El derecho y sus circunstancias

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el derecho y sus circunstancias nuevos ensayos de filosofa jurdica

juan antonio

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el derecho y sus circunstancias nuevos ensayos de filosofa jurdica

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isbn

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978-958-710-

10, juan antonio garca amado 10,     Calle  n.º - Este, Bogotá Teléfono (-)   [email protected] www.uexternado.edu.co

Primera edición: julio de 10 Diseño de carátula: Departamento de Publicaciones Composición: David Alba Impresión y encuadernación: Tiraje: de  a . ejemplares Impreso en Colombia Printed in Colombia

Prohibida la reproducción o cita impresa o electrónica total o parcial de esta obra, sin autorización expresa y por escrito del Departamento de Publicaciones de la Universidad Externado de Colombia. Las opiniones expresadas en esta obra son responsabilidad del autor.

contenido prólogo



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palabras preliminares

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i.

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argumentación jurídica y decisión judicial 1. Interpretar, argumentar, decidir 2. La argumentación y sus lugares en el razonamiento judicial sobre los hechos 3. ¿Existe discrecionalidad en la decisión judicial? 4. Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas ii.

neoconstitucionalismo 5. Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores 6. Neoconstitucionalismo, ponderaciones y respuestas más o menos correctas. Acotaciones a Dworkin y Alexy 7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica

49 81 109 129 131 169 207

iii. ejercicios de crítica jurisprudencial 8. ¿Ponderación o simples subsunciones? Comentario a la sentencia del Tribunal Constitucional del 25 de abril de 2007 9. Tres sentencias del Tribunal Constitucional. O de cuán fácil es la veracidad periodística y qué liviano el honor de los particulares 10. Discriminaciones indirectas y equívocos derechos. A propósito de la stc 3/2007, del 15 de enero, y del atc 200/2007, del 27 de marzo 11. Controles descontrolados y precedentes sin precedente. A propósito de la sentencia del Tribunal Constitucional del Perú en el expediente n.º 3741-2004-aa/tc 12. ¿Interpretación judicial con propósito de enmienda (del legislador)? Acerca de la jurisprudencia sobre el artículo 133 del Código Civil

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iv.

371 373 385

debates sobre kelsen y el positivismo 13. Hablando de Kelsen con Delgado Pinto 14. ¿Es posible ser antikelseniano sin mentir sobre Kelsen?



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263

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311

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El derecho y sus circunstancias. Nuevos ensayos de filosofía jurídica

v.

sobre la reforma de la enseñanza del derecho en españa y en la unión europea 15. Bolonia como pretexto 16. Bolonia y la enseñanza del derecho vi. castigos y penas 17. Delito político. Al hilo de la sentencia de la Corte Suprema de Justicia de Colombia del 11 de julio de 2007 18. Sobre el ius puniendi: su fundamento, sus manifestaciones y sus límites 19. El obediente, el enemigo, el derecho penal y Jakobs 20. Riesgo y derecho penal. Sobre presupuestos constitutivos del derecho penal en el Estado de derecho vii. el estado, la política y las normas 21 ¿Quién responde por la mala suerte de cada uno? 22. Habermas, los estados y la sociedad mundial 23. Michael Oakeshott: el liberalismo contra los mitos de la modernidad 24. El liberalismo de Isaiah Berlin. La libertad, sus formas y sus límites 25. Metafísicas nacionales 26. Usos de la historia y legitimidad constitucional. Una interpretación de la llamada Ley de Memoria Histórica viii. derecho y cine 27. Filosofía del derecho con Raíces profundas 28. Todo totalitarismo tortura, toda tortura es totalitaria. A propósito de 1984

443 445 451 473 475 501 535 567 589 591 613 637 683 723 747 773 775 791

prlogo En calidad de director de la Colección de libros de Teoría Jurídica, representa para mí un gran privilegio presentar a la comunidad jurídica hispanoamericana este volumen titulado El derecho y sus circunstancias, que contiene una colección de los más recientes ensayos de filosofía jurídica de Juan Antonio García Amado. Bien conocido entre nosotros por sus publicaciones y sus conferencias a lo largo y ancho de España y América Latina, el profesor García Amado es catedrático de filosofía del derecho en la Universidad de León. Sin lugar a dudas, es una de las voces más relevantes y originales que pueden escucharse en esta disciplina en la escena de habla hispana. Sus dos encomiables tratados, uno sobre la tópica jurídica y otro sobre la norma fundamental de Hans Kelsen, junto a sus artículos, algunos de ellos compilados en antologías publicadas en Colombia, contienen un pensamiento crítico que desafía posiciones mayoritarias, muchas veces aceptadas de manera irreflexiva por la doctrina y la teoría jurídica. El talante de sus textos es agudo y controversial. Sé, con seguridad, que el lector se embeberá con fruición entre las páginas que prologo y sacará gran provecho de ellas. El presente volumen está dividido en ocho partes. El leitmotiv de las tres primeras es una denodada crítica a la ponderación y, en general, al llamado neoconstitucionalismo, que ha permeado la doctrina iuscontitucional en España y en América del Sur. Con base en un solvente marco teórico, elaborado con una reflexión acerca las mejores teorías de la argumentación jurídica y la decisión judicial, el profesor García Amado pone al descubierto con sagacidad las mayores desventajas de la ponderación y muestra cómo este método ha sido utilizado con poca fortuna por algunos tribunales constitucionales, señaladamente el español y el peruano. La cuarta parte está dedicada a Kelsen y al positivismo. Los dos capítulos que la conforman, sobre todo el número 14, son una continuación de la empresa que el profesor García Amado emprendiera en su ya clásica introducción a la edición castellana de El Estado como integración. Una controversia de principio, y que intenta desmentir algunos de los más grotescos mitos que se han difundido acerca de la figura y el pensamiento de Hans Kelsen. La quinta parte se refiere a uno de los temas sobre los que menos se ha reflexionado en el entorno jurídico latinoamericano, en comparación con lo ocurrido en otras latitudes: la enseñanza del derecho. El pretexto para ello es la crítica de la más reciente reforma de la educación superior propuesta en el marco de la Unión Europea, y que se conoce como el proceso de Bolonia. Las partes sexta y séptima se refieren a dos grandes temas de la filosofía política: la justificación de la pena y cómo ello repercute en la concepción del derecho 

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El derecho y sus circunstancias. Nuevos ensayos de filosofía jurídica

penal, y la concepción del Estado y de uno de sus más tradicionales y, en la actualidad, más discutidos elementos: la nación. El libro finaliza con dos ensayos sobre dos películas: Raíces Profundas y 1984. Estos dos textos representan un brillantísimo ejemplo de cómo es posible utilizar el cine como excusa para reflexionar sobre el derecho, algo que los anglosajones (Richard Posner, entre ellos) también han buscado con el movimiento Law and Literature. Estoy convencido de que las reflexiones sobre esta amalgama de temas y las ideas perspicaces que contiene este libro representan una magnífica contribución a la discusión teórica sobre el derecho. Por esta razón quisiera terminar esta presentación con mi agradecimiento al profesor García Amado por permitirnos publicar estos escritos compilados en este volumen, y a la Universidad Externado de Colombia, en especial a su rector, el doctor Fernando Hinestrosa, por su apoyo irrestricto a este proyecto de difusión de la teoría del derecho, y al doctor Jorge Sánchez, director del Departamento de Publicaciones, y al equipo que él dirige, por el admirable trabajo editorial que está detrás de estas páginas. Carlos Bernal Pulido

pa l a b r a s p r e l i m i n a r e s Juan Antonio García Amado

De nuevo me honra la Universidad Externado de Colombia al incluir una obra mía en su selecto catálogo de publicaciones, y una vez más tengo la satisfacción de ver mis escritos editados en este país al que tanto debo, lleno de amigos entrañables y de muy estimados colegas. A diferencia de lo que ocurre en gran parte de la vieja Europa, y, desde luego, en España, en Colombia y en gran parte de Latinoamérica la teoría y la filosofía del derecho y de la política siguen encontrando un ambiente propicio para el mejor debate y un interés que es la mejor muestra de la inquietud intelectual y del afán por construir estados de derecho con sólido fundamento, aunque sea en medio de tantas dificultades heredadas. Quede aquí, pues, el testimonio más sincero de mi gratitud a tantos amigos y compañeros, a los lectores de antes y de ahora y, muy en particular y como excelente representación de unos y otros, a mi amigo Carlos Bernal Pulido, quien, con su generosidad, es promotor y alma de esta publicación. Los trabajos que aquí se recogen agrupados son en su mayoría resultado de publicaciones dispersas del último lustro. Enumero a continuación los lugares de su aparición primera. 1. “Interpretar, argumentar, decidir”, en Anuario de Derecho Penal (PerúSuiza), 2005, monográfico sobre “Interpretación y aplicación de la ley penal”, pp. 32-73. 2. “La argumentación y sus lugares en el razonamiento judicial sobre los hechos” (inédito, pendiente de publicación en sendos libros colectivos editados por la Universidad de Medellín y por el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de Ecuador). 3. “¿Existe discrecionalidad en la decisión judicial?”, en Berbiquí. Revista del Colegio de jueces y Fiscales de Antioquia, n.º 30, noviembre de 2005, pp. 14-38. 4. “Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas” (inédito). 5. “Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores”, en F. Mantilla Espinosa (coord.). Controversias constitucionales, Bogotá, Universidad del Rosario, 2008, pp. 24-69. 

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El derecho y sus circunstancias. Nuevos ensayos de filosofía jurídica

6. “Neoconstitucionalismo, ponderaciones y respuestas más o menos correctas”, en Miguel Carbonell y Leonardo García Jaramillo (eds.). El canon neoconstitucional, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2010. 7. “El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica”. Una primera versión de este escrito apareció en Ricardo Sanín Restrepo (coordinador académico). Justicia constitucional. El rol de la Corte Constitucional en el Estado contemporáneo, Bogotá, Legis, 2006, pp. 119-163. Luego se publicó, en la versión que aquí se ofrece, en Ricardo García Manrique (ed.). Derechos sociales y ponderación, Madrid, Fundación Coloquio Jurídico Europeo, 2007, pp. 249-331. 8. “¿Ponderación o simples subsunciones? Comentario a la sentencia del Tribunal Constitucional Español 72/2007, de 25 de abril de 2007”, en Actualidad Jurídica Aranzadi, n.º 733, 2007, pp. 1 y 6-10. 9. “Tres sentencias del Tribunal Constitucional. O de cuán fácil es la veracidad periodística y qué liviano el honor de los particulares”, en Diario La Ley, n.º 6212, 17 de marzo de 2005. 10. “Discriminaciones indirectas y equívocos derechos. A propósito de la sentencia del Tribunal Constitucional 3/2007, del 15 de enero, y del auto del Tribunal Constitucional 200/2007, de 27 de marzo”, en Diario La Ley, n.º 6748, 3 de julio de 2007, pp. 1-5. 11. “Controles descontrolados y precedentes sin precedente. A propósito de la sentencia del Tribunal Constitucional del Perú en el expediente n.º 37412004-aa/tc (Caso Salazar Yarlenque)”, en Jus Constitucional, n.º 1 (La fuerza vinculante del precedente y de la jurisprudencia constitucional), Perú, enero de 2008, pp. 75-99. 12. “¿Interpretación judicial con propósito de enmienda (del legislador)? Acerca de la jurisprudencia sobre el artículo 133 del Código Civil”, en La Ley, año xxii, n.º 5338, 26 de junio de 2001, pp. 1-9. 13. “Hablando de Kelsen con Delgado Pinto”, en El positivismo jurídico a examen. Estudios en homenaje a José Delgado Pinto, Salamanca, Universidad de Salamanca, 2006, pp. 1199-1209.

Palabras preliminares

14. “¿Es posible ser antikelseniano sin mentir sobre Kelsen?” (inédito, pendiente de publicación en 2010 en libro colectivo con las ponencias de simposio sobre el pensamiento político de Hans Kelsen celebrado en septiembre de 2009 en la Universidad eafit). 15. “Bolonia como pretexto”, en El Notario del Siglo xxi, n.º 23, enero-febrero de 2009, pp. 71-74. 16. “Bolonia y la enseñanza del derecho”, en El cronista del Estado social y democrático de derecho, n.º 5, mayo de 2009, pp. 42-53. 17. “Delito político. Al hilo de la sentencia de la Corte Suprema de Justicia de Colombia de 11 de julio de 2007”, Bogotá, Procuraduría General de la nación, Instituto de Estudios del Ministerio Público (iemp), 2007. 18. “Sobre el ius puniendi: su fundamento, sus manifestaciones y sus límites” (inédito, pendiente de publicación en la revista Documentación Administrativa, número monográfico sobre “Potestad sancionadora de la administración”, 2010). 19. “El obediente, el enemigo, el derecho penal y Jakobs”, en Cancio Meliá y Gómez-Jara Díez (coords.). Derecho penal del enemigo. El discurso penal de la exclusión, Madrid (Edisofer), Buenos Aires (Euros), Montevideo (B de F), 2006, vol. 1, pp. 887-924. 20. “Riesgo y derecho penal. Sobre presupuestos constitutivos del derecho penal en el Estado de derecho”, en Nuevo derecho (Facultad de Derecho, Ciencias Jurídicas y Políticas de la Institución Universitaria de Envigado, Colombia), 1, 2008, pp. 45-61. 21. “¿Quién responde por la mala suerte de cada uno?”, en Libro en memoria del Prof. Dr. Luis Villar Borda, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2008, pp. 239-266. 22. “Habermas, los estados y la sociedad mundial”, en Estudios de derecho (Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, Universidad de Antioquia), vol. lxvi, n.º 143, junio de 2007, pp. 67-91.



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El derecho y sus circunstancias. Nuevos ensayos de filosofía jurídica

23. “Michael Oakeshott: el liberalismo contra los mitos de la modernidad” (inédito). 24. “El liberalismo de Isaiah Berlin. La libertad, sus formas y sus límites”, en Derechos y libertades, n.º 14, época ii, enero 2006, pp. 41-87. 25. “Metafísicas nacionales”, en Anales de la Cátedra Francisco Suárez, n.º 42, 2008, pp. 9-30. 26. “Usos de la historia y legitimidad constitucional. Una interpretación de la llamada Ley de Memoria Histórica”, en José Antonio Martín Pallín y Rafael Escudero Alday (eds.). Derecho y memoria histórica, Madrid, Trotta, 2008, pp. 44-71. 27. “Filosofía del derecho con Raíces profundas”, en Miguel Ángel Presno Linera y Benjamín Rivaya (coords.). Una introducción cinematográfica al derecho, Valencia, Tirant lo Blanch, 2006, pp. 242-259. 28. “Todo totalitarismo tortura, toda tortura es totalitaria”, en Juan Antonio García Amado y José Manuel Paredes Castañón (coords.). Torturas en el cine, Valencia, Tirant lo Blanch, 2005, pp. 19-45.

i . a rg u m e n tac i  n j u r  d i c a y decisin judicial

1 . i n t e r p r e ta r , a r g u m e n ta r , d e c i d i r 1. El verbo interpretar tiene distintos sentidos. En derecho suele utilizarse con el sentido de establecer o determinar el significado de algo. Así, la expresión “interpretar x” querrá decir establecer qué significa “x”, para lo cual daremos de “x” una definición o caracterización en términos lingüísticos (o mediante otros signos fácilmente traducibles a signos lingüísticos). Dicha definición o caracterización se contendrá, por tanto, en un enunciado o serie de enunciados, a los cuales, siguiendo la mejor doctrina actual, podemos llamar enunciados interpretativos. Naturalmente, estos enunciados interpretativos pueden, a su vez, dar lugar a dudas sobre su preciso significado y alcance, por lo cual pueden ser también objeto de interpretación. 2. En derecho se interpretan diversas cosas y en muy variadas ocasiones, entendiendo por interpretar lo que acabamos de decir, esto es, el establecer o determinar qué significa algo. Porque ese algo puede estar constituido por cosas tales como enunciados, acciones o hechos. En todos los casos se trata de sentar un significado relevante para lo que en derecho se está discutiendo o pueda ser objeto futuro de discusión. Un hecho puede ser, por ejemplo, la muerte de alguien. Puede ser muy relevante si se trató de una muerte natural o una muerte violenta, o si se debió a una enfermedad espontáneamente surgida o provocada, o facilitada por la ingestión de algún producto. Habrá, pues, que examinar las circunstancias y los pormenores que de esa muerte se conozcan para, a partir de ellos, optar fundadamente, lo más fundadamente que sea posible, por una de esas alternativas en juego, cada una de las cuales va a desencadenar, en su caso, consecuencias jurídicas diferentes. Similarmente se interpretan las acciones y sus circunstancias. En derecho es muy importante a veces determinar si una acción ha sido, por ejemplo, deliberada o no deliberada y, aún en este último caso, si hubiera podido su autor evitarla en caso de haber tomado ciertas precauciones o si, por el contrario, ni siquiera así sería evitable. Para ello lo que se hace es interpretar los datos de que se disponga y que puedan apuntar en uno u otro de tales sentidos. Un informe de balística, el testimonio de un testigo, un dictamen psiquiátrico, una confesión de parte, etc., son interpretados por el juez (y por el resto de los operadores en un proceso) para responder a esas cuestiones básicas sobre el significado que importa de ciertos hechos (fue muerte natural o violenta, v. gr.) o de ciertas acciones (fue una acción intencional o no intencional, v. gr.). Vemos que ya en la interpretación de los hechos lo que se produce es una cadena de 

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I. Argumentación jurídica y decisión judicial

interpretaciones: para establecer el significado que importa del hecho H debe el intérprete atenerse a ciertos hechos relacionados F1, F2… Fn, cada uno de los cuales, a su vez, puede ser interpretado en su relevancia en lo que importan desde otros hechos relacionados D1, D2…Dn. Y así sucesivamente, hacia atrás, en una cadena que tiene su límite último en lo que marquen el sentido común, las posibilidades empíricas o las posibilidades normativas. Un ejemplo de esto. Un conductor provoca un accidente automovilístico en el que muere una persona. Se trata de saber si dicho conductor iba borracho al provocar el accidente, cuestión de la que puede depender su grado de responsabilidad por tal hecho. Averiguamos, pues, un hecho, el hecho de su embriaguez. Pero cuando no hay pruebas empíricas absolutamente evidentes e irrebatibles de lo uno o de lo otro, dicha averiguación es más bien interpretación de indicios, de pruebas en sentido jurídico, no en el sentido en que en la ciencia se prueba experimentalmente la verdad de una hipótesis. Pues bien, llamemos H al hecho de que nuestro conductor iba sobrio (H1) o borracho (H2). Esas son aquí las alternativas interpretativas. Lo primero que en derecho seguramente nos vamos a encontrar es una regla de interpretación de los hechos y a tenor de la cual si no probamos que el conductor iba borracho (H2), debe quedar, a efectos jurídicos, establecido que no puede responder por tal, es decir, que a falta de prueba de H2 en derecho se decide como si los hechos se correspondieran con H1. Es muy importante esto, que tiene que ver claramente con la presunción de inocencia y el principio (interpretativo de los hechos) in dubio pro reo, y que aquí, sin demasiadas pretensiones analíticas, podríamos caracterizar así: a la hora de interpretar los hechos de los que depende la sanción que un sujeto pueda recibir, se estará a que ocurrieron del modo que a esos efectos sancionatorios sean más favorables para tal sujeto, salvo que se pruebe que ocurrieron de otra forma, es decir, de una forma que le resulte sancionatoriamente más onerosa. Por eso se insiste siempre en que declarar que alguien es inocente por aplicación de la presunción de inocencia no supone establecer que no realizó cierto hecho, sino que no puede en derecho pagar por él, tanto si en la realidad lo

 Un mismo hecho puede tener muy distintos significados según el parámetro interpretativo que se adopte, es decir, según el punto de vista desde el que queramos valorarlo. Desde el punto de vista religioso puede ser pecaminoso o no; desde el económico puede ser rentable o no rentable; desde el moral puede ser moral o inmoral, desde el científico puede ser empíricamente verdadero o empíricamente falso, etc. Por eso el punto de vista jurídico es un punto de vista peculiar y, generalmente, independiente de esos otros. Así, que la posible borrachera del conductor signifique para una determinada confesión religiosa que cometió un pecado es algo que no debe afectar a la elección entre las alternativas que para el derecho cuentan, por ser relevantes para el contenido de la decisión del caso. Y hasta de la verdad científica se puede ver esa separación, pues en defecto de prueba de la borrachera debe contar en derecho como si no fuera borracho, aunque empíricamente tal vez si lo iba. Las presunciones, tanto las iuris tantum como las iuris et de iure, establecen separaciones entre la verdad empírica y la verdad jurídica.

1. Interpretar, argumentar, decidir

realizó como, obviamente, si no. La presunción de inocencia no es sino una regla interpretativa de los hechos que dirime en caso de empate entre las alternativas interpretativas de diferente grado de gravedad para el imputado. Sigamos con nuestro ejemplo y pongamos que a favor de H2 (la borrachera del sujeto) se cuenta con el testimonio de un testigo que lo vio salir tambaleándose de un bar antes de tomar su coche. A ese testimonio de tal testigo lo llamamos F1. Tenemos ya un hecho, H, cuyo significado jurídico es dudoso, en cuanto que hay más de una alternativa interpretativa de él (H1 vs. H2), pero a favor de H2 se cuenta con ese testimonio F1. Pero F1 también puede necesitar ser interpretado, y tal interpretación se hace atendiendo a cosas tales como si la vista del testigo es buena (D1), si tal testigo estaba a su vez sobrio o bebido en el momento en que vio lo que narra (D2), si tiene algún tipo de amistad con el conductor acusado (D3), etc. (…Dn). Así pues, los hechos y las acciones en derecho también se interpretan, y en muy buena medida cabría sostener que la teoría de la prueba de los hechos es teoría de la interpretación de los hechos. Pero ese no es aquí nuestro tema. 3. En la teoría jurídica se suele hablar de interpretación para referirse al establecimiento del significado de enunciados jurídicos. Estos enunciados que se interpretan pueden contenerse en muy distintas sedes: leyes, reglamentos, sentencias, contratos, testamentos, etc. Podemos en términos generales, pues, decir que el derecho se compone (exclusivamente, básicamente o parcialmente, esa es otra discusión) de ciertos enunciados que poseen valor dirimente de conflictos. Según cuál sea el tipo de tales enunciados, pueden regir reglas distintas para su interpretación. Así, en derecho español el artículo 3.1 del Código Civil enumera pautas para la interpretación de las normas, los artículos 1281 a 1289 tratan “De la interpretación de los contratos” y el artículo 675[] regula aspectos de la interpretación de los testamentos.

 Normalmente plasmados en documentos, pero no siempre, pues también existen, por ejemplo, normas consuetudinarias o contratos verbales. No nos detendremos aquí en toda la casuística a este respecto y en sus peculiaridades, pues nos interesa llegar a ocuparnos principalmente de la interpretación de normas escritas. Si aludimos al conjunto y variedad de objetos de la interpretación normativa, es a fin de hacer hincapié tanto en la omnipresencia de la interpretación como en las peculiaridades de las posibles reglas que rigen para cada uno de esos tipos.  “Las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquéllas.” Prescindimos aquí de la discusión sobre cuál sea el valor real de esta enumeración.  Junto con otros, que se ocupan de precisar el alcance de ciertas cláusulas abiertas o genéricas que pueden contener los testamentos: arts. 747, 749 y 751.





I. Argumentación jurídica y decisión judicial

En adelante ya hablaremos sólo de la interpretación de enunciados jurídicos normativos. 4. La necesidad de interpretar responde a la aparición de un problema interpretativo. Hay un problema interpretativo cuando la solución de un caso aparece como dependiente de la elección que se haga de entre alternativas de significado de uno o varios enunciados jurídicos normativos. Del resultado de esa elección entre alternativas de significado pueden depender cosas tales como: a. Cuál de dos o más normas se aplica al caso. Así, en derecho penal español, del conjunto total de los homicidios el legislador individualiza el conjunto de los asesinatos, siendo asesinato aquel homicidio en que concurre al menos uno de los siguientes elementos: alevosía, precio recompensa o promesa, o ensañamiento. Así que, establecido que A mató a B, la norma aplicable (y la correspondiente sanción) dependerá, en primer lugar, de cómo se precise el significado de términos como “alevosía”, “precio”, “recompensa”, “dolor”, etc. Pongamos que “dolor” puede tener al menos dos significados diversos que aquí pueden venir a cuento. Según el primero de esos dos significados posibles (S1), “dolor” quiere decir ahí “padecimiento físico”. Según el segundo significado posible (S2), “dolor” quiere decir “sufrimiento intenso de cualquier tipo”. Ahora imaginemos que el homicida provocó a su víctima, mientras la mataba, un profundo sufrimiento psíquico (por ejemplo, diciéndole que luego capturaría y torturaría a sus hijos), aunque la muerte que le acabó causando fue totalmente indolora, es decir, exenta de todo padecimiento físico. ¿Estaríamos ante un caso de asesinato o de homicidio simple? La respuesta dependerá de cómo hayamos interpretado “dolor” en el párrafo tercero del mencionado artículo 139. Si lo hemos entendido con el significado S2, se aplicará al caso este artículo 139; si le hemos asignado el significado S1, la norma aplicable será la del homicidio simple del artículo 138. Aquí tertium non datur. b. Qué consecuencia se sigue de la norma aplicable para el caso. Sentado ya que la norma aplicable sea una determinada, la consecuencia precisa que

 Artículo 139 del Código Penal español de 1995: “Será castigado con la pena de prisión de quince a veinte años, como reo de asesinato, el que matare a otro concurriendo alguna de las circunstancias siguientes: 1.º. Con alevosía. 2.º. Por precio, recompensa o promesa. 3.º. Con ensañamiento, aumentando deliberada e inhumanamente el dolor del ofendido”. El artículo anterior, 138, dispone que “El que matare a otro será castigado, como reo de homicidio, con la pena de prisión de diez a quince años”.

1. Interpretar, argumentar, decidir

de ella se derive para el caso dependerá del modo como sean interpretados los términos de aquélla, siempre que para tales términos haya al menos dos alternativas interpretativas. 5. Hasta ahora hemos dicho que un problema interpretativo surge cuando se plantean alternativas interpretativas para un enunciado normativo, es decir, cuando para el enunciado N caben los significados S1 y S2, o más. Pero ¿qué quiere decir que “caben” esos significados? Con esta pregunta llegamos a una de las más importantes bifurcaciones de la teoría de la interpretación jurídica, íntimamente relacionada con la teoría del derecho a que cada teórico de la interpretación se acoja. Veámoslo. A la hora de manejar el significado de N pueden ocurrir dos cosas. Una, que objetivamente N contenga algún género y grado de indeterminación que a mí me impida saber con total exactitud y sin margen de duda qué quiere decir para el caso que tengo entre manos, de modo que pueda querer decir tanto S1 como S2. Otra, que subjetivamente a mí me desagrade, por las razones que sean, el significado claro que N tenga para el caso, o cualquiera de los significados, S1, S2… Sn, objetivamente posibles, de modo que opto por un significado S´ que ningún hablante competente consideraría compatible con la semántica, la sintaxis y la pragmática de N. Ilustrémoslo con un supuesto ordinario. Mi vecino me dice: “Te prometo que si necesitas comida, yo te la regalo”. Puedo interpretar esta promesa de muchas formas distintas, ninguna de las cuales vulnera las reglas de nuestro idioma. Así, puedo entender que me promete que me dará algo de comer en caso de que yo me encuentre en situación de grave necesidad, o que me dará más comida si la que yo tengo no me alcanza, por ejemplo porque soy muy glotón, o que si hay algún alimento que yo no tengo en mi despensa él me lo regalará; etc. Son varias las interpretaciones objetivamente posibles allí. Ya se ve que llamamos interpretaciones objetivamente posibles a aquellas que no son incompatibles con las reglas semánticas, sintácticas y pragmáticas de nuestro lenguaje, ya sea éste el lenguaje ordinario o cualquier lenguaje especializado no puramente formalizado. Siguiendo con el supuesto, ¿qué ocurre si yo quiero entender que lo que mi vecino me promete es que me dará todo el dinero que yo necesite para llegar a fin de mes disfrutando de una vida cómoda y lujosa? Tanto mi vecino como cualquier conocido al que se le pregunte me responderán que no, que la promesa versaba sobre comida que yo pudiera necesitar, pero que de ningún modo tal

 Insisto en que ya hemos dejado fuera de nuestra atención lo relativo a la interpretación de los hechos.





I. Argumentación jurídica y decisión judicial

cosa puede significar que me va a regalar dinero, y menos en la cantidad que sea de mi gusto. Mas si yo soy jurista podré echar mano de toda una serie de recursos para transmutar, a modo de alquimia lingüística, lo que objetivamente mi vecino me podía estar prometiendo en lo que a mí me interesa que sea el objeto de su promesa. Y haré razonamientos de este calibre, tan frecuentes en la praxis jurídica: el fin de su promesa era aliviarme una necesidad importante, como es la de alimentación; yo tengo otras necesidades tanto o más importantes, como la de techo o cultura, por lo que, por la misma razón (o con más razón aún) que da sentido a la promesa de alimentarme, hay que entender que queda abarcada también la de pagarme el alquiler o darme para la entrada del cine. Habré realizado así un razonamiento analógico o uno a fortiori. O de este otro tipo: a la promesa de mi vecino subyace la finalidad de ayudarme en mis cuitas, pues me aprecia y desea auxiliarme, y, dado ese fin, se cumple, y en tanta o mayor medida si me paga el alquiler de la casa donde vivo, pues aunque tal cosa no esté comprendida en las palabras de su promesa, sí que lo estará en su intención al hacerla o en su mejor sentido objetivo de fondo. Habré llevado a cabo de esta forma una interpretación teleológica contra legem, con base en que los fines que en el fondo dan sentido a una norma deben contar más aún que las palabras con que en la dicción de la norma se expresan. O podré decir que la promesa de mi vecino es aplicación del principio general de que se debe ayudar al necesitado, principio inserto en la constitución moral misma de nuestra sociedad, por lo que, en coherente aplicación de tal principio, mi vecino debe ayudarme no sólo con el alimento, sino también con otras cosas, como el pago de mi vivienda, pues no habría razón aceptable para circunscribir sólo a lo primero su propósito de ayuda. Ahí andan los principios haciendo de las suyas. Podríamos seguir un largo trecho con este juego de lo que un jurista podría tramar para convencer a su vecino de que éste le prometió mucho más de lo que le dijo que le prometía. Y el lector juzgará descaro del vecino que así argumentara y despropósito de sus argumentos. Pues bien, con esto llegamos a la gran pregunta que en este momento tenemos que tratar: por qué, si tales modos de interpretar y argumentar las interpretaciones se consideran fuera de lugar y rechazables cuando se trata de una promesa, se admiten, en cambio, por tantos y con tanta alegría cuando se trata de dar significado a los enunciados normativos del derecho. Hemos visto en el ejemplo anterior que frente a las interpretaciones objetivamente posibles del enunciado de su promesa se contraponen y se hacen imperar las interpretaciones subjetivas que el beneficiario de la promesa quiere darle, sin bien ese su querer, ese interés que lo guía al saltarse lo que de objetivo haya en el lenguaje de la promesa en cuestión, se disfraza mediante argumentos

1. Interpretar, argumentar, decidir

de hermosas resonancias y considerable complejidad. ¿Pasa lo mismo en la práctica del derecho cuando los jueces rebasan todo significado objetivamente posible de una norma para presentar como significado debido uno que no cabe dentro de la semántica de sus términos, su sintaxis, su contexto normativo y la pragmática de su uso? Mi tesis es que sí, pero es una tesis claramente minoritaria en estos tiempos, he de reconocerlo. 6. Denominaré positivista a la teoría de la interpretación que aquí presento. Y es obligado puntualizar de inmediato que el positivismo del que participo es del tipo del que defendiera en el siglo xx un autor como Hart. Nada que ver, por tanto, con el ingenuo formalismo y el optimismo ciego de gran parte del positivismo decimonónico, como el de la escuela de la exégesis. Este positivismo decimonónico se basaba en una visión completamente idealizada del sistema jurídico, según la cual dicho sistema goza de tres maravillosas virtudes: es completo, es decir, no tiene lagunas; es coherente, lo que implica que no se dan en su seno antinomias; y es claro, lo que supone que sus normas o bien se contienen en enunciados que raramente plantean oscuridades o indeterminaciones semánticas y sintácticas (escuela de la exégesis, en Francia), o bien tales normas existen independientemente de su concreta enunciación, en un mundo de entidades ideales o conceptos puros que en su seno abrigan la plena prefiguración de cualquier institución jurídica (jurisprudencia de conceptos, en Alemania). Ese positivismo ingenuo y metafísico cayó en el más absoluto descrédito teórico con el paso del siglo xix al siglo xx, por obra de la contundente crítica de corrientes como la escuela de derecho libre, la jurisprudencia de intereses, el realismo jurídico, etc., y muy particularmente de autores como Jhering (en su segunda época) Gény, Heck, Kantorowicz, Fuchs, Ehrlich, Ross, etc. Y Kelsen, no lo olvidemos, que desde su positivismo fustigó con saña la teoría de la interpretación y aplicación del derecho propia de las mencionadas doctrinas decimonónicas. Es fácil comprobarlo contrastando las tesis de éstos con el capítulo último de la kelseniana Teoría pura del derecho, en cualquiera de sus ediciones. 7. Pero he dicho que la positivista no es ni la única doctrina hoy en presencia al hablar de interpretación ni la dominante. Distinguiremos brevemente tres tipos de teorías de la interpretación hoy en pugna, a las que denominaremos positivista o lingüística, intencionalista y axiológica. – La teoría positivista de la interpretación jurídica podría sintetizarse así, en rasgos simplificadores y muy elementales: a. todo el derecho se contiene y se agota en enunciados normativos; b. tales enunciados se expresan en lenguaje

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ordinario, especializado o no, por lo que adolecen, en grado mayor o menor, de problemas de indeterminación, ya sea por ambigüedad o, principalmente, por vaguedad; c. tal indeterminación consustancial hace siempre inevitable la interpretación como actividad mediadora entre el enunciado de la norma y la resolución del caso a la que aquélla se aplica; d. por tanto, el intérprete deberá elegir entre las interpretaciones posibles (en el sentido que antes señalé), pero sólo entre las interpretaciones posibles; e. dicha elección es discrecional, pero no debe ser arbitraria, lo cual quiere decir que el juez ha de justificar su opción mediante argumentos tan convincentes como sea posible, si bien en el entendido de que tal justificación no será nunca una demostración perfecta e irrebatible de la absoluta preferencia de la interpretación elegida; f. cuando el juez aplica una norma dándole un significado que rebasa sus interpretaciones posibles ya no está interpretando, sino creando una norma nueva que reemplaza (no meramente que concreta o complementa) a la hasta entonces vigente; g. tal reemplazo de la norma previa aplicable por otra de la mera cosecha del juez plantea un grave problema de legitimidad, sean cuales sean las razones con las que se justifique, y más en democracia, pues supone la suplantación del legislador democrático, representante de la soberanía popular, por otro poder, el judicial, que carece de tal legitimación para la creación de normas opuestas a las del legislativo; h. hay numerosas ocasiones en que el juez sí está legitimado para aplicar normas de su creación, como sucede en los casos de laguna, o de su preferencia, como ocurre en los casos de antinomia no resoluble por las reglas usuales para tal fin (lex superior, lex posterior, lex specialis). En consecuencia, el positivismo jurídico contemporáneo reconoce una amplia discrecionalidad judicial a la hora de interpretar y aplicar el derecho, discrecionalidad que se traduce en que el juez debe elegir (justificadamente) entre a. las normas que prima facie puedan parecer aplicables al caso, en razón de sus interpretaciones posibles; b. las interpretaciones posibles de las normas elegidas para decidir el caso; c. la norma preferible en caso de antinomia irresoluble por otra vía; d. la norma mediante la que resolver el caso para el que el sistema jurídico no contiene previsión normativa previa aplicable. Y esto sin contar con la discrecionalidad, igualmente ineliminable, en lo referido a la valoración e interpretación de los hechos del caso. En las doctrinas positivistas el valor seguridad jurídica, especialmente en su apartado de certeza, prevalece sobre los otros valores jurídicos.

 Al igual que en nuestro ejemplo anterior, el entender la promesa de que se regalará alimento como promesa de que se pagarán los gastos principales del receptor de la promesa no es interpretar aquella promesa originaria sino sustituirla por otra.

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– Las doctrinas que denomino intencionalistas consideran que: a el derecho es, antes que nada, un conjunto de contenidos de voluntad de la persona o personas legitimadas para dictar normas jurídicas; b. dichos contenidos suelen manifestarse en enunciados que se contienen en ciertos documentos o cuerpos jurídicos (Constitución, leyes, reglamentos, sentencias…), pero (1) puede ocurrir que una parte de esos contenidos volitivos que son derecho no se hallen expresados en tales enunciados, por lo que el derecho es más que tales enunciados que pretenden recogerlo, de modo que lo que en el conjunto de tales enunciados puede parecer una laguna no lo sea en realidad en el derecho; (2) puede ocurrir que esos contenidos sean precisos y determinados en su origen, pero no estén plasmados con suficiente precisión y determinación en los enunciados expresos que se contienen en los cuerpos jurídicos, con lo que la indeterminación de dichos enunciados no significa de por sí indeterminación correspondiente del derecho, y (3) puede acontecer que el autor de la norma haya errado al expresar su voluntad constitutiva, con lo que hay una discrepancia entre lo manifestado en los enunciados normativos presentes en los cuerpos jurídicos y lo realmente querido por el legislador, discrepancia que debe resolverse en favor de esto último, y por lo que no toda interpretación contra legem es interpretación contraria a derecho, ya que la esencia del derecho no está en su letra y puede contradecirse con ésta; y, por contra, en tales casos de discrepancia entre letra y voluntad una interpretación fiel a la letra resultará interpretación contraria a derecho; c. el juez carece de legitimidad para suplantar la voluntad del legislador por la propia, y ésta sólo podrá dirimir cuando no sea posible averiguar qué fue lo querido por el legislador y, además, no pueda presumirse reflejado en la letra de la ley por ser ésta igualmente indeterminada en lo que importa para el caso. Esta teoría intencionalista es la que subyace a las versiones más extremas de la teoría subjetiva de la interpretación y a las teorías de la interpretación constitucional denominadas originalistas, de importante presencia en el debate constitucional estadounidense. En cuanto proclaman la superioridad del legislador sobre el juez son, cuando se defienden en un contexto democrático, celosas de la preeminencia del principio democrático, pero por su apego al sentido subjetivo originario de las normas tienen efectos muy conservadores cuando se trata de la aplicación de normas de cierta antigüedad. En estas corrientes intencionalistas el valor autoridad (legítima) prevalece sobre los otros valores jurídicos. – Las doctrinas que llamo axiológicas se sintetizarían en las siguientes notas principales: a. el sistema jurídico se cimenta en un sistema o conjunto ordenado de valores, que son su base y le dan su sentido último y más determinante; b. dichos contenidos valorativos, que son la esencia del sistema jurídico, tratan

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de expresarse a través de los enunciados normativos contenidos en los cuerpos jurídicos; c. puede ocurrir que 1. el autor de la norma no haya expresado en el correspondiente enunciado con suficiente claridad los contenidos del derecho para los casos que ahí se resuelven, pero en tal caso las interpretaciones lingüísticamente posibles no son las interpretaciones jurídicamente posibles, pues en el derecho, en cuanto sistema de valores articulados y desarrollados, está claro lo que en las palabras de la ley resta indeterminado; o 2. que en las palabras de la ley resulte clara una solución que, sin embargo, no sea la que se corresponde con la esencia axiológica que gobierna en derecho ese sector de casos o ese asunto, en cuyo caso la interpretación contraria al tenor de la ley será, sin embargo, la demandada por el derecho, en su verdadera y más cierta esencia; o 3. que en los enunciados normativos presentes en los cuerpos jurídicos nada se diga que pueda entenderse referido y aplicable al caso que se resuelve, pese a lo cual no habrá laguna, pues seguro que en el fondo valorativo del sistema jurídico sí que se contiene solución preestablecida, cierta y única para ese caso que ni en la letra de la norma ni en la voluntad del legislador aparece contemplado. Como se ve, estas teorías axiológicas de la interpretación son la versión contemporánea de aquel formalismo radical que en el siglo xix era propio del positivismo ingenuo. No es de extrañar, pues, como aquél, estas doctrinas tienen un fuerte componente metafísico e idealista, que se traduce ante todo en la convicción de que el derecho no es una realidad lingüística (como cree cierto positivismo contemporáneo) ni empírica (como creen las teorías del derecho de corte realista y sociologista), sino que se compone de esencias que se articulan entre sí, prefiguran la mejor solución para cualquier conflicto, realizan en cada caso del modo mejor la justicia y el bien y subsisten aun contra la voluntad del legislador legítimo, el entendimiento de los ciudadanos lingüísticamente competentes y hasta las determinaciones históricas y sociales. Como doctrina metafísica que es, esta teoría del derecho y de la interpretación presupone que existen semejantes esencias valorativas precisas y contenedoras de la solución más justa para todos los casos en derecho, y que, además, son perfectamente cognoscibles, y muy en particular cognoscibles por los jueces, quienes, en razón de una especial capacidad o posición (que no suele fundamentarse en tales teorías) están en mejores condiciones que el legislador democrático o el ciudadano ordinario para acceder a ellas, incluso en lo que tienen de contradictorio con el sentir del legislador o el entender de la ciudadanía. Se trata, pues, de doctrinas con un potente componente de elitismo judicial y doctrinal, ya que dividen el mundo entre quienes por definición conocen, y conocen bien, las esencias ideales de lo jurídico, como ocurre con los profesores (al menos los de tal orientación) y los jueces, y quienes padecen una constitutiva obnubilación jurídico-valorativa,

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como es el caso de los ciudadanos sin toga profesoral o judicial y, especialmente, del legislador democrático. Por supuesto, en las doctrinas de este tipo, como en las dos anteriores, hay variantes y grados. Por una parte, se distinguen por el tipo de teoría de los valores que las inspira, y se puede a tal propósito diferenciar entre las que consideran que la base del derecho es un sistema de valores de contenido intemporal y universal, y las que entienden que esos valores objetivos que sostienen el derecho tienen un carácter histórico y vinculado a cada cultura o sociedad concreta. El primero sería el caso del iusnaturalismo y el segundo el de Dworkin, por ejemplo. Por otra parte, también se diferencian en el grado de determinación y operatividad decisoria que otorgan a esos valores que sustentan y alimentan el sistema jurídico, y mientras que unos, como el primer Dworkin, defienden que, al menos idealmente, en tales valores se contiene predeterminada la única respuesta correcta para todo conflicto jurídico, otros, como el primer Alexy, mantienen que dichos valores no sirven para fundar una única respuesta correcta para cada caso, sino meramente para descartar las respuestas abiertamente incorrectas por injustas. Con ello se diferencian también en el margen de discrecionalidad que le reconocen al juez y en su grado de deferencia con el legislador. De este tipo es el fuerte movimiento doctrinal actual que recibe el nombre de neoconstitucionalismo y que, además de los citados, está paradigmáticamente representado por autores como Zagrebelsky, en su obra El derecho dúctil. No hace falta decir que el valor que estas corrientes hacen preponderar es el valor justicia, que gana así, en ellas, a la seguridad jurídica y a la legitimidad de la autoridad. Mis consideraciones en lo que sigue serán desarrollo y aplicación de la teoría positivista a que me adscribo, y sólo mencionaré las otras ocasionalmente y a efectos comparativos. 8. Recapitulemos muy brevemente y complementemos con unas muy elementales nociones sobre las causas más comunes de la indeterminación de los enunciados normativos. Un enunciado normativo adolece de indeterminación en algún grado cuando no sabemos exactamente a qué se refiere. Ese no saber a qué se refiere exactamente pueden verlo tanto la doctrina como la práctica jurídica decisoria. En el primer caso nos hallamos cuando un tratadista que explica o comenta un precepto normativo se pregunta a qué casos se refiere dicho precepto y constata que hay casos de los que se duda si caen dentro o fuera de su regulación, dependiendo de cuál sea la interpretación que se haga valer. Dicho tratadista puede limitarse a enumerar cuáles son esas interpretaciones posibles, con sus

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respectivas consecuencias para unos casos u otros, como quería Kelsen que los dogmáticos hicieran para que su labor fuera científica y no política, o puede sentar cuál es la interpretación, de las posibles, que le parece preferible, por las razones que en tal caso debe explicitar, si no quiere que su interpretación se pueda reputar de arbitraria. Esa es la llamada interpretación doctrinal, a la que no volveré a referirme aquí. Su importancia deriva de su posible influencia sobre la interpretación práctico-decisoria que llevan a cabo los jueces y tribunales y los demás órganos con capacidad decisoria en derecho. Cuando uno de esos órganos decisorios se topa con un problema interpretativo en el caso que tiene que resolver, deberá necesariamente elegir entre una de las interpretaciones posibles. Si dicho órgano está legalmente sujeto a la obligación de motivar sus resoluciones, como ocurre con los jueces y tribunales, deberá justificar esa elección interpretativa mediante razones, ya que al determinar esas opciones interpretativas (junto con las referidas a los hechos) el contenido concreto del fallo, motivar éste tiene que ser necesariamente fundamentar aquéllas. Volveremos sobre esto al hablar del papel de la argumentación. Retomemos el hilo. Decíamos que un enunciado normativo plantea un problema interpretativo cuando no sabemos con total precisión a qué se refiere, o, lo que es lo mismo, cuando su referencia no está totalmente determinada. Esa indeterminación o no saber a qué se refiere puede deberse a dos razones principales: a. Que haya varias cosas heterogéneas que se denominen así. El término “copa”, por ejemplo, presenta ese problema, pues tanto se denomina así un recipiente para beber como una parte de los árboles o como un trofeo que se suele entregar a los ganadores de ciertos torneos. Una norma que dijera “se premiará con una copa al que consiga X” plantea el problema interpretativo de si tal premio consiste en un trofeo, en una valiosa copa para beber o en una invitación a beber una copa de buen vino. Estamos aquí ante los casos de ambigüedad semántica. Muy a menudo tal ambigüedad semántica se resuelve fácilmente poniendo el enunciado en cuestión en su contexto, de modo que claramente se puede apreciar de qué se está hablando. Pero no siempre ocurre así. Un ejemplo real de problema interpretativo derivado de la ambigüedad es el que se plantea a propósito del término “llevar” en el artículo 242, apartado 1, del Código Penal español.

 Dicho precepto contempla un supuesto agravado de robo “cuando el delincuente hiciese uso de armas u otros medios peligrosos que llevase, sea al cometer el delito o para proteger la huída, y cuando el reo atacase a los que acudiesen en auxilio de la víctima o a los que le persiguieran”. En la sentencia de la Sala Penal del Tribunal Supremo del 21 de febrero de 2001 el problema interpretativo se plantea

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Otras veces la ambigüedad es sintáctica, pues lo que introduce la posibilidad de dos significados distintos e incompatibles es la colocación de una palabra en la frase o la presencia de un signo que puede dar lugar a dos sentidos diversos del enunciado. Un ejemplo así lo ofrece el artículo 268 del Código Penal español b. Que el significado sea único (o que ya se haya sentado cuál es el que aquí cuenta), pero que no esté perfectamente delimitado el conjunto de los elementos que caen bajo la referencia del término o expresión en cuestión. Estamos entonces ante un problema de vaguedad. Un ejemplo de tantísimos lo encontramos en el artículo 182 del Código Penal español de 1975[], que tipificaba como violación, entre otras cosas, “la introducción de objetos” por vía vaginal o anal, mediando violencia o intimidación. Hay cosas de las que nadie dudaría que son “objetos”, por lo que todos concordaríamos en que al mencionar dicho término la ley se refiere sin duda a cosas tales como un palo o un tenedor. Pero ¿y los dedos? ¿es “objeto” un dedo a efectos de tal artículo?, ¿se refiere dicho término también a un dedo de una mano? La única respuesta que de antemano se puede dar en derecho para una pregunta así es “depende”: depende de la interpretación que hagamos de dicho término legal, de que a su referencia posible le demos su alcance más amplio (interpretación extensiva) o más restringido (interpretación restrictiva). La sentencia del 23 de marzo de 1999 de la Sala Segunda del Tribunal Supremo español tuvo que decidir un asunto tal e interpretó que por “objetos” había que entender “cosas inanimadas o inanes”. El Tribunal optó, en consecuencia, por la interpretación restrictiva que dejaba el hecho enjuiciado fuera del alcance o referencia del enunciado del citado artículo. Pero es exactamente eso, una opción, frente a la que también porque el delincuente se valió para consumar un atraco de un palo que tomó del suelo en el momento y lugar mismo de la acción. ¿Significa eso que el palo, medio peligroso, fue “llevado” por el delincuente? Depende del significado de “llevar” que se elija, pues llevar tanto es portar en un momento dado como trasladar de un lugar a otro. En el primer sentido el delincuente sí llevaba el palo; en el segundo, no. La sentencia se decantó por la acepción segunda y entendió, por tanto, que no se daba el requisito de este tipo agravado de robo. Usó para ello un argumento literal sumamente débil, pues precisamente una duda de este tipo no se resuelve con argumentos meramente semánticos, ya que semánticamente cabe cualquiera de los dos significados mencionados. Tiene la sentencia un voto particular que critica hábilmente dicha fundamentación y muestra cómo había más y mejores argumentos en favor de la opción contraria, especialmente argumentos teleológicos, alusivos al fin protector de la especial indefensión de la víctima, que, respecto del palo con que es amenazada, en nada varía porque dicho palo lo llevara el delincuente desde su casa o se lo encontrara allí mismo.  Véanse por ejemplo las sentencias de la Sala Penal del Tribunal Supremo del 20 de diciembre de 2000 (ponente: C. Granados Pérez) y el 26 de junio de 2000 (ponente: C. Conde-Pumpido Tourón).  Equivalente al artículo 179 del Código Penal de 1995 a los efectos que aquí importan, pues también éste se refiere a la introducción de “objetos”.  Parece evidente que yerra el redactor de la sentencia al escribir “inanes” donde seguramente quería decir “inertes”.

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cabía en derecho la contraria, y el acierto de elegir una u otra no depende del contenido en sí de la elección, sino de la calidad y fuerza de convicción de los argumentos con que se apoye. Cuando la aplicación de la norma al caso depende de la interpretación que hagamos de los términos y expresiones de aquélla, diremos, siguiendo la terminología que sentara Hart, que dicho caso cae dentro de la zona de penumbra del enunciado de dicha norma; es decir, que ni es un caso al que sin lugar a duda la norma se refiere, ni es un caso que sin lugar a duda queda fuera de los contemplados por dicha norma. A efectos del mencionado artículo 182 del Código Penal de 1975 (o del 179 del Código actual), nadie en sus cabales y sin intenciones torcidas negará que un puñal es un objeto o afirmará que un pensamiento sí lo es. En cambio, los dedos caen en la zona de penumbra, como hemos visto, pues que lo sean o no lo sean depende de cómo definamos lo que en esa norma significa “objeto”. Resumiendo y completando, un término es vago cuando no viene dada con él la enumeración exacta de los elementos que integran el conjunto de seres o estados de cosas a los que se refiere (vaguedad extensional: cuando el conjunto de los elementos referidos por el término es un conjunto abierto) y cuando, correlativamente, no vienen con él definidos los caracteres precisos que reúnen todos los elementos referidos por él (vaguedad intensional: cuando el conjunto de los caracteres definitorios de los elementos que forman parte del conjunto referido por el término es un conjunto abierto). El término “objetos” en el artículo 182 citado es vago, porque sin interpretar ese término, es decir, sin precisar su significado mediante la interpretación, no sabemos la lista completa de las cosas que pueden ahí contar como “objetos” (por ejemplo, no sabemos si un dedo lo es o no lo es), lo que se relaciona estrechamente con que tampoco podemos antes de la interpretación determinar la lista completa de los caracteres que definen ahí lo que sea un objeto (por ejemplo, si el ser inerte es o no definitorio de lo que sea un objeto). Toda decisión judicial de un caso termina en una subsunción de dicho caso bajo la norma que se ha estimado aplicable. Ahora bien: esa norma bajo la que el caso se subsume será siempre una norma interpretada, una norma a cuyo enunciado inicial, el que se contiene en un cuerpo jurídico (por ejemplo el Código Penal), se han añadido por vía interpretativa precisiones suficientes para poder afirmar sin arbitrariedad que bajo tal enunciado, así complementado mediante la interpretación, sí cae el caso de que se trata. Cuando un positivista habla de subsunción se hace de inmediato sospechoso de recaer en aquel formalismo decimonónico del que antes hablamos. Pero es un torpe error verlo así. Aquellas corrientes dominantes en el siglo xix creían

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que la aplicación de las normas jurídicas es mera subsunción porque, en razón del mito aquel de la claridad constitutiva de la ley, de dichas normas se pensaba que determinaban plenamente el fallo sin necesidad de añadido ninguno; por tal razón se desconocía también la discrecionalidad judicial, pues se entendía que la interpretación posible era siempre una sola, no varias entre las que elegir fundadamente, razón también por la que se daba tan escasa importancia a la motivación de la sentencia y solía ser ésta tan esquemática. Y cuando no se confiaba en que estuviera la norma perfectamente determinada en los términos con los que el Código la recogía, se sostenía que tal determinación sí era plena en la esencia última de los conceptos o los valores jurídicos, verdadero núcleo del sistema jurídico, frente al que las palabras poco importan, las haya o no y sean o no precisas. Tal pensaba la jurisprudencia de conceptos, como ya sabemos, y tal es lo que hoy sostienen las corrientes de tipo axiológico, como el neoconstitucionalismo, como ya hemos visto también. Por eso aquel radical formalismo del siglo xix es hoy negado por el positivismo, pero ha sido heredado, en versión corregida y aumentada, por este tipo mencionado de doctrinas antipositivistas. Lo que aquí queremos decir es que toda decisión judicial tiene una estructura subsuntiva, pero que dicha subsunción final acontece a partir de una interpretación de los hechos y de los enunciados jurídicos que es llevada a cabo por el juez y en la que goza de amplia discrecionalidad, que no de arbitrariedad, pues a. la elección discrecional no es de la interpretación que más le guste, sin límite alguno, sino de entre las que hemos llamado interpretaciones (objetivamente) posibles, y b. dicha elección, aun así acotada, debe ser justificada mediante argumentos admisibles, pertinentes y bien desarrollados. En esto último es muy relevante la aportación en los últimos tiempos de las llamadas teorías de la argumentación jurídica. En otras palabras, y para resumir, un enunciado normativo no es aplicable a la resolución de un caso mientras respecto de éste no se ha resuelto, mediante la interpretación, todo problema de ambigüedad o vaguedad. 9. Regresemos al ejemplo aquel de la promesa que me hizo mi vecino y que rezaba “Te prometo que si necesitas comida, yo te la regalo”. Conforme a la noción que hemos expuesto de interpretaciones posibles, a este enunciado cabe darle distintas interpretaciones posibles, alguna de las cuales ya se mencionaron más arriba. Y también otras que rebasan ese límite. Aquí, como ya se ha dicho, llamamos interpretación a un razonamiento compuesto de dos partes o pasos: el establecimiento de las interpretaciones posibles de la norma para el caso y la opción por una de ellas. Es decir, que si yo digo que el significado de tal

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enunciado de promesa es que mi vecino me va a comprar un coche cuando yo lo necesite, no estoy interpretando, sino inventándome una promesa nueva, ya sea porque me conviene, porque enloquecí o por las dos cosas. Pongamos, como hipótesis y para simplificar, que las interpretaciones posibles fueran sólo estas dos, que llamaremos I1 e I2: I1: si estoy en situación de peligro para mi salud por falta radical de alimento, mi vecino me dará algún alimento. I2: si el alimento de que dispongo no me alcanza para saciar mi gran hambre, mi vecino me dará algún alimento adicional. Si yo le digo a alguien, incluido mi vecino, que el significado de la promesa es el de I2, lo normal, y más en caso de que haya algún conflicto al respecto, será que mi interlocutor me pregunte por qué esa interpretación y no la otra. Ante tal pregunta, yo puedo hacer varias cosas: a. guardar silencio y no dar razón ninguna; b. decir que porque sí, o porque yo lo digo; c. decir que porque es lo que más me conviene a mí, que para eso estoy interpretando yo; d. decir cosa tal como que se me apareció el arcángel san Gabriel y me transmitió la voluntad divina de que así fuera entendida esa promesa; e. decir que el comportamiento general de mi vecino tanto antes como después de formular la promesa, así como la intención que éste me manifestó a mí mismo y a otros respaldan el sentido que yo di a sus palabras. Si mi actitud es la de a. mi interpretación pasará por perfectamente gratuita e injustificada, puesto que nada alego en su favor. En cambio en los casos b a d sí respaldo la atribución de significado que hago a la promesa mediante razones o argumentos. Pero, ¿valen y valen igual todos esos argumentos? Los argumentos contenidos en los casos b a d no los consideraríamos en la vida ordinaria argumentos que realmente sostengan o aporten justificaciones admisibles a mi interpretación. El primero, b, porque hace una arbitraria invocación de la autoridad que no tengo. El segundo, c, porque invoca la parcialidad descarada de mi juicio allí donde se me pide que aporte fundamentos que puedan resultar razonables para un observador imparcial y desinteresado, como pueda ser el interlocutor que me hace la pregunta. El argumento contenido en d no se consideraría de ningún modo admisible en nuestra sociedad, pues echa mano de conocimientos o experiencias puramente privadas que no son accesibles a los demás. Volveré luego sobre la idea de argumento interpretativo admisible. Por fin, el argumento de e sí funcionará como un argumento admisible y dotado de fuerza para avalar mi interpretación. Pero esa admisibilidad de tal argumento abocará a la cuestión siguiente, que lleva al siguiente paso de mi razonamiento interpretativo que quiera ser válido y eficaz. Pues mi interlocutor podrá preguntarme qué datos puedo mostrarle fehacientemente de los que me hacen pensar que la intención del promitente fue esa que

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invoco como respaldo de mi entendimiento de la promesa. En tal caso, de la mera invocación de un argumento admisible habremos pasado a la necesidad de probar los hechos que para el caso llenan de contenido dicho argumento. En cambio, si los argumentos que he dado son del tipo de los otros mencionados en b a d, nadie me pediría prueba ni razón adicional ninguna, pues quedarían descartados de antemano como razones que respalden mi postura y ésta seguiría pareciendo perfectamente arbitraria por objetivamente infundada. Las cosas apenas son distintas si hablamos de derecho y de la interpretación de los enunciados jurídicos. Hubo lugares, en tiempos del absolutismo, en los que en la decisión judicial se veía un puro ejercicio de autoridad, y se estimaba que la característica del que tiene autoridad es no dar razón de sus actos, pues sólo ante los superiores hemos de justificarnos. Así que como el juez sentenciaba en nombre del rey y éste era autoridad máxima, motivar la sentencia equivaldría a rebajar la supremacía del monarca. Superado el absolutismo, en los inicios del movimiento codificador llegaron a contenerse en algunos códigos civiles expresas prohibiciones de que el juez interpretase las normas que aplicaba. Era la época de aquella mítica e ingenua confianza en la plena claridad del lenguaje de la ley. Así que la motivación necesaria bastaba con que enumerase, sin más, los hechos y la clara norma bajo la que por sí mismos se subsumían, sin otra mediación del juez que la de ser quien aproximase los unos a la otra para que el silogismo saliese por sí solo y el fallo se impusiese con lógico automatismo. Luego, a medida que la inevitabilidad de la interpretación se fue haciendo patente y en tanto se fueron derrumbando aquellos mitos de la inmanente racionalidad formal del sistema jurídico, se fue tomando progresiva conciencia correlativa de que el juez condiciona mediante su interpretación el tipo de aplicación que de la norma se haga, de manera que la subsunción ya no es automática, sino condicionada por una serie de opciones de las que el juez no puede de ningún modo librarse. El paso ulterior tuvo que ser, cómo no, pedirle al juez que justificase expresamente esas opciones, a fin de acotar su discrecionalidad de modo tal que contenga de arbitrariedad la medida menor posible. En esa evolución las tornas se han cambiado de tal modo que si antes lo que hacía buena una sentencia era el contenido del fallo, y la motivación de éste contaba poco o nada, en la actualidad lo que hace bueno un fallo es la calidad de los argumentos con que se motiva cada uno de los pasos que llevan a él. Si la esencia de la buena sentencia fuera dar con la verdadera solución para el caso, importaría la verdad de dicha solución hallada más que el acierto al explicarla.

 Tal vez por eso el neoconstitucionalismo imperante se hace cómplice de la pésima calidad de la motivación de muchas sentencias, especialmente de tribunales constitucionales, en las que, so pretexto de darle al caso la solución que la justicia demanda, se hace tabla rasa de la lógica y el sentido común y se

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Pero las cosas son exactamente al revés, y entre dos fallos distintos de dos casos perfectamente idénticos se entenderá hoy comúnmente que no es más correcto el que encierre la verdad del derecho, sino el que esté mejor y más convincentemente fundamentado. En consecuencia, cuando un juez interpreta una norma, condicionando con ello el contenido final de su fallo para el caso, está realizando una elección que debe justificar mediante argumentos contenidos en la propia sentencia. ¿De qué manera puede y debe hacerlo? Mediante argumentos interpretativos. Pero, ¿vale aquí cualquier argumento como argumento justificatorio de la elección de una de las interpretaciones posibles? La respuesta es negativa, pues ocurre algo similar a lo que vimos en nuestro ejemplo de la vida ordinaria, el de la promesa. Toca, por tanto, definir qué se entiende por argumentos interpretativos, cuáles son admisibles y cuáles son las clases de éstos. 10. Para dar significado a cualquier cosa es preciso tomar una referencia, adoptar un punto de vista. De una persona que se arrodilla y mira al cielo, desde un punto de vista religioso se puede decir que está orando, desde un punto de vista psiquiátrico quizá se está autoinfligiendo un castigo porque se siente culpable y desde un punto de vista social tal vez está representando un papel aprendido con el que busca cierta reacción de quienes la rodean. Con los enunciados normativos no sucede distinto. El juez que ha de precisar el significado del enunciado normativo que va a aplicar a la resolución del caso tiene que atenerse a alguna pauta, arrancar de algún dato con el que correlacionar tal enunciado para obtener una visión más precisa del significado concreto de éste. Tomemos un ejemplo. El juez que interpreta el enunciado normativo N se ve en la necesidad de elegir entre dos interpretaciones posibles del mismo, S1 y S2, de cada una de las cuales van a derivarse diferentes consecuencias decisorias para el caso. Pongamos que ese juez adopta un punto de vista religioso y dice que se debe dar preferencia a S1 por ser el contenido resultante el que mejor se compadece con el credo cristiano. Habría usado lo que podríamos llamar un canon teológico de interpretación. Y, sin duda, su proceder no nos parecerá admisible, por incompatible con los fundamentos de nuestro derecho. O imaginemos que ese juez se inclina por S2 con el argumento de que el sentido así resultante de N es el estéticamente más bello, el más acorde con las pautas

derrochan falacias y paralogismos. Fiat iustitia pereat argumentum, debería ser su lema. Lo chocante es que, al tiempo, muchos de esos neoconstitucionalistas se proclaman simpatizantes o fervientes seguidores de la teoría de la argumentación, cuando deberían más bien decirse seguidores de la teoría de la adivinación jurídica.

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vigentes de belleza literaria. El canon o argumento aquí sería de tipo estético, y suscitará en nosotros el mismo rechazo. ¿Qué tienen en común ese posible canon o argumento teológico y ese canon o argumento estético, que hace que la interpretación resultante no nos parezca justificada en tanto que interpretación jurídica? Pues que se trata de dos argumentos interpretativos no admisibles en nuestra cultura jurídica. En cambio, si tal juez echa mano de un canon o argumento teleológico, o de uno sistemático, o de uno subjetivo, alusivo a la voluntad del legislador, o de uno social, etc., la interpretación resultante nos convencerá más o menos, pero no diremos que carece de justificación admisible. Así pues, de entre las referencias o puntos de vista que el intérprete en derecho puede tomar en consideración para producir argumentos con los que justificar sus opciones interpretativas, hay unos que aquí y ahora, en nuestra cultura jurídica, resultan admisibles y otros que resultan inadmisibles. Una interpretación se considera justificada cuando aparece expresamente respaldada por argumentos interpretativos admisibles. Por contra, la que se base en argumentos inadmisibles se tendrá por no justificada, lo que es tanto como decir arbitraria. Y en esto hay más consenso del que podría pensarse. Baste reparar en que prácticamente ningún jurista en nuestro medio admitiría aquellos argumentos teológico o estético como fundamento válido de una interpretación, por mucho que ellos sean plenamente respetables en cuanto rectores de las elecciones que tienen lugar en otros ámbitos distintos del de la decisión jurídica. ¿Qué notas diferencian a los argumentos interpretativos admisibles de los inadmisibles? Las dos siguientes: habitualidad y vinculación a algún valor central del sistema jurídico-político. La habitualidad significa que los argumentos interpretativos funcionan al modo de los tópicos de que hablaba Theodor Viehweg, es decir, que reúnen las siguientes características interconectadas: a. son muy usados en un momento histórico dado, aparecen con mucha frecuencia en las sentencias y la literatura jurídica en general a la hora de fundamentar las interpretaciones; b. gozan de consenso anticipado entre los expertos en derecho y los avezados en el lenguaje jurídico, de modo que se les acepta sin cuestionamiento como referencias o argumentos que deben usarse a la hora de interpretar las normas; c. por ello, el significado que avalan pasa a verse como un significado justificado de la norma, de manera que sólo mediante otro argumento admi-

 Es decir, que toma como referencia para la interpretación de la norma “la realidad social del tiempo en que ha de ser aplicada”, como dice el artículo 3.1 del Código Civil español.

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sible puede destruirse la preferencia significativa así sentada. Un argumento teológico no tiene en nuestra cultura jurídica ninguna de esas tres propiedades conexas; un argumento teleológico tiene las tres. Por tanto, la praxis tiene en cada momento sus reglas, ligadas, naturalmente, al contexto histórico, social, político, etc. La tipificación de esas reglas no necesita su positivación bajo forma de normas jurídicas (aunque puede darse), pues tiene lugar siempre, y de modo mucho más eficaz, conjuntamente en la doctrina y en la praxis judicial. La conexión con algún valor considerado básico para el sistema jurídicopolítico es el segundo requisito de los argumentos admisibles. Veámoslo primero en negativo con los ejemplos anteriores. Si el argumento teológico o el estético no resultan aceptables en nuestra cultura jurídica no es sólo porque no sean habituales en las sentencias ni en la doctrina, sino también y principalmente porque suponen tomar como dirimentes del sentido de las normas ciertos datos pertenecientes a la conciencia puramente subjetiva y personal del individuo que decide, y esto es en el derecho moderno sinónimo o fuerte indicio de arbitrariedad. En efecto, por lo que a la religión se refiere, en nuestros órdenes político-constitucionales modernos ha pasado a ser una cuestión de conciencia individual y de libre opción personal, pero no la pauta con la que se pueda gobernar la convivencia, pues entre los ciudadanos los habrá de distintos credos religiosos o sin ninguno. Así que un juez que pase el derecho que aplica por el tamiz de sus convicciones religiosas, que son personales y que no pueden contar socialmente como verdades objetivas comunes para todos, será un juez que está dando como argumento general lo que no es más que un argumento personal, es decir, válido sólo para él y los que con él comulguen. Y con el argumento estético pasaría otro tanto, pues supondría que la interpretación de la norma por el juez sería pura cuestión de gusto, y sobre gustos no se puede discutir. También el gusto es una cuestión privada y personal que no se puede alzar a referente de la organización colectiva. Otra forma de expresar todo esto es aludiendo a que cuando al juez se le exige que motive sus elecciones no se quiere decir meramente que diga qué le llevó personalmente a una preferencia u otra, sino que dé razones que se puedan discutir desde la común participación en ciertos valores y convicciones. En suma, podemos debatir en el foro jurídico

 Salvo que se trate de un Estado que oficialmente se proclame confesional.  Por eso mismo resulta muy delicado que el juez use un argumento interpretativo de justicia, ya que en una sociedad que por imperativo social y constitucional es pluralista las concepciones de lo justo son, legítimamente, varias y diversas y nadie tiene derecho a imponer sus patrones de justicia sobre los de los demás, salvo el legislador legitimado por la elección mayoritaria, y aun así con fuertes garantías para la ocasional minoría.

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y político sobre si es preferible como fin social la estabilidad en el empleo o la disminución del desempleo, por ejemplo, pero no si es más verdadero el dios de los unos o el de los otros, o si es más bello un poema de Rubén Darío o uno de César Vallejo. Pongámoslo ahora en positivo. Todos los argumentos interpretativos admisibles aparecen vinculados a algún valor jurídico-político muy relevante. Es decir, si nos preguntamos por qué el argumento interpretativo A es admisible y debe seguir usándose, la respuesta será siempre que el empleo de dicho argumento contribuye a asegurar la vigencia o mejor realización de alguno de esos valores. Algún ejemplo. Pensemos en el argumento subjetivo, en terminología tradicional, que alude a la voluntad del legislador como pauta válida de interpretación. Es un argumento admisible que, en realidad, se desdobla en dos: el semántico-subjetivo (qué quiso decir el legislador, cómo entendía él las palabras y expresiones que usó en la norma) y el teleológico-subjetivo (qué quiso conseguir el legislador, qué fin se proponía alcanzar con la norma que dispuso). En cualquiera de esas dos variantes, el valor que subyace es el de autoridad legítima. Se estima positivo que el que está legitimado para crear las normas jurídicas que nos vinculan sea, en razón de esa su legitimidad, obedecido en la mayor medida posible. El derecho legítimo es el que resulta de una autoridad legítima, y reforzar ésta mediante la interpretación supone aumentar la legitimidad de aquél. Otro ejemplo: el argumento sistemático, en cualquiera de sus modalidades. Le subyace siempre el valor coherencia del sistema jurídico. Estamos de acuerdo en que un sistema jurídico dotado de coherencia y congruencia interna es mejor y más útil que uno lleno de contradicciones e incongruencias. Ese grado de coherencia se puede aumentar por vía interpretativa, por ejemplo evitando la aparición de antinomias (coherencia lógica), haciendo prevalecer el mismo sentido, a falta de fuertes razones en contra, para las diversas ocasiones en que el legislador use una misma palabra, en lugar de atribuirle significados distintos en cada ocasión (coherencia lingüística), entendiendo que todos los preceptos que regulan una materia o se refieren a ella parten de una idéntica noción de la misma y no viéndolos como un totum revolutum del que no se desprende ninguna imagen congruente de dicha materia (coherencia material). Vemos así, en apretada síntesis, que a diversas variantes del argumento sistemático les subyace, como fundamento de la validez justificatoria de dicho argumento, la idea de coherencia del sistema jurídico, en sus distintos aspectos. No puedo proseguir aquí con los ejemplos, pero una de las tareas de la teoría de la interpretación jurídica es la de enumerar los argumentos interpretativos válidos y explicar qué valor justifica esa utilidad de cada uno. No puede dejar de mencionarse que la lista será diferente según sea que la elabore un positi-

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vista o un partidario de la concepción que he llamado axiológica. El positivista tenderá a descartar de la lista el argumento de justicia, puesto que no cree en la objetividad mínima de los resultados de su aplicación, mientras que el otro, convencido de que en materias de justicia también hay verdades cognoscibles más allá del pluralismo y la legítima discrepancia, incluirá tal argumento entre los más dirimentes de la elección entre interpretaciones posibles e, incluso, más allá de las interpretaciones posibles, como ya se mencionó. Tenemos ahí, en la enumeración de los argumentos que son interpretativos y admisibles, la primera gran fuente de discrepancias en teoría de la interpretación. La segunda se da a propósito de la jerarquía entre ellos. Son dos problemas distintos el de qué argumentos valen y el de cuáles de los que valen valen más. 11. Pero no todos los que valen, no todos los argumentos interpretativos admisibles, funcionan en el razonamiento interpretativo de la misma manera y con las mismas prestaciones. Conviene diferenciar, dentro de los argumentos interpretativos, entre criterios y reglas de la interpretación. Los criterios de interpretación ofrecen justificaciones válidas y admisibles para una opción interpretativa. Está justificada la opción interpretativa que se apoye en un criterio interpretativo, pero siempre sabiendo que contra el criterio que respalda una opción interpretativa se puede hacer valer un criterio que sostenga una opción interpretativa distinta. Si las interpretaciones posibles de N son S1 y S2, en favor de S1 puede invocarse tal vez con propiedad un criterio teleológico-subjetivo y en favor de S2 un criterio teleológico-objetivo. Esto nos lleva a una constatación importante, como es que puede perfectamente darse el caso, y hasta suele, de que todas las interpretaciones posibles de un enunciado normativo pueden ser interpretaciones justificadas, en cuanto que en favor de cada una puede correctamente invocarse algún criterio interpretativo admisible. Las reglas interpretativas son también argumentos interpretativos, es decir, aportan razones para la elección entre interpretaciones posibles, pero operan de otro modo. Las reglas interpretativas descartan o imponen una de las interpretaciones posibles. Por consiguiente, las reglas interpretativas se dividen en negativas y positivas. Reglas interpretativas negativas son las que eliminan alguna (o algunas) de las interpretaciones posibles, aun cuando pueda estar apoyada en uno o varios criterios interpretativos. Es decir, si las interpretaciones posibles de N son S1, S2…Sn, y si una regla interpretativa negativa es aplicable, quedará descartada una de esas interpretaciones posibles, por ejemplo S1. Estas reglas interpretativas negativas son las que excluyen cierta interpretación prima facie posible por poseer cierta propiedad que la regla señala como causa de exclusión.

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Reglas interpretativas positivas son las que marcan la preferencia de una de las interpretaciones posibles, por poseer cierta propiedad a la que la regla alude como dirimente de su preferencia. Naturalmente, si las interpretaciones posibles en discusión son sólo dos, la aplicación de una regla interpretativa negativa dirime a favor de la no descartada por ella. Si las interpretaciones posibles en discusión son más de dos, la elección deberá acontecer de entre las no descartadas por una regla negativa. Sean las interpretaciones posible dos o más, la aplicación de una regla interpretativa positiva dirime a favor de la preferible con arreglo a ella, frente a todas las demás. Importa resaltar también que, a diferencia de los criterios interpretativos, las reglas interpretativas, tanto negativas como positivas, no ofrecen referencias o puntos de vista para sentar significados justificados, sino meras pautas de selección de los previamente establecidos; esto es, no proponen significados sino que de entre los posibles y, en su caso, justificados mediante criterios, descartan unos o hacen prevalecer otros. Ahora pongamos algunos ejemplos de las unas y de las otras. Lo que muchos llaman la interpretación lógica y que aquí llamaremos argumento de interpretación lógico-sistemática, y que es una variante de los argumentos sistemáticos, es en realidad una regla interpretativa negativa, que rezaría así, en su formulación más frecuente: de entre las interpretaciones posibles se debe elegir una que no dé lugar al surgimiento de una antinomia en el sistema jurídico. Formulado lo mismo de modo más acorde con el carácter negativo de la regla, diríamos que de entre las interpretaciones posibles se debe descartar aquella (o aquellas, en su caso) que provoque la aparición de una antinomia en el sistema jurídico. Esto merece una breve ilustración. Si la norma N1 puede tener dos significados (S1N1 y S2N1) y existe otra norma N2 cuyo significado es opuesto a S1N1 o S2N1, se debe optar por el significado de N1 que no se oponga al significado de N2. Más precisamente, desarrollando este esquema: si tenemos que S1N1 → Ox S2N1→ ¬Ox y hemos establecido que N2 → Ox no podemos, en virtud de este argumento, elegir la interpretación S2N1.

 Esta regla la vemos operando en las llamadas sentencias interpretativas de los tribunales constitucionales. En ellas, como es sabido, dichos tribunales, al juzgar sobre la constitucionalidad de una ley dictaminan que ella es constitucional a condición de que no se interprete de determinada forma, con cierto significado, y la sentencia veta esa interpretación al tiempo que declara la constitucionalidad de la ley, que ya no va

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Podemos mencionar otras reglas interpretativas negativas, como puede ser la de evitación del absurdo, regla que aparece muchas veces bajo la denominación indistinta de argumento ad absurdum o apagógico. Formulada como aquí proponemos, dispondría que de entre las interpretaciones posibles debe descartarse aquella (o aquellas, en su caso) que llevarían a que la aplicación de la norma así interpretada produjera consecuencias marcadamente absurdas o claramente contraintuitivas, contrarias, pues, al elemental sentido común o a la “naturaleza de las cosas”, en el sentido menos metafísico de la expresión. No hay espacio aquí para extenderse más sobre esta nueva regla o sobre otras similares que se podrían traer a colación. Vamos ahora con las reglas interpretativas positivas. Son bastante comunes y muchas veces aparecen referidas a distintos sectores o ramas del sistema jurídico. Así, la regla del favor laboratoris en derecho laboral, la del favor minoris en derecho de menores, la del favor libertatis en derecho penal, entre otras muchas; o la llamada de interpretación favorable a los derechos fundamentales, que opera con alcance general. La estructura común de todas ellas puede describirse sintéticamente así: de entre las interpretaciones posibles en discusión, elíjase aquella cuya consecuencia supone una mayor realización del bien B (la protección del trabajador, el interés del menor, la mayor libertad del reo, la mejor realización del derecho fundamental que se vea afectado…). Naturalmente, para que una regla de este tipo opere tiene que ser posible distinguir entre las distintas consecuencias a que conduce la aplicación de la norma conforme a unas u otras de las interpretaciones posibles, y, sobre todo, tal diferencia en las consecuencias, por lo que al bien que se pretende dirimente se refiere, ha de aparecer suficientemente argumentada, como con carácter general para el uso de todos los argumentos interpretativos veremos prontamente.

a poder ser interpretada de ese modo descartado. Con ello los tribunales constitucionales evitan aquella interpretación que por hacer a la ley chocar con un precepto constitucional haría aparecer una antinomia entre la norma inferior (la ley así interpretada) y la norma superior, la constitucional, que debería resolverse invalidando la inferior, es decir, declarándola inconstitucional. La salvaguarda de la coherencia del sistema jurídico va ahí de la mano de otra regla interpretativa muy importante cuando se trata de la interpretación de normas legales, como es la de conservación de las normas jurídicas. Esta regla (que en la doctrina y la jurisprudencia suele denominarse principio, pero eso aquí ahora no importa gran cosa) dispone que siempre que sea posible hay que evitar que la interpretación dé lugar a la desaparición de una norma, y ello por dos razones: para que no aparezca una laguna, en su caso, con su correspondiente producción de incerteza, y para que sea respetada en la mayor medida posible la obra del legislador legítimo.  Hay en nuestros días preocupantes indicios de que tal regla interpretativa puede ser sustituida en derecho penal por la opuesta, la del favor securitatis. El “derecho penal del enemigo” del que tanto se habla desde que Jakobs actualizara esa vieja idea, tiene uno de sus presupuestos precisamente en tal alteración de las reglas interpretativas, tanto las de los hechos (se atenúa el alcance de la presunción de inocencia) como las de las normas.

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12. Para su correcto uso, los argumentos interpretativos, tanto criterios como reglas, tienen que estar bien argumentados; o, dicho de otro modo, no cumplen su función justificatoria de la elección de interpretaciones mediante su mera mención, sino que tienen que ser adecuadamente usados. ¿Qué quiere esto decir? Comencemos con un ejemplo sencillo. Estamos nuevamente interpretando la norma N, cuyas interpretaciones posibles son S1 y S2. El intérprete opta por S1, alegando que ese es el significado que mejor se corresponde con la voluntad del legislador (lo que el legislador quiso decir o lo que quiso conseguir, da igual aquí de cuál de las variantes se trate). Ha recurrido a un argumento interpretativo admisible, un criterio, el tradicionalmente denominado de interpretación subjetiva, pero si no dice más que eso se ha limitado a mencionarlo. S1 no es la interpretación que más se acomoda a lo que quiso el autor de N porque el intérprete lo diga, sino que tal relación habrá de acreditarse suficientemente. Es decir, el mencionado argumento principal (que S1 es el significado que mejor se corresponde con lo que quiso el autor de N) tiene que aparecer apoyado por subargumentos que lo muestren como verdadero o, al menos, como razonable y creíble. Lo anterior no es sino aplicación de lo que podríamos llamar la regla de oro de la argumentación jurídica y, consiguientemente, de la racionalidad argumentativa de las decisiones jurídicas (a excepción de las decisiones legislativas), que dispone, formulada para las sentencias, lo siguiente: toda afirmación contenida en una sentencia y que no sea perfectamente evidente e indiscutible debe fundarse con argumentos, hasta el límite último de lo razonablemente posible en el contexto de que se trate. Volviendo a nuestro sencillo ejemplo, la afirmación que el juez hace de que la voluntad del legislador fue V y no V´, y su consiguiente opción interpretativa por S1, como significado más acorde con V, debe aparecer apoyada en la expresa aportación de pruebas o indicios de que efectivamente fue V lo que el legislador quiso, de que fueron esos y no otros los contenidos de su voluntad al dictar la norma en cuestión. Para ello tendrá, en este caso, que echar mano de argumentos históricos: discusiones parlamentarias, redacciones de los sucesivos proyectos, declaraciones de los ponentes, programas de los partidos, etc. Porque si tales argumentos de apoyo no existen, si no son convincentes para lo que se quiere

 En éstas la racionalidad argumentativa tiene que ver con el procedimiento de su creación, con su carácter discursivo y con el modo como en el mismo se regulen y se distribuyan las posibilidades de argumentar. Sobre el particular puede verse, a título introductorio, nuestro trabajo “Razón práctica y teoría de la legislación”.  El argumento histórico es en la interpretación jurídica siempre un argumento auxiliar de otro argumento interpretativo principal.

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acreditar o si es discutible la verdad de los datos que se aportan, el argumento interpretativo principal dejará de estar justificado y se convertirá en una afirmación puramente arbitraria del juez (o del intérprete de que se trate). Lo dicho con este ejemplo sencillo vale para todos los argumentos interpretativos. Sólo que otros son mucho más complejos y es mucho más lo que en ellos se ha de argumentar suficiente y razonablemente, si se quiere que su uso sea argumentativamente correcto, es decir, respetuoso de una racionalidad argumentativa mínima y no mero subterfugio bajo el que apenas se esconda la arbitrariedad del intérprete, sus preferencias puramente personales. Veámoslo sucintamente. El argumento teleológico tiene dos variantes, teleológico-subjetiva y teleológico objetiva, como sabemos. Aquí nos ocuparemos sólo de esta última. Definición de argumento teleológico-objetivo: está justificado dar a los enunciados legales el significado que (en mayor grado) permita alcanzar el fin (o los fines) que una persona razonable hoy querría lograr al formular tales enunciados. La estructura de este argumento puede describirse así: Si el significado S de un enunciado legal permite (en la mejor medida posible) el cumplimiento del fin de dicho enunciado, está justificado asignarle ese significado S. Esto es: [FN ∧ (SN → FN)] → JSN Lectura: Dado que el fin de N sea F y dado que el significado S de N lleva a la realización del fin F de N, entonces está justificado dar a N el significado S. El empleo racional de este argumento requiere la justificación suficiente de las dos aserciones que componen su antecedente: que el fin de N es F (FN) y la implicación entre el significado S y el cumplimiento de dicho fin (SN → FN). a. La atribución a N del fin F, y no por ejemplo del fin F´, F´´… FN. El tipo de justificación requerido cuando se trata de esta variante teleológicoobjetiva es asunto complicado, pues pueden mezclarse enunciados normativos y empíricos, dependiendo de los matices o variaciones con que, a su vez, este argumento teleológico suele aparecer. Tomemos sólo dos de sus modelos más usuales: 1. A veces se caracteriza diciendo que el fin que debe guiar la interpretación de los enunciados legales es el que una determinada sociedad, a día de hoy, unánime o mayoritariamente les daría. Por tanto, el esquema aquí es: “Esta sociedad S quiere para la norma N el fin F”. Aquí se trata de afirmaciones empíricas que tienen que estar sostenidas por los correspondientes datos o indicios suficientemente acreditados; el esfuerzo demostrativo de la verdad de esos datos tendrá que ser tanto mayor cuanto menor sea la evidencia de la verdad de lo afirmado. No es igual de evidente afirmar “en esta sociedad todos

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aspiran a tener una buena vivienda” que afirmar “en esta sociedad todos son partidarios de que el Estado subvencione a las confesiones religiosas”. 2. Otras veces se caracteriza diciendo que el fin que debe guiar la interpretación de los enunciados legales es el que una (cualquier) persona razonable les daría. En la medida en que el sujeto al que se imputa esa preferencia entre fines no es un sujeto real y empírico, sino uno hipotético y construido con datos normativos, resulta crucial la fundamentación que se proponga para estos últimos. Es decir, se parte de una definición de sujeto razonable (o cualquier sinónimo) y habrá que justificar de modo suficiente y suficientemente convincente los datos de esa definición. No es igual definir como sujeto razonable, a estos efectos, al que posee una psicología propia de adulto que al que respeta las reglas de un determinado sistema moral. Cuando esto último ocurriera estaríamos ante el tan frecuente uso del argumento teleológico-objetivo para la imposición dogmática y camuflada de un determinado código moral con pretensiones de “objetividad”. Sea cual sea la variante, subjetiva u objetiva, quiere decirse que la afirmación FN sólo estará justificada cuando en el razonamiento interpretativo que la contenga se expliciten las razones en que se apoya. Es una cuestión gradual: el argumento será tanto más fuerte (y la correspondiente interpretación resultante tanto más justificada) cuanto más y mejores (menos discutibles o dudosas) sean esas razones. Éstas podrán ser empíricas (históricas, sociológicas, psicológicas…) o normativas (morales, políticas…). Sólo es prescindible sin daño de la racionalidad argumentativa la explicitación de aquella razón de total evidencia, indiscutible. Podemos representarlo así: (R1 R2 … Rn) → FN o así: R1 R2 ……

FN

Rn b. En segundo lugar, el empleo racional de este argumento requiere la demostración o fundamentación suficiente de la implicación causal que contiene, la afirmación de que la aplicación de la norma N con el sentido S tiene como efecto o consecuencia el cumplimiento del fin FN.

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El pleno desarrollo argumentativo de ese extremo en el contexto de un razonamiento interpretativo en que se sopesen diversas interpretaciones posibles (y, en su caso, justificadas) supone algo más que el mero mostrar que de la aplicación de la norma N interpretada con el significado S se sigue la realización del fin F. Porque pudiera ocurrir que de otro significado S´ se pudiera mostrar también que se sigue la realización del fin F, o incluso una realización en más alta medida. Por tanto, para la justificación racional del argumento interpretativo teleológico, es decir, para su correcto uso, tiene que quedar suficientemente claro y fundado que sólo la interpretación de N con el significado S permite la realización del fin FN; o que ese es el significado que permite una mejor realización de FN. En consecuencia, es argumentativa y racionalmente deficiente el uso de este argumento con la mera justificación de que SN → FN. Esto es condición necesaria, pero no suficiente. También se ha de acreditar que ninguna otra interpretación de SN lleva a la realización (o a la realización mejor) de FN. Son necesarios, pues, razonamientos de corte empírico, generalmente prospectivos o probabilísticos. Podemos establecer la siguiente regla para estos razonamientos en cuanto parte del correcto uso del argumento interpretativo teleológico: Tendrán que ser tanto más o mejores las pruebas o indicios que expresamente se aporten en favor de la implicación causal entre SN y FN cuanto menos evidente o indiscutible sea dicha implicación. El reverso de esta regla, o su complemento, es la exigencia de que en la misma medida tiene que quedar suficientemente justificado que dicho efecto de realización de FN no se sigue (o no se sigue en tal medida) de S´N… SnN. Estamos, pues, ante necesarios razonamientos de ponderación de consecuencias: muestran qué consecuencias se desprenden de cada interpretación en litigio y, segundo paso, se justifica cuál de esas consecuencias se corresponde mejor con la realización del fin del enunciado legal interpretado. No es éste lugar para intentar una exposición sistemática de todos los argumentos interpretativos admisibles, tanto criterios como reglas, o al menos de los más importantes. Bastará concluir algo más sobre los alcances posibles de la racionalidad en el razonamiento interpretativo de los jueces.

 Dejo de lado aquí el análisis de los casos en los que sean varios los fines que se han adscrito al enunciado legal, ya se trate de fines que se hayan de alcanzar alternativa o cumulativamente.

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13. Las doctrinas de la interpretación de los dos últimos siglos se han movido entre dos extremos: por un lado el de la confianza en la posibilidad de racionalidad plena de las decisiones interpretativas de los jueces, basada en la total certidumbre y la perfecta sistematicidad del derecho, ya se entienda éste como conjunto de enunciados positivos (escuela de la exégesis), como conjunto de conceptos o entidades “jurídicas” ideales (jurisprudencia de conceptos) o como conjunto articulado de valores (jurisprudencia de valores y neoconstitucionalismo); y, en el otro extremo, el irracionalismo propio de los realismos jurídicos y que tan claramente formulara Alf Ross, entendiendo que las elecciones del juez son libérrimas por definición, basadas siempre en móviles personales inconfesos y que se disfrazan de razones pseudoobjetivas mediante una serie de cánones interpretativos que no son más que fórmulas vacías que encubren la irreducible arbitrariedad. En las últimas décadas las llamadas teorías normativas de la argumentación jurídica (o al menos algunas de ellas) han introducido una cierta salida intermedia, que consistiría en pensar que el juez posee siempre amplios márgenes de libertad interpretativa, pero que no puede colmarlos a su antojo, pues ha de argumentar sus elecciones con razones, con argumentos, y que cuanto más pertinentes y convincentes sean dichos argumentos, y cuanto más correcto y exhaustivo el razonamiento que los contenga, tanto mayor será la racionalidad de la referida decisión. Considero útil esa teoría normativa de la argumentación jurídica, a condición de que no pase de ser una teoría normativa débil; es decir, que ofrezca pautas básicamente formales, relativas al mínimo de argumentos necesarios y a su adecuada estructura interna, al modo de interrelacionarse y a la corrección formal de las inferencias que en los correspondientes razonamientos se contengan, con el propósito principal de evitar cualquier tipo de falacia en la motivación de las decisiones judiciales. Con ello no disponemos, ni mucho menos, de un instrumento para averiguar cuál sea la única solución correcta para cada caso, pero sí para criticar la deficiente racionalidad de muchas sentencias y su consiguiente exceso de arbitrariedad mejor o peor disfrazada con retórica. E incluso para establecer una cierta (pero muy elemental) escala comparativa de decisiones más racionales o menos. Por ejemplo, una decisión que se base en un único argumento que envuelva una falacia lógica como la de negación

 Incluyendo, por supuesto, la corrección lógico-formal, lo que de Wróblewski para acá suele denominarse la “racionalidad interna” de la decisión, distinta de su racionalidad externa, que tiene que ver con la pertinencia y razonabilidad de los contenidos de las premisas y que es la que depende de la calidad de la correspondiente justificación argumentativa.

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del antecedente será muy escasamente racional en términos argumentativos, menos que otra que no contenga defecto lógico. Creo que el tipo de herramientas que desarrolla una teoría de la interpretación como esta que propongo tiene una utilidad crítica y quiere ser apta ante todo para el análisis de sentencias. Tiene, pues, un fin primario de crítica fundamentalmente negativa, si bien al servicio de un propósito último de disminución de la arbitrariedad y la incompetencia de tantos jueces, incluso entre los más altos. En cualquier caso, el tipo de racionalidad mínima que aquí se busca es totalmente compatible con la aceptación de la discrecionalidad judicial. Y esta discrecionalidad es de uso perfectamente legítimo cuando el juez tiene que elegir entre interpretaciones posibles que están o pueden fácilmente estar cada una justificada por criterios interpretativos perfectamente usados, sin trampa ni cartón. Cuando las razones de cada opción son lo bastante buenas y aparecen expuestas con suficiente rigor y pormenor, no queda ya mejor razón que el parecer independiente y bienintencionado del juez. Pero, aun así, debemos seguir pidiéndole que justifique su elección y que haga expresas sus razones últimas. Tal vez nos aboque a la ficción exigirle tanto, pero será una ficción educativa, educativa para él, juez, y para nosotros, ciudadanos, que tenemos que saber que de cualquier acción limpia es siempre posible dar razones, enseñar las cartas. indicaciones bibliogrficas He prescindido en este trabajo, en aras de la claridad, de las habituales referencias bibliográficas en el texto y a pie de página. Me permito ahora proponer alguna bibliografía complementaria y para profundización y contraste de algunas de las ideas principales mencionadas en el texto. Precisiones conceptuales básicas sobre las nociones relacionadas con la interpretación se contienen en Hernández Marín, Rafael. Interpretación, subsunción y aplicación del derecho, Madrid, Marcial Pons, 1999.

 Analicé alguna sentencia de ese tipo en mi trabajo “Sobre el argumento a contrario en la aplicación del derecho”.

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Dos obras en español muy actuales y llenas de ideas y referencias de gran importancia son: Haba, Enrique Pedro. El espejismo de la interpretación literal. Encrucijadas del lenguaje jurídico, San José de Costa Rica, Corte Suprema de Justicia, Escuela Judicial, 2003. Iturralde Sesma, Victoria. Aplicación del derecho y justificación de la decisión judicial, Valencia, Tirant lo Blanch, 2003. Muy interesantes consideraciones sobre la valoración de los hechos en el proceso penal se contienen en dos obras de Juan Igartua Salaverría: Valoración de la prueba, motivación y control en el proceso penal, Valencia, Tirant lo Blanch, 1995. El caso Marey. Presunción de inocencia y votos particulares, Madrid, Trotta, 1999. Para la historia del debate moderno sobre metodología de interpretación y aplicación del derecho sigue siendo de utilidad el tratado de Larenz: Larenz, Karl. Metodología de la ciencia del derecho (trad. de M. Rodríguez Molinero de la 4.ª ed. alemana), Barcelona, Ariel, 1994. La postura de Hart sobre lenguaje jurídico e interpretación está expuesta en: Hart, H. L. A. El concepto de derecho (trad. de Genaro R. Carrió), 2.ª ed., Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1968. Una excelente exposición de la discusión doctrinal sobre interpretación, con buena exposición de las posturas de autores como Kelsen, los realistas estadounidenses, Ross, Hart y Dworkin puede verse en: Lifante Vidal, Isabel. La interpretación jurídica en la teoría del derecho contemporánea, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1999. La visión positivista de los problemas del lenguaje jurídico queda muy claramente expuesta, de modo ya clásico en:

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Carrió, Genaro R. Notas sobre derecho y lenguaje, Buenos Aires, AbeledoPerrot, 1965. Para una exposición de conjunto de las teorías de la argumentación jurídica, en sus distintas modalidades actuales, sigue siendo muy útil: Atienza, Manuel. Las razones del derecho. Teorías de la argumentación jurídica, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1991. Algunas de las ideas que expongo en el texto de este artículo habían sido adelantadas o apuntadas en algunos anteriores trabajos míos: García Amado, Juan Antonio. “Razón práctica y teoría de la legislación”, Derechos y Libertades, 5, julio-diciembre de 2000, pp. 299 a 317. García Amado, Juan Antonio. “Sobre el argumento a contrario en la aplicación del derecho”, Doxa, n. 24, 2001, pp. 85 a 114. García Amado, Juan Antonio. “La teoría de la argumentación jurídica. Logros y carencias”, Revista de Ciencias Sociales (Universidad de Valparaíso, Chile), n.º. 45, 2000 (aparecido en enero de 2002), pp. 103 a129. García Amado, Juan Antonio. “La interpretación constitucional”, Revista Jurídica de Castilla y León, n.º 2, febrero de 2004, pp. 37 a 74. (Estos cuatro trabajos están también incluidos en mi libro Ensayos de filosofía jurídica, Bogotá, Temis, 2003.) García Amado, Juan Antonio. “El argumento teleológico: las consecuencias y los principios”, en R. Zuloaga Gil (ed. y comp.). Interpretar y argumentar. Nuevas perspectivas para el derecho, Medellín, Librería Jurídica Sánchez, 2004, pp. 13 a 27.

2 . l a a r g u m e n ta c i  n y s u s l u g a r e s e n e l razonamiento judicial sobre los hechos I . ¿ q u  e s y pa r a q u  s i r v e l a t e o r  a d e l a a r g u m e n ta c i  n j u r  d i c a ? ¿Cuál ha sido la aportación fundamental de ese ramillete de doctrinas que, aun en su diversidad, se conocen como teoría de la argumentación jurídica? Podría sintetizarse en los siguientes postulados: 1. Toda valoración que el juez realice y que sea relevante para su decisión final del caso debe estar expresamente justificada mediante argumentos. 2. Esos argumentos han de tener tres propiedades que podemos denominar formales: no deben contener inferencias erróneas, no deben ser incompletos, en el sentido de que todas sus premisas no evidentes deben ser explicitadas, y han de ser pertinentes, es decir, tienen que versar sobre el verdadero contenido de las premisas del juicio que se quiere fundamentar. 3. Esos argumentos deben ser convincentes o, si se quiere utilizar una expresión menos rotunda, han de poder ser juzgados como razonables por cualquier observador imparcial, en el marco de la correspondiente cultura jurídica. Este requisito plantea la necesidad de que, como mínimo, dichos argumentos sean admisibles, y que lo sean por estar anclados en o ser reconducibles a algún valor esencial y definitorio del sistema jurídico propio de un Estado constitucional de derecho. La satisfacción de esas exigencias es condición de que la decisión judicial merezca el calificativo de racional conforme a los parámetros mínimos de la teoría de la argumentación. Con ello se comprueba que la racionalidad argumentativa de una sentencia no depende del contenido del fallo, sino de la adecuada justificación de sus premisas. Podría añadirse un cuarto requisito: que ni las premisas empleadas y justificadas ni el fallo vulneren los contenidos de las normas jurídicas, al menos en lo que tales contenidos sean claros. Esta exigencia se desdobla, a su vez, en dos: a. que los elementos con que el juez compone su razonamiento decisorio no rebasen los límites marcados por las normas procesales; b que el fallo no contradiga el derecho sustantivo. Pero sobre este aspecto habrá que hacer algunas consideraciones más adelante, pues el punto a nos aboca a temas tales como la relectura y refundamentación del derecho procesal en clave argumentativa, así como al papel que juega la idea de verdad como guía del proceso; y el punto b nos lleva al controvertido tema de las relaciones entre la vinculación del juez a la ley o a principios materiales de justicia. 

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Precisemos brevemente el alcance de las citadas exigencias. Sobre 1. El requisito de que el juez justifique argumentativamente sus valoraciones determinantes supone la previa asunción de que tales valoraciones efectivamente acontecen en la práctica decisoria judicial y de que son decisivas para el resultado final, para la resolución de los casos. La teoría de la argumentación jurídica ocupa a este respecto un punto intermedio entre dos doctrinas que han tenido gran influencia en la teoría jurídica, el hiperracionalismo y el irracionalismo. Las primeras niegan que la práctica judicial sea valorativa; las segundas lo afirman, pero cuestionan la utilidad de todo esfuerzo de racionalización de esas valoraciones, que encerrarían nada más que opiniones y preferencias subjetivas del juez. El hiperracionalismo tuvo su más clara expresión en el positivismo ingenuo y metafísico del siglo xix, el de la escuela de la exégesis, en Francia, y el de la jurisprudencia de conceptos, en Alemania. Temerosos los doctrinantes y sus patronos de la discrecionalidad judicial, la niegan y mantienen que el juez puede y debe decidir mediante un simple silogismo, para el que las premisas le vienen perfectamente dadas y acabadas: la norma es por definición clara, coherente y completa y los hechos hablan por sí mismos, son perfectamente constatables y cognoscibles en su verdad o falsedad. Y, admiradores esos mismos profesores del legislador, ya sea por ver en él la encarnación de la soberanía popular, que no yerra, o del espíritu del pueblo representado por los príncipes o los señores, piensan que la ley va a ser siempre una obra perfecta que en nada tiene que ser concretada, aclarada o desarrollada por los jueces. En la labor judicial, por consiguiente, no queda espacio para las preferencias subjetivas del legislador, para sus valoraciones, y por ello nada hay de creativo ni de discrecional en las sentencias. El juez subsume y sólo subsume, encaja los hechos del caso bajo la ley, clara y congruente, y extrae el fallo sin poner ni quitar. Ese hiperracionalismo reaparece con potencia en buena parte de la teoría jurídica de las últimas décadas del siglo xx, en especial mediante la síntesis progresiva entre jurisprudencia de valores, principialismo dworkiniano y neoconstitucionalismo. Ahora no es la ley, la obra del legislador, la que se considera completa, coherente y clara, sino el derecho como un todo, como un sistema que, misteriosamente, ha cristalizado en una Constitución que es la quintaesencia de la verdad y del bien, ya sea por obra de la sabiduría del constituyente o como desembocadura de un muy hegeliano espíritu. El sistema jurídico se considera formado por dos componentes jerarquizados: la legislación positiva y los (o ciertos) valores morales, que se hallan en el escalón superior del sistema. Lo que el derecho positivo tenga de indeterminado se torna determinado y claro

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por referencia a ese superior componente axiológico; lo que tenga de injusto se corrige desde el mismo plano ético-jurídico. El juez puede y debe “aplicar” el derecho, así integrado, pues el derecho, al menos idealmente, proporciona para cada caso “la” solución correcta. Esa única solución correcta tiene la doble condición de ser, al tiempo, la jurídicamente debida y la moralmente debida. Derecho y moral, en íntima amalgama, se dan la mano para determinar los contenidos del fallo judicial. Si en el siglo xix aquel positivismo pensaba que la labor judicial era antes que nada un ejercicio de conocimiento guiado por la razón científica, contemporáneamente se vuelve a ver así, pero ahora bajo la tutela de la razón práctica. El buen juez no valora, sino que conoce; no crea o completa la norma, sino que “aplica” con objetividad el derecho. La doctrina decimonónica estimaba que había un método que auxiliaba al juez y garantizaba la adecuación de sus resultados, el método meramente subsuntivo; la de hoy señala que el método que cumple dicha función es el ponderativo. Sólo cambia la “materia prima” o la fuente en la que el juez descubre los contenidos debidos para su sentencia, que nada encierra de discrecional y valorativa: para la escuela de la exégesis era el puro tenor literal de los códigos, para la jurisprudencia de conceptos eran los conceptos, las categorías abstractas que poblaban el universo jurídico y que ya los romanos habían sabido hallar y sistematizar; para las corrientes iusmoralistas de ahora mismo son los contenidos de moral objetiva que impregnan los principios constitucionales y, por extensión, todo el ordenamiento jurídico. El irracionalismo fue históricamente la reacción radical contra aquel positivismo ingenuo del xix. Movimientos como la escuela libre de derecho o el realismo jurídico, en sus distintas versiones, resaltarán que el derecho positivo es incompleto, incoherente e indeterminado por definición, que el derecho natural o cualquier otra concepción moralizante y metafísica del derecho es una quimera y pretexto para que cada cual haga pasar su voluntad por expresión de la más alta justicia, y que la pretendida objetividad del hacer judicial no es más que encubrimiento de la subjetividad y excusa para fingir irresponsabilidad por el contenido de las sentencias. Los fallos judiciales son puro reflejo de las inclinaciones y los valores personales del juez; el juez, por tanto, crea derecho para cada caso y esa actividad valorativa y creativa es por definición incontrolable. No hay en puridad más derecho que lo que los jueces quieran mantener en sus sentencias y, todo lo más, debemos esforzarnos para que los jueces sean buenas personas, cultivadas y sensibles, a fin de que con sus decisiones no provoquen grandes desastres. La discrecionalidad judicial no sólo existe siempre y en todo caso, sino que es absoluta e incontrolable. Mejor que especular sobre la justicia

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de los fallos o sobre los correctos métodos del razonamiento judicial, deberíamos concentrar el esfuerzo en la selección y formación integral de los jueces. A ese irracionalismo inicial de la teoría del derecho se fueron sumando otras aportaciones. Las corrientes sociologistas resaltaron la influencia crucial que sobre la práctica jurídica ejercen las pautas culturales vigentes en cada lugar; el marxismo subrayó el componente clasista y superestructural del derecho, componente presente y operante también en la praxis judicial. Con el paso del tiempo, y ya en la segunda parte del siglo xx, la filosofía hermenéutica volverá a destacar la importancia de las tradiciones y de las precomprensiones socialmente imbuidas, el auge de las ciencias sociales someterá al derecho y sus operaciones a nuevos enfoques en clave sociológica, psicológica, económica y antropológica, y nuevos movimientos teóricos, como el feminismo o el de los estudios culturales, señalarán otros factores sociales y culturales que impregnan tanto la ley como las sentencias. La síntesis última de esas perspectivas y sospechas, en términos de teoría irracionalista del derecho y de la decisión judicial, la brindará en Estados Unidos la variada y pluriforme corriente que se conoce como Critical Legal Studies. En resumidas cuentas, frente al hiperracionalismo del positivismo decimonónico o del iusmoralismo actual y frente al irracionalismo, a la teoría de la argumentación le compete poner de manifiesto que las cosas de los jueces no son ni tan claras ni tan oscuras, que, entre el noble sueño y la pesadilla, en términos de Hart, cabe el camino intermedio de una posible racionalidad argumentativa, de un concepto débil, pero no inútil, de racionalidad. Ni es la práctica del derecho conocimiento puro, sin margen para la discrecionalidad judicial, ni es, por necesidad, extrema la discrecionalidad, trasmutada en arbitrariedad irremediable. Los jueces deciden porque valoran, pero esas valoraciones son susceptibles de análisis y calificación en términos de su mayor o menor razonabilidad: en términos de la calidad y fuerza de convicción de los argumentos con que en la motivación de las sentencias vengan justificadas. Ése sería el designio inicial o el mínimo común denominador de las diversas teorías de la argumentación jurídica. Pero a partir de ahí, y con los años, se ha producido una bifurcación que no se debe perder de vista. Una parte de la teoría de la argumentación, especialmente a partir del “segundo” Alexy y de su magna obra sobre derechos fundamentales, se dará la mano con el iusmoralismo y, sin llegar al extremo de abrazar expresamente la teoría de la única respuesta correcta, pues se admiten casos marginales de ejercicio de la discrecionalidad judicial, se pensará que la teoría de la argumentación constituye el método o el cedazo por el que la decisión judicial se filtra para poder convertirse en decisión material y objetivamente correcta. Las reglas de la argumentación racional ya no tienen

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la función negativa de descartar ciertas soluciones por hallarse deficientemente argumentadas; ahora adquieren tintes demostrativos, son la guía de la razón práctica en su averiguación de soluciones jurídicas que sólo serán racionales, admisibles y válidas si son justas. No es ocioso señalar que los autores que se acogen a esa vía suelen abrazar, expresa o tácitamente, una doctrina ética de tintes objetivistas y cognitivistas: el bien, lo que sea el bien, existe en sí, como propiedad independiente de los sujetos, y puede ser conocido por los sujetos que ejerciten la razón práctica mediante el adecuado método, el método de la argumentación racional. Creo que esa es, a día de hoy, la corriente mayoritaria entre los autores que cultivan la teoría de la argumentación jurídica, y de ahí la síntesis, cada día más habitual, entre teoría de la argumentación jurídica y neoconstitucionalismo. Pero también cabe una versión de la teoría de la argumentación jurídica dentro de los alcances del positivismo jurídico contemporáneo. Para que podamos aclararnos mínimamente en este asunto debemos comenzar por descartar las etiquetas apresuradas y las argucias retóricas, y más si nos estamos ocupando de las reglas del argumentar racional. La principal de esas trampas dialécticas consiste en lo que en España denominaríamos “dar lanzada a moro muerto”. Quiere decirse que los contendientes en este debate teórico suelen batirse con una versión caricaturesca y empobrecida de la doctrina rival. Tal ocurre si los positivistas se enfrentan a las tesis de Dworkin, Alexy o Atienza, por ejemplo, tildándolas de pura reedición del viejo iusnaturalismo, sea tomista o ilustrado. Y tal sucede igualmente cuando los iusmoralistas señalan como carencias teóricas del positivismo las que únicamente pueden predicarse de aquel positivismo del siglo xix. Ni pretenden estos iusmoralistas que el escalón superior del derecho lo formen ni la ley eterna ni una ley natural grabada en la naturaleza del hombre, ni es justo imputar a autores como Kelsen, Hart o Bobbio la creencia de que en la mera letra de la ley se halla la solución clara y perfecta para cualquier caso en derecho. El positivismo del siglo xx se construyó sobre varios pilares, bien visibles en los autores citados. El primero, el empeño en separar conceptualmente el derecho y la moral, de modo que, a efectos descriptivos, tan erróneo y estéril resulta afirmar que no es derecho la norma jurídica inmoral, como afirmar que no sería moral la norma moral antijurídica. Del mismo modo que, si se permite la comparación en lo que valga, ni en la medicina ni en la filosofía parece muy ventajoso confundir el amor con la fisiología o con la bioquímica, aun cuando mantengan evidentes relaciones. Cada cosa es lo que es, aunque podamos tener buenas y bien fundadas ideas sobre la mejor manera de acompasar la una con la otra. El segundo pilar es el rechazo de la metafísica, de la fundamentación metafísica de los sistemas normativos. Todo lo que es, incluidas las ideas e incluidos

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los sistemas normativos, es de este mundo, del mundo de los fenómenos empíricos y de las interrelaciones sociales. Del mismo modo que para el positivismo filosófico es ficticia por metafísica la bipartición del ser humano en cuerpo y alma, pues sólo el cuerpo podemos conocer y el alma se nos escapa por los derroteros de la fe y el misterio, el derecho no tiene un cuerpo positivo y un alma de moral objetiva. Otra cosa es que el uso del cuerpo trate de ser condicionado o gobernado desde diferentes ideologías o convicciones sobre la vida buena, la trascendencia o la salud del alma, igual que el uso del derecho es objeto de disputa entre visiones diversas de la sociedad justa o de la nación perfecta. Pero cada cosa es lo que es y las únicas certezas que podemos compartir, para organizarnos en común, son las certezas sobre lo que todos podemos igualmente captar, sobre los hechos. Y el pilar tercero es la impronta democrática. Los grandes positivistas jurídicos de la era contemporánea suelen tener también en común el ser importantes y esmerados teóricos de la democracia, empezando por Kelsen. El escepticismo ante la existencia o cognoscibilidad de “la” moral verdadera y ante la potencia resolutoria de una razón práctica común a todos lleva a estos autores a la apología del sistema político que supone el mal menor, pues es el que produce como normas jurídicas aquellas que contravienen las convicciones de menos ciudadanos y el que, desde el rechazo a la idea de que ni siquiera la mayoría sea titular de una verdad absoluta, garantiza el respeto de las minorías: el sistema mayoritario, el sistema democrático. Muchos nos sentimos, en el plano descriptivo, positivistas porque nos cuesta creer en la verdad absoluta de la opinión moral de nadie, ni siquiera de la propia; pero en el plano normativo abogamos por el positivismo por razón de democracia, somos positivistas del Estado de derecho y pensamos que el derecho creado democráticamente y en democracia (donde haya tal mínimamente, por supuesto; es una cuestión de escala) es el mejor de los derechos posibles como pauta para la vida en común. Sin perjuicio de que los positivistas discrepemos del contenido de muchas normas jurídicas y estemos dispuestos tanto a desobedecerlas con base en nuestra moral personal y de que podamos ser, al tiempo, celosos ejercitadores de todas nuestras libertades y de todos nuestros derechos políticos, como instrumentos para participar activamente en el cambio y mejora de las normas jurídicas vigentes. Pensar que el positivista jurídico es un conformista y resignado ante el poder es como afirmar que todo antipositivista es un santurrón o un insnaturalista de misa diaria. Este positivismo ha mantenido en todo momento otra idea que lo define: la afirmación de la inevitabilidad de la discrecionalidad judicial. Que las normas jurídico-positivas sean el único derecho no es sinónimo de que esas normas

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configuren un sistema jurídico perfecto, claro, coherente y sin lagunas. Ya hemos dicho que, menos aún, es sinónimo de que esas normas sean justas, justas para todos o justas a tenor de la verdadera moral. El juez trabaja con un material, las normas jurídicas, que está lleno de vaguedad, de contradicciones, de lagunas. Y por eso entre el sistema jurídico que tiene que aplicar el juez y su sentencia se interpone la actividad valorativa del juez, del juez que elige entre interpretaciones posibles de los enunciados jurídicos, que tiene que resolver también cuando no halla norma aplicable o que tiene que elegir entre las normas aplicables, cuando son varias y del mismo rango. Ahí es donde también el positivista encuentra espacio para la teoría de la argumentación, como teoría que traza pautas para el control del razonamiento judicial y, ante todo, para evitar en lo posible que la insoslayable discrecionalidad judicial degenere en impune e incontrolable arbitrariedad. En suma, las herramientas que aporta la teoría de la argumentación pueden ser apropiadas tanto por una teoría positivista como por una teoría iusmoralista del derecho, aunque con distintos objetivos y diverso alcance. Para el iusmoralismo la argumentación racional es el método adecuado para establecer y fundamentar las soluciones correctas para los casos en derecho. Aquí se maneja un sentido fuerte de la idea de corrección y de la idea de racionalidad. La actividad discursiva, el intercambio de argumentos, el esfuerzo dialéctico y deliberativo de, por un lado, las partes en el proceso y, por otro, el juez guiado por la razón práctica, sirve para que pueda quedar demostrado hasta el límite de lo humanamente posible cuál es la decisión que la razón y la justicia, de consuno, demandan para el asunto litigioso. Muy diversos argumentos pueden y deben ser tomados en consideración en cada caso y en todos se encierran valores dignos de ser ponderados (el tenor de la norma, el fin de la misma, su inserción sistemática, la intención del legislador, los precedentes, las necesidades sociales, la situación de los sujetos, etc.), pero uno vale por encima de todos: la justicia de la concreta resolución. De ahí que, para la teoría de la argumentación de corte iusmoralista, todos esos argumentos cuenten y deban tener su peso a la hora de justificar la decisión, pero su validez fundamentadora es sólo prima facie o en principio. Eso último significa dos cosas. Una, que, a falta de argumentos mejores de tipo moral o de justicia, esos otros deben ser la base de la decisión. Otra, que la vinculación de aquellos argumentos al sistema jurídico-positivo establecido –su carácter intrasistemático, con la presunción de validez y legitimidad de dicho sistema– implica que la carga de argumentar y desactivar sus propuestas pase a quien contra ellos propone el argumento moral o de justicia. Pero el sólido respaldo argumentativo de este último lo convierte en el debido ganador y

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será él, el de justicia, el que en ese caso deba imponerse, aunque sea en detrimento de aquellos datos y argumentos sistemáticos, en detrimento de lo que diga o pueda significar, se interprete como se interprete, la norma positiva. La justicia gana siempre, aunque no se muestre en sus contenidos por sí misma y en su evidencia, sino que tenga que ser explorada y averiguada a través de la argumentación. Y ha de quedar claro que esa justicia del caso que por esa vía se descubre y se sienta no es el producto de la discrecionalidad del juez, sino el resultado del recto ejercicio de la razón práctica. Mediante la argumentación racional no decidimos dando razones que quieren ser convincentes, sino que conocemos gracias a esas razones y, sobre dicha base, decidimos. Para el iuspositivismo, la argumentación judicial respetuosa de ciertas reglas racionales es la herramienta que nos permite diseccionar críticamente las sentencias a fin de diferenciar cuando contienen un recto ejercicio de la discrecionalidad y cuando pueden ser sospechosas de arbitrariedad. El juez que fundamenta adecuadamente su fallo no ha demostrado con ello su plena corrección material o su justicia, no nos da cuenta de que haya descubierto mediante el sano ejercicio de la razón práctica la única solución correcta. Simplemente nos hace ver que, con los argumentos que el sistema jurídico le permite manejar, ha tratado de alcanzar la solución que le parece más correcta y, además, nos hace partícipes de sus razones con el propósito de convencernos de que es un juez en su papel y no alguien que trata de imponer sus convicciones sobre cómo debe ser y organizarse el mundo, su moral o sus intereses. Esa relativización de la utilidad de la argumentación racional es la que explica que, por lo general, resulte mucho más fácil al positivista que al iusmoralista afirmar simultáneamente que una decisión judicial es racional, en el sentido de que no hay tacha en su fundamentación argumentativa, y que, al tiempo, discrepa con ella. Para el positivista no rige, aplicada a la decisión judicial, la máxima de que la verdad no tiene más que un camino (el mío), por mucho que ese camino se construya a golpe de argumento. La teoría de la argumentación jurídica es una teoría de la decisión jurídica racional. Sus presupuestos básicos se pueden resumir así: a. Es una teoría dialógica o discursiva de la racionalidad. Cuál sea el contenido de la decisión racional es algo que no se puede conocer o descubrir ni mediante la intuición particular ni mediante ningún género de reflexión o análisis meramente individual, mediante la razón monológica, la de alguien que “habla” consigo mismo, estudia en soledad y reflexiona. Es en el discurso, en el diálogo, en el debate leal entre argumentos y argumentantes donde se puede sentar el contenido debido de la decisión.

