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Spanish Pages [173] Year 2013
El Caribe a vuelo de gavilán
asto como el planeta, o casi, el Caribe es un prodigio de suelos húmedos y de ámbitos secos; de vientos que estresan a las plantas, que sin embargo perviven airosas al borde de sus mil seiscientos kilómetros de costas; de páramos (que también existen); de deltas colosales y de sabanas luminosas y de bosques en las cúspides de sus serranías por donde sobrevuelan los cóndores y en donde se mece una numerosa población de la familia de las podocarpáceas, que son los Podocarpus, que son las coníferas, que son los pinos nativos. Y, además, hay robles de tierra caliente y de tierra fría. Como si le faltara algo al milagro de esta tierra, hace unos años se hallaron unos inéditos robledales de tierra fría (Quercus humboldtii), que en general se dan por encima de los dos mil metros de altitud y que pertenecen a Con sus diversas categorías, favorecidas las fagáceas, plantas que se creían imposibles para el Caribe, por sus vientos y sus suelos, lo que ha confirmado a muchos la conexión de su botánica su vegetación es bella, útil, arrebatada, con la del bosque andino. Como si estuviera anhelando el colosal, delicada, generosa calor y el olor del mar, el robledal del asombro fue hallado en el cerro Murrucucú, en Tierralta, en el alto Sinú. Son robles caribes o de tierra caliente (Tabebuia rosea), que en Antioquia se conocen como guayacanes rosados y en el Tolima como ocobos. Fue esa una —otra— demostración del poder de su naturaleza privilegiada, tan viva y tan diversa, que no hay consenso alrededor de cuántas son las categorías de su vegetación, por las cuales algún estudioso ubica en al menos once. El Caribe no es, pues, la amplia llanura imaginada a veces desde la Colombia montañosa. Es un territorio que nada tiene de monótono, que arranca desde el cabo
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Perfil
Campano o Samán Samanea saman
Guineo manzano Musa acuminata
Tejidos en algodón Gossypium barbadense
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Tiburón, en el Chocó, cerca a la frontera con Panamá, y termina arriba muy arriba en punta Castilletes, en la frontera con Venezuela. Ciento treinta y dos mil doscientos ochenta y ocho kilómetros cuadrados que son casi el doce por ciento del territorio colombiano, y en ellos alberga a más de once millones de personas que habitan los ocho departamentos que lo integran. Y no es solo eso. No solo es la tierra firme atravesada por grandes ríos y sobresaltada por casi una docena de serranías enormes y misteriosas, en donde ocurre la vida botánica menos conocida, sino que es también el territorio marino, que abarca seiscientos cincuenta y cinco mil kilómetros cuadrados, que son los que le co-
Uvito de playa Coccoloba uvifera
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rresponden a la riqueza colombiana como pertenencia sobre el mítico mar de los caribes. En ellos —en ese mar cálido— viven los arrecifes coralinos y los manglares, las praderas de pasto marino y los estuarios y las lagunas que se forman cuando los ríos van a tributar sus aguas al océano. La variedad de suelos que origina la complejidad de sus plantas tiene explicación en el principio de los tiempos. El litoral Caribe colombiano estuvo sumergido en el mar durante el Cretáceo (hace ciento treinta y cinco millones de años). Sobre las pequeñas islas que aquel mar iba dejando al descubierto emergieron las primeras plantas hace unos ciento diez millones de
Perfil años, hasta que la tierra firme empezó a consolidarse con la aparición de la cordillera Oriental hace diez millones de años. La evolución en su efervescencia. Y con ella, en una sucesión de eventos geológicos, vino la aparición de “islas ecológicas” en las cimas de las montañas: manchas de bosques húmedos o más secos en donde abundó la naturaleza endémica, plantas que solo se dieron allí desde entonces y hasta ahora. De todo aquello (estamos en el Pleistoceno) se formaron guetos de vegetación que sobrevivieron a las glaciaciones en las zonas que después se llamarían del Perijá, de la Sierra Nevada de Santa Marta y del Paramillo, como lo cuenta el profesor Hermes Cuadros en su ensayo sobre la vegetación caribe. Y por esos fenómenos se cree que el veinte por ciento de las plantas en esas zonas son de allí y nada más que de allí. Es el mismo investigador Cuadros quien habla de al menos once categorías en la vegetación caribe. Tal su vastedad. Y tal su poder de asombrar como asombró a Cristóbal Colón, quien no pisó el Caribe colombiano pero merodeó por estas vecindades donde todo tiene la luminosidad amarilla, y las aguas son verdes y azules, y la clorofila arrebatada. “Puestos en tierra vieron árboles muy verdes y aguas muchas y frutas de diversa manera”, relató el navegante. Y siguió: “[…] vide muchos árboles muy disformes de los nuestros, y delios muchos que tenían los ramitos de muchas maneras y todo en un pie, y un ramito es de una manera y otro de otra, y tan disforme, que es la mayor maravilla del mundo cuanta es la diversidad de una manera a la otra”. Colón describió aquello como aparece entre las comillas y lo definió como el Paraíso Terrenal, al que no puede llegar nadie salvo por voluntad divina, según lo recoge Jesús Ferro Bayona en un texto impecable y apasionado que se titula La parábola del Caribe, nuestra tierra prometida. Y lo describió Colón —así al rompe, no más llegar a las cercanías de la desembocadura del Orinoco—, sin haber deambulado tierra adentro como han deambulado quienes encuentran en estas tierras colombianas, en sus suelos, en la composición de sus suelos, una de las explicaciones a la explosión de vida de su naturaleza. Hay suelos arenosos (Tropopsamments para los expertos). Tierra mal drenada que tiene su gracia
y que abunda en alturas que van desde los cero hasta los doscientos metros sobre el nivel del mar. A ese arenal se suman altos contenidos de sales y de sulfatos (Sulfaquents para los mismos) y también suelos desarrollados con depósitos orgánicos para esas planicies con tendencia a ser cóncavas y que son inundables con las mareas. Hay otro grupo de tierras caribes, según estudios recogidos por el profesor J. Orlando Rangel-Ch., que son las que van hasta los ochocientos cincuenta metros sobre el nivel del mar y en las que existen calizas blandas, magras, arcillas arenosas y yesíferas, todo ello arropado por una temperatura promedio de veintiséis grados centígrados y una humedad relativa de 81,4%. Todo eso cuenta, claro. Y mucho. El suelo, la temperatura, la humedad. Y el régimen de lluvias en el Caribe, que establece diferencias entre lo que cae en la Guajira y lo que se precipita sobre el resto. Allá arriba, en la península inmensa, los esperados aguaceros van desde agosto hasta noviembre, y en el resto llueve y truena y relampaguea entre mayo y noviembre. Mientras llueve no hay vientos, pero basta con que el cielo se abra para que empiece a soplar como Níspero solo sopla por estas tierras. Son Manilkara zapota los alisios, generados por un anticiclón que los hace más fríos y densos que las atmósferas locales. Esta contradicción térmica es la que inhibe las lluvias en las épocas frescas, pero al chocar con las laderas de las serranías y trepar por ellas produce niebla y la llamada lluvia orogénica. Nada estrambótico. Ni es nada perjudicial. Por el contrario, la lluvia orogénica es la que gesta y hace nacer el bosque húmedo, que es verde como las selvas y que crece en las cercanías del mar como sucede, por ejemplo, en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, o como pasa en Macuira, ese oasis del oriente de la Guajira en donde a los ochocientos metros de altitud hay bosque de niebla.
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Roble florecido Tabebuia rosea
Junto o a su debido tiempo —a raudales cuando llueve, al rugido de los alisios cuando sopla, en la canícula que azota cuando el verano viene en serio—, junto o a su debido tiempo todo aquello se da en el Caribe para producir esta vegetación que es un derroche de colores y de olores, un alborozo de la botánica que dejó perplejo al propio Alexander von Humboldt cuando a comienzos del siglo xix entró al litoral Caribe por la desembocadura del Sinú y después a Cartagena y enseguida viajó a lo que hoy es Turbaco, para constatar la abundancia de ríos y ciénagas, de espejos de agua y de manglares, de llanuras y de sabanas, de playas, dunas, arrecifes, deltas y el etcétera interminable de este territorio opulento. Dicen que quizás por aquellos bosques de Turbaco a donde fue a buscar los legendarios volcanes de aire, Humboldt pudo haber tropezado con la inmensidad del
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Cavanillesia platanifolia, el macondo, que se levanta hasta cuarenta metros del suelo, que es un largo tronco desnudo y pero no liso del todo porque tiene anillos. Las ramas solo aparecen en la cúpula y en ellas produce flores y unos frutos que cuando se los lleva el viento parecen volar con sus alas rosadas y cafés. El macondo sirve para la memoria de la literatura colombiana, para admirar su actitud erguida y sus hojas amplias, y ha servido también para que de él se hagan canoas, bongos y utensilios de cocina para lavar y para almacenar granos, harinas, frutales. Y para algo más sirve el macondo: para acariciar su piel, que es mansa, y golpearle el tronco para oír que retumba como un bombo de banda pueblerina. Estudiada con dedicación y de pronto hasta el delirio por muchos científicos pero desconocida por la mayoría de quienes no lo son, la región Caribe es en términos de clasificaciones botánicas muchos nombres y muchos números: 3.429 especies que corresponden a 1.160 géneros que provienen de 246 familias. Las más abundantes son, en orden, las rubiáceas, las fabáceas, más conocidas como leguminosas (que incluyen fabóideas, cesalpinióideas y mimosóideas), las asteráceas y las poáceas. En términos de sobremesa familiar estas denominaciones científicas quieren decir, en el primer caso, que en la región abundan el boca de sapo, el botoncillo, el café y el cruceto. En el segundo, el matarratón, el madero negro, el yabo y el orejero, son algunos de los más representativos. Los tabaquillos y los senecios, entre las asteráceas, son los géneros que más pueblan los caminos del Caribe, en donde las poáceas entregan a sus habitantes muchas otras plantas, como la caña flecha (Gynerium sagittatum), que usan para artesanías y tejidos. Con todas ellas y con las tres mil y pico de las otras especies de plantas, de árboles y de arbolitos, de lianas, de bejucos y de hierbas, los habitantes del Caribe disfrutan del paisaje y se abastecen para sus medicinas tradicionales, para sus cocinas olorosas, para sus viviendas ancestrales, para sus ritmos musicales. Porque la botánica les da todo eso. Los refresca en la tarde cuando toman la sombra debajo de los caracolíes y de los cañaguates; los alimenta al obtener de los arbustos de guandul lo que necesitan para un arroz exquisito; les alivia la sed con los tamarindos; les pinta
Perfil la cara con el hongo mashuka para protegerse del sol y los pone a bailar con los sonidos que obtienen del pecíolo de la hoja del papayo o de las numerosas cañas que les rodean, y les permite hacer los intrincados techos de sus casas con palma amarga. Y un además largo que hasta tiene que ver con la toponimia porque muchas plantas les han dado nombres a pueblos, todo lo cual se contará, capítulo por capítulo, en todos los que componen este volumen de la Colección Savia. Todo eso y lo demás es el Caribe que está aquí, que tenemos aquí, que tanto y tanto desconocemos
aquí. Porque de él, de su patrimonio más allá de los portentosos talentos humanos que han hecho un aporte colosal a los orgullos nacionales, más allá de ellos y del disfrute de su geografía con sus playas de arenas suaves, no sabemos mucho. Y por no conocer de tesoros tan maravillosos como su vegetación, restringimos la admiración y nos perdemos de entender la bondad del trupillo y el encanto y la utilidad de los cactos, como el cardón o como el guamacho, cuya aparente hostilidad encubre lo útil que son como elementos ornamentales, como alimento y como medicina. Por ejemplos.
En letra cursiva El Caribe es un panorama de colores, de tamaños y formas. Nos permite observar árboles majestuosos e impactantes como el caracolí, mijao u orejas de burro (Anacardium excelsum), una anacardiácea también denominada caracolí amarillo o blanco en el Quindío, caracol en Antioquia y espavé en el Pacífico. O como el macondo o volao (Cavanillesia platanifolia), una malvácea llamada barril en Santander o bonga en Antioquia. En cuanto a la paleta de colores, son apreciables las bignoniáceas amarillas como el guayacán polvillo o cañaguate (Tabebuia Polvillo Tabebuia sp. chrysantha) también denominado guayacán amarillo, floramarillo o palo de arco, y bignoniáceas rosadas como el roble de tierra caliente (Tabebuia rosea), mejor conocido como ocobo en la región Andina y como guayacán rosado en el Amazonas. En este arcoíris de naturaleza se distinguen algunas rubiáceas de floraciones o semillas rojas que sobresalen por el verde de sus hojas, tales como el boca de sapo (Psychotria poeppigiana), conocido como beso de negro o sombrerito del diablo, y el botoncillo (Borreria capitata), llamado sanalotodo en Cauca y Nariño o como cordón de fraile en Boyacá. Perteneciente a esta misma familia, que nos levanta cada mañana, encontramos también el café o borbón (Coffea arabica) y, ya sin coloraciones rojizas, otras rubiáceas como el cruceto o mariangola (Randia armata).
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En el Caribe reinan asimismo las leguminosas o fabáceas, que incluyen tres grupos: fabóideas, mimosóideas y cesalpinióideas. Entre estas últimas podemos apreciar el yabo, o sauce guajiro (Parkinsonia aculeata), y el tamarindo (Tamarindus indica). Entre las fabóideas están el guandul (Cajanus cajan) y el matarratón o madre de cacao (Gliricidia sepium). Y entre las mimosóideas se cuentan el orejero o piñón de oreja (Enterolobium cyclocarpum) y el trupillo o cují (Prosopis juliflora). Pero más que de leguminosas, el Caribe es una región palmera, de arecáceas, como la palma amarga o chilanule (Sabal mauritiiformis), mejor conocida como palmiche en Urabá y otras regiones de Antioquia, o como calicá en Huila. Y no se puede dejar atrás una familia que predomina en todo el continente, la de las asteráceas, presentes especialmente en los páramos, representadas por los senecios y el tabaquillo, del género Pseudogynoxys. Pero no sobra repetir que la región Caribe es un vasto panorama de tamaños, colores y formas. Y respecto a estas últimas, basta recordar esas raíces en forma de largas patas que brotan de los mangles (Rhizophora mangle), o los increíbles diseños adaptados hasta a los lugares más inhóspitos que presentan las cactáceas, entre las que podemos apreciar el cardón o canelón (Stenocereus griseus) y el guamacho o chupachupa (Pereskia guamacho).
Sonidos que dan los árboles
na canción antigua, de cuando los tayronas construían caminos de piedra y otro centenar de familias caribes peinaba las llanuras, se riega como el agua misma desde el Urabá hasta la Guajira. Su melodía honrosa, bella siempre, nace del corazón del que vive más cerca del sol y del mar. Del que imagina más allá de la línea en que se pierde el agua. Del que inventa historias de dioses y condenados. Del que se rodea de mitos para enriquecer a su prole. De ese que sabe bien qué armas usar para contarle al mundo lo que le nace del alma, lo que lo hace un caribe. Son dueños de un arsenal de gaitas primigenias que surgen del cardón y de la mano del hombre. De tamboras que resuenan en el pecho con el olor de la viruta madura de la ceiba blanca, el caracolí o el banco. De tambores alegres, llamadores, de maracones de totumo y flautas de mi- Las cañas, los troncos, las ramas, llo. Un arsenal hecho también de cajas que ya no suenan con los frutos, las semillas. El bosque todo. cueros, pero que ahí siguen adornando el canto del acordeón Los caribes se nutren de la vegetación para y la gracia de la guacharaca. Uno que con los años se volvió obtener su savia: la música allí el conjunto de herramientas para traducir lo diverso, y que encontró en los árboles la esencia misma del sonar de esta inmensa región. Y como casi todo en esta tierra en que la Virgen y el demonio encuentran cada cierto tiempo un buen árbol de mango para hacer su aparición, todo comienza con el silencio mismo de la noche. Ese silencio perdido, digamos, de la tierra. Justo entonces la gaita canta con nostalgia su soledad primera. Dos, tres, cuatro notas lentas producidas por el soplo del hombre —a veces fuerte, a veces extenuado— vuelan a través de la sierra inmensa y se dispersan por las llanuras, el desierto y luego el mar.
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Bejuco Bignoniáceas
Ceiba blanca Hura crepitans
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Tambores Gyrocarpus americanus
Gaita Selenicereus sp.
Flauta de millo Sorghum sp.
Maracones Crescentia cujete
Guacharaca Bactris guineensis
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M ú s ic a Su sonar comienza en el espacio donde ya no mora el corazón del Selenicereus grandiflorus o cardón, una planta desértica de la familia de los cactus o cactáceas, de cuya muerte resulta una madera delicada y suave. El corazón, sometido al agua abundante, se pudre, se muere, y entonces el hombre hurga hasta encontrar ese otro lado del viento que le da vida a un cilindro, en el futuro sonoro y encantador. La fórmula se completa con una cabeza hecha con cera de abejas y carbón vegetal molido, mezcla que produce una goma que el artesano moldea a su antojo y que le da el tiempo suficiente para instalar con juicio el trozo tubular de la pluma de un pato, que sirve como boquilla. Lo demás pareciera simple frente a esta complejidad hecha de natura: con esa exactitud que solo se gana con los años, el artesano abre los orificios en el músculo mismo del cardón, en donde, de ahora en adelante, se posarán los dedos del músico tradicional de la gaita colombiana. Kuisi bunza es la gaita hembra. Kuisi sigi, la gaita macho. Se diferencian por el número de orificios en la fibra. La primera tiene hasta cinco. La segunda, solo dos. Sus nombres ancestrales vienen de la Sierra Nevada de Santa Marta, esta maraña donde conviven koguis, arhuacos, wiwas y kankuamos, pero en la que antes vivió una sola gran familia: la cultura tayrona. Habría que imaginarse entonces esta tierra mítica adormilada por el lamento de las gaitas de cardón. Pero también la impresión resultante del golpe de las manos indígenas sobre un tambor alegre o sobre un llamador, esas estructuras cónicas que nacen del vaciado del Anacardium excelsum o caracolí, árbol que algunos aún consideran sagrado, de una madera liviana, hojas de color verde oscuro y una pesada semilla marrón que se entierra al caer de las ramas, que pueden alcanzar los treinta metros de alto. Tan noble es su existencia, por demás, que existe en casi todas las alturas de la región Caribe, desde el nivel del mar hasta los mil metros, y llega a resistir hasta más allá de los mil quinientos, por lo que no es extraño verlo incluso en la región Andina colombiana. Los artesanos de San Jacinto, Bolívar, en donde adoptaron la fabricación de los instrumentos tradicionales como la gaita, trabajan también los troncos
de caracolí, o los remplazan por un buen trozo de Hura crepitans, o ceiba blanca, para fabricar esos tambores coronados por el cuero de un chivo adulto. Artesanos de toda la vida como José Lara, un propio de esa tierra amable de San Jacinto, dicen que ofrece un buen sonido. “La ceiba sirve cuando tiene entre cuatro o cinco años. Es entonces cuando la madera es fina y firme”, cuenta. Y agrega que hay que tener cuidado porque, casi como si llorara, de sus cortes brota un aceite, savia, que puede llegar a incendiar los ojos. Otras maderas más le dan cuerpo a la percusión costeña: la del banco o volador (Gyrocarpus americanus), de las hernandiáceas, un árbol de flores amarillentas y frutos con dos alas que les permiten volar para dispersar con facilidad las semillas; o también la del toco o naranjuelo (Crateva tapia), de las caparáceas, un árbol con flores de pétalos blancos y numerosos estambres que sobresalen de las flores y frutos redondos y carnosos. Estas dos especies son las preferidas para fabricar la caja vallenata. Y ahora entonces todo es fiesta. Vientos, como las gaitas, y tambores amarrados y templados casi siempre con abundante Adeno- Totumo calymma inundatum o bejuco mali- Crescentia cujete bú, se unen al regocijo costero. Ya no hay silencio. Hay baile y canto después de la jornada de vaquería en los planos y lomas de esta tierra cenagosa, ardiente. Solo falta ese ornamento indispensable que otorgan idiófonos como la guacharaca, esa pieza que adoptó su nombre de una pava silvestre muy doméstica en la Guajira, y que es cortada y tallada sobre la materia del Bactris guineensis (corocito, uvita de lata). O sobre el fruto del totumo —Crescentia cujete—, que lo convierte en un instrumento infaltable, por su aporte rítmico, para los trovadores del Cesar, Magdalena y la Guajira misma. Idiófonos también como el maracón, esa lluvia de gracia que resulta del trasegar de las semillas de la
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Papayal Carica papaya
chuira o achira por el centro del calabazo de un totumo, interpretado en los conjuntos de gaita, generalmente, por el mismo responsable de darle aire a la gaita macho. El rastrillar y sonar de tales utensilios nunca dejó de ser un instrumento para la comunicación con las fuerzas espirituales que gobiernan las tierras de los nativos de la costa. Así también se emplean aerófonos menores como la flauta de millo, un pequeño artefacto que rememora el sonido de un lamento y que proviene de una variedad del Zea mays, un maíz dulce que se introdujo tras la conquista. Este pequeño medio para dar vida a las melodías también puede resultar del carrizo, otra especie de caña, y en algún momento llegó a fabricarse con tronco de corozo. Juntos todos estos instrumentos, conforman un ensamble de la diversidad que es único y que no, no tiene precio. Por sus notas y tiempos se deslizan las influencias de aquellos sonidos que llegaron en bar-
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co desde el continente africano. O que ya vivían aquí, como en la sierra, para llamar la atención de los dioses. O que llegaron, como en el caso de las octavas del acordeón, de la mano de esos dos hermanos alemanes que arribaron por el puerto de Riohacha con sus melodías bávaras y se asentaron en la provincia de Padilla para asombrarse con las hazañas musicales de Francisco el Hombre, esa leyenda. William Ospina dice que las canciones son “la más humilde y la más inmediata poesía de los pueblos, y en el caso nuestro, son una muestra muy viva de la complejidad de esta cultura, de su riqueza, de sus maneras, sus certezas y sus incertidumbres”. Y nada más cierto que eso para el caso de esta música caribe hecha cumbia, puya, porro, gaita, fandango, bullerengue o tambora. Esta música que habla de amores y climas por igual. Esta música interpretada con los árboles, con la fibra misma del mundo.
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En letra cursiva Tan majestuoso es el árbol del caracolí (Anacardium excelsum), que lo encontramos en casi todos o todos los capítulos de Savia Caribe. Esta anacardiácea, que también es denominada caracol o espavé en otras regiones de Colombia, comparte familia con los mangos o mangas (Mangifera indica). Ambas, como este capítulo lo consigna, son especies tenidas por sagradas por numerosos habitantes de la región. La primera no solo por su gran tamaño, que impone una aproximación reverencial, sino por los materiales que aporta a la humanidad; y la segunda Corozo de lata especie por ser, como se dijo, percha de Bactris guineensis aparición de la Virgen y el diablo. Pero además de sagrado, el caracolí es padre de la música que se genera en la región, tal como los totumos o calabazos (Crescentia cujete), conocidos también como mate en el Chocó o chícaros en Santander, los cuales, junto con el bejuco malibú o bejuco blanco (Adenocalymma inundatum), hacen parte de las bignoniáceas. Del sonar de los
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árboles del Caribe también es representativa la ceiba blanca (Hura crepitans), conocida como tronador en el Amazonas, como acuapar en Cundinamarca y Tolima y como ceiba brava en Antioquia, y que pertenece a las euforbiáceas. Aquí también es digno de mención el aguacate macho o laurel bongo (Persea caerulea), mejor conocido como aguacatillo en otras regiones por fuera del Caribe. Pero no toda la música de la región proviene de los árboles. Hay también plantas no maderables que participan en la generación de melodías del litoral Caribe, tales como el cacto cardón (Selenicereus grandiflorus), cuyas flores, como su nombre científico lo indica, son de mayor tamaño en comparación con las de sus congéneres. Además es importante agregar que una variedad de instrumentos de viento, tales como las flautas, se fabrica con esas grandes hierbas que son las poáceas, como el maíz o capi (Zea mays), o con arecáceas, como la palma uvita de lata o corocito (Bactris guineensis), una de las plantas con más utilidades en toda la región Caribe.
La caja vallenata Tal vez cuando los chimilas eran los reyes de la caja, no se llamara caja propiamente. Y es probable, también, que entonces el aguacatillo o el banco no fueran la materia de su fabricación. Por eso al instrumento conocido hoy en día se le considera hijo del mestizaje, como a sus mismos fabricantes. Un instrumento que, por cierto, tuvo que recorrer multitud de pueblos y de tiempos para convertirse en el inseparable compañero del acordeón y la guacharaca en los conjuntos vallenatos. Hoy es otro, sí. Hoy según el pueblo que lo toque y el conjunto musical al que acompañe, puede adoptar nombres y tamaños distintos. En algunas poblaciones de Bolívar se le llama currulao; en Palenque de San Basilio, lumbalú; en el Atlántico se le dice guacherna, y en el Cesar, Magdalena y Guajira se le llama caja: la caja vallenata. Para ser perfecta debe tener unas especificaciones ineludibles. Tomás Darío Gutiérrez, una autoridad en folclor vallenato, dice que la caja debe ser de forma cónica; la boca superior, donde va el parche, mide 87 centímetros de circunferencia y 26 de diámetro; la boca inferior mide 68 de circunferencia y 17 de diámetro, y la longitud del vaso mide 68 centímetros de circunferencia y 17 centímetros de diámetro.
Las maderas en su punto Lo primero es cortar ese árbol ideal solo si la luna se encuentra en cuarto menguante. Y es que sigue siendo una creencia propia de los fabricantes de instrumentos de San Jacinto que si se corta en luna llena se apolilla la madera. Pero hay más en esa tierra de saberes diversos, de reglas dictadas por los viejos cuando no por los dioses: el árbol debe estar lo suficientemente maduro. Cinco años, por poco, necesita un tronco para estar en su punto. Tiempo atrás la espera era muy poca, y por cuenta de esa mala práctica tuvieron que dejar de explotar la madera del árbol llamado banco, casi imprescindible para el óptimo resonar de la tambora, del tambor alegre, del llamador.
Los ritmos de la tambora Tiene la fuerza de una hembra y la antigüedad de los tayronas. De allá, de la Sierra Nevada de Santa Marta, llegó y se regó por el Caribe con dos cueros de chivo a cada lado de su tronco hueco, extraído del caracolí. De un lado se usa piel de carnero macho, para los tonos graves, y del otro cuero de carnero hembra, para los más agudos. Tan importante es su presencia en los conjuntos caribeños, que es hoy motivo de reunión de músicos de todos los rincones del norte colombiano. Hay festivales de tambora en Barrancabermeja, San Pelayo, Tamalameque, Baraona y otros pueblos del Caribe colombiano. Allí acuden expertos a interpretar melodías de ritmos tan diversos como la guacherna, el chandé, el brincao, el porro y la puya.
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San Jacinto Pocas tierras son tan húmedas como las de ese pueblo cuyos habitantes se dedican por decenas a fabricar los instrumentos musicales del Caribe: San Jacinto, Bolívar. El clima tropical, la influencia de los vientos alisios durante el primer semestre del año, las lluvias que abundan en abril, julio, septiembre y noviembre, y un promedio anual de precipitaciones que alcanza los 1.400 milímetros, hacen de ese pueblo, y de Bolívar todo, un espacio ideal para el concierto de árboles que anima el territorio. Y nada más cómplice que el sol, ese astro que ayuda a calentar la temperatura hasta unos 27 grados centígrados. Eso es San Jacinto: una tierra de 462 kilómetros cuadrados, a 239 metros sobre el nivel del mar, en la que todo, o casi todo, se confabula para el trabajo del artesano.
Un sobreviviente De aquí, del norte de esta mitad del mundo en donde nos llamamos colombianos, es el Gyrocarpus americanus, llamado vulgarmente banco o volador, cuyo tronco era el alma predilecta de la caja vallenata. Muy escaso ahora, aún se puede encontrar desde el nivel del mar hasta los quinientos metros de altura. Sus hojas verdes se secan y caen al final del año para dar paso a las flores y luego a unos frutos dotados de dos alas que los hacen parecer diminutos helicópteros, frutos que al madurarse y secarse se dispersan con ayuda de estas, según sople el capricho de los vientos. Sobrevive, pero casi de milagro.
La fibra y el aire El millo fue de siempre la materia prima por excelencia de las flautas del Caribe. Pero su docilidad llevó a los artesanos a buscar sustitutos. Entonces se dieron a fabricar flautas con la fibra dura y pura de la palma aceitera, conocida como corozo o nolí. Todo un reto para aquel que debía interpretarla, recuerda el folclorista Víctor Villalobos: había que soplar más fuerte para hacer vibrar la lengüeta de la flauta y, a la larga, el esfuerzo desembocaba en una menor calidad interpretativa. Al final llegaron al carrizo, también denominado chin (Arundo donax), una planta lo suficientemente generosa como para hacer más simple el trabajo de los artesanos y más bello el lamento de los músicos.
Caracolí Anacardium excelsum
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El edén de Matute
umboldt, el barón Alexander von Humboldt, escribía que las copas de la alta ceiba, la ocotea y el Anacardium excelsum o caracolí, descollaban como archipiélagos sobre este mar brumoso del Caribe, y seguía escribiendo así, explayado y silvestre, sobre lo que sentía ante una naturaleza que se desparramaba ante sus ojos en aquel comienzo del siglo xix cuando estuvo por Turbaco. Habló de los riachuelos que brotaban copiosamente, del aire celestialmente puro, de las plantaciones de plátano guineo y de las grandes cantidades de bambúes que sonreían desde el desierto con amistoso verdor. Y más: que poco después de la salida del sol reposaba la niebla en el valle y que en ninguna parte de Suramérica había oído cantar las aves de tan tierna manera, con gorjeos tan hondos, como en los alrededores de Cartagena. Brotan ojos de agua y corre el viento Si Humboldt, si el barón Alexander von Humboldt, volviera puro, para que crezca en este hoy, doscientos largos años después, a estas tierras y se aden- jardín botánico la colección de trara en el Jardín Botánico Guillermo Piñeres, en Turbaco, plantas caribes, tan colosales, tan delicadas podría describir el mismo aire cristalino y relatar la transparencia de los ojos de agua que allí brotan y asombrarse de la magnitud del caracolí de quinientos años que ha crecido y crecido impetuoso e impecable en la mitad de este edén que tiene nueve hectáreas y que queda a media hora de Cartagena. Matute se llama el sector en donde está. Es un terreno ondulado que se desprende de la meseta que da asiento a Turbaco. Está en un piso térmico cálido, a ciento treinta metros sobre el nivel del mar, con una temperatura que no sobrepasa los treinta grados, templados siempre por la brisa y por las sombras de las miles de plantas que conforman esta colección viva, pertenecientes a noventa y siete familias
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Jar dí n Botánico de Tur baco
Copey Ficus sp.
Loto Nymphaea sp.
Yinyer Alpinia purpurata
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Abrazapalo Monstera adansonii
Camajón Sterculia apetala
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Jar dí n Botánico de Tur baco
Caracolí Anarcadium excelsum
que agrupan a cuatrocientas noventa especies registradas, además de los doce mil y tantos ejemplares que hay en el herbario y que constituyen un inventario de la flora caribe. Todo eso representa, apenas en cifras escuetas, el ensueño constituido como fundación en 1977 mediante un gesto filantrópico de doña Maruja Jiménez Pombo de Piñeres como homenaje a su esposo que había fallecido, y acogido al comienzo por el Banco de la República como mecenas. El bosque, que en la vecindad llaman Matapuercal, fue valorado como una joya botánica por el ya mítico Richard Evans Schultes y planeado como jardín botánico por dos leyendas
más: los botánicos Víctor Manuel Patiño y Hermes Cuadros, apoyados en la arquitectura paisajística de Graciela Domínguez. A través de dos mil metros de senderos, los visitantes se aproximan al patrimonio vegetal del Caribe. Allí están las especies más representativas de la región: el camajorú, el indio en cueros, los robles, el carito. Y la ceiba de agua y el cedro y el caracolí, que es como un rey sembrado en la mitad del jardín. “Árbol de los manantiales” lo llamó Humboldt, ya que busca el agua y la capta también, con una copa tan alta y una sombra tan amplia, que solo pueden atraer más vapores y recibir más gotas de rocío, al tiempo que impiden ambas la evaporación a nivel del suelo. Ahí está. Y está un ejemplar erguido y de tronco redondo y de ramas extendidas, un Cavanillesia platanifolia, un macondo, que cuando le golpeas el tallo retumba. Y copeyes, de las moráceas, Ficus sp., de esos hay varios. Pero hay uno sobre todo, un gigante de raíz insolente, que se levanta en la zona de bosque intocado, porque el jardín conserva una parte, la de arriba, como reducto selvático en donde duermevelan las iguanas y anidan los carpinteros y se oyen los estertores de los monos aulladores que van llegando Guamo Inga sp. cuando te sienten. Todo eso hay en este lugar, que tiene seis ecosistemas representativos: herbal, o colección de plantas medicinales; arboretum, palmetum, frutales, ornamentales y xerofíticas, bañados todos por los ojos de agua que manan en abundancia y la mayoría irrigados por el arroyo Matute, tan trascendental y tan prodigioso, que hasta el amanecer del siglo xx surtió de agua a la Cartagena que está allá, contra el mar, complacida de sus otras joyas sabidas y relamidas, pero ignorante culposa, tanto la nativa como la turística, de que aquí existe este templo de la clorofila y de los colores y del aire. Ella se lo pierde. Resumir la vastedad de la vegetación caribe, como se lo ha propuesto el jardín Guillermo Piñeres,
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es tarea histórica. Y heroica. Porque además de todo lo dicho, de los tréboles maderables, a los que se agregan los ejemplares de caoba y de carreto y de polvillo, están las especies nativas de zapote, mamey y níspero y caimito. Y en el palmetum, en cuya riqueza de veintitrés especies también se extasía la actual directora científica del jardín, Adriana Tinoco, en el palmetum hay palma de corozo, de coco, palma botella, abanico, triangular, mariposa y la más, la que más usos tiene, la palma de vino. Plantas útiles para el hombre, como definió Schultes, de quien ya dije que estuvo por Turbaco, como estuvo Humboldt, como han estado tantos otros científicos del mundo que descubren en este santuario motivos para el asombro al encontrarse con tanta belleza y con tanta opulencia vegetal para seguir creyendo en la vida. Y en la felicidad.
Carambolo Averrhoa carambola
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Jar dí n Botánico de Tur baco
En letra cursiva El Jardín Botánico de Turbaco es una grandísima representación de la apreciable flora que se puede observar en la región Caribe. Un panorama de majestuosos árboles tan representativos de la zona como lo es el caracolí (Anacardium excelsum), que hace parte de las anacardiáceas. Y el macondo (Cavanillesia platanifolia), igualmente conocido como barril o bonga en otras regiones del país, y el cual pertenece a las malváceas, misma familia de las ceibas e inclusive de algunos árboles del Caribe conocidos generalmente Guanábano de monte como zapotes (Matisia sp.) —excepMagnolia silvioi ción hecha de la ceiba de agua, mejor conocida como ceiba blanca, que pertenece a las euforbiáceas—. Pero el fruto que comúnmente llamamos zapote (Pouteria sapota) pertenece a las sapotáceas, la misma familia del níspero costeño o chicle (Manilkara zapota). Entre esta variedad de especies de plantas, sobresalen por
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sus colores el roble del Caribe (Tabebuia rosea), una bignoniácea, y el árbol conocido como indio en cueros o indio desnudo (Bursera simaruba), una burserácea. Estos árboles comparten el paisaje con las plantas más características de la región Caribe, las palmas o arecáceas. Entre ellas se pueden ver los reconocidos cocos o cocoteros (Cocos nucifera), la palma coroza (Elaeis oleifera), hermana de la palma de aceite o palma africana (Elaeis guiinensis), la palma abanico (Pritchardia pacifica) y la palma de vino (Attalea butyracea), conocida como canambo en Caquetá y Putumayo, como chapaja en el Amazonas y como coroza en el valle del río Magdalena. Con todo esto, el Jardín Botánico de Turbaco, también nos da la oportunidad de apreciar las plantas útiles del Caribe, especialmente aquellas que brindan grandes ingresos económicos a la región, como es el caso de los árboles maderables, muchos de los cuales pertenecen a las meliáceas, como el cedro (Cedrela odorata) y la caoba o palosanto (Swietenia macrophylla).
Perfiles
El
Armando Dugand Entre aquellos que se han dedicado a la contemplación científica de las plantas que crecen sin inmutarse en los ciento treinta y dos mil doscientos ochenta y ocho kilómetros cuadrados del Caribe colombiano, Armando Dugand Gnecco alumbró como un faro. Y lo hizo porque se sometió a la dura disciplina de recorrer las sabanas, los páramos, las serranías y los bosques para estudiar las especies botánicas que abundan en esos suelos. Sus estudios giraron en torno a la geobotánica neotropical, que, en sus palabras, no es otra cosa que la relación entre la vida vegetal y el medio terrestre en nuestras latitudes. Su padre fue un exitoso banquero francés y su mamá una matrona guajira que quiso para su hijo la educación europea. Por tal razón, en 1906, cuando Armando Dugand tenía apenas diez meses de edad,
sabio
D ugand
la familia salió de Barranquilla con destino a Francia, donde el niño recibió los primeros años de formación. Ya de joven, Dugand viajó por los Estados Unidos con la idea de estudiar en The Albany Business College y dedicar su vida a los negocios. Pero más temprano que tarde la exótica biodiversidad del litoral Caribe hizo lo suyo en el corazón de un hombre que parecía destinado a los asuntos comerciales. Esos años por fuera le sirvieron para aprender otras lenguas, imbuirse de las últimas orientaciones de la comunidad científica internacional y entablar con ella una relación prolífica que daría vuelo a la investigación sistemática de la geobotánica del Caribe. Entre 1940 y 1953 Dugand estuvo a cargo del Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de Colombia. Asimismo hizo parte de la Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, y de la Sociedad Geográfica de Colombia. Fue también investigador de la Universidad de Harvard. Uno de los aportes más importantes que hizo en su campo fue la descripción de ciento treinta y tres especies, subespecies y variedades botánicas. Además de sus conocimientos en taxonomía botánica y animal —porque también fue estudioso de las aves—, tenía una formación muy ajustada a la metodología científica. Por eso dotó a sus trabajos de biología de un contexto riguroso y los vinculó integralmente a otras ciencias, especialmente a las humanas.
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Entre las descripciones hechas por Dugand se destacan las de las moráceas del género Ficus, como es el caso del matapalo, llamado higuerón (Ficus usiacurina), el mediacara o caucho (Ficus caldasiana) y el rajacabeza (Ficus calimana), entre otros. Sus investigaciones y proyectos también le permitieron describir especies de palmas o arecáceas como la cuchana o coquillo (Astrocaryum cuatrecasanum); cactáceas, como la pitajaya o pitahaya anaranjada (Acanthocereus tetragonus), y bignoniáceas como el tumbatumba (Clytostoma cuneatum) y el cherichao o cangrejo (Anemopaegma chrysanthum). Pero el sabio Dugand no se circunscribió a la descripción de esa gran cantidad de especies del género Ficus: con minucioso método hizo lo mismo con respecto a numerosas caparáceas como el toco o calabazuelo (Belencita nemorosa), zigofiláceas como el guayacán carrapo (Bulnesia carrapo), lecitidáceas como el cabuyo o cazuela (Eschweilera antioquensis) y bombacáceas como el palo de algodón (Pseudobombax munguba). Varias especies de plantas y animales fueron dedicadas en su honor, y en el año 1975 el botánico colombiano Gustavo Lozano Contreras publicó un estudio sobre el género Dugandiodendron de las magnoliáceas, bautizado así en honor suyo. En 1971 Armando Dugand recibió el Premio a la Investigación Francisco José de Caldas por sus trabajos sobre la flora colombiana y su inmenso aporte a la ciencia botánica durante cuarenta años de labores. Pocos meses después, a los 65 años de edad, murió.
Emblemáticas Tres plantas simbólicas de la región
Desde la nieve hasta la playa
nos minutos antes del alba, cuando el cielo está despejado y los destellos anaranjados del sol aún no se diluyen en el horizonte, hay una confluencia de bellezas desde lo alto de la Sierra Nevada de Santa Marta. Para llegar a estas cumbres, más que estado físico, hay que tener decisión espiritual. No hay más que treinta y ocho kilómetros en línea recta entre la playa y los picos nevados, lo que es muy poco para subir hasta los cinco mil setecientos setenta y cinco metros de altura que los separa y con los cuales se recorren todos los pisos térmicos. Desde este faro de roca que se alza sobre el mundo, se contempla una algarabía de colores. A lo lejos, el azul imposible del mar Caribe, formado por los pixeles del oleaje, como si fuera una piel de añil que se ondulara. Es imposible asimilar que el mar esté tan cerca, en pleno trópi- Del blanco de las cumbres al verde co, cuando las botas se clavan en la nieve perpetua. Siete días de los árboles. En pocos kilómetros, antes los pies descalzos se quemaban en las arenas calientes la sierra es nevada y es ardiente. de las playas del parque Tayrona, durante los preparativos Y así de demente es su vegetación de escalada a La Citurna, El País de las Nieves, como la llamaban los tayronas. No hay necesidad de hablar, el lenguaje del paisaje basta, con su sintaxis perfecta y el vocabulario infinito de sus formas. De un vistazo el Caribe se vuelve arena y roca. El azul se convierte, con solo girar unos pocos grados la mirada, en el ocre dorado de la Guajira, un mar de arena que hierve y se vuelve espejismo. El desierto calcinado visto desde el desierto congelado. Con otro giro de este caleidoscopio, el ocre de la Guajira besa con unos labios difusos el verde de las llanuras y sus cactáceas que reverberan en la canícula, como el guamacho, la candelabra o cardón de higo, la tuna y varios tipos de acacias espinosas que se convierten
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S i er ra N e vada de Santa M arta
Bromeliáceas y helechos arbóreos en Ciudad Perdida Cyathea sp.
Copey Ficus sp.
Cañagria Costus sp.
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Bromelias epífitas Bromeliáceas
en pastos interminables en donde se alimenta el ganado a sus anchas. Más abajo, hacia el departamento del Cesar, los dividivis (Caesalpinia coriaria), ricos en los taninos que se usan para curtir cueros, marcan el ascenso sobre las estribaciones secas de la montaña, mientras enjambres de abejas carpinteras zumban atraídos por las flores ricas en polen. Junto al dividivi, el palo de Brasil abre, desafiante, sus flores, en la lucha por reproducirse y sobrevivir a la tala de su madera dura, flexible, roja como las brasas, lo que sirvió para que los primeros portugueses que llegaron a Brasil lo apodaran “oro rojo de Brasil”. Molido servía para dar color a las telas de terciopelo de las cortes europeas y, tallado, para hacer los arcos de los violines y violonchelos que se escuchaban en los grandes salones. En este suelo de la sierra, en esta botánica arrebatada, el oro rojo del Brasil es una de las florescencias que más deberían celebrarse. Al otro lado de la llanura del Cesar, la dentadura de la serranía de los Motilones, que hace frontera con
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Venezuela, parece una ola enorme, congelada en roca y verdura. Y antes de que pase el alba, la mirada alcanza también para abarcar la Ciénaga Grande de Santa Marta, antigua desembocadura del río Magdalena. Todo eso se avista desde aquí, desde esta escultura colosal de la Sierra Nevada de Santa Marta. Doscientos millones de años se necesitaron para que esta cuña de roca ubicada entre fallas geológicas se encaramara hasta tales alturas. Desde el período del Pleistoceno, hace apenas cien mil años, ha conservado más o menos la forma que hoy vemos, aunque las fuerzas que la siguen levantando de su cuna de placas tectónicas que se desplazan y entrechocan, siguen en pugna, segundo tras segundo, con la erosión que quiere llevarse de nuevo a la sierra cañada abajo, por todos los cursos de agua que alimentan seiscientas ochenta microcuencas y que la lamen poco a poco, casi a la misma velocidad a la que crece, hasta convertirla en sedimentos que van llenando las llanuras y las playas. Cada granito de arena de la playa fue una vez una parte de la sierra.
