la historia del pueblo ni porta su cultura propia, la esencia del pueblo se mantiene en medio de esa existencia contaminada, la esencia se perpetúa, aunque sea como esencia amenazada. En nombre justamente de esa esencia, los portavoces más autorizados de ese pueblo, aquellos que empáticamente lo representan mejor que cualquier otro, aquellos en cuya conciencia se hace presente ese compromiso de ser expresión e instrumento de la vida de ese pueblo y gestores de su lucha por alcanzar para él la plenitud de su ser bajo la plena coincidencia de esencia y existencia, están llamados a desarrollar las medidas y las políticas para tal fin. Lo que aquí significa que están legitimados para lograr que estos pobladores no originarios o no totalmente partícipes de las esencias del pueblo se integren en él, quiéranlo o no, y dejando siempre a salvo su libertad para irse con su música a otra parte si no aceptan esa forzada integración de los que allí quieran vivir. Se ha de recuperar la pureza, se ha de (re)homogeneizar a la población como pueblo unitario y unido, se han de (re)construir esas señas de identidad del pueblo, las que en cada caso se haya estipulado, para que sean comunes a toda su población. Mas de esa manera el nacionalismo siempre va a poner en práctica políticas de asimilación forzada, reproduciendo talmente lo que critica en el Estado“nación” vigente. ¿Que la historia remota, pasada y presente desmiente ese
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destino? Peor para la historia. Ocurre que a veces la historia real, la de los hechos, no se corresponde con la historia debida, la de los pueblos. El camino histórico de los pueblos de verdad es un camino de redención, aunque sea al final de los tiempos. Mediante semejante síntesis esotérica de historia y pueblo el nacionalismo se hace inmune a todo tipo de objeción histórica, cultural, sociológica o demográfica. En lo que los hechos realmente acontecidos en el pasado desmientan la identidad y el destino de ese pueblo, se invoca el futuro como espacio en el que se realizará eso que aún está por llegar y se halla prescrito y preescrito en la historia, pero aún no culminado. En lo que para fundamentar ese futuro haya que echar mano de la historia, se hace de ésta una lectura perfectamente funcional, sesgada unas veces, abiertamente mítica en otras ocasiones, siempre guiada desde la necesidad actual del nacionalismo de afirmar tanto que el pueblo existió siempre como que llega la hora de su definitiva eclosión como esencia plenamente existente. En suma, para la mayoría de las aporías teóricas del nacionalismo la salida es la historia, pero como historia sesgada y mítica: todo el que está aquí participa de la historia de lo de aquí. Pero es una aplicación constructiva y retroactiva de la historia, lo que lleva a un razonamiento circular: el que está aquí es parte de la historia de este pueblo, pero la historia se reconstruye hacia atrás para que sea la historia de este pueblo: La historia se confunde con la ficción histórica. Para construir el sujeto histórico nación hay que construir la historia de ese sujeto, y esa historia se construye con un criterio de selección determinado por el presente: el sujeto histórico nación o pueblo se crea en el presente mediante una versión selectiva y mitologizadora de la historia. La naturaleza histórica del pueblo lleva a desvincularlo de los individuos que lo componen como población en un momento dado. El pueblo no es la agregación, la mera suma de sus componentes individuales, es una realidad supraindividual. De la misma manera que la sustancia del pueblo es histórica y no personal (salvo en el sentido de que la “persona” del pueblo es supraindividual, orgánica), la voluntad del pueblo es la voluntad de ese ser supraindividual de carácter histórico y, por tanto, no es la voluntad de sus individuos o la suma de sus voluntades o de la mayoría de éstas. Por eso el nacionalismo no puede propiamente ser democrático y por eso, también, la integración de los habitantes es forzosa y forzada. Gracias a esto puede hablarse de la voluntad unitaria de un pueblo, por ejemplo de su voluntad para autodeterminarse políticamente y como Estado, pasando por encima de la existencia de grupos de esa población que no deseen ser parte de ese pueblo como unidad política autónoma.
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Se plantea así el problema de la dirección política de ese pueblo al que se imputa una voluntad unitaria desvinculada de las voluntades particulares de sus miembros. La voluntad del pueblo no puede ser, en este sentido, representativa de las voluntades particulares o de la mera voluntad de la mayoría. Además, se ha de salvar el problema que supone la posible contradicción entre la voluntad de autodeterminación del pueblo y la voluntad de partes de éste que no quieran esa integración política común y que, por ejemplo, prefieran seguir perteneciendo a otra unidad política, a otro Estado, o que deseen, a su vez, constituirse en unidades políticas autónomas, desgajadas o independientes de ese pueblo que se dice unidad. Ese problema, esa contradicción, se resuelve por la doctrina nacionalista con una noción empática de representación y gobierno. Los llamados a gobernar ese pueblo, a dirigirlo hacia el logro o el mantenimiento de su autonomía política, son aquéllos que empáticamente participan de la esencia nacional. De ahí que los partidos nacionalistas y sus dirigentes se sientan, por definición y al margen de los resultados electorales o del pluralismo interno que esos resultados manifiesten, los verdaderos representantes y portavoces del pueblo, autorizados a hablar en nombre de todos y a mandar sobre todos. II. el territorio El nacionalismo es estatista. La reclamación que un grupo haga de la libertad de sus miembros para mantener sus costumbres, ritos e instituciones o para que se reconozca la efectividad de sus prácticas normativas no necesita en sí presentarse como derecho de autodeterminación política bajo la forma de Estado. Basta con reclamar que el Estado en que ese grupo se integra sea respetuoso con esos caracteres y esas manifestaciones grupales. Se trata, en suma, de reclamar del Estado una ampliación de las libertades reconocidas, que pueden entenderse como meras libertades individuales. Mientras se trate de proteger la libertad de elección de los miembros de un grupo, la reclamación consistirá en que dichos miembros puedan escoger entre las prácticas de ese grupo u otras. Así, hablar una u otra lengua, participar o no en los ritos y usos grupales, ejercer roles propios de las instituciones de ese grupo o renunciar a ellos a favor de otros roles, etc. Ese planteamiento supone que el miembro del grupo debe tener suficiente información sobre las alternativas y acceso posible a unas y otras. Así, hablar esa lengua o la lengua del Estado, regir su convivencia familiar por unas normas o las otras, etc. Pero cuando se introduce el elemento territorial y se asocia a esquemas políticos de autodeterminación, ese planteamiento liberal, de homenaje a la libertad de elección de cada uno, se torna en autoritario. La identidad de un
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pueblo pasa a ser el fundamento de las estructuras políticas operantes autónomamente dentro de un territorio, y el primer cometido de esas estructuras consiste en asegurar su pervivencia a costa de suprimir la libertad de elección. El grupo, así constituido políticamente, tiene que autoperpetuarse como sujeto político a base de impedir la disolución de su base social. Por eso se ha de evitar la contaminación de todo tipo, lingüística, religiosa, social, etc.: todos han de hablar la misma lengua, todos han de profesar la misma fe, todos han de participar de las mismas convicciones sobre el bien y el mal, todos han de creerse las mismas historias. La integración se logra al precio de la libertad y se ha de convencer a los individuos de que la libertad vale menos que ese común destino, que esa integración plena, que esa comunión grupal, que esa apoteosis de la identidad colectiva. Renace la condición de extranjero, pero no meramente como condición jurídico-formal, sino como ajenidad, como ser el otro, ser de los otros, no ser de los nuestros. El nacionalismo antiindividualista es estatista porque necesita de las estructuras estatales para asegurar esa identidad grupal. Y los estados son por definición unidades políticas de carácter territorial. Esto lleva al nacionalismo político a la necesidad de justificar cuál sea el territorio de ese pueblo, territorio llamado, pues, a ser el del Estado en el que ese pueblo se plasma y se autogobierna. ¿Cuál será el territorio del pueblo? Lo primero que el nacionalismo tiene que eliminar es la idea de contingencia, y en particular de contingencia histórica. Las fronteras tienen que ser fronteras culturales a la par que físicas. Podríamos decir que esas fronteras son vistas como fronteras propiamente naturales, en cuanto que la cultura es tomada como una segunda naturaleza. Ahora bien: las culturas, al menos en nuestro contexto de sociedades modernas, son fortísimamente artificiales, y ello por varias razones. Por un lado, por su interna diversidad; por otro, por la creciente homogeneización entre ellas. En cuanto a lo primero, sean cuales sean los patrones con los que una cultura quiera definirse, la implantación de tales patrones no se va a dar de modo uniforme en el territorio que se pretende como propio de ese pueblo a efectos de su unitaria constitución como entidad política independiente. Si es la lengua, habrá partes de ese territorio donde no se hable o se hable muy escasamente. Si es el folklore o son las costumbres, serán distintas también en ese territorio. Y así cualquier otro criterio. Súmese a esto la presencia, cuando sea el caso –y en nuestro contexto lo es siempre–, de numerosa población que tiene su origen fuera de ese pueblo y se halla escasamente integrada, sin hablar esa lengua o manteniendo sus costumbres de origen. Aquí nuevamente procederá el nacionalismo con esquemas de inversión lógica: nuestro derecho a autodeterminarnos unitariamente como pueblo se
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basa en nuestra identidad cultural unitaria, que hemos de hacer realidad (por tanto, no es realidad a día de hoy, cuando la reclamación de nuestra autonomía invoca precisamente esa identidad unitaria que no tenemos) mediante políticas de integración forzosa (políticas monolingüísticas, políticas de incentivos o discriminaciones: que se domine la lengua para poder acceder a ciertos puestos o, simplemente, regentar un comercio). Es la única manera que tiene el nacionalismo de resolver la contradicción de sus postulados con la realidad de los hechos: reclamamos autodeterminación política porque somos un pueblo los que habitamos este territorio que ha de serlo de nuestro Estado o unidad política similar, somos un pueblo porque participamos todos de una misma identidad cultural y, sin embargo, ni están todos los que son ni son todos los que están, hay dentro de este territorio personas y grupos que no comparten esas señas de identidad. Conclusión de la lógica nacionalista: forcemos a que todos los que estén sí participen, si no ahora, porque esa asimilación requiere tiempo, sí en un futuro más o menos próximo. ¿Cómo se consigue? Estableciendo duras condiciones para los “ajenos” que estén aquí, de modo que o se van o adoptan nuestras condiciones. Se debe suprimir la excepción que contradice o afea el fundamento unitario y coherente de nuestra reclamación. Pero el desfase permanece: reclamamos hoy nuestra autodeterminación como grupo cohesionado y con personalidad propia, pero hoy, cuando reclamamos, no tenemos aún esa condición. Y otra vez la salida particular de la lógica nacionalista: la reclamamos para poder llegar a tenerla. Los X somos pueblo porque compartimos las características a, b y c. En cuanto pueblo, tenemos derecho a autodeterminarnos políticamente dentro de nuestro territorio. Pero dentro de ese territorio hay personas y grupos que no forman parte de ese pueblo, por lo que el pueblo no es esa unidad cultural que invoca su derecho a transformarse en unidad política. ¿Decae con eso el fundamento de nuestra pretensión? No, pues en cuanto tengamos esa unidad política lograremos ya ser un verdadero pueblo unitario y cohesionado en torno a los caracteres a, b y c. Así pues, derecho de autodeterminación bajo palabra de que llegaremos a ser un pueblo propiamente dicho, titular con todo merecimiento de ese derecho de autodeterminación. ¿Y cuando lo seremos? Cuando nos estemos autoderminando. Causa y efecto en una sola pieza, metafísica prodigiosa: el efecto futuro de nuestros logros (la unidad como pueblo) es el fundamento de nuestra reclamación de éstos: nuestra realidad actual como pueblo. ¿Es tan ilógico y contraintuitivo el nacionalismo? No, pues en términos lógicos su razonamiento es entimemático: hay una premisa operante pero que no se explicita. Y no se explicita porque dicha premisa manifiesta la naturaleza abruptamente metafísica y antidemocrática de tal nacionalismo. Esa premisa es la
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siguiente: el pueblo que reclama su derecho de autodeterminarse políticamente dentro de este territorio no es propiamente el conjunto de la población que aquí habita, sino únicamente aquel conjunto de personas que poseen esas características definitorias de tal pueblo: a, b, c. No todos los ciudadanos de ese territorio son iguales, valen igual, cuentan igual: unos, aquéllos en los que tales caracteres definitorios del pueblo se hacen presentes, son los que tienen derecho a hablar, dirigir y guiar los destinos de todo el conjunto de los habitantes del territorio; los otros, los que no tienen a día de hoy esos caracteres “populares”, no tienen los mismos derechos ni los tendrán mientras no adquieran tales caracteres. El estatuto jurídico y político de los ciudadanos es personal. Al nacionalista no le importa, sino al contrario, la igualdad de los individuos ante la ley, porque la ley sólo tiene sentido como ley del pueblo, ley emanada de esa entidad y al servicio de esa entidad, y gozarán de mejores derechos quienes sean más pueblo. El componente antidemocrático del nacionalismo deriva de idénticos esquemas. No importa, a fin de cuentas, que los nacionalistas sean un porcentaje mínimo del conjunto de la población de ese territorio, no importa que sus apoyos electorales sean incluso menores que los del conjunto de las fuerzas políticas no nacionalistas: ellos, los nacionalistas, mantienen idéntico derecho a hablar en nombre del pueblo y su cometido sigue siendo la liberación del pueblo como tal, aun cuando la población mayoritariamente no quiera ser así liberada ni desee integrarse en esa nueva unidad política nacional. Al fin y al cabo, se trata de liberar esclavos inconscientes, de rescatar alienados, de obrar en pro de mayorías que, en el fondo, son políticamente inimputables. Esas partes de la población, incluso esas mayorías, están alienadas y son políticamente inimputables porque no ha calado en ellas la conciencia de su verdadero cometido moral y político, de su verdadera y primera empresa en este mundo: ser parte de la vida de ese pueblo, asegurar su pervivencia como tal, contribuir a su libertad y engrandecimiento. Está confundido el que no se funde, y al confundido hay que llevarlo de la mano, guiarlo, salvarlo. Extra ecclesiam nulla salus. Volvamos al problema del territorio. El nacionalismo quiere hacer del territorio de un pueblo el territorio de su Estado, pero sabemos que en ese territorio no existe propiamente ese pueblo mientras no llegue a constituirse tal Estado que se pretende y que tendrá como primera función unificar dicho pueblo, suprimiendo la diversidad cultural que a día de hoy se vive en ese territorio. Así pues, no es el pueblo que lo habita lo que delimita el territorio de la nación. ¿Entonces qué es? La respuesta suele estar otra vez en la historia, y de nuevo una historia mítica y perfectamente selectiva, manipulada. El pueblo que tiene la titularidad política sobre ese territorio no es su población actual, es aquel pueblo histórico, presente en la historia y forjado en ella.
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Esa historia es nuevamente selectiva de varias formas. Unas veces, porque se eleva a categoría política autónoma lo que nació como mera división administrativa dentro de un Estado común. La individualidad de un territorio comienza marcada por una tal división de un Estado que, a efectos administrativos, de organización económica o de subdivisión meramente geográfica, da nombre a un territorio. El nacionalismo toma esa división, ajena a factores específicamente nacionales, y la eleva a categoría de nación. Curiosamente, el nacionalismo que en esa parte se constituye nunca afirma que tal división no sea congruente con las señas nacionales, de modo que se afirme que la nación propiamente dicha deba prescindir de una parte de ese territorio, aquella en la que no se habla la lengua común, o donde las costumbres son otras, o en la que el sentimiento de pertenencia al Estado existente sea mayor que la identificación con la nación que quiere autodeterminarse. En otras ocasiones, de lo que no es más que un capítulo en las luchas para la constitución del Estado existente se hace manifestación de una voluntad originaria de ser nación con Estado propio. Otras veces se tergiversan los móviles que llevaron a luchar contra los poderes establecidos en ese territorio y, por ejemplo, del propósito de recuperar el conjunto de la Península Ibérica para la cristiandad y contra el Islam se hace manifestación de la voluntad de los pobladores de un concreto territorio para autodeterminarse políticamente, incluso cuando las categorías políticas actuales, como el Estadonación moderno, aún no habían hecho históricamente acto de presencia. De nuevo la historia tiene que pasarse por el tamiz de la metafísica y por los esquemas religiosos de la predestinación. A la historia de los hechos y las mentalidades se superpone el mito de un pueblo cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos. En ese territorio que se quiere de la nación habitaba desde tiempo inmemorial un pueblo que tenía desde siempre sus rasgos definidos, al menos en potencia, pueblo que fue sufriendo sucesivas invasiones, ataques y abusos y que una y otra vez se resistió en nombre nada más que de sus deseos de libertad y de autodeterminación como pueblo. La vieja metafísica aristotélico-tomista de potencia y acto se reverdece en esta sesgada lectura nacionalista de la historia, en las historias nacionalistas. Mientras un pueblo no dio señales de conciencia colectiva propia y específica, mientras no fue su propósito autogobernarse, sino contribuir a una empresa más amplia, como, por ejemplo, la del imperio de la cristiandad, no es que dicho pueblo no existiera propiamente, sino que existía como potencia. Esa potencia, esa capacidad ínsita, esa voluntad latente, prende cuando ese pueblo lucha unido, aunque no luche por el pueblo como tal, y llega a convertirse en acto cuando, por obra precisamente del pensamiento nacionalista, articula su discurso político propio y proclama su propósito de convertirse en Estado independiente. Y todo porque
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ese pueblo que el nacionalismo afirma tiene que legitimarse en la historia para disfrazar su naturaleza artificial, construida, diseñada. Este pueblo que hoy pretendemos aglutinar mediante la afirmación de unas señas de identidad que lo definen y mediante la imputación de una voluntad colectiva que no se ha hecho presente hasta hoy o que ni siquiera se manifiesta propiamente hoy, es un pueblo que siempre ha sido tal y siempre ha actuado como tal, aun cuando sus moradores no tuvieran conciencia de ello, y menos aún conciencia política. El nacionalismo esconde su impronta metafísica tras una amalgama de metáforas de corte naturalista. El pueblo que hoy se afirma no puede nacer de ese propio acto de afirmación, sino que éste es el fruto pleno de un cuerpo que se gestó antes, la plasmación viva de una semilla sembrada en los orígenes mismos de la historia. El nacionalista se siente como el ingeniero que encauza y mantiene limpio ese río nacido en los hontanares de la historia. El segundo criterio selectivo es el que se aplica a las empresas y labores de los miembros del pueblo. Muchos habrán luchado a favor de las estructuras políticas opuestas a la autodeterminación del pueblo, como, pongamos por caso, los requetés navarros o cuantos gallegos, catalanes, vascos, etc. se incorporaron de hoz y coz a las tropas de Franco y en pro de una España férreamente unitaria y centralista. ¿Y aquellos vascos que se lanzaron a la conquista de territorio americano para la Corona de España? Muy sencillo: esos no cuentan, no son parte de la historia del pueblo, por mucho que provengan de los territorios del pueblo. De la historia del pueblo sólo forman parte los que lucharon por la libertad política del pueblo. La historia del pueblo no sabe de traidores, herejes, heterodoxos, ácratas o simples individuos autointeresados que iban a lo suyo. El pueblo no puede ser responsable de la defectuosa conciencia y de la alienación de muchos de los que de él provienen. ¿Por qué es importante el territorio para las pretensiones del nacionalismo? Porque, como ya se ha señalado, el nacionalismo es estatista y el Estado necesita un territorio. El razonamiento tiene que ir a parar en que este territorio es, a efectos políticos, de los de aquí. Hay que vincular el pueblo a un territorio y, en consecuencia, construir respuestas para varias preguntas, respuestas que alejen toda idea de contingencia de las relaciones entre este territorio y los que están aquí, los que están en él. Porque, en ese sentido, se topa el nacionalismo con tres problemas. Uno, que muchos de los que están aquí no son originarios de aquí, sino meramente venidos aquí recientemente. Otro, que los que están aquí, descienden de otros que no eran de aquí y que vinieron aquí por razones de conquista, económicas o de meras coyunturas históricas. Y el tercer problema es que muchos originarios de aquí están en otra parte y plenamente integrados en las estructuras sociales, culturales
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y políticas de allá. De nuevo el problema, en suma, de que ni son todos los que están ni están todos los que son. Puestas así las cosas, no queda más salida, de nuevo, que la metafísica y el esquema teológico de la predestinación, una especie de providencialismo superficialmente laico. El vínculo entre pueblo y territorio es contrafáctico y en muchos sentidos ahistórico. Hay un pueblo telúricamente ligado a un territorio y ese territorio viene marcado por ser el territorio de los ancestros. ¿De cuáles? ¿De los pobladores prehistóricos? ¿De los iberos o los celtas? ¿De los romanos? ¿De los pueblos germánicos? ¿De los árabes? ¿De los cristianos? Cada nacionalismo se sirve en esto de a la carta de la historia y combina los ingredientes de que se disponga. Cuando es posible, se echa mano de un pueblo mítico, poblador originario, una esencia aborigen que se habría mantenido incólume a pesar de las sucesivas mezclas y contaminaciones. En otras ocasiones será la síntesis de pueblos y presencias anteriores la que por destilación habrá producido esta identidad de los que hoy se proclaman pueblo peculiar. Y, sea como sea, este territorio estaba destinado a serlo del pueblo que hoy lo habita, el cual, a pesar de todos los cruces, mezclas e influencias, queda contrafácticamente definido como pueblo que sobre este territorio debe cumplir su teleología de ser aquí pueblo soberano. En esto, contra los argumentos de tal calado metafísico y providencialista no valen los argumentos históricos. Los argumentos históricos se emplean en cuanto refuercen tal esquema y se dejan de lado en lo que lo desmientan. Al fin y al cabo, las verdades metafísicas y de fe no se desmienten ni se falsan con ningún tipo de dato empírico. Y otra vez el razonamiento se hace circular para dar salida aparente a las paradojas: el pueblo tiene derecho a este territorio, pero como en este territorio ni han estado ni están los que tienen en estado puro los caracteres atávicos que definen a este pueblo, se acaba por afirmar que, a efectos políticos de autodeterminación, componen este pueblo los que están ahora en este territorio. Pero el titular de esa propiedad política sobre el territorio no es el conjunto de individuos que están aquí y ahora, de modo que haya que estar a su voluntad de querer usar de un modo o de otro esa propiedad –por ejemplo, traspasándola a otro Estado o manteniéndola en él–; el titular es esa entidad colectiva superior, es el pueblo, como ente suprapersonal y orgánico. De tal manera, los individuos que ahora moran aquí, en tanto que conjunto de individuos, cada uno con su voluntad libre y su derecho de opción y disposición, no son titulares en verdad de un derecho sobre tal territorio, pues tal titularidad es del pueblo; esos individuos son propiamente titulares de obligaciones respecto del pueblo. Y de esas obligaciones, la primera y principal es la de lealtad al pueblo y su propiedad política sobre el territorio. Estar aquí significa hallarse sustancialmente comprometido