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b. Es una teoría consensualista de la racionalidad. Racional será aquella decisión apta para alcanzar el consenso entre los concretos argumentantes y de cualquier argumentante; es decir, de cualquiera que tenga interés y razones para preguntarse sobre el asunto y que aporte dichas razones como argumentos y valore los argumentos ajenos. No hay racionalidad sin consenso o sin aptitud de la decisión para lograr, como ideal, ese consenso general. c. Es una teoría procedimental de la racionalidad. No hay racionalidad sin consenso, pero no todo consenso es consenso racional. Sólo será racional el acuerdo que se consiga en un discurso, en un diálogo en el que los argumentantes respeten ciertas reglas, que son las reglas de la argumentación racional. Esas reglas constituyen lo que podría denominarse el “derecho procesal” de la argumentación racional. Pueden sintetizarse en que ningún argumentante legitimado por un interés en el asunto que se decida debe ser privado de su derecho a argumentar, todos han de poder argumentar con igual libertad y los argumentos de todos deben ser tomados en consideración con idéntico respeto e igual consideración inicial. Se presupone también, como no podría ser de otro modo, que se respeta la lógica común de nuestros razonamientos, es decir, que se hacen inferencias válidas y se evitan las falacias lógicas, así como que el lenguaje se usa con sus significados compartidos y que no se echa mano de un lenguaje privado o ad hoc. Si un discurso gobernado por dichas reglas desemboca en un acuerdo, ese acuerdo será racional y la consiguiente decisión merecerá el mismo calificativo. d. Es una teoría formal, no material, de la racionalidad. Como consecuencia de lo anterior, el contenido de la decisión racional no está predeterminado, no se halla preestablecido antes del discurso, sino que se sienta precisamente en el discurso, en esa argumentación racional: el contenido de la decisión racional será el contenido de ese acuerdo que se ha alcanzado argumentando racionalmente. En este sentido se dice también que estamos ante una doctrina de tipo constructivista. Si es correcta la anterior descripción de los presupuestos filosóficos de la teoría de la argumentación, debemos pasar a preguntarnos cuál puede ser su utilidad real como patrón de análisis y crítica de las decisiones jurídicas. No se debe perder de vista que en el derecho, por razones prácticas ligadas a la función de los sistemas jurídicos, las decisiones acontecen de modo autoritativo y sometidas a limitación de interlocutores y de plazo. Además, las normas jurídicas sirven precisamente como pauta para poner fin a las disputas. Un juez decide porque las partes no están de acuerdo –y por eso hay pleito– y porque las partes no se han puesto de acuerdo durante el proceso, cuando dicho acuerdo sea relevante

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para poner fin a tal pleito. Además se ha de distinguir entre la argumentación en el proceso y la argumentación del juez en la motivación de la sentencia. En cuanto a la argumentación de las partes en el proceso, resulta de sumo interés replantear las garantías procesales como garantías de los “derechos” argumentativos de las partes, como salvaguarda de que las partes se hallen en el proceso en la situación que la teoría de la argumentación presenta como propia de la argumentación racional: con paridad de armas, en situación de igualdad, con libertad para aportar argumentos y contraargumentos, etc. Subyace la idea de que el juez ha de formarse una convicción sobre los hechos del caso y sobre las normas que no sea puramente de su cosecha, sino el resultado de ese toma y daca. Las reglas procesales no sólo velan por la igualdad y libertad de los partes que exponen sus razones, sino que también encauzan esa argumentación de las partes para que se eviten las trampas argumentativas, la deslealtad en el discurso, la manipulación interesada y la tergiversación maliciosa. Podría hacerse, y está pendiente, una reconstrucción de esa normativa procesal a la luz de y por referencia a las reglas de la argumentación racional que la teoría diseña. Idealmente, y a tenor de ese modelo subyacente de racionalidad argumentativa, el derecho procesal asume que los argumentos de parte son de parte, es decir, parciales, pero trata de encarrilarlos para que, en lo posible, no dejen de ser, en la forma y en el fondo, los argumentos de sujetos que tratan de convencer a un observador imparcial con el valor de sus razones, en lugar de puras artimañas para engañar, seducir o persuadir al juzgador, al árbitro de la disputa, en el sentido de la contraposición perelmaniana entre persuadir y convencer. El proceso convierte el enfrentamiento, la contraposición material entre las partes, en disputa dialéctica. Si se permite la comparación, y tomándola sólo en lo que valga, sería una diferencia análoga a la que se da entre dirimir un enfrentamiento en una pelea callejera, donde todas las armas son válidas y se trata de derrotar al otro a cualquier precio, o en un combate de boxeo en un cuadrilátero, con reglas de fair play y un árbitro que vigila lo reglamentario de los golpes y que decide al final con la mayor objetividad posible. Al tiempo, se está presuponiendo que el juez, en su función, se “despersonaliza”, en el sentido de que se convierte en un observador imparcial, en alguien que deja de lado, que hace abstracción de su ideología, de sus personales intereses y de sus fobias y filias y que trata de decidir como en su lugar haría cualquier otro que, como él, tuviera los conocimientos técnicos debidos y que, como él, hubiera escuchado y ponderado los argumentos de las partes. Por ese carácter no “personal” de la decisión judicial vela toda otra serie de reglas procesales, como las que establecen las causas de abstención y recusación, entre otras muchas. Y así es como también se explican la obligación de

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motivar y ciertas reglas de la motivación válida. El juez tiene que motivar su fallo justamente argumentando, pero no argumentando de cualquier manera, pues también es un argumento decir, por ejemplo, que condené a éste porque me era antipático o que di la razón al otro porque me parecía más virtuoso o menos pecador. La obligación de motivar supone dar razones que puedan ser comprendidas y compartidas por cualquier ciudadano que tenga los mismos conocimientos de los hechos y de las normas, por cualquier ciudadano que, en esa situación, sea igualmente capaz de poner entre paréntesis sus intereses e inclinaciones y de colocarse en el lugar del otro, de cualquier otro: en el lugar de un buen juez. No se trata de que los argumentos del juez en su motivación hayan de convencer efectivamente a todo observador informado, sino de que cualquier observador informado pueda constatar, a través de esos argumentos, que el juez no ha cometido errores tangibles y que al juez lo han guiado razones admisibles y no pulsiones puramente subjetivas. Es la vinculación entre los argumentos de las partes y la decisión judicial lo que explica la exigencia habitual en nuestros sistemas jurídicos de que la motivación judicial sea congruente con esos argumentos y sea, además, exhaustiva en la toma en consideración de ellos. El juez está así compelido a tratar de acreditar que su convicción se ha formado sobre la base de esos argumentos y no de su libérrimo albedrío. Con ello no se niega la discrecionalidad judicial, pero se intenta evitar que la convicción del juez, que le lleva a la elección entre las opciones posibles a la hora de interpretar las normas y de valorar las pruebas, se forme por su cuenta y riesgo, a su aire, con datos o razones de su pura cosecha. No se trata de que, en ciertos sentidos, no pueda ir más allá de lo alegado y expuesto por las partes, sino de que no deje de atender, como criterio básico de su juicio, a lo alegado y expuesto por las partes. El juez, en lo que alcance su discrecionalidad, no valora libremente lo que hay: valora libremente lo que le han dicho y mostrado. O así, al menos, trata el derecho procesal de que sea. La teoría de la argumentación, por un lado, y el derecho procesal, por otro, operan con un ideal de decisión judicial racional. La primera establece reglas en el plano puramente teórico, conforme al modelo de racionalidad que hemos retratado anteriormente. El segundo pone reglas jurídicas que traducen a pautas procesales obligatorias aquel ideal. Pero no podemos perder de vista que siempre que operamos con modelos contrafácticos, con modelos, por tanto, ideales, estamos abocados a un razonamiento en escala. Entre el plano del perfecto cumplimiento del ideal y el de su patente menoscabo hay zonas intermedias. Entre el blanco y el negro existe una amplia zona de grises. El ideal trazado por las teorías de la argumentación y latente en el derecho procesal contemporáneo se puede cumplir en más o en menos en cada proceso y

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sólo cabe, como hemos dicho, razonar en escala: un proceso y una sentencia serán tanto más racionales cuanto mayor sea en el uno y en la otra el grado de realización de tales ideales. Volvamos ahora a la lectura que de la teoría de la argumentación jurídica pueden hacer, para estos menesteres, el iuspositivismo y el iusmoralismo. Para el primero, el modelo de racionalidad argumentativa aporta un criterio para establecer una racionalidad de mínimos del proceso y de la sentencia y para proporcionar razones para el debate crítico sobre ellos. Para el segundo, como ya se ha dicho, la racionalidad argumentativa puede ser la vía para descubrir y fundamentar la decisión correcta para los casos. Para el positivismo, esas reglas de la argumentación racional valen antes que nada para que se pueda descartar por irracional la sentencia que patentemente las vulnere. Para el iusmoralismo, sirven para que podamos llegar a la convicción objetiva de que la decisión alcanzada es o no es la decisión más racional de las posibles. En este punto es donde tiene cabida el debate sobre los rendimientos posibles de la teoría de la argumentación, en su aplicación a la decisión judicial. Si insistimos en el mencionado carácter consensualista de ese modelo de racionalidad y lo llevamos hasta sus últimas consecuencias, tendríamos que concluir que sólo será racional la decisión judicial que efectivamente pueda provocar ese consenso y según las reglas del modelo. Ese objetivo parece absolutamente inalcanzable. Cuando un iusmoralista echa mano de la idea de racionalidad argumentativa para justificar que una decisión judicial es o no es la correcta y racional, y cuando ese juicio se hace por razones sustanciales, de contenido, y no por razones puramente formales o procedimentales, necesariamente está presuponiendo algo que contradice aquel presupuesto de la teoría de la argumentación que da al modelo de racionalidad su carácter formal o meramente procedimental: se está presuponiendo que hay patrones previos y extraargumentativos de corrección material de la decisión, patrones morales o de razón práctica, patrones de justicia. Si la verdad o la justicia no tienen más que un camino, la argumentación no es la fuente de la racionalidad decisoria, sino solamente el método auxiliar para hacer patente e imponer otro tipo de racionalidad, la propia de algún tipo de objetivismo moral. Una teoría de la argumentación al servicio del objetivismo moral ya no será una teoría de carácter consensualista y formal, salvo que alguien piense que su papel es el de respaldar y dar argumento a la verdad y justicia de sus propias convicciones, que son válidas en sí o por ser propias, no por ser objeto de consenso. Si el consenso válido es el consenso sobre la verdad de lo que yo pienso y de aquello en lo que yo creo, lo que cuenta como guión de racionalidad de las decisiones del juez (o del legislador) no es el consenso en sí, y tampoco

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la racionalidad de las reglas de la argumentación, lo que cuenta es mi propia convicción: decisión racional será la que dé la razón a mi opinión y argumentación racional será la que se use para demostrar que yo tengo razón. En otros términos, quien defienda una teoría de la decisión racional de corte dialógico, consensualista y procedimental difícilmente podrá, al tiempo, pretender que esta o aquella decisión no son correctas o racionales porque su contenido no es el justo o el moralmente adecuado; todo lo más, se podrán descartar ciertas decisiones por las inferencias erróneas o los falsos juicios empíricos que contienen, por la deficiente fundamentación de sus premisas o por los atentados contra el proceso discursivo racional que hayan acontecido en su génesis. Con la perspectiva más modesta del positivismo, la racionalidad argumentativa no es “tendenciosa” sino “tendencial”. Se debe argumentar de determinada manera, tendiendo al acuerdo y no a la pura imposición de la autoridad, por ejemplo. Se debe argumentar para ofrecer a los otros las propias razones y para hacer ver que son razones que se pretenden universalizables y compartibles las que guían la decisión. Se debe argumentar, como ya se ha repetido, para alejar en lo posible la sospecha de arbitrariedad, de mera subjetividad. Se debe argumentar porque, si el derecho es de todos y para todos, las razones del derecho, las razones de cada decisión jurídica, por todos han de poder ser conocidas y juzgadas, aceptadas o criticadas, para que todos puedan comprobar que mis razones como juez de este caso no sean las razones meramente mías, sino las razones del derecho que es de todos, que es de todos en lo que tenga de cierto y que sigue siendo de todos en lo que de indeterminado contenga. Porque también cuando el juez ejercita su discrecionalidad está decidiendo para todos y no para él mismo. Eso significa racionalidad dialógica y eso significa la orientación al consenso que es propia de la racionalidad argumentativa. Y no se olvide que, hasta por imperativo constitucional, el derecho es de todos los ciudadanos, pero la moral es de cada uno. Y lo común no debe gestionarse con el espíritu con que se gestiona lo personal. O, al menos, ese parece ser el espíritu constitucional en los estados de derecho. Si yo llamo derecho también a mi moral, no hago más que tratar de que comulguen todos con lo mío y desde la soberbia convicción de mi superioridad. Lo mismo, y con mayor razón, vale si yo soy juez. Sobre 2. Decíamos que los argumentos con que se justifique una decisión que se pretenda racional, según el modelo de la racionalidad argumentativa, han de tener tres propiedades que podemos denominar formales: no deben contener inferencias erróneas (a), no deben ser incompletos, en el sentido de que todas sus premisas no evidentes deben ser explicitadas (b), y han de ser pertinentes

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(c), es decir, tienen que versar sobre el verdadero contenido de las premisas del juicio que se quiere fundamentar. La teoría de la argumentación viene a decantar y a explicitar ciertos patrones de racionalidad que constantemente aplicamos en nuestras comunicaciones ordinarias. Si A y B son dos hablantes del mismo idioma, A le hace una observación o una propuesta a B y éste le responde en swahili o en un lenguaje para A incomprensible, diremos que la actitud de B no es racional y que, desde luego, no busca entenderse con A. Si A le plantea a B construir una casa de madera y B le responde que sí o que no, pero dando B por sentado que para él una casa de madera es una masa de agua en la que nadan peces y hay mareas, no podrán entenderse ni ponerse de acuerdo, pues es obvio que B no respeta la semántica del lenguaje común que permite el entendimiento. Si B le dice a A que el cianuro es un veneno mortal, que esa manzana contiene altas dosis de cianuro y que, por tanto y en conclusión, A puede o debe comerse esa manzana porque no es peligrosa para su vida, es obvio que B, además de abrigar pésimas intenciones, no razona correctamente o pretende tomar a A por tonto. Si A y B son hermanos y B le dice a A que para él, B, debe de ser todo el patrimonio de su padre difunto, pues esa era la voluntad de su progenitor, o bien a A le consta fehacientemente tal voluntad o deberá preguntar a B por qué sabe él que la voluntad paterna era esa y no otra. Si B le dice a A que debe prestarle dos mil euros, A pregunta por qué y B responde que porque los pingüinos son los únicos pájaros que no vuelan y no dice más, será esperable y razonable que A le replique a B que qué tiene que ver tal peculiaridad de los pingüinos con el préstamo pretendido. Cuando de argumentar para justificar una decisión judicial se trata, las exigencias son las mismas. De por qué en el derecho moderno los fallos judiciales han de ser motivados mediante argumentos, mediante razones, ya hemos dado cuenta: porque no expresan un mero acto de autoridad, sino que se quiere que esa autoridad fundamente sus decisiones, a fin de descartar en lo posible el riesgo de arbitrariedad, las razones espurias. Pero, si así ha de ser, argumentar es algo más que soltar palabrería o que decir cualquier cosa o de cualquier manera. En los ejemplos anteriores veíamos supuestos en los que B no respetaba a A en cuanto sujeto igualmente racional y con igual capacidad de juicio. De los jueces también se quiere que, en ese sentido, respeten a los ciudadanos que lean sus sentencias, comenzando por los destinatarios directos de ellas. No hay motivación racional de una sentencia cuando sus contenidos son traducibles a un “porque yo, juez, lo digo”, “porque simplemente a mí me parece así” o “porque a mí me da la gana”. Así se explican los requisitos que se mencionan en este apartado, como exigencias de la argumentación judicial correcta.

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a. Al igual que en la vida ordinaria no consideramos fundada una conclusión que es resultado de una inferencia errónea, lo mismo sucede con el fallo judicial que no se sigue correctamente de las premisas sentadas y explicitadas en la motivación. En términos de racionalidad argumentativa, el respeto de las reglas del correcto razonamiento lógico no es condición suficiente de la racionalidad del fallo, pero es condición necesaria. Que la decisión judicial no sea un simple resultado de la aplicación de las reglas formales de la lógica no quiere decir que la lógica no importe nada. Un razonamiento judicial lógicamente incorrecto es irracional, e irracional será el fallo. Aquí se ve de nuevo que el juicio de racionalidad no depende de que el fallo en sí nos guste o no, nos parezca justo o injusto. Que la decisión judicial haya de justificarse en la motivación supone que han de mostrarse las premisas de las que el fallo se desprende y que el fallo ha de derivarse efectivamente de esas premisas que se muestran, y no de otras que queden ocultas. No es que la teoría de la argumentación haga homenaje a la lógica por ser la lógica, sino que sin respeto a la lógica no hay argumentación que tenga sentido. Las teorías de la argumentación jurídica acostumbran a diferenciar la justificación externa y la justificación interna de las decisiones. La justificación externa se refiere a la razonabilidad o aceptabilidad de las premisas, a las razones que amparan la elección de las premisas de las que la decisión se deriva. La justificación interna alude a la corrección de tal derivación, a la validez, lógica en mano, de la inferencia mediante la que de aquellas premisas se saca la resolución a modo de conclusión. b. La decisión final, la que se contiene en el fallo de la sentencia, es el producto lógicamente resultante de una serie de decisiones previas, las decisiones que configuran las premisas, que les dan su contenido. Esas previas decisiones son propiamente tales, lo que quiere decir que encierran la opción entre distintas alternativas posibles. Y por ser, así, decisiones, elecciones que el juez, hace, han de estar justificadas. La justificación externa es justificación de la elección de las premisas. Son las premisas las que sostienen directamente el fallo, pues éste, por así decir, se justifica solo, en cuanto que es o pretende ser mera conclusión inferida con necesidad lógica de esas premisas. Aquí viene ahora a cuento lo que podríamos denominar la regla de exhaustividad de la argumentación, regla argumentativa que se puede enunciar así: toda afirmación relevante para la configuración de una premisa de la decisión final y cuyo contenido no sea perfectamente evidente debe estar basada en razones explícitas, tantas y tan convincentes como sea posible. En otros términos, el razonamiento judicial mostrado en la motivación no debe ser entimemático en nada que no sea evidente, no puede haber premisas o subpremisas ocultas.

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Las premisas del razonamiento judicial versan sobre normas y sobre hechos. Imaginemos que una sentencia resuelve un caso C. En C se trataba de juzgar cierto hecho (H) aplicando la consecuencia prevista en una norma (N). La resolución del caso, el fallo, presupone dos cosas: la afirmación de que H efectivamente ocurrió y la afirmación de que el sentido correcto de N para el caso C es el sentido S, que N significa S para H. Establecido todo ello, acontece la subsunción de H bajo S y se sigue la consecuencia que, como conclusión, se establece para el caso en el fallo. Dos cosas fundamentales se han dirimido en el proceso: el acaecimiento de H y el significado de N. En cuanto a lo primero, hay una parte que mantiene que H efectivamente acaeció y otra que defiende lo contrario. Las dos partes aportan pruebas y argumentan sobre ellas. El juez no podrá decidir el caso C sin afirmar que H ocurrió o no ocurrió. Es decir, no podrá fallar sin decidir sobre la premisa fáctica. Para ello tendrá que formarse una convicción, y el derecho prescribe que esa convicción tiene que resultar de la valoración de las pruebas practicadas, al menos en lo que H tenga de no evidente e indiscutido. El juez decide dar por buenos los hechos o no, y lo hace valorando las pruebas. Hay, por tanto, decisión y valoración aquí. Y sabemos que siempre que hay una decisión de base valorativa se debe argumentar por qué esa decisión y no otra, es decir, por qué se valoró así y no de otra manera. Un juez que en este punto de la motivación de su sentencia se limitara a afirmar que, vistas y valoradas las pruebas, su honesta convicción es que H efectivamente aconteció, estaría incurriendo en una deficiencia argumentativa que dañaría la razonabilidad y la calidad argumentativa de su decisión final. Por tanto, un primer requisito es que el juez dé los porqués de la valoración que funda su convicción y la consiguiente decisión sobre los hechos del caso. Ahora supongamos, por mor de la simplicidad, que en el caso sólo se practicó una prueba, por ejemplo una prueba testifical: un testigo declara que vio cómo sucedía H, el hecho relevante en el caso. El juez ha valorado esa prueba y ha llegado a la convicción de que dicho testigo no es creíble. Por tanto, ese juez afirma: no ha quedado probado H porque el testigo no es creíble. ¿Será argumento bastante? Sin duda, no. Tenemos la decisión sobre los hechos (H no aconteció, a efectos del proceso y la sentencia) y tenemos un argumento justificatorio de esa valoración/decisión (el testigo no es creíble). La decisión está argumentada, pero no se atiende la regla de exhaustividad argumentativa, pues no se dan las razones de la razón; se trata de un argumento de contenido no evidente y que no se respalda con ulteriores argumentos: no se dice por qué el testigo no es creíble. A los jueces la honestidad, la independencia y la libertad de juicio se les presupone por razón de oficio, pero no tienen patente de corso para decidir como quieran, pues no basta que estén guiados por la buena

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fe y la sabiduría individual, sino que han de argumentar para convencernos, para convencer a cualquier sujeto colocado en la posición de un observador imparcial. La afirmación de que el testigo no es creíble valdrá, en términos de racionalidad argumentativa, lo que valgan las razones que la soporten. No es una cuestión de pura aritmética, sino de aplicar el mismo tipo de racionalidad que se usa en la vida ordinaria. Si yo afirmo que estoy seguro de que mi vecino es un ludópata y se me pide que explique por qué lo sé o me parece que lo es, no valdrá lo mismo, como fundamento de mi juicio, que diga que se lo noto en el aspecto o que aclare que lo veo todos los días gastarse una fortuna en máquinas tragaperras. Otro tanto se da en cuanto a la premisa normativa. Al caso se aplica la norma N, pero el enunciado de N tiene tal grado de indeterminación, que puede entenderse con dos significados, S1 y S2, y según que se opte por asignarle para el caso uno u otro, será diversa la consecuencia que se aplique a C. El juez decide cuál de esos dos significados es preferible y opta, por ejemplo, por S1. ¿Por qué? Argumenta y nos da la razón o las razones. Pongamos que aclara que porque S1 es el significado que al enunciado de N quiso darle el legislador. Ha empleado el habitual argumento o canon de interpretación subjetiva, en su versión, subjetivo-semántica. ¿Es argumentación suficiente de la decisión interpretativa? Cualquiera podrá preguntarse esto: por qué sabe o cree ese juez que fue ese precisamente, y no otro, el sentido que el legislador pensaba o quería para el enunciado de N. Así que la regla de exhaustividad argumentativa obliga al juez a dar las razones de esa razón: a tenor de tales y tales documentos consultados, de los debates parlamentarios, de ciertas noticias de la época, etc., parece verdad, creíble o verosímil que S1, y no S2, sea el significado que mejor se corresponde con el contenido que el legislador quiso otorgar a N. Podemos resumir todo esto en una nueva idea, bien sencilla: cuando un juez profiere una aserción relevante para la resolución del caso y el contenido no es evidente e indiscutible, debe anticiparse mediante argumentos a la pregunta que le haría cualquier interesado u observador imparcial que trate de descartar el capricho o la arbitrariedad. Esto es, ante cualquier afirmación así cualquier observador que analiza la sentencia puede dirigir al juez la siguiente pregunta: ¿Y por qué sabe usted o por qué cree usted que es así, como usted mantiene? A esa pregunta es a la que, mediante sus argumentos, debe adelantarse el juez que se guíe por un modelo de racionalidad argumentativa. c. El juez que interpreta N se ha inclinado por S1 y ha echado mano del siguiente argumento: S1 es preferible porque a día de hoy la luna se encuentra en cuarto menguante. Puede ser verdad fuera de discusión esto último, pero cualquiera diría que qué tiene que ver el argumento con lo que se está discutiendo,

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con lo que había que justificar. Nos encontramos ante la regla de la pertinencia de los argumentos, que se puede formular de este modo: un argumento sólo justifica una elección cuando, en el caso en cuestión, tiene una relación relevante con el supuesto que se debate. Dado que, en nuestro elemental ejemplo, tal relación no existe, el argumento “lunático” no es propiamente un argumento con ningún valor justificatorio de la decisión en favor del significado S1 de N. Aquí usamos las mismas reglas de la comunicación común que nos llevan a preguntar a alguien que argumenta fuera del tema lo siguiente: a qué viene eso. Si aplicamos el “a qué viene eso” a la lectura de muchos de los argumentos con que las sentencias se rellenan, nos toparemos más de una vez con el artificio retórico consistente en invocar verdades evidentes o valoraciones gratas al público como justificación de decisiones con las que ninguna relación relevante para el caso tienen tales argumentos. Se cambia subrepticiamente el tema para que el acuerdo que sobre un asunto se procura sirva de base para el acuerdo sobre el otro, sobre el que en verdad importa en el caso, aunque no sea aquello lo que en el caso se discute. Un ejemplo. En una conocida sentencia del Tribunal Constitucional español se ventilaba un recurso de amparo de un ciudadano al que se había impuesto una sanción administrativa por los ruidos producidos en el local público que regentaba. La base del recurso era la posible ilegalidad de la sanción, alegando que se fundaba en un reglamento carente de respaldo legal, lo cual contradiría el principio de legalidad que en materia sancionatoria consagra el artículo 25.1 de la Constitución española. El tribunal no otorga el amparo y da la razón a la administración, pero la parte mayor y esencial de su argumentación versa sobre el atentado que el ruido supone para ciertos derechos fundamentales de los ciudadanos, como el derecho a la salud y el derecho a la intimidad. Son valoraciones muy ciertas y loables, pero no pertinentes ahí, pues no era ese el derecho objeto de amparo, sino el derecho de todo ciudadano a no ser sancionado en aplicación de reglamentos administrativos sin fundamento legal. No había recurrido un ciudadano que se sentía dañado por el ruido del local, sino el dueño del local, que entendía que la administración había violado su derecho a no ser sancionado sin base legal. Los argumentos pertinentes sobre ese asunto eran en la sentencia escasos y extraordinariamente endebles, pero fue celebrada como un triunfo del derecho fundamental de los ciudadanos a no ser molestados o perjudicados por los ruidos. Mas de eso no se trataba en el caso. Sobre 3. En la argumentación se utilizan argumentos. Para nuestro propósito, podemos definir argumento como un enunciado o conjunto de enunciados que contiene una razón en favor de una tesis, de una propuesta o de una decisión. Cuando yo le digo a un amigo “vamos al cine” y él me pregunta por qué, por

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qué al cine o por qué hoy, me está pidiendo razones, me está solicitando una justificación de mi propuesta. Argumentar es emplear argumentos con ese propósito de dar razones justificativas. Cuando le exigimos al juez que argumente sus valoraciones y decisiones le demandamos argumentos. Le demandamos argumentos suficientes, argumentos pertinentes y argumentos exentos de falacias lógicas o de otro tipo. En las sentencias podemos encontrar argumentos de muy diferentes clases. Cuáles sean en las sentencias los argumentos adecuados y más relevantes para justificar los fallos o las subdecisiones que dan pie a las premisas de las que el fallo se deduce es cuestión que se responderá diferentemente según la concepción del derecho que se maneje. El argumento de justicia, por ejemplo, suele tenerse como el de superior importancia y jerarquía en las doctrinas iusmoralistas, y no así en las iuspositivistas. En el derecho acostumbra a haber ciertos argumentos de uso común y general aceptación para respaldar las opciones del juez a la hora de valorar las pruebas y, en especial, a la hora de elegir entre las interpretaciones posibles de las normas. Lo mismo ocurre cuando se trata de crear la norma mediante la que el juez colma una laguna o de resolver una antinomia. Esos argumentos por lo general están convencionalmente establecidos en la doctrina y en la práctica, aunque también puede ocurrir que se hallen respaldados por alguna norma del sistema jurídico. Los llamados tradicionalmente cánones de la interpretación constituyen el mejor ejemplo. Ese trasfondo reglado, sea legal o convencionalmente, es lo que permite diferenciar entre argumentos admisibles y argumentos inadmisibles. No todo argumento que el juez pueda invocar en la motivación de la sentencia se tendrá, en un momento dado y dentro de un determinado sistema jurídico, como admisible. El juez puede aducir, por ejemplo, que elige tal o cual interpretación de la norma aplicable porque es la que permite el fallo que a él más le gusta, o porque se le apareció en sueños el emperador Justiniano y le dictó ese significado como el más oportuno, o porque dicha interpretación es la que mejor se compadece con su fe religiosa, o porque, así aplicada la norma, resulta más favorecido el partido político de sus amores. Tales argumentos se tendrían en nuestra cultura jurídica por inadmisibles, aunque en otras puedan juzgarse adecuados, como demuestra la historia. Los argumentos que cuentan comúnmente como admisibles tienen dos propiedades o notas esenciales: su habitualidad y su ligazón con algún valor o propiedad que se considera esencial para el sistema jurídico. La habitualidad se relaciona con el uso frecuente en la práctica. Se suele apreciar como extemporáneos e inoportunos los argumentos carentes de esa consolidación en la

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praxis. Al tiempo, los argumentos más habituales funcionan como tópicos, en el sentido de Theodor Viehweg y su tópica jurídica. Los tópicos son argumentos en los que la sola mención de su núcleo o sus términos identificadores suscita una predisposición al acuerdo, da lugar a una actitud favorable. Cuando un político ampara una determinada medida de gobierno en el interés general o en la justicia social, está empleando un tópico que será efectivo por sus resonancias positivas, aun cuando el argumento no se desarrolle más y no se explique en detalle por qué es precisamente esa medida la que favorece tal interés o dicha justicia, o aunque ni siquiera haya un mínimo acuerdo sobre qué será en concreto el interés general o en qué consistirá la justicia social bien entendida. En la argumentación judicial eso mismo ocurre muy destacadamente con los cánones de la interpretación. Un juez declara que la interpretación elegida es la más adecuada a la voluntad del legislador, al fin de la norma o a su tenor literal y ya, sólo con eso, queda la impresión de que son sólidas las razones en las que se apoya al interpretar así. Por eso no es descabellado formular la siguiente hipótesis de trabajo, útil al menos para el análisis argumentativo de sentencias: cuanto más consolidado está como tópico un argumento, con tanta más frecuencia será meramente mencionado, pero no rectamente usado, en el sentido de la regla de exhaustividad a la que anteriormente aludimos. Pero los argumentos habituales no reciben su fuerza y su capacidad de convicción únicamente de su uso frecuente. Pasan y han de pasar otro filtro determinante de su admisibilidad: su ligazón con algún valor de los que se consideran inspiradores del modelo de Estado y de Constitución o con alguna propiedad esencial del sistema jurídico. El argumento interpretativo de la voluntad del legislador, el canon de interpretación subjetiva, es y cuenta como admisible porque con él se está apelando a la voluntad de la autoridad normativa legítima. Es muy relevante, como muestra histórica de esto, lo sucedido en Alemania antes y después de la Segunda Guerra Mundial. Desde fines del siglo xix había una fuerte disputa doctrinal entre el canon de interpretación subjetiva y el de interpretación objetiva, con cierta ventaja del primero. Pero durante el nazismo se promulgaron algunas leyes que siguieron en vigor en los años cincuenta y sesenta, en el Estado de derecho. En la época nazi se insistía en que el autor e inspirador último de toda la legislación era el Führer, suprema fuente del derecho. Mas acogerse después a la voluntad del legislador suponía, respecto de aquellas leyes, echar mano, como pauta interpretativa, de la más ilegítima de las autoridades, a tenor de los nuevos designios del sistema jurídico. De ahí que en la doctrina y en la práctica el canon subjetivo cayera en un relativo abandono.

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Ese anudarse de los argumentos admisibles a valores esenciales del sistema se aprecia igualmente en los otros cánones. El sistemático, en sus diversas variantes, bebe de la coherencia lógica y lingüística como propiedades de un sistema jurídico que pueda cumplir adecuadamente su función de orden. El teleológicoobjetivo se sostiene en la necesaria conexión de las decisiones judiciales con las necesidades sociales del presente y con el sentir general. El llamado canon literal o gramatical, que en realidad funciona únicamente como delimitador de las interpretaciones posibles y no como argumento justificador de la elección de una concreta de ellas, se engarza, por un lado, con el respeto al legislador legítimo y, por otro, con la seguridad jurídica, como certeza mínima sobre el contenido de las normas que se nos pueden aplicar. Y así sucesivamente. No sólo esos que por lo general se recogen en la lista de los cánones operan así. Pensemos en el argumento de autoridad. Cuando un juez acude al argumento de que también el sujeto X considera que esa es la mejor interpretación de la norma, tendrá que hacerlo y lo hará refiriéndose a quien sea efectivamente considerado una autoridad, sea doctrinal o de otro tipo, no, por ejemplo, a su tía o a un amigo del bar. En el fondo late la idea de que el juicio de ciertas personas especialmente cualificadas o que ocupan determinada posición social de relieve es digno de consideración por los beneficios que del saber o la experiencia pueden derivar para el sistema jurídico y su función. Similarmente sucede con el argumento comparativo, de derecho comparado. Siempre se va a emplear la referencia a sistemas tenidos por modélicos por su tradición o su desarrollo y jamás se pretenderá presentar como argumento admisible y capaz de generar consenso el que se refiera al estado de la doctrina, la legislación o la judicatura en un país carente de ese prestigio. En su estado actual, la llamada teoría de la argumentación jurídica tiene dos carencias principales. Una, que no ha sido capaz de proporcionar apenas herramientas manejables y suficientemente precisas para el análisis de los argumentos en las sentencias. Falta una buena taxonomía de los argumentos habituales y falta desarrollar las reglas del correcto uso de esos argumentos. Esto parece consecuencia de la deriva que la teoría de la argumentación ha tomado hacia las cuestiones de justicia material y de la síntesis dominante entre teoría de la argumentación y iusmoralismo. Por esa vía acaba importando más el contenido del fallo y el modo en que se discute su justicia o injusticia, su coherencia mayor o menor con los valores morales que se dicen constitucionalizados y que se piensa que son el auténtico sustrato material del derecho, que el modo mejor o peor como se argumente la interpretación de la norma aplicable o la valoración de las pruebas. La teoría de la argumentación ha ido abandonando la racionalidad argumentativa para echarse cada vez más en brazos de las viejas

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doctrinas que opinan que hablar es perder el tiempo cuando no sirve para llegar a la conclusión a la que se tiene que llegar. La segunda carencia se relaciona con la poca atención a la argumentación sobre los hechos del caso, a la fundamentación de la premisa fáctica. Probablemente es efecto del inevitable principio de libre valoración de la prueba. Respecto de la interpretación de las normas no se ha propuesto casi nunca un principio de libérrima valoración por el juez y, además, la doctrina jurídica lleva siglos esforzándose para ofrecer al juez métodos del correcto interpretar. No ocurre así con el juicio sobre los hechos y su prueba. Puede que otra razón de ello sea la distinta presencia que en el proceso y para el razonamiento jurídico tienen las normas y los hechos. La norma está ahí en su dicción y con su historia perfectamente reconstruible, y lo que tenga de indeterminado se contrapesa con lo mucho que también de determinado y comprobable hay en ella. La norma dice lo que dice, para bien o para mal, más o menos claro, y sólo hay que leerla. Con los hechos es distinto. Sucedieron en el pasado y cada parte los reconstruye mediante la narración que más le conviene y poniendo el acento en lo que le importa. El juez no tiene ante sus ojos los hechos como tiene la norma, aun con sus márgenes de indeterminación. Sobre la interpretación y aplicación de la norma puede y suele haber precedentes, vinculantes o no, y opinión doctrinal establecida. Pero el hecho de cada caso es un hecho único y sobre el cual el juicio ha de formarse en su individualidad. Que mil veces antes se haya juzgado un caso de homicidio a tenor de la misma norma puede ser una ventaja para el juez al tiempo de interpretar la correspondiente norma penal, pero poco le aporta a la hora de valorar las pruebas. La norma es la del homicidio, la misma para esos mil homicidios, pero las pruebas son las de este caso y sólo las de este. Con todo, y a eso nos referiremos más abajo, sí sería deseable una mucho mayor atención de la doctrina en general, y de las teorías de la argumentación jurídica en particular, a la argumentación del juez sobre los hechos y sus pruebas. II. hechos y argumentos Refirámonos brevemente a la justificación de la premisa fáctica y la argumentación sobre los hechos. Lo primero que al respecto cabe es formular otra hipótesis merecedora de contrastación y detenido examen a la luz de diversos sistemas jurídicos. Es ésta: la normativa procesal colma con sus numerosas reglas los vacíos que en este campo deja la doctrina. Así como en materia de interpretación son muy escasas las normas jurídicas que pretenden encauzar el razonamiento del juez y sus opciones decisorias, en cuestión de los hechos y de su prueba el sistema jurídico acota esmeradamente el campo de juego.

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El principio de libre valoración de la prueba no debe deslumbrarnos ni llamarnos a engaño. El juez valora libremente las pruebas, sí, pero una vez que la norma procesal le ha dicho quién puede proponer las pruebas, cuáles deben admitirse o tomarse en cuenta y cómo tienen que practicarse. La libre valoración de la prueba es el reverso o la compensación de la falta de prueba libre, así como la mayor libertad interpretativa de la norma tiene su reverso en la no afirmación de la libertad de interpretación o de la libre valoración de la norma. El punto de partida de un proceso son los hechos. Llamamos genéricamente hechos a ese sustrato material que puede ser muy diverso. Lo que se enjuicia, lo que es objeto del litigio que debe ser solucionado con arreglo a derecho, puede ser una conducta de alguien, sea una conducta de hacer o una omisión, o puede ser un estado de cosas o una situación de una persona o de algún objeto. Puede tratarse de un hecho aislado o de una secuencia que se prolonga durante un periodo temporal más o menos largo. Como hecho de un caso puede también ser relevante un dato psicológico de alguien, una intención, un conocimiento o desconocimiento subjetivo de algo, un dolor o padecimiento, etc. También puede tratarse de hechos aislados o de hechos encadenados, o pueden ser relevante hechos atinentes sólo a una parte procesal o a más de una. También cabe considerar que en muchos casos el estatuto jurídico de una persona o de un objeto forma parte de los hechos. Esa variedad posible de los hechos repercute sin duda sobre la dificultad para elaborar una teoría de conjunto y homogénea sobre su tratamiento procesal y sobre la prueba. Cuando hablamos de las normas con las que se va a componer la premisa normativa también las hay variadas, variadas en su jerarquía, variadas en su grado de indeterminación y en el grado consiguiente de dificultad interpretativa, variadas en la índole de su contenido (normas de obligación de hacer o de no hacer, normas permisivas…), variadas en su estructura interna o en su configuración deóntica (mandatos, autorizaciones, normas que confieren poderes, normas constitutivas…), pero dicha variedad no supone tanta traba para la elaboración de teorías consistentes y abarcadoras de la interpretación y aplicación de las normas. Por otra parte, tanto con las normas como con los hechos se opera un proceso de selección. Del conjunto de las normas que a primera vista puedan venir al caso el juez ha de elegir aquella o aquel conjunto de ellas que más propiamente lo contemplen, aquellas bajo las que han de ser subsumidos los hechos. Esa es una tarea que va de la mano con la interpretación de esas normas. En cambio, con los hechos es aún más complicado. Los hechos se presentan en muy complejos encadenamientos e interrelaciones, aparecen como hechos brutos o como hechos en bruto, como magma de acontecimientos causalmente trabados

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e interconectados. Esos “hechos brutos” han de ser sometidos también a una selección, selección que tiene lugar con arreglo a algún criterio de relevancia. Pero, así como para la selección de la norma es auxilio crucial la interpretación, la prueba no cumple un papel paralelo en la selección de los hechos, en la conversión de los hechos brutos en hechos del caso, en hechos relevantes para el caso. Es más: el principal criterio de relevancia para la selección de los hechos lo aportan las normas seleccionadas. Esa interrelación, aunque asimétrica, entre hechos y normas es lo que Engish retrató con su conocida mención del “ir y venir de la mirada” entre los hechos y la norma, como mutuo acompasamiento para configurar interrelacionadamente la premisa fáctica y la premisa normativa del razonamiento judicial. La norma se selecciona e interpreta, en una única operación, aunque compleja, por referencia a los hechos del caso, pues se trata de dar con o de configurar la norma bajo la que los hechos sean subsumibles; pero también los hechos del caso se seleccionan a la luz de lo que, con arreglo a la norma que ha de abarcarlos, sea significativo. Igualmente debe tomarse en cuenta el componente narrativo que está presente y la transformación de los hechos brutos en hechos del caso. Los hechos del caso son el resultado de podar lo que no importe, lo que no se considere relevante, de esa amalgama que llamamos hechos brutos. Los hechos del caso son, en el proceso, la configuración de varias historias, de narraciones alternativas que tratan por igual de atenerse a ciertas pautas de relevancia o irrelevancia; y los hechos de la sentencia son la historia final que, sobre la base, entre otras cosas, de esas narraciones, el juez conforma. Las cosas, para la sentencia, no pasaron como pasaron: pasaron como el juez cuenta que pasaron. El análisis crítico de esa parte de la motivación de la sentencia ha de versar, precisamente, sobre la verosimilitud y los elementos de esa narración. Los elementos que el juez puede manejar en su cuenta de los hechos pueden dividirse en dos grupos principales: los datos que se le aportan y los datos que él mismo puede procurarse. Sin perder de vista que él puede tener cierto control sobre los primeros y que la procura de datos por él mismo puede estar sometida a limitaciones legales. Sobre esa base, el juez se forma su propia convicción y hace la exposición definitiva de lo que considera datos probados: esos son los hechos de la sentencia, como hechos definitivos del caso. Un esquema de los pasos procesales y del razonamiento judicial sobre los hechos es sumamente complicado en términos genéricos, pues los pormenores dependen de la reglamentación procesal en cada sistema jurídico, y, dentro de cada uno, del tipo de proceso de que se trate. Es especialmente difícil la construcción de un modelo común para el proceso penal y los procesos de derecho privado. Así que tendremos que mantenernos en un plano muy abstracto y

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elemental y habremos de atender al papel de la argumentación. Se trata nada más que de proponer un modelo o esquema que podría o debería desarrollarse aplicándolo al análisis de distintos procesos “estándar” o comunes dentro de cualquier sistema jurídico. Diferenciaremos tres etapas: selección de los hechos, prueba y valoración de la prueba. a. En el primer paso, ante el juez se presentan unos hechos que pueden tener relevancia o para los que se pretende relevancia como base para un proceso. Un sujeto legitimado insta así un primer juicio de relevancia. Según el ámbito jurídico-procesal en que nos movamos, el juez tendrá que formular su juicio de iniciar o no un proceso formal y contradictorio sobre la base de esa presentación inicial, tendrá que solicitar otros puntos de vista sobre esos hechos iniciales –por ejemplo, oyendo a otras partes interesadas en el asunto– o podrá ordenar diligencias que le aporten nuevos elementos de juicio. Sea como sea, habrá de formarse en el momento debido una opinión sobre si “hay caso” o “no hay caso”. Es decir, tendrá que decidir si los hechos mostrados o averiguados encajan o no bajo la norma cuya consecuencia una parte pretende que se aplique o bajo una norma que imponga el inicio de un proceso tendente a dirimir si la consecuencia prevista en una norma se aplica o no se aplica. Si estamos en el proceso penal, se trata de decidir si se comienza o no la instrucción para el juicio oral, en función de que consten o no los que tradicionalmente se denominan indicios racionales de delito. Si es un proceso de derecho privado, habrá que juzgar si en los hechos iniciales hay base o no para dar curso definitivo a la demanda. Es mucho, en términos de intereses generales o particulares, lo que está en juego en esa fase inicial, razón por la que el riesgo de arbitrariedad tendrá o tendría que ser contrapesado aquí por dos tipos de garantías. Una, la exigencia de debida motivación, de argumentación suficiente. Otra, la previsión de medidas contra la posible indefensión de alguna parte, medidas consistentes sobre todo en la existencia de algún tipo de recurso. La racionalidad argumentativa, como base de la decisión, demandaría aquí dos cosas: que sean oídas, con las adecuadas garantías de equilibrio de fuerzas y de paridad de oportunidades, las partes y, en su caso, ciertos afectados, de modo que cada cual pueda dar una primera versión de los hechos en discusión; y que en la motivación del juez no sólo se expliciten sus razones, sino que se aluda a y se juzgue expresamente de lo alegado por cada interviniente. Una garantía procesal adicional para esta etapa, a fin de evitar a los sujetos posibles daños de muy difícil reparación, consiste en la previsión de plazos para tal decisión y de otras medidas dirigidas a aminorar esos perjuicios posibles, como puede ser el secreto del sumario. En España son bien conocidos casos de diligencias penales dirigidas por un juez que se prolongan durante años, manteniendo a los afectados en una situación

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de incertidumbre y de grave quebranto de sus expectativas, su actividad o simplemente su tranquilidad. También en España se ha convertido en común que alguien filtre a los medios de comunicación los resultados de investigaciones o diligencias que están bajo secreto sumarial, lo que da lugar a juicios paralelos que acaban provocando mayor daño que una condena formal en toda regla. En resumen, a partir de los hechos inicialmente presentados o establecidos el juez puede decidir el inicio de un proceso. Ese primer juicio sobre los hechos puede contemplarse, paradójicamente, como la expresión de una duda y, en paralelo, como el descarte de una certeza. Mediante ese juicio, cuando se decide el inicio del proceso propiamente dicho, el juez viene a decir lo siguiente: es posible que los hechos, en este punto de su conocimiento, contengan elementos suficientes para que tenga sentido la aplicación de la norma correspondiente, es verosímil que efectivamente haya podido acaecer un hecho que encaja bajo el supuesto de dicha norma; es decir, yo, juez, no tengo la certeza de que los hechos mostrados son irrelevantes a la luz de la norma pertinente. Cuando la decisión es la opuesta, el juicio manifiesta nada más que una certeza: la de que no se da tal relevancia de los hechos. Esa índole peculiar de este juicio da la clave para el tipo de argumentación que del juez hay que requerir. Cuando el juicio es del primer tipo, positivo, debe destacar qué razones determinan su convicción de esa posible relevancia de los hechos, entresacando de los que se han puesto de manifiesto aquellos que son encajables bajo el supuesto de hecho de la norma y fundando por qué le parece descartable la certeza de su irrelevancia. Cuando el juicio es negativo, deberá justificar la convicción de esa irrelevancia. En un caso o en otro, el juez ha realizado una primera selección en los hechos y, sobre lo así seleccionado, ha establecido una relación con la norma. Son dos valoraciones que requieren argumentación suficiente. Iniciado el proceso (cuando ese juicio anterior ha sido positivo), se trabaja ya con esa primera selección de hechos, ya se sabe sobre qué hechos hay que debatir, argumentar y formarse un juicio final. Pero este juicio final será el resultado de nuevas selecciones. Esquematicémoslo del modo siguiente. Aquel juicio anterior ha sentado que pueden haber acontecido, que no es inverosímil o increíble que haya acontecido, que hay indicios suficientes de que puede haber acontecido el hecho H. H está formado por las circunstancias relevantes C1, C2… Cn. La no concurrencia de alguna de esas circunstancias C1…Cn puede determinar la no aplicación de la consecuencia prevista en la norma invocada, su aplicación con otro alcance o, a veces, la aplicación de una norma diferente con una consecuencia distinta.

2. La argumentación y sus lugares en el razonamiento judicial sobre los hechos

La lista C1…Cn contiene la enumeración de las circunstancias relevantes del caso, una vez que ya es el caso procesal. Por relación a los hechos, podemos distinguir tres “casos”. El caso previo, compuesto por los hechos que dan lugar a aquel juicio primero que lleva a iniciar o no iniciar el proceso; son los hechos del caso que llevan a entender que hay o no hay “caso”. El caso procesal está formado por las circunstancias que se entiende que son relevantes y deben ser probadas a fin de determinar si la norma se aplica, se inaplica o se aplica con un alcance u otro. El caso de la sentencia está formado por los hechos que el juez declara probados. Al fijar el caso previo se señala lo que podríamos llamar el campo de juego en el proceso, en lo que tiene que ver sobre los hechos: se está ventilando H, pues hay indicios de que H ha ocurrido. Durante el proceso se realiza una nueva selección, consistente en descomponer H en sus elementos o circunstancias relevantes, con vistas a formarse el juicio definitivo sobre su acaecimiento y sobre las consecuencias jurídicas que deben seguirse de ese acaecimiento. En cuanto a los hechos de la sentencia, son el resultado de esas previas selecciones o delimitaciones de H y de las correspondientes pruebas. Estábamos con lo que llamamos el caso procesal. De los hechos brutos se entresacan los hechos relevantes, esas circunstancias C1…Cn. A está acusado de matar a B y se ha partido de que hay indicios racionales de que así ha podido ser. A odiaba a B, lo había insultado varias veces, habían viajado juntos en diversas ocasiones, habían tenido años atrás una relación sentimental, habían compartido casa, eran aficionados a los mismos deportes e hinchas del mismo club de fútbol, A era miope y B era sordo de un oído, las huellas de A estaban en el cuchillo que B tenía clavado en el corazón… ¿Cuáles de todas esas circunstancias son relevantes para el caso? La selección se hará tomando en consideración la norma, pero, al tiempo, según se haga esa selección la norma será aplicable o no o lo será con diversa consecuencia. Llegamos a un primer requisito de la argumentación del juez: cuando una de las partes haya subrayado la relevancia, en el sentido que sea, de una determinada circunstancia de H, el juez debe justificar su juicio de irrelevancia, si es el caso; y cuando una de las partes haya alegado la irrelevancia de una circunstancia que sí ha sido tomada en consideración el juez ha de fundamentar, con arreglo a los requisitos de la racionalidad argumentativa que ya conocemos a grandes líneas, su juicio de la relevancia de esa circunstancia. b. Las circunstancias de H seleccionadas como relevantes (¿Mató efectivamente A a B? ¿Estaba A borracho? ¿Actuó con plena intención? ¿Había mediado provocación previa o ataque de B?…) tendrán que ser objeto de prueba, salvo cuando sean perfectamente evidentes o estén reconocidas por las partes de modo fehaciente y dicho reconocimiento vincule al juez. Cada una de esas

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circunstancias relevantes de H ha de probarse de modo bastante para que quede razonablemente fundada la convicción del juez de que en efecto se dieron. Al hablar de la prueba de los hechos podemos separar varios aspectos: quién puede proponer o disponer pruebas, qué pruebas se pueden practicar por no estar prohibidas o qué datos pueden por esa razón contar como pruebas, cómo se practican las pruebas, qué tipo de valor se da a las pruebas, cómo se forma la convicción del juez sobre las pruebas y, correlativamente, sobre los hechos sometidos a prueba, y cómo debe el juez argumentar en la sentencia sobre los hechos declarados probados o no probados. Casi todas estas dimensiones de la prueba se encuentran reguladas en las normas procesales de los sistemas jurídicos y para los distintos procesos que en ellos se prevén. Según los sistemas y según el tipo de proceso de que se trate, sólo podrán practicarse las pruebas que propongan las partes o podrá el juez motu proprio disponer la práctica de pruebas adicionales. Al menos como hipótesis, es posible sostener que la tendencia es que cuando en el proceso se dirima una contienda entre intereses sólo de las partes, el juez habrá de estar nada más que a las pruebas por ellas planteadas, mientras que cuando se trate de procesos en los que concurra también un interés social directo se permitirá al juez ordenar por su cuenta nuevas pruebas. La práctica de las pruebas lícitas que las partes soliciten podrá ser aceptada o rechazada por el juez, según sea que las considere o no relevantes y pertinentes. De esa forma el juez está condicionando la aportación de los elementos con los que él mismo se podrá formar su juicio sobre los hechos y, al tiempo y por ello, puede estar ejerciendo alguna influencia en el resultado del proceso. De aquí surge una nueva exigencia de argumentación solvente: el juez debe argumentar tanto la inadmisión de una prueba, dando las razones por las que la considera irrelevante o impertinente, como la admisión de la prueba de una parte que sea objetada por la otra parte, en cuyo caso deberá explicar por qué no se da la impertinencia o irrelevancia que esa otra parte alega. No todas las pruebas o datos que avalen una versión de los hechos son admisibles. En todo ordenamiento jurídico moderno hay pruebas prohibidas. Una prueba prohibida no puede realizarse o contar, aun cuando conduzca a la demostración indubitada de un hecho central del proceso. La prueba se orienta el establecimiento de la verdad sobre los hechos en el proceso, pero el valor de la verdad como guía del proceso y base de la decisión judicial sobre los hechos cede en esas ocasiones ante otros valores que el sistema jurídico estima de aún mayor jerarquía, muy en particular los derechos fundamentales de las personas. En el proceso la verdad de los hechos no puede establecerse a cualquier precio y el pago del precio indebido vuelve las tornas contra la propia verdad.

2. La argumentación y sus lugares en el razonamiento judicial sobre los hechos

Cuando un juez rechaza una prueba por estar legalmente prohibida, por ser una prueba ilegal, debe argumentar, con base en la norma prohibitiva y en su interpretación, que en efecto la prueba del caso se subsume en el supuesto de la norma que establece la ilegalidad. La práctica de la prueba suele estar en los ordenamientos contemporáneos sometida a tres principios: publicidad, inmediación y contradicción. Las razones de que así sea son bien conocidas y apenas necesitan ser desglosadas aquí. Se persigue el objetivo de que el juez se forme por sí y con conocimiento directo su juicio sobre el valor de las pruebas, de que las bases de ese juicio sean accesibles a todos, pues todos pudieron contemplarlas como las contempló el juez, y que cada parte pueda dar su interpretación de cada prueba y cuestionar la interpretación de la otra parte, de modo que así, en ese contexto dialéctico, no sólo se evite la indefensión, sino que también se contribuya a una más equilibrada y mejor fundada valoración de la prueba por el juez. Precisamente porque los principios probatorios de inmediación, publicidad y contradicción son expresión de un postulado de racionalidad argumentativa, deberían ser los tribunales que ventilan recursos extraordinariamente celosos para evitar toda corruptela en este punto y anular todo proceso en el que no se haya atendido exquisitamente a aquellos principios. Ese esfuerzo para asegurar que el juicio sobre los hechos se base en la cabal comprobación de éstos y para que dicho juicio se realice hallándose el juez en las mejores condiciones para una apreciación objetiva e imparcial es el que explica igualmente otra serie de disposiciones habituales en los sistemas procesales de hoy, como la de que en materia penal el juez que instruya no sea el mismo que juzgue, a fin de evitar, por ejemplo, el prejuicio, la precomprensión que durante la instrucción se haya podido ir formando. A la vigencia de los referidos principios obedece también el que, por lo común y en la mayor parte de los procesos, en la segunda o ulteriores instancias los juzgadores hayan de estar a los hechos declarados probados por el juez de primera instancia. La adecuada convicción sobre los hechos sólo puede formarla el juez que presencia la práctica de las pruebas y que escucha a las partes argumentar sobre su valor y su significado. El juez de segunda instancia que quisiera revisar los hechos declarados probados por el anterior debería asistir a una nueva práctica de aquellas pruebas o poder solicitar otras nuevas. Los hechos probados sólo pueden ser removidos o revisados por un tribunal superior cuando se hace patente que en la primera instancia hubo alguna irregularidad probatoria o que el razonamiento del juez sobre los hechos y su prueba contiene evidentes errores lógicos o deficiencias argumentativas sangrantes.

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Por muy justificada que dicha regulación esté en términos funcionales y de economía procesal, es también la principal causa del escaso desarrollo que la teoría de la argumentación ha alcanzado en lo referente a la argumentación sobre los hechos. Los tribunales que atienden recursos suelen ser muy parcos y poco exigentes al tiempo de revisar la argumentación fáctica de la primera instancia y se avienen a dar por buenos los hechos probados, siempre que, como se dijo hace un momento, no se contenga alguna auténtica tropelía argumentativa o una palmaria ilegalidad en esa parte de la motivación. Pero que el tribunal de revisión tenga que atenerse a los hechos declarados probados en la primera instancia no debería ser óbice para su exhaustivo y exigente examen de la argumentación mediante la que en esa instancia inicial se declaran probados esos hechos. Porque, además y como luego veremos, la libre valoración de la prueba que rige para aquel juez primero no es sinónimo de valoración no argumentada. Más aún: puesto que esa valoración suya “va a misa” y en su contenido no puede ser contradicha en las instancias siguientes, el poder que así ejerce sobre el destino futuro del caso, con recursos o sin ellos, es enorme. En consecuencia, y puesto que siempre que hablamos de decisión valorativa demandamos desde la teoría de la argumentación una argumentación suficiente y adecuada, y, puesto que a más importancia de la decisión de que se trate más intensa tendría que ser tal exigencia, se debería extremar el esmero con el que se analiza en la resolución del recurso esa argumentación sobre hechos probados. Un juez que se limite a decir que, “practicadas las pruebas a, b y c y libremente apreciadas con arreglo a la ley, es la honesta convicción de este juzgador que […]”, es un juez que no argumenta sobre los hechos probados y, por consiguiente, su decisión debería resultar anulada y sobre el mismo asunto debería iniciarse un nuevo proceso ante otro juez sin prejuicios ni precomprensiones. A fin de que cualquier interesado pueda fiscalizar tanto la argumentación sobre los hechos del juez de primera instancia como la efectividad del control de dicha argumentación en las instancias sucesivas, habría de hallarse establecida la obligación de que en la sentencia que en segunda o sucesiva instancia resuelva los recursos del caso se reprodujeran íntegramente aquellos razonamientos del juez primero. c. En cuanto al valor de las pruebas, es también de sobra conocido que en el derecho moderno se ha producido el tránsito de la prueba legal o tasada a la libre apreciación de la prueba por el juez. Cada prueba vale lo que el juez estime que vale. Sin embargo, no debe confundirse libre valoración de la prueba con igual valor de cada prueba. La apreciación libre del juzgador no alude a una cuestión de gustos o de sensibilidad subjetiva, cual si se tratara de valorar obras de arte o platos de comida con distintos sabores. Que la valoración de la prueba sea

2. La argumentación y sus lugares en el razonamiento judicial sobre los hechos

libre significa que no está atado el juez a una tasación previa del valor de cada tipo de prueba, a tanto la testifical o a tanto la documental, por ejemplo, como, poco más o menos, ocurría en los sistemas llamados de prueba legal o tasada. Significa que de cada prueba concreta, no de cada tipo de prueba, el juez ha de formarse una opinión en términos de lo que esa prueba aporta a la averiguación de la verdad de los hechos del proceso. Mas ese elemento de apreciación personal indica sólo que se trata de que el juez autónomamente se forme su juicio, no de que las pruebas no dejen en sí de tener un valor objetivo, más o menos claro, pero objetivo. De la misma forma que la norma jurídica que el juez interpreta puede ser más o menos indeterminada, pero dentro de los límites marcados por las reglas de significado con que usamos nuestro lenguaje, de modo que el juez no puede atribuir cualquier significado a un enunciado normativo, sino sólo elegir entre los significados posibles por compatibles con dichas reglas, el valor demostrativo de cada prueba puede estimarse mayor o menor, pero dentro de los márgenes delimitados por toda una serie de datos objetivos. Y al igual que al juez se le pide que justifique con argumentos su elección de una de las interpretaciones posibles de la norma, se le puede y se le debe exigir que argumente su elección de la relevancia posible de cada prueba. Lo que una convicción personal tiene de convicción personal se respalda aludiendo a la fuerza de la convicción, a la actitud subjetiva, invocando, por ejemplo, la seriedad de la propia actitud, el propósito de honestidad, el esfuerzo para ser coherente, el rigor en la autoexigencia, etc. Pero no es éste el tipo de manifestación que se ha de esperar del juez que da cuenta de su valoración de la prueba. Al juez la buena fe y la honestidad se le presuponen, y, para el caso de sospecha de que no haya tales, los sistemas jurídicos prevén herramientas como la recusación o las vías para la exigencia de responsabilidad penal, disciplinaria o civil. No es la pureza de sus intenciones lo que se espera del juez en materia de apreciación de la prueba, sino calidad y aceptabilidad de los argumentos con los que trate de justificar la correspondencia de su juicio personal con los datos objetivos que en la prueba todos pueden comprobar. Que, por ejemplo, la declaración de un testigo no merezca credibilidad al juez es algo que no queda fundado con la mera alusión a la impresión que le causó, sino por referencia a los datos comprobables de ese testimonio y de sus circunstancias: que el testigo se contradijo, que dudó en aspectos esenciales de su declaración, etc. Libre valoración de la prueba, en suma, no quiere decir personalización radical del juicio probatorio ni exención del deber de argumentar sobre ese hecho, la prueba practicada, sino muy al contrario. El juez en su motivación ha de adoptar la actitud del que tiene que convencernos de que su convicción es acertada, no meramente de que es la suya. Y por eso su juicio queda atado a las reglas de la

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racionalidad argumentativa y, conforme a ésta, su valoración valdrá lo que valgan las razones explícitas en las que se apoye. Allí donde haya una tal decisión sin fundamentación bastante, hay una sólida presunción de arbitrariedad. Sentada la regla de que en la sentencia se debe motivar suficientemente la valoración de cada prueba, ha de añadirse que en este tema la teoría de la argumentación tiene un campo de investigación prácticamente inexplorado. Habría que analizar en detalle los argumentos que para cada tipo de prueba son más habituales, por un lado, y, por otro, destilar las condiciones que los hacen admisibles o inadmisibles, así como las pautas para el recto uso de cada uno. Con lo anterior arribamos a lo que hemos llamado los hechos de la sentencia. En el proceso toda una serie de normas se orientan a que la formación del juicio del juez sobre los hechos pueda ser lo más objetiva y ecuánime posible. Finalizadas las actuaciones procesales y formado ese juicio, queda constituida la premisa fáctica del razonamiento conducente al fallo. En la motivación tienen que aparecer suficiente y competentemente justificadas todas y cada una de las decisiones previas conducentes a esa premisa final, todas las premisas de los razonamientos previos. En concreto, quien analice la sentencia ha de encontrar en ella explicitadas las razones de por qué unos hechos y no otros, de los que razonablemente podían tomarse en cuenta, han sido considerados como relevantes para el caso, de por qué se admitieron o, sobre todo, inadmitieron tales o cuales pruebas y de por qué el juez ha valorado como ha valorado las pruebas practicadas. Como antes se indicó, los hechos de la sentencia son una narración que el juez hace, una historia que él cuenta. Pero cada capítulo de esa historia ha de ir acompañado de razones que puedan convencernos de que es la historia real (o la más real y realista posible) de los hechos que se discutían, no la historia que al juez le apetecía contar para hacernos comulgar con el fallo que él deseaba para el caso.

3 . ¿ e x i s t e d i s c r e c i o na l i da d e n la d e c i s i  n j u d i c i a l ? ¿Qué significa aquí “discrecionalidad”? Con este término aludimos a la libertad de que el juez disfruta a la hora de dar contenido a su decisión de casos sin vulnerar el derecho. Por tanto, cuando afirmamos que tal discrecionalidad existe en algún grado, queremos decir que el propio derecho le deja al juez márgenes para que elija entre distintas soluciones o entre diferentes alcances de una solución del caso. Así pues, si hay discrecionalidad significa que al juez las soluciones de los asuntos que decide no le vienen dadas y predeterminadas enteramente, al cien por cien, por el sistema jurídico, sino que éste, en medida mayor o menor, le deja espacios para escoja entre alternativas diversas, pero compatibles todas ellas con el sistema jurídico. Tal cesión de espacios decisorios al juez, semejante campo para su decisión discrecional, puede deberse a dos causas: o bien a que las mismas normas hayan querido expresamente remitir al juez la fijación de la pauta decisoria, caso por caso, como cuando son esas mismas normas las que dicen que en un determinado asunto el juez fallará discrecionalmente, decidirá en equidad, etc.; o bien a que las normas jurídicas, prácticamente todas, están hechas de un material lingüístico que es por definición poroso, abierto, indeterminado en alguna medida, por lo que siempre pueden aparecer casos cuya solución resulte dudosa o equívoca a la luz de dichas normas, debiendo el juez concretarlas y completarlas por vía de interpretación o integración. En lo que sigue atenderemos principalmente a esta última causa posible de discrecionalidad judicial. Durante mucho tiempo, como veremos, se admitía con dificultad que el juez pudiera disponer de campo para sus discrecionales opciones, aun dentro de los márgenes que la ley deje abiertos por razón de su materia prima: el lenguaje. Y hoy algunas influyentes teorías del derecho vuelven al rechazo de la discrecionalidad. Pero, entretanto, ha ido quedando claro que la libertad que los jueces pueden usar en su labor tiene dos manifestaciones, una positiva y admisible, la otra negativa y rechazable. La primera recibe el nombre de discrecionalidad y, repetimos, alude a aquella medida de libertad decisoria del juez que resulta inevitable e ineliminable de su cometido, por causa de los caracteres mismos que posee la materia prima de las normas, el lenguaje ordinario. La segunda, que se debe combatir, se denomina arbitrariedad. Una decisión judicial es arbitraria cuando el juez decide libremente, sí, pero concurriendo todas o alguna(s) de las siguientes notas: a. Vulnera las pautas decisorias que el sistema jurídico le fija para el caso, en lo que dichas pautas tengan de claras y terminantes. Conviene aquí hacer una 

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muy elemental aclaración. Que ninguna norma general y abstracta sea capaz de determinar al cien por cien la solución de todos los casos que prima facie se le puedan someter, que respecto de cualquier norma pueda haber casos dudosos cuya solución no es clara y para los que quepan, con igual respeto de las normas, soluciones diversas entre las que el juez tenga que optar, no significa que a veces no haya casos claros y soluciones precisas. Son los llamados casos fáciles. Pongamos un ejemplo bien simple. Si una norma tipifica como delito el robo que se realice valiéndose de armas, cabría discutir si un palo o un puñal de juguete con apariencia real son o no son armas a tales efectos, con lo que respecto de esos casos puede pensarse que el juez puede elegir entre el sí y el no, en función de cómo interprete el término “arma” que en la norma figura; Ahora bien: nadie en su sano juicio dudaría de que si el ladrón se vale de un fusil perfectamente real, cargado y montado para disparar, el robo acontece mediante el uso de un arma, pues no cabe razonablemente, en modo alguno, negarle a dicho fusil tal condición. Así que el juez que dijera que ese fusil no es un arma estaría incurriendo en arbitrariedad, pues nada hay más arbitrario que la negación de la perfecta evidencia. b. Se demuestra que lo que guía la elección del juez son móviles incompatibles con el sistema jurídico que aplica y con su función dentro de él, como interés personal, afán de medro, propósito de notoriedad, precio, miedo, prejuicios sociales o ideológicos, etc. c. Cuando el juez no da razón ninguna de su fallo o cuando su motivación de éste contiene razones puramente inadmisibles, ya sea por absurdas, antijurídicas o incompatibles con los requerimientos funcionales del sistema jurídico. Un juez que, por ejemplo, fundamentara expresamente su fallo en cosas tales como una revelación divina, los contenidos de una determinada religión, los postulados de un determinado partido político, sus gustos particulares o su personal sentido de la justicia estaría incurriendo en arbitrariedad en este sentido, tanto o más que el que se abstiene de motivar su fallo. Después de estas mínimas precisiones conceptuales, puede quedarnos claro que la discrecionalidad judicial no necesariamente es mala (aunque hay doctrinas, como vamos a ver, que tratan de evitarla por completo) y muchos creemos, en todo caso, que es inevitable. Por contra, la arbitrariedad ha de perseguirse siempre, es el antivalor judicial por excelencia. Sentado esto, podemos ya realizar un pequeño repaso histórico y comprobar qué doctrinas han negado y niegan la discrecionalidad judicial y cuáles la han presentado como inevitable o, incluso, positiva.

3. ¿Existe discrecionalidad en la decisión judicial?

I. d o c t r i na s n e g a d o ra s d e la e x i s t e n c i a d e d i s c r e c i o na l i da d j u d i c i a l Las doctrinas que combaten la discrecionalidad judicial lo hacen por dos razones entrelazadas: por un lado, por la convicción de que la discrecionalidad judicial no es conveniente; por otro lado, por la creencia de que la discrecionalidad judicial es evitable, y lo es porque el sistema jurídico posee caracteres o propiedades que lo ponen en condiciones de proporcionarle el juez la solución única y precisa de cada caso, sin que las valoraciones o elecciones de éste sean, por tanto, necesarias para colmar las indeterminaciones o equivocidades de dicho sistema, pues no habría tales. A. el formalismo ingenuo del siglo xix: e s c u e la d e la e x  g e s i s y j u r i s p ru d e n c i a d e c o n c e p to s Esa negación de la discrecionalidad judicial aconteció en la doctrina dominante durante prácticamente todo el siglo xix, de la mano principalmente de la escuela de la exégesis, en Francia, y de la jurisprudencia de conceptos, en Alemania. Estas dos escuelas tenían en común su carácter ingenuamente formalista en materia de decisión judicial. Sostenían ambas que la decisión del juez tenía un carácter puramente formal, ya que consistía en un simple silogismo a partir de premisas que al juez le venían perfectamente dadas y acabadas. La premisa mayor o normativa se la proporcionaba al juez con plena claridad y coherencia el sistema jurídico, de modo que el juez no tenía ni que inventarla ni que completarla ni que interpretarla. Subyacía a semejante confianza la convicción de que el sistema jurídico posee tres caracteres que hacen su perfección en tanto que fuente plena de las decisiones judiciales: a. el sistema jurídico es completo, de manera que no hay lagunas y, por tanto, nunca va a tener el juez que “inventar” para un caso la solución que ninguna norma preestablecida contempla; b. el sistema jurídico es coherente, y, por tanto, no hay en él antinomias, con lo que nunca va a suceder que un juez se tope con que para el caso que le toca resolver se contienen en el ordenamiento vigente normas que prescriben soluciones contradictorias entre sí; y c. el sistema jurídico es claro, de manera que las soluciones que para cada caso prescribe están dadas con nitidez suficiente como para hacer su interpretación o bien innecesaria o bien muy sencilla. En resumen, para cada caso que el juez tenga que fallar el sistema jurídico proporciona siempre una solución, sólo una y perfectamente clara y precisa. En cuanto a la premisa menor del silogismo judicial, estaría constituida por los hechos del caso, y también éstos se le ofrecen al juez con total independen-



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I. Argumentación jurídica y decisión judicial

cia de cualquier juicio suyo. Los hechos están ahí y su prueba es un proceso objetivo en el que no queda margen para la evaluación personal del juzgador; las cosas son o no son, y son o no con independencia de las opiniones del juez. El juez, por tanto, juzga de los hechos que son, no de los que a él le parecen o de cómo a él le parecen. Otra forma de explicar lo anterior es mediante la teoría de la subsunción, en su versión decimonónica. Las mencionadas escuelas sostenían que la aplicación del derecho, la solución de los casos por el juez, es mera subsunción de los hechos bajo la norma que los abarca y los resuelve, y esa subsunción es una labor poco menos que puramente mecánica. Con una imagen gráfica podemos ilustrar bien qué representaba esa idea de la decisión judicial como mera subsunción. Supongamos que cada norma jurídica es como un molde, y que cada uno de esos moldes tiene una forma distinta y perfectamente perfilada. Cuando un juez tropieza con el asunto que tiene que decidir, toma ese asunto, cual si fuera un objeto material con una forma determinada y peculiar, y se pone a buscar para él, para ese objeto, el molde que exactamente se le acomoda. Partimos de que para cada caso (objeto) habría siempre un molde en el sistema jurídico (pues el sistema, como hemos dicho, es completo, no tiene lagunas), sólo uno, nunca encajará bajo dos moldes distintos (pues el sistema no posee antinomias) y el encaje bajo ese molde que a cada caso corresponde será siempre exacto, sin vanos ni márgenes, pues el sistema es claro. Así que el juez acabará siempre encontrando el molde normativo en que el objeto de su decisión, el caso, encajará perfectamente. Y su fallo derivará con la evidencia y el automatismo de la siguiente imagen, que completa el cuadro: una vez hallado el molde en que el caso encaja, el juez lo toma y ve en él, en el molde, la solución prevista. Es como si lo levantara y por debajo leyera: “para el caso C (el que acaba de “subsumir” o encajar en ese molde) la solución es S”, y eso que dentro o debajo del molde está escrito es lo que el juez traslada a su fallo del caso. Sin más y, sobre todo, sin que nada tenga que añadir o poner de su parte, pues el juez no es sino el operario que mete el caso en su molde y copia la solución que en éste encuentra, sin cambiarla, sin complementarla con nada, sin que acontezca ninguna valoración de su cosecha y, con ello, sin que tenga margen ninguno para que sus preferencias personales o sus convicciones determinen en nada el contenido del fallo. Ahí no queda el más mínimo resquicio para la discrecionalidad judicial, pues, en síntesis, cada caso tiene prediseñada en el sistema jurídico una y sólo una solución correcta (un molde perfecto), y esa única solución correcta el juez se limita a averiguarla, a descubrirla, pues está ahí, en el sistema, antecediendo a todo juicio o acción del juez, esperando

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ser hallada y aplicada. El juez no manipula ni recrea el molde ni el caso, sólo introduce el segundo en el primero y lee la solución. Escuela de la exégesis y jurisprudencia de conceptos comparten lo que acabamos de decir, pero mantienen también diferencias que se explican por el contexto histórico de cada una. La escuela de la exégesis se desarrolla en Francia a partir de la entrada en vigor, en 1804, del Código de Napoleón, el Código Civil francés. Téngase en cuenta que en esos tiempos iniciales del movimiento codificador en Europa regía la fortísima convicción de que los códigos civiles eran una obra perfecta de la razón jurídica, razón cristalizada en el llamado mito del legislador racional. El legislador, encarnación de la nación de una manera o de otra, por definición no yerra ni en los contenidos ni en la forma de las normas que produce. Cuando esas normas se aglutinan y sistematizan en un código, éste es expresión suprema de la razón social y jurídica y fuente autosuficiente de toda juridicidad y toda decisión. Así que el juez tendrá que decidir cada caso subsumiendo sus perfiles bajo el molde de la correspondiente norma del Código. Añádase a esto que la doctrina francesa de tal época desconfiaba grandemente de los jueces, tenidos por reaccionarios y cómplices o nostálgicos del antiguo régimen estamental. Por eso en algunas de las primeras codificaciones (aunque no en la francesa, en la que no pasó de algún anteproyecto) se llegaron a contener prohibiciones expresas de que el juez interpretara las normas contenidas en el respectivo código. ¿Para qué interpretar si todo está claro y es perfecto? La interpretación de la ley era vista con desconfianza suma, como vía fácilmente aprovechable por el juez para introducir sus propias valoraciones en perjuicio de las del legislador y con daño para la norma. Toda discrecionalidad judicial, en consecuencia, era rechazada como equivalente a pura y simple arbitrariedad. Con el código basta y sobra, en él están, y están perfectos, todos los moldes necesarios para subsumir los casos, ni hace falta cambiar ninguno ni repararlo ni añadir otros. En Alemania las cosas eran distintas. Es bien sabido que en los territorios alemanes durante todo el siglo xix el sistema de fuentes del derecho era un totum revolutum, sin orden claro ni jerarquía precisa, integrado por elementos del derecho romano de Pandectas, pasado por el tamiz de la doctrina romanista, de derecho histórico germánico, de derecho consuetudinario, etc. Y, si el derecho positivo era tan caótico, contradictorio y lagunoso, ¿bajo qué subsumían?, ¿dónde encontraban los moldes? En los conceptos, y de ahí el nombre de esta escuela. Se consideraba que el sistema jurídico estaba, en su fondo o esencia, integrado no por normas positivas, legisladas (éstas eran sólo la parte superficial del sistema, inexacta o meramente aproximativa), sino por ciertas esencias o categorías cuya naturaleza no es ni empírica ni psíquica ni social, sino ideal.

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Los componentes reales y supremos del sistema jurídico, bajo los que el juez puede y debe subsumir cada caso que le llegue, son esas ideas objetivas, esos conceptos, esas esencias o categorías que prefiguran y encierran en sí la regulación detallada de cada institución de las que componen el derecho. Veámoslo con un ejemplo. Si el juez tiene que resolver algún asunto de derecho matrimonial, haya ley positiva al respecto o no la haya, sea clara u oscura, no importa gran cosa, pues adonde tiene ese juez que acudir para buscar las soluciones es a la idea de matrimonio, idea que subsiste al margen de los lugares y de la historia y en la que se encierra todo lo que el juez necesita saber para resolver sobre si el matrimonio es válido, sobre cualquiera de sus efectos, etc. Y lo mismo que ejemplificamos con el matrimonio vale para cualquier otra institución, ya sea, por seguir con más ejemplos, la propiedad, el testamento, un contrato, etc. El sistema jurídico forma una pirámide de conceptos o esencias jurídicas, en cuya cúspide está el concepto más general y abarcador, el de autonomía de la voluntad, y en los sucesivos peldaños descendentes conceptos menos generales, cada uno de los cuales es desarrollo o plasmación, para un ámbito más concreto, del concepto superior y, al tiempo, “padre” o condicionante de los conceptos inmediatamente inferiores. Con una cierta simplificación o caricatura podemos representar esa escala así: la autonomía de la voluntad, en la cúspide, se desarrolla en o engendra el negocio jurídico, que, a su vez, se desarrolla en o engendra el contrato (y el testamento, hermano del contrato), el cual, a su vez, se desarrolla en o engendra en los diversos contratos (compraventa, arrendamiento, depósito, etc.). Así que el juez sólo tiene que ver bajo cuál de tales categorías o esencias se subsume el caso que tiene entre manos y le bastará con aplicarle las prescripciones que en esa familia de moldes, del más amplio al más exactamente ceñido a su perfil, se contienen para él: si encaja bajo la compraventa, le aplicará lo específico de la compraventa, como idea, unido a lo general de todos los contratos, unido, en un peldaño más alto, a lo común para todos los negocios jurídicos y regido todo por el principio supremo, padre primigenio de todo el derecho privado, de autonomía de la voluntad. Ese sistema jurídico formado por esencias de lo jurídico es perfecto. El derecho positivo puede tener defectos. El verdadero derecho, que es ese derecho integrado por formas ideales, es perfecto. Bajo su amparo, está de más toda discrecionalidad judicial. Resumamos esta ideología dominante en el pensamiento jurídico del xix: a. El sistema jurídico es perfecto, en la medida en que contiene en sí (ya sea bajo la forma de artículos de un Código –Francia- ya de esencias prepositivas,

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ideales –Alemania) siempre una única solución correcta para cada caso que el juez haya de decidir. b. La actividad decisoria del juez se explica como pura subsunción del caso bajo la correspondiente regla del sistema, por lo que su actividad reviste un carácter cuasimecánico. c. El razonamiento en que esa actividad desemboca tiene la estructura de un siligismo simple, del que la premisa mayor es dicha regla y la premisa menor los hechos, sin que estén presentes en él ulteriores premisas o presupuestos de ningún tipo, por lo que sólo de esas dos premisas y de ninguna más se deriva, con necesidad lógica, el fallo a modo de conclusión. d. La esencia de la labor judicial es cognoscitiva. Esto significa que en realidad el juez no es propiamente alguien que decide, sino que meramente conoce lo que para un caso dispone como solución necesaria el sistema jurídico, limitándose a extraer las consecuencias del sistema para ese caso, pero sin que tal labor tenga ribetes ni morales, ni políticos, ni de ningún otro tipo que suponga elección valorativa. e. En consecuencia, el método correcto que ha de guiar la decisión judicial no es un método decisorio, sino un método de conocimiento. El juez se parece mucho más al científico que al legislador, y está mucho más cerca del dogmático (civilista, penalista, etc.) que estudia en sede teórica el derecho y descubre sus “profundidades”, que del político que legisla y elige entre opciones regulativas. Este formalismo ingenuo de la escuela de la exégesis y de la jurisprudencia de conceptos comenzó su crisis en las últimas décadas del siglo xix y ya no pudo superar las críticas devastadoras de autores como el Jhering de la segunda época o de Gény, primeramente, y luego los embates definitivos de la escuela de derecho libre o de las distintas corrientes del realismo jurídico o de Kelsen. Más adelante volveremos a algunas de esas corrientes, al hablar de las doctrinas que afirman la discrecionalidad judicial. Pero baste aquí indicar que lo que entre todos fueron dejando sentado con rotundidad es que ningún sistema jurídico posee aquellos tres idílicos caracteres de plenitud (ausencia de lagunas), coherencia (ausencia de antinomias) y claridad (ausencia de indeterminación). Y si resulta que hay lagunas, antinomias y, sobre todo, indeterminación constitutiva del lenguaje del derecho, ¿cómo negar que ciertos márgenes, al menos, de discrecionalidad judicial son ineludibles? ¿Quién sino el juez puede, por tanto, precisar, por vía de interpretación, cuál de los varios significados que los términos de una norma pueden admitir ha de regir para el caso? Pero también en el pensamiento jurídico parece que rige la ley del péndulo, y el formalismo decimonónico, en lo que tenía de afirmador de la perfección del sistema jurídico y de negador de la discrecionalidad judicial, ha regresado con

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plena pujanza a fines del siglo xx y domina hoy, en pleno siglo xxi, esta vez de la mano de doctrinas que podemos denominar axiologismo jurídico y que están bien representadas por autores como Dworkin y por los teóricos más radicales de esa doctrina que se viene denominando neoconstitucionalismo y que podría ejemplificarse en autores como el Zagrebelsky de El derecho dúctil. B . e l f o r m a l i s m o na da i n g e n u o d e f i n e s d e l s i g lo x x : d e a lg u n o s a l e m a n e s d u d o s o s a dwo r k i n, y d e dwo r k i n a l n e o c o n s t i t u c i o na l i s m o Hay tres doctrinas que, grosso modo, coinciden en la siguiente idea: el sistema jurídico se compone de estratos, y en tales estratos hay que distinguir ante todo un estrato superficial y otro profundo o subterráneo. En el primero se hallarían las normas de derecho positivo, en su formulación más convencional, es decir, los enunciados jurídicos que el legislador produce y que se agrupan en códigos, leyes, reglamentos… Pero por debajo de ese nivel, sosteniéndolo y dándole su inspiración, su sentido último, su razón de ser y la perfección que le falta, se encuentra el estrato profundo, cuya materia ya no es lingüística sino axiológica, no empírica sino ideal, y no imperfecta, esto es, lagunosa, incoherente y oscura, sino perfecta, pues contiene solución única, consistente y definida para cualquier caso. Para estas doctrinas el sistema jurídico sería algo similar a un iceberg. Un iceberg tiene una parte que sobresale por encima de la superficie del mar y que cualquiera puede ver sin necesidad de sumergirse. Pero su parte más consistente se encuentra por debajo de esa línea de superficie y sólo es visible para quien conozca a fondo lo que es un iceberg o domine la técnica de buceo. Un sistema jurídico sería igual. Hay una parte superficial, en forma de los enunciados jurídicos que cualquiera puede leer e interpretar; pero por debajo está la parte sumergida, que sostiene la otra y que es mucho más grande y contundente. Conocer el derecho no es sólo ver y entender lo que a la vista de todos está, la superficie del iceberg, sino saber calar en lo profundo y hallar lo que ahí se encuentra: valores; supone ver más allá de la superficie, ser capaz de contemplar lo que no está a la vista de todos. Vemos, en resumidas cuentas, que estas doctrinas axiologistas desdoblan la naturaleza del derecho y, al tiempo y complementariamente, desdoblan en dos la epistemología jurídica, el tipo de conocimiento que se requiere para saber del derecho. Hay siempre una naturaleza superficial y una naturaleza profunda del derecho, constituida la primera por enunciados jurídico-positivos y la segunda por valores. Y, al tiempo, hay un conocimiento superficial del derecho,

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propio de quienes sólo ven en él enunciados que pueden ser comprendidos en sus términos e interpretados, con márgenes de elección discrecional, en sus indeterminaciones; y un conocimiento profundo del derecho, al alcance sólo de quien domine el método de “excavación” o “buceo” que permite superar el dato superficial, equívoco, dudoso y, a veces, hasta falso o engañoso, y captar las verdades plenas e indubitadas que en el fondo del sistema se guardan, al modo de solución correcta para cada caso que al derecho se someta. Ese método se solía describir como capacidad que nuestra razón posee para escuchar los dictados grabados en nuestra naturaleza, o en el orden inmanente a la Creación. Pero en las últimas épocas más bien se explica unas veces como empática capacidad del juez sabio y virtuoso para descubrir la coherencia que en el fondo mantienen los valores vigentes en una sociedad, por mucho que en la superficie parezca que no hay tal armonía valorativa, sino una tensión dialéctica, fruto del pluralismo constitutivo de las sociedades modernas y democráticas; o como vía que recorre, para llegar a la verdad, aquella parte de nuestra razón que se ocupa de los asuntos valorativos (política, moral, derecho…) y que se llama razón práctica. Como es obvio, el ancestro teórico de estas doctrinas es el iusnaturalismo tradicional, en cualquiera de sus manifestaciones, tanto el de base teológica como el racionalista. Pero no podemos ignorar que en el último siglo el iusnaturalismo ha sido una doctrina que ha dicho muy poco en materia de decisión judicial y ha vivido replegado y limitándose a debatir las condiciones de validez de la norma positiva. En materia de interpretación y aplicación del derecho la función que tradicionalmente el iusnaturalismo cumplía la han asumido doctrinas como éstas que ahora vamos a examinar: jurisprudencia de valores, Dworkin y neoconstitucionalismo. No digo con esto que merezcan con propiedad el nombre de iusnaturalismos, sino que son en nuestro tema equivalentes funcionales del iusnaturalismo, aunque los mimbres con los que se elaboran sean diferentes en algún grado. Vamos ahora a pasar sucintamente revista a las tres variantes que nos interesan, atendiendo con preferencia al tema que nos ocupa, la negación de la discrecionalidad judicial. El mejor antecedente del actual neoconstitucionalismo se encuentra en la doctrina alemana llamada jurisprudencia de valores (Wertungsjurisprudenz). Para comprender el cómo y el porqué del giro que esta escuela imprime a la teoría y la praxis jurisprudencial alemana de los años cincuenta y sesenta debemos comenzar por echar un vistazo al contexto histórico del que nace. De 1919 a 1933, bajo la Constitución de Weimar, el grueso de los profesores de Derecho y de los jueces alemanes comulgaba con un pensamiento fuertemente estatista, que veía en el Estado suprema encarnación de la nación, plasmación

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del espíritu del pueblo alemán y ser con derechos propios que se anteponían a los derechos del individuo. El Estado era sustancia colectiva con vida propia, expresión de una unión cuasimística entre los ciudadanos portadores de los atributos nacionales, persona colectiva cuyo interés propio trasciende los intereses individuales de los ciudadanos y les da su sentido aglutinador. Era, pues, este pensamiento jurídico-político entonces dominante un pensamiento marcadamente hostil frente a la filosofía política liberal, frente a la Constitución entendida como sancionadora de la soberanía popular, como portadora de normas a las que la acción del Estado habría de someterse y como proclamadora y protectora de derechos y libertades individuales que ponen límite a la acción posible del Estado frente a sus ciudadanos. La noción misma de ciudadano calaba mal en esta filosofía, que más bien quería para el Estado súbditos y que veía en los derechos que el súbdito pudiera tener una concesión del Estado y no el reconocimiento de su dignidad y su valor frente a él o antes de él. El modelo imperante en Alemania no era el del Estado de derecho, sino el del derecho del Estado. Y el tipo de positivismo que regía no era aquel positivismo jurídico kelseniano que mantiene que el Estado no es más que una forma de ver un sistema jurídico vigente, negándole así al ser estatal toda entidad propia y cuestionando de raíz la metafísica estatista. El positivismo mayoritario era de un jaez completamente diferente, era positivismo estatista, cuyo postulado central podríamos resumir así: todo lo que en el derecho y la vida social cuenta (las normas jurídicas, los derechos individuales, las instituciones…) nace del Estado y se debe al Estado, nada hay fuera del Estado, nada se debe tolerar si perjudica la vida propia y la supervivencia del Estado. Y el vínculo entre el Estado y la sociedad es un vínculo natural, metafísico, no un vínculo formal o meramente jurídico-político. Frente a la mecánica democrática y representativa, propia del liberalismo y tenida por disolvente y decadente, se afirmaba la naturalidad de una relación orgánica, viva, entre la sociedad y su gobierno. El emperador, antes, o el presidente de la nación, luego, no son cabeza del Estado en sentido metafórico, sino en sentido propio, pues Estado y sociedad no son sino un mismo ser vivo, del que la sociedad es cuerpo y su supremo jefe es cabeza. Tales imágenes las había ido forjando con continuidad y esmero la iuspublicística alemana a lo largo de todo el siglo xix, muy especialmente por obra de autores como Gerber o Laband. Los historiadores suelen explicar el fracaso de la Constitución de Weimar por el profundo desfase entre sus cláusulas, marcadamente democráticas y de importante contenido iusfundamental y social, y aquel pensamiento dominante entre los juristas y que abominaba a partes iguales del individualismo liberal y del reformismo socialista y que, sobre todo, no quería ver la soberanía residen-

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ciada en el pueblo, sino en el ejecutivo y no aceptaba pensar el Estado como instrumento de la sociedad, sino la sociedad al servicio de un Estado cuyos fines trascendían cualquier interés individual o grupal. Ese predominio del pensamiento jurídico antidemocrático, anticonstitucional y de gusto fuertemente autoritario explica en buena parte que en la doctrina de ese tiempo sobre la interpretación y aplicación del derecho dominara, aun en medio de gran polémica, la llamada teoría subjetiva de la interpretación, a tenor de la cual las normas deben interpretarse y aplicarse ateniéndose a lo que con ellas quiso su autor, guiándose, por tanto, por la voluntad del legislador. Así, si el sentido de una cláusula legal no está claro, pues admite significados diversos, de entre éstos hay que elegir aquel que el autor de esa cláusula, el legislador, tenía en mente al dictarla, o el que mejor sirva a los propósitos con los que el legislador dio a la luz dicha cláusula. La consideración de la voluntas legislatoris, por tanto, como supremo principio rector de la praxis judicial. No hace falta contar aquí por extenso qué ocurrió después de 1933 y de que Hitler y sus infames secuaces se hicieran con todo el poder. Estatismo organicista, voluntarismo y autoritarismo hallan entonces su síntesis plena, se aúnan en una fórmula común: el Führer, encarnación y supremo intérprete del sentir y la voluntad del pueblo alemán, es fuente máxima del derecho, y toda norma jurídica debe interpretarse y aplicarse desde el absoluto respeto a la voluntad del Führer, que es tanto como decir la voluntad misma del Estado y del pueblo, que son la misma cosa. Pero llegamos a 1945 y los nazis sufren su definitiva derrota. En esos momentos comienza una larga serie de sucesos sorprendentes y que forman parte destacada de la historia universal de la infamia. Aquellos profesores que dijeron lo que dijeron y escribieron lo que escribieron entre 1933 y el momento en que se empezó a torcer el destino del Trecer Reich, empezaron a proclamar al unísono: a. que ellos nunca habían estado de acuerdo con Hitler y el nazismo; b. que habían estado muy influidos pro el pensamiento de Kelsen, al que seguían con convicción; c. que el pensamiento jurídico de Kelsen se resume en la idea de que el derecho es el derecho y que toda ley que haya sido elaborada con respeto al procedimiento legislativo establecido es derecho y debe ser obedecida por los ciudadanos y aplicada por los jueces, sin que quepa justificación de ningún tipo, ni jurídica ni moral para su desobediencia; d. que por eso ellos, obnubilados por Kelsen, no habían encontrado base teórica para resistirse a las aberraciones jurídicas del nazismo; e. que ellos siempre habían creído, y seguían creyendo, sin desmayo, en la democracia, el parlamentarismo, los derechos humanos y el Estado de derecho.

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Difícil será encontrar en toda la historia jurídica del siglo xx un mayor descaro ni una hipocresía más grande. Mintieron y falsearon a partes iguales. Mintieron sobre su pensamiento y su actuación al servicio de Hitler. Falsearon la historia, por ejemplo cuando dijeron que el pensamiento kelseniano era el dominante entre los profesores alemanes, ellos mismos, y desfiguraron radicalmente las tesis de Kelsen cuando repitieron que Kelsen no admitía excusa moral para la desobediencia al derecho válido y propugnaba el ciego acatamiento incluso de normas como las de los nazis. No ha de extrañarnos ese proceder cuando reparamos en que tales cosas las escribieron, después del 45, antiguos altos jueces y fiscales nazis con pasado un tanto sangriento, o profesores que medraron académicamente en su juventud a fuerza de adular a Hitler y sus esbirros y triunfaron después del 45 a base de alabanzas a los derechos humanos y a los valores de las constituciones liberales, pero siempre, es curioso, denostando a Kelsen. Porque eso fue lo que hicieron aquellos autores alemanes después de 1945: apresurarse a proclamar que el derecho positivo no agota el derecho y que del sistema jurídico forman parte principal ciertos valores morales que impiden su degradación en injusticia. Así nació la jurisprudencia de valores, de la mano de autores como Larenz y tantos otros cuyo pasado oscuro quedó olvidado durante décadas, las décadas en que los mismos sujetos siguieron controlando las universidades. Ahora resumiremos sus tesis, pero antes unas palabras sobre el destino de la teoría subjetiva de la interpretación. Durante el nazismo se legisló mucho, y no todo ello fue derogado después de 1945, pues junto a aquellas abominables leyes racistas y homicidas, había otras, de tema moral y políticamente neutro y de depurada técnica, que se mantuvieron en vigor. Si tenemos presente que en aquel régimen que las produjo se entendía que era Hitler el supremo legislador y su voluntad la más alta fuente jurídica, ¿cómo mantenerse, después del 45, en la defensa de una teoría subjetiva que vendría a proponer que las normas se interpretasen con base en la voluntad de aquel genocida malnacido que las había mandado? Así que hubo que olvidarse por unas cuantas décadas de la teoría subjetiva de la interpretación y pasar a entender que el fin que se ha de considerar en la interpretación no puede ser el fin subjetivo del legislador, lo que éste hubiera querido o entendido, sino un fin objetivo, que se definía por alusión a los valores y propósitos que objetivamente la norma poseyera, o a los que tuviera sentido imputarle aquí y ahora, a tenor de las necesidades presentes y la convicciones vigentes. Éste será otro elemento que allanará el camino para el triunfo teórico y práctico de la jurisprudencia de valores, la cual tomará importante apoyo también en el parágrafo 20.3 de la Ley Fundamental de Bonn,

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que afirmaba (y afirma) que los poderes ejecutivo y judicial están sometidos “a la ley y al derecho”. Y se dijo: o en dicho precepto constitucional se contiene una redundancia, si es que la ley agota lo que el derecho sea o, si queremos salvar el sentido de ese artículo, habremos de admitir que hay derecho más allá de la ley, es decir, que hay derecho más allá del derecho positivo, que éste, en resumen, no agota el derecho. ¿Dónde está ese derecho del más allá y en qué consiste? Está en el fondo innominado del ordenamiento y consiste en valores, valores que el juez puede descubrir y aplicar. Esa fue la respuesta de la jurisprudencia de valores, respuesta que tuvo inmediato eco en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional Alemán y la marcó durante décadas. Para la jurisprudencia de valores las normas legales o de derecho positivo, es decir, los enunciados jurídico-positivos contenidos en la Constitución, las leyes, los reglamentos, etc., tienen su fundamento y perfecto complemento en todo un sistema articulado y consistente de valores que les subyace. Esos valores no son parte separada del derecho, aditamento externo, sino elemento constitutivo y esencial del derecho mismo. Gracias a esos valores los graves problemas que para su aplicación presenta el derecho positivo se tornan resolubles cuando se trata de aplicar a los casos el conjunto total del derecho, incluyendo tales valores. Así, las lagunas no habrán de resolverse desde la discrecionalidad del juez que no encuentra norma positiva, pues podrá hallarla prepositiva, yacente en ese sustrato valorativo; las antinomias se darán sólo en la superficie, al nivel de los enunciados, pues en su fondo valorativo el derecho brinda solución coherente y única para cada caso, ya que la justicia, en tanto que supervalor, no puede ser contradictoria o equívoca; y, sobre todo, lo que en el plano del lenguaje de las normas positivas puede dar lugar a dudas interpretativas, se vuelve claro cuando se atiende a ese fondo material de valores que alienta bajo cada norma e inspira su lectura desde los casos, por lo que interpretar ya tampoco es elegir, más o menos razonadamente, entre significados posibles de la norma, sino conocer, descubrir, allá en el fondo del derecho, en su subsuelo de valores, en su cimiento axiológico, la verdadera solución de cada caso. Más allá de estas notas comunes a toda esta corriente de la jurisprudencia de valores, sus diversos cultivadores diferían al tiempo de describir y fundamentar la ontología, de corte metafísico, en que se asentaba. Unos se inspiraban en teorías materiales de los valores, del estilo de la de Scheler; otros pergeñaban teorías de la “naturaleza de las cosas”, con las que pretendían mostrar que los órdenes sociales posibles están predeterminados en un orden natural del ser (en el fondo, un orden de la Creación, de nuevo) que tiene el valor y la fuerza racional de los cuerpos y las relaciones geométricas; igual que hay un orden y una interrelación necesaria de los cuerpos geométricos, hay un tal orden de la

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sociedad (de la misma manera que por definición un círculo no puede ser cuadrado, ni aun cuando un loco legislador así lo ordenara, tampoco un matrimonio, por ejemplo, podría ser disoluble –eso se decía primero– o entre personas del mismo sexo –eso se dice ahora). Otros pretendían describir ese vínculo entre el ser necesario de las cosas y la génesis de reglas jurídicas mediante la referencia a estructuras lógico-reales. Y así sucesivamente. Más allá de esas discrepancias, podemos ver en la jurisprudencia de valores el primer momento importante de ruptura del pensamiento jurídico conservador y antipositivista con los esquemas clásicos del iusnaturalismo. Desde entonces ya no es acertado decir que el rival principal del positivismo jurídico está en el iusnaturalismo, que es doctrina bastante marginal desde mediados del siglo xx al menos, básicamente reducida a ideología legitimadora de dictaduras tercermundistas, pero ya no demasiado presente (con contadas excepciones, de la cual una importante sería, por ejemplo, Finnis) en el debate actual sobre cómo debe proceder el juez al decidir y a qué debe atenerse al interpretar las normas y los hechos del caso. ¿Por qué tildo esta doctrina de conservadora? Desde luego, no me influye el pasado político de muchos de los que la abrazaron después del 45, pues no hay manera de probar que su caída del caballo de camino a Karlsruhe (sede del Tribunal Constitucional Alemán) no fuera genuina y punto de arranque de un sincero cambio de convicciones: vieron la luz de la democracia y abominaron de las tinieblas del estatismo, el organicismo y el odio a los derechos fundamentales individuales. Pero, aun así, lo que esta doctrina ofrece es un claro límite al legislador democrático y un patente otorgamiento de la primacía a los jueces, que ya no son meros guardianes de la Constitución, sino custodios del Orden Objetivo, de la Justicia, del Bien. El imperio de la ley que es propio del Estado de derecho y que no tiene más límite que el de la compatibilidad con el texto constitucional, se ve sometido a una cortapisa que no estaba en el diseño inicial de tal Estado ni de la democracia: para que una ley sea derecho y vincule al juez no sólo ha de ser formalmente conforme con la Constitución, sino también materialmente compatible con el Orden Necesario del Ser, o con el Sistema Objetivo de Valores, o con la Naturaleza de las Cosas, o con lo que quiera que sea el nombre de esa realidad que ya no permite al legislador mandar lo que quiera que la Constitución no prohíba, sino que le impele a acertar con lo que objetivamente sean el Bien y la Verdad. Tras la que parecía la crisis irreversible del iusnaturalismo, esta nueva doctrina vuelve a entronizar el sacerdocio de los jueces, guardianes de las esencias de lo jurídico y vigilantes de un legislador caído en el descrédito y abominado por todos. Comienza así su itinerario la ideología jurídica predominante en nuestros días y que es el contrapunto exacto de aquel

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mito del legislador racional que regía en los inicios del derecho moderno y de la codificación. Hoy el mito imperante, objeto de fe unánime y de exigente veneración, es el mito del juez racional. Los valores están en buenas manos, pues frente a la estulticia constitutiva del legislador, el juez es sabio por definición; frente a la venalidad de los tribunos del pueblo, el generoso y desinteresado servicio de los jueces a la Justicia; frente a la corruptelas de los partidos y los parlamentos, la integridad sin mácula de las judicaturas. Ese camino iniciado por la jurisprudencia de valores tendrá las etapas principales de su ulterior desarrollo en Dworkin y en algunos de los llamados neoconstitucionalistas. No quiero, para nada, decir que Dworkin construya su doctrina apoyándose en semejante antecedente, pues todo hace pensar que nada sabía de él. Pero, sea como sea, la aportación de Dworkin va a consistir en acercar a la sociedad esos valores extrapositivos, pero jurídicos, para los que la jurisprudencia de valores aún buscaba un anclaje en exceso metafísico y ahistórico. El paso siguiente, consumado por el neoconstitucionalismo, consistirá en colocar esos valores, ya sociales, dentro de la Constitución y, al mismo tiempo, retomar el componente metafísico, con lo que la dialéctica hegeliana parece haberse confirmado en una nueva y sorprendente síntesis: la Constitución positiva es Constitución metafísica. Ya no será el derecho el que se desdoble en una parte superficial o positiva (imperfecta) y una parte profunda o prepositiva (perfecta), sino que es la parte suprema del derecho positivo, la Constitución, la que se duplica en Constitución formal o procedimental –imperfecta– y Constitución material –perfecta–. La primera la puede conocer y entender cualquiera, tanto en lo que tiene de preciso como en lo que deja indeterminado; la segunda la calan y observan con todo rigor y precisión los profesores y los tribunales, en particular los tribunales constitucionales, capaces los unos y los otros de ver en ella y de extraerle lo que sólo ellos pueden descubrir allí, cosas tales como cuántas cárceles debe haber en un país o cuál puede ser exactamente la tasa máxima de interés de los créditos hipotecarios. Apoteosis del mito del juez racional. Pero vamos por partes y fijémonos primero en Dworkin. La obra primera que da fama mundial a Dworkin, su Taking Rights Seriously (Los derechos en serio), se plantea expresamente como oposición a la doctrina de la discrecionalidad judicial sostenida por Hart y a la que luego aludiremos. El argumento es ingenioso. Hart había dicho que las normas se expresan en el lenguaje ordinario, que éste adolece siempre de vaguedad y que, por tanto, hay casos jurídicos claros y casos dudosos. Los primeros son los que caen en el núcleo de significado de los enunciados normativos o completamente fuera de toda referencia de los mismos. Así, si una norma prohíbe pasear por el parque en vehículo resultará obvio que un auto es un vehículo, e igual de obvio resultará

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que un cigarrillo no lo es, pero cabrá dudar de si la prohibición abarca las bicicletas, los triciclos o el vehículo eléctrico en el que se desplace un minusválido. Respecto de estos casos dudosos la solución no estaría predeterminada en las normas positivas (en esa que prohíbe andar por los parques en “vehículos”), sino que dependerá de la interpretación que de las normas haga en cada caso el juez (lo que éste defina a tal efecto como “vehículo”), y tal opción entre interpretaciones posibles es esencialmente discrecional y no puede ser de otro modo, según Hart. Y por ahí ataca Dworkin. Según Dworkin, reconocer dicha discrecionalidad judicial equivale a admitir que la norma que decide esos casos dudosos es una norma que: a. es creada por el propio juez, aunque sea dentro del espacio o margen de posibilidades que la vaguedad de la ley le deja, y b. es aplicada retroactivamente, pues se usa para decidir sobre hechos acontecidos antes de dicha creación judicial de la norma, como son los hechos del caso con ella juzgados. El problema es de entidad y apunta un flanco importante de la teoría positivista del derecho y de su aplicación, pero ¿tiene solución? Según Dworkin, sí. La solución consiste en asumir que el derecho se compone de algo más que de esos enunciados normativos que solemos llamar derecho positivo, enunciados del tipo del que prohíbe los vehículos en los parques y que resultan tan incompletos como pauta decisoria de ciertos casos. ¿Qué es ese algo más? Principios. El sistema jurídico se compone de reglas, que son esos enunciados que tienen la estructura “si… entonces”, supuesto de hecho y consecuencia jurídica, y principios, que son normas que nos dicen que unas cosas están bien y otras cosas están mal, pero sin especificar cuáles son las unas y las otras, lo que no impide que el juez pueda acabar conociendo perfectamente y en cada caso eso que los principios mandan sin decir. ¿Y dónde viven los principios? No, o no necesariamente, en la obra del legislador, sino ante todo y primariamente en la moral social. Según Dworkin, todo derecho positivo, todo conjunto de normas jurídico-positivas se asienta en y encaja con una determinada moral social, la moral propia de la sociedad histórica en la que el legislador (o los jueces) alumbra las normas positivas. Sin abarcar y comprender dicha moral social de fondo no podremos saber a qué vienen ni cuál es la razón de ser de esas normas positivadas, de esos concretos mandatos del legislador. Y, en cuanto son condición de comprensión y, con ello, de aplicación mínimamente coherente de dichas normas positivas, las normas morales que las inspiran y les sirven de explicación son parte del derecho mismo, su parte esencial, su parte más profunda. Cada norma positiva, pues, cada regla dada por el legislador positivo, tiene su explicación en los patrones morales de la respectiva sociedad, y puesto que esa es su esencia no puede contradecirla a

3. ¿Existe discrecionalidad en la decisión judicial?

la hora de hallar aplicación. Quiere decirse que si la aplicación de una de esas reglas choca con los propósitos de las normas morales que están en su base, deben éstas prevalecer en detrimento de la pura dicción de aquélla, de su semántica, sin que por ello se contraríe el derecho, pues éste es la suma de dos partes: el derecho positivo, que es la parte superficial o menos importante, y la moral social desde la que ese derecho positivo se explica, que es la parte profunda y fundamental. Es decir, un caso que semánticamente es fácil, pues encaja sin duda en el núcleo de significado de la norma, se torna caso difícil cuando la solución que la norma contiene para él nos resulta escasamente conciliable con la moral social dominante, y en ese caso ésta debe prevalecer, pues no sólo es moral, es también derecho, la parte más alta y valiosa del derecho. Algún autor le preguntó en cierta ocasión a Dworkin si en un derecho racista, que sea reflejo de una moral social fuertemente racista, el juez debe considerar que esa base moral racista es parte del sistema jurídico mismo de tal país, de modo que las normas positivas racistas deban interpretarse e integrarse desde ese racismo social que las inspira. No respondió cosa muy coherente Dworkin a eso. Insinuó que en ese caso la moral que guiara al juez no debería ser esa moral positiva, socialmente vigente e inspiradora de las normas de derecho positivo, sino una moral crítica o de los derechos humanos. Con ello no hizo más que mostrar que cuando pintan bastos siempre acaban estas teorías reculando hacia el iusnaturalismo de toda la vida. Ya tenemos esbozada la ontología jurídica de Dworkin, a tenor de la cual el derecho es un compuesto de normas jurídico-positivas y, en un estrato más importante, aquellas normas de la moral social que se integran coherentemente con las anteriores y sirven para su explicación de fondo, valen para dar cuenta de su porqué en una teoría de conjunto y consistente. Ahora nos resta examinar el problema epistemológico. ¿Pueden conocerse con precisión esas normas morales que son al tiempo jurídicas aunque no sean derecho positivo? ¿Podemos hallar en ellas respuesta exacta y precisa para absolutamente cualquier caso cuya solución de derecho positivo nos resulte dudosa o nos parezca inconveniente? La respuesta de Dworkin es que sí. Para este autor el sistema jurídico, con esa doble composición que ya sabemos, contiene en su seno una y sólo una respuesta correcta para cada caso que se le somete. Por tanto, no hay sitio para discrecionalidad ninguna y la labor del juez no es propiamente decisoria sino, en puridad, cognoscitiva: el juez aplica derecho, sí, pero no optando entre las soluciones que le parezcan compatibles con la ley o coherentes con ella, sino averiguando, descubriendo, conociendo cuál es exactamente y en puridad la solución única que el sistema jurídico reserva para cada caso. Si hay casos difíciles no es porque su solución no esté perfectamente predeteminada en

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el sistema jurídico, sino porque es difícil hallarla o complicado fundamentarla. Pero estar, está. ¿Y quién puede conocer esa solución única e indubitada que en el fondo del derecho yace para cada caso, esperando ser descubierta? Pues podría conocerlas todas y con total seguridad un juez perfecto. Hasta nombre le pone Dworkin a ese juez ideal: se llama Hércules. El juez Hércules es aquel juez absolutamente sabio y experto, que sabe todo de todo, al menos todo lo necesario para dar con esas soluciones que el común de los mortales difícilmente puede conocer con seguridad. Como ninguno de nosotros es verdaderamente Hércules, más bien vulgares mortales, tampoco podemos saber exactamente qué es eso que idealmente deberíamos saber para estar en condiciones de saber lo que hay que saber. Pero si fuéramos Hércules lo sabríamos y, con ello, daríamos (al menos si fuéramos jueces) con la única respuesta correcta para cada caso. Ciertamente el juez Hércules es un juez ideal, omnisciente, y precisamente por ser omnisciente, sabedor de todo, sabe también cuál es la correcta solución judicial de cada caso. En cambio, un juez de carne y hueso será tanto mejor juez y, consiguientemente, tanto más verdaderas sus decisiones cuanto más su saber se aproxime al saber ideal de Hércules; es decir, cuanto más sepa de eso que hay que saber pero que no se sabe lo que es. Dworkin ha sido muy útil para los que han querido rematerializar la Constitución y ponerla al servicio de sus valores (¿de ellos?) pero que no deseaban comulgar con las rancias filosofías, tipo Scheler, que inspiraban a los de la jurisprudencia de valores. El esquema resultante quedaría más o menos así: a. si por debajo de todo derecho positivo está la moral social que lo inspira, lo explica, lo condiciona y lo complementa, por debajo de la suprema norma positiva, la Constitución, estarán las más altas normas de esa moral social de base; b. si el derecho se perfecciona, de modo que en lugar de vaguedades, antinomias y lagunas, habilitadoras todas ellas de la discrecionalidad judicial, contiene una única solución correcta para cada caso, habrá que pensar que si integramos la Constitución-enunciado, o Constitución lingüística, con esos componentes objetivos de la moral social, la Constitución puede ser leída como prefiguración y síntesis de todas las soluciones únicas que en el sistema jurídico se contienen para todos los casos; c. si esa solución única correcta para cualquier caso se contiene en el sistema jurídico, e in nuce ya en la Constitución, y si puede ser conocida perfectamente por un juez Hércules perfecto, cuanto más sabios y expertos sean los jueces, tanto más se aproximarán a ese modelo de Hércules y tanto más podremos confiar en que sus decisiones son las objetivamente correctas y no mero ejercicio de discrecionalidad; d. los jueces más sabios y expertos son los de los tribunales más altos, y los más de los más los de

3. ¿Existe discrecionalidad en la decisión judicial?

los tribunales constitucionales, por lo que podemos y debemos pensar que sus decisiones son las objetivamente correctas para cada caso o, al menos, las más correctas que un ser humano puede alcanzar y aplicar; e. puesto que Dworkin y compañía nada han dicho de la posibilidad de un legislador Hércules, podemos seguir tranquilamente suponiendo que el legislador es bruto sin remisión, por mucho que represente al pueblo, o tal vez por eso, y sólo nos consolará de sus yerros la confianza en que los primos de Hércules que integran las más altas cortes dejarán sin aplicación toda mandato del legislativo que se oponga el Bien y a la Verdad; f. porque, al fin y al cabo, la verdadera Constitución es el Bien y la Verdad, de los que la Constitución lingüística no es sino incompletísima pista. Esa Constitución lingüística, que habla a los ciudadanos en su lenguaje, con las palabras del lenguaje ordinario, no es la verdadera Constitución, sólo su epifenómeno, una versión simplificada para ciudadanos carentes de los atributos del sabio platónico. La verdadera y auténtica Constitución sólo le habla, sin palabras, a Hércules. Y un poquito también a sus testaferros. La última vuelta de tuerca, hasta hoy, la dan los más radicales representantes del denominado neoconstitucionalismo. Hasta aquí el problema estaba en que la Constitución era sometida a una especie de desdoblamiento: por una parte, lo que en ella está expreso, por otra, lo que en ella se contiene sin expresarse. El gran mérito de los neoconstitucionalistas es haber descubierto la manera de hacer expreso lo inexpresado: en las cláusulas valorativas y las proclamas de principio que en la Constitución se contienen se tornaría derecho constitucional positivo ese entramado de valores morales que son la parte superior y principal del derecho, ahora ya por fin revestidos de derecho constitucional positivo. La Constitución se despositiva al positivarse en ella los valores de fondo. O, dicho mejor, al positivarse en la Constitución los valores, la positividad de la Constitución deja de importar y pasan a contar como Constitución ya sólo esos valores supuestamente positivados. Habrá que explicar esto un poco. Antes el problema era el de cómo traer al derecho valores como la Justicia sin que pareciera que la naturaleza del derecho era doble, una parte positiva y la otra no positiva. Ese fue siempre el problema del iusnaturalismo y el arranque de sus mayores críticas. Pero desde que constituciones de las últimas hornadas contienen, en lugar muy destacado, cláusulas abundantes en que proclaman su inspiración en valores como la justicia, la solidaridad, la dignidad, etc. o principios-guía como el del libre desarrollo de la personalidad, aquel problema ya no es tal. Y no lo es porque mediante tal mención en el texto constitucional dichos valores habrían quedado positivados como norma de derecho y, además, en su nivel más alto, a escala constitucional. La justicia, por ejemplo, ya no es un importante valor externo al derecho, sino parte plena del sistema jurídico,

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pues al mismo lo incorpora su suprema norma, la Constitución. Quiere esto decir que una norma legal que, aplicada al caso que el juez resuelve, diera como resultado una solución injusta de dicho caso, debe ser dejada de lado por tal juez y en su lugar debe resolver con lo que para ese asunto la Justicia mande. ¿Y qué mandará? Pues lo que el juez vea que manda, líbrenos Dios de decir que es la Justicia mera tapadera de la discrecionalidad judicial. La Justicia es lo que es y bien claro dispone lo que toca para cada caso y situación. Y lo que ella no diga lo dirán la dignidad, la solidaridad o el libre desarrollo de la personalidad. Sin duda. Sin discusión. Lo anterior supone, según esta doctrina neoconstitucionalista, que cuando el contenido de una ley sea considerado injusto por el órgano judicial competente en materia de inconstitucionalidad, dicho órgano deberá declarar la inconstitucionalidad de dicha ley por oponerse al valor constitucional justicia. Eso por un lado. Por otro, cuando la ley no declarada inconstitucional, o, incluso, previamente declarada constitucional, proporcione para el caso una solución que no le haga justicia al mismo, habrá que hacer dejación de tal ley y resolver dicho caso desde lo que para él disponga la justicia; o cualquier otro valor constitucional que venga al caso. Naturalmente, siempre queda pendiente la cuestión epistemológica: puesto que en una sociedad plural y de libertades con toda legitimidad rigen socialmente múltiples y muy variadas concepciones sobre qué es lo justo, a qué obliga la solidaridad o en qué consiste el desarrollo libre de una auténtica personalidad, ¿cómo puede conocer ese juez el verdadero contenido de tales valores o principios, a fin de que podamos confiar en que no haga pasar por tales lo que no son más que sus personales convicciones sobre el particular? Y creo honestamente que la única respuesta que esta doctrina insinúa puede sintetizarse así: a. si la Constitución expresamente menciona tales valores, habrá que pensar que es porque existen; b. puesto que existen, habrá que pensar que existen con pleno y preciso contenido; c. puesto que existen con pleno y preciso contenido, habrá que pensar que dicho contenido se puede conocer; d. puesto que ese contenido se puede conocer, habrá que pensar que su supremo conocimiento está al alcance de los órganos a los que la Constitución misma confía su tutela; e. puesto que la Constitución confía tal tutela a los jueces y tribunales y al Tribunal Constitucional, habrá que pensar que éstos pueden conocer supremamente el contenido de aquellos valores constitucionales y lo que los mismos disponen para cada caso; e. por tanto, el verdadero e indubitado contenido de lo que los valores constitucionales prescriben para la solución de cada caso es lo que al respecto digan los jueces y tribunales, y especialmente el Tribunal Constitucional.