S i er ra N e vada de Santa M arta Cuando el sol enciende las nieves, empieza a desnudarse un derroche de vegetación, de rocas y de agua en todas sus formas, desde el hielo y la nieve hasta el agua salada del mar, pasando por la niebla y el agua dulce de las quebradas que se vuelve espuma y rocío en las cascadas. Allí, en una grieta de la roca donde gotea un casquete de hielo, ocurre un hallazgo que es una maravilla, una de tantas que hay en este universo: una pequeña planta se aferra como sobreviviente en un medio imposible. Al asombro le sigue otro más: la explicación que da un botánico, miembro de esta excursión de Savia: algunas plantas criptógamas están por ahí, como las algas, aunque ya no se usa esta clasificación que habla de una costumbre un tanto aburrida desde nuestro humano y mundano punto de vista: son plantas que no tienen una forma de reproducción sexual aparente o que no producen flores. Pero todo es una calumnia, me explica con una sonrisa, ya que se trata de todo lo contrario: las fanerógamas, o sea las que tienen órganos sexuales vistosos, a los que llamamos flores, son las que lo hacen al escondido, allá adentro, en el tubo polínico, mientras que las otras lo hacen directamente en el agua, sin pudores, aunque en lo micro. Aquella zona de nieve como rosada, me dice, señalando unos metros más allá, delata la presencia de algas que se protegen de los rayos ultravioleta con un pigmento rojo. ¿Y cómo hacen para soportar el frío intenso? La naturaleza todo lo resuelve: las plantas tienen una sustancia anticongelante que aumenta la temperatura interna en varios grados. Descender de la cumbre de la sierra es sentir la nostalgia por la nieve, tan escasa en Colombia. A los cinco mil cien metros de altura se sale del llamado “orobioma nival”. Este es un bioma o comunidad ecológica especial, asociado a las montañas, y que suele presentar una forma de cinturón o faja al cambiar con la altitud. A medida que se desciende, todavía en la zona del superpáramo, entre los cinco mil cien y los cuatro mil doscientos metros, la vegetación empieza a verse más, aunque sigue siendo escasa. Quizás muchos no apreciamos la importancia de estas plantas y lo fuertes que son. Siempre pensamos que son ramitas insignificantes que podemos pisar sin remordimiento, cuando la realidad es que llevan años tratando de elevarse apenas un
centímetro. Puede que no tengan la exuberancia de una heliconia o la majestuosidad de un caracolí o de un macondo, símbolo sagrado para los indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta, pero son seres resistentes que tienen que lidiar con uno de los climas más inhóspitos del planeta. Abajo, en el verdadero páramo, entre los cuatro mil doscientos y los tres mil cuatrocientos metros, los pajonales y frailejones se reparten el paisaje con otras plantas endémicas, matorrales retorcidos que parecen bonsáis recortados con las tijeras del frío. Tocamos las hojas del Calamagrostis sp., un pastizal frondoso que convierte en agua la humedad del aire y que luego la entrega a las quebradas que bajan hasta los ríos que desembocan en el Caribe. Del hielo que se derrite y el agua que capturan las plantas de esta importante zona de la sierra se nutren más de treinta ríos, recolectando un volumen de diez mil millones de metros cúbicos de agua al año; algo así como cuatro millones de piscinas olímpicas que se derraman desde la montaña. Cuando se llega al bosque húmedo de piso frío, entre los tres mil cuatrocientos y los mil novecientos metros de altura, la niebla envuelve en algodones y deja de verse la Platanillo montaña que ha quedado atrás. En Heliconia cf. bihai las ramas se posan como pájaros exóticos las bromeliáceas y las oriquidiáceas, que derrochan sus formas y colores como en una galería de arte bajo el dosel del bosque. A la sombra de los grandes árboles anidan aráceas del tipo de las que en las casas colombianas llamamos anturios, con su voluptuosa inflorescencia que deja bien claro el atributo que define a las fanerógamas desde la época del sabio Linneo, padre de la taxonomía moderna. El olor húmedo de los musgos y líquenes se esparce como perfume del monte, que lo define como si fuera su feromona. El roce con decenas de especies de helechos se vuelve una caricia mientras se abre el camino que lleva al bosque húmedo de piso cálido.
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Lotos Nymphaea sp.
Poco a poco el calor y el color recuerdan que la
sierra está situada en la zona tórrida del planeta, que ahora, de los mil metros para abajo, se hace sentir con toda su potencia. Jobos, naranjuelos, guayacanes, ceibas, mamones, tréboles y aceitunos ayudan en el combate contra el sol que ya empieza a quemar, anunciando el mar. Sin darnos cuenta del todo —ni siquiera mi amigo botánico se ha percatado—, hemos cruzado un mundo habitado por más de seiscientos géneros botánicos y tres mil especies de plantas superiores, entre las que se cuentan cien de carácter endémico, propio de esta tierra, junto con diez géneros, también únicos de este ecosistema, sin contar ejemplares que rozamos de pasada y que no han sido siquiera descubiertos ni, desde luego, estudiados. De golpe, sobre la cicatriz de asfalto que une a Santa Marta con Riohacha, se regresa al mundo real. Aun-
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que parezca inverosímil, las dos potentes ceibas que se
abrazan con sus ramas de un lado a otro de la vía hacen un puente vegetal. Después de cruzar algunos asentamientos humanos modernos, se llega a Pueblito, por donde ronda la presencia de los mamos que bajaban de Ciudad Perdida a celebrar sus ritos con las semillas de los árboles de macondo. Allí, las terrazas construidas con lajas de roca se ajustan al relieve hasta desembocar, bajo el dosel de un verde profundo, en los caminos de piedra de los indígenas tayronas. Estas escalas son verdaderos xilófonos de granito. Algunas lajas, puestas en tramos obligados para el caminante, se mueven al pisarlas y liberan el timbre de la roca, como una melodía que sus creadores usaban para sonar la alerta contra intrusos que podían subir desde la costa, pero que, finalmente, no libró a los koguis, sánhas, kankuamos e ikas de la invasión española que los diezmó con sus espadas y sus gripas.
S i er ra N e vada de Santa M arta La brisa salada del mar llega por el boquete en el bosque que el camino de piedra aprovechó, franqueado por enormes caracolíes. El bosque empieza a poblarse de palmeras, como la palma de vino, la amarga o de techar, la bejucosa, hasta que al fin se quedan casi solas junto a la arena blanca e hirviente de la costa caribe. Algunas palmeras crecen entre las peñas, impetuosas moles de roca parecidas a lo que debieron ser los huevos de
dinosaurios. Los pies, tras descender desde la cima de la Sierra Nevada de Santa Marta, se entierran en la grata arena de cuarzo de la playa. El oleaje pronto borrará las huellas, así como la ventisca lo habrá hecho ya con las que se dejaron en la nieve, allá arriba, en el reino helado. Para la nieve, solo somos una pequeña secuencia de huellas que borrar. Para nosotros, qué lástima, la nieve será dentro de poco solo un recuerdo y una foto.
En letra cursiva El camino hacia la Sierra Nevada permite apreciar desde los más grandes árboles hasta las pequeñísimas plantas que sobreviven en los lugares más extremos. Por ejemplo, entre los árboles de tamaño majestuoso y gran representación está el caracolí, (Anacardium excelsum), también conocido como orejas de burro o mijao. Se le llama caracolí amarillo o caracolí blanco en el Quindío, caracol en Antioquia y espavé en el Pacífico. Este significativo árbol pertenece a las anacardiáceas, la misma familia de plantas a la que pertenece el hobo colorado o ciruelo Tacana Heliconia mariae calentano (Spondias purpurea), llamado también ciruela calentana en los Andes, cocota en Norte de Santander y hobo manso en el Pacífico. Es útil diferenciar entre el hobo o jobo —Spondias mombin—, que es silvestre y se utiliza mucho como poste para cercas vivas, y el ciruelo calentano —Spondias purpurea—, que es el que se comercializa en los mercados locales y por lo general se cultiva en las cercanías de las casas. El panorama en el camino de la sierra permite observar las grandes ceibas (Ceiba pentandra), pertenecientes a las malváceas e igualmente denominadas ceibas de lana o bongas en la región, y conocidas como ceibas coloradas o bonga brujas en el Chocó. Junto a estos árboles grandiosos cabe nombrar al guayacán polvillo o cañaguate, perteneciente a las bignoniáceas, que se conoce en la región Andina y algunas otras regiones como guayacán amarillo (Tabebuia chrysantha), el macondo o volao (Cavanillesia platanifolia), una malvácea también conocida como barril en Santander y bonga en Antioquia.
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El árbol que en el Caribe es llamado trébol (Platymiscium pinnatum), angelino en Santander, corazonfino en el Cesar y la Guajira, crucero en Cundinamarca y granadillo en el Putumayo, pertenece a las fabáceas/ fabóideas. Características del Caribe, y reconocibles y apreciables desde el camino de la Sierra Nevada, son las palmas. De la familia de las arecáceas, entre ellas se cuenta la palma de vino (Attalea butyracea), conocida también como canambo en Caquetá y Putumayo, chapaja en el Amazonas y coroza en el valle del río Magdalena. Crece también allí la palma amarga o chilanule (Sabal mauritiiformis), denominada palmiche en Urabá y Antioquia, y calicá en el Huila, así como una palma nativa, la sará (Copernicia tectorum). Lo maravilloso de este camino es además que permite ver algunas de las plantas exóticas de la región, como las bromelias (Bromelia sp.), familia bromeliáceas, y las exquisitas orquídeas (Oncidium sp.), de las orquidáceas. Asimismo, en el ascenso a la sierra se pueden observar los conocidos frailejones (Espeletia sp.), de las asteráceas. Han quedado atrás, en las partes bajas, las cactáceas, aquellas plantas solitarias, con espinas, tan bien adaptadas a los ecosistemas más secos de la región. Entre ellas se cuentan el guamacho (Pereskia guamacho), conocido como chupa-chupa en el Cesar, y el cardón de higo o candelabra (Lemaireocereus griseus), llamado cardón guajiro, tuna en Santander o simplemente cardón en el Cesar, Huila y Magdalena. En esta familia se incluyen los cactos de tuna (Opuntia sp.).
A la sombra de un macondo El macondo (Cavanillesia platanifolia) es un árbol de la misma familia de las ceibas, las malváceas, a la que pertenecen la ceiba tolúa (Pachira quinata) y la ceiba de lana o bonga (Ceiba pentandra). El macondo o volao es tan grande como ellas: puede alcanzar hasta cuarenta metros de altura y elevarse por encima del dosel de la selva, como una torre de hojas que se apuntala en el suelo con su grueso tronco que puede alcanzar varios metros de diámetro. Estos árboles se están acabando, a causa de las calidades de su madera: un tejido de celulosa esponjosa que la hace muy apetecida para hacer canoas y utensilios de cocina. Este gigante, uno de cuyos ejemplares ilustra la portada de este libro Savia Caribe, fotografiado en la carretera entre Cartagena y San Onofre, sirve de refugio a cientos de especies de pájaros e insectos que disfrutan de la brisa de la sierra que se cuela por entre su follaje, haciéndolo sonar como un violín afinado. Bajo la sombra de uno de ellos Alexander von Humboldt los registró entre sus hallazgos, al oír que alguno de sus porteadores los llamaba “macondo”, ese nombre sonoro con el que algún esclavo africano los había bautizado añorando su tierra del otro lado del océano.
Una historia escrita en rocas Esta mole de rocas, que todos ven como una sola montaña, tiene una historia geológica muy interesante, que habla de un conjunto de sucesos que terminaron conglomerando las suma de rocas distintas que en realidad la componen. Empieza hace más de mil millones de años, en el período Precámbrico, con un basamento de roca al que se le fueron agregando con el tiempo más materiales. Esta base formaba parte de la vieja cordillera Central de Colombia, pero el movimiento y choque de las placas tectónicas del Caribe y Suramericana la fue arrastrando doscientos kilómetros hacia el norte, hasta dejarla aislada de la cordillera. La huella de ese movimiento es la llamada falla de Bucaramanga. Luego, con el choque entre las dos placas, se elevó aún más la sierra hasta alcanzar la altura que hoy tiene. Más adelante la placa Caribe cambió de rumbo y giró hacia el oriente, llevándose con ella, esta vez, a la península de la Guajira. La respectiva huella constituye la falla de Oca, que es propiamente la frontera norte de la sierra.
Ciudad Perdida En 1975 un guaquero descubrió la Ciudad Perdida de los tayronas. Arriba, en lo alto de la sierra, en los bosques nublados, oculta a los ojos de todos. Los arqueólogos dicen que esta ciudad maravillosa, construida sobre terrazas de paredes de roca, data del año 700 de nuestra era, y que habitaban en ella cerca de tres mil personas. Hasta ahora es el mayor centro urbano que se haya descubierto en la Sierra Nevada de Santa Marta, pero no se sabe todavía qué puede esconder este macizo de roca agreste y vegetación exuberante, capaz de ocultar importantes vestigios humanos bajo un manto de follaje que crece a gran velocidad. Los ingenieros de esta ciudad de roca supieron vencer las fuerzas de la montaña, que con cada torrencial aguacero amenazaba con llevarse todo barranco abajo. Las doscientas cincuenta terrazas de sus ocho barrios se acomodaron a los caprichos de una topografía cortada a pico, comunicadas por caminos protegidos por muros de piedra y escaleras que llevaban de los bohíos a los templos y de estos a los campos de cultivo colgados de la sierra.
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S i er ra N e vada de Santa M arta
La madre de las aguas y las historias Hay que ir hasta la vecina Guajira, con su horizonte de arena y rocas calcinadas y su agua dulce atrapada en las distintas variedades de cactáceas, para darse cuenta de que la Sierra Nevada de Santa Marta es una cumbre derramada por sus vertientes. En este país, donde creemos que el agua siempre estará allí, como regalo divino, aunque abusemos de ella, la Guajira nos recuerda que no siempre ha de ser así. Gracias a los dioses está la Sierra Nevada, fuente de la que beben los departamentos del Magdalena, el Cesar y la Guajira. El macizo no solo es una bonita postal en los atardeceres: es el sustento de la ciudad de Santa Marta y de media docena de poblaciones que cuelgan de sus laderas o retozan al sol del trópico a sus pies de granito. De los ríos que de allí descienden depende todo el sistema agrícola y ganadero de la región, uno de los más ricos de Colombia. Y no solo eso: también depende de ellos la historia de cientos de miles de habitantes del Caribe colombiano, que han nacido y crecido con ella en el horizonte. Historias de hamaca, a la sombra de los tamarindos (Tamarindus indica). Uno de ellos se inventó Macondo para no decir Aracataca, y habló de un abuelo que ignoraba por completo la geografía de esa región y que solo sabía que hacia el oriente estaba la Sierra impenetrable, y del lado de la sierra, la antigua ciudad de Riohacha… y que en su juventud, él y sus hombres con sus mujeres, niños y animales y toda clase de enseres domésticos atravesaron la montaña buscando una salida al mar; en vano, pues al cabo de veintiséis meses desistieron de la empresa y fundaron un pueblo que no existe, para no tener que regresar por los caminos escabrosos de la sierra.
Los dueños de la sierra Aunque siempre se ha asociado a la Sierra Nevada de Santa Marta con los tayronas, un pueblo de la familia chibcha, también habitaban allí, a la llegada en 1498 del conquistador Fernando González de Oviedo, los guanebucanes, los malibúes, los guajiros, los kosinas y los chimilas y otros pueblos, sobre algunos de los cuales no hay estudios suficientes para determinar a qué familias lingüísticas pertenecían. Se cree que un millón de nativos poblaban sus laderas y valles circundantes. Los españoles hubieron de combatir con ellos durante cien años para por fin poder dominarlos, con las cabezas de sus caciques a modo de trofeos. Los pocos sobrevivientes huyeron a rincones remotos de la sierra. Son los antepasados de los actuales koguis, arhuacos, wiwas y kankuamos, relegados hoy a sus resguardos. Dicen que son cincuenta mil en este año 2012, aunque el dato no es muy confiable. Lo que sí es claro es que sus descendientes mestizos y zambos, mezclados y vueltos a mezclar por varias generaciones, suman millones que se han esparcido por toda la costa Caribe colombiana y, en menor grado, por el interior del país, en migraciones que tuvieron comienzo a partir de la Conquista.
Carreto mameyón Aspidosperma sp.
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La botica en la huerta
a Ñata está sentada en su silla de permanecer. Entorna los ojos azules para prestar oído a las dolencias de quienes atraviesan las sabanas del Caribe en busca de su mirada, escrutadora de materia y espíritu. Escucha cómo dicen los enfermos que les duele, les supura, les transpira, les pica, les arde, les mortifica el cuerpo. Luego, pregunta por esa carne: edad, color de ojos, estatura, contextura; y va a indagar por las angustias y las penas. Palpa a continuación el pulso del enfermo y pasa a enumerarar las plantas que cocidas, maceradas o exprimidas ayudarán al buen vivir o al sereno morir de sus pacientes. Es esta bisabuela la más reputada yerbatera de la costa y vive en las primeras páginas de Toda esa gente, una novela sumergida en las selvas y fiebres del Darién. La botica de la Ñata no es otra que el Caribe pletórico La medicina avanza, pero el jardín de savia. En esa amplia llanura, donde los Andes declinan sus de las curaciones sigue floreciendo. breñas para encontrarse con los vientos marinos, se reprodu- En las plantas se sigue encontrando cen centenares de plantas que sirven a la ciencia del curande- la contra para las molestias cotidianas ro y también del biólogo. Por esta huerta de algo más de ciento treinta y dos mil kilómetros cuadrados transitan buscadores como aquel indio que al servicio de la Ñata “viajaba como una lanzadera de tierra fría a tierra caliente, del páramo a la costa, del frailejón al chocho”, según cuenta Mario Escobar Velásquez en la novela citada, en busca de hojas de papayo, pepas de almendra, maleza negra, ramas de ciprés, maticas de diente de león, semillas de borrachero y algas marinas. Y de ese ir y venir del indio, del negro, del blanco, del mestizo —que es como el de las aves y los vientos— germinó una provisión de semillas, frutos, flores, hojas, tallos y raíces aptas para curar dolencias de origen conocido o enigmático. Vademécum que
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M e dic i nal e s
Matarratón Gliricidia sepium
Tabaquillo Anthurium sp.
Árnica Asteráceas
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Caléndula Calendula officinalis
Anamú Petiveria alliacea
Orégano Plectranthus amboinicus
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M e dic i nal e s van transcribiendo los botánicos a medida que sus experimentos comprueban y amplían lo que en el Caribe es sabiduría ancestral. Las plantas curativas proliferan en el Caribe desde los 5.777 metros de altura de la Sierra Nevada de Santa Marta hasta la isla de Mompox; desde el Paramillo, donde se desanudan las serranías de San Jerónimo y Ayapel, hasta las huertas que se cultivan en San Andrés y Providencia; desde Castilletes, en la soledad de la Guajira, hasta Tiburón, en la boca del Chocó. Por eso en todo el Caribe las voces de curanderos, jaibanás, farmacéuticos, biólogos y bioenergéticos repiten nombres de plantas conocidas en tan diversos saberes, y advierten todas que la riqueza medicinal de la flora caribe está por descubrir, inventariar, investigar y hasta patentar. La gente del Caribe sabe que un baño con el jugo de las hojas del amazónico achiote libera de sarnas y de granos. Para lo mismo: piquiñas, sarpullidos y eccemas propios de climas húmedos, sirven aguas y emplastos de un bejuquito de flores amarillas llamado balsamina; y el ají picante, que en wayúu se pronuncia waimpiraicha, cura de rasquiñas y mata los hongos que crecen en la piel. También está probado que las hojas de aguacate restauran la piel quemada, que las del san joaquín alivian del sarampión, que el zumo de “manito de Dios” evita la caída del pelo, y que la sábila cura heridas del colon, el estómago, el esófago y la boca. Si los padecimientos vienen de la zona abdominal, las aguas de albahaca y de apio se encargan de la primera limpieza. Pero si los males son mayores, los caribes recurren al higuerón, que hervido en leche expulsa parásitos sin dejar rasquiñas en el recto; a la hierba santa, que se aplica para arrojar bichos y curar de la acidez y de la flatulencia, pero que usado en exceso, dicen los zenúes, puede envenenar; y en caso de hinchazón grave del hígado de humanos o animales, apelan a la planta llamada ultimorrial, que el enfermo deberá beber en infusiones de sus hojas verdes y rosadas. Los nervios alterados y las hemorragias son con frecuencia dolencias femeninas. Por eso en las farmacias del mundo caribe no falta la cañafístula, pues con las aguas que resultan de hervir sus flores cesan los “ataques de histeria” y con las de sus frutos se recobran
las fuerzas después de anemias prolongadas. Para estas dolencias, a las que se suman cólicos y jaquecas, la naturaleza creó el arbusto de hasta ocho metros llamado nigua, que ofrece sus hojas para aliviar de cólicos y sus flores para combatir los comienzos de escalofríos; la ruda, europea, lampiña y carnosa, que según como se use puede ordenar el ciclo menstrual o provocar abortos; la singamochila (pitipiticorre para los emberá y cascajera para los cuna), que destruye los miomas del útero, con lo cual cesan las hemorragias vaginales, y sirve, si el caso lo requiere, para mermar la energía sexual. Y también está ahí, casi a ras de suelo, el toronjil, del que se extrae el efectivo y tradicional sedante llamado agua carmelitana. Para los males de bronquios y pulmones está a la mano la caraguala, que cocida con hojas de totumo cimarrón, culantro y orozú repone de gripas y de asmas. Y dispone también el Caribe de la bija blanca, de cuyo tronco, si es quemado, sale incienso y, si hervido, se obtiene un bebedizo para la tos; del anamú, que alivia el dolor de muelas, acelera los partos, calma del dolor de huesos y ayuda a respirar mejor, pues controla la tos y cura la sinusitis. Para el tifo, una infección que producen los excrementos de las Balsamina pulgas alojados en la piel, disponen Momordica charantia los caribes de la corteza de la quina indígena, que convertida en bebida caliente alivia en nueve días. Si el mal viene por los ojos está la cotorrea, que diezma las carnosidades o pterigios; el matarratón, para aliviarse de la conjuntivitis; el tamarindo de monte, para curar ardores en los ojos y dolores en las muelas; y el llantén, en agua de siete hojas dejadas al sereno, para sacar suciedades que nublan la vista, mitigar la rasquiña y quitar la “lloradera” o lagrimeo. En el Caribe se sabe que no se sana el cuerpo sin cuidar el espíritu, porque son uno como el universo. La Ñata, de quien venimos relatando, toma una lupa y ausculta los ojos del enfermo. Y tal es el poder de su mirada, que los pacientes dicen sentirla llegar hasta
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Pitamorrial Euphorbia tithymaloides
las tripas, cuando no hasta la misma conciencia. Para surcar los pliegues del alma y limpiar las penas que salen por los ojos, las bocas y las pieles como energías malignas, palabras bravas o podredumbres pestilentes, se conocen plantas prodigiosas. La bija roja es una de las rastreras que florecen en Macuira cuando llueve. Una vez hervida y bebida se presenta en figura de humano en los sueños de los enfermos y los libera de sus padecimientos. Para los niños vencidos por el vómito después de que una persona los mira con maldad, o atrapados en episodios de llanto, miedo y desesperación porque su espíritu fue arrastrado por un viento maligno, están la albahaca, la cascarilla, la malva, la caraña y el mia’o de perro. Y, cómo no, también persiste en la Sierra Nevada de Santa Marta un arbusto, de nombre científico Erythroxylum coca, que presta sus hojas de un verde intenso para abrir los pulmones, estimular la mente, aliviar dolores y acercarse, en soledad y silencio, al propio espíritu que es conexión vital con el cosmos inmenso.
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M e dic i nal e s
En letra cursiva La Ñata surte su botiquín a partir de la exuberante variedad de plantas que encuentra en los bosques y sabanas del Caribe. Se abastece de acantáceas como la singamochila ( Justicia secunda), tan ampliamente utilizada en la medicina tradicional que también se le llama curatodo o insulina; y de asteráceas como el frailejón (Espeletia sp.), el socorrido diente de león (Taraxacum off icinale), igualmente denominado achicoria o amargón, y la hierba santa o guasgüín (Pentacalia ledifolia). Equipa también su dispensario con bixáceas como el achiote (Bixa orellana), conoQuitadolor Lantana canescens cido como abujo en Bolívar; con burseráceas como la caraña (Protium sp.); con caricáceas como la papaya o papayo (Carica papaya); con combretáceas como el almendro (Terminalia catappa), y con cucurbitáceas como la balsamina (Momordica charantia), asimismo denominada alchucha o bejuco de culebra. El botiquín de esta curandera igualmente echa mano de euforbiáceas como el ultimorrial o pitamorrial (Euphorbia tithymaloides), de hemodoráceas como la manito de Dios (Xiphidium caeruleum), también conocida como cebolleta o mano de ángel, y moráceas como el higuerón (Ficus insipida), igualmente denominado matapalos, y de rutáceas como la tradicional ruda (Ruta graveolens). Lo que hace tan especial el dispensario de la Ñata es que en este mundo de familias botánicas la mayor parte de las que usa son ampliamente reconocidas por
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sus usos medicinales. Como la quina (Cinchona officinalis), una rubiácea que aunque hacia 1850 fue de gran importancia económica por su uso maderable, hoy en día debe su fama a que alivia efectivamente los síntomas de la malaria. Se debe aclarar que esta quina se diferencia de la quina indígena que se menciona en el presente artículo, planta de común cultivo medicinal en la región Caribe, la cual pertenece a las picramniáceas y lleva por nombre científico el de Picramnia latifolia. El caso de las solanáceas podría ser el ejemplo perfecto de una familia botánica con amplios usos medicinales y psicotrópicos, aunque sus especies alimenticias también son de gran importancia económica. En esta familia se cuentan, por ejemplo, el ají (Capsicum annuum) y el borrachero o floripondio blanco (Brugmansia suaveolens). Las cactáceas también son otro gran muestrario de especies medicinales, entre ellas se cuentan la caraguala o calaguala (Epiphyllum phyllanthus), así como las fabáceas/fabóideas, con representantes de uso curativo como el matarratón o madero negro (Gliricidia sepium), el chocho (Ormosia sp.) y el tamarindo de monte o abrojo (Dialium guianense). No estaría por demás hacer mención aquí de especies medicinales tan representativas como la sábila o aloe (Aloe vera), una xantorroeácea, y la polémica pero muy poderosa coca (Erythroxylum coca), que pertenece al grupo de las eritroxiláceas.
Remedio para la “asolapada” Si alguien padece de tos seca, dolor de cabeza y fiebre, en el Caribe colombiano dicen que tiene “gripa asolapada”. Se cura con un líquido producido trabajosamente por medio de amasijos, machacaduras y hervores de siete trozos de caraguala (Epiphyllum phyllanthus), siete tallos de martinica —mejor conocida como prontoalivio (Lippia alba)—, siete hojas de eucalipto (Eucalyptus sp.) —de múltiples usos medicinales, maderables y decorativos—, dos totumos cimarrones (Crescentia cujete), también llamados simplemente totumos o calabazos por el aspecto de su fruto, siete pimientas picantes —de un picor también considerado ingrediente fundamental en la culinaria—, una libra de panela, dos litros de agua y una onza de aceite de cocina. Si una mujer desea ser estéril, ha de tomar tres veces al día durante la semana de la menstruación el bebedizo resultante de hervir en dos litros de agua una semilla de aguacate, tres cogollos de yerbaní (Scoparia dulcis), tres cogollos de rosamapola (Tagetes erecta) —teniendo en cuenta que en el Caribe reconocen como rosa amapola o rosamapola a una asterácea, planta diferente de la famosa amapola, que pertenece a las papaveráceas y de la cual se obtiene el delicado opio—, tres cogollos de cilantro cimarrón o cilantro de sabana (Eryngium foetidum), que no es el mismo imprescindible cilantro de cocina, y, por último, tres cogollos de ultimorrial o pitamorrial (Euphorbia tithymaloides).
Sucede en Sotavento En San Andrés de Sotavento, Córdoba, decenas de plantas medicinales crecen en una extensa huerta casera. Las cultivan hombres y mujeres zenúes que llevan nombres sonoros como Menia, Remberto, Sonia, Nilvadis y Petrona. Reunidos en la Asociación de Productores Alternativos de San Andrés de Sotavento —Asproa—, comenzaron por averiguar cuáles planticas se cultivaban por tradición en sus casas y para qué eran útiles. A continuación instalaron un laboratorio para el procesamiento de las plantas medicinales seleccionadas para cultivo. Vivieron épocas de bonanza, con una buena producción de jabones, pomadas, champús, jarabes, miel de abejas, colirios y repelentes. Hoy tratan de mantener vivo el proyecto con la siembra de setenta y cinco plantas prodigiosas, como el tabaquillo, para las ganas de llorar; la naranja agria, para la enfermedad de los vientos; el achiote o bija (Bixa orellana), utilizado tanto como colorante como contra las picaduras de los mosquitos; el matarratón o madero negro (Gliricidia sepium), bueno para relajar los músculos agarrotados; la yuca (Manihot esculenta), no ya para alimento sino como remedio para el dolor de ovarios, y el jengibre (Zingiber officinale), del que dicen que sirve para “calentar el estómago”.
La leyenda del bálsamo El bálsamo de Tolú, Myroxylon balsamum, fue conocido por exploradores españoles del Caribe colombiano en el siglo xvi. Y como entonces todo era descubrir, investigar, inventariar y comerciar, al poco tiempo cientos de toneladas de su resina, una sustancia entre parda y roja, eran enviadas a Europa, donde se la encontró útil para tratar gran variedad de enfermedades, como bronquitis, asma, enfisema pulmonar, faringitis, laringitis, cistitis, uretritis, úlceras dérmicas y sarnas. Ya los indígenas empleaban esta resina para embalsamar a sus difuntos. Cuentan las crónicas que casi todos los árboles de la especie, que llegaban a alcanzar los treinta metros de altura, fueron sangrados al punto de agotarlos. Hoy la planta se siembra en Cuba, Ceilán y el Congo, de donde sale para abastecer la industria perfumera mundial, que aprecia el olor a canela y vainilla de su resina, con la cual se surte también la industria mundial de goma de mascar.
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M e dic i nal e s
Tantas y tan poquitas De las cerca de cincuenta mil especies vegetales que se calcula que existen en Colombia, cinco mil han sido utilizadas tradicionalmente para tratar enfermedades. Curanderos, yerbateros, médicos y jaibanás de todo el territorio nacional las usan tanto para las medicinas alopática y homeopática, como para sanaciones y ritos mágico-religiosos. Estudios recientes informan que en el país se comercializan ciento sesenta y cinco plantas medicinales y aromáticas, pero solo noventa y cinco de ellas, apenas once de las cuales son nativas, conforman el listado oficial de plantas aprobadas para usos medicinales por las autoridades nacionales de salud.
La leyenda de la ipecacuana A la ipecacuana (Carapichea ipecacuanha) se le ha llamado raicilla, poajá, raíz de montaña, cugo sangre y cipó emético. En los siglos xix y xx fue explotada por compañías bajo el mando de traficantes que la codiciaban tanto como al caucho. Esto, porque parecía ser una panacea: expulsaba parásitos, curaba la neumonía, aliviaba el hígado afectado, aceleraba las contracciones en caso de partos difíciles, y, sobre todo, porque en Francia —donde llegó a ser un secreto de Estado y la pagaban a precio de oro— se empleaba para curar la disentería. Hace unos años algunos baquianos se aventuraron a buscarla en los campos de Monterrey, al sur de Bolívar, pero dicen que encontraron apenas unos “callos”. Con ella pasó lo mismo que con el bálsamo de Tolú (Myroxylon balsamum), explotado sin pausa y sin que jamás se establecieran cultivos sistemáticos de él.
Una Estrella en Montería En el corazón de Montería funciona desde hace cincuenta y cinco años la farmacia Estrella, fundada por José María Taboada para atender las necesidades curativas de médicos y enfermos de la extensa sabana cordobesa. Entonces, dice Yolanda, la heredera, todo eran ramas y morteros, aguas y alcoholes, sales, caliza y hornos. Las medicinas se preparaban midiendo con precisión las onzas, los mililitros o los grados prescritos para cada paciente. Hoy, en los estantes hay menos frascos y en las alacenas casi no quedan muestras vegetales. La industria irrumpió con sus laboratorios, y los medicamentos naturales ya llegan envasados, sellados y con registro de la respectiva autoridad sanitaria. Sin embargo, de cuando en cuando todavía aparece un indígena wayúu cargado de plantas prodigiosas, que los nuevos curanderos solo conocen, tristemente, por catálogo.
Cañagria Costus sp.
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El sol que más alumbra
o podía más que tratarse de una feracidad insolente: Urabá se encuentra en la denominada “cuenca solar del Caribe”, una de las zonas del mundo con mayor exposición a la luz natural. Luz ubicua, la llaman algunos. La fotosíntesis es de tal intensidad que los tonos verdes se suceden unos a otros en un exuberante cortejo mutuo. Y por eso esta bisagra del continente americano alberga especies de flora y fauna a manos llenas, muchas de ellas únicas. Pero también hay allí agua a raudales. El solo golfo de Urabá abarca una extensión de mil ochocientos kilómetros cuadrados, desde cabo Tiburón, en el Chocó casi Panamá, hasta punta Arenas, en Antioquia, área a la que se suman ríos y vertientes y meandros en un complejo sistema hídrico. Es el caso del caudaloso río Atrato, en caída desde el cerro de Caramanta, Agua y sobre todo sol es lo que sobra a tres mil novecientos metros sobre el nivel del mar, hasta en esta tierra prometida donde todo el término de su sinuoso recorrido en el mar Caribe. A su crece tanto pero tanto que hay un sitio paso van quedando infinidad de cuerpos de agua y su delta es con diecisiete clases de palmas un importante conjunto de humedales. “Una larga laguna en movimiento”, dijo en su día Humboldt sobre un ecosistema como este. En las vegas y cauces de tal conjunto hídrico se forman ciénagas y pantanos que así como ofrecen amparo a las aves migratorias y enmarcan las faenas de pesca, también acogen a distintas especies herbáceas, como la lechuga de agua o el loto. Crecen en el entorno diferentes comunidades de palmas. “En la parte alta del valle del Atrato se pueden contar diecisiete especies de palmas por hectárea, la mayor cantidad de individuos por área del mundo”, contabilizan Juan Manuel Díaz y Fernando Gast en su estudio El Chocó biogeográfico de Colombia.
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G ol f o de Urabá
Palma amarga Sabal mauritiiformis
Cobertura vegetal Zona de Urabá
Cultivo de banano Musa acuminata
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Además del Atrato, el río con mayor caudal del mundo en proporción a su longitud, también discurren por la zona el Caimán Nuevo, el Necoclí y el río León, así como el Acandí y el San Juan, cuyas aguas desembocan en el Atlántico. Es decir, en Urabá los ámbitos asociados al agua van de extremo a extremo. En inmediaciones de Necoclí, en el costado nororiental del golfo, una seguidilla de espejos acuosos configura la ciénaga del Salado, al resguardo de los búcaros y su florescencia color naranja. A la vecina ciénaga de la Marimonda, por su parte, la rodea el bosque seco tropical, en cuyos alrededores se cultiva la melina
Güérregue Astrocaryum standleyanum
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(Gmelina arborea), tan apreciada en la fabricación de instrumentos musicales. Al final del golfo, en dirección hacia el departamento de Córdoba, se extiende la ensenada de Rionegro, uno de los ecosistemas más ricos del planeta. Del otro lado, muy cerca de Panamá, las playas de Acandí reciben cada abril el desove de la tortuga caná, la más grande de todas las tortugas. Al menos once categorías vegetales tiene el Caribe, según señala el investigador Hermes Cuadros. Urabá hace un importante aporte a ellas. Están las vastas extensiones de sabanas, bien sean naturales o generadas por la mano del hombre en favor de la agroindustria,
G ol f o de Urabá en las que en medio de algún potrero de golpe se dibuja un brote de “bosque disperso” y en él una bonga (Ceiba pentandra) con su grueso tronco en forma de barriga. Por si fuera poco, hay presencia de bosque lluvioso en los alrededores de Capurganá, donde la vida en su expresión más pura alberga, por ejemplo, al choibá (Dipteryx oleifera), un colosal árbol de más de cincuenta metros de altura. Y no solo árboles: también se encuentran las epífitas, o plantas que crecen sobre otras plantas. Así, prendidos de los troncos, viven los musgos, las bromelias, las orquídeas. Es tan pura la vida allí que, de acuerdo con el botánico Alwyn Howard Gentry, el veinte por ciento de las especies de plantas vasculares del cerro Tacarcuna (máxima altura del Darién) que habitan por encima de los mil cuatrocientos metros de altitud, es endémico. Las estribaciones del Darién, observa el botánico estadounidense, aún conservan una vegetación primaria con predominio de leguminosas, palmas y rubiáceas. Y en las partes altas del Darién crecen los robles de tierra fría y los encenillos, y platean los yarumos. Por otra parte, están las formaciones de manglar sobre el contorno de la costa. ¿Y cómo no hablar de estos “bosques anfibios”, llamados técnicamente “formaciones halohidrofíticas”? Entre las especies de mangle, el rojo suele dar a las aguas de su hábitat, como indica su nombre, un acento colorado. Es lo que sucede en la ciénaga de la Marimonda, hogar también de la majagua, de algunas cañas y de plantas intolerantes a la salinidad, que se las arreglan para no ser tocadas por el agua como el uvito de playa (Coccoloba uvifera), hasta donde llegan cangrejos y mariamulatas. Pero no siempre fue acuoso y verde el Urabá. Los biólogos Juan Manuel Díaz y Fernando Gast refieren en su obra arriba mencionada una merma en la pluviosidad del país durante la glaciación Wisconsin, hace diez mil años, en el Pleistoceno. “La región de Urabá, aunque no experimentó condiciones tan secas como las de la planicie costera del Caribe, seguramente se vio desprovista en su mayor parte de la vegetación arbórea: predominó allí probablemente un ambiente similar al que se aprecia actualmente en las sabanas de la Orinoquía”. Por suerte, al término de la última glaciación vendría un proceso de reverdecimiento. Gracias a ello,
hoy en los bosques del golfo de Urabá o “golfo de Aguadulce”, como se conocía en los comienzos del del siglo xvi, se yerguen imponentes las caobas, con sus más de cuarenta metros de altura, los caracolíes, los cedros, las ceibas amarillas y las blancas, los robles y las jaguas, riquísimas estas en taninos. Y no solo florecen y se mecen los árboles de gran talla, los que sostienen la arquitectura del dosel: también están los arbustos, entre ellos los sietecueros, y el conocido “maicito” del Chocó (Zamia obliqua), de las zamiáceas, familia de plantas muy primitivas, consideradas fósiles vivientes ya que compartieron hábitat con los dinosaurios, y de la cual en Colombia aún sobreviven unas veinte especies, siete de ellas presentes en la región de Urabá. Y más bajo aún se encuentra el sotobosque, en cuya maraña conviven los helechos y las lianas. Todo eso hay allí, en los tres ecosistemas principales: los cativales, los panganales y los arracachales. Reina en el primero de ellos la Prioria copaifera, una fabácea cesalpiniódea; una arecácea (Raphia taedigera) predomina en el segundo, y una arácea (Montrichardia arborescens) en el tercero. Del mar hacia las elevaciones montañosas la vida se desperdiga Iguá en cientos de texturas vegetales Pseudosamanea guachapele gracias a las lluvias, pues Urabá es tributario del altísimo régimen de pluviosidad, de hecho el mayor del mundo, de su vecino y en cierto sentido apéndice natural, el Chocó biogeográfico. Urabá es y ha sido tierra de migrantes. Incluso desde la llegada de los españoles a América, la esquina noroccidental de Colombia fue sometida a diferentes rebatiñas por el territorio. Durante el siglo xvii hubo allí una tentativa de asentamiento por parte de colonos escoceses: el sitio de Nueva Caledonia. Además, según explica el investigador Jairo Osorio en su tesis sobre los pueblos itinerantes de la región, una de las primeras ciudades del continente reconocida por la corona fue Santa María de la Antigua del Darién,
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Manglar Rhizophora mangle
creada al despuntar el siglo xvi. De allí partió en 1513 la expedición de Vasco Núñez de Balboa en pos de una vía al océano Pacífico. De eso, tiempo ha; y hoy en día nuestro Urabá es territorio fecundo para todo tipo de frutos. Acaso el más conocido sea el banano. Las miles y miles de hectáreas de este producto cultivadas industrialmente se concentran en la parte central: municipios de Apartadó, Chigorodó, Carepa y Turbo. Sin embargo, son variadísimos los otros frutos que crecen espontáneamente por toda la región, en un huerto, en un pastizal, en la serranía de Abibe. Perodeagua, carambolo, guanábano, aguacate, níspero, zapote, árbol del pan, mango, cacao… y también el dátil de la India, o sea el tamarindo. Tierra de fertilidad bíblica, llamada durante la colonia Culata D’Urava, sigue siendo este un cruce de caminos de inestimable valor geopolítico, bordeados de Cadmios bienolientes en la tarde.