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con la autodeterminación de este pueblo que está destinado a ser soberano sobre este territorio. Sólo el pueblo se autodetermina, no los pobladores del territorio. El derecho de autodeterminación es una imposición de la historia, un imperativo del destino, la plasmación de un orden natural y, como tal, incuestionable, de las cosas. Hablando con propiedad y llevando hasta sus últimas consecuencias esta metafísica nacionalista, ni siquiera el pueblo, así entendido, se autodetermina, sino que su ejercicio de la autodeterminación política no es más que el disciplinado y feliz cumplimiento de su destino. Los habitantes del territorio se vuelven contingentes, meros instrumentos de esa empresa de realización de un pueblo. Así se explica que acabe por no importar que muchos de los que están aquí y ahora no hablen la lengua del pueblo, no hayan nacido en el territorio del pueblo o sus prácticas sociales no se correspondan con las que según las definiciones forman la esencia del pueblo. Es su estar ahora aquí lo que los compromete con el destino del pueblo, al tiempo que los gobernantes del pueblo quedan legitimados para usar su poder político a fin de conseguir que en el futuro los que estén aquí sí que lleven ya, y para siempre, las señas de identidad de este pueblo. Si no, el precio será la discriminación y la exclusión. ¿Y los descendientes de los que un día se fueron de aquí? Siempre podrán regresar a la tierra prometida de su pueblo, si quieren y se hacen acreedores a tal premio mostrando suficiente voluntad de integración. III. los derechos del pueblo, derechos colectivos Sabido es que en la actual literatura política, jurídica, y hasta moral, abundan las discusiones sobre la noción de derechos y sobre qué sentido tiene hablar de derechos colectivos. En cualquier caso, la doctrina nacionalista rechaza de plano toda idea de derechos colectivos que los conciba como una pura agregación o suma de derechos individuales, de derechos de los individuos agrupados por un interés común. Diez personas constituimos una sociedad mercantil y a partir de ahí compartimos un derecho colectivo a su dirección y sus beneficios, derecho colectivo que no es más que la amalgama de derechos individuales así coincidentes. El nacionalismo afirma que existen derechos colectivos tales como, prototípicamente, el derecho de autodeterminación de un pueblo o nación, o el derecho de un grupo a su identidad cultural como tal grupo. El conflicto entre esas dos visiones de los derechos colectivos estalla cuando hay contraposición entre los derechos individuales y algún “derecho” del que es titular la colectividad en cuanto tal. Un buen ejemplo actual es el que se plantea entre el derecho individual de cada comerciante a rotular en la lengua que libremente quiera
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su comercio y el derecho de la nación catalana a la protección y fomento de su lengua propia. O se impone el derecho individual, del que es titular cada sujeto particular, o de impone el derecho colectivo del que es titular la comunidad. Dos concepciones de los derechos colectivos aparecen claramente enfrentadas, y las llamaremos aquí concepción agregacionista y concepción colectivista. Para la primera concepción, de impronta liberal e individualista, el titular propiamente dicho de cualquier derecho es necesariamente un ser humano individual, de modo que todos los derechos son, a fin de cuentas, derechos individuales. A partir de esa asunción, en el ejercicio de los derechos pueden darse dos situaciones. Una, que ese ejercicio sea de por sí individual. Por ejemplo, los españoles, como conjunto, tenemos ciertos derechos de libertad, que ejercemos y defendemos individualmente, por mucho que sean derechos de los que todos y cada uno somos titulares. Tal sucede, pongamos por caso, con la libertad de expresión o el habeas corpus. En otros casos dicho ejercicio requiere, para su eficacia, una acción colectiva, mediante la agrupación de esos titulares individuales. El derecho en cuestión sigue siendo mío y tuyo, pero debemos ejercitarlo conjuntamente, a través de uno de esos miembros del grupo que represente a todos. La teoría de los derechos viene debatiendo desde hace ya bastante más de un siglo entre dos fundamentos de ellos. La pregunta de base versa sobre qué sea lo que en el fondo se protege o se defiende al atribuir a un sujeto un derecho. Para dar tal explicación se contraponen la teoría de la voluntad y la teoría del interés. La teoría de la voluntad sostiene que es un contenido de voluntad autónoma lo que cada derecho ampara. Al decir que yo tengo derecho a X se estaría afirmando que respecto de X rige soberanamente mi voluntad y no la voluntad de otro. La articulación o convivencia entre derechos se presenta como un problema de relación entre voluntades autónomas y se trata de salvaguardar la libertad de cada uno dentro de un esquema de salvaguarda de la libertad de todos. Por su parte, la teoría del interés mantiene que con cada derecho se reconoce a cada sujeto un interés que le es propio y cuya gestión le pertenece a él y nada más que a él. Conciliar derechos dentro del ordenamiento jurídico de un Estado supone, en este caso, delimitar hasta dónde llega el imperio de cada uno sobre sus intereses particulares y en qué han de ceder esos intereses para que se respeten, al tiempo, los intereses de cada cual. Bajo la óptica liberal-individualista de los derechos, el problema moral y político se halla en cómo justificar que la voluntad o el interés individual deba ceder ante los imperativos normativos de la vida en común; es decir, se trata de ver con qué fundamento ese imperio de la voluntad o el interés particular no se hace absoluto e ilimitado. Y la respuesta siempre será del tenor siguiente:
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la única manera de que cada uno vea respetada en la mayor medida posible su autonomía personal y la búsqueda de su personal interés consiste en que ni la voluntad ni el interés de uno o algunos sean señores absolutos de la voluntad o el interés de los demás. Así puestas las cosas, ninguna limitación de la voluntad o el interés de este o aquel individuo se justifica si no es para hacer posible con alcance general el disfrute individual de la libertad. Si, por ejemplo, el Estado me detrae impuestos y, con ello, limita mi señorío sobre mis bienes, no ha de ser para cosas tales como el engrandecimiento del propio Estado como fin en sí, sino para que todos y cada uno de sus ciudadanos tengan garantizadas unas mínimas condiciones para el ejercicio de su autonomía personal. Con tal razonamiento la esencia de la vida política y jurídica se pone en los individuos, y todas las agrupaciones aparecen como contingentes y subordinadas a esa finalidad de beneficio individual. Por tanto, toda agrupación, y hasta el Estado mismo, se justifica únicamente por esa función de aseguramiento coordinado del bienestar de sujetos que son y han de ser libres antes de someterse a cualquier fin o designio colectivo. La concepción colectivista de los derechos colectivos no puede funcionar si no es al precio de afirmar que existen sujetos supraindividuales con voluntad e interés propios y superpuestos a los de los individuos que, como partes, componentes o células, forman esa entidad colectiva. Esa entidad, ese sujeto suprapersonal, es el verdadero titular de los derechos colectivos correspondientes, y lo es porque posee propiamente un interés o una voluntad distintos y diferentes de los de sus miembros personales. Más aún: tal entidad suprapersonal no agota su ser en el hecho de aglutinar y aunar esos componentes personales individuales, sino que, como parte de sí misma, tiene más cosas que la individualizan, le dan su personalidad y justifican su derecho a ser ella misma por encima incluso de las voluntades y los intereses particulares de esos sus elementos personales individuales. Así, se dirá que tal entidad tiene su propia historia, su cultura, su destino, su lugar en el orden de la creación o en la voluntad divina, su experiencia, sus muertos, su personalidad, su territorio, etc. Los derechos colectivos que para esa entidad se reclaman son derechos suyos y no son más que la traducción a derechos de esos atributos. De la misma manera que para la doctrina individualista de los derechos el axioma de partida es que el ser humano individual existe y su supremo bien incuestionable es la vida en libertad, de forma que todos los derechos sirven en última instancia a la realización coordinada de la libertad individual, para la doctrina colectivista los seres llamados a realizarse en libertad, a hacer valer su voluntad y a velar por sus intereses, son de dos tipos: los seres humanos individuales y las entidades colectivas. A partir de ahí, al problema de cómo se compatibilizan y se coordinan
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las libertades de los seres humanos individuales se superpone otro problema: el de cómo se concilian esas voluntades e intereses individuales con la voluntad y los intereses de la entidad suprapersonal colectiva. En consecuencia, para las doctrinas colectivistas de los derechos pasan a estar justificadas más limitaciones de la voluntad y el interés individual que las que se deben a la necesidad de hacer compatible el disfrute de la libertad de cada individuo, y también se justificarán aquellas limitaciones al servicio de la libertad y el interés de la comunidad como tal. También la comunidad tiene su vida propia y, con ello, su derecho a la vida; también la comunidad ha de poder realizar su historia su destino o su personalidad en libertad, y por ello tiene que gozar del correspondiente derecho a ser libre como tal comunidad. Aquí los planteamientos se invierten, en comparación con la perspectiva liberal-individualista, y las agrupaciones pasan a ser esenciales, mientras que sus miembros individuales aparecen como contingentes y fungibles. Llevada la cuestión al ámbito político, para el planteamiento liberal el Estado sólo se justifica funcionalmente, por sus prestaciones para la libertad y la autorrealización de sus ciudadanos, con el problema añadido de que resulta difícil fundamentar las diferencias de trato entre nacionales y no nacionales. De ahí que la salida natural de la teoría liberal de los derechos sea, en lo político, el cosmopolitismo, la aspiración a un mundo donde cada persona goce de la misma posibilidad de autodeterminarse que cualquier otra. El Estadonación se explica por razones históricas y como coyuntural modo de organizar la política al servicio de la libertad de sus ciudadanos, en tanto no quepa dejar atrás las fronteras a la hora de proteger la libertad de todos y para todos. En cambio, para la doctrina colectivista de los derechos el Estado por antonomasia, el Estado “natural” y debido, es el Estado-nación. En el origen fue la nación y ésta halló y halla en el Estado la suprema forma política de proteger su ser y su libertad como tal nación, como comunidad, como entidad suprapersonal. Más allá del Estado al servicio de la nación, así entendida, sólo cabe imaginar el horripilante mundo de individuos que se reconocen en igualdad y sin mediatizaciones y mediaciones nacionales. Por tanto, el supremo derecho de una nación es su derecho de autodeterminación, su derecho a constituirse en Estado para proteger su identidad, para mantener sus señas identitarias, aunque sea contra viento y marea, aunque sea contra la corriente de la historia (pero en nombre de su Historia), aunque sea a sangre y fuego, aunque sea al precio de cercenar la libertad de sus ciudadanos mucho más allá de lo que exige el respeto a la libertad igual de todos ellos. Por supuesto, el sacrificio de los derechos individuales de los ciudadanos va a ser disculpado siempre en nombre de un bien más alto para los ciudadanos
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mismos. El componente paternalista es ineliminable del discurso colectivistanacionalista. A esos ciudadanos les compensa ser menos libres a la hora de hablar la lengua que quieran o de ejercer su soberanía política. Convenientemente insertos en las muy maternales estructuras de la nación, van a ser mucho más felices fundidos en la convivencia con los idénticos, orgullosos de sentirse diferentes, si bien no individuos diferentes cada uno, sino como miembros de un grupo cuyos integrantes son todos distintos de los de otros grupos. Los placeres de la fusión comunitaria contrapesan el sacrificio de autonomía personal. La pérdida de identidad individual, de esa que cada cual se procura “buscándose la vida”, hablando como quiera, explorando y poniendo a prueba sus propios credos, procurándose sus recursos intelectuales, sus experiencias vitales, se compensa, paradójicamente, afirmando la ganancia en una identidad propia como identidad compartida. Vas a ser tú mismo mucho más si eres como todos los de aquí y, por tanto, si te diferencias de los que son de fuera de aquí. Las relaciones del colectivismo nacionalista con la democracia son fuertemente problemáticas. En primer lugar, porque donde la democracia no forme parte de la tradición comunitaria la democracia estará de más y sólo significará contaminación desde tradiciones ajenas y riesgo de disolución de la comunidad en que se introduce. En segundo lugar, porque, incluso en nuestro contexto de la llamada cultura occidental y democrática, el respeto de la vida, la identidad y la libertad de la propia comunidad como tal, como entidad suprapersonal sustancial, hará que no pueda someterse al albur de la decisión democrática lo que afecte a esos derechos colectivos de los que es titular la comunidad. Lo de los ciudadanos es de los ciudadanos y que sobre eso decidan, si quieren. Pero lo de la comunidad es de la comunidad, y sobre eso decide ella. ¿Y cómo decide ella? Pues como decide cualquier sujeto que propiamente lo sea. Así como no tiene sentido que yo, sujeto, convoque unas elecciones para tomar mis decisiones personales, pues yo soy el único elector, el único llamado a decidir y sólo de mí depende mi decisión, así la comunidad, que es tan sujeto como yo, decide en función de su ser y sus intereses, ejerce por sí su libertad. ¿Cómo? A través de los individuos que más empáticamente la representan, a través de las tradiciones por las que ha venido rigiéndose, a través de los procedimientos que se correspondan con su ser particular. Esta es la razón por la que se da esa muy peculiar distorsión del discurso democrático del nacionalismo. Por eso considera el nacionalismo que la llamada a decidir en un proceso de secesión es la propia comunidad que quiere segregarse, y no todos los ciudadanos del Estado en que ahora mismo se integra todavía. Por eso no ve el nacionalismo contradicción entre, por un lado, el hecho de que, en su caso y cuando así ocurra, los partidos nacionalistas sean minoritarios en
25. Metafísicas nacionales
las elecciones políticas de ese territorio y, por otro, la reclamación del supremo derecho de esa comunidad a autodeterminarse. Por eso no ve –o no quiere ver– el gobernante nacionalista contradicción en que su poder institucional se deba a la Constitución del Estado “opresor” que cuestiona. Por eso, aunque un referéndum de autodeterminación se convoque y lo pierdan, los nacionalistas van a seguir invocando el derecho de autodeterminación y exigiendo sucesivos referendos. La democracia es puramente instrumental y se usará sólo en la medida en que sirva al fin de la autodeterminación de la comunidad; si no sirve, se prescinde de la democracia, pero no del propósito autodeterminista. A fin de cuentas, la comunidad tiene derecho a autodeterminarse con total independencia de lo que diga el derecho, de lo que voten los ciudadanos o de lo que convenga a los individuos que la integran. Y el gobernante o dirigente nacionalista se halla imbuido de una idea providencialista de su misión, que lo vuelve inmune a otro tipo de argumentos jurídicos, políticos o morales: él es el misteriosamente, mágicamente llamado por su comunidad a realizar su derecho, el derecho de ella. Y ese derecho es el derecho más alto. El político nacionalista no es mero representante de sus electores ni alguien que propone un programa político en competencia con otros, no; él es el delegado de la comunidad, su cabeza, el elegido por ella para ser su voz y su brazo ejecutor. Y seguramente ella lo ha elegido porque es el mejor y más consecuente de sus hijos. Su “conductor”, su redentor, su hijo predilecto, su orgullo, la suprema expresión de todas sus virtudes, las virtudes de ella. IV. derechos histricos En la idea de derechos históricos encuentra el nacionalismo una síntesis lograda de sus elucubraciones metafísicas. Fuera de ellas, la idea de derechos históricos o es trivial o es absurda. Todo derecho es histórico porque tiene una historia, porque aparece en un momento y tiene vigencia durante un lapso de tiempo. Ese es el sentido trivial de la historicidad de los derechos, bien alejado de las pretensiones del nacionalismo cuando emplea dicha categoría. El absurdo se aprecia cuando con la etiqueta de históricos se quiere aludir a que los derechos que un día fueron encuentran en ese su ser anterior la razón para su plena pervivencia presente. Puestos a aplicar tales esquemas, la aristocracia más antigua podría reclamar sus pasados títulos señoriales sobre los descendientes de los que fueron sus vasallos; y hasta el derecho de pernada sobre las doncellas casaderas, allí donde tal haya existido alguna vez. La Iglesia y el papado podrían alegar hoy la subsistencia de sus privilegios mundanos de antaño. Los descendientes de los expropiados por la desamortización estarían en condiciones de exigir el
VII. El Estado, la política y las normas
retorno de aquellas propiedades que fueron de ellos por siglos y generaciones. Buena parte de la dubitativa y tambaleante Unión Europea podría afirmar la supremacía de sus poderes y normas con sólo hacer valer los derechos históricos del Sacro Imperio Romano Germánico. A Bin Laden y los yihadistas no les faltarían razones de ese tenor para su pretensión de recuperar para el Islam la Península Ibérica. España podría reivindicar su soberanía sobre los territorios de América Latina que fueron de su Corona. Y los indígenas americanos tendrían ahí, en los derechos históricos, un buen argumento para pedir la autodeterminación de sus pueblos en un territorio sin criollos o con criollos forzados a hablar la lengua quechua o aimara, pongamos por caso. Los suspuestos podrían multiplicarse hasta el infinito. En cuanto derechos, esos llamados históricos por el nacionalismo tienen un muy peculiar estatuto, pues ni han sido legislados por obra humana ni dependen de normas de derecho positivo ni, en consecuencia, pueden ser derogados por ley ninguna ni padecen la pérdida de vigencia por reiterado desuso. En esto comparten plenamente las características del derecho natural, si bien con curiosos matices. El iusnaturalismo racionalista mantenía que cada ser humano es portador de unos derechos inalienables, que lo son por estar grabados en la naturaleza de cada hombre y que la razón de cada uno puede descubrir. Tales derechos naturales serían comunes a cada persona humana que propiamente lo sea (otra cosa es cómo se haya definido en cada ocasión la noción de persona y quiénes quedaran excluidos de tal condición plena) y son ahistóricos y universales, sin admitir excepción ni cambio por razón de diversidades culturales o de épocas. Ahí radica el componente individualista de ese iusnaturalismo racionalista, bien ajeno a los propósitos del nacionalismo que proclama los derechos históricos de este o aquel pueblo. Más cercano se halla ese concepto nacionalista del iusnaturalismo teológico medieval, en el cual la tesis de que existen unos derechos naturales, supraordenados a toda legislación humana, se da la mano con la afirmación de un orden social necesario y debido, en cuanto parte del orden de la creación y querido por Dios. Existe una ley natural, derivada de la ley eterna, la cual expresa la razón o voluntad de Dios. Con arreglo a la ley natural, cada ser humano es portador de una innata dignidad, pero vinculada ésta a la ubicación de cada uno en el lugar o posición social que le corresponde, rey el nacido de rey y para reinar, señor el nacido de señor y para ejercer su señorío y siervo el nacido de siervo para siervo. el estatuto jurídico de cada uno, acorde con la ley natural, es un estatuto personal y no ha aparecido aún la idea de la igualdad de los ciudadanos ante la ley; tampoco la idea moderna de ciudadano, como titular individual e igual de
25. Metafísicas nacionales
derecho inalienable a la vida, a la libertad y a la participación en igualdad en el gobierno de los asuntos públicos. A esa visión medieval se aproxima más ese particular iusnaturalismo de los derechos históricos. Los seres humanos se agrupan en pueblos. Cada pueblo tiene su historia y su cultura propia. Historia y cultura constituyen los ejes de la identidad de un pueblo. Ese es el orden debido del mundo, de la humanidad, un orden de pueblos. La igualación entre los individuos humanos, su idéntica consideración por encima de barreras colectivas y culturales, se concibe como nefasta contravención del orden debido, del orden más natural. Lo que humaniza a cada persona no es su individualidad ni ningún impulso de autodeterminación individual, sino su pertenencia a su pueblo y su cultura, su pacífica y aceptada inserción en las estructuras colectivas. De ahí que el deber primero de cada sujeto sea el de permanencia en los esquemas sociales y la mentalidad de su pueblo y de lealtad a él, del mismo modo que en el orden estamental medieval cada uno se debía a su estamento y en él estaba obligado a mantenerse. Existe un orden que no debe disolverse mediante el ejercicio de la pura autonomía individual y los sujetos primeros de ese orden son los grupos. En el caso del nacionalismo, los pueblos. El único sujeto llamado a ser auténticamente libre, a elegir su camino, a realizar su personalidad sin cortapisas es el pueblo. Los derechos históricos se nutren en el pensamiento nacionalista de la referida síntesis metafísica entre historia y pueblo. La auténtica historia es la historia del pueblo, siempre en tensa interacción con otros pueblos. La historia es el marco en que los pueblos nacen para su destino y se afirman y perpetúan en lucha con las ansias opresoras e imperialistas de otros pueblos. Es más: puesto que los pueblos son los verdaderos sujetos de la historia, la única perspectiva histórica posible es la perspectiva de cada pueblo. No hay relato histórico que no sea el intento de hacer valer el ser, la historia y los derechos de un pueblo, el que sea. Este componente relativista hacia afuera y absolutista ad intra explica que el nacionalismo vasco o catalán consideren imposible una historia de España que sea descripción objetiva e imparcial de hechos pasados. La historia de España, hecha como tal, será la visión de la historia que conviene al pueblo español para sentar su personalidad y sus derechos. De ahí que los otros pueblos de aquí no puedan aceptar de ningún modo esa historia de España, por muy objetiva e imparcial que se pretenda, y que tengan que proclamar su propia historia, presentando los eventos del pasado del modo que convenga al respectivo pueblo. Si la identidad de un pueblo tiene su pilar esencial en la historia, cultivar la historia no puede ser sino resaltar esos elementos de identidad propia del pueblo que la hace, que es el pueblo que la ha vivido. Nuestra historia, la historia de nuestro pueblo, necesariamente ha de presentar dos características
VII. El Estado, la política y las normas
para no traicionar nuestra identidad como pueblo: ha de ser historia de los de aquí y ha de ser historia de la lucha de los de aquí contra los otros, contra los otros pueblos, y en pro de nuestra identidad y nuestra libertad como pueblo. Porque qué otra cosa es nuestro pueblo que un nosotros pugnando a una por no renunciar nuestras señas y no dejarnos dominar. Hacemos y mantenemos pueblo al escribir su historia y al seleccionar del pasado únicamente los capítulos que a ese fin convienen. No es que falseemos el pasado, es que el pueblo habla a través de los hechos que con ese propósito deliberado seleccionamos y en su interés interpretamos. Bajo ese prisma cobran nueva luz los ejemplos que antes citábamos de posibles reclamaciones de derechos históricos por estos o aquellos grupos que en el pasado aquí disfrutaron de presencia, poder y privilegios. El nacionalista no siente que quede por ellos afectada la lógica de su discurso y de su reclamación de derechos históricos. El nacionalista vasco o catalán, por ejemplo, no tiene nada que ver con esos otros grupos que no son su pueblo: la Iglesia, la aristocracia, el Islam, la nación española. Unos u otros habrán tenido presencia y dominio en el territorio de los vascos o los catalanes, pero no son parte del pueblo vasco o catalán. Que sus historiadores, los de esos grupos o pueblos ajenos, escriban sus historias como quieran o reclamen lo que les apetezca. La Historia, como hemos dicho, es eso, la pugna constante de grupos y pueblos para someter a otros pueblos. Pero sobre cada territorio la propiedad, en justicia y conforme al orden debido de las cosas, la tiene un pueblo y sólo uno, conforme a la verdadera esencia de la historia y conforme al destino. Esa es la razón de que no se inquiete el nacionalista cuando se le hace ver la presencia que en el territorio de su pueblo tuvieron durante siglo otros pueblos u otros estados, como España mismamente. Al contrario, cuanto más extensa esa presencia, menos se justifica la invocación de derechos históricos por el “invasor” y más patente se hace la necesidad de poner fin a sumisión tan larga, a semejante alteración del orden debido de las cosas y a tan intensa violación de los derechos naturales de ese pueblo oprimido, sus derechos de autodeterminarse y de ejercer la soberanía sobre su territorio y sus gentes. Una vez más, contra los aprioris metafísicos de poco valen los datos, los hechos y los argumentos históricos que se pretendan objetivos.
