El Arte De La Indignacion

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EL ARTE DE LA INDIGNACIÓN

Director de la colección La Bolgia Fernando R. de la Flor

Consejo Editorial Francisco Bautista Túa Blesa Rafael Bonilla Fernando Broncano Luis Canseco Daniel Escandell Amelia Gamoneda Manuel Lucena Felipe Núñez Manuel Ambrosio Sánchez Pedro Serra Paolo Tanganelli

EL ARTE DE LA INDIGNACIÓN

ERNESTO Y FERNANDO CASTRO (EDS.)

EDITORIAL

DELIRIO

Colección La Bolgia, 8

Primera edición: septiembre 2012

EL ARTE DE LA INDIGNACIÓN Colección La Bolgia, 8 © 2012, Ernesto Castro Córdoba y Fernando Castro Flórez © 2012, de los textos, sus autores. © 2012, EDITORIAL DELIRIO S.L. www.delirio.es / [email protected]

Diseño de la colección: F.R.F. Impreso en Iberoprinter, Salamanca, España. Printed in Spain.

ISBN: Depósito Legal:

Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión o digital, en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o en cualquier otro idioma, sin la autorización expresa de la editorial.

ÍNDICE DE TEXTOS COMO UNA TORMENTA DE VERANO Alegato contra el privatismo civil Ernesto Castro Córdoba Página 9

INTELECTUALES Cuerpo y (des)aparición en el 15M Anónimo Página 25 GENEALOGÍA DE LA INDIGNACIÓN EN EL ESTADO SOCIAL ¿El retorno de la gran pasión política? Gonzalo Velasco Arias Página 45 UN RELATO ÉPICO Miguel Espigado Página 79 7

LOW-FI REVOLUTION Cartonajes, performances precarias y estéticas relacionales Miguel Á. Hernández-Navarro Página 103 DADME UNA PANCARTA Y MOVERÉ EL MUNDO Laboratorios emocionales y nuevas estrategias de representación en el sujeto activista tras el 15M Iván López Munuera Página 123 «MIEUX VAUT UN DESASTRE QU´UN DÉSÊTRE» [25 notas críticas en torno al arte y la política de la insubordinación] Fernando Castro Flórez Página 135

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COMO UNA TORMENTA DE VERANO Alegato contra el privatismo civil ERNESTO CASTRO CÓRDOBA Soy partisano, vivo, siento en la conciencia viril de los míos latir la actividad de la ciudad futura que están construyendo. Antonio Gramsci1

Las autodenominadas «democracias avanzadas» se enfrentan a una fuerte crisis sistémica, tanto económica como social, que genera problemas irresolubles de autogobierno. Atrapados entre la espada y la pared, entre los mercados y las calles, los gobiernos no disponen de la capacidad de movimiento requerida para llevar a cabo las medidas de reestructuración necesarias para una salida alternativa de este callejón. Las competencias gubernamentales que todavía no han pasado por el filtro de la privatización se encuentran limitadas por los imperativos estructurales del sistema. Las recomendaciones de los bancos centrales y las previsiones de las agencias de calificación cumplen el papel de coartadas estructurales, detrás de las cuales se excusa la incompetencia de una casta política adormecida. Las responsabilidades políticas se difuminan en una jaula de flujos financieros transnacionales que escapan al control de la soberanía nacional. La ciudadanía constata impasible ante la pantalla del televisor la tendencia 1 Gramsci, A., Odio a los indiferentes, Ariel, Barcelona, 2011, p. 21.

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de los mercados de valores a corroborar las profecías de unos expertos cuyo Verbo encarnado describe y realiza simultáneamente la próxima recesión trimestral. A medida que aumentan los porcentajes de paro bajo la administración de unos gobiernos que proclaman a los cuatro vientos que su prioridad es generar empleo, la racionalidad de las decisiones administrativas y la lealtad de las clases populares entra en un proceso de erosión irreversible. Mientras tanto, los medios de comunicación mainstream reproducen a todo volumen una descripción naturalizada de este sórdido panorama económico. Los telediarios anuncian la prima de riesgo como un apartado del pronóstico metereológico. La crisis de 2008 pasó –y sigue pasando– como una tormenta de verano. En esta coyuntura hermenéutica cobran vigencia las palabras que publicó Habermas durante la crisis del petróleo de 1973: «Mediante este desplazamiento de los conflictos de intereses [de clase, E.C.] al plano del autogobierno, las crisis sistémicas adquieren una objetividad rica en contrastes: poseen el carácter de catástrofes naturales que irrumpen en medio de un sistema de acción racional con arreglo a fines. [...] Por ello las crisis económicas pierden aquel carácter de destino fatal, asequible a la autorreflexión, y alcanzan la objetividad de acontecimientos naturales, contingentes e inexplicables»2. Los documentales que pretenden desenmascarar el sistema también apuntalan, en último término, una percepción distorsionada de la realidad. La mayor parte de ellos, en lugar de explicar los factores estructurales que concurren en el refuerzo de determinadas tendencias sistémicas, se detienen en señalar a los culpables con un dedo inquisitorial, propiciando de este modo un relato detectivesco de los antecedentes que condujeron 2 Habermas, J., Problemas de legitimación del capitalismo tardío, Amorrortu, Buenos Aires, 1975, p. 47.

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al derrumbe de Lehman Brothers; una caza de brujas que no termina de encontrar su gran criminal.3 Este tipo de relatos pretenden proyectar hacia el exterior un sentimiento de culpabilidad cristiano demasiado cristiano, y terminan propiciando una relación hipócrita con la constelación de valores y el contexto de expectativas que suscriben los individuos cuando se despiertan cada mañana, como buenos agentes económicos que son, dispuestos a maximizar sus oportunidades de compra-venta en el mercado. Así, el banquero de turno se convierte en el chivo expiatorio que permite una relación distanciada con los propios patrones de conducta burguesa; a fin de cuentas, como subrayó Benjamin, «la potente figura del “gran” criminal, aunque sus fines sean repugnantes, provoca la secreta admiración del pueblo»4. En la cultura popular encontramos una obsesión hacia el crimen organizado como metáfora de una sociedad civil regida por la competición empresarial sin cuartel y la atomización del tejido social en comunidades parroquiales5; en The Wire, por poner un caso, un 3 Véase la importancia que otorga la premiada película Inside Job al consumo de cocaína y a la visita de prostíbulos por parte de los brokers de Wall Street, como si un aspecto fundamental para comprender la maldad intrínseca del sistema económico fuera la presunta inmoralidad de las actividades que realiza la élite enriquecida en su tiempo de ocio. Este tipo de sermones moralizantes apuntalan una comprensión maniquea de la realidad formulada desde ciertos think tanks conservadores que aprovechan la crisis para anunciar la necesidad de «moralizar el capitalismo» y, de este modo, cercenar la herencia cultural y política de Mayo del 68. 4 Benjamin, W., «Hacia la crítica de la violencia» en Obras, libro II, vol. I, Abada, Madrid, 2007, p. 187. 5 Para un análisis de las relaciones de parentesco entre el capitalismo feroz y el crimen organizado cf. Enzensberger, H. M., La balada de Al Capone, Errata Naturae, Madrid, 2009;

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criminal con mucho estilo como Stringer Bell no solo controla el tráfico de droga en el West Baltimore sino que también estudia empresariales en sus tiempos libres, y además sueña con emular a los inversores de Wall Street en la promoción financiera de la burbuja inmobiliaria6. La reticencia a reconocer la banalidad intrínseca de este modelo delictivo hegemónico promueve una imagen idealizada de la camarilla financiera transnacional; bajo una pátina de criminalidad heroica, los gestores de Goldman Sachs nunca aparecen ante los media como lo que son –torpes mayordomos al servicio del capital– sino como demonios audaces de una astucia malvada, penetrante y prodigiosa7. El miedo a reconocer una medida común tanto a las miserias cotidianas del trabajador como a los desfalcos estelares del empresario propicia exageraciones, no solo en la reconstrucción a posteriori de los antecedentes económicos, sino también en la atribución de responsabilidades jurídicas. La negativa a aceptar que «hemos vivido por encima de nuestras posibilidades» y las reservas a entonar el mea culpa permiten sublimar el malestar individual en un antagonismo de clase que genera importantes rendimientos políticos 8. Por desgracia, para una historia social del relato policiaco y su influencia en la configuración del imaginario popular cf. Mandel, E., Crimen delicioso, Ediciones ryr, Buenos Aires, 2011. 6 Para un estudio monográfico de esta serie, en todas sus implicaciones filosóficas y sociológicas, cf. AA.VV., The Wire. 10 dosis de la mejor serie de televisión, Errata Naturae, Madrid, 2010. 7 Para una retrato alternativo que muestra la incompetencia, mediocridad y vulgaridad de la camarilla financiera cf. Taibbi, M., Cleptopía, Lengua de Trapo, Madrid, 2011. 8 Como afirma Doménech, la vulgata que proclaman los expertos, según la cual la ciudadanía habría vivido por encima de sus posibilidades durante más de una década, es

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solo mediante este tipo de condenas hiperbólicas y este tipo de juicios a la totalidad puede la ciudadanía ejercer presión para que se apliquen las sanciones pertinentes como para –al menos– sentar un precedente9. A la luz de esta tendencia generalizada, cabe sospechar si resulta viable la construcción de un movimiento anticapitalista de amplia base social sin la presencia de este substrato de ignorancia o denegación: ¿acaso el anticapitalismo indignado no es la expresión de un resentimiento gregario que pretende obliterar la integración objetiva en el sistema y la aceptación subjetiva del sistema mediante juicios comparativos y razonamientos por analogía que, en último término, ocultan la participación voluntaria y alejan el autodesprecio acumulado por una multitud que, hasta hace poco, ha vivido felizmente asalariada? En efecto, el recorte de las competencias asistenciales ha producido un debilitamiento de la disposición a la obediencia servil por parte de una ciudadanía que ya no encuentra ningún motivo para rendir pleitesía a las decisiones del gobierno, acostumbrada como está a un pacto social, sustentado sobre relaciones clientelares de aceptación subjetiva, que ha perdido hace tiempo su vigencia. Como es bien sabido, la multitud está dispuesta a aclamar la reproducción del status quo mientras el Estado garantice las condiciones que posibilitan que una amplia mayoría de la población disfrute de prestaciones públicas y acceda a trabajos remunerados. Haberun cuento chino digno de un suspenso en primero de carrera. No obstante, cabe subrayar desde una perspectiva ecologista que el tren de vida que han estado sosteniendo los países occidentales durante las últimas décadas sí supera con creces, tanto en periodos de bonanza como en etapas de recesión, los límites biofísicos del planeta. 9  En este punto Islandia ha sido un referente de las acampadas occidentales, con el juicio y posterior encarcelamiento de los banqueros.

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mas acuñó la expresión privatismo civil para referirse a este tipo de sociedad civil marcada por altos porcentajes de empleo y bajos porcentajes de politización. «Privatismo civil significa que los ciudadanos se interesan por los rendimientos fiscales y la seguridad social del sistema administrativo, y practican poco –aunque de acuerdo con las posibilidades institucionalmente prescritas– en el proceso de legitimación [política, E.C]»10. Este es el modelo social que caracteriza las raíces históricas del Reino de España, desde el proceso de neutralización de la conciencia política por parte del franquismo hasta la imposición del consenso pacificador con motivo de la segunda restauración borbónica. Junto con los factores señalados por Habermas habremos de incluir las características específicas de nuestra Cultura de la Transición (CT) que, siguiendo a Guillem Martínez y a Amador Fernández-Savater, definimos como aquella coyuntura ideológica que privilegia las tertulias de sobremesa acerca de la configuración territorial del Reino y la adscripción identitaria, religiosa o sexual de sus súbditos, dejando al margen el debate sobre el sistema económico, la separación de poderes o el modelo de representación –entre otros asuntos–, y reduciendo el proceso de formación de la opinión pública al enfrentamiento simbólico entre las dos Españas: un combate ritual entre la izquierda progre y la derecha neocon que, en última instancia, presupone un consenso sobre las cuestiones susceptibles de tratamiento político; un pacto de sangre y de silencio entre dos hombres de honor posfranquistas11. 10  Habermas, J., Problemas de legitimación del capitalismo tardío, op. cit., p. 96. 11  Un acuerdo como el que retrata Gregorio Morán: «[En los primeros años del posfranquismo] hubo que admitir una falacia tan burda como la de que en aquella pelea política no había vencedores ni vencidos, sino que todos, hermanados ante el altar de la Patria, se ofrecían ufanos para arrinconar a los irreductibles del régimen. De la Secretaría General del

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Este sensus comunis generacional no es y no puede ser el nuestro. La radicalización de la crisis socioeconómica ha ido dejando fuera de juego a la indiferencia como afecto político predominante en Occidente. Las encuestas de opinión han ido recogiendo en los últimos años el incremento de la suspicacia civil respecto de unas autoridades económicas y políticas que se encuentran literalmente desbordadas por el desenlace de los acontecimientos, incapaces de cuadrar la teoría con los hechos. Tanto a nivel internacional como a nivel nacional asistimos al eclipse de las figuras carismáticas basadas sobre el arte de la palabrería, con un desacreditado Obama que renueva la plantilla de tecnócratas en las instituciones federales, y con un desmejorado Zapatero que reforma la Constitución del 1978, en un flagrante atropello del patriotismo constitucional sobre el que –según dicen– se sustenta el ideario de su partido12. En este contexto de anomia social, recesión económica y pusilanimidad política, marcado por la reducción permanente de los ingresos de las clases populares, la trituración del tejido asociativo de los trabajadores y la restricción obscena de la participación ciudadana en la toma de decisiones políticas, el antagonismo social hace aparición en Occidente bajo un espectro moralizante: durante el último Movimiento y del Partido Comunista, líderes responsables sellaban un pacto de honor, no exento de características sicilianas, para un futuro común y un pasado inexistente.» (Morán, G., El precio de la transición, Planeta, Barcelona, 2004, p. 24) Para un análisis comparativo del paisaje político delineado por la indignación y el paisaje político delineado por la CT cf. Savater, A., «La Cultura de la Transición y el 15-M» en Público. 31 de agosto de 2011. (Disponible on-line: http://blogs.publico.es/fueradelugar/879/ la-cultura-de-la-transicion-y-el-15-m). 12  Para un desarrollo teórico del concepto de patriotismo constitucional cf. Habermas, J., La necesidad de revisión de la izquierda, Tecnos, Madrid, 2001, pp. 211-251.

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año la indignación se ha convertido en la tonalidad afectiva insurgente por excelencia. Con todo, la expresión utilizada para bautizar el ciclo de movilizaciones que llega a nuestros días no es inocente. En el Reino de España indignación es, ante todo, el sinónimo de una campaña de marketing auspiciada por los editores del Grupo Planeta, que tuvieron a bien instrumentalizar la obsesión periodística por las etiquetas mediáticas para acuñar una marca revolucionaria con denominación de origen que hiciera manejable la adscripción ideológica de un movimiento todavía en proceso de formación. No obstante, la celebrada filiación del movimiento con un autoproclamado cabecilla ilustrado de segunda división como Stéphane Hessel resultó fallida desde el primer momento: a la estafa intelectual propia de un juntapalabras impaciente, insolvente e indocumentado se sumaron unas inoportunas declaraciones en favor de la socialdemocracia española que, en muchos sentidos, constituyen el colmo de la inopia biempensante13. No en balde, la apropiación oportunista de las señas de identidad del movimiento con fines empresariales ha sido una constante desde la aparición de las primeras acampadas a mediados de mayo del año pasado: primero fueron las grandes corporaciones editoriales que produjeron un torrente indigesto de publicaciones panfletarias, y más tarde compañías como Coca-Cola o Telefónica que recurrieron en sus reclamos publicitarios a la estética del manifestante, cuyo canon se encuentra fijado en el número monográfico de la revista Times dedicado a The Protester, esa entidad insurgente abstracta 13  Para una crítica parcial, política y apasionada de Hessel, elaborada al calor de los acontecimientos, cf. Castro, E., «Notas apresuradas sobre aquello que tú ya sabes» en Mamajuana (Disponible on-line: http://www.mamajuanadigital.com/single.php?blogpost_ id=66.)

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que ha tenido el dudoso honor de recibir el título de The Person of the Year 2011, como ya sucediera con la caricatura de los Hungarian Freedom Fighters en 1957, uno de los gestos de acaparamiento publicitario más destacados de la Guerra Fría. En un gesto de apropiación retórica y semántica característico de los levantamientos populares a lo largo de la Historia, el movimiento con proyección internacional que comenzó a gestarse en las acampadas españolas asumió las etiquetas mediáticas impuestas por los medios de comunicación, invirtiendo su carga simbólica y neutralizando su componente peyorativo; como reza un conocido lema: «mejor perroflauta que perropolicía». De este modo, el término indignación prevaleció conservando cierta adecuación con el sentido común de respuesta ciudadana que subyace al proceso de concienciación y al ciclo de movilizaciones que llega hasta nuestros días. Ahora bien, ¿de qué hablamos cuando hablamos de indignación? Aristóteles entiende por justa indignación (en griego: némesis) el término medio entre la envidia que atormenta con los bienes ajenos y el morbo que regocija con los males ajenos, esto es, aquel sufrimiento ponderado que suscita en un hombre razonable la contemplación de una fortuna ajena no merecida14. Spinoza recoge la indignación dentro de su catálogo sistemático de los afectos, al término de la Parte Tercera de su Ética, caracterizándola como «el odio hacia alguien que ha hecho mal a otro»15. Nietzsche matiza que la indignación brota como respuesta emocional ante el carácter absurdo de un sufrimiento que, en tanto constituye una realidad última inexplicable, carece de todo sentido; en última instan14  Aristóteles, La gran moral, libro primero, capítulo XXV. (Disponible on-line: http:// www.filosofia.org/cla/ari/azc0204a.htm) 15  Spinoza, B., Ética, parte tercera, proposición XXII, escolio.

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cia, es un epifenómeno de la moral del resentido que cuestiona el derecho a la felicidad de los espíritus libres16. En nuestros términos, la indignación consiste en la identificación afectiva con un ser sufriente que es reconocido en igualdad de condiciones desde la perspectiva de un espectador que está dispuesto a intervenir en una situación injusta una vez ha canalizado su hostilidad intuitiva hasta el agente moral que constituye la fuente primigenia del sufrimiento. Conviene establecer los rasgos específicos de esta peculiar emoción mediante una discriminación atenta de las diferencias distintivas respecto de otras disposiciones subjetivas similares: a diferencia del resentimiento, que dirige la acusación sobre un individuo concreto en segunda persona que se quiere culpabilizar de inmediato, la indignación reviste la impugnación emocional de cierta perspectiva impersonal al involucrar la responsabilidad de un agente moral en tercera persona; a diferencia de la resignación, que constata impasible la disolución de las responsabilidades dentro de un entramado estructural complejo, la indignación no cede en el esfuerzo moral de hacer imputables a los sujetos las consecuencias derivadas de sus acciones; a diferencia de la compasión, que se orienta a la compensación de las deficiencias afectivas del ser sufriente mediante la fusión de horizontes emocionales, la indignación no aprovecha la ocasión para apropiarse del estado afectivo ajeno, sino que reconoce la dignidad del sufrimiento en su carácter incomunicable e irrepetible, concentrando la atención sobre la restitución de la estabilidad previa a la comisión de la injusticia. La indignación es, por tanto, el correlato afectivo de un sentimiento de injusticia que brota de la combinación de tres factores, según Jon Elster:

16  Nietzsche, F., La genealogía de la moral, Alianza, Madrid, 1972, pp. 89. y 160.

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«Primero, la situación es percibida como moralmente equivocada; segundo, ha sido producida intencionalmente y no como el subproducto de una casualidad natural o de la mano invisible de la causalidad social; tercero, puede ser rectificada por la intervención social. Así el sentimiento de injusticia se basa en la combinación de «Debiera ser de otra manera», «Es culpa de alguien que no sea de otra manera» y «Puede lograrse que sea de otra manera». Cuando falta una de las condiciones puede surgir en cambio la envidia o el resentimiento»17.

A medio camino entre las emociones privadas y las virtudes públicas, la indignación constituye un peculiar estado afectivo que genera redes de solidaridad negativa sobre la base de un odio común dirigido hacia una instancia exterior18. De este modo, permite que las demandas plebeyas locales se engarcen en una cadena más amplia que puede involucrar otro tipo de agentes políticos en la articulación de un frente común de movilización y concienciación ciudadana. En este sentido, la dinámica social suscitada por la indignación tiene algunas similitudes con la razón populista, según la conocida monografía de Ernesto Laclau, con la salvedad de que «toda identidad popular tiene una estructura interna que es esencialmente representativa»19 y que está ligada a la identificación simbólica de las masas con el «significante vacío» del líder, mientras que la 17  Elster, J., Tuercas y tornillos, Gedisa, Barcelona, 2003, p. 70. 18  Basta esta simple caracterización para cobrar conciencia del error que cometió el novelista Alberto Olmos durante la campaña promocional de su novela Ejército enemigo, cuando pretendió vincular la tonalidad afectiva de la indignación y la tonalidad afectiva de la solidaridad. 19  Laclau, E., La razón populista, FCE, México, 2005, p. 205.

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indignación se sustenta sobre el cuestionamiento radical del principio de representación y la impugnación de todo sistema de liderazgo. Un mismo sentido común antiautoritario atraviesa las movilizaciones que durante este último año se han resguardado bajo el lema destituyente «que no nos representan» y la retórica populista –en sentido amplio del término– ha brillado por su ausencia dentro un movimiento que, por el momento, no reconoce la autoridad de ningún Cesar. Aunque los manifestantes en plaza Syntagma hayan invocado el derecho a la autodeterminación y la soberanía del pueblo griego en oposición a los recortes estructurales exigidos por la troika europea, el compromiso de la multitud con el nacionalismo sigue siendo, por el momento, meramente instrumental. En el Reino de España, la desvinculación inicial de las acampadas respecto de la heráldica patriótica y nacionalista imprimió al movimiento su característico sello internacionalista. La desobediencia civil se ha convertido, por tanto, en el último bastión de una mayoría social que, a pesar de sentirse disconforme con las medidas del gobierno, no encuentra –ni quiere encontrar– representación parlamentaria. John Rawls, uno de los padres del liberalismo político contemporáneo, contempla la desobediencia civil como «una forma de acción política dentro de los límites de la fidelidad al imperio de la ley», aunque juzgue que es «un acto más bien desesperado precisamente dentro de esos límites, y [que] por consiguiente debe, en general, ser emprendido como último recurso, cuando han fallado los procesos democráticos corrientes»20. Al transgredir la legalidad vigente conforme lo estipulado por las normas de transparencia y visibilidad propias de la publicidad burguesa, los manifestantes que ejercen la desobediencia civil exhiben 20  Rawls, J., La justicia como equidad, Tecnos, Madrid, 1986, p. 165.

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ante todo una conformidad de base con ciertos principios del Estado de derecho. Por muy agresivas que puedan ser sus intervenciones en el espacio público, estas acciones desesperadas son la manifestación política de un antagonismo latente y de una violencia estructural que subyace bajo la alfombra de la integración social. Según la tesis de Ronald Dworkin, los ciudadanos no están obligados a suscribir una obediencia acrítica de las decisiones tomadas por los gobiernos electos en las urnas, sino que la disidencia es una premisa implícita de la titularidad como ciudadano de un Estado de derecho; «desobedecer la norma que vulnera nuestro derecho es hacer patente que somos sus titulares»21. De acuerdo con el discurso de legitimación que, en términos generales, esgrimen los manifestantes a la hora de justificar sus acciones, la desobediencia civil constituye una violación simbólica de la ley establecida en nombre de una concepción más elevada de la justicia. La violencia simbólica que ejercen los manifestantes constituye una suerte de inversión performativa del ideal regulativo de justicia: mediante la exposición pública de la injusticia social los manifestantes realizan una contribución al proceso reflexivo de revisión crítica de las decisiones democráticas. Con todo, las buenas intenciones que subyacen a la trasgresión de la ley no exoneran a los manifestantes de las sanciones correspondientes. Uno de los principios básicos de la teoría clásica de la desobediencia civil –desde Henry David Thoreau hasta Martin Luther King– radica en asumir las consecuencias que se derivan de la violación simbólica de la ley22. De 21  Dworkin, R., Los derechos en serio, Ariel, Barcelona, 1984, cap. VIII. 22  En una célebre carta desde la cárcel de Birmingham, Martin Luther King incitó a la conculcación de aquella normativa legal que resultara injusta, bien porque sus principios entran en conflicto con la ley moral, bien porque su aplicación conlleva un trato desigual

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hecho, el carácter civil de este tipo de desobediencia radica en la aceptación voluntaria del castigo impuesto por la legislación vigente. Mediante la sumisión a la autoridad de las leyes, los movimientos de desobediencia civil muestran que su objetivo no consiste en socavar los cimientos del orden social realmente existente, sino elaborar una crítica inmanente del mismo23. La represión de los crímenes simbólicos cometidos constituye un momento fundamental del proceso mediante el cual un grupo social se transforma en el chivo expiatorio de la comunidad política. Mediante el ejercicio de una desobediencia civil que no cuestiona el monopolio estatal de la violencia legítima, una minoría social asume una posición respecto del Estado similar a la que asume el mártir respecto de la herejía: en primer lugar, usurpa el lugar de la totalidad ética al declararse portador de una concepción más elevada de la justicia y, en segundo lugar, escarmienta en sus carnes la concreción particular de las legislación vigente. Frente a la reducción del proceso de conformación de la voluntad colectiva a una disyuntiva que da a elegir entre dos opciones mutuamente excluyentes –como viene siendo habitual en los sistemas parlamentarios en boga, cuyo sistema de representación ha quedado reducido al turnismo entre dos partidos mayoritarios–, el pensamiento indignado amplía el de los ciudadanos. No obstante, especificó su compromiso con el marco constitucional, aclarando que su llamada a la desobediencia civil no debía entenderse bajo ningún concepto como un desafío general de la autoridad que detenta las leyes. 23  Cf. Fernández Buey, F., Desobediencia Civil, Ediciones Bajo Cero, Madrid, 2005, p. 16 (Disponible on-line: http://es.scribd.com/luisdo/d/16192598-Fernandez-Buey-F-Desobediencia-civil-2005); Velasco Arroyo, J. C., «Tomarse en serio la desobediencia civil» en Revista Internacional de Filosofía Política, vol. 7, Madrid, 1996, pp. 159-184 (Disponible on-line: http://digital.csic.es/handle/10261/10719)

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campo de batalla, postula la posibilidad de otros cursos de acción, sostiene que hay un mundo por descubrir –o mejor dicho, por recuperar– más allá de las instituciones; afirma contra toda expectativa racional que sí hay otra alternativa. La forma lógica de su razonamiento no puede ser sino dialéctica. Ante una disyunción del tipo o Rajoy o Rubalcaba, que restringe el margen de lo que puede ser sometido a decisión a dos opciones mutuamente excluyentes, el razonamiento indignado niega la disyuntiva y cuestiona la propia oposición entre dos polos. Se resiste a participar en la farsa de la oligarquía bipartidista enmascarada bajo el rótulo de la democracia. Subraya la ficción sobre la que se sostienen muchos de los binomios de la política actual, mostrando cómo ambos términos se adecuan en definitiva al marco institucional y económico en vigor sin cuestionarlo un ápice. Dinamita, en resumidas cuentas, el cerco que la Realpolitik y el pensamiento pragmático imponen sobre la acción racional de acuerdo a fines. Frente al imperio de lo probable –la obsesión por el cálculo preciso de las probabilidades de éxito que tiene una iniciativa humana– esta forma de pensamiento se adentra en el terreno insondable de lo posible. Una senda que algunos pueden considerar poco realista o utópica, pero que en realidad está ligada a contextos de intervención en la sociedad muy precisos. La negación decidida de la realidad existente es la seña de identidad de una concepción de la realidad que especula sobre otros mundos posibles, siguiendo el ejemplo de las camarillas financieras, sin dejar de tener en cuenta la realidad concreta dentro de la cual se inscribe.

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INTELECTUALES

Cuerpo y (des)aparición en el 15M ANÓNIMO ...Probablemente no existe ningún remedio para esta dificultad. Pero puede ser paliada si el intelectual consigue hacer comprender que no lo es más que momentáneamente, y por una determinada causa, y que para defender esa causa, él solo es uno más entre otros, con la esperanza (por vana que sea) de perderse en la oscuridad de todos y conseguir un anonimato que es incluso, en tanto que escritor o artista, su aspiración más profunda siempre desmentida. Maurice Blanchot, Los intelectuales en cuestión.

Antes de iniciar cualquier participación en un libro como este, deberíamos atender a la consideración previa de Maurice Blanchot y afrontar una duda fundamental acerca del lugar de quien escribe y del papel que pretende adoptar en el contexto social o académico en el que toda publicación se inscribe: ¿Es necesario acaso que todo texto vaya precedido por un nombre, por un apellido, esto es, por una firma? ¿Resulta imprescindible que quede respaldado por un individuo particular? ¿Es necesario que cada ensayo que hoy se redacta, al contrario de tantos otros que han sido producidos de manera colectiva desde mayo de 2011, quede amparado bajo un pasado legitimador, una biografía académica, una trayectoria profesional? De la

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mano de Pierre Bourdieu, sociólogo al que volveremos más adelante y que ha sido uno de los autores que con mayor rigor ha revisado el papel de los intelectuales en la sociedad moderna y contemporánea, tendríamos que plantearnos entonces algunos interrogantes adicionales acerca de las decisiones que los editores de este libro piensan tomar: ¿Se colocarán breves biografías al final de la publicación? ¿Se imprimirán en la portada los nombres de quienes en ella participan? ¿Se indicará que los colaboradores son, hasta cierto punto, sujetos avalados por un background curricular? En definitiva, ¿se tratará de conferir un cierto valor simbólico a este volumen? Estas dudas, que en otras circunstancias pueden resultar más o menos irrelevantes, se tornan sin embargo ineludibles cuando se quiere llevar a cabo una aproximación crítica a la figura del intelectual en los contextos sociopolíticos contemporáneos y de revisar cuál fue su (des)aparición durante el llamado movimiento de los «indignados». Efectivamente, antes de comenzar siquiera a escribir algo sobre el papel de los intelectuales en aquellos «turbulentos» meses, y para tratar de ser fieles a una dinámica colectiva de la que muchos fuimos en mayor o menor medida partícipes, tendríamos que preguntarnos si nuestro nombre, que ahora recupera argumentos pensados colectivamente durante el desarrollo de aquellas innumerables asambleas y discusiones de grupo, debería apropiarse, y por tanto expropiar, un conocimiento común para obtener una rentabilidad particular. Y la respuesta inicial, como se puede observar, es negativa. Este texto no llevará ninguna firma; este texto asume que le debe demasiado a todas aquellas personas que compartieron jornadas intensivas de discusión y debate durante largas noches de asamblea como para extraer ahora una plusvalía simbólica individual. Si algo nos enseñaron aquellas semanas de «moderada lucha» colectiva, en las que tantos análisis económicos y políticos mostraron su incapacidad para rearticular un

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contexto histórico que se reveló profundamente empobrecido, es que al menos esa fidelidad hay que mantenerla; lo que fue de la multitud debe quedar como de la multitud (o del común, si se prefiere)24. Es más, este 24 ������������������������������������������������������������������������������������ No consideraremos aquí en detalle, por no ser este el lugar adecuado para ello, el hecho de que, aunque en un acontecimiento revolucionario se rompen siempre los límites de lo (im)posible, visto ahora con cierta perspectiva «histórica» parece que el movimiento de los indignados, el 15M o la #spanishrevolution haya sido, en cierta medida –y posiblemente desde sus mismos inicios al amparo de textos como el de Stéphane Hessel–, un acontecimiento condenado al fracaso en tanto que Revolución, cuando no, directamente, un movimiento constituido también por posturas profundamente conservadoras. No obstante, resulta importante aclarar nuestro punto de vista. Si se tiene en cuenta que el libro de cabecera de muchos de los que participaron en el movimiento no era otro que el pequeño panfleto ¡Indignaos!, parece fácil aceptar semejante evaluación crítica. El texto del viejo resistente francés, exaltado astutamente por los medios de comunicación de masas, no es solo irrelevante en sus apuestas teóricas y políticas, sino que, por encima de todo, resulta profundamente reaccionario y biempensante. Las coordenadas que el libro aplica en torno al pacifismo responden más a un texto de autoayuda aeroportuaria que a un análisis verdaderamente crítico de una situación en la que la lucha de clases (hoy mediada por los grandes fondos de inversión) se revela cada vez más como la clave última del problema. Hessel, que para colmo, y quizá no inocentemente, se dirige a los jóvenes y no a los trabajadores, a los parados o a los inmigrantes, no tiene ningún problema en señalar, casi a la manera de un mal predicador parroquial, consideraciones como la siguiente: «Hay que entender que la violencia vuelve la espalda a la esperanza. Hay que preferir la esperanza, la esperanza de la no-violencia. Es el camino que debemos aprender a seguir. Tanto por parte de los opresores como por parte de los oprimidos, hay que llegar a una negociación para acabar con la opresión; esto es lo que permitirá acabar con la opresión; esto es lo que permitirá acabar con la violencia terrorista. Es por eso que no se debe permitir que se acumule mucho odio». Stéphane, H., ¡Indignaos!, Barcelona, Destino, 2011.