Corozo de lata macho Bactris major
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G ol f o de Urabá
En letra cursiva Los caudales que alimentan el golfo de Urabá son los que van nutriendo desde las plantas acuáticas, como la lechuga de agua o buchona (Pistia stratiotes), perteneciente a las aráceas, junto con los lotos (Nymphaea sp.) y el buchón de agua (Eichhornia crassipes), hasta esas plantas que como árboles caminantes circulan por las costas del mar Caribe: los mangles (Rhizophora mangle), que hacen parte de las rizoforáceas. Y de paso nutren los árboles más grandes que se pueden apreciar en la región, entre los que sobresale la anacardiácea conocida como caracolí, Iraca Carludovica palmata orejas de burro o mijao (Anacardium excelsum). Se le suma la ceiba de lana o bonga (Ceiba pentandra), que hace parte de la gran familia de las ceibas, las malváceas. Sin embargo, cabe aclarar aquí que existen árboles tenidos por ceibas que no pertenecen a las malváceas, como es el caso de la ceiba blanca, ceiba amarilla o tronador (Hura crepitans), que hace parte de las euforbiáceas. Y como es de esperarse, estos caudales alimentan de igual modo a los árboles de colores que tanto llaman la atención de los viajeros, como es el caso de la bignoniácea denominada roble en el Caribe y conocida como ocobo o guayacán rosado (Tabebuia rosea) en otras regiones del país. O el yarumo o guarumo (Cecropia peltata), de la familia de las urticáceas. Otro árbol común en la región es la majagua o barrigón (Pseudobombax septenatum), llamada bonga en Chocó y Antioquia, y cartagena en Santander. Es asimismo el caso de la jagua o angelina (Genipa americana), una
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rubiácea también denominada borojó ó botellón. Aquí cabe igualmente destacar la morácea denominada árbol del pan (Artocarpus altilis), conocida como castaña en Cauca y fruta de pan en el Pacífico. Con un nombre totalmente caribeño se encuentra cultivado el carambolo (Averrhoa carambola), una oxalidácea conocida como árbol de carambolas o calambolo. Estos caudales dan vida además a meliáceas de alto valor económico para la región, como por ejemplo la caoba o palosanto (Swietenia macrophylla), y el cedro (Cedrela odorata), denominado también cedro amargo en Chocó, Casanare y Meta, y cedro blanco en el Quindío. Por añadidura, alimentan cantidad de frutales de la zona: la anonácea denominada guanábana o anón de espino (Annona muricata), o la laurácea que es el aguacate (Persea americana), así como uno de los frutos más reconocidos del Caribe, el banano (Musa acuminata), una musácea que serviría de emblema de la profusa diversidad de exquisitos frutos que produce el gran Urabá. Por último, vale aquí mencionar a las fabáceas que sobreviven gracias a estos caudales, como es el caso del almendro de montaña o choibá (Dipteryx oleifera) y del sietecueros de tierra caliente o capote del Caribe (Machaerium capote), mejor conocido como dinde en el Tolima y carbón en el Huila. Se debe tener en cuenta que este no es el mismo sietecueros que conocemos en la región andina, la Tibouchina lepidota, una melastomatácea.
Urabá, punto de unión Esta región anuda el espeso cordón verde del centro y el sur de las Américas. De ahí el muy importante rol que juega para la conservación a gran escala el parque nacional Los Katíos: por un lado su territorio limita con Panamá y por otro comparte una franja con el parque nacional El Darién; el resto se ubica en los departamentos de Chocó y Antioquia. Hay allí promontorios y planicies, en los que predominan el bosque húmedo tropical y el muy húmedo tropical. En las zonas que no permanecen anegadas hay búcaros, chengues o palos de agua (Erythrina fusca), bijaos (Calathea sp.), platanillos (Heliconia sp.) y guamos (Inga edulis). Los cativales, nombre dado a las comunidades forestales en las que predomina el inmenso árbol cativo (Prioria copaifera), también denominado aceite, cucharo, trementino y amansamujer, suelen crecer en la cuenca del Atrato. Urabá es un área a un tiempo biodiversa y endémica: en sus espesuras merodea con altivez el jaguar, bajo un dosel de infinidad de plantas, entre ellas ceibas y almendros (Terminalia catappa). En zonas cenagosas, los arracachos forman una espesa maraña, la mismísima manigua; y por los cielos de este patrimonio natural de la Unesco revolotea un alto porcentaje de las aves de Colombia.
Impacto del golfo Aunque su extensión se estima en mil ochocientos kilómetros cuadrados, el golfo de Urabá es reflejo de lo que sucede en la hidrografía y la biótica de unos cuatro mil kilómetros cuadrados de esta región Caribe colombiana. Los ecosistemas asociados al golfo de Urabá son humedales de suma importancia para la existencia de cantidad de especies de fauna silvestre y la producción de recursos hidrobiológicos. Dignos de destacarse son los manglares del delta del Atrato y de la ensenada de Rionegro, así como los arrecifes de piedra o coral y las praderas de fanerógamas del lado del departamento del Chocó, además de las extensas áreas cubiertas de los llamados “arracachales” (Montrichardia arborescens) y de helechos halófilos, es decir, que sobreviven en suelos salinos.
Paramillo, otro paraíso En límites de Antioquia y Córdoba el inmenso parque nacional Paramillo se extiende en una accidentada geografía: entre sus breñas discurren los ríos Sinú y San Jorge; comprende desde el páramo hasta el bosque húmedo tropical, y alberga gran cantidad de fauna, como la cada vez más escasa danta o el acosado caimán aguja. Laureles, cominos, nazarenos y bálsamos o bálsamos de Tolú (Myroxylon balsamum), son algunos de los tantos árboles que pueblan este parque. En la cordillera Occidental, en inmediaciones de Frontino, Antioquia, otra invaluable reserva alberga más de tres mil especies de plantas. Se trata del parque nacional Las Orquídeas. Si bien no cae estrictamente en la órbita de Urabá, algunos consideran que se sitúa dentro de su radio de acción. Los osos de anteojos se dejan ver cada tanto por sus bosques andinos, tan diferentes de la selva húmeda tropical que campea en las hondonadas del lugar.
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G ol f o de Urabá
Patrimonio maderable Prominente entre los grandes árboles maderables de Urabá, el choibá (Dipteryx oleifera), llamado por algunos almendro, puede alcanzar más de cincuenta metros de altura. No es común toparse con él. En Colombia se encuentra principalmente en la franja que va desde el Darién en el Chocó hasta las estribaciones de la serranía de San Lucas en Bolívar y Antioquia. También por su tamaño resaltan el abarco (Cariniana pyriformis), el cativo y el caracolí o mijao (Anacardium excelsum), cuyo tronco cilíndrico sobrepasa los dos metros de diámetro. Hay maderas más duras o más dóciles, de suerte que es preciso saber cómo aserrarlas. La ceiba amarilla o blanca (Hura crepitans) sobresale por la dificultad de su corte, así como el roble o guayacán rosado, como mejor se le conoce en el interior del país. No varía como el nombre su madera, una de las más valoradas en ebanistería. Para labores más agrícolas se presta el olleto (Lecythis tuyrana), también apodado carguero u olla de mono: las estacas de los cercos usados para cerrar terrenos suelen fabricarse con su madera, muy abundante por los lados de Urabá. A pesar de la difundida creencia popular, no todos los ébanos o granadillos (Caesalpinia ebano) son negros. Si bien predominan los oscuros, en Urabá los hay de tonos más claro y son especialmente apreciados por la finura de su madera. Por su parte, la tolúa o ceiba tolúa (Pachira quinata) es tan roja como resistente; casi tan fina como la teca o saka (Tectona grandis), cuyas plantaciones, que suman cientos de miles de árboles, aparecen de golpe, por así decirlo, en el paisaje de la zona. La teca tarda unos quince años para estar a punto, no sin que antes, a mediados de este lapso, se haga una selección de las mejores plantas. Es resistente a incendios, a las plagas y al agua. No en vano se utiliza para hacer embarcaciones. Se cultiva también en las planicies de la región urabeña la melina, (Gmelina arborea), con la que se producen aglomerados de uso comercial.
El prodigio de las aguas Entre otros asombros del golfo de Urabá se cuenta la vegetación adaptada para poblar las vegas bajas de los ríos Atrato y León, sometidas a copiosas inundaciones periódicas. Se presentan allí cuatro categorías de subpaisajes, y dentro de ellos una variedad de mangles pertenecientes a diferentes familias, tales como el mangle rojo (Rhizophora mangle), de las rizoforáceas; el mangle blanco o mangle bobo (Laguncularia racemosa), de las combretáceas; el mangle salado (Avicennia germinans), una acantácea, y el mangle humo (Lonchocarpus monilis), de las fabáceas/fabóideas. Otras bellezas de este territorio en donde abundan los pantanos y las ciénagas, además de los bosques y maniguas.
Bijao Calathea lutea
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Entre el cielo y el mar
ace ya tiempo quienes llegan a San Andrés, a su aeropuerto, se encuentran con una invitación que los sorprende, porque desde hace toda la vida lo único que hallaban eran ofertas de bronceadores y de rones, de hoteles, de casinos, de chocolatinas y de chucherías en general, que es lo que más se le ha vendido al turismo desde 1957 cuando a la isla le otorgaron la sentencia de ser puerto libre. Desde hace tiempo, desde hace ya cuatro años, en el aeropuerto y en muchos otros lugares hay vallas que cuentan la existencia de un paraíso dentro de este paraíso: un jardín botánico que de a poco se ha ido convirtiendo en un nuevo eje de atracción turística en esta isla de veintiséis kilómetros cuadrados, un reducto protegido de casi ochenta mil metros cuadrados de naturaleza viva y pura, apto para la investigación botánica o el ocio instructivo en La verdadera riqueza de la isla es su medio de cuidados senderos o desde el edificio principal que vegetación, y en el Jardín Botánico parece vigilar el mar y el bosque y el cielo. de San Andrés esta se muestra de manera El Jardín Botánico de San Andrés queda en el sector bella y pedagógica. Una seducción verde de Harmony Hall Hill, en una de las cuestas que hay por los lados de San Luis. Se llega fácil aquí, a este terreno que la Universidad Nacional compró en 1996 y proyectó desde entonces para lo que es ahora. En el año 2000 se marcaron los primeros árboles, y a su apertura, ocho años más tarde, había unos dieciocho mil ejemplares sembrados pertenecientes a unas trescientas cincuenta especies. Toda una convicción verde que ha costado cerca de dos mil millones de pesos. Mejor invertidos, imposible. Antes de este proceso —y durante todo ese proceso— hubo estudios y conclusiones. San Andrés y Providencia, con sus cayos y lechos marinos, han sido investigadas
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Jar dí n Botán ico de San A n dr é s
Mamey Mammea americana
Yinyer Alpinia purpurata
Sanchenzia Sanchenzia oblonga
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Carambolo Averrhoa carambola
Flor y frutos de mamón Melicoccus bijugatus
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Jar dí n Botán ico de San A n dr é s
Árbol del pan Artocarpus altilis
de tiempo atrás por científicos como Peter Lowy Ce-
rón, uno de los promotores del jardín botánico, y su primer director. Para él, la botánica de estas islas es una mezcla de la flora centroamericana enriquecida con la antillana y “por ello es un bosque muy particular, una mezcla curiosa y casi única, una transición entre bosque húmedo y seco tropical, pues hay una composición florística de los dos tipos de vegetación dado que en San Andrés llueven cerca de dos mil milímetros al año más que en Providencia”. Producto de esos estudios y para el aprovechamiento de todos los recursos que la naturaleza prodigiosa les brinda, los conceptualizadores del Jardín Botánico de San Andrés lo subdividieron en jardines a los que se accede por senderos en un paseo fresco y delicioso. Se pasa por las plantas inferiores o primitivas, las más antiguas de la tierra, y se sigue por las
criptógamas, que son las plantas sin semillas, como los musgos y los helechos. Hay luego un área dedicada a las fanerógamas, con sus semillas al desnudo, y después a las gimnospermas, ya en la antesala de las herbáceas. Tal el orden de este jardín botánico. Pedagógico: a través del tiempo, de lo más primitivo a lo más evolucionado. Así, después de las herbáceas vienen las angiospermas, plantas surgidas hace aproximadamente cien millones de años y que señalan la aparición de los frutos y flores vistosos. Hay finalmente un muestrario de las más complejas plantas leñosas, y orquídeas y bromelias, antes de encontrarnos, subiendo la cuesta de los senderos, un mirador de 12 metros de altura en cuyo interior hay una puesta en escena formidable: un observatorio con vista de trescientos sesenta grados sobre la isla y, en sus paredes, murales con la historia de la evolución de las especies que han habitado el planeta. Y hay más, claro. Hay senderos que guían a las áreas designadas para representar los ecosistemas de bosque tropical y de bosque seco que se conjugan en el archipiélago. Otro sendero, que llaman “de los sentidos”, surcado Cayena por el vuelo de pájaros y maripo- Hibisus rosa-sinensis sas, llega al palmetum, donde predomina la palma de coco; a la zona de las medicinales, con sus especímenes de noni, planta de múltiples usos curativos que se cultiva comercialmente en las islas; y al área de las bellísimas ornamentales, como el croto de hojas coloridas, el tulipán africano y la flor de habano. No faltan, claro, las plantas útiles como el algodón, el naranjuelo y el mamón o mamoncillo, así como esas cuyos nombres comunes llaman la atención de los turistas: carato, nomeolvides, indio desnudo e icaco, entre otros. Se presenta también una muestra de los ecosistemas de manglares y otra del xerófilo, con sus tipos de cactos, como uno muy particular que tiene hojas. Y
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Dividivi Caesalpinia coriaria
hay árboles del pan, muchos árboles del pan, tanto a la entrada como en el interior, ya que estos son emblema de las islas. Hay, desde luego, un espacio para la investigación, dotado de un herbario con una colección de plantas del archipiélago y un laboratorio que permite la realización de diferentes labores y proyectos de botánica, como los atinentes a la dinámica de la vegetación insular, a las especies, a la flora costera, a la reforestación urbana, a los fósiles, a la educación ambiental y al rescate de la flora amenazada. Así, todo un ser vivo, es este jardín botánico que, bajo la dirección de la bióloga Adriana Santos Martínez, permanece conectado con la comunidad mediante estos trabajos y los eventos que celebra con regularidad; por ejemplo, los del mes de los humedales, de las aves, del caracol pala, del agua, encaminados a difundir conciencia verde. Y lo ha conseguido. No solo entre los raizales, que lo visitan y que valoran lo que tienen ahora que lo conocen mejor, sino de quienes vienen de lejos, no ya con la intención de alcanzar las fantasías baratas, sino para disfrutar de la naturaleza, que es el gran patrimonio de la isla.
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Jar dí n Botán ico de San A n dr é s
En letra cursiva Uno de los objetivos de los jardines botánicos es la representación de la flora propia de la zona o país donde están ubicados. Así, el Jardín Botánico de San Andrés nos presenta la flora variada que podemos encontrar en este archipiélago. Entre las familias de plantas ornamentales, que habitan los espacios más urbanos, están las bromeliáceas, las orquidáceas, y las euforbiáceas como es el llamado croto (Codiaeum variegatum), bignoniáceas como el tulipán africano (Spathodea campanulata), boragináceas como el árbol nomeolvides (Cordia sebestena) y la adelfa o flor de habano Noni Morinda citrifolia (Nerium oleander), una apocinácea. Además hay una buena representación de las plantas más características de las islas, como los manglares (Rhizophora mangle), las arecáceas o palmas, como el cocotero o palma de coco (Cocos nucifera),
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y las cactáceas o los cactos, entre los que se cuenta el cacto con hojas conocido en el Caribe como bleo de chupa (Pereskia bleo). Al mismo tiempo este jardín botánico da cabida a plantas tan características de allí como la morácea llamada comúnmente árbol del pan (Artocarpus altilis), como el “olivo” (Quadrella odoratissima), que es una caparácea; el indio desnudo o resbalamonos (Bursera simaruba), una burserácea, y el carato (Euphorbia lactea), una euforbiácea. En cuanto a las plantas útiles, baste con mencionar el mamón o mamoncillo (Melicoccus bijugatus), una sapindácea; el algodón (Gossypium barbadense), una malvácea, y el noni (Morinda citrifolia), de las rubiáceas. Todas ellas están a la vista de los visitantes a lado y lado de los senderos por donde se invitan a transitar, con claras señalizaciones y explicaciones de la riqueza de la región. Este Jardín Botánico de San Andrés es, de todos los de la región Caribe, el que con mayor claridad ofrece a quienes lo visitan su contenido.
Perfiles
El
sabio
Alexander von Humboldt Inclinado sobre su escritorio, el joven Alexander von Humboldt escrutaba las cartas marítimas que lo guiarían por las aguas bravías de las Américas de Colón. Su madre había muerto y le había dejado una herencia abundante, suficiente para realizar su sueño expedicionario. Humboldt le había ofrecido al médico Aimé Bonpland, un joven francés con conocimientos de botánica, sufragar todos sus gastos para contar con su compañía en el propósito de llegar hasta el mar del lejano sur. La travesía tantas veces imaginada comenzó el 5 de junio de 1799 a bordo de la fragata Pizarro. Zarparon de La Coruña con libertad total, porque Humboldt jamás aceptó dinero de ningún gobierno, a fin de evitar así que sus investigaciones se vieran supeditadas a intereses distintos a los científicos. Después de varias jornadas de viaje, una epidemia de
H umboldt
fiebre tifoidea a bordo los obligó a desembarcar en el puerto venezolano de Cumaná. Allí Humboldt y Bonpland pudieron confirmar que su empeño había valido la pena. La exuberancia del Orinoco les dio para recolectar cerca de mil seiscientas plantas y comenzar un vasto herbario de las Indias Occidentales. El 29 de marzo de 1801, después de sortear en diversas ocasiones las aguas furiosas del Caribe y los estragos de la fiebre amarilla, atracaron en Cartagena de Indias. Las gentes del puerto se asombraron con estos dos caballeros cargados de unos embalajes desproporcionados y provistos de instrumentos extraños. Los viajeros aceptaron la invitación de don Ignacio de Pombo, quien les ofreció su finca en la vecina zona de Turbaco. El 6 de abril emprendieron camino y muy pronto encontraron gozosos los vientos frescos que circundan por esa tierra. Turbaco está a doscientos veinte metros sobre el nivel del mar, rodeado por una sucesión de colinas que atrapan las brisas, con lo que la temperatura rara vez sube mucho más de los veinticuatro grados centígrados. Allí, amparados en la frescura del clima, los dos expedicionarios se dedicaron a observar los volcanes de lodo de la región, a contemplar por el catalejo la Sierra Nevada de Santa Marta y a herborizar especímenes de esa tierra extraordinaria. Cada caminata fue un descubrimiento poético. Las páginas del
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diario de Humboldt registran su encuentro con las palmas de vino, el carito y el mamey; con los plátanos “guineos” y la orgía de bambúes que alguna vez se interpuso a su paso; con los caracolíes inmensos, comparados con los cuales los árboles europeos eran unos enanos. Así, además de que dieron a conocer a Europa una gran cantidad de plantas novedosas, tuvieron la oportunidad de apreciar un mundo que pocos extranjeros habían visto. Encontraron, entre muchas otras especies, arecáceas como la palma de vino o canambo (Attalea butyracea), apodada coroza en el valle del río Magdalena, y calofiláceas como el mamey (Mammea americana). Pero además de cautivarse con este nuevo mundo de vegetación, Humboldt y Bonpland aportaron su sabiduría para denominar una gran variedad de plantas del país y del Caribe, tales como la fabácea comúnmente conocida como guamo o churimito (Inga coruscans ) y la malvácea conocida como volao o macondo (Cavanillesia platanifolia) cuyo ejemplar tipo, o sea el que se tomó como base para describir y nominar la especie, fue colectado por ellos en el propio Turbaco. Tras unos días de permanecer en la zona Humboldt le escribe a José Celestino Mutis pidiéndole concertar un encuentro. Con la ilusión de oír de boca del sabio todo sobre la Real Expedición Botánica, que para entonces ya gozaba de fama a los dos lados del océano, partieron los jóvenes expedicionarios hacia Santa Fe el 20 de abril de ese año de 1801.
Cortezas Brillantes, misteriosas, gruesas, opacas, Bellas.
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Lo que nos da
la tierra
a imagen se repite muchas veces a lo largo de una tierra que mira al mar generoso del Caribe. Se repite como una postal encantadora: sobre una playa de arena delgada y blanquecina, rodeadas de escondites de cangrejos, azotadas por la brisa salina, se levantan centenares de palmas de coco, torcidas y despeinadas, a cuyos pies caen esos frutos que hoy —junto con los pescados de diversas especies que se acercan a la orilla— constituyen uno de los ingredientes más apetecidos por quienes pueblan estas tierras y por los muchos visitantes que llegan a diario para gozar de los atractivos de la costa Caribe. Con solo pensar en las bondades culinarias del coco —porque también las tiene artesanales— se hace agua la boca. Empleado por igual en recetas de dulce y recetas de sal, el coco ofrece un agua Se puede vivir de lo que hay en la huerta, refrescante y una “leche” extractable que se emplea para dar de lo que abunda en las cosechas un sabor inigualable a salsas que van muy bien con pescados y de miles de formas de combinar y mariscos. Difícil ha de ser encontrar a quien no le guste el los ingredientes. De eso solo se puede vivir arroz con coco, que junto con unos patacones con sabor a ajo recién sacados de la paila se convierte en el mejor acompañante de un pargo rojo o de una mojarra pescados esa misma mañana y llevados al plato con la piel tostada y la carne blanda y fresca. Versátil como pocos, el coco da su nombre al más común de los dulces del Caribe, la cocada, que es protagonista en el célebre Portal de los Dulces de la ciudad vieja de Cartagena, a pocos pasos de la Torre del Reloj, en compañía de las bolas de tamarindo, las bolas de ajonjolí con panela, las conservas de leche y esos cabellos de ángel o caballitos que se preparan con papaya y canela, entre muchas otras golosinas
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C o c i na
Habichuelas Phaseolus sp.
Ñame Dioscorea alata
Puesto de venta de especias Mercado público de Lorica, Córdoba
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Maíz cariaco Zea mays
Ají Capsicum annuum
de un amplio recetario que atrae a propios y extraños que quieren dar un toque dulce a las cálidas horas de la tarde o escoger algún detalle para llevarle a la familia de regreso a casa. El coco está presente cada día en la mesa de los pobladores del Caribe, y a los usos y las cualidades de este alimento se podrían dedicar tomos enteros. Pero a su lado, con similar protagonismo, hay que destacar otros aportes invaluables de la botánica a la gastronomía caribeña, como el plátano, la yuca, el arroz y el maíz. Tan abundante como ese pariente cercano que es el banano —y de ahí la famosa zona bananera de la región, escenario de episodios que han marcado la historia de Colombia y fuente de inspiración de narradores como Gabriel García Márquez, que nació en sus inmediaciones, en el municipio de Aracataca—, el plátano se come desde el desayuno, en esa especie de puré que se consigue al hervirlo, majarlo y aderezarlo con mantequilla, sal y queso criollo: el cayeye. Aunque
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C o c i na quizás la más famosa de sus presentaciones es la de los patacones crujientes que acompañan el pescado y que también se sirven como entrada acompañados del llamado “suero costeño”, que es un apetitoso aderezo lácteo fermentado. El plátano es también ingrediente fundamental del sancocho costeño, bien sea del que se prepara exclusivamente con pescado —de preferencia sábalo— o del que se conoce popularmente como “trifásico” por la presencia de tres tipos de carne. Allí se aprecia no solo su agradable sabor sino también la espesura ideal que al deshacerse le da al caldo; eso sí, siempre junto al ñame —no podría ser otro—, si se quiere obtener esa densidad inigualable. Si bien la papa no es desconocida en la región, se emplea mucho menos que la yuca y el ñame, alimentos cotidianos del costeño. La yuca, bien sea hervida o frita —crujiente por fuera y blanda por dentro— sirve también como ingrediente básico para elaborar la masa de algunos de los fritos tradicionales del Caribe, como las muy apetecidas carimañolas, que pueden ir rellenas de queso o de carne molida. Hay un tipo de yuca amarga que fue muy empleado por los indígenas antes de la llegada de los españoles, con la que preparaban —y se sigue preparando en algunas regiones colombianas, a pesar de lo dispendioso del procedimiento, que llega a la purificación a través de hervirla para despojarla de su condición venenosa— casabe (o también cazabe), que es una torta o arepuela delgada. Es común servirlo en el centro de la mesa para que los comensales acompañen ceviches y guisos, o para que sirva como una suerte de “pasante” entre sabores muy distintos. También con la yuca se hacen los bollos, que son para el habitante del Caribe lo que las arepas para los antioqueños. Y en la baraja de posibilidades de esta masa que se suele servir a la hora del desayuno, aparecen también el de plátano y el de coco con anís. Pero el de maíz es quizás el más popular de los bollos; acompañado con un trozo generoso de queso es un alimento tan sencillo y económico como sabroso. La tierra ha sido generosa con el Caribe: de ella brotan, sin mayor dificultad, el achiote para teñir caldos y arroces —a la manera del azafrán, pero mil veces
más económico—; los ajíes dulces, que enriquecen los guisos y que algunos cocineros se toman el delicioso trabajo de rellenar; las berenjenas, que con frecuencia están presentes en el célebre mote de queso y con las cuales se preparan algunas recetas aprendidas de los árabes, como esa especie de paté al que llaman de muchas formas, entre ellas boronía; los fríjoles de cabecita negra, que alguien decidió hace mucho tiempo convertir en ingrediente de unos buñuelos típicos de la región; y brotan también las coles y el tomate “cachetón”, para preparar con ellos una ensalada que acompañe el pescado sin robarle protagonismo. Brotan tantas y tan ricas frutas, que a los visitantes extranjeros les cuesta trabajo dar crédito a sus ojos cuando visitan un mercado local: tantas formas, tantos colores, tantos sabores, que han merecido capítulo aparte en este mismo libro. Brota el árbol del pan con el que, a falta de plátano, preparan patacones en las islas de San Andrés y Providencia; brota el ñame que trajeron de África los esclavos, el aguacate que ya conocían los indígenas, las almendras que fascinaban a los inmigrantes que llegaron del medio oriente, árabes que empleaban decenas de especias exóticas y que Calabaza poco a poco convirtieron muchas Cucurbita pepo de sus recetas en platos cotidianos de la región, como los quibbes, que han hecho historia en Córdoba, o esas hojas de uva o de repollo que llevan un delicado relleno y que acá se conocen como “indios”. No falta el arroz en las mesas de pobres y de ricos de este Caribe que es definitivamente arrocero y que lo ofrece en gran variedad de presentaciones: el incomparable arroz con coco del que antes hablábamos, el arroz con frijolito, el arroz con camarones frescos que llegan del mar de la Guajira, el arroz apastelado con trozos de cerdo, el arroz con ese grano que produce un arbusto de nombre guandul. Dicen que nadie se muere de hambre si tiene el océano en frente. Pero los pobladores del Caribe no se
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Comedor público Mercado de Lorica, Córdoba
contentan con sobrevivir, y han desarrollado una gastronomía rica y variada que no solo rinde culto al mar sino también a las tierras fértiles en las que de tiempo atrás conviven las plantas en las que basaban los indígenas su cocina, las que trajeron de África los esclavos, las que llegaron a bordo de las carabelas de Colón por encargo de la Corona española y en otras embarcaciones, y las plantas que los inmigrantes sirios, libaneses, griegos, italianos, polacos, chinos y alemanes, entre tantos otros, fueron introduciendo cuando decidieron quedarse para siempre en ese paraíso que se levanta frente al mar Caribe.
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C o c i na
En letra cursiva Es tal la variedad de platos y sabores que ostenta la región Caribe, que, como es de esperarse, la mayoría provienen de plantas muy disímiles pertenecientes a una pluralidad de familias botánicas. Por ejemplo, el coco (Cocos nucifera) que es tan utilizado tanto en importantes platos como en pequeños postres, proviene de la familia de las palmas, las arecáceas. El sabor agridulce del tamarindo (Tamarindus indica) proviene de una fabácea/cesalpiniódea. La canela (Cinnamomum zeylanicum) y el aguacate (Persea americana) hacen parte de las lauráceas. Inclusive Achote Bixa orellana el colorante ampliamente utilizado para dar más vida a los platos y que se extrae de la semilla del achote (Bixa orellana), deriva de la familia de las bixáceas. Y así son muchos los ejemplos de elementos botánicos con los que se sazonan las comidas en el Caribe. Pero además de los aderezos que dan más sabor a estos platos exquisitos, los acompañantes de los grandes menús también son de origen altamente variados. Por ejemplo, aunque la yuca y el ñame semejan ser de una misma familia, no lo son. Por un lado, el ñame (Dioscorea alata), también conocido como chilma ó ñampi,
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hace parte de las dioscoreáceas, mientras que la yuca o casanareña (Manihot esculenta) pertenece a las euforbiáceas. Aquí también cabe nombrar el árbol del pan (Artocarpus altilis), denominado fruta de pan en el Atlántico y castaña en el Cauca, el cual hace parte de las moráceas. El guandul (Cajanus cajan), una fabácea, se suma a esta multiplicidad. Claro está, también existen especies acompañantes de grandes platos que comparten una misma familia botánica, como es el caso del plátano (Musa x paradisiaca) y el banano (Musa acuminata), dos sabores tan diferentes para dos especies tan semejantes, pertenecientes ambas a la familia de las musáceas. Está además el ejemplo de las poáceas, o sea de los pastos o plantas herbáceas cuyas semillas nos alimentan, tales como el maíz o capi (Zea mays) y el arroz (Oryza sativa). Por último, no sobra señalar el caso de especies usadas directamente como alimento o solo utilizadas para sazonar emparentadas en una misma familia con numerosos ejemplos de especies psicoactivas: la de las solanáceas. Esta familia abarca la papa o chava (Solanum tuberosum), la berenjena —también conocida como pepino morado (Solanum melongena)— y el tan apreciado ají (Capsicum annuum).
La terquedad del rey
Los tres de Pepina
Autora de uno de los libros más deliciosos y leídos sobre la gastronomía del Caribe, Cartagena de Indias en la olla, doña Teresita Román de Zurek explica que uno de los factores más importantes para el desarrollo de la cocina costeña fue la terquedad del rey Fernando de Aragón, quien se empeñó en embarcar labradores y agricultores en el segundo viaje de Colón a América, “en su mayoría castellanos y extremeños, con toda clase de frutos: sidras, naranjos (Citrus x aurantium), toronjas (Citrus maxima), ciruelos calentanos también conocidos como hobos o cocotas (Spondias purpurea), parrales, manzanos, limones, almendros (Terminalia catappa), albaricoques, membrillos (Gustavia superba), la caña de azúcar (Saccharum officinarum) que vino de las islas Canarias, el trigo o marengo (Triticum aestivum), la cebada (Hordeum vulgare), el arroz (Oryza sativa), el centeno, las habas o cargaditas (Vicia faba), los garbanzos (Cicer arietinum), las lentejas, los fríjoles, el ajo (Allium sativum), muy utilizado en la culinaria mundial y el cual también tiene múltiples propiedades medicinales, el aceite de olivas, el ganado vacuno y lanar, las gallinas, los caballos y borricos. Con ellos tomaron posesión de la tierra en las diferentes regiones de este Nuevo Mundo, penetró la influencia española en todos los campos y en la cocina se abrió un nuevo horizonte”.
Le dicen Pepina y se ha dedicado a rescatar y exaltar las tradiciones culinarias del Caribe, y en especial las de su natal Córdoba. Esta reconocida socióloga y gastrónoma se llama María Josefina Yances, y en su libro Me sabe a todo destaca, entre otros, tres ingredientes que resultan fundamentales en la cocina costeña: el ají dulce (Capsicum sp.), muy utilizado en la medicina tradicional; el achote (Bixa orellana) o abujo, utilizado como infaltable colorante, y la yuca, igualmente conocida como lengu’evenao o casanareña (Manihot esculenta). Del ají dulce asegura que “es el alma de la culinaria de la América indígena” y que “aporta sabor distintivo y enjundioso a guisos, sopas, arroces mixtos y ensaladas”. Al achote lo califica como “el condimento que aporta mayor color en la confección de platos de la cocina del Caribe”, y considera que “no hay guiso criollo auténtico sin la vistosidad del amarillo intenso del achote”. A la yuca la llama “el pan de América”. Cuenta que gracias a su gran contenido de energía “la vida rindió en estas latitudes”, ya que ayudó a sus pobladores a soportar soles intensos y humedades absolutas. Y piensa que “aunque se la quiera identificar con la tosquedad y la rusticidad, este preciado manjar de tierras de sol adquiere cada vez más aprecio en las culinarias universales”.
El ñame, aporte negro “Con el nombre de ñame o ñame morado (Dioscorea alata) conocemos un tubérculo comestible, llamado en portugués inhame y en inglés yam, difundido en América por los navegantes hispano-portugueses desde mediados del siglo xvi, cuando cobró fuerza el tráfico de esclavos negros desde la costa occidental de África. Era un producto tan típicamente africano, que un comerciante de esclavos en Cartagena se refería a un grupo comprado por él como “los ñame-ñame”, es lo que cuenta Enrique Morales Bedoya en su libro Fogón caribe. Y el mismo autor, en el texto editado por la editorial La Iguana Ciega, sigue diciendo que “distintas variedades de ñame hacían parte de la dieta africana, al punto que adquirió connotaciones religiosas en los antiguos imperios de la costa occidental. En Mali la decapitación de un criminal tenía lugar en un cultivo de ñame, como ritual para asegurar una buena cosecha; y desde la antigüedad hasta hoy, la recolección del ñame es razón para celebrar con festivales entre los miembros de la cultura ashanti de Ghana y Nigeria”. “El ñame tuvo una difusión rápida en América. Muchos visitantes de otras épocas y aun historiadores de hoy lo han tomado por nativo. En Colombia el cultivo ha quedado casi que confinado a la costa Atlántica, donde en las sabanas de Bolívar es fácil hallar hasta una docena de variedades”.
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C o c i na
Breve diccionario Para acercarse a la gastronomía caribe es imprescindible conocer el significado de ciertas palabras que allí son de uso diario y que, en cambio, poco se emplean en el interior del país. Las definiciones están tomadas del maravilloso Diccionario de voces culinarias de Lácydes Moreno Blanco. Alegría: Golosina en forma esférica, elaborada con millo y miel de caña. Bollo: Masa de maíz, de yuca o de plátano, de medianas proporciones cilíndricas, envueltas en hojas de maíz, de plátano o de bijao, hervidas. Carimañola: Especie de croqueta mediana, elaborada con masa de yuca cocida y molida en forma de zepelín, que va rellena de carne molida aderezada o queso, y luego frita. Casabe: Torta muy delgada elaborada con la yuca no amarga rallada, la misma que se usa para la carimañola, a la que se le extrae el almidón o yaré. La “capital mundial” del casabe es Ciénaga de Oro, Córdoba, donde son muy famosos el casabe en torta delgada y el casabito doblado, relleno con dulce de guayaba. Rondón: Gustoso plato caldoso sanandresano, en el que entran pescados de mar pequeños, cerdo, caracol de pala, y diversos bastimentos como yuca, ñame y plátano verde en trozos medianos. Todo cocinado en abundante leche de coco.
El descubrimiento del tomate Imposible imaginar la cocina del Caribe sin el plátano (Musa x paradisiaca), el mango (Mangifera indica) o el arroz (Oryza sativa), que tienen su origen en el continente asiático, pero que desde hace varios siglos se tienen como propios y forman parte del día a día de los habitantes de la costa Caribe. Imposible imaginarla sin el ñame (Dioscorea alata), que nos llegó de África, y sin los muchísimos ingredientes y productos de la Europa de los descubridores. Pero no fue poco lo que acá había, además de tantas, tan exóticas y tan sabrosas frutas. Había un rey llamado maíz, alimento incomparable que se usaba y se sigue usando en innumerables formas. Y había un fruto con el que enloquecieron los conquistadores y que, en unas más pronto que en otras, se terminó adoptando con fascinación en las principales cocinas europeas: el tomate (Lycopersicon esculentum). ¿Es imaginable acaso la gastronomía española o la italiana sin el tomate?
Yuca Manihot esculenta
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El río bravo de los zenúes
l hilo de agua verde, que brotó del totumo de oro cuando el indio Domicó lo dejó caer, se convirtió en el río Sinú. Labró cauce en las breñas del nudo de Paramillo, se hizo corriente al beber las aguas que brotan copiosas en el último arrebato de los Andes, mostró la furia del torrente al meterse entre cañones y descendió sereno a una planicie alongada por la que se abrió como una mano antes de caer al Atlántico en el Caribe colombiano. En tal viaje, que le ha tomado millones de años desde el Cretácico, el Sinú ha dado vida a 1.395.244 hectáreas y las ha convertido en una tierra tan fértil como la bañada por el Nilo. A tres mil novecientos sesenta metros sobre el nivel del mar, que fue la altitud que midieron en el nudo de Paramillo los expedicionarios Hermes Cuadros, Alwyn Gentry y Álvaro Cogollo en 1993, Lo que nace como un lánguido hilo de agua en el donde la neblina arropa los frailejones, el Sinú es agua helada nudo de Paramillo, se desata a seis grados centígrados, cristalina, todavía niña. Así la tomó en ciénagas y caños y fertiliza más de un millón Domicó y la roció sobre la corteza vegetal que montañas de las mejores hectáreas del país abajo, donde el oxígeno es generoso, germina un exuberante bosque húmedo tropical. Madre de una familia verde con nombres fantásticos como pinitos de páramo, quimulás, golondrinos, carretones, saínos rosados, algarrobos, nazarenos, rayos, bálsamos de olor y cominos y colorados. Y romeros o romerillos, que para los botánicos no son otros que Diplostephium. Hogar de un exótico animalario que registra grandes osos de anteojos, leones colorados, venados sin cuernos, tigres pintamenuda, jaguares, y también pequeños colibríes. A solo quinientos metros de su fuente, el Sinú ya ha se ha tejido en una extensa red de quebradas y riachuelos que se le unen. Cuando le caen los ríos Sinucito, Rubio,
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C ue nc a de l S i n ú
Corozo de lata Bactris guineensis
Ficus Ficus sp.
Ciénaga con oreja de mulo, en Lorica, Córdoba Eichornia azurea
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Ceiba con hojas adultas y Ceiba con hojas juveniles Ceiba pentandra
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C ue nc a de l S i n ú Manso, Esmeralda y Verde, el Sinú ya es una corriente capaz de abrirse camino entre rocas. Parte sus aguas en dos brazos que toman diferentes rutas encañonadas y despejan así el valle que fue ensanchado y convertido en el embalse Urrá I. A lo largo de veinticinco kilómetros el Sinú transita por la presa, y luego de ser liberado en una potente catarata artificial continúa su camino en busca de la sabana. Deja el Paramillo dando manivela a la evapotranspiración entre la vegetación y la atmósfera, fenómeno del que dependen las nubes, las lluvias, la humedad, los vientos y el clima de su cuenca. Lo deja allá en el alto, donde están enterrados los ombligos de los embera y donde existe, escribió el poeta Gómez Jattin, “una naturaleza casi intacta”. El río Sinú se hace poderoso al recibir las aguas de la ciénaga de Betancí, que significa “lugar donde huele a pez” en lengua embera, pese a que esta perdió su capacidad natural de drenaje y su condición de humedal. También murió la totalidad de la flora nativa. Las compuertas del embalse regulan la circulación de las aguas que ya trae el Sinú y de las que le llegan por caños y arroyos. De la serranía de Abibe bajan riachuelos como Los Pegados, León, La Vieja, Vijagual, Lomitas y Arroyito, que enfurecen al Sinú y lo hacen salir del lecho e inundar la gran sabana cordobesa. Al llegar a Montería, el Sinú es ya la gran masa de agua que atraviesa la ciudad y forma un sistema hídrico con los paleocauces que descienden en paralelo para ayudar a conducir la corriente. No Hay Como Dios, Mona Flaca, Agua Delgada, Ay, El Codo, El Diluvio, son apenas siete de las decenas de corrientes que ayudan al Sinú a repartir vida en esa franja cálida, seca y húmeda a la vez de la costa Caribe. En medio de la sabana, cubierta de pastos en un cuarenta y siete por ciento, “el río es un gusano de cristal irisado”, tal y como lo vio Gómez Jattin. Serpentea, se amplía a ciento sesenta metros de orilla a orilla, logra una profundidad de hasta ocho metros, alimenta pastos como el lambe-lambe, el churro, el canutillo, el mulato, el gramalote y el pajón que comen los ganados, y también cosecha: a veces, algodón, maíz, yuca, ñame; con frecuencia, plátano, papaya, maracuyá; y siempre, guayaba, mango, anón, guanábana, naranja, limón, coco y cacao. Alimenta a una población mestiza,
mezcla de indígenas, negros y blancos, que le canta alabanzas en porros y vallenatos, lo celebra en fiestas pasadas por ron, y lo contempla cuando baja sereno, peinado por la brisa, al caer la tarde. Después de Montería, el Sinú se divide en los brazos de Loba y Bugre, y así, adelgazado en dos cauces, transita casi perezoso por una planicie monótona. En 1843 el buscador de oro Luis Striffler sintió cómo ese río lo llevaba dulcemente, de un modo insensible, como las horas de su existencia. Y así sigue viajando, pese a que en sus orillas ya no se levanta la vegetación que contemplaron extasiados los expedicionarios de otros siglos. Va lento el río pero no débil, porque el caño Aguas Prietas le tributa las corrientes nacidas en la serranía de San Jerónimo y con ellas el brazo Bugre se expande por decenas de caños, ciénagas, pozos y pantanos que, en invierno, dan cuerpo a la Ciénaga Grande del Bajo Sinú. En este punto de gran esplendor el río, de nuevo unificado, se derrama en un delta dibujado por algunos cartógrafos como un complejo de pequeños vasos sanguíneos. A ellos debió referirse Striffler al escribir “el río presenta un laberinto de canales estrechos que se obstruyen de improviso, de modo que las embarcaciones Plátano siaca tienen que buscar paso, y muchas Musa sp. veces abrirse uno con el hacha”. Los indígenas zenú aprendieron los mensajes de un río embravecido en invierno con las aguas de las diez mil corrientes que lo robustecen, y austero y severo en verano. Entendieron que a través de los caños el agua se dispersaba mansamente y, en consecuencia, continuaron la labor de la naturaleza. Añadieron seiscientas cincuenta mil hectáreas de canales artificiales a los valles del Sinú y el San Jorge. Así, convirtieron en productivas unas tierras destinadas a pasar constantemente de la inundación a la sequía. Esta cultura anfibia, que usó sus canales durante veinte siglos, sobrevive en los cientos de hombres que habitan hoy el Bajo Sinú. Unos luchan contra la
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Roble Tabebuia rosea
tierra, el agua y el viento; otros, que conservan la tez cobriza de los indígenas, todavía pueden celebrar el hallazgo de un pimiento, un dorado, un roble o un totumo plantado a la orilla de una ciénaga. Son los herederos de los nativos quienes hoy construyen sus casas sobre el gran delta que forma el Sinú al final de su trayecto de cuatrocientos treinta y siete kilómetros y novecientos metros hasta el mar. Son kilómetros de senderos líquidos, donde crecen zapales o bosques inundables como la enea, la zarza, el cantagallo y las campanas, los mismos que se disputan campesinos y hacendados desde hace casi un siglo. Después de la última lucha, que movió a unos y a otros a construir canales y secar grandes extensiones, el Sinú cambió de desembocadura. Dejó Cispatá y se desplazó hacia las bocas de Mireya, Medio y Corea, en la bahía de Tinajones. Al moverse, el río se reinventó en un ecosistema estuarino donde el intercambio de las aguas dulces y las saladas se convierte en hogar de mangles rojos, negros y blancos, nichos de una fauna alucinante.