3. ¿Existe discrecionalidad en la decisión judicial?

Sinteticemos este apartado y el anterior. Hemos pasado revista a dos grupos de doctrinas que niegan y combaten la discrecionalidad judicial. Aparentemente son dos doctrinas muy opuestas, pero sus profundas coincidencias son sorprendentes en grado sumo. Las unas y las otras beben en un mito, aquellas del xix, en el mito del legislador racional o de la racionalidad inmanente a un derecho ideal; éstas de la segunda mitad del xx y comienzos del xxi se apoyan en la creciente fuerza del mito del juez racional. Y ambas son formalistas, pues participan por igual de las siguientes ideas interrelacionadas: a. el sistema jurídico es perfecto, pues en algún lugar de su fondo contiene predeterminada la solución correcta para cualquier caso; b. esa solución correcta puede y debe ser conocida y aplicada por el juez; c. existe algún método que, rectamente aplicado, permite al juez aplicar a cada caso que resuelve esa única solución correcta; d. no queda sitio para la discrecionalidad judicial, que es mala cosa; e. el juez es mero aplicador del derecho, nunca su creador; f. la ideología de los jueces no condiciona ni mediatiza sus decisiones, al menos cuando el juez se esfuerza bastante por conocer aquellas soluciones prefijadas para todo caso en el sistema jurídico, o cuando es un juez de suficiente nivel. II. doctrinas que afirman la d i s c r e c i o na l i da d j u d i c i a l Entre las corrientes del pensamiento jurídico que han mantenido que la discrecionalidad judicial existe y es inevitable, podemos diferenciar una radical y una moderada. La primera, representada por numerosos autores del realismo jurídico y, más recientemente, por algunos de los adscritos al movimiento Critical Legal Studies, afirma que dicha discrecionalidad es total y absoluta, que todo lo que hace el juez lo hace siempre y por definición a su libre albur y que la cosa no tiene posibilidad de limitación ni arreglo. La segunda corriente, moderada, tiene su mejor ejemplo en el positivismo jurídico del siglo xx, paradigmáticamente representado por Hart, y mantiene que el ejercicio de discrecionalidad es constitutivo de la labor judicial, pero que dicha discrecionalidad puede y debe ser limitada, y lo es de hecho. Repasemos resumidamente estas dos posturas. A . ¿ s o n r e a l i s ta s l o s r e a l i s ta s q u e a f i r m a n q u e t o d o j u e z h ac e m e ra m e n t e lo q u e l e da la g a na ? En verdad no fueron sólo los autores pertenecientes al realismo jurídico, ya sea el escandinavo o el estadounidense, los que insistieron en que el juez disfrutaba de una libertad total para decidir a su antojo, al tiempo que, con lo mismo, la sutil

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demarcación entre discrecionalidad y arbitrariedad desaparecería, pues, a fin de cuentas, toda decisión, por libérrima, sería como arbitraria, y lo de discrecional no sería sino un caritativo eufemismo. Tres razones principales habría de que el libre hacer del juez no conozca auténtico límite ni traba alguna, por mucho que se finjan seguridades jurídicas o atadura a las normas, y en cada una de esas razones insistió particularmente una escuela distinta: la escuela de derecho libre en las insuficiencias del sistema jurídico; el realismo en la soberanía de facto de los jueces; y, contemporáneamente, los del Critical Legal Studies en la radical indeterminación del lenguaje jurídico. En las dos décadas primeras del siglo xx apareció en Alemania una serie de autores (Kantorowicz, Fuchs, etc.) que se adscribían a un movimiento de contornos un tanto vagos y que recibió el nombre de escuela de derecho libre. Fueron los más furibundos e insistentes negadores de aquellos tres dogmas del formalismo ingenuo del xix: plenitud, coherencia y claridad del sistema jurídico. En tales proclamaciones de la doctrina anterior no veían más que un descarado engaño, que tenía por finalidad alejar del juez la responsabilidad por sus decisiones, imputando éstas por completo a aquellos mágicos atributos de la legalidad o los conceptos. La doctrina jurídica sería generadora de ideología, en cuanto falsa conciencia, pues desde las facultades de Derecho mismas se cebaba el engaño de que el juez nada pone de su parte, por lo que, así disfrazados de irrepochables autómatas, ya podían los jueces fallar como les daba la gana o como convenía a sus patronos, sin que nadie osara proclamar la obvia verdad, tan celosamente negada, de que el rey está desnudo, es decir, que la sentencia la pone el juez, no el sistema jurídico mismo con sólo sus normas y con el juez como puro y simple portavoz. No pretendían negar la importancia de la ley ni su grave significado político, sino desmitificarla y enseñar que alcanza para poco y que, sus oscuridades, consecuencia de que el lenguaje del legislador, que es el nuestro, tiene poco de exacto; sus incoherencias, consecuencia de que a menudo el legislador pierde cuenta de su propia obra debido a su volumen desmesurado; y sus insuficiencias, seguidas de que el mundo cambia más aprisa de lo que cualquier legislador puede prever y responder, convierten al juez, malgré lui, en centro del sistema y señor cuasiabsoluto del derecho. Uno de sus dichos favoritos era que por mucho que el legislador produzca siempre serán más las lagunas que los casos que encuentren en sus normas solución. La consecuencia principal que extrajeron parecía bien obvia, aunque se les hizo muy poco caso en la posteridad: hay que modificar la formación y el modo de selección de los jueces. Si el juez no es más que un robot, un puro autómata, un simple hacedor de silogismos elementales, vale como juez cualquiera que esté en sus cabales. Pero si resulta que el juez verdaderamente decide y determina y,

3. ¿Existe discrecionalidad en la decisión judicial?

con ello, es señor de nuestras vidas y de importantes parcelas del destino social, necesitamos jueces con capacidad para entender lo que resuelven y sensibilidad para hallar las soluciones menos malas. Y para todo ello deberán saber más que pretéritas historias de Ticio y Cayo y conocer de más cosas que de metafísicas conceptuales: habrá que enseñarles ética, teoría política, economía, psicología, etc. Todas las versiones del realismo jurídico, tanto la estadounidense como la escandinava, coinciden en el postulado básico de que no hay más cera que la que arde ni más derecho que lo que dicen las sentencias. Frente al derecho en los libros, ese derecho de raíz formal y escasísima eficacia que figura en los códigos y repertorios legislativos, el derecho de verdad es el que sirve para responder la pregunta que se hace el “hombre malo”: “¿qué me puede ocurrir si hago tal cosa?” Para contestar qué le puede ocurrir a uno que haga algo, lo que importa es saber cómo vienen fallando los tribunales cuando juzgan tal tipo de acciones. Y el modo en que los tribunales respondan a estos o aquellos comportamientos dependerá de factores sociológicos y psicológicos, pero nada, o casi, del dato formal de cuáles sean las palabras de la ley vigente. Así que comprender el derecho será conocer a los jueces de carne y hueso y averiguar qué factores, aquí y ahora, los determinan: ideologías, intereses, extracción social, sentimiento corporativo, ambiciones, etc. Porque, conforme a un lema central de los realistas, los jueces primero deciden y después motivan. Es decir, antes escogen el fallo del caso, guiados por sus personales móviles, y luego redactan una motivación con la que disfrazan de resultado de la razón jurídica lo que no es más que producto de su personal cosecha, de sus pasiones subjetivas. Algunos de los más radicales autores estadounidenses que en las últimas décadas del siglo xx se adscribieron al movimiento llamado Critical Legal Studies actualizaron los postulados de esas dos pasadas corrientes. Su tesis más insistente hace hincapié en la radical indeterminación del lenguaje jurídico. El lenguaje de las normas carece de toda virtualidad significativa y, por ende, de cualquier capacidad para dirigir el comportamiento decisorio del juez. La ley es puro flatus vocis, significante sin significado, ruido sin referente ni mensaje tangible de ningún tipo, simple apariencia carente de toda capacidad directiva, y por esa razón el juez no está en realidad sometido a nada que no sea la presión de los poderes establecidos y las ideologías dominantes. La seguridad jurídica es, en consecuencia, supremo engaño que hace a los ciudadanos sentirse protegidos por las normas, allí donde, en realidad, no están sino a merced de los poderes, de los que el juez es servidor inerte, como una marioneta. Pese a tan profundo escepticismo, cuentan las crónicas que cuando un profesor de los pertenecientes al Critical Legal Studies sufre alguna afrenta o padece algún perjuicio que le resulta intolerable, acude a los tribunales, interpone la

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correspondiente demanda y solicita humildemente justicia. Será su meritoria forma de pasar por un ciudadano más, se supone. B. ni apocalpticos ni integrados: el positivismo jurdico del siglo xx Si hay una idea clarísimamente presente en todos los autores relevantes del positivismo jurídico del siglo xx (Kelsen, Hart, Bobbio…), es la de que la aplicación del derecho por vía de decisión judicial no es ni puede ser, en modo alguno, un puro silogismo, una mera subsunción. Buena parte del positivismo del siglo xx ha sido formalista en materia de teoría de la validez del derecho, pues ha afirmado, con Kelsen a la cabeza, que una norma es jurídica cuando ha sido creada con arreglo a las pautas formales y procedimentales sentadas por el propio ordenamiento jurídico-positivo, y que esa condición de validez o juridicidad que posee la norma así creada no se pierde por causa de su injusticia o su incompatibilidad con esta o aquella ideología, religión, cosmovisión o inclinación. Ésta es la tesis positivista de la separación conceptual entre derecho y moral, tesis que, como antes se indicó, nada tiene que ver con la reducción de la obligación moral a obligación jurídica, radical y expresamente rechazada por los tres autores que he mencionado, ni con la más mínima afirmación de la superioridad de la obligación jurídica sobre la obligación moral. Y tampoco se relaciona con ningún género de doctrina abruptamente formalista de la decisión judicial. Para probar esto último debería bastar con leer el capítulo último de la kelseniana Teoría pura del derecho, en cualquiera de sus versiones, cuya claridad y rotundidad es meridiana, hasta el punto de que en materia de decisión judicial Kelsen está muchísimo más cerca del realismo jurídico que de aquella metafísica idealista de la jurisprudencia de conceptos, que él criticó sin compasión, metafísica idealista que, como ya dijimos, hoy vuelven a cultivar dworkinianos y zagrebelskys de toda laya. Si hay un autor positivista que resulta claro para nuestro tema de la discrecionalidad, ese es Hart. En su obra El concepto de derecho explica que el lenguaje de las normas, que es parte del lenguaje ordinario, tiene márgenes de vaguedad, lo que Hart llama zonas de penumbra. Por tanto, algunos casos, los que caen dentro de esa zona de indefinición lingüística de las normas, no reciben de éstas una solución clara y terminante, sino que en principio son varias y distintas las soluciones que la norma permite para ellos, y tendrá que ser el juez quien, por vía de interpretación, precise ese significado que en el enunciado previo de la norma permanece impreciso. Y esa labor de precisión, de interpretación, de

3. ¿Existe discrecionalidad en la decisión judicial?

concreción de la norma para que al aplicarla al caso ya dé sólo una solución y no la posibilidad de varias, tiene un componente esencialmente discrecional. Así pues, Hart discurre por un camino intermedio entre dos extremos. Por un lado, discrepa de aquel positivismo ingenuo del xix, que pensaba que los enunciados normativos eran perfectamente claros y unívocos, con lo que ni haría falta interpretarlos antes de su aplicación a los casos ni dejaban ningún resquicio para la libertad decisoria del juez. Por otro, discute también el escepticismo radical de los realistas, pues la práctica jurídica no es ese caos de imprevisibilidad en que consistiría si fuera verdad que los enunciados jurídicos en nada determinan al juez y que éste hace siempre y en todo caso lo que le da la gana, sin el más mínimo límite. Solemos acertar y suelen coincidir los jueces en la solución de los casos fáciles, los que caen en el núcleo significativo del enunciado jurídico aplicable, y difícilmente podemos prever la solución segura de los casos difíciles, los que se mueven en la zona de penumbra de tales enunciados, respecto de los cuales la propia jurisprudencia discrepa, pues cada juez puede hacer distintos usos de esa constitutiva discrecionalidad a que en términos prácticos se traduce la indeterminación de la norma en dicha zona. Por tanto, entre quienes dicen que no existe discrecionalidad, ya sean los de la escuela de la exégesis, los de la jurisprudencia de conceptos o los de Dworkin, y los que dicen que sí existe y es absoluta y total en todos los casos, Hart sostiene que ni lo uno ni lo otro: sólo cierta discrecionalidad es inevitable, pero en lo que es inevitable es inevitable. Y en ese margen, lo único que podemos hacer es exigirle al juez que justifique exigentemente, mediante razones lo más convincentes y compartibles que sea posible, sus opciones y las valoraciones en que se basan, pero tales razones con que el juez motiva su decisión en los casos difíciles no serán nunca razones puramente demostrativas, jamás podrán ser prueba plena de que dio con la única respuesta correcta, sencillamente porque un caso no tiene una única respuesta correcta cuando las palabras de la ley permiten varias. Más allá del lenguaje en que las normas jurídicas se expresan, no hay verdad jurídica ninguna: ni en conceptos ideales ni en sistemas lógicos ni en valores ni en la moral social ni en el derecho natural ni en el oráculo de Oxford. Por eso el derecho tiene siempre, también en su práctica aplicativa y decisoria, un componente político, de poder, y no es ciencia exacta ni mero ejercicio de conocimiento de verdades inmanentes o trascendentes. El juez no tiene ni metro con que medir exactamente la solución única que a cada caso conviene, ni balanza en que pesar las alternativas decisorias que se enfrentan, y por eso la decisión en derecho, al menos en esos casos que llamamos difíciles, no es mera cuestión de medida… ni de ponderación. Medida o ponderación son palabras que valen como metáforas, no como descripción rigurosa de lo que el juez hace

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al fallar. Para explicar esa su labor es más exacto y honesto usar el término de siempre: valoración, juicio valorativo. Las soluciones que la ley no prefigura claramente no están prefiguradas en ninguna parte, ni en el cielo de los conceptos ni en el subsuelo de los valores o los principios: las construye el juez bajo su responsabilidad. Y la mayor parte de los casos que llegan a los jueces les llegan precisamente por eso, porque la ley no da de antemano solución inequívoca y cada parte se acoge a una de las soluciones que el tenor de la ley permite. ¿A alguien le sorprenderá aún esta afirmación de que según opinión común del positivismo jurídico del siglo xx la decisión judicial es esencialmente juicio valorativo, opción reflexiva y argumentada entre alternativas, en lugar de medición exacta, simple cálculo o puro pesaje? Medición exacta, simple cálculo o puro pesaje es lo que para la decisión judicial afirmaban hace siglo y medio los de la escuela de la exégesis o la jurisprudencia de conceptos, repito, y lo que siguen manteniendo hoy muchos seguidores de Dworkin o el último Alexy, especialmente los que trabajan en los altos tribunales y desde allí ejercen un poder decisorio que quieren disfrazar de rigor científico, o una acción política que quisieran hacer pasar por objetivo ejercicio de la razón práctica. ¿Qué consecuencias tiene para el estatuto del juez el reconocimiento positivista de su importante discrecionalidad? Pues significa que la decisión del juez tiene un elevado componente de responsabilidad personal, que no puede traducirse en responsabilidad jurídica. Al juez sólo se le pueden pedir cuentas de su decisión en cuanto quede demostrada su mala fe o patente por completo su desvarío. Quiere decirse que si es el propio sistema jurídico el que al juez le deja la posibilidad de optar entre soluciones alternativas, compatibles con el tenor de las normas, no podemos luego castigarle por ejercer esa facultad que es constitutiva de su función. Es decir, si en derecho para los casos difíciles, para los casos que caen en la zona de penumbra, no hay solución correcta, no podemos en dichos casos castigar al juez por no aplicar la solución correcta. Para la ley solución correcta es cualquiera que no vulnere su texto. Para cada uno de nosotros, ya seamos ciudadanos de a pie, fiscales o jueces de instancias más altas, solución correcta será la que más nos guste o nos convenga. Pero castigar por prevaricador al juez que no imponga el fallo que nosotros prefiramos es tanto como decir que no hay en derecho más solución que la que a nosotros nos agrade, seamos “nosotros” quienes seamos: ciudadanos simples, ministros, Tribunal Supremo o Tribunal Constitucional. Y eso no es así. Y menos aún en un Estado de derecho, en el que altas dosis de discrecionalidad judicial e independencia de los jueces son dos caras de la misma moneda, un doble precio que se ha de pagar por nuestras libertades. Porque donde ni se admite la discrecionalidad ni se respeta la independencia acaba siempre existiendo una tiranía, aunque sea la

3. ¿Existe discrecionalidad en la decisión judicial?

tiranía de los jueces que más mandan. El que dichas tiranías pretendan siempre legitimarse mediante la invocación de los más evanescentes valores de los que la Constitución mencione no es sino una más de las argucias de que suelen valerse los abogados con menos escrúpulos y los políticos con mayor descaro, unidos siempre por el interés de mandar sin pasar por las elecciones o de legitimarse simbólicamente con sus sentencias para promocionarse en el camino hacia las urnas. Pura impostura, en todo caso.

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4 . s o b r e l a d e r r o ta b i l i d a d d e la s n o r m a s j u r  d i c a s I. p la n t e a m i e n to d e la c u e s t i  n El tema de la derrotabilidad se suele explicar así: El condicional A→B supone que siempre que se dé A se seguirá B, también cuando A se dé en conjunción con C, D, etc. Es decir, será correcta la inferencia siguiente: A→B A^C B Esto puede llevar a consecuencias materialmente absurdas, aunque formalmente correctas. Por ejemplo: Si esta noche no llueve, voy al cine. Esta noche no llueve y he tenido un accidente que esta noche me mantiene inconsciente en el hospital. Esta noche voy al cine. Aplicado a los condicionales en que consisten las normas jurídicas, tendríamos que la adición de cualquier circunstancia al acaecimiento de la circunstancia mencionada en el antecedente de la norma sería indiferente a la hora de inferir la consecuencia normativa que se sigue de dicho antecedente. Esquemáticamente: A → OB A^C OB 

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I. Argumentación jurídica y decisión judicial

Un ejemplo: Se prohíbe la entrada de vehículos en el parque. Una ambulancia es un vehículo. La ambulancia entra en el parque para auxiliar a una persona que ha sufrido un infarto. Está prohibida la entrada de la ambulancia en el parque. Así vistas las cosas, el contenido obligatorio de una norma no admitiría excepciones. Una primera salida consiste en entender que unas normas establecen excepciones al alcance regulativo de otras. Es el caso respecto al castigo del homicidio y la excepción que suponen, por ejemplo, las eximentes penales. En este caso podemos sortear la idea de derrotabilidad mediante la idea de norma completa. Las excepciones, en cuanto tasadas, se incorporarían al enunciado de la norma completa. La norma completa del homicidio establecería: El que matare a otro será castigado con la pena X, salvo que obrara en legítima defensa, estado de necesidad, etc. (hasta la enumeración completa de las excepciones). El problema está en que no todas las excepciones que pueden tenerse por relevantes al aplicar la norma aparecen previamente tasadas, recogidas en enunciados normativos previos y expresos. Existen también excepciones implícitas. En el ejemplo de la norma que prohíbe la entrada de vehículos en el parque, sería este caso si no hubiera en el sistema ninguna norma que diga que las ambulancias pueden entrar en todo caso en los parques para atender a personas con problemas graves de salud. El problema de la derrotabilidad de los conceptos ha llevado a la teoría del significado a modificar la teoría semántica tradicional, estableciendo que el significado de un concepto alude a casos normales, paradigmáticos o ejemplares. Carlos Alchourrón dice algo no muy distinto cuando afirma que “La idea de derrotabilidad se vincula con la noción de ‘normalidad’. Formulamos nuestras afirmaciones para circunstancias normales, sabiendo que en ciertas situaciones nuestros enunciados serán derrotados” Carlos Alchourrón propuso la teoría disposicional de la derrotabilidad. La explica así: “De acuerdo con el enfoque disposicional, una condición C cuenta como una excepción implícita a una afirmación condicional ‘Si A entonces B’, formulada por un hablante X

 Cfr. M. Inés Pazos. “La semántica de la derrotabilidad”, en Enrique Cáceres et ál. Problemas contemporáneos de la filosofía del derecho, México, Unam, 2005, pp. 541 y ss.  C. Alchourrón. “Sobre derecho y lógica”, en Isonomía, n.º 13, octubre de 2000, p. 24.

4. Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas

en un tiempo T cuando existe una disposición por parte de X en el tiempo T para afirmar el condicional ‘Si A entonces B’ y simultáneamente rechazar ‘Si A y C entonces B’ ”. El propio Alchourrón pone un ejemplo bien significativo: “El sentido común del hombre aprueba la decisión mencionada pro Puffendorf según la cual la ley de Bolonia que establecía que ‘quienquiera que derramara sangre en las calles debería ser castigado con la mayor severidad’ no se aplicaba al cirujano que hubiera abierto las venas de una persona caída en la calle víctima de un ataque. Este enunciado constituye un claro ejemplo de reconocimiento de la naturaleza derrotable de las expresiones jurídicas”. ¿Por qué plantea al derecho un problema tan importante esta cuestión de la derrotabilidad de las normas jurídicas? Porque la existencia de excepciones implícitas hace pensar que cualquier juez puede invocar una de tales excepciones, no acogidas en ningún enunciado jurídico, para no aplicar en sus términos la consecuencia prevista en la norma que venga al caso. Si tales excepciones fueran para todos los ciudadanos, jueces incluidos, y ellas estuvieran claras en todo caso, no padecerían la certeza del derecho ni el principio democrático ni la igualdad de los ciudadanos ante la ley, ni nos preocuparía la posible arbitrariedad de tales decisiones judiciales que hacen prevalecer la excepción (no expresa) sobre la regla. Pero cabe pensar que no es así, y el propio Alchourrón ratifica este temor cuando afirma que “La noción de normalidad es relativa al conjunto de creencias del hablante y al contexto de emisión. Lo que resulta normal para una persona en un cierto contexto puede ser anormal para otra persona o para la misma persona en un contexto diferente”. El problema va a ser visto como tal o no, y como problema mayor o menor para la función de ordenación social del derecho, según sea que se acoja una concepción iuspositivista o una concepción iusmoralista del derecho. El iusmoralista admite con gusto la existencia de excepciones implícitas a las normas contenidas en o derivadas de los enunciados jurídicos presentes en los cuerpos legales, pues desconfía grandemente ante la sospecha de que tales normas puedan ser injustas. Para el iusmoralista, las excepciones implícitas por antonomasia son las que sirven para descartar la solución derivada de esas normas debido al contenido de injusticia o inmoralidad de tales soluciones, de la solución de esa norma para todos los casos o para el caso concreto que se juzgue. Ahora bien: el iusmoralista no se preocupa por el componente de relatividad que así adquiere el

 Ibíd., p. 25.  Ibíd., p. 27.  Ibíd., p. 24.

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derecho para los casos, o de la posible arbitrariedad de las decisiones judiciales, porque normalmente entiende que el contenido normativo que impone esas excepciones frente a las normas “jurídicas” viene dado por la moral verdadera, una moral verdadera existente y cognoscible, no relativa a preferencias individuales del juzgador o a determinaciones meramente contextuales. Que las normas jurídicas sean derrotables es indicador, ante todo, de la superioridad de la moral sobre el derecho y de la mayor capacidad determinativa de las normas morales frente a las normas jurídicas. Desde una perspectiva positivista, las cosas se ven distintas. El positivista suele ser reticente a creer que existe “la” moral verdadera. No significa que no tenga “su” moral y que no le parezca la mejor o la más verdadera, sino que admite la posibilidad del propio error al contemplar que otros, a los que no tiene por degenerados, abrazan con idéntica convicción sistemas morales con muchas normas diferentes de las del suyo. Por eso teme que por la vía de la derrotabilidad de las normas a manos de las excepciones implícitas los jueces hagan valer su moral personal como la moral verdadera y, simultáneamente, como derecho. El positivista prefiere como sistema político la democracia, a fin de que las pautas de conducta común que el derecho impone recojan las opiniones –en primer lugar las opiniones morales– de la mayoría, no las de una única persona o grupo que se pretendan en posesión privilegiada de la verdad moral. El positivista se suma al valor del pluralismo, consustancial a la democracia, desde la convicción de que son plurales los sistemas morales concurrentes en una sociedad libre y que todos o la mayoría de ellos son por igual legítimos y tienen derecho a expresarse y a concurrir en la formación de los contenidos de las leyes establecidos mediante procedimientos mayoritarios respetuosos también con las minorías. Como los ejemplos antes citados muestran, resultará difícil, también para el positivista, negar la posible presencia de excepciones implícitas a las normas jurídicas y, con ello, negar la derrotabilidad de las normas jurídicas. Pero tratará de reconducir dichas excepciones de modo que sólo se considere adecuado y legítimo invocar como tales aquellas que se funden en convicciones o creencias que en cada momento sean comunes a los ciudadanos, comunes más allá de la diversidad de morales que los plurales ciudadanos profesen. En otros términos, el positivista tenderá a admitir solamente la legitimidad de aquellas excepciones basadas en el sentido común, en lo comúnmente sentido por los ciudadanos como obvio, como evidente, obviedad o evidencia que se pueda sostener con argumentos admisibles por todos por encima de la discrepancia entre los sistemas morales de cada uno. Se trataría de que en el derecho operen las mismas excepciones de sentido común que operan respecto de nuestros enunciados y

4. Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas

razonamientos ordinarios. Al hilo de nuestros ejemplos anteriores, es obvio que si estoy inmovilizado e inconsciente en un hospital no podré ir al cine aunque no llueva, pese a que dije que si no llovía, iría. Del mismo modo, posiblemente es de sentido común, y así lo admitirá todo ciudadano en su sano juicio, que, aunque esté prohibida la entrada de vehículos en el parque y aunque la ambulancia sea un vehículo, se debe excepcionar esa prohibición para la ambulancia que acude al parque a auxiliar a un enfermo grave. En cambio, no será de sentido “común” la excepción que se hiciera en el ejemplo siguiente: Norma: Es lícito (está permitido) el aborto en un plazo de tres meses cuando por causa del embarazo corra grave peligro la vida de la madre. Hecho: La mujer M aborta por hallarse en grave peligro su vida por razón del embarazo. Circunstancia adicional: Todo aborto es una grave inmoralidad. Decisión: No es lícito el aborto de M. Ocurre que en una sociedad plural y pluralista, como es la sociedad española en este momento, hay ciudadanos que sostienen un sistema moral que califica el aborto voluntario como crimen gravísimo, mientras que otros profesan un sistema moral que no lo considera tal. Y la norma que permite el aborto habría sido sentada como resultado de un proceso democrático. Recapitulando: El ideal positivista sería que el razonamiento puramente deductivo a partir de normas, con arreglo al refuerzo del antecedente o al modus ponens, fuera la base de todas las soluciones jurídicas de los casos, sin que tuvieran ningún papel las excepciones implícitas. Pero el positivista tiene que reconocer la inevitabilidad de esas excepciones implícitas, aunque trate de acotarlas. Su problema respecto de ellas será el de garantizar su uso racional y la legitimidad jurídico-política del las decisiones judiciales que las acogen. Por su parte, el iusmoralista observa con alegría la presencia de excepciones implícitas como límite o contrapeso a las normas positivas y al papel del razonamiento puramente deductivo a partir de ellas, pues alberga la esperanza de que por esa vía, y contando con la colaboración de los jueces, se haga valer hasta sus últimas consecuencias la superioridad de la moral –la moral verdadera– sobre el derecho, así como el límite que la verdad moral pone a cualquier posible decisión mayoritaria en democracia. El iusmoralista confía en que la apertura que suponen esas excepciones implícitas que derrotan a las normas no acabe con la misión ordenadora del derecho, pues, al fin y al cabo, no puede cualquier circunstancia excepcional que se adicione al acaecimiento del supuesto de hecho de la norma impedir que se imponga la consecuencia jurídica en la norma prevista, sino sólo aquellas excepciones que provengan de ese sistema seguro y también ordenador que es la moral, la moral verdadera.

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Vemos que el problema de la derrotabilidad de las normas se convierte, para unos y para otros y aunque de distinta manera, en el problema de los límites de la derrotabilidad de las normas. Pues, siendo la norma A → B, si cualquier circunstancia C que se dé en conjunción con A puede dar lugar a que no se siga la consecuencia B, la relación entre el acaecimiento del hecho subsumible bajo A y el acaecimiento de B (la consecuencia jurídica) se torna puramente aleatoria. Algún ejemplo: El que matare a otro será castigado con la pena X (A → B) José mató a Luis (A) José tiene los ojos azules (C) Se absuelve a José de la pena X porque tiene los ojos azules. Ahí la circunstancia de tener los ojos azules actúa como excepción implícita a la norma que manda condenar al sujeto que mata a otro. ¿Por qué nos produce rechazo esta concreta derrota de la norma a manos de la excepción consistente en tener los ojos azules? Porque no encontramos para tal circunstancia excepcionante (tener los ojos azules) un fundamento de tal calibre como para que merezca situarse por encima del valor ordenador y democráticamente legitimado de las normas jurídicas. Curiosamente, aquí y ahora tanto un iuspositivista como un iusmoralista subrayarían el carácter de absurdo moral del fundamento posible de esa excepción, pues entre los fundamentos de nuestro sistema político que gozan de aceptación generalizada y que constituyen condición de posibilidad teórica y práctica de dicho sistema está la idea de la igualdad básica entre los individuos, entendida como no discriminación basada en aspectos raciales, apariencia física y similares. Lo anterior no quita que sea perfectamente imaginable una sociedad en la que tal excepción se entienda dotada, por todos o la mayoría de sus miembros, de un fundamento más que válido y suficiente. Sin embargo, es posible mantener aquí una tesis: Cuando las excepciones a las normas se apoyan en convicciones morales y políticas que, por compartidas, forman el sustrato del sistema jurídico-político de una determinada comunidad, suelen convertirse en excepciones explícitas, pues se recogen en normas expresas de ese sistema. La excepción expresa que la eximente de legítima defensa plantea, por ejemplo, al delito de homicidio, se apoyaría en una convicción generalizada de ese tipo, convicción de que sería moralmente reprobable y contrario a los fundamentos de la convivencia castigar a alguien por impedir que el otro lo mate, matando al otro a su vez si no tiene otro remedio.

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En suma, que el problema de las excepciones implícitas que derrotan a las normas jurídicas está en su límite y su fundamento y se puede sostener la tesis siguiente: cuanto menos evidente sea la necesidad de la excepción, por razón de la evidencia socialmente compartida de su fundamento, más problemático y más difícilmente legítimo será el hacer valer dicha excepción contra la norma. II. positivismo jurdico, iusmoralismo y d e r r o ta b i l i d a d d e l a s n o r m a s El positivismo jurídico tiene una de sus señas de identidad en el subrayado del carácter convencional del derecho, como, al hablar precisamente del tema de la derrotabilidad, ha vuelto a destacar Juan Carlos Bayón. Ahora bien: ¿En qué consiste ese derecho cuyo carácter es convencional? Podemos graduar esa convencionalidad de lo jurídico en tres fases o dimensiones. En primer lugar, el derecho proviene de decisiones tomadas por ciertas instancias o fuentes que están socialmente reconocidas como aptas o competentes para producir precisamente el tipo específico de normas que son jurídicas. En segundo lugar, puede estar también convencionalmente establecido, socialmente reconocido, que todo o parte de lo que sea derecho se plasma en determinadas fórmulas verbales canónicas o queda fijado en ciertos textos, como serían, en nuestra cultura jurídica, los textos legales. La primera convención alude al origen de las normas jurídicas, a la autoridad que puede crearlas; la segunda, a la plasmación de las normas jurídicas, a su modo de presentarse o exteriorizarse. La tercera convención constitutiva de lo jurídico se refiere al contenido concreto del derecho en cuanto conjunto de soluciones para casos concretos. Ahí el derecho no resuelve por razón de quién lo ha establecido o de la fuente de donde proviene, ni por razón de dónde o cómo está plasmado o formulado, sino por razón del contenido preciso de la solución que el derecho proponga para el caso. Están relacionadas gradualmente las tres convenciones, pues la primera nos ayuda a identificar el derecho por razón del origen de sus normas (identificación por su fuente-autoridad), la segunda nos ayuda a formular esas normas así originadas para que puedan poseer un contenido mínimo cognoscible por los destinatarios (identificación por su fuente-texto) y la tercera permite extraer del derecho así identificado los contenidos normativos concretos para los concretos casos.

 Juan Carlos Bayón. “Derrotabilidad, indeterminación del derecho y positivismo jurídico”, en Isonomía, n.º 13, octubre de 2000, especialmente pp. 115 y ss.

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La materia derecho que sale de la autoridad reconocida como fuente de normas jurídicas está menos determinada en su capacidad ordenadora de las concretas conductas de lo que lo está la materia derecho que resulta de fijar los contenidos volitivos de esa autoridad en textos canónicos, pero ésta aún no está suficientemente determinada como para poder proporcionar solución precisa para cada caso que a la decisión en derecho se someta. De ahí que se necesite esa tercera dimensión en la que determinadas convenciones permiten la concreción del contenido normativo de la norma para el caso. En otras palabras, e invirtiendo la secuencia, el derecho que a un caso se aplica es aquel que con arreglo a determinadas convenciones generalmente admitidas, socialmente reconocidas, es extraído por el aplicador –generalmente el juez– a partir de los enunciados contenidos en determinados textos o cuerpos convencionalmente reconocidos como sede o soporte de las normas jurídicas, textos que a su vez recogen contenidos volitivos de las autoridades o fuentes reconocidas como productoras de ese tipo específico de normas que son las normas jurídicas, las normas de derecho. Se pretende indicar con la anterior gradación de convenciones que del derecho forman parte no sólo los enunciados presentes en los cuerpos legales reconocidos como fuente-texto, sino también determinadas pautas generalizadas que los aplicadores del derecho emplean para concretar el significado de esos textos en su aplicación a los casos. La primera y más básica y elemental sería la convención semántica: los enunciados contenidos en una fuente-texto sólo pueden recibir significado a partir del lenguaje en el que se expresan; es decir, las normas (las disposiciones, si se prefiere) sólo pueden recibir significado con base en las convenciones lingüísticas. Pongamos un ejemplo de convenciones “jurídicas” más allá de esas convenciones lingüísticas de base. Hay prácticas interpretativas reconocidas en nuestro sistema jurídico y los de nuestro entorno, como la consistente en tomar en consideración el fin de la norma como pauta o guía para la concreción de su contenido normativo preciso para el caso. En cambio, una práctica interpretativa consistente en tomar en consideración los preceptos de un determinado credo religioso para dicho objetivo no está reconocida en tales sistemas. Normalmente esas pautas interpretativas reconocidas sirven para que el aplicador del derecho seleccione como preferente uno de los significados posibles de los enunciados contenidos en los textos-fuente. En la medida en que consideremos que del derecho forman parte también dichas pautas inter-

 Sí lo estará, posiblemente, en el sistema jurídico de la Iglesia católica, en el derecho canónico.

4. Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas

pretativas reconocidas, el juez que las aplica para mediante ellas seleccionar el contenido concreto del derecho para el caso seguiría aplicando derecho al realizar tal elección. Y, puesto que también puede estar reconocido en el sistema un componente de discrecionalidad al optar por unas u otras de las esas pautas interpretativas admitidas, convencionalmente establecidas, no deja de aplicar derecho el juez al elegir discrecionalmente entre ellas. Puede suceder que estén reconocidas pautas “interpretativas” de ese tipo que permitan al juez aplicar al caso una solución que no se corresponda con ninguno de los significados posibles del texto-fuente, del enunciado contenido en el texto-fuente. Aquí es donde se suele hablar de la derrotabilidad de las normas jurídicas. El enunciado contenido en el cuerpo legal o texto-fuente establece que siempre que sea el caso p debe imponerse la consecuencia q. Y el juez decide que, pese a que el caso C es un ejemplar o caso de p, la consecuencia es no q, sino una consecuencia distinta de q. ¿Está el juez decidiendo conforme a derecho en tal caso? Depende de cómo se identifiquen los contenidos de lo que sea derecho. Caben al respecto tres planteamientos bien diferentes: (1) Para el planteamiento antipositivista, iusmoralista, del derecho o sistema jurídico forman parte no sólo los enunciados contenidos en el texto-fuente y sus significados posibles, sino también los (o ciertos) contenidos del sistema moral verdadero. Por tanto, el juez que opta por la consecuencia ⌐q para el caso que con arreglo al enunciado presente en el texto-fuente debería tener la consecuencia q está aplicando derecho, decidiendo conforme a derecho, si aquella consecuencia ⌐q viene impuesta por una de esas normas del sistema moral que, por ser superiores a las normas derivables de los enunciados con-

 Dice Bayón que “las pretensiones de que esa clase de excepciones [se refiere a excepciones a la aplicación de las normas jurídicas a casos subsumibles bajo la descripción contenida en su supuesto genérico, excepciones que para los antipositivistas confirman la presencia de normas morales –no convencionales– dentro del sistema jurídico] resultan –o no– procedentes parecen estar sujetas a criterios de aceptabilidad que podrían calificarse como específicamente jurídicos, puesto que estarían determinados por el contenido de las convenciones interpretativas existentes […]. En suma, desde este punto de vista la respuesta apropiada que se ha de dar al argumento del contraste con la práctica desde premisas convencionalistas consiste en reafirmar que la existencia y el contenido del derecho dependen exclusivamente de hechos sociales, pero de la totalidad de los hechos sociales relevantes; y que lo que aparentemente no podía ser sino genuino razonamiento moral encaminado a justificar excepciones implícitas a las normas (y, por tanto, o bien transgresiones del derecho, o bien ejercicio de la discrecionalidad conferida por el derecho mismo) puede ser, por el contrario, una argumentación sujeta a los criterios de aceptabilidad que dichas convenciones interpretativas establecen y, en ese preciso sentido, un verdadero ejercicio de identificación del derecho” (Juan Carlos Bayón. “Derecho, convencionalismo y controversia”, en P. E. Navarro y M. C. Redondo. La relevancia del derecho. Ensayos de filosofía jurídica, moral y política, Barcelona, Gedisa, 2002, p. 77).

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tenidos en los textos-fuente y sus significados posibles, tienen capacidad para excepcionar estas normas. La “derrota” de la norma derivada del enunciado contenido en el textofuente no es aquí, como suele decirse, consecuencia de que el juez pondera las circunstancias del caso que enjuicia y simplemente opina y decide que no debe subsumirse el caso bajo la norma jurídica positiva, pese a que el caso C es, semántica en mano, un caso de p, es decir, encajable, subsumible bajo el supuesto genérico de la norma positiva. Esa sería para el iusmoralismo una decisión judicial ilegítima. La derrota de la norma positiva acaecería meramente porque el juez impone su voluntad por encima del derecho, erigiéndose él en fuente suprema del derecho. Lo que para el iusmoralismo legitima esa decisión del juez, que expresa la derrota de la norma positiva, es la aplicación por el juez de una norma de la moral verdadera que es parte del sistema jurídico y que está por encima del “derecho positivo”. En otras palabras, la base de la derrotabilidad de las normas, tal como es asumida y propiciada por el iusmoralismo, no es la concurrencia de una circunstancia que, en sí misma considerada, justifique la excepción a la prioridad de la norma “positiva”, sino el hecho de que esa circunstancia forma parte del supuesto genérico de otra norma, una norma moral que es jurídica a la vez y que, además, es jerárquicamente superior a la norma “positiva”. Con ello se mantiene en el fondo el carácter deductivo del razonamiento judicial, pero ampliando el conjunto de normas que proporcionan la premisa mayor para la inferencia deductiva. El razonamiento se encadena conforme al siguiente esquema p → ¬ Oq (norma “positiva”) r → Oq (norma moral) (r ^ p) → ¬Oq (norma que expresa la jerarquía de las normas morales sobre las normas “positivas”)

 Así lo destaca, por ejemplo, Carlos Alchourrón, refiriéndose en principio a Dworkin, pero generalizando el argumento a la mayor parte de la iusfilosofía actual: “[c]omo en el enfoque de Dworkin los principios morales forman parte del derecho, la completud y la consistencia del Sistema Maestro reaparecen bajo un nuevo ropaje”. Y sigue: “Esto pone de manifiesto la enorme fuerza de convicción del modelo del sistema deductivo como ideal. En la concepción de los derechos [denomina así la concepción dworkiniana] el modelo contiene no sólo los ideales formales de completud y consistencia, sino también el ideal de justicia […]. La idea de que el derecho debería proporcionar un conjunto coherente y completo de respuestas para todo caso jurídico constituye un ideal teórico y práctico que subyace a la mayoría de los desarrollos contemporáneos en filosofía del derecho” (Alchourrón. “Sobre derecho y lógica”, cit., p. 33).

4. Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas



r ^ p (es el caso que r y es el caso que p) O¬q

Es decir, cuando desde el iusmoralismo se afirma que el razonamiento en que una norma “positiva” es derrotada porque concurre una circunstancia adicional que supone una excepción implícita para dicha norma pone en cuestión el carácter deductivo del razonamiento aplicativo, puesto que no se mantiene el refuerzo del antecedente, es porque sólo se toman en cuenta como base de la deducción las normas que componen el sistema “positivo”, al tiempo que se oculta el carácter entimemático del razonamiento aplicador que excepciona la aplicación de la norma positiva. El carácter deductivo del razonamiento se pone en duda cuando se le refleja según el siguiente esquema. A → OB A^C ¬OB Pero el iusmoralista está presuponiendo dos premisas no recogidas en tal esquema, y que sí se reflejan en el esquema completo de su razonamiento, que sería el siguiente: A → OB C → ¬OB A ^ C →¬OB A^C O¬B No es el carácter deductivo del razonamiento decisorio lo que diferencia a iusmoralistas y iuspositivistas, sino el modo como identifican el derecho y, con ello, las premisas normativas posibles de ese razonamiento, así como la relación jerárquica entre esas premisas. Para el positivista no hay más derecho que el derecho “positivo”, y éste es tal con base en ciertas convenciones sociales. Para el iusmoralista hay normas jurídicas independientes de esas convenciones, normas provenientes de la moral verdadera y que también son jurídicas, y esas normas

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de la moral verdadera que también son jurídicas ocupan en el sistema jurídico un lugar jerárquicamente superior al de las normas “positivas”. En consecuencia, para el iusmoralista (1) todas las normas “positivas” son potencialmente derrotables ante circunstancias que constituyen excepciones implícitas al sistema de las normas positivas, pero no excepciones al sistema jurídico en su conjunto, formado por la agregación de normas “positivas” y normas de la moral verdadera; (2) las normas de la moral verdadera no son derrotables por normas “positivas”; y (3) las normas de la moral verdadera que son, al tiempo, jurídicas, sólo son derrotables por otras normas de la moral verdadera que son también jurídicas, pero esa derrotabilidad es sólo aparente o “prima facie”, pues las normas del sistema de la moral verdadera tienen una potencialidad resolutiva mucho mayor para cualquier caso, ya que, al menos idealmente o en el plano ontológico, dicho sistema tiene las tres cualidades que el positivismo formalista decimonónico predicaba del sistema jurídico-positivo: completud, coherencia y claridad. (2) Cabe una versión del positivismo jurídico que, presuponiendo el reconocimiento de la autoridad-fuente, circunscriba el contenido del sistema jurídico a los enunciados contenidos en los textos-fuente, con sus significados posibles y sólo sus significados posibles. Para este positivismo ya constituyen un cierto problema, como se ha visto, las normas derivadas mediante interpretación de esos enunciados, pero, ante todo, tiene enormes dificultades para admitir el carácter jurídico de las decisiones judiciales que acojan excepciones implícitas para las normas derivadas de dichos enunciados. El contenido normativo de esas decisiones se derivaría en todo caso de normas que en ningún modo son jurídicas. Por consiguiente, a tal positivismo no le queda más salida que o bien rechazar en todo caso la consideración por el juez de tales excepciones implícitas, afirmando el carácter deductivo del razonamiento jurídico decisorio, pero sólo sobre la base del conjunto de normas derivadas de tales enunciados contenidos en los textos-fuente, o bien admitir la concurrencia de hecho de tales excepciones implícitas como determinantes de algunas decisiones judiciales y,

 La afirmación por parte del iusmoralismo del carácter derrotable de las normas jurídico-positivas acaba en una perfecta tautología: las normas jurídico-positivas son derrotables porque son derrotables. Expliquemos esto. Una vez que se parte de la tesis de que por encima de las normas jurídico-positivas hay otras normas, también jurídicas, que imperan sobre ellas en caso de conflicto, se está asumiendo por definición la derrotabilidad de las normas jurídico-positivas. Es como si de pronto nos pusiéramos a llamar la atención, como sorprendente novedad, sobre el hecho de que una norma reglamentaria puede ser derrotada por una norma legal: va de suyo, en virtud de la superior jerarquía de la norma legal sobre la reglamentaria. ¿Se habría parado Tomás de Aquino a teorizar como sorprendente fenómeno la posible derrota de una norma jurídico-positiva por una norma de derecho natural?

4. Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas

a partir de ahí, derivar hacia alguna forma de escepticismo o realismo jurídico que subraye el carácter en el fondo puramente político, aleatorio o arbitrario de las decisiones judiciales. Mas con esto ese positivismo reduccionista estaría negando su axioma de partida: que el derecho está conformado por los contenidos semánticamente posibles de los enunciados contenidos en los textos-fuente y que la decisión jurídica tiene carácter deductivo a partir de tales enunciados. La tensión entre el derecho que es, por obra de las decisiones judiciales, y el derecho que, conforme a los parámetros positivistas, debería ser, alcanza tal intensidad que acaba en paradojas y aporías. El derecho que debería ser sólo lo es efectivamente en la medida en que los jueces “acaten” la vis normativa de aquellos enunciados. Y en lo que no lo acaten estarían aplicando como derecho algo que no sería derecho. (3) Es posible un positivismo que, sin renunciar ni al carácter convencional del derecho y sin sentar una cesura insalvable entre el derecho que es (en la práctica y por obra de los jueces) y el derecho que, conforme a esos planteamientos convencionalistas, debe ser, resulte capaz de integrar las excepciones implícitas a las normas “positivas”, presentando tales casos de “derrota” de las normas “positivas” como casos de aplicación de otras normas que también son derecho y lo son como resultado de convenciones sociales conformadoras de derecho, no ya como resultado de la presencia en el derecho de normas no convencionales, como, por ejemplo, normas de la moral verdadera. Para ello bastará que entre las convenciones configuradoras del derecho se incluyan las convenciones interpretativas. Es preciso delimitar a qué nos referimos aquí con la expresión “convenciones interpretativas”. Podemos tomar esa expresión en sentido estricto o en sentido lato. En sentido estricto, convenciones interpretativa serían aquellas pautas que en una sociedad dada y en un tiempo determinado están admitidas como pautas para la elección justificada de los significados posibles de los enunciados contenidos en las fuentes-texto. Estaríamos aludiendo, básicamente, a los que tradicionalmente se denominan métodos o cánones de la interpretación, como el teleológico, el sistemático, etc. A las convenciones interpretativas en sentido estricto las denominaremos en lo que sigue convenciones propiamente interpretativas. En sentido lato podemos entender por convenciones interpretativas aquellas que se usan para delimitar el alcance preciso que para los casos tienen las normas derivadas de los enunciados contenido en los textos-fuente. Se incluirían los cánones interpretativos admitidos en las respectivas coordenadas espacio-temporales, pero también otras que sirven para extender o restringir el alcance de tales normas. Esto es, para aplicar esas normas a casos que, semántica en mano, no son sub-

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sumibles en su supuesto genérico o para no aplicarlas a casos que, semántica en mano, sí son subsumibles en su supuesto genérico. Aquí y ahora nos ocuparemos sólo de las segundas, a las que denominaremos convenciones básicas. Se trata de mostrar que la aplicación de excepciones implícitas a las normas “positivas” puede consistir (y para el positivismo debe consistir) en supuestos de aplicación al caso de otras normas convencionales que pueden no estar explicitadas en enunciados presentes en los textos-fuente, pero que no por eso dejan de ser el contenido de convenciones sociales que constituyen derecho, en cuanto que contienen reglas reconocidas para la solución de casos jurídicos. El sistema de las normas “positivas” no puede operar si no es sobre el trasfondo de algunas convenciones sociales fundamentales. El caso más obvio sería el de las convenciones lingüísticas que rigen entre los hablantes de un mismo idioma. Lo mismo cabe afirmar, y con idéntica obviedad, para una serie de convenciones sobre la realidad empírica –convenciones científicas– y sobre la manera de entender el mundo y de razonar sobre él –convenciones lógicas y matemáticas–. Tales acuerdos o convenciones fundamentales no se refieren específicamente al derecho, sino que, además del derecho, hacen posible la coordinación de nuestras conductas en todo tipo de actividades. En lo que a la operatividad del derecho se refiere, existe también una serie de convenciones específicas que, con uno u otro contenido, dependiendo de la sociedad y el momento y de toda una serie de factores culturales, acotan su práctica posible. El derecho no puede aplicarse si no es dando por sentados e indiscutidos ciertos datos, datos que, en caso de no ser objeto de un acuerdo generalizado, no permitirían que las normas jurídicas sirviesen como patrón común de conducta y de decisión. Por ejemplo, cuando el brocardo jurídico afirma que en derecho no se puede pedir lo imposible está aludiendo a uno de esos presupuestos de lo jurídico que poseen valor normativo dentro del propio sistema y que deslindan el alcance posible de las normas “positivas”. Dichas convenciones básicas del derecho tienen su denominador común en dos ideas centrales. La primera, que el derecho y su práctica no pueden llevar a resultados que contradigan las evidencias socialmente compartidas. La segunda, que el derecho es, al menos en nuestras sociedades modernas, un instrumento de dirección y coordinación deliberada de las conductas, por lo que a las normas “positivas” les subyace siempre un propósito ordenador que resulta vulnerado cuando su aplicación desmedida hace inviable aquel fin de orden.

 Cabe argumentar que esta es la idea que subyace a doctrinas como las del “contenido mínimo del derecho natural”, de Hart, o la de la “moral interna del derecho”, de Fuller.

4. Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas

De esa fuente beben las excepciones implícitas admisibles para el positivismo jurídico. Las normas “positivas” pueden y deben ser “derrotadas” cuando conducen para un caso a resultados que la generalidad de los ciudadanos puede tener por absurdos, en cuanto que opuestos a dichas evidencias generalmente admitidas. De ahí la enorme potencia del argumento al absurdo como límite a las aplicaciones lógica o semánticamente posibles de las normas “positivas”. La gran cuestión está en determinar cuáles son esas evidencias apoyadas en convenciones sociales básicas, que son aptas para excepcionar la aplicación de las normas “positivas”. Y la respuesta –positivista y, por extensión, convencionalista– sólo puede ser que ha de tratarse todas y de sólo las convenciones que sean auténticamente generales en una sociedad. Una moral determinada, en un contexto social de pluralismo moral, nunca podrá satisfacer ese requisito, por mucho que quienes la profesen la tengan por la moral verdadera. En cambio, el conjunto de convicciones de raigambre moral que son compartidas por prácticamente todos los miembros de la sociedad sí satisface ese requisito, no tanto por su naturaleza moral cuanto por ser tenidas por incuestionables en dicha sociedad. Aun cuando pueda resultar chocante, estamos aludiendo a que hay una parte de la moral positiva que, bajo la forma de evidencia compartida o convención básica, se integra en el sistema jurídico. No ocurre lo mismo, por definición, con la llamada moral crítica. Desde tal punto de vista, estarán justificadas aquellas excepciones implícitas a las normas “positivas” que se basen en el rechazo de las soluciones derivadas de dichas normas que cualquier miembro “normal” de esa sociedad (y los parámetros de normalidad también están socialmente establecidos) pueda reputar como absurdas, absurdas por opuestas a las evidencias compartidas, a lo socialmente tenido por evidente en un determinado contexto espacio-temporal. En ese sentido, todo positivismo jurídico viable y coherente, no alejado de la práctica social real del derecho, será un positivismo “inclusivo”. Pero sólo en ese sentido. Nunca una sociedad podrá “reconocer” como derecho lo que se oponga a sus convicciones básicas, que conforman sus convenciones básicas. III. normas, deducciones, entimemas Resulta curioso preguntarse por el “boom” de la idea de derrotabilidad de las normas jurídicas. Conviene quizá reflexionar a ese propósito sobre varios matices: (1) Que dentro del sistema jurídico unas normas vencen o imperan sobre otras y que, por tanto, las derrotan, es idea bien poco novedosa, si bien se mira. Los casos de antinomias, sin ir más lejos, se resuelven haciendo que una norma se imponga sobre otra. Se podrá decir que en algunos casos tal sucede

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porque la norma “derrotada” carecía de validez dentro del sistema, no era propiamente una norma del sistema. Tal sucederá cuando se declare la nulidad de la norma inferior que contradiga la norma superior, o cuando se entienda que la norma posterior ha derogado la norma anterior. Cuando se aplica la regla de “lex specialis” para resolver la antinomia, lo que se hace es delimitar el alcance respectivo de las normas que en principio parecían competir, con lo que en realidad se está mostrando que para el caso no hay tal competición. Pero cuando un juez resuelve un caso para el que concurren dos normas de idéntica jerarquía, simultáneas y con el mismo alcance, ese juez decide que una norma “derrota” a la otra para ese caso. (2) La idea de derrotabilidad, ya sea de conceptos o de normas, tiene su ubicación más destacada en el campo de la lógica deductiva, en relación con las dificultades para aplicar la regla de refuerzo del antecedente. Ahora bien: conviene diferenciar dos dimensiones del problema. La primera es la dimensión puramente lógica y se relaciona con la virtualidad mayor o menor de los esquemas deductivos de la lógica monotónica para representar el razonamiento jurídico. La segunda es la dimensión que podemos llamar material, que alude a cuáles son las circunstancias o razones que pueden justificar la inaplicación de la norma a un caso cuyas circunstancias encajan bajo el supuesto genérico descrito por dicha norma. El esquema más elemental bajo el que se presenta el problema lógico es así, como bien sabemos: A → OB A^C ¬OB La conclusión lógicamente correcta, en virtud del refuerzo del antecedente, debería ser OB. Pero la concurrencia de la circunstancia C es, en el razonamiento judicial que lleva a la derrota de la norma A → OB, ha contado como razón para que se imponga la decisión -OB.

 En este aspecto insiste especialmente Ulises Schmill, quien explica que en toda norma inferior se contiene una cláusula implícita que condiciona su validez a haber sido realizada con arreglo a los procedimientos prescritos en la norma superior y a que respete los límites materiales o de contenido fijados en la norma superior. Refiriéndose al primero de esos dos aspectos, dice este autor que “toda norma condicionada inferior es expandible especificando la realización regular de los actos que la crean, esto es, toda norma condicionada o subsecuente contiene condiciones implícitas consistentes en la realización regular de los actos integrantes de su preceso de creación” (Ulises Schmill. “Orden jurídico y derrotabilidad normativa”, en Analisi e diritto, 2000, p. 241.

4. Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas

El carácter deductivo de dicho razonamiento se salva fácilmente al entender que ha operado una segunda premisa normativa, según el siguiente esquema: (A → OB) ↔ (¬A ^ C) A^C ¬OB Pero no perdamos de vista que la cuestión no estriba meramente en reconstruir la decisión como inferencia deductiva válida, sino en ver si todas las premisas normativas están constituidas por normas del sistema jurídico o si es una premisa normativa extrasistemática la que “derrota” a la norma del sistema. Esto conduce a dos cuestiones interrelacionadas. La primera tiene que ver con cuáles sean las normas del sistema jurídico. Si la norma que dice (A ^ C) → ¬OB es una norma del sistema jurídico, estaríamos ante el caso normal de que una norma de dicho sistema impera sobre otra norma del sistema. Si dicha norma no forma parte del sistema jurídico, nos hallaríamos ante el problema de que las normas jurídicas pueden ser derrotadas por normas ajenas al sistema jurídico. Las doctrinas iusmoralistas, que sostienen que las normas morales (o algunas normas morales) forman parte del sistema jurídico, no podrán decir en estos casos que una norma del sistema jurídico ha sido derrotada por una norma no jurídica, sino solamente que una norma positiva, legislada, del sistema jurídico, ha sido derrotada por otra norma de dicho sistema que no es positiva, legislada. Y eso es lo que les interesa destacar, como parte de su defensa de las tesis iusmoralistas. En cambio, el positivismo que quiera mantener la tesis de la separación entre derecho y moral y la tesis del carácter convencional del derecho sólo puede responder a la derrotabilidad de las normas jurídicas negando el problema a base de mantener que esa decisión en que la norma jurídica ha sido derrotada es una decisión ilegítima en derecho, pues carece de apoyo normativo en el sistema jurídico, o ampliando los componentes del sistema jurídico de tal manera que la derrotabilidad se reconduzca a una relación entre elementos normativos igualmente convencionales de dicho sistema. (3) Se suele presentar los casos de derrota de una norma jurídica diciendo que la concurrencia en el caso de cierta circunstancia C especial hace que no se aplique la consecuencia de la norma que venía al caso. Con esto pareciera que se da a entender que tal circunstancia C tiene por sí un valor normativo y que dicho valor o fuerza normativa de la circunstancia es bastante para derrotar la norma que para el caso concurría. Pero si con circunstancia se alude a algún

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I. Argumentación jurídica y decisión judicial

tipo de hecho, ese modo de razonar resulta lógicamente insostenible. La circunstancia fáctica C tiene que estar asociada a alguna otra norma para que sea apta para justificar una conclusión normativa a partir de C. Lo que sucede es que el razonamiento de los iusmoralistas que gustan de presentar así las cosas suele ser entimemático y muchas veces no explicitan la norma que presuponen como base de la derrota de la norma “positiva”. De ahí que haya que dar la razón a Ulises Schmill cuando afirma que “aunque a veces se puede aplicar el concepto [de derrotabilidad] a auténticos problemas que surgen del análisis del derecho positivo, se han realizado, por lo general, incursiones iusnaturalistas dentro de la jurisprudencia positiva; se trata de temas valorativos o de lege ferenda o de lo que algunos han llamado ‘lagunas valorativas’, es decir, contenidos que se desea tengan las normas jurídicas”. En términos lógicos, la aptitud de C para justificar que no se imponga en la decisión judicial correspondiente la consecuencia OB no puede derivar de la mera concurrencia, fáctica, de la circunstancia C. En el esquema inmediatamente anterior la fórmula (A → OB) ↔ ¬ (A ^ C) representa en realidad el enunciado de la norma en cuyo antecedente o supuesto de hecho se señala la concurrencia de dos circunstancias para la obligatoriedad de B: una positiva, que se de A; y otra negativa, que no se dé simultáneamente C. En realidad, esa norma significaría lo mismo bajo el siguiente esquema: (A ^ ¬C) → OB Ahora bien: sabemos que aquí no estaríamos ante un caso de derrotabilidad, sino simplemente ante uno de aplicación de una norma con un antecedente o supuesto complejo. La norma N, que establece que si de la concurrencia de A se sigue la obligatoriedad de B (A → OB) es derrotada cuando, siendo el caso que A, es también el caso que C y en la concurrencia de C se encuentra una razón justificatoria para evitar la imposición de OB. Pues bien, en términos lógicos, un hecho o circunstancia fáctica C no puede en ningún caso ser razón justificatoria para una conclusión normativa (como, en este caso, ¬OB) si dicho hecho o circunstancia fáctica C no forma parte, a su vez, del antecedente o

 Schmill. “Orden jurídico y derrotabilidad normativa”, cit., p. 236.

4. Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas

supuesto de una norma. Es decir, en nuestro ejemplo estamos necesariamente presuponiendo la operatividad de la norma C → ¬OB Así pues, al esquema A → OB A^C ¬OB hemos de comenzar por añadirle una premisa más, si queremos que reconducir el razonamiento a un esquema lógico racional y no ver en la decisión -OB un puro acto irracional del decididor: (N1) (N2)

A → OB C → ¬OB A^C ¬OB

Lo que tenemos ahí es una situación inicial de antinomia. Para resolverla ha de establecerse alguna relación de prioridad entre las normas concurrentes. La conclusión ¬OB implica que esa prioridad se ha establecido en favor de C → ¬OB, de modo que se añade una premisa adicional según la cual si es el caso (si se da el supuesto) de N1 y si es el caso de N2 (si se da el supuesto de N2), entonces tiene preferencia la aplicación de N2. Dicho de otra forma, si se da A y se da C, debe aplicarse ¬OB, pero no porque C sea una excepción explícita a A en N1, sino porque N2 es una norma superior a N1, en el sentido de que tiene prioridad sobre N1. Arribamos así a la cuestión central que plantea la derrotabilidad para la teoría del derecho. Si en lo inmediatamente anterior estamos en lo cierto, una norma sólo puede ser derrotada por otra norma. La norma derrotante tiene su supuesto o antecedente en una circunstancia que la hace aplicable y, por otro lado, la antinomia se solventa por una especie de juego de la “lex superior”, por la superior jerarquía de la norma derrotante. Y el gran interrogante es el siguiente: ¿cuáles pueden ser en un sistema jurídico esas normas derrotantes?

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I. Argumentación jurídica y decisión judicial

Dos teorías posibles: la iuspositivista y la iusmoralista, aunque con las variantes que sean del caso en cada una y que aquí no podemos especificar. Las doctrinas iusmoralistas situarán normas de la moral verdadera como normas superiores del ordenamiento y con capacidad para justificar excepciones y, con ello, la derrota de las normas positivas. Las doctrinas iuspositivistas, como ya se ha señalado, sólo admitirán normas que tengan un doble carácter interrelacionado: carácter convencional y contenido compartido por todos o la inmensa mayoría los ciudadanos de la cultura respectiva en un momento histórico dado, normas que, por consiguiente, formen el basamento de la racionalidad práctica del derecho en tal contexto socio-histórico. Otra manera de expresar la misma idea puede consistir en que para el iuspositivismo la norma no positivada que puede justificar la excepción tendrá el carácter de indiscutible por indiscutida, en sí y en su aplicación al caso, mientras que para el iusmoralismo la pretensión será que la norma excepcionante es indiscutible por verdadera, aunque pueda haber quien la discuta por hallarse en el error moral. El iuspositivista admitirá la excepción cuando la aplicación de la norma excepcionada resulte absurda por contraria al sentido común, en el doble sentido de sentido compartido y sentido práctico evidente, mientras que el iusmoralista admitirá la prioridad de la norma excepcionante cuando la aplicación de la norma excepcionada resulte contraria a la razón práctica, en el sentido más fuerte de la expresión, entendiendo por razón práctica aquella razón cognoscente que es capaz de trazar una prioridad objetiva entre bienes morales.

ii. neoconstitucionalismo

5. sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores I . p l a n t e a m i e n t o y n o c i o n e s d e pa r t i d a Se suele señalar que el llamado neoconstitucionalismo es una doctrina de caracteres un tanto difusos. Entre los autores que a menudo son adscritos a ella los más mencionados son Dworkin, Alexy, Nino o Zagrebelsky. Ciertamente, son importantes las diferencias entre todos ellos, lo cual marca una primera dificultad para decantar esos elementos comunes que permitirían identificar esa doctrina neoconstitucionalista, que ha sido a veces calificada como nuevo paradigma. Posiblemente la formulación más radical y terminante del neoconstitucionalismo aparece en el libro El derecho dúctil, de Gustavo Zagrebelsky, obra que ha tenido importante eco, pero que no deja de ser un producto de menor enjundia que los escritos capitales de los otros autores mencionados. En cualquier caso, nos hallamos ante una teoría que no ha encontrado aún plasmación completa y coherente en una obra central y de referencia, por lo que sus caracteres deben ser espigados de aquí y de allá, más construidos como descripción del común denominador de una tendencia genérica actualmente dominante y presente en la teoría constitucional y iusfilosófica de hoy y, muy en particular, en la propia jurisprudencia de numerosos tribunales constitucionales, que como balance a partir de una obra canónica con perfiles bien precisos y delimitados. Está hoy muy presente esa impregnación neoconstitucionalista en numerosos escritos teóricos y sentencias, pero puede que esa falta de definición clara, de rigor analítico y de empeño fundamentador en sus propios cultivadores sea una de las bazas que alimentan el éxito del neoconstitucionalismo. Lo muy vago e impreciso de las tesis de partida lo convierte en teoría superficialmente atractiva y aparentemente novedosa, al tiempo que en la práctica cumple a la perfección lo que me parecen sus cometidos principales, que serían los de reforzar la influencia política de la presunta ciencia jurídico-constitucional, por un lado, y, por otro, impulsar un judicialismo que subvierte la relación entre los poderes constitucionales, pone en jaque el principio democrático y la soberanía popular y desdobla las propias constituciones, haciendo que ciertos derechos “materializados” y fuertemente vinculados a valores morales sustanciales imperen absolutamente sobre los derechos constitucionales de tipo político, participativo

 Se habla en ocasiones también de “constitucionalismo avanzado” o “constitucionalismo de derechos” (cfr. S. Sastre Ariza. “La ciencia jurídica ante el neoconstitucionalismo”, en M. Carbonell (ed.). Neoconstitucionalismo(s), Madrid, Trotta, 2003, p. 239. 

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y procedimental. El equilibro entre derechos humanos y soberanía popular, en el que tanto insiste por ejemplo Habermas, se rompe a favor de una concepción moralizante y absolutizadora de los primeros, con la consecuencia de que acaba por promoverse un nuevo soberano que no es otro que la judicatura, y en especial la jurisdicción constitucional, en alianza con la doctrina. Es lo que podríamos llamar el complejo académico-judicial, que, desde su afán de excelencia ética y de elitismo político, pretende suplantar los dictados de un pueblo que las constituciones dicen soberano, pero que es tenido por incapaz (por sí o por sus representantes en democracia) de calar en esos contenidos morales que formarían el cimiento de las constituciones y en los que sólo logran penetrar con propiedad los profesores y los jueces de las más altas cortes. Por razón de ese grado de indefinición teórica del neoconstitucionalismo y del designio preferentemente político de sus cultivadores, admítanlo o no, acecha siempre el riesgo de errar en la descripción de dicha doctrina o tendencia y de proyectar las críticas sobre molinos de viento, sobre un espantajo teórico que no se corresponda en verdad con ninguna teoría efectivamente operante en la actualidad. Si así lo hiciéramos, incurriríamos en parecida caricatura a la que muchos de los que se dicen neoconstitucionalistas hacen del positivismo jurídico, al imputar a éste unos atributos teóricos y una percepción del derecho que es propia únicamente, si acaso, del ingenuo y muy metafísico positivismo decimonónico, el de la escuela de la exégesis o la jurisprudencia de conceptos. Y no es casual que la disputa se desarrolle en esos términos, ya que es en realidad ese positivismo decimonónico el que en el neoconstitucionalismo se ve reflejado como en un espejo, esto es, invertido. Pues al positivismo del siglo xix y al neoconstitucionalismo les son comunes una serie de notas: la confianza en el carácter en el fondo perfecto y completo de los sistemas jurídicos; el desdoblamiento del ordenamiento jurídico en una parte superficial, que es defectuosa por indeterminada y por estar llena de lagunas y antinomias, y una parte profunda o esencial, que contiene solución predeterminada para cualquier caso difícil; la afirmación de un método que permite hacer de la actividad judicial una tarea más de conocimiento que propiamente decisoria (el método meramente subsuntivo en el positivismo decimonónico, el método de la ponderación en el neoconstitucionalismo), y la consiguiente negación de la discrecionalidad judicial. Positivismo jurídico decimonónico y neoconstitucionalismo actual son extremos que se tocan y que se combaten por razón de su semejanza estructural y de sus similares pretensiones políticas. Donde aquél tomaba como axioma la idea del legislador racional, éste adopta con similar convicción el del juez racional; donde aquél quería ver en el legislador un mero portavoz de los intereses objetivos de la nación o de las esencias inmutables y necesarias del

5. Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores

derecho, y en la ley la plasmación perfecta de la justicia ideal, éste hace de la Constitución la quintaesencia de la verdad moral y de la justicia objetiva, y de los jueces, los traductores seguros de esas verdades axiológico-jurídicas a decisiones materialmente justas y objetivamente correctas, sin asomo de subjetivismo ni desfiguración por intereses políticos o gremiales. Así como ese derecho, que así se afirmaba en el siglo xix como perfecto y objetivamente verdadero, se consideraba que debía pulirlo, encauzarlo y en buena medida sentarlo la ciencia jurídica, asimilada a razón cuasicientífico-natural, así este derecho de hoy, que el neoconstitucionalismo ve como derecho básicamente constitucional o sólo constitucional, se pretende que debe ser alumbrado también por la ciencia jurídica que interpreta la Constitución a base de bucear en el orden axiológico que es su esencia, si bien los profesores serían ahora depositarios de los supremos saberes de una muy real y objetiva razón práctica, más que de una razón científico-natural. De ahí que entre las notas distintivas del neoconstitucionalismo, por contraste con el positivismo jurídico, se suela mencionar la impugnación de la neutralidad de la ciencia jurídica y se haga la apología de una ciencia constitucional militante, moralmente comprometida con la verdad y las exigencias de los supremos valores, éticamente confesional. El entramado funciona a la perfección porque los jueces ven en esa doctrina la justificación perfecta para la ampliación de sus poderes frente al legislador y de su condición de oráculos de la Constitución profunda, mientras que los profesores colman sus aspiraciones cuando ven a los jueces construir la nueva Constitución con los elementos que ellos les van proponiendo. Eso sí, cuando los jueces no obedecen a los académicos, éstos echan mano de sus arcanos saberes axiológico-constitucionales, no para reprocharles un mal uso de la discrecionalidad judicial, sino que, puesto que se parte de negar o reducir sumamente la presencia de tal discrecionalidad, se les dice a los jueces simplemente que se equivocan, que han errado la decisión, que no han sabido dar con el fallo verdadero y necesario, Constitución en mano. Cuando al doctrinante neoconstitucionalista le gusta el contenido de una sentencia, señala que ésta es verdadera porque traslada al caso la solución que los valores constitucionales le prescriben y presenta esa resolución como un acertado ejercicio de ponderación, aun cuando en la sentencia en cuestión no haya ni rastro explícito del método ponderativo y aunque la motivación del fallo sea sumamente deficiente y esté llena de inferencias erróneas, sofismas y paralogismos. Pues no importa la argumentación, sino el contenido del fallo. De nuevo como en el positivismo de hace siglo y medio. Si el dictar sentencia, incluso en los casos más difíciles y complicados a tenor de los hechos o de las normas concurrentes, tiene más de saber que de decidir, es normal que se

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piense que la voz cantante la han de llevar los que más saben, los que mejor han estudiado, los que más fluidamente se manejan con las intimidades de la Constitución y, por extensión, del ordenamiento todo: los profesores. Una vez más, como hace siglo y medio. Por todas esas razones, un profesor neoconstitucionalista nunca dirá de una sentencia que puede ser correcta, vistos los hechos y derecho en mano, pero que él discrepa por tales o cuales motivos; dirá simplemente que es errónea porque el tribunal no ha ponderado como es debido y porque no da cuenta de lo que la axiología constitucional, la Constitución sustancial, dicta para ese caso. Y basta conocer cuál es la adscripción política del neoconstitucionalista de turno y con qué patrones morales comulga, para poder anticipar con toda certeza qué fallo reputará como el único correcto para cada caso que, a tenor de esa su ideología, le parezca relevante. Así que acaba por haber tantos derechos únicos y verdaderos y tantas únicas soluciones constitucionalmente correctas para cada caso como neoconstitucionalistas nos topemos con ideologías diversas. Todos sacerdotes de un único credo, la Constitución como sistema objetivo de valores, pero pluralidad de iglesias, de dogmas incompatibles y de teologías, y cada cual llevando el agua a su molino, pero diciendo que no es el molino suyo, sino la Constitución objetiva. Asumamos, pues, el riesgo de decantar las notas definitorias de ese neoconstitucionalismo que hace virtud de su propia indefinición y que se afirma ante todo por contraste con un positivismo jurídico que no es el de ninguno de los positivistas del siglo xx, como Kelsen, Hart, Ross o Bobbio, sino aquel positivismo antiguo del que todos estos autores abominaron por metafísico, elitista, antidemocrático y simplón. Sintetizaré en diez esas notas definitorias del modelo neoconstitucionalista. Pero téngase en cuenta que, aun cuando en su rotundidad las diez no se den en ningún autor de tal corriente, se trata de una cuestión de grado o escala: tanto más merecerá la calificación de neoconstitucionalista un autor cuantas más de esas notas aparezcan en él. Y la gran mayoría de ellas están presentes en todos, aunque respecto de muchas de ellas no se halle en ninguno una explicitación u una fundamentación suficiente. Esos diez caracteres definitorios serían los siguientes: 1. Dato histórico: la presencia en las constituciones contemporáneas de cláusulas de derechos fundamentales y mecanismos para su efectiva garantía, así como de cláusulas de carácter valorativo cuya estructura y forma de obligar y aplicarse es distinta de las de las “reglas”. Se trataría del componente materialaxiológico de las constituciones.

5. Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores

2. La muy relevante presencia de ese tipo de normas, que conforman la Constitución material o axiológica, implica que las constituciones tienen su parte central o su pilar básico en un determinado orden de valores, de carácter objetivo. 3. Así entendida, la Constitución refleja un orden social necesario, con un grado preestablecido de realización de ese modelo constitucionalmente prefigurado y de los correspondientes derechos. 4. Ese orden de valores o esa moral constitucional(izada) poseen una fuerza resolutiva tal como para contener respuesta cierta o aproximada para cualquier caso en el que se vean implicados derechos, principios o valores constitucionales. Tal respuesta será una única respuesta correcta o parte de las respuestas correctas posibles. La pauta de corrección es una pauta directamente material, sin mediaciones formales ni semánticas. 5. Esa predeterminación de las respuestas constitucionalmente posibles y correctas lleva a que deba existir un órgano que vele por su efectiva plasmación para cada caso, y tal labor pertenece a los jueces en general y a los tribunales constitucionales en particular, ya sea declarando inconstitucional normas legisladas, ya sea excepcionando, en nombre de la Constitución y sus valores y derechos, la aplicación de la ley constitucional al caso concreto, o ya sea resolviendo con objetividad y precisión conflictos entre derechos o principios constitucionales en el caso concreto. 6. Puesto que en el orden axiológico de la Constitución quedan predeterminadas las soluciones para todos los casos posibles con relevancia constitucional, el juez que resuelve tales casos no ejerce discrecionalidad ninguna (Dworkin) o la ejerce sólo en aquellos casos puntuales en los que, a la luz de las circunstancias del caso y de las normas aplicables, haya un empate entre los derechos o principios constitucionales concurrentes (Alexy). 7. En consecuencia y dado que las respuestas para esos casos con relevancia constitucional están predeterminadas en la parte axiológica de la Constitución, el aplicador judicial de ella ha de poseer la capacidad y el método adecuado para captar tales soluciones objetivamente impuestas por la Constitución para los casos con relevancia constitucional. Tal método es el de ponderación. 8. La combinación de constitución axiológica, confianza en la prefiguración constitucional –en esa parte axiológica– de la (única) respuesta correcta, la negación de la discrecionalidad y el método ponderativo llevan a las cortes constitucionales a convertirse en suprainstancias judiciales de revisión, pero, al tiempo, les proporcionan la excusa teórica para negar ese desbordamiento de sus funciones, ya que justifican su intromisión revisora aludiendo a su cometido de comprobar que en el caso los jueces “inferiores” han respetado el contenido que constitucionalmente corresponde necesariamente a cada derecho.

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9. Puesto que los fundamentos de ese neoconstitucionalismo, por las razones expuestas en los puntos anteriores, son metafísicos y se apoyan en una doctrina ética de corte objetivista y cognitivista, en las decisiones correspondientes de los tribunales, y muy en particular de los tribunales constitucionales, hay un fuerte desplazamiento de la argumentación y de sus reglas básicas. Dicha argumentación adquiere tintes pretendidamente demostrativos, puesto que no se trata de justificar opciones discrecionales, sino de mostrar que se plasma en la decisión la respuesta que la constitución axiológica prescribe para el caso. Con ello, la argumentación constitucional se tiñe de metafísica y adquiere visos fuertemente esotéricos. 10. El neoconstitucionalismo, en consecuencia, posee tres componentes filosóficos muy rotundos. En lo ontológico, el objetivismo derivado de afirmar que por debajo de los puros enunciados constitucionales, con sus ambigüedades y su vaguedad, con sus márgenes de indeterminación semántica, sintáctica y hasta pragmática, existe un orden constitucional de valores, un sistema moral constitucional, bien preciso y dirimente. En lo epistemológico, el cognitivismo resultante de afirmar que las soluciones precisas y necesarias que de ese orden axilógico constitucional se desprenden pueden ser conocidas y consecuentemente aplicadas por los jueces. En lo político y social, el elitismo de entender que sólo los jueces o prioritariamente los jueces, y en especial los tribunales constitucionales, están plenamente capacitados para captar ese orden axiológico constitucional y lo que exactamente dicta para cada caso, razón por la que poseen los jueces el privilegio político de poder enmendar al legislador excepcionando la ley y justificando en el caso concreto la decisión contra legem, que será decisión pro constitutione, por cuanto que es decisión basada en algún valor constitucional. En este trabajo no podremos desmenuzar en detalle cada uno de estos puntos y nos referiremos solamente a los tres primeros, atendiendo de modo destacado a los precedentes de esa idea de que las constituciones contemporáneas tienen su esencia en un orden objetivo de valores que prefigura un solo mundo constitucionalmente posible, determina la solución correcta para cada conflicto de derechos y permite arrinconar la discrecionalidad política del legislador y la capacidad configuradora de la ley, que sólo será aplicable cuando, en general o para el caso, no esté reñida con dichos valores que forman el núcleo metafísico de la Constitución y de los que conocen los jueces mejor que nadie y, desde luego, mejor que el pueblo antes soberano y que el legislador que lo representa.

5. Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores

I I . d u d o s a s n ov e da d e s Es lugar común comenzar la justificación del neoconstitucionalismo mencionando la presencia en las constituciones contemporáneas de cláusulas de derechos fundamentales y mecanismos para su efectiva garantía, así como de cláusulas que enuncian valores, cuya estructura y forma de obligar y aplicarse, la de todas ellas, es distinta de las de las “reglas”. Se trataría del componente material-axiológico de las constituciones. El neoconstitucionalismo resalta siempre esa peculiaridad de las constituciones contemporáneas, de la que se seguiría con necesidad una modificación en el valor normativo de dichas constituciones, que ya no serían meramente normas jerárquicamente superiores a la ley y al resto de las normas del ordenamiento, sino también, y principalmente, plasmación de los supremos valores objetivos que han de regir la convivencia social, garantizada por el derecho. Limitados a este aspecto, la novedad es escasa. En España, ya la Constitución de 1812, la Constitución de Cádiz, decía en su artículo 6.º que “El amor a la patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles, y asimismo el ser justos y benéficos”. Y el artículo 14, por poner sólo otro ejemplo, establecía que “El objeto del Gobierno es la felicidad de la nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bien estar de los individuos que la componen”. ¿Qué tipo de normas constitucionales serán ésas? ¿Principios? ¿Directrices? ¿Meros valores constitucionalizados? En cualquier caso, ya entonces estaban ahí. Y, si de que la Constitución refleje un orden objetivo de valores se trata, qué decir del artículo 12, a tenor del cual “La religión de la nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”. Por otro lado, tampoco parece que digan mucho del novedoso constitucionalismo moral esas cláusulas que apelan a valores a mansalva, comenzando por el de la justicia. En la España de la dictadura franquista, ya se sabía algo de eso en las Leyes Fundamentales, sucedáneo de Constitución con pretensiones de normas supremas. Así, el Fuero del Trabajo, de 1938, decía en su cláusula segunda que “Por ser esencialmente personal y humano, el trabajo no puede reducirse a un concepto material de mercancía, ni ser objeto de transacción incompatible con la dignidad personal de quien lo preste”. Y, puestos a proclamar derechos, la cláusula octava establecía que “Todos los españoles tienen derecho al trabajo. La satisfacción de este derecho es misión primordial del Estado”. Sin duda, se tratará de una directriz constitucional o paraconstitucional. También el Fuero de los Españoles, de 1945, estaba bien adornado de moral objetiva positivada. Por ejemplo, su artículo 22 sentaba lo

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que sigue: “El Estado reconoce y ampara a la familia como institución natural y fundamento de la sociedad, con derechos y deberes anteriores y superiores a toda ley humana positiva. El matrimonio será uno e indisoluble. El Estado protegerá especialmente a las familias numerosas”. Ciertamente, tomando en serio el concepto liberal-democrático de Constitución, es escarnio tratar como tal las Leyes Fundamentales franquistas. Pero pretendían ser el equivalente de una Constitución, los tribunales las invocaban y hasta los defensores del uso alternativo del derecho proponían, allá por principios de los años setenta, que se aplicaran al pie de la letra en lo que conviniera para subvertir el sistema. Así pues, poca novedad hay en el hecho de que las constituciones reales o pretendidas se llenen de proclamaciones axiológicas y se inflen a base de predicar la verdadera moral y la fe debida. Por otro lado, en los preceptos jurídicos infraconstitucionales tampoco es ninguna innovación reciente la presencia de normas que no tienen la estructura de las reglas, sino la que ahora se predica de principios cuando de ciertas normas constitucionales se trata. Sin ir más lejos, el Código Civil español, de 1889, alude reiteradamente a la buena fe, mientras que el bgb alemán, de 1900, sienta en su parágrafo 242, el principio o Grundsatz de buena fe (Treu und Glauben) en estos términos: el deudor está obligado a rendir su prestación tal como exija la buena fe a tenor de los usos del tráfico. Y, de nuevo en el Código Civil español, la moral asoma por múltiples lugares, como cuando el artículo 1271 dispone que “Pueden ser igualmente objeto de contrato todos los servicios que no sean contrarios a las leyes o a las buenas costumbres”, o cuando el 1328 dice que “Será nula cualquier estipulación contraria a las Leyes o a las buenas costumbres”. ¿Moral objetiva jurídicamente positivada o cláusula para ser rellenada con los contenidos que en cada momento dicte la cambiante moral social positiva? El mismo asunto que para las cláusulas valorativas de las constituciones, sólo que éstas hoy también consagran como valor el pluralismo, y, si entendemos que en él entra igualmente el pluralismo moral, queda por definición excluido que se constitucionalice “la” moral objetiva y verdadera. En cualquier caso y volviendo a los códigos, ¿significan esos principios de carga moral, en ellos presentes, que el juez que los aplique deba ponderar en lugar de o además de subsumir? Si la respuesta es negativa y las leyes se aplican interpretando y subsumiendo, mientras que los principios constitucionales se aplican ponderando, ya no serán los contenidos morales constitucionalizados la razón de que la ponderación sea un método específicamente constitucional, y habrá que buscar una explicación distinta para esa disyunción metodológica entre leyes y Constitución. Si se responde que la ponderación es el método mediante el que se resuelven los conflictos entre derechos constitucionales, contenidos en normas que son principios y no reglas, no se hace más que trasladar la cuestión,

5. Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores

pues también en las leyes se sientan derechos, también esos derechos son susceptibles de justificación moral y también entre derechos legales hay conflictos. ¿Por qué, pues, no se resuelven mediante una ponderación metodológicamente idéntica los conflictos entre derechos legales? El neoconstitucionalismo, en suma, se ve abocado a justificar la especificidad de las normas constitucionales mediante alguna propiedad que no sea ni su mayor indeterminación semántica ni su superioridad jerárquica, y sólo lo consigue a base de resaltar que la naturaleza de la Constitución, diga lo que diga, es prioritariamente moral, mientras que la de la ley, diga lo que diga, es prioritariamente jurídico-positiva. Otras dos notas de las constituciones contemporáneas se suele destacar para justificar la novedad que tales constituciones suponen en cuanto normas jurídicas y fundamentar así la índole peculiar del razonamiento que las aplique: su carácter rígido y la garantía jurídica de su efectividad, que hace que sus normas no tengan un valor puramente programático. Ahora bien: estas dos particularidades, sin duda ciertas, refuerzan la superioridad jerárquica de las constituciones dentro del sistema jurídico, pero poco tienen que ver con la naturaleza moral de las mismas, con la condición de la Constitución como “orden objetivo de valores”, tal como en 1958 definió el Tribunal Constitucional alemán la Ley Fundamental de Bonn, en sintonía con la definición idéntica que daban algunos comentaristas, con Dürig a la cabeza. En efecto, que el legislador ordinario no pueda modificar mediante el procedimiento legislativo ordinario todas o algunas normas constitucionales hace a éstas resistentes frente al legislativo, de la misma manera que son resistentes frente a la administración las normas legislativas, pues donde la ley es superior al reglamento no puede la administración cambiar la ley mediante norma reglamentaria. En cuanto al control de la efectividad de las normas constitucionales mediante la judicatura o mediante un tribunal constitucional, también tenemos idéntico paralelismo, pues a la jurisdicción contencioso-administrativa corresponde tanto velar por la legalidad de los actos administrativos como anular los reglamentos ilegales. Y tanto este control específico como la resistencia de las leyes frente a los reglamentos no ha servido ni tiene por qué servir para afirmar

 Súmese a esto el hecho de que la gran mayoría de los derechos legales es reconducible a derechos y principios constitucionales, de los que serían desarrollo o plasmación. Por consiguiente, siempre estaría en manos del juez la posibilidad de reconducir o traducir un conflicto entre derechos legales a conflicto entre derechos constitucionales y optar, así, por resolverlo ponderando a la luz de las circunstancias del caso concreto. Tendríamos, si esto es cierto, que el juez puede siempre elegir el método preferible y que mejor se adapte a la índole de la decisión que quiera tomar y al tipo de fundamento que le resulte más cómodo: la letra de la norma, interpretada, o la justicia del caso concreto, establecida mediante la ponderación.

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que la ley encierre contenidos morales objetivos que justifiquen tales propiedades o para convertir a la jurisdicción contencioso-administrativa en una jurisdicción cuyo razonamiento tenga que ser prioritariamente moral, preocupada más por la justicia del caso que por la seguridad jurídica, y aplicadora de un método ponderativo en lugar de uno interpretativo-subsuntivo. No se ve por qué ha de confundirse la importancia de una norma jurídica con su mayor contenido moral. Que una norma jurídica sea más relevante como regla del juego social no implica necesariamente que sea mayor su carga moral o su sintonía con normas morales presuntamente objetivas. Tampoco la exigencia de procedimientos especiales o mayorías cualificadas para la elaboración o reforma de ciertas normas es sinónimo de superioridad moral de las mismas, sino indicio de la mayor relevancia social que se les atribuye. Que en el derecho español y a tenor del artículo 81 de la Constitución determinadas materias deban regularse como ley orgánica y no como ley ordinaria no indica mayor cualidad moral o más proximidad a los fundamentos morales del sistema, sino mayor importancia en los esquemas organizativos del Estado y la sociedad. Un Estatuto de Autonomía, que ha de ser aprobado mediante ley orgánica, ni tiene más entidad moral ni afecta en más a los valores morales más destacados que una ley de reproducción asistida, una ley de ventas a plazos o una ley del suelo. En las constituciones se recogen las normas jurídicas más importantes para la comunidad, las que marcan las reglas de juego esenciales. Cierto es que ese juicio de importancia, esa jerarquización de las normas, se basa en razones morales, normalmente razones de moral positiva, de la moral social imperante, al menos cuando las constituciones se elaboran por procedimientos democráticos. Pero ese fundamento moral fáctico no hace que varíe su condición de normas jurídicas, de jerarquía superior, pero jurídica, convirtiéndolas en normas a medio camino entre la moral y el derecho o en normas morales constitucionalizadas pero que hayan de ser aplicadas mediante un razonamiento que sea más moral que jurídico y que esté más atento a la justicia que a la letra. De la misma manera que la superioridad jerárquica de la ley sobre el reglamento y el hecho de que se reserve a la ley la regulación de materias que se consideren más importantes o dignas de cuidado y control no supone que tengan las normas legales una naturaleza moral superior a los reglamentos, un tipo de validez jurídica distinta de la de éstos ni un método de aplicación específico y con mayor presencia de las consideraciones de justicia o de la misteriosa razón práctica. En suma, la jerarquía de las normas jurídicas no es directamente traducible a jerarquía moral, aunque refleje de hecho un juicio de importancia moralmente condicionado. Tal vez estamos asistiendo a lo que podríamos denominar la “canonización” de las normas constitucionales, dando a esta expresión el sentido que a conti-

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nuación se explica. El derecho canónico se compone de las normas mediante las que la Iglesia católica se organiza como institución al servicio de la verdad y el dogma trascendente que la inspira y mediante el cual disciplina las acciones de sus fieles dentro de la Iglesia. Todo este entramado jurídico tiene su base en una (considerada) verdad suprema, apoyada en la revelación y en la interpretación de los textos sagrados por las autoridades que, a tenor del mismo dogma, actúan inspiradas por el Espíritu Santo. De esa suprema verdad de fe deriva una concreta moral, dogmática e incuestionable mientras se esté dentro de la Iglesia, y de esa verdad y de esa moral dogmática son plasmación también las normas jurídicas que conforman ese particular sistema jurídico. Ahí sí hay una moral (que se pretende) objetiva como base de ese derecho y ahí sí que queda perfectamente establecido desde qué fundamentos morales deben interpretarse y aplicarse ad intra esas normas jurídicas. Una moral objetiva y la única verdadera, unos intérpretes del dogma moral de base que se dicen inspirados por el mismo Dios o una de sus personas, y unas normas jurídicas que deben cumplirse y aplicarse en sintonía plena con esa moral única. Cuando el derecho canónico consagra la indisolubilidad del matrimonio no ha tomado su legislador la opción que le pareció mejor o más ajustada a los tiempos, sino la única acorde con aquella moral y con el dogma que la impregna. Por eso el derecho canónico no puede ser democráticamente elaborado por los fieles. Entre otras cosas, porque el pluralismo queda por definición excluido cuando el derecho refleja supremas verdades, dogmas de fe. ¿Es ese el caso de las constituciones modernas? Rotundamente, no. Que se inspiren en la moral propia del liberalismo ilustrado, a la que se suman componentes sociales derivados del marxismo y de las luchas sociales del siglo xix y xx, no significa que en ellas cristalice, a modo de dogma, un orden objetivo de valores, las supremas verdades morales. Al contrario, establecen las mínimas reglas de juego para que puedan convivir en la sociedad sistemas morales distintos y bajo la única condición de aceptar unos mínimos puntos de partida morales y que hasta pueden ir cambiando de interpretación con el paso del tiempo. De ahí que en esas constituciones no sólo se recojan esos fundamentos morales elementales, como el valor de la vida y de la libertad, sino que también se institucionalice el libre juego de la política y se aseguren los derechos políticos. Dentro de la Iglesia no hay derechos políticos ni puede haberlos, pues la verdad está preestablecida y sus concreciones en cada tiempo y para cada caso las hacen los “sacerdotes” de esa fe, los guardianes del dogma. Pero en un Estado constitucional y de derecho no puede hacerse de la Constitución el depósito de las supremas verdades morales omniabarcadoras y con capacidad de producir solución por sí para cualquier cuestión, concretadas por los jueces y los tribu-

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nales constitucionales a base de enmendar al legislador en razón de la justicia de cada caso concreto y haciendo, de este modo, ocioso el juego de la política y vano el ejercicio de los derechos políticos de los ciudadanos. Si a los ciudadanos y a sus representantes en los parlamentos no les queda más alternativa que la de acertar con los desarrollos de la Constitución que le parezcan al guardián de la Constitución las verdaderamente exigidas por unas normas constitucionales que sólo son indeterminadas en su dicción, pero que son perfectamente precisas en su sustrato moral y que encierran en sí la predeterminación de un único modelo social posible hasta en sus más mínimos detalles, los ciudadanos no tienen propiamente alternativa y el desempeño de los derechos políticos se convierte en un puro ejercicio de adivinación y, en el fondo, en un patético ejercicio de sumisión al juez último de la verdad constitucionalmente revelada. Que, como tantas veces se repite, las constituciones modernas hayan recogido el derecho natural, positivándolo como derecho, ni es tanta verdad ni es tan relevante. No es tanta verdad porque habría que preguntarse cuál iusnaturalismo o cuáles iusnaturalismos son esos que se han constitucionalizado. Que la justicia sea supremo valor constitucional y que todos los iusnaturalismos la sitúen como altísimo valor moral y jurídico dice poco o nada del contenido concreto de lo justo, pues cada iusnaturalismo de los que han sido y son la dota de un contenido material distinto. Que el supremo valor de la vida y la dignidad humanas esté afirmado en las constituciones nada resuelve por sí sobre si con tal valor constitucional es compatible la permisión del aborto o de la eutanasia, la guerra, las largas condenas de prisión o la tortura en casos extremos, pues cada iusnaturalismo y cada iusnaturalista que interprete y aplique la Constitución le va a dar un alcance distinto a aquel valor para estos asuntos. Será propiamente interpretación de la Constitución y decisión legítima de los órganos constitucionalmente competentes la que resuelva tales interrogantes jurídico-constitucionales, pero no aplicación de una moral objetiva plasmada en la respectiva cláusula constitucional y, menos aún, aplicación del iusnaturalismo constitucionalizado. Habrá que pedir a tales órganos competentes que justifiquen sus decisiones y aumenten la legitimidad de éstas mediante una argumentación exigente y lo más convincente posible, no que tiñan su razonamiento con tintes demostrativos, de puro ejercicio de una razón práctico-moral que es simultáneamente jurídica, ni se disfracen de puros aplicadores de normas que ahí estaban, en los arcanos de la Constitución, en su esotérico trasfondo, esperando ser conocidas y hechas valer por sus más altos sacerdotes. Que esa supuesta constitucionalización del iusnaturalismo no es tan relevante queda de manifiesto si pensamos lo siguiente. Todo derecho positivo es trasunto de una determinada moral, pues las normas jurídicas no caen del cielo, sino

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que provienen de las ideas y las ideologías de sus autores o, quizá, de la moral social positiva. Además, todo derecho positivo es susceptible de enjuiciamiento crítico desde cualquier sistema moral. ¿Qué cambia por el hecho de que las constituciones hubieran recogido una determinada moral, en este caso la moral iusnaturalista? No cambia nada, salvo que otorguemos al iusnaturalismo un trato privilegiado, una suprema condición ontológica y epistemológica. Si el iusnaturalismo contiene la moral verdadera, la constitucionalización de sus principios convertiría a la Constitución en derecho verdadero, en el derecho materialmente supremo. Pero si el iusnaturalismo es una moral más o si los iusnaturalismos no son sino una parte del repertorio de las morales posibles y operantes, que haya sido constitucionalizada esa moral es asunto puramente contingente y tan poco relevante para el estatuto jurídico de las normas constitucionales o para las condiciones de su aplicación como si se hubiera constitucionalizado otro sistema moral cualquiera. Que la naturaleza de las constituciones cambie por insertarse en ella los valores iusnaturalistas es algo que sólo puede ser afirmado desde el iusnaturalismo, desde un constitucionalismo iusnaturalista que pone el derecho natural por encima de la Constitución y que sólo reconoce la superioridad jurídica de la Constitución si en ella se recoge y protege el derecho natural. Pero si no se es iusnaturalista, entrar a ese juego es manifestación de irreflexión o de precipitada ingenuidad. Para un no iusnaturalista, incluso esa Constitución que ampare los valores iusnaturalistas seguirá siendo suprema norma jurídica si tal jerarquía está efectivamente articulada y jurídicamente garantizada, y no norma moral. La Constitución seguirá siendo lo que la Constitución dice y lo que de ella hagan sus legítimos intérpretes, no lo que mantenga ese iunsnaturalismo supuestamente constitucionalizado. Ahora bien: si se consigue que los tribunales constitucionales crean que la Constitución no es lo que sus disposiciones dicen o lo que de ellas se interpreta con respeto a las reglas de nuestro lenguaje y al sentido común, sino lo que dicta para cada caso la justicia tal como la entiende el iusnaturalismo o cualquier otro sistema moral, la Constitución pasará a ser nada más que lo que quieran los tribunales constitucionales. Y su texto estará de más, será exactamente papel mojado. La suprema fuente del derecho será el oráculo y no habrá más órgano constitucional que un extraño personaje a medio camino entre Salomón y el Espíritu Santo. Resumamos lo que en este apartado se ha querido decir. En primer lugar, que la mención de valores o la positivación directa de normas de algún sistema moral en las constituciones no es un descubrimiento de hace cuatro días, ni mucho menos. En segundo lugar, que tales cláusulas obligan en función de dos cosas: su grado de determinación, el grado de determinación precisa de sus contenidos, y el tipo de garantías que en general tenga la Constitución y, dentro

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de ellas, esas cláusulas. Una invocación constitucional a la justicia o a la liberad, por ejemplo, como valores superiores, no hace a la Constitución comulgar con ninguna concepción material de dichos valores y, por consiguiente, deja libertad a los intérpretes para asignarles discrecionalmente un valor u otro. En cambio, la presencia de una norma constitucional que diga que una determinada religión es la única fe verdadera sí compromete dicha Constitución con una moral determinada. En tercer lugar, y por consiguiente, que una Constitución instaure la garantía judicial de sus normas no compromete a éstas con ningún determinado sistema de valores a la hora de precisar lo que en sus enunciados sea indeterminado; que haya una garantía judicial reforzada de los derechos fundamentales tampoco compromete a la Constitución con más contenido preciso de ellos que el que se derive de lo precisa que sea su enunciación. Una Constitución no se “materializa” más ni por contener cláusulas valorativas ni por contener garantía específica de sus normas y derechos; tampoco porque sean directamente aplicables sus normas y derechos. La única pauta real aquí operante es la siguiente: a mayor indeterminación lingüística de tales enunciados, y a mayor presencia de sistemas morales concurrentes en la sociedad pluralista para rellenarlos de contenido, mayor discrecionalidad de sus intérpretes y aplicadores; y cuando esas normas, así enunciadas, se aplican directamente, sin mediación legal, también mayor discrecionalidad de sus aplicadores a efectos de configurar y precisar sus concretos contenidos. I I I . ¿ va l o r e s ? ¿ c u  l e s y q u  ta n c i e r t o s ? Para el neoconstitucionalismo, la muy relevante presencia de ese tipo de normas, que conformarían la Constitución material o axiológica, implica que las constituciones tienen su parte central o su pilar básico en un determinado orden de valores, en una determinada moral. La idea de que la Constitución tiene su esencia o sustancia principal en un orden de valores, del que es plasmación y al que traduce a supremo derecho, tiene ya cierta antigüedad, pues halló su más rotunda y clara expresión a fines de los años cincuenta del siglo xx en la doctrina y la jurisprudencia constitucional alemanas. A este respecto hay que mencionar muy destacadamente el comentario que en 1958, en el tratado de Maunz/Dürig, escribió Günter Dürig al artículo 1.º de la Ley Fundamental de Bonn, y la sentencia que en el

 Dice Uwe Wesel que Dürig es el “inventor (Erfinder) del ‘sistema de valores’ (Wertsystem) de los derechos fundamentales”, noción de la que en adelante se sirvió el Tribunal Constitucional, a partir del caso Lüth. De su biografía cuenta brevemente que nació en 1920 en Breslau, fue oficial profesional del

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mismo año pronuncia el Bundesverfassungsgericht en el caso Lüth. Resumamos brevemente ambas aportaciones. Luego veremos también los antecedentes del neoconstitucionalismo en la jurisprudencia de valores, alemana igualmente. A . l a c o n s t i t u c i  n s o n va l o r e s y l o s va l o r e s s o n c o n s t i t u c i  n El comentario de Dürig comienza con un párrafo ya bien significativo: “En la conciencia de que la vinculatoriedad y la fuerza obligatoria de una Constitución también y en última instancia sólo puede fundarse en valores objetivos, el legislador constitucional, una vez que la referencia a Dios como el origen de todo lo creado no pudo ser mantenida, ha hecho profesión de fe en el valor moral de la dignidad humana. Mediante tal asunción del valor moral de la dignidad humana en la Constitución positiva, este valor se ha hecho al mismo tiempo (precisamente desde el punto de vista del derecho positivo) valor jurídico, de manera que su consideración jurídica (reconocidamente difícil, pero no inusual) es mandato jurídico-positivo”. Desde el principio insiste Dürig en que un valor así existe por sí mismo y atribuye, por sí y al margen de cualquier juicio o transacción, a los seres humanos una propiedad moral irrenunciable e ineliminable. El carácter absoluto de tal valor moral hace que, una vez que el derecho positivo constitucional lo ha recogido, rija como obligación absoluta para el Estado de evitar toda mácula de la dignidad humana, y de ahí que haya de protegerlo también en lo referido a las relaciones interpersonales en la sociedad y no sólo respecto de las actuaciones directas del propio Estado (M-D. art. 1.º, abs. i, nm. 3). De esta tesis nacerá la Drittwirkung o efecto horizontal de los derechos fundamentales, por obra de la sentencia del Bundesverfassungsgericht en el caso Lüth. Lo que en el artículo 1.º se ha recogido es “el más alto principio constitutivo de todo derecho objetivo” (M-D. art. 1.º, abs. i, nm. 4). Lo que así se dispone

ejército alemán y en la guerra resultó gravemente herido. Tras la guerra estudió derecho y en 1954 llegó a Professor de derecho Constitucional en Tübingen. Falleció en 1996 (cfr. Uwe Wesel. Der Gang nach Karlsruhe. Das Bundesverfassungsgericht in der Geschichte der Bundesrepublik, München, Karl Blessing, 2004, p. 131).  En la doctrina en castellano se encuentra una excelente exposición a este respecto en el libro de Luis M. Cruz de Landázuri La Constitución como orden de valores (Granada, Comares, 2005).  Citamos por la “Sonderdruck” que la editorial Beck ha realizado del comentario de Dürig a los artículos 1 y 2 de la Ley Fundametal de Bonn en el Tratado Maunz-Dürig (Günter Dürig. Kommentierung der Artikel 1 und 2 Grundgesetz, München, Beck, 2003). Las citas se harán según el sistema habitual en este tipo de publicaciones, indicando el artículo y apartado comentado y la nota marginal correspondiente: M-D, art. X,, abs. Y, nm. x (Maund-Dürig, artículo X, apartado Y, nota marginal x).