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dilema acerca de la firma, del nombre, del saber y del hablar desde lo alto Así pues, no deja de ser irónico que, dejando a un lado otros grupos mucho más críticos (anarquistas, comunistas cristianos, libertarios, defensores del Estado laico, etc.), durante el mes de agosto de 2011 coincidiesen en las calles de Madrid la juventud del Papa Benedicto xvi y la juventud de Stéphane Hessel, un católico camuflado de revolucionario laico incapaz de llevar a cabo un verdadero análisis de las condiciones de explotación que hoy se imponen sobre la clase trabajadora. Hessel no tiene ningún reparo en caer en la peor de las contradicciones al afirmar que la lógica del poder contemporáneo (con sus invasiones de Irak o sus tiranías financieras) se presenta como un totalitarismo más sofisticado que el nacionalsocialista, en justificar a continuación que la autodefensa fue necesaria contra la ocupación alemana en los años cuarenta, y en concluir afirmando, sin embargo, que cualquier tipo de respuesta contra el poder financiero tiene que estar pensado desde la esperanza. Tampoco extraña que tras la mínima resistencia generada en torno al Parlament el 15 de junio de 2011, Hessel, que no había realizado ninguna declaración de repulsa tras la brutal intervención policial de la Plaça Catalunya el 27 de mayo, se apresurase a sacar un comunicado solidarizándose con los políticos «agredidos». Si bien es necesario defender que el 15M ha sido, y es, una posibilidad efectiva y necesaria de repolitización de una sociedad como la española, profundamente marcada por la despolitización histórica del franquismo y de la Cultura de la Transición (policial), tampoco creo que debamos dejarnos llevar por un entusiasmo acrítico, como les ha ocurrido a algunos fascinados con la lógica de la multitud, que nos impida comprender por qué el movimiento, en su mesiánico afán integrador (recordemos aquel discurso: todos tienen lugar aquí, desde la derecha hasta la izquierda, desde la policía hasta los mendigos, desde los empresarios hasta los sindicatos, con la condición de que dejen a un lado sus siglas) fue incapaz de articular un auténtico espacio de confrontación política y ha quedado, sobre todo, como un aprendizaje para posibles movilizaciones futuras. Por eso mismo no estaría de más que el texto de cabecera fuese otro libelo también de rápida lectura, pero mucho más acertado, a pesar de su «antigüedad», en sus análisis críticos sobre la situación actual: El manifiesto comunista, donde, entre muchas otras cosas, se puede leer: «Los obreros, que tienen que venderse al por menor, son una mercancía como otro artículo de comercio

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de un supuesto pedestal de legitimidad teórica y editorial no es en absoluto anecdótica, sino nuclear para lo que aquí nos ocupa. En ese dilema de los nombres y sus privilegios estriba en realidad una de las cuestiones que trataremos de plantear a lo largo de este texto, en el que, de algún modo, nos gustaría defender que la denostada figura del «intelectual» no tiene por qué quedar identificada con un «líder» que, a la manera de Jean-Paul Sartre en los años sesenta, ilustra a la sociedad sobre los problemas que esta padece, sino que su valor operativo fundamental radica tanto en una auto-exposición efectiva al conflicto político como en una lógica de la desaparición, algo que, como veremos hacia el final del texto, se dio de manera especialmente significativa en las asambleas del 15M. Se ha recordado ya en incontables ocasiones que fue Émile Zola, con su arriesgada implicación durante el caso Dreyfus entre 1897 y 1900, quien instauró algunos de los parámetros referenciales para entender qué papel asumirían los intelectuales a partir de entonces25. Diversos autores, entre los que cabría destacar a Maurice Blanchot, Edward W. Said o Pierre Bourdieu, han aludido a aquel acontecimiento antisemita y a la valiente intervención del novelista francés para responder a la pregunta: «¿qué es cualquiera, expuesta igualmente, pues, a todas la vicisitudes de la competencia, a todas las oscilaciones del mercado». ¿No es esta una respuesta perfecta a aquellas pancartas, un tanto infantiles, que afirmaban: «No somos mercancía en manos de políticos y banqueros»? 25 �������������������������������������������������������������������������������������� De hecho, como se sabe, el calificativo «intelectual» apareció inicialmente como una apelación peyorativa que determinados antidreyfusistas, como Maurice Barrès o Ferdinand Brunetière, aplicaban a los representantes de la cultura que defendían al capitán Alfred Dreyfus. Entre ellos, obviamente, el propio Émile Zola.

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un/a intelectual 26?». Con sus diferentes publicaciones en los periódicos Le Figaro y L’Aurore, con sus distintos folletos autoeditados o con su famosa carta al presidente de la República francesa bajo el título Yo acuso, Zola encarnó y aglutinó algunas de las características que, a partir de entonces, acompañarían al intelectual en el desarrollo de una modernidad que no solo querría ser dinámica sino, por encima de todo, ilustrada 27. Así pues, entre las peculiaridades más relevantes a las que han hecho referencia tanto estos autores como muchos otros, cabría destacar una profunda independencia frente al poder establecido, una voluntad de expresar públicamente heterotopías críticas, un alto grado de autonomía con respecto a otros campos sociales y, por encima de todo, cierta defensa tanto de valores éticos tendentes a lo universal como una pasión inquebrantable por la verdad 28. Respecto a este último término resulta imprescindible recordar 26 ������������������������������������������������������������������������������ En este texto evitaremos hacer referencia permanentemente a los géneros, así como recurrir a la «@» o a la «x» cuando hablemos de los «intelectuales». No quiere esto decir, sin embargo, que no seamos plenamente conscientes de que los intelectuales no quedan limitados al género masculino o al femenino. Como es bien sabido, algunos de los intelectuales más relevantes de las últimas décadas emergen desde posiciones queer o de transgénero. 27 ������������������������������������������������������������������������������� Maurice Blanchot recoge, por ejemplo, la siguiente réplica que Émile Durkheim –intelectual que también defendió a Dreyfus– le hiciera a Maurice Barrès: «Nosotros no nos reconocemos ningún privilegio superior, sino que pretendemos ejercer nuestro derecho de hombres y hablar en nombre de la razón únicamente, una razón que por nuestros compromisos profesionales tenemos el deber de servir». Blanchot, M., Los intelectuales en cuestión, Madrid, Tecnos, 2003, p. 66. 28 ��������������������������������������������������������������������������������������� En lo que a lo universal se refiere, Pierre Bourdieu señala: «Los intelectuales [...] no son los portavoces de lo universal, menos todavía una “clase universal”, pero sucede

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que no solo Zola lo incluyó en el título de la compilación de artículos y cartas realizada en 1901, Yo acuso. La verdad en marcha 29, sino que lo utilizó reiteradamente, hasta en cincuenta ocasiones, en el cuerpo mismo del texto. Esta insistencia cualitativa y cuantitativa en el valor de la verdad hace evidente la importancia que esta, junto a la justicia o la independencia, habrían de tener no solo para el autor francés en aquel momento, sino también para una determinada concepción política del intelectual a partir de entonces. Casi un siglo más tarde, en los años noventa del siglo xx, en la introducción a las Conferencias Reith para la BBC publicadas bajo el título Representaciones del intelectual, Edward W. Said volvía a insistir en este asunto: «El principal deber del intelectual es la búsqueda de una independencia relativa frente a las presiones [de la universidad, de la Iglesia, del gremio profesional, de las potencias mundiales, etc.]», y continúa: «describo al intelectual como un exiliado y un marginal, como un aficionado, y como el autor de un lenguaje que se refuerza al decirle la verdad al poder»30. que, por razones históricas, tienen frecuentemente interés en lo universal ». Bourdieu, P., «Los intelectuales y los poderes», en Intelectuales, política y poder, Buenos Aires, Eudeba, p. 172. Al referirse a la verdad Maurice Blanchot señala: «El intelectual habla de la Verdad (de aquello que a él le parece verdadero), habla de la Justicia, habla del Derecho, habla hasta de la Ley, e incluso del ideal. Pero acto seguido debemos rectificar y precisar. El intelectual no es un puro teórico, está entre la teoría y la práctica. Hace públicas declaraciones, discute y se agita cuando, en algunos casos concretos, le parece que la justicia está siendo puesta en entredicho o amenazada por instancias superiores». Blanchot, M., op. cit., pp., 59-60. 29 ����������� Zola, É., Yo acuso, Barcelona, El viejo topo, 1998. 30 �������������� Said, E. W., Representaciones del intelectual, Barcelona, Debate, 2007, p. 17. En relación con algunas de las cuestiones que traeremos a colación más adelante sobre la implicación corporal del intelectual en un conflicto de carácter político, se podrían tener en cuenta las

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Ahora bien, más allá de estos atributos harto señalados, y que podríamos llegar a considerar evidentes o incluso tópicos dentro de una perspectiva moderna, lo cierto es que en un momento como el actual debemos pensar que existen dos cuestiones mucho más relevantes para analizar la figura del intelectual. Estos dos aspectos, a los que enseguida haremos referencia, estaban presentes incluso en los textos que el propio Zola escribió en aquellos años, pero curiosamente no han sido destacados con la intensidad y la importancia que hoy merecen. Al leer por ejemplo artículos como Por una internacional de los intelectuales de Pierre Bourdieu o The Public Role of Writers and Intellectuals de Edward W. Said, lo que encontramos son alusiones a la autonomía –tanto con respecto de los poderes políticos, como económicos o mediáticos– o reivindicaciones acerca de una necesaria confrontación con las injusticias que el poder promueve. Y sin embargo, más allá de estas cuestiones, que hoy tienen que asumir sus limitaciones ante la creciente intervención de las grandes corporaciones en las universidades, la mayor profesionalización y especialización de los sectores, o la dependencia (ahora superada tan solo hasta cierto punto por internet) de los canales mayoritarios de centralización de la información (televisión, grandes periódicos, cadenas de radio, etc.), lo cierto es que las dos características fundamentales para entender cuál es el acontecer coherente de lo que podríamos definir como un contemporáneo devenirintelectual son: la exposición corporal y la disolución de la propia imagen.

imágenes del propio Edward W. Said lanzando piedras en la frontera entre el Líbano e Israel el 3 de julio del año 2000 y, sobre todo, tomar nota de que desde el año 1971 estuvo bajo la vigilancia del FBI por su implicación contra la ocupación israelí.

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En primer lugar debemos considerar que el intelectual, y sobre todo en contextos históricos con una creciente conflictividad social, no lo es tanto por tener una especial lucidez a la hora de analizar problemas particulares, esto es, por ser un especialista, un erudito, un académico o un experto, sino por lo que deberíamos asumir como una cierta capacidad para llevar a cabo una «auto-exposición corporal» en el seno de un panorama político determinado. Cuando se revisa el siglo xx en busca de aquellos que habrían marcado una dinámica de lo que la actitud intelectual podría significar, nos percatamos enseguida de que una de las características más importantes ha sido el riesgo que casi todos ellos asumieron en lo que denominaríamos la acción de «poner el cuerpo». A diferencia del pensador o del filósofo que acepta trabajar desde una determinada distancia, la apertura discursiva del intelectual, su palabra, las imágenes que propone o la dinámica reflexiva que expone tienen que llevar consigo una cierta presencia del cuerpo, esto es, una apertura arriesgada frente a las lógicas efectivas o potencialmente violentas del poder establecido. Si se hace un repaso rápido de esta cuestión, y si se recuperan algunos nombres aleatorios como Walter Benjamin, Simone Weil, Malcolm X, Pier Paolo Pasolini (o tantos otros sin nombre que han desaparecido en el violento flujo de la historia), se hace evidente que no solo quedaron marcados por una gran capacidad reflexiva o por una acertada nitidez a la hora de analizar problemas de carácter sociológico, económico, político, mediático o nacional, sino por confrontar determinadas fuerzas hegemónicas hasta el punto de exponer su propia vida. «Un intelectual –escribe Maurice Blanchot en esta línea– no debe únicamente juzgar o tomar partido, debe exponerse y responder, por esa decisión, si es necesario, al precio de su libertad y de su existencia»31. 31 ��������������� Blanchot, M.��,�op. cit., p. 107.

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Así pues, el intelectual, y me gustaría insistir en esto, no puede ser identificado con un pensador sino, por encima de todo, con un agente corporal, carnal incluso, que asume, acarrea, padece y confronta el impacto de una violencia que es siempre la propia del poder. El intelectual sería entonces, hasta cierto punto, una forma de estar del cuerpo contra el poder, frente al poder, al margen de las lógicas dominantes del poder. Un cuerpo, eso sí, que expande y disemina también conceptos, afectos y preceptos capaces de rearticular la dimensión política de otros cuerpos, esto es, de una comunidad en proceso de transformación politizada. El intelectual no sería entonces ni el revolucionario («puro» cuerpo de la acción política) ni el especialista («distanciado» de la acción política), si bien podría ser, simultánea o puntualmente, tanto una cosa como la otra o fluctuar entre ambos espacios de manera permanente y según las circunstancias políticas concretas. Es interesante darse cuenta de que este dilema acerca del cuerpo, que habría que destacar como un elemento constitutivo de cualquier biografía que se ve atravesada por el impulso de la experiencia intelectual, está presente ya, incluso, en el caso del propio Zola. Cuando se revisa la biografía de los últimos años de su vida, no solo se comprueba que debido a su activa implicación contra la condena de Dreyfus le fue suspendido el grado de oficial de la Legión de Honor y se vio obligado a exiliarse en Inglaterra, sino que su muerte pudo deberse a una acción coordinada de los servicios secretos franceses. Como se señala en el prólogo a la edición en castellano de Yo acuso, «la noche del 28 al 29 de septiembre de 1902, de regreso a París tras sus vacaciones en Medán, Émile Zola muere asfixiado en su casa debido a las exhalaciones de una chimenea. Desde 1898, Zola había recibido numerosas amenazas de muerte, pero este “caso” nunca llegó a esclarecerse». Así pues, ya en este primer ejemplo de

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intelectual se hace patente que el cuerpo y la vida auto-expuesta parecen fundamentales. Es más, el propio Zola era plenamente consciente de que las decisiones que tomaba no solo constituían la expresión pública de un determinado punto de vista, sino que de manera simultánea acarreaban el riesgo efectivo que supone siempre mantener y defender la posibilidad de un horizonte político. «Al lanzar estas acusaciones –escribía por ejemplo en la carta pública al presidente de la República, Félix Faure, del 13 de enero de 1898–, no ignoro que me expongo a que se me apliquen los artículos 30 y 31 de la Ley de Prensa del 29 de julio de 1881, que castiga los delitos de difamación. Pero me arriesgo voluntariamente». No hay pues, ya en el caso del escritor francés, palabra sin cuerpo ni discurso sin acción. Cuando se recuerdan entonces las muertes de Walter Benjamin, de Malcolm X o de Pier Paolo Pasolini, y la forma en que fueron amenazados, difamados, perseguidos o asesinados, se hace patente esta cuestión fundamental a la que, como se señalaba más arriba, no se le ha prestado la atención suficiente: la potencia intelectual implica, casi a la manera de los estoicos clásicos, que al hablar de política la política misma, con su propia distorsión del espacio compartido, le atraviese a uno el cuerpo. A diferencia de tantos profesores y académicos, el intelectual sería entonces aquel que piensa corporalmente y extiende la dimensión corporal de sus afirmaciones críticas a la posibilidad de lo colectivo, con todos los riesgos (reales), que semejante postura conlleva. Y es ahí entonces, precisamente, donde retorna, por la vía del cuerpo y de la encarnación de la palabra, una cierta dimensión de la verdad; una verdad, cabe decir, comprometida. Una verdad del cuerpo que expone y se auto-expone, en su asumida fragilidad y disolución potencial, al acontecimiento político. Nada más lejos por tanto que entender al intelectual como una persona limitada o centrada en el pensamiento, en el análisis afinado de los proble-

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mas culturales o en la reflexión puramente filosófica. Nada más lejos que considerarlo tan solo como un analista preciso o especialmente acertado. Si bien todos estos elementos pueden ser constitutivos de su labor, no se constituyen en realidad como elementos suficientes. Para que la posibilidad intelectual llegue a darse –y considero fundamental seguir reivindicando esta posibilidad, que es también la posibilidad de una disolución en el todos–, tiene que existir una confrontación efectiva con unas lógicas del poder que, al menos hasta el día de hoy en Occidente, y en plena crisis económica más que nunca, están preparadas y dispuestas para devolver el golpe (policial, militar, laboral, etc.). El intelectual tiene que hacer daño al poder, tiene que ser capaz de resquebrajar determinados presupuestos en los que este logra asentar sus dinámicas policiales y tiene que estar preparado, por tanto, a que el poder responda con violencia (si es que él mismo no es ya la propia violencia). El segundo aspecto que, si bien sí ha sido puesto de relieve en varias ocasiones tampoco ha sido problematizado con el suficiente rigor al analizar la figura de los intelectuales en nuestro tiempo, es el modo de su auto-(re)presentación en la esfera pública: ¿cómo y de qué forma trabajan los intelectuales para adquirir presencia y notoriedad en un contexto sociopolítico determinado? ¿Qué lugar pretenden y quieren ocupar? ¿Por qué asumen un cierto papel y hasta qué punto anhelan convertirse en figuras de referencia? ¿Cómo y para qué fines gestionan, al fin y al cabo, la (re)presentación pública de su propia imagen? Esta cuestión, que también estaba presente en las inquietudes que Zola expuso a la hora de publicar su compilación de cartas sobre el caso Dreyfus, ha ido ganando complejidad con el avance del siglo xx hasta llegar a ser, actualmente, uno

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de los problemas más complejos sobre los que cualquier agente cultural debe reflexionar. Ya en el prólogo escrito para la publicación de Yo acuso, Zola recordaba: «No me he apresurado a publicar este volumen. [...] Me repugnaba enormemente la idea de que se pudiera creer que buscaba publicidad o que me movía el afán de lucro en una cuestión de lucha social». Casi un siglo después, en los años noventa, Pierre Bourdieu describía un horizonte sin duda preocupante: «¡Y hablar de beneficios simbólicos! Sin duda, la televisión ha contribuido mucho más que los sobornos a la degradación de la virtud civil. Ha llamado e incitado al frente de la escena política e intelectual a personajes “presumidos”, atentos –antes que nada– a hacerse ver y a hacerse valer, en contradicción total con los valores de devoción humilde por el interés colectivo que hacían el funcionario o el militante. La misma preocupación egoísta de hacerse valer (frecuentemente a costa de rivales) explica que las “declaraciones efectistas” se hayan vuelto una práctica tan común»32. No puede ser más acertada esta reflexión del sociólogo francés; la manera en que alguien gestiona las dinámicas y las circulaciones para que su voz asuma un prestigio en el espacio público no es en absoluto circunstancial o irrelevante. Por qué se habla o se escribe, cómo, cuándo, en qué medios. Todas estas preguntas, si bien pueden resultar menores en una primera instancia, terminan revelándose imprescindibles en unos entornos de mediación espectacular en los que, como bien señala Bourdieu, los beneficios simbólicos tienen un valor y una importancia mayor que cualquier soborno de carácter económico. No se trata solo de recuperar aquella premonición warholiana acerca de los quince minutos de fama, sino 32 ����������������������������������������������������������������������������������� Bourdieu, P., �������������������������������������������������������������������� «������������������������������������������������������������������� No hay democracia efectiva sin un verdadero contra-poder crítico��� »��, en Intelectuales, política y poder, op. cit., p. 181.

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de asumir que en un mundo en el que todo queda homogeneizado por el flujo interminable de la pseudo-diferencia comercial, resulta fundamental para algunos destacar e intensificar un nodo de atención (mediática). Si la ontología clásica afirmaba: «de la nada nada se hace», y la «ontología» del capitalismo podría afirmar: «sin extracción de plusvalía nada se hace», en la industria cultural se podría revisar una economía simbólica fundamentada en el: «sin audiencia nada se hace». No es extraño, por esto mismo, que Bourdieu, en su conocido ensayo Sobre la televisión 33, recuerde cómo, a partir de los años setenta, numerosos intelectuales pactaron para adecuar su discurso al imperio veloz del intervalo televisivo. Efectivamente, el intelectual, o mejor aún, una idea fosilizada del mismo, habría trabajado y trabajaría hoy intensamente para prestigiar su propia imagen y convertir su discurso en un punto de referencia de la atención mediática. Y es aquí, aunque parezca paradójico, donde se sitúa una de las cuestiones más críticas que cabe plantear a estas «figuras», más empeñadas en la promoción personal que en una confrontación pública efectiva. No son pocos los que sin escrúpulos insisten en colaborar permanentemente con los medios de comunicación dominantes, tampoco aquellos que, a través de las nuevas redes de comunicación como Facebook, Twitter o blogs de diversa índole, procuran una visibilidad obsesiva que nada tiene que ver con anhelos políticos o incluso revolucionarios de ningún tipo, sino tan solo con una promoción personal de carácter simbólico y académico o con el mero orgullo de ser escuchados. De hecho, no existe una lejanía sustancial entre estos expertos en la gestión de la auto-promoción en el campo de la cultura y los publicistas, expertos en la promoción de signos. Se trata, en último término, de dinámicas de competitividad, inversión y 33 ��������������� Bourdieu, P., Sur la télévision, París, Raisons d’Agir, 1996.

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éxito en absoluto alejadas de los «emprendizajes culturales»; modos de comportamiento personal en los que se busca obsesivamente la conversión del propio discurso en una mercancía (¿de alta gama?) para competir adecuadamente en el duro sector del debate público/académico. Si hace un momento insistíamos en que la dimensión corporal del intelectual debía tenerse en cuenta como un aspecto indiscutible para diferenciarlo del profesor, del académico o del experto, que se adaptan a las estructuras sociales de una manera más o menos «natural», ahora, en un contexto sociomediático fundado en la imposición del espectáculo generalizado, y en el cual la difusión de la propia imagen resulta tan importante o más que el bienestar material, es necesario poner en cuestión también y revisar con atención el modo en que los intelectuales generan posiciones de resistencia frente a tales coordenadas. Esta será, sin ninguna duda, una de las labores más importantes que tengan que asumir; una labor que tendrá, por qué no afirmarlo, cierto punto de auto-destrucción, de auto-crítica o de sacrificio. El intelectual, en tanto en cuanto anhela generar posturas de resistencia frente a determinadas lógicas del poder imperante, tiene que comenzar su reflexión por un análisis de las zonas que transita en el imaginario (espectacular) colectivo. El intelectual tiene que establecer una resistencia al capitalismo espectacular, informativo e inmaterial, y tiene que asumir, por esto mismo, una estrategia de la desaparición. Si Zola, en un momento en el que la cultura mediática moderna aún se encontraba en un estado incipiente, temía que su compilación de textos pudiese ser interpretada como una estrategia de promoción personal en detrimento de la lucha social a la que en realidad aspiraba, y si Pierre Bourdieu consideraba, en los años noventa del siglo pasado, que numerosos intelectuales habían sucumbido al poder de los periodistas y de los managers de la comunicación para hacerse visibles, aun a costa de la potencia crítica de sus discursos,

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hoy tendríamos que revisar con una atención exhaustiva el modo en que, por medio de las redes sociales o los periódicos, numerosos «intelectuales» trabajan en una lógica de la hipervisualidad y la auto-promoción más o menos permanentes34. 34 ���������������������������������������������������������������������������������� Resulta interesante recuperar aquí unas anotaciones que Amador Fernández Savater escribió en su blog del diario Público el 8 de julio de 2011 y que hacen alusión precisamente a este tema. Fernández Savater reconoce de manera explícita lo contradictoria que puede resultar una postura como la suya que, si bien está implicada en el movimiento 15M –un movimiento sin líderes ni portavoces oficiales–, mantiene el valor de la autoría a través de su colaboración con un medio de comunicación nacional. Desde nuestro punto de vista las respuestas que él mismo propone no resultan en absoluto convincentes y se desmontan por sí solas. Es más, si bien Fernández Savater encarnó de algún modo la lógica del intelectual que pone su cuerpo en la lucha (pues no hay duda de que ha participado en diferentes movimientos sociales y que participó también en las acciones que tuvieron lugar en las plazas y en las calles de Madrid), cayó sin embargo en la actitud de aquel que quiere convertirse en una voz de referencia; de intelectual que sabe y deja constancia del valor de su propio saber en detrimento incluso del error de otros (ver, por ejemplo, el primer párrafo de su entrada del 15 de julio). Vale la pena recuperar, a pesar de su extensión, lo que él mismo escribió aquel 8 de julio porque recoge en gran medida el problema que queremos recuperar en este artículo: «Yo mismo me pongo dos “peros”: 1. Aquí [en mi blog] el yo no se disuelve en un proceso colectivo, sigue habiendo un “autor”. 2. Todo esto se publica en un periódico, lo que da “poder” a mi voz (que ya no es una voz “cualquiera”). Sobre el punto 1: se sabe que las vanguardias de todo tipo han experimentado hace décadas con la disolución del yo en procesos y tramas colectivas, donde ya no se sabe qué es de quién, donde no hay autor asignable ni responsable, donde ningún nombre propio puede privatizar dinámicas colectivas, donde el anonimato es radical (o donde un seudónimo representa ese carácter colectivo, múltiple y descentralizado de la creación-producción: Luther Blissett, por ejemplo). Conozco, comparto, he practicado y practico esa modalidad de anonimato. Pero hoy también me pregunto si es la única vía posible para escapar de

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Si se acepta entonces que los problemas del cuerpo y de la propia imagen, la maldición del “autor individual y propietario”, si es la única articulación interesante y liberadora entre yo y nosotros, lo común y la singularidad. Veo que en las redes sociales y los blogs hay un uso de la primera persona, con la potencia que tiene ese tipo de enunciación muy encarnada, pero como un nombre propio más, como uno cualquiera; y además conectado a un flujo de conversación colectivo, aportando a un gran relato coral (blogsfera, hashtags, etc.). Quizá podamos pensar hoy también lo colectivo como un sistema de resonancias entre puntos singulares y no sólo como un mural dibujado a muchas manos. Sobre el punto 2: publicar en la tribuna de opinión de un periódico hace que mi voz sea la de “alguien” y no la de cualquiera. Los riesgos de hablar desde esa “tribuna” son claros y conocidos: colocarse como intelectual-que-sabe, personaje-protagonista que se apropia y representa un flujo colectivo, identificación de la palabra como la línea de un medio de comunicación, etc. Los riesgos están ahí, son mi sino. Hay que pensar y decidir qué se hace (y cómo) en cada situación (lo que no significa empezar de cero cada vez). ¿Cómo destituirse de la posición de saber, cómo devolver al flujo colectivo, cómo despegarse de todo alineamiento partidista de la palabra? Medité si publicar los apuntes en Público o en el blog de Acuarela y finalmente me decidí por Público. ¿Por qué? Para llevar el 15M a lugares incómodos, donde (supuestamente) no debe estar. Llevar aquí lo que está acá, hacerlo circular. Cruzar fronteras y pasar algo de contrabando. Moverse en las costuras (entre los medios y la calle, entre el periodismo y el activismo). Jugar en las reglas de un medio de comunicación, pero sorteando en lo posible sus exigencias: la información desencarnada, la opinión exterior, los textos breves y digeribles, etc. En definitiva, como dice un amigo, para extender la peste». Ver: http://blogs.publico.es/fueradelugar/date/2011/07 Ambos puntos no son en sentido estricto disociables en tanto que problema (autoría y colaboración con un periódico). Ahora bien, con respecto al primero de ellos deberíamos responder que, aunque las dudas de Fernández Savater acerca de la posibilidad de que el nombre reaparezca en contextos puntuales como el de internet son perfectamente legítimas e incluso defendibles, no parece que sea un proceso «revolucionario» fundamentado en la ausencia de líderes ni voces privilegiadas como el 15M el lugar más adecuado para experimentar con semejante opción, menos aún desde una plataforma tan privilegiada

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más allá de las cuestiones relacionadas con la autonomía del campo a las que se hacía referencia al principio del texto, son centrales en el análisis del lugar que ocupa el intelectual en un determinado contexto social, nos damos cuenta enseguida de que se plantea un dilema de difícil solución: por un lado parece que los intelectuales tuvieran que generar procesos de funcionamiento intensivos que los llevase a asumir sus discursos no como análisis apartados de los hechos, sino inmersos en ellos, mientras que, por el otro, parecerían tener que situarse en una cierta estética de la desaparición para romper con las coordenadas de la autopromoción típicas del estadio actual del capitalismo. Ahora bien, volviendo a la cita inicial de Blanchot, ¿es esta síntesis entre aparición y desaparición factible? ¿Cabe acaso la posibilidad de articular una postura intelectual semejante?¿Puede generarse una adecuación entre la obligación de poner el cuerpo (y por cuerpo entendemos la seguridad laboral, el prestigio social, las propiedades personales, la libertad o incluso, en determinados casos límite, la propia vida) y la obligación de desaparecer, de no estar a la espera del rédito curricular o mediático? Efectivamente, por muy contradictorio que esto pueda resultar, lo cierto es que semejante posibilidad se dio de manera singular, como cuarenta años antes también ocurrió en las calles de París, durante las acampadas del 15M35. Aquellos y como un periódico nacional y menos aún, si cabe, cuando el apellido que uno lleva (Savater) no es precisamente uno cualquiera. Respecto al segundo punto, habría que señalar que la alusión final a una supuesta extensión de la peste (referida posiblemente a la dignidad en Albert Camus) podría valer como excusa para cualquiera que quisiese asumir un cierto lugar privilegiado, lo cual no es, claro está, aceptable. ¿No podría afirmar exactamente lo mismo Enrique Dans en su relación con el Instituto de Empresa? 35 ������������������������������������������������������������������������������ Efectivamente, una cierta disolución ya se manifestó como posible en mayo de

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aquellas que participaron tanto en esas acampadas como en las diferentes asambleas o comisiones de trabajo fueron, cabe afirmar, operadores que atravesaron (y fueron atravesados) por lo que podríamos definir como «instantes de intelectualidad». No se trata, por tanto, de propuestas esencialistas que defenderían un «ser del intelectual» a la manera de un estado que perdura y se endurece, sino más bien como unas dinámicas transitivas basadas en la expresión pública de un cuerpo político en el espacio colectivo o, mejor aún, un cuerpo politizado que se expone y se abre a lo común, pero sin aparecer en la postura del que sobresale, sino como el de aquel que se integra y se «disuelve» en el proceso social en transformación. Así pues, cabría pensar, y defender, por supuesto, que la verdadera (ahora sí) postura intelectual no sería ni puramente singular (sujetos privilegiados) ni de todos en todo momento (populista), sino transitiva e intensiva. Una afirmación acertada (y valiente) en una asamblea, una descripción de las condiciones de explotación contemporáneas especialmente lúcida, una voz de apoyo ante la consideración expuesta por una compañera, un escrito o una pintada atinada sobre un cartón o una pared. Todas estas posibilidades serían testimonios de eso que ahora 1968. «Cuando algunos de nosotros –escribe Maurice Blanchot– tomaron parte en el movimiento de Mayo del 68, creyeron que iban a poder evitar cualquier pretensión particular, y en cierto modo lo consiguieron, a no ser considerados aparte, sino como todos los demás, pues la fuerza del movimiento antiautoritario era tal que hacía fácil el olvido de las particularidades y no permitía hacer distinciones ni entre jóvenes ni viejos, desconocidos o demasiado conocidos, como si, a pesar de las diferencias y continuas controversias, cada uno se reconociera en las frases anónimas que se escribían en los muros y que finalmente, incluso cuando habían sido elaboradas en común, jamás se anunciaban como frases de autor, siendo de todos y para todos, en sus contradictorias formulaciones». Blanchot, M., op. cit., p. 114.