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En letra cursiva La cuenca del Sinú da vida a la infinidad de plantas que el río bendice a su paso. En este desfile majestuoso sobresale la profusión de frutales, entre cuyos ejemplos destacados están el mango o manga (Mangifera indica), perteneciente a las anacardiáceas, y el anón (Annona squamosa) y la guanábana (Annona muricata), igualmente conocida como anón de espino, pertenecientes ambos a las anonáceas. También abundante y proveniente de una de las familias más nobles del Caribe, la de las palmas o arecáceas, está el coco o Fruto del orejero cocotero (Cocos nucifera). Con frondas Enterolobium cyclocarpum tan grandes como las que ostentan las palmeras, encontramos la familia de las musáceas, donde se incluye el plátano (Musa x paradisiaca), también conocido como macondo en la región. Sin embargo, este no es el mismo macondo al que tanto se hace referencia. El espléndido macondo hace parte de las malváceas, misma familia del algodón (Gossypium barbadense) y de uno de los frutos más deseados, el cacao o chocolate (Theobroma cacao). Todo tipo de frutos alimenta esta cuenca, desde los más dulces hasta los más ácidos, como es el caso de las rutáceas, entre ellas el limón (Citrus x limon) y la naranja (Citrus x aurantium). Frutos de un arcoíris de colores que hacen el panorama de esta zona, donde además se puede apreciar la papaya (Carica papaya),
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apodada lechosa en Santander, perteneciente a las caricáceas, y la guayaba (Psidium guajava), una mirtácea. Los frutos no son el único alimento de esta cuenca. Se nutren los pastos, pertenecientes a las poáceas, tales como el canutillo (Echinochloa polystachya), mejor conocido como alemana en el Cesar y Magdalena o como pasto alemán en Antioquia, y el gramalote (Echinochloa crus-pavonis), llamado liendre de puerco en Cundinamarca. Está el braquiaria (Urochloa decumbens), el pajón (Paspalum virgatum) y el lambelambe, utilizados todos como alimento del ganado. Y hay poáceas que nutren a los seres humanos, como el maíz o capi (Zea mays) y el arroz (Oryza sativa). Estos alimentos se suman a otros tipos de almidones comunes en la dieta de los lugareños, como el ñame (Dioscorea alata), una dioscoreácea, conocida como ñampi en el Pacífico, y la yuca (Manihot esculenta), una euforbiácea, denominada casareña en Casanare y hoja de canangucha en el Amazonas. La cuenca del Sinú da sustento a los árboles que hacen un paisaje memorable. Abundan plantas pertenecientes a las bignoniáceas, entre ellas el roble del Caribe (Tabebuia rosea), llamado guayacán rosado en el Amazonas. A esta familia pertenece el totumo o calabazo (Crescentia cujete), mejor conocido como mate en el Chocó, pilche en Nariño y chícaro en Santander.
La vida en el agua Las ciénagas son grandes cuerpos de agua que dependen de un río. El Sinú da vida a la ciénaga de Betancí (3.250 hectáreas) y a la Ciénaga Grande del Bajo Sinú (38.000 hectáreas). El nombre de la primera significa para los zenúes “lugar donde viven los peces”, lo cual alude, sin duda, a una gran riqueza de fauna y flora que ya no veremos Entre 1970 y 1981 Betancí perdió el noventa y cuatro por ciento de su protección boscosa. Luego, con la construcción de la represa de Urrá I, la flora nativa fue arrasada por la alteración del régimen natural que permitía la renovación de sus aguas. La Ciénaga Grande del Bajo Sinú, antes llamada de Lorica, recibe el ochenta por ciento de sus aguas del Sinú. Pese a que casi el sesenta por ciento de los bosques vecinos han sido talados para dedicar las tierras a la ganadería y a la agricultura, todavía es posible ver por allí pimientos, también conocidos como garbancitos (Phyllanthus elsiae); dorados o engordagallinos (Casearia tremula); naranjuelos (Crateva tapia) y olivos (Quadrella odoratissima); robles (Tabebuia rosea), mejor conocidos como guayacanes rosados debido a su bello color, y campanos o samanes (Samanea saman), de significativo uso comercial por su madera, utilizada en construcción. Sea por los cambios morfológicos del planeta o por la intervención del hombre, el delta del río Sinú ha sufrido por lo menos cuatro cambios significativos desde 1700. El último data de 1933, cuando comenzó a cambiar lentamente de desembocadura. De la bahía de Cispatá se desplazó hacia la actual boca de Tinajones. Con ese fenómeno el río dio vida a una zona estuarina de unos ciento treinta y dos kilómetros cuadrados donde el agua de mar se diluye con la dulce. Allí germinó una flora acuática en la que predominan los zapales y manglares, también conocidos como árboles caminantes (Rhizophora mangle), y praderas marinas de Thalassia sp.; son estos lugares de habitación de ostras negras, cangrejos azules, langostinos y camarones, mapaches cangrejeros y nutrias, caimanes y babillas.
Nace la fertilidad El nudo de Paramillo, en la cordillera Occidental de los Andes, da vida al río Sinú. De allí emana el setenta y cinco por ciento de las aguas que lo convierten en la tercera cuenca hidrográfica del país. Es el ombligo, el origen de la vida de una de las tierras más fértiles de Colombia.
Las tres zenúes Las sabanas bañadas por los ríos Sinú, San Jorge y Cauca fueron el territorio de las especializadas tribus de la cultura zenú, que cuenta con más de seis mil años de historia. La tribu finzenú, asentada en el medio y el bajo Sinú y en las tierras del nororiente y norte de Sucre, tejía cestas y prendas de vestir, y produjo una de las más bellas y antiguas cerámicas del mundo indígena americano. La panzenú, entre el San Jorge y el Cauca, cosechaba alimentos tanto en las épocas de lluvias como en las de sequías. La zenufaná, residente entre el Cauca y el Nechí, hizo del oro el hilo de un delicado arte. Las tres tribus intercambiaban bienes a través de un sistema de canales construido doscientos años antes de Cristo. También establecieron comercio con los urabáes, los dabeibas y los catíos.
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Tierra arrasada Durante los siglos xvi y xvii los españoles subyugaron a los indígenas zenúes, les prohibieron hablar en su lengua guajiba y destruyeron su armonioso mundo. Cuando agotaron las fuentes de oro, convirtieron la cuenca del Sinú en la despensa agrícola de Cartagena. Las canoas navegaban río abajo repletas de frutas, tubérculos y arroz, rumbo a Zapote, hoy San Antero. Allí embarcaban hacia la ciudad de las murallas, de donde regresaban cargadas de sal, utensilios de trabajo y ropa. Hoy, el resguardo de San Andrés de Sotavento, de veintitrés mil hectáreas, concentra la mayor población de indígenas zenúes de las tierras medias y bajas del Sinú.
Sabores y olores a salvo Los españoles abrieron el camino para el ulterior ingreso de extranjeros a la cuenca del Sinú. Una comunidad de blancos se instaló en San Bernardo del Viento, donde estaba a salvo de los ataques de los indígenas cuna, y se dedicó a la producción y comercio de alimentos. A Lorica llegaron inmigrantes franceses y sirio-libaneses que se dedicaron al comercio en variadas modalidades. Y en la región de San Antero se refugiaron los negros cimarrones. De estas presencias blanca, indígena y negra surgió una cultura sabanera rica en sabores, colores y sonidos, así como de hombres y mujeres afamados por su especial belleza.
Cuando todo cambió A comienzos del siglo xx la presión agrícola sobre las tierras bajas del Sinú generó un cambio ambiental insospechado. La práctica extendida de desecar las ciénagas y desviar los canales del río para recuperar tierras para la agricultura y la ganadería provocó que el mismo río cambiara un tanto su curso y buscara una nueva boca para llegar al mar. Este desplazamiento modificó dramáticamente el paisaje. La salinidad de los arroyos, caños, lagunas y bahías aumentó, y con ello la flora y la fauna fueron otras. Los manglares ocuparon antiguos arrozales y muchas familias antaño agricultoras se convirtieron por fuerza en familias mangleras.
Cocuelo Couroupita guianensis
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Bajo las aguas de los siete colores
ista desde las alturas, la isla de San Andrés se ve como un caballito de mar; las de Providencia y Santa Catalina, como colinas de los Andes extraviadas en el océano; y los cayos de Albuquerque, Bolívar, Roncador, Serrana, Quitasueño y Serranilla, como piedrecitas milenarias lanzadas desde el cielo. La suma de sus tierras firmes da cincuenta y siete kilómetros cuadrados y la de sus aguas, trescientos mil kilómetros cuadrados; tierras y aguas que han dado vida al arrecife más extenso del hemisferio occidental. Los dos mil kilómetros cuadrados del arrecife de este archipiélago se han enriquecido y embellecido por el constante intercambio entre colonias de coral, fondos arenosos y rocosos, praderas marinas y manglares. Los arrecifes protegen, a manera de barrera, a las praderas y manglares El mundo de las algas y de los pastizales de la fuerza de las olas, y estos evitan la sedimentación que marinos, el de los corales y el de los podría precipitar la muerte del ecosistema. Los corales son manglares, es la vegetación viva que pequeños animales blancos, pólipos de apenas milímetros de nutre la de la tierra firme diámetro, que fijan a sus tejidos el calcio del mar y así forman estructuras rígidas que se extienden como murallas. En San Andrés, Providencia y territorios vecinos se cuentan dos mil kilómetros cuadrados de arrecife. Sobre esa impresionante extensión crecen microalgas multicolores que requieren de aguas transparentes para poder tomar la luz solar y que sirven de casa a una gran variedad de animales marinos. Allí hay ochenta y cinco especies de corales, cien de esponjas y doscientas una de microalgas, por decir algo de ese inmenso universo de pequeños seres. El coral cerebro, Diploria strigosa, es quizá el más abundante en este ecosistema. Amarillo, verde y azul, puede vivir entre los 0,2 y los 40 metros de profundidad. Otros
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Te r r i tor io i ns ul ar
Coral cerebro Diploria strigosa
Medusa Cassiopeia xamachana
Mangles en la bahía de Cispatá Rhizophora mangle
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Praderas de pastos marinos Hábitat compartido con los mangles, Rhizophora mangle
corales que hacen vida en cercanías de San Andrés y Providencia son los comúnmente conocidos como corales estrella, los córneos o blandos —que toman un tono violeta—, los dedos marinos, los falsos corales — que queman la piel de quien se les acerque—, los corales galleta y los corales pólipos capaces de extenderse y tomar diversas formas. En cuanto a las algas, que aunque para el científico no son plantas para el lego se aproximan suficientemente al reino vegetal, están presentes el alga verde, Caulerpa racemosa, de brazos largos y erectos, que ha colonizado grandes extensiones de corales muertos; el alga verde calcárea, Halimeda opuntia, que crece sobre los fondos arenosos; el alga globosa, verde oscura con pintas marrones donde se hospedan las bellísimas algas rojas, y las algas llamadas pardas, color oro, capaces de liberar sustancias químicas nocivas para ganar espacio y defenderse. Entre las fanerógamas, estas sí espe-
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cies vegetales marinas, sobresale por su abundancia el pasto marino, Thalassia testudinum, de hoja ancha, verde oscura, que se alarga hasta los treinta centímetros. Y ahí, entre corales, praderas marinas y manglares viven caracoles, erizos negros y blancos, estrellas de mar, lagartos, gusanos plumeros, gusanos espirales, pepinos de mar, cangrejos payasos y cangrejos flechas, langostas espinosas, rayas, tiburones nodrizas y, en fin, doscientas setenta especies de peces, cuatro de tortugas marinas y la muy apreciada, aunque menos visible, anémona verde, Condylactis gigantea, de largos tentáculos verdes coloreados de violeta en las puntas. Estos son los habitantes del alucinante mar de los siete colores. Y es que allí el color, como el alimento, depende del ánimo de la flora. El matiz del agua cambia según la diversidad de las plantas y los microrganismos presentes a diversas profundidades y según la capacidad que han desarrollado para capturar la luz.
Te r r i tor io i ns ul ar San Andrés, la isla mayor del archipiélago, apareció sobre los restos de una colonia coralina. Y aún hoy sus veintiséis kilómetros cuadrados están bordeados por una gran barrera de coral que la protege de los embates de las aguas y la embellece con sus tonos cian, lila, turquesa, salmón, malva, rojo escarlata, magenta. Sobre la superficie isleña se extiende un manto verde de trescientas setenta y cuatro especies propias de los bosques húmedo tropical y seco tropical, plantas capaces de sobrevivir a la escasez de lluvias y de corrientes de agua dulce, e incluso de repeler la corrosiva sal; pero la mayoría indefensas frente al avance de la urbanización indiscriminada, la presión del turismo de masas y la sobreexplotación de sus escasos frutos y maderas. Los manglares, ciento treinta y tres hectáreas, han sobrevivido a la presión del urbanismo en el costado oriental de la isla y sirven de hogar a miles de peces que los escogen para desovar. Hacia el sur se extienden los matorrales que sirven de hogar al verderón de San Andrés (Vireo caribaeus), un ave teñida de verde oliva en el dorso, con dos barras blancas en los bordes de las alas y una raya amarilla entre el pico y los ojos, una especie endémica de estas isla —o sea que no se encuentra en estado natural en ninguna otra parte del mundo—. Y todavía más al sur refulge el blanco de la espuma producida por el agua expulsada con brío a través de un agujero en la roca coralina. Bajo las aguas San Andrés esconde otros secretos. Mientras que al occidente el suelo marino es un acantilado con terrazas, al oriente se ve cómo la isla se ha inclinado en los millones de años de su formación. Al sumergirse, los buzos, además de la vida que germina en los corales, se encuentran con una pared de unos setenta metros de profundidad que les permite nadar al filo de un precipicio gigantesco. A noventa kilómetros al noroeste de San Andrés están las islas de Providencia y Santa Catalina. A la primera, de dieciocho kilómetros cuadrados y que se conformó a raíz de una erupción volcánica, también la protege el coral: doscientos cincuenta y cinco kilómetros cuadrados que la convierten en uno de los tesoros ecológicos de América. La marca de identidad de Providencia es la serranía de siete kilómetros que la atraviesa de punta a punta. En ella crece un bosque
seco tropical en el que se conservan extensiones considerables de palmas del tipo Acoelorrhaphe wrightii, únicas en Colombia. En las tierras altas de Providencia se han identificado trescientas setenta y cuatro especies vegetales, el setenta por ciento de ellas nativas. Allí también abundan mangos, guanábanos, ciruelos y naranjos. Hacia el kilómetro cuadrado que forma Santa Catalina, separada de Providencia por el canal Aury y comunicada con la misma por un puente de madera de alrededor de ciento cincuenta metros de largo, se extienden reductos de la vegetación que a la llegada de los españoles aportó maderas finas para fabricar casas y embarcaciones. Los bosques de Providencia y Santa Catalina han sido alterados por el pastoreo de ganado y la apertura con fuego de frentes agrícolas. Vistas de cerca, las piedrecitas lanzadas desde el cielo se revelan como universos encantadores. Roncador es un cayo en forma de aguacate, rodeado de arrecifes que sirven de nidos a aves marinas. Quienes lo han visto desde el aire dicen que los corales trazan la figura de un anzuelo. Hasta allí llegan pescadores industriales que en muchos casos explotan la fauna sin autorización. Serrana es un banco triangular con un arrecife de cin- Algodón de seda cuenta kilómetros de longitud que Calotropis procera encierra una enorme cuenca lagunar donde habitan tortugas y se alimentan los pájaros bobos. En los deshabitados bajos de Alicia, Bajo Nuevo y Rosalinda se refugian por temporadas pescadores artesanales de las islas o de países vecinos. Quitasueño, el arrecife más grande del archipiélago, con más de sesenta kilómetros de longitud y unos doce kilómetros de ancho en promedio, es escenario de pesca artesanal e industrial de langostas, caracoles, peces y tortugas. Bolívar, en forma de riñón, está formado por dos cayos: uno sirve de albergue a pescadores artesanales y el otro da cabida a un faro y un puesto militar. Y Albuquerque —dos islas repletas de palmas de coco y árboles de caucho y rodeadas de
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otras fanerógamas, plantas ya adaptadas a vivir en el mar— posee el coral mejor conservado del archipiélago y es hábitat de delfines, barracudas, estrellas de mar, peces ángel y tiburones. El conjunto de islas, cayos, bancos y bajos aquí dibujados es el único departamento de Colombia en alta mar y linda por tanto con Jamaica, Honduras, Nicaragua, Islas Caimán, Costa Rica, Haití y Panamá. Y también es, desde el año 2000, Reserva Internacional de la Biosfera y Área Marina Protegida, según declaración del Secretariado del Programa del Hombre y la Biosfera de la Unesco. Esto quiere decir que el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina debe, con apoyo de los gobiernos, convertirse en modelo de desarrollo sostenible; es decir, en escenario de actividades comerciales e industriales que potencien sus recursos y al mismo tiempo conserven un ecosistema amenazado por la explotación indiscriminada.
Isla de Santa Catalina Vegetación adaptada a suelos arenosos y salobres
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Proteger suelos, aguas, corales, bosques, praderas y manglares es prolongar la vida de un excepcional grupo humano resultado de la mezcla de negros esclavos, colonos europeos e indígenas, que se ha gestado en San Andrés en los últimos tres siglos. Colombianos insulares que bailan schotist, polca, vals, calipso, y profesan las doctrinas bautista, adventista o evangélica cristiana. Se autodefinen como “raizales” y reivindican el derecho a proteger como suyo un territorio excepcionalmente bello. Son raizales que nacieron en uno de los lugares más espléndidos de la tierra, pero sin ser sus exclusivos propietarios y obligados a ver cómo se llevan sus maderas y venden sus corales. Raizales que se oponen a la extinción del Creole English o criollo sanandresano, la lengua que crearon sus ancestros negros al combinar palabras del inglés según las normas del bantú. Colombianos que solo duermen tranquilos si antes de cerrar los ojos ven el brillo de las estrellas que protegen el diminuto planeta donde descansan.
Te r r i tor io i ns ul ar
En letra cursiva En este territorio insular podemos observar desde especies de flora submarina como el reconocido pasto marino (Thalassia testudinum), perteneciente a las hidrocaritáceas, hasta árboles cuyas raíces aéreas los hacen parecer que caminaran sobre el mar, como por ejemplo los mangles (Rhizophora mangle), pertenecientes a las rizoforáceas. También las inapreciables palmas o arecáceas, que siempre encontraremos en estos territorios caribeños, como la Acoelorrhaphe wrightii y el reconocido cocotero (Cocos nucifera). Este es, además, un territorio con Mangle Rhizophora mangle profusión de frutales sumamente apetecidos, como el mango (Mangifera indica), que hace parte de las anacardiáceas; la guanábana (Annona muricata), de las anonáceas; la naranja (Citrus x aurantium), que junto con el limón hace parte de las rutáceas, y el icaco, (Chrysobalanus icaco), de las crisobalanáceas. En esta zona insular no solo se cultivan estos deliciosos frutales, sino también se encuentran árboles de gran potencial económico, como las diversas especies maderables, o como los árboles productores del caucho (Ficus sp.), que hacen parte de las moráceas.
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Claramente bajo el lecho marino se traslucen las algas, que tan parecidas son a las plantas vasculares de nuestro día a día. Están categorizadas por grupos que se diferencian según sus tonalidades. Por ejemplo, las más cercanas a las plantas son las algas verdes, de la división clorofita, representadas por el alga verde común (Caulerpa racemosa), y el alga verde calcárea (Halimeda opuntia), entre otras. Pero allá en el fondo no solo se reproducen las algas verdes. También se pueden apreciar manchas de algas pardas y algas rojas, que vistas desde arriba, entre el azul del mar y junto a este mundo de organismos que habitan el ambiente marino, como corales, pepinos de mar, anémonas y peces, entre muchísimos otros, conforman este mosaico de los siete colores. Las algas rojas pertenecen a la división rodofita, mientras las algas pardas, cuyo infaltable representante bien puede ser el alga globosa común (Colpensia sinuosa), pertenecen a la división de las feofitas. Aunque las algas en un principio fueron consideradas plantas inferiores, en realidad son organismos diferentes a ellas, debido a cierto número de características específicas como por ejemplo la de que no desarrollan embriones.
Las
del
Rosario
El archipiélago de Nuestra Señora del Rosario está conformado por veintisiete islas con nombres como La Isleta, La Isletica, Isla Grande, Macabí, Roberto, Rosario, Pavito, Los Palacios, Pirata, Los Caguamos, Bonaire, Notevendo, Islote de la Fiesta, Isla del Tesoro y Arenas, la suma de cuyas extensiones no supera las veinte hectáreas. Todas ellas se originaron en grandes masas de coral que emergieron del océano y fueron colonizadas por manglares y vegetación terrestre. Hoy hacen parte de uno de los complejos de arrecifes más importantes de la región y ofrecen espacio de vida para aves marinas e insectos fabulosos. Hasta mediados del siglo xx fueron territorios inhóspitos, colonizados poco a poco por habitantes de Barú, una isla grade y cercana pero ajena al archipiélago, que vivían de la pesca y el cultivo de cocos. Desde la década del setenta las islas se convirtieron en destino turístico gracias a la trasparencia de sus aguas y las finísimas arenas de sus playas. El centro de este archipiélago es Isla Grande, de doscientas hectáreas. También sobre ella recae la presión del turismo desmedido, que amenaza con agotar sus riquezas.
La
Islas
a pa rt e
Por fuera de la cadena de islas que son los archipiélagos, existen algunas porciones de tierra en la separación de las aguas marinas colombianas. Isla Fuerte es uno de los grandes territorios insulares del Caribe colombiano. Situada a unos diez kilómetros al sur del delta del río Sinú, se formó cuando la corteza de la tierra generó un pliegue y levantó los sedimentos coralinos. La altura que logró posibilitó la formación de suelos fértiles aprovechados por el hombre para sembrar coco, yuca, ñame, plátano y pastos. Un poco al sur de Isla Fuerte está Tortuguilla, de apenas catorce hectáreas. Y también en el Caribe se levantan Barú y Tierra Bomba, cerca de Cartagena; Salamanca, que separa la Ciénaga Grande del mar; Isla de la Aguja, acosada por los vientos cerca de la Sierra Nevada de Santa Marta, y el islote Pan de Azúcar, blanco por el tinte del guano de las aves marinas que sobrevuelan el Urabá chocoano.
Los
isla del aguadulce
Providencia es la única isla con nacimientos de agua dulce y arroyos activos casi todo el año. Allí también tienen lugar marismas pobladas de manglares, formaciones coralinas, pastos marinos y un pequeño bosque seco tropical. Los manglares (Rhizophora mangle), de mangles rojos, blancos (Laguncularia racemosa) y piñuelos (Pelliciera rhizophorae), son árboles que han aprendido a vivir en tierras anegadas por el agua de mar. El cornizuelo o cachitos (Acacia collinsii), el olivo (Quadrella odoratissima), el naranjuelo (Crateva tapia) y el resbalamono o indio desnudo (Bursera simaruba) abundan en la serranía. En los cayos cercanos a Providencia hay palmas cocoteras (Cocos nucifera) y matorrales de icaco (Chrysobalanus icaco), entre los que anidan las fragatas, unas ágiles aves de apenas ciento catorce gramos de peso y una considerable envergadura de más de un metro con ochenta centímetros.
islotes de
San Bernardo
El archipiélago de San Bernardo también es una sucesión de islas levantadas sobre una base coralina. Son diez porciones de tierra denominadas Boquerón, Palma, Panda, Mangle, Ceycén, Cabruna, Tintipán, Maravilla, Múcura y Santa Cruz del Islote, la única formación artificial. Quienes las han estudiado dicen que apenas se levantan sobre la superficie del mar y que están cubiertas por manglares y plantas capaces de soportar la salinidad. Hace pocas décadas comenzó su poblamiento. Los nativos, pescadores y recolectores de coco habitan en Santa Cruz del Islote, uno de los lugares más densamente poblados del mundo. A las otras islas van solo a trabajar, pues la voracidad de las nubes de zancudos pronto las hace insoportables. En San Bernardo se ha alcanzado una preocupante ocupación hotelera. Ya la pesca indiscriminada acabó con el caracol de pala y hará lo mismo con las estrellas de mar, que se venden al visitante como souvenires.
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Te r r i tor io i ns ul ar
B o tá n i c a
en la mesa
La gastronomía de los raizales es tan rica como la variedad de fauna y flora del archipiélago. Se destacan preparaciones con peces, caracoles y langostas. La receta más representativa es el rondón, un cocimiento de pescado, cola de cerdo, caracol, plátano, yuca y leche de coco. También son muy conocidas las empanadas de cangrejo y los crab backs: caparazones de cangrejo rellenos de una mezcla de carne del animal guisada con pimentón o ají, cebolla y ajo. Como para otras tantas culturas, para los raizales estos últimos tres ingredientes, además de su gran importancia en la cocina, presentan múltiples propiedades medicinales, entre las cuales cabe mencionar su potencial contra el reumatismo. En la mayoría de los platos isleños predominan como acompañantes el plátano, la yuca y el ñame. Asimismo se destaca el uso del aceite y la leche de coco y de hierbas y condimentos tradicionales como la albahaca, la cebolla, el ajo, el orégano y el tomate.
El
o t r o u lt r a m a r
Además del de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, en el Caribe colombiano están los archipiélagos de Nuestra Señora del Rosario y San Bernardo. Las diecinueve mil quinientas hectáreas que los componen conforman el parque nacional natural Corales del Rosario y San Bernardo, hábitat con un inigualable y multicolor jardín submarino. Alrededor de las treinta y siete islas crecen manglares y praderas marinas. Allí viven y se reproducen ciento veinticinco especies de algas bentonitas, cincuenta y dos de corales, ciento veinticinco de protozoarios y cuarenta y cinco de esponjas. También ciento noventa y siete especies de moluscos, ciento setenta de crustáceos, ciento treinta y dos de celenterados, treinta y cinco de equinodermos, doscientas quince especies de peces y treinta y una de aves marinas.
Algodón Gossypium barbadense
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Como crece la sombra
del samán
los pies de la Sierra Nevada de Santa Marta, justo donde Simón Bolívar expiró, las ramas arqueadas de un viejo laurel sirven de portón a un jardín capaz de soportar la furia de los vientos en verano y el diluvio que cae sobre las tierras bajas del Caribe cuando arrecian las lluvias. El árbol caminante, como lo llaman por sus raíces aéreas, que se convierten en soporte de las ramas que se extienden formando laberintos, presagia el universo exótico que respira en las veintidós hectáreas del Jardín Botánico de Santa Marta a las que da acceso. Después del pórtico, árboles centenarios hablan con su presencia rotunda. Por estar allí desde hace siglos imponen su silencio de amos en ese bosque seco tropical a solo cinco kilómetros del mar. Los tamarindos que dieron sombra al libertador agonizante, la ceiba bonga (mejor cono- Los últimos verdes que vio Bolívar cida como bonga en el Caribe) que prodiga energía sanadora en San Pedro Alejandrino a quienes la abrazan y el campano de cuatrocientos años heri- forman el Jardín Botánico do por un rayo, testimonian la fuerza creadora que desprende de Santa Marta. Árboles con historia este recodo del planeta. A partir de ese ombligo de cortezas escamosas y espesuras protectoras, los caminos se bifurcan hacia colecciones vegetales más jóvenes donde viven ciento veinte especies. En el mundo de las cactáceas cada planta es evidencia de la resistencia y la adaptación. Jesús Ignacio Nieves, ingeniero forestal coordinador de este jardín, dice que para aprovechar el agua, escasa casi todo el año, los cactos generaron espinas en lugar de hojas, convirtieron sus tallos en depósitos de clorofila y se revistieron con una capa serosa para evitar la pérdida de agua por transpiración. En este reino de plantas bajas, que obligan a bajar la mirada, sobresale el gorro
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Jar dí n Botán ico de San ta M arta
Campano o samán Samanea saman
Croto variegado Cadiaeum variegatum
Carató Euphorbia lactea
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Yotojoro Stenocereus cf. griseus
Bejuco Bignoniácea
de obispo, pretendido por abejas deseosas de sus frutos, que son capullitos dulces, rojos, espléndidos. En el palmétum la mirada trepa por los troncos esculpidos de palmas que pertenecen a la familia de las arecáceas y apuntan al cielo. Se llaman mejicana, areca, kentia, abanico, amarga, esas palmas que han plantado vida aquí, al lado de la Acrocomia aculeata, promisoria como biocombustible. Afuera del escenario glamuroso de las palmas, plantas y árboles de diversa índole se extienden a placer. Los clasifican como maderables, útiles, amenazados, frutales, medicinales, ornamentales y relictos de bosque seco tropical. Nieves los identifica, los describe, los exalta. En su mosaico tienen un lugar el gigante macondo, del
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Jar dí n Botán ico de San ta M arta
Palma real Roystonea regia
que labran canoas; la olla de mono, rica en proteínas, aceites, fibras y antioxidantes; el roble, de corteza gris y fisuras verticales, que por cada fruto que revienta bota trescientas semillas aladas; la Delonix regia, acacia roja, que además de florecer en rojos y naranjas está preparada para enfrentar la sequía y la salinidad sin perder belleza; el algodón de seda, con raíces prestas a dar alivio a quienes padecen de lepra, fiebre, paludismo; el anamú, con poderes anestésicos y analgésicos; el palo de Brasil, que hoy debe ser protegido al igual que el carreto, el pereuétano (peregüétano) y la ceiba colorada; el uvito, que con su pulpa jugosa y dulce alimenta murciélagos, monos e iguanas; el enigmático lirio de agua, aferrado al suelo bajo los espejos de agua, desde donde se eleva hasta la superficie para florecer en pétalos blancos y rosados que forman casi una mariposa. Y Nieves dice más, habla de caobas, robles, trupillos, guarumos, corales, totumos, guamos, caracolíes, trinitarias, castaños de agua, guamachos, agaves, olivos, lomos de caimán, nísperos, peritas, tomates de monte y lloviznas de oro, que son orquídeas ricas en alucinógenos. En poco tiempo, además de estos nombres mágicos, Nieves dirá manglar y caña de azúcar, porque Acacia roja las investigaciones y los esfuerzos Delonix regia económicos del Jardín Botánico de Santa Marta, creado en la Quinta de San Pedro Alejandrino por la Fundación Museo Bolivariano de Arte Contemporáneo y la Universidad del Magdalena, en ellos se concentran. El manglar será la muestra de la flora que prospera en las costas tropicales donde las aguas saladas se mezclan con las dulces y forman un hábitat especial para mangles rojos, negros, blancos y botoncillos. Del cañadulzal dice que será devolverle a la hacienda la vocación por la que fue reconocida durante casi un siglo, y al barrio Mamatoco, el olor a miel y ron que lo caracterizó. Para entonces los vecinos serán los grandes amigos del jardín que Rafael Romero Castañeda, botánico
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Pivijai Ficus sp.
cienaguero, soñó hace sesenta años. Los niños de Santa Marta visitarán la Quinta sin prisa por ver la pequeñísima cama en la que expiró Bolívar o husmear el pasillo por donde dicen que pasan los espantos. Los niños tomarán sombra debajo del árbol caminante, buscarán en un campano alivio para treinta grados bajo la canícula, abrazarán la ceiba sanadora, probarán el filo de las tunas, llevarán a sus bocas la pulpa del uvito, olfatearán el perfume del lirio, soñarán que trepan por una palma, querrán aventurarse por el cerro donde crece silvestre el bosque seco tropical. Los niños apreciarán su paisaje ancestral revivido, comprenderán el silencio de los árboles viejos y escucharán sus gemidos. Los niños tendrán motivos para volver a creer que la sierra es el corazón del mundo.
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Jar dí n botán ic o de San ta M arta
En letra cursiva Tanto en el Caribe como en gran parte del trópico, denominan árbol caminante a cualquier planta con raíces aéreas, rasgo característico de los manglares o mangles (Rhizophora mangle), pertenecientes a la familia de las rizoforáceas. En el Caribe llaman roble a una bignoniácea, árbol diferente a su homónimo de la región Andina, que en este caso es una fagácea del género Quercus. El roble del Caribe (Tabebuia rosea) se denomina ocobo en la región Andina y es conocido como guayacán rosado en el Amazonas, apamate en Arauca y flor blanco en Casanare. En Coralito Ixora coccinea esta familia también están los llamativos totumos o calabazos (Crescentia cujete), de los que se obtienen utensilios o “totumas” cuando se divide longitudinalmente su fruto. Estas plantas son conocidas como mate en Chocó, chícaro en Nariño y cucharo en el Norte de Santander. Entre los árboles de mayor tamaño de la región Caribe se encuentra el famoso caracolí (Anacardium excelsum), también denominado orejas de burro o mijao, perteneciente a la familia de las anacardiáceas, e igualmente conocido como caracol en Antioquia o espavé en el Pacífico. Con grandes troncos abombados, altamente valorados por sus usos maderables, se pueden apreciar las malváceas, entre las que se cuenta la ceiba bonga (Ceiba pentandra), llamada bonga en el Caribe y ceiba colorada o bonga bruja en el Chocó. Las meliáceas también se reconocen por su potencial maderable. Tal es el caso de la caoba (Swietenia macrophylla), conocida como caobo en Córdoba, Antioquia y Chocó. Gran variedad de plantas de los trópicos y el Caribe tienen propiedades medicinales o psicoactivas. Entre estas podemos nombrar a las rubiáceas, que comprenden los denominados “corales”, como la decorativa Ixora coccinea, llamada amor ardiente en Arauca, amor de madre en Cundinamarca y buqué en Antioquia
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y Chocó. Otra familia de este grupo de las medicinales es la de las asparagáceas, donde se incluye el poderoso agave (Agave americana), conocido como motua en Boyacá, Cundinamarca y Huila, cabuya de México en el Valle del Cauca y simplemente cabuya en Tolima y Huila. La familia con la mayor cantidad de plantas psicoactivas es la de las solanáceas, entre las que se aprecia el tomate de monte (Solanum acerifolium), conocido como cucubo en Boyacá, balsaero en Santander y guindilla en el Huila. Otro grupo botánico de grandes poderes medicinales y psicoactivos es el de las cactáceas, de las que hace parte el guamacho (Pereskia guamacho), llamado chupachupa en el Cesar. Igualmente, en este grupo de medicinales se pueden incluir las urticáceas, como es el caso del guarumo (Cecropia peltata), llamado yarumo en Antioquia, Chocó, Huila, Tolima y Magdalena. Entre las plantas más reconocidas del Caribe por su producción de frutos y aceites vegetales se encuentran las notorias palmas, pertenecientes a la familia de las arecáceas, muy vistosas en el Jardín Botánico de Santa Marta, entre las que destacan la palma areca (Dypsis lutescens); la kentia (Howea forsteriana), conocida como kencia en el Quindío; la palma tamaco (Acrocomia aculeata), denominada corozo en Antioquia, Cauca y en los Andes, chonta en Antioquia y amolado en Caldas; y la palma abanico (Pritchardia pacifica). Sin embargo, se debe tener en cuenta que en el Caribe también denominan abanico a una amarantácea (Gomphrena globosa) que en el resto del país conocemos como siempreviva debido a los persistentes morados de sus flores y a su consistencia seca, que las hace perdurar por largo tiempo.
Perfiles
El
Rafael Romero Castañeda En el departamento de Magdalena se produce uno de esos milagros de la naturaleza difíciles de describir: la Sierra Nevada de Santa Marta. Se trata de una montaña de más de cinco mil metros de altura que posee todos los pisos térmicos, desde el cálido seco hasta las nieves perpetuas, y por lo tanto una vegetación extraordinaria. A sus pies descansan varias poblaciones que miran al mar Caribe. Una de ellas es Ciénaga. Allí nació en 1910 Rafael Romero Castañeda: entre la montaña y el mar. Con sus colores y formas creció “el niño Rafa”, que al hacerse mayor decidió convertirse en botánico. Uno de talla mayor, tanto como para inscribirse en la historia botánica de Colombia. Dedicó sus investigaciones al estudio de la flora colombiana. Primero como profesor de secundaria, después como botánico del
sabio
R omero
Ministerio de Agricultura y más adelante en el Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de Colombia. Durante años viajó por todo el país. Recolectó con devoción cerca de doce mil especies, las observó, las describió, probó sus frutos, muchas veces a riesgo de que fueran venenosos. Por esa vocación andariega y en ocasiones arriesgada, acopió colecciones propias de los departamentos de Atlántico, Bolívar (incluyendo los que hoy son Córdoba y Sucre) y Vaupés, así como de la zona del Pacífico. Estas especies reunidas durante tantos años terminaron enriqueciendo las colecciones del herbario de la Universidad del Magdalena, y numerosos duplicados fueron enviados al Museo Botánico de la Universidad de Harvard y al Instituto Smithsoniano de Washington. En su trayectoria figura su labor como consultor de la fao (Organización para la Alimentación y la Agricultura) y de otros organismos científicos y no científicos del mundo. Entre 1968 y 1969, como miembro de la Fundación John Simon Guggenheim, estuvo a cargo de investigaciones botánicas en varias instituciones de Estados Unidos. El botánico Rafael Romero dedicó principalmente sus estudios a las descripciones morfológicas de la flora. Estas investigaciones lo llevaron a realizar también descripciones de diferentes especies de plantas. Se interesó especialmente en aquellas pertenecientes a la familia de las
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bombacáceas, hoy incluidas en las malváceas, como el sapotillo (Matisia giacomettoi), el yuco (Spirotheca codazziana) y el tachuelo (Spirotheca trilobata). Del mismo modo describió especies pertenecientes a las fabáceas, como el tamarindo o granadillo tamarindo, también conocido como tamarindo de montaña (Uribea tamarindoides). Los estudios sobre morfología botánica que realizó le permitieron describir especies de diferentes familias de la flora de Colombia, donde cabe nombrar las de orquídeas u orquidáceas tales como el Cryptocentrum dunstervilleorum. Aportó al acervo científico veinticuatro publicaciones, en las que siempre demostró su interés por la utilidad económica de las plantas. En 1961 publicó Frutas silvestres de Colombia, tres tomos donde expuso todo su saber sobre el tema. En 1958 había descubierto una nueva especie de Aragoa, un género de plantas propio de los páramos y subpáramos de los Andes. En 1966, con el apoyo de una beca de la Fundación Guggenheim, escribió dos tomos sobre las plantas del Magdalena. Antes de esto, en 1965, publicó un libro sobre la flora del centro de Bolívar. Ya en 1952 el botánico Armando Dugand había dedicado en honor a su apellido el género Romeroa, de las bignoniáceas. Cuando tenía 63 años murió en Bogotá, donde se desempeñó durante sus últimos nueve meses de vida como director del Jardín Botánico José Celestino Mutis. Corría el año de 1973.
Palma de vino
Palma de vino Por sus propiedades, la reina de la región
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El mundo anfibio de La Mojana
uando cayeron las primeras gotas de lluvia supimos que no había ya nada que hacer. Nos empaparíamos por cuenta de un aguacero de esos que suelen caer sobre La Mojana, este mundo anfibio, como para pedir pasaje en el Arca. Hubiera sido un fracaso si esta excursión de Savia al centro mismo de La Mojana no se hubiera empapado. El baquiano ordena dejar el sendero bajo las cercas vivas de matarratones, con sus flores rosadas. Empezamos a caminar en medio de los potreros de braquiaria y pangola. Las reses, ajenas al diluvio, nos miran sin dejar de masticar esos manjares cultivados, lejos de la sombra de los campanos, donde se agrupan cuando calcina el sol. “Los rayos”, dice el baquiano, y señala algunos cadáveres incinerados de macondos y ceibas. Estos restos gigantes parecen mástiles de barcos traídos por una marea de ficción Toda el agua del país andino pasa hasta quedar varados en el playón. por este entramado de caños y canales El aguacero no cede. El cielo, cubierto de nubes, se des- que corren al capricho de los vientos. hace en una cabellera de lluvia sobre las planicies, los bosques ¿Y la vegetación? Descomunal y las lagunas. La Mojana: un paraíso vegetal atrapado entre dos aguas: las del cielo y las de los cientos de humedales que se unen en complicados dibujos de la topografía y que sirven para que las crecidas del San Jorge, el Cauca y el Magdalena tengan dónde desahogar su caudal y la carga de sedimentos. Una parte de este prodigio que se conoce como la Depresión Momposina. Las inundaciones, que ocurren entre cinco y nueve meses al año, han hecho de estas tierras un mundo fértil en el que el arroz, el maíz y el sorgo, junto con la ganadería, han llenado el espacio que antes ocupara la caña de azúcar. Tiempos del “oro dulce”, que atrajo a potentados y campesinos durante la Colonia y hasta finales de la década del cuarenta del siglo xx,
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Dep r e s ión M om p o s i na
Bejuco escalera Bauhinia guianensis
Vegetación anfibia Lecythis minor
Helecho Nephrolepis sp.
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Almendro Terminalia catappa
cuando la apertura de la Boca del Cura, hecha para comunicar las ciénagas con el río Cauca, trajo de nuevo las inundaciones que arruinaron los cañaduzales. El río había vuelto a recuperar sus feudos que él mismo había sellado por culpa de la sedimentación producida por la minería aluvial de oro en Nechí, en la frontera sur de La Mojana. El baquiano señala un pequeño promontorio. Es un dique del sistema de canales que los zenúes construyeron hace unos mil años. Este sistema de regadío con sus correspondientes diques es una de las obras de ingeniería hidráulica más impresionantes y, quizás, con su medio millón de hectáreas, la más grande de todas las encontradas en América procedentes de la época prehispánica. El baquiano explica cómo funcionaba. Los zenúes habían descubierto la manera de vivir en esta planicie aluvial, a medio camino entre el humedal y la tierra, que por algo se llama La Mojana. Desde el aire se puede ver todavía la geometría artificial que ha quedado grabada en topografía por cuenta de los zenúes, quienes se adaptaron a tres grandes ríos y dos centenares de ciénagas, comunicadas por caños que antiguamente fueron meandros y que ahora permiten que el agua siga trayendo peces, una de las principales fuentes de sustento del poblador pasado y presente.
Ceiba de leche Hura crepitans
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Dep r e s ión M om p o s i na La Mojana se asemeja al Gran Pantanal de Brasil, Paraguay y Bolivia. Con sus veinticuatro mil seiscientos cincuenta kilómetros cuadrados, si se considera toda la Depresión Momposina, constituye un país dentro de otro, ubicado casi a nivel del mar, donde en distintos momentos del día algunos caños corren en una dirección u otra, debido al capricho de los vientos y a las diferencias milimétricas en los niveles de las ciénagas rebosadas. La gravedad tiene que actuar muy poco para llevar las aguas de una ciénaga a la otra, besando de paso parches de bosques primarios intervenidos. Hoy, en estos bosques, dice el baquiano mientras los va señalando a medida que nos adentramos por un camino fangoso tapizado de hojarasca, todavía hay cedros, abarcos, cantagallos, cucharos, caracolíes, guacamayos, capachos, varasantas, bongas, pimientos, ceibas, campanos, guásimos, yarumos, polvillos, uveros. Se cansa de nombrarlos. En su voz de cantor nato, como la de todos los habitantes de esta tierra musical, este poema de árboles suena a estrofa de porro sabanero o a estribillo de cumbia. ¿Cómo sonarían en latín? Ha dejado de llover tan de repente como cuando comenzó. “¿Y hay todavía animales silvestres?”, preguntan desde la cola de los expedicionarios empapados. Y el baquiano entona otra canción, esta vez de animales: hicoteas, ponches, babillas, iguanas, pisingos. De los pájaros nos llegan sus cantos y graznidos; de los otros, nada, escondidos por cuenta de la caza para la dieta de los pobladores o para el comercio ilegal. Si quieren ver venados, saínos, ñeques, tigrillos, gatos de monte, tucanes, loros, guacamayas y pericos de anteojos, dice, toca ir al sur, donde los bosques son más grandes. O a las ciénagas. Es un experto. Los pobladores de La Mojana son una raza especial que vive en este mundo anfibio, como recién hecho, aún sin secar. Son pescadores, cazadores, agricultores y vaqueros adaptados a este rico ecosistema formado por ciénagas, ríos, caños, arroyos y bosques inundables o zapales, donde crecen eneas, zarzas, tabaquillos, bocachicas, juncos, cantagallos, suanes y cañafístulas. Es hora de regresar. Tenemos que desandar el camino hasta donde hemos dejado la lancha, atracada en la orilla de una ciénaga que se comunica con el brazo de Loba.