2 6 . u s o s d e la h i s to r i a y l e g i t i m i da d c o n s t i t u c i o n a l . u n a i n t e r p r e ta c i n d e la l la m a da l ey d e m e m o r i a h i s t r i c a I . h i s to r i a , l e g i t i m i da d y e f i c ac i a d e la s c o n s t i t u c i o n e s En el plano meramente jurídico la Constitución de un Estado es el documento que recoge las normas jurídicas de más alto rango en dicho Estado, aquellas normas que marcan los modos de acceder al poder político, los principios organizativos fundamentales de la convivencia y la administración en ese Estado y los límites materiales y formales que se imponen tanto a la producción normativa de dicho Estado como al ejercicio de sus supremos poderes. Puesto que no existe norma jurídica más elevada en la jerarquía del derecho del Estado, de esos contenidos de la Constitución sólo cabrá juzgar normativamente en términos de su mayor o menor justicia o de su mejor o peor correspondencia con los parámetros que para el buen gobierno y la buena disposición de la sociedad establezcan estas o aquellas filosofías políticas. Pero en el plano sociopolítico una Constitución, o al menos una que quiera y pueda ser mínimamente eficaz y estable, deberá contar también con una aquiescencia básica por parte de la mayoría de los habitantes de ese territorio sobre el que rige o pretende regir la norma constitucional. La Constitución, en otras palabras, habrá de tenerse por legítima por la ciudadanía. La legitimidad de una Constitución puede considerarse desde un doble punto de vista. Por una parte, cabe tenerla por una propiedad objetiva que poseen aquellas constituciones que reúnen determinados caracteres, aquellos que la teoría predica como definitorios de la legitimidad constitucional. Esta legitimidad objetiva o teórica variará en sus contornos según el tipo de doctrina al que atendamos o la época en que nos movamos. Por otra parte, la legitimidad constitucional es también un asunto de creencia social. Así vista, una Constitución es legítima cuando una sociedad mayoritariamente la estima así, con lo que la legitimidad vendría a ser una creencia social. Sería la dimensión sociológica de la legitimidad y su componente esencial en términos empíricos o de eficacia de las constituciones. Una Constitución no pervive sin esa fe social en su legitimidad y salvo que la falta de dicho apoyo social se compense con un descarnado ejercicio de la pura fuerza como alternativa –más que problemática, como la historia del constitucionalismo moderno ha ido enseñándonos– para la estabilidad del sistema. A fin de cuentas, los debates sobre aquella legitimidad teórica no tienen más pretensión o razón de ser que la de guiar o determinar esta
VII. El Estado, la política y las normas
legitimidad práctica o social, la creencia de que una Constitución es legítima porque posee determinados atributos y contenidos. Dos son los componentes esenciales de los que depende esa creencia en la legitimidad de un determinado orden constitucional. Uno, el juicio social predominante sobre cómo sea el orden social más justo y la medida en que la vigente Constitución lo refleje. Aquí se trata del convencimiento social para vivir precisamente bajo esa norma suprema, bajo una Constitución con esos contenidos fundamentales. Otro, el sentimiento que aglutine a los ciudadanos de ese Estado como parte de un proyecto común que no se piense debido meramente a un azar histórico o al arbitrio de un poder constituyente guiado tan sólo por consideraciones técnico-jurídicas y morales o filosófico-políticas. Las constituciones actuales siguen siendo normas supremas de un sistema jurídico que es el derecho de un Estado, pero, al tiempo, lo son de un Estado-nación. En cuanto norma jurídica, su legitimidad depende de sus contenidos; en cuanto norma suprema de una nación, su legitimidad dependerá de su entronque con los que se consideren los fundamentos o la sustancia primera de esa nación hecha Estado. No perdamos de vista que estamos hablando de la legitimidad como componente empírico, como creencia social que hace viable el acatamiento de un orden constitucional y, con ello, su efectividad y estabilidad. Y, en resumen, hemos dicho que dicha creencia se apoya en dos soportes: la convicción de que los contenidos fundamentales de ese orden constitucional son básicamente justos y la de que tal orden constitucional lo es de un grupo que convive por razón de ciertos elementos comunes que lo aglutinan y lo diferencian de otros grupos; es decir, se trata de la convicción de que es el “nosotros” el que se ha dado una Constitución que como “nosotros” nos refuerza; no la contraria, la de que sea la Constitución la que, ex nihilo, conforme ese “nosotros” cuya naturaleza sería meramente jurídico-normativa y coyuntural. Insisto: estamos tratando de ideología, del tipo de creencia social que, aún a día de hoy, permite la erección y el mantenimiento de constituciones efectivas en nuestro medio cultural. Aquí nos interesa esa dimensión “nacional” de la Constitución y, con ello, el convencimiento social para vivir juntos bajo esa Constitución común. Tal convencimiento se puede expresar también como la certeza que los ciudadanos mayoritariamente tienen de que es más lo que los une que lo que los separa o distingue. Sobre la base de esa idea compartida del “nosotros”, la Constitución operaría como un elemento de ratificación: porque somos “nosotros” nos guiamos conjuntamente por esa norma suprema que cierra o confirma esa unidad social de base. Repito que no estamos aludiendo a ontologías o metafísicas, sino
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hablando de ideologías, de una parte de las creencias dirimentes de la eficacia de la Constitución. Esa creencia compartida en el “nosotros” que se plasma en la norma constitucional y que con base en la norma constitucional se organiza puede tener distintos sustentos, como la lengua común, la cultura común, los intereses comunes, la idiosincrasia común, etc. Y también, y muy destacadamente, la historia común. Con esto llegamos al núcleo de los problemas de la ideología que condiciona la eficacia y las posibilidades de pervivencia del vigente orden constitucional español, en cuanto orden de un Estado llamado España. En el territorio de este Estado existe una indiscutible pluralidad lingüística, aun cuando históricamente se haya asentado también una lengua común, el castellano, superpuesta a esa diversidad lingüística. En el plano cultural también se constata una diversidad, aunque por encima de ella quepa hablar igualmente de una cultura compartida. En cuanto a los intereses aglutinadores, nos hallamos en un momento en el que los intereses compartidos, como factor de unión y guía política de los ciudadanos del Estado, están sometidos a un doble cuestionamiento, de efectos centrífugos y centrípetos. El fenómeno genéricamente conocido como globalización conduce a actitudes crecientemente cosmopolitas; el componente universalista que subyace a la filosofía individualista ilustrada, que inspira las constituciones basadas en el énfasis en la dignidad y los “derechos morales” de cada sujeto particular, opera en pro de la relativización de las diferencias “nacionales” como base de la organización política y, con ello, de la razón de ser misma del Estado-nación. Pero, en sentido contrario, las resistencias frente a la temida homogeneización de la humanidad bajo unos patrones morales y políticos idénticos están conduciendo, de la mano de filosofías políticas de corte comunitarista, a una renovada exaltación de los “hechos diferenciales” y a una recuperación de los derechos colectivos de los pueblos, naciones o culturas como sustrato de la organización política. En el contexto de tales dilemas teóricos e ideológicos de hoy y en la peculiar situación de esta España aceleradamente modernizada –y, con ello, homogeneizada bajo los parámetros de la cultura ético-política occidental– y, al tiempo, culturalmente diversa, se hace perentorio reelaborar las respuestas a la siguiente cuestión crucial: ¿Por qué seguir los hasta hoy unidos como españoles viviendo juntos y bajo la Constitución unificadora en este Estado llamado España? ¿Por qué continuar siendo “un” Estado-nación? Desde planteamientos cosmopolitas, el elemento nacional de este Estado tenderá a perder importancia y se propenderá a ver en dicho Estado un puro agente instrumental y temporal, llamado a disolverse progresivamente en estructuras socio-políticas de más amplio alcance, desde la Unión Europea hasta una Sociedad Mundial estructurada sobre la
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base de esos valores –igual consideración de los sujetos individuales, derechos humanos, democracia…– que hasta ahora venían presidiendo las constituciones de los estados de nuestro entorno. Desde ópticas localistas o nacionalistas, por el contrario, este Estado llamado España también estaría abocado a disolverse, pero esta vez como fragmentación en una pluralidad de estados que de él se desgajan como entidades políticas autodeterminadas y potencialmente independientes, soberanas, hasta lograr que cada uno de esos grupos diversos o naciones que forman parte de lo que hasta ahora se ha llamado España se autogobierne como Estado. Por supuesto, queda una tercera posibilidad, también presente, propugnada por el genuino nacionalismo español, y que vendría a proponer que el Estado español se mantenga como Estado unitario y plenamente soberano, no diluido en modo alguno en estructuras políticas y jurídicas supraestatales, y todo ello a partir de la creencia de que existe en plenitud una y sólo una nación española cuyos límites se corresponden exactamente con los del vigente Estado. Así pues, las posibles contestaciones a aquella pregunta acerca de por qué seguir conviviendo bajo los términos y los alcances de la presente Constitución de este Estado llamado España son tres. Los cosmopolitas dirían que porque es lo que más conviene mientras no se dé el paso a la plena consolidación de estructuras jurídico-políticas supraestatales y dado que la acción común reporta mayores ventajas y tiene mejores perspectivas de futuro que la fragmentación en poderes y ordenamientos locales. Los nacionalistas españoles responderán que porque esa unidad en Estado bajo la presente Constitución es lo que mejor cuadra a la realidad de España como nación, pues, por encima de las diversidades que en toda sociedad acontecen, es mucho más lo que a los españoles une como nación y como cultura que lo que los separa. Y los nacionalismos llamados “periféricos”, en cambio, mantendrán que las estructuras constitucionales vigentes deben dejar paso a otras, pues el Estado español no es un verdadero Estado-nación y debe ceder su sitio a tantos estados o unidades político-jurídicas autodeterminadas como naciones son forzadas hoy –y forzadas por y desde la vigente Constitución– a convivir bajo él. A los efectos que en este estudio nos importan, podemos en adelante dejar las posturas reducidas a dos. la de quienes defienden el orden constitucional vigente, aunque sea con diversas perspectivas para el futuro, y la de aquellos que reclaman su sustitución por una pluralidad de estados nuevos plenamente independientes o por un Estado nuevo de estructura abiertamente confederal, mera alianza libre de estados-nación soberanos. La disputa entre esos dos puntos de vista es, inevitablemente, una disputa ideológica, una lucha por las creencias
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y, con ello, por la legitimidad y la consiguiente eficacia del orden constitucional actual o de los órdenes constitucionales que como alternativa se proponen. En dicha pugna la historia está llamada a jugar, aquí y ahora, un papel central y decisivo. Sentada, con mejores o peores argumentos, la diversidad lingüística y hasta cultural de distintos territorios del Estado español, y hasta reconocida por la Constitución esa diversidad de “las nacionalidades y regiones” que lo componen, la lucha ideológica se va a centrar en la historia y sus interpretaciones. Afirmarán los unos la historia de España como historia común y base de la nación constituida en Estado español, mientras que los otros harán hincapié en las diversas historias “nacionales” alternativas. Unos y otros en el sobreentendido de que es la historia lo que mejor puede aquí señalar la unidad y especificidad de un pueblo como nación, ya sea dicho pueblo el español y la historia la de España, ya sean tales pueblos el vasco, el catalán o el gallego (y otros, en su caso) y las historias las de cada uno de ellos. Como señalara hace años Maurice Halwachs, los hechos del pasado se traban entre sí en una concatenación de causas y efectos que difícilmente entiende de compartimentaciones políticas o jurídicas. Por eso todo estudio o escritura de la historia que no sea de una historia universal opera como un recorte y con un criterio de selección. Las historias parciales, la historia de España o la de Cataluña o la de una ciudad cualquiera, sólo son posibles sobre la base de jugar con el énfasis, de resaltar lo que ha ocurrido “aquí” o “allí” prescindiendo de sus conexiones con el todo, con el entramado completo y complejo de causas y efectos. A esa selección, que lleva a poner la atención solamente en lo que ocurrió “aquí” para así lograr la historia de “aquí” como historia específica, se agrega un nuevo componente delimitador, la interpretación de esos hechos, así recortados, para que aparezcan como la historia de “los de aquí”, manifestación de los caracteres, las peculiaridades, los sufrimientos o las ansias de un pueblo que es “el pueblo de los de aquí”. Frente a la capacidad de la historia universal para enseñar la historicidad y radical contingencia de los pueblos, su carácter azaroso y puramente aleatorio en el caudal ingobernable y caprichoso de la historia, la historia particular o nacional se hace para convertir al respectivo pueblo en sujeto de su historia. Desde la historia universal, única científica, según Halwachs, es la historia la que hace y deshace los pueblos o las convicciones que unos u otros posean de ser pueblo. Desde las historias nacionales se trata de poner de relieve que son los pueblos los que hacen su historia y se recrean
Maurice Halwachs. La mémoire collective, París, puf, 1968. Existe traducción castellana de un fragmento del capítulo segundo, bajo el título “Memoria colectiva y memoria histórica”, en reis, n.º 69, enero-marzo de 1995, pp. 209-219.
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y afirman en ella. Desde la primera perspectiva, es la historia lo esencial y los pueblos se tornan puramente contingentes; desde la perspectiva “nacional”, es la historia lo contingente y es el pueblo aquella esencia que a través de la historia se constituye, se afirma y se mantiene. De ahí el carácter “contrafáctico” de las historias nacionales, pues el axioma metafísico del que parten las hace reacias a cualquier falsación por la vía del contraste con los datos empíricos. Su divisa podría ser más o menos así: afirmamos que somos, y, si somos, es porque fuimos, y porque fuimos tenemos una historia que es la historia nuestra, nuestra historia como pueblo. I I . l a s e t i q u e ta s y l o s d i l e m a s d e l a i z q u i e r d a Recapitulemos lo hasta aquí expuesto. La eficacia de la Constitución requiere que esté socialmente extendida la creencia en su legitimidad. Dicha creencia se apoya principalmente en la convicción generalizada de la justicia de sus contenidos o en la de que los destinatarios de sus normas forman un pueblo o nación con alguna base sustancial aglutinadora. Existe una cierta tensión entre ambos fundamentos de la legitimidad constitucional, pues el primero lleva en su seno la semilla para la superación de los límites estatales de vigencia de tales valores o principios constitucionales de justicia, especialmente cuando son los valores y principios de justicia propios de una cultura jurídico-política de base individualista y racionalista, propios de la moderna Ilustración, con su orientación universalista. El segundo tipo de fundamento legitimatorio, que encaja mejor con los límites estatales de aplicación de las normas constitucionales, halla en el caso de la Constitución española obstáculos para asentarse, dada la diversidad cultural y lingüística presente en nuestro Estado. Por esa razón se ha convertido la historia en el campo preferente para las disputas sobre la legitimidad constitucional, y, por lo mismo, la pluralidad de “sensibilidades nacionales” aquí presentes ha llevado a una lucha de historias, a la fragmentación de la historia en historias diversas: la historia común de los españoles, por un lado, y la historia particular de las otras “naciones” o candidatas a tales, por otro. La Constitución de 1978 nace, en lo tocante a su legitimidad, en una situación marcada por las dificultades. Por un lado, el proceso constituyente arranca con voluntad de radical contraste con los fundamentos legitimadores del régimen dictatorial anterior. Pero no se produjo una revolución o, en los términos de entonces, una “ruptura” política radical, sino una “reforma”. Son las propias instituciones del franquismo las que se hacen el harakiri y de ellas mismas arranca la Ley de Reforma Política. Es el discurso de un procurador de aquellas cortes, Fernando Suárez, ex ministro de Franco, el que señala
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el punto final de aquellos principios del Movimiento Nacional que se habían proclamado “permanentes e inalterables”. Además, la Constitución consagra la monarquía parlamentaria en la persona de quien había sido designado por el propio dictador como su sucesor. En lo tocante a los principios inspiradores de la Constitución, hay acuerdo muy general en su justicia, pues era aspiración extendida la de erigir un Estado constitucional y democrático de derecho respetuoso con los derechos fundamentales, al modo de nuestro contexto cultural moderno y occidental. Pero el otro componente de la legitimidad, el “nacional”, se cierra en medio de un acuerdo menor y con algunas ambigüedades. El artículo 2.° de la Constitución proclama que ésta “se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”, y, a continuación, afirma el reconocimiento y la garantía del “derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones” que integran dicha nación, así como “la solidaridad entre todas ellas”. Fue intenso el debate sobre esa noción nueva e intermedia, la de “nacionalidades”. Ese mismo componente de ambigüedad y de apertura al juego político futuro se plasmó en el título viii de la Constitución, al mismo tiempo que en el artículo 3.° quedaban reconocidos los derechos lingüísticos de aquellos territorios con lengua propia, si bien los alcances concretos de la convivencia entre el castellano, como lengua común, y las demás lenguas “españolas” han permanecido hasta hoy mismo como objeto de disputa. Con la Constitución se da un paso decisivo en la articulación de España como Estado jurídico administrativamente y políticamente descentralizado, pero quedó en el aire o en suspenso la cuestión de España como Estado uno y soberano ad intra. Y quedó así, no porque la Constitución no resulte suficientemente clara en sus afirmaciones al respecto, aun con las reseñadas ambigüedades, sino porque muchos consideraron y consideran que el tema concluyó en falso, sin suficiente debate y sin dar voz y oportunidad suficiente a esas “naciones” internas que también se quieren autodeterminadas plenamente. El franquismo llevó a su mayor exaltación la idea de una España como nación única y unitaria (España una, grande y libre, según el dictum de la época). Esa férrea apología de la nación España como sustrato indiscutible del Estado español se fundó en una serie de ideas legitimadoras que quedaron fuertemente “quemadas” como base de la legitimidad del Estado constitucional posterior a 1978. Así, el franquismo usó y abusó de la legitimación religiosa católica
Decía la Ley de Principios del Movimiento Nacional, de 1958, que “La nación española considera como timbre de honor el acatamiento a la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica,
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y proclamó a la nación española “reserva espiritual de Occidente”. También echó mano de las supuestas peculiaridades caracteriológicas (el carácter al tiempo indómito y anárquico del pueblo español) como justificación de aquel régimen dictatorial, y hasta acudió a construcciones de fuerte cariz metafísico, como la de “unidad de destino en lo universal”, las cuales, paradójicamente, han quedado invalidadas como sustento ideológico del Estado español actual, pero reaparecen en formas muy similares en los textos y manifiestos actuales de los nacionalismos vasco o catalán. Al final, tal parece que el error no estaba en proclamar que la nación es una unidad de destino, o que es patria común e indivisible, sino en proclamarlo de España. La lucha política y por la legitimidad parece ineludiblemente abocada en nuestra tierra a ser una disputa entre metafísicas o teologías políticas, mucho más que un cálculo común y sosegado sobre intereses y conveniencias generales. La exaltación nacionalista de España bajo el franquismo ha conducido, ya después de 1978, a una peculiar asimetría que afecta de lleno a la base de legitimidad de nuestra vigente Constitución. La situación podría resumirse del siguiente modo. Puesto que el franquismo se legitimaba en una exacerbada idea de España como nación, cualquier intento contemporáneo de abogar por la unidad básica de la actual España, como principio primero del Estado español, choca de inmediato con la sospecha de ser herencia de la dictadura y reproducción de sus propósitos opresivos. No se trata de que el nacionalismo de Franco haya supuesto la posterior crisis del pensamiento nacionalista como tal y de sus ardides legitimadores, sino de que el nacionalismo cuestionable y sospechoso es solamente, y lo es siempre, el nacionalismo español, y así se califica toda defensa de España en su forma actual de Estado. En este tema, lo injusto o rancio de aquel régimen no derivaría de su condición nacionalista, ni siquiera de lo mucho de premoderno, esotérico y abrupto de semejante nacionalismo, sino del mero hecho de no haber permitido el juego de los otros nacionalismos estructural o ideológicamente idénticos. De ahí nace la asimetría a la que queremos referirnos, y de nuevo tiene que comparecer la historia como elemento de legitimación. El franquismo abusó hasta la extenuación de la historia como territorio en el que se habría afirmado con todo su valor la nación española. Los que fuimos a la escuela en aquel tiem-
Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará su legislación”. En su principio i establecía la Ley de Principios del Movimiento Nacional lo siguiente: “España es una unidad de destino en lo universal. El servicio a la unidad, grandeza y libertad de la Patria es deber sagrado y tarea colectiva de todos los españoles”.
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po sólo tenemos que recordar aquellos libros de historia, aquellas relaciones de hazañas de insobornables españoles, aquellas biografías de tanto héroe nacional capaz de los mayores sacrificios, y hasta del martirio, por amor a la patria y en aras de su libertad y su grandeza. Textos todos tremendamente similares a los que hoy se imponen en las escuelas y colegios de las autonomías gobernadas con ánimo nacionalista. Así pues, la historia de España ha caído en el descrédito como soporte de la nación constitucional española. Y en esto no queda más remedio que reparar en las actitudes y servidumbres ideológicas, y hasta en los complejos, de los protagonistas del debate político español de estas tres últimas décadas, con los partidos a la cabeza. La lucha contra el franquismo dio pie a una ecuación cuyos disfuncionales efectos para el propio régimen constitucional posterior se han ido haciendo bien patentes con el tiempo. Todo grupo o partido que se opusiera a Franco adquiría la vitola de progresista y merecedor del máximo respeto político y de la mayor consideración moral. Quien se enfrenta a mi enemigo es mi amigo y comparte conmigo las convicciones esenciales. Pero, caída felizmente la dictadura y alumbrada la nueva Constitución, ¿cuáles son ahora las convicciones esenciales, convicciones que deben, al tiempo, legitimar la Constitución? Sentada y admitida la pluralidad lingüística y cultural, y seguramente no madura la sociedad para un sentimiento constitucional de base no nacionalista, de puro patriotismo constitucional y de mera ponderación de intereses de los individuos que aquí y allá se integran en este Estado constitucional como ciudadanos, sólo quedará el recurso a la historia como pilar legitimatorio. Pero el uso de la historia a tal propósito ha quedado marcado por las etiquetas y los reparos. La derecha política, la misma que observó con reservas y reticencias la España constitucional de las autonomías y el plurilingüismo, va a contemplar y cultivar la historia de España como su historia o la historia de su España, de la única nación aquí verdadera y posible. Los nacionalismos llamados “periféricos”, muy en particular el vasco y el catalán, van a escribir y fomentar las historias de sus “naciones”, historias en pugna con la historia de España, historias contra la historia de España. Unos y otros, la derecha nacionalista española y los nacionalismos vasco y catalán, igualmente convencidos de que es en la reconstrucción y la interpretación del pasado donde se juega el futuro de los estados, pues es con argumentos históricos como se construye y determina el futuro de las naciones. ¿Y cuál ha sido la actitud de los partidos de izquierda de implantación en todo el Estado, de los partidos de izquierda “españoles”, en el sentido constitucional de la expresión? Su problema mayor a la hora de legitimar la Constitución en
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este campo de las creencias nacionales ha sido el de su incapacidad para salir del laberinto ideológico en que quedaron atrapados desde la transición. Por una parte, han sido víctimas de la equiparación entre derecha y nacionalismo español, razón por la que han cedido a la derecha la defensa de España como nación y, de resultas, la defensa del modelo constitucional plasmado en el citado artículo 2.° de la Constitución. Más que falta de voluntad para amparar dicho modelo, la izquierda ha mostrado temor a hacerlo, por el prurito de no ser confundida con la derecha. Esto se ha plasmado en la ausencia de una defensa política suficientemente clara, abierta y decidida de un Estado español, defensa exenta de aquellas metafísicas rancias y de aquellas manipulaciones de la historia propias de los discursos ásperamente nacionalistas. En suma, no ha sabido la izquierda aportar razones bien trabadas sobre la conveniencia y el mejor interés general para que este Estado siga articulado en la forma establecida en la Constitución. Y cuando algún personaje destacado de la izquierda emprende la defensa de España, lo hace compartiendo con la derecha sus mitos y su apego a los meros símbolos de la vieja idea de patria. Por otra parte, la izquierda se ha mantenido como rehén ideológico de aquella ecuación forjada en la época de la oposición al franquismo. Si todo antifranquista es progresista y los nacionalismos vasco o catalán fueron antifranquistas, dichos nacionalismos son progresistas, y cómo va la izquierda a contradecir cualquier manifestación de progresismo. Esta asimilación del nacionalismo español a la derecha y de los “nacionalismos periféricos” al progresismo ha llevado a la izquierda española a perder de vista, de modo bien paradójico, dos circunstancias: la ideología abiertamente derechista de los partidos nacionalistas que han sido dominantes en el País Vasco y Cataluña, principalmente pnv y CiU, y la difícil compatibilidad teórica entre los ideales tradicionales de la izquierda y el pensamiento grupalista, organicista, metafísico y antiilustrado de los nacionalismos. Esta sorprendente amalgama de socialismos y comunitarismos se ha visto fomentada por la crisis del marxismo y la hecatombe de los países del llamado “socialismo real”. Mientras que en el plano de la gestión económica la izquierda ha sabido, en general, evolucionar hacia una praxis socialdemócrata bastante bien avenida con los requerimientos del Estado social, en el caso de la izquierda española y en el plano de las ideologías no ha sabido afirmar un camino propio, y tan necesario, entre los nacionalismos de uno y otro lado, entre la idea de España como metafísica unidad de destino y la del País Vasco o Cataluña como nuevas unidades metafísicas de similar talante.
Puestos a dar algún nombre a este respecto, se hace ineludible aludir a José Bono.
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La “memoria” de España la sigue cultivando la derecha española. La “memoria” de la “nación” catalana o la vasca la abonan por igual las derechas e izquierdas catalanas y vascas. La “memoria” de España es tildada instintivamente de reaccionaria. Las “memorias” de las otras naciones son apriorísticamente tenidas por progresistas por ser antiespañolas y, con ello y a tenor de tales estereotipos, por antiderechistas. La izquierda se ha quedado, así, atrapada en su propia incapacidad para producir una parte del discurso constitucional de legitimación del Estado español, y de eso acaba resintiéndose hoy la Constitución. La parte más lúcida e intelectualmente más solvente de nuestra izquierda ha tenido que refugiarse en el otro elemento de legitimidad constitucional, en sí más racional, señalando la justicia de este modelo constitucional respetuoso de la dignidad y los derechos de cada ciudadano, democrático y con indudables contenidos sociales. Pero en este punto se le ha planteado a la izquierda un nuevo y difícil dilema teórico, del que apenas logra salir. Desde los nacionalismos periféricos se ha tomado ese mismo discurso de los derechos y de la democracia con un doble designio. Por un lado, se replica que, puestos a exaltar los derechos ciudadanos, qué menos que permitir a la ciudadanía de cada territorio con sentimiento nacional expresarse libremente sobre si quiere o no seguir integrada en el Estado español bajo las reglas de juego actuales, plasmadas en la Constitución. Cuando se responde a esto o bien que tal replanteamiento de las reglas de juego y de su alcance debería, si acaso, llevar al pronunciamiento de todos los ciudadanos del Estado, y no sólo de los de este o aquel territorio, el nacionalismo apela a su segundo argumento y sostiene que hay en ese enfoque una flagrante vulneración de otro tipo de derechos, los derechos colectivos de los pueblos y las culturas compactas, comenzando por el derecho de autodeterminación. Llevada la izquierda a este capítulo del debate, vuelve a dudar sobre las prioridades entre derechos individuales y derechos colectivos, pues la defensa de la preeminencia de los primeros supone arriesgarse a una nueva calificación que tampoco agrada a la izquierda, la de liberal. Puesto que la debilidad doctrinal de la actual izquierda española produce una apresurada equiparación de liberalismo moral y político con liberalismo económico y hasta con el llamado neoliberalismo, a esta izquierda le tiembla el pulso a la hora de manifestar que lo uno no conduce en modo alguno a lo otro y que es perfectamente posible defender ese liberalismo moral y político, que está en la base de los modernos estados de derecho, y, al tiempo, comprometerse con una práctica de gestión del Estado acorde con las exigencias del Estado social de derecho que nuestra propia Constitución promueve. Con un panorama tal y bajo esa pinza entre derechismo españolista a la antigua usanza y nacionalismos periféricos acríticamente considerados como progresistas y defensores de derechos colectivos considerados igual de básicos
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que los individuales de cada ciudadano del Estado español, es la Constitución la que se ve crecientemente privada de la legitimación que necesita para mantener su eficacia de norma suprema y abarcadora y, al tiempo y como consecuencia, se va modificando por la vía de los hechos, las actitudes y la nueva normativa paraconstitucional de ciertas autonomías la Constitución misma, en un proceso acelerado para el que no se otea desenlace razonable en un futuro cercano. III. la t ra n s i c i n y e l p ro b l e m a d e la l e g i t i m i da d h i s t r i c a d e la c o n s t i t u c i n Todo lo hasta aquí planteado tiene su razón de ser en la interpretación que queremos proponer para la conocida como Ley de Memoria Histórica, para los propósitos del gobierno que la impulsó y para las polémicas que ha desencadenado, tanto entre oposición y gobierno como entre los partidos de la izquierda. Dicha interpretación, que seguidamente ampliaremos, podría sintetizarse así: la Ley de Memoria Histórica supone el intento de la izquierda española, y muy especialmente del psoe, de retomar la historia de España como legitimación del vigente orden constitucional, pero por una vía distinta de la de la derecha y de su uso de la historia a tales propósitos. Se trataría de refundar, sobre nuevos elementos, la base histórica que legitima la actual Constitución. Que tal intento sea acertado o no, es asunto sobre el que también habrá que acabar emitiendo algún juicio. Ya se ha mencionado la difícil inserción de la Constitución de 1978, a efectos de su legitimidad, en la historia de España. No hubo ruptura política o revolución, y en muchos agentes políticos se mantiene todavía un resto de frustración o de nostalgia del corte radical que no se produjo. Tampoco hubo ajuste de cuentas con los responsables de las opresiones y hasta de los crímenes del régimen anterior, sino que se practicó el borrón y cuenta nueva mediante la Ley de Amnistía de 1977, lo cual también engendró un malestar que en algunos se mantiene. Además, se aceptó la Monarquía y, con ello, algo de la voluntad de Franco. Posiblemente no es casual que la iniciativa definitiva para la Ley de Memoria Histórica y el subsiguiente debate acaben de coincidir en el tiempo con los primeros signos de cuestionamiento cierto y efectivo de la Monarquía y con el final de esa especie de veda o impunidad mediática que se venía aplicando a la Corona y la Familia Real. Todo ello nos conduce a los orígenes de la
Puestos a resaltar peculiares coincidencias, también merece la pena reparar en que la actual puesta en cuestión de la Corona se lleva a cabo simultáneamente desde el sector más izquierdista de los “nacionalismos periféricos” y desde la más extrema de las derechas españolistas, coincidentes unos y
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Constitución en la transición y a su significado como hecho histórico fundante de la legitimidad constitucional. La Constitución de 1978 ha tratado de legitimarse ante todo en sus contenidos de justicia, en el propio valor de los preceptos que contiene y, muy en particular, de los derechos fundamentales y la forma democrática que consagra y garantiza. Queda patente en el párrafo primero de su preámbulo y en artículos como el 1.1 y el 10. Se dice fundamentada en “la indisoluble unidad de la nación española”, pero su mérito más bien parece que se quiere asentar en los valores que tal nación desea establecer a través de la Constitución misma, más que en el valor de la nación en sí. Sea como sea, la doctrina constitucional ha venido poniendo el mayor énfasis en dos elementos: uno, los patrones de legitimidad que aportan la soberanía popular, el principio democrático y los derechos fundamentales y principios rectores de la política social y económica; otro, el origen en ese gran pacto que fue la transición. Se trataría de una Constitución pactada entre la ciudadanía, o sus representantes, pacto que envuelve un consciente y muy deliberado objetivo de romper con la pasada historia de dictadura, guerra civil y tensiones y enfrentamientos de todo tipo. La legitimidad histórica de la Constitución acontecería, así, en negativo o por contraste. No se trata preferentemente de aprovechar continuidades o de administrar valiosas herencias del pasado, sino de iniciar una nueva época sobre pilares novedosos, compromisos inéditos y la esperanza de un futuro exento de los sobresaltos y vaivenes de antaño. Si materialmente la legitimidad proviene de la afirmación de derechos y de cauces democráticos, genéticamente se basa en el acuerdo que fue la transición y que en la Constitución tiene su culmen y su sanción última. Se mantiene en segundo plano el componente nacional, pues la nación se asume como dato de partida, mas sin tratar de expresar la sintonía de la Carta Magna con nada similar a un espíritu del pueblo como dato histórico, si no es en la señalada forma negativa. Tanto de la historia de España como de la hipotética personalidad de los españoles como pueblo se había hecho antes un uso desmedido, divisor y beligerante, por lo que la pretensión es más bien la de alumbrar una etapa nueva de la historia del Estado, que rompa con los desastres pretéritos. Si políticamente a la Constitución se llega en un proceso que no es de ruptura terminante con el pasado, materialmente sí se pretende haber alcanzado un final de ese pasado e iniciar un modelo de convivencia que
otros en su disconformidad con el modelo constitucional vigente, y no sólo ni principalmente con el componente monárquico de la Constitución.