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es la “base para un completo sistema de valores” (M-D. art. 1.º, abs. i, nm. 5). Como es difícil fundar en la enunciación de ese solo valor todo un sistema de pretensiones, dicho valor se ha desplegado y subdividido en los derechos fundamentales particulares, por obra del apartado ii del artículo 1[]. Eso tiene dos consecuencias: esos derechos fundamentales poseen valor puramente declaratorio en el texto constitucional, pues son emanación de ese valor dignidad reconocido en el primer enunciado de la Constitución; y, porque surgen de la dignidad, y sólo por eso, tales derechos tienen un contenido necesario (M-D. art. 1.º, abs. i, nm. 6). El apartado ii de ese artículo 1, “actualiza” dichos derechos humanos (Menschenrechte) como “derechos fundamentales” (Grundrechte), convirtiéndolos en “derechos públicos subjetivos”, pero “sin quitarles su contenido preconstitucional” (M-D. art. 1 Abs., i nm. 7). Cuando el artículo 19 de la Constitución fija la obligación de respetar en todo caso el “contenido esencial” (Wesensgehalt) de esos derechos, se está dando forma positiva a esa “decisión valorativa previa”: la de entender que esos derechos anteceden al Estado mismo y a todo derecho positivo y que, por ello, no pueden ser objeto de disposición previa por el Estado (M-D. art. 1.º, abs. i, nm. 7). Lo mismo significaría su protección frente a la reforma constitucional, a tenor del artículo 79 iii: quedan protegidos frente a cualquier mayoría posible pues su radical indisponibilidad tiene que ver con su prepositividad. Según Dürig, lo que los artículos 2.º y siguientes hacen es desarrollar más precisamente ese contenido que ya está por entero presente en el artículo 1.i, y tal desarrollo se da dividido en derechos de libertad y derechos de igualdad.

 Que reza así: “El pueblo alemán reconoce, en consecuencia, los derechos inviolables e inalienables del hombre como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo”.  A tenor del cual “Los derechos fundamentales que se enuncian a continuación vinculan al poder legislativo, al poder ejecutivo y a los tribunales a titulo de derecho directamente aplicable”.  Más adelante insiste Dürig en que cuando la norma constitucional actualiza y concreta los derechos humanos no los constituye sino que los reconoce como preexistentes, y preexistentes en toda su juridicidad. Positivarlos no es lo mismo que juridificarlos, pues jurídicos ya son, en tanto que derechos prepositivos. “Normas suprapositivas pueden ser presentadas públicamente (publizieren) mediante su inclusión en la Constitución positiva, pero con ello no se desnaturalizan, no se modifica su ‘especial carácter’ ” (M-D. art. 1.º, abs. ii, nm. 73).  Por el compromiso del artículo 1.º con una idea material y objetiva de dignidad, con una moral determinada, esa noción de “contenido esencial” de cada derecho fundamental no es puramente formal o susceptible de ser rellenada de contenidos muy diversos, sino de un concreto contenido, que es el contenido debido (cfr. M-D. art. 1.º, abs. i, nm. 15).  ¿De qué tipo es ese desarrollo o despliegue? Dice Dürig que no se trata de una deducción a partir de una premisa mayor lógica, pero que no se puede perder de vista que el sistema positivado de los derechos de libertad es en todo caso también “un sistema jurídico-lógico, en cuanto que la Ley Fundamental, de conformidad con el artículo 1, en relación con el artículo 19.ii y el 79.iii, erige un sistema valorativo intocable (ein unantatsbares Wertsystem)” (M-D. art. 1.º, abs. i, nm. 11).

5. Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores

Y aquí otra vez esa relación de más a menos general. El supremo derecho de libertad, primera concreción de la libertad y núcleo desarrollado en las demás libertades, es el presente en el artículo 2.i, el derecho al libre desarrollo de la personalidad (M-D. art. 1.º, abs. i, nm. 11). En cuanto a los derechos de igualdad, son todos desarrollo o despliegue del “derecho principal de igualdad” contenido en el artículo 3.i []. Ese derecho funciona como “lex generalis” respecto de los demás derechos de igualdad recogidos bajo la forma de concretas normas constitucionales positivas. Tanto aquel derecho generalísimo de libertad del artículo 2.i como este derecho generalísimo de igualdad del 3.i guardan en sí los contenidos tanto de esos otros concretos derechos que son meras concreciones de esos dos, como capacidad para rellenar cualquier laguna en el sistema de derechos, respectivamente, de libertad y de igualdad. A lo que se suma que han de guiar la interpretación de esos concretos derechos positivados de libertad y de igualdad, pues ninguna interpretación de éstos puede contradecir esos contenidos materiales objetivos de la libertad y de la igualdad en aquellos dos artículos recogidos (M-D. art. 1.º, abs. i, nm. 11). Pocas veces podremos ver mejor y más coherentemente reflejado ese planteamiento antipositivista de las normas constitucionales de derechos, planteamiento que luego se apropiará el neoconstitucionalismo. Por debajo de los enunciados constitucionales de derechos está un sistema completo de valores, con su jerarquía. Esa jerarquía tiene en su vértice la dignidad y en su escalón inmediatamente inferior, como primeras concreciones de ese valor omniabarcador y generalísimo, la libertad y la igualdad. El contenido de los sucesivos derechos constitucionales no puede ser otro que el dictado desde esos valores “objetivos”; más aún: también son contenidos constitucionales necesarios aquellos que sean despliegue ineludible de tales valores presentados en los artículos 1.º, 2.i y 3.i, de forma que: a. hay más derechos constitucionales que los plasmados en el resto de los enunciados de derechos o subsumibles bajo ellos desde un punto de vista semántico; b. en el sistema de derechos, por tanto, no hay lagunas y todo lo que sea desarrollo de la dignidad tendrá su conrrespondiente derecho fundamental, lo recoja expresamente o no la Constitución; c. el sentido que a esos enunciados puede darse, sea cual sea su grado de indeterminación o sean cuales sean los significados posibles de sus palabras, semántica usual en mano, viene limitado por la compatibilidad con el contenido objetivo de esos valores superiores. Perdidos en esos pantanos infestados de valores, el razonamiento se hace sumamente curioso, y así se aprecia en Dürig. En puridad, si el artículo 1.º,

 Que dice: “Todos los hombres son iguales ante la ley”.

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con su derecho a la dignidad, acoge en sí ya todos los derechos, sus ulteriores concreciones son propiamente prescindibles, pues los derechos de la Constitución serían los mismos aunque fuera el artículo 1.º la única cláusula de derechos. Pero, una vez que existen aquel derecho principal de libertad del artículo 2.i y el principal de igualdad del artículo 3.i, es el artículo 1.º el que resultaría igualmente prescindible. Ha reaparecido el pensamiento genealógico que fuera propio de la más radical jurisprudencia de conceptos. Dice Dürig que no es pensable ningún caso en que un atentado estatal contra la dignidad no quede abarcado o por aquel derecho principal de libertad o por aquel otro de igualdad, sin que por ello sea necesaria la construcción del derecho de dignidad del artículo 1.º como derecho público subjetivo (M-D. art. 1.º, abs. i, nm. 13). Ahora bien: ¿de dónde viene el contenido necesario de esos valores que son “objetivos” y cuyo papel no es meramente formal, como categorías por rellenar contingentemente, sino de determinación “material” de los contenidos posibles de la ley? Dürig no se oculta, aunque suela explayarse más bien a pie de página. Se trata de la ética cristiana, presente en el iusnaturalismo cristiano. Sus razonamientos a este respecto son bien curiosos. Mantiene que “no se debería debatir sobre los conceptos de esa impregnación valorativa” y que se puede afirmar que el artículo 1.º es la plasmación del iusnaturalismo moderno. En la Ley Fundamental no se apreciaría ninguna discrepancia entre iusnaturalismo cristiano y iusnaturalismo profano. Pero “nadie es mal jurista si para la interpetación del derecho prepositivo y preestablecido que en la Constitución es recibido utiliza específicamente la doctrina moral cristiana”. Además –y aquí lo más espectacular, casi esperpéntico del razonamiento– la idea cristiana del derecho natural está en sintonía con aquellos contenidos del derecho natural profano que sean validos, sin que por eso se quiera dar por bueno el derecho natural profano en su conjunto. En realidad, y según nuestro autor, apenas puede hallarse ninguna moderna idea laicista de los valores que no tenga su origen en el pensamiento valorativo del cristianismo. Y, por si nos quedan dudas de que los contenidos axiológicos del artículo 1.i de la Ley Fundamental son los que son, y son los preestablecidos en la moral cristiana, pone Dürig un ejemplo: sin duda contrario a la idea de dignidad de toda persona es el aborto. ¿Admitirían esto

 En el capítulo ii de su comentario “legisla” Dürig los contenidos bien concretos de la dignidad y, con ello, determina los alcances posibles de los subordinados derechos de libertad y de igualdad. Esos contenidos corresponden plenamente con los que dicta la moral oficial católica. Afirma taxativamente Dürig que toda vida humana es depositaria de ese derecho básico a la dignidad y que la vida humana empieza con la concepción (M-D. art. 1.º, abs. I nm. 24). Alguna duda más le plantea el caso del “monstrum” (M-D. art. 1.º, abs. i, nm. 25). Entre los comportamientos que por clarísimamente opuestos a la “intocable” dignidad de la persona debe el Estado evitar en sí e impedir en los particulares, sin

5. Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores

todos los neoconstitucionalistas? ¿O cada uno lo admitirá o no según el sistema de valores con que él “cargue” las claúsulas valorativas de la Constitución, si bien pretendiendo que esos valores no son los que a él le convencen más, sino los verdaderos, los mejores y los que objetivamente la Constitución, por tanto, está asumiendo? Dürig al menos tiene la honradez y la valentía de poner sus cartas morales sobre la mesa, aunque sea a pie de página. Mención aparte merece la idea de Dürig, que maneja también el Bundesverfassungsgericht en su Lüth-Urteil, de que el mandato de respeto a la dignidad humana no se plantea sólo frente a los posibles atentados del Estado contra ésta, sino que también rige en las relaciones entre particulares, debiendo los órganos del Estado velar porque en las relaciones jurídico-privadas la dignidad no se vea dañada. Obviamente, serán los jueces los que, en nombre de la dignidad, tendrán que excepcionar la aplicación del principio de autonomía de la voluntad o cualquier otra regla de derecho privado que se use con esos fines o esos resultados de menoscabar la dignidad. Estamos hablando, obviamente, del llamado Drittwirkung o efecto frente a terceros de los derechos fundamentales. Pero aquí hay que distinguir dos cosas que a menudo se entremezclan. Una, si los derechos fundamentales también ponen límite a los contenidos posibles de las relaciones jurídicas entre particulares; hoy es prácticamente unánime la respuesta afirmativa a esta cuestión. Otra, distinta, es la de con qué grado de precisión pueden los jueces controlar el respeto a los derechos fundamentales en las relaciones entre particulares. Desde una perspectiva positivista, se podría decir que en lo que los enunciados constitucionales de derechos no determinen funcionaría una especie de principio pro autonomía de los particulares, pues aquello que en la Constitución no queda precisado como límite no puede oponerse, como tal límite, por los jueces frente a la libertad de los individuos. Igual que en la dimensión vertical y en el control de constitucionalidad de la ley obraría el principio in dubio pro legislatore, en las relaciones jurídico-privadas operaría el de in dubio pro libertate. Esto, naturalmente, siempre que se crea, como suele creer el positivismo, que los jueces no tienen mejor manera que el propio legislador o que los propios particulares para saber cuál es la mejor concreción posible de un mandato constitucional de entre aquellos candidatos que no vulneran su tenor literal, visto en su contexto normativo, etc. Pero cuando se parte de que la Constitución es ante todo orden de valores, de que el contenido de esos valores está plenamente presente, aunque sea comprimido, en alguna

ponderación posible, está también la inseminación artificial, en particular la heteróloga y sobre todo cuando se garantiza el anonimato del donante de semen y tanto si la mujer es casada como si es soltera (M-D. art. 1.º, abs. i, nm. 39).

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noción axiológica central, como la de dignidad, y de que, en consecuencia, esa Constitución axiológica configura el contenido necesario o los límites axiológicos plenamente objetivos de cualquier relación jurídica, ya sea jurídico-pública o jurídico-privada, se estará propugnando, por pura coherencia, que el juez limite la autonomía del Estado o la de los particulares desde algo distinto y más profundo que la semántica, la sintaxis y la pragmática del texto constitucional: desde esos valores “objetivos” que son la esencia de la Constitución. Así pues, no conviene confundir la admisibilidad de la Drittwirkung de los derechos fundamentales con el pretexto para dar, en nombre de los derechos fundamentales, cualquier contenido que el juez quiera a las relaciones jurídico-privadas. Porque, además, y para mayor complicación, la libertad también es un valor constitucional o un derecho fundamental o fundamentalísimo. Seamos justos con las tesis de Dürig y, de paso, clasifiquemos el grado y la forma en que las cláusulas de derechos determinan las decisiones de los operadores jurídicos y hasta las decisiones admisibles de los particulares. Distingamos tres posturas. La primera sería la de la plena determinación y se podría adscribir, al menos en principio, a aquellos autores que sostienen la teoría de una única respuesta correcta para los asuntos jurídicos en que está implicada la moral de los derechos. La segunda sería la de quienes sostienen que la vinculación de los derechos a valores objetivos que forman el cimiento de la Constitución marca unos contenidos irrebasables, pues atentan contra tales valores, pero dejan ámbitos de disposición, aquellos que son indiferentes para el contenido esencial de tales valores. Dürig escajaría en esta postura: “Para cada derecho fundamental en particular hay un límite valorativo absoluto, ante el que se detiene toda posibilidad de disposición por el Estado”. Ese límite está allí donde el valor jurídico de la dignidad humana resulta tocado. Desde ese valor de la dignidad se constituyen los contenidos intocables de los particulares derechos (M-D. art. 1.º, abs. i, nm. 80). La tercera postura, a la que propenderán las teorías positivistas, entiende que, por mucho que sea indudable que

 Y justamente ahí se sitúa el planteamiento de Dürig: puesto que al proteger los derechos fundamentales se está protegiendo ante todo “valores morales preestablecidos” a la propia Constitución, tales valores han de verse como “valores absolutos” que no pueden admitir vulneración ni en las relaciones entre los ciudadanos y el Estado ni en las de los ciudadanos entre sí. Con base en esa “unidad de la moral jurídica” se explica que los derechos fundamentales sean derechos absolutos, que salvaguardan frente a cualquier ataque, y no meros derechos públicos subjetivos que protejan sólo frente a las vulneraciones provenientes del Estado (M-D. art. 1.º,, abs. iii, nm. 102).  Resume así Dürig, al comentar el artículo 1.ii de la Ley Fundamental de Bonn: dicho artículo obliga a “que determinado contenido de cada derecho de libertad se contemple como enraizado en derecho suprapositivo y que precisamente ese contenido de derechos humanos quede sustraído a todo poder de disposición estatal o autónomo. Qué contenido valorativo sea ese es algo que queda señalado de manera

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a las constituciones y sus repertorios de derechos subyace una determinada moral histórica e históricamente tenida por verdadera o preferible, los límites de la disposición posible de los derechos vienen marcados por los límites del significado posible de los enunciados constitucionales y, todo lo más, esa moral que históricamente inspira puede ser uno más de los criterios de interpretación al optar entre interpretaciones posibles, pero no el determinante “objetivo” ni de la única solución correcta ni de un repertorio completo de soluciones descartables por materialmente incorrectas con independencia de que choquen o no con los enunciados constitucionales. El planteamiento de Dürig tiene consecuencias prácticas importantes y que él mismo explicita. En primer lugar, deja abierta la posibilidad de normas constitucionales inconstitucionales. Serían aquellas normas de la Constitución que permiten al legislador una configuración incompatible con ese contenido axiológico previo y prepositivo del derecho en cuestión. Pero al juez le toca evitar tal inconstitucionalidad de la norma constitucional, interpretando sus términos en clave de tales valores previos y haciendo que el poder de disposición que dichos términos otorguen al legislador sea sólo en lo que no se vulnere ese contenido moral que es propio y constitutivo de ese derecho (M-D. art. 1.º, abs. ii, nm. 83). Vemos cómo el eje de la interpretación constitucional, por tanto, son esos contenidos morales, contenidos de esa moral bien determinada que es la esencia de la Constitución. En segundo lugar, en el sistema de derechos fundamentales no hay lagunas, sea cual sea la lista de concretos derechos que la Constitución enumere y sean cuales sean los términos con que los recoja, pues, como sabemos, el artículo 1.º posee una fuerza y alcance regulativo –plasmado en primer lugar en el derecho principal de libertad (art. 2.i) y en el derecho principal de igualdad (art. 3.i)– como para convertir en violación de derecho fundamental cualquier atentado contra la dignidad humana (M-D. art. 1.º, abs. ii, nm. 86). Aunque sólo existiera el artículo 1.º y ni una cláusula más de derechos fundamentales, el sistema de derechos fundamentales no tendría lagunas. En tercer lugar, ese contenido axiológico de la dignidad sirve de pauta para una interpretación extensiva de los concretos derechos fundamentales, a fin de que dar con “la en abstracto mejor posibilidad jurídico-constitucional de subsunción” (art. 1.º, abs. ii, nm. 89).

indubitada por la propia Constitución a través de su artículo 1. I y confirmado de manera jurídico-positiva en su artículo 19.ii, con garantía del contenido esencial” (M-D art. 1.º, abs. ii, nm. 81).

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Esa sumisión de la práctica a los valores queda bien a las claras también desde el primer párrafo del comentario de Dürig al apartado iii del artículo 1.º[]: “El sentido del artículo 1.iii es el de transformar de cualquier modo posible en un sistema indiscutible de pretensiones el sistema de valores preestablecido a la Constitución y recibido como un todo por el artículo 1.º, apartados i y ii, de la misma” (art. 1.º, abs. iii, nm. 91). Esto es muy importante para calar en el sentido que diferencia una doctrina así, como la de Dürig y, en buena medida, la del posterior constitucionalismo. No se trata meramente de que en la Constitución, a partir de consideraciones morales, se haya tratado de poner límites a los contenidos posibles de las acciones del legislativo, el ejecutivo y el judicial, límites directamente operantes. Esto lo puede admitir perfectamente el positivismo, entendiendo que esos límites vienen lingüísticamente marcados en los enunciados constitucionales y que la interpretación de éstos, que acontece discrecionalmente, pero dentro de los límites que la semántica y la sintaxis de tales enunciados permita, puede tener uno de sus auxilios en la toma en cuenta de esos fines materialmente protectores de tales disposiciones constitucionales. Pero aquí Dürig, como precursor, está afirmando algo diferente, que va a concretar más a continuación: el sentido último de la acción legislativa, ejecutiva y judicial es “actualizar” esos contenidos valorativos aludidos por los dos apartados primeros del artículo 1.º, transformando tales contenidos axiológicos previos en normas positivas. Cuando Dürig comenta la vinculación del legislador a los derechos fundamentales comienza con un párrafo que es toda una declaración de principios que el neoconstitucionalismo posterior seguirá al pie de la letra y elevará a uno de sus tópicos principales. Dice Dürig: “Desde un punto de vista intelectual y de historia jurídica, la extensión al legislador de la vinculación a los derechos fundamentales es una clara ruptura con la fe en el poder omnímodo del legislador que era propia del positivismo jurídico” (art. 1.º, abs. iii, nm. 103). Y añade que no se trata sólo de desconfianza, sino de un cambio en el modo de ver la relación entre la ley y el derecho.

 Que, recordemos, dice así: “Los derechos fundamentales que se enuncian a continuación vinculan a la legislación, al poder ejecutivo y a la judicatura como derecho inmediatamente válido”.  Curiosamente, puntualiza Dürig que al hablar del legislador aquí se refiere también al “legislador constitucional”. Que se justifique así esa falta de fe incluso en el legislador constitucional sólo se puede explicar desde los presupuestos de Dürig: la verdadera Constitución no está en lo que el “legislador constitucional” determine, sino en el orden objetivo de valores que antecede a la legislación constitucional y que sirve de límite al autor de la Constitución. En consecuencia, los supremos valores constitucionales son valores “preconstitucionales”, en el sentido de previos a toda opción positiva del legislador constitucional.

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¿En qué positivismo jurídico estará pensando Dürig al decir esto? Sin duda, en el mismo en que pensará siempre, después de él, el neoconstitucionalismo, en el positivismo metafísico del siglo xix, al estilo de la escuela de la exégesis. Porque en el positivista por antonomasia en el tiempo en que Dürig escribe, Kelsen, no puede obviamente estar pensando, pues, entre otras muchas razones que podrían aquí aducirse, es nada menos que el creador del sistema de control concentrado de constitucionalidad y, con ello, del mismo sistema de control del legislador que la Ley Fundamental de Bonn recoge. Seamos claros de una vez por todas: lo que al iusmoralismo de Dürig, de los iusnaturalistas confesos y de los criptoiusnaturalistas llamados ahora neoconstitucionalistas molesta no es que el positivismo afirme la omnipotencia del legislador, cosa que no hace ningún positivista que señale la superioridad jerárquica de la Constitución sobre la ley y la existencia de controles de constitucionalidad de las leyes, sino la independencia del derecho frente a la moral. Lo que el positivista del siglo xx combate no es, en absoluto, que la ley pueda ser anulada por inconstitucional (¡faltaría más!), sino que la ley pueda ser anulada por inmoral y que como pretexto se ponga a la Constitución, diciendo que, al margen y por debajo de lo que digan sus disposiciones, la Constitución es ante todo un orden objetivo de valores morales y que, en consecuencia, la ley inmoral será, al tiempo, ley inconstitucional. Con la secuela, obvia, de que los guardianes de la verdadera moral en que consiste la verdadera Constitución son los jueces, así puestos por encima del legislador, del que se desconfía por sistema, como si los jueces no hubieran hecho en el siglo xx fechorías e inmoralidades, incluso en esa Alemania en la que Dürig escribe y en la que parece que todos los desaguisados bajo el nazismo los realizaron los legisladores y que los jueces se conservaron como espíritus puros e incontaminados.

 Muy significativamente, dice Dürig que aquella ruptura con el mito positivista de la omnipotencia del legislador “psicológicamente obedece en gran medida a una desconfianza frente a los modernos parlamentos y sus obras (leyes), una desconfianza que desde el punto de vista de la organización constitucional, tiene su reflejo en un aumento, hasta ahora inédito, del poder de los jueces” (M-D. art. 1.º, abs. iii, nm. 103). Y hasta apunta que una base para ello está en las “malas experiencias” anteriores, aunque no deba ser ese el único factor a tener en cuenta. Es un insufrible sarcasmo que se pueda mantener tal cosa en el momento en que los altos tribunales alemanes, incluido el Bundesverfassungsgericht, se estaban “repoblando” a base de jueces que no sólo lo habían sido bajo el nazismo y no sólo no habían objetado a la aplicación de la legislación nazi, sino que, además y en muchísimos casos, habían militado libremente en el partido de Hitler y hasta habían mostrado un celo desmesurado en la aplicación de sus normas más aberrantes. Que se acabe haciendo virtud jurídica de la infamia y guardianes de los supremos valores morales a tan inmorales sujetos, es una de las más insufribles paradojas de la teoría del derecho del siglo xx.  De entre la amplia bibliografía hoy existente, véase en particular I. Müller. Furchbare Juristen. Die unbewältigte Vergangenheit unserer Justiz, München, Kindler Verlag, 1987, pp. 210 y ss. Muy interesantes

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Al comentar cómo el poder ejecutivo queda también vinculado a los derechos fundamentales, hace Dürig una llamativa excepción, pese a su insistencia anterior en el carácter absoluto de tales derechos, unido a la afirmación de su efecto horizontal. Dice que, por razón misma de otros derechos fundamentales, el Estado no puede dejar de reconocer la autonomía normativa de las asociaciones privadas y las iglesias y no puede entrar a hacer valer los derechos fundamentales dentro de ellas (cfr. M-D. art. 1.º, abs. iii, nm. 114). O sea, y si entendemos bien, que si una asociación o iglesia viola ad intra, en sus normas y actuaciones internas, la dignidad de los individuos, tal violación no compromete al Estado ni lo obliga a actuar, como sí estaría obligado a actuar si aconteciera ese limitación de la dignidad en otras relaciones jurídico-privadas, como un contrato, por ejemplo. ¿Por qué esa diferencia? Me parece que no hace falta dar muchas vueltas para dar con la respuesta. Dejemos que el lector, sabedor ya de la fe y las prioridades de Dürig, la imagine. Por fin, cuando se refiere a la vinculación de los jueces a los derechos fundamentales, y muy especialmente en el recurso ante el Tribunal Constitucional por vulneración de los derechos fundamentales, sienta Dürig algo que será determinante para la autoatribución posterior de la condición de superinstancia de apelación por parte de las cortes constitucionales, atribución tan negada de palabra como afirmada en los hechos. La sentencia judicial cuestionada habrá de verse como inconstitucional por atentatoria contra el derecho fundamental afectado cuando contenga una limitación del mismo constitucionalmente injustificable. Y eso ocurrirá no sólo cuando el juez haya aplicado una norma inconstitucional, sino también cuando, al aplicar una norma perfectamente constitucional que contenga una limitación –no inconstitucional– de un derecho fundamental, la interprete de un modo constitucionalmente insostenible (M-D. art. 1.º, abs. iii, nm. 125). El neoconstitucinalismo sólo necesitará añadir ulteriormente que siempre que el juez que aplique una ley no inconstitucional no dé, sin embargo, con la interpretación de la misma que para el caso el derecho fundamental en juego exige, esa sentencia debe ser anulada en vía constitucional, aun cuando para nada vulnere el tenor de la norma que aplica y cuya constitucionalidad, repetimos, no se cuestiona. Por supuesto, un modo tal de razonar presupone dos cosas: que la respuesta más acorde con el derecho fundamental existe y que es cognoscible por el Tribunal Constitucional con más fundamento y rigor que

consideraciones sobre actitudes y personajes pueden verse también en Bernd Rüthers. Geschönte Geschichten –Geschonte Biographien, Tübingen, Mohr, 2001, especialmente pp. 92 y ss.

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por el juez ordinario. Y, en consecuencia, que la discrecionalidad no existe, o no existe apenas, en materia de derechos fundamentales. Vamos ahora con algunas consideraciones sobre la sentencia del Tribunal Constitucional Alemán en el caso Lüth, seguramente la decisión que más ha influido sobre los tribunales constitucionales, al menos sobre los europeos. Su párrafo más importante es el que a continuación traducimos: “Sin duda, los derechos fundamentales se orientan en primer lugar a asegurar una esfera de libertad de los particulares frente a las agresiones del poder público. Son derechos defensivos del ciudadano frente al Estado. Así resulta tanto del desarrollo intelectual de la idea de derechos fundamentales como de los procesos históricos que han llevado a que las constituciones de los distintos estados recojan los derechos fundamentales. Ese es también el sentido que tienen los derechos fundamentales en la Ley Fundamental de Bonn, la cual, al anteponer el capítulo de los derechos fundamentales, ha querido resaltar la prioridad de los seres humanos y su dignidad frente al poder del Estado […]. Pero igualmente cierto es que la Ley Fundamental, que no quiere ser un orden valorativamente neutral, en su capítulo sobre derechos fundamentales también ha plasmado un orden objetivo de valores y que así se expresa un importante refuerzo de la capacidad normativa de los derechos fundamentales. Este sistema de valores, que tiene su centro en la personalidad humana, desarrollada libremente dentro de la comunidad social, y en su dignidad, debe valer como decisión constitucional fundamental para todos los sectores del derecho. Legislación, administración y jurisprudencia reciben de ese sistema orientación e impulso. Naturalmente, influye también en el derecho civil. Ningún precepto jurídico-civil puede estar en contradicción con él y cada uno debe ser interpretado según el espíritu de ese sistema”. Se mezclan en la decisión y en ese párrafo dos asuntos y tal entremezclamiento será, en mi opinión, fatídico para el futuro. Por un lado, se trata de fundar la eficacia horizontal (Drittwirkung) de los derechos fundamentales. Si se hubiera negado tal eficacia de los derechos fundamentales también en las relaciones jurídico-privadas, habría tenido que rechazarse la pretensión que en el caso se planteaba y que el Tribunal aceptó. Por otro lado, como razón para admitir tal eficacia horizontal se da la de que la Constitución contiene en su parte de derechos fundamentales un sistema u orden objetivo de valores que busca realizarse en todo tipo de relaciones sociales, tanto jurídico-públicas como

 La sentencia, del 15 de enero de 1958, tiene la siguiente referencia, conforme al sistema alemán: BVerfGE 7, 198-Lüth. Una buena exposición de los hechos del caso y de las correspondientes circunstancias históricas puede verse en Wesel. Der Gang nach Karlsruhe, cit., pp. 132 y ss.

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jurídico-privadas. Y la pregunta que podemos plantearnos es la siguiente: ¿Lleva necesariamente lo uno a lo otro? ¿No se podría haber aceptado la Drittwirkung sin necesidad de desdoblar la Constitución añadiéndole ese cimiento de una moral objetiva y sistemática? Nos parece obvio que sí, aunque aquí no podemos extendernos sobre el particular. Pero el caso es que desde entonces quedó sentado un dogma que será determinante para la posteridad y que hallará gozosa recepción en el neoconstitucionalismo: la única manera de garantizar la plena eficacia de los derechos fundamentales es entendiendo que la Constitución los ancla –y con ello se ancla ella misma– en un sistema objetivo de valores, en una moral objetiva, de carácter prepositivo y con un grado de precisión y una capacidad de determinación de las soluciones constitucionalmente correctas muy superior a la de los puros enunciados constitucionales. Permítaseme aquí una pequeña comparación, a modo de excurso y para que se aprecie mejor lo que venimos debatiendo. Pensemos en el reglamento que preside la práctica oficial del fútbol en competición. Qué duda cabe de que detrás de sus normas subyace una determinada moral del juego, una idea del fair play vinculada a las peculiaridades prácticas del fútbol como deporte de competición. También es perfectamente admisible que ese trasfondo “material” puede ayudar a la interpretación de las normas del reglamento en los casos dudosos. Ahora bien: seguramente nos escandalizaría que la letra del reglamento se pudiese saltar en nombre de consideraciones meramente morales sobre el sentido del deporte o de ese deporte. Por ejemplo, un defensa central comete una falta que formalmente debería sin duda ser penalizada con un penalti, pero el árbitro no lo pita porque tiene en cuenta las siguientes razones conjuntamente: a. ese defensor es mucho más pequeño que el delantero centro al que hizo la zancadilla; b. el defensa cobra mucho menos en su equipo que el delantero centro en el suyo; c. el defensa está pasando por una difícil crisis personal que a veces lo pone inexplicablemente agresivo; d. el defensa se está acabando de recuperar de una grave lesión y todavía no es capaz de coordinar bien sus movimientos. ¿Qué pensaríamos de ese árbitro y de su decisión así justificada? Que es un pésimo árbitro y que la decisión es absolutamente antirreglamentaria. ¿Por qué ha de ser distinto un tribunal constitucional? Y no digamos si confundimos la aplicación del reglamento con la predeterminación del resultado de los partidos de fútbol. ¿Qué opinaríamos si se entendiera que las normas del reglamento futbolístico, que velan por el fair play, tienen como cometido último el de ayudar a que cada partido lo gane el equipo que más lo merece y las utilizáramos como disculpa para que la Federación de Fútbol diese como ganador de cada encuentro al equipo que en justicia más merece la victoria por la calidad y limpieza de su juego, en lugar de tener en cuenta los goles que cada uno metió y que pueden

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servir para que gane, por pura aritmética, el equipo con memores merecimientos “objetivos”? Pues habríamos acabado con el fútbol. ¿Por qué debe ser distinta la aplicación de las demás normas jurídicas? Pero sigamos con el Lüth-Urteil. Recojamos un segundo párrafo importantísimo de esta sentencia: “El Tribunal Constitucional ha de examinar si el tribunal ordinario ha juzgado correctamente el alcance y el efecto del derecho fundamental en el el derecho civil. De ahí resulta, al mismo tiempo, la limitación de su revisión: no es asunto del Tribunal Constitucional el examinar las sentencias del juez civil desde el punto de vista de todos sus posibles defectos. El Tribunal Constitucional tiene meramente que juzgar del ‘efecto de irradiación’ (Austrahlungswirkung) de los derechos fundamentales sobre el derecho civil y que hacer valer el contenido valorativo del enunciado constitucional. El sentido del instituto de la Verfassungsbeschwerde es el de que todos los actos del poder legislativo, ejecutivo y judicial deban ser controlados en cuanto a su ‘adecuación a los derechos fundamentales’ (Grudrechtsmässigkeit) (§ 90 BVerfGG). Tanto como no está el Tribunal Constitucional llamado a convertirse en una instancia de revisión o de ‘superrevisión’ frente a los tribunales civiles, tanto menos puede abstenerse del control de tales sentencias y dejar de lado el desconocimiento que en ellas se haga de las normas y pautas (Normen und Masstäbe) de derechos fundamentales”. El Tribunal Constitucional español, por ejemplo, a día de hoy sigue pronunciando similares palabras unos cientos de veces al año, al resolver recursos de amparo. Pero con ese planteamiento estamos ante una de las más insondables aporías de la justicia constitucional y una de sus supremas paradojas. Traducido al lenguaje de los tribunales constitucionales, como el Tribunal Constitucional español, tenemos que, puesto que no pueden ser instancias de superrevisión y supercasación, les está vedado dirimir sobre la valoración de la prueba o sobre la interpretación de la legislación que haya hecho el tribunal ordinario en la decisión que se juzga. Sin embargo, puesto que han de medir el resultado de esa decisión para ver si en ella se hace a los hechos del caso la justicia que el contenido constitucional del derecho fundamental en juego requiere, lo que el Tribunal Constitucional acaba necesariamente por realizar es una nueva valoración de esos hechos e, incluso, una nueva interpretación de la norma, por mucho que lo niegue para disimular el hecho de que en realidad se ha convertido en esa superrevisión que, conforme a la legalidad constitucional, no debería ser. Y todo ello es consecuencia de una creencia de fondo, que ya se apuntó en este caso

 Que sería el equivalente del recurso de amparo español.

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Lüth: la creencia de que para cada caso está en la Constitución predeterminado el peso y alcance exacto del derecho fundamental respectivo, cosa que es creíble sólo al precio de pensar que el derecho fundamental es un valor objetivo y de contornos materiales precisos y cognoscibles, y no un mero enunciado más o menos indeterminado y con un trasfondo moral, sí, pero nunca tan concreto como para determinar por sí mismo el peso exacto de tal derecho en el caso. Es lo que venimos llamando la práctica sacerdotal u oracular del derecho constitucional por los tribunales constitucionales y que encuentra en la sentencia del caso Lüth su mejor precedente y su excusa eterna. El esquema que en la sentencia del caso Lüth queda diseñado puede sintetizarse así. El juez ha de ver si en la aplicación de un precepto legal a un caso queda afectado negativamente un derecho fundamental. Si resulta que sí, debe el juez modificar “la interpretación y la aplicación de ese derecho fundamental”. No estamos hablando meramente de que haga prevaler la interpretación más favorable a los derechos fundamentales, sino de que en nombre del núcleo de valor de ese derecho fundamental que resulta afectado se haga una excepción a la aplicación de esa norma legal que es constitucional y que vale, se supone, con carácter general. Todo esto estaría bien si esa afectación negativa del derecho y su alcance exacto fuera algo que el juez pudiera conocer con certeza y objetividad. Pero nos tememos que no es así. El juez ve una luz, capta un destello, percibe el efecto de irradiación (Austrahlungswirkung) del valor-derecho sobre el caso. Más precisión que la que pueda haber en esa metáfora naturalista, de tanto éxito posterior, no se detecta aquí. Con idéntico rigor se podría haber dicho que el juez oye voces o dialoga con espíritus. Se nos dice en la sentencia que es “el específico valor” del derecho fundamental lo que ata y determina al juez. Como si ese valor específico de un derecho fundamental en un caso dado fuera una magnitud objetiva de la que el juez levanta acta. ¿Y esos valores objetivos dónde viven? El Bundesverfassungsgericht en esta sentencia se apunta a una de las doctrinas al respecto y difiere en esto de Dürig. Dice que “se ha de partir ante todo de la totalidad de las ideas de valor ha alcanzado en un determinado momento de su desarrollo espiritual y cultural y que ha fijado en su Constitución”. Y se añade que la vía de entrada en el

 Dice la sentencia que ahora comentamos: “En virtud del mandato constitucional, el juez ha de examinar si el precepto material jurídico-civil que está aplicando está afectado por un derecho fundamental del modo descrito. En caso afirmativo, al interpretar y aplicar el precepto jurídico-civil ha de atenerse a la modificación del derecho privado que de ahí resulta. Éste es el sentido de la vinculación también del juez civil a los derechos fundamentales (art. 1, apartado 3 de la Ley Fundamental)”.  Tiene gracia que esto se escriba en serio en Alemania en 1958, a sólo trece años del final de aquel especial desarrollo espiritual y cultural que el pueblo ario alemán alcanzó entre 1933 y 1945.

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derecho privado de esos contenidos valorativos propios de los derechos fundamentales está en las cláusulas generales del tipo de las que apelan a la buena fe o las buenas costumbres. B . s i e l d e r e c h o s o n va l o r e s , l a j u r i s p r u d e n c i a s  l o p u e d e s e r j u r i s p r u d e n c i a d e va l o r e s Un segundo precedente muy importante del neoconstitucionalismo lo encontramos en aquella dirección de la metodología jurídica alemana que se conoce con el nombre de jurisprudencia de valores (Wertungsjurisprudenz). Situemos esta doctrina en su contexto histórico y veamos resumidamente cuáles son sus tesis. La crítica a la jurisprudencia de conceptos que dominó en Alemania durante el siglo xix comenzó muy destacadamente con el segundo Jhering, que inaugura la corriente de la jurisprudencia teleológica. Insiste Jhering, frente al ontologismo idealista anterior, en que las normas jurídicas no caen del cielo ni flotan las esencias jurídicas en un éter intemporal. Cada sociedad se da sus normas en su contexto histórico y para resolver los concretos conflictos y problemas que en esa sociedad se presentan. No anda el legislador traduciendo entelequias jurídicas universales y abstractas a normas de derecho positivo, legislado, sino que las normas jurídicas se dictan en todo caso con un fin bien práctico y adquieren, pues, ese carácter instrumental. Ese fin de resolver problemas mediante el derecho es el que da razón de ser a cada norma y es la clave para calar en el sentido último de cada una. En consecuencia, el juez que aplica derecho debe ante todo interrogarse sobre la función práctica de las normas que vienen al caso y ha de guiar su interpretación por la atención preferente a ese elemento teleológico. De tal manera, el canon o criterio teleológico cobra una importancia central en la técnica de aplicación del derecho, alcanzando así tal criterio el lugar preferente que aún posee. Lo que en las palabras de la ley pueda resultar impreciso, dudoso, se aclara mediante la consideración del fin, debiendo optar el aplicador por aquel significado de los enunciados legales que mejor sirva a la teleología de la norma, a la finalidad que le otorga su sentido último. Tales consideraciones pragmáticas y esa visión instrumental de la norma desplazan, por tanto, el planteamiento cientificista anterior, que veía en la interpretación un acto de conocimiento de esencias jurídicas, esencias que se insertaban en un sistema ideal que se pretendía completo, coherente y capaz de sentar la solución para cada caso como resultado meramente de ese conocimiento que penetra en la ontología preestablecida de lo jurídico. A la jurisprudencia teleológica la desplazará en la doctrina alemana la jurisprudencia de intereses, creación fundamentalmente de Philip Heck. Se asume

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la teleología de Jhering, pero se pretende una mayor concreción metodológica mediante la indicación de criterios más precisos y manejables. La tesis principal de la jurisprudencia de intereses es que, siendo cierto que el fin es componente crucial del sentido de la norma, ese fin es siempre el de dirimir un conflicto de intereses. El legislador toma conciencia de un conflicto entre intereses contrapuestos respecto de un asunto, y mediante la ley da preferencia a uno de tales intereses en pugna. Es el conflicto de intereses el que genéticamente explica la norma, cuyo fin, en consecuencia, queda así mejor concretado. El intérprete y aplicador debe, en primer lugar, tomar conciencia de cuál es esa contraposición de intereses a la que la norma responde, debe, en segundo lugar, constatar cuál fue la preferencia que el legislador quiso sentar entre esos intereses enfrentados y, por último, tiene que optar por aquella interpretación y forma de aplicación que permitan actualizar dicha preferencia en el caso concreto que se decide. Sintetiza Heck ese planteamiento metodológico diciendo que el juez ha de aplicar la norma mediante un acto de “obediencia pensante”. “Obediencia” porque no son sus particulares preferencias las que han de predominar al fijar para el caso el sentido de la norma, sino aquella preferencia del legislador al dirimir entre intereses contrapuestos. Y “pensante” porque, una vez decaída la vieja confianza en la perfección del sistema jurídico, en su carácter completo, coherente y claro, el juez no se limita a constatar, a averiguar mediante un mero acto de conocimiento, mediante un razonamiento puramente “científico”, el significado indubitado de la norma para el caso, sino que tiene propiamente que decidir, debe valorar en medio de la incertidumbre provocada por la indeterminación semántica de los enunciados legales, las posibles antinomias y las eventuales lagunas. Pero en lo que se insiste es en que a la hora de llevar a cabo tales valoraciones el juez ha de situarse en la perspectiva del legislador y reproducir sus preferencias, de modo que las preferencias subjetivas del juez diriman solamente cuando no se encuentra norma aplicable o cuando se encuentra ante una antinomia insalvable. Con esto está Heck tomando partido también por la llamada teoría subjetiva de la interpretación, a tenor de la cual son los valores del legislador, esos valores que explican la prioridad que el legislador sienta a favor de uno de los intereses, los que han de marcar la pauta de la intepretación y aplicación de la norma, en lugar de los valores personales del juez o de los valores socialmente dominantes en el momento en que el caso se decide. Después de 1945, en Alemania la jurisprudencia de intereses será desplazada por la jurisprudencia de valores. Ese tránsito responde a varios motivos. Uno, muy destacado, tiene que ver con la crisis en que cae la teoría subjetiva de la interpretación, a la que Heck se adscribía. No toda la legislación promulgada en tiempos del nazismo será derogada y se mantendrán en vigor muchas de aquellas

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leyes que no estaban directamente impregnadas del razismo asesino y totalitario de Hitler y sus secuaces. No perdamos de vista que bajo Hitler sirvieron con entusiasmo muchas de las mejores cabezas jurídicas de la época, personajes cuya competencia técnico-jurídica era muy alta, aun cuando su miseria moral resulte sobrecogedora e inexplicable. Así que, a la hora de interpretar y aplicar tales normas que se originaron en tiempos tan turbios, habrá que renunciar al criterio de interpretación subjetiva, pues sería un sarcasmo pretender que su sentido último ha de hallarse averiguando los valores que movían al legislador nacionalsocialista. Serán necesarios criterios objetivos de interpretación y los valores que den sentido a la norma no podrán ser los valores subjetivos de su autor, sino los que permitan una aplicación de esas normas desvinculada de aquella ideología totalitaria, racista y genocida. Tampoco es desdeñable, a la hora de explicar esa mutación doctrinal, la propia peripecia personal de muchos de los autores que la realizan. La mayoría de ellos había contribuido con la mayor entrega a construir la teoría jurídica nazi y había escrito páginas vergonzosas de exaltación de la voluntad del Führer como suprema fuente del derecho, de defensa de la muerte civil y la ausencia de derechos de los judíos, de promoción de la idea de pueblo (Volk) como supremo principio rector del derecho e inspirador de la interpretación y aplicación del derecho, o habían justificado las radicales violaciones de la Constitución de Weimar, nunca formalmente derogada, como “revolución constitucional” que realiza los valores más profundos de aquella Constitución mediante la vulneración de sus partes accesorias o menos esenciales para la vida del Estado y la salud del pueblo alemán. Después de 1945, uno solo de aquellos juristas del nazismo, Carl Schmitt, hizo de cabeza de turco y pagó por todos los demás, pese a que bien pronto había caído en desgracia bajo el propio régimen de Hitler y a que, pese a lo atroz y radical de muchos de sus escritos entre 1933 y 1936, no ocupó en tal régimen los puestos de mayor influencia y mayor compromiso en las instituciones académicas, normativas y judiciales. Tras la guerra y en la Alemania de la Ley Fundamental de Bonn, serán otros, no menos convencidos nazis anteriormente, los que vuelvan a ocupar las cátedras y a copar los parlamentos y los altos tribunales. Por mencionar sólo algunos nombres, piénsese en Hermann Weinkauff, presidente en los años cincuenta del Tribunal Supremo Alemán e impulsor de la jurisprudencia de corte fuertemente iusnaturalista de

 Sobre esto último, véase por ejemplo el documentado estudio de Marc von Miquel “Juristen: Richter in eigener Sache”, en N. Frey (ed.). Hitlers Eliten nach 1945, München, dtv, 2.ª ed., 2004, pp. 165 y ss.

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dicho tribunal en ese tiempo; o en Kart Larenz, uno de los máximos impulsores de esta jurisprudencia de valores a la que nos estamos refiriendo. Sin embargo, una cosa conservan todos esos autores, pues la mantuvieron después de 1933 e igualmente en los años cincuenta: su aversión al positivismo y su desprecio a Kelsen. Sólo que cuando Hitler afirmaban que el “perro judío” Kelsen disolvía las verdaderas esencias del derecho alemán con su doctrina liberal y su teoría formal de la validez jurídica, mientras que, caído el nazismo, lo utilizarán como chivo expiatorio para explicar que el derecho nazi y la entregada obediencia de todos ellos a sus normas habían sido posibles por estar, bajo el nazismo, impregnada de positivismo kelseniano la teoría jurídica alemana. Siempre la fobia a Kelsen en nombre de los valores “jurídicos”, aunque cambiando de valores cuando cambiaban los tiempos. Puede que tampoco sea ocioso preguntarse a qué intereses políticos servía esa lectura de la Ley Fundamental de Bonn en clave axiológica, como orden objetivo de valores, y la consiguiente relectura de todo el ordenamiento jurídico en esa clave “constitucional”, en una República Federal Alemana férreamente dominada en aquellos tiempos por un muy conservador partido demócratacristiano y con ese partido, la administración y la alta judicatura plagados de antiguos militantes, funcionarios, fiscales y jueces del nazismo. Pero ese es tema en el que no toca profundizar aquí y que sería competencia de una exigente y útil sociología del derecho, si la hubiera. Después de esas pinceladas sobre el contexto, retomemos las tesis de la jurisprudencia de valores. Se asume lo que de acertado había en la jurisprudencia teleológica y en la jurisprudencia de intereses, pero, de nuevo, se insiste en que hay que ir un paso más allá y concretar mejor las pautas metodológicas. Las normas jurídicas dirimen conflictos de intereses, pero no han de verse tales elecciones ni como coyunturales preferencias del legislador ni como puro y  La lista de nombres de grandes juristas con pasada militancia nazi y fervorosos propagandistas de la teoría jurídica hitleriana que se pasan con armas y bagajes a la fe iusnaturalista o se convierten en encendidos defensores de una concepción axiológica del derecho y de una visión de la Constitución de 1949 como orden de valores suprapositivos es amplísima. Mencionemos algunos: Henkel, Forsthoff, Hamel, Maunz, Scheuner, Koellreuter, Huber, W.Weber, Wieacker, Hueck, Nipperdey, Palandt, Schaffstein, W.Merkl, H.Gerber, Ipsen, Herrfahrdt, Berber, Schwinge, Larenz… (cfr. D. Majer. Grundlagen des nationalsozialistischen Rechtssystems, Stuttgart, etc., Kohlhammer, 1987, p. 26. Tal vez el caso más sonado acabó siendo el de Theodor Maunz, sobre el que puede verse el contundente veredicto de Michael Stolleis “Theodor Maunz –Ein Staatsrechtslehrerleben”, en Michael Stolleis. Recht und Unrecht. Studien zur Rechtsgeschichte des Nationalsozialismus, Frankfurt M., Suhrkamp, 1994, pp. 306 y ss. No se olvide, por mencionar otro caso espectacular, lo que sobre Metzger, el gran penalista, acabaron revelando las contundentes investigaciones de Muñoz Conde en época aún bien reciente (cfr. F. Muñoz Conde. Edmund Metzger y el derecho penal de su tiempo: los orígenes ideológicos de la polémica entre causalismo y finalismo, Valencia, Tirant lo Blanch, 2000).

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simple imperio de la política cotidiana sobre el derecho. Las prioridades que entre intereses disponen las normas deben contemplarse como expresión de los valores que en el fondo gobiernan todo verdadero derecho. Las preferencias manifestadas por el legislador de la ley o bien son plasmación de tales valores o bien deben completarse o corregirse, en el momento de la interpretación y aplicación de la ley, tomando en cuenta los valores objetivos del verdadero derecho, del derecho materialmente correcto (richtiges Recht), del derecho justo. El sistema jurídico es, en su esencia o en sus cimientos, un sistema de valores, ordenados por su grado de generalidad, de modo que los valores más generales, comenzando por el de la justicia, se despliegan y concretan en valores más precisos, y así sucesivamente en una escala descendente. Están en la cima los valores primeros y más abarcadores, que son la inspiración y dan el sentido último al sistema todo. En el siguiente escalón aparecen aquellos grandes valores, primera concreción de esos más altos, que alientan el derecho público y el derecho privado. Seguidamente, en orden descendente, nos topamos con los valores que otorgan razón de ser a cada rama del derecho público o a cada una del derecho privado. Por ejemplo, si hablamos de derecho privado, son valores específicos los que justifican la autonomía disciplinar y funcional del derecho mercantil o del derecho civil. Descendiendo un peldaño más en el sistema, cada sector del derecho civil (el derecho de familia, el derecho de los derechos reales, el derecho de obligaciones…), por ejemplo, está presidido por sus propios valores, concreción sucesiva de aquellos otros anteriores. Y, por seguir ejemplificando, cada apartado disciplinar del derecho de familia (el derecho matrimonial, el derecho de menores…) recibe su coherencia sistemática de valores específicos. Así hasta llegar a cada norma en particular, que deberá ser interpretada, completada, integrada y, en su caso, incluso, corregida por el juez desde la consideración de ese sustrato axiológico que le otorga su sentido, que es, por consiguiente, un sentido axiológico. Una vez más reaparece en la doctrina jurídica alemana la idea del sistema jurídico como orden escalonado de entidades ideales, supraempíricas, jerarquizadas por su grado de generalidad, tal como era propio de la jurisprudencia de conceptos. Pero donde ésta ponía abstractas categorías jurídicas de contenido intemporal (negocio jurídico, contrato, testamento, propiedad, compraventa, arrendamiento…, con la autonomía de la voluntad en la cúspide de la pirámi-

 Posiblemente la exposición más completa y acabada de tales planteamientos la podemos encontrar en la obra de Claus-Wilhelm Canaris Systemdenken und Systembegriff in der Jurisprudenz, cuya primera edición es del año 1969. Este libro ha sido traducido por mí al castellano, bajo el titulo El sistema en la Jurisprudencia (Madrid, Fundación Cultural del Notariado, 1998).

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de), la jurisprudencia de valores va a situar otro tipo de entes ideales: valores de contenido objetivo. Aquella ontología idealista específicamente jurídica es ahora reemplazada por una ontología, también idealista, pero cuyas entidades son entidades morales. Con ello, la moral pasa a ser parte del derecho, pues el sentido último de las normas jurídicas y el fundamento de su significado práctico no puede ser sino un sentido moral derivado de la naturaleza moral que en el fondo tiene el sistema jurídico, tanto en su conjunto como en cada una de sus partes. Se produce así un radical desdoblamiento del sistema jurídico, en el que se superponen dos partes: una superficial, que consta de las normas positivas, formalmente jerarquizadas y sometidas a esquemas formales de validez; otra profunda y esencial, compuesta por valores. La primera es la que se ve, es la parte empírica; la segunda es la que sólo se puede captar mediante un esmerado esfuerzo de la razón práctica, pues es supraempírica, ideal, filosófica. De la misma manera que cuando vemos un alto edificio de muchos pisos nos engañamos sobre su estructura y su fundamento arquitectónico si desconocemos que son los profundos cimientos y las sólidas estructuras internas los que permiten que se mantenga en pie tan vistosamente, una teoría o una práctica del derecho que sólo se atenga a la letra de los enunciados jurídicos y a los mecanismos formales, “externos”, de validez, de relación entre sus normas, desconocería que el verdadero sustento de todo derecho posible, su cimiento, está conformado por los valores que le insuflan su sentido y por las columnas que forman unas relaciones entre esas normas que son relaciones “materiales”, esquemas sustanciales de validez, no meramente formales. La imagen del derecho que así se proyecta resulta sumamente atractiva con tal de que no nos preguntemos por la fuente o el fundamento de tales valores “objetivos” y por el tipo de relación que entre ellos se traba. ¿Cómo son y de dónde provienen esas entidades axiológicas que soportan el edificio jurídico y que, según la jurisprudencia de valores, deben ser la guía de toda interpretación y aplicación de las normas? En este punto los diversos autores que pueden ser adscritos a esta doctrina se van a diferenciar grandemente. Muy socorrido en los primeros de ellos será el recurso a una filosofía material de los valores del tipo de la propugnada por Max Scheler o Nicolai Hartmann. Aquí podemos mencionar como representativo a Hubmann. Otros, como Larenz, tratarán de elaborar los contenidos esenciales de un sistema de valores “jurídicos”, aun

 Malévolamente también se podría hablar de un sistema jurídico esquizofrénico, con dos personalidades mejor o peor avenidas, pero dos.

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cuando su impronta originaria sea moral. En fin, otros argumentarán que tales valores, que son guía y soporte del derecho, son los valores vigentes en la comunidad o los valores culturales que aglutinan a dicha comunidad. Este último enfoque estaba muy presente en la doctrina alemana de los años cincuenta, tal vez como resabio del “comunitarismo” radical del que se había participado en tiempos del totalitarismo anterior. Por supuesto, esta “socialización” de los valores morales esenciales, esa asignación a los valores fundamentales que inspiran la moral social que subyace al sistema jurídico en cada momento, nos lleva a pensar en lo que luego será la teoría de Dworkin, aun cuando es más que dudoso que Dworkin tuviera alguna información mínimamente solvente sobre los parentescos de su doctrina con la jurisprudencia de valores alemana anterior a él. Por fin, no puede desconocerse que algunos de los más influyentes autores de esta corriente están dando por sentados los valores propios de un iusnaturalismo de raíz religiosa. En esto último cabe mencionar al mismo Dürig, antes citado, quien, al sostener que la Constitución tiene su raíz y su esencia en un orden objetivo de valores, da por evidente, como vimos, que tales valores son los propios del cristianismo. Así pues, la jurisprudencia de valores se mueve entre la duda y la indefinición a la hora de establecer dónde se encuentran, cómo son, cuál es el contenido y cómo se conocen con una mínima certeza esos valores que formarían el esqueleto moral del sistema jurídico y que deben dirigir la labor judicial. A tal inconcreción se añaden algunas dificultades más, especialmente la que se deriva de lo que podemos denominar el armonicismo axiológico que se presupone. Refirámonos a esto último. Llamamos armonicistas a aquellas concepciones axiológicas o moralizantes del derecho que afirman no sólo que a las normas jurídicas y al sistema jurídico todo subyacen valores morales, sino que estiman que ese sistema de fondo, moral y jurídico al tiempo, se articula de modo coherente y, además, tiene la capacidad para proporcionar la solución correcta para cada caso, o poco menos. Los valores se estructuran y conviven armónicamente en tal sistema, de manera que cada uno tiene su ámbito de aplicación y abarca los casos que le pertenecen. De esa manera, los conflictos entre esos valores “jurídicos” se resuelven mediante la prevalencia objetiva de uno u otro valor y de su correspondiente solución, quedando descartados los conflictos entre valores desde los que se propugnen soluciones diversas para los casos o dándose por sentado que hay vías de conocimiento en el aplicador del derecho para que esos conflictos axiológicos se resuelvan mediante la constatación objetiva de cuál es en el fondo la solución verdadera y, como tal, debida, dictada unívocamente por el sistema.

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Que el sistema jurídico y sus normas son el reflejo de elecciones valorativas, que, como dato fáctico, los contenidos del derecho positivo no caen de las nubes, sino que reflejan los valores y el sistema moral con el que comulgan los autores de la norma o que son admisibles por el conjunto de la sociedad, es dato que no negará ni el más recalcitrante positivista. Y menos aún se discutirá que cabe una lectura (o varias) moral de las constituciones. Lo que se cuestionará desde ópticas positivistas serán dos cosas, conjunta o alternativamente. Una, que la objetividad de esos valores vaya más allá del dato empírico, del hecho de ser las preferencias personales de un individuo o un grupo, preferencias ideológica, social e históricamente condicionadas. Por consiguiente, se pondrá en duda la “objetividad” de esos valores en cuanto entidades morales ideales y más allá de su objetividad puramente empírica como preferencias personales. Que una Constitución refleje, al menos en sus mínimos, una concepción de la justicia socialmente vigente no implica que sea esa justicia un valor objetivo y cuyos contenidos sean ajenos a o independientes de esas preferencias. Lo otro que se pondrá en duda es que sea pacífica, armónica, la convivencia entre esos valores morales juridificados. A tal armonicismo se opondrá una idea dialéctica o conflictualista de los valores morales que inspiran o materialmente generan los contenidos de la legalidad. Es fácil y poco menos que tópico afirmar que el derecho civil tiene su eje valorativo en la idea de libertad individual, que como principio jurídico se traduce en la noción de autonomía de la voluntad. E igualmente es bastante obvio que el derecho laboral se apoya en un principio protector de la paridad de las partes, amparador de la parte más débil a la hora de establecer las condiciones del contrato de trabajo o de la prestación laboral, con lo que el derecho laboral tiene su razón de ser precisamente en restringir la libertad, la autonomía de la voluntad de las partes en la relación de trabajo, restricción que acontece en nombre de la igualdad. ¿Conviven, pues, pacíficamente dentro del sistema jurídico libertad e igualdad? ¿Se acompasan armónicamente, de modo que, en los casos difíciles, de conflicto entre ambos valores, unas veces amablemente cede el uno y otras el otro, siendo esa cesión dato objetivo que el propio sistema jurídico-axiológico determina y no pura preferencia mediante la que el juez resuelve una disputa que tiene en cada uno de sus polos sustento en valores jurídicos y en principios y derechos constitucionales? Hace falta un optimismo idealista más que notable para creer lo primero. Las mismas constituciones contemporáneas pueden ciertamente verse como juridificadoras de valores, pero de valores plurales, heterogéneos y que entran en conflicto en los casos difíciles, que son aquellos en los que cada una de las partes argumenta respaldada por un principio o derecho constitucional. En la Constitución está la libertad como valor que expresamente se afirma y que se

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plasma en numerosos derechos de libertad, en libertades constitucionalmente garantizadas. Pero también está la igualdad, tanto la igualdad material como la igualdad formal o prohibición de discriminación en la ley o en la aplicación de la ley. Cuando un tribunal constitucional juzga, por ejemplo, de la constitucionalidad o no de medidas legales de discriminación positiva o acción afirmativa, ¿acota él, mediante su interpretación de las respectivas cláusulas constitucionales, el alcance de los respectivos derechos o averigua, descubre, constata lo que objetivamente dispone como solución para ese caso la Constitución axiológica, el orden objetivo de valores en que la Constitución consiste en última instancia? Si es esto último, no hay más remedio que creer que el sistema jurídico, así entendido como orden objetivo de valores, reviste aquellas viejas cualidades que en el siglo xix le asignaba el positivismo ingenuo, aunque con otra base: es completo, coherente y claro, por todo lo cual es él el que aporta las soluciones que el juez se limita a descubrir mediante el adecuado método de conocimiento jurídico. En cambio, si se concede que es lo primero, que por mucho que estén presentes valores en la Constitución y por muy objetivos que éstos se pretendan en sus contenidos, tales valores no son capaces de resolver por sí sus propios conflictos, dándole al juez la solución para el caso, se torna metodológica y prácticamente intrascendente tal afirmación de que en la Constitución vive un orden objetivo de valores. A estos efectos, y sólo a estos, da igual decir que el juez interpreta y concreta esos valores o que interpreta y concreta los enunciados lingüísticos en que las normas jurídicas consisten, pues, a fin de cuentas, las soluciones para los casos las pondrá el juez mediante sus preferencias y con sus personales argumentos, y no el sistema jurídico mismo. Recapitulando lo hasta aquí dicho sobre este punto, vemos que las aparentemente novedosas tesis del neoconstitucionalismo actual tienen completísimo precedente en esa síntesis entre la corriente doctrinal denominada jurisprudencia de valores y el constitucionalismo axiológico que dominó la teoría y la práctica constitucional alemana en los años sesenta del siglo xx. Sumado lo uno y lo otro, tendríamos que el sistema jurídico es en su fondo o principal sustancia un sistema axiológico, que los valores que están en la cima de tal sistema han sido positivados en la Constitución y que, en consecuencia, la Constitución es simultáneamente la norma suprema del sistema jurídico y del sistema de la moral objetiva. El derecho se moraliza y la moral se juridifica, y moral objetiva y verdadera y derecho objetivo y verdadero serán la misma cosa. Lo que para cada caso ese sistema bipolar o desdoblado determine lo descubrirán en última instancia los jueces, que habrán de ser, se supone, no sólo buenos técnicos del derecho, sino supremos sacerdotes de la verdad moral, intérpretes ya no sólo del significado de los enunciados constitucionales y legales, sino, y por encima

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de eso, sumos garantes de la vigencia y objetiva efectividad de la verdadera moral y la auténtica justicia. A la hora de construir por acumulación de materiales el corpus del neoconstitucionalismo actual, se sumarán ulteriormente otras dos aportaciones capitales. La primera, la de Dworkin y su reconstrucción antihartiana del sistema jurídico y de los fundamentos de la decisión judicial correcta. La segunda, la de Alexy y su reelaboración y síntesis del “método” que venía siendo empleado por algunos tribunales constitucionales, y paradigmáticamente el alemán, para presentar sus decisiones en los casos de conflictos entre principios o derechos constitucionales como resultado de una apreciación objetiva y no como preferencias legítimas y argumentadas del que tiene la última palabra. Ese método es el de la ponderación. Pero para hablar de estas cuestiones ya no queda espacio en este trabajo.

6. neoconstitucionalismo, ponderaciones y r e s p u e s ta s m  s o m e n o s c o r r e c ta s . a c o ta c i o n e s a d w o r k i n y a l e x y En otro trabajo reciente señalábamos los precedentes claros que la doctrina llamada neoconstitucionalista tiene en los planteamientos del constitucionalismo conservador y moralizante de la Alemania de los años sesenta y en la corriente metodológica, también alemana, denominada jurisprudencia de valores. A la hora de construir por acumulación de materiales el corpus del neoconstitucionalismo actual se sumarán ulteriormente otras dos aportaciones capitales. La primera, la de Dworkin y su reconstrucción antihartiana del sistema jurídico y de los fundamentos de la decisión judicial correcta. La segunda, la de Alexy y su reelaboración y síntesis del “método” que venía siendo empleado por algunos tribunales constitucionales, y paradigmáticamente el alemán, para presentar sus decisiones en los casos de conflictos entre principios o derechos constitucionales como resultado de una apreciación objetiva y no como preferencias legítimas y argumentadas del que tiene la última palabra. Ese método es el de la ponderación, al que más adelante me referiré. Pero antes de entrar en materia enumero las características que he señalado como definitorias del neoconstitucionalismo. Son diez notas definitorias, si bien se ha de mencionar que en toda su pureza y rotundidad nunca aparecen todas juntas, pero también que una doctrina se ciñe tanto más al modelo neoconstitucionalista cuantas más de esa notas reúne. Serían las siguientes: 1. La mención, como novedad muy relevante y determinante de una nueva y revolucionaria manera de concebir el sistema jurídico, de la existencia en las constituciones contemporáneas de cláusulas de derechos fundamentales y mecanismos para su efectiva garantía, así como de cláusulas de carácter valorativo cuyas estructura y forma de obligar y aplicarse son distintas de aquellas de las “reglas”. Se trataría del componente material-axiológico de las constituciones. 2. La muy importante presencia de ese tipo de normas, que conforman la Constitución material o axiológica, implica que las constituciones tienen su parte central o su pilar básico en un determinado orden de valores, de carácter objetivo.

* Este trabajo se inscribe en el proyecto de investigación “Teoría del derecho y proceso” (mcyt, sej200764496/juri).  Juan A. García Amado. “Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores”, en Fabricio Mantilla Espinosa (coord.). Controversias constitucionales, Bogotá, Universidad del Rosario, 2009, pp. 24-69. 

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3. Así entendida, la Constitución refleja un orden social necesario, con un grado preestablecido de realización de ese modelo constitucionalmente prefigurado y de los correspondientes derechos. 4. Ese orden de valores o esa moral constitucional(izada) poseen una fuerza resolutiva tal como para contener respuesta cierta o aproximada para cualquier caso en el que se vean implicados derechos, principios o valores constitucionales. Tal respuesta será una única respuesta correcta o parte de las respuestas correctas posibles. La pauta de corrección es una pauta directamente material, sin mediaciones formales ni semánticas. 5. Esa predeterminación de las respuestas constitucionalmente posibles y correctas lleva a que deba existir un órgano que vele por su efectiva plasmación para cada caso, y tal labor pertenece a los jueces en general y a los tribunales constitucionales en particular, ya sea declarando inconstitucionales normas legisladas, ya sea excepcionando, en nombre de la Constitución y sus valores y derechos, la aplicación de la ley constitucional al caso concreto, o ya sea resolviendo con objetividad y precisión conflictos entre derechos o principios constitucionales en el caso concreto. 6. Puesto que en el orden axiológico de la Constitución quedan predeterminadas las soluciones para todos los casos posibles con relevancia constitucional, el juez que resuelve tales casos no ejerce discrecionalidad ninguna (Dworkin) o la ejerce sólo en aquellos casos puntuales en que, a la luz de las circunstancias del caso y de las normas aplicables, haya un empate entre los derechos o principios constitucionales concurrentes (Alexy). 7. En consecuencia, y dado que las respuestas para esos casos con relevancia constitucional están predeterminadas en la parte axiológica de la Constitución, el aplicador judicial de ésta ha de poseer la capacidad y el método adecuado para captar tales soluciones objetivamente impuestas por la Constitución para los casos con relevancia constitucional. Tal método es el de ponderación. 8. La combinación de Constitución axiológica, confianza en la prefiguración constitucional –en esa parte axiológica– de la (única) respuesta correcta, la negación de la discrecionalidad y el método ponderativo llevan a las cortes constitucionales a convertirse en suprainstancias judiciales de revisión, pero, al tiempo, les proporcionan la excusa teórica para negar ese desbordamiento de sus funciones, ya que justifican su intromisión revisora aludiendo a su cometido de comprobar que en el caso los jueces “inferiores” han respetado el contenido que constitucionalmente corresponde necesariamente a cada derecho. 9. Puesto que los fundamentos de ese neoconstitucionalismo, por las razones expuestas en los puntos anteriores, son metafísicos y se apoyan en una doctrina ética de corte objetivista y cognitivista, en las decisiones correspondientes

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de los tribunales, y muy en particular de los tribunales constitucionales, hay un fuerte desplazamiento de la argumentación y de sus reglas básicas. Dicha argumentación adquiere tintes pretendidamente demostrativos, puesto que no se trata de justificar opciones discrecionales, sino de mostrar que se plasma en la decisión la respuesta que la Constitución axiológica prescribe para el caso. Con ello, la argumentación constitucional se tiñe de metafísica y adquiere visos fuertemente esotéricos. 10. El neoconstitucionalismo, en consecuencia, posee tres componentes filosóficos muy rotundos. En lo ontológico, el objetivismo derivado de afirmar que por debajo de los puros enunciados constitucionales, con sus ambigüedades y su vaguedad, con sus márgenes de indeterminación semántica, sintáctica y hasta pragmática, existe un orden constitucional de valores, un sistema moral constitucional, bien preciso y dirimente. En lo epistemológico, el cognitivismo resultante de afirmar que las soluciones precisas y necesarias que de ese orden axiológico constitucional se desprenden pueden ser conocidas y en consecuencia aplicadas por los jueces. En lo político y social, el elitismo de entender que sólo los jueces o prioritariamente los jueces, y en especial los tribunales constitucionales, están plenamente capacitados para captar ese orden axiológico constitucional y lo que exactamente dicta para cada caso, razón por la que los jueces poseen el privilegio político enmendar al legislador excepcionando la ley y justificando en el caso concreto la decisión contra legem, que será decisión pro constitutione, por cuanto es decisión basada en algún valor constitucional. I . d w o r k i n : a l a c a z a d e l a e va n e s c e n t e s o l u c i  n c o r r e c ta  n i c a Dworkin realiza en su más famosa obra, Taking Rights Seriously, de 1977, un razonamiento contra el positivismo hartiano que, en su aparente simpleza, resulta de lo más alambicado y retrata muy bien el estilo y las argucias argumentativas del autor. Es bien conocido que para el positivismo de Hart el juez debe actuar sometido a las normas del derecho positivo, pero que éstas, en tanto productos lingüísticos, padecen de los males del lenguaje ordinario y, por tanto, poseen siempre o casi siempre algún grado de indeterminación, una “zona de penumbra” que hace que su aplicación a los casos no pueda ocurrir como mero automatismo, sino que necesita previas decisiones interpretativas del aplicador, decisiones interpretativas que otorgan el correspondiente margen de discrecionalidad. Se ha de estar a lo que el derecho positivo dice, pero cuando lo que dice no es claro para el caso, el juez añade la interpretación que le parece más adecuada y mejor justificable con argumentos que nunca serán puramente

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demostrativos. Ahí es donde Dworkin quiere ver una contradicción interna del positivismo, en el hecho de admitir esa discrecionalidad interpretativa del aplicador. Nos dice que aceptar ese componente discrecional de las decisiones jurídicas que aplican las normas tiene dos inconvenientes que golpean al positivismo en su misma línea de flotación. El primero, que admitir la discrecionalidad judicial, aunque sea pura discrecionalidad interpretativa y operante sólo como elección entre las interpretaciones admisibles de la norma, de conformidad con la semántica usual de nuestro lenguaje, implica asumir que el juez crea derecho, y eso rompe con el reparto de papeles que el positivista asigna al legislador y al juez. El segundo, que esas normas que el juez crea o la parte de las normas que, al interpretar, el juez produce discrecionalmente se aplican retroactivamente al caso que se juzga y que aconteció, obviamente, antes de tal creación normativa, con lo cual se estaría vulnerando otro presupuesto sustancial del derecho moderno, asumido también en la teoría positivista, cual es la irretroactividad de las normas, la plena vigencia del principio de legalidad como base del enjuiciamiento judicial de acciones. Para Dworkin, la única manera de salvar tales inconvenientes es presuponiendo que el derecho que el juez aplica antecede por completo a la decisión del juez, que el razonamiento de éste es puramente aplicativo de normas previas que él ni crea ni precisa ni completa, de forma tal que no existe en su actividad componente ninguno de discrecionalidad. Y si ésa es la única manera de salvar los inconvenientes o tales contradicciones internas del positivismo, asumiendo que el derecho antecede por completo y por entero a la decisión judicial, debemos dar por sentado y demostrado que realmente el derecho antecede por completo a la actividad judicial. Puesto que algún grado de indeterminación semántica de los enunciados legales es inevitable, la salida estará en entender que no está todo el derecho en tales enunciados legales y que parte esencial del derecho se halla en normas morales que son también componentes del sistema jurídico y que lo completan y cierran. Así, en lo que el enunciado legal no determine plenamente y por anticipado la decisión judicial, tal predeterminación se conseguirá apelando a esos preceptos morales que también son, simultáneamente, derecho, aun cuando no sean derecho positivado.

 “I call ‘principle’ a standard that is to be observed, not because it will advance or secure an economic, political, or social situation deemed desirable, but because it is a requirement of justice or fairness or some other dimension of morality”: Ronald Dworkin. Taking Rights Seriously, Londres, Duckworth, 3.ª reimpresión, 1981.

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¿Y dónde tienen su sede esas normas morales que forman parte del sistema jurídico? En aquella moral social que es fuente del derecho positivo y que le da su sentido de conjunto y, también, el sentido último que ha de guiar la resolución jurídica de cada caso difícil. A lo que se agrega el dato de que, por ser esa moral inspiración y fuente de sentido del sistema jurídico todo y de cada una de sus partes, ocupa esa parte moral del derecho la superior jerarquía de lo jurídico, lo que hace que tal moral no sólo complete las normas sino que deba servir también para enmendarlas a la hora de la aplicación y cuando la norma positiva en cuestión contradiga tales fundamentos morales del sistema. Así integrado el sistema jurídico por la suma de normas positivas y, en la escala superior, por normas morales que son también derecho, dicho sistema vuelve a revestir los ropajes del viejo ideal y se hace completo, coherente y claro. Desaparece la indeterminación y, con ello, no queda ya lugar ni justificación para la discrecionalidad judicial. La decisión jurídica pierde el componente propiamente decisorio, de opción entre alternativas posibles, y se hace mera aplicación, quedando el ejercicio judicial de preferencias reemplazado por un acto de conocimiento, de constatación de la solución correcta que para el caso el sistema jurídico determina totalmente. Para cada caso el sistema jurídico prescribe objetivamente una única solución correcta. Tal solución está ahí, en el sistema jurídico, esperando ser descubierta, y un juez sabio, capaz de conocer plenamente el derecho, el juez ideal que Dworkin llama “Hércules”, daría en cada oportunidad con esa solución correcta única. Cabría fácilmente contestar a tal razonamiento dworkiniano, marca de la casa, con algún ejemplo del tipo de los que tanto utiliza el propio autor estadounidense. Usemos el ejemplo que podemos llamar del amor y la media naranja.

 Al explicar la decisión judicial en Dworkin, Judith Shklar recuerda que ese juez dworkiniano no ha de fijarse sólo en las reglas, sino también en los principios inherentes al orden político del que es miembro y en sus estándares implícitos de moralidad política, y que al hacerlo así no legisla ni ejerce discreción, “because his arguments are derived from a hierarchy of norms, not from considerations of policy, efficiency, or public welfare”. Cfr.: Judith Shklar. “Political Theory and the Rule of Law”, en Political Thought and Political Thinkers, University of Chicago Press, 1998, p. 35.  Esto lo percibió agudamente Carlos Alchourrón, refiriéndose en principio a Dworkin, pero generalizando el argumento a la mayor parte de la iusfilosofía actual: “[c]omo en el enfoque de Dworkin los principios morales forman parte del derecho, la completud y la consistencia del Sistema Maestro reaparecen bajo un nuevo ropaje”. Y sigue: “Esto pone de manifiesto la enorme fuerza de convicción del modelo del sistema deductivo como ideal. En la concepción de los derechos [denomina así la concepción dworkiniana] el modelo contiene no sólo los ideales formales de completud y consistencia, sino también el ideal de justicia […]. La idea de que el derecho debería proporcionar un conjunto coherente y completo de respuestas para todo caso jurídico constituye un ideal teórico y práctico que subyace a la mayoría de los desarrollos contemporáneos en filosofía del derecho”. Carlos Alchourrón. “Sobre derecho y lógica”, en Isonomía, n.º 13, octubre de 2000, p. 33.

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Asumamos que en nuestro medio cultural rige y es generalmente aceptado el concepto romántico del amor, a tenor del cual el amor perfecto, al que todo el mundo aspira y al que incluso está cada cual predestinado, es aquel que se da entre dos individuos que están “hechos el uno para el otro”, que son como las dos mitades de una misma naranja y que al encontrarse encajan perfectamente. Para el individuo A no hay más amor total y perfecto que el que puede encontrar en B, y para B no hay tal más que con A, de la misma manera que dos mitades de naranja sólo van a encajar con absoluta perfección cuando lo son de la misma naranja. Pongamos ahora que ese mito del amor romántico lo comparten por igual positivistas y antipositivistas del amor, que unos y otros participan de ese ideal, en tanto que modelo ideal de amor. El positivista diría que, por mucho que sea ése el ideal, cada uno elige su pareja amorosa en condiciones de relativa incertidumbre y en un escenario que aproximadamente sería el siguiente: A se comporta guiado por el ideal mencionado y, además y en particular, sabe el tipo de pareja que a él lo puede hacer más dichoso, que se adecua mejor a sus gustos, su forma de vida y su personalidad. Con tales presupuestos de partida, A busca su mejor pareja posible, pero son varios los individuos que parecen acercarse a su modelo de pareja perfecta. Son varios porque aquellos datos de partida, tanto el ideal abstracto del amor perfecto como los gustos e inclinaciones de A, no son suficientemente precisos y determinantes, aunque sí son algo precisos y determinantes. Porque no son totalmente indeterminados, A puede con todo acierto excluir como candidatos a E y F. Pero, porque no son totalmente precisos, duda entre C y D, pues prima facie (esta expresión es muy del gusto de los antipositivistas) o en principio tanto C como D encajan en el modelo de media naranja con el que A busca la suya. Así que A elige a C porque es quien le parece que es más su media naranja, y es capaz de justificar con buenas razones esa elección, aunque nunca podrán ser razones exactamente demostrativas, sino razones que explican que su decisión está orientada por el ideal y por la interpretación que hace de las ventajas de C en comparación con D, que también era serio candidato, candidato admisible. Pero, por muchas y muy reflexionadas y rigurosamente expuestas que sean esas razones, la elección de A habrá sido una elección suya, discrecionalmente tomada, pues A no tiene el “naranjómetro” con el que medir el encaje amoroso exacto entre el propio A y C o cualquier otro candidato. En consecuencia, tenemos que la elección de A no fue completamente a ciegas y arbitraria, pues tenía una pauta previa a la que atenerse y la aplicó con el mayor rigor y ponderando pros y contras del modo más racional y objetivo que pudo. Pero, como ni esa pauta previa era suficientemente precisa ni cuenta A con un método infalible para su aplicación al caso ni con un “naranjómetro” que haga que su elección

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no sea tal, sino mera consecuencia de un conocimiento pleno y objetivo, de una pura constatación, a lo que se suma que su conocimiento de C (y de D y demás candidatos) nunca puede tener la plenitud y la certeza de la “mirada de Dios”, A nunca va a poder decir, hablando con propiedad, que C es exactamente su media naranja, sino que es la que más se le parece. Nada de particular tiene, por tanto, que muchos, desde su interpretación del ideal amoroso, desde su valoración de C y los demás candidatos y desde sus propios gustos personales, estimen que A se equivocó y que el candidato perfecto era D. Ahora bien: el competente para tomar la decisión de A era A, y esa competencia la respetará cualquiera que no crea que la elección de pareja es un puro cálculo o descubrimiento cuasi-científico de la media naranja de cada uno. Nada de particular tendrá tampoco el hecho de que el propio A concluya más adelante que su elección no fue la mejor y el que se desenamore de C y comience a pensar que D habría sido pareja más apropiada. Cabe que A se separe de C y se vaya con D, que también era candidato aceptable desde el principio, igual que para casos idénticos cambia a veces la jurisprudencia de un mismo tribunal. Siguiendo con la comparación, un dworkiniano razonaría de modo muy distinto. Diría que, puesto que objetivamente existe el ideal de la media naranja y puesto que A participa de ese ideal, A está asumiendo plenamente que debe dar con su media naranja exacta y que en esto no se trata de elegir bajo incertidumbre entre candidatos admisibles. Y que, por consiguiente, si A elige a C y dice que eligió porque le parece su media naranja, está haciendo dos cosas que contradicen sus asunciones de partida: 1. está poniéndose él como quien determina en última instancia quién es su media naranja, en lugar de admitir que la media naranja suya es la que es, con total independencia de su elección; y 2. de esa forma estaría aplicando retroactivamente a C esa condición de media naranja, estaría él atribuyéndole esa condición que no tiene quien él elige, sino que tiene sólo quien la tiene. Si A primero elige a C y luego dice que la eligió porque le pareció su media naranja, es que C no era objetivamente la media naranja de A antes de que éste la escogiera, y no tendría sentido que A hable de “media naranja”. Habría, en resumidas cuentas, una contradicción entre la asunción por A del ideal de la media naranja y su atribución discrecional de tal condición a C. ¿Qué podría responder A frente a semejante argumentación dworkiniana? Pues que qué otra cosa puede hacer. Que las pautas dan hasta donde dan, que el juicio aplicativo de esas pautas no puede ser parangonable nunca ni a un cálculo exacto ni a un razonamiento absolutamente demostrativo y que, diga lo que diga el ideal, del amor es ineliminable el componente subjetivo del enamoramiento, pues la alternativa sería quedarse solo para siempre por no poder confiar en

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ninguna elección. La pauta le sirvió para eliminar con pocas dudas a E y a F de entre los candidatos posibles, pero no le alcanza para dirimir “objetivamente” entre C y D. ¿Y qué replicaría el dworkiniano? Varias cosas: 1. que entonces A no cree verdaderamente en el amor; pero que 2. el amor existe puesto que existe el ideal de la media naranja; 3. que puesto que existe el ideal de la media naranja, cada uno tiene su media naranja, exactamente una y sólo una; y 4. que un amante ideal, el amante Hércules, habría acertado a la primera y sin duda posible con tal elección, que no es elección en realidad, sino conocimiento puro. Y el razonamiento se cerraría así: puesto que el amante Hércules habría podido conocer quién es exactamente su media naranja, la media naranja existe objetivamente y no hay discrecionalidad ninguna en esto. Ante lo cual A podría acabar diciendo: – ¿Y qué quiere usted que haga yo, si no soy Hércules ni puedo serlo, pues usted mismo me ha dicho que Hércules sería el amante absolutamente perfecto y sabio? El dworkiniano: –Pues sepa usted que la única solución correcta era B. A: –¿Y usted cómo lo sabe? El dworkiniano: –Porque Hércules habría elegido a B. A: –¿Y usted cómo lo sabe? ¿Acaso es usted Hércules? El dworkiniano: –No, yo no soy Hércules, pero sé que hay una sola solución correcta, que Hércules la encontraría y que es ésa. A: –¿Y usted qué es? El dworkiniano: –Yo soy profesor de amores. A: –Pero la decisión de la que estamos hablando es de mi incumbencia, es competencia mía, no suya ni de Hércules, y yo decido con los elementos de conocimiento que tengo, no con los suyos ni con los que hipotéticamente tendría Hércules. El dworkiniano: –Pues por eso se equivoca usted, y con su equivocación niega el ideal mismo que pretende aplicar. A: –¿Pero ese ideal es ideal o es real? El dworkiniano: –Es un ideal real. A: –¿Cómo así? El dworkiniano: –Porque si el ideal no es real y no determina por completo la decisión de usted, he de admitir que la decisión de usted es discrecional en alguna medida. A: –¿Y qué, si lo admitimos? El dworkiniano: –Pues que entonces el amor absoluto no existe y yo me niego a llamar amor al resultado de esas elecciones de usted.

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A: –Pero el ideal a mí me sirve de pauta para seleccionar los candidatos posibles y eliminar a los otros. El dworkiniano: –Ya, pero usted no cree verdaderamente en el amor y en la media naranja si confunde amor con enamoramiento y si llama media naranja a la que usted elija de entre esos candidatos posibles, pues de esa manera habría una insalvable contradicción interna en su postura. A: –¿Entonces? El dworkiniano: –Entonces la única media naranja posible existe para usted aunque usted no dé con ella. A: –Pero ninguno puede dar con ella porque ninguno es Hércules. El dworkiniano: –No importa. Una cosa es lo que existe y otra lo que podemos conocer plenamente o sólo en condiciones ideales. A: –¿Entonces no debería elegir a mi pareja? Mire que estoy obligado a hacerlo. El dworkiniano: –Pues elíjala como si usted fuera Hércules. A: –Pero ni lo soy ni puedo serlo. El dworkiniano: –Allá usted, yo le digo lo que hay. Y puesto que esto es lo que hay, los positivistas del amor, como usted, son incoherentes y están errados. Si lo que Dworkin pretende indicar es que cada juez ha de esforzarse porque su decisión sea la mejor de las posibles, por aproximarse todo lo que pueda a esa decisión perfecta que el juez Hércules tomaría, no está eliminando la discrecionalidad, sino dándola por inevitable, al tiempo que busca que de ella se haga el mejor uso. Pero si insiste en que la discrecionalidad es descartable, ha de ser al precio de que los jueces puedan llegar a ser Hércules, de que los jueces reales puedan llegar a funcionar como jueces ideales. Si la única respuesta correcta existe, pero es incognoscible, la tesis de la única respuesta correcta es en la práctica intrascendente. Si existe y puede conocerse, ha de explicarse de qué manera los jueces pueden alcanzarla y, en consecuencia, no bastará postular su existencia teórica con el fin de contrariar el postulado positivista de la discrecionalidad. En cualquier caso, y más allá de esas disquisiciones a las que Dworkin nos arrastra y que rozan el esperpento, las tesis de Dworkin han aportado un soporte esencial al neoconstitucionalismo. Si del sistema jurídico forman parte, con capacidad de complemento y hasta de enmienda del derecho positivo, normas morales, el juez aplica derecho al decidir con base en normas morales, incluso al decidir así contra legem y hasta contra constitutionem. Si la Constitución recoge además lo esencial de esas normas morales positivándolas, el juez aplica derecho constitucional cuando con fundamento en ellas decide un caso contra la letra de la ley y hasta contra la letra de la Constitución. Si el sistema

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jurídico, así compuesto, contiene en sí una única respuesta correcta para cada caso, el sistema jurídico es perfecto y el buen juez puede decidir tranquilo, pues él no es responsable último de sus decisiones y no le son imputables las consecuencias de éstas. Digamos algo sobre el Dworkin posterior a Taking Rights Seriously. Es el primer Dworkin el que da mayor impulso al neoconstitucionalismo. El Dworkin posterior es más ambiguo a ese respecto y parece que va plegando velas en lo referido a la fuerza decisoria de los valores morales que son derecho y en lo concerniente a su teoría de la única respuesta correcta. Veamos algo de esto sucintamente. Es muy relevante lo que Dworkin sostiene en su “Introducción” a Freedom’s Law. Ahí defiende la “lectura moral de la Constitución”, pero con una serie de matices muy importantes. En primer lugar, se refiere a aquellas normas presentes en la Constitución y que recogen un principio moral en términos abstractos. La lectura moral de esas normas constitucionales positivas presupone que el intérprete es consciente de que está trabajando con la materia moral a que tales normas aluden. En segundo lugar, dice Dworkin que “la lectura moral introduce la moralidad política en el corazón del derecho constitucional”, pero que la moral política es “inherentemente incierta y controvertida”, por lo que siempre hay que decidir cuál interpretación de esos principios es la dirimente. Se podría decir que ya asoma aquí una primera concesión a la existencia de discrecionalidad del intérprete, incluido el intérprete judicial. Ahora bien: si habláramos en términos de discrecionalidad, cosa que Dworkin no hace, Dworkin se ocuparía a continuación de mostrar que tal discrecionalidad no es total y absoluta. Y no lo es porque el juez está sometido a tres limitaciones

 Dworkin. “Introduction: The Moral Reading and the Majoritarian Premise”, en Freedom’s Law. The Moral Reading of the American Constitution, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 1996, pp. 1 y ss.  Cfr. ibíd., p. 2.  Ídem.  Y más cuando a Dworkin le parece normal y admisible que tanto el juez conservador como el juez “liberal” dejen en sus decisiones la señal de su respectiva concepción personal de la moral política, sin que ello dañe por sí la corrección de tales decisiones (cfr. ibíd., pp. 3 y ss.).  Está Dworkin ahora argumentando contra aquellos críticos de la lectura moral de la Constitución que sostienen que tal lectura lleva a una libertad decisoria absoluta del juez. Pero repárese en lo siguiente: Al menos la crítica positivista estándar, lo que reprocha es que una lectura moral de la Constitución que permita decidir al margen del texto constitucional y más allá de sus significados posibles sí supondría una libertad absoluta para el juez. Para negar tal ejercicio libérrimo de la voluntad judicial como pauta decisoria, cabe recurrir a dos cosas: una, la existencia de valores morales objetivos y de contenido predeterminado, que, siendo también parte del derecho, atan al juez a una única respuesta correcta o a una panoplia limitada de posibles respuestas correctas; creo que por ahí iría el neoconstitucionalismo,

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que marcan lo que el positivista llamaría los límites de sus interpretaciones posibles. En primer lugar, la interpretación debe estar a lo que la cláusula constitucional de contenido moral interpretada dice; en segundo lugar, a lo que los “framers” quisieron decir; y, en tercer lugar, a lo que los jueces anteriores vienen diciendo. Ese tercer condicionante conecta con un importante elemento de la doctrina de Dworkin posterior a Taking Rights Seriously, como es el “derecho como integridad” y la interpretación jurídica como capítulo de una novela encadenada. Insiste en que no son sus valores personales los que el juez debe aplicar, en que “no debe leer sus propias convicciones en la Constitución” ni debe ver en las cláusulas de ésta ningún juicio moral particular, sino que su lectura moral debe atenerse a dos límites: la Constitución como un todo y las líneas dominantes de la anterior interpretación realizada por los jueces. Ese juez que interpreta tales cláusulas constitucionales de contenido moral debe verse a sí mismo como un eslabón más en la cadena de jueces, pasados y futuros, que conjuntamente elaboran, al interpretar, “una moral constitucional coherente”. Así pues, las interpretaciones posibles vienen limitadas por la historia en ese doble sentido de lo que los autores de la norma quisieron decir y lo que los intérpretes judiciales vienen diciendo. Mas, si ello es así, tenemos que los contenidos morales de tales cláusulas constitucionales no están predeterminados en alguna esfera ideal y objetiva, sino que son el resultado de un ejercicio de “discrecionalidad” judicial, acotada por una semántica que es del uso y, además, intencionalista, discrecionalidad que tiene su límite también en un requisito de coherencia: el juez debe procurar que su interpretación encaje

tras los pasos de aquel Dworkin de Taking Rights Seriously; la otra posibilidad está en mantener que la semántica del texto constitucional respectivo limita las interpretaciones posibles que el juez puede adoptar. Esto es lo que ahora dice Dworkin, con el añadido de que deben contar, según él, tres límites a este respecto: lo que la norma “dice”, lo que con ella su autor “quería decir” y lo que la jurisprudencia que la aplica viene diciendo. Esto parece que ya no contrasta con la visión positivista, sino más bien con lo expuesto por el primer Dworkin. Así que lo que quedaría de la lectura moral sería esto: cuando la norma constitucional contiene conceptos morales, el razonamiento interpretativo no puede prescindir del lenguaje moral ni de la teoría moral para precisar cuáles son los significados posibles de tales términos morales y cuál de ellos es preferible elegir.  Puntualiza Dworkin que sólo a lo que quisieron decir, lo que quisieron significar, no a otros fines, como lo que querían conseguir o esperaban conseguir (cfr. ibíd., p. 10). Ahí estaría la diferencia entre la lectura moral de la Constitución que él propone y el originalismo, en que para éste cuenta destacadamente lo que el autor de la norma quería hacer: “The moral reading insists that the Constitution means what the framers intended to say. Originalism insists that it means what they expected their language to do, which as I said is a very different matter” (ibíd., p. 13).  Ibíd., p. 10.  Ídem.

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en la línea jurisprudencial establecida, de modo que no desentone y no se vea como plasmación de la moral “suya”, y esto por mucho que pueda considerar ese juez que la verdadera moral es la suya y la única decisión correcta la que esa moral suya le dicte para el caso. De nuevo parece que se aplacan los ataques al positivismo real, pues el sentido usual de las palabras, la voluntad del legislador histórico y la jurisprudencia de los tribunales, ¿qué son sino fuentes sociales del derecho? Si aquí vemos que son las fuentes del significado de las cláusulas morales presentes en la Constitución, comparativamente parecería que estamos defendiendo una teoría positivista de la interpretación constitucional, si acaso con el matiz de un especial esfuerzo para poner límites a esa discrecionalidad cuya existencia reconocemos al querer limitarla. Sigue manteniendo Dworkin que el juez ha de buscar “la mejor concepción de los principios morales constitucionales”, pero ahora esa mejor concepción posible es la que mejor encaje en la historia constitucional como suma de las intenciones de los “framers” sobre significados de sus términos y de la línea interpretativa anterior de la jurisprudencia. Con esto, si hubiera una única respuesta correcta sería una respuesta cuyos contenidos serían históricamente contingentes, no expresión de la objetividad y cognoscibilidad de los contenidos de un orden moral objetivo existente y subsistente al margen o por fuera del derecho y de la interpretación jurídica. Pero es que, además y para Dworkin ahora, no hay tal respuesta correcta única. Si acaso, ésta será la propia de los casos fáciles, pero no de los difíciles: “Our constitution is law, and like all law it is anchored in history, practice, and integrity. Most cases at law –even most constitutional cases– are not hard cases. The ordinary craft of a judge dictates an answer and leaves no room for the play of personal moral convictions. Still, we must no exaggerate the drag of that anchor. Very different, even contrary, conceptions of a constitutional principle –of what treating men and women as equals really means, for example– will often fit language, precedent, and practice

 ¿Referida a qué esa línea jurisprudencial? Dworkin nos dice que puede ser referida al tipo de asunto concreto que se trata, pero que esa concreta jurisprudencia anterior puede ser dejada de lado si es posible una realización mejor de los principios morales que explican no ese concreto asunto, sino el ámbito más amplio en que se inserta. Así pues, parece que el juez puede ser incoherente con los precedentes anteriores propiamente dichos, en nombre de la coherencia con los valores de fondo que, debiendo inspirar todo ese sector del derecho, no inspiraron, sin embargo, esa jurisprudencia anterior. Vericuetos así tiene esta dworkiniana novela en cadena que ha de presentar un argumento muy coherente. Cfr.: Dworkin. “Introduction. Law and Morals”, en Justice in Robes, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 2006, pp. 8, 14-15.  Cfr. Pablo R. Bonorino. Objetividad y verdad en el derecho. Variaciones sobre un tema de Dworkin, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2002, p. 186.  Dworkin. “Introduction: The Moral Reading and the Majoritarian Premise”, cit., p. 10.

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well enough to pass these tests, and thoughtful judges must then decide on their own which conception does most credit to the nation” (el énfasis es nuestro). Hasta aquí, en este trabajo Dworkin está llamando “lectura moral” a la pura interpretación de normas de la Constitución positiva de contenido moral, es decir, que usan términos o expresiones del lenguaje moral que, por su abstracción, necesitan ser precisados por vía de interpretación. Que la interpretación de esos términos o expresiones suponga entrar en el discurso moral no supone que del sistema jurídico forme parte una norma moral de contenido más específico que esa norma jurídica (que positiva como derecho una norma moral) de contenido indeterminado, del mismo modo que el que en una norma jurídica figure la expresión “matrimonio canónico” no quiere decir que los contenidos de la religión católica hayan pasado por sí a formar parte constitutiva de ese sistema jurídico, por mucho que para ver qué significa “matrimonio canónico” haya que acudir a los dogmas de esa religión o a su reflejo en su particular ordenamiento, el derecho canónico. Volviendo al tema de la discrecionalidad y la única respuesta correcta, este último o penúltimo Dworkin habla ahora de “la mejor interpretación posible”, si bien hemos de tener en cuenta que la interpretación es algo distinto del mero juego con referencias y límites semánticos, pues incluye la búsqueda de la mejor realización posible de los principios filosófico-políticos que subyacen a la Constitución. Mas parece que definitivamente queda todo en un asunto de actitudes. En primer lugar: se quiere decir que la actitud del juez ha de ser la de buscar la mejor “interpretación” posible a partir de la “mejor concepción” de los ideales políticos. Sea como sea, la mejor “interpretación” posible de esas

 ibíd., p. 11.  Cfr.: Dworkin. “What the Constitution Says”, en Freedom’s Law, cit., pp. 78 y 80. En la “Introducción” a su Justice in Robes dice Dworkin que “una concreta interpretación de una parte de la doctrina jurídica, como la teoría de la imprudencia, es mejor que otra (muestra que la práctica jurídica sirve mejor los ideales del derecho propuestos o asumidos en el nivel iusfilosófico de análisis) si proporciona una mejor justificación moral de tal doctrina”. Cito por la traducción: La justicia con toga, Madrid, Marcial Pons, 2007, p. 25.  Como ha señalado Waldron, Dworkin primero presupone que la comunidad política está configurada en torno a una estructura coherente de principios morales y políticos, y luego propugna que el juez de buena fe es capaz de dar con la respuesta objetivamente mejor, a tenor de tales principios, para un conflicto en el que cada parte hace una lectura distinta de esos principios y sus consecuencias para el caso. De ese modo, se desconoce que en los casos difíciles el problema está, precisamente, en que varias respuestas (como las que quizá proponen las dos partes en el litigio) pueden encajar en los principios, ser “construidas” con idéntica base en principios y, sin embargo, llevar a soluciones contradictorias. Cfr. Jeremy Waldron. “Did Dworkin Ever Answer the Crits?”, en Scott Hershovitz (ed.). Exploring Law’s Empire: The Jurisprudence of Ronald Dworkin, Oxford, Oxford University Press, 2006, pp. 155 y ss. Véase también, al respecto, Marisa Iglesias Vila. El problema de la discreción judicial, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1999, p. 153.

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cláusulas constitucionales valorativas abstractas y la mejor concepción posible de los valores político-morales de fondo no tendrán un contenido único y predeterminado que el juez ha de descubrir, sino que el juez lo establecerá bajo ciertos límites ya señalados, como el requisito de “integridad” o compatibilidad con las “interpretaciones” anteriores y voluntad de mantener la coherencia en las futuras. O sea: no queremos llamarlo así, pero hay discrecionalidad, al tiempo que se nos están señalando pautas para el control del uso mejor o peor de tal discrecionalidad y para detectar cuándo existe pura arbitrariedad. Y en este punto se da la mano Dworkin con las teorías de la argumentación de corte sustantivo, pues nos dice que esos objetivos que se buscan, la mejor “interpretación” como aplicación de la mejor concepción posible de la filosofía política presente en la Constitución, sólo pueden ser hallados actualmente en un sitio: “el buen argumento”. Y agrega que “el vicio de las malas decisiones es mal argumento y malas convicciones; todo lo que podemos decir de esas malas decisiones es resaltar cómo y en qué los argumentos son malos”. Mas un razonamiento así o da por sentado que la argumentación sea la vía para la demostración en estos temas de verdades objetivas únicas, de únicas respuestas correctas, con lo que el mejor argumento sería el demostrativo y todos los demás serían malos, aunque sea en distinta medida, o presupone la discrecionalidad, pues lo que hace buena la decisión no es su contenido en sí, sino el grado de convicción que encierren los argumentos que la sostienen.

 Como señala Ruiz Sanz, “la integridad no es más que una forma de conciliar y equilibrar el peso relativo de los principios de justicia, equidad y debido proceso, pero no es un criterio suficiente por sí mismo para justificar la existencia de respuestas correctas, porque tiene sus propias limitaciones. Ni siquiera la integridad, por sí misma, podría justificar de forma convincente el que una respuesta sea “mejor” que otra porque es la más “íntegra” para la comunidad política, es decir, la más “coherente” con el conjunto de principios jurídicos que fundamentan las decisiones”. Mario Ruiz Sanz. La construcción coherente del derecho, Madrid, Dykinson, 2009, p. 126.  Cfr.: Dworkin. “What the Constitution Says”, cit., p. 83.  Merecen destacarse y vienen a cuento aquí, aunque estén referidas a la idea dworkiniana de integridad retratada en Law’s Empire, las palabras de Marisa Iglesias Vila: “La integridad no es un metacriterio que pueda disolver los conflictos irreductibles entre estos tres valores [justicia, equidad y legalidad] […] [E]l modelo de la integridad no puede superar el problema de la inconmensurabilidad entre interpretaciones y el del empate o igualdad en cuanto a sus méritos”, dificultad esta que, según dicha autora, “puede hacer inviable la tesis optimista de la respuesta correcta” (Iglesias Vila. Ob. cit., p. 157). Y más adelante insiste: “La ausencia de esta respuesta debe hallarse, entonces, en aquellos supuestos en los que el agente no puede justificar que la mejor teoría del derecho dirige a una solución unívoca. En estos casos, la coherencia entre las proposiciones de un esquema conceptual no es un criterio suficiente para seleccionar una alternativa como la más adecuada. Aquí, el derecho está indeterminado y, para obtener una conclusión, es necesario acudir al ejercicio de discreción fuerte, i. e., a la elección justificada entre diferentes alternativas admisibles de acción” (ibíd., p. 279).  Dworkin. “What the Constitution Says”, cit., p. 82.

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La mejor concepción de esos valores-normas y la consiguiente “interpretación” mejor ¿serán cuáles?: Las que a cada uno que sea racional y razonable le parezcan mejor. Pero no tendrá por qué ser la misma para todos. Pero el debate está realmente en otro lado, en el lado político, y versa no sobre quién ha de tener la última palabra, como dice Dworkin, pues allí donde hay control de constitucionalidad la tienen los respectivos jueces que pueden ejercer ese control, sino sobre cuáles son los límites de ese control y sobre el uso más o menos extenso que de él deban hacer dichos jueces. Dworkin dice que su teoría de la interpretación moral de la Constitución es vista por los críticos como atentadora contra la democracia. Pero esto no tiene por qué ser así, y un positivista puede asumir dicho significado de la interpretación moral de la Constitución. Las diferencias están en otro lado y se dan entre los partidarios del activismo judicial y los partidarios de self-restraint, y los positivistas suelen alinearse en este segundo bando. Ahora bien: ni la interpretación moral de la Constitución, tal como ha quedado hasta ahora expuesta, es incompatible con el self-restraint, ni es la única vía posible para justificar un activismo judicial exacerbado. En este tema podríamos plantear la que cabría llamar ley del activismo judicial: el activismo judicial en detrimento del legislador y, por tanto, contramayoritario, es defendido con tanta mayor extensión cuanto mayores sean las posibilidades que al juez se asignen de conocer los contenidos de un orden de valores preexistente y vinculante. Pocos serán los que, negando o reduciendo mucho tal posibilidad, pretendan ampliar las posibilidades de enmienda judicial al legislador. En cambio, el efecto deslegitimador de las decisiones contramayoritarias no preocupa tanto a quienes piensan que por encima de la solución democrática ha de estar la solución verdadera, la objetivamente justa, y puesto que ésta preexiste, puede ser conocida y, además, es una solución jurídica aunque sea contraria a la ley democráticamente aprobada. El Dworkin de la única respuesta correcta andaba por aquí, y por eso servía tan bien al judicialismo de los constitucionalistas. ¿Dónde se ubica a este respecto este Dworkin de ahora? En una concepción de la democracia, la llamada “democracia constitucional”, independiente del principio mayoritario, en cuanto que éste se justifica en aquélla, pero también

 Cfr. Dworkin. “Introduction: The Moral Reading and the Majoritarian Premise”, cit., p. 14.  A ese activismo pueden llevar, por ejemplo, las teorías escépticas del tipo de las mantenidas por algunos autores del movimiento cls, con sus tesis de que en realidad el lenguaje de los enunciados legales nada significa o de que es imposible controlar de ningún modo la arbitrariedad decisoria de cualquier juez.  Por supuesto, estamos hablando de la ley democráticamente aprobada cuyo significado no se opone al significado (semántica y sintaxis en mano) de una norma constitucional.

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admite desde ella excepciones plenas por boca de los jueces. Mas seguir este tema ya nos sacaría del objeto de este trabajo. Sin embargo, le queda al neoconstitucionalismo sin resolver un problema muy agudo: ¿Cómo puede el juez averiguar esa respuesta correcta que el sistema jurídico prescribe (aunque no prescriba) para cada caso? ¿Hay algún método que le permita la juez ese hallazgo? En esto la gran aportación para el neoconstitucionalismo será la teoría de la ponderación de Robert Alexy. I I . m u c h a p o n d e r a c i  n , p e r o m e n o s a r g u m e n ta c i  n Alexy debe ser señalado como el gran expositor y sistematizador de la teoría de la argumentación jurídica. En realidad, son varias y distintas las teorías de la argumentación jurídica. Su nexo común podríamos reducirlo a los siguientes caracteres: a. Racionalidad dialógica. En los ámbitos de la razón práctica, que son aquellos en los que se han de tomar bajo incertidumbre decisiones sobre el curso de acción preferible, la racionalidad posible no es la que se deriva de dar con una solución cierta y ontológicamente preestablecida, de averiguar una solución materialmente predeterminada, ya sea en el orden natural de las cosas, ya en un mundo de ideas o objetivas o de valores materiales que prefiguran los contornos de la decisión acertada. La racionalidad de las decisiones sólo puede alcanzarse mediante el debate, mediante el diálogo y es, por tanto, siempre una racionalidad intersubjetivamente construida, sentada a partir de un intercambio de razones entre todos los reales o potenciales interesados en el asunto que se dirime. Por tanto, frente a la racionalidad monológica del modelo científico, donde el investigador puede hallar las verdades en la soledad de su gabinete o

 Baste señalar que, según Dworkin, la “concepción constitucional de la democracia […] niega que sea un fin definitorio de la democracia el que las decisiones colectivas siempre o normalmente sean aquéllas que una mayoría o pluralidad de ciudadanos habrían apoyado si fueran completamente informados y racionales”. La democracia, desde esta doctrina de Dworkin, se define de otro modo: “[…] que decisiones colectivas deben ser tomadas por instituciones políticas cuya estructura, composición y prácticas traten a todos los miembros de la comunidad, en tanto que individuos, como iguales en merecimiento y respeto”. Y puede ocurrir que en determinados casos por un procedimiento no mayoritario, como el judicial, pueda quedar mejor protegido ese estatuto igual de los ciudadanos y que es definitorio de la democracia, de lo que lo estaba con arreglo al proceso mayoritario (ibíd., p. 17). De las dos concepciones de la democracia, la “mayoritaria” y la “constitucional”, “la primera acepta y la segunda rechaza la premisa mayoritaria” (ibíd., p. 20). Lo que Dworkin no nos explica es cómo es posible que el estatuto igual de todos los ciudadanos sea compatible con que los miembros de algunos órganos tengan un estatuto tan superior como para que sus decisiones puedan modificar las tomadas en procesos abiertos a la participación en igualdad de todos los ciudadanos y que dan lugar a decisiones apoyadas por la mayoría de ellos.

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de su laboratorio, siempre y cuando cuente con el método y las herramientas adecuados, en los campos de la decisión práctica y no puramente instrumental o técnica, en los ámbitos de la llamada razón práctica, las soluciones racionales no se averiguan, sino que se construyen; no se descubren, sino que se establecen; y se construyen y establecen mediante el diálogo intersubjetivo. b. Racionalidad consensual o consensualista. El patrón de racionalidad es el acuerdo, el consenso, pero no cualquier consenso. Para las filosofías de la racionalidad argumentativa o discursivas, no hay racionalidad sin consenso real o potencial, pero no todo consenso es racional, sino únicamente aquel que se alcanza en un proceso discursivo gobernado por las reglas de la argumentación racional. c. Racionalidad procedimental. Puesto que el parámetro de esta racionalidad es el consenso, se han de estipular las condiciones del consenso racional. Racional será sólo aquella decisión que alcance o sea apta para alcanzar el acuerdo entre todos los interlocutores que sean interesados reales o potenciales en el asunto sobre el que se decida, pero dicho acuerdo ha de ser la desembocadura de un proceso discursivo presidido por una serie de reglas que aseguren la libertad argumentativa de cada interlocutor y la igual consideración de todos ellos y de la dignidad de sus razones, que deben ser por igual tomadas en consideración en el debate. Por tanto, sólo será racional aquel acuerdo que, logrado bajo esa garantía de que el asentimiento no sea resultado de la violencia, el engaño o la discriminación, exprese un punto de vista imparcial y un interés general, el interés de todos una vez que son forzados por tales reglas procesales a renunciar al uso manipulativo de sus intereses particulares. d. Racionalidad formal. Si las decisiones racionales son las que se consiguen de tal manera, el contenido de la decisión racional no es un contenido materialmente sentado de antemano, sino uno que se ha de alcanzar y que será racional no por lo que en él se diga, sino porque a él se haya llegado en una argumentación respetuosa con aquellas reglas del argumentar racional. e. Racionalidad en escala o gradual. Se parte de un modelo de argumentación perfecta, en la que fueran interlocutores reales todos los interesados y en la que se respetaran plenamente esas reglas procesales de la argumentación racional. De ese modo tenemos algo parecido a lo que Habermas denomina la situación ideal de diálogo. Pero se trata de un modelo contrafáctico y se asume que los diversos condicionantes prácticos de las argumentaciones reales no permiten alcanzar tales decisiones que son plenamente racionales en su contenido porque se ha cumplido por completo con las mencionadas reglas. Sin embargo, ese modelo así postulado sirve de patrón o medida para juzgar de la mayor o menor racionalidad de las argumentaciones reales y, con ello, de la de sus resultados,

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de las decisiones en que acaban. Por de pronto, hay ciertas discusiones que quedan de antemano descartadas, por razón de sus contenidos, como decisiones racionales. Son aquellas que en un contexto de racionalidad argumentativa jamás podrían ser consentidas por algunos de los interesados si no es porque media engaño o miedo. Tal sería el caso, por ejemplo, de una decisión legislativa que estableciera que serán esclavos los ciudadanos de una determinada raza. Aplicada al derecho una teoría de la argumentación con tales notas, cabe preguntarse por su utilidad y su virtualidad crítica, dados los condicionantes de las decisiones jurídicas y dado que en derecho importa no sólo que la decisión sea debatida y consensuada, sino también, y muy principalmente, que la decisión en efecto recaiga dentro de un plazo razonable y sirva, precisamente, para zanjar desacuerdos y enfrentamientos. Hay más acuerdo en que el modelo de racionalidad argumentativa se aplica mejor a la legislación y es útil para la teoría de la legislación, pero se debate la medida en que sirva como modelo de racionalidad de la decisión judicial. No podemos aquí entrar en más detalles al respecto, pero sí mencionar que lo que de útil tenga esta teoría para la valoración de las decisiones judiciales en términos de racionalidad vendrá dado por dos factores. Uno, la actitud del que decide, que sólo permitirá decisiones racionales si dicho decididor pretende que su elección puede ser convincente para lo que Perelman, uno de los grandes precursores de Alexy, llama el auditorio universal, compuesto por todos los seres humanos dotados de razón y en cuanto dotados de razón. Dos, la calidad de los argumentos con los que el decididor justifica su decisión, que no sólo han de pretender convencer a un auditorio universal (en lugar de persuadir mediante seducción y artificios retóricos a un auditorio particular formado por concretas personas), sino que han de estar exentos de elementos que los hagan incapaces de logar un acuerdo fundado en razones serias: falsas inferencias, datos falsos, juego deliberado con la ambigüedad, deficiente fundamentación de afirmaciones de contenido no evidente, etc. En resumidas cuentas, la teoría de la argumentación jurídica de impronta alexyana arranca de dar por sentado que las decisiones jurídicas son propia-

 Véase al respecto la discusión entre Klaus Günther y Habermas, por un lado, y Alexy, por otro. Los primeros mantienen que el modelo de racionalidad argumentativa de Alexy sirve para juzgar de la racionalidad de las decisiones legislativas, en las que está presente el que llaman discurso de fundamentación, pero no para las decisiones judiciales, en las que el discurso es de aplicación y no se trata de establecer qué norma es la mejor, sino cómo se hace mejor justicia a los hechos y donde, por tanto, se debe argumentar sobre los hechos del caso y no sobre la justicia de las normas generales. Para un breve resumen de tal debate puede verse García Amado. “La teoría de la argumentación jurídica: logros y carencias”, en Revista de Ciencias Sociales, n.º 45, Valparaíso, 2000, pp. 117 y ss.