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preferimos llamar dinámicas transitivas de intelectualidad, esto es, tiempos profundamente corporales, profundamente disueltos en el debate colectivo. Ser un fantasma, uno más (¿das Man?) entre tantos, pero no para quedar aletargado bajo las coordenadas biopolíticas del poder inmune de la nada, sino para aparecer, como un fogonazo que se disemina en el cuerpo de los otros; esto es, para testimoniar el impulso de verdades corporales; de cuerpos que rearticulan y redimensionan su tensión política: su exigencia vital. Los intelectuales del 15M no habrían sido entonces, claro está, todos aquellos que aguardaron en el confortable nido de la lechuza para reaparecer a posteriori y escribir textos eruditos o «esclarecedores» sobre lo que (no) fuimos, sino todos aquellos que durante un tiempo determinado (tiempo menos infinito de lo que hubiésemos querido) prefirieron ser parte de una multitud que hasta cierto punto no fue masa, sino efectiva transformación del espacio colectivo en pos de otros modos de hacer, de estar, de producir y de compartir. Esos habrían sido los auténticos intelectuales: sujetos politizados «perdidos» en el cuerpo múltiple del movimiento y que no callaron durante aquellos meses, tampoco permanecieron estáticos, sino que bajaron a las plazas para compartir sus reflexiones colectivamente, en el espacio horizontal de las asambleas, allí donde también ellos aprendieron, y esto es lo fundamental, que las contradicciones de una sociedad injusta no se descubren solo desde una teoría sabia o académica, sino que surgen también por medio de un debate político corporeizado y que es, tantas veces revelado (con mayor lucidez si cabe) por aquellos «no ilustrados» que padecen de manera directa la fuerza disolutiva del Poder/Capital, y que con dos palabras, una frase o tres coordenadas, desmontan toda su falsedad.

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GENEALOGÍA DE LA INDIGNACIÓN EN EL ESTADO SOCIAL ¿El retorno de la gran pasión política? GONZALO VELASCO ARIAS

1. Dignificar la indignación El uso del calificativo «indignados» se ha consolidado pese a que la movilización de mayo de 2011 nunca hizo de él su signo de identidad. La desconfianza se debía a la resonancia pequeño-burguesa de la indignación, que parece referir a la candorosa y momentánea expresión de moralidad mediante la que un individuo justifica su condición virtuosa a pesar de su cínica inacción. La pertinaz insistencia de los medios de comunicación en el empleo del término buscó representar la movilización como un prurito de conciencia cívica juvenil que, en el mejor de los casos, se valoraba como una recreación del lenguaje de protesta de generaciones pretéritas, o bien como un educativo ejercicio práctico de ciudadanía. Aunque aparentemente benigna, esta reducción de la protesta a una tonalidad moral, afectiva y propedéutica vehiculada por las connotaciones semánticas del término «indignación», tuvo como consecuencia la neutralización de la confrontación política planteada por la protesta. Los más avezados podrían incluso advertir en esa caracterización del movimiento la condición resentida de la «noble indignación» que, tal como advertía Nietzsche, no se

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subleva contra el sufrimiento en sí, sino contra su absurdo36: el indignado no se levantaría en protesta contra la injusticia, sino por indigencia de una fuente de sentido para la coyuntura política y económica que le permitiera autolegitimarse como víctima de la fatalidad. Por consiguiente, la imposición de la etiqueta moralizante de la indignación buscó la neutralización de la condición política de la movilización37. Así lo reconocieron igualmente los protestantes, que rechazaron esa calificación reivindicando en su lugar su activa ocupación del espacio público a través de acciones conscientes de su responsabilidad política, auto-organizadas y sostenibles más allá de la duración del primer ciclo de protestas. Frente a ello, pronto surgió un segundo mecanismo de desprestigio, esta vez emanado de sectores simpatizantes con las motivaciones de la protesta, pero escépticos con los medios, que demandaron la concreción de las propuestas y la organización de acciones programáticamente dirigidas. Pese a que, precisamente, el movimiento 15M se constituyó en el rechazo a erigirse en representante de un único discurso, la insistencia en el aspecto formal de la organización asamblearia como un fin en sí mismo, así como

36  Nietzsche, F., La genealogía de la moral, trad.de A. Sánchez Pascual, Alianza, Madrid, 2002 (4ª), pp. 89, 160. 37  Evidentemente, la represión discursiva de la protesta tuvo manifestaciones mucho más virulentas. Compruébese como muestra el estigma biopolítico de lo patológico con el que se describió la ocupación de la Puerta del Sol en Madrid desde los medios de comunicación más conservadores. Cfr. por ejemplo, «Puerta del Sol, punto de riesgo», ABC, 26/05/2011, http://www.abc.es/20110526/madrid/abcp-puerta-punto-riesgo-20110526. html. Agradezco a Germán Cano y a todo el Grupo de Análisis su atenta vigilancia a la representación mediática del movimiento 15M.

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la reivindicación de la politicidad lenta38 que este sistema de decisión exige, han terminado por retroalimentar esta última acusación. Desde sus primeros pasos, la movilización tuvo claro que la exigencia de un discurso programático esconde un intento de asimilación en la normalidad del juego político institucional. Sin embargo, es posible que el afán por reivindicar la autenticidad política del aspecto formal de su organización asamblearia, haya terminado por dar la impresión de que lo que se desplegaba en las plazas era un mero repertorio de «medios sin fin». Sin duda, esa impresión ha sido uno de los motivos de la desafección. Ante esta tesitura, la tarea del pensamiento crítico no debe limitarse a celebrar la emergencia de una negatividad que, para no caer en las redes de la racionalidad vigente y lograr la dislocación del reparto policial de los lugares, sólo pueda ser contingente, imprevisible y renuente a todo proyecto39. Antes bien, el pensamiento debe ayudar a identificar las condiciones de legitimidad de los enunciados políticamente válidos en las relaciones 38  «Hay algo nuevo respecto a las luchas anteriores: ¿De qué manera podemos agregar los discursos? Antes había una dirección inteligente, no necesariamente sectaria pero con aceleración del discurso. Aquí es menos virulenta, hay una relación con el tiempo que caracteriza mucho al movimiento indignado. Hay una temporalidad lenta pero construida que agrega y reúne y que, por ahora, ha sido un elemento de fuerza. Me parece muy característico. Es casi una transformación del modo de hacer política: antes era muy acelerado, muy ansioso. Aquí existe esa reflexión sobre la temporalidad y es un elemento muy institucional, nítido, preciso, nada anárquico. A través de esa lentitud se va depositando la voluntad común», Toni Negri en entrevista concedida al periódico Diagonal, nº 160, 1 de noviembre de 2011, http://diagonalperiodico.net/El-15M-es-el-gran-momento-de-la.html 39  Un encuentro cuya fugacidad sea condición de posibilidad del abandono de la propia individualidad y de la exposición a lo que hay en común, en términos de J. Rancière, uno de los principales referentes teóricos actuales en materia de resistencia política.

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de poder actuales. Dichas condiciones de validez funcionan como «barreras de entrada» que impiden dignificar el potencial político normativo de desaprobaciones colectivas no sujetas a la normalidad política legitimada. Por ello, nuestro objetivo es identificar críticamente esas condiciones de validez, a fin de posibilitar un análisis del potencial político de la reciente explosión de indignación. El presupuesto del que partimos, por tanto, es que los modos de representación de sentimientos sociales de injusticia no están libremente a disposición de los sujetos afectados. Al contrario, están influidos y codeterminados por las múltiples relaciones de poder en las que el individuo construye su subjetividad. Denunciar el control social de la conciencia de injusticia implica desvelar las exigencias culturales mediante las que el discurso hegemónico obliga a manifestarse a la potencial resistencia política. En este caso, esa exigencia cultural se ha concretado en la impronta moralizante de la indignación, cuyo efecto es la neutralización de su potencial político. La genealogía que trazamos a continuación buscará rastrear la evolución de esas formas de control de la expresión colectiva de injusticia, para tratar de desvelar el conflicto estructural que está en su base. 2. Genealogía de lo social En una investigación cuya finalidad es diagnosticar el desencanto y la extinción de las pasiones políticas con posterioridad a Mayo del 68, Jacques Donzelot entiende el auge de lo social, figura híbrida40 que se construyó en la 40  «Donzelot mostrará que lo social tampoco se confunde con el sector económico, puesto que precisamente inventa toda una economía social, y redefine sobre nuevas bases la

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intersección de lo civil y lo político, como dispositivo para la neutralización de un antagonismo político fundacional41. Ese origen traumático al que lo social da respuesta es la división entre la reivindicación del derecho al trabajo y la propiedad del capital que puso fin a la II República francesa en la revolución parisina de 1848. Aprobado el 25 de febrero, la abolición de los Talleres Nacionales en junio de ese mismo año, única institución encargada de materializarlo en la práctica, fue interpretada por el pueblo de París como un desprecio de la Asamblea a su capacidad política, en la medida en que anteponía los intereses particulares de la clase capitalista mayoritaria en la Asamblea a la aplicación de un derecho efectivamente aprobado42. Es entonces cuando surge la división entre el capital y trabajo y, con ella, se desvanece el ideal rousseaniano de una soberanía igual para todos 43. A partir de entonces, el derecho ya no representa un elemento de distinción entre ricos y pobres. Ni con el sector público ni con el privado, puesto que por el contrario induce una nueva figura híbrida entre lo público y lo privado, y él mismo produce una repartición, un original enlace, entre las intervenciones del Estado y sus abstenciones, entre sus cargas y sus descargas», Deleuze, G., «El ascenso de lo social», en Donzelot, J., La policía de las familias, trad. de A. Falcón, Nueva Visión, Buenos Aires, 2008, p. 216. 41  Donzelot, J., La invención de lo social. Ensayo sobre la declinación de las pasiones políticas, trad. de H. Cardoso, Nueva Visión, Buenos Aires, 2007. La traducción ha volcado el original francés «déclin» por «declinación», cuando obviamente se refiere al «declive» de las pasiones políticas. 42  De hecho, Donzelot destaca «la indignación» generada por la actitud conciliadora de la Asamblea cuando subordinó la aplicación de este derecho a la evolución de los efectivos recursos de la República, espíritu del todo análogo al de la sibilina reforma del artículo 135 de la Constitución Española en agosto de 2011. Cf. ibid., p. 31. 43  «El derecho de reunir a todos los ciudadanos contra los privilegios y el despotismo

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unión, sin un objeto de una lucha de poder entre intereses antagónicos44. Toda forma de lo político se constituye a partir de entonces como intentos de neutralizar la llamada «cuestión social»45. El mapa político contemporáneo, por tanto, puede leerse como síntoma de este traumatismo inaugural. En ese marco de interpretación de la experiencia histórica46, lo social surge como el dispositivo capaz de reabsorber el antagonismo político para el cual el derecho no era ya solución sino, al contrario, el objeto privilegiado de los intereses en lucha. Es significativo constatar moría en las barricadas de junio», Marx, K., en La guerra civil en Francia, citado por J. Donzelot en ibid., p. 34. 44  Como ejemplo de esa división antagónica considérese la siguiente afirmación de Auguste Blanqui en una carta dirigida a Maillard en 1852. En ella se constata el carácter ideológico del marco formal constituido por la República y la democracia, en tanto erigidos sobre la base del antagonismo entre trabajo y capital: «Se proclama usted republicano revolucionario. Tenga cuidado con conformarse con las palabras y ser engañado por ellas. Esa denominación, precisamente, la adoptan hombres que no son ni revolucionarios ni tan siquiera republicanos, hombres que han traicionado y engañado tanto a la revolución como a la República. [...] Deplora usted la división de la democracia. Me dice: No soy burgués ni proletario, soy un demócrata. Proscribe las palabras “burgueses” y “proletarios” como si provocaran la guerra civil. Pero, ¿a qué se nos obliga sino a hacer la guerra civil», en VV.AA., Écrits sur la révolution, Galilée, Paris, 1977, p. 351. 45  Además del citado estudio de J. Donzelot, para el recorrido genealógico subsiguiente seguiremos a Castel, R., Las metamorfosis de la cuestión social. Una crónica del salariado, Paidós, México, 1995. 46  Para el cual remito a LaCapra, D., «History, Psychoanalysis, Critical Theory», en Id., History in Transit. Experience, Identity, Critical Theory, Cornell UP, Ithaca. NY, 2004, pp. 72-106.

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cómo tanto para la Escuela Liberal como para el socialismo revolucionario el problema residía en el vacío social creado por el Estado, consecuencia del cual el ideal republicano quedaba reducido a ideología. Para la racionalidad liberal, mediante la eliminación de las mediaciones entre individuos y las instituciones propugnada por la soberanía rousseaniana, el Estado anula la sociedad civil. La consecuencia de ello era o bien el temor ante la amenaza que la intervención del Estado suponía para la propiedad y las transacciones comerciales, o bien la expectativa ante la acción estatal como ejecutor de la justicia social. Para el socialismo, el Estado capitalista suprime el tejido social necesario para la constitución de un sujeto político colectivo que se opusiera a la burguesía capitalista47. Desde ambos puntos de vista, lo social emerge con fuerza como forma de neutralizar el antagonismo trabajo-capital, sea bajo la forma de la sociedad civil o del «tejido social» reivindicado hasta hoy por la derecha y la izquierda política respectivamente48. 47  Piénsese en su célebre crítica a la concentración parcelaria de la propiedad que, al no permitir ninguna división del trabajo, aislaba entre sí a la mayoría numérica de pequeños campesinos parcelarios e impedía la formación del lazo social necesario para dotar a esa clase de existencia política. Consecuencia de ello era que «sus representantes debieran parecerle sus amos, una especie de autoridad absoluta, apropiada para protegerlos contra otras clases». Cf. Marx, K., El 18 Brumario de Luis-Napoleón Bonaparte, trad.de Elisa Chuliá, Alianza, Madrid, 2009. p. 161 y ss. La vigencia del análisis de Marx para explicar la fractura del lazo social en el sistema de producción capitalista, así como la asunción ideológica de la representación política como mal necesario, se completa en este mismo texto con la constatación de que el aparente triunfo de una sociedad de iguales libre de las servidumbres feudales propiciado por la propiedad parcelaria, fue pronto remplazado por las hipotecas generadas por el régimen de la libre competencia, el cual hizo de la tierra un nuevo campo de expansión para el capital burgués. 48  La recuperación del tejido social es hoy un mínimo común de los movimientos de

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Desde este prisma genealógico, la solidaridad aparece como la innovación conceptual que permite satisfacer a ambas partes, equilibrar el miedo y la expectativa hacia el Estado y devolver el protagonismo a la sociedad. La prolija teorización en torno a la noción de solidaridad a finales del siglo xix y principios del xx adquiere en la genealogía de Donzelot el sentido de una «invención estratégica»49, en tanto neutralización del conflicto trabajo-capital que favoreció la armonización de la práctica republicana con el desarrollo del capitalismo industrial. Como tal recurso estratégico debe ser entendida desde esta perspectiva genealógica la invención de la sociología en Émile Durkheim. En su célebre teoría social, la división social del trabajo generada por el capitalismo industrial y la consecuente acentuación de la especificidad de las tareas aumentaba la dependencia de cada uno de sus integrantes respecto de todos los demás. Con ello, el vínculo inherente a la sociedad capitalista es la «solidaridad orgánica», lazo más profundo que el abstracto contrato libre entre los individuos, defendido por el liberalismo como fundamento de la sociedad civil50. Como consecuencia, la confrontación social es interpretada como un problema de representación del lazo social y no como un problema de estructura. La anomia, que Durkheim califica de «patología social», es un fracaso en la representación que el individuo hace de su lugar en la sociedad. Por lo izquierda alternativa que desde la acción micropolítica local y en paralelo tanto a la representación macropolítica como a las formas de ocio y consumo generalizadas, tratan de revitalizar los lazos vecinales, el pequeño comercio artesanal y el consumo de alimentos que, al suprimir los mediadores y evitar la huella ecológica del transporte, aspiran a restaurar el vínculo social entre los pequeños agricultores y la ciudad. 49  Donzelot, J., La invención de lo social, op. cit., p. 57. 50  Durkheim, E., La división social del trabajo, Akal, Madrid, 2001 (4ª), pp. 163-207.

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tanto, la resistencia hacia el reparto de las cargas sociales es diagnosticado desde esta primera teorización de lo social como un patológico error en la representación de la solidaridad orgánica. En la misma clave genealógica puede interpretarse la concreción política del solidarismo teorizada paradigmáticamente por Léon Bourgeois. Para los marxistas, la solidaridad no era más que un simple medio para demorar artificialmente el inexorable curso de la Historia (hacia la sociedad sin clases); para los liberales, minaba la competencia y la iniciativa empresarial, verdaderos medios del progreso. Una vez más, ante ese antagonismo político, el solidarismo de Bourgeois asumió el reto de mediar ambos intereses identificando la solidaridad como herramienta para el progreso. En su estrategia argumentativa, el progreso social implica que toda generación incurre en deuda con la sociedad cuyo legado está usufructuando. De ello se deriva la prioridad de la deuda social respecto a cualquier derecho individual o de clase, prioridad amortizable mediante las atribuciones fiscales. Como contraprestación, el Estado se compromete a prevenir y asegurar a los nuevos agentes del progreso social contra los daños que ese mismo progreso genera. Desde este punto de vista, la solidaridad no sólo no es el obstáculo, sino que es el auténtico vehículo del progreso industrial. El análisis genealógico nos permite evidenciar que el Estado que dimana de este nuevo «contrato social» no es el resultado de un avance de la lucha obrera, tal como es interpretado por la historiografía normalizada, sino un instrumento al servicio del progreso del sistema de producción capitalista51.

51  Esta alianza entre el solidarismo y el progreso capitalista fue denunciada por G. Sorel contemporáneamente a su establecimiento. Cf. Sorel, G., Las ilusiones del progreso. Estudios sobre el porvenir social, Comares, Granada, 2011, pp. 135-169.

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En síntesis, tras la cesura originaria de 1848, el Estado se vio atenazado entre una doble exigencia. Por un lado, se le exige que afronte su responsabilidad política y elimine la oposición entre el monopolio del capital y aquellos que, por no tener otra posesión que su fuerza de trabajo, eran dominados por los primeros. Por otro, se le exigía el cumplimiento de su responsabilidad civil como garante del respeto de la libertad individual y del establecimiento de contratos y relaciones comerciales. Los potenciales normativos de acción y las pasiones políticas van a encuadrarse a partir de entonces en el intervalo que demarcan estas dos concepciones de la responsabilidad política estatal. 3. La socialización de la responsabilidad del progreso La responsabilidad es, por tanto, un objetivo constante de la lucha de poder estructural. Hasta este punto, hemos expuesto esta lucha en una línea de legitimación conceptual. En la invención estratégica de lo social, no obstante, confluyen otras líneas de choque. La literatura sobre la genealogía del Estado social privilegia entre ellas el problema de los accidentes laborales52. Pese a su apariencia sectorial, el «accidente laboral» es el germen de la concepción de justicia compensatoria que sustenta el Estado social: ¿quién es el responsable del accidente que permite al obrero trabajar, con el consecuente riesgo para su supervivencia? La 52  Además de los citados Donzelot y Castel, para una historia de la responsabilidad en el escenario de las disputas de clase relacionadas con los accidentes laborales y su intento de conciliación por medio de la solidaridad estatal, cf. Ewald, F., L´État Providence, Grasset, Paris, 1986.

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primera respuesta fue la ofrecida por el pensamiento liberal, que remitió al principio de responsabilidad individual y rechazaba la legislación de la solidaridad con los trabajadores bajo el pretexto de que el lazo social debía estar basado en un impulso moral (la caridad), y no en una exigencia normativa. François Ewald, en su monumental genealogía del Estado, providencia, muestra cómo el espectáculo de la pauperización de las nuevas aglomeraciones populares en las ciudades industriales obligó a un cambio estratégico por parte de la burguesía capitalista. Una vez se comprobó que la apelación a la responsabilidad individual no era una solución al problema, determinó asumirla por completo. El objetivo estratégico de esta decisión era garantizar una fuerza de trabajo constante y estable, que no migrara ni siquiera en periodos de crisis gracias a la garantía de las condiciones mínimas de su supervivencia. Nace entonces un poder patronal, de naturaleza análoga al foucaultiano «poder pastoral», que se hace cargo de la totalidad de la vida del trabajador. Se crean así las ciudades obreras como sociedades disciplinarias que ponen el tiempo del obrero a disponibilidad del patrón, economizan los cuerpos y administran la población mediante la moralización del ahorro, la tutela de los hijos de los trabajadores, el paternalismo de las empresas y la introducción de medidas higiénicas53. Este movimiento estratégico significó el primer instrumento de neutralización de la exigencia de justicia estructural que la racionalidad liberal pura propiciaba54. De este modo, la exigencia obrera 53  Cf. al respecto Donzelot, J., La policía de las familias, op. cit., pp. 53-95. 54  Es significativo notar cómo la racionalidad pura que fundamentaba el lazo social en la acción moral de la caridad, hoy defendida por el liberalismo teórico del que F. Hayek es representación paradigmática, dejó de ser el brazo ideológico del capitalismo en la primera

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de justicia integral mediante la imputación de la responsabilidad del mal social a la clase capitalista, es sustituida por una dependencia económica y también afectiva del trabajador respecto al patrón, que reproduce a nivel social el respeto hacia el pater familias. Ahora bien, ese acaparamiento de la responsabilidad por parte de los patronos tenía sus inconvenientes, sobre todo a partir del momento en que la jurisprudencia hizo prevalecer la responsabilidad sobre las condiciones laborales del trabajador sobre la responsabilidad civil del obrero55. La imputación de la culpa por los accidentes laborales recaía en el patrón, con un coste que no estaban dispuestos a asumir. Es entonces cuando la noción de solidaridad social, antes analizada teóricamente, viene al auxilio de los intereses del capital. En el marco de la división social del trabajo, el paradigma de la solidaridad permitía entender el riesgo laboral como un hecho social, involuntario y necesario para el progreso del que todos los miembros de la sociedad se beneficiaban. Este paso mitad del siglo xix debido a la crudeza del antagonismo trabajo-capital que generaba. En cambio, la solidaridad de Estado sí logró neutralizar una conflictividad que la clase capitalista reconocía como perjudicial. Si en el presente artículo insistimos en esta tradición francesa de conceptualización de lo social, es debido a que es el lenguaje que, en tanto europeos, nos constituye. Que el debate en la filosofía política académica haya incorporado en las últimas décadas la sistematización del liberalismo procedente de la academia norteamericana, responde en nuestra opinión a una colonización ideológica de la academia europea que tergiversa los términos de la constitución histórica de su orden político. 55  El 21 de junio de 1841 la Corte de Casación de París consideró por primera vez que el contrato laboral no eximía de responsabilidad al contratante sobre las condiciones de seguridad del trabajador. De este modo, la justicia otorgaba a los trabajadores un recurso jurídico contra su patrón. Cf. Ewald, F., L’Ètat providence, op. cit., pp. 100-101.

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es fundamental para la historia social de la responsabilidad en el Estado social contemporáneo: en este nuevo marco epistémico, el accidente ya no es casual, sino un hecho normal que necesaria y estructuralmente acontece. Como consecuencia, ya no es atribuible a la acción individual responsable, fuera esta del obrero o del patrón. Se da entonces una doble premisa: por un lado, se considera que el progreso es un fin deseable por todos en tanto sus beneficios redundan en el conjunto de la sociedad. Por otro, ante la certeza del accidente, el «riesgo profesional», considerado un mal necesario para el progreso, sustituye a la noción de culpa. En tanto atañe tanto a trabajadores como a propietarios capitalistas como beneficiarios del progreso, ambos deben contribuir en la creación de fondos de previsión para compensar esos daños necesarios para el mismo56. Nace así la tecnología de los seguros, que se manifiesta en primer término a nivel privado, con instituciones como las «cajas de ahorro» y las «mutualidades de seguros». El trabajador renunciaba así a la reparación integral en caso de accidentes a cambio de la seguridad de una reparación parcial. La seguridad de la indemnización sustituye a la incertidumbre que acarrea la reclamación de justicia estructural y modera así la pasión política en la aceptación de una justicia reparatoria que, a través de la tecnología del seguro, pronto se aplicará al conjunto de la sociedad. Desde nuestro punto de vista genealógico, esta certeza de la indemnización previamente fijada esconde una estrategia de normalización de la injusticia. No se trata de un logro del movimiento obrero sino de un recurso de la clase capitalista para acallar la exigencia social de una 56  Compensaciones que, dada su regularidad, pueden ser fijados de antemano. Cf. al respecto Foucault, M., Seguridad, territorio, población. Curso del Collège de France (1977-1978), Akal, Madrid, 2008, pp. Xx.

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justicia estructural. Mediante la estatalización de la tecnología aseguradora57, la administración pública se subordina a una noción compensatoria de la justicia, renuncia a la redistribución de la riqueza y se compromete con el desarrollo del capitalismo industrial. En una concepción reparatoria de la justicia la riqueza no se redistribuye, simplemente se administra la desigualdad. No es casual que el nacimiento de la Seguridad social estatal no se deba a un triunfo de la las reivindicaciones de la clase trabajadora (de abajo a arriba), sino a un recurso estratégico de la Prusia del canciller Bismarck (de arriba a abajo) para garantizar el orden social58. La seguridad social no fue nunca la antesala del socialismo, sino su antídoto. El Estado pasaba a convertirse en la «expresión visible del lazo social invisible», capaz de asociar en nombre del progreso incluso a aquellos grupos antagonistas en el marco de las relaciones de producción. Ya no era proclamando en la calle la injusticia de su condición la forma en la que el obrero podía beneficiarse del derecho social sino, al contrario, reafirmando sus vínculos de pertenencia a la sociedad. Se cumple así el ideal durkheimiano de orden social. En términos económicos, el efecto estratégico del nacimiento del Estado social fue la transposición a un mismo eje de las posiciones políticas antagónicas, que ahora pasaban a ser representadas como interpretaciones 57  La obligatoriedad de tener un seguro se estableció por ley en Francia el 9 de abril de 1898. Cabe destacar que EE.UU. no ha aprobado una obligatoriedad análoga hasta 2012. 58  Si bien esa reacción fue causada por la creciente fuerza del SPD, el hecho de que se tratara de una concesión por parte del poder implica que la Seguridad social se reveló históricamente como el modo idóneo para garantizar las condiciones de desarrollo del capitalismo industrial, y no como un avance hacia la sociedad sin clases. Cf. al respecto Rosanvallon, P., La crisis del Estado Providencia, Civitas, Madrid, 1995, pp. 145-9.

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contrarias de una misma racionalidad. Como afirma Deleuze en referencia a la genealogía de lo social en Donzelot, «no hay dos disputas ideológicas, sino dos polos de una estrategia sobre la misma línea»59. Tras la II Guerra Mundial, ese esquema es definitivamente reforzado por la teoría keynesiana, que permite al Estado articular circularmente lo económico y lo social en vez de dejar que una de estas lógicas predominara sobre la otra60. De esta manera la teoría keynesiana permitía preservar la neutralidad del Estado equilibrando su doble responsabilidad, la política respecto a la justicia social en su versión compensatoria, y la civil, en referencia a la «libertad negativa» individual, al tiempo que lograba realizar económicamente el ideal solidarista como medio para el progreso de la sociedad capitalista. 4. Malestar en el Estado social y reformismo La consolidación de esta nueva forma de contrato social logró desdramatizar los problemas sociales en el espacio público. No obstante, pronto surgió como efecto secundario una nueva forma de malestar existencial que cristalizó en las movilizaciones sociales de los años sesenta y setenta61. 59  Deleuze, G., «El ascenso de lo social», op. cit., p. 219. 60  Mediante un mecanismo circular, su teoría hace de lo social el medio para «sacar a flote» lo económico cuando padeciera un debilitamiento de la demanda, mediante la introyección artificial de capacidad de consumo en las clases medias. A su vez, la economía así mantenida en constante estado de buen funcionamiento, se convertía también en el medio para asegurar la continuidad de la política social que le procuraba a los trabajadores condiciones suficientes para mantenerlos a disponibilidad de los medios de producción. 61  Es preciso distinguir entre la crítica genealógica de los efectos despolitizadores del

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Aunque la relaciones de dominación entre capitalistas y propietarios parecían extirpadas, la normalización del nuevo contrato social, que estipulaba el reparto desigual de las cargas del progreso social a cambio de la expectativa de bienestar, fue experimentado a partir de los años sesenta como una nueva forma de dominio62. La resignación organizada ante la promesa de un confort, realizable a través de la recientemente adquirida capacidad adquisitiva de bienes de consumo, disminuía el valor de uso de la libertad en beneficio de su valor de cambio. El incumplimiento estructural de la promesa63 generó una acumulación de malestar que culmina a finales de esa década en un rechazo del orden temporal del progreso. Mayo del 68 debe entenderse en este contexto como una insurrección contra el orden del tiempo, contra el dominio inhibidor de la expectativa siempre diferida. De ahí que la única doctrina del levantamiento fuera la espontaneidad («uno no se enamora de una curva de crecimiento») como rechazo en acción de la postergación indefinida de todo cumplimiento. El apoyo de Marcuse a las tendencias anárquicas, desorganizadas y espontáneas como ruptura de las Estado providencia de la crítica liberal: la primera se basa en que la fijación de una justicia meramente reparatoria establecida de antemano y repartida según una categorización social esconde el antagonismo estructural entre trabajo y capital y difumina la reclamación de justicia estructural en la exigencia del cumplimiento del derecho a la compensación. La crítica liberal, por su parte, se limita a denunciar la pasividad que el exceso de expectativa en el Estado genera en los individuos, lo cual, según su criterio, coarta la iniciativa privada que en su concepción es el motor de la sociedad civil. 62  Donzelot, J., La invención de la cuestión social, op. cit., p. 133 y ss. 63  La novela de Perec, G., Las cosas, Anagrama, Barcelona, 1992, sigue siendo la mejor expresión de este malestar ante la expectativa de bienestar a través del consumo previa a la explosión de 1968.