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no es desembocadura de tradiciones nacionales, sino acompasamiento con la cultura moral, política y social de los países del entorno. Queda, pues, en la legitimidad de la Constitución esa particular relación con la historia, con el pasado. En términos de historia, de recuerdo o de “memoria histórica”, predomina el ánimo fundacional sobre cualquier propósito continuista o de recuperación de anteriores logros, incluido lo que se refiere a la Segunda República. En tal sentido de su relación con la historia, lleva la Constitución el sello de la transición, vista ésta como acuerdo sobre el recuerdo. Convencida la sociedad seguramente, o al menos los partidos con voz relevante en el proceso constituyente, de la ineludible diversidad ideológica de los españoles y de las nefastas consecuencias que en el pasado había tenido el uso militante y beligerante de las ideologías y queriendo basar la convivencia venidera en un documento constitucional de todos y en el que todos quepan, se pacta un cierto silencio, se renuncia a la consideración legitimadora de una historia, que es entendida como historia de enfrentamientos más que como historia de logros positivos o de afirmación de la personalidad atractiva de un pueblo. No es que se quiera imponer el olvido, misión imposible, ni acallar la investigación veraz de los historiadores, sino que el objetivo consiste en hacer predominar el acuerdo común de hoy entre españoles plurales sobre un recuerdo que se entiende que va a ser siempre recuerdo alimentado de disputas tristemente cerradas y cuentas pendientes. Se renuncia a la historia o se le usa solamente con ánimo de cerrarla y superarla, pero no de censurarla o de impedir su conocimiento. Es el uso político de la historia lo que se quiere evitar, para conseguir una convivencia que atienda al porvenir y permita construirlo de consuno y dentro de las nuevas reglas del juego político y jurídico. Se habla a menudo de que la Transición supuso un pacto de silencio o el amordazamiento de la historia. Pero tales expresiones requieren una interpretación bien sutil y esmerada. No era el silencio de los historiadores lo que se
En palabras de Paloma Aguilar Fernández, “El tantas veces mencionado ‘pacto de silencio’ de la transición requiere una atención pormenorizada. En primer lugar, no deja de ser paradójico un pacto de silencio del que nunca ha dejado de hablarse ni de escribirse. En segundo lugar, el alcance de este pacto debe ser matizado con mucho cuidado, pues su mención se ha acabado convirtiendo en un lugar común que arroja más sombras que luces. En tercer lugar, es sorprendente que haya tantas alusiones a una conspiración de silencio sobre el pasado cuando la guerra civil ha ocupado un lugar preferente en la literatura, el cine y la producción histórica españolas” (Paloma Aguilar Fernández. “Guerra civil, franquismo y democracia”, Claves de Razón Práctica, n.º 140, marzo 2004, p. 24). Añade dicha autora que “se acordó no instrumentalizar el pasado fratricida con fines políticos” y que “[E]l consenso que en torno al pasado se alcanzó en la transición era de carácter muy general y estaba estrictamente circunscrito a una lectura de la guerra civil en clave de tragedia colectiva que nunca más debía repetirse y en la que ambas partes habían cometido atrocidades injustificables, sin entrar en más detalles. También
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pretendía, sino el silencio de los políticos sobre la historia, especialmente sobre la historia reciente. De hecho, y como insistentemente viene señalando Santos Juliá, entre otros, la producción historiográfica sobre la Segunda República, la Guerra Civil y la dictadura franquista no cejó ni durante la Transición ni después, sino bien al contrario y desde ópticas plurales. Tampoco se puede propiamente amordazar la historia, sino, todo lo más, a los historiadores, y tal cosa no sucedió. Aquel pacto de silencio entre los políticos, entre los partidos con voz en las instituciones, se mantuvo durante un largo trecho, y hasta podemos entender que hoy mismo perdura en buena parte. Pero también acaeció un considerable olvido institucional de las víctimas de la Guerra Civil, de los ejecutados por el franquismo y de los que por motivos políticos sufrieron la parte más dura de la represión en las cárceles o las comisarías de la dictadura. Ciertamente, se tardó mucho tiempo en reconocer flagrantes injusticias sufridas por personas de uno y otro bando en tiempos de la Guerra Civil, si bien es muy cierto que muchas de las víctimas de tropelías realizadas por el bando republicano habían recibido sobrada atención durante el régimen de Franco. Tampoco se compensó durante mucho tiempo a las víctimas de cárcel y cruda represión bajo el franquismo. ¿Era lo uno consecuencia necesaria de lo otro? ¿El compromiso de no hacer un uso partidista y beligerante de los enfrentamientos e iniquidades del pasado implicaba ineludiblemente el veto de las políticas de reparación de las víctimas y de favorecimiento de la investigación histórica? Seguramente no, y así se demostró cuando se pusieron en marcha las primeras medidas reparadoras o cuando se formularon las primeras condenas parlamentarias del franquismo. En eso cada palo habrá de aguantar su vela y cada gobernante y cada partido tendrá que asumir la cuota de responsabilidad que le corresponda. Sorprendentemente, las primeras declaraciones parlamentarias sobre la ilegitimidad del franquismo y las primeras medidas jurídicas y económicas de
es verdad que, a través de la Ley de Amnistía de 1977, se acordó pasar por alto las trayectorias políticas e ideológicas anteriores a la muerte de Franco, siempre y cuando se aceptaran sin ambages las nuevas reglas del juego democrático […]. En definitiva, parece que existe un acuerdo tácito entre las élites parlamentarias para no instrumentalizar políticamente el pasado, especialmente durante la transición, y un pacto explícito, que se refleja en la citada ley y que impide juzgar las posibles violaciones de derechos cometidas por cualquier parte antes del inicio del periodo de vigencia de la amnistía; pacto éste con implicaciones mucho más profundas, pues viene a ser una ley de punto final que, a diferencia de otras célebres, antecede a cualquier proceso judicial” (ibíd.). Véase, claramente, su “Presentación” en S. Juliá. Memoria de la guerra y del franquismo, Madrid, Taurus, 2007, pp. 15 y ss. En particular la Proposición no de Ley aprobada por la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados, del 20 de noviembre de 2002, adoptada por unanimidad y en la que se dice que “nadie puede
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apoyo a sus víctimas y a los que padecieron determinadas secuelas de la Guerra Civil no despertaron ni el encono ni la polémica que viene produciendo desde sus primeros borradores la llamada Ley de Memoria Histórica. Tampoco se insistió gran cosa en que con tales medidas se pusiera gravemente en cuestión el denominado espíritu de la Transición. ¿Por qué esa diferencia? Nuestra hipótesis es la siguiente. En la Ley de Memoria Histórica los grupos políticos y muchos ciudadanos han visto un propósito distinto y nuevo, ya no meramente el ánimo reparador y compensador de aquellas injusticias. Ese propósito nuevo sería el de renovar los fundamentos históricos legitimadores del orden constitucional presente, fundamentos centrados hasta ahora en aquellos acuerdos de la Transición. Se trataría de dotar a la Constitución de una nueva legitimidad histórica, basada en dos componentes principales: el entronque de la Constitución con aquella Segunda República abortada por el golpe de Estado franquista y el cuestionamiento de aquel pacto de silencio político de la Transición, entendido ahora como acuerdo para pasar por alto los pasados oprobios y no reparar las injusticias. De ese modo, hasta se justifica retrospectivamente la inacción de los gobiernos y las mayorías del psoe en tiempos de Felipe González, presentándola como cumplimiento de un pacto inicuo que les ataba las manos. El pacto de silencio político, de no uso beligerante del pasado, es de nuevo presentado como tácito convenio de no reparación a las víctimas de la Guerra Civil y del franquismo.
sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes parlamentarios contrarios a la libertad y dignidad de todos los ciudadanos, lo que merece la condena y repulsa de nuestra sociedad democrática”. La exposición de motivos de la que se conoce como Ley de Memoria Histórica alude expresamente al precedente texto de dicha Comisión. Pero no recoge este otro fragmento referido al “deber de nuestra sociedad democrática de proceder al reconocimiento moral de todos los hombres y mujeres que fueron víctimas de la Guerra civil, así como de cuantos padecieron más tarde la represión de la dictadura franquista”. Suelen citarse las siguientes: Decreto 670/1976, del 5 de marzo, por el que se regulan pensiones a favor de los españoles que, habiendo sufrido mutilación a causa de la pasada contienda, no puedan integrarse en el cuerpo de caballeros mutilados de guerra por la patria. Ley 5/1979, del 18 de septiembre, sobre reconocimiento de pensiones, asistencia médico-farmacéutica y asistencia social a favor de las viudas, hijos y demás familiares de los españoles fallecidos como consecuencia o con ocasión de la pasada guerra civil. Ley 35/1980, del 26 de junio, sobre pensiones a los mutilados excombatientes de la zona republicana. Ley 6/1982, del 29 de marzo, de pensiones a los mutilados civiles de guerra. Ley 37/1984, del 22 de octubre, de reconocimiento de derechos y servicios prestados a quienes durante la Guerra Civil formaron parte de las fuerzas armadas, fuerzas de orden público y cuerpo de carabineros de la República. Disposición adicional decimoctava de la Ley 4/1990, del 29 de junio, de Presupuestos Generales del Estado para 1990, que determina las indemnizaciones a favor de quienes sufrieron prisión como consecuencia de los supuestos contemplados en la Ley 46/1977, del 15 de octubre, de amnistía.
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¿Por qué esa reutilización de la historia como clave de la legitimidad de la Constitución? Respondemos con una nueva hipótesis: la historia había ya reaparecido en el discurso político, pero como instrumento para poner en duda el orden constitucional vigente. Y había reaparecido por dos caminos principales. Por un lado, en el discurso político de los “nacionalismos periféricos”, que construyen aceleradamente sus respectivas naciones y el correspondiente sentimiento nacional(ista) mediante la combinación de políticas lingüísticas y de presentación de la “opresión” de la “nación respectiva” de resultas del secular dominio de España, del franquismo y de esa transición (y la Constitución resultante) que habría servido para mantener sometida la voluntad autodeterminista de esos territorios “nacionales”. Y, en segundo lugar, reaparece la historia en el debate político por obra de las asociaciones y grupos que, bajo la etiqueta de recuperación de la memoria histórica, vienen en la última década reclamando mayor atención para honrar a las víctimas de la Guerra Civil y del franquismo y culpando a los pactos de la Transición de las escasas medidas tomadas en tal sentido. La izquierda gobernante, atrapada en la “pinza” ideológica que antes señalábamos y, al tiempo, deseosa tanto de hacer mayor justicia a las víctimas de la guerra y del franquismo, corrigiendo así sus propios olvidos anteriores, y de contentar en lo posible a los “nacionalismos periféricos” en cuanto socios del gobierno actual o de pactos futuros, intenta una relectura de la legitimidad de la Constitución a base de entroncarla con los ideales y la práctica democrática de la Segunda República. De ese modo, la izquierda, que ya había regalado a la derecha la defensa de España como la nación de la Constitución, se aviene a cederle ahora los méritos de la Transición, que empiezan a contar como deméritos. Las iniciativas del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero para poner en marcha la llamada Ley de Memoria Histórica coinciden en el tiempo con declaraciones del propio presidente, en abril de 2006, en las que manifiesta cosas tales como que la Constitución de la Segunda República “iluminó” la actual, que “la España de hoy mira a la España de la Segunda República con reconocimiento y satisfacción”, que “muchos de los objetivos, grandes aspiraciones y de las conquistas que imprimieron los mejores valores de aquella época están hoy en plena vigencia y alto grado de desarrollo en nuestro país”, o que los valores de la Segunda República siguen hoy “plenamente vigentes”. El mismo presidente del Gobierno matiza también en ese momento que aquellos ideales de la República han cristalizado en la actual Constitución, resultado de una “ejemplar” transición. Creemos que la dura polémica suscitada por la mencionada ley desde el momento mismo de su iniciativa se explica precisamente por ese intento de fondo de replantear la legitimidad de la Constitución a base de liberarla en parte,
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sólo en parte, de aquel pacto de silencio político sobre la Segunda República, la Guerra Civil y el franquismo, y para ligarla con los valores, prácticas democráticas e ideales de la Segunda República. No se renuncia a la Transición como paso histórico generador de la Constitución actual, pero se pretende trascender la Transición para, desde el sistema jurídico presidido por la Constitución, hacer más completa justicia a aquellas víctimas de antaño. Y, como era de esperar, abierta la espita para el uso político del pasado, la derecha y la Iglesia reaccionan también con discursos histórico-políticos dirigidos a presentar con una cara mucho menos amable la realidad de la Segunda República e, incluso, a justificar el golpe de Estado de Franco o a defender aspectos del Estado franquista. Liberado el uso político de la historia reciente, el debate político se transforma en debate histórico, la historia se politiza y comienza lo que se puede denominar la disputa de los revisionismos. La historia, cargada de intención política, se hace militante y se aleja grandemente de los afanes de objetividad y distancia que son propios de cualquier pretensión científica del análisis histórico. La interpretación interesada y partidista desplaza a la sosegada apreciación de los datos y los hechos.
Esa vinculación, esa presentación de la Constitución del 78 como culminación o reedición de los hitos marcados por la Segunda República, puede verse también en la exposición de motivos de la Ley 24/2006, del 7 de julio, sobre declaración del año 2006 como Año de la Memoria Histórica, especialmente en el párrafo segundo de los dos que a continuación recogemos: “En el 75.º aniversario de su proclamación, esta ley pretende recordar también el legado histórico de la Segunda República Española. Aquella etapa de nuestra historia constituyó el antecedente más inmediato y la más importante experiencia democrática que podemos contemplar al mirar nuestro pasado y, desde esa perspectiva, es necesario recordar, con todos sus defectos y virtudes –con toda su complejidad y su trágico desenlace–, buena parte de los valores y principios políticos y sociales que presidieron ese período y que se han hecho realidad en nuestro actual Estado social y democrático de derecho, pero, sobre todo, a las personas, a los hombres y mujeres que defendieron esos valores y esos principios. El esfuerzo de todos ellos culminó en la Constitución Española de 1978, como instrumento de concordia y convivencia para el futuro, y que nos ha llevado a disfrutar del período democrático más estable de la historia de nuestro país”. Según Gustavo Bueno, “la Historia, en lo que tiene de ciencia, no es efecto de la memoria, ni tiene que ver con la memoria más de lo que tenga que ver la Química o las Matemáticas. La Historia no es sencillamente un recuerdo del pasado. La Historia es una interpretación o reconstrucción de las reliquias (que permanecen en el presente) y una ordenación de estas reliquias. Por tanto la Historia es obra del entendimiento, y no de la memoria”. Y añade que “Por tanto, las reivindicaciones de las memorias personales, contra todo tipo de amnesia y de amnistía, no debe hacerse en nombre de la memoria histórica común, sino en nombre o bien de la memoria individual o familiar, o bien en nombre de planes y programas políticos o científicos. Esto explica por qué la llamada ‘memoria histórica’ no es propiamente memoria, sino selección partidista; por qué se eclipsa de modo funcional, y por qué la ‘memoria histórica’, paradójicamente, derriba las estatuas de Lenin o de Franco. Dicho de otro modo, la memoria histórica sólo puede aproximarse a la imparcialidad cuando deje de ser memoria y se convierta simplemente en historia” (Gustavo Bueno. “Sobre el concepto de ‘memoria histórica común’ ”, en El Catoblepas, n.º 11, enero de 1003, p. 2 [www.nodulo.org/ec/2003/n011p02.htm].
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Para hacer frente a la fragmentación que se estaba fraguando entre la historia de España y las otras historias “nacionales”, se intenta una nueva historia común, a base de dejar atrás la Transición y de ligar la legitimidad constitucional con la Segunda República. Pero, con ello, se acaba por introducir una fragmentación adicional, la fragmentación entre la lectura de la Segunda República que hacen la izquierda y la derecha. En la medida en que en el trasfondo del debate se halla la legitimidad de la Constitución, es ésta la que queda en cuestión y en suspenso, con el resultado inevitable de una nueva inestabilidad constitucional. ¿Era necesario llegar tan lejos para hacer mejor justicia a las víctimas inocentes de la Guerra y el franquismo? Seguramente no. Es más: parece que las medidas a ese respecto podrían haber sido más, y más eficaces, si, como ocurrió con las dispuestas en las medidas legales anteriores y que no levantaron tanta discusión, no se hubiera dado ese paso de relacionarlas con los fundamentos históricos de la legitimidad constitucional. Con el resultado final de la ley en la mano, el agrio debate acontecido se antoja carente de buena justificación. No parece que radique en su texto la fuente del problema, sino en las actitudes y declaraciones que han acompañado su gestación. Quizá el primer error estuvo en el propio nombre que se le quiso dar, el de Ley de Memoria Histórica. Esa denominación parecía contener un claro reproche por los olvidos anteriores, olvido de los historiadores y olvido legal de las víctimas, cosas que no eran estrictamente ciertas. Pero daba razón a quienes habían interpretado la Transición como pacto de puro olvido y, lo que tal vez es peor, a quienes al someter a nuevo escrutinio la Transición quieren en verdad poner en solfa el valor y la utilidad de la Constitución de 1978. Pero el propio nombre de la ley ha cambiado y aquel de antes ha sido sustituido por el de Ley por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la Dictadura. Un vistazo a su articulado deja ver que tampoco ahí existe motivo para tanto enfrentamiento. Donde se reconocen o amplían efectivos derechos no se hace más que aumentar las prestaciones ya anteriormente reconocidas o extenderlas a nuevos sujetos. En lo demás, es una ley llena de declaraciones puramente simbólicas y con muy escasa trascendencia práctica, que en casi nada van a remover los fundamentos jurídico-políticos de nuestra convivencia en este Estado. Por tanto, la intensidad del debate no se justifica por el contenido de la ley, sino que se explica por ese trasfondo en el que había sido situada, tanto por sus proponentes como por sus oponentes. En ese sentido, y sólo en ése, no por lo que la ley contiene, sino por lo que con ella unos y otros han querido significar, podemos decir que la ley ha resultado inconveniente y disfuncional para nuestro sistema político-constitucional. So pretexto de una
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muy justa atención a las víctimas, se ha querido remover los fundamentos de dicho sistema; o no se ha sabido o querido evitar ese daño colateral. Cargue cada uno, cada partido y cada grupo, con la responsabilidad que le corresponda. Tendrán que ser los historiadores, precisamente, los que determinen la parte que a cada cual compete en ese daño, aunque habrán de hacerlo en el futuro, cuando la historia, una historia con renovadas pretensiones de honrada cientificidad, vuelva a ser posible. Y volverá a serlo cuando deje de estar tan políticamente cargada como hoy está o, lo que es lo mismo, cuando la legitimidad de nuestro sistema jurídico-político, con la Constitución en su cima, no dependa o no se haga depender de historias. I V. ¿ q u d e r e c h o s ? Si entramos en el campo más concreto de los derechos que la ley recoge, destaca el propósito rehabilitador de las víctimas del franquismo durante y después de la Guerra Civil. Para evaluar cabalmente el alcance de la ley desde este punto de vista se hace necesario partir del estado de cosas anterior y resaltar datos como los siguientes. En primer lugar, la Constitución de 1978 estableció un sistema jurídico-político radicalmente diverso del franquista y en su Disposición Derogatoria declara derogadas las Leyes Fundamentales franquistas, al tiempo que manifiesta que “quedan derogadas cuantas disposiciones se opongan a lo establecido en esta Constitución”. El Tribunal Constitucional estableció en su sentencia 77/1982 la innecesariedad de declaración expresa de la derogación por la administración o los tribunales, y en su sentencia 80/1983 insistió en el efecto inmediato de dicha disposición derogatoria. Así pues, en términos estrictamente jurídicos ya quedó eliminada la legislación franquista incompatible con el nuevo régimen, y en términos de legitimidad se puede entender que,
Señala Santos Juliá que “[N]o es la salida de una era de silencio y amnesia lo que estamos presenciando en España en los diez o quince últimos años. Es algo de naturaleza distinta: es, como decenas de escritos de las diversas asociaciones de recuperación de la memoria histórica ponen de manifiesto, el propósito de rehabilitar a los depurados, encarcelados y fusilados durante la Guerra Civil por el bando rebelde contra la República y, una vez la guerra terminada, por la dictadura instaurada como resultado de su derrota” (Juliá. Ob. cit., p. 21). Por tanto, parece puramente retórica la disposición derogatoria que esta ley contiene, a tenor de la cual “En congruencia con lo establecido en el punto 3 de la Disposición Derogatoria de la Constitución, se declaran expresamente derogados el Bando de Guerra de 28 de Julio de 1936, de la Junta de Defensa Nacional aprobado por Decreto número 79, el Bando de 31 de agosto de 1936 y, especialmente, el Decreto del general Franco, número 55, de 1 de noviembre de 1936, la Leyes de Seguridad del Estado, de 12 de julio de 1940 y 29 de marzo de 1941”, etc. ¿Acaso estaban vigentes esas normas que ahora se derogan, como “la Ley de 30 de julio de 1959, de Orden Público y la Ley 15/1963, creadora
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al establecer las normas propias de un Estado social y democrático de derecho se estaba rompiendo con el sistema anterior y condenando tácitamente sus reglas básicas. En segundo lugar, en la citada declaración unánime de la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados había quedado condenada la dictadura y se había plasmado el deber de reconocimiento moral de las víctimas de la Guerra Civil y de “la represión de la dictadura franquista”. En tercer lugar, disposiciones anteriores, ya mencionadas también, habían reconocido ciertos derechos tangibles a familiares de fallecidos en la guerra, a mutilados ex combatientes de la zona republicana, a mutilados civiles de la guerra, a quienes durante ésta formaron parte de las fuerzas armadas, fuerzas de orden público y cuerpo de carabineros de la República, etc. Muchos de esos derechos que hemos llamado tangibles van a ser ampliados y se incorpora en la ley algún nuevo derecho de este tipo, como el derecho a indemnización de 135.000 euros que el artículo 10.° dispone para “los beneficiarios de quienes fallecieron durante el período comprendido entre el 1 de enero de 1968 y el 6 de octubre de 1977, en defensa y reivindicación de las libertades y derechos democráticos”. También merece citarse la disposición adicional séptima, relativa a la adquisición de la nacionalidad española de origen por nietos de “quienes perdieron o tuvieron que renunciar a la nacionalidad española como consecuencia del exilio”; o el artículo 18, que hace posible a los voluntarios integrantes de las Brigadas Internacionales la adquisición de la nacionalidad española por carta de naturaleza sin necesidad de renuncia a su nacionalidad anterior. Mención merece aquí igualmente lo que en los artículos 11 y siguientes se determina para que las administraciones públicas faciliten a los descendientes de las víctimas violentamente desaparecidas su localización e identificación, así como su exhumación. De esta manera la ley, aunque sea muy tardíamente, viene a incrementar la atención a las víctimas de la Guerra Civil y del franquismo, si bien, como ya hemos dicho, para este viaje, importante en sí, no hacía falta tanto ruido político. Otras partes de la ley se ocupan de los derechos de los descendientes de las víctimas a la reparación moral de sus antepasados. Aquí, para muchos, la ley se queda claramente corta, después de tanta alharaca, tanta loa a la República y tanta consideración teórica con las víctimas del franquismo. En términos de declaraciones de valor simbólico, “se reconoce y declara el carácter radicalmen-
del Tribunal de Orden Público”? Sorprendente. Con expresión castellana bien tradicional, a esto se llamaría “dar lanzada a moro muerto”.