Cruzamos la ciénaga y desembocamos en el río. Navegamos aguas arriba, rumbo al barranco de Loba, donde aquel se parte en dos y forma la isla Margarita, flanqueada por las tres poblaciones que la vigilan: Mompós, El Banco y Magangué. Mompós es la preferida por los turistas, por su riqueza histórica y arquitectónica, por sus artesanías de oro y plata, conocidas como la filigrana momposina, una herencia de los artesanos libaneses y sirios que se asentaron en estas tierras y descubrieron cómo hilar en oro los arabescos de sus lejanas mezquitas. Nos quedamos sin poder ir al resto de pueblos: Achí, San Jacinto del Cauca, Ayapel, San Marcos, Guaranda, Majagual, Sucre, Caimito, San Benito Abad. En El Banco nos subimos a un campero destartalado, repleto de pasajeros y viandas, que rebota de bache en bache rumbo a Mompós. Cerdos flacos corren como perros por la trocha regada por la pasada lluvia, mientras niños y ancianos se la juegan con la humedad y el calor al amparo de árboles de campano, carboneros, almendros, ceibas y caracolíes. Colgados del campero, con los pies en equilibrio precario sobre el guardachoques, van otros dos pasajeros, de ojos azules, pelo rubio, tez tostada por el sol, que Algodón hablan con acento costeño nativo, Gossypium barbadense así sus apellidos sean italianos. Son descendientes de los inmigrantes que llegaron a fines del siglo xix en busca del plumón de garza, un fino tesoro escondido bajo las alas de estas aves blancas y estilizadas, que entonces era la sensación en Europa. Ahora las garzas pueden descansar en las ciénagas por cuenta de las fibras sintéticas, posadas en los jacintos de agua o buchones, arracimados en un derroche de verde y violeta, rellenos de aire para flotar, mientras otras lo hacen sobre carboneros, ollas de mono, laureles, balaustres, orejeros, humos, capachos, fruta’eburros, camajones, escubillos, pelincúes y bijaos. Mañana dejaremos La Mojana, encaramados en otro campero, rumbo a La Bodega, donde nos esperará
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Cultivo de palma amarga Sabal mauritiiformis
el ferry Mompox 450 Años, lo único que queda de la romántica navegación por el río Magdalena. Los pasajeros no podemos ver ya los manatíes y caimanes nadar en los remansos y asolearse en sus riberas, con la selva inmensa como telón de fondo. Mañana, al llegar a la punta norte de la isla Margarita, donde los dos brazos del río Magdalena se reúnen, el paisaje nos dejará mudos. Casi ni se verán las orillas, tejidas de exuberante vegetación. El río allí, ancho como la planicie, anuncia el mar. El agua correrá solo porque su caudal, recogido en los Andes lejanos y regulado por los sistemas de ciénagas de La Mojana, empujará con inercia hacia el Caribe, que lo espera en Bocas de Ceniza, cerca de Barranquilla. El ferry empezará a remontar el río. Por cuenta del invierno, que arranca los árboles de las
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orillas, los esqueletos inmensos de ceibas, campanos y guásimos pasarán flotando como icebergs que podrían volcar alguna embarcación. Las orillas se irán llenando de bohíos, con su pescador, lucero y río; con el burro orejón de ojos soñadores y la piragua, tallada de un solo tronco, amarrada a un árbol de caracolí, que bien podría ser la de Guillermo Cubillos. La melodía famosa, que es el otro himno de Colombia, parecerá brotar de la corriente del río Magdalena y se sentirá algo así como amor de patria al cantar por lo bajo lo que nos contaron los abuelos de hace tiempo. Finalmente, Magangué nos despedirá de La Mojana, este mundo anfibio de playones y ciénagas, de vegetación exuberante, que tenemos pero que no conocemos. Todavía.
Dep r e s ión M om p o s i na
En letra cursiva El camino de la Depresión Momposina permite apreciar gran cantidad tanto de pequeñas plantas como de árboles formidables, vegetación en la cual se destacan los ejemplares pertenecientes a las fabáceas (incluyendo cesalpinióideas, fabóideas y mimosóideas): tal es el caso del matarratón o madero negro (Gliricidia sepium), del samán o campano, también conocido como llovizno o genízaro (Samanea saman), y del orejero o piñón de oreja (Enterolobium cyclocarpum); y así también la zarza (Mimosa albida), el cantagallo, conocido también como búcaro o Aceituno Vitex cymosa amacise (Erythrina fusca), el carbonero (Calliandra sp.) y los guacamayos, igualmente llamados bayetos o jarijanas (Albizia niopoides). Téngase en cuenta que estos son tan sólo algunos pocos ejemplos de fabáceas que podemos encontrar en este recorrido, antes de que el portentoso tamaño de esta o esa malvácea se robe nuestra atención de forasteros. El macondo o volao (Cavanillesia platanifolia) es uno de los más sobresalientes ejemplos de los grandes árboles de esta categoría. Igualmente podríamos nombrar las ceibas, como la ceiba de lana o bonga (Ceiba pentandra), también conocida como bonga bruja en el Chocó; e inclusive los guásimos (Guazuma ulmifolia), llamados asimismo bolainas o nacederos, que hacen parte de esta familia botánica. Compitiendo con las grandes malváceas por la atención se levanta el reiterado caracolí o mijao (Anacardium excelsum), el cual pertenece a otra familia, la de las anacardiáceas. Un paseo a pie por algún sector de la Depresión Momposina brinda la oportunidad de apreciar en detalle una variedad de especies vegetales, cada una de ellas
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digna de despertar un interés particular. Por ejemplo, en la familia botánica de las lecitidáceas se puede constatar que los frutos del árbol comúnmente llamado de olla de mono, carguero u olleto (Lecythis minor) hacen honor a este apelativo, pues son como unas marmitas vegetales. A esta familia pertenece el abarco o papelillo (Cariniana pyriformis), cuyo fruto también parece una pequeña urna, con tapa y todo, árbol tan apreciado por su madera como la meliácea conocida como cedro (Cedrela odorata), que se distingue por su aromática madera. En este recorrido se observan plantas cuyas hojas y flores cubren una amplísima gama de colores y tamaños. Dignas de mención son las hojas prehistóricas de los yarumos o guarumos (Cecropia peltata), que pertenecen a la familia de las urticáceas, así como las hojas del bocachica, bijao o platanillo (Thalia geniculata), una marantácea. Entre las flores, se observan algunas tan llamativas como la del capacho o achira (Canna indica), que pertenece a las cannáceas, y acaso quepa listar aquí igualmente las espigas de los juncos que emergen en los espejos de agua, como la enea o anea (Typha latifolia), que hace parte de las tifáceas. La exploración de la Depresión Momposina inclusive nos permite toparnos con una variedad de plantas utilizadas en la medicina tradicional. Sirva de ejemplo la varasanta o guacamayo (Triplaris americana), una poligonácea ampliamente utilizada para aliviar quemaduras así como para atenuar los efectos de la malaria.
La Depresión Momposina Los ríos apenas si se ven correr. A veces pareciera que el río Magdalena, que finalmente recoge todas las aguas bajadas de los Andes y que se riegan por La Mojana, siguiera hasta su desembocadura en Barranquilla solo para aliviarse del calor en las olas del mar Caribe, y no por acción de la gravedad, que en estas planicies ofrece pocos metros de desnivel por los cuales descender. O será su enorme caudal, que se empuja a sí mismo. Dicen los geólogos que esta inmensa llanura, casi al nivel del mar, es el resultado de la subducción de la placa tectónica del Caribe que, más pesada, se va metiendo poco a poco por debajo de otra, la Suramericana. No es extraño encontrar flotando, río abajo, enormes troncos arrancados por la corriente de sus orillas, vencidos por las inundaciones de los últimos años o desguazados de la cordillera por los torrentes de invierno. Parecen costillares de ballena a medio sumergir. Así pasa con los troncos de las ceibas (Ceiba pentandra), cuya madera se ha utilizado para construcción de canoas, cuyas semillas generan una fibra impermeable y cuya corteza se utiliza para múltiples usos medicinales. Y desfilan también macondos o volaos (Cavanillesia platanifolia), y canelos, también conocidos como quimulás o carretos (Aspidosperma polyneuron), cuya madera es muy solicitada para construcción; y cucharos (Prioria copaifera), y orejeros, denominados también piñones de oreja o caritos (Enterolobium cyclocarpum), así como cañañolos, campanos o samanes (Samanea saman); en compañía de los guamos o guamas (Inga edulis), muy reconocidas en la región por sus sombríos y en las mesas por su exquisito sabor, bordeados entre islas flotantes de buchones o jacintos de agua (Eichhornia crassipes) que, desgajadas de las ciénagas, bajan rumbo a la costa para acabar convertidas en naufragios en las playas, medio enterradas, medio descompuestas, en la caliente arena.
El
legado de los hilos de oro
Hoy, en los talleres de orfebrería de Mompós, se teje en hilos de oro el legado de los zenúes, maestros en el manejo del metal, destreza que se mezcla en la filigrana momposina con las técnicas que trajeron con su tradición árabe los españoles de Andalucía. En el Museo del Oro, en Bogotá, se pueden ver sus hilos, trenzas y espirales en filigrana, que constituyen su estilo distintivo. Al final de su período de apogeo habían aprendido a hacer mejores aleaciones de oro con cobre, llamadas tumbaga, lo que les permitía fabricar piezas más grandes y livianas, para usar como pectorales, narigueras y collares. El oro que los zenúes transformaban en las que para nosotros hoy son obras de arte provenía de los valles bajos de los ríos Cauca y Nechí, cuyos aluviones todavía siguen dando abundante metal precioso.
Los
arquitectos de los canales
En el siglo ii a. C., según los estudios arqueológicos hechos hasta la fecha, la región de La Mojana vio surgir la civilización de los zenúes, que hizo de la hidráulica un arte para dominar esta gigantesca depresión inundable. Cuando los españoles llegaron provenientes de Cartagena en la primera mitad del siglo xvi, el territorio estaba ocupado por otro grupo, pues los zenúes, luego de una sequía ocurrida en el siglo xii, abandonaron esas tierras y ocuparon las sabanas medias de los ríos San Jorge y Sinú. Los malibúes, los nuevos habitantes llegados en el siglo xiii de la parte norte del país, desconocían aquella tecnología y ocuparon los diques sin aprovechar plenamente la colosal obra, tal y como nos pasa hoy a nosotros.
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Dep r e s ión M om p o s i na
La
tenacidad del jacinto de agua
Su nombre es Eichhornia crassipes y eso lo dice todo. Se comporta como un filtro natural capaz de sobrevivir en aguas contaminadas, alimentándose de ellas, librándolas de metales como cadmio, plomo, cromo y mercurio, al tiempo que suple de renovado oxígeno a los peces. No obstante, su superabundancia en las ciénagas y remansos de los ríos de la Depresión Momposina, en grandes parches donde se arraciman sus hojas verdes, sus cámaras de aire y sus flores exóticas, es una alerta del grado de contaminación que afecta las aguas de los ríos Magdalena, Cauca y San Jorge. Hoy son todo un problema ambiental, por su desaforada proliferación, que disminuye los espejos de agua e impide que la luz del sol los penetre, lo que termina por deteriorar la calidad de las mismas y diezmar las especies de animales y plantas que las habitan. Para no hablar de los mosquitos y zancudos que encuentran en su follaje un excelente foco de reproducción. Muchos son los proyectos que se adelantan para convertir a esta tenaz y a la vez útil planta en algo que sirva para mejorar la calidad de vida de los habitantes de los ecosistemas donde prolifera: desde papel artesanal hasta concentrados para animales, esto último por su alto contenido de proteína. Hoy por hoy estos innovadores usos se aplican en tierras altas, en la sabana de Bogotá, donde también el jacinto es un problema, pero pequeñas empresas de este tipo en un futuro podrían convertirse en una fuente de ingresos para las poblaciones menos favorecidas de La Mojana.
Un
tesoro en peligro
El proceso de intervención agrícola y ganadera generado a partir de la Colonia, que no entendía la dinámica de los ríos y sus humedales, como sí lo habían hecho los zenúes, ha llevado a que tras estos cinco siglos el enorme mundo anfibio que funcionaba como regulador de las inundaciones esté en avanzado deterioro. Muchas ciénagas antes conectadas a los ríos han desaparecido, con lo que esto implica para la fauna acuática y para el control de las inundaciones. Algunas obras de infraestructura más recientes, como la carretera San Marcos -Majagual- Achí y el dique marginal del Río Cauca, entre Nechí y Achí, acabaron de complicar la situación, porque se hicieron sin tener en cuenta todos los aspectos topográficos e hidráulicos que un ecosistema tan delicado precisa conservar.
Jacinto de agua u oreja de burro Eichhornia crassipes
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La eternidad de la madera
asi siempre hay una montaña a la vista cuando se emprenden los caminos que dejan atrás el mar. Casi siempre. A veces el último dobladillo de las faldas generosas de esa mole de belleza que es la Sierra Nevada de Santa Marta. A veces las estribaciones de alguna de las tres serranías en las que se abre, como una flor de reyes, la cordillera Occidental —que son los mismos Andes que suben desde el lejano sur del continente— cuando le da vida al nudo de Paramillo, a punto de despedirse, en las muy fértiles tierras de Córdoba. Los caminos se pierden entre paisajes en los que de tanto en tanto surgen los bosques que han sobrevivido a la terquedad de los que piensan que el pasto es mejor para el ganado que los matorrales. De repente, entre los verdes intensos y los verdes pálidos, como quien enciende una Los árboles, después de dar sombras y frutos, cerilla en medio de la noche, unos árboles tapizados de flores viven para siempre en los utensilios amarillas —miles de pequeñas flores amarillas— rompen la en que los transforman y en las canoas monotonía, le dan vida a aquel lienzo y alegran el espíritu y en la vida de todos los días de los viajantes. Se trata del polvillo Tabebuia coralibe. O al menos así se le conoce en la región, donde también florecen amarillos los guayacanes —Bulnesia arborea— y también se viste de festivo amarillo el cañaguate, pero el polvillo es uno de los más hermosos y de los más apetecidos. Con su amarillo fluorescente, aparece de vez en cuando en los caminos del Caribe y se encuentra en abundancia en la serranía de Los Motilones a su paso por Cesar y en los montes de Oca, en La Guajira. Es tal su belleza, que ella sola le bastaría para justificar su existencia. Pero al final de sus días su tronco y sus ramas adquieren nueva vida en instrumentos musicales, postes, artículos deportivos y
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Made rabl e s
Techo en palma amarga Sabal mauritiiformis
Cultivo de teca Tectona grandis
Elaboración de muebles en trébol Platymiscium pinnatum
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Piezas de mecedoras en teca, polvillo y trébol Tectona grandis, Tabebuia sp. y Platymiscium pinnatum
Tribunas de corraleja Distintas maderas. En Arjona, Bolívar
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Made rabl e s diversas herramientas que se valen de su madera. También las mecedoras en las que se sientan las matronas del Caribe a contar esas historias pobladas de mariposas amarillas que parecen fantasía. Si el polvillo llama la atención por el bello espectáculo que ofrecen sus flores amarillas, el algarrobo lo logra con el considerable tamaño de sus flores blancas. Y en esta exuberante paleta de colores, la teca asoma desde sus empinadas ramas esas delicadas flores de color crema, como asoman también las de color lila del Tabebuia rosea, el roble de tierra caliente, que también las da rosadas. A este festín se unen las ceibas, tan distintas todas, tan arrogantes todas, que reclaman un lugar protagónico y exhiben flores de un rojo intenso y de explosivo violeta: las primeras femeninas, las otras masculinas, porque son excéntricas: la ceiba bonga (Ceiba pentrandra) tiene flores hermafroditas que son a la vez blancas y crema, y la ceiba de leche (Hura crepitans) produce, en una misma rama, flores masculinas y femeninas. No hay duda de que aquella variedad de flores ha deslumbrado a propios y extraños en esas tierras que respiran el aroma salino de un mar inspirador que baña mil seiscientos kilómetros de costas colombianas. No hay duda de que muchos aventureros han grabado para siempre en su memoria aquellas postales floridas que sorprenden en cualquier paraje del camino y que obligan a detenerse para tomar una fotografía o para darle gracias a la naturaleza por tanta belleza. Pero hay carpinteros y ebanistas, constructores e ingenieros que, más allá de las flores, más allá de la estética, más allá de la fotografía, se fijan en la calidad de las maderas, en el invaluable servicio que prestan, en la posibilidad que ofrecen de crear fuentes de trabajo y de proveer la materia prima para pequeños talleres artesanales y para enormes plantas industriales. Así, tal vez más que asombrarse con sus flores blancas, son muchos los que se emocionan con la imponencia del tronco del algarrobo, que puede alcanzar los cuarenta metros de altura y que ofrece una madera tan versátil que se utiliza con los mismos buenos resultados para construir pianos de cola, elaborar ruedas de carretas o fabricar los bates con los que cientos de niños juegan al béisbol después de la jornada escolar
en los potreros que rodean las murallas de Cartagena de Indias o en escampados con más tierra que pasto a orillas del río Sinú. Y los hay que no piensan en los colores majestuosos de las flores de las ceibas sino en las bondades de su madera para trabajar la carpintería de obra, aunque muchos se nieguen a utilizarla por la fama que tiene de desgastar de prisa los dientes de las sierras. Porque cada árbol tiene su fama. A veces tan buena como la de la teca, originaria de India y Birmania, Tailandia y Malasia, que se ha adaptado muy bien a nuestros suelos y que se paga muy bien porque su resistencia al agua la hace recomendable para tanques y tinas, para barcos y cubiertas de aviones. Otras tienen la fama de los malos olores, como el diomate gusanero o santacruz, que exuda una resina apestosa, o el cedro, que desprende un olor a cebolla. Pero la madera del diomate es muy apetecida para la fabricación de pisos industriales, y la del cedro para la ebanistería. Las hay de olor neutro, ausente quizás, como el abarco, tan empleado en la construcción de vigas y columnas, y las hay de aroma tan agradable como la del bálsamo de Tolú, con la que se fabrican pasos de escale- Trébol Platymiscium pinnatum ra y tacos de billar. Tiempo atrás pasaba el tren muy cerca de estos caminos, a la vera de los cuales se levantan caracolíes de maderas rosadas y carretos de corteza gris. Fue célebre el Expreso del Sol, que se tomaba las veinticuatro horas del día y de la noche para recorrer los casi mil kilómetros que separan a Bogotá de Santa Marta. Algunos de aquellos vagones, que en sus mejores tiempos estuvieron pintados de rojo y azul, rodaron sobre travesaños que antes de llegar al suelo, uno tras otro en esa larga hilera que cruza la geografía, formaron parte de los troncos de un metro de diámetro de los dindes o palos de mora de la región de Loba, en Bolívar, que se llaman así por su fruto rojo y carnoso.
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Construcción en madera y techo de palma Sabal mauritiiformis
Es generosa en maderas esta tierra alegre que se levanta a orillas del Caribe. Y da para todo… para casi todo. Da para fabricar diminutos palillos con las astillas del hobo colorado, que alcanza los treinta metros de altura cerca de las playas de la vieja Providencia. Da para las hormas de zapato que se tallan con las jaguas de orillas del río Magdalena; para las molduras que se realizan con la ceiba tolúa —a la que también llaman cartageno—; para los gabinetes que exhiben las fibras amarillas del Podocarpus guatemalensis; para los guacales que se arman con tablones de caracolí o camajón, y dio antaño para las extintas reglas de cálculo, que alguna vez fueron caobas como las que se alternan con los mangos en los potreros de Gaira. Además da para las cerillas que emplean el indio desnudo, árbol también conocido como al-
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mácigo, cuya corteza interna es de un curioso tono verde oliva, y que se ve con alguna frecuencia en la isla de San Andrés. Hay en este Caribe prodigioso árboles con curiosos frutos en forma de oreja —por eso se les conoce como orejeros, o también como caritos—, cuya madera sirve para fabricar instrumentos de percusión como el bongó. Es una tierra pródiga donde crecen los campanos imponentes que dan sombra al ganado y prestan sus maderas para convertirlas en canoas que a su vez se convierten en el milagro de la multiplicación de los peces. Todos los días. Tierra prodigiosa, sí, que bien vale la pena contemplar desde una hamaca guindada de una viga de orejero, bajo un techo de palma de vino. Porque hay mucho para ver allí, tan cerca del mar.
Made rabl e s
En letra cursiva Una gran parte de las plantas maderables del Caribe pertenece a la familia de las anacardiáceas. Son aquellos árboles que además de producir resina suelen regalar agradables aromas, como el diomate gusanero (Astronium graveolens), también conocido como gateado o simplemente diomante en Antioquia, diomato en Cauca y yomate en Cundinamarca. A esta categoría pertenece igualmente el hobo colorado o ciruelo calentano (Spondias purpurea), más conocido como ciruela calentana en los Andes, cocota en el Norte de Santander y hobo manso en el Pacífico. Pero no Techo en madera y palma de vino Attalea butyracea todos los árboles con importante producción maderable alcanzan grandes tamaños. Por ejemplo, entre las madera de preponderancia económica en la región está la teca o saka (Tectona grandis), perteneciente a la familia de las verbenáceas y también llamada teco en el Tolima. Asimismo se puede nombrar el cedro (Cedrela odorata), conocido como cedro amargo en Chocó, Casanare y Meta, o como cedro blanco en el Quindío, que pertenece a las meliáceas, entre las que también se encuentra la caoba (Swietenia macrophylla), conocida como caobo en Córdoba,
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Antioquia y Chocó, y como palosanto en Antioquia y Córdoba. Por su significativo valor maderable se puede apreciar el indio desnudo o almácigo (Bursera simaruba), perteneciente a las burseráceas, mejor conocido como carate en el Tolima y en Huila, y denominado también resbalamono en Casanare y en el mismo Caribe. Hay otro gran ejemplo, el algarrobo (Hymenaea courbaril), perteneciente a las fabáceas cesalpinióideas, llamado también algarroba en Antioquia y César, ámbar en Santander y copal en Tolima y Huila. Igualmente incluido en la categoría de las fabáceas está el bálsamo de Tolú (Myroxylon balsamum), conocido simplemente como bálsamo en el Magdalena, Bolívar y en Córdoba, y denominado bálsamo blanco en Guaviare. Las mimosóideas hacen del mismo modo parte de este gran grupo de fabáceas o leguminosas, donde se puede apreciar en la región el orejero, llamado también piñón de oreja (Enterolobium cyclocarpum), así como el samán (Samanea saman) o campano, en alusión a la formas de su copa, llamado algarrobillo en el Cesar, genízaro en el Valle del Cauca y llovizno en el Meta.
Por
o r d e n d e e s tat u r a
El más empinado de los árboles maderables que se levantan en tierras del Caribe colombiano es el cedro (Cedrela odorata), que puede alcanzar los sesenta metros de altura. Le sigue la choibá (Dipteryx oleifera), cuyo tronco recto consigue los cincuenta metros cuando ha sido plantado sobre suelos bien drenados, fértiles y profundos. En este listado por altura vienen después la caoba o palosanto (Swietenia macrophylla), altamente utilizada también para tratar dolores de muelas y de cabeza, junto con el guayacán polvillo o floramarillo (Tabebuia chrysantha) y el pino chaquiro, también conocido como pino colombiano (Podocarpus guatemalensis), que se alzan hasta los cuarenta y cinco metros. Y a la nada despreciable altura de cuarenta metros pueden llegar sin dificultad el abarco o papelillo (Cariniana pyriformis); el carreto, también llamado quimulá o macuiro (Aspidosperma polyneuron); el algarrobo o copal (Hymenaea courbaril); el dinde (Maclura tinctoria); la ceiba amarilla, también conocida como ceiba blanca, ceiba brava (Hura crepitans); el camajón, el caracolí o mijao (Anacardium excelsum) y el samán o campano (Samanea saman). Entre los menos espigados se encuentra la jagua o angelina (Genipa americana), cuyas hojas tienen propiedades astringentes y que apenas alcanza una tercera parte de la altura del cedro.
Mar
A
la casa
Hay en el Caribe madera suficiente como para levantar de arriba abajo todas las casas de quienes lo habitan. Y tan variada, que es probable, en una misma construcción, encontrar árboles tan diversos como el bálsamo (Myroxylon balsamum) y el indio desnudo o resbalamico (Bursera simaruba): el primero en los techos y el segundo en las chapas de las puertas. Con el paso del tiempo los artesanos, maestros de obra y arquitectos han aprendido a reconocer los árboles maderables más indicados para cada uso: el abarco para los pisos, columnas, puertas y ventanas; el cedro y el palo de mora para los pisos; el pino chaquiro para las estructuras; el palosanto para los paneles; el algarrobo y el guayacán trébol para las obras de carpintería y ebanistería; el hobo (Spondias mombin), para la cajonería; la teca para las tinas; el samán para la construcción de establos y corrales.
adentro
Para un pueblo cuya supervivencia en un alto porcentaje ha dependido tradicionalmente de la pesca, la elaboración de canoas se convierte en una necesidad de primer orden. Sobre todo teniendo en cuenta que en su mayoría se trata de poblaciones de escasos recursos, que no tienen la opción de importar las pequeñas embarcaciones, sino que deben construirlas a orillas del propio mar que les dará de comer. Así, nuestros pescadores del Caribe aprendieron desde hace mucho tiempo cuáles son los árboles de la región más indicados para este fin. Entre ellos se encuentran el algarrobo (Hymenaea courbaril), el palosanto (Swietenia macrophylla), el caracolí (Anacardium excelsum), el cedro (Cedrela odorata), la ceiba amarilla o blanca (Hura crepitans), el guayacán rosado o roble del Caribe (Tabebuia rosea). Asimismo están tanto el trébol o corazonfino (Platymiscium pinnatum) como el guayacán polvillo (Tabebuia chrysantha), si bien este último permite la construcción de embarcaciones de mayor calado que el primero, amén del piñón de oreja (Enterolobium cyclocarpum), el samán o campano (Samanea saman) y la teca o saka (Tectona grandis). Esta última es muy apreciada en todo el mundo por las grandes industrias navales y aeronáuticas.
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Made rabl e s
Panorama
verde
Dos millones de toneladas de co 2 . El panorama parecería negro, muy negro, pero es verde, muy verde. En los últimos años un grupo de empresas colombianas han dedicado recursos millonarios a la reforestación en muchas partes del país. En el Caribe, por ejemplo, el Grupo Argos ha reforestado más de seis mil hectáreas, que han retirado de la atmósfera esta enorme cantidad de dióxido de carbono. Además de los evidentes beneficios ambientales, la reforestación es una actividad que promueve el arraigo y es un excelente generador de empleo. Las seis mil hectáreas mencionadas se reparten así en los departamentos del Caribe: S ucre
B olívar
1.677 hectáreas de teca 168 empleos permanentes 36.011 personas beneficiadas
712 hectáreas de teca 115 empleos permanentes 35 jóvenes beneficiados
C órdoba 2.018 hectáreas de teca, acacia, melina y otras especies 150 empleos permanentes 12.914 personas beneficiadas
Del
gris al rosado
Una amplia gama de colores ofrecen las especies maderables del Caribe colombiano. Entre blanca y amarilla es la corteza interna de la ceiba, que precisamente así se apoda en ciertas partes: ceiba amarilla o ceiba blanca -árbol diferente de la ceiba tolúa (Pachira quinata), a la cual, por iguales razones, se le conoce como ceiba colorá-. Gris es el cedro por fuera y marrón por dentro; y aún más oscuro el gris del carreto. Como un huevo resulta para muchos en su cromatismo el diomate gusanero (Astronium graveolens): blanco por fuera, amarillento por dentro. Extraño e imponente, el indio desnudo tiene una corteza externa de color cobrizo, mientras que la interna es verde oliva. Y para que no quede duda del exotismo de nuestros árboles tropicales, el pino chaquiro presenta en su exterior un curioso tono azul negruzco, mientras que la corteza interna del samán y del caracolí es de color rosado.
Espaldares de silla en teca, polvillo y trébol Tectona grandis, Tabebuia sp. y Platymiscium pinnatum
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La bendición de los vientos
ay que tener mucha fe y sortear las muchas curvas de unos caminos inventados sobre la marcha para llegar a ver a lo lejos el milagro verde de la serranía. Además de las trochas del desierto guajiro, de sus matorrales espinosos y de sus bosques de cardón y de los vientos que borran las huellas de las arenas y vencen los ramajes de los trupillos, además de todo eso, hay que padecer los sobresaltos de un viaje que dura como ocho horas desde Uribia para llegar a Nazareth, que es el poblado más próximo para ascender a Macuira. Pero, sobre todo, hay que tener fe. Cuando se tiene, se triunfa. Cualquier desfallecimiento frente al reiterado paisaje de cardones yosú, de tunitos y de pitayos y de guamachos; de otra vez cardonales más altos y de preciosos cercos de trupillos agrestes, de incipientes olivos, de escasos En medio del desierto guajiro sucede dividivis y de cachos de cabra y de numerosos riachuelos se- este milagro verde. Un excéntrico bosque cos que cuando vuelvan las lluvias serán caños y lagunas que nublado corona tres montañas de leyenda, cambiarán el paisaje y harán el camino más intransitable aún, sagradas para los wayúu cualquier desfallecimiento en el desierto, te privará del paraíso que te espera cientos de tumbos más adelante. Después de ello, la victoria. Entonces en la distancia aparecen los tres cerros que componen las veinticinco mil hectáreas de Macuira, una serranía de treinta y cinco kilómetros de largo por diez de ancho que es un santuario de flora y de fauna, pero, ante todo, un milagro en medio de este desierto de chivos y de rancherías que forma la frontera de Colombia con Venezuela. Los tres picos verdes tienen nombre y tienen leyenda. Nombres: Macuira, Simaura y Cosinas, todas mujeres, todas hijas de un cacique del territorio lingüístico
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Cactos Opuntia sp.
Mafafa morada Xanthosoma sagittifolium
Palma amarga Sabal mauritiiformis
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Cerco de trupillo Prosopis juliflora
Matapuerco Dieffenbachia seguine
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Cardón Lemaireo cereus sp.
arawak, desobedientes ellas, condenadas las tres a con-
vertirse en cerros y llorar y llorar arroyos y riachuelos y hasta ríos. Por eso está ahí Macuira, toda imponente, a la que llegar no es fácil, pero a la que no llegar es perderse de sentir cómo corre bajo tus pies el milagro de la naturaleza. Un desierto, dije, inmenso como el de la Alta Guajira, roto de manera súbita por este reducto insolente donde todo reverdece siempre. Una isla, como quien dice. Una isla biogeográfica. Hay en ella cinco ecosistemas, tan variados que van desde los más áridos, que queman de hostilidad, hasta los bosques que huelen a climas fríos como si estuvieras próximo a un páramo. Hay monte espinoso tropical, matorral desértico subtropical, bosque seco subtropical, bosque húmedo subtropical, y el más excéntrico de estos ecosistemas, que es el bosque nublado.
Sobre este, sobre el de niebla, soplan los vientos que refrescan a Macuira, que la reverdecen, que la consienten, que la hacen única en el mundo pese a su modesta altura máxima de ochocientos sesenta y cuatro metros sobre el nivel del mar. Única, insisto: Macuira tiene bosques de niebla a partir de los quinientos cincuenta metros y una vegetación como de región Andina, ahí no más, mirando hacia la aridez del desierto como desde un balcón. La maravilla la hacen los vientos, y ayudan los suelos arenosos y arcillosos, pero valen especialmente los vientos. Soplan los alisios desde el noroccidente y entran los ventarrones que vienen desde el mar y chocan con la ladera de los cerros. Y ascienden. Se enfrían. Y se condensan y se espesan y se humedecen y se vuelven nubes y las nubes lloran como dice la leyenda que lloraron las hijas del cacique descorazonado. Esas lágrimas de agua, que no es lluvia, se precipitan sobre las ramas de los árboles, rocían las hojas, recorren los troncos, caen sobre el manto de la tierra y con paciencia forman arroyos, que son los únicos arroyos que hay en toda la Alta Guajira, gracias a ese proceso prodigioso que ocurre aquí, donde las lluvias propiamente di- Bijao chas son tan escasas como en el Cacathea sp. resto de la región. Eso pasa en Macuira. Y porque eso pasa, en su franja de bosque nublado pueden subsistir ciento veintiuna especies de plantas. Bosque andino con helechos que en otros ámbitos no se darían sino a los tres mil metros de altitud o más. Y hay diez especies de orquídeas, dos de platanillos, dos de bijaos, protegido todo por esas nubes que se llaman cumulus por la tarde y nimbostratos al atardecer y que arropan el bosque enano de epifitas que suman, además, numerosas especies de bromelias y musgos. Los botánicos que han estudiado con unos ojos estupefactos este prodigio dicen que las familias dominantes en el bosque nublado de Macuira son las
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orquidáceas (orquídeas), las asteráceas (compuestas) y las bromeliáceas (bromelias); también identifican allí treinta y siete cotiledóneas, cuatro aráceas y una zamiácea (Zamia muricata), que es endémica. Y mucho más hay en este santuario de la naturaleza donde se oyen silbos de azulejos nectarívoros, revolotean los vireos y anidan los barranqueros y una variedad de fringílidos. Y se han identificado quince especies de culebras y se aparean las ranas y las iguanas y los sapos. Viven allí mapuritos, zorro-perros, saínos, micos carablanca y rabopelado, además de los chivos que pastan y vagan libres por este territorio que es wayúu desde cuando comenzó la memoria. Por esto último Macuira es un territorio sagrado, donde también se guardan vestigios arqueológicos que construyen la memoria de este pueblo, innumerable por nómada y por binacional pero que constituye una nación unida por cantidad de costumbres ancestrales y por tener en Macuira un legendario fortín territorial, valioso no solo por su exotismo, sino porque en estas tierras cultivan también sus plantas medicinales y espirituales.
Iguaraya Lemaireocereus sp.
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En letra cursiva El camino desértico que se recorre para llegar a Macuira es tan hostil que son pocas las plantas que se sostienen a su vera. Existe sin embargo una familia solitaria que se ha adaptado a estos desiertos tan poco habitables: son las cactáceas o cactos, que comprenden los tunitos o tunas (Opuntia sp.), el cardón real o canelón (Stenocereus griseus), la pitahaya (Selenicereus megalanthus) y los guamachos o chupachupas (Pereskia guamacho), entre otros. Terminando esta ruta desolada que lleva horas desde el centro urbano del municipio Selaginela de Uribia hasta Nazareth, el poblado Selanigella sp. más cercano al pie de la serranía, aparece una mayor riqueza de plantas de la región. En eso consiste el milagro de la naturaleza: el tránsito de un territorio que especialmente en verano es tierra ardiente a una zona en donde la vegetación
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es despampanante. En ella encontramos fabáceas /mimosóideas, como es el caso del trupillo o cují (Prosopis juliflora) ; fabáceas /cesalpinóideas, como el dividivi (Caesalpinia coriaria), y hasta los así llamados “olivos”, también conocidos como naranjuelos (Capparis indica), pertenecientes a las caparáceas. Y a medida que vamos subiendo por los caminos de Macuira, algunos de ellos surcados de arroyos o con resplandescientes espejos de agua, o de lechos secos, dependiendo de la época del año en la que se haga el ascenso, a medida que se va cambiando de de ecosistema, las especies también se van modificando como en una acelerada sucesión de pisos térmicos. Por ejemplo, al llegar al bosque nublado o de niebla, podemos apreciar bromelias y aráceas. Y cuando se asciende otro poco aparecen las asteráceas, con ejemplos de romeros de páramo (Diplostephium sp.) y de tabaquillos (Paragynoxys sp.) que en otras partes crecerían a mayores alturas.
Milagro
e n e l d e s i e rt o
Macuira, situada en el extremo nororiental de la península de la Guajira, es una isla verde en medio del desierto. La escoltan dos colosos: la serranía del Perijá y la Sierra Nevada de Santa Marta. Pero entre una y otra estribación nada más hay que desierto: el desierto de la Guajira. Eso es parte de su gracia. Eso, y sustentar un variopinto ecosistema que incluye un bosque de niebla en la mitad de esta desolación, es lo que la hace única en el mundo. Como si fuera poco, es el ecosistema neblinoso de más baja altura en Colombia. Macuira es parque nacional natural desde 1977.
Lugar
sagrado
Para la nación wayúu, Macuira no es solo ese reducto verde y milagroso en medio del desierto, no solo es ese oasis, sino también el lugar donde habita Pulowi, el espíritu de la naturaleza. Por lo demás, allí consiguen las plantas medicinales para sus sanaciones y para las contras de mordeduras ponzoñosas. Y se produce allí el milagro de la condensación nocturna de la nubosidad, de la que resulta una oferta hídrica única en esa la tostada región que posee el mayor número de horas solares por año en Colombia. Tal es su importancia cultural y ecológica, a la que se suma la dimensión arqueológica: hay en Macuira vestigios de antepasados precolombinos, especialmente localizados entre los cuatrocientos y los quinientos cincuenta metros de altitud. A estas características, que la hacen territorio sagrado, se debe que Macuira sea una zona relativamente bien preservada, a pesar de los desastres esporádicos de la ganadería doméstica y la cacería de subsistencia que practican allí algunos de sus pobladores.
Los
Los
bosques enanos
Tan mágica es Macuira, que hasta posee un amplio bosque de plantas enanas. En sus ecosistemas (monte espinoso tropical, matorral desértico subtropical, bosque seco subtropical, bosque húmedo subtropical, bosque nublado), surgen los bosques enanos que, como explican los botánicos, son el resultado de la existencia de un suelo arcilloso que desfavorece la respiración de las raíces. Por añadidura, los pequeños árboles deben resistir los embates de los fuertes vientos. Pero aguantan. Y se ven —se distinguen— por sus formas retorcidas y sus cortezas rugosas, con follajes simples y compactos.
gigantes verdes
Además de los ejemplares que se encuentran a la altura del bosque nublado, en Macuira crece también el denominado bosque caducifolio higrotropofítico, que reúne especies como el resbalamono o indio desnudo (Bursera simaruba), reconocido por su potencial maderable, y el quebracho o diomate (Astronium graveolens). En las cuencas de sus arroyos, en los que se llaman bosques riparios, hay caracolíes (Anacardium excelsum); y más arriba, en el nicho del bosque seco perennifolio, que asciende hasta los quinientos cincuenta metros, se encuentra el indio de piel lisa (Bursera simaruba), el mismo palosanto o caobo (Swietenia macrophylla). En cuanto al bosque seco espinoso, que es muy extenso, proliferan allí el trupillo (Prosopis juliflora), el cardón y el dividivi (Caesalpinia coriaria), apreciado no solo por su utilidad maderable, sino también por producir un remedio efectivo contra la disentería.
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M acui ra
Cómo
s e ll e g a
Macuira es territorio wayúu. Y llegar es dispendioso. Hay que atreverse a un recorrido que debe realizarse en tiempo seco y que generalmente parte de Rioahacha con dirección a Uribia, municipio inmenso al que pertenece Macuira. A partir de allí hay una sucesión de caminos sin señales que se adentran en el desierto, hasta que se va llegando sin más mapa que la intuición. Estas son unas de las rutas que emplean los indígenas colombianos para ir a Venezuela, en ese tránsito continuo de los wayúu, que forman una sola nación por sobre las fronteras de los dos países. No hay alambradas ni puertas en el largo trecho para llegar a Nazareth, que es el poblado que queda en las estribaciones de Macuira, porque todo aquello es territorio comunitario regido por las normas de propiedad de esta nación indígena.
La
d i v e r s i d a d b o tá n i c a
No solo es lo más exótico que tiene Macuira, sino que el bosque de niebla, el nublado, es lo más diverso desde el punto de vista botánico. Según todos los estudios que se han hecho sobre este asombro, aquí hay ciento veintiuna especies de plantas, entre ellas veinte de plantas inferiores, caracterizadas por no tener flores ni, por ende, semillas, como las varias especies de pteridófitas, representadas por helechos arborescentes y una especie de helecho epífito, de la familia de las himenofiláceas, adaptado para sobrevivir mediante la absorción de agua de la niebla. Hay especies del género Zamia como la Zamia muricata, así como treinta y siete monocotiledóneas, diez especies de orquídeas, dos de platanillo o heliconiáceas, dos de bijaos o amarantáceas, cuatro de aráceas y nueve de bromeliáceas epífitas, llamadas localmente “quiches”.
Costus Costus sp.