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necesidades de la sociedad represora64, o el sustento teórico brindado por el pensamiento francés a la resistencia contingente e imprevista, en deliberada contraposición a la ética de la revolución, son el reflejo teórico de este sentido estratégico de la protesta de 1968. Ante la revelación de la responsabilidad socialmente repartida como mecanismo de poder, la estrategia de resistencia consistió en la reivindicación de la irresponsabilidad. En paralelo a este izquierdismo que no sin cautela podemos llamar «posmoderno»65, este renovado vacío social y la correspondiente apatía política motivaron una reacción reformista. Frente a la negatividad colectiva ejercida por las formas de izquierdismo que surgieron tras 1968, el reformismo supuso una revitalización de la preocupación republicana por la participación en los asuntos públicos y de la administración. El reformismo compartía con las críticas de izquierda el repudio de los efectos individualizantes del consumismo y sus nefastas secuelas para la fortaleza del «lazo social». A ello contribuía la perversión de la justicia compensatoria instalada en el Estado social a través de una normalización y una distribución de la población en grupos de riesgo que se constituían como agentes de protestas limitadas a su respectivo sector profesional. Para el reformismo, la «fetichización del estatuto laboral»66 impide la percepción del lazo social más allá de la defensa e incremento de la cuota del reparto atribuida al grupo social de pertenencia. Para el reformismo 64  Cf. Marcuse, Herbert., El hombre unidimensional. Ensayo sobre la ideología de la sociedad industrial avanzada, Ariel, Barcelona, 1984. 65  Para una crítica a la despolitización de las posiciones teóricas posmodernas una vez pierden su sentido estratégico epocal, cf. Castro, E., Contra la posmodernidad, Alpha Decay, Barcelona, 2011. 66  Donzelot, J., La invención de lo social, op. cit., p. 159.

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las posibilidades de acción normativa se encontraban atrapadas entre la pasividad sumisa ante una tecnocracia encargada de distribuir las reparaciones por los daños del inexorable progreso, o la «negatividad sin empleo» en la que lo imposible era posible tan sólo en la excepcionalidad del festejo, por expresarlo en términos de Bajtin. El reformismo, pues, no se oponía al progreso, pero percibía sus efectos antinómicos y lo sustituía por un discurso acerca del cambio en el que las instancias sociales debían volver a ser protagonistas. Frente a la pinza formada por el resentimiento y la expectativa pasiva hacia el Estado, el reformismo propuso una reorganización de las relaciones sociales en torno al paradigma de la «negociación» erigido como ritual principal de la vida social, que permitiría mediar entre el sueño de un cambio radical y la necesidad de mantener el orden en la sociedad civil. Desde el prisma genealógico que venimos siguiendo en este texto, el reformismo surgió como respuesta a las denuncias sesentayochistas del malestar en el Estado social y sus novedosas formas de expresión, que denunciaban fundamentalmente al progreso como mecanismo ideológico de dominación y propugnaban un cambio de vida y una renuncia a la tiranía del consumo y a la expectativa de bienestar para lograr cambiar la sociedad. La estrategia seguida por el reformismo fue hacer suya esa doble exigencia: cambiar la vida, cambiar la sociedad. El medio utilizado fue la apertura a la participación de la ciudadanía en la gestión y administración de ese mismo progreso que, de este modo, quedaba impune y de nuevo inmunizado a la crítica. Mediante «procedimientos de implicación» epidérmica de carácter cada vez más local (comunidad de vecinos, lugar de trabajo, municipio, etc.), la energía agente invertida por los individuos en contribuir al cambio quedaba diluida en la insignificancia. El malestar, la pasividad y la desafección política que dominan la sociedad actual son

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los efectos de la estrategia de despolitización reformista. Las sucesivas reverberaciones del malestar social son siempre aquietadas mediante una nueva formulación del vínculo social que impide elevarlo a conciencia y verbalizar sus causas en un discurso público. A tenor de esta genealogía del desapego contemporáneo por la movilización social, ¿cómo entender el origen y el sentido de la indignación en el marco del dispositivo social actual? 5. Indignación: el retorno de la gran pasión política La ola de indignación que explotó públicamente el 15 de mayo de 2011 fue detonada por la constatación insoslayable de que si bien los riesgos de la actividad capitalista seguían siendo compartidos por el conjunto de la sociedad, no ocurría lo mismo con los beneficios. Lo que es más: el nuevo capitalismo financiero había puesto en riesgo la propia posibilidad de la justicia compensatoria que rige el Estado social a causa de su barroco abuso del recurso a los mercados para financiar la deuda pública y, sobre todo, la deuda privada de los pequeños y medianos ahorradores. Esa temeridad con las condiciones de posibilidad de una noción compensatoria de la justicia, que había permitido desde los albores del capitalismo industrial que la clase trabajadora aceptara compartir los riesgos del progreso con la clase capitalista, fue la que hizo estallar la indignación. Por primera vez se rompía el pacto: en esta ocasión, esos daños no eran «hechos sociales», perjuicios estructurales necesarios para continuar la marcha del progreso hacia el bienestar. En esta ocasión, el reparto de la responsabilidad del pago se revelaba como un obsceno abuso ideológico.

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Por primera vez en mucho tiempo, por tanto, la protesta tenía como fin la acusación y la imputación de la responsabilidad del daño a un determinado grupo de interés, fundamentalmente la oligarquía financiera, con la complicidad de la clase política. Por primera vez en mucho tiempo, la insistencia en la necesidad de repartir la responsabilidad del riesgo fue evidenciada como un mecanismo de poder («esta crisis no la pagamos»). En consecuencia, la indignación ha sido la expresión de un antagonismo entre el trabajo (la inmensamente mayoritaria clase media y el creciente «iceberg social» de vidas precarias para las que las categorías socio-laborales tradicionales han dejado de ser válidas) contra el capital, inédito desde el traumatismo inaugural de 1848. Ese antagonismo es el que ha permitido liberar el potencial de acción acumulado en el malestar hacia la desigualdad estructural sobre la que se erige la sociedad capitalista. Y sin embargo, la indignación no ha sido inmune a los mecanismos históricos mediante los que la expresión del malestar en el capitalismo ha sido mitigada67. La expresión colectiva de indignación ha sido capaz de revitalizar la exigencia de justicia estructural mediante la denuncia de la brecha entre fuerza de trabajo y posesión del capital. Sin embargo, su discurso político, ante la amenaza que actualmente coacciona al Estado de bienestar, tiende a devolver al movimiento hacia una defensa de los mecanismos compensatorios del Estado social. La tesis que en este punto querría defender es que, frente al desprestigio del momento pasional propiciado por el propio movimiento 15M en favor de su organización política ulterior, el de la indignación fue el momento de mayor intensidad y potencialidad 67  Para una caracterización del liberalismo social como mecanismo de-politizador, cf. Brown, W., Regulating Aversion: Tolerance in the Age of Identity and Empire, Princeton UP, Princeton, 2006.

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política, debido a que logró exponer públicamente el carácter estructural de la desigualdad que sostiene la organización social contemporánea. La institucionalización del movimiento ha tendido a adoptar un lenguaje reformista de cambio que, si bien ha resistido a los «procedimientos de implicación» que lo invitaban a sumarse a la negociación con los agentes sociales normalizados y a embarcarse en el juego parlamentario, ha aceptado un cierto grado de convivencia con la desigualdad estructural que, en cambio, el lenguaje de las proclamas y pancartas de las primeras jornadas de manifestación pública rechazaba y denunciaba. En cierto modo, la asunción de un lenguaje republicano incluyente ha desaprovechado la ocasión de promover un discurso desde la condición de la clase trabajadora (de la inmensamente mayoritaria clase media y de la creciente condición de «desempleada»). Valga recordar en este punto la mención que más arriba se hacía al repudio de Blanqui a la etiqueta «republicano revolucionario» de los que temían romper la paz social68.

68  Resulta muy significativo que prácticamente la única protesta explícitamente trabajadora que en estos últimos años ha tenido lugar en el ya viejo occidente capitalista, se haya dado en el núcleo del Imperio, con la huelga de los trabajadores públicos de Wisconsin. La razón ha tenido que ser la eliminación absoluta del derecho a la negociación colectiva propugnada por el gobernador de este Estado del medio-este, en un país en el que esta es la única vía para obtener una mínima seguridad social, lo cual muestra que solo ante el antagonismo directo y desnudo es posible un discurso en nombre del trabajo. Cf. «Despertar del movimiento social estadounidense», Le Monde Diplomatique, mayo de 2011. Consideramos que las huelgas generales españolas de 2010 y 2012 no han servido para cristalizar ningún discurso del trabajador. Hoy, tras el cambio de gobierno, ni siquiera queda un Ministerio para el Trabajo, que ha sido relevado por un Ministerio del Empleo, que desde la misma denominación exhibe el giro hacia el empleador como objeto de sus políticas.

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En cuanto al papel jugado por el pensamiento crítico, su aportación a la verbalización conceptual de lo acontecido ha adolecido de un exceso de dependencia de la herencia conceptual de la filosofía que se desarrolló en el influjo de Mayo del 68 69: la espontaneidad como consigna única tuvo entonces como correlato filosófico la apelación a la contingencia de la comunidad en el encuentro de los cualquiera por parte de un pensamiento crítico que empezó con Marcuse y continuó con el pensamiento de la comunidad de los Blanchot y Nancy en los años 80. Tal como ha sido expuesto más arriba, el sentido de esta apelación a la espontaneidad respondía a la necesidad estratégica de contestar la estructura temporal que disciplinaba el compromiso social del individuo a cambio de una promesa de bienestar siempre diferida. La recuperación de esta filosofía para diagnosticar conceptualmente la indignación es un préstamo externo que no hace justicia a la especificidad de este pathos político. Al contrario, retornar a ese pensamiento de lo común-contingente daría a ese sentido estratégico, relativo al contexto de malestar que se dio en las décadas de 69  Para una muestra de la dependencia del pensamiento crítico actual respecto a los antecedentes y los ecos filosóficos de Mayo del 68, véase la colección de ensayos reunida en Cereceda, M., y Velasco, G., Incomunidad. El pensamiento político de la comunidad, Arena Libros, Madrid, 2011. Lo que es más: Axel Honneth valora la filosofía de Marcuse, al igual que la de Adorno, como un intento de vehicular la negatividad política a la dimensión de la pulsión psíquica (Marcuse) o del arte (Adorno) en razón a su resignación ante el «mundo totalmente administrado» por un capitalismo sin vanos, absolutamente integrado. De modo análogo, podemos comprender la ontologización de lo común elaborada por la filosofía francesa de los setenta y ochenta como una huida semejante hacia la ontología. Cf. Honneth, A., «Conciencia moral y dominio social de clases. Algunas dificultades en el análisis de los potenciales normativos de acción», en Id., La sociedad del desprecio, trad. de F. J. Hernández i Dobon y B. Herzog, Trotta, Madrid, 2011.

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los sesenta y setenta, el valor de un postulado filosófico metahistórico válido para toda circunstancia. Por lo tanto, frente a su reducción a las estrategias de resistencia de un periodo previo, la especificidad de la indignación ha consistido en vehicular un gesto político de reclamación de responsabilidad que ha logrado una re-dramatización de los problemas sociales y del antagonismo estructural trabajo-capital70. Corresponde ahora completar la genealogía del declive de las pasiones políticas con el diagnóstico de los mecanismos de control de la movilización política actualmente en curso. 6. Discurso hegemónico y conciencia de injusticia La teoría gramsciana de la hegemonía sigue siendo uno de los principales recursos teóricos para intentar explicar fenómenos de conformismo y subordinación en situaciones en la que no parece ejercerse ningún tipo de coerción. Con la genealogía precedente hemos intentado contribuir al diagnóstico del conformismo político de la clase trabajadora occidental, a pesar de la constante presencia provocadora de desigualdades del capitalismo y de la posibilidad de acceder a los remedios políticos que la democracia parlamentaria, al menos en teoría, podría ofrecer. ¿Por qué 70  Casos como el de la ocupación del Hotel Madrid, prácticamente a la espalda de la sede de la Comunidad de Madrid y más allá de la ayuda efectiva a las familias desalojadas, tienen el efecto de llevar a la escena pública el antagonismo entre el poder financiero y la fuerza de trabajo desnuda, desposeída de cualquier otra propiedad y calificación, que se manifiesta con toda su crudeza en el caso de los desalojos por la incapacidad de responder a las exigencias hipotecarias de las entidades financieras.

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una mayoría de la población trabajadora acepta o, al menos, consiente un sistema económico que se funda en una desigualdad estructural opuesta a sus intereses, cuando no se está ejerciendo ninguna coerción explícita ni existe ningún miedo a que se aplique? En primer lugar, aunque en la sociedades democráticas liberales la ideología hegemónica no excluya totalmente los intereses de los grupos subordinados, sí excluye o deforma aspectos de las relaciones sociales que, reivindicados de manera explícita, resultarían en detrimento de los intereses de las clases dominantes. Para aceptar como válida esta matización, no hace falta sostener una teoría fuerte de la hegemonía, es decir, aquella que defiende que la ideología dominante logra sus fines convenciendo a los grupos subordinados de que deben creer activamente en los valores que explican y justifican su propia subordinación. Basta con aceptar una versión débil según la cual la ideología dominante, para lograr el sometimiento, convence a los grupos subordinados de que el orden social en el que viven es natural e inevitable71. Para implementar esta segunda acepción de la hegemonía, cuyo efecto en la disposición afectiva de los subordinados es la resignación, el principal instrumento es la asunción de que las probabilidades de éxito de la acción política por el cambio son tan 71  Como señala James C. Scott, en el caso de las democracias liberales esta falsa representación concierne a los efectos de creencias oficiales como la igualdad de oportunidades económicas, el sistema político abierto y accesible, así como lo que Marx llamó «el fetichismo de la mercancía». Cada una de estas creencias, a su vez, tendría el efecto de estigmatizar al pobre como el único responsable de su pobreza, de ocultar las desigualdades y las barreras de entrada en el poder político mantenidas por el poder económico, y dar la falsa impresión a los trabajadores de que los salarios bajos o el desempleo son fenómenos totalmente impersonales, cuasi naturales. Cf. Scott, J.C., Los dominados y el arte de la resistencia, trad. de J. Aguilar Mora, Txalapata, Tafalla, 2003, p.113.

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bajas que deben disuadir cualquier empresa política activa. El tópico según el cual «no hay alternativa» al sistema, sea económico o político, resume la verbalización popular de este mecanismo policial del orden hegemónico, que propicia una cultura de la derrota y de la no participación. La «noble indignación» pequeño-burguesa caracterizada al inicio podría ser perfectamente compatible con este realismo hegemónico: sería precisamente la demostración de la persistencia de una moralidad subjetiva pese a la conciencia de la futilidad de emprender una acción colectiva. Para la noble indignación, protestar no es incompatible con la resignación. La percepción de la injusticia como un hecho social impersonal ante el que nada se puede hacer, evita el sentimiento de desengaño o desesperación, y permite adoptar frente a la situación actitudes compatibles con una vida satisfactoria que aparque la conciencia constante y oprimente de la situación general. Sin embargo, las manifestaciones de indignación generadas a partir de mayo de 2011, por su movilización colectiva, su duración y su apelación explícita al cambio que el realismo policial postula como imposible, han supuesto una brecha en ese discurso hegemónico. En cambio, al asociar la injusticia con una responsabilidad personal o de clase, las manifestaciones de indignación generadas a partir de mayo de 2011 han desmantelado la pretensión de naturalizar la injusticia, representada en la actualidad por la crisis económica, como un hecho inevitable. Hay una diferencia importante entre no aceptar un discurso hegemónico en la práctica, lo cual no tiene por qué romper el orden normativo de dominación, y negarse públicamente a aceptarlo, lo cual sí añade a la disconformidad una negativa pública que opera como un desafío72. La indignación pequeño-burguesa respondería al primer caso de disconformidad de conciencia. La indignación expresada 72  Ibid., p. 68.

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en las plazas españolas tras el 15 de mayo de 2011, por su parte, añadió el componente público de la negación explícita. Como recuerda el símil hegeliano del duelista, lo que restaura la dignidad es plantear el reto al duelo, no ganarlo, porque al hacerlo se expresa simbólicamente que aceptar la situación implicaría un menoscabo a la propia dignidad. En definitiva, la indignación logró transgredir los mecanismos de control del discurso hegemónico mediante su negación a asumir el reparto social de una responsabilidad que corresponde a los gestores del capitalismo financiero. Sin embargo, la traslación al discurso de ese sentimiento de injusticia estructural, incorporó un léxico que difuminaba esa denuncia en la reclamación de la restauración del orden social previo a la crisis. Es decir, de un orden en el que esa misma injusticia estructural estaba vigente, solo que permanecía disimulada. En términos de Gramsci, el hombre-masa actuante tiene una actividad práctica, pero no una conciencia teórica de esa actividad [...]. Su conciencia teórica puede, ciertamente, ser históricamente opuesta a su actividad. Se puede decir que tiene dos conciencias teóricas (o una conciencia contradictoria): una que está implícita en su actividad y que en realidad lo une con sus compañeros trabajadores en la transformación práctica del mundo real, y otra, superficialmente explícita o verbal, que ha heredado del pasado y absorbido críticamente. Pero esta concepción verbal no carece de consecuencias [...]: el estado contradictorio de conciencia (a menudo) no permite ninguna acción, ninguna decisión ni ninguna elección, y produce una condición de pasividad moral y política73.

73  Gramsci, A., «Introducción al estudio de la filosofía», Cuaderno 11 (XVIII), en Cuadernos de la cárcel, Era, Madrid, 1999.

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En efecto, en lugar de continuar la denuncia de la injustica estructural que la indignación desvelaba, su traslación discursiva pareció limitarse a la vigilancia de las cláusulas del contrato social previas a la crisis económica. Se postulaba la defensa de un sistema de asistencia social, el español, que está a la cola de todos los europeos, incluyendo incluso a los estados de reciente incorporación a la Unión; se defendía la recuperación de la primacía política sobre la conveniencia de los mercados, como si esa nueva jerarquía solo estuviese operativa desde reciente fecha; y se reivindicaba la prestación de una recompensa proporcional a los méritos adquiridos por una nueva generación hiperformada, olvidando en ocasiones lo que esa reclamación tiene de reproducción del discurso meritocrático y competitivo del neoliberalismo económico74. Incluso la denuncia de la corrupción de los políticos y del inexistente reparto de los beneficios del capital entre los trabajadores han sido formuladas desde una clave moral y reformista que parece presuponer que si «los de arriba» actuaran moralmente, podríamos vivir en una sociedad justa amparada por un Estado social y democrático. La deriva moral de la indignación y la tentación del resentimiento («no somos de izquierdas ni de derechas: somos los de abajo contra los de arriba») son sin lugar a duda los mayores peligros de perversión de la indignación o, lo que es lo mismo, son los mecanismos policiales más sofisticados de la ideología hegemónica75. 74  Cf. Valdecantos, A., «El súbdito adulado», El País, 21 de junio de 2011, http://elpais.com/diario/2011/06/21/opinion/1308607212_850215.html. Pese al brillante análisis, discrepo en cambio del elitista desprecio del uso de las nuevas tecnologías como medio para la creación de un sujeto colectivo de la protesta. 75  Según Barrington Moore la impugnación del poder se produce gradualmente, siendo el paso menos radical la crítica a los miembros del estrato dominante por haber violado

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En la medida en que la indignación corresponda a una conciencia de la mala prestación de los servicios contratados, es presa del discurso público hegemónico. Bourdieu habla de la «eufemización» del discurso público para referirse al ocultamiento de los hechos desagradables de la dominación y su transformación en formas inofensivas o esterilizadas76. La eufemización busca la aceptación del discurso público por parte de los afectados por los mecanismos de explotación. Vistos en su conjunto, la suma de los eufemismos constituye el halagador autorretrato del estrato dominante que borra todo rastro de desigualdad o injusticia. Ahora bien, tal como defiende James C. Scott, ese retrato puede constituir una oportunidad política para los subordinados si llegan a exigir que la clase gobernante se comporte de acuerdo con la presentación idealizada que han hecho de ellos mismos77. En ese sentido, pese a que en sí contenga la desigualdad estructural que se trata de evidenciar, la asunción del discurso del Estado social hegemónico por parte de la indignación puede ser un instrumento estratégico: para Scott, la verdadera resistencia es la que se da desde el interior mismo las reglas con las cuales pretendían gobernar. El siguiente paso sería acusar al estrato dominante en su conjunto de no respetar los principios de un gobierno democrático. El tercero consistiría en repudiar los principios mismos con los que ese estrato justifica su poder. Los dos primeros, en cambio, reflejan una actitud reformista que olvida la injusticia estructural. Cf. Moore, B., La injusticia: bases sociales de la obediencia y la rebelión, UNAM, México, 1996. Aunque el movimiento 15M ha alcanzado sin lugar a dudas este último nivel de crítica, el discurso reformista que en algunas fases ha prevalecido o ha sido exhibido por los medios de comunicación ha limitado la validez de la indignación a los primeros estadios. 76  Bourdieu, P., Esquisse d´une théorie de la pratique, Seuil, Paris, 2000. 77  Scott, J.C., Los oprimidos y el arte de la resistencia, op. cit., pp. 153-9.

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de la lógica hegemónica como una estricta exigencia del cumplimiento de sus premisas78. A nuestro parecer, sin embargo, pese a la habilidad estratégica de esta forma de resistencia, perdura el problema clásico de la conciencia teórica de la acción práctica. Por mucho que la asunción del discurso reformista sea estratégicamente más conveniente que una posición de antagonismo estructural, si no se es consciente de que es una medida estratégica, un medio y no un fin, se corre el riesgo de terminar retroalimentando aquello que se pretende contestar. ¿Es pues necesario que la indignación tome conciencia de sus causas y que la formule reflexivamente en un discurso consistente para que esta sea coherente con sus fines y no termine derivando hacia esa «noble indignación» con la que el discurso hegemónico ha querido identificarla? Axel Honneth brinda una posible salida a esta dificultad. Para el director de la Escuela de Francfort, la auténtica ética social de las capas sometidas se compone de sensaciones morales no escritas o ligadas a las experiencias, que actúan como filtro cognitivo con el que chocan los sistemas normativos hegemónicos. La moral social de estas capas, por tanto, presenta un conjunto de desaprobaciones de hechos sociales vinculados a la situación, no armonizadas entre sí y que, por tanto, difiere de las representaciones sistemáticas y consistentes de los ideales normativos de 78  Esta disyuntiva es común en las muchas de las asambleas permanentes del movimiento 15M. Por ejemplo, ante la furtiva reforma de la constitución en pleno agosto de 2011, se discutió en numerosos grupos de trabajo si la respuesta estratégicamente conveniente debía seguir la vía de una enmienda a la totalidad de una Constitución marcada ideológicamente, o si se debía atacar la reforma esgrimiendo otros contenidos de la Carta Magna (derecho al trabajo, derecho a una vivienda digna) que se consideraron legítimos y defendibles.

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justicia79. El motivo de esta diferente composición de la conciencia moral es, según Honneth, socio-estructural: en la rutina cotidiana de estas capas sociales no está incorporado algo así como una obligación de integrar sus vivencias y sus propias normas morales de acción dentro de un sistema consistentemente estructurado. Si bien su situación social también requiere un sistema cultural de interpretación que haga explicable la desigualdad experimentada y soportables biográficamente las cargas impuestas, las condiciones de validez de su discurso no exigen una fundamentación de los hechos sociales dentro de un sistema de valores absolutamente coherente y justificado. Sus convicciones normativas no están sujetas a la presión de la elaboración teórica y, por tanto, se quedan en la forma de conciencia de injusticia. Por ello, añade Honneth, una concepción que se proponga medir el potencial normativo de grupos sociales mediante ideas colectivas de justicia o mediante formas de conciencia moral, deja escapar la moral implícita [...] de la conciencia de injusticia que se deja leer solo indirectamente, esto es, en los criterios de reprobación moral de acontecimientos y sucesos sociales, [...] en acciones sociales a las que parece faltar a primera vista toda intención y dirección normativo-práctica80.

Tal como venimos defendiendo, este enfoque presupone que las posibilidades de formular y manifestar sentimientos de injusticia social están limitadas por mecanismos de poder hegemónicos. Estos pueden variar desde el sistema lingüístico formalizado y despersonalizado enseñado en las ins79  A. Honneth, «Conciencia moral y dominio social de clases», op. cit., p. 59 y ss. 80  Esta es la acusación que Honneth dirige a la teoría de la acción comunicativa de Habermas. Cf. ibid., p. 57.

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tituciones de socialización y propagado por los medios de comunicación (no puede dejar de sorprender el arraigo entre las clases trabajadoras del discurso sacrificial –«no es tiempo de protestar, lo que toca es arrimar el hombro»– en el que insiste la clase política ante la crisis económica), hasta la ideología orientada al mérito individual, a la adaptabilidad y a la percepción individual del riesgo, que aíslan las experiencias de las condiciones laborales de vida y dificultan así la identificación de la injusticia social. Una vez constatado que los sentimientos sociales de injusticia no están libremente a disposición de los sujetos afectados, Honneth advierte que la percepción de conflictos sociales normativo-prácticos depende de la profundidad de la teoría de clases que sirve de base, y de su capacidad para minar la fachada de integración absoluta de la cultura del nuevo capitalismo81. Con la genealogía del Estado social que ha sido trazada al inicio, se ha mostrado precisamente que todo el dispositivo político contemporáneo nace como respuesta a la división originaria entre trabajo y capital. A pesar del históricamente incomparable incremento del nivel de vida de los trabajadores, los componentes elementales de la «condición proletaria», la corporalidad y la dependencia exclusiva de la fuerza de trabajo, no han perdido su significado, más aún ante la creciente precarización de las condiciones laborales de la clase media y el retorno del «secuestro del tiempo integral de la vida»82, tanto a los que se refiera la jornada laboral como a la tendencia a hipotecar el futuro. Por consiguiente, la experiencia de la vida laboral y la indignación acumulada pueden y deben ser entendidas como expresiones políticas de la injusticia 81  Ibid., p. 70. 82  Foucault, M., «La inclusión forzada: el secuestro institucional del cuerpo y del tiempo personal», en La verdad y las formas jurídicas, Gedisa, Barcelona, 2005, pp. 121-149.

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estructural que si no pueden ser expresadas como conciencia de clase es por la vigencia de los mecanismos de control hegemónicos. La dignidad, en tanto conciencia de injusticia, que Honneth concede a las experiencias de las luchas laborales que se encuentran por debajo del umbral de los conflictos normativos reconocidos públicamente, debe ser la dignidad que concedamos a la indignación como retorno de la gran pasión política que señala directa, aunque no conscientemente, a la injusticia estructural. Que la motivación de la protesta social no se base en la orientación de principios políticos formulados positivamente, sino en la experiencia vital de la violación de ideas de justicia dadas intuitivamente, no va en menoscabo del carácter político estructural de la indignación. La indignación generada por la decepción de la expectativa de un reconocimiento social que se considera merecido no es meramente una pasión moral subjetiva, sino la expresión pre-consciente de una forma estructural de desprecio83. La clave en este punto consiste en entender que el potencial normativo de esa expectativa de reconocimiento no señala a su satisfacción inmediata sino al cambio estructural. La satisfacción inmediata del reconocimiento no haría sino dejar incólume la injusticia estructural. Dicho de forma grosera, que el «indignado» con dos másteres universitarios obtuviera un salario acorde a su formación no haría sino aquietar el malestar colectivo que acarrea la injusticia estructural del capitalismo. El pathos de la indignación, en suma, no debe ser minusvalorado mediante la exigencia de una formulación político sistemática. La expresión pública de la indignación colectiva no es el inicio sino la culminación activa de una conciencia de injusticia forjada en el padecimiento individual del desprecio estructural. 83  Cf. al respecto Honneth, A., «La dinámica social del desprecio: hacia una ubicación de una teoría crítica de la sociedad», en La sociedad del desprecio, op. cit., pp. 127-147.

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7. El doble peligro de la desafección El peligro de la temida desafección es doble. Por un lado, está en riesgo la participación en la asamblea, verdadero acontecimiento del movimiento en tanto y cuanto ha permitido una deconstrucción del individualismo y de sus tretas inmunitarias. La asamblea ha sido una invitación a la vulnerabilidad, a la apertura, al contagio y a la pérdida del miedo a ser tocado, cuidado y disputado por el otro. El segundo peligro atañe al desaprovechamiento del potencial normativo de la indignación que aquí hemos tratado de legitimar. La difusión de su imagen desenfocada, la de un enfado moral caprichoso e ingenuo aplicada como un fetiche por los medios de comunicación a cualquier contexto de desacuerdo, puede tener como consecuencia la auto-represión futura de ese indignado sentimiento de injusticia cuyo potencial es la denuncia de la desigualdad estructural. Al desprestigio de la explosión colectiva ha contribuido también la crítica al carácter espectacular de la ocupación inicial de las plazas. Es cierto que hubo algo en esa participación masiva de consumo de experiencias. Es cierto que el acontecimiento se fetichizó antes de que la mínima distancia temporal hubiese permitido valorar si había significado «un antes y un después» merecedor de constatar «yo estuve allí»: nos aprestamos a estar allí por si acaso la ocasión se confirmaba en un futuro84. Pero ello no obsta para que la indignación haya significado la colectivización política de la vivencia pre-política del valor estructural del trabajo y de su dinámica explotadora. Ha sido la indignación la que, 84  Para un brillante análisis de la indigencia de acontecimientos de nuestro tiempo. Cf. Pardo, J.L., «Grandes eventos», El País, 9 de agosto de 2011, http://elpais.com/diario/2011/08/09/opinion/1312840812_850215.html.

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remedando las palabras de Foucault en referencia a la sublevación, «hizo entrar la subjetividad del cualquiera en la historia»85. Y no fue una entrada cualquiera. Fue una entrada política. El 15M ha privilegiado la asamblea sobre la indignación como una rigurosa transición desde la crítica destructiva hacia la construcción. Era necesario. Sin embargo, la asamblea sin indignación corre el riesgo de perder su pregnancia estructural y derivar hacia la concesión reformista. La indignación significó un antes y después porque abrió un vano en este «mundo totalmente administrado» al señalar la desigualdad estructural de la sociedad capitalista. Y abrió igualmente un vano en la historia autocomplaciente de la España democrática al exigir la realización de su narcisista imagen en un momento en el que se descubre que el mito de la Transición ha disimulado un absoluto inmovilismo de las estructuras económicas del país, incapaces de generar trabajo una vez se han agotado las fuentes de la construcción y de las Administraciones Públicas, haciendo así de la promesa de un progreso hacia el Estado de Bienestar mero papel mojado86. La colectivización de la intuición de la injusticia social estructural dignifica la indignación como pasión política más allá del mero malestar padecido individualmente, y le permite escapar de la falsa conciencia hegemónica. Los campos conceptuales y las vías de acción que den cauce a esta indignación deben asumir la responsabilidad de reflejar todo el potencial crítico del orden social que ha logrado congregar. 85  Foucualt, M., «Inutile de se soulever?», en Dits et écrits II, Gallimard, Paris, 2001, pp. 790-5. 86  Fernández Steinko, A., «Origen y recorrido del movimiento 15M español», http:// rebelion.org/docs/139596.pdf.