VII. El Estado, la política y las normas
te injusto de todas la condenas, sanciones y cualesquiera formas de violencia personal producidas por razones políticas, ideológicas o de creencia religiosa durante la Guerra Civil, así como las sufridas por las mismas causas durante la Dictadura” (art. 2.1). También “se reconoce y declara la injusticia que supuso el exilio de muchos españoles durante la Guerra Civil y la Dictadura”. Todo un hallazgo una ley que declara injusticias anteriores; pero, a fin de cuentas, a las víctimas o a sus descendientes les interesa el precio de la injusticia y ésta sale relativamente barata. Los injustos fueron amnistiados en su momento y los derechos tangibles para quienes padecieron las injusticias son los que para supuestos bien determinados se disponían ya en la legislación anterior o se disponen o amplían en esta ley. En este campo de las reparaciones meramente morales hay que dar cuenta igualmente de la declaración de “ilegitimidad de los tribunales, jurados y cualesquiera otros órganos penales o administrativos que, durante la Guerra Civil, se hubieran constituido para imponer, por motivos políticos, ideológicos o de creencia religiosa, condenas o sanciones de carácter personal, así como la de sus resoluciones” (art. 3.1). Expresa mención a ese respecto se hace del Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo, el Tribunal de Orden Público y los Tribunales de Responsabilidades Políticas y Consejos de Guerra constituidos por motivos políticos, ideológicos o de creencia religiosa” (art. 3.2). En fin, el artículo 3.3 extiende la declaración de ilegitimidad, “por vicios de forma y fondo”, de las condenas y sanciones “dictadas por motivos políticos, ideológicos o de creencia por cualesquiera tribunales u órganos penales o administrativos durante la dictadura contra quienes defendieron la legalidad institucional anterior, pretendieron el restablecimiento de un régimen democrático en España o intentaron vivir conforme a opciones amparadas por derechos y libertades hoy reconocidos por la Constitución”. ¿Cómo se traduce esto último a derechos de las personas? Se traduce en el derecho de las personas afectadas, sus cónyuges o parejas, sus ascendientes, sus descendientes y sus colaterales hasta el segundo grado, o las instituciones públicas en ciertos casos, a solicitar una “declaración de reparación y reconocimiento personal” (art. 4.°). Pero para que lo moral no se confunda ni con lo propiamente jurídico ni, mucho menos, con derechos económicos, el apartado 5 del artículo 4.° se apresura a sentar que esa declaración “no constituirá título para el reconocimiento de responsabilidad patrimonial del Estado ni de cualquier Administración Pública, ni dará lugar a efecto, reparación o indemnización de índole económica o profesional”. Las cuentas claras, y las reparaciones morales morales se quedan. Curiosa situación la así planteada, pues no se declaran nulas las sentencias calificadas como ilegítimas y que dañaron a víctimas para las que se puede ahora
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obtener una reparación puramente honorífica. Enésima muestra de cuánta razón tenemos los positivistas cuando afirmamos que el derecho injusto no deja por ello de ser derecho, no queda anulado por su injusticia. Aunque ninguna objeción pondría el positivista, desde su óptica de teórico del derecho, a que la ley hubiera procurado tales nulidades. Sea como sea, de nuevo vemos que a propósito de esta ley ha sido más el ruido que las nueces, nuevo motivo para sospechar que las razones de tanta discusión no estaban tanto en las normas legisladas como en las presuntas intenciones del legislador, y que esas intenciones tienen más que ver con el uso político de la historia y con los problemas de legitimidad del sistema que con los concretos derechos y expectativas de estas víctimas. Por último están aquellos derechos que podríamos llamar simbólicos o meramente retóricos, que si reciben el nombre de derechos es porque el legislador así lo desea, aun cuando no se reflejen en nada materialmente tangible ni en reparaciones morales de ningún tipo. Mejor estaría denominar a tales cláusulas principios inspiradores de la ley, pues sólo esa función tienen, si alguna, la de querer explicitar el marco de ideas que inspira los otros derechos propiamente tales, ya mencionados. Es el caso de lo que la exposición de motivos califica como “derecho individual a la memoria personal y familiar de cada ciudadano”, del cual se afirma que queda en la ley reconocido. Más adelante, en la propia exposición de motivos, se mantiene que es “deber del legislador” y “cometido de la ley” “consagrar y proteger, con el máximo vigor normativo, el derecho a la memoria personal y familiar como expresión de plena ciudadanía democrática”. Es común en la práctica legislativa de estos tiempos la proclamación solemne de derechos de muy difuso contenido y carentes de toda virtualidad práctica. Forma parte ese hábito legislativo del uso propagandístico y meramente político de la legislación, de lo que la sociología del derecho viene llamando la legislación simbólica. Son “derechos” baratos y que hacen al legislador quedar muy lucidamente ante la ciudadanía más atenta a las etiquetas que a la auténtica operatividad de las normas.
Otras veces, la legítima decisión político-jurídica que pone límites al uso de símbolos o a la realización de ciertos actos en ciertos lugares se escuda en presuntos derechos de los ciudadanos, como cuando, a la hora de explicar los artículos 15 y 16 de la ley, se dice en la exposición de motivos lo siguiente: “Se establecen, asimismo, una serie de medidas (arts. 15 y 16) en relación con los símbolos y monumentos conmemorativos de la Guerra Civil o de la dictadura, sustentadas en el principio de evitar toda exaltación de la sublevación militar, de la Guerra Civil y de la represión de la dictadura, en el convencimiento de que los ciudadanos tienen derecho a que así sea, a que los símbolos públicos sean ocasión de encuentro y no de enfrentamiento, ofensa o agravio”. Curiosa manera de limitar derechos, seguramente con buenas razones, pero presentando tal limitación como realización de derechos. El artículo 15 de la ley alude a la obligación de las administraciones públicas de retirar “escudos, insignias, placas y otros objetos y menciones conmemorativas de exaltación, personal o colectiva, de
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¿Qué puede significar un derecho individual a la memoria personal y familiar? Si se trata de dar cuenta de los propósitos del legislador para hacer posible que cada cual pueda averiguar lo que sobre el pasado le afecte, bien está, pero es una directriz expresa del comportamiento legislativo que se traducirá o no en derechos efectivos y reales. Como tal propósito puede ser fuente de la concesión ulterior de derechos, pero no será un derecho como tal, por muy laxo que queramos hacer el lenguaje jurídico. En cuestión de derechos no hay más cera que la que arde. Por otra parte, si admitiéramos que efectivamente existe o debe estar reconocido un derecho a la memoria individual y familiar, como derecho de cada cual a conocer el pasado, o lo que del pasado le concierna, habríamos de entender que ese derecho no tiene por que circunscribirse a los datos de la represión en la Guerra Civil y el franquismo, sino a todo lo que sea importante para la vida y la imagen que de sí mismo cada cual quiera forjarse. ¿O es que el derecho a la memoria sólo es derecho a la memoria de la Guerra Civil y el franquismo? En este orden de cosas, y por último, ni todos los derechos que esta ley reconoce y amplía suponen una extensión del “derecho” a conocer el pasado, ni agotan los derechos posibles a la hora de conocer el pasado de la Guerra Civil y el franquismo. Además, cuando se estipulan derechos siempre se ha de estar a los posibles conflictos de derechos. El derecho de uno a conocer datos del pasado puede chocar con el de otros a que no se sepa de su pasado o del de sus antepasados. Pero, a fin de cuentas, lo limitado de los derechos tangibles y efectivos que la ley establece hace que no sean previsibles importantes contiendas entre derechos de unos y otros. Paga el Estado y paga sólo en los supuestos que la legislación tipifica. En conclusión, y para acabar, la ley es encomiable en lo que hace justicia y prevé reparaciones para víctimas de los crímenes más graves de la Guerra Civil y de la dictadura. Pero esa loable tarea, que podría haber alcanzado muy amplios acuerdos, ha quedado un tanto oscurecida por el empeño en hacer de la ley un uso más político que estrictamente jurídico, por el afán propagandístico, por el guiño a cierto electorado y, sobre todo, por querer convertirla en el símbolo de una nueva legitimidad. No parece que fuera necesario, ni conveniente, arriesgar tanto para tan poco. Porque la Constitución y los fundamentos del sistema constitucional, las reglas cruciales del juego político, no deberían hacerse objeto
la sublevación militar, de la Guerra Civil y de la represión de la Dictadura”. El artículo 16 impide los actos de exaltación franquista en el Valle de los Caídos. En algún caso se concede un derecho que se puede ejercer con total desvinculación de los asuntos de la Guerra Civil o la dictadura. Tal sucede cuando el apartado 1 de la disposición adicional séptima extiende el derecho de los descendientes de emigrantes a adquirir la nacionalidad española.
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de disputa política a cada rato y con cualquier pretexto. Al menos, mientras se quiera en verdad defender la Constitución y mientras se sea leal a ella. Y quien no guste de esta Constitución o del modelo de Estado que configura en su derecho estará, pero que no use a los muertos como pretexto para atacarla subrepticiamente. Si no por respeto a la Constitución, al menos por respeto a los muertos.
viii. derecho y cine
2 7. f i l o s o f a d e l d e r e c h o c o n ra c e s p ro f u n da s I. argumento Un jinete llega a una solitaria granja. Se trata de Shane (Alan Ladd), de quien iremos averiguando que es un rápido pistolero que trata de alejarse de su pasado violento y encontrar nuevas maneras de vivir. Le recibe cortésmente la familia que habita la granja, formada por el marido y padre, Joe Starrett (Van Heflin), un hombre honesto y de honor, la esposa y madre, Marian Starrett (Jean Arthur), bella, sensible y amorosamente sacrificada, y el hijo, Joey Starrett (Brandon de Wilde), que idealiza el mundo aventurero de armas y pistoleros y bajo cuya mirada transcurre gran parte de la narración. Pronto aparece el conflicto entre los granjeros, que cercan tierras para la agricultura y la ganadería intensiva, y los rancheros, vaqueros al antiguo estilo que usan los grandes espacios abiertos para pastos de su ganado y los cauces de los ríos para abrevarlo. Estamos ante la lucha por la propiedad de la tierra entre quienes la conquistaron violenta y arriesgadamente frente a los que antes la poseían, los indios y los cazadores, y los labradores que llegan luego y no quieren ver en los grandes espacios abiertos ningún signo admisible de propiedad anterior. La tensión entre el ranchero Rufus Ryker (Emile Meyer) que pretende que es suyo todo el terreno que los granjeros han ido ocupando y vallando, y el grupo de granjeros, del que es cabecilla Joe Starrett, se va agravando. Joe Starrett rechaza cada ofrecimiento de Rufus Ryker para comprarle el terreno que tiene por suyo, o para contratarlo como trabajador a sus órdenes. Los vaqueros mandados por Rufus Ryker cometen cada vez fechorías más graves contra las granjas, los cultivos y el ganado de los campesinos. Éstos responden agrupándose para defenderse juntos, pero Rufus Ryker hace venir a un famoso y desalmado pistolero llamado Jack Wilson (Jack Palance). Entre tanto, Shane ha aceptado trabajar para la familia de Joe Starrett, se encariña platónicamente con su mujer y su hijo y se siente solidario con la causa de los granjeros y contra los abusos del ranchero. Su deseo de abandonar su pasado violento acaba cediendo ante los crecientes desmanes de los hombres de Rufus Ryker, y más desde que el pistolero Wilson llega a matar a uno de los granjeros. La película acaba con el enfrentamiento entre Shane y Wilson después de que Rufus Ryker intenta tenderle una trampa a Joe Starrett y matarlo a traición. En la lucha mueren, además de Wilson, el propio Rufus y su hermano. La película acaba con la imagen de Shane viajando al anochecer de ese día hacia el Oeste, más al Oeste, dejando a su espalda un mundo que ya queda ordenado sin violencia, gracias a su violencia
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final, pero en el que siente que no puede integrarse. Inmediatamente antes le ha dicho al niño, respondiendo a la petición de éste para que se quede a vivir con ellos: “Ahora vuelve a casa y dile a tu madre que ya está todo arreglado y no queda ningún revólver en el valle”, y le pide que se convierta en un campesino trabajador y honrado. Una época ha terminado, y con ella algunas formas de vida. Del estado de naturaleza se ha pasado a una sociedad ordenada. Ya no hay sitio ni para conquistadores ni para vengadores allí donde va a imperar la ley respaldada por la coacción institucionalizada del Estado. Shane y los que son como él tienen que marchar siempre hacia la frontera para vivir al otro lado de la ley, y cuando ya no haya más frontera habrán acabado sus días de vida libre gobernada por su norma personal. Ayudan a parir civilización y tienen que sucumbir a ella, ya sea como sheriffs y contraviniendo así su íntima naturaleza indómita (una figura muy común también en las películas del Oeste) o ya como prófugos de esa ley nueva que favorecieron, pero que nunca será la suya. II. la p e l c u la e n s u c o n t e xto historeogrfico Muchos comentaristas han opinado que en esta película, como en otros muchos westerns de su época y anteriores, está muy presente la llamada tesis de Turner. Toda reconstrucción artística de un tiempo supone asumir alguna idea sobre las fuerzas históricas que lo marcaron y los caracteres definitorios de aquella sociedad. Esto se hace particularmente visible los westerns, muchos de los cuales, como los de John Ford, Sam Peckinpah o Don Siegel, ilustran a la perfección las apreciaciones de Turner sobre el significado del Oeste y la frontera para la formación del carácter estadounidense. Veámoslo muy brevemente. Frederick Jackson Turner era un historiador que en 1893, en un encuentro de la American Historical Association celebrado en Chicago, expuso el escrito que lo haría famoso algunos años después, titulado “El significado de la frontera en la historia americana”. Nace así la que se conocerá como tesis de Turner, y que se puede sintetizar en lo que sigue. El carácter estadounidense no es reflejo de los orígenes culturales y las personalidades de los pueblos europeos que colonizaron el país, sino que esos rasgos originarios dan paso a otros que se derivan de la experiencia de la conquista del Oeste. Mientras existieron hacia el Oeste espacios para colonizar y civilizar, funcionó en la sociedad estadounidense una “válvula de seguridad” que hacía que las tensiones y las luchas sociales se aplacasen, pues los más ambiciosos y aventureros, o los más desesperados, marchaban hacia aquellas tierras a probar fortuna. Así se habrían forjado los rasgos que identifican a la nación estadounidense, como el individualismo, el idealismo,
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la democracia, la fe en la movilidad social y la igualdad de oportunidades, el orgullo nacional, etc. Ese proceso habría tenido varias fases, inicialmente con los cazadores y tramperos, los primeros que se aventuran en el territorio de los indios, luego con los rancheros que abren grandes espacios para sus rebaños, y más tarde, por fin, con los granjeros. Cuando la conquista y colonización de aquellas tierras finaliza, ya se ha formado un carácter peculiar de sus gentes, que acaba permeando toda la nación. Esta llamada tesis de Turner copó la historia oficial estadounidense durante décadas, pero desde los años cuarenta ha sufrido contundentes críticas y en nuestros días aparece como una pura idealización que apenas en nada se corresponde con la realidad de los hechos. Pero fue fundamental para construir la mitología que subyace a muchas de las mejores y más clásicas películas del Oeste, con esos personajes que tratan de abrirse paso en una tierra hostil y salvaje, llevando la ley y el orden allá donde aún no existen y empleando la violencia para hacer posible una civilización que sólo después de esos momentos fundacionales y terribles se convierte en una organización regida por la legalidad e institucionalizada. El estado de naturaleza anterior a la conquista del Oeste y la colonización es un estado de violencia que sólo puede ser combatido con la violencia, la cual se transmuta así en partera de la sociedad ordenada y único camino posible hacia la paz bajo el Estado. La crítica cultural de los últimos decenios ha venido mostrando cuánto de mistificación e ideología interesada hay en ese modo de ver las cosas que transmitió la historiografía influida por Turner y que reflejaron muchas películas y obras literarias, especialmente por el modo como se finge que el de los indios era un mundo de puro salvajismo, o por cómo se deja en un segundo plano la oprobiosa sumisión de las mujeres. Habrá que esperar a los años setenta y ochenta para que nuevas generaciones de directores construyan otras imágenes de aquel mundo y aquellos personajes, con films como Un hombre llamado Caballo o Danza con lobos. III. unas dosis de filosofa del derecho Entre las disciplinas que se ocupan del derecho es común distinguir las dogmáticas y las no dogmáticas. El término dogmático no tiene aquí ninguna connotación peyorativa. Materias dogmáticas son las que estudian, analizándolo y sistematizándolo, el derecho vigente, las normas que como derecho obligan en una sociedad en un momento dado. Entre tales materias se cuentan el derecho civil, el penal, el constitucional, el mercantil, el laboral, etc. Pero hay otras disciplinas que no tratan del qué o el cómo del derecho, sino de sus porqués.
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Tal es el caso de la historia del derecho, que busca en la historia las causas o los modelos que expliquen el presente del derecho, la sociología jurídica, que se ocupa de las correlaciones causales entre los hechos sociales y el derecho y su práctica, la antropología jurídica, que analiza las concepciones y la vivencia de lo jurídico presentes en distintas culturas y pueblos, tratando de ver si hay constantes supraculturales o si el derecho está sometido por entero, tanto en sus instituciones como en sus conceptos, a las determinaciones culturales e históricas. Hay otras materias que examinan así, no dogmáticamente, el derecho, como la psicología jurídica, la semiótica jurídica, etc., pero no podemos aquí pararnos en todas. ¿Y la filosofía del derecho? La filosofía del derecho es aquella disciplina que somete ese fenómeno que conocemos como derecho a las preguntas propias de la filosofía. Por tanto, su perspectiva es múltiple, como la de la filosofía. Simplificando un tanto, podemos decir que sus interrogantes primordiales son tres: 1. En qué consiste, de qué se compone en última instancia eso que llamamos “derecho”. Aplicada esa mira a la película de que nos ocupamos, nos llevará a preguntarnos si realmente hay derecho en esa tierra que se nos presenta, en la que, como en un momento dado dice uno de los personajes, no hay un sheriff en cien millas a la redonda y las disputas se zanjan mediante la autodefensa de cada cual. Dependerá la respuesta del concepto de derecho que se maneje. Si por tal se entiende cualquier tipo de orden que se siga del uso de la fuerza, se dirá que también allí había derecho, aunque bien primitivo e indudablemente premoderno. En cambio, si el derecho se toma como el conjunto de reglas que imponen un orden mínimamente estable, sobre la base de normas generales y abstractas cuya aplicación se garantiza por medio de una coacción ejercida por las instituciones del Estado, lo que la película enseña sería el modo de relación imperante en comunidades aún prejurídicas. Hay un momento en la narración en que Rufus Ryker, reconvenido por el almacenero que le dice que en aquellos días ya no se podía ir tan lejos y usar libremente la violencia para defender lo que cada uno considere suyo, responde que él hasta ahora ha respetado la nueva ley y no ha resuelto el asunto a tiros, pero que eso ya tiene que cambiar. Se aprecia así la tensión entre el nuevo derecho legal, que trata todavía de imponerse sin contar con medios institucionales bastantes, y la viejas normas del Oeste, propias del tiempo en que el valor y la fuerza de cada cual eran la única regla de lo que podía hacerse o tenerse. 2. Cómo puede conocerse eso que llamamos “derecho”. Si alguien se planteara analizar el derecho que, en su caso, se refleja en la película, tendría que preguntarse en primer lugar qué debe buscar y con qué medios puede conocerlo. Si el derecho consiste en un conjunto de normas dota-
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das del sello particular de la juridicidad, habrá que desarrollar una ciencia capaz de identificarlas, de ver en ciertos actos o comportamientos ese sello específico de lo jurídico y de sacar a la luz las particularidades de cada norma tocada por él. Es el cometido que se suele asignar a la llamada teoría del derecho, cuando se hace buscando los caracteres generales definitorios del derecho, y a la ciencia jurídica dogmática cuando se quiere analizar un conjunto dado de normas con esos caracteres y operantes en una determinada sociedad en un cierto momento. Y después puede venir aún el sociólogo del derecho a preguntarse cuáles de esas normas son verdaderamente eficaces en la sociedad de que se trate y cuáles no son más que simple apariencia de derecho sin real virtualidad práctica. La película daría buen juego especialmente para esto último, ya que vemos, por un lado, un conjunto de normas, de base consuetudinaria, hasta ahora efectivas pero que se extinguen, y otras, las del derecho legal estatal, que comienzan a afirmarse pero que tienen todavía muy escasa eficacia en su función de dirimir los conflictos sin más violencia que la violencia legal del Estado que las respalda. 3. Qué hace bueno o malo, justo o injusto, merecedor de acatamiento o de desobediencia eso que llamamos “derecho”. La película que comentamos es particularmente apta para ilustrar este tercer asunto de la iusfilosofía, espacio donde esta materia se da la mano con la filosofía política, su pariente cercano. En concreto, nos sirve para comentar dos temas principales de esta parte: cómo nace el orden social y cuál es el orden social más justo. Vamos allá. A . d e l e s ta d o d e n at u r a l e z a a l o r d e n s o c i a l e s tata l ¿Por qué los seres humanos vivimos asociados en grupos regidos por una organización común y bajo reglas que nos vinculan, en lugar de campar cada cual por sus respetos y sin concesión ninguna de nuestra libertad? De las contestaciones que a lo largo de la historia del pensamiento ha recibido esta pregunta podemos extractar las tres más influyentes en nuestra civilización occidental: inclinación natural, designio divino y acuerdo. Expliquémoslas con brevedad. – Teleologismo. Aristóteles, por ejemplo, pensaba que cada ser humano tiene una inclinación natural a la sociabilidad, a convivir con los otros, y que la perfección y la felicidad de cada uno se cumplen con plenitud únicamente en ese organizarse y colaborar con los demás. Se llama teleologismo a esta doctrina porque la sociabilidad, y con ello la política como forma de entenderse y organizarse para lo colectivo, es un fin presente en la misma naturaleza del ser humano con fuerza pareja a la de cualquier otra inclinación natural, como
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los instintos. De ahí la famosa afirmación aristotélica de que el hombre es un “animal político”. – Designio divino. La filosofía medieval insistió en que todo cuanto existe es por obra del designio divino de la creación. Dios hizo cada cosa y le dio su lugar y su destino en el mundo, y lo mismo ocurre con el ser humano en general y con cada individuo en particular. Unos están predestinados por la voluntad de Dios para ser reyes y otros para desempeñar el papel de súbditos, y cumplir cada cual con el puesto que le toca en ese esquema de la creación es supremo acto de virtud, y lo contrario, pecado gravísimo. Así que obedecer al rey o al señor es acatar al tiempo la voluntad del Creador. Éste ha hecho al tiempo al hombre y a la sociedad, por lo que el ser humano es social porque así lo quiso Dios. La síntesis entre este creacionismo medieval y el teleologismo aristotélico la procuró Tomás de Aquino, al explicar que la naturaleza humana tiende naturalmente al fin de la sociabilidad porque así la hizo Dios, su autor. – Contractualismo. A partir del siglo xvi Europa experimenta cambios radicales que harán que se necesite una nueva fundamentación del poder político y el orden social. Después de Lutero la homogeneidad religiosa desaparece y se necesitarán nuevos fundamentos del poder, ya no teológicos. Las guerras de religión harán sentir la necesidad de un poder soberano capaz de imponer la paz en las sociedades plurales. El auge del comercio y el crecimiento de las ciudades liberará a los individuos de las ataduras de la tierra y el señorío y ofrecerá insospechadas ocasiones para la aventura y la búsqueda del progreso personal, lo que repercutirá en una exaltación de la libertad y un cuestionamiento de los ligámenes de la tradición. Los grupos sociales emergentes, especialmente la burguesía enriquecida con el comercio y las nuevas formas de explotación agrícola, se rebelarán contra el viejo derecho estamental, que fosilizaba las diferencias sociales dando derechos distintos según el grupo en que cada uno naciera, y reclamarán una ley igual para todos, una ley que permita a todos y cada uno lo mismo. En un contexto tal, las viejas respuestas ya no sirven y hay que replantearse el porqué de la sociedad y sus normas. Es el terreno abonado para las teorías del contrato social. Las teorías del contrato social parten de que lo único que justifica la sumisión de un individuo libre a las normas sociales es su acuerdo con ellas, y que tal acuerdo sólo será posible cuando los sujetos encuentren más ventajosa la convivencia en sociedad que el estado de naturaleza, la vida salvaje. Así que si hay sociedad, con sus reglas comunes y que vinculan a cada uno de sus miembros, será porque aceptamos vivir asociados, y si nos asociamos será porque así conseguimos proteger mejor los bienes que más nos importan: la vida y la integridad física primero (Hobbes), la libertad y la propiedad después (Locke),
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el igual derecho a participar en la elaboración de las reglas que nos gobiernan (Rousseau, Kant). En suma, el orden social no es algo natural, es una trabajosa y difícil construcción deliberada y supone para los individuos sacrificar a la civilización muchas de sus más primarias inclinaciones, pero no por imposición de nadie, sino como inteligente cálculo de conveniencia, para mantener la única libertad posible, que es la libertad en orden, que es tanto como decir la libertad sometida por igual a la ley común. La película que analizamos puede contemplarse como ilustración de muchos de estos rasgos del contractualismo político. Reparemos en alguno. En primer lugar, se da por supuesto que en el estado de naturaleza no hay derechos porque no hay derecho. Por eso no cuenta como derecho el que los indios estuvieran allí antes y ocuparan aquella tierra con sus formas de vida. La auténtica civilización llega con quienes construyen reglas artificiales para organizar su vida en común, sin tradiciones que los aten, sin instintos que los separen. Para que el indio dejara de verse como salvaje y fuera tenido como humano y posible interlocutor con derechos debería hacerse parte del contrato social, sumarse al acuerdo que pone reglas nuevas y no considera normas merecedoras de tal nombre las pautas de vida social antes vigentes. Hay un momento en la película en que el granjero, Starrett, invoca el posible derecho e los indios a la propiedad de la tierra que está en disputa, pero como mero ardid retórico para negarle esa propiedad también a Ryker, el vaquero, insinuando que no es propietario el que simplemente se mueve por un territorio y lo aprovecha informalmente, sino sólo el que pone puertas al campo, el que se organiza bajo reglas económicamente eficientes, acordadas por todos en un acto deliberado e iguales para todos. En segundo lugar, bien insinuado queda también en la película que la presencia de la ley supone la simultánea presencia del Estado, como organización coactiva de la coacción y capaz de predominar sobre todos por igual y sin excepción. Antes del Estado sólo cabe la autodefensa, el uso individual de la violencia como medio para asegurar la vida, la libertad y la propiedad. Pero de esa violencia querrán salir los más capaces e ilustrados, y la usarán para consolidar la tenencia y el disfrute de sus bienes bajo la forma de derechos garantizados por un poder superior, el poder del Estado. Esa tensión se plasma en la película como pugna entre el ideal de vida libre de Rufus Ryker, el vaquero, conquistador que se siente dueño de su destino y capaz de defenderse con sus propios medios, y Joe Starrett, el granjero, convencido de que no se trata de que cada individuo conquiste cuanto sus fuerzas le permitan, sino de que se reparta la tierra del modo que permita vivir mejor a los más. Ryker usa la violencia para mantener su libertad prejurídica; Starrett, para instaurar