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mente decisiones y no puros actos de conocimiento y transposición de verdades preestablecidas, pero la asunción de ese componente decisorio no convierte las resoluciones de los operadores jurídicos, tales como legisladores o jueces, en puramente subjetivas, arbitrarias sin vuelta de hoja y no aptas para una crítica intersubjetiva que sea algo más que expresión de las preferencias personales e igualmente subjetivas del crítico de turno. Al contrario, una decisión jurídica vale, en términos de racionalidad, por lo que valen los argumentos que la sustentan, lo que éstos valen en cuanto aptos para alcanzar un acuerdo intersubjetivo. Cuanto más amplio y más racional acuerdo alcancen tales argumentos bajo aquellas condiciones de racionalidad argumentativa que hemos mencionado, tanto más racional podrá reputarse la correspondiente decisión. Así entendida la teoría de la argumentación jurídica y así expuestas las grandes líneas de su modelo de racionalidad de las decisiones jurídicas, tenemos que dicha teoría ni mantiene la existencia de una única solución correcta para cada caso ni niega la discrecionalidad judicial. Sirve para descartar determinadas decisiones como irracionales, bien porque jamás podrían ser libremente consentidas por interlocutores interesados y suficientemente ilustrados, bien porque, aun cuando tal consenso en hipótesis cupiera, aparecen tales decisiones justificadas con argumentos erróneos desde el punto de vista lógico-formal o empírico y a tenor de los saberes de cada momento, o con argumentos inadmisibles por arbitrarios o por incompatibles con los axiomas en que se apoya la teoría y la práctica del derecho del momento. Pero pueden ser varias y distintas las decisiones que caben como racionales porque sus argumentos sean en ese sentido correctos y porque puedan ser aptos para un consenso racional. En cuanto a la discrecionalidad, resulta claro que el elemento propiamente decisorio no queda descartado de las resoluciones judiciales. Las teorías de la argumentación vedan al juez aquellas decisiones irracionales por no aptas para un acuerdo intersubjetivo libre y bien fundado e imponen al juez la obligación de justificar argumentalmente con el máximo rigor y buscando con la máxima

 Aquí viene a cuento la llamada Sonderfallthese o “tesis del caso especial” de Alexy. Señala Alexy que la argumentación jurídica está sometida a condicionamientos que la especifican y que condicionan sus resultados posibles y racionales, pues no puede tal argumentación, en particular la justificadora de decisiones judiciales, prescindir de ciertos datos. El discurso jurídico es un caso del discurso práctico general porque en él se plantea “una pretensión de corrección”. Pero es un “caso especial, porque la argumentación jurídica tiene lugar bajo una serie de condiciones limitadoras”: “la sujeción a la ley, la obligada consideración de los precedentes, su encuadre en la dogmática elaborada por la ciencia jurídica organizada institucionalmente, así como […] las limitaciones a través de las reglas del ordenamiento procesal”. Robert Alexy. Teoría de la argumentación jurídica (trad. de M. Atienza e I. Espejo), Lima, Palestra, 2007, p. 46.

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honestidad el consenso; pero, puesto que pueden ser varios los contenidos del fallo judicial que cumplan tales requisitos, al juez le compete elegir con prudencia la que le parezca decisión mejor y más convincente, no sólo para él, sino, pretendidamente al menos, para cualquier observador imparcial. Que el juez deba buscar la mejor decisión posible no implica dar por sentado, al estilo de Dworkin, que la decisión correcta sea sólo una. Si la perfección del modelo contrafáctico que sirve de patrón de medida es prácticamente imposible entre decididores humanos y en las sociedades reales, podremos hablar de decisiones mejores y peores, como más satisfactoriamente racionales o menos, pero no de la única decisión correcta. Creo que esa es la postura del primer Alexy, el de la Teoría de la argumentación jurídica, pero otros autores de la iusfilosofía discursiva han mantenido, en cambio, que sí existe para cada caso una decisión correcta única. Es el caso de Habermas en su obra Facticidad y validez, quien en esto se apoya en Klaus Günther y en su libro Der Sinn für Angemessenheit quien, a su vez, bebe a este respecto en Dworkin. Es muy curiosa la evolución del propio Alexy. Mientras que, por un lado, ha discutido esa tesis de Habermas y Günther sobre la única respuesta correcta, por otro, ha encontrado en el mismo Dworkin la gran inspiración para su doctrina de las normas constitucionales de derechos fundamentales como principios y para su teoría de la resolución judicial de los conflictos entre derechos fundamentales mediante el método de la ponderación. Por esa vía acaba Alexy por acercarse mucho a las tesis de la única respuesta correcta, al menos para esos casos en los que se pondera para dirimir conflictos de derechos. Veamos esto último con algo más de detenimiento. En la estela de Dworkin, entiende Alexy que el sistema jurídico se compone de dos tipos de normas: las reglas y los principios. Las reglas tienen la consabida estructura condicional si… entonces: ligan a un supuesto de hecho una determinada consecuencia jurídica. Si los hechos que se juzgan son subsumibles bajo el supuesto de hecho de la regla, debe seguirse la imposición de la consecuencia jurídica como contenido del fallo judicial del caso. Las reglas tienen dos propiedades a la hora de ser aplicadas. Una, que si dos reglas entran en conflicto para el mismo hecho, en cuanto que para él proponen soluciones distintas, esas dos reglas no pueden convivir en el sistema jurídico y el juez deberá eliminar una de ellas para poder decidir el caso, bien aplicando los métodos conocidos de resolución de antinomias, o bien, cuando persista la contradicción, eliminando directamente una de las dos. La segunda peculiaridad aplicativa de las reglas consiste en que o se aplican o no se aplican, pero no caben términos medios ni aplicaciones parciales.

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En cambio, los principios son mandatos de optimización. Una norma jurídica que sea un principio establece una obligación por la que el juez debe velar, pero esa obligación tiene una estructura distinta. El principio no tiene la forma condicional si… entonces, sino esta otra: debe hacerse X en la mayor medida posible. Según esto, la norma que dijera “Los ciudadanos deben ser honrados” sería un principio. Los principios tienen sus dos correspondientes peculiaridades aplicativas que los diferencian también de las reglas. La primera, que cuando dos principios concurren en un caso proponiendo soluciones diversas a éste, esos dos principios pueden seguir conviviendo dentro del sistema jurídico y no hay necesidad de eliminar del sistema uno de ellos. Entre principios, las antinomias no son mortales. La segunda, que los principios se aplican en escala, en más o en menos, según permitan o propugnen los hechos y circunstancias del caso. La aplicación de los principios no se da en términos de sí o no, de todo o nada, sino que es una aplicación “ponderada”. Veamos el principio imaginario de nuestro ejemplo, a tenor del cual “los ciudadanos deben ser honrados”. A la hora de que un juez establezca si la norma ha sido cumplida o no por un determinado ciudadano en un caso, habrá de atenerse al contexto y las circunstancias, pues hemos quedado en que esa norma es traducible a la siguiente expresión: “Los ciudadanos deben de ser todo lo honrados que en el contexto quepa y que las circunstancias permitan”. Pongamos que el ciudadano X fue infiel a su esposa, que el ciudadano Y finge agotamiento para prestar un menor rendimiento laboral y que el ciudadano Z hace apuestas en las carreras de caballos utilizando información privilegiada que le proporcionan algunos jinetes. ¿Cómo enjuiciar desde el principio mencionado tales comportamientos? Pues habrá que estar a cosas tales como las siguientes: cuántas veces fue X infiel, de qué manera, en qué condiciones, si su mujer también le era infiel o no, si era o no feliz en su matrimonio, si amaba o no a la otra persona, etc. En cuanto a Y, habrá que tener en cuenta en qué condiciones trabaja, cómo es tratado en su empresa, si está bien pagado o no, etc. Y en lo referido a Z, se habrá de mirar cuánta es esa información privilegiada y de qué tipo, cómo es su relación con esos jinetes que lo informan, si hay

 Y asumamos también, como parte del ejemplo, que no hay en el sistema ninguna regla que declare legales tales comportamientos o que les señale específicas consecuencias sancionatorias. Esta precisión no es baladí, pues desde una perspectiva positivista podría sostenerse que esos principios no tienen más valor que el de ser justificación de las consiguientes reglas que los precisan en su alcance y que sólo sirven o para ayudar a la interpretación de tales reglas o para colmar las lagunas que puedan existir. En cambio, para la óptica neoconstitucionalista los principios puede servir también para justificar las excepciones en la aplicación de las reglas a ciertos casos que claramente caen bajo ellas.

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más apostadores que procedan igual, qué relevancia social tienen las carreras de caballos y las apuestas, cuánto gana o pierde habitualmente Z al apostar, etc. Tenemos, pues, que la decisión aplicativa de principios se aproxima enormemente a lo que de forma tradicional se conoce como decisión en equidad o justicia del caso concreto. Alexy defiende en su teoría de la interpretación jurídica la preferencia de la norma positiva y de los cánones tradicionales mediante la que suele ser interpretada. Pero se trata de una preferencia prima facie , lo que significa que debe excepcionarse la aplicación de la norma positiva, incluso de la norma que para el caso sea clara, cuando comparezcan en sentido contrario razones muy fuertes de justicia o consecuencialistas, y siempre y cuando tales razones se argumenten de modo exhaustivo y muy competente en la correspondiente decisión. Vemos así cómo desde la moral se pueden justificar excepciones a la aplicación del derecho positivo. Pero no choca en Alexy, pues éste ataca la separación positivista entre derecho y moral e insiste en que a todo sistema jurídico le es inmanente y constitutiva una pretensión de justicia, por lo que la justicia es por definición norma suprema de todo derecho posible. ¿Nos acerca esto a la tesis de la única decisión correcta? Parece que un tanto sí, al menos en esos casos en que los mandatos de la justicia sean tan evidentes como para justificar que se contraríe en su nombre lo prescrito por el derecho positivo. Sea como sea, a Alexy su teoría de las normas jurídicas que son principios, y principios positivados, le sirve ante todo para proponer salida al problema de los conflictos entre derechos constitucionales. Casi todos los derechos fundamentales recogidos en las constituciones lo están en normas que serían principios y, por tanto, esas normas están abocadas a chocar en numerosos casos, sin que por ello ninguna deba ser descartada del sistema, y están llamadas también a ser

 Cfr.: Alexy. “Juristische Interpretation”, en Recht, Vernunft, Diskurs, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1995, pp. 71 y ss., esp. pp. 90-91. Alexy. Teoría del discurso y derechos humanos, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 1995, pp. 57 y ss.  Para Alexy, el derecho encierra siempre una pretensión de corrección (de ahí que el discurso jurídico sea un caso del discurso práctico general) y “[L]a pretensión de corrección formulada por el derecho comprende una pretensión de justicia. La justicia es la corrección con respecto a la distribución y al equilibrio, y el derecho, en todas sus ramificaciones, no puede prescindir de la distribución y el equilibrio. Las preguntas sobre la justicia son preguntas morales. Si el derecho realiza una distribución o equilibrios incorrectos, comete por ello una falla moral. Esta falla es, al mismo tiempo, una no ejecución de la pretensión de corrección necesariamente formulada por el derecho. La no ejecución de una pretensión necesariamente formulada por el derecho es, sin embargo, una falla jurídica” (Alexy. “Sobre la tesis de una conexión necesaria entre derecho y moral: la crítica de Bulygin”, en Robert Alexy y Eugenio Bulygin. La pretensión de corrección del derecho. La polémica sobre la relación entre derecho y moral, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2001, pp. 114-115.

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aplicadas mediante el método ponderativo. Pensemos en un ejemplo sencillo. Una norma constitucional, que llamaremos N1, dice que “Todos tienen derecho a la libertad de expresión”; otra norma constitucional, N2, dispone que “Todos tienen derecho al honor”. ¿Qué ocurre si un conciudadano mío, X, afirma en una reunión pública que sabe con total certeza que yo practico el bestialismo con gallinas? Si, por el momento, damos por sentado sin discusión que una afirmación así supone una mancha para mi honor, entendido aquí como reputación o estima pública, y puesto que es indudable en el caso que ese ciudadano se ha expresado libremente, tendríamos que mi conciudadano tanto ha ejercido su libertad de expresión como ha dañado mi honor, el honor que, según N2, yo tengo derecho a que se mantenga incólume. En otros términos, la acción de X consistente en proferir tal afirmación en la mencionada reunión pública tanto es subsumible bajo N1, y entonces es una acción permitida, puro ejercicio de un derecho de X, como es subsumible bajo N2, pues daña ese honor al que yo tengo derecho pleno. ¿Estamos, pues, ante una antinomia? Y, sea antinomia o no, ¿cómo se decide un caso así derecho en mano? Según Alexy, que en esto sintetiza –o lo pretende, al menos– lo que sería el método habitual de los tribunales constitucionales al decidir cuestiones así, y especialmente el Bundesverfassungsgericht, no hay esa antinomia mortal, pues N1 y N2 son principios, normas constitucionales de principio. Además, hay que ver el grado en que prevalece una u otra, pues, en tanto que principios, N1 y N2 son mandatos de optimización. Así que traduzcámoslas a principios por completo. N1 rezaría “Todos tienen derecho a la libertad de expresión en la mayor medida posible”, y N2 significaría “Todos tienen derecho al honor en la mayor medida posible”. ¿Qué marca para cada uno de esos derechos lo mayor posible de la medida? La competencia con otros derechos (u otras normas constitucionales que sean principios, aunque no sean normas que establezcan derechos) que concurren para el caso. Lo que, en el ejemplo que estamos manejando, pone límite a la absolutización o vigencia máxima de mi derecho al honor es el derecho a la libertad de expresión de X y lo que limita este derecho

 Por eso mantiene Alexy que hay algunas normas de derechos fundamentales que son reglas, porque no admiten la ponderación y ganan siempre en su conflicto con cualquier norma de principio. Sería el caso, por ejemplo, de la prohibición de la tortura. Si la norma que contiene tal prohibición es un principio, cuando ese derecho a no ser torturado entre en conflicto con otro derecho fundamental de otros sujetos, se ha de ponderar cuál de los derechos gana y cabe que para el caso se admita la tortura o algún grado “ponderado” de tortura. En cambio, si es una regla gana siempre. ¿Pero no hemos quedado en que pueden los principios excepcionar a las reglas? Si en este supuesto que usamos como ejemplo no caben tales excepciones, habrá que entender que estamos ante una categoría especial de reglas, a las que tal vez podríamos llamar superreglas jurídicas.

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de X es mi derecho al honor. Hasta aquí nos movemos en unos muy razonables términos abstractos. Ni el positivista más cerril negaría que unos derechos limitan el alcance de otros, y esto tanto en los derechos fundamentales presentes en la Constitución como entre cualesquiera derechos que puedan entrar en competencia en un caso. El derecho de Y al libre uso y disfrute de la vivienda está limitado por el derecho de Z, su casero y propietario de la vivienda, a que ésta no sea gravemente dañada por las acciones descuidadas o malintencionadas de Y. ¿Dejan acaso de ser reglas y pasan a ser principios la norma que funda el derecho de Y y la norma que funda el de Z? A nada que nos descuidemos, las reglas desaparecen, el sistema se nos llena de principios y los jueces se pasarán las sentencias ponderando y decidiendo según merezcan las circunstancias del caso, en equidad, por tanto. Pero dejemos la crítica para un poco más adelante y sigamos con la exposición sintética de las propuestas de Alexy. Según nuestro autor, prima facie tanto N1 como N2 vienen al caso. Además, se trata posiblemente de dos principios que en abstracto tienen un peso o importancia igual o muy similar dentro del esquema constitucional. ¿Cómo se soluciona esa doble candidatura para un caso que sólo puede decidirse dándome la razón a mí, y la preferencia a mi derecho, o dándosela a X y al derecho suyo? Pesando esos derechos a la luz de las circunstancias del caso concreto. Ese pesaje es lo que se denomina ponderación. Vistas esas circunstancias, esos datos de hecho, la balanza indicará cuál derecho pesa más en esta ocasión. ¿Vistos los hechos del caso o valorados los hechos del caso y, previamente, su prueba? Vistos, no valorados, pues una de las constantes de este tipo de doctrinas consiste en rehuir el término “valoración” cuando por tal se entiende algo distinto de una constatación objetiva (pues para constatación objetiva ya está el pesaje o ponderación) y se alude a la apreciación subjetiva del decididor. Porque si hay tal valoración subjetiva previa de los hechos del caso por el decididor, entonces el resultado del ulterior pesaje está seriamente condicionado por ella y la ponderación no es más que la constatación de lo que pesan unos hechos a los que previamente el decididor ha cargado del peso que quiere. Si a mí se me pide que tome una balanza para constatar si pesa más el objeto A o el objeto B, que parecen de peso muy similar, pero se me permite que manipule esos objetos antes de ponerlos en un platillo y el otro de la balanza y, además, cuento con mis razones para preferir que el objeto A pese más que el objeto B, tengo muy fácil el conseguir ese resultado deseado: limo el objeto B o le pego algún elemento más al objeto A. Luego diré que los pesé o ponderé y que en ese momento en verdad A pesaba más que B. Y no mentiré con tal afirmación, ciertamente.

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Pero no confundamos lo de Alexy con lo nuestro y sigamos con él. Para Alexy cada principio tiene por sí una importancia o peso en abstracto y en cada caso de conflicto hay que ver el peso en concreto que los hechos del caso tienen por sí. Ese peso de los hechos va a determinar el grado en que cada uno de los derechos-principios concurrentes se va a ver afectado, para bien o para mal, cuánto se ve por esos hechos favorecidos uno de los derechos y cuánto resulta dañado o limitado el otro. Para poder seguir trabajando con nuestro ejemplo, tendremos que adornarlo un poco, pues, tal como está, todavía no se puede hacer el pesaje. Así que añadamos lo que sigue. X hizo su afirmación una sola vez, sin poner mucho énfasis y como de pasada, en una reunión pública, pero en la que sólo estaban presentes diez personas, todas de su confianza y conocidas por su discreción. De hecho, sólo una de ellas lo fue contando por ahí y por eso yo acabé enterándome de que se me atribuía tal historia con mi gallina. Además, yo soy un personaje turbio, llevo a mis espaldas cinco divorcios, bebo en demasía, piropeo con descaro a las mujeres. Para colmo, X logra probar que él no se inventó mi hazaña sexual, sino que se la contó con gran convicción la portera de mi edificio, la cual, interrogada en el proceso, sostuvo sin pestañear que había llegado a esa conclusión porque por la noche oye cacarear con alarma a la gallina con la que convivo, en las horas en que esos ingenuos animales suelen reposar plácidamente. Pues bien, con esos datos en la mano, el tribunal deberá ponderar y podrá establecer el grado de merma que mi derecho al honor ha sufrido y el correlativo beneficio para el derecho de X a la libertad de expresión. Si resulta que mi derecho se ha dañado en poco y el de X sufriría un quebranto mayor si se le obligara a indemnizarme, gana la libertad de expresión de X. Si la ponderación da que semejante imputación hace trizas mi derecho al honor y, por el contrario, poco se ve afectado el derecho de X si ha de resarcirme, gano yo. ¿Cómo se sabe qué derecho gana en este caso, esto es, cuál es el nivel de afectación negativa del derecho de uno o positiva del otro? Ponderando esos derechos a la luz de las circunstancias que he explicado. ¿Qué es lo que sopesa, los derechos o los hechos? Las dos cosas, y siempre la una a la luz de la otra. ¿En qué consiste la ponderación exactamente, en la apreciación del grado de afectación de cada uno de los derechos o en el pesaje final una vez establecido eso? En las dos cosas.

 Aquí, en aras de la simplificación, hemos optado por poner en litigio dos derechos-principios que tienen un peso abstracto igual o similar, o simplemente en asumir que así sea. Si usáramos derechos-principios de peso abstracto distinto tendríamos que complicar el razonamiento ponderativo y, al tiempo, habría que interrogarse también sobre la balanza con la que se averigua el peso abstracto y relativo de cada principio.

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Esa ponderación va a dar seguramente un resultado distinto del que resultaría si fueran diferentes unas cuantas de esas circunstancias descritas; por ejemplo, que la reunión fuera de mil personas y que X hubiera dicho tres veces y entre risitas eso que de mí dijo. Llega el momento de explicar, aunque sea con gran brevedad, cómo se hace la ponderación, según Alexy. Pongamos que se juzga un caso de conflicto entre derechos fundamentales recogidos en normas constitucionales que son principios. Llamamos D1 y D2 a esos derechos enfrentados. Uno de ellos, D1, resulta limitado por la acción o medida que se enjuicia; el otro, D2, sale beneficiado de tal acción o medida. El juicio final dependerá del cotejo correlativo del perjuicio de D1 y el beneficio para D2. Ese cotejo se llama en su conjunto ponderación. Tiene tres pasos, en cada uno de los cuales se realiza un escrutinio distinto. El primero es “el test de idoneidad”, a fin de comprobar si de la medida o acción enjuiciada y que perjudica a D1 se deriva algún beneficio para otro derecho o principio, en este caso para D2. Si la respuesta es negativa, la acción o medida enjuiciada se reputará inconstitucional. El segundo es el “test de necesidad”, para comprobar si cabía una acción o medida alternativa que, beneficiando lo mismo D2, limitara menos D1. Si la respuesta es afirmativa, el juicio resultante es de inconstitucionalidad. El tercer test es el de “proporcionalidad en sentido estricto”. Se trata ahora de cotejar propiamente el perjuicio para D1 con el beneficio para D2. Si aquel perjuicio es mayor que este beneficio, es decir, si el balance global sale negativo, la acción o medida es inconstitucional. Si hay empate entre perjuicio y beneficio o si es mayor el beneficio para D2 que el quebranto de D1, el juicio de constitucionalidad debe ser positivo.

 Críticamente y por extenso, García Amado. “El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica”, en Ricardo García Manrique (ed.). Derechos sociales y ponderación, Madrid, Fundación Coloquio Jurídico Europeo, 2007, pp. 249 y ss. Sin duda, el mejor comentario y desarrollo de los derechos fundamentales y la ponderación en Alexy puede encontrarse en Carlos Bernal Pulido. El principio de proporcionalidad y los derechos fundamentales, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 3.ª ed., 2007.  Dice Alexy que los pasos para aplicar el test de proporcionalidad en sentido estricto, al que también llama “la ley de la ponderación”, son tres: “En el primer paso es preciso definir el grado de la no satisfacción o de afectación de uno de los principios. Luego, en un segundo paso, se define la importancia de la satisfacción del principio que juega en sentido contrario. Finalmente, en un tercer paso, debe definirse si la importancia de la satisfacción del principio contrario justifica la afectación o la no satisfacción del otro”. Ver su “Epílogo a la Teoría de los derechos fundamentales”, en Revista Española de Derecho Constitucional, n.º 66, septiembre-diciembre de 2002, p. 32 (trad. de Carlos Bernal Pulido). Este “Epílogo” fue redactado por Alexy para la traducción inglesa de su Teoría de los derechos fundamentales, publicada en el año 2002 por Oxford University Press bajo el título A Theory of Constitutional Rights. Actualmente figura también en la segunda edición castellana de la Teoría de los derechos fundamentales de Alexy traducida por Carlos Bernal Pulido (Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2007, pp. 511 y ss.).

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La aplicación de este test de proporcionalidad en sentido estricto presupone la asignación de magnitudes manejables de daño y beneficio para D1 y D2, respectivamente. Alexy no se engaña en exceso en cuanto al grado en que cabe afinar en semejante cálculo. Dice que normalmente funcionará con una escala trimembre de perjuicio o beneficio: mucho, regular y poco. Si resulta, por ejemplo, que D1 se daña en poco y D2 se beneficia regular, el resultado es positivo. Si es poco, regular o mucho tanto lo uno como lo otro, hay empate, el balance queda a cero y también es positivo el juicio. Si, por ejemplo, D1 sufre mucho y D2 se amplía poco, el juicio es negativo. Es fácil agotar las combinaciones posibles de esas tres magnitudes. Aplique el lector este método ponderativo al ejemplo de la gallina antes mencionado y vea cuánta objetividad cabe suponerle al resultado. O pensemos en otro supuesto. Pongamos que se juzga una ley que permite, bajo estrictas garantías y controles, la práctica de la eutanasia para enfermos terminales. Admitamos que con ello se merma el derecho a la vida, pero gana el derecho a la libertad personal. ¿Cuánto se limita el primero de esos derechos y cuánto gana el segundo? Parece muy claro que tales juicios dependerán enormemente de la concepción de la vida y de la libertad que maneje quien haya de decidir y de la consiguiente proyección sobre el caso de esos parámetros valorativos del intérprete. ¿O se trata acaso de magnitudes objetivas y constatables? Si es lo segundo, si son magnitudes objetivas y constatables, se deberá explicar por qué existe entre los ciudadanos y entre los juristas y jueces tan gran variedad de concepciones contrapuestas sobre el significado y alcance del derecho a la vida y del derecho a la libertad, y cómo es posible que puedan los jueces del caso averiguar el peso real de esos derechos allí donde todo el mundo discrepa y opina distinto, en función del pluralismo moral e ideológico que la propia Constitución consagra y ampara. Si, por contra, admitimos que es el decididor el que, desde su particular concepción del mundo y desde sus convicciones profundas, carga esos derechos concurrentes con sus valores positivos y negativos, resultará que lo determinante del resultado de la sentencia no es la ponderación del peso relativo de los derechos así “cargados”, sino aquella valoración previa que da a cada uno su peso. En este caso, la ponderación pierde toda pretensión posible de objetividad, no hay base ninguna para pretender en un asunto como éste que la resolución que se tome sea más correcta que la hipotética resolución contraria, y el llamado método de ponderación será, todo lo más, un esquema

 Entre otros muchos lugares, puede verse Alexy. Teoría del discurso y derechos constitucionales, México D. F., Fontamara, 2005, pp. 64 y ss., 83 y ss. y 94 y ss.

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argumentativo que señala en qué aspectos debe el juez hacer énfasis a la hora de hora de motivar su fallo, si bien más abajo haremos también alguna objeción a tal propósito. Pero no se acaban ahí las dificultades del método, ya que también los otros dos pasos o test pueden resultar muy engañosos. Volvamos a nuestro ejemplo. Hemos dicho que los derechos en competencia eran el derecho a la vida, por un lado, y el derecho a la libertad, por otro. Pero, ¿por qué ésos y no otros, además o en lugar de éstos? Pensemos en el principio de dignidad e introduzcámoslo en el debate. Los partidarios de la legalización de la eutanasia señalarán que la justifica el derecho de cada uno a una vida digna y su correlato en el derecho a una muerte digna y sin sufrimientos atroces. Los que se oponen aducirán seguramente que no hay mayor indignidad para la vida de una persona que el matarla, aunque sea por compasión, a lo que más de uno agregará –o pensará sin decirlo muy alto– que la vida de cada uno no es suya, sino de Dios, que el sufrimiento dignifica la muerte, etc. Ambos modos de pensar y de interpretar el principio de dignidad personal caben dentro de la Constitución que acoge el pluralismo como uno de sus supremos principios. Si metemos la dignidad en la ponderación del caso, cada cual valorará muy diferentemente su tipo –positivo o negativo– y su grado de afectación por la ley que permite la práctica de la eutanasia, y con ello volvemos a las incertidumbres del juicio de proporcionalidad en sentido estricto. Pero, antes de ese tercer paso, el resultado del test de idoneidad estará condicionado por la decisión de presentar el caso como pugna entre el derecho a la vida y el derecho a la libertad o entre el derecho a la vida y el derecho a la dignidad. Según qué derechos o principios seleccione el juez para hacer el test de idoneidad, resultará constitucionalmente idónea o no la medida enjuiciada. Si a usted le dicen que ha de ser el árbitro de un partido de fútbol en el que han de competir en buena lid dos equipos y en el que ha de ganar el equipo que objetivamente meta más goles, y se le dice que uno de los equipos será el Real Madrid, pero el otro puede seleccionarlo usted de entre una larga lista, si usted es fanático del Real Madrid usted va a procurar que gane haciendo que juegue contra la selección de casados veteranos de su barrio. En cambio, si usted detesta al Real Madrid lo va a poner a jugar contra el Arsenal y entonces es fácil que pierda. Luego, usted dirá que arbitró imparcialmente y con el mayor rigor el partido, pero no podrá pretender en serio que no tuvo nada que ver con que el Real Madrid ganara o perdiera. ¿Y qué pasa con el test de necesidad? ¿Cabe una medida alternativa a la eutanasia que satisfaga en el mismo grado el derecho del enfermo terminal, pero que dañe menos el derecho de enfrente? Para empezar, todo dependerá, de nuevo, de cómo, con qué contenido se conciba el derecho a la vida. Pero,

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además y sobre todo, y en lo que a este concreto test se refiere, todo dependerá de cuántas alternativas se quieran introducir y cómo se valoren. Quien se opone a la eutanasia invoca el derecho a la vida, que no abarca el derecho a decidir sobre la propia muerte. Quien la defiende echa mano del derecho de libertad para mantener que el derecho a la vida no está en conflicto con la libertad para decidir sobre la propia muerte en ciertos casos de enfermedad terminal y para evitar sufrimientos terribles, físicos o morales. Pero supongamos que se deja de lado ese debate y que se quiere eliminar la constitucionalidad de la ley en cuestión tomando a sus defensores por la palabra. Esto se podrá conseguir jugando con el test de necesidad y sacando de la manga alguna alternativa menos dañosa para el derecho que, desde este punto de vista del opuesto a la eutanasia, padece restricción en esa ley: el derecho a la vida. Puesto que los defensores han dicho que se ha de respetar el derecho a evitarse dolor, angustia y sufrimientos en una situación de enfermedad incurable, se podría decir que bastaría que la ley admitiera la fuerte sedación de tal paciente y que se le ponga en situación de no experimentar dolor físico ni sufrimiento psíquico. ¿Tal medida alternativa dañaría menos el derecho a la vida –al menos desde ciertas concepciones del derecho a la vida–? Para muchos, sin duda sí. Entonces, la ley de eutanasia no pasa el test de necesidad… para los que así piensan. En resumen, los resultados del test de necesidad se condicionan desde tres frentes, que suponen otras tantas valoraciones del decididor: el contenido que se asigne a los derechos-principios, las alternativas de regulación posible que quieran introducirse en el debate –para lo cual será crucial la imaginación que despliegue quien decida– y la apreciación que de esas alternativas se haga en cuanto a si afectan o no, y cuánto, al derecho limitado. Permítaseme una anécdota personal. Hace unos meses conversaba con un buen amigo e importante abogado que estaba defendiendo ante un tribunal internacional ciertas medidas legales de su estado que habían sido denunciadas ante ese tribunal, competente en el asunto. El denunciante y los fiscales sostenían que esa medida legal del estado chocaba frontalmente contra un derecho que tal tribunal viene considerando intangible; es decir, que viene tratando como si fuera una regla, en el esquema de Alexy. Y mi amigo me decía: “He de conseguir que el tribunal vea tal derecho como un principio, para que admita que puede ponderarse contra los otros derechos o principios que amparan la medida de mi Estado”. Así pues, ¿ese derecho era en sí una regla o depende de cómo quiera “leerlo” el intérprete? Parece que lo segundo y que la asignación a una norma constitucional de la condición de regla o principio es secuela o consecuencia de la previa “elección de método” por el intérprete: si quiere entrar a ponderar para admitir que el derecho pueda limitarse, dirá que es un

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principio; si prefiere excluir de antemano la juridicidad de la medida limitadora, dirá que aquel derecho está amparado por una regla. Muy nítidamente se aprecia lo anterior en otro ejemplo, muy polémico en Alemania durante estos últimos años. Para Günther Dürig, en su comentario de 1958 al artículo 1.º de la Constitución alemana, la dignidad humana, que en dicho artículo se califica como intocable (“unantastbar”), equivaldría a lo que hoy se llamaría una regla, y no admite limitación en nombre de ningún otro derecho o principio, pues es la columna vertebral de todo el sistema jurídico y la razón de ser o núcleo de todos los demás derechos. El Tribunal Constitucional Alemán ha venido entendiéndolo y aplicándolo así. Un importante ejemplo reciente es la sentencia en la que declara la inconstitucionalidad de la ley federal que permitía el derribo de aviones de pasajeros en caso de que hayan sido tomados por terroristas y quepa una fundada certeza de que van a ser usados para provocar una masacre del estilo 11 de septiembre. En una reciente puesta al día del tratado de Maunz-Dürig en el que figuraba tal comentario de Dürig al artículo 1.º, Mathias Herdegen, constitucionalista de la Universidad de Bonn, ha redactado un nuevo comentario de dicho artículo en el que se apunta que el derecho a la dignidad sería un derecho del mismo tipo que los demás derechos fundamentales contenidos en la Constitución alemana y, por tanto, abierto a la ponderación. Frente a tal interpretación del artículo 1.º ha reaccionado fuertemente Böckenförde, prestigiosísimo constitucionalista también, ex magistrado constitucional y, curiosamente, uno de los más duros críticos del neoconstitucionalismo principialista. ¿Quién tiene más razón? ¿Ese artículo 1.º encierra lo que en sí objetivamente es una regla, de modo que es falsa la tesis de Herdegen, o simplemente les (nos) parece a muchos mejor que sea tratado como una regla? Si es lo primero, cuando el principio de dignidad entre en juego en una sentencia bastará, en términos de

 1BvR 357/05. Esta sentencia es del 15 de febrero de 2006. Véanse especialmente sus párrafos 118 y siguientes.  Cfr.: Mathias Herdegen. “Art. 1 Abs. 1 I”, en Maunz-Dürig. Grundgesetz Kommentar, Múnich, Beck, 2003 (Lfg 42), pp. 24 y ss. El asunto tiene importancia capital en el debate que en Alemania viene dándose sobre si en algún caso puede estar constitucionalmente justificada la práctica de la tortura. Una exposición de esta polémica puede verse en Ignacio Gutiérrez Gutiérrez. “La dignidad quebrada”, en Teoría y realidad constitucional, n.º 14, 2004, pp. 331 y ss. Téngase en cuenta que, en su comentario original, Dürig había mencionado la tortura entre los supuestos de atentado contra la “unantastbar” dignidad (Cfr. Dürig, ii-3, p. 15 - Citamos por la “Sonderdruck” que la editorial Beck ha realizado del comentario de Dürig a los artículos 1 y 2 de la Ley Fundamental de Bonn en el Tratado Maunz-Dürig (Günter Dürig. Kommentierung der Artikel 1 und 2 Grundgesetz, Múnich, Beck, 2003).  Cfr. Ernst W. Böckenförde. “Bleibt die Menschenwürde unantastbar?”, en Blätter für deutsche und internationale Politik, n.º 10, 2004, pp. 1216 y ss.

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argumentación, que se diga que es una regla y que no puede admitir limitación ninguna. Si es lo segundo, el juez –o profesor– que lo quiera calificar como regla deberá argumentar exigentemente las razones morales, políticas y prácticas que hagan preferible tal opción interpretativa y aplicativa. En este último caso, se estará asumiendo que esta o aquella norma constitucional no es una regla o un principio, sino que es el intérprete el que la hace una cosa u otra, según sea que quiera o no entrar a ponderar, según sea que prefiera o no admitir limitaciones para el correspondiente derecho o principio. Pero, entonces, repito, al razonamiento puramente ponderativo, con todas sus dependencias de valoraciones previas sobre grados de afectación de derechos y de cuáles derechos, deberá siempre anteceder la argumentación sobre el porqué de asignar a las normas constitucionales que vengan al caso una condición u otra, la de reglas o la de principios. Dar por supuesta, como dato ontológico-jurídico, esa condición es hurtar a la argumentación y, con ello, a la racionalidad argumentativa de la decisión, el dato esencial que desde el punto de partida condiciona el fallo. Esas son las razones por las que venimos diciendo que, en clave de racionalidad argumentativa y de teoría de la argumentación jurídica, la actual apoteosis de la ponderación constitucional suele implicar una minusvaloración de las exigencia de justificación argumentativa de las decisiones y la tácita asunción de un objetivismo decisorio que casa mal con los presupuestos de aquel tipo de racionalidad. Si la racionalidad argumentativa de las decisiones judiciales implica que el juez ha de justificar expresamente todas y cada una de sus valoraciones que sean determinantes del fallo, cuando se recurre a los esquemas de la ponderación deberían aparecer explícitamente justificadas las siguientes opciones: a. el contenido y alcance de los derechos que se manejan para el caso, lo que –al menos para el punto de vista positivista– supone justificar la interpretación que se hace de los enunciados normativos que expresan dichos derechos; b. la decisión de poner a competir en el caso unos derechos y no otros, de todos los que podrían ser candidatos para la ponderación; c. el juicio que afirma o niega que la medida o acción enjuiciada afecta negativamente a un derecho de esos previamente seleccionados; d. la afirmación o negación de que esa medida o acción beneficia a uno de esos derechos previamente seleccionados; e. la afirmación de que caben o no alternativas más favorables para el derecho que se dice limitado; f. el grado (mucho, regular o poco) de afectación positiva que se asigna al derecho previamente seleccionado como beneficiario y el de afectación negativa del otro previamente seleccionado como perjudicado. El más elemental repaso de las jurisprudencias constitucionales que apelan para justificar sus decisiones en estos asuntos al método ponderativo muestra

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bien a las claras que no suele argumentarse apenas sobre los señalados extremos. Al contrario, se finge un objetivismo tal, que pareciera que los derechos y sus normas compiten porque sí y por sí mismos, no porque el aplicador los trae al caso; que cada uno pesa por sí y en abstracto lo que pesa; que los hechos del caso son claros y es evidente su peso a la hora de hacer la cuenta de cuánto afectan a los derechos en pugna, y que el tribunal de turno no hace más que averiguar, que constatar, el resultado objetivo del pesaje en el caso. Idénticas certezas a las que se aparentaban en el siglo xix al usar el método de la mera subsunción. Esa apariencia de objetividad del razonamiento aplicativo es la que sirve para dar por excluido o muy limitado el ejercicio de discrecionalidad judicial, lo cual, a su vez, es el pretexto perfecto para rebajar el listón de las exigencias argumentativas. Cuando el derecho y los hechos hablan por sí mismos y por sí mismos se ponen en relación, se acoplan y dan las repuestas, poco pone el decididor de su parte y, por tanto, poco tiene que justificar. Las cosas son como son y no hay más vueltas que darles. Y para saber cómo son y decírnoslo están los jueces; y los profesores. I I I . ¿ o b j e t i v i da d ? ¿ q u  o b j e t i v i da d ? El llamado neoconstitucionalismo entiende que la Constitución no se agota en los enunciados constitucionales ni en las interpretaciones posibles que de esos enunciados quepan de la mano con la semántica y la sintaxis de nuestro lenguaje ni con los cánones de la interpretación usuales en la práctica jurídica y que sirven para justificar la elección de alguna de esas interpretaciones posibles. La Constitución es más que el texto constitucional, puesto que de ella forma parte también un contexto axiológico, razón ésta por la que la aplicación de la Constitución debe en muchas ocasiones ir más allá de la pura interpretación de sus enunciados y de la apreciación de la prueba de los hechos del caso y buscar que en los fallos constitucionales se realicen esos valores objetivos que son, al tiempo que morales, también valores constitucionales. A la hora de justificar esos contenidos axiológicos objetivos de la Constitución, que la aclaran, la completan y proporcionan respuesta más segura o plenamente cierta para los casos, el neoconstitucionalismo tiene una serie de precedentes y se apoya en una serie de doctrinas principales. La primera, la tesis de la doctrina y la jurisprudencia constitucional alemanas de hace medio siglo, según la cual la Constitución encierra en última instancia un orden objetivo de valores que tienen un “efecto de irradiación” sobre el contenido de los enunciados constitucionales, especialmente sobre el referido a derechos y principios constitucionales, de tal manera que, en las versiones más radicales, como la de

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Dürig, se llega a proclamar que la Constitución toda está en esencia o in nuce contenida en una o unas pocas cláusulas valorativas de las recogidas en ella. Esos valores morales y constitucionales a un tiempo y que marcan tanto la esencia de la Constitución como su capacidad resolutoria de cualquier caso, eliminando o limando la discrecionalidad del aplicador, tienen distinta naturaleza y distinto origen. Algunos autores piensan en el derecho natural como la sede de aquéllos o dan por supuestos determinados valores religiosos, pero otros se acogen a filosofías de los valores distintas. De todos modos, los neoconstitucionalistas de hoy no suelen ser muy explícitos ni profundos a la hora de fundamentar esa ontología de los valores y las vías para su conocimiento y se suele dar por supuesto que argumentando se da con ellos, aunque, al final, acaba esta jurisprudencia moralizante y axiologizadora padeciendo graves deficiencias argumentativas, por lo que la teoría de la argumentación más parece que funciona como excusa que como verdadera fuente de esos conocimientos que se postulan. El aire conservador que impregnaba esas filosofías morales subyacentes quedó resuelto con Dworkin, autor cuyo progresismo parece fuera de dudas y que viene a insistir en la fuente social de dichos valores jurídicos, enésimo trasunto del positivismo, aunque sea ahora un positivismo moral. Pone en la concreta sociedad del momento la residencia de los valores morales que son al tiempo derecho, por lo que pareciera que el sistema jurídico, pese a la minusvaloración del legislador democrático, acaba siendo democrático de otra manera, como por ósmosis. Mediante tan curiosa y dialéctica síntesis, el pluralismo moral de las sociedades se resuelve y se disuelve en unas constituciones moralmente unívocas que expresan, sin embargo, la moral de las respectivas sociedades: tanto como para que ellas y el sistema jurídico todo, así alimentado de tal moral, contenga una única respuesta correcta para cada caso. Faltaba un método que, sobre tales bases, permitiera lo siguiente: trasladar esos valores objetivos a las decisiones judiciales que los aplican, de tal manera que éstas no aparezcan como determinadas por valoraciones de los valores, por apreciaciones subjetivas del contenido de esos valores presuntamente objetivos, sino como “aplicación” de las respuestas que para los casos dictan, desde su contenido en sí, esos valores. En otras palabras, afirmada la tesis ontológica de la existencia de aquellos valores como orden objetivo de valores, había que resolver el problema epistemológico de su conocimiento y manejo práctico. No se hace al respecto doctrina epistemológica, como veremos, sino que se da el salto a proponer el método que aligera tal problema: el método de la ponderación. Y sobre éste volvemos a insistir: si ponderar es sinónimo de valorar personalmente de buena fe o si admitimos que el resultado de esa etapa final de la ponderación, el dar cuenta de los productos del pesaje, depende de valoraciones así, el

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método ponderativo sirve, a lo más, para resaltar algunos aspectos de la decisión que, por valorativos, deben ser exigentemente argumentados. Pero entonces resultaría que estaríamos negando todos los anteriores puntos de partida: o no hay tal orden objetivo de valores, o es de contenido sumamente inconcreto, o es de contenido incognoscible con un mínimo rigor y, en cualquiera de estos casos, vuelve a campar por sus respetos esa discrecionalidad que afirma el malhadado positivismo y que se quería negar o reducir drásticamente. Acabamos por llegar a los fundamentos filosóficos del neoconstitucionalismo. Afirmaciones como la de que la Constitución tiene una sustancia axiológica objetiva o constituye un orden objetivo de valores, o la de que el juez debe guiar sus decisiones por los contenidos de tales valores para el caso, se quedan en puros dogmas superficiales y acríticos si no se argumentan suficientemente en cuanto a sus porqués, sus cómos y sus “para qués”. Y, en mi opinión, eso es lo que falta a gran parte del neoconstitucionalismo, pues sus deficiencias fundamentadoras son más palmarias que las de aquel constitucionalismo moralizante alemán de los años cincuenta y sesenta. No digo que fundamentos tales no sean posibles, pues existen muy competentes filosofías morales de corte objetivista y cognitivista a las que podría acudirse a tal fin. Lo que digo es que en esto muchos de los llamados neoconstitucionalistas suelen mantenerse en una indefinición que parece hacer sus postulados axiológicos compatibles lo mismo con el intuicionismo, con la filosofía material de los valores, con los iusnaturalismos varios, con planteamientos éticos sociologistas y consensualistas, con las éticas discursivas o con idealismos éticos diversos. Mucho me temo que bastantes constitucionalistas hacen de esa necesidad virtud y, a base de superficialidad y escurrir el bulto de lo esencial sobre sus esencias, pretenden pasar directamente al contenido político y abruptamente moralizante de sus posturas. Lo cual a los más escépticos nos hace pensar más bien que su muy proclamada moral jurídica tiene más de emotivismo o de prescriptivismo que de otra cosa y acabaría siendo una nueva forma de positivismo jurídico ideológico, si bien entendiendo que el derecho “positivo” que por sus contenidos morales obliga al acatamiento de ciudadanos, legisladores y jueces es el de la moral que “positivamente” cultivan los neoconstitucionalistas.

 Parece que algo de esta sospecha está detrás de la pregunta de Sanford Levinson: “Is Ronald Dworkin in fact the definitive source on what Hercules would in fact conclude, or is it possible that Dworkin himself might misapply “Dworkinian” jurisprudence?”. Sanford Levinson. “Hercules, Abraham Lincoln, the United States Constitution, and the Problem of Slavery”, en Arthur Ripstein (ed.). Ronald Dworkin, Cambridge University Press, 2007, p. 161.  Dice Comanducci del neoconstitucionalismo que “[D]ado que algunos de sus promotores (pienso por ejemplo en Alexy, Dworkin y Zagrebelsky) entienden que, en los ordenamientos democráticos y

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Este riesgo lo proclaman incluso autores no muy alejados del neoconstitucionalismo, como es el caso de Prieto Sanchís. Dice Prieto que no clave excluir esa derivación relativa al problema de la obediencia”, pues “si el derecho presenta ese lado ético y sus normas se identifican con arreglo a ciertas pautas morales, entonces bien pude postularse alguna forma más o menos vigorosa de obligación de obediencia (moral, claro está) a las normas jurídicas”. Afirma este autor que él no comparte “esa forma de entender el constitucionalismo”. Ahora bien: el mismo Prieto apunta también que el neoconstitucionalismo niega la tesis positivista de separación entre derecho y moral y mantiene que “la validez de las normas y decisiones ya no depende de su mera existencia u origen social, sino de su adecuación formal y sustantiva a la Constitución, y más aún, de su consistencia práctica con ese horizonte de moralidad que preside y se recrea en la argumentación constitucional”. En esto último está la clave. Por un lado, vemos ahí perfectamente dibujada la típica indefinición de las tesis neoconstitucionalistas, pues no se sabe muy bien –y no se explica más– qué es eso de la “consistencia práctica” con un “horizonte de moralidad” y cómo y con qué precisión aparece la “argumentación constitucional” determinada por tal horizonte. ¿Es un horizonte hermenéutico en la senda de Gadamer? ¿Se está aludiendo a un fenomenológico Lebenswelt? ¿Es predeterminación de contenidos desde una pragmática cuasitrascendental de estilo habermasiano? No lo sabemos, puede ser cualquiera de esas cosas o todas al tiempo; o ninguna. Pero, más allá de eso, interesa resaltar otro aspecto. Sólo tiene sentido para el antipositivismo afirmar la conexión necesaria entre derecho y moral por referencia a una moral cierta y verdadera. La negación de la separación entre derecho y moral desde posturas de escepticismo o relativismo moral tendría efectos mucho más “disolventes” y anárquicos que lo que se imputa al positivismo para combatir dicha separación que le es propia. Cuando dice que la Constitución está cargada de moral, del modo como el neoconstitucionalismo entiende esa “carga”, no se quiere decir de cualquier moral, pues en tal caso habría que decir que moralmente cualquier constitución es igual a cualquier otra y que la moral que contiene es la

constitucionalizados contemporáneos, se produce una conexión necesaria entre derecho y moral, el neoconstitucionalismo ideológico se muestra proclive a entender que puede subsistir hoy una obligación moral de obedecer a la Constitución y a las leyes que son conformes a la Constitución. Y en este específico sentido el neoconstitucionalismo puede ser considerado como una moderna variante del positivismo ideológico del siglo xix, que predicaba la obligación moral de obedecer la ley”. Paolo Comanducci. “Formas de (neo)constitucionalismo: un análisis metateórico”, en Miguel Carbonell (ed.). Neoconstitucionalismo(s), Madrid, Trotta, 2003, p. 86.  Luis Prieto Sanchís. Justicia constitucional y derechos fundamentales, Madrid, Trotta, 2003, p. 103.  Ibíd., p. 103.

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contingente moral de la respectiva sociedad, liberal o totalitaria, igualitaria o, por ejemplo, racista. Y si la Constitución está impregnada de la moral verdadera, es ésta la que ha de dirigir su concreción legal y su aplicación judicial, es esa moral verdadera la que debe guiar también el control judicial de constitucionalidad y, en consecuencia, se hace extraño pensar que no engendre una obligación moral de obediencia a las normas basadas en ella, en esa moral constitucional verdadera. Distinto es que se respete el derecho del desobediente a equivocarse, que una norma jurídica ampare como derecho la desobediencia del ciudadano a la verdadera moral. Pero esa desobediencia sería moralmente mala y epistemológicamente un error. Otra cosa no tiene sentido en un neoconstitucionalismo que quiera mantenerse mínimamente coherente. A lo anterior se replicará que esa moral constitucional, pongamos que verdadera, no es suficientemente precisa como para que los ciudadanos puedan conocer con exactitud en qué detalle y hasta qué punto los obliga en cada caso a obedecer o no la norma legal. Pero si se acepta esto, que parece tan razonable, habrá por la misma razón que restringir la posibilidad de que los jueces constitucionales conozcan de la constitucionalidad de la ley por referencia a ese “horizonte de moralidad constitucional”, como el neoconstitucionalismo suele pretender, y tendríamos ahí una excelente base para afirmar la prioridad del legislador, salvo en los casos de flagrante contradicción con la Constitución –que serán siempre casos de contradicción con la “letra” constitucional–, y, por consiguiente, una excelente base para propugnar el self-restraint de los jueces constitucionales. ¿Qué tendrían que justificar sobre el fondo de su doctrina para hacer inmerecida esta crítica? Al menos lo siguiente. En el plano ontológico, explicar: a. De qué sustancia se componen los valores, cuál es su naturaleza última: si son ideas platónicas; si son entidades ideales pero “formales”, al estilo de Scheler y Hartmann y de cierta fenomenología; si son entidades “intelectuales” del calibre del “mundo tres” de Popper o del “tercer género de materialidad” de que habla Gustavo Bueno; si son datos inscritos en la naturaleza humana, al

 El positivismo ideológico, el que al unir derecho y moral sanciona la obligación moral de obedecer al derecho, tiene su reverso en la consideración del delito como algo más que mera acción antijurídica, típica y culpable: el delito es una perversión, una inmoralidad, una autodenigración del delincuente. Así lo vemos muy claramente en uno de los padres del neoconstitucionalismo, Günther Dürig: “El valor de la dignidad que es propio de todo ser humano está también presente en el aquel concreto ser humano (por ejemplo el delincuente) que mal usa la libertad para su propia degradación (y precisamente esa libre posibilidad de autodegradación –un proceder que en el mundo animal es impensable– prueba esa posibilidad de libre configuración de uno mismo que constituye la dignidad propia de cada hombre)” (ii-2, p. 12).

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modo del iusnaturalismo racionalista, o puestos en ella por Dios, como quiere el iusnaturalismo escolástico; si son condiciones trascendentales del pensamiento humano; si son condiciones cuasitrascendentales de la comunicación lingüística; si son configuraciones históricas de un hegeliano espíritu objetivo; si son elementos del imaginario social vigente en un determinado momento histórico; si son elementos ideológicos, ya sea en el sentido negativo –que se supone que no– de Marx o en el neutro de Mannheim, etc. b. Cuál es el grado en que esos valores están rellenos de contenidos predeterminados, necesarios e inmutables, cuál el que tienen de contenidos cambiantes a merced de las historias y las mentalidades y cuál el que tienen de inconcreción o indeterminación. c. Cómo se estructura el sistema en función del tipo de interrelaciones que se dan entre los elementos –valores– que lo componen: si forman un sistema de los que Kelsen llamaba estáticos y en el que el contenido del valor superior y más general se va desplegando en valores inferiores que son concreciones de ese valor más general y de los sucesivos valores de tal pirámide en orden descendente, como parece que estaba en buena parte presuponiendo Günter Dürig, o si hay escala de valores, pero ordenados no de más abarcadores a menos, sino como valores autónomos y jerarquizados por importancia, por su “valor”, como sería el sistema de Max Scheler. Definido lo anterior, habría de resolverse luego el problema epistemológico, el de cómo pueden conocerse esos valores y quién puede conocerlos, explicando: a. Cuál es el “órgano”, propiedad humana o capacidad que los capta: si la propia naturaleza del ser racional, si una especie de alma por “anamnesis”, si la intuición, si la sensibilidad moral, si los sentidos, si el adiestramiento mediante la educación, si la fe, si la confianza en alguna autoridad terrenal o supraterrena, si la intersubjetividad, si el espíritu del pueblo, etc. b. Con qué grado de certeza y concreción puede conocerse su contenido: si de modo pleno y preciso, si de modo aproximado o puramente provisional, si como ecos inciertos, si de manera en todo, en mucho o en poco condicionada por el contexto socio-histórico o el mundo de la vida, etc. c. Quién puede conocer esos contenidos: si todas las personas, las mayorías, alguna minoría o sólo individuos determinados que tengan ciertas propiedades o habilidades especiales. Mientras tales asuntos no se expliciten con algún rigor y una mínima claridad, tendremos la sensación de que mucho de lo que llamamos neoconstitucionalismo juega al todo vale con tal de que se decida como yo quiero, y seguiremos pensando algunos que se trata de una doctrina mucho más política que iusfilosófica y mucho más prosaicamente moralizante que propiamente ética o jurídica.

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7. e l j u i c i o d e p o n d e r a c i  n y s u s pa r t e s . u n a c r  t i c a I. p la n t e a m i e n to En este trabajo esbozaré varias tesis: 1. La ponderación (Abwägung), como método, no tiene autonomía, pues su resultado depende de la interpretación de las normas constitucionales o legales que vengan al caso. 2. Cuando los tribunales constitucionales dicen que ponderan siguen aplicando el tradicional método interpretativo/subsuntivo, pero cambiando en parte la terminología y con menor rigor argumentativo, pues dejan de argumentar sobre lo que verdaderamente guía sus decisiones: las razones y valoraciones que determinan sus elecciones interpretativas. 3. Si lo anterior es cierto, implica que no hay diferencias cualitativas y metodológicamente relevantes entre: a. Reglas y principios. b. Decisiones de casos constitucionales y casos de legislación ordinaria. 4. Todo esto implica que todo caso, tanto de legalidad ordinaria como constitucional, puede ser presentado, decidido y fundamentado como caso de conflicto entre principios (incluso constitucionales) o de subsunción bajo reglas. Esto, más en concreto, quiere decir: a. Que todo caso de legalidad ordinaria puede ser transformado en caso de conflicto entre principios. b. Que todo caso de los que deciden los tribunales constitucionales puede reconducirse a un problema de subsunción de hechos bajo (la referencia de) enunciados, con la necesaria mediación, por tanto, de la actividad interpretativa, es decir, de decisiones de atribución de significado (de entre los significados posibles). No podré aquí fundamentar por extenso todas estas tesis entre sí ligadas. Algunas aparecerán sólo tangencialmente, aunque todas subyacen a lo que en este trabajo sostendré. El método que emplearé será el siguiente. Tomaré tres de las sentencias alemanas que Alexy en el “Epílogo” a la traducción inglesa de su teoría de los

 Robert Alexy. “Epílogo a la Teoría de los derechos fundamentales”, en Revista Española de Derecho Constitucinal, año 22, n.º 66, septiembre-diciembre de 2002, traducción del alemán a cargo de Carlos Bernal. Del mismo trabajo y con idéntica traducción, y con presentación de Francisco Rubio Llorente, hay edición independiente en Madrid, Colegio de Registradores de la Propiedad, Mercantiles y Bienes Muebles de España, 2004. Aquí citaremos por la primera publicación mencionada. 

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derechos fundamentales (y en otros varios trabajos; pero aquí me centraré sólo en el Epílogo) usa como muestras de aplicación clara y buen funcionamiento del principio de proporcionalidad (Verhältnismässigkeitsgrundsatz), con sus tres subprincipios, idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto (Geeignigkeit, Erforderlichkeit, Verhältnismässigkeit im engeren Sinne). Con el análisis detallado del razonamiento contenido en esas tres sentencias trato de poner de relieve que dichos tres principios carecen de autonomía operativa y son, al menos en cierto sentido, triviales o prescindibles, pues las magnitudes sobre las que se aplican (lo que se “pesa”) o el resultado de su aplicación (el “peso” resultante) está decisivamente condicionado por las interpretaciones previas que de las normas que vengan al caso haya hecho el Tribunal, y, con ello, por las contingentes valoraciones o preferencias del Tribunal. En otras palabras, un tanto simplificadoras: es la conciencia valorativa del Tribunal, su ideología, lo que determina tanto qué es lo que en concreto se ha de pesar, de poner en cada platillo de la balanza, como el resultado de ese pesaje o ponderación. II. lo s s u b p r i n c i pi o s d e la p o n d e rac i  n y la s c o n d i c i o n e s d e s u u s o A . s o b r e e l s u b p r i n c i pi o d e i d o n e i da d. a n  l i s i s d e la s e n t e n c i a b v e r f g e 1 9 , 33 0 - s a c h k u n d e n a c h w e i s Sostendremos que en los casos de ponderación lo decisivo es la interpretación previa de las normas concurrentes y que la operación ponderativa es sólo el tramo final y más irrelevante Alexy toma esta sentencia como ejemplo claro del funcionamiento del subprincipio de idoneidad. Recordemos que este subprincipio de idoneidad determina que la limitación de un derecho fundamental (u otro principio constitucional) sólo es constitucionalmente admisible si efectivamente, fácticamente, sirve para favorecer a otro derecho fundamental (u otro principio constitucional). La exposición del caso es sencilla y podemos hacerla en las palabras mismas de Alexy: “Un peluquero había colocado una máquina de tabaco en su establecimiento sin contar con un permiso explícito de la administración. A consecuencia de ello, un funcionario administrativo le impuso una multa por quebrantar la ley de comercio al pormenor. Esta ley exigía un permiso, que

 “Epílogo a la Teoría de los derechos fundamentales”, cit., p. 27.

7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica

sólo podía ser otorgado si el solicitante demostraba el ‘conocimiento técnico profesional indispensable’ para ejercer la actividad comercial de que se tratara. Esta circunstancia podía acreditarse mediante la prueba de la formación como comerciante o de la práctica de muchos años en un establecimiento de comercio, o mediante un examen especial, en el que se demostraran los conocimientos como comerciante. El peluquero buscó protección jurídica ante los tribunales. El Tribunal Superior de Saarbrücken, que se ocupó del asunto en segunda instancia, consideró inconstitucional la exigencia de probar los conocimientos técnicos comerciales para el mero hecho de instalar una máquina de tabaco y planteó la cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional Federal. Este alto Tribunal llegó a la decisión de que la exigencia de probar los conocimientos técnicos específicos para el comercio de mercancías, es decir, también para el comercio mediante una máquina de tabaco, vulneraba la libertad de profesión y oficio, garantizada por el artículo 12.1 LF” (Ley Fundamental de Bonn, Constitución alemana). A esta presentación de los hechos conviene tal vez hacerle algunos añadidos. Por un lado, interesa saber que el lugar donde el peluquero instala la máquina de tabaco es su casa, según dice la misma sentencia. Nada se dice, en cambio, sobre si era en su casa donde tenía instalada la peluquería y donde, por tanto, ejercía su profesión de peluquero. Sí sabemos que, aparte de la sanción administrativa que en el caso se discute, sufrió el peluquero una pequeña sanción penal por el hecho de que tal instalación de la máquina en su casa atentaba contra las normas urbanísticas vigentes. Por último, merece la pena destacar que la ley sobre tráfico al por menor expresamente establecía que los mencionados requisitos se aplicaban también al comercio mediante máquinas automáticas. Dicha ley disponía exigencias especiales de capacitación para la venta de alimentos y productos farmacéuticos y sanitarios, y otras exigencias para la venta al por menor de cualquier otro tipo de mercancías. Son estas últimas exigencias las que antes se han descrito y las que vienen al caso que examinamos. Alexy aprueba la sentencia y la presenta como caso prototípico de aplicación del subprincipio de idoneidad, que habría sido aquí el decisivo. Gracias a la

 Según Alexy, la fundamentación dada por el Tribunal “se apoyó básicamente en que, en el caso del establecimiento en donde se había instalado la máquina de tabaco, la prueba de conocimientos comerciales específicos no era idónea para proteger a los consumidores de daños económicos o de daños para la salud” (ibíd.). Es de este mismo modo como la propia sentencia presenta la ratio del fallo. Prosigue Alexy: “En consecuencia, esta medida resultaba prohibida por el principio de idoneidad y vulneraba por tanto el derecho fundamental a la libertad de profesión y oficio” (ibíd.). Se apoya ahí para explicar con claridad cómo funciona el principio de idoneidad: “Hay dos principios en juego: el de libertad de profesión y oficio (P1) y el de protección de los consumidores (P2). Debido a la falta de idoneidad, el

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operatividad de dicho principio la solución dada por el Tribunal a este caso sería poco menos que evidente, de racionalidad difícilmente discutible. Pues bien, lo que aquí pretendo, al hilo de la exposición detallada de los argumentos de la sentencia, no es manifestar abierto desacuerdo con el contenido de tal fallo, sino mostrar que tal fallo es tan racional como podría haberlo sido su contrario, que también podría haber estado respaldado por argumentos altamente convincentes. Y ello por una razón principal, que es la hipótesis que quiero poner a prueba aquí: el principio de idoneidad sólo opera, y opera bien, cuando se ha predecidido entre cuáles dos derechos o principios tiene lugar el conflicto que en el caso se dirime. Y es tal predecisión la que predetermina el resultado final de la aplicación del principio de idoneidad. Pero esa predecisión es una opción valorativa que toma el intérprete, el Tribunal en este caso, no algo que se siga casi nunca con plena evidencia y de modo indiscutible. Poner a competir a P1 con P2 en lugar de con P3 o Pn es una decisión del Tribunal, que casi siempre aparece justificada mediante un razonamiento que tiene como principal fin eliminar a P3… Pn como posibles competidores o contrapesos de P1 en el caso. Veremos cómo ocurre tal cosa al ir analizando esta sentencia. Pero antes ilustremos de modo muy simple y esquemático esto que estamos diciendo. Hay un caso C en el que se cuestiona una norma N que limita el principio P1. El principio de idoneidad, como subprincipio del principio de proporcionalidad, establece que N sólo será constitucional si la limitación de P1 se puede justificar porque N reporta un beneficio a algún otro principio P2… Pn. Imaginemos que existen dos principios (P2 y P3) que pueden razonablemente invocarse como candidatos a recibir ese beneficio derivado de la limitación de P1 por N. Con fines puramente expositivos y esquemáticos, representaremos el beneficio que para un P se sigue de la limitación de otro P mediante la siguiente fórmula, en la que x se sustituirá en cada caso por una magnitud numérica: bP+x

medio adoptado M, o sea, la prueba de conocimientos técnicos, no está en condiciones de favorecer al principio P2 y, sin embargo, sí impide la realización del principio P1. En esta situación, si se omite M, no se originan costes ni para P2 ni para P1 y, en cambio, si se adopta M sí resultan costes para P1. Si se renuncia a M, en conjunto P1 y P2 pueden realizarse en su mayor medida, de acuerdo con las posibilidades fácticas” (ibíd., pp. 27-28).  Como sabemos, que ese beneficio para P2 tenga que ser igual o mayor que la limitación que se hace a P1 es una exigencia que ya no pertenece al subprincipio de idoneidad, sino al de proporcionalidad en sentido estricto, tercer subprincipio del principio de proporcionalidad.

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Ahora apliquemos en nuestro ejemplo magnitudes al respectivo beneficio que para P2 y P3 se deriva de la limitación de P1, y pongamos que el resultado queda así: bP2(+0) bP3(+1) Es decir, que de la limitación de P1 en N se deriva un beneficio de +0 (ningún beneficio) para P2 y un beneficio de +1 para P3. Aplicando el principio de idoneidad, el resultado sería que N es constitucional si se estima que el fin que persigue al limitar P1 es favorecer P3. En cambio, N no sería constitucional si se estima que el fin que persigue es favorecer P2. Y ahora viene la pregunta crucial: ¿de qué depende nuestra opinión de que N tiene su razón de ser en beneficiar a P2 o a P3? La respuesta me parece clara: de la interpretación que hagamos de N. Y bien claro es también que la interpretación que aquí dirime es una interpretación teleológica. Si todo esto es cierto, tendríamos que la aplicación del subprincipio de idoneidad nos parece sumamente racional, en casos como el de esta sentencia, porque dicha aplicación es trivial. Quiero decir con esto que la verdadera sustancia de la discusión jurídica del caso no está en la conclusión sobre si una norma que limita un principio beneficia a otro determinado principio. No. La verdadera clave está en determinar cuáles son los principios que se comparan, y, muy especialmente, cuál es el principio cuyo beneficio se considera que es el fin justificatorio de la norma. Porque si cambiamos la interpretación teleológica de esa norma, podremos cambiar también el principio de comparación (P3… Pn) y con ello, puede cambiar completamente el resultado del juicio de idoneidad. Así que la clave argumentativa más importante no se haya en los enunciados de la sentencia mediante los que se muestra que P2 se beneficia o no se beneficia con la limitación de P1 por N. La clave está en lo que “pesen” las razones por las que se establece que el candidato a medirse con P1 es P2 y no P3 o Pn. Y esas razones son razones interpretativas, muy ligadas al establecimiento de la ratio de N. Aplicado al caso de esta sentencia, aceptemos que es convincente el juicio del Tribunal (aplaudido por Alexy) de que la limitación que para la libertad profesional establece la norma discutida no reporta ningún beneficio para el otro principio tomado en cuenta como contrapeso: el principio de protección de los consumidores. Pero ¿es igual de convincente la asunción de que es éste y no ningún otro el principio de contrapeso, el que debe tener algún beneficio como consecuencia de aquella limitación de la libertad profesional? Veremos que todo el esfuerzo del Tribunal se concentra en dar argumentos para descartar otros candidatos a principios de contrapeso. Esa es la clave argumentativa y

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sustancial de la sentencia, no la aplicación, poco menos que automática y trivial, del subprincipio de ideoneidad. Y llegamos así a lo esencial: el fallo será tanto más convincente cuanto más convincentes sean esos argumentos mediante los que el tribunal justifica el descarte de otros posibles candidatos a principio de contrapeso. Y si esta sentencia parece convincente, o al menos no carente por completo de fuerza de convicción, es gracias a tales argumentos, no al acierto en la aplicación del subprincipio de idoneidad. En suma, llegamos de nuevo a la tesis que venimos sosteniendo: que en los casos de ponderación lo decisivo es la interpretación previa de las normas concurrentes y que la operación ponderativa es sólo el tramo final y más irrelevante. Analicemos ahora los pasos de la sentencia. Como ya sabemos, el Tribunal falló que la norma en discusión es inconstitucional porque atenta contra el derecho de libre ejercicio de profesión y oficio (art. 12.1 LF). La razón sería que dicha norma no reporta, a cambio, ningún beneficio para la protección de los consumidores, ni como protección de su salud ni como protección de su economía. Vayamos desgranando los argumentos del Tribunal. – El derecho al libre ejercicio profesional debe ser interpretado como vinculado al principio de libre desarrollo de la personalidad. Ello obliga, según el Tribunal, a que toda limitación que de tal derecho se haga en nombre del interés público deba estar estrictamente sometida al principio de proporcionalidad. Ya ha aparecido la primera mención del principio de proporcionalidad, con lo que ya se insinúa que estamos en los terrenos de la ponderación. Pero ¿no es lo mismo que decir –en terminología más tradicional– que la gran importancia de  Sería muy interesante entrar en una comparación a fondo de las analogías estructurales entre la actual doctrina de la ponderación constitucional y la doctrina decimonónica de la subsunción. Avanzo dos hipótesis provisionales. Tanto aquella insistencia en el carácter meramente subsuntivo de la decisión como ésta de ahora en el carácter meramente ponderativo de la decisión cumplen la función de dejar en la oscuridad la operación más determinante, la interpretación de las normas (también, en muchas ocasiones, su elección); y ambas doctrinas comparten la fe en haber encontrado un procedimiento formal o cuasiformal que sustraiga a la decisión jurídica de las contingentes valoraciones de los tribunales. Entonces se pensaba que el carácter silogístico del razonamiento jurídico hacía primar la objetividad formal sobre la aleatoriedad de las valoraciones, y hoy los llamados neoconstitucionalistas piensan que la existencia de reglas de la ponderación dota de una cierta objetividad a las decisiones de los tribunales (al menos a las decisiones en que la ponderación se aplica, aquellas que deciden casos de conflicto entre principios, ¿pero no es perfectamente posible reconducir cualquier conflicto jurídico a un conflicto entre principios?). Por eso ninguno de esos neoconstitucionalistas insiste hoy ni lo más mínimo en que las decisiones de los Tribunales Constitucionales dependan de los valores o las ideologías dominantes en cada caso entre sus miembros. Y por eso también es esta de la ponderación la doctrina que con más entusiasmo acogen los propios tribunales constitucionales, pues es la única que hoy aún puede dotar de apariencia de objetividad a sus decisiones y, de paso, justificar el creciente y universal activismo y casuismo de las tales tribunales, siempre en detrimento del legislador.

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aquel derecho fundamental fuerza a que deba interpretarse restrictivamente toda norma que lo limite, incluidos otros derechos fundamentales o principios que puedan entrar en colisión con él? Pero el Tribunal sigue hablando el lenguaje de la ponderación y dice que las limitaciones de este derecho no pueden ir más allá de lo que exija el interés general que las legitima, por lo que los medios empleados deben ser apropiados para ese fin de interés general y no deben ser desproporcionados. Estas últimas afirmaciones pueden suscitar dos preguntas. ¿Acaso hay alguna limitación de un derecho fundamental que pueda ir más allá del interés que la legitima? Y, sobre todo, ¿sólo un interés general puede servir como legitimación de la limitación del derecho a la libertad profesional? Se nos dirá que son fórmulas habituales de la retórica judicial y que no tiene sentido pararse en tales minucias. Pero no es así, pues esta inmediata reconducción al interés general, como único posible interés legitimatorio de la limitación, ya predetermina, sin justificación expresa, una parte del resultado, pues deja fuera de juego todo posible interés individual o grupal como contrapeso admisible. ¿Acaso no cabe imaginar, aunque sólo sea como hipótesis no descabellada y merecedora de análisis, que la norma en cuestión tenga como fin salvaguardar o proteger de alguna manera los derechos de otros vendedores, o los derechos de los vecinos de la casa del peluquero, etc.? Ya hemos asistido, como se ve, a una primera selección de los candidatos posibles a principio de contrapeso, y tal selección se ha hecho tácitamente, sin argumentación expresa. – La exigencia de la ley de comercio al por menor consiste en establecer un requisito subjetivo para el acceso a la condición de comerciante, pues sólo se

 Es interesante reparar en la frase exacta del Tribunal: “La interpretación de este precepto en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional se orienta por el principio de que, por razón del especial rango de este derecho fundamental, el cual se halla en estrecha relación con el de libre desarrollo de la personalidad, todas sus inevitables limitaciones basadas en el interés colectivo deben quedar sometidas al estricto respeto del principio de proporcionalidad” (Die Auslegung dieser Bestimmung in der Rechtsprechung des Bundesverfassungsgerichts is an dem Grundgedanken orientiert, dass im Hinblick auf den besonderen Rang gerade dieses Grundrechts, der in seinem engen Zusammenhang mit der freien Entwicklung der menschlichen Persönlichkeit im ganzen begründet liegt, die aus Gründen des Gemeinwohls unumgänglichen Einschränkungen unter dem gebot strikter Wahrung des Prinzips der Verhältnismässigkeit stehen).  “Las limitaciones de la libertad prifesional no pueden, por tanto, ir más allá de lo que exijan los intereses públicos que las legitimen. La medida limitadora ha de ser apropiada para la consecución del fin propuesto y no puede ser desproporcionadamente dañosa” (Eingriffe in die Berufsfreiheit dürfen deshalb nicht weiter gehen, als die sie legitimierenden öffentlichen Interessen erfordern; die Eingriffsmittel müssen zur Erreichung der angestrebten Zwecke geegnet und dürfen nicht übermässig belastend sein).  Por ejemplo, el derecho al ejercicio profesional del dueño del estanco de abajo, que tiene todos sus papeles en regla, paga sus impuestos como vendedor de tabaco, etc.

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permite tal acceso a quien tenga determinada experiencia o acredite ciertos conocimientos. Ello supone poner una traba o dificultad al ejercicio profesional. – Al establecer tal exigencia la ley no distingue entre los distintos tipos de mercancías a cuya venta el sujeto pueda dedicarse, y se establece, por tanto, el mismo requisito (la misma experiencia o el mismo examen) para todas (a excepción, como sabemos, de los alimentos y los productos farmacéuticos, con requisitos especiales). – La finalidad de la ley de ventas al por menor es ordenar el ejercicio profesional de la venta al por menor. Más en concreto, su meta es que aumenten las prestaciones de la venta al por menor. Además, la ley quiere impedir “que una ilimitada libertad de acceso convierta el comercio al por menor en un refugio o un lugar para que prueben suerte personas vivas y sin escrúpulos”. Con ello también se contribuirá a la protección de los consumidores, según repetidamente se insistió en los debates parlamentarios sobre la ley. – Esas consideraciones del legislador no bastan para justificar las exigencias que la ley establece para el ejercicio profesional de los vendedores. Y ello, según el Tribunal, por las siguientes razones: a. Tales exigencias no aportan una verdadera protección a los consumidores, ni desde el punto de vista de la salud ni desde el punto de vista económico. No aportan nada a la protección de la salud porque el vendedor generalmente no manipula los objetos que vende (no se olvide que la venta de alimentos y fármacos tiene regulación especial, que aquí no se discute). Beneficio económico para el consumidor podría haber si se procurara que no se vendieran mercancías defectuosas, que hubieran estado mal almacenadas o sobre las que no se asesora convenientemente al comprador. Pero para que esto pudiera alcanzarse sería preciso que la ley exigiera conocimientos específicos para cada rama de la venta al por menor, lo que no sucede. b. Puede pensarse que el interés que se quiere proteger es el del sector profesional (Berufstand), con el fin de velar por su imagen o sus rendimientos. Pero el Tribunal descarta tal posibilidad como justificación, pues en la persecución de ese objetivo –en sí legítimo– el legislador habría rebasado los límites del principio de proporcionalidad. ¿Por qué? Porque la ley no discierne entre los distintos conocimientos que pueden ser necesarios o convenientes en cada

 ¿Es una traba al ejercicio de una profesión el exigir que se acredite la “profesionalidad” necesaria para ejercerla, es decir que se poseen las condiciones requeridas para su buen desempeño? ¿Se diría lo mismo de la exigencia de que quien quiera ejercer como fontanero o ingeniero muestre un título o supere algún examen?  Aquí está citando el Tribunal un informe oficial.

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rama del comercio al pormenor. Y, en particular, no tiene en cuenta que para la venta mediante máquinas automáticas no hacen falta especiales conocimientos comerciales. c. Un vendedor sin los conocimientos necesarios acabaría perjudicando a su negocio, por lo que él es el principal interesado en conseguir esa buena formación que le lleve al éxito profesional. Así que ya se procurará él esos conocimientos por la cuenta que le tiene, y sin necesidad de que la ley se lo imponga; si no, él será quien cargue con las consecuencias. No puede invocarse el interés de los consumidores, dice el Tribunal, como razón para imponer al vendedor unas capacidades cuya ausencia sólo le perjudicará a él. d. A diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, con los artesanos, no cabe hablar de un interés común de los vendedores al por menor en mejorar sus capacidades y rendimientos (Leistungsfähigkeiten), dada la enorme diversidad de ramas y modos de actividad que encierra la venta al por menor. La ausencia de ese interés común hace que no pueda justificarse en el beneficio para él la limitación del derecho al libre ejercicio profesional. Analicemos conjuntamente lo dicho en estos últimos párrafos. En ellos hemos visto que el legislador expresamente mencionaba unos fines queridos por el legislador (que la venta al por menor no sea refugio para buscadores de suerte más o menos desaprensivos y que las prestaciones sean las mejores; de resultas de esos fines también mejoraría la protección del consumidor). Pues bien, el Tribunal pasa a fin principal ese último, que para el legislador era meramente un fin derivado, no argumenta nada sobre si una venta al por menor mejor ordenada repercutirá en mejor situación para los consumidores, pasa completamente por alto el asunto de impedir el acceso a posibles “aventureros” y acaba por señalar que si un vendedor es incompetente peor para él, pues no perjudicará al consumidor, sino a sí mismo. Bien claro queda, me parece, que esta batalla retórica está ocurriendo en el nivel de la interpretación teleológica, que ahí el Tribunal procura llevar la interpretación de la norma al fin que para

 No es mi objetivo aquí criticar o descalificar la sentencia, cuyo fallo he dicho que me parece perfectamente admisible. Sin embargo, puede merecer la pena reparar en lo convincente o no de los argumentos que emplea. Respecto de este último podríamos preguntarnos: ¿acaso quien vende tabaco mediante una máquina automática no determina la calidad del producto que ofrece, su posible carácter defectuoso o no, el modo de su almacenamiento previo, el tratamiento que se le da o la manera como se manejan los paquetes, etc.? No podemos pensar, por ejemplo, que si es incompetente ese vendedor, el consumidor obtendrá a menudo de la máquina paquetes de tabaco con cigarrillos rotos, húmedos, viejos, resecos, etc.?  Otra pregunta se impone aquí: ¿Y qué pasa con los consumidores que sean víctimas de la torpeza o inexperiencia de ese vendedor antes de que quiebre o aprenda a llevar bien su negocio? Curiosísimo razonamiento cuando parecía que lo único que preocupa al Tribunal es si hay o no protección del consumidor.

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ella quiere atribuirle, la protección de los consumidores, y que ese propósito va unido al deseo de mostrar que la norma no sirve en modo alguno para alcanzar ese fin. En resumen, lo que el Tribunal ha hecho es una interpretación teleológica de la norma, a tenor de la cual dicha norma no puede tener racionalmente más que un fin, la protección de los consumidores, protección amparada por un principio constitucional. Como, según el Tribunal, tal fin no se realiza ni en el más mínimo grado con las medidas dispuestas por la norma (es decir, como la norma es totalmente ineficaz para su fin), dicho fin no puede servir como justificación de la limitación del derecho al libre ejercicio profesional. En otros términos, como la norma no es idónea para reportarle ningún beneficio al principio de protección de los consumidores, es inconstitucional por su limitación del mencionado derecho. Ha recaído juicio negativo de ideoneidad. Pero ese juicio será convincente sólo si son convincentes las premisas en que se asienta: 1. que a la norma no puede ser teleológicamente interpretada asignándole un fin distinto (o complementario) que sirva también a un principio constitucional; y 2. que es verdad que en nada mejora con esa norma la protección de los consumidores. A mí lo segundo me parece sumamente dudoso y lo primero, bastante discutible. Y si tales dudas son mínimamente fundadas, fundada queda la tesis que queríamos defender: que el juicio de idoneidad es totalmente tributario de la previa interpretación de la norma cuestionada, y ello en un doble sentido: 1. tributario del fin que, de entre los posibles, se asigne en concreto a la norma; y 2. tributario de la prospección o cálculo que se haga de las consecuencias que la aplicación de la norma puede tener en relación con ese fin. Si dejamos fuera de nuestro campo de atención todo esto y atendemos sólo al juicio final de idoneidad, dando por buenas sin discusión, como si fueran perfectamente evidentes, las premisas de dicho juicio, dejamos de atender a lo esencial y miramos sólo a lo secundario. Igual que hacían los formalistas ingenuos del siglo xix. La diferencia sería sólo de lenguaje: aquéllos entendían la decisión jurídica como cálculo o mero silogismo; hoy los partidarios de la doctrina de la ponderación la entienden (al menos en los casos de conflicto entre principios)

 No olvidemos que no estamos ante el juicio de proporcionalidad en sentido estricto, sino ante el de idoneidad. Este último tiene que ser positivo sólo con que para a protección de los consumidores se siguiera algún beneficio de las medidas prescritas por la norma, aunque fuera mínimo. Y para que no pase la norma el juicio de idoneidad el Tribunal tiene que esforzarse en demostrar que no hay ni el más mínimo beneficio para ese fin. Y es lo que está haciendo, como vemos.  Insisto, si se reconoce a la norma algún grado de eficacia en el logro de ese fin, que es un fin amparado por un principio constitucional, la norma pasaría el test de idoneidad.

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como puro pesaje, como medición. Unos y otros abominan de la interpretación y sus incertidumbres. B . s o b r e e l s u b p r i n c i pi o d e n e c e s i da d. a n  l i s i s d e la s e n t e n c i a bv e r f g e 9 5 , 1 7 3 - wa r n h i n w e i s e f  r ta b a k e r z e u g n i s s e En este apartado defenderé que el uso del subprincipio de necesidad está condicionado por la voluntad o capacidad del juzgador para introducir alternativas de análisis comparativo entre derechos positiva y negativamente afectados por la acción normativa que se enjuicia. Veamos el caso de esta sentencia. Varias industrias que fabrican y distribuyen cigarrillos y tabaco en diversos formatos recurren al Tribunal Constitucional Alemán solicitando que se anule la normativa que las obligaba a estampar en los paquetes de cigarrillos o de tabaco de liar las inscripciones siguientes. Por un lado, “Los Ministros de la Comunidad Europea: fumar es peligroso para la salud”; por otro, una de estas dos leyendas: “fumar provoca cáncer” o “fumar provoca enfermedades cardiovasculares”. Dicha normativa, toda ella trasposición de directivas europeas, regula también el tamaño de dichas inscripciones, el tipo de fondo sobre el que han de figurar, etc. Las industrias recurrentes alegan que se vulneran principalmente tres de sus derechos fundamentales: libertad de expresión, libertad de empresa y ejercicio profesional y propiedad. El Tribunal rechazará sus argumentos y considerará que no hay tales vulneraciones y que, en consecuencia, tal normativa es perfectamente constitucional. Alexy invoca en el Epílogo esta sentencia como ejemplo del funcionamiento de la regla de proporcionalidad en sentido estricto y lo ve como un supuesto de aplicación perfectamente clara y evidente de tal regla y, por tanto, de resultado evidente y poco menos que indiscutible. Esto es lo que dice: “Es posible encontrar algunos ejemplos fáciles en los que resulta plausible formular juicios racionales sobre las intensidades de las intervenciones en los derechos fundamentales y sobre los grados de realización de los principios, de tal modo que mediante la ponderación pueda establecerse un resultado de forma racional. Así ocurre con el deber de los productores de tabaco de colocar en sus productos advertencias sobre el peligro para la salud que implica el fumar, lo que cons-

 “Epílogo a la Teoría de los derechos fundamentales”, cit., p. 33.

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tituye una intervención relativamente leve en la libertad de profesión y oficio. Por el contrario, una prohibición total de cualquier tipo de productos del tabaco debería ser catalogada como una intervención grave”. Visto así, parece de lo más convincente y obvio, pero sólo si no caemos en la cuenta de que puede haber alternativas para conseguir el mismo grado de protección de la salud de los consumidores que acarreen aún menor limitación de los derechos de los fabricantes, o incluso ninguna limitación, con lo cual dejaría de ser procedente la aplicación de la regla de proporcionalidad en sentido estricto, ya que habríamos mostrado que no se cumple una condición previa: la regla de necesidad. Y patente quedará entonces que también la aplicación de la regla de necesidad queda al albur de las alternativas de intervención en los derechos fundamentales que el juzgador quiera plantearse; es decir, que una limitación de un derecho fundamental resulta que se juzga justificada por la regla de necesidad cuando el juez no se plantea, no incluye en su análisis, opciones menos dañosas para ese derecho, pudiendo haberlas. Veremos todo esto con calma a lo largo de este análisis de esta sentencia. Lo que nos proponemos hacer aquí, al analizar la sentencia, es mostrar que no hay tal carácter indiscutible ni tal evidencia y que, por tanto, hasta en casos como éste, supuestamente fáciles, la llamada ponderación no es sino una valoración que puede ser tan aceptable o inaceptable como su contraria, pues no goza de más ventaja que una ventaja que no es epistémica, sino práctica: es la valoración preferida por el Tribunal. En otros términos, la relación entre dos magnitudes, m1 y m2, que un sujeto S considera perfectamente proporcionada, otro sujeto S´ puede verla como clarísimamente desproporcionada. Todo depende de dos factores: 1. la valoración que S y S´ hagan de m1 y m2; 2. las alternativas que sepan o quieran plantearse a la hora de organizar la in-

 De hecho, Alexy añade unas líneas más adelante que “fijados así la intensidad de la intervención como leve y el grado de importancia de la razón que justifica la intervención como grave, es fácil derivar el resultado. La razón para la intervención, que tiene un peso intenso, justifica la intervención leve”. Y llega a afirmar que “este resultado, al que se llega en el examen de proporcionalidad en sentido estricto, no es sólo un resultado plausible…, puede ser catalogado como un resultado ‘evidente’ ”.  No debería ser necesario pararse en buscar ejemplos, pero hagámoslo. Pensemos en un conflicto entre libertad religiosa y principio de aconfesionalidad (o de laicidad) del Estado, conflicto surgido a raíz de la prohibición de que los estudiantes de las escuelas públicas acudan a clase con velo, o con crucifijos al cuello. Para unos, la manifestación de la propia fe tiene que poder contar infinitamente más que cualquier criterio de organización de lo público; para otros, las reglas de la convivencia pública deben imperar sobre las cuestiones de fe, que pertenecerían exclusivamente al ámbito de la conciencia y lo privado. En función de esa base ideológica personal se juzgará proporcionada o desproporcionada la prohibición del velo o crucifijo. ¿Acaso el principio de ponderación, con sus subprincipios, puede mostrar quién tiene verdaderamente razón o quién tiene más razón? Creo que sólo enseña cuáles de esas razones pesan más para los miembros del tribunal que decida.

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terrelación entre m1 y m2. Veremos cómo es posible presentar una alternativa protectora de m1 como la menos dañosa para m2 de todas las posibles y cómo ese juicio está condicionado no sólo por la valoración de la importancia del daño, sino también por la capacidad o voluntad para introducir el análisis de otras alternativas, también posibles. En resumen, que si mostramos que ni siquiera funciona la ponderación como vía para establecer “un resultado de forma racional” en estos casos que Alexy considera fáciles, estaremos poniendo de relieve que no puede haber tal funcionamiento fácil y racional, evidente, en ningún caso. Analicemos paso a paso la sentencia. En pro de la brevedad, no nos detendremos en los argumentos sobre la posible vulneración del derecho de propiedad (art. 14 aptdo. 1 LF), pues no son muy elaboradas las alegaciones de los recurrentes al respecto y el Tribunal las despacha con un par de frases. No digo que no pudiera caber un examen minucioso desde este punto de vista, sino que aquí no lo intentaremos. Así que nos quedamos con los otros dos derechos, el de libertad de expresión y el de libertad de empresa y ejercicio profesional, aducidos como vulnerados por la norma legal que obliga a las inscripciones en los paquetes de tabaco. a. Libertad de expresión (art. 5, abs. 1 LF). Los recurrentes alegan lo siguiente: – La libertad negativa de expresión (negative Meinungsäusserungsfreiheit) garantiza que nadie puede ser obligado a manifestar una determinada opinión. Los fabricantes de tabaco son obligados a poner en los paquetes una opinión que no es la suya y con la que discrepan. – Aunque una de las inscripciones vaya precedida de la fórmula “Los Ministros de la cee”: y con ello se quiera hacer ver que es la opinión de éstos y no la de los productores la que se expresa, cualquier sujeto debe estar protegido de la obligación de expresar opiniones ajenas. – Muchos consumidores, pese a todo, entienden que las inscripciones reflejan la opinión de los propios fabricantes, como muestran encuestas que se aportan.

 El argumento clave del Tribunal al respecto se encierra en las siguientes palabras: “La obligación de expresar el aviso disminuye las probabilidades de ventas y ganancias de los recurrentes, pero eso no afecta a ningún derecho relacionado con el derecho de propiedad. El art. 14 apartado 1 de la Ley Fundamental protege sólo posiciones jurídicas que pertenezcan ya a un sujeto… no abarca, por tanto, oportunidades futuras o posibilidades de beneficio” (Die Pflicht zum Aufdruck von Warnhinweisen mindert zwar die Umsatz - und Gewinnchancen der Beschwerdeführerinnen, berührt aber insoweit keine eigentumrechtlich geschützten Rechte. art. 14, abs. 1 GG schützt nur Rechtspositionen, die einem Rechtssubjekt bereits zustehen…, umfasst also grundsätzlich nicht in der Zukunft liegende Chancen und Verdienstmöglichkeiten).

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– Esas opiniones que se obliga a expresar son, además, erróneas, pues presentan el tabaco como “monocausalidad” de dichas enfermedades, lo cual no está demostrado. Frente a esto, el Tribunal argumenta que el conflicto no se da con la libertad de expresión, sino con la libertad profesional, y ello por las siguientes razones: – La libertad de expresión de los fabricantes se vería dañada por la medida estatal si ésta interfiriera en la publicidad de sus productos, pero no es ese el caso. El Estado se sirve de los paquetes sin afectar a la expresión publicitaria de los fabricantes y, por tanto, sin interferir en la formación o expresión de las opiniones de los fabricantes, sino sólo en su ejercicio profesional. – Distinto sería si los avisos no aparecieran claramente como expresión de una opinión ajena, no propia de los fabricantes. Pero como tal cosa no ocurre, no se puede decir que hay violación de la libertad de expresión porque se les obligue a manifestar como propia una opinión ajena. Raramente se podrá pensar que los fabricantes comparten esa opinión que el aviso expresa, y las encuestas que aportan no acreditan tal cosa. – Dichas inscripciones son una condición puesta por el Estado para la venta de cigarrillos y tienen como fin hacer conscientes a los consumidores, en el momento de comprar y consumir, de la dañosidad. Así pues, vemos que en este caso, y pese a que el conflicto se suscitaba entre derechos fundamentales, el razonamiento no es ponderativo, pues el Tribunal excluye que quede en modo alguno dañado o limitado el derecho de libertad de expresión. No hay nada que ponderar pues el derecho a la salud, justificación de la medida estatalmente impuesta, no entra ahí en conflicto con la libertad de expresión. Pero la razón de que no haya nada que ponderar está en la interpretación que de la libertad de expresión ha elegido el Tribunal. Si

 Este argumento es muy curioso y suena considerablemente artificioso, por lo que conviene reproducirlo íntegro: “El derecho fundamental de libertad de expresión puede ser invocado a propósito de una publicidad económica si tal publicidad tiene un contenido valorativo, formativo de opinión o si contiene datos que sirvan para la formación de opinión… Todo esto falta aquí. En la medida en que los frabricantes de tabaco deben insertar en sus paquetes advertencias dictadas por el Estado, el Estado toma esos paquetes para sus fines sin con ello afectar en más a la publicidad. Por consiguiente no queda afectada la libertad de expresión y opinión de los fabricantes, sino sólo su ejercicio profesional” (Das Grundrecht der Meinungsfreiheit… kann für eine Wirtschaftswerbung allenfalls in Anspruch genommen werden, wenn die Werbung einen wertenden, meinungsbildenden Inhalt hat o der Angaben enthält, die der Meinungsbildung dienen… Daran fehlt es hier. Soweit die Hersteller von Tabakerzeugnissen auf ihren Packungen auch staatliche Warnungen verbreiten müssen, nimmt der Staat diese Packungen in Anspruch, ohne damit die Werbung im übrigen zu beeinträchtigen. Insoweit ist nicht die Meinungsbildung und Meinungsäusserung der Unternehmen, sondern ausschliesslich deren Berufsausübung berühr).

7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica

hubiera querido ponderar habría optado por una interpretación diferente de la misma norma. Vemos de nuevo que lo dirimente no es la ponderación, sino que lo son las elecciones interpretativas previas, que condicionan su posibilidad y determinan su resultado. b. Libertad profesional (art. 12, abs. 1 LF). Los recurrentes alegan que las inscripciones de advertencia suponen regulaciones del ejercicio profesional que atentan contra el principio de proporcionalidad porque son falsas e inducen a error [“Die Warnhinweise stellten Berufsausübungsregelungen dar, die gegen den Grundsatz der Verhältnismässigkeit verstiessen, da sie falsch und irreführend seien”]. En la sentencia no se recoge nada más que esta frase como alegación de los recurrentes sobre la vulneración de este derecho, pese a que la sentencia estima que ahí radica el único verdadero conflicto entre derechos en este caso. La sentencia razona del siguiente modo sobre este conflicto de derechos. – Las intromisiones en el derecho de libertad profesional protegido por el artículo 12 apartado 1 LF necesitan, conforme al apartado 2 de ese mismo artículo, una base legal. A su vez, esa base legal debe reunir dos requisitos: tener fundamento suficiente en consideraciones de bienestar general y respetar el principio de proporcionalidad, lo que se traduce en que el medio elegido para ese fin perseguido sea adecuado y necesario, y que en una ponderación de bienes entre la gravedad de la limitación y el peso del motivo justificatorio no se rebase el límite de lo admisible. Ahí tenemos una formulación canónica de las reglas de la ponderación entre principios, tal como Alexy la propugna y la jurisprudencia constitucional supuestamente las aplica. Añade el Tribunal que tales requisitos aparecen aquí cumplidos: – Que el tabaco es dañino para la salud, que puede producir las enfermedades aludidas tanto a los fumadores como a los no fumadores y que puede ser causa única de ellas, estaría hoy científicamente demostrado, y el Tribunal hace varias citas de autoridad al respecto. – La advertencia de tales peligros forma parte de las legítimas tareas del Estado, el cual, al establecer la obligación de dichos avisos de advertencia, pone a los consumidores en situación de reflexionar una vez más sobre las posibles consecuencias de su acción. – Dichas advertencias son adecuadas para, como mínimo, hacer que el fumador no consuma tabaco sin prevención ninguna y sin saber a lo que se arriesga. Queda pues, satisfecha la regla de adecuación. Ahora toca ver si también se cumple la regla de necesidad.

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II. Neoconstitucionalismo

– El Tribunal es aquí contundente: “La advertencia es también necesaria. Una posibilidad de protección contra los peligros derivados del fumar que sea menos dañina ni ha sido presentada ni es imaginable”. Con esta frase queda dogmáticamente sentado que no le cabe al Estado ninguna otra manera de alcanzar idéntico grado de protección de la salud de los consumidores (y los no consumidores) de tabaco y que sea menos dañina para la libertad profesional de los fabricantes. ¿Es realmente así? ¿Es inevitable estar de acuerdo con la verdad y evidencia de tal afirmación? El Tribunal la refuerza diciendo que sí cabe imaginar una medida más eficaz para proteger la salud: la prohibición total de venta de tabaco. Pero que en comparación con la medida que analizamos esa y todas las demás alternativas imaginables son más gravosas para el derecho de los fabricantes a su libertad profesional. Y renovamos nuestra pregunta: ¿verdaderamente no son imaginables medidas de igual o superior eficacia protectora de la salud y que no interfieran, o interfieran menos, con tal derecho de los fabricantes? El Tribunal (y Alexy) dice que es obvio que no. A nosotros nos parece que sí. Enumeremos algunas, a bote pronto: 1. Elevar, incluso elevar mucho, los impuestos sobre el tabaco. 2. Realizar duras, constantes y persistentes campañas de publicidad financiadas con medios públicos. Es lo que se hace para aumentar la seguridad del tráfico, en lugar de obligar a los fabricantes de automóviles a venderlos con una bien visible inscripción en su carrocería que diga “los coches matan”, o algo por el estilo. 3. Prohibir la publicidad del tabaco. ¿Acaso cualquiera de estas medidas no podría ser igual de eficaz para disuadir al consumidor y, sin embargo, nada o casi nada dañina para el derecho de los fabricantes? Con todo esto no quiero decir que yo esté en contra de las inscripciones mencionadas en los paquetes de tabaco, ni que opine que la norma que las impone es inconstitucional. Lo que pretendo dejar claro es lo endeble del razonamiento con el que el Tribunal fundamenta dicha constitucionalidad, consecuencia de lo poco demostrativas y convincentes que son las argumentaciones ponderativas. Si la imposición legal de las inscripciones de advertencia es constitucional porque resulta necesaria para el fin legítimo que persigue, ya que no cabe concebir una medida que proteja lo mismo el derecho a la salud dañando menos la libertad profesional, dicha constitucionalidad es sumamente endeble y se ataca simplemente con invocar medidas alternativas que sean evidentemente menos dañosas. A Alexy le parece un caso fácil de aplicación de la regla de proporcionalidad en sentido estricto porque sin examen ni crítica da por buena la afirmación del

7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica

Tribunal de que todas las alternativas imaginables son más perjudiciales para la libertad profesional de los fabricantes. Pero lo que este caso nos muestra en realidad es que la regla de necesidad está siempre al albur de la imaginación: en cuanto alguien acierta a imaginar una medida verosímilmente mejor, deja de ser necesaria la medida examinada. Y raro será que tal imaginación de una medida mejor no sea posible. Así que el juicio de constitucionalidad dependerá por completo de lo rica que sea o deje de ser la imaginación del Tribunal. El juicio de necesidad depende de la imaginación del Tribunal. El de proporcionalidad en sentido estricto depende de sus preferencias valorativas. Sinteticemos ahora todo esto tomando como muestra este caso. El juicio de proporcionalidad en sentido estricto se da, según Alexy y la doctrina jurisprudencial, comparando los grados en que una determinada acción jurídica (A) (1) beneficia o favorece un derecho d1 y (2) daña o perjudica otro derecho d2. Cuando el daño para d2 es mayor que el beneficio para d1 dicha acción jurídica es inválida por contraria a la Constitución. Pero esa comparación de grados de beneficio/perjuicio de d1/d2 (juicio de proporcionalidad en sentido estricto) sólo acontece cuando A ha pasado otros dos tests: el de idoneidad (verdaderamente A proporciona algún beneficio a d1) y el de necesidad (no cabe una acción jurídica A´ que reporte –al menos– el mismo beneficio para d1 con menor daño para d2). No me ocuparé ahora del juicio de idoneidad, del que ya se habló en el apartado anterior. Del de necesidad ya ha quedado dicho que sería por definición provisional, pues en cualquier momento se invalidaría con sólo mostrar que cabe una alternativa A´ menos dañosa para d2, (siempre siendo el daño de d2 menor que el beneficio de d1). Esa provisionalidad definitoria del juicio de necesidad contamina de incertidumbre también el juicio de proporcionalidad en sentido estricto. Esto se ve en la sentencia que acabamos de presentar. En ella se afirma que la medida de imponer las advertencias en los paquetes de tabaco (en adelante A) es menos dañosa que la otra alternativa posible, la de prohibir la venta de tabaco (A´). Satisfecho queda así el requisito de necesidad. A partir de ahí (y presupuesta también la idoneidad, que aquí no discutimos) ya toca que entre en juego el juicio de proporcionalidad en sentido estricto, a tenor del cual, puesto que A

 O un principio constitucional de otro tipo, pero dejemos esto último de lado en este momento, para no complicar innecesariamente el análisis.  En realidad habría que decir con menor daño para d2 o cualquier otro derecho que complementaria o alternativamente pudiera verse afectado. Pero entrar en este detalle, importantísimo, también complicaría demasiado en análisis en este momento.

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implica un daño leve para d2 (libertad profesional) y un beneficio grande para d1 (protección de la salud), A es constitucionalmente admisible. La validez de tal aserto, aparentemente evidente, está condicionada por la aceptación de dos presupuestos, no tan evidentes: 1. Que la acción estatal para la protección preventiva de la salud es más importante que el libre funcionamiento de un mercado irrestricto. Yo estoy de acuerdo con tal idea, pero un ultraliberal (postura que también encaja dentro del pluralismo constitucionalmente establecido) podría argumentar que la acción estatal sobre el consumo y los mercados puede engendrar una cadena de consecuencias entrelazadas que, al final, acaben por desembocar en una ineficiencia económica que disminuya las posibilidades efectivas de protección real de la salud. Insisto, yo no pienso así, pero sí podría pensar así un tribunal mayoritariamente integrado por ultraliberales económicos. Con esto quiero mostrar de nuevo que hasta en supuestos aparentemente tan evidentes como éste el resultado del juicio de proporcionalidad en sentido estricto sólo es evidente en apariencia, sólo es evidente para los que comparten determinados valores, no para los que profesan otros. En una sociedad libre y pluralista las evidencias compartidas son poquísimas, y en materia política y moral ninguna que no sea puramente formal o procedimental. 2. Que no se introduzca un término de comparación nuevo, es decir, que se dé por bueno el juicio de necesidad, aunque sea fruto de una deficiente capacidad imaginativa o prospectiva. Porque ante una medida alternativa el juicio de proporcionalidad en sentido estricto podría dar el resultado opuesto, la inconstitucionalidad de A. Pensemos en que dicho juicio no se limitara a A, sino también a A´ siendo ésta una medida legal de subida fuerte de los impuestos sobre el tabaco con el fin de disuadir de su consumo. Aceptado que el beneficio para d1 pudiera ser como mínimo el mismo (cosa no difícil de aceptar, en mi opinión) y que el daño para d2 no fuera leve (como en el caso de A), sino levísimo o nulo, habría que concluir que ambas medidas son, según la regla de proporcionalidad en sentido estricto, constitucionales; pero que en virtud de la regla de necesidad sólo A´ lo es. En resumen, la supuesta evidencia que convertiría, según Alexy, en perfectamente racional la ponderación realizada en esta sentencia, brilla por su ausencia. ¿Qué tipo de razonamiento podríamos proponer como alternativo y mejor para un caso así? Se me ocurren dos posibilidades, tal vez complementarias. 1. Resignarse a que no hay un método racional para dotar de una mínima objetividad la decisión en estos casos, decisión eminentemente valorativa. Ante

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tal ausencia de método que garantice un resultado mínimamente racional y objetivo, sólo restarían ciertas pautas formales, del tipo de las siguientes: – Las únicas evidencias y, por tanto, lo único que no puede contradecirse son las evidencias científicas, las lógicas o matemáticas y las de perfecto sentido común. – Entre las anteriores están las evidencias semánticas, de modo que es “evidente” y como tal ha de aparecer en la decisión, que una disposición jurídica viola la Constitución cuando de ninguna forma la semántica (y ninguna forma admisible de semántica) permite hacerla compatible con los enunciados constitucionales. – Cuando haya argumentos buenos, aceptables y susceptibles de un amplio consenso tanto para una como para otra de las alternativas en discusión, el Tribunal debe aplicar la regla del self-restraint o, lo que es lo mismo, el principio de prioridad del legislador. Este principio, a su vez, se justifica por su mayor coherencia con los principios estructurales o básicos del orden constitucional: soberanía popular, democracia, separación de poderes, pluralismo… 2. Enfocar la decisión como razonamiento interpretativo/subsuntivo. Es decir, presentar la recíproca acomodación de los derechos en conflicto como resultado de la interpretación del contenido de (los enunciados en que se formula) cada uno de ellos, en lugar de como resultado de ponderaciones evanescentes y supuestamente objetivas. Es lo que en esta sentencia hace el Tribunal respecto de la libertad de expresión. En efecto, vimos que dice el Tribunal que la esfera de protección de la libertad de expresión no abarca los casos en que se obliga a un productor o vendedor a inscribir en su producto un mensaje con una opinión no falsa de otro, siempre y cuando que quede claro que esa opinión es de otro y no del que produce o vende el objeto. En la terminología más tradicional se podría decir que el Tribunal ha hecho a ese respecto una interpretación restrictiva del precepto que recoge la libertad de expresión, con lo que su ámbito de protección (la referencia del enunciado constitucional del artículo 5.º aptdo. 1 LF) no se extiende a este hecho de la inscripción obligatoria. ¿Cabría proceder del mismo modo en lo que tiene que ver con la libertad profesional? Sin duda ninguna. Bastaría con que el Tribunal hubiera hecho lo mismo: sostener y argumentar que el cumplimiento de la obligación de insertar tales avisos en los paquetes de tabaco no encierra ningún tipo de atentado al

 Y también respecto del derecho de propiedad, aunque este punto no lo hemos desarrollado, tal como arriba advertimos.

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bien protegido por la libertad profesional, del mismo modo que no supone tal atentado el establecimiento de obligaciones como las de no rebasar un precio máximo del tabaco o pagar determinados impuestos por los beneficios derivados de las ventas. Y entre las ventajas de este tipo de razonamiento frente al ponderativo está la de que no queda a merced de la imaginación con que se haga el juicio de necesidad. Nuevamente no quiero decir, para nada, que el tipo de razonamiento interpretativo/subsuntivo sea automático, evidente y ni siquiera sencillo. Tampoco que no tenga una base valorativa, con la consiguiente necesidad de argumentar, buscando la mayor convicción posible, aunque sea siempre inalcanzable la plena demostración. Sólo quiero decir que es un proceder menos engañoso que el ponderativo. Del razonamiento interpretativo/subsuntivo hace tiempo que la doctrina conoce perfectamente sus límites y sabe que no es posible en él una perfecta racionalidad y objetividad. En cambio, al aplicar los esquemas de la ponderación los tribunales pretenden hacer uso de un método más seguro y objetivo. Pero, en realidad, las cosas suceden al contrario: el método ponderativo es aún más inseguro que el interpretativo/subsuntivo y, consiguientemente, encierra (y oculta) mayores grados de arbitrariedad bajo su apariencia de aplicación de reglas muy elaboradas, como las de idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto. C . s o b r e e l s u b p r i n c i pi o d e p ro p o rc i o na l i da d e n s e n t i d o e s t r i c to. a n  l i s i s d e la s e n t e n c i a b v e r f g e 8 6 , 1 - t i ta n i c / g e b . m  r d e r Aquí defenderé que el juicio de proporcionalidad en sentido estricto tiene su contenido determinado por las decisiones interpretativas previas, por lo que la relevancia práctica o real de dicha ponderación última es muy escasa y claramente subordinada. Alexy presenta esta sentencia como caso prototípico de utilización adecuada del método de ponderación, concretamente de aplicación de la regla de proporcionalidad en sentido estricto, según la cual “Cuanto mayor es el grado de la no satisfacción o de afectación de uno de los principios, tanto mayor debe ser la importancia de la satisfacción del otro”.

 Es decir, que tal hecho cae fuera de la referencia del artículo 12. aptdo. 1 LF. Tal cosa, obviamente, no se constata (salvo en los casos muy fáciles), sino que ha de argumentarse, con argumentos interpretativos.  “Epílogo a la Teoría de los derechos fundamentales”, cit., p. 31.

7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica

Nosotros sostenemos dos tesis. Una de carácter general: las diferencias entre el procedimiento o método de ponderación y el de subsunción son sólo aparentes o superficiales y todos o la mayoría de los casos judiciales (o al menos todos los casos difíciles) pueden ser reconstruidos y tratados de las dos maneras. Y otra referida a esta sentencia que se analiza: es más comprensible y aparenta mayor racionalidad (por ser más tangibles y más abiertamente analizables y argumentables los parámetros utilizados) si se reconstruye según un procedimiento interpretativo/subsuntivo que si se presenta, tal como hace Alexy, como ejemplo de aplicación del método de ponderación. Repasemos el caso. La revista satírica Titanic tenía una sección permanente titulada “Las siete personalidades más lamentables”. En dicha sección era común que a los nombres de los aludidos les acompañara algún tipo de apelativo, a veces explicado en el propio texto. Varias veces el nombre del aludido iba acompañado de la expresión “geb. […]”, traducible por “nacido[…]”. Hasta al presidente de la República se le presentó así, “Richard von Weizsäcker (geb. Bürger [ciudadano])”, en tono satírico. Un oficial del ejército en la reserva y que está parapléjico por causa de un accidente de tráfico, consiguió, después de varias solicitudes e intentos, ser admitido para tomar parte en unos ejercicios militares. Argumentaba que su cabeza funcionaba perfectamente y que podía ser útil en tales ejercicios por sus conocimientos del idioma checo. El caso apareció en el periódico Bild am Sonntag como información curiosa. Titanic incluye a este hombre en la sección de los siete personajes más lamentables y se refiere a él con su nombre y el añadido “geb. Mörder”, es decir, “nacido asesino”. No hay que perder de vista que había recaído poco antes la sentencia del Bundesverfassungsgericht en la que absolvía a quien había dicho públicamente que todo soldado es un asesino potencial (potentieller Mörder), y hasta el presidente de la República había participado en la consiguiente polémica, defendiendo a los militares.

 Una presentación muy simplificada puede verse en Alexy. “Epílogo a la Teoría de los derechos fundamentales”, cit., p. 34. Creo que es necesaria aquí una presentación más detallada de los hechos, a fin de poder entender los distintos argumentos que se manejan y su sentido.  Es común esta expresión en Alemania al referirse a las mujeres casadas, que toman el apellido del marido. Por ejemplo, en la misma revista se hablaba de Desiree Becker, “geb. Nosbusch”, y con ello se expresaba humorísticamente que el apellido de soltera de dicha señora era Nosbusch.