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UN RELATO ÉPICO MIGUEL ESPIGADO

En el 15M todo ha sido mensaje. Desde las primeras noches de acampada en mayo a sus muestras de agotamiento a finales de 2011, todo se ha configurado como un gigantesco complejo semiótico que la labor de los activistas, el discurso de los detractores, la realidad de las acampadas cartoneras, su extensión en Internet, la respuesta de instituciones y medios de masas, han ido llenando de significado. La actividad fundamental de los implicados ha sido participar en una lucha por el control de la verdad sobre el propio movimiento, y la realidad que pretende transformar. El No a la violencia, su premisa fundamental, supuso aceptar las reglas de un juego que a la vez ha puesto en entredicho el hecho de que es la voluntad del pueblo la que rige su destino colectivo y, por tanto, la mera expresión de su voluntad ya de por sí tiene capacidad transformadora. Aunque fuera para cuestionarlo, todas las luchas de esta «revolución autorizada» se sucederán en ese campo de batalla meramente simbólico, dialéctico. El primer objetivo de su acción reivindicativa no será transformar la situación política y social, sino su relato dominante, aceptado y promovido por el poder establecido. La esperanza implícita es que esas revelaciones

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serán identificadas como la verdad por un colectivo lo suficientemente representativo como para que el establishment se sienta obligado a modificar la versión «oficial» de la realidad y en consecuencia sus actuaciones sobre la misma. Y para conseguirlo, de forma espontánea o meditada, el 15M se hará valer de unas estrategias y una retórica en plena sintonía con eso que atinamos a conocer como «épica». La épica no es solo una forma de relatar acontecimientos; también motiva las conductas y acciones que deben desembocar en ellos. Es a la vez fuerza motora y relato ensalzatorio de «la gesta». Pese a sus resonancias arcaicas y literarias, la «épica» sigue siendo uno de los modos de discurso dominantes, presente en la oratoria del trío de las Azores para luchar contra «el eje del mal», la victoria de España en el Mundial de Sudáfrica, el cine de acción, el manga de samuráis, la propaganda de la República Popular China, o la campaña de recaudación de fondos de Wikileaks para la defensa del soldado Manning. La épica es una forma de sentir determinados acontecimientos y nuestra implicación en ellos, y para llegar a esas sensaciones la realidad debe (poder) ordenarse según un determinado esquema. El suceso relevante siempre se identifica como una lucha que enfrenta a un héroe contra un enemigo, en virtud de una causa que trasciende los intereses particulares y se sitúa en un plano elevado, casi siempre ligada al deseo o necesidad de la comunidad que siente a ese héroe como suyo. Tanto como versión de un acontecimiento, como vivencia de quienes se ven incluidos en él, la épica es siempre subjetiva, en cuanto que está hecha de las emociones que suscita la lucha propia y ajena, y en cierto sentido, sirve para coordinar esas emociones dentro del colectivo afectado. No existe nada parecido a una «épica objetiva» y, sin embargo, en el 15M no ha sido sinónimo de falsedad ni de fantasía, sino que pertenece a ese territorio líquido de la subjetividad, más complejo que todo aquello que

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puede discernirse como verdadero o falso. Como participante del 15M en Salamanca a lo largo de seis meses, me basaré en mi experiencia personal, y en la de algunos compañeros que se ofrecieron a ser entrevistados, para explicar cómo esa subjetividad que llamamos épica ha determinado desde el principio al movimiento y sus repercusiones, a través de elementos consustanciales a su relato: el tiempo, la lucha, el héroe, el enemigo y la derrota. El tiempo La génesis del 15M se asemejó a un Big Bang: en apenas una pequeña fracción de tiempo se generó todo un universo en expansión que se creó a sí mismo de forma espontánea. En tres o cuatro días, una arquitectura, una forma de mensaje, un código de conducta, unos principios reivindicativos, unas comisiones de trabajo, un órgano legislativo, unos protocolos de información, etc., se materializaron en acampadas que se reprodujeron a toda velocidad por el territorio español. Si bien grupos como DRY o Malestar habían trabajado para que esa semilla germinase, nunca existieron responsables concretos del diseño, pese a la sintonía y coordinación con que decenas de miles de activistas se contagiaron de unas mismas formas de protesta en un brevísimo espacio de tiempo. Parte fundamental de la épica del 15M es el descubrimiento de una especie de ADN común en estado de latencia, gestado por una educación, unos problemas y un estatus compartidos, que contenía los valores e información necesarios para improvisar una respuesta colectiva. No es de extrañar que muchas de las sospechas y teorías conspiranoicas de los detractores del 15M se dirijan a negar esta naturaleza espontánea y apuntar a un poder en la sombra, que diera explicación a tanta coordinación. El pensamiento conservador

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se distingue por necesitar la figura de un Gran Arquitecto que simplifique los fenómenos, los haga comprensibles y manejables al darles el tamaño una sola voluntad. Pero es precisamente la inexistencia de un líder fuerte, o voluntad rectora, una de las reivindicaciones del 15M, al igual que la de que en su lugar pueda gobernar ese ADN compartido. El 15M, mito sin dioses que se gesta a sí mismo, inaugurará en estos primeros días un tiempo suspendido, con características propias, que se esfuerza por exportar más allá de sus márgenes. Por un lado, se cree participar en un momento histórico, que trasciende el vulgar ritmo de la «actualidad». «Vamos lento porque vamos lejos» será uno de los lemas más repetidos, pese a que se va rapidísimo. Por el otro, se sabe con certeza que el 15M solo existirá si participa de esa «actualidad» que tanto desprecia. Esa ambivalencia, no exenta de contradicciones, llevará a que se diseñe un calendario sincronizado con la agenda electoral, pero luego se muestre indiferencia por el resultado de las elecciones. La marea mediática en la que vivimos envueltos solo atiende a aquello que está más ligado a la «actualidad informativa», que no es más que una agenda de temas que interesa sacar en función de las necesidades de las políticas del corto plazo, y para el 15M participar en ella será la única forma de existir en la marea mediática, que es lo mismo que existir a secas, y no solo para la masa de ciudadanos que vive desde fuera el movimiento: como hijos de su tiempo, los propios activistas necesitan ver confirmada así la importancia de su actividad, pues consciente o inconscientemente, se ven igualmente influidos por esa priorización de los medios y su perversa confusión de la importancia objetiva e informativa. Es notorio el afán del 15M y otros movimientos similares como Occupy Wall Street, por programar experiencias sincronizadas, propias de una sociedad adicta a la simultaneidad del formato live. Las acampadas proliferan a la vez en todo

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el territorio, se convocan manifestaciones vía redes sociales en cuestión de horas; los streaming, retransmisiones en directo por medio de una webcam, reciben miles y miles de visitas. Sin embargo, el 15M desea desentenderse del ritmo actual. Lo demuestra con gestos como su indiferencia ante los resultados electorales: los activistas aspiran a un cambio tan profundo que esos pequeños vaivenes de poder no pueden afectar a su lectura de la realidad, pues se encuentran fuera del tiempo histórico-épico, que solo atiende a las grandes transformaciones. La difícil tarea de conciliar ese deseo de pertenecer a ese tiempo histórico y la necesidad de habitar el tiempo de la actualidad informativa obliga a recurrir a técnicas ya desarrolladas por los medios de comunicación, y que yo denominaría «épica rápida». A diferencia de la tradicional, que exigía distanciamiento temporal, un aura de idealización, fuentes múltiples y no verificables, etc., la «épica rápida» consiste en adoptar el tono épico para dar consistencia histórica al relato de lo recién ocurrido. Así, se montan vídeos que se valen de la potencia evocadora del blanco y negro, las cámaras lentas, los juegos de desenfoque y el lirismo de la banda sonora, para que, horas después de que se celebre una manifestación, una persona a cientos de kilómetros la reviva en un clip de Youtube como si ya perteneciera al mundo de lo atemporal. El 15M crea su propio tiempo suspendido, inaugurando un periodo de excepción que interrumpe el flujo de la normalidad dentro de sus dominios, mientras fuera de ellos, todo transcurre como siempre. Un activista puede participar en la plaza en un evento embebido de esa aura de actualidad histórica, para luego sentarse en una mesa a comer con sus semejantes (compañeros de piso, padres, esposo), que ignoran por completo al movimiento y continúan instalados en la más pura rutina. El 15M genera una brecha inmediata en la vivencia del presente, un dentro y

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fuera que divide a las personas según participen o no de su temporalidad. En los meses siguientes a su explosión multitudinaria, sufrirá un doble proceso: la paulatina deserción de las bases que han dejado de participar en esa sensación legendaria de los primeros días; y el esfuerzo de los activistas por dilatar al máximo el periodo de excepción que abandera su movimiento. La lucha Sin la tensión de la confrontación y la ilusión de la oportunidad histórica, el 15M tenderá a diluirse en el abandono y la desorganización, pero hasta entonces, vive para la acción, que no va dirigida a transformar directamente la realidad, sino el discurso dominante. La personalidad del 15M se desarrolla en la lucha, y alcanza toda su funcionalidad y plenitud en los momentos críticos. La singularidad de esta consistirá en generar mensaje a través de sus acciones, que adoptan un formato épico, y para ello, combina dos tipos de actuación estrechamente ligadas entre sí: la mediación y la performance. Todas las acciones principales del 15M (acampadas, manifestaciones, marchas, asambleas, pegadas de carteles) pueden entenderse como performativas, en cuanto que su función principal ha sido la de generar un mensaje y, como consecuencia de su método, procurar una experiencia vital a sus actores. El 15M ha resultado una gigantesca escenificación de una revolución popular, que provoca, entre sus participantes, la ilusión lúdica, subjetiva, de que tal revolución está ocurriendo, y acerca el 15M a una experiencia de autorrealización. A la vez, en el plano consciente, se comprenden esas acciones como meras estrategias semióticas, diseñadas para significar y publicitar un mensaje. Aunque se dan excepciones, como

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la detención de deshaucios, cuya función principal no es comunicar, sino impedir la perpetración concreta de una injusticia. El campo de la batalla real del 15M no serán las plazas, ni las calles, sino la conciencia colectiva, donde las distintas versiones de la realidad se validan, se censuran y lidian entre ellas. Pero para llevar a cabo esa pugna tan abstracta se recurre a la escenificación básica de la conquista del poder, que es la invasión territorial de los centros, tomados por la fuerza de la mayoría popular representada por los participantes de los eventos. Así, el 19 de junio, seis columnas partirán de la periferia de Madrid para confluir en el centro, al igual que harán más tarde, el 23 de julio, las seis marchas que partirán de los puntos más alejados de la península para recorrer a pie el país y confluir en el punto neurálgico de la Puerta del Sol. De los barrios al centro, y de las provincias a la capital, los indignados logran el objetivo real de luchar contra el discurso establecido, y el objetivo simbólico de procurarse una experiencia vital épica. ¿Se convertirán estas recreaciones en una válvula de escape para aliviar la presión y evitar revueltas más agresivas? ¿No será la corrupción moral de la clase política lo que lo dejaría en mera escenificación, al no darle crédito como representación del sentimiento mayoritario? ¿No es acaso la resistencia pasiva y el pacifismo una forma real de victoria que, de forma nada simbólica, derrota a las fuerzas de seguridad del Estado al desarmar el sentido de su monopolio de la violencia? Las implicaciones entre lo simbólico y lo real cobran mucha complejidad cuando se entreveran con el papel que la violencia ha tenido a lo largo de este proceso. Y esta no hará sino dispararse en el gigantesco sistema semiótico de la acampada, acción fundamental por la que el 15M será recordado y copiado en todo el mundo. «Toma la plaza», el lema con el que Democracia Real Ya secundó las primeras acampadas y ahora da nombre al portal que agrupa los sites de los grupos indignados de España,

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puede considerarse el pistoletazo de salida al relato épico que dominará el 15M desde sus inicios. La expresión castrense que alude a la conquista de cualquier posición enemiga, en este caso se referirá literalmente a las plazas –civiles, públicas, arquitectónicas– donde se sitúa el centro simbólico y a menudo institucional, de las poblaciones españolas. Allí se instalarán campamentos elaborados con materiales reciclados y técnicas caseras de construcción, que desarrollarán multitud de funciones y actividades, cada una de las cuales, al ser exhibida en el ágora, toma naturaleza inmediata de mensaje, y completa una definición in progress del movimiento. La mera (re)conquista del espacio público, secuestrada por el poder y la actividad capitalista, y su devolución para fines populares y sociales, será solo la inferencia fundamental en una primera fase de inestabilidad y resistencia, cuyo valor épico será fundamental para movilizar a toda España tras los primeros desalojos en la Puerta del Sol en Madrid. En esos primeros días, la amenaza de una intervención policial obliga a mantener el sitio con un esfuerzo hora a hora. Habrá que velar las armas en nocturnidad, manteniendo a raya las amenazas al acecho; un heroico ritual repetido desde la noche de los tiempos. En esos primeros días, los indignados se dan un aplauso cuando se levantan. Han sobrevivido, una noche más. Tras «la autorización» de las acampadas por el Ministerio del Interior, se inaugura una segunda fase, más estable, donde se pueden realizar actividades, cada una de las cuales procura tanto una experiencia a quienes viven dentro de ese tiempo suspendido como un espectáculo definitorio para quienes la observan desde la barrera de la normalidad. En su conjunto, sirven para materializar un modus operandis que siempre antepone la pureza ideológica a su funcionalidad. Se observa en la aparición de un «ideal inclusivo» que invita a una participación sin límites dentro de un ideario común, y que en poco tiempo hipertrofia la acampada con una infinidad de

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grupos de trabajo, comisiones, talleres y proyectos, muchos de los cuales quedarán abandonados al remitir la primera oleada de entusiasmo. O en el sistema asambleario abierto y callejero, tan ideológicamente impecable como problemático órgano de gobierno. El relato épico de invasión y resistencia, con su gran poder de movilización, va siendo sustituido por una colección de dinámicas y gestiones que concretan una identidad más excluyente que la lucha abstracta y superficial, cuyos aires ya solo se recuperarán durante las manifestaciones. La evolución de esta definición in progress de las acampadas, parece la misma en todos los lugares del mundo donde se ha ensayado el modelo: un comienzo fulgurante y poderosamente mediático, mientras mantiene el perfil de la conquista, y un desgaste rápido tras el acartonamiento y la elaboración de rutinas. Tras errores de enormes consecuencias, como los primeros desalojos de la Plaza del Sol, los políticos también aprenderán a evitar por todos los medios incentivar el relato épico del 15M. De ahí que muchos activistas pensaran, a finales de 2011, que la represión del PP no iría de la mano de la violencia, sino de las multas, que no generan la solidaridad de las detenciones, ni ofrecen un potente material audiovisual, y aluden a burocracias y rutinas que enfrían la épica. El control del sentido de las imágenes de la acampada y sus habitantes se revelará fundamental para que la masa rechace, se interese, o apruebe al 15M y sus objetivos. En los primeros días, triunfa la escenificación perfecta de una revolución que lanza sus reivindicaciones pacíficamente desde las puertas de los centros de poder, sin traspasarlas. Luego, cuando la acampada se convierte en un ensayo de aplicación de su ideario en la gestión de un espacio social, se producirá un fenómeno determinante para el 15M: la visibilización, reconocimiento (e inmediata estigmatización) por parte de la opinión pública, de un sector de las nuevas generaciones creciente en los

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últimos años, cristalización contemporánea del ideario hippy, la cultura de los espacios autogestionados, la conciencia ecológica, el neorruralismo y altermundismo, a veces con una preocupación más íntima (a veces, rozando lo espiritual), que sociológica o política por los males endémicos de la humanidad y el medio ambiente. Más que dirigirse a la transformación de las relaciones de poder, se distinguen por un rechazo frontal a la deriva de la sociedad contemporánea, y su deseo de crear comunidades independientes al sistema. Al adoptar el 15M el formato de una comuna autogestionada, esta facción ganará un enorme protagonismo de cara a la opinión pública, restando representatividad a otros grupos significativos, que incluyen al resto del abanico de las izquierdas, los internautas, y los indignados «puros» (víctimas de la crisis que han llegado a una concienciación política tras comprender las conexiones entre su situación de precariedad y las taras del sistema). En sintonía con esta filosofía de tintes utópicos, las acampadas se irán consolidando como espacios de autorrealización, lo que también tiene mucho que ver con la regresión a la plaza a nivel emocional. Se recrea una organización social más solidaria y colectiva, propia de las pequeñas comunidades idealizadas por la nostalgia de un mundo previo a la vida urbana. La regresión a la plaza devuelve a los acampados más jóvenes al paraíso perdido de la infancia, de las etapas más gregarias, y también, habitualmente, más felices, cuando se podía vivir en modo prospectivo, soñar con horizontes idílicos, e instalarse en un tiempo al margen de las obligaciones diarias. Las acampadas también resultan una materialización de lo que ya ocurría en la web, revelándose como la extensión física de una red abierta donde se coopera y trabaja de forma solidaria, caótica e informal para producir, consumir, y rebotar contenidos de todo tipo. Si la red se concibió, en gran medida, para dar soporte al mundo tangible, el 15M puede considerarse uno

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más de esos fenómenos incipientes en los que lo material sirve a lo virtual, y se configura en función de su arquitectura. Vivimos la culminación de un proceso histórico en el que la experiencia presencial o sensorial en la que se sustentaba nuestro conocimiento del mundo ha ido disminuyendo en virtud del aumento de las experiencias «mediadas», con las que me refiero a la interacción y cognición, a través de las telecomunicaciones y los productos culturales, de lo que se halla más allá del entorno físico y rutinario del individuo. Dentro de este panorama, en Internet han surgido nuevas rutinas en torno a las redes sociales y otros servicios en los que el espectador se convierte en participante y productor de contenidos, es decir, en mediador de la experiencia. El 15M podría considerarse, en gran medida, como un enorme productor de acciones y experiencias físicas concebidas casi exclusivamente para ser mediadas. ¿Quién iba a imaginar que la materialización de una red social iba a ser un entramado de campamentos cartoneros invadiendo el espacio público? Hasta ahora, el imaginario colectivo había recurrido a arquitecturas futuristas, megalómanas y corporativas, pero las plazas del 15M se han desvelado como una representación mucho más fidedigna del entramado de contenidos, espacios hechos por usuarios, perfiles personales, e intercomunicaciones registradas, que componen el gran territorio de Internet. Las acampadas, que podrían considerarse como platós para componer las escenas que servirán para ser mediadas digitalmente, a la vez, servirán como escaparates, arquitecturas vivas que se construyen y mutan según los estímulos que llegan a través de la red. Todo revierte en la misión fundamental de la lucha: la composición de un relato colectivo, con tintes épicos, sobre el 15M y la realidad que se pretende transformar. Con el 15M y otros fenómenos análogos, asistimos al nacimiento de una épica que cambia los medios pero mantiene viva una naturaleza que

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no ha variado sustancialmente desde la prehistoria. La creación del relato épico seguirá siendo colectiva, popular, anónima, y basada en la acción heroica o su performación. La leyenda que en tiempos homéricos no contaba con más aderezo que el verso y el rapdos, y viajaba a paso de mula por los caminos, hoy se ha convertido en un mensaje multimedia que se captura, se edita, se difunde a enorme velocidad, y se halla influenciado por los relatos manufacturados o autorales como la publicidad, el cine o el periodismo, así como el concepto actual de «información» derivado de la crisis de la Historia, la «verdad» de las ciencias experimentales, y el incremento de los soportes de fijación audiovisuales. Este colectivo mediador se hallaba totalmente interconectado y articulado antes de las acampadas, sobrevivirá a su declive, y será la estructura más operativa de todo el movimiento. Sin embargo, el 15M fracasará cuando intente recurrir a esos canales y habilidades de mediación para labores de gestión. Los activistas demuestran un enorme talento para producir mensaje a través de la acción, la performance y su mediación, pero cuando tratan de utilizar los mismos métodos basados en el caos, la solidaridad, la horizontalidad y la espontaneidad, para gobernarse y administrar, quedan al descubierto los límites del movimiento. El 15M se reveló como novedoso porque sus peculiaridades no resultaban tanto de una evolución de las ideologías históricas, como de la materialización de una filosofía que se ha ido fraguando en la red en las dos últimas décadas y ahora empieza a descubrir su potencial para ser aplicada fuera de ella. La ausencia de líderes, el carácter anónimo de los participantes (no existen listas de militantes, nadie tiene un «puesto»), su rechazo a regularse legalmente, la informalidad y espontaneidad de la participación, el caos, la liquidez, la obsolescencia, la falta de financiación y filosofía de coste cero, la obsesión por el mensaje, su vocación global, la expansión

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viral... todo lo significativo de su método resulta un calco de la forma de organización de las comunidades de Internet. El cartón y el bit serán los materiales de construcción de un mismo edificio asentado sobre el entorno virtual y espacial, que aplica en el espacio las formas de gobierno que llevan funcionando en la red desde sus comienzos. El cartón, igual de gratuito, reutilizable y customizable que el bit, será el soporte perfecto para realizar un twitteo ornamental, en el que los lemas triunfan o fracasan por estricta votación democrática. La mayoría de los eslóganes que muchos descubrieron en las pancartas del 15M (No hay pan para tanto chorizo, Me sobra mes a final de sueldo, etc.) ya eran grupos de Facebook antes del 15M. Se produce en España el primer gran acontecimiento de una nueva era en la lucha por la democracia y el bien popular, determinada por irrupción de las redes en el tablero de la Historia. Una primera fase, quizás, donde solo se han aplicado herramientas y habilidades mediadoras, y a la que deberá suceder una segunda donde se implementaran las de gestión y decisión. El héroe En un mundo donde el ciudadano concienciado se ve abocado a formar parte de un sistema que considera perverso, el 15M se presentará como una oportunidad de realizar gestas dignas de ser tratadas como relato épico. El arma de este héroe casual serán los derechos constitucionales, que enarbola en sus acciones de desobediencia civil, pero sobre todo, la tecnología que le permite mediar esta revolución simbólica, denunciar los abusos ilegales de la policía, y difundir el mensaje a través de la información y la propaganda. Sus cualidades tienen más que ver con el trabajo de una ONG que con una revolución armada: pacifismo, afán inclusivo, espíritu global, solidaridad, abnegación, capacidad de trabajo y sacrificio, compa-

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ñerismo, tolerancia, etc. Pero sobre todo, se trata de un héroe colectivo, en consonancia con la tendencia del siglo xx: la estatua ecuestre desaparece para dejar paso a los monumentos funerarios con las listas de los caídos. El héroe no es tanto ya quien triunfó y prevaleció, sino quien se sacrificó por el colectivo. Los mayores héroes del 15M también serán los mártires, esto es: los detenidos, los golpeados, los hospitalizados por las palizas de los antidisturbios, los multados. Pero esta exaltación del mártir no llegará al culto que se observa en muchos movimientos radicales de izquierda, donde la apología a sus represaliados llega a ser obsesiva en su propaganda. Quizás, porque apenas ha habido represaliados, o quizás, porque estorbarían en un movimiento anónimo, profundamente refractario a cualquier significación individual. El héroe colectivo no está dispuesto a ceder protagonismo, y sospechará de cualquier maniobra individualista. Si algo se ha afinado en la guerra democrática es la maquinaria para triturar protagonistas, del tipo que sean. La operación siempre pasa por asimilar una causa colectiva a un personaje, y destruir simbólicamente al personaje para deslegitimar su causa, como ha sucedido, por poner el ejemplo más relevante de los últimos años, con Julian Assange y la fundación Wikileaks. En la medida en que el 15M se mantiene en la indeterminación que lo liga de forma abstracta con «el pueblo,» esas operaciones de deslegitimación resultarán más arduas, aunque se intentarán de igual modo. Y mientras, el movimiento alienta un atractivo mensaje para consumo interno, condenando la filosofía de las élites que domina el discurso actual, como se desprende de su afán inclusivo, su organización horizontal y tolerante con el caos, el error, y la incompetencia. Contra el darwinismo social que se impone y obliga a los ciudadanos a competir individualmente en todos los ámbitos relevantes de su vida, el 15M supone regresar al abrigo de una colectividad donde nadie

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vale más que otro, las jerarquías han sido abolidas, y no existen disputas por ganar posiciones ya que no existen posiciones de privilegio. El único capital necesario para formar parte de esa colectividad heroica será el tiempo libre, esencial para seguir instalados en un tiempo suspendido, que no tolera rutinas fuera de las propias ni se adapta a horarios laborales o escolares. Como beneficio, se produce un efecto dignificador en los participantes que también contribuirá a la autorrealización, al ofrecer la oportunidad de invertir esfuerzo en una causa idealista, que no participa ni beneficia al sistema odiado y opresor. El héroe del 15M nunca podrá ser un triunfador que valida el sistema con su éxito personal, sino alguien castigado por sus injusticias, que de pronto encuentra un espacio que le permite aplicar su talento y capacidad de trabajo, y hacer algo extraordinario por una causa noble, frente a la humillación y el complejo de inferioridad que la crisis le provoca, al igual que al resto de los millones de despreciados. La razón de ser de la lucha del héroe siempre será su pueblo, nación, o comunidad. En el relato épico del 15M, el afán inclusivo induce a los activistas a proyectar esa idea como un sistema de círculos concéntricos donde, en primer lugar, está su acampada, luego las demás plazas ocupadas, luego la ciudad que las acoge, luego el país y finalmente el mundo. Sin el apoyo de estos colectivos, la lucha se deslegitima y con ella el relato épico, por lo que se hacen necesarias muestras constantes de adhesión por parte de esa masa abstracta que se afirma representar. Cobra vital importancia la presencia popular en las manifestaciones y asambleas, las muestras de solidaridad entre plazas nacionales e internacionales, y la pluralidad generacional, étnica y social de los participantes, fundamentales para recalcar la representatividad del movimiento ante las instituciones. Para dotar su mensaje de máxima relevancia, el 15M necesitará de ese apoyo. Sin embargo, conforme se apaga el movimiento, va perdiendo esa esencia

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para evolucionar como una plataforma de visibilización de las minorías, y reivindicaciones identitarias. El enemigo El relato épico, como versión de la realidad, solo se hace posible cuando se revela la existencia de un enemigo acérrimo que amenaza el estatus de la comunidad del héroe. En la llamada a la lucha, cualquier lectura compleja del conflicto social debe abolirse para dar paso a la dicotomía entre el bien y el mal, y su lógica bipolar, que resume la situación como una confrontación entre dos bandos, con una parte agredida, legitimada para la lucha, y una parte agresora, maligna e innoble. Como movimiento transformador del discurso, y no tanto de la realidad, la misión práctica del 15M no será tanto batir al enemigo sino identificarlo, amalgamando a los poderes fácticos en un solo antagonista que engloba políticos, mercados e instituciones, que se ven así desenmascarados de su presunción de protagonistas de la creación de oportunidades y bien social. La supuesta superación del discurso de derechas e izquierdas, rápidamente dilapidada en cuanto las plazas se lanzan a elaborar programas de izquierdas, tiene mucho que ver con esta regresión a una versión de la realidad donde solo hay un pueblo oprimido y unas minorías opresoras. La épica suele tenerse por sinónimo de ficción, pero dentro de su subjetividad, si la interpretación maniquea del 15M logra una aprobación masiva e inmediata es gracias a que la propia realidad se acerca cada vez más a esa visión maniquea del orden social y ambiental. La concentración efectiva de los poderes en un grupo global de órganos de decisión, inaccesibles para el ciudadano de a pie, la sumisión sin excepciones a una doctrina única que parece solo beneficiar a esa cúpula global y convierte

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a todos los demás, incluidos a los políticos, en esclavos mejor o peor asalariados, las continuas revelaciones que evidencian una férrea alianza para manipular a la opinión pública y esconder intereses ocultos, siempre ligados al beneficio de minorías cada vez más misteriosas y remotas... todo apunta a un mundo que parece haber vuelto a alienarse en torno a fuerzas malignas como no había sucedido desde el ascenso de los fascismos, solo que aquí no se percibe resistencia alguna, sino un sometimiento absoluto, contra el que el 15M y movimientos análogos se presentan como primera resistencia. La retórica épica del movimiento se basará, en gran parte, en la enorme desproporción de fuerzas entre los antagonistas y los protagonistas de esta revolución embrionaria. Y por si fuera poco desafío, a la situación política se suma la degradación medioambiental que se considera consecuencia directa del sistema capitalista, y que ha abocado al planeta a una catástrofe a cámara lenta, alentando entre la masa concienciada un ánimo casi milenarista de Armagedón. Desde el comienzo de la crisis, la crítica maniquea de la actualidad antes defendida por una minoría independiente ha ido cobrando fuerza y fundiéndose con aspectos más tradicionales del ideario hispano para la construcción del enemigo. Tomarán especial virulencia las protestas contra Emilio Botín, cuya notoriedad frente a sus demás colegas le convertirá en cabeza de turco para singularizar los odios atávicos contra la banca. Pero sobre todo, cobrará una importancia capital el PPSOE, criatura mitológica mitad socialdemócrata mitad neoconservador, que se revela como la gorgona a la que descabezar antes de que acabe de petrificar la democracia española. En plena consonancia con ese mantra ibérico que se podría resumir como «todos los políticos son iguales», el PPSOE resultará un artefacto devastador para la imagen de los dos partidos mayoritarios, que basan su identidad, sobre todo en campaña electoral, en una encendida

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reivindicación del antagonismo recíproco. Un avance más novedoso dentro del pensamiento ácrata popular en el 15M será la paulatina inclusión de los medios de comunicación entre las huestes enemigas. Al comienzo de las acampadas, la relación con los medios resultará casi imposible de gestionar por la falta de consenso. Solo algunos participantes los consideran desde el principio parte del golem al que destruir sin matices, mientras otros pocos los ven como uno de esos amigos de comportamiento dudoso que hay que ganarse en tiempos de guerra. Para la mayoría, aún serán dignos de confianza hasta muchas semanas después. Entretanto, al estar en el centro de la noticia, el 15M se convertirá en un gigantesco taller práctico para esas decenas de miles de participantes sobre cómo los medios manipulan la información según los intereses de los grupos de poder a los que pertenecen. Miles de activistas en toda España conocerán por primera vez la noticia de forma experimental, y podrán contrastar su versión vivencial de los hechos con la versión que aparece en la prensa. Se produce una gigantesca operación de desenmascaramiento; los participantes se van convenciendo de que la prensa es tan enemiga como los políticos y banqueros al observar la continua manipulación y ninguneo al que son sometidos. En la guerra simbólica por el control de la verdad, los medios se revelarán como la soldadesca del bando enemigo empeñado en aniquilar al movimiento y neutralizar por completo su mensaje. Y para ello, eluden la discusión sobre los temas que el 15M quiere introducir en la agenda y se centran por completo en el juicio al movimiento y sus participantes. Las estrategias llevadas a cabo son muy variadas, pero pueden agruparse en dos grandes actitudes. En una, se entroncarían todos aquellos a los que se les supone cierta afinidad con la ideología de movimiento, y les gusta proyectarse como agentes cultos, ecuánimes y constructivos, que operan para el progreso social. Entre ellos, se cuentan principalmente medios

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afines al PSOE –como El País o la Televisión Española (del momento)– y el sistema cultural nacional. Todos esos detractores quedarían englobados dentro de lo que yo llamaría «el mundo adulto», y que se distinguiría por su rechazo laxo al 15M desde una pretendida posición de madurez, de sofisticación y conocimiento. Mientras el PSOE y sus medios afines recurren a una suerte de paternalismo tolerante, que acepta las protestas a la vez que las infantiliza y las desoye, el sistema cultural, simplemente, se refugia en la inacción, la indiferencia y el silencio. Esa mezcla de tolerancia, indiferencia y reservas «adultas» ante la inmadurez, la informalidad y la inestabilidad del 15M, provocarán un efecto normalizador que resultará letal para las pretensiones de abrir un tiempo histórico de cambio. Quedará en evidencia el panorama desolador de un mundo cultural incapaz de encontrar su papel en un proceso histórico. Desde la lógica de la lucha, el establishment cultural se desenmascara como una minoría que disfruta de un estatus como agente renovador y progresista, pero que en realidad se halla integrada y conchabada con el sistema a derribar, fundamentalmente corporativo e institucional. No es casualidad que su claudicación se produzca en paralelo a la crisis del partido mayoritario pseudo-socialdemócrata, tradicional aliado y benefactor de este colectivo, como ejemplifica la complicidad del gobierno de Zapatero con la SGAE y el mundo del cine. Mucho más radical –y necesario para la posibilidad de una épica– será el antagonismo de medios asociados con la derecha y los intereses del Capital como Antena 3, Telecinco, Intereconomía, La Razón, ABC, etc., donde los generadores de opinión se emplearán a fondo para destruir al movimiento, degradando la figura del héroe a base de activar todos los prejuicios de la clase conservadora. Telecinco da instrucciones a sus reporteros para que solo entrevisten a indignados con rastas; Intereconomía fabrica un