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unas reglas bajo las que a todos convenga vivir; a todos menos a los que no sean capaces de ver que son esas reglas las que a cada uno más convienen. Más allá de esas afinidades con el fundamento contractualista moderno del poder y el derecho, en la película se siente también la presencia de personajes y planteamientos emblemáticos de la ideosincrasia de nuestra era. Son creencias y mitos fuertemente enraizados en la ideología moderna, y muy en particular en la estadounidense. Pensemos en detalles como los siguientes: – A ciertos individuos providenciales, como Shane, auténticos redentores, les corresponde sacrificar su vida y sus expectativas para que sea posible conseguir una sociedad gobernada por la justicia y el orden. No en vano esa figura del redentor es parte del imaginario religioso de nuestra civilización, que cree, como cosa de lo más natural, que hasta Dios manda a su hijo a una muerte crudelísima para que sea posible la vida buena para todos, al menos el día de mañana en el más allá. El precio de la dicha, que se cobra en violencia y dolor, lo paga hasta Dios, aunque sea como fiador nuestro. Por eso resulta tan creíble en nuestro medio una figura tan inverosímil como la del viejo pistolero que se recicla en protector de los más débiles y que, con ello, consigue que la violencia originaria se transmute en justicia. Es un estereotipo imaginario muy repetido en las películas del Oeste. De esa manera se legitima a nivel simbólico lo que es la paradoja suprema de la política, que sólo es posible como autogobierno de hombres libres cuando mediante la fuerza se pone fin al uso libre de la fuerza y se da paso a una coacción institucionalizada, al derecho propiamente dicho y al Estado que lo mantiene con su aparato coactivo. – Pese a que se exalta el valor supremo del individuo que abre caminos en espacios salvajes y desplaza así las fronteras, no se pierde de vista que la creación de una comunidad organizada requiere que cada cual abandone una parte de sus egoísmos y sacrifique algo de sí mismo a la tarea común, movido por sentimientos de solidaridad. También en esto la cinta nos pone de relieve que la acción unida de los más débiles es la única manera en que la ley de la fuerza, representada por Ryker, tenga que ceder ante la fuerza de la ley que los granjeros quieren fundar. O, visto de otra forma, la vieja ley de los conquistadores, legitimada en el arrojo y la sangre, tiene que ser sustituida por la nueva de los granjeros, expresión de un cálculo de intereses y un acuerdo de conveniencias. La civilización se cobra el sacrificio de los más libres y fuertes que la hicieron posible, porque la civilización es sociedad en la que no caben tales asociales. Cuando el Estado moderno se hace Estado de derecho, no puede haber soberano por encima de la ley ni fuerza superior a la del Estado ni libertad mayor que la del poder constituyente. Por eso al conquistador primigenio, al violento que
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abrió camino, hay que matarlo o expulsarlo para que sólo vuelva convertido en mito legitimador del orden presente. – Hay una filosofía del progreso operando como ideología legitimadora del orden social que se impone en la película. La discusión por la propiedad de las tierras gira en torno a tres opciones: que la tierra es de quien primero estaba allí, de quien la conquista o de quien mejor la explota. La primera opción, mencionada pero que no se toma en consideración, es la que consideraría a los indios como los verdaderos propietarios. La segunda es la que invoca Ryker, el vaquero, en su favor. Y la tercera, que acaba imponiéndose, es la que respalda a los granjeros y que explicita Starrett cuando dice que no deben abandonar una tierra tan rica y fértil, de la que depende el bienestar de sus familias. Rykert sólo la quiere, dice Starrett, para que su ganado mate el hambre rumiando hierbajos, mientras que los granjeros la quieren para cultivarla con ahínco ganando el pan de los suyos. Así pues, el progreso, la productividad, la eficiencia económica, aparecen como la clave última que justifica la distribución de la propiedad, como fuente de los derechos más fuertes, que ya no serán los derechos de los más fuertes, sino de los más capaces para impulsar el bien general. B . s o b r e l a s o c i e d a d j u s ta Una pregunta crucial de la filosofía del derecho, en ese terreno en el que se da la mano con la filosofía Política es la de cuál es la manera más justa de repartir bienes y trabajos, beneficios y cargas, entre los integrantes de una sociedad. En la película vemos esta cuestión referida al debate sobre quién debe ser el propietario de las tierras y con qué alcances y límites se ha de desenvolver tal derecho de propiedad sobre aquel bien que era básico en aquel tiempo. Las alternativas son, como acabamos de ver, que el territorio pertenezca a quienes primero estaban en él –los indios–, a quienes lo conquistaron con valor y gran riesgo –los ganaderos– o a quienes lo vallan, lo trabajan y lo hacen producir al máximo –los granjeros. El primer tema interesante se refiere a cuál es la base o el fundamento último de las reglas de reparto de los bienes que en una sociedad existan, en el caso que nos ocupa la propiedad de las tierras. A este propósito hay dos tipos principales de doctrinas: iusnaturalistas y no iusnaturalistas. Las doctrinas iusnaturalistas se llaman así porque creen que existe un derecho natural que está por encima de toda ley que los miembros de la sociedad se den y que predomina sobre ésta. Ese derecho natural, que unos autores entienden que refleja la voluntad o sabiduría de Dios (iusnaturalismo teológico) y otros que se halla grabado en la naturaleza humana y es cognoscible mediante la razón (iusnaturalismo racio-
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nalista), consiste en normas que valen y obligan en cualquier lugar del mundo y en cualquier época. Esas normas de derecho natural son la parte universal, inmutable y suprema de todo derecho, y de ellas derivan derechos naturales de los que son titulares los seres humanos. Para ejemplificarlo con nuestro tema, ha habido y hay autores que creen que mi derecho de propiedad sobre ciertas cosas no existe porque un legislador me lo atribuya, sino que es un derecho fundado en normas de derecho natural. Entre los autores clásicos que con más empeño incluyeron el derecho de propiedad entre los derechos naturales se encuentra Locke, y de los contemporáneos destaca Nozick. Pero, ¿la propiedad de qué? ¿Sobre qué cosas u objetos tengo yo un derecho natural de propiedad, derecho que nadie puede vulnerar sin infringir esas más altas normas de cualquier sistema jurídico? Examinemos tres posibles respuestas: 1. Las cosas son del que las coge, del que se apodera de ellas. El problema está en que esas cosas que uno toma tal vez las tenía otro como suyas. Sólo en el estado presocial de naturaleza, donde en realidad no rige norma comunitaria ninguna, se funcionará así, en el desorden de que cada uno tome lo que quiera de lo que pueda. Mas donde haya sociedad no cualquier apropiación puede engendrar propiedad, pues el robo, el hurto, etc. deben estar reprimidos a fin de que la colaboración social sea posible. 2. Las cosas son del que las toma, pero a condición de que concurra alguna de estas circunstancias: a. que antes no sean de nadie, que no tengan propietario previo, o b. que quien era previamente su propietario ceda libremente la propiedad sobre ellas, ya sea gratuitamente o por algún tipo de precio. Esta es la tesis que contemporáneamente ha defendido Robert Nozick con gran contundencia. Nozick comienza por entender que la libertad es el supremo bien de todo individuo y que todos tenemos un derecho natural a maximizar nuestra libertad, sin más límite que el de no hacerlo a costa de la libertad de los otros. Pero para que cada uno ejerza su autonomía y desarrolle libremente su plan de vida, necesita de las cosas que son medio o instrumento para ello. Quien es privado de todo y nada se le permite tener de cuanto consiga se ve impedido para actuar como ser libre que elige y sigue su propio camino. Así que toda cosa que uno tenga y que provenga de un dueño anterior sin pleno consentimiento de éste es equivalente a una cosa robada, y carece de legitimidad esa propiedad de uno que le ha sido arrebatada a otro. Todo esto suena en principio muy convincente, si no fuera porque aquello que en un Estado social recibimos en forma de servicios públicos, ayudas, subvenciones, etc., proviene de los impuestos, y la actividad impositiva consiste en detraer una parte de lo que tienen unos que limpiamente y con su esfuerzo lo han ganado, para dárselo a otros que se hallan en peor situación. Para Nozick, gravar los ingresos de
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alguien con un impuesto de, por ejemplo, un 25% equivale a hacerlo esclavo de los otros en una cuarta parte, pues una cuarta parte de lo que con su trabajo obtiene dejaría de ser suya y se daría a otros, sería el fruto que otros obtienen de esa cuarta parte de trabajo esclavo del que ha generado tales ingresos. 3. Las cosas son del que las toma en una de estas tres circunstancias: a. no son de nadie; b. las recibe libremente de su propietario anterior o c. las recibe del Estado, que las ha tomado de otros mediante su actividad fiscal y con la justificación de redistribuir la riqueza en la sociedad, a fin de hacerla más igualitaria. Aquí encajaría la doctrina de Rawls, quizá el más importante e influyente filósofo político de la segunda mitad del siglo xx. Ya vemos que en su caso el respeto a la libertad de cada uno no resulta incompatible con que el Estado quite a unos algo de lo que es suyo para repartirlo a los que tienen menos o no tienen nada. Toda la teoría de la justicia social de Nozick se apoya en un culto a la libertad individual, con su secuela de respeto absoluto a la propiedad, y sin que sea admisible limitar una y otra para conseguir igualdad. En cambio, Rawls busca el modo de equilibrar el respeto a la libertad y un mínimo de igualdad social, de manera que la sociedad más justa ya no es para él una en la que cada uno hace lo que quiere consigo mismo y con lo suyo, sino aquella en la que a través del Estado se procura a cada cual una mínima satisfacción de sus necesidades básicas para que, así, su posibilidad de ser y hacer lo que desee no sea meramente teórica, un derecho de imposible ejercicio para muchos, sino una realidad, una elección viable. Este contraste de Nozick y Rawls nos vale también para apreciar la diferencia entre las doctrinas iusnaturalistas, de las que hemos estado hablando, y las no iusnaturalistas. Llamamos no iusnaturalistas a aquellas teorías de la justicia que entienden que el fundamento de lo justo no está predeterminado a la decisión humana, ya sea inserto en el orden de la creación, ya sea escrito en la naturaleza misma de los humanos, sino que depende enteramente de la decisión de los sujetos mismos. La justicia social sería para los no iusnturalistas obra por entero de los miembros de la sociedad, bien de todos, bien de algunos, mientras que para los iusnaturalistas no son los hombres los que deciden qué sea lo justo en última instancia, pues siempre hay algo sustraído a cualquier posible decisión que se quiera justa. Podemos dividir las doctrinas no iusnaturalistas en racionalistas e irracionalistas. Estas últimas sostienen que la justicia es obra y decisión humanas, pero que será siempre resultado de la voluntad y los intereses de quienes dominen y puedan decidir, no expresión de una razón común y respetada por todos. Así que lo que en una sociedad pase por orden justo será el resultado del deseo de los más fuertes, del interés de quienes manejen el poder económico, del engaño y la
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superstición de los que unos se valgan para someter a los otros, etc. En cambio, los racionalistas no iusnaturalistas creen que es posible que todos los ciudadanos, si nos esforzamos para razonar poniendo entre paréntesis y no sometiéndonos a nuestros intereses y particulares prejuicios, lleguemos a ponernos de acuerdo sobre cuál es el modelo social que a todos más nos conviene y que expresa la racionalidad que nos es común. En este modelo encaja precisamente Rawls, del que hace un momento hablamos. ¿Podemos recordar algo de tales debates al hilo de Raíces profundas? Creo que sí. Para ello debemos reconstruir algunos de los diálogos más intensos de la película. Así, cuando Ryker, el ganadero, justifica su reclamación de dominio sobre todo el territorio con el argumento de que ellos habían descubierto esa tierra y la habían hecho prosperar. Al principio los indios y cuatreros les robaban el ganado, y acabaron con ellos, convirtiendo el lugar en seguro. Y añade que luego empezaron a llegar los que no habían peleado en los tiempos difíciles y pusieron cercas donde no las había, adueñándose del terreno, desviando para sus riegos el cauce de los ríos. A eso replica Starrett, el granjero, que antes de que los ganaderos llegaran estaban los indios y que si se trata de que no se puede arrebatar la tierra que es de otro, primero se la habían arrebatado los ganaderos a los indios, desconociendo sus derechos. Y más adelante Starrett le dice a Ryker que los tiempos en que pistola en mano se arrojaba a un hombre de su propiedad han pasado, y que ahora allí cerca se está construyendo una cárcel. Clara alusión a que ya va a imperar la ley donde antes sólo contaba la fuerza, de modo que ya no va a contar como propietario el que es capaz de apropiarse de algo, aunque fuera de otro, sino el que tenga título legal para ello. Y de cuál sea ese título y con qué efectos es de lo que en el fondo se discute. Con planteamientos como los de Nozick, ¿quién tendría una propiedad justa sobre esas tierras? Ya sabemos que para él la propiedad de algo sólo se alcanza con justicia si la cosa antes no era de nadie o si ha sido dada libremente por su anterior propietario. Pero en la película resulta que los granjeros quieren que se comparta con ellos la tierra de los vaqueros, que antes la habían arrebatado a los indios. Y para Nozick, cuando alguien ha sido desposeído de lo que era suyo con justo título merece una compensación. Así que, curiosamente, en Nozick hallaríamos un fundamento para que los propietarios actuales tuvieran que compensar de alguna forma a los descendientes de los propietarios primeros: los indios. ¿Es esto tan extraño o inimaginable en nuestros días? No tanto. Por ejemplo, en Australia la Corte Suprema decidió en el caso Mabo v. Queensland (1992) que la comunidad de los meriam, primeros pobladores de las islas Murray, eran los legítimos propietarios de tales islas cuando llegaron los colonizadores europeos (el capitán Cook bordeó la costa Este de Australia
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en 1770 y grabó en un árbol una inscripción de toma de posesión del territorio para la Corona; en enero de 1788 llegó el primer barco con presos y carceleros, primeros habitantes europeos de esa tierra) y que puesto que tal comunidad siempre se mantuvo en tales islas, ninguna norma posterior del Imperio Británico ni del Estado australiano ha podido invalidar aquel título originario, por lo que la mencionada comunidad debe ser reconocida en su justo título y resarcida de aquella anterior privación. Con ello la Corte rechaza la tesis que durante tanto tiempo predominó en Australia y en otros muchos lugares colonizados, y más aún en las correspondientes metrópolis, la tesis de que esos territorios eran terra nullius, tierra sin dueño antes de la colonización, por lo que los conquistadores y colonizadores fueron sus primeros y originarios propietarios. Es más: la Corte señala que las normas aplicables a la hora de determinar quién tiene el título válido de propiedad sobre esos lugares no puede ser el derecho de las metrópolis conquistadoras ni el derecho del Estado posterior que las sucede, sino el derecho del pueblo que las ocupaba, en este caso los meriam. Con las tesis de Rawls probablemente habría que concluir en favor de la redistribución entre vaqueros y granjeros (e indios, si alguno quedara). Cada implicado debería razonar como si al final su destino fuera a jugarse por sorteo, decidiendo el azar quién quedaría como vaquero y quién como granjero. De ese modo, cada uno se esforzaría por buscar un criterio de asignación de propiedades y bienes que no fuera el que más le conviniera a lo que hoy él es, a su situación presente, sino el que más garantía le ofrezca de no caer en la esclavitud y la miseria en el caso de que en ese futuro incierto a él le toque el peor destino, la más mala de las suertes. Y entonces probablemente acordarían todos que es más beneficioso para el conjunto una distribución de la tierra que no deje a nadie totalmente excluido de la posibilidad de ser propietario o ganarse dignamente la vida y que, al tiempo, suponga una explotación más racional de los recursos, con el consiguiente aumento de beneficio para todos, propietarios y no propietarios. Así pues, los discursos de Ryker están en la línea de Nozick (dejando de lado el tema de los indios), la de que cada uno tiene pleno derecho a lo que él con su esfuerzo y voluntad consigue, mientras que los de Starrett representarían mejor la idea rawlsiana de que no hay derecho natural o preestablecido ni siquiera a los frutos del propio talento y trabajo, y que se ha de encontrar un criterio de distribución que no deje a nadie fuera del juego de las oportunidades vitales.
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bibliografa La obra de Turner sobre “El significado de la frontera en la historia de América” puede consultarse por entero en la red: [http://xroads.virginia.edu/~hyper/turner/title. html]. Las ideas de Nozick y Rawls que hemos manejado se expresan por extenso en sus siguientes obras: Robert Nozick. Anarchy, State, and Utopia, Basik Books, 1974. Hay numerosas reimpresiones posteriores y traducción castellana: Anarquía, Estado y utopía, México, Fondo de Cultura Económica, 1988. Pero cualquiera que quiera consultar este libro comprenderá más leyendo la edición original inglesa, por poco inglés que sepa, que manejando la alevosa traducción al castellano. John Rawls. A Theory of Justice, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 1971. También de esta obra hay numerosas reediciones y una traducción castellana, Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica, 1978. Curiosamente, sobre los errores también de esta traducción han llegado a escribirse artículos enteros, por lo que vale el mismo consejo anterior y sólo debería manejarla quien no tenga más alternativa. Quien desee aventurarse más lejos en la discusión contemporánea sobre teoría de la justicia social puede echar mano de sus buenos manuales: Roberto Gargarella. Las teorías de la justicia después de Rawls: un breve manual de filosofía política, Barcelona, Paidós, 1999. Philippe van Parijs. ¿Qué es una sociedad justa? Introducción a la práctica de la filosofía política, Barcelona, Ariel, 1993. Una buena y amplia sinopsis del argumento de la película y que recoge por extenso muchos de los diálogos más importantes puede verse en la red: [www.filmsite.org/shan. html]. Una breve monografía sobre esta película: E.Countryman, E.von Heussen-Countryman. Shane, Londres, British Film Institute, 1999. Se puede leer un comentario de este libro en Bob Sitton. “Refocusing the Western”, Film-Philosophy, vol. 4, n.º 24, octubre 2000 (esta revista es accesible en la red: [www.film-philosophy.com]. Quien incurra en el inusitado deseo de profundizar en las cosas de la filosofía del derecho hará bien en empezar por algún manual claro y didáctico. Me permito recomendar el siguiente: Elías Díaz. Curso de filosofía del derecho, Madrid, Marcial Pons, 1998.
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Para un tratamiento más detallado de algunos de los grandes temas iusfilosóficos contemporáneos, incluidos varios de los que aquí hemos tocado, cabe aconsejar la lectura de Elías Díaz y José Luis Colomer (eds.). Estado, justicia, derechos, Madrid, Alianza, 2002.
ficha técnica de la película
Título original: Título en español: Año: País: Director: Guión: Música: Duración: Productores: Reparto: Premios:
Shane Raíces profundas 1953 Estados Unidos George Stevens Jack Shaefer, A. B. Guthrie Jr., Jack Sherr Victor Young 118 minutos Ivan Moffat, George Stevens Alan Ladd, Jean Arthur, Van Heflin, Brandon DeWilde, Jack Palance, Emile Meyer seis nominaciones a los premios Oscar (entre ellas al mejor director, mejor guión, mejor actor secundario, para Brandon DeWilde y para Jack Palance), pero sólo ganó el Oscar a la mejor fotografía, que fue para Loyal Griggs.
La película se basa en una novela del mismo título (Shane), publicada por Jack Schaefer en 1949 y que tuvo gran éxito.
2 8 . t o d o t o ta l i ta r i s m o t o r t u r a , t o d a t o r t u r a e s t o ta l i ta r i a . a p r o p s i t o d e 1 9 8 4 He aquí los dos platillos de la balanza: en uno hay un gramo, en el otro una tonelada; en uno está “yo”, en el otro “nosotros”, el Estado Único. ¿No es evidente que suponer que ese “yo” pueda tener derechos frente al Estado equivale a suponer que un gramo puede estar en equilibrio con una tonelada? Yevgeni Zamiatin, Nosotros Los eunucos se agrupan para privar de su poder al pueblo, en cuyo nombre tienen la osadía de hablar. En realidad es lógico, ya que el deseo más íntimo del eunuco es castrar al hombre libre […]. El pueblo se compone de individuos concretos y libres, mientras que el Estado los reduce a números. Donde predomina el Estado, también la muerte es un valor abstracto. Ernst Jünger, Eumeswill Pero a mis torturadores no les interesaban los distintos grados de dolor. Únicamente les interesaba demostrarme lo que significaba vivir en un cuerpo, solo como un cuerpo, un cuerpo que puede abrigar ideas de justicia sólo mientras esté ileso y en buen estado, y que las olvida tan pronto como le sujetan la cabeza y le meten un tubo por la garganta y echan por él litros de agua salada hasta que tose y tiene arcadas y sufre convulsiones y se vacía. No vinieron para sacarme a la fuerza el relato de lo que les había dicho a los bárbaros ni de lo que los bárbaros me dijeron a mí […]. Vinieron a mi celda para enseñarme el significado de la palabra “humanidad”, y me enseñaron mucho en el espacio de una hora J. M. Coetzee, Esperando a los bárbaros El poder no es un medio, sino un fin en sí mismo. No se establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para establecer una dictadura. El objeto de la persecución no es más que la persecución misma. La tortura sólo tiene como finalidad la misma tortura. Y el objeto del poder no es más que el poder. ¿Empiezas a entenderme? George Orwell, 1984
I . 1 9 8 4 y n o s o t r o s , q u e n o s q u e r e m o s ta n t o Cuando leo 1984, la novela de Orwell, o cuando veo la película de Michael Radford, que la refleja muy fielmente (o la versión cinematográfica anterior de la novela, dirigida en 1956 por Michael Anderson y protagonizada por Edmon O´Brian, Jan Sterling y Michael Redgrave), se me impone la impresión de que estamos ante un portentoso collage, un collage en el que se mezclan y superponen momentos de la historia del siglo xx que nos resultan (o nos deberían
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resultar –no se pierda de vista lo que de real se contiene en las ideas sobre el olvido inducido que en la propia obra se recrean) tremendamente familiares, por repetidos, por padecidos, porque forman parte de la infame centuria que acaba de terminar. Como conjunto, como peripecia completa, los hechos que 1984 narra son ficción. Pero prácticamente cada uno de sus momentos, cada episodio, puede ubicarse en algún lugar y momento del siglo xx; o, más bien, en varios; u hoy mismo. Puesto que hemos de hablar de la tortura y de su tratamiento en la película, no podré entretenerme en ilustrar con pormenor lo que acabo de afirmar. Pero la tentación es demasiado fuerte y no me resisto a dejarlo planteado al menos como juego, ya que como discurso no cabe aquí; y aun a riesgo de que los guardianes de la neolengua, que crecen y crecen (y engordan y engordan), me tilden de frívolo. Mas el propósito no es de frivolizar, es de jugar con la inteligencia y la complicidad del lector no atrofiado por el Gran Hermano. Vamos allá por un breve rato. Quien busque la cálida comodidad de la doctrina, que pase sin más al apartado próximo. En las dos columnas siguientes vamos a situar dos enumeraciones. En la columna de la izquierda agrupamos, cada uno con su número, hechos o afirmaciones que en la película aparecen. En la columna de la derecha situamos, señalados por letras, hechos, personajes o lugares de la historia real del siglo xx. No se te escapará ya, amigo lector, que estamos ante el típico juego o test de relacionar los números de la izquierda con las letras de la derecha. Sólo me queda indicarte que puede haber varias letras para un número, aunque no hay número sin, al menos, una letra. Podría decirte que las respuestas verdaderas figurarán al final, pero no; si no las conoces, no hay nada que hacer: te pudo el Gran Hermano. 1. El enemigo, tanto interno como externo, lo inventa el Partido.
a. Cualquier país de nuestro entorno hoy
2. Videovigilancia, escuchas…
b. EE. UU./Bush
3. Pantallas de tv interactiva.
c. Cuba/Fidel
4. Racionamiento de chocolate y alimentos en general.
d. España “de” Franco
5. Carestía y dificultad para conseguir cosas tales como cuchillas de afeitar en Estado autoproclamado justo.
e. urss/Stalin
28. Todo totalitarismo tortura, toda tortura es totalitaria. A propósito de 1984
6. Sólo los cuadros dirigentes (Nomenklatura) acceden a vino, café auténtico…
f. Alemania nazi/Hitler
7. Machacona insistencia en los logros económicos y productivos del régimen.
g. China/Mao
8. Mantenimiento de la población en permanente estado de excepción ante las insidias y conspiraciones de un enemigo polimorfo e inasible.
h. Chile/Pinochet
9. El régimen devora a sus propios servidores, como parte de su dinámica vital y de autoperpetuación.
i. Argentina/Videla & Cía.
10. Censura lingüística
j. Camboya/Pol-Pot
11. Deformación y censura de la historia reciente.
k. Irak/Sadam Hussein
12. Práctica sistemática de la tortura.
h. República Democrática Alemana…
13. Empobrecimiento del idioma y del vocabulario popular.
i. Iglesia(s)
14. Convicción de que los proletarios son como animales.
j. Machismo de siempre (= radical)
15. Ejecuciones públicas o transmisión televisiva de ellas.
k. Feminismo radical
16. Todos vigilan a todos.
l. Nacionalismos “radicales” (éstos o aquéllos…).
17. Oposición al orgasmo.
… (añada cada cual lo que quiera, sin faltar a la coherencia).
18. Proscripción de todo elemento individualizador (vestido, adorno…) y obsesión por la uniformidad. 19. Conversión de la intimidad personal en espectáculo público. 20. Trenes cochambrosos con niños de uniforme que cantan himnos patrióticos. 21. Aumento del analfabetismo (al menos el funcional).
VIII. Derecho y cine
22. El destino de cualquier ciudadano se decide en los despachos de unos pocos. 23. A los proletarios se les da pornografía y novelas o canciones que escriben las máquinas. 24. Culto a la imagen del jefe supremo. 25. Los jefes supremos son auténticos tarados mentales, paranoicos, resentidos… 26. No se admite más lealtad que la lealtad al Estado. 27. El sistema organiza los atentados contra el sistema. 28. El que ayer se proclamó enemigo se torna hoy amigo, por un nuevo pacto; y a la inversa. 29. A la tortura pura y dura la llaman cura o rehabilitación, redención… 30. El individuo no es más que una célula del gran cuerpo del Estado. 31. El Partido no yerra, pues su mente es colectiva e inmortal. 32. La obediencia no basta, se exige adhesión ciega, amor al gobernante. 33. Quien no es fiel al partido no es humano. 34. Hasta las leyes científicas están subordinadas a la doctrina y el interés del Partido. 35. Neolenguaje, lenguaje políticamente correcto: ciertas cosas ya no pueden llamarse por su nombre de siempre.