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Salpicón de botánica
na mujer vestida con una larga y alegre túnica camina con garbo por la playa. Sobre su cabeza lleva un platón enorme y pesado. Llaman la atención el equilibrio y resistencia de la portadora. Pero quizás llama más la atención la suma de formas y colores de las frutas frescas que viajan a bordo de aquella palangana de metal: el penacho dentado de las piñas, el rojo y el verde —intenso el rojo, intenso el verde— de las sandías recién tajadas, la piel de terciopelo de los nísperos, la impresionante gama de amarillos y rojos de los mangos de azúcar que hacen agua la boca quienes los contemplan, los descomunales bananos “pecosos” que apenas la víspera eran verdes, las manchas de pintura abstracta de la delgada corteza de esas papayas que van partidas por la mitad y que aún conservan los centenares de pepas que las adornan. Eso que llevan las palanqueras en la cabeza Otras mujeres que como ella también llevan sangre afri- no es solo una palangana llena de sabores cana, desfilan a su lado con platones repletos de uno de los y colores. Es una muestra del maravilloso dulces más populares de la costa Caribe colombiana y más reino vegetal caribe apreciados por los visitantes: las cocadas. Cocadas que, además del coco que les da el nombre, pueden llevar frutas como el mango. Junto a ellas aparecen, acomodadas en disposición artística, bolas de tamarindo y unos dulces de millo y miel de caña cuyo nombre rinde homenaje a la gente del Caribe: alegría. Es fascinante oír a las vendedoras pregonar con sus voces profundas, como si en realidad estuvieran repartiendo buenos deseos: —¡Cocadas… cocadas…! ¡Alegría… alegría… alegría…! Se han convertido en parte del paisaje estas mujeres que recorren la playa varias veces al día con sus palanganas repletas de frutas y de dulces caseros. Unas y otras componen escenas que se repiten en postales que viajan por el mundo, en lienzos de
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Frutal e s
Marañón Anarcardium occidentale
Uvito de playa Coccoloba uvifera
Mamón Melicoccus bijugatus
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Ciruela Spondias purpurea
reconocidos artistas y en pinturas callejeras, en foto-
grafías que los turistas vuelven a tomar con sus cámaras cientos de veces cada día para adornar sus historias sobre el trópico de vuelta a casa. Unas y otras forman parte del imaginario colombiano, del imaginario caribe, hablan de su gente y de sus tradiciones, y revelan ese mundo de colores que se aviva con el sol del mediodía a la orilla del mar. Ese mundo de colores y de aromas tentadores, aromas que viajan con la brisa que baja de la Sierra Nevada, que recorren las sabanas, que atraviesan los cauces de los ríos y llegan al mar y se mezclan con sus soplos salinos. Ese mundo donde se dan silvestres tantas y tan diversas frutas, que es imposible no maravillarse y dejar de pensar en el privilegio que significa vivir en una tierra tan fértil, tan generosa. Frutas tan pequeñas en tamaño como el corozo, pero inmensas
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en sabor; tan curiosas como el marañón; tan abundantes como el níspero, cuyas especies se calcula que pueden pasar de cien; hijas de plantas tan próvidas como la palma de coco, que a los sesenta años de plantada sigue produciendo el que es para muchos el fruto más preciado de cuantos se dan en estas tierras. Y es que del cocotero se utiliza todo, y no es capricho que haya quienes lo apodan “el árbol de la vida”: de sus raíces se extraen colorantes, con sus troncos se fabrican muebles y se levantan puentes, se hacen canastos y esteras con sus hojas, con la cáscara se realizan artesanías… y su carne, que sirve también para elaborar aceites y ungüentos y velas y hasta dentífricos, se puede comer así como la entrega la naturaleza (y es alimento rico y nutritivo) o se puede utilizar como ingrediente de recetas de sal y de dulce, y de bebidas tan exóticas como la limonada de coco o de una serie de cocteles listados
Frutal e s en las cartas de los bares bajo el apetecido capítulo de las delicias del trópico. Y para rematar, el agua de coco, refrescante como pocas, es rica en proteínas, minerales, carbohidratos y vitamina C. Como un coco pequeño podría describirse el corocito, con el cual se prepara uno de los jugos más apetecidos del Caribe, además de mermeladas e incluso vinos en algunas regiones: se elabora vino tanto con el fruto maduro y cocido como a partir del tronco, del que se extrae un líquido al que también llaman así, que no es una bebida muy popular, o al menos no tan popular como el vino que se hace en el Caribe con los corozos de otra palma, llamada justamente palma de vino. Y no solo por el hombre son apreciados los corozales —así, como el nombre de la población—: aves y reptiles buscan el tupido tejido de las hojas y se valen de las abundantes espinas de la Elaeis oleifera para proteger a sus crías y darles el alimento que tan cerca tienen. Allí donde se ofrece jugo de corocito, con ese tono rojo que invita a beberlo sin demora, casi siempre también se ofrece jugo de tamarindo. Se trata de sabores que en el interior del país se consideran exóticos, y quizás por lo mismo son tan apreciados por los turistas. Más allá de sus propiedades medicinales, que no son pocas, la pulpa del tamarindo adquiere cada día mayor protagonismo en la cocina, sobre todo en recetas que no temen mezclar la sal y el dulce. Con ella se preparan salsas muy apreciadas para acompañar carnes de pollo y cerdo principalmente. Y aunque la pulpa (que viene en unas vainas que alcanzan hasta los quince centímetros de largo) es lo que más se conoce y comercializa de este árbol que también se emplea para dar sombra al ganado, quienes lo ven crecer en sus potreros saben que sus flores ofrecen un agradable sabor que aprovechan para sazonar arroces, carnes y sopas; y los apicultores las aprecian mucho por el buen regusto que distingue a su miel. De las muchas frutas emblemáticas del Caribe colombiano, pocas son tan ampliamente consumidas como la papaya y el mango. La primera, a la que algunos conocen con el simpático nombre de fruta bomba, puede llegar a pesar hasta unos siete kilos; y aun así los papayos que las cargan suelen producirlas desde el
primer año de vida. Y lo hacen sin descanso durante los doce meses y hasta sumar incluso cien frutos en este lapso, que llegarán a las mesas sobre todo a horas del desayuno, alegrándolo con sus colores encendidos y aromas contagiosos. También el mango fructifica en Colombia durante todo el año, a diferencia de otros países donde se cultiva, y se aprovecha verde, maduro y a medio madurar. Si es verde, es común acompañarlo con sal y limón. Si es maduro, se pela y se come así, sin preámbulos, de forma que al terminarlo casi siempre quedan ganas de más sobre todo si se trata de la variedad que se conoce popularmente como mango de azúcar, sin duda una de las frutas más aromáticas que surgen de ese cuerno de la abundancia que es la costa. Muy apreciado es también su zumo, y últimamente es común que el mango se utilice como ingrediente de ensaladas o base de salsas para acompañar pescados del tipo del salmón. Menos comunes en las palanganas de las palenqueras, pero no menos conocidas ni menos apreciadas en la región, hay otras frutas con nombres tan sonoros como el del mamón, que en el interior del país se apoda mamoncillo, amén del caimito, el hobo, la guama, el Patilla zapote (que también puede escri- Citrullus lanatus birse “sapote”) y el muy agradable mamey, del que se dice que es indispensable acompañarlo siempre con un vaso generoso de agua. Este último es una de las frutas que dan ese incomparable sabor a un dulce que en tierras cordobesas se prepara para Semana Santa y del cual es costumbre enviar una ración generosa a los hijos que viven lejos: se trata del mongo-mongo, que además de mamey lleva guayaba, piña, mango verde y papaya. Con el mamón, cuya pepa es grande y está cubierta por un arilo o capa que constituye la parte comestible, preparan en algunos lugares una bebida deliciosa que se conoce como chicha, si bien no llega a fermentarse ni lleva por lo tanto gota alguna de alcohol.
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Mango Mangifera indica
Guamo Inga spectabilis
Con el zapote hay quienes aseguran que se prepara el más agradable de los jugos, pero hay tal variedad de gustos que se permite dudar de esta afirmación, asumiendo que simplemente se quiere dar a entender lo muy solicitado que es, por ejemplo en esas casetas de refrescos improvisadas que en la población de Taganga alternan con las pescaderías, que tienen vista al mar y ofrecen, entre muchas otras maravillas, un jugo de naranja y carambolo que jamás se olvida. Dicen que quien tiene el mar enfrente no muere de hambre. Y habría que decir que quien tiene tantas frutas al alcance de la mano, como sucede con los pobladores del Caribe, tiene las mejores aliadas para una saciedad sana y variada y una vida larga y feliz.
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Frutal e s
En letra cursiva Si tuviéramos la oportunidad de revisar la palangana detalladamente, nos daríamos cuenta de que este gigantesco platón es un coctel de familias botánicas. Encontramos ejemplos de fabáceas/cesalpinioideas, como el tamarindo (Tamarindus indica) y caricáceas, como la papaya o lechosa (Carica papaya) y fabáceas/mimosóideas, como el guamo o chumillo (Inga edulis). Contiene sapotáceas, por ejemplo el zapote (Pouteria sapota), que es distinto al zapote del interior de Colombia (Matisia cordata), perteneciente a las malváceas; musáceas, como el banano Mamey Mammea americana (Musa acuminata); oxalidáceas, como el carambolo o árbol de carambolas (Averrhoa carambola); rutáceas, como la naranja (Citrus x aurantium); sapindáceas como el mamoncillo o mamón (Melicoccus bijugatus), calofiláceas, como el mamey (Mammea americana); y la lista de ejemplos podría continuar y continuar.
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Claramente, algunos de estos frutos comparten una misma categoría, como es el caso de las anacardiáceas, entre las que podemos degustar el mango (Mangifera indica), el marañón o merey (Anacardium occidentale) y el hobo colorado o ciruelo calentano (Spondias purpurea). Asimismo existen ejemplos varios de sapotáceas como el caimito o caimo (Chrysophyllum cainito) y el níspero o chicle (Manilkara zapota). Pero entre todas podría descollar una familia botánica bastante dominante en la región y que produce algunos de los frutos más apreciados por propios y extraños: hablamos de las arecáceas o palmas, la propia familia del coco o cocotero (Cocos nucifera), del corocito (Bactris guineensis), de la palma de vino (Attalea butyracea) y del corozo o nolí (Elaeis oleifera). No obstante, ajenas a semejantes latinajos y clasificaciones, las palenqueras solo se ocupan de soportar el peso de sus cargas y dar gusto a los turistas y a los mismos habitantes locales que se deciden a probar su jugosa mercancía.
Así
m e ll a m a n
La patilla (Citrullus lanatus) es la misma sandía, y hay quienes le dicen plátano al banano (Musa acuminata), porque son primos, no hay duda. También hay quienes confunden el níspero (Manilkara zapota) con el zapote (Pouteria sapota): la prueba es que hay regiones en las que al primero se le conoce como chicozapote o zapatillo. Y por cuenta del uso principal que se le ha dado al látex que entrega su corteza, otros lo llaman simplemente “chicle”. Pero a propósito del zapote, está aceptado que se escriba con “s” o con “z” inicial, y en algunos rincones de la geografía colombiana lo apellidan como zapote carnudo, zapote mamey, zapote colorado o zapote costeño. El nombre del caimito (Chrysophyllum cainito) parece un punto de encuentro, o incluso de acuerdo, entre quienes llaman a esta fruta caimo y quienes la conocen como caimitillo. Sin embargo, por sus colores, en algunos lugares la denominan caimo morado y en otros la conocen con el muy diciente nombre de “madura verde”. El corozo (Attalea butyracea) o palma de vino, es el mismo cuesco y el mismo coyoles y la misma corúa o curumuta. Pocas frutas reciben tantas denominaciones como el hobo (Spondias purpurea), y acá van unas cuantas: ciruelo, ciruela de Castilla, ciruela calentana, jocota, cocota, ciruelo macho y jobo. Algunos le dicen guabo al guamo (Inga edulis), y otros lo conocen como chumillo. Pero de los mil nombres de las frutas, quizás ninguno tan sonoro como el de “fruta bomba” para referirse a la papaya (Carica papaya), a la que también se le conoce como lechosa, mamona o chamburo.
Los
otros jugos
El Drae define el látex como el “jugo propio de muchos vegetales”; precisa que es de composición muy compleja y que de él “se obtienen sustancias tan diversas como el caucho y la gutapercha”, y advierte que el látex de ciertas plantas es venenoso. Más allá de sus bondades alimenticias, muchas frutas del Caribe se caracterizan por ofrecer un látex que es muy apreciado, como el del níspero, que se utiliza en la elaboración del chicle; el del caimito, con el cual se fabrica la goma que envuelve los cables eléctricos; el del marañón, que se emplea en labores de encuadernación y también como repelente de polillas; el del mamey, que se utiliza en la preparación de insecticidas, y el de la papaya, al que recurren muchos cocineros para ablandar carnes y del cual se valen algunos artesanos para suavizar cueros.
Bolas
d e ta m a r i n d o
Se pelan los tamarindos (Tamarindus indica) y se ponen en una vasija honda, que no sea de aluminio (nuestro pueblo usa la totuma, hecha de calabazo). Se machacan con un molinillo para que vayan soltando la carne y se le va añadiendo azúcar al gusto. Se sigue batiendo hasta que tenga la consistencia para las bolas. Se dejan las semillas, según la receta tomada del libro “Cartagena de Indias en la olla”, de Teresita Román de Zurek.
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Frutal e s
Remedios
caseros
No siempre hay una farmacia cerca en los largos caminos que comunican las poblaciones del Caribe colombiano. Pero muchos de los habitantes de esta fecunda región han heredado de sus antepasados el conocimiento de las propiedades medicinales de las plantas, y de las frutas entre ellas. Saben, por ejemplo, que hacer gárgaras con el jugo de la hoja del mamón o mamoncillo (Melicoccus bijugatus) alivia las infecciones de garganta. Y que si se tuestan y se muelen las semillas de esta fruta se puede preparar un té efectivo contra la diarrea. Saben que las hojas del caimito tienen propiedades expectorantes, febrífugas y diuréticas. Que la corteza del tamarindo hace milagros contra el asma. Que el níspero purifica la sangre. Que el mango (Mangifera indica) es laxante. Saben que el aceite de la semilla del marañón (Anacardium occidentale) es propicio para tratar callosidades y verrugas. Que la papaína, sustancia presente en la leche de la papaya, es una enzima que pone a funcionar correctamente el sistema digestivo, y que en las hojas del papayo se encuentra un alcaloide que ayuda a bajar la tensión. Saben que las semillas del mamey (Mammea americana) ayudan a combatir los parásitos. Y saben, entre muchas otras cosas, que el zapote es una rica fuente de calcio, hierro y fósforo, y que con su semilla se prepara una bebida eficaz para curar el reumatismo y controlar los cálculos renales.
Por
l a b e ll e z a
También en la industria cosmética cumplen un papel importante las frutas del Caribe colombiano. De la semilla del zapote se obtiene un aceite que se utiliza contra la caspa y con el cual se fabrican jabones y cremas. Se sabe, además, que es muy efectivo para evitar la caída del pelo. Deshidratada al sol, la carne del coco sirve para elaborar dentífricos, champú y cremas de afeitar, y hay quienes extraen el aceite natural de esta fruta y lo emplean en la fabricación de lociones y perfumes. El marañón goza de la muy buena fama de ayudar a remineralizar la piel y ayudar a evitar su vejez prematura. También es utilizado este fruto para elaborar tónicos capilares.
Coco Cocos nucifera
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C aimito En todo el Caribe hay cientos de poblados, grandes y pequeños, que han tomado sus nombres de plantas o de frutas. Este, en Sucre, es uno de ellos
Plaza central de Caimito
Caimito. Chrysophyllum cainito
Los fundadores de Caimito estaban buscando tierras para el pastoreo de sus ganados y se encontraron con árboles grandes que daban sombras sobre unas ciénagas bellas y decidieron que ese era el lugar para quedarse. Era junio de 1607, cuenta la historia, y hasta aquí llegaron, venidos de Cartagena y tras haber pasado por Tolú, don Andrés Molina y doña Cruz Molina, españoles de Castilla la Vieja. El lugar escogido era el asentamiento indígena Chenú que se conocía como “Sitio de las aguas encantadas”, gobernado por una cacica, Tota, y los árboles que daban sombra sobre aquellas aguas eran caimitos (Chrysophyllum cainito) que, además, producían frutos. Sobre el tronco de uno de ellos alguien grabó la imagen de san Juan Bautista; y así quedó tomado en posesión el sitio y bautizado para siempre el pueblo. Hoy por hoy Caimito es también el nombre de una de las ciénagas alimentadas por el río San Jorge, que asimismo nutre con sus aguas la de la Caimanera, la de Cispatá y la de la Mejía. Caimito queda en el departamento de Sucre. Se llega entrando por una carretera secundaria de cuarenta y cinco kilómetros que parte de los lados de Sahagún. También se puede llegar por el carreteable que conecta a Sincelejo con San Benito Abad; y en épocas ya pasadas se recurrió mucho a la navegación fluvial por el río San Jorge, caudal que alimenta las ciénagas que circundan a Caimito y por cuyo sistema se llega también a los pueblos de San Marcos, Sucre, Majagual y Guaranda. Caimito fue uno de los más importantes centros de comercio de la región, con una vigorosa actividad comercial y numerosas boticas, graneros y tiendas de
insumos agropecuarios, que se surtían especialmente de los almacenes grandes de Magangué, el gran eje a orillas del Magdalena, con el cual se conectaba. También se producían ollas de barro, esterillas y artesanías en general, y se criaban aves de corral, cerdos y ganado vacuno. Para encimar, y motivo de orgullo local y de sonadas visitas episcopales, contó Caimito con una sede del Seminario Mayor. Pero con la mengua de su importancia estratégica, Caimito ha decaído. Hoy estos árboles frutales que le dieron el nombre han desaparecido en su mayor parte. No todos los habitantes saben ya exactamente porqué se llama así la población ni saben tampoco que el caimito sirve para comerse directamente o hacer bebidas y conservas, ni que es muy cotizado en otros países como Australia, Estados Unidos, Francia y Filipinas, algunos de los cuales los importan de otras latitudes, pero no de Colombia. Eso sí, se siguen celebrando en Caimito las fiestas de San Juan Bautista en el mes de junio, como recuerdo de su auspiciosa fundación.
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P ue bl o s
A lgarrobo Por mucho tiempo en esta región del Magdalena abundó este frutal, y ahora una fundación se esfuerza para multiplicar los pocos ejemplares que aún quedan
Plaza central de Algarrobo
Algarrobo. Hymenaea courbaril
Antes, mucho antes de la creación del municipio que le hace honor a este árbol, la sabana estaba sembrada de algarrobos (Hymenaea courbaril). Así la conocieron sus fundadores, José Felipe Oñate y Guillermo y Abel de La Hoz, quienes habían llegado de La paz, Cesar, para asentarse en el que llamaron Puerto de Las Canoas, en la rivera del río Ariguaní. Este nombre no duró nada. Por la proliferación de algarrobos ese fue el nombre que tomó el lugar en 1945, cuando se creó el municipio de Fundación, y entonces sí se bautizó como Algarrobo y así se llamó como corregimiento hasta 1999, cuando la Asamblea del Magdalena consideró que ya era grande e importante y decretó que sus cuatrocientos y un kilómetros cuadrados merecían ser municipio. Desde entonces. Pero algo mucho más importante —y grave— había pasado con Algarrobo. Ya para entonces los algarrobos habían desaparecido casi por completo. La deforestación propiciada por la siembra de algodón, que por momentos arrasó como una fiebre la región, acabó con casi todos ellos. Solo quedó el nombre del pueblo y el gentilicio de algarroberos que hoy siguen teniendo sus habitantes. Hay un algarrobo en el parque principal y otros, cada vez más numerosos, sembrados en los alrededores. Esta vez son producto del empeño de una entusiasta que se llama Elsa Isabel Barros Sepúlveda, canalizado a través de la Fundación para el Desarrollo de la Cultura, del Medio Ambiente y del Turismo de Algarrobo, Magdalena.
Sus integrantes se proponen fortalecer el cultivo del algarrobo nativo —porque con este nombre se conocen unas siete especies: el loco, el chilensis, el negro, el europeo, el americano, el blanco y el trupillo (Prosopis juliflora)—, e instruir a la población sobre la manera de aprovechar sus frutos en jaleas, gelatinas, harina algarrobina, pudines, galletas, panes y helados. Y no sólo para sacar utilidad culinaria a lo que da la tierra por arte natural, sino para usarlo en beneficio de la salud. Porque el algarrobo sirve para curar la anemia, aliviar la indigestión y es un muy buen energizante. La fundación que pretende repoblar de algarrobos la región va de largo. No se limita al pueblo que lleva su nombre, sino que se extiende a una amplia zona en donde el árbol fue rey por un extenso período más allá de la historia. Y, eso espera, a otras partes de Colombia, donde algunos sitios del Huila, Casanare y Santander llevan también el nombre de Algarrobo.
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C orozal Antes parte de Bolívar, ahora de Sucre, este pueblo grande e importante tiene nombre de palma, pero no se sabe de cuál exactamente.
Plaza central de Corozal
Palma coroza. Elaeis oleifera
La historia de la fundación de este pueblo grande e importante tiene tantos ángulos y versiones como tantos ángulos y versiones tiene el porqué de su nombre botánico, que muchos parroquianos despachan señalando las palmeras de ornamento (Veitchia sp.) que hay en el parque principal y que se mantienen llenas de frutos o corocitos. A Corozal, que queda a trece kilómetros de Sincelejo, en el departamento de Sucre, lo fundaron el 15 de mayo de 1775 un presbítero de nombre Juan Antonio Aballe y Rumay y el laico don Antonio de la Torre y Miranda. Lo hicieron sobre tierras ancestralmente habitadas por pueblos zenúes y mocanas. El asentamiento español original se llamó San José de la Pileta, pero luego de su traslado al vecino y mejor irrigado Hato Corozal terminó, en los acostumbrados ires y venires, polémicas, disputas y demás, llamándose Corozal y ubicado en el sitio que actualmente ocupa. Y se llama como se llama no se sabe exactamente por qué. Hay pistas, sí. Las más habituales tienen que ver con el entorno de las plantas que hay sembradas y que abundan de corozas. Muchos adjudican el nombre al corozo de lata (Bactris guineensis), el cual, entre sus muchas propiedades, produce un fruto de color rojo intenso, pequeño, esférico, que brota en gajos y que se usa en la preparación de jugos, chicha, vinos, dulces y hasta jabones. Otros creen, y con ellos Savia, que el nombre se debe a la proliferación de la palma coroza (Elaeis oleifera), que existían y aún existen en vastas poblaciones en las sabanas del entorno, y que servían y aún sirven de punto de referencia a indígenas y
campesinos, que al señalarnos alguno de esos puntos se refieren a él como “ese corozal”. Por los orígenes que sean, Corozal (del que también se ha dicho que copió su nombre de un tocayo en España), la han llamado más largo como Hato de Corozal, San José de Corozal de Morroa y San José de Corozal, así como le han colgado los títulos de Ciudad de los Maestros, Ciudad del Agua, Ciudad de los Profesionales, Ciudad Hidalga. Pero el que tal vez lleva con más orgullo es el de Perla de las Sabanas, que hace referencia a su prodigioso territorio, bañado por una docena de arroyos, espejos de agua y ciénagas y jagüeyes, que han dado pie a una agricultura y una ganadería altamente productivas. Y ha dado origen Corozal a una variedad de festivales musicales que le añaden más brillo. Además fue durante años sede de unas famosas fiestas en corraleja, hasta cuando, según la historia, el pueblo decidió trocarlas por los más gentiles carnavales del dios Momo y Arlequín.
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P ue bl o s
S uán Para mover las embarcaciones por el río Magdalena se empleó la leña de los árboles que le dieron el nombre a este pueblo del Atlántico
Colegio de secundaria en Suán
Hojas de Suán. Ficus cf. dendrocida
La época de esplendor de este pueblo que queda a setenta y dos kilómetros de Barranquilla y tiene una extensión de setecientos doce kilómetros cuadrados, se vivió en los años en los que el río Magdalena era prácticamente el único medio de transporte de carga y de pasajeros entre la costa y el interior del país. Inicialmente hubo aquí un pequeño puerto, punto de paso de este tráfico y eje fluvial que prestaba servicios a las poblaciones vecinas de Campo de la Cruz, Santa Lucía, Manatí y Candelaria. Suán de la Trinidad es su nombre completo. Su fundación tuvo lugar el 27 de junio 1827, y la historia de los suaneros la atribuye al español don Diego Martín de León. Sus primeros habitantes fueron los indios mocanas; y hasta cuando fue rebautizado Suán —y lo rebautizaron Suán por la gran cantidad de árboles de suán (Ficus cf. dendrocida) que había en la región—, el poblado se llamó Malambito, otra alusión botánica, y ocupó siempre el mismo territorio plano y cenagoso. Suán había. Suán, unos árboles grandes y coposos, de poderosas raíces columnares que los levantan sobre las húmedas tierras ribereñas, abundaban entonces. Pero en el siglo xix se vino el auge de la navegación a vapor por el Magdalena, y con ella el servicio conocido como del “leñateo”, es decir, el de suministrar leña combustible para las insaciables calderas que impulsaban las embarcaciones. Y Suán, con su abundancia de madera ahí no más, lo que facilitaba su extracción y rápida venta a los vapores que salían de Barranquilla y comenzaban a remontar el río, se convirtió en el principal punto de abastecimiento. Se dio entonces una tala sin control ni reforesta-
ción que acabó arrasando con la espléndida población de suanes que adornaban las orillas del Magdalena. Pasó el apogeo y Suán vio cómo se extinguía su proverbial momento de gloria. Hoy es una tranquila población que vive de la agricultura, la ganadería extensiva y un comercio en el que, por fortuna, aún abunda el pescado; pues Suán es lo que se puede llamar un pueblo anfibio, que ha aprendido a vivir tanto de las llanadas circundantes como de las corrientes del río y del vecino canal del Dique. Prueba de ello es su rica cocina: el arroz de liza acompañado con bollo de yuca, el sancocho de guandul y el arroz de fríjol cabecita negra. Pero además del recurso del río Magdalena y del Dique, cuenta el pueblo con caños, arroyos, quebradas, y ciénagas como las de Luruaco y del Totumo. Porque las aguas siguen siendo para Suán la vida, así como fueron casi la total perdición para los árboles. Por fortuna, hoy existe en el pueblo una nueva conciencia ecológica y se hacen esfuerzos para repoblar los suanes de antaño con sus sombras protectoras de siestas.
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P ue bl o s
B aranoa A veinte kilómetros de Barranquilla está la población de Baranoa que debe su nombre al árbol epónimo. Paradójicamente, cuesta encontrar allí uno de ellos
Calle de Baranoa
Baranoa. Acacia polyphylla
El baranoa es una especie de leguminosa, la A c aci a poly ph y l l a (en el Caribe baranoa hace mayor referencia a la Acacia rostrata), de la cual Savia encontró un ejemplar, después de mucho preguntar y de mucho mirar, maltratada en el solar de un taller de mecánica en uno de los barrios de este pueblo, al que se llega desde Barranquilla por la llamada vía de la Cordialidad. Algunos —muchos— habitantes de Baranoa creen, incluso, que el árbol ya no existe y otros hasta sostienen que el nombre de la población deriva del de un mítico cacique de la tribu arawak-caribe que habría perdido la vida un día de 1534 a manos de los españoles del mismísimo Pedro de Heredia. El territorio de Baranoa tiene ciento veintisiete kilómetros cuadrados de extensión, es municipio desde 1856, se define como un pueblo comercial y fiestero, como tantos otros de la costa, con una sucesión de festivales, como los de la Ciruela y el Guandú, fiestas y verbenas parroquiales y carnavales populares, en medio de un continuo trajinar del comercio, principal medio de subsistencia de los habitantes, controlado por santandereanos y antioqueños en su mayoría. Como se ha visto, no todos los historiadores ni vecinos coinciden acerca del origen del nombre; y ninguno asegura saberlo a ciencia cierta. En el libro Baranoa indígena, el licenciado Alberto Sarmiento Acosta especula que el nombre puede ser una derivación de la voz indígena Paranawa, que significa, dice, algo así como “los que viven detrás de los que no comen”. Y lo asocia al corregimiento Pital de Megua, famoso en alguna época por los tejidos de palma. Pero la teoría del árbol de baranoa
se ve reforzada por la tradición que asegura que este árbol en tiempos idos fue abundante en las orillas de Arroyo Grande, una de las cuencas más importantes de la zona. Además, el escudo de la población en su primera franja incluye hojas del árbol, a modo de reconocimiento y homenaje. Con su nombre original de Santa Ana de Baranoa, la población figura ya en las cédulas reales de la Corona que conserva el Museo Nacional, y ese es uno de sus rancios orgullos. Otro es el haber sido la cuna del general Juan José Nieto Gil, presidente de la Confederación Granadina en 1861, quien vio la luz en Sibarco, un corregimiento del pueblo. Y otro más es la banda departamental de música, con sede en este municipio, ícono de la cultura para todo el departamento del Atlántico, cuyos ritmos animan el Día de Reyes, fiesta tradicional del pueblo que se viene celebrando desde 1860. Cuando había muchos baranoas.
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Artesanías Vegetación hecha arte
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M i to
El espíritu de los bosques El respeto al orden que impone la naturaleza es un principio ancestral de los kogui, kankuamos, wiwas y arhuacos, habitantes del Caribe colombiano
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D urant e l a era del Cenoz oico, cuando los dinosaurios desaparecieron de la tierra y comenzaban a aparecer los antepasados de los mamíferos que hoy conocemos, el territorio actual de India se unió al continente asiático y la región de Arabia se transformó en una península de Eurasia. Estos cambios en la corteza terrestre obedecieron a movimientos de placas tectónicas, y su choque terminó elevando los montes Pirineos, constituyó la cadena del Himalaya y configuró los Balcanes y los Alpes suizos. América no fue la excepción en esta era de grandes cambios y, entre otras manifestaciones, surgieron las Montañas Rocosas, la cordillera de los Andes y la Sierra Nevada de Santa Marta. Según la tradición, los pueblos de la Sierra Nevada han habitado estos territorios desde hace más de nueve siglos. Debido a la invasión del “hombre blanco”, los modelos educativos impuestos y los procesos de aculturación y evangelización, la pureza de su lengua, su religión, sus tradiciones y su organización social se ha modificado, pero su resistencia cultural ha sido tan fuerte que aún hoy mantienen muchas de sus costumbres originales, entre ellas su propia forma de explicar
los fenómenos de la naturaleza. No cedieron al antropocentrismo tradicional de Occidente, con el ser humano como soberano del planeta, sino que profesaron la afinidad entre los humanos y los animales, basados en el culto que hay que rendirle a las expresiones de la Madre Tierra tal como lo establece un especial Código de Conducta. Su comprensión del universo parte de la idea de que, al igual que los hombres y mujeres, las distintas especies animales también tienen alma, pensamientos y formas de comunicación, razón por la cual proyectan las mismas normas de conducta para ambos grupos, basadas en cumplimientos de abstinencia de agresividad física, alimentaria y sexual. Según la tradición kogui, por ejemplo, antes del mundo actual, en el principio de los tiempos, no existía orden universal. El sol deambulaba por el cielo sin rumbo fijo, los muertos regresaban a la tierra para hacer daños y las hormigas y las aves destrozaban los cultivos. Ante este desorden que llevaría al fin del mundo, la Madre Universal, que se llama Gaulchovang, les comunicó los mensajes de quienes estaban causando los estragos para que tomaran decisiones:
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M i to
—El sol quiere que le canten y que le den comida. Y si no es así, va a quemar la tierra. Las hormigas también quieren cantos, y si no les cantan, ellas les van a dañar todos los sembrados. Los muertos piden ofrendas y exigen una forma particular de entierros. Además de estas revelaciones, la Madre Universal dio otras instrucciones para refrendar el compromiso de los hombres con la naturaleza. Es por eso que realizan ofrendas y piden permiso a las plantas para cortar sus flores o frutos. Ante todo, tienen que respetar los derechos individuales de todos los seres. Entre tanto, la Madre vive debajo del mundo, que tiene forma de huevo y en cuyo interior habitan las nueve tierras. Los humanos, insiste el pueblo kogui, vivimos en la del centro. Los cuatro mundos de arriba se llaman Nyuí-nulang, son tierras buenas y pertenecen al sol. Las cuatro tierras de abajo son tierras malas y se llaman Séi-nulang. Debajo del mundo hay agua, mucha agua, y cuatro hombres, dos al oriente y dos al occidente, sostienen las vigas que soportan el peso del mundo. La Madre está desnuda y se sienta sobre la superficie de los cuerpos
de agua que fluyen hacia el occidente y se queman en el mismo lugar donde se esconde el sol. Así se evita la inundación completa. Ella cuida y da de comer a los cuatro hombres, pero ellos viven cansados porque cambian de posición cada vez que un individuo, humano o animal, viola el Código de Conducta, o cuando se brinca, se tiran piedras, se tala el monte sin permiso, se grita o se comen alimentos de los blancos como el plátano o la caña de azúcar durante las ceremonias. Cuando esto sucede, tiembla la tierra. Cada vez que se necesita talar un árbol o cazar un animal para alimentar a la comunidad, los mamos, mediadores entre las fuerzas del cielo y los hombres, solicitan a los adivinos que se comuniquen con la Madre Universal y le pidan el permiso para proceder. Desobedecerla es violar el código y se alteraría la armonía de las comunidades con los elementos de su entorno, lo que traería como resultado el fin del mundo. En otras palabras, la fuerza energética que mantiene el orden consiste en el respeto por la autonomía de todos los seres, el cual se manifiesta en la reiterada petición de permisos, puesto que nada nos pertenece.
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La vida pr ivada de l as im ágen e s Í ndic e de f ot o g raf í as e i lust rac ione s t
Fotografías de Ana María Mejía
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Al escoger la carátula de Savia Caribe, la decisión fue cómoda. El macondo, por su belleza y por lo que encierra su nombre en la historia de la literatura, mereció el honor.
El uvito playero crece al borde del mar al echar raíces en suelos arenosos. Vence esa hostilidad, se adapta a lo salobre y de sus frutos hacen una bebida que llaman vino.
Tan selvático y tan intrincado, el bejuco es usado para amarrar instrumentos musicales. Su resistencia y textura ayudan a la acústica. Una vez se seca, dura para siempre.
Los nísperos de esta variedad se distinguen por ser muy dulces. Por eso en la región prefieren comérselos directamente y no volverlos jugo o dulce como hacen con otros.
Del tallo de la ceiba blanca extraen madera en forma de cilindro. Y de ella fabrican la tambora o bombo y el llamador, que es pequeño y se conoce como tambor macho.
El campano o samán es uno de los árboles imponentes comunes en la región. Este hace sombra y se mece al viento en las orillas del canal del Dique, cerca a Arjona, en Bolívar.
Las flores de este roble empezaron a caer sobre un jagüey. Todo lo verde se tapizará de rosado en poco tiempo a la entrada del vivero Pitolandia, un paraíso cerca a Montería.
El vaso de este tambor queda mejor hecho si es con madera de banco. Las cuñas para templarlo son de otra madera, el parche es de piel de chivo y los amarres de cabuya.
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Este guineo manzano está en inflorescencia. Es una de las especies de banano de la región. Su olor se acentuará cuando aparezcan los frutos con sabor a manzano.
Llega marzo y la temporada seca. Entonces las colinas parecen incendiarse por el resplandor de la florescencia de polvillos como estos, por los lados de Sahagún, Córdoba.
Las gaitas se sacan de la médula del cardón. Esta es una gaita hembra: se distingue por el número de huecos (5) y es la que lleva la melodía. La macho tiene dos huecos.
Las hamacas son tejidas a mano en algodón y teñidas con colorantes no siempre naturales. Morroa, en Bolívar, es donde más se producen estas mecedoras colgantes.
Encandilan los gajos muy pesados de los lluvia de oro. Tan pesados que parecen doblegar las ramas. Encandilaban ese mediodía en la plaza de Caracolicito, Cesar.
Para hacer los maracones, al totumo se le extrae la pulpa y se cocina. Cuando se seca al sol se le ponen semillas de chumbimbo o, en todo caso, semillas de testa dura que suenan más.
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Flauta sacada de la caña de millo, muy parecida a la caña del maíz. Da una melodía como de clarinete. Además de instrumento musical, esta planta produce un grano alimenticio.
Es una de las maderas con las que se fabrica la caja vallenata. Los expertos gustan más de la del árbol del banco. Con el tronco del caracolí se hace también la tambora grande.
En el bosque caribe, el camajón es del grupo de los grandiosos. Cómo será que sobresale por alto. Y por algo más: su tronco retumba. Por eso le dicen popularmente tún-tún.
La guacharaca se saca, entera, de una parte del tallo del corozo de lata, una planta muy bondadosa. Las guacharacas solían medir hasta un metro y las apoyaban contra el suelo.
Las raíces del copey son desconsideradas. Desaforadas. Crecen y crecen sin límites y sin prudencia y llegan a ser tan abundantes que por su diámetro parece como si caminara.
Entre los grandiosos, el caracolí. Uno de los más, con una virtud de celebrar con júbilo inmortal: donde hay un caracolí es porque hay agua. De ella vive. Por ella vive.
El totumo es el que permite los maracones y es quizá el fruto de la naturaleza que más facilmente se presta para crear un instrumento musical. Basta cocinarlo y ponerlo a secar al sol.
Los lotos viven anclados, inmóviles, sobre esas aguas quietas, en las cuales echaron raíces. De ese sosiego surgen, impetuosas, las flores de loto que interrumpen su sueño.
Quien la ve. Este es un pedazo de la hoja del guamo. La descripción botánica es compleja. Incluye raquis y glándula. Lo asombroso es que es parte de la asombrosa guama.
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El pecíolo es esa parte larga que parece una flauta. Que parece un clarinete. Es hueca. Con esta parte del papayo se producen sonidos y de ahí proviene el nombre de papayera.
Al tocar sus pétalos, que los botánicos llaman brácteas, se descubre por qué la yinyer es tan apetecida como flor ornamental: porque es dura. Hay también blancas y rojas.
Pararse debajo del árbol de carambolo y ver la luz que deja trascender. Es una experiencia. Porque su estructura, su arquitectura, es intrincadamente hermosa.
Esto, que parece un matorral, es vital en la región. Es el corozo de lata hembra. De sus tallos se obtiene la guacharaca y ese es su valor musical, y tiene otros muchos usos.
Por ser tan abrasiva, le dicen como le dicen: abrazapalo, pero también la llaman costilla de Adán. Es lo que llamamos una trepadora. Y es infiel: de este árbol pasará a otro.
Esta hoja impetuosa es la del guanábano de monte, que produce un fruto parecido a la guanábana pero que no se come. Es uno de los árboles más primitivos que hay.
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La cañagria tiene aquí forma de collar, pero, en realidad, se desarrolla en espiral. Va creciendo, va creciendo esta medicinal, estirando su cuello blando en busca del sol.
Pocas plantas domésticas como el matarratón. Sirve como cerca y para estructurar casas. Florece rosado. Lo usan contra la sinusitis y sus hojas refrescan puestas debajo del sombrero.
En las ciudades, el uso que se le da al orégano es más culinario. En el campo además con su resina al fuego, mezclada con manteca de cerdo, se hace una infusión contra el asma.
Al copey le dicen matapalos con razón: nace encima de cualquier árbol, donde puede, como puede. Ahí echa raíces y al final acaba con el árbol que le permitió ser su cuna.
Tanta belleza tiene que además de las propiedades curativas que le atribuyen, al tabaquillo también lo usan como planta de jardín. Otro nombre que le dan es col de monte.
La balsamina es una enredadera común y silvestre. O no tanto, porque le tienen fe en que ayuda a poner orden en los disturbios de la sangre. Que baja el azúcar, la baja.
Ese es el platanillo, pero esa no es esa su flor. Son las brácteas. La flor está adentro, invisible para los ojos. Hay varias formas y colores de esta planta tan vistosa.
Contra torceduras, árnica. Contra golpes, árnica. Sus bellas hojas lobuladas las usan contra esas dolencias domésticas y por eso se ve tanto en las huertas de Córdoba y Sucre.
Las hojas de pitamorrial son carnosas. Y ellas y el tallo sirven contra la esterilidad de las mujeres y para depurar la sangre. Una herbácea que al crecer forma un matorral.
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Otra forma de platanillo o heliconia. Esta tiene las brácteas unidas y cuelga como un péndulo. Aunque la parte vistosa no es la flor, es por ella que llegan a polinizarla.
La caléndula ha tomado mucho vuelo urbano. Casi una moda. De ella se usan las hojas y las flores como desinfectante, cicatrizante y, en general, contra problemas cutáneos.
La planta quitadolores es común en los patios de las casas. Flores y hojas, las usan contra dolencias menores. Son habituales los baños de quitadolores contra fiebres y gripas.
Por su nombre y forma, el carreto mameyón parece un mamey. Pero no. Su fruto no se come, pero es bellísimo: al abrirse salen semillas que son redondas y delgadas. Y vuelan.
Con nombre sonoro y olor penetrante. El anamú es un arbusto que crece en potreros y le atribuyen poderes anticancerígenos. Si el ganado lo come, leche y carne sabrán a anamú.
Es popular el uso de la cañagria, que se exprime para obtener de ella el néctar. Se toma ojalá sin mezcladores. Y se le confía que ayude a bajar el azúcar en la sangre.
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El mayor uso que le dan a la palma amarga es para techar viviendas. No el único. El tronco es tan fino que lo emplean en puentes. También sacan un palmito para comer.
El corozo de lata macho, este, no es tan célebre ni tan útil como el hembra. Con su madera hacen cercas. Sus frutos no dan para hacer jugo de corozo, pero alimentan cerdos.
Se le ve tanto a la yinyer no solo porque crece con facilidad sino porque suele durar mucho en este estado. No es esta la flor. Son sus brácteas, que son fuertes y resisten.
El suelo habla de la diversidad y de la fertilidad. Un paisaje del golfo de Urabá, donde la tierra se viste con bejucos y hojas. Y es bañada con soles y agua abundantes.
Es elemento principal del ecosistema que se llama manglar. La corteza del mangle es usada para curtir y también como madera para construcciones. Por esto ahora escasea.
La afelandra es una flor netamente de jardín y ornamental. Y netamente predilecta por los colibríes. Por sus profundos vasos es un espectáculo verlos saciarse en ellas.
Un sinónimo del Urabá reciente. Una de las zonas bananeras del Caribe. Un cultivo extendido, generador de empleo, favorecido por el mar para la exportación.
Parece una palma pero la iraca no lo es, así le llamen palma de iraca. Su tallo es subterráneo y sobresale la hoja. De ella se saca nada menos que el sombrero de jipijapa.
Por su forma estrellada al cortarla, la fruta del carambolo es bella. Y es jugosa y dulce si se coge madura, que es como la usan para hacer jugos o para comer así no más.
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Entre tantas palmas de Urabá, el güérregue. A pesar de sus muchas espinas, su virtud son sus hojas juveniles: se usan en artesanías en el Bajo San Juan. Bellas y resistentes.
Como envoltorio, el bijao es inmejorable. Para las carnes, los bollos, la panela, los bocadillos. Y para la sarapa, que es la manera caribe de llamar los fiambres. El bijao.
Nadie habla de mamoncillo en el Caribe. Y nadie ha visto un árbol, una flor, una hoja, un fruto de mamón que no sea de verde intenso. Siempre, como siempre da en racimos.
La madera del iguá es apreciada para muebles. Su tamaño es mediano y es ornamental, aunque da la impresión de ser un chamizo cuando tiene frutos porque todo parece seco.
El fruto del mamey es delicioso y, el árbol, más bello imposible. Su color. Y el aroma que desprende y la forma que tiene. Sobresale por todo ello y por el sombrío que da.
También le dicen pan fruta o fruta pan, a este árbol del pan que es un alimento no nativo que vino con la esclavitud. Hay dos variedades y un solo destino: el paladar.
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A este bonche también le dicen cayena y es el mismo que en el interior del país llaman san joaquín. Ornamental y muy usado como seto, sus variedades son muchas.
El mercado de Lorica, en Córdoba, es uno de los más significativos de la costa Caribe. Porque recoge la riqueza de la región y porque mantiene intacto sabores y olores.
Hay achote rojo y color naranja. Aporta color y sabor a las comidas, aunque también lo usan como cosmético y medicinal. El verdadero secreto está en extraerle el colorante.
El dividivi es tanínica y por ello, por servir para teñir, se exportó sin control casi hasta la extinción. De clima muy seco, lo usan los wayúu para pintarse la cara.
Los ajíes crecen en pequeños arbustos, son indispensables en la cocina y pertenecen a la huerta doméstica. Hay picantes y dulces y son de la misma familia del pimentón.
La yuca es una raíz. Así de simple, así parezca sin gracia. Que la tiene. Es un alimento directo y además con ella se hace la carimañola, el casabe, el enyucado. Casi nada.
Planta foránea y muy comercializada, al noni le adjudican muchas propiedades. De árbol mediano, es de la misma familia del borojó y se da en climas seco y húmedo.
Este maíz, el cariaco, nace y crece de estos colores. Y también se da pardo y rayado. Un capricho de la naturaleza que usan para mezclar con cacao y hacer bolas de chocolate.
La prodigiosa. El corozo de lata hembra merece cetro y corona. Produce el fruto que da el jugo de corozo, cañas para instrumentos musicales, ahuyenta murciélagos, da sombrío.