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montaje en el que un indignado falso denuncia el consumo de porros en una acampada. Hay que denostar al héroe, robarle todo el romanticismo, y rebajarlo hasta convertirlo en la viva imagen del fracaso y la degradación moral. En las reacciones nerviosas, desmedidas, de sus antagonistas, el 15M tomará conciencia de su poder. La existencia de enemigos tan poderosos dota aún más de sentido la acción y enardece a los indignados. Y mientras, los medios de ultraderecha lanzan llamados a la lealtad de sus feligreses para organizarse en bloque contra el 15M, desplegando su arsenal típico de tesis conspiratorias que tan buenos resultados les ha dado para pastorear a sus oyentes con asuntos como los atentados de Atocha, la trama Gürtel o el Jackoleb 42. Los conservadores pedestres también amasarán su propio golem que sirve para ofrecer una versión simplificada y fácilmente consumible del enemigo: César Vidal afirma que los manifestantes están en contacto con ETA y han recibido cursos de la Kale Borroka; de la Riva, alcalde de Valladolid del Partido Popular, presenta a Rubalcaba como la mano negra que ha orquestado todo el movimiento en la sombra. La lucha de antagonismos que preside la vida pública española comienza a trasladarse al 15M, pero, mientras la derecha se posiciona en bloque en su contra, el centro-izquierda se desentiende y marca distancias. Con la progresiva retirada del apoyo popular explícito, la feroz ofensiva de los medios de comunicación, el rodillo de la actualidad informativa, el ataque hard de la derecha, y la claudicación del centro y el mundo de la cultura, el 15M irá perdiendo su guerra. La derrota A principio de 2012 no parecía muy aventurado afirmar que el relato épico del 15M había culminado con su derrota simbólica tras la victoria

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aplastante del PP en las elecciones generales de noviembre. La exaltación con la que se jaleó la participación y se mediaron las gestas a tiempo real, el idealismo romántico de los objetivos, habían generado unas expectativas imposibles de cumplir, pero a la vez imprescindibles para alentar un tiempo de cambio excepcional. El método de las asambleas y grupos de trabajo había sido fagocitado por su propio idealismo; se clausuraron las acampadas y con ellas, el tiempo suspendido; el 15M dejó de existir en la actualidad excepto como un residuo informativo. El héroe se había desmovilizado y vuelto a la normalidad, porque las guerras siempre tienen un fin, y el 15M, desde el principio se planteó como una revolución, una guerra por la toma simbólica del poder. Escribo estas líneas el 30 de mayo de 2012. Hace dos semanas que se celebró el primer aniversario del 15M, y España parece haber envejecido mucho en un año. Ante la magnitud del desastre económico presente y por venir, la protesta social se ha diversificado, y ha adoptado formas y convocado a actores más convencionales, como la huelga general impulsada desde los sindicatos mayoritarios, o las manifestaciones en defensa de la educación pública. El macro-discurso totalizador del 15M, que planteaba lecturas y soluciones de fondo, está siendo abandonado en pro de una defensa urgente de lo público ante las agresiones implacables de la política de recortes. La red fraguada durante las acampadas se ha ido adelgazando hasta convertirse en una discreta plataforma nacional donde los activistas se esfuerzan por articular una respuesta ciudadana. Pero incluso entre los más incombustibles se palpa la frustración debido a la pasividad de la población afectada –ese 99%–, que les hace invocar una vez más el tópico de sociedad avasallada y fatalista con que se viene autorretratando España desde el Barroco. Muchos participantes siguen con envidia la evolución de Grecia, donde la extrema izquierda consigue resultados históricos, y

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la ciudadanía se moviliza al margen del Estado para organizar comedores populares. Mientras, se viven episodios de escisión en el corazón del movimiento; el más visible, cuando una facción de Democracia Real YA trata de constituir DRY como asociación jurídica, ignorando sus propios mecanismos de toma de decisiones, y provocando una repulsa masiva que acaba con la expulsión de cinco miembros. Va quedando en evidencia la crisis de perspectivas de un modelo en perpetuo cuestionamiento. Ante la amenaza –real y a la vez inventada– de un recrudecimiento de las protestas, los partidos conservadores utilizan todos los medios a su alcance para la represión. El Departamento de Interior de la Consellería abre al dominio público una web para identificar «violentos». Se «fuerza el ordenamiento jurídico» para mantener en prisión a tres detenidos en la huelga del 29 de marzo, mientras el gobierno busca fórmulas para criminalizar los nuevos modelos de protesta. Los tribunales de Madrid rechazan el recurso de un simpatizante para acampar cuatro días en la Puerta del Sol, y medios como el El País modifican ligeramente su línea editorial para avivar el movimiento contra el gobierno de Rajoy, mientras otros como La Razón publican en portada retratos de líderes estudiantiles, con un montaje que recuerda a las viejas informaciones sobre etarras, junto con datos de antecedentes y militancia. La policía se muestra más violenta, aunque el PP opera con prudencia para no jalear la indignación, y prefiere aumentar las detenciones, siguiendo su política de represión penal. Sin embargo, el día del aniversario se desvelarán desproporcionadas hasta las predicciones del Poder sobre la capacidad de acción del 15M. La efemérides convoca decenas de miles de manifestantes en los núcleos del país, pero muy pocos intentarán la acampada, y el día no logrará impulsar una reactivación del movimiento. El 15M empieza a verse empequeñecido por la vorágine del drama español. Algunos piensan que se ha convertido

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en una vía de escape para canalizar de forma inofensiva el descontento. Para otros, la indignación, simplemente, se ha tornado en depresión. Con todo, no hay que confundir la derrota simbólica del 15M, lógica e inevitable dentro de su narrativa, con una falta de logros materiales. Se han procurado una experiencia de politización a generaciones de jóvenes españoles que nunca antes habían participado en la vida pública, y sobre todo, se ha contribuido de forma determinante a que el pueblo interiorice el nuevo estado de las cosas, en su eterna lucha contra las clases dominantes. El 15M ha combatido hasta la extenuación, y su épica es la de los perdedores, aquellos que sí escriben la Historia.

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LOW-FI REVOLUTION

Cartonajes, performances precarias y estéticas relacionales

MIGUEL Á. HERNÁNDEZ-NAVARRO

Pseudomorfismo o adherencia En su clásico estudio sobre la escultura funeraria desde el Antiguo Egipto al Barroco, Erwin Panofsky escribió acerca de una especie de falsa semejanza de apariencia que podía confundir y tentar al iconógrafo. Una analogía ilusoria que denominó «pseudomorfosis» y que definió como «la emergencia de una forma A, morfológicamente análoga o incluso idéntica a una forma B, aunque completamente inconexa desde un punto de vista genético» (Panofsky, 1992: 18). Para Panofsky, a lo largo de la historia del arte, uno podía encontrarse un gran número de configuraciones formales semejantes que, sin embargo, tenían un significado diferente e incluso contrapuesto y que, desde luego, no estaban conectadas entre sí. Estas formas iguales en apariencia y diferentes en sentido están también en la base del argumento de la «indiscernibilidad visual» de la obra de arte, que constituye el centro de la teoría del arte de Danto –es curioso que ambas ideas fueran desarrolladas en paralelo durante la década de los sesenta–, para quien una obra solo se comprende si se atiende a la teoría del arte

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que se encuentra bajo su configuración: «Para ver algo como arte se exige algo que el ojo no puede percibir –una atmósfera de teoría artística, un conocimiento de la historia del arte: un mundo del arte–» (Danto, 1964: 580). Es decir, que es posible que dos cosas que se aparecen como iguales a la mirada sean completamente diferentes en cuanto a su sentido y significado (Danto, 2002). La configuración visual del movimiento 15M, su aparataje visual, su modo de aparecerse –por utilizar la expresión de Martin Seel (2010)– posee muchas semejanzas con cierto tipo de arte contemporáneo de inspiración social. Me refiero especialmente a lo que Nicolas Bourriaud ha denominado «estética relacional» (Bourriaud, 2006), pero también a otras actitudes artísticas que se encuentran en una estela de trabajo con lo contextual (Ardenne, 2007; Claramonte, 2011). Aunque el propio Bourriaud insiste en que no se trata de una estética en el sentido tradicional del término –una forma–, sí que es posible observar en el arte relacional o de contexto una cierta configuración sensible común, unas formas, una apariencia que se relaciona con la precariedad, el uso de materiales pobres, la forma asamblearia, lo colaborativo, lo táctico, el happening social... Con el ojo contaminado de ver tanto arte, el crítico, el historiador o el comisario no puede evitar encontrar en las acampadas y en los modos de aparecerse del 15M configuraciones que son «visualmente indiscernibles» de las obras que ha visto en las galerías o en los museos. Las bibliotecas móviles de Thomas Hirschhorn, sus monumentos precarios, los happenings de Rikrit Tiravanija, las intervenciones mínimas de Gabriel Orozco... interceden en la visión de quien mira las bibliotecas de las acampadas, a sus muros repletos de cartonajes, sus performances culinarias... Esa estética de la precariedad, heredada del movimiento okupa, se higienizó y se hizo cool en el Palais de Tokio, y de ahí pasó a los centros culturales independientes y

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alternativos, a través de una especie de estrategia de do-it-yourself pseudocutre-estetizado que ha acabado apoderándose por completo de toda una faz del arte contemporáneo. Y es esa estética del cartonaje, de la precariedad estratégica, la que también se ha puesto en obra en los movimientos de protesta contemporáneos, que performan una especie de revolución de baja fidelidad, una low-fi revolution, que en apariencia tiene mucho que ver con lo que sucede en el ámbito artístico. Esto es precisamente lo que ha hecho que muchos hayan visto la ocupación como una gran obra de arte, o que al menos no hayan tenido claro hasta qué punto había una conexión entre ambas cosas. Demasiado parecidas como para estar desconectadas. Pero no se trata solo de la forma estética, sino también del sentido, de lo que el movimiento representa, que a primera vista también se encuentra en la estela del arte contemporáneo o que, al menos, pertenece a ese campo común de experiencia. Está claro que, tanto por la forma como por el contenido, el 15M y cierto arte contemporáneo pueden ser vistos o mirados como parte de un impulso común. El propio director del Museo Nacional Reina Sofía, Manuel Borja-Villel, en su propuesta para el ranking anual de exposiciones requerido por la revista Artforum, situaba en el número uno de su lista los eventos de la Plaza de Sol, observándolos como si se tratase de algún tipo de exposición o manifestación cultural: «Puerta del Sol, Madrid, 15 de Mayo» (Borja-Villel, 2011: 196). Aunque en su visión no hacía alusiones a la apariencia formal del movimiento, sino más bien a su significado social, no cabe duda de que la elección de este movimiento social dentro de un marco cultural –seguido por otros eventos como la exposición 1979: un monument a instants radicals, comisariada por Carles Guerra (La Virreina Centre de la Imatge, Barcelona), el proyecto visual de Suely Rolnik Arquivo para uma obra-acontecimento (Carta Blanca) o la muestra Picasso: Guitars 1912-

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1914 (MOMA)– lo situaba dentro de un contexto no eminentemente político. Esto produjo inmediatamente toda una serie de reacciones, fundamentalmente en la red, tanto de críticos de arte como de agentes políticos implicados en el movimiento que insistían en que los argumentos del director del Reina estaban fuera de lugar87. Y el debate en uno y otro caso fue siempre el mismo: que se confundían cosas, que, en el fondo, bien pensado, era una especie de pseudomorfismo, que aunque tenían apariencias o formas de aparecerse comunes, en el fondo se trataba de cuestiones completamente diferentes. Sin embargo, si uno lo piensa bien, quizá las declaraciones de Borja-Villel –y que sirven tan sólo como un ejemplo– no vayan tan desencaminadas –con independencia del sentido ideológico y de posicionamiento que tiene para un museo como el Reina este enmarcado del movimiento en los límites de la práctica cultural– y sobre todo no distan demasiado de los discursos habituales e institucionalizados acerca del arte contemporáneo: «Cansados de ver el equilibrio entre política y economía decantarse definitivamente en favor de esta última, y siendo conscientes de que la oligarquía financiera determina nuestro destino de forma aún más directa de lo que el sector militar-industrial lo hizo durante el período Fordista, una heterogénea multitud ocupó el centro de Madrid.
Durante más de un mes, miles de personas se organizaron en tiendas improvisadas, hicieron oír sus exigencias y mostraron al mundo la necesidad de repensar los principios básicos de la política y la democracia.
La llama de su indignación se extendió 87  Merece la pena destacar el sentido especialmente los textos de David G. Torres: «El reina y el 15 M» [http://www.a-desk.org/spip/spip.php?article1258]; o de Javier González Panizo: «Política y estética: la necesaria indecibilidad del arte» [http://blogeartemadrid. blogspot.com/2011/12/politica-y-estetica-la-necesaria.html

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por todo el mundo, de Tokio a Nueva York pasando por las grandes capitales europeas. 
Muchos de los que comenzaron a ocupar plazas públicas subsisten de forma precaria desde el trabajo cognitivo, lo cual de ningún modo resulta ajeno al sector del arte y la cultura» (Borja-Villel, 2011: 196).

Uno lee este texto en una revista como Artforum y no le extraña absolutamente nada. Se trata del mismo vocabulario, los mismos conceptos y las mismas referencias que han sido utilizadas en el campo artístico en las últimas dos décadas. Realmente, todo esto «de ningún modo resulta ajeno al sector del arte y la cultura». Lo que habría que preguntarse entonces es si se trata tan solo de una confusión semejante a ese pseudomorfismo del que hablaba Panofsky o si, en realidad, hay algo más, algo en común. Es curioso que las intervenciones que muchos críticos, artistas o agentes del mundo del arte y cultural han hecho acerca del 15M o, más tardíamente, de Occupy Wall Street, hayan recurrido –y este texto no es una excepción– a las mismas referencias que se dan cita en el ámbito del arte contemporáneo, como si el aparataje teórico para encarar los eventos fuese una caja de herramientas compartida y común, como si realmente lo que estuviese sucediendo fuese fácilmente teorizable desde cierto sector del arte; como si, al final, el 15M, el disenso y el antagonismo que se hizo calle, fuera el evento real que había sido anunciado por la filosofía política y escenificado –una y otra vez– en el campo artístico, como si las teorías políticas más a la moda y las cuestiones re-citadas por los agentes del mundo del arte –el canon curatorial de nombres y conceptos– se hubieran puesto en obra. Por primera vez, los críticos, comisarios, artistas o directores de museo se sabían –nos sabíamos– la teoría de corrido. Y es que, si uno hace un repaso rápido a lo que se ha publicado y dicho sobre el movimiento, se encontrará con los mismos nombres y los mismos conceptos que han sido utilizados

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para hablar del arte político contemporáneo, o de lo que podríamos llamar la politización del arte –con toda la complejidad y contradicción del término–. Sin ánimo de ser exhaustivos, podríamos decir que en el movimiento, en las acampadas, en el despertar de la conciencia política... se ha visto claramente: 1) el evento de Alain Badiou, 2) la comunidad que viene de Giorgio Agamben, 3) la razón populista de Ernesto Laclau, 4) la visibilización del desacuerdo de Jacques Rancière, 5) la fuerza de las multitudes de Michael Hardt y Antonio Negri, 6) el cuerpo sin órganos de Deleuze y Guattari, 7) el antagonismo social de Chantal Mouffe y Laclau (este repite)... y mucho más: lo común, lo anónimo, lo participativo, la política de lo amorfo, lo sensible... cuestiones todas que han sido puestas sobre la mesa una y otra vez en el ámbito del arte contemporáneo. Esta serie de teorías han sido apropiadas por cierto espectro del arte contemporáneo. Las estéticas relacionales, el arte político contemporáneo, los nuevos colectivismos, las prácticas del arte socialmente comprometido, ya sea desde el museo, la galería, la bienal o la acción social han «ilustrado» de algún modo estos conceptos políticos (Stimson & Sholette, 2007), los han hecho visibles, pero al llevarlos a su terreno también los han transformado. Como ha señalado Mieke Bal (2009), los conceptos se transforman en el viaje de una disciplina a otra, de un contexto al siguiente. Los conceptos viajan de un campo a otro y en cada lugar van tomando una serie de adherencias que ya no pueden ser limpiadas –como esos zapatos magnéticos con los que Francis Alÿs recorrió la Habana durante su intervención en la Bienal de 1994 y que iban transformando la realidad a través del arrastre–. Sin duda, cierto pensamiento político ha sido contaminado y transformado por el campo artístico. La entrada de la filosofía política en el mundo del arte no ha sido sin consecuencias –sobre todo para la filosofía–. Y en esa resituación de los conceptos también algo se ha transformado. El hacerse carne de las

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ideas, su incorporación en las obras, su realización, ha contribuido a su modificación. Una modificación que habría que estudiarse con cuidado y detenimiento en cada uno de los casos, pero que en general ha dado lugar a un proceso de banalización y «comodificación» de lo político. Quizá el ejemplo más claro es el de la estética relacional de Bourriaud, que desactiva o dulcifica cierto pensamiento político alejándolo del conflicto y situándolo en una especie de escenario de integración bondadosa donde se pretende lograr un acuerdo y un encuentro que ha sido criticado en más de una ocasión (Bishop, 2004; Martin, 2007). Como ha sido estudiado, la puesta en escena que la estética relacional hace del situacionismo o del sujeto sensible guattariano elimina bastante de la profundidad de este pensamiento, que es resumido en una escenificación del encuentro, en un display de lo político que ni siquiera llega al cuestionamiento de la institución realizado por la crítica institucional de toda la vida. La estética relacional, pero también las políticas del arte contemporáneo, al establecer una práctica de lo teórico, modifican los conceptos y los ponen de nuevo en circulación. Y son esos conceptos transformados los que utilizamos desde la institución arte para hablar de los eventos reales, en este caso del 15M. Es decir, que las palabras de Borja-Villel, sus argumentos, hay que entenderlos como parte ya de ese viaje, de esa adherencia continua de significados con la que salen los conceptos políticos tras su baño en el mundo del arte. Mi tesis aquí es que los conceptos con los que trabaja el 15M provienen precisamente de ese chapuzón de la política en el arte. Y que lo que está detrás de las formas que toman las protestas, de las pancartas, pero también del sentido de lo común y de la experiencia sensible del movimiento ha salido del mismo lugar. Y que quizá realmente no se trate de un pseudomorfismo, sino más bien de una semejanza por contacto o, mejor, por adherencia.

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Decir que el 15M es un movimiento artístico es quizá decir demasiado, pero no creo que sea exagerado decir que gran parte de los conceptos que operan en torno al movimiento sí que han pasado por el ámbito artístico y que es tras ese viaje que son recibidos ahora. Esto no resta, ni mucho menos, potencia al movimiento, pero sí tiene que ver con las explicaciones culturales y las relaciones de semejanza que se han establecido desde un principio. A estas alturas de la película, no vamos a descubrir a nadie la potencia política del 15M y todo lo que de este se deriva. En la historia de la democracia española es quizá el único movimiento que ha sido capaz de hablar de tú a tú a los aparatos institucionales del Estado sin la necesidad de formalizarse o constituirse a través de los canales establecidos para ello (partidos políticos, sindicatos, asociaciones...). Sin forma clara y sin líderes reconocibles, a través de la red y de un sistema de organización horizontal, el movimiento cuestiona y hace repensar el modo en el que se construye la democracia. Y, por supuesto, propone vías de salida a un sistema perverso y absolutamente alejado de la participación ciudadana. Lo que quisiera mostrar aquí, y quizá tan sóolo tenga la intención de apuntar algunos caminos más que resolver nada, es el modo en el que es posible encontrar una genealogía común entre las prácticas políticas y las prácticas artísticas. Una genealogía que se encuentra desde el discurso hasta la configuración visual. Y sobre todo cómo esta problemática al final saca a la luz el debate en torno a la politicidad del arte. Pero antes de llegar ahí quisiera detenerme en la cuestión de la visualidad, uno de los puntos centrales del movimiento, y también uno de los lugares de conexión entre el ámbito de la política y el contexto del arte y cultura visual de la contemporaneidad.

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Visión y precariedad El modo en el que el movimiento ha visualizado y creado una «imagen social» para una situación de desigualdad en el «reparto de lo sensible», articulando una serie de demandas comunes clave, lo convierte en un caso de análisis paradigmático y ejemplar para los estudios de cultura visual, sobre todo si estos se entienden según la clásica definición de W.J.T. Mitchell, de acuerdo con la cual los estudios visuales no sólo se encargan de la construcción social de lo visual sino también de la construcción visual de lo social (Mitchell, 2003). En este sentido, las acampadas, las protestas, las pancartas, las imágenes, los modos de organización y articulación del movimiento... son la forma visible –forma amorfa– de ideas, situaciones y relaciones de poder que emplazan concepciones del mundo, deseos, sueños, miedos, modelos, identificaciones, proyecciones... La cuestión de lo visible es central a todos los niveles. Y no puede ser, de ningún modo, separada de la cuestión política. Y es que, sin lugar a dudas, uno de los mayores éxitos del movimiento 15M ha sido la visibilización de una situación –un sentimiento y unas convicciones– que no tenían una imagen establecida en el imaginario común de la ciudadanía. El 15M ha hecho visible una serie de realidades que estaban en el aire. Les ha dado forma. Las ha articulado. Las ha aglutinado y las ha concretado en una serie de demandas concretas apostando por la fuerza de lo común. Como sostiene Jacques Rancière, la política se desarrolla en el ámbito de lo visible (Rancière, 2002). Sin embargo, no todos los sujetos forman parte de esa arena visible. Junto a los que son parte integrante, están «los sin parte», aquellos que no pueden decir – porque en lugar de logos tiene phoné, porque no pueden hablar de lo común– ni hacerse ver políticamente. La posibilidad de una politización de esos invisibles, una especie de «política

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de los sin parte» solo es posible a través de un proceso de creación de comunidad y de universalidad de los conflictos. El «sin parte» sólo puede constituirse como sujeto político si consigue visibilizar el conflicto y hacerlo extensible a una comunidad. Es así como tuvo lugar el movimiento de los sans-papiers, que el propio Rancière utiliza como ejemplo. Los inmigrantes ilegales se apropiaron de esa invisibilidad y la reclamaron como una posición al grito de «soy un sin-papeles». Nombrándose a sí mismos como lo innombrable, lograron establecer una cierta visibilidad que no era la visibilidad controlable por la policía, sino la que reclama un lugar visible en la política. Sin duda, «los indignados» –término que usamos a falta de otro mejor– reclaman su parte política del mismo modo que los «sin papeles», a través de formas y modos de organización que no son fácilmente controlables por los mecanismos de ordenación de la police. El 15M es un ejemplo de cómo la constitución de visibilidad supone una entrada en la política. El movimiento se ha hecho visible y se ha mostrado para constituirse políticamente. Y ese mostrarse ha tenido lugar a través de la generación de visibilidad a varios niveles, articulando de un modo magistral, nunca visto hasta el momento con esa intensidad, el ámbito de lo inmaterial con el ámbito material: el trabajo con los mecanismos y plataformas de enunciación a través de la red 2.0.; y el trabajo con las visibilidades corporales por medio de la ocupación y reapropiación simbólica y real del espacio urbano, tomando la calle y la plaza. Una de las claves de la potencia del movimiento y de su entrada en la política se encuentra, por tanto, en la utilización sabia de estos dos regímenes de relación: el virtual y el corporal. La revolución está siendo la revolución de las ideas, de la comunicación y la red inmaterial; pero no está dejando de ser la revolución de los cuerpos. Quizá esto ha sido –y

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sigue siendo– el fundamento de todo, el haber entendido la potencia de la tecnología, en su vertiente emancipadora, pero haber mostrado la presencia de los cuerpos como un resto ineludible que mancha la virtualidad pura, y que al mismo tiempo constituye aún un criterio de visibilidad necesario en un mundo creado sobre la utopía del borramiento y la desmaterialización de los sujetos. Esta doble articulación virtual/real o mejor, inmaterial/material –porque todo es real– presenta uno de los aspectos más relevantes de la visualización del movimiento en la sociedad. Algo que se produce a través de una suerte de convergencia tecnológica donde se dan la mano tecnologías avanzadas con tecnologías precarias, la acertada mezcla de Twitter y los programas de diseño con el cartonaje y la cinta aislante. Uno podría haber imaginado que un movimiento que se origina en las redes sociales y el mundo de Internet se iba a construir como una revolución de diseño. Y sin embargo, las formas de la protesta, los campamentos, las pancartas, responden a una estética completamente diferente. Una estética que recuerda casi inmediatamente a las formas de la estética relacional. Y no sólo por el sentido primario del término –la contribución al encuentro y a la producción de comunidades intersticiales–, sino sobre todo por la apariencia precaria de sus formas. Construcciones efímeras, perecederas, que sin embargo se cargan de un gran potencial simbólico para desafiar a las grandes estructuras rígidas del mundo contemporáneo. Como sugería más arriba, el agente del mundo del arte no puede borrar de su mente las instalaciones que ha visto de artistas relacionales y observar los campamentos como si fueran una gran obra de arte, una gran performance donde, por fin, la reunión, la comunidad, la relación... hubiera llegado a la calle real. Una estética precaria –de cartones, cinta aislante y fanzine– que convive con la tecnología más avanzada a nivel

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de usuario –ordenadores, móviles de última generación, transmisión en streaming de las asambleas, etc.–. Lugares de convergencia de regímenes tecnológicos distintos, que sin embargo se amoldan y se dan la mano con una naturalidad pasmosa en todas las direcciones; de lo tecnológico a lo precario o de lo precario a lo tecnológico, como, por ejemplo, los diseños por ordenador, los banners en los blogs, las imágenes de perfil de Twitter de muchos usuarios, que adquieren la apariencia y el toque retro vintage del esténcil y la pancarta artesanal. En cierto modo, las pancartas, las asambleas, las acampadas, las proclamas... son una especie de búsqueda de la política real primitiva, de ese estado del polemos antes de la polis, de la discusión, de lo común conflictual; también una búsqueda de lo impulsivo y lo natural, una especie de regreso al paraíso comunal. Pero un regreso mediado por la alta tecnología. La artesanalidad más como estrategia de imagen que como realidad. Un do-ityourself hipertecnologizado que es también una característica básica de gran parte de los lugares emanados del intersticio del arte y la cultura. Lugares de cochambre e intercambio dotados de alta tecnología y ordenadores de última generación... como si fuera necesario camuflar la tecnología bajo la forma de lo cutre. Una estética del cartón que esconde la maquinaria más avanzada. Se trata, en cierto modo, de un proceso de ensuciamiento de la tecnología, de profanación, de ruptura de esa higienización a la que está sujeta. Una especie de política hacker que rompe y desestructura las memorias de programa de los dispositivos, es decir, sus indicadores de consumo, para buscar formas alternativas, soberanas, de apropiación. Esta estética alternativa no dista demasiado de lo que Bourriaud definió en Postproducción como «la forma dominante del arte de los noventa», que «se acerca al mercado al aire libre, al bazar, a la feria, reunión temporaria y nómada de

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materiales precarios y productos de diversas procedencias. El reciclaje (un método) y la disposición caótica (una estética) suplantan como matrices formales a la vidriera y los anaqueles» (Bourriaud, 2004: 29) Es curioso cómo en la era del Photoshop y la High Definition la imagen de la revolución se produce y construye en low-fi, como si la definición y claridad absoluta de la imagen la alejase de la realidad. Como ha señalado Andrés Hispano, «nunca como hoy, desde el origen de la fotografía, hemos dependido tanto de imágenes en baja resolución» (2007: 55). Son las imágenes precarias, desdefinidas, las que se encuentran hoy «cerca de la verdad». La indefinición y la precariedad aparecen entonces como sinónimos de la autenticidad visual. En la era de la imagen hipertecnologizada, las imágenes que creemos son las que provienen del ámbito más bajo. Las imágenes de las cámaras de vigilancia, las de los teléfonos móviles, las de nuestros vídeos domésticos... las que rigen el criterio de verdad. Es como si la verdad de la imagen se hallase en el ámbito precario de lo doméstico frente a las imágenes falsas del espectáculo, como si la verdad, la realidad real, la catástrofe, quisiera escapársenos, y como si, a pesar de tener todos los medios, sólo fuese posible acotarla y apresarla a través de lo precario y lo cercano. Esa visualidad precaria es utilizada por el arte contemporáneo como una estrategia de posicionamiento frente al espectáculo (Lamoureux, Ross & Asselin, 2008). Una búsqueda de la diferencia que, sin duda, constituye también el espíritu de la indignación a través de tácticas de resistencia simbólicas que incorporan «lo otro» del sistema, en este caso, la estrategia de lo precario más como una imagen de marca que como una realidad. Aunque, por supuesto, nadie lo niega, es la precariedad acuciante de un gran número de realidades al borde de lo terrible lo que inspira esta precariedad visual, tampoco se puede negar que hay en el uso de esas

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estéticas low-fi un elemento de performance y representación consciente. Y es precisamente esa consciencia que transforma la realidad en imagen la que proviene del mundo del arte, de ese arte relacional que ha performado constantemente la precariedad desde una institución como la artística, sujeta a unas economías en las antípodas de lo precario. Lo que intento sostener –más con intuiciones que con una argumentación que necesitaría de mucho más espacio del que dispongo– es que es de esa modificación sensible de la política que se opera en el mundo de donde surge gran parte del modo de apariencia –social y formal– del 15M. Aunque por supuesto, el punto de partida es una situación real y trágica, su producción discursiva y su imaginario están contaminados por el mundo del arte y la «cultura contracultural». Por eso no es tan descabellada la afirmación de Borja-Villel a la que me refería al principio. El movimiento de los indignados no dista demasiado de aparecerse como una gran performance, un happening autoconsciente, una representación que busca un lugar de distinción en lo simbólico. Como digo, por supuesto hay detrás una realidad dura que no se niega, pero el éxito del movimiento está en su puesta en escena, su display, su teatralización consciente. Una teatralidad que tiene que ver fundamentalmente con una búsqueda estratégica de la precariedad. Una parodia estratégica de lo precario. De una precariedad que, por supuesto, es real y está en la base del movimiento, pero que se hace visible a través de una teatralización excesiva, una puesta en escena, una imagen, un aparecer de lo precario. Una gran performance de la precariedad. No quiero sugerir en ningún momento que se trate de una manipulación, sino más bien de una táctica de posicionamiento, una manera de dar forma a una demanda que, de otro modo, pasaría desapercibida. Performar la indignación, representar la precariedad, sobreactuar, exagerar... como un

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modo de hacer visible lo invisible, casi de un modo semejante a lo que ocurre en las políticas queer y en las performances identitarias. Hacerse fuerte en aquello que es la parte maldita del sistema, pero ser consciente, en todo momento, de que se trata de una representación operativa. Esa sería una manera de plantar cara sin caer en una verdad autoritaria y fundamental. Buscar una especie de esencialismo estratégico –por decirlo con las palabras de Spivak– que sirva de salvaguarda a los peligros de la fetichización de la cochambre y la fascinación por la autenticidad de lo primitivo. Coda: inútil utilidad La relación entre los eventos reales y las energías políticas del mundo del arte ponen sobre la mesa un problema de fondo que camina en dos sentidos. En primer lugar, hacia la supuesta asimilación estética-artística de la revuelta y, en segundo, hacia la potencia política del arte. Porque lo que mostraba el debate derivado de las declaraciones de Borja-Villel era que, de ser asimilado o siquiera vinculado genealógicamente por la institución arte, aunque fuese en su discurso, el movimiento parecía desactivarse. Y esa desactivación tenía que ver con la supuesta incapacidad del arte para actuar en la realidad. Bien pensado, lo que trataba de hacer cierta parte de la institución –representada en este caso por el museo– era intentar legitimar la posibilidad de acción real a través del arte: todo esto viene del arte, o tiene al final algo que ver, «una conexión genética», con la forma-arte, así que el arte no es tan inútil y, sobre todo, nuestras prácticas tienen sentido–. La otra parte, al intentar desvincular por completo al movimiento de lo artístico para no desactivarlo, acababan mostrando claramente que el arte carece de cualquier capacidad política para transformar las cosas. Que en lugar de arte, aquello era política real.