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Dicho militar interpone demanda contra Titanic por daño a su honor. Titanic publica entonces, en la sección “Cartas al lector”, una nota de la propia Redacción en la que, entre otras críticas, se llama al militar “tullido” (Krüppel). El Tribunal Superior de Düsseldorf condenó a la revista a indemnizarlo por las dos ofensas al honor. El Bundesverfassungsgericht considera que no hay tal ofensa al honor al apostrofarlo como “geb. Mörder”, pero sí al llamarlo tullido. Observemos ahora la lectura que hace Alexy. Alexy, tomando pie en una expresión utilizada por el propio BVerfGE en la sentencia, dice que dicho tribunal “llevó a cabo una ‘ponderación relativa a las circunstancias del caso concreto’, entre la libertad de expresión de la revista implicada (art. 5.1, apartado 1 LF) y el derecho al honor del oficial de la reserva (art. 2.1 LF en conexión con el artículo 1.1. LF). Para tal fin –continúa Alexy–, el Tribunal determinó la intensidad de la afectación de esos derechos y las puso en relación”. Según Alexy, en el primer caso (geb. Mörder) se considera que la condena de la revista a indemnizar es una limitación grave de la libertad de expresión, mientras que la afectación del derecho al honor tendría como máximo una afectación de grado medio, por tratarse de una sátira y ser una fórmula empleada también en otras ocasiones y con otros personajes. Así que, comparadas ambas magnitudes, el BVerfGE habría comprobado que la condena de Titanic resultaba “desproporcionada”. Y, siguiendo con Alexy, en lo referido a la segunda expresión cuestionada (“tullido”) el Tribunal habría comprobado que se trata de una vulneración “muy grave o extraordinariamente grave” del derecho al honor, pues es expresión humillante y que manifiesta falta de respeto. Así que, en este caso, la grave intervención en la libertad de expresión que supone la condena a indemnizar está compensada por la gravedad por lo menos idéntica del atentado contra el derecho al honor. Procedamos ahora a la reconstrucción de la sentencia bajo esquema interpretativo/subsuntivo, prescindiendo de ponderaciones de principios.

 El texto dice lo siguiente, en traducción apresurada: “El hecho de que un tullido, en concreto usted, esté en disposición de prestar servicio en una organización, el ejército, cuya finalidad es convertir a hombres en tullidos o matarlos, es algo que nos pareció obsceno y que nos hizo nombrarle una de las siete personalidades más lamentables del mes de marzo. Encontramos odioso el hecho siguiente, que nos trae a la mente nuestras anteriores dudas sobre si usted estaría bien de la cabeza, y que consistió en que por medio de abogado nos reclama como indemnización más de cincuenta mil marcos porque “el peso jurídico y objetivo de la ofensa pública de nuestro mandante” “es mucho mayor” que si nos hubiésemos burlado de una persona sana. ¿O cómo llamaría usted la degradación jurídica de los sanos a personas de segunda clase? […] Así que nos veremos ante el juez”.  “Epílogo a la Teoría de los derechos fundamentales”, cit., p. 34.

7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica

De lenguaje y esquema ponderativo no hay en esta sentencia más que el párrafo que menciona Alexy. En todo lo demás podemos leerla y reconstruirla como un caso perfectamente normal y habitual de interpretación/subsunción, uno de tantos. Hagamos primero una representación puramente esquemática y meramente aproximativa. La situación normativa es la siguiente. Hay una norma constitucional (art. 5 aptdo. 1, párrafo 1 LF) que consagra la libertad de expresión. Hay otra norma constitucional (art. 5 aptdo. 2 LF) que establece como límites a tal libertad de expresión los que disponga con carácter general la ley, y la protección de la juventud y el honor de las personas. Podemos, pues, traducir simplificadamente esto del siguiente modo, en lo que aquí interesa: Está permitida toda expresión que no atente  contra el honor de las personas. En representación formal (x = cualquier expresión; h = honor; ¬ = negación): (1) Px ↔ (x → ¬h) La discusión versa sobre si “geb. Mörder” y “Krüppel” (que representamos indistintamente como “e”) constituyen o no casos de atentados contra el honor. Ahora bien: “nacido asesino” y “tullido” no son o dejan de ser, sin más, atentados al honor; es decir no se subsumen automáticamente o de manera perfectamente evidente bajo la categoría de “expresiones atentatorias contra el honor”.

 Dice así (subrayo la parte que cita Alexy): “La libertad de expresión no está ilimitadamente garantizada por la Constitución, sino que halla sus límites con arreglo al art. 5, apartado 2 de la Constitución, en los preceptos de la ley general, en las determinaciones legales sobre protección de la juventud y del honor personal. Estos preceptos deben, a su vez, ser interpretados a la luz del derecho fundamental que limitan, a fin de su significado valorativo se muestre también a la hora de su aplicación. Esto lleva generalmente a una ponderación casuística entre el derecho fundamental a la libertad de expresión y el bien protegido por la ley que limita el derecho fundamental” (Die Meinungsfreiheit is vom Grundgesetz allerdings nicht vorbehaltlos gewährleistet, sondern findet ihre Schranken nach art. 5, abs. 2 GG in den Vorschriften der allgemeinen Gesetze, den gesetzlichen Bestimmungen zum Schutze der Jugend und dem Recht der persönlichen Ehre. Diese Bestimmungen müssen aber ihrerseits wieder im Lichte des eingeschränkten Grundrechts ausgeleget werden, damit dessen wertsetzende Bedeutung auch auf der Rechtsanwendungsebene zur Geltung kommt… Das führt in der Regel zu einer fallbezogenen Abwägung zwischen dem Grundrecht der Meinungsfreiheit und dem vom grundrechtsbeschränkenden Gesetz geschützten Rechtsgut). Si se tratara de discutir con total minucia, podríamos decir que en la frase anterior a esta última en que habla de ponderación habla también de interpretación. Y que o se trata de interpretar o de ponderar, con lo que una de las dos expresiones la utiliza el Tribunal en un cierto tono metafórico o meramente aproximativo.  Como se ve, la situación es muy similar a la recogida en la Constitución española en el artículo 20.  Entre otras cosas.

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Son casos dudosos, caen en lo que habitualmente llamamos la zona de penumbra del enunciado normativo. De manera que habrá que concretar su adscripción o no a dicha categoría, mediante un razonamiento que es un razonamiento interpretativo y que sigue los esquemas habituales de éstos. Se comienza por acotar categorías de grado de abstracción intermedio entre esos dos polos (los concretos calificativos –“nacido asesino”, “tullido”– y el derecho al honor). Se usan aquí los dos siguientes: sátira e insulto. Una sátira no es un atentado contra el honor; un insulto, sí. Una sátira (s) no supone un atentado contra el honor: (2) s → ¬ (¬h) Lo que vale tanto como decir que es compatible con el respeto debido al honor. (2’) s → h En cambio, un insulto (i) sí daña el derecho al honor: (3) i → ¬ h Cabe, y es conveniente siempre que sea posible, definir mediante sus características esas categorías. Así veremos más abajo que hace el Tribunal con la noción de sátira. Así que si lo que define la sátira es la posesión de las notas (n) 1, 2 y 3, tenemos que (4) (n1 ∧ n2 ∧ n3) → s con lo que, por lo que ya sabemos, (5) [(n1 ∧ n2 ∧ n3) → s] → h Pero tampoco es automática la calificación o subsunción de cualquiera de esas dos expresiones como sátira o insulto. De modo que hacen falta nuevos pasos en ese proceso de interpretación concretizadora. Con ese fin habrá que invocar diferentes circunstancias que operan en favor de una u otra opción. Tales

 Veremos que en el caso estos argumentos se hacen aún más complejos, pero en esta misma línea de razonamiento interpretativo.

7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica

circunstancias pueden ser de muy distinto tipo: semánticas, intencionales, históricas, sociológicas, etc. Su fuerza es proporcional a su grado de evidencia y a la capacidad de convicción de su uso argumentativo. En un nuevo paso de este razonamiento interpretativo/subsuntivo, habrá que echar mano en la argumentación de esas circunstancias en favor o en contra de entender que las expresiones que se discuten (“nacido asesino”, “tullido”) sean sátiras o insultos. Si llamamos “c” a esas circunstancias, podemos representar así ese paso: (6) [(c1…cn → n1…nn)] → (e → s/i) con lo que, en función de cómo despejemos s/i resultará que la expresión “e” está o no está permitida: (7) [(c1…cn → n1…nn) → (e → s/i)] → Pe/¬Pe Queda, pues, esquematizado así todo el proceso. (1) Px ↔ (x → ¬h) (2’) s → h (3) i → ¬ h (4) (n1 ∧ n2 ∧ n3) → s (5) [(n1 ∧ n2 ∧ n3 → s] → h (6) (c1…cn → n1…nn) → (e → s/i) (7) [(c1…cn → n1…nn) → (e → s/i)] → Pe/¬Pe Y vemos que a lo largo de este razonamiento en ningún momento se han ponderado o sopesado derechos, ni en abstracto ni a la luz de las circunstancias del caso. Lo único que se sopesa son las razones que avalan cada paso en ese proceso de concreción interpretativa. Se sopesan razones interpretativas, es decir, razones para adscribir significados o, dicho de otra forma, razones para admitir que una determinada categoría encaja (se subsume) o no bajo la referencia de una categoría más general. Así, (2) es resultado de valorar (ponderar) las razones por las que una sátira no se considera incompatible con el respeto al honor; (3) es el resultado de valorar (ponderar) las razones por las que se considera que un insulto atenta

 Y estas dos magnitudes pueden contrapesarse: a mayor evidencia, menor importancia de la fuerza argumentativa expresa; y a la inversa.

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contra el honor; (4) es el resultado de valorar (ponderar) cuál es la mejor definición de sátira, cuáles son sus notas definitorias; (6) es el resultado de valorar (ponderar) la relevancia de las circunstancias concurrentes, a efectos de ver si estamos o no bajo una conducta que encaja o no bajo las categorías de sátira o insulto, definidas con arreglo al paso anterior, en su caso. Bien claro queda, por tanto, que si hablamos de un procedimiento de carácter interpretativo/subsuntivo no es para referirnos a ningún proceder automático o puramente formal, sino a uno presidido, en lo material, por procesos valorativos, dentro de un marco de posibilidades semánticamente acotado. Pero tampoco se trata de que este proceder o el de la ponderación entre principios, al modo que propone Alexy, sean dos maneras de presentar lo mismo o no tengan más relevancia que la de divertimento intelectual. Mi tesis es que el rigor y los controles posibles son claramente distintos en un caso y otro. Pero eso lo fundamentaré en otro lugar. Baste aquí meramente mencionar algunas consecuencias: 1. No hay (o no tiene por qué haber) diferencia cualitativa entre decisiones en materia de conflictos entre derechos fundamentales o en cualquier otro caso de conflicto jurídico. 2. No hay diferencia cualitativa entre el tipo de normas que Alexy llama reglas y las que llama principios. 3. A los tribunales constitucionales no los especifica la aplicación de ningún método peculiar o propio. 4. Su diferencia, si la hay, con los tribunales de la jurisdicción ordinaria habrá que buscarla en otros lados, y posiblemente sea meramente competencial. 5. En consecuencia, no podrá ser la invocación de su método o perspectiva propios lo que sirva de pretexto a los tribunales constitucionales para ampliar sus competencias más allá de lo que es la dicción de las normas constitucionales o legales que se la atribuyen. Vamos ahora a seguir, ya en concreto, los pasos de la sentencia que comentamos. La tesis es, ya lo he dicho, que esta sentencia responde al esquema interpretativo/subsuntivo que acabamos de dibujar, no a un modelo supuestamente alternativo de decisión ponderativa entre derechos. Comencemos por las alegaciones de las partes. El militar ofendido argumenta lo siguiente: – La expresión “geb. Mörder” trata de despertar en los lectores la impresión de que él es un asesino nato, que posee una innata propensión a matar. – La humillación está presente también en la insinuación de que tiene dañada su salud mental, insinuación que se repite, bajo diversas formas, en los dos números de Titanic. – La expresión “tullido” es claramente peyorativa y está hecha con propósito de humillar y degradar al aludido.

7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica

– No cabe justificar dichas expresiones como sátira permitida. Es dudoso, en primer lugar, que se pueda hablar propiamente aquí de una sátira. La sátira se define como una forma expresiva en la que un aspecto de realidad se presenta como broma o burla, pero no de modo directo, sino indirecto, como imitación o remedo. Esa artificiosa deformación de la realidad falta en la publicación que se discute, en la que se refleja la realidad pero con propósito crítico y ridiculizador. En segundo lugar, no todo lo que se publica en una revista que se define como satírica y que se dirige a un lector que entiende el tono satírico es sátira por ese solo hecho. – Aunque verdaderamente lo publicado mereciera el calificativo de sátira, y, con ello, se analice como obra literaria, no por ello deja de contener un grave atentado antijurídico contra los derechos de la personalidad. Ni siquiera a un escritor o un artista le está permitido degradar y humillar a otro en su obra. – Lo determinante es la intención de burla y humillación con que los textos están escritos, lo cual se muestra a las claras con la elección de los términos usados. Por su parte, la revista Titanic argumenta lo siguiente: – En los textos prevalece claramente el carácter satírico-literario, por lo que están protegidos por la libertad artística. – La comprensión de la sátira presupone un lector avezado al lenguaje satírico. Ese es el tipo de lector de Titanic y a él se dirige lo que la revista publica. Por tanto, el lector experto de sátiras entenderá que lo dicho del militar es pura sátira y no humillación o insulto. El lector de sátira sabe que en cualquier escrito satírico lo dicho no se toma al pie de la letra, sino que hay que entenderlo siempre cargado de exageración y adorno. – No es cierto que la expresión “geb. Mörder” indique que el militar aludido tenga una propensión innata a asesinar, que sea un asesino nato. Se está aludiendo al oficio de los soldados, entrenados para matar, y todo ello en el contexto de la polémica anterior sobre si los soldados son asesinos potenciales. – Las alusiones irónicas al estado mental del militar no pretenden calificarlo como demente, sino resaltar lo inusual e incomprensible de su pretensión de participar en unos ejercicios militares, pese a hallarse físicamente impedido. Esa opinión está amparada por la libertad de expresión, pues, bien entendida, no encierra una crítica injuriosa.

 “Eine Kunstform, in der sich der ‘an einer Norm orientierte Spott über Erscheinungen der Wirklichkeit’ nicht direkt, sondern indirekt, durch die ästhetische Nachahmung eben dieser Wirklichkeit ausdrücke.”

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– En lo publicado como “carta al lector” la expresión “tullido”, que en sí misma es rechazable, debe ser entendida en el contexto de la polémica sobre la sentencia referida a los soldados (Frankfurter Soldatenurteil ), a propósito de la que se discute si el oficio de soldado consiste en matar a otros o dejarlos tullidos. Vemos que los argumentos de las partes se resumen así: el militar alega que no es sátira, sino expresión directamente ofensiva y atentatoria contra el honor, y que aunque fuera sátira tampoco dejaría de existir y ser relevante el atentado al honor, especialmente por ser injuriosa la intención de la revista; por su parte, Titanic argumenta que sí es sátira y no hay ninguna intención injuriosa, por lo que lo publicado queda plenamente amparado por la libertad de expresión. Ahora veamos los argumentos del Bundesverfassungsgericht, con los que va a sostener que la expresión “geb. Mörder” es admisible, pues no atenta contra el derecho al honor, y que el calificativo “tullido”, en cambio, si es ilícito, pues vulnera tal derecho. Estos son los argumentos: – La publicación primera tiene los caracteres de la sátira. Ahora bien: por el hecho de ser satírica ya no está, sin más, amparada una publicación por el la libertad de expresión. “Satire kann Kunst sein; nicht jede Satire ist jedoch Kunst” (la sátira puede ser arte; pero no toda sátira es arte). La libertad artística (Kunstfreiheit) sólo protege la sátira que sea arte, no a la que es un simple medio expresivo de opiniones o críticas. – A las expresiones que se acogen bajo la libertad de expresión no se les puede atribuir ningún contenido o significado que manifiestamente el autor no les atribuiría. – El establecer sanciones, tanto penales como civiles, para las expresiones tiene un efecto preventivo y disuasorio, y disminuyen la disposición a hacer uso en el futuro del derecho a expresarse libremente. Ese es el peligro que aquí existe: una revista satírica como Titanic puede ser obligada a dejar su actividad si los jueces desconocen el alcance de la libertad de expresión y la limitan demasiado, sancionando por cada uso de la sátira propiamente dicha. – Los caracteres de la sátira son “exageración” (Übertreibung), “caricatura” (Verzerrung) y “distanciamiento” (Verfremdung). – El Oberlandesgericht (tribunal de segunda instancia) ha considerado que las dos expresiones que aquí se discuten atentan contra el honor y ha obligado a Titanic a indemnizar por las dos. En este recurso, interpuesto por Titanic, el BVerfGE se plantea así su propia tarea, y después de lo que ha dicho y hemos recogido: se ha de examinar si el Oberlandesgericht en su decisión ha tenido suficientemente en cuenta el sentido y el carácter del texto, y también se ha de investigar si el Tribunal ha calificado inadecuadamente las publicaciones como injuria formal

7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica

o crítica insultante, con la consecuencia de que no gozarían del mismo grado de protección del derecho fundamental que si fueran expresiones que pudieran ser vistas como juicio de valor sin carácter injurioso o insultante. Es de suma importancia reparar en este párrafo. En él se aprecia que el Tribunal está aplicando una “lógica” puramente binaria, que su planteamiento es de tipo “o…o […]”, no una “lógica” ponderativa. Lo que nos dice el Tribunal es: 1. Que o se trata de atentados contra el honor, en cuyo caso son ilícitos por definición y es adecuada la sanción, o no se trata de atentados contra el honor, en cuyo caso son lícito ejercicio de la libertad de expresión. 2. Que siempre y por definición hay atentado contra el honor cuando se está ante injurias (Formalbeleidigung) o ante críticas insultantes (Schmähkritik). 3. Que, en cambio, no atentan contra el honor los meros juicios de valor, aunque sean críticos, cuando no tienen ese carácter injurioso o insultante. 4. Que una expresión o cae bajo uno o bajo uno o bajo otro de tales conjuntos (injuria o insulto vs. juicio de valor no injurioso ni insultante), pero que no caben combinaciones intermedias; que son conjuntos sin elementos comunes, conjuntos disjuntos. 5. Que lo que el Tribunal Constitucional tiene que hacer al resolver recursos como éste es ver si el tribunal de instancia ha realizado correctamente la adscripción de las expresiones en cuestión a uno u otro de esos dos conjuntos. Por tanto, si una expresión “e” daña el derecho al honor, no es en modo alguno ejercicio del derecho de libertad de expresión; y si esa expresión “e” es ejercicio del derecho de libertad de expresión, no es en modo alguno atentatoria contra el derecho al honor. Tertium non datur.

 Así es siempre que la relación entre los derechos fundamentales se plantea en los siguientes términos: d1 está limitado por d2. Así es como ocurre con la relación entre la libertad de expresión (e información) y el derecho al honor (y otros, como la protección de la infancia) tanto en Alemania como en España. Por eso en la Jurisprudencia del Tribunal Constitucional español sobre este asunto no hay tampoco ni rastro de lo que propiamente merezca el nombre de ponderación (véase mi trabajo “Tres sentencias del Tribunal Constitucional. Ponderando el honor y la libertad de información”, Diario La Ley, n.º 6212, 17 de marzo de 2005). El esquema de razonamiento en estos casos es siempre interpretativo/subsuntivo, a partir de una norma cuya estructura, como ya se ha dicho es: Px ↔ (x → ¬y). “x” vale por expresión/ información e “y” vale por “honor” o “protección de la infancia”, por ejemplo. De esta manera vemos que el derecho al honor o el derecho de la infancia a la protección están configurados como derechos absolutos (Oy). Por tanto, no pueden ser limitados en modo alguno. Cuando una expresión “e” se considera constitucionalmente permitida es porque se entiende que de ninguna manera daña el derecho al honor de un sujeto o el derecho de la infancia a su protección. Esa es la razón por la que, como en esta misma sentencia dice el Bundesverfassungsgericht, una interpretación maximalista o extensiva del derecho al honor, por ejemplo, llevaría a que nada negativo o crítico se pudiera decir de cualquiera y, con ello, a la práctica inhabilitación de la libertad de expresión. Que esto es así se ve aún mejor si trabajamos con el derecho de la infancia a la protección. Con un enfoque ponderativo sería admisible el contenido del siguiente enunciado: “cuando el derecho de un niño a la protección sufra un daño de grado medio y, en el caso, la libertad de expresión se beneficie en

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Así pues, nada más lejos de los planteamientos ponderativos. Con un enfoque ponderativo, el razonamiento sería así: 1. la expresión “e” supone ejercicio de la libertad de expresión y, al mismo tiempo, supone daño para el derecho al honor; 2. dicha expresión “e” es lícita siempre y cuando que el beneficio para la libertad de expresión sea mayor que el daño para el derecho al honor; 3. la operación mediante la que se establece esa proporción daño/beneficio entre los dos derechos se llama ponderación; 4. la ponderación se hace caso por caso y su metro son las circunstancias del caso concreto. Sigamos con los pasos del razonamiento de la sentencia. – La libertad de expresión tiene sus límtes, según el artículo 5.2 LF en lo que disponga la ley, en la protección de la juventud y en el derecho al honor personal. Pero a su vez estos límites deben ser “interpretados” a la luz del derecho que limitan, cuyo valor orientativo se hace valer en el plano de la decisión. “Esto conduce por regla general a una ponderación casuística entre el derecho a la libertad de expresión y el bien jurídico protegido por la ley limitadora de tal derecho fundamental.” A este párrafo ya me he referido antes. – En lo que se refiere a la expresión “geb. Mörder”, la decisión del Oberlandesgericht debe ser corregida, pues no ha hecho justicia al carácter satírico de tal expresión. En favor de ese carácter de sátira operan los siguientes argumentos: a. Tiene las notas definitorias de la sátira. b. La expresión aparece dentro de una rúbrica permanente y en la que siempre se procede así. c. El lenguaje es el habitual, de tono chistoso y que pretende hacer reír, fin éste que es el típico de la sátira. d. El uso en otros momentos en la misma sección de la expresión “nacido […]” demuestra que su propósito no es ofensivo, sino cómico.



un grado alto, debe prevalecer la libertad de expresión”. Todos diríamos, en cambio, que el enunciado es jurídicamente inaceptable, pues ningún atentado contra el derecho de un niño a la protección puede justificarse con el beneficio para la libertad de expresión. Pues bien, lo mismo ocurre con el derecho al honor. Otra cosa es que los contenidos precisos del derecho al honor o del derecho de los niños a la protección deba establecerse por vía de interpretación de los correspondientes enunciados constitucionales, interpretación con propósito generalizador y no meramente de justicia del caso concreto; y que dicha interpretación debe tener un carácter sistemático, tomando en cuenta simultáneamente el sentido posible de todos los derechos en juego (aquí, libertad de expresión, de información, etc.) y buscando la coherencia del resultado final, de manera que la interpretación maximalista o totalmente extensiva de uno de los derechos no lleve a la práctica eliminación de algún otro. Cuestión interesante es averiguar si el mismo esquema se aplica a la relación entre todos los derechos fundamentales, y a sus posibles conflictos, o si es peculiar de la relación entre la libertad de expresión/ información y los derechos que la limitan. Mi hipótesis es la primera, pero no puedo desarrollarla aquí.

7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica

e. En el contexto del momento estaba la discusión jurídica sobre si se podía llamar o no a los soldados “asesinos potenciales” (potentielle Mörder). f. Para ver si una sátira encierra un propósito insultante o injurioso no se pueden tomar sus expresiones al pie de la letra, sino que tienen que ser desvestidas (Entkleidung) de su definitorio componente de exageración o caricatura. Ahí es donde el Oberlandesgericht yerra, pues toma la expresión “geb. Mörder” al pie de la letra, como si necesariamente significase asesino nato. Así pues, la conclusión es que dicha expresión no produce daño al honor, no que el daño sea pequeño, leve, poco relevante, etc. Dicha conclusión depende de la citada cadena de interpretaciones previas, no de una ponderación de grados de afectación positiva o negativa de los derechos. – En lo que se refiere a la expresión “tullido” (Krüppel), la solución es diferente: sí hay daño al honor y, por tanto, no puede tratarse de ejercicio lícito de la libertad de expresión, por lo que acertó aquí el Oberlandesgericht. Los argumentos son los siguientes: a. “Krüppel” es una expresión que no se usa meramente para describir la condición de inválido o impedido, o para designar al físicamente deforme, como se hacía en siglos pasados. Hoy en día, calificar a alguien como tullido se entiende como “humillación” (Demütigung), como degradante, equivale a minusvalorarlo. Ese cambio de significado se aprecia si se tiene en cuenta que también se usa la expresión para insultar o degradar a quienes no tienen ningún tipo de defecto físico. b. La lectura de la “carta al lector” muestra que la intención era calificar con ese término degradante al demandante, no a los soldados en general ni a ningún grupo. c. No puede servir como disculpa el que se tratara de una reacción frente a la demanda de indemnización por el reportaje anterior, pues nada había en tal demanda de agresivo o insultante. En resumen conjunto, la expresión “geb. Mörder” no atenta contra el honor del demandante y es, por lo tanto, ejercicio lícito de la libertad de expresión, porque: 1. objetivamente no es insultante o injuriosa; 2. no existía (o no está acreditada) una intención ofensiva o degradante. En cambio, la expresión “Krüppel” sí atenta contra el honor del demandante y no es, por tanto, ejercicio lícito de la libertad de expresión, porque: 1. sí es objetivamente insultante, a tenor del significado que ha alcanzado y con el que suele usarse en nuestros días; 2. ha sido proferida con intención vejatoria.

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I I I . l a e s e n c i a l i n t e r c a mb i a b i l i d a d d e l m  t o d o s u b s u n t i v o y e l p o n d e r at i v o Ahora pretendo poner de relieve, de modo más sistemático, que el método subsuntivo y el ponderativo son intercambiables en cada caso (o al menos en cada caso mínimamente difícil), sea de legalidad estricta o de constitucionalidad; y que ambos, por tanto, pueden ser indistintamente usados tanto por los tribunales ordinarios como por los tribunales constitucionales. En el trasfondo late también mi opinión de que el uso del método subsuntivo (subsuntivo/interpretativo, como lo vengo llamando, para mayor precisión) es más apto para que los tribunales cumplan con los requisitos de una argumentación exigente, pues en él se ven más claros los pasos en que la racionalidad exige argumentación expresa de las decisiones intermedias determinantes del resultado final. Utilizaré el siguiente proceder. Presentaré una sentencia en materia de legislación ordinaria y un caso-tipo en materia de conflicto entre los derechos fundamentales a la libertad de expresión y al honor. E intentaré poner de manifiesto que las dos son perfectamente tratables y reconstruibles tanto con un método ponderativo como con uno subsuntivo. El caso de la sentencia primera es el conocido en España como caso del toro de Osborne, decidido por el Tribunal Supremo español (Sala Tercera) en sentencia del 30 de diciembre de 1997. El caso se puede resumir así. La Ley de Carreteras prohibía la colocación de “publicidad” en los lugares visibles desde las carreteras, fuera de los tramos urbanos. A la entrada en vigor de dicha Ley, la empresa Osborne, que se anunciaba mediante la efigie del toro y una inscripción en ésta, borra tal inscripción, pero mantiene la figura del toro, visible desde las carreteras. La empresa es sancionada por mantener dicha “publicidad” cuando ya rige la prohibición. Recurre y el Tribunal Supremo anula la sanción, argumentando que dicho toro no es “publicidad”. A . d e c i s i  n d e c o n f l i c to d e l e g a l i da d o r d i n a r i a p r e s e n ta d a b a j o f o r m a s u b s u n t i va Tomemos el caso del toro de Osborne. La situación normativa creada con la prohibición de colocar publicidad podemos expresarla así, del modo más sencillo: prohibido (V) colocar publicidad (x): Situación normativa: (1) Vx

7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica

El problema, pues, consiste en saber qué se entiende por “publicidad”. En la sentencia del Tribunal Supremo en este caso se dice (simplificamos el asunto) que, a efectos de esta norma, es publicidad todo objeto asociado a una marca comercial que pueda distraer a los conductores. En aras de la simplicidad, representemos “objeto asociado a una marca comercial que pueda distraer a los conductores” como “d”. Tenemos, así, el siguiente enunciado interpretativo: Enunciado interpretativo general: (2) d ↔ x El paso siguiente tiene que consistir en sentar si el toro de Osborne cae o no bajo "objeto asociado a una marca comercial que pueda distraer a los conductores" (d). El Tribunal concluye que no. Representamos el toro como "t". Enunciado interpretativo particular: (3) t → ¬d Enunciado subsuntivo derivado de (1) (2) y (3) y conclusivo del razonamiento interpretativo : (4) t → ¬x Conclusión normativa: (5) ¬Vt Las razones determinantes de la corrección material del razonamiento serán las que respalden a los enunciados representados en (2) y (3). B . d e c i s i  n d e l m i s m o c o n f l i c to d e l e g a l i da d o r d i n a r i a p r e s e n ta d a b a j o f o r m a p o n d e r at i va Ahora presentaremos bajo forma de ponderación el razonamiento de este caso que acabamos de ver en su esquema subsuntivo/interpretativo, y comprobaremos que ambos esquemas son intercambiables. En primer lugar hemos de traducir el caso a un conflicto entre derechos. Podemos hacerlo contraponiendo el derecho de la empresa a anunciar libremente sus productos, como parte de la libertad de empresa, y el derecho de la administración a prohibir las formas de publicidad que atenten contra algún bien

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constitucionalmente protegido, como pueda ser la seguridad de los ciudadanos o el derecho de los ciudadanos al medio ambiente. Por simplificar, nuevamente, reduzcamos el conflicto al enfrentamiento entre el derecho a anunciarse (como parte del derecho a la libertad de empresa), que representamos como D1, y el derecho a la seguridad de los conductores, que representamos como D2. ¿Cuál de los derechos prevalece en el caso del toro de Osborne? El Tribunal Supremo (si bien usando otro lenguaje, no el de los derechos) dio prevalencia en el caso a D1, el derecho de la empresa a anunciarse. Pero lo hizo diciendo que el toro no era publicidad porque su presencia no atentaba contra la seguridad de los conductores. Y siguió los siguientes pasos: 1. Determinar qué se entiende, a efectos de la norma, por “publicidad”. Nos dijo que publicidad no es cualquier cosa asociada a una marca o producto comercial (admite la asociación del toro y una marca de brandy de la empresa Osborne desde varios puntos de vista), sino sólo aquel objeto asociado a una marca o producto y que ponga en peligro la seguridad de los conductores por ser apto para provocar su distracción. Invoca como razón de esa opción interpretativa el fin de la norma, y llamaremos a esta razón interpretativa Ri1. Luego realiza una afirmación fáctica: que la figura del toro no distrae a los conductores. Llamemos a esta razón RC1. Y tenemos que, “ponderadas” las razones interpretativas y tomada una de las opciones, y “ponderadas” las circunstancias fácticas y tomada una de las opciones, quedan las razones para la prevalencia (P) de un derecho sobre otro: J (Ri1 ∧ Rc1) D1 P D2 Sin embargo, si uno lee la sentencia del Tribunal Supremo en el caso del toro y cualquier sentencia del Tribunal Constitucional en un caso de conflicto entre derechos fundamentales, la diferencia salta a la vista. ¿Es sólo una diferencia de lenguaje o hay una verdadera diferencia de método motivada por la distinta naturaleza de los casos? Nuestra tesis es que la diferencia es meramente de lenguaje. Esa diferencia se traduce en que el Tribunal Constitucional habla (o aparenta hablar) en términos de que están afectados dos derechos (o, más en general, dos principios), pero para el caso uno vence sobre otro. Es decir, por ejemplo, que sí es un caso de libertad de expresión y sí es un caso de derecho al honor, y que la prevalencia del derecho al honor en razón de las circunstancias del caso supone la victoria de este derecho y la consiguiente limitación del otro en este caso. En cambio, el Tribunal Supremo, usando un esquema no ponderativo, dice que el toro no es un anuncio y que, por tanto, no hay un conflicto entre normas, sino que meramente no rige la prohibición de anuncios. Pero sería lo mismo si hubiera dicho que anuncios como los del

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toro no caen bajo la prohibición, dado que, en sus circunstancias, no hay razones para limitar la libertad de anunciarse de las empresas. Y también sería lo mismo si el TC, en el ejemplo que a continuación veremos, sustituyera su lenguaje ponderativo por el propio del “método” subsuntivo/interpretativo y se expresara en estos términos: en el caso la expresión “e” es subsumible entre las expresiones que atentan contra el honor, y puesto que la libertad de expresión tiene su excepción en el daño al honor, no se trata de ejercicio de la libertad de expresión, sino de atentado al honor. A todo esto subyace una tesis, también fuerte, que requiere fundamentación minuciosa: Todas las normas pueden ser presentadas o como reglas o como principios, y tal presentación depende del lenguaje y el esquema que se adopte a la hora de aplicarlas. Pero tal opción es potestativa del intérprete, no determinada por ningún tipo de “naturaleza”, ni de las normas ni de los hechos. Y, por último, esa opción responde generalmente a propósitos de política judicial, según que se quiera una aplicación del derecho de apariencia más técnica o más de equidad o justicia de los hechos. Los tribunales constitucionales adoptan un lenguaje ponderativo para hacer que su jurisdicción aparezca como sustancialmente diferente de la de los tribunales ordinarios. C. decisin de conflicto entre derechos f u n d a m e n ta l e s p r e s e n ta d a b a j o f o r m a s u b s u n t i va Tomemos un caso estándar de conflicto entre libertad de expresión y derecho al honor. Hay dos normas (constitucionales; pero esa condición no es relevante): una dice permitido (P) expresar las ideas y opiniones (x): Px; la otra dice prohibido (-P) decir cosas que atenten contra el honor de otro (y): (-Py). De modo que podemos presentar la situación así: Px ∧ ¬Py Toda expresión está permitida, salvo que contenga un atentado al honor de otro. “x” representa cualquier expresión. E “y” representa cualquier expresión que atente contra el honor de otro. Por tanto, “y” es un subconjunto de “x”. Así pues, podemos representar la situación normativa, más precisamente, así:

Px ↔ (x → ¬y).

En consecuencia, todo conflicto entre libertad de expresión y derecho al honor pasa necesariamente por:

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– Determinar el sentido de “honor” (y, correlativamente, de atentado contra el honor). Ahí serán de utilidad todo tipo de argumentos de los consolidados como interpretativos. Así, se llegará por ejemplo a establecer que todo insulto es (una expresión que supone) un atentado al honor de la persona referida (vid. paso 2 en el esquema de más abajo). – Determinar si el hecho enjuiciado (v. gr. alguien dijo que una persona era un “necio”, o un “idiota”, o un “sinvergüenza”, o un “ladrón”…) y que era dudoso si caía bajo la referencia del enunciado que se interpretaba, cae bajo la referencia del enunciado concretizador, del enunciado interpretativo. En nuestro ejemplo, si la expresión en cuestión (e) es o no un insulto (i) (vid. paso 3 en el esquema de más abajo). El esquema queda así: Situación normativa: Enunciado interpretativo general Enunciado interpretativo particular Enunciado subsuntivo Conclusión normativa

(1) (2) (3) (4) (5)

Px ↔ (x → ¬y) i→y e→i e→y ¬Pe

En clave de racionalidad argumentativa, se requiere que concurran y se expresen (cuando no sean plenamente evidentes) las razones que respaldan las afirmaciones representadas en (2) y (3). Es decir, las razones por las que se considera que el significado del derecho al honor hace ese derecho incompatible con el soportar insultos, y las razones por las que se estima que la expresión “e” constituye un insulto. D. decisin de conflicto entre derechos f u n d a m e n ta l e s p r e s e n ta d a b a j o f o r m a p o n d e r at i va Según la doctrina habitual en tema de ponderación, un derecho prevalece sobre el otro no en abstracto, sino en el caso concreto, y a la luz de las circunstancias precisas de ese caso. Llamando C a las circunstancias y J a la justificación de la prevalencia, podemos representar la situación de prevalencia así: J (C1… Cn) D1 P D2 Pero hay que tener en cuenta que las circunstancias no hablan por sí solas. Lo que se quiere decir cuando en la doctrina de la ponderación se alude a ellas como determinantes es que son la fuente o la base de las razones dirimentes de

7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica

la prevalencia de uno de los derechos; o sea, que las razones que cuentan para esa prevalencia son razones circunstanciales, razones relativas a la presencia y la relevancia de unas u otras circunstancias. Así que si llamamos RC a tales razones circunstanciales podemos mantener el mismo esquema de este modo: J (RC1…RCn) D1 P D2 Pero la cuestión clave es ésta: ¿qué es lo que hace relevante e importante para el caso una o varias de entre las innumerables razones que concurren? Y la respuesta es: la previa interpretación de la norma o normas en cuestión. En la expresión “e” proferida por una persona respecto de otra, en uso de la libertad de expresión de aquélla, podemos imaginar los siguientes caracteres y circunstancias, de entre la infinidad que pueden darse e imaginarse para un caso: Circunstancias: 1. proferida en una reunión privada; 2. proferida en una asamblea pública; 3. proferida en un programa de radio; 4. proferida por un particular; 5. proferida por un periodista; 6. proferida respecto de un particular; 7. proferida respecto de un cargo público; 8. proferida por un madrileño; 9. proferida en jueves; 10. proferida por una persona de 52 años; etc. Caracteres: A. crítica; B. acusación; C. insulto; D. caricatura o imitación; E. reproche; F. advertencia; G. insinuación amorosa, etc. En rápida y aleatoria enumeración hemos mencionado diez posibles circunstancias de la expresión “e” y siete posibles caracterizaciones o catalogaciones de la misma. Respecto de las circunstancias, cualquier discusión será cuestión de prueba (mostrar en los hechos que alguien es o no un periodista, que alguien es o no un cargo público, etc.); respecto de los caracteres, las discusiones versarán sobre lo adecuado o no de la calificación, es decir, sobre las razones para calificar la expresión “e” como insulto, crítica, reproche, etc. Pues bien, es la previa interpretación de lo que se entienda por “honor”, como bien protegido por la norma que otorga el derecho al honor y que limita las expresiones posibles amparadas por la libertad de expresión, lo que hace que no se considere, hoy, aquí y ahora, atentatorio contra tal bien el ser objeto de una mera crítica, o de un simple reproche, o de una insinuación amorosa, y sí, en cambio, ser insultado. Así que lo que hace relevante una u otra circunstancia y uno u otro carácter de entre las y los innumerables que puede tener la proferencia de “e” es una interpretación previa de la norma, expresada o no en el correspondiente enunciado interpretativo, pero operante siempre, aunque sea de modo tácito. Sobre la base de la interpretación se determina la relevancia de las circunstancias.

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Pero falta un segundo paso. Una vez que hemos interpretado “honor”, por ejemplo, como desmerecimiento de la pública consideración y que, segundo paso, hemos determinado que un insulto es un supuesto que da lugar a tal desmerecimiento de la pública consideración, queda por saber si “e” constituye o no un insulto. Y habrá que dar razones de los dos cosas: de por qué se considera que el honor se daña cuando se es objeto de desmerecimiento en la pública consideración y de por qué se considera que “e” es un insulto y no, por ejemplo, una simple crítica o una cariñosa reconvención que no daña tal consideración pública. Con todo esto estamos defendiendo esta tesis: que los dos esquemas que hemos visto para el conflicto entre libertad de expresión y derecho al honor no son expresión de dos modos distintos de razonar ni de dos métodos diferenciados, sino dos maneras de representar un mismo proceder. Es decir que en términos funcionales el esquema i: J (RC1… RCn) D2 P D1 equivale al esquema ii: Situación normativa: Enunciado interpretativo Enunciado subsuntivo Concusión del razonam. int.

(1) (2) (3) (4)

Px ↔ (x → ¬y) i→y e→i ¬Pe

Lo que varía y explica la diferencia en el modo de representar es que en el esquema i (ponderativo) se incorpora la mención a las razones subyacentes, pero no se representan los pasos o secuencia del razonamiento; mientras que en el esquema ii (subsuntivo/interpretativo) ocurre al revés, se representa la secuencia del razonamiento pero se deja fuera la mención de las razones que avalan el contenido de los enunciados determinantes, que son el (2) y el (3). Basta con fundir ambos esquemas para tener el esquema completo y común a todo caso difícil, sea o no de conflicto directo o inmediato entre derechos fundamentales. Quedaría así, en lo referido al caso de enfrentamiento entre libertad de expresión y derecho al honor, ganando el derecho al honor por haberse establecido que el insulto atenta contra el derecho al honor y que “e” es un insulto.

7. El juicio de ponderación y sus partes. Una crítica

Situación normativa: Enunciado interpretativo Enunciado subsuntivo Concusión del razonam. int.

(1) (2) (3) (4)

Px ↔ (x → ¬y) J (RCa… RCn) i → y J (RC1… RCn) e → i ¬Pe

Y téngase en cuenta que ¬Pe es tanto como decir que para el caso caracterizado por la proferencia de "e" (en las circunstancias c1…cn) el derecho al honor (D2) prevalece sobre el la libertad de expresión (D1): (e) D2 P D1 Queda visto que las razones presentes en la llamada decisión ponderativa son razones interpretativas (las que determinan, en el ejemplo, que el insulto atenta contra el bien “honor”) y razones fácticas (las circunstancias que en el caso hacen que “e” pueda o deba contarse como un insulto). Por eso el esquema de la ponderación, para ser completo, debería representarse así, llamando Ri a las razones interpretativas y Rc a las razones circunstanciales: J (Ri1…Rin ∧ Rc1…Rcn) D2 P D1

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iii. ejercicios de crtica jurisprudencial

8. ¿ponderacin o simples subsunciones? c o m e n ta r i o a l a s e n t e n c i a d e l t r i b u n a l constitucional del 25 de abril de 200 7 I. los hechos del caso En esta sentencia, de la que ha sido ponente el magistrado Manuel Aragón Reyes, nos encontramos un nuevo conflicto entre el derecho a informar y el derecho a la propia imagen. Los hechos del caso son los siguientes. El 2 de octubre de 1992 el periódico Diario 16 publicó una información sobre un desalojo judicial de determinadas viviendas. Los ocupantes de ellas se resistieron y tuvo que intervenir la Policía Municipal de Madrid para reducirlos. La noticia iba acompañada de una fotografía que mostraba en primer plano a la demandante de amparo, sargento de la Policía Municipal, vistiendo su uniforme reglamentario y mientras detenía e inmovilizaba a uno de los desahuciados que oponían resistencia. En dicha foto no aparecía velado el rostro de la demandante, la cual, por tanto, resultaba perfectamente reconocible. La información aparecía bajo el titular “Desalojo violento” y en su texto se decía esto: “Seis personas heridas y un detenido es el balance del violento desalojo realizado por la Policía Municipal en el barrio de Bilbao, en Ciudad Lineal. En la imagen, una agente detiene a uno de los once desahuciados –cuatro de ellos niños–, que se encerró en el interior de su vivienda para evitar el desalojo”. Unos días después el mismo periódico volvía a informar del tema y de nuevo mostraba la fotografía en la que aparecía la sargento. La actora formuló demanda contra la sociedad editora del periódico, su director y un fotógrafo, al amparo de la Ley 62/1978, del 26 de diciembre, de protección jurisdiccional de los derechos fundamentales de la persona, alegando intromisión en su derecho a la propia imagen. El Juzgado de Primera Instancia estimó la demanda y condenó a los demandados a indemnizar y a varias medidas complementarias. La Audiencia Provincial de Madrid confirmó la sentencia y el Tribunal Supremo, Sala de lo Civil, por sentencia del 14 de marzo de 2003, casó y anuló la sentencia recurrida, entendiendo que en el caso el derecho a la propia imagen cede ante el derecho de los demandados a difundir libremente información veraz y haciendo una serie de consideraciones que el Tribunal Constitucional estima plenamente adecuadas y reitera en la sentencia que aquí comentamos.

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III. Ejercicios de crítica jurisprudencial

I I . lo s f u n da m e n to s d e la d e c i s i  n Los fundamentos que al respecto emplea la sentencia del TC se pueden sintetizar del siguiente modo. 1. Se menciona la doctrina del Tribunal sobre los caracteres del derecho a la propia imagen (art. 18.1 CE), que “se configura como un derecho de la personalidad, que atribuye a su titular la facultad de disponer de la representación de su aspecto físico que permita su identificación, lo que conlleva tanto el derecho a determinar la información gráfica generada por los rasgos físicos que la hagan reconocible que puede ser captada o tener difusión pública, como el derecho a impedir la obtención, reproducción o publicación de su propia imagen por un tercero no autorizado (stc 81/2001, f. j. 2)” (f. j. 3.º). 2. Se puntualiza que el derecho a la propia imagen no es un derecho absoluto y su contenido se halla “delimitado por el de otros derechos y bienes constitucionales […], señaladamente las libertades de expresión o información” (f. j. 3.º). 3. Se señala que dichos límites deben determinarse “tomando en consideración la dimensión teleológica del derecho a la propia imagen”, por lo que el interés de su titular puede estar contrapesado con circunstancias que legitimen el uso informativo de su imagen en razón de su conducta y las circunstancias en que se encuentre inmerso, todo ello en relación con el interés público de la información (f. j. 3.º). 4. Cuando el derecho del particular a su propia imagen colisione con el interés público en la captación o difusión de su imagen, “deberán ponderarse los distintos intereses enfrentados y, atendiendo a las circunstancias concretas de cada caso, decidir qué interés merece mayor protección, si el interés del titular del derecho a la imagen en que sus rasgos físicos no se capten o difundan sin su consentimiento o el interés público en la captación o difusión de su imagen (stc 156/2001, f. j. 6)” (f. j. 3.º). 5. Se afirma que deben tenerse presentes los artículos 7.5 y 8.2 de la Ley Orgánica 1/1982, del 5 de mayo, de protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen. El primero de ellos establece como supuesto de intromisión ilegítima en el derecho a la propia imagen el siguiente: “La captación, reproducción o publicación por fotografía, filme, o cualquier otro procedimiento, de la imagen de una persona en lugares o momentos de su vida privada o fuera de ellos, salvo los casos previstos en el artículo 8.2”. Y este artículo 8.2 de la misma Ley dispone que el derecho a la propia imagen no impedirá a. “Su captación, reproducción o publicación por cualquier medio cuando se trate de personas que ejerzan un cargo público o una

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profesión de notoriedad o proyección pública y la imagen se capte durante un acto público o en lugares abiertos al público” y b. “La información gráfica sobre un suceso o acaecimiento público cuando la imagen de una persona determinada aparezca como meramente accesoria”. Y añade el mismo precepto que la excepción contempladas en el párrafo a citado no será de aplicación “respecto de las autoridades o personas que desempeñen funciones que por su naturaleza necesiten el anonimato de la persona que las ejerza”. 6. Considera la sentencia del TC que nos ocupa que la ponderación realizada por la Sala Civil del Tribunal Supremo es correcta, y ello “a la vista de las circunstancias concurrentes en el presente caso y a tenor de la doctrina constitucional expuesta y de lo dispuesto en los citados arts. 7.5 y 8.2 de la Ley Orgánica 1/1982”, por lo que en el presente caso debe prevalecer el derecho a comunicar y recibir libremente información veraz sobre el derecho a la propia imagen de la demandante (f. j. 4.º). Seguidamente, la sentencia detalla los fundamentos de dicha ponderación acertada, que podemos sintetizar en los apartados siguientes (f. j. 5.º): a. “Estamos ante un documento que reproduce la imagen de una persona en el ejercicio de un cargo público”. b. La fotografía en cuestión “fue captada con motivo de un acto público (un desalojo judicial que para ser llevado a cabo precisó del auxilio de los agentes de la Policía Municipal, ante la resistencia violenta de los afectados), en un lugar público (una calle de un barrio madrileño)”. c. “Resulta asimismo incuestionable que la información que se transmite por el periódico es veraz y tiene evidente trascendencia pública”. d. “La fotografía en cuestión (y pese a lo que alega la demandante de amparo) tiene carácter accesorio respecto de la información publicada y no refleja a la demandante realizando cosa distinta que no sea el estricto cumplimiento de su deber”. e. En el último párrafo de la sentencia se contiene la siguiente consideración, sobre la que habremos de volver: “En fin, aunque es cierto que la utilización de cualquier técnica de distorsión u ocultamiento del rostro de la demandada habría posibilitado que la noticia del desalojo violento hubiera llegado a los lectores de igual manera y sin merma alguna, como se sostiene en la demanda de amparo, no lo es menos que, tal como se afirma en la sentencia recurrida en amparo, no estamos ante un caso concreto que exija el anonimato, sin perjuicio de que en otros pudiera exigirlo [último inciso del artículo 8.2.c de la Ley Orgánica 1/1982, del 5 de mayo]. En efecto, en contra de lo que se aduce por la demandante de amparo, no cabe apreciar que, en las circunstancias de este caso, existan razones de seguridad para ocultar el rostro de un funcionario policial por el mero hecho

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de intervenir, en el legítimo ejercicio de sus funciones profesionales, en una actuación de auxilio a una comisión judicial encargada de ejecutar una orden de desalojo, ante la decidida resistencia de los ciudadanos afectados”. III. elementos de crtica Las consideraciones críticas que sobre la sentencia objeto del presente comentario pretendemos hacer pueden ser divididas en tres apartados. El primero, relativo a los propios argumentos con que se justifica el resultado de la ponderación que se ha llevado a cabo. El segundo, referido a la aplicación que se ha realizado del método ponderativo. Y el tercero, de alcance más general, sobre la utilidad de aplicar el método de ponderación para la resolución de los conflictos entre derechos fundamentales como el que aquí nos ocupa. A. sobre los argumentos d e la p o n d e rac i  n r e a l i z a da Como más adelante reiteraremos, el método de la ponderación que el TC utiliza muy a menudo –aunque no siempre– cuando se trata de resolver un conflicto entre derechos fundamentales sirve para que la atención a las circunstancias del caso ahorre todo argumento tanto sobre la interpretación de las normas aplicables como sobre la calificación de los hechos a la luz de tales normas. En efecto, no se para la sentencia a justificar las calificaciones decisivas que aquí realiza, como cuando se afirma que se trata de un “acto público”, de un “lugar público”, que la información posee “evidente trascendencia pública” o que la fotografía en cuestión “tiene carácter accesorio respecto de la información publicada”. No pretendemos sostener aquí que dichas calificaciones sean defectuosas, sino sólo resaltar que con arreglo a la técnica habitual de subsunción de los hechos enjuiciados bajo las normas que los califican, el acierto del fallo se haría depender de dos asuntos que tendrían que aparecer exigentemente motivados: la interpretación de expresiones de los artículos mencionados de la Ley Orgánica 1/1982 como “cargo público”, “profesión de notoriedad o proyección pública”, “acto público”, “lugares abiertos al público”, carácter “accesorio” o “profesiones que necesiten anonimato de las personas que las ejerzan”. En cambio, con esta otra manera de razonar que se emplea cuando se reconduce la clave decisoria al pesaje o ponderación de las circunstancias del caso, parece como si tales significados estuvieran claros por definición o, más bien, como si de su interpretación nada dependiera para el caso. Ahí radica el constitutivo déficit argumentativo habitual en este tipo de sentencias que hacen depender

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completamente el resultado de una misteriosa balanza en la que se pesan las circunstancias del caso de una manera tal que el resultado se expresa en la prevalencia de un derecho sobre otro. Dejemos por un momento en suspenso ese aspecto, sobre el que volveremos, y, admitiendo como hipótesis la adecuación del método de la ponderación para resolver este tipo de litigios, valoremos la ponderación realizada. Llaman poderosamente la atención en este punto las afirmaciones contenidas en los apartados c y d del resumen anterior. Así, afirmar que la información que en el periódico figuraba goza de “evidente trascendencia pública” resulta del todo irrelevante para lo que se está debatiendo en el pleito, que no es el valor de la información en sí, de la que parece que ni siquiera la demandante ha cuestionado su veracidad, sino la trascendencia o interés público de una foto en la que se reconoce y se puede identificar perfectamente a la agente que demanda. La relevancia pública de la información no contamina positivamente dicha foto y no convierte en trascendente para el público el hecho de que la cara de la agente no haya sido difuminada en la fotografía que en el periódico acompaña a la noticia, y de esto es de lo que se juzga, no del valor en sí de la información, que nadie ha puesto en entredicho. Por otro lado, afirmar el carácter accesorio de la fotografía respecto de la información publicada no parece razón que abone la legitimidad de su publicación de forma tal que se reconozca a la agente, sino que más bien debería “pesar” en sentido contrario. Si la justificación esencial del fallo –y de la ponderación que a él conduce– se encuentra en la relevancia o interés público, ¿cómo se concilia dicha relevancia o dicho interés con la proclamada accesoriedad de la fotografía para la información? ¿Existe un interés público que justifique la publicación así de la foto? Nuevamente vemos cómo el interés de la información, que no se discute, se entrecruza equívocamente con el interés de la foto, y habría que hacerse la pregunta que la sentencia no se plantea: ¿qué interés público existe en que se pueda reconocer a la agente? ¿Sigue siendo accesoria la imagen cuando la figura de la persona retratada ocupa su centro y resulta perfectamente reconocible? A lo anterior se suma la invocación que la sentencia del TC realiza de que la demandante no hacía más que cumplir con su deber cuando fue tomada la instantánea. Y aquí tenemos que preguntarnos si el hallarse cumpliendo un deber, incluso un deber público, es por sí razón bastante para que deba ceder el derecho a la propia imagen en todo caso, o si lo es solamente en algunos. Tanto en un caso como en otro, habría que argumentarlo consistentemente. Con estas consideraciones no pretendemos cuestionar como erróneo el contenido del fallo, sino sólo poner de relieve la superficialidad argumentativa

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a que conduce un método ponderativo con el que se pretende nada menos que medir en cada caso el peso de los respectivos derechos y la correspondiente prevalencia entre ellos. ¿Acaso no se podría en esta ocasión haber ponderado igual de bien y con idéntico grado de convicción para acoger un fallo de contenido exactamente opuesto a éste? Ensayemos una ponderación alternativa y júzguese el resultado. Si éste resulta similarmente convincente, tendríamos que o bien dicho supuesto método sirve por igual para un roto que para un descosido, o bien que no ha sido aplicado en el asunto con el rigor o la fuerza de convicción necesarios. Veamos: a. La Ley Orgánica 1/1982 en su artículo 8.2 considera intromisión ilegítima “la captación, reproducción o publicación por fotografía, filme, o cualquier otro procedimiento, de la imagen de una persona en lugares o momentos de su vida privada o fuera de ellos”, lo cual nos indica que también en actos no meramente privados puede haber ilegitimidad en la captación no autorizada y la divulgación de la imagen de una persona. b. Para el contenido de la información, veraz por lo demás, no aporta ningún añadido relevante la circunstancia de que la sargento de la Policía Municipal sea perfectamente reconocible en la fotografía que acompaña y nada de la esencia o el interés de dicha información se habría mermado si en dicha imagen se hubiera velado el rostro de la mencionada agente. c. Que la demandante haya sido captada en una acción de cumplimiento de su deber no obsta para que resulte afectado su dominio sobre su propia imagen, ni hace impensable que la publicación de la fotografía pueda acarrearle en el futuro inconvenientes tanto en su vida privada como en posteriores labores de su profesión. d. La circunstancia de que el acontecimiento reflejado en la información tuviera un carácter público y no secreto o puramente privado no supone que no puedan existir límites a la divulgación de imágenes de las personas en tal situación, pues, aunque las barreras del derecho a la propia imagen se rebajen en tales ocasiones, ello no implica que pueda sin más y en todo caso darse publicidad no autorizada a cualquier imagen de los participantes. No pretendemos sostener que esta ponderación alternativa sea mejor que la realizada en la sentencia del TC, sino que puede resultar igual de convincente, en cuyo caso el valor demostrativo de las razones alegadas en pro de aquella otra es puramente aleatorio y el método ponderativo en nada limita o acota la plena discrecionalidad decisoria del Tribunal en un caso como este.

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B. sobre los requisitos de recto u s o d e l m  t o d o p o n d e r at i v o Admitiendo como hipótesis que la ponderación pueda efectivamente ser un procedimiento metódicamente guiado a base de someter las circunstancias del caso a ciertos tests o controles tasados, podríamos también cuestionar el resultado de la ponderación que en la sentencia aparece. En efecto, tanto en la doctrina, y especialmente en la presentación que realiza el máximo expositor del método de ponderación, Robert Alexy, como en la jurisprudencia de los tribunales constitucionales español y extranjeros, particularmente el alemán, se establece que una medida que para amparar un derecho fundamental limite otro debe ser sometida a un triple examen o test: idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto. Reparemos en el segundo de ellos: el requisito de necesidad. Conforme a tal requisito, una medida o acción limitadora de un derecho fundamental sólo será constitucional si el beneficio que de ella se consigue para otro derecho fundamental no se puede alcanzar igualmente con una acción o medida alternativa que dañe o menoscabe menos aquel derecho primero. Supongamos que se enjuicia una tal medida o acción, a la que llamaremos X, y que limita un derecho fundamental D1 en grado 3 y beneficia un derecho fundamental D2 en grado 3. Si cabe una acción o medida alternativa X´ que acarrea idéntico beneficio en grado 3 para D2, pero implica una limitación menor de D1, por ejemplo en grado 2, X es inconstitucional y la acción o medida que se analizan no pasarían este test de necesidad. Pues bien, aplicado dicho control de necesidad a nuestro caso, resultará enormemente relevante lo que tanto el Tribunal Supremo en su sentencia como el Tribunal Constitucional en la suya reconocen: el hecho de que “la utilización de cualquier técnica de distorsión u ocultamiento del rostro de la demandada habría posibilitado que la noticia del desalojo violento hubiera llegado a los lectores de igual manera y sin merma alguna”. Esto, si no lo entendemos erróneamente, quiere decir que el derecho fundamental a difundir y recibir información veraz no sufre merma si se evita reproducir la cara de la agente de modo reconocible, con lo que el periódico no hizo uso de la alternativa que, sin reducción ninguna de la libertad de información, habría representado un daño menor o nulo para el derecho de la demandante a su propia imagen. Sobre esta base, constitutiva, como hemos dicho, de la adecuada aplicación del método ponderativo, habría debido surgir el resultado opuesto del pesaje o la ponderación correlativa de los derechos concurrentes en el caso. Cosa distinta, naturalmente, es que, sentado que hubiera habido intromisión ilegítima en el derecho a la propia imagen, el

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daño se hubiera evaluado en más o en menos a la hora de determinar la indemnización pertinente y las medidas complementarias para la restauración de ese derecho ilegítimamente afectado. C. ¿realmente se pondera en estos casos? Como ya se adelantó, mantendremos la tesis, para finalizar, de que el recurso habitual a la ponderación en la jurisprudencia constitucional es una mera apariencia de método alternativo y apropiado a estos casos, mientras que en realidad se comprueba que los tribunales que a él apelan no hacen nada distinto de aplicar el tradicional método interpretativo-subsuntivo, si bien con menor rigor argumental y, en consecuencia, abriendo la vía a una pura valoración casuística de los hechos y a una discrecionalidad valorativa no acompañada de la justificación expresa de las auténticas claves que determinan la decisión. Hagamos una breve descripción general antes de entrar en el concreto análisis de la sentencia bajo este punto de vista. La doctrina estándar en materia de ponderación de derechos fundamentales nos dice que cuando surge un conflicto entre derechos fundamentales concurren al menos dos normas constitucionales prima facie aplicables, las que respectivamente amparan uno y otro de los derechos en conflicto. En el caso que examinamos, tales normas son el artículo 18.1 CE (“Se garantiza el derecho […] a la propia imagen”) y el artículo 20.1.d CE (“Se reconocen y protegen los derechos […] d) A comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión”). Según Alexy, que sintetiza y aclara lo que viene siendo la tesis común de la mayoría de los tribunales constitucionales de nuestro entorno, especialmente el alemán, las normas iusfundamentales de ese tipo no serían reglas, sino principios, y éstos son definidos como mandatos de optimización. Esto último quiere decir que el mandato que en esas normas se contiene equivale a que el respectivo derecho debe ser protegido en la mayor medida posible, y tal medida puede estar limitada por otro derecho concurrente, amparado, a su vez, en su respectiva norma de principio. Así pues, esas normas de derechos fundamentales, que son principios, no se aplican en términos de sí o no, de todo o nada, de manera que una vez que su alcance respectivo ha sido correlativamente establecido por vía interpretativa, el hecho que se enjuicia o bien cae bajo el supuesto de hecho de una o bien bajo el de la otra, pero nunca de las dos, sino que encaja bajo el de ambas. Puesto que las dos normas de principio son hasta el final plenamente aplicables al caso, la prioridad de la una o de la otra en el caso se fijará mediante esa operación llamada ponderación y que permite apreciar, a la luz de las circunstancias concurrentes, si en la ocasión

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prevalece uno u otro de los derechos en disputa. Con las normas jurídicas que son reglas, y no principios, ocurre de modo diverso, pues se aplican en términos de sí o no y de todo o nada y a cada caso sólo puede resultar al final aplicable una de ellas, pero nunca las dos de modo que haya que pesarlas en relación con los hechos para determinar la prioridad. En conclusión, el método de decisión será subsuntivo cuando se trate de aplicar reglas y ponderativo cuando lo que se aplique sean principios concurrentes en el caso. Según Alexy, la inmensa mayor parte de las normas de derechos fundamentales son principios, no reglas, y esto explicaría el modo en que esos derechos se limitan entre sí. Lo que aquí mantenemos, sin poder fundamentarlo extensamente, es que en la práctica de los tribunales semejante diferencia entre reglas y principios es puramente ficticia y que los casos de conflictos entre derechos fundamentales se resuelven en realidad como cualquier otro supuesto de conflicto entre normas prima facie concurrentes, de modo que siempre se opera por vía de interpretación una, previa precisión del significado y alcance de cada norma, para luego subsumir los hechos bajo aquella que, tal como ha sido interpretada –en correlación con la interpretación que al tiempo se hace de la otra que concurría–, resulta al final la aplicable al caso. Significa esto que no es cierto que el razonamiento tenga en estas situaciones la estructura “tanto es aplicable N1 como N2 al final, tanto estamos ante un caso de los referidos por N1 como ante un caso de los referidos por N2, pero prevalece una de ellas por razón del peso a la luz de los hechos”. No, aquí siempre vemos la muy corriente y usual conclusión de que, una vez interpretadas N1 y N2, o bien los hechos aparecen subsumibles bajo la una o bien bajo la otra. Cuando un tribunal dice, por ejemplo, que prevelece la libertad de información frente al derecho a la imagen en realidad no ha sopesado nada que no sean las razones para interpretar las respectivas normas de una manera o de otra y, con ello, lo que está diciendo en verdad es que nos hallamos, por ejemplo, ante unos hechos subsumibles bajo la norma que protege el derecho a la propia imagen y no bajo la que ampara la libertad de información; o a la inversa. La estructura de dicho razonamiento es, a fin de cuentas, la de “o esto o lo otro”, no la de “tanto esto como lo otro, pero con mayor peso de esto”. Hagamos una comparación bien simple. Los artículos 138 y 139 del vigente Código Penal español serían sin duda reglas, a tenor de la clasificación de Alexy. El primero tipifica el delito de homicidio y dispone para él una determinada sanción. El segundo hace lo mismo con el delito de asesinato. Y va de suyo que un determinado comportamiento que venga al caso o es homicidio o es asesinato, pero que no puede ser ambas cosas, sólo que una de ellas en mayor medida o con más peso vistos los hechos. El artículo 138 dice que “el que matare a otro”

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será castigado como “reo de homicidio”. El 139 prevé castigo superior para el que, como “reo de asesinato”, “matare a otro concurriendo alguna de las circunstancias siguientes”: alevosía, por precio, recompensa o promesa o con ensañamiento, aumentando deliberada e inhumanamente el dolor del ofendido. Ahora pongamos que A mata a B de tres puñaladas muy dolorosas, de las cuales sólo la última es mortal de necesidad. Es evidente que, en principio, el hecho se subsume bajo el artículo 138. ¿Y bajo el 139? Depende de cómo se interprete la expresión “con ensañamiento, aumentando deliberada e inhumanamente el dolor del ofendido”. ¿Hay ensañamiento y, por tanto, asesinato en el ejemplo que acabamos de mencionar? Para poder responder tendremos que concretar previamente el significado de “ensañamiento” y de esos términos con que la norma trata de acotarlo un tanto. Sentada esa concreción interpretativa y dependiendo de ella, el hecho será calificable como homicidio o como asesinato. ¿De qué dependerá la corrección de esa interpretación dirimente de la norma y la de la consiguiente calificación del hecho? De las razones interpretativas mediante las que se justifique esa asignación de significado. Lo que es claro es que al final de ese razonamiento interpretativo el hecho que de entrada podía ser tanto una cosa como la otra ya sólo podrá y deberá ser calificado como lo uno o lo otro. Esa es la función de la interpretación judicial de las normas y es dicha interpretación la que abre el camino a la subsunción del caso bajo una de ellas, subsunción con la que termina la parte esencial del razonamiento decisorio. ¿Son diferentes las cosas cuando el hecho que se enjuicia es prima facie o en principio encajable bajo la norma que ampara el derecho fundamental D1 y bajo la que acoge el derecho fundamental D2? La respuesta, en nuestra opinión, es negativa. Los contenidos de las respectivas normas, generalmente muy indeterminados, son precisados por vía de interpretación, de modo que, a la postre, los hechos quedarán amparados o bien por D1, en cuyo caso no nos hallamos ante un supuesto de D2; o a la inversa. Esa decisión que resuelve el conflicto entre dos derechos y sus respectivas normas deberá estar tan exigentemente motivada como se requería en el caso anterior (el del homicidio o asesinato), lo que quiere decir que los fundamentos de las interpretaciones decisivas deben estar perfectamente explicitados y justificados. Esa motivación exigente es la que por lo general se hurta cuando los tribunales deciden acogerse a la ponderación. Y las cosas ocurren al revés de como suelen contarse: no es que las normas concurrentes sean reglas y por ello el razonamiento sea subsuntivo; o principios y que, en consecuencia, el razonamiento haya de ser ponderativo, sino al contrario. Cuando los jueces quieren meter de matute interpretaciones que no justifican, califican a las normas como principios y centran su argumentación en el más que fantasmagórico peso de los hechos

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en sí y de los derechos en sí; cuando no les interesa argumentar sobre hechos y derechos en sí, sino sobre las palabras de las normas, califican a éstas como reglas. Estamos a lo que, parafraseando el viejo título de Josef Esser, sería una libérrima elección de método por los tribunales. Y bien se ve en la jurisprudencia de los constitucionales cuando, pese a su insistencia en que los conflictos entre derechos fundamentales deben decidirse ponderando, se salta esa regla metódica y procede de manera puramente interpretativo-subsuntiva. Podrían alegarse múltiples ejemplos de esto último. ¿Por qué, pues, esa preferencia de las cortes constitucionales por la ponderación? Porque es la excusa para extender su competencia revisora de las decisiones de la jurisdicción ordinaria. Sentado que, como una y otra vez repite el propio Tribunal Constitucional Español, la interpretación del derecho vigente y la valoración de las pruebas es competencia exclusiva de la judicatura ordinaria, la manera de dar cabida a su tácito cometido como superapelación cuando lo desea es mostrar que cuando revisan esas decisiones no están suplantando aquellas labores interpretativas o valorativas que no les competen, sino adoptando una perspectiva específicamente constitucional y de “pesaje” de los derechos constitucionales en sí mismos; o, como dice la propia sentencia que aquí comentamos, se trata de ver si se han vulnerado derechos fundamentales, “atendiendo al contenido que constitucionalmente les corresponde a cada uno de ellos, aunque para este fin sea preciso utilizar criterios distintos de los aplicados por los órganos judiciales”. Y sigue la cita de una larga serie de sentencias en que este misterio se proclama. Pues, ¿qué si no misterio es ese contenido que “constitucionalmente corresponde” a cada derecho y que resulta que no se establece interpretando los términos de sus normas y sí se fija pesando hechos y circunstancias principalmente? Sustancializar metafísicamente los derechos es la vía perfecta para poder hacer lo que se desee con ellos en cada oportunidad, pero fingiendo que no son preferencias valorativas del juez las que así se sientan, sino que los derechos les hablan por sí mismos y de su propio peso a esos magistrados dotados de una antena especial o de una muy exclusiva balanza. Ahora, a través del prisma de lo antedicho, examinemos la sentencia que nos ocupa. En primer lugar, se precisa el sentido de los términos de las normas constitucionales implicadas, los artículos 18.1 y 20.1.a CE. Para ello acude el Tribunal a su propia jurisprudencia al respecto y a la Ley Orgánica 1/1982. Así, por ejemplo, respecto del derecho a la propia imagen se mantiene que éste no puede invocarse cuando su titular ha autorizado la difusión correspondiente (f. j. 3.º) o cuando se dan otras circunstancias, tales como que “exista un interés público en la captación y difusión de la imagen” (f. j. 3.º). Esa labor de

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precisión y concretizadora la ha llevado a cabo también la mencionada ley al establecer que la captación, reproducción o publicación de la imagen no será ilegítima cuando la persona ejerza “cargo público o una profesión de notoriedad o proyección pública y la imagen se capte durante un acto público o en lugares abiertos al público”, etc. De ese modo, lo que en realidad tenemos es que el precepto constitucional que dice que “Se garantiza el derecho […] a la propia imagen” (art. 18.1) queda precisado del siguiente modo, y ello con total independencia del concreto conflicto con otro derecho, como el derecho a informar libremente: se garantiza el derecho a la propia imagen y será intromisión ilegítima toda captación, difusión o publicación de la imagen de una persona que no ejerza cargo público o profesión de notoriedad y proyección pública y que no sea captada durante un acto público o en lugares abiertos al público, etc. Es decir, el artículo 18.1 CE sanciona un derecho a la propia imagen y, a efectos aplicativos generales, dicho derecho se impondrá siempre que se den las circunstancias x, y… n, y, por contra, no se considerará atentado contra el mismo cuando esas circunstancias no se den. No es, pues, que haya que ponderar ni el derecho ni las circunstancias, sino que simplemente se analizan los hechos para ver si encajan o no bajo la norma así completada y concretada con alcance general por vía de interpretación; si los hechos se subsumen o no bajo la norma protectora del derecho a la propia imagen, en suma. Si la respuesta es afirmativa, dicho derecho prevalecerá siempre porque es plenamente aplicable la norma que lo menciona. Si es negativa, dicha norma no será de aplicación porque no caen los hechos del caso bajo su esfera protectora, bajo su significado así interpretado. Si, como es el caso, había otra norma concurrente y sí se dan los supuestos de la misma, será ésta la aplicable. En todo este razonamiento no hemos ponderado nada, simplemente se ha valorado si los hechos encajan o no bajo la norma interpretada (si era acto público, si ostentaba la demandante cargo público, etc.). ¿Qué hay de inconveniente en que las cosas sean en el fondo así y así hayan sido también en esta sentencia, pero se adopte por el Tribunal la terminología de la ponderación? Hay sólo un inconveniente, pero bastante grave en términos de teoría de la argumentación y racionalidad argumentativa de la decisión, como ya hemos señalado: el TC no argumenta ni sobre las razones para interpretar el artículo 18.1 CE como lo hace, ni sobre las razones para calificar los hechos como subsumibles bajo los términos de la norma desarrollada interpretativamente (“cargo público”, “lugar público”, etc.). Insisto en que no pretendemos aquí cuestionar ni el contenido de esas interpretaciones y calificaciones ni, por consiguiente, el tenor del fallo, sino sólo poner de relieve el desajuste entre lo que los jueces hacen en verdad y lo que dicen que hacen cuando dicen que ponderan.

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Estamos, en consecuencia, ante un típico y prototípico razonamiento interpretativo subsuntivo, aunque retóricamente no se presente como tal ni sean justificadas como es debido las premisas del mismo. Esto es, nada distinto se aprecia de lo que haría un tribunal que resolviera aquel caso que antes poníamos como ejemplo y que tanto podía verse en principio como caso de homicidio o de asesinato, dependiendo todo de cómo se interprete el término “ensañamiento”. Y al igual que en esto no se podía acabar diciendo que los hechos son tanto constitutivos de homicidio como de asesinato, pero que, vistas las circunstancias del caso, pesa más el asesinato, tampoco cuando vienen al caso con resultados divergentes dos normas de derechos fundamentales se quiere decir ni se dice en realidad que tanto estamos, por ejemplo, ante un caso de derecho pleno a la propia imagen y de derecho pleno a la libertad de información y que, pesados los hechos –y, en su caso, los derechos– es mayor el peso del uno o del otro. Simplemente se han interpretado las palabras clave de las dos normas –“derecho a la propia imagen”, “información veraz”…– y se han calificado los hechos como amparados por la una o por la otra; exactamente igual a como en nuestro ejemplo se hacía mediante la interpretación del término “ensañamiento”. Es la interpretación de esas normas la que delimita el concreto alcance de cada una, evitando que al final sus contenidos colisionen, y es el carácter general de las normas así interpretadas –salvo que se hicieran interpretaciones puramente ad casum, lo cual aumentaría grandemente la sensación de arbitrariedad– lo que sirve para alejar del casuismo que es propio y constitutivo de un puro “pesaje” de las circunstancias del caso. Otra cosa es que, bajo la retórica de la ponderación, ese casuismo reaparezca, puesto que aquellas interpretaciones y las consiguientes calificaciones no son mínimamente motivadas, argumentadas.

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9. tres sentencias del tribunal constitucional. o d e c u  n f  c i l e s la v e rac i da d p e r i o d  s t i c a y q u  l i v i a n o e l h o n o r d e l o s pa r t i c u l a r e s i n t r o d u c c i  n . m e ta f  s i c a s y jurisprudencia De entre muchísimos posibles, tomemos como ejemplo algún párrafo de la primera sentencia que más abajo vamos a examinar, la stc 54/2004. El caso, como veremos, plantea el típico conflicto entre libertad de expresión y derecho al honor. Recordando jurisprudencia suya anterior, insiste el TC en que en estos casos “la competencia de este Tribunal no se circunscribe a examinar la suficiencia y consistencia de la motivación de las resoluciones judiciales bajo el prisma del artículo 24 CE. Por el contrario, en supuestos como el presente, el TC, en su condición de garante máximo de los derechos fundamentales, debe resolver el eventual conflicto entre el derecho a comunicar libremente información veraz y el derecho al honor, determinando si efectivamente se han vulnerado aquellos derechos atendiendo al contenido que constitucionalmente corresponda a cada uno de ellos, aunque para este fin sea preciso utilizar criterios distintos de los aplicados por los órganos judiciales, ya que sus razones no vinculan a este Tribunal ni reducen su jurisdicción a la simple revisión de la motivación de las resoluciones judiciales” (f. j. 2.º) (énfasis nuestro). Estamos ante un planteamiento previo muy repetido por el TC como justificación del alcance de sus competencias revisoras en amparo. En párrafos como éste se está dando por supuesto que los derechos recogidos en la Constitución tienen un contenido necesario y preciso, “el contenido que constitucionalmente corresponda a cada uno de ellos”. En consecuencia, los casos de conflicto entre derechos fundamentales, como el que nos ocupa, se dirimen constatando (y en última instancia la suprema constatación la realiza el TC) hasta dónde llega exactamente el contenido de cada uno. Con esto se oculta que el problema no es de constatación o averiguación exacta de realidades jurídicamente predeterminadas con minucia en la Constitución, sino de interpretación, interpretación

 Salvo que se entienda por Constitución un sistema axiológico completo, coherente y con clara predeterminación de la solución de cada caso posible, sistema axiológico subyacente a e independiente del texto constitucional. Es la nueva manera de formalismo ingenuo, hoy dominante, propia de los llamados neoconstitucionalistas y que cumple actualmente el papel que jugó en el siglo xix el formalismo elemental e ingenuo de la jurisprudencia de conceptos. Y ahora, como entonces, el interés que por debajo de esta doctrina late es político (en particular, antidemocrático) y gremial. Véase Juan Antonio García Amado. “La interpretación constitucional”, en Revista Jurídica de Castilla y León, n.º 2, febrero 2004, pp. 37 y ss. 

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de las genéricas cláusulas constitucionales para los hechos del caso. ¿Cuál es la diferencia entre constatar e interpretar para el caso? Que en el primer supuesto se finge una operación objetiva, mientras que, si se reconoce que la actividad es interpretativa, se está admitiendo que el juicio del TC es una valoración que se superpone a la que realizó en la instancia el tribunal ordinario, con lo que la anulación de la sentencia de éste no se seguiría de que fuese errónea, sino de un juicio, valorativo, de preferencia. No es lo mismo afirmar, como hace el TC, que el TS se equivocó al determinar el contenido de los respectivos derechos en litigio, lo cual presupone pautas de medida predeterminadas, que entender que sobre la solución del caso hay valoraciones preferibles a las adoptadas por el TS. El TC hace lo segundo, pero suele razonar como si estuviera realizando lo primero. Crea esta curiosa figura de la constatación del contenido correcto de los derechos, como si tal contenido pudiera manifestarse al margen la de interpretación de las normas que los enuncian y de la valoración de los hechos del caso. Este planteamiento cuasinaturalista lo deja ver a las claras el TC cuando, en el párrafo siguiente al que hace un momento recogíamos, usa el término “verificar”: “En todo caso, nuestro examen debe respetar los hechos considerados probados en la instancia [art. 44.1.b lotc], que en el supuesto que nos ocupa se reducen a la existencia de la controvertida información publicada en el diario ‘Claro’ el día 9 de May. 1991. Con escrupuloso respeto a tales hechos, la cuestión que debe resolver el presente recurso de amparo consiste en verificar si la sentencia impugnada, al valorar aquella información, llevó a cabo una integración y aplicación constitucionalmente adecuada de la libertad de información [art. 20.1.d CE] y el derecho fundamental al honor (art. 18.1 CE)” (f. j. 2.º) (énfasis nuestro). Atiéndase a lo significativo de la expresión: se trata de verificar la adecuación de una valoración. Sólo tiene sentido el término “verificación” ahí si se presuponen parámetros objetivos y externos al juicio del TS y al del TC, de modo que el juicio del TC simplemente corrige el error objetivo de medida del TS. Ese metro externo sólo puede ser o una verdad moral objetiva y minuciosa (que, según las teorías antipositivistas en boga, se considere parte del derecho aunque no sea derecho positivo), o una Constitución que en sí contenga, también minuciosamente, solución exacta para cada conflicto entre derechos; pero ya no hablaríamos, entonces, del texto constitucional que todos tenemos por Constitución, sino de una detallada Constitución material que conoce el TC.

 En idéntico sentido, entre otras muchas, stc 158/2003, fj.2.  Hay poco nuevo bajo el sol. Al margen de lo que significó en el constitucionalismo europeo del xx la noción de Constitución material, en autores como Mortati, entre nosotros se decía en 1958 lo siguiente:

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Nos guste o no, admitámoslo o no, cuando el debate jurídico es de un calado tal como el que corresponde a los asuntos de la jurisprudencia constitucional, dicho debate sólo en la superficie es técnico, pues en su fondo y esencia lo que se dirime son opciones políticas y filosóficas. A esos dilemas teóricos en juego se añade un ulterior asunto, no por menos hondo de menor importancia. En una teoría del discurso jurídico, que algún día tendrá que desarrollarse con seriedad, y, dentro de ella, en una teoría del discurso jurisprudencial, han de tener papel muy relevante los conocimientos que nos aportan la lógica formal y la retórica. Sólo con esas herramientas, sería sencillo comprobar cuán a menudo no hay más que falacias donde se aparentan ideas bien desarrolladas y con sentido. I. de secretos voceados y fa m a s i n fa m a d a s A. a n  l i s i s d e la s tc 5 4 / 2 0 0 4 , de 15 de abril Un periódico publicó un reportaje en el que, refiriéndose a un diputado, antiguo ministro de Justicia, se dice: “¿M. untado con 45 millones y 10 para su amante?”. Repasa el TC el significado especial que su jurisprudencia viene dando a la libertad de información, por su relevancia para la existencia de una opinión pública libre. Los requisitos de su protección frente al derecho al honor son, como es bien sabido, “que la información se refiera a hechos con relevancia pública, en el sentido de noticiables” y “que dicha información sea veraz” (f. j. 3.º). Respecto de lo primero, concluye que “En el presente caso es evidente la relevancia pública de la información publicada”, pues se refiere “a una posible utilización de su posición política para apoyar la concesión a una empresa privada de una lotería que iba a poner en marcha la administración autonómica valenciana” (f. j. 3.º). “En suma, la información que es objeto de enjuiciamiento […] debe estimarse que es de relevancia pública tanto por la materia a la que se refiere como por las

“La Constitución formal ha pasado a segundo término y nos interesa en primer lugar la constitución material. La Constitución en sentido material es la que determina la fuerza política y el fin político de las normas constitucionales, y la que rellena sus lagunas; es la que refleja la estructura social, la realidad de la comunidad política, siendo, por tanto, mucho más valiosa y significativa que la Constitución formal” (Manuel Fraga Iribarne. La crisis del Estado, Madrid, Aguilar, 1958, p. 370).  Ponente: Pérez Vera.

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personas que en ella intervienen” (f. j. 3.º). En cuanto al requisito de veracidad, se alude, en primer lugar, a un deber de diligencia del periodista, cuya información ha debido ser objeto de contraste con datos objetivos. En el presente caso lo publicado son unas declaraciones de un preso contenidas en un sumario judicial, así como unas declaraciones de una de las personas aludidas en la información. La parte recurrida alegó que los contenidos del sumario habían sido obtenidos en vulneración del carácter secreto de éste, pero tal extremo ni se probó en el juicio ni obsta, según el TC (f. j. 6.º), al carácter fidedigno de la información, pues tal carácter es independiente de la legitimidad en el modo de obtenerla y de las posibles responsabilidades a que pudiere haber lugar por ello. Volveremos sobre esto. Sentado que el periodista ha procedido con la debida diligencia al obtener y contrastar la información, se pasa a un segundo requisito de la veracidad, atinente al modo en que aquella información es presentada, lo que el TC formula como exigencia de que se trate de un “reportaje neutral”. El modo en que el TC expresa este segundo requisito del requisito de veracidad es sumamente equívoco y no acierta a deslindarlo del subrequisito primero, el de la diligencia en la comprobación: “Hemos de analizar si la noticia publicada constituye o no información veraz en el sentido que nuestra jurisprudencia da a esta exigencia y que, como acabamos de decir, radica en si por parte del informador se han cumplido o no los deberes de diligencia que le son exigibles en orden a la comprobación de las noticias” Y sigue: “En el presente caso, la noticia revelada por el diario ‘Claro’ saca a la luz pública unas declaraciones obrantes en un sumario abierto de Valencia y las efectuadas al medio de comunicación por una de las personas implicadas en las mismas, transcribiendo parcialmente tales declaraciones, sin alteración relevante. Así pues, hemos de analizar si estamos o no ante un ‘reportaje neutral’, cuyas notas características sintetizamos en nuestra TC S 76/2002, de 8 Abr. f. j. 4” (f. j. 7.º). Seguidamente recoge tales notas: a. que en la información se determine quién hizo las declaraciones; b. que el medio no altere la importancia que las declaraciones tengan en el conjunto de la noticia, “De modo que si se reelabora la noticia no hay reportaje neutral”. “Cuando se reúnen ambas circunstancias la veracidad exigible se limita a la verdad objetiva de la existencia de dichas declaraciones y a la fidelidad a su

 Sobre el origen y las notas de esta noción puede verse P. Salvador Coderch. El derecho de la libertad, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1995, pp. 95 y ss. Para la evolución de la doctrina del TC sobre este tema, F. Herrero-Tejedor. “Responsabilidad de los periodistas. El reportaje neutral”, Cuadernos de derecho Judicial, 25: Honor, intimidad y propia imagen, Madrid, Consejo General del Poder Judicial, 1992, pp. 289-299.

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contenido: si concurren ambas circunstancias el medio ha de quedar exonerado de responsabilidad” (f. j. 7.º). Mantiene el TC que ambas circunstancias concurren y no se sigue de ahí, por tanto, responsabilidad del periódico. Pero luego resulta que hay una nueva condición para que se dé ese requisito del contenido neutral del reportaje: que dicha neutralidad no se desvirtúe “por la forma en que el medio de comunicación ha transmitido al público lo transcrito” (f. j. 8.º). La doctrina anterior del TC (stc 41/1994), aquí reiterada, dice así: “Un reportaje de contenido neutral puede dejar de serlo, si se le otorga unas dimensiones informativas a través de las cuales el medio contradice de hecho la función de mero transmisor del mensaje”. Es decir, que un titular desaforado para una información contrastada y que sin tal titular sería “reportaje neutral”, hace que se pierda esta última condición. A los contenidos del titular hay que añadir, como determinantes también, que se contenga o no en portada y el tamaño y la clase de tipografía que se utilice. Y todo ello porque no cabe amparar “titulares que, con la eficacia que les proporciona su misma brevedad, al socaire de un reportaje neutral, están destinados a sembrar en el gran público dudas sobre la honorabilidad de las personas aludidas” (f. j. 8.º). Y ahora le toca al TC ver si en este caso los titulares y modos de presentar la información desdicen del carácter de reportaje neutral. Y razona al respecto siguiendo los siguientes pasos: 1. El titular de portada (“¿M. untado con 45 millones y 10 para su amante?”) “podría considerarse insidioso al lanzar una duda sobre la integridad del conocido político” (f. j. 8.º). 2. “Sin embargo, ello se ve atemperado en la misma portada, donde ya inicialmente se alude al origen judicial del caso (“Un juez de Valencia envía el caso al Supremo”), y donde comienza la noticia con una referencia inmediata a las fuentes: “Un agente judicial ha acusado ante un juez a Enrique M. Según el agente, el ex ministro ‘y su querida’ iban a repartirse 55 millones por apoyar la concesión de una lotería instantánea en Valencia. El juez envió el pasado lunes el caso al Supremo”. 3. Por otra parte, el titular interior (“Acusación contra el ex ministro: M. y su querida se iban a repartir 55 millones”) permite deducir que la imputación tiene su fuente en un tercero y no es hecha suya indubitadamente por el medio de comunicación” (f. j. 8.º). Y concluye sobre esto el Tribunal: “En consecuencia, el análisis minucioso del titular y cuerpo de la noticia no permite sostener que se hayan sobrepasado los límites del derecho a la información” (f. j. 8.º).

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Y ahora nos preguntamos nosotros: ¿acaso fue menos minucioso el análisis realizado por el TS y que lo llevó a la conclusión contraria? Parece como si decir “análisis minucioso” significara averiguar medida exacta, mientras que sólo puede querer decir valoración detallada, es decir, una valoración que va paso a paso y se pronuncia sobre distintos y variados aspectos, pero valoración al fin y al cabo. Seguidamente el TC reprocha a la sentencia del TS no haber realizado un tal análisis minucioso, lo que se traduce en que no llegó a ponderar verdaderamente los derechos fundamentales en juego, pues rechazó la veracidad de la noticia por estimar ilegítimo el modo de su obtención por el medio, a partir de un sumario secreto. Pero la pregunta que queda es: si el TS hubiera realizado tal ponderación, basada en un análisis minucioso, ¿la habría dado por buena el TC o la habría enmendado en caso de no estar de acuerdo con su resultado?

 Cuando del asunto se hace una pura cuestión de valoración subjetiva, por mucho que se pretenda “verificación”, la discusión acaba en mera disputa sobre si el titular resulta o no excesivo. Hay dos votos particulares, uno de Jiménez de Parga y otro de Jiménez Sánchez. Ambos discrepan de la valoración dada por la mayoría al titular. Para ambos el titular desmesurado es ahí incompatible con la condición de “reportaje neutral”. ¿Quién tiene razón sobre la valoración del titular? Ninguno o ambas partes, según cómo entendamos tener razón. Estamos en el marco de valoraciones carentes de referencia objetiva mínimamente tangible, por lo que comprensibles y admisibles son en su plenitud ambas valoraciones discrepantes, la de la mayoría y la de los que suscriben los votos particulares. Pero no es esa la gran cuestión teórica, sino esta otra: si tan patente queda que es cuestión de pura y simple valoración (ninguno yerra, aunque los unos discrepen de los otros), ¿no excede el TC su papel al entrar en tal valoración que enmienda o suplanta la del TS? ¿Choca la sentencia del TS con la Constitución –única justificación para anularla– o sólo con las valoraciones de la mayoría del TC? ¿Es la Constitución lo que dice el texto constitucional –con la precisión, grande o pequeña, con que hable en cada precepto– o lo que valora el TC que la Constitución debería “decir” para cada caso?  Este es el texto del TC al respecto (f. j. 8.º): “En último término, aun admitiendo, en hipótesis, que el titular publicado en la portada del diario ‘Claro’, considerado aisladamente, pudiera situarse, por su forma y contenido, extramuros de la libertad de información constitucionalmente garantizada, en línea con lo dicho por la sentencia impugnada, en todo caso, dada la conclusión alcanzada en el Fundamento jurídico anterior acerca de la básica neutralidad del texto considerado (que dista mucho de ser una serie de datos inconexos, como se afirma en dicha sentencia), hubiera resultado necesario un examen conjunto de la noticia (TC S 178/1993, del 13 de oct., FJ 6), que abarcase contenido y titulares. Dicho en otros términos, ante un reportaje como el aquí enjuiciado, la sentencia del TS recurrida tenía que haber realizado la valoración global de la noticia, a la que acabamos de referirnos y, en consecuencia, una ponderación concreta de los derechos fundamentales enfrentados (TC S 240/1992, del 21 de dic., FJ 7). Sin embargo, no lo ha hecho así al razonar básicamente sobre el origen ilícito de la información publicada –por lo que niega toda veracidad al reportaje, en el sentido consagrado por la doctrina constitucional– y de manera aislada sobre el titular, lo que le conduce a apreciar sin matices la intromisión en el derecho al honor del recurrente en casación, sin valorar adecuadamente la libertad de información”.

9. Tres sentencias del Tribunal Constitucional. O de cuán fácil es la veracidad periodística…

Y en el fallo el TC reconoce que en la sentencia del TS se ha vulnerado el derecho a la libertad de información del artículo 20.1.d CE y se anula su sentencia. Tal vez no es exacto decir que el TS no ponderó. Podríamos entender que ponderó y que el resultado fue negativo para el derecho a la información, como consecuencia de no cumplirse el requisito de veracidad. El TS fue siguiendo los pasos que para estos casos marca la doctrina del TC, analizando en la información cuestionada tanto su interés público como su veracidad. Lo que ocurre es que al requisito de la veracidad le puso una condición, la de que no es veraz la información obtenida de modo no lícito (“ilegítimo”, en palabras el TC). Por contra, el TC insiste en que ya era doctrina suya que tal origen “ilegítimo” de la información no empece a la veracidad, sin perjuicio de las responsabilidades a que, en otro orden, pudiera haber lugar. Lo anterior plantea varias cuestiones de suma importancia. 1. Afirma el TC que el TS no ponderó los derechos en juego, al excluir de antemano la veracidad de la información por causa del modo ilegal de su obtención. Pero nosotros nos preguntamos si lo que hace el TC en esta y en muchas sentencias similares sobre el mismo tema es realmente ponderar o es otra cosa. Nuestra hipótesis es que el TC tampoco pondera, o lo hace sólo en apariencia. Veamos por qué. En los casos de conflicto entre libertad de información y derecho al honor el TC adopta un lenguaje y un razonamiento que no parece el que se supone de la ponderación (regla de la proporcionalidad en sentido estricto: cuanto más sufra el derecho X, tanto más debe beneficiarse el derecho Y), sino el de establecer una regla de prevalencia de la libertad de información sometida a dos (o más) condiciones. Tal regla podría enunciarse así:

 Cabe añadir las condiciones referidas al modo en que la noticia se publica: tipografía, titular o no y que no contenga expresiones injuriosas o innecesarias para la comunicación de la información; también que reúna los caracteres de lo que el TC llama “reportaje neutral”.  Algo similar ya fue puesto de manifiesto por Herrero-Tejedor. Honor, intimidad y propia imagen, Madrid, Colex, 2.ª ed., 1994, pp. 118 y ss. Según este autor, se ha invertido así la regla de preferencia sentada en favor del derecho al honor en la primera fase jurisprudencial del TC en este tema. Explica que el método de la ponderación “es inevitable cuando se trata de resolver una colisión entre derechos fundamentales situados en una posición equiparable, pero no cuando se maneja un derecho colocado en posición de preferencia. Como debe resolverse el conflicto en estos casos es verificando, antes de nada, si la libertad de información ha sobrepasado o no los límites de su ejercicio lícito preferente; si se ha mantenido dentro del vínculo en que puede lícitamente sobreponerse a otros derechos en conflicto no habrá lugar a balanceamiento alguno, sino a la pura aplicación de una consecuencia de la configuración constitucional de una concreta libertad” (p. 119). También capta bien esa situación R. Rodríguez Bahamonde. El secreto del sumario y la libertad de información en el proceso penal, Madrid, Dykinson, 1999, p. 199.

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III. Ejercicios de crítica jurisprudencial

La libertad de información prevalece sobre el derecho al honor bajo condición de que a) la información tenga relevancia pública y (b) sea veraz. La diferencia está en que, al tratarse de una regla que se aplica en términos de todo o nada, si se dan las condiciones de aplicación (veracidad y relevancia pública) la prevalencia en la regla establecida en favor de la libertad de información se hace efectiva, con total independencia de la intensidad del daño al derecho al honor. Es decir, siempre que el TC determine que la información es de interés público y es veraz, la libertad de información va a preponderar, sea cual sea la intensidad del menoscabo al honor. Dicha regla está interpretativamente sentada por el TC, el cual, además, la dota de un fundamento constitucional por el servicio que la libertad informativa presta para hacer posible una opinión pública libre en una sociedad democrática y pluralista. Esto que acabamos de decir tiene una importantísima secuela: si el TC no pondera verdaderamente la intensidad con que están en juego uno y otro derecho, tampoco puede, en propiedad, reprochar al TS no ponderar de tal modo. Cuando hace tal crítica está en realidad acusando al TS de no seguir tal doctrina del TC, es decir, de no respetar la mencionada regla de prevalencia establecida por el TC. Y en el caso que analizamos la discrepancia proviene de que el TS añade a la regla una nueva condición, no admitida por el TC: que la información haya sido obtenida legalmente, sin vulneración de precepto alguno del ordenamiento jurídico. Vayamos ahora con esto.

 Además de estar presentada en forma no tergiversadora ni gratuitamente ofensiva.  Ese modo de expresarse del TC, en el que se da muestra de que aplica una regla jurisprudencialmente creada, no un esquema de ponderación, podemos verlo en múltiples sentencias. Por ejemplo, en la stc 61/2004, f. 3: “De ahí que hayamos condicionado la protección constitucional de la libertad de información, a que ésta se refiera a hechos con relevancia pública en el sentido de noticiables, y a que dicha información sea veraz (sstc 138/1996… f. 3; 144/1998… f. 2; 21/2000… f. 4, 112/2000… f. 6, 76/2002… fj.3)”. Véase también, por ejemplo, cómo aparece en la stc 52/2002, fj.4: “Pues bien, por lo que se refiere al derecho a comunicar libremente información, que es el que ahora nos ocupa, este Tribunal ha declarado de manera reiterada que el requisito básico que permite afirmar que nos hallamos ante un ejercicio legítimo es la veracidad, a la que se refiere expresamente el artículo 20.1 d) CE cuando delimita el derecho a la difusión de información ‘veraz’; requisito básico al que se ha añadido el de la relevancia pública de la información. Como dijimos en la stc 110/2000, de 5 de mayo, ‘dada la conexión existente entre los derechos a la intimidad y el honor, pues en muchas ocasiones se afecta a este último mediante referencias a la vida privada de las personas, el interés público de la opinión expresada o de la información comunicada constituye un importante criterio de delimitación acerca de cuál sea la comunicación constitucionalmente protegida’ [F. 8 c)]”. O en la stc 46/2002: “ninguna información que afecte al honor de una persona puede difundirse de modo constitucionalmente legítimo si es inveraz” (fj. 6).  Este fundamento se repite desde la capital stc 104/1986, de 17 de julio.

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2. Señala el TC que su doctrina de que la información debe hacer sido “rectamente obtenida” ha sido ligada siempre al requisito de diligencia en la valoración de la fuente y en su contrastación. Y añade que “nunca hemos relacionado esta exigencia [la de veracidad] con la de que la obtención de los datos sea legítima, ni, por tanto, con el secreto del sumario. De modo que la cuestión de que la información publicada no pudiera ser objeto de difusión por haber sido obtenida ilegítimamente, es decir, quebrando el secreto del sumario y constituyera una ‘revelación indebida’ (art. 301 lecrim) es una cuestión distinta a la que aquí se examina […], el que el ejercicio de la libertad de expresión pudiera resultar ilegítimo por otras razones tales como que la noticia constituyera una revelación de algo que, por proceder de un sumario, la Ley declara secreto –con la eventual responsabilidad de quienes hubiesen cometido tal transgresión– en nada afecta al conflicto que aquí dilucidamos, pues por muy ilegítima que, desde este enfoque, pudiese resultar una información determinada, ello no la transformaría en inveraz ni, por tanto, en lesiva del honor” (f. j. 6.º). Esto plantea una duda: ¿algún grado de ilicitud en la obtención de la información puede afectar a la legitimidad del ejercicio del derecho, o son cuestiones plenamente independientes? Si no daña al requisito de veracidad el hecho de que la noticia publicada sea obtenida de un sumario declarado secreto (prescindamos ahora de si en el concreto proceso tal extremo se probó o no, pues el TC afirma aquello con carácter general y aun para el caso de que se pruebe el carácter secreto del sumario), y si tal veracidad se mantiene siempre y cuando la noticia se dé con los caracteres de “reportaje neutral” (para lo que, según acabamos de ver, no es óbice un titular fuertemente impactante y agresivo, a condición de que luego se matice que lo informado se encuentra en una denuncia obrante en proceso), ¿no estamos legitimando posibles maniobras tendentes a destruir el prestigio y la fama de una persona con sólo lograr: a. que alguien denuncie algo profundamente escandaloso –puede ser alguien que tenga muy poco que perder, como ocurría con el denunciante en este caso, un agente judicial preso por tráfico de estupefacientes–; b. que se abra un sumario para averiguar si realmente hubo delito, incluso cuando el juez decrete el secreto de tal sumario; c. que un

 Aquí se remite a la stc 158/2003, del 15 de sept. FJ 5, que analizaremos más adelante.  En cualquier caso, y a tenor del artículo 301 lecrim, las diligencias del sumario son secretas hasta la apertura de juicio oral. Es el llamado secreto externo o extraprocesal durante la instrucción. A él puede sumarse el secreto interno o intraprocesal, posibilitado por el artículo 302 lecrim, y que consiste en que excepcionalmente y por tiempo limitado el juez instructor puede decretar el secreto de todas o parte de las actuaciones para todas las partes o para alguna.

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III. Ejercicios de crítica jurisprudencial

periodista informe del modo en que se informó en el caso que comentamos, partiendo de un titular fuertemente agresivo? Si damos por buena esta práctica, nos exponemos al poder de ciertos medios y grupos de comunicación, con capacidad más que sobrada (y con escrúpulos más que faltos) para emprender tal tipo de conspiraciones y revanchas. Si uno de los fines que hacen secreta la fase de instrucción de sumario para quienes no son parte en él, y que, además, legalmente hacen posible que un juez decrete el secreto del sumario incluso para las partes, es la protección del honor u otros bienes de las partes en el procedimiento, dicho fin decae y es contravenido si se da por constitucionalmente admisible la publicación por los medios de comunicación, en vulneración de tal secreto, de precisamente esos extremos más dañosos, como aquí ha ocurrido. No se pierda de vista que el político M., el “agredido” por la denuncia y el titular, quedó libre de todo cargo y el TS decidió “archivar las actuaciones penales por la imprecisión de la denuncia (A. 1 oct. 1991)”, lo que, en opinión del TC, no convierte en inveraz la información publicada, pues se comprobó su contenido antes de difundir la noticia, contrastando los hechos relatados: “que existía un sumario abierto en un Juzgado de Instrucción de Valencia, que

 En consonancia plena con el artículo 120.1 CE, que permite que las leyes de procedimiento sienten excepciones al carácter público de las actuaciones judiciales. Ese fin protector de derechos y libertades lo menciona bien claramente el artículo 232.2 lopj: “Excepcionalmente, por razones de orden público y de protección de los derechos y libertades, los jueces y Tribunales mediante resolución motivada, podrán limitar el ámbito de la publicidad y acordar el carácter secreto de todas o parte de las actuaciones”. Loable fin que la jurisprudencia de nuestro supremo intérprete constitucional convierte en papel mojado cuando hay periodistas de por medio. Tampoco puede olvidarse que otro fin igualmente relevante del secreto sumarial es el aseguramiento de la independencia judicial y, con ello, del debido proceso, evitando los efectos perversos de los llamados “juicios paralelos” en los medios de comunicación. En el secreto sumarial interno cuenta como justificación también el aseguramiento de las pruebas. Sobre el particular puede verse con sumo provecho M.ª del P. Otero González. Protección penal del secreto sumarial y juicios paralelos, Centro de Estudios Ramón Areces, 1999, especialmente pp. 31 y ss. Sobre el fin protector del derecho al honor, la intimidad y la propia imagen como justificación del artículo 301 lecrim, y de la acción eficaz de la justicia en la averiguación del delito como justificación del artículo 302 lecrim, véase, resumidamente, R. Rodríguez Fernández. La libertad de información y el secreto de la instrucción, Granada, Comares, 2000, pp. 18 y 10, respectivamente. Un tratamiento en profundidad de la justificación constitucional del secreto sumarial, en sus dos versiones, puede verse en Rodríguez Bahamonde. Ob. cit., pp. 240 y ss. Concordamos con esta autora en que “si durante la instrucción se produce una publicación excesiva de datos, hechos y opiniones –incluso aunque hayan sido obtenidos legítimamente y cumplan las exigencias requeridas para el ejercicio del derecho a la libertad de información en la forma establecida constitucional y jurisprudencialmente– se está realizando […] no ya un juicio paralelo, sino un juicio previo, de cuya condena social difícilmente se podrá librar el investigado cuando llegue ante el juez o Tribunal competente para enjuiciarlo” (p. 251). Y añadimos nosotros que tampoco se libra cuando ni siquiera hay juicio porque en la instrucción se aprecia que la acusación es radicalmente infundada, lo que es todavía más grave.

9. Tres sentencias del Tribunal Constitucional. O de cuán fácil es la veracidad periodística…

en el mismo figuraban unas declaraciones en las que se denunciaba al Sr. M. H. y a la Sra. D. por su implicación en un posible tráfico de influencias, y que las actuaciones fueron remitidas por el Juzgado al Tribunal Supremo” (f. j. 5.º). B. a n  l i s i s d e la s tc 1 5 8 / 2 0 0 3 , d e l 1 5 d e s e p t i e mb r e  Conviene analizar en detalle lo que sobre la relación entre el artículo 301 lecrim y la veracidad de la información establece la stc 158/2003, del 15 de septiembre, a la que se remite la que acabamos de examinar. En este nuevo caso se trataba de que un periódico había publicado que un despacho de abogados de Gibraltar, cuyo nombre se mencionaba, “será investigado en el sumario abierto por Garzón” en el “caso Nécora”. También aquí el TS consideró que la noticia carecía de veracidad por haber sido dada cuando procedía de un sumario en tramitación. Al respecto, el TC va a manifestar que dicha circunstancia, que viola lo dispuesto en el artículo 301 lecrim, no vulnera el requisito de veracidad ni, por tanto, es impedimento para la legitimidad constitucional de la información, información que choca con el derecho al honor de los abogados de tal despacho. Utiliza el TC (en su f. j. 5.º) aquí una serie de razones que iremos desgranando y criticando. 1. Dice que ese mismo tribunal ha venido estableciendo el requisito de que la información sea “rectamente obtenida y difundida” o “rectamente obtenida y razonablemente contrastada”, pero que ese requisito de recta obtención no alude a la legalidad, sino a la diligencia en la comprobación de las fuentes. Información rectamente obtenida es “aquella que efectivamente es amparada por el ordenamiento, por oposición a la que no goza de esta garantía constitucional por ser fruto de una conducta negligente, es decir, de quien actúa con menosprecio de la veracidad o falsedad de lo comunicado, o de quien comunica simples rumores o meras invenciones”. Puede intuirse una cierta petición de principio en este razonamiento. Desglosemos los pasos necesarios para verlo: 1. El artículo 301 lecrim establece que “Las diligencias del sumario serán secretas hasta que se abra el juicio oral” y dispone sanciones para quien revele informaciones del sumario en tal fase.

 Ponente: García Manzano.



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III. Ejercicios de crítica jurisprudencial

2. El TC afirma que es requisito de la legitimidad constitucional de la información que afecta al derecho al honor el que dicha información esté “amparada por el ordenamiento”. 3. El TC no dice que la información no amparada por el ordenamiento sea aquella cuya divulgación la ley veda, como es el caso del citado artículo 301 lecrim, prohibitivo de la divulgación de datos del sumario, sino aquella que es fruto de una conducta negligente. Es decir, la única conducta informativa que “no goza de esta garantía constitucional” es la de quien procede negligentemente en la averiguación y comprobación de la noticia. Así que, contrario sensu, resultará “amparada por el ordenamiento” y gozará de garantía constitucional toda conducta informativa diligente, aunque sea ilegal su divulgación, por prohibirla expresamente la ley. Estamos ante un caso de esos, tan queridos de los llamados “neoconstitucionalistas”, en que una conducta palmariamente ilegal es tildada, paradójicamente, de jurídica porque se estima acorde con la Constitución, y al margen de toda declaración de inconstitucionalidad de la norma legal en cuestión. 4. Si rectamente obtenida es la información amparada por el ordenamiento y si el único juicio de juridicidad relevante es el de constitucionalidad (pues, como

 Espín Templado opina que la norma del artículo 301 lecrim es desproporcionada, y máxime si se interpreta que la obligación de secreto rige para todas las diligencias y actuaciones del sumario. Oigámoslo: “El problema se plantea a mi juicio en cuanto a la congruencia entre la medida limitativa y la finalidad de la misma. Ciertamente existe tal congruencia material en cuanto a que el secreto es una medida idónea para permitir en determinadas circunstancias una correcta instrucción del sumario. Pero no es claro que se respete el principio de proporcionalidad entre la medida y su objetivo […]. Y aquí no parece existir tal adecuación al propio nivel normativo, al establecerse el secreto sumarial pata todo proceso y en todos los aspectos de la instrucción, sin graduarlo en función de la naturaleza de los hechos investigados, que pueden no requerir secreto alguno, graduación que creemos que debería corresponder al juez” (E. Espín Templado. “Secreto sumarial y libertad de información”, en Revista Jurídica de Cataluña, 85, 1986, p. 425). Plenamente de acuerdo con este punto de vista de Espín Templado se manifesta D. Beltrán Catalá. “El secreto sumarial y el derecho a la información”, Actualidad Penal, n.º 31, 1993, pp. 453-454. Expresamente dice este último autor que el artículo 301 lecrim “ofrece serias dudas de constitucionalidad” (ibíd., p. 454). Nada que oponer al razonamiento de Espín Templado si lo que sugiere es que la norma pudiera ser merecedora de la declaración de inconstitucionalidad. Si tal declaración aconteciera, nada habría que objetar, obviamente, a la inaplicación de dicha norma invalidada. Pero el TC, cuando ha examinado el tema, no ha encontrado motivos de inconstitucionalidad en el 301 ni el 302 lecrim, por lo que hay que entenderlos válidos y vigentes. También se puede compartir la opinión de que la norma del 301 lecrim debe interpretarse restrictivamente, haciendo que el secreto no se extienda a las actuaciones o diligencias cuya divulgación no atente contra el fin de la norma, es decir, no vulnere derechos de nadie. Pero lo que me parece indudable es que cuando la noticia da de lleno en el derecho al honor del investigado no hay justificación posible para la violación de la prohibición, en tanto ésta rija válidamente. Una cosa es interpretar, buscando el mejor sentido de los preceptos y con respeto a la coherencia del ordenamiento y la razón de ser de las normas, y otra ponderar al buen tuntún o según soplen los vientos del caso y el momento.

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acabamos de ver, el de legalidad nada importa), y si el juicio de constitucionalidad corresponde al TC, tenemos la conclusión: está amparada por el ordenamiento toda información amparada por el TC, cuyo juicio de constitucionalidad de un acto puede desconocer olímpicamente la ilegalidad de ese acto. 5. Y ahí es donde surge la petición de principio: la información es legítima o “rectamente obtenida” porque el TC dice que lo es, no porque lo “constate”, derecho en mano; la información está “efectivamente amparada por el ordenamiento” por el puro hecho de que el TC la declara amparada, no que la declare amparada porque lo esté antes de ese su juicio. Y la pregunta principal sigue en pie: ¿cómo puede estar amparada por el ordenamiento –a tal punto que se permite que limite un derecho fundamental como el derecho al honor– una conducta informativa que la ley declara expresamente prohibida y que sanciona? Debe de ser un ordenamiento esquizofrénico, se supone; o un ordenamiento cuyas reglas conocidas y tenidas por válidas ceden ante otras no escritas, de las que sólo el TC sabe, y que valen más. Derecho secreto en definitiva, menos para sus sumos cultores. Hay, además, algo altamente paradójico en aquel párrafo del TC que últimamente citábamos. Según el razonamiento que ahí se trasluce, resultaría que el comportamiento del periodista es tanto más lícito cuanto más se esmera en comprobar que publica lo que está prohibido publicar. El periodista que, con cierta negligencia, no comprobara que su información procede de un sumario en curso cumpliría en menor medida con el requisito de veracidad que este otro, que se asegura de que la fuente de su información es una cuya divulgación la ley prohíbe. Así que a más doloso el comportamiento del periodista y el medio, más legítimo constitucionalmente su proceder; cuanto más a sabiendas informan de lo que está prohibido difundir, mayor es su celo profesional que debe ser objeto de protección, en opinión del TC. Peculiar supuesto en que el dolo se premia  Esto conecta bien con los duros términos en que se expresa Rodríguez Ramos: “El conflicto de los derechos al honor, la intimidad y el secreto de la instrucción por una parte, y a la libre emisión o recepción de información procedente de los medios de comunicación por otra, se suele solucionar por los tribunales merced al conocido método del ‘balanceo’, es decir, poniendo en cada platillo de una balanza imaginaria los derechos en conflicto, con la desgracia insuperable de que la balanza es como se ha dicho imaginaria y, el peso de unos y otros derechos en conflicto, también, es decir, que inevitablemente se cae en el casuismo aleatorio, por resultar finalmente el ‘pesaje’ un cúmulo de juicios de valor, de imprevisible contenido. Se trata, pues, de uno de esos supuestos, tan frecuentes en los tiempos que corren, en los que la Justicia o el derecho en cada caso concreto es ‘lo que dicen los jueces’, es decir, un acto de voluntad que, aun teniendo referencias legales y motivación, ex ante el resultado es aleatorio” (L. Rodríguez Ramos. “La verdad y las verdades en el proceso penal. ¿Hacia una justicia ‘dependiente’ de los medios de comunicación?”, Diario La Ley, n.º 5585, 11 de julio de 2003).  ¿Acaso no merecen respeto las ponderaciones hechas por el legislador y que lo llevan a limitar un derecho en favor de otro, en normas legales de cuya constitucionalidad no se duda?