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Hablando de familias: las habichuelas, estas, son de la misma familia de los frijoles. Se sirven sopas, en guisos, con huevo. Con eso van bien estos frutos de enredaderas.
Ni madura ni biche. En el punto exacto debe estar la calabaza para comerla. Mezclada con huevo, en ensalada, en el sancocho, en el guiso. Pintona. En todo caso mejor verde.
A este ficus le dicen higo, pero no produce frutos. Da sombrío y se propaga fácil y de sus cortezas se sacan fibras que son muy resistentes. Sirven también para admirarlos.
Imposible el Caribe sin el ñame. Un tubérculo usado en sopas, en fritos, en dulces y se exportó hace años a Alemania como materia prima para anticonceptivos.
Todo el esplendor y los olores de la cocina del Sinú, a sus orillas. En el amplio comedor del mercado de Lorica, los pescados, los sancochos, los arroces están servidos.
El muy visto espejo de agua de Lorica se ha ido reduciendo y se reducirá más si no se controla la vegetación que lo ocupa. Y que lo embellece pero que lo va matando.
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Dos ceibas en dos tiempos distintos. La “vestida” de verde ya tiene hojas adultas, mientras la de color amarillo, que fotografiamos en la plaza de Momil, en Córdoba, apenas está empezando a vestirse. Ambas terminarán sin hojas en un proceso en el que en su momento tendrán flores de color blanco. Esto sucede una vez cada año.
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Dentro de la variedad de plátanos, está la siaca, que se da en racimos con frutos unidos. Excentricidad, se diría, pero también puede decirse que la uniformidad es lo normal.
La elegancia del roble al florecer está en que se cubre de arriba abajo. Su madera es muy fina, pero ante esta belleza su carácter decorativo lo hace inolvidable.
Es perfecto el fruto del orejero. O del piñón de oreja. También le dicen carito a este árbol que es uno de los grandiosos. Además de él hacen un dulce que es un manjar.
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Porque echa unos frutos redondos y pesados, al cocuelo también le llaman bala de cañón. Pero cosa rara: su madera no es muy fina, a pesar de que es familiar del abarco.
No es un cacto. Es un carató, que es insólito porque se levanta al lado de ellos y es una planta de hojas carnosas. Que echa leche. Y vive feliz: siempre está verde.
De no creer que este algodón de seda peleche en solares desolados. Un habitante de la calle. Crece y se reproduce, empecinado. Sin que lo mimen. En las arenas si es preciso.
Entre los cardones, que son muy variados, está este que llaman yotojoro. Tiene al menos ocho aristas de tunas y adentro, en su médula, posee una caña de la que hacen la gaita.
No solo en cultivos extensos se ve esta flor. Se da silvestre como demostración de que el algodón puede surgir en cualquier suelo arenoso-arcilloso. No pone condiciones.
Un bejuco, abrupto pero útil. Hay que desenredarlo, sí, pero sirve para amarrar casas, corrales. Lo que haya que. Y da flores. Hay que dominarlo antes de que se enrolle mucho.
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Quien no haya ido a San Pedro Alejandrino a ver el samán o campano que es el árbol que ampara la hacienda donde murió Simón Bolívar, que vaya y lo vea. Y se quede un rato.
Tan decorativa es la palma real que se repite y se repite. No tiene la culpa. Los anillos son cicatrices donde ha tenido hojas. Y por ellos se le puede saber la edad.
A la vigorosa colección de cactos y de árboles imponentes, el Jardín Botánico de Santa Marta le suma ornamentales como los crotos, tan caribeños. Este veriegado, tan celebrado.
A la acacia roja le dicen el árbol matrimonio. Al principio son puras flores como ésta, y después le salen vainas y vainas. Es bello el árbol. Y también le dicen flamboyán.
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Para raíces abundantes, las del pivijay. Cuelgan como barbas. Y es grande este árbol en cuyo honor hay un nombre de pueblo. Da un gran sombrío para el ganado y más nada.
Los almendros son tan comunes como bellos. Y tan bellos como necesarios por la sombra que dan en las ciudades de las que son habitantes. Ardillas y murciélagos los adoran.
También le llaman buchón de agua y, más despectivamente, tarulla. Es acuática, flotante, pero lleva raíces. Muy versátil: puede estar en aguas quietas o en aguas que corren.
Es milagroso que siempre haya coralito por ahí. En el camino polvoriento, vecino al montallantas, en la mitad de la nada. Siempre el coralito. También hay amarillo y blanco.
Mirar la ceiba de leche refresca porque se asocia a fuentes de agua. Pero es espinosa. Y suelta una leche que es cáustica, que si unta los ojos, ojo. Bella. Y peligrosa.
Están techando con palma amarga que les garantiza frescura e impermeabilidad. Y el entramado es con varas de corozo de lata. Hay otras maderas en los parales. Madera bendita.
Además de sus leyendas mágico-religiosas que hablan de curaciones de perros cazadores, este bejuco tiene de misterioso el nombre de escalera de mico. Trepadora como se ve.
Lo que pasará con ella, con esta flor, es que se blanqueará. Y de ella saldrán motas que volarán o serán escogidas, recogidas, procesadas, almacenadas. La vida del algodón.
No es nativa, pero se ha adaptado a los climas medio secos y medio húmedos donde se le siembra. La teca se ha convertido en un recurso para la reforestación. Y dura y dura.
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Las aguas y los potreros hacen de La Mojana un mundo anfibio donde sobresalen árboles como el olleto, que además resiste a la sequía. Y su buena madera es muy apetecida.
Palmares como estos, que fotografiamos en Plato, Magdalena, se dan espontáneos. Un microclima lo permitió, y en una tarde como aquella, las palmas amargas se mecían.
Por los caminos de la costa Caribe, por Chinú, por Sahagún, aparecen de pronto ebanisterías familiares. Expertas en mecedoras. Entre otras, usan trébol, que florece amarillo.
En general los helechos son ornamentales. En general. Pero miradas las largas hojas de este, que por ser helechos se llaman frondas, su belleza es muy expresiva.
Estas son las flores de un árbol poderoso que se llama aceituno. Alto. De buena madera y una atracción ineludible para abejas y abejorros. Hay un zumbido alrededor del aceituno.
Espaldares y descansabrazos, piezas sueltas en teca, trébol y polvillo. El olor no queda registrado. El que despide el aserrín, memorable como el esplendor de la madera.
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De muchas maderas se montan edificaciones temporales como esta corraleja que estaba en Arjona aquel mediodía. Hay allí bejucos de amarre y mangles, y maderas de mayor peso.
Estas mafafas moradas pertenecen a la familia de los anturios. Se encuentran en las alturas de Macuira y son ornamentales, aunque algunas de ellas son comestibles también.
La cañagria, medicinal, usada para bajar el azúcar de la sangre a través de beber lo que se extrae de su tallo y hojas, también exhibe su otra belleza. Su flor que se abre.
Al corte de la madera para aprovecharla en la ebanistería se llega a la entraña. Surgen colores no previstos. Texturas como las del interior del trébol, finas y definidas.
Una mirada de abajo hacia arriba de la palma amarga deja ver la altura que alcanza. Los palmitos que de ella se obtienen como alimento, se comen especialmente en Semana Santa.
Lo que vemos de color no es el fruto. Lo que se asoma, en cambio, sí lo es. El marañón engaña. Es familiar del mango y del caracolí. Una excentricidad que se come y se bebe.
Todo aquí es de madera. De madera silvestre. Techo de palma amarga. Y las paredes de maderas distintas, empañetadas con barro. Por dentro, frescura. Y por fuera, belleza.
Le llaman así por el olor que despide, que es penetrante. Más que eso: repelente. Pero es considerada una planta ornamental. A pesar de esto y de su nombre: matapuerco.
Este el fruto del uvito playero, el que se da a borde del mar, sobre terrenos arenosos y vence toda aquella brusquedad. De ellos hacen una bebida a la que le dicen vino.
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Un cielorraso con hojas de palma de vino. El techo es de palma amarga. Más frescura pero, ante todo, decorativo. Techos con dos palmas en una casa en Algarrobo, Magdalena.
Entre las hojas del bijao su flor. Las hojas, un envoltorio natural incomparable, tienen una sutil película de cera en el envés que las hace más resistente y duraderas.
Este mamón es de la variedad recomendable. Por grande. Hay un mamón, que sale del árbol del mamón de mico, que da un fruto muy pequeño y es peligroso porque se atraganta.
Desde las ebanisterías que visitamos en Chinú y Sahagún, en Córdoba, se hacen despachos de mecedoras para todo el Caribe. Industrias familiares con maderas de la región.
Arriba en lo alto de Macuira, la selaginela anuncia que por ahí hay nacimiento, arroyo o espejo de agua. Por eso su color y su carácter ornamental de manera permanente.
La ciruela, el ciruelo, es maravilloso por muchas razones, pero basta una: se propaga vegetativamente. No necesita semilla. Se siembra una rama de ciruelo, y el ciruelo retoña.
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A la patilla la encajan como una enredadera postrada. Y, además, de clima seco. Y va uno a abrirla y brota el agua que contiene. Es una bendición bajo aquellos soles.
En la plaza principal de Caimito, en Sucre, y en todo el pueblo, no todos saben de dónde proviene el nombre y no todos parecen haber comido caimito.
La palma coroza, a la que muchos atribuyen el nombre de Corozal. Una población de estas palmas recibe el nombre de corozal y era una referencia de indígenas y campesinos.
Otro de los reyes de los frutales, el mango, es un derroche en variedades y, por ellas, en formas y en sabores. Crece y se reproduce con facilidad en los climas cálidos.
Se ven y se venden en plazas de mercado y, a veces, al borde de los caminos. El caimito se come solo o se hace con él jugo o dulces. Lo más bello son las hojas de su árbol.
No son pocos los árboles de Suán que hay en la población de ese nombre, en el departamento del Atlántico. Uno de ellos está en el patio de recreo de este colegio de secundaria.
A lo lejos puede confundirse con una serpiente enroscada en un árbol, y de cerca también. La guama, de clima muy seco, cuelga de un árbol que es muy alto pero no frondoso.
En la plaza principal de Algarrobo, en el departamento del Magdalena, la tenacidad de una mujer ha producido la resurrección de estos árboles, que se estaban extinguiendo.
El Suán fue por años un árbol abundante en la zona. Tan abundante que abusaron de él para alimentar los vapores de navegación hasta que lo fueron extinguiendo.
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Quien come mamey debe tomar mucha agua. Es una recomendación sin muchas más explicaciones. El solo olor convoca y, quizá por eso, también le gusta a los monos aulladores.
El algarrobo es un árbol de uso múltiple. Su madera es buena, da fruto, produce una resina con propiedades medicinales, es muy bello y está adaptado a zonas secas.
En Baranoa, Atlántico, cerca a Barranquilla, hay mucho árbol, pero encontrar un baranoa es tarea difícil. Hay que preguntar mucho para encontrar el porqué de su nombre.
El coco es sinónimo de Caribe. Por el arroz, pero por él. Por las cocadas, pero no solo por ellas. El agua de coco, para decir lo elemental, es suficiente virtud.
Corozal, en el departamento de Sucre, es un pueblo grande, cuya grandeza habla de un pasado importante. Y es limpio y amplio, con casas que cuentan historias.
Aunque hay variedades de este árbol, el baranoa sobreviviente que hallamos en un taller de mecánica en la población de ese nombre es, tal vez, la menos frondosa.
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p. 65 - Cortezas
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Nombres tiene para escoger esta corteza: chitú o chitua. O majagua colorá. Parece de pronto del reino mineral pero cuando se le pone el oído, suena.
No es de los árboles más grandiosos por su tamaño, pero es célebre el olleto. Busca tierras humedecidas y de ellas se nutre para que esta corteza tenga lugar.
La experiencia en el tejido de esta caña ha logrado una diversificación asombrosa. No solo hay bolsos y sombreros, sino bolsos para guardar los sombreros. Por ejemplo.
Lánguida si se quiere, con su tallo en lonjas, el trébol se apoya en él para crecer y crecer. Este hacía nada más que crecer en La Campiña, cerca a Montería.
Es otra palma la que lleva esta corteza. Este tallo malhumorado, al final da frutos comestibles y unas hojas que cuando están jóvenes son útiles para artesanías.
La técnica que emplean es la cestería de rollo y los materiales se obtienen de las hojas del plátano. Todo un arte de campesinos de El Sabanal, en Córdoba. Son los mejores.
De madera firme, de corteza agresiva. Una especie de ceiba que parece o se hace la hostil, pero que, como todas las ceibas, se expande y asombra su ramaje.
Este ejemplar de ébano, un árbol ahora muy escaso, lo hallamos en El Paraíso, en las afueras de Montería donde se esfuerzan por mantener el bosque nativo.
De la palma de barbasco se hacen estas escobas que son ideales. Y duran. Esta tiene un amarre simple arriba, pero hay unas trabajadas muchas veces con cortezas de majagua.
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Se pela el resbalamonos. Y al pelarse deja ver muchos colores su corteza. También se le llama almácigo y también se le dice indio en cueros.
La consideran la reina porque la palma de vino tiene el mayor número de propiedades. Alimenticias, medicinales, artesanales. Quizás por eso, peligra.
Las fibras de los bejucos, tan variados, se usan en Tubará, Atlántico, para estas cunas que llaman Moisés. Las venden por todo el Caribe, como esta en el mercado de Montería.
Otra de las ceibas. De las varias ceibas. Esta deja ver, como en cortes, unas vetas verdes que más que llamativas usted dirá si son bellas. Son bellas.
No son muchas las poblaciones de palma de vino que se ven cuando se recorre la región Caribe. Pero cuando aparecen así como ésta, asombran.
Una obra portentosa son estos nidos de oropéndolas. Estos cuelgan en el Jardín Botánico de Turbaco y son tan perfectos que, solos, son un atractivo que merecen viaje.
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En Córdoba y en Bolívar se han especializado en hacer estas esterillas con fibras del junco y de la enea. Sirven para mucho. Para dormir sobre ellas. Para tomar el sol.
Fotografías de Aldo Brando
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Pasa el tiempo, llegan tecnologías y materiales, y el totumo sigue estando. Para muchas vasijas, desde la más simple para cargar el agua. Y para vajillas decoradas como esta.
Arriba en Ciudad Perdida, en la Sierra Nevada de Santa Marta, hay una vegetación de zona Andina. Basta mirar. Abundan las bromelias, los helechos y el musgo.
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Esta medusa es lo que comúnmente llaman agua mala, pero esta es buena. Un organismo de otros mundos que cumple su función en la cadena trófica y que recibe el sol así.
Una intrincada aproximación a la bahía de Cispatá, en el golfo de Morrosquillo, en Córdoba. Agua y manglares abundan con toda la vida que allí engendran.
De la sola hoja de la iraca, los artesanos de Usiacurí, en el Atlántico, hacen piezas y de ellas viven. Y venden en las plazas individuales a los que les han dado color.
En esa vegetación andina de la Sierra Nevada, hay muchas bromelias. Y su existencia es motivo de celebración: donde hay bromelias, hay vida abundante.
Praderas marinas compuestas por algas que ahora han clasificado como del reino protista. Musgos pero de agua. Alimento y vida pura con ese telón de mangles como agregado.
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Creatividad y naturaleza abundan. Y elementos decorativos o de uso doméstico como calabazas, bambú y semillas también. Todo de la huerta, del solar de las casas. Todo sirve.
Lo que flota de los lotos son las láminas de sus hojas, mientras sus raíces están sumergidas. Si son muchos logran hasta secar el jaguey o la laguna que los alberga.
En terrenos arenosos se da esta vegetación, en la isla de Santa Catalina. Un verde que soporta la hostilidad salobre y los vientos, y prácticamente se mete en el mar.
Se puede ver como un espectro. Como un fantasma. O como un gigante. Lo es. Un pivijay. Está en la casa que fuera de García Márquez en Aracataca.
Entramos al mundo del misterio. Los corales, que son animales que parecen plantas y, de hecho, hay algas en su entorno. Bellezas subacuáticas que producen oxígeno.
El mangle, tan mentado, es que merece mucho. Para explicar, por ejemplo, que tiene una especie de ancla que deja caer y se clava para estarse. Y tan perseguido que es.
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Fotografías de Héctor Rincón
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Otro cardón. Este se llama iguaraya y de su fruto se hace un jugo que pocos se pierden cuando están en la Guajira. Por él, por el fruto, el ave escudriña entre tanta tuna.
p. 115
p. 116
p. 117
p. 33
p. 33
p. 33
p. 32
p. 64
p. 96
Estos cactos no tienen tallo. Las tunas defienden sus hojas del asedio de chivos y otros animales. Y al batir con las tunas las aguas turbias, quedan aptas para lavar.
Ilustraciones de Eulalia de Valdenebro
Infrutescencia de iraca
Ilustraciones de Alejandro García Restrepo
p. 17
Mapa de la región Caribe
Armando Dugand Gnecco
Letras Capitales
En todos los capítulos del libro
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El trupillo es habitual en el paisaje guajiro, en el largo viaje a Macuira. Resistente al sol y al viento, su madera se usa para hacer cercos y encerrar a los chivos.
Bejuco
Alexander von Humboldt
La variedad de cactáceas es amplia. Esta es otro cardón y da frutos. La pitahaya. Al fondo, la serranía de Macuira, donde se estrellan los vientos y concluye el desierto.
Anturio
Rafael Romero Castañeda
Bibliografía La construcción de Savia Caribe, este primer tomo de la Colección Savia, significó salir en búsqueda de tesoros, inéditos para la mayoría de los periodistas que emprendimos la cruzada. Y tesoros fuimos hallando en los numerosos centros de documentación, bibliotecas y archivos en donde Colombia tiene, quizás sin saberlo, un patrimonio no contabilizado: una cantera de estudios, investigaciones y tesis sobre la botánica. Y revistas y libros y enciclopedias que cuentan, en su lenguaje científico, todo aquello. A las universidades, a las bibliotecas, a los institutos, a todo aquel manantial de conocimiento que nos indicaran, acudimos y encontramos siempre amabilidad y luces. Otras fuentes nos resultaron menos formales e igual de útiles. Las fuentes vivas de docenas de expertos botánicos, biólogos, sociólogos, arqueólogos, jardineros, ingenieros agrícolas o simples gomosos que nos orientaron en la búsqueda de la información que necesitábamos para que los textos de Savia tuvieran densidad, pero no carecieran de emoción. Y hubo otras personas consultadas que no aparecen en esta reseña bibliográfica ni con sus nombres ni con sus obras. Fueron muchos ciudadanos, campesinos e indígenas sobretodo, que nos abrieron sus solares, sus casas y nos mostraron sus parcelas y sus huertas en esos caminos del Caribe que anduvimos buscando las joyas que eran las plantas y que resultaron siendo ellos mismos, los colaboradores anónimos de este volumen de Savia. t
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Índice
onomástico A
abanico v. Gomphrena globosa v. t. siempreviva abarco(s) v. Cariniana pyriformis v. t. papelillo abrazapalo v. Monstera adansonii abrojo v. Dialium guianense v. t. tamarindo, monte, de abujo v. Bixa orellana v. t. achote, bija acacia, 113 roja v. Delonix regia Acacia collinsii, 88 polyphylla, 134 rostrata, 134 acantácea(s), 47, 57 Acanthocereus tetragonus, 32 aceite v. Prioria copaifera v. t. amansamujer; cativo; cucharo(s); trementino aceituno(s) v. Vitex cymosa achicoria v. Taraxacum officinale v. t. amargón; diente de león achira v. Canna indica v. t. capacho(s) achote v. Bixa orellana v. t. abujo, bija Acoelorrhaphe wrightii, 85, 87 Acrocomia aculeata, 92, 95 acuapar v. Hura crepitans v. t. ceiba(s), agua, de; ceiba(s), amarilla(s); ceiba(s), blanca(s); ceiba(s), brava; ceiba(s), leche, de; tronador
adelfa v. Nerium oleander v. t. flor, habano, de Adenocalymma inundatum, 21, 23, 135 Adiantum sp., 99 Agave americana, 93 agave(s) v. Agave americana v. t. cabuya; cabuya de México; motua aguacate v. Persea americana aguacate macho v. Persea caerulea v. t. aguacatillo; laurel(es), bongo aguacatillo v. Persea caerulea v. t. aguacate macho; laurel(es), bongo ají, 89 dulce v. Capsicum sp. picante, 45 ají(es) v. Capsicum annuum ajo v. Allium sativum albahaca, 45, 46, 89 albaricoques, 72 Albizia niopoides, 101, 103 alchucha v. Momordica charantia v. t. balsamina; bejuco, culebra, de alemana v. Echinochloa polystachya v. t. canutillo; pasto(s), alemán alga(s), 37, 42, 82, 84, 87 bentonitas, 89 globosa, 84 común v. Colpensia sinuosa pardas, 84, 87 rojas, 84, 87 verde calcárea v. Halimeda opuntia verde(s) v. Caulerpa racemosa
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Í n dic e onomást ico Sav ia Car i be algarroba v. Hymenaea courbaril v. t. algarrobo(s); ámbar; copal algarrobillo v. Samanea saman v. t. campano(s); cañañolos; genízaro; llovizno; samán(es) algarrobo americano, 131 blanco, 131 chilensis, 131 europeo, 131 loco, 131 negro, 131 trupillo v. Prosopis juliflora v. t. cují; trupillo(s) algarrobo(s) v. Hymenaea courbaril v. t. algarroba; ambar; copal algodón v. Gossypium barbadense algodón de seda, 93 Allium sativum, 72, 89 almácigo v. Bursera simaruba v. t. carate; indio(s), cuero, en; indio(s), desnudo; indio(s), piel lisa, de; resbalamico; resbalamono almendra(s), 42, 69 almendro v. Dipteryx oleifera v. t. almendro de montaña; choibá almendro(s) v. Terminalia catappa almendro de montaña v. Dipteryx oleifera v. t. almendro; choibá aloe v. Aloe vera v. t. sábila Aloe vera, 45 Alpinia purpurata, 27, 59 amacise v. Erythrina fusca v. t. búcaro(s); cantagallo(s); chengues; palo(s), agua, de amansamujer v. Prioria copaifera v. t. aceite; cativo; cucharo(s); trementino amapola, 48 amarantácea(s), 95, 121 amargón v. Taraxacum officinale v. t. achicoria; diente de león ámbar v. Hymenaea courbaril v. t. algarroba; algarrobo(s); copal
amolado v. Acrocomia aculeata v. t. chonta; corozo; palma, tamaco amor ardiente v. Ixora coccinea v. t. amor, madre, de; buqué; coralito madre, de v. Ixora coccinea v. t. amor, ardiente; buqué; coralito anacardiácea(s), 15, 23, 31, 39, 55, 64, 79, 87, 95, 103, 111, 127 Anacardium excelsum, 14, 15, 18, 21, 23-26, 29, 31, 37, 39, 53, 55, 57, 64, 93, 95, 101-103, 109-113, 120 anamú v. Petiveria alliacea Anarcardium occidentale, 123, 124, 127-129 anea v. Typha latifolia v. t. enea(s) anémona verde v. Condylactis gigantea Anemopaegma chrysanthum, 32 angelina v. Genipa americana v. t. borojó; botellón; jagua(s) angelino v. Platymiscium pinnatum v. t. corazonfino; crucero; granadillo(s); trébol(es) Annona muricata, 55, 77, 79, 87 squamosa, 77, 79 anón v. Annona squamosa anón de espino v. Annona muricata v. t. guanábana anonácea(s), 55, 79, 87 Anthurium sp., 14, 15, 43, 48, 101 anturios, 37 apamate v. Tabebuia rosea v. t. flor, blanco; guayacán(es), rosado(s); ocobo(s); roble(s), Caribe, del; roble(s), tierra caliente, de apio, 45 apocinácea(s), 16, 63 arácea(s), 37, 53, 55, 118, 119, 121 Aragoa, 96 árbol(es) caminante(s) v. Rhizophora mangle v. t. manglar(es); mangle(s); mangle(s), rojo(s); carambolas, de v. Averrhoa carambola v. t. calambolo; carambolo pan, del v. Artocarpus altilis v. t. castaña; fruta(s), pan, de
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arborétum, 29 arecácea(s), 15, 23, 31, 32, 39, 53, 63, 64, 71, 79, 87, 92, 95, 127 árnica, 43 arracachales v. Montrichardia arborescens arracachos, 56 arroz v. Oryza sativa Artocarpus altilis, 54, 55, 61-63, 69, 71 Arundo donax, 22, 25 asparagáceas, 95 Aspidosperma polyneuron, 16, 30, 74, 93, 104, 109, 112, 113 sp., 41 asterácea(s), 14, 15, 39, 43, 47, 48, 118, 119 Astrocaryum cuatrecasanum, 32 standleyanum, 52 Astronium graveolens, 109, 111, 113, 120 Attalea butyracea, 30, 31, 38, 39, 64, 97, 110, 111, 125, 127, 128, 132 Averrhoa carambola, 30, 54, 55, 60, 126, 127 Avicennia germinans, 55
B
Bactris guineensis, 20, 21, 23, 75, 125, 127, 132 major, 54 balaustres, 101 balsaero v. Solanum acerifolium v. t. cucubo; guindilla; tomate(s), monte, de balsamina v. Momordica charantia v. t. alchucha; bejuco, culebra, de bálsamo v. Myroxylon balsamum v. t. bálsamo(s), blanco; bálsamo(s), Tolú, de bálsamo(s) blanco v. Myroxylon balsamum v. t. bálsamo; bálsamo(s), Tolú, de olor, de, 74 Tolú, de v. Myroxylon balsamum v. t. bálsamo; bálsamo(s), blanco bambú(es) v. Bambusa sp. Bambusa sp., 26, 64 banano(s) v. Musa acuminata
v. t. guineo manzano; plátano(s) banco v. Gyrocarpus americanus v. t. volador baranoa v. Acacia polyphylla; Acacia rostrata barrigón v. Pseudobombax septenatum v. t. bonga(s); cartagena; majagua barril v. Cavanillesia platanifolia v. t. bonga(s); macondo(s); volao Bauhinia guianensis, 99 bayetos v. Albizia niopoides v. t. guacamayo(s); jarijanas bejuco blanco v. Adenocalymma inundatum v. t. bejuco, malibú culebra, de v. Momordica charantia v. t. alchucha; balsamina escalera v. Bauhinia guianensis malibú v. Adenocalymma inundatum v. t. bejuco, blanco Belencita nemorosa, 32 berenjena(s) v. Solanum melongena v. t. pepino morado beso de negro v. Psychotria poeppigiana v. t. boca de sapo; sombrerito del diablo bignoniácea(s), 15, 19, 23, 31, 32, 39, 55, 63, 79, 92, 95, 96 bija blanca, 45 roja, 46 bija v. Bixa orellana v. t. abujo, achote bijao(s) v. Calathea allouia; Calathea lutea; Calathea sp. bijao(s) v. Thalia geniculata v. t. bocachica(s); platanillo(s) bijaos, 117, 121 Bixa orellana, 45, 47, 48, 69, 72 bixáceas, 47, 71 bleo de chupa v. Pereskia bleo boca de sapo v. Psychotria poeppigiana v. t. beso de negro; sombrerito del diablo bocachica(s) v. Thalia geniculata v. t. bijao(s); platanillo(s) bolaina v. Guazuma ulmifolia bollo, 73 bombacáceas, 32, 96
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Í n dic e onomást ico Sav ia Car i be bonga(s) v. Cavanillesia platanifolia v. t. barril; macondo(s); volao bonga(s) v. Ceiba pentandra v. t. bonga bruja(s); ceiba(s), bonga; ceiba(s), lana, de bonga(s) v. Pseudobombax septenatum v. t. barrigón; cartagena; majagua bonga bruja(s) v. Ceiba pentandra v. t. bonga(s); ceiba(s), bonga; ceiba(s), lana, de boragináceas, 63 borbón v. Coffea arabica v. t. café borojó v. Genipa americana v. t. angelina; botellón; jagua(s) borrachera, 42 borrachero v. Brugmansia suaveolens v. t. floripondio blanco Borreria capitata, 14, 15 bosque(s), 10, 14, 29, 32, 39, 47, 53, 57, 80, 85, 86, 98, 101, 106, 114, 117, 137 andino(s), 10, 56, 117 anfibios, 53 caducifolio higrotropofítico, 120 disperso, 53 enano(s), 117, 120 húmedo(s), 13, 37, 61 subtropical, 117, 120 tropical, 56, 74, 85 inundables v. zapales lluvioso, 53 niebla, de v. bosque(s), nublado(s) nublado(s), 13, 40, 114, 117, 119-121 alta montaña, de, 8 primarios, 101 riparios, 120 seco(s), 13, 61 espinoso, 120 perennifolio, 120 subtropical, 117, 120 tropical, 52, 61, 85, 88, 90, 92, 94 tropical, 61 botellón v. Genipa americana v. t. angelina; borojó; jagua(s)
botoncillo v. Borreria capitata v. t. cordón de fraile; sanalotodo braquiaria v. Urochloa decumbens Bromelia sp., 39, 53, 61, 117-119 bromeliáceas, 35-37, 39, 63, 118 epífitas, 121 bromelias v. Bromelia sp. bromelias epífitas, 36 Brugmansia suaveolens, 47 búcaro(s) v. Erythrina fusca v. t. amacise; cantagallo(s); chengues; palo(s), agua, de buchón(es) de agua v. Eichhornia crassipes v. t. jacintos de agua buchona v. Pistia stratiotes v. t. lechuga de agua Bulnesia arborea, 106 carrapo, 32 buqué v. Ixora coccinea v. t. amor, ardiente; amor, madre, de; coralito Bursera simaruba, 29, 31, 61, 63, 88, 110-113, 120 burserácea(s), 31, 47, 63, 111
C
cabuya v. Agave americana v. t. agave(s); cabuya de México; motua cabuya de México v. Agave americana v. t. agave(s); cabuya; motua cabuyo v. Eschweilera antioquensis v. t. cazuela cacao v. Theobroma cacao v. t. chocolate cacao de monte v. Pachira sp. v. t. sapatolongo cachitos v. Acacia collinsii v. t. cornizuelo cactáceas, 15, 32, 34, 39, 41, 47, 63, 90, 95, 119 cacto(s), 15, 21, 61, 63, 90, 119 cardón v. Selenicereus grandiflorus v. t. cardón tuna, de v. Opuntia sp. v. t. cacto(s), tunas; cacto(s), tunitos
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tunas v. Opuntia sp. v. t. cacto(s), tuna, de; cacto(s), tunitos tunitos v. Opuntia sp. v. t. cacto(s), tuna, de; cacto(s), tunas cadmio, 54 Caesalpinia coriaria, 36, 62, 114, 119, 120 ebano, 57 café v. Coffea arabica v. t. borbón caimillito v. Chrysophyllum cainito v. t. caimito(s); caimo; madura verde caimito(s) v. Chrysophyllum cainito v. t. caimillito; caimo; madura verde caimo v. Chrysophyllum cainito v. t. caimillito; caimito(s); madura verde caimo morado, 128 Cajanus cajan, 14, 15, 69, 71, 133 calabaza peregrino v. Lagenaria siceraria calabazo(s) v. Crescentia cujete v. t. chícaro(s); cucharo(s); mate; pilche; totumo(s); totumo(s) cimarrón(es) calabazuelo v. Belencita nemorosa v. t. toco calaguala v. Epiphyllum phyllanthus v. caraguala Calamagrostis sp., 37 calambolo v. Averrhoa carambola v. t. árbol(es), carambolas, de; carambolo Calathea allouia, 117 lutea, 57, 73 sp., 56, 101 caléndula v. Calendula officinalis Calendula officinalis, 44 calicá v. Sabal mauritiiformis v. t. chilanule; palma(s), amarga; palma(s), chilanule; palmiche calofiláceas, 64, 127 camajón(es) v. Sterculia apetala camajorú, 29 campanas, 78
campano(s) v. Samanea saman v. t. algarrobillo; cañañolos; genízaro; llovizno; samán(es) canambo v. Attalea butyracea v. t. chapaja; coroza(s); corozo; corúa; coyoles; cuesco; curumata; palma(s), vino, de candelabra v. Lemaireocereus griseus v. t. cardón; cardón(es), guajiro; cardón(es), higo, de; tuna canela v. Cinnamomum zeylanicum canelón v. Stenocereus griseus v. t. cardón; cardón(es), real canelos v. Aspidosperma polyneuron v. t. carreto(s); macuiro; quimulá(s) cangrejo v. Anemopaegma chrysanthum v. t. cherichao Canna indica, 22, 101, 103 cannáceas, 103 cantagallo(s) v. Erythrina fusca v. t. amacise; búcaro(s); chengues; palo(s), agua, de canutillo v. Echinochloa polystachya v. t. alemana; pasto(s), alemán caña(s), 15, 22, 53 azúcar, de v. Saccharum officinarum cañafístula(s), 45, 101 cañaflecha v. Gynerium sagittatum cañagria v. Costus sp. v. t. costus cañaguate(s) v. Tabebuia chrysantha v. t. floramarillo; guayacán(es), amarillo; guayacán(es), polvillo; palo(s), arco, de cañañolos v. Samanea saman v. t. algarrobillo; campano(s); genízaro; llovizno; samán(es) caoba(s) v. Swietenia macrophylla v. t. caobo; palosanto caobo v. Swietenia macrophylla v. t. caoba(s); palosanto capacho(s) v. Canna indica v. t. achira caparácea(s), 21, 32, 63, 119 capi v. Zea mays v. t. maíz; maíz cariaco
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Í n dic e onomást ico Sav ia Car i be capote v. Machaerium capote v. t. carbón; dinde(s); palo(s), mora, de; sietecueros Capparis indica, 119 Capsicum annuum, 68, 47, 71 sp., 72 caracol v. Anacardium excelsum v. t. caracolí, amarillo; caracolí, blanco; caracolí(es); espavé; mijao caracolí amarillo v. Anacardium excelsum v. t. caracol; caracolí, blanco; caracolí(es); espavé; mijao blanco v. Anacardium excelsum v. t. caracol; caracolí, amarillo; caracolí(es); espavé; mijao caracolí v. Aspidosperma sp. caracolí(es) v. Anacardium excelsum v. t. caracol; caracolí, amarillo; caracolí, blanco; espavé; mijao caraguala v. Epiphyllum phyllanthus v. t. calaguala carambolo v. Averrhoa carambola v. t. árbol(es), carambolas, de; calambolo caraña v. Protium sp. Carapichea ipecacuanha, 49 carate v. Bursera simaruba v. t. almácigo; indio(s), cuero, en; indio(s), desnudo; indio(s), piel lisa, de; resbalamico; resbalamono carató v. Euphorbia lactea carbón v. Machaerium capote v. t. capote; dinde(s); palo(s), mora, de; sietecueros carbonero(s), 101, 103 cardón v. Lemaireocereus griseus v. t. candelabra; cardón(es), guajiro; cardón(es), higo, de; tuna cardón v. Lemaireocereus sp. v. t. iguaraya cardón v. Selenicereus grandiflorus v. t. cacto(s), cardón cardón v. Stenocereus griseus v. t. canelón; cardón(es), real
cardón(es), 120 guajiro v. Lemaireocereus griseus v. t. candelabra; cardón; cardón(es), higo, de; tuna higo, de v. Lemaireocereus griseus v. t. candelabra; cardón; cardón(es), guajiro; tuna real v. Stenocereus griseus v. t. canelón; cardón yosú, 114 cargaditas v. Vicia faba v. t. habas carguero v. Lecythis minor v. t. olla(s) de mono; olleto carguero v. Lecythis tuyrana v. t. olla(s) de mono; olleto Carica papaya, 15, 22, 42, 47, 77, 79, 122, 125, 127-129 caricáceas, 47, 79, 127 carimañola, 73 Cariniana pyriformis, 57, 101, 103, 112 carito(s) v. Enterolobium cyclocarpum v. t. orejero(s); piñón(es) de oreja Carludovica palmata, 55, 135 carreto(s) v. Aspidosperma polyneuron v. t. canelos; macuiro; quimulá(s) carretones, 74 carrizo v. Arundo donax v. t. chin cartagena v. Pseudobombax septenatum v. t. barrigón; bonga(s); majagua cartageno v. Pachira quinata v. t. ceiba(s); colorada(s); ceiba(s), tolúa; tolúa casareña v. Manihot esculenta v. t. hoja de canangucha; lengu’evenao; yuca cascajera v. singamochila cascarilla, 46 Casearia tremula, 78, 80 Cassia fistula, 16, 93 Cassiopeia xamachana, 83 castaña v. Artocarpus altilis v. t. árbol(es), pan, del; fruta(s), pan, de castaños de agua, 93 cativales, 53, 56
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cativo v. Prioria copaifera v. t. aceite; amansamujer; cucharo(s); trementino cucho, 49, 86, 128 caucho v. Ficus caldasiana v. t. mediacara caucho v. Ficus sp. v. t. copey(es); ficus; pivijai Caulerpa racemosa, 84, 87 Cavanillesia platanifolia, 14, 15, 29, 31 37-40, 64, 79, 92, 98, 103, 104 cayera v. Hibisus rosa-sinensis cazuela v. Eschweilera antioquensis v. t. cabuyo cebada v. Hordeum vulgare cebolla, 89 cebolleta v. Xiphidium caeruleum v. t. manito de Dios; mano de ángel Cecropia peltata, 53, 55, 93, 95, 101, 103 Cedrela odorata, 29, 31, 53, 55, 103, 111-113 cedro(s), 101, 109 amargo v. Cedrela odorata v. t. cedro(s); cedro(s), blanco blanco v. Cedrela odorata v. t. cedro(s); cedro(s), amargo cedro(s) v. Cedrela odorata v. t. cedro(s), amargo; cedro(s), blanco Ceiba pentandra, 39, 53, 55, 76, 90, 93, 95, 101, 103, 104, 109, 113 ceiba(s), 26, 31, 38-40, 55, 56, 76, 94, 98, 101-103, 109, 113 agua, de v. Hura crepitans v. t. acuapar; ceiba(s), amarilla(s); ceiba(s), blanca(s); ceiba(s), brava; ceiba(s), leche, de; tronador amarilla(s) v. Hura crepitans v. t. acuapar; ceiba(s), agua, de; ceiba(s), blanca(s); ceiba(s), brava; ceiba(s), leche, de; tronador blanca(s) v. Hura crepitans v. t. acuapar; ceiba(s), agua, de; ceiba(s), amarilla(s); ceiba(s), brava; ceiba(s), leche, de; tronador bonga v. Ceiba pentandra v. t. bonga bruja(s); bonga(s); ceiba(s), lana, de
brava v. Hura crepitans v. t. acuapar, ceiba(s), agua, de; ceiba(s), amarilla(s); ceiba(s), blanca(s); ceiba(s), leche, de; tronador colorada(s) v. Pachira quinata v. t. cartageno; ceiba(s), tolúa; tolúa leche, de v. Hura crepitans v. t. acuapar; ceiba(s), agua, de; ceiba(s), amarilla(s); ceiba(s), blanca(s); ceiba(s), brava; tronador lana, de v. Ceiba pentandra v. t. bonga bruja(s); bonga(s); ceiba(s), bonga tolúa v. Pachira quinata v. t. cartageno; ceiba(s), colorada; tolúa centeno, 72 Cereus sp., 20 cesalpinióideas, 14, 15 chamburo v. Carica papaya v. t. fruta(s), bomba; lechosa; mamona; papaya(s); papayal; papayo(s) chapaja v. Attalea butyracea v. t. canambo; coroza(s); corozo; corúa; coyoles; cuesco; curumata; palma(s), vino, de chava v. Solanum tuberosum v. t. papa chengues v. Erythrina fusca v. t. amacise; búcaro(s); cantagallo(s); palo(s), agua, de cherichao v. Anemopaegma chrysanthum v. t. cangrejo chícaro(s) v. Crescentia cujete v. t. calabazo(s); cucharo(s); mate; pilche; totumo(s); totumo(s) cimarrón(es) chicle v. Manilkara zapota v. t. chicozapote; níspero costeño; níspero(s); zapatillo chicozapote v. Manilkara zapota v. t. chicle; níspero costeño; níspero(s); zapatillo chilanule v. Sabal mauritiiformis v. t. calicá; palma(s), amarga; palma(s), chilanule; palmiche chilma v. Dioscorea alata v. t. ñame; ñame morado; ñampi; yam