Sí, ya sé. La mayor parte de los números se corresponden con la mayor parte de las letras. Pero eso no tiene nada de malo. Lo malo es que la mayoría de nosotros, querido lector, seguramente hemos militado en o simpatizado con algunos de
28. Todo totalitarismo tortura, toda tortura es totalitaria. A propósito de 1984
los individuos y sistemas menos presentables que se agrupan en la columna de la derecha. Mejor no removerlo. Se ha dicho muchas veces que George Orwell (1903-1950, su verdadero nombre era Eric Arthur Blair) es uno de los mejores retratistas del totalitarismo a secas. Del de cualquier signo. Se implicó y los vio de cerca. Vino a España a luchar contra el fascismo y se topó con que al otro lado estaban los esbirros de Stalin, y no eran precisamente mejores. Sí, paciente lector, no te alarmes: unos y otros, los de Hitler y los de Stalin eran (y son) lo más putrefacto que ha dado el siglo xx. Y lo digo así por respeto a la neolengua que rige entre nosotros, aquí y ahora, que, si no, lo diría al estilo de mi pueblo, tan políticamente incorrecto. II. la to rt u ra e n 1 9 8 4 y ot ra s to rt u ra s A día de hoy podríamos establecer las siguientes tesis de partida: a. Antes de la Edad Moderna se torturó prácticamente siempre y en la mayor parte de las culturas importantes, si no en todas. Y en la nuestra con saña y, a menudo, en nombre de Dios o poniéndolo por juez o testigo de excepción. b. A medida que la filosofía racionalista se va imponiendo en nuestra cultura occidental y que su reflejo llega a la filosofía penal, con Beccaria (1738-1794) como personaje más notorio, la tortura deja de ser usual y legal. c. En otras culturas se siguió y se sigue torturando sin mayores reparos ni remordimientos. Hasta hoy. Pero muchos relativistas culturales dirían que lo que en nosotros contaría como torturas (o como tratos crueles, inhumanos o degradantes, en terminología de los documentos internacionales de derechos humanos y de muchas constituciones, como la nuestra) en muchos casos debe admitirse en otras culturas, como parte de sus señas de identidad, de los usos que identifican y aglutinan a la comunidad. Léase, por ejemplo, el debate que en muchos países latinoamericanos tiene lugar sobre el respeto a las reglas y usos de los pueblos indígenas y sobre si deben prevalecer o no sobre las cláusulas de derechos humanos contenidas en las constituciones de tales países y que vetan la tortura y los castigos crueles y degradantes. Y ahora alguno ya me estará respondiendo mentalmente que también en las cárceles de esos estados se tortura inconfesadamente y que también las condiciones de vida en ellas son degradantes. Buen ejemplo, este razonamiento, del viejo hábito de justificar el perdón del mal de los unos por la presencia del mal en los otros. De eso, entre otras cosas, feneció el progresismo del siglo xx. d. Cuando decimos cultura no decimos una época y un espacio geográfico y con unas señas comunes en sus pueblos. Decimos, ante todo, cultura
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jurídico-política, decimos estados regidos por una serie de normas protectoras y garantes de la integridad del individuo frente a los otros individuos y, sobre todo, frente al Estado mismo. Porque no se puede olvidar que cuando, en este espacio y esta época moderna, esa cultura jurídico-política se interrumpió o se eliminó, prácticas como la tortura volvieron a convertirse en regla y a ser sistemáticamente utilizadas por los estados. Los ejemplos son claros y ya se mencionaron antes, en la tabla del juego: Alemania nazi, Italia de Mussolini, España de Franco, Argentina de Videla y demás parásitos uniformados, Chile de Pinochet, y todos y cada uno de los países que vivieron bajo gobiernos autodenominados comunistas. e. Aun en nuestra cultura y en los momentos de plena vigencia de las constituciones democráticas y protectoras de los derechos humanos, la tortura y los tratos a ella asimilados han estado presentes en todos o la mayoría de los estados, si bien como excepción y siempre tratando de ocultarse y de evadirse de un triple y muy efectivo control: el de la opinión pública, el de las organizaciones de defensa de los derechos humanos y el de los tribunales, tanto nacionales como internacionales. Porque esa es la sutil diferencia que muchas veces no pueden ver los que quedaron para siempre miopes por el deslumbramiento del Padrecito Gran Hermano: que en la cultura jurídico-política liberal-democrática la opinión pública es básicamente libre aunque todos traten de manipularla (pero manipular no es exactamente lo mismo que amordazar o reprimir); que las organizaciones de derechos humanos pueden actuar con libertad sólo dentro de estos estados democráticos, y que en estos estados los jueces son independientes, por mucho que se les quiera controlar. Y pronto –esperemos– habrá una nueva prueba de cómo esa independencia frena las tentaciones tiránicas de democracias abocadas a la histeria autoritaria: aguardemos –y confiemos- a ver qué dice el Tribunal Supremo de los Estados Unidos sobre Guantánamo y algunas otras ocurrencias. f. Pero la tentación de la tortura acecha siempre bajo la cara amable de los estados e, incómoda bajo los controles y las cortapisas, quiere hacerse visible y normal, como si tal cosa cupiera sin que el andamiaje entero del Estado de derecho se viniera abajo. Y llegamos así a una de las más sorprendentes polémicas jurídico-políticas de nuestros días, del momento mismo en que estas líneas se escriben, al inicio del año 2004. Pues en países como Estados Unidos y Alemania se están discutiendo en serio propuestas para legalizar ciertas prácticas de la tortura en determinados supuestos. Va a ser verdad el cuento con que nos torturaban de pequeños nuestros queridos educadores: que el diablo es incansable y acecha siempre. Unas pocas palabras para resumir esta polémica que acabo de mencionar.
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En Alemania, a comienzos del 2003, fue detenido el estudiante de Derecho Magnus G., acusado del secuestro del niño Jacob von Metzler, de once años, hijo de una acaudalada familia de banqueros. La policía le interrogó e inicialmente el detenido se negó a revelar el lugar en el que tenía encerrado al niño. Cunde la preocupación en los responsables de la policía. Está reciente el caso Hinze, similar a éste y en el que, después de detener a un secuestrador, no se llegó a tiempo para salvar la vida al secuestrado. Finalmente, Magnus G. confiesa: dice dónde se halla el niño y que lo mató al poco de secuestrarlo, pues el niño lo conocía bien. Magnus G. le cuenta luego a su abogado que se le obligó a confesar bajo tortura y el abogado denuncia el asunto. De inmediato, el vicepresidente de la policía de ese estado de Alemania, Hesse, sale a la palestra y manifiesta que fue él quien ordenó por escrito a los policías que interrogaban a Magnus G. que primero lo amenazasen con causarle dolor y después, si seguía sin confesar, lo sometiesen a prácticas efectivamente dolorosas, como doblarle de determinada forma los brazos o presionarle de ciertas maneras en el oído, eso sí, bajo supervisión de un médico de la policía y de un atleta especializado en deportes de lucha. Pero Magnus G. habló ya tras las meras amenazas. En concreto, y según su testimonio, cuando los policías le dijeron que le iban a meter en una celda con un negro gigantesco que lo violaría. Increíble, pero cierto, al parecer. En verdad esas prácticas a que se alude aquí, y hasta semejantes amenazas, caen plenamente bajo las prohibiciones contenidas tanto en la legislación alemana como en los tratados internacionales de derechos humanos y contra la tortura suscritos por Alemania y que son, por tanto, parte del derecho vigente en tal Estado. La ilegalidad del proceder es clara. Lo llamativo y totalmente inusual es que un alto responsable de la policía asuma que dio la orden y hasta muestre el escrito con que lo hizo. Parece bastante obvio que el propósito último de tal arrebato de sinceridad y de que se exponga a sufrir sanción penal o disciplinaria es el de aprovechar lo emotivo que el caso resulta para la opinión pública para generar una discusión sobre la legalización de la tortura en supuestos así, en un ambiente propicio para ello. De hecho, en días posteriores a la aparición de tales noticias en los medios de comunicación, las encuestas de opinión daban que un 63% de los ciudadanos estaban a favor de semejante reforma legal. En los Estados Unidos idéntica posibilidad se suscita de modo distinto y en el contexto de la histeria y la aprensión provocada por los atroces atentados terroristas del 11-S. Un reputado profesor de Derecho en Harvard, llamado Dershowitz, muy conocido también como abogado triunfador en defensas tan famosas como la de O. J. Simpson, publica un pequeño trabajo en el que argumenta lo siguiente: Las policías de todo el mundo, incluso las de los más
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civilizados países, recurren a la tortura en ciertos casos de dramática necesidad de obtener información del detenido. Pero lo hacen de modo oculto y no pueden reconocerlo, pues la ley no los ampara, por muy grave que sea lo que esté en juego. Ahora nos pide Dershowitz que nos pongamos en el siguiente caso: La policía detiene a un peligroso terrorista, del que se sabe con certeza que ha colocado una bomba de relojería que va a estallar en pocas horas en un lugar muy concurrido de la ciudad y que va a causar una muerte horrible a cientos o miles de personas. Pero el detenido se niega a declarar dónde está la bomba. ¿Debería estar permitido a la policía torturar a ese detenido para obtener esa crucial información? Dershowitz mantiene que sí, pero no de cualquier manera. Propone que la ley, para supuestos como éste, tan graves y dramáticos, haga lícita la tortura, pero estipulando al tiempo los controles sobre ella. En particular, debería ser autorizada por un juez y ejecutada bajo presencia médica. Además, debería la ley tasar también el tipo de tortura que en concreto se puede infligir. Y propone Dershowitz el siguiente ejemplo al respecto: introducir agujas esterilizadas bajo las uñas del interrogado. Han sido muchos los que, irónicamente, han escrito que es todo un detalle que Dershowitz se preocupe de precisar que las agujas estén esterilizadas; no vaya a dañarse la salud del torturado… En la escasa, hasta hoy, literatura jurídica que aboga por un uso legal de la tortura, se parte siempre de tales ejemplos extremos. Es una constante la referencia a la bomba de relojería o programada para estallar en poco tiempo y matar a miles de personas inocentes. Así lo plantea también el catedrático de derecho Público de Heidelberg que en Alemania suscitó el tema en los años noventa, llamado W. Brugger. Y así lo había hecho ya en los años setenta otro profesor alemán, Albrecht. Y aquí hay algo curioso, en lo que conviene reparar. Muchos de los actuales defensores de la tortura se apoyan en esos ejemplos extremos, pero con el propósito de que la tortura se torne práctica legal en otros supuestos menos dramáticos, ya sea porque la persona en riesgo sea una sola, ya porque no se trate de obtener información sobre una bomba que va a explotar de inmediato, sino de desmantelar reales o supuestas células terroristas que representen un peligro potencial de atentado futuro. Se ve claramente en los casos alemán y estadounidense. En el primero, lo que se trata de justificar es el uso de la tortura para rescatar con vida a secuestrados, como el niño Von Metzler. Y en el caso estadounidense, lo que se quiere justificar es el uso de la tortura para que los detenidos de los grupos terroristas islámicos delaten sus planes y a los miembros del grupo. Así se vio en Estados Unidos con la interesada cuestión que al respecto plantearon varios medios oficiales cuando se detuvo a Khalid Shaikh Mohammed, uno de los jefes de Al-Quaeda.
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No hay espacio aquí para entrar en el análisis de esta discusión en Estados Unidos y Alemania, discusión en la que, por fortuna, son muchas más las voces críticas y de rechazo de cualquier modo de legalizar o institucionalizar la práctica de la tortura, aun en los supuestos más extremos. Pero de esa discusión, que no podemos resumir, sí cabe extractar gran número de razones e ideas para contraponer dos modelos de Estado: el totalitario, que admite la tortura, convive con ella, vive de ella y se perpetúa en ella, y el Estado de derecho, incompatible por definición con cualquier admisión de la tortura y que la persigue en todas sus formas, caiga quien caiga. Y tertium non datur. El perfecto modelo de Estado totalitario, y, por tanto, torturador por definición (pues no se ha conocido en nuestros tiempos ni Estado totalitario que no torture sistemáticamente ni Estado habitualmente torturador que no sea totalitario) nos lo ofrece la obra que comentamos, 1984. El otro modelo, el del Estado de derecho, que se define antes que nada por el culto escrupuloso de los derechos fundamentales del individuo, comenzando por el más básico, el de no ser rebajado por la tortura al nivel de los objetos o las bestias (que por cierto, hoy en día tampoco pueden ser torturadas, afortunadamente), lo iremos repasando, en sus caracteres, por contraste. Y no está de más recordar tal cosa, en estos tiempos de acechanzas. I I I . e s ta d o d e d e r e c h o y e s ta d o t o r t u r a d o r : una convivencia imposible Un Estado de derecho que admita y practique la tortura es un imposible conceptual, es como un círculo cuadrado. ¿Por qué? Iré desgranando a continuación las razones principales y contraponiéndolas a lo que la película nos muestra y tan bien conocemos por la historia del siglo xx; al menos los que hayan o hayamos logrado sustraernos a las estrategias de manipulación y forzado olvido que la película nos enseña y que a diario contemplamos. En lo que sigue, encerraremos en recuadro los párrafos de la película que vienen al caso por representativos de la postura totalitaria. A . i n d i v i d u o o g r u p o : ¿ c u l va l e m s ? El moderno Estado constitucional de derecho tiene su eje central en la filosofía del racionalismo, que señala al ser humano individual como supremo bien. Esta idea halló su expresión más terminante en la afirmación de Kant de que nadie puede ser usado como instrumento al servicio de ningún fin colectivo. El individuo no es medio para nada, es en sí mismo supremo fin, y en pro de ese fin
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deben operar el Estado y el derecho. Y el núcleo de esa supremacía moral del individuo está en su autonomía, en la libertad que debe poder ejercer sin más límite que el respeto a la libertad de cada uno de los demás. En el pensamiento medieval no era así, el sujeto individual sólo se concebía subordinado a la comunidad y a fines colectivos suprapersonales, tanto terrenales como trascendentes. Y tampoco es así para los movimientos totalitarios que han contaminado la modernidad y que retornan sin parar. El individuo es sólo una célula, Winston, y el desgaste de la célula es el vigor del organismo. La humanidad es el Partido.
Para los totalitarismos, sintetizados en la novela de Orwell y en la película que comentamos, el más alto valor lo representa el grupo, llámese Estado, nación, partido, raza, pueblo, clase…, y el individuo sólo es digno de consideración y respeto por relación al grupo, en lo que sirva al grupo y en lo que al grupo interese; el sujeto individual no es más que una célula de ese organismo colectivo. Y si el individuo no se pliega al grupo, se le “cura”; si no se somete o, más aún: si lo perjudica, se le suprime, del mismo modo que se elimina con cirugía una célula enferma que pueda contagiar a otras. La realidad está en la mente humana. No en la mente individual, que comete equivocación y enseguida perece, sino en la mente del Partido, que es colectiva e inmortal.
Sólo el grupo puede pensar, sólo él ve la verdad y tiene derecho a imponerla, sólo él sabe cuál es la suprema conveniencia y el máximo bien. Como ejemplo, recordemos la denodada lucha de muchos de los más importantes juristas nazis, como Karl Larenz, para eliminar de la doctrina jurídica la idea de derechos subjetivos individuales frente al Estado, pues, pensaban, sólo el Estado es titular de derechos y los individuos los tienen, si acaso, por su concesión y mientras aquél no se los retire. Creamos la naturaleza humana. El hombre es infinitamente maleable. Apártate de mí, Smith, soy un agente de Goldstein. Yo mismo no lo sabía. La idea crimen es tan insidiosa que se apodera de uno sin notarlo. Mi hija lo descubrió. Me enorgullezco de ella. Y menos mal que lo descubrió antes de que fuera tarde.
En 1984 asistimos a la perfecta recreación de la lucha del individuo resistente frente al Estado total que quiere absorberle toda particularidad que lo identi-
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fique frente a la masa del todos. Por eso Julia quiere mostrarse ante Winston con un vestido, y no con uniforme. Por eso Winston le pregunta si le gusta estar en particular con él. Todo lo que signifique diferencia de uno frente al Uno colectivo se debe extirpar. Hasta el orgasmo, placer individual por antonomasia, es enemigo del Estado. Porque en el placer físico se contiene una de las supremas afirmaciones de uno mismo frente a las cadenas colectivas, como bien saben tantas iglesias, que lo persiguen también como enemigo del alma que se quiere dominar. Consumada con éxito la negación de lo individual, el sujeto deja de creer en sí mismo y de creer en sus propias experiencias y sensaciones. Ya sólo el Estado habla a través de él. B . la d i g n i da d d e l i n d i v i d u o : cuestin de ser o no ser – Lo importante no es tanto mantenerse vivo, sino mantenerse humano. Lo importante es no traicionarnos el uno al otro. – Si te refieres a confesar, tendremos que confesar, todo el mundo lo hace, es inevitable. – Confesar no es traicionar. Me refiero a sentir si pueden hacer que cambien mis sentimientos, a si pueden hacer que deje de amarte. Esa sería la verdadera traición.
Para el pensamiento político y jurídico del moderno Estado de derecho, el término que sintetiza ese superior valor del individuo es dignidad. Una precisa definición de su contenido es extraordinariamente difícil, muchos dirían que tarea imposible o absurda, y seguramente es cierto. Pero se sabe qué contenidos el pensamiento moderno ha querido sintetizar en tal palabra: que hay en el ser humano un núcleo que se debe respetar como intocable, porque si se toca, si se daña, el ser humano deja de ser tratado como ser humano y se convierte, a los ojos de los demás y a los suyos propios, en una pobre bestia, en un objeto, en una piltrafa. Los alemanes, bien escarmentados con el nazismo, lo expresaron con rotundidad en el artículo 1.° de su Constitución de 1949: “La dignidad humana es inviolable”. Al sujeto se le podrá limitar su libertad en aras de la convivencia, se le podrá educar, se le podrá, incluso, castigar; pero para todo ello hay un límite infranqueable, en todo ello debe ser respetado como persona que piensa por sí, elige por sí y busca por sí la felicidad. Y venía siendo prácticamente unánime la opinión de que la tortura es el más grave atentado contra esa dignidad, como veremos, más aún que el matar. Matar puede tener justificación (legítima defensa, estado de necesidad, guerra defensiva…); tor-
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turar, jamás, pues la tortura es la suprema deshumanización, del torturado, por supuesto, y hasta del torturador. Se puede morir o matar sin perder o quitar la dignidad; torturar, no. Si tú eres un hombre, eres el último hombre.
O´Brian, el torturador, sabe qué busca con la tortura, sabe que no se trata de obtener confesiones, pues esas puede inventarlas el ministerio correspondiente, sino de acabar con el sentimiento de sentirse hombre que tiene Winston Smith. Por eso torturan incluso a los que de antemano confiesan, como Parsons. C . l e a lta d e s y a m o r e s : e l v e r d a d e r o amor lo es al gran hermano No hay lealtad excepto la lealtad al Partido. No hay amor excepto el amor al Gran Hermano. Todo otro placer competitivo lo destruiremos. Imagínate una bota aplastando eternamente un rostro humano.
La democracia del Estado de derecho convierte en esenciales las instituciones que se erigen para el ejercicio y la garantía de los derechos, ya sean ellos derechos de libertad, políticos, sociales, etc. Pero quienes ocupan cargos institucionales, las personas que mandan, son perfectamente fungibles. No hay por qué amar al jefe, porque la verdadera jefatura es la de la ley, y la lealtad que el Estado de derecho necesita es lealtad a las reglas del juego, no a los gobernantes, por muy carismáticos que sean, por muy sabios que se los considere. En cambio, en los totalitarismos hay una permanente y apoteósica exaltación de las virtudes del supremo mandatario, del Caudillo, del Führer, del Duce, del Padrecito, del Supremo Timonel, del Gran Hermano, en suma, aunque muchas veces no sea más que la marioneta movida por los hilos de otros, un pelele ridículo que no tiene nada de la virtud y el valor que se le imputa; o, lo que es peor y vale para casi todos: un tarado. En 1984 la caricatura de esa mitificación del Supremo Jefe llega a su más radical plasmación, pues el Gran Hermano ni existe, es la personificación del poder total para mejor manejo de las masas, que siguen mejor a las personas que a las ideas; aunque ideas que merezcan tal nombre tampoco hay en tales casos, sólo lo que sea funcional en cada momento para la perpetuación del poder. Por eso cambian los proclamados enemigos, las consignas, los credos, todo lo que haga falta; y sólo permanece el fantasma, la máscara, el Gran Hermano.
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Toda otra persona o institución que atraiga las lealtades o el amor del súbdito debe ser cuidadosamente desterrada: la pareja, la familia… y uno mismo como ser que se autoestima. Todos los totalitarismos lo hacen así; igual que tantas sectas que conocemos bien y medran aquí mismo. Al individuo sólo se le domina plenamente cuando se le desteta, se le desarraiga, se le aísla de lo suyo y de los suyos y se le hace creer que su razón de ser es servir a un Señor más alto, que es un Misterio, pero que lo ama. D. poder sin poltica: todo e l p o d e r pa r a e l q u e l o t i e n e El poder no es un medio, es un fin. En nuestro mundo habrá únicamente triunfo o autohumillación.
La política como arte y como disciplina nace con los griegos y es participación del ciudadano en los asuntos públicos, en el gobierno de la polis. Con el moderno Estado de derecho se recupera la idea, ajena por completo a las teocracias medievales, de que lo que el Estado haya de ser y lo que en él haya de hacerse no está predeterminado por designio divino o en la escritura de la Creación; o de que la labor de gobierno corresponde a quien la reciba en herencia, por nacimiento. La idea de sociedad como contrato social y de la política como gestión del conjunto de los intereses individuales con base en las reglas pactadas para bien de todos, vuelve a hacer de la política noble arte de regir el Estado, con respeto a las reglas que nacen del acuerdo y buscan el acuerdo. Hay ahí muchos conceptos (soberanía popular, representación, imperio de la ley…) que forman parte de la mitología de la modernidad, pero que se hacen operativos en cuanto los ciudadanos creen en ellos. Y que cumplen una extraordinaria función cuando esa fe es firme y la lealtad a las reglas profunda: nos aseguran a todos frente a la arbitrariedad del gobernante, o al menos frente a las más crueles, y nos permiten mantener el control sobre quien nos manda. Porque, y aquí está la clave, el poder no es un fin en sí mismo, sino un medio al servicio y para el bien de ese que ya sabemos fin más alto: el individuo, con su inseparable autonomía, con su dignidad, con su personalidad, con su autoestima. La obediencia no basta. El poder es infligir dolor y humillación. De otra forma no se puede estar seguro. El poder está en deshacer la mente humana y volver a componerla, dándole nuevas formas a tu elección.
Por el contrario, en los totalitarismos, que siempre tienen mucho de iglesias, el poder se justifica por razón de una finalidad que trasciende todo lo individual.
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Se dice que el bien que lo justifica es el del Grupo, y que en realidad es el Grupo mismo, el supremo Organismo, el que lo ejerce, valiéndose de los mejores, de los elegidos, de los visionarios que captan mucho más allá de lo que ve el hombre solo, el sujeto simple. Y todo para que en nombre de ideales, estos sí extremamente inasibles, sea posible sacrificar a quien afirme su humanidad frente al Grupo, frente al Poder. Por eso el poder totalitario es poder total y que se perpetúa según una dinámica inhumana. Propaganda, consignas, credos, ideales, banderas, guerras, normas…, todo lo engulle, todo lo crea por sí mismo para su propio alimento, para su perpetuación, para el mantenimiento de la bota sobre el rostro de los hombres y las mujeres. Porque el peligro es la rebelión de los individuos, la obsesión totalitaria es acabar con cualquier seña de individualidad, fabricar clones, hacer a los seres humanos en serie. E . f e , n o r a z n. e l b u e n o es el que no piensa El Estado de derecho nace de y para la libertad de pensamiento. El totalitarismo tiene en ella su mayor enemigo, y lo sabe. Para que el moderno Estado apareciera fue necesario que se rompiera el monolitismo religioso en Europa. Para que surgiera el Estado de derecho hizo falta que los perseguidos por su fe postulasen el soberano derecho de cada cual a abrazar las convicciones que más le agraden, ya sean religiosas o morales, sin más límite que el respeto a la persona libre de los demás. El destino de los primeros librepensadores fue la hoguera. El de los siguientes, la huida. El producto de su sacrificio, nuestras libertades para creer lo que nos dé la gana y exponerlo a quien quiera oírnos. Y, de resultas, se hizo libre también la ciencia, pues la libertad científica garantiza que lo que uno demuestra con hechos no lo pueda callar nadie por ser pecaminoso o por no convenir a los que mandan. La ley de la gravedad es una tontería. Tal ley no existe. Existe la verdad y existe la no verdad. Libertad es la libertad de decir dos y dos son cuatro. Si se concede esto, seguirá todo lo demás.
Los sistemas de Gran Hermano no respetan la verdad: la fabrican a su medida y antojo. Por eso fracasan sistemáticamente en su empeño de ponerse en la vanguardia de la ciencia. Porque en cuanto la ciencia les dice lo que no quieren oír o lo que no encaja en la cosmovisión que venden, se convierte en enemiga y el científico de turno es llevado al paredón o al “sanatorio”. El siglo xx conoció
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casos de auténtico esperpento. La biología y, en particular, la genética soviéticas acumularon retrasos de décadas porque un charlatán llamado Lysenko (18981976) convenció al Gran Hermano de allá de que las leyes de Mendel y el evolucionismo de Darwin eran “reaccionarias y decadentes” y, en consecuencia, incompatibles con los principios del materialismo dialéctico, doctrina oficial del régimen. En la Argentina de la tiranía militar se prohibió en las escuelas la teoría matemática de conjuntos, por sospechosa de ser apología larvada del asambleísmo insurgente. Mucho antes, otros totalitarismos habían quemado a Giordano Bruno o a Miguel Servet. Y Galileo se libró por desdecirse a tiempo, como bien se sabe. La ignoracia es fuerza. La revolución se habrá completado cuando el lenguaje sea perfecto.