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allí donde se castiga la negligencia. Tal cosa sólo puede encajar en esa peculiar lógica, a tenor de la cual el carácter ilegal de la información nada tiene que ver con su posible legitimidad constitucional (stc 54/2004, f. j. 6.º). Lo que en todo este punto estamos viendo es el resultado de una sutil argucia dialéctica del TC, de la que acaba siendo rehén el Supremo. Tal argucia consiste en negarse a exigir que para ser admisible la información que limita el derecho al honor de alguien dicha información haya de ser legal, es decir, no prohibida por alguna norma válida del ordenamiento. El TC establece como requisitos de admisibilidad de la información los de interés público, veracidad y forma no injuriosa o insultante de su exposición. Y el TS entra a ese juego cuando argumenta que una información ilegal, como la que proviene de un sumario en curso, carece del requisito de la veracidad. Y ahí cae en la trampa del TC, que puede ser rotundo al decir que no tiene nada que ver una cosa con otra y que una información proveniente de un sumario será normalmente más veraz y fácilmente comprobable que la que se obtiene de otras fuentes. Y tiene razón: el problema no es de veracidad, sino de coherencia del sistema jurídico y respeto al legislador democrático, que es tanto como decir a la soberanía popular. Esto último lo capta bien el Supremo, pero no ha acertado a exponerlo sin verse atrapado en las redes conceptuales del TC, que predeterminan la solución. Sostiene el TC que “nuestra jurisprudencia […] nunca ha relacionado la exigencia de veracidad con la legítima obtención de la información, ni por tanto con el secreto de las diligencias sumariales (art. 301 lecrim)”. Lleva razón nuevamente, el problema no es de veracidad, sino de legalidad. Llevar la legalidad a la veracidad sólo sirve para hacer pasar por legal lo que sea veraz, y ese es el juego del TC, como estamos viendo. Sabida la predilección del TC por la ponderación y vista su exigencia de que se traduzcan a esquemas ponderativos las elecciones entre derechos o valores concurrentes en un caso, ¿por qué no explicitó la ponderación que larvadamente está realizando aquí, que no es otra que la ponderación entre principio de legalidad y principio de libertad informativa, con victoria aplastante de este último? Obviamente, porque presentarlo así resulta tremendamente osado y disolvente. Pero así es en realidad, aunque no se diga. Volveremos más abajo sobre ello. 2. El TC recalca su jurisprudencia, según la cual “la información ‘rectamente obtenida’ se ha asociado a la diligencia observada en la contrastación y verificación de lo informado, que debe tener en cuenta, entre otros extremos, las circunstancias relativas a la fuente de información. Al respecto hemos declarado que cuando la fuente que proporciona la noticia reúne las características objetivas que la hacen fidedigna, seria o fiable […], puede no ser necesaria mayor comprobación que la exactitud de la fuente”.

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Tanto en esta stc 158/2003 como en la 54/2004, el caso se presenta con el siguiente esquema: un periódico P informa de que se está instruyendo un sumario S, en el que se investiga un posible comportamiento delictivo D del sujeto X, citado X con plena identificación. Las informaciones, por tanto, son dos: que hay un sumario S abierto por un posible delito D y que el investigado como posible autor de D es X. Más claramente, las informaciones son dos: (1) Que en el sumario S se investiga un posible delito D. (2) Que el posible autor del delito D es el sujeto X, con nombres y apellidos, o datos suficientes para su cómoda identificación. La afirmación contenida en (1) es de fácil comprobación y su fuente la hace “fidedigna, seria o fiable”, pues lo contenido en un sumario es, tarde o temprano, fácilmente constatable. Esta afirmación contenida en (1) no daña ni limita ningún derecho fundamental de nadie. Es la información presente en (2) la que menoscaba el derecho al honor de X. El carácter “fidedigno” de (1) no otorga ningún grado de verosimilitud o probabilidad a lo contenido en (2). Así que lo fidedigno de (1) mal puede justificar el daño que al honor de S le provoca (2). Lo que el TC hace es estimar que el dato cierto de que alguien sea investigado en un sumario da carácter suficientemente fidedigno a la noticia en la que esa persona aparezca con nombres y apellidos en los medios de comunicación como posible autor del delito investigado. Lo fidedigno de la información sobre la existencia del sumario se traslada metonímicamente o por una especie de ósmosis a lo fidedigno del delito y su posible autor. Y, al convertir así la información en constitucionalmente legítima, se hace insanable el daño que pueda sufrir cualquiera al que, por la razón que sea, incluidos errores, denuncias falsas, conspiraciones, etc., se le impute un delito que llegue a ser investigado por un juez, y con total independencia de que al final del sumario el juez archive las actuaciones por comprobar lo patentemente infundado de las acusaciones o denuncias. El sobreseimiento mencionado ya nunca va a poder contrapesar la sanción social padecida por el que vio en los periódicos su nombre como posible o probable delincuente, y, para colmo, la doctrina del TC cierra el camino para que, al menos, tal sanción social inmerecida pueda ser contrapesada con una indemnización por el periódico que la ocasionó. Si lo relevante es el interés de la información y no el morbo de conocer el nombre del investigado, y si se trata de que la información circule con el menor daño para el honor de quien puede ser total y absolutamente inocente, ¿no tendría más sentido imponer la doctrina de que en la fase de instrucción, antes del juicio oral, los medios de comunicación sólo pudieran informar del qué pero no del detalle del quién? ¿No cabría que pudieran únicamente decir

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“ex-ministro investigado por D” o “bufete gibraltareño investigado por D”, sin dar nombres o datos que permitan la fácil identificación? ¿Tanto añade al interés público de la noticia saber el nombre de un investigado, del que dos días después diga el juez que no tiene ningún indicio de delito en su contra? ¿Es así como se contribuye a la formación de una opinión pública libre, o a su deformidad? ¿O no es la libertad de la opinión del público, sino la de los medios, lo que en realidad se quiere salvaguardar, caiga quien caiga? ¿Qué aporta a una opinión pública madura y libre el dato –cuya divulgación la ley prohíbe– de que alguien está siendo investigado porque ha sido objeto de una denuncia, si luego esa persona va a ser judicialmente declarada libre de reproche porque la denuncia resultó infundada? Además de poner en entredicho el honor de tales personas, ¿no es mayor el daño que el beneficio que se deriva de esas informaciones para la opinión pública, a la que se alimenta de prejuicios y a la que se induce a errores? Puestos a ponderar el daño al honor del sujeto investigado y el beneficio para la opinión pública como justificante de la posible prioridad del derecho a informar, ¿no habría que aquilatar un poco mejor si tales beneficios existen o si no serán más bien perjuicios? Porque el único beneficio tangible que en estos casos se ve es el del periódico, por lo bien que se venden la alimentación del morbo y el sensacionalismo. Tal parece que en estos casos la ponderación es entre daño emergente del ciudadano agraviado por la información y lucro cesante del periódico. Por mucho que se quiera decir que en estos casos la restricción de tales informaciones perjudique a la formación de la opinión pública libre propia de una sociedad democrática. Democrática, cotilla y malsana, se supone. A alguien se le puede ocurrir que lo interesante de esas informaciones para la opinión pública está en que ésta compruebe cuán a menudo son falsas las denuncias e infundadas las acusaciones. Pero entonces hay que darle a la sociedad la lección completa: obligar a que también se informe, con idéntica extensión y contundencia, del archivo de las diligencias y la consiguiente inocencia (jurídica) del investigado. Y mejor aún será la lección si se enseña a la opinión pública que el que pone gratuitamente en riesgo la fama de otro tiene que pagarla, haciendo que indemnice el que informó de lo que la ley no permitía y con asunción del riesgo de grave daño para la fama: el que asume el riesgo (y lleva, a cambio, el beneficio), que pague cuando resulta que el daño

 En efecto, el TC ha declarado reiteradamente que a través de la libertad de información “no sólo se protege un interés individual sino que su tutela entraña el reconocimiento y garantía de la posibilidad de la existencia de una opinión pública libre, indisolublemente unida al pluralismo político propio del Estado democrático” (stc 61/2004, f. 3. Se remite a stc 21/2000, f. 4, y a las sstc allí citadas).

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a la fama era totalmente inmerecido. Pues no olvidemos que el que causa tal minusvaloración en el honor e imagen no es ni quien hace la denuncia ni el juez que la investiga, sino quien informa de ella, con pelos, señales y nombres, antes de la apertura de juicio oral. 3. Y ahora viene uno de los párrafos más llamativos de esta sentencia: “No puede compartirse la afirmación del Tribunal Supremo de que la información enjuiciada en este proceso de amparo no fue rectamente obtenida al haberse conseguido por un medio ‘torticero’. Como sostiene el Ministerio Fiscal, ello supondría introducir una limitación no prevista constitucionalmente al derecho a difundir información veraz, puesto que negaría tal carácter a la noticia publicada por el hecho de proceder de un sumario en tramitación” (énfasis nuestro). Y nos preguntamos nosotros: ¿acaso la exigencia, por ejemplo, de que la información tenga relevancia pública (tanto desde el punto de vista material como personal) no es “una limitación no prevista constitucionalmente al derecho a difundir información veraz”, limitación introducida por el TC? ¿Acaso no pudo introducir, junto a los otros requisitos que viene sentando y repitiendo, el de la legalidad de la información? ¿Y qué hace constante y legítimamente el TC, al interpretar y concretar los derechos fundamentales que protege por vía de amparo, sino introducir limitaciones, matices y restricciones tendentes a organizar la interacción entre todos ellos? Resulta peregrino que sea el de legalidad el único requisito no expresamente mencionado en la Constitución que no pueda hacerse valer allí donde el TC ha hecho valer tantos, como no podía ser menos. ¿O sí? En alguna ocasión anterior, el TC ha justificado la información sobre los datos del sumario y el proceso, toda vez que tal información era posterior a la apertura de juicio oral, pues de la etapa anterior, la referida por el artículo 301 lecrim, decía lo siguiente: “Todas estas observaciones son directamente trasladables al espacio en el que se cruzan los derechos enunciados por el artículo 24 de la Constitución con las libertades reconocidas por el artículo 20 de nuestra Carta Magna, máxime cuando se ha decretado la apertura de juicio oral, pues, si bien en la fase instructora la vigencia de la presunción de inocencia y del derecho al honor del imputado, así como las exigencias del secreto instructorio en orden a obtener el éxito de la investigación, constituyen, todos ellos, límites constitucionales más estrictos al ejercicio del derecho a transmitir información veraz, una vez decretada la apertura del juicio oral, rige el principio de publicidad absoluta e inmediata (art. 668 lecrim, con las únicas limitaciones de dicho precepto y las de los artículos 684 y 686-687)” (atc 195/1991, de 26 de junio, f. j. 2.º (énfasis nuestro).

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4. Pero el párrafo de la stc 158/2003 con el que estábamos anteriormente sigue: “Debemos, pues estimar que dicha información periodística fue veraz, en el sentido arriba indicado, al haber observado los periodistas la diligencia constitucionalmente exigible en la comprobación de sus fuentes de información, sin que quepa presumir su obtención irregular, ni haya constancia alguna en las actuaciones de que la obtención de la noticia se hubiera producido mediante una conducta reputada como ilícita, dado que en el proceso ‘a quo’ no aparece acreditada la forma en que el medio de comunicación tuvo acceso a las diligencias sumariales” (énfasis nuestro). Sorprendente. Vayamos por partes. En primer lugar, expresa el TC que la información es legítima y jurídicamente válida porque no ha sido obtenida ilícitamente. Hay un nuevo y sutil desplazamiento retórico. La información, decimos nosotros, es ilícita, porque el artículo 301 lecrim la prohíbe en tal momento previo a la apertura de juicio oral, y esa ilicitud es absolutamente independiente de por qué procedimientos dicha información haya sido obtenida por el periodista. La licitud en el modo de obtención no sana en modo alguno la ilegalidad de la publicación. Pero ya sabemos que en esto al TC le importan más las maneras que el fondo: una información prohibida se convierte en legal si está bien comprobada y es interesante. En segundo lugar, una verdadera perplejidad: ¿de qué modo puede un periodista obtener lícitamente una información que se encuentra sometida, por imperativo del citado artículo 301 lecrim, a un deber de secreto hasta que se abra el juicio oral, secreto por cuya vulneración se prevén sanciones para abogados y procuradores, funcionarios y cualquier otra persona? Opina el TC que no cabe presumir aquí la obtención irregular. Más bien parecería al revés, y que lo difícil es imaginar una obtención regular de tales informaciones sumariales. Que el periodista pueda conseguirlas sin cometer delito (sin robarlas él, por ejemplo) no significa que la obtención se convierta entonces en regular, pues necesariamente tendrá que concurrir la acción irregu-

 Nuestro pleno acuerdo aquí con Otero González cuando, al hilo de la exposición y crítica de la línea jurisprudencial marcada por la stc 13/1985, mantiene que “ni toda información obtenida al margen del sumario es lícita, sino sólo aquella que no afecte al bien jurídico protegido por el secreto sumarial […], y por otra parte, toda revelación de secreto sumarial es indebida” (ob. cit., p. 124). Y añade: “conocimiento ilícito, según parece deducirse de la redacción de la sentencia, es aquél que proviene de aquellas personas que según el artículo 301 de la lecrim no pueden revelar el secreto sumarial, a saber, los que revelaren indebidamente, que son todos: abogados, procuradores, funcionarios y cualquier otra persona, luego, si toda revelación es indebida, todo conocimiento que proviene de esta revelación es ilícito […], porque toda revelación del secreto sumarial, tal como hemos delimitado su ámbito (elementos integrantes del sumario), es indebida y, en consecuencia, todo conocimiento del secreto sumarial es ilícito” (ibíd., p. 125).

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lar de alguna de las personas obligadas legalmente a mantener el secreto. Que, como dice este párrafo, no haya constancia alguna de una concreta conducta ilícita y que en el proceso no haya resultado acreditada la forma en que el medio de comunicación tuvo acceso a las diligencias sumariales no es dato que convierta en lícita tal obtención, sólo indica que no se ha podido acusar a nadie en particular de tal conducta ilegal. Además, tampoco tiene nada de especial que no se acredite el modo en que el periódico tuvo tal acceso, dada la protección de que goza el secreto profesional de los periodistas. En resumen, puesto que el secreto profesional del periodista lo faculta para no revelar quién de los obligados a guardar el secreto de las diligencias le desveló eso que no debía, y puesto que la publicación, con perjuicio para el derecho al honor o la intimidad, de lo así obtenido no es vista como problemática por el TC, y hasta puede pesar más que dichos derechos al honor y la intimidad, hemos descubierto el modo perfecto de defraudar la prohibición del artículo 301 lecrim: en lugar de que abogados o funcionarios, por ejemplo, revelen por su cuenta las diligencias secretas, con lo que se expondrían a una sanción, que se las “soplen” a un periodista, con lo que se garantizan la impunidad. Y si resulta que tienen algún interés en el pleito o alguna cuenta pendiente con el investigado, miel sobre hijuelas, pues se aseguran el daño para su enemigo sin riesgo de su parte. ¿Qué se consigue con este planteamiento del TC que acabamos de ver? En la práctica, y quiérase o no, dar por buena y fomentar la fuga de información de los juzgados a los medios de comunicación, sin el más mínimo respeto al carácter secreto de las diligencias sumariales y con grave riesgo, como salta a la vista, para la integridad moral de cualquier sujeto que en ellas pueda aparecer mencionado. 5. Como el propio TC recoge expresamente (f. j. 6.º), “ciertamente, la investigación sumarial concluyó, en lo que ahora importa, que el despacho Triay & Triay no estaba implicado en la llamada operación ‘Nécora’ ”, lo cual, según

 Nuestro acuerdo de nuevo con Rodríguez Ramos, cuando asevera que la dialéctica procesal entre publicidad y secreto “es más teórica que práctica, porque la hipertrofia o hiperbolia de un mal entendido derecho y deber de informar, lleva a extremos claramente ilegales e incluso delictivos, cual es el caso de las filtraciones a los medios de comunicación, desde fiscalías y juzgados, de informes o resoluciones de los que se entera el justiciable y su abogado por la radio, la televisión o la prensa, antes que por su procurador”. Y sigue más adelante: “La filtración desde fiscalías y órganos jurisdiccionales de informes y resoluciones, incluso con anterioridad a su notificación a los justiciables, que los conocen a través de los medios de comunicación, y no de su procurador y su abogado, son prácticas claramente anómalas, si no delictivas, que deben cortarse radicalmente” (ibíd.). Pues bien, con tales prácticas acabaría en gran parte una línea jurisprudencial opuesta a la que viene manteniendo el TC y vemos en las dos sentencias que en este apartado estamos analizando.

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el TC, en nada afecta a la legitimidad de la información vertida en su momento por el periódico, pues es doctrina sentada por el Tribunal que el derecho a informar no se circunscribe a informar sólo de lo que sea o resulte verdadero, sino de aquello cuya certeza o verosimilitud se haya comprobado diligentemente. Veracidad no equivale a verdad demostrada. Y dice: “De ahí que la prueba de la veracidad no pueda consistir en la acreditación de que lo narrado es cierto, puesto que ello constituiría una ‘probatio diabólica’, por imposible en la mayoría de los casos. Dado que el canon de la veracidad se cifra en la diligencia razonablemente exigible, el objeto de su prueba no son los hechos en sí objeto de narración, sino aquellos hechos, datos o fuentes de información empleados, de los que se pueda inferir la verosimilitud de los hechos narrados”. Nuevamente conviene un análisis calmado de estas afirmaciones. En primer lugar, una cosa es obligar al informador a probar que es rigurosamente cierto y verdadero aquello de lo que informa –lo que, en efecto, constituiría a veces una ‘probatio diabolica’–, excluyendo toda posible información errónea, aunque diligente y prudente en grado máximo, y otra cosa es que la prueba ulterior de la falsedad de lo informado quede absolutamente carente de consecuencias y no deslegitime ni en el más mínimo grado la información, que no tenga ninguna consecuencia jurídica. Obviamente, aquí no se puede proceder sino casuísticamente. Por eso, atengámonos al tipo de casos que estamos observando. Reconocer el derecho del agraviado por la información (y después demostrado jurídicamente inocente) a algún grado de indemnización o compensación, ¿no sería una buena manera de incitar a los medios a extremar la prudencia a la hora de mencionar nombres e imputaciones en la fase de diligencias de investigación? En segundo lugar, se expresa aquí que el objeto de la prueba relevante para la veracidad “no son los hechos en sí objeto de la narración, sino aquellos hechos, datos o fuentes de información empleados, de los que se pueda inferir la verosimilitud de los hechos narrados”. Pero esto tiene graves problemas. Se vuelve a confundir la prueba de que hay un sumario en el que se investiga un delito con la prueba de que un sujeto pudo cometer un delito. La verdad de lo primero es totalmente independiente de la verdad, y hasta de la verosimilitud, de lo segundo. Por eso la lecrim ha querido proteger el honor de los investigados antes del juicio oral, por la alta probabilidad de que no haya nada que reprocharles ni razón, por tanto, para soportar una crítica pública. Con ello parece que se rinde claro homenaje al artículo 20.4 CE y al carácter especial

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que asigna al derecho al honor, la intimidad y la propia imagen como límite a la libertad de informar. Aunque el TC no lo vea así. 2. diligente torpeza. o de cmo ser verazmente ac o s a d o r s e x ua l s i n h a b e r ac o s a d o na da . a n  l i s i s d e la s tc 6 1 / 2 0 0 4 , d e l 1 9 d e a b r i l  A nuestro modesto entender, estamos ante una de las más tremendas sentencias del TC en estas materias en los últimos tiempos. Nos enseña bien a las claras que el requisito de veracidad, una de las tres condiciones de prioridad de la libertad de información del artículo 20.1 CE sobre el derecho al honor del artículo 18.1 CE, se ha convertido en el coladero que hace dicha preferencia poco menos que absoluta, pues veraz parece cualquier información dañosa para el honor con tal que el periodista cite alguna fuente que pueda reputarse fiable en términos generales, aun cuando la divulgación de lo en esa fuente contenido esté prohibida, como ocurre en las dos sentencias antes analizadas, o aunque, como sucede en ésta, el periodista torpemente (o con dolo, no se sabe) tergiverse sensacionalista y dañosamente lo que en esa fuente ha averiguado. Veamos esto último y preparémonos para las sorpresas. Los hechos son los siguientes, tal como la propia sentencia los narra: “En el artículo, titulado ‘Denuncian por acoso sexual a un guardia se seguridad de Canterac’, se afirmaba que el Gerente de la Fundación Municipal de Deportes admitió en una reunión que este organismo tenía noticias de denuncias sobre un guardia de seguridad del polideportivo municipal de Canterac por acoso sexual. Y se añadía que en el acta de la reunión constaba que “la denuncia fue originariamente presentada por una monitora de natación del polideportivo Canterac por entender que era objeto de una constante persecución por parte del citado guardia de seguridad, que responde al nombre de Bonifacio, según la citada acta”. En suma, un periódico había informado de que el gerente de dicha fundación municipal había admitido, en una reunión de ésta y al hilo de una interven-

 En opinión de Carlos Ruiz Miguel, la “relativización” que el TC hace del límite a la libertad de información establecido por dicho art. 20.4 CE en favor del derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen, “significa lisa y llanamente violar la Constitución” (Carlos Ruiz Miguel. La configuración constitucional del derecho a la intimidad, Madrid, Tecnos, 1995, p. 254). El TC, a partir de su sentencia 104/1986, habría operado una auténtica mutación constitucional, en opinión de dicho autor. Tal mutación resultaría ilegítima por ser claramente vulneradora del texto constitucional, facultad que el TC no posee (ibíd., pp. 259-262).  Ponente: Pérez Vera.

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ción en la fase de “ruegos y preguntas”, que una monitora de natación había denunciado por acoso sexual a un guardia de seguridad llamado Bonifacio. El tal Bonifacio acudió a los tribunales en reclamación por su honor dañado y el periódico fue condenado en primera instancia por intromisión ilegítima en el derecho al honor, y esa condena fue ratificada tanto por la Audiencia Provincial como por el Tribunal Supremo. Las tres instancias fundan la condena en que la información no cumplía con el requisito de veracidad, pues en el acta de la reunión de la Fundación Municipal de Deportes se hablaba meramente de acoso, no de acoso “sexual”, y se insiste en que el periodista no hizo uso de otras posibilidades para contrastar su información sobre la índole del acoso, como pudiera ser hablar con la propia denunciante o con el gerente de la fundación que hizo aquellas manifestaciones en la reunión de ésta. Sólo habló con una concejal que declaró en el proceso que no recordaba si había usado la palabra “sexual” como calificativa del acoso en su conversación con el periodista. Esos son los hechos declarados probados por los tribunales en el caso, hechos probados que el TC tiene que respetar y afirma que respetará. Y como esos son los hechos y el TC va a conceder el amparo, es la valoración de esos hechos lo que tendrá que modificar, aun cuando nos parezcan tan claros y aun cuando dicha valoración distinta precise de los torcimientos dialécticos y las fintas sorprendentes que vamos a ver a continuación, para lo que desglosaremos los pasos del razonamiento del TC. 1. Vamos primero con el asunto de los hechos probados, pues éste es un tema en cuya enunciación ya se contiene a veces una hábil ocultación retórica. Dice el TC (f. j. 2.º), que “En todo caso, nuestro examen debe respetar los hechos considerados probados en la instancia [art. 44.1.b lotc] que, en el supuesto que nos ocupa, se reducen a la existencia de la controvertida información publicada en el diario ‘El Mundo de Valladolid’ el día 23 de abril de 1993 bajo el titular ‘Denuncian por acoso sexual a un guardia de seguridad de Canterac’. Con escrupuloso respeto a tales hechos, la cuestión que debe resolver el presente recurso de amparo consiste en verificar si las sentencias impugnadas, al valorar aquella información, llevaron a cabo una integración y aplicación constitucionalmente adecuada de la libertad de información [art. 20.1.d CE] y del derecho fundamental al honor [art. 18.1 CE]” (énfasis nuestro). Pero no, no son esos los hechos tenidos por probados en la instancia. Esos son los hechos que originan el caso, sin duda, son los hechos que dieron pie a la demanda del guardia aludido en tal información. Pero ahí no hay ni uno solo de los hechos que en la instancia se han considerado probados y en los que, por tanto, se había basado el juicio de que existía intromisión ilegítima en el honor. No es el hecho de la información en sí, único que parece que el TC considera

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probado (bien fácil es esta prueba, ciertamente), lo que determina el daño en cuestión, sino peculiaridades de la obtención y fundamentación diligente de tal información, que determinan que las sucesivas instancias no la consideren veraz por negligente, en el mejor de los casos. Al omitir la mención de tales circunstancias y datos entre los hechos que tiene que dar por probados, por haberlos considerado así la jurisdicción ordinaria, el TC se evita la difícil tesitura teórica de tener que admitir que para enmendar el juicio del TS tiene que realizar una valoración diferente de aquellos otros hechos considerados probados, lo que fácilmente puede verse como nueva apreciación de la prueba. Y ya estaríamos en el marco de las colisiones competenciales. Porque ¿cómo, sino valorando o apreciando de otro modo los hechos probados, puede el TC en este caso y en todos los similares “resolver el eventual conflicto entre el derecho a comunicar información veraz y el derecho al honor, determinando si efectivamente se han vulnerado aquellos derechos atendiendo al contenido que constitucionalmente corresponda a cada uno de ellos, aunque para este fin sea preciso utilizar criterios distintos de los aplicados por los órganos judiciales, ya que sus razones no vinculan a este Tribunal ni reducen su jurisdicción a la simple revisión de la motivación de las resoluciones judiciales” (f. j. 2.º)? Aquí se contiene uno de los más insondables misterios de nuestra jurisprudencia constitucional, que en este lugar sólo podemos enunciar y no tratar en detalle. A saber: cuál es el contenido que “constitucionalmente corresponde” a cada uno de los derechos. En realidad lo que el TC hace es establecer una serie de reglas de preferencia entre derechos, reglas condicionadas a la presencia de ciertos requisitos. En el caso de la relación entre la libertad de información y el derecho al honor, la regla elaborada y reiteradísimamente aplicada por el TC vendría a decir, en síntesis, que la libertad de información prevalece sobre el derecho al honor siempre que concurran tres condiciones: que lo informado tenga relevancia o interés público, que sea veraz (en el sentido de obtenida con la debida diligencia profesional del informador) y que no esté expuesto de modo gratuitamente ofensivo. Pues bien, qué tenga interés público y qué no, qué comportamiento informativo es diligente y cuál negligente y qué sea ofensa gratuita y no necesaria para dar cuenta de los hechos informados son aspectos que necesariamente tiene que apreciar el juzgador valorando los hechos probados. Y cuando el TC corrige a la última instancia judicial está sustituyendo su valoración de los hechos a la luz de esas categorías (interés, diligencia, ofensividad).

 Es esta cláusula doctrina reiteradísima, entre muchas otras en las sstc que en ese mismo fundamento se citan.

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III. Ejercicios de crítica jurisprudencial

Pero prefiere no denominar así su labor, sino decir que se trata de “verificar” “si efectivamente se han vulnerado aquellos derechos atendiendo al contenido que constitucionalmente corresponda a cada uno de ellos, aunque para este fin sea preciso utilizar criterios distintos de los aplicados por los órganos judiciales”. Pero ¿a qué estamos llamando “criterios”? Puesto que, en sentencias como la que ahora vemos, los órganos judiciales han realizado su juicio examinando esas tres condiciones o criterios establecidos por el TC y que ya hemos mencionado reiteradamente, no serán esos los criterios distintos que el TC dice que puede aplicar (y aquí aplicará). Así que habrá que concluir que tales criterios distintos consisten ni más ni menos que en los valores o pautas axiológicas que en su consideración dan sentido en el caso a aquellos requisitos de interés, veracidad y no ofensividad. Los valores casuísticos del TC, en suma. Pero repárese en que estamos circulando, de pronto, cuesta abajo, pues si se nos da la razón en lo anterior, también habrá que tener por cierto lo siguiente: que “el contenido que constitucionalmente corresponde” a cada derecho será el que determinen los valores y valoraciones del TC para el caso. ¿En qué se diferencia, entonces, la labor del TC en el amparo del de una última y suprema instancia judicial? 2. El TC señala que, puesto que del interés público de la noticia nadie ha hecho cuestión en el proceso, toda la clave del asunto está en el requisito de veracidad de la información. Y a continuación repasa su doctrina al respecto (f. j. 4.º), en términos que, no por conocidos, dejan de merecer cita aquí para

 Pero no está de más que recapacitemos sobre qué interés puede tener la opinión pública en conocer que se dice que hay una (mera) denuncia (no judicial) de alguien contra alguien por acoso sexual. ¿Dónde está lo interesante? ¿En que hay una denuncia? Entonces todas las denuncias deben poder ser contenido de noticias que den cuenta de la identidad del denunciado con suficiente claridad para que pueda ser fácilmente identificado, como aquí. ¿En que es por acoso? En este caso se nos ocurre que si el acoso se considera relevante, lo serán todos y cada uno de los posibles asuntos de denuncia, todos los que, como éste, afecten meramente a la relación entre dos particulares y muy escasamente al interés general. ¿O en que es sexual el acoso denunciado? Mal asunto si fuera esta la respuesta. Lo que sí es cierto es que es el supuesto carácter sexual del acoso lo que hace interesante la noticia… para el periódico. Bien habría estado una aplicación consecuente de la doctrina anterior del propio Tribunal, expresada, por ejemplo, en la stc 52/2002, f. j. 8.º: “No puede dejar de recordarse al respecto que una información posee relevancia pública, porque sirve al interés general en la información, y lo hace por referirse a un asunto público, y que es precisamente la relevancia comunitaria de la información lo único que puede justificar la exigencia de que se asuman perturbaciones o molestias ocasionadas por la difusión de una determinada noticia, de modo que, sólo cuando lo informado resulte de interés público o general… puede exigirse a quienes afecta o perturbe el contenido de la información que, pese a ello, la soporten en aras del conocimiento general y de la difusión de hechos y situaciones que interesan a la comunidad (sstc 134/1999, de 15 de julio, F. 8; 154/1999, de 14 de septiembre, F. 9). En este caso el TC consideró que carecía de relevancia pública la noticia de que tenía antecedentes penales por violación un sujeto que había sido investigado por la policía por un delito y luego descartado como partícipe en él.

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luego contrastarlos con la llamativa conclusión del caso. En efecto, el requisito de veracidad “no va dirigido a la exigencia de una rigurosa y total exactitud en el contenido de la información, sino a negar la protección constitucional a los que trasmiten como hechos verdaderos, bien simples rumores, carentes de toda constatación, o bien meras invenciones o insinuaciones sin comprobar su realidad mediante las oportunas averiguaciones propias de un profesional diligente; todo ello sin perjuicio de que su total exactitud puede ser controvertida o se incurra en errores circunstanciales que no afecten a la esencia de lo informado”. Se trata, pues, de establecer “un deber de diligencia sobre el informador a quien se le puede y debe exigir que lo que transmite como ‘hechos’ haya sido objeto de previo contraste con datos objetivos”. A esto se suma que el nivel de diligencia exigible “adquirirá su máxima intensidad, ‘cuando la noticia que se divulga puede suponer por su propio contenido un descrédito en la consideración de la persona a la que la información se refiere’”, y “de igual modo ha de ser un criterio que debe ponderarse el del respeto a la presunción de inocencia”. Sentada bien claramente la doctrina que ha de guiarnos en el enjuiciamiento de los hechos, vamos ahora con los que en instancia se han considerado probados y cuyo acaecimiento el TC no discute (ni puede discutir). 1. El periódico informó, en los términos ya expuestos, de una denuncia por acoso sexual contra el guardia de seguridad llamado Bonifacio. 2. En el acta de la reunión de la Fundación Municipal en la que se dio cuenta de tal denuncia figura qué ésta es por “acoso”, pero nada se menciona de que el acoso sea de tipo “sexual”. 3. El periodista consultó dicha acta para elaborar su información. 4. El periodista consultó sobre el asunto a una concejal “quien declaró en el juicio no recordar si en la conversación con el periodista utilizó la expresión ‘sexual’, pero consideró correcto el texto de la letra pequeña de la noticia” (f. j. 6.º). 5. El periodista no realizó ninguna otra contrastación y no habló ni con el denunciado, ni con la denunciante ni con quien, como gerente de la Fundación Municipal de Deportes, manifestó en la reunión de ésta la noticia. 6. Pasaron cuatro meses, de enero a abril, desde que la información se dio en la reunión de la Fundación hasta que la noticia apareció en el periódico, lo cual, en opinión del Supremo, es tiempo más que suficiente para una esmerada contrastación de aquélla. 7. La Audiencia Provincial tuvo por probado y el Tribunal Supremo asume tácitamente que “en términos de lo que constituye la verdad formal, de la prueba practicada en estas actuaciones se pone de manifiesto que no hubo acoso sexual” (recogido en el f. j. 5.º de la sentencia que comentamos).

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III. Ejercicios de crítica jurisprudencial

Ponga el lector en relación estos hechos así extractados con la doctrina del TC sobre la veracidad arriba citada y juzgue si el periodista actuó o no con la adecuada diligencia profesional. El Tribunal Supremo estimó que no, y condenó, como ya sabemos. Por contra, el TC aprecia diligencia suficiente y, con ello, cumplimiento bastante del requisito de veracidad, de modo que otorga al amparo y tiene por legítima la intromisión en el derecho al honor del guardia Bonifacio. Para ello el TC ha tenido que valorar a su manera los hechos referidos, y vamos a ver cómo lo hace. 1. Sabemos que la información resultó falsa y que no hubo tal acoso sexual. Y al respecto el TC insiste en su doctrina de que “La veracidad de una información en modo alguno puede identificarse con su ‘realidad incontrovertible’, puesto que ello constreñiría el cauce comunicativo únicamente a los hechos que hayan sido plena y exactamente demostrados (sstc 28/1996, del 26 de febrero, f. j. 3.º; 2/2001, del 15 de enero, f. j. 6.º). De ahí que la prueba de la veracidad no pueda consistir en la prueba de que lo narrado es cierto, dado que el canon de la veracidad se cifra en la diligencia razonablemente exigible, el objeto de su prueba no son los hechos narrados sino aquellos hechos, datos o fuentes de información empleados de los que se pueda inferir la verosimilitud de los hechos narrados” (f. j. 5.º). Ya estamos ante un buen ejemplo de desplazamiento retórico de la perspectiva. Se afirma que la información, aunque falsa o errónea, no es inveraz por ser falsa o errónea. Claro que no, pero no es eso lo que se discute como causa de falta de veracidad. Lo que a tal efecto se invoca es que a cualquier observador simplemente normal y con una diligencia media, ni siquiera la esmerada y profesional que se pide a un periodista, ya tenía que haberle parecido que en las fuentes manejadas no había base ninguna para hablar de un caso de acoso sexual, pues en el acta consultada no figuraba tal expresión y la concejal con la que habló el periodista dice que no recuerda haber mencionado tal extremo en su conversación. O sea, no hay más remedio que concluir que lo de “sexual” es de la pura y personal cosecha del periodista. Y entonces ya no estamos en el terreno al que el TC quiso llevarnos, el de las informaciones erróneas obtenidas con la debida diligencia, sino en el de las informaciones inventadas (porque inventado es, según los hechos probados –y otros que no sean los probados no pueden ser tenidos en cuenta en un proceso judicial ni en un proceso por amparo– lo relevante que hace el caso y provoca el daño, el carácter sexual del supuesto acoso). Y entonces la pregunta ya no es qué requisitos debe reunir una información para ser veraz, aunque resulte falsa o errónea; no, la pregunta que propiamente tocaría responder aquí es: ¿Qué requisitos debe satisfacer, si es que alguno cabe, una información inventada para ser veraz? Pues, al pare-

9. Tres sentencias del Tribunal Constitucional. O de cuán fácil es la veracidad periodística…

cer, ningún requisito puede hacer veraz una información inventada, ya que, según nos ha reiterado el TC en el fundamento 4.º de esta sentencia, ya citado, el requisito de veracidad va dirigido “a negar la protección constitucional a los que trasmiten como hechos verdaderos, bien simples rumores, carentes de toda constatación, o bien meras invenciones o insinuaciones sin comprobar su realidad mediante las oportunas averiguaciones propias de un profesional diligente” (énfasis nuestro). Por supuesto, cabe que en este punto el debate se torne en meramente lingüístico, sobre qué deba entenderse por “mera invención”. Alguien, tal vez el TC, pudo pensar que no había mera invención puesto que efectivamente se dio cuenta en la reunión de la Fundación Municipal de Deportes de la existencia de una denuncia por acoso contra el guardia. Y alguien, aún más atrevido, hasta puede tomar por lógico que cualquier informador bienintencionado estime que qué acoso va a ser ese que no sea acoso sexual. Pero eso sería nuevamente maniobra de despiste, pues lo que da su entidad a este asunto, por lo que tiene tanto de falso como de particularmente dañoso, es la índole del acoso sobre el que se informó: sexual. Y esto sí que es inventado (al menos para el derecho), pues probado quedó que el periodista no lo contrastó fehacientemente por ninguna de las vías que a su alcance tuvo durante cuatro meses. El TC sí toma en consideración que el periodista intercambió impresiones con una concejal que no recuerda haber dicho que la acusación de acoso lo fuera concretamente por acoso sexual, pero que “consideró correcto el texto de la letra pequeña de la noticia” (f. j. 6.º), lo cual, esto último, al parecer es un dato en favor de la diligencia del periodista. Aquí merece la pena un análisis minucioso de este razonamiento: – La concejal no recuerda haber dicho al periodista que el acoso fuera sexual. – Por tanto, el periodista no puede escudarse en que fue correcta su diligencia al publicar la noticia del acoso sexual, puesto que la concejal se lo ha dicho. No consta que se lo dijera (no le consta a ella misma, según su testimonio en el proceso), por lo que en derecho no puede valer como que sí se lo dijo. – La concejal ha declarado que cuando leyó la información en el periódico “consideró correcto el texto de la letra pequeña de la noticia”. No sabemos a qué se referirá ese acuerdo con la letra pequeña y habrá que suponer que no

 ¿O quizá precisamente un periodista debe estar habituado a tratar con noticias sobre otros tipos de acoso, como el acoso moral, pongamos por caso?

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III. Ejercicios de crítica jurisprudencial

excluye el acuerdo de la concejal con el titular, que era “Denuncian por acoso sexual a un guardia de seguridad de Canterac”. – El TC considera relevante, en pro de la diligencia del periodista al obtener la noticia, el que la concejal estuviera de acuerdo con el texto (¿la letra pequeña?) de la misma cuando la vio publicada. ¿Debemos entender que el acuerdo al leerla sana retroactivamente la posible falta de diligencia al obtenerla? Si la concejal no recuerda haberle dicho que el acoso fuera sexual, si en el acta de la reunión de la fundación no consta ese extremo, y si el periodista no ha realizado ninguna otra diligencia para contrastar su información, ¿qué quita o qué pone para la diligencia en la obtención el que la concejal esté de acuerdo con la letra pequeña del texto en que se informaba? Porque no olvidemos que la concejal sólo pudo leer dicha noticia… a los cuatro meses de la reunión en la que se había dado cuenta del acoso, supuestamente sexual, aunque ni un testimonio se aporta de que realmente nadie hubiera creído o sabido en ningún momento que fuera de acoso sexual la denuncia; salvo para el periodista, claro. Pero que él solo lo haya creído no es requisito bastante de la veracidad; ¿o sí? 2. Seguimos con el tema de las relaciones entre verdad y veracidad de la información. El TC, después de admitir que en el proceso quedó demostrado que no había denuncia por acoso sexual, sino “una simple queja laboral”, y que, por tanto, la información dañosa para el honor del guardia era errónea, insiste en que tal defecto no empaña el que la información haya sido veraz por suficientemente comprobada y acreditada por el periodista, sin negligencia. Y esa veracidad queda patente, para el TC, por la circunstancia de que el periodista hizo dos tipos de comprobaciones: consultar una copia del acta de la reunión de la Fundación Municipal de Deportes y ponerse en contacto con una concejal. Tremendos indicios de veracidad, y desconcertantes, por más señas, pues no podemos olvidar que: 1. Esa acta consultada no contenía ninguna referencia a un acoso sexual. 2. La concejal declaró en juicio que no recordaba si había dicho al periodista que el acoso aludido era sexual. ¿Es diligente y veraz, y como tal merecedor de protección constitucional en mayor medida que el agraviado en su honor, un periodista que proclama que Bonifacio ha sido denunciado por acoso sexual, pese a que de las dos fuentes (sólo) que ha consultado, una, la principal y que hace fe en términos jurídicos, nada dice al respecto, y la otra no recuerda haber dicho nada? O sea, lo del acoso sexual lo inventó el periodista; eso sí, verazmente. 3. Pero falta lo mejor, la última vuelta de tuerca. Atención a este párrafo (f. j. 6.º). Refiriéndose a la tan mencionada acta y a la consulta con la concejal, afirma el TC: “Pues bien, estos datos permiten afirmar que la información

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publicada se elaboró a partir de los datos procedentes de fuentes informativas serias y solventes y no con la endeble base de simples rumores o más o menos fundadas sospechas impregnadas de subjetivismo (stc 154/1999, de 14 de septiembre, f. j. 7). Como afirma el Ministerio Fiscal, si el periodista entendió que la persecución o acoso era de naturaleza sexual no fue porque se hizo eco de un rumor inconsistente o insidioso, sino porque se lo dijo alguien a quien, por el cargo que ostentaba y por la relación mantenida con la interesada, atribuía veracidad, no siendo constitucionalmente exigible una nueva contrastación de la información así obtenida con otras fuentes” (énfasis nuestro). Mantengámonos fríos en el análisis y volvamos a descomponer los elementos principales de tal razonamiento: 1. Las fuentes cuentan como serias y solventes, sí, pues eran un acta de un organismo municipal y las consideraciones de una concejal. ¿Pero de qué sirve la solvencia de las fuentes si se las toma como pretexto para informar de lo que en ellas no se contiene o ellas no dijeron? Es decir, imagine el lector que yo soy periodista e informo de que usted ha sido acusado de corrupción de menores, por ejemplo, escudándome en que he consultado un acta de una reunión de su comunidad de vecinos en la que uno de ellos le hace tal imputación y en que he hablado con un asistente a la reunión; aunque ni en dicha acta se contenga mención a ese delito suyo ni el asistente en cuestión recuerde haberme confirmado lo del delito. ¿Qué le parecería si, ante su reclamación por causa de su honor maltrecho, se le replicara que la información es veraz por ser serias y solventes mis dos fuentes? Usted diría: ¡Pero si tales fuentes no dicen lo que usted informó! Pues eso, si son solventes las fuentes no hace falta que lo sea la información.  Es muy interesante la analogía con el asunto y la resolución de la stc 52/2002, del 25 de febrero. Una periodista había informado en un periódico que un sujeto que había sido investigado y luego descartado por un delito contra la vida tenía antecedentes penales por violación. Pero había un error, pues tales antecedentes eran policiales, no penales. La periodista había obtenido su información en la Jefatura Superior de Policía, pero en algún momento se coló el error que hizo que cambiara antecedentes “penales” por antecedentes “policiales”. El TC dice también aquí que la fuente es “seria, fiable y solvente” (f. j. 7), pero la solvencia de la fuente no justifica el error en la comprensión o interpretación que la periodista hace de la información que de esa fuente fiable recibe. Aquí la solvencia de la fuente no sana el error de comprensión del periodista ni, por tanto, convierte su despiste en diligente. Oigamos al TC: “Mas lo que acontece en el presente supuesto es que el dato suministrado por la fuente informativa en la que se ampara la autora de la información no era que el demandante en el proceso ‘a quo’ tuviera antecedentes penales por una violación, sino, como ella misma reconoce en la prueba de confesión judicial, que tenía antecedentes policiales. La conclusión que se impone, por tanto, no es otra que la de la indudable inveracidad de la información relativa a los antecedentes penales de don Gaudencio Inocencio L. P. por una violación acaecida hace doce años y por la pena de arresto menor que le habría sido impuesta en otra ocasión” (f. j. 7.º). No olvida el Tribunal que el asunto es sumamente sensible y requiere del informador especial esmero: “resulta preciso indicar que en este caso el deber de diligencia debe de exigirse en su máxima intensidad, de acuerdo con la doctrina constitucional de la que antes se ha

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III. Ejercicios de crítica jurisprudencial

2. Pero, ¿en qué quedamos?, ¿dicen o no dicen? Repárese en que el TC, en el párrafo arriba citado, manifiesta que la información sobre el acoso sexual es veraz, y no un “rumor inconsistente o insidioso”, porque al periodista “se lo dijo alguien” a quien por razón de su cargo atribuía veracidad. ¿Pero quién se lo dijo? ¿Por qué no nos revela el TC quién se lo dijo? ¿Sería la concejal? Consta que ella no recuerda si se lo dijo, por lo que no tenemos por qué presumir que sí se lo dijo. ¿Sería el gerente de la fundación, o la denunciante, u otros asistentes a la reunión, o el propio Bonifacio? No, pues no el periodista no contrastó la información con el testimonio de ni uno solo de ellos, y eso fue un dato crucial en el juicio del Tribunal Supremo sobre la falta de veracidad informativa en el caso. Pero el TC opina que, dada la fiabilidad y solvencia de las dos fuentes con que contó el periodista, “no era constitucionalmente exigible una nueva contrastación de la información así obtenida con otras fuentes”. ¿Para qué más testimonios y controles si la convicción del periodista es tan firme que ni siquiera ha necesitado ser ratificada por sus dos fuentes solventes? 3. Al fin y al cabo, toda información contiene una dosis mayor o menor de subjetivismo: “no puede imputarse al informador una actitud negligente o falseadora por haber interpretado en un determinado sentido los datos recibidos, y concluir de ellos que se trató de una denuncia por acoso sexual, pues la narración del hecho o la noticia comporta una participación subjetiva de su autor, tanto en la manera de interpretar las fuentes que le sirven de base para redacción de la misma como para escoger el modo de transmitirla; de modo que la noticia constituye generalmente el resultado de una reconstrucción o interpretación de hechos reales” (f. j. 6, con remisión a stc 192/1999, f. j.6[]). El periodista “reprodujo” dejado constancia, en atención al grave descrédito que supone el dato que se divulga, por el delito cuya comisión se le imputa, en el prestigio y honorabilidad de la persona afectada, que además no ostenta una posición con relevancia pública (por todas, stc 21/2000, de 31 de enero, F. 8)”. La conclusión, por tanto, se impone: “la información publicada, en el extremo aquí controvertido, no era, en definitiva, veraz y, en lo que ahora verdaderamente interesa, que su autora no observó la diligencia exigible en la comunicación de lo informado, sin que proceda entrar a examinar las circunstancias subjetivas que hubieran podido inducir a la periodista a incurrir en el error o en la inexactitud apreciada, puesto que dicho tipo de circunstancias se escapan de una aprehensión no arbitraria por parte de este Tribunal (stc 52/1996, de 26 de marzo [rtc 1996\52], F. 8)” (f. j. 7.º). ¿No hay entre este caso y el que venimos analizando similitud más que patente como para justificar la aplicación de la misma doctrina? ¿Cómo no ver en esta jurisprudencia un puro repertorio de decisiones casuísticas sin verdadera pauta previamente cognoscible?  No se olvide que no sólo estamos jugando con la legitimidad de la información; en el otro platillo de la balanza está el derecho al honor de Bonifacio, al que la información imputa un ilícito grave, posiblemente un delito. ¿No debería jugar aquí la presunción de inocencia del agraviado tanto o más que la presunción de diligencia del periodista, que al parecer es la única que cuenta, a pesar de todos los pesares?  Esta remisión al fundamento 6.º de la stc 192/1999 es errónea, pues es en el fundamento 4.º donde se contiene la citada doctrina.

9. Tres sentencias del Tribunal Constitucional. O de cuán fácil es la veracidad periodística…

en su información lo que ni vio escrito en el acta ni le dijo nadie con una mínima seguridad, y no se preocupó de más comprobaciones; pero se le presume sinceramente convencido de que el acoso era sexual y con eso basta para que se tenga por suficiente su diligencia. ¿Qué cosa más natural que el que el informador entendiera en todo momento, y pese a que nadie le daba la razón, que Bonifacio había sido denunciado como acosador sexual y así lo publicara? Ante una información tan veraz tiene que ceder, sin duda, el derecho al honor de Bonifacio. A esto se le suele llamar ponderación. Lo importante es que los periódicos sigan alimentando una opinión pública libre y sanamente informada. Que Bonifacio haya tenido más de un problema con su nueva imagen en su casa y en su barrio es cuestión que no tiene por qué alterar el resultado del pesaje. Minima non curat praetor.

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1 0 . d i s c r i m i n a c i o n e s i n d i r e c ta s y e q u  v o c o s d e r e c h o s . a p ro p  s i to d e la s tc 3 / 2 0 0 7, d e l 1 5 d e e n e ro, y d e l at c 2 0 0 / 2 0 0 7 , d e l 2 7 d e m a r z o Con el análisis de estas dos decisiones recientes del Tribunal Constitucional, ambas de tema laboral y con manejo de la idea de discriminación indirecta por razón de sexo, pretendemos ilustrar dos tesis de alcance más general y que, naturalmente, requerirían una fundamentación más amplia, que aquí no cabe. La primera de esas tesis tiene que ver con el modo en que el régimen de los derechos fundamentales ha sido abocado a un casuismo donde toda previsión sobre decisiones judiciales futuras se torna radicalmente imposible, ya que el llamado método de ponderación y su atención preferente a las circunstancias de cada caso llevan la situación de los derechos a un permanente estado de excepción: en cualquier momento se puede hacer una excepción a su régimen legal y general en nombre de la justicia del caso concreto. De la eficacia directa de la Constitución, que fue un hito muy positivo, se está pasando a la eficacia única de la Constitución, con su secuela de decisiones contra legem en nombre de cualesquiera derechos y principios, pero siempre en detrimento de otros tres principios constitucionales, al menos: seguridad jurídica, legalidad y soberanía popular. Al hilo de la Constitución material se inmaterializan los derechos, pues nadie –ni los ciudadanos ni la judicatura ordinaria– puede conocer su concreto alcance antes de que el Tribunal Constitucional lo decida para cada caso; en nombre de una Constitución axiológica se fomenta un puro decisionismo que acaba mostrándonos que el único valor con relevancia práctica se halla en la voluntad de quien tiene la última palabra; en nombre de la ponderación entre derechos en las circunstancias dadas en cada momento se cultiva uno de los secretos mejor guardados por profesores y altos magistrados: dónde está y cómo se usa esa balanza en la que los derechos se pesan con tanta precisión y por qué no se la presta alguien al legislador y a los ciudadanos antes de meterse en pleitos. La segunda tesis alude a cómo cabe que ciertas políticas judiciales de lucha contra la discriminación, y especialmente en el campo de la llamada discriminación indirecta por razón de sexo, abonen más que recorten el prejuicio social y, con ello, contribuyan, desde ese derecho particularista que se quiere antidiscriminatorio, a la perpetuación de la discriminación social de base.

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III. Ejercicios de crítica jurisprudencial

I. la s e n t e n c i a d e l t r i b u na l c o n s t i t u c i o na l 3 / 2 0 0 7, d e l 1 5 d e e n e ro En esta sentencia resuelve el TC un recurso de amparo por el siguiente caso. Una cajera-dependienta de Alcampo S. A. tenía establecida como jornada de trabajo la siguiente, en turnos rotativos de mañana y tarde: de lunes a sábado, de 10 a 16 horas y de 16 a 22:15 horas. Dicha empleada solicitó a la empresa la reducción de su jornada de trabajo por guarda legal de un hijo menor de seis años (no consta en la sentencia la edad concreta del hijo en el momento de la solicitud), al amparo de lo dispuesto en el artículo 37.5 y 37.6 de la Ley del Estatuto de los Trabajadores (let). Pedía como horario reducido el de tarde, de 16:00 a 21:15 horas, de lunes a miércoles exclusivamente. El Juzgado de lo Social número 1 de Madrid dictó sentencia desestimatoria de tal pretensión de la trabajadora, aduciendo que dicha pretensión rebasa los límites de lo que, a tenor del mencionado artículo 37 let, sería una reducción de jornada y constituiría una modificación de la misma. Entiende el juzgado, en palabras del TC, que “la jornada reducida solicitada debe estar comprendida dentro de los límites de la jornada ordinaria realizada, mientras que en la solicitud presentada se excluyen, por una parte, varios de los días laborables de trabajo (desde el jueves al sábado) y de otra se suprime por completo el turno de mañana”. Vemos, pues, que lo que el juez hace es interpretar los términos del artículo 37, que establece el derecho a la reducción de jornada y que, sobre la base de esa interpretación, el juez marca los límites de tal derecho y, con ello, los concretos márgenes para su ejercicio. Al señalar esto situamos ya uno de los elementos de discusión sobre el que luego volveremos, pues o bien esa interpretación es incorrecta por inadecuadamente restrictiva con carácter general o, si es correcta, lo que se va a plantear en el caso es la justificación de que se haga una concreta excepción al alcance general de dicho derecho legalmente establecido, de modo que para la aquí demandante no rijan las limitaciones generales que para el ejercicio de este derecho se aplican al común de los trabajadores que puedan invocarlo. La trabajadora recurre en amparo ante el TC, alegando discriminación por razón de sexo y, en consecuencia, vulneración del artículo 14 CE. El TC, con ponencia de su presidenta, doña María Emilia Casas Baamonde, otorga el amparo y ordena “retrotraer las actuaciones al momento procesal oportuno a fin de que por el órgano judicial se dicte, con plenitud de jurisdicción, nueva resolución respetuosa con el derecho fundamental reconocido”. Repasemos ahora los principales argumentos en pro de dicho fallo que en la sentencia se manejan.

10. Discriminaciones indirectas y equívocos derechos…

1. La sentencia comienza señalando que el artículo 14 CE impone “que la distinción entre los sexos sólo puede ser utilizada excepcionalmente por el legislador como criterio de diferenciación jurídica, lo que implica la necesidad de usar en el juicio de legitimidad constitucional un canon mucho más estricto, así como un mayor rigor respecto a las exigencias materiales de proporcionalidad” (f. j. 2.º). Esto es así y es bien conocida la doctrina del TC al respecto, pero difícilmente viene al caso, pues ninguna diferenciación por razón de sexo se contiene en el artículo 37 let y para nada se cuestiona aquí la ley, sino los efectos para la demandada de la interpretación que de ella ha realizado el Juzgado. 2. Se extiende después la sentencia en los fundamentos que tiene el trato diferenciado de la mujer en ciertos supuestos (embarazo, lactancia…), como contrapeso de la mayor dificultad social y laboral que para la mujer supone la asunción de ciertas cargas familiares. “Se trata de compensar las desventajas reales que para la conservación de su empleo soporta la mujer a diferencia del hombre” (f. j. 2.º). Ahora bien: en el caso que se enjuicia ni siquiera se alegaba discriminación directa de la trabajadora, puesto que se discute meramente si su concreta pretensión de reducción de jornada encaja o no en los límites legales de tal derecho conforme al artículo 37 let. El argumento de la empresa, secundado por la sentencia que se recurre, es que la pretensión de la trabajadora desborda el concepto de reducción de la jornada laboral y supone una modificación de jornada, por lo que no estaría amparado por el referido artículo 37 let, y nada hace suponer que idéntica respuesta no se hubiera dado si una pretensión igual se hubiera planteado por un trabajador varón. De ahí que la sentencia se acoja a la noción de discriminación indirecta por razón de sexo, invocando al respecto las directivas comunitarias y la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas. Se basa en la definición contenida en el artículo 2.º de la Directiva 97/80/CE, del Consejo, del 15 de diciembre de 1997, en estos términos: “cuando una disposición, criterio o práctica aparentemente neutro afecte a una proporción sustancialmente mayor de miembros de un mismo sexo salvo que dicha disposición, criterio o práctica resulte adecuado y necesario y pueda justificarse con criterios objetivos que no estén relacionados con el sexo” (f. j. 3.º). Sentado que pueden existir discriminaciones indirectas por razón de sexo y aceptada la anterior definición, lo que tenemos que ver es si una interpretación de una norma legal, como el artículo 37 let en este caso, realizada por el juez no con argumentos ad casum, sino con pretensiones de alcance general, fundamentada con argumentos admisibles en general y aceptada por el propio TC como no incorrecta o vulneradora de derechos con ese carácter general, puede contener una discriminación por razón de sexo en su aplicación a un

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caso concreto y si, por tanto, debe ser excepcionada para tal caso. Retornaremos sobre este asunto. Insiste el Tribunal en que cuando se trata del derecho a no ser discriminado por alguna de las razones expresamente vetadas por el artículo 14 CE “no resulta necesario aportar en todo caso un tertium comparationis para justificar la existencia de un tratamiento discriminatorio y perjudicial, máxime en aquellos supuestos en los que lo que se denuncia es una discriminación indirecta. En efecto, en estos casos lo que se compara ‘no son los individuos’, sino grupos sociales en los que se ponderan estadísticamente sus diversos componentes individuales; es decir, grupos entre los que alguno de ellos está formado mayoritariamente por personas pertenecientes a una de las categorías especialmente protegidas por el artículo 14 CE, en nuestro caso las mujeres” (f. j. 3.º). Permítaseme comentar incidentalmente lo discutible de que cuando el artículo 14 CE prohíbe la discriminación por razón de sexo trate de proteger sólo a las mujeres. Históricamente es más que obvio, hasta hoy, que son las mujeres las más necesitadas de protección, por ser las habitualmente discriminadas por razón de sexo, y que en ellas podía estar pensando el constituyente al sentar dicha prohibición; pero de ahí a afirmar que la ratio de tal precepto sea la protección de las mujeres meramente, la interdicción nada más que de las discriminaciones contra ellas, va un largo trecho. Cabe perfectamente imaginar situaciones, actuales o futuras, en que puedan ser los varones los preteridos por razón de sexo, por medidas o prácticas que no puedan hallar justificación ni siquiera bajo el manto de la acción afirmativa o discriminación positiva, compensatoria de la inferioridad social de las mujeres como grupo. ¿O acaso perderá razón de ser esa norma constitucional cuando se haya logrado –ojalá que bien pronto– la plena igualdad jurídica y social de varones y mujeres? Por otra parte, en el párrafo expuesto se dice que para la discriminación indirecta lo que se compara no son individuos, sino grupos. Pero acabará el TC anulando la sentencia por no haber atendido a (por no haber “ponderado”) las circunstancias concretas del caso, en particular las circunstancias de esta trabajadora. Lo cual nos puede llevar a preguntarnos lo siguiente: ¿para qué importan las circunstancias de una concreta trabajadora si de lo que se trata es de amparar al grupo que, como tal grupo, se encuentra discriminado, como ocurriría en este caso con las trabajadoras madres de hijos menores de seis años? Si se ha de amparar al grupo frente a la discriminación indirecta, habrá que admitir cada pretensión de la trabajadora, con independencia de sus circunstancias. Si las circunstancias se toman en consideración de modo dirimente, ya no será el grupo lo como tal protegido, sino esta o aquella trabajadora. Pero en este último caso nos habremos salido de la idea de discriminación indirecta que el Tribunal usa

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como razón para incardinar el caso bajo el artículo 14 CE y una vez que queda sentado que no existe aquí discriminación directa. Sigamos con la cita: “cuando se denuncia una discriminación indirecta, no se exige aportar como término de comparación la existencia de un trato más beneficioso atribuido única y exclusivamente a los varones; basta, como han dicho tanto este Tribunal como el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, que exista, en primer lugar, una norma o una interpretación o aplicación de la misma que produzca efectos desfavorables para un grupo formado mayoritariamente, aunque no necesariamente de forma exclusiva, por trabajadoras femeninas” (f. j. 4.º). Es más que conveniente detenerse un rato en el razonamiento que acabamos de reproducir. En primer lugar, la diferencia de trato, si existe, no se daría entre trabajadoras y trabajadores varones, sino entre trabajadoras con hijos de menos de seis años, por un lado, y, por otro, entre trabajadores y trabajadoras que no se hallen en tal situación familiar. Eso atenúa grandemente, en mi opinión, la diferencia de trato por razón de sexo, aun cuando mantenga incólume el otro posible principio fundamentador del trato favorable que se reclama: el de protección de la familia (art. 39 CE). En segundo lugar, habría que preguntarse qué tratamiento merecería en un caso igual un padre, varón, de un hijo menor de seis años que reclamara una reducción de jornada idéntica a la que aquí se discute, bien porque fuera, por ejemplo, viudo o porque tuviera asignado en exclusiva el cuidado de su hijo o, simplemente, porque alegara que él es quien desea hacerse cargo de la atención de tal menor, superando estereotipos sociales discriminatorios de las madres. Si concluimos que también dicho varón ha de tener derecho a esa concreta reducción de jornada que aquí se pretendía, estaremos sentando dos cosas que afectan de lleno al fundamento de esta sentencia: que la discriminación que en la negativa se contiene, si alguna, no es por razón de sexo, y que el principio en juego es el de protección de la familia, y el derecho que se debate es atinente al cuidado de los menores y a la atención de las cargas familiares. Se podrá replicar que eso sería así sobre el papel, pero que en la realidad social son las madres las que se vienen ocupando prioritariamente de la atención a los hijos pequeños y que ellas son las que encuentran, por tanto, las dificultades para combinar ese cometido con la actividad laboral. Pero a esto cabe responder dos cosas. Una, que idénticas dificultades las tendría el padre antes citado en el ejemplo, que, en caso de no ver reconocido su derecho en términos idénticos al que reconoce a la madre la sentencia, o bien sería discriminado o bien se vería impelido a seguir en su papel tradicional de varón menos atento a la familia, y tentado a buscar una mujer que se encargase de esa función. Y otra, y particularmente importante, que es hora de ponerse a pensar si no

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hay derechos que en nombre de la lucha contra la discriminación ayudan a perpetuarla, pues algún machista a la vieja usanza podría pensar, tras la lectura de la sentencia, que bien está que a la mujer madre, y sólo a ella, se le otorgue tal posibilidad, pues a ella verdaderamente le compete el cuidado de los niños antes que a su padre. Hay medidas contra el estereotipo o el prejuicio social que acaban por reforzarlo. Los dos párrafos de la sentencia que estamos comentando vienen a decir que para que exista discriminación indirecta por razón de sexo basta que una norma o una interpretación de ella, planteada en términos neutros y no acompañada de ningún propósito de discriminar, tenga consecuencias negativas para el grupo de las mujeres, en este caso de las mujeres trabajadoras. Estamos hablando, por tanto, de una norma que, como es el artículo 37 let, no tenga ningún atisbo de inconstitucionalidad por contraria al artículo 14 CE, o de una interpretación judicial de ella que, como la de la sentencia que se recurre, carezca de toda sospecha de estar sesgada por razones de sexo. Esto último, como veremos, lo viene a reconocer expresamente la sentencia del TC que analizamos, que no cuestiona dicha interpretación de la ley por contraria a la igualdad entre los sexos, sino sólo su aplicación al caso concreto por ser perjudicial para las mujeres. Sentado lo anterior, las consecuencias de esta sentencia –y las de similar tenor– para la política legislativa y para la teoría de los derechos son realmente revolucionarias. En primer lugar, porque se instauran lo que podemos llamar políticas jurisprudenciales de discriminación positiva. Tales políticas, en cuanto jurisprudenciales, y por mucho que se trate de jurisprudencia del TC, conducen el sistema de derechos a un puro casuismo; casuismo que, además, puede ser fuente de nuevas discriminaciones, como las que respecto de los varones padres hemos señalado ya. En segundo lugar, y sobre todo, porque privan a las leyes perfectamente constitucionales del elemento de generalidad que es –o era– constitutivo de la idea de ley en el Estado de derecho; y bien sabemos que la generalidad de la ley es una conquista histórica en pro de la igualdad, precisamente. Lo que se está introduciendo de este modo en el régimen de los derechos es una cláusula de excepción, una cláusula que podría enunciarse así: las leyes que son constitucionales se aplicarán a tenor de sus términos generales y en conformidad con la interpretación que de ellas hagan los jueces en uso de sus competencias, salvo que dicha aplicación perjudique a las mujeres, en cuyo caso no regirá la ley en esos sus términos y con carácter general, sino que los jueces decidirán caso por caso y a la vista de las concretas circunstancias lo que más beneficie a las mujeres. Generalícese tal cláusula a todos los grupos que el artículo 14 CE expresamente menciona (y no olvidemos que dicho artículo termina en una enumeración abierta: “sin que pueda prevalecer discriminación

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alguna por razón de nacionalidad, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social ”) y habremos conseguido dos cosas: dinamitar, en nombre del artículo 14 CE, el sistema de derechos legalmente establecido en normas no inconstitucionales e introducir una fuente de infinitas discriminaciones posibles, pues el mandato de proteger a los grupos más discriminados acabará en fuente de privilegios para esos grupos, privilegios jurisprudencialmente sentados contra legem. Es lo que más de una vez hemos visto ya, por ejemplo, en materia de protección contra la discriminación religiosa. Y más aún: hasta dentro del grupo de las mujeres, e incluso del de las madres de hijos menores de seis años, acabará habiendo diferencias de trato aleatoriamente sentadas, inevitable consecuencia del puro casuismo y de la ponderación (libre, no metodológicamente guiada ni controlable, por mucho que se finja) de las circunstancias por el juez de turno. 3. El Juzgado había realizado en su sentencia la interpretación del artículo 37.6 let que al principio explicamos. Concretamente, de la expresión “dentro de su jornada ordinaria”, expresión que la mencionada norma emplea al concretar el derecho del trabajador a su reducción de jornada en estos casos. El TC resalta que “no corresponde a este Tribunal la determinación de qué interpretación haya de darse a la expresión ‘dentro de su jornada ordinaria’ utilizada en el primer párrafo del apartado 6 del artículo 37 let para definir los límites dentro de los cuales debe operar la concreción horaria de la reducción de jornada a aplicar, cuestión de legalidad ordinaria que compete exclusivamente a los jueces y Tribunales (art. 117.3 CE). Por ello mismo, no nos corresponde siquiera determinar si la concreta reducción de jornada solicitada por la demandante de amparo se enmarca o no dentro de dichos límites y debe entenderse o no, en consecuencia, amparada por su derecho a la reducción de jornada” (f. j. 4.º). Recapitulemos lo ahí afirmado. Se parte de que es el juez el competente para interpretar esa norma y para, con ello, precisar los límites legales para el ejercicio de tal derecho que la misma ley otorga, y que, en consecuencia, el TC ni entra ni sale en si, a tenor de esa ley y de esa interpretación, debe o no reconocerse a la trabajadora su pretensión. Va de suyo que nada hay en esa interpretación de constitucionalmente inconveniente y que, por supuesto, la norma interpretada es perfectamente constitucional. Pero a continuación va a aparecer la pirueta habitual del TC para extender sus propias competencias y para hacer patente que el régimen de los derechos fundamentales es puramente casuístico y lo sienta él por encima de leyes y de competencias judiciales: por mucho que todo lo anterior sea así, da exactamente igual, pues por encima de toda delimitación legal y jurisprudencial de los derechos está el TC para establecer cualquier excepción a dicha delimitación. Véase si no el párrafo que sigue

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al que acabamos de citar: “Sin embargo, señalado lo anterior, debemos igualmente afirmar que sí nos corresponde valorar desde la perspectiva constitucional que nos es propia, y a la vista del derecho fundamental invocado, la razón o argumento en virtud del cual la sentencia impugnada niega al solicitante de amparo el derecho a la reducción de jornada solicitada” (f. j. 4.º). Expresamente señala el TC que la sentencia que analiza no es ni inmotivada ni irrazonable ni arbitraria y que, como hemos visto, en nada se extralimita el juez de sus competencias, algunas exclusivas, como la interpretación de la norma aplicable. Sin embargo, tal sentencia, dice el Tribunal, puede vulnerar el derecho fundamental alegado. Y ello porque “No resulta cuestionable la posibilidad de una afectación del derecho a la no discriminación por razón de sexo como consecuencia de decisiones contrarias al ejercicio del derecho de la mujer trabajadora a la reducción de su jornada por guarda legal, o indebidamente restrictivas del mismo” (f. j. 5.º). Tenemos, así, que se está pidiendo a los jueces ordinarios que hagan dos cosas. Una, delimitar, vía interpretación de las respectivas normas legales, el alcance de los derechos, para, desde ahí, resolver los casos. Dos, prescindir por completo de los resultados de tal delimitación general, perfectamente constitucional, cuando su aplicación al caso pueda perjudicar a ciertos grupos, en este caso las mujeres. La conclusión se impone por sí sola, creo: hay un régimen de derechos general, con base constitucional y legal, y hay otro especial, que excepciona al anterior, y ello en nombre de la Constitución. Existen los derechos generales de los trabajadores (por ejemplo el derecho a la reducción de jornada laboral ordinaria por cuidado de hijos menores de seis años, entendiendo por “jornada legal ordinaria” lo que los jueces interpreten y con carácter general apliquen) y hay un derecho laboral especial para mujeres, que no se compone de aquellas previsiones legales que traten de compensar, con mecanismos de discriminación positiva, la situación social de inferioridad femenina –contra esto nada se objeta aquí–, sino de decisiones judiciales que para los casos concretos deban establecer excepciones a aquel régimen general. Porque no perdamos de vista que el TC está admitiendo que puede ese mismo Juzgado de lo Social seguir aplicando su legítima y correcta interpretación de la expresión “jornada legal ordinaria” cuando sean varones los que soliciten las correspondiente reducción, pero que harán mal en mantener ese criterio general cuando la solicitud la hagan las mujeres. Si ese distinto trato estuviera en la ley misma, en nada se vería aquejado de duplicidad el sistema de derechos; pero con la solución que el TC propugna las trabajadoras tendrán los derechos laborales que los jueces digan, con total independencia de lo que diga la ley. ¿Favorecerá a las mujeres y al empleo femenino esa política que invita a sentar preferencias por vía judicial allí donde la ley no distingue?

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Retornemos un momento al párrafo últimamente citado, en el que se mantiene que puede resultar afectado “el derecho a la no discriminación por razón de sexo como consecuencia de decisiones contrarias al ejercicio del derecho de la mujer trabajadora a la reducción de su jornada por guarda legal, o indebidamente restrictivas del mismo”. Si, como ocurre en esta ocasión, no se cuestiona ni la constitucionalidad de la ley ni la constitucionalidad y corrección de la interpretación que de ella hace el juez con alcance general, no nos queda más remedio que admitir que el TC se mueve en la siguiente paradoja: el derecho de la mujer trabajadora no está fundado en esa ley ni es parte del derecho general a la reducción de jornada, sino que su fundamento se halla en el artículo 14 CE, directamente y al margen de lo que diga o deje de decir el artículo 37 let. De esta manera, y una vez que para las mujeres la concreción legal de ciertos derechos sólo cuenta en lo que les sea ventajosa, sin que se vean afectadas por ninguna restricción de éstos que las desfavorezca, el artículo 14 CE, que consagra la igualdad ante la ley, se torna en fuente de infinitas diferencias de trato posibles por razón de sexo, siempre aplicadas casuísticamente y con pleno ejercicio de la discrecionalidad judicial, una vez que la ley no limita ni con sus previsiones ni con sus conceptos. Por ejemplo, en el presente caso da igual que con lo que la demandante pide se trate propiamente de reducción de la jornada laboral o de modificación de la misma: se le ha de dar la razón igualmente. Se acabó también el rigor conceptual en el manejo del sistema jurídico. 4. ¿Qué debería haber hecho el juez para adecuarse a esa filosofía de los derechos? El Tribunal Constitucional lo explica: “el análisis que a tal efecto corresponde efectuar a los órganos judiciales no puede situarse exclusivamente en el ámbito de la legalidad, sino que tiene que ponderar y valorar el derecho fundamental en juego” (f. j. 5.º). Ya apareció la palabra mágica, “ponderar”, que, por lo visto y salvo redundancia expresiva del Tribunal, es algo distinto de valorar. Y sigue: “los órganos judiciales no pueden ignorar la dimensión constitucional de la cuestión ante ellos suscitada y limitarse a valorar, para excluir la violación del artículo 14 CE, si la diferencia de trato tiene en abstracto una justificación objetiva y razonable, sino que han de efectuar su análisis atendiendo a las circunstancias concurrentes y, sobre todo, a la trascendencia constitucional de este derecho de acuerdo con los intereses y valores familiares a que el mismo responde” (f. j. 5.º). ¿Intereses y valores familiares como base de la ponderación del juez? Pero ¿no habíamos quedado en que se trataba de evitar la discriminación indirecta por razón de sexo? ¿Ahora es el interés familiar el determinante? ¿Acaso se insinúa que hay que dar más facilidades laborales a la mujer para que quede mejor amparada la familia? Podría ser, pero entonces ¿a qué viene todo el largo discurso anterior sobre la discriminación indirecta de la mujer y su incompatibilidad con el artículo 14 CE?

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Sea como sea, algo queda bien claro: el casuismo. El juez tiene en principio que aplicar la ley según la interpretación de ella que es de su competencia, pero atendiendo a las circunstancias del caso de modo tal que, cuando éstas lo requieran, se siente una excepción a dicha aplicación de la ley, que ya no será ley general. El juez tiene en principio que aplicar la ley, pero sólo en principio; eso sí, en nombre de la igualdad. Las circunstancias mandan, el juez las valora y esa valoración permitirá saltarse la ley. La ley rige, pero sólo por defecto, mientras no haya una circunstancia que, a la luz de algún principio constitucional, invite a saltársela. Los jueces, pues, pueden en nombre de la Constitución hacer lo que quieran. O tal vez los jueces no, sólo el TC. El legislador va sobrando. El Estado de derecho se convierte en Estado de los jueces. Los cuales siempre van a aplicar la Constitución, naturalmente. 5. El TC anula la sentencia recurrida porque ésta, de la que antes se ha admitido que no tiene defectos de motivación, “prescinde de toda ponderación de las circunstancias concurrentes y de cualquier valoración de la importancia que para la efectividad del derecho a la no discriminación por razón de sexo de la trabajadora, implícito en su ejercicio del derecho a la reducción de jornada por motivos familiares, pudiera tener la concreta opción planteada y, en su caso, las dificultades que ésta pudiera ocasionar en el funcionamiento regular de la empresa para oponerse a la misma” (f. j. 6.º). En el cajón de sastre de la dichosa ponderación entra todo y uno ya no sabe si se ponderan las circunstancias, se ponderan los derechos (¿existe un derecho al “funcionamiento regular de la empresa”?) o qué. La teoría –y el TC cuando quiere– dice que lo que se pondera son los derechos a la vista de las circunstancias, pero aquí ni siquiera se molesta en decirle a ese juez, al que le ordena dictar nueva sentencia “ponderativa”, cuáles son los derechos que tiene que ponderar en el caso. No, le dice que debe ponderar las circunstancias. ¿Qué circunstancias, por cierto? Son tantas las circunstancias posibles… Frente a la ley que, sumada a su interpretación, acota el alcance de los derechos, la apertura total de éstos en nombre de las circunstancias. Frente a la posibilidad de que los ciudadanos podamos saber de antemano qué derechos en concreto poseemos y bajo qué condiciones podemos ejercitarlos, la reconducción de todo saber y toda decisión a los jueces. Que nadie esté tranquilo al creer que tiene frente a otra parte un derecho que la ley claramente le otorga o que la jurisprudencia correctamente ha precisado en sus alcances: siempre pueden aparecer circunstancias que se lo den a la otra parte. Circunstancias y jueces. En ocasiones como ésta, el TC anula la sentencia porque el juez no ponderó. En otras muchas, el juez pondera, pero el TC anula igualmente porque esa ponderación no dio el resultado que él estima correcto. Se le dice al juez que use la balanza para pesar circunstancias, unas veces, y derechos, otras, pero

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luego resulta que la balanza del TC es distinta. Y, sin embargo, son frecuentes también los casos en que el TC resuelve conflictos de derechos sin ponderar y sin usar ese esquema de razonamiento que él mismo prescribe. Así que ahora nos queda preguntarnos sólo lo siguiente: si en la nueva sentencia que este Juzgado de lo Social ha de dictar se extiende el juez en amplias consideraciones sobre las circunstancias en el caso concurrentes, las analiza una a una, usa una docena de veces la palabra “ponderación” y falla contra la trabajadora, ¿qué ocurrirá? ¿Podremos seguir afirmando que existe discriminación por razón de sexo? ¿Admitiría el TC un nuevo amparo por ese motivo? Al fin y al cabo, por mucho que la sentencia que comentamos fundamente su anulación de la otra en que el juez no tomó en consideración las circunstancias del caso, está marcando clarísimamente el camino para que se le dé la razón a la trabajadora. ¿O no? Coda. Cuando el Juzgado de lo Social dicte nueva sentencia, o incluso cuando el TC dictó la que reseñamos, la resolución ya no tendrá ni tiene consecuencias prácticas, pues el tiempo transcurrido ha hecho que el hijo de la trabajadora cuente más de seis años y el derecho en discusión ya no puede ejercitarse por vía ninguna. Eso también debería dar que pensar y contribuye a extender la sospecha de que gran parte de la jurisprudencia actual, incluida mucha de la del TC, no tiene más valor que el simbólico, es jurisprudencia simbólica. II. el auto del tribunal constitucional (pleno) d e l 2 7 d e m a r z o d e 2 0 0 7 y s u v o t o pa r t i c u l a r Por auto del Pleno del Tribunal Constitucional del 27 de marzo de 2007 se ha decidido no admitir a trámite la cuestión de inconstitucionalidad planteada por el Juzgado de lo Social número 1 de Guadalajara a propósito del artículo 140.2, en relación con el artículo 109.1, apartado 1, ambos del Texto Refundido de la Ley General de la Seguridad Social (lgss), aprobado por Real Decreto Legislativo 1/1994, del 20 de junio, por presunta vulneración del artículo 14 CE. Frente a dicha resolución mayoritaria, la presidenta del TC, doña María Emilia Casas Baamonde, y la magistrada doña Elisa Pérez Vera formularon voto particular. Aquí, una vez expuestos los pormenores básicos del asunto, comentaremos principalmente dicho voto particular. En la cuestión de inconstitucionalidad se planteaba la posible vulneración del artículo 14 CE por el hecho de que con carácter general los mencionados artículos de la lgss establecen que cuando el trabajador haga uso del derecho a reducción de jornada por cuidado de hijos o de otras personas que reconoce el artículo 37.5 de la Ley del Estatuto de los Trabajadores (let), el cómputo

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de las cotizaciones a la Seguridad Social se hará en proporción a la reducción de salario que tal reducción de jornada legalmente conlleva. Dicha reducción de las cotizaciones tendrá repercusión en el cálculo de la prestación que pueda corresponder a efectos de pensiones generadas por incapacidad permanente absoluta –como ocurría en el caso que el Juzgado de lo Social tenía que decidir– y similares. Alegaba dicho juzgado en su fundamentación de la cuestión de inconstitucionalidad que de esa forma se opera una discriminación indirecta de las mujeres trabajadoras, pues la estadística muestra claramente que son las mujeres las que muy mayoritariamente hacen uso del derecho a la reducción de jornada para el cuidado de hijos menores de seis años o de otras personas dependientes. Tal como el TC entiende en el auto desestimatorio, en las alegaciones del Juzgado de lo Social se trataría de dar cuenta de que en los citados artículos de la lgss existe una inconstitucionalidad por omisión, “en la medida en que el legislador no ha contemplado expresamente, al establecer la regla general de cálculo de la base reguladora de las pensiones por incapacidad permanente, una regla específica referida al supuesto de ejercicio del derecho a la reducción de jornada previsto en el artículo 37.5 let”. En otras palabras, “lo que reprocha el Juzgado proponente de la cuestión al legislador es que no haya establecido para dicho supuesto una excepción respecto de la norma general establecida para todos los beneficiarios (hombres y mujeres), considerando como cotizado a tiempo completo el periodo trabajado y cotizado en esa situación de jornada reducida por razón de guarda legal de menor de seis años o discapacitado”. Ahora bien: dicho juzgado funda la cuestión en la discriminación indirecta que para la mujer supone el régimen vigente, dado que son las mujeres las que muy mayoritariamente se acogen a esta reducción de jornada. El Pleno del TC, en el auto que comentamos, señala que no hay visos de tal inconstitucionalidad, pues el principio de contributividad que preside el régimen de la Seguridad Social establece una proporción entre el tiempo del trabajo, el salario y las cotizaciones, por un lado, y por otro, el cálculo de las prestaciones. Tal vigencia general del principio de contributividad no choca con el artículo 14 CE “ni desde la perspectiva de la cláusula general de igualdad ante la ley, ni desde la perspectiva de discriminación indirecta por razón de sexo, que es la concretamente planteada por el Juzgado proponente de la cuestión para demandar un trato diferente favorable o promocional de quienes se han acogido al derecho contemplado en el artículo 37.5 let”. Por consiguiente, concluye el auto que es “al legislador a quien, en atención a las circunstancias económicas y sociales que son imperativas para la viabilidad y eficacia del sistema de la Seguridad Social, le corresponde decidir (dentro del respeto a la garantía institucional consagrada por

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el artículo 41 CE), acerca del grado de protección que han de merecer las distintas necesidades sociales”. El grueso de la argumentación en el auto se dedica a mostrar que no cabe invocar en pro de la inconstitucionalidad la stc 253/2004, por ser diversos los supuestos que en ella se tratan del que aquí se enjuicia y que, al contrario, en dicha sentencia se contiene expresamente la base para rechazar en el presente asunto la cuestión de inconstitucionalidad. En el voto particular las dos magistradas discrepan con apoyo en dos ideas principales: la existencia de discriminación indirecta contra la mujer y la insuficiente atención que la postura de la mayoría presta al fin que justifica el derecho legal a la reducción de jornada, como es el principio de protección de la familia contenido en el artículo 39.1 CE. Insisten en que “resulta innegable […] que son las mujeres trabajadoras quienes de manera mayoritaria se acogen al derecho (art. 37.5 let) considerado”, por lo que son las mujeres las más perjudicadas por el sistema general de cálculo de las prestaciones contenido en los citados artículos de la lgss. Estaríamos ante un supuesto de discriminación indirecta, de los que se dan cuando una norma que en sí es neutra y que plantea un régimen general que no contiene discriminación directa por razón de sexo, tiene, sin embargo, consecuencias más desventajosas para un determinado grupo merecedor de igualdad, como ocurriría en esta ocasión con las mujeres. Se puede inferir de aquí que cabría considerar que sí opera la inconstitucionalidad por omisión que el Juzgado de lo Social alega y que, por tanto, no sería acorde con la Constitución la ausencia en el mencionado sistema de la Seguridad Social de una norma que considere la cotización de quienes ejercen el derecho a la reducción de jornada no equiparada, a efectos de cálculo de pensiones, a la de quienes cotizan efectivamente por su jornada completa. Repárese en que, en la medida en que se eche mano de la discriminación indirecta contra las mujeres como justificación de la tacha de inconstitucionalidad posible del régimen vigente, no se está aduciendo propiamente el principio de protección de la familia presente en el artículo 39.1 CE, pues en este caso las razones para reclamar la cláusula favorable a los que ejercen el derecho a la reducción de jornada valdrían exactamente igual para hombres y para mujeres y la razón de la discriminación por motivo de sexo tendría un peso nulo, ya que tan perjudicado resulta cualquier hombre como cualquier mujer por esa su atención a las cargas familiares. No, lo que se está afirmando es que, por ser mujeres la mayor parte de quienes usan de tal derecho, se perjudica ante todo a las mujeres y que por esa razón debería existir una norma que en tal situación equiparara los efectos de la cotización a la de quienes no reducen su jornada.

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Puestas así las cosas, podemos preguntarnos cómo debe el derecho responder a las situaciones de discriminación social. Aunque en el voto particular en modo alguno se diga, cabe afirmar que es la situación social de discriminación la que lleva a muchas más mujeres que hombres a reducir su actividad laboral para atender ciertas situaciones familiares. En efecto, pocas dudas pueden caber de que es el prejuicio social de que tales labores son cometido principal de las mujeres el que fuerza a éstas a asumir ese rol socialmente impuesto y basado en una distribución de tareas que sitúa a la mujer como responsable principal de los cuidados de la familia, y al hombre como trabajador que ha de aportar el sustento económico para ésta. Y aquí viene la pregunta decisiva: ¿debe el derecho compensar la discriminación social con un trato jurídico más favorable para los socialmente discriminados o debe más bien forzar un trato jurídico igual para que aquella discriminación social, cuando, como en este caso, es evitable, desaparezca? En casos como el que analizamos, ¿la discriminación jurídica positiva de la mujer es un instrumento adecuado para disolver la discriminación social de base o al contrario? Si insistimos, como parece que hace este voto particular, en que puesto que las mujeres son las que preferentemente se ocupan de ciertas atenciones familiares, debe el derecho procurar que no sufran menoscabo jurídico o, mejor dicho, que gocen de alguna ventaja que las compense –como que su cotización parcial a la Seguridad Social cuente como cotización plena–, ¿no estaremos ayudando a perpetuar dicha división sexista de los papeles en el seno de la familia? ¿No es el mensaje último el de que ha de compensarse jurídica y –de modo correlativo– económicamente a la mujer para que pueda seguir pasando en casa más tiempo que el hombre? Una pregunta más podríamos hacernos: ¿se mantendría la hipótesis de la posible inconstitucionalidad de aquellos artículos de la lgss si no existiera diferencia estadística entre el ejercicio del derecho a la reducción de jornada por hombres y por mujeres? Desde luego, ya no podría fundarse tal hipótesis en la existencia de una discriminación indirecta para las mujeres y no restaría más justificación posible que la de la mala conciliación de ese régimen general con el principio constitucional de protección de la familia. Pero muy discutible me parece que con base nada más que en ese principio pudiera recortarse tanto la libertad de configuración de tal principio por el legislador, como señala el auto. El modo como las dos magistradas discrepantes ligan protección de la igualdad femenina y protección de la familia puede dar lugar a una lectura de efectos perversos y fuertemente contraproducentes. En efecto, señalan que debería la mayoría en el auto haber tomado en mayor consideración el dato de que el derecho a la reducción de jornada presente en el artículo 37.5 let se basa en el mandato del artículo 39.1 CE, referido a la protección de la familia. Pero

10. Discriminaciones indirectas y equívocos derechos…

el énfasis de su argumentación no se pone, en modo alguno, en mostrar por qué el principio de contributividad que la lgss aplica atenta contra la protección de la familia. Este aspecto no se desarrolla, no se concreta, y todo el esfuerzo se fija en el aspecto ya señalado, el de que son las mujeres las que en mucho mayor grado se encargan del cuidado de la familia y las que, por tanto, resultan más dañadas. De este factor dicen las dos magistradas que “resulta a todas luces decisivo toda vez que pone de relieve que no cabe sostener, al analizar la omisión o insuficiencia legislativa que se cuestiona, que las mujeres trabajadoras que hacen uso de ese derecho de reducción de jornada (art. 37.5 let), en tanto que es concreción del artículo 39 CE, estén en la misma situación –o ejercitando un derecho asimilable en su naturaleza- que otros trabajadores que prestan sus servicios a tiempo parcial o reducen su jornada por razones diferentes. Si así se hiciera, se haría prevalecer sobre la dimensión constitucional en juego el hecho de que las prestaciones de Seguridad Social se calculen en función de las cotizaciones efectivamente realizadas, es decir, se haría prevalecer un determinado régimen legal sobre la garantía de que el ejercicio y disfrute de derechos de fuente constitucional (de protección a la familia y de no discriminación por razón de sexo, en este caso) no pueda causar perjuicios a su titular”. Y concluyen así: “De suerte que es imprescindible ese esquema unitario de aproximación, para evitar tanto la discriminación indirecta por razón de sexo como el impacto indirecto o reflejo que tiene la cuestión de referencia en las necesidades de la familia”. ¿Qué observamos en este planteamiento de las magistradas? Una tácita pero muy significativa ligazón entre mujer y familia. Si la situación de hecho consiste en que la mujer viene ocupándose de la familia –menores, ancianos, impedidos– en grado mucho mayor que el varón, que el derecho le otorgue nuevas facilidades y ventajas para que siga haciéndolo así implica que el derecho en poco habrá de contribuir para que de hecho no siga siendo así. Se dan por buenos, al menos en cierta medida, los datos de que se parte y que son la fuente más clara de la discriminación que a fin de cuentas interesa combatir. Que la razón principal que aquí se invoca no sea la protección de la familia en sí, con lo que se argumentaría sólo desde el artículo 39.1 CE, sino el facilitar que la mujer pueda seguir ejerciendo sus mayores “obligaciones” familiares, se puede perfectamente interpretar como que la mujer ha de disfrutar de ciertos “privilegios” jurídico-laborales para que la sociedad –y especialmente los varones– no tengan que hacer todo lo posible por cambiar la discriminación familiar de la mujer. Una última observación, quizá rizando el rizo en exceso. En los planteamientos del tipo del que discutimos subyace una filosofía de la familia como pesada carga, que no sé si se aviene muy bien con la intención protectora y

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favorecedora de la institución. Si quien –hombre o mujer– dedica más tiempo a la atención a la familia sale perjudicado en el balance general y, por tanto, debe ser compensado, estamos dando por sentado que sus menos horas de actividad laboral y las menores prestaciones derivadas de ese hecho no se contrapesan con las mayores horas para disfrute de y con hijos y parientes. A la maldición bíblica del trabajo se agrega la maldición social de tener una familia. Si se suma la tácita asunción de que las mujeres han de gozar de facilidades para seguir aceptando como suya esa tarea que no sale muy bien parada, flaco favor estaremos haciendo a la familia y a las mujeres. A lo mejor va siendo hora de hacer un replanteamiento muy serio de lo que en verdad requiere el artículo 14 CE, si de acabar con discriminaciones entre los sexos se trata, y de lo que nos pide el artículo 39.1 CE a la hora de promocionar la institución familiar. Tómese este último aserto como pura y arriesgada hipótesis y como mera invitación a una reflexión que vaya más allá de los tópicos al uso.

1 1 . c o n t ro l e s d e s c o n t ro la d o s y p r e c e d e n t e s s i n p r e c e d e n t e. a p ro p  s i to d e la s e n t e n c i a del tribunal constitucional del per e n e l e x p e d i e n t e n. º 3 7 4 1 - 2 0 0 4 - a a / t c En esta nota pretendo comentar algunos aspectos de la importante sentencia n.º 3741-2004-aa/tc, del Tribunal Constitucional del Perú, de fecha 14 de noviembre de 2005. En dicha sentencia se fija una importante doctrina sobre el alcance y la función del precedente constitucional. Acabaremos opinando algo sobre este asunto, pero antes haremos algunas observaciones sobre otros aspectos de la doctrina general contenida en dicha sentencia. Los hechos del caso son los siguientes. Se interpone demanda de amparo contra una municipalidad que le había impuesto al demandante una multa y que exige a éste el pago de diez nuevos soles en concepto de tasa de impugnación y como condición para tomar en consideración la reclamación del demandante contra dicha multa. Tal exigencia se basa en la norma que al efecto tiene establecida dicha municipalidad. En esta sentencia el Tribunal Constitucional entenderá que la exigencia de la municipalidad en el caso es inconstitucional y lo es también la norma que con carácter general impone esa tasa. Se afirmará la incompatibilidad con una serie de derechos fundamentales y principios constitucionales (debido proceso, derecho de defensa, interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, derecho de petición y derecho de acceso a la jurisdicción). Pero no se limitará el Tribunal a sentar la inconstitucionalidad de esa acción de la municipalidad, sino que invocará la técnica del precedente, a tenor de su peculiar interpretación del artículo vii del Código Procesal Constitucional, para dictar una norma con “efectos de ley” y que vincule en el futuro a todos los poderes públicos. En este comentario debatiremos sobre dos cuestiones. Una, la doctrina general que sobre el juicio de constitucionalidad se sostiene en la primera parte de la sentencia. La otra, el empleo de esa técnica del “precedente”, la filosofía constitucional en que se basa, la interpretación del Código Procesal Constitucional en que se apoya y sus consecuencias para el sistema constitucional peruano. I. lo evidente y lo discutible en el control constitucional El control de constitucionalidad puede versar sobre las normas o sobre las concretas decisiones de los poderes públicos o, admitido el efecto horizontal o 

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Drittwirkung de los derechos fundamentales, de ciertas decisiones privadas que afectan a derechos fundamentales de otros. El control de la constitucionalidad de las normas jurídicas puede realizarse mediante control concentrado, a través de un tribunal constitucional, o mediante control difuso, encomendándose entonces a la judicatura ordinaria en su normal desempeño. Son múltiples las combinaciones posibles a estos efectos y muy diferentes los ejemplos que nos ofrece el derecho comparado. No vamos a entrar aquí en esa cuestión. A lo que queremos referirnos en primer lugar es al control de la constitucionalidad de las acciones concretas de los poderes públicos. Tales acciones pueden hallarse en alguna de las siguientes situaciones: a. estar amparadas por una norma general que se estima inconstitucional en sus términos generales; b. no estar amparadas en norma alguna, pues obra el poder de que se trate en el marco de una laguna del sistema jurídico; c. estar amparadas en una norma jurídica que se considera constitucional o de cuya constitucionalidad no se duda. Es este último caso el que ahora nos interesa. De ese supuesto habla la sentencia en sus primeros fundamentos, aun cuando la anulación que hace del acto de la administración obedece también o principalmente a razones de inconstitucionalidad de la norma en que se apoya. Dice lo siguiente la sentencia que analizamos: “En primer lugar, se debe recordar que tanto los jueces ordinarios como los jueces constitucionales tienen la obligación de verificar si los actos de la administración pública que tienen como sustento una ley, son conformes [a] los valores superiores, los principios constitucionales y los derechos fundamentales que la Constitución consagra. Este deber, como es evidente, implica una labor que no sólo se realiza en el marco de un proceso de inconstitucionalidad (previsto en el artículo 200.º, inciso 4, de la Constitución), sino también en todo proceso ordinario y constitucional a través del control difuso (artículo 138.º)” (f. 5). El razonamiento que subyace a un planteamiento así es el ya habitual, al menos en las filas del llamado neoconstitucionalismo, y tiene dos componentes o partes. La parte primera reza así: Puesto que la Constitución es norma suprema del sistema jurídico, no sólo queda sometida a control de compatibilidad con ella toda norma inferior (control que se realizará en la forma y por los órganos que el sistema prevea a tales efectos), sino también todo acto de aplicación de esa normatividad inferior. Este modo de ver queda bien reflejado en sucesivas afirmaciones de la sentencia, como cuando dice que la administración pública, “al igual que los poderes del Estado y los órganos constitucionales, se encuentra sometida, en primer lugar, a la Constitución de manera directa y, en segundo lugar, al principio de legalidad, de conformidad con el artículo 51.º de la Constitución. De modo tal que la legitimidad de los actos administrativos no viene

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determinada por el respeto a la ley –más aún si ésta puede ser inconstitucional– sino, antes bien, por su vinculación a la Constitución” (f. 6). La segunda parte consiste en un entendimiento fuertemente “materializado” de la Constitución. La Constitución tiene su fondo, esencia o sustancia básica en un sistema de valores, es ante todo Constitución material, Constitución axiológica. De ahí que la constitucionalidad de los actos de la administración, según la sentencia, haya de medirse por su compatibilidad con “los valores superiores, los principios constitucionales y los derechos fundamentales que la Constitución consagra”, como hemos visto que se dice. Los propios derechos fundamentales serían expresión de que la Constitución ha incorporado un “orden objetivo de valores”. Habrá que entender, por tanto, que son esos valores los que dan la pauta para dotar de contenido concreto y de interpretación precisa a esos derechos fundamentales, y que es desde esos valores (que, además, están ordenados en un sistema) desde donde cabe realizar en su plenitud el control de la constitucionalidad de las acciones que afecten a derechos fundamentales. Vulnerar un derecho no es actuar de manera contradictoria con lo prescrito en el enunciado o conjunto de enunciados que recoge o recogen ese derecho, sino hacer lo opuesto a lo que exige el valor que ilumina y da su sentido a ese derecho. La contradicción no es semántica o lógica, sino axiológica. Esto tiene aún una secuela más: lo que los enunciados de derechos fundamentales pueden tener de indeterminados no afecta a la capacidad dirimente de las normas de derechos fundamentales y a su aptitud para proporcionar solución objetiva de los casos. Esa indeterminación semántica, sintáctica o pragmática no se traduce en la concesión de los correspondientes márgenes de discrecionalidad al juez, ya que éste, para resolver el caso y decir si el derecho fundamental en cuestión ha sido respetado o no, no tendrá propiamente que interpretar el sentido de los correspondientes enunciados y, en su caso, concretarlo discrecionalmente, eligiendo una de entre las interpretaciones posibles a tenor de la semántica y la sintaxis de nuestro lenguaje; lo que tendrá que hacer es averiguar cuál es el contenido del valor de fondo y qué prescribe ese valor para la solución del caso. Labor de conocimiento más que cometido decisorio, averiguación de verdades

 Dice la sentencia: “En el marco del Estado constitucional, el respeto de los derechos fundamentales constituye un imperativo que el Estado debe garantizar frente a las eventuales afectaciones que pueden provenir, tanto del propio Estado –eficacia vertical– como de los particulares –eficacia horizontal–; más aún cuando, a partir del doble carácter de los derechos fundamentales, su violación comporta la afectación no sólo de un derecho subjetivo individual –dimensión subjetiva–, sino también el orden objetivo de valores que la Constitución incorpora –dimensión objetiva–” (f. 10).

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necesarias y objetivas más que ejercicio de poder dentro de los márgenes de libertad que deje el enunciado constitucional aplicado. Así pues, resulta que, por contravenir la Constitución, un acto administrativo podrá ser anulado incluso en el caso de que dicho acto sea pura aplicación de una norma legal o reglamentaria perfectamente constitucional, dentro de cuyos márgenes habilitadores tal acto indudablemente se mantiene. Tenemos, en consecuencia, que en nombre de la Constitución pueden los jueces excepcionar la aplicación de la norma legal o reglamentaria por la administración. Pero no sólo la aplicación de la norma legal por la administración, que es de lo que en esta sentencia se trata, sino por cualquier poder público decisorio, por los mismos jueces, dado lo general de la doctrina de fondo. Por tanto, no todo acto legal (legal por plenamente respetuoso con una norma legal que es sin duda constitucional o, incluso, ha sido declarada constitucional por el Tribunal Constitucional) es un acto jurídico, pues puede haber actos plenamente legales que, sin embargo, sean antijurídicos y deban, como tales, ser anulados por los jueces. Serían legales y antijurídicos al mismo tiempo esos actos porque, siendo aplicación de una ley plenamente constitucional, producen un resultado opuesto a la Constitución. Aquí hay que hacer una precisión, que, paradójicamente, abona la tesis de fondo que mantenemos. El párrafo segundo del artículo vi del Código Procesal Constitucional dispone lo siguiente: “Los jueces no pueden dejar de aplicar una norma cuya constitucionalidad haya sido confirmada en un proceso de inconstitucionalidad o en un proceso de acción popular”. El propio Tribunal Constitucional ha tenido que recordar que dicho precepto no ha perdido vigencia por causa de la sentencia que examinamos, y así lo dice en la resolución aclaratoria de esta sentencia, de fecha 13 de octubre de 2006 (f. 8). Sobre el particular convienen algunas consideraciones. La primera, que sin duda quiere el Tribunal hacer una especie de no muy correcto razonamiento contrario sensu y dar a entender que esto constituye una excepción a la posibilidad general de inaplicar la norma legal o reglamentaria que no es inconstitucional, pero cuya constitucionalidad tampoco ha sido declarada por el Tribunal. La segunda, que no se entiende por qué las normas no inconstitucionales han de tener tan distintas condiciones de aplicación, con la posibilidad de excepcionar los jueces las que no han sido expresamente declaradas inconstitucionales, pero no las otras. Una norma legal o reglamentaria no es menos constitucional, en

 Téngase en cuenta que no estamos hablando de supuestos de abuso del derecho o de fraude de ley, sino de actos “legales” que no tienen tampoco esa tacha. Además, para establecer esos defectos tampoco es necesario acudir a un juicio de constitucionalidad.

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su caso, por el hecho de que no haya tenido el Tribunal Constitucional ocasión para pronunciarse sobre dicha constitucionalidad. En tercer lugar, semejante distinción es un elemento más de los que contribuyen a situar al Tribunal Constitucional por encima del legislador y más allá de su función de control negativo de constitucionalidad. En efecto, las únicas normas legales que adquirirían plena vigencia y eficacia y que obligarían al juez terminantemente son aquellas que han sido expresamente ratificadas por el Tribunal Constitucional, que han recibido su visto bueno, su placet. Las otras quedan en una posición de menor importancia y jerarquía, abiertas siempre a que cualquier juez las inaplique al caso que bajo ellas encaja, porque no las considera compatibles con los valores constitucionales. Así puestas las cosas, el principio de vinculación del juez a la ley queda herido de muerte: los jueces sólo están vinculados a las leyes (o reglamentos) que hayan recibido la aprobación expresa del Tribunal Constitucional. La vinculación a las demás leyes y reglamentos es sólo en principio, claramente derrotable, mientras que los juicios del Tribunal Constitucional son inderrotables, soberanos. Esta situación que estamos viendo sorprende por lo que de incerteza introduce en el ordenamiento jurídico. Pero más sorprendente nos resulta a algunos el constatar que esa antijuridicidad o inconstitucionalidad del acto legal se establece por referencia a un valor moral, supuestamente constitucionalizado, con contenido lo bastante preciso como para justificar un efecto así. Una consecuencia tal supone el trastrueque radical de los esquemas del Estado de derecho, supone una revolución de tal calibre como para alterar la esencia misma del Estado constitucional y democrático de derecho. Fundamentemos este nuestro juicio radical, pero veamos antes cómo todo lo anterior está presente en la sentencia: “Por ello, nada impide –por el contrario, la Constitución obliga– a los tribunales y órganos colegiados de la administración pública, a través del control difuso, anular un acto administrativo inaplicando una norma legal a un caso concreto, por ser violatoria de los derechos fundamentales del administrado, tal como lo dispone el artículo 10.º de la Ley del Procedimiento Administrativo General, que sanciona con nulidad el acto administrativo que contravenga la Constitución, bien por el fondo, bien por la forma” (f. 14). Y se agrega: “En ese sentido, el principio de legalidad en el Estado constitucional no significa simple y llanamente la ejecución y el cumplimiento de lo que establece una ley, sino también, y principalmente, su compatibilidad con el orden objetivo de principios y valores constitucionales; examen que la administración pública debe realizar aplicando criterios de razonabilidad, racionalidad y proporcionalidad” (f. 15) (énfasis nuestro). Para que no queden dudas, más adelante se afirma también que en el “Estado democrático” opera el control jurisdiccional de la administración y

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“desde luego, el parámetro de control, como ya ha quedado dicho, no es la ley ni el reglamento, sino la Constitución” (f. 20). Lo que no se nos explica es para qué entonces perder el tiempo dictando leyes y reglamentos y para qué gastar dineros en elegir parlamentos y pagarlos, si, al fin y al cabo, los parámetros de control ya están bien presentes y completos para cada caso en la Constitución. Tampoco se explica si ese “Estado democrático” pretende ser además Estado de derecho y si en él debe haber elecciones populares del legislador y qué puede hacer éste si lo que permite que sus decisiones se apliquen es que el resultado en cada caso no contradiga los valores y principios constitucionales. Ningún problema plantea para los esquemas y presupuestos del Estado constitucional de derecho que el juez, en uso de las competencias que el sistema jurídico-constitucional le confiera claramente, declare la antijuridicidad de un acto administrativo que se fundamenta en una ley inconstitucional, siempre y cuando, naturalmente, esa inconstitucionalidad se establezca de un modo no arbitrario. Ese es el caso, además, en la sentencia que se examina. En cambio, esa puerta abierta para que también pueda declararse antijurídico por inconstitucional un acto administrativo que es aplicación de una ley de cuya constitucionalidad no caben dudas, supone esa feroz ruptura del sistema a la que aludimos y de la que ahora queremos hablar; y más si el parámetro de tal inconstitucionalidad lo ofrecen valores y principios. Nuestra tesis puede enunciarse así: En un sistema jurídico en el cual se admita que a. se pueda declarar la inconstitucionalidad de actos de los poderes públicos que sean aplicación de normas legales que son constitucionales y, por tanto, plenamente respetuosos con los límites materiales o formales establecidos en esas leyes, y que b. dicho juicio de inconstitucionalidad se apoye en normas constitucionales de fuerte carga axiológica, sucederá lo siguiente: el juez podrá anular por inconstitucional cualquier acto de un poder público, con la única condición de que declare que ese acto, por sus contenidos o sus efectos, atenta contra los “valores y principios” constitucionales. Cuando, al modo positivista, entendemos que el juez debe estar vinculado a la letra de la ley y de la Constitución en lo que esa letra tenga de clara o de delimitadora de las interpretaciones y aplicaciones posibles, estamos reconociendo al juez amplios márgenes de discrecionalidad, dados los inevitables grados de indeterminación del lenguaje normativo. Ahora bien: cuando se piensa que la vinculación suprema del juez tiene que ser a valores y contenidos axiológicos, estamos convirtiendo dicha discrecionalidad en absoluta y, lo que es peor, permitiendo que se torne en arbitrariedad, pues, valores en mano, es justificable el contenido de cualquier decisión. Salvo, naturalmente, que se comulgue con un determinado absolutismo moral, con un objetivismo y un cognitivismo éticos

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de tal calibre como para entender estas cuatro cosas: a. que hay una única moral verdadera; b. que los contenidos de esa moral son suficientemente precisos para dictar solución para cualquier caso con relevancia moral; c. que el sustrato valorativo de la Constitución necesariamente está constituido por esa moral verdadera única; y d. que, en consecuencia, la verdadera Constitución está en esa moral. Es una magnífica forma de conseguir dar estatuto constitucional a la moral de uno, y más si uno es juez o, sobre todo, magistrado constitucional. Estos planteamientos que venimos criticando son los propios de la doctrina llamada neoconstitucionalismo. Afortunadamente, los jueces constitucionales no vienen haciendo uso de todo el poder, del poder absoluto, que el neoconstitucionalismo les regala con base en su fobia al legislador democrático y su concepción mesiánica del derecho y de su práctica. El ideal judicial del neoconstitucionalismo es el de un juez Salomón iluminado por el Espríritu Santo. A los magistrados constitucionales suele gustarles esa imagen sacerdotal u oracular con la que se les adorna desde la teoría, pero todavía tienen en muchos países algún reparo a la hora de asumir hasta sus últimas consecuencias la tesis de fondo: que el único soberano en el Estado es el juez y que lo es porque la suya es la boca que pronuncia las palabras de la suprema verdad, que es verdad moral y jurídica al tiempo y que está contenida en una Constitución que no es mera letra sino, ante todo, el conjunto de contenidos dictados por una única moral verdadera o digna de ser tomada en consideración. Pensemos en la anterior afirmación de la sentencia sobre que se debe declarar la inconstitucionalidad de los actos que choquen con los “valores y principios” constitucionales, con el “orden objetivo de valores que la Constitución incorpora”. Entre esos valores siempre va a estar, cómo no, la justicia, sea porque la propia Constitución la nombre “valor superior”, sea porque se entienda que cómo va a haber una Constitución que merezca su nombre si no presupone la justicia como primer valor que la inspira y le da sentido. Concretemos con el ejemplo español, pues la Constitución española en su artículo 1.º recoge expresamente la justicia entre los que denomina “valores superiores” del ordenamiento jurídico español. El razonamiento “neoconstitucionalista” se hace bien simple a partir de ahí, y tendría los siguientes pasos: a. la Constitución es norma suprema del ordenamiento; b. todas las normas jurídicas y todos los actos de los poderes públicos deben estar, en última instancia, sujetos a la Constitución, norma suprema; c. la Constitución expresamente recoge, positiva, valores, como éste de la justicia; d. la Constitución no sólo los recoge expresamente, sino que los nombra “valores superiores” y, por tanto, hace de ellos la parte más importante de esa norma más importante que es la propia Constitución; e. por consiguiente, todo juicio de constitucionalidad, ya sea de

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una norma o de un acto de los poderes públicos, puede y debe ser un juicio de compatibilidad con esos valores y, en el supuesto que comentamos, con el valor constitucional superior justicia; f. todo lo cual permite la siguiente conclusión: toda norma injusta y todo acto injusto –incluso aquel que es aplicación de una norma que en sí no es inconstitucional ni por injusta ni por ninguna otra razón– son inconstitucionales por razón de esa su injusticia. Añádanse al valor constitucional justicia los demás valores que, como tales valores, la Constitución proclama (dignidad, libertad, solidaridad, etc.) y súmese la visión de muchas normas constitucionales como principios cuya sustancia es moral y cuya relevancia para cada caso puede “pesarse” mediante ese método llamado ponderación, y ya tenemos la situación perfecta para que los jueces puedan, en nombre de la Constitución a la que fervientemente aman, hacer lo que les dé la gana. Siempre van a encontrar alguno de esos valores que les eche una mano para presentar su personal juicio de inconstitucionalidad como aplicación objetiva e imparcial de esos valores constitucionales tan importantes y precisos. Hay una manera de salvar mi objeción anterior, sólo una: afirmar que esos valores constitucionales forman parte de una única moral objetivamente verdadera y que al juez se le muestra, y, además, que esa moral y esos valores tienen capacidad resolutiva suficiente para brindar por sí mismos la solución de los casos, sin dejar sitio para la discrecionalidad judicial o haciendo que ésta sólo esté presente en ocasiones puntuales y casos marginales. Esto es lo que suelen pensar los constitucionalistas que profesan muy marcadamente algún credo religioso y que, en consecuencia, hacen, por ejemplo, una interpretación fundamentalista de los derechos fundamentales. Para ellos, por ejemplo, cuando la Constitución consagra el derecho a la vida no hay más que una interpretación posible de los alcances de ese derecho, alcances excluyentes de toda posibilidad constitucional de legalización del aborto. Lo que a mí, modestamente, se me hace más raro, es entender que planteamientos así, de éstos que llamamos neoconstitucionalistas, sean de tanto agrado para juristas y constitucionalistas que se dicen enemigos de toda forma de absolutismo moral, defensores del pluralismo y partidarios de la democracia y el Estado democrático de derecho. Será, tal vez, nostalgia de la fe pérdida, búsqueda de sucedáneos, miedo a lo que puedan legislar libremente los ciudadanos por intermedio de sus representantes, en uso de los derechos políticos que la Constitución les garantiza y dentro de los márgenes de libertad que las indeterminaciones y autorizaciones constitucionales les permiten. Ese absolutismo moral es admisible como una de las ideologías que la Constitución permite que convivan en el seno de la comunidad, pero es imposible como doctrina constitucional explicativa de una Constitución pluralista y que asegure derechos políticos de los ciudadanos. Detengámonos en esto.

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Pongamos el valor constitucional V. Puede el lector sustituir la variable V por el valor constitucional justicia, o dignidad, o solidaridad, o libertad, o igualdad, etc.; o por “principios” tales como el de libre desarrollo de la personalidad, por mencionar sólo un ejemplo. Sabemos que V, según la doctrina que analizamos, es parámetro de constitucionalidad de los actos administrativos, parámetro muy destacado, además. Que sea parámetro de constitucionalidad quiere decir que posee un contenido con el que ha de medirse o compararse el contenido del acto de la administración del que se juzgue. Llamemos α a dicho acto de la administración. El contenido de α, por tanto, no puede ser contrario a lo prescrito por V; si lo es, α será inconstitucional. Por consiguiente, para que V pueda funcionar como parámetro de constitucionalidad, V ha de tener algún contenido. Ese contenido puede estar presente en V antes de que el juez use V, de modo que dicho contenido antecede al juicio del juez que dirime sobre la constitucionalidad de α, o puede ser puesto en V por el propio juez. Como tercera posibilidad, podría también sostenerse que el contenido de V en parte antecede al juez y en parte es completado por éste. a. Si es el juez el que le pone el contenido a V, el que rellena V de unos contenidos u otros, tendríamos que ese juez crea materialmente ese parámetro de constitucionalidad que luego va aplicar en su juicio de constitucionalidad. En consecuencia, ese juicio de constitucionalidad de α sería plenamente subjetivo y control de constitucionalidad en aplicación de V querría decir esto: el juez puede declarar la inconstitucionalidad de α siempre que quiera y con sólo asignar a V un contenido incompatible con α. Si a la gran diversidad de contenidos con que se puede rellenar V se añade la presencia de una pluralidad de valores constitucionales V’, V” … Vn, también con gran apertura y potencialmente contradictorios, tendríamos que la suma de la indefinición del contenido de cada valor más la presencia de múltiples valores que obran como parámetros constitucionales permite, al menos en hipótesis, que el juez declare inconstitucional exactamente cuanto quiera. Su personal ideología, sus preferencias subjetivas, serían el supremo y único, o casi, parámetro de constitucionalidad. El neoconstitucionalismo o sentencias como la que estamos viendo no pueden suponer que valga lo anterior, no pueden partir de que V no tiene contenido preestablecido y que es el juez el que se lo introduce; salvo que neoconstitucionalistas y jueces como éstos sean unos absolutos cínicos que no quieran más que aumentar el poder judicial a costa de la democracia y del principio constitucional de soberanía popular. Y no creemos que ese sea el caso.