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Í n dic e onomást ico Sav ia Car i be chin v. Arundo donax v. t. carrizo chocho v. Ormosia sp. chocolate v. Theobroma cacao v. t. cacao choibá v. Dipteryx oleifera v. t. almendro; almendro de montaña chonta v. Acrocomia aculeata v. t. amolado; corozo; palma, tamaco Chrysobalanus icaco, 61, 87, 88 Chrysophyllum cainito, 16, 30, 125, 127-130 chuira v. achira chumillo v. Inga edulis v. t. guabo; guama; guamo(s) chupa-chupa(s) v. Pereskia guamacho v. t. guamacho(s) churimito v. Inga coruscans Humb. & Bonpl. v. t. guamo(s) churro, 77 Cicer arietinum, 72 cilantro, 48 cimarrón v. Eryngium foetidum v. t. cilantro, sabana, de sabana, de v. Eryngium foetidum v. t. cilantro, cimarrón Cinchona officinalis, 47 Cinnamomum zeylanicum, 71 cipó emético v. Carapichea ipecacuanha v. t. cugo sangre; ipecacuana; poajá; raicilla; raíz de montaña ciprés, 42 ciruela calentana v. Spondias purpurea v. t. ciruela; ciruela, Castilla, de; ciruelo; ciruelo(s), calentano(s); ciruelo(s), macho; cocota(s); hobo, colorado; hobo, manso; hobo(s); jobo(s); jocota Castilla, de v. Spondias purpurea v. t. ciruela; ciruela, calentana; ciruelo; ciruelo(s), calentano(s); ciruelo(s), macho; cocota(s); hobo, colorado; hobo, manso; hobo(s); jobo(s); jocota ciruela v. Spondias purpurea v. t. ciruela, calentana; ciruela, Castilla, de;
ciruelo; ciruelo(s), calentano(s); ciruelo(s), macho; cocota(s); hobo, colorado; hobo, manso; hobo(s); jobo(s); jocota ciruelo v. Spondias purpurea v. t. ciruela; ciruela, calentana; ciruela, Castilla, de; ciruelo(s), calentano(s); ciruelo(s), macho; cocota(s); hobo, colorado; hobo, manso; hobo(s); jobo(s); jocota ciruelo(s), 85 calentano(s) v. Spondias purpurea v. t. ciruela; ciruela, calentana; ciruela, Castilla, de; ciruelo; ciruelo(s), macho; cocota(s); hobo, colorado; hobo, manso; hobo(s); jobo(s); jocota macho v. Spondias purpurea v. t. ciruela; ciruela, calentana; ciruela, Castilla, de; ciruelo; ciruelo(s), calentano(s); cocota(s); hobo, colorado; hobo, manso; hobo(s); jobo(s); jocota Citrullus lanatus, 122, 125, 128 Citrus maxima, 72 x aurantium, 72, 77, 79, 85, 87, 126, 127 x limon, 72, 77, 79, 87 Clytostoma cuneatum, 32 coca v. Erythroxylum coca Coccoloba uvifera, 12, 53, 123 coco(s) v. Cocos nucifera v. t. cocotero(s); palma, coco, de Cocos nucifera, 31, 61, 63, 65, 68, 71, 77, 79, 86-88, 122, 124, 125, 127, 129 cocota(s) v. Spondias purpurea v. t. ciruela; ciruela, calentana; ciruela, Castilla, de; ciruelo; ciruelo(s), calentano(s); ciruelo(s), macho; hobo, colorado; hobo, manso; hobo(s); jobo(s); jocota cocotero(s) v. Cocos nucifera v. t. coco(s); palma, coco, de cocuelo v. Couroupita guianensis Codiaeum variegatum, 61, 63 Coffea arabica, 14, 15 coles, 69 colorados, 74 Colpensia sinuosa, 87 combretáceas, 47, 57
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cominos, 56, 74 Condylactis gigantea, 84 coníferas v. Podocarpus v. t. podocarpáceas copal v. Hymenaea courbaril v. t. algarroba; algarrobo(s); ámbar Copernicia tectorum, 39 copey(es) v. Ficus sp. v. t. caucho; ficus; pivijai coral(es), 82, 85-89, 93, 95 blandos, 84 cerebro v. Diploria strigosa córneos, 84 dedos marinos, 84 estrella, 84 falsos, 84 galleta, 84 pólipos, 84 coralito v. Ixora coccinea v. t. amor, ardiente; amor, madre, de; buqué corazonfino v. Platymiscium pinnatum v. t. angelino; crucero; granadillo(s); trébol(es) Cordia sebestena, 61 cordón de fraile v. Borreria capitata v. t. botoncillo; sanalotodo cornizuelo v. Acacia collinsii v. t. cachitos corocito v. Bactris guineensis v. t. corozo, lata, de; palma(s), uvita de lata corocitos, 132 coroza(s) v. Attalea butyracea v. t. canambo; chapaja; corozo; corúa; coyoles; cuesco; curumata; palma(s), vino, de corozal(es), 125, 132 corozo, 22, 25, 124 lata, de v. Bactris guineensis v. t. corocito; palma(s), uvita de lata lata macho, de v. Bactris major corozo v. Acrocomia aculeata v. t. amolado; chonta; palma, tamaco corozo v. Elaeis oleifera v. t. nolí; palma(s), coroza
corozo v. Attalea butyracea v. t. canambo; chapaja; coroza(s); corúa; coyoles; cuesco; curumata; palma(s), vino, de corúa v. Attalea butyracea v. t. canambo; chapaja; coroza(s); corozo; coyoles; cuesco; curumata; palma(s), vino, de costus v. Costus sp. v. t. cañagria Costus sp., 35, 49, 121 cotiledóneas, 118 cotorrea, 45 Couroupita guianensis, 81 coyoles v. Attalea butyracea v. t. canambo; chapaja; coroza(s); corozo; corúa; cuesco; curumata; palma(s), vino, de crab backs, 89 Crateva tapia, 21, 38, 61, 80, 88 Crescentia cujete, 20-23, 45, 48, 78, 79, 93, 95, 101, 128, 135 crisobalanáceas, 87, 88 croto v. Codiaeum variegatum crucero v. Platymiscium pinnatum v. t. angelino; corazonfino; granadillo(s); trébol(es) cruceto v. Randia armata v. t. mariangola Cryosophila kalbreyeri, 135 Cryptocentrum dunstervilleorum, 96 cucharo(s) v. Crescentia cujete v. t. calabazo(s); chícaro(s); mate; pilche; totumo(s); totumo(s) cimarrón(es) cucharo(s) v. Prioria copaifera v. t. aceite; amansamujer; cativo; trementino cucubo v. Solanum acerifolium v. t. balsaero; guindilla; tomate(s), monte, de cucurbitáceas, 47 cuesco v. Attalea butyracea v. t. canambo; chapaja; coroza(s); corozo; corúa; coyoles; curumata; palma(s), vino, de cugo sangre v. Carapichea ipecacuanha v. t. cipó emético; ipecacuana; poajá; raicilla; raíz de montaña cují v. Prosopis juliflora v. t. algarrobo, trupillo; trupillo(s)
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Í n dic e onomást ico Sav ia Car i be culantro, 45 curatodo v. Justicia secunda v. t. insulina; singamochila curumata v. Attalea butyracea v. t. canambo; chapaja; coroza(s); corozo; corúa; coyoles; cuesco; palma(s), vino, de Cyathea sp., 35
D
Deiffenbachia seguine, 85, 116 Delonix regia, 93 Dialium guianense, 45, 47 diente de león v. Taraxacum officinale v. t. achicoria; amargón dinde(s) v. Machaerium capote v. t. capote; carbón; palo(s), mora, de; sietecueros dinde(s) v. Maclura tinctoria diomate gusanero v. Astronium graveolens v. t. diomante; diomato; gateado; quebracho; santacruz; yomate diomante v. Astronium graveolens v. t. diomante gusanero; diomato; gateado; quebracho; santacruz; yomate diomato v. Astronium graveolens v. t. diomante; diomante gusanero; gateado; quebracho; santacruz; yomate Dioscorea alata, 67, 69, 71-73, 77, 79, 88, 89 dioscoreáceas, 71, 79 Diploria strigosa, 82, 83 Diplostephium, 74 sp., 119 Dipteryx oleifera, 53, 55, 57, 112 dividivi(s) v. Caesalpinia coriaria dorado(s) v. Casearia tremula v. t. engordagallinos Dugandiodendron, 32 Dypsis lutescens, 92, 95
E
ébanos v. Caesalpinia ebano v. t. granadillo(s)
Echinochloa crus-pavonis, 77, 79 polystachya, 77, 79 Eichhornia azurea, 15, 39, 55, 75, 95, 111 crassipes, 55, 104, 105 Elaeis guiinensis, 31 oleifera, 31, 125, 127, 132 encenillos, 53 enea(s) v. Typha latifolia v. t. anea engordagallinos v. Casearia tremula v. t. dorado(s) Enterolobium cyclocarpum, 14, 15, 29, 64, 79, 101, 103, 104, 110-112 epífitas, 53, 117 Epiphyllum phyllanthus, 45, 47, 48 eritroxiláceas, 47 Eryngium foetidum, 48 Erythrina fusca, 52, 56, 78, 101, 103 Erythroxylum coca, 46, 47 Eschweilera antioquensis, 32 escubillos, 101 espavé v. Anacardium excelsum v. t. caracol; caracolí, amarillo; caracolí, blanco; caracolí(es); mijao Espeletia sp., 37, 39, 42, 47, 74 eucalipto v. Eucalyptus sp. Eucalyptus sp., 48 euforbiácea(s), 23, 31, 47, 55, 63, 71, 79 Euphorbia lactea, 61, 63, 91 tithymaloides, 45-48
F
fabácea(s), 14, 39, 47, 53, 55, 57, 64, 71, 96, 103, 111 fabácea(s)/cesalpinióidea(s), 53, 71, 103, 111, 119, 127 fabáceas/mimosóideas, 119, 127 fabóideas, 14, 15, 39, 47, 57, 103 fagácea(s), 10, 95 feofitas, 87 Ficus, 32
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caldasiana, 32 calimana, 32 dendrocida, 101, 133 insipida, 45, 47 sp., 27, 29, 35, 75, 87, 94 usiacurina, 32 ficus v. Ficus sp. v. t. caucho; copey(es); pivijai flor blanco v. Tabebuia rosea v. t. apamate; guayacán(es), rosado(s); ocobo(s); roble(s), Caribe, del; roble(s), tierra caliente, de habano, de v. Nerium oleander v. t. adelfa floramarillo v. Tabebuia chrysantha v. t. cañaguate(s); guayacán(es), amarillo; guayacán(es), polvillo; palo(s), arco, de floripondio blanco v. Brugmansia suaveolens v. t. borrachero frailejón(es) v. Espeletia sp. fríjoles, 69, 72, 133 fruta(s), 7, 13, 69, 73, 81, 96, 122-131, 139 bomba v. Carica papaya v. t. chamburo; lechosa; mamona; papaya(s); papayal; papayo(s) pan, de v. Artocarpus altilis v. t. árbol(es), pan, del; castaña fruta’eburros, 101 frutales, 29, 55, 79, 87, 92, 122-131 v. t. fruta(s); plantas, frutales
G
garbancitos v. Phyllanthus elsiae v. t. pimiento(s) garbanzos v. Cicer arietinum gateado v. Astronium graveolens v. t. diomante; diomante gusanero; diomato; quebracho; santacruz; yomate Genipa americana, 53, 55, 110, 112 genízaro v. Samanea saman v. t. algarrobillo; campano(s); cañañolos; llovizno; samán(es)
Gliricidia sepium, 14, 15, 43, 45, 47, 48, 98, 103 Gmelina arborea, 52, 57, 113 golondrinos, 74 Gomphrena globosa, 95 gorro de obispo, 90 Gossypium barbadense, 11, 61, 63, 77, 89, 101, 131 gramalote v. Echinochloa crus-pavonis v. t. liendre de puerco granadillo(s) v. Caesalpinia ebano v. t. ébanos granadillo(s) v. Platymiscium pinnatum v. t. angelino; corazonfino; crucero; trébol(es) granadillo tamarindo v. Uribea tamarindoides v. t. tamarindo, montaña, de; tamarindo(s) guabo v. Inga edulis v. t. chumillo; guama; guamo(s) guacamayo(s) v. Albizia niopoides v. t. bayetos; jarijanas guacamayo(s) v. Triplaris americana v. t. varasanta(s) guama v. Inga edulis v. t. chumillo; guabo; guamo(s) guamacho(s) v. Pereskia guamacho v. t. chupa-chupa(s) guamo(s) v. Inga coruscans Humb. & Bonpl. v. t. churimito guamo(s) v. Inga edulis v. t. chumillo; guabo; guama guamo(s) v. Inga sp.; Inga spectabilis guanábana v. Annona muricata v. t. anón de espino guanábano(s), 54, 85 monte, de v. Magnolia silvioi guandul v. Cajanus cajan guarumo(s) v. Cecropia peltata v. t. yarumo(s) guasgüín v. Pentacalia ledifolia v. t. hierba santa guásimos v. Guazuma ulmifolia v. t. nacederos guayaba v. Psidium guajava guayacán(es), 38 amarillo v. Tabebuia chrysantha v. t. cañaguate(s); floramarillo; guayacán(es), polvillo; palo(s), arco, de
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Í n dic e onomást ico Sav ia Car i be carrapo v. Bulnesia carrapo polvillo v. Tabebuia chrysantha v. t. cañaguate(s); floramarillo; guayacán(es), amarillo; palo(s), arco, de rosado(s) v. Tabebuia rosea v. t. apamate; flor, blanco; ocobo(s); roble(s), Caribe, del; roble(s), tierra caliente, de trébol, 112 guayacán v. Bulnesia arborea Guazuma ulmifolia, 101-103 guérregue v. Astrocaryum standleyanum guindilla v. Solanum acerifolium v. t. balsaero; cucubo; tomate(s), monte, de guineo manzano v. Musa acuminata v. t. banano(s); plátano(s) Gustavia superba, 72 Gynerium sagittatum, 14, 135 Gyrocarpus americanus, 18, 20, 21, 24, 25
H
habas v. Vicia faba v. t. cargaditas habichuelas v. Phaseolus sp. Halimeda opuntia, 84, 87 helecho v. Adiantum sp. helecho(s), 37, 53, 61, 117 arbóreo v. Cyathea sp. epífito, 121 halófilos, 56 heliconia, 37 Heliconia cf. bihai, 37 mariae, 39 sp., 56 heliconiáceas, 121 hemodoráceas, 47 hernandiáceas, 21 Hibisus rosa-sinensis, 61 hidrocaritáceas, 87 hierba santa v. Pentacalia ledifolia v. t. guasgüín higuerón v. Ficus insipida v. t. matapalo(s)
higuerón v. Ficus usiacurina v. t. matapalo(s) himenofiláceas, 121 hobo, 125 colorado v. Spondias purpurea v. t. ciruela; ciruela, calentana; ciruela, Castilla, de; ciruelo; ciruelo(s), calentano(s); ciruelo(s), macho; cocota(s); hobo, manso; hobo(s); jobo(s); jocota manso v. Spondias purpurea v. t. ciruela; ciruela, calentana; ciruela, Castilla, de; ciruelo; ciruelo(s), calentano(s); ciruelo(s), macho; cocota(s); hobo, colorado; hobo(s); jobo(s); jocota hobo(s) v. Spondias mombin v. t. jobo(s) hobo(s) v. Spondias purpurea v. t. ciruela; ciruela, calentana; ciruela, Castilla, de; ciruelo; ciruelo(s), calentano(s); ciruelo(s), macho; cocota(s); hobo, colorado; hobo, manso; jobo(s) ; jocota hoja de canangucha v. Manihot esculenta v. t. casareña; lengu’evenao; yuca hongo mashu’ka, 14 Hordeum vulgare, 72 Howea forsteriana, 92, 95 humos, 101 Hura crepitans, 18, 19, 21, 23, 29, 31, 53, 55, 57, 100, 109, 112, 113 Hymenaea courbaril, 74, 104, 109, 111, 112, 131
I
icaco v. Chrysobalanus icaco iguá v. Pseudosamanea guachapele iguaraya v. Lemaireocereus sp. v. t. cardón indio(s), 69 cuero, en v. Bursera simaruba v. t. almácigo; carate; indio(s), desnudo; indio(s), piel lisa, de; resbalamico; resbalamono desnudo v. Bursera simaruba v. t. almácigo; carate; indio(s), cuero, en; indio(s), piel lisa, de; resbalamico; resbalamono
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piel lisa, de v. Bursera simaruba v. t. almácigo; carate; indio(s), cuero, en; indio(s), desnudo; resbalamico; resbalamono Inga coruscans Humb. & Bonpl., 64 edulis, 56, 93, 104, 125, 127, 128 sp., 29 spectabilis, 126 insulina v. Justicia secunda v. t. curatodo; singamochila ipecacuana v. Carapichea ipecacuanha v. t. cipó emético; cugo sangre; poajá; raicilla; raíz de montaña iraca v. Carludovica palmata v. t. palma(s), iraca, de Ixora coccinea, 95
J
jacintos de agua v. Eichhornia crassipes v. t. buchón(es) de agua jagua(s) v. Genipa americana v. t. angelina; borojó; botellón jarijanas v. Albizia niopoides v. t. bayetos; guacamayo(s) jengibre v. Zingiber officinale jobo(s) v. Spondias mombin v. t. hobo(s) jobo(s) v. Spondias purpurea v. t. ciruela; ciruela, calentana; ciruela, Castilla, de; ciruelo; ciruelo(s), calentano(s); ciruelo(s), macho; cocota(s); hobo, colorado; hobo, manso; hobo(s); jobo(s); jocota jocota v. Spondias purpurea v. t. ciruela; ciruela, calentana; ciruela, Castilla, de; ciruelo; ciruelo(s), calentano(s); ciruelo(s), macho; cocota(s); hobo, colorado; hobo, manso; hobo(s); jobo(s) juncos, 101 Justicia secunda, 45, 47
L
Lagenaria siceraria, 135 Laguncularia racemosa, 57, 93 lambelambe, 77, 79 Lantana canescens, 47 látex, 128 laurácea(s), 55, 71 laurel(es), 56, 90, 101 bongo v. Persea caerulea v. t. aguacate macho; aguacatillo lechosa v. Carica papaya v. t. chamburo; fruta(s), bomba; mamona; papaya(s); papayal; papayo(s) lechuga de agua v. Pistia stratiotes v. t. buchona lecitidáceas, 32, 103 Lecythis minor, 99, 103 tuyrana, 57, 93, 101, 103 leguminosas v. fabácea(s) Lemaireocereus griseus, 34, 39, 114, 117, 118 sp., 117, 118 lengu’evenao v. Manihot esculenta v. t. casareña; hoja de canangucha; yuca lentejas, 72 liendre de puerco v. Echinochloa crus-pavonis v. t. gramalote limón(es) v. Citrus x limon Lippia alba, 48 lirio de agua, 93, 94 llantén, 45 llovizno v. Samanea saman v. t. algarrobillo; campano(s); cañañolos; genízaro; samán(es) lluvia de oro v. Cassia fistula lomos de caimán, 93 Lonchocarpus monilis, 57 loto(s) v. Nymphaea sp. Lycopersicon esculentum, 73, 89
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Í n dic e onomást ico Sav ia Car i be
M
Machaerium capote, 53, 55, 109, 112 Maclura tinctoria, 112 macondo(s) v. Cavanillesia platanifolia v. t. barril; bonga(s); volao macondo(s) v. Musa x paradisiaca v. t. plátano(s) macuiro v. Aspidosperma polyneuron v. t. canelos; carreto(s); quimulá(s) madero negro v. Gliricidia sepium v. t. madre de cacao; matarratón(es) madre de cacao v. Gliricidia sepium v. t. madero negro; matarratón(es) madura verde v. Chrysophyllum cainito v. t. caimillito; caimito(s); caimo mafafa morada v. Xanthosoma sagittifolium Magnolia silvioi, 31 magnoliáceas, 32 “maicito” del Chocó v. Zamia obliqua maíz v. Zea mays v. t. capi; maíz maíz cariaco v. Zea mays v. t. capi; maíz majagua v. Pseudobombax septenatum v. t. barrigón; bonga(s); cartagena majagua colorá, 135 maleza negra, 42 malva, 46 malvácea(s), 15, 31, 39, 40, 55, 63, 64, 79, 95, 96, 103, 127 mamey v. Mammea americana Mammea americana, 30, 64, 125, 127-129 mamón v. Melicoccus bijugatus v. t. mamoncillo mamona v. Carica papaya v. t. chamburo; fruta(s), bomba; lechosa; papaya(s); papayal; papayo(s) mamoncillo v. Melicoccus bijugatus v. t. mamón mamones, 38 manga(s) v. Mangifera indica v. t. mango(s) Mangifera indica, 18, 23, 54, 73, 77, 79, 85, 87, 110, 122, 125-127, 129
manglar(es) v. Rhizophora mangle v. t. árbol(es), caminante(s); mangle(s); mangle(s), rojo(s); mangle(s) blanco(s) v. Laguncularia racemosa v. t. mangle(s), bobo bobo v. Laguncularia racemosa v. t. mangle(s), blanco(s) botoncillos, 93 humo v. Lonchocarpus monilis negros, 93 piñuelos v. Pelliciera rhizophorae rojo(s) v. Rhizophora mangle v. t. árbol(es), caminante(s); manglar(es); mangle(s) salado v. Avicennia germinans mangle(s) v. Rhizophora mangle v. t. árbol(es), caminante(s); manglar(es); mangle(s), rojo(s); mango(s) v. Mangifera indica v. t. manga(s) mango de azúcar, 122, 125 Manihot esculenta, 48, 68, 69, 71- 73, 77, 79, 88, 89, 133 Manilkara zapota, 13, 30, 31, 54, 93, 122, 124, 127-129 manito de Dios v. Xiphidium caeruleum v. t. cebolleta; mano de ángel mano de ángel v. Xiphidium caeruleum v. t. cebolleta; manito de Dios manzanos, 72 maracuyá, 77 marantácea, 103 marañón v. Anarcardium occidentale v. t. merey marengo v. Triticum aestivum v. t. trigo mariangola v. Randia armata v. t. cruceto martinica v. Lippia alba v. t. prontoalivio matapalo(s) v. Ficus insipida v. t. higuerón matapalo(s) v. Ficus usiacurina v. t. higuerón
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matapuerco v. Deiffenbachia seguine matarratón(es) v. Gliricidia sepium v. t. madero negro; madre de cacao mate v. Crescentia cujete v. t. calabazo(s); chícaro(s); cucharo(s); pilche; totumo(s); totumo(s) cimarrón(es) Matisia cordata, 127 giacomettoi, 96 sp., 31 mediacara v. Ficus caldasiana v. t. caucho medusa v. Cassiopeia xamachana melastomatácea, 55 meliácea(s), 31, 55, 95, 103, 111 Melicoccus bijugatus, 60, 61, 63, 123, 125, 127, 129 melina v. Gmelina arborea membrillos v. Gustavia superba merey v. Anarcardium occidentale v. t. marañón microalgas v. algas mijao v. Anacardium excelsum v. t. caracol; caracolí, amarillo; caracolí, blanco; caracolí(es); espavé millo, 18, 22, 25,73, 122 Mimosa albida, 78, 101, 103 mimosóideas, 14, 15, 103, 111, 119 mirtácea, 79 Momordica charantia, 45, 47 monocotiledóneas, 121 Monstera adansonii, 28 monte espinoso tropical, 117, 120 Montrichardia arborescens, 53, 56 morácea(s), 29, 32, 47, 55, 63, 71, 87 Morinda citrifolia, 61, 63 motua v. Agave americana v. t. agave(s); cabuya; cabuya de México Mucuna sp., 135 mulato, 77 Musa acuminata, 11, 51, 54, 68, 71, 122, 127, 128 paradisiaca, 135 sp., 77 x paradisiaca, 68, 69, 71, 73, 77, 79, 87, 89, 98
musácea(s), 55, 71, 79, 127 musgos, 53, 61, 117 Myroxylon balsamum, 48, 49, 56, 109, 111
N
nacederos v. Guazuma ulmifolia v. t. guásimos naranja v. Citrus x aurantium v. t. naranjos naranja agria, 48 naranjos v. Citrus x aurantium v. t. naranja naranjuelo(s) v. Capparis indica v. t. olivos naranjuelo(s) v. Crateva tapia v. t. toco nazarenos, 56, 74 Nerium oleander, 63 nigua, 45 níspero(s) v. Manilkara zapota v. t. chicle; chicozapote; níspero costeño; zapatillo níspero costeño v. Manilkara zapota v. t. chicle; chicozapote; níspero(s); zapatillo nolí v. Elaeis oleifera v. t. corozo; palma(s), coroza nomeolvides v. Cordia sebestena noni v. Morinda citrifolia Nymphaea sp., 27, 38, 50
Ñ
ñame v. Dioscorea alata v. t. chilma; inhame; ñame morado; ñampi; yam ñame morado v. Dioscorea alata v. t. chilma; inhame; ñame; ñampi; yam ñampi v. Dioscorea alata v. t. chilma; inhame; ñame; ñame morado; yam
O
ocobo(s) v. Tabebuia rosea v. t. apamate; flor, blanco; guayacán(es), rosado(s); roble(s), Caribe, del; roble(s), tierra caliente, de
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Í n dic e onomást ico Sav ia Car i be ocotea, 26 ojo de buey v. Mucuna sp. olivo(s) v. Quadrella odoratissima olivos v. Capparis indica v. t. naranjuelo(s) olla(s) de mono v. Lecythis minor v. t. carguero; olleto olla(s) de mono v. Lecythis tuyrana v. t. carguero; olleto olleto v. Lecythis minor v. t. carguero; olla(s) de mono olleto v. Lecythis tuyrana v. t. carguero; olleto Oncidium sp., 37, 39, 53, 61, 93, 96, 117, 118, 121 Opuntia sp., 39, 114, 115, 119 orégano v. Plectranthus amboinicus oreja(s) de mulo v. Eichhornia azurea orejero(s) v. Enterolobium cyclocarpum v. t. carito(s); piñón(es) de oreja Ormosia sp., 47 ornamentales, 29 oro rojo de Brasil v. palo(s), Brasil, de orozú, 45 orquidáceas, 39, 63, 96, 118 v. t. Cryptocentrum dunstervilleorum orquídeas v. Oncidium sp. Oryza sativa, 14, 66, 68, 69, 72, 73, 81, 98, 133 oxalidácea(s), 55, 127
P
Pachira quinata, 40, 57, 110, 113 sp., 91 pajón v. Paspalum virgatum palma(s), 31, 32, 39, 50, 53, 63, 71, 79, 85, 87, 92, 95, 127 abanico v. Pritchardia pacifica aceite, de v. Elaeis guiinensis aceitera v. corozo amarga v. Sabal mauritiiformis v. t. calicá; chilanule; palma(s), chilanule; palmiche areca v. Dypsis lutescens bejucosa, 38
barbasco, de v. Cryosophila kalbreyeri botella, 30 chilanule v. Sabal mauritiiformis v. t. calicá; chilanule; palma(s), amarga; palmiche coco, de v. Cocos nucifera v. t. coco(s); cocotero(s) coquillo v. Astrocaryum cuatrecasanum v. t. cuchana coroza v. Elaeis oleifera v. t. corozo; nolí corozo, de, 30 cuchana v. Astrocaryum cuatrecasanum v. t. coquillo iraca, de v. Carludovica palmata v. t. iraca kencia v. Howea forsteriana v. t. kentia kentia v. Howea forsteriana v. t. kencia mariposa, 30 mejicana, 92 real v. Roystonea regia sará v. Copernicia tectorum tamaco v. Acrocomia aculeata v. t. amolado; chonta; corozo triangular, 30 uvita de lata v. Bactris guineensis v. t. corocito, corozo, lata, de vino, de v. Attalea butyracea v. t. canambo; chapaja; coroza(s); corozo; corúa; coyoles; cuesco; curumata palmera(s), 15, 38 palmiche v. Sabal mauritiiformis v. t. calicá; chilanule; palma(s), amarga; palma(s), chilanule palo(s) agua, de v. Erythrina fusca v. t. amacise; búcaro(s); cantagallo(s); chengues algodón, de v. Pseudobombax munguba arco, de v. Tabebuia chrysantha v. t. cañaguate(s); floramarillo; guayacán(es), amarillo; guayacán(es), polvillo
∙ 175 ∙
Brasil, de, 36, 93 mora, de v. Machaerium capote v. t. capote; carbón; dinde(s); sietecueros palosanto v. Swietenia macrophylla v. t. caoba(s); caobo panganales, 53 pangola, 98 papa v. Solanum tuberosum v. t. chava papaveráceas, 48 papaya(s) v. Carica papaya v. t. chamburo; fruta(s), bomba; lechosa; mamona; papayal; papayo(s) papayal v. Carica papaya v. t. chamburo; fruta(s), bomba; lechosa; mamona; papaya(s); papayo(s) papayo(s) v. Carica papaya v. t. chamburo; fruta(s), bomba; lechosa; mamona; papayal papelillo v. Cariniana pyriformis v. t. abarco(s) Paragynoxys sp., 119 Parkinsonia aculeata, 14, 15 parrales, 72 Paspalum virgatum, 77 pasto(s), 79, 88 alemán v. Echinochloa polystachya v. t. canutillo; canutillo marino v. Thalassia testudinum patilla v. Citrullus lanatus v. t. sandía pelincúes, 101 Pelliciera rhizophorae, 88 Pentacalia ledifolia, 45, 47 pepino morado v. Solanum melongena v. t. berenjena(s) peregüétano, 93 Pereskia bleo, 63 guamacho, 15, 34, 39, 93, 95, 114, 119 pereuétano v. peregüétano peritas, 93 perodeagua, 54 Persea
americana, 45, 48, 54, 55, 69, 71 caerulea, 23, 24 Petiveria alliacea, 44, 45, 93 Phaseolus sp., 67 Phyllanthus elsiae, 78, 80, 101 Picramnia latifolia, 45, 47 picramniáceas, 47 pilche v. Crescentia cujete v. t. calabazo(s); chícaro(s); cucharo(s); mate; totumo(s); totumo(s) cimarrón(es) pimiento(s) v. Phyllanthus elsiae v. t. garbancitos pinitos de páramo, 74 pino chaquiro v. Podocarpus guatemalensis v. t. pino, colombiano colombiano v. Podocarpus guatemalensis v. t. pino, chaquiro piña(s), 122, 125 piñón(es) de oreja v. Enterolobium cyclocarpum v. t. carito(s); orejero(s) Pistia stratiotes, 50, 55 pitahaya v. Selenicereus megalanthus pitahaya anaranjada v. Acanthocereus tetragonus v. t. pitajaya pitajaya v. Acanthocereus tetragonus v. t. pitahaya anaranjada pitamorrial v. Euphorbia tithymaloides v. t. ultimorrial pitayos, 114 pitipiticorre v. singamochila pivijai v. Ficus sp. v. t. caucho; copey(es); ficus plantas, 139 acuáticas, 55 amenazadas, 92 angiospermas, 61 aromáticas, 49 artesanías, para, 135 criptógamas, 37, 61 epífitas, 53 fanerógamas, 37, 56, 61, 84, 86 frutales, 92, 122-129 v. t. fruta(s); frutales
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Í n dic e onomást ico Sav ia Car i be gimnospermas, 61 herbáceas, 61, 71 inferiores, 121 leñosas, 61 maderables, 30, 31, 57, 87, 92, 95, 103, 104, 106-113, 120, 133 medicinales, 29, 42-49, 61, 89, 92, 95, 103, 104, 118, 120, 125, 129 ornamentales, 61, 63, 92 primitivas, 61 psicoactivas, 95 útiles, 61, 63, 92, 105 vasculares, 53 platanillo(s), 117, 121 platanillo(s) v. Heliconia cf. bihai; Heliconia sp. platanillo(s) v. Thalia geniculata v. t. bijao(s); bocachica(s) plátano(s), guineo(s), 26, 64 siaca v. Musa sp. plátano(s) v. Musa acuminata v. t. banano(s); guineo manzano plátano(s) v. Musa x paradisiaca v. t. macondo(s) Platymiscium pinnatum, 38, 39, 107, 109, 112, 113 Plectranthus amboinicus, 44, 89 poáceas, 14, 23, 71, 79 poajá v. Carapichea ipecacuanha v. t. cipó emético; cugo sangre; ipecacuana; raicilla; raíz de montaña podocarpáceas v. Podocarpus v. t. coníferas Podocarpus, 10 guatemalensis, 110, 112, 113 poligonácea, 103 polvillo v. Tabebuia coralibe; Tabebuia sp. Pouteria caimito, 16 sapota, 30, 31, 54, 125-129 Prioria copaifera, 53, 56, 57, 104 Pritchardia pacifica, 30, 92, 95 prontoalivio v. Lippia alba v. t. martinica Prosopis juliflora, 15, 93, 114, 116, 119, 120, 131
Protium sp., 46, 47 Pseudobombax munguba, 32 septenatum, 53, 55 Pseudogynoxys, 15 Pseudosamanea guachapele, 53 Psidium guajava, 77, 79, 125 Psychotria poeppigiana, 14, 15 pteridófitas, 121
Q
Quadrella odoratissima, 63, 80, 88, 93, 114 quebracho v. Astronium graveolens v. t. diomante; diomante gusanero; diomato; gateado; santacruz; yomate Quercus humboldtii, 10, 53 v. t. fagáceas quimulá(s) v. Aspidosperma polyneuron v. t. canelos; carreto(s); macuiro quina v. Cinchona officinalis quina indígena v. Picramnia latifolia quitadolor v. Lantana canescens
R
raicilla v. Carapichea ipecacuanha v. t. cipó emético; cugo sangre; ipecacuana; poajá; raíz de montaña raíz de montaña v. Carapichea ipecacuanha v. t. cipó emético; cugo sangre; ipecacuana; poajá; raicilla rajacabeza v. Ficus calimana Randia armata, 14, 15 Raphia taedigera, 53 rayos, 74 resbalamico v. Bursera simaruba v. t. almácigo; carate; indio(s), cuero, en; indio(s), desnudo; indio(s), piel lisa, de; resbalamono resbalamono v. Bursera simaruba v. t. almácigo; carate; indio(s), cuero, en; indio(s), desnudo; indio(s), piel lisa, de; resbalamico Rhizophora mangle, 12, 14, 15, 53, 55-57, 61, 63, 78, 80-90, 93-95
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rizoforáceas, 55, 57, 87, 95 roble(s), 29, 53, 55, 57, 78, 80, 93, 95 Caribe, del v. Tabebuia rosea v. t. apamate; flor, blanco; guayacán(es), rosado(s); ocobo(s); roble(s), tierra caliente, de tierra caliente, de v. Tabebuia rosea v. t. apamate; flor, blanco; guayacán(es), rosado(s); ocobo(s); roble(s), Caribe, del tierra fría, de v. Quercus humboldtii rodofita, 87 romerillos v. Diplostephium v. t. romeros Romeroa, 96 romeros de páramo v. Diplostephium sp. romeros v. Diplostephium v. t. romerillos rondón, 73, 89 rosamapola v. Tagetes erecta Roystonea regia, 93 rubiácea(s), 14, 15, 47, 53, 55, 63, 95 ruda v. Ruta graveolens Ruta graveolens, 45 rutáceas, 47, 79, 87, 127
S
Sabal mauritiiformis, 15, 39, 51, 92, 102, 107, 110, 115 sábila v. Aloe vera v. t. aloe Saccharum officinarum, 72, 93, 98, 139 saínos rosados, 74 saka v. Tectona grandis v. t. teca; teco samán(es) v. Samanea saman v. t. algarrobillo; campano(s); cañañolos; genízaro; llovizno Samanea saman, 11, 66, 80, 90, 91, 94, 98, 101-104, 110113 san joaquín, 45 sanalotodo v. Borreria capitata v. t. botoncillo; cordón de fraile Sanchenzia oblonga, 59 sanchenzia v. Sanchenzia oblonga
sandía(s) v. Citrullus lanatus v. t. patilla santacruz v. Astronium graveolens v. t. diomante; diomante gusanero; diomato; gateado; quebracho; yomate sapatolongo v. Pachira sp. v. t. cacao de monte sapindácea(s), 63, 127 sapotáceas, 16, 31, 127 sapote v. Pouteria sapota v. t. zapote(s) sapotillo v. Matisia giacomettoi sauce guajiro v. Parkinsonia aculeata v. t. yabo Scoparia dulcis, 48 selaginela v. Selanigella sp. Selanigella sp., 119 Selenicereus grandiflorus, 21, 23 megalanthus, 119 senecios, 14, 15 sidras, 72 siempreviva v. Gomphrena globosa v. t. abanico sietecueros v. Machaerium capote v. t. capote; carbón; dinde(s); palo(s), mora, de; sietecueros sietecueros v. Tibouchina lepidota singamochila v. Justicia secunda v. t. curatodo; insulina solanáceas, 47, 71, 95 Solanum acerifolium, 93, 95 melongena, 69, 71 tuberosum, 69, 71 sombrerito del diablo v. Psychotria poeppigiana v. t. beso de negro; boca de sapo Sorghum sp., 20 sorgo, 98 Spathodea campanulata, 61, 63 Spirotheca codazziana, 96 trilobata, 96
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Í n dic e onomást ico Sav ia Car i be Spondias mombin, 38, 39, 112 purpurea, 39, 72, 110, 111, 124, 127, 128 Stenocereus cf. griseux, 92 griseus, 15, 18, 21, 23, 119 Sterculia apetala, 28, 101, 110, 112 suán(es) v. Ficus dendrocida Swietenia macrophylla, 30, 31, 53, 55, 93, 95, 110-112, 120
T
tabaquillo(s) v. Anthurium sp.; Paragynoxys sp. Tabebuia chrysantha, 14, 15, 39, 106, 112 coralibe, 106 rosea, 10, 14, 15, 31, 55, 57, 78-80, 95, 109, 112 sp., 15, 30, 101, 108, 109, 113 tacana v. Heliconia mariae tachuelo v. Spirotheca trilobata Tagetes erecta, 48 tamarindo, 122, 125 montaña, de v. Uribea tamarindoides v. t. granadillo tamarindo; tamarindo(s) monte, de v. Dialium guianense v. t. abrojo tamarindo(s) v. Tamarindus indica tamarindo(s) v. Uribea tamarindoides v. t. granadillo tamarindo; tamarindo, montaña, de Tamarindus indica, 14, 15, 41, 54, 71, 90, 127-129 Taraxacum officinale, 42, 47 teca v. Tectona grandis v. t. saka; teco teco v. Tectona grandis v. t. saka; teca Tectona grandis, 57, 107, 108, 109, 111-113 Terminalia catappa, 47, 72, 100, 101 Thalassia sp., 80 testudinum, 84, 87 Thalia geniculata, 101, 103 Theobroma cacao, 54, 77, 79 Tibouchina lepidota, 55 Tifáceas, 103
toco v. Belencita nemorosa v. t. calabazuelo toco v. Crateva tapia v. t. naranjuelo(s) tolúa v. Pachira quinata v. t. cartageno; ceiba(s), colorada; ceiba(s), tolúa tomate(s) cachetón, 69 monte, de v. Solanum acerifolium v. t. balsaero; cucubo; guindilla tomate v. Lycopersicon esculentum toronjas v. Citrus maxima toronjil, 45 totumo(s) v. Crescentia cujete v. t. calabazo(s); chícaro(s); cucharo(s); mate; pilche; totumo(s) cimarrón(es) totumo(s) cimarrón(es) v. Crescentia cujete v. t. calabazo(s); chícaro(s); cucharo(s); mate; pilche; totumo(s) trébol(es) v. Platymiscium pinnatum v. t. angelino; corazonfino; crucero; granadillo(s) trementino v. Prioria copaifera v. t. aceite; amansamujer; cativo; cucharo(s) trigo v. Triticum aestivum v. t. marengo trinitarias, 93 Triplaris americana, 103, 101 Triticum aestivum, 72 tronador v. Hura crepitans v. t. acuapar; ceiba(s), agua, de; ceiba(s), amarilla(s); ceiba(s), blanca(s); ceiba(s), brava; ceiba(s), leche, de; trupillo(s) v. Prosopis juliflora v. t. algarrobo, trupillo; cují tulipán africano v. Spathodea campanulata tumbatumba v. Clytostoma cuneatum tuna v. Lemaireocereus griseus v. t. candelabra; cardón; cardón(es), guajiro; cardón(es), higo, de Typha latifolia, 78, 101, 103, 135
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U
ultimorrial v. Euphorbia tithymaloides v. t. pitamorrial Uribea tamarindoides, 96 Urochloa decumbens, 79, 98 urticáceas, 55, 95, 103 uveros, 101 uvito, 93, 94 playa, de v. Coccoloba uvifera
V
varasanta(s) v. Triplaris americana v. t. guacamayo(s) Veitchia sp., 132 verbenáceas, 111 verderón de San Andrés v. Vireo caribaeus Vicia faba, 72 Vireo caribaeus, 85 Vitex cymosa, 38, 103 volador v. Gyrocarpus americanus v. t. banco volao v. Cavanillesia platanifolia v. t. barril; bonga(s); macondo(s)
yuca v. Manihot esculenta v. t. casareña; hoja de canangucha; lengu’evenao yuco v. Spirotheca codazziana
Z
Zamia, 121 muricata, 118, 121 obliqua, 53 zamiácea(s), 53, 118 zapatillo v. Manilkara zapota v. t. chicle; chicozapote; níspero costeño; níspero(s) zapote carnudo, 128 colorado, 128 costeño, 128 mamey, 128 zapote(s) v. Matisia cordata; Matisia sp. zapote(s) v. Pouteria sapota v. t. sapote zarza(s) v. Mimosa albida Zea mays, 22, 23, 68, 69, 71, 73, 77, 79, 98 Zigofiláceas, 32 Zingiber officinale, 48
X
Xanthosoma sagittifolium, 115 xantorroeácea, 47 Xiphidium caeruleum, 45, 47
Y
yabo v. Parkinsonia aculeata v. t. sauce guajiro yarumo(s) v. Cecropia peltata v. t. guarumo(s) yerbaní v. Scoparia dulcis yinyer v. Alpinia purpurata yomate v. Astronium graveolens v. t. diomante; diomante gusanero; diomato; gateado; quebracho; santacruz yotojoro v. Stenocereus cf. griseux
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Savia Ven, amor, acaricia este árbol desnudo. Dame tu mano, toca conmigo esta corteza. Siente el contacto vivo de este ser vegetal. Oye el pulso recóndito que palpita en el tronco. Aproxímate, amor, toca este árbol desnudo, ciñe amorosamente su tronco con tus brazos y siente junto a ti cómo circula, viva, la sangre vegetal dentro de cada rama. Aproxímate, amor, toca esta savia pura. Piensa que en este instante la misma savia corre por todas las criaturas vegetales del cosmos. En cada árbol que toques sentirás esta savia, este divino líquido, vital y misterioso. Todo árbol se estremece desnudo sobre el mundo, pero en cada raíz, en cada gajo y flor tiembla esta savia única que todo lo transforma. Mientras tú duermes, sueñas o vives simplemente, olvidando que existen árboles sobre el mundo, esta savia alimenta el universo entero, tiembla en el corazón primaveral del campo avanzando por dentro de cada tallo erguido. Ella rejuvenece todo el piélago verde, dios líquido y eterno, deidad que resucita todos los días sobre un universo en ruinas, desde los más profundos subterráneos terrestres hasta la cabellera verde sobre lo azul. Y, convertida en sangre, tiembla en el pecho humano. El universo oculta este océano blanco, vivo y disperso, clara sustancia circulante. Esta savia transita por el cósmico ser. Ella renueva el mundo con su blanca marea. Sus jugos humedecen cada raíz perdida.
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Cada fecunda gota, sobre la tierra oscura, resume la energía de todo el universo. Y ella esconde el milagro de cada primavera. Hay en la noche una palpitación de amor como si un invisible corazón palpitara en esta indescifrable, nocturna soledad. La noche se hace blanca y el tallo de la estrella parece estar nutrido por otra savia clara. El misterio insondable de la vida no es otro que este extraño misterio de la savia invisible. Cruza la noche un pávido temblor de vida nueva. Y el aire mismo tiembla con otra savia ignota. El universo tiene un solo corazón que pone en un perpetuo movimiento esta savia. El corazón de cada bestia y de cada ave se estremece al unísono con tu sangre y la mía. En cada corazón se hace presente, amada, el flujo y el reflujo de otro corazón. Y en cada pulso tiembla, siempre igual a sí mismo, el pulso universal que todo lo gobierna. La luz se expande, amor, con un ritmo inmutable y las sombras, tal vez, se difunden, calladas, siguiendo el mismo ritmo de la luz y la sangre. El pulso de la onda que en ti y en mí palpita es el de las mareas sobre la playa curva. Todos vamos viviendo de temblor en temblor. De temblor en temblor la vida se nos fuga. Savia, aliento, temblor, marea, sangre y ritmo son solamente formas de un pulso universal. ¡Vida muerte, amor mío, son solo un pulso más!
Ven, ven aquí a mi lado, aquí sobre mi pecho y dime si la sangre que oyes correr en mí no es la misma sustancia que temblaba en el árbol. Ven, amémonos, cierra los ojos y oye ahora mi pulso con tu pulso, mi sangre entre tu sangre. Cierra los ojos y oye el ritmo de mi sangre temblando entre tus venas. Desde que fuiste mía, tu corazón palpita con mi savia de hombre. El ritmo de tu aliento, junto al aliento mío, ¿no es respiración de la savia en el árbol? El temblor de tus senos desnudos en mis manos ¿no es el mismo temblor que habita en todo el cosmos? La convulsión armónica de los sexos unidos, ¿no es otro ritmo más de la armonía cósmica? Bajo mis pies, amor, siento temblar la tierra Como siento temblar tu ser al poseerte. Oye cómo respira Dios en cada criatura. Dios está respirando en cada átomo vivo. Óyelo respirar en cada planta, amor. Una savia divina anima el corazón de cada árbol. Ven, aproxímate más, acaricia este árbol desnudo bajo el cielo. Dame tu mano, toca conmigo esta corteza, siente el contacto vivo de este ser vegetal. Aproxímate más, toca esta savia pura. Andrés Holguín - 1918 /1989 t
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