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Según esta visión, lo que ha pasado con el 15M nos dice, al mismo tiempo, algo bueno y algo malo acerca del arte. Primero, que es un lugar del que, en efecto, puede salir algo. Segundo, que precisamente, por haberse demostrado que de ahí puede salir algo, se desactiva políticamente. Porque lo que este movimiento muestra al final para el arte político es que sólo puede ser político dejando de ser arte. Al menos si por político se entiende este engarce con lo social, una cierta politicidad que consiste en la acción real y administrativa en la sociedad (Hantelmann, 2010), es decir, casi una estética pragmatista, por volver a la clásica formulación de Richard Shusterman (2002). Otra cosa bien diferente sería otros modos de entender lo político en el arte y que están mucho más relacionados con otros conceptos más sutiles y menos directamente vinculados con la acción y la temática política (Bal, 2010). Probablemente haya que darle la razón a Rancière cuando afirma que «el mundo del arte y de las exposiciones se convierte en una especie de "refugio" cuando las escenas propias de la política tienden a borrarse. Estos lugares del arte juegan entonces con extraterritorialidad para elaborar y hacer circular modos de percepción, de nominación y de pensamiento del mundo que son disensuales en relación con los pensamientos dominantes» (Rancière, 2011: 271). El arte contemporáneo se ha convertido así en una especie de laboratorio de ideas políticas (García Canclini, 2010; Laddaga, 2011). Un laboratorio social solo posible si se cree en la existencia de una suerte de espacio intersticial que, tal y como han observado Bourriaud (2006) o Simon Critchley (2010), es una especie de punto ciego de lo social en el que es posible el desarrollo de conceptos y experimentos sociales que son, al mismo tiempo, útiles e inútiles. Quizá el arte realmente sea, como ha sugerido Cuauhtémoc Medina, un repositorio para la utopía, un lugar donde se guarda la llama de la transformación y la revolución (Medina,

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2010: 21). Y en cierto modo, esto tendría que ver con esa lectura cultural del movimiento de la indignación a la que he venido refiriéndome. La genealogía del movimiento en el arte lo muestra al mismo tiempo como una negación y una aceptación. Un lugar ambiguo, inútil y necesario al mismo tiempo. Nos hace mirar también hacia el arte político y hacia su imposibilidad para hacer cosas si no se convierte en política. Pero en esa misma imposibilidad de hacer reside una fuerza de implosión, de conservación.

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DADME UNA PANCARTA Y MOVERÉ EL MUNDO Laboratorios emocionales y nuevas estrategias de representación en el sujeto activista tras el 15M IVÁN LÓPEZ MUNUERA

Desde la caída de las torres gemelas en el año 2001 y las subsiguientes políticas internacionales de ocupación y mediatización de los acuerdos y enfrentamientos gubernamentales, parece haber sucedido un cambio a la hora de debatir de manera pública quién y cómo plantear los lugares de disidencia. Activismos contemporáneos como la Primavera Árabe, el movimiento 15M o el Occupy Movement cuyo foco más visible ha sido el de Nueva York (Occupy Wall Street), han propuesto otras maneras de experimentación política, acompañadas por la presencia en Internet y otras herramientas digitales, así como por métodos conocidos, ya sea la prensa gráfica o las asambleas (Molina, Patricia y Masip, Adrián, 2012). Pero ¿cómo se articula el sujeto activista hoy día?, ¿de qué manera puede desafiar las estructuras visuales e identitarias en un contexto global?, ¿es posible ser representado y representarse de manera diferente a como lo ha sido hasta ahora?, ¿qué estéticas pueden resultar de los nuevos acontecimientos internacionales? Tal vez una de las bases fundamentales y más desafiantes de todos estos sucesos pueda situarse en la puesta en valor de un componente habitualmente dejado de lado en los análisis

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políticos contrahegemónicos: el valor de lo emocional como elemento cohesionador y activista. Como desvela Eloy Fernández Porta (2012), los elementos emocionales han sido tradicionalmente marginados a la hora de abordar lo político y el conjunto de factores que hacen comunidad, frente a otros que parecen más neutrales como el credo, la clase social o la procedencia geográfica. Parece como si los datos «objetivos» y, por tanto evaluables, solo se estableciesen a partir de las clasificaciones ya dadas en las formaciones del discurso hegemónico y en todo aquello que se considera relevante para detentarlo: de dónde surge la voz, cuáles son sus condicionantes socioeconómicos o culturales y cómo se articula. Y, sin embargo, a pesar de su constante desprecio o marginación en los espacios de pensamiento, el capital emocional sigue siendo uno de los factores determinantes a la hora de configurar una idea compartida con relevancia pública. Después de todo, tal y como avanzaba Pierre Bourdieu (1988), los sentimientos no son solo algo subjetivo e individual, sino que adquieren relevancia al ser manifestados en un contexto evaluable y reconocido. Al ser manifestados y contrapuestos con otros se establecen como constitutivos del sujeto. O, como apunta Randall Collins (2009), la singularidad de las emociones expresadas, su valor de mercado, genera intercambios personales y crematísticos muy reales a través de medios, productos y discursos muy diferentes. Es decir, son mensurables, pueden ser tenidos en cuenta, ser valorados y contrapuestos, generando unos conocimientos y formas de pensamiento muy específicos. Es esta una consideración política que no siempre ha sido aceptada, aunque cuente con su propia historia de disidencias. Prácticamente hasta la actualidad, las imágenes del activismo político contemporáneo han sido identificadas con unos sujetos muy concretos. Si

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revisamos las diferentes protestas de 1968 a nivel internacional (que han sido vistas de manera continua como el origen de las protestas actuales), ya sean los disturbios en la Universidad de Columbia, las de Nanterre o las del barrio latino de París en pleno y efervescente mayo francés, los personajes que aparecen son extrañamente similares entre sí. Con frecuencia son imágenes con unos protagonistas similares: hombres jóvenes blancos universitarios y ricos lanzando piedras y gritando consignas como «debajo de los adoquines, la playa», «no vamos a reivindicar nada, no vamos a pedir nada, tomaremos, ocuparemos» o «prohibido prohibir». Unas imágenes vinculadas a ciertas dosis de juventud y anarquía que, sin embargo, dejan fuera de foco muchas otras cosas. Es curioso comprobar también cómo raramente aparecen imágenes de otro grupo coetáneo a todas estas protestas: las de los Gazolines, un grupo transgénero francés ubicado en las décadas de los sesenta y setenta del siglo xx, que aparecía en mitad de las marchas del Primero de Mayo –las de las reivindicaciones por los derechos de los trabajadores– con minifaldas de cuero o con estampados de leopardo, vestidos como el David Bowie del Ziggy Stardust o como Cocinelle, lanzando proclamas como «ponerse maquillaje es un estilo de vida», «proletarios del mundo, acariciaos», «montaremos las próximas barricadas vestidos con trajes de noche» o «nacionalización de las fábricas de lentejuelas ¡ya!». Unas consignas que eran, que son, tan o más políticas como las anteriores. Porque aquello que solía aparecer desprestigiado de los debates políticos, como el maquillaje, los peinados o las caricias también pueden ser políticos dando representatividad a múltiples grupos por vías muy variadas. Consignas que enmarcan un tipo diferente de activismo, un activismo biopolítico. Es decir, una escenificación por medio de las prácticas estéticas y por qué no, artísticas, de una institucionalización social sometida a regulaciones

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innovadoras. Regulaciones que permiten la convivencia de organizaciones diversas, una eliminación de la urgencia militarizante, una desactivación de la severidad que acompaña a cierto orden marcial en las protestas, para transformarlo en una construcción social basada en los comportamientos individuales y en las opciones asociativas. Un concepto, el de biopolítica, que ya en Vigilar y castigar (1975), Michel Foucault describía como una «estética de la existencia», una estilización deliberada de la vida cotidiana a través de tecnologías que se demuestran con la mayor eficacia en las prácticas de autoproducción, en modos específicos de conducta y de performatividad. Un avance que signifique que la política se dirime en diferentes campos que no siempre son tan evidentes o tienen tanto prestigio. Políticas o activismos que podríamos denominar del día a día. Y es que las técnicas de subjetivación sólo pueden ser entendidas en el marco de las prácticas normativas. El sistema jurídico asienta estas normas, mientras que el cuerpo es el receptor y el objeto de estas restricciones. El poder sería el nombre atribuido a una situación estratégica compleja en una sociedad particular. El resultado de la interacción de las fuerzas es la producción de un discurso. Al ser el cuerpo humano el receptor, el poder es un biopoder. La oposición parte de realizar una cartografía de los lugares que ocupa este poder para así poder encontrar los puntos desde los cuales actuar para producir estrategias de resistencia. Pero no es una dialéctica poder/resistencia, sino un escenario plural de poder/ resistencias. La autoría pasaría entonces a ser algo lejano a lo individual, pues todos los discursos son producidos colectivamente. Esto es algo que se ha podido ver en ciertas manifestaciones contemporáneas, en especial todas aquellas relacionadas con el 15M y la Acampada Sol. En ellas hemos visto y hemos participado con una serie de proclamas muy diversas, como: «No somos antisistema, el sistema

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es anti-nosotros», «Me sobra mes a final de sueldo», «No hay pan para tanto chorizo», «¿Dónde está la izquierda? al fondo, de la derecha», «Si no nos dejáis soñar, no os dejaremos dormir», «Se puede acampar para ver a Justin Bieber pero no para defender nuestros derechos», «Error de sistema. Reinicie, por favor», «Políticos: somos vuestros jefes y os estamos haciendo un ERE», «!!Tengo una carrera y como mortadela!!», «Manos arriba, esto es un contrato» o «Democracia, me gustas porque estás como ausente». Consignas que podrían vincularse a las ya citadas de Mayo del 68, aunque plantean otras consideraciones, especialmente dos soflamas con los debates asociados a ellas, que dirigen la atención hacia otro tipo de conflictos y discusiones. Una de ellas fue «Vivo en un zulo y por eso doy por culo». La otra es «Espacio libre de machismo y otras fobias a feministas, bolleras, trans y maricas», del frente transmaricabollo. Ambas proclamas desplazaron la figura del sujeto revolucionario, que ya no puede ser impunemente un hombre blanco rico tirando piedras, hacia algo diferente que se une con la idea de lo colectivo y lo emocional. Algo que fue aún más evidente en las reivindicaciones del colectivo Hetaira (que actúa a favor de los derechos de las trabajadoras del sexo) y decía: «Nosotras las putas no somos las madres de esos políticos». Estas consignas desvelaban que todo aquello que se daba por natural, por acertado incluso, podía contener una serie de violencias y políticas que hay que desentrañar. Y es algo que no es responsabilidad de un solo sujeto. Porque la pancarta del zulo (tan homófoba, tan machista, tan vinculada a un sujeto masculino heterocentrista) no es algo aislado, ni marginal, sino realizado de manera colectiva y ubicado en el centro de las disputas. En primer lugar, la soflama trataba de ser simpática, desplazando el debate político hacia una forma cercana, casi doméstica, de disidencia. No hacen

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falta pronósticos económicos o disquisiciones ideológicas para articular la oposición, basta con un juego de palabras que asimile la carestía de vivienda y su consiguiente indignación y movimiento de disidencia. Pero, por otro lado, el texto elegido, el lugar desde el que se hablaba, manifestaba que a pesar de tratar de atacar un sistema de poder asociado a unos pocos (aquellos que dan los puestos de trabajo, quienes otorgan las hipotecas, quienes establecen las reformas laborales), de desafiar una realidad excluyente, en realidad se hallaba en el mismo centro de lo que criticaba. Porque esa autodefinición como sujeto masculino heterosexual (independientemente del género de quien la portara) con bromas sobre prácticas sexuales diferentes, destilaba toda esa forma de poder históricamente autoritario, que excluía a cualquier comunidad social «otra» o «queer». Y por queer entendemos lo extraño, lo diferente, lo que exige visibilidad para todo aquello que ha sido obliterado en la representación de los cuerpos y las maneras de entender los afectos fuera de los discursos hegemónicos. Una posición que, de hecho, clama por continuar en esa visión de la diferencia (Nikki Sullivan, 2003). Comunidades que, como testificaban las pancartas de Hetaira, el frente transmaricabollo y otras muchas, también se manifestaban en Sol, construían el contexto y formaban parte del movimiento 15M. Pero sería infantil señalar a un único sujeto (el portador o portadores de la pancarta del zulo) como responsable de la ideología y violencias contenidas en ella. Su acción no era algo individual, sino colectivo. Y aquí es donde entra la idea del laboratorio. La definición comúnmente compartida de laboratorio es la que describe este espacio, el laboratorio, como un lugar con una mecánica de trabajo y una topología precisas. El primer paso en la consideración de este espacio consiste en un desplazamiento que lleve al fenómeno de su medio natural a otro espacio para producir un verdadero conocimiento:

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es decir, recogiendo el material, las declaraciones y las publicaciones para contrastarlas y tratar de reelaborar nuevas condiciones de contorno. Liberado de sus competencias exteriores, muestra entonces sus leyes vitales, sus fuerzas y sus debilidades. Mediante este conocimiento de su comportamiento se hará evidente cómo pueden articularse nuevos campos de experimentación para elaborar nuevos métodos de inscripción y registro. Después, se moviliza de nuevo el laboratorio para llevarlo a la sociedad para que, al entrar en contacto, pueda ser testeado y puedan comprobarse sus resultados. Esta sería la definición oficial de laboratorio, pero tal y como indica Bruno Latour (1983), esto no es exactamente así. En la ciudad –como sucedía con la pancarta del zulo que evidenciaba en el contexto cómo ciertas «bromas» ya no podían quedar impunes en sus planteamientos de segregación– no se da un espacio apartado, aislado y aséptico, sino que todo está enlazado. El laboratorio es un inmenso espacio de controversias donde visualizar diferentes planteamientos que se dan, de hecho, en toda la sociedad. No hay un afuera y un adentro absolutamente separados, y eso es lo que permite testear y evaluar su importancia. Porque el conocimiento laboratorizado se da en las relaciones existentes entre los diferentes cambios de escala, en su método de comunicación, en los lugares de recepción de esta información, en su socialización, en la relación con las legislaciones existentes, en el sistema de archivo y clasificación, en la gestión del deseo y en la localización de lo que es un discurso hegemónico o de autoridad. El laboratorio que se produjo en el 15M no podía visualizarse a partir de una pancarta u otra, sino a través de la suma de multitud de ellas, más las apariciones en prensa, los twitters, los «me gusta» de Facebook, las asambleas y todas las discusiones. Por eso eran tan efectivas las imágenes de la salida de metro de Sol llenas de proclamas absolutamente diferentes

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donde sólo se negaba colgar banderas ya conocidas, lexicalizadas, carentes de un significado de representación múltiple. Y es por eso por lo que la pancarta del zulo fue objeto de grandes controversias y debates, lo mismo que la del frente transmaricabollo, su némesis absoluta, al tratar de visualizar a buena parte de los desplazados en las historias de las revueltas, marginados que ya era imposible eludir, apuntando que, lejos de gozar de una representación unívoca y de un sujeto prototípico, el 15M debía ser representado en conflicto, con una variedad de sujetos siempre en discordia y siempre en debate. No podía haber ya manifestaciones contrahegemónicas que no planteasen la diferencia desde raíz y apuntasen también no solo a los movimientos LTBQ, sino a las diferentes comunidades trasnacionales o a los colectivos de prostitutas, por ejemplo. Tal vez por ello, uno de los asuntos más interesantes que se dieron en Acampada Sol fue esa multiplicidad de imágenes en discordia, al convertir el espacio público en un inmenso lugar laboratorizado en directo, donde se pusieron en cuestión multitud de temas: género, hegemonías, sistemas económicos, políticos, contratos laborales, usos de la vivienda, espacio público. Y lo interesante era comprobar cómo se articulaban en una definición diferente: un campo en conflicto, un espacio de controversias más que de pacificación. Es decir, como escribe Chantal Mouffe (2007), una sociedad aristada, llena de confrontaciones, de acercamientos contrapuestos y no apaciguados, en debate. Un espacio donde es tan importante el consenso como el disenso. Una sociedad agonística, tal y como Mouffe define las sociedades más democráticas, al equipar de manera crítica todas las posturas y alternativas. Todo esto tuvo un campo de representación efectivo en las asambleas, pero sobre todo, como vemos, en las pancartas y soflamas, siendo reiterado el conflicto entre aquellos que querían descolgar carteles de raíz feminista de las fachadas principales y

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todos aquellos que veían como básico el mantenerlos. Lo fundamental era, sobre todo, las discusiones que generaba y los posicionamientos que permitía, generando un conocimiento y una participación amplia y efectiva. Por eso las imágenes del 15M más reproducidas tendían a la representación parcheada a través de grupos de personas o carteles, con estéticas precarias y urgentes donde el contenido y la forma entraban en discusión de manera continua. Unas estrategias de representación cercanas a las obras de Thomas Hirshhorn, como el Theatre Précaire (2010) o el 24 h Foucault (2004), donde se exponían diferentes acercamientos a figuras de la filosofía, del pensamiento o de realidades políticas, a través de pancartas, post-its, papeles fanzineros o vídeos en baja resolución. La multitud de consignas, de carteles, de imágenes, de asambleas, desplazaban la consigna única, el sujeto unívoco, pero no por una masa informe colectiva, sino por una estrategia de representación en discordia. Una suma de individualidades en continua transformación y debate. En este sentido, las asambleas del 15M y sus diferentes visualizaciones se aproximan a ciertas obras del denominado «contexto arte», que entienden las obras como marcos críticos donde representar diferentes acercamientos. Hirshhorn es un caso paradigmático, evidente en sus planteamientos formales y también conceptuales. Pero hay otra obra que puede parecer lejana en su formalización y que sin embargo testifica buena parte de lo que se produjo en la Acampada Sol, Notes on the Margin of the Black Book (1991) de Glenn Ligon. En esta obra, Glenn Ligon decidió abordar un tema que le generaba sensaciones contrapuestas, la serie de fotografías de Robert Mapplethorpe recogidas en el Black Book (1988), que abordaban el desnudo masculino de personas con piel negra. En sus declaraciones, Ligon apunta que siempre le habían parecido atractivas, bellas formalmente, con una estética desafiante

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y sexy. Pero al mismo tiempo era consciente de la afirmación de estereotipos (el negro mandingo de gran potencia sexual), de la negación del sujeto por su color de piel (los representados no tenían nombre, algo extraño en otros retratos de Mapplethorpe), remitiendo a visiones coloniales y excluyentes. Entonces, ¿cómo trasladar estas discusiones e intereses para dar forma a una representación múltiple en la que confluyesen sus gustos y sus rechazos?, ¿cómo abordar el tema sin caer en discusiones redundantes y reiterativas? Ligon decidió elaborar una especie de asamblea donde se dieran cita, bajo reproducciones del Black Book, multitud de voces que abordaran estas fotos con ópticas diversas: apoyo, desacuerdo, rechazo, lecturas poscoloniales, de género, acercamientos estéticos o visiones más mundanas basadas en la pura atracción física. Se puso en contacto con diferentes autores, de Bell Hooks a Allan Hollinghurst, Edmund White, Jennie Livingston, Susan Sontag o un portero de un club de strip-tease, recogiendo sus declaraciones y exponiéndolas bajo las fotografías de Mappletthorpe. Ligon articuló un paisaje cercano al del 15 M, donde ya no era posible leer la realidad bajo un único prisma, con una sola consigna, sino que necesitaba de todos los actores involucrados para generar una experiencia laboratorizada de la realidad. De esta manera, tanto en la obra de Ligon como en las diferentes experiencias del 15M, lo fundamental fue la puesta en práctica de un sujeto activista diferente, que ya no detenta un discurso único y monolítico, sino múltiple y parcial necesitado de una disidencia permanente y del conocimiento del otro. Configuró un conocimiento laboratorizado, emocional, donde era posible sentirse representado y excluido al mismo tiempo, porque lo importante no pasaba por aceptar ciertas directrices, sino por ponerlas en cuestión y, basándose en el valor de la discusión, configurar un marco crítico dotado de garantías de representación.

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«MIEUX VAUT UN DESASTRE QU´UN DÉSÊTRE»

[25 notas críticas en torno al arte y la política de la insubordinación] FERNANDO CASTRO FLÓREZ

«Aquí se declara abiertamente la guerra social de todos contra todos. Lo único asombroso es que este mundo loco siga en pie» Engels, La situación de la clase trabajadora en Inglaterra «¡Vivid peligrosamente! ¡Construid vuestras ciudades cerca del Vesubio!» Nietzsche

1. La sociedad existente no es sino una conspiración de los ricos para conseguir sus propios intereses so pretexto de organizar la sociedad: «Inventan todo tipo de trucos y estratagemas, primero para mantener sus beneficios mal obtenidos y después para explotar a los pobres comprando su trabajo tan barato como sea posible. Una vez los ricos han decidido que estos trucos y estratagemas sean reconocidos oficialmente por la sociedad –que incluye tanto a pobres como a ricos– adquieren fuerza de ley. Así, una minoría sin escrúpulos se rige por la insaciable codicia de monopolizar lo que habría sido suficiente para suplir las necesidades de toda la población». Aunque pudiera parecer una descripción del estado (contemporáneo) de las cosas, en realidad, es una cita de la Utopía de Tomás Moro,

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esto es, un retorno de lo reprimido, nada más y nada menos, que medio siglo después. 2. Con la precariedad convertida en «estado de naturaleza» asistimos a un demencial culto al «emprendedor», esto es, a la retorización apologética del individuo concebido como empresario de sí que no podemos entender de otro modo que como la culminación del capital como máquina de subjetivación. La inseguridad no es sólo una consecuencia no deseada de los altibajos de los mercados sino que, como apuntara Richard Sennett en La cultura del nuevo capitalismo, forma parte del programa del nuevo modelo institucional. Esto quiere decir que en esta burocracia de nuevo cuño la inseguridad no es un acontecimiento sobrevenido, antes al contrario, es algo cuya existencia ha sido buscada. 3. Vivimos una histerización mediática de los mercados y no podemos dar ni un bocado a mediodía sin conocer, al límite del infarto, la subida de la prima de riesgo. Nos hemos vuelto, valga el chiste malo, unos primos idiotizados que no han reparado, como impuso aquella interpelación teatral de Bill Clinton, de que la Cosa (traumática y esquiva) es la Economía. No hay ninguna razón para poner la esperanza en algo tan delirante o surrealista como «la recuperación de la confianza de los mercados» cuando hemos asistido al despliegue de estrategias absolutamente injustificables como la intervención del Estado para «salvar» precisamente a los bancos que fueron los principales causantes de la fétida burbuja financiera. Y lo más lamentable es que todavía algunos pretendan imponer la mentira brutal de que los mercados son neutrales. Tal vez la crisis sea un terapia de choque que lleve a un resurgir del populismo o a una explosividad iracunda de la que ya hemos tenido importantes manifestaciones.

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4. Supongo que nadie concederá ya el mínimo crédito a los que negaron la crisis como tampoco a «teóricos» como Guy Sorman, que revelan su impostura cuando afirman lapidariamente que «las cosas serán duras pero la crisis será breve, simplemente es parte del ciclo normal de destrucción creativa a través de la que progresa el capitalismo». Acaso lo que suceda sea únicamente el crudo proceso de desmantelamiento de lo poco que quedaba del llamado Estado del Bienestar pero, de paso, ejecutando una serie de maniobras distractivas que permitan a los culpables de la crisis salir impunes pero con una acrobacia final que posibilita que su escaqueo les devuelva a la sala de máquinas para continuar manejando el timón del barco, todo hay que decirlo, estructuralmente a la deriva. Los especuladores financieros asumieron todos los riesgos imaginables sin saber que el Estado acudiría, batiendo plusmarcas de velocidad, a cubrir sus pérdidas. Jamás se asistió a tan inmerecidas e inmensas «recompensas» por comportamientos que, como mínimo, deben ser calificados de incompetentes. 5. Con su habitual lucidez Zizek diagnostica, en su monumental libro En defensa de causas perdidas, una situación patológica que pretendería adormecerse con su peculiar canción de cuna, a lo Fukuyama, del «final de las ideologías». Traza, sin caer en lo apocalíptico, un horizonte de conservadurismo-populista que precisamente podrá auparse gracias a la miseria económica. Aunque pretendamos encontrar un raro placer en la ceguera, estamos empantanados en un momento absolutamente ideológico en el que la democracia está cimentada en el desánimo total. De Berlusconi a Kung Fu Panda, del marketing «buen-rollista» de Starbucks a los «sujetos tóxicos» se traza un horizonte desalentador que torna pertinente un viejo lema de Mao: «Todo bajo el cielo está en completo caos, la situación es excelente».

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6. El storytelling, tematizado por Christian Salmon, no es otra cosa que la expresión de la vieja necesidad humana de contarse, identificarse, dar sentido a nuestras experiencias a través de los relatos que, con el impacto global de Internet, genera un espacio mucho más vasto. Ya sea en el marketing narrativo (una configuración concreta de las conductas) o en el jurídico-político (la era del archivo y la vigilancia planetaria que registra el comportamiento del individuo), ya sea en la macropolítica (desde las prácticas propias de un lobby a las tácticas de los spinners y demás fauna específica del asesoramiento «gubernamental») o en las narrativas expandidas cibernéticamente (blog, chats o variaciones twitteras), las narraciones no cesan de codificarnos con una sutileza «seductora» en apariencia pero esencialmente conductista. Christian Salmon recurre, con sentido del humor e innegable capacidad paródica en La lección de Sherezade, a la estructura de El príncipe de Maquiavelo para relatar una época de inequívoco desmantelamiento de lo político. Los actores principales de este «folletín» son Tony Blair, George W. Bush, Beslusconi, Sarkozy e incluso Aznar aunque no se trata meramente de hacer un retrato colectivo del neoliberalismo en sus postrimerías sino de componer lo que el ensayista francés denomina un «personaje de ficción», un Homo politicus experimental, esto es, un ejemplo de la dominación post-democrática que a veces tiene el rostro de un consejero plenipotenciario (macho dominante en el ecosistema de Washington) y, con bastante frecuencia, está clonado de los comportamientos estandarizados de Barak Obama, un presidente que alcanzó cotas sublimes de entusiasmo cuando en su retórica del «cambio» habló propiamente de naderías. Sin llegar a tener aquel pensamiento febril que afectara a Lord Chandos, según Hofmannsthal, y fascinado por el «I would prefer not to» de Bartleby, el ciudadano inserto en la revolución digital pasa de la credulidad al estupor en una fracción

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de segundo, sin que tampoco necesite de ese cuento infinito que, como el de Sherezade, impide la ejecución fatal. El país de las maravillas del maquiavelismo contemporáneo está perfectamente ejemplificado en K Street de Washington, donde asientan sus reales los asesores políticos, los consultores (maestros del arte de la escenificación, singulares herederos del Mago de Oz) y los lobbystas que tienen por «virtud» esencial el cinismo. El ritual electoral es tanto una mascarada cuanto algo equivalente al Carnaval, aunque ahora lo que interesa no es tanto entronizar al loco cuanto promover una marca. «¿Qué significa –pregunta Christian Salmon– entonces conquistar el poder o perderlo? ¿De qué poder se trata y de qué pérdida sino de un poder desprovisto de sus atributos y de una pérdida que, lejos de limitarse a una derrota electoral, afecta al poder mismo, a la política misma, una pérdida inscrita en el corazón de la democracia?». Karl Rove, titiritero plenipotenciario de la época de lo que Alain Badiou denominó «la política del loco» (encarnada por aquel estrafalario presidente que era capaz de bajar de un avión militar para agarrar una bandeja con un pavo colosal o, bajo la pancarta de «Misión cumplida», confirmar que la ideología sigue siendo, a la manera marxista, la falsa conciencia de la realidad), comprendió que cuando todo se iba a pique era preciso contar historias fabulosas que transmutaran el sentimiento de inseguridad en puro desajuste cognitivo. Lo fundamental era reinstaurar el discurso maniqueo y transformar toda elección en un teatro moral: «La estrategia de Sherezade es un gran timo construido sobre la ilusión de que unas sencillas historias moralizantes te darán un sentimiento de seguridad, independientemente de lo que ocurra en el mundo». 7. El folletín político puede ir al traste por algo tan anecdótico como un zapato, como aquel que le lanzó el periodista árabe Muntazer al-Zaidi a

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Bush cuando estaba jactándose de que la guerra de Irak sería estudiada por los historiadores por su «rapidez, la precisión y la brillante ejecución de la campaña». Tras la «intifada del zapato», el mundo económico desregulado ha recibido una verdadera patada en los morros: todo lo que parecía sólido, desde Lehman Brothers a la aseguradora AIG, se ha evaporado en el aire. El nuevo relato palpitante es el de la prima de riesgo de la que hace dos años no teníamos ni la más remota idea. Tenemos síntomas inequívocos de «infobesidad» (problemas causados por la sobrecarga de información) y no hay modo de recuperar la confianza (eso que ahora es una necesidad de lo que esotéricamente nombramos como «mercados») o por lo menos saber en qué abismo nos estamos precipitando. «Ya es hora de reconocer –apunta Christian Salmon–, en la omnipresencia mediática de nuestros príncipes, más torpeza que control, más vagabundeo que resultados, una huida hacia delante en el espacio vaciado de lo político, mientras el terreno de la política se estrecha y los centros de poder tradicionales se alejan hacia otros lugares: Bruselas, Washington o Wall Street». Victor Klemperer apuntó, en relación al Tercer Reich, que el estilo obligatorio para todo el mundo se convierte en el del agitador charlatanesco. Las fábulas del neoliberalismo son una mezcla de andanzas y de traspiés, mezclados con el desmentido tras la torpeza mayúscula o la amarga toma de conciencia de que el mensaje «no ha llegado» cuando la derrota impone su cruda ley. La narrativización de la acción política suscita un torrente de comentarios (una tendencia a la sobreinterpretación o «hiperglosia») mientras la inflación de historias arruina la credibilidad del narrador. El hombre político contemporáneo ha desbordado el paradigma del «chaquetero», sabedor de que defraudar, dar la espalda a los compromisos y sacar el mejor partido de las circunstancias es, en buena medida, un comportamiento reprobable pero normativo.

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Aunque da la impresión de que el hombre político es una especie de corcho capaz de flotar incluso atravesando las peores circunstancias, también es manifiesto que el crédito dura poco en este terreno, como le ha pasado al hiper-mediático Obama que ya comenzaba a ser un «pato cojo» a mitad de su mandato; ese fracaso no debe achacarse, como es habitual, a un defecto de marketing, sino precisamente a los excesos del marketing político: el que apuesta por el espectáculo perecerá por el espectáculo. 8. El Estado movilizador tiene que evitar, a toda costa, que se produzca una masiva deflación de las emociones, la campaña no debe cesar, sin por ello dar espacio al asamblearismo «indignado». Los atentados del 11 de septiembre inauguraron un nuevo siglo de «tiempo real del terror» que propiciaría una abundancia de anécdotas que son metástasis del relato. Fue una casualidad epifánica que Bush estuviera leyendo un cuento al revés: su rostro estupefacto es la otra Zona Cero, la mejor fotografía del relato cortocircuitado. Christian Salmon advierte que estamos en un mundo sin historias en el que, como declaró Peter Guber (productor de películas como El expreso de medianoche o Batman), «incluso he visto una pantalla de plasma encima de un urinario». Para los que han sufrido la enfermedad estética de la duchampitis esa visión post-ready-made tendrá un toque (meta)irónico. El cuento para insomnes es tan decepcionante como el zapping, esa experiencia ansiosa que el mismo Bin Laden hacía, buscando su imagen en la televisión global. Lo real ha sido excluido en el imperio del simulacro pero, a pesar de las implosiones retoricadas por Baudrillard, la Guerra del Golfo sí tuvo lugar, el cadáver del terrorista más buscado no fue fotografiado y la (improbable) revolución del sujeto ideal del reino totalitario no será televisada.