 O del juicio de constitucionalidad de la norma, cuando de eso se trata.

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Así que habremos de pensar que su razón ha de estar en la segunda posibilidad, que pasamos a ver. b. Pongamos ahora que V tiene un contenido que antecede a cualquier opinión del juez que aplica V como pauta de la constitucionalidad de α. Ese juicio aplicativo del juez será un juicio objetivo, no subjetivo o puramente personal y dependiente de su particular ideología, por ser objetivo el metro que aplica. Cuando yo mido en metros y centímetros una cosa, estoy aplicando un “metro” cuya extensión no creo yo según mis gustos, sino que está ahí fuera y existe independientemente de mí. Cuando respondo a la pregunta de si el pescado a la plancha me gusta o no me gusta, mi juicio es subjetivo, pues el “metro” en este caso está en mis propias preferencias y no otra cosa que tales preferencias manifiesto con mi respuesta. Lo que estamos debatiendo es a cuál de esas dos situaciones se asemeja el juicio del juez que aplica V a α. ¿De qué tipo puede ser ese contenido objetivo y previo de V? Puesto que se trata de un valor, su contenido ha de ser un contenido moral y ha de permitir al que juzga aplicar la correspondiente calificación moral positiva y negativa, moral e inmoral. Si V es el valor constitucional justicia, su contenido ha de servirnos para diferenciar entre actos o estados de cosas justos e injustos. Puesto que la justicia es parámetro constitucional, los actos o estados de cosas justos serán constitucionales y los injustos serán inconstitucionales. Y así podríamos seguir ejemplificando los contenidos posibles de V. Si V representa el valor dignidad, tiene que contener los patrones que permitan diferenciar objetivamente entre digno e indigno. Es decir, puesto que V tiene contenido objetivo, el otorgamiento de la calificación de justo o injusto (o de compatible o incompatible con la dignidad, con el libre desarrollo de la personalidad, etc., y, correlativamente, de constitucional o inconstitucional) no puede estar al albur del juez, sino que tiene que ser aplicación de un metro preestablecido. La preexistencia del metro es primera condición. La segunda, que ese metro sea suficientemente exacto como para poder resolver los casos no evidentes, los que en la doctrina jurídica suelen llamarse casos difíciles. Si a mí me piden que compare un hipopótamo adulto y un ratoncito de laboratorio y que diga

 Concretamente, el metro, como unidad de medida, es la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre, cuyo patrón está reproducido en una barra de platino iridiado y se encuentra depositado en París.  Naturalmente, cabe también hablar de otro tipo de valores (económicos, físicos, etc.). Pero todos los que dan enorme importancia en este tipo de teorías a los valores “constitucionales” están siempre pensando en valores morales y, además, en la presencia de éstos apoyan su insistencia en la inescindible unión entre derecho y moral y su correspondiente objeción a la tesis positivista de la separación conceptual entre derecho y moral.

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cuál es más grande, no necesitaré ni ir a buscar la cinta métrica ni pedir ningún aparato de precisión para la medida; miro o “pondero” a ojo, sin error posible. Lo evidente es evidente. Pero si entre dos manzanas muy similares me piden que diga cuál tiene mayor perímetro, puede que necesite medir con un metro o una escala bien precisos. Tenemos, pues, que el hacer de V un parámetro objetivo del juicio de constitucionalidad de α presupone una pauta cuyo contenido es axiológico (pues V es un “valor” constitucional moral) y cuya precisión debe ser suficiente para resolver casos difíciles, casos en los que hay que hacer un juicio constitucional “de precisión”. De este doble presupuesto se deriva una consecuencia de la que hay muy difícil escapatoria: ha de ser una moral determinada, un sistema moral determinado, el que proporcione esos contenidos suficientemente concretos como para tener la requerida capacidad resolutoria. Si se entremezclan morales distintas a la hora de dar contenido a V, los contenidos de V serán internamente contradictorios, con lo que el mismo valor, V, podría justificar respuestas contrapuestas sobre la constitucionalidad de α, entre las que el juez tendría que elegir, de modo que volveríamos al carácter puramente subjetivo del juicio de constitucionalidad de α. A lo que se suma el hecho de que si los distintos valores constitucionales V, V´…Vn son cargados de contenido dirimente desde diferentes sistemas morales, se crean entre ellos antinomias de tal calibre como para que sea “constitucionalmente” posible cualquier respuesta a la pregunta por la constitucionalidad de α. También por esta vía retornaría el subjetivismo que se quiere evitar si no hemos de ver al neoconstitucionalismo convertido en un derroche de cinismo o inconsciencia. Si ha de ser un determinado sistema moral el que aporte esos contenidos de V y de los demás valores constitucionales, la pregunta es cuál. No puede ser el sistema moral con el que comulgue el juez, por la obvia razón de que por ahí asomaría de nuevo, y de lleno, el subjetivismo del juicio constitucional que aplica V. ¿Cuál puede ser entonces? Aquí llegamos a la suprema aporía de estas doctrinas neoconstitucionalistas y moralizantes de la Constitución. Pues ese sistema moral objetivo que rellene de contenido los valores constitucionales no puede ser ninguno, absolutamente ninguno. ¿Por qué? Porque es radicalmente inconstitucional afirmar que este o aquel sistema moral concreto es el que impregna de contenido los valores constitucionales y sirve de patrón para la aplicación de las normas de la Constitución. Pretender tal cosa equivale a

 No hace falta ni decir cuán distintos son los contenidos de lo justo según que manejemos un sistema moral religioso o laico, individualista o colectivista, liberal o socializante, etc. Y lo mismo que decimos de la justicia podemos decirlo de cualquiera de los otros valores o principios de base axiológica.

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III. Ejercicios de crítica jurisprudencial

meterle a la Constitución la más mortífera carga de profundidad y hacer que vuele por los aires su sentido de ser la norma básica de un Estado de derecho que, precisamente, reconoce derechos fundamentales a los ciudadanos. Expliquemos esto con algún detenimiento. En primer lugar, nuestras constituciones son constituciones pluralistas, hechas para una sociedad pluralista y para que ese pluralismo quede garantizado. La Constitución española también cita el pluralismo entre esos “valores superiores” del artículo 1.º, cosa que no menciona prácticamente ninguno de los neoconstitucionalistas que se recrean en los –otros– valores de ese artículo. Si el pluralismo es guía y razón de ser de la Constitución misma, tiene que quedar por definición excluido que la propia Constitución tome partido por un determinado sistema de valores morales y con la pretensión de que en ellos se encierra la verdad moral objetiva. Esa Constitución estaría diciendo al tiempo dos cosas difícilmente conciliables: una, que todos tienen derecho a elegir su moral y a vivir en consonancia con ella; otra, que moral verdadera sólo hay una, por lo que los cultivadores de las otras ven reconocido, todo lo más, su derecho a equivocarse. Pero ni siquiera ese derecho al yerro moral se estaría protegiendo. Nuestras constituciones presentan y garantizan derechos políticos, al servicio de la idea de que el gobierno de los asuntos públicos debe hacerse participativamente y en común. Es más: algunos derechos de libertad, como las libertades de expresión e información, se maximizan en su alcance y protección por la importancia que tienen para que pueda formarse una opinión pública libre y desde ella se controlen y gobiernen los asuntos colectivos y se establezcan las normas de la vida en común. Que la Constitución proteja así la práctica de la política de autogobierno de los ciudadanos y, por ello, sus derechos políticos, implica que los ciudadanos han de poder hacer valer las normas que establezcan como normas legales por intermedio de sus representantes y conforme al régimen democrático de mayorías. La Constitución pone unos límites a los resultados posibles de ese libre juego de la política, a los contenidos posibles de las normas legales que se puede así crear. Y establece mecanismos para que se declare la inconstitucionalidad de la norma que sobrepase tales límites. La Constitución, pues, acota el campo de las decisiones posibles, pero sin eliminar la pluralidad de decisiones posibles en nombre de ningún maximalismo o punto óptimo de realización de valores y principios.

 Valores y principios respecto de los que se cumple otra “ley”: cada valor o principio constitucional tiene, como mínimo, otro valor o principio constitucional que se le opone, y el punto de óptima realización compatible de los opuestos es una mera hipótesis de escuela, una utopía que solamente puede

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En este momento hay que tener muy presentes dos cosas. La primera, que si ese juicio de constitucionalidad de las leyes se hace usando valores constitucionales como parámetros y si es el propio juez el que decide cuál es el contenido de esos valores, la soberanía popular queda irremisiblemente desplazada por la soberanía judicial, pues puede el juez por ese camino declarar inconstitucional cualquier norma que personalmente no le guste y que a él moralmente le repugne. ¿Y si lo que el juez aplica al emplear esos parámetros de constitucionalidad es una moral determinada, un determinado sistema moral o sistema objetivo de valores? Pues tendríamos que los resultados normativos de la convivencia plural en sociedad, de la interacción entre morales plurales y que deben ser igualmente respetadas por la Constitución, son desplazados por una moral única, que actuaría como censora y que sólo permitiría que las mayorías gobiernen y legislen cuando los resultados no sean incompatibles con los postulados de esa moral verdadera única. La soberanía, en suma, habría pasado a estar en las normas de esa moral o, en términos personales, en los que profesen esa moral o sean sus “sacerdotes”. A los límites que a los contenidos posibles de la ley democrática y participativamente creada ponen las palabras de la Constitución de todos, se sumarían los límites que a esos contenidos posibles pone una determinada moral, que es la moral de solamente algunos. Y los contenidos normativos de la Constitución de todos, de la Constitución de una sociedad plural y pluralista, no pueden estar determinados por la moral de ningún grupo particular. Ningún grupo particular tiene legitimidad constitucional para entender que está constitucionalmente reconocido su derecho a hacer de su moral la Constitución o a hacer la Constitución a la medida de su moral. Si a la posibilidad de que de esa manera se haga el control moral-constitucional de la constitucionalidad de las leyes se agrega la posibilidad de que los jueces excepcionen toda aplicación de las normas constitucionales que les parezca inconstitucional por sus efectos, medidos éstos desde los valores de una determinada moral verdadera, el abuso se consuma y definitivamente habrá cambiado la regla de reconocimiento que preside el sistema. Podremos

estimarse realizable desde un armonicismo axiológico de fondo. Ese armonicismo no sólo presupone que existen en alguna región ontológica o reino del ser esos valores morales con contenido objetivo y suficientemente preciso, sino que coexisten en armonía y delimitando por sí sus respectivas esferas, resolviendo sus conflictos, reemplazando la tensión dialéctica entre ellos por una amorosa convivencia y un amistoso reparto de los respectivos alcances regulativos. Es la arcadia axiológico-constitucional de buena parte de ese neoconstitucionalismo actual que tiene sus ancestros principales en los muy conservadores maestros alemanes de los años cincuenta y sesenta, reconvertidos al derecho natural y al humanismo cristiano después de perder la guerra. Y vaya usted a saber si se habrían convertido y reconvertido así en caso de que la hubieran ganado.

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entonces decir que derecho es aquello que para cada caso deciden los portavoces de la moral verdadera. En ese momento, habremos retornado al más primitivo de los derechos. Ese momento, desgraciadamente, parece muy cercano; o tal vez ha llegado ya. c. Nos queda por analizar una tercera posibilidad: que los contenidos de V vengan en parte dados de antemano, sean contenidos objetivos en sí subsistentes, y que en parte sean contenidos añadidos y completados por el juez. Esta vía parece atractiva, pues da satisfacción a la siguiente idea: valores como la justicia no tienen contenido suficientemente preciso como para que podamos saber en cada caso qué es exactamente lo justo, porque concurren diversas teorías o sistemas morales, cada uno con su visión de esos contenidos; pero sí que es posible detectar ciertos contenidos que todo ser humano razonable considerará justos o considerará injustos a día de hoy, y ello sea cual sea el sistema moral concreto a que cada uno se adscriba. En tal sentido, podemos leer nuestras constituciones como depositarias de esos mínimos morales comunes a nuestras sociedades en estos momentos históricos. Qué duda cabe de que ninguna norma jurídica positiva cae del cielo, incontaminada de moral positiva, y menos las constituciones. Es sencillo presentar los contenidos esenciales de nuestras actuales constituciones como plasmación de los ideales éticos de la modernidad, actualizados por las luchas de determinados grupos sociales (mujeres, obreros, minorías raciales, minorías religiosas, etc.) y reflejo también de las experiencias más traumáticas de los últimos siglos, y muy en particular del siglo xx. En efecto, por debajo de nuestras constituciones late una moral positiva muy determinada. Pero, ¿de qué tipo? De tipo muy general. Esa moral acoge elementos comunes de ideologías morales y políticas diferentes y expresa bajo forma de suprema normatividad jurídica una convicción común y básica: todos esos diferentes credos y modos de ser y de vivir han de poder convivir respetándose y bajo unas reglas de juego compartidas. La moral que está por debajo de la Constitución es una especie de supramoral o de metamoral que no da la razón a este o a aquel sistema moral concreto, sino que aprehende elementos comunes a todos y, sobre todo, da forma a la idea de que el primer requisito de una moral moderna es el de no ser absoluta, el de permitir que en libertad y sin miedo convivan (los fieles de) sistemas morales distintos. Sería, por consiguiente, esa moral constitucional una moral de mínimos. Ahora bien: de una moral constitucional así debemos decir dos cosas. La primera, que sus contenidos carecen de capacidad resolutoria de esos casos llamados difíciles. Hay casos evidentes, por ejemplo de evidente atentado a la injusticia o a la dignidad en tanto que valores constitucionales. Así, el encierro y tortura

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de un grupo de personas en un campo de concentración. La evidencia proviene de que se coincidiría en el juicio desde todos o la inmensa mayoría de los sistemas morales que bajo la Constitución conviven y en ella hallan protección. Pero de estos casos evidentes son pocos los que llegan a los tribunales, pues por lo obvio no se suele pleitear. La mayoría de los casos que los tribunales tienen que decidir son casos que admiten diferentes y contradictorias soluciones razonables a tenor de la Constitución, con la Constitución en la mano y hasta con los valores constitucionales en la mano, entendidos éstos como expresión del mínimo moral compartido. Así que cuando un tribunal resuelve tales casos ejerce discrecionalidad y así debe ser reconocido, con la consecuencia adicional de que puede haber muy buenas razones, razones constitucionales, para que el juez se “autocontrole” y procure no alterar por completo el esquema constitucional de poderes y legitimidades. Lo que no resulta ni admisible ni creíble es que el juez constitucional pretenda que en esos casos su juicio, dentro de esos márgenes, no es opción personal, todo lo bienintencionada que se quiera, sino resultado de un cotejo del caso con el parámetro de un valor constitucional o del valor que da sentido a cualquier precepto constitucional. En segundo lugar, no se debe olvidar que el legislador constitucional ya tuvo buen cuidado de no limitarse a enumerar valores y principios, sino que lo que más le importaba lo protegió expresamente bajo forma de derechos y de las consiguientes obligaciones. Los límites marcados por esa moral mínima común se expresan en el tenor de las normas constitucionales positivas, especialmente las de derechos fundamentales; en la parte clara o indiscutible de ese tenor. Aquella vieja idea, que expresara entre los primeros Dürig al comentar en 1958 el artículo 1.º de la Ley Fundamental de Bonn, y según la cual en dicho artículo, en el que de dice que “La dignidad humana es inviolable”, ya están in nuce contenidos todos los derechos fundamentales y hasta la Constitución toda, no puede ser aceptada, si no es a un precio muy caro. Dürig razonaba dando por supuesto que la moral verdadera es la moral católica y que esa moral es sistemática y completa. Con las cláusulas de valor contenidas en la Ley Fundamental de Bonn se estaría, según Dürig, constitucionalizando esa concreta moral. Por eso podrá Dürig insistir, también de los primeros, en que los derechos fundamentales expresan y se basan en “un orden objetivo de valores”. Idea ésta que encantó al Tribunal Constitucional Federal Alemán desde el caso Lüth, también de 1958, y que le permitió pasarse casi dos décadas decidiendo

 Con una consecuencia más. Normalmente, cuando el juez pretende que no ha hecho más que cotejar el caso con el parámetro constitucional axiológico acaba fallando dogmáticamente, con escasísima argumentación, sin fundamentar su decisión en nada que no sea ese “créanme, yo lo he visto”.

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de modo absolutamente parcial, cuasiconfesional, conservador y muy del gusto de los ex militantes del partido nazi que copaban los poderes públicos, incluido el poder judicial y muchos de los sillones del propio Tribunal Constitucional. Si muchas constituciones pudieran, seguro que se harían el harakiri al ver qué (sistema de) valores les imputan aquellos a los que ellas nombran para que sean sus guardianes; o quiénes son y de dónde han salido esos guardianes. La historia del constitucionalismo moderno suele recordar a Drácula cuidando celosamente el banco de sangre; de nuestra sangre. II. ¿p r e c e d e n t e s o l e g i s lac i  n p o r l a p u e r ta d e at r  s ? La sentencia que analizamos tiene su mayor novedad y relevancia en la doctrina que sienta sobre el precedente constitucional. Acabará por justificar la labor puramente legislativa del Tribunal Constitucional, si bien encajando esa legislación bajo el muy equívoco nombre de “precedente constitucional”. Sigamos paso a paso la argumentación del Tribunal sobre este extremo. En el sistema jurídico peruano se habría introducido el concepto de “precedente constitucional vinculante”, a raíz del Código Procesal Constitucional. Dice la sentencia que “[E]llo comporta, de manera preliminar, que el Tribunal Constitucional tiene dos funciones básicas; por un lado, resuelve conflictos, es decir, es un Tribunal de casos concretos; y, por otro, es un Tribunal de precedentes, es decir, establece, a través de su jurisprudencia, la política jurisdiccional para la aplicación del derecho por parte de los jueces del Poder Judicial y del propio Tribunal Constitucional en casos futuros” (f. 36). Esto suena extraño, pues estamos acostumbrados a entender que los tribunales que tienen capacidad para sentar precedentes vinculantes lo hacen precisamente mediante la resolución de casos, siendo la ratio decidendi de esas resoluciones la que obra como precedente. Aquí, obviamente, se está introduciendo una noción de precedente completamente distinta, como veremos. ¿Qué dice el Código Procesal Constitucional sobre el asunto? Su artículo vii establece lo que sigue: “Las sentencias del Tribunal Constitucional que adquieren la autoridad de cosa juzgada constituyen precedente vinculante cuando así lo exprese la sentencia, precisando el extremo de su efecto normativo. Cuando el Tribunal Constitucional resuelva apartándose del precedente, debe expresar los fundamentos de hecho y de derecho que sustentan la sentencia y las razones por las cuales se aparta del precedente”. ¿Qué interpretación cabe dar a este precepto? Al menos su lectura aislada hace pensar que el Tribunal puede modular el alcance de su decisión como precedente vinculante. Se entiende que ese precedente,

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así modulado por el propio Tribunal en los contenidos que son vinculantes, desplegará esa vinculatoriedad para los órganos inferiores que resuelvan litigios en sede jurídica, paradigmáticamente los jueces y tribunales ordinarios. Parece obvio que para el propio Tribunal Constitucional el precedente no es vinculante, pues puede apartarse de él, aunque sea con la exigencia formal de explicitar las razones del cambio de rumbo decisorio. ¿Hay algo en este artículo vii que obligue a pensar que está dando al Tribunal Constitucional facultades para, en sus sentencias, dictar normas de características y efectos idénticos a las normas legales? Parece claro que no. Además, aun cuando cupiera esa interpretación, que nos parece tremendamente forzada, seguramente debería ser descartada por incompatible con la Constitución misma, con su reparto de poderes y controles y con su asignación de legitimidad a los distintos poderes del Estado. Un tribunal constitucional con facultades no meramente anulatorias de normas por inconstitucionales, sino puramente legislativas, contradice los fundamentos y estructuras más elementales de un Estado que se dice constitucional y democrático de derecho. Conviene examinar ese artículo conjuntamente con el anterior, el vi, por si de esa observación conjunta sale con necesidad o razonabilidad esa sorprendente legitimación legislativa del Tribunal Constitucional . En su párrafo tercero dice así el artículo vi: “Los jueces interpretan y aplican las leyes o toda norma con rango de ley y los reglamentos según los preceptos y principios constitucionales, conforme a la interpretación de los mismos que resulte de las resoluciones dictadas por el Tribunal Constitucional”. ¿Debemos entender que aquí se alude al valor de las decisiones del Tribunal como precedente judicial, mientras que el artículo vii constituye un tipo de precedente distinto, consistente en la promulgación de una norma nueva por el Tribunal? Me parece que es muy sencillo salvar la compatibilidad entre esos dos preceptos sin necesidad de abocarlos a esa interpretación inconstitucional que tanto agrada al guardián de la Constitución. El artículo vi se refiere al efecto vinculante que tiene la interpretación que, en sus sentencias,

 En mi opinión, si ese fuera el contenido de alguno de estos artículos, los convertiría en inconstitucionales; y mejor haría el Tribunal en evitar esa interpretación inconstitucional de los mismos que vamos a ver, en lugar de forzarla para aumentar sus propias competencias en detrimento del reparto constitucional de competencias.  El derecho y la jurisprudencia comparados nos muestran la siguiente constante, que podríamos llamar la tercera ley del activismo judicial neoconstitucionalista: Cuanto más un tribunal constitucional invoca la necesidad de salvaguardar las esencias y contenidos valorativos de la Constitución como base de la extensión de sus propias competencias, tanto menos se hace la siguiente pregunta: ¿quién protege la Constitución si el propio Tribunal Constitucional se extralimita y, so pretexto de defenderla, la altera por completo y la hace decir lo que el Tribunal quiera o a sus magistrados –o a quien los nombra– más les convenga?

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haga el Tribunal Constitucional de los preceptos y principios constitucionales. Esto significa que el Tribunal Constitucional fija con sus interpretaciones el sentido de las normas constitucionales, concretando o determinando así ese sentido, de modo tal que al aplicar esas normas constitucionales los jueces no pueden contrariar esa interpretación, han de atenerse a ella y no pueden guiarse por interpretaciones alternativas de las normas constitucionales. Por su parte, el artículo vii podemos entender sin mucho esfuerzo que se refiere a otra cosa: a la vinculatoriedad, como precedente, de las decisiones en sí del Tribunal y en lo que éste quiera que de esa manera vinculen. Aquí no se trata de la vinculatoriedad de sus interpretaciones de las normas de la Constitución, sino de sus valoraciones e interpretaciones de otras normas o de actos, situaciones o estados de cosas. Un ejemplo lo podemos ver en el mismo asunto que se trata en esta sentencia. Con base en la Constitución, como no podría ser de otra manera, entiende el Tribunal que la norma que obliga al que reclama contra una multa a pagar una cantidad de dinero en concepto de tasa de impugnación es inconstitucional, y lo es por atentar contra varias normas de la Constitución. Lo que a tenor del artículo vii, interpretado de modo deferente con la propia Constitución, el Tribunal puede hacer es declarar que esa decisión tiene valor de precedente y, en su caso, decir con qué alcance o para qué supuestos. Con ello se estaría sentando el valor obligatorio para el futuro, para todo juez, de la regla contenida en la ratio decidendi y que vendría a decir que no puede considerarse constitucional ni, por tanto, aplicarse una norma que exija algún tipo de pago como condición para la reclamación frente a una multa administrativa. Insistimos en el diferente objeto del artículo vi y del vii. El primero hace vinculantes siempre las interpretaciones de las normas constitucionales que realice el Tribunal Constitucional. El segundo hace vinculantes, en tanto que precedentes, las pautas decisorias de los casos en lo que el Tribunal quiera, y siempre teniendo en cuenta que entre las que llamamos pautas decisorias no figura la interpretación de las normas constitucionales, que en virtud del artículo vi obliga siempre. Ahora veamos lo que sobre la base de esos artículos urde el Tribunal Constitucional en esta sentencia y cómo lo justifica. Por de pronto, la diferencia entre jurisprudencia vinculante, a la que alude el artículo vi, y “precedente”, de que habla el artículo vii, la despacha de la siguiente forma. En primer lugar, la expresión “de los mismos”, del párrafo tercero del artículo vi, la entiende referida no sólo a “los preceptos y principios constitucionales”, sino también a “las leyes o toda norma con rango de ley y los

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reglamentos”. Sintácticamente esa interpretación cabe, al igual que cabe la que nosotros hace un momento hemos propuesto, pero tiene un grave inconveniente, del que, sin embargo, el Tribunal saca beneficio: fuerza a entender que el artículo siguiente, el vii, o es redundante o debe ser interpretado como conferidor de poderes de legislador positivo al Tribunal Constitucional. Pero, ¿cómo vamos a preferir esa interpretación tan claramente inconstitucional? ¿Sólo porque le dé más competencias al Tribunal Constitucional so pretexto de que tenga más poder para proteger los derechos fundamentales? Realiza el Tribunal una primera distinción sumamente artificiosa, presente en el párrafo que antes citábamos. A tenor de él, serían distintas las “dos funciones básicas” que tiene el Tribunal Constitucional. Una consiste en resolver conflictos y la otra en poner precedentes. Esto resulta revolucionario para toda teoría del precedente judicial, pues posiblemente es la primera vez que la función de sentar precedentes se independiza de la de resolver casos. Hasta hoy, se entendía que no toda resolución de casos tiene valor de precedente (eso dependerá de lo que en concreto dispongan sobre el particular las normas del sistema jurídico de turno), pero que todo precedente se establece en la resolución de un caso, pues lo que como precedente vale se contiene en la ratio decidendi de ese caso. Quizá el no querer forzar demasiado esta novedosa separación es lo que hace que el Tribunal acabe esmerándose, más adelante, por afirmar que alguna vinculación tiene que existir entre el caso que se resuelve y esa norma “legal” que el Tribunal dicta en aplicación de su interpretación del artículo vii y del consiguiente estiramiento de sus propias competencias. Cita la sentencia los supuestos en los que en el derecho estadounidense se admite que puede el Tribunal Supremo “dictar un precedente con efectos vinculantes sobre toda la judicatura”: existencia de interpretaciones divergentes en la judicatura inferior, existencia de una laguna que conviene llenar y cambio

 Véase el fundamento 42. Se concluye ahí: “La jurisprudencia constituye, por tanto, la doctrina que desarrolla el Tribunal en los distintos ámbitos del derecho, a consecuencia de su labor frente a cada caso que va resolviendo” (énfasis nuestro).  En cualquier caso, el Tribunal no se molesta en justificar su opción interpretativa correlativa de los artículos vi y vii. La presenta como si no cupiera otra. No hay más que leer el fundamento 43 para ver que sobre el asunto esencial y más determinante en esta sentencia se pasa de puntillas y como mirando para otro lado.  Es el momento de mencionar la que podemos llamar cuarta ley del activismo judicial neoconstitucionalista: Cuando se propugna que los tribunales tengan más poder para que cumplan mejor su función de proteger los derechos fundamentales, se excluye por definición todo riesgo de que ese plus de poder lo usen en contra de los derechos fundamentales, aprovechando su condición de controlador último o incontrolado. También la podríamos llamar ley del optimismo judicial contrafáctico o ley de los ojos cerrados frente a lo que en el pasado ha sucedido en muchas partes.

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del propio precedente, anulando el anterior y estableciendo uno nuevo (f. 37). Pero como ahí no se encuentra base que justifique la actividad propiamente legislativa que el Tribunal quiere adoptar, dice que hacen falta parámetros distintos que encajen mejor con “nuestro contexto y nuestra tradición jurídica”. Este extranjero que tiene la osadía de escribir este comentario confiesa que desconocía por completo que en Perú existiera una tradición no sólo de creación jurisprudencial de derecho, sino, más aún: de actividad legisladora de las altas cortes judiciales. Y seguidamente va a entrar el Tribunal en la enumeración de las causas que, en su opinión, hacen necesaria su concepción del precedente e inevitable la consiguiente legitimación del Tribunal como legislador. La primera es que en el sistema constitucional peruano no se prevé algo similar a lo que en España se conoce como “autocuestión de constitucionalidad”, es decir, un procedimiento que en los procesos que no son de control abstracto de constitucionalidad, sino resolutorios de recursos que invocan la vulneración de derechos fundamentales, el propio Tribunal Constitucional pueda utilizar para declarar con efectos erga omnes la inconstitucionalidad de una norma que, a tenor del derecho peruano, sólo puede declarar inconstitucionalidad para el caso que se resuelve. Así que, puesto que no está previsto tal mecanismo ni en la Constitución del Perú ni en norma ninguna del bloque de constitucionalidad, pone el Tribunal Constitucional manos a la obra para crearlo, pues estima que debería existir. Con ello, en mi opinión, está haciendo algo aún más serio que suplantar al legislador ordinario: está ocupando el lugar del mismísimo legislador constituyente, pues por su cuenta y riesgo añade un mecanismo constitucional nuevo. Si dicho mecanismo no existía en el sistema peruano, habrá que pensar, necesariamente, que es porque quien pudo crearlo y tenía legitimidad y competencia para introducirlo

 Dice la sentencia: “Así, por ejemplo, ocurre que en los procesos constitucionales de la libertad (Hábeas Corpus, Hábeas Data, Amparo), con frecuencia se impugnan ante este Tribunal normas o actos de la administración o de los poderes públicos que no solo afectan a quienes plantean el proceso respectivo, sino que resultan contrarios a la Constitución y, por tanto, tienen efectos generales. Sin embargo, como es sabido, el Tribunal concluye, en un proceso constitucional de esta naturaleza, inaplicando dicha norma o censurando el acto violatorio derivado de ella, pero solamente respecto del recurrente, por lo que sus efectos violatorios continúan respecto de otros ciudadanos” (f. 38). Y continúa: “Se configura, entonces, una situación paradójica: el Tribunal Constitucional, cuya labor fundamental consiste en eliminar del ordenamiento jurídico determinadas normas contrarias a la Constitución, no dispone, sin embargo, de mecanismos procesales a su alcance para expurgar del ordenamiento dichas normas, pese a haber tenido ocasión de evaluar su anticonstitucionalidad y haber comprobado sus efectos violatorios de los derechos fundamentales en un proceso convencional de tutela de derechos como los señalados” (f. 38).

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no quiso hacerlo, sabiendo, como sin duda sabía, que procedimientos así los había variados en el derecho comparado. Hagamos una comparación, rizando el rizo y forzando el absurdo. Tampoco en el sistema constitucional peruano está prevista la monarquía, pese a que esa variedad de jefatura de Estado existe en varios estados constitucionales actuales, España entre ellos. ¿Qué diríamos de un Tribunal Constitucional que, por opinar que la monarquía es muy conveniente para un país y permite una mejor lectura de ciertos principios constitucionales, la introdujera por su cuenta y riesgo, bien “interpretando” así las normas constitucionales referidas a la jefatura del Estado, bien añadiéndole de su cosecha un trozo nuevo a la Constitución? ¿En qué se basa concretamente el Tribunal Constitucional para introducir en el sistema constitucional peruano un equivalente a la “autocuestion de constitucionalidad” española? En su interpretación del citado artículo vii del Código Procesal Constitucional. ¿Qué interpretación es esa y cómo la argumenta el Tribunal? Ni un solo argumento propiamente interpretativo se da al respecto, nada se dice sobre las palabras y enunciados del artículo vii, sus posibles sentidos y las razones para optar por uno u otro de esos sentidos posibles. El razonamiento que encontramos vendría a ser éste, en esquema: a. es necesario que en Perú exista un sistema de anulación con efecto erga omnes de la norma cuya inconstitucionalidad se afirma cuando se resuelve un caso que no es de control abstracto de constitucionalidad; b. la norma que mejor se presta para ser usada como base para ese fin es el artículo vii del Código Procesal Constitucional; c. por tanto, esa es la correcta interpretación de dicha norma y en la misma tiene el Tribunal Constitucional la base para poder anular con efectos erga omnes normas jurídicas en dichos procesos que no son de control abstracto.

 También es profundamente “anticonstitucional” operar con larvadas presunciones de ignorancia o escasa pericia del poder constituyente o del legislador que configura el bloque de constitucionalidad.  Ahora veamos cómo se refleja ese esquema en las palabras del Tribunal: “Si bien en nuestro sistema de jurisdicción constitucional no existe una previsión legal de tal envergadura, sin perjuicio de que este Colegiado pueda en el futuro analizar su incorporación a través de la jurisprudencia, la reciente previsión del precedente constitucional a que se refiere el artículo vii del Título Preliminar del Código Procesal Constitucional constituye una herramienta que podría ayudar a suplir estas deficiencias legales, permitiendo optimizar la defensa de los derechos fundamentales, labor que corresponde por excelencia a este Colegiado. ”Por tanto, un supuesto adicional a los señalados por la Corte Suprema Americana, para el establecimiento de un precedente, puede configurarse, en el caso nuestro, a partir de la necesidad de que el Tribunal, luego de comprobar que una norma que ha sido cuestionada mediante un proceso que no es el de control abstracto, constate, además, que los efectos dañosos o violatorios de los derechos fundamentales denunciados afectan de modo general a un amplio grupo de personas; o que el acto impugnado y declarado contrario a la Constitución por el Tribunal constituye una práctica generalizada de la administración o de los poderes públicos en general. De este modo, la regla que el Tribunal

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No conviene perder de vista otro sutil detalle. Hasta aquí parece que lo que el Tribunal quiere justificar es una ampliación de su función de legislador negativo, de modo que dicha función no se dé sólo en los procesos de control abstracto de constitucionalidad. Pero me temo que esa apariencia es engañosa, pues a lo que se va es a justificar también sus competencias como legislador positivo, como legislador propiamente dicho, que no se limita a anular normas, sino que puede de su cosecha dictar otras nuevas que las sustituyan. Fijémonos en que en el párrafo que acabamos de citar, correspondiente al fundamento 40, incluye entre los supuestos que pueden dar lugar a esa actividad “legislativa” del Tribunal Constitucional los dos siguientes: que estemos ante una norma (no cuestionada en un proceso de control abstracto) inconstitucional que afecte de modo general a un amplio número de personas “o que el acto impugnado y declarado contrario a la Constitución por el Tribunal constituye una práctica generalizada de la administración o de los poderes públicos en general” (f. 40) (énfasis nuestro). En este último caso lo anulado serán esos actos, no las normas. Pero ahí, si hay actividad normativa bajo la forma de esto que el Tribunal llama “precedente constitucional”, sólo podrá ser a la manera de norma positiva, de legislación efectiva. Es decir, la norma que el Tribunal dicte ya no podrá ser meramente del tipo “queda anulada la norma N”, sino de este otro cariz: “Para los actos como A, que aquí ha sido anulado, regirá en el futuro la siguiente norma: ‘quedan prohibidos los actos de tipo A’ ”. De todos modos, como veremos al acabar, en ningún momento pretende el Tribunal que su capacidad normativa, sobre la base del “precedente constitucional”, sea de tipo puramente anulatorio. Es decir, no se conforma con estirar su competencia anulatoria erga omnes a los procesos que no son de control abstracto de constitucionalidad, sino que se trata de asumir funciones propia y puramente legislativas. Al final, lo que se hace es afirmar el poder normativo del Tribunal y sostener que los límites de ese poder, si los hay, serán los que ponga el propio Tribunal. Es decir, hay un nuevo soberano en el sistema constitucional peruano, pues puede legislar hasta donde él quiera y sus normas están incluso por encima de la ley, como pronto vamos a ver. Según se dice en la sentencia, esta técnica del precedente permite “que el Tribunal ejerza un verdadero poder normativo con las restricciones que su propia jurisprudencia deberá ir delimitando paulatina-

extraiga a partir del caso deberá permitir anular los actos o las normas a partir del establecimiento de un precedente vinculante, no solo para los jueces, sino para todos los poderes públicos. El precedente es de este forma, una herramienta no solo para dotar de mayor predecibilidad a la justicia constitucional, sino también para optimizar la defensa de los derechos fundamentales, expandiendo los efectos de la sentencia en los procesos de tutela de derechos fundamentales” (f. 40).

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mente” (f. 44). Después de concluir tal cosa, el Tribunal menciona algunas de esas limitaciones que se autoimpone a la hora de dictar leyes. Pero como, a tenor de su norma reguladora, el Tribunal puede cambiar su propio precedente y, obviamente, su propia jurisprudencia, esas autolimitaciones valdrán sólo mientras él quiera mantenerlas. Según la concepción primera de la soberanía, la absolutista, soberano es aquel que puede dictar normas para los súbditos sin quedar él mismo sometido a ellas. Cuando el supremo y último intérprete de la Constitución tiene la posibilidad de dar a ésta los sentidos que prefiera y, sobre todo, de usarla para ampliar sus propias competencias hasta donde desee, y cuando no lo mueve ningún propósito de self-restraint, cabe pensar que no sólo hemos cambiado de soberano y perdido aquel que la Constitución quería, sino que, además, hemos retornado al absolutismo, aunque sea un absolutismo disimulado y vergonzante. Por último, en el fundamento 49 se contiene un non sequitur bien llamativo, pero muy relevante para la autoatribución de poder legislativo por el Tribunal Constitucional. Léanse con detenimiento estas frases: “El precedente constitucional en nuestro sistema tiene efectos más generales. La forma como se ha consolidado la tradición de los tribunales constitucionales en el sistema del derecho continental ha establecido, desde muy temprano, el efecto sobre todos los poderes públicos de las sentencias del Tribunal Constitucional [http://www. tc.gob.pe/jurisprudencia/2006/03741-2004-AA.html-_ftn8]. Esto significa

 Se pone el Tribunal las siguientes limitaciones. En primer lugar, la norma que bajo el nombre de precedente se sienta ha de tener alguna relación con el caso que se juzgaba en la sentencia que legisla (véanse los fundamentos 44 y 45). En segundo lugar, “el precedente debe constituir una regla de derecho y no puede referirse a los hechos del caso, si bien puede perfectamente partir de ellos” (46). En tercer lugar, “aunque parezca obvio, la regla del precedente constitucional no puede constituir una interpretación de una regla o disposición de la Constitución que ofrece múltiples construcciones; en otras palabras, el precedente no es una técnica para imponer determinadas doctrinas u opciones ideológicas o valorativas, todas ellas válidas desde el punto de vista jurídico. Si tal situación se presenta de modo inevitable, debe ser encarada por el Tribunal a través de su jurisprudencia, en un esfuerzo por crear consensos en determinados sentidos. El precedente, en estos supuestos, solo aparecerá como resultado de la evolución favorable de la doctrina jurisprudencial del Tribunal en determinado sentido. Esto último supone que el Tribunal debe abstenerse de intervenir fijando precedentes sobre temas que son más bien polémicos y donde las posiciones valorativas pueden dividir a la opinión pública” (46). Humildemente confieso que no entiendo apenas lo que este párrafo quiere decir. La interpretación más probable, sin embargo, me parece ésta: el Tribunal dice que sus precedentes contendrán sólo verdades constitucionales indudables, doctrina constitucional indiscutible; es decir, que lo que el Tribunal establece en el “precedente” es constitucionalmente indiscutible, pues si fuera discutible no lo habría establecido. Pero basta ver la norma que, bajo el nombre de precedente, se sienta en esta sentencia para darse cuenta de cuán discutible es lo que los tribunales constitucionales suelen considerar evidente. Podríamos, bromeando un poco, mencionar ahora la quinta ley del activismo judicial neoconstitucionalista: En derecho la verdad no tiene más que un camino, ese camino está todo él trazado en la Constitución y por sus vericuetos son los jueces constitucionales los únicos que no se pierden y siempre dan con la meta.

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III. Ejercicios de crítica jurisprudencial

que el precedente vinculante emitido por un Tribunal Constitucional con estas características tiene, prima facie, los mismos efectos de una ley. Es decir, que la regla que el Tribunal externaliza como precedente a partir de un caso concreto, es una regla para todos y frente a todos los poderes públicos; cualquier ciudadano puede invocarla ante cualquier autoridad o funcionario sin tener que recurrir previamente ante los tribunales, puesto que las sentencias del Tribunal Constitucional, en cualquier proceso, tienen efectos vinculantes frente a todos los poderes públicos y también frente a los particulares. Si no fuese así, la propia Constitución estaría desprotegida, puesto que cualquier entidad, funcionario o persona podría resistirse a cumplir una decisión de la máxima instancia jurisdiccional”. Ahora algún breve comentario. Primero, el efecto que sobre los poderes públicos tengan las sentencias de los tribunales constitucionales depende en cada sistema de lo que establezcan las respectivas normas reguladoras de esos efectos. Segundo, en la gran mayoría de los sistemas vincula la interpretación que los tribunales constitucionales hagan de las normas de la Constitución, no la que hagan de las normas del derecho infraconstitucional. Tercero, y por lo anterior, es errónea la siguiente afirmación, presentada como consecuencia de las anteriores que hace el Tribunal: “Esto significa que el precedente vinculante emitido por un Tribunal Constitucional con estas características tiene, prima facie, los mismos efectos de una ley”. Una sentencia de inconstitucionalidad en proceso de control abstracto, cuando, por tanto, el Tribunal Constitucional actúa como legislador negativo, tiene efectos parangonables a los de una ley meramente derogatoria. Ahora bien: de todo lo hasta aquí dicho por el Tribunal en las frases citadas del fundamento 49 no se sigue, en absoluto, la justificación, ni constitucional ni de ningún orden, para la atribución del valor de ley “positiva”, con contenido regulador positivo, a sus decisiones ni precedentes. Que las sentencias del Tribunal Constitucional tengan efectos sobre todos los poderes públicos es una cosa; que la ratio decisoria de una sentencia pueda ser convertida en ley general y abstracta por el Tribunal es otra muy distinta. Lo segundo no se sigue en modo alguno de lo primero, por lo que, si alguna justificación puede tener –cosa que parece difícil mientras la Constitución lo sea de verdad de un Estado de derecho y no de un Estado de las sentencias y de la justicia del caso concreto– habrá que buscarla en otra parte.

 Salvo, naturalmente, cuando esa interpretación lleve a afirmar la inconstitucionalidad de esas normas, establecida en proceso de control abstracto, o cuando en esos mismos procesos de control abstracto de constitucionalidad se hagan sentencias interpretativas para salvar la constitucionalidad de la norma cuestionada.

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¿Que la Constitución estaría desprotegida si el Tribunal Constitucional no pudiera producir normas “con los mismos efectos de una ley”? Tal afirmación, con la que acaba el fundamento 49, suena a sarcasmo. De tanto pensar que la Constitución no es más que lo que de ella y en ella quiera entender el Tribunal Constitucional, acaba confundiéndose la protección de la Constitución con la protección de un poder omnímodo del Tribunal. Un asunto más merece reflexión. ¿Realmente las normas así “legisladas” por el Tribunal Constitucional son equiparables a la ley? Creo que no, que están por encima de la ley y, como mínimo, suponen la creación de un nuevo peldaño de la pirámide, entre la Constitución y la ley. Están por encima de la ley porque una ley puede ser derogada por otra, pero un “precedente” de éstos no puede ser derogado por una ley, puesto que se dice que tales normas que el Tribunal crea vinculan a todos los poderes públicos y, por tanto, también al legislador. Sólo el Tribunal puede “derogarlas”, cambiándolas. Para el legislador son, a todos los efectos, normas constitucionales. Por esta razón también podemos decir que el Tribunal no se arroga meramente competencias del legislador, sino que, en la práctica, se convierte en legislador constitucional, en puro poder constituyente. Acabemos con una rápida referencia a la norma que, bajo el nombre de precedente, el Tribunal positivamente sienta en esta sentencia. Lo primero que llama muchísimo la atención es que el primer componente de esa compleja norma sea la afirmación del poder normador, legislador, del Tribunal Constitucional. Si esa competencia legislativa ya existía y estaba fijada antes, en el Código Procesal Constitucional, tal como en la sentencia se pretende, ¿a qué

 Nos referimos a las reglas procesales A y B que se recogen en el fundamento 50: “A) Regla procesal: El Tribunal Constitucional, de acuerdo con el artículo vii del Título Preliminar del Código Procesal Constitucional, tiene la facultad jurídica para establecer, a través de sus sentencias que adquieren la autoridad de cosa juzgada, un precedente vinculante cuando se estime una demanda por violación o amenaza de un derecho fundamental, a consecuencia de la aplicación directa de una disposición por parte de la administración pública, no obstante ser manifiesta su contravención a la Constitución o a la interpretación que de ella haya realizado el Tribunal Constitucional (artículo vi del Título Preliminar del Código Procesal Constitucional), y que resulte, por ende, vulneratoria de los valores y principios constitucionales, así como de los derechos fundamentales de los administrados. ”B) Regla procesal: El Tribunal Constitucional, de acuerdo con el artículo vii del Título Preliminar del Código Procesal Constitucional, tiene la facultad jurídica para establecer, a través de sus sentencias que adquieren la autoridad de cosa juzgada, un precedente vinculante, a consecuencia de la aplicación directa de una norma o cuando se impugnen determinados actos de la administración pública que resulten, a juicio del Tribunal Constitucional, contrarios a la Constitución y que afecten no solo al recurrente, sino también, por sus efectos generales, o por ser una práctica generalizada de la administración pública, a un grupo amplio de personas”.

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viene “legislarla” aquí? Y si no estaba antes, sino que se legisla aquí, este acto de legislación carece de fundamento jurídico preestablecido. En cuanto a la “regla sustancial” que como precedente se sienta, reza así: “Todo cobro que se haya establecido al interior [sic] de un procedimiento administrativo, como condición o requisito previo a la impugnación de un acto de la propia administración pública, es contrario a los derechos constitucionales al debido proceso, de petición y de acceso a la tutela jurisdiccional y, por tanto, las normas que lo autorizan son nulas y no pueden exigirse a partir de la publicación de la presente sentencia”. Pero nos parece que, a tenor de lo que el propio Tribunal venía diciendo y justificando, esta formulación es engañosa. Lo que propiamente esta norma significaría sería lo siguiente: “se prohíbe establecer en el procedimiento administrativo cualquier cobro como condición o requisito, etc. Esta prohibición se aplica retroactivamente”.

1 2 . ¿ i n t e r p r e ta c i  n j u d i c i a l c o n p r o p  s i t o d e e n m i e n da ( d e l l e g i s la d o r ) ? ac e rc a d e la j u r i s p ru d e n c i a s o b r e e l a r t  c u l o 133 d e l c  d i g o c i v i l  I. introduccin



La teoría de la interpretación y aplicación del derecho se encuentra en una curiosa situación, fruto posiblemente de ubicarse en un terreno académico y doctrinal intermedio que, en vez de constituirse en referencia ideal para la colaboración y el trabajo interdisciplinar, se torna en tierra de nadie o, lo que quizá es peor, lugar de mero paso para todos. Y digo que es curiosa su situación porque los que desde la filosofía del derecho y la teoría general del derecho nos ocupamos de este tema, ya sea por interés real o por imperativo programático, solemos hacerlo desde supuestas torres especulativas presuntamente tan altas, que raramente nos enfrentamos con los ejemplos del día a día del intérprete práctico; y porque, desde la otra orilla, los que se afanan con las disciplinas que tienen como objeto inmediato cualquiera de las ramas del derecho positivo acostumbran a pasar sobre el tema con unas pinceladas a modo de elemental recetario y rehusando batirse con los auténticos dilemas interpretativos que determinan la práctica jurídica. Y, unos por otros, la casa de todos sin barrer. Poca extrañeza, pues, nos podrá despertar el hecho de que mucha de la producción de nuestros jueces y tribunales sea difícilmente explicable y catalogable desde la perspectiva de una teoría de la interpretación del derecho que se quiera mínimamente comprensible, consistente y completa. De aquí y de allá compartimos la impresión de que, al margen de la indudable buena fe y honestidad profesional de jueces y magistrados, asoma a menudo en la jurisprudencia el caos, la fluctuación del criterio, el larvado decisionismo o, incluso, un cierto determinismo ideológico que haría las delicias críticas de los viejos maestros del realismo jurídico. Lo que sucede es que, los unos por incuria y los otros por falta de recursos

 La sentencia del Tribunal Constitucional stc 273/2005, del 27 de octubre de 2005, posterior a la redacción y publicación primera de este trabajo, declaró la inconstitucionalidad del párrafo primero del artículo 133 del Código Civil español. El fallo reza así: “En atención a todo lo expuesto, el Tribunal Constitucional, por la autoridad que le confiere la constitución de la nación española, ha decidido: Estimar la presente cuestión de inconstitucionalidad y, en su virtud, declarar inconstitucional el párrafo primero del artículo 133 del Código civil, en la redacción dada por la Ley 11/1981, de 13 de mayo, en cuanto impide al progenitor no matrimonial la reclamación de la filiación en los casos de inexistencia de posesión de estado”. Dicha sentencia, con sus votos particulares, puede ser consultada en la siguiente dirección electrónica: [www.boe.es/boe/dias/2006/03/16/pdfs/T00131-00136.pdf]. 

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teóricos lo bastante afinados, raramente nos paramos a realizar un juicio crítico y suficientemente fundamentado de los problemas que desde el punto de vista de la interpretación y argumentación jurídicas plantea una decisión judicial o una determinada línea decisoria. Las páginas que siguen quieren caminar en esa senda. Pero antes de entrar en materia será conveniente poner sobre la mesa honradamente ciertas cartas, aunque sea de modo muy apresurado. Esquemáticamente podemos decir que hay dos maneras principales de entender el derecho, su interpretación y el trabajo del juez. Para unos, el derecho es mandato de un legislador que se tiene por o se impone como legítimo, mandato expresado en enunciados lingüísticos cuyo significado, en lo que tenga de oscuro o incierto, se desentraña o se fija mediante la actividad intelectual que llamamos interpretación, de modo que la labor del juez deberá consistir en aplicar los mandatos contenidos en tales enunciados a los casos que caigan bajo su referencia o, en terminología jurídica tradicional, que sean subsumibles bajo ellos, ya sea porque es claro que el caso forma parte de la referencia de los términos con que el enunciado legal define el supuesto de hecho, ya porque mediante la interpretación se haya acotado de un modo u otro dicha referencia en lo que tuviere de dudoso. Esta primera concepción, por tanto, ve en las normas jurídicas alguna forma de combinación de voluntad y lenguaje y entiende al juez como atado a la misma e impedido para enmendar lo preceptuado por el legislador o los límites que marca la semántica de los enunciados legales. Para otros, por contra, la esencia de lo jurídico está en ciertos contenidos axiológicos que residen más allá de voluntades o palabras, por lo que el derecho es visto, en su fondo, como sistema de valores, presidido por la justicia en su cúspide, y con lo que la interpretación de las normas jurídicas, más allá de la disquisición sobre significados lingüísticos o propósitos legislativos, es averiguación de las verdades axiológicas que fundan la auténtica solución justa del caso. Desde tal concepción el juez, más que servidor de la ley, es sacerdote de la justicia y su obligación de respeto al legislador y su vinculación a la dicción legal, incluso en lo que ésta pueda tener de clara, acaba allí donde detecte una discrepancia entre lo que la ley lingüísticamente expresa, y cualquier hablante competente pueda entender de ella, y lo que sean las verdaderas exigencias de la justicia en esa rama del derecho o en ese caso. Por tanto, al derecho el juez lo sirve aun cuando desatienda el mandato del legislador, con tal que tal con-

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travención de lo que la ley dice se haga en nombre de lo que el derecho, en su verdadera sustancia, pide. No es momento de abundar en este tipo de consideraciones. Vienen al caso sólo porque quien suscribe quiere declarar abiertamente y por anticipado que simpatiza con la primera de esas dos concepciones y tiene serias reservas frente a la segunda, siendo esta segunda la que se podría invocar como aval de la línea jurisprudencial que nuestro Tribunal Supremo manifiesta en la cuestión que vamos a examinar. Más concretamente, opino que en un Estado constitucional y democrático de derecho (si nos halláramos en una dictadura, carente de legitimidad democrática por tanto, mantendría la visión de que cualquier valor es bueno para justificar que el juez sabotee el producto de ese legislador ajeno al pueblo) la consiguiente y necesaria mecánica institucional, expresada en cosas tales como soberanía popular, representatividad, separación de poderes, etc., fuerza a que tenga preferencia el legislador democrático a la hora de concretar

 Este modo de pensar suele expresarse hoy en día bajo el ropaje del llamado “constitucionalismo”, de manera que se considera justificada la decisión contraria al claro tenor literal de los preceptos legales cuando la misma se fundamenta en la invocación de algún valor o principio constitucional. Con esto se introduce subrepticiamente una auténtica revolución en nuestros esquemas constitucionales, pues ante la ley cuyos claros términos (no se entienda que pensamos que los términos legales no sean generalmente vagos; simplemente decimos que en ocasiones son bastante claros; o, mejor dicho aún, que hay casos que claramente son subsumibles bajo los términos de la ley, aun cuando otros casos puedan ser a la luz de la misma ley dudosos) se consideren contrarios a algún valor básico que en la Constitución se contenga mencionado o de ella se induzca, el juez poseería la alternativa de plantear la cuestión de constitucionalidad o de simplemente inaplicar por su cuenta y riesgo aquella ley y decidir en su contra en nombre de aquel principio. Esto último no parece que fuera el propósito de nuestro constituyente, que por algo dio sus competencias también al legislador (entiéndase que tampoco estamos poniendo en duda la eficacia directa de la Constitución ni afirmando que sus preceptos no sean aplicables en ausencia de desarrollo legal de los mismos; sólo decimos que cuando tal desarrollo legal existe y no se ha atacado su constitucionalidad por las vías constitucionales, el juez debe atenerse a la ley y no anteponer a ella su personal interpretación de los valores de la Constitución). Lo que acabamos de decir se comprueba palmariamente en el que va a ser nuestro tema en este trabajo, el artículo 133 del Código Civil. Mientras que, por un lado, hay planteada ante el Tribunal Constitucional y pendiente de resolución una cuestión de constitucionalidad referida a dicho artículo (cuestión de constitucionalidad n.º 1687/1998), por otro, desde hace unos quince años el Tribunal Supremo viene decidiendo en contradicción con lo que en nuestra modesta opinión –y este será el objeto de este estudio– es la única interpretación racionalmente posible de dicho precepto. Por lo expuesto, estamos más de acuerdo con aquellos autores, como es el caso de Carbajo González (vid. J. Carbajo González. Las acciones de reclamación de la filiación, Barcelona, Librería Bosch, 1989, pp. 192-193), a los que el rechazo del inciso primero del artículo 133 les lleva a cuestionar su constitucionalidad por causa de una posible discriminación, que con quienes se escudan en una interpretación que no merece tal nombre para simplemente propugnar la inaplicación del mandato legislativo en la práctica.  Preferencia no significa meramente prioridad prima facie o en lo que no consideremos desacertado, sino potestad superior frente a la del juez, que vincula a éste y necesariamente se le impone mientras el mandato legislativo no sea derogado o anulado por causa de inconstitucionalidad, declarada por quien

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los principios y valores constitucionales, y a que el juez deba abstenerse de pasar la ley por el tamiz de su particular ideología o de su personal visión de lo que tales valores y principios constitucionales concretamente exigen. Porque para deshacer los entuertos a ese propósito y para aclarar las dudas está el Tribunal Constitucional, al que, como todos sabemos y ya antes señalamos, los jueces pueden acudir por la vía constitucionalmente marcada. Lo que, en cambio, nos parece menos lícito es que los jueces retuerzan el significado de la ley haciéndola decir lo opuesto a lo que cualquier hablante normal entendería, llamen luego a ese resultado interpretación correcta y debida y, así, tranquilamente apliquen una ley que no estiman inconstitucional porque la han hecho decir lo que ellos tienen por constitucional y justo. Si la ley no significa lo que dice, sino lo que el juez quiere que diga, ninguna ley será inconstitucional (y nunca se planteará la cuestión de constitucionalidad), porque ya le dará el juez la vuelta a su significado para que encaje con lo que a ese juez le parezca que la Constitución demanda, y mal que le pese al legislativo. Pero este usual proceder desconoce el lugar legítimo que al legislador le pertenece en el entramado de la separación de poderes y no toma en cuenta tampoco que no es el juez ordinario el supremo intérprete de la Constitución ni, por tanto, el llamado a dirimir la constitucionalidad de la ley desde el correspondiente juicio comparativo de ésta con aquélla. Es un caso de auténtica y múltiple usurpación, bajo la mirada cómplice de quienes sueñan con beneficiarse de ella algún día.

para ello es competente. Lo otro, entender la vinculación del juez a la ley como meramente en principio o en lo que ésta no merezca ser enmendada judicialmente, es socavar larvadamente el sistema, por obra de la resistencia ante la soberanía popular y en nombre de una razón jurídica que se pretende de mayor alcurnia. Pongamos un ejemplo de ese modo de razonar, que a veces, como en este caso, seguro que es bienintencionado y poco consciente de estar jugando con fuego antidemocrático. En el tema que nos ocupará vamos a ver que, como es muy ampliamente reconocido en la doctrina, el legislador ha establecido un determinado régimen de legitimación activa para la reclamación de la filiación. Ese régimen ha suscitado reproches por considerarlo injusto o reñido con diversos valores y principios. ¿A quién corresponde, empero, la última palabra sobre tal legitimación activa? En ocasiones, los autores y la jurisprudencia parece que no se dan cuenta de la contradicción que supone proclamar que esa competencia es del legislativo y añadir acto seguido que hacen bien los jueces en corregir y enmendar sus resultados, aun hasta el límite de sentar lo contrario. Un ejemplo: dice Rivero Hernández que la competencia en esas materias corresponde “al legislador ordinario, partiendo del texto constitucional, por seguridad jurídica; y en alguna medida lo ha hecho en 1981, con mayor o menor acierto (varían las posiciones de los comentaristas)”. O sea, que mejor o peor, eso se discute, pero el legislador ha decidido claramente y según su entender. Y ahora viene el salto en el vacío, pues añade Rivero Hernández que “la jurisprudencia parece haber emprendido una interpretación correctora, útil, que verosímilmente no ha terminado”, corrección, enmienda, que reiteradamente aplaudirá (cfr. Rivero Hernández. “Comentario a la sentencia de 23 de febrero de 1990”, en Cuadernos Civitas de Jurisprudencia Civil, n.º 23, abril-agosto de 1990, p. 479).

12. ¿Interpretación judicial con propósito de enmienda (del legislador)? Acerca de la jurisprudencia…

Pues bien, sobre el trasfondo de la anterior declaración se podrá entender nuestro análisis que sigue, y de él, por supuesto, se podrá discrepar. Y discrepará especialmente quien crea que la justicia (bajo cualquiera de sus nombres y ropajes) vale más que cualquier democracia, y que los jueces pueden conocerla mejor y más certeramente que ningún legislador, por mucho que a éste lo haya elegido el pueblo soberano. II. p la n t e a m i e n to d e l p ro b l e m a Pretendemos analizar la jurisprudencia que ha asentado la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo en el tema de la legitimación activa para reclamar la declaración de filiación. A efectos de simplificar la situación, concentraremos nuestro análisis en el caso de si pueden o no los padres extramatrimoniales y sin posesión de estado ejercitar esa acción. A raíz de la redacción recibida en 1981 por el título v (“De la paternidad y filiación”) del Libro i del Código Civil, queda regulada en los artículos 131 a 135 la acción para la reclamación de filiación. Una cuestión que se viene planteando desde entonces en la doctrina y la jurisprudencia es la de en qué casos puede el que se pretende padre solicitar la correspondiente declaración de filiación. En lo que importa para el análisis de las sentencias que aquí vamos a ver, la situación normativa queda definida en los mencionados artículos del modo siguiente (los subrayados, por supuesto, son nuestros). – Artículo 131: “Cualquier persona con interés legítimo tiene acción para que se declare la filiación manifestada por la constante posesión de estado”. – Artículo 132: dice que en caso de falta de la correspondiente posesión de estado, la acción de reclamación de la filiación matrimonial corresponde al padre, a la madre o al hijo. – Artículo 133: “La acción de reclamación de filiación no matrimonial, cuando falte la respectiva posesión de estado, corresponde al hijo durante toda su vida”. – Artículo 134: “El ejercicio de la acción de reclamación, conforme a los artículos anteriores, por el hijo o el progenitor, permitirá en todo caso la impugnación de la filiación contradictoria”.

 En la materia procesal de reclamación de la filiación regulada en los artículos 131 y siguientes del Código Civil la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil no ha introducido cambios fundamentales. Y en lo referido a la cuestión que examinaremos, “el tema más espinoso, que es el de la legitimación activa para iniciar estos procesos, ha sido dejado de lado remitiéndose la Ley procesal a ‘los casos previstos en la legislación civil’ ” (art. 764.1) (E. Aparicio Auñón. “De los procesos sobre filiación, paternidad y maternidad”, en A. M. Lorca Navarrete (dir.), V. Guilarte Gutiérrez (coord.). Comentarios a la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil, tomo iv, Valladolid, Lex Nova, 2.ª ed., 2000, p. 4044).

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III. Ejercicios de crítica jurisprudencial

En particular nos interesa el examen de la jurisprudencia del Tribunal Supremo sobre el asunto de si en los supuestos de no posesión de estado y filiación no matrimonial el padre tiene o no legitimación activa para el ejercicio de la citada acción. La lectura normal de los referidos artículos llevaría rápidamente a contestar que no. Pero veremos que la línea jurisprudencial claramente dominante sienta la opinión contraria. Nuestro objetivo es someter a examen crítico los argumentos y la consistencia de tal opinión desde el punto de vista de la teoría de la interpretación y aplicación del derecho. Reducido a su dilema más simple, el problema que nos va a interesar puede ser presentado así: o bien la legitimación activa para la reclamación de la filiación se reparte con arreglo a lo especificado en los artículos 131 a 133, combinando los dos pares de criterios (posesión de estado o no; carácter matrimonial o no de la filiación que se reclama) que se manejan a fin de diferenciar las distintas situaciones que definen la presencia o ausencia de legitimación; o bien cualquiera que sea la situación por relación a tales criterios (es decir, vaya la filiación reclamada acompañada o no de posesión de estado y sea matrimonial o no), hay tres sujetos que siempre tienen tal legitimación activa, y que son el hijo, el

 La posesión o no de estado, por supuesto, se predica de la persona cuya declaración de filiación se pide, es decir y en términos corrientes, del hijo. Una clara definición de esta figura y de sus requisitos tradicionales puede verse en C. Lasarte. Principios de derecho civil, tomo sexto, derecho de familia, Madrid, Trivium, 2.ª ed., 2000, p. 361. Una buena caracterización de esta noción legal de posesión de estado está contenida, por ejemplo, en la sentencia del Tribunal Supremo, Sala 1.ª, del 10 de marzo de 1988, cuando dice que “A la vista de la reforma llevada a cabo en el Código Civil por la Ley 11/1981, de 13 de mayo, puede afirmarse que la posesión de estado de filiación no es más que una situación residual en que puede hallarse el hijo cuya paternidad no matrimonial no le esté reconocida formalmente y, sin embargo, las circunstancias concretas en que se halla en el seno de la sociedad o de la familia permiten establecer el reconocimiento presunto de la filiación por la homologación judicial de estas circunstancias mediante la sentencia firme que así lo proclame […]; es decir, consiste en el concepto público en que es tenido un hijo con respecto a su padre natural cuando este concepto se forma por actos directos del mismo padre o de su familia demostrativos de un verdadero reconocimiento perfectamente voluntario, libre y espontáneo” (fundamento primero).  También la opinión doctrinal fluctúa, ya desde la misma manualística. Así, a título de ejemplo, para Díez-Picazo y Gullón en el caso al que atendemos, el del artículo 133, el padre carece de legitimación, pues ésta “se le concede exclusivamente al hijo” (L. Díez-Picazo y A. Gullón. Sistema de derecho civil, vol. iv, Derecho de familia. Derecho de sucesiones, Madrid, Tecnos, 7.ª ed., 1997 [reimp. 1998], p. 278); en cambio, Albaladejo entiende que en este caso la acción de reclamación corresponde al padre, a la madre y al hijo, si bien puntualiza que el artículo 133 la atribuye expresamente tan sólo al hijo y es la jurisprudencia la que ha aceptado la ampliación de los legitimados (M. Albaladejo. Curso de derecho Civil. iv. Derecho de familia, Barcelona, Bosch, 8.ª ed., 1997, pp. 256-257. Es a partir de la quinta edición de esta obra, de 1991, cuando Albaladejo introduce dicha interpretación del artículo 133 basándose en la jurisprudencia al respecto). Otros, como Lasarte, no entran en el problema y, como contenido del apartado que titula “La acción de reclamación de filiación no matrimonial sin posesión de estado”, se limitan a reproducir, sin comentario ni matiz de ningún género, el mencionado artículo 133 (Lasarte. Ob. cit., p. 362).

12. ¿Interpretación judicial con propósito de enmienda (del legislador)? Acerca de la jurisprudencia…

padre y la madre. Cualquier lector de textos jurídicos mínimamente avezado respondería en el primer sentido; la jurisprudencia del Tribunal Supremo defiende con celo la segunda opción. Si damos la razón a nuestros supremos jueces, tendríamos que concluir que si esto era lo que el legislador efectivamente quería expresar, no tuvo un día muy acertado al pararse a diferenciar supuestos (posesión de estado, no posesión de estado, filiación matrimonial, filiación no matrimonial, y la combinación de estas variables) que no llevan aparejada una diferencia en sus consecuencias. Y ya será escarnio mantener, como hace alguna de las sentencias que veremos, que esta interpretación es fruto de un método interpretativo sistemático. Por contra, si no queremos rebajar al legislador de esa forma y pensamos que quiso decir lo mismo que sus palabras expresan para cualquier entendedor, entonces difícilmente nos podremos sustraer al contundente veredicto de que la jurisprudencia no quiere sujetarse al dictado legal y abiertamente lo enmienda, con lo que nos damos de bruces con el problema de legitimidad en toda su más dramática intensidad. Porque, desengañémonos de una vez por todas, en cuestiones de teoría y praxis de la interpretación y decisión jurídicas no hay neutralidad jurídico-política posible y cada concreta doctrina o práctica es tributaria de un determinado modelo social y político, aunque pueda variar el grado de consciencia y el tipo de conciencia de los protagonistas. Y puestos a reducir el espectro a los dos modelos básicos, tales serían el democrático, respetuoso con el principio representativo, y el elitista o mesiánico, que ve en los jueces (particularmente en los de más alta escala) los únicos depositarios seguros de la verdad del derecho o los llamados a salvar la sustancia axiológica de lo jurídico y a liberar el ordenamiento de las abominaciones a que puede conducir el régimen mayoritario como soporte de las decisiones legislativas. Que cada cual se ubique donde le plazca, pero llamemos las cosas por su nombre. Nuestra mirada atenderá prioritariamente a los argumentos con que desde 1987 la jurisprudencia del Tribunal Supremo viene defendiendo un planteamiento que, so pretexto de constituir una interpretación abierta, flexible, correctora, antiformalista, etc. (que de estas y otras maneras se ha denominado) configura lo que estimamos una política de decisión contra legem. Nuestra objeción será doble. Por un lado, criticamos esa actitud en términos de legitimidad, como ya hemos apuntado. Por otro, nos interesa especialmente mostrar en detalle lo que consideramos deficiencias, incoherencias y desenfoques de muchos de los argumentos con que esa línea jurisprudencial pretende justificarse. De ahí que este trabajo se plantee como fundamentalmente dirigido al análisis de sentencias, procurando juzgar de la calidad argumentativa de ellas, por lo

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III. Ejercicios de crítica jurisprudencial

que la discusión doctrinal, aun cuando la recogeremos en alguna medida, pasa a un segundo plano. III. a n  l i s i s d e la j u r i s p ru d e n c i a A . s e n t e n c i a d e l 5 d e n o v i e mb r e d e 1 9 8 7 [  ] En este caso la acción la ejercen la madre de una niña y el que se pretende padre biológico de ésta, contra el marido de la demandante, que registralmente estaba inscrito como padre de la menor. La niña y la madre habían convivido desde el nacimiento de aquélla con el demandante reclamante de la declaración de paternidad, no con el marido. El tribunal considera acreditado que la niña no poseía el estado de hija matrimonial, sino el de hija extramatrimonial. Por consiguiente, y es muy relevante resaltar esto a efectos de ver cuál es el artículo que legitima al padre reclamante para ejercer la acción, partimos de que sí existe posesión de estado de la hija, estado coincidente con el que sería, en su caso, sancionado por la declaración de filiación que se pide. La Audiencia Territorial de Barcelona, en la sentencia impugnada ante el Tribunal Supremo y que da lugar a la decisión de éste que comentamos, da la razón a los reclamantes. Quien interpone entonces recurso de casación ante el Tribunal Supremo es el marido y padre registral, quien alega que, a tenor de los artículos 133 y 134, el padre no matrimonial no está legitimado para impugnar la filiación matrimonial. A esto el Tribunal va a contestar mostrando cómo la legitimación para la reclamación de filiación viene dada, puesto que hay posesión de estado, por el artículo 131, y cómo a esa legitimación para reclamar la filiación une el artículo 134 la legitimación para la simultánea impugnación de la filiación contradictoria, que en este caso es la filiación matrimonial. Hasta aquí nada problemático, pues, en nuestra opinión. Pero importa recoger el siguiente párrafo de esta sentencia, párrafo cuyos contexto y razón son los que acabamos de decir, por cuanto que será mencionado a menudo en sentencias posteriores pero en otro contexto, para otros casos y, por tanto, con motivo de la discusión de problema diferente, como es el de la legitimación activa del padre no matrimonial cuando no hay posesión de estado.

 Todas las sentencias que veremos son de la Sala Primera del Tribunal Supremo. De los motivos y asuntos que tratan, repararemos únicamente en éste que nos importa, como corresponde a que nuestro interés no es comentar el régimen de las acciones de filiación, sino analizar el problema interpretativo suscitado por la pregunta sobre la legitimación activa del padre.

12. ¿Interpretación judicial con propósito de enmienda (del legislador)? Acerca de la jurisprudencia…

Dice el Tribunal (fundamento cuarto): El tercer motivo estima infringidos el artículo ciento treinta y tres y ciento treinta y cuatro del Código Civil, en cuanto entiende que el padre no matrimonial no está legitimado para impugnar la filiación matrimonial. Si partimos de la reconocida doctrina que entiende la legitimación, no sólo para el proceso, sino para la titularidad de la acción, en defensa de un interés protegible, es indudable que este interés existe, como interés legítimo, protegido por la Constitución en la madre y en el padre biológico, como personas afectadas, lo que encuentra su apoyo en el artículo ciento treinta y uno-primero, que debe relacionarse, en este caso, al existir posesión de estado no matrimonial, con el artículo ciento treinta y cuatro por la llamada legitimación extraordinaria que resulta de la doble acción ejercitada y acumulada que persigue la impugnación de una filiación aparente, no real y la reclamación de filiación auténtica siendo, en todo caso, indudable, que la filiación-paternidad afecte a padres e hijos con el interés superior que corresponde a las cuestiones de estado civil, que son cuestiones de orden público. Por estas razones debe decaer el motivo examinado.

Es frecuente que a la natural dificultad de interpretar las normas legales se añada en nuestro medio la dificultad mucho mayor de adivinar el sentido de las sentencias que supuestamente realizan aquella interpretación. Pero si, en medio de la oscuridad, damos el sentido más obvio, y el único posible en realidad, a las frases que acabamos de ver, tenemos que vienen a decirnos cosas bastante simples y poco discutibles, que podemos sintetizar en los siguientes puntos: 1. Si hay posesión de estado, como hay en el caso, tiene legitimación activa para reclamar la filiación, por obra del artículo 131, quien posea un interés legítimo. 2. Es claro que el que se pretende padre está entre quienes tienen un interés legítimo, lo que viene avalado, por si fuera necesario argumentarlo, hasta por la Constitución misma. 3. En razón del artículo 134, una vez que admitimos que hay legitimación para la reclamación, tenemos que admitir que la hay también para la impugnación de la filiación contradictoria. Así pues, la única manera de que el párrafo que analizamos tenga un sentido en el contexto de la sentencia y no sea un puro obiter dicta de problemática justificación ahí, es en cuanto argumentación de la existencia, en quien se reclama

 Rivero Hernández, al comentar esta sentencia, admite que “hubiera bastado invocar […] el artículo 131.1 CC y la posesión de estado de hijo”, pero se muestra muy de acuerdo con la doctrina que, yendo mucho más allá de lo que en el caso se plantea, sienta el Tribunal, doctrina que habrá de servir, en opinión de aquel autor, para facilitar “la posibilidad de una interpretación amplia, abierta, de ciertas normas estrechas, a veces demasiado estrechas para la amplitud de los principios constitucionales”

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padre, del interés legítimo que el artículo 131 exige al que quiera reclamar la filiación dándose la correspondiente posesión de estado. Y si nos importa tanto recalcar esto, que, si no, no merecería apenas comentario, es porque vamos a ver de qué modo y con qué fin utilizará la jurisprudencia posterior este precedente. Mientras que en esta sentencia lo que se está diciendo es que hay buenas razones para sostener que en el padre se da el interés legítimo que el artículo 131 pide de quien haya de poder ejercer la acción de reclamación en caso de posesión de estado, el razonamiento posterior seguirá los pasos siguientes: 1. la sentencia que estamos comentando dijo que el padre poseía un interés legítimo y constitucionalmente avalado para reclamar la filiación y por eso se le admitió en el caso; 2. por tanto, la razón de tal admisión es la existencia de tal interés, y de ahí se sigue que siempre que el padre reclame, en ese interés está la base de su legitimación, haya o no posesión de estado y sea la filiación matrimonial o no matrimonial. O sea, un precedente se trae a colación contra el tenor de la ley. Y con el agravante de que en dicho precedente no se vulnera la ley sino que se aplica en sus términos al caso que se decide, que es un caso de posesión de estado. Pero no adelantemos acontecimientos. B. sentencia del 10 de marzo de 1988 Ante el caso, ahora, de reclamación por el sedicente padre biológico de la filiación extramatrimonial, sin posesión de estado, y la consiguiente impugnación de la filiación matrimonial inscrita, el Tribunal hace en esta ocasión un alarde de avaricia argumentativa, pues sólo invoca la supuesta claridad del tenor literal de los artículos 133 y 134, dando por obvio lo que, según estamos viendo, es tan oscuro; o tan claro, pero en el sentido contrario. Dice simplemente el Tribunal: Fuera de los supuestos de reclamación de filiación por la posesión de estado, la nueva normativa permite la impugnación de la filiación no matrimonial cuando falte ese estado, legitimando para ello tanto al hijo como al progenitor, como se desprende de la simple lectura de los artículos 133 y 134 en la redacción dada a los mismos por la Ley 11/1981, de 13 de mayo.

Nos hallamos ante un buen ejemplo de un uso inidóneo y argumentativamente deficiente de un argumento interpretativo, pues la decisión interpretativa se escuda en el tenor literal, en la mera interpretación literal, fingiendo que la

(cfr. Rivero Hernández. “Comentario a la sts de 5 de noviembre de 1987”, Cuadernos Civitas de Jurisprudencia Civil, n.º 23, septiembre-diciembre de 1987, pp. 5134-5135).

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semántica determina dicha decisión, cuando o no hay tal determinación por ser el caso oscuro o, como nosotros más bien pensamos, nos dice justamente lo opuesto a lo que el tribunal nos quiere vender como tan evidente. C. sentencia del 19 de enero de 1990 Podría pensarse que esta sentencia no es relevante para el problema que nos ocupa. Y no sería relevante porque el asunto que se ventila es el de la reclamación por cinco hijos de declaración de filiación no matrimonial, cuestión para la que, a tenor del artículo 133, indiscutiblemente poseen legitimación activa. No estamos, por tanto, ante el caso al que atendemos, que es aquel en que la pretensión de que se declare la filiación no matrimonial, no habiendo posesión de estado, la ejerce el que se quiere padre. Ahora bien: contiene la sentencia dos afirmaciones generales que darán pie a la problemática invocación posterior como precedente. Es necesario citarlas por entero. Se dice en el fundamento tercero que El interés legalmente protegido justifica la legitimación y de ahí que tanto activa como pasivamente, lo puedan representar, como titulares, aquéllos a quienes afecte, bien para hacerlos valer ante determinada o determinadas personas o erga omnes, como para oponerse.

Y continúa en el párrafo siguiente: De este modo en los procesos de filiación, la legitimación viene reconocida activamente, a todos aquellos que pretenden una sentencia constitutiva mediante la declaración de la misma (artículos 131, 132, 133 del Código Civil), estando legitimados pasivamente, todos aquellos que tengan o pudieran tener interés en oponerse (artículo 140 del Código Civil).

¿Por qué resultará ese texto útil para los designios de la jurisprudencia posterior en nuestro tema? Porque se interpretará (y tal vez no sin razón, pues la hermeneusis de esta sentencia se torna nuevamente dificultosa) que aquí se afirma que la regla general y única que preside la regulación contenida en el Código a

 Entre los tratadistas que defienden la solución contraria, afín a la que aquí propugnamos, se puede citar por ejemplo a F. Lledo Yagüe. Acciones de filiación, Madrid, La Ley, 1987, p. 131.  En la cita de estos y otros textos jurisprudenciales hemos renunciado a colocar el sic que sería pertinente en tantas ocasiones en que la pulcritud expresiva y la consideración a la regla gramatical lo exigiría.

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efectos de legitimación activa y pasiva en estos asuntos es la de la existencia de un interés legítimo, de modo que quien lo posea está por definición legitimado, al margen de cualquier otra consideración o de la variedad de situaciones en las que los artículos reparan. Se da así una nueva vuelta de tuerca a la orientación marcada en la sentencia que acabamos de comentar antes de ésta y va camino de perpetuarse un curioso razonamiento que sólo forzando la expresión podemos llamar interpretativo. D . s e n t e n c i a d e 23 d e f e b r e r o d e 1 9 9 0 Con esta sentencia el Tribunal avanza un trecho más en su propósito de desactivar el significado del artículo 133, aun cuando tampoco aquí estemos ante un supuesto al que sea éste el precepto aplicable. Sigue esa línea que va sentando hacia el futuro como precedente una doctrina que, sin embargo, no se forja ante casos que sean precedentes del que se quiere que más adelante con dicha doctrina se decida. El caso es el siguiente. Reclama la declaración de filiación quien había tenido con la madre del pretendido hijo una relación que culminó en embarazo y nacimiento de dicho hijo. La relación prosiguió tras el nacimiento y el niño se inscribió con el nombre del padre y los apellidos únicamente de la madre. Durante años compartieron la crianza del hijo y socialmente eran considerados sin excepción como padre y madre de él. Posteriormente la madre decide casarse con otro hombre y quiere que el niño se inscriba como hijo de éste y así se hace, a lo que el padre biológico se opone impugnando dicha filiación y solicitando que se declare judicialmente su paternidad. El Tribunal Supremo dará la razón al demandante y declarará la filiación que pretendía. ¿Con qué argumentación? Es ineludible citar por entero el fundamento segundo y último de esta sentencia: 1. La aparente antinomia entre los artículos 131 y 134 del Código Civil, ha de resolverse en el sentido de dar una interpretación amplia y de cobertura a este último hasta el punto de catalogarlo como verdadera excepción al primero, ya que el propio artículo 134, permite, sin paliativos, la impugnación de la filiación contradictoria en todo caso, expresión esta tan elocuente, que permite colegir que siempre que la acción de reclamación se ejercite por el hijo o progenitor, es factible la impugnación de una filiación contradictoria ya determinada, conviniendo así en la tesis favorable a que el progenitor no matrimonial pueda acogerse a lo establecido en el artículo 134, deviniendo avalada por el principio de veracidad biológica o en el de posesión del estado del hijo como no matrimonial para coincidir así con la realidad sociológica.

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2. Esta tesis de legitimación del padre no matrimonial ha sido consagrada ya por la doctrina de esta Sala en su sentencia de 5 de noviembre de 1987, al entender que si se parte de la reconocida doctrina que configura la legitimación no sólo para el proceso, sino para la titularidad de la acción en defensa de un interés protegible, es indudable que este interés existe, como interés legítimo, protegido por la Constitución. 3. Conforme a estos postulados resulta evidente la legitimación del padre biológico, que le niega la sentencia de instancia, más aún cuando se da por supuesta la posesión de estado del hijo, procediendo, en consecuencia, la estimación de los dos últimos motivos del recurso, en que se denuncia la infracción del artículo 131 del Código Civil en relación con el 134, y de la sentencia de esta Sala de 5 de noviembre de 1987, casando la sentencia de la Audiencia y restableciendo el imperio de la de primera instancia.

Ahora desmenucemos el tema y los argumentos. Parece, aunque en la breve sentencia del Supremo no queda totalmente acreditado de modo expreso, que estamos ante un supuesto claro de posesión de estado, en este caso de posesión por el hijo del estado de hijo extramatrimonial del reclamante (al menos esto se antoja indiscutible si, como parece traslucirse, el reclamante presentó su demanda de modo inmediato a la cesación de la convivencia con la madre y el hijo). Si esto es así y una vez que parece que nunca se ha discutido que el padre es titular prácticamente por definición del interés legítimo a que alude el artículo 131, la legitimación activa del padre reclamante es incuestionable en virtud de este mismo artículo y con total independencia de que se trate de filiación matrimonial o extramatrimonial. Pero es indiscutible así la legitimación activa para reclamar la filiación; mas ¿y para impugnar la filiación legal preexistente, ya que hay una inscripción registral opuesta? Ahí la clave está en la relación que se establezca entre el párrafo segundo del artículo 131 y el artículo 134. Creo que la relación de dichos artículos es fácil de explicar, por encima de las oscuridades expresivas que al respecto ha cultivado la jurisprudencia. Veámoslo. El artículo 131 determina que en caso de posesión de estado puede reclamar la posesión cualquier persona con un interés legítimo. Y añade que tal reclamación no se admite cuando ello supone necesariamente la impugnación, por opuesta e incompatible, de una filiación legalmente determinada. Y el 134 dice que siempre que, conforme a los artículos anteriores, el hijo o un progenitor estén legitimados para la reclamación de la filiación, lo estarán también para la impugnación de la filiación contradictoria. La integración de ambas normas es sencilla y su lectura conjunta daría la siguiente regla en lo que se refiere a la legitimación en los casos de posesión de estado: cuando exista posesión de

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estado, cualquier persona con interés legítimo tiene acción para que se declare la correspondiente filiación, salvo que ello suponga contradecir otra filiación legalmente determinada, en cuyo caso sólo estarán legitimados, y lo estarán para ambas cosas –la reclamación y la impugnación–, el hijo o el progenitor (padre o madre). Por tanto, cuando hay posesión de estado el padre estará legitimado siempre para la reclamación e impugnación, haya o no una filiación contradictoria legalmente declarada. Pese a que, a tenor de lo que llevamos dicho, no hay nada que cuestionar al fallo de esta sentencia en cuanto al respeto a las previsiones legales, supone un paso más en el deslizamiento jurisprudencial hacia la vulneración del contenido patente del artículo 133, debido al modo sumamente indeterminado y ambivalente en que se expresa. Esa indefinición se nota especialmente en las siguientes partes de aquel su texto que antes recogimos. 1. Comienza a insinuar que el artículo 134 funda que el progenitor no matrimonial puede en todo caso impugnar la filiación contradictoria, lo que sólo tiene sentido si en todo caso también puede ejercer la correlativa acción de reclamación de la filiación. 2. Abre la puerta a la idea de que la legitimación del padre no matrimonial puede tener dos fundamentos: el que le otorga el artículo 131, es decir, la posesión de estado, y el “principio de veracidad biológica”, que podría entrar en juego a tal fin cuando no se dé la anterior condición marcada por el 131[].

 Crítico con ese razonamiento de la sentencia se muestra Rivero Hernández, si bien simpatiza con la ampliación al padre no matrimonial sin posesión de estado de la legitimación para reclamar (vid. F. Rivero Hernández. “Comentario a la sentencia de 23 de febrero de 1990”, en Cuadernos Civitas de Jurisprudencia Civil, n.º 23, abril-agosto 1990, pp. 480-481).  Claramente parece que la pretensión es la de mantener que afirmar o negar la posesión de estado es irrelevante para la legitimación activa del padre reclamante y por encima de que estamos hablando de filiación no matrimonial, pues, en defecto de posesión de estado, surtiría el mismo efecto legitimador el principio de veracidad biológica. La posesión de estado es criterio legitimador sentado por el artículo 131, pero del fundamento del principio de veracidad biológica como apto para sobreponerse a la dicción del 133 nada se dice en esta sentencia. Puestos a defender a fondo tal principio y con dicha virtualidad, habría sido lo más sencillo echar mano del artículo 39.2 in fine de la Constitución (“La ley posibilitará la investigación de la paternidad”) y decir que su ratio es precisamente hacer que predomine la verdad biológica sobre cualquier otra consideración. Pero tal argumentación se toparía con dos problemas. Uno, que chocaría de modo demasiado abrupto con el tenor de las disposiciones del Código Civil que estamos viendo, pues si lo que importa, por imperativo constitucional, es el establecimiento de la verdad biológica por encima de cualquier otra cosa, a qué tantas distinciones en los artículos 131 y siguientes. Y dos, que el mismo artículo 39.2 de la Constitución nombra otras cosas, otros principios (particularmente el de protección de los hijos) que pueden contrapesar el de veracidad biológica y justificar precisamente el diferente trato legislativo de las distintas situaciones, tal como el Código hace (al respecto, recientemente, Bercovitz

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3. Se cita la sentencia antes reseñada del 5 de noviembre de 1987 en lo que se refiere a la idea de que es la existencia de un interés legítimo del padre, matrimonial o no, interés en sintonía con el principio de autenticidad biológica de la filiación, el que fundamenta el criterio de la legitimación del padre en cualquier caso, con matrimonio o sin él y con o sin posesión de estado. Que tal es la orientación de la sentencia y que a tal efecto parece querer sentar dicho criterio yendo más allá de lo que la solución del caso requería, ya que había quedado acreditada la posesión de estado y, por tanto, la legitimación tiene ahí su asidero, lo muestra a las claras el modo de expresarse: “Conforme a estos postulados resulta evidente la legitimación del padre biológico […] más aún cuando se da por supuesta la posesión de estado del hijo”. O sea, que la posesión de estado no sería el fundamento de la legitimación, sino una razón más que se suma a la otra, que es la principal. E. sentencia del 8 de julio de 1991 En esta oportunidad el caso es sencillo en cuanto a la conceptuación de los hechos: un pretendido padre extramatrimonial reclama tal filiación, no existe posesión de estado y la reclamación supone la simultánea impugnación de la paternidad legal, estando el hijo inscrito como del padre matrimonial. El juzgado de primera instancia desestima la pretensión por falta de legitimación activa del demandante, ya que no se da la posesión de estado que con arreglo al artículo 131 le habilitaría, único supuesto en que cabría la legitimación del padre extramatrimonial, pues para una situación tal el artículo 133 sólo legitima al hijo. Con ello quedaría impedida también la impugnación de la paternidad contradictoria, de conformidad con el artículo 134. Es muy

Rodríguez-Cano. “Comentario a la sentencia del Tribunal Constitucional de 16 de octubre de 2000”, en Cuadernos Civitas de Jurisprudencia Civil, n.º 54, octubre-diciembre de 2000, p. 1367). Por eso, porque semejante defensa abierta del puro predominio de ese principio parece atrevimiento excesivo y cuestionable con facilidad, incurre el Tribunal en el tan manido uso de insinuar, amagar y disimular. Y el disimulo aquí consiste en tratar de hacer ver que su conclusión se sigue también de los propios artículos del Código; eso sí, rectamente interpretados y razonados. Sobre la tendencia jurisprudencial a erigir la verdad biológica por encima de los requisitos procesales establecidos por los artículos 131 y siguientes se pronuncia en términos claros Quicios Molina, cuando dice que “da la impresión […] de que la acreditación de la verdad biológica al final triunfa sobre la comprobación de una formalidad que debería ser previa como es la comprobación de la legitimación para accionar” (S. Quicios Molina. “Legitimación activa del progenitor para reclamar la filiación no matrimonial según el Código civil [Comentario a la sts de 9 de mayo de 1997]”, en Derecho privado y Constitución, 11, 1997, p. 420).  Pero recordemos (vid. supra) que en dicha sentencia de 1987 lo que se fundamenta es que en el padre concurre el interés que exige el artículo 131 cuando hay posesión de estado; no esto otro.

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interesante la narración que se hace de esta sentencia del juzgado de primera instancia, porque muestra cómo en la sentencia del mismo se justifica dicha regulación legal y su respeto acudiendo a valores y principios que son también del máximo rango: la intimidad de la persona, la estabilidad familiar, en conformidad con el mandato constitucional de protección social y jurídica de la familia, razones por las que, se dice en la sentencia de instancia, se debe ser estrictos al conceder la legitimación activa. La Audiencia de Zaragoza desestimó la apelación presentada por el reclamante, aduciendo el mismo fundamento legal y abundando en los principios que sostienen la reglamentación del Código Civil. En particular, se acentúa que la regulación legal está informada por principios en tensión, pues si por un lado se consagra el de veracidad biológica, por otro se quiere proteger al hijo defendiendo la estabilidad de las relaciones de estado en que éste conviva y no dejando su cuestionamiento a voluntad de cualquier interesado. En suma, que el interés del padre no es el único interés cuya protección tiene justificación constitucional, legal y moral. En la sentencia que ahora glosamos, el Tribunal Supremo pone en juego esa llamativa táctica retórica, tan común en la jurisprudencia actual, de rechazar la solución claramente sentada por la ley alegando que dicha solución es fruto de una lectura excesivamente literalista, para luego pasar a fundar la opción opuesta con base en… el significado, generalmente descontextualizado, de una determinada palabra o partícula de una norma, con lo que el vicio de literalismo es aún mayor, sólo que, para más inri, como herramienta para esquivar el mandato del legislador y la más obvia ratio de la ley. Y la expresión que aquí permitirá tal juego es el “en todo caso” que se contiene en el artículo 134. Merece la pena detenerse en despiezar esta argumentación interpretativa que criticamos, para comprobar con qué sutiles desplazamientos y tenues maniobras se consigue desvirtuar el mandato legal. Comenta la sentencia uno por uno los artículos 131 y siguientes. Del 133, que dispone que en caso de filiación no matrimonial y falta de posesión de estado la legitimación activa corresponde al hijo durante toda su vida, se dice que inicialmente, cabe entender, que tal y como ocurre en el caso del litigio, cuando no existe esa posesión de estado, que es de donde parte la sentencia de la Sala, la acción habrá de asignarse, exclusivamente, al hijo por el momento, sin posibilidad de extenderla a persona alguna distinta [fundamento cuarto].

Con ese “inicialmente”, la puerta queda abierta a soluciones distintas de la que, hasta ahí, parece evidente. Y sigue:

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en el artículo 134 se prescribe que el ejercicio de la acción de reclamación conforme a los artículos anteriores (y por lo tanto abarcando también la filiación no matrimonial) que corresponde al hijo o al progenitor, permitirá en todo caso la impugnación de la filiación contradictoria, lo cual, puesto en relación con el artículo 113-2.º, ha de concluir a que no será eficaz la determinación de una filiación en tanto resulte acreditada otra contradictoria, cuyas sanciones en relación con el litigio, conducen a entender que el ejercicio de esta acción de reclamación provocará el simultáneo ejercicio de la impugnación de la filiación matrimonial que ostenta el hijo del matrimonio demandado.

A veces se está tentado de pensar que la oscuridad es también una deliberada estrategia para ocultar interpretaciones que más que determinaciones de significado son embates decisionistas. Hagamos cuenta de los argumentos que se contienen en el citado párrafo y del modo como se afirman o se deslizan las tesis que el Tribunal quiere. 1. Una simple coma puede ser determinante, como es obvio. Y, por lo mismo, la omisión de una coma puede tener más de retórico intento que de involuntaria errata. Repárese en el inicio de la frase con que comienza el segundo trozo del párrafo citado y compárese con el tenor exactamente literal del artículo 134. Este artículo dice: “El ejercicio de la acción de reclamación, conforme a los artículos anteriores, por el hijo o el progenitor […]”. El Tribunal dice: en el artículo 134 se prescribe que el ejercicio de la acción de reclamación conforme a los artículos anteriores (y por lo tanto abarcando también la filiación no matrimonial) que corresponde al hijo o al progenitor […]”.

Si en este texto ponemos las comas en el mismo lugar en que las sitúa el artículo de referencia, el “por lo tanto” no sale tan fácil. Las referidas comas del artículo 134 sostienen como interpretación más normal y menos forzada la que entiende que el “conforme a los artículos anteriores” quiere decir, “según lo regulado en los artículos anteriores”, “de conformidad con lo establecido en los artículos anteriores”, “respetando lo dispuesto en los artículos anteriores”… En cambio, la versión sin comas que hace la sentencia pretende que la expresión del artículo 134 es traducible a “los tipos de reclamación de que hablan los artículos anteriores”, que serían, entonces sí, la matrimonial y la extramatrimonial. Mientras el artículo 134, en la interpretación más evidente y que mejor deja a salvo la coherencia sistemática y valorativa del legislador, anuda una consecuencia al régimen sentado por los artículos precedentes, abarcando así un nuevo y más complejo supuesto fáctico, lo que la sentencia pretende es que dicho artículo deja sin efecto lo que transparentemente afirma el artículo

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III. Ejercicios de crítica jurisprudencial

133. En suma, una cosa es el intento de huir del literalismo excesivo y otra, bien distinta, tergiversar la literalidad. 2. El siguiente dato que se ha de tomar en consideración es el ya mencionado “en todo caso”. Aquí, por contra, se trata de aferrarse a una expresión literal para invalidar la literalidad del conjunto normativo de los artículos 131 y siguientes. Comencemos jugando con un ejemplo en que esa expresión aparezca de modo análogo a como está presente en el artículo 134. Supongamos que en un sistema jurídico imaginario hay una regla (regla 1) que estipula que los hombres no podrán besar a las mujeres, salvo que o bien estén casados con ellas o bien las mujeres sean mayores de cuarenta años. Y supongamos que hay también otra regla (regla 2) sobre el mismo tema que dice que siempre que, conforme a la regla 1, un hombre pueda besar a una mujer, podrá en todo caso disponer de los bienes de ésta, si los tuviere. ¿Qué diríamos de la interpretación de estas reglas que sostuviera que conforme a la regla 2 todo hombre puede besar a cualquier mujer, esté casado con ella o no o sea mayor o menor de cuarenta años, siempre que la mujer tenga bienes? Pues creo que es fácil convenir en que sería una pura invención del intérprete, una regla de nuevo cuño con la que el hermeneuta suplanta las reglas 1 y 2 y consigue una situación normativa bien distinta de la que trazaban aquellas reglas con poco margen de duda. Pues, en mi opinión, la analogía es clara con el asunto que comentamos, y el veredicto el mismo: la jurisprudencia está inventando una nueva regla para dejar sin efecto el mandato del artículo 133. El “en todo caso” del artículo 134 (como el “en todo caso” de nuestro ejemplo ficticio) sólo puede tener el significado de “en todo caso en que quepa”, “en todo caso en que esté permitido”. En concreto, “en todo caso” en que conforme, es decir, de acuerdo con los artículos anteriores, el progenitor o el hijo pueden reclamar la filiación, pueden también impugnar la filiación contradictoria. Lo que resulta profundamente absurdo es pretender que el “en todo caso” signifique ahí “en todo caso” a secas, es decir, siempre y sin límite ninguno. Pues bien, en el párrafo que más arriba citábamos se ve en acción ese modo de razonar. El “en todo caso” del 134 se interpreta como “siempre” y al artículo se le da el sentido de que siempre el progenitor o el hijo pueden impugnar la

 Y en nuestro ejemplo imaginario: en todo caso en que el al hombre le está permitido, conforme a la regla 1, besar a una mujer, le está permitido disponer de sus bienes.  En nuestro ejemplo, “en todo caso” a secas, significando “siempre y sin límite ninguno”, equivaldría a entender que siempre que una mujer tiene bienes un hombre puede besarla y, además, disponer de sus bienes.

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filiación contradictoria, y como la impugnación de una filiación va estrechamente unida a la determinación de otra, pues se concluye que por esa razón siempre pueden el progenitor o el hijo reclamar la filiación, al margen de cualquier otra consideración del tipo de la que se contiene en el artículo 133. Y se remacha con un nuevo ataque a la alternativa supuestamente literalista: mas frente a esa versión literalista, puede hasta compartirse la versión más flexible de que la regla general al no especificar nada en contrario, del artículo 134, que habla que esa sanción opera en todo caso, posibilita que, cuando se ejercite la acción de reclamación conforme a los artículos anteriores, por el hijo o por el progenitor, se permitirá la impugnación de la filiación contradictoria, esto es, como entiende cierto sector de la doctrina, si se está legitimado para impugnar, en todo caso, la filiación contradictoria, también esta impugnación condicionará la habilitación para que se pueda ejercitar la acción de reclamación y, por supuesto, cabe admitir la prevalencia de este artículo 134 sobre el sentido restrictor de los antes referenciados en punto al artículo 133 [fundamento cuarto].

Son espectaculares los regates que este razonamiento hace al lenguaje y a la mismísima lógica, y más cuando, acto seguido, se concluye que de consiguiente, si por el juego de este art. 134 en relación con el 113-2.º, el ejercicio de la acción de reclamación conlleva necesariamente a reajustar la filiación contradictoria, en la idea de que si se reclama una de esta clase que pugne con la preexistente, es preciso, asimismo, impugnar esta otra, cabe entender que el ejercicio de dicha acción de reclamación, implícitamente supone también el ejercicio de la acción concurrente de impugnación de la filiación que se pretende, y que por lo tanto, por esa flexibilidad, es predicable la legitimación del progenitor de reclamación de filiación no matrimonial en mor del artículo 134.

O sea que mientras que el Código dice que en ciertos casos de legitimación de hijo y progenitor para reclamar, casos de legitimación que el mismo Código establece, se está legitimado también para impugnar, lo que la sentencia nos explica ahora es que para impugnar se está legitimado en todo caso tratándose de hijo o progenitor, de lo que se sigue que también se estará en todo caso para reclamar. Estamos en las antípodas de lo que tradicionalmente se llama la

 Un ejemplo, de los tan frecuentes, en que el “por lo tanto” no expresa el paso a la una conclusión inferencialmente válida, sino un salto lógico retóricamente camuflado de conclusión.  Hay otro curioso desajuste sistemático en ese planteamiento, desajuste que tiene que ver con otra cuestión procesal, como es la de los plazos que, por obra del artículo 137, rigen para la impugnación de la filiación y su relación con los que operan para la reclamación de la filiación, y en particular, en lo que nos interesa, con lo establecido para el caso de la reclamación no matrimonial y sin posesión de

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III. Ejercicios de crítica jurisprudencial

interpretación lógica y que vela por que se elija aquella interpretación que no haga nacer una antinomia con otra norma del sistema; aquí es precisamente la





estado en el artículo 133, al decir que la correspondiente acción “corresponde al hijo durante toda su vida”. ¿Cómo se combina ese plazo de toda la vida con lo que dice el artículo 137? En el primer párrafo se lee que “La paternidad podrá ser impugnada por el hijo durante el año siguiente a la inscripción de la filiación. Si fuere menor o incapaz, el plazo contará desde que alcance la mayoría de edad o la plena capacidad legal”. Para añadir el párrafo siguiente del mismo artículo que “El ejercicio de la acción, en interés del hijo que sea menor o incapacitado, corresponde, asimismo, durante el año siguiente a la inscripción de la filiación, a la madre que ostente la patria potestad o al Ministerio Fiscal”. En caso de reclamación por el hijo de filiación extramatrimonial, no existiendo posesión de estado de esa filiación y existiendo legalmente una filiación matrimonial con su consiguiente posesión de estado, y puesto que según el artículo 113.2 reclamar una filiación fuerza a impugnar la existente contradictoria, ¿nos encontramos con que el plazo de toda la vida que da al hijo el artículo 133 para la reclamación se convierte en un plazo de un año desde la inscripción registral de la filiación matrimonial (o desde que el hijo cumpla la mayoría de edad o la plena capacidad legal), puesto que éste sólo deja dicho plazo a la acción de impugnación de la filiación inscrita y puesto que, como se ha dicho, esas dos acciones no pueden ejercerse sino unidas en un caso así? La respuesta correcta la viene dando la jurisprudencia del Tribunal Supremo, pero a base de resaltar lo obvio: que cuando hay reclamación de la filiación, la acción de impugnación de la opuesta a que se refiere el artículo 134 es accesoria de aquélla. Así lo dice por ejemplo la sentencia de 28 de noviembre de 1992, la cual, en un caso como el que comentamos, sostiene que “en cuanto ahora interesa […] la impugnación es accesoria de la reclamación por ser ambas contradictorias y no poder subsistir conjuntamente, y, por otro, que en modo alguno puede admitirse aplicar a la acción de reclamación como acción principal, el plazo de prescripción o de caducidad que señala el artículo 137 CC para la de impugnación”. Y así se había declarado ya, con idénticos términos, en la sentencia del 3 de junio de 1988 o la del 20 de diciembre de 1991 y otras anteriores. De acuerdo. Pero si en estas sentencias se admite con toda naturalidad y buen fundamento que la acción de impugnación a que se refiere el artículo 134 es accesoria de la de reclamación y opera cuando esta última quepa, ¿por qué en las sentencias que venimos observando dicha accesoriedad se convierte en protagonismo principal y, a efectos de legitimación activa, se da la vuelta a la situación y se convierte la legitimación general que supuestamente otorga este artículo para impugnar en determinante de la igualmente general legitimación para reclamar? En otras palabras, si en cuanto a la legitimación se quiere hacer del 134 no lo accesorio y referido sólo a la impugnación, sino lo general y referido tanto a impugnación como a reclamación, ¿por qué no ocurre igual con los plazos? O, aún formulado el interrogante de otra manera, ¿por qué la acción del 134 es accesoria de las acciones de reclamación de los artículos anteriores en cuanto a los plazos pero no es accesoria de lo mismo en cuanto a la legitimación activa? Sí se ha mostrado consecuente a este respecto, en cambio, la doctrina más autorizada. Así, Rivero Hernández, para quien “en el artículo 134 se contempla y regula una acumulación especial, en la que una pretensión –la impugnatoria– es accesoria de otra que se erige en principal –la reclamatoria–. Y ello porque el triunfo de la primera es un requisito previo para lograr el éxito de la segunda, que es la verdaderamente fundamentadora de esta acumulación, ya que es el ejercicio de la acción de reclamación el que ‘permitirá en todo caso’ la impugnación de la filiación contradictoria. Razón por la cual el régimen jurídico –legitimación activa, plazo de caducidad– a que se hallará sometida dicha acumulación será el de la acción de reclamación (lo que también se deduce de la remisión que el propio art. 134-2 C.c. hace a los artículos anteriores en los que se regula esa acción), y no el de la acción de impugnación, dato del que deriva toda su especialidad” (cfr. Rivero Hernández, en J. Rams Albesa y R. M. Moreno Flórez (coords.). Comentarios al Código Civil, ii, vol. 2.º, Libro Primero (títulos v a xii), Barcelona, Bosch, 2000, p. 1345). El mismo autor había señalado la práctica unanimidad doctrinal sobre esa accesoriedad de la acción de impugnación respecto de la de reclamación (cfr. Rivero Hernández. “Comentario a la sts de 5 de noviembre de 1987”, Cuadernos Civitas de Jurisprudencia Civil, n.º 23, septiembre-diciembre 1987, p. 396).

12. ¿Interpretación judicial con propósito de enmienda (del legislador)? Acerca de la jurisprudencia…

antinomia lo que se provoca forzando al artículo 134 a decir lo contrario de lo que dice el 133 o dejando éste apenas en nada. F. sentencia del 29 de abril de 1994 Es ahora una madre la que reclama frente al demandado la declaración de la filiación no matrimonial, no existiendo posesión de estado. Encontramos aquí un buen ejemplo del empleo de expresiones de refuerzo retórico (“es indudable”, “no es dudoso”) a la hora de sostener una interpretación que, como mínimo, es discutible. En efecto, cuestionada la legitimación activa de la madre con base en el artículo 133, la sentencia dice que La desestimación de este motivo es indudable ya que la legitimación activa y el evidente interés jurídico de la recurrida para reclamar la paternidad a favor de su hijo menor de edad deriva no sólo de una inequívoca relación de naturaleza moral y física, sino del derecho positivo vigente y de la jurisprudencia de esta Sala. Así las sentencias de 5 de noviembre 1987, 10 de marzo 1988 y otras sientan claramente la legitimación ‘ad causam’ basada en los artículos 133 y 134 del Código Civil para reclamar la filiación extramatrimonial por partir del supuesto de paternidad biológica, declarándose expresamente la legitimación de la madre, de acuerdo con el artículo 134 del Código Civil, del que deriva o se reconoce el interés legítimo protegido por la Constitución (artículo 39). No es dudoso que el precepto legal civil sustantivo mencionado incluye la acción de reclamación tanto a favor del hijo como del progenitor, en este supuesto la madre, sin hacer distinción ni exclusión alguna en caso como el ahora debatido, sin perjuicio de lo dispuesto en el párrafo primero del artículo 133 para que durante toda su vida pueda el hijo reclamar su filiación no matrimonial [fundamento segundo].

Esta argumentación merece un análisis en detalle, tanto de cada una de sus piezas o partes como del modo en que se presentan y articulan. La legitimación activa de la recurrente (y su interés jurídico, si bien este concepto no es en este caso relevante a tenor de las normas aplicables) es fundamentada en tres consideraciones, por este orden:

 Resulta curiosísimo que la panoplia de posturas no se limite a mantener que sólo el hijo tiene legitimación activa en el supuesto problemático que analizamos o que la tienen el hijo, el padre y la madre. Hay quien sostiene también que en el proceso de reclamación de filiación no matrimonial sin posesión de estado los legitimados activamente son sólo el hijo y el padre (Aparicio Auñón. Ob. cit., p. 4048). Se nos escapa por completo cómo se puede sustentar esa opción que no se apoya ni en la dicción del artículo 133 ni en la “alternativa” del 134, salvo que se interprete que en éste la expresión “el progenitor” se refiera sólo al progenitor masculino, lo cual no parece muy de recibo desde ningún punto de vista que pueda contemplarse ni, desde luego y como estamos viendo, ha sido mantenido por la jurisprudencia.  En términos idénticos se expresa la sentencia del 22 de marzo de 1999.

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III. Ejercicios de crítica jurisprudencial

1. En “una inequívoca relación de naturaleza moral y física”. Pese a lo supuestamente inequívoco de la tal relación, nos queda la duda de a qué se refiere y, sobre todo, el enigma de su relevancia como argumento en este contexto legal y por relación a qué precepto. 2. En el derecho positivo vigente. Ahora bien: el veredicto del derecho vigente, presuntamente tan claro, se hace derivar de su interpretación jurisprudencial. 3. En la jurisprudencia anterior, que ligaría la interpretación que se defiende como indiscutible a la primacía de la paternidad biológica y a ésta con la Constitución y su reconocimiento de un interés legítimo al respecto. Pero ¿en qué queda esa argumentación si se pone en duda qué signifique esa “inequívoca relación de naturaleza moral y física” o se pide que se pondere con otras consideraciones morales; si se discute, como hacemos aquí, la evidencia y el acierto de dichos precedentes jurisprudenciales (repárese, además, en que una de las dos sentencias invocadas es la del 10 de marzo de 1988, antes vista y que destaca por su nula fundamentación de la posición que adopta) y si la correspondencia pretendida entre los artículos del Código Civil que vienen a cuento, los intereses prioritarios y los valores constitucionales se cuestiona desde otra secuencia que vincule tales artículos con otros intereses y otros principios constitucionales? Pues pasará, como mínimo, que la tan subrayada evidencia e indiscutibilidad se torna en oscuridad y duda. Es digna de atención la manera en que esta sentencia salva el sentido del artículo 133 al interpretar que éste tiene su razón de ser en señalar que la legitimación del hijo para reclamar la filiación no matrimonial, cuando no hay posesión de estado, es para toda la vida. Con ello no estaría este precepto definiendo quiénes están legitimados activamente en ese supuesto, sino fijando que si es el hijo el reclamante, no tiene plazo. Porque lo que es la legitimación activa, según esta interpretación, quedaría establecido por el artículo 134, que la otorgaría a hijos y progenitores en cualquier caso. Pero con una interpretación así se da un paso más en el atentado contra la sistemática, la coherencia y la razón de ser de esta sección del Código Civil. Veamos por qué. Si la regla general que se ve contenida en dicha sección es que la acción no caduca cuando la ejercen por sí el padre, la madre o el hijo, ¿qué sentido tiene que el artículo 133 se dedique nada más que a resaltar esa no caducidad respecto del hijo? Es más: pierde sentido también la diferenciación con el 132,

 Así, por ejemplo, V. Cortés Domínguez, V. Gimeno Sendra y V. Moreno Catena. Derecho procesal civil. Parte especial, Madrid, Colex, 2.ª ed., 2000, p. 182.

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que declara imprescriptible la acción de padre, madre e hijo cuando la filiación que se reclama es matrimonial. Nos encontramos nuevamente ante una perplejidad sistemática: si tanto en el caso de filiación matrimonial como en el de no matrimonial la legitimidad la tienen el padre, la madre y el hijo y en ambas situaciones, además, la acción es imprescriptible, ¿por qué liga el artículo 133 la legitimación activa del hijo a la imprescriptibilidad de la acción durante toda su vida? Lo único que salva la coherencia sistemática y la razón de ser del artículo 133 es un argumento a sensu contrario referido a uno u otro de sus dos aspectos. Es decir: 1. o está diciendo el artículo 133 que sólo el hijo tiene legitimación activa en el supuesto que contempla (filiación no matrimonial), interpretación que la jurisprudencia rechaza y nosotros defendemos; 2. o está diciendo que sólo la acción del hijo, cuando se trate de filiación no matrimonial y sin posesión de estado, es imprescriptible, con lo que las de los otros tendrán plazo, y quedaremos en la duda de qué plazo será ese y cómo y dónde se determina. Como esto último suena absurdo y no se plantea, queda sólo la opción 1 como manera de evitar el otro sinsentido: el de tener que presuponer un legislador absolutamente antisistemático, incoherente, caótico, redundante y con serias dificultades expresivas. Casi un legislador estúpido. G . s e n t e n c i a d e l 24 d e j u n i o d e 1 9 9 6 Estamos otra vez ante la reclamación por el pretendido padre biológico de la declaración de filiación no matrimonial, sin que se acredite posesión de esta-

 También la rechaza alguna doctrina. Así, Baeza Pastor, siguiendo a Herrera Campos, dice que el artículo 133 no significa que sólo el hijo tenga la legitimación activa, sino simplemente afirma que éste la tiene y deja abierto si la tiene alguien más (A. Baeza Pastor. “Las acciones de reclamación de la filiación. Estudio en particular de la legitimación del padre biológico en las reclamaciones de paternidad extramatrimoniales”, en Revista General de Derecho, lxvii, n.º 564, 1991, p. 7106). Pero si aceptamos que cuando una norma atribuye le