Winston Smith, nuestro protagonista, sabe que la lucha por la verdad forma parte de la lucha por el pensamiento libre, y que sin éste nadie es persona. Pero es una batalla difícil bajo el totalitarismo, que se preocupa antes que nada de privar al pensamiento de toda materia prima: de la información verdadera, de la libre expresión de las ideas, y hasta del lenguaje, convertido en 1984 en una herramienta que hay que descargar de todo posible uso subversivo, es decir, reflexivo y libre. Otra seña de los totalitarismos, en los que la lista de lo que se debe decir va acompañada siempre de lo que ni siquiera se puede nombrar. Y todo eso lo vigila la policía del pensamiento, que siempre existe, se llame como se llame. El crimen mental es el crimen esencial que contiene en sí mismo todos los demás.
Por eso el mayor crimen es el pensamiento libre, lo que en esta obra se llama el crimen mental. Quien controla el pasado controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado.
Para eliminar el libre pensamiento nada más práctico que suprimir la memoria mediante la manipulación sistemática y organizada de la historia. Y frente a los hombres sin historia es fácil sembrar el miedo, construir enemigos artificiales, infectar de temor al otro, generar cohesión social por el terror al fantasma que nos acecha. No hay totalitarismo que no cree enemigos para consumo de sus súbditos, tanto enemigos interiores como exteriores.
VIII. Derecho y cine
F . t o d o s i g ua l e s , p e r o a lg u n o s c o n p r i v i l e g i o s Si el Estado de derecho nace de la convicción del valor de todo ser humano por el hecho de ser humano, la igualdad está en el núcleo mismo de tal Estado. Porque si ese máximo valor lo tiene el sujeto humano por ser humano, todos los humanos lo tienen, y en ese común atributo se igualan. Por eso el derecho no puede tratarlos distintamente en lo que son iguales, no puede discriminarlos. Pero ahí se hizo patente pronto un talón de Aquiles del Estado liberal. La igualdad ante el derecho, el hecho de que las normas jurídicas no nos otorguen derechos distintos en función de que seamos altos o bajos, guapos o feos, hombres o mujeres, blancos o negros, etc., significa que todos tenemos idéntico derecho a suscribir contratos, adquirir propiedades, fijar nuestro domicilio, casarnos, etc. Pero que el derecho diga que todos jurídicamente podemos, que tenemos derecho a hacerlo, es una cosa; que efectivamente podamos, otra. Todos tenemos derecho a comprar un Ferrari o una gran mansión. Algunos, además, pueden, porque tienen los recursos económicos para ello; la mayoría no puede. La aguda crítica de Marx y los primeros pensadores socialistas puso de manifiesto esta falla del sistema, que la igualdad formal ante el derecho es compatible con y hasta favorece la perpetuación de las desigualdades materiales, y hasta su aumento. Los más desfavorecidos se organizaron para defender sus intereses frente a los pudientes y salir de la miseria lacerante que les impedía una vida digna. De esa lucha y de su instrumentalización por organizaciones y avispados burgueses salieron dos cosas, una buena, otra mala. La buena, el progresivo reconocimiento y garantía de los derechos sociales (derecho a la educación pública, a la salud, a la vivienda digna, derechos de los trabajadores –vacaciones pagadas, sindicación, jornada limitada, seguro social…) y su incorporación a las constituciones. La mala, la promesa de que una revolución que suprimiera las libertades individuales, irremisiblemente contagiadas del egoísmo burgués, traería a todos la felicidad en una sociedad de iguales. En unas partes triunfó la solución primera. En otras, la segunda, en dos versiones extremas que se tocan en mucho: nacionalsocialismo y comunismo. En lo que queda de esto último las libertades siguen ausentes, pero al visitante extranjero un cuerpo de mujer le cuesta lo que vale aquí un pintalabios. O menos. Como en otras partes donde no se hizo la “revolución”. Ciertamente. El horror no empalidece cuando sus responsables son de nuestro/a bando/a. Pero, al fin y al cabo, era una transacción: suprimimos la libertad pero acabamos con los privilegios y alcanzamos la igualdad. ¿En qué quedó? La historia es, a día de hoy, inmisericorde: la libertad, en efecto, pereció, la miseria creció, pero ciertamente se repartió entre el pueblo. Y unos pocos, los de la Corte del
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Gran Hermano, que en algún lugar se llamaron Nomenklatura, coparon los privilegios y saborearon los placeres propios de las élites perversas del otro lado. También esto lo supo ver Orwell cuando la mayoría de los ingenuos intelectuales no se atrevía ni a sospecharlo. No olvidemos que en el sistema que rige la convivencia entre los animales de Rebelión en la granja, otra sátira genial de Orwell, el Mandamiento Único es: “Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”. G . m ata r e l a l m a : l a t o r t u r a Mírate, te estás pudriendo. Este es el último hombre. Si tú eres humano, este es la humanidad. No durará para siempre, puedes escapar de ello cuando quieras, todo depende de ti.
Los juristas y los filósofos que son buena gente y no cobran del Gran Hermano sostienen una y otra vez que la tortura jamás puede tener justificación, porque mata en el ser humano algo más importante que la vida: mata la diginidad, esa extraña propiedad que no podemos definir mientras la tenemos pero cuya pérdida se capta fácilmente. Se pierde siempre con la tortura, aunque no sólo con la tortura, también con el hambre, con la miseria, con la ignorancia, con el miedo radical. Pero estamos con la tortura. El mejor testimonio de cómo la tortura devasta propiedades esenciales de lo humano que hay en nosotros nos lo da un muy citado texto de Jean Améry, que la sufrió de manos de la Gestapo antes de ser internado en el campo de concentración de Auschwitz. Es el mismo que dejó escrito que “la tortura no fue un elemento accidental, sino la esencia del Tercer Reich” (las citas de Améry son de su libro Más allá de la culpa y la expiación, publicado en España por la editorial Pre-Textos en 2001, con traducción y notas de Enrique Ocaña). Merece la pena la siguiente cita, aunque sea extensa: No se ha dicho gran cosa, cuando alguien que jamás ha sufrido una paliza asevera con énfasis ético-patético que con el primer golpe el detenido pierde su dignidad humana. He de confesar que no sé exactamente qué es la dignidad humana […]. Por tanto, ignoro si quien recibe una paliza de la policía pierde la dignidad humana. Sin embargo, estoy seguro de que ya con el primer golpe que se le asesta pierde algo que tal vez podríamos denominar provisionalmente confianza en el mundo. En la confianza en el mundo intervienen varios supuestos: la fe irracional en el férreo principio de causalidad, injustificable desde un punto de vista lógico, por ejemplo, o la convicción, igualmente ciega, sobre la validez de las inferencias inductivas. Pero el supuesto más importante de esta confianza –y el único relevante en nuestro contexto– es la certeza de que los otros, sobre la base de contratos sociales escritos o no, cuidarán de mí, o mejor
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dicho, respetarán mi ser físico y, por lo tanto, también metafísico. Las fronteras de mi cuerpo son las fronteras de mi yo. La epidermis me protege del mundo externo: si he de conservar la confianza, sólo puedo sentir sobre la piel aquello que quiero sentir. Con el primer golpe, no obstante, se quebranta esa confianza en el mundo. El otro, contra el que me sitúo físicamente en el mundo y con el que sólo puedo convivir mientras no viole las fronteras de mi epidermis, me impone con el puño su propia corporalidad. Me atropella y de ese modo me aniquila. Se parece a una violación, a un acto sexual sin el consentimiento de una de las partes. Por supuesto, mientras subsista siquiera la más mínima esperanza de defenderse con éxito, se activa un mecanismo en virtud del cual puedo contrarrestar la violación de fronteras cometida por el otro. Por mi parte, me expando en la legítima defensa, objetivo de mi propia corporalidad, restablezco la confianza en la continuidad de mi existencia. El contrato social muestra entonces otro texto y otras cláusulas: ojo por ojo y diente por diente. Se puede organizar la vida también según esa máxima. No es posible cuando es el otro quien te rompe los dientes y te deja el ojo morado, cuando tú mismo sufres indefenso al enemigo en que se ha convertido el prójimo. Cuando no cabe esperar ninguna ayuda, la violación corporal perpetrada por el otro se torna una forma consumada de aniquilación total de la existencia. La esperanza de socorro, la certeza de ayuda forman parte, en efecto, de las experiencias fundamentales del ser humano y sin duda también del animal […]. Incluso en el campo de batalla las ambulancias de la Cruz Roja llegan hasta los heridos. En casi todas las situaciones de la vida el daño físico se experimenta al par que la expectativa de auxilio: la segunda compensa a la primera. Con el primer golpe, empero, el puño del policía, que excluye toda defensa y al que no ataja ninguna mano auxiliadora, acaba con una parte de nuestra vida que jamás vuelve a despertar.
Los nuevos apologistas de la tortura hacen un razonamiento primariamente utilitarista. Sus secuaces jurídicos argumentan en términos de ponderación de derechos. Veámoslo sintéticamente. Dicen los primeros que ciertamente la integridad física y moral de un detenido es un bien de la máxima relevancia y merece gran respeto. Pero que el mal que con la tortura se le causa puede estar compensado por el bien que para otros, o para la sociedad en su conjunto, se sigue. Un ejemplo bien simple, incluso demasiado, pero que traduce este modo de ver. Si el derecho de cualquiera a no ser torturado vale diez veces más que el derecho de cualquiera a la vida, torturar a uno sólo estará justificado cuando con ello se salve la vida de… once o más. Y si la relación es de uno a mil, pues de mil uno o más. Pero siempre está presente esa idea de que no hay en el individuo esferas absolutamente infranqueables, que no hay bien de una persona cuyo sacrificio no pueda hallar justificación en los bienes que para otra(s) persona(s) se logran o en los males que se le(s) evitan. Lo que varía es el precio. Amputarme violenta y delibera-
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damente un dedo meñique costará menos, en términos de cuánto deben ganar otros con ese sacrificio que se me hace, que castrarme. Y cuanto más dolor se me cause con ello, más caro en términos de sus necesarios beneficios para otros. Pero límite, lo que se dice límite, no hay al sacrificio que se me pueda hacer por el bien del prójimo, o por evitar su mal. O sea, nada es plenamente mío, ni mi piel, ni mis órganos, ni mi confianza en el mundo, como diría Améry, pues todo se me puede quitar cuando merece la pena, aunque yo no haya hecho nada para merecer esa pena. Muchos ya me estarán replicando que sutilmente he deslizado el tema al campo de la tortura de inocentes y que quienes defienden la tortura lo hacen sólo para el caso en que no confiese un culpable cuya acción haya puesto en peligro la vida o la integridad de un buen número de personas. Y a estos les podríamos responder: sí, como Winston Smith, por ejemplo. Porque no podemos perder de vista las enseñanzas de la historia. Se trabaja con el ejemplo de la bomba que va a matar a miles de personas y se quiere luego que la ley permita torturar al sospechoso de haber secuestrado a una, como en Alemania. ¿O acaso no caben errores cuando un policía o un juez dictaminan que un detenido es culpable del delito que se investiga? Súmese a esto que los que justifican la tortura quieren, como sabemos, compensar el mal que supone con los males que se evitan. Pero hete aquí qué difícil será encontrar casos en que un Estado haya torturado o torture para proteger la vida o la integridad física de otros ciudadanos. Siempre se tortura para salvaguardar bienes que se escriben con mayúscula: el Interés de la nación, la Independencia del Estado, la Seguridad Pública, la Salud del pueblo, la Virtud Popular… Siempre acaba tratándose de la tortura de sujetos de carne y hueso a cambio de la protección de entidades abstractas que no son más que los camuflajes con que el totalitarismo se envuelve y que no esconden otra cosa que el desprecio de sus paranoicos gobernantes ante los sujetos individuales, ya sean los torturados, ya sus propios ciudadanos, que se tornan súbditos. Y, sobre todo, no podemos perder de vista el llamado problema de la pendiente resbaladiza o de la rotura de las compuertas. Allí donde para la tortura deja de regir una interdicción moral y jurídica de carácter absoluto y sustraída a cualquier cálculo de conveniencia, se abre en el casco del barco social una ranura que, por el empuje de la marea, se va agrandando hasta que la nave se hunde y ya nadie puede estar nunca seguro, tal como ocurre en los totalitarismos. Hoy se tortura para rescatar a un secuestrado; mañana, para anticiparse a un atentado; pasado, para prevenir una conspiración… y así hasta que un día, pronto, se tortura porque es usual torturar y porque se ha descubierto que la
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gente es más dócil y controlable cuando se le aterroriza que cuando se le respetan los derechos. ¿Cómo se traduce todo esto en la discusión jurídica? Del siguiente modo. Las constituciones de nuestro medio cultural recogen listas de derechos fundamentales de especial protección y garantía, como el derecho a no ser torturado, pero también a la vida, a las diversas libertades –pensamiento, expresión, información, movimientos, credo religioso–, los derechos políticos inherentes a la práctica de la democracia, etc. Y lo mismo hacen los diversos pactos, declaraciones y convenios de derechos humanos y libertades. La doctrina jurídica y los tribunales repiten una y otra vez que los derechos fundamentales no tienen un carácter absoluto. Esto significa que la esfera en que cada derecho nos protege llega hasta la esfera en que entra en conflicto con otro, y que ahí se ha de decidir, en el caso concreto y para el caso concreto, cuál predomina y hasta dónde sobre el otro. Con un ejemplo se aprecia con nitidez. La Constitución ampara mi libertad de expresión; también mi derecho al honor y a la propia imagen, y el de mi vecino. Así que si yo digo que mi vecino es un ladrón ejerzo mi libertad para expresar mis ideas y opiniones, pero daño su honor y su imagen a los ojos de los demás y de sí mismo. ¿Puedo o no puedo hacerlo? Depende de las circunstancias del caso concreto, de cómo lo he dicho, con qué palabras, en qué lugar, ante quién, con qué pruebas o indicios, con qué intención, cuántas veces, etc. El tribunal que examine el caso tendrá que ponderar las circunstancias precisas en que tiene lugar ese conflicto entre un derecho fundamental mío y otro derecho fundamental de mi vecino, y en función de tales circunstancias decidirá que en esta ocasión prevalece el derecho x, mientras que en otro conflicto entre los mismos derechos, pero con otros pormenores fácticos, dominará el derecho y. De manera tal que de mi afirmación me puede en términos jurídicos resultar que ejerzo válidamente un derecho y nada se me puede reprochar jurídicamente o, al contrario, que he dañado ilegítimamente el derecho al honor de mi vecino y hasta he podido cometer un delito. Así que estamos en que los derechos fundamentales pueden chocar entre sí y su conflicto se resuelve ponderándolos a la luz de las circunstancias del caso, lo que es tanto como decir valorando el juez cuál tiene más razones a su favor para prevalecer en este caso. ¿Sucede así con absolutamente todos los derechos fundamentales? Los partidarios de la legalización de la tortura para ciertos supuestos entienden que sí, es decir, que cuando mi derecho fundamental a no ser torturado se topa con el derecho de otro(s) a la vida, a la libertad, a la seguridad, etc., hay que ver qué importa más en ese caso. Y que si es más lo que importa, si pesa más el derecho que se quiere proteger en unos que el que
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se daña en el que es torturado, el derecho fundamental a que no me torturen tiene que rendirse ante esos otros derechos del otro o de los otros. ¿Qué alternativa hay frente al razonamiento anterior? Sólo una: considerar que sí hay algún o algunos derechos fundamentales que tienen carácter absoluto, que encierran prohibiciones que bajo ningún concepto y pase lo que pase se pueden rebasar; que no son susceptibles de ponderación frente a otros derechos, pues se parte de que frente a cualesquiera otros derechos ganan siempre, en cualquier circunstancia, bajo cualquier condición, aunque se acabe el mundo. Pero tranquilos, que no se conoce ningún caso, salvo en las calenturientas hipótesis de ciertas mentes teóricas, en que de la tortura de alguien dependiera la salvación entera del mundo. No, todos los torturadores practican su oficio para darle gusto al jefe y justificar el sueldo, y todos los jefes que mandan torturar lo hacen, en el mejor de los casos, para rescatar al hijo del banquero –pobre muchacho, sin duda, que, por cierto, ya estaba muerto– o, en el peor, para castigar sin juicio al infiel o al disidente. Así que junto a derechos fundamentales no absolutos, que pueden entrar en competencia entre sí y se sopesan caso por caso, los hay absolutos que son barreras infranqueables. Estos últimos son los menos. Por ejemplo, cuando una Constitución como la nuestra prohíbe la pena de muerte –art. 15, el mismo que consagra el derecho a la vida y la interdicción de la tortura– está fijando el derecho de cualquiera de nosotros a no ser castigado con la muerte, hagamos lo que hagamos. Es un derecho absoluto, lo que quiere decir que se gane lo que se gane castigándome a mí a morir, se salve quien se salve condenándome a muerte –podríamos inventar hipótesis tan pintorescas para este caso como las que forjan los amigos de los torturadores para avalar su empeño–, el derecho no permite que se me condene a muerte y se me ejecute. Pues bien, considerar que el derecho a no ser torturado es un derecho absoluto supone lo mismo, y lo excluye de toda ponderación. Significa verlo como un derecho que no tiene precio, y así lo contemplan todos los juristas que hoy se oponen a los neotorturadores. Lo otro, el pensar que el fin justifica los medios, aunque el medio sea la tortura en cualquiera de sus formas o el asesinato más vil, es la lógica que iguala a los terrorismos, al del Estado y al otro, aunque éste se ampare en Dios o en la madre nación. Y así, con carácter absoluto e incondicional lo contemplan también las declaraciones internacionales de derechos humanos. Del modo más claro se aprecia en el Convenio de Roma de 1950, para la Protección de los derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, que en su artículo 3.° proclama que “nadie podrá ser sometido a torturas ni a penas o trabajos inhumanos o degradantes” y que en el artículo 15 expresamente determina que tal prohibición no podrá
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ser derogada por los estados signatarios ni siquiera “en caso de guerra o de otro peligro público que amenace la vida de la nación”. El derecho internacional, con este y otros múltiples preceptos, no deja vuelta de hoja: la tortura es ilegal y el estado que la practica no tiene excusa jurídica posible. Nosotros no destruimos al hereje porque se nos resista. Mientras se nos resiste no lo destruimos. Le hacemos uno de los nuestros antes de matarle. Hacemos su cerebro perfecto antes de destruirlo. Y luego, cuando no quede nada, salvo arrepentimiento y amor al Gran Hermano, desaparecerá de la corriente histórica.
Por mucho que se diga, por muy elaborados que sean los ejemplos de la diabólica tentación, no podemos dejar de ver –con el auxilio de la historia no reescrita– que la tortura siempre se practica como castigo y no como recurso procesal, pues como tal se sabe de su ineficacia y nula fiabilidad desde tiempo remoto. Es venganza de una persona, grupo o camarilla frente al tenido por criminal y al que no se puede matar o para el que la muerte no se considera pena bastante; o, peor aún y más frecuentemente, venganza frente al otro que se empeña en ser otro y no como queremos que sea, como uno, frente al distinto, al disidente; precio que el valiente paga por el íntimo resquemor de quien al torturar al que está indefenso se ve como realmente es: un cobarde, una porquería. Porque la tortura es el espejo, y la cara del torturado degradado refleja con toda nitidez el rostro deforme del torturador, y esto también lo expresó sublimemente Améry en la obra que antes se citó. De ahí que siempre se insiste en que con la tortura muere lo humano de los dos, del torturado y del torturador, y que la prohibición de practicarla los protege a ambos. Julia– Les dije todo lo que sabía de ti. Afortunadamente me cogieron antes de que fuera demasiado tarde. Smith– Yo también les hablé de ti, de tu crimen mental, tu crimen sexual, todas tus traiciones.
También esto lo retrata magistralmente 1984. Vemos que el torturador, O´Brien, está y se sabe moralmente muerto y convertido en puro engranaje de un sistema que se nutre de la carroña de los que destruye, comenzando por sus propios servidores. Y Winston y Julia perecen también, sucumben, mueren en vida y se niegan a sí mismos en su más íntima individualidad, la de los sentimientos y las sensaciones personales que los individualizan, cuando su cuerpo y su mente ya no pueden soportar más dolor. El poder les mata la individualidad porque consigue incrustarse en ella y da con la tortura que es exactamente a su medida.
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Winston sólo cede, sólo es vencido cuando la tortura le inflige algo más que dolor físico, pues O´Brien ha dado con su fobia más incontrolable y propia, y la explota: el pánico a las ratas. *** Prescindo de resúmenes, conclusiones y epílogos. A las personas de bien la sola mención de la tortura les produce el más profundo desasosiego; el mismo pánico que experimentó O´Brien, otra forma de pánico a las ratas. Sólo me resta disculparme si en algún momento mi lenguaje afrenta al vigente Diccionario de Neolengua. bibliografa No hace falta decir que la película que hemos visto se basa en la novela del mismo título de George Orwell, cuya lectura es absolutamente recomendable. Más aún: para comprobar la prodigiosa caricatura que Orwell fue capaz de trazar de los totalitarismos cuando pocos de los tenidos por intelectuales osaban pensar que la maldad trabajara con las dos manos, es muy ilustrativo leer también su otra gran fábula, Rebelión en la granja. Para explicarse lo que aprendió y reflexionó durante su tiempo de guerra en España es imprescindible leer sus recuerdos en su Homenaje a Cataluña. Y cualquier buena biografía de Orwell nos enseñará bastante sobre el concepto de dignidad. Pueden consultarse, de lo más reciente, las siguientes obras: J. Meyers. Orwell, Barcelona, B, 2002. Ch. Hitchens. La victoria de Orwell, Barcelona, Emecé, 2003. Las mejores recreaciones de los sistemas totalitarios nos las ha dado la literatura. Unas veces, mediante la construcción de utopías negativas, distopías, que, como la misma 1984, so pretexto de dibujar mundos imaginarios acaban resultando ferozmente familiares. Mencionemos unas pocas de tales obras, ya clásicas. Un mundo feliz, de A. Huxley, Farenheit 451, de R. Bradbury. Antes, y menos conocido, aunque muy significativo, hay que mencionar al ruso Yevgeni Zamyatin y su novela Nosotros, escrita en 1921. En otras ocasiones, bajo forma novelada aparecen las memorias de quienes en carne propia padecieron los totalitarismos y sus torturas, o quienes fueron sus creyentes y luego abominaron de su espanto. Véanse Archipiélago Gulag, de A. Solzhenitsyn; Relatos de Kolyma, de V. Shalámov; El cero y el infinito, de A. Koestler; Si esto es un hombre, de Primo Levi; o La especie humana, de R. Altelme. Es probable que la novela que mejor recrea los abismos de la tortura, la actitud de quienes la practican, las secuelas de los que la sufren y las relaciones que se traban entre tortura-
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dores y torturados sea la del reciente premio Nobel J. M. Coetzee titulada Esperando a los bárbaros. Quien quiera adentrarse en la amplísima historia de la práctica legal de la tortura puede comenzar por dos extraordinarias obras. Con carácter general, la de E. Peters, La tortura (Madrid, Alianza, 1987); para la historia de la tortura en España es pieza clave la obra de F. Tomás y Valiente (asesinado por criminales y torturadores totalitarios) titulada La tortura judicial en España (Barcelona, Crítica, 2000). Por último, a quien busque asidero teórico contra tanto terror y simpatice con el Estado de derecho, aun a riesgo de ser tildado de cómplice de todas las injusticias que en el mundo son, hay que sugerirle que comience por un clásico nuestro y que tenga en cuenta que fue escrito aquí en tiempos de la dictadura, en 1966: Estado de derecho y sociedad democrática, de Elías Díaz (última reimpresión en la editorial Taurus en 1998). En internet hay magníficas páginas sobre Orwell, con abundante información sobre su biografía, su obra y el significado en ellas de 1984. Ahí van algunas de las mejores direcciones: [www.k-1.com/Orwell/] [www.netcharles.com/orwell/ctc/] [www.netcharles.com/orwell/] [http://home.planet.nl/~boe00905/Orwellhome.html] Al texto completo de las obras de Orwell, en inglés, se puede acceder en la siguiente dirección: [www.gutenberg.net.au/plusfifty.html] El texto completo de la novela, 1984, en español, puede encontrarse en la red en [www.inicia. es/de/diego_reina/filosofia/etica/1984.pdf], o en [www.ucm.es/info/bas/utopia/html/1984. htm], aunque de la legalidad de tal presencia quien esto escribe no se hace responsable, y así lo avisa. También son muy abundantes las páginas en que se analiza y se discute la novela 1984. Numerosos enlaces sobre el tema en: [www.ucsolutions.com/nef/index2.htm] Seleccionamos una página italiana sobre el asunto: [http://web.tiscali.it/no-redirect-tiscali/bandini75/]
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ficha técnica de la película
Título original: Año: Duración: País: Idioma: Dirección: Producción: Guión: Música: Fotografía: Reparto:
Nineteen-Eighty-Four 1984 114 minutos Reino Unido Inglés Michael Radford Simon Perry Michael Radford y Jonatham Gems Dominic Muldowney Roder Deakins John Hurt (Winston Smith), Richard Burton (O´Brien), Suzanna Hamilton (Julia), Cyril Cusack (Charrington), Gregor Fisher (Parsons), James Walker (Syme), Andrew Wilde (Tillotson).
Los créditos completos pueden verse en [http://spanish.imdb.com/title/tt0087803/fullcredits]
Editado por el Departamento de Publicaciones de la Universidad Externado de Colombia en julio de 9 Se compuso en caracteres Ehrhard MT Regular de , puntos y se imprimió sobre papel Propalbond de gramos Bogotá (Colombia) Post tenebras spero lucem