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9. La memorable corrección marxista a la idea hegeliana de que la historia se repite primero como tragedia y después como farsa merecería ser completada con la apostilla de que en un acto patético se atraviesa la catástrofe hasta un estado de estupefacción tecnocrática. 10. El principal producto de la industria capitalista moderna y posmoderna son, precisamente, los residuos. «Somos –apunta Jacques-Alain Miller– seres posmodernos porque nos damos cuenta de que todos nuestros artefactos de consumo, estéticamente atractivos, acabarán convertidos en deshechos, hasta el punto de que transformarán el planeta en una enorme tierra baldía. Perdemos el sentido de la tragedia, concebimos el progreso como irrisorio». Hemos soportado, durante demasiado tiempo, la presión política para que no pase nada y la labor (policíaca) de hacernos circular (por favor o sin tantas consideraciones) porque «no hay nada que ver», hizo que nos instaláramos en una calma chicha lamentable. En cierta medida estaba interiorizada la consigna proto-punk de que no hay futuro. Cuando la esfera de la representación política se cierra queda claro que el presente no tiene salida. Y, más acá de toda la lógica de las bienaventuranzas y sus «derivados» (anticipatorios de la economía burbujeante y estructuralmente estafadora), lo que conviene es tener en cuenta que el tono apocalíptico puede ser sometido a una transvaloración: si los majaderos intentan ofrecer soluciones que son desmentidas en el acto, los nihilistas cabales al menos recuerdan, como apunta el Comité Invisible en La insurrección que viene, que «el futuro ya no tiene porvenir». El resto (sea esto lo que sobra o lo que falta) hizo acto de presencia en la insubordinación que comenzó en la primavera del 2011 para extenderse desde la plaza Tharir a la Puerta del Sol. Algunos, apresuradamente o de forma desnortada, calificaron a los indignados como «antisistemas residuales», jovenzuelos situados en las

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antípodas de la rebeldía setanyochista, agitados por un deseo casi perverso: querrían conservar y entrar en el Estado del Bienestar, amaban la jaula de hierro burocrática, anhelan un trabajo estable y un futuro en el que la incertidumbre quede disipada. Solo el periodismo genéticamente majadero o el ensayismo de vocación tertuliana puede tergiversar una dinámica de antagonismos que tiene claro que la promesa funcionarial ha desaparecido y que la situación es, lisa y llanamente, de completa precariedad. Nadie esperaba nada y, sin embargo, ocurrió algo decisivo. La spanish revolution no es, ni mucho menos, un invento mediático, ni una mera smart mob; la indignación y la protesta global ha llegado a ser el «person of the year» para la revista Time pero eso no quita ni un ápice de radicalidad al acontecimiento indignado que surge, entre otras cosas, de la certeza de que la democracia ha terminado por adoptar la forma de una sustracción de una huida, de un éxodo lejos de la soberanía. Negri y Hardt han meditado sobre la condición planetaria de la crisis de la representación y la corrupción de formas democráticas y han insistido en la necesidad de que la multitud, en tanto que libre expresión de singularidades, sea el poder constituyente. 11. Repito obsesivamente un cuento: El rey desnudo. Por si las moscas (en ambiente enrarecido o afectado de sobre-dosis-escatológica), no elogiamos un traje invisible cuando la verdad está, literalmente, al desnudo. Los estúpidos son siempre los otros: sólo el rumor acaba con la mentira. Los individuos piensan que tratan a una persona como a un rey porque lo es, mientras que, en realidad, sólo lo es porque lo tratan como tal. La expresión «rey auténtico» es un oxímoron, ser rey, como apuntara SaintJust, es una usurpación. No descubro nada si establezco la analogía entre ese cuento de la «revelación de la desnudez» y la situación casi generaliza en el mundillo del arte.

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El estado general debe ser descrito como hebrefenía; la indiferencia con respecto al mundo termina con la sustracción de todos los afectos del no-yo, en la indiferencia narcisista con respecto a la suerte de los hombres, algo que tiene, finalmente, un extraño sentido estético. El tipo contemporáneo se caracteriza porque el yo está ausente, en un esquema semejante al de los estados catatónicos. Si bien es frecuente que se pase de la fosilización mental a una agitación exagerada, a rituales insensatos, en los que se sigue, también, el ritmo compulsivo de la repetición. Los sujetos no actúan inconscientemente, simplemente reflejan rasgos objetivos; así, cuando sonríen con una extrema complicidad ante las catástrofes mínimas del arte contemporáneo, en muchos casos lo único que hacen es integrarse en el infantilismo que es, obviamente, el estilo de lo roto. Pero, insisto, no hay aquí una tragedia abismal, ni un desgarro doloroso, al contrario, la demolición del yo refuerza el narcisismo y sus derivaciones colectivas. Los «fenómenos del como si» (esa ironización planetaria) implican estados proto-psicóticos en los que el sujeto se refugia en el «espectáculo ideológico». Basta contemplar la bola de papel que Martin Creed coloca sobre un pedestal, protegida por una urna de metacrilato, para rubricar la idea de que el arte consigue, en ciertas ocasiones, ejemplificar la tontería, consumando un paso, incluso acrobático, de lo pseudo-transgresivo a la frivolidad absoluta. Nada impide que también aparezca una movilización indignada contra la inocuidad y la idiotez (etimológica y curatorial) manifiesta en algunas producciones culturales del capitalismo globalizado, aunque la respuesta habitual sea el snobismo del clan de los enterados, la estupefacción de la inmensa mayoría y la inercia de una crítica que no asume su tarea salvo para legitimar un espacio de mediación (im)potente. Ni siquiera reparamos en el riesgo, por emplear palabras de Raoul Vaniegem, de morir de aburrimiento, apalancados en un espectáculo que ni siquiera es divertido: el tedio

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bienalizado o ferial no cesa mientras en las ceremonias patético-estéticas las ropas siguen transparentando, más que la desnudez, una impostura sistémica. 12. La promesa de la globalización no es, en un trazo grueso, otra cosa que un viaje a ninguna parte, a través de salas VIP en aeropuertos de todo el mundo, ojeando dossiers o pronunciando el socorrido «nice to meet you» a otro miembro del club del jet-art. Julian Stallabrass considera que el arte en tiempos de recesión tiende a ser más innovador «y cuando los artistas tienen que abandonar el dorado cordón umbilical necesitan repensar su identidad, explorar nuevas tecnologías y atender a temas de enorme interés para más gente». Menudo parto (de los montes) en el que, perdido el seno materno-económico, los artistas, como hijos pródigos, retornan con la lección del compromiso perfectamente aprendida. Entre el ingenuismo y los deseos piadosos, reaparece aquella categoría de lo «interesante» que Adorno consideraba el colmo de lo despreciable en el ámbito de la estética. Tras el colapso visual que denominamos hibridación y agotado aquel posmodernismo caracterizado por lo sublime histérico y la moda de la nostalgia, en nuestros tiempos de turbo-capitalismo (abismal) oscilamos entre el frikismo (la tendencia chistosa o el regodeo en lo grotesco) y una extraña retórica propensa al patetismo que tiene en las películas El árbol de la vida de Terence Malick y Melancolía de Lars von Trier ejemplos perfectos de mistificación y escapismo, melodrama retro-new-age y apocalipsis con resacón matrimonial incluido, modelos de familiaridad, más que inquietantes, regresivos o ideológicamente escapistas. Aquí reaparece la fantasía del regreso al seno materno o de la destrucción de todo lo que nos protegía, en un juego compulsivo-obsesivo que, de ninguna forma, es capaz de afrontar la intemperie del presente. El hilo

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(dorado, mágico o melancólico) del vínculo protector es fantasmagórico. Por lo menos el shock art de personajillos como Damien Hirst evita la pose pretenciosa o sublimatoria, anteponiendo el © a los jugueteos de rabia, indignación, impacto y estremecimiento que exponen recurriendo a la nueva academia taxidérmico-escatológica. Duchamp, fuente de casi todas las cepas de virus anestésicos contemporáneos (malgre lui), supo respirar un aire menos enrarecido que el de la estatización planetaria y, desde su peculiar meta-ironía, tomaba medidas para seleccionar los rivales de sus partidas de ajedrez: «Cuanto más vivo entre artistas –dijo con demoledora lucidez–, más convencido estoy de que se convierten en impostores en cuanto acarician el menor éxito». 13. Benjamin Barber advierte que el capitalismo nos infantiliza con una franca regresión cultural en la que prefiere lo simple a lo complejo, lo fácil a lo difícil, lo rápido a lo lento, mientras que Lipovetsky y Serroy subrayan que lejos de ese presunto simplismo, la cultura-mundo refleja una mirada, un gusto y un juicio muy alejado de la ingenuidad. Con todo esa apología de la multiplejidad del mundo, a la que podrían añadirse las cantinelas teóricas de la clase creativa, no parecen las mejores descripciones de una época en la que la cultura es contemplada como aquello que es fundamentalmente inútil, algo que puede ser «recortado» o entregado a los brazos escuálidos de la filantropía, ni la compacta banalidad de gran parte de las producciones culturales, desde la televisión a las dinámicas expositivas de los museos o la cinematografía hegemónica, permite sostener, salvo si uno quiere columpiarse al borde del vacío, discursos optimistas. Melanie Smith retomaba la expresión «The revolution will not be televised» en su poderosa demostración filmada en el Estado Azteca de México; cientos de adolescentes componían imágenes-teseladas que iban desde piezas arqueológicas pre-

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colombinas a imágenes de luchadores mexicanos o el cuadrado rojo sobre fondo blanco suprematista. El paso del tiempo y la actitud lúdica de los participantes conducen al desmantelamiento de la imagen-colectiva y así se iba introduciendo la errata o, mejor, la representación terminaba por ser incomprensible. 14. El sujeto democrático, surgido de la abstracción violenta de todas sus raíces y determinaciones particulares, es el sujeto barrado lacaniano, ajeno al goce o, para ser más preciso, incompatible con él. La revuelta existe sólo en el gesto que la produce, en el tiempo y el lugar que le son propios. Jean-Luc Nancy considera que la política democrática se configura como una política del retorno periódico sobre la brecha de la revuelta. «Lo violento –leemos en la Introducción a la metafísica de Martin Heidegger–, lo creativo que muestra lo no dicho, que penetra en lo no pensado, que obliga a lo que nunca ha sucedido y que hace aparecer lo no visto, siempre resiste en el peligro. [...] Por tanto, quien emplea la violencia no conoce la consideración ni la conciliación (en el sentido ordinario), el apaciguamiento ni el aplacamiento que traen consigo el éxito o el prestigio o su confirmación. [...] Para él, el desastre es el más hondo y más amplio «Sí» a lo Incontenible. [...] Para que la de-cisión esencial se realice y resista a la presión constante de la añagaza de lo cotidiano y de lo acostumbrado, ha de recurrir a la violencia. Este acto de violencia, este presentarse decidido en el camino hacia el Ser de los seres, hace salir a la humanidad de la familiaridad de lo directamente cercano y de lo habitual». La búsqueda de una dignidad absoluta e incluso la insumisión que surge cuando lo político es corrupción generalizada y apatía masiva ante la catástrofe y el sinsentido general, es un acontecimiento excepcional que no puede ser entendido como una prolongación de aquella violencia ilegal que funda, tal y como formularon

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teóricos como Carl Schmitt o Walter Benjamin, el imperio de la propia Ley. Saint-Just preguntaba ¿qué es lo que quieren los que no quieren ni la Virtud ni el Terror? Su respuesta es absolutamente actual: la corrupción, otra forma de llamar a la derrota del sujeto. «Se suelen oír quejas sobre la apatía cada vez mayor de los votantes –apunta Slavoj Zizek en su libro En defensa de causas perdidas–, sobre el declive de la participación popular en la política, de manera que los liberales preocupados, no paran de hablar de la necesidad de movilizar a la gente mediante iniciativas de la sociedad civil, de hacer que participe más en la vida política. Sin embargo, cuando la gente despierta de su letargo apolítico, suele ser por medio de una revuelta populista de derechas; no es de extrañar que muchos tecnócratas liberales ilustrados se pregunten entonces si la anterior forma de “apatía” no era, en el fondo, una bendición». Hemos escuchado, hasta el cansancio, la letanía de que «las cosas no pueden seguir así», esa ideología de lo intolerable que es todavía peor que la «tolerancia represiva». 15. A partir del momento en que la rebelión posmoderna se convirtió en una institución de la cultura pop no hay ninguna posibilidad para reivindicar la artesanía (ese deseo de hacer algo bien, «desinteresadamente» y casi de modo obsesivo). La crítica de la «cultura debilitada» tiene, por todos medios, que evitar derivar hacia el ingenuismo o la actitud nostálgica propia del pensamiento conservador. Bastante aturdido está el sujeto reducido a la condición de espectador o de figurante como para que se ofrezca como salida del conflicto una suerte de bricolage autárquico. David Harvey advierte que los continuos espectáculos de la cultura de la mercancía, incluida la mercantilización del propio espectáculo, ayudan a fomentar la indiferencia política: «Todo apunta –leemos en Espacios de esperanza– a la consecución de un nirvana aturdido o de una actitud

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totalmente blasé, que es la fuente de toda indiferencia». Hace más de cuatro décadas, Lefebvre sugería que la sociedad está saturada de esteticismo y ha integrado, en cierto modo, aspectos del romanticismo, el surrealismo el existencialismo y, en algún modo, el marxismo; esa «asunción» se ha hecho a través del comercio, convirtiendo todo en mercancía: «Lo que ayer era criticado –concluía el teórico francés– se convierte hoy en bien de consumo cultural, y de este modo el consumo fagocita aquello a lo que supuestamente tenía que dar un significado y una dirección». 16. Tal vez sea necesario volver a pensar un arte de la existencia en el sentido que Foucault estableciera en la Historia de la sexualidad o, por lo menos, retomar ciertos criterios de estilos que implican el sello ilustrado de la resistencia a la autoridad. Conviene tener presente que ser crítico con una autoridad que se hace pasar por absoluta requiere una práctica que tiene en su centro la transformación de sí. Recordemos la pregunta que es el signo distintivo de la «actitud crítica» y de su peculiar virtud: «¿Cómo no ser gobernado –pregunta Foucault en el texto ¿Qué es la crítica?– de esa forma, por ése, en nombre de esos principios, en vista de tales objetivos y por medio de tales procedimientos, no de esa forma, no para eso, no por ellos?». El arte de no ser gobernado de esa forma y a ese precio tiene un nombre simple y contundente: resistencia. Según Antonio Negri, la resistencia es lo que permite entrecruzar la diferencia y la creatividad. «¿Cómo se puede tener –pregunta Negri en La fábrica de porcelana– en cuenta el derecho de resistencia, y el derecho a pedir transformaciones más o menos radicales del sistema político y constitucional?». No es fácil saber si se pasará de las «luchas desestructurantes» a una nueva praxis democrática radical y a un «ejercicio de lo común». El derecho a cuestionar tiene bases tanto éticas cuanto estéticas porque la negativa a aceptar como verdadero lo que

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una autoridad dice que es verdad es el núcleo del estilo anti-autoritario. «La crítica será –apunta Foucault– el arte de la inservidumbre voluntaria, de la indocilidad reflexiva [l´indocilité réfléchie]». La crítica tendría esencialmente como función la desujeción [désassujetissement] en el juego que se podría denominar, con una palabra, la política de la verdad. Nuestra libertad está en juego y hay que tener el arrojo total de romper las ataduras. «Pero se trata –apunta Judith Butler– de un acto de coraje, actuando sin garantías, poniendo al sujeto en riesgo en los límites de su ordenamiento». La indignación o la inservidumbre requiere que rompamos los hábitos de juicio a favor de una práctica más arriesgada que busca actuar con artisticidad en la (co)acción. El acontecimiento de la multitud supone, según Negri, «un elemento creativo común», supone una agitación de la singularidad ante el vacío de la decisión; basta pensar en el enojo, en el desorden, en las disputas y en todo ese ruido de fondo «en el que vivimos, o también en el peso de las tendencias represivas en la vida cotidiana más banal». La decisión común es siempre una invención libre, un verdadero clinamen, un cambio de trayectoria y, especialmente, una fractura con respecto a aquella inercia glacial que nos tenía encantados porque «no ocurría nada» cuando propiamente estábamos dando pasos acelerados, como en los dibujos animados, sobre el abismo, inconscientes de la caída inevitable. 17. No acierto a entender qué potencialidades críticas tiene la «comunidad desobrada» y todas esas teorías que establecen la nada como «elemento» constitutivo de la comunidad, como si lo común fuera propiamente la falta en vez de la propiedad. Roberto Exposito ha subrayado que en el concepto del «compartir» el «con» está asociado a la división y así el límite al cual alude es el que une no en el modo de la convergencia, de la conversión, de la confusión, sino en el de la divergencia, la diversión y la difusión.

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Estamos instalados o, mejor, desubicados en un niente-altro-che-mondo, esta nada en común es nuestro peculiar modo de exposición (un estar expuestos). Aviso para pasajeros en el no lugar aduanero: nothing to declare. 18. El arte puede ser, de acuerdo con Rancière, político, modificando lo visible, el modo de percibirlo y expresarlo: «Frente al consenso, el arte busca el disenso, lo que en términos formales puede significar la búsqueda de nuevos modos de construir la relación entre el espacio y la identidad, el espectáculo y la mirada, la proximidad y la distancia». Tenemos que articular nuevas formas de producir disenso, esto es, preparar un lugar de encuentro entre arte y política. «Es mejor –dice Badiou– no hacer nada que contribuir a la invención de maneras formales de volver visible lo que el Imperio ya reconoce como existente». Desde hace tiempo tenemos un ejemplo de insurgencia literaria que podría denominarse la política de Bartleby. Poner fin a la falsa actividad no es ni una tarea del duelo ni un mero private joke. La ironía solamente se puede usar como emergencia, cuando se prolonga en el tiempo puede transformarse en la voz de los condenados a quienes termina por gustarles su celda. 19. Zizek enuncia los antagonismos «lo bastante poderosos» como para impedir la reproducción indefinida del capitalismo global contemporáneo (asumido, por algunos, como «estado de naturaleza»): el ecologismo enfrentado a los signos catastróficos, la crítica de la propiedad privada, los avances tecno-científicos, especialmente en el ámbito de la biogenética y lo que llama «las nuevas formas de apartheid». Es precisamente en este último dominio suburbial donde, en sintonía con Badiou, podría surgir el acontecimiento político. Los habitantes del margen son «la parte de ninguna parte», una encarnación del homo sacer y, tal vez, estén generando

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nuevas formas de conciencia social que sean gérmenes transformadores del futuro. Ha llegado, según Zizek en sintonía con Peter Hallward, la hora de empezar a crear «territorios liberados», espacios en los que el Sistema quede en suspenso. La estrategia de politizar (organizar y disciplinar) a las masas desestructuradas de los suburbios puede derivar en la «militarización de las favelas» al modo bolivariano implantado por Chávez en Venezuela o a un populismo tiránico e hiper-gestual. Tenemos una nueva divisa de la utopía post-política: más vale un desastre causado por fidelidad al Acontecimiento que el no ser de la indiferencia ante el Acontecimiento. La Ley simbólica sólo está interesada en mantener las apariencias y nos da libertad para explayarnos con nuestras fantasías, siempre y cuando no traspasen los límites del dominio público, a saber, siempre y cuando guarden las apariencias: la propia Ley necesita de su obsceno suplemento, se sustenta en él y, por eso, lo produce. Frente al ethos imperante «fukuyaminiano» del Final de la Historia, resucita, en un denso proceso teórico, la idea de comunismo. Y esa pretendida «posición proletaria» recita, sin aparente desesperanza, una letanía beckettiana: «Fracasa otra vez. Fracasa mejor». 20. En el último de los textos que escribió en mayo de 1979 sobre la revolución iraní, titulado ¿Es inútil la revuelta?, Michel Foucault señala que el hombre que se revuelve es a fin de cuentas inexplicable: «Ha de tener un desarraigo que interrumpa el despliegue de la Historia y sus largas series de razones para que un hombre prefiera “realmente” el riesgo de la muerte a la certidumbre de tener que obedecer». No necesitamos, ni mucho menos, una «autodisciplina despiadada», sobre todo cuando estamos sometidos sin apenas tener conciencia de ello. No estamos frente a la pizarra en blanco de la ignorancia o la inmanencia que Platonov nombró en Chevengur

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como una utopía campesina. La indignación se desplegó en las plazas públicas, como un conjunto de acontecimientos extraordinarios pero no por ello catastróficos. Me atrevo a decir que el 15M era necesario o, en otros términos, fue un punto de torsión sintomático que retroactivamente crea su propia necesidad. El mero gesto de retirarse de la participación en un ritual de legitimación hace que el poder estatal aparezca suspendido en el precipicio. El acontecimiento (de la vida) indignado es tanto un modo de producción de espacio cuanto un arte de la sustracción. 21. El término «hegemonía» alude a una situación en la que una alianza provisional de determinados grupos sociales puede ejercer una «autoridad social total» sobre otros grupos subordinados, no sólo por coerción o imposición directa de las ideas dominantes, sino «ganándose –tal y como apunta Stuart Hall– la aceptación de manera tal que el poder de las clases dominantes parezca a la vez legítimo y natural». Gramsci describía la hegemonía como un equilibrio móvil que contiene relaciones de fuerzas favorables o desfavorables a esta o aquella tendencia. «Hoy en día, la situación del parlamentarismo moderno es crítica porque el desarrollo de la moderna democracia de masas ha hecho de la discusión pública argumentativa un mero formalismo. Muchas de las normas de la ley parlamentaria contemporánea, y en especial las disposiciones relativas a la independencia de los representantes y al aparato de las sesiones, operan como una decoración superflua, inútil e incluso incómoda, como si alguien hubiera pintado el radiador de un sistema de calefacción con llamas rojas para dar la apariencia de un fuego ardiente. Los partidos no se enfrentan a otros para discutir opiniones, sino como grupos de poder social y económico que calculan sus mutuos intereses y sus oportunidades de poder, y que acuerdan compromisos y coaliciones con base en ello. Las

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masas se ganan a través de un aparato propagandístico cuyo efecto máximo consiste en apelar a pasiones e intereses inmediatos. La argumentación, en el sentido real característico de una auténtica discusión, desaparece». Este texto publicado en 1926 por Carl Schmitt describe la república de Weimar aunque es aplicable, sin restricciones, a la democracia «liberal» contemporánea. El mismo teórico del estado de excepción apuntó, en una conferencia de los años veinte, que el camino que va de la metafísica y la moral a la economía pasa por la estética «y la vía del consumo y disfrute estéticos, todo lo sublime que se quiera, es la más cómoda y segura para llegar a una “economificación” general de la vida espiritual y a una constelación del espíritu que halle las categorías centrales de la existencia humana en la producción y el consumo». Si, en una lectura perversa, entendemos al posmodernismo como el «interludio estético» cabe proyectar el diagnóstico anterior sobre la contemporánea tecnocracia que no es otra cosa que el paréntesis cínico que emplea la partitocracia, empezando por la «casta» italiana, para evitar las consecuencias electorales de los «inevitables» sacrificios colectivos. La estafa política es actualmente hegemónica. 22. «El surgimiento del capitalismo desorganizado –indica Alex Callinicos– consiste en la desintegración de los espacios económicos nacionales gobernados por el Estado y característicos de la fase anterior; en la expansión de un mercado mundial dominado por corporaciones multinacionales, que debilita el poder económico de los países, y en el crecimiento de las inversiones industriales en el Tercer Mundo, que contribuye a la decadencia de la industria manufacturera en Occidente. El efecto de todo lo anterior, combinado con el progresivo crecimiento de la “clase de servicios”, es minar la fuerza y coherencia del movimiento laboral, contribuyendo a la

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erosión de la negociación corporativa y al debilitamiento de una política basada en la lucha de clases». Ya en la primavera de 1987 el Financial Times se quejó de que los mercados financieros «parecen haberse liberado de las restricciones del mundo real y disfrutan de un baile celestial sobre sus propias creaciones». La crisis es una manera de gobernar, cuando este mundo parece no tener otra forma de sostenerse que la gestión infinita de su propia derrota. Desde la tulipanomanía a los «objetivistas», seguidores de Ayn Rand, encaramados más que sobre Atlas en la chepa de un enano como Greenspan, se mantiene la cleptopía que permite edificar pirámides (de Ponzi) y generar burbujas (tóxicas). La última y fascinante modalidad del robo financiero es la que hemos conocido en los últimos cuatro años: la privatización de las ganancias y la socialización de las pérdidas (el sueño de cualquier jugador de casino). Business as usual. 23. El «sonido de la crisis» llega de lejos, por lo menos desde el corralito argentino que retomaba Santiago Sierra cuando cerró a cal y canto la galería Lisson en Londres. Para comunicar el desorden, primero hay que elegir un lenguaje apropiado, aunque el objetivo sea subvertirlo. Tal vez baste con prestar atención al discurso de los especuladores, como hace Jan Peter Hammer en El banquero anarquista o al revisar las noticias fóbicas de la prensa tengamos la certeza de que la frase que Rikrit Tiravanija sobreimprime es la adecuada: «Angs essen seele auf». Tristan Tzara sentía que había «una gran tarea destructiva por hacer», algo que también experimentamos un siglo después. La sección inglesa de la Internacional Situacionista apuntó que en lugar de decir que la utopía es la obra de arte total, sería más exacto decir que la utopía es el dominio más rico y más complejo al servicio de la creatividad total. «Está claro –leemos en La realización del arte y la revolución permanente de la vida cotidiana– que toda una guerrilla urbana

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habrá de mostrarse inventiva. Hemos de aprender a subvertir las ciudades existentes, a apoderarnos de todos los usos posibles y más inesperados del tiempo y del espacio que contienen. Hay que invertir el condicionamiento. Solo a partir de estos experimentos, a partir de todo el desarrollo del movimiento revolucionario, podrá desarrollarse un verdadero urbanismo revolucionario». La barricada de libros negros que Avelino Sala presentó en la galería Raquel Ponce (2011) junto a algunas acuarelas de activistas contrarios a la reconversión industrial y el pedestal-tobogán de Maja Bajevic en el Palacio de Cristal del Retiro (MNCARS, 2011), muestran los límites y posibilidades del cuestionamiento artístico en el tiempo de la indignación. Stuart Hall consideraba que algunos acontecimientos culturales insignificantes pueden suponer un desafío para el mundo normativo porque no solo ponen en tela de juicio la definición del mundo sino cómo debería ser: abren una brecha en nuestras expectativas. Si Avelino Sala convierte sentencias latinas («Sapere aude» o «Concedo nulli») en grafittis, Maja Bajevic ensucia los cristales del espacio expositivo para escribir consignas revolucionarias destinadas a ser borradas o a volverse un amasijo de textos sinsentido. La resistencia creativa evita caer en el dogmatismo sin caer ni en la melancolía ni en la impotencia, tomando acaso en cuenta las dudas de Rancière sobre la voluntad de repolitizar el arte: «Se supone –indica en El espectador emancipado– que el arte es político porque muestra los estigmas de la dominación, o bien porque pone en ridículo a los iconos reinantes, o incluso porque sale de los lugares que le son propios para transformarse en práctica social, etc. Al final de todo un siglo de supuesta crítica de la tradición mimética, es preciso constatar que esa tradición continúa siendo dominante hasta en las formas que se pretenden artística y políticamente subversivas. Se supone que el arte nos mueve a la indignación al mostrarnos cosas indignantes, que nos moviliza

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por el hecho de moverse fuera del taller o del museo y que nos transforma en opositores al sistema dominante cuando se niega a sí mismo como elemento de ese sistema. Sigue considerándose como evidente el paso de la causa al efecto, de la intención al resultado, salvo si se supone que el artista es incompetente o que el destinatario es incorregible». 24. El surgimiento de una subcultura espectacular viene acompañado, indefectiblemente, por una oleada de histeria en la prensa. Esa histeria es, cómo no, ambivalente: oscila entre el miedo y la fascinación, entre el escándalo y el entretenimiento. «Periódicamente, las sociedades –apuntó Cohen en Fol. Devils and Moral Panics– parecen caer en accesos de pánico moral. Una condición, un episodio, una persona o grupo de personas aparece y es descrito como una amenaza para los valores e intereses de la sociedad; los medios de comunicación lo presentan de forma estilizada y estereotípica; editores, obispos, políticos y otras gentes de la derecha se atrincheran entonces en sus combates morales; expertos socialmente acreditados pronuncian sus diagnósticos y soluciones; se buscan alternativas para afrontar el problema o (lo más frecuente) se recurre a ellas cuando ya no hay más remedio; entonces la condición desaparece, se sumerge o deteriora y se vuelve más visible». A los mass-media les bastó para acotar el despliegue indignado con acuñar la expresión «perroflauta» o establecer analogías y diferencias con Mayo del 68, intentar obsesivamente encontrar «líderes» y portavoces para volver con las manos vacías, reducirlo todo a la anécdota o parodiar el agonismo del proceso asambleario. Por fin surgían en España procesos que exigían una repolitización del espacio público, modos de la «desobediencia civil» y, mientras tanto, el arte, que según Adorno es un sismógrafo, parecía entretenido en los rituales del patetismo global. Pero puede que, como sugiere Negri, el arte y la revolución

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guarden analogías y que el Kunstwollen tenga que ver con la organización de las fuerzas sociales excedentes. «Las revueltas contra el sistema político dominante –leemos en comon wealth de Negri y Hardt–, sus políticos profesionales y sus estructuras ilegítimas de respresentación no aspiran a restaurar un supuesto sistema representativo legítimo del pasado, sino a experimentar con nuevas formas de expresión democrática: democracia real ya. ¿Cómo podemos transformar la indignación y la rebelión en un proceso constituyente duradero? ¿Cómo pueden convertirse en un poder constituyente los experimentos de democracia, no sólo democratizando una plaza pública o un barrio, sino inventando una sociedad alternativa que sea verdaderamente democrática?». Esas preguntas están expandiéndose en la multitud y, por supuesto, obligan a los artistas a posicionarse en un momento en el que el «virtuosismo» post-fordista, tematizado por Paolo Virno, da paso al neo-esclavismo. 25. Marx recordaba las revoluciones burguesas del siglo xviii como un avance arrollador de éxito en éxito, con los hombres y las cosas iluminados con fuegos de artificio, atrapados en una dinámica de éxtasis cotidiano, mientras que las revoluciones proletarias del siglo xix se critican constantemente a sí mismas, se interrumpen y vuelven sobre lo que parecía terminado para comenzarlo de nuevo, «se burlan concienzuda y cruelmente de las indecisiones, de los lados flojos y de la mezquindad de sus primeros intentos, parece que solo derriban a su adversario para que este saque de la tierra nuevas fuerzas y vuelva a levantarse más gigantesco frente a ellos, retroceden constantemente aterradas ante la vaga y monstruosa enormidad de sus propios fines, hasta que se crea una situación que no permita volverse atrás y las circunstancias mismas gritan: «¡Hic Rhodus, hic salta!» (¡Aquí está Rodas, salta aquí!). Rosa Luxemburgo retomaba esta

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cita al final de Reforma o revolución para subrayar la dimensión más que oportunista debilitada de la socialdemocracia. El acontecimiento indignado no fue, en ningún sentido, pirotécnico y tampoco puede reconducirse en las modalidades estéticas, aunque está lleno de capital simbólico o, mejor, de esa actitud que hemos calificado como arte de la insubordinación.

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Este libro se terminó de imprimir en los talleres de Iberoprinter, en Salamanca, en el mes de septiembre de